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HISTORIA DE LAS MISIONES
DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS
EN EL MARAÑÓN ESPAÑOL
HISTORIA DE LAS MISIONES
DE LA compañía DE JESÚS
EN EL
marañOn español
POR EL
P. JOSÉ CHANTRE Y HERRERA
DE LA MISMA COMPAÑÍA
1637-1767
CON LICENCIA DE LA AUTORIDAD ECLESIÁSTICA
<2-t
p
4*
B06TCJN COU.ÍGE LIBRARY
CHCSTNin- W<tL. MASS.
MADRID
4753 -IMPRENTA DE A. AVSIAL,
Calle de San Bernardo, 93.
1901
Cum opus, cui titulus est: Historia de las misiones del Marañón español, por elP. José
Chantre y Herrera, de la Compañía de Jesús, aliqui ejusdem Societatis revisores, quibus id
commissum fuit, recognoverint et in lucem edi posse probaverint, facultatem concedimus ut
typis mandetur, si ita iis, ad quos pertinet, videbitur.
In quorum fldem has litteras, manu nostra subscriptas et sigillo muneris nostri munitas, de-
dimus. Matriti, die 2 Junii 1900.
Jaoobus Vigo S. J.
Praepositus Provinciae Toletanae.
Imprímase.
Madrid G do Junio de 1900.'
+ José Mai.ía Arzobispo-Obispo de Madrid-Alcalá.
i;i5553
PROLOGO
Hay en la América española, en las regiones fronterizas al Brasil, y
regadas por los numerosos afluentes del Amazonas, bosques vírgenes,
que, recorridos ahora tan sólo por el leopardo americano, por alguna
tribu salvaje, ó tal vez por algún atrevido explorador, fueron un tiempo
teatro de evangélicas conquistas y asiento de numerosas reducciones, en
donde, merced al celo de infatigables misioneros, florecieron todas las
virtudes cristianas.
Así como la exuberante vegetación de los trópicos, invadiéndolo todo,
ha borrado hasta los últimos restos de los numerosos y bien coustruidos
pueblos; así las guerras intestinas, la peste, los vicios todos, á una con la
vida nómada y errante, han concluido casi por completo con poderosas
tribus y razas americanas, que, faltas del misionero que las evangeliza-
ba, y era, por .consiguiente, el alma de su vida civil, han ido disgregán-
dose hasta consumirse y perecer.
Nada hubiéramos sabido de esos pueblos y razas extinguidas, y el via-
jero nada hubiera podido arrancar al silencio de los bosques, si el mismo
misionero que llevó á esas regiones el Evangelio y la verdadera civiliza-
ción, no hubiera interrumpido sus tareas apostólicas para narrar á las
generaciones venideras ó á las falanges de misioneros que le debían su-
ceder, ora sus triunfos y combates, ora las observaciones de su experien-
cia y la sencilla historia de los pueblos que cultivaba.
Merced á ese afán de los antiguos misioneros del alto Amazonas y al
exquisito cuidado que ellos pusieron en defender sus escritos, tanto de la
persecución de los hombres como de laiuerza destructora del calor y hu-
medad de los trópicos, han podido llegar hasta nosotros algunas escasas
obras de inestimable mérito artístico y literario en que se refiere la his-
toria de esas gloriosas misiones de la Compañía de Jesús.
Una de estas joyas, la de más relevante mérito, sin duda, es la Histo-
ria DEL Marañón Español, del P. José Chantre y Herrera, que ahora
damos á luz por la primera vez.
Esta obra ocupa, á nuestro juicio, el primer puesto entre todas las úl-
timamente publicadas por sabios americanistas, tanto por el interés,
autenticidad y correcto estilo de sus relaciones, como por la copia de no-
ticias históricas y geográficas.
Ella nos da á conocer multitud de cosas y personas hasta ahora des-
conocidas; traza con viveza y sencillez las heroicas virtudes de los Santa
Cruz, Majanos, Luceros, Fritz, Uriartes y demás apóstoles del Marañón;
describe los martirios de los PP. Ferrer, Figueroa, Suárez, Real, Richter
y otros varios; da cuenta minuciosa del paternal gobierno de las misio-
nes; nos pinta ios atropellos sin ejemplo de la inicua expulsión de los mi-
sioneros, debida á la fatal pragmática de Carlos III; contiene, en fin, ta-
les datos de aquellos ignorados países, que bien pueden sacar de ellos
VI Misiones del Marañón Español
partido, tanto la antropología é historia y prehistoria del hombre salva-
je, como los fastos de las glorias del apostolado católico.
Para el que sepa lo poco que hay escrito sobre estas materias, y que
una obra del sigio pasado viene á ser, sobre todo en América, hasta una
curiosidad arqueológica, es indudable ]a gran importancia de la obra del
P. Chantre, dotada de inmenso valor documental.
Por esto nos ha parecido que, publicando tan precioso manuscrito,
contribuiríamos á llenar un gran vacío en la historia de América y de la
civilización cristiana, y secundaríamos las miras de su autor, que escri-
bió su historia con la intención y deliberado propósito de que no se per-
diesen las memorias de los misioneros, consignadas á la sazón, como él
dice, en papeles sueltos mal escritos y peor guardados.
El autor, por otra parte, para escribir su historia se aprovechó de to-
das las noticias que le dieron los misioneros venidos de América y resi-
dentes entonces en Bolonia y Faenza, consultó los autores que pudo, y la
compuso con la cooperación muy inmediata del P. Manuel Uriarte, supe-
rior por largos años de aquellas misiones (1); de modo que, aunque habla
por referencia, la autenticidad de sus noticias está asegurada suficiente-
mente por los escritos traídos de América, por la cooperación y censura
de los misioneros desterrados, y por su conformidad con las relaciones
que de esas mismas misiones han publicado abonados escritores, ó se con-
servan todavía inéditos en varios archivos de Europa y América.
Deslindado así el valor histórico de la obra, resta indicar algo acerca
de su mérito literario. El P. Chantre no es un mero recopilador: estudió
mucho y por largos años el asunto que trata; llegó á poseerse de él, y es-
cribe con sano criterio y entusiasmo, con orden y unidad, en estilo ho-
mogéneo, llano y sencillo; nunca se deja llevar del mal gusto de la épo-
ca: á veces arrebata por sus ingenuas y conmovedoras relaciones, y casi
siempre deleita sin cansar; hemos creído que vale la pena de imprimirlo,
y desenterrar con él infinidad de hazañosos hechos de los misioneros de
la Compañía de Jesús.
Cuanto llevo dicho no quita que la obra del P. José Chantre tenga sus
defectos y lunares, y que aparezcan en algunos puntos ciertas lagunas
que quisiéramos ver llenas y colmadas.
Con todo, á pesar de esas deficiencias de que el mismo autor se la-
mentaba por falta de documentos, creemos que es la más completa é in-
teresante, y dignísima de que salga á la luz pública, esperando que Dios
suscitará otros escritores que completen lo que al P. Chantre falta, y
otros misioneros que renueven en la Iglesia las conquistas de celosos
apóstoles de otras edades.
Aurelio Elias Mera, S. .1.
Madrid, 25 de Febrero de 1899.
(1) También el P. Martín Triarte le ayudó; -Iriarte twster, qui missionar'ms futí apud illas
gentes, suis narrationibus et ms. juvit multum Josephum, sihi amicissimum.* Raymundus DioSDADO
Caballero, Biblíothecae script. S. J. stipplementa, supplem. I, pag. 117.
NOTICIAS ACERCA DEL AUTOR DE ESTA OBRA
Nació el P. José Chantre Herrera en Villabrájima, de la provincia de Falencia,
el 18 de Marzo de 1738, y entró en la Compañía de Jesús en Mayo de 1755. Era pro-
fesor de metafísica en el Real Colegio de Salamanca al ser desterrado de España con
los demás jesuítas de la nación por Carlos III. Cogióle la muerte el 20 de Agosto
de 1801 en Piacenza, donde con sumo aplauso enseñaba teología en el Real Colegio,
erigido por Fernando I de Borbón, duque de Parma.
Muy al vivo nos pintó el retrato moral del P. Chantre su íntimo amigo y com-
pañero el P Manuel Luengo, al darnos cuenta de su fallecimiento, con las siguientes
palabras (1): «El día 20 (2) del mes de Agosto [de 1801] murió en la ciudad de Plasen-
cia, del estado del duque de Parma, el P. José Chantre, condiscípulo mío en el siglo,
connovicio, condiscípulo en la Religión varios años, conmaestro otros varios, y, des-
pués de la extinción de la Compañía, compañero en una casa por veinte años, hasta
que una forzosa necesidad nos separó. Siempre juntos y siempre amigos de corazón
y de confianza, habíamos llegado á ser verdaderamente hermanos, y más si es posi-
ble. Por aquí se puede entender cuánto habrá sido mi sentimiento en su muerte;
y añadiéndose á otro, poco menor, por la muerte de mi querido discípulo, D. Pedro
Gil, forman una sobrecarga no ligera á la carga pesadísima de mi segundo destierro
con sus atropellados viajes y con otras dolorosísimas circunstancias. El Señor me
aflige por todos lados, y yo hago mis esfuerzos por conformarme con sus disposicio-
nes y con su santísima voluntad.
En dos palabras presentaré un carácter moral, sublime y poco común de mi
grande amigo, el P. Chantre. Protesto que entre nuestros contemporáneos no he co-
nocido entendimiento más pronto para penetrar las cosas, y más profundo para
llegar á lo más hondo y más escondido de ellas; y por consiguiente, oportunísimo
para todas las ciencias graves, sin estar reñido con las amenas. Y no obstante, era en
todas las demás cosas candido, inocente y casi niño. Este candor é inocencia de su cora-
zón y de su alma, juntamente con un proceder siempre y en todos los estados en que
se ha visto, piadoso, grave, sin saber más que sus ejercicios espirituales y sus libros,
forman un hombre verdaderamente justo, ejemplar y muy cargado de méritos para
el cielo. Otros muchos ha atesorado en su larga y penosa enfermedad, y todo en ella
de su parte ha ido tan bien, quQ el P. José Ruiz, de nuestra provincia [de Castilla],
que está en la misma casa de Plasencia, y le ha asistido en todo, en todas sus cartas
hasta después de su muerte no ha hablado de él sino como de un ángel; y siempre
le ha pintado obediente en todo, como un niño, sufridísimo, sin oírsele una queja
por cosa ninguna, perfectamente resignado en la voluntad del Señor, y muerto como
un santo. En la iglesia de aquella casa ó colegio se le ha hecho el oficio con toda de-
cencia, y sus discípulos, de quienes era muy amado, disponen hacerle algunas
honras
Con su pronto y penetrante ingenio estudió con grande aprovechamiento y en-
señó con magisterio y con dominio la filosofía y la teología escolástica y moral , y
antes había enseñado bien letras humanas, estando bien instruido en las griegas y
latinas.
Con la extinción de la Compañía el año de sesenta y tres, se acabaron nuestros
(1) Diario ms., tona. 35, pág. 551-560.
(2) El P. DiosDADO Caballero, aupplem.. I, pag. 117, dice que murió el 21, y lo mismo re-
piten los PP. BACKERy SOMMERVOGEL.
viii Misiones del Marañón Español
magisterios y enseñanzas. En nuestra casa no se pensaba en otra cosa que en pasar
una vida quieta y obscura. Ni el P. José, aunque tenía talento, instrucción, y aun
gusto para escribir bien en varios ramos de literatura, jamás pensó por sí mismo en
dar á luz libro alguno.
Por mi consejo y de otros amigos, con el único fin de que se ocupase y de que
divirtiese la hipocondría de que estaba muy dominado, emprendió escribir en caste-
llano una historia de las misiones de los Mainas, de la provincia de Quito, en la
América meridional; y habiéndose provisto de los convenientes documentos, la es-
cribió muy bien en un grueso tomo, que no se ha dado á luz, porque no se tiene por
conveniente en estos tiempos hablar como se debe de tales asuntos.
Al acabar su historia de los Mainas, apareció el nuevo Sistema de la caridad, del
jesuíta italiano Vicente Bolgeni, y siendo este asunto el más conveniente á sus estu-
dios y á su talento, escribió una impugnación de él, fundada, sabia, vigorosa y con
a conveniente cultura en el estilo, en la crítica y en el gusto. A ella no se ha dado
ni se dará jamás una mediana respuesta, aunque me inclino á que respondieron al-
guna cosa en términos generales Hervás Panduro y Bolgeni, ó uno de los dos.
Sin esta disertación sobre la caridad, era suficientemente conocido el padre Chan
tre entre los jesuítas españoles, para ser buscado para maestro de teología en el
nuevo convictorio y casa de estudios públicos, abierta por el duque de Parma en el
colegio de la Compañía de la ciudad de Plaseacia. Desde el año de noventa y dos, si
no me engaña la memoria, empezó el P. José á ser maestro de teología en PJasencia,
y Jo ha sido hasta su muerte, con particaiar crédito y estimación y con un gran con-
curso de discípulos de varias provincias de Italia.
En estos años ha escrito y dictado los convenientes tratados ó materias de teolo-
gía y ha defendido á sus tiempos conclusiones públicas con no pequeño aplauso y
honor, y en el mismo tiempo ha escrito y dado á luz una compendiosa disertación
de Infallihüitate Romani Fontificis, en la que se vale oportunamente del estado de
abatimiento de tribulación y de compunción del clero galicano para hacerle ver la
falsedad é inconvenientes de hacer reformables con sus famosas proposiciones las
decisiones dogmáticas de los Romanos Pontífices.
Escribió también algunos papeles sobre asuntos importantes, por encargo del
duque de Parma, D. Fernando, que tenía particular estimación del P. José. Y es
una prueba segurísima de ella el haberle dado secreta y confidencialmente la comi-
sión de darle él mismo en persona é inmediatamente aviso de cualquiera persona en
quien descubriese máximas y doctrinas jansenistas...»
Hasta aquí el P. Luengo. El códice que hoy reproducimos es un volumen en fo-
lio de 740 páginas numeradas, encuadernado, con este título al dorso: Historia de
laf misiones del Marañón español, por el P. Joseph Chantre y Herrera, de la Com-
pañía de Jesús. En trece folios no numerados, que preceden al texto, se hallan los
preliminares y el índice. Sigue el mapa, hecho á pluma con tinta negra y algunas
rayas de colores para señalar loa límites de la Misión. Fué trazado en las cárceles
de Lisboa por el P. Francisco Javier Weigel, misionero desterrado del Marañón por
el decreto de Carlos IH.
La obra toda está escrita de una mano algo temblona, con leves correcciones de
otra letra, ambas españolas. El papel es de hilo y lleva la marca Parma. Tiene bue-
nas márgenes y en ellas hay á veces añadiduras y correcciones.
TITULO DEL AUTOR
Historia de la misión de los indios Mainas y de otras muchas naciones
situadas en el Marañón español y en otros varios ríos que desembocan en
él, distribuida en doce libros, sacada principalmente de las apuntaciones
de los misioneros de la Compañía de Jesús, que por el espacio de 130 años
trabajaron en aquellas partes de la América meridional predicando,
plantando y extendiendo la fe de Nuestro Señor Jesucristo hasta derra-
mar, varios de ellos, su sangre en defensa de la ley santa que predicaban
y en testimonio del Evang-elio que anunciaban.
DEDICATORIA DEL AUTOR
gloriosísimo padre y patriarca san jóse
No vengo á presentaros obsequios ni á ofreceros dones ó á dedicaros
mis trabajos, vengo á vos, santo mío, cargado de plegarias, con el solo fin
de haceros presentes las súplicas justas de unos pobres necesitados que
se hallan en el mayor olvido y desamparo. La misión de los indios Mai-
nas pocos años há lozana y floreciente, que plantada por la diestra del
Omnipotente extendía sus vastagos por 300 leguas de tierra, y tendía sus
vistosos sarmientos por muchos ríos, se halla en el día de hoy talada,
destruida y desolada. Exterminavit eam aper de sijlva.
El infernal jabalí la devastó, y ha sido, sin duda, la causa de un ex-
terminio tan deplorable la falta de guardas y la ausencia de sus antiguos
operarios.
Muy bien preveían su ruina los indios mismos en medio de su corto
modo de entender, y aun por eso entraron en el pensamiento de hacer sus
representaciones, para que les dejasen sus Padres. Mas hallando cerra-
das todas las puertas y conociendo que no era fácil el que llegasen sus
súplicas al trono de su rey, se retiraron por la ninguna esperanza de ser
atendidos ó escuchados.
Pero si á los pobres y desdichados en el mundo son inaccesibles los
tronos de los reyes de la tierra, les están patentes y abiertas de par en
par las puertas del cielo, y no puede menos de oir sus voces, su clamor y
sus quejas el Rey de la gloria. ¿Y de quién se valdrán aquellos pequeñue-
los tan faltos de pan y de doctrina para que presente su memorial ante
el divino acatamiento y dé valor y mérito á las rendidas súplicas con su
intercesión y patrocinio? Paréceme que les dice el corazón. Ite ad JosepJi;
recurrid á vuestro glorioso Padre y Patriarca San José, cuyo favor y
amparo experimentasteis por tantos años en dos pueblos consagrados á
su augusto nombre.
Yo, santo mío, con todos los indios Mainas, y en nombre de todas las
naciones del río Marañón, postrado en vuestra presencia, busco vuestro
amparo, imploro vuestro sufragio, solicito vuestra poderosísima interce-
sión para el buen despacho de un memorial en que tanto se interesa vues-
tra gloria, tanto la de vuestra benditísima esposa María y tanto la de
vuestro hijo putativo Jesús. Acordaos de las dos naciones de Pinches y
Ataguates que vivían en paz y en inocencia bajo vuestra protección
X Misiones del Marañón Español
y amparo . Mirad á tantas naciones que á la sombra del manto de vues-
tra purísima Esposa vivían en diez pueblos consagrados á tan Augusta
Señora. Echad vuestros ojos benditísimos sobre la numerosa nación de
los indios Encabellados que pasaban sus días alegres y serenos en la re-
ducción del augustísimo Nombre de Jesús, sin pensar en otra cosa que en
arraigarse más y más en la fe, en crecer en la esperanza y en aumentar
la caridad. Toda esta viña florida que llevaba frutos muy sazonados,
desapareció en un momento, Et singularis ferus depastus est eam.
El lobo infernal la devoró y apenas hay vestigio de lo que fué en otro
tiempo, ni de que hubiere sido cultivada. No se vé en ella cerca alguna,
y lejos los guardas y obreros; á la abundancia de sus frutos ha sucedido
la maleza, los espinos y cambroneras. Pues, ¿cómo no se conmoverá
vuestro ternísimo corazón ¡oh Padre amoroso! á la vista de tan notable
mudanza y exterminio? ¿Cómo será posible que os hagáis sordo á nues-
tras súplicas y clamores, y que no las presentéis añadiendo las vuestras
á Jesús y á María? Yo sé que si tomáis la causa por vuestra será muy
bien despachada, consolados los pobres y oídas nuestras peticiones. Ya.
veo que en lo humano se descubren bien pocas esperanzas. Pero, ¿qué hom-
bre cuerdo puso jamás límite á vuestro patrocinio, qué corazón piadoso-
estrechó los términos á la intercesión de vuestra Esposa, y quién hubo
tan temerario que se atreviese á atar las manos al que cuidasteis
como á hijo vuestro Jesús, negándole su omnipotencia? Non erit impossi-
hile apud Deum omne verbum. Dignaos, santísimo Patriarca, de volver esos
ojos amorosos á los operarios desterrados de vuestra viña, que sus-
piran con ansia por el cultivo de ella; y teniendo á sus indios dentro
del corazón, no piensan en otra cosa, noche y día, que en volver al tra-
bajo, sin que sea parte para entibiar sus fervores, ni la travesía de los
mares, ni lo largo de los caminos, ni lo destemplado del clima. ¿A quién
acudirán en este destierro sino á quien supo muy bien y fué probado en
este género de trabajos y fué consolado finalmente con el aviso de un án-
gel? Surge, et accipe Puerum et Matrem ejus et vade in terram Israel?
Por el pesar y consuelo que sintió vuestro piadoso corazón en este
lance, haced también, Padre nuestro, que pues los misioneros de Mainas
han probado, por el espacio de diez y ocho años, el llanto de su destie-
rro, gusten finalmente del consuelo de oir aquellas palabras que tanto
esperan. Ite, angelí veloces, ad gentem convulsam et dilaceratam. Id, ángeles
míos y enviados, daos prisa, tomad el crucifijo en las manos, caminad
bajo la protección de María conquistadora de los Mainas y poned paz en
las naciones del Marañón, que ardiendo ya en odios entre sí, se deshacen
y despedazan. Reparad las quiebras ocasionadas en tantos aiios; ó por
mejor decir, plantad de nuevo la viña, casi del todo desolada.
Así sea, santo mío, así lo espero de vuestra poderosa intercesión y
aun me atrevo á decir, que siento ciertos presagios de que no ha de ser
vana mi esperanza. El más indigno de vuestros devotos,
J. Ch. H.
PROLOGO DEL AUTOR
Bien ajeno estaba yo de emprender este trabajo, cuando llegaron á
mis manos ciertos papeles sobre las misiones de los indios Mainas ó del
Maranón español. Leílos no sin trabajo, primero por curiosidad, después
por afición, y últimamente por aprovechamiento. Que ésta es la propie-
dad de las cosas piadosas y edificativas, escritas con candor y sencillez
(cuya eficacia embota comúnmente el artificio descubierto), dejar en los
lectores buenos efectos, aun cuando se empiecen á recorrer por deseo de
novedad. Leidos y considerados los papeles, entré en el pensamiento de
reducirlos á orden , no se me levantando por entonces el ánimo á formar
una historia, contento sólo con disponer una relación clara y metódica,
en que leyesen otros sin trabajo lo que habla leído yo con tanta dificul-
tad. Movíanme á tomar esta tarea las cosas que contenían por interesarse
en ellas la utilidad de los indios abandonados, la gloria de los misioneros
que por tantos años habían trabajado con ellos , el bien de nuestra santa
religión, y aun la curiosidad y satisfacción de aquellos que gustan apro-
vechar el tiempo en la lección de varones ilustres en virtud y celo, y de
la propagación del Santo Evangelio en las partes más remotas y escon-
didas de la América.
Mas al poner las manos á la obra se me ofrecieron de golpe tantas di-
ficultades, inconvenientes y obstáculos, que no tenía coraje para escri-
bir cuatro renglones seguidos ; y es así , que acobardado con el tropel de
dificultades que tocaba más de cerca, por dos veces arrinconé los pape-
les sin esperanza de salir con la empresa. Entre otras dificultades que se
me ofrecían eran las principales estas tres:
1.=' Que siendo tan extranjero en las cosas de la América y tan pere-
grino en las misiones de Mainas , lejos de haber registrado con los ojos
aquellos sitios apartados ú observado la multitud de ríos ó tratado á los
indios del Marañen, no entendía siquiera muchos de los términos que leía
en los apuntamientos de los misioneros, ni estaba impuesto en las cosas
que por sabidas en la América Meridional suponían en sus diarios. De
donde parecía preciso que se me escapasen algunos yerros, y que en vez
XII Misiones del Marañón Español
de dar luz y orden á alguna relación perspicua y verdadera, sacase un
compuesto de obscuridades y borrones.
La 2.* dificultad que palpaba era el no estar hecho á este género de
obras ó composiciones, y como ya barruntaba desde entonces que la pre-
sente había de ser bien larga, pues había de abarcar los hechos de ciento
treinta años, me encogía de hombros, casi sin libertad, aterrado del tra-
bajo, y me daba casi por concluido con los preceptos de Horacio :
« Sunitíe materiam vestris , qui scrihitis, aequam
Viribus', et vérsate diu quid ferré recusent,
Quid valeant humeri
Tu nihil invita dices faciesve Minerva.»
Mayor era la tercera dificultad, que consistía en la falta de muchos
papeles necesarios para la perfección de la obra, y en la calidad de los
que tenía conmigo; pues una y otra cosa se oponía á una relación seguida
y continuada. Encontraba desde los años 1686 un claro en que se perdía
la vista de más de treinta años, á causa de un desgraciado incendio en
que perecieron las memorias de aquel tiempo, y no era fácil suplir ó lle-
nar tan largo tramo con las pocas noticias que, de mano en mano, nos
habían dejado nuestros mayores. Por otra parte, los papeles que tenía
en mi poder estaban tan maltratados, tan llenos de borrones y remisio-
nes, los unos sin data de tiempos ni lugares , y los otros tan encontrados,
que no parecía posible acertar con la cronología y con el orden y suce-
sión de los hechos y conquistas espirituales , sin cuya diligencia y ave-
riguación, los mayores esfuerzos, más que en una clara relación, para-
rían en un embolismo verdadero.
Estas eran, entre otras, las dificultades que me obligaron á volver
atrás ó á no continuar en la obra que me había figurado. Pero, como me
daba lástima dejar perecer unas memorias ya casi olvidadas y de tanta
edificación, por no querer ninguno tomar el trabajo de avivarlas y reno-
varlas, volví por la tercera vez á pensar sobre los inconvenientes que me
habían apartado de la empresa, para ver si encontraba alguna salida á
tantas dificultades. Ya fuera que en esta ocasión me hallase en mejor dis-
posición de ánimo, ó ya fuese que se me ofrecieron nuevas razones con
que deshacer las ataduras que me tenían como aprisionado, me resolví
eficazmente á romperlas, atendiendo más á la utilidad que podía traer
la obra, que á su perfección y cumplimiento. Y á la verdad; si al pre-
sente era bastantemente dificultosa la obra en que pensaba, dentro de
veinte, treinta ó más años sería punto menos que imposible, siendo el
tiempo el enemigo mayor que acaba con las Memorias que se hallan en
papeles sueltos, mal escritos y peor guardados.
No me faltaron reflexiones para mantener la eficacia de la resolución
y deshacer en algún modo las dificultades insinuadas. Es así (decía yo),
que yo no he atravesado los mares del Sur y del Brasil, ni he observado
PRÓLOGO DEL AUTOR XIII
aquellos sitios meridionales de la América, y mucho menos tratado los
indios Mainas; pero no entra la ciencia, ni se adquieren los conocimientos
por el sentido sólo de la vista, que aunque tan principal entre los demás,
como la prudencia entre las virtudes, sin embargo, nos da lugar y per-
mite que nos informemos de las cosas por medio de los otros sentidos.
¿Cuántas cosas nos entran por el oído, cuántas por el olfato, por el gusto
y por el tacto? Y sin recurrir á noticias ó principios que nos hayan en-
trado por los ojos, de ellas disputamos, discurrimos y tratamos, sacando
conocimientos no menos claros y ciertos, que los que tienen su principio
de las especies que se nos entran por la vista.
Bien pocas fueran las Historias, si sus autores hubieran sólo de referir
las acciones que pasaron á su vista, ó de hacer únicamente mención de
los parajes, sitios ó provincias en donde se hallaron. Mucho socorro les
diera este conocimiento práctico, y yo también le tuviera grande, para
disponer mi obra; pero aunque falte este socorro, no por eso me hallo des-
tituido de otras ayudas en el sitio en que ahora vivo. Pues habiendo tantos
misioneros de Mainas en la Italia, con su trato y comunicación , y con
respuestas que darán á mis preguntas, me darán la luz necesaria y me
comunicarán los conocimientos que no encuentro en los papeles. Y si con
todo eso incurriere en algunos errores, no faltará quien los corrija con el
tiempo, lo que seria fácil encontrando ya hecho el trabajo. Además de
que no es fácil darme una Historia en que no haya algunos errores, equi-
vocaciones ó descuidos, no tanto por malicia de la voluntad, que no pre-
sumo tanto, como por la cortedad del entendimiento humano. Así preten-
día deshacer la primera dificultad.
Mayor embarazo hallaba en la segunda; pero quizá desaparecerá á
la reñexión siguiente: No es lo mismo emprender uno cierta especie de
obra en que no se ha tenido alguna práctica, y querer ensayarse en ella
según su talento grande ó pequeño, mayor ó menor, que el caminar
cuesta arriba ó el ir contra la corriente, que esto quiere decir «invita
Minerva». Que unos empezaron á ensayarse en algún género de compo-
siciones, en las cuales, si no llegaron á lo sumo del gusto ó á la perfec-
ción del arte, tocaron por lo menos cierta medianía. Pues de este género
de obras pienso yo que sea una Historia de cosas edificantes, como la de
la misión de los Mainas, de la cual se sacará siempre utilidad y habrá
de tener su precio, aunque no apure los ápices del arte, como llegue á
estar escrita con una naturalidad que se deje entender y no desagrade.
Ni se opone al modo de pensar el precepto arriba insinuado de Horacio,
el cual habla particularmente de la Poesía, en la cual sólo lo sumo pa-
rece permitido, y da la razón, porque
. , .mediocribus esse poetis
Non homines, non Di, non concessere columnae.
Que es decir, como se explica un poco después el poeta, que el que no
arriba á lo sumo, es tenido por pésimo.
XIV Misiones del Marañón Español
Si paulum summo discessit, vergit ad imvm.
Pero no niega, antes enseña claramente que en otras materias, artes
y facultades en que más se atiende á las cosas que se dicen que al modo
de decirhis, puede tener estimación una medianía; como es en realidad
estimado un abogado que sabe proponer con claridad su derecho, aunque
no tenga la elocuencia de un Demóstenes ó de un Tulio.
Certis médium et tólerábile rébus
Rede concedi. Consultus juris, et actor
Gausarum mediocris abest virtute diserti
Messalae, nec scit quantum Gasaellius Aulus:
Sed tamen in pretio est.
Sobre la tercera dificultad que me embarazaba tanto, echaba los ojos
sobre muchas Historias que no caminan con igualdad en la relación de
los hechos, por haber tenido sus autores la misma desgracia que experi-
mentaba yo mismo, de falta de papeles y memorias pertenecientes á va-
rios años. Pues, así como éstos pasaron casi en claro algunos tramos,
contentándose con insinuar como de paso, algunas pocas cosas que su-
pieron por tradición; creí que yo también podía practicar eso mismo, va-
liéndome, á falta de noticias escritas, de algunas memorias que los misio-
neros conservaban. De esta manera, ya que no se continuaba con igual-
dad el hilo de la historia, se ataba por lo menos un cabo con otro, sin
particular deformidad. En la cronología empecé á probarme, y aunque
con muchísimo trabajo salí al fin con ella, no reparando en algunos in-
convenientes de poca consideración, colocando algunos hechos de data
obscura é inaveriguable en aquel tiempo y lugar y sitio, adonde me pa-
reció más probable que pertenecían.
Alentado con este primer paso, continué mi trabajo, pretendiendo ya
reducir á un cuerpo de Historia la que pensaba á los principios que ape-
nas podía llegar á relación. Parecióme distribuirla en XII libros. En el I
trato de los primeros descubrimientos que intentaron hacer los españoles
del gran río Marañón, en cuyas márgenes estaban puestas las misiones
de Mainas; y en él se descubre cómo la divina providencia fué propor-
cionando suavemente á los jesuítas para que bajasen al cultivo de aquel
innumerable gentilismo. En el II se describe la calidad de las gentes, su
modo de vivir, usos, costumbres y supersticiones, y se da una historia
natural del país, de los frutos que lleva, y de las aves y peces, fieras y
bestias que mantiene. Los ocho siguientes comprenden toda la materia
de las conquistas espirituales que hicieron de las almas los misioneros del
Marañón, desde los años 1638 hasta el de 1768, en que por orden superior
salieron del Mainas. Han sido necesarios tantos libros, para poder propo-
ner con claridad y distinción los principios y progresos de la predicación
del Evangelio, no sólo en el río Marañón, pero aun en otros muchos cola-
terales, que en él desaguan, así por el norte ó por la banda de Quito, como
PRÓLOGO DEL AUTOR XV
por el sur ó por la parte de Lima. Concluida esta materia se da en el li-
bro XI una idea cabal y muy exacta del gobierno político-cristiano en las
misiones, según se hallaban bajo la dirección de los jesuítas en el año en
que salieron de la América. Pone fin á la obra el libro XII en que se re-
fiere el arresto de los misioneros, su viaje por la vía de Portugal, sus car -
celes, apreturas y miserias, hasta que lograron entrar en la ciudad de
Ravena, lugar destinado para la provincia de Quito.
He procurado en cuanto he podido, que el estilo sea natural y claro,
no teniendo otro fin, que el darme á entender de un modo sencillo, porque
no quisiera yo que por querer levantarme sin saber encubrir el arte, como
sucede á muchos, declinase el estilo en afectación empalagosa; pues sería
cosa muy fea, que por mi boca perdiesen mucho de su eficacia los cosas
grandes y admirables que hicieron en favor de la Religión tantos hom-
bres celosos de la gloria de Dios. Por esa misma razón soy bastante-
mente franco y liberal en referir varios lances con las mismas palabras
de que usaron los misioneros en sus diarios, apuntaciones y cartas; per-
suadido á que no los podría yo contar con aquella lisura, sinceridad y can-
dor con que los cuentan ellos mismos.
El método de la Historia se reduce á libros, y los libros se dividen en
capítulos, á lo cual me han movido, entre otras, dos razones. La primera
es, porque la distribución en capítulos sirve no poco á retener en la men-
te lo que se va leyendo; pues con sólo hacer alto sobre la cabeza ó título,
se viene fácilmente en conocimiento de lo que se ha recorrido en el capí-
tulo más á la larga, como nos enseña la experiencia. Por el contrario,
cuando leemos un libro, seguido de muchas hojas, sin tomar, por decirlo
así, aliento, ni hacer pausa, no conservamos con tanta distinción y clari-
dad las especies pasadas. La segunda razón es, porque, como á un cami-
nante en su jornada le sirve de consuelo y toma nuevo esfuerzo en su
viaje al encontrar de trecho en trecho alguna lápida que señale las mi-
llas que ha caminado según aquella discreta advertencia,
Intervalla vicie fessis praestare videtur,
Qui notat inscriptus millia multa lapis:
de la misma manera á quien toma el empeño de leer una historia, par-
ticularmente si es larga, le sirve de consuelo el encontrar nuevo título, y
si no prosigue la lectura con mayor gusto, por lo menos no siente tanto
fastidio.
Sobre todo he puesto mucho cuidado en la verdad, que debe ser el alma
de la Historia. He sacado la mayor parte de ella de las cartas, apunta-
mientos y diarios de los mismos misioneros de Mainas, hombres cier-
tamente de toda verdad y crédito, que notaron lo que pasó por ellos, ó
lo que sucedió á sus compañeros. Y caería ciertamente en la nota de te-
merario el que quisiere ponerles alguna excepción, presumiendo que una
cosa obraban y que otra escribían.
Es verdad que he tomado algunas cosas del P. Manuel Rodríguez en
XVI Misiones del Mauañón Español
sus «Descubrimientos del río Maranón,» otras del P. José Casani en el
tomo tercero de «Varones Ilustres,» que añadió á los que escribieron los
padres Nieremberg y Andrade, y tal cual noticia de los «Viajes» de don
Antonio Ulloa; pero aun éstas las he procurado examinar y sólo se ponen
las que han parecido conformes al sentir de los misioneros; á los cuales
por haber vivido más de asiento en aquellas tierras y estar más informa-
dos de todo, pienso que se debe deferir más que á las demás historias es-
critas por autores que ó no registraron aquellos países, ó sólo los observa-
ron de paso, y sin detenerse mucho tiempo. Por último no debo disimular
que el primer descubrimiento que intentó hacer D. Gonzalo Pizarro, del
rio Marañen lo tomo todo de los autores del Perú, sin alterar nada en la
sustancia; porque aunque hallo en él tal cual cosa que no dice muy bien
con la Geografía que me he visto precisado á observar cuidadosamente de
aquellas tierras, y por consiguiente con el mapa que presento al fin de la
obra, sin embargo no me pareció conveniente detenerme en impugnar lo
que no es de mucha importancia, y por otra parte refieren bastantemen-
te concordes los autores del Perú.
protesta
Siendo el asunto de la Historia que escribo, referir las conquistas espirituales de
las almas por varones excelentes en virtudes y celosos de la gloria de Dios, ha sido
preciso hacer á las veces algunos elogios y tocar algunas cosas que tienen visos de
milagros, de profecías, de revelaciones ó de prodigios singulares. Por lo cual obe-
diente á los varios Decretos, Bulas y Declaraciones Pontificias, digo desde luego,
aseguro, y como hijo rendido de la Santa Madre Iglesia, protesto que esta mi rela-
ción y escrito no merece más fe y crédito que la que merecen humanos fundamen-
tos, inciertos en realidad y falibles y que sólo pueden fundar una fe humana. Aña-
do no ser mi intención prevenir el soberano juicio de la Iglesia, á la cual me sujeto,
en cuanto digo y escribo, así por lo que toca á las personas que alabo, como por lo
que pertenece á las acciones que refiero.
JOSEPH CHANTRE.
EL MARAÑÓN ESPAÑOL
MAPA TRAZADO EN LAS CÁRCELES DE LISBOA POR EL P. FRANCISCO JAVIER WEIGEL
USER Y MENET.-
La linea con cruces blancas señala el limite de las misiones de los Padres Franciscanos; U continuación de ella, parte con puntos blancos y parte sin ellos, indica
el término de las misiones de la Compañía de Jesús.
LIBRO I
CAPITULO PRIMERO
DEL TIEMPO Y DE LA OCASIÓN EN QUE LOS ESPAÑOLES
ENTRARON EN LA AMÉRICA
Llegado ya el dichoso tiempo, en que el Padre de las lumbres había
determinado alumbrar con la luz de la verdad á las gentes de la Amé-
rica, por tantos siglos sepultadas en la noche de su gentilidad, dispuso la
entrada de los católicos españoles en los dilatados reinos de México y del
Perú, en tal ocasión y coyuntura , en que fuese fácil á pocos hombres la
conquista temporal de tan grandes imperios, y en que había menos es-
torbos para la espiritual de las almas. Tenía el gran Moctezuma el domi-
nio absoluto en México, y con ser obedecido y respetado de muchas nu-
merosas naciones que le estaban rendidas y sujetas, no faltaba una re-
pública valiente y esforzada de Tlascala, que le hacía frente; y, amante
de su libertad, conservaba con el consejo y las armas una entera inde-
pendencia. Y ésta fué la ocasión favorable de que se valió la Providen-
cia para que el célebre Hernán Cortés, asistido de las fuerzas de Tlas-
cala, se apoderase de México y tomase posesión de sus anchurosos domi-
nios. Reinaba en el Perú desde su corte del Cuzco, por ochocientas leguas,
el Inca poderoso Guainacapac; pero, introducida la ambición después de
la muerte del padre entre sus dos hijos, Guascar y Atagualpa, ésta misma
abrió la puerta á D. Francisco Pizarro para que con bien poca resisten-
cia entrase en la vasta extensión de los reinos del Perú.
No fué menos rápida , si bien se considera , la conquista espiritual de
muchas de aquellas gentes, que lo había sido la temporal de las tierras.
Porque, puestas ya en alguna sujeción las naciones bárbaras, y hechas á
cierto género de obediencia á sus soberanos, rindieron más fácilmente el
cuello al yugo del Evangelio , contribuyendo no poco á la propagación
de la fe, el florecer ya en uno y otro imperio una lengua casi general: la
mexicana en los dominios de México, y en los del Perú la lengua del Inca.
Como no entra la fe sino por el oído; sin el socorro de una lengua, enten-
dida de la mayor parte de las naciones, que facilitase la enseñanza, no
hubiera sido posible la instrucción de tantas almas en tan pocos años y
en tan extendidas tierras.
1
2 Misiones del Marañón Español
Por tan notables circunstancias se deja bien entender que el Dueño y
Señor de todas las cosas, no tanto ordenaba las entradas de gente tan ca-
tólica á la posesión de reinos temporales , cuanto á la reducción de las
almas al gremio de su Iglesia. Se hará más creíble este pensamiento á
cualquiera que observe con atención el tiempo en que se dignó el cielo
de ofrecer á los Reyes Católicos, D. Fernando y D.* Isabel, las llaves
para entrar en las Américas. No bien habían arrojado de España los mo-
ros y judíos, queriendo más privarse voluntariamente de tantos millares
de subditos, que recibir obsequios ni tributos de gente rebelde á Dios y á
su Iglesia; cuando el Rey de reyes, en vista al parecer de resolución tan
heroica, les pone bajo de su corona un mundo entero, en que sus celosos
vasallos planten la fe católica de sus padres y extiendan el reino de Je-
sucristo hasta los últimos términos de la tierra. Y es bien de advertir,
como notó un diligente autor, que en el año de 1491, en que D. Cristóbal
Colón heredó de Alonso Sánchez de Huelva, marinero de las Canarias,
las primeras noticias de la América, y dando la vuelta á la Andalucía,
prevenía embarcaciones para su descubrimiento; en ese mismo año pre-
venía la Providencia en el nacimiento de San Ignacio de Loyola un es-
forzado caudillo, y Padre venturoso de muchos hijos que, en calidad de
soldados de la Compañía de Jesús, habían de extender su glorioso Nombre
en tantas y tan retiradas tierras, y con sólo el estandarte de la Santa
Cruz, sin otras armas ni pertrechos, vencer el fuerte armado que por
tantos años tiranizaba aquellas almas.
No se descubre menos la piedad divina con aquella gente desampara-
da, en enviar al mundo para tanto bien suyo al glorioso San Francisco
de Borja por los años de 1510, cuando ya Cristóbal Colón había llevado á
cabo sus ideas, dejando ya descubierto y reconocido el otro mundo; por-
que se puede asegurar con toda verdad que apenas hubo persona que
más contribuyese á la conversión de las Américas, que este tercero Ge-
neral de la Compañía. Él introdujo sus hijos en el reino de México; él los
despachó al Perú; él los enderezó á las Filipinas, enviando á todas las
partes descubiertas y que se esperaban descubrir, varones apostólicos,
llenos de zelo de la conversión de todo el mundo, que, sucediéndose unos
á otros, sujetaron con la espada de la divina palabra más almas á Dios
y á la corona de España, que rindieron los primeros conquistadores con
el fuego y estruendo de las armas. Por esta causa, no sin razón, llaman
muchos á San Francisco de Borja, Apóstol del Occidente, como allá San
Francisco Xavier lo fué del Oriente. Siendo cierto, como lo es, que la con-
versión de aquel Nuevo Mundo se reconoce deudora á su ardiente zelo y
vigilancia en elegir ministros fervorosos, en enviar operarios infatiga-
bles, y en facilitar las entradas á las más escondidas naciones.
Es verdad (y lo confesamos con gusto, dando de corazón gracias al
Señor de todos), que otras sagradas religiones trabajaron gloriosísima-
mente, en especial á los principios, reduciendo infieles, instruyendo ru-
dos hasta dar no sólo asiento, pero aun mucho lustre á la Religión Cató-
Libro I.— Capítulo I 3
lica en innumerables provincias; pero como el campo era vastísimo, y no
se reconocían términos en la viña, estaba sin cultivar la mayor parte de
ella, y entrando de refresco los religiosos de la Compañía, tuvieron lu-
gar para extender su zelo por tierras impenetrables y nada conocidas,
abriendo caminos nuevos, pasando ríos caudalosos, venciendo montes
ásperos, y atravesando bosques enmarañados. Buena prueba es de lo que
decimos el rio Marañón, cuyo curso es de más de mil leguas, sobrándole
mucho para atravesar el continente de la América Meridional. Porque,
con ser ya tan conocido de los españoles y portugueses que le han nave-
gado muchas veces, y con haber trabajado en él por tantos años muchos
y fervorosos operarios, sin embargo, fuera de las reducciones cristia-
nas de una y otra corona, puestas en las orillas del río, son tantos los
infieles escondidos en lo interior de sus montes, que no bastaran á des-
bastar el terreno muchos operarios por trabajadores que fuesen. Y es
cosa que quiebra el corazón cristiano, el entender que se hallen tan olvi-
dadas y desamparadas infinitas almas, criadas á imagen de Dios y redi-
midas con la Preciosísima Sangre de su Hijo Santísimo. Quiera este be-
nignísimo Señor acordarse de ellas y mover el corazón de muchas per-
sonas celosas del bien de las almas; pues teniendo una buena voluntad y
caudal bastante para enseñar gente ruda, harían, si se dedicasen á tan
santo ministerio, un grande y señalado servicio á su Majestad, y el ma-
yor bien que imaginar se puede á una gente abandonada y necesitada
de toda instrucción.
Este es el verdadero fin, si he de hablar ingenuamente, que me pro-
puse desde los principios, en escribir ésta, tal cual, Historia de las Misio-
nes de los Mainas ó del Marañón Español: el animar á las personas reli-
giosas que sienten en su corazón algún celo de la salvación de las almas,
á un ministerio tan alto y tan divino, como es la reducción de los genti-
les. En ella verán los que tuvieren el trabajo de leerla, cómo el santo
temor de Dios, la buena voluntad, el deseo de la salvación de las almas
y la confianza en su Majestad, que va creciendo cada día con los efectos
visibles de su Providencia, son las armas seguras ofensivas y defensivas
para tan gloriosa conquista, mucho más que la erudición y doctrina y
otros grandes talentos naturales. Porque, si bien estas partes naturales y
humanas sirven de mucho cuando se juntan con un zelo verdadero, pero
una virtud sólida y maciza da más ánimo y confianza en los riesgos y
peligros que se hallan en este ministerio tan penoso, que la mucha lite-
ratura con poca virtud cristiana y celo de las almas.
Mas, para proceder con el debido orden y la claridad que pide la His-
toria, antes de entrar á referir los hechos de los operarios del Marañón
y los frutos que lograron con sus sudores y fatigas, nos ha parecido ne-
cesario anticipar algunas noticias sobre los varios descubrimientos de
aquel río, en donde veremos cómo la divina Providencia fué encami-
nando las cosas y proporcionando á los religiosos de la Compañía para
la entrada en tan dilatado campo. Ni hemos creído menos á propósito á
4 Misiones del Marañón Español
nuestro asunto, el dar á los principios alguna idea de las gentes que ha-
bitaban en sus riberas y montañas, de las costumbres y modo de vivir
que tenían antes que recibiesen la luz del Evangelio, como también, de
la calidad de las tierras, de las fieras, aves y peces y de otras cosas cu-
riosas que se observan en aquellos países, siguiendo en todo los comenta-
rios y apuntaciones de los misioneros. Lo primero se irá declarando en
este primer libro, y en el siguiente se contará lo segundo. Sobre estas no-
ticias, que vienen á ser como lo material ó tabla de la Historia, iremos
dibujando lo más principal y como formal de ella, que se reduce á las
conquistas espirituales de las almas, que lograron en 130 años los misio-^
ñeros de Mainas.
CAPÍTULO II
FUNDACIÓN DE LA CIUDAD DE SAN FRANCISCO DE QUITO.
Después que hubo vencido en batalla D. Francisco Pizarro al Inca
Atagualpa, y apoderádose del reino del Perú, procuró extender sus con-
quistas por todas aquellas partes adonde habían llegado las armas de
los Incas. Logrólo sin mucha dificultad, porque, rendida la capital, se fue-
ron dando las naciones que de ella dependían, las cuales eran muchas
en número y ocupaban inmensos espacios. Porque, aunque el imperio del
Perú se ceñía á los principios á solas seis leguas en contorno, mas se ha-
bían dado tan buena maña sus emperadores, que con su valor, consejo y
prudencia, le habían extendido por ochocientas leguas á lo largo. Tantas
se cuentan desde el reino de Chile hasta lo último del distrito de la ciu-
dad de Pasto; bien que la anchura, desde el mar del Sur por el Poniente
hasta los campos de la cordillera que es la raya de los Andes, abraza
poco más de cien leguas, no dando lugar á mayor extensión, por una parte
lo montuoso de las sierras y lo empinado de los tajados peñascos, y por
la otra las grandes lagunas y pantanos que dejan en vegas y valles los
ríos caudalosos y frecuentes vertientes de las sierras.
Logradas tan grandes conquistas, se aplicó Pizarro á restaurar y her-
mosear la corte del Cuzco y á formar nuevas ciudades, así para dar ma-
yor estabilidad á lo conquistado, como para repartir con mayor acierto
y más justa proporción encomiendas entre los que le habían ayudado.
Porque, si bien era muy crecido el número de los indios, pero eran pocas
las poblaciones y mal formadas. A ejemplo del conquistador, fueron otros
españoles, ricos y poderosos, levantando otras ciudades, entendiendo
desde luego que, sin estos lugares de refugio, poca sería la utilidad de las
tierras ya ganadas, y ninguno el interés que sacarían de tantos indios.
Uno fué D. Sebastián de Velalcázar que, observando un sitio ameno
y delicioso entre varias montañas, fundó en él por los años de 1534 una
bella ciudad, que llamó San Francisco de Quito. El fundador tenía sus
miras é intereses puramente temporales, pero el Señor le dirigía y ayu*
Libro I.— Capítulo II 5
daba en la ejecución, queriendo poner en aquella parte del mundo un
castillo roquero, como veremos, contra el poder del infierno, que portan-
tos años tiranizaba un gentilismo innumerable.
Está situada la ciudad de San Francisco de Quito, como á medio grado
hacia el Sur de la línea equinoccial, y casi á los trescientos grados de
longitud. El sitio es ameno, fresco y apacible, de suerte que parece una
continua primavera; por lo cual llamaron después á la ciudad «el siem-
pre verde Quito.» El temple, generalmente fresco por todo el año, como
no da lugar á los excesivos calores, tampoco admite los rigores del frío,
y así dicen los naturales de la ciudad; «en Quito, de uno y otro enemigo,
poquito». Sus campiñas son buenas y fértiles, por ser tierra de buen mia-
jón, la cual con el cultivo descubrió ser abundante de trigo, de maíz y de
ganados. Y ésta pienso yo haber sido la causa de no haberse dado tanto
los quiteños á las inciertas ganancias de las minas, que tienen mejores y
de metales más refinados que las otras provincias. Pues, teniendo tierra
pingüe y lográndose tan bien los sudores de los labradores y pastores, no
quisieron poner en aventuras las ventajas que lograban. Concurrieron
desde luego á sitio tan ventajoso muchos españoles, y procuraron estable-
cerse en la ciudad que, distante trescientas leguas de Lima y otras tres-
cientas de Santa Fe, venía á ser como el centro del Perú y del Nuevo
Reino.
Con esta frecuencia y concurso de habitadores se hizo la ciudad de
Quito una de las principales de aquellas partes de la América, y la se-
gunda después de la de los Reyes ó Lima. Porque los españoles que lle-
garon á avecindarse en ella, arribaban á 4.000, y los indios tributarios á
30.000, no contando los de la comarca y distrito de más de 200 leguas, que
por los años de 1600 eran de 200.000. Tan poblados de indios eran y esta-
ban aquellos países, cuando la mayor parte estaba retirada y escondida
en los montes y bosques, por no caer en manos de los españoles. Con tanto
número de gentes no es extraño que se hiciese en poco tiempo celebérri-
ma la ciudad de Quito, por el mucho comercio que fué entablando de sus
paños, estameñas y lienzos, y por los otros géneros de que abundaba,
concurriendo á sus ferias los mercaderes de Lima y de Santa Fe, y de-
jando en sus contratos para la utilidad y ganancia de sus vecinos la plata
y el oro del Potosí, de Mariquita, de Popayán y de Barbacoas.
Sólo se ofrece al pensamiento la duda, cómo, estando la ciudad de
Quito debajo de la zona tórrida, puede lograr, como logra, temple tan apa-
cible, gozar de aires tan frescos y saludables, y tener campiñas, no sólo
hermosas á la vista, pero abundantes de granos y de pastos para los ga-
nados. Porque parece que los rayos solares, desplomándose perpendicu-
larmente sobre aquellas tierras, debían de abrasar con sus ardores, no
sólo los frutos que llevasen, sino los habitadores que se atreviesen á vivir
en semejantes parajes. Pero á todo proveyó el Autor de la naturaleza,
que supo templar las cosas de manera, que las calidades contrarias, pe-
leando entre sí, se hermanasen á favor de los hombres por quienes se cria-
6 Misiones del Maeañón Español
ban. En efecto; el mucho calor del sol, y el mucho frío de las nieves con-
geladas son los dos contrarios que contribuyen á formar un clima tan di-
choso. Puesta la ciudad de Quito entre muchos cerros y montañas neva-
das, no respira sino aires frescos, templados con la vecindad del sol. Tiene
casi al Poniente y como á sus espaldas el famoso cerro Pichinche, y toda
su cordillera que, encerrando en sus entrañas volcanes de fuego, man-
tiene siempre cubiertas de nieve sus altas cumbres. Por frente está mi-
rando los Páramos de Pinta y de Antisana, que hacen la figura de unos
montes continuados de nieve. A un lado se registran las montañas de Sin-
cholagua y Cotopaxi, y al otro se ven las de Cayambé, de Otavalo y de
San Pablo, no contando otras muchas, que van siguiendo hacia la ciudad
de Lima, las cuales están no menos cubiertas de nieve que los montes más
cercanos. De aqui nace, como se deja bien entender, la frescura del aire,
lo apacible del temple y lo delicioso del clima.
No es tan fácil dar una razón convincente de tantas nieves en sitios al
parecer tan contrarios á su formación y permanencia por mucho tiempo.
Pues los rayos calidísimos del sol no parece que debían dar lugar á que
se formase la nieve y mucho menos á que se congelase y casi se petrifi-
case. El P. José de Acosta, varón erudito en todo género de literatura y
particularmente en las cosas naturales y más secretas de la América,
donde vivió tantos años, y de quien cantó con mucha verdad un célebre
poeta:
nEst Acosta novo, veteri quod Plinius orbi.
Sed magis exactus veridicusque magis»
dáce en su Historia natural de las Indias, que una cosa tan singular y pro-
digiosa nace, á lo que él entiende, de la mucha altura de aquellas cordi-
lleras bañadas de la región media del aire, y discurre que son las cimas
extremo frías por cierta especie de antiperístasis, como puestas entre la
región del fuego y los vapores cálidos que despide la tierra. Por esta causa,
. estrechándose y apretándose el frío en aquella región, huyendo de sus
contrarios y haciéndose fuerte contra ellos , basta para formar la nieve
en aquellas alturas, y para mantenerla por mucho tiempo helada y cons-
treñida. A favor de ese modo de pensar de un hombre tan grande se pu-
diera añadir, que concurriera no poco para una antiperístasis tan ex-
traordinaria , el mucho fuego subterráneo de las cordilleras mismas del
Pichinche, del Cotopaxi y de otros cerros. Porque este fuego reconcen-
trado podrá muy bien causar el efecto á que acaso no bastaran los vapo-
res cálidos de la tierra que levanta el sol ; y por otra parte no se puede
negar que estos volcanes despiden muchos vapores sulfúreos, y espíritus
nitrosos, que no se oponen, antes contribuyen á la formación de la nieve.
Pero sea lo que se quiera la causa de tantas nieves, como se experi-
mentan en aquellas alturas, nosotros debemos reconocer en esto la infi-
nita sabiduría del Criador del mundo , el cual supo trazar sus partes en
número, peso y medida, moderando un contrario con la eficacia y virtud
Libro I. —Capítulo III 7
del otro, y dándonos no sólo por habitables, sino también para lugares de
recreación y de delicia aquellas mismas partes que la humana sabiduría
con su corto alcance tuvo por tanto tiempo por inhabitables.
CAPÍTULO III
SALE DON GONZALO PIZARRO CON BUEN EJÉRCITO DE ESPAÑOLES É INDIOS
Á LA CONQUISTA DEL MARAÑÓN
Fundada la ciudad de Quito, y aumentada, desde luego, en vecinda-
rio, fué como la ciudad del sol, de donde se fué comunicando la luz del
Evangelio á las partes más remotas y escondidas del gentilismo, hasta
penetrar por los montes espesos y bosques cerrados de una y otra banda
del rio Marafión. Como desde este sitio se había de comenzar á propagar
la fe de Jesucristo, que habla de florecer por tantos años en las riberas de
este gran río, determinó la Providencia que desde el mismo paraje co-
menzasen á intentarse sus descubrimientos. El primero que se empren-
dió, á los seis años de la fundación de Quito, fué tan infeliz en los princi-
pios, como trabajoso en el medio y desastrado en el fin; de suerte, que no
se harían creíbles tantas miserias, si no las contaran uniformemente los
historiadores del Perú. Reduciremos á dos ó tres capítulos lo que aquéllos
escribieron difusamente, y daremos una breve noticia del desdichado viaje,
cuanto baste para que se forme el debido concepto de los trabajos y des-
dichas que sucedieron, y de la constancia de los españoles é indios en
aguantarlos.
Sosegadas las alteraciones del Perú, ocasionadas de D. Diego de Al-
magro y sus compañeros, y dado ya algún asiento á las cosas, pensaba
D. Francisco Pizarro en ilustrar más sus valerosas hazañas, adelantando
las conquistas, y pretendía que sus soldados pasasen con su valor mucho
más allá de los límites del imperio de los Incas. Con este pensamiento
llamó desde el Cuzco á su hermano D. Gonzalo que se hallaba en los
Charcas, y le habló en esta substancia: «Ya vés, hermano mío, las inmen-
sas tierras que hemos ganado con el valor y las armas, y no ignoras cómo
nos ha favorecido siempre la fortuna, ó por mejor decir, el Señor de los
ejércitos, en cuyas manos están las coronas y los imperios, en cuanto
hemos emprendido, dándonos cuantas provincias han llegado á pisar
nuestros soldados. Mas todo me parece poco, al considerar que es mucho
más lo que se descubre y se presenta á nuestras armas. He sabido cómo
desde los confines de Quito hacia el Levante se hallan dilatadísimas tie -
rras no conquistadas, las cuales, de buena gana, te cedo si te resuelves á
su conquista, como de tu valor espero, y de tu prudencia me persuado.
Para fomentar la empresa te hago desde luego gobernador de Quito y de
toda su jurisdicción vastísima. En esta rica ciudad bien poblada de espa-
ñoles, numerosa, como la que más, de indios forzudos y bien trazados,
8 Misiones del Marañón Español
abundante de víveres y socorrida de atrezos militares, hallarás todos los
socorros necesarios para la grande conquista.»
Oyó con gusto D. Gonzalo la propuesta de su hermano, y sin dudar un
punto se resolvió con aliento generoso á la conquista que se le encomen-
daba. Determináronse á seguirle en la misma fortuna más de 200 caba-
lleros del Cuzco, deseosos de adelantar sus hazañas y movidos de la es-
peranza de riquezas que por todas partes encontraban. Número al pare-
cer bien pequeño para tamaña empresa, mas se tuvo por grande en las
circunstancias, y más cuando llegaron á juntar hasta 100 caballos, en
que mucho confiaban. Salió la compañía de españoles en alas del valor
y de la esperanza hacia la ciudad de Quito, á cuyos términos llegaron
felizmente, vencidas 500 leguas de camino, áspero sí, pero tratable, sin
haber tenido otro contraste que el de algunas refriegas de poca conside-
ración con los indios alzados. Tomó en Quito D. Gronzalo posesión de su
gobierno, y como lo estimulaba su grande corazón á la meditada con-
quista, comenzó luego, sin divertirse á otra cosa, á prevenirse para la em-
presa. Juntó otros 100 españoles y aun algunos más, según lo que yo en-
tiendo; los cuales se ofrecieron de buena voluntad á acompañarle en el
peligro. Adquirió otros 50 caballos y nombró 4.000 indios de los más alen-
tados y briosos para que cargasen con armas, bastimentos y bagaje. Tuvo
por necesario tanto número de conductores, por haber de llevar consigo
hierro, clavazón, hachas y maromas con otras muchas cosas que se cre-
yeron necesarias para salir bien del empeño que pedía, si fuera posible,
seguridades.
Dispuestas ya todas las cosas y nombrado por teniente en el gobierno
de la ciudad D. Pedro de Fuelles, persona fiel y de prudencia, partió
D. Gonzalo á su empresa con un ejército lucido para aquellas tierras, por
Navidad del año 1539, llevando en su corazón esperanzas ciertas de ha-
cer fortuna, nada inferior á la del marqués su hermano. Marchó el ejér-
cito en buena paz y bien asistido de los indios, mientras caminó por los
términos conocidos de Quito. Pero, luego que entró por la provincia de
los Quixos, descubrió muchos indios armados en lo interior de las monta-
ñas, que, reparando en tantos paisanos suyos como acompañaban á los
españoles, y mucho más en los caballos que, como cosa nunca vista, les
causaban espanto, se retiraron más adentro de las montañas, sin dejarse
ver de los nuestros. Libre el ejército de enemigos que les cortasen el paso,
marchaba sin impedimento por parte de los naturales, mas á pocos días
de viaje comenzó á experimentar otros mayores enemigos en que no ha-
bía pensado. Abrióse la escena de las desgracias con un horrible temblor
de tierra que, abierta en muchas bocas, presentaba precipicios á los ca-
minantes. Siguieron al terremoto espantoso truenos horrorosos, relámpa
gos vivos y varios rayos, todo lo cual causaba temor y espanto en los co-
razones más valientes, creciendo más el susto al ver la grande copia de
agua que se desgajaba de las nubes, la cual parecía haber de anegar
toda la tierra.
LiBKO I.— Capítulo III 9
Desde luego empezaron á recelarse de malos sucesos, temiendo tener
por contrarios á la empresa el cielo y la tierra, pues de una y otra parte
se empezaba á declarar el contraste. Pero como hombres de corazón y
ya resueltos al empeño, previnieron los ánimos á mayores trabajos, te-
niendo á menos valer el desistir de lo comenzado, firmes en la resolución
de morir antes en la demanda, que de volver pie atrás con nota de incons-
tancia y cobardía. Pasados cuarenta y más días de tormentas continuas
y peligrosas tempestades, se empeñaron en atravesar una cordillera ne-
vada, abriendo camino por donde pudiesen, pero fué tanta la nieve que
sobre ellos cayó y tan grande el frío que experimentaron en la travesía,
que con ir bien apercibidos, sustentados y vestidos, no pudieron resistir
rigor tan grande ni temporal tan contrario. Muchos de los indios, hechos
á poca ropa, y no muy bien alimentados, quedaron muertos del frío y del
hielo en la cordillera , y era tanta la dureza ó inñexibilidad de los cadá-
veres, que parecían otros tantos troncos de árboles cortados.
Deseando huir el ejército de tan contrario clima, y de verse libre de
una vez de la nieve , que tanto les molestaba , se dio priesa á caminar,
desamparando el ganado y las provisiones que llevaba, persuadido á que
no le faltaría comida en las primeras poblaciones de indios que encon-
trase. Pero, después de la mucha fatiga en vencer á duras penas la cor-
dillera infausta, no consiguió otra cosa que el topar con otro enemigo aún
mayor que el que les había molestado. No hallaron de la otra banda del
cerro ni habitadores que les agasajasen, ni víveres con que sustentarse.
Era el único arbitrio en tanta necesidad pasar adelante, darse prisa y do-
blarlas jornadas. Vinieron todos en ello, porque aquejados del hambre,
no pensaban en proponer sino en satisfacer á la necesidad con alguna co-
mida. Llegaron al fin como pudieron, desfallecidos y cansados, á un pue-
blo llamado Zumaco, el cual estaba puesto á las espaldas de un volcán.
Encontraron en él algunos víveres, aunque bien escasos para tanta gente,
y les costó muy cara la detención, porque en dos meses enteros que per-
manecieron en él, fatigados del cansancio, no dejó de ilover ni un día
sólo, á cuya causa se les pudrió á muchos la ropa que sobre sí traían,
concurriendo á tan extraordinario efecto no sólo la humedad de las con-
tinuas aguas, pero también el calor excesivo del temple sobre manera ar-
diente, ya sea por hallarse cerca del dicho volcán, ya por hallarse de-
bajo de la zona tórrida, ó ya por la una y otra causa. Notan los historia-
dores que el país era abundante de canela, por donde juzgamos que este
pueblo pertenecía á las tierras que después llamaron de los Canelos, to-
mando el nombre del fruto que dan con más abundancia.
Determinó D. Gonzalo dejar en este sitio la mayor parte de la gente,
y tomando algunos soldados más ágiles y esforzados, salió á reconocer la
tierra y á observar si se descubría camino más tolerable por donde se
pudiese pasar adelante, porque en cien leguas que había caminado, á lo
que pensaba, el ejército, no se habían encontrado.sino montañas cerradas
y espesos bosques, sin apariencia de caminos ó veredas; y era el trabajo
10 Misiones del Makañón Español
doble, pues lejos de caminar y subir cuestas sin tropiezo, era preciso abrir
senderos con hachas y cuchillos para penetrar por la espesura. Recono-
cido el contorno, que era casi el mismo, rompió Pizarro con su escuadrón
volante, por aquella parte que creyó menos incómoda para el tránsito de
su gente , y después de muchas molestias pudo arribar á una provincia
llamada Coca, algo más poblada que la antecedente y más socorrida de
mantenimientos. Salió luego el cacique de ella á recibirle de paz, y aga-
sajó con víveres á los españoles, que recibieron con mucho agradecimiento
los socorros que les ofrecían los indios. Pasaba por la provincia un río
que se creyó por entonces ser uno de los principales que descargan en el
Marañón. Pero si era el río Coca, como parece por el nombre de la pro-
vincia, éste desagua primero en el río Ñapo, é incorporado con él por
muchas leguas, se junta finalmente con el Marañón. Detúvose D. Gonzalo
en este paraje por dos meses descansando del camino , y dando lugar á
que el ejército que le venía siguiendo por el rastro, y no había podido ca-
minar con tanta priesa, arribase al mismo sitio.
Juntos ya todos en la provincia de Coca y tomado algún aliento de
las fatigas pasadas, continuaron su viaje por las riberas del río, sin tanto
afán y trabajo como habían experimentado en los bosques y montañas
que dejaban atrás , pero sin encontrar vado ni hallar puente para pasar
al otro lado, como deseaban. De esta manera caminaron por una de las
orillas del río como cincuenta leguas , cuando empezaron á oir un ruido
sordo como á alguna distancia, el cual se dejaba sentir con más viveza
mientras más andaban. Parecióles, desde luego, y se iban confirmando
en el mismo pensamiento, que un tan continuado estruendo sólo le podía
causar alguna grande cascada , en que el golpe de las aguas del río se
precipitase desde alguna altura sobre tajados peñascos. No se engaña-
ron en la conjetura, porque, como á seis leguas del sitio en donde comen-
zaron á percibir el ruido, vieron que las aguas, precipitándose de un pe-
ñón de más de doscientas brazas, causaban un estruendo inexplicable,
admirándose todos de cosa tan extraña y prodigiosa. No quedaron menos
sorprendidos, cuando, vencidas otras cuarenta leguas en seguimiento del
río, observaron que todo el golpe inmenso de aguas se estrechaba entre
dos peñas, y se reducía á un tan angosto canal, que de una á la otra banda
sólo habría como veinte pies , sobreponiéndose tanto á las aguas los em-
pinados peñones que desde su cima á la corriente creyeron contarse á
poco más ó menos otras doscientas brazas.
Libro I.— Capítulo IV 11
CAPITULO IV
FORMA PIZARRO UN PUENTE Y HACE UN BERGANTÍN CON QUE EL CAPITÁN
ORELLANA SE VIENE Á ESPAÑA DEJANDO Á LOS ESPAÑOLES EN GRANDE
NECESIDAD.
Considerando Pizarro y los demás capitanes la estrechura del sitio
por donde, haciendo un puente, podría pasar la gente al otro lado, como
mucho deseaba, se dispusieron luego á formarle y á poner manos á la
obra. No faltaban de la otra parte del río algunos indios que, prevenidos con
sus armas, querían impedir el paso á los nuestros, pero huyeron al punto
asombrados del ruido de los arcabuces, y mucho más cuando notaron el
estrago que hicieron desde lejos en algún otro, y, pregonando por sus mon-
tes que venía una gente feroz é invencible, cuyas armas eran truenos, re-
lámpagos y rayos, intimidaron á los demás sin atreverse á parecer nin-
guno á tiro de los nuestros. Por tanto, libres del embarazo de los indios,
pudieron los españoles atender sin recelo á la formación del puente. No
era poca la dificultad de asentar la primera viga en una y otra parte, por-
que siendo tan prodigiosa la altura , con sólo mirar á la profundidad del
río, se desvanecían las cabezas. Dícese que un soldado más curioso ó
temerario que los demás, en observar con mucha atención la distancia
desde lo alto, pagó con lástima de los presentes, el atrevimiento ó descui-
do, cayendo, por faltarle la cabeza, en el torrente impetuoso de las aguas,
sin parecer más ni vivo ni muerto. Sirvió la desgracia de aviso á los del
más, para que anduviesen más recatados ó no fuesen tan curiosos en me-
dio de los trabajos. Vencida la primera dificultad de colocar una larga,
viga, se facilitó el modo de asentar las demás , hasta formar un puente
mediano, por donde pasaron con seguridad las personas y caballos, con
las otras cargas que llevaban, dejando armado el puente para volver por
él si fuese necesario.
Puesto el ejército de la otra parte del río, emprendió su viaje por aque-
lla banda, no sin fatiga, por las montañas ásperas y cerradas que se iban
abriendo con las hachas y otros instrumentos, como lo habían hecho en
mucha parte del camino pasado. Y sin interrumpir una ocupación tan
molesta, llegó finalmente la tropa á una tierra que se llamaba Guima>
tan pobre, estéril y desdichada, que ni parecían habitadores, ni se halla-
ban frutos de que alimentarse. Es verdad que á los principios avistaron
algunos indios ; pero vistos los españoles, y que venían caminando con
tanto equipaje, de tal suerte se hundieron en lo más cerrado de los bos-
ques, que no volvieron á parecer, por más que los nuestros, obligados de
la necesidad y miseria, los buscaban. Huían los indios por miedo de los es-
pañoles, deseando conservar su vida, y los nuestros andaban en su busca
por conservar la propia. Unos y otros pretendían el mismo fin, aunque
12 Misiones del Marañón Español
por caminos contrarios. Era preciso entretener la vida con hierbas, rai-
ces silvestres y renuevos tiernos de los árboles, pues no se presentaba otro
medio para evitar la muerte. Y con ser grande este trabajo, no era la
única miseria que los molestaba; porque, continuando los aguaceros que
ya antes habían comenzado, y no teniendo chozas, ni cubiertas que les
defendiesen de un enemigo tan importuno, traían siempre los vestidos mo-
jados; de donde nació, que cediendo ya la naturaleza, aun de los más
fuertes, á tanto trabajo, no sólo enfermaron y murieron muchos indios,
pero aun varios de los españoles tuvieron la misma suerte. No cayeron
por eso de ánimo los demás, antes rompiendo por dificultades, dándoles
fuerzas la necesidad misma, avanzaron muchas leguas hasta tomar por
buena dicha cierto país en que encontrasen gente de alguna policía. Co-
mían estos indios pan de maíz, vestían ropa de algodón, y tenían sus casi-
tas formadas para defenderse de las lluvias y malos temporales: ya sea
porque hubiesen vivido en otro tiempo en tierras más pobladas, ó ya sea
porque fuesen algunas reliquias de los soldados retirados del Inca, los cua-
les llegaron á vivir en otro tiempo de un modo muy diferente de los otros
salvajes que habían encontrado en el camino.
En este lugar como el más oportuno y ventajoso que hasta entonces
se había descubierto, mandó hacer alto D. G-onzalo, y enviando corredo-
res por todas partes, quiso hacerse cargo de las tierras, explorar los si-
tios y registrar los montes colaterales, esperando hallar algún camino
abierto para proseguir adelante con menos fatiga, y para no verse en la
necesidad de alimentarse de raíces y renuevos. Al poco tiempo volvie-
ron los exploradores con la misma respuesta, diciendo todos, que el con-
torno era uno mismo, montaña espesa y cerrada, llena de lagunas y pan-
tanos sin que se descubriese salida á parte alguna, y sin que se pudiesen
vadear muchos de los lagos. Efecto, sin duda, ocasionado de las muchas
lluvias en tierras tan cerradas por la espesura de los árboles, que ni el
aire ni el sol pueden jamás penetrar hasta el suelo y enjugarlas.
En tan triste situación, dieron en el pensamiento de fabricar un ber-
gantín para pasar adelante, logrando por este medio atravesar el río, que
ya tenía en este pasaje dos leguas de ancho, y hacer su camino por la
orilla que pareciese más abierta y despejada. No es fácil decir con pala-
bras las dificultades que se ofrecían en la ejecución del proyecto. Pero
como la necesidad todo lo vence, y no hay arte peregrino á su talento,
habilidad y eficacia, empezaron á poner manos á la obra. Asentaron en
primer lugar la fragua para la formación de la herramienta y se ensa-
yaban en hacer carbón; pero en este trabajo adelantaban bien poco, por
estar la leña muy verde y resistir mucho al fuego; hasta que levantando
unos cobertizos que defendían los trabajos de las aguas y á las personas
de los ardores del sol, fueron amañándose más que medianamente, y sa-
liendo con lo que pretendían, hicieron la clavazón del navio del hierro
que llevaban, aprovechándose también de las herraduras de los caballos
que habían muerto, y de otros que mataban de propósito para dar alguna
Libro I.— Capítulo IV 13
substancia á los enfermos. Otros cortaban maderas y las pulían y ajus-
taban según las medidas que se habían propuesto para el buque de la
embarcación. Pizarro, como tan gran soldado, echaba mano á los oficios
más bajos y trabajosos, animando á todos con su ejemplo y siendo el pri-
mero en desbastar leña, hacer carbón, y trabajar en la fragua. Viendo
los demás al capitán que no excusaba trabajo, se aplicaban con empeño
á la formación del bergantín, en que tenían puesta su esperanza. Con
aplicación tan continua llegaron á fabricar en poco tiempo una embar-
cación razonable, sirviéndole de brea la mucha resina que encontraron
en los árboles, y de estopa las mantas y camisas medio podridas de la
humedad. Echáronle al agua con grandísimo regocijo, dando ya por aca-
bados sus trabajos. Tanta era la confianza que tenían en su bergantín.
Pero se engañaron de todo en todo, y lejos de poner fin á sus trabajos,
cayeron en una nueva serie de mayores disgustos y apreturas.
Dio orden D. Gonzalo de que se acomodase en el bergantín toda la
carga y se embarcasen los enfermos, para que fuesen por el río todos los
impedimentos, mientras los sanos, sin perder de vista la embarcación,
podían caminar sin embarazo por las orillas del río. Ejecutóse el orden
puntualmente y pusieron en el navio todo el oro, que arribaría como á
100.000 pesos, gran cantidad de esmeraldas escogidas, y algunas otras co-
sas de precio y estimación, lo cual iba al cuidado de los enfermos y de
algunos pocos sanos que debían gobernar el navio. Estando todo á pun-
to, se dio la señal para salir de aquel sitio, que les parecía estar distante
de la ciudad de Quito como 200 leguas, y empezaron á caminar con una
molestia grande, que no se les había ofrecido hasta que la palparon.
Porque mientras los de tierra iban abriendo camino con sus hachas, los
del navio, no pudiendo resistir á las corrientes que arrastraban la embar-
cación, trabajaban, sudaban y forcejeaban por mantenerse á la vista de
los compañeros, y era una faena insoportable la de contener el navio, no
logrando, por otra parte, sino el hacer jornadas muy cortas. Por la no-
che hacían rancho todos juntos, asegurando el navio con maromas muy
fuertes. Cuando una orilla del río no permitía por su fragosidad el paso
á los de tierra, pasaban en el bergantín á la otra, y siendo tan ancho el
río, empleaban dos y tres días en el pasaje, sin que bastaran para la eje
cución más pronta cuatro canoas que llevaban de reserva y de que se
aprovechaban en la ocasión. De esta manera fueron siguiendo el río por
más de dos meses, padeciendo hambres, miserias y necesidades, que jun-
tas con la continuación del mal camino, sin mejorar de sitio, en algún
tiempo eran sobradas para hacer caer de ánimo á los más valientes.
Pero se alentaron con las nuevas que aquí les dieron ciertos indios que
encontraron, los cuales, por señas ó por alguna otra palabra que se
entendía, les significaban cómo, á diez jornadas del paraje en que se
hallaban, había una muy buena tierra, bien poblada y abundante de
comida, rica de oro, y abastecida de cuantas cosas podían buscar, pedir
y desear. Daban por indicios de tan dichosa tierra la junta de otro gran
14 Misiones del Marañón Español
río, que se unía con el que iban siguiendo. Con esta noticia se les abrieron
os cielos. Tan afligidos estaban los ánimos del trabajo, y tan consumidos
los cuerpos de la hambre, que luego creyeron lo que mucho deseaban.
Resolvió Pizarro que se adelantase el bergantín hasta la junta de los dos
ríos y que, dejado allí todo el fardaje, cargase de bastimentos y volviese
río arriba para socorrer á la gente que perecía de hambre y de miseria;
pues, fuera de los muchos indios, iban ya faltando algunos españoles, al
rigor de este enemigo tan cruel. Nombró por capitán de la jornada á uno
de los principales soldados, llamado Francisco Orellana, y le dio otros
cincuenta para prevenir á lo que pudiese suceder en el camino. En solos
tres días, sin velas, ni remos, con sólo dejarse llevar de las corrientes,
llegó á descubrir Orellana la junta de los dos ríos, y halló haber caminado
ochenta leguas en tan corto tiempo, lo cual le pareció más extraordinario,
por estar hecho en pequeñas jornadas.
En este pasaje no encontraron los navegantes ni poblaciones ni
bastimentos, como habían creído, lo que dio ocasión á la desobediencia
del capitán. Veía, por una parte, que no podía caminar en muchos meses
ó deshacer el camino contra las corrientes impetuosas que no se hallaba
en estado de vencer. Consideraba, por otra, que el esperar en aquel sitio
á D. Gonzalo y su ejército era sin provecho de unos y otros, pues no se
mejoraba de sitio sino se empeoraba. Dando y tomando sobre estos
pensamientos, se resolvió sin consultarlo con nadie á soltar vela y seguir
su viaje, creyendo hacer algún descubrimiento notable y aun acaso
arribar á España, en donde se apreciarían sus observaciones y sería
agradecido su valor y coraje. Encubría este último pensamiento con
cuidado, y sólo declaraba que era conveniente, en las circunstancias,
proseguir adelante. No dejaron de entender lo que tenía oculto en el
pecho sus mismos compañeros, que se le opusieron con gran fuerza,
sospechando de mala intención y amonestándole que no excediese las
órdenes de su legítimo capitán, ni desamparase en tanta necesidad al
ejército, quitándole el bergantín, único socorro de tanta gente afligida-
Instábale mucho, entre otros, un religioso llamado fray Gaspar de
Carvajal, que iba en la comitiva, á que no pasase adelante; pero le
apretaba más un caballero de Badajoz, por nombre Hernán Sánchez de
Vargas, el cual hubiera venido á las manos con Orellana, si éste por
entonces no hubiera blandeado con palabras solapadas. Mas al fin,
ganando á unos con palabras, animando á otros con promesas, no
haciendo caso del religioso y arrojando por fuerza del navio al caballero
Vargas, dejándole aislado en aquellas montañas, prosiguió su navegación
Orellana, habiendo renunciado los poderes de Pizarro, por no hacer cosa
como subdito suyo.
Descubierta á todos su intención, se hizo elegir de los soldados por ca-
pitán de su majestad. Hazaña ó facción que hicieron otros en semejantes
conquistas, y que no será la última que repetirá la ambición humana.
Navegando ya Orellana en calidad de capitán, que no reconocía órdenes
Libro I.— Capítulo V 15
superiores, tuvo varias refriegas con indios que salieron á las riberas, y
una bien reñida con mujeres que, armadas de arcos y flecha, tiraban á
cortarle el paso. Llamáronlas Amazonas, para engrandecer la jornada.
Al fin , después de muchos trabajos y desastres, con peligro de perecer
todos en tan larga navegación, vinieron á pasar los exploradores por un
ramo del río principal á la isla de la Trinidad, 200 leguas distante de la
boca mayor del rio Marañón. En esta isla pudo comprar Orellana con el
dinero que llevaba, un navio, con que se enderezó y llegó con felicidad á
España. Aquí lo dejaremos contando sus aventuras y haciendo sus pre-
tensiones, mientras volvemos á Fizarro, que con sus españoles é indios
queda ochenta leguas más atrás de la junta de los ríos, en donde sucedió
la memorable facción del capitán Orellana.
CAPITULO V
Sigue don Gonzalo su viaje cada vez más desgraciado, y por no ac-
ceder CON EL EJÉRCITO, VUELVE Á QUITO, Á DONDE LLEGAN MUY POCOS
CON LA VIDA.
Detúvose Pizarro por algún tiempo en el lugar desde donde había par-
tido el bergantín para traer el socorro de que tanto necesitaba el ejérci-
to. Pero como en las necesidades y apreturas los días se hacen semanas
y las semanas meses, determinó el capitán pasar adelante como pudie-
se, no dejando de extrañar la tardanza de Orellana, mas creyendo de
buena fe que las corrientes le retardaban la vuelta. Mandó hacer diez ó
doce canoas y aun otras embarcaciones menores y en ellas pasaban de
una parte del río á la otra, para evitar las peñas que impedían el paso.
Hacíase el camino parte por agua y parte por tierra, y la esperanza del
socorro de que no dudaban les aligeraba las molestias, en especial la del
hambre. Pero como el viaje era largo y no les venía el esperado socorro,
se iba rindiendo la gente á la necesidad, y murieron varios de miseria y
desfallecimiento.
Al cabo de dos meses de penalidades dieron vista á la junta de los dos
ríos y tomaron aliento, persuadidos á que allí los esperaba el bergantín
con bastimentos, y que por las corrientes del río no les había podido so-
correr. Pero cuál sería su asombro, cuando, reconocida la junta de los
ríos, examinados los recodos y registradas todas las vueltas y ensenadas
de las aguas, lejos de descubrir navio ó bergantín, ni parecía gente ni se
veían señales de lo que pensaban encontrar. Pasó el asombro á indigna-
ción, cuando, topando con el hidalgo Hernán Sánchez, que había sufrido
el hambre por tanto tiempo sustentándose de raíces, supieron de su boca
la resolución de Orellana, su descortesía con el religioso, y la venganza
cruel que había usado con él por haberse opuesto á su temeridad. Bra-
maba de cólera el ejército y levantaba los alaridos hasta el cielo. ¡Oh,
16 Misiones del Marañón Español
cruel Orellana!, decía, ¿cómo has tenido atrevimiento para tan enorme
atentado? ¿cómo has sido tan ingrato á quien de ti tanto señaba? ¿no
veías, inhumano, nuestra necesidad extrema? si no tenías respeto á Dios,
ni te movía el deber para con tu capitán, miraras siquiera á tantos es-
pañoles amigos tuyos, y á tantos pobres indios que perecen sin remedio
por tu causa». Pizarro, más sobre sí que los demás españoles, aunque ex-
perimentaba, muy á costa suya, lo mal' que le había salido la confianza
que había hecho de Orellana, pero como hombre de corazón en los peli-
gros, y de constancia en los mayores contrastes, procuró consolar y ani-
mar á la gente, que estaba á punto de desesperar por la grande pena y
dolor vivo de verse burlado de quien menos lo esperaba. Decíales que á
medida de los trabajos y desgracias crecía el nombre y fama de los gran-
des varones; que era de corazones viles y apocados caer de ánimo en los
peligros y dejarse arrastrar de la cobardía en las adversidades; que
antes debían tenerse por dichosos, como escogidos de la Providencia,
para la conquista de un Nuevo Mundo, y que siendo ésta una empresa
tan grande, era preciso que hubiese dificultades.
Animada la gente con estas palabras, y mucho más con el ejemplo de
su capitán que tanto coraje mostraba, prosiguió el viaje, siguiendo con
dificultad el río, por tener que pasar frecuentemente del uno al otro lado.
Y era cosa molesta, y no poco peligrosa, el haber de pasar en tan débiles
embarcaciones, no sólo los españoles y los indios , que todavía eran mu-
chos, pero aun los caballos, que serían entonces como unos ochenta. De
esta manera anduvieron otras 100 leguas, siempre por tierras estériles y
desdichadas, sin encontrar gentes ni mejorar de fortuna. Todos llegaron
á persuadirse que la jornada iba de mal en peor, y que el insistir en el
viaje era caminar á la muerte y acercarse á ella á toda priesa. Cono-
ciendo esto Pizarro, por el semblante caído de los soldados y por las pa-
labras que con el dolor se les escapaban, juntó consejo de guerra para
resolver con los demás capitanes el partido que se debía tomar. Todos
fueron de parecer, que por no acabar con el ejército, convenía volver á
Quito, si la vuelta no era del todo imposible , por estar ya distantes de
aquella ciudad más de 400 leguas. En realidad, no había menor peligro
en volver atrás, que en proseguir adelante. Porque, ¿cómo habían de ven-
cer las corrientes del río las barcas y canoas? Por otra parte, no estaban
en circunstancias de poder fabricar embarcaciones más fuertes, cuando
tuviesen esperanza de subir con ellas contra el ímpetu de las aguas. Sólo
restaba el arbitrio de buscar rumbo por tierra, abriendo sendas y cami-
nos por bosques y montañas. Pero aun esto, ¿cómo se podría ejecutar por
tan largo trecho?
Como no podían detenerse mucho tiempo en el sitio en que se halla,
ban, tomaron, finalmente, el último partido, que sólo se les representaba
posible, y comenzaron á caminar por la banda del Septentrión, en donde
echaron de ver que no se descubrían tantos pantanos y lagunas. Iban
atravesando montañas, rompiendo árboles, cortando malezas y cami.
Libro I. — Capítulo V 17
nando con la mayor priesa que podían por no perecer todos á manos del
mayor enemigo, que fué siempre un hambre rabiosa. Al principio de este
viaje, los indios, que serían todavía dos mil, se dieron muy buena maña
en buscar algún alimento, trayendo hierbas, raíces, frutas silvestres, sa-
pos, culebras y otras sabandijas, que nada se despreciaba, y todo hacía,
como dicen, buen estómago. De esta manera, aunque exhaustos y consu-
midos se daban buena diligencia en caminar. Pero picando las enferme-
dades á pocas jornadas, era mucho mayor el trabajo, y tan grande la mi-
seria, que llevaban á cuestas los enfermos por los lodazales, y ninguno se
excusaba de esta obra de caridad, porque D. Gonzalo era el primero en
cargar con ellos. Era muy largo el trecho antes de subir á Quito, y los
tríibajos iban subiendo de punto, porque faltando los indios que iban ca-
yendo á cada paso, y no hallando ya raíces ni frutas silvestres, mataron
los lebreles y alanos que llevaban, y poco después los caballos hasta aca-
bar con todas las bestias, y estuvieron, como dice Gomara, para comer á
uso de los bárbaros las carnes de los que iban muriendo. En tanta necesi-
dad y apretura en que ya unos no podían socorrer á los otros, aquí deja-
ban tres expirando, allí cuatro, sin detenerse los demás, por escapar con
la vida, y no perecer todos. En suma, cuando llegaron á tierras abiertas
habían ya muerto los cuatro mil indios y sólo venían unos ochenta espa-
ñoles, desnudos desde el menor hasta el mayor, mojados, descoyuntados
y desollados de las zarzas y espinos del camino. En este sitio hallaron
alguna caza de aves y animales que mataron con las ballestas que con-
servaban, y haciendo algunos de sus cueros cierta especie de calzoncillos
para la decencia, prosiguieron su camino con mucho esfuerzo por el ali-
mento que encontraban.
Luego que reconocieron los términos de Quito, besaron todos la tierra
y dieron á Dios Nuestro Señor mil gracias de que los había sacado á salvo
de tantos peligros y trabajos. Ofrecíanles comida en abundancia los in-
dios pacíficos, pero unos se contenían de propósito y se iban con mucho
tiento en el comer por temor de repleción, y otros, aunque querían satis-
facer el hambre, no podían del todo conseguirlo porque, hecho el estó-
mago por tanto tiempo á tan riguroso ajmno, no podía retener el alimen-
to. No lejos de la ciudad de Quito, dieron aviso de su llegada y de la des-
nudez y estado miserable en que venían, pidiendo algún socorro, parti-
cularmente de vestidos para entrar con alguna decencia. Estaba á la sa-
zón la ciudad bien despoblada de españoles por las guerras que se habían
levantado entre los nuestros en el tiempo de las jornadas, y por haber
acudido en gran número los vecinos de Quito con los caballos que tenían.
Pero los pocos ciudadanos que quedaron enviaron el socorro que pudie-
ron de ropa y de camisas, con abundancia de víveres y doce caballos,
excusándose de no enviar más número de bestias por estar ocupadas en
la guerra. Señalaron también doce vecinos que saliesen á recibir al go-
bernador y demás españoles, y les introdujesen en la ciudad, con un
acompañamiento decoroso.
2
18 Misiones del Marañón Español
Cuando llegaron los diputados á la vista de los conquistadores, queda-
ron éstos llenos de asombro, viendo unos hombres tan negros, secos, fla-
cos y desollados y más desnudos que los mismos bárbaros, sin más insig-
nia que unas espadillas sin vaina y cubierta de herrumbre. No conocían
á sus amigos y parientes en estado tan miserable, que era capaz de mo-
ver á compasión á las mismas piedras, cuanto más á sus allegados y co-
nocidos. Después de un breve rato en que la admiración y asombro no les
permitía acción alguna, comenzaron sin hablar palabra á deshacerse en
lágrimas, viendo á sus amigos en carnes, sin talle ni figura de soldados,
más antes cadáveres que hombres vivos. Al fin se avalanzaron á ellos
con tiernos y lastimosos abrazos, en que no se oía otra cosa que suspiros
y sollozos, señales del grande dolor y sentimiento que les causaba una
vista tan horrorosa y no esperada. D. Gonzalo, habiendo dado lugar á
que se desahogasen sus amigos, agradeció el socorro que traían y gusta-
ron todos del pan, como fruta nueva, y de los demás regalos. En cuanto
á los vestidos, ni Pizarro ni otro alguno, quiso ponérselos, puesto que no
alcanzaba la ropa para todos. Tampoco quisieron subir á caballo, por
más que les instaban los vecinos de Quito, que viendo uniformidad tan
hermanable, ellos mismos llevados de la compasión y queriendo tener
alguna parte en el padecer con sus amigos, determinaron acompañarlos
en su desnudez, y quitándose los vestidos, quedaron en calzoncillos para
entrar á pie y desnudos, como los demás, en señal de dolor y sentimiento.
Agradeció mucho esta demostración de sus embajadores la ciudad de
Quito, que toda ella salió á las puertas á recibir á su gobernador y com-
pañeros, acogiéndoles con la mayor ternura y solemnidad que pudo,
siendo las lágrimas y gemidos de ver un espectáculo tan compasivo, los
músicos que festejaron la entrada. Hízose ésta á principios de Junio de
1542, después de haber gastado en la desgraciada jornada dos años y me-
dio, pues, como dijimos, fué la salida por Navidad de 1539.
CAPITULO VI
DE OTRAS ENTRADAS QUE SE INTENTARON SIN FRUTO EN EL RÍO MARAÑÓN
De la infeliz jornada de Pizarro quedaron tan escarmentados los qui-
teños , que no pensaron en repetir experiencias , habiendo probado tan
mal la primera en que habían perecido todos los indios y la mayor parte
de los españoles, de los cuales á unos consumió el hambre, á otros acabó
lo fragoso de los caminos, y una buena parte llevó consigo el traidor
Orellana. No había por entonces otra esperanza del entero descubri-
miento del Marañón y de su conquista, que la que tenían algunos puesta
en aquel soldado fugitivo; el cual, llegando á España y enderezándose á
la corte, comenzó á entablar sus pretensiones. Contaba grandes cosas de
Libro I. — Capítulo VI 19
su largo viaje, y cómo había navegado más de mil leguas por un cauda-
loso rio, que no estaba muy distante de la ciudad de Quito, vencidas mu-
chas dificultades de los indios guerreros, que se le habían opuesto en el
camino. Ponderaba mucho que en la boca de otro grandísimo que des-
aguaba en el que venía siguiendo, no ya indios, sino unas mujeres varo-
niles con arcos, flechas y otras armas , le habían hecho cruda guerra y
querido atajar el paso. Que él tenía para sí que eran amazonas valientes
y una nación guerrera de hembras varoniles, continuada con otras mu-
chas hasta lo más alto del río. Añadía, que eran grandes las riquezas,
minas y tesoros que abrigaban en su seno aquellas extendidas tierras, y
que no era razón dar de mano á cosas tan preciosas, cuando era fácil su
conquista.
De esta manera hablaba Francisco Orellana, como testigo de vista,
engrandeciendo su jornada, ponderando sus trabajos y dando á entender
el mucho conocimiento que había adquirido en su viaje de las naciones
que poblaban el río. Muchos daban crédito á las noticias de Orellana,
porque los corazones humanos, después de un notable acontecimiento que
les sale bien, se revisten de cierta grandeza y autoridad, se les oye con
gusto y son creídos á ciegas. Pero los más cuerdos se iban con tiento en
asentir á las grandezas que contaba. Finalmente, no le faltando brazos
en la corte, á que ayudó la novedad que siempre llama, logró conseguir
de Carlos V la facultad que pedía de conquistador de aquel río, con el
título glorioso de conquista de las Amazonas; para acreditar con este re-
nombre lo que decía haber visto con sus mismos ojos, y que no podía per-
suadir á muchos. Conseguida esta licencia, hizo muy buena provisión de
bajeles, armas y gentes con que bien equipado, y armado con despachos
de su Majestad Católica, salió en busca del río de las Amazonas y logró
llegar felizmente hasta donde desagua en el mar del Brasil. Pero dispuso
el Señor que su prevención parase en destrozo, las pretensiones en amar-
guras, y las esperanzas en desgracias; porque no pudiendo subir por el
río, como pensaba, por ser grandes los bajeles que traía de España, se
deshizo la expedición como la sal en el agua, no hallando los que le si-
guieron más que desgracias é infortunios que remataron en la muerte
despechada de Orellana. Justo castigo del cielo, que cayese en los mis-
mos trabajos y aflicciones que con su villanía causó á Pizarro y demás
españoles, dejándolos sin arrimo, ni consuelo y sin poder subir por las co-
rrientes del río. Con hecho tan infame sólo consiguió este soldado eterni-
zar vanamentes un ombre en las aguas del Marañen, que llamó desde en-
tonces Orellana, por haber navegado el primero, y de las Amazonas por
las historias que contaba de aquellas valientes varonesas.
No fué ni más útil ni menos desgraciada la entrada que se intentó en
el mismo río después de algunos años por la parte de Lima. Habían co-
rrido por esta corte las primeras voces de Orellana, y hecho grande eco
en los corazones de los españoles, deseosos de honra y de riquezas, las
noticias de unas mujeres guerreras, y de las muchas minas de oro que se
20 Misiones del Marañón Español
hallaban en sus tierras. Como va creciendo la fama, según corre, y más
de estas cosas que siempre se pintan mayores de lo que son, fueron to-
mando cuerpo las esperanzas lisonjeras de apoderarse de tantas rique-
zas, atribuyendo la desgracia de D. Gonzalo á la poca prevención y ex-
periencia ,y el infortunio de Orellana á su poca advertencia y reflexión.
Determinó el virrey del Perú enviar en el año de 1560 al general D. Pe-
dro Orsúa, persona de mucho valor y prudencia, á la conquista de aque-
llas grandes provincias y al descubrimiento de las ricos minerales que se
decía haber en los montes y orillas del río Marañón. No se negó á la
empresa el capitán valeroso, que con toda la prevención necesaria entró
con un lucido ejército por uno de los ríos principales que por la parte de
Lima viene á parar y sepultarse en el Marañón. No era poco haber dado
en el pensamiento de caminar por ríos y traer las embarcaciones nece-
sarias, que por no habérsele ofrecido á Pizarro perdió el ejército, y la
experiencia lo mostró con el tiempo que no hay otros caminos en aque-
llas tierras, sino el canal de las aguas. Pero ¿qué pueden las providen-
cias de los hombres, cuando la del cielo es contraria? Apenas llegó Orsúa-
á ver las aguas del Marañón que buscaba, cuando fué muerto á traición
de Lope de Aguirre, que desde esta infame alevosía se alzó con el nom-
bre de tirano, y se le pegó tan bien, que nunca le nombran los autores sin
hacerle la honra de apellidarle tirano. Desembarazado de Orsúa se alzó
con las embarcaciones y se hizo nombrar por general de los soldados,
queriendo temerario reinar, aunque fuese entre montes, y gozar de las
muchas riquezas que se prometía conseguir sin dificultad alguna. Prosi-
guió su viaje por el río, tratándose como señor absoluto y soberano inde-
pendiente de los soldados que llevaba consigo. Pero queriendo Dios hu-
millar tanta soberbia y abatir su terca altanería, no permitió que acer-
tase con el canal principal del río, ni que pudiese registrarle hasta su boca
en el Océano, antes confundido con los muchos brazos y ramas vino á
parar por una de ellas cerca de la isla de la Trinidad, sin encontrar oro
ni plata y sin topar con las riquezas que se prometía.
En esta isla tuvo tan mala fortuna como merecía su atrevimiento, por-
que levantándose contra él los soldados, se retiró con algunos por la cos-
ta de tierra firme auna provincia, llamada Venezuela, en donde final-
mente fué vencido y muerto por orden de su Majestad, verificando con
su desastrado fin, que quien á hierro mata, á hierro suele morir. No dejó
de alcanzar parte del castigo del cielo á los soldados que le siguieron en
la culpa, porque padecieron tales desdichas, confusiones y trabajos, así
al bajar en su compañía como al subir después hacia el Perú, que por Lis
muchas miserias, enredos y marañas en que se vieron dando vueltas por
el río, sin acertar á pasar adelante, quieren algunos que el río se llama-
se Marañón. Aunque parece muy creíble, que se le pusiese aquel nombre
por las muchas vueltas y revueltas que hace entre varias islas y montes,
y por los frecuentes brazos, saltos y despeños que forman un confuso y
enmarañado laberinto de aguas y corrientes. El P. José Acosta, investí-
Libro I. — Capítulo VII 21
_^ador exacto de las cosas de la América, dice que averiguó cómo algu-
nos de los soldados que se retiraron con Aguirre, se vieron precisados,
para salir al Perú, á pasar por el canal del Pongo (de que hablaremos
después) contra las rapidísimas corrientes, y que no pudiendo vencer
este violento remolino de aguas, subieron trepando por las peñas, cla-
vando las dagas y asiéndose fuertemente de raíces con un afán terrible
y peligro grandísimo de perecer. Desde este tiempo no pensaron los es-
pañoles en nuevas conquistas ruidosas y con armas, ó por parecerles di-
fíciles, ó por tenerlas por inútiles y sangrientas, como habían sido las de
Pizarro, Orellana y Orsúa.
CAPITULO VII
FUNDAN LOS RELIGIOSOS DE LA COMPAÑÍA COLEGIO EN LA CIUDAD
DE QUITO
No quería el Señor que se hiciese la conquista del gentilismo del río
Marañen con el estruendo de las armas y por medio de soldados que mi-
raban á sus particulares intereses, llevados de la codicia del oro y de las
riquezas. Tenía reservada esta empresa á la virtud de la palabra divi-
na, más penetrante que la espada de dos filos, manejada de unos pobres
religiosos, que dando de mano á todo humano interés y con el fin puro de
ganar almas al cielo, habían de plantar la fe y extender el reino de Je-
sucristo entre las muchas naciones de gentiles que fueron descubriendo,
no sólo en aquel río principal, pero aun en otros muchos que en él des-
aguan. Y como no era tan difícil la entrada por la banda del Norte ó
desde la parte de Quito, la divina Providencia fué disponiendo suave-
mente las cosas para que los PP. de la Compañía se estableciesen en esta
ciudad.
Habiendo sabido S. Francisco de Borja, General de la Compañía, la
mucha mies que se descubría en la América y los pocos operarios que se
empleaban en echar la hoz en tan dilatado campo, abrasado del celo de
la gloria de Dios y del bien espiritual de tantas almas necesitadas, envió
muchos de sus hijos á varias partes de la América. Llegaron algunos á
Lima, y fueron tan bien recibidos de sus vecinos, que en el año mismo
de 1567 en que entraron, consiguieron fundar un colegio para bien y ade-
lantamiento de todo el reino. Aplicáronse desde luego á reformar las cos-
tumbres de toda la ciudad, introduciendo la frecuencia de sacramentos,
enseñando á la juventud y criándola en virtud y letras. Catequizaban
á los indios, asistían á los pobres, visitaban hospitales, frecuentaban cár-
celes, repartiendo á todos el pan de la divina palabra. Aunque eran po •
eos en número, pero trabajaban por muchos, porque el celo de las almas
les daba fuerzas para hallarse en todas partes y no negarse á ninguno
que pidiese su ministerio.
22 Misiones del Marañón Español
No se podía ocultar á los vecinos de Quito el grande fruto que hacíart
en Lima los PP. de la Compañía, la mejora que habían introducido en las
costumbres y las ventajas que experimentaban los limeños en la crianza
y enseñanza de la juventud. Admirados de la singular aplicación de los
jesuítas y mucho más de su natural despego y notable desinterés en tan
penosos ministerios, pidieron y lograron llevar á su ciudad algunos de
los PP. que habían venido de España á la capital del Perú. Hiciéronles
en Quito, con licencia de su Majestad, una fundación pobre en realidad
en aquellos principios, aunque con el tiempo fué su colegio bien cumpli-
do y ricamente dotado. Corría, cuando entró la Compañía en aquella
ciudad, el año de 1585, cincuenta y un años después que D. Sebastián Ve-
lalcázar había echado los primeros fundamentos. En este tiempo había
crecido mucho el número de españoles, y aunque los indios tributarios y •
de su jurisdicción eran innumerables, por ser esta parte del mundo la más
poblada, no hallo en particular hasta dónde llegase el número de ellos.
Sólo encuentro, como indico en el capítulo 2.°, que al principio del siglo
siguiente se contaban, en su jurisdicción, doscientos mil indios, y como á
la mitad del siglo, treinta mil tributarios que vivían dentro de la ciudad.
Mucho campo era éste para tan pocos obreros, pero se dieron tan buena
maña á trabajar, y se ingeniaron de manera que correspondió el fruto, 6
por mejor decir, excedió á las esperanzas que habían formado los ciuda-
danos.
Desde luego se aplicaron á enseñar la doctrina cristiana á los niños
en las escuelas, y á los indios en las iglesias. Eran continuas las pláticas
y sermones y oían de confesión, con mucho agrado, á todo género de per-
sonas. Creyeron, y no se engañaron, que el medio más eficaz para refor-
mar las costumbres, era el introducir la frecuencia de sacramentos, la
asistencia á los templos y los ejercicios públicos de piedad y caridad
cristiana, que á todos entrasen por los ojos. Para esto establecieron sei^
congregaciones, que todas miraban en sus estatutos y constituciones, á
comulgar frecuentemente, á oír la divina palabra, y á ejercitarse en
obras de caridad y misericordia con los pobres y necesitados. En ellas
entraban toda clase de gentes que había en la ciudad. Porque una era de
estudiantes, otra llamaban de seglares, la tercera era de mestizos, la
cuarta de indios ladinos y morenos, la quinta era más universal y daba
mucho más que hacer que las demás, porque entraba en ella todo género
de indios, gente ruda y más necesitada de instrucción. Pero á todo aten-
dían con mucha vigilancia aquellos primeros PP-, viéndose precisados á
predicar cada uno tres y cuatro veces al día á diversas personas, fuera
de la tarea continua de sus confesiones, que eran muchas, habiendo de
comulgar por estatuto cada uno de los congregantes á lo menos una vez
al mes; y aun á los indios que no eran todavía capaces de llegarse á la
sagrada comunión, se les iba disponiendo poco á poco, hasta ponerlos en
estado de poder acercarse á este celestial convite.
Pero la congregación más ejemplar y señalada era la de los señores
Libro L— Capitulo VII 23
sacerdotes, en la cual se ponía muy particular cuidado, por ser como la
levadura que sazonaba la masa de todo el pueblo . Tenía sus reglas es-
peciales y de mayor perfección, que todos observaban inviolablemente
sin que se disimulase con ninguno por grado ó autoridad que tuviese. Era
grande el miramiento en la elección de personas que debían admitirse en
congregación tan respetable, en donde no se admitía sujeto alguno, sino
por todos los votos de los congregantes. Ayudó mucho este gremio esco-
gido de sacerdotes ejemplares con su modestia, gravedad y compostura
á que las demás congregaciones creciesen en fervor y frecuentasen los
ejercicios de comunión, de asistencia á los sermones y demás obras de
piedad y misericordia. De esta manera, en pocos años mudó de semblante
la ciuda de Quito, porque, quitados los escándalos, y desterradas las bo-
rracheras antiguas, era grande la compostura en las costumbres, el or-
den en las casas, la asistencia en los templos y sobre todo muy particu-
lar la frecuencia de sacramentos, de cuyas fuentes bebían las aguas de
la gracia y de la salud espiritual de sus almas.
No eran menos notables los progresos que se fueron experimentando
en las letras, porque, luego que pudieron los pocos PP. que habían en-
trado en Quito, abrieron escuelas de enseñanza pública para todo género
de personas. Siendo ya once los sacerdotes que formaban el colegio, dos
escolares y algunos coadjutores. Leía un sacerdote teología moral, bien
necesaria en tiempos en que no eran muy antiguas las conquistas, y en
que las gentes, atentas á sus particulares intereses y ganancias, suelen
dar mucho lugar á la ignorancia. Otro, comenzó á leer un curso de filo-
sofía para que los hijos, que iban allí naciendo de los españoles, apren-
diesen los fundamentos para las ciencias más altas y sagradas. Y como
los demás PP. estaban tan ocupados en sus ministerios de predicar y con-
fesar y atender á tan numerosas congregaciones, señalaron por entonces
á los dos escolares para que enseñasen en dos clases la gramática. Toma-
ron tan á pechos los maestros la enseñanza de la juventud, que pasando
un P. por visitador al colegio de Quito en el año de 1595, tuvo grande
consuelo al observar el aprovechamiento de la juventud en las letras, y
celebra en su informe los estudios de Quito, por estas palabras: «Los es-
»tudios ñorecen en número y fervor, serán por todos ya ciento y ochenta
«estudiantes y á una mano de buenas habilidades. Comenzóse un curso
»de artes con cuarenta discípulos y se dio principio á la lección de teo-
» logia con una prelección muy docta y curiosa, á la cual asistió el señor
«Obispo, Corregidor y todas la Religiones, yá todas satisfizo mucho. Pro-
»siguióse lo uno y lo otro con aprovechamiento de los estudiantes, con
«muestras de él en conclusiones y actos, que en tierras tan nuevas pare-
»cen bien y despiertan el gusto y apetito de las letras, que por acá estaba
»muy postrado.» Hasta aquí el P. visitador. Pero así las letras como la
virtud tomaron nuevo aumento en aquella ciudad con la erección de un
seminario ilustre, que fué como el caballo troyano, de donde salieron en
todos los tiempos varones muy señalados para la Iglesia y república, y
'^^ Misiones del Makañón Español
muchos fervorosos operarios para la viña del río Marañón. El modo y
causa de su fundación y el fruto que se experimentó desde luego, se con-
tará en el capítulo siguiente.
CAPITULO VIII
FUNDACIÓN DEL ILUSTRE SEMINARIO DE SAN LUIS
Obra fué de grande servicio de Nuestro Señor para el bien del obispa-
do, aumento de las sagradas Religiones, lustre y ornamento del reino de
Quito, y un medio muy eficaz para extender la fe de Jesucristo en las
tierras más retiradas, la fundación de un insigne seminario, dedicado á
San Luis, que en el año de 1594 hizo en la ciudad de Quito su gran pre-
lado el doctor D. Fray Luis López de Solís, religioso, que fué, de la escla-
recida orden de San Agustín. Gozoso el celoso Pastor del mucho fruto que
habían cogido en tan corto tiempo los Padres de la Compañía, de su gra-
cia singular en criar la juventud y del modo tan desinteresado en ejerci-
tar todo género de ministerios, puso los ojos en ellos , para que se encar-
gasen de la dirección de un seminario que formaba, poniendo á su cui-
dado la enseñanza y educación de los más escogidos jóvenes de la pro-
vincia. Aunque eran pocos los de la Compañía, y se excusaba el rector de
admitir aquella carga por no tener maestros y directores bastantes para
satisfacer cumplidamente á la grande confianza que se hacía de la Reli-
gión, fueron tan eficaces las súplicas é instancias del señor Obispo, que
hubo de ceder finalmente y tomar á su cargo el seminario, que de propó-
sito se había fundado, calle en medio de nuestro colegio. Nombró luego
rector de aquella juventud, y señaló los maestros y directores necesarios
para el gobierno, que pensaba ser de mucha gloria de Dios, aunque de
aquí nacía doblarse la carga á los demás sujetos que apenas podían re-
sistir ya á tanto trabajo, como vimos en el capítulo antecedente.
La memoria de tan ilustre prelado y la grande confianza que hizo de la
Compañía en encargarla su estimado seminario, en una ciudad en que ha-
bía religiosos de su orden, está pidiendo el que mostremos nuestro agrade-
cimiento á tanto aprecio y estimación, refiriendo, siquiera en este lugar,
los motivos y causas que tuvo para entregar esta su obra, más antes á
la dirección de la Compañía, que á la de otras sagradas Religiones. No
las diría yo tan bien como las declara Su Ilustrísima en la cláusula de su
erección por estas palabras en que descubre su celo y su prudencia y el
deseo ardiente de la gloria de Dios.
«Para que esta obra, de la cual esperamos tanto servicio del Señor y
»bien de nuestro obispado alcance su fin, es necesario que las personas
»que la tuviesen á su cargo sean de mucho ejemplo y suficiencia en le-
»tras, y tengan experiencia de cómo se ha de criar la juventud, por lo
»cual acordamos, con parecer de esta Real Audiencia y del Cabildo de
boí^TON CCK-LtOÉ DUn -^
CHcsTNin miX masí.
Libro I.— Capítulo VIII 25
T»esta ciudad, que así nos lo pidieron, encargar este seminario á la Compa-
»ñía de Jesús, por concurrir en los Padres de ella las dichas calidades, si-
»guiendo en esto las pisadas de los Sumos Pontífices, los cuales han encar-
»gado á la dicha Compañía los principales seminarios que hay en toda la
«Iglesia, que son los cuatro de Roma, el Seminario Romano, el Germánico
»para Alemania, el Ánglico para ingleses, el Griego para griegos; y otros
«muchos Prelados, señores y ciudades, han erigido y fundado colegios, y
»los han encomendado á la dicha Compañía y últimamente las ciudades
»de Sevilla, Lisboa y Valladolid, que los han fundado muy principales,
»han encomendado la administración de ellos á la dicha Compañía de
»Jesús: y la Sagrada Congregación de Eminentísimos Cardenales, en las
«respuestas é interpretación del Concilio de Trento , tiene ordenado que
«donde los de la Compañía pudiesen ser habidos, se les encarguen las lec-
»ciones y enseñanza de los dichos seminarios, por el gran fruto que se ha
»cogido en la Iglesia y se coge de todos los que tiene á su cargo. Y así, or-
»denamos y mandamos, que mientras la Compañía de Jesús y Superiores
»de ella nos quisieren hacer esta gracia á Nos, y á todo este Obispado, de
»tener á su cargo el gobierno de dicho seminario, no se le quite, como está
«capitulado. Y pedimos y rogamos á los dichos Superiores de la Compa-
»ñía por la Sangre de Cristo, y el amor que en Nos han conocido, no se
«exoneren de él en tiempo alguno.»
Esta es la cláusula de la fundación y entrega que nos dejó este me-
morable prelado de la obra de su mayor estimación, escrita con pala-
bras de tanto aprecio de la Compañía; y, lo que más importa, que no res-
piran otra cosa que la mayor gloria de Dios y celo del bien de las almas.
Y aunque nos llena de confusión y vergüenza por los muchos elogios que
contiene de la Compañía, no han sido parte tantas alabanzas para que
el agradecimiento no las traslade. Quiera el Señor, como esperamos, ha-
berla trasladado en el libro de la vida, en donde nada se borra ni acaba
con el tiempo, ya que los de la Compañía no podamos corresponder bas-
tantemente á tanto afecto, estimación y aprecio.
No contento este prudente prelado con haber fundado el semina-
rio de San Luis, de tanta utilidad en la república eclesiástica y civil,
obtuvo en el año siguiente de Su Majestad Católica, D. Felipe II, la apro-
bación y protección de esta obra y consiguió una Real Cédula, para que
no se mudase ni alterase aun en Sede vacante en la más mínima parte
su gobierno, sino que siempre se estuviese en todo á lo determinado por
su fundador. Las razones que tuvo su Majestad para tomar bajo su am-
paro y protección el seminario, las esprime su Real Orden por estas pa-
labras: «Por la mucha importancia de que es ese Colegio, demás de lo
«que Nuestro Señor se servirá de que allí se críen y enseñen buenos su-
» jetos, que puedan ser de provecho en la predicación del Evangelio, edi-
«ficación de los españoles y enseñamiento de los naturales, por el bien
«universal de la Religión, ornamento y ennoblecimiento de ella.« Motivos
dignos de tan católico rey, y es de notar que pone en primer lugar la
26 Misiones del Marañón Español
predicación del Evangelio, que cumplieron tan abundantemente los alumnos
de aquel colegio, como veremos en adelante; porque criados en virtud y
letras, y transplantados muchos de ellos á la Compañía, hicieron prodi-
giosos descubrimientos, conversiones y reducciones, esparciendo la luz
del Evangelio en las tierras más escondidas y apartadas del cristianis-
mo, llevando sobre sus hombros el mayor peso y carga de las misiones
de Mainas.
Pero no se ciñó el fruto y utilidad del seminario á la propagación de
la fe entre los gentiles, antes logró esta grande obra todas las ventajas
que se insinúan en la cédula de Su Majestad y que pretendía su funda-
dor. Porque la catedral de Quito se mostró luego reconocida al beneficio
de su buen Pastor, por los sujetos ilustres, alumnos del seminario que
ocupaban sus prebendas y lograban sus canongías. Y lo que más es, ape-
nas hubo curato á poco tiempo de la fundación que no se diese á colegial
de San Luis. Tanta era la satisfacción que se tenía de la crianza y edu-
cación de aquella juventud, que tan bien fundada en virtud y letras sa-
lió del colegio. ¿Qué diré de los bienes que recrecieron á la república ci-
vil de aquel dichoso establecimiento? Porque muchos siguieron las togas
y las ilustraron, como es constante en aquel reino, por su pericia, desin-
terés y buen ejemplo. Las sagradas religiones para cuya subsistencia,
honor y aumento parece que la Providencia había dispuesto aquella
obra, lograron sujetos muy escogidos en letras, juicio, virtud y pruden -
cia. «Si hubiera de decir los sujetos grandes del seminario de San Luis,
dice el P. Manuel Rodríguez en el libro I de su Historia del Marañan, al
capítulo VIII, las dignidades, los catedráticos y predicadores de que tengo
noticia en los no conocidos, y experiencia de los que he comunicado, ne-
cesitara escribir no pequeño volumen.
No es de omitir otro fruto muy señalado que se extendió al nuevo reino
de Granada, con la ocasión de haberse fundado en Quito el seminario de
S. Luis. Porque como su fundación fué la época de las letras en el reino
de Quito, y con el mucho trato y comunicación lo veían y admiraban y
observaban los ciudadanos de Santa Fe, se resolvieron y obtuvieron el
llevar jesuítas á su ciudad y fundar un seminario, que llamaron S. Bar-
tolomé, por la misma norma y con las mismas reglas, instrucciones y ofi-
cios que el de S. Luis. Fué la fundación de mucha importancia y tan ne-
cesaria en aquellos tiempos de ignorancia, que no se puede encarecer con
palabras; porque, cuando ya en Quito florecían las letras y se iban culti-
vando los ingenios de los criollos, estaban los de Santa Fe al cabo de
ochenta años después de la conquista en una noche obscura sin entender
siquiera latín, cuanto menos moral, teología ni otras facultades; tan arrai-
gada estaba la ignorancia entre los clérigos, que se puede decir de ellos
que á una mano no habían abierto el arte de la lengua latina: y para que
ninguno piense ó se persuada que hay exageración en lo que escribimos,
he aquí dos ejemplos bien sabidos en aquel reino de Granada que refiere
en esta substancia el P. Rodríguez. Cuando se iban ya poniendo las co-
Libro I.— Capítulo IX 27
sas en policía y estaban ya establecidos los estudios, quiso el Sr. Presi-
dente que fuesen llamados á examen ciertos opositores á un beneficio.
Uno de los principales, admitido al examen, protestó desde luego abier-
tamente, que en el tiempo en que le habían ordenado, no se usaba estudiar,
y que le habían dado las sagradas órdenes sin saber la lengua latina. Y
así suplicaba, que si le querían hacer merced le diesen el beneficio, pues
había tenido otros muy buenos. Si este caso no prueba la ignorancia del
latín en los clérigos, el que se sigue da demasiado á entender una estupi-
dez asombrosa, no digo en las materias morales, pero aun en los primeros
principios de la doctrina cristiana. Un sacerdote que residía no muy lejos
de Santa Fe, cura y vicario de españoles, que tenía otros párrocos sufra-
gáneos, viendo que no cabía en el viril preparado para la procesión del
Corpus, la Hostia consagrada, mandó traer unas tijeras y con ellas (cosa
increíble entre cristianos) la cercenó hasta que pudo acomodarla. Estos
horrores y crasísimas ignorancias nacidas de la falta de maestros, des-
aparecieron en poco tiempo, con la luz de la doctrina que esparcieron por
todo el reino los nuevos directores, que de tal suerte entablaron el con-
victo de Santa Fe y criaron á sus alumnos, que no cedió en sujetos ilustres
en virtud y literatura al de Quito, siendo los dos seminarios de S. Bartolo-
mé y de S. Luis, como los dos polos de aquella parte tan considerable del
Nuevo Mundo, en que después de una 'noche obscura de ignorancias y
errores, amaneció un día claro de luces y verdades.
CAPITULO IX
REDUCE EL P. RAFAEL FERRER Á LOS INDIOS COFANES, BAJA HASTA EL
RÍO MARaÑÓN. y MUERE AHOGADO DE LOS BÁRBAROS EN OTRO RÍO
CAUDALOSO.
Fundado ya el colegio de Quito, y entablados los ministerios en la ciu-
dad y contornos, cuando esperaban los PP. lograr en su seminario suje-
tos que ayudasen á la conversión de las almas, se animaron á probar en
la reducción de gentiles. Ha parecido poner en este lugar esta primera
misión en tierras de los infieles, así para seguir el orden del tiempo, como
porque en ella se descubrieron las naciones del río Marañen, y dio con el
tiempo ocasión á una demarcación cumplida y exacta de este río. Mu-
chas eran las naciones de gentiles de que había noticia en Quito , y que
tenía ocultas el demonio en cerradas montañas , para que no entrase en
ellas la luz del Evangelio. Entreo tras, era bien sabida la de los indios Co-
fanes, distante setenta leguas de Quito, y por los Quijos, Zumbos y Ma-
cas, ya reducidos, no se tenía por dificultoso el pasar y entrar en aquella
bárbara nación, por no distar de los Zumbos, que eran los más apartados,
sino doce leguas de camino. Sólo se entendía haber un impedimento na
28 Misiones del Marañón Español
pequeño, que era el atravesar un río caudaloso que venía á ser como la
raya entre los Zumbos y Cofanes.
Digerida bien esta noticia, que cada día se iba confirmando, determi-
naron los superiores de la Compañía que entrasen algunos de ella á los
indios Cofanes. Porque habiendo llegado la Compañía á la viña evangé-
lica más tarde que las demás religiones, debía doblar en ella el trabajo
para merecer igual jornal, y conseguir tanto premio como los primeros,
rompiendo tierra nueva, disponiéndola y sembrándola para que llevase
el fruto deseado. Ofrecióse luego á la entrada el P. Rafael Ferrer, valen-
ciano de nación, que de la provincia de Aragón había pasado á Lima, y
de Lima á la ciudad de Quito. Admitieron los superiores la oferta con mu-
cho gusto por ser el P. Rafael respetado y venerado en toda la provincia,
como un varón santo, y que parecía tener en sus misiones poder sobre el
corazón de los oyentes. Era su celo ardiente, las palabras todas del cielo,
y las cartas echaban rayos de amor de Dios. Estaba reciente el suceso
memorable que acababa de pasar en Cali, del obispado de Popayán. Por-
que haciendo misión en esta ciudad en ocasión en que se hallaba bien ne-
cesitada por los muchos daños espirituales que la oprimían, envidioso el
demonio del fruto que temía, dio en una invención suya, para divertir á
los oyentes de la predicación fervorosa del misionero. Indujo á ciertos
ciudadanos á que hiciesen una comedia profana en la iglesia, con el pre-
texto que algo se había de dar á la diversión y desahogo. Hizo lo que pudo
€l siervo de Dios, que conocía muy bien ser el demonio el autor de la co-
media, por impedir acción tan disonante , especialmente en tiempo tan
santo; mas nada pudo conseguir ni con ruegos ni con súplicas de los que
prevenían aquella función profana; hasta que llegado el día en que se
había de representar, cuando ya todo el pueblo estaba junto en la igle-
sia para oir la comedia, poco antes de comenzar, saltó de repente al ta-
blado con Cristo en mano, y predicó con tanto fervor y espíritu contra
aquel escándalo, que toda la expectación, alegría y regocijo paró en
llanto, confusión y dolor de los pecados, volviéndose á su casa contritos
y confusos, los que habían venido olvidados de sus culpas á gozar de la
comedia, que no se hizo entonces, ni pensaron en hacerla después. Por-
que al día siguiente fueron tantas las confesiones y se vio tal mudanza en
los corazones, que comenzaron á respirar en sus trabajos y á experimen-
tar consuelo en sus necesidades. Duró por muchos años en aquella ciu-
dad la memoria de este caso, y de él tuvo principio el grande aprecio que
tienen en ella á los PP. de la Compañía.
Salió varón tan señalado, todo encendido en el amor de Dios y del
celo de las almas, á la empresa que le encargaban de los Cofanes, en el
año de 1602, deseoso de dar buen principio al siglo en su primer ensayo, y
que otros siguiesen su ejemplo en la predicación de los gentiles. Propor-
cionó el tiempo á la entrada en aquellas tierras poco accesibles, á las
cuales sólo se puede penetrar en algunos meses del año, con guías y gente
que hagan puentes de palos en los muchos ríos que se pasan. Caminaba
Libro I.— Capítulo IX 2&
ei P. Rafael á pie por tierras ásperas y montuosas que no daban lugar á
muías ni á caballos. Su ordinaria comida era maíz ; la cama , el duro
suelo con una pobre manta. Escribía por el amor grande que tenia á la
pobreza, en unos pequeños retazos de cartas viejas, cuanto iba obser-
vando á sus superiores. No llevaba consigo más libros que la Biblia y el
breviario; y en tanta necesidad y falta de todo, entró tan gustoso y con-
tento á los Cof anes, que rebosaba de alegría entre aquellos bárbaros; tan
lejos estaba de temer los peligros de la vida que tenía jugada, rodeado
de tantos gentiles, que no pensaba en otra cosa que en ganarles las vo-
luntades, acomodándose á su modo de ellos, y en hacerles todo el bien
que podía. Con estos medios, cuya práctica es más trabajosa de lo que
parece á los que no lo han experimentado, se hizo dueño de los corazones
de aquellos infieles. Comenzó á instruirlos en nuestra fe, dándoles noticia
de un Dios, Creador de todas las cosas, que premia á los buenos con su
felicidad eterna en el cielo, y que castiga á los malos, con fuego que tiene
preparado en las entrañas de la tierra. El primer fruto de su apostolado
fué bautizar muchos párvulos que le ofrecían sus padres, y por medio de
ellos, tomó posesión de aquella tierra para Jesucristo. Finalmente, al
cabo de año y medio , en que padeció grandes hambres, necesidades y
peligros, logró con su tesón, aplicación y constancia, formar una reduc-
ción de indios cofanes, enseñándoles á vivir en población como racionales
y con algún género de gobierno.
No estaba satisfecho el siervo de Dios con el fruto que un solo misio-
nero podía coger en tierras tan dilatadas; volvió al colegio de Quito en
busca de compañeros que le ayudasen á recoger tanta mies como se pre
sentaba. Llevó consigo al P. Fernando Arnulfino, aunque el vice-provin-
cial, en una carta, da á entender que en esta segunda entrada le siguió
un sacerdote secular, y que Arnulfino le acompañó en la primera, sin
poder volver con él en la segunda. Como quiera que fuese, los dos misio-
neros hicieron muchos progresos en la conversión de aquellos gentiles,
obrando Dios grandes maravillas con ellos por medio del P. Rafael. Ca-
yendo enfermo en los caminos en que andaba continuamente, y no pu-
diendo dar un paso, no por eso desistió de sus correrías, ni los indios le
dejaron; antes, por el amor que le tenían, le llevaban en hombros por
aquellas montañas. Llegó á registrar muchas naciones y descubrir las
provincias que están hacia las juntas del río Ñapo y Marañen, en donde
el pérfido Orellana negó la obediencia, como vimos en el capítulo IV, á su
capitán legítimo D. Gonzalo Pizarro, y pudo después, volviendo á Quito,
dar razón de las innumerables gentes que habitaban en aquellas riberas.
No podía menos el infierno de darse por sentido al ver las muchas al-
mas que estaban ya libres de su cautiverio por la industria y predicación
de este varón apostólico. Procuró por medio de los españoles mismos
apartarle de aquellas tierras y cortar el hilo de su predicación. Conocía
bien el P. Rafael que no estaba bien á los indios la entrada de los espa-
ñoles de un presidio que no estaba muy distante, porque como á tan tier-
30 Misiones del Marañón Español
nos en la fe, les servían ciertamente, de escándalo los malos ejemplos de
los cristianos viejos. Ya desde entonces preveía la ingeniosa caridad de
este ministro de la gloria de Dios, lo que acreditó, con ruina de los recién
convertidos, la experiencia. Por esta causa estorbaba cuanto podía la en-
trada de los soldados en los Cofanes. El demonio, que siempre está á la
mira contra el género humano, y más en particular contra los predica-
dores celosos que le quitan de sus garras las almas que tiene por suyas,
levantó con esta ocasión una horrorosa persecución contra el siervo de
Dios. Dieron los españoles muchas quejas á Quito contra el proceder del
Padre, y escribieron á su viceprovincial, que impedía la comunicación de
los cristianos con los Cofanes, pintando, como suele inspirar el ardor de las
pasiones, las cosas como querían y á su modo. Tanto hicieron y dijeron
los del presidio, que se vio precisado el superior á llamar á Quito al padre
misionero. Vino luego á la ciudad el celoso ministro, dio razón de su per-
sona, expuso llana y sencillamente las providencias que tomaba para
impedir el daño que temía, y satisfaciendo cumplidísimamente á cuanto
se le oponía, hizo callar á sus contrarios. Siempre la virtud es respetada,
y á su presencia suele calmar el tumulto de las pasiones que todo lo obs-
curecen: nada, finalmente, la virtud sobre la mentira y la razón se so-
brepone al engaño.
Deshecha la tempestad, volvió con denodado fervor á su misión, de-
jando mejor entabladas las cosas para que no se diese oídos en adelante
á sus perseguidores. Todos admiraban su tesón en proseguir con la re-
ducción de los Cofanes, y le veneraban por hombre santo, viendo que lle-
vaba sacrificada su vida en tantos peligros de agua y tierra y mucho
más de los mismos gentiles que, aunque le querían comúnmente y esti-
maban, suelen á las veces encubrir con destreza sus corazones doblados,
hasta que viendo la suya los descubren con traición y alevosía. Espera-
ban en el camino al P. Rafael algunos de sus indios, que habían venido
á buscarle, para acompañarle en el viaje y ayudarle á pasar los ríos.
Llegaron á uno bien caudaloso, y al pasar el soldado valeroso de Cristo,
por una puente de palos, bien ajeno de lo que dos bárbaros habían pen-
sado, trastornaron éstos, instigados del demonio, las vigas mal asenta-
das, y dieron con el siervo de Dios en lo profundo de las aguas. Los in-
dios tiraron á escapar cuanto antes temiendo algún castigo, y ellos mis-
mos contaron que estuvo algún tiempo sobre las aguas con las manos
levantadas al cielo predicándoles su destrucción, como parece se cum-
plió; porque faltando este varón, no se llevó adelante la conversión de
aquella nación, ó á lo menos, se interrumpió por muchos años. Su cuerpo
no pareció jamás, y es creíble que fuese rodando hacia el Marañón, en
donde entra aquel río, como para señalar á sus hermanos el sitio y lugar
de sus sudores apostólicos.
Asi se vengó el demonio de quien le había hecho tanta guerra, y el
Señor se lo permitió para mayor gloria de su fiel siervo, coronándole,
■como parece, con la gloria del martirio, por haberle quitado los bárbaros
Libro I.— Capítulo X 3L
la vida, en odio de nuestra santa fe que con tanto celo predicaba. Por esta
causa, muchos hombres de grande circunspección y prudencia le tuvie-
ron desde luego por mártir, y lo nombraron con el título respetable y glo-
rioso de venerable, y no pensaron que era indigno de aquella singular
gracia, el que por toda su vida no respiraba otra cosa en sus palabras,
conversaciones y pasos, que fuego de amor de Dios y celo del bien de las
almas. Sucedió su preciosa muerte, por el mes de Marzo, otros dicen de
Junio, de 1611, después de haber empleado en la conversión de los Cofanes
nueve años, pues hizo la primera entrada en aquellos gentiles, como apun-
tamos arriba, en el de 1602. El vicario de aquella provincia hizo en el
año de 1620, información jurídica de las circunstancias de la muerte del
venerable padre, pero de su resulta y de las demás acciones de este fervo-
roso ministro, no han llegado á nuestras manos otras noticias más indivi-
duales; y, perdidos los papeles, en que habría mucho que añadir á nues-
tra historia y á la general de la provincia de Quito, hemos recogido las
pocas que hemos podido del P . Eusebio Nieremberg, en su tomo cuarto
de «Varones Ilustres,» en donde refiere sumariamente los trabajos de nues-
tro misionero. Y aun el mismo P. Eusebio se reconoce deudor en parte de
lo que dice, al licenciado D. Bernardo Montesinos, historiador diligentísi-
mo, que peregrinó más de mil leguas, por averiguar de archivos y pape-
les originales, las cosas que escribe en la segunda parte de su «Oflr de
España» ó «Anales Peruanos», en que se hace mención de algunos hombres
señalados de la Compañía de Jesús. Yo sólo añado, en confirmación de la
muerte gloriosa del venerable P. Rafael, que en el colegio de Quito es-
taba pintado predicando á los Cofanes desde las aguas en que le habían
arrojado, con los brazos extendidos y levantados en alto. Prueba bastan-
temente clara de que cuando estaban frescas las noticias, se averiguó bien
esta particular circunstancia de su muerte. Pues no hubieran pasado los
PP. de aquel colegio á una demostración exterior tan visible, sino estu-
vieran muy ciertos de que la pintura se conformaba con el original.
CAPITULO X
DESCUBRIMIENTO CASUAL DE LA PROVINCIA DE LOS INDIOS MAINAS
Desde el año de 11, en que faltó el principal misionero de los Cofanes,
se interrumpió el curso de la predicación de la fe por aquella provincia,
rebelada la nación por el horrible atentado y enagenada á los españoles.
Pero como el Señor, por medio, al parecer, de casualidades y acci-
dentes, dispone suave y eficazmente las cosas hasta conseguir con certi-
dumbre su fin, dio traza y modo cómo se abriese otro camino al Mara-
ñón con un singular acontecimiento, cuando ya los jesuítas iban crecien-
do en número, y el seminario de San Luis daba jóvenes señalados en vir-
32 Misiones del Marañón Español
tud y bien fundados en letras. En el año 1616 en que se formó de los- pa-
dres existentes en Quito, y en el nuevo reino de Granada, provincia se-
parada de la del Perú, quiso el Señor mostrar la provincia de los primeros^
gentiles del Marañón, por donde había de comenzar aquella grande con-
quista. El caso sucedió de esta manera. Hicieron algunos indios varias
muertes en la ciudad de Santiago de las Montañas, que pertenece á la
provincia de Yaguarzongo; y temiendo el merecido castigo, se huyeron
de la ciudad y retiraron tierra adentro, bien seguros, á su parecer, de no
ser hallados.
No creyendo los españoles que se debia dejar sin castigo tan perni-
cioso ejemplo, salieron veinte soldados con veinte indios de confianza en
busca de los fugitivos por el mes de Febrero del referido año. Armaron
sus canoas, y siguiendo la corriente del río cercano á la ciudad, de unos
en otros vinieron á descubrir unas rancherías de infieles. Alteráronse al
principio los indios con la vista de los españoles, que en forma de armadi-
11a bajaban ya por el río Marañón y acudieron á las armas; pero con las
muestras de paz que les ofrecían los nuestros, y señales de amistad que
pretendían, se sosegaron los gentiles y recibieron gustosos en sus casas
á los soldados, acudiendo, como podían, á su regalo, y trayéndoles varias
frutas de la provincia. Llamábanse los indios de esta provincia Mainas,
y parece que tenían ya alguna noticia de los españoles. Viendo éstos tan
buen natural en los Mainas y el deseo grande de agasajarlos, se detuvie-
ron en sus casas por algunos días, y tratando con modo cariñoso y agra-
decido con los caciques y principales de la provincia, lograron que se
entablaran paces entre la nación y la ciudad de Santiago.
Dado este primer paso, les propusieron las conveniencias y ventajas
que tendrían si daban la obediencia á Su Majestad Católica. Vinieron en
ello los indios, ofreciéndose de su voluntad á ser subditos del rey católi-
co, y aun prometieron volver con los nuestros hasta la ciudad para ver-
la y conocer á sus amigos; tanto puede el trato cariñoso y la buena ma-
nera con los indios más salvajes.
En efecto: subieron con los españoles en sus canoas y los acompaña-
ron en parte del viaje; pero como el indio es naturalmente tímido, no pa-
saron esta primera vez de los últimos términos de su provincia. Aquí se
despidieron tiernamente y con mucho sentimiento de sus huéspedes, mos-
trando gran deseo de que volviesen á sus tierras y les trajesen padres,
porque querían hacerse cristianos y aprender el camino del cielo, como
lo habían hecho otros indios con la asistencia de los misioneros.
Esta fué la ocasión de que se valió Su Majestad para salvar las almas
del Marañón, y este fué el principio de la Misión de los Mainas, debido,
en parte, al buen modo de unos soldados españoles que, buscando indios
fugitivos, los llevó la Providencia á una grande nación de gentiles, si-
tuados en lo más alto del río, desde donde era más fácil el bajar á la re-
ducción de las demás naciones.
Llegaron los españoles á Santiago sin los indios que buscaban, pero lo
Libro I.— Capítulo X , 33
llenaron de alegría y de contento con la relación de su aventura y ha-
llazgo. Contaban el buen recibimiento de los Mainas, su natural excelen-
te, la paz establecida con ellos, el trato y comunicación que habían pro-
metido, y, sobre todo, celebraban la buena voluntad con que se daban
por vasallos del rey y los grandes deseos de hacerse cristianos. Corrió
luego la voz del caso sucedido por las ciudades más cercanas, y llegando
á oidos de D. Diego de Vaca y Vega, vecino de la ciudad de Lo ja, pensó
en aprovecharse de tan buena noticia. Informóse muy á fondo de todo lo
que había pasado con los soldados de Santiago, pensó mucho sobre las
palabras que habían dado los Mainas, y averiguó muy en particular el
camino por donde se había abierto la comunicación con los gentiles. Ase-
gurado bien de todas las circunstancias del suceso, determinó acudir al
virrey del Perú y capitular la conquista de la nación descubierta y de las
demás que se continuaban por las riberas del río Marañón. Era D. Diego
de Vaca caballero muy señalado entre los demás, de tan nobles pensa-
mientos como acciones generosas. Había sido capitán de infantería en el
presidio del Callao y servido mucho al rey católico en la conquista y
pacificación de Santa Marta. No había mostrado menos valor y fidelidad
al real servicio en la defensa de Panamá, invadida de los ingleses, y
en otras varias conquistas de indios; pero con ser tantos los méritos de
D. Diego, era el mayor de todos para con Dios y para que lo tomase por
instrumento de una conquista más espiritual que temporal, su mucha
piedad y católico celo de la extensión de nuestra santa fe en tan dilata-
da gentilidad; por lo cual era tenido de todos y respetado como hombre
de singular juicio y prudencia, de valor extremado y de cristiandad nada
inferior á las otras prendas de su persona.
Era virrey de Lima por los años de 1618 el príncipe de Esquilache
D. Francisco de Borja, y habiéndose presentado D. Diego de Vaca, y
pedido á su excelencia la conquista de los indios Mainas ya descubier-
tos, y el título de gobernador de los lugares que á su costa fuese fundan-
do por aquella provincia; vistos por el virrey los señalados méritos, ma-
duro proceder y celo conocido de un caballero tan ilustre, le concedió
desde luego con ciertas capitulaciones que le propuso, todo cuanto pre-
tendía y deseaba, entendiendo que no podía caer en sujeto más cabal el
título de gobernador de los Mainas, y la facultad y licencia de estable-
cer poblaciones en aquella provincia. Volviendo D. Diego á su patria tan
bien despachado, pensó en las disposiciones necesarias para la funda-
ción de una ciudad en la entrada misma del territorio de los indios Mai-
nas. Pedían éstas algún tiempo, por ser necesario enlazar en la empresa
algunos españoles que concurriesen á la formación de la ciudad y de los
lugares en que se pensaba. Entre tanto, se cultivaba la comunicación y
crecía el trato de los indios con los vecinos de Santiago, que los recibían en
la ciudad con agasajo, y diciéndoles que podían venir á visitar á sus ami -
gos cuando les pareciese; con lo cual se iban civilizando, aprendiendo los
usos y costumbres de los españoles y entrando en algún género de policía ,
3
34 Misiones del Marañón Español
CAPITULO XI
notable resolución de la venerable virgen MARIANA DE JESÚS, DI-
CHA COMUNMENTE LA AZUCENA DE QUITO, DE BAJAR POR SÍ MISMA Á
PREDICAR Á LOS MAINAS.
Como la ciudad de Quito iba creciendo en grandeza, población y ri-
quezas, llegando casi á competir con la capital de Lima no sólo en el
buen orden y establecimientos políticos, sino también en las letras y en
la religión y virtud, tuvo ya en estos tiempos una venerable virgen, lla-
mada Mariana de Jesús, que con el glorioso título de lirio ó azucena de
Quito, bien merecido por sus raros ejemplos y virtudes, ilustró á su pa-
tria, como había ilustrado á Lima la esclarecida virgen Rosa de Santa
María. Es verdad que no ha subido hasta las aras el culto de Mariana,
como subió el de Santa Rosa; pero tenemos muy fundadas esperanzas
de que la veremos algún día colocada en el catálogo de las santas vír-
genes, habiendo ya la santidad del Pontífice reinante Pío VI, declarado
sus virtudes en grado heroico con decreto de 19 de Marzo de 1776. No po-
dían ocultarse á la venerable virgen Mariana, que no pensaba noche y
día en otra cosa que en las glorias de su esposo Jesucristo, las providen-
cias y esfuerzos de los jesuítas sus directores para extender el nombre
de Jesús entre los muchos gentiles que se iban descubriendo. No conten-
ta con las oraciones, lágrimas y suspiros con que pedía al Señor conti-
nuamente que enviase operarios á su viña, se determinó por sí misma,
siendo de solos doce años, partir al Marañón y predicar el Evangelio en
aquellas partes, como allá Santa Teresa de Jesús, siendo niña, empren-
dió una resolución semejante.
El caso lo refiere de esta manera D. Juan del Castillo, canónigo de la
catedral de Santiago de Chile, en el capítulo IV de la vida que escribió
de esta esposa querida de Jesucristo, y dedicó al mencionado Pontífice
Pío VI:
«Habiendo la santa virgen (por los años de 1630) oído hablar de las
«misiones de las grandes islas del Japón, de la Morea y de otras partes
»de la India, así oriental como occidental, se encendió en el celo de la
«conversión de los gentiles, y en particular quedó profundamente herido
»su corazón con las noticias de las extendidas provincias del Marañón,
«dichas de los Mainas.
«Encendióse mucho más este su celo con ocasión de celebrar en el co-
«legio máximo de Quito las glorias de los tres mártires del Japón, de la
«Compañía de Jesús, y haber oido el panegírico en que se contaban sus
«trabajos, penas y persecuciones. Dando y tomando sobre estos pensa-
Libro. I — Capítulo XI 36
»mientos, se resolvió prontamente á tomar la más heroica resolución,
«corno allá la virgen Santa Teresa de Jesús. Llamó aparte dos parienti-
»tas suyas, y otra su confidente que la imitaban en sus ejercicios y modo
»de vida, y las declaró el pensamiento y resolución que había formado
»de ir á predicar á los Mainas, no pudiendo sufrir por más tiempo que se
«perdiesen eternamente tantas almas, y no lograsen el fruto de la reden-
»ción de su Esposo. Que ya veía que el mundo la tendría por loca, y ca-
»liflcaría de necedad y simpleza esta su determinación; pero que á ella
»le bastaba agradar en esto á su Esposo, que allá en el fondo de su alma
»y corazón la pedía este sacrificio. Que así como las daba parte del ver-
»dadero fin y motivo de su partida, así también les pedía que disimulasen
»la noticia y no la fiasen á ninguno hasta tanto que hubiese puesto en
«ejecución lo que pensaba.
«No sufrió el corazón de sus compañeras el apartarse de Mariana, á
»quien se ofrecieron con generosa resolución en el empleo de misioneras
^>de Mainas. Determinaron la noche en que habían de salir; hicieron un
»f agoto de poca ropa y pan para el camino, y Mariana, enviándolas á
«recoger á la hora acostumbrada para disimular mejor la fuga de la
«noche, recogió las llaves de la casa antes de irse á la cama, con la in-
atención de despertar á las compañeras, poco después de la media noche,
»en cuyo tiempo se levantaba siempre á tener oración. Pero contento su
«Esposo Jesucristo con el sacrificio verdadero de su .querida esposa, dis-
»puso que no despertase Mariana hasta bien salido el sol, y buscando
«los de casa las llaves que estaban en poder de Mariana, entendieron la
«resolución que, puesta en movimiento la casa, declararon las compañe-
»ras. Quedó confusa Mariana, viendo ya imposible la huida, pero conten-
»ta en haber hecho de su parte el sacrificio á su Esposo.»
Hasta aquí el autor de su vida. Ejemplo verdaderamente heroico en
que se declara la fuerza del amor que el Espíritu Santo imprime en los
corazones de las verdaderas esposas de Jesucristo. ¿Quién no ve en esta
resolución de una niña tierna que el amor es fuerte como la muerte, em-
prende cosas imposibles, no atiende á las fuerzas de la naturaleza, todo
le parece fácil y hacedero, sin dar lugar á excusas ni dejarse vencer de
impedimentos, porque siempre tira hacia arriba y pone su confianza en
el Amado, y en llegando á entender su voluntad, rompe por todo, cre-
yendo que nada hay imposible á quien llama y mueve, y á quien así le
aviva y enciende en lo interior del alma?
Pero ya que la venerable virgen no pudo poner en ejecución por sí
misma su santo pensamiento, pedía é instaba continuamente á su Esposo
con encendidas oraciones para que se apiadase de tantas almas ciegas, y
enviase ministros evangélicos que les alumbrasen con la luz de la fe; y
como tan parecida en el espíritu á santa Teresa de Jesús, encargaría
apretadamente á sus compañeras que rogasen continuamente por la con-
versión de los Mainas, como la misma virgen santa Teresa de Jesús, he-
rida del mismo amor dejó á sus hijas por estatuto y constitución el que
36 Misiones del Marañón Español
hiciesen frecuentemente oración por la reducción de los bárbaros y gen-
tiles. Yo tengo por cierto que á las oraciones de la penitentísima é inocen-
tísima virgen Mariana debe en gran parte la Compañía el que tuviesen
buen éxito los medios y diligencias que en esta sazón practicaba en orden
á la conversión de los gentiles y para facilitar la entrada en el río Mara-
ñón, como veremos en los capítulos siguientes.
CAPITULO XII
PRESENTA EL COLEGIO DE QUITO UN MEMORIAL AL REY CATÓLICO, FE-
LIPE IV, PIDIENDO SU FAVOR Y AMPARO PARA LA CONVERSIÓN DE LOS
GENTILES.
Eran tantos los infieles que se iban descubriendo en este tiempo por la
jurisdicción de Quito y sus confines, que se creía arribar el número á al-
gunos millones. Manifestáronse los Gibaros, pación copiosa y que parecía,
no hallarse en mala disposición para recibir el Evangelio. Tenía esta na^
ción la ventaja de poder entrarse á ella por el camino conocido de los
Quijos, por la ciudad de Cuenca y por un caudaloso río, llamado Paure.
Hacia la ciudad de Pasto se descubrió una multitud grande de naciones
de Sucumbios, Tamas, Zeños, Abáñeos y otras más crecidas que las de los
Paeces, Guanacas y Natagaimas del Nuevo Reino. Los gobernadores de
los partidos, y mucho más el obispo de la ciudad de Quito, pedían á la
Compañía que se encargase de recoger tanta mies, como se presentaba,
empleando su celo en tan abundante cosecha. Pero mucho más lo desea-
ba la Compañía, y más viendo que las mismas naciones clamaban, al pa-
recer, por entrar en el gremio de la Iglesia. Mas ¿cómo podrían atender
á tantas partes con alguna esperanza de fruto permanente los pocos
jesuítas, empleados unos en el seminario de S. Luis, otros en la enseñan-
za de la juventud y otros en los ministerios indispensables de predicar y
confesar á los españoles y de enseñar la doctrina á un prodigioso núme-
ro de indios tributarios y de tantos otros reducidos en tierras sobrema-
nera distantes, no sólo de la ciudad, pero entre sí mismas? No tenían
entre Lima y Santa Fe, camino de más de quinientas leguas, otro colegio
que el de la ciudad de Quito, y era imposible en la distancia de doscien-
tas y trescientas leguas, acudir con sujetos y enviar las cosas del todo
necesarias para empezar, proseguir y llevar adelante misiones tan apar-
tadas del centro de su colegio.
En medio de tantas dificultades, ensanchando el corazón los jesuítas
del colegio y encendidos en deseos de convertir tanta gentilidad, comen-
zaron á pensar sobre los medios más eficaces de socorrer á tanto número
de almas, en tanta necesidad y en tan buena coyuntura. Despacharon,
Libro 1.— Capítulo XII 37
sin dejar por eso á los Paeres y demás naciones, dos misioneros á la na-
ción gibara, en cuya reducción empezaron á trabajar con mucho tesón y
empeño, atendiendo también á observar las distancias de aquellas tie-
rras y á demarcar los montes, ríos y valles, para facilitar los caminos,
porque sin esta precaución y conocimiento necesario, no pueden durar
los nuevos pueblos ó reducciones de los nuevamente convertidos. No con-
tentos con este socorro, que era el único que podían enviar en las cir-
cunstancias, determinaron anticipar la congregación provincial con la
mira de elegir un procurador general que viniese á España, recogiese
cuantos operarios pudiese y solicitase de su majestad católica licencia
de fundar algunas casas ó residencias de la Compañía, en las ciudades ó
lugares más cercanos á las entradas y misiones que se pensaba. Sin esta
conveniencia de algún colegio que estuviese menos remoto, no se podían
emprender reducciones que diesen alguna esperanza de la consistencia
que se deseaba.
Cayó la elección sobre el Padre Francisco Fuentes, sujeto muy
á propósito para el encargo, asi por su gran juicio y religiosidad, como
por la grande experiencia y mucho conocimiento de aquellas tierras,
como quien había misionado por algún tiempo á los Paeces y había hecho
largos viajes, observando los sitios y distancias. Pasó con su comisión á
España el año 1632, y llegado con felicidad á la corte, presentó á la ma-
jestad católica de Felipe IV un memorial bien razonado, en que decla-
raba los motivos de su venida y exponía las pretensiones de la provincia
de Quito, todas muy conformes al pecho católico de tan gran monarca .
Y porque en él se declara con toda distinción el estado del gentilismo en
aquel tiempo, los deseos de los españoles de su conversión, el celo de la
Compañía de remediar tantas almas, y lo que de su parte prometía, si
conseguía la facultad de fundar en los sitios que pareciesen convenientes,
lo pondremos al pie de la letra, persuadidos á que será del gusto del que
leyere la Historia oir hablar á un misionero que por sí mismo estaba to-
cando el estado de las cosas. El memorial comienza de esta manera:
Señor:
«Francisco de Fuentes, de la Compañía de Jesús, procurador general
de la provincia de San Francisco de Quito en los reinos del Perú, suplica
á V. M. se sirva dar licencia á la Compañía para que en algunas
partes de aquel reino y lugares, que son puertas para las provincias de
gentiles, pueda tener algunas casas ó residencias de asiento, con media
docena de padres siquiera en cada una, para el socorro y entradas á
ellas. Para lo cual representa á V. M. lo siguiente: Dejando, señor, por
brevedad muchos servicios de ambas Majestades y trabajos muy glorio-
sos que la Compañía pudiera expresar, que son muy sabidos y comunes
donde asiste, como son la cultura de los españoles, tan necesitados en
aquellas partes, la enseñanza de la juventud y la doctrina y predicación
é, más de quinientos mil indios, que hay en todo aquel reino, ya cristia-
38 Misiones del Marañón Kspañol
nos y no del todo instruidos en nuestra santa fe; sólo pone á V. M. de-
lante la razón principal, que es la que siempre tiene el primer lugar en
el cristianísimo pecho y católico celo de V. M. Esta es el mucho aumento
de nuestra santa fe católica y extensión de la religión cristiana en un
nuevo mundo de gentiles que se descubre cada día más, á que siempre se
han seguido crecidos aumentos de la real corona, que podemos ahora
prometernos otros mayores de la gloriosa empresa que se espera.
Hay en aquella provincia de Quito (que sin duda es la más poblada
de indios que tiene el Perú), muchas puertas, y cada día se abren otras de
nuevo para la conversión de más de veinte provincias y naciones de gen-
tiles, como son los Gibaros, Xeveros, Quilibitas, Mainas, Plateros, Zapa-^
ras, Cofanes, Abigiras, Encabellados, Iquitos, Omaguas, Acáreos, Atuaras^
Becabas, Sucumbios, Baduaques, Abaticos y Miscuaras, con las provin-
cias de las Esmeraldas, Barbacoas, Paeces, Guanacas y Coyamas, que
actualmente se van reduciendo, sin otras muchas de ¡que hay noticias y
no se saben los nombres. El número y copia de gentiles de todas estas
provincias es tan grande que, según los testigos de vista y relaciones
ciertas, son muchos millones. Es gente pacífica y de naturales dóciles y
muy dispuestos á recibir nuestra santa fe, por no ser dados á muchoa
géneros de idolatrías, y solamente se conoce en algunos que ofrecen á
sus tiempos oro, plata al sol en un adoratorio grande, que le llaman «la
casa del sol». Las entradas y caminos se conocen así por tierra, como por
los ríos que se navegan en canoas; hay noticias de minas de oro y plata,,
la provincia de los Plateros se llama así, porque labran orejeras y nari-
gueras de oro y plata con que se adornan, y así salen á veces á nosotros
vestidos algunos de algodón que tejen y pintan curiosamente.
Todo lo dicho, con otras muchas circunstancias, consta sin sospecha
de encarecimiento ó menos verdad, de muchas relaciones é informacio-
nes que se envían á V. M., y principalmente de las que ahora por orden
y provisión de la Real Audiencia de Quito, á instancia del licenciado-
Melchor Suárez de Poago, su fiscal, y del gobernador de los Quijos, Vi-
cente de Villalobos, se ha hecho en virtud de una cédula de V. M., des-
pachada el año de 1621, en que manda se hagan con todo cuidado y dili-
gencia, como vienen hechas, y sobre que informa aquella Real Au-
diencia.
Siendo, señor, la conversión de innumerables almas tan cierta, el
progreso de nuestra santa fe tan seguro, y los aumentos de la Real coro-
na de V. M. tan sin duda, claman por ellos con humildes súplicas algu-
nos gobernadores, para que por varias partes se les deje entrar, para
reducir á Dios y á vuestra real corona tantas provincias y reinos, sin re-
parar en propias expensas ni peligros, ni pedir otro premio que el servi-
cio de ambas Majestades, y que les den padres de la Compañía que cate-
quicen, bauticen y enseñen á los que fueren ganando, por la satisfacción
que de esta religión tienen, y porque la conquista con que V. M. ha redu-
cido todo aquel nuevo mundo de las Indias, ha sido más con obreros del
Libro 1.— Capítulo XIII 39
Evangelio que con soldados y con armas, trofeo que jamás olvidarán los
siglos y corona digna de inmortal memoria.
Claman, asimismo, los obispos que como pastores de las almas, sienten
el verlas perder, siendo tan fácil su remedio. Claman los cabildos, ayun-
tamientos y repúblicas, viéndose tan vecinas á un nuevo mundo, y cada
día piden á la Compañía tome á su cargo tan gloriosa empresa, como lo
ha hecho en Méjico y otras partes, y sobre todo, clama la misma Compa-
ñía con continuas lágrimas y suspiros, viéndose por una parte cercada
de tantos millones de almas redimidas con la sangre de Jesucristo, que
sin remedio perecen, y por otra, tan sola en aquel reino por no tener en
el espacio de más de quinientas leguas que hay desde el Nuevo Reino
hasta Lima más colegio que sólo el de Quito, distante de las entradas y
de poder acudir al socorro de las misiones que desea.»
CAPITULO XIII
PROSIGUE EL MEMORIAL Y SE RESPONDE Á UNA RAZÓN CONTRARIA
QUE IMPEDÍA SU DESPACHO
Hemos visto en la primera parte de la memoria que acabamos de tras-
ladar, las muchas ocupaciones y empleos de la Compañía en los reinos
del Perú, de Quito y de Granada; las infinitas naciones de gentiles que se
iban descubriendo y los clamores y deseos de toda la gente española de
su conversión á la religión católica; veremos en la segunda que reserva-
mos para este capítulo una razón distinta de los pueblos y ciudades de la
jurisdicción de Quito, los motivos urgentes para fomentar las misiones de
los infieles, y finalmente, la súplica que á S. M. hace la Compañía para
poder entrar en tan gloriosas conquistas. Sigue, pues, el memorial de esta
manera:
«Está, señor, la provincia de Quito en medio de la ciudad de Lima y
de Santa Fe, corriendo de Norte á Sur; extiende el espacio de su gobier-
no á trescientas leguas poco más ó menos de travesía de asperísimos ca-
minos, y es la más poblada, así de indios como de españoles, que tiene todo
el Perú, pues en el espacio dicho, tiene doscientos y trece pueblos de in-
dios, ya cristianos con sus doctrineros de que tiene dados testimonios, y
de ciudades, villas y lugares de españoles casi treinta; en toda esta dis-
tancia de latitud, y en más de quinientas leguas de longitud (como se
dijo) desde Lima hasta Santa Fe no tiene la Compañía sino sólo el cole-
gio de Quito, deseando para ayuda de tanta mies tener siquiera algunas
residencias en algunos lugares cercanos á sus entradas. La primera có-
moda puerta es la ciudad de Cuenca de la banda del Sur hacia Lima, que
dista sesenta leguas de Quito, de donde á tres jornadas se llega á la pro-
vincia de los Gribaros, á donde actualmente están dos padres,, que irán
40 Misiones del Marañón Español
pasando á las demás que se continúan de Quilibitas, Mainas, Abijiras,
Plateros y otras. Más adelante, cuarenta y cinco leguas de Cuenca, está
la Tacunga, que es entrada para la provincia de los Zaparas, Omaguas,
Baduaques y Miscuaras. Luego se sigue Quito, que es puerta también
para las provincias de los Cofanes, Encabellados, Iquitos y otros.»
«Después de Quito, á la banda del Norte, está la villa de San Miguel
de Ibarra, diez y ocho leguas distante, que es entrada para las provin-
cias de los Acaneos, Neguas, Tuaras y para la de las Esmeraldas, que
han empezado á reducirse. A ocho días de camino desde la villa, y á se-
senta leguas de Quito, está la ciudad de Pasto, que es de las grandes de
aquel reino, y es entrada para las provincias de Mocoa y Sucumbios,
Becabas, Tamas, Zeños, Abálicos y también para los Barbacoas. Final-
mente, á otros quince días de camino de lo peor que tienen las Indias, y
más de ciento y veinte leguas de Quito, está la ciudad de Popayán, ca-
beza de gobierno j obispado, y á cuatro días de camino están las provin-
cias de los Paeces, Guanacas, Charuallas, Coyamas y Natagaimas con-
secutivas, en las cuales al presente trabajan dos padres, que con la
ayuda del cielo han convertido y bautizado á muchos, y el informante ha
estado en ella algunas veces.
»Todas estas naciones casi dan clamores por el agua del santo Bau-
tismo, que á los fieles obreros del Evangelio lastiman el corazón, y aun-
que desde el colegio de Quito se han enviado en varios tiempos algunos
padres á muchas de estas provincias, de cuyos trabajos han resultado
muchos pueblos de cristianos y que hoy goza V. M., y sazonádose tanto
la mies en algunas, que ellas mismas, con las noticias de estas misiones,
han salido á pedir el Bautismo; con todo, no se consigue tanto fruto como
se debía, por ser estas misiones como de paso, gastando más en el viaje
de ida y vuelta, que en la asistencia, por la distancia del único colegio
que hay en Quito, para cuyo remedio desea y procura la Compañía tener
enlas partes referidas, las casas ó residencias dichas, de las cuales entren
dos ó tres padres, ciento, doscientas ó más leguas de los gentiles, que-
dando los otros dos ó tres trabajando fuera con un superior que cuide de
todos en lo espiritual y temporal, y á sus tiempos llamen á los unos para
que descansen y respiren del continuo trabajo, y envíen á los otros de re-
fresco á la labor evangélica, pudiendo también socorrerlos con algún
bastimento para alivio, de cuando en cuando, de las comidas groseras de
los bárbaros, y lo demás necesario, como harina para hostias y vino para
celebrar, á todo lo cual no puede acudir un sólo colegio de Quito y tan
distante.»
«Para esta representación y remedio de tan grande mal se vio obli-
gada la provincia del Nuevo Reino y Quito á juntar una congregación
aun antes del tiempo ordinario para elegir un procurador general que
con la diligencia y cuidado que pide negocio tan grave, suplique á vues-
tra majestad, como lo hace con todo encarecimiento, se sirva conforme
á su acostumbrada piedad y santo celo, de dar á la Compañía para el in-
Libro I.— Capítulo XIII 41
tentó referido la dicha licencia para que tenga en algunas partes de
aquel reino más vecinas á aquel paganismo, algunas casas ó residencias
de asiento, donde siquiera estén media docena de padres misioneros para
más permanencia en el fruto de sus gloriosos trabajos, con que sea Dios
Nuestro Señor más glorificado, V. M. más servida y la Compañía se dé
por muy premiada con que V. M. la ponga en ocasión de hacerle mayo-
res servicios y ganarle más almas para Dios, que ha sido y es el blasón
de los gloriosos intentos de V. M. en la conquista de aquel nuevo mundo
de las Indias.»
Un memorial tan convincente y circunstanciado, y que todo él era
muy conformé á las entrañas piadosas del grande rey Felipe IV, ¿quién
creyera que había de hallar oposiciones en la corte? Pero muchas veces
lo más conveniente suele tener mayores dificultades, por lo cual se vio
precisado el padre Fuentes á disponer otro memorial más extenso para
informar más á la larga al Real Consejo de Indias, y allanar las dificul-
tades que encontraba en condescender con las súplicas de la Compañía.
Hízolo fácilmente, por no ser de momento las razones que exponían los
ministros. Era la principal de todas, y que hacía más fuerza en dicho
Consejo, que no convenía gravar las ciudades y lugares de indios con
nuevas fundaciones de religiones. Así se engañan los hombres de mayo-
res talentos, aun cuando desean acertar, por la falta de conocimiento
práctico de las materias sobre que se deben tomar las convenientes pro-
videncias, si es que acaso no se mezclaban en este negocio algunos ocul-
tos intereses y pasiones solapadas de algunos particulares, como sucede
frecuentemente en las Cortes y Consejos.
Como quiera que esto fuere, el procurador enviado, como práctico de
las tierras de las Indias, deshizo fácilmente las razones que alegaban,
haciendo evidencia al Consejo de la nulidad de los inconvenientes que se
proponían. Y en particular respondió al mayor de todos, que no debía
nivelarse la grande anchura y extensión de las tierras de Indias con la
estrechura de las de España, en donde no sin causa se había puesto modo
y tasa en las nuevas fundaciones de religiosos por la multitud y diversi-
dad de religiones que se contaban en solas doscientas leguas de travesía
que tendría toda España. Pero que en las Indias sería la longitud de tres
mil leguas, de manera que algunos particulares lugares gozaban de tan
dilatada comarca como toda España junta. Fuera de esto, en la América,
eran solas cinco religiones las que habían pasado del Continente á las
Indias y hecho allá sus establecimientos, y aun éstas no se hallaban en
muchas ciudades y en otras sólo tenían un convento.
Añadió que no se podían ni debían estrechar las fundaciones de reli-
giosos, y mucho menos si eran pedidas y deseadas para la utilidad de los
pueblos, siendo tanta y tan sabida á todos la necesidad de la enseñanza,
en donde no estábala fe tan arraigada como lo estaba en España. Que
no importaba el que fuesen algunos lugares y aun ciudades de trescien-
tos ó cuatrocientos vecinos, porque sobre este número, en realidad pe-
42 Misiones del Marañón Español
queño, tenían más de ocho ó diez mil indios dentro de su recinto, y otro»
tantos á lo menos en su distrito, los cuales, sin la continua instrucción y
no interrumpida enseñanza, quedarían tan bárbaros y brutos como fue-
ron hallados en el tiempo de la conquista, Y si se miraba al fin principal
para que enviaba S. M. misioneros á Indias, era constante al mundo
todo, que no había otros en aquéllas que cumpliesen con este ministerio,
sino los religiosos, á quienes se debían todas las provincias ganadas para
Dios.
Concluyo, finalmente, con que entre todas las religiones nunca sobra-
ba la Compañía para la enseñanza de la juventud, y que en los reinos
del Perú y de Granada parecía del todo necesaria para la mucha genti-
lidad que se descubría, y que no hacían poco las otras sagradas religio-
nes en mantener la fe católica en los pueblos ya reducidos y formados,
en donde estaban las doctrinas puestas á su cuidado. Pero siendo tantos
los gentiles que hacia todas partes se iban hallando, eran precisos nue-
vos operarios para romper y cultivar tan dilatados campos y plantar la
semilla de la religión católica en bosques, selvas y montañas retiradas
del trato de los españoles y de los indios reducidos.
Vista la fuerza de razones tan justas y conformes al pecho católico de
Felipe IV, fué S, M. servido de conceder licencia para que en dos luga-
res ó ciudades, las más convenientes al juicio vle la Real Audiencia de
Quito y de su ilustrísimo prelado, fundase la Compañía dos casas ó cole-
gios para el efecto de las misiones en las tierras de los gentiles, como lo
ordenó por cédula de 12 de Marzo del año de 1633. Habida esta licencia,
salió luego el procurador de la corte de Madrid y llegó con un refuerzo
de obreros evangélicos á su provincia de Quito, porque los deseos gran-
des de dar calor á la fundación de colegios, medio necesario para reme-
diar tanta almas con el agua saludable del santo Bautismo, no le permi-
tieron que se detuviese por más tiempo.
CAPITULO XIV
FUNDAN LOS JESUÍTAS UN COLEGIO EN LA CIUDAD DE CUENCA
Fué recibido el padre Francisco Fuentes en la ciudad de Quito con
mucho contento y alegría de sus hermanos, así por los nuevos operarios
que traía consigo, como por la real cédula de S. M., en que se concedía
á la Compañía el hacer dos establecimientos en los sitios más oportunos
para la reducción de los infieles. Vista la cédula de la Real Audiencia en
Quito, conferido el negocio con el señor obispo, y pedido parecer á los
superiores de la Compañía, se determinó de común acuerdo que funda -
sen los padres dos colegios, el uno en Popayán, ciudad rica de buen suelo
Libro 1.— Capítulo XIV 43
y de un clima saludable, la cual por su situación ventajosa ofrecía en-
trada cómoda á los Paeces y otras muchas naciones confinantes; el otro
en la ciudad de Cuenca, como cercana á la grande nación de Gibaros y
escala proporcionada para pasar al Marañón, y que con sus muchos ríos
tenia comunicación con los indios Mainas.
Dejando aparte la fundación de Popayán, que se concluyó en pocos
años, en donde el mucho fruto que desde allí cogieron los de la Compa-
ñía en las naciones bárbaras, mostró el mucho agrado de Dios de la fun-
dación del colegio; diremos algo del establecimiento que hicieron los
padres en Cuenca para el paso á la provincia de Mainas y para la re-
ducción de los Gibaros, cuya conquista se procuró con el tiempo por los
misioneros de Marañón. Envió de su mano el padre Francisco Fuentes,
siendo ya viceprovincial de Quito por los años de 1637, á dos sujetos de
grande celo y prudencia para que procurasen establecerse en la ciudad
de Cuenca. Eecibiéronlos con gusto sus vecinos y se tuvieron por dichosos
en lograr algunos padres que hubiesen de vivir de asiento en sus pueblos.
Fué tanto más gustoso el recibimiento, cuanto eran más de su cariño los
padres enviados á la fundación, porque así el padre Cristóbal de Acuña,
que iba de rector, como el padre Francisco de Figueroa que le acompa-
ñaba, eran personas conocidas en el reino, no sólo por su virtud y letras,
sino también por la nobleza de su sangre. Circunstancia que hace más
visible y estimable en los ojos de los seglares la pobreza voluntaria y
suele dar mucho realce á los ministerios apostólicos.
Hecha la fundación, aunque pobremente, se aplicaron los padres al
cultivo de los españoles y á la instrucción de los indios. Es verdad que
duró poco la junta de los dos jesuítas en el nuevo colegio, porque á poco
tiempo de la fundación fué llamado el padre Cristóbal de x^.cuña, de la
obediencia, para otro empleo de mayor utilidad para las misiones del Ma-
rañón, como veremos, y cargó todo el peso de la ciudad y de los indios
sobre el padre Figueroa. Aquí vio muy cumplidos sus deseos, que eran
de perfeccionarse en la lengua general del Inga con el trato y comuni-
cación con los indios, para pasar, maestro en ella, á las misiones de Mai-
nas que tenía en el corazón. Predicaba fervorosamente en la lengua de
los españoles á los vecinos de Cuenca, y en la del Inga á sus indios, y con
ser tan numerosa la ciudad, que en dos parroquias que había, contaba seis
mil personas, y con tener dentro de sí un número muy considerable de
indios, á todos atendía, de manera que uno de los párrocos, el licenciado
D. Juan de Morantes, decía abiertamente: «Mientras el padre Francisco
de Figueroa ejerza sus ministerios en Cuenca, no tendré el más leve es-
crúpulo de que no estén bien apacentadas mis ovejas.» Así se ensayaba
este varón apostólico para las largas y penosas misiones que le espera-
ban y se consolaba entre tanto con estar á la puerta de ellas para en-
trar cuando se abriese.
No parece que se podía haber escogido sitio más oportuno y ventajoso
para la reducción de un número casi infinito de gentiles y para el fomen-
44 Misiones del Marañón Español
to de las misiones que el de la ciudad de Cuenca, porque fuera de ser su
planta hermosa, grande su fertilidad y las frutas regaladas, tiene la
ventaja de ser como la puerta por donde se ha de entrar en muchas na-
ciones por estar colocada entre dos ríos apacibles, uno que llaman Mata-
dero y otro Machangara, de donde se puso á la ciudad la advocación de
Santa Ana de los Ríos. En la junta de aquellos dos que cercan la ciudad,
se unen otros dos de igual caudal y grandeza, que son el Duncay y el
Tarque, y de todos cuatro sale un río que á media legua de las juntas es
mayor que el Tajo, Xarama y Guadiana juntos. A cuatro ó cinco leguas
de su curso recibe el de los Azogues y el nombrado de Santa Bárbara,
que vienen de los valles fecundos de Gualaveo. De manera que al entrar
en el valle Paute es ya navegable, y tan diferente río de lo que parece á
los principios, que muda hasta el nombre y se llama Paute, del mismo
valle por donde se dilata . Por este rio se entra á tres ó cuatro jornadas
en la provincia de los Gibaros, de tanto nombre en las Indias por el mu-
cho oro que dicen hallarse en las playas del Paute, que es persuasión
común ser aquellas tierras las más ricas de minerales entre todas las
descubiertas desde Quito.
A esta persuasión de las gentes, mucho conduce un cerro que se halla
en aquellos países y se llama Supayurcu ó cerro del demonio, que, según
sus tradiciones antiguas, es muy rico y abundante en oro. Contaré un
caso que, puesto que á mí me huele á fabuloso, no me atrevo á despre-
ciarle por ser voz al parecer constante en la ciudad de Cuenca de padres
á hijos. Tiene este levantado cerro dos valles colaterales. En uno de ellos,
que es abundante de trigo, tenía su hacienda un español, natural de Ex-
tremadura, y se dice que una mañana se halló sin pensar con un paisano
suyo y comió hogazas recientes de su tierra. El caso lo cuentan de esta
manera: afligido en España de la mucha pobreza un extremeño, y vién-
dose á punto de desesperación, se le apareció el demonio, aunque en dis-
fraz, y, comunicados sus intentos, le dijo el maligno: ¿quieres que te lleve
á un monte niuy abundante de oro en que, á poco trabajo, puedas tener-
le?—Sí, respondió el extremeño; y disponiéndose para seguir al diablo
por la noche, cogió unas hogazas. Luego se halló adormecido y, volvien-
do en sí cuando ya amanecía, se vio en las faldas de un monte sin saber
qué tierras eran aquellas que pisaba; fué bajando poco á poco y vino á
dar con la estancia de su paisano que, conociendo ser chapetón (que así
llaman á los recién idos de España), le convidó á almorzar. Sacó el hués-
ped de la alforja sus hogazas, y poniéndolas á la mesa reconoció el otro
que eran traídas recientemente de España, y apretando sobre esto á su
compatriota, conoció el misterio, sacando los dos en limpio, que todo este
enredo había sido por obra del demonio. De aquí, dicen, que se puso á los
principios al monte el nombre de Supayurcu que quiere decir cerro del
demonio, porque Supay, en lengua del Inga, significa demonio, j Urcú
viene á ser lo mismo que cerro ó monte. Pero sea lo que fuere de esta tra-
dición de los de Cuenca, y de la firme persuasión del mucho oro de los
Libro I. — Capítulo XV 45
Gibaros, lo cierto es, que en este tiempo ya se conocían en los contornos
de la ciudad otros minerales más seguros de oro y plata, aunque sólo se
labraban los de oro en Zuruma y se empezaban á beneficiar los de plata
en las vetas de Malal, poco distante de Cuenca.
CAPITULO XV
BAJAN DOS PADRES DE. LA COMPAÑÍA AL MARAÑÓN
Parece que la Divina Piedad, como á dos manos, disponía que entrase
la luz del Evangelio en los obscuros montes del Marañón, valiéndose de
religiosos y seglares, de las armas y de la predicación para entablar la
grande obra que todos deseaban. Mientras el P. Francisco Fuentes había
trabajado por su parte, como vimos, para abrir entradas á la conversión
de los gentiles, y se había dispuesto y efectuado la fundación en Cuenca,
D. Diego de Vaca y Vega, gobernador de los Mainas, no se había des-
cuidado en su empresa y tenía en buen estado y disposición aquella pro-
vincia. Entró á los Mainas con sesenta escogidos españoles y les propuso
el fin y motivos de su entrada que se reducía a que, como ministro de su
majestad católica venía á tomarlos en su nombre debajo de su amparo y
protección, si querían reconocer por su soberano al rey de las Españas
y le prometían fidelidad, obediencia y sujeción. Respondiendo los Mainas
que en todo venían y aun se tenían por dichosos en ser subditos j vasa-
llos de tan poderoso monarca, tomó posesión D. Diego de todas aquellas
tierras en nombre de su majestad con las formalidades necesarias.
Trató después de elegir sitio para la fundación de una ciudad, y no
pareciendo á los españoles que le acompañaban el fundarla en el centro
de las tierras de los indios, por no quedar expuestos á alguna sorpresa,
volvieron todos con gran trabajo contra las corrientes del río Marañón
hasta el principio de la provincia. Aquí, en un sitio llamado Pongo, en-
frente de un cerro dicho Manzanique, descubrieron unas tierras altas
que presentaban una llanura extendida y hermosa para la fundación de
la ciudad y para las sementeras que parecían necesarias para el susten-
to de un vecindario numeroso. No faltaban buenas aguas por la parte de
tierra, ni camino por la boca de una quebrada ó torrente en que ideaban
también hacer su puerto al Marañón con todas las comodidades necesa-
rias. Viene á ser el Pongo un canal ó estrecho como de 50 varas de ancho
y tres leguas de largo, por donde corren las aguas con una precipitación
tan grande, que pasan las canoas sin remos, como si fueran saetas, y es
necesaria mucha destreza y prontitud para evitar con varas largas el
choque de los peñascos con cuyo golpe se hicieran pedazos. Cuando es
feliz el paso, en un cuarto de hora se atraviesan las tres leguas y en un
abrir y cerrar de ojos sale del susto el navegante que por lo regular en-
tra con miedo por tan peligroso canal.
46 Misiones del Marañón Español
Al salir del Pongo eligieron el sitio para la nueva ciudad, pero halla-
ron grandes dificultades en la ejecución, porque todo el pais era de arbo-
leda gruesa y de bosques enmarañados y era necesario abrir campo con
hachas é instrumentos, no sólo para la capacidad de un pueblo des-
ahogado, sino para las sementeras y heredades. Sorprendió á los nueva-
mente entrados la calidad de la tierra, donde no podian valerse de ara-
dos y no podían excusar el molesto y prolijo trabajo de desmontar á puno
y brazo el sitio necesario para casas, calles, plazas y huertos, y para
sembrar á lo menos el maiz necesario para sustentarse. Grecia la dificul-
tad por no ser por lo común gente hecha al manejo de hachas y mucho
menos á un modo tan pesado de trabajar y layar la tierra. Viéndolos el
gobernador acobardados, los animó con palabras y con el ejemplo, y dio
en un pensamiento que facilitó mucho el modo de adelantar la obra y
concluirla en poco tiempo. Señaló á cada familia un sitio determinado
para armar casa y formar su huerto, poniendo entre unos y otros linde-
ros fijos y mojones señalados. Con esta sabia providencia se evitaron dis-
cordias, pretensiones y pleitos, puesto cada uno en la posesión de su te-
rreno y atendiendo cada familia al suelo que la tocaba, se fué formando
suavemente la ciudad, que llegó á concluirse en el año de 1634.
Dio el gobernador á la ciudad la advocación de S. Francisco de Borja,
ó por hacer este obsequio al príncipe de Esquilache, D. Francisco de
Borja, descendiente del Santo, que le había concedido la conquista, ó por
la devoción especial que ya profesaba desde entonces á San Borja. Y es
cosa bien digna de reparar que ilustrase este varón esclarecido por
tantos años aquella ciudad con el epíteto de Santo antes de ser colocado
por la Iglesia en el catálogo de los Santos; pues el padre Rodríguez, que
escribió su «Historia de Marañón» muchos años antes de su canonización,
apellida la ciudad fundada con el título de San Francisco de Borja. Era
ya mucha la devoción que profesaban al Santo aquellas gentes retiradas
de la Europa y le miraban desde entonces como el Apóstol de la x\mé-
rica, no de otra suerte que llamamos todos á San Gregorio Apóstol de
Inglaterra. Y parece que el cielo quiso glorificar al Santo en aquellas
tierras y confirmar el nombre de Apóstol de las Indias Occidentales, por-
que no sólo dispuso que Borja enviase á sus hijos espirituales en Cristo á
la conversión de aquel Nuevo Mundo, sino hizo también que sus mismos
descendientes según la carne, contribuyesen por su parte á la reducción
de muchísimos gentiles. Porque si el príncipe de Esquilache dio la licen-
cia y facultad para que se abriese la puerta al gran río Marañón, como
hemos visto, otro descendiente de San Borja, presidente de Santa Fe en el
nuevo reino de Granada, D. Juan de Borja, procuró con todas sus fuerzas
la conquista del Chocó y de otras naciones; y dio mucho en que entender
á todos en el tiempo de su presidencia un prodigio y milagro bien autén-
tico de un lienzo de San Francisco de Borja, que sudó repetidas veces en
la ciudad de Tunja. Ya fuese para animar á sus hijos á los sudores y fa-
tigas del apostolado entre aquellas gentes ó ya para significar á nuestro
Libro I.— Capítulo XV 47
tosco modo de entender, el peso y fatiga que tomaba en la protección de
tanto gentilismo como tenía á su cuidado.
Acabada la fábrica de la ciudad, eligió luego el gobernador ayunta-
miento; nombró regidores y demás oficiales, hizo elegir alcaldes ordina-
rios, dio títulos de capitanes, alféreces y de otros oficios de milicia, aten-
diendo á los méritos y dignidad de las personas, y declaró á todos los
vecinos por soldados milicianos con obligación de servir á su majestad
en las expediciones ocurrentes de conquistas de gentiles. Últimamente
repartió la nación Maina en 24 encomiendas á favor de los vecinos de
más mérito y conforme á los empleos que tenian en la nueva ciudad.
Para evitar los daños que se pudieran temer ó del rigor de los señores y
amor de los indios, ó de la pereza de éstos en trabajar por aquéllos, de-
claró lo que pedían las encomiendas de unos con otros, que se reducía á
que debiesen los indios ayudar á sus amos en el trabajo de hacer ó repa-
rar sus casas, de disponer las sementeras y de mantener con pesca y caza
á la familias.
Arreglados de esta manera los derechos de las encomiendas con con-
sentimiento de las partes, nada parece que faltaba para la felicidad y
aumento de la ciudad y para disponerse á la conquista de otras naciones;
mas poco duró la nueva inteligencia entre los españoles y Mainas, por-
que la práctica difícil de las leyes de las encomiendas, siempre expues-
tas á discordias y disensiones, lo turbó todo, no permitiendo en la ciudad
calma, tranquilidad y sosiego. Es verdad que ayudó mucho á las altera-
ciones la calidad de la tierra, que no daba lugar á otro género de sus-
tento que el que usaban los indios de alguna caza ó pesca.
Los vecinos de Borja hicieron repetidas pruebas de entablar crías de
ganado vacuno y ovejuno para la subsistencia. No probaban mal á los
principios; pero como no había más campo abierto que el que se disponía
á fuerza de brazos y trabajo muy pesado, y por el vicio del país brotaba
luego ramazón y maleza, que ahogaba la hierba, paraba luego en bos-
que inútil y de ningún provecho. Cansados de porfiar sin fruto en mante-
ner sitios limpios de arboleda para sustento del ganado, se hubieron de
contentar de conservar pocas vacas para leche y para recurso en los
mayores aprietos, y ya desengañados se acomodaron al modo que tenían
de mantenerse los indios. Toda la carga del sustento de la ciudad, cayó
sobre estos miserables que, hechos antes á vivir á sus anchuras y liber-
tad, sin que los apremiase ninguno, llevaban muy á mal aquella dura
sujeción de emplear los días enteros en buscar caza y pesca para las fami-
lias. Allegábase á esto el trato duro y áspero de los encomenderos, que
los trataban como á esclavos, sin que fuese parte para mitigar tanto ri-
gor y ponerlo en razón toda la vigilancia y autoridad del gobernador
mismo. Últimamente entre el párroco secular que tenía á su cargo la ciu-
dad y enseñanza de los Mainas, y entre los señores de las encomiendas,
eran continuos los pleitos y disensiones por no dar lugar á los indios á
que viniesen á la doctrina y fuesen instruidos en los misterios de nuestra
48 Misiones del Marañón Español
santa fe; porque como muchos de los Mainas estaban bien distantes de
la ciudad, si asistían á la doctrina cristiana los días señalados, no podían
en esos trabajar para sus amos. De aquí nacía que los indios estaban en
la misma ignorancia de las cosas de la fe en que les encontraron los espa-
ñoles, y que la ciudad, estragada en las costumbres con tantas discor-
dias y altercaciones, se viese desde luego en términos de acabarse aún
antes que comenzara.
En situación tan triste y estado tan lastimoso, pensaba mucho el go-
bernador sobre el medio eficaz de remediar tantos desórdenes y violen-
cias, y asegurar su reputación en la empresa comenzada. Bien veía que
su autoridad no bastaba para dar algún asiento en cosas tan alteradas,
porque no se daba lugar al respeto, no se hacía caso de la razón, ni la
dureza de los españoles cedía á casi necesarios movimientos de com-
pasión con los pobres indios. Dio, finalmente, en el pensamiento de lia
mar en su ayuda á los jesuítas, cuya prudencia, buen trato y celo de las
almas creía ser el único medio de sosegar los ánimos de los vecinos, de
instruir á los Mainas y concordar las voluntades de los españoles y de los
indios. Salió á la ciudad de Quito con este pensamiento, y expuso á los su-
periores de la Compañía, al señor presidente, á la Real Audiencia y al
señor obispo sus motivos y pretensiones. Tuvo que vencer algunas dificul-
tades de parte de algunos ministros, que habían embarazado poco antes
á los jesuítas, como veremos en el capítulo siguiente, otra misión seme-
jante; pero allanadas finalmente, porque el Señor quería introducir la
Compañía en el Marañón, obtuvo una provisión real de la Audiencia en
que se encargaba á los padres de la Compañía la conversión de los gen-
tiles, pertenecientes al gobierno de Borja, que se declaraba como misión
suya, sin que pudiese algún otro introducirse en toda la extensión del
gobierno.
En fuerza de la provisión, el señor presidente, como vice patrón, nom-
bró para el curato de Borja al P. Gaspar Cuxía á quien propuso el pro-
vincial para el empleo, como persona de gran prudencia y juicio y de
mucha experiencia en el trato con los indios, por haber misionado en los
Paeces. Dióle la colación el obispo y se aplicó por ambos fueros, dicho
curato á la Compañía para escala y fomento de las misiones que espera-
ban ver con el tiempo fiorecientes en el río Marañón. Y á esta causa le
dieron por compañero al P. Lucas de la Cueva, que venido de España
había comenzado á trabajar con mucho fruto en el colegio de Quito, y
dado muestras de paciencia en los trabajos, y de corazón en los peligros.
Dispuestas las cosas conforme á las ideas y pretensiones del gobernador
Vaca, él mismo quiso ser el conductor de los padres hasta la ciudad de
Borja, aunque es verdad que el viaje, como todos los demás que se hicie-
ron por casi cien años, se hizo á expensas de la Compañía, que éstas son y
fueron las proclamadas minas que tantos caudales acarrearon al colegio
de Quito. Tomaron el camino por la ciudad de Loja, patria del goberna-
dor; de aquí pasaron á Jaén, desde donde tiraron al sitio que llaman el
Libro I.— Capitulo XVI 49
Embarcadero. Caminaron después río abajo en sus canoas, y pasado fe-
lizmente el rapidísimo Pongo, por la industria y destreza de los Mainas
en tan peligroso paso, entraron en la ciudad de Bor ja, el día 6 de Fe-
brero de 1638, después del largo viaje de cincuenta días. Aquí dejaremos
á los dos misioneros á la vista del gran río Marañen contemplando sus
dilatadas orillas, y la muchedumbre de gentiles que las habitaban, hasta
que sea tiempo de comenzar á referir sus fatigas que darán principio á
la misión de los Mainas.
CAPITULO XVI
CÉLEBRE DEMARCACIÓN DEL MARAÑÓN POR DOS JESUÍTAS
Las misiones que empezó la Compañía por los Cofanes y Paeces, re-
gadas, como vimos, con la sangre de su primer apóstol el venerable pa-
dre Rafael Ferrer, dieron ocasión ó motivo á una demarcación exacta
del río Marañón que por los años de 1639 hicieron los padres Cristóbal de
Acuña y Andrés de Artieda de la misma Compañía. Parece que la di-
vina Providencia quería luego descubrir á los misioneros de Borja el
campo grande á donde los había llamado, y darles entera noticia de las
infinitas naciones que ponía á su cuidado, para que con sus fatigas y su-
dores plantasen en ellas ¿a única y verdadera fe de aquel Señor que ha-
bía derramado por ellas su preciosa sangre. No se olvidó del todo la
Compañía de los Cofanes, después de la muerte de su misionero, y mucho
menos de los Paeces, aunque tan salvajes, y de otras naciones confinan-
tes; antes bien, extendieron sus hijos por esta banda sus conquistas, de
manera que entrado el siglo diez y siete, estaban ya en estado de fundar
un pueblo de indios Omaguas en la boca de un río llamado Aguarico, que
hará con el tiempo mucho papel en esta historia. Tenían además de ésta
dispuestas otras naciones para hacer en aquellas partes nuevos estable-
cimientos. ¿Pero qué estragos hace la codicia, mala bestia y raíz de todos
los males? Había ya probado sus dientes en la fama y crédito del vene-
rable padre Rafael, y ahora se ensangrentó contra sus hermanos, y cortó
las buenas esperanzas de una lucida cristiandad en la nación Omagua,
una de las mejor dispuestas para recibir la luz del Evangelio.
Miraban algunos españoles las conquistas de los nuestros como con-
trarias á sus intereses, creyendo que tantos indios se les quitaban á sus
negras encomiendas, cuantos ganaban á Jesucristo los de la Compañía,
celosos siempre de la libertad de aquellos miserables. Adelantaron sus
manejos de manera que se vieron precisados los jesuítas á retirarse de la
empresa y volver á la ciudad de Quito . Aquí alegaron sus razones, y
vencidas después de algún tiempo las dificultades que oponían los inte-
resados, tornaron á la comenzada conquista con las licencias del presi-
4
50 Misiones del Marañon Español
dente y obispo y con las facultades respectivas de las cabezas eclesiás-
tica y secular. Al pasar por la provincia de los Quijos, que era el cami
no único para los Omaguas, sospechando el gobernador lo que intenta-
ban los padres, les preguntó sobre el destino que llevaban en su viaje.
Mostraron ellos prontamente las facultades que traían de Quito, y como
quienes iban derechos delante de Dios y de los hombres, dijeron abierta-
mente la verdad. Poco puede la razón cuando se ha dado lugar á la ava-
ricia, y las potestades superiores en tierras tan distantes de la cabeza del
reino no se hacen esperar como en Europa. Pie atrás, dijo el gobernador,
que no estaba en términos de ceder: Yo tengo órdenes en contrario y no puedo
permitir el pasaje. Cedieron á la violencia ios religiosos y el gobernador
supo ganar por medio de algunos oficiales á los señores de la Real Au-
diencia, y obtuvo un despacho para reducir á encomiendas las naciones
de los ríos Ñapo y Aguarico. Puso los ojos en los padres de San Francis-
co para que se hiciesen cargo de las conquistas, persuadido á que con
estos religiosos se entendería mejor para el fin de reducir los indios á en-
comiendas. Así quieren los mundanos componer á Dios con el mundo,
haciendo servir el Evangelio á sus intereses y no los intereses al Evan-
gelio .
En consecuencia del conseguido despacho, fué nombrado un capitán,
llamado D. Juan de Palacios, para que con algunos soldados acompaña-
se á los misioneros franciscanos, que llegados el año de 1637 á las tierras
de la nación Omagua, hicieron una población de esta gente y la dieron
el nombre de Ante, acaso por estar algo más arriba de la boca por don-
de desagua en Ñapo el Aguarico. No pareció del agrado del cielo esta
conquista, tan violenta y tumultuaria, porque entendiendo á poco tiem-
po los padres de San Francisco los bárbaros designios de los encomende-
ros, y viendo por otra parte que no podían continuar en aquellas tierras
sin grave peligro de sus vidas, se retiraron á Quito dos sacerdotes de
cuatro que habían salido con otros dos frailes legos. No duraron mucho
más en la conquista los que habían quedado, porque los indios se mostra-
ban cada día más descontentos de sus señores y parece que andaban
buscando causa ó pretexto para sacudir el yugo pesado de la encomien-
da. Hallaron luego , en la inconsideración del capitán Palacios, que
dando un pescozón al hijo del cacique, se halló al punto rodeado de
Omaguas que, enristradas las lanzas, le atravesaron á porfía, y deján-
dole tendido y muerto en el campo, se retiraron á los montes. Pide mucho
modo el trato con indios bárbaros, con quienes más puede el ruego y la
buena manera que las amenazas y el imperio.
Volviéronse á Quito los dos sacerdotes franciscanos, mas los dos legos
fray Domingo Brieva y fray Andrés de Toledo (que así los nombra Rodrí-
guez en su Historia), se arrojaron á la empresa más ciega y temeraria que
imaginar se puede. Entraron con unos pocos soldados en una canoa, y
-navegando por el Aguarico hasta el río Ñapo, se dejaron llevar de las
corrientes á Dios y á ventura, como dicen, hasta encontrar con tierras de
Libro I.— Capítulo XVI 61
<}ristianos. Del Ñapo vinieron á pasar al Marañón, y sin saber por dónde
andaban, llegaron después de muchos días de viaje al gran Para, dis-
tante del sitio en donde se habían embarcado, más de mil leguas de ca-
mino. ¡x\ ventura sin duda tan singular y suceso tan improbable como
cierto, atravesar la mayor parte de un río tan largo y enrevesado como
el Marañón en una embarcación tan débil y flaca, y por tantas riberas de
gentiles bárbaros, con tanto peligro y riesgo sin alguna desgracia! Pero
el Señor enderezó la jornada para los fines secretos de su amorosa Pro-
TÍdencia con las almas desamparadas de aquel río.
Surgiendo los navegantes en el gran Para fueron recibidos con huma-
nidad y agasajo, esmerándose los portugueses al verlos tan trabajados
del viaje, y al oir contar la temeridad y aventuras del camino, en aco-
gerles con cariño y socorrerles con regalos. Repuestos ya los religiosos
de la jornada, no querían otra cosa que volver á Quito, y aunque en esto
se descubrían muchas dificultades, y no era la menor el surcar un río tan
grande contra las corrientes poco sabidas en aquellos tiempos, pero el
genio portugués, resuelto en los peligros, se ofreció á conducir á los es-
pañoles al destino deseado. Formóse una escuadrilla de pequeños vasos
bien equipada, y subiendo en ella un capitán de valor y prudencia, lla-
mado D. Juan Texeira, con algunos oficiales y soldados, salió del Para
con los españoles, y tomando el río Marañón, fué siguiendo su rumbo
hacia la ciudad de Quito. Es verdad que el portugués llevaba también su
mira en esta navegación, queriendo medir el río, tomando lenguas de los
españoles y observar atentamente los límites del dominio de Castilla
para proporcionar y alargar por aquellas partes sus conquistas. El su-
ceso mostró con el tiempo las intenciones del Para, pues en este viaje
fundan los portugueses el dominio que pretende Portugal sobre aquel río,
por donde han extendido y ensanchado contra la línea divisoria los tér-
minos de su corona.
Llegó la escuadra, como escriben los autores, á las cercanías de Quito,
y yo entiendo que, dejando el río Marañón y subiendo por el Ñapo, que
desagua en él, pudieron acercarse á la ciudad. Desembarcaron, á lo que
parece, hacia la desembocadura del Guayoya, en el Ñapo, religiosos y
españoles, y dejando el capitán Texeira los soldados portugueses en
, guarda de la escuadra, subió con otros oficiales suyos á Quito, en donde
dio razón de su comisión y viaje, pidiendo al mismo tiempo que se le
aviase con todo lo necesario para volver al Para. Agradeció el presidente
y la Real Audiencia la bizarría á los portugueses, y tomó tiempo para
consultar al señor virrey que, conformándose con el parecer de la misma
Audiencia, determinó que se le asistiese al portugués con todas las cosas
necesarias para la vuelta, con sola la condición de que llevase consigo
dos españoles, personas de juicio y práctica, que observasen bien el curso
y vueltas del Marañón, y se hiciesen cargo y notasen las muchas naciones
que habitaban en sus orillas. Bien entendido que en llegando al Para se
debía dar lugar á los demarcadores españoles en los navios portugueses
52 Misiones del Marañón Español
para que pasasen á Europa, en donde serían más útiles las noticias del
río que en la ciudad de Quito. En todo vino el capitán Texeira y se em-
pezó á pensar en la ciudad sobre la elección de dos sujetos capaces de
dar el lleno á la comisión.
No faltaban seculares celosos del servicio de su majestad que, atre-
pellando por todo, deseaba cada uno ser de los nombrados para tamaña
empresa. Señalóse, entre todos, para continuar en los muchos servicios
que había hecho al rey católico, D. Juan Vázquez de Acuña, caballera
del hábito de Calatrava, corregidor y teniente capitán general en la ciu-
dad de Quito, el cual ofrecía no sólo su persona, pero también su hacienda
para levantar gente á su costa, disponer pertrechos y hacer todos los
gastos necesarios para el viaje. Mas no surtió efecto su liberalidad y buen
deseo, á que se opuso constantemente la Audiencia, por la mucha falta
que haría en la ciudad dejando el oficio que ejercía con acierto y venta-
ja de los vecinos . No quiso el Señor que deseos tan honrados quedasen
del todo frustrados, y así dispuso que, ya que no iba D. Juan á la preten-
dida empresa, fuese nombrado en su lugar el P. Cristóbal de Acuña, de
la Compañía de Jesús, hermano suyo, lo cual sucedió de esta manera.
Viendo el licenciado Melchor Suárez de Poago, fiscal de la Real Audien-
cia, que estaba ya de partida el capitán y soldados portugueses, y consi-
derando, como fiel ministro de su majestad, las utilidades sin ningunos
inconvenientes, que se podrían seguir de que dos religiosos de la Compa-
ñía de Jesús fuesen en la armada portuguesa, notando con cuidado (como
personas celosas del bien de ambas Majestades, divina y humana) todas
las cosas dignas de consideración en aquel río, y que pasasen con las no-
ticias á España, á dar cierta relación de todo en el Real Consejo de In-
dias, ó al rey nuestro señor en su real persona; lo propuso como lo había
pensado en el Real Acuerdo y, pareciendo á todos bien aquella propues-
ta, se le dio noticia de lo acordado al provincial de la Compañía.
Tenía á la sazón este empleo el P. Francisco Fuentes que, estimando
la honra que se hacía á la religión en fiar de ella cosa de tanta importan-
cia, se holgó mucho de que por esta vía se abriese la puerta á sus hijos
para entrar á la predicación del Evangelio á tanto número de almas, á
quienes por camino más difícil había enviado otros dos padres, como con-
tamos en el capítulo antecedente. Señaló en primer lugar para la empre-
sa al P. Cristóbal de Acuña, rector actual del Colegio de Cuenca, y en
segundo lugar al P. Andrés de Artieda, maestro de teología en el de
Quito. Aceptado, con estimación de la Audiencia, el nombramiento de los
dos jesuítas, se les dio amplia y honorífica provisión para que fuesen en
compañía de Texeira, demarcasen el río, observasen el número de na-
ciones, pasasen á España y diesen cuenta, como personas autorizadas del
Gobierno, de todo lo que juzgasen conveniente al servicio de su majestad.
Obedeciendo los padres á lo que se les mandaba, se embarcaron en la
armada portuguesa á 16 de Febrero de 1639, y dieron principio al largo
viaje que duró diez meses, hasta entrar en la ciudad del Para á 12 de Di-
Libro I.— Capítulo XVI 53
ciembre del mismo año. Después de haber notado con particular cuidado
todo lo que hallaron ser digno de advertencia en el río Marañón, demar-
caron con mucho acierto todas las alturas, delinearon los montes , seña-
laron con sus nombres los ríos que en el principal desaguan, reconocie-
ron las naciones que se sustentan en sus orillas, y experimentaron los
diferentes temples, procurando, en todo cuanto pudieron, ser testigos de
vista sin fiarse de relaciones. Cumplieron los portugueses fielmente lo que
habían prometido, dando en sus naves lugar á los exploradores que pa-
saron á la corte de Madrid para la prosecución de su empeño. Formó el
P. Cristóbal de Acuña una extendida memoria en que declaraba con toda
distinción cuanto había observado en la navegación del río Marañón, no-
tando el sitio de las naciones, las entradas de los ríos, las muchas islas,
la diversidad de alimentos, los géneros de frutos que había visto por sí
mismo, añadiendo algunas cosas que no tenía por tan ciertas por haberlas
entendido solamente de boca de los gentiles. Pedía en ella humildemente
á su majestad, que puesto que las cosas que aseguraba eran ciertas, y
que había grandes ventajas y oportunidad en lo que suplicaba, se sirvie-
se de dar órdenes para el resguardo y población del río Marañón, lo cual
se podía ejecutar sin gravamen de la real hacienda de Quito, porque mu-
chos caballeros del Perú se ofrecían á ello, y estaban prontos á la ejecu-
ción con sólo preceder el real orden y beneplácito de su majestad.
Estaba la corte de España muy ocupada por este tiempo en otros ne-
gocios diferentes, y sucediendo por entonces el levantamiento de Portu-
gal, perdieron los padres las esperanzas de que se diese en la materia al-
guna favorable providencia. Volvieron á su provincia, y uno pasó á Lima
para tratar del negocio con el virrey; pero la muerte que, recién llegado,
le sobrevino, no dio lugar á entablar pretensiones; el otro entró en su co-
legio de Quito, en donde afervorizó notablemente á sus hermanos con la
noticia y relación de tanta gentilidad como había visto con sus mismos
ojos y aun tratado á muchos de ellos en las márgenes del río Marañón.
Pero ya que el memorial del padre Acuña no logró en España el efecto
deseado de poblar el río y hacer algunas fortalezas para su resguardo
(que acaso no se pondría en ejecución, sino con armas, muertes y violen-
cias), logró él dar mucha luz á los ministros evangélicos, que con suavi-
dad y blandura, y con medios pacíficos y de caridad cristiana, extendie-
ron por aquellas partes el reino de Jesucristo; pues en las entradas y
salidas del Marañón y en las distancias de los ríos y provincias, se go-
bernaron por la demarcación de Acuña que hallaron siempre ajustada, y
la miraban como una pauta fiel y arreglada que nunca les engañó en la
conquista de aquellos infieles.
54 Misiones del Marañón Español
CAPÍTULO XVII
DESCRIPCIÓN DEL RÍO MARAÑÓN
Después de tantas entradas en el río Marañón, desgraciadas unas y
sangrientas, y otras felices y prósperas, parece ya tiempo de cerrar este-
primer libro con una idea general y descripción de aquel río, mayor-
mente convidándonos á ello la oportunidad que en su relación nos pre-
senta el padre Cristóbal de Acuña y D. Antonio de Ulloa en sus « Vi^LJes»
en el libro VI, cap. V, y tanto número de misioneros que le han navegada
por tantos años y observado su curso con atención y cuidado.
El río Marañón ó Amazonas ú Orellana, que viene á ser el mismo,
como insinuamos en el cap. V., es, sin duda, el mayor que se ha conocido-
en el mundo. Con razón le llaman los indios en su lengua Ápurimac, que
quiere decir rey, que habla entre los demás ríos. Y puede ciertamente hablar
y dar la ley, no sólo á los muchos que depositan en él sus aguas, de los
cuales varios han corrido ya centenares de leguas antes de juntarse con
el Marañón, smo á todos los descubiertos en las demás partes del mundo.
Porque ni el Ganges en la India, ni el Eufrates en la Siria y Persia, ni
el Nilo en el África, con ser tan grandes y caudalosos, pueden mante-
ner la corona al lado del Marañón. La casualidad, dice D. Antonio de
Ulloa, parece que le señaló los tres nombres en disimulado enigma, para
darnos á entender que con cada uno de ellos abraza y corresponde á los
que corren con celebridad por las otras tres partes del mundo, que son:
en Europa el Danubio, en Asia el Ganges y el Nilo en África. Aunque la
reflexión parece un poco galana, pero no carece de fundamento, siendo
el curso del río Marañón tan dilatado, que la menor longitud que se le
señala, es de mil y cien leguas marítimas.
Sobre el origen del río Marañón hubo á los principios muchas dudas,,
siendo tantas las raíces de este gran río y tanta la abundancia de sus
fuentes y nacimientos, que sin error alguno se pudieran llamar tales los
que vienen de la cordillera oriental de los Andes, desde el gobierno de
Popayán, de donde nace el Caquetá y el Yapurá. Por la misma razón se
pudiera tomar el origen desde el cerro Cotopaxi, de donde baja el río
Ñapo, ó desde el Cuzco, por donde viene el Ucayale. Mas la opinión re-
cibida entre los modernos que han atendido al nacimiento más remoto,
coloca el origen del Marañón en la provincia ó corregimiento de Tarma,
empezando á correr desde la laguna de Lauricocha, cerca de la ciudad
de Guanuco, y en la latitud austral de 11" con corta diferencia. Desde
dicha laguna, distante de Lima como 50 leguas, dirige su curso al S. hasta
la altura cuasi de 12® atravesando el país, que pertenece á aquel corre-
gimiento, y formando insensiblemente una vuelta se encamina al oriente^
Libro L— Capítulo XVII 55
pasando por el gobierno de Jauca vuelve luego á tomar la dirección del
norte, después de haber salido al oriente de la cordillera real de los An-
des, y, dejando al occidente las provincias de Moyobamba y Cacha-Poyas,
continúa hasta la ciudad de Jaén de Bracamoros, que está á los 5° y 25'.
Aquí, haciendo un recodo, se dirige y sigue siempre al oriente por una
linea casi paralela con la equinoccial, sin apartarse más que 5" en la ma-
yor distancia y sin acercarse más de dos en la mayor cercanía, hasta
que desagua en el océano. Pero dentro de estos tres grados admite tan-
tas vueltas y revueltas, tantos giros y regiros, que parece á las veces un
enmarañado laberinto; y acaso de aquí se le dio á los principios el nom-
bre de Marañen.
Su distancia desde la laguna Lauricocha hasta Jaén es, en sentir de
Ulloa, como de 2üO leguas; desde esta ciudad hasta su boca que es por 30
grados de diferencia en longitud hace como 900 leguas, por donde con-
cluye que será su curso como 1.100 leguas marítimas. El cómputo de Ore-
llana es bastante diferente del de Ulloa, pues le da aun después que em-
pieza acorrer permanentemente hacia el oriente 1.800 leguas; conforme
á lo cual debía exceder su curso, 2.000 leguas. Uno y otro cómputo tiene
mucho de arbitrario. Porque ¿quién podrá medir las vueltas, círculos y
redobles con que va serpenteando á cada paso dentro de más de 40 le-
guas, en que ya se acerca, ya se aparta de la línea que no pierde de
vista desde la ciudad de Jaén? Dos cosas ciertas se pueden decir en esta
materia. La primera es que, si lo que corre el río Marañen hasta Jaén
formara una línea derecha del poniente hacia el oriente y se continuase
con lo restante del curso, le sobraba mucho, para abarcar de parte á
parte todo aquel vastísimo continente; la segunda, que prueba más la
longitud de su carrera, es que, habiéndose embarcado los misioneros de
Mainas, en el año de 1768 desde San Pablo, pueblo de los dominios de Por-
tugal, donde ha corrido ya ese gran río á lo menos 500 leguas, tardaron
en llegar á su boca 40 días remando noche y día con grande diligencia
y ayudados los barcos del empuje de las corrientes, por donde formaron
juicio aquellas personas prácticas que fué mucho más sin comparación
lo que navegaron por el río que quedaba atrás en los dominios de Es-
paña.
Su anchura es varia según las rocas ó montañas que le estrechan, y
según las arenas que ha podido tragar para extender sus márgenes. Hay
parajes en donde sólo se ensancha media legua, y aun mucho menos,
como en el estrecho del Pongo y en el de Pauxis, y hay sitios en donde se^
extiende dos leguas: lo que se debe entender del canal más noble ó ramo
principal porque tiene dentro de sí muchas islas, ya de cuatro ya de
cinco leguas, otras, aunque no tantas, de diez y de veinte, y la que lla-
man de Tupinambas se dice que tiene como cien leguas. Otra de las co-
sas que causó más admiración á los españoles que con el P. Acúñale
pasaron, fué el observar, cómo un rio tan caudaloso se estrechaba á pa-
sar todo entre peñas ó rocas que se cortan casi tocando con sus cimas, de
56 Misiones del Marañón Español
manera que á la vista solo parecían distar entre sí como un cuarto de le-
gua. Parecíales un sitio muy oportuno para cerrar el Marañón á cual-
quiera potencia extranjera con sólo formar dos castillos ó fortalezas que
no diesen paso á ninguna embarcación, como era fácil por las cercanías
de las baterías. El pensamiento era tanto más ventajoso á la España (si
lo permite la línea divisoria), cuanto menos dista el estrecho de la barra,
que será como de yoo leguas, quedando por la corona de Castilla la ma-
yor parte del río Marañón. Y por este descuido, inadvertencia ó flojedad
ha sucedido con el tiempo todo lo contrario, porque extendiendo sus li-
mites Portugal casi hasta donde le ha parecido, se han estrechado los de
España, á la menor parte del río.
Es grande su profundidad y no se halla fondo en muchas partes junto
al río Chuchunga, que es donde empieza á ser navegable el Marañón, y
por donde entró en él Mr. de la Condamine: en su famoso viaje de obser-
vación halló que aun en su mismo principio no encontraba fondo á las 28
brazas de sonda si no era al tercio de su anchura. Pasados los ríos Ñapo
y Coani probó ser tanta su profundidad, que no pudo hallar fondo con
103 brazas de cordel. Pues ¿cuánta será su profundidad en el estrecho de
Pauxis que está más adelante y en donde las márgenes se estrechan mu-
cho más? Vese claramente que disimula el Marañón su grandeza, y que
oculta el golpe de sus aguas con el exceso del fondo; porque muchos ríos
de los que recibe, engañando en la apariencia por la ostentación que ha-
cen de mayor anchura, en entrando al Marañón descubren el poco mo-
mento que causan en él sus raudales, prosiguiendo este gran río sin mu-
danza sensible, ni en la anchura ni en la profundidad.
Los ríos que tiran al Marañón como á su centro en carrera t;in larga
son tantos, que apenas tienen número; pues parece que, próvida la Na-
turaleza, ocurrió á los calores ardientes del clima con el refrigerio de
tantas aguas. Véalos quien quiera en la relación del P. Acuña y en la
del viaje de Ulloa en el lugar citado. Nosotros apuntaremos algunos en
el libro siguiente, que más harán á nuestra historia por estar compren-
didos en los confines de las misiones de Mainas. Por ahora nos contenta-
mos con dar alguna razón de su embocadura, y con ella concluiremos la
descripción del Marañón.
Antes de acabar su carrera, empieza desde un río llamado Xingu á
inclinarse al nordeste, ensanchando la madre para que sus aguas salgan
al mar por más desahogada puerta, y en este anchuroso espacio deja is-
las muy capaces y fértiles, entre las cuales se lleva la primacía la de los
Joanes ó de Marayo, para cuya formación se desata del rio como veinti-
cinco leguas más adelante de la boca del Xingu un brazo llamado Tagi-
puru, que corriendo al sur con dirección opuesta á la que lleva el prin-
cipal, conduce una parte de las aguas del Marañón al río dicho de Dos
Bocas, compuesto de otros dos por nombre Guanapu y Pacayas; á ellos
se une después el río de los Tocantines y después el de Muiu, á cuya
oriental orilla está fundada la ciudad del gran Para. Desde el río Dos
Libro I.— Capítulo XVIII 57
Bocas corren las aguas de éste con el dicho canal de Tagipuru, casi al
oriente, en figura de arco, hasta el río de los Tocantines, desde el cual
continúan al nordeste, como el otro canal más principal del mismo Mara-
ñen, dejando en medio la isla de los Joanes, y haciendo una figura algo
triangular de más de 150 leguas. De esta manera se dividen las dos bo
cas con que el Marañón sale al mar, de las cuales, la principal, entre el
cabo de Maguari y cabo del Norte, viene á ser de 45 leguas, y la del ca-
nal de Tagipuru con los ríos que se le juntan, de 12 que son los que se
cuentan entre el cabo de Maguari y entre la punta de Tigioca.
CAPITULO XVIII
DEL MODO DE PASAR LOS RÍOS EN LAS PROVINCIAS DE QUITO
Ya que hemos hablado de tantos ríos como se hallan en las provincias
de Quito, que casi todos vienen á parar en el río Marañón, será bien dar
alguna razón del modo de pasarlos, y servirá la narración de apéndice
al capítulo antecedente .
El Marañón, por ser tan ancho, ni admite puentes, ni maromas, ni ta-
rabitas, y sólo se puede atravesar en canoas y balsas, como le pasaban
nuestros misioneros siempre que les era necesario. Mas otros ríos que no
permiten vado y son de una anchura proporcionada, tienen sus puentes
en los sitios necesarios. Estos son de tres especies: unos de piedra, que
son bien pocos; otros de madera, que son los más comunes, y algunos de
bejucos . Para formar los de madera, buscan el paraje donde se estreche
más el río, entre dos rocas ó peñascos, y atravesando cuatro palos bien
largos, forman un puente de vara y media de ancho, por el cual pasan
las personas y cabalgaduras, no sin grande peligro de las vidas y cau-
dales.
Cuando la anchura de los ríos no permite el que los palos, por largos
que sean, puedan descansar en sus orillas, echan mano de los bejucos,
tuercen y cachan muchas de estas varitas ó mimbres y forman maromas
gruesas del largo que necesitan; tienden seis de éstas de una y otra banda
del río, dejando las dos algo más altas que las otras cuatro; colocan des-
pués unos palos atravesados, y poniendo encima ramaje, queda formado
el puente, sirviendo las cuatro maromas de suelo y las dos más altas y de
las orillas de pasamanos para la seguridad del que pasa; porque sin esa
precaución sería muy fácil el caer á causa del continuo bamboleo que se
experimenta cuando se anda por el puente. Esta especie de puentes de
bejucos sólo sirve para las personas, pasando á nado las muías, y sin
carga; y llevando los indios á hombro hasta los aparejos, porque las co-
rrientes suelen ser tan impetuosas que es necesario echar las caballerías
á pelo, y media legua antes del puente para que puedan salir al otro lado.
58 Misiones del Marañón Español
En el río del Cuzco ó Ucayale, que también llaman Apurimac por su
grandeza, hay un puente de esta calidad, pero tan firme y seguro que
pasan por él recuas cargadas sin que se tema peligro.
Hay ríos donde en lugar de puentes de bejucos se pasa por tarabita,
como sucede en el de Alchipichi, por donde no sólo pasan personas, sino
caballerías, porque la mucha rapidez del agua y los peñascos que arras-
tra la corriente no consienten el que se pase á nado. La tarabita consiste
en una cuerda ó maroma de bejucos ó correas de cuero de vaca, com-
puesta de muchos como hilos de seis á ocho pulgadas de grueso, la cual
está tendida de una orilla á otra, con alguna inclinación y sujeta fuerte-
mente en ambas á dos palos: en uno de éstos hay un torno ó molinete que
templa y deja tirante la maroma, cuanto es necesario para el efecto que
se pretende. Descansa sobre la cuerda gruesa un zurrón de cuero de vaca
capaz de recibir un hombre y de que en él pueda recostarse. Está sus-
pendido el zurrón, en dos horcones que corren por la maroma, y de cada
lado tiene su cuerda para la seguridad del que va encima. Puesto el que
ha de pasar en el zurrón, le dan á éste, desde tierra, un empujón fuerte
y pasa con el caballero prontamente al otro lado.
Para pasar los bagajes hay dos tarabitas, una para cada banda del
río, y la maroma debe ser mucho más gruesa y más pendiente. No tiene
más de un horcón del cual cuelgan la hostia, bien sujeta con cinchas por
barriga, patas y pecho. Estando ya pronta y bien amarrada, la empujan
y pasa con tanta violencia que en corto tiempo se halla al otro lado. Las
caballerías que están acostumbradas á pasar en esta forma no hacen
ningún movimiento, antes, ellas mismas, se ofrecen á que las aten; pero
las que son nuevas en ello, se embravecen huyendo, y cuando se ven en
el aire cocean y dan corcobos sin entender lo que les pasa. La tarabita
del río Alchipichi, tendrá de ancho cerca de 40 toesas ó 90 varas, y desde
la maroma hasta el agua habrá sus 25 toesas ó 60 varas, que es muy bas-
tante para que á primera vista cause horror este modo de pasar el río,
por precipitación.
LIBRO II
CAPITULO PRIMERO
TÉRMINOS DE LAS MISIONES DE MAINAS Y NÚMERO DE LAS NACIONES
QUE SE CONTENÍAN EN ELLAS
La misión, que es la materia de nuestra Historia, abrazaba un núme-
ro considerable de varias naciones, puestas en las riberas del río Mara-
ñen y de otros muchos que en él desaguan por una y otra banda. Su ex-
tensión sería de casi 300 leguas y empezaba desde la ciudad de Borja,
poco después del Pongo, hasta el fuerte de San José, que es el primer
pueblo de la corona de Portugal. No es tan fácil decidir su anchura por
la multitud grande de ry^s que se atraviesan, pero no cedería mucho á la
extensión, especialmente en algunas partes. Los ríos que en carrera tan
larga vienen á parar en el Marañón son innumerables; nosotros haremos
mención de aquellos por donde se fué propagando el Evangelio, los cua-
les son por la banda del sur: 1.°, el Cavapanas; 2.°, el Guallaga; 3,*^, el
Cuzco ó Ucayale, que viene á ser como un árbol con muchos brazos ó
ramas, que todos se esconden y sepultan en el principal. Por el norte
tiran al Marañón: el Pastaza, que viene ya caudaloso con las muchas
aguas que de otro recoge; el Morona, que es muy respetable, y el cau-
dalosísimo Ñapo, después de haber corrido algunos centenares de leguas
y haberse enriquecido con las aguas del Aguarico, del Curaray y otros
varios.
Las provincias de gentiles, que antes que entrase á ellos la luz del
Evangelio se hallaban en tan dilatadas riberas y en lo interior de los
bosques, eran muchas. Daremos una idea general de ellas, para que se
entienda el número de infieles que habitaban en aquellas partes. La pri-
mera provincia corría desde la ciudad de Borja, siguiendo las riberas del
Marañón por setenta leguas, y abarcando en su distrito varios torrentes,
quebradas y lagunas, particularmente al norte del río. Esta provincia se
llamaba de los Mainas, que por ser los primeros que se encontraron die-
ron el nombre á la misión de Mainas, puesto caso que en el año de 1768
en que fueron traídos los misioneros del Marañón, lo menos que tenía
dicha misión era de la nación Maina, ya casi consumida y acabada
60 Misiones del Marañón Español
de epidemias y pestes, como sucedió á otras varias. A los Mainas seguia
la segunda provincia de Roamainas, Chapas, Ciures y Miscuaras, los
cuales, con los Coronados, se extendían por el río Pastaza y otros meno-
res, subiendo por ellos y habitando también en los montes interiores.
Treinta leguas más abajo de la boca del Pastaza, y á la mano derecha
por donde entra en el Marañón el río Guallaga, estaban dos numerosas
naciones de Agúanos y Barbudos, gente valiente y guerrera y temida de
los demás gentiles. Decíanse Barbudos por tener barba bien poblada,
cosa extraordinaria entre los indios del Marañón. Ocupaban estas dos
naciones más de cien leguas; á lo largo de este río, y por una y otra
orilla del río Guallaga, se extendían hacia el sur. Siendo tan numerosos
los Agúanos y Barbudos, y ocupando tanto terreno, ellos solos hacían la
tercera provincia.
Enfrente de los Barbudos, y más propiamente en el río Guayaga,
estaban los indios Guayagas (que daban el nombre al río), que con los
Cocamillas que habitaban varias islas, y con los Xeveros á quienes á
poca distancia seguían los Cutinanas, Churitunas, Muniches y Tavalosos
componían una cuarta provincia. La quinta era de Ugiaros, Aunaras y
Uñónos, que vivían bajando por el río Marañón, algunas leguas después
de la boca del Guallaga y antes de llegar al gran río del Cuzco ó Uca-
yale. A orillas de éste y del Marañón, que se comunican entre sí por me-
dio de una anchurosa laguna, que á veces desagua en ellos y á veces se
aumenta con las crecientes de uno y otro, vivía»una nación numerosísi-
ma, llamada de los Cocamas, y venía á formar la sexta provincia con el
nombre Gran Cocama.
Aunque los misioneros del Marañón descubrieron desde los principios
las seis provincias referidas, no contento su celo con tan grandes descu-
brimientos, penetraron más adentro por el río Ucaj^ale á otras muchas
naciones que se nombraban Panos, Chepeos, Pirres y Cunivos. De la mis-
ma manera por el Guallaga abrieron camino á las Chayavitas, Paraná-
puras, Xitipos, Maparinas, Otanavis, Tivilos y Chamicuros. Por la banda
del Norte pasaron desde los Roamainas, navegando por Pastaza, hasta
los indios Andeas, Pinches, Gayes y Semigayes. Y para que por todas
partes se extendiera el celo de los primeros misioneros, llegaron á tomar
posesión del río Ñapo, en aquella parte donde se le junta el Curaray, y
donde se descubría innumerable gentilismo. Formaron aquí algunos pue-
blos de indios Gas y Abigiras; mas como gente en extremo bárbara y por
genio traidora, se retiró á sus escondrijos, dando la muerte á su misionero.
Pero se consolaron los padres con otras dos naciones copiosas que encon-
traron en lo más bajo del Marañón, las cuales mostraron otra índole y
condición más humana con algunos resabios de policía. Estas fueron la
insigne nación Omagua, y otra muy parecida de Zuriraaguas, que antes
del año de 1700 vivieron con grande ejemplo de cristiandad en siete pue-
blos, fundados en aquella parte del Marañón que está ya en el día por la
corona de Portugal.
Libro II.— Capítulo I 61
No se esmeraron menos los misioneros del Marañón en cultivar el
extendido campo de las riberas y bosques desde el .año de 1700 hasta el de
1768, en que por orden superior se les impidió continuar el cultivo á que
sacrificaban con gusto sus sudores. Porque fuera de conservar lo con-
quistado de sus mayores y dar firmeza y establecimiento á los pueblos ya
formados, hicieron nuevas conquistas y redujeron otras muchas naciones,
aunque con diversa fortuna, porque algunas se lograron del todo y fueron
constantes en la fe, mas otras la recibieron dando grandes esperanzas de
formar una cristiandad fioreciente; pero ya fuese el genio traidor y volu-
ble de algunas de ellas, ya las revoluciones y contratiempos que sobrevi-
nieron, no correspondieron ciertamente al infatigable trabajo y aplica-
ción cuidadosa de los padres, cuyos afanes se lograron solamente en los
párvulos y en una parte mediana de los adultos.
Descubriéronse al principio de este siglo los indios Payaguas en lo
más bajo del río Ñapo, y se formaron dos pueblos en esta nación. Poco
más arriba, en el mismo río, se hallaron los Icaguates, que también se
redujeron á vivir en otro. Subiendo á donde se junta con el Aguarico,
recibieron la luz del Evangelio muchas naciones ó parcialidades de in-
dios, llamados Encabellados, y fundaron un número considerable de
reducciones. Prosiguieron las conquistas en otros ríos que se encuentran
antes del Ñapo, como en el Tigre, en el Masa y en el Nanai, ganando
para la fe en el primero á los Zameos, en el segundo á los Masamaes y
en el tercero á los Napeanes, que formaron un pueblo muy lucido en la
boca del mismo Nanai. Y desde este tiempo y con esta ocasión de la con-
versión de los Napeanes, que sucedió poco antes de los años de 40, se
comenzó á trabajar con mucho celo y constancia en la nación Iquita,
que habitaba sobre las fuentes del río Blanco y se extendía hasta el río
Curaray. Casi por el mismo tiempo se extendieron los padres por lo más
bajo del río Marañón hasta los confines de Portugal, y ganaron los Pe-
vas, los Zavas, los Caumares y los Cavachis, de que se hizo un pueblo
numeroso, como también á los indios Ticunas, que recibieron la fe de
Jesucristo algunos años antes de la partida de los misioneros, y vivían
en reducción aparte con mucha cristiandad. Últimamente se consiguió
abrir camino, cerrado por mucho tiempo, á la valerosa nación de los Gi-
baros, la más copiosa entre todas las descubiertas en este siglo y puesta
en las riberas del río Paute , al poniente del río Pastaza. Pero cuando
empezaba á rayar la luz del Evangelio, en estas gentes ciegas, por jui-
cios inescrutables de Dios Nuestro Señor, faltaron los ministros que ha-
bían comenzado felizmente esta grande obra, y se hallaron privados los
pobres indios, deseosos de entender las verdades de nuestra santa fe, del
socorro que se prometían en los padres.
Éstas eran en general las naciones que comprendía la misión de los
Mainas, y éstos eran los sitios que ocupaban cuando entró á ellos la luz
del Evangelio, como veremos, contando particular y distintamente por
su orden las conquistas, y notando con la puntualidad que nos sea posi-
(52 Misiones del Makañón Español
ble, el año en que se fueron ejecutando. Por ahora, ha parecido conve-
niente apuntar en este lugar la noticia general de las naciones y de los
parajes en donde vivían; la cual, no puede menos de parecer algo obscu-
ra, así por la multitud de ríos y extensión de las tierras, como por el nú-
mero grande de naciones, cuyos nombres enrevesados y bárbaros se re-
sisten á la pronunciación y á la memoria. Por lo cual, haciéndonos car-
go de la confusión indispensable y deseando facilitar al lector la inteli-
gencia de la geografía de nuestra misión, ponemos al fin de la obra un
mapa claro y harto más ajustado que lo que suelen ser los mapas comu-
nes, de todo el distrito de las misiones con una descripción cabal de loa
ríos, pueblos, reducciones y límites de la jurisdicción del gobierno de
Borja. Con este socorro podrá el que leyere, á un golpe de vista y sin
trabajo, hacerse cargo de las naciones convertidas y de los sitios en que
vivían.
La misma multitud de naciones diferentes, hizo también más dificul-
tosa su conversión á nuestra fe, por el número grande y diversidad nota-
ble de las lenguas que hablaban; y no es fácil que en ninguna misión de
las muchas que estuvieron á cargo de la Compañía, se hablasen tantas
lenguas como en la de Mainas. Pero ni éste, ni otros muchos impedimen-
tos, fueron parte para que no trabajaran en esta viña con singular em-
peño tantos varones apostólicos por el espacio de 130 años, sin hacer
caso de los peligros frecuentes de la vida, de la escasez y falta de ali-
mentos, de la destemplanza de los climas y de la calidad de las gentes,
sobremanera bozales y dispersas en extremo. Fué sin duda triunfo de la
gracia del Señor el haber podido reducir naciones tan tercas y obsti-
nadas en sus antiguas supersticiones, y tan arraigadas en aprensiones
extravagantes , como veremos en este libro, donde se tocará lo pertene-
ciente á la condición de los indios , á la calidad de las tierras y á la di
versidad de frutos, peces y fieras.
CAPITULO II
DEL TALLE, FIGURA, VESTIDOS Y ADORNOS DE ESTAS GENTES '
La estatura ó talle de las naciones de Mainas, aunque no es igual en
todas, es por lo común mediana. Su color es obscuro, bazo y tostado, ni
tan blancos como el de los europeos, ni declina mucho al de los negros de
Angola. No faltan naciones de color bien claro, especialmente en muje-
res y niños, como la Pana, la Cunive, la Payagua y Mayoruna, entre
quienes se ven mujeres de tan clara tez como la de las señoras más blan-
cas de Europa; es más común esta blancura en los niños y niñas, pero
creciendo en edad prevalece luego el color tostado, así por la fuerza de
los rayos del sol, como por el uso frecuente de bañarse. El cabello es or-
Libro II.— Capítulo II 63
dinariamente ne^ro y duro, aunque hay naciones cuyas mujeres le tie-
nen rubio y delgado. Pocas veces le dejan crecer los varones de manera
que pase del pescuezo, ni las mujeres usan de trenzas; tráenio suelto, y
apenas le llega á los hombros. Los Ancutenas del Ñapo cuidan del cabe-
llo con mucho aseo y por eso los llaman Encabellados. Peinanse todas
las tardes, hacen trenzas y las envuelven con un tejidillo en la cabeza.
Es gala de esta nación dejar á sus tiempos, suelto y bien peinado el ca-
bello sobre las espaldas y algunos hasta la cintura. Con la comunicación
de las demás naciones, le iban cortando y se acomodaban á ellas.
La nariz es comúnmente chata, gruesa y proporcionada á las caras
regularmente llenas y anchas. Firme la dentadura, y por todo igual,
cuando no la dañan con el mascar continuo hierbas de zumo negro; es
sumamente blanca y la conservan hasta la vejez. Tienen, algunas na-
ciones, por adorno y por moda teñir los dientes y labios de color negro,
y á este fin, mascan hierbas y tallos cuyo zumo, mezclado con ceniza que
meten en la boca, hace, con el beneficio de la saliva, un negro que dura
por muchos días. Mas, no contentos con una tintura, dan á lo menos cada
dos días este barniz á dientes y labios para conservarlos así más lustro-
sos. Causa grima el ver cómo refriegan los labios con lo más áspero de la
hoja del maiz para quitar el tinte antiguo hasta desollarlos, y echar san-
gre para que de esta manera asiente mejor el nuevo, y brille más por
fresco y reciente. La frente es angosta y á poca distancia de las cejas.
Los ojos, comúnmente pequeños, vivos y sin lagrimales. Es fealdad entre
ellos dejar crecer el pelo de cejas y párpados, y así le arrancan con des-
treza y expedición con ciertos hilos que, afianzados á los dedos de ambas
manos, abren y cierran con ligereza y, cogiendo los cabellos, tiran hacia
arriba. Los Iquitos y Zameos los arrancan con una resina pegada á los
dedos que lleva consigo todo el pelo.
Usan el pintarse caras y cuerpos las más de las naciones. Algunas se
valen de espejos que hacen de copal derretido en un platillo algo hondo,
que aunque no muestra claramente el rostro, sirve lo bastante para ver
donde han de variar los colores. En este uso exceden á los demás los En-
cabellados, de cuya nación es vanidad característica pintarse los rostros
así los hombres como las mujeres. Todas las tardes han de pintarse, ne-
cesariamente los jóvenes y sólo excusan este aliño los avanzados en
edad. Causa risa ver á estos hombres, empeñados en pintarse las caras
al acercarse á los pueblos, á cuya causa llevan consigo sus espejuelos y
colores en ciertos coquillos pequeños. Excusa el misionero de querer im-
pedir esta necia usanza, porque serán vanos todos sus esfuerzos. Pero si
mueve á risa este loco empeño, mucho más mueve la deformidad con que
quedan después de pintados, porque parecen unos demonios: tan fieros y
horribles están, cuando más galanos. Las mujeres, como por genio, dan
comúnmente más aire á la vanidad con sus invenciones, pintándose con
más arte, gusto y simetría.
Rara es la nación que no tenga su distintivo en alguna deformidad,
64 Misiones del Marañón Español
en sus rostros. Atraviesan unas en la ternilla de la nariz cierto palito
del tamaño de una pluma de escribir. Otras, hacen un agujero en el la-
bio inferior, en derechura de la nariz, y así la encajan su palito. En las
fiestas y danzas le quitan, y ponen en su lugar una piedrecita blanca á
manera de un bolillo de hacer encajes. Asegurada la piedra en el labio,
queda colgando hacia abajo, y con los movimientos del baile, da sus gol-
pecitos en la barba. Abren algunas la ternilla de las orejas, y en vez de
zarcillos ó arracadas, traen atrevesados palillos colorados. Tienen por
gala los Zameos y Masamaes viejos, abrir el agujero poco á poco, hasta
encajar una rodaja de la grandeza de una hostia grande, de manera que
toquen las orejas con los hombros por medio de aquel ridículo cascabel.
Así unos como otros, andan cargados de tan impertinentes adornos.
La nación Omagua, aplasta la frente hasta levantarla por arriba de
seis á ocho dedos, y hace una figura parecida á la de los tupés, que sue-
len usarse en pelucas y peinados de moda. Para conseguir esto, compri-
men con dos tablitas, una por delante y otra por detrás, el casco de los
niños y niñas cuando tiernos, y para hacerlo con más suavidad y sin
daño de las cabecitas, acomodan entre las tablas y el casco sus almoha-
ditas de algodón, bien escarmenado. Al principio, aprietan poco, pero
cada dos ó tres días, comprimen más por frente y cogote, y de esta ma-
nera alargan la cabeza, según la figura que pretenden. Es hermosura,
entre ellos, tener un casco bien aplastado y levantado, y lo que más es,
se ríen de las demás gentes que tienen, como dicen ellos, cabezas de mo-
nos. Tan extravagantes son los gustos de los hombres. Ya no se veía sino
tal cual Omagua de los viejos ó viejas con esta deformidad, y en los pue-
blos lo habían dejado enteramente.
La nación Mayorana era, en el adorno de la cara, la más monstruosa
de todas. Los varones tenían claveteado todo lo que corresponde á la
barba de un hombre, bien cerrado y poblado de barbas entre los espa-
ñoles. Desde mocitos, empezaban á hacer agujeritos en la barba, y cla-
var en ellos pedacitos de chonta negra, madera muy fuerte y dura; de
manera, que vistos desde lejos, parecían hombres de barba negra y muy
poblada. En la frente tenían dos rayas negras, en los dobleces de la na-
riz, abrían sus agujeros, en que clavaban dos plumas de la cola de gua-
camayo, pájaro vistoso, y otras dos en el labio inferior en que á corres-
pondencia ponían otras dos plumas, que con las otras de arriba, hacían
la figura de una cruz aspada. Aunque las mujeres de esta nación eran,
por lo común bastantemente blancas y de buenas facciones, pero afea-
ban también monstruosamente los rostros con lo que añadían á la natu-
raleza, porque tenían en la frente tres ó cuatro rayas de una parte á
otra, y las teñían de color negro y firme de una yerba, cuando hacían
las cortaduras que atravesaban la piel con abrojos y espinas. Otras
tantas rayas hacían en las dos mejillas de arriba hacia abajo, y otras
atravesaban desde el labio inferior por las quijadas, hasta las orejas;
fuera de tantas rayas negras, de que estaban acribillados, tiraban unas
Libro II.— Capítulo II 65
como pinceladas gruesas del mismo zumo, que dejaban unas cintas ne-
gras que Jamás se borraban.
Era propiedad de la nación Mayoruna el distinguirse los de una tribu
ó familia de las otras por algunas rayas ó señales particulares que adop-
taban ó miraban como hereditarias.
Los Iquitos llevaban en las orejas atravesados unos palitos largos,
como de seis dedos, y en el extremo de ellos una planchita de concha
como un real. Tenían los hombres el cabello tan corto, que se descubría el
pescuezo; pero el casco lo cubrían con una plancha de achote y cierta re-
sina cocida, que hacía una figura como de corona de fraile. Y como era
tan colorada como el carmín más fino, los vecinos de Borja, al verla, le
pusieron el nombre de birreta de cardenales. Tenían el cuerpo cruzado de
rayas gruesas de la anchura de dos dedos; lo mismo hacían en piernas y
muslos. Finalmente, las demás naciones usan también de varios adornos
en las orejas, unas de un modo y otras de otro, como la Pana y Ticuna,
que en vez de zarcillos traen planchitas triangulares, y la Maína flores
hechas de plumas de varios colores.
Es común la desnudez á hombres y mujeres, aunque por lo común to-
dos llevan alguna cosa con que cubren lo preciso para la decencia, y es
una especie de tonelete que llaman pampanilla, y amarrado á la cintura,
si cubre no pasa de las rodillas. Suelen hacer esta pequeña cubierta de
un tejido de palma ó algodón; los Omaguas y Zurimaguas son más mira-
dos que los demás indios, y traen sus pampanillas hasta media pierna,
pintadas con mucho aseo. No es menos aseada la de los Encabellados, así
por el tejido como por la pintura, aunque es más corta que la de los Oma-
guas. Usan estas tres naciones de mantas como basquinas para sus fies-
tas y danzas. Los Urarinas, Roamainas, Muratas y otras naciones, que
tejen cachivanvo, andan decentemente cubiertos, así hasta la cintura, como
de medio cuerpo hacia abajo. Viene á ser el cachivanvo una tela que hacen
de la corteza exterior y más delgada de una palma que llaman achua. Los
Xeveros y Encabellados hacen sus vestidos de lanchama, que es una cor-
teza de árbol ablandada en agua, la cual, golpeada con una macanilla,
queda como el cuero de un ciervo.
No faltan naciones cuyas mujeres cubren solamente la distinción del
sexo con sartas de pepitas de frutas entreveradas con dientes de monos ó
con una concha. Y como hay varias gentes que andan del todo desnudas,
uno de los principales cuidados de los misioneros era tener consigo en los
pueblos estopa ó lienzo para cubrir luego á los que venían de nuevo, á las
veces del todo desnudos, y otras muchas muy mal cubiertos. He hablado
muchas veces con un misionero de Mainas, que estando en una ocasión en
la iglesia de su pueblo haciendo sus Oficios, vio venir una mujer gentil del
monte, y entrarse por la iglesia del todo desnuda; afligióse el buen hombre
por no tener lienzo para cubrirla; pero luego se le ofreció que de un ence-
radilloque tenía en su ventana la podía hacer una pampanilla; hízola luego
al punto y quedó aquella infeliz remediada y el padre muy consolado.
5
66 Misiones del Marañón Español
En su misma desnudez tienen estos bárbaros sus aliños particulares;
el más general es el de los brazaletes. Los Encabellados llevan dos en las
pulseras y otros dos en las piernas: aquéllos en distancia de tres dedos, y
éstos en distancia de seis. Los tejen de hilo de algodón con mucha curiosi-
dad, y forman unas rosetas parecidas al tejido de damasco blanco y fino
para servilletas y manteles. Los Pevas y Ticunas hermosean sus braza-
letes con plumas de varios colores. Los Omaguas usan de unas como fajas
de cuatro dedos de ancho, y llevan por gala en sus altas cabezas unos
llantos vistosos por la figura que hacen de guirnalda y por la variedad de
plumas de muchos colores, distribuidas con aseo y entretejidas con gusto.
Tan natural es al hombre querer parecer bien á los que les miran, pues
aun estos salvajes, en tanta miseria y desnudez, hacen lo que entienden
por engalanarse á su modo.
CAPITULO III
CÓMO VIVÍAN ESTAS GENTES; DE SU GOBIERNO Y DE LA AUTORIDAD DE SUS
CACIQUES
Admiró á Europa la primera noticia que dieron los conquistadores de
Indias sobre la calidad de sus habitadores. Pintábanlos comúnmente como
hombres en la apariencia, y como brutos en la realidad. Apenas les con-
cedían una racionalidad semejante á la de los niños de ocho á diez años
de la Europa, y lo que no puede menos de extrañarse es que llegasen á
persuadir efectivamente que se podía dudar de su capacidad en juzgar-
los perfectamente racionales. Pero condenó este juicio quien podía, de-
clarando la Silla Apostólica que los indios eran racionales y capaces de
obrar bien ó mal, según el uso del libre albedrío que concedió Dios al
hombre. Por consiguiente, se declaró que eran capaces de todos los de-
más derechos que como tales podían y debían gozar. Véanse las leyes de
la Recopilación de Indias y las Bulas de Alejandro VI y de Paulo III; esto
se llegó á pensar de los mejicanos gobernados por los Motezumas, y de los
peruanos vasallos de los Ingas, cuyas leyes y modo de gobierno han he-
cho dudar á varios, si tenían que ceder á las leyes de los emperadores
romanos.
Yo tengo por cierto que fueron á los principios muy grandes las exa-
geraciones en esta materia; pero veo también que aquellas gentes hacían
grandes ventajas y conocidos excesos á los que vivían en los bosques y
montañas del río Marañen . Aquéllas sujetas á soberanos, éstas sin reco-
nocer señorío ni dependencia. Aquéllas gobernadas por leyes bien for-
madas, y las más, según el dictamen de la razón; éstas sin ley ni freno,
entregadas á los desórdenes de las pasiones más bárbaras . Aquéllas re-
ducidas á repúblicas con orden y método de gobierno económico, político
Libro II.— Capítulo III ' 67
y militar; éstas esparcidas como fieras en los bosques sin avenirse, sin
ayudarse y sin comunicarse unos con otros. Esta generalidad descubre
mucha diferencia entre unas y otras gentes, y aun se verá que es mayor
por lo que iremos insinuando de sus poblaciones, modo de vivir, costum-
bres y extravagancias.
Por numerosas que sean las naciones del Marañón, de ninguna se ha
encontrado propiamente población en aquellos bosques. Unas pocas fa-
milias en dos, tres ó cuatro casas medianas ocupan el sitio correspon-
diente. Hacen en el contorno sus siembras, que llaman chagras, y procu-
ran que sea cerca de algún torrente ó riachuelo que suministre el agua
necesaria para bebidas y baños y algún poco de pesca para el sustento,
aunque no dejan de valerse á veces de la caza, según los instrumentos ó
armas propias de la nación. En todas partes hallan materiales para sus
casas, que se componen de palos gruesos por pilares, de varas para la
armazón del techo y de hojas de palma para cubrir la fábrica. Cada uno
es carpintero y hace por sí mismo lo necesario hasta dejar su choza per-
fecta y acabada para los usos que se figura.
'Pocas naciones usan de catres ni de mesas para comer. En lugar de
cama tienen una red colgada que llaman hamaca y la labran con curio-
sidad y solidez. En los Zameos, Macamaes, Pevas y otras naciones es
oficio de las mujeres el hacerla, previniendo los hombres la chambira ó
cáñamo que tuercen ellas. En los Encabellados está al cargo de los varo-
nes buscar el material, torcerlo y formar las camas. Cada uno duerme
€n la suya, fuera de los casados, que duermen acompañados en una que
se hace mucho mayor que las demás. Esta especie de cama, colgada en
el aire en dos palos, es cómoda y descansada en temples ardientes como
son aquellos en que no arma bien el uso de colchones. Aun los españoles
seglares y misioneros se acomodan á dormir en esta especie de camas ó
sobre unas esteras por el gran calor.
El ajuar de la casa cabe casi todo en un cesto ó canasto mediano, con
que carga la mujer en las mudanzas que hacen frecuentemente á otros
sitios. Todo se reduce á la cama ó camas para dormir, un par de ollas,
algunas cazuelas y platos, una tinaja para la bebida y un vaso que lla-
man pilche, el cual se cría en los árboles, como las calabazas de los pere-
grinos, y abierto y limpio y bien secado al sol, se endurece y sirve cómo-
damente para beber. Su mantenimiento se reduce á plátanos, maíz y
yuca, de que hablaremos á su tiempo largamente. Usan también de va-
rias raíces que se dan con abundancia en los montes, y algunas veces
tienen algún pez, mono ó ave que han cogido. Comen dos veces al día:
por la mañana á cosa de las ocho, y por la tarde entre cuatro y cinco.
Como no usan de mesas ni manteles, se arriman los hombres, puestos de
cuclillas, alrededor de una cazuela ó barreñón, y las mujeres, separadas,
se sientan en el suelo alrededor de otra. El comer lo hacen muy al natu-
ral, y el verlos era materia de gusto y recreación para los misioneros.
Los dedos les sirven de tenedores, y de cucharas unas conchas. Acabada
68 • Misiones del Marañón Español
la comida, los ancianos se tienden en sus camas y los jóvenes escapan á
bañarse y refrigerarse en el río; pero tienen la precaución de apartarse
los hombres de las mujeres.
La ocupación de los varones entre día es cuidar de sus sementeras^
cazar y pescar (si han de traer algo para la familia), hacer armas, ade-
rezar lanzas, rodelas y anzuelos para la guerra, caza y pesca. Lo demás
del tiempo, que es mucho, se están ociosos y bien hallados con su pereza
que les acarrea tantos males y daños, como veremos. El oficio de las mu-
jeres es hacer de sus raíces y fruto la bebida usual á la familia que á
todos debe estar franca en cualquiera hora del día, y apenas se levantan
los hijos y maridos, van corriendo á la tinaja y se echan á pechos su
pilche ó vaso. No dejan de ayudar las mujeres á sus maridos á limpiar
sus heredades, acarrear los frutos y acomodarlos en la casa; pero es pe-
culiar de ellas hacer la loza necesaria, pues son, por lo común, olleras á
mano; y sin torno y con grande tino, hacen todo género de utensilios,
ollas, cazuelas, platos, tinajas, tales cuales han menester para los usos
de casa. Sacan estas piezas tan bien figuradas, tersas y templadas como
los mejores alfareros. Las Encabelladas hacen loza más fina y delicada
que las Omaguas; pero son éstas más hábiles para piezas grandes, como
cántaros y tinajas. Unas y otras saben dar á la loza un barniz perma-
nente, vistoso y fino, de manera que se limpian las piezas con mucha fa-
cilidad .
Hasta aquí llega el gobierno económico de estas gentes. En todo lo de-
más sólo se ve el desorden, la behetría y confusión. La sujeción de unos
á otros en esta dispersión es ninguna, porque no reconocen señorío ni
tienen leyes de sociedad. Los hijos no se sujetan á sus padres, ni éstos les
dan alguna crianza. En manteniéndoles cuando pequeños, á que se ex-
tiende todo su cuidado, les dejan cuando pueden mantenerse por sí mis-
mos, sin pensar en corregir ó castigar sus excesos. Los maridos ruegan,
más que mandan á sus mujeres, ni éstas sufren imperios ú otro lenguaje
en sus maridos. No hay recursos para que se haga justicia, porque no se
observa entre ellos. Cada familia y cada persona de ella se atribuye á sí
misma una plena libertad para cuanto se le antoja, sin que piense nin-
guno en irle á la mano, porque todos se niegan á la menor sujeción. Cre-
cidos los hijos y las hijas, en llegando á casarse se apartan de sus pa-
dres, y los hermanos se separan unos de otros, acomodándose en sitios
más ó menos distantes según la mayor ó menor avenencia entre sí y en-
tre los parientes de sus consortes. Y es prueba de buena correspondencia
y amistad, cuando no se alejan unos de otros más de uno ó dos días de
camino. Los misioneros tenían por una avería ventajosa, cuando en sus
entradas y descubrimientos hallaban algunas familias así repartidas y
tan poco distantes unas de otras, especialmente en estos últimos tiempos
en que no había ya tanta gente como en los principios.
Dispersos los indios y vagabundos por los montes, fijan por lo regular
por poco tiempo su residencia en el sitio que mejor les parece. Porque
Libro II. — Capítulo III 69
fácilmente hallan motivo ó causa para nueva mudanza, aunque hayan
de hacer nueva casa, y plantar nuevas sementeras. Basta que se avecine
una familia aun de la misma nación á las cercanías, para abandonar el
sitio y alejarse enteramente, en especial si hay en ella algún soltero ó
soltera que cause alguna inquietud y dé ocasión de celo entre marido y
mujer. Basta también que en los contornos se halle algún indio que se
figuren les mira de mal ojo y que les pueda hechizar. Basta que no lejos
de sus campos descubran algunos rastros de gente no conocida ó de que
puedan temer; y aun sin esto, basta la muerte de alguno de la familia
para dejar la casa y escapar á otra parte á donde no les siga la desgra-
cia. Y como todos han de morir, fácil cosa es el conjeturar cuan estables
serán sus habitaciones. Parece que aun en sus mismas mudanzas quieren
ejercitar su libertad y dominio viviendo ya en una parte ya en otra, por-
que tienen por país y tierra propia todos aquellos montes, y así se lo re-
petían muchas veces á los misioneros, cuando entraban á ellos diciendo:
cestas tierras son nuestras, y nosotros podemos disponer de ellas sin que
ninguno nos lo pueda impedir.» De esta manera viven señores de sí mis-
mos, y con plena libertad para tomar satisfacción de cualquier agravio,
cuya pena, sea el que fuese el delito, no ha de ser menor que de muerte,
y sólo puede excusarla el no tener fuerza ó no hallar astucia para eje-
cutarla.
Aun aquel principal que reconocen como cabeza de la parcialidad,
está muy lejos de tener aquella autoridad que significa el nombre de ca-
cique, con que suelen llamarle los españoles. El es un mero capitán ó co-
mandante para sus guerrillas, y esto significa el nombre que le dan de
curaca en lengua Inga, zana en la Omagua, raitín en la Zamea, ejatain en
la Encabellada y acumerario en la Iquita. En lo demás no se le sujetan ni
le reconocen por superior, y con la misma facilidad con que se arriman á
uno, se apartan de él siempre que les parece; y se juntan con otro aun-
que haya sido contrario y enemigo. Son estos capitanes, por lo regular,
los más valientes y que se han hecho temer y respetar ó por su brío y
resolución en acometer á los enemigos, ó por su valor y animosidad en
defenderse cuando han sido acometidos ó perseguidos. Tal vez se alzan
con el nombre algunos brujos más insignes, á quienes temen como á due-
ños de su salud y vida, figurándose neciamente que al menor disgusto
que les ocasionen pueden consumir y aniquilar á todos á fuerza de hechi-
zos y brujerías. Aprehensión tan poderosa en los indios, que se deshacen
de cuanto tienen y aprecian por no disgustarlos. Si bien, como son mu-
chos los encuentros de la vida, tarde ó temprano vienen á pagar los bru-
jos sus embustes con la vida á lanzadas, en venganza de alguna muerte
que se les atribuye de alguno de la parcialidad.
En tanta independencia y libertad se miran sin disonancia los mayo-
res desórdenes, los vicios más bestiales y las costumbres más bárbaras,
corriendo impunemente hasta llegar á ser comunes y como naturales,
lío se aprecia la honestidad, no se guarda el recato que prescribe la na-
70 Misiones del Marañón Español
turaleza; no hay respeto que los contenga, ni hay freno que modere el
torrente de las pasiones de la naturaleza viciada. De donde nace que
tantos excesos vienen á parar finalmente en odios, disensiones y encuen-
tros y ninguno debe extrañar que hubiese entre aquellas gentes una con-
tinua guerra, conque unos á otros se perseguían y acaba'ban.
CAPITULO IV
DE SUS CASAMIENTOS
En los casamientos de los indios del Marañón no se ven aquellas for~
malidades que hacen un contrato claro, formal y expreso, pero no faltan
aquellas que parecen bastantes para fundar un consentimiento verdade-
ro de las partes, y para dar al matrimonio alguna firmeza según sus es-
tilos. El modo más ordinario es, que el pretendiente de alguna mujer
ponga por algún tiempo á la puerta de la casa donde vive la pretendida
un brazado de leña. Todas las tardes va el pretendiente al monte, recoge
la leña y la pone sin hablar una palabra en el sitio dicho. Los primeros
días afecta la mujer poco aprecio, y, sin darse por entendida, deja con
todo cuidado de recogerla hasta que se lo avisa la madre ó el padre ó al-
gún hermano mayor. Continúa el pretendiente en hacer la misma dili-
gencia á la hora acostumbrada, y poco á poco se insinúa ella, como algo
inclinada . Y cuando quiere darlo á entender espera al que la pretende
en el tiempo en que sabe ha de venir con la leña, y ve cómo la pone á la
puerta en su presencia, pero no le habla palabra. Esta demostración le
basta al pretendiente para llevarla ya todas las tardes algo de pesca en
una sarta, que deja colgada en la puerta sin decir palabra, ni á ella ni k
otra persona alguna. Dura, cuando menos, un mes entero esta asistencia
en cuyo tiempo se miran en público los pretendientes tan sin afecto, que
ni se hablan palabra, ni dan señal alguna de inclinación, aunque se en-
tienden muy bien y conocen cuando se quieren y hay esperanza de con-
cluir el casamiento.
Toca al padre de la novia, hermano mayor ú otro pariente cercano,,
explicarse por ella, y lo hace de esta manera. Manda un día entrar al
pretendiente en la casa, y le da una información de la que ha de ser su
mujer, diciéndole que la moza ha de ser mujer casera, que es hacendosa,
que sabe hacer bebidas, tejer pampanillas, hermosear brazaletes, for-
mar ollas y platos, que sabe cuidarse á sí misma y sabrá también cuidar
á su marido. El que ha de serlo, responde por sí mismo y se abona di-
ciendo: que es cazador, sabe pescar y trabajar, que no tiene pereza al
trabajo de hacer sementeras, cuidarlas y limpiarlas, que es valiente y
animoso, y puede mantenerse á sí y á su mujer, cuidándola y atendién-
dola en todo. Entre los Imaguas todo es al contrario; el padre de la moza
Libro II.— Capítulo IV 71
dice que es una mujer ociosa, inútil y que para nada sirve, pero el novio
la alaba y abona todas sus cualidades . A estas pláticas están presentes
todos los de casa, y á vista de todos, se levanta el pretendiente de su
asiento, y sin hablar palabra, pone en manos de la que ha de ser su mu-
jer, una sarta de abalorios para las pulseras. Ella se mantiene quieta,
con los ojos bajos, y vuelve el hombre á su asiento; se levanta, toma un
pilche de bebida y se lo da para que beba. Todo se hace sin chistar ni
pestañear de parte de los que contraen el casamiento, y así se acaba la
función, y no resta más que la última ceremonia ó formalidad que cada
nación ó parcialidad tiene diversa.
En algunas, acostumbran colgar una cama en medio de la casa, y
juntos todos aquellos á quienes toca en alguna manera la función, se
sienta primero en ella la mujer, vueltas las espaldas al asiento de los
hombres, luego se sienta el marido en la misma cama, al lado opuesto, y
vuelto de espaldas á la mujer. Estando los dos en esta postura, una de
las mujeres, más ancianas, toma un vaso de bebida y se le alcanza á la
novia, que volviéndose de medio lado, se le da al novio diciendo: «toma,
bebe». Recíbele el hombre diciendo: «beberé», y en efecto, bebe. Vuelve
el vaso, por manos de la novia, á la anciana que está esperando en pie,
y llenando segunda vez el vaso, vuelve á entregársele á la novia dicien-
do: «toma y bebe tú, como ha bebido tu marido». Recíbele la mujer, bebe
y entrega el vaso á la vieja. Otras naciones tienen el estilo de que el no-
vio mismo amarre y cuelgue la cama en medio de la casa, y se siente en
ella, manteniendo conversación con los demás hombres. En esto, la ma-
dre, hermana ó tía de la novia, que va á su lado, lleva de beber al novio
que, después de haber apurado el vaso, dice: «ya he bebido»; entonces
responde la madrina: « pues ésta es bebida que ha hecho la novia, que es
diestra en hacerla, y en adelante te la hará y beberéis ambos». Diciendo
estas palabras, hace que la novia se siente al lado del novio, y le encar-
ga que la quiera, la cuide y la alimente. Sí, haré, responde el marido, y
hacen que se entienden ambos. En otras naciones usan de otras formali-
dades, que vienen á significar lo mismo. Sólo añado, que los Ticuras con-
cluyen sus casamientos con una borrachera de dos ó tres días, y en el
último, salen todos bailando al rededor de las casas, llevando en medio á
los recién casados, que con esta función quedan ya declarados por tales,
sin que tengan libertad de separarse.
Hemos referido por menudo estas formalidades de los indios, para
que ninguno dude del valor de sus casamientos; pues claro está, que
cualquiera de las ceremonias, arriba dichas, que intervengan, son ver-
daderas señales del consentimiento. Y así, ellos mismos tienen á los ca-
samientos hechos con ellas, como autorizados y firmes, sin que pueda
faltar ninguno de los casados. Pero como son tan inconstantes, y á poco
tiempo se enfadan unos de otros, se apartan con facilidad á poca desazón
que entre sí tengan, pegándose á quien le parece mejor. Ni los ancianos
desaprueban tanto la separación antes de tener hijos, como después de
72 Misiones del Mar anón Español
tenerlos. Si la mujer, á quien dejó su marido, queda embarazada, se
venga después en la criatura, haciéndola matar recién nacida, ó ella
misma la entierra viva, cargándola de oprobios, por ser hija de quien la
dejó ó no mereció vivir con ella. Tanta es su rabia y despecho por verse
despreciada. Cuando los misioneros las afeaban tan bárbara crueldad,
respondían luego, que no tenían cara para tener en sus brazos ni criar
á sus pechos un hijo sin padre al lado, ni aguante para sobrellevar las
molestias que trae el mantener una criatura, sin la ayuda del que le ha-
bía engendrado. Pero la verdad era que querían librarse del embarazo,
para arrimarse á otro sin el estorbo, y pensaban así tomar venganza del
que las había despreciado.
Entre los Iquitos y Zameos había una práctica bien singular. Algunos
hombres tomaban á su cargo el criar una niña para que con el tiempo
fuese su mujer. Llevábala el hombre á su casa, y jamás la dejaba de su
lado á donde quiera que fuese; la llevaba en brazos á ella, le seguía en
las cazas, pescas y trabajos del campo. En suma, haciendo el oficio del
más amante padre ó madre más cariñosa, la iba criando á su modo, gus-
to y genio. No podía menos la niña de tomarle mucho amor, y al paso que
crecía se le inclinaba mucho más. Hizo esto disonancia á los misioneros,
y dieron á entender que no les agradaba el que desde tan tiernas las tu-
viesen consigo para el fin de casarse con ellas. Pero ellos no se aquieta-
ban, y hacían inducción de varios que teñían mujeres criadas á este
modo, cuyos casamientos eran los más firmes y duraderos, y aseguraban
que hasta que fuesen bien crecidas y de edad proporcionada, solamente
las criaban como á hijas, y que no pasaban del cariño propio de un pa-
dre. No les convencía esta razón á los padres, pero entre los gentiles disi-
mulaban lo que no podían remediar, y á la verdad el efecto mostraba
que por aquel medio tan singular, aunque tan peligroso, conseguían el
fin de hacer permanecer los matrimonios.
En estos últimos años llegó á un pueblo de las reducciones un indio
que venía del monte con una niña de seis á siete años, y se presentó al
misionero. Pensando éste que era hija suya, le pidió su consentimiento
para bautizarla. «Bautízala, dijo el indio, que yo también me bautizaré
después, y nos casarás cuando tenga más edad, como he visto que se han
casado hoy en la iglesia fulano y fulana.» «Mira, padre, añadió con
mucha precisión, ésta es ahora mi hija; poco después será mi hermana, y
cuando sea grande será mi mujer.» Con esta graduación se explicaba el
indio; y como lo dijo, se fué viendo con el tiempo que lo cumplió. Así for-
mó este gentil la mujer conforme á su genio.
Otros casamientos solían ser seguros y firmes; pero por otro camino
muy diferente, y al parecer opuesto. Eran éstos los que se hacían con
mujeres de nación distinta ó parcialidad enemiga, las cuales cogían des-
pués de matar á título de guerra á sus maridos ó padres en cuya compa-
ñía vivían. Traídas estas mujeres, tenían mucho que aguantar y sufrir
para avenirse con aquellos que habían quitado la vida á los que má
Libro II.— Capítulo V 73
querían, haciéndoseles á los principios intolerables la sociedad y vida
maridable con los mismos matadores. Pero al fin, con el buen trato que
las daban, y con la experiencia de ser estimadas tanto ó más que las de
la propia nación, cobraban amor y agradecimiento, y no saltaban fácil-
mente. Los casamientos que se hacian con el consentimiento de los
padres, eran generalmente los más duraderos, y los menos firmes y cons-
tantes los de los huérfanos, sin querer sujetarse ni fijarse sino después de
varias mudanzas; pero aun estos últimos, en llegando á tener hijos, eran
bastantemente firmes y permanentes.
La multitud de mujeres en los indios del Marañen no es tan común ni
frecuente como han querido dar á entender algunos que han escrito de las
costumbres de estas gentes. Es ésta una distinción y regalía de los caci-
ques, y no tan general que la tengan todos, aun antes de reducirse á la
fe. Raros de éstos mantienen dos ó tres ó más mujeres, no tanto por des-
ahogo ó pasión, como dicen ellos, cuanto porque cuiden de hacer la bebida
en la casa para los huéspedes que concurren. Pero mientras cría la una
á su hijo se arrima á la otra, y de ambos cuida igualmente el príncipe
sin denotar preferencia. De esta manera se avienen las dos fácilmente
en una misma casa, anda la una al lado de la otra y comen siempre jun-
tas. No se mete una con los hijos de la otra, y en la casa todos parecen
hijos de un padre y de una madre, sin hacer distinción de unos á otros. A
todos da el cacique de comer, y previene cama para dormir, que es el
todo de su providencia para la familia. En una ú otra nación se ve algu-
na semejanza de la ley del Viejo Testamento, que mandaba que murien-
do el primogénito sin sucesión, tomase el segundo á su viuda por esposa
para asegurar la sucesión. Porque muerto el cacique ó principal ó capi-
tán, entra el hermano segundo, á quien toca de suyo la dignidad, y se
casa con la mujer de su hermano, cuyos hijos, si los tenía, los adopta por
propios, aunque sea necesario dejar á su misma mujer y á los hijos que
haya tenido de ella.
CAPITULO V
DE LOS GEMELOS, CONTRAHECHOS Y DEFECTUOSOS
Dio mucho en que entender á los misioneros del Marañen, no ver en-
tre tantos gentiles algunos gemelos, contrahechos ó defectuosos. Y pare-
ciéndoles imposible tanta uniformidad en los partos y en la entereza é
igualdad de miembros entre tantas gentes, pensaban seriamente sobre la
causa de aquella novedad. Tardaron algún tiempo en descubrirla, por-
que el indio tira mucho á ocultar sus cosas y no suele bastar á descubrir
sus abusos la mayor vigilancia del misionero. Pero luego, hallaron los
primeros padres, cuando fueron adquiriendo práctica de las tierras, que
74 Misiones del Marañón Español
no se encontraban gemelos en ellas, porque los gentiles miraban aque-
llos partos como efecto de algún influjo del demonio. A la verdad, no cul-
paban á la mujer que daba á luz dos criaturas á un tiempo ni echaban la
culpa á su marido. Y aunque no sabían dar razón de dónde aquello pro-
viniese, pero reparaban en lo que veían, y como no era común, y lo raro
y singular entre ellos es cosa del demonio, á su malignidad atribuían el
parto de los gemelos. Por eso decían que el parto de dos era infamia de
la mujer y del marido, y que no se podía borrar hasta que la mujer no
tuviese un parto regular y ordinario.
Lo más común entre ellos, cuando nacían dos criaturas, era el matar
una de ellas, dejando á elección del padre cuál había de quedar con vida
y ser criada de su propia madre. No dejaban de disculparse en aquella
crueldad con la mucha molestia y trabajo de criar dos á un tiempo; pero
no era éste, sino el insinuado arriba, el verdadero motivo de deshacerse
de la criatura, y tal vez las mataban ambas si podían ocultar de algún
modo la causa de la infamia en que incurrían. Alguna otra nación quita
sin remedio alguno la vida á los gemelos de un modo bruto y bárbaro.
Porque juntas las dos criaturas y bien ataditas, las entierran vivas, no
sin haberlas golpeado para que mueran cuanto antes en la hoya ó gote-
ra en donde las sepultan.
En el año de 1752, en un pueblo de Encabellados, llamado de la Trini-
dad, desenterró el P. Manuel Uriarte, que olió esta crueldad, dos criatu-
ras así sepultadas, en el sitio donde caían las goteras de la casa, por el
mismo padre que las había engendrado y golpeado sus tiernos muslos.
Pero quiso el Señor, que había por ellas derramado su sangre, que las
sacase de la hoya todavía palpitando y con señales de vida, y adminis-
tróles el santo Bautismo y volaron al cielo con la estola de la gracia.
La nación Omagua tiene por crueldad el matarlas á sangre fría, y se
figura poderse librar de tan infame nota con un estilo que guarda en
deshacerse de una de las dos recién nacidas. Es muy curioso el modo, y
no puedo menos de referir tan singular extravagancia. Luego que algu-
na india ha dado á luz dos criaturas de un parto, previenen los de casa
una tinaja grande, de las que trabajan con más aseo y pintan con más
curiosidad. Dentro de ésta acomodan á la criatura sobre una porción de
algodón bien escarmenado. Pénenla por colcha un pedazo de manta pin-
tada, dejándole descubierta la carita para que pueda respirar. Cubren
después la boca de la tinaja con otra manta vistosa y bien atada que la
defienda del sol, aire y agua, con la precaución de hacer en la cubierta
ciertos agujeritos con arte y simetría para respiradero, á fin de que no
muera sofocada la criatura.
Dispuesta de esta manera la tinaja, la llevan como en procesión des-
de la casa de la madre á orillas del río con acompañamiento de algunos
jóvenes, que al son de un pífano y tamborcillo, van dando saltos y brin-
cos delante de la tinaja: alrededor de ella van bailando las mujeres, y los
parientes cierran la procesión vestidos de gala. En el puerto está prevé-
Libro II.— Capítulo V 75
nida una canoa en donde asientan la tinaja y la aseguran escrupulosa-
mente con cuerdas. Hecha esta diligencia, sacan la canoa tirada de otras
hasta la mitad del rio y la dejan llevar de la corriente. No hacen alto so-
bre el peligro de muerte á que exponen á la criatura, porque se figuran
que alguno de sus zumis (sacerdotes adivinos que creen tener comunica
ción con el demonio) la tomará á su cuidado y sabrá á quién ha de dar el
trabajo de mantenerla y criarla. Satisfechos de su providencia, vuelven
alegres y con algazara á dar noticia á la madre de lo que con toda dili-
gencia han practicado para que se consuele y atienda únicamente á la
otra criatura que le queda en casa. Las mujeres la consuelan amones-
tándola que en adelante procure parir como buena Omagua que, sin oca-
sionar molestia á los zumis, que no están para eso, sabe criar cada una
sus hijos. Y que no imite otra vez á los ratones, monos y otros animales
que paren á montones. Tanto disuena á estas gentes lo singular y raro,
que dan en tan necias extravagancias.
No para en esto la superstición de las Omaguas; hay también en este
caso una molesta é indispensable ceremonia que coje á todas las muje-
res. Al primer rumor que se esparce en la parcialidad de haber nacido
dos criaturas de un parto, se alborotan todas ellas y como sorprendidas
de un terror pánico de que se les pegue el contagio , sacan á plaza
todos sus utensilios, y á golpe de palo de ciego rompen ollas, quiebran
platos y hacen pedazos cazuelas, cántaros y tinajas, apagan el fuego,
echan al río tizones y cenizas, sacuden el polvo de los toldos, barren las
casas y varean muy bien la ropa de mudar: últimamente corren exhala-
das al río y con toda la ropa que llevan á cuestas se echan en el agua,
se chapuzan, se lavan con mucha prolijidad, y así purificadas, vuelven
á sus casas á mudarse, seguras de que no se les pegará la roña: toda esta
baraúnda ocasiona á las mujeres el parto de los gemelos.
Mantuvo esta superstición la nación Omagua con la mayor tenacidad,
y costó á los misioneros la industria y el trabajo de muchos años el arran-
carla, y no se consiguió del todo hasta que los viejos más tenaces de estos
abusos se fueron acabando. Después confesaban llanamente su ignoran-
cia, se reían de su simpleza y se avergonzaban de la necedad de sus an-
tepasados. Criaban con mucho gusto sus gemelos, y las madres agrade-
cidas los mostraban con alegría á los padres misioneros, como prueba
del mejor modo de pensar que debían á su enseñanza y dirección. Nunca
tiene más fuerza la razón que cuando está el corazón libre de vicios y
pasiones: y esta nación de Omaguas mostró no tener mal entendimiento
al paso que se fué haciendo cristiana.
Del mismo principio de inhumanidad y barbarie que no daba lugar á
los gemelos entre aquellas gentes, nacía el no verse entre ellas, ciegos,
mancos, tullidos y contrahechos. Algunos misioneros piadosos creyeron
á los principios que nacía esto del amor y cuidado con que criaban las
madres á sus hijos y de una particular providencia del cielo, que quería
librar á estos infelices de los trabajos que habían de padecer necesaria-
76 Misiones del Marañón Español
mente, entre unas gentes que ni se compadecen de cuitas ajenas, ni se
mueven de miserias, ni saben de obras de misericordia. Mas poco dura-
ron en estos piadosos sentimientos, porque luego se descubrió el execra-
ble abuso de padres y madres. Apenas veían una criatura recién nacida
con una falta natural que les parecía fealdad, al punto la condenaban á
muerte, y sin humanidad, compasión ni reparo, la enterraban viva. Esta
era la única y verdadera causa de no verse entre ellos algún contrahe-
cho ó defectuoso.
El P. Francisco Figueroa refiere, en un informe manuscrito, que las
mujeres Cocamas mataban con la mayor crueldad los hijos que les na-
cían contrahechos ó con alguna monstruosidad, lo cual hacían de un
modo que horroriza sólo el contarlo. Llevaban las mismas madres la
criaturita á la orilla del río y, cogiéndola por las piernecitas, la dividían
por medio, como tan tierna, de un fuerte tirón y la arrojaban, partida en
dos partes, á las aguas. De los gemelos dice que, reservándose uno para
criar á sus pechos, metían el otro en una cestilla abierta y la echaban
río abajo como á Moisés. Los Cocamas, ya reducidos á la fe, no podían
oír en paciencia la crueldad que se atribuía á sus mayores en el hecho
sangriento de partir los niños por el medio y de arrojarlos al río, y se
quejaban de algunos malignos y rivales que, en odio de su nación, habían
levantado esta calumnia y se la habían hecho creer al P. Figueroa. Tan
mal les asentaba, al confronto de la mansedumbre cristiana, la nota in-
fame de sus mayores, que pensaban cundía su mancha hasta los hijos y
nietos, por más que quisiesen lavarla.
La costumbre de matar á los defectuosos no hablaba sólo con los niños
recién nacidos, se extendía también á los adultos que, por alguna casua-
lidad ó desgracia, quedaban estropeados, ciegos, cojos ó mancos. En esos
ejecutaban la misma crueldad que en los niños, si no les contenía el
amor que con los años le cobraban sus padres ú otros allegados, ó tal vez
la resistencia que podía hacer la misma persona defectuosa, peleando
por su vida. No fué poco triunfo del celo y vigilancia de los misioneros el
haber podido desterrar este uso bárbaro, no sólo en los pueblos antiguos
de la misión, pero aun de los más modernos, en donde se veían ya tuer-
tos, mancos y cojos, con otras deformidades. En estos últimos tiempos se
criaba en una de las reducciones nuevas un niño sin piernas y sin manos,
rematando sus piernas y brazos en dos zoquetillos redondos y carnosos.
Pero tenía tantds gracias, que era el embeleso así del misionero como de
todo el pueblo. Con sus zoquetillos andaba, corría, jugueteaba y bailaba
con extrema ligereza á compás de los tonos que le tocaban. Cantaba
como un ángel; tanta era su gala y la suavidad de la voz. Leía mante-
niendo firme el libro y volviendo con sus zoquetillos las hojas con ligere-
za y expedición. Escribía no sólo llevando y asentando la pluma sobre el
papel, sino sacando los renglones tan derechos y de buen carácter, como
si nada le faltara. A todos los indios excedía en la prontitud y facilidad
de aprender de memoria las oraciones y el catecismo, que decía con una
Libro II.— Capítulo VI 77
pronunciación que cautivabca por su lengua limpia y tono de voz agra-
dable. Con tan buenas partes se merecía el cariño de todos, y parece que
la divina providencia había puesto este niño entre aquellas gentes tan
tenaces en sus errores y aprensiones, para que se desengañasen viendo
con sus ojos lo descaminados que andaban en sus juicios, preocupaciones
y extravagancias.
CAPITULO VI
DE LA SUPERSTICIÓN MÁS PERJUDICIAL DE ESTA GENTE
Y DE LOS HECHICEROS, ADIVINOS Y CURANDEROS
Están puestos los indios del Marañón en otro error y abuso más per-
judicial que los antecedentes, así por ser causa de muchas muertes,
como por haber sido siempre uno de los principales impedimentos á su
reducción y á que vivan juntos en los pueblos. Se puede decir franca-
mente que no hay nación alguna de cuantas se han descubierto en las
misiones, que no viva en la persuasión extraña y porfiada creencia de
que no hay muerte natural. Ellos ven con sus ojos que muere el chico y
el grande, el joven y el viejo, porque al fin mueren como en todas par-
tes, de todas edades. Y sin embargo de esto, todos sin exceptuar á nin-
guno, mueren á su parecer hechizados, ó de muerte violenta, porque se
figuran que si no les mataran á lanzadas sus enemigos ó con hechicerías
los brujos y hechiceros, vivirían hasta una vejez muy decrépita, y aca-
barían de vivir por pura vejez ó podredumbre, como caen de puro po-
dridos aquellos árboles que no tienen la suerte de ser cortados con sus
hachas ó de ser derribados de algún huracán furioso. Apoyan éste su
juicio errado con el que hacen de los animales terrestres , de las aves y
de los peces, que á su modo de pensar tendrían vida muy larga, si no se
persiguieran unos á otros, ó no los consumieran los hombres. De aquí
nace que no reparan en andar al sol, al aire, al agua, ni á otras incle-
mencias del tiempo, y si se resguardan algo ó se defienden de estos con-
trarios, lo hacen solamente porque les incomodan, desazonan y mortifi-
can, no porque teman de ellos algún daño á su salud. Echanse á dormir
frecuentemente á cielo descubierto y en sitios cenagosos ó en lugares
cercanos á lagos pútridos; vánse á bañar sudados, y lo que es más, con
calenturas ardientes y malignas. Y siendo tan natural la destemphinzay
alteración de humores en su poco resguardo y ningún cuidado, contraen
enfermedades frecuentes por sus muchos disparates, y se agravan y
hacen incurables las contraídas.
Lo extraño y raro es que, siendo muchas veces clara la causa de su
enfermedad, y aunque sea solamente un dolor de cabeza ú otra leve in-
disposición, luego empiezan á cavilar sobre quién les hechizó, si será
78 Misiones del Marañón Español
éste, si será aquél, si el otro, y con la variedad y confusión de pensa-
mientos se consumen de melancolía. Lo más ordinario es atribuir el he-
chizo que suponen cierto á algunas de las naciones ó parcialidades con-
finantes. Bien que no pocas veces lo atribuyen á algún viejo de la mis-
ma parcialidad. Basta que el enfermo ó la enferma tenga una cierta
aprensión de que fulano ó zutano le miró en cierta ocasión de mal ojo, ó
que pudo resentirse de alguna acción suya, para que se veguen de él los
parientes del miserable paciente, como causa que suponen del hechizo ó
fascinamiento. Ni aun es menester tanto; un vano ofrecimiento que le
venga á un yerno ó nuera de que su suegro quiere hacer el daño de qui-
tarle su consorte, no repara en atribuirle la muerte. Es lance repetido
más de una vez en aquellas misiones.
Mas si el enfermo se descuida en explicarse á quién atribuye la muer-
te, el padre, la madre, marido ó hermanos se echan encima luego sobre
él, para que descubra quién le ha hechizado ó sido causa de la enferme-
dad. Sucede no pocas veces que el pobre no sabe á quién atribuir el mal-
y se excusa diciendo que á nadie ha dado ocasión de que le haga tanto
daño, ni se ha visto en lance de disgustar á ningún hechicero. No que-
dan satisfechos ni se aquietan los parientes, preguntan y repreguntan al
infeliz sobre el hechicero con tanta porfía y terquedad, que á veces le
molestan más con sus importunaciones que la enfermedad misma. Así
respondió una indiecita de catorce á diez y seis años á su misma madre,
la cual mientras el misionero trataba de disponerla para la muerte, ins-
truyéndola para el Bautismo en aquella hora, se introducía frecuente-
mente y la importunaba y apretaba á que declarase quién la había he-
chizado. Apurada la niña de tanta importunidad y loco empeño: déja-
me—dijo—madre, que me molestas más con tus preguntas que el mal
que tengo. Yo quiero bautizarme para morir como cristiana, y no tengo
otro consuelo que oír al padre que me enseña y me dispone. Poco faltó
para que la madre furiosa, y echando fuego por los ojos, no acabase de
matarla. Irritada como una fiera, la cargó de baldones, la amenazó de
dejarla sin enterrar y llorar, y á mí mismo, dice el padre Martín Iriarte
en sus apuntaciones, casi me echó á empujones de casa. Siempre fueron
los viejos y viejas terquísimos en dejar sus antiguas supersticiones, que
no se desarraigaban de todo punto en los pueblos, hasta que los niños
criados al lado de los misioneros llegaban á tener autoridad y mando.
A esta persuasión común á todas las naciones, dan motivo los mismos
que se jactan de brujos y de hechiceros, que por hacerse temer y respe-
tar de aquellas pobres gentes, les amenazan francamente con el hechizo,
si no condescienden á sus peticiones ó si les quieren hacer algún agravio
ó desaire. Engañados los indios, los respetan y les conceden cuanto piden
por temor del daño con que amenazan, juzgando que pueden cuanto afec-
tan. Los brujos más advertidos y más habladores sobresalen en sus arti-
ficios y saben hacer creer que comunican con el demonio, que éste les
ayuda, y que con su influjo quitan á quien quieren la vida, causan enfer-
Libro II.— Capítulo VII 79
medades y ocasionan otros daños. Pero en realidad, bien examinados y
tanteados de los misioneros no exceden todas sus artes los límites de unos
solemnísimos embusteros, que con la arrogancia en las palabras y con la
afectación en los gestos y meneos, tienen atemorizadas las gentes.
Hubo dos de éstos muy famosos entre los demás por estos últimos tiem-
pos. El uno en el partido de la misión de Ñapo, llamado Marcial, y el
otro entre la nación de los Omaguas. Quiso Dios que á los dos los ganasen
finalmente los misioneros. Bautizados, confesaron luego llanamente que
todo cuanto hacían y daban á entender poder hacer con la virtud del de-
monio, era un puro embuste y verdadera maraña con que buscaban su
interés. El de Ñapo dijo, en particular, que había deseado muchas veces
matar á varías personas por vengarse de ellas, y que por más diligen-
cias que había hecho, jamás había conseguido su intento, que á la ver-
dad, le tenían por famoso hechicero, pero que se había alzado con la
fama, con amenazar á todos francamente y no mostrar miedo á ninguno
en lo exterior, aunque en lo interior quedaba con tanto miedo como otro
cualquiera de que le hiciesen daño; que se había metido en el oficio por
haber observado que no había personas entre ellos ni más temidas, ni
más respetadas. «Somos también, añadió Marcial, los hechiceros muy
«atendidos y gratificados por ser los únicos curanderos á quienes acude
»la gente en sus enfermedades. De manera, que por sanos y por enfermos
ȇ todos los tenemos embaucados, y para esto sirven los embustes, en que
»yo he sido tenido como por maestro de todos, porque además de haber
«aprendido lo que otros usaban, he inventado ya otras muchas marañas
»de engañar á la gente.» Esto confesó el otro hechicero de Ñapo, que era
el terror de la tierra. En donde se ve que, por lo regular, no tienen pacto
oon el demonio, como pensaron muchos, sino que son unos pobres hom-
bres algo más despejados que los demás, á quienes envuelven y atemori-
zan con sus aspavientos y mentiras.
CAPITULO VII
PROSIGUE LA MATERIA DEL CAPÍTULO ANTECEDENTE
No hay nación alguna, ni aún parcialidad en la misión, que no tenga
brujos y embusteros, y éstos mismos tienen también la plaza de adivinos.
Como los indios son naturalmente curiosos, tímidos y suspicaces, les con-
sultan frecuentemente, si les sucederá ésto ó les acontecerá aquello.
¿Por qué causa les vino tal desgracia? ¿Quién dio motivo á la epidemia ó
calamidad? y otras cosas á este modo. Para responder los adivinos, tie-
nen varios estilos según el genio de la nación. En unas se retiran antes
de responder, á ciertas chozas que tienen para este efecto dentro del mon-
te, en donde dicen ellos á la gente que ayunan, invocan al demonio y le
80 Misiones del Marañón Español
aprietan con sus conjuros y ensalmos para que venga á parlarlos y des-
cubrirles lo que pretenden saber. Entre tanto que el adivino está retira-
do tratando con el demonio, no se atreve ninguno á acercarse á la choza
porque les hacen creer que se enoja el maligno y los matará sin falta: lo
más á que tal vez se atreve algún indio es á atisbar desde lejos al adivino
y sólo llega á entender que grita, que habla mucho y que hace ademanes
de hombre que se afana. Si sale el brujo de la choza para alguna necesi-
dad, mira primero á todas partes por si lo observan, corre como atolon-
drado y vuelve del mismo modo gritando, si le pueden oir, que ya viene,
que esperen, que no se vayan. Al cabo de algunos días vuelve flnalmen-
mente á su casa y comunica á los interesados lo que el demonio le ha di-
cho en su retiro, que por lo común, es alguna cosa contra sus enemigos ó
contra quienes están dispuestos los consultores á creer fácilmente que
han sido causa de los daños. Y si esta respuesta no les parece bastante
en las circunstancias, da otra dudosa y que tenga varios sentidos para
reservarse el derecho de interpretarla á su modo, conforme á lo que el
tiempo descubriese.
En otras naciones se destina una noche entera para la adivinación.
Para este efecto señalan la casa más capaz del contorno porque ha de
acudir mucha gente á la función. Disponen bancos por un costado de la
casa para los hombres y dejan desembarazado todo lo demás para las
mujeres. El adivino cuelga su cama en medio ó hace su palco ó tabladi-
11o y pone al lado un infernal brebaje, que llaman ayaguasca, de singular
eficacia para privar de sentido. Hácese un cocimiento de vejues ó hierbas
amargas, que con el mucho hervir ha de quedar muy espeso. Como es
tan fuerte para trastornar el juicio en poca cantidad, la prevenida no es
mucha, y cabe en dos pocitos pequeños. El hechicero bebe cada vez una
pequeñísima poción, y sabe muy bien cuántas veces puede probar del
cocimiento sin privarse de juicio para llevar con formalidad la función
y regir el coro, porque todos responden á la invocación que hace al de-
monio.
Dispuestas así las cosas, toma su asiento el adivino en medio de los
hombres y á vista de todos echa en un vasito pequeño del cocimiento pre-
venido y bebe una ó dos veces sin hablar palabra. A poco tiempo hace
operación el ayaguasca, empieza á calentarse y da principio á una can-
tinela con estas palabras: T'iña caie, viñare caie. Que en su lengua es lo mismo
que; empieza la función de adivinar. Todo el coro responde de la misma manera, di-
ciendo: viña caie, viñare caie, y lo mismo debe hacer en las invocaciones que
se siguen repitiendo todas las palabras del adivino, el cual prosigue:
«Achaje, achaje, oye. oye: Bevarachaje, revaachaje, oye bien, oye bien. Baige, raige:
ven luego, ven luego. Panzi cagi, panzi cagi: no haré lo que me mandas, no haré lo
que me mandas.» Todos quedan pasmados y llenos de temor pánico al oir
estas últimas palabras, pensando que está enojado el demonio. Pero el
adivino, que sabe bien que no tiene por qué temer, hace mano del co-
cimiento y bebe otra vez, diciendo: Acha coegi acha coegi: no quiere oir, no
Libro II.— Capítulo Vil ^1
quiere oir. Míranse unos á otros espantados y temblando de miedo. Repite
muchas veces el embustero las mismas palabras, y empieza un murmu-
llo entre la gente en voz baja y temerosa de lo que sucederá. Cuando el
hechicero ve al auditorio bien clavado y poseído del miedo, da un grito
diciendo: Acharibi, acharibi, oirá, oirá, y queda la gente consolada y con
buenas esperanzas.
Recobrados todos del susto con la promesa del adivino, bebe éste otra
vez y carga más la mano; transportado casi enteramente, empieza como
loco y furioso á gritar, parlar sin concierto y hacer ademanes y visajes,
hasta que cae redondo en la cama ó tabladillo; todo lo que dice cuando
está ya privado lo tienen por oráculo, porque piensan que el demonio ha
llevado consigo el alma del adivino, y que es sola la boca la que habla
por arte del diablo. Si se queda dormido le guardan con mucho cuidado
el sueño, y en volviendo en si, le preguntan con ansia qué noticias trae,
qué nuevas les da; que les anuncie lo que ha entendido. Este es el tiempo
que esperan los embusteros para hacer sus misterios y ponderar cuánto
les cuesta el darles gusto. Cuentan entonces las visiones que han tenido
y las inteligencias á que ha llegado el alma, después de tanto trabajo.
Dicen lo que se les antoja ó lo que habían pensado, pero con reserva,
confusiones y artificio, de manera que siempre se verifique la predicción,
venga lo que viniere. En esto para la temerosa función de adivinar, cuya
ciencia se reduce á emborracharse, tener cara para mentir desvergon-
zadamente y hallar arte para descifrar á su modo los enigmas, lo cual
no es ciertamente difícil entre aquellas gentes rudas y bozales.
De la misma calidad son las mañas y los embustes de que se valen
para ejercitar con arte y aprobación el oficio de médicos ó curanderos.
Acuden á ellos las pobres gentes y les llaman en sus enfermedades con
una persuasión y confianza cierta de que, si quieren curarlas, lo pueden
hacer fácilmente. Los modos que tienen de curar estos embaucadores son
varios. Unos, por decirlo así, solemnes y extraordinarios, en que cuesta
mucho más la cura; otros simples y ordinarios, en que con poco se con-
tentan. Los solemnes y extraordinarios requieren las funciones noctur-
nas, propias de la adivinación de que acabamos de hablar. Acabada ésta
viene al amanecer del día el adivino que hace ahora de curandero á la
casa del enfermo, y trae consigo en la mano un pilche de agua sobre el
cual ha hecho ya sus exorcismos, ensalmos y conjuros. Pénese pegadico
al enfermo, de cuclillas y con el vaso en la mano, repite sus conjuros
entre dientes sin que se le perciba sino tal cual palabra en su idioma, que
equivale á estas: vete de aquí, sal de aquí, déjale libre. Así habla con la en-
fermedad y la conjura. Hecho esto, aplica los labios á la parte lesa y á
veces por todo el cuerpo del enfermo, chupa con fuerza hacia arriba
como quien saca la enfermedad, y volviendo la cabeza á un lado escupe
con fuerza en ademán de quien echa de la boca lo que ha sacado del
cuerpo.
El simple y ordinario es llegar con el agua conjurada adonde está el
6
82 Misiones del Marañón Español
enfermo, ponerse de cuclillas, repetir el conjuro, chupar al modo dicho
y dar á entender que echa á soplos por la boca la enfermedad que ha sa-
cado del paciente. En esta última ceremonia está lo sustancial de la
cura, y el arte del buen médico ó curandero; por lo cual usan de varios
embustes y marañas con que se engaña la gente. Unas veces meten en
la boca antes de entrar á la cura varias piedrecitas menudas que reco-
gen de los riachuelos; otras meten unos trocitos de plátanos ó de raíces
duras y asadas, tal vez pican y hacen un gigotillo de huesos de aves, ó
de las espinas de peces, y aun previenen allá á sus solas cabellos de di-
ferentes colores, ya negros, ya bermejos, ya blancos de canas de algún
viejo.
Estas cosas ó las meten de antemano en la boca, ó las encajan en ella
con grande ligereza y disimulo, cuando van á chupar, y las echan con el
soplo de manera que lo vean con pasmo y admiración los de casa, por-
que queden persuadidos que ha salido el hechizo con la virtud y eficacia
del conjuro. Por última diligencia de la cura debe beber el enfermo el
agua que el hechicero lleva prevenida con que le hace creer que no sólo
queda bien curado, pero aun preservado en adelante contra todo male-
ficio.
Pero es bien extraño y singular que no caigan los indios en cuenta de
los embustes y embelecos de sus curanderos, viendo como ven continua-
mente que todas estas ceremonias no alivian al enfermo, que prosigue la
enfermedad, que se agrava y muere finalmante el miserable. Más difícil
de entender es cómo puede caber en aquellas cabezas la satisfacción y
contento que tienen de estar curado el enfermo, mientras no le ven mo-
rir, con el juicio que inmediatamente forman de que le ha muerto el
mismo hechicero, á quien muchas veces quitan rabiosamente la vida
atravesándole á lanzadas. Tampoco deja de causar admiración el que
los hechiceros emprendan esta carrera de médicos, sabiendo muy bien
que los más de ellos vienen á morir desastradamente en las puntífs de
las lanzas. Parece que les bastaba el ser tan aborrecidos de las gentes,
como lo son por sólo el nombre de hechiceros, para no entrar en otra
nueva carrera tan peligrosa y arriesgada de curanderos. Porque las ma-
dres continuamente aconsejan á sus hijos que huyan cuanto puedan de
los brujos, y los niños corren y se esconden cuando los descubren de le-
jos. Lo mismo encargan los maridos á sus mujeres que no se pondrán ja-
más delante de ellos si están embarazadas . Por esto el mayor apuro que
puede suceder á una mujer es verse solicitada de algún hechicero, por-
que si condesciende, queda, á su parecer, hechizada; si se niega, no duda
que se vengará de ella haciéndola grave daño. En medio de todo esto,
son muchos los que se dan á tan odiosos y peligrosos oficios; porque la
vanidad de ser respetados, aunque por miedo y temor, y el interés de ser
bien gratificados, les arrastra y saca del poco seso que tienen. Además
de que algunos por este camino llegan á ser nobles y aun al oficio de ca-
ciques ó capitanes.
Libro II. —Capítulo VIII
CAPÍTULO VIII
DEL MODO QUE OBSERVAN EN DECLARAR LA NOBLEZA
Por rústicos y brutos que sean los indios del Marañón, no dejan de ha-
llarse algunas familias en que reconocen las demás cierta distinción y
superioridad, que podemos llamar nobleza, por conservar un aire seño-
ril que les concilla mayor estimación y aprecio. Será difícil que un joven
ó una como señorita de esta clase superior case con quien no sea igual en
la estimación de las gentes, ni los ancianos á quienes toca el ajustar los
casamientos de los nobles vendrían en ello fácilmente. Descubrióse esta
superioridad y preeminencia de familias en cuatro naciones de las misio-
nes más nuevas, que son los Cavachis, los Ticunas, los Pevas y los Oma-
guas. Todas cuatro tienen sus ceremonias y disponen sus funciones para
declarar solemnemente la nobleza de los niños y niñas de las familias
distinguidas, y todas ellas se practican, según su costumbre, con borra-
cheras. Los Ticunas y Cavachis arman sus borracheras de dos y tres días
con sus noches, y al fin de ellas salen bailando y los ancianos llevan en
medio á los pretendientes gritando que aquéllos y aquéllas son de la raza
de los principales de la nación.
De más aparato es la función entre los Omaguas, y es mucho mayor
la solemnidad con que se ejecuta, y así merece ser explicada con algu-
na distinción. Los padres del niño ó niña que pretende la nobleza (la cual
se suele dar á dos ó tres á un tiempo), previenen un banquete con varie-
dad de peces, abundancia de cacería y gran cantidad de bebida. Hacen
su convite á todos los indios del contorno para un día determinado, en
que concurren hombres y mujeres vestidos de gala. El padre del niño ó
niños va recibiendo á los que van llegando; y la madre, con algunas
otras mujeres que le ayudan á repartir la bebida, les da la bienvenida
con un pilche de bebida que las pone en las manos, diciendo: ¿Vripa ene?,
que quiere decir: ¿ Vienes tú?, y equivale á nuestro seas bien venido. Toma la
bebida el que llega, y corresponde diciendo: UH ta. Yo vengo. Los hom-
bres van tomando sus asientos en dos ó tres hileras de bancos prevenidos
á lo largo de la casa por uno y otro lado, de manera que por el medio se
pueda andar con todo desahogo. Las mujeres se van acomodando sobre
ciertas esteras puestas á los dos extremos, de modo que se mantienen se-
paradas de los hombres.
En otra casa vecina á la de la función están dispuestas unas andas
enramadas y vistosas, y en ellas se acomodan sentaditas las criaturas
cuya nobleza se va á publicar. Los niños deben ir vestiditos de una cus-
ma ó bata nueva curiosamente pintada; y á las niñas deben de poner las
84 Misiones del Makañón Español
madres una nueva y primorosa pampanilla y una como manta ricamen-
te aderezada, que prendida de los hombros cubre todo el cuerpo. Unos y
otros traen en la cabeza una corona ó guirnalda de plumas bien distri-
buidas de varios colores de gusto. Antes de salir los candidatos en sus
andas, salen seis ú ocho mocitos vestidos de danzantes con cascabeles, y
al son de un tamborcillo ó pífano van danzando y haciendo sus mudan-
zas á compás. Detrás de éstos salen cuatro mujeres con mantas largas
muy pintadas y unas varas altas emplumadas en las manos. Siguen en
sus meneos el tono de otra mujer que va dando golpes con una maza de
caucho sobre un remo que mantiene en la mano izquierda á la boca de
una tinaja que lleva colgada como tambor. Por último van las andas en
que están sentados los pretendientes, y las llevan las personas que piden
la mayor ó menor carga.
Al entrar los niños con este acompañamiento en la casa principal, ca-
llan todos y se mantienen sin chistar hasta que den vuelta las andas por
detrás de la casa. Entonces, una mujer anciana que venía entre las dan-
zantes, manda parar á los que llevan las andas, y, puestas en el suelo,
hace saltar en tierra á los que van en ellas. A cada uno de los chicos ó
chicas toma de la mano su padrino ó madrina y la lleva delante del zana
ó principal, á quien una doncella presenta al mismo tiempo unas tijeras
en una palangana. El zana corta con ellas á los candidatos la punta del
cabello y las pone en la misma palangana. Hecha esta ceremonia, el pa-
drino ó madrina lleva á los chicos á su asiento y les corta de sobrepeine
todo el pelo. Sírvese entre tanto, segunda vez, la bebida á los que están
sentados en los bancos, y compuesto ya el pelo son presentados otra vez
los niños al zana, que levantándose de su asiento y llevándolos por de-
lante, los va mostrando á los indios, diciendo á cada uno estas palabras:
Aiquiana ene zana, que quiere decir: Este es tu señor. Mientras el zana da la
vuelta por todos los asientos y los indios reconocen á sus nobles, los dan-
zantillos se hacen rajas á bailar al son del pífano y tamborcillo, y al son
de la tinaja con la maza y el remo danzan también las mujeres de las
mantas largas.
Con la presentación de los nuevos señoritos hecha por el principal,
se concluye lo sustancial de la función, que llaman üsciumata, que viene
á ser lo mismo que hacer publicar. Sigúese inmediatamente la comida, que
sirven las mujeres en fuentes grandes, poniendo en cada una lo que co-
rresponde á cuatro ó seis de los que están sentados, y van tomando de lo
que gustan. Empieza la comida por plátanos y yuca cocida, que es su
pan ordinario, como veremos. Luego van poniendo varios platos de ca-
cería y los mejores peces que conocen en aquellos ríos, todo con abun-
dancia y ostentación, conforme á sus estilos. Sírvese frecuentemente la
bebida en pilches muy curiosos que, acabada la comida, prosigue hasta
que se hace de noche. No se experimenta en esta función de los Oma-
guas, que desde luego mostraron alguna idea, aunque obscura, de poli-
cía, aquellos desórdenes que suceden comúnmente en las borracheras de
Libro II.— Capítulo VIII 85
los indios del Marafión, y aun acaso de esta sola función, se podrá veri-
fícar en algún modo lo que escribieron algunos, dando á entender á la
Europa que las borracheras de aquellos indios tienen una semejanza de
asambleas. Mas están tan lejos de ser tales, que con más propiedad se
pueden llamar zahúrdas de puercos, conventículos de iniquidad y sentina
de vicios. Hablo en boca de un misionero que trabajó, por más de veinte
años, con aquella gente, é hizo cruda guerra á sus borracheras, como á
raíz de los más vergonzosos vicios que experimentaba en los indios.
Dice, pues, de esta manera: «Rarísimas son las naciones que no sean
dadas á la embriaguez. No se verá, es verdad, un borracho, que por pa-
sión á la bebida se prive del juicio, bebiendo sólo y sin compañero, como
sucede en muchos dados al vino y al aguardiente; pero esto no prueba
más que la falta de ocasión de beber; porque teniéndola no la excusan.
Todos sus regocijos, festejos y alegrías se reducen á funciones de borra-
cheras, ármanlas, según los estilos de la nación, más ó menos solemnes,
y más ó menos duraderas. Naciones hay que pasan días y noches y aun
semanas enteras en borracheras, bebiendo continuamente sin comer ni
aun pensar en ello. Son diestrísimos en hacer varias especies de bebidas
del maíz, de los plátanos, de la yuca que les sirve de pan y bebida
usual y ordinaria, saben disponer bebidas tan fuertes, que no hay ca-
beza que resista á su fuerza y actividad. Déjanla fermentar por varios
días, y al cabo de ellos, basta sólo el tufo para trastornar una cabeza
menos fuerte. Fuera de esto, usan algunas naciones de otras raíces de
singular virtud para el efecto de privar del sentido. Los Zameos usan de
Chaburaza, y los Zurimaguas mezclan hongos que se crían en árboles caí-
dos, con cierta especie de telilla colorada, que suele estar pegada á
troncos podridos. Es sumamente cálida esta telilla, y no hay bebedor que
no caiga con su bebida, á tres pilches. Tanta es su fortaleza, ó por me-
jor decir, su veneno.
Al principio de sus bebidas, tienen siempre la costumbre de sentarse
los hombres separados de las mujeres; mantiénense así mientras están
algo despejadas las cabezas. Empieza luego el baile, con algún orden y
concierto; pero como prosigue la bebida, y ésta, con los movimientos del
baile, se sube más á la cabeza, á poco tiempo se mezclan todos, hombres
y mujeres, y como en pelotón, van dando vueltas sin saber lo que se ha-
cen. Rendidos, por fin, á la fuerza de la bebida, aquí caen unos, allí
otros y todos quedan tendidos por el suelo, lanzando bebida y arrojando
bascosidades de sus cuerpos, hasta quedarse dormidos unos sobre otros.
No hay en estas juntas otra moderación que la que guardan las mujeres
que reparten la bebida, y tal cual madre que, por tener á los pechos
alguna criatura, se abstiene de la bebida, por no exponerla á peligro.
Estas son las asambleas de los indios, que celebraron algunos, movidos
sin duda de lo que oyeron y no de lo que vieron con sus ojos. En ellas,
como hemos visto, ni reina la moderación ni se ve cosa alguna buena,
sino el que no empiezan los desórdenes hasta que se calientan con la
86 Misiones del Marañón Español
bebida. También se ha de hacer justicia á los Iquitos y Encabellados,
que jamás han sido dados al vicio de la embriaguez, y sólo acostumbran
tomar bebidas dulces y ligeras, que no hacen daño á la cabeza.
CAPITULO IX
DE SUS ARMAS T GUERRAS
Las armas que por la mayor parte usan estas naciones , son lanzas y
dardos de palo duro que manejan á golpe de puño. Los Gibaros las jue-
gan con dos manos, por ser grandes y no poderlas sostener bien con una
mano. Los Encabellados usan de unas hojas puntiagudas de una caña
muy recia que llaman guadua, anchas como cuatro dedos, y largas como
palmo y medio, con el filo bien aguzado por los dos lados. Asegúranlas
muy bien en un palo de chonta muy fuerte que va estrechándose de ma-
yor á menor hasta la punta, y con este peso recibe mejor el impulso. Tal
vez las arrojan á cosa de diez pasos , pero por lo regular las clavan á
puño. Los Iquitos, Ticunas y Pevas, pelean con unas lanzas de palo colo-
rado que rematan en puntas de agujas, ó de madera tan fuerte como el
hierro. Tienen algunas de estas lanzas puntas por los dos extremos y
pueden causar estrago en el mismo que las arroja , como sucedió en los
últimos años á un iquito; porque, atravesando con una de las puntas á un
jabalí que perseguía en el monte, furioso el animal con la herida, revol-
vió contra el indio y le atravesó por la ingle con la otra punta, quedando
el hombre y la fiera tendidos en el monte con una misma lanza. Otras
naciones se valen de lancillas arrojadizas del tamaño de una baqueta de
escopeta, envenenadas ; y para esto las llevan metidas por la punta en
ciertos canutillos unidos entre sí. Acomodan en cada canuto seis ú ocho
lancillas, y como llevan muchos unidos entre sí, tienen prevenido gran
número de baquetas para menudear en sus guerras.
Los Mainas cimarrones ó montañeses usan de flechillas envenenadas
que arrojan por cerbatana, arma fatal y de estrago inevitable por el di-
simulo con que se juega. Viene á ser la cerbatana, ó como llaman ellos,
bodoquera, un cañón de madera que remeda el de una escopeta ó trabuco.
Socavan dos palos bastantemente gruesos y bien unidos entre sí, los vis
ten y ciñen de unas varitas flexibles y fuertes como el bramante. Dan
después á todo el cañón por la parte de fuera un barniz ó goma que lo
asegura más y no permite respiradero. Metida dentro la flecha, soplan
con violencia y aliento por un extremo del cañón y sale por el otro la fle-
cha envenenada, con fuerza bastante para hacer presa en el hombre ó
animal á quien apuntan. Si llega á sacar sangre, ya queda envenenada
la persona ó bestia y logra el indio su tiro.
Libro II.— Capítulo IX 87
Entre los venenos que usaban los indios en la misión , el más fino , ac-
tivo y celebrado, era el de los Ticunas, cuyo secreto solo llegaron á en-
tender los Pevas, Zavas, naciones confinantes. Hacíanlo de más de treinta
hierbas, frutos y raíces, que buscaban en el fondo de ciertas lagunas. De
todos estos simples hacían un cocimiento con tanto cuidado y arreglado
á su receta, que no faltaban en la menor advertencia, porque el más li-
gero descuido bastara para impedir la eficacia del veneno. Hecho ya el
cocimiento, parece á la vista triaca de Europa, y cualquiera le tuviera
por tal, si alguna mayor espesura y el olor ingrato que despide no diese
á entender que es cosa diferente. Es tanta la actividad de este veneno,
que untada la punta de la saeta con sólo un adarme de la confección re-
ciente, mata á una gallina en un minuto si llega á tocar su sangre. Si no
está reciente el veneno (pues dura muchos anos), no es tan ejecutivo,
pero tampoco tarda en causar el efecto. El P. Xavier Veigel, en una his-
toria manuscrita de varias cosas de Mainas, asegura que una saeta un-
tada de catorce meses con este veneno, mató á presencia suya en medio
cuarto de hora una gallina. Es rara la antipatía que tiene con la sangre
que, tocada del veneno, se retira toda al corazón, y el primer efecto que
causa en la bestia herida, es un deliquio al cual se sigue la muerte cau-
sada de la sofocación, echando la bestia sangre por oídos y boca.
Sin embargo de esto, los indios tienen poco reparo en tocar el veneno
cuando lo hacen, y después de hecho, como no tengan en las manos al-
guna cortadura por donde asome la sangre, tampoco reconocen peligro
en meterlo en la boca, si está firme la dentura y no sangran las encías.
Y lo más es que tragado en poca cantidad, no hace daño si no encuentra
algún intestino lisiado; pero en cantidad notable, es mortal si no se aplica
luego el antídoto, que es una buena porción de azúcar y de sal deshecha
en agua, y en falta de esto, la orina ó excremento, que libra también de
la muerte, cuando está reciente la herida de la fiecha envenenada. Y
esta parece la causa de que no haga tanta impresión este veneno en los
puercos, en especial si han comido poco antes de aquellas inmundicias.
Los efluvios del caimán y de la tortuga de tierra impiden también la efi-
cacia, y basta el humo de estos animales cuando los asan, para que la
confección hecha en el mismo fogón ó cocina no tenga fuerza ninguna.
Aunque este género de veneno parece inficionar en un momento la san ■
gre del ave que muere tocada de él; mas la caza se come sin peligro,
apartando, como sucede á las veces, con el tenedor la punta de la saeta
que viene en el plato, y comiendo lo demás. Es una providencia bien
particular del cielo que los indios de la misión no usen del veneno unos
contra otros, sino contra la caza, porque en breve se acabarían los pue-
blos si se les antojara valerse de ello. Están en la persuasión de que el
que usa del veneno contra el prójimo pierde toda la provisión que le
queda en casa, y se le hace inútil sin poderse servir de él en adelante.
Los misioneros les dejaban en esta su creencia, que les era tan saluda-
ble, ya que no podían apartarles de otras muchas que les traían tantos
88 Misiones del Marañón Español
daños. Basta lo dicho del célebre veneno de los Ticunas, quienes por el
secreto que guardaban en hacerlo, lograban en su gentilidad muchas
ventajas en sus guerras.
Los indios Panos manejaban arcos y flecha en que eran muy certeros,
y alcanzaba el tiro como la bala de una escopeta, tan derecho entre
árboles espesos como en campo abierto. No tenía esta ventaja la estolita,
arma propia de los Cocamas y Omaguas, que en campo abierto hacia
tiro largo y seguro; mas en el monte tropezaba por lo que blandeaba.
Fué la estolita, arma muy usada de los guerreros del Iní^a, y viene á ser
un palo tableado, de una vara de largo y tres dedos de ancho, estrechán-
dose á proporción hacia los extremos hasta rematar en punta. En el me-
dio, donde más se ensancha, tiene una figura de rosa, y por la parte in-
terior que se junta á la mano hace una concavidad correspondiente á un
dedo que se mete en ella, y con los demás dedos se afianza. En la punta
de arriba está fijo un diente de hueso, en que hace presa una caña ó
flecha de ocho palmos, y en el extremo de ésta encajan un arponcillo
con un palo de un jeme; este arpón y palito es el que hace el estrago.
Porque cogiendo la estolita con la mano derecha y fijando la flecha con
palito y arpón en el diente de arriba, arrojan la saeta con increíble fuer-
za, y con tanto tino, que rara es la vez que no hacen tiro seguro á cin-
cuenta ó sesenta pasos.
Todas las naciones usan de rodelas, y son diestrísimos en hacerlas
con aseo y solidez; pero aunque el uso es general, apenas hay nación
que no tenga diversidad, así en la hechura como en los materiales de
que las forman. Unas las hacen tan grandes que cubren con ellas todo el
cuerpo, y son varias de éstas de cuero fuerte de danta ó vaca marina en
forma de campana. Otros las hacen más pequeñas y manejables. Unos
las forman de tablas planas, con alguna declinación en el remate, otros
las hacen de unas como mimbres, que llaman bejucos, del grueso de un
cañón de escribir. Empiezan por el centro con un círculo pequeño, y
continuando los círculos bien unidos entre sí, y afianzados con puntos,
llegan á formar una rodela de tres palmos de diámetro. Después la
guarnecen para mayor seguridad con un cerco grueso por toda la cir-
cunferencia, y poniéndola su mango, queda completa, firme y duradera.
Los Omaguas en lugar de estos mimbres ó bejucos se valen de hojas de
caña que llaman brava, que bien entretejidas, unidas y guarnecidas de
buen cerco, forman unas rodelas impenetrables á cuantas armas usan
los demás indios.
Su arte militar se reduce principalmente á poner emboscadas, en que
son realmente muy diestros y prácticos. Usan de trampas en los cami-
nos que suelen armar en varias maneras. Unas veces disponen fosas lle-
nas de flechas, y lanzas con las puntas hacia arriba, pero bien cubiertas
y muy disimuladas con arena, ramaje y hojarasca por toda la superficie.
Otras ponen troncos atravesados en los caminos, y los sostienen casi en
el aire con cuerdas que apenas se echan de ver, y vienen á parar á
Libro II.— Capítulo IX 89
ciertos palos al parecer caídos, en que verisímilmente han de tropezar
los caminantes. Movidos estos palos, sueltan un fiador que sirve como de
resorte ó muelle, y cae el tronco armado sobre el caminante. Esto mismo
practican también con las lanzas y flechas, que atraviesan á los pasaje-
ros, con sólo pisar en ciertas varas ocultas que las sostienen.
Para acometer alguna casa, esperan la noche y entran con gritería
en ella y atraviesan con sus lanzas á cuantos se les ponen delante. Ra-
rísima es la vez que provocan á pelear, sostienen la batalla ó hacen cara
al enemigo, á no ser que sea muy inferior en el número, en la disposición
ó en las armas. Sólo los Iquitos se han hecho distinguir entre las demás
naciones en resistir pocos con ánimo intrépido y aun con extraordinario
valor á muchos más en número
Las guerrillas son tan comunes y continuas, que se puede decir que
no gozan Jamás de la felicidad de la paz, ni adañten más treguas que
hasta poder lograr ocasión de vengarse de algún agravio real ó apren-
dido. Muchas veces declaran la guerra los caciques por hacerse temer
de los confinantes, ó por verse respetados de los que se le han agregado.
Algunas veces la emprenden por sola la complacencia de ser celebrados
de sus mujeres ó por un genio natural de no querer vivir en paz y ha-
llarse mejor en guerra, aunque es verdad que se ha descubierto tal cual
nación, como veremos á su tiempo, que ó por genial cobardía ó por cierta
natural aversión á hacer daño, no se determinan á hacer ó declarar gue-
rra ni á perseguir otras naciones sin alguna de aquellas causas que ge-
neralmente se juzgan por forzosas. Pero las demás fácilmente se deter-
minan, ya por el interés del despojo, ya por desalojar á sus enemigos de
los puestos en que viven, ya por no tener cerca de sí quien les dispute
la conveniencia de caza y pesca. A todo lo cual da mucha ocasión la
continua ociosidad en que viven, de donde toman por ocupación hacer
daño, hostilidades y muertes.
Mas la principal causa y seminario de guerras y muertes es, como
arriba dijimos é insinuamos, el vivir persuadidos que ninguno falta por
muerte natural, sino que muere violentamente ó hechizado por algún
enemigo. Y si el hechicero que se figuran haber fascinado al que murió
es de otra nación, entonces están del todo implacables, acometen furio-
sos y fuera de sí y matan bárbaramente cuantos hombres adultos, muje-
res ancianas pueden haber á las manos. A los muchachos comúnmente
los traen á sus casas, y los mantienen como á hijos; mucho más cuidado
ponen en recoger y traer como cautivas á las doncellas para casarse con
ellas, las cuales no sienten tanto el morir con sus padres como el ser
presa de sus enemigos. Pero, como apuntamos en el capítulo IV, con el
tiempo se van ablandando y con el trato bueno que les dan sus maridos,
se acomodan al modo, estilos y costumbres de la nación vencedora.
Y aquí nos vemos en la oportunidad de apuntar otra causa bastante-
mente común de sus guerras. Entre los gentiles del Marañen hay común-
mente más hombres que mujeres. Nacen, sí, más hembras que varones,
90 Misiones del Marañón Español
como sucede en otras partes; pero mueren más niñas que niños, de donde
resulta la falta de doncellas crecidas para los casamientos de los jóve-
nes que se hallan ya en estado de casarse, y no encontrando mozas en su
parcialidad ó nación, se empeñan en procurarlas de las extrañas. Como
no entienden de negociación amistosa, todo lo hacen por vía de guerra,
de hostilidades y rapiña. De aquí nace también que la otra nación, cu-
yas mujeres han robado, se halla escasa de mozas y doncellas, y en el
mismo caso de hacer guerra y arrastrar hembras para sus casamientos.
Al volver de sus campañas es indispensable el celebrar las muertes
hechas en sus enemigos con banquetes y borracheras: ni faltan naciones
que se sirven de las calaveras de los que han muerto, como de vasos en
que beben todos. Otras guardan las cabezas de los enemigos clavadas en
sus lanzas, y las conservan como trofeos é insignias de su valor. Y esto
es lo que pudo dar ocasión á lo que se creyó á los principios de los
Mainas, Xeveros, Cocamas y otras naciones, notándolos de caribes y de
que se alimentan de carne humana. Pero, en realidad, en todo el distrito
de la misión son pocas ó raras las naciones que pueden llamarse caribes.
La nación de los Iquitos fué una de las más notadas de esta impiedad por
los Zaraeos, sus confinantes por el río Nanai, y por los Encabellados, que
no están muy distantes por el río Curaray. La |misma tacha ponían á los
Iquitos los españoles de Borja. Mas lo cierto es, que desde los años 1740,
en que se descubrieron y comenzaron á ser tratados de los misioneros, no
dieron jamás muestra de comer ni de haber comido carne humana; y los
padres que con ellos vivieron, después de haber observado bien sus mo-
dales, y procurado informarse con todo cuidado de unas y otras parciali-
dades, aseguran que no han hallado fundamento en toda la nación des-
cubierta para semejante nota. Lo mismo afirman los misioneros de los
Ancuteres del Ñapo, que tuvieron por algún tiempo la misma fama. Los
Mayorunas son sin duda caribes, cómense unos á otros y aun matan á los
enfermos, antes que se consuman, para comérselos.
CAPITULO X
DE LA DIVERSIDAD DE LENGUAS EN LA MISIÓN DE MAINAS
La dificultad de las lenguas, que ha sido siempre en todas las nacio-
nes de gentiles uno de los mayores estorbos á su conversión, se descubrió
desde luego y se tuvo casi por insuperable en la misión de los Mainas, por
ser muchas y diversas las lenguas que abarca en su distrito, ceñido á la
jurisdicción de Borja. No será fácil señalar otra misión que, en naciones
tan poco numerosas, haya puesto en precisión á los misioneros de apren-
der tantas lenguas como ésta de que tratamos. Pasan de 40 las naciones
Libro II.— Capítulo X 91
en cuya reducción ha trabajado, en estas partes, el celo infatigable de
los jesuítas y muchas de ellas hablan lenguas entre sí tan diversas como
lo pueden ser la española y la alemana. Esta diversidad, atestiguan los
misioneros prácticos de ellas que interviene entre la lengua Omagua y
la lengua de los Encabellados; entre la de los Iquitos y la de Xeveros;
entre la Pana y la Andoa. Añaden que las lenguas que menos se diferen-
cian entre sí tienen una afinidad semejante á la que se observa entre la
latina y española.
De tanto número y diversidad de lenguas y de la grande dificultad
que se reconoce en los principios de aprenderlas, y reducirlas á método,
nació el juicio común que insinúa Rodríguez en sus Descubrimientos,
libro III, capítulo II, Casani en sus Varones ilustres, Magnín en sus Manus
critos, y el P. Luis Coronado en su Juicio de las lenguas. Todos estos escrito-
res convienen en que las lenguas de nuestra misión fueron formadas de
la casualidad y contingencia, que las ideó la barbarie y que las llevó
adelante el espíritu de división para dificultar la comunicación con otras
gentes, resultando de aquí una confusión y algarabía por ser lengua sin
artificio ni reglas; porque no articulan sílabas claras, y se pierden por el
modo de pronunciarlas bárbaro, gutural y narigal, muchas letras las
cuales varían cada vez que profieren una misma palabra. Y no es fácil
entenderlos sino es atendiendo al gesto, visajes, tono y aire de decir. Este
es el juicio, bastantemente común, que se hizo á los principios y se con-
firmó en virtud de dichas historias y relaciones; y lo que más es, en el día
de hoy, prevalece vivo en toda ó á lo menos en mucha parte.
Si los misioneros de Mainas hubieran puesto tanto cuidado en escribir
historias ó disponer comentarios, como tuvieron de aplicación en instruir
á los indios, en padecer trabajos y en acabar cosas grandes á favor de la
Religión, mucho tiempo ha que estuviera el mundo desengañado de un
error tan grosero y de un juicio tan evidentemente falso. Nos hubieran
dado en cara con el hecho incontestable de haberlas reducido á método,
que nos cubriría de vergüenza por haber creído una cosa de suyo repug-
nante y, por otra parte, tan poco fundada. Porque ¿qué hombre de razón
podía persuadirse á que los indios, al fin racionales como los demás hom-
bres, tratasen y comunicasen entre sí por señas y meneos, más que por
voces articuladas de algún idioma ordenado que fuese capaz de reglas y
artificio? Los misioneros, aunque con mucho estudio, aplicación y traba-
jo, aprendieron aquellas lenguas, compusieron vocabularios, formaron
artes y mostraron la regularidad de aquellas lenguas, y en varias de ellas
descubrieron cierta dulzura y armonía que no cede á las más cultas de
Europa.
Contra hecho tan evidente y contra la dificultad ya vencida claro es
que no hace fuerza lo que nos dejaron escrito en sus relaciones los auto-
res alegados en el número segundo, aunque merecen alguna disculpa por
haber contado de buena fe lo que oyeron y entendieron, sin haber tan-
teado ni penetrado las lenguas, ni aun les era fácil averiguar si hablaba
92 Misiones del Marañón Español
en los informantes la sinceridad y conocimiento necesario para formar el
debido juicio.
Por lo cual otros, fiados de las relaciones que leyeron en la suposición
y buena fe de que se hicieron con la debida averiguación y prudente dis-
cernimiento, trasladaron lo que hallaron escrito. Otros dejan advertido
lo que experimentaron al tomar las primeras noticias de una lengua nue-
va, y no pudiendo tomar tino en poco tiempo, la calificaron luego por .un
ininteligible guirigay. Esto último sucedió precisamente al P. Luis Coro-
nado acerca de la lengua Omagua, que tiene en el día de hoy un arte y
vocabulario copioso y aun es una de las más fáciles de aprenderse, dul-
ce, suave y armoniosa,
Pero si éstos son dignos de alguna excusa, no lo son ciertamente al-
gunos modernos que se han atrevido á publicar esto mismo, como que lo
han observado por sí mismos y á cubierto del crédito de prolijos averi-
guadores que ganaron en otros asuntos, sin conocimiento de causa dan
una sentencia, ó mejor diremos, censura sobre aquellas lenguas con
asombro de los misioneros que las han aprendido metódicamente. Tan
lejos están de ser efecto de la casualidad y contingencia. Es verdad que
no todas las lenguas son iguales y que hay diferencia de una á otra en la
dulzura y suavidad, en la expedición y modo más ó menos fácil de pro-
nunciar; pero no hay una, dice en sus apuntaciones el P. Martin Triarte, uno
de los mejores lenguajeros y que, por la larga comunicación con los in-
dios, de más de veinte años había corrido toda la misión, no hay una que no
se note con reglas ó se sujete á preceptos.
Al principio se contentaron los padres con hacer sus observaciones y
advertencias gramaticales, llenando muchos pliegos de papel para sacar
en limpio los números y las declinaciones más generales de los nombres.
Lo mismo hicieron para rastrear y reducir á conjugaciones los verbos
más usuales y señalar los tiempos. Poco á poco y á paso lento, sudando
y remando llegaron á formar las gramáticas que estaban en uso, por las
cuales se ve claramente el artificio de las lenguas. Porque distinguen
nombres y pronombres, con sus números, géneros, declinaciones y casos.
Tienen sus conjunciones, adverbios y posposiciones en vez de preposi-
ciones, como se usa en la lengua vascongada, y vemos varias veces en
la latina. Los verbos se conjugan de un modo regular y tienen sus tiem-
pos: presente, pretérito y futuro. En suma, se observa una construcción
cabal de la misma manera que observar se puede en otras lenguas cultas.
Añade el P, Martín Triarte en sus observaciones sobre las lenguas de
las misiones de Mainas, que no faltan entre ellas algunas en que se notan
los caracteres propios de lengua matriz, y otras en que se observan las
propiedades de hijas ó corruptas, que dimanan de las correspondientes
matrices. Entre las que se hablaban en la misión por los años 1768, en
que se apartaron los padres de sus indios, y que tenían sus artes bien
formados y vocabularios completos, se descubrían estas siete ma-
trices.
Libro II.— Capítulo X 93
1.* La lengua Pinche, matriz de las lenguas Roamaina, Uspa, Arazá
y Neva.
2.*' La Xevera, matriz de la Chayavita, Paranapura y Cabapana.
3/ La Pana, común á otras y matriz de la Chepea y Mayorana.
4.-'' La Zamea ó Masamae, matriz de la Caumar, de la Cavachi y de
la Zava.
5.*^ La Gae ó Gaie, matriz de la Semigae, de la Iquita, de la Iginorri
y de la Panocorri.
C)."" La de los Encabellados, matriz de la Icaguate y de la Payagua.
7.^ La Omagua, matriz de la Cocama, extendida en el Ucayale.
De esta última lengua de los Omaguas dudaban los misioneros si era
matriz ó hija de la famosa lengua del Brasil ó de la célebre Guaraní del
Paraguay, con las cuales tiene tanta hermandad ó semejanza, que un
padre que pasó de Omaguas al Brasil, trataba por medio de ella con
aquellos indios y entendía las doctrinas que tenían impresas en su len-
gua; y lo mismo le sucedió con los misioneros de Guaraníes, cuando ha-
blaban en lengua Guaraní.
No es de omitir una particularidad de la lengua de los Encabellados
del Ñapo, que celebra el P. Casani como excelencia y singularidad de la
lengua de los indios de Canadá, y consiste en que el verbo tiene géneros,
como el nombre; v. g.: el verbo Ufaie significa rezar; pues para decir de
un varón que reza, por ejemplo: Pedro reza, se dice: Pedro ufagi; y para
decir lo mismo de una mujer: María reza, se dice: María ufaco. La
misma diferencia guarda en el futuro imperfecto y pretérito perfecto:
como Pedro rezará, Pedro ufacibi; María rezará, María ufacio; Pedro
rezó, Pedro ufapi; María rezó, María ufao. Tiene fuera de eso otras sin-
gularidades, como la de usar con elegancia de verbos impersonales, que
se forman de nombres con sólo añadirles la partícula gi, como de tutu,
que significa viento, tutugi, que es lo mismo que corre ó sopla el viento; de
mumu, que significa trueno, mumugi, que vale lo mismo que truena. Otras
varias partículas curiosas constaban de las advertencias del arte que
tenían de aquella lengua los misioneros, y si hubieran traído consigo los
papeles que se hallaban en los pueblos de las misiones, pudiéramos pre-
sentar desde los lugares de nuestro destierro, para desengañar á los ter -
eos, más de veinte gramáticas y veinte vocabularios de las lenguas dife-
rentes del Marañen. Mas pareció conveniente y necesario dejar este so-
corro á los señores clérigos que por orden de su majestad católica suce-
dieron en el empleo á los misioneros de Mainas, y sería una pérdida digna
de llorarse si no se conservasen, como tengo fundamento para temerlo,
unos monumentos de tanto trabajo, aplicación y estudio de los jesuítas, y
de tanta ventaja para la salud espiritual y conversión de los gentiles.
De lo dicho en este capítulo queda evidentemente demostrada la fal-
sedad del juicio común que se había formado de las lenguas tan poco
ventajoso á la misión de Mainas, y tan poco favorable á la cultura y en-
señanza de aquellos pobres indios. Porque ¿cuántos operarios, en reali-
94 Misiones del Maranón Español
(Icid fervorosos y animados del celo de las almas, no se atrevieron á en-
trar en el cultivo de aquella viña del Señor, con la causa y pretexto de
ser inútiles, y con decir que no les bastaba el ánimo, ni tenían capacidad
para aprender tantas lenguas, confusas y bárbaras, cuantas eran las
naciones del Marañón? El reparo no dejaba de ser fundado en suposi-
ción de que fuese cierta la común creencia que se tenia de las lenguas:
porque el instruir ó catequizar por medio de intérpretes, sólo suele usar-
se en casos particulares de peligro de muerte en que se socorre á los in-
dios del modo que se puede.
Pero á Dios gracias, ya la dificultad de aprender aquellas lenguas no
era mayor que la regular y ordinaria que se experimenta en aprender
cualquiera otra de las más racionales, cultas y metódicas. No es negocio
de un mes el aprender una lengua, por fácil que sea. Aun en la Europa,
con tantos medios y maestros, apenas lo conseguirá uno. Es menester
más tiempo, y lo que no se consigue en un año se llega á conseguir en
varios, especialmente cuando hay aplicación y empeño, y se comienza á
tratar desde luego con los indios, como lo hacían los misioneros á quie-
nes no les fué difícil de esta manera aprender no una sino varias len-
guas. En Italia viven todavía algunos de éstos, que predicaban, catequi-
zaban y administraban Sacramentos en varias lenguas diferentes del
Marañen, no entrando en esta cuenta la lengua general del Inga, que
todos sabían. Mucho les ayudaba á esto el hallar ya dispuestas en mu-
chas de las lenguas, pláticas, exhortaciones y modo de confesar; y en
todas ellas catecismos con preguntas y respuestas con muchas oraciones.
CAPITULO XI
DEL CLIMA DE LA MISIÓN, DE LA CALIDAD DE LA TIERRA Y DE LOS FRUTOS
MÁS COMUNES DE ELLA
El clima de las misiones del Marañen, como tan cercano á la línea
equinoccial, es extremamente caluroso, y aunque los calores ordinarios no
exceden mucho á los del Panamá, algo templados con el agua del mar,
y se pueden tolerar por los que han pasado por aquéllos, pero apenas
pueden aguantarse los ardores del clima en los meses de Noviembre,
Diciembre y Enero por herir entonces con más fuerza los rayos del sol,
que hace su carrera por el cénit de los indios. No fuera posible vivir en
estas tierras en los dichos meses, si no dieran algún refrigerio los muchos
ríos que previno la Providencia y los innumerables bosques espesos y
cerrados á donde no penetran los rayos del sol. Los días y noches son
casi iguales, y apenas hay diferencia de media hora en la mayor des-
igualdad. Las estaciones de invierno, primavera, verano y otoño se
notan por la subida de los calores insinuados, y por las lluvias que sue-
Libro II.— Capítulo XI 95
len empezar por el Enero y durar hasta el Junio ó Julio. Son bien fre-
cuentes las tempestades, horribles los truenos y vivos los relámpagos;
]»ero rara vez despiden piedras ó arrojan granizos.
Aunque es el clima tan ardiente y tan lleno de fuego, en una de las
lunas que suele ser la de Junio, á veces la de Julio, y tal cual vez la de
Agosto, se experimentan constantemente tres ó cuatro días de frío conti-
nuados. Sopla en este tiempo un viento oriental que declina algo al me-
dio día, y es, sin duda, la causa de refrescar el temple. Pero no se sabe
en particular de dónde recibe el viento tanta frialdad, porque otros vien-
tos más recios y violentos que soplan de algunas montañas nevadas ha-
cia Quito, vienen calientes como los demás. Acaso este viento oriental,
que tanto refresca, toma su carrera de otras mayores montañas de nieve
y puede comunicar su frescura por donde pasa. Los indios esperan con
ansia estos días de frío, como señal de buen tiempo y de una serenidad
permanente de muchos meses; y de ellos se aprovechan para recoger
cuanto pescado pueden, porque mueren con ocasión del frío muchos pe-
ces en los ríos y lagunas que, traídos á casa, no se corrompen fácilmente
como en tiempo de calor. Atribuyen la muerte de tantos peces al calor
intenso del agua que les sofoca. Porque huyendo incautos de la superficie
fría del agua que les molesta, bajan al fondo en donde el intenso calor
reconcentrado les ahoga.
La tierra de la misión en algunos collados es algo gredosa, pero en
islas, playas y en todo lo llano, es arenusca, ligera y de poca sustancia.
De aquí nace que no llevan estas tierras trigo, cebada ú otros granos de
este género, no tanto por lo ardiente del clima, pues no lo es menos el de
la ciudad de Cuenca, que el de la ciudad de Borja, sin que por eso deje
de darse bueno y excelente trigo en aquella ciudad, cuanto por la cali-
dad de la tierra que ni tiene jugo ni hace liga y aunque sale la caña, no
hay grosura suficiente para formar y sazonar el grano. Los frutos más
comunes y de uso ordinario para los indios vienen á ser el maíz, la yuca
y el plátano. Con estos frutos se sustentan diariamente, y como les ten-
gan en abundancia en las heredades que forman, no envidian á otras
gentes que buscan otras comidas regaladas.
No hay para qué tratar del maiz ó trigo de Indias, que es grano bien
conocido en Europa, como sustento bastantemente usado en algunas par-
tes montañosas de ella. Diremos algo de la yuca y del plátano, por ser
aquélla muy poco conocida, y éste ignorado de muchos. La yuca de los
indios del Marañón es una raíz larga y gruesa como un brazo. Extiénde-
se por debajo de la tierra muy bien cubierta y guardada de una corteza
negra: ésta quitada, queda la raíz blanca y hermosa á la vista. Cocida
en una olla sirve de pan, que no sólo aprecian los indios; pero aun los
misioneros, sin que les cause jamás fastidio esta comida de buen sabor y
de no menor alimento, usan también comer asada la yuca y hacen de
ella un género de pan ó torta que llaman cazave; las yucas más harinosas
tienen el sabor de castañas, y de éstas cocidas forman una pasta ó masa
96 Misiones del Marañón Español
que se dice mazato ó vedaiigas y es de mucha utilidad y provecho á los in-
dios, á quienes ofrece la pasta desleída en agua una bebida que refresca
en el calor y conforta en el trabajo. Para sembrar esta raiz no se hace
otra diligencia que clavar en la tierra ciertos palillos que son la grana de
la yuca y reservan de un año para otro: de ellos, secos al parecer y sin
jugo, van brotando á poco tiempo raíces alrededor de la semilla sin aso-
mar de la tierra, por donde se extienden hasta llegar á la grandeza co-
rrespondiente.
Algo más conocido es el plátano en la Europa que la raíz de que ha-
blamos; pero todavía desearán muchos alguna noticia de una planta tan
nombrada. Los plátanos que se dan por todas las Indias son, á la ver-
dad, muy diferentes de los plátanos que celebraron los antiguos, y vie-
nen á ser una planta ó cepa, la cual echa muchos hijos á un tiempo,
como el lirio ó tulipán: el hijo principal ó tronco que entre los demás
prevalece, suele crecer como hasta cuatro varas, y como las hojas son
grandes, largas y extendidas hacia abajo salen los plátanos frondosos,
amenos y de mucha sombra. El fruto parece á los principios un higo, y
creciendo se va alargando hasta que rojo y maduro compite en la gran-
deza con un pepino. Cuando el brazo ó ramo principal está en sazón, se
le corta como racimo maduro. Y aunque suele ser tan grueso como el
cuello de un hombre, con un golpe de espada, hacha ó machete se corta
fácilmente por ser la madera muy floja, jugosa y esponjada. Llámase
cabeza del plátano, ó racimo maduro el tronco ya cortado y suele tener
cuarenta, cincuenta y á las veces cien uvas, plátanos ó frutos, de ma-
nera que un indio solo no puede levantarle muchas veces de la tierra.
Después de cortado el primer racimo comienza á madurar otro y cortado
éste, otro, y así sucesivamente, hasta que todos se lleguen á madurar y
rendir fruto uno después de otro. Tres especies de plátanos se conocían
en Mainas: unos llamados cumenes que servían de pan, y llevaban frutos
largos como el palmo de un hombre. Otros dichos pintones, cuyos frutos
eran menores. Los terceros eran más celebrados, porque aunque el fruto
no pasaba de la mitad en la grandeza, era tan dulce como la misma miel
y á estos los llamaban guineos.
Fuera de estos frutos que se pueden considerar en los Mainas como de
primera necesidad, hay otros muchos árboles que llevan otras frutas de
que se aprovechan para comer y hacer sus bebidas. Hay almendros,
nísperos, y otros que dan unas como naranjas, pero más gustan los in-
dios de los árboles que llaman zapotes, altos y frondosos y de fruta rega-
lada, porque dan unos como melones rojos y de buen gusto, aunque por
tener la carne muchas ñbras, más se comen chupando que masticando.
Dicen que el zapote, en medio de ser tan gustoso, enciende la cólera y que
es ocasionado á tercianas. No faltan plantas que llevan una especie de
uva que llaman camairona que iguala en la grandeza á una buena man-
zana. Recién cortada, está llena de jugo y es de buen gusto, pero á po-
cos días se convierte en babas y queda en extremo fastidiosa.
Libro II.— Capítulo XI 97
Son infinitas las especies de palmas que se conocen en la misión, gran-
des, medianas y pequeñas. De sus dátiles y cogollitos se valen los indios
para comer y beber, y de su madera para las casas y utensilios necesa-
rios. Los que llevan mejores frutos se reducen á estas seis palmas: chon-
ta, achúa, chambeia, palmito, zarera y ungarave. Por la descripción de
la primera se vendrá en conocimiento de las demás.
Es la chonta un árbol alto, todo vestido como de púas, el tronco es for-
tísimo y grueso, tan recio que de la chonta se valen los indios en muchos
casos á falta de hierro. En la cima misma del árbol se cría el dátil bien
guardado de una recia cascara, la cual se abre de suyo cuando madura
el fruto, que viene á ser una como pina grande ó racimos de tantos gra-
nos que suelen llegar á doscientos. El color del grano es regularmente
rojo, la grandeza como de una perita, la carne oleosa y balsámica. Los
Mainas comen el fruto cocido ó hacen de él bebida que conforta.
De más utilidad les fuera el grano del cacao, que se da en abundancia
por todas aquellas partes, si la distancia de las misiones á la ciudad de
Quito y los malos y largos caminos, no impidieran el trasporte de un gé-
nero de tan buena calidad, porque excede al grano de Guayaquil y es
mejor que el del Magdalena, y por lo mismo puesto en Quito ha sido
siempre más apreciado. Pero aun así es cosa averiguada después de re-
petidas experiencias que más importa la conducción que se ha intentado
de este precioso género á cualquiera de las ciudades de la América me-
ridional desde las misiones, que el precio, valor y utilidad que se saca,
aun cuando todo corra feliz y no suceda algún contratiempo. Puédese de-
cir francamente que el cacao del Marañen español más es para los mo-
nos y papagayos que para los indios. Porque fuera de aquel poco grano
que para su consumo recogían los misioneros, sólo se aprovechaban los
indios de la tela y lana en que está envuelto el grano, la cual tiene el
gusto de moscatel. Los portugueses, que tal vez pasan á nuestros térmi-
nos en busca de cacao para su comercio, suelen cogerlo antes de madu-
rar para que no acaben con ello los monos, que como son tantos no dejan
mucho en sazón. Cogido el grano verde y sin llegar á su punto, le dan un
hervor y todo pasa. Los demás géneros que se desean para el chocolate
se hallan también en el distrito de las misiones porque en las tierras de
los Chayabitas y de los Cavapanas se da con abundancia vainilla, aunque
es verdad que por incuria de los indios falta muchos años, porque arran-
can fácilmente y sin reparo los árboles en que se cría y tardan después
años en crecer. Asimismo en las misiones de los Pinches, de los Andoas
y de los Muratas se halla mucha canela pero tan babosa por no estar
cultivada, que sólo sirve para sazonar las viandas. Su flor que llaman es-
vingo es más suave y menos babosa, y suele servir para la botica.
98 Misiones del Marañón Español
CAPÍTULO XII
DE LA CERA, RESINA, MADERAS Y MINERALES
Creyeron algunos que en las misiones de Mainas se podían recoger en
poco tiempo y con poco trabajo, muchos quintales de cera blanca y ex-
quisita, y de hecho uno de los gobernadores más modernos de aquella ju-
risdicción, entró en el gobierno con esta preocupación, creyendo hacerse
rico comerciando en este y otros géneros del país. Pero se desengañó bien
presto viendo con sus mismos ojos la grande dificultad de recoger en mu-
chos días tres ó cuatro libras de cera blanca; porque son pocas las abejas
que fabrican aquellos panales y están muy internadas en los montes, y
para coger el indio alguna cosa notable de este género, ha de faltar, ne-
cesariamente días, y aun semanas, de la doctrina cristiana y de la asis-
tencia á la iglesia, y si se les diera licencia franca ó permitiera andar en
busca de abejas y colmenares sería lo mismo que desamparar las misio-
nes. No es tan difícil recoger cera negra por ser más frecuentes las abe-
jas que la trabajan; pero, como es de tan poca estimación, casi sólo sirve
para las misiones. Hay otras abejitas, muy pequeñitas, que trabajan
debajo de tierra su miel y cera amarilla; y como son tantas las lluvias é
inundaciones, es primoroso el instinto que les dio la naturaleza para for-
mar casa resguardada de las aguas y de los infinitos insectos que se ha-
llan por todas partes. La entrada al colmenar suele ser un agujero muy
pequeño formado debajo de alguna corteza prominente de un árbol, y
está tan disimulado y encubierto que no es fácil á ninguno el observar-
lo. De aquí empieza el camino de las abejas al colmenar como dos va,ras
dentro de la tierra, pero por líneas tan diferentes al parecer, tan enreve-
sadas y opuestas que forman un laberinto por donde, solas ellas, pueden
acertar á entrar y salir. Todo esto lo observó prolijamente un misionero
que, con ocasión de caer un rayo sobre un alto cedro, que tenía delante
de la iglesia, halló en sus raices un colmenar de abejitas muy pequeñitas
que con admirable orden, economía é industria, habían formado su casi-
ta dentro de tierra y hecho su miel y cera de buena calidad, sin acabar
de admirarse de lo enmarañado de las entradas y salidas de aquellas
prudentes y oficiosas abejitas.
Pero, lo que con más copia y abundancia suministra el ardiente clima
de Mainas, es una increíble multitud de gomas, resinas y leches, que des-
tilan por todas partes los árboles. Unos llevan copal, ya ordinario, que
les sirve como de pez para empegar las canoas, ya fino y exquisito para
otros mejores usos. Otros destilan catana que viene á ser un aceite betu-
minoso, á manera del que se saca del terebinto, y es muy bueno para co-
Libro II.— Capítulo XII 99
rregir fluxiones, curar reumatismos, y para otros usos de la medicina. No
faltan árboles que despiden lo que llaman sangre de dragones parecida
á la sangre humana; pero, como no se sabe el secreto de solidarla, como
otras gomas, no se ha hallado en esta sangre muchas ventajas. También
se ven otros que, dando frutas gustosas como naranjas y como tomates,
derraman también sus licores, de que se hace engrudo y con que se da
temple á la tierra blanca y colorada para las obras, y bañadas las pin-
turas con estos licores resisten á las lluvias y malos temporales.
Lo que más aprecian los misioneros por traer mayor utilidad á los in-
dios es el bálsamo célebre de copauva y la leche insigne del caucJio. La
copauva, que es el sánalo todo en punto de cirugía, se destila de unos ár-
boles muy altos y duros, por las hendeduras de ciertos tumores sobresa-
lientes del tronco. Al principio sale clara la copauva, pero después sale
más espesa. Suelen cortar algunas ramas superiores para dar al árbol
respiradero y después punzado y aun socavado hasta el corazón, des-
pide el licor precioso, aunque no tenga desigualdades ni hendeduras el
tronco. Sirve este bálsamo para toda herida, no sólo reciente pero aun
envejecida. La historia nos dará á su tiempo casos bien singulares de
curaciones'prodigiosas con la copauva. Sirve para confortar el estómago
y tomada en un poco de caldo purga tantas veces, cuantas se toma.
Vale, finalmente, para dar hermoso lustre á las pinturas y estatuas y
para avivar en las viejas los colores caídos; el sabor de la copauva es
amargo, el color rojo, y el olor ingrato.
El caucho es como una leche que suelta un árbol de este nombre por
el tronco y raíces, herida la corteza. A poco tiempo de sacado el caucho,
se consolida y puesto al sol, toma más consistencia. Hácense de él, en
moldes de barro, ciertas jeringas, que llaman tarapotanas, con virtud
elástica para comprimirse ó ensancharse como pide la necesidad ó con-
veniencia de los que usan de ellas. Da un barniz muy duradero á som-
breros y capotes, que bien guarnecidos del caucho, son impenetrables á
las lluvias. También los indios se entretienen haciendo de él pelotas 'que
saltan como si fueran de azogue. El añil y el achote pintan muy bien en
aquellas tierras si saben sembrarse, y los indios usan de ellos para pin-
tarse. Con el primero aparecen negros, con el segundo encarnados; pero
más universal es la costumbre de pintarse con una resina negra que lla-
man vito, y la sacan de una como nuez recién cortada de un árbol gran-
de. Como el vito es muy pegajoso y dura por días, hacían los misioneros
cuanto podían para que dejasen aquella costumbre los indios, teniendo
por algo disonante el que asistiesen á la iglesia tan feamente pintados.
Algo conseguían con sus amonestaciones, pero se veían precisados á
disimular mucho, especialmente, que los indios defendían su costumbre,
como oportuna y aun necesaria para templar los rayos del sol y embo-
tar la picadura de tantos insectos como les perseguíiin. Y por esta causa
no sólo pintaban manos y cara, pero aun todo el cuerpo. Últimamente,
para concluir esta materia que parecerá por ventura un poco larga,
iOO ' Misiones del Marañón Español
advierto que las mejores resinas y el más oloroso incienso lo sacan en
aquellos países debajo de la tierra de las raíces del cedro.
La multitud de árboles que se dan en aquella tierra, todos ellos dere
ches y altísimos, unos blancos, otros rojos, varios encarnados y algunos
de olor balsámico, es tan grande y prodigiosa, que serían la riqueza de
aquellos países, si hubiera comodidad para transportarlos á otras partes,
en donde el uso de tan preciosas maderas tuviera estimación grandísima.
Pero los pobres indios casi sólo se aprovechan de árboles tan exquisitos
de cedro, de aguano, de ceiva, de eveiva 6 palo de hierro, para formar sus ca-
noas y para los postes y pilares de las casas. El palo eveiva tiene una
ventaja muy particular sobre los demás que le hace más apetecible para
los edificios; porque fuera de no ceder en la duración al cedro metido
más de dos varas en aquella tierra húmeda, y sirviendo de pilar á una
casa, mantiene hasta la corteza fresca por veinte años. Y á esta causa,
aunque las mejores casas de la misión se hacían de cedro, como de ma-
dera más ligera, pero las fábricas duraderas se fundaban sobre pilares
de eveiva. Ya dijimos en el capítulo pasado, cómo se valen los indios del
árbol yanchama y de la palma achúa para sus tejidos, aquí sólo se debe
añadir que de otra palma llamada chambira, hacen cuerdas excelentes; y
de la pita, planta bien conocida, hilos de mucha dura. Aunque es verdad
que para sus vestidos ordinarios se aprovechan mucho más de un árbol
llamado gamburusi, que da un algodón finísimo en vainas grandes y pro-
porcionadas á la grandeza del pie.
Era muy grande la dificultad que experimentaban los indios en derri-
bar los árboles grandes ó cortar la madera de que necesitaban para sus
usos, antes que los misioneros entrasen en aquellas tierras y les surtiesen
de instrumentos de hierro para sus cortas. Los Iquitos se subían en lo más
alto del árbol y empezaban desde allí á inclinarle hacia los lados, tiran-
do al mismo tiempo otros muchos desde abajo de cuerdas y ramas que
engarzaban, hasta que finalmente, á la fuerza de los vaivenes, rompían
por donde con sus hachas de piedra le habían picado ó socavado. Otras
naciones, en los desmontes que hacían, dejaban en pie los árboles mayo-
res y quedaba á cuenta de las mujeres y niñas el aplicar palos encendi-
dos al tronco, que al cabo del tiempo penetrado del fuego, y no pudiendo
sostener la mole, se rompía.
No parece que se puede dudar que en los términos precisos de la mi-
sión de los Mainas hubiese algunos minerales preciosos, particularmente
de oro, porque fuera de las minas de la ciudad de Cuenca, que están á la
entrada de la última misión, es común persuasión de todas aquellas gen-
tes que en el gran río Paute, que corre por los Gibaros, se hallan muchas
minas de oro por sus riberas, y por esta razón han hecho muchos es-
fuerzos los españoles por penetrar hasta aquella nación valiente; pero
los Gibaros, siempre fieros é indomables, hicieron inútiles sus entradas.
Demás de esto, los indios de un pueblo, llamado Ñapo, que está en otra
parte de la misión, recogen frecuentemente en las arenas del río del mis-
Libro II.— Capítulo XIÍI 101
nio nombre muchos granos de oro y con ellos pagan su tributo. Final-
mente, este río, el Paute y todos los demás de Cuenca, vienen á sepultar-
se en el gran río Marañón y no es creíble que pagándole todos este tri-
buto sea menos rico que sus mismos vasallos.
CAPITULO XIII
DE LA CAZA Y AVES
Aunque en la extensión grandísima de las misiones del Marañón se
hallaba mucha caza por aquellos cerrados bosques y frecuentes quebra-
das, pero la más común y regular de los indios era la de los monos, los
cuales son tantos que no es fácil el contar aun la diversidad sola de las
especies de aquellos animales. Es verdad que no todos son de buen gusto
y que son algunos hediondos, pero al indio todos le hacen buen estóma-
go. El más celebrado por su buena carne es el que llaman bracüargo ó
chuba: es negro, ó del todo ó en gran parte; tiene la barba muy sacada y
la nariz como comprimida y muestra una cara como de vieja. Después
del bracüargo es también estimado el choro. Es mucho más grande que los
demás, muy lanudo y de color castaño. No son los otros de tan buena
carne como los dichos, antes son algunos de un tufo desagradable, pero
merecen ser nombrados por sus particulares propiedades. Porque el
machimblanco es divertidísimo y no hay cosa que no remede castañeteando
con los dientes. Traído á casa, luego se hace como señor de los perros,
gatos y de cuantos animales encuentra, sin que se atreva ninguno á dis-
putarle nada. El bariza ó frailecillo, así dicho porque se parece á un mon-
je barbado con su capilla calada, despide de sí un olor malísimo, pero es
de diversión por traviesísimo, y si se hallan dos juntos se están jugando
todo el día como volatines. El clara todo se reduce á pelo y apenas tiene
carne; el tutacusillo estáse durmiendo todo el día, pero no cesa de enredar
y travesear toda la noche.
Es singular entre todos el mono que llaman chichico, así por su figura
particular como por sus habilidades. Su cuerpo es menor que el de una
ardilla. En medio de ser tan pequeño, es fiero y airoso porque tiene la
cara, ojos, uñas y colmillos y cola de león; divertido y sobremanera li-
gero, canta como si fuera un pajarito; y si alguno se burla de él ó le llega
á sacudir, se la tiene siempre guardada, sin olvidarse jamás de la burla;
mira siempre con ceño al que se la hizo, y en logrando la ocasión luego
se venga y desquita mordiendo. Todos estos monos usan de la cola como
de manos para agarrarse de los árboles. A la casta de los monos parece
pertenecer otra bestiezuela de singular estructura, que por ironía llaman
periquito ligero, la figura parece de favio, la contextura como de hombre
102 Misiones del Maeañón Español
y la cara como de una persona que está llorando. Es lanudo á manera
de perro de aguas, y tiene dos brazos largos de singular fortaleza, los
cuales rematan en dos uñas de la figura de colmillos de león. Vive co-
múnmente en los árboles y se alimenta de hojas. Es cosa divertida ver
cómo los indios le cazan, porque luego que le descubren en el árbol, su-
ben con no menor ligereza que los monos mismos, y unos por un lado y
otros por otro, persiguen al pobre animal con sus garrotes; mas él se de-
fiende muy bien mientras está en el árbol aguantando algunos palos que
no le hacen mucha impresión por la mucha lana, y evitando otros con
los brazos largos con que se agarra de las ramas y anda saltando con li-
gereza de vara en vara. Su mira principal está en no soltar la rama,
mantenerse en el árbol y no llegar á tocar la tierra en que es perdido.
Mas los indios insisten tanto, que le obligan al fin á desamparar el árbol.
Si cae en el agua, como suele suceder, todavía se mantiene en la pelea,
y jugando con ligereza los brazos, aparta de si los palos con que le quie-
ren sacar á la orilla. Pero si ei desdichado cae en tierra aunque sea en
el borde mismo del rio, se da por vencido. Porque ni puede usar de los
brazos, ni puede escapar, y la mayor jornada que por un día entero hace
por tierra, es como de cuatro pasos con tanta dificultad, que cada vez
que se menea da un quejido lastimoso. Sin duda porque le falta el aga-
rradero del árbol á que la naturaleza proporcionó sus uñas. Cogido el
periquito, por más golpes y porrazos que le den los cazadores, no le quita-
rán la vida; tanta es la fortaleza de sus huesos y tanta la dureza de sus
carnes. El P. Martín Uriarte escribe en sus diarios, que yendo de camino
cogieron sus indios un periquito, y cansados de golpearle le ataron con
fuertes cordeles en la canoa, pero que volviendo al pueblo de su misión
después de tres ó cuatro días y hallándole todavía vivo, le puso en un ár-
bol de su casa, y que vivió en él por muchos años. La carne del periquito
es buena y tiene el sabor del carnero de España; pero como recia, ner-
vosa y dura, necesita de mucho fuego para cocerse.
De otra caza gustan los indios y les sirve de mucha diversión, que es
la de los jabalíes ó puercos del monte, y aunque no son tantos como los
monos, pero se dan con abundancia y los cazan con facilidad, porque
hay ciertos sitios pantanosos que por allí llaman achuales, en que rara vez
dejan de hallarse jabalíes, y aun en los mismos ríos se ven algunos tre
chos de ciertas palmas, dichas chipates, á donde acuden frecuentemente
estos animales. Son los jabalíes como los toros de los indios y la mayor
diversión de la tierra; de manera que cuando salen en sus canoas á ju-
gar con ellos sus lanzas hasta rendirlos, apenas queda enfermo en el lu-
gar que no asista al espectáculo; tanta es la afición que tienen á este gé-
nero de entretenimientos, que no carece de peligro, porque son algunos
muy bravos y se vuelven contra los que los embisten. Pasan estos puer-
cos el río Marañen puestos todos en fila y á poca distancia de unos á
otros, y los más pequeños se ponen siempre en medio de los demás para
ser socorridos si flaquean en el pasaje . Los jabalíes de que tratamos son
Libro II.— Capítulo XIII 103
en todo parecidos á los de Europa, así en la figura como en la grandeza,
y los indios los llaman cuanganas. Pero se halla también otra especie
muy particular de puercos que se dicen cahucumares, los cuales son mu-
cho más pequeños, macilentos, sin rabo y casi sin carne; y lo que más
admira á los curiosos, es que tienen el ombligo en una espina de la es-
palda.
No dejan de verse por las riberas del Marañón y por sus bosques al-
gunos venados de la misma grandeza y figura que los nuestros, con la
sola diferencia que los cuernos no suelen ser tan largos. Acaso el Autor
de la naturaleza les proveyó de cuernos más pequeños para que pudiesen
penetrar con menos embarazo por aquellas espesuras, ^s cosa bien ca-
sual el que los indios cacen algún venado, como también que cojan en
tierra alguna danta ó muía marina no menos ligera, de la cual, por ser
anfibia y de raras propiedades, daremos algunas noticias cuando trate-
mos de los peces del Marañón. Aquí diremos algo de las aves que se co-
nocen en aquellas tierras.
Entre las muchas aves que se hallan en el distrito de la jurisdicción
de Borja, unas sirven al gusto por su buena carne y otras á la diversión
por su canto y figura singular. De las primeras son las perdices, que sue
len ser de tres maneras. Unas mayores que gallinas, otras medianas,
como el francolín, y otras que sólo se hallan en los lugares altos, más
pequeñas que las nuestras, y tienen el pico corvo como las aves de rapi-
ña. Cazan los indios las perdices en los sembrados y riachuelos, armando
á ciertos tiempos lazos ocultos y disimulados. Hállanse también garzas
de buen gusto y de varias especies y colores, que al entrar el verano pa-
san á bandadas. Las más señaladas son unas que compiten en la gran-
deza con los avestruces; pero más aprecian los indios las gaviotas por
dejar en las playas abiertas mucha cantidad de huevos como de gallina,
de que hacen sus provisiones. El número de patos es muy grande y todos
ellos se domestican fácilmente y se hacen á la gente. No faltan tórtolas
grandes, como palomas y otras muchas especies de aves que se ven en
Europa, fuera de otras particulares de aquella tierra de muy buen sabor
y gusto.
Cuando los indios se internan en los bosques en busca de la caza, ha-
llan en ellos sus botillerías y refrescos para el refrigerio en su calor y
cansancio. No son éstas cuevas subterráneas, ni helados hechos con arte,
sino bebidas colgadas en los árboles, en sus vasijas y vasos vegetales
que, resguardados de los ardores del sol y atrayendo la humedad de las
plantas, conservan fresco el humor para la necesidad de los caminantes.
Vense en ciertas palmas unos cocos grandes llenos de agua fresca y del-
gada por estar bien resguardados con una dura corteza y cierta masa ó
carnaza blanca. A ellos recurren los indios en sus ahogos, y en una sola
pieza encuentran agua delicada que gustar, vaso en que beber y comida
dulce que les hace más agradable el refrigerio. Pero estas bebidas se ha-
llan más comúnmente en las Mainas En las Misiones de Mainas más fre-
104 Misiones del Marañón Español
cuentemente recurrían los indios á otros vasos de agua no menos pura y
destilada que la de los cocos. Danse por aquellos montes unas cañas re-
cias, altas y derechas, que llaman guaduas; su grosor en unas es como
el de un brazo y en otras como el de un muslo, de manera que cada ca-
ñuto de la caña tiene á las veces el hueco correspondiente á un azumbre
de agua, y ésta es la que conservan muy resguardada del calor algunos
cañutos, que conocen por la parte de afuera los indios hallarse llenos de
aquel humor. Cortan desde luego el cañuto ó cañutos ricos de agua con
sus hachetas y se sirven de la misma caña como de vaso para gustar có-
modamente de aquel licor fresco y delicado. Porque bajando desde la
copa de la caña y pasando destilado por los nudos superiores, siempre
defendidos de los vapores cálidos y de los rayos ardientes del sol, queda
fresquísimo, sutil y purificado. Estas son las fuentes que dispuso en aque-
llos parajes el Autor de la naturaleza para la necesidad de los indios,
porque si bien los ríos en aquellas tierras son grandes y muy frecuentes,
pero muchas veces se meten los indios en lo interior de los montes y por
ellos hacen muchos días de camino, y no era fácil en tan largas distan-
cias recurrir siempre á los ríos para refrigerar la sed ó humedecer el
cuerpo. Y era cosa bien regular el que, acabada la caza de los con-
tornos de un pueblo, saliesen los de él á lugares muy distantes á cazar
algunas aves ó monos, y sin esta seguridad de hallar agua que beber,
no se determinarían fácilmente á emprender tanto camino.
Hay otras muchas aves y pájaros, que no tanto sirven para el regalo
del gusto, cuanto para la recreación de la vista, ó para la diversión por
su figura ó propiedades singulares. Diremos de algún otro lo que hallo
escrito en las apuntaciones de los misioneros. Causa mucho gusto la vista
de un pájaro llamado tucupisco, cuyo plumaje en la cabeza es negro y be-
llísimo, y en ella forman una vistosa corona ciertas plumitas tan sutiles
como cabellos, y ostentando en el pecho una insignia lucida como de es
capulario, camma con aire y se presenta con majestad. No dejan de agra-
dar y se hacen notar mucho por la caza unos pájaros que se dicen gua-
camayos; unos colorados, otros azules y otros amarillos. Aunque son
hermosos; pero lo que más lleva la atención es la cara que muestran se-
ria y arrugada, que rodeada de una como toquilla de monja, remeda
perfectamente la cara de una religiosa anciana. También divierten mu-
cho unos pajaríllos pequeños, como gorriones que se nombran periquitos,
y tienen las cabecitas ya blancas ya amarillas : se amansan fácilmente
y se hacen mucho á la gente; y no hay cosa de que más gusten que de la
saliva de la boca que vienen á chupar con sus piquitos. Cuando los peri-
quitos se hallan juntos, como suelen, imitan con su canto una niña ó con-
versación de verduleras, en que todas quieren hablar á un mismo tiempo,
y nada se entiende perfectamente.
Es bien singular otro pájaro que llaman paugi, de bastante grandeza,
y de pico corvo y colorado, el cual tiene la propiedad de bramar de no-
che como si fuese un toro. En realidad causara grande espanto á los re-
Libro II.— Capítulo XIV 106
cien llegados de Europa, si no se los previniera que aquellos terribles
bramidos nocturnos son el canto del paugi. No es menos extraordinario
otro á quien pusieron trompetero, porque sin abrir el pico toca como si él
mismo fuese una trompeta por un nervio hueco que tiene por todo el es-
tómago. Es pájaro amigo de la gente, y un misionero que tenía dos de és-
tos, sin haberlos enseñado, lo acompañaban al salir de casa revoloteando
y tocando su trompeta. Cuando reñían los gallos acudían prontamente á
la riña y á picotazos los ponían en paz. Tiene otra cosa singular el trom-
petero, que si hay alguna gallina criando pollos, se los suele llevar con
mucho tiento en su pico uno á uno y no deja después llegar á ellos á la
gallina: él los cría y los mantiene con lombrices, él los arrulla y él los
acoge bajo sus alas, y los pollitos le siguen por todas partes con mucha
ley como á madre, olvidados de la gallina.
Hay otro pájaro muy bello de color blanco, negro y encarnado: tiene
los ojos grandes y hermosos, y el pico es mayor que todo el cuerpo. Me-
reció por su canto el nombre de predicador, porque su oficio se reduce á
estar predicando todo el día en los árboles más altos. Sólo canta tres ve-
ces cua, cua, cua, en tono de misión, y haciendo una breve pausa vuelve á
su tono de misión con el mismo canto. Uno de éstos se hallaba en un pue-
blo de Mainas y estaba todo el día en el tejado de la iglesia predicando
y convocando la gente. Sólo faltaba de este sitio á las horas de comer
que tenía bien medidas, y bajando del tejado entraba en el cuarto del
misionero, echaba fuera á picotazos los perros y gatos, sin perdonar á
los niños que encontraba, comía lo que le cumplía y tornaba al tejado,
en donde tomaba con más fuerza el hilo de su sermón.
CAPITULO XIV
DE LOS PECES DEL MARAÑÓN Y DEMÁS RÍOS
La provisión grande que Dios ha deparado de peces de varias calida-
dades y de diversos tamaños en el río Marañen, y en los que á él tiran
como á centro, pudiera mantener reinos enteros si se pescasen de un
modo conveniente, y se usase de la pesca con aquella economía que se
observa en países de buen gobierno. Mas los indios hacen un increíble es-
trago en todo género de peces con ciertas raíces venenosas que llaman
barbasco, y es esto de manera que fuera del barbasco silvestre que se halla
en los bosques, ellos mismos lo siembran, cultivan y benefician en sus
heredades para que no les falte este instrumento de su pesca. Con pocos
hacecillos de estas raíces envenenan toda una ensenada y laguna, y en
menos de una hora se dejan ver por la superficie del agua innumerables
106 Misiones del Mará ñon Español
peces de todos tamaños ya borrachos del zumo de las raices. Los indios
cogen á su placer los que más les agradan, cargan de ellos sus canoas, y
dejan morir los demás que desechan, que suele ser la mayor parte.
En el año de 1754 en que se hizo la dedicación de una de las mejores
iglesias de la misión en un pueblo llamado San Joaquín de Omaguas,
vieron esto los varios misioneros que habían concurrido á la función con
mucha lástima y sentimiento de tanto desperdicio. Salieron los indios con
50 canoas, á pescar en cierta laguna; y derramando en ella sus raíces de
barbasco, con sólo frotarlas con las manos subió luego á la superficie del
agua una cantidad increíble de peces atolondrados. Cruzaban las canoas
por la laguna, y cogiendo los indios como á brazadas los peces, antes de
dos horas llenaron de pesca las 50 embarcaciones y dejaron después de
todo esto llena la laguna de peces muertos que no se aprovecharon. Y
aun de los peces que llevaron consigo en las canoas, se perdieron mu-
chos, porque no se puede conservar en temple tan húmedo y ardiente lo
que no se consume recientemente llevado.
No es menos extraordinaria la calidad de los peces del Marañón, que
su abundancia. Entre todos merece el primer lugar el pez buey ó vaca ma-
rina, que solamente se encuentra en este río y no hay noticia de que se
haya visto jamás en otros ni en el mismo mar. Es este pez á manera de
un becerro de año y medio; su piel es más gruesa que la del terrestre á
quien se parece del todo en boca y dientes. Tiene dos brazuelos ó aletas
de la figura de remos, con que nada y recoge á las orillas del río hier-
bas de que se sustenta. Su cola es como un grande y grueso abanico
bien extendido que le ayuda para nadar y moverse con mucha veloci-
dad. No tiene cuernos ni pies, y en lugar de orejas sólo tiene un peque-
ñísimo agujero que cierra cuando quiere con una especie de puertecita.
Los ojos son también pequeños para tan grande cuerpo; y debe tener
oído muy tardío porque cuando sale á la orilla á comer hierba deja acer-
carse demasiado á la gente que lo observa. Mantiénese en el fondo del
río todo el tiempo que le parece, sin tener necesidad de subir á respirar,
como pensó el P. Casani en la Vida que escribió del P. Raimundo de San-
tacruz. La piel es lisa y no tiene pelos, como creyeron algunos que pu-
dieron equivocarse fácilmente con las barbas que tiene en los labios y
con las manchas blancas que suele tener hacia el vientre. No pone hue -
vos, sino pare uno ó dos hijuelos que lleva consigo debajo de las aletas, y
con la leche de sus tetas que chupan como terneritos, los mantiene y sus-
tenta hasta que son crecidos.
Pescan los indios este pez con arpones gruesos, y desangrado le meten
en sus canoas. Cuando llega ya á nadar el hijuelo por sí mismo, si le cla-
van á éste el arpón, le aguarda la madre y es causa que se pesquen los
dos sin mucha dificultad. La carne es de mucha substancia, sabe á ter-
nera gorda y es algo pesada; salada y seca al sol es apreciada en aquellas
tierras. La manteca es buena para guisar y sirve también para lámpa-
ras. Tiene dos huesos medicinales en los oídos, y las costillas hervidas
Libro II.— Capítulo XIV 107
detienen los cursos de sangre. La piel, bien seca y estirada, es como una
tabla, y bien curtida sería una insigne vaqueta.
Después de la vaca marina es también singular en su género, por la
grandeza y figura, la danta. Su cuerpo, forma y aire es como de una
muía; es ligerísima en za'cullirse en el agua, y como es anfibia corre
por el monte, pero con tanta ligereza, que penetra por lo más enmara-
ñado de él como una saeta, sin que se la pueda, no digo dar alcance, pero
ni aun apuntar con arpón ó flecha. No deja de ser sabrosa su carne, y del
cuero, bien curtido, se hace el ante más estimado. Sus unas son las cele-
bradas de la gran bestia, que suelen poner á los niños, engastadas en
plata. Un misionero logró la ocasión de llevar á su casa una vaca marina
y una danta vivas y sanas. Púsolas en una pequeña laguna que suelen
tener en los corrales para las charapas, de que hablaremos después; pero
aunque comían la hierba que se les daba y hubo esperanzas á los prin-
cipios de que se conservarían, luego murieron las dos.
Otra especie de peces anfibios se encuentra, que son también harto
raros por su hechura y por el aire que están papando en los árboles con
sus bocas abiertas. Llámanse iguanas, y son de una figura ferocísima,
como un dragoncillo, de media vara. Saliendo del rio se suben á los árbo-
les, y en ellos se mantienen sin morder ni dar colazos, y abiertas las bo-
cas están tragando aire y mosquitos. Pero en viendo la suya se desquitan
contra los pollos y gallinas, de que son enemigos. Los misioneros los te-
nían por verdaderos camaleones, de quienes se escriben estas propieda-
des. La carne de la iguana la comen con ansia los portugueses, mas no
la probarán por ningún acontecimiento los Mainas. Díc?se que es delica-
da, gustosa y saludable hacia la cola, y que en ella se encuentran á las
veces piedras medicinales contra el mal de piedra. Parece también anfi-
bio el pez capiguagra, tan grande como un puerco bien crecido y de su
figura. Es especie del castor tan alabado en el Canadá. La piel es finísi-
ma, y cuando sale del agua el capiguagra busca las cuevas más ocultas y
habita en lugares limpios de la maleza del monte, no imitando en esto á
los puercos de tierra, que buscan sitios pantanosos y se deleitan en los
lugares más sucios.
Hállanse otras muchas especies de peces ya grandes, ya pequeños, ya
de muchas, ya de pocas espinas unos de buen sabor y gusto y otros más
insípidos. Entre estos aprecian mucho los indios las gamitarías, que son
como una vara de largo y más de tercia de anchas, sin más espina que
la del medio. Frescas y recién sacadas, son preciosas; secas y saladas
son nuestro bacalao, aunque de mejor gusto y sin sus espinas. Poco se di-
ferencia de la gamitaría el pacu, que es algo menor; pero no es tenido por
tan sano, porque si se come en demasiada cantidad es ocasionado á ca-
lenturas. Los misioneros tenían por el más excelente de todos el pez tucu-
nari por no tener par en el sabor y por ser el más sano. No excede una
tercia en la largueza y no tiene espina alguna. Es medio dorado por todo
el cuerpo, y en la suavidad gusto y delicadeza parece trucha. Tampoco
108 Misiones del Marañón Español
tiene espinas la mojarra, más pequeña que una pescada regular y de lindo
gusto. El pez que llaman rumichalga es estimado por tener en su cabeza,
casi ovalada, dos como piedrecitas que raspadas en agua caliente, faci-
litan la orina.
No faltan otros de más daño que provecho para las gentes, como el pez
torpedo ó tremielga, que por medio del sedal y la caña adormece la mano del
pescador; y las que llaman rañas, que saben el arte de cortar el anzuelo.
De esta calidad son las larrayas. a,nchsLS como un tambor, y de una cola lar-
ga en cuyo extremo tienen un huesecito con que hieren y causan grande
dolor, como el caneto, pez pequeñísimo que se introduce por las vías y come
la carne con voracidad increíble. Si se la deja dentro por algún tiempo es
cierta la muerte del que ha tenido esa desgracia: es menester para li-
brar la vida echarle luego fuera con la bebida del jugo de vito y xagua.
Sería cosa de nunca acabar si quisiéramos hacer mención de los de-
más peces que cruzan por el Marañón y los otros ríos: nos contentaremos
con cerrar este capítulo dando alguna más particular noticia de las tor-
tugas de agua, que allí se llaman charapas, así por ser éstas la pesca más
regular de los indios y servirles para muchos usos, como por tener varias
y singulares propiedades. Las charapas ó tortugas de agua, aunque son
todas de la misma figura, casi redondas, pero son diferentes en la gran
deza. Hay unas pequeñas como una tercia que salen á las playas pri-
mero que las demás á poner sus huevos. Llámanlas comúnmente tabique-
yas, y aunque no son de tan buen gusto como las otras, pero son tenidas
por las mejores para los enfermos. Hay otras medianas, y á lo que dicen
los indios, como de cuatro años, mayores que las antecedentes, que aun-
que no han llegado todavía á la grandeza de su especie, tienen ya la per-
fección del gusto y del sabor en su punto, á manera de las truchas: que
no son las mayores las de mejor gusto. Los misioneros que tantas veces
han probado esta especie de charapas, dicen que son mejores que pollos
y pichones ó perdices en el gusto y en lo sano de ellas. Otras hay mayo-
res que la mayor adarga que imitan en la figura, y pesan regularmente
cinco ó seis arrobas y no ha faltado alguna que ha llegado á pesar tres-
cientas libras. Hacen los indios de las charapas muchos géneros de gui-
sos, estiman mucho la carne del pecho, pero aprecian más la tripilla, y
mucho más la que llaman guagamena en donde se encuentra gran copia
de huevecillos.
Es muy difícil de morir la charapa. Hecha ya pedazos, prosigue el co
razón palpitando, y aun á veces, cortada del todo la cabeza, se menea y
muerde con un dientecillo que tiene; traídas estas tortugas del río y tira-
das á la sombra duran meses enteros sin comer ni beber. Cuando los in-
dios las sacan pequeñitas de los ríos, y cargan de ellas sus cestos y ca-
nastos, llegan casi todas vivas al pueblo por más apretadas que vengan
unas con otras. Es cosa bien singular que se hace mucho reparar que
cuando las sacan del cesto, luego empiezan á mirar todas hacia el Ma-
rañón, y quedan en esta postura sin mudar la cabeza hacia otra parte, y
Libro II.— Capítulo XIV 109
aun corren muchas de ellas en derechura al rio, aunque las pongan en
partes obscuras y retiradas. Tan singular es el instinto que las imprimió
el Criador hacia su centro.
Consérvanse por tres y cuatro años en las casas, en unas chara peras
ó lagunas que tienen en ellas para este efecto, y comen ciertas hojas que
remedan la figura de una lengüeta y que los indios recogen con cuidado;
á falta de estas hojas comen también y se mantienen con yerba regular;
pero en estos tres ó cuatro años que viven desde pequeñitas en las cha-
raperas, apenas llegan á crecer un palmo.
Los huevos de las charapas merecen también particular expresión.
En las crecientes de lunas se juntan en gran cantidad á manera de un
ejército y salen á millares á poner sus huevos en las playas. Cavan pri-
mero con sus manitas la arena, y hecho un agujero como media vara de
hondo, se asientan después de espaldas y deja cada una en su hoyo más
de doscientos huevos. Cúbrele otra vez de arena hasta dejar la playa
igual por todas partes y escapa al río. Si acierta á llegar el indio cuando
está de espaldas la charapa poniendo los huevos, la coge como quiere,
porque apenas se puede menear. Los huevos depositados en aquel hoyo
se fomentan con el calor del sol, y como á un mes ya están vivas las cha-
rapitas, del tamaño de un real de á ocho. Fórmanse de la clara del hue-
vo, y la yema les sirve de alimento hasta que puedan correr. Sucede va-
rias veces que sin acabar de comerla corren hacia el agua y en ella se
zabullen. En tiempos de muchas lluvias ó de crecientes del Marañón,
como falta el influjo del sol necesario para la formación de estos pececi-
llos, se pierden los huevos.
No conocen los indios en las playas los nidos ó hueveras de las chara-
pas, por más que acicalen la vista. Tan disimulados están en la superfi-
cie de la tierra. Pero los conocen luego con el talón del pie, si acierta á
pisar por ellos por estar la arena más fofa y menos apretada. Cavan al
punto con la mano y puño hasta media vara y empiezan á sacar huevos
y más huevos como pelotas de borra, que suelen comer ya cocidos, ya
asados, ya en tortillas. No pocas veces los suelen conservar después de
ahumados, porque duran mucho tiempo sin corromperse. Cuando los in-
dios salen á sus tiempos, como veremos, á hacer provisión de manteca,
cogen sin mucha dificultad ochocientos mil ó un millón de estos huevos,
y de ellos deshechos en sus canoas, sacan con conchas la manteca riquí-
sima que sube arriba. Echanla en los tinajones que llevan y vuelven á
sus casas hecha la provisión para algún tiempo. Parece que todas las
charapas son hembras, pues no se encuentra entre todas ellas un macho,
aunque los indios dicen que de un huevo más grande que los demás, y
como una bola de trucos que ponen á veces entre los otros, nace su rey,
y que éste es á quien toca el salir á registrar las playas, en donde las
hembras han de dejar sus huevos. Pero ninguno de los muchos misioneros
que tanto vivieron en aquellas partes vio semejante huevo ó alcanzó el
nacimiento de este príncipe fabuloso.
no Misiones del Marañón Español
CAPITULO XV
DE LAS FIERAS É INSECTOS
Entre todas las fieras de los montes del río Marañón la más terrible y
espantosa á los indios es el tigre, por el mucho estrago que suele hacer
en ellos, cogiéndoles descuidados en montes, selvas y caminos, y aun á
veces viene este fiero animal acosado del hambre, hasta los mismos pue-
blos, y metiéndose en las casas, arrastra lo que en ellas encuentra. Mu-
chas son las especies de tigres dañinos; unos son negros, otros colorados
y varios pintados de muchas manchas que son los peores y más temidos.
Los indios para cogerlos arman trampas disimuladas de troncos gruesos
y pesados, que con el golpe y peso les sujetan; algunos logran atrave-
sarlos con sus lanzas, ó virotes envenenados. Hay también otra fiera pa-
recida al tigre en su corte y figura, aunque más pequeño, y por eso le
llaman tigrillo ó gato montes. Mas ese sólo persigue á las aves y anda en
busca de monos, sin meterse con los hombres. Parece que la Providencia
dispuso el que los tigres del Marañón no se propagasen tanto como pedía
su especie, porque no acabasen con aquellos pobres indios. Pues puso en
aquel país ciertas moscas que acaban con muchos de ellos. Asiéntanse
sobre la espalda del tigre, y pasando con su aguijón la piel, dejan entre
cuero y carne una semilla que, convirtiéndose á poco tiempo en un gu-
sano roedor, armado de muchos aguijones, no deja sosegar á la fiera. Y
como no puede parar en postura ninguna, ni comer, ni beber, ni dormir,
muere finalmente el tigre ya sea de rabia, ya de hambre ó sed, ó ya de
falta de sueño . Suelen también picar á los indios estas moscas inexora-
bles, pero como saben el remedio de aplicar á la herida el zumo del ta-
baco que impide la formación del gusano, no causa en ellos los efectos
que se observan en los tigres.
El caimán, lagarto ó cocodrilo es también formidable en aquellos países,
y no le temen menos los Mainas en el agua que temen en los mon-
tes al tigre, porque despedaza á muchos cuando están bañándose en
los ríos, y no perdona á las canoas cuando van bogando. Unas veces
de un colazo echa á un hombre desde la canoa al agua, y otras de una
colmillada se lleva una pierna ó un brazo, y suele ser esta dentella-
da más inocente, que otras con que hace presa en el pecho ó vientre,
porque como los colmillos son largos, y las heridas profundas, aunque se
mantenga el indio en la canoa, no tiene remedio la cura. El caimán saca
de cuando en cuando la cabeza del agua para respirar. Sus colmillos pa-
san de setenta, y son un insigne contraveneno. El olor es de almizcle
fuerte. Déjase ver más comúnmente en los meses de mayor calor y
Libro II.— Capítulo XV 111
cuando se secan los ríos, y en este tiempo salen muchos á tomar el sol
en la arena de las playas, en donde no suelen hacer mucho daño por ser
muy tardos en el movimiento á causa de la grande inflexibilidad del
cuerpo que parece un tronco.
Huyen los cocodrilos de los tizones encendidos, y para cazarlos no
valen escopetas, porque no hace mella la bala en sus durísimas conchas,
si no da por casualidad en los ojos ó debajo de las aletas. El modo común
que tenían los indios de pescarle era con anzuelos fuertes ó con un palo
envuelto con tripa y soga que engulle el animal y queda preso. Los hue-
vos de los caimanes son delgados y largos como un jeme. Déjanlos co-
múnmente en las playas más lodosas, pero pocos llegan á manos de los
indios, porque los gallinazos, que son los cuervos de aquellas tierras, los
huelen luego y acaban presto con ellos. Suélese comer la carne del la-
garto que llaman blanco, aunque es dura y pesadísima.
Estas son las dos fieras más temidas en el Marañón, y se puede decir
que el caimán y el tigre son los dos ministros de la justicia divina en unas
tierras á donde alcanza poco la humana. Veremos en la Historia muchos
ejemplos que comprueban esta verdad, y echará de ver el que la leyere,
cómo el grande temor de los indios á estos animales sangrientos les ha
sido siempre saludable y medio bien eficaz para que dejen sus cazas,
pescas y paseos en aquellos tiempos en que deben asistir al catecismo.
Misa y rosario con los demás. Así sabe la Providencia convertir en bien
de aquellas pobres gentes, aquello mismo que tienen ellas, por el mayor
de los males y trabajos.
Hállanse también algunos osos, y tienen las mismas propiedades que
los de Europa. Solo el que llaman hormiguero tiene la particularidad de
sacar una lengua como de tres cuartas, medio que le dio la naturaleza
para su mantenimiento. Porque acuden á ella muchas hormigas que
gustan de aquella humedad sabrosa, y recogiendo la lengua cuando está
bien cargada de ellas, se las traga. Suele también meter la lengua en los
colmenares subterráneos y chupa la miel que encuentra. Dícese que el
oso hormiguero es muy fuerte y que vence al mayor tigre. No se han
visto leones en aquella tierra, pero se encuentran lobos menores que los
de Europa y menos dañinos. Más fieros y rabiosos son los perros del
monte, aunque no son grandes. Ladran con una ira rabiosa, y muerden
con increíble furor. Por más que se haga con ellos, nunca se llegan á
amansar, y salen siempre á su maligna casta.
Las culebras son muchas, y muy varias en grandeza, color y propie-
dades. Hay una especie de culebras bobas y zonzas que no hacen daño
alguno y no pican á la gente. Otras se encuentran de color negro como
una vara de largas, más antes útiles que dañosas, porque entrando en
las casas cogen las cucarachas y lagartijas, y las limpian de estos in-
mundos animalejos. Pero hay una casta de ellas en realidad no muy
grandes, pero tan dañinas que en llegando á picar apenas se encuentra
contraveneno eficaz contra la picadura, si no está acaso muy reciente.
112 MlSlONKS DEL MaRAÑÓN ESPAÑOL
Todas estas culebras son pequeñas: las mayores están comúnmente en-
roscadas en los árboles, y son tan gruesas como el muslo de un hombre.
Y no son éstas las que causan más grima á los indios: sino las que llaman
yucumamas, que son enormes en la longitud como de diez varas y horro-
rosas en el grosor, en que no ceden á un cuerpo humano.
Para que á ninguno parezca increíble lo que se dice de las yucumamas,
me ha parecido poner en este lugar lo que el padre Manuel Uñarte, to-
davía viviente en Rávena y testigo ocular de lo que refiere en estos cu-
lebrones, apunta en sus diarios:
«Estando yo, dice aquel misionero, en San .Joaquín de Omaguas, mata-
»ron en mi presencia un culebrón de diez varas de largo. Era el cuerpo
»tan grueso como el de un hombre, aunque la cabeza no correspondía;
«tiráronle á la cabeza muchos balazos casi á boca de cañón, porque los
»de las escopetas estaban en seguro y sobre un paredón. Finalmente,
«después de muchos sablazos acabó de morir la fiera achuchada la ca-
»beza con una cimitarra. Los indios, con sogas de vaca marina, llevaron
«arrastrando este monstruo á la casa del gobernador.»
No sería menor otra yucumama de que escribe en estos términos:
«Yendo yo de camino y pareciéndome entrar en una casa vieja y mal-
»tratada del pueblo antiguo de Santa Bárbara de los Iquitos, bajé á un
«cuarto bajo y reparé que estaba tendida en el suelo una cosa que me
«parecía viga y atravesaba la pared. Por más certificarme di en ella
»con el astil de la cruz que llevaba en la mano, y comenzó luego á mo-
«verse aquella gran máquina. Retiróme al punto, cayendo en cuenta de
«lo que era: llamé presto á los indios para matar aquel horroroso cule-
»brón, que iba ya caminando hacia el río. Todos gritaron: ¿Qué haces
«Padre? Déjale andar que esta clase de monstruos se traga un hombre de
«una alentada. Con todo eso, poniendo en Dios mi confianza, hice noche
«en aquella casa que se había apropiado aquel huésped. «
Todavía es más singular lo que refiere de otra, y en donde se echa de
ver el amor de un hijo con su padre, de una manera que no se verá seme-
jante en las historias. «Pasé, escribe, con ánimo de recoger las reliquias
«del pueblo de San Bartolomé de Necoya á los bosques donde se habían
«retirado, y hallé al cacique y á su gente muy tristes y desconsolados,
«por acabar de tragar la yucumama al hijo del cacique, que se halló pre-
«sente al estrago. Es cosa bien rara la que me aseguraron, que estando
»ya en la boca del culebrón el hijo, gritó y clamó á su padre diciendo:
«Huye, padre, que á mí ya me traga. Consolóles como pude, y los traje
«conmigo. «
Cosas son estas que parecen exceder la fe humana, pero aquél es
otro mundo y el testimonio del citado misionero y de los demás es muy
autorizado, para resistirse á dar crédito á lo que aseguran hombres de
toda verdad.
Algunos dan á la yucumama varias propiedades que necesitan de
mayor examen. La primera es que su cuerpo es muy parecido al tronco
Libro II.— Capítulo XV 113
grueso de un árbol envejecido á quien ha faltado el nutrimento de las
raíces; segunda, que alrededor de todo el cuerpo cría alguna especie de
barba; tercera, que contiene en el aliento una virtud atractiva tan sin-
gular, que sin moverse de un paraje arrastra á sí á cualquier animal que
se halle en los términos á donde alcanza la vehemencia de su atracción,
si no se corta la línea con algún cuerpo intermedio. No me opongo á la
primera ni á la segunda propiedad, porque siendo anfibia la yucumama
y hallándose frecuentemente en lagunas y lodazales, puede formar fá-
cilmente una delgada costra en las escamas y duras conchas que la
guarnecen, y puede contribuir á que la costra crezca y tenga permanen-
cia y á la quietud y lento movimiento con que camina, pues mientras la
necesidad no la precisa á buscar el alimento, se mantiene en dichos lu-
gares, y cuando muda de sitio es su paso poco perceptible. De aquí es
que parece un tronco, como le pareció al misionero citado, y puede tener
muy bien aquella especie de barbas pegadizas.
Más dificultad hallo en la tercera propiedad, y no encuentro en los
papeles de los misioneros que hablan de semejante culebrón una virtud
tan singular y prodigiosa, y no hubieran dejado de notar una cosa tan
particular si la hubieran encontrado bien fundada. Paréceme que tiene
visos de fábula, y por esta razón no la admiten en sus observaciones
Ulloa ni Condamine. Pero caso que algo de esto sucediese, no creo de-
berse el efecto que se atribuye á la yucumama de buscar el alimento por
medio de su aliento ponzoñoso, explicar por la virtud atractiva de atraer
á si á los animales, como supone la vulgaridad para excitar la admira-
ción, sino por la embriaguez que puede causar en la persona ó animal
que no está muy distante. Tomada en este sentido la propiedad, no hallo
en ella cosa que me parezca increíble, pudiendo ser el aliento pestilen-
cial de tal calidad, que embriague á quien lo perciba. Pues sabemos que
los orines del zorrillo tienen el mismo efecto de emborrachar, y la misma
eficacia se experimenta frecuentemente, como dicen los prácticos, en los
bostezos de las ballenas, tan fétidos en algunas ocasiones, que no se pue-
den sufrir y trastornan el sentido. Esto mismo se cuenta de algunos ca-
dáveres, y no hay duda en que se hallan algunos olores ó vapores tan
espesos que trastornan las cabezas. De esta suerte, no parece dificulto-
so que el aliento de la culebra tenga semejante virtud, y que por su me-
dio consiga el sustento que su gran lentitud no puede facilitar de otro
modo. Pues perdiendo los sentidos el animal que percibió el vapor enve-
nenado, y no pudiendo huir, es regular que la yucumama, con su tardío-
movimiento, se vaya acercando hasta que, teniéndole á tiro, lo pueda
coger y engullir. Y de esta manera pudo tragar al indio de que hablamos
arriba.
De otros insectos y mosquitos está poblado todo el país, expuesto ne-
cesariamente á la corrupción por los dos principios ocasionados de ella,
de calor intenso y humedad extraordinaria. Hállanse muchas castas de
murciélagos y de varios tamaños que tienen una propiedad que no se ob-
114 Misiones del Marañón Español
serva en los de Europa, por lo cual se hacen más molestos y aun peligro •
sos, porque pican con mucha sutileza y desangran á los dormidos de
suerte que á las veces causan deliquios. A las bestias y crías llevadas de
Europa no Jas dejan vivir con sus picaduras, y han sido en parte causa
de que no se hayan propagado las vacas, pero no llegan á las nativas
del país ni encuentran en ellas aquel sabor y gusto que en las forasteras.
Moscas, xexenes, cínifes y zancudos persiguen á las gentes á todas horas
con sus picaduras, y los zancudos no dejan tomar por la noche el reposo
conveniente, hasta que se hace costumbre de aguantarlo. Lo peor es que
suelen dejar dentro de la picadura cierta semilla que va creciendo, y no
se puede sacar sin arrancar parte de la carne con mucho dolor.
El mismo efecto causa otro animalillo, á manera de pulga, que llaman
nigua, que, metido entre cuero y carne, va levantando un tumor, y saca-
do el animalejo, suele proseguir si no se acierta á sacar la semilla para
lo cual es preciso cortar por lo vivo algo más abajo de la parte á donde
ha penetrado con su punta. Otro trabajo se experimenta en las casas con
la muchedumbre de ratones tan roedores que á nada perdonan. Acaba-
rían bien presto estos voraces animales con todo el maíz, que es la prin-
cipal cosecha y provisión de los indios, si no tuvieran éstos la prolijidad
de untar los granos con zumo de la raiz venenosa de barbasco. Con esta
hierba hacen continua guerra á los ratones y los consumen ó impiden que
se propaguen.
Dejo la prodigiosa cantidad de ranas y sapos que, en tantas lagunas
y pantanos, atormentan los oídos con su música desgraciada. Sólo es dig-
no de notar que un sapo llamado socto, el cual únicamente canta pre-
nunciando tempestad, no parece venenoso pues los indios se lo co-
men sin experimentar daño. Son de varios colores las arañas, entre las
cuales hay algunas de grandeza extraordinaria, que labran telas finísi-
mas en los aleros de los tejados. Los indiecitos se divierten en deshacer
estas telas y cogiendo una por la hebra que suelta, van envolviendo en
palitos el hilo que suele pasar de 30 varas. Otras hay, negras y peludas,
tenidas por venenosas, y sin embargo de eso los indios Napeanos andan
á caza de ellas, sácanlas de debajo de tierra y se las comen como si fue-
ra mazapán. Bien es verdad que tienen la precaución de asarlas antes
sobre unas hojas y con esta diligencia depurarlas del veneno. Si los Na-
peanos comen arañas no es de extrañar que los Encabellados gusten de
las hormigas y que hagan de ellas cazuelas á su paladar muy sabrosas.
Hállase entre las hormigas una casta de ellas que llaman arrieras, las
cuales tienen la mala propiedad de morder como si fueran perros. El do-
lor dura veinticuatro horas, pero pasa sin dejar mala resulta.
Libro II. — Capítulo XVI 115
CAPITULO XVI
SI LOS INDIOS DE LA MISIÓN DE LOS MAINAS TENÍAN
ALGÚN CULTO PÚBLICO Ó ADORACIÓN
No dejará de extrañar á alguno que habiendo tratado tan á la larga
de la calidad y costumbres de los indios del Marañón, y de los frutos y
propiedades de las tierras, no hayamos hecho mención alguna de culto,
veneración ó sacrificio que ofreciese alguna de las muchas naciones á
ídolos ó dioses falsos, porque no parece posible tanta brutalidad ó barba-
rie, que unos hombres, al fin racionales, no reconozcan como por instinto
ó naturaleza algún numen ó deidad á quien acudan en sus trabajos y ne-
cesidades. Y, en efecto, el P. Francisco Fuentes, en el Memorial que pre-
sentó á su majestad católica, y nosotros trasladamos en el libro I, dice
que aunque no son dados á muchos géneros de idolatrías,... se conoce en
algunos que ofrecen á sus tiempos oro y plata al sol en un adoratorio
grande que le llaman la casa del sol. De la misma manera escribe también
Rodríguez en la Historia de los descubrimientos del Marañan^ cuando dice que
los ritos de toda esta gentilidad, generalmente son unos mismos. Adoran
ídolos fabricados de sus manos y los ponen sus divisas, como de un pez,
mas los tienen arrinconados y sólo acuden á ellos cuando los han menes-
ter para sus guerras.
Mas los misioneros de Mainas que midieron á pasos toda la jurisdic-
ción de la ciudad de Borja, y trataron todas las naciones que se conte-
nían en ella, aseguran y protestan que en todo el espacio de ciento
treinta y ocho años, en que se trabajó sin interrupción en aquel campo,
no se vieron jamás vestigios ni reliquias de adoración pública en alguna
de las naciones. Solamente encuentro en uno de los papeles que me en-
vió uno de aquellos padres, que en la tierra de los Zetes, parcialidad de
los Omaguas, se halló algún otro idolillo de barro, pero arrinconado, y
de que los indios mismos no hacían caso. A este modo, el que se casase
con la mujer del cacique muerto el hermano segundo, como insinuamos,
no lo hacían por principio de religión, ni la miraban como cumplimiento
ú obediencia á alguna ley que observasen, sino porque creían ó se figura-
ban haber una especie de razón ó conveniencia en que el hermano se-
gundo sucediese al primero en el oficio y en que la capitana no fuese de-
gradada de la dignidad de que había gozado en vida de su marido.
Es así que el P. Fuentes dice en su Memorial al rey, que algunos in-
dios en un adoratorio dedicado al sol ofrecían á sus tiempos oro y plata
á este planeta; pero habla de aquella universalidad de gentiles que se
empezaron á descubrir en la América meridional y aun septentrional,
por los años de 1620, que eran muchísimos, y hacia todas partes. Y es
natural ó creíble que en alguna ó algunas de estas naciones, se ofrecie-
116 Misiones del Marañón Español
sen las oblaciones ó sacrificios de oro y plata que nunca se vieron ni oye-
ron en el distrito de nuestras misiones. Y ¿cómo pudieran en Mainas ha-
cer estos sacrificios de metales que apenas conocían, porque fuera de la
nación Gibara que se presumía tener mucho conocimiento del oro que
abunda, como dicen, en sus ríos (donde no se practicaban ciertamente
los pretendidos sacrificios), ninguna otra tenía noticia ni se aprovechaba
de aquel metal, fuera de algunos pocos indios en la altura del río Napo,^
que en rigor no pertenecían á la misión? El mismo Fuentes, en la memo-
ria citada, da bastantemente á entender que algunas ó muchas provin-
cias no reconocían dioses ó ídolos fabricados de sus manos, cuando dijo
umversalmente: «no son dados á muchos géneros de idolatría.» Rodrí-
guez siguió, á lo que yo pienso, la relación impresa del P. Acuña, el cual^
tratando en general de la inmensa gentilidad que se extiende por todo el
río Marañón, así español como portugués, pudo muy bien asegurar que
adoraban ídolos fabricados de sus manos. Pero no se sigue de aquí que
aquella cláusula se haya de entender precisa y determinadamente de los
gentiles de las misiones de Mainas. Pues es cosa constante que el viaje
de Acuña comenzó desde las juntas del Ñapo y Marañón hasta el gran
Para, que casi todo ello pertenece á la corona de Portugal, y dejó atrás
la mayor parte de la misión española.
Pero aunque nuestros indios no profesaban algún culto, adoración ó'
ceremonia que oliese á religión ó á idolatría, no por eso es de creer que
tuviesen una total ignorancia invencible de Dios, por más bárbaros, bru-
tos ó bozales que se les quiera hacer. Porque es muy difícil de entender
que una criatura racional, dotada de libertad en sus acciones, no tenga
el juicio necesario ó discreción suficiente para conocer, en general á lo
menos confusamente, lo bueno y lo malo, lo conforme á la naturaleza y
á la razón y lo que no es conforme ó disuena; no digo en todas las cosas,
que esto sería mucho pedir, sino en algunas acciones más claras, obvias-
é inmediatas que se derivan de los primeros principios. No está Dios lejos
de nosotros, dice el Apóstol, y su conocimiento parece que se nos intima
por los mismos primeros y universales principios de la razón y concien-
cia, comunes á todo hombre racional. Por ellos no deja de conocer el en-
tendimiento más obscurecido al Criador de todas las cosas en alguna
propiedad, atributo ó prerrogativa, ya sea de juez, ya de criador, ya de
legislador, etc., que de tal manera convenga á Dios que no pueda conve-
nir á la criatura.
Para dejar disputas, dos cosas se me ofrecen al presente sobre los.
gentiles del Marañón, para persuadirme que no ignoraban tan universal-
mente y tan del todo á Dios como pensó alguno. La primera es, que la
experiencia enseñó generalmente á los misioneros que cuando les anun-
ciaban por la primera vez la existencia de un Dios, criador de todas las
cosas, que á los buenos premiaba allá arriba en su cielo, y á los malos les.
quemaba allá abajo con fuego eterno, les asentaban muy bien estas ver-
dades, como que hallaban dentro de sus almas algunas semillas de ellas.
Libro II.— Capítulo XVI 117
Y si no siempre se reducían á la fe ó perseveraban en ella, no nacía esto
de que no les armase esta doctrina, sino de que no se resolvían á vivir
juntos en un pueblo, en que perdían su antigua libertad y era necesario
irse á la mano cortando vicios, carnalidades y embriagueces. La segunda
es, porque por brutos que fuesen, no dejaban de experimentar los remor-
dimientos de la conciencia, que les molestaba, particularmente si habían
hecho algunos pecados enormes de los que más disuenan. Buena prueba
es de esto un cacique famoso de los Encabellados, llamado Zamaroa.
Quiso su Divina Majestad que el P. Manuel Uriarte le trajese á sí, años
antes de la expulsión de los misioneros de aquellas tierras, después que
había muerto un criado del mismo padre; y estando en pacífica conver-
sación con el misionero, «¡Ah, Padre, dijo Zamaroa, desde que hice aque-
lla muerte, mi corazón está inquieto y no halla sosiego». Estos aguijones
y punzadas de la conciencia le avisaban, á lo menos, en confuso, de que
había un juez supremo que le había de pedir algún día cuenta de sus ac-
ciones y castigar sus delitos.
Más claro y expreso parecía generalmente el conocimiento que tenían
del demonio, y no había nación que no tuviese término particular en su
lengua con que lo significase. Habí áseles aparecido muchas veces en
figura de hombre blanco, porque á los principios llamaban á los españo-
les y portugueses con el nombre propio del demonio. Y no es mucho que
este capital enemigo del género humano, barruntando que por medio de
los blancos podía amanecer en aquellos infelices la luz del Evangelio, se
les descubriese en semejante figura, para impedir la comunicación con
los que podían ser algún día sus libertadores. Aun después que se iba ex-
tendiendo el Evangelio, se les aparecía varias veces, y nota un misionero
muy práctico, que los indios á quienes una vez se aparecía el demonio,
solían vivir muy poco, y que eran los más duros, tercos y difíciles en
querer recibir el bautismo, aun en la hora de la muerte. Tan buenos
efectos dejaban las apariciones y visitas del enemigo de las almas.
LIBRO III
CAPITULO I
dAse principio á la misión del marañón por la reforma de los
VECINOS de BORJA Y POR LA INSTRUCCIÓN DE LOS INDIOS MAINAS
Después de haber referido por todo el libro primero los varios descu-
brimientos del río Marañón, y de haber prevenido en el segundo lo que
nos ha parecido necesario para que se forme una idea de sus habitadores
y de la calidad de sus tierras, ya es tiempo de entrar gustosos á referir
los principios de la misión de los Mainas, adonde, con particular destino^
llamó la divina Providencia á los religiosos de la Compañía de Jesús.
Dejamos en el capítulo XV del libro I en la ciudad de San Francisco
de Borja, cabeza de la misión á los padres Gaspar Cujía y Lucas de la
Cueva, que acompañados del gobernador D. Diego de Vaca bajaron á la
ciudad. El primero, en calidad de párroco, autorizado para el oficio por
los dos fueros eclesiástico y seglar, y el segundo, en calidad de coadjutor
ó compañero en el empleo, que ya desde aquellos principios se reconocía
difícil y trabajoso, no sólo por lo estragado de las costumbres de los ve-
cinos de la ciudad, sino mucho más por la instrucción y pasto espiritual
de los indios Mainas, que, repartidos en encomiendas, vivían en sitios
muy apartados y distantes de Borja.
Luego que llegaron los dos misioneros en el año de 1638 al sitio de su
apostolado, empezaron su sagrado ministerio por la instrucción de la
gente española, que se hallaba muy necesitada de este espiritual socorro.
Hacían frecuentes pláticas espirituales á los adultos, explicándoles los
mandamientos de la Ley de Dios y de la Iglesia, y encargándoles la ob-
servancia de las obligaciones que pedía el estado de cada uno; pero se
empeñaban mucho más en la enseñanza de la doctrina cristiana á los
niños y gente ruda, muy persuadidos á que las grandes empresas han de
comenzar siempre por los ejercicios más humildes, y que Dios Nuestro
Señor echa su bendición copiosa á los que empiezan á fabricar el edificio
sobre el sólido fundamento de la humildad cristiana. En la enseñanza de
los indios, que tenían en el corazón, hallaron muchas dificultades. Vivían
distantes y dispersos á causa de las encomiendas, que se habían estable-
Libro III.— Capítulo I 119
cido á los principios en los sitios que había señalado el gobernador á los
vecinos en la distribución de las tierras. Unos habitaban en las riberas
del río; otros estaban en isletas, y casi todos, en tan poca proporción para
asistir á la doctrina en la ciudad, que no podían los infelices ser instruí-
dos en la fe como deseaban durante el riguroso sistema de las encomien-
das. Los menos distantes estaban día y medio apartados de la ciudad,
dos días otros, y algunos, tres días de camino. De donde nacía que por
una vez que asistiesen á la doctrina, se veían precisados á perder muchos
días de trabajo. Dolíales esto á los encomenderos, y había ocasionado la
situación crítica y'distante de Borja contiendas enfadosas entre los due-
ños de las encomiendas y párrocos seculares. Queriendo aquéllos apro-
vecharse de los trabajos de los indios, y pretendiendo los párrocos que
interviniesen en la explicación del catecismo, llegaban á tanto los deba-
tes entre unos y otros, que á influjo de los párrocos, habían sido apremia-
dos, con censuras y excomuniones, los dueños de las encomiendas. Pero
era bien claro que, supuesta la distancia entre la única parroquia de
Borja y la residencia de los Mainas, ó se habían de despreciar las censu-
ras eclesiásticas, ó los encomenderos no habían de percibir utilidad algu-
na de los indios.
No les pareció á los padres seguir en las circunstancias el empeño de
los curas antecedentes, porque ni se había logrado con él lo que se de-
seaba, y por otra parte, era un seminario de pleitos y contiendas con que
enajenados los ánimos de los vecinos de Borja, no era fácil empeñarlos en
el descubrimiento de otras naciones. La caridad, que es muy ingeniosa en
los mayores apuros, les sugirió un medio eñcaz y poderoso con que logra-
ron la entera instrucción de los indios y el conciliar los ánimos de éstos
con los españoles. El medio, como efecto del celo y caridad cristiana,
todo cedía en bien de los vecinos de Borja y de los Mainas; pero era muy
costoso y de grande trabajo para los misioneros. Convinieron con los
dueños de las encomiendas, en que dispusiesen allá en las cercanías al-
gunas capillas en donde se juntasen los indios menos distantes para
aprender el catecismo sin perder el trabajo. Y que las ermitas y capi-
llas se considerasen como otros tantos anejos del curato. Ellos tomaban
á su cargo el enseñar la doctrina así en Borja, adonde debían concurrir
sus vecinos y los Mainas más cercanos, como en las capillas erigidas
adonde asistirían los indios repartidos en las encomiendas, según la ma-
yor ó menor distancia en que se hallasen de los sitios señalados.
Bien se deja entender el mucho trabajo que caía sobre los misioneros
con la multiplicación de doctrinas, porque uno estaba siempre en la ciu-
dad, como era necesario, para los casos ocurrentes, y el otro andaba en
continuo movimiento, y casi siempre en viaje de una doctrina en otra,
sin detenerse más de lo necesario, para catequizar en un sitio y con el
pensamiento de haber de pasar sin perder tiempo á los otros. Mas entra-
ron en ello con mucho gusto y voluntad, viendo que por este camino, no
sólo ganaban á los señores de Borja, y metían la paz entre todos, sino
120 Misiones del Marañón Kspañol
que lograban instruir á los Mainas en los misterios de la fe y disponerlos
á vida cristiana. Pusieron luego en ejecución lo que dispone el obispado
de Quito, el cual ordena que en todos los curatos de indios se les explique
la doctrina cristiana todos los miércoles y viernes, fuera de la doctrina
de los domingos, que debe ser común á todos; y con la continuación no
interrumpida de tan saludable ejercicio tres días á la semana, adelanta-
ban los Mainas en la doctrina cristiana y se iban cultivando con mucho
gusto de los padres, que daban á Dios muchas gracias de ver el fruto que
experimentaban en sus indios.
Más tuvieron que padecer los misioneros en la nñsma ciudad para
quitar escándalos antiguos y moderar la codicia de los españoles que,
desatendiendo á las leyes divinas y humanas, no aspiraban á otra cosa
que á utilizarse del trabajo de los indios y á satisfacer á sus pasiones.
Pero con la humildad y paciencia y la aplicación continua á su ministe-
rio, enseñando y predicando y dando buen ejemplo, lograron reformar
las costumbres de la ciudad con admiración de los vecinos ; introdujeron
la frecuencia de los Sacramentos y establecieron varias congregaciones,
así de españoles como de indios, con sus ejercicios de piedad y devoción
á que todos acudían voluntariamente. Sirvió esto mucho para que los
anejos de indios á que atendían principalmente los padres, por estar más
destituidos de socorros espirituales y más necesitados de ser dispuestos
para el bautismo, se fuesen formalizando; porque los españoles, más hu-
manos con ellos y menos duros en el trato y en las tareas que les señala-
ban, les daban tiempo y lugar para enterarse bien de la doctrina.
Los principales anejos de Mainas que ya en este tiempo florecían, eran
tres. Uno de San Ignacio, otro de Santa Teresa y de San Luis el tercero.
Duraron después por algún tiempo, hasta que, disminuyéndose el número
de los Mainas, unos por huir al monte, como veremos, tratados con du-
reza y rigor por ios encomenderos , y otros por las muchas enfermeda-
des y epidemias que sobrevinieron, todos los Mainas se juntaron en el
anejo y pueblo de San Ignacio, que siempre estuvo á cargo del párroco
de la ciudad de Borja. Mas en este tiempo, aunque dispersos y esparci-
dos en sitios muy distantes, vivían con mucha paz y estaban en grande
armonía con sus amos y no había queja ninguna, pleito ni disensión so-
bre el punto crítico de la práctica de las leyes de las encomiendas. No es
de extrañar que mudadas las costumbres de la ciudad y estando á raya
las pasiones, se diese lugar á la razón y entendiese cada uno las leyes de
las encomiendas, no conforme á su capricho, sino según las reglas de la
equidad y justicia.
El gobernador de Borja, que observaba muy de cerca la prudencia
celo y caridad con que manejaban los padres Cujía y Cueva un negocio
tan arduo y dificultoso, como era el poner en razón á los vecinos de la
ciudad y á los indios en una sujeción tan voluntaria, no acababa de ad-
mirarse de tan extraordinaria mudanza y daba á Dios muchas gracias de
haber traído consigo los religiosos de la Compañía. Atribuía á la gracia
Libro III.— Capítulo II 121
de su vocación aquella felicidad y destreza con que habían enlazado y
unido en tan poco tiempo los ánimos tan discordes que no había podido él
mismo con todo su poder y justicia concordar por el espacio de cuatro
años; lleno de consuelo por lo que experimentaba, dio luego cuenta á la
Keal Audiencia de Quito y á su ilustrísimo prelado, y aún con más indi •
vidaalidad al virrey de Lima, del g-rande fruto que se lograba en la ciu-
dad de Borja con la incesante aplicación y prudente conducta de los pa-
dres, suplicando al mismo tiempo á su excelencia se sirviese de confirmar
en el curato de Borja y en la empresa de la conversión de los gentiles que
se fuesen descubriendo en su gobierno, á los religiosos de la Compañía.
Tu^vo su efecto la diligencia del gobernador, y aprobó el señor virrey en
nombre de su majestad todo lo que se había dispuesto por la Real Au-
diencia de Quito y por el señor obispo. Desde este tiempo se fijó en la ciu-
dad de Borja la residencia del superior de las misiones de Mainas, sién-
dole más fácil, viviendo en la ciudad, el empeñar sus vecinos en el des-
cubrimiento y pacificación de las muchas naciones que se creían habitar
por las riberas de los ríos Pastaza, Guallaga y Ucayale. Creciendo des-
pués la misión y extendiéndose por muchas partes adonde no se podía
por la mucha distancia acudir en las cosas más necesarias desde esta
primera residencia, se mudó como veremos la estancia del superior á otro
sitio más cómodo y oportuno.
CAPITULO II
ENTRA EL PADRE LUCAS DE LA CUEVA A LOS INDIOS XEVEROS.
Aunque se hallaban ocupados los dos primeros misioneros en el cul-
tivo de los españoles de Borja, y en la instrucción de los Mainas disper-
sos y reducidos á encomiendas, no estaban olvidados del motivo princi-
pal de su venida que era la reducción de los innumerables gentiles que
habitaban por aquellos bosques, y por las riberas de los ríos. La primera
nación que ofreció la divina Providencia para ser instruida en las ver-
dades de nuestra santa fe fué la nación Xevera, cuyo descubrimiento y
pacificación se logró por medio do los indios Mainas. Tuvieron allá en su
gentilismo muchas guerras estas dos naciones, no sólo entre sí mismas
sino también con otras confinantes. Perseguíanse cruelmente con horri-
bles carnicerías, y sin más motivo que el de su innata propensión á gue-
rrear y el bárbaro gusto de hacer daño, daban frecuentes asaltos, toman-
do no pocas veces por diversión el provocar á sus vecinos, que no nece-
sitando de mucho motivo para darse por ofendidos, correspondían del
mismo modo.
De aquí resultaba el alejarse unas naciones de otras, retirándose és-
tas por los bosques más interiores, y aquéllas por las lagunas, quebradas
122 Misiones del Marañón Español
y ríos de uno y otro lado del Marañón. Esto sucedió puntualmente á la
nación Xevera que llevando siempre la peor parte en los encuentros con
la Maina, había buscado un sitio más retirado para vivir libre de la in-
vasión de sus enemigos. Tenían en uso los Mainas correr y atravesar los
ríos en canoas, cuya práctica era desconocida á los Xeveros. Con esa
ventaja les cogían descuidados entrándose con las embarcaciones en sus
tierras cuando menos lo esperaban, y ésta era la razón de la superiori-
dad de los Mainas sobre los Xeveros, y no porque fuesen estos menos va-
lientes que los Mainas, como lo mostraron bien en las muchas expedicio-
nes que hicieron con el tiempo en las ocasiones necesarias. Cuando los
indios Mainas se dieron de paz á los españoles, ocupaban los Xeveros los
bosques y selvas que median entre el río Marañón, y entre las serranías
de los Chayabitas y Cavapanas, y en este sitio lograban alguna quietud
y desahogo con las ventajas de vivir sin las zozobras de enemigos que
las persiguiesen en tan retirado lugar.
No se habían descuidado los españoles cuando pusieron el pie en las
tierras del Marañón de informarse por medio de los Mainas de las nacio-
nes del contorno, y habían adquirido noticias de muchas, y muy en par-
ticular de la Xevera, que se creía numerosa. El designio de los españoles
en procurar su noticia era el de aumentar sus encomiendas; pero el de
Dios era prevenir á esta nación para que los religiosos de la Compañía
formasen de ella un pueblo numeroso, que fuese como el principio de la
misión que se había de extender por trescientas leguas. Para esto movió
á los misioneros á que se informasen con toda individualidad de las na-
ciones más cercanas por medio del cacique de los Mainas, indio de más
capacidad que los demás y que tenía más noticias de aquellas tierras.
Hizo á los padres el cacique una relación tan larga de solas las naciones
que él conocía ó había tratado, que quedaron admirados del número y
de la diversidad de ellas. Entendieron por su informe que una de las más
numerosas, y no muy distante, era la nación Xevera, y el mismo princi-
pal de Mainas se ofrecía á conducir á los padres hasta sus tierras, pero
negábase á entrar en ellas, á causa de los antiguos encuentros que ha-
bía tenido con ella y por el valor que tenía bien conocido de los Xe-
veros.
No detuvo á los misioneros esta circunstancia, que determinados al
descubrimiento de aquella nación y á entablar paces con ella, dieron
parte de su designio al gobernador. Aprobó este señor, como tan celoso
del nombre católico, su resolución, y alabando el celo y caridad de los
padres, se ofreció él mismo á ayudarlos en cuanto pudiese para dar prin-
cipio á la conquista y reducción de los gentiles de su jurisdicción y go-
bierno, como había prometido. Mandó luego aprontar canoas, señaló veci-
nos que como soldados acompañasen á un padre en la empresa del des-
cubrimiento, y nombró un cabo de valor y prudencia que con subordina-
ción al misionero mandase á los vecinos é indios de que se compuso una
armadilla moderada. Tocó la expedición al padre Lucas de la Cueva,
Libro III. — Capítulo II 123
que en el día señalado para la partida hizo una breve pero eficaz exhor-
tación á la gente congregada en la iglesia para que encomendase á
Dios por medio de María Santísima la empresa, y se sirviese su Majestad
echar la bendición á los principios de la conquista y reducción de los in-
fieles. Dijo después misa en el altar de Nuestra Señora, y desde este día
quedó con la advocación de Conquistadora. Acabada la misa, entregó el
gobernador el estandarte real al oficial señalado y le dio las facultades
necesarias y comisión para que en nombre del rey nuestro señor tomase
posesión de aquellas tierras y recibiese bajo la protección real la nación
ó naciones que viniesen en ello, como se esperaba. Mandó después tomar
las armas á los españoles é indios que debían acompañar al padre, y
puestos en forma militar, marcharon desde la plaza de la ciudad hasta
el puerto al son de cajas y de pífanos y al repique de todas las cam-
panas.
Embarcados todos en las canoas dispuestas, recibieron con mucha
humildad la bendición que les echó desde las riberas del río el padre
Gaspar Cujía, y empezaron á bajar por el río con banderas desplegadas
al disparo de fusiles y á los gritos del buen viaje que les anunciaban los
que quedaban en el puerto. Después de algunos días de navegación, lle-
garon al puerto que tenían ios guías destinado para saltar en tierra.
Hecho el desembarque y dejados unos pocos indios en guarda de las ca-
noas, entraron los demás con mucho orden por lo interior del monte en
busca de los Xeveros. Hubo alguna dificultad en descubrir sus tierras,
porque los indios Mainas no sabían á punto fijo el último lugar de su re-
tiro. No faltaron trabajos, como suele suceder en las entradas y caminos
por montes ásperos y cerrados de árboles espesos, pero se llevaban con
buena voluntad y alegría con la esperanza de hallar los que buscaban.
En efecto, á pocos días encontraron algunos rastros, que seguidos con
todo cuidado, condujeron á los nuestros á la tierra de los Xeveros. Al-
borotáronse éstos á la vista de los Mainas, sus enemigos antiguos; echa-
ron mano de las armas, y puestos en orden, hicieron frente á los nues-
tros, que prevenidos del cabo, se mantuvieron en orden de defensa, sin
arrojar flecha y sin disparar fusil.
Entre tanto tiraron los españoles á sosegar á los Xeveros por señales
que les daban de paz, y con algunas palabras que un indio Maina sabía
de la lengua de los Xeveros. Viendo el P. Lucas que se iban amansando,,
tomó consigo el Maina y enderezándose á los gentiles les propuso como
pudo por medio de este intérprete el fin de su venida, diciéndoles que no
buscaba otra cosa en tan penoso viaje, que su mismo bien y felicidad
eterna y temporal; que él los asistiría en persona en cuanto pudiere si
querían vivir juntos en un pueblo, y que de esta manera lograrían la ven-
taja de vivir en paz, y sin temores, protegidos de un gran rey que los to-
maría debajo de su amparo. Repetíales muy de propósito que él se ofre-
cía desde luego á vivir con ellos, en sus tierras, cuidarlos, enseñarlos y
enderezarlos en todo lo necesario. Con estas razones dichas por el misio-
124 Misiones del Marañón Español
nero con mucho cariño, afabilidad y deseo del bien de aquellos pobres,
aunque traducidas del intérprete con mucho trabajo y dificultad, se pu-
sieron los Xeveros en manos de los españoles. Asentóse la paz entre unos
y otros y quedó encargado el cacique de los Xeveros de juntar su gente,
convocar alas parcialidades, y dar principio á un pueblo que se debía
formar en el sitio que tuviesen por más oportuno. El P. Lucas repartió
á los indios para el desmonte necesario, hachas, machetes y otros done-
cillos que apreciaron mucho y con que los dejó nuevamente obligados,
dando muchas gracias á Dios por tomar posesión de aquellas tierras en
nombre de Jesucristo con el bautismo de los niños y niñas que le ofrecie-
ron voluntariamente sus padres. También el cabo conforme al orden que
del gobernador llevaba, tomó posesión de aquellas tierras en nombre
de su majestad católica y dio al cacique título y nombramiento de gober-
nador del nuevo pueblo, haciéndole los encargos que le pareció conve-
nientes para la buena formación del nuevo establecimiento.
Antes de partirse el misionero de las tierras de los Xeveros, les pidió
un muchacho de los más despejados que quería traer consigo, para que
aprendiendo la lengua del Inga, pudiese después servir de intérprete en
la enseñanza de la doctrina; diósele gustoso el cacique que en todo mos-
traba muy buena voluntad y deseo de complacer al padre. Hecha esta
diligencia que le pareció necesaria en aquellos principios en que no era
tan fácil aprender la lengua de los Xeveros, se despidió de ellos con ter-
nura, prometiendo volver al tiempo determinado á vivir con ellos, con
que solo formasen su pueblo y dispusiesen los campos necesarios para las
sementeras. Volvieron los españoles, llenos de consuelo y alegría por el
buen éxito y feliz descubrimiento, y en poco tiempo llegaron á Borja
contando cada cual la buenaventura á su modo. El P. Cuevas informó
puntualmente al gobernador y al P. Gaspar Cujía de lo que se había lo-
grado y comenzado con la nación Xevera, y de la disposición en que
quedaban de recibir misionero. Todos celebraron el descubrimiento y los
buenos principios de reducción á la Iglesia de una nación de tan buenas
calidades, y dieron gracias á Dios con una Misa cantada, que se celebró
solemnemente delante del altar de Nuestra Señora; y en este día se con-
flrmó la advocación de Conquistadora del Marañón, teniendo todos desde
■entonces á tan piadosa Señora por patrona, protectora y abogada de las
conquistas de los gentiles.
CAPITULO III
PASA Á VIVIR CON LOS INDIOS XEVEllOS EL PADRE CUEVAS
Poco tiempo estuvo el P. Lucas en la ciudad de Borja, trabajando en
su ministerio con los españoles y Mainas. Llegábase ya el tiempo desti-
nado á su viaje en cumplimiento de la promesa hecha á los Xeveros. Sen-
tía el gobernador privarse ae un sujeto tan cabal y tan celoso en unas
Libro III. —Capítulo III 125
circunstancias en que le importaba mucho su presencia, para la conser-
vación de los Mainas, que iban ya dando algunos indicios de inquietud y
descontento; pero se consolaba con la asistencia, aplicación y prudencia
del P. Cujía. Este envidiaba la suerte de su compañero, en ser el conquis-
tador primero de gentiles; pero convenía gustoso en darle la preferencia,
que á su juicio le competía por el lleno de sus grandes talentos, juntos
con una virtud maciza y con un celo ardiente de la conversión de los in-
fieles. Parecióle al gobernador acompañar al P. Lucas hasta dejarle en
las tierras de los Xeveros de parte de su majestad católica, que así creía
dar mayor autoridad y firmeza á los principios de su misión. Tomando
algunos soldados salió con el misionero, y en pocos días, por ser ya sa-
bido el viaje, llegó, sin particular trabajo, al sitio destinado para el pue-
blo de los Xeveros.
Esmerábanse los indios en agasajar con su pobreza al gobernador y
misionero, y no sabían cómo agradecer el bien que veían en sus tierras.
El gobernador se aprovechó de esta buena disposición para proponerles
por medio del muchacho xevero, que sabía ya medianamente la lengua
del Inga, el fin y motivo de su venida: «Hijos míos, dijo al cacique y á la
«gente congregada, he venido á vuestras tierras con el que ha de ser
«vuestro misionero, para darme á conocer como ministro que soy del rey
»de España, á quien os habéis sujetado voluntariamente. Yo os prometo
»en nombre de su majestad ampararos en todo y defenderos, ser amigo
»de vuestros amigos y enemigo de vuestros enemigos. Os entrego de parte
»del rey, mi señor, este ministro de Dios y misionero vuestro, para que os
«enseñe el camino del cielo, os instruya, rija y enderece en todo lo uece-
«sario para que viváis cristianamente y gozéis juntos en un pueblo de
«vida civil y sociable. Pero quiero que entendáis todos que se le debe
«grande respeto, estimación y reverencia, por ser sacerdote y ministro
«de Jesucristo, cuya ley santa os viene á predicar. Yo mismo, siendo go-
«bernador de la ciudad de Borja y teniendo el lugar primero entre los
«oficiales de su majestad católica, le tengo en grande veneración y esti-
»ma»; (diciendo esto le hizo una grande reverencia) «porque á los sacer-
» dotes del Señor siempre tienen y muestran los cristianos, aunque sean
«reyes ó emperadores, la mayor atención y el más profundo respeto, por
«tener una señal ó carácter superior á todas las preeminencias de los de-
»más hombres». Dicho esto, hizo que los Mainas mismos que habían ve-
nido con él, apoyasen, á su modo, con señas ó palabras lo que ellos prac-
ticaban en la ciudad y doctrinas con los padres.
No contento el gobernador con esta primera plática, hizo juntar á la
partida toda la gente y les volvió á insinuar la obligación que tenían to-
dos de portarse como buenos vasallos que eran del rey de España, que
harían en todo su deber si cumplían con lo que les mandase su misione-
ro, el cual se quedaba con ellos para hacerles el mayor bien que imagi-
nar podían. Añadió que él mismo volvería en persona á visitarlos antes
de mucho tiempo, y á examinar si cumplían las cosas siguientes, que
126 Misiones del Marañón Español
todas eran en bien de la nación y de todos los particulares: 1.* Deber
de asistir á la doctrina chicos y grandes en la forma que dispusiese el pa-
dre. 2^ Se ha de fabricar una capilla para la misa y para la explicación
de la doctrina cristiana. 3.* Se han de juntar en el pueblo todas las par-
■cialidades amigas. 4.'** Al padre misionero se le ha de hacer una casita y
íicudir con él al sustento necesario en aquellas tierras en donde no tiene
de qué alimentarse, ni puede buscar la comida por haber de ocuparse en
la enseñanza é instrucción. Para dar más calor á la fiel ejecución de
estos cuatro encargos, confirmó al cacique en el oficio de gobernador del
pueblo á quien debían todos obedecer, y señaló á otros indios que mejor
le parecieron para alcaldes y regidores que ayudasen al gobernador
para el cumplimiento de sus órdenes.
Para que la despedida hiciese más impresión en los corazones de los
indios, volvió á ratificar la palabra de su vuelta al pueblo á pedir cuen-
ta de lo que dejaba encargado, y muy en particular de lo que pertenecía
al buen trato del padre que les dejaba, porque ninguna cosa le sería de
mayor gusto ni de mayor agrado que el entender que le cuidaban, obe-
decían y respetaban; como al contrario le seria muy sensible y desagra-
dable si le faltaban en algo. Hecho este último encargo, con alguna vive-
za, como quien presentía en el ánimo el trabajo y desamparo en que ha-
bían de dejar á su misionero, se volvió á él, y abrazándole tiernamente,
le pidió que avisase del modo de portarse de la gente, ofreciéndole en-
viar después de dos meses alguna gente de Borja para que le ayudasen
■en algo, si fuese necesario, y le llevasen noticia de lo que pasaba.
Partido el gobernador, quedó solo el nuevo misionero, lleno de con-
suelo de verse entre tantas gentes como había deseado por tanto tiempo.
Hizo nuevo sacrificio á Dios de sí mismo, resuelto y determinado á pade-
cer por su amor, por el bien de aquellos pobres y desamparados indios,
las penalidades y trabajos que concebía indispensables en aquellas tie-
rras desiertas sin algún recurso humano, y esto mismo le servía para
poner toda su confianza en aquel Señor que le había llamado para tan
ardua empresa. A la verdad, tuvo harto que padecer en romper una
viña que se resistió, como veremos, á su primer cultivo, y le fué bien ne-
cesario en los principios todo el caudal de virtudes de que iba pre-
venido.
La empresa no era menos que de amansar unas fieras con aparien-
cias de racionales. No conocían á Dios, ni su razón pasaba de la raya de
los niños españoles de siete ú ocho años; pero en medio de tanta cortedad
del uso de la razón, parece que les sobraba malicia y sagacidad para
salir con sus depravados designios. La ninguna sujeción de unos á otros,
sin reconocimiento de superioridad alguna, la libertad casi connaturali-
zada de seguir sin freno sus antojos, la costumbre envejecida de vivir
dispersos y separados sin domicilio, y de vaguear por aquellos montes
como brutos, y sobre todo la ninguna idea de poder ser apremiados en
ejecutar lo que no fuese de su gusto, eran otros tantos estorbos para re-
Libro III.— Capitulo III 127
■ducirlos primeramente á ser hombres y vivir con algún orden y concierto,
y después á ser cristianos. Solamente los misioneros, que han experimen-
tado lo que cuesta el meter á estas fieras en el camino que les lleve á una
sociedad puramente humana, y trasladarlos de su barbarísima rusticidad
al estado de racionales, saben comprender perfectamente la grandeza
de ánimo, confianza en Dios, desprecio de la vida, tolerancia, disimula-
ción, mansedumbre, suavidad y cariño que se necesitan para llegar á
conseguirlo Es verdad que no son tantas las dificultades cuando se sabe
la lengua de aquellos con quienes ha de tratar el misionero, porque al ver
los indios hablar á un europeo su lengua y pronunciarla á su modo con
sus mismos tonos, meneos y modales, se le aficionan y siguen mirándole,
sin entenderlo, como á uno de su nación. Pero el P. Lucas no tenía esta
ventaja, ni se logró en los primeros afios este socorro. Sólo sabía la len-
gua del Inga, y tenía á su lado el muchacho xevero, por medio del cual,
como por intérprete, debía comunicar sus sentimientos, que por ar-
dientes que fuesen siempre se resfriaban y embotaban antes de ser en-
tendidos.
En medio de tantas dificultades empezó su apostolado el nuevo misio-
nero Qon grande ánimo y coraje, y poniendo en Dios su confianza dio
principio á la doctrina cristiana, á cuya asistencia animaba á los Xeve-
Tos repartiéndoles para cebo algunos donecillos que había traído consigo
para este efecto. Señaló días para los adultos, que eran miércoles y vier-
nes y domingos; pero previno á padres y madres, que á sus niños y niñas
debían enviar todos los días. Acudían al principio á la explicación del
catecismo ó por interés, ó por curiosidad, ó por complacer al padre, y no
mostraron dificultad ó repugnancia por algún tiempo. Rebosaba de gozo
el misionero al ver aquella prontitud y rendimiento. Trató de dar princi-
pio, viendo la docilidad de la gente, á la capilla que había de servir de
iglesia; la idea y plan fué reducido como pedían las circunstancias, y en
su fábrica fué el P. Lucas maestro, director, arquitecto y principal peón,
por ser la obra del todo nueva á los gentiles. Con tan buenos principios
eran grandes las esperanzas del P. Cuevas, y las comunicó por cartas en
los primeros meses á su compañero Cujía y al gobernador de Borja. Daba
en ellas muchas gracias á Dios y se deshacía en ternuras por las buenas
disposiciones que iba observando en sus indios, prontos á la doctrina, dó-
ciles á sus órdenes y rendidos á cuanto les mandaba. Ha sido común esto
en los principios de toda misión nueva; pero la experiencia enseñó cons-
tantemente que no se ha de fiar mucho de las primeras muestras de ren-
dimiento y obediencia de gentiles, hechos á vivir antes á su antojo y li-
bertad. No tenía el P. Lucas esta instrucción que á los nuevos misioneros
daban los antiguos de no pagarse de las primeras apariencias, porque él
era el primero, y á costa de su propia experiencia había de aprender lo
que no quería saber y le costó tan caro.
Aun antes de acabar la iglesia y capilla se dieron por cansados los
Xeveros, y empezaron á faltar á la doctrina. Uno se excusaba con la
128 Misiones del Marañón Español
caza y pesca que tenía que buscar para la familia; otro con que necesi-
taba escardar la heredad ó sementera; éste decía que tenía que buscar
un árbol para reformar la casa; aquél se ocupaba en aderezar las lanzas
y rodelas. Notaba el padre las faltas y disimulaba, hasta que fueron cre-
ciendo de manera que ya decían abiertamente unos que tenían pereza y
estaban cansados y fastidiados de tanta continuación de doctrina, otros
pedían anzuelos, agujas y cuchillos, y no faltó quien le dijese que les
quería tener juntos en el pueblo para ser^^rse de ellos á su antojo. Lo
que más hería el corazón del misionero era que ni aun á los niños en
quienes ponía su principal cuidado, querían enviar los padres y madres
á la doctrina. Usaba el Padre del ruego, de la súplica y del cariño, pero
no podía reducirlos á que volviesen á la doctrina ni á que enviasen si-
quiera á los párvulos. Allegábase á esto el poco cuidado de asistir al mi-
sionero en el mantenimiento de su persona, sin traerle ni aun lo más ne-
cesario para vivir, de manera que reducido á la última miseria, apenas
podía conseguir de éstos un pedazo de yuca ó algún racimo de plátanos
para conservar la vida.
En tan extraña mudanza de las gentes no tenía otro consuelo el P. Lu-
cas que el volverse á Dios, y ofrecerle aquellos trabajos para que ablan-
dase el corazón de aquellos pobres ciegos. Pedía continuamente al Señor,
de quien viene todo acierto, que le diese á entender los medios de que ha-
bía de usar para traerlos á su conocimiento y no sentía en su corazón otra
respuesta que los de la paciencia y mansedumbre, afabilidad y cariño.
Con el esfuerzo que daba al alma esta respuesta, se volvía con todo su
corazón á los gentiles y á todos acariciaba. Agasajaba en su casa á los
ancianos pidiéndoles y rogándoles que persuadiesen y animasen á los jó-
venes á no desistir de lo que habían generosamente comenzado. A los
niños y niñas daba donecillos p¿ira que se le fuesen pegando. Aunque oía
muchas cosas de poco gusto suyo, todo lo disimulaba con una cara de risa
y á ninguno trataba sino con amor y dulzura y agrado. Pero nada cuan-
to aguantó su paciencia ó inventó su celo caritativo bastó para meter en
camino aquellos bárbaros. Era grande su dolor y pena al ver tanta frial-
dad é indiferencia de parte de los indios, y por más que se alentaba con
la esperanza de lograr con el tiempo los frutos de su paciencia, pero le
abrasaba y consumía el celo, por experimentar cada día más desvío y
terquedad.
En este trabajoso estado le hallaron algunos Borjeños que, después de
diez meses de estancia con los Xeveros, envió el gobernador de Borja
para saber cómo lo pasaba y cómo se iban entablando las cosas de la re-
ducción. Compadecidos del olvido y desamparo del misionero, se le que-
jaron amorosamente de no haber dado antes parte de lo que sucedía al
gobernador, que hubiera puesto sin duda remedio á la mala correspon-
dencia de los indios. Hicieron cargo al cacique, alcaldes y regidores, de
haber faltado en lo que habían ofrecido al señor gobernador; les riñeron,
apretaron y conminaron en su nombre, si no se enmendaban en adelan-
Libro III.— Capítulo IV 129
te, y sin perder tiempo dieron la vuelta á la ciudad de Borja, para dar
aviso de lo que con el P. Lucas sucedía.
Cuando supo el gobernador la mudanza de los Xeveros y el abandono
de su misionero, sintió altamente la inconstancia de los indios y el tra-
bajo del padre, y quiso luego bajar para tratar del remedio. Pero lo es-
torbaron las súplicas y ruegos del P. Gaspar Cujía á quien el mismo pa-
dre Lucas, previendo lo que suceder podría, había escrito apretadamen-
te que procurase disuadir al gobernador toda visita, añadiendo que su
venida podría traer grandes inconvenientes; y que él esperaba con el
tiempo y sufrimiento ir amansando y domesticando aquellos brutos. Ce-
dió por entonces, aunque de mala gana, el gobernador, y con la novedad
que sucedió poco después con los Mainas, le dieron mucho en que pensar
otros cuidados que no le permitieron atender tan presto como deseaba al
remedio de los Xeveros. Quería Dios fundar el apostolado del P. Cuevas
en humildad y paciencia sin recurso alguno humano, y así permitió en la
ciudad de Borja, de donde solo podía venir el socorro, un suceso tan nota-
ble que así el gobernador como los vecinos tuvieron harto que hacer en
mirar por sus haciendas, hijos y personas, como veremos en el capítulo-
siguiente.
CAPITULO IV
SUBLEVACIÓN GENERAL DÉLOS MAINAS CONTRA LOS ESli'AÑOLES DE BORJA
Entretanto que el P. Lucas de las Cuevas trabajaba en los Xeveros
más con la humildad oración y sufrimiento, que con otros medios, como
acabamos de contar en el capítulo antecedente, el P. Gaspar Cujía no
perdía tiempo en su curato de Borja promoviendo á los españoles á toda
lo que conducía á una vida cristiana y continuando su aplicación en el
cultivo de los indios. En fuerza de su incesante y no interrumpido traba-
jo, y con los frecuentes y necesarios viajes á las capillas de las enco
miendas, llegó á poner á los indios Mainas en un estado que llenó de gozo
al gobernador, y de admiración á los vecinos, y de consuelo al padre. A
la verdad, estaban ya los indios tan dóciles, sujetos y obedientes, que
podía su aplicación y trabajo contener la codicia de los dueños de las en-
comiendas, si ella pudiese dar lugar á la razón y contenerse dentro de
los límites de la equidad y justicia. Pero esta pasión cuando prende una
vez en el corazón humano, va extendiendo por él sus raíces, aun cuando
cesan las quejas y murmuraciones, que vienen á ser como las ramas ex-
teriores de un árbol inficionado. Parecían estar contentos y satisfechos
de los indios los encomenderos; alababan su aplicación al trabajo, y ce-
lebraban su rendimiento: pero ciegos del interés que es el móvil de las
almas bajas, y no mirando á otra cosa que á crecer con los sudores de
9
130 Misiones del Marañón Español
los indios comenzaron á abusar de su docilidad y rendimiento, oprimién-
doles con más y más trabajo, y crecia el hambre del interés mientras
más se utilizaban de sus servicios. En suma, llegaron con las nuevas
cargas que imponían, á apurar tanto el sufrimiento de los Mainas, que
irritados contra sus amos, tomaron la resolución de sacudir de una vez
para siempre tan pesado yugo. No se contenta con medianías la vengan-
za cuando ha precedido una opresión muy violenta contra razón y de
mucho tiempo. La resolución que emprende, suele ser muy valiente y el
estampido muy grande.
Tramaron los Mainas, con grandísimo secreto, una conspiración y su-
blevación general contra los españoles; con secreto la fomentaron y con
secreto tomaron las medidas necesarias. Vióse de repente alzada casi
toda la provincia de los Mainas contra los encomenderos. En una sola no-
che mataron todos los que vivían fuera de la ciudad en sus respectivas
encomiendas, y no contentos con tan buen principio en su meditada con-
juración, se enderezaron á Borja, bien armados, con el designio de aca-
bar con todos los españoles. Acometieron al día siguiente á la ciudad con
un asalto tan violento, que después de muchas muertes llegaron á con-
cebir esperanzas de dejar asolada de todo punto la nueva población de
españoles. Pero, al fin, aunque el número de indios era grande, y un pu-
ñado de gente los españoles de Borja, prevaleció contra la muchedumbre
de Mainas, el valor de los vecinos, peleando cada uno con grande esfuer-
zo y coraje en defensa de sus haciendas y personas, de sus hijos y muje-
res. Apesar de que los españoles lograron el defender sus vidas y conser-
var sus casas, no pudieron impedir que los más de los indios se metiesen,
como lo tenían bien pensado y prevenido, en sus canoas, con mujeres,
hijos y utensilios, y que escapasen río abajo adonde les pareció más con-
veniente para no volver ya más á caer en manos de los españoles. Para
saciar más su rabia y furor en la venganza, al paso que iban atravesan-
do en la huida, las encomiendas, daban fuego á las casas, talaban las
sementeras, é inutilizaban los trabajos que tanto habían costado. Final-
mente, vinieron á parar en unos bosques apartados que pertenecían á sus
tierras antiguas, y adonde no creían que llegasen, en algún tiempo, los
que quedaban en Borja.
Bien se deja entender lo sensible que sería al gobefnador una tan
grande y no temida desgracia. Fuera de los daños que casi todos experi-
mentaban, v^eía muy bien el riesgo inminente, en que se hallaba, de que
embarazase la empresa, sin esperanza de salir con su intento y de satis-
facer de su parte á las capitulaciones hechas con el virrey de Lima. Tra-
tó muy despacio, con los vecinos más juiciosos, de lo que habían de hacer
en circunstancias tan críticas y, después de haber pensado mucho y ha-
ber oído los pareceres de los más sesudos, se resolvió finalmente á buscar
á los fugitivos Mainas hasta en sus madrigueras y escondrijos. Parecía la
empresa temeraria porque los españoles capaces de entrar en ella, eran
pocos, heridos unos de la refriega pasada, y aun de los sanos había algu-
Libro III. — Capítulo IV 131
nos que, horrorizados de la fiereza y furor bárbaro de los Mainas, mira-
ban como una gran imprudencia, y verdadero desacierto, ir á buscarlos
■en sus mismos montes, en donde, prevenidos ya y bien fortificados, harían
<3ostosísima su entrega y venderían caras sus vidas. Y es así, que la des-
esperación ó la ninguna esperanza del perdón, es la más poderosa arma
■en la defensa.
Pero venció en tantas dificultades el valor, reputación y autoridad del
gobernador, que jamás supo acobardarse en los peligros, ni caer de áni-
mo en los reveses. Cogió unos pocos Mainas fieles, que se ofrecieron á
guiarle con toda seguridad, y con algunos españoles bien armados, salió
con la firme resolución de no dar la vuelta á Borja sin los indios huidos-
Bien necesitó de una determinación tan valiente para vencer las dificul-
tades del camino y para evitar los riesgos y trampas de los Mainas, que
son hábiles en disponer emboscadas, y en el presente aprieto se esmeraron
-en hacer valer su industria. Pero quiso Dios que, después de haber gira-
do mucho los españoles por lagunas, montes, quebradas y pantanos, des-
cubrieran, al fin, el sitio en donde se habían retirado los indios. Fiados en
su valor y en la superioridad de las armas de fuego, les asaltaron en sus
mismas madrigueras, y tomaron tan bien las medidas que, rindiéndose
parte de los Mainas por fuerza, y parte por convenio y capitulación, tra-
jeron á la ciudad de Borja más de la mitad de indios alzados.
Tuvo por conveniente el gobernador alguna demostración sensible de
rigor, y así determinó hacer un castigo que sirviese de ejemplo para
<iontener en adelante á los Mainas y de escarmiento á las naciones que
se fuesen conquistando y muy en particular á los Xeveros, que le tenían
en gran cuidado después de las últimas noticias que había tenido de
aquella nación. Informado con cuidado de las cabezas del alboroto, ase-
guró á los más culpados; formó sin perder tiempo la sumaria del delito,
y convencidos y confesos los principales, condenó á unos á muerte infa-
me de horca, y á otros á que fuesen pasados por las armas. Todo se eje-
cutó con la mayor ostentación y aparato de rigor que cabía, y mandó
que descuartizados dos ó tres de los autores del alzamiento, se clavasen
sus miembros para ejemplar de los indios en los árboles de las riberas del
Marañen y en los de la boca del río Pastaza, sitio bien frecuentado de
varias naciones. En esto paró la sublevación de los Mainas, que incomodó
tanto á los españoles y puso en tanto riesgo la reputación del goberna-
dor y la conquista de las naciones del Marañen. Pero Dios nuestro Señor
de este suceso al parecer contrario á la reducción de los infieles sacó dos
grandes bienes que facilitaron su conversión; el primero fué que, escar-
mentados los vecinos de Borja con lo caro que les costaba el mantener
encomiendas no pensaron más en ellas con las demás naciones, y éstas
fueron recibiendo el Evangelio, como veremos, libremente y sin temor da
caer en manos de algunos señores que con rigor y mal modo tratasen de
-aprovecharse de sus tareas y trabajos. El segundo bien que se experi-
mentó con el castigo hecho en los Mainas fué el establecimiento fijo y
132 Misiones del Maeaxón Español
permanente de los Xeveros, como veremos en el capítulo siguiente. De
esta manera la divina Providencia tira derecha á sus fines por caminos
á nuestro parecer contrarios, unas veces disponiendo, otras permitiendo,
y otras enderezando. Sucedió el famoso alzamiento de los Mainas como-
á los años de 1640, seis años después de la fundación de la ciudad y casi
tres después de la entrada de los jesuítas en el Marañen.
Nada sabían los indios Xeveros de lo sucedido en Borja con los Mai-
nas, hasta que algunos cazadores y pescadores de la nación descubrieron
en sus correrías los cuartos de algunos cadáveres colgados de los árbo-
les. Volvieron llenos de horror y asombro al pueblo recientemente for-
mado y contaron luego á sus parientes y conocidos lo que habían obser
vado. A todos inquietó la noticia y les puso en temor el cuidado. Resol-
viéronse á dar la noticia al P. Lucas á quien tenían abandonado. Luego
que se insinuaron con el misionero se le ofreció á éste lo que natural-
mente habría sucedido en Borja con los Mainas, y declaró á los Xeveros
lo que creía ser causa del efecto y del cast go que habían observado. Con
esta respuesta los asaltó de nuevo y con más viveza el temor de su mal
procedimiento con el padre. Siempre el castigo al ojo aviva los remordí
mientes de la mala conciencia. Empezaron á pedir y suplicar al P. Lucas
que les favoreciese y amparase, que si el gobernador quería castigarlos
por lo pasado intercediese con él, porque se enmendarían en adelante y le
atenderían en todo ejecutando dóciles y obedientes cuanto les mandase.
Consoló á los indios el padre y procuró aquietarlos y sosegarlos, ofre-
ciendo su mediación con el señor gobernador; pero ellos por ahora sólo
se enmendaron de palabra, dejando al misionero en el mismo abandono,
ni éste se hallaba en estado de poder reconvenirlos.
CAPITULO V
estado lastimoso en que hallan al padre lugas de la cueva
UNOS MOZOS enviados DE BORJA
Ocho meses habían pasado desde la última visita de los Borjeños al
padre Lucas de la Cueva, porque el gobernador de Borja ocupado en los
negocios de los Mainas, que tanto le habían costado, no había podida
atender en este tiempo al de los Xeveros. Entre tanto el padre Lucas,
aunque mal asistido y peor obedecido de los indios, no se había descuida-
do de los gentiles del contorno. Había hecho varias entradas en los mon-
tes y entablado paz y amistad con los indios Cutinanas. con los Acha-
guares y con los Pandabeques; pero por las muchas necesidades que pa-
deció en tan penosos viajes, por las malas noches y las continuas lluvias
que le pasaron, llegó á postrarse en su camilla, en donde le dejaron en-
teramente abandonado los ingratos Xeveros. No pensaba ya en otra cosa
Libro III.— Capítulo V 133
que en disponerse para morir y persuadido á que ya no tenía remedio al-
guno, tomó las precauciones que le parecían necesarias, así para que no
se abandonase aquella empresa, como para que no se castigase á los
Xeveros. Esta es la fuerza de la caridad cristiana, siempre benigna y ca-
riñosa con el prójimo, aun cuando no experimenta sino ingratitudes y
mala correspondencia.
De esta manera postrado en su pobre lecho ó barbacoa le hallaron
algunos mozos enviados del gobernador á saber de la salud del padre,
del estado del pueblo, y de lo que había pasado en los Xeveros desde las
últimas noticias. Entrados en la chocita del padre misionero, quedaron
llenos de compasión y lástima viéndole tendido sin poder moverse, consu-
mido el rostro, hinchado de medio cuerpo abajo, llagadas las piernas y
€on un semblante más de cadáver que de hombre vivo. Atónitos con esta
vista, hicieron juicio que no podía vivir ocho días y el mismo padre Lu-
cas juzgaba lo mismo. A esta causa había ya prevenido á dos Xeveritos
que le asistían el modo con que le debían enterrar. Asimismo les había
encargado que en dando tierra á su cuerpo llevasen un papel escrito que
tenía á su cabecera al padre Gaspar Cujía y al señor gobernador. Es
digna de lástima y sentimiento la pérdida de este papel (como la de otros
muchos pertenecientes á la misión de los Mainas), pues en él retrataba
los afectos encendidos de su alma con aquella gente ingrata; descubría
la serenidad con que escribía aquella carta y esperaba la muerte de que
no dudaba. Suplicaba, pedía y rogaba al señor gobernador que perdonase
á aquellos pobres Xeveros, haciéndose cargo de la cortedad de su juicio
en la desatención á sus mandatos, el abandono en que le habían dejado
y todo lo demás en que les hallase culpados. Encargaba en particular al
padre Gaspar Cujía que atendiese y procurase proseguirla empresa, espe-
rando con el tiempo lograr el fruto de sus trabajos y el de los sucesores.
Todo esto hallo que contenía la carta del padre Lucas y quisiera haberla
tenido á mano, para trasladar sus mismas palabras, que descubrirían
con más viveza las entrañas de su tierna caridad con aquellos pobres
infelices.
Los enviados de Borja trataron como mejor pudieron de fomentar al
moribundo con algún alimento y con otras cosillas que habían traído
como de prevención para lo que pudiese suceder. Quisieron llevar consi-
go á la ciudad al P. Lucas, pero temían mucho que se les muriese en el
camino. Por lo cual, habiendo afeado con palabras muy sentidas al go-
bernador y alcalde su descuido, y encargándoles apretadamente que le
asistiesen con aves y peces y con los fomentos que habían traído, dieron
la vuelta á Borja con la mayor apresuración. Contaron al P. Gaspar y
al señor gobernador el estado deplorable del P. Lucas, que á su juicio
era de bien pocos días de vida. Púsose luego en camino el P. Cujía pre-
viniendo remedios conforme á la necesidad, aves, huevos y otras cosas
-de sustancia, y anduvo noche y día temiendo no alcanzar vivo á su com-
pañero. Mas fué servido el Señor de que no sólo le hallase vivo con mu-
134 Misiones del Marañón Español
cho consuelo suyo, sino también algo recobrado con los fomentos que ha-
bía tomado y con la buena asistencia y cuidado que de él habían tenido^
los Xeveros en estos últimos días. A poco tiempo llegó á ponerse fuera d&
peligro con la venida y vista del P. Gaspar y con el mayor cuidado y^
asistencia y mejor alimento.
Desde este tiempo se observó en los Xeveros una grande novedad y
mudanza. Acudían frecuentemente, ya unos ya otros, á visitar al misio-
nero; traían éstos yucas, aquéllos plátanos, y muchos llevaban peces y
cacería en abundancia. Decíanle que ya las naciones amigas se iban dis-
poniendo para juntarse, y que estaban determinadas á formar pueblos á
corta distancia del suyo y que de todas cuidaría. Eran estas pláticas de
gran consuelo al P. Lucas, á quien habían ya prometido de antemano
hacer sus establecimientos y entregarse á su dirección, como poco des-
pués lo cumplieron en la formación de varios pueblos. Pero sobre todo,
no cesaban de rogar los Xeveros á su misionero que mirase por ellos, que-
les acudiese y atendiese sin retirarse del pueblo; hacían grandes prome-
sas y se ofrecían muy de veras á estar en un todo á sus órdenes sin faltar
á cosa alguna. No contaba mucho el padre con las promesas que tan in-
constantes había experimentado hasta entonces, pero les aseguraba de
su parte que se mantendría con ellos, porque les quería y amaba, y pen-
saba hacerles todo el bien que pudiese, porque estos y no otros eran lo&
deseos que le habían traído á vivir con ellos desde tierras muy apar-
tadas.
Mucho ayudaron para el entero restablecimiento del misionero estas:
conversaciones de su gusto y genio, y se iba confirmando en su salud con
la mudanza que iba viendo en los Xeveros, que aunque á los prm-
cipios entraron en cuidado por el temor del castigo, pero en adelante,
dentro de pocos años se fueron domesticando y haciendo á la doctrina
y distribuciones del pueblo, por el deseo de su bien y por las ventajas
que fueron experimentando. Recobrado el P. Lucas y lleno de esperan-
zas de coger muchos frutos en las naciones que había tratado, persuadió-
ai P. Cujía que volviese á su curato, en donde sería necesaria su presen-
cia, y le permitiera quedar en el pueblo continuando en la reducción de
aquellas gentes. Vino en ello el P. Cujía y subió á su ciudad de Borja,^
desde donde determinó pasar á Quito con el designio de pedir socorro de
nuevos misioneros para la empresa del Marañón.
Libro III. — Capítulo VI 135
CAPITULO VI
SON SEÑALADOS PARA LA MISIÓN DE MAINAS LOS PADRES BARTOLOMÉ
PÉREZ Y FRANCISCO FIGUEROA, Y EMPIEZAN i TRABAJAR CON GRAN CELO
EN LAS NACIONES DESCUBIERTAS
Considerando el P. Gaspar Cujía las muchas naciones que se iban
descubriendo y la escasez de operarios para atender á tantas partes, se
resolvió á subir á la provincia y dar cuenta de palabra, que suele ser más
eficaz que la escritura muerta, de la mucha mies del Marañóny del esta-
do del padre Lucas; expuso al viceprovincial de Quito la muchedumbre
de gentiles que se hallaba por todas partes, los adelantamientos de su
compañero con la nación Xevera, y las paces y amistad que había enta-
blado con sus infieles confinantes, los cuales daban muy buenas esperan-
zas de formar nuevos pueblos y reducirse á vida cristiana. Pedía opera-
rios que trabajasen en tan dilatado campo, en donde la mies parecía
estar madura ,y no pudiendo solos echar la hoz en tan grandes distancias,
luego se ofrecieron dos sujetos de la provincia de Quito de insigne virtud
y talentos conocidos, que fueron el P. Bartolomé Pérez y el P. Francisco
Figueroa que, como dijimos, estaba en el colegio de Cuenca como á la
entrada de la misión, adonde le llevaba su celo. Aunque uno y otro sujeto
era muy oportuno por no decir necesario á la provincia, no pudo negar-
se á su demanda el padre Francisco Fuentes que gobernaba la provin-
cia, porque aunque bien veía la escasez de maestros y predicadores, pero
tenía puesto el corazón en las misiones de los Mainas.
Partieron los dos nuevos misioneros con la bendición del superior, y
desde la ciudad de Cuenca pasaron á la misión por el canal del Pongo,
que si bien era peligroso, como insinuamos en otra parte, pero no había
entonces otro camino, porque el rumbo que habían llevado los padres
Acuña y Artieda llevaba á las juntas del Ñapo y Marañen casi trescien-
tas leguas más abajo de la ciudad de Borja. Entraron en la capital de la
misión á los principios del año de 1641, y sin detenerse en ella más que el
tiempo necesario para descansar del penoso viaje, fueron destinados del
P. Gaspar Cujía al cultivo de los Xeveros y demás naciones recono-
cidas por el padre Cueva. Con gentes tan nuevas empezaron su sagrado
apostolado.
Parece que el P. Figueroa hizo asiento en el pueblo reciente de la.
nación Xevera , y que el P. Pérez , ó junto ó separado del P. Cue-
va, se aplicó á civilizar, catequizar y enseñar las otras naciones amigas.
El primer pueblo que se fundó de los indios pacificados parece ser el de
Santo Tomé de los Cutinanas, á quienes redujo con su aplicación, afabi-
136 Misiones del Marañon Español
lidad y cariño el P. Bartolomé Pérez á que formasen casas, hiciesen
iglesia y dispusiesen sementeras en un sitio no muy apartado del pueblo
de la nación Xevera con quienes estaban bien avenidos.
Aplicáronse los obreros recién entrados á trabajar cada uno en su
pueblo, mientras el P, Lucas, en sus continuas entradas y visitas á
los demás gentiles, iba sazonando la mies. El escollo principal de los pa-
dres era el entablar constantemente la doctrina cristiana de manera que
los niños asistiesen todos los días, y tres días á la semana los adultos, por-
que si una vez se lograba esta constancia en los indios, todas las demás
prácticas y establecimientos se miraban como menos difíciles ó menos
repugnantes al inconstante genio de los indios. Pero ¿quién podrá expli-
car con palabras las industrias de que usaron, la paciencia de que se ar^
marón y la mansedumbre de que hubieron menester para introducir la
asistencia al catecismo, sin la cual era imposible que tan ruda gente se
hiciese capaz del santo bautismo? Ya vimos algo de esto en los primeros
esfuerzos que hizo el P. Lucas con los Xeveros , pero dijimos muy
poco y apenas apuntamos una pequeña parte del trabajo de los misione-
ros en vencer una dificultad que no tiene igual entre todas las que se
hallan en los ministerios apostólicos con los infieles.
Podemos hacer cuenta que el entablar la doctrina cristiana en un
pueblo recientemente formado , viene á ser como abrir una escuela pú-
blica para hombres y mujeres de todas edades y de cortísima capacidad,
que por precisión han de concurrir todos, pero sin deseo de aprender y
sin la ventaja de concebir utilidad ninguna de aquella tarea. Fuera de
esto, han de acudir á la escuela con la presunción y aun la seguridad de
que el maestro no ha de usar de rigor ni castigo, y de que cuando qui-
siera valerse de él, tienen en la mano el modo fácil de librarse esca-
pando al monte. ¿Qué maestro quisiera regir una escuela de esta calidad
y tratar por días, meses y años con unos discípulos tan incapaces, tan
libres y que tampoco pensasen en aprender, no pudiendo por otra parte
usar de la más mínima palabra que huela á mandamiento, ni hacer la
más leve acción ó meneo que insinúe imperio? Todo el oro del mundo no
me parece bastante para señalar un estipendio congruo al maestro que
tuviese paciencia, aguante ó insensibilidad para tratar con semejantes
discípulos; mostrarles siempre buena cara y enseñarles de buen ánimo y
voluntad con deseo de su aprovechamiento; pues nada se pondera si se
compara á una escuela pública de esta calidad, la doctrina cristiana, que
quiere establecer un misionero en un pueblo nuevo de gentiles.
Propone el misionero cuantas razones alcanza para aficionar á los in-
dios á la doctrina cristiana y les reparte algunos donecillos para que
asistan. Estos solos son los que mueven y podemos llamar argumentos
fuertes que arrastran aquellos genios interesados y escasos de razón. Ha-
cen luego su efecto los dones distribuidos y parece que asisten con gusto
y alegría; de donde nacen las bellas apariencias que á los principios en-
gañan á muchos. Faltan los regalillos, que sólo se pueden dar de cuando
Libro III.— Capítulo VI 137
en cuando, y no alcanza á más el caudal del padre; luego se descubre en
los indios una frialdad, una lang-uidez, un descuido, un tedio, un continuo
faltar, que llena al misionero de congoja, pena y amargura. Hácese
fuerza á sí mismo, y pidiendo socorro al cielo, se esfuerza á explicarles
en los términos más claros y precisos el fin para que fueron criados; pro-
ponerles la necesidad del bautismo, del todo necesario, para conseguir su
fin y escapar del fuego del infierno; les dice, les repite, les inculca que no
pueden recibir válidamente el santo bautismo sin disponerse con la inte-
ligencia de los misterios de nuestra santa fe. Oyenle por algún tiempo, y
lo que más es, preguntados si quieren asistir, aprender y disponerse para
el bautismo, dicen que sí. ¿Si creen los misterios?, también dicen que sí.
¿Si quieren bautizarse?, no repugnan. ¿Que es necesario aprender la
doctrina?, la aprenderemos, responden. Pues vamos á la práctica; ma-
nos á la obra, dice el misionero.
Empieza: «Por la señal de la santa Cruz»; reza las oraciones, co-
mienza el catecismo y empiezan á responder. Pero aquel repetir los mis-
terios, las mismas preguntas y respuestas, las mismas oraciones, oír las
mismas cosas un día y otro día (porque sólo á fuerza de repetir infinitas
veces una verdad ó misterio se pueden quedar con algo), les desagrada,
les fastidia, les cansa; y no lo quieren llevar y sufrir unas gentes que ja-
más han pensado en otra cosa que en vivir á su gusto , satisfacer á sus
pasiones y entregarse al ocio y á una vida bárbara y bestial. Al fin, unos
por fastidio, otros por cansancio y otros por cierto odio y aversión, van
dejando la doctrina y se van desviando con disimulo del misionero. El
marido coge los instrumentos para pescar poco antes del toque de la
campana; la mujer previene la señal empezando á disponer la bebida
para la casa. Uno se echa en la cama cuando es llamado , diciendo que
no quiere concurrir en la doctrina con Fulano que es un brujo y le he-
chizará; otro, abiertamente, que tiene pereza, que es lo mismo en su len-
gua que no quiero en la nuestra.
¿Qué ha de hacer el pobre misionero, lleno de confusión, amargura y
desconsuelo? ¿Condescender con tanto desvío? Fuera bastante para que
se retirasen de la doctrina enteramente. ¿Disimular las faltas, dándose
por desentendido á tantas quiebras? Fuera esto poco menos que abando-
nar la escuela, dejar la enseñanza y desistir de la reducción. ¿Forzarlos
por rigor y castigo? Ni puede ni conviene, porque ni sufren fuerzas ni
aguantan malos tratamientos. Porque como necesitan muy poco para
volverse á sus montes, el menor castigo sería causa sobrada para esca-
parse luego, cuando no intentasen otra cosa mayor, como veremos en
adelante. Aquí quiero yo preguntar al maestro que rigiese una escuela
de semejantes discípulos qué haría con ellos, qué partido tomaría en su
escuela, de qué medio se valdría para meterlos en camino. ¿Les propon-
dría sin duda las razones más eficaces para persuadirles la enseñanza?
¿Les trataría con blandura y cariño? ¿Procuraría ganarles el corazón y
voluntad? En realidad no haría poco en poner estos medios y practicar-
138 Misione» del Marañón Español
los con aplicación y constancia. Pero aún es mucho más apurado y des-
esperado el caso de un misionero á quien no le queda la esperanza de
meter en camino á los gentiles por vía de razones, porque ni oyen, ni
quieren oir, ni desean aprender, ni saben discurrir sino para su bien tem-
poral en cosas groseras, y miran como una algarabía y lenguaje extraño
lo que toca á su salvación, y lo que se les dice del infierno ó se les propo-
ne de la gloria.
Desengañémonos finalmente, una paciencia invicta, una mansedum-
bre inalterable, un tesón infatigable juntos con una oración continua al
Padre de las lumbres que abre los entendimientos y ablanda las volunta-
des, son los únicos medios capaces de hacer el milagro grande de que los
indios se aficionen á la doctrina, aprendan el catecismo y se dispongan
como conviene para recibir el santo bautismo. Estos fueron los medios
que practicaron constantemente los dos nuevos misioneros en sus respec-
tivos pueblos, en donde tuvieron la suerte dichosa de topar con una mina
abundantísima de merecimientos. Pero lograron con el favor del cielo
entablar la doctrina cristiana, no sólo entre los niños que eran sus espe-
ranzas y delicias, sino entre los adultos; de manera que aunque no todos
fuesen capaces de recibir en vida el santo bautismo, pero tenían á lo me-
nos algunos principios, para que en la hora de la muerte en que por lo
apretado del lance atendían mejor á las verdades de la fe, se les pudiese
administrar ó absolutamente ó debajo de condición el santo Sacra-
mento.
Estos ejemplos de mansedumbre, aplicación y constancia de los pri-
meros misioneros fueron más heroicos en aquellos principios por las mu-
chas razones que concurrieron en ello, porque ni sabían más que imper-
fectamente la lengua particular de los indios, ni tenían indios traídos de
otros pueblos antiguos y formados, que con su ejemplo, lengua y moda-
les, y por decirlo así con el mismo modo de pensar, animasen, atrajesen
y sostuviesen á los naturales. Eran los PP. Pérez y Figueroa después
del P. Cueva los primeros que rompían el terreno, y no tenían otras
ayudas y socorros que las que les suministraba su celo. La experiencia
enseñó después con el tiempo el grande socorro que da la lengua bien
aprendida, lo mucho que contribuyen los indios antiguos traídos de otros
pueblos, y sobre todo, cuánto es del caso para entablar la doctrina en
un pueblo nuevo, el haber en los contornos otro pueblo antiguo en que se
observen constantemente las distribuciones del catecismo y de otras
prácticas de la vida cristiana. Porque viendo con sus ojos los indios re-
cientemente reducidos tanta uniformidad en los antiguos, se hacen con
más facilidad á sus prácticas, y ésta es la causa de que algunos nuevos
pueblos, se vieron, como diremos adelante, en menos tiempo del regular
florecientes y arreglados.
Libro III.— Capítulo VII 139
CAPITULO VII
ASIENTA PACES CON LOS INDIOS COCAMAS EL PADRE GASPAR CUJÍA
Entre tanto que los tres misioneros se empleaban, como hemos visto^
en la cultura y enseñanza de los Xeveros y demás naciones amigas, no
estaba ocioso el P. Cujía en su curato de Borja, porque, fuera de los es-
pañoles de la ciudad, á quienes atendía con cuidado, y de los indios Mai-
nas que le llevaban muy buena parte del tiempo por estar apartados y
distantes del lugar, tenía que atender á todas partes, dar como superior
de las misiones las providencias necesarias y acudir con todo lo conve-
niente para la subsistencia de los demás padres. Y queriendo concurrir
también á la reducción de los gentiles de un modo muy provechoso, y no
menos eficaz que sus compañeros, ideó, promovió y estableció en la mis-
ma ciudad, dos casas en que se juntasen los niños y niñas de las naciones
amigas que quisiesen enviar sus hijos á Borja. Una casa era como semi-
nario de jóvenes que aprendían la lengua general del Inga, la doctrina
cristiana y se iban haciendo á los usos de los españoles, de quienes toma-
ban las habilidades, que podían servir de utilidad en los pueblos. La otra
casa era como un hospicio de niñas recientemente bautizadas que, fuera
de enterarse bien de la doctrina y de la lengua inga, aprendían de algu-
nas señoras piadosas de la ciudad, que se ofrecieron á enseñarlas gusto-
sas, los ejercicios propios del sexo, como hilar, tejer, bordar y otras co-
sas semejantes.
Siempre fueron estimados en las naciones más cultas estos servicios de
jóvenes y de ello se percibieron siempre tantas utilidades en la república
eclesiástica y secular, como acreditó en todos tiempos la experiencia»
Pero en las naciones del Marañón, destituidas de toda cultura y policía,
fueron estos hospicios y seminarios como la levadura que sazonó la masa
de aquella gentilidad. Porque de estos seminarios salían los intérpretes
para las respectivas naciones y eran los instrumentos más á propósito
para introducir en los pueblos la doctrina, el orden y el concierto nece-
sario para el gobierno espiritual y político: y si aprendían, como con el
tiempo se fué entablando, el canto, la música y á tocar los instrumentos
proporcionados á las funciones de iglesia, eran de mucho decoro y servi-
cio en ella; y sus paisanos les miraban como á hombres de otra clase, los
respetaban y seguían en cuanto les decían y aconsejaban: las niñas bien
criadas en los hospicios servían igualmente en los pueblos, no sólo en lo
espiritual, por estar bien instruidas en la doctrina y enseñarla con celo
á las demás, sino también 'en lo temporal abriendo escuela en que apren-
dían cuantas querían aquellos ejercicios que eran propios de las mujeres.
Procuró el P. Gaspar que los jóvenes y muchachas que se criaban en
140 Misiones del Marañón Español
Borja volviesen á sus naciones ya casados, para que, unidos entre si, con-
tribuyesen mejor á los fines de introducir en los suyos la Ciiltura y po-
licía .
Como este medio que inventó el P. Gaspar en su curato de Borja probó
á maravilla y fué de grande socorro á los misioneros que experimenta-
ban buenos cooperadores en las misiones, lo fueron poniendo en práctica
los padres en los mismos pueblos que después fueron fundando, teniendo
«n su misma casa varios niños que se criaban á su vista á modo de semi-
naristas; y cerca de la habitación del misionero otro departamento, á
manera de hospicio ó casa de recogidos, en donde una mujer anciana, de
virtud y talento, enseñaba á varias niñas las cosas propias de su edad.
De uno y otro recogimiento salieron con el tiempo indios é indias que hi-
cieron honor á la misión por su juicio, virtud, edificación y ejemplo. Y
todo tuvo principio de lo que el P. Gaspar entabló en Borja en los prime-
ros años de las misiones del Marañón
No contento el superior de la misión con atender á una obra de tanta
importancia á la reducción de los gentiles, pensó también en quitar los
estorbos que se atravesaban en los progresos de la conversión. Y lo que
le llevó más la atención en el año de 1644, fué el entablar paces y hacer
amistades con los indios Cocamas, nación bárbara y cruel que tenían en
continuo miedo á los Xeveros, y no dejaban de asustar á los Mainas.
Desde que empezaron á poblar el río Marañón los indios Mainas y á jun-
tarse en un sitio los Xeveros, manifestaron el mucho cuidado que les
daba la grande nación Cocama. Manteníase ésta en el río Ucayale y des-
de aquí hacía viva guerra y crueles estragos en ambas naciones, saliendo
de sus tierras en armadillas de canoas, con que entrando por el río Gua-
llaga, pasaban al Marañón y cogiendo desprevenidos á los Xeveros y
Mainas, lograban la suya matando ó llevando indios, como mejor les pa-
recía. Considerando esto el P. Cujía convino con el gobernador en que
era necesaria la paz y amistad de los Cocamas, así para la quietud y so-
siego de las naciones pobladas, como para la seguridad de las demás que
se esperaba reducir.
Dispuso el gobernador una armada de soldados españoles y de indios
Mainas y Xeveros, y dio la comisión de entablar paces con los Cocamas
á su teniente y al P. Gaspar Cujía, cuyo parecer debía seguir en la
expedición sin apartarse un punto de lo que tuviese por mejor y le acon-
sejase. Salieron todos con un intérprete de la lengua cocama, y atrave-
sando desde Guallaga á Ucayale, llegaron después de muchos trabajos
al sitio en que pensaban hallarse los Cocamas. Vieron estos los primeros
á los cristianos que venían á sus tierras caminando en buen orden; y ob-
servando las insignias que traían .le paz, les esperaron á la banda del
río, por donde habían de pasar. No hubo desatención ni aconetimiento de
ninguna de las partes; antes bien, el cacique de los Cocamas, en viendo
el intérprete que traían los cristianos luego se le entregó y le reconoció
por cacique; diciendo que sabía muy bien cómo era heredero de otro ca-
Libro III.— Capítulo VIII 141
cique difunto cuya alma había pasado á su cuerpo. Entre tantas supers-
ticiones y extravagancias de aquellas gentes, esta aprensión tan desca-
minada cedió en utilidad de los cristianos; porque no fué necesario más
para concluir la paz que se pretendía sin haber casi tratado de ella.
Fué grande la complacencia de los Xeveros y Mainas al ver tan amigos
á los Cocamas, y mucho mayor el consuelo del P. Gaspar, porque espera-
ba no estar lejos de reducirse al Evangelio una nación que por bárbara y
cruel que fuese, daba buenas muestras de vivir amistosamente con los re-
ducidos. Informóse cuanto pudo del número de los Cocamas, y haciendo su
cómputo, según lo que le decían, hizo juicio que llegaba entonces esta na-
ción ñ once mil almas. Y sería sin duda en la ocasión tan numerosa como
pensaba, aunque con el tiempo se fué disminuyendo, de manera que no
llegaba á una mitad del número expresado, en particular por una cruel
peste que sobrevino después é hizo en ellos espantoso estrago. No pudo
por entonces quedarse misionero alguno con los Cocamas, ni era razón
que dejasen á los Xeveros, Cutinanas y demás naciones antes descubier-
tas y no bien «arraigadas en la fe. Contentáronse con pasar de cuando en
cuando á Ucayale, visitar la nación Cocama y mantenerla en buena co-
rrespondencia hasta que, ó el establecimiento más sólido de los pueblos
comenzados, ó el mayor número de operarios que irían bajando con el
tiempo, facilitase la reducción de aquel río, como se fué practicando con
el socorro del cielo y se contará en el año 1651 y en los siguientes.
CAPITULO VIII
FUNDACIÓN DE NUEVOS PUEBLOS Y DESCRIPCIÓN DE LA NACIÓN
XEVERA
Asentada la paz con los Cocamas, vivían en quietud y sosiego los
Mainas y Xeveros, sin cuidados ni temores de la parte de Guallaga ni
Ucayale.
Los misioneros atendían con calor á la enseñanza y cultura de los
pueblos comenzados, y fomentaban con visitas continuas, en particular
el P. Lucas de la Cueva, los Cocamillas y Pandabeques y los Ataguates
que de tiempo antes tenían buena correspondencia con los Xeveros.
Ayudaba al fomento continuo el no estar distantes estas naciones de
los pueblos recientemente formados, y como veían con sus ojos las distri-
buciones, el orden y concierto que se iba introduciendo en ellos, y las
grandes ventajas que experimentaban en su junta y población, en breve
tiempo se hallaron los Cocamillas en estado de formar un pueblo anejo al
de los Xeveros. El mismo P. Cueva, que había dado á la reducción de
los Xeveros la advocación de la Concepción, por su devoción á este
misterio, dio también á los Cocamillas juntos el año de 1646 en un sitio
142 Misiones del Mar anón Español.
cercano, la advocación del apóstol San Pablo, y se llamó el pueblo en
adelante San Pablo de Pandabequeo. A su ejemplo se formaron dos años
después, es saber, el año 1648, los Ataguates, que hicieron un pueblo lla-
mado de San José, no lejos de la Concepción de losXeveros.
Los cuatro pueblos formados, siempre se mantuvieron unidos entre sí,
y siendo como el centro de los demás la Concepción de los Xeveros, que
eran los cristianos primitivos y habían servido no poco á la reducción de
los anejos. Estaba situada la Concepción dentro del monte en la parte
austral del Marañen, y en sus contornos, Santo Tomé, San Pablo y San
José, y así no fué dificultoso con el tiempo cuando ya las cosas se fueron
asentando, y hubo escasez de misioneros, que uno sólo cuidase de todos
ellos, mientras duraron en aquel paraje, en que según informe del padre
Figueroa, escrito en el año de 1661, vivían mil seiscientas almas reducidas.
No les fué posible á los misioneros juntar desde los principios estas
naciones en un sólo pueblo como querían; porque descubrieron desde
luego la oposición sobrada de mezclarse unas con otras y desistieron de
su pensamiento, pareciéndoles mejor el condescender con ellas, logrando
la principal ventaja de población y reducción, que el exponerse á per-
derlo todo, por hacer los pueblos á su modo. La preocupación en que na-
cen de que ninguno muere de muerte natural sino de hechizos, ó por vio-
lencia, fué aquí como en otras muchas ocasiones la causa de no querer
juntarse unos con otros y vivir expuestos á los continuos daños que se
figuraban.
Pero lo que no pudo entonces la industria de los misioneros, se logró
después con el tiempo en que mudándose todos del sitio primero, y per-
diendo ya su fuerza las primeras aprensiones, formaron unidos entre sí
un hermoso pueblo con la misma advocación de la Concepción de María,
«n tierras más sanas y abundantes de víveres proporcionados al modo de
alimentarse de la gente. Entraron por el río Guallaga en otro llamado
Apena, y subiendo por él como cuatro días de camino, toparon con una
quebrada ó torrente de poca agua tan angosto y estrecho que con difi-
cultad andaban por él las canoas grandes. A una legua de este riachuelo
hallaron una llanura de suelo arenisco muy á propósito para la semen-
tera de yucas, plátanos y maíz. En este sitio se fijaron y formaron tres
barrios de casas. El más alto es de Xeveros, que forma un cuadro con
calles derechas y plaza despejada en medio. El más bajo de Cutinanas
está con menos orden, aseo y simetría y viene á ocupar un trecho largo
con algunas casas mal seguidas. El tercero en que viven los demás, está
detrás de la iglesia y casa del misionero que están en medio de los tres
barrios. La iglesia es de tapia bien hecha, muy capaz, hermosa y bien
adornada, y surtida de ornamentos. Fueron después agregándose á este
pueblo de los mejor arreglados de la misión, varias familias de otras na-
ciones y fué creciendo en vecinos. Veíanse en estos últimos años Aúna-
les, Gívaros, Ticunas y Mayorunas, y en el del arresto, contaba la
Teducción como dos mil y quinientas personas.
Libro i:I.— Capítulo VIII. 143
Siempre miraron los misioneros este pueblo de la Concepción con mu-
cho cariño por ser uno de los principales y más útiles al común de la mi-
sión, así por la docilidad que descubrió la gente xevera ya cultivada,
como por el mucho número de indios de trabajo. Era el recurso de los go-
bernadores y de los superiores en las entradas á tierras de gentiles y en
los descubrimientos y pacificación de gentes nuevas. Para recoger los fu-
gitivos y castigar á los alzados, siempre se contaba'con los Xeveros, por-
que son indios de constancia en los trabajos, fieles, valerosos, muy pre-
venidos en los lances y avisados en los peligros, no se rinden á penalida-
des ni se acobardan en las dificultades. Su rendimiento y subordinación
á los que mandan es ejemplar, y en los mayores riesgos y peligros de la
vida no saben jamás dejar su puesto, y en él se mantienen firmes hasta
morir ó sujetar al enemigo.
Es por otra parte la nación xevera prevenida en sus cosechas, y cu-
riosa, naturalmente, en sus ajuares y maniobras. En las siembras no sólo
cargan lo preciso para su mantenimiento, sino también para proveer á
los que hacen viajes aunque sean de otros pueblos. Solían, de años á esta
parte, hacer harina de yuca, y al menor aviso del gobernador ó superior
aprontaban 200 ó 300 ó más tazas (así llaman una especie de cestos muy
tupidos y apretados que no permiten que salga ni el polvo de la harina)
para cualquier viaje que se ofreciese en la misión. Por esto gustan de te-
ner platanares y yucales mayores de lo que necesitan para su gasto or-
dinario, sin lo cual no pudieran estar prontos para socorrer con yucas y
plátanos cuando se les pide.
Las calles del pueblo las tienen siempre limpias y bien aseadas y ai-
rosas; las portadas de las casas están rodeadas de plantas de limones y
naranjas; las plazuelas del lugar y el centro de ellas limpio á maravilla.
Sobre todo, se esmeran en el despejo y compostura de la delantera y cos-
tados de la iglesia, en que hay puertas diferentes para los barrios res-
pectivos de las diversas naciones; aunque tienen algunas hamacas ó re-
des para descansar entre día, pero todos duermen por la noche en bar-
bacoas. Viene á ser la barbacoa una estera fuerte y bien tejida de ca-
ñas, que por su material y estructura cede suavemente al peso con cier-
ta especie de ondulación y por esta razón muy cómoda para el descanso;
ésta la ponen en alto para librarse de las humedades de la tierra, y
prendida de cuatro horquillas ó dos palos de un lado y dos del otro, la
asientan sin peligro de caerse. Los Xeveros andan decentemente vesti-
dos de mantas que tejen las mujeres, y éstas andan aun en las casas con
sus anacos á manera de guardapies. Saben las mujeres hacer con primor
todo género de loza, ollas, platos, tinajas y cuanto se les pide de varios
tamaños- Mucho les ayuda el tener un barro muy fino para ejercitar con
tanta hermosura y destreza el arte. Los hombres hacen cerbatanas muy
pulidas y apreciadas entre las demás naciones, así por su belleza como
por la ventaja grande del instrumento para la caza. Porque como hiere
la flecha ó saeta sin ruido alguno y con solo el soplo del que la despide,
124 Misiones del Marañón Español
derriba fácilmente el indio con la cerbatana toda una bandada de pavas
asentada en un árbol, apuntando primero á una y después á otra hasta
acabar con todas. Finalmente, es propio de la nación Xevera el hacer
canastos y petacas cuadradas, muy ajustadas de ciertos mimbres tan de-
licados como alambre que llaman bejucos, los cuales tienen mucho uso
en la misión y fuera de ella por ser de mucha dura y consistencia.
Ha parecido poner en este lugar estas noticias de la nación Xevera,
en parte anticipadas, así porque no hemos podido averiguar ni aun á
poco más ó menos el tiempo en que hicieron su mudanza al sitio en que
después permanecieron; como también porque no se ha de ofrecer oca-
sión en adelante de hacer mención particular de esta nación laboriosa,
sino en cuanto ayude y contribuya á los adelantamientos de la misión. Y
no me pareció razón dejar de dar alguna idea del genio y calidad de
una nación tan curiosa y tan trabajadora, á quien tanto debió la reduc-
ción de las demás.
CAPITULO IX
entra el P. BARTOLOMÉ PÉREZ POR LOS RÍOS GUA LLAGA Y UCAYALE,
Y REDUCE ALGUNOS COCAMAS
Como los tres misioneros que trabajaban fuera de Borja debian andar
en continuo movimiento por atender á tantas naciones, así se sucedían
mutuamente, ya en el cuidado de los pueblos formados, ya en los viajes
y visitas á los gentiles que no estaban lejos de poblarse. Tomaron á su
cargo el P. Cueva y el P. Figueroa atender como de asiento á las cuatro
reducciones de Xeveros, Cutinanas, Pandabeques y Ataguates, y no sólo
trabajaban en perfeccionarlas, y en establecer constantemente las prác-
ticas del gobierno espiritual y político, sino que con sus continuas entra-
das en los montes cercanos iban trayendo familias nuevas y agregándo-
las á los pueblos, con que crecía el número de los cristianos y crecían
también las tareas del ministerio de los padres. Dividían la carga según
las circunstancias, porque siendo cuatro los sitios en que se habían po-
blado los indios reducidos, se ayudaban mutuamente los misioneros, y á
las veces cargaba sobre uno casi todo el peso, mientras el otro andaba
por los montes recogiendo gentes. Por otra parte, necesitaban de grande
vigilancia en no perderlos de vista, porque á poco que se descuidasen, ó
volvían atrás particularmente los más nuevos, ó á lo menos no hacían
cosa de provecho, faltando el misionero.
Mientras se ocupaban en esto, no sin grande aplicación y trabajo, los
P. Cueva y Figueroa, entró el P. Bartolomé Pérez deseoso de ensan-
char las conquistas de los gentiles por el río Guallaga. Fué bien reci-
cibido de los Cocamas que habitaban en sus riberas, y logró con su buen
Libro IÍI.— Capítulo IX 146
modo y con los donecillos que les rep<artía que se fueran disponiendo para
juntarse en un pueblo. Hizo esta entrada por los años de 1G49, y dos años
después formaron sus reducciones los Cocamas de Guallaga en tres pue-
blos, de los cuales el principal se llamó Santa María de Guallaga. Pero
le tenían en gran cuidado los Cocamas de Ucayale más crueles y bárba-
ros que los de Guallaga, porque aunque en las visitas que les habían he-
cho los padres mostraban buenas intenciones, no se podía contar con
ellos, mientras no pasase á vivir con aquella gente inconstante y feroz
un misionero propio que los fuese amansando y entablando la doctrina
como en las demás partes. Dábale mucho en qué pensar el ser tan dila-
tada y numerosa la nación Cocama de Ucayale, que á la menor desazón
ó encuentro acabaría fácilmente con las naciones reducidas, y el que no
se podía contar con la paz y seguridad de los Mainas y Xe veros, mien-
tras no entrase por Ucayale la luz del Evangelio. Por otra parte, se le
proponían las grandes esperanzas de una abundantísima cosecha en
tanto número de gentiles, y era este un pensamiento que abrasaba su co-
razón celoso del bien de las almas y no le dejaba sosegar.
Determinóse, finalmente, lleno de confianza en Dios y abrasado de su
celo, pasar el río Ucayale y vivir entre aquellos gentiles de asiento y
como su propio misionero. El peligro era grande, por ser los Cocamas de
Ucayale los más crueles que en toda la misión se conocieron, y á la fama
que entonces se tenía de ellos correspondieron puntualmente sus hechos,
como á su tiempo veremos. Pero nada le acobardaba al celoso padre; ni
el peligro de muerte, ni la falta de sustento, ni la ignorancia de la len-
gua, ni las demás incomodidades que conocía indispensables, fueron par-
te para que no entrase á la^gran Cocama (así llaman una extendidísima
laguna, en cuyas márgenes habitaban aquellos gentiles), y se resolviese
á morir en ella por la fe de Jesucristo, ó vivir extendiendo su reino y de-
rribando el imperio de Satanás que por tantos años poseía aquellas almas
ciegas. Comenzó á juntar como pudo la gente, ya con palabras cariñosas,
ya con donecillos y regalos, sin los cuales no es fácil ganar las volunta-
des de los genios interesados de los indios. Llegó á entablar la doctrina
cristiana que les explicaba por medio de intérprete y fué amansando
aquellas fieras con el trato humilde, blando y apacible. Procuraba con
grandísimo cuidado que se le pegasen los niños, y ellos, como más dóciles
y mejor acondicionados, no se apartaban del padre que era continuo en
regalarlos y acariciarlos. Mucho gustaba de esta edad tierna, porque
aprendían con facilidad la doctrina cristiana, mostraban viveza y dili-
gencia en hacer lo que les mandaba, y daban grandes esperanzas de que
se lograría algún día en la gran Cocama una muy florida cristiandad.
En estos ejercicios tan gustosos y conformes á su celo se empleaba el
padre Bartolomé Pérez, cuando á cosa de tres meses después de haber en-
trado en Ucayale, fué llamado á la capital de Borja para vicesuperior
de la misión en ausencia del padre Gaspar Cujía que, como veremos en
el capítulo siguiente, debía subir á Quito en busca de misioneros. Obede
10
146 Misiones del Marañón Español
ció puntualmente, sacrificando su celo á la obediencia y dejando como
trescientos cristianos entre párvulos y algunos adultos bautizados en el
artículo de la muerte. Como la doctrina había prendido muy bien en la
gente tierna y los adultos habían comenzado á asistir al catecismo, dejó
algunos fiscalitos habilitados para que llevasen adelante aquella obra,
mientras volviese el mismo padre ó les enviase otro misionero. Pero la
falta de operarios fué causa de que no fuesen atendidos los Cocamas por
alguno de ellos en persona y como propio misionero hasta el año de 1657.
Entre tanto, por seis años enteros suplieron los niños habilitados la doc-
trina, y los padres les ayudaban con visitas y entradas desde los Xeve-
ros sin poder detenerse con ellos por mucho tiempo.
Hallo que en el poco tiempo que estuvo de vicesuperior en Borja el
padre Pérez edificó tres pueblos; pero en ninguno de los escritos encuen-
tro cuáles fuesen ni cómo se llamasen. Yo presumo, atendiendo al hilo y
conexión de las relaciones, que el uno fué Santa María de Ucayale, por-
que cuando se retiró de este río ya dejaba, como vimos, trescientos cris-
tianos en la gran Cocama, y medianamente establecida la doctrina cris-
tiana, y como fruto de sus fatigas y sudores, procuraría llevar adelante
aquella reducción y formalizar el pueblo, visitándoles en persona, sien-
do vicesuperior de las misiones y dándoles la advocación de Santa María
de Ucayale, si es que acaso antes de partirse á Borja no se llamaba la
reducción con aquel nombre. Otro pueblo fué sin duda el de Santa María
de Guallaga, porque, como dijimos, los Guallagas habían prometido dos
años antes del de 1651, en que nos hallamos, fabricar su pueblo y poner-
se en manos de los misioneros. El tercero pudo ser alguno de los anejos ó
tal vez los dos anejos que tuvo á los principios Santa María de Guallaga.
En tanta obscuridad y falta de memorias esto es lo que hemos podido
rastrear, después de haber pensado mucho y combinado las apuntaciones
que tenemos.
CAPITULO X
SUBE Á LA CIUDAD DE QUITO EL PADRE GASPAR CUJÍA, Y TRAE CONSIGO
Á LAS MISIONES DE MAINAS TRES OPERARIOS
Son ángeles y enviados del Señor los misioneros que se emplean en
evangelizar la paz por todas partes, y los podemos llamar con el mismo
nombre por los muchos viajes, peregrinaciones y caminos con que atra-
viesan montes, vadean ríos y miden con pies ligeros infinitas distancias,
que más parecen hacer volando que corriendo ó caminando. Había sali-
do el P. Cujía á la provincia por los años de 40, y recogido dos insignes
misioneros que trabajaban con tanto fervor y celo en la viña del Mara-
ñón, y ahora sube en el año de 50 hasta el colegio de Quito, camino de
Libro III.— Capítulo X 147
300 leguas en busca de otros operarios nuevos que ayuden á sus herma-
nos á tirar A la orilla la red cargada de gentiles. Fué muy bien recibido
de los nuestros, que se alegraron mucho con las buenas noticias de lo
que se iba propagando la fe de Jesucristo perlas montanas del Marañón.
Su primer cuidado fué retirarse á ejercicit'S para descansar algún tanto
de las muchas ocupaciones, avivar su espíritu y recabar del cielo los
compañeros que deseaba.
Luego que concluyó los días regulares destinados á tan santo retiro,
empezó á convidar á unos, animar á otros y pegar á todos el celo de la
conversión de los gentiles. Y como era persona muy amable, de modes-
tia singular y de palabras dulces y cariñosas, todos se le aficionaban y
le oían con particular agrado. Tuvo muchas y largas conferencias con el
padre viceprovincial que residía en Quito, y le hizo preséntelo que se ha-
bía trabajado en el Marañón en los doce primeros años por solos cuatro
sujetos, que en seis pueblos que estaban ya formados habían reducido á
los indios Xeveros, á los Cutinanas, á los Pandabeques, Ataguates, Co-
camillas ó Cocamas de Guallaga, y dado buen principio á la con-
versión de los otros Cocamas de Ucayale. Proponía la importancia de
seguir la empresa de la reducción de todo el Marañón, si posible fuese,
porque era grande el número de gentiles que se iban dando á conocer y
después de los primeros pasos en las tierras menos distantes de Borja en
que había ya entrado la cultura, gobierno y cristiandad, no era difícil el
extender la luz del Evangelio por las tierras más distantes. Pero que no
pudiendo tres misioneros solos asistir á los pueblos ya formados, mucho
menos podían acudir al convite de otras naciones que les pedían y de-
seaban.
Estas razones, tan conformes al espíritu y vocación de la Compañía, en-
cendieron fácilmente el celo del superior para enviar á Mainas cuantos
operarios pudiese. Estaba á la sazón la provincia de Quito bien falta de
sacerdotes, y sólo se mantenía de las esperanzas de que los procurado •
res de España trajesen otros de nuevo, para acudir á las ocupaciones de
la provincia, y á otras varias misiones que estaban á su cargo. Fiado el
superior de la Providencia que no dejaría de enviar las personas nece-
sarias para los ministerios de los colegios, por privarse de otras á quie-
nes llamaba el Señor á las misiones de gentiles, se resolvió á conceder
al P. Gaspar Cujía tres sujetos que suspiraban por las misiones de Mai-
nas. Acababan su tercera probación en el colegio de Quito siete sacer-
dotes, y en un solo día los consagró el superior con mucha generosidad á
diversas misiones. Destinó uno á las misiones de los Paeces, que todavía
mantenía la provincia. Otro fué señalado á las montañas de Mocoa por-
que le pedían algunos vecinos de la ciudad de Pasto. El tercero fué en-
viado á esta misma ciudad para hacer en ella misión y residir por algún
tiempo. Al cuarto le cupo la villa de Ibarra para el mismo efecto. Los
otros tres sacerdotes se le concedieron al P. Cujía para su misión del Ma-
rañón.
148 Misiones del Marañón Español
Desprendido el padre vice provinciíil de tantas personas, experimen-
tó una bien particular providencia del cielo en la provincia, pues no
faltaron sacerdotes bastantes para los empleos y ministerios de Quito y
otras ciudades, como fué sucediendo en adelante, aunque se daban á las
misiones los sujetos que se juzgaban necesarios para unas empresas de
tanta gloria de Dios y bien de las almas. Es máxima segurísima que Dios
socorre más á quien más se le consagra, y que acude con providencia
más particular á quien promueve con más desinterés y desapego los ne-
gocios de su gloria. El Señor de todos quiere ser servido de sus criaturas
no por los caminos que tal vez nos figuramos aunque parezcan buenos,
sino por los que su majestad nos muestra, y nos da á entender bastante-
mente. Si por este dictamen se hubieran siempre gobernado los superio-
res no hubieran puesto tal vez impedimentos á la vocación de algunos
subditos que deseaban pasar á las misiones de Indias, por la razón ó pre-
texto de ser necesarios á sus provincias La mano de Dios no está abre-
viada; si llama á uno de prendas, virtud y talentos para ser servido de él
en otra parte, sabrá traer otro tan bueno ó mejor que llenará el hueco
cumplidísimamente. Como por el contrario se ha visto más de una vez
que por detener en Europa á titulo de necesario en la provincia al que
Dios llama á las Américas, no ha querido el Señor que se logren las es-
peranzas, haciéndose inútil y flaqueando en la salud el que hubiera sido
en Indias útilísimo trabajando por largos años.
La provincia de Quito no sólo atendió á las misiones del Marañón en-
viando con mucho cuidado y ejemplarísimo celo, operarios insignes que
darían por su virtud y letras grande lustre y gloria á los colegios ya fun-
dados, sino que costeó con mucho desinterés y generosidad incomparable
todos los gastos necesarios para los largos viajes, entradas y salidas de
los misioneros, hasta que en el año de 1725, la liberalidad de Felipe V se
sirvió de señalar á cada uno de los misioneros 200 pesos. Asignación en
realidad bastantemente congrua, pero que, si bien se mira, cedía más en
utilidad de los indios mismos, á quienes las entrañas compasivas de los
padres socorrían con mucha voluntad en sus necesidades, y les acudían
con los instrumentos de hierro para trabajar la tierra, y con otros dones
y regalillos que se llevaban buena parte de la pensión fijada. De donde
nacía, que aún después de la asignación de los 200 pesos, se pegasen á la
provincia, con ocasión de los misioneros, muchos gastos que hacía vo-
luntariamente.
Volviendo á nuestro asunto; salió el P. Gaspar Cujía del colegio de
Quito con todas las prevenciones necesarias para el largo viaje y con las
cosas que juzgaba convenientes para la subsistencia de sus subditos y
bien de la misión. Salieron con él los tres misioneros de Mainas. No hallo
registrados los nombres particulares de cada uno y solamente encuentro
en el P. Rodríguez, que el uno de ellos había venido de Europa, llamado
de Dios á las misiones de gentiles, y que los otros dos habían sido alum-
nos insignes del célebre seminario de San Luis, que ya en estos tiempos
Libro III.— Capítulo XI 149
daba sazonados frutos de virtud y letras. Yo no tengo rastro de duda de
que uno de estos dos jóvenes, criados en el colegio de San Luis, era el
P. Raimundo de Santa Cruz, y conviene muy bien la entrada de este in-
signe misionero en el Marañón con el viaje del P. Cujía á las misiones de
Mainas; porque así la entrada de aquél como el viaje de éste, concurrían
en el ano 1G51.
Un ejército entero le parecía al superior de las misiones que llegaba
en los tres nuevos misioneros, y en realidad no se engañaba, porque uno
de ellos había de trabajar por muchos, como veremos, y extender el nom-
bre de Jesucristo por tantas y tan diferentes naciones, que acaso no le
excedió ninguno de los sucesores. Caminaban con apresuración porque
todos tenían el mismo deseo de llegar cuanto antes á las misiones; y lle-
garon sin azar ninguno al canal del Pongo que, aunque peligroso en ex-
tremo, como se ha dicho varias veces, pasaron felizmente con la ayuda
de los indios Mainas. Y es mucho de alabar la divina Providencia que,
habiendo bajado muchas veces por este canal los misioneros del Mara-
ñón y habiendo perecido en él tantos otros, no hubiese peligrado ninguno
de ellos, guardándoles el Señor y sus ángeles para el bien de las almas
que iban á ganar para el cielo.
Llegados á Borja, fueron recibidos del P. Bartolomé Pérez, con ex-
traordinario consuelo y regocijo, así por verse libre del curato y en es-
tado de volver á nuevas reducciones, como deseaba su celo, como por ver
nuevos hermanos, de quienes esperaba estrenas muy gloriosas. La ciudad
se alegró con los nuevos padres, como si viese otros tantos ángeles del
cielo, y eran grandes las esperanzas de todos, considerando que siendo
ya siete los misioneros, no sólo podrían atender con cuidado á las reduc-
ciones ya hechas, sino extender sus trabajos á otras muchas naciones de
las cuales unas le deseaban, y de otras había buenas esperanzas de que
se darían.
CAPITULO XI
ES SEÑALADO EL PADRE RAIMUNDO DE SANTA CRUZ Á SANTA MARÍA DE
GUALLAGA, EN DONDE TRABAJA INFATIGABLEMENTE Y CONSIGUE MU-
DAR EL PUEBLO Á SITIO MÁS SALUDABLE.
Había tratado en Quito el P. Lucas de la Cueva al P. Raimundo de
Santa Cruz y conocido á fondo su grande virtud y celo encendido de la
conversión de los gentiles. Pareciéndole que era nacido para el trato con
los Cocamas, y para establecer sólidamente los pueblos recientemente
formados de esta nación, le pidió al superior de las misiones para el cul-
tivo de los Cocamas de Guallaga, que vivían en un sitio húmedo, mal sano
é infestado de innumerables plagas de mosquitos, que no dejaban vivir
150 Misiones del Marañón Español
ni de noche ni de día. Por esta causa era penosísima la residencia de un
misionero propio en aquel pueblo, y no dudaba que el P. Raimundo de
Santa Cruz, con su paciencia y mansedumbre y con el trato blando y ca-
ritativo que había descubierto en él, recabaría de aquella nación el que
se mudase á otro sitio más sano, cómodo y despejado.
Vino en ello el P. Cujía y señaló á Santa Cruz para el pueblo de Gua-
llaga, con ciertas esperanzas de que adelantaría mucho la reducción de
aquellos indios y de que daría mayor firmeza á lo que se había comen-
zado. Recibió el P. Raimundo la voz de su superior como un destino par-
ticularísimo del cielo, y embarcándose luego en el Maraiión y entrando
después por el Guallaga, halló á sus Cocamas poblados en la orilla de
este río; pero tan expuestos á las crecientes y avenidas de las aguas, que
más parecía el pueblo un pantano, cenagal ó laguna, que un lugar ó te-
rreno en que pudiesen habitar gentes. Vióse luego cercado de enjambres
de tábanos, zancudos y mosquitos, y rodeado de sabandijas que llevaba
en abundancia el lugar húmedo y cíiluroso, en donde todo se corrompía.
Pero nada le acobardó al nuevo misionero; resuelto á padecerlo todo por
ganar almas á Dios, sufrió este vivo tormento con grande ánimo y co-
menzó á cultivar aquella viña con gran denuedo. Entabló las doctrinas
diarias, señaló el tiempo que se debía asistir á las oraciones, y comenzó
á practicar aquellos medios, que atento el genio de los Cocamas, le pare-
cieron más convenientes para ganarles las voluntades, que este fué siem-
pre en Santa Cruz parto de su carácter, hacerse á los indios de tal ma-
nera , que no podían menos de quererle y amarle. Y esta fué la causa
porque acompañado de sus indios, acabó cosas muy grandes, como vere-
mos. A todos trataba con el cariño de padre; les enseñaba como maestro;
les dirigía como labrador en el cultivo de las tierras. El salía con ellos á
rozar los montes, á sembrar el maíz, á plantar la yuca y á disponer los
plátanos. Y para que lo hiciesen con más acierto y comodidad, les armó
de instrumentos de hierro, dándoles hachas, azuelas y azadones, y todo
cuanto su caridad y celo pudo recoger á favor de los indios. Era cosa de
ver cómo el padre, que por sola casualidad ó curiosidad había visto ejer-
citar los trabajos y la cultura de los campos, ahora dirigía á los Cocamas,
con tanto acierto en sus labores, poniéndose él delante de todos con su
azadón ó hacheta, cavando la tierra y cortando las maderas. Suplía el
arte de labrador la caridad ingeniosa de este grande hombre que, ani-
mado de ella, todo lo podía, todo lo sabía y á todo se amañaba.
Conoció muy bien desde los principios que no podía hacer en los Coca-
mas aquellos progresos que le inspiraba su celo, sin aprender su lengua,
y que éste era el medio más poderoso para ganarles los corazones; por-
que viendo el indio su lengua como honrada y ennoblecida en boca de
su misionero, se le aficiona mucho, le sigue sin violencia y se muestra
rendido á las menores insinuaciones. El empeño parecería á cualquiera
temerario, por no decir imposible, pues no era menos que aprender una
lengua que se tenía por muy difícil y desordenada y se creía notener re-
Libro III.— Capítulo XI 151
glas, cultura y artificios, á que se llegaba la bárbara pronunciación de
los indios, que no daba lugar á que se percibiesen distintamente las le-
tras de que debían componerse los vocablos. Mas el misionero tomó tan á
pechos este trabajo, que le miraba como uno de los principales de su mi-
nisterio. Oía con atención, notaba con cuidado, preguntaba continua-
mente y observaba la pronunciación sin que se rindiese á molestia, inco-
modidad ni trabajo. Pero aunque la grandeza de su espíritu, ayudada de
la gracia del Señor, le esforzaba á la tolerancia de tanto cúmulo de pe-
nalidades, no pudo menos de resentirse el cuerpo con el peso de tantos
males. Contrajo, desde luego, una gravísima enfermedad de calenturas
ardientes, somnolencia y decúbitos al estómago; pero lo que á otro celo,
menos ardiente que el suyo, hubiera sido motivo sobrado para pedir el
que le retirasen á mejor clima hasta recobrar por lo menos la salud, no
le mereció á Santa Cruz siquiera el hacer cama ó retirarse por algunos
días de las distribuciones trabajosas del catecismo, rosario y demás ejer-
cicios. Sin hacer caso de tantos achaques, y como si no pasase nada por
él, sin cama, sin medicinas, sin compañía y sin remedio alguno humano,
se mantuvo siempre en pié por todo el tiempo de la enfermedad, no aten-
diendo á otra cosa que á su ministerio. Y como si fuese el más sano y ro-
busto de todos, curaba por sí mismo los enfermos y disponía con especial
cuidado para el santo bautismo los que venían á peligro de muerte.
A la verdad, es cosa que parece exceder las fuerzas de la naturaleza
más fuerte, lo que hallo escrito concordemente de todos los que han he-
cho mención de este gran hombre, que habiéndose arrojado en medio de
una enfermedad larga y gravísima al estudio de la lengua de los Coca-
mas, no sólo la aprendió en poco tiempo sin remitir nada de sus tareas
ordinarias, sino que llegó á formar con un estudio porfiado y con una
aplicación infatigable Arte de la misma lengua, reduciéndola á precep-
tos y diccionario suficiente para el manejo de los demás misioneros. Que-
dó el siervo de Dios feo y monstruoso á los ojos del mundo por habérsele
caído con la fuerza de la enfermedad y con el mucho estudio los cabellos
de la cabeza; pero estaba vistoso al cielo y á sus ángeles, y desde enton-
ces mucho más querido y amado de sus queridos hijos los Cocamas, que
oyéndole hablar en su propia lengua le amaban más que á sus mismos
padres, hermanos y parientes.
Cuando vio Santa Cruz á sus indios tan pegados y aficionados á él y
que no dudaban de su amor, y que éste le mostraban principalmente en
la docilidad, prontitud y obediencia con que hacían cuanto les mandaba,
pensó que ya era tiempo de tratar del gran negocio de la mudanza del
pueblo á sitio más alto, sano y ventajoso. Era punto arduo y demasiada-
mente crítico en unos bárbaros recientemente convertidos, dejar el para-
je en que se habían criado, abandonar las casas que habían hecho con
tanto trabajo y formar otras de nuevo en donde ni hallarían campos dis-
puestos para el maíz y la yuca, ni encontraban plátanos crecidos para
el sustento; pero Santa Cruz para jugar sobre seguro, no pareciéndole
152 Misiones del Marañón Español
todavía bastante la docilidad que había experimentado hasta entonce
con los indios, se valió primero de los principales y más capaces, y ha-
biéndoles con blandura, carino y suavidad, les hizo penetrar bien las ra-
zones de conveniencia y aun de necesidad que había para la mudanza.
«Hijos, les decía, el número de los que van viniendo recientemente al
pueblo va creciendo mucho, como vosotros mismos lo estáis viendo. Por
esta causa, se ha extendido la población por sitios más húmedos y menos
sanos que los primeros, por ser éstos tan expuestos á enfermedades, como
experimentamos. Vivimos todos en un peligro inminente de que una ave
nida lleve de la noche á la mañana nuestras casas con todos sus utensi-
lios y que apenas nos dé tiempo para librar las personas. Subiendo á un
sitio muy alto, más seco y más despejado, cesarán estos inconvenientes
y nos veremos libres de estos enjambres de importunos mosquitos que á
todas horas nos molestan sin dejarnos tomar continuado reposo. Todos
iremos á ganar mucho, porque se harán casas más cómodas, habitacio-
nes más anchas é iglesia más capaz y proporcionada al número de la
gente. Yo sé muy bien el modo de fabricar; en todo os dirigiré como
siempre lo habéis experimentado, y vosotros no haréis otra cosa que lo
que vieseis hacer á vuestro padre que con la dirección, con el ejemplo y
con el trabajo irá siempre delante.»
Hicieron fuerza en aquellos entendimientos menos toscos y tupidos las
razones del P. Raimundo, y hablando los principales á la demás gente
ya dispuesta é inclinada á dar gusto en todo á su misionero, se pusieron
todos en sus manos, y vinieron en la mudanza á aquel sitio y lugar que
Santa Cruz escogiese. Había ya éste puesto los ojos en un collado no dis-
tante, libre por su altura de todas las avenidas, sano por el aire más
puro y por el terreno seco y por esta causa exento de mosquitos y demás
insectos. No faltaba el agua necesaria para el uso de las casas, y para
los baños de los indios por no estar lejos del río mismo el collado. En este
sitio determinó el misionero formar el nuevo pueblo, y á todos pareció
bien el poblarse en aquel lugar á donde se podrían llevar sin mucha di-
ficultad, por estar b¿istantemente vecino, muchos de los materiales del
pueblo que se dejaba.
Aquí mudó el P. Santa Cruz de escuela y de ejercicio; y el que antes
había hecho de labrador y enseñado á los Cocamas á trabajar la tierra,
ahora los instruía haciendo de peón y de arquitecto á fabricar casas.
Usaban los indios para su habitación de unas malas chozas, compuestas
de ramas sin pulir y de cortezas de árboles en bruto cubiertas con paja
silvestre. En estas habitaciones vivían casi sin abrigo, pero satisfecha su
aprensión que suele ser en muchos la causa de .sus incomodidades. Pare-
cióle al misionero atender á la decencia, á la comodidad y al abrigo.
Para esto tomó bien las medidas para el nuevo ])ueblo. Enseñó á los in-
dios á amasar la tierra, formar el barro, hacer adobes y fabricar tapias.
Sobre éstas, como ya tenían hachas, azuelas y otros instrumentos de hie-
rro se formaba el techo de árboles desbastados y por techumbre se usa-
Libro IIL— Capítulo XII 163
ba de lata que se hallaba en las cercanías, cubierta con la paja silvestre
que servía para despedir el agua.
La fábrica que emprendió el padre con más empeño que las demás,
fué la iglesia. Esta la ideó con mucha consideración, atendiendo princi-
palmente á dos cosas, es á saber, al número grande de indios y á la ne-
cesidad y estrechez de las circunstancias; por esto procuró que fuese muy
larga y capaz, y al mismo tiempo baja y estrecha. Así logró que hiciese
mucha gente y que todos estuviesen á cubierto á la explicación de la
doctrina, y por otra parte, se atemperó á los pobres indios que ni podrían
cortar ni trabajar vigas muy largas, ni podrían colocarlas sobre paredes
muy altas. Quedó la fábrica al parecer fea, tosca y poco proporcionada
en sus partes, pero muy conforme á las intenciones del padre, y al cielo
muy agradable. Confirmó en la nueva iglesia la advocación de Santa
María, que se había puesto á la iglesia del antiguo pueblo y se llamó
Santa María de Guallaga, en cuyo nombre se diferenciaba de otras igle-
sias que tuvieron la misma protectora y abogada.
CAPITULO XII
REDUCE Á LOS BARBUDOS, AGÚANOS, MUNICHES, CHAYA BITAS
Y PARANAPURAS.
No bien hal ía formado Santa Cruz el nuevo pueblo de los Cocamas, y
puéstole bajo el amparo y protección de María Santísima, á quien mi-
raba como á conquistadora en sus misiones, cuando comenzó esta pia-
dosa Señora á favorecerle, asistirle y esforzarle á las mayores empresas,
y él se arrojaba á ellas con ánimo intrépido, no temiendo con tan pode-
rosa guía y valiéndose siempre de la buena voluntad de sus Cocamas.
Era la salutíición ordinaria de éstos: «alabado sea el Santísimo Sacramento y
la Virgen Santa María,» y por la devoción y amor de esta Señora, su pro-
tectora, cooperaban cuanto podían á las piadosas intenciones del padre.
Tuvo éste noticia de ciertas parcialidades de gentiles, enemigos capita-
les entre sí, que á distancia de algunas jornadas unos de otros, vivían en
continuos odios, enemistades y guerras. Estaba una de las parcialidades
cuatro días de camino río arriba del pueblo de Guallaga, y se llamaba
de los Barbudos; vivía la otra como otro tanto camino río abajo, y se de-
cía de los Agúanos. Bajaban las dos muy bien armadas á unos valles no
muy distantes, y hechas allí horribles carnicerías, se retiraban á sus
puestos sin más comunicación entre sí que el de hacerse daño y mal y
ofender la naturaleza.
Queriendo el misionero atajar tantos daños y reducir si fuese posible
al Evangelio á los Barbudos y Agúanos, comunicó éste su pensamiento
con los principales de su pueblo, y haciendo á los Cocamas mismos como
154 Misiones del Marañón Español
dueños de la acción, emprendió en su compañía la conquista de aquellas
naciones. La empresa era muy dificultosa porque no se podía tratar de la
reducción de ninguno de los partidos sin meter antes la paz, unión y
amistad entre unas gentes crueles y bárbaras que se miraban de tiempo
atrás con odio, furor y rabia. Hizo primero Santa Cruz, que todos enco-
mendasen muy de veras á Dios y á su gran protectora este grande ne-
gocio, y comenzó después á tratar con unos y con otros. No es fácil decir
en pocas palabras los viajes que le costó al misionero ablandar aquellos
corazones bárbaros. Iba y volvía acompañado de los principales de su
pueblo; valíase de los más conocidos de las parcialidades, les hablaba
con mucho amor en lengua cocama, que entendían y les proponía las
ventajas de la amistad y buena correspondencia de unos con otros, la se-
guridad y la dulce y sosegada paz en que vivirían y de que gozarían, si
se apartaban de aquellas muertes y carnicerías. Poníales por ejemplo á
sus Cocamas, que sin pensar en hacer daño á otras naciones, vivían quie-
tos y gustosos y contentos en su pueblo, se dejaban en todo gobernar, co-
nocían á Dios, Criador de todas las cosas, premiador de lo bueno y cas-
tigador de lo malo, y con este conocimiento, dejadas á un lado sus
antiguas supersticiones y extravagantes usanzas, vivían como raciona-
les y cristianos .
Rogábales que hiciesen ellos lo mismo, y se alegrarían sin duda si se
resolviesen á imitarles, porque él había venido de tierras muy distantes
para ayudarles en cuanto pudiere y para hacerles el mayor bien que
podían imaginar. «Venid, hijos, en paz, concluía el misionero, y creed en
un solo Dios verdadero, que nos crió á todos, que todo lo rige y gobierna,
y de cuyas manos vienen á los hombres todos los bienes. Todo esto creen
los Cocamas y se hallan cada día más contentos. Preguntádselo á ellos,
que aquí los tenéis presentes. Confirmaban los Cocamas á porfía todo lo
que decía el P. Raimundo, y obrando la gracia de Dios en los corazones
antes duros y entendimientos ciegos de los Barbudos y Agúanos, se logró
al fin todo lo que de ellos se pretendía Pusiéronse unos y otros en las ma-
nos del padre, que formó dos pueblos de aquellos gentiles. A los Barbu-
dos dio la invocación de San Ignacio y de San Xavier á los Agúanos.
Tomó posesión de aquellas tierras para Jesucristo con el bautismo de
los niños, y procuró que desde luego se fabricasen iglesias correspondien-
tes al número de los que se determinaron á vivir juntos. Entabló la doc-
trina y oraciones regulares para que se fuesen los adultos disponiendo al
santo bautismo, y él andaba en continuo movimiento de un pueblo á otro,
pero teniendo siempre fija su residencia en Santa María de Gualiaga,
que estaba en medio de ellos y era como el iris de paz entre Barbudos y
Agúanos. Unidos y concordes entre sí , cada día se estrechaban más con
las idas y venidíis continuas del P. Raimundo. Quitáronse del todo los en-
cuentros y se apagaron los odios, y no pensaban en otra cosa los nuevos
catecúmenos que en aprender la doctrina cristiana, en acabar sus casas
y en disponer sus sementeras dejándose gobernar en todo por las órde-
Libro III.— Capítulo XII 155
nes de su misionero, que aguantando y disimulando con singular agrado
su rusticidad y barbarie, á todos ayudaba y en todo lo licito condescen-
día con ellos como si fuese uno de los indios mismos. Bien veia el padre
que era imposible uno solo atender á tantas cosas en pueblos distantes,
y que para entablar con solidez y fruto duradero el catecismo, era nece-
saria la presencia de otro sacerdote. Avisó luego al superior de las mi-
siones de lo que se había dignado el Señor de obrar por su medio de los
muchos bautismos de párvulos y de la propensión de los adultos ya for-
mados en dos pueblos, á ser enseñados en la doctrina de nuestra santa
fe, añadiendo que enviase algún misionero para el cultivo de aquellas
nuevas viñas que se habían plantado, y que él mismo entre tanto procu-
raría regar desde el pueblo de Guallaga.
En este tiempo tuvo noticia de los mismos que se acababan de redu-
cir, cómo á distancia de cien leguas río arriba, se hallaban otras nacio-
nes que no era difícil dar con ellas. Al primer eco de esta noticia voló el
P. Raimundo en busca de ellas, tomando consigo algunos de sus fieles
Cocamas y llevando por guía algún otro Barbudo y Aguano, prácticos
en el camino. Era el viaje trabajoso, como de seis días de navegación
por el río y otros cuatro á pie por tierra. Los seis primeros no fueron tan
penosos por ser los indios bastantemente diestros en el manejo de las ca-
noas; pero en los cuatro últimos, todos experimentaron grande fatiga y
cansancio. Porque no hallando caminos abiertos en aquellos sitios incul-
tos, el único modo de caminar era cortar árboles para romper por los
bosques, atravesar laderas y entrarse por lodazales llenos todos de ma-
leza y muchos de espinas, piedras y troncos encubiertos. A ninguno le
era tan molesto y trabajoso este modo de caminar como al P. Santa Cruz,
porque iba cubierto de malos tríipos, llagadas las piernas, sin otro cal-
zado que el de unas malas alpiirgatas de espadañas que la necesidad ha-
bía ideado.
Poco preservativo, por cierto, contra las frecuentes punzadas de las
espinas y zarzas, que le lastimaban las piernas casi desnudas, y los pies
casi descalzos. Pero daba el ánimo un esfuerzo casi increíble al cuerpo
flaco, herido y cansado, y el mismo infundía valor y coraje en los indios
que viendo á su misionero en camino tan desastroso incansable, hacían
punto de honor en seguirle y no apartarse de su lado. Finalmente, des-
pués de mil penas y trabajos dio por buena ventura ó providencia del Se-
ñor con las naciones que buscaba, y parece que su majestad dándose por
obligado al viaje penoso que había hecho su siervo por su gloria, le con-
cedió sin nueva fatiga y trabajo las naciones que buscaba. Porque á dos
palabras que les dijo Santa Cruz, como si fueran poderosas para obrar
cuanto pensaba su celo, se redujeron y entregaron á la dirección del pa-
dre. Instruyólas y catequizólas cuanto permitía el tiempo y formó de in-
dios Muniches, Chayavitas y Paranapuras, un pueblo con la advocación
de Nuestra Señora de Loreto de Paranapuras.
No paró aquí su celo, que como rayo iba dando luz por todas partes y
156 Misiones del Marañón Español
abrasándolo todo. Pasó más adelante, y de otras dos naciones una de
Pambadeques y otra de Cingacuchuscas, así dichas por tener partidas
las narices para acomodar sus narigueras, formó otro pueblo que quedó
con el tiempo como anejo de la Concepción de los Xeveros, los cuales,
como arriba dijimos, se mudaron á estas cercanías, dejando el sitio pri-
mero en que los redujo el P. Cueva. Mas por ahora Santa Cruz de todos
cuidaba, residía con los Guallagas, asistía á los Barbudos, miraba por los
Agúanos, instruía á los Muniches, Chayavitas y Paranapuras, y se ex-
tendía su celo á los Pambadeques y Cingacuchuscas, sin que la distancia
de los sitios, lo fragoso de los caminos, la multitud de naciones, la sed, el
hambre, ni el cansancio pudiesen retardar su celo ó lograr alguna sus-
pensión en tan penosas peregrinaciones.
CAPITULO XIII
CASOS SINGULARES CON QUE CONSUELA EL SEÑOR AL P. SANTA CRUZ
En ocupaciones tan santas y penosas, como hemos referido en los ca-
pítulos antecedentes, enderezadas todas á propagar la fe de Jesucristo y
á extender la mayor gloria de Dios, pasó el P. Raimundo los dos prime-
ros años de su ministerio desde el año de 1651 hasta 1653, y no es fácil de
entender cómo un hombre solo en tan corto tiempo pudiese bautizar á
todos los Guallagas, reducir tantas naciones, fundar tantos pueblos y ha-
cer tantos viajes por agua y tierra, porque no hubo nación alguna de las
convertidas hasta entonces á la fe, á donde no se extendiese su fervor y
que no fomentase con su presencia. Es así que el celo es ardiente en ex-
tremo y á manera de fuego que, apoderándose de la materia dispuesta ó
disponiéndola él mismo, todo lo consume y lo transforma en si. Mas esto
que se dice en pocas palabras, con dificultad se comprende, y no se eje-
cuta sino á fuerza de sudor y fatiga, y con un cúmulo tan grande de pe-
nalidades, que no pueden explicar distintamente las palabras. El susten-
to diario, escaso y propio de la bozalidad de los indios; la cama el duro
suelo, la habitación en una choza, los viajes continuos sin caminos ni
veredas, el trato solamente con alarbes; el templar á unos, el condescen-
der con otros, sufrir su fuerza, acechar á sus traiciones, disimular con-
fianza, mostrar siempre amor, reprender libertades, catequizar á unos
brutos, pulir unos salvajes, hacerlos racionales para que se hagan cris-
tianos, es una tan pesada carga de penas, trabajos y tormentos, que no
pudiera llevar un hombre flaco, macilento, llíigado, siempre enfermo y
nunca restablecido. Era necesario un apóstol fortalecido de la gracia,
sellado con la vocación divina y ayudado especialisimamente de aquel
Señor que dijo: «Ecce ego mitto vos.»
Libro III.— Capítulo XIII 167
Con estas alas del cielo volaba Santa Cruz , y como nube cargada de
celestial rocío, fecundizaba his naciones por donde pasaba. No podemos,
es verdad, individualizar en estos varones apostólicos sus excelentes vir-
tudes, y mucho menos contar las acciones heroicas que hicieron , porque
quedaron escondidas en las breñas y no las supieron explicar los que ó
no las conocían ó no las reparaban; pero por los rastros que dejaron im-
presos, podemos sacar sus pisadas, y por los afanes, incomodidades y fa-
tigas, echamos de ver aquellos pechos generosos que á nada cedían;
aquellos ánimos invencibles que lo facilitaban todo, y aquellos espíritus
elevados, que, poniendo todas las cosas debajo de sus pies, no aspiraban
á otra cosa en sus obras, acciones y palabras que á la mayor gloria de
Dios.
Suavizaba el Señor en parte al P. Raimundo sus grandes trabajos,
dándole á entender en varios casos particulares, cuan gratas le eran á su
majestad las peregrinaciones que emprendía y el trato suave, caritativo
y condescendiente con los indios. Dijo un día cierto indio al P. Santa
Cruz, cómo había cortado un árbol grandísimo para una canoa, que vi-
niese con él á verle. Luego el padre se puso en camino para darle gusto,
mas antes de llegar al término se rindió sin poder pasar adelante por las
llagas que tenía en pies y piernas, renovadas con las zarzas y abrojos
del camino. El mismo indio que le había convidado á ver el árbol, co-
rrido ya y avergonzado y sentido del que le pareció agasajo, le instó á
que tomase huelgo y fuerzas y lo metió en una cabana que estaba ve-
cina. Dejóse llevar el padre de la necesidad, pero el cielo le dirigía á la
choza para otros fines. Porque entrado que hubo en ella, reparó en una
niña como de diez años que estaba entre unas ollas , y en su tristeza y
rostro manifestaba mucha debilidad ó algún accidente; tomóla el pulso y
no le pareció tan débil como mostraba la cara. Con todo eso empezó á ca-
tequizarla; oía la niña con gusto y admitía la doctrina, cuando de una ca-
bana vecina , donde ya eran cristianos , vinieron por el padre para que
descansase más cómodamente en su casa. Determinó al principio ir luego
adonde era llamado y consolar á los cristianos, con ánimo de volver á
concluir el catecismo empezado por la niña. Púsose en pie para el viaje
y le sobrevino un interior impulso que le forzaba á fenecer la obra. Obe-
deció á Dios, y volviendo á sentarse, instruyó á la chica y la bautizó.
Hecha esta diligencia, pasó á la cabana vecina, y aun á otras, y bautizó
otra niña enferma que á poco murió. Llamábale el cuidado de la niña de
la primera cabana, y volvió á entrar en ella antes de volverse á casa, y
encontró que ya su alma había volado al cielo á la violencia de un acci-
dente que no pudo vencer su debilidad.
Alabó el misionero la inexcrutable Providencia divina que se le ma-
nifestó en aquellos casos, que nuestra ignorancia llama contingencias y
accidentes, y son unos efectos muy previstos del Señor y ordenados por
su divina elección y misericordia. Convite del indio por curiosidad , con-
descendencia caritativa del padre, rendimiento en el camino, i^enovación
158 Misiones del Marañón Ebpañol
de las llagas, ranchería donde acogerse, llamamiento de los cristianos de
otra choza, todos parecen casualidades, contingencias y accidentes, y to-
dos fueron efectos de la dichosísima predestinación de dos almas, que en
menos cúmulo de accidentes hubieran perecido.
Fué semejante á esta Providencia del Señor la que se descubre en los
casos siguientes: Habiendo de volver el padre de la Concepción de los
Xeveros á su pueblo de Santa María de Guallaga, y estando ya dispuesta
la canoa para ir por agua, mudó de repente, sin saber por qué de desti-
no y siendo más largo y penoso el camino, quiso con todo eso hacerlo
por tierra y visitar de paso el pueblo de los Paranapuras. Al entrar en
él le avisaron que en una casa estaba una mujer de parto y en mucho
peligro de la vida; acudió al punto á la casa, y al mismo llegar parió la
dolorida madre un niño. Tomóle luego en las manos el P. Santa Cruz,
bautizóle sin perder tiempo, y antes de dejarle ni tener tiempo para ello,
murió en ellas y le envió al cielo. Todavía estaba en la misma casa
cuando llegó el indio enfermo del mismo pueblo. Preguntóle el padre
quién era. «¡Ay padre, respondió, yo me muero; soy catecúmeno, y no
quiero morir sin bautismo!» Examinóle, y hallándole bien instruido, le
bautizó. Reconociendo de allí á poco por el pulso y la respiración que se
le acababa la vida, le administró la Santa Unción. ¡Rara cosa! Al aca-
bar de ungir los sentidos faltaron éstos al enfermo, y voló su alma al
cielo.
Es de alabar en estos casos la Providencia amorosa de Dios con aque-
llos pobres indios; mas en el caso siguiente tiene visos de milagrosa. Lla-
maron al padre en Santa María de Guallaga para que asistiese á un
indio cristiano que, poseído de un accidente apoplético, se hallaba en los
últimos términos de la vida. Acudió pronto, y al entrar en la casa le
recibió el principal de ella diciendo: «¡Ay, padre, que vienes tarde y en
vano, porque ni oye ni habla ya el enfermo!» Acercóse el misionero, y
experimentó por sí mismo lo que le decían. Retirado á un aposentillo, sus-
piraba, lloraba, clamaba á Dios por la salvación de aquella alma. Cuan-
do así sollozaba, se halló interiormente movido á levantarse del sitio y á
ver cómo le iba al enfermo, y acercándose á él le dijo en voz baja si que-
ría confesarse. A que respondió el enfermo en el mismo tono de voz con
admiración de los presentes: «Sí, padre; sí, padre.» Quedóse solo con él,
y se confesó despacio. Hizo después llamar la gente, le administró los
Sacramentos y le ayudó á bien morir, oyendo el enfermo todo lo
que le decía, y repitiendo los actos que le inspiraban, expiró en paz.
Cuando salía el padre, acabado su ministerio, dijo como por despedida al
principal: «¿Ves cómo no era sordo y cómo hablabíi?» A que respondió el
indio prontamente: "Padre, sólo á ti te ha oído y á nadie ha podido hablar
sino á ti.» Esto dijo el indio con sinceridad, porque no alcanzaba á más
su reflexión; pero nosotros la debemos hacer para alabar la Providencia
maravillosa de Dios en sus siervos y en la salvación de aquellos misera-
bles gentiles.
Libro III.— üapítulo XIV 159
CAPITULO XIV
ESTADO DE LA MISIÓN DE MAINAS POR LOS AÑOS DE 1653
En estos dos años en que el P. Raimundo de Santa Cruz trabajó tanto
por la gloria de Dios, extendiendo su celo por diferentes naciones y fun-
dando varias reducciones y pueblos, no estuvieron ociosos los demás mi-
sioneros. Porque los padres Lucas de la Cueva y Francisco Figueroa
hicieron muchas entradas en varias partes de gentiles, y aun hallo es-
crito que fundaron otros dos pueblos, y que mudaron á ellos su residen-
cia. Pero como no nos consta del nombre de estas recientes reducciones
sólo podemos decir por conjeturas que para esto tenemos, que fuesen al-
gunos principios de la conversión de los Roamainas y de los Zapas, que
poco tiempo después, como veremos, vivieron en dos pueblos respectivos
de los Angeles de la Guarda y de San Salvador.
El P. Bartolomé Pérez residía en uno de los antiguos pueblos, procu-
raba aumentarle en familias, y entablar las prácticas espirituales, y es-
tablecimientos civiles que desde los principios se consideraron necesarios
para la duración y permanencia de la misión del Marañen. Otro pueblo
antiguo estaba á cargo de uno de los dos misioneros que hablan venido de
Quito con el P. Santa Cruz. Finalmente, el otro estaba en la ciudad de
Borja en compañía del P. Gaspar Cujía, á quien ayudaba en los ministe-
rios espirituales de la ciudad y en la explicación del catecismo de los in-
dios Mainas que vivían, como dijimos, esparcidos en algunos anejos de-
pendientes del curato de Borja. Los pueblos y anejos que ya en este
tiempo estaban á cargo de siete solos misioneros, y que, excepción de la
capital de Borja, habían sido fundados de los nuestros desde el año de
1638 hasta el de 1653, son los siguientes:
Ciudad de Borja, de Españoles y Mainas.
San Ignacio, de Mainas.
Santa Teresa, de Mainas.
San Luis, de Mainas.
La Concepción, de Xeveros.
San Pablo, de Pandabeques.
San José, de Ataguates.
Santo Tomé, de Cutinanas.
Santa María de Ucayale, de Cocamas.
Santa María de Guallaga, de Cocamas ó Cocamillas.
San Ignacio, de Barbudos.
San Xavier, de Agúanos.
Nuestra Señora de Loreto, de Paranapuras y Chayabitas.
Anejo de Pambadeques y Cingacuchuscas.
160 Misiones del Marañón Español
Estos fueron los sudores de los primeros quince años de los misioneros
del Marañón, en donde comenzando á trabajar sólo dos padres los prime-
ros años, y agregándose otros dos, después de algún tiempo, abrieron ca-
mino para tantas naciones que fué necesario pedir socorro de nuevos
operarios, y últimamente, el P. Raimundo de Santa Cruz en los dos últi-
mos años hizo ver á los superiores de la provincia de Quito que era pre-
ciso enviar nuevos trabajadores para la cultura de tan dilatada vina,
pues no era posible que sólo el P. Santa Cruz atendiese á cinco pueblos
tan distantes entre sí y tan recientes en la fe. Los demás misioneros cui-
daban á lo menos de un pueblo y algunos de más, y por esta causa era
necesario en algunos de ellos, que el catecismo diario se hiciese por me-
dio de fiscales, esto es, por medio de algunos indios más capaces y ya
bautizados, que sabiendo bien la doctrina cristiana la podían enseñar con
celo y fruto á los indios. Pero este medio que sugería la necesidad y falta
de sacerdotes, no era bastante para que los pueblos se arraigasen en la
fe y prendiesen en ellos los establecimientos políticos, que se contempla-
ban necesarios para una misión florida.
Por esto los misioneros clamaban á sus hermanos, y pedían ayuda
para tirar á la orilla las redes cargadas de tanta multitud de peces, pero
siendo el camino de Quito á la misión tan largo y escabroso, y siendo
casi imposible la salida de la misión á Quito, era éste uno de los impedi-
ir.cntos punto menos que insuperable para ser socorridos. Veremos en los
libros siguientes los increíbles y repetidos esfuerzos del P. Raimundo en
vencer este imposible, hasta que hallado y demarcado el nuevo camino,
perdió su vida en la demandíi .
LIBRO IV
r)B XjA. ns^isiói«T IDE 3L.OS 2Vwa:A.ii^.AS
CAPITULO PRIMERO
ES LLAMADO EL SUPERIOR DE LAS MISIONES PARA EL GOBIERNO DE LA
PROVINCIA
Hallábase contento el P. Gaspar Cujía en su curato de Borja, no tanto
por la autoridad que le concillaba con las gentes este ministerio, cuanto
por los buenos principios de la misión del Marañón en que habían influido
mucho los vecinos de la ciudad, particularmente en los dos seminarios
que se habían establecido de indios y de indias, para el fomento de los
pueblos nuevamente formados. Al cabo de catorce ó quince afios de su
institución habían salido á las reducciones muchos jóvenes que, aprendida
eminentemente la doctrina cristiana, entendida suficientemente la len-
gua general del Inga, y enseñados á practicar los oficios necesarios en
un pueblo de buen gobierno, iban introduciendo en ellas la piedad, cul-
tura y policía. De la misma manera las niñas enseñadas á coser, bordar
y otros oficios del sexo mujeril contribuían por su parte al buen orden y
aplicación de las indias, abriendo escuelas en los pueblos, en que las en-
señaban aquellas habilidades que habían aprendido en la ciudad. El
P. Cujía, que había sido el autor de este género de seminarios, estaba muy
gozoso de coger ahora los frutos que preveía en su primera institución, y
por lo mismo procuraba llevar adelante una obra de tanta utilidad á las
misiones.
No parece que faltaba otra cosa para ver cumplidos sus deseos, que
una nueva recluta de misioneros que, pasando á los pueblos ya fundados,
diesen lugar á los antiguos, para hacer nuevas entradas y ocuparse en
nuevas conquistas del mucho gentilismo que por muchas partes se des-
cubría. Estos eran los votos y deseos de los siete sacerdotes que trabaja-
11
162 Misiones del Marañón Español
bañen la misión, y ésta era la esperanza del P. Gaspar Cujía, que, como
cabeza y superior de todos ellos , echaba de ver en las visitas frecuentes
que hacía de las reducciones una tan considerable falta de obreros, á que
no era fácil suplir por más que trabajasen sus subditos. Pero el Señor, que
mide las cosas con sabiduría más alta que sus criaturas, dispuso una cosa
bien diferente de lo que se pensaba, que si bien á los principios fué muy
sensible á los misioneros, y al parecer contraria á los progresos de la
misión, vino á redundar finalmente en aumento de ella y á facilitar la
venida de nuevos operarios. Llamaron al P. Gaspar Cujía para los em-
pleos de la provincia, y quitándole la libertad de representar ó proponer
le señalaron para rector del nuevo colegio de Cuenca. Sintió grande-
mente esta elección la ciudad de Borja, en donde por su grande pruden-
cia , celo, afabilidad y buen modo era muy bien visto y estimado de los
Bor jeños. No lo sintieron menos sus compañeros é hijos , porque como su-
perior vigilante y amoroso dirigía todas sus entradas y salidas, y desde
la ciudad de Borja estaba sobre todos , á todos acudía y en nada faltaba
de cuanto podía enviar á los nuevos establecimientos.
Como era preciso obedecer, llamó desde luego al P. Lucas de la Cueva
á la ciudad, y dejándole por superior de las misiones se determinó á la
partida, encargando mucho que se hiciesen vivas diligencias para hallar,
si fuese posible, camino más breve, que no sólo diese entrada fácil á la
misión , sino también que permitiese la salida cuando pareciese conve-
niente; porque aunque por el Pongo habían entrado hasta entonces á la
ciudad de Borja, era esta entrada, como insinuamos, peligrosa y la salida
imposible, no pudiendo las canoas vencer la rapidez de sus corrientes.
Experimentólo bien el P. Gaspar en la ocasión presente, porque tuvo que
andar para llegar á su colegio de Cuenca muchos centenares de leguas»
y esas con riesgos evidentes de la vida. Caminó por el Perú hasta cerca
de Lima, y de aquí dio la vuelta casi por la costa del mar Pacífico hasta
encontrar camino por donde buscar el término de su viaje. En peregri-
nación tan larga tuvo que atravesar muchos ríos, vencer montañas y
seguir veredas peligrosas cuyos paraderos no estaban bastantemente
averiguados ; mas al fin arribó venturosamente al colegio de Cuenca , y,
como llevaba en el corazón sus misiones, procuró socorrerlas largamente
en cuanto pudo todo el tiempo que le duró el oficio de superior en aquel
colegio. No las socorrió menos en los años siguientes, porque señalado á
poco tiempo por provincial de toda la provincia , miró siempre con par-
ticular cariño las misiones del Marañón , como quien sabía muy bien el
grande fruto que se podía esperar en estas partes con la predicación del
Evangelio y las grandes fatigas y trabajos que se habían de padecer
entre un número tan grande de naciones como él mismo había conocido
en los quince años de su residencia en la ciudad de Borja.
Volviendo á nuestros misioneros, luego que se partió de las misiones
el P, Cujía, comenzó á pensar y á deliberar sobre el modo de buscar ca-
mino más breve, más fácil y más derecho á la ciudad de Quito, El punto
LiBKO IV.— Capitulo II 103
era muy dificultoso, porque no se veía manera cómo por tierra se pu-
diese hallar camino transitable, cuánto menos fácil y derecho por tantos
montes como cierran la misión de Mainas y continúan hasta la ciudad.
Tampoco por agua se podía esperar el conseguirlo, porque dado caso que
son muchos los ríos que del norte vienen á parar al Marañón, pero todos
ellos se creí¿in tener su nacimiento de montañas altas y cerradas ó de
cordilleras inaccesibles é impenetrables. Otro nuevo inconvenionte se
descubría en este segundo, y eran las corrientes precipitadas con que
bajaban los ríos al Marañón, los cuales bien que facilitarían la venida de
las canoas, negarían la salida á embarcaciones tan débiles.
Entre tantas dudas y dificultades, le vino á la memoria al P. Raimundo
de Santa Cruz el viaje que habían hecho desde Quito hasta el Para los Pa-
dres Acuña y Artieda con el capitán Tejéira , y propuso á los demás que
se podía tentar por este medio y averiguar en particular las entradas y
salidas de aquel viaje; pues era constante que el capitán Tejeira habien-
do salido de Quito con dichos padres , y después de haber vencido algu-
nas montañas, por pocos días había tomado su rumbo por un río grande
que viene á buscar el Marañón, y que si se hallaba la junta de estos dos
ríos, aunque se creía estar mucho más abajo de la misión, había mucho
andado para encontrar la salida por agua , lo que hasta entonces no se
había podido conseguir. Añadía el P. Raimundo que él se ofrecía á la
empresa, y que no dudaba hallar entre los suyos indios fióles y constan-
tes que le acompañarían en el descubrimiento. Agradecieron los demás
misioneros la propuesta del P. Santa Cruz, pareciendo bien á todos su
resolución, y el padre comenzó desde luego á tomar las medidas para la
empresa de que se encargaba.
CAPITULO II
EMPRENDE EL P. RAIMUNDO DE SANTA CRUZ BUSCAR SALIDA DE LAS
MISIONES Á QUITO
Antes de arrojarse Santa Cruz al nuevo y peligroso descubrimiento
del camino en que pensaba, hizo que se encomendase muy de veras ne-
gocio tan arduo á San Francisco Xavier, cuya protección y amparo había
experimentado especialísimamente en las peregrinaciones y viajes. En-
cargó después á otro misionero el cuidado de su pueblo y de los anejos, y
animando á sus hijos los Cocamas, Agúanos y Barbudos á un viaje largo
de provecho universal de la misión y de todos los particulares, dispuso
de los que le parecían más fieles y constantes una armadilla de canoas
con cien indios, todos bizarros y valientes, armados con sus armas y pre-
venidos de sus provisiones. Hizo también que fuesen parte de lá armada
dos soldados españoles , que con sus arcabuces podían hacer en aquellas
tierras la armadilla dispuesta respetable. Y no se olvidó de llamar algu-
164 Misiones del Marañón Español
nos Xeveros que ya desde entonces habían mostrado su valor y constan-
cia en los peligros, y celo por la extensión y aumento de la misión.
Estando todo á punto, hizo señal el P. Raimundo, como piloto de la
mayor gloria de Dios y descubridor de nuevas aguas y tierras, para lle-
var muchas gentes al cielo, y empezó á moverse la armada, que á poco
tiempo entró en el río Marañón. Desde aquí, bogando por ocho días y
ayudada de las corrientes, llegó á la embocadura de un río grande. La
distribución diaria ordenada del misionero, era caminar todo el día sin
detención ninguna, saltar á la noche en tierra, y hechos ranchos rezar
las oraciones acostumbradas ; por la mañana muy temprano decía el
padre sumisa, á que asistían todos, que animados con sus dulces pala-
bras, volvían alegres á tomar las canoas con que caminaban al día coma
veinte leguas.
Asegurado Santa Cruz que el sitio en que se hallaban , después de los
ocho días de camino, eran las juntas que buscaba de los ríos Ñapo y Ma-
rañón, mandó doblar á la izquierda y subir por el río Ñapo. Fué grande
el trabajo y fatiga de los fieles indios para entrar por el río, porque la
rapidez de las corrientes, que eran grandes á la misma embocadura, ven-
cían las canoas ; pero al fin, con la porfía, valor y constancia de los Co-
camas, se consiguió el avanzar á donde no eran ya tan fuertes y se ca-^
minaba con más descanso. Navegaron hacia el nacimiento del Ñapo
como un mes (guardando la distribución insinuada sin azar alguno ni des-
gracia); pero al pasar por la provincia, que se llamó después de los En-
cabellados, quiso el Señor probar la paciencia, fidelidad y constancia
de su siervo Raimundo. Viéronse al pas^r por estos gentiles con otro río
grande (á lo que yo pienso el Aguarico) que por la derecha desembocaba
en el Ñapo, y hallándose confusos saltaron en tierra, sin advertirlo el
padre, cinco Xeveros, que como gente franca y expedita, dejando en las-
canoas sus armas, se enderezaron sin miedo ni temor á una casa que di-
visaban en el monte, y encontrando cuatro indios á su portada," les pre-
guntaron, del modo que pudieron, cuál de aquellos dos ríos era el princi-
pal. No fué la respuesta como la esperaban, porque apenas habían hecho
la pregunta cuando se vieron cercados de una multitud de Encabellados,
que por respuesta mataron con sus lanzas á cuatro Xeveros desarmados,
y con hachas de piedra les cortaron al punto las cabezas, que llevaron
en triunfo de su bárbara valentía. Uno de los Xeveros pudo escapar en
la refriega, y corriendo á las canoas dio aviso al padre de lo que pasaba.
Atravesado éste de dolor por la muerte de sus cuatro hijos, saltó al punto
en tierra con los dos soldados españoles y bastante número de indios ar-
mados : disparados al aire los fusiles, huyó la muchedumbre de enemi-
gos con tanta apresuración , que dejaron hasta las cabezas de los muer-
tos, las cuales, recogidas con sus cuerpos, enterró el padre con las preces
acostumbradas de la iglesia, y volvieron todos á sus canoas.
Aquí estuvo la prueba y el apuro del P. Santa Cruz, porque los bogas.
que habían estado hasta entonces tan alentados y animosos, sin ceder á
Libro IV. — Capítulo 1 1 l(j5
ti-abajos ni á peligros, llenos ahora de terror y miedo por la muerte de
sus compañeros, y recelando mayores desastres no querían pasar ade-
lante : con la aprensión de mayores males se les caían los remos de las
manos, y clamaban todos por la vuelta á sus tierras. Hirió profunda-
mente el corazón del misionero esta resistencia no esperada, y encomen-
dándose por un buen rato á Dios , á la Virgen su abogada y á San Fran-
<3Ísco Xavier, protector de la empresa , se volvió con resolución á los in-
dios, y les habló en esta sustancia: «¿Qué es esto, hijos míos; qué es esto
•que veo en vosotros? Hasta aquí tan fieles, tan constantes y animosos que
ni os han acobardado los peligros, ni quebrantado los trabajos, ni vencido
las dificultades; ¿y será posible que os derribe ahora una leve incertidum-
bre, y que os trastorne un temor vano? ¿Cómo ha entrado en esos valien-
tes corazones tan fea cobardía, que más que temor fundado es una pusi-
lanimidad vergonzosa? La desgracia que acaba de suceder debe de en-
cender vuestro celo y dar nuevos estímulos á vuestro valor y esfuerzo.
Vuestros hermanos los Xe veros ya recibieron en el cielo el premio de su
fidelidad y la corona de sus afanes y trabajos. Sus enemigos no queda-
rán sin el castigo de aquel Señor que todo lo dispone ó permite á favor
de los suyos. No queráis, hijos de mi corazón, caer en una vileza tan
grande y dejaros llevar de tan abominable cobardía, que desamparéis al
que siempre ha sido vuestro padre, que vino á buscaros con tanto trabajo
de tierras tan distantes, y que siempre ha procurado con todas sus fuer-
zas vuestra salud eterna, vuestro bien y vuestros adelantamientos. Lo
más está ya vencido, casi todo está ya hecho. Con poco más de paciencia
llegaréis en breve á la capital de Quito, descansaréis y seréis regalados,
y acariciados más de lo que podéis pensar de mis hermanos, que son mu-
chos, y todos se desvivirán por vosotros. Allí veréis una hermosa ciudad
de españoles y de indios cristianos que os franquearán sus casas y sus
haciendas, porque la caridad cristiana les ensancha el corazón con sus
hermanos. Ea, hijos míos queridos, resolved lo que quisiereis; que yo sólo
y sin compañía estoy determinado, si volvéis atrás, á vadear ríos, trepar
por breñas y atravesar montañas, á trueque de hallar camino más breve,
fácil y derecho para que mis hermanos los jesuítas puedan venir á vos-
otros y ayudaros y socorreros más colmadamente.»
Encendiéronse los ánimos de los Cocamas con este discurso, y mo-
viendo Dios los corazones, clamaron todos, á voz en grito, que querían
seguir al padre, aunque hubiesen de morir en el camino. Y diciendo y
haciendo, llenos de coraje y avergonzados ya de su cobardía, dieron
fuerza á los remos y en pocos días llegaron á un puerto llamado Belo,
habiendo navegado como cuarenta días contra las corrientes del Ñapo.
Descubrieron desde este sitio unas chozas de indios no distantes, que pre-
guntados de los nuestros en dónde se hallaban , respondieron que falta-
ban como tres días de navegación para llegar á un pueblo que era tam-
bién puerto llamado Ñapo, y que de aquí á la ciudad de Archidona era
bien corto el camino por tierra. Abrióseles el cielo con esta nueva y die-
166 Misiones del Marañón Español
ron muchas gracias á Dios, que les había conducido hasta aquel término
sin más desgracia que la de los cuatro Xeveros , librándolos de mil peli-
gros de fieras, de precipitados raudales y de indios guerreros, en los cua-
les habían hallado comúnmente, no sólo humanidad, sino matalotaje. No
acababan de entender los indios cómo en tanta confusión de bocas de ríos,
habían podido acertar sin guía y sin práctico con el puerto deseado. Pera
el P. Santa Cruz sabía muy bien que la aguja de marear que le había di-
rigido y sacado á salvamento, en tanta variedad de rumbos como á una
y á otra mano se habían presentado, era la confianza en Dios, en cuyas,
manos se había puesto y á cuya gloria enderezaba su paso.
Animados los indios con la noticia de las cercanías del pueblo de Ñapo,,
de Archidona y de Quito, todo les parecía ya fácil, no sólo llevadero. A
los tres días de navegación tomaron el puerto de Ñapo, en donde dejó el
P. Santa Cruz un soldado español con más de la mitad de los indios en
guarda de las canoas, prometiéndoles volver en breve con socorros y
provisiones. Y con el otro soldado y cuarenta indios , los más recios y
briosos , prosiguió su viaje por tierra hacia Archidona , á donde llegó á
los tres días, después de haber vencido, pero con alegría de todos, aspe-
rísimas montañas. Caminaron otros siete hasta arribar á Baeza, de cuya
ciudad llegaron en cuatro á la entrada misma de Quito. No le pareció al
P, Raimundo entrar en la ciudad con aquella comitiva sin dar antes aviso-
ai padre rector del colegio, y así se quedó esperando sus órdenes en la
parroquia de Santa Prisca, puesta en la amenidad del célebre ejido de
Anacquito, que viene á ser un prado vistoso y extendido. Aquí se divirtió,
mientras venia la respuesta del superior, en mostrar á sus indios monta-
races la hermosura de aquellos campos abiertos y trabajados , la gran-
deza de la ciudad, el mucho trajín de su entrada, la superioridad en aquel
bello país tan diverso del suyo, todo montes, cavernas y soledad; y final
mente, todas aquellas cosas que les podían aficionar á las conveniencias,
que hay en las ciudades y que se hallan en el comercio de los pueblos.
CAPITULO III
ENTRADA GLORIOSA DEL P. SANTA CRUZ CON SUS INDIOS EN LA CIUDAD»
DE QUITO
Luego que se supo en el colegio de Quito la venida del P. Raimundo-
de Santa Cruz con sus indios, y que estaba esperando el orden de su su-
perior para entrar en la ciudad, puso Dios en el pensamiento á un her-
mano coadjutor, de singular espíritu y virtud , que la entrada del padre-
con aquellas primicias de la fe era propiamente un triunfo glorioso de ella^
y que convenía recibir á los nuevos cristianos con la mayor solemnidad^
ostentación y aparato. El mismo Señor, sin duda para ensalzar la humil-
dad de su siervo Raimundo, y para confirmar á los indios en la fe, movió al
Libro IV.— Capítulo III H'7
virtuoso hermano para que comunicase con el superior el pensamiento
que le daba, diciendo que le parecía conveniente recibir al misionero y
aquellos tiernos cristianos , con una procesión solemnísima para que hi-
ciesen más aprecio de nuestra santa fe y volviesen á sus tierras bien confir-
mados en ella. Lo que sería sin duda de grande ayuda y provecho para la
extensión de las misiones cuando allá en el Marañón contasen á los gen-
tiles el solemne recibimiento que les habían hecho los cristianos. Cuadró
al superior el pensamiento, y enviando provisiones al P. Santa Cruz y á
sus neófitos, y recado de que esperasen cerca de la ciudad hasta nuevo
aviso, fué á verse con el señor obispo, que á la sazón era el ilustrísimo
Montenegro, y le propuso su idea Aprobóla desde luego aquel prudente
prelado, muy gozoso de que se ordenase un solemnísimo recibimiento á
la santa fe que venía triunfante en los nuevos cristianos de tan lejanas
tierras.
Llegado el día señalado, se dispuso á placer del señor obispo y cate-
dral, de la Real Audiencia y gobernador, la entrada en la ciudad con
cuanta eclesiástica celebridad se pudo disponer la ostentación de un
triunfo de la fe. Juntáronse en la iglesia del colegio de Quito sus tres con-
gregaciones, de Nuestra Señora de Loreto, de la Presentación y del Sal-
vador; compusieron sus imágenes, aderezaron los estandartes, sacaron
todos los cirios, de que tenían grande abundancia, y trajeron una multi-
tud de cohetes , género muy usado en todas las fiestas de la ciudad. Con-
gregada la gente, y no faltando nada de lo que creyeran necesario para
una solemne procesión, comenzaron á caminar los congregantes forma-
dos en dos filas y con sus cirios en las manos. Seguían á éstos los padres
y hermanos del colegio, de la misma manera. Iba delante de todos una
insigne estatua de San Francisco Xavier, Apóstol de las Indias, en su traje
regular de peregrino; en medio llevaban una imagen de Nuestra Señora,
y cerraba la procesión otra del Salvador, con una buena música de can-
tores y muchos instrumentos de violines, arpas, chirimías y clarines. Así
caminaba la procesión hacia la parroquia de Santa Bárbara, cerca de
los muros de la ciudad. Los fuegos artificiales que se echaban al aire, el
son de los instrumentos y la voz que había corrido de la entrada célebre,,
convocaron en breve el concurso de toda la ciudad.
El P. Raimundo estaba ya con sus indios en Santa Bárbara espe-
rando la procesión como se le había ordenado, y les había vestido de
aquel traje, que es p¿tra ellos la mayor demostración de celebridad y
alegría. Tenían todos puestos sus camisetas blancas de algodón hasta
media pierna, porque es para los indios el color blanco la mayor gala y
regocijo ; las cabezas estaban airosamente adornadas de guirnaldas de
plumas de varios colores. Tenían todos sus rosarios pendientes del cuello,,
el arco, flechas y carcax colgados del hombro izquierdo, y en su mano
derecha tenía cada uno una vela de á libra.
Llegada la procesión á Santa Bárbara , después de una breve oración
que hicieron todos, distribuyó el P. Raimundo sus indios entre los congre-
168 Misiones del Marañón Español
gantes, y se ordenó la vuelta con la mayor formalidad, orden y modes-
tia en tan gloriosa entrada. Iba el misionero en medio de sus ovejas en-
tonando las oraciones de la doctrina cristiana en lengua inga, á que res-
pondían los indios con acordes voces, enterneciendo aun á las piedras y
derritiendo en devoción á cuantos les oían. Todo encarecía la admiración
y ternura de la innumerable gente que iba en séquito de la procesión, el
repique de todas las campanas de la ciudad, el estruendo casi continuo
de los voladores y el son de los tambores y clarines , que resonaban de
trecho en trecho, y otros varios instrumentos músicos que estaban alre-
dedor de la estatua del Salvador, significando al vivo el triunfo de nues-
tra santa fe, victoriosa en los nuevos cristianos de la ciega gentilidad
del Marañón. Todo era aplausos, todo aclamaciones. Hombres y mujeres,
niños y viejos, eclesiásticos y seculares, todos mostraban en sus semblan-
tes la alegría y regocijo, y cuánto se interesaban en el triunfo glorioso de
nuestra sagrada Religión.
Pero lo que más llevaba la atención de todos era el P. Raimundo de
Santa Cruz, á quien miraban como á un Xavier entre sus indios. Veíanle
en el mismo traje con que vivía en la misión, con una media sotana tosca
de algodón negro, que á manera de saco sólo llegaba á media pierna,
toda hecha jiras por las espinas y abrojos del camino. Su rostro estaba
denegrido, flaco y consumido, la cabeza sin cabellos y las piernas llenas
de llagas y los pies con unas malas sandalias. Pero aunque flaco, con-
sumido y acabado, entonaba con tanto esfuerzo, alegTÍa y espíritu las
oraciones á sus indios, que sus ecos eran pasmo á la edificación, y movían
á todos á ternura, devoción y lágrimas
Entró la procesión en el convento de las monjas de la Concepción, que
es la primera iglesia para pasar á la catedral, y la recibió el numeroso
coro de aquellas religiosas, con un solemne y devoto Te Deum laudamus, á
que se siguieron otros oportunos villancicos como en regocijo del triunfo
de la fe de su Esposo. Pero si se alegraron mucho las fieles esposas de
Jesús con la vista de los nuevos cristianos, derramaron muchas lágrimas
de consuelo y de ternura al ver al misionero tan macilento y desfigurado.
Pasó de aquí la procesión por la plaza mayor, en donde el señor obispo
desde su palacio y el presidente y oidores desde sus casas reales, vieron
con singular complacencia aquel triunfo sin comparación más glorioso
que todos los triunfos de los emperadores romanos.
Al llegar á la catedral fué recibida de su venerable deán y cabildo
que, con sobrepellices y todo aparato, la estaban esperando á la puerta
de la iglesia. Cantó su buena música otro Te Deum laudanms, y subiendo el
P. Raimundo por orden del señor deán hasta el altar mayor en donde es-
taba expuesto con singular aparato el Santísimo Sacramento, hecha una
breve oración de rodillas con sus neófitos, les hizo una fervorosa exhor-
tación en lengua cocama, dirigida á confirmarlos en la fe de aquel Señor
que los recibía en sus brazos. Concluyóse la plática con la salutación or-
ílinaria de los indios, que esforzando la voz dijeron: «Alabado sea el San-
Libro IV.— Capítulo III Kíí)
tísimo Sacramento.» Apenas dijeron estas palabras cuando todo el pueblo,
lleno de ternura, las repitió á voces, y conmovidos todos de tan glorioso
espectáculo, clamaban más y más nuevos y antiguos cristianos y se des-
hacían en alabanzas del verdadero Dios, derramando éstos tiernas lá-
grimas por ver alabado á su Señor de gentes tan extrañas y que habían
estado por tanto tiempo sin conocerle.
Satisfecha á vista de Dios Sacramentado la devoción de tan cristiano
concurso, comunicándose unos á otros el consuelo por los ojos y exhor-
tándose á, mirar la maravilla que tenían delante, prosiguió la procesión
hasta la iglesia del colegio. Cuatro prebendados venerables de la cate-
dral llevaron en sus hombros la imagen de San Francisco Xavier con
singulares demostraciones de devoción y afecto, celebrando con el hecho
mismo los loores de los que imitaban sus pasos y su gran celo en ganar
almas para el cielo. En la iglesia de la Compañía fué recibida como en
las otras con el tercero Te Deuní laudamus, cantado en música y con la
mayor solemnidad; colocóse la imagen del Apóstol de las Indias en la
capilla mayor, como capitán general de estas empresas, en un altar que
estaba dispuesto y ricamente adornado. Cantóse su oración y otras en
acción de gracias, y puestas las otras imágenes en sus respectivas capi-
llas, se dio fin á tan gloriosa función, que dio mucho lustre y crédito á
los trabajos apostólicos de los misioneros del Marañón.
Al deshacerse el concurso hubo muchos convites de varias personas
calificadas que á competencia querían hospedar á los nuevos cristianos,
pero no permitió la Compañía que saliese ninguno de su casa, parecién-
dole debido concurrir con esmero al regalo de los hijos que había engen-
drado en el Evangelio. Pasaron los indios de la iglesia al colegio, y no
sin dificultad por el mucho concurso de eclesiásticos y seculares que re-
gocijados con la vista de Santa Cruz, todos querían saludarle ; unos como
á concolega,' otros como á condiscípulo, y muchos como á maestro de
quien habían aprendido letras humanas y retórica. Pero aunque recibía
el misionero los agasajos y plácemes de todos con agrado, lo refería todo
á Dios, y atendía principalmente al hospedaje de sus indios, cuya tropa
iba conduciendo por lo interior del colegio, alabando sus buenas cualida-
des, y llamándolos hijos suyos, que con tanta fidelidad y amor habían
concurrido al desempeño de sus empresas. Fueron hospedados en un
cuarto bajo capaz, donde les repartieron piezas para su habitación; y
a,sí en este día, como en los demás, se les dio de comer en abundancia. El
P. Raimu-ndo quiso retirarse á su aposentillo, pero no lograba, como se
deja bien entender, el retiro que deseaba , ni el olvido de todos que por
su humildad pretendía; porque ansiosos los padres y hermanos del cole-
gio de verle á satisfacción y gozar de sus dulces y amorosas palabras, no
¿icertaban á separarse de él : lo que no es fácil explicar con palabras, y
dejamos á la consideración de los lectores.
Esta fué la entrada gloriosa del P. E^aimundo de Santa Cruz en la
ciudad de'Quito, acompañado de sus hijos los indios, la cual sucedió en el
170 Misiones del Marañón Español
afio de 1654, día memorable en aquella ciudad y de tanto triunfo, que no
parece haberle tenido mayor ninguna hazaña gloriosa de los más valero-
sos capitanes. Y esto nos trae á la memoria la entrada de D. Gonzalo Pi-
zarro tantos años antes , después de tantas miserias y desastres. ¡ Cuan
diferente fué la salida y entrada de este pobre religioso, despreciador del
mundo á la entrada y salida de aquel conquistador famoso! Sale Pizarro
de Quito con 4.000 indios y buen número de españoles, lucidos y valien-
tes, á buscar nombre y fama, y adquirir riquezas y tesoros; y vuelve casi
solo, y desnudo y muertos todos sus indios en los caminos , y perdida la
mayor parte de los españoles. Sale Santa Cruz de Quito, olvidado y des-
preciado en los ojos del mundo, en busca de las almas con solo una cruz
y un breviario, y vuelve rico como un Jacob . con dos ¡tropas de hijos es-
pirituales, una que deja atrás en el puerto de Ñapo y otra que trae con-
sigo, con la cual entra triunfante en la ciudad. Sale Pizarro de Quito con
todo género de armas, pertrechos y prevenciones, pensando avasallar
todas las naciones del Marañón y demás ríos, y vuelve después de ha-
berlo perdido todo sin haber conquistado ni un palmo de tierra y gastado
casi tres años en arribar con increíble fatiga á las juntas del Ñapo, y
viéndose al fin burlado de su confidente Orellana. Sale Santa Cruz de
Quito sin más armas ni pertrechos que la confianza en Dios y descon-
fianza de sí mismo, entra felicísimamente por el temido Pongo y con-
quista para Dios y para el rey muchas naciones de gentiles, emprende
con los nuevos indios desde lo más alto del Marañón un viaje dilatado,
encuentra sin práctico ni guía las juntas deseadas de los ríos, y en cin-
cuenta y un días de navegación y otros pocos por tierra, entra glorioso en
la ciudad sin haber empleado en tantas empresas y caminos mucho más
tiempo que el que gastó D. Gonzalo en su desgraciada ida y más desgra-
ciada vuelta de las juntas del Ñapo y Marañón. Sale, finalmente, Pizarro,
como gobernador de la provincia, con toda la potestad que le correspon-
día pensando eternizar su nombre en la conquista de un nuevo mundo, y
vuelve abatido, consumido y afrentado, y perdidos los caudales y muerta
su gente, sin haber topado con otros enemigos que los mosquitos y pla-
gas de los montes, y entra en Quito en tiempos de confusión y guerras
en que apenas pudo conseguir lo necesario para cubrir su desnudez. Sale
Santa Cruz, pobre y humilde en sus ojos, sin ser visto ni atendido de na-
die, pensando extender la gloria de Dios á costa de su propia humillación
y abatimiento, y le entrega el Señor tanto número de infieles y entra ri-
quísimo en Quito con el tesoro de las almas en tiempos de su. na paz, y es
aclamado y vitoreado de todos sus ciudadanos como apóstol del Mara-
ñón, no pudiendo su humildad huir de tantos aplausos. Tanta verdad es
que sigue la gloria verdadera á quien huye de corazón de los aplausos,
y que no halla sino confusión y afrenta el que anda en seguimiento de la
honra.
Libro IV.— Capítulo IV 17 i
CAPITULO IV
ADMINÍSTRASE CON TODA SOLEMNIDAD EL SACRAMENTO DE LA CONFIRMACIÓN
Á LOS INDIOS Y TRATA EL P. RAIMUNDO DE SU VUELTA
A la entrada gloriosa del P. Santa Cruz en la ciudad de Quito, dispuso
la providencia que se añadiese otra solemnidad no menos oportuna para
arraigarlos en la fe y para aficionarlos más á los antiguos cristianos.
Quiso el señor obispo de aquella catedral confirmar á los cuarenta indios
y celebrar la función con el mayor aparato en la iglesia de la Compañía
de Jesús. Todos se alborozaron al entender la resolución del prelado. Re-
bosaba de contento el misionero, conociendo que el Señor había endere-
zado sus pasos hacia la ciudad de Quito con la comitiva de los nuevos
cristianos para el provecho de éstos y para el mucho bien que esperaba
seguirse de tan sagrada función en todo el distrito de las misiones, en
donde los mismos indios serían los panegiristas de las grandezas de nues-
tra Religión y de la caridad de los ciudadanos. Alegráronse los gremios
todos de la ciudad, el cabildo eclesiástico, la real cancillería, la real au-
diencia, caballeros y ciudadanos, porque todos pensaban tener parte en
obsequiar á los nuevos cristianos, ya que no habían podido lograr el hos-
pedarlos en sus casas. *
Concurrieron de todas clases al P. Santa Cruz muchos respetables su-
jetos, deseando tener el consuelo de que el mismo padre de su mano les
señalase algún indio por ahijado en la confirmación, en que tendrían á
gran dicha y honra el ser padrinos. Eran tantos los pretendientes que no
se pudo contentar á todos, pero se tuvo atención con los que parecían
tener más derecho ó conveniencia, como eran el señor presidente, el co-
rregidor, varios oidores, prebendados y caballeros. Compraron luego va-
rias telas preciosas los padrinos para vestir ricamente á sus ahijados, les
probaban los vestidos y les enseñaban el modo de usarlos y traerlos. Es-
taban pasmados los indios de tanto agasajo y de que señores tan grandes
les tratasen con tanta afabilidad y cariño ; pero se les daba á entender
que todo esto les venía por la gran dicha que habían adquirido por el
santo bautismo, y por la alteza y dignidad de la Religión que profesa-
ban, y el P. Raimundo se aprovechaba muy bien de lo que entraba por
los ojos á sus indios para que formasen un concepto ventajoso de lo que
era ser cristiano.
Llegado el día señalado para las confirmaciones de los indios, colgada
magníficamente la iglesia, puesto su sitial para el obispo, sillas de car-
mesí para la real audiencia y muchos asientos para el gran concurso que
habían convocado las prevenciones , iban entrando los señores padrinos
con los principales personajes de tan vistosa obra, que eran los Cocamasr
Agúanos y Xeveros. Venían ricamente vestidos y como de corte los quo
172 MisioxKS DEL Marañón Español
poco antes parecían salvajes en sus montañas. Todos traian calzones
a,biertos, á usanza de Quito, de lienzos delicados con hermosas puntas;
las camisas interiores también eran delicadas, las que llaman camisetas,
que viene á ser un vestido que coge desde los hombros á las rodillas, eran
unas de lama, otras de ormesí, la que menos de seda guarnecidas de
puntas ó de encajes de oro y plata. Venían unos con capa, otros con co-
bija ó manta cuadrada (según el uso), de tejidos lustrosos; y todos con
sombreros adornados con cintas de varios colores. Como los indios eran
bien hechos y de buena disposición, no les caían mal aquellas galas, y se
llevaban los ojos de las gentes. Pero lo que más se dejaba notar de los
que les observaban, era lo que ellos mismos se miraban y atendían unos
á otros, riéndose cada cual de los demás, no por burla, sino por novedad,
<xplaudiendo el regocijo ae verse tan galanes y bizarros.
Con esta gala y aplauso recibieron al obispo en la iglesia los padrinos
y ahijados, y empezaron las confirmaciones, que fué haciendo el ilustrí
simo prelado, llegando por su orden los indios con sus velas y colonias en
«Has para vendas. Ejecutáronse las funciones que se siguen con ostenta-
ción y regocijo de los padrinos é indios, y á todo se dio fin con una buena
música que recreó á los oyentes, y con un lustroso paseo que hicieron por
la ciudad los indios con sus padrinos , llevando después todos á sus casas
á los mismos ahijados para regalarlos ; y en esta ocasión les dieron otros
vestidos más ordinarios para el viaje, porque no gastasen en el caminó
las galas y las pudieran enseñar nuevas y lucidas á sus mismos paisanos.
Todas estas cosas tenían como fuera de sí á los indios admirados de la
ostentación de los españoles, de la celebridad en las iglesias, de las ce-
remonias sagradas del obispo, de la piedad católica y liberal de los ciu-
dadanos de Quito. Cuando volvieron á casa, mostraban á su padre misio-
nero los dones que traían y le contaban con agradecimiento los agasajos
que de sus padrinos habían recibido, y el padre prosiguió regalándolos y
acariciándolos de manera que no pensaba en otra cosa que en sus indios
y en prevenir las cosas necesarias para su vuelta á las misiones.
Pero aunque Santa Cruz instaba por volver á las misiones, pareció á
los superiores conveniente el detenerle ^or algún tiempo, así porque se
recobrase algo de su quebrantada salud y descansase del largo viaje,
como porque los indios viesen más despacio las cosas más notables de la
ciudad. Y así en este tiempo recorrieron lo magnífico de los templos, la
hermosura, que es grande, de sus tabernáculos, la riqueza de los orna-
mentos sagrados, de que han hecho siempre mucho caso los quiteños, y
asistieron á varias funciones eclesiásticas, con las cuales iban haciendo
más aprecio de la fe que habían recibido y de la Religión que profesa-
ban. Duró como cosa de un mes la detención en que se recobró algo el
misionero, aunque andaba siempre como de leva para el viaje, y ha-
ciendo gente con sus encendidas palabras y con la relación de los pro-
gresos de la misión para llevar consigo cuantos operarios pudiese al río
Marañón. No necesitaba de largas exhortaciones, porque sola su vista
Libro IV.— Capítulo IV 173
parecía tocar alarma á los de la Compañía que deseaban alistarse á por-
fía para la conquista de los gentiles. Todo el colegio de Quito se hubiera
ido con el P. Santa Cruz, según estaban encendidos los ánimos con el
ejemplo del que veían y con el buen logro de sus trabajos.
Pero los que con más instancia pidieron y consigieron acompañarle
fueron tres, y no fué poco en tanta escasez de sacerdotes, absolutamente
necesarios para los empleos de la provincia. Uno fué el P. Ignacio Fran-
cisco Navarro, á quien por su edad y por los achaques contraidos en laa
misiones de los Paeces, habían los superiores retirado á Quito, para que
se restableciese y descansase de los grandes trabajos que había padecido-
por diez años entre aquellos bárbaros. Mal hallado con la estancia en eL
colegio de Quito ó pareciéndole estar en ocio, porque no sudaba tanta
como con los Paeces, hizo tanto y alegó tantas razones por acompañar ¿i
Santa Cruz, que vinieron en ello los superiores. La principal que esfor-
zaba su humildad, era que había venido de España para dedicarse á mi-
siones, y que sus cortos talentos y balbuciente lengua, no eran para ejer-
citar los ministerios entre españoles, sino para tratar con los indios. Otra
fué el P. Luis Vicente Centellas; persona de gran mérito en la provincia
y que había comenzado á leer en Quito la cátedra de teología, y tuvo á.
gran dicha el mudarla con la cátedra de la predicación á los gentiles en
las montañas escondidas y apartadas del Marañen.
Con estos dos compañeros del P. Santa Cruz, que habían ya dado bue-
nas pruebas de su vocación en las trabajosas misiones de los Paeces, me-
reció juntarse el P. Tomás Majano, que aunque era todavía de pocos^
años en la Compañía y comenzaba entonces á ejercer los ministerios de
la predicación, pero era tenido y respetado de todos como hombre santa
por su oración casi continua y por su mucha mortificación. Había sida
colegial en el seminario de San Luis, y concolega del P. Raimundo. Y
viéndole ahora rodeado de sus indios , y con tanto amor y celo del bien
de las almas, alegó con singular eficacia que lo que á él le había traído
á la Compañía era el deseo de ganar almas, y que no sosegaba su espí-
ritu después do acabados los estudios, mientras no conseguía verse entre
gentiles para traer almas á Dios. Conociendo el superior su mucha vir-
tud y encendido celo, y siendo bien sabida de todos los del colegio hi.
grande mortificación del P. Majano, no se atrevió á negarle lo que pedía.
Porque, aunque particularmente á los principios no se concedía á gente
moza pasar á las misiones de Mainas sin mucho examen, consideración,
y prueba, mas la vida ejemplar del P. Tomás no dio lugar á tanta espera
como se pedía en los demás. Estos tres sujetos fueron señalados para ir
con Santa Cruz á los Mainas. El uno catedrático del colegio, enfermo el
otro, y el tercero que comenzaba á llevar sobre sí el peso de los ministe-
rios de Quito, por donde se ve el aprecio que se tenía de las misionas del
Marañen y lo mucho que sirvió la vista del P. Raimundo para alistar en
las milicias de Mainas personas tan necesarias para los empleos de !a
provincia.
174 Misiones del Marañón Español
CAPITULO V
sale el padre santa cruz con 'iRES compañeros y los indios
Á sus MISIONES
Ya, finalmente, llegó el tiempo en que permitieron á nuestro misionero
volver á sus Mainas. Salió de Quito con sus tres hermanos, dejando llena
de edificación á toda la ciudad y con mucha estimación de los empleos de
la Compañía en los gentiles. Iban los indios cargados de dones, ricos de
vestidos y provistos de otras muchas cosas, así. para las misiones como
para los compañeros que habían quedado en Ñapo en guarda de las ca-
noas. Hízose el viaje por Archidona (y á lo que pienso) en cabalgaduras
que sirvieron á los padres hasta la ciudad. De aquí en poco tiempo arri-
baron al puerto de Ñapo. No es fácil explicar con palabras la alegría y
contento de los que habían quedado en el puerto al ver á sus paisanos
tan mejorados, ni sabré yo decir el gusto que tuvieron éstos en decirles á
su modo todo lo que les había sucedido en Quito, lo que habían visto con
sus ojos y cuánto les habían agasajado, no sólo los hermanos del padre
Santa Cruz, sino las personas más grandes y principales de la ciudad.
Mostrábanles las galas y presentes que traían y repartían con ellos de
muchas de las cosas que habían prevenido. Con esto alegres todos y con-
tentos, después de haber comunicado los unos la soledad y penalidades de
quien espera y los otros sus festejos aplausos y regalos en Quito, se
exhortaban mutuamente al viaje, deseando hacer también sabedores
ouanto antes á sus paisanos de unas nuevas tan gustosas para el común
de la misión.
Comenzaron la navegación con mucha alegría, y como era ya por
rumbo conocido y les ayudaban las corrientes, llegaron en solo quince
días á la embocadura del río Ñapo, en el Marañón, en cuyo viaje habían
tardado á la venida casi cincuenta. Hallaron alguna dificultad en subir
á la misión por el Marañón y aun se vieron en peligro de que las corrien-
tes volcasen las canoas. Pero con la destreza evitaban los golpes, y á
fuerza de remo y remudándose frecuentemente por ser mucha la fatiga,
vencieron los raudales en otros quince días, en que llegaron al primer
pueblo. Con esto quedó asentado que el camino descubierto era seguro
en ida y vuelta, y que abierta ya la puerta con las canoas por el Marañón
y el Ñapo, se lograba la comunicación con Quito, sirviendo de aduana la
ciudad de Archidona, cosa del todo necesaria para la subsistencia de la
misión y para recibir las órdenes de los superiores, que hasta entonces se
habían mirado casi como imposibles.
Muy gozoso el P. Santa Cruz con tan provechoso descubrimiento, y
por haber logrado el tener ya (como decía) á los indios mismos por coad-
jutores en su predicación, los fué dejando en sus pueblos respectivos,
Libro IV.— Capítulo V 176
asistiendo él mismo á la entrada que hacían en ellos. Era ésta como un
triunfo en que recibían los indios á los navegantes con vivas y aclama-
ciones, celebrando los descubrimientos, admirando los trabajos, y sobre
todo, pasmados y aturdidos de las cosas que les contaban. No podían con-
cebir con sus toscos entendimientos las magnificencias que les referían
de Quito, y estaban al oírlas como extáticos ó embobados, pero rastrea-
ban algo por los ricos trajes que les enseñaban y más viendo á sus com-
patriotas que eran antes como ellos, tan cortesanos, abiertos y despeja-
dos, con un aire de novedad que no acababan de entender. No engañó á
Santa Cruz el pensamiento en que venía de que los indios confirmados en
la fe serían de grande provecho para la propagación del Evangelio en
sus montañas y para el más sólido fundamento y establecimiento de los
pueblos, porque pasando de unos indios á otros las voces y relaciones de
los recién venidos de Quito, afervorizaron á unos y dispusieron á otros
para recibir el bautismo.
Llegó el P. Santa Cruz con sus tres compañeros, poco más de un mes
después de haber salido de Quito, á la ciudad de Borja, último término de
su viaje. Fué recibido con mucho júbilo del superior que estaba ?nuy cui-
dadoso, y luego que entendió de Santa Cruz lo que se había conseguido
en el viaje, dio muchas gracias al cielo que les había descubierto ya sa-
lida para Quito, y agradeció al misionero los trabajos que había pade-
cido sin volver atrás de lo comenzado, aunque se había visto en tantos
apuros. Ya desde entonces comenzó á pensar sobre la manera de hacer
algún establecimiento en Archidona, para aprovecharse con utilidad de
la misión del rumbo descubierto. Pero lo que entonces no era fácil ejecu-
tar por la larga distancia y por ser tan corto el número de misioneros, lo
facilitó la Providencia dentro de algunos años y de una manera que no
se pensaba ni era posible adivinar.
La recluta de los nuevos soldados Navarro, Centellas y Majano, fué
de mucho consuelo para los demás misioneros, que remando y trabajan-
do noche y día no podían asistir á tantos pueblos recién formados, como
querían ser servidos y adoctrinados. Sin embargo de efeo, en este año de
54 en que sucedió, como insinuamos, esta empresa del descubrimiento del
camino por Archidona, aunque faltó de sus pueblos el P. Raimundo, y
por tanto tiempo, consiguieron los demás misioneros que todos los genti-
les reducidos viviesen como cristianos, introduciendo el uso de que los
bautizados trajesen siempre al cuello el rosario de María Santísima en
señal de que estaban obligados por el bautismo á profesar la santa ley
de .Jesucristo. Muchos de ellos frecuentaban ya los sacramentos, hacién-
dose capaces de recibir la Eucaristía que no se concede desde luego que
se bautizan, mientras no tengan alguna mayor discreción y conocimiento
de los misterios sagrados. Hacían sus procesiones y rogativas en los días
festivos, dando vuelta alrededor de los pueblos, y otras veces por los
campos, cantando las oraciones y doctrina cristiana.
Con los más nuevos era mayor el trabajo de los misioneros, porque
176 Misiones del Marañón Español
fuera de la doctrina y oraciones ordinarias en que no se dispensaba ja-
más, les llevaba mucho tiempo el dirigirlos, como era necesario, en las
obras exteriores de trabajar la tierra y en las artes mecánicas, sin las
cuales no se podía vivir sin alguna comodidad en los pueblos; porque,
como los socorros que venían de fuera no eran bastantes para remediar
tanta gente, era preciso que aprendiesen los indios á escarmenar el algo-
dón, á hilarlo, y á tejerlo. Así lograban formar sus telas, no sólo del al-
godón, sino de la pita y de la palma chambira, y andaban todos decente-
mente cubiertos y bastantemente defendidos de los temporales. Los mis-
mos padres hacían también con aquellos pobres neófitos el oficio de mé-
dicos, sin más estudio que el de la caridad que les dictaba las medicinas
en las hierbas, ó por conocidas en la Europa ó por experimentadas en
aquellos países. Enseñaron el oficio de sangradores y cirujanos á ciertos
indios más capaces que con su habilidad, prontitud y diligencia lograban
dar la salud con este socorro á muchos miserables que hubieran, sin
duda, acabado la vida en su miseria y falta de todo alivio. Con estos ofi-
cios de caridad y misericordia tenían unidos y obligados á los nuevos
cristianas, y se iban aumentando en población las reducciones.
CAPITULO VI
ENTKA EL P. RAIMUNDO CON EL GENERAL D. MARTÍN DE LA RIVA Á LA
CONQUISTA DE LOS GÍVAROS, Y DE LO QUE PADECIÓ EN ESTA EM-
PRESA.
Apenas había llegado el P. Santa Cruz con sus indios á los pueblos y
con sus compañeros á Borja, cuando se le ofreció hacer otro viaje, en
que no tuvo poco que ofrecer á nuestro Señor, no sólo por los trabajos y
penalidades y peligros en que se halló, sino aun mucho más por la erra-
da conducta del comandante de la expedición y por la imprudencia de
los soldados.
D. Martín de la Riva, gobernador de Caxamarca, tenía en mira la
conquista de los Gívaros, cuyas tierras, como hemos dicho más de una
vez, se tenían comúnmente por muy ricas y abundantes de muchas mi-
nas. Había juntado cien soldados españoles, que no era poeo número en
aquellas circunstancias, y se lisonjeaba que con ellos, logrando algunos
indios montañeses de la misión de Mainas, llegaría á sujetar á los Gíva-
ros, por valientes que fuesen y por orgullosos que se hallasen á causa de
la superioridad que habían tenido con los españoles en algunos encuen-
tros. Parecía que el negocio podía tener muy buenas consecuencias, por-
que la sujeción de los Gívaros, enemigos capitales de los nuestros, redun-
daría en servicio de ambas Majestades divina y humana. Por esta causa
el gobernador de Borja, si bien conocía no tocar á D. Martín aquella
LiBRa IV.— Capítulo VI 177
conquista, le concedió el socorro de indios que le pedía, encargando al
P. Lucas de la Cueva que señalase un padre misionero que, con algunos
indios de los más animosos, acompañase al general en la empresa.
Viendo el P. Cueva que se podía sacar mucho fruto espiritual de la
expedición, puso luego los ojos en el P. Raimundo, cuyo celo y valor era
tan conocido de todos. Encargóle el cuidado de escoger y juntar los in-
dios que pedia D. Martín y de llevarlos á la provincia de los Gívaros.
Admitió la orden Santa Cruz como venida del cielo, en la misma forma
con que recibía siempre las órdenes de la santa obediencia, y escogió de
las naciones Cocama y Xeveros como cien indios que le parecieron más
á propósitb y de mayor coraje. Dispuso embarcaciones con que, subien-
do desde Guallaga por el Marañón, llegó á las juntas del río Santiago, y
navegando por él contra la corriente, dentro de pocos días dio vista á la
provincia de los Gívaros, en donde ya los españoles tenían asentado su
real. Al descubrir éstos la flotilla del padre con sus indios guerreros, hi-
cieron la salva por orden del general y dispararon toda la arcabucería.
Desembarcó Santa Cruz con su gente y fué recibido con singulares mues-
tras de regocijo. Bien les pagó el misionero el agasajo, porque fué el con-
suelo de todos en sus males, la alegría en sus tristezas y el desahogo en
las penalidades. Procuró desde luego la reforma interior y exterior de
los soldados; hacíales frecuentes pláticas, asi comunes como particula-
res, conforme al genio de cada uno, componía las diferencias y reprimía
las libertades. Y como no pueden faltar discordias entre personas que
sólo aspiran á su particular interés en las determinaciones que toman,
bien necesitó Santa Cruz de su celo y constancia y de aquella admirable
condescendencia con que ganaba los corazones que trataba, para man-
tener la unión y concordia entre tantas voluntades.
Muchos meses estuvo el P. Santa Cruz en estas tierras con grande de-
seo de la conquista de los Gívaros, y en ella padeció innumerables tra-
bajos. Porque siendo continuas las aguas y asperísima la tierra andaba
siempre á pie, expuesto á las inclemencias del cielo, día y noche, por
montes y cerros en busca de gentiles, entre continuos peligros de dar en
las emboscadas que hacían, y en que cogieron algunos de los soldados, á
quienes quitaban luego la vida los Gívaros. Entre estos desdichados ca
yeron también cuatro indios de Santa Cruz, muertos á lanzadas como los
demás, cuyo infortunio causó gran dolor y quebranto en quien tan de ve-
ras los amaba como si fuera su mismo padre. Pero su mayor pena en todo
este tiempo era ver la errada conducta del general en la pacificación de
los Gívaros, á quienes pensaba sujetar con las armas, con sólo el estruen
do de los arcabuces, cuando no hacían tiro en los gentiles que andaban
dispersos y bien encubiertos, ó guardados por la calidad del terreno, que
tenían más conocido que los españoles; de manera que sólo lograban los
nuestros espontanear la caza, y si entraban algunas partidas en lo inte-,
rior del bosque, volvían atrás sin fruto alguno antes con daño de los que
daban en las trampas ó caían en las emboscadas de los Barbudos,
12
178 Misiones del Marañón Español
Considerando el P. Santa Cruz el modo poco acertado del general en
orden á la pacificación de la .provincia y que la experiencia de tantos
días no era bastante á desengañarle, se resolvió á hablarle en esta ma-
nera. «Muchos días ha, Sr. D. Martín, que estamos en estas tierras sin
ver fruto alguno y sin experimentar ventajas en nuestra conquista, an-
tes bien estamos todos exquestos al rigor del hambre, de la necesidad y
desamparo. Por no hablar ahora de los que han sido muertos á lanzadas
de los gentiles, y de los temporales contrarios á que vivimos todos sujetos
sin poder valemos en tantas aguas, la conducta del ejército en sujetar
por medio de las armas á los indios Gívaros no me parece acertada. Por-
que ya tienen desterradas aquellas aprensiones con que en otro tiempo
imaginaban ser rayos del cielo los golpes de los arcabuces, y ser mons-
truos de la tierra los hombres montados á caballo; el trato y comercio de
estos indios rebeldes con los españoles les ha hecho abrirlos ojosyies
tiene desengañados. Saben pelear sin miedo; son hábiles y discretos en
emboscadas propias de su genio traidor, tienen en su modo de pelear
'muchas ventajas; porque viéndose inferiores, acuden á la fuga y sin gas-
to ninguno mudan á su placer las rancherías, metiéndose por lo más in-
terior de los montes y cansando en valde nuestra gente, que va ya fal-
tando sin haber conseguido en tanto tiempo las ventajas que se figuraba.
Mi dictamen es que el corto ejército se acuartele, y que no haga movi-
miento de hostilidades tercio alguno, sino que se mantenga todo unido en
la defensa. No es posible ya conquistar hombres para el rey, sino ganan-
do almas para el cielo. El único medio de atraer á los Gívaros es publi-
carles la paz, mostrarles cariño, halagarlos y acariciarlos. Por medio de
algún indio se les puede hacer saber que no hemos venido á estas tierras
sino es para hacerles todo el bien que podamos, para que conozcan á
Dios y aprendan á ser cristianos. Que no les pedimos cosa alguna, que
nada les queremos quitar, antes bien, que traemos mucho que darles y
que repartir á sus niños y mujeres. Sólo de esta manera se puede vencer
su obstinación y atraer su esquivez bárbara». Así discurría el experi-
mentado misionero.
Pero no se acomodaban á esta suavidad y mansedumbre el general y
los soldados, á quienes parecía que sólo el temor de las armas podía su-
jetar una gente revelada que no daba lugar á razones ni á propuestas.
Pensaban que, ocupados los montes, ellos mismos ó se ausentarían de la
provincia dejando libres las tierras, ó vendrían de suyo á dar la obedien-
cia á su majestad pidiendo las paces con los españoles. Siguiendo este
dictamen, ocupaban puestos, disponían salidas y trabajaban en vano, sin
que los malos sucesos acabaran de convencerlos de su desacertada con-
ducta. El pobre misionero, no pudiendo apearlos de aquel obstinado error,
padecía más que todos, tolerando con paciencia y mansedumbre aquella
diversidad de estilo y de dictámenes, padeciendo no menos en su espíritu
por la inutilidad de sus esfuerzos, que en el cuerpo mismo, por la debili-
dad y los achaques. Crecieron éstos con las muchas correrías en que no
Libro IV.— Capítulo VI 179
podía desamparar á los soldados, y por las frecuentes centinelas que se
veía precisado á hacer por las noches en el campo.
En una de éstas fué tan grande la tempestad de agua, que derribó un
gran pedazo de un cerro; y represada el agua llegó á formar tal turbión,
que arrastrando piedras y lodo, por poco no llevó consigo á muchos sol-
dados. Tocóle á Santa Cruz muy buena parte en el peligro, porque quedó
de él todo mojado y sin tener más ropa de mudar que la que traía puesta;
lo llevaba en paciencia con su cara de risa acostumbrada, hasta que el
mismo general le dio prestado para su abrigo uno de sus vestidos. En
otra ocasión, habiendo de pasar con los soldados por una estrechura entre
dos cerros, advirtió el padre con su pronto ingenio (si no fué por inspi-
ración divina), que ninguno pasase, porque allí podría haber grave peli-
gro. Obedecieron todos, y el suceso mostró que tenían los enemigos en lo
más alto de uno de los cerros una emboscada con mucha cantidad de pe-
ñascos y piedras, para ir despidiendo á los nuestros aquel refresco cuando
fuesen pasando por aquel lugar tan estrecho.
Como nada se adelantaba con los medios de que usaba el general don
Martín, hacía el P. Raimundo sus diligencias secretas para atraer algu-
nos Gívaros con los medios de suavidad y blandura. Logró, finalmente,
verse con ciertos indios que vinieron á buscarle, y hablándoles con mucho
cariño y blandura, les dijo los buenos intentos con que venía á sus tierras,
y se esforzó á quitarles los grandes temores y miedos que tenían general-
mente á los españoles. Viendo el general este buen principio, les trató
también benignamente, y aun les dio algunas hachas y herramientas si-
guiendo, aunque tarde, ios dictámenes del mejor soldado de su empresa.
Con los donecillos que llevaban los indios, y con la benignidad y agasajo
paternal que contaban del misionero, se ablandaron algo los caciques de
los Gívaros; y no tratando por entonces de hacer algún daño á los espa-
ñoles, salieron de sus montañas y acudieron al general y al padre dando
á entender que querían reducirse y fundar un pueblo en aquel territorio,
con tal que se les diesen los instrumentos necesarios para trabajar las
tierras y un padre misionero que les dirigiese y enseñase la doctrina
cristiana.
Grande fué la consolación de Santa Cruz al oir esta resolución de los
Gívaros por la gran puerta que se le abría á su fervor, para evangelizar
la paz entre aquellos gentiles. Instaba al general para que se pusiese
luego por obra lo que prometían los gentiles, añadiendo que él mismo se
quedaría con ellos, él los cuidaría y ayudaría en la formación del lugar
para el cual tenía ya demarcados buenos sitios. Pero D. Martín, que pa-
recía tener otros intentos, como se descubrió con el tiempo , iba dando
largas sin acomodarse á las instancias del misionero, el cual no perdió
las esperanzas de poblar á los Gívaros, hasta que la codicia (bestia insa-
ciable) que por querer tragar sin descanso, se ahoga en sus mismas an-
sias, todo lo precipitó en un momento. Sucedió que algunos cabos y sol-
dados españoles dejasen caer como al descuido delante de los Gívaros al-
jgO Misiones del Mará ñon Español
gunas proposiciones sobre las minas de oro y plata de sus tierras; y estas
palabras fueron bastantes para que entendiesen los gentiles que el fin de
los españoles en todos sus manejos era la codicia y que se enderezaba su
mira á hacerlos esclavos para trabajar en las minas que con ansia bus-
caban. Esta imaginación, que á los principios parecía sospecha, á poco
tiempo pasó á certidumbre, y labró en aquella gente ociosa, vagabunda
y enemiga de todo trabajo, la desesperación y el despecho. Despidiéronse
un día con las armas en la mano, hiciéronse al monte y se retiraron á sus
cerros y montañas, sin dejarse ver en adelante sino es en emboscadas en
que hacían el daño que podían.
Mucho sintió este lance tan mal logrado el P. Raimundo, porque si
bien el general y soldados perdieron con él la esperanza de los tesoros,
de oro y plata, el celoso misionero perdió la esperanza del tesoro de mu-
chas almas que ya tenía entre las manos, mucho más preciosas que todas
las riquezas del mundo. Viendo ya frustrados sus intentos y que era im-
posible conseguir la pacificación de los indios Gívaros. determinó retirarse
á sus misiones, habiendo dado muchas muestras de su celo y padecido
seis meses de continuos trabajos, riesgos y peligros de la vida. Llegó en
poco tiempo al sitio en donde se hallaba el superior de las misiones, que
oyendo de boca de Santa Cruz cuanto había sucedido en la larga expe-
dición, quedó altamente lastimado de la inconsiderada precipitación de
los soldados, en las preguntas importunas de oro y plata, y más vienda
que había llegado la cosa á tales términos, que ya se daban á partido los
bárbaros antes de ser vencidos.
El general de la empresa, D. Martín de la Riva, se retiró con poca
gloria á su gobierno de Caxamarca, gastados muchos pesos y padecidos
grandes trabajos sin haber conseguido oro ni plata, ni haber pacifi-
cado á los Gívaros, antes bien, quedando éstos con más enemiga contra,
el nombre español, y más arraigados en la persuasión de que no preten-
dían entrar los blancos á sus tierras si no es llevados de la codicia de sus
tesoros y riquezas. No quiso Dios dar á este caballero las tierras de los
Gívaros, cuya conquista procuraba, porque no pertenecía á su gobierno
de Caxamarca, sino al de los Quijos, en cuyo perjuicio se había hecho la
entrada, como se declaró en adelante. Ni le salió mejor otra empresa que
capituló sobre la conquista de los indios Motilones, Tabalosos y Calzas
Blancas. Y no contento ni desengañado de ver siempre inútiles sus es-
fuerzos, quiso también meterse en la conquista de los Mainas en perjuicio
del gobernador de Borja. Mas no tuvieron efecto estas sus pretensiones ni
fué admitido al gobierno de esta ciudad, aunque procuró por todos los me-
dios, como veremos, ser elegido entre otros competidores.
Libro IV.— Capítulo VII 181
CAPITULO VII
MAJE DEL SUPERIOR DE LAS MISIONES Á LA CIUDAD DE LtMA Á NEGOCIOS
DEL BIEN DE LA MISIÓN
El ruido de las armas y los ecos de su estruendo que desde la provin-
cia de los Givaros, poco distante de Borja, habían llegado á esta ciudad,
tenían no poco alborotados á sus ciudadanos viendo que se trataba de
guerra con sus vecinos. Puestos en armas los borjeñCs, se temían otros mu-
chos desórdenes, particularmente hallándose sin cabeza la ciudad, por
haber muerto su gobernador D. Pedro de Vaca, que con su juicio, valor y
prudencia la mantenía en paz, refrenando la codicia de unos y poniendo
modo á la ambición de otros. Viendo el P. Lucas de la Cueva tanto des-
orden y alboroto, se determinó pasar por sí mismo á la ciudad de Lima y
procurar algún remedio para la paz y quietud de los habitadores de Bor-
ja. El viaje era largo y penoso, pero lo tomaba de buena gana enten-
diendo bien que de la elección de un sujeto, á propósito para el gobierno
de la ciudad, dependía en un todo la paz y concordia de los vecinos, y,
por consiguiente, el adelantamiento de las misiones; y temía mucho no
fuese señalado para este empleo, quien, en su modo de pensar, sirviese
más á fomentar la división de los vecinos y á cortar los progresos de la
misión, que á concordar los ánimos y á propagar el Evangelio por los
medios suaves con que se iba extendiendo por el Marafión.
Dejando por superior de la misión al P. Francisco de Figueroa, y re-
partidos los pueblos entre los otros misioneros, salió el P. Lucas el año
de 1656 para Lima con las dificultaties acostumbradas de aquellos cami-
nos, ríos y montañas. Su salida, fué navegando muchas leguas contra
las corrientes de un río que descarga en el Marañón. Y aunque no le
nombran en particular las relaciones de los misioneros, tengo por cierto
que fuese el río Guallaga, por donde les constaba muy bien á los padres,
que había bajado en otro tiempo desde Lima D. Pedro de Orsúa á su
conquista desgraciada. Siguió el P. Cuevas este río hasta avecindarse
hasta Guanuco, y volviendo desde este sitio los Indios de la misión con la
canoa, caminó por tierra con cuatro Mainas hasta Lima, y después de
muchos trabajos dio fin á su largo viaje, que fué como de 300 leguas, en-
trando bueno y sano con sus compañeros en aquella capital; fué recibido
en el colegio de sus hermanos con grande agasajo y con singulares mues-
tras de veneración, mirándole todos como á un apóstol que por diez y
ocho años continuos había trabajado con tanto tesón en la extensión de
la fe por las montañas escondidas del Marañón. El P. Lucas, bien hallado
en los desprecios y olvido de todos, recibía estas demostraciones con un
encogimiento propio de su humildad y sólo atendía á disponer sus cosas
en el colegio, de manera que viviese en él oculto en cuanto pudiese y
182 IlIlSIONKS DEL MaRAÑÓN ESPAÑOL
ejerciendo los ministerios propios de la Compañía mientras durase la
estancia en aquella ciudad. Escogió confesonario en la iglesia en donde
estaba constantemente hasta medio día. Después celebraba su misa con
grande devoción y no se negó jamás á las personas que como á varón tan
experimentado le buscaban para el bien de sus almas.
Dispuestas así las cosas interiores de casa para cumplir con las obli-
gaciones de religioso, tomó las medidas que le parecieron convenientes
para tratar sus negocios con el señor virrey y satisfaceí á su empleo de
superior de las misiones. Era á la sazón virrey de Lima el conde de Alba
de Liste, el cual se hallaba dudoso sobre la elección de varias personas
calificadas que pretendían el gobierno de Borja. Era el primer preten-
diente el general D. Gonzalo Rodríguez de Monroy, del orden de Alcán-
tara, que tenía á su favor una real cédula en que se ordenaba al mar-
qués de Macera en el tiempo de su virreinato que oyese á D. Gonzalo so-
bre la conquista de los Gívaros y Mainas, si es que ésta le pertenecía
como gobernador de los Quijos. El segundo pretendiente era D. Martín
de la Riva, de quien hablamos largamente en el capítulo pasado. Este
alegaba que habiendo él capitulado la conquista de algunas naciones
que confinaban con el Marañen, y estando interpuestas las naciones de
Cocamas y Mainas, entre las que pertenecían á su conquista, parecía to-
carle á él el gobierno de Borja, en fuerza de su misma capitulación.
Apretaba más la pretensión, añadiendo no haber cumplido con las pro-
mesas hechas sobre la pacificación de los Mainas y demás naciones don.
Diego de Vaca, primer gobernador de Borja, ni su hijo y sucesor D. Pe-
dro de Vaca. Todo lo cual pintaba á su modo, exagerando la grande fa-
cilidad que había en conquistar todas aquellas provincias que eran paso
unas á otras, y en que se podían labrar en gran servicio de su majestad
las ricas minas de oro que constaba hallarse en algunas de aquellas na-
ciones. El tercer pretendiente era D. Juan Mauricio Vaca, como herede-
ro de los méritos de su padre, el general D. Diego de Vaca, y como her-
mano de D. Pedro Vaca, que tuvo el gobierno en segunda vista, los cua-
les habían gobernado las naciones de Mainas, Cocamas, Xeveros y otra&
muchas ya pacificadas, más con amor de padres y protectores de aque-
llas gentes, que como señores atentos á utilizarse de los sudores y traba-
jos de los indios.
El P. Lucas de la Cueva, llevándolo todo bien previsto y considerado,,
después de haber encomendado á Dios nuestro Señor de veras un nego-
cio de que estaba pendiente el buen progreso de la conquista evangélica,
fué á visitar al señor virrey y á darle cuenta de los pasos y motivos de
su viaje.
Mucho se alegró el virrey de una visita que le pareció muy opor-
tuna para salir de las dudas en que se hallaba sobre el gobierno de Bor-
ja. Movido á veneración y respeto de ver una persona dedicada por tan-
tos años al bien espiritual de los gentiles con tantos afanes y trabajos, le
detuvo por largo tiempo en esta primera visita, y se informó muy á fon-
Libro IV.— Capítulo VII 183
do de todo el ser y estado de las misiones de Mainas, de su extensión, de
Im calidad de las provincias y de la manera de gobierno de los dos Va-
cas, D. Diego y D. Pedro, A todo respondió el misionero con la mayor
p iiitualidad y con la verdad más exacta, como quien había visto con sus
mismos ojos cuanto se había ejecutado en Mainas en los dos primeros go-
biernos de los Vacas. Satisfecho el señor virrey de las respuestas claras
y fundadas del P. Lucas, le mandó, por último, que dispusiese un infor-
me por escrito y se lo llevase, porque quería por él resolver el litigio que
estaba pendiente sobre el gobierno de la ciudad de Borja.
Hízolo el P. Lucas en poco tiempo y se lo entregó prontamente al
virrey, á quien desde entonces no volvió á visitar, si bien el conde de
Alba de Liste le buscó algunas veces, hallándole siempre retirado en su
aposento y entregado á los ejercicios de oración y lección de la Sagrada
Escritura y otros dos libros devotos que tenía solamente consigo. Todos
estaban admirados de ver al P. Lucas tan entregado al confesonario y
metido en su aposento, de manera que parecía estar olvidado del motivo
principal de su venida; pero el siervo de Dios no creía deber hacer otra
cosa que encomendar á Dios el negocio que le parecía ser de mayor glo-
ria de Dios, después de haber expuesto simplemente en su informe las
razones que tenía. Su resumen, como consta de los autos que se forma-
ron, es de esta manera:
«Después de lo cual el P. Lucas de la Cueva, de la Compañía de
» Jesús, cura y vicario de dicha ciudad de San Francisco de Borja y
«rector de la misión del Marañen, me representó lo mucho que el dicho
«general D. Diego de Vaca había obrado en la conquista y gobierno de
»los Mainas que se le había encargado, los riesgos en que había puesto su
«persona, gastos y pérdida de hacienda que en ello había tenido, y cómo
»el dicho gobernador D. Pedro Vaca de la Cadena, su hijo, había prose-
»guido en el dicho gobierno y pacificación con mucho adelantamiento y
«propagación de la cristiandad en gran servicio de ambas Majestades, é
«informándome lo bien y desinteresadamente que había gobernado aque-
«11a provincia y el buen tratamiento y agasajo que había hecho á los na-
«turales de ella, aliviándolos de muchas cargas y vejaciones, porque ge-
«neralmente había sido aclamado de ellos y tenido más en lugar de padre
»que de gobernador, suplicándome fuese servido de premiar los dichos
«servicios, haciendo merced de aquel gobierno al dicho D. Juan Mauricio
»Vaca de Vega, de quien se podría esperar tendría el mismo gobierno
«desinteresado que tuvo el dicho general D. Pedro de Vaca, su hermano,
«como se podría colegir, pues hacía dejación y no trataba de la parte de
«más expectativa que tenía el dicho gobierno, que era la tierra de los-
«Gívaros, y sólo pretendía y quería aquella en que no podía tener otro
«interés más que el servicio de Dios y de su majestad, lo cual como tes-
«tigo de vista en diez y ocho años que asistía á la reducción de dichos
«indios, y, como su párroco, juzgaba era lo más conveniente y necesaria
«para su estabilidad, progreso y aumento.»
184 Misiones del Marañón Español
El informe del P. Cuevas pasó por orden del virrey á los señores fis-
cales de la real audiencia y al protector general de los naturales. Este,
desde luego, como amante del bien común de los indios, se acomodó á
los sentimientos copiados en el informe del misionero y juzgó dignos del
gobierno los méritos de D. Juan Mauricio, en cuya elección no hallaba
inconveniente alguno, antes bien mucha conveniencia y utilidad para
los indios. No fué de este parecer uno de los señores fiscales, que respon-
dió ser necesario citar al general D. Martín de la Riva, por hallarse, á
lo que él decía, en posesión de lo que pretendía el dicho D. Juan Mauri-
cio de Vaca. A esta respuesta, que tiraba á dar largas al negocio, se
añadió por parte de D. Martín un memorial sangriento en que se pedía
que ante todas cosas fuese declarado por no. parte en el litigio ó petición
al P. Lucas de la Cueva, pues en realidad no lo era ni lo podía ser, no le
tocando esto ni como cura ó párroco de las provincias que no estaban
todavía conquistadas, ni como á párroco de los vecinos de Borja, de
quien no tenía poder alguno.
Sin embargo de la excepción del fiscal, se le dio traslado al P. Lucas
de lo que se le oponía, y se le trató como á parte, y mandó que res-
pondiese. El padre lo hizo de esta manera: «El intento que yo he tenido en
»mi informe no ha sido otro que el informar extra judicialmente lo que
^>siento en la materia, y no para que se forme litigio, pues en este caso
»de ninguna suerte me introdujera á hacer informe. Confieso ingenua-
» mente no tener engaño en el negocio, ni deseo alguno de mostrarme
^>parte en él, pero no podía dejar de afirmar, con la verdad que profe-
»saba, que lo era todo lo que en el dicho informe refería, y lo que conve-
»nía á la conservación y estabilidad de la fe en aquellos indios, por las
» experiencias que tenía adquiridas en los muchos años que me he ocu-
»pado en su conversión, y ser muy posible que por otro cualquier acci-
»dente se volviesen á su gentilidad.» Fuera de esto, suplicó el P. Lucas
al señor virrey que fuese servido de mandar no corriese el decr(\to en
que se le daba traslado por no ser parte ni pretender serlo.
Finalmente, después de varios debates, obtuvo sentencia favorable,
en juicio contradictorio, D. Juan Mauricio de Vaca, siendo referido como
parte, entre los demás, el P. Lucas de la Cueva, por más que lo rehusaba,
y se le adjudicó á dicho caballero el gobierno de La ciudad de Borja, de-
clarando pertenecer á su jurisdicción los Mainas, Cocamas y demás na-
ciones en que asistían los misioneros de la Compañía.
La cláusula que expresa el título concedido, se formó en estos térmi-
nos: «A vos el dicho maestre de campo, D. Juan Mauricio Vaca de Vega,
»en nombre de su majestad, y en virtud de los poderes y comisiones que
*de su persona real tengo, os nombro, elijo y proveo por gobernador y ca-
»pitán general de la dicha ciudad de San Francisco de Borja que tuvo,,
«gobernó y pacificó el dicho general D. Diego de Vaca de Vega, vuestro-
»padre, y de todas las demás provincias, ríos y naciones donde los reli-
»giosos de la Compañía de Jesús estuvieren haciendo sus misiones, para*.
Libro IV.— Capítulo Vill i 85
'>que como tal, teniendo la justicia civil y criminal uséis y ejerzáis, los di-
»chos oficios.»
Así consiguió por sus méritos, dados bien á conocer, y por la fundada
esperanza de su paternal gobierno, la capitanía general de Mainas de
sus antepasados, D. Juan Mauricio de Vaca, constando de las alegacio-
nes lo mucho que se había conquistado en las provincias del Marañen,
no tanto con armas cuanto con el agrado, ayudados los gobernadores
del celo de los misioneros, que hallaron su quietud y la de los pueblos con
el nuevo gobernador, que como por herencia se portó siempre como pa-
dre con los nuevos cristianos. Y parece que quiso el cielo premiar á este
caballero por su gran piedad y desinterés; porque renunciando después
el gobierno en su sobrino D. Jerónimo de Vaca, fué confirmada por seis
anos la renuncia de su real majestad, y en el año de 1683 se concedió á
dicho D. Jerónimo la perpetuidad del gobierno por todos los días de su
vMa á causa de los buenos informes que constaron de su persona.
CAPITULO VIII
VUELVE EL P. LUCAS Á SUS MISIONES . —REDUCCIÓN DE LOS ROAMAINAS,
ZAi^ARAS, AGÚANOS Y CHAMlCUltOS
Ajustado tan felizmente el negocio que había llevado á la capital al
P. Lucas de la Cueva, y obtenido el título de gobernador por D. Juan
Mauricio, deseó éste volver á Borja en compañía del padre. Mas otros
negocios que ocurrieron al general en Lima, no dieron lugar á que vol-
viesen juntos. Determinóse el misionero á dar la vuelta cuanto antes, en-
tendiendo ser necesaria su presencia en la ciudad de Borja, que había
quedado algo alborotada á su partida. Instáronle varias personas devotas
á que llevase consigo algunas sagradas alhajas para las iglesias de los
Mainas, y le ofrecieron ornamentos, cálices y campanas pequeñas, aco-
modado todo á iglesias pobres de montañas. Recibiólas el misionero con
agradecimiento, y las envió en cargas delante para librarse de aquel em-
barazo, porque no pensaba salir sino con un bordón en la mano y con dos
Mainas que le hiciesen compañía . También consiguió con facilidad del
señor virrey que el estipendio corto del curato de Borja, que se pagaba
mal en las cajas de la ciudad de Loja, se le situase en la caja real de la
ciudad de Quito. Últimamente, suplicó que se añadiese algo á tan escasa
renta, ó se consultase á su majestad sobre algún sínodo más para el so-
corro de los misioneros de tan pobres provincias, lo cual concedió el conde
Santisteban, sucesor que fué del conde de Alba de Liste, y quedó asen-
tado por cédula de su majestad fuese de 400 pesos el sínodo de cada año
para socorro de las misiones del Marañen.
Aunque pensaba el misionero salir ocultamente sin despedirse de sus
conocidos, y sin decir siquiera al señor virrey el día de su partida, pero
186 Misiones del Marañón Español
se halló sorprendido cuando ai bajar á la portería para emprender su
viaje, halló toda la comunidad de sus hermanos que, atentos á sus movi-
mientos, querían hacer este agasajo á un varón que tanto respetaban.
Hallóse también con muchas muías dispuestas para el camino y para los
que le querían acompañar por algún trecho . Excusábase el humilde pa-
dre en subir en una de ellas, diciendo que no usaba de otra cabalgadura
que de su bordón, y que con él sólo en la mano sabía caminar muchas le-
guas, y esperaba en Dios hacer el largo viaje que le restaba. Mas no fué
oída en este caso su humildad, porque fueron tantas las instancias de los
padres y de los seculares , que se vio precisado á montar en una muía.
Montaron en las demás varios padres del colegio y algunos caballeros
que tuvieron á bien el acompañarle. Iba en medio el P. Lucas, confuso y
avergozado, como si fuese un pregón de infamia el ruido y aplauso de
aquel acompañamiento. Muchas leguas de viaje le pareció el trecho que
le siguieron, hasta que viéndole tan encogido como quien va penitenciado
ó le sacan á la vergüenza, se fueron despidiendo, ya unos, ya otros, siendo
los últimos los padres del colegio, á quienes mostró del modo que podía
humildes agradecimientos por el agasajo y asistencia.
Quedó con solos dos indios por compañeros, y prosiguió su viaje á pie
con su bordón en la mano por los valles de Lima, que son unos arenales
ardientes y en dilatados trechos sin gota de agua. Tuvo también que pa-
sar caudalosos ríos, que le dieron mucho que padecer, aunque en su boca
nada hallaba que contar, porque todos los viajes por llenos que fue-
sen de peligros y riesgos les llamaba buenos, como lo eran en realidad
para el mérito que cogía de las muchas penalidades. Llegando á las mon-
tañas de Jaén , bajó como un rayo, tirado del ardiente deseo de ver á sus
misiones, al puerto del Marañón, y de aquí, por el canal del Pongo, tan-
tas veces nombrado, entró en la ciudad de Borja. Todos se regocijaron
de su llegada, porque no sólo los misioneros, sino también los españoles y
nacionales le miraban como padre, y estaban persuadidos de que sus pa-
sos iban siempre enderezados al bien é interés de todos. Su descanso fué
correr y visitar las misiones, dejando en cada iglesia y pueblo lo que ne-
cesitaba de las cosas que le habían dado en Lima. Y aun fuera de lo más
necesario proveyó también para los días más festivos de algunos orna-
mentos más que ordinarios. Todo causaba grande alborozo en los indios
y mucho consuelo en aquellos solitarios misioneros, y en especial el saber
cómo tenían ya por gobernador el que habían deseado, y que pensaban
seguiría en su gobierno la suavidad de sus antepasados. No era menor la
consolación del P. Lucas, viendo por sus ojos tan adelantados los pue-
blos, y los indios pacíficos y bien doctrinados. Afirma Rodríguez en sus
descubrimientos que á la vuelta de Lima halló el superior otra nueva re-
ducción que se había formado en su ausencia, y no diciendo cuál fuese,
ni de qué nación, conjeturo que sería alguna de las cuatro reducciones
que ya subsistían en el año de 1656 de Roamainas, Zaparas, Agúanos y
Chamicuros, si bien no podemos asegurar en qué año determinado se
Libro IV.— Capítulo VIII ¡ 187
agregaron á las misiones. Lo cierto es que el P. Raimundo redujo los
unos por sí mismo, y ganó á los otros por medio de sus hijos los Cocamas.
Había comenzado el P. Lucas de la Cueva, mucho antes de su partida
á Lima, á tratar con los indios Roamainas y Zaparas, y le parecieron no
estar lejos de recibir la luz del Evangelio; pero era no poco embarazo á.
su reducción la mucha distancia que había entre los nuevos pueblos de
la misión y los sitios que ocupaban aquellas gentes. Porque fuera de ser
necesario navegar por algunos días contra las corrientes del río Pastaza^
se habían de atravesar otras tierras montañosas hasta llegar á los luga-
res de su morada. Sin embargo de esto, creyendo que el P. Raimundo
rompería con valor y celo por estas dificultades, le encargó la empresa
de su reducción. Aceptóla el padre, como tan conforme á su celo, y dio
principio á las misiones del río Pastaza, que fué desde entonces como el
teatro en que se representaron varias escenas con ocasión del grande
golpe de gente que habitaba en los bosques interiores de una y otra banda
de aquel caudaloso río.
Salió Santa Cruz con sus canoas de Guallaga , y buscando por el Ma-
rañón la boca del río Pastaza, navegó por él como diez días hasta encon-
trar uno como puerto á su banda derecha. Desde aquí caminó por tierra
y se internó por los montes hasta descubrir algunos torrentes que, á ma-
nera de ríos, descargaban en otro más principal, llamado Tigre. Muchas
fueron las naciones que descubrió en la larga travesía, pero halló menos
impedimentos para recibir la fe de Jesucristo en dos más numerosas que
se decían Roamainas y Zaparas. Detúvose con estos gentiles por algún
tiempo, y con sus palabras amorosas y donecillos que llevaba consigo^
les fué ganando las voluntades de manera que oyendo con gusto las ver-
dades eternas, y fiados de la dirección de los padres, se determinaron de
salir á la orilla del río Pastaza, en donde formaron dos pueblos. El uno
se llamó los Santos Angeles de Roamainas y el otro el Salvador de los-
Zaparas.
Apenas fundó estos pueblos nuestro misionero con ciertas esperan-
zas de fundar otros no muy distantes, cuando los vecinos de la ciudad de
Borja arrestaron en parte los progresos de la propagación del Evangelio
que se esperaban por este río. Consideraron siempre los borjefios como
provincias propias las naciones de Pastaza , y se creían con derecho de
reducirlas á encomiendas; pero escarmentados con los Mainas,se habían
contentado con este su derecho imaginado sin hacer diligencia alguna
para el descubrimiento y pacificación de algunas de ellas, y menos para
sus conquistas. Los misioneros de la Compañía iban entre tanto exten-
diendo sus conquistas espirituales, como hemos visto, con tesón y empeño
sin detenerse en dificultades, embarazos ni peligros de la vida. Y en-
trando ahora por Pastaza, y comenzando á hacer los primeros estable-
cimientos, tocaron alarma á los borjeños, que, valiéndose de la fuerza y
sin atender á las representaciones de los padres, se apoderaron de los
nuevos pueblos , repartiendo encomiendas á su arbitrio sin más trabajo
18S MisióíNES DEL Makañon Español
que el de meterse en reducciones ya formadas. Esta novedad alborotó en
■extremo á los indios nuevamente reducidos, que alegaban, como era ver-
dad, haberse determinado á juntarse en un sitio y población para vivir
libres bajo la dirección de los misioneros y no como esclavos , bajo el pe-
sado yugo de los encomenderos. Pero no siendo los pobres indios oídos de
los españoles de Borja, muchos de ellos se tomaron la libertad de esca-
par á los montes sacudiendo el yugo que les imponían. Con esta ocasión
y con las pestes que á poco tiempo sobrevinieron, el pueblo del Salvador
de Zaparas no pudo subsistir por muchos años ; mas el de los Angeles de
Roamainas duró hasta el año 14 del siguiente siglo. Esta irrupción ó vio-
lencia de los vecinos de Borja , me hacen sospechar que la conquista de
estas naciones la hizo Santa Cruz en tiempo que no había gobernador en
la ciudad después de la muerte de D. Pedro de Vaca. Porque ni este go-
T^ernador ni su padre D. Diego se habían metido jamás en las conquistas
■de los misioneros, agregando á encomiendas los que voluntariamente se
•entregaban al Evangelio.
Casi por el mismo tiempo en que se redujeron los Roamainas y Zapa-
ras formaron otros dos pueblos los indios Agúanos y Chamicuros. Su
conversión se debió también al P. Raimundo de Santa Cruz, cuyo celo
por la reducción de los gentiles iba prendiendo en sus hijos los Cocamas,
que hacían también sus entradas por aquellos montes á imitación del
misionero. La que hizo D. Felipe Manico, cacique de Santa María de
Ouallaga, á cierta parcialidad de indios Agúanos fué bien señalada, y
trajo, finalmente , la reducción de esos gentiles y de otros confinantes.
Aprestóse el capitán de Santa María á pasar con veinte indios esco-
gidos á donde vivían los Agúanos, resuelto á valerse solamente de las
armas en su defensa y sin pretender hacer daño. La cosa era bastante-
mente delicada, como se deja entender, y poca^ veces salieron bien estas
entradas sin la asistencia de los padres. Como quiera que fuese, D. Felipe
sorprendió con valor intrépido á los primeros Agúanos que encontró, pero
viéndose al punto cercado por todas partes de muchedumbre de gentiles
cedió al mayor número por no empeorar el negocio. Valióle al cacique el
trato benigno y amigable con que había recibido y agasajado á los pri-
meros Agúanos que sorprendió y tenía en su poder, usando con ellos to-
dos los medios suaves y cariñosos que había podido conforme á la instruc-
ción del misionero. Porque, asombrados los Agu¿inos de la humanidad que
habían hallado en el Cocama los primeros, que según la costumbre eran
prisioneros de guerra ó condenados á muerte, recibieron á D. Felipe y á
los suyos con el mismo agrado, y trataron de paces y amistad.
No contento el cacique de los Cocamas con estas primeras aparien-
cias de amistad, pidió á los Agúanos que le condujesen á verse con su
principal, con quien quería entablar una perpetua paz y comunicación
mutua de ambas naciones. No tuvieron mucho que andar para encon-
trarle, pero hubo muchísimo que hacer en amansar aquella fiera que á
todos amenazaba, llena de furia infernal, sin querer dar oídos ni á sus
, Libro JV.— Capítulo IX 189
mismos indios No fué poco que desbravando la cólera se redujese á plá-
ticas. Oyó primero á sus indios y lo que con los Cocamas les había pa-
sado, y amasándose poco á poco, escuchó, finalmente, con gusto las pro-
posiciones de nuestro cacique, conviniendo en la paz que le pedia, y que-
dando en amistad con las gentes de Santa María de Guallaga.
La pacificación y amistad de los Agúanos se tuvo desde luego por un
paso feliz, y por principio de la reducción de los indios Chamicuros de la
misma nación ; pero ellos mismos descubrieron una dificultad que pare-
cía más insuperable, atentas las paces establecidas con los Agúanos;
porque aunque unos y otros eran de una misma nación y hablaban la.
misma lengua, pero eran parcialidades opuestas y encontradas, tan ene-
migas entre sí que el odio reconcentrado con las continuas guerras y de-
bates , no pudo desarraigarse en muchos años después de reducidas las-
poblaciones. La parcialidad de los Chamicuros, sobre ser más numerosa
era más valiente y su cacique más bárbaro, fiero y animoso que el de los-
Agúanos. A todos amenazaba y no temía á ninguno, siempre dispuesto á.
hacer daño y pronto á la venganza, á la hostilidad y acometimiento con-
tra las naciones vecinas, aunque no diesen motivo alguno, aun de los que
fácilmente se tenían por bastantes para la guerra entre aquellos bárba-
ros. Este fiero y orgulloso cacique rechazó constantemente por mucho-
tiempo los convites de paz de los misioneros, hasta que el P. Santa Cruz,,
desde Guallaga, le comenzó á ablandar con el cariño, con las dádivas y
con el conocimiento práctico que fué formando del trato caritativo y pa-
ternal del misionero, y aún más viendo por sí mismo la paz y contento en
que vivían gustosas tantas naciones opuestas antes y enemigas, despué»
de haberse reducido á poblaciones y puesto en las manos del P. Rai-
mundo. Por estas razones vino en formar un pueblo dentro del monte
mismo, ocho leguas de la laguna de Guallaga, en una llanura hermosa,
que estaba convidando para ello. Llamóse en adelante el pueblo San Xa-
vier de Chamicuros. Los Agúanos formaron el suyo, más cerca de Gua-
llaga, en una quebrada que da entrada á las canoas por el mismo río.
Dieseles la advocación de San Antonio para distinguir la reducción dé-
la, de San Xavier de Agúanos, más antigua. Los dos nuevos pueblos du-
raron así separados por más de un siglo, hasta que el año de 1758 se in-
corporaron los Agúanos con los Chamicuros, en su pueblo de San Fran-
cisco Xavier.
CAPITULO IX
intenta el padre cueva descubrir nuevo camino más derecho á
quito: nuevos misioneros que bajan á la misión por archidona
Viendo el P. Cueva tan aumentados los pueblos en número y en fa-
milias, se encendió en nuevos deseos de traer otros operarios- para el
190 Misiones del Marañón Español
cultivo de tantas naciones. Y considerando que la entrada á las misio-
nes por Archidona y por ol río Ñapo era muy larga, aunque parecía
segura , se determinó de subir en persona á Quito por un camino que
se figuraba poder descubrir entre Archidona y Jaén por un río de los
que descienden de la jurisdicción de Ambato ó Latacunga, entre Quito
y Riobamba. El pensamiento era muy oportuno y de grande utilidad
para las entradas y salidas de los misioneros por ser el camino que se
buscaba una línea casi derecha desde el centro de la misión á la ciu-
dad de Quito. Pero era necesario mucho esfuerzo para no desmayar
entre las muchas incertidumbres, que ya se presumían ocasionadas de
los ríos, bosques y montañas cerradas, que era necesario romper para
llegar al término. Arrojóse á la empresa el P. Lucas con un hermano
coadjutor llamado Antonio Fernández, que pocos años antes había lle-
gado á la misión, y servido con piedad y celo en los ministerios propios
de su estado. Salieron los dos del pueblo de los Xeveros, por el río Mara-
ñen con indios bastantes para la navegación y llevaron consigo los ins-
trumentos necesarios para arrancar malezas, cortar árboles y demarcar
el camino que buscaban. Llegados á la embocadura del río Pastaza, en-
derezaron la proa á la resistencia de corrientes, y entrando después en el
río Bohono, navegaron algunos días con aquellos peligros y molestias
que lleva consigo el subir contra las aguas, á fuerza de remo, que allí
llaman canalete, porque muchas veces es preciso valerse de los árboles,
y agarrarse de las ramas inclinadas al río, para vencer el ímpetu de las
aguas y traer la canoa.
Llegaron por el río Bohono hasta las tierras más altas, desde donde
estrechadas las aguas entre riscos y peñascos levantados, bajaban tan
despeñadas que no daban lugar al pasaje. Aquí cogieron puerto, en donde
atadas las canoas comenzaron á subir á pie una montaña encumbrada,
pensando emprender por esta parte el descubrimiento del deseado ca-
mino, y en caso que no les fuese posible el penetrar por la espesura, vol-
verse á las canoas. Arrancaban maleza, rompían ramas, cortaban árbo-
les, y en varios parajes hacían estribos para los pies, con el ánimo de
ganar la cumbre de la cordillera. No llevaban otra carga que la de un
poco bastimento y los ornamentos para decir misa el misionero, que nunca
sin este sagrado esfuerzo del alma emprendían cosa aquellos primeros
padres. No podía el. hermano Antonio Fernández, que era ya de alguna
edad, seguir al P. Lucas, que en tan áspera subida iba como ágatas, más á
fuerza de puños y asiéndose de ramas y raíces que valiéndose de los pies.
Viendo el P. Cuevas fatigado al hermano, y que no era posible seguir á
los demás, determinó que con dos indios volviese al lugar de las canoas,
y que deshaciendo el viaje tomase el pueblo de los Xeveros, como lo hizo
el hermano confundido de su debilidad y flaqueza, y admirado de la fuerza
más de espíritu que de cuerpo de su compañero.
Por más que hizo el padre y sus indios no pudieron abrir camino por
donde pensaban, y vinieron á parar después de mucho trabajo al camino
Libro IV.— Capítulo IX 191
de Patate, que baja al puerto de la Canela. De aquí con gran fatiga sa-
lieron á la comarca de Ambato en ocasión en que aquí se hallaba de vi-
sita el señor obispo de Quito, D. Alonso de la Peña Montenegro. Fué luego
á visitarlo, como era razón, el P. Lucas con la compañía de diez ó doce
indios que llevaba consigo. Recibióle el celoso prelado como á un San
Francisco Xavier, viéndole tan parecido en el traje y en el empleo, pues
llevaba su esclavina y bordón , el rostro sudado y las piernas bien lasti-
madas del camino. Oyó muy gustoso de boca del misionero los progre-
sos de la misión y el aumento tan considerable de las cristiandad en el
Marañen. Tratóse ya desde entonces cuan conveniente sería para su fo-
mento y para la entrada y salida de los padres, el que administrase la
Compañía el curato deArchidona en las montañas, por donde dijimos
que había salido el año de 54 á Quito el P. Raimundo de Santa Cruz.
Pero aunque veía la conveniencia el señor obispo y le armaba el pensa-
miento, costó el ajustarlo después no pocas controversias, porque de or-
dinario tiene sus contradicciones lo que conoce el demonio que ha de ce-
der en daño suyo, como lo era el ser derribado por este medio de la po-
sesión que tenía de innumerables almas en aquellas montañas.
Pasó el P. Cuevas á Quito con su comitiva de indios, siendo de con-
suelo y edificación á los pueblos y do(;tnnas por donde atravesaba , de-
seando todos verle y á los nuevos cristianos que llevaba. Fué recibido en
el colegio con estimación de todos, que respetando su ministerio, procu-
raron, su descanso después de tantas fatigas, y su reparo viéndole tan
lleno de achaques. El Doctor D. Pedro Vázquez de Velasco, presidente
de la real audiencia, oyendo de boca del P. Lucas el fruto que se hacía
en el Marañen, y lastimado de ver los afanes con que los misioneros bus-
caban camino para bajar y subir de sus misiones, determinó resuelta-
mente le tuvieran por Archidona, creyendo necesario dar á la compañía
aquella doctrina tan inmediata al puerto de Ñapo, como lo ejecutó después,
por más contradicciones y dificultades que se levantaron, las cuales ven-
ció y allanó hasta que el Consejo mismo vino al nombramiento de dicho
curato, conociendo la importancia de la elección en uno de la Compañía.
Detúvose algunos días el P. Lucas en Quito, más por la necesidad de
algunas medicinas para su cuerpo llagado, que por el descanso de sus
fatigas. Los que tienen algún conocimiento de las distancias desde los
Mainas á Lima, desde Lima al Marañen, y desde el Marañen á Quito por
montañas nunca descubiertas, pueden formar algún concepto de lo que
padecería el P. Cuevas en los referidos viajes. Sólo en la distancia de
Patate hasta el puerto de la Canela, que es una parte bien pequeña del
camino de nuestro misionero, se puede ver lo que dice de sus malezas la
Historia general del Perú del Orden de Predicadores, intitulada: «Tesorg
verdadero de las Indias», en el tomo I, libro V, cap. XIII, pág. 577, re-
firiendo en un memorial la entrada que hicieron dos religiosos de la mis-
ma Orden hasta salir á dicho puerto. Pues ¿qué trabajos tendría que pa-
decer el P. Lucas, falto de salud y sin sustento por tantos espacios de
192 Misiones del Marañón Ksi?añol
tierrainculta y por tantos ríos no navegados hasta entonces? No es de
extrañar que llegase á Quito todo llagado, flaco y consumido y sujeto á
varios achaques. Aunque se empeñaron los superiores en curarle, y vino
en ello, pero fué con la condición de no hacer cama, que no podía sufrir
su espíritu cuando parece que la necesitaba su cuerpo.
Todo su cuidado en este tiempo, era regalar á sus compañeros los in-
dios de la misión, á quienes se dieron aposentos, y se suministraba en
abundancia el diario sustento. Porque siempre en este particular hospe-
daje de los indios se portó verdaderamente con magniñcencia el colegio
de Quito; y aun acaso por eso el cielo le llenó de bendiciones por los
muchos gastos que tuvo que hacer en todos tiempos por el bien de las mi-
siones del Marañón. No estaba ocioso el P. Lucas en atender á uno de los
principales fines de su viaje, y ya que no podía echar las redes á los gen-
tiles, andaba muy solícito en tenderlas por el colegio sobre sus hermanos
para pescar misioneros. En realidad eran bien pocos los sujetos que se
hallaban en sazón de poder pasar al Marañón, y no habiendo llegado la
misión que se esperaba de España, apenas se podía dar vado á los minis-
terios indispensables de la provincia. Sin embargo de tanta escasez de
operarios, hizo tanta impresión la vista del P. Lucas y movieron tanto
sus palabras, encedidas del celo de los gentiles, que se le ofrecieron dos
sacerdotes recién ordenados á seguirle al Marañón , y fueron tales sus
instancias que se hubo de condescender con ellos por la esperanza que
había de la nueva misión de Europa.
No se detuvo más el P. Lucas, y determinó volver á los Mainas por la
ciudad de Archidona con sus dos compañeros, para registrar por sí mis-
mo el camino descubierto por el P. Santa Cruz, y hacerse bien cargo del
puerto de Ñapo y del curso del río, porque como ya se trataba de dar á
la Compañía el curato de aquella ciudad, quería ver el fomento que ten-
drían las reducciones fijando la entrada á ellas por esta parte, y asis-
tiendo de continuo uno ó dos misioneros en Archidona. Hízolo con todo
cuidado, observando las distancias de tierra y diversidad de ríos qtie en-
tran en el Ñapo, y ya desde entonces tanteó el genio, calidad y condicio-
nes de los indios tributarios, de quienes á poco tiempo fué señalado pá-
rroco, como veremos. Luego que arribó á los Mainas, distribuyó á los dos
sacerdotes que llevaba consigo en los pueblos que le parecieron más ne-
cesitados, y él prosiguió atendiendo al oficio de superior de todos hasta
que le llamemos á Quito para los intereses de la misión. La entrada de
estos dos nuevos misioneros parece haber sucedido hacia el año de 1659; y
desde este tiempo el P. Lucas de Majano, que era uno de ellos, hermano
delP. Tomás Majano, comenzó sus apostólicos trabajos con los Roamainas
y Zaparas, de que hablaremos en su lugar. Por ahora no tengo por inútil
tocar en el capítulo siguiente un memorable acaecimiento que hubo de
acabar con la ciudad de Quito, poco después de haberse partido de ella
para sus misiones el P. Lucas de la Cueva.
Libro IV.— Capítulo X 193
CAPITULO X
PELIGRO GRANDE DE ARRUINARSE EN QUE SE VIO QUITO CON LA ERUPCIÓN
ESPANTOSA DEL VOLCÁN PICHINCHE EN EL AÑO 1660
El colegio de Quito y la reducción de los Mainas tenían entre sí con-
tinua dependencia, como hemos visto, y se daban las manos de manera
que á su influjo se debían los principios y adelantamientos de la misión,
y era imposible que sin este fomento continuo pudieran subsistir ó con-
servarse. Esto me ha movido á dar aquí alguna noticia de un memorable
suceso que acaeció en la ciudad de Quito, y que acaso también aceleró
la partida de algunos jesuítas á los Mainas. Y si esta razón no basta para
excusar la digresión, no dudo que el prudente lector la excusará, siquiera
por señalada, curiosa y memorable. Por más que la ciudad de Quito goce
de un temple saludable, sus campos estén siempre verdes y floridos,
amena y abundante la campiña y todo respire primavera y hermosura,
no deja de tener un lunar bien considerable que suele templar el gusto
de sus habitadores. Porque tiene á su lado, casi por la parte del poniente,
un horroroso volcán , llamado Pichinche, no menos temible á la ciudad
que el Vesubio á Ñapóles y á la Sicilia el Etna.
Viene á ser el celebrado Pichinche un agregado de muchos montes
nevados que mantienen siempre en su centro vivas llamas, las cuales,
cebadas en abundante materia de alcrebite, rompen las entrañas de la
tierra, volando parte de los montes y arrojando peñascos encendidos al
viento. Los montes que principalmente componen este Mongibelo, son
tres que descuellan entre los demás, y parece que siglos atrás eran coma
tres hombros monstruosos que sustentaban otra cumbre, como cabeza so-
bresaliente á todas aquellas eminencias. Mas el mucho fuego interior
consumió con su voracidad á la cumbre ó la arrojó al viento, deshacién-
dola en piedras y cenizas. El primer estrago que consta por los archivos
de Quito haber hecho el Pichinche en la ciudad y campiñas, sucedió el
año de 1577. Fué grande en aquellos principios de su fundación la cons-
ternación de la ciudad, mucho el estrago en los ganados, y asombrosa la
tala délas sementeras, y á esta causa juráronlos ciudadanos desde enton-
ces fiesta, y eligieron patronos que la defendiesen de tan terrible ene-
migo como tenían á la vista. Pero aunque se miraban en las puertas mis-
mas de Quito los horrorosos peñascos de aquel aborto y eran padrones de
de su memoria, ya parecían estar olvidados los quiteños después de
ochenta años de los rigores del Pichinche, ó se lisonjeaban haberse des-
ahogado bastantemente de sus incendios, que ésta es la condición de los
hombres, creer fácilmente lo que mucho se desea.
Mas el reprimido volcán á los ochenta y tres años de su primera erup-
ción, quiso avivar sus llamas con más horror en el año de 1660, por el
13
194 Misiones del Marañón Español
mes de Octubre en que asombró de tantas maneras á los moradores de
Quito, que no es fácil contar en particular los estragos y efectos de su
enojo. Un domingo por la noche, á los 24 de Octubre, comenzó el cerro
Pichinche á mostrarse como con dolores de parto, ó con accidentes de
algún fiero aborto, dando bramidos y estruendos que de cuando en cuando
se sintieron en aquella noche, y en el lunes siguiente. Fueron repetidos
el martes en varias horas del día, y á la noche más continuados, oyén-
dose con asombro una como batalla en las entrañas del volcán, á manera
de tiros encontrados de una grande artillería. Asomábase la gente asus-
tada á ver las cumbres del Pichinche, y entre las tinieblas de la noche
sólo veía levantados sobre el monte algunos globos de fuego, frecuentes
relámpagos, y como encendida la atmósfera, cosa que suele verse todos
los años, aunque no con tanta conmoción ni con tan extraordinario es-
truendo. Sólo se observó por entonces como cosa singular, que en vez de
un penacho de llamas que se descubría otras veces, ahora se veían á
tiempos unas como centellas de peñascos encendidos
Amanecía ya el miércoles, y como había sido tan temerosa la noche,
despertó á todos el temor de prevenir la luz deseada para reconocer lo
que pasaba en el volcán. Conocieron por su ceño encapotado, por los re-
lámpagos, bramidos continuados y por las peñas encendidas que arro-
jaba, que había comenzado á reventar, pero deseaban que aclarase el
día para consolarse con la luz y certificarse mejor de lo que tenían que
temer ó debían esperar. Mas la poca claridad que asomaba á los princi-
pios se fué convirtiendo con asombro en una noche tenebrosa, de manera
que á las nueve del día se hallaba la ciudad en horrorosas tinieblas. No
se veían los unos á los otros y andaban confusos con tanta obscuridad, y
espantados con los estruendos continuos que oían. Siguiéronse á tanta
miseria repetidos terremotos, y empezaron todos á correr turbados por
la ciudad y á dar grandes clamores , buscando algún consuelo los unos
con los otros. Salían los seculares de sus casas, y de sus aposentos los re-
ligiosos, encendiendo luces en las calles, cercanos al medio día, cuando
de repente sintieron un ruido estrepitoso como de rápidas corrientes de
un caudaloso río, y todos se dieron por perdidos considerándose anega-
en los raudales de fuego que despedía el Vesubio. Todo el pueblo corrió
á las iglesias buscando confesión, y los más advertidos conocieron que
llovían las nubes unas piedras ó escorias parecidas á la piedra pómez.
Abrieron sus iglesias todas las religiones, y descubierto el Santísimo, se
llenaron de gente y de clamores á la piedad divina, aunque se sobrepo-
nía á las continuas voces de la gente congregada el estampido de la mu-
cha piedra que caía con fuertes golpes sobre los tejados y por toda la
ciudad, cuyo continuado estruendo hacía parecer al temor un río cau-
daloso de fuego ó un diluvio de llamas que corría por las calles.
En tan terrible aprieto no había otro recurso que el de la penitencia,
clamando á Dios misericordia y reconociendo las culpas que así irritaban
á la divina justicia. Todos los sacerdotes de la Compañía (y lo mismo su-
Libro IV. — Capítulo X 195
cedió en las iglesias de los otros regulares) estaban en sus confesonarios,
pero era tanta la gente deseosa de confesarse, que muchos del concurso
no esperando su vez clamaban á voz en grito publicando sus pecados con
lágrimas, sollozos y suspiros. Y siendo tan grande el peligro y aumen-
tándose el temor con los terremotos continuados, y con el estruendo de las
piedras que no cesaban , se veían precisados los confesores á dar absolu-
ciones á toda prisa, luego que oían materia de pecado y propósito de in-
tegridad, si hubiese tiempo para declararlos todos. No de otra manera
que cuando se va á pique una nave en una tempestad deshecha. Allí se
oían los votos y promesas fervorosas, aquí se daban de bofetadas; otros
se mesaban los cabellos, en señal de penitencia y arrepentimiento de sus
culpas, sin que se acordase ninguno de otra cosa que de prevenirse para
la muerte que esperaban ó sepultados en la tierra abierta con los terre-
motos, ó entre el fuego y piedras que arrojaba el volcán. Cuatro predica-
dores estaban continuamente en la iglesia disponiendo al pueblo y ayu-
dándole en aquel trance con actos fervorosos de contrición, como si cada
uno de los presentes hubiera de pasar luego á la otra vida, y así fomen-
taron en aquel día, que parecía de juicio, las saludables lágrimas con
que repetía el pueblo los afectos de penitencia que se le sugerían, los
cuales proseguían por la tarde, aun cuando cesando ya la lluvia de pie-
dras encendidas, sucedió una arena menos ruidosa y á ésta una ceniza
tan espesa, que no eran bastantes las luces para romper una obscuridad
tan densa. Padecieron algunas personas, especialmente mujeres, varios
accidentes, pasmos, deliquios y apreturas de corazón, y era cosa de mu-
cha lástima el no poder acudir los sanos por la grande confusión y azo
ramiento al remedio de los enfermos y flacos. Todos llegaron á la noche
sin haberse desayunado, y jamás se vio vigilia más bien ayunada que la
de este día 27 en que se celebraba la de los Apóstoles San Simón y Judas.
Recogióse todo el pan que se pudo hallar en el colegio, y se dio, por modo
de colación, un leve sustento á tanto concurso afligido, que gustó verda-
deramente en aquella ocasión pan de lágrimas, porque no cesaban éstas
á vista de los rigores que todavía proseguían.
Estaba la gente en grande expectación y con muchos deseos de que
amaneciese el día siguiente, después de tres noches continuadas, cuando
á eso délas ocho del día se dejó conocer el sol en el hemisferio, como
cuando en un día de niebla muy cerrado alumbra sólo de manera que
sirve para distinguir el día de la noche. Este género de días pardos y
anublados, en que se comunicaban poco los rayos del sol, duró hasta el
día de Todos los Santos ; pero no por eso cesaron los temores, porque se
sentían fuertes terremotos y alterada la tierra , estaba como palpitando,
asustada hasta que acabase de desahogarse el volcán. En estos días de
media luz se volvieron á confesar con alguna mayor serenidad todos los
vecinos de Quito, y se hicieron muchas procesiones y rogativas, siendo
de grande edificación las mortificaciones é insignias de penitencia que ins-
piraban el dolor de las culpas, y el temor é incertidumbre de lo que podía
196 Misiones del Marañón Español
suceder. Cada religión hizo la suya, pero la principal de todas fué la que
se ordenó en la iglesia de la catedral, en donde se celebró un solemnísi-
mo y devotísimo novenario á la gran Madre de Dios, en su imagen glorio-
sísima de Nuestra Señora de Guapulo, que es y fué siempre en sus nece-
sidades el refugio y amparo de la ciudad. Iban los sacerdotes sin man-
teos y sombreros, descalzos, con soga al cuello y cubiertos de ceniza,,
causando á todos los que los veían gran ternura y devoción. Apenas hubO'
hombre ni mujer, eclesiástico ni secular, noble ni plebeyo, que no satis-
faciese á su deseo ó ansia no sólo de penitencias secretas, sino tambiért
de las públicas que se hicieron en estas procesiones. Unos iban cargados-
de grillos y cadenas, otros aspados y ceñidos estrechamente de cilicios;
éstos llevaban sobre sus hombros cruces pesadas, aquéllos, y era la pe-
nitencia más común, vestidos de penitentes derramaban copiosa sangre
con golpes crueles de disciplinas que llevaban según el uso de aquellas
partes.
Vióse en un punto renovada la ciudad , porque los bramidos del Pi-
chinche fueron voces de Dios que despertaron á los más dormidos en el
letargo en que miserablemente se hallaban como muertos. Algunos bus-
caban á sus enemigos y se reconciliaban con ellos, dejando sus odios mor-
tales y sangrientos. Muchos que parecía no tener remedio en su amistad
torpe se apartaron con generosidad, satisfaciendo con públicas peniten-
cias los escándalos que habían dado. Restituyóse la honra quitada, vol-
vióse la hacienda ajena, y no pocas mujeres (que suelen adolecer de su-
persticiones diabólicas) quemaron los instrumentos de que se valían para
sus maleficios. En suma, la erupción del volcán, sus llamas, piedras y
cenizas, juntas con tan terribles estruendos y bramidos que parecían
poner delante de todos las venganzas de un Dios airado contra los deli-
tos de la ciudad , fueron la mayor señal de la divina misericordia y el
medio más poderoso para la reforma de Quito, que desde su fundación no-
experimentó mayores desengaños ni terror más saludable para conver-
tirse del todo al Señor.
Aunque los referidos efectos de la erupción del volcán fueron más me-
morables, no se deben omitir otros efectos naturales dignos de reparo.
Cosas se vieron en esta ocasión que parecen increíbles, aunque algunas-
semejantes á las que ha causado el Etna en Sicilia y el Vesubio en Ña-
póles. Porque primeramente fué cosa muy averiguada que, si toda la pie-
dra gruesa y menuda, y si la arena y ceniza que arrojó de sí el Pichin-
che se juntaran en un lugar, hicieran sin duda un monte tan grande como
el volcán mismo, que arrojó de sus entrañas tanta materia, quedando al
parecer tan entero como si nada hubiese vomitado. Hacia la parte con-
traria á Quito, por donde disparó grandísimos peñascos y piedras más.
gruesas, taló montes y llenó de materia encendida algunas simas profun-
das que igualó con la superficie de la tierra. La piedra menuda que voló
más ligera, á manera de centellas despedidas del choque de los peñas-
cos en el viento, se extendió á muchas leguas en contorno. Mucho más
Libro IV.— Capítulo X 197
alcanzó la arena, como se deja entender, y causa espanto hasta dónde
arribó la ceniza más sutil que se vio caer en Popayán , en Guanacas y
en otros parajes de aquel distrito por lo alto de hacia el Perú , en Loja y
•en Zuzuma, y por las montañas en las reducciones mismas del Marañón-
De manera que hecho un cómputo prudencial , volaron las cenizas por
todos los lados del volcán como cien leguas. Y lo que causa grande ad-
miración es lo que asegura Rodríguez en su historia al libro IV, cap. II,
que hallándose él mismo en Popayán, cuya distancia á la ciudad de Quito
<es como de cien leguas, aunque por el aire no es tanta, se oyeren en
aquella ciudad, el día 27 de Octubre, unos como tiros de mosquete ó arti-
llería muy distantes, ó como un bramido confuso, que atribuye dicho
íiutor al choque ó sacudimiento de los peñascos del Pichinche que vola-
ron por el viento.
Fuera de esto, se manifestó en esta ocasión la correspondencia y con-
traminas del volcán con otros de su especie, y que tienen también en sus
•entrañas forma contraria á las voraces llamas del Pichinche, Tiene
■este monte enfrente de sí con sola la interposición de dos valles llamados
Turubamba y Chillo, otros montes de nieve muy vistosos , entre los cua-
les es muy notable uno dicho Sincholagua, desde donde baja el río Alan-
gasi, A los últimos estruendos del volcán, disparó contra los peñascos
•encendidos el monte Sincholagua medio monte de barro y nieve, que ca-
yendo sobre el río en tanta cantidad, hizo una gran presa, hasta que á
la violencia del agua y de la pesadez del lodo corrió por la madre misma
del río tan grande avenida de materia densa y pestilente que ocupó pi-
cas de profundidad entre los montes, y llegando á un puente fortísimo
de un solo arco, cerrado éste con el espeso material, tomó su carrera por
íilgunas horas por encima del puente sin llevarle consigo. En este com-
bate tan señalado del Pichinche con el Sincholagua, se sintió en Quito
■el más terrible terremoto que se padeció en todos los días de la erupción.
Pero de la pelea espantosa de estos dos enemigos nacieron dos efectos,
que fueron de provecho á los vecinos de Quito. El primero fué que com-
primido el viento al empuje del Sincholagua, comenzó á soplar hacia los
desiertos, y esta fué la causa de que no lloviese tanta piedra en la ciu-
dad y cargase más adonde el viento la arrojaba. No fué despreciable el
segundo efecto, porque con el terremoto mismo sacudieron las iglesias y
casas la mucha ceniza que tenían sus tejados , que por el grande peso
•estaban en peligro de hundirse, como de hecho se desplomaron algunas
por la incuria de sus dueños que no procuraron limpiarlas, como lo hicie-
ron casi todos los vecinos. Y por esta razón duró la ceniza por mucho
tiempo en las calles de Quito, porque aunque Dios proveyó de grandes
lluvias, muy del caso para llevar consigo tanta escoria, no fueron bas-
tantes para deshacer tanto material, de manera que por más de un
año estuvo á la vista la ceniza en la ciudad, campos y montes, y en las
partes más llanas se reconocieron las arenas y escorias por muchísimos
años.
198 Misiones del Marañón Español
Últimamente, sosegado ya del todo el Pichinche, envió la Real Audien-
cia personas que reconociesen la boca del volcán, y alcanzaron á ver,
aunque de lejos y con grandes temores , una sima profunda como de una
legua entre los tres montes, que parecen las fortalezas opuestas á la te-
rrible artillería, siempre asestada en la profundidad del volcán, como el
monte Soma , parece estar opuesto á las llamas del Vesubio. En el año-
siguiente se sintieron, á principios de Diciembre, grandes terremotos y
se renovaron los temores; pero sólo cayeron algunos peñascos, que per-
diendo sus estribos y consumidas las basas en que se mantiene el circula
de la profunda sima, hicieron algún estruendo sin causar algún daño en
la ciudad ni en los campos.
Esta breve noticia de lo que se hizo temer el enfurecido Pichinche,
baste para memoria de la erupción que se experimentó en el año de 1660,.
cuando hallándose ya en Quito la nueva misión de España , extrañanda
los recién llegados Jesuítas el singular recibimiento que les hizo la ciu-
dad, no estarían muy aficionados á ella y se les avivarían naturalmente
los deseos de pasar cuanto antes á las misiones. Bella ocasión por cierta
para que el P. Lucas de la Cueva, á quien llamaron á la ciudad para
dar asiento á lo que se había ya tratado del curato de Archidona, llevase.
consigo algunos á las misiones de Mainas.
CAPITULO XI
DASE EL CURATO DE ARCHIDONA Á LA. COMPAÑÍA, Y ESTADO DE LA
MISIÓN DEL MARAÑÓN EN EL AÑO DE ItítriO
Deseando el padre provincial Hernando Cabero dar estabilidad á las
misiones del Marañón , y considerando la importancia grande que sería
para la conversión de la gentilidad que habitaba en las orillas del ría
Ñapo, el fijar la entrada por Archidona, y formar en esta ciudad uno coma
seminario de misioneros, promovió eficazmente el pensamiento de que se
diese á la Compañía la doctrina de Archidona. D. Pedro Vázquez de Ve-
lasco, presidente de la Real Audiencia, que más que otros seculares, coma
insinuamos, conocía las ventajas de esta asignación, había on parte-
allanado las muchas dificultades que se ofrecían, y conferido con el señor
obispo sobre el modo de conferir al P. Cuevas aquel curato, que no era.
en realidad apetecible á los clérigos, así por la mucha distancia como por
no ser crecida su renta. Avisado el misionero de las intenciones del señor
obispo, volvió á Quito, y se hizo en él el nombramiento de párroco de Ar-
chidona , pero con ciertas condiciones y calidades poco conformes al es-
tilo de la Compañía. Sin embargo, aceptó esta carga procurando desde
entonces que se informase al Consejo de su majestad para que se sirviese
quitar los gravámenes y condiciones que se le ponían, lo cual produjo el
efecto deseado, como á su tiempo veremos.
Libro IV.— Capítulo XI 199
Por ahora sólo pensó el P. Lucas en dar la vuelta á Archidona y llevar
consigo algunos misioneros, ya que los nuevos sujetos venidos de España
le daban ocasión oportuna de hacer gente para el Marañón. En efecto,
pidieron con instancias acompañar al P. Cuevas cuatro jesuitas que se
hallaban en Quito, dos de los cuales acababan de llegar con la nueva
misión, y se llamaba el uno Jerónimo Alvarez, y el otro Ignacio Jimé-
nez; los otros dos eran naturales del país y criados en el colegio de Quito,
que por tener ya práctica de la lengua general del Inga, y por esto más
facilidad en aprender las lenguas particulares de las naciones, siempre
fueron de grande ayuda en las misiones del Marañón. Salió el P. Cuevas
para su destino con sus compañeros, con el ánimo de que uno de ellos
q uedase con él en Archidona como por coadjutor en el empleo de párroco,
y de enviar á los otros por el río Ñapo á los Mainas. No se sabe si el
P. Jerónimo Alvarez le siguió desde luego para las misiones, ó si se quedó
todavía en Quito para concluir los estudios. Por lo menos el viaje que
hizo al Marañón parece que no sucedió hasta el año siguiente, y que no
tomó el rumbo por el río Ñapo, sino por las tierras de los Gayes, como
diremos á su tiempo.
Comoquiera que esto fuese, llegado que hubo á esta ciudad el P. Lu-
cas de la Cueva con los nuevos misioneros, tomó la posesión del curato y
comenzó á trabajar con increíble celo en los españoles é indios, y á aar
nueva forma á su parroquia. Había en esta ciudad algunos europeos , ó
descendientes de ellos, que administraban algunas encomiendas de seño-
res de Quito, cobraban los tributos y trataban de algunos géneros que
vendían á los indios á trueque del poco oro que sacaban éstos del río.
Veía el P. Lucas que el buen ejemplo de estos administradores, cobrado-
res y tratantes, sería de mucha importancia para la reforma é instruc-
ción de los indios , y por esto puso la mira principalmente en ganarlos
las voluntades, para que por este medio le oyesen con más atención y le
obedeciesen con más suavidad. Consiguiólo á poco tiempo y con la efica-
cia suave de sus palabras les redujo á una vida ajustada, quitando ren-
cillas y disensiones, arreglando sus negociaciones y haciendo que junta-
sen á lo lícito de sus contratos mucñas obras de piedad y devoción, y más
particularmente la frecuencia de Sacramentos. Fué tal la mudanza de
costumbres de los españoles en esta ciudad, que ellos mismos escribieron
muchas cartas á los superiores de Quito y á sus corresponsales, que no
respiraban otra cosa que agradecimiento á la Compañía , teniéndose por
dichosos de tener por párroco al P. Lucas, que con su amor y cariño, con
su celo y prudencia celestial y con un desinterés nunca visto, todo lo
acomodaba, miraba por todos y á ninguno desechaba , en lo cual le ayu-
daban no poco los misioneros que tenía consigo, pues como dice el P. Her-
nando Cabero en las annuas de aquel tiempo, «cada carta de Archidona
es un panal, y rico de aquellos verdaderos hijos de San Ignacio».
Dado este paso feliz con los españoles , no le fué difícil la reforma
con los indios. Y para que la doctrina cristiana á que todos asistían in-
200 Misiones del Marañón Español
violablemente, y las frecuentes exhortaciones que les hacía les entra-
sen en provecho, determinó el P. Lucas eximir aquellos pobres de las
cargas y socaliñas que habían usado sus antecesores, entendiendo bien
que una de las prendas que más acreditan á un párroco es el desinterés.
Por esta causa quitó de raíz el manípulo de obligación, el camarico ú ofrendas
de Pascuas, las ofrendas de difuntos con tales y tales condiciones,. las
honras, no sólo al fin del año, sino también á la mitad del que allí llaman
chaupiguata, varios helados que debían las niñas llevar al cura y ciertas
obligaciones de los niños cuando iban á la doctrina, y aun algunas car-
gas que tenían los que iban á descargarse de sus pecados en la confesión
sacramental. No permitió jamás el P. Lucas ninguna de estas cargas en
aquellos pobres indios, que, siendo naturalmente pusilánimes , no cono-
cían atractivo mejor que ver desinterés y amor, y que se les defienda de
las vejaciones que comúnmente padecen de los españoles. Así que ama-
ban al P. Lucas como verdadero padre, viendo que les asistía con todo
amor, ayudándoles en sus trabajos, cuidándoles en sus enfermedades y
componiendo sus dependencias con los cobradores de tributos, diezmos y
otras obligaciones. Estando los indios en tan buena disposición con su
párroco, jamás faltaban á la explicación del catecismo, oían con gusto
sus amonestaciones y practicaban fielmente cuanto les aconsejaba.
Uno de los vicios más comunes en aquellos indios era la embriaguez,
á la cual se entregaban de manera que parecía negocio desesperado el
sacarlos de su tan vergonzosa costumbre, cuando una vez llegaban á
dejarse poseer de su tiranía. Ellos mismos reconocían que era cosa in-
digna de quien comulgaba el emborracharse, y por esta causa no se lle-
gaban á la sagrada comunión, aun cuando se confesaban. Esta privación
de aquella sagrada mesa, que usada con discreción pudiera ser acaso
freno á las borracheras, ó medio para que saliesen de ellas, había pasado
á tanto abuso, que más parecía fomentarlas y quitar á aquellos infelices
uno de los medios más poderosos para salir del vicio. Porque vivían como
si para ellos no se hubiera instituido el santo sacramento de la Eucaris-
tía; y lo que más es, en algunos pueblos de indios dispensaban los párro-
cos por su propia autoridad (no sé si por ignorancia ó por desprecio de tan
pobre gente) del precepto de la comunión de cada año, y duros é insensi-
bles al bien espiritual de aquellos desdichados, les dejaban caminar á la
eternidad sin el sagrado viático, contentos de oírlos de confesión y de
administrarles el sacramento de la santa unción, como si hasta en la hora
de la muerte la embriaguez les hiciera también incapaces de recibir el
pan sagrado.
Viendo el P. Lucas tanto desorden y sus funestas consecuencias , tiró
por el camino contrario y procuró que todos los indios bien instruidos en
la doctrina cristiana comulgasen como se usaba en las misiones, no sólo
por la cuaresma, sino también otras veces entre año en algunas fiestas
más principales. Hizo que entendiesen bien los indios que no había otro
impedimento que les hiciese incapaces de comulgar, sino el pecado no
Libro IV.— Capítulo XI 20:
confesado ni llorado. Y que los que adolecían del vicio de la borrachera,
si se confesaban de la embriaguez como de los otros pecados, y se dolian
de corazón y se arrepentían de veras, debían llegarse á la sagrada comu-
nión como todos los demás. Antes bien, con este sagrado alimento cobra-
rían fuerzas para resistir á este vicio y llegarían á conseguir una victo-
ria entera de sí mismos. De esta manera hizo guerra el P. Lucas á la em-
briaguez por un modo en todo contrario á los que usaban otros párrocos,
y consiguió casi del todo desterrarlo de los indios, que, aficionados á la
sagrada comunión, venían con gran recato y temor de Dios huyendo de
las ocasiones del pecado, y procurando conservar las disposiciones que
conocían ser necesarias para ser admitidos á la mesa divina , que está
patente á todos los que se acercan con buena voluntad y corazón contrito.
Entre tanto que el P. Cuevas así trabajaba en Archidona mejorando
á los españoles y reformando á los indios , y estaban á la vista y aun lé
ayudaban en sus ministerios los nuevos misioneros, que debían pasar á
Mainas. Amaestrados ya sobre el modo de tratar con los indios , y des-
pués de haber adquirido algunas noticias de la lengua, les envió al Ma-
rañón por el río Ñapo, quedándose el P. Lucas con uno por compañero
en su empleo. No es fácil explicar el gusto y contento del P. Figueroa y
demás jesuítas del Marañón cuando entendieron la asignación del padre
Cuevas para Archidona , y vieron los nuevos operarios que les enviaba
de refresco para trabajar en los campos dilatados de aquella numerosa
gentilidad. ^\ié tanto mayor el contento cuanto más echaban de ver la
divina Providencia con aquellas misiones, porque habiendo salido poco
antes un operario por falta de vista al colegio de Cuenca y el P. Barto-
lomé Pérez á ocupaciones de la provincia, enviaba Dios otros nuevos y en
mayor número para que sucediesen á los antiguos, y les abría una puerta
tan cómoda para la entrada en la misión del río Ñapo.
El estado de las misiones en este tiempo estaba ñoreciente. Eran once
los misioneros. Los pueblos y anejos eran como veinte, porque además de
los que pusimos en el último capítulo del libro antecedente se habían fun-
dado en estos siete últimos años desde el 1653 hasta el de 1660 otros cinco
pueblos, dos de los cuales pertenecían al río Cuallaga, y se llamaban
como vimos San Xavier de Chamicuros y San Antonio de Agúanos. Los
otros tres tocaban al río Pastaza por hallarse en esta parte de la misión,
y se nombraban los Angeles de Roamainas, San Salvador de Zapas ó Za-
paras, y el nombre de Jesús de los Coronados ó Hichachapas. No se sabe
á punto fijo en qué año se redujeron los Coronados ó Hichachapas ; sólo
sabemos que en este año de 60 vivían ya juntos en un pueblo por los es-
fuerzos y fatigas, según pienso, del P. Francisco de Figueroa, que aun-
que suplía las ausencias y cargas del P. Lucas en sus largos viajes , ve-
lando como superior y más antiguo sobre todos los misioneros, y aten-
diendo, como era razón, á todas partes, no por eso dejaba de hacer nue-
vas entradas á los gentiles, disponiendo á unos y reduciendo á otros á po-
blación.
202 Misiones del Marañón Español
Extendida la misión por gran parte del río Marañón , por mucha del
río Pastaza, por casi todo el Guallaga, y habiendo entrado también en el
río Ucayale, contaba un número prodigioso de nuevos cristianos. Y aun-
que no podemos decir puntualmente el número de almas que estaban ya
reducidas al gremio de la Iglesia por los sudores de los misioneros, en el
tiempo en que nos hallamos , bien se puede asegurar que no bajaban de
setenta mil, pues consta de autos hechos en la ciudad de Lima cuatro
años antes, esto es, en el año 1656, que estaban ya pacificados, y reduci-
das á la fe más de quince mil familias en Mainas y otros muchos indios
convertidos, pertenecientes á las provincias de la jurisdicción de la ciu-
dad de Borja. De manera que haciéndose el cómputo de cinco almas por
familia, ya entonces arribaban los indios convertidos al número de se-
tenta y cinco mil ; pues en estos cuatro años no estuvieron ociosos los mi-
sioneros, como consta de las nuevas fundaciones que hicieron. Y aun es
muy creíble que aumentasen en familias los primeros pueblos, que solían
ser pequeños á los principios, y con las salidas, convites y regalos de los
misioneros, iban creciendo en número, como sucedió en todo tiempo. Y
si no fuera por las pestes que sobrevinieron después, y por las rebeliones
de algunos traidores y apóstatas , de que hablaremos en su lugar, la mi-
sión de los Mainas hubiera sido acaso de las más numerosas entre todas
las que estaban á cargo de la Compañía, pues en sólo veintidós años de
cultura, y no de muchos operarios, llegó á extenderse por cuatro ríos
caudalosos, cuyas orillas estaban llenas de infinitos gentiles. Pero suce-
dió en el Marañón lo que acaeció también en parte en otras misiones,
que las naciones en sus principios muy numerosas se fueron disminu-
yendo ó acabando con el tiempo con pestes, viruelas y catarros. En lo
cual se descubre la justicia y misericordia del Señor, que, queriendo aca-
bar con muchas de aquellas gentes, les proveyó al tiempo crítico de su
ruina, de ministros evangélicos, para que consiguiesen la salud eterna de
sus almas.
LIBRO V
CAPITULO PRIMERO
TRABAJOS APOSTÓLICOS Y MUERTE GLORIOSA DEL P. LUCAS MAJANO
La divina y amorosa providencia del Señor con la nueva cristiandad
de los Mainas, dispuso en su nacimiento las cosas de manera que en los
veinte primeros años no se viesen en ella traiciones de indios ó rebeliones
de apóstatas que la dividiesen, ni persecuciones de los de fuera que en
su fundación la sofocasen; antes bien, habia caminado todo próspera-
mente con mucha paz y contento de los misioneros, y siempre con nuevo
aumento de pueblos y de familias. Y lo que más admira es que no hubiese
muerto desde el año 1638 hasta el de 1660 ninguno de los padres que con
tanto tesón habían trabajado en climas y temples tan diversos y poco
saludables, y con tanta falta y escasez de alimentos, vestidos y demás
cosas necesarias á la vida humana. Pero arraigada ya la fe y extendida por
tantos ríos sin peligro de faltar, ó por demasiadamente tierna ó por redu-
cida á un solo sitio, comenzaron las rebeliones de algunos indios, las trai-
ciones de otros, y empezaron á faltar los misioneros, unos de muerte na-
tural, otro ahogado en las aguas, y algunos muertos á manos de los após-
tatas é infieles.
El primer misionero que acabó gloriosamente su carrera en las misio-
nes trabajosas del Marañón era el más joven de todos, y casi el último que
había entrado al trabajo. Porque no es cosa nueva al estilo de la Provi-
dencia, sino muy conforme á él, que los últimos en el trabajo sean los
primeros en la paga, como suelen ser remunerados en último lugar los
que echaron mano del trabajo muy de mañana. Fué este dichoso misio-
nero el P. Lucas Majano, que, bajando tres años antes por el río Ñapo y
señalado para el cultivo de las misiones de Pastaza que comenzaban en-
tonces, hizo mucho en poco tiempo y dio su vida víctima de la caridad
por sus ovejas. Había el P. Santa Cruz, como insinuamos arriba, persua-
dido á los Zaparas y Roamainas que formasen sus poblaciones no lejos
del río Pastaza, pero por la mucha distancia de las reducciones de Gua-
llaga, en donde era necesaria su presencia, no había dado forma á los
204 Misiones del Marañón Español
nuevos pueblos, ni asentado la doctrina , creyendo que se les podría en-
viar otro misionero para dirigirlos en la fábrica de la iglesia y casas , y
para instruirlos más de propósito en la doctrina cristiana. Llegó á este
mismo tiempo el P. Lucas, lleno de espíritu, fervor y celo de la conver-
sión del Marañón, y conociendo el P. Figueroa el aliento del nuevo mi-
sionero, le destinó al cultivo de las naciones de Pastaza. Fué volando el
P. Lucas, sin otra compañía que la de un mozo que le debía servir de
intérprete, sin más armas que el breviario y Biblia, sin más riquezas que
los ornamentos para decir Misa y algunos regalillos para atraer á los
indios.
No hay para qué detenernos en la fábrica de iglesias y casas, en los
desmontes para las sementeras , y en el orden y concierto que introdujo
«ntre unas gentes hechas á vivir á su libertad en los montes sin arreglo
ni dependencia entre sí. Porque esto fué común en todos los misioneros
que formaron nuevas reducciones , como hemos visto en otras ocasiones,
y en el P. Lucas fué bien particular, porque fuera del pueblo de los Roa-
mainas, tenía que acudir á otras partes por no caber los indios en el sitio
primero. Su principal cuidado era la instrucción espiritual de los niños y
la enseñanza de los adultos, para que se hiciesen capaces del santo bau-
tismo, y no contento con los primeros indios pacificados por el P. Rai-
mundo, andaba continuamente vadeando ríos y atravesando montes para
hacer más y más gente que gozase de tan saludable sacramento. Corres-
pondía el fruto á sus entradas, y formó una cristiandad numerosa. Apren-
dida la lengua de los Roamainas en bien poco tiempo, pudo formar un
catecismo en su misma lengua, y era éste el camino más breve, para
que los adultos se dispusiesen al sacramento del bautismo ; porque los in-
dios que le amaban tiernamente por sus prendas naturales, pues era ri-
sueño, liberal, ágil y agraciado, viéndole hablar la lengua de su región,
y trasladar perfectamente á la boca los afectos de su amor y cariño con
ellos, no se apartaban de su misionero, le oían con mucho gusto y que-
rían seguirle á todas partes.
De esta manera trabajó el P. Lucas por tres años en la viña que le
había encomendado el superior, hasta que comenzó á rendirse la natura-
leza á tanto afán y fatiga. Como se veía precisado en sus frecuentes en-
tradas por los montes á dormir donde le cogiese la noche, unas veces en
las alturas de montañas empinadas y otras en las honduras húmedas de
los valles, contrajo por los muchos vientos, calores y humedades una en-
fermedad complicada de muchos males. Era continuo el dolor que pade-
cía en los huesos ; la vista llegó á estar tan debilitada que apenas distin-
guía los objetos, y el estómago tan ñaco y sin calor natural, que no podía
digerir cosa ninguna. No era bastante la mocedad para expeler la grande
copia de humores dañados que se habían apoderado del cuerpo. Y no de-
Jando por eso sus ásperas penitencias diarias de ayunos, disciplinas y de
otros géneros de mortificación, sin la cual no le parecía poder vivir en
esta vida, cayó en un continuo y vehemente dolor de estómago, que le
Libro V. — Capítulo I 205
excitó los deseos de verse con algún misionero y de comunicar con él sus
achaques, suponiendo q,ue también en sus hermanos habría causado al-
guna novedad la calidad del terreno. No le movía menos al viaje otra
dolor interno que de tiempo le aquejaba, y era el anhelo que tenía de re-
conciliarse con algún sacerdote, cosa que no había podido lograr en n u-
cho tiempo, por la mucha distancia en aquellas soledades, y es ésta una.
de las mayores penas que entre otros ahogos del alma sufren los misio-
neros privados por muchos meses del santo sacramento de la Penitencia;
aunque su divina Majestad que jamás se deja vencer en liberalidad de
sus siervos sabe consolar de otra manera y suplir por otro lado la gracia
del sacramento, con los que generosamente se consagran á la extensión
de su nombre.
Por estas razones se determinó el P. Lucas á bajar al Marañen, y
echando mano de una mal aviada canoa, navegó con algunos indios de
su pueblo por diez días hasta el primer pueblo de Mainas. A la entrada,
misma de la reducción, se vio penetrado de otro nuevo dolor y senti-
miento; porque halló á todo el pueblo apestado de sarampión y alfom-
brilla, que consiste en unas viruelas de mala casta y mucho peores que
las comunes de Europa. Moría mucha gente del contagio, que no habienda
perdonado al misionero del pueblo le tenía postrado en la cama con re-
cias calenturas, sin poder asistir como quisiera á sus ovejas. Luego que
supo la venida del P. Lucas, adoró la singular providencia del Señor en
traerle á su pueblo en tiempos de tanta necesidad y miseria en que no
podía socorrer á sus hijos, atado á su aposentillo á causa del contagio.
Reconciliáronse mutuamente con mucho gozo y consuelo, y al punto em-
pezó el misionero nuevo á confesar enfermos, administrar viáticos, bau-
tizar niños é instruir catecúmenos y disponerlos para el sagrado bautis-
mo, porque á todos se iba extendiendo la peste y era necesario socorrer
en la hora de la muerte con aquel sacramento á los adultos que no esta-
ban bautizados. Era increíble el trabajo del P. Lucas en tantas necesida-
des, queriendo correr á todas partes, porque no sólo se extendía su cela
y caridad á los feligreses del lugar, sino también á otros anejos que, aun-
que distantes, estaban sujetos al mismo contagio. Aquí volvió á doblar la.
fatiga de trepar montes , vadear ríos y atravesar cerros, en que se había
ejercitado por casi tres años en el río Pastaza ; pero se le hacían dulces-
al ver el inmenso fruto que lograba de niños y de grandes que volaban
al cielo recibida la gracia del bautismo.
Sosegada algo la epidemia , llegó un indio del pueblo de los Angele»
con las malas nuevas de que comenzaba la peste por el río Pastaza, y
que estaban los Roamainas y Zapas en la mayor apretura por hallarse
en circunstancias tan críticas como ovejas sin pastor. Al momento el
P. Lucas, despidiéndose del otro misionero que todavía se hallaba bien
postrado, corrió á la necesidad de sus hijos. Subió en la canoa tan de
prisa y con tanto sobresalto, que se olvidó de llevar consigo algún medi-
camento para el estómago, que había sido uno de los motivos de su ve-
y06 Misiones del Marañón Español
nida, como quien hacía más caso de la vida de sus feligreses que de la
suya propia. Fué la navegación bien penosa, porque era flaca la canoa,
los indios remeros estaban enfermos y sin fuerzas, y se caminaba contra
las corrientes. Pero al fín, librándole Dios con singular providencia de
dos peligros de muerte, llegó al pueblo deseado. Sin descansar un punto
se aplicó á la cura y asistencia espiritual y temporal de los enfermos,
echando aquí el resto de la caridad con los hijos que había engendrado
en Jesucristo. Fué igual la mortandad en el pueblo de los Angeles, á la
que se experimentó en los del Marañón , y la peste que despobló los luga-
res parece que pobló de almas el cielo. Porque, fuera de los nifios'que fue-
ron á gozar de Dios en mucho número, murieron muchísimos adultos bau-
tizados en aquella hora, y otros que ya eran cristianos acabaron feliz-
mente su carrera fortalecidos con los santos sacramentos.
Como cesó la epidemia del sarampión y alfombrilla , parece que ce-
saba la necesidad de la vigilante aplicación y la asistencia del P. Lucas,
el cual echando de menos en sí aquel brío y esfuerzo que le daba la ne-
cesidad, se rindió á su misma enfermedad y flaqueza. A poco tiempo co-
noció que se moría sin remedio ; y llamando á sus hijas se despidió de
ellos tiernamente, y les exhortó con dulces y amorosas palabras á la
perseverancia en la fe santa que habían recibido. En el día siguiente les
dijo Misa, en la que comulgó por viático, y retirado después á su camilla
expiró como otro San Xavier, muy compuesto y puesta la sotana, víc-
tima de la caridad, holocausto del celo y ejemplo de fervorosos misione-
ros, día 4 de Julio del año de 1660. Fué sepultado por mano de sus hijos,
que celebraron las exequias con muchas lágrimas por el sentimiento de
haber perdido un padre amorosísimo que tanto les había querido, culti-
vado en las costumbres y adelantado en la religión. Los demás misione
ros lloraron amargamente la pérdida de un joven de veintiocho años,
que había podido con su aplicación incesante dar en tan corto tiempo
a,siento á la cristiandad de Pastaza, que por los destemples de aquellas
regiones estuvo siempre expuesta á la diminución y exterminio. Mas se
consolaban de que habiendo cogido el fruto que correspondía á muchos,
quiso Dios abreviar el período de su vida para coronarle en la otra.
Fué el P. Lucas Majano, santo desde su niñez. Nacido en Guayaquil,
le pusieron sus padres desde que tuvo edad para aplicarse á las letras, en
el seminario de San Luis de Quito. Dióse'aquí tanto á la virtud, que sin
faltar en nada á la obligación de estudiante hacía vida de religioso. Imi-
taba muy de cerca, si no le excedía á su hermano mayor el P. Tomás, de
quien hablaremos después, en la oración y penitencia, y ya decía desde
entonces que sin las dos virtudes de la oración y penitencia no se cum-
plía con la obligación de cristiano. Fuera de los tiempos señalados á los
seminaristas para su oración, daba á este santo ejercicio varias horas de
la noche que hurtaba del sueño, y las interrumpía con recias disciplinas,
en cuya práctica fué siempre ñrme y constante todas las mañanas.^Salió
tan buen estudiante, que acabada la filosofía alcanzó en ella el grado de
Libro V.— Capítulo II 207
maestro. Logró ser recibido en la Compañía en su año primero de teolo-
gía, que concluyó en ella; dando á todos en sus estudios singulares ejem-
plos de virtud y más particularmente de oración y penitencia, que siem-
pre fueron los medios de que se valía para unirse con su Dios. Ordenado
de sacerdote, pidió luego y obtuvo, por el celo que mostraba de la con-
versión de los gentiles, ser nombrado para las misiones del Marañón , en
donde en solos tres años, pero con mucho fruto de las almas, acabó su ca-
rrera consumido á penitencias, pasado de humedades, combatido de tem-
porales, tocado de peste y abrasado de su mismo celo y caridad.
CAPITULO II
VIAJE AL MARAÑÓN DEL P. JERÓNIMO ÁLVAREZ ; SU MUERTE EJEMPLAR
Á LA ENTRADA EN BORJA, Y BREVE ELOGIO DE SUS SINGULARES VIR
TUDES.
A la muerte temprana del P. Lucas Majano, misionero mozo, fervo-
roso y de grandes esperanzas en Ja misión, se siguió el año siguiente la
muerte de otro operario de la misma edad, de* virtud muy parecida y de
no menores esperanzas. Tal era el P. Jerónimo Alvarez, que, venido de
España y concluida en Quito la teología, consiguió, como insinuamos, por
sus instancias fervorosas ser dedicado á las misiones del Marañón,
Salió el P. Alvarez de Archidona (á donde había pasado ya con el
P. Cueva) á pie con un mozo y algunos indios hacia la tierra de los Ga-
yes, para bajar por un río llamado Bohonaza, al centro de la misión, por
entenderse ya que este río descargaba en el Marañón y no muy lejos de
la ciudad de Borja. Fué muy penoso el viaje desde los principios, por ser
aquellas tierras muy húmedas, á que se llegaba el hallarse en el invierno
y ser muchas las aguas. Atravesaba pantanos llenos de agua y barro
hasta las rodillas, sin poder jamás enjugarse la ropa, por los muchos
aguaceros de que no podía defenderse en campo descubierto ; su cama
por la noche eran unas hojas mojadas; la comida grosera, y la compa-
ñía, de indios bozales. Pero caminaba con tanto esfuerzo y alegría, que
causaba admiración á los que con dificultad le seguían. Cuando se acercó
á las tierras de la nación de los Gayes, se aumentaron los trabajos, ries-
gos y peligros, porque era necesario caminar por montes altísimos y pe
ñas tan empinadas y derechas, que apenas se podía poner el pie sin riesgo
de despeñarse en horribles precipicios. Crecía más el peligro con los mu-
chos bejucos ó varitas enredadas ó como sembradas por la tierra , que
estorban el paso, y con las espinas agudas y otras plagas y malezas, que,
hiriendo al padre con mucha continuación, le ocasionaban vivísimos do-
lores en las piernas. A pocos días de tanta fatiga enfermó notablemente,
208 Misiones del Mauañón Español
y en medio de serle forzoso vadear muchas veces ríos con el agua hasta
la cintura y romper por corrientes impetuosas que casi le arrebataban,
nada le acobardaba, hacía rostro á todo, enfermo y mozo delicado, rom-
pía por todas las dificultades con un ánimo superior á sí mismo, y sin dar
jamás la más ligera muestra de impaciencia ó caimiento.
Llegaron á tanto los trabajos en tan desastrado camino, que los indios
mismos con ser hijos de los montes, por donde corren como ciervos, y con
estar tan habituados á vencer las dificultades mayores, por cerrados que
parezcan los caminos, tuvieron por imposible superar las presentes y
se despedían del padre, diciendo que no se atrevían á proseguir por sitios
tan fragosos y con tiempo tan contrario. Viendo el padre que le dejaban
en la mayor incertidumbre, sin saber dónde se hallaba, y en tanto riesgo
de indios enemigos y guerreros, sin alguna defensa, les rogó mucho que
no le quisiesen desamparar en aquel apuro; que él estaba resuelto á pro-
seguir adelante aunque perdiese la vida en la demanda; la cual daría de
buena gana á trueque de no faltar á la vocación divina que le llamaba
al Marañón por el bien de sus paisanos. No fué menester poco para ven-
cerlos y persuadirlos á que prosiguiesen ; pero al fin se rindieron á las
razones del misionero, y tiraron con dificultad adelante.
En tantas aflicciones, asperezas y penalidades, se le había hecho al
P. Jerónimo una llaga en una pierna que le era de tormento bien grande,
así por los encuentros ordinarios y molestos de palos, ramas y espinas,
como por caminar á pie tantas leguas por tierras desiguales y por muchas
aguas. Creyendo hallar alguna esperanza de alivio en tantos dolores,
tomaron el expediente de buscar un puertecillo en el río de Bohonaza, en
donde se embarcaron en una canoa que hallaron á gran dicha dos años
antes dejada en aquel sitio de los Xeveros. Estaba tan rota y podrida la
embarcación, que era preciso aliviarla continuamente de la mucha agua
que entraba por las hendiduras, tapando con barro los agujeros, porque
no se fuese á pique, como á cada paso temían. Aumentaban la incomodi-
dad y fatiga los recios aguaceros que casi todos los días experimentaron
en tan desgraciada navegación; de donde resultó que aquí también, como
en tierra, estuviese el padre día y noche empapado en agua, sin tener
ropa con que mudarse, y sin hallar alivio por las noches en las hojas mo-
jadas que le servían de colchón. De esta suerte llegó como pudo el P. Jeró-
nimo al pueblo del nombre de Jesús de los Coronados, en donde se hallaba
el P. Francisco de Figueroa, misionero tan antiguo y de tanta práctica en
aquellas tierras. Fué grande el consuelo del P. Alvarez, con un encuen
tro tan dichoso de aquel hermano y padre suyo, como de todos los demás
misioneros que se hallaban en el Marañón. Pero no fué menor el dolor
del P. Francisco, al ver ciquel hijo suyo tan lastimoso, enfermo y de todas
maneras maltratado. No le pareció detenerle en aquel sitio poco saludable
y menos á propósito para curarle, y dispuso luego otra canoa mejor en
que con gente práctica y con la mayor comodidad prosiguiese su viaje
hasta la ciudad de Borja, en donde creía que atendiendo de asiento á su
Libro V.- Capítulo II 209
cura, sanaría en poco tiempo de sus males y recobraría enteramente la
salud.
Mas este mismo viaje en que le trataron como enfermo, siendo mejo-
res los alimentos y más cuidadosa la asistencia de los indios, acabó de
rematar el P. Alvarez. Porque cuatro días antes de llegar á la ciudad,
sobre sus primeros achaques y la llaga irritada de la pierna , le asalta-
ron fríos y calenturas, que llegando á ella prosiguieron y se aumentaron.
Asistiósele con entrañable cuidado lo mejor que se pudo en aquellos países,
en que se puede poco por no haber ni médicos ni medicinas- Pensaban los
demás no ser de riesgo el achaque ó enfermedad, pero el P. Jerónimo se
persuadió desde luego que moría sin remedio; y así trató de su prepara-
ción para la muerte, como quien vivía con este desengaño. Diósele á su
instancia el Viático, que recibió con extraordinario gozo y consuelo y con
tanta paz interior de su alma, que preguntándole el superior poco antes
de morir si tenía cosa que le diese cuidado en aquella hora, respondió que
no, acompañando la respuesta con grandísimos afectos á su Majestad por
los favores y mercedes grandes que le hacía : en que mostraba bien ser
muy vivos y singulares los consuelos interiores que experimentaba su
alma. Pidió después la Extrema Unción, y que se le diese la recomenda-
ción del alma, que oyó con tanta paz y sosiego, que parecía no tener en-
fermedad alguna. Duró en esta calma de espíritu una noche entera hasta
la mañana del día 1.'' de Marzo del año de 1661, en que dio su espíritu al Se-
ñor, dejando á los padres por una parte envidiosos de su buena muerte, y
por otra desconsolados por haber perdido un sujeto de su celo, virtud y
prendas. Parece que mereció tan temprana muerte el buen ejemplo de
religiosas virtudes que tuvo toda su vida. Pudiérase decir mucho de su
proceder ajustado en todo tiempo, pero no siendo de nuestro asunto el
extendernos en las virtudes que practicaron en otras partes los misione-
ros de Mainas, sólo daré una breve idea de este Joven ejemplar.
Nació el P. Jerónimo Alvarez, de padres nobles, en la villa de Zigales
del obispado de Valladolid. Educado en su patria, le enviaron sus padres
á estudiar latinidad en esta ciudad, en donde á las muestras de ingenio
propias de aquella edad, añadió también el adelantamiento en la filoso-
fía. Fué llamado de Dios á la Compañía á los diez y seis años, y renun-
ciando las bien fundadas esperanzas que le prometían en el siglo su no-
bleza, capacidad y valimiento, se entregó tan del todo á cultivar su alma
con las virtudes más sólidas, que ya desde entonces no parecía perder
punto de perfección en la observancia de las reglas más menudas y esta-
tutos de la religión. Hallábase muy contento en esta escuela de perfec-
ción, pero quiso Dios probarle en el noviciado con una llaga en una
pierna, que no cediendo á los penosos remedios que se le aplicaban^
obligó á los superiores á enviarle á la casa de sus padres, para que allí
se le aplicasen con más despacio y comodidad nuevas medicinas. Sintió
el lance en extremo el perfecto novicio, que tenía puesto su amor en la
Compañía, en donde tenía su madre, padres y hermanos. Tres meses
14
*210 Misiones del Marañón Español
duró su aflicción, al cabo de los cuales volvió al noviciado y con tanta
satisfacción del provinoial, que puso en sus manos la elección del cole-
gio ó de Valladolid ó de Santiago, para estudiar filosofía. Aplicóse á esta
facultad con todas veras; pero haciendo más caso de la divina ciencia,
mereció que le llamase Dios al ministerio apostólico de la conversión de
infieles. No desatendió al divino llamamiento, y examinada su vocación
de los superiores, fué señalado para la provincia del Nuevo Reino, cuyo
procurador se hallaba entonces en España. Partióse á Sevilla; habien-
do estudiado en esta ciudad dos años de teología, salió para el Nuevo
Reino, y después de muchas incomodidades de mar y tierra, llegó á
Q.uito, en donde concluyó l®s estudios. Y como el fin de su venida era la
conversión de los gentiles, no paró hasta pasar al Marañón, como hemos
visto.
Esta fué la serie de su vida en donde se echan de ver las ricas virtu-
des de su alma, las cuales observaron más de cerca los que con él vivie-
ron, y nos dejaron una memoria encarecida del buen olor de santidad
que dio siempre en la Compañía. Porque su celo de 1^ conversión de las
almas, se echa bien de ver en las ansias que tuvo de emplearse en la
reducción de los infieles con tantas penalidades, riesgos y peligros. En el
tiempo que estuvo en Quito, ordenado ya de sacerdote, estaba ordinaria-
mente en el confesonario como en su centro, sin salir de él, sino para de-
cir Misa y comer. Acabada la quiete se volvía á él, en donde perseve-
raba hasta la noche. Iba con mucho gusto á los hospitales, y comúnmente
buscaba los enfermos más asquerosos, procurando con todas sus fuerzas
su alivio espiritual y temporal. En la pobreza fué muy señalado, no te-
niendo consigo sino lo precisamente necesario, y eso lo peor de la casa.
8i alguna vez le daban algo con licencia, y lo recibía por urbanidad,
luego se deshacía de ello y con licencia se lo daba á otro. En la castidad
fué un ángel, y aseguró su confesor que lo fué por algún tiempo del Pa-
dre Jerónimo, haber tenido el singular privilegio de no ofrecérsele si-
quiera imaginaciones torpes. Pareció á todos perfecta su obediencia,
rendida siempre á la voluntad de los superiores, puntual á la primera
señal de la campana, sin mostrar jamás dificultad en lo que se le man-
daba, teniendo muy impreso en su corazón, como repetía frecuentemente
á los de casa que la voz sensible del superior era la señal más clara de
la voluntad de Dios. No digo nada del despego de sus parientes, que
harto consta de lo que hasta aquí habemos dicho; sólo añado que jamás
en Indias se le oyó hablar de sus parientes, no los tomó en boca por lo
mismo que eran tan principales. Y siendo bien capaz y entendido, siem-
pre profesó una sencillez tan sana, y una mansedumbre y docilidad tan
agradable, que se hacía querer de todos y se edificaban de sus acciones.
Su mortificación se conocía bien, en que padeciendo dolores continuos de
estómago pedía al prefecto de la iglesia que le señalase siempre para de-
cir la Misa última, y cuando eran otros señalados para decirla, él mismo
se convidaba á aliviarlos de aquel cuidado. Con estas virtudes se dispuso
LiBiCü V.— Capítulo III 211
para las que ejercitó en grado más heroico, en su penosísimo viaje á los
Mainas, y en su pacífica y sosegada muerte.
CAPITULO III
DE LOS TRABAJOS APOSTÓLICOS QUE SABEMOS DEL PADRE TOMÁS MAJANO,
Y DE SU MUERTE POR LOS AÑOS 1663
No pararon en las dos muertes sentidísimas de los dos fervorosos mi-
sioneros de quienes hemos hecho mención en los capítulos antecedentes,
las desgracias y trabajos de la misión de los Mainas; siguióse á la falta de
■aquellos operarios mozos la muerte de otro misionero de poca más edad
y de igual celo. Este fué el P. Tomás Majano, hermano del P. Lucas, que
habiendo bajado con el P. Santa Cruz á las misiones por los años de 1654,
vivió en ellas tan escondido ó tan olvidado, que apenas tenemos noticia
de sus trabajos y fatigas, que no dejarían de ser grandes en nueve años
que gastó en su penoso ministerio. Pero por haber sido el P. Tomás un
varón tan ejemplar y estimado de todos por sus señaladas virtudes, pon-
dremos en este lugar lo poco que ha llegado á nuestra noticia. Fué envia-
do este celoso misionero en el año de 1659 á dar asiento á la cristiandad
de Ucayale, en donde con un hermano coadjutor, llamado Domingo Fer-
nández, trabajó con mucha constancia y celo, sin perdonar á molestias
que se creyeron muy grandes por las contradicciones que encontraba en
la gente. En dos años seguidos en que cultivó á los Ucayales llegó á fun-
dar, vencidas muchas dificultades, tres ó cuatro pueblos, á que acudía
unas veces por sí mismo, otras por medio del hermano Domingo, desde
Santa María de Ucayale, que era como el centro de esta parte de la
misión.
Mas este linaje de Cocamas ó Ucayales (que con estos dos nombres los
llaman las relaciones de aqu€l tiempo), siempre cruel, traidor y rebelde,
presto mostró el natural doble y genio malicioso que se observó en ade-
lante. Cansados luego de asistir diariamente al catecismo, que se había
•establecido con gran fatiga en los pueblos, se negaban á los principios á
venir á la doctrina. Después abandonaron á los misioneros, no atendién-
doles en cosa alguna necesaria para el sustento, y haciendo ya como pro -
fesión de desobedecerles abiertamente en cuanto les mandaban y roga.
ban; por estos escalones llegaron á la última maldad y traición, que fué
convenir en sus juntas en la muerte de los misioneros. No hubiera dejado
el campo el P. Tomás por el miedo á la muerte, porque anhelaba el mar-
tirio, si D. Mauricio de Vaca, gobernador de Borja, entendiendo las tra-
mas que se habían descubierto de los Ucayales, no hubiese dado orden á
los dos misioneros de que se retirasen á las tierras del Marañen y se pu-
siesen en seguro. Obedeció el P. Tomás con sus compañeros, y se retiró
á Santa María de Guallaga, trayendo consigo como cien familias de Uca-
212 Misiones del Makañón Español
yale, que se habían mantenido siempre en obediencia y sujeción. Y aun-
que mandó el gobernador que pasase un cabo con algunos soldados para
contener los Ucayales, examinar las cabezas de la rebelión y castigar los
culpables, no tuvo efecto alguno el mandato por varios embarazos que
sobrevinieron, y muy particularmente por la peste que comenzaba á cun-
dir en aquella sazón por las misiones.
Desde la vuelta del P. Majano con los pocos Ucayales al río Guallaga^
que sucedió en el año de 1659, no tenemos noticia alguna de nuestro mi-
sionero. No la tuvo el P. Manuel Rodríguez con escribir su historia pocos
años después; sólo nos dice en ella que de allí á algunos años se public6
la noticia de su muerte, que pudo ser como á los 63 ó 64 de aquel siglo. Y
cuando no pudo averiguarse aquella circunstancia tan notable, menos se
pudieron tener noticias de las virtudes que ejercitó entre los que, ó no le
conocían ó no se edificaban de ellas. Sólo quedó como muy singular en la
memoria de un neófito un caso que refirió después, por la grande armonía
que hizo á su tosco entendimiento tanto valor y constíincia. Y en realidad
es una prueba bien clara de lo heroico de las virtudes del P. Majano, que
quedaron escondidas en aquellos valles y montes retirados. Contaba este
indio, que en una de las rebeliones que levantaron contra el misionero los
recién convertidos, porque les reprendía sus apetitos brutales y liberta-
des escandalosas, determinaron quitarle la vida por no tener delante de
los ojos quien les fuese á la mano en tantos desórdenes. No estuvo la con-
juración tan secreta que no la oliesen los niños, los cuales, siempre fieles
á los misioneros, avisaron al padre que se guardase, porque le querían
matar y estaban ya haciendo las prevenciones. Vengan en hora buena, res-
pondió el Padre, vengan esos hombres que me quieren matar. Aqui estoy y na
pienso en huir. Aunque yo temo que no soy digno de una gracia tan grande como de-
rramar mi sangre por aquel Señor que derramó la suya primero por mí. Diciendo
esto se fué derecho á la iglesia, en que ofreció gustoso á Dios su vida y le
dio muchas gracias por el peligro en que se hallaba de perderla.
Detúvose en ella por mucho tiempo en afectos encendidos del marti-
rio, hasta que pareciéndole tardar mucho los bárbaros, salió como impa-
ciente del martirio á buscarlos por sí mismo, y á pocos pasos vio algunos
apóstatas que venían con sus lanzas en las manos á quitarle la vida.
Hincóse de rodillas luego, y levantando los brazos al cielo y el corazón á
Dios, les habló con resolución é imperio, de esta manera: iSi me buscáis á
mí, aquí estoy, no resiHo al sacrificio; heridme, matadme, hactdme pedazos, con tal
que vuestra furia, hijos míos, se acabe con mi muerte, y no paséis á apostatar de la,
fe santa que habéis recibido. Esta vida la ofrezco al Señor por mérito de vuestra
perseverancia en la fe. No queráis añadir pecados á pecados, y no quiera Dios que
pare en ruina y precipicio vuestro el odio que os inspira la pasión. Así se explicó
en el mayor peligro su corazón intrépido, encendido en amor de Dios y
de sus enemigos. Pero la respuesta de los bárbaros fué encogerse de hom-
bros, confundirse y venerar al misionero; y como que no podían otra
cosa, se volvieron á sus casas y dejaron las armas. Di jóse que los traído-
Libro V. — Capítulo III 213
res mismos confesaron después, que al salir el padre de la iglesia , y al
ponerse de rodillas, para recibir las lanzadas, estaba su cuerpo lleno de
rayos de luz y su rostro parecía un sol que les alumbraba.
Esto contaba el indio que parecía haberse hallado presente al aten-
tado de los bárbaros y á la salida de la iglesia del P. Tomás. Nosotros
quisiéramos alguna mayor confirmación de un caso tan heroico y prodi-
gioso. Pero es preciso contentarnos con estas noticias mendigadas de al-
gunos hechos de aquellos humildes varones apostólicos que, retirados del
trato de gente racional, sólo estuvieron atentos á obrar grandes cosas en
favor de las almas, y se olvidaron de publicarlas, de escribirlas y de de-
jarlas á la memoria de los hombres, sabiendo muy bien que se apuntaban
exactamente en el libro de la vida.
Entre tanto, tenemos la satisfacción y consuelo de que el P. Tomás
Majano, mientras se le pudo observar, vivió de manera que no pareció á
los que lo conocieron indigno de la gracia del martirio. Nació en la Man-
cha y pasó muy niño con sus padres á Guayaquil, por los años de 1630.
Enviáronle de pocos años al seminario de San Luis de Quito, en donde
comenzó, y después prosiguió con su hermano el P. Lucas las letras hu-
manas, y las ciencias sagradas, pero adelantándose siempre en la virtud,
de que hacía más caso que de todos los dones naturales y humanos. En-
trado en la Compañía, fué tenido constantemente, como asegura en el
libro IV, cap. vi el P. Rodríguez, su connovicio y testigo de vista, por un
Estanislao en el noviciado, y por un Gonzaga en los estudios. Era su con-
versación siempre de Dios, la oración casi continua, sin que se le pudiese
persuadir á que, ó durmiese en cama, ó descansase-siquiera cuatro horas:
tan poseído estaba su corazón de un anhelo insaciable de tratar con Dios,
á quien buscaba en todas las horas y momentos, hasta que se rendía la
naturaleza al poco sueño que tomaba. Una noche, dice el padre arriba
citado, entré á deshora con luz en su aposento , y le hallé en el suelo
puesto en cruz con los brazos tendidos y con un madero por cabecera,
•durmiendo como en un colchón de plumas. La mortificación parecía su
regalo; eran cotidianas y sangrientas sus disciplinas, los ayunos conti-
nuos, el cilicio jamás le quitaba y solamente lo variaba; si estaba de pie,
tenía siempre que sentir en la postura; si sentado, siempre buscaba al-
guna incomodidad ó molestia, práctico en hallar invenciones solícitas con-
tra su carne. El aspecto parecía la humildad misma, y no daba lugar su
modestia á que se descubriese el. color de los ojos. No he visto, ni espero
ver, dice el mismo autor, en otro alguno, tan ardiente hambre y sed de
la justicia, como vi en el P. Tomás Majano. Con estas singulares virtudes
se dispuso y fortificó su corazón para el apostolado, y con la constante
íibnegación de sí mismo en todas las cosas, llegó á tener un ánimo supe-
rior á todas las dificultades, trabajos y persecuciones y aun á la muerte
misma.
214 Misiones del Mar anón Español
CAPITULO IV
sale el P. RAIMUNDO DE SANTA CHUZ EN BUSCA DE CAMINO MÁS FÁCIl*
Y MÁS DERECHO DESDE LAS MISIONES Á QUITO
En este mismo tiempo en que se lloraban en las misiones las muerte*
de unos operarios de tan buenas esperanzas, como hemos visto, no estu-
vieron ociosos los demás, que no sólo trabajaban con esmero en sus pue
blos, adelantándolos en cristiandad y policía, sino que miraban adelante,,
deseosos en extremo de la permanencia de las reducciones, ya formadas,.
y de la extensión de la fe por otras naciones que hablan descubierto. Y
como tenían bien entendido que de la comunicación frecuente con la ciu-
dad de Quito y de las entradas y salidas fáciles de la misión, dependía
casi en todo la subsistencia y'aumento de ella, comenzaron á pensar otra
vez en lo que tantas veces se había intentado, sin hallarse todavía satis-
fechos de los caminos descubiertos. Porque el viaje del P. Lucas de la.
Cueva, que vino á salir con tantas fatigas y sudores á Patate, no descu-
brió caminos ni senderos, sino alturas impenetrables, laberintos enredo-
sos y horrendos precipicios. El que había hecho el P. Santa Cruz por
Ñapo hasta Archidona, puesto que parecía bastantemente seguro, y de
algunas ventajas, por tener ya la Compañía el curato de aquella ciudad,
no dejaba de tener sus inconvenientes, no sólo por ser largo y haber de-
lidiar contra las corrientes del Ñapo á la salida, y contra las del Mara-
ñón á la vuelta, sino también por los muchos enemigos que se hallaban
en las orillas del río Ñapo , de quienes se temían sorpresas y acometi-
mientos, de que habían dado pruebas en la muerte de los Xeveros.
Estas razones movieron mucho al P. Raimundo de Santa Cruz para
que se arrojase á otra nueva empresa que le facilitaba su corazón, siem-
pre magnánimo, cuando se trataba del bien universal de la misión. Ha-
bía este celoso misionero reconocido en su vuelta por el río Ñapo, la na-
ción de los Gayes, interpuesta entre este río y el Pastaza, y echado de
ver que no parecía estar lejos de reducirse á población una nación tan
numerosa. Esto supuesto, discurría de esta manera: el camino será más.
fácil y derecho si se llega á conseguir una de dos cosas, ó el pasar desde-
el río Pastaza hasta el puerto de Ñapo, por la travesía de los Gayes, gente-
tratable y que se espera reducir con el tiempo al Evangelio , ó entranda
desde Pastaza en el río Bohono, y tomando la mayor altura posible, in-
vestigar bien las montañas de la derecha, poco distantes de Latacunga,.
cercana á la ciudad de Quito. En lo primero hallaba la conveniencia
ventajosa de que los Gayes reducidos servirían de escala para el viaje,
que se hacía por lo mismo más fácil y llevadero. En lo segundo se veía
más claramente la utilidad, si se pusiese en práctica, porque fuera de ser
Libro V.— Capítulo IV 215
más corto, sería casi todo por agua, que era lo que más importaba para
en adelante.
Comunicado el pensamiento con el P. superior de las misiones, á quien
parecieron muy bien las razones del P. Raimundo, se resolvió éste á la
empresa más difícil y con más falta de noticias que se sabían antes de la
expedición primera por el Ñapo, porque al fin, aquel había sido camino
ya hollado de racionales; pero el que ahora se buscaba por las travesías
del Pastaza hasta el puerto de Ñapo, ó por las montañas que vienen á
parar cerca de Latacunga, se tenía por cierto que ninguno le había tran-
sitado. Eligió para la expedición dos mozos españoles, bien hábiles y
despiertos; tomó un buen número de Cocamas y Xeveros, y puesta en
Dios su confianza, dio principio al viaje sin saber bien á dónde caminaba.
No llevaban las canoas otro piloto que la Providencia de que se dejaban
gobernar. En doce días venció desde Guallaga las corrientes del Mara-
ñón, hasta la embocadura del río Pastaza, por donde subió por otros
veinte sondando aguas, hasta entonces no descubiertas.
Como era el destino imaginario y le pareció haber ganado mucha al-
tura, saltó en tierra y examinó la ribera y tomó la resolución de empe-
zar desde este sitio á explorar la travesía hasta el Ñapo , por las tierras
intermedias, pero sin desistir del viaje por agua. Para esto mandó á uno
de los mozos, que con parte de la gente siguiese el curso del río, hasta
donde pudiese; y que si hallaba alguna noticia ó descubrimiento útil, vol-
viese al mismo paraje á esperar á los demás ; pero si no hallaba algún
término ventajoso, ó le faltaba el aliento, se refugiase, ayudado de las co-
rrientes, á la ciudad de Borja. Conviene también el P. Santa Cruz en ha-
cer la misma diligencia y quedaron todos de acuerdo. Después de esta
convención prosiguió parte de la gente su navegación y el padre con el
otro mozo y demás gente, prosiguió su viaje por tierra sin ningún ca-
mino, atrevesando montes, trepando por riscos y buscando términos que
no hallaban. Sucedióles alguna vez, después de largo viaje, verse preci-
sados á desandar lo andado, siguiendo las señales y mojones que iban de-
jando, por ser el fin del descubrimiento un precipicio. Otras veces vol-
vían atrás por tropezar con montes inaccesibles, tal vez por verse cie-
gos con la espesura de los árboles y matorrales, y perdían la esperanza
de ver luz y observar el cielo.
Era necesario corazón y no parece qué bastaba el ánimo más valiente
para romper por tantas dificultades y continuar día y noche entre tantos
enemigos. La tierra infundía miedo con sus asperezas y soledad , el aire
con la mudanza y destemple conmovía los humores ; el cielo escondía su
vista, negando el norte, única guía del rumbo que se llevaba; las fieras
presentaban sus vivares y los tenían en continuo susto. Ya se hallaban
én las eminencias de los más altos montes, ya bajaban á las llanuras y
honduras de los valles; el cielo, el aire, la tierra, bestias, obscuridad,
precipicios, todo asustaba; pero Santa Cruz á todos animaba en tan
grande contradicción, y sin más consuelo que el de la Providencia , pro-
216 Misiones del Marañón Español
seguía su ciego viaje, ya por un lado ya por otro, tanteando todos los pa-
rajes, hasta que por fin llegó á un valle grande que regaba un río cau-
daloso, el cual por sus noticias, debía ser el Curaray. Cobraron aquí al-
gunas esperanzas, porque según los antecedentes que se tenían en Quito
de este río, no podrían hallarse muy lejos de tierra conocida y de donde
era ya trillado el camino para aquella ciudad. Pero se hallaban muy du-
dosos en si debían tirar á mano derecha ó elegir camino por la izquierda.
El acierto sólo pendía de la casualidad y fortuna, por no tener principio ni
razones con que determinarse. Rompió Santa Cruz, en la duda, por donde
pudo, y pasando el río á ingenio de los indios, diestros en vencer vados y
atravesar raudales, se disponía la gente á doblar sus esfuerzos, con las
esperanzas de hallar en breve el término deseado.
Pero cuando todos vivían alegres esperando el fin de sus trabajos con
algún hallazgo afortunado, cayó el P. Santa Cruz en la mayor debili-
dad y ñaqueza, ocasionada principalmente de la falta de alimentos. Por-
que consumidas ya las provisiones y acabado el maíz, que era el prin-
cipal alimento, se sustentaban de solos palmitos tiernos y de algún otro
plátano silvestre que por casualidad encontraban. Apretó de tal manera
este enemigo terrible que no da treguas, que se vieron obligados por no
perecer, á volver al sitio señalado, donde se habían separado las canoas,
contentos por entonces del descubrimiento del río Curaray, con ánimos
de volver á él con más provisión y bastimentos, caso que las canoas no
hubieran sido más dichosas en algún encuentro más afortunado. Fué
breve el camino por ser ya conocido y las señales que habían dejado les
llevaban al sitio de la separación, en donde, no encontrando las canoas,
se dirigieron sin perder tiempo, porque les ejecutaba el hambre, á la ciu-
dad de Bor ja, muy deseosos de saber en qué habían parado las canoas
después de la división de los viajes.
CAPITULO V
SEGUNDA SALIDA DEL P. SANTA CRUZ EN BUSCA DEL CAMINO DESEADO
Llegó á Bor ja el P . Raimundo de Santa Cruz bien desmejorado de las
penosas fatigas de su viaje, y cuando parece que le debía dar algunas
treguas su celo para repararse por algún tiempo de tantos trabajos, se
avivó mucho más con la relación que le hizo el mozo de las canoas, que
tiempo antes se había recogido á Borja con los indios que le acompaña-
ban. Contóle el mozo que, haciéndose río arriba, había encontrado á po-
cos días de la división una casa con poca gente, y que ésta le había dado
noticia de un camino que llamaban de Patate, y añadido que no distaba
mucho de Ambato. Y que con esta noticia, falto de víveres, y no pudiendo
sustentar á los indios, había dado la vuelta al sitio convenido; no encon-
Libro V.— Capítulo V 217
trando aquí al padre con su gente, le había parecido consejo más pru-
dente no aguardarle con la incertidurabre de que no volviese, que no el
esperarle apretado de un hambre cierta y de la falta de todas las cosas
necesarias. Oyó Santa Cruz la relación con mucho cuidado, y combinando
las especies que oía con las que había observado del río Curaray y con
las noticias confusas que se tenían de aquellos parajes, hizo juicio que la
casa encontrada era, sin duda, el puerto de la Canela, adonde pocos años
antes había arribado después de muchos rodeos y trabajos el P. Lucas
de la Cueva. Parecióle bien el descubrimiento, y sin más informaciones,
se resolvió á dar la vuelta por el río Bohono y ver con sus mismos ojos
dicho puerto, desde donde pensaba empeñarse en nuevas aventuras, ya
por un lado, ya por el otro, hasta dejar abierto y practicable el camino
que fuese menos malo y más breve que los que hasta entonces se habían
descubierto.
Hecha muy buena provisión de maíz, yuca y plátanos, tomó gente y
canoas, y navegando de nuevo otro mes seguido por Pastaza y Bohono,
dio fácilmente con la casa referida, que era verdaderamente el puerto de
la Canela, como pensaban. Saltó en tierra con intento de pasar á tierras
de Ambato y de Patate, pero halló un camino tan arduo, fragoso é intra-
table, que más parecía temeridad que esfuerzo el montarlo. No le hacían
tan peligroso lo elevado de las montañas, como sucedía en otras partes,
pero aterraba y causaba espanto al ánimo más valiente lo precipitado ■
de los frecuentes torrentes y quebradas que todo lo barrían y las sendas
estrechísimas que por un lado apretaban y cerraban con montes impene-
trables, y por el otro ofrecían peligros inminentes de caer en despeña-
deros, con cuya profundidad se confundía la vista. En suma; todo era
perverso; como montañas, laderas, lodazales y otras malezas, pero todo
lo pasó Santa Cruz demarcando con mucho cuidado cuanto alcanzaba la
vista, sin omitir río, quebrada ni cordillera, y vino á salir con mucha fa-
tiga á Ambato, y de aquí á Latacunga.
Mucho había hecho el P. Santa Cruz en arribar á término conocido,
pero conocía haber hecho muy poco para lo que pensaba, porque veía
muy bien que el rumbo que había llevado, ni era ni podía ser camino
para racionales. Y con alguna diferencia venía su descubrimiento á ser
el mismo que había hecho el P. Lucas de la Cueva, que después de haber
andado errando por montes y atravesando bosques, vino á parar al
puerto de la Canela, y de aquí hasta Patate ó los Baños, y desde los Ba-
ños hasta Ambato, no lejos de Latacunga. Pero hallándose ya el padre
Kaimundo en esta población, le parecía haber mejorado algo de suerte,
porque creía poderse rastrear de este sitio alto algún camino mejor y que
viniese á dar en alguno de los ríos navegables, que era todo su cuidado.
Comunicó con personas prácticas (que allí llaman vaquianos) sobre las
entradas y salidas del río de Latacunga y de los otros que bajaban al
Marañen; y cogidas algunas noticias y derroteros, hizo alto sobre lo que
constantemente le decían, que bajando por la parte de los Baños indicaba
218 Misiones del Marañón Español
la cordillera menos fragosidad y peñas y no tanta distancia del río
Bohono, ó de otro que desaguase en él.
Con esta luz, que le dieron los prácticos de la población, bien preve-
nido de herramientas, comenzó con sus indios á subir por aquella parte
que le habían insinuado. Rompían, trepaban y seguían cortando árboles,
y rozando malezas, avivándose más las esperanzas cuanto eran mayores
las distancias que á fuerza de puño iban ganando. Pero cuando tan ani-
mosos vencían tierras, se les opuso enteramente el cielo. Empezaron con
toda fuerza las aguas, y como era desconocido el terreno, la defensa contra
las aguas ninguna, incierto el término del viaje y se iban hinchando los
torrentes con peligro de cortar la vuelta,, no pudieron pasar adelante, y
se vieron precisados á volver al camino de Patate, que, aunque tan ás-
pero y peligroso como hemos insinuado, les condujo finalmente al sitio de
las canoas, con que llegaron á Borja, resueltos á repetir la empresa en
mejores meses, y en tiempo más acomodado.
En este viaje contrajo el P. Santa Cruz una enfermedad que sobre los
otros achaques le duró hasta la muerte, porque introducida tanta hume-
dad en su cuerpo, cargó á la parte más débil y flaca, que eran las pier-
nas, todas llagadas y ensangrentadas de los abrojos y espinas de que
abunda el terreno de la misión, y por donde discurría sin reparo y sin.
resguardo alguno, como si fueran prados y flores que halagasen los sen-
tidos. Ahora, fuera de las llagas, se le hincharon con la abundancia del
humor, de tal manera, que jamás volvieron á su estado natural. Pero
este invencible héroe, á quien ni el cielo, ni la tierra, ni los imposibles
mismos parecían bastantes á impedir ó suspender sus heroicidades, cedió
solamente al tiempo, para volver, aunque enfermo, á proseguir su inten-
to, hasta conseguir camino, como veremos en el capítulo siguiente.
CAPITULO VI
sale tercera vez el padre RAIMUNDO EN BUSCA DE NUKVO CAMINO,
Y LO CONSIGUE
Poco tiempo se detuvo en Borja el P. Santa Cruz, aunque trabajado
de sus males; apenas llegó el mes de Setiembre en que se prometía
tiempo seco, cuando determinó salir la tercera vez con más denuedo en
prosecución de su empresa, hasta conseguir su intento ó desengañarse
del todo á que se sujetaba también su resignación. Hallábase bien apre-
tado del achaque que padecía ordinariamente del pecho, y le obligaba
muchas veces á toser con tanta violencia, que se temía mucho que le
ahogase. Pero sin ernbargo de esto y otros muchos males que le molesta-
ban, habiéndose despedido del P. Francisco Fígueroa, superior de las
misiones, y pedido su bendición, se puso en camino con las prevenciones
y comitiva necesarias, como en la mitad de Setiembre del año de 1662.
LiBKO V.— Capítulo VI 219
Subiendo por el río Pastaza, como le apretase extraordinariamente el
ahogo del pecho, se detuvo por dos días en el puerto de los Angeles, de
Roamainas, que es el más cercano á la provincia de Mainas y curato de
Borja. Aquí se reconcilió varias veces con su misionero, como quien pre-
sentía en el ánimo estar ya cercano su fin. De los Roamainas pasó á los
Coronados, en cuya reducción recogió los bastimentos que le parecieron
necesarios. Entró después en el río Bohono, y dejando á la izquierda el
puerto de la Canela, procuró tomar mucha mayor altura que la vez pa-
sada, pareciéndole que su curso le iba guiando á la tierra de los Baños.
Cuando juzgó que ya se hallaba en sitio oportuno y en paraje que com-
binaba con la demarcación que había hecho en el viaje antecedente, de-
jando las canoas aseguradas, saltó á tierra, y diciendo con mucha devo-
ción la santa Misa en que todos encomendaron á Dios el intento que lle-
vaban de vencer dichosamente aquellas montañas, empezó el padre en
en el nombre del Señor y como capitán que anima á sus soldados á estre-
nar el filo de sus machetes; picaba ramas, desenredaba malezas, cor-
taba árboles y todos le seguían en la misma faena. El trabajo de la dura
experiencia no se podía imaginar ni mayor ni más pesado, porque la
montaña, además de ser áspera, era espesísima, y no había otro modo de
atravesar que rozando la espesura y derribando árboles. Juntábase á.
esto serles forzoso limpiar todo lo ancho que había de servir de camino,
y el sitio de un lado que había de ocupar la maleza y árboles cortados.
Tan cerrado estaba el bosque, que no se podía acomodar de otra suerte
la leña que iban dejando. Cuando en el camino se encontraba con árbol
grande, doblaba la senda por un lado por no detenerse en cortarle, de-
rribarle y separarle, y aun entonces más impedía caído, que lo que podía
estorbar estando en pie.
Al acabar el día hacían la cama con harto trabajo, porque abriendo
en la maleza formaban un rancho grande que servía de aposento,.
en donde dichas las oraciones regulares que jamás se omitían, se acos-
taban sobre la maleza misma cortada que les servía de colchones,
mantas y sábanas. Al rayar del día se volvía, celebrada primero la.
Misa, á la tarea de romper broza y de abrir camino. En esta conti-
nua faena de tanto sudor y fatiga, sin consuelo y sin descanso, y á ve-
ces con sólo el alimento de cogollicos de palmas duraron por diez
días seguidos, cuando por la tarde del último día descubrieron un pre-
cipicio en cuyo hondísimo pie se dejaba ver una fértil y extendida vega.
Tendió el padre la vista y llegó á descubrir á lo largo su esperan-
za, porque divisó y reconoció un sitio bien nombrado en la ciudad de
Quito y en toda su comarca. Es éste cierto paraje en que, quebrada la.
cordillera de los montes, hace una abertura que llaman los naturales-
Boca de Dragón ó Abra, y viene á formar una dilatada garganta entre
dos montes que se estrechan juntándose casi y abrazándose las puntas,
toscas de las peñas que sobresalen de uno y otro monte. Dista la Boca de
Dragón un solo día de camino de Tacunga y tres de Quito, y es el can. i-
220 Misiones del Makañón Español
lio á estos parajes bien sabido. Con que descubierta lar quebrada de la
cordillera por el lado que hasta entonces había estado oculto, se había
conseguido el empeño.
No es fácil ponderar el gozo del P. Raimundo cuando vio logrado el
fruto de tanta fatiga, ni se puede explicar el santo júbilo al pensar que
ya se miraría en adelante como segura y permanente la misión del Ma-
rañón, que pendía de hallar una llave maestra que abriese puerta fran-
ca á los Mainas, y el nuevo descubrimiento ofrecía un camino derecho,
fácil y suave, porque allanado y compuesto el que acababan de demar-
car por la montaña, que no era gran negocio, todo lo restante hasta el
Marañón se debía hacer por agua. El deseo que tenía Santa Cruz de ase-
gurarse en cosa de tanta importancia, le hizo subir á un árbol altísimo
para reconocer mejor desde su copa el sitio divisado. Habían hecho ya
esta diligencia los indios, como más ágiles y acostumbrados á estas subi-
das. Pero no se aseguraba el padre de su relación, y aunque la hincha-
zón de las piernas y sus llagas, el ahogo del pecho aumentado con la
agitación del camino, y la debilidad grande que sentía, parecían impe-
dir tan arriesgada prueba; pero su espíritu, vigor y coraje vencieron
estas dificultades. Reconoció desde el árbol y observó despacio y á su
gusto el sitio de la garganta de los montes, certificóse bien de todo el con-
torno, hízose cargo de la carrera que llevaba el río, dónde iba derecho y
dónde torcía, y dibujó exactamente aquella parte por donde era más
fácil la subida á la montaña. Conoció cómo para bajar al río desde el pa-
raje en que estaba había camino más breve que el que pensaba, y que
rozando matorrales y maleza se acortaba mucho la bajada, porque ser-
penteando las aguas lamían la falda misma de la montaña y permitían
hacer desembarazo muy cerca de la Boca del Dragón.
Con estas noticias bien digeridas bajó finalmente del árbol, y no fué
poco el que no se rindiese su debilidad al trabajo, no pudiendo hacer
fuerza con las piernas y ahogándole más la fatiga del bajar. Llamó lue-
go á sus indios y les dio noticia distinta de todo lo descubierto, y muy
particularmente de las cosas que debían tener presentes en cualquiera
acontecimiento. No contento con esto, porque quería su cuidado tomar
todas las seguridades posibles en negocio de tanta consecuencia, informó
más á la larga y con más especialidad al mozo español que no se apar-
taba de su lado, para que, como más capaz, fijase bien en su memoria,
por si él faltaba, la demarcación de todos los sitios que no se habían po-
dido hallar sino á costa de tan penosos viajes.
Faltaban ya las provisiones y se habían sustentado los últimos días
de palmitos, cuyo mantenimiento, fuera de ser nocivo á la salud, no era
duradero, por la facilidad con que se endurecen. Empezaban las lluvias,
y, según todas las señales, continuarían por algún tiempo en aquellos si-
tios. Estas causas obligaron á Santa Cruz á que intentase bajar al río
por aquel mismo lugar por donde había reconocido estar más cercano á
la montaña, y no se engañó; pues aun con la detención de rozar camino.
Libro V.— Capítulo VII 221
en menos de dos días se halló en la falda del monte y á la orilla del río,
de cuya corriente se debía dejar llevar hasta encontrar las canoas, de-
jadas atrás en el río Bohono, de donde habían saltado todos para abrir
camino por las montañas.
CAPITULO VII
MUEKE AHOGADO EL PADRE SANTA CKUZ EN EL RÍO BOHONO
No era grande el apuro y dificultad de hallarse tanta gente sin em-
barcación en las riberas de un río que se había de navegar; porque los
indios son hábiles y diestros por la mucha práctica en socorros de este
género. Criados en su barbarie y en continuas guerras unos con otros, se
veían muchas veces en la necesidad de vadear grandes ríos, y tenían
ideadas especies de embarcaciones para los apuros, todas falsas pero to-
das servideras. En la presente necesidad se aplicaron luego á disponer
para el padre y para sí estas especies de barcas. La más fácil de hacer,
aunque peligrosa para bogar, es la que llaman balsa, y se reduce á unos
palos ligeros y sin pulir como de dos varas y media; que unidos y atados
entre sí con venas, juncos ó bejucos, hacen un plano á manera del hon-
dón de una grande canasta. Para imitar la proa de la nave, cortan los
palos por la parte anterior con cierta desigualdad proporcionada, de ma-
nera que remate la balsa en punta. Esto sirve para que rompa las aguas,
y no juegue alrededor, sino que camine derecha al término adonde se
quiere arribar.
En estas cestas ó canastas de tan débil artificio se embarcaron todos
y se embarcaron propiamente en el agua misma, porque no estando uni-
dos los palos con brea ú otra cosa que impidiese la comunicación del
agua y no teniendo borde alguno por los lados, navegaban casi dentro de
ella. De esta manera caminaron dos días con grande trabajo, y en medio
de las furiosas corrientes que llevaban precipitadamente los palos, no
pudieron llegar al sitio de las canoas: tantas eran las vueltas que iba to-
mando el río entre las peñas y montañas. Poníales en cuidado la mucha
lluvia que caía, porque no podían enjugarse la ropa, é hinchándose el río
se hacía la navegación más peligrosa por no poder resistir á las corrien-
tes. Llegó la noche tercera en que, desgajándose el cielo fué tan grande
la lluvia ó turbión que, extendiéndose por la ribera, todo lo anegó, ropa,
trastos y el poco bastimento. Con la humedad extraordinaria y las mu-
chas molestias de navegación tan incómoda, se hallaba el padre muy de-
licado, se aumentaba el ahogo del pecho, irritábanse las llagas de las
piernas y crecía la hinchazón. Pero nada le causaba mayor sentimiento
en tantas miserias y trabajos que el que se hubiese mojado la caja de los
ornamentos para decir misa; porque esta fué siempre la alhaja de su ma-
yor estimación y cuidado, y como se explicó en la misma noche, en tan-
222 Misiones del Marañón Español
tos, tan difíciles, tan penosos y largos viajes, no había dejado jamás ni un
día solo de ofrecer el santo sacrificio de la misa. Tanta era la pureza de
su alma, tanta la devoción al Sacramento y tan grande la atención al
estado del sacerdocio.
En noche tan trabajosa para el P. Santa Cruz, turbulenta por el agua,
confusa por el destino, obscura por las nubes y temerosa por todas las
circunstancias, dio á entender por ciertas proposiciones, no del todo cla-
ras, á los indios, la cercanía de su muerte. Y, sobre todo, encargó mu-
cho al mozo y á los indios de más capacidad y se lo repitió muchas ve-
ces, como cosa que tenía muy en su corazón, que diesen al superior de
las misiones cuenta muy menuda del sitio descubierto y del camino idea-
do, sin omitir circunstancia alguna para que se pusiese por obra su com-
postura. Con estas pláticas pasaron aquella noche, ya que no podía
servir al descanso por las muchas lluvias que caían.
Al rayar el día tomaron luego sus balsas porque ni el hambre permi-
tía más detención. Como fué abriendo más el día, se descubrió el sol por
un poco tiempo y dijo al padre el mozo que iba con él en la balsa, que se
quitase por un rato la sotana para que se enjugase al sol, y que después,
cubierto con la sotana, se podrían enjugar los demás vestidos. No hijo,
le respondió el padre, que con esta sotana me tengo de ir al cielo. Apenas dijo
■esta respuesta el misionero, cuando de repente advirtió el español que el
a,guacero de la noche había derribado un árbol de la orilla y que caído
sobre el río ni formaba puente ni daba lugar al, paso. Forcejó cuanto
pudo, por tirar la balsa á la orilla del río, á fin de que en tierra se libra-
se el padre del inminente riesgo que preveía. Pero fueron inútiles todos
sus esfuerzos por más que hizo, y trabajó con las fuerzas y con el inge-
nio; y por más ayuda que pidió á los de otra balsa que venían algo atrás
no pudo vencer el arrebatado ímpetu de la corriente, que venía furiosa.
Arrojóse al agua para ocurrir al daño, fiado en la destreza de nadar,
pero por más prisa que se dio para ayudar á la balsa, y echarla hacia la
orilla, no pudo impedir que arrebatada del agua no viniese á parar con
grande ímpetu contra el árbol atravesado. Recibió el padre en su pecho
lastimado un horroroso golpe que le dejó sin fuerzas, y no pudiendo man-
tenerse por su debilidad por la violencia del golpe en la balsa, pasó ésta
por debajo del árbol, quedando el padre agarrado de una rama con el
íigua hasta la boca. Pero eran tan pocas sus fuerzas que sin poder ser
socorrido ni del mozo que hizo harto en salir aturdido á tierra sin aho-
garse, ni de los otros indios que sólo le alcanzaron con la vista, cayó lue-
go en el agua con las manos levantadas al cielo y así se fué sumergien-
do, habiendo dado antes como por despedida una mirada al río Ma-
rañón.
De esta manera acabó su carrera á los 6 de Noviembre de 1662, aho-
:gado en el agua el que no había podido ahogarse en tantos trabajos. Ver-
dadero israelita á quien Dios concedió ver la tierra de Promisión sin de-
jar que la gozase. Tuvo y padeció las penalidades del desierto, pasó el
LiBHO V.— Capítulo VII TA3i
mar, siguió siempre la nube de la confianza en Dios, y ahora le falta el
aliento cuando tiene ya á la vista el gozo y el descanso. Verdaderamen-
te son altísimos los juicios de Dios é insondables los caminos de su provi-
dencia . Al mismo tiempo de llegar la otra balsa de sus amados hijos, y á
su misma vista se ahoga el P. Raimundo, tan necesario en la misión, en la
edad de solos treinta y nueve años, á los once de misionero, cuando abier-
to camino llano y fácil para Quito, serían mejor empleados sus trabajos
y de mayor ventaja sus fatigas. Con la muerte del P. Raimundo de Santa
Cruz quedaron en un profundo desconsuelo la misiones de Mainas, cu-
biertas de luto y entregadas á un inconsolable llanto por haber perdido
en este misionero su luz, su gloria, su amparo, fortaleza y alegría. No
podían los misioneros contener las lágrimas viendo que les faltaba el
alma de los pueblos, el animoso en los imposibles, el constante en las ad-
versidades, el atlante verdadero en cuyos hombros cargó el peso de to-
das las dificultades, acometimientos y empresas que por once años con-
tinuos se habían ofrecido en el Marañón. No tenían otro consuelo que la
viva memoria de sus esclarecidas virtudes, con cuyo olor y fragancia se
esforzaban y confortaban á seguir la carrera que había consumado fe-
lizmente el P. Raimundo entre tantas penalidades, contradicciones y
trabajos.
Nació este apostólico varón en la villa de San Miguel de Ibarra, dis-
tante como unas veinte leguas de la ciudad de Quito. Su padre fué don
Raimundo de Heredia natural de Aragón y de conocida familia en aquel
reino. Su madre se llamó D.^ Catalina Calderón, de igual nobleza. Cria-
do en mucho temor de Dios, le entregaron sus piadosos padres á la Com-
pañía en el célebre seminario de San Luis de Quito, en donde como por
natural genio, seguía la virtud y se daba al estudio sin ocuparse en otros
pensamientos. Salió buen gramático y sobresaliente filósofo, y llamado
de Dios á la Compañía, fué con gusto recibido en ella, en el año de 1643,
en donde solo mudó de casa quien había hecho vida de novicio en el se-
minario. Procedió en los estudios con mucho ejemplo de los que le trata-
ban, dando su modestia singular realce á sus lucimientos. Ordenado de
sacerdote y nacido á juicio de todos para las letras, procura ocultarse en
las misiones, armado de virtud y ciencia contra el común enemigo, due-
ño entonces con dominio despótico de tantas almas.
No es fácil el determinar qué virtud fuese mayor en el P Raimundo;
porque fué pobre, y vivió siempre como tal, sin tener con qué cubrirse ni
alimentarse; humilde en extremo, sin poder oír la menor alabanza suya
aun en las cosas más bajas y rateras; penitente por los muchos cilicios y
disciplinas frecuentes con que en medio de sus achaques maceraba la
carne, sufrido en los ahogos de pecho, llagas de piernas y otras enfer-
medades; constante en los peligros, magnánimo en las adversidades,
obediente en cuanto emprendió, prosiguió y acabó. Y ¿quién podrá ex-
plicar con palabras aquella prudencia, más que humana, con que supo
ganar á indios de tan diversas naciones opuestas entre sí y mantenerlos
224 Misiones del Marañón Español
unidos y concordes, sin que se oyese en su vida la menor división ó ena-
jenamiento? Tan estrechados estaban con su misionero, que haciéndose
todo á todos con su dulzura, suavidad y condescendencia, los tenía como
pendientes de su mano. Fué viva su fe, firme su esperanza y ardiente y en-
cendida su caridad: de donde nació aquel abrasado celo con que anduvo
tantas leguas, se expuso á tantos peligros, formó tantos pueblos, corrió to-
das las reducciones y se ofreció, finalmente, en sacrificio por sus indios,
muriendo ahogado en el ejercicio de la obediencia más dificultosa y de la
caridad más heroica. Todas estas excelentes virtudes del P. Raimundo es-
tribaban como en base fundamental en una profundísima desconfianza
de sí mismo, y en una altísima confianza en Dios, que fueron acaso su
carácter, porque á Dios miraba en todas sus acciones y pasos, á Dios
consultaba en sus dudas y dificultades, y de Dios estaba pendiente en sus
empresas prodigiosas, como quien echaba bien de ver su patrocinio y
amparo en la ciudad, en los pueblos, en la tierra y en el agua.
Dejando al P. Raimundo de Santa Cruz gozando en el cielo, como es-
peramos, del premio de sus trabajos, volvamos á las tierras del Mara-
ñón, en donde informado el P. Francisco Figueroa del mozo y demás in-
dios que dieron la vuelta á Borja, se aplicó, desde luego, á perfeccionar
el camino descubierto. Emprendió el viaje con gente y bien prevenido de
instrumentos para allanar el camino y siguiendo los dichos ríos, pasó feliz-
mente por el camino diseñado hasta la cima de los montes del Abra ó Boca
de Dragón, y hallando todas las cosas conformes á la relación que le ha-
bían hecho, puso en poco tiempo corriente el camino descubierto, mucho
más breve que los demás, aunque algo peligroso, como es necesario que
sean todos los caminos que atraviesan aquellas montañas quebradas con
la fuerza de los muchos torrentes. En el año siguiente comenzó á traji-
narse este camino, y entraron por él á la misión dos jesuítas. Y luego que
los Gayes se redujeron á poblaciones, como sucedió poco después, se co-
menzó á frecuentar más con ocasión de servir de escala en el viaje á
aquella nación.
CAPITULO VIII
ALZAMIENTO DE ALGUNOS COCAMAS DE SANTA MARÍA DE GUALLAGA
En los primeros veinte años de las misiones no se había experimentado
levantamiento alguno de tantos indios reducidos á la fe, hasta que en el
año de 1659 empezaron, como dijimos arriba, los Cocamas de Ucayale á
tramar la muerte contra el P. Tomás Majano su celoso pastor y misio-
nero infatigable. Previno el padre el golpe, como vimos, retirándose con
algunos Ucayales al pueblo de Guallaga sin poder el gobernador de Borja
hacer algún castigo en los culpados por las pestes y epidemias que so-
Libro V.— Capítulo VIII 225
brevinieron en los pueblos, y por otras circunstancias críticas que en el
mismo tiempo se ofrecieron. Pero muerto ya el P. Raimundo de Santa
Cruz, que manejaba á su arbitrio los Cocamas de Guallaga, y abierto ca-
mino franco en bien de las misiones, sentido el infierno de sus adelanta-
mientos y del orden, cultura y gobierno que se iba asentando en todas
las reducciones, comenzó cá turbar aquel mar pacífico y sosegado, intro-
duciendo alborotos y disensiones en el pueblo de Guallaga. Empezó el
demonio, como suele, por pequeñas cosas hasta que causó, finalmente,
un alzamiento en algunos Guallagas ya cristianos. Publicaban varios
de ellos abiertamente su odio contra el misionero del pueblo, diciendo
que no les dejaba vivir, que á todo se oponía y que no le podían tolerar.
No nos consta de las relaciones de aquel tiempo quién fuese á la sazón el
misionero de Guallaga. Sospechamos que podría gobernar entonces aque-
lla reducción el P. Tomás Majano, de quien hicimos gloriosa mención en
el capítulo tercero de este libro. Y nos mueve á formar esta conjetura,
el que en el afio 59 se recogió á este pueblo con las familias que trajo con-
sigo de Ucayale, y que desde este tiempo no pudo asistir á los Cocamas
el P. Raimundo de Santa Cruz, ocupado hasta su muerte en los varios
descubrimientos que hizo para encontrar camino para Quito; y parece
natural que se quedase el P. Tomás en el nuevo pueblo, cuya lengua pa-
rece ser la misma que la de los Ucayales. Fuera de esto, la muerte del
P. Majano no se entendió hasta el año 63 ó 64, como insinuamos, en cuyo
tiempo estaba en su punto la sublevación de los Cocamas. Y el mismo no
saberse cosa ninguna de sus circunstancias, da algún motivo de pensar que
le mataron los sublevados, ocultando esta traición como ocultaban otras.
Sea lo que fuere de esta conjetura, lo cierto es , que los mismos indios
alzados hicieron patentemente falsa la excusa que alegaban, y declara-
ron bien ser del todo injusto el odio que profesaban contra su misionero,
con las muertes que ejecutaron contra muchos cristianos y aun sacerdo-
tes contra quienes ni tenían ni podían tener particular queja. A la ver-
dad, uno de los peligros próximos y daños inminentes á los estableci-
mientos de las reducciones es el hallarse siempre algunos indios de mala
ralea, que por amor á la libertad ó por su genio traidor y protervo, no
pueden llevar en paciencia las amonestaciones de sus misioneros. Buscan
los padres á los infieles en sus montes, y los atraen por medios suaves,
para conseguir de ellos una vida cristiana. Úñense en poblaciones, pero
no todos vienen convencidos de la razón, y mucho menos de la fe, que no
suele prender en algunos hasta pasado mucho tiempo. Unos vienen tirados
del interés, á otros encariña el buen trato, á éstos arrastra la convenien-
cia, y aquéllos buscan la novedad. En suma, no todos se reducen con gusto
al rigor de los preceptos cristianos. Callanysufren cuando se hallan solos
en el disgusto y descontento, pero si juntándose entre sí, se descubren los
mal hallados, todo lo turban é inquietan. Como su genio es regularmente
voluble, el verse privados de muchas mujeres, el no serles lícito el uso de
sus antiguas supersticiones, el haber de dejar sus borracheras, y estar
15
226 Misiones del Marañón Español
obligados de por vida á la mujer que desposaron, son un inconveniente
bien contrario á su natural genio, que en soplando la tentación, se rinden
á ella fácilmente. Y como no hallan otro contrario que le resista sino el
misionero, que procura corregirlos y enderezarlos, se determinan á des-
hacerse de este importuno censor, para defender su libertad absoluta
De esta verdad veremos muchos ejemplos en esta historia. Aunque su
divina Majestad que por sus altos juicios ha permitido estas traiciones
de los indios contra sus pastores sabe sacar de ellas muchos bienes, no
sólo á favor de los mismos misioneros, coronándolos de gloria en la otra
vida, sino también á favor de los demás indios, que en semejantes revo-
luciones y atentados suelen arraigarse más en la fe.
La sublevación de los indios mal hallados en Guallaga, paró final-
mente después de otros desórdenes que precedieron, en que se huyeran al
monte sin ánimo de volver al pueblo, y si hubiera sido su levantamiento
solamente una huida ó retiro á sus antiguos escondrijos, hubiera impor-
tado menos porque buscados y solicitados, aunque con peligro de la vida,
se pudieran haber atajado los daños que se siguieron. Pero la desgracia
fué que hechos fuertes en ciertas cavernas, hicieron partido convocando
á las demás poblaciones. No dejaron de hallar algunos secuaces, que hi-
cieron mayor el número de los mal contentos. Ni debe causar admi-
ración que entre indios bozales, criados en su barbarie, entregados desde
sus tiernos años al vicio, livianos en sus apetitos y sin freno en sus diso-
luciones, hubiese una partida de- mal contentos con la ley que les cor-
taba sus antiguas libertades, pues en los cristianos viejos no siempre se
ve la perseverancia en la vida cristiana una vez comenzada, cuando
han precedido costumbres licenciosas ó vicios por algún tiempo arrai-
gados. ,
Aunque no fueran muchos los indios que de los demás pueblos se jun-
taron con los Cocamas, pero fueron los bastantes para dar mucho cui-
dado en la misión. Porque coligados con otros infieles, llamados Chepeos
ó Chipios, prorrumpieron en excesos que quitaban toda seguridad en los
caminos y navegaciones. Tropezó primeramente su ira con algunos reli-
giosos de San Francisco, que venían de Lima, y luego que conocieron
ser sacerdotes españoles, les quitaron sacrilegos la vida, sin perdonará
tres soldados que les acompañaban. Con tan buen principio pasaron á
hostilizar en armadillas por el Marañón y Guallaga á los neófitos de las
reducciones, y á convidar á sus parientes, allegados y conocidos, parte
con buenas palabras, y parte con amenazas, á que dejasen los pueblos,
la religión y los padres. Acudió al remedio el P. Francisco Figueroa, y
como superior de las misiones visitó los pueblos, confirmó los indios y les
previno contra las astucias de los rebeldes; y usando de los medios sua-
ves que le dictaba la prudencia, caridad y mansedumbre, envió personas
que con buenos términos procurasen reducir á los huidos. Mucho se con-
siguió con estas embajadas, porque en la ligereza de aquellos genios in-
constantes algunos habían seguido el partido rebelde más por novedad
LiBito V.— Capítulo VllT 227
que por empeño, y á muchos había retirado á las montañas el miedo, y
soseg-ado éste por el P. Figueroa, volvieron á los pueblos.
No fué por el camino de la blandura el teniente de Borja que, sa-
bido el motín y alboroto de los Cocamas, salió con algunos soldados y
buen número de indios fieles para reprimir su orgullo é insolencia y ata-
jar los daños que ocasionaban sus armadillas por el distrito de Borja.
Buscóles por los ríos, montañas y escondrijos, y cogiendo algunos de
ellos llevó consigo á la ciudad los que le parecieron más culpados. Hecha
Tina breve sumaria ajustició á seis Cocamas, y á cuatro Chepeos que re-
sultaron cabezas ó motores principales del tumulto y de la guerra . A
ciertos indios Maparinas que fueron presos con los Cocamas y Chepeos,
no pareció castigarlos por hallarlos ó inocentes ó menos culpados en las
muertes de los religiosos de San Francisco . Por esta causa fueron envia-
dos con salvoconducto al pueblo de Guallaga, en donde perseveran des-
engañados.
Sintió mucho este golpe de justicia del teniente el P. Figueroa, que
siempre fué de parecer, que más daño traería el castigo, aunque mode-
rado, ejecutado en solos diez indios que provecho para la vuelta de los
demás, los cuales obstinados en su pertinacia no desistirían por eso de
hostilidades y acometimientos en los ríos y montañas. Creía que por los
medios de blandura, cariño y mansedumbre se hubieran apaciguado mejor
las disensiones y alborotos, como se dejaba entender bastantemente por
los muchos que habían vuelto á los pueblos. Sin embargo, no se puede ne-
gar que el castigo ejecutado en los pocos por el señor teniente, fué medio
Titilísimo para conservar los reducidos y para cortar del todo la comuni-
cación de los rebeldes con la gente de los pueblos. Pero tenía muy en el
corazón el P. Figueroa á los que se habían escapado, y procuraba con
mayor cuidado el reducirlos, no permitiéndole las entrañas de caridad
con que los miraba, el omitir alguno de los medios que le sugería el amor
para atraerlos. Tuvo ocasión de ejercitar con más desahogo y libertad
este oficio de caridad con aquellos miserables desde el año 64, en que, aca-
bado el tiempo del superiorato, se vino á vivir con los Xe veros en su pue-
blo de la Concepción. Enviábales continuos mensajeros, asegurándoles
del perdón, y proponiéndoles la buena voluntad que les tenía, y les ex-
plicaba los ardientes deseos en que ardía de verlos en los pueblos entre
sus hermanos, en donde serían atendidos con todo amor y cariño. El mis-
mo en persona, con mucho peligro de la vida, hizo varias correrías con
que atrajo á varios. De una y de otra manera se iba reparando el daño,
con que volvieron reconocidos y pesarosos de haber seguido el partido
de los inconsiderados; pero quedó siempre buena parte de Cocamas, obs-
tinados en su resolución y propósito de no volver á los pueblos, y se pu-
sieron en términos en que se negaron á toda comunicación, meditando
siempre la manera de vengarse contra la nueva cristiandad, como lo
ejecutaron finalmente.
228 Misiones del Marañón Español
CAPITULO IX
MUERE EL P. FRANCISCO FIGUEROA Á MANO DE LOS COCAMAS
APÓSTATAS
No desistieron los misioneros y más en particular el P. Figueroa de
tomar noticias del sitio, aunque r^iuy distante, donde se hallaban los re-
beldes, y de enviarles con mucha dificultad y peligro de los enviados re-
cados de paz, convidándoles á que volviesen y aseguriíndoles con el per-
dón de parte del gobernador. Pero su respuesta era siempre la misma,,
diciendo que en quitando la vida al misionero de Gruallaga se restituirían
al pueblo satisfechos ya de su agravio. Tanto era el odio que le tenían
por haber puesto freno á sus libertades. Puede ser que acaso el dema-
siado celo en no disimular algunas cosas, que se deben pasar por alto,
particularmente á los principios, les hubiese irritado, exasperado y ce-
gado; y puede ser que acaso el modo serio y grave de las reprensiones ó
la ocasión y tiempo menos oportuno de las correcciones enajenase los
ánimos. Nada de esto sabemos, pero lo cierto es que en estas circunstan-
cias se hacía más sensible la pérdida del P. Raimundo de Santa Cruz^
que hecho dueño del corazón de los Cocamas, les tuvo siempre fieles, dó-
ciles y obedientes hasta emprender con ellos las más penosas, difíciles y
arriesgadas empresas, como escribimos largamente. Y cuando se veía
precisado á reprender á algún indio, lo hacia con tal tiento, manera y ca-
riño, que él mismo conocía la razón que tenía el misionero en amones-
tarlo. Por esto el primer principio que asentaba era ganar por todos los
medios honestos á los indios la voluntad, porque experimentó desde luego
que el amor y buena voluntad hacia el misionero, les abría el entendi-
miento para conocer las cosas que les decía.
La respuesta repetida de los rebeldes en que respiraban tanto furor y
rabia contra el misionero de Guallaga, tenía en grande cuidado á los mi-
sioneros. Miraban con cautela á los que volvían reconciliados á los pue-
blos y observaban con cuidado sus acciones, temiendo siempre de sus ge-
nios dobles, traidores y disimulados. Y para que la vuelta de los retira-
dos se hiciese menos dificultosa, mudaron al padre de Guallaga (si acaso
no murió por éste tiempo como yo sospecho), y pusieron otro en su lugar,
con cuya mudanza no dejaron de venir algunos de nuevo, gozando del
perdón general que se les había prometido. Pero como quedaban allá en
las montañas los más obstinados y no sabían ó afectaban no saber la mu-
danza del misionero, disponían sus tiros contra el padre que asistía en
aquel pueblo, de manera que estaba como cercado, sin atreverse á salir
de la reducción por el temor de no caer en las manos de los que tan cie-
gamente le perseguían.
Esto movió al P. Figueroa á que emprendiese un viaje para visitar al
padre de ¡áanta María, que se hallaba en tanto peligro, consolarle y es-
Libro V.— Capítulo IX 229
forzarle en tanta necesidad. No sólo le estimulaba la caridad á esta vuel-
ta, sino también el amor y reverencia que le tenian como á superior ac-
tual de las misiones, y el deseo de reconciliarse sacramentalmente, que
en tanta distancia de sacerdotes pocas veces se lograba. Con estos fines
salió de su pueblo de la Concepción con seis indios Xeveros á principios
de Marzo de 1666, y habiendo navegado ocho días por el Marañón, llegó
á los quince del mismo mes á la embocadura de un río llamado Apena.
Aquí descubrió una armadilla de canoas en que venían bogando los in-
dios con algazara contra las corrientes. Conoció por la lengua que ha-
blaban ser de los reducidos, pero dudaba, mucho si eran amigos ó rebel-
des. Y, como en aquellos tiempos venían cada día á los pueblos varios de
-estos á gozar del indulto, también se le ofrecía que, aun en caso de haber
sido rebeldes, querrían, por ventura, reconciliarse y agregarse á los pue-
blos. Con estos pensamientos no dio lugar á temor ó miedo, y mandó á
los Xeveros que se apartasen á la orilla para aguardar á las canoas.
Componíase la armada de Ucayales, Cocamas, Chepeos y Maparinas,
y traía por capitán un Cocama llamado Pacaya, cá quien acompañaba un
mozo bien hábil y despierto, criado desde niño en la casa y al lado del
misionero antiguo de Gaallaga. Estos dos guías ó capitanes habían sido
las cabezas del alzamiento, y por eso, temerosos de que si se les llegaba
á prender serian, sin duda, ajusticiados como los diez ahorcados en Bor-
ja, andaban siempre bien acompañados de gente y prevenidos de armas.
Nada de esto sabía el inocente P. Figueroa que, viéndoles ya cercanos,
llamó desde tierra á las canoas, para informarse de ellos mismos y seguir
juntos el viaje si venían de paz, ó tentar su reducción, si eran rebeldes,
conK) lo había conseguido en muchas ocasiones. Volvieron proa las ca-
noas hacia donde el padre los llamaba, y en esta vuelta resolvieron
aquellos impíos la mayor traición contra lo que habían meditado. Porque
siendo su furor contra el misionero de Guallaga, hacia donde caminaban,
mudando ahora de intención, la convirtieron contra el que se les ofrecía
en el camino. Llegaron á la ensenada en donde los esperaba el misione-
ro, que conoció luego ser de los rebeldes viéndolos tan armados. Mas no
se asustó por eso, ni cayó de ánimo, creyendo poder vencerlos con amor
y cariño. No dieron ellos lugar para tanto, porque, saltando á tierra di-
simulados, en que son muy diestros, y saludándole con la común saluta-
ción de las misiones «Alabado sea el Santísimo Sacramento», le besaron
la mano para tenerle divertido y colocarse de manera que consiguiesen
á su satisfacción el intento. «Hijos (les dijo el padre), ¿dónde es el viaje?
Vamos juntos, que yo os serviré y acompañaré.» A tan amorosa pregun-
ta, y oferta tan amigable, un indio fiero y alevoso, que con artificio se
liabía puesto detrás del P. Francisco, respondió descargando, con mano
sacrilega, un recio golpe de remo sobre la cabeza del santo misionero;
<3ayó en tierra desmayado y sin sentido, y al punto el capitán Pacaya,
según unos, y según otros el mozo criado en Guallaga, cortó con una ha-
cha la cabeza del cuerpo del venerable padre. Cerraron después con los
230 Misiones del Marañón Español
Xeveros que le venían acompañando y acabaron en las manos de aque-
llos impíos. Uno ú otro pudo lograr el escaparse y, ocultándose por en-
tonces entre los árboles y malezas del monte, vino á dar noticia del fu-
nesto suceso al padre que asistía en Guallaga.
Los apóstatas, sabiendo que el P. Francisco doctrinaba á los Xeve-
ros, hecha ya la primera carnicería on el Padre y los hijos , mudaron de
intención, y dejando ya el pueblo de Guallaga, se enderezaron al puebla
de la Concepción de los Xeveros, pensando poder hacer en él mayor riza,
hallándole sin pastor. Asaltaron de repente la reducción desprevenida
en que hallaron bien pocos Xeveros, por hallarse los más fuera en la
cultura de los campos. Mataron cuarenta y cuatro indios Xeveros y un
soldado español que alli estaba, llamado Domingo de Salas. Destrozaron
cuanto pudieron, y con el corto pillaje que hallaron se retiraron á sus-
montañas, llevando en triunfo y con algazara la sagrada cabeza del
santo mártir, ya triunfante en el cielo. Ellos la destinaban para tener el
gusto de bailar al rededor de ella en sus borracheras, porque este triunfa
de tiranía y traición era, según las costumbres bárbaras á que habían
vuelto, el trofeo más insigne de victoria; pero el cielo se servia de estos-
sacrilegos para que conservasen esta preciosa reliquia y para quof vol-
viese con el tiempo á los misioneros.
El padre de Santa María, luego que por q1 Xevero tuvo noticia de la
muerte del P. Figueroa, acudió sin perder tiempo con algunos indios fie-
les y unos pocos soldados á rescatar, si pudiese, por reliquia, su sagrado
cuerpo; mas llegado al sitio de la crueldad de los bárbaros, sólo encontró
la patena y el ornamento para decir Misa, una suma de moral, algunos,
papeles rotos, los anteojos de que se servía el santo mártir y un zapato.
Todo lo demás lo habían echado al río los pérfidos apóstatas. Vióse pre-
cisado á volver poco satisfecho de su viaje, pero consolado algún tanta
con aquellos preciosos despojos, que como tales, estimaron siempre los
misioneros y los desearon mucho en la ciudad de Quito, en donde fué
tiernamente sentida y comúnmente llorada la muerte de varón tan ve
nerable y de los nuevos cristianos que merecieron acompañarle en su
triunfo. Dichosos muertos en odio de la fe, como se deja bien entender,
por haber recibido también la muerte de mano de aquellos apóstatas que
venían con el ánimo perverso de acabar, si pudiesen, con la nueva cris-
tiandad del Marañón, como lo declararon los efectos que se vieron en
ellos de quemar iglesias y de profanar los ornamentos sagrados.
Pero sobre todas, fué gloriosísima la muerte del P. Francisco, porque
él mismo hizo señal á los rebeldes para que viniesen, con intento de redu-
cirlos á la vida cristiana que habían dejado obstinadamente, ni pudo ig-
norar, al verlos, quiénes eran, pues á todos los conocía. Fuera dé esto, se
ofreció voluntariamente, víctima de la obediencia y caridad, recibienda
gustoso en su cabeza el golpe que tiraba á su superior, como lo era en-
tonces el misionero de Guallaga, hacia donde iban enderezadas las proas
de las canoas; y era cosa sabida que la rabia y furor de aquellos proter-
Libro V.— Capítulo X ^231
vos era principalmente contra este misionero. Además de que el golpe
parece que vino de mano del mozo apóstata á quien en nada había ofen-
dido el P. Figueroa, y sólo se daba por sentido del padre que le había
criado. Finalmente, se conoció con toda evidencia ser incitados de furor
diabólico á matar al padre y sus remeros y á mudar de rumbo hacia el
pueblo de la Concepción de los Xeveros, que se habían mantenido fieles,
y llevádoles de parte del padre tantos recados amorosos, de perdón y de
convite, para que volviesen de paz á los pueblos y dejasen sus bárbaras
crueldades.
CAPITULO X
ELOGIO DE LA VIDA Y VIRTUDES DEL P. FRANCISCO FIGUEROA
No me parece fuera de razón ni contra las leyes de una Historia en-
derezada toda á mover los ánimos celosos de la propagación de la fe en
las tierras de gentiles, dar en este lugar alguna mayor noticia de las ac-
ciones y vida del P. Francisco Figueroa, varón singular y universalmente
respetado dentro y fuera de la provincia de Quito, que vivió por tantos
años escondido en las montañas de Marañón, sin pensar en otra cosa que
en plantar la fe de Jesucristo en aquellas partes retiradas á costa de innu-
merables sacrificios, cuidados y peligros de la vida. Muéveme también á
esto el haber sido este humildísimo misionero el primer mártir que con-
siguió regar y fertilizar con su sangre las misiones trabajosas de los
Mainas.
Nació el humilde y angelical P. Francisco Figueroa en la ciudad de
Popayán, de ricos y nobles padres, que á su fortuna juntaron lo que más
importa, un amor grande á la justicia y virtud. Por esto, para que se
criase bien y no torciese en su dirección, teniendo en más la educación
que el cariño, se privaron gustosamente de su presencia y le enviaron
siendo de pocos años al seminario de San Luis de Quito, en donde su genio
amable le hizo querer de todos los que le trataban. Creció el afecto vién-
dole tan inclinado al ejercicio de las virtudes propias de su edad tierna;
de manera que ya desde entonces empezaron á llamarle sus condiscípu-
los con el nombre de ángel, como muy acomodado á su vida y porte.
Acabada la gramática, pidió humildemente y consiguió por su genio
suave y apacible, por la capacidad que ya mostraba y por su aplicación
á la virtud, entrar en la Compañía; perfeccionóse en el noviciado en
todas las virtudes y no se entibió en los estudios, en que salió tan aventa-
jado entre todos sus condiscípulos, que mereció ser señalado para defen-
der en acto público toda la teología escolástica, como lo hizo con singu-
lar modestia y lucimiento. Su ingenio, aplicación y modestia le hacían
acreedor á los primeras cátedras y empleos de la provincia; mas luego
que se vio ordenado de sacerdote, tirado del celo de las almas y del deseo
232 Misiones del Marañón Español
de vivir escondido y olvidado de todos, pidió con mucha instancia á los su-
periores que le aplicasen á colegio donde pudiese instruirse en la lengua
de los indios. Ya desde entonces tenía en su corazón la resolución de se-
pultarse en el Marañón y trocar las formalidades y sutilezas de la escuela
con las voces bárbaras y toscas con que podría ayudar á los indios á con-
seguir el fin de su eterna bienaventuranza.
No hubiera conseguido esta su pretensión de tanto retiro de las letras,
si no hubiera deparado el cielo una ocasión favorable en que se vio pre-
cisado el provincial á enviar un sujeto de toda satisfacción para la fun-
dación del colegio de Cuenca. Mirábase esta fundación como útil y con-
veniente á la Compañía, por la menor distancia de esta ciudad á las mi-
siones de Mainas, que deseaba establecer el superior de la provincia, y
concurriendo en tan críticas circunstancias la instancia del P. Figueroa,
fué luego señalado para asistir á la fundación del nuevo colegio. No sólo
tuvo aquí el noviciado de la misión, perfeccionándose en la lengua del
inga, sino que su aplicación á los ministerios sirvió de ejemplo, de alivio
y de consuelo á toda la ciudad, como tocamos más largamente en el libro
tercero. A poco tiempo de su mansión en el nuevo colegio, sabiendo el
fruto que hacían en las misiones del Marañón sus fundadores, escribió,
clamó y lloró por la misión deseada de Mainas, alegando por mérito el
estudio, aplicación y práctica que ya tenía de la lengua de los indios.
Cedió el superior á tan eficaces instancias y bajó el P. Francisco Figue-
roa, hacia el año 40, al centro de sus deseos.
Aquí vivió escondido este apostólico varón por todos los años que le
restaron de vida, sin que podamos dar noticia particular de sus heroicas
acciones, como suele suceder con los demás celosos misioneros, que aca-
bando cosas gloriosas, dando ejemplos ilustres y padeciendo mil necesi-
dades, peligros y persecuciones, sólo tienen por testigos indios rústicos y
bozales, que no saben apreciar lo heroico de la humildad, lo sublime de
la caridad ni lo subido de la paciencia y mansedumbre cristiana, y no son
capaces de conocer distintamente cuánta sea la mortificación de un hom-
bre racional, sabio y prudente, en hacerse rústico con los groseros, rudo
con los incapaces, ignorante con los necios; en una palabra, todo á todos,
para ganarlos todos á Jesucristo. En tan dificultoso ejercicio perseveró
el P. Francisco por veintitrés años, fundando por sí algunos pueblos y
ayudando á la fundación de otros muchos, que llegaban ya entonces, si
no pasaban de catorce, fuera de los anejos, como hemos visto en el dis-
curso de la historia.
Pero aunque vivió por tanto tiempo retirado de los que pudieran ob-
servar en particular sus virtudes, no dejaron de traslucirse algunas que
han llegado á nuestra noticia. Y muy en particular era celebrada de to-
dos su profunda humildad, que fué siempre como el carácter del P. Fran-
cisco. Desde el principio del noviciado se dedicó á esta importantísima
virtud con tantas veras, que mereció ya en aquellos principios el con-
cepto y nombre de humildísimo; los oficios más bajos de la casa eran sus
Libro V.— Capítulo X 233
delicias, nunca salió de su boca expresión ni memoria ni descuido de
quién era, ni quién había sido, olvidado del todo de sus nobles y califica-
dos parientes, que desde que salió de sus estudios no le merecieron ni una
sola carta. Instándole en una ocasión un misionero que escribiese si-
quiera una carta á un hermano, dándole noticia de su vida, que sería de
mucho consuelo á su familia, se resistió con cortesía. Volvióle á instar el
sujeto diciendo: «Cierto, P. Francisco, que no parece V. R. ni hijo ni her-
mano de quien es.»— «Padre mío, respondió el siervo de Dios, Cristo dijo
que tenía por hermanos á los que hacían la voluntad de su padre. Yo
cuando entré en la Compañía tuve la honra de que me tuviesen por her-
mano los que vivían en ella. No puedo olvidarme de éstos ni me olvido
de los otros para con Dios. Pero acá, en las misiones, V. R. y yo, debemos
decir con Job que el lodo y la miseria de estos valles es nuestro padre
que nos sustenta; y los ^'úsanos ó indios con quienes vivimos nuestros
hermanos. A estos miro yo como tales y me llevan todo el cariño.»
Esta misma humildad y olvido de todas las cosas que podrían ser de
alguna estima y aprecio entre los hombreSj le movió á no admitir dos
rectorados de los más señalados de la provincia á que le señalaba nues-
tro padre general respondiendo siempre con eficacia que no había nacido
para mandar, que su destino era estar entre los indios j ser subdito de
ellos, y que con esto vivía contento sirviendo á aquellos pobrecillos. Del
mismo principio nacía el estudio continuo y aplicación á los libros, no es-
tando ni un solo instante ocioso en aquellos tiempos que le permitían los
ministerios, porque se suponía ignorante y decía que le faltaba mucho
que aprender, siendo así que consiguió ser el oráculo á quien todos con-
sultaban en las misiones, y respondía á cuantas dudas se ofrecían. A esta
causa había llevado consigo á su retiro muchos libros juzgando que eran
la más útil alhaja y mercaduría para aquellas soledades. En el Instituto,
derecho y ciencia particular de la Compañía que deben aprender con
cuidado sus hijos, era tan eminente, que llegó su fama desde los Mainas á
Roma. Y esta fué la principal causa porque el general le destinaba para
rector del noviciado de Tunja, en el Nuevo Reino, que fué el segundo
rectorado que renunció su humildad, para dar lugar al celo de las almas.
Sobre tan sólido fundamento edificó el P. Francisco la vida espiritual
y á una humildad tan señalada no podían menos de acompañar las de-
más virtudes. Su mansedumbre, dulzura y trato eran tan agradables á to-
dos los misioneros, que le amaban y querían entrañablemente, y nos
consta que el P. Gaspar Cujía, aun cuando era provincial, por este solo
título de su trato, dulce y agradable siempre, le llamaba aquel ángel de
las misiones. Su castidad era como de puro espíritu sin carne. Su obedien-
cia como de un instrumento en manos del artífice y como de un hombre
todo muerto al mundo y á su voluntad propia. Solo trataba como vivo á
su cuerpo, macerándole con ayunos, cilicios y disciplinas. Vivió como
justo de la fe, procurando extenderla en aquel nuevo mundo; se alimen-
taba de la esperanza, teniendo por estiércol todo lo terreno, y ardía en
284 Misiones del Marañón Español
caridad abrasado de la g-loria de Dios y del celo de las almas, por las
cuales se expuso á tantos peligros hasta dar la vida por ellos. Concluyo,
finalmente, con las últimas palabras de la relación que hace de este in-
signe varón el provincial del Nuevo Reino. «Vivió siempre entre los nues-
tros con fama de varón perfecto y justo: y entre los seculares con acla-
maciones de santo, y en su muerte con piadosa veneración de mártir. Por
tal fué tenido en Borja, en Quito y en Lima, desde donde su virrey el
conde de Lemos, en carta escrita al gobernador de Borja á 24 de Octubre
de 1670, así se congratula con él sobre la muerte del P. Figueroa: « Cuyo
«suceso debemos envidiar, pues nosdeja tales prendas de haber alcanzado
»la palma del martirio. »
CAPITULO XI
CASTIGO QUE SE HACE EN LOS APÓSTATAS; Y EXTENSIÓN DEl' EVANGELIO
POR OTRAS NACIONES HACIA EL RÍO ÑAPO.
El gobernador de la ciudad de Borja D. Mauricio de Vaca, luego que
supo el atentado de los Cocamas traidores contra el P. Figueroa y contra
los Xeveros de la Concepción, sintió altamente como tan celoso del bien
de la religión y de su sólido establecimiento en aquellas partes, la into*
lerable desvergüenza y criminal orgullo de aquellos rebeldes. Envió al
punto desde la ciudad de Loja, donde se hallaba, órdenes muy apretadas
á su teniente en Borja con todos los pertrechos necesarios para que sin
dilación alguna saliese en busca de los agresores, sin perdonar á traba-
jos de trasegar ríos y penetrar montañas hasta dar con ellos. Mandó
también que, cogidos los rebeldes, como esperaba, se procediese al cas-
tigo pronto y ejemplar no disimulando en manera alguna con las cabe-
zas ó principales; pero convidando con el perdón á los demás que arre
pentidos de su temeridad volviesen de su voluntad á los pueblos. Previ-
no el teniente con toda celeridad una armada de bastantes canoas con
algún número de soldados españoles y con muchos indios valientes de
Guallaga y de la Concepción. Llevó consigo por capellán de la armada
al P. Lorenzo Lucero, misionero á la verdad nuevo ó recientemente lle-
gado, pero de gran prudencia, corazón y celo, en cuyos hombros se ha-
bía de sustentar, como veremos adelante, todo el peso de las misiones
del Marañón.
Navegó la armada por el Marañón, Guallaga y Apena registrando
con mucho cuidado todas las ensenadas, lagunas, torrentes, escondrijos
en que solían retirarse y esconderse los alzados ; y como los Xeveros y
Guallagas fieles eran tan prácticos de aquellos bosques, riachuelos y
quebradas, dieron finalmente con la guarida principal de los apóstatas.
Prendieron sin mucha dificultad á muchos de ellos y los trajeron bien
asegurados á la ciudad de Borja, habiendo recogido y guardado con di-
Libro V. --Capítulo XI 235
ligencia la cabeza del P. Francisco de Figueroa que aquellos impíos la
conservaban todavía para trofeo de su valor en las funciones bárbaras.
Hecha en la capital una breve información y prueba de los gravísimos
delitos y atroces crueldades que habían ejecutado en todo el tiempo de
su levantamiento, ajustició él teniente las cabezas y perdonó á los demás
que mostraban algún arrepentimiento. Acabado el suplicio que se hizo
con el mayor rigor y aparato exterior que fué posible , para causar un
verdadero escarmiento á los indios, se publicó la guerra contra los que
perseverasen obstinadamente en su rebeldía, que no fueron muchos, y se
ofreció perdón general á los que la dejasen reconocidos y volviesen arre-
pentidos á las reducciones. Consiguióse de esta manera (sin duda por los
méritos de la sangre del misionero y sus neófitos, derramada en tan glo-
riosa muerte), que se sosegase la tempestad que había durado tanto tiem-
po. Volvieron á los pueblos las reliquias que habían quedado de Coca-
mas y Ucayales, y si dejaron de volver algunos, no pensaron ya en mo-
lestar á los reducidos y siguió en paz y sin inquietud el adelantamiento
de las misiones.
En este mismo tiempo en que irritado el infierno tiró á destruir por
medio de unos traidores apóstatas las reducciones puestas en las cerca-
nías del Marañón, quiso el Señor que se comenzase á establecer la fe por
la banda del río Ñapo, adonde no habían llegado los disturbios de Gua-
llaga, y por cien indios que apostataron en las rebeliones, se ganaron
dos mil en el río Curaray y sus vecindades. Fueron éstos, los Oas y Abi-
giras, años antes descubiertos por el P. Raimundo de Santa Cruz en el
río Curaray y en otro río menos principal que desemboca en el Ñapo. El
P. Lucas de la Cueva, siempre atento desde Archidona á la pacificación
y población de estos gentiles, no omitía diligencia alguna para disponer-
los y ganarlos por medio de sus indios, los cuales tenían ocasión de tratar
con los gentiles del Curaray. Salían éstos frecuentemente á pescar en el
Ñapo y á recoger en sus playas huevos de charapas, y se encontraban á
veces con las canoas de los cristianos del Ñapo. Bien informados éstos
del P. Lucas, hacían con ellos las partes de predicadores, dándoles noti-
cias de que vivían en poblaciones bajo la dirección de padres y misione-
ros que les querían y cuidaban mucho, que regalaban á sus hijos, que les
enseñaban á conocer á Dios y á vivir cristianamente, administrándoles
el Santo Bautismo, sin el cual hubieran sido infelices eternamente, como
lo serán para siempre ardiendo en el fuego del infierno todos los que no
recibieren el agua saludable de este sacramento. Que la ley de Dios que
les predicaban los padres les prohibía el hacer mal á ninguno, debiendo
estar cada uno contento con lo suyo, y que observándola vivían en paz,
quietud y sosiego, sin matar á ninguno, sin robar lo ajeno, alegres y con-
tentos de haber dejado las continuas guerras, odios y rencores en que
habían vivido antes de ser informados de la ley santa de Dios.
Fueron haciendo buen efecto en los Oas y Abigiras los sermones de
los indios del Ñapo, y no dejaban de concurrir para el mismo fin los in-
236 Misiones del. Mauaxón Español
dios del Marañón que á las veces tropezaban con los mismos gentiles.
Informado el P. Lucas de la Cueva de la disposición en que se hallaban,
juzgó que ya era tiempo de tratar de la reducción á que le convidaba
también una ocasión favorable. Hablan venido en el año de 1664 tres mi-
sioneros de Quito á la ciudad de Archidona, y tenido su noviciado con el
P. Lucas, que, como maestro de todos, les enseñaba el modo de tratar
con los indios y de ejercitar con fruto y estimación de los mismos los mi-
nisterios apostólicos. Cuando los vio adelantados y prácticos en la lengua
del inga, se determinó enviar á dos de ellos (quedándose con uno que le
ayudase en su empleo) á las tierras de los Gas y Abigiras. Eran éstos los
PP. Esteban Caicedo y Francisco Guels. El primero, sobrino del P. Diego
Caicedo, varón apostólico, luz, gloria y ornamento de la ciudad de Quito,
de cuyas virtudes y heroicos ejemplos, aunque hay mucho escrito, se
pudiera, sin exageración ninguna, añadir mucho más. Y ya que el siervo
de Dios no logró misionar á los gentiles por quienes tanto suspiró, nos
dejó en su sobrino quien llenase el empleo que no le permitieron á él como
más útil y necesario en las ciudades. Había venido el segundo de la provin-
cia de Aragón y trocado las cátedras á que le destinaban como á persona
de grandes prendas y de mucha literatura, por las misiones más apartadas
del comercio de racionales. T¿iles resoluciones inspira el celo de las almas
en los corazones generosos, que no reparan en distancias y mueren vo-
luntariamente á sí mismos en razón de ganar á Jesucristo las almas re-
dimidas con su preciosa sangre.
Bajó el P. Esteban por el río Ñapo, y entrando después por el Cura-
ray, navegó como cinco días hasta encontrar con la nación de los Abigi-
ras. Hablóles con mucho cariño y dulzura, ofreciéndose á servirles y que-
darse con ellos en persona, si se resolvían á formar pueblo, en cuya for-
mación les ayudaría y les enseñaría el camino del cielo, para el cual les
había criado el Señor de cielos y tierra. Como estaban ya prevenidos y
sabían bien las ventajas de los cristianos, en poco tiempo se resolvieron
á juntarse en un sitio y se fué formando una reducción con los trabajos
ya sabidos de desmontes para el pueblo y sementeras, y con las faenas
comunes de edificar casas en proporción para las familias. Todo lo ideó
el P. Caicedo, el cual se esmeró en hacer una buena iglesia, que no era
inferior, aun desde sus principios, á las de los pueblos antiguos ; porque
procuró alhajarla con parte de la legítima que había reservado en su
renuncia para este mismo efecto, aun antes de ser misionero, esperando
ser admitido algún día á tan soberano ministerio.
El P. Francisco Guels tomó desde el Ñapo otro río que se encuentra
antes de la boca del Curaray, y siguiéndole vino á parar á los gentiles
Gas. Con su maña, caridad y celo los redujo á que viviesen juntos, y que-
dándose con ellos como misionero propio logró levantar una iglesia razo-
nable y adornarla decentemente, porque la grandeza de la casa de Dios,
su aseo y compostura sirve mucho entre los indios para que formen algún
concepto de la majestad y grandeza de Dios y del respeto y obediencia
Libro V.— Capítulo XII '237
que se le debe. No sólo bautizó los párvulos que le ofrecieron sus padres,
con cuyos bautismos suelen tomar los misioneros posesión de las nuevas
tierras para Jesucristo, pero aun muchos de los adultos que aprendieron,
desde luego, las cosas necesarias para el bautismo recibieron con mucha
voluntad este santo sacramento. Sucedió la reducción de los Abigiras y
Oas en el ano 1665, y como tuvieron desde sus principios misioneros pro-
pios que les cuidasen, iban adelantando en la vida política y cristiana, y
se esperaba por la parte del Ñapo una cristiandad floreciente y exten-
dida por ser muchas las naciones de gentiles que vivían á una y otra
banda de aquel grande río.
CAPITULO XII
MUEirrK DEL PADRE PEDKO SUÁKKZ, ALANCEADO DE LOS INDIOS
Mucho era el gusto y consuelo del P. Lucas de la Cueva al ver ya re-
ducidos á población á los Oas y Abigiras, y al entender las buenas espe-
ranzas que daban de un establecimiento firme en las tierras que habían
escogido y de una perseverancia inalterable en la religión católica. Para
cooperar de su parte á la perfección de la obra, enviaba cuantos socorros
podía recoger en Archidona para bien de esta misión. Escribía, dirigía y
animaba á sus misioneros y andaba en continuos viajes adonde podía
contribuir su presencia y servir de algo su consejo y experiencia. No con-
tento con las vivas diligencias que hacía desde Archidona y con las na-
vegaciones que hacía por el Ñapo, determinó pasar en persona á la ciu-
dad de Quito en pretensión de nuevos socorros y operarios. Era mucha la
mies que se presentaba, y fuera de los Abigiras y Oas que eran muchos y
no estaban todos reducidos, le tenían en mucho cuidado los indios Gayes,
tanto tiempo había descubiertos, cuya reducción no se había emprendido
por la falta de misioneros, habiendo muerto casi en la flor de su edad
tantos y tan insignes operarios, como hemos referido en los capítulos an-
tecedentes.
Estas consideraciones llevaron al P. Lucas á la ciudad de Quito, en
donde dando cuenta á los superiores de his redacciones nuevamente esta
blecidas y de las que se esperaban hacer, pedía nuevos operarios para la
viña del Señor. Estaba tan escaso de sujetos el colegio de Quito, que aun
para los ministerios de la ciudad y su contorno se hallaba muy alcanzado.
Porque los que entraban en Indias no bastaban para los ministerios re-
gulares de predicar, confesar y enseñar á la juventud, y de la Europa no
habían venido jesuítas en varios años. Pero la divina Providencia, que
velaba sobre las misiones del Marañón, no faltó en esta ocasión, como
proveyó en otras m¿is apremiantes. Puso el Señor en el corazón del pro-
vincial del Nuevo Reino el pensamiento de que enviase desde Santa Fe
seis estudiantes de los nuestros á cursar en el colegio de Quito en donde
238 Misiones del Mar anón Español
el corto número de escolares acreditaba poco la celebridad y concurso
de sus escuelas. El viaje fué largo como de trescientas leguas, y no pa-
recía en lo humano la mayor prudencia enviar expuestos á tantas fati-
gas y trabajos de un penoso camino á unos jóvenes que podían estudiar
igualmente y proporcionarse para los ministerios en el colegio de Santa
Fe. Pero el suceso mostró bien que la determinación venía del cielo. Por-
que si bien hasta entonces ninguno de los padres de Santa Fe había pa-
sado á las misiones de Mainas, cuyo peso había cargado siempre sobre el
colegio de Quito, mas ahora de los seis jóvenes del colegio de Santa Fe,
acabados sus estudios, dos de ellos, y esos excelentes pidieron con ansia
el entrar en las misiones del Marañón.
Uno de éstos fué el P. Pedro Suárez, que ordenado de sacerdote y ha-
biendo comenzado á ensayarse en las misiones de la provincia con mu-
cho fruto y celo ardiente del bien de las almas, no pudo ya, viendo al
P. Lucas de la Cueva, contener en su pecho las llamas en que ardía de la
conversión de los indios. Pidió en un escrito humilde, expresivo y eficaz
que presentó al superior, ser señalado para la misión del Marañón. Decía
en suma: «que nunca se habían entibiado en su pecho los deseos que siem-
pre había tenido de consagrarse á la reducción de los indios; y que ha-
biendo celebrado un novenario de Misas para entender la voluntad de •
Dios, se veía inspirado á proponer sus deseos; que le pedía por la Sangre
de Jesucristo que le señalase desde luego para tan santo ministerio.»
Concluía su petición con estas palabras: «Y cuanto más breve V. R. me
hiciere la merced, tanto más se lo pagará nuestro Señor y se lo serviré.»
Y pareciéndole que la tinta muerta no declaraba bien lo vivo y ardiente
de sus deseos, lo firmaba con la sangre misma de sus venas.
El superior, leída una escritura tan tierna y tan cordial, se vio como
precisado á condescender con sus ansias; y destinándole para las misio-
nes de los Mainas, se lo entregó al P. Cuevas para que lo llevase consigo.
Rebosaba contento el P. Pedro viéndose ya señalado al ministerio de
evangelizar á los gentiles, y repartiendo con sus condiscípulos los pape-
les y cartapacios que tenía, «No necesito más, hermanos míos (les decía),
que el arte de amar á Dios y de aprender lenguas.» Añadía con sencillez
y candor que esperaba morir mártir, conforme á lo que al entrar en la
Compañía le había dado á entender el V. P. Francisco Varáis, sujeto de
gran santidad y muy ilustrado del cielo. Despedido con ternura de todos,
y pidiendo que le encomendasen mucho á Dios, salió con su jefe, el
P. Lucas, más alegre, gustoso y contento que si fuese á ser rey y señor
de todo el mundo.
Llegaron en pocos días á la ciudad de Archidona, y mientras el nuevo
soldado de Cristo se instruía en su milicia al lado del antiguo y veterano,
llegó un despacho desde los Abigiras con la noticia de hallarse postrado
en su pueblo y casi consumido de unas cuartanas malignas el P. Esteban
Caicedo. Ofrecióse luego el P. Pedro á ocupar este puesto, teniendo por
amenos jardines las malezas de aquellas montañas, y mirando como án-
Libro V.— Capítulo XII 2a9
geles de su guarda la compañía de los indios; pero aunque se ofrecía con
toda voluntad á cuidar de los Abigiras se dejaba en todo en las manos de
su superior, cuya voluntad miró siempre como la regla segura y cierta
de su destino. Atendiendo el P. Cuevas al espíritu y fervor del nuevo mi-
sionero, si bien no había tenido tiempo para formarle á su mano para los
ministerios con los indios, le señaló para que asistiese interinamente á los
Oas, de donde había de salir el P. Guels, para traer y acompañar al en-
fermo desde las tierras de los Abigiras hasta la ciudad de Archidona. Era
este camino peligroso por las muchas naciones guerreras que se hallaban
en las orillas del Ñapo, y no era razón traer al P. Caicedo por un rumbo
tan expuesto sin escolta y sin otro sacerdote que le consolase en el largo
viaje .
Embarcóse gustoso el P. Suárez en el puerto de Ñapo, con tres ó cua-
tro soldados que habían de volver escoltando á los dos misioneros, y llegó
sin desgracia al pueblo de los Oas. Detúvose aquí mientras el P. Guels
hacía su comisión de conducir á Archidona al P . Esteban y comenzó con
grande celo y aplicación á hacer las veces del antiguo misionero. Acari-
ciaba á los indios, les daba donecillos y se esforzaba á enseñar el cate-
cismo, no sólo á los niños, pero á los adultos, y más particularmente á los
que se disponían para el bautismo. Conoció desde luego que no se podían
hacer grandes progresos en la explicación de la doctrina cristriana por
medio de intérpretes por buenos que fuesen, y emprendió con tesón el
hacerse cargo de la lengua de ios indios que había comenzado á estudiar
en Quito. Adelantó mucho en ella en los pocos días que vivió con los Oas,
así por la voluntad con que se aplicaba como por su entendimiento des-
pejado y capaz de salir con todo. No le fué inútil esta noticia por ser la
lengua de los Oas ó la misma que hablaban los Abigiras, ó por darse mu-
cho la mano entre sí y haber de pasar el P. Pedro á esta segunda nación
como propio misionero.
Con efecto, volviendo el P. Guels desde Archidona, en donde dejaba
el enfermo, á sus Oas, intimó de parte del superior al P. Suárez que ba-
jase á cuidar del pueblo de los Abigiras . Recibió este destino el fervoroso
misionero con mucho gusto y consuelo de su alma, así por mirar en esta
obediencia la voluntad de Dios, como por entrañarse más en las monta-
ñas del Marañen. Fuéle convoyando el mismo P. Guels, con los pocos sol-
dados de su escolta y después de algunos días de navegación por el Ñapo,
y contra las corrientes del río Curaray, arribaron todos á la reducción de
los Abigiras, cuyo cacique los recibió con mucho agrado y con grandes
demostraciones de veneración y respeto. Hizo el P. Guels á los Abigiras
un breve razonamiento, en que les dijo que les traía por misionero á su
pueblo al padre; que verían los grandes deseos que tenía de cuidarlos y
asistirlos en lo espiritual y temporal, que sólo para hacerles bien, y por-
que fuesen dichosos en esta vida y en la otra había dejado el P, Pedro á
su tierra, á sus hermanos y cuanto podía desear en este mundo; que no
dudaba corresponderían ellos á tanto amor y cariño con estimación, do-
240 Misiones del Marañón Español
cilidad y respeto. Hecha esta breve plática, se volvió luego el P. Guels á
sus Oas, prometiendo al P. Suárez venir á visitarle en cuanto pudiese
después de algunos meses.
Quedó contentísimo el P. Pedro sólo entre aquellos gentiles con la
compañía de un mozo español, no para que le favoreciese en los peligros,
porque no era nada tímido, ni para que le ayudase en las necesidades,
porque era muy ardiente el deseo de padecer trabajos, sino para que le
sirviese en la Misa é introdujese también por sí mismo alguna policía
en la nación. Entabló la doctrina cotidiana de los niños, y procuró
desde luego, que asistiesen los adultos los días de fiesta y algunos de
entre semana. Explicábales el catecismo, parte por sí mismo, parte
por medio de intérpretes, sin perdonar á trabajo, por enterarse bien de
la lengua. A todos hablaba con dulzura y cariño, repartiendo de los
donecillos y alhajuelas que traía. Llegó á ser tan manirroto con aquellos
pobres indios que les llegó á dar cuanto tenía, y aun se quitó la camisa
misma para vestir á un miserable desnudo. Con estos oficios de caridad
se ganaba los corazones de los Abigiras, que le amaban comúnmente
como si fuera padre de todos.
De esta manera pasó algunos meses el nuevo misionero, al cabo de
los cuales se vio en grandes necesidades ocasionadas de su misma mise-
ricordia y compasión. Porque como todo lo daba, no quedó con cosa nin-
guna para remediarse á sí mismo. No sólo le faltaba el vestuario, pero
aun el vino y la harina para las hostias, y esta falta de materia para
ofrecer el santo sacrificio de la Misa le pasaba el corazón, porque no le
parecía poder vivir sin este celestial alimento. Entre tanto no se dejaba
ver el P. Guels á quien esperaba con ansia, así por reconciliarse, como
principalmente para tener ocasión de poder celebrar la santa Misa. En-
vió un despacho á Archidon.a, pidiendo vino y hostias y algunas de las
cosas más necesarias; pero extraviado el despacho, ni se dejó ver en
aquella ciudad ni volvió al pueblo de los Abigiras. No había otro reme-
dio para el P. Pedro que paciencia, encomendar á Dios su necesidad,
proseguir con la tarea de sus doctrinas, disimular su dolor, y vivir en la
falta de todas las cosas expuesto á mayores peligros y trabajos. Porque
los indios, en echando de menos los regalos y donecillos con que los gra-
tifican los padres, muestran comúnmente su genio interesado y traidor y
descubren á las veces la hilaza que está encubierta con la lana de los
abalorios y dijes que se les pega.
Había pasado casi un año que el P. Suárez había entrado en los Abi-
giras sin que hubiese habido noticia alguna del nuevo misionero ni en
Archidona ni en los otros pueblos de la misión, porque el correo enviado
del padre se había perdido, y el P. Francisco Guels no había podido vi-
sitarle por ser muy necesario en su pueblo y por no tener escolta para
tan peligroso viaje. En este tiempo se extendió la voz del alzamiento de
los Abigiras, y como iba tomando cuerpo, puso en cuidado á los misione-
ros, que no habían tenido noticia en un año del P. Suárez.
Libro V.— Capítulo XII 241
EIP. Francisco Guels, que aunque bien distante estaba el más cerca-
no á los Abigiras, salió apresurado de su pueblo con algunos socorros el
día 4 de Agosto de 1667. La navegación fué larga y trabajosa, y se la
hizo más pesada por la incertidumbre del P. Pedro. Llegó, finalmente,
al término deseado el día 6 de Setiembre, y en vez de hallar un pueblo
bien formado con su iglesia ricamente aderezada, las casas bien habita-
das, bien cultivados los campos y aumentado el número de las familias
que había observado el año antecedente, no encontró sino un bosque
lleno de malezas, sin sendas ni caminos por alguna parte, arruinadas
las casas, quemada la iglesia y reducida á un montón de cenizas que no
mostraba otra cosa que incendio, ruina y estragos. Quedó atónito con
este espectáculo que veía, y fué grande su dolor y quebranto haciendo
comparación de aquella soledad y tristeza con la frecuencia de indios y
con el contento y alegría de habitadores que había visto poco antes
en el mismo sitio. Miraba hacia todas partes y no encontraba un alma
que le diese razón de lo sucedido, porque los Abigiras, temerosos del cas-
tigo por su atentado, se habían retirado de aquellas tierras Comenzó á
buscar entre las cenizas alguna seña del P. Pedro, y registrándolo todo
por aquí, por allá y por la otra parte, encontró el cuello de la sotana, un
libro que casi no lo parecía y otros -trastillos ya medio podridos, dos dar-
dos quebrados y una de las tres campanas que había en el pueblo, tan
abollada de los golpes de piedras, que daba bien á entender haber des-
cargado los indios su ira, furor y rabia contra ella porque les llamaba á
la doctrina.
Prosiguió el P. Guels desenvolviendo y trasegando los despojos de la
desgraciada lid y tragedia sangrienta; levantaba maderos quemados en
la ruina y halló en el sitio donde estaba antes levantada la casa del mi-
sionero la caja de los ornamentos sagrados de la Misa hecha un carbón,
y que sólo había escapado del incendio el ara y parte de dos candeleri-
llos que servían en el altar. Todo lo demás había perecido en las llamas.
Recogió de presto estas reliquias, y haciendo cuanto pudo por informar-
se en particular de lo sucedido, no encontró persona alguna que le diese
noticia distinta del padre ni de los Abigiras. Embarcóse luego sin dete-
nerse por temor de los alzados, y preguntando por el camino á cuantos
encontraba sobre el estrago y desgraciada ruina del pueblo de los Abi-
giras, sólo vino á sacar en limpio de lo que corría en aquellas cercanías
que rebelados los indios contra su misionero, le habían quitado la vidí^
por la cuaresma y en el mes de Marzo de aquel año. Volvió el P. Fran-
cisco Guels con los pocos despojos que había encontrado, hizo sabedor al:
superior de lo que había entendido en el camino, y nadie dudó desde enton-
ces de la muerte gloriosa del P. Pedro Suárez, si bien estaban todos im-
pacientes de saber las circunstancias de ella, creyendo que corresponde-
rían sin duda á la expectación que prometían los pasos de su fervorosa
vida.
16
242 Misiones del Marañón Español
CAPITULO XIII
AVERIGUASE EL MODO DE LA MUERTE DEL P. SUÁREZ. —CASTIGO QUE
SE HACE EN LOS AGRESORES CON ESPECIALES PROVIDENCIAS DE DIOS
Era grande el atentado de los Abigiras para dejac-sin castigo tan
enorme delito. La muerte violenta que se suponía haber dado á un misio-
nero celoso de veintiséis anos, y que era la esperanza de las misiones, el
alzamiento de la nación ya reducida, la quema de la iglesia, casas y
pueblo, y la tala de las sementeras y campo, todo clamaba por un
ejemplar castigo, con que se podrían atajar las funestas consecuencias
de un alzamiento más general. Fuera de esto, estaban todos deseosos de
saber, en particular, la manera de muerte del P. Pedro, la ocasión de
ella, los principales agresores y las virtudes y ejemplos que daría en ella
un joven inocente y fervoroso, y que ardía en deseos de la corona del
martirio. Desde la misma ciudad de Quito, que lloró mucho 1^ muerte del
P. Pedro, se dio orden al superior del Marañón que dispusiese una arma-
dilla para averiguar distintamente el trcígico suceso, y para refrenar
aquella nación, de quien se temían graves daños en las demás, si se de-
jaba correr impunemente la insolencia. Aunque esta orden se dio desde
luego, no se pudo ejecutar hasta después de varios años. Y acaso lo dis-
puso así la Providencia, porque el tiempo en que se dispuso la armada y
se consiguieron las noticias que se deseaban saber, era el más conve-
niente para los buenos efectos que se siguieron.
Siendo superior de las misiones el P. Lorenzo Lucero, y gobernador
de Mainas D. Jerónimo Vaca de Vega, nieto de su conquistador, tuvo
finalmente efecto el salir con la prevención competente al castigo de los
retirados delincuentes, y á la averiguación de la muerte que habían dado
.sacrilegos á su misionero. Salió un capitán con nuev.e soldados espa-
ñoles y ciento setenta indios de los más fieles y probados, llevando por
capellán al mismo P. Lucero, de quien, como testigo de vista y muy abo-
nado, tomamos la relación de este suceso. Antes de entrar la armada,
compuesta de varias canoas, en el río Curaray, en donde había pasado
la tragedia, se determinó el capitán á coger primero algunos indios Su-
cumbios, por haberse extendido la fama de haber muerto los de esta na-
ción al P. Pedro Suárez y al cacique de los Abigiras, de haber cautivado
muchos de éstos y vendídolos en la provincia de los Quijos. Pero por más
diligencia que hizo el capitán, corriendo todas las islas del río Ñapo, en
donde se creían hallarse los Sucurabios, no pudo dar con ellos, ni descu-
brir uno siquiera de esta nación , cosa que se tuvo por bien irregular y
extraordinaria no parecer entonces en aquellos ríos los Sucumbios, busca-
dos con tanta diligencia, cuando antes cruzaban continuamente aquellas
aguas. Como estaban en realidad inocentes, parece que el Señor quería
Libro V.— Capítulo XIII ' 243
guardarlos de las opresiones que se podían temer en aquellas circunstan-
cias, y acaso la sangre derramada del mártir abogó por ellos, para que
con su ocasión no padeciesen injustamente aquellos pobres indios.
Perdida toda esperanza de hallar á los Sucumbios, entró el capitán
por el río Curaray, pero sin lengua ni intérprete, por haber también
huido los que entendían la lengua. Logró, sin dificultad, el apaciguar al-
gunas rancherías de Abigiras que no estaban lejos del pueblo en donde
había sucedido la desgracia; y á las señales de paz que daban los espa-
ñoles, y á que correspondían los Abigiras, añadían los principales estas
palabras: Xevero patire Quiriquare, y al decirlas, señalaban con el dedo el
río arriba y se mordían las manos. Conocieron los españoles que daban
á entender los Abigiras con aquellas señas, cómo estaba más arriba el
principal cacique Quiriquare, y que este malvado se había comido al
P. Pedro Suárez. Prosiguieron adelante, y dieron con una ranchería más
considerable que juzgaron podría ser el sitio en que habitaba el cacique.
No se resistieron los indios, antes recibieron de paz, acaso por temer la
superioridad de las armas, al capitán y soldados. No encontraron, como
pensaban, al cacique, que ya era muerto, pero tomando lengua, ó por
mejor decir, adivinando de las señas que daban en la ranchería, pren-
dieron algunos indios que se habían escapado al monte. Entre otros, co-
gieron á uno, llamado Lucas LluUa, grande embustero, y que se expli-
caba muy bien, como ladino, y criado en otro tiempo al lado del P. Cue-
vas. Puesto Lucas Llulla en presencia del capitán, y preguntado sobre
el atentado de los Abigiras, respondió con gran despejo, y con un aire de
sinceridad, en esta substancia:
«Puesto que me preguntas sobre la manera de muerte del misionero
de los Abigiras, en donde ni me hallé ni pude intervenir por estar muy
distante del sitio en donde se ejecutó, diré lo que he podido averiguar sin
disimular la causa de mi venida. Yo bajé á esta mi tierra huyendo del
P. Lucas de la Cueva con otros dos compañeros, Marcos Puma y Lucas
Barbudo; aunque no dejaba de moverme á esta retirada el saber con fun-
damento si había muerto el P. Pedro Suárez. He averiguado y puedo
asegurar con toda certidumbre que los indios Zaparas han sido los agre-
sores, que entrando de repente en el pueblo desprevenido, robaron y que-
maron la iglesia, mataron muchos Abigiras, se llevaron la cabeza del pa-
dre, quitaron el ornamento, y cargaron con la campana de la iglesia sin
que en este primer ímpetu ni arrebato pudieran algunos resistirles, Pero
recobrado poco después el cacique Quiriquare, juntó su gente y marchó
contra ellos á vengar la muerte de su misionero. Cerró con los Zaparas
con tanta furia y denuedo, que mató á unos y á los demás los puso en
huida Mientras el cacique cortaba según el estilo las cabezas de los ene-
migos muertos, rehaciéndose los huidos cargaron contra Quiriquare á
quien quitaron la vida con alguno de los suyos, y los restantes, viendo
muerto á su capitán, escaparon como pudieron de las manos de los Za-
paras.»
244 Misiones del Marañón Español
Hizo esta relación el embustero Llulla con tanta serenidad y concierto
y con un aire de candor y sinceridad tan vivo y natural, que clavándose
el capitán y los españoles, no dudaron ser cierto cuanto deponía Lucas,
á quien pusieron luego en libertad con otros compañeros presos, y aun
pensaron haberle hecho injuria en sólo prenderle, y procuraron reparar
esta quiebra haciéndole mil caricias y mostrándose muy obligados á las
noticias que les había dado. Son los indios comúnmente diestros en el arte
de disimular, de fingir y de adornar sus invenciones, especialmente si han
tratado por algún tiempo con los españoles, cuyos meneos, gestos y ade-
manes remedan perfectamente dando á sus cuentos cierto barniz de gra-
cia y sinceridad con que se concilian el crédito de los oyentes. Quiso el
capitán aprovecharse de las luces que había adquirido en esta primera
prisión y determinó pasar al castigo de los Zaparas, que juzgaba ser los
culpados en la traición. Por tres veces emprendió la derrota hacia el río
Pastaza, en cuyas orillas vivían los Zaparas, y todas tres veces enfer-
maban notablemente los soldados, y mejoraban de salud desistiendo de
la empresa. No sabía el capitán á qué atribuir cosa tan extraordinaria.
Finalmente se le ofreció que no carecía de misterio el embarazo repen-
tino que Dios le ponía y tomó el mejor consejo que se le podía dar, de recu-
rrir á su Majestad y pedirle con humildad acierto en aquel negocio . He-
cha esta oración, una noche se halló movido por la mañana á prender á
los indios Abigiras compañeros de Quiriquare. Ejecutólo sin dilación, y
fué del cielo la determinación; porque luego que Llulla los vio presos, se
presentó al capitán diciendo que la relación que había hecho en el primer
examen era falsa, por haber sido prevenido de los Abigiras cuando ha-
bía llegado á sus tierras para vivir con ellos. Pero que si le prometía su
merced llevarle consigo, y no dejarle en aquellos países, le descubriría
en un todo y por todo la verdad. Vino en ello el capitán, y le refirió lo si-
guiente:
El cacique Quiriquare vivía como bárbaro, casado con doce mujeres,
y á su ejemplo los demás Abigiras con cuatro ó cinco, sin que apenas se
hallase alguno que se contentase con una sola. Este abuso escandaloso
era el principal embarazo para que el P. Suárez doctrinase y educase la
gente del pueblo conforme á la ley de Dios, de manera que habiendo de
bautizar los niños y adultos catequizados, se recelaba y con razón, de
que estos con el tiempo caerían con el mal ejemplo de los demás en la
misma costumbre. Aunque veía el padre la grande dificultad que había
en quitar tan escandaloso abuso, llevado de su santo celo, se resolvió á
arrancar de raíz, en cuanto pudiese, impedimento tan nocivo. Comenzó á
predicar con gran fervor y espíritu contra la bárbara costumbre, pon-
derábales con viveza su fealdad y decíales con energía y palabras gra-
ves que por este camino se iban irremediablemente con sus antepasados
al infierno porque vivían como ellos, en medio de tener el conocimiento
á que no habían arribado aquellos miserables; y que por lo mismo era
mayor su culpa que la de sus mismos mayores. Que abriesen los ojos con
Libro V.— Capítulo XIII 245
tiempo, porque la ira de Dios, si se hacían sordos á sus palabras, iba á
descargar sobre ellos.
Los sermones eran continuos y dichos con grande eficacia. Pero el ca-
cique Quiriquare, grande hechicero, bien hallado con su costumbre bes-
tial, llevaba muy á mal tan sanas amonestaciones, y poseído de un furor
diabólico, se resolvió á quitar la vida del cuerpo á quien deseaba tan de
veras darle la del alma. Juntó seis indios semejantes á sí mismo en lo
brutal de sus apetitos y armados todos de lanzas y de dardos se fueron
ciegos á la casa del padre, y acometiéndole de repente le atravesó el
€uerpo Quiriquare con un golpe de lanza. Cayó el bendito padre en el
suelo con la violencia del golpe, pero hincándose después de rodillas,
puestas las manos -en el pecho y levantados los ojos al cielo invocó tier-
namente cá Dios diciendo: «Dios mío, Dios mío», palabras que repetía mien-
tras tuvo fuerzas para pronunciarlas. Puesto así de rodillas y fijos los
ojos en el cielo, recibió con increíble constancia y sin retirar el cuerpo los
fieros golpes de las otras seis lanzas, que le atravesaron como el prime-
ro , siendo el último el más cruel y rabioso, porque le metió la lanza por
la boca para quitarle de ella las dulces palabras: «Dios mío, Dios mío»,
que repetía. Perseveró diciéndolas aunque con voz quebrada, y vivió al-
:gún tiempo después de tan mortales heridas, hasta que al fin, puesto en
manos de Dios el espíritu, cayó el cuerpo en tierra bañado en el raudal
de su sangre, que como la de su Maestro y Redentor Jesucristo pediría
misericordia para los que tan cruelmente la vertían. Trataron los bár-
baros de cortarle la cabeza para festejar sus borracheras, bebiendo en
señal de triunfo en la calavera del muerto; más sucedió un prodigio que
puso en confusión á los mismos agresores. Todos siete probaron los filos
de sus cuchillos en la garganta del misionero, pero el cuello parecía de
acero y las cuchillas de cera; repetía golpes la fiereza de aquellos brutos,
pero no consiguieron dividir la cabeza de los hombros. Suceso tan raro
que á los mismos homicidas causó admiración, y así decían atónitos; éste
no es hombre como los demás, sino de otra naturaleza superior á la de
los hombres. Lo cual se hizo más de notar y admirar cuando cortaron
fácilmente la cabeza del intérprete que habían muerto también al lado
del padre, y conocieron claramente no estar el defecto en las cuchillas,
que tuvieron filo para cortar la cabeza del intérprete y no la del padre
Suárez.
Dejaron los homicidas crueles el sagrado cuerpo, espantados de aquel
singular prodigio, y los muchachos que asistían al padre, le dieron se-
pultura. Aunque no falta quien diga que los mismos bárbaros, viendo
que no moría tan presto, lo enterraron estando aún vivo, que todo se
puede creer de su inhumanidad y fiereza. Luego que los sacrilegos aca-
baron con el misionero, robaron las pobres alhajas de su casa y quitaron
las campanas de la iglesia con los ornamentos de la Misa, sirviéndose de
todo en la celebridad de sus fiestas . Pero les costó bien cara la profana-
ción, porque no tardó el cielo en castigar sus enormes sacrilegios. Los,
246 Misiones del Marañón Español
que tocaban las campanas ó profanaban los vasos sagrados, morían de
cursos de sangre; y así, juzgando que de aquellas alhajas se les pegaba
la peste, las arrojaron todas al río, sin reservar cosa alguna de cuantas,
habían servido á la iglesia ó al P. Suárez.
El mozo español, añadió Lucas Llulla, enviado del P. Pedro en busca
de vino, hostias y harina para el servicio de la Misa, murió ahogado por
haberse trastornado la canoa, como es fácil con las corrientes de los ríos.
Bien que otros me dijeron, lo que no tengo por increíble, que le dio la.
muerte un indio que iba en su compañía, llamado Alonso Xevero; y que
volviendo éste al pueblo, le había reprendido fuertemente el misionera
por su alevosía y crueldad. De lo cual se había valido Quiriquare para
exhortar á Xevero que se retirase del pueblo estando el padre tan eno-
jado con él; pero que la intención del cacique era muy diferente, porque
miraba con ojos lascivos á la mujer del indio, que quería para sí, como
lo consiguió finalmente, dando la muerte á Xevero.
Por lo que á mí toca, concluyó el dicho Lucas, vine de Archidona con
otros dos compañeros á informarme de la muerte del misionero. Hubiera,
experimentado la crueldad de Quiriquare como la experimentaron mis.
compañeros muertos á sus manos, si no hubiera encontrado amparo y so-
corro en mis parientes. Porque era la intención del cacique no dejar en
la tierra quien pudiese dar cuenta de sus maldades, como si faltando en
la tierra quien lo delatase, hubiera de faltar el castigo del cielo á tan
enormes delitos No tardó el infeliz en experimentarlo; porque viendo yo
la insolencia de Quiriquare y qué poco segura estaba mi vida con este
bárbaro, procuré prevenirme, y juntando á mis hermanos, parientes y
amigos, le quitamos la vida atravesándole á lanzadas, con que pagó el
perverso con el mismo género de muerte la que dio sacrilegamente á su
padre misionero.
Este fin tuvo el malvado cacique de los Abigiras; veamos ahora el que
tuvieron los demás cómplices de la muerte del P. Suárez. Hizo el capitán,
después de haber oído largamente á Lucas Llulla, las averiguaciones que
le parecieron necesarias. Examinó á los mismos Abigiras y cotejó sus
respuestas con la relación que acababa de oír; y hallando que todas las.
deposiciones convenían en la substancia, dio sentencia de muerte contra
los cómplices del homicidio. Hiciéronsela saber á los reos, que todos seis,
vivían y estaban presos; y viendo los infelices que se iba á ejecutar la.
sentencia sin remedio, pidieron por dicha suya ser bautizados. Como es-
taban bastantemente instruidos en los misterios de la fe, tuvo poco que-
hacer con ellos el P. Lucero, y los bautizó con mucho consuelo de todos,,
que veían lograda en estos enemigos la eficacia de la sangre derramada,
del santo mártir. Inmediatamente después de recibido el bautismo, mu-
rieron los seis ahorcados á vista de siete parcialidades de Abigiras y de
otras naciones amigas. Sus cuerpos, hechos cuartos, fueron puestos en
los caminos más públicos, porque su vista sirviese de freno á una gente
tan bestial que sólo con un ruidoso suplicio llega á entender su barbarie»
Libro V.— Capítulo XIV 24J
CAPITULO XIV
ELOGIO DEL PADRE PEDRO SUÁREZ
El P. Lorenzo Lucero, hecho bien cargo del modo y circunstancias de
la muerte del P. Suárez, del castigo ejecutado en los agresores y de su
buen fin y paradero por haber muerto recientemente bautizados, escribió
una relación auténtica de todo lo sucedido que pasó á las ciudades de
Lima y de Quito, en donde fué venerado de todos el P. Pedro, como glo-
rioso mártir de la fe y castidad. El conde de Castelar y marqués de Ma-
lagón, virrey del Perú, luego que leyó el informe del P. Lucero, escribió
de propio puño al gobernador de Borja una carta en que declara bien su
sentimiento sobre el martirio del P. Suárez, y porque toda ella respira
piedad y religión como de tal virrey y tal fomentador de las misiones,
pondremos en este lugar algunos rasgos de ella:
«En 30 de Enero del año pasado de 1676 (dice el conde de Castelar á
D. Jerónimo Vaca), me refiere el P. Lorenzo Lucero de la Compañía de
Jesús, lo mucho que al celo, atención y fineza del señor general D. Jeró-
nimo Vaca debe la misión, en que con tanto aprovechamiento de las al-
mas está extendiendo su sagrada religión... y el glorioso esmalte del
martirio con que rubricó el mérito de sus virtudes el P. Pedro Suárez; no-
ticias que después de'dejarme con el consuelo y alborozo correspondiente
al santo fin de dilatar el nombre de nuestro Señor y su santa fe y mi-
sericordias que usó con este siervo suyo, premiándole con tan esclarecido
honor, solicitan en mi reconocimiento repetidas gracias á sus divinas dis-
posiciones, por hallarse ya, con el amparo y protección de este ínclito
mártir, conseguida la perfección de esta empresa espiritual, pues á sus
incesables súplicas y ruegos se allanarán los estorbos é imposibles que
en lo humano se le pudieran oponer, etc. Quedo con toda confianza de
que se ha de adelantar mucho esta misión corriendo debajo de la protec-
ción del señor general y que me dará noticia de los demás favorables su-
cesos y efectos que espero producirán su fomento. »
No fué menos celebrada la dicha del P. Pedro, especialmente de sus
hermanos que envidiaban la suerte de aquel á quien tan tiernamente
amaban y acababan de abrazar á su partida . Estaban en el claustro del
colegio de Quito retratados los padres Rafael Ferrer y Francisco Figue-
roa, engolfado aquél en las aguas que lo ahogaron en los Cofanes, y éste
en la sangre que derramó en las márgenes del río Apena : pareció con-
veniente añadir el retrato de este tercer hijo de la Compañía, herido y
despedazado de los Abigiras, y salió tan vivo y natural, que parece ha-
blar á los que le miran, y mirar propi clámente. á los que le invocan. No
era razón negar una copia del retrato de su hijo al capitán ;^edro Suárez,
residente en Cartagena, que se consolaba más con la compañía de su hija
248 Misiones del Marañón Español
muerto en tan gloriosa empresa, que se hubiera consolado con él vivo y
sig-uiendo la carrera de las armas, á que pudiera haber aspirado su no-
bleza conocida y su espíritu intrépido y valeroso. Pasaron hasta Roma
los ecos de la muerte gloriosa de nuestro misionero, pues el muy reve-
rendo P. General, Juan Pablo de Oliva, procuró recoger el escrito en que
pedía el P. Suárez las misiones, firmado, como dijimos, con su sangre, y
viéndola tan roja y fresca después de catorce años, la besó tiernamente
y mandó que se guardase con la relación de su muerte y circunstancias
en el archivo de la casa del Jesús en Roma.
Parece que el Señor previno á este siervo suyo desde niño y le dispuso
para que muriese en defensa de la castidad. Nacido en Cartagena, de pa-
dres nobles, entró de pocos años en el colegio de San Bartolomé de Santa
Fe, donde vivía con singular inocencia y aplicación á las letras. Acabada
la filosofía, y encomendando á Dios la elección de su estado, se sintió ins-
pirado á entrar en la Compañía, que logró el año de 1657. Comenzó y
prosiguió con tales fervores en el noviciado de Tunja, que era el ejemplo
á todos los novicios, observanfcísimo de las reglas y menudencias más fre-
cuentes, muy dado á la oración, recogimiento y mortificación, amante de
la pobreza seguida de la humildad, pero sobre todo, purísimo en el alma
y cuerpo, esmerándose en elogios de la castidad, para cuya guarda se
valía de ayunos y penitencias, de un recato singular en los ojos y de mu-,
cha circunspección en la lengua.
Hechos los votos del bienio con grande consuelo de su alma, fué en-
viado á Santa Fe para oír allí la teología. Pero como la Providencia le
tenía destinado para las misiones del Curaray, dispuso de un modo sin-
gular, como dijimos, que pasara de Santa Fe á Quito, para aprender en
esta ciudad más cercana á su destino aquella sagrada ciencia. El P. Ma-
nuel Rodríguez, que hizo con él parte de este largo y penoso viaje, dice
en el libro V de su Historia, que observó en el camino unos rasgos de vir-
tud en el hermano Pedro, que le admiraban, y celebra en particular la
caridad con que se encargó en el viaje del cuidado económico de toda la
comitiva. Estudió en Quito la teología con edificación y lucimiento, y dio
fin á ella en un acto mayor á que se destinan los más sobresalientes.
Después de la tercera probación se aplicó con tanto celo y fruto á los mi
nisterios de predicar y confesar, que los superiores le enviaron á la mi-
sión que suele hacerse por cuaresma en la villa de Ibarra. Fué grande
la conmoción de la villa y sus contornos con los sermones del P. Pedro,
que tomaba regularmente por tema la fealdad del pecado y declamaba
más particularmente contra el de la sensualidad. Celaba mucho que los
indios de la casa en que vivía se recogiesen á tiempo y cerrasen las
puertas, y él mismo los visitaba varias veces á deshoras con su linterna,
de manera que le llamaban el defensor de la castidad. Así le dispuso su
Majestad paj-a que desde aquí pasase á las misiones difíciles del Marañón,
y recibiese entre estos gentiles la dichosa corona de mártir de la casti-
dad, que había celado con tanto esmero por todo el tiempo de su vida.
Libro V.— Capítulo XV 249
CAPITULO XV
FUNDACIÓN DE SAN XAVIER DE LOS GAYES Y DEL CÉLEBRE PUEBLO
DE SANTIAGO DE LA LAGUNA
Después de las muertes de tantos misioneros como habernos contado
en este libro, proseguía experimentándose notablemente la falta de ope-
rarios, y no parece que era tiempo de pensar en nuevas conquistas, espe-
cialmente que en esta sazón picó también la peste ó epidemia en las mi-
siones. Y es cosa sabida que en estas ocasiones se dobla el trabajo de los
padres en asistir á los indios y curarlos, no sólo en el alma, sino también
en el cuerpo, acudiéndolos como se puede con remedios que inventa la
caridad en tierras tan miserables y faltas de casi todo lo necesario para
la vida. Pero la caridad cristiana no se ciñe ni estrecha tan fácilmente;
dilata su esfera y extiende su celo por todos los espacios donde no en-
cuentra obstáculos insuperables. Mucho tiempo había que tenían los pa-
dres noticias de los indios Gayes y que tenían puesta la mira en su reduc-
ción. El P. Lucas de la Cueva y su coadjutor el P. Sebastián Zedeño, ha-
bían procurado disponer las cosas de manera que se fuesen aficionando
á población. Empezaron á sacarles de sus montañas con donecillos y
agasajos que les enviaban por medio de los indios cristianos, los cuales
bajaban al puerto de Ñapo á sus granjerias de buscar polvos de oro, de
hacer pescas y procurar desmontes. En estos viajes concurrían varias
veces los indios reducidos con los Gayes; y con la comunicación y trato,
y mucho más con las cosillas que les daban, les iban aficionando á la re-
ligión y quitando los temores de los españoles. Los mismos padres tuvie-
ron también ocasión de comunicar en estos caminos y navegaciones con
tal ó cual principal de los Gayes, y de conseguir por medio de ellos algu-
nos muchachos de la nación para que, instruidos de la lengua y de los
misterios de la fe, les ayudasen á la reducción de toda su gente.
Estando la cosa en estos términos, se determinó el P. Lucas de la Cue-
va á enviar á los Gayes al P. Sebastián Zedeño, que se sentía muy incli-
nado á pasar á sus tierras, por más que le decían no poder ser firme y
duradera la paz con una gente valiente, que habiendo resistido en otra
ocasión á los españoles, siempre retenía la enemiga contra los que les ha-
bían acometido con las armas en la mano. Sin embargo, el P. Zedeño,
fiado en Dios, se ofreció con denuedo á la empresa, y con un mozo y al-
gunos muchachos de la nación, se embarcó sin escolta por no dar oca-
sión á los Gayes de sospecha ó desconfianza. Bajando y subiendo por va-
rios ríos que dan camino desde Ñapo hasta Pastaza y Bohono, llegó,
finalmente, á las riberas de éste. De aquí, venciendo una montaña, llegó
al sitio de la nación que buscaba, el cual estaba extendido entre unos
montes asperísimos y muy encumbrados. Como vieron solo al misionero
250 Misiones del Marañón Español
con los muchachos Gayes, le recibieron, al parecer con mucho agrado,
en una ranchería principal. Descubrióles el padre sus intentos por medio
de los intérpretes, dióles algunos donecillos y les ^exhortó á que convoca-
sen más gente, pues se hallaban las principales familias dispersas por
varias rancherías, como sucede comúnmente en las otras naciones. Vino
luego volando un gran golpe de gente sabiendo que era venido á sus tie-
rras un padre sin escolta de soldados y con algunos niños paisanos suyos,
que les aseguraban el buen trato que habían experimentado en los misio-
neros y las entrañas de caridad que tenían con toda la nación. Apenas
les habló el P. Zedeño, cuando se determinaron los principales á juntar-
se en un sitio y formar pueblo. Eligió el misionero, con parecer de ellos
mismos, un lugar que parecía el menos incómodo, á las espaldas de un
cerro, y se comenzó el desmonte, reservando la madera mejor y más
gruesa para la fábrica de la iglesia y para los edificios de las casas.
Quedóse el P. Sebastián Zedeño con los Gayes, por tres años desde el
año de 1669 en que se determinaron en poblar hasta el de 1672, en que
vino á vivir con ellos el P. Agustín Hurtado, de quien hablaremos des-
pués. Y aunque este celoso misionero fué el principal ministro ú operario
que puso el pueblo en policía y le formó á las máximas cristianas, toda-
vía el P. Zedeño rompió el primero aquel terreno, edificó la iglesia,
formó casas, bautizó los niños, y comenzó á entablar la doctrina cris-
tiana á que asistían, no solamente los muchachos, pero también los adul-
tos. En poco tiempo se vio ser la nación de los Gayes, más numerosa de
lo que se pensaba, porque concurrió al nuevo pueblo gran número de fa-
milias, y se conoció que era falsa la persuasión en que estaban todos, de
que la nación de los Gayes, era*sí, belicosa pero poco numerosa. Desde
los principios tuvo esta reducción la advocación de San Francisco Xavier
que conservó en adelante, y su establecimiento se miró como muy venta-
joso por no estar muy distante del pueblo de los Roamainas, adonde en
tres días de navegación se llega desde los Gayes, bien que desde aqué-
llos á éstos son menester ocho días de navegación. Tanta es la dife-
rencia de los viajes por los ríos que en tres días se navegaba con el bene-
ficio de las corrientes, lo cual pide ocho si se ha de navegar contra ellas.
Mientras el P. Lucas de la Cueva y su compañero extendían desde lo
más alto del Ñapo sus conquistas, adelantaba las suyas el P. Lucero en
lo más bajo del Marañón. Había trabajado mucho por el restablecimiento
de la misión de Ucayale, y después de muchos esfuerzos, viajes y convi-
tes, no pudo conseguir jamiás la paz y amistad de aquellos obstinados Co-
camas. Desconfiando ya de su reconciliación, trató de reparar por otra
parte el daño con ocasión de las nuevas que le dieron los Cocamas de
Ucayale, trasplantados como vimos al río Guallaga. Dijeron al padre
estos indios que hncia la parte más alta de las cercanías del río Ucayale,
ocupaban un grande espacio de tierra ciertos indios llamados Chepeos,
Panos, Gitipos y aun otras naciones. Que no creían hallarse en tan mala
disposición para recibir el Evangelio, como los Ucayales, y que ellos
Libro V.— Capítulo XV 251
mismos estaban prontos á conducir al padre hasta sus tierras y casas, en
lo cual no les parecía hacer poco si se lograba entablar la comunicación
y amistad con unas gentes de quienes, siendo enemigas tenían mucho que
temer, y siendo amigas podían esperar mucho. Animado con estas noti-
cias el P. Lucero, púsose luego en camino con algunos de los más fieles y
prácticos que se ofrecieron al viaje, y después de varios días de camino
entró por aquellas tierras que no habían pisado hasta entonces los misio-
neros, y logró entablar paces y amistad con varias naciones. Aunque en
esta primera entrada sólo se abrió la puerta á la comunicación con aque-
llas gentes; pero con los repetidos viajes y visitas que les hizo el misio-
nero, les fué inclinando hacia la religión y reduciendo al propósito y re-
solución de poblarse.
Atendiendo el prudente misionero á la distancia grande de aquellas
tierras, al genio, costumbres y demás calidades de aquellos indios, y al
corto número de operarios, tuvo por expuesto á las novedades é inconve-
nientes que se habían experimentado en Ucayale, si se llegaban á esta-
blecer en parajes tan apartados del resto de la misión. Observó que los
Chepeos, Panos y Gitipos mostraban sobre igual inconstancia mayor sa-
gacidad que los Cocamas, y se determinó (ardua empresa) á probar su
mudanza al río Guallaga, donde sería más difícil la rebelión y más fácil
acudir con los Borjeños y gente de la misión para atajar cualquiera mo-
tín, traición ó infidelidad. Hizo en razón de esto mucho más de lo que
pensaba al principio, porque se ofrecieron muchas y grandes dificultades
á que hubiera cedido, sin duda, otro corazón menos esforzado y animoso
que el de este celosísimo misionero. La divina Providencia que había de-
terminado poner en las misiones de Mainas un pueblo numeroso, que
fuese cabeza de los demás, ayudó visiblemente á su ministro, allanando
las dificultades que parecían insuperables, y abandonando á unos y esco-
giendo á otros, puso en el corazón de aquellos bárbaros una resolución
valiente de dejar la naturaleza de sus tierras y de venir cargados con sus
alhajuelas por un camino largo, áspero y trabajoso en seguimiento de su
misionero, dejando á su elección el sitio del establecimiento.
Era cosa de alabar á Dios ver subir por aquellas montañas á los pa-
dres y madres cargados con sus hijos siguiendo al P. Lucero, como siguen
las ovejas á su pastor, no sólo por uno ni por dos días, sino por muchos días
continuados en que fué necesario que experimentasen grandes trabajos
y necesidades. Pero estaba á cuenta del Señor que les movía á tan pere-
grina mudanza, el suavizar las incomodidades del camino, y el preve-
nirles un sitio ventajoso en que viviesen contentos y formasen el pueblo
más lucido de las misiones del Marañen. Llegaron á un paraje al levante
del río Guallaga y como cuatro leguas de su embocadura en el río Mara-
ñen. Puso en él los ojos el misionero, por parecerle sano, despejado y de
aire libre, á que se llegaba el estar dominando una hermosa laguna que
mantenía gran golpe de aguas puras y frescas. Venían éstas por un ca-
nal del mismo río Guallaga y se aumentaban con otros pequeños torren -
252 Misiones del Marañón Español
tes y quebradas del contorno. En este sitio se formó el pueblo en el año
de 1670, con la advocación de Santiago de la Laguna, y á poco tiempo
llegó cá ser tan numeroso, que arribaba á cuatro mil almas. En medio de
componerse de Chepeos, Gitipos, Panos y Cocamas, naciones diferentes,
se mantuvo siempre tan unido entre sí, que jamás experimentaron en él
los misioneros la menor disensión ó alboroto. Parece que atendiendo el
Señor á su primera heroica resolución de dejar sus tierras antiguas por
ponerse en las manos de su siervo, echó la bendición al nuevo pueblo,
porque no obstante el menoscabo que padeció á los principios por las
pestes que sobrevinieron, siempre conservó un número grande de fami-
lias, y aumentándose mucho más después de aquellos contratiempos, llegó
á tanta policía, orden, cristiandad y gobierno, que fué el modelo, cabeza
y refugio de todos los demás, residencia de los superiores de la misión y
centro en donde se recogían y conservaban las provisiones y cosas nece-
sarias para los padres y cristianos del Marañen.
CAPITULO XVI
CÉDULA REAL EN QUE SE CONFIRMA EL NOMBRAMIENTO DEL CURATO
DE ARCHIDONA Á FAVOR DE LA COMPAÑÍA
Desde el año de 1660 en que había sido señalado el P. Cueva, para ad-
ministrar el curato de la ciudad de Archidona, había insistido mucho di-
cho padre para que se obtuviese cédula del rey nuestro señor, que con-
üriuase el nombramiento, no le pareciendo conveniente á los estilos é
instituto de la Compañía el mantener el curato sólo interinamente y con
varios gravámenes y condiciones, sino en propiedad y sin las modifica-
ciones que se le ponían. Pero como la corte, distraída de tantos negocios
y de más monta que el presente, no suele proveer á las necesidades de
los particulares en tan corto espacio de tiempo como ellos quisieran, pa-
saron diez años enteros sin que se diese providencia en esta materia. Y
á la verdad, habiendo de preceder informes replicados y venidos del otro
mundo para la entera decisión del punto, no es de extrañar que pasase
tanto tiempo antes de venir al despacho de la real cédula, en que se con-
cedió á la Compañía la propiedad del curato. Ella está informada con la
deliberación más prudente; declara la necesidad que tiene la Compañía
de aquel curato, y es un elogio tan calificado del P. Lucas de la Cueva,
y de las misiones de Mainas que no podemos menos de ponerla en este
lugar. Dice, pues, así:
«LA REINA GOBERNADORA
Presidente y Oidores de la Real Audiencia de la ciudad de San Fran-
cisco en la provincia de Quito.
Libro V.— Capítulo XVI 253
Cumpliendo con lo que el Rey mi Señor (que santa gloria ha), os
mandó por cédula de 11 de Abril de 1664, sobre que informásedes cerca
de la proposición que hizo el Dr. D. Pedro Vázquez de Velasco, Presi-
dente de ella, de que se confirmase el nombramiento que dio á Lucas de
la Cueva, de-la Compañía de Jesús, para la doctrina de Archidona, en
esa provincia, por ser tan necesaria para la expedición de la conver-
sión y enseñanza de los infieles que habitan el río Marañón; referís en
carta de 15 de Noviembre de 1666, que siendo tan del servicio de Dios
nuestro Señor el dar á este religioso aquella doctrina en propiedad, para
que le sirviese de escala y tuviese en ella otro que socorriese á los misio-
neros, no había pasado el Obispo de la iglesia catedral de esa ciudad á
dársela más que en ínterin. Y Lucas de la Cueva, habiendo tenido noti-
cia de ello, representó en esta Audiencia los progresos que había conse-
guido en veintiocho años de asistencia en aquella conquista espiritual, y
el perjuicio que recibía su religión, de que se le diese la dicha doctrina
de Archidona con los gravámenes y condiciones que había puesto el
Obispo, y que así hacía dejación de ella; de que se dio vista al Licen-
ciado D. Juan de Peñalosa, Fiscal de esta Audiencia, que pidió se orde-
nase al dicho Lucas de la Cueva que prosiguiese en aquel curato en con-
formidad de lo que se mandaba por la dicha cédula y como lo hacían los
demás curas; pues siendo la religión de la Compañía de Jesús la que úni-
camente había plantado y propagado la fe católica en parajes y climas
tan inhabitables, padeciendo tantas penalidades, riesgos y trabajos, se
podía atribuir á injusticia privarlos de aquella doctrina, encomendán-
dola á otra religión, demás de que sería abandonar lo que habían redu-
cido si se hacía novedad, refiriendo juntamente lo ejemplar de su vida
y lo que esta religión había obrado, así en esta doctrina como en
las de la ciudad de San Francisco de Borja, provincia de los Mai-
nas, en la conversión de 'los indios, penetrando hasta lo más remoto
de aquellos parajes,, y otras razones que se le ofrecían á este fin, y
con esta respuesta se acordó continuase el dicho Lucas de la Cueva en
el curato de Archidona en la forma que se servía el de la ciudad de San
Francisco de Borja en el ínterin que yo mandase otra cosa como pa-
recía de los autos que remitíades: y lo que podíais afirmar es, que
esta religión es la que únicamente se emplea en la conversión de
los indios infieles de los parajes referidos con mucho fruto, y faltando
por algún accidente su residencia, tenéis por evidente que se cerraría la
puerta para la continuación, porque los demás religiosos no atienden á
estas conquistas espirituales ni tienen al presente sujetos para ellas aun-
que se moviesen por alguna razón de emulación, y los clérigos rara vez
ó nunca se habían desvelado en esto, antes bien huyen de asistir en los
curatos de las montañas por las dificultades y riesgos á que están ex-
puestos, de que se origina el vivir siempre los indios en su idolatría, y el
dicho Lucas de la Cueva es sujeto de suma virtud y pureza y de ardiente
celo para la conversión de los indios, y le aman y veneran con gran re-
*254 Misiones del Marañón Español
verencia por el abrigo y consuelo que hallan en su comunicación, y que
tiene mucha experiencia en estas misiones por la continuación de treinta
años que ha estado en ellas, con el gran fruto que es notorio en todo el
Perú y lo conocieron los Virreyes conde de Alba y conde de Santisteban,
y añadís el martirio que padecieron Francisco de Figueroa y Rafael Fe-
rrer de la misma religión, como también se podía recelar de Lucas de la
Cueva y de los demás misioneros que le asistían, por la inconstancia de
los indios.» Y en otra carta de la misma fecha (que se recibió juntamente
con la referida) «satisfacéis á otra cédula de 11 de Septiembre del mismo
año 1664 en que os ordenó informásedes sobre el Sínodo que habían me-
nester los religiosos de la Compañía de Jesús para proseguir en las re-
ducciones de los dichos indios, no obstante que el Obispo había escrito se
les podía señalar de 300 á 400 pesos cada año, con calidad de que pidie-
sen presentación y canónica institución; respecto de que estaban con el
dominio absoluto, sin pagar diezmos ni tributos más que el camarico que
habían menester los religiosos: y decís que lo que en todo se os ofrece es
que la religión de la Compañía de Jesús solamente ocupa las dos doctri-
nas referidas de San Francisco de Borja en los Mainas y la de Archidona
de los Quitos, que son fronteras de la gentilidad, y de esta última sólo per-
cibe 180 pesos de estipendio en las cajas reales. Y aunque en la tierra
adentro habían reducido los indios á pueblos y policía y erigido y fabri-
cado iglesias, donde les administraban los santos sacramentos doce reli-
g'iosos sacerdotes, en esto no pretenden Sínodo por considerarse anejas de
las de Borja y Archidona, y poco permanentes por la inconstancia de los
indios y con la buena disposición y régimen que siempre observa esta
religión, las había mantenido sólo con el Sínodo referido, y otras limosnas
y socorros del colegio de esa ciudad. De manera que su desvelo sólo
atiende á la propagación del" santo evangelio y relevar las cajas reales
de mayor carga. Y os parece que se podría señalar 400 pesos ensayados
de sínodo á las doctrinas de San Francisco de Borja y Archidona en
las cajas reales de esa ciudad, libres de mesadas por ser tan corto este
situado para doce religiosos, y no haber en las cajas reales de la ciu-
dad de Loja finca fija de donde pagarlo; y que en lo demás que insinúa
el Obispo tocante á los tributos y diezmos, la miseria de la tierra rele-
va de que se ponga en práctica este medio, por ser toda arcabuco muy
cerrado, y no tener más frutos que los silvestres con que se sustentan, y
se podía recelar que los indios, viéndose gravados, se ausentarían
la tierra . adentro y se perderían las almas de los reducidos , como
sucedía aún con menos causa; y habiéndose visto en el Consejo real de
las Indias con otras cartas y papeles tocantes á esta materia y lo que en
razón de ella dijo y pidió el fiscal en él, atendiendo á los buenos efectos
que representáis se experimentan en la conversión, doctrina y enseñan-
za de los indios idólatras por medio del celo y cuidado con que asisten á
«lia los misioneros de la religión de la Compañía de Jesús, y á lo mucho
que conviene para la propagación de la santa fe católica y bien de aque-
Libro V.— (Japítulo XVII 255
Has almas, que estas misiones se vayan continuando con todo esfuerzo:
He tenido j)or bien de confirmar, como por la presente confirmo, y apruebo el nombra-
miento hecho por el Dr. D. Pedro Vázquez de Velasco, siendo Presidente de esa
Audiencia, por lo que toca al patronazgo Beal, en el dicho Lucas de la Cueva, de la
Compañía de Jesús, para la doctrina de Archidona. Y por otro despacho de este día
encargo al Obispo de la Iglesia Catedral de esa ciudad que luego que le reciba le dé
la canónica institución. Y mando que la provisión de esta doctrina se haga de aquí
adelante^ habiéndose cumplido en todo con lo que dispone la Cédula del Patronazgo
Real; y para que los dichos religiosos tengan los medios precisos para poder cumplir
y asistir á lo que es tan del servicio de Dios y del Bey mi Hijo, haréis que á los
misioneros de las dos doctrinas de San francisco de Borja y Archidona, se les acuda
con 400 pesos ensayados de Sínodo, cada año, libres de mesada que como queda re-
ferido tenéis por necesarios, y que se paguen de la Beal Caja de esa ciudad como lo
proponéis, que por otra mi cédula de la fecha de ésta mando á los oficiales reales de
ella que lo cumplan y ejecuten así. Fecha en Madrid á 21 de Abril de 1670 años. Yo
la Beina: Por mandato de su Majestad, D. Gabriel Bernardo Quirós.
Así favoreció y socorrió la reina gobernadora D.*^ Mariana de Austria
á las misiones de Mainas, proveyendo que se diese en propiedad el cu-
rato de Archidona á la Compañía, de la misma manera que tenía en pro-
piedad el curato de San Francisco de Borja, señalando un estipendio
congruo para que desde estas dos fronteras de la misión se socorriese y
acudiese á los misioneros que residían en los pueblos interiores de cuyo
número, cuidadosa administración de sacramentos y del celo con que so-
licitaban solos los religiosos de la Compañía de Jesús la salvación de las
almas, de toda aquella escondida gentilidad, es un elogio bien autorizado
el que se contiene en los informes de los ministros de su majestad referi-
dos en la misma cédula, de la cual consta también cómo queriendo dejar
el curato el P. Lucas de la Cueva, por no parecerle conveniente el rete-
nerlo con los gravámenes que se le ponían, la Real Audiencia de Quito
no quiso venir en ello y determinó que se volviese á su iglesia, hasta que
del despacho é informe enviado al Consejo de su majestad, resultase la
confirmación absoluta que no dudaba haría su majestad del nombra-
miento hecho por su presidente.
CAPITULO XVII
DEJA VOLUNTARIAMENTE LA COMPAÑÍA EL CURATO DE ARCHIDONA POR NO
GUARDARSE EN LA COLACIÓN LOS PRECEPTOS QUE INSINÚA LA CÉDULA
Después de una cédula real tan honorífica, y favorable á las misiones
del Marañen, parece que quedaban éstas no menos sostenidas del go-
bierno, por la parte de Archidona, que lo estaban por la parte de San
Francisco de Borja, á que se llegaba también el aumento del sínodo, que
hasta entonces había sido bien corto y de po(3^ ayuda para los gastos de
256 Misiones del Marañón Español
los operarios de Mainas. Pero estas ventajas duraron solamente por el
tiempo en que vivió el P. Lucas de la Cueva, cuya muerte, sucedida dos
años después de la publicación de la cédula, como veremos, dio ocasión
á nuevos disturbios y pretensiones; y no conviniendo la Compañía en las
onerosas condiciones expuestas á negociaciones y valimiento de prínci-
pes, que ponía el señor obispo, antes de venir á la colación del curato,
tuvo por bien de ceder al derecho de aquella doctrina, queriendo antes
privarse de lo que parecía corresponderle, que fomentar pleitos y ser
ocasión de disensiones.
Apenas acabó sus días el P. Lucas de la Cueva, cuando levantaron en
Quito varias controversias sobre la propiedad del curato de Archidona,
diciendo unos que sin duda pertenecía de derecho á la Compañía, por la
cédula de su majestad, que mandaba se les aplicase para fomento y
frontera de las misiones; y sosteniendo otros que en fuerza de la cédula
solamente se concedía á la Compañía el curato, mientras se entablaban
las misiones, y que era singular el nombramiento del P. Cuevas. Por con-
siguiente, muerto éste, debía volver el derecho á los señores clérigos. Bien
se deja entender cuan lejos estaba del orden de la reina este modo de
pensar; pues concedía el curato á los jesuítas, para que los religiosos tuviesen
los medios precisos con que poder asistir á lo que era tan del servicio de Dios y del
rey su hijo. Y aun por esta misma razón aumenta el sínodo, no solamente
de la doctrina de Archidona, sino también de la de San Francisco de
Borja, en atención á que, siendo doce los misioneros que residían en las
doctrinas interiores, pudieran percibir algún socorro en sus necesidades.
Fuera de esto, lo que movió á su majestad al nombramiento del P. Lucas,
es, como se dice en el despacho, ver los buenos efectos que se experimentaron en
la conversión y doctrina y enseñanza de los indios idólatras, por medio del celo y cui-
dado de los misioneros, y lo mucJw que conviene para la propagación de la santa fe
católica y bien de las almas, que las misiones se vayan continuando con todo esfuerzo.
Todas estas cláusulas significan claramente continuación, fomento, suce-
sión, y que no tanto se daba el curato de Archidona al P. Lucas de la
Cueva, como á la Compañía de Jesús, para que pudiese, por medio de sus
hijos, continuar con esfuerzo las misiones del Marañón, asistir á los indios,
doctrinarlos y enseñarlos, y atender á la propagación de la fe. De lo cual
se colige evidentemente que, estando pendientes todos estos efectos, y
durando estos motivos y razones después de la muerte del P. Cue-
vas, se debía dar el curato á otro de la Compañía; pues en solos dos años
que le tuvo aquel padre, no se lograron aquellos efectos, de manera que
verificasen las cláusulas arriba dichas.
Sin embargo de estas razones tan claras y convincentes, se hallaban
personas que favorecían á los clérigos en sus pretensiones. Pero no es di-
fícil el adivinar las razones que, á lo que yo pienso, les movían. Tenían
su parte el interés, y los encuentros y disgustos que habían precedido con
los administradores de las encomiendas, estimulaban á varios para que
se solicitase por todos los caminos que volviese el curato á los clérigos
Libro V.— Capítulo XVII 257
con quienes pensaban acomodarse mejor en sus intereses. El P. Lucas de
la Cueva jamás había querido ceder con los españoles en materia tan
expuesta á vejaciones con los pobres indios. Siempre les protegía, volvía
por ellos y se ponía de su parte en las frecuentes competencias que ocu-
rrían de indios tributarios con encomenderos, porque aquellos miserables
no se negaban regularmente á lo justo y razonable, según las leyes pri-
mitivas y fundamentales de las encomiendas; pero los administradores,
como suele suceder, tiraban á adelantar sus fueros á costa de los sudores
y fatigas de los pobres indios. Este tesón del P. Lucas y esta caridad con
sus feligreses, le había acarreado algunos enemigos, que no teniendo es-
peranza de adelantar sus intereses si proseguía la Compañía en la admi-
nistración del curato, clamaban por los clérigos, en .quienes no habían
experimentado tanto empeño.
Otra nueva razón se descubría en las circunstancias, que hacía más
apetecible el curato de Archidona que lo había sido antiguamente. Sa-
bían todos las considerables mejoras que había introducido el P. Lucas
en aquella doctrina, no sólo por los ornamentos de la iglesia que había
llevado desde Quito, sino también por la policía y buen orden del pueblo
y por las habilidades que habían aprendido los indios. De manera que
siendo Archidona poco antes una doctrina bien poco apetecida, así por
ser de montañas como por su distancia de la ciudad de Quito, ya con ha-
ber estado en ella la Compañía por doce años se juzgaba (poniendo mu-
cho de sí la imaginación que se deja llevar bien fácilmente de las apa-
riencias) un Potosí en las riquezas, un recreo en las conveniencias, no ya
destierro de las gentes, sino una ciudad muy acomodada para los usos de
la vida.
Era muy advertido y discreto el prelado de la ciudad de Quito, para
dejarse deslumhrar de estas razones: conocía muy bien el derecho de la
Compañía al curato fundado en la real cédula y en los fines y motivos de
ella, y que por adelantada que se hallase aquella doctrina en el aseo de
la iglesia y cultura de los indios y otros buenos establecimientos no se
podía negar sin injusticia á los padres. Por esta causa no quiso innovar
nada en orden á las personas á quienes le parecía corresponder el cura-
to; pero pensó en un modo singular y del todo nuevo para la Compañía^
de instrucción y colación. Pretendía que se diese á los jesuítas el curato,,
pero con una especie de oposición ó concurso, de suerte que, examinados
varios de la Compañía, se nombrasen tres sujetos, y, hecha la nómina,
se pasase á la elección del que pareciese más conveniente. El superior de
la religión que es el que conoce los sujetos proporcionados á los empleos,,
venía, y no hacía poco, en el número necesario de los que se debían pre-
sentar y no se oponía á que fuesen examinados; pero propuso eficazmente
los inconvenientes que había en el modo que pretendía el obispo contra
el instituto de la Compañía, que no permitía resquicio de negociaciones,
de conveniencias ó dignidades, ni valimiento de seglares, para las ocu-
paciones que debían ejercer los que la religión juzgaba convenientes.
17
258 Misiones del Marañón Español
Esta condescendencia del superior en presentar á tres sujetos entre
los cuales era uno el maestro actual de teología, para que fuesen exami-
nados, y se pasase á la elección de quien tuviesen por más acertado y
conveniente, dio nueva ocasión á que se volviese á dudar del derecho que
tenía la Compañía al curato, lo cual junto con varias hablillas que co-
rrían de que no era la mira de los gentiles sino el deseo de las conve-
niencias propias el que movía á los jesuítas á procurar la doctrina, dio
motivo á la Compañía á dejar la parroquia que se miraba tan útil en los
ojos de muchos, esperando que no le faltaría el modo de mantener las
misiones del Marañón sin este socorro, como las había mantenido y lle-
vado adelante tantos años.
Hubiera sido negocio bien fácil el conseguir á falta de las misiones la
declaración del consejo y de la voluntad de su majestad en haber dado
aquella doctrina á la Compañía, pues duraban, como vimos, los motivos
de la concesión y perseveraba todavía el fin del católico celo que era la
conversión de tanta gentilidad. Por otra parte no se podía obligar á la
religión á que hiciese otra cosa que presentar tres sujetos como lo hacía,
pues en la cédula misma se ordenaba esto mismo, cuando dice su majes-
tad: Mando que la provisión de dicha doctrina se haga de aquí adelante habiéndose
cumplido en todo con lo que dispone la cédala del patronazgo real, que es decir que
se propongan tres sujetos como en ella se contiene. Pero por evitar ofen-
siones no se tuvo por conveniente recurrir al consejó ni hacer cosa de
pleito lo que era sólo de utilidad á las misiones. Dejóse el fuero y el huevo,
y se confirió el curato á un clérigo, persona en realidad digna de mayo-
res empleos, por su calidad y letras. Pero, educado con la leche de la
Compañía, de buenos respetos, é incapaz de hacer traición á la razón co-
nocida, supo decir en varias ocasiones que se ofrecieron, en qué había
consistido la oposición con los jesuítas en las controversias contra la
doctrina, que todo estribaba en los encuentros de los encomenderos con
los indios feligreses del P. Lucas, que con pecho varonil se oponía á las
vejaciones de los amos y defendía con tesón la libertad de los encomen-
deros. También se conoció con el tiempo no ser muy apetecible para el
descanso ó conveniencia una doctrina en que ni el arte, ni la industria,
ni los frutos, ni los haberes servían de otra cosa que de poder vivir es-
trechamente, y con las incomodidades indispensables que llevan las
montañas, y montañas tan apartadas de Quito, cuyos caminos sólo pare-
recen transitables á la caridad cristiana y al celo espiritual de las almas.
CAPITULO XVIII
MUERTE DEL P. LUCAS DE LA CUEVA Y DE OTROS VARIOS MISIONEROS
No fué la mayor pérdida para las misiones de Mainas el verse ya sin
la doctrina de Archidona en medio de haber servido por la parte del
Libro V.— Capítulo XVIII 259
Ñapo, como de una ciudad de refugio y presidio de la conquista espiritual
de los gentiles; harto más detrimento trajo á los aumentos en que se pen-
saba de reducciones la pérdida de los muchos misioneros que en este
mismo tiempo faltaron por enfermedades ocasionadas de la mucha fati-
ga y del destemple poco conforme á los españoles, que en tantas hume-
dades juntas con tan excesivo calor, comúnmente paran en hidrópicos.
Había salido de la misión todo llagado y sujeto á diversos achaques el
P. Vicente Centellas á curarse en Quito. La cura se tuvo por casi mila-
grosa, pero el no concederle volver á la misión, y destinarle para procu-
rador á Roma parece que causó á su mismo celo la muerte en la corte de
Madrid el año de 1671. Otro misionero mozo fué llevado á Quito ético y
consumido de otros varios achaques, y como hubiese mejorado con los
frescos de aquella ciudad, le enviaron los superiores, aunque con mucha
repugnancia del convaleciente, al colegio de Cuenca. Pero, como en la
primera jornada pasase una noche molestísima con la batería grande que
en su corazón sentía por dejar las misiones, no pudiendo resistir á tantos
golpes, despachó desde aquel mismo sitio un propio al superior, pidiendo
con instancia que se le permitiese mudar de rumbo y volver al Marañen.
Porque estaba de su parte resuelto á vivir y morir en las misiones con las
armas en la mano. Condescendió á la súplica el provincial, y parece que
quiso el Señor dar salud más cabal al misionero, en donde parece que iba
á sepultarse.
No sé qué interior atractivo ponía su majestad en los padres que sa-
lían de la misión á curarse, que todos suspiraban por volverse á ellas
aun antes de sanar de sus achaques y enfermedades. Esto se observó
principalmente en tres insignes operarios, que todos murieron en este
mismo tiempo. Había salido á los colegios, como dijimos, el P. Esteban
Caicedo, sujeto á unas cuartanas malignas, pero luego que se vio libre
de ellas, mal hallado fuera del Marañen, volvió á las misiones, en que mu-
rió con grande edificación y consuelo de su alma. Casi lo mismo sucedió
al P. Ignacio Martínez, cuyo retorno al Marañen después de su cura sólo
sirvió para que Dios, llegado al pueblo de su asistencia, premiase el mé-
rito de sus fervores, con una ejemplar muerte en su deseado destierro.
Aun más pronta fué la muerte del P. Francisco Guels, que no estando to-
davía libre de sus males é hinchazón, instó por volverse de Quito al cen-
tro de sus deseos. Como era operario muy práctico en las misiones y su
asistencia parecía necesaria, vinieron en ello los superiores. Con esta li-
cencia luego se dispuso para el viaje, y hecha una confesión general muy
á satisfacción suya con un padre del colegio, se puso en camino por la vía
de Archidona. Pasado el valle de Cumbaya y las primeras jornadas de
tierra limpia, apenas empezó á caminar por la montaña cuando el tem-
ple húmedo y trabajos pusieron en agitación todos los humores y se vio
de repente oprimido de todo el tropel de sus achaques. Crecía el ahogo
de pecho, aumentábase la hinchazón y no hallaba sosiego con la ardiente
calentura. Llegó como pudo á una estancia cercana á Baeza, y cuando
260 Misiones del Marañón Español
pensaba hallar en ella algún abrigo, murió á poco tiempo, tendido en una.
casa pajiza y ayudándose él mismo á bien morir en tanto desamparo,,
pero con grandísimo consuelo de acabar su carrera á la vista de las mi-
siones.
Fué muy sentida la falta de este esclarecido varón, á quien arrebata
la muerte á la edad de treinta años, por ser uno de los operarios de más
esperanzas en los Mainas, pues en solos cinco años de su ministerio había
trabajado por muchos y adquirido grande práctica y conocimientos del
natural de los indios y del modo de tratarlos y manejarlos. Pero si fué
esta muerte llorada de los misioneros, fué generalmente sentida de todos-
Ios indios cristianos y de todos los padres de dentro y de fuera de la mi-
sión la del P. Lucas de la Cueva, consuelo de los pueblos, maestro de mi-
sioneros y primer apóstol del Marañón. Había venido de Archidona con
algunos indios de la ciudad de Quito, lleno de llagas, consumido de calen-
turas y casi baldado, de manera que parecía una cosa prodigiosa el ha-
ber llegado á la ciudad cojeando, agarrándose de los indios y atravesan-
do por varios días caminos que apenas puede andar el hombre más sano.
Pero la viveza y valor de su espíritu todo lo venció, y á fuerza de morti-
ficación grandísima cumplió perfectamente con esta obediencia de los-
superiores, que viéndole tan postrado, le obligaron á que tomase algunas,
medicinas para el recobro de su salud. Hizo cama dos días, en que estaba
tan avergonzado de sí mismo, que pidió por amor de Dios al superior que
le dejase andar de pie, añadiendo que esto mismo le ayudaría para me-
jorar si es que sus males tenían algún remedio. Habida esta licencia, en-
tabló su distribución diaria en el colegio, que se reducía á estar en el
confesonario toda la mañana, decir su Misa á las diez en los días de tra-
bajo y en los de fiesta á las once. Comía á mesa tercera con los indieci-
tos que había traído consigo, quitándose lo que necesitaba de su sustento
para regalarlos más y acariciarlos. Los ratos que le sobraban de sus ejer-
cicios espirituales los empleaba en catequizar á dos indios de poca edad
que se disponían para el bautismo. De esta manera procedió algunos
meses en el colegio, siempre semejante á sí mismo, el que no hallaba
otro consuelo que el enseñar á los rudos, hacerse salvaje con los salvajes
y niño con los niños.
Pero sobreviniéndole por el mes de Septiembre unas ardientes y
malignas calenturas, no pudiendo estar en pie, hubo de postrarse en la
cama. Conocía desde luego que se moría, y en este punto le asaltó un
cuidado que no había experimentado en otras ocasiones de peligros in-
minentes de la vida. Era éste un grande pesar de no morir en las misio-
nes, ya que no fuese derramando su sangre por Cristo, siquiera pade-
ciendo allí los últimos trabajos entre sus nuevos cristianos. ¡Tantos años^
decía, vividos en las montañas tienen en la ciudad su paradero! ¡Yo en
cama! ¡Yo asistido de médico y medicinas! ¡Oh desdichado de mi! Hubo
quien le encontró llorando amargamente porque no moría entre sus in-
dios y en el mayor desamparo. Con este sentimiento que afligía su cora-
Libro V.— Capítulo XVIII 261
zón le daba el Señor ocasión de merecer lo que hubiera merecido con
lina muerte desconsolada en la soledad más incómoda, porque confor-
maba con valor su voluntad á la divina, causando grande edificación á
los presentes las palabras encendidas con que declaraba y concordaba
los afectos al parecer contrarios de su afligido espíritu. No dejaba de
darle algún consuelo el ver su cama rodeada de los indios y muchachos
que había traído de Archidona. Sentían éstos, como hijos del P. Lucas,
su aprieto y el desamparo en que quedaban, y él se enternecía con ellos,"
les consolaba y alentaba á ser buenos cristianos para seguirle al cielo,
•donde esperaba verlos y vivir con ellos eternamente en aquella patria
-dichosa de los bienaventurados.
Cuando llegó el último aprieto, recibidos con mucha devoción todos los
sacramentos, cayó en un género de modorra ó suspensiones, en que no
se le oían tanto palabras como ciertos suspiros y afectos hacia el Señor.
Dos días y medio pasó de esta manera, con dolores al parecer intensos,
y asistiéndole como al medio día dos padres en aquel trance, les dijo el
enfermo: no es hora todavía, vayanse VV. RR. á descansar, que yo les
avisaré. Fuéronse los padres, y entre las tres y cuatro de la tarde los lla-
mó por un indio, diciendo que era tiempo. Asistiéronle como por dos horas,
al cabo de las cuales, entre repetidos coloquios con Dios, entregó, como se
esperaba, su espíritu, para recibir de su piedad el premio de sus trabajos.
Allí salieron de represa los clamores de sus hijos huérfanos, los mu-
•chachos de las misiones y las aclamaciones que después de la muerte
permiten las virtudes de los siervos de Dios. Todos le juzgaban gozando
inmediatamente del eterno descanso por premio de tantos años de misio-
nero apostólico . Hízose su entierro en el día siguiente, y necesitó de res-
guardo su cuerpo para atajar los desórdenes que se temían del concurso
grande de la ciudad, que prorrumpía en demostraciones de veneración y
piedad. Consiguieron algunos de fuera tal cual de sus pobres alhajas, las
que conservaron por reliquia. Y los del colegio, que solamente de paso le
habían gozado vivo, se holgaron de tener el depósito sagrado de su cuer-
po, después de haber observado los últimos ejemplos de sus virtudes y
:admirado un ejemplar digno de toda imitación, modelo de observancia
religiosa, y más en particular de aquellos hombres apostólicos que expo-
nen su vida sin temor á los peligros por ganar almas á Dios.
Murió el P, Lucas de la Cueva de edad de setenta y seis años, en el de
1672. Su patria fué la villa de Cazorla, y habiendo entrado en la provin-
■cia de Andalucía pasó á la de Quito, en donde, acabados sus estudios, tuvo
por empleo de toda su vida el ejercicio de las misiones. Las primeras en
que se estrenó las hizo en lugares de españoles y en pueblos de indios
cristianos, con mucho fruto de todos. De aquí pasó al Marañen á romper
■el terreno de aquel espacioso campo de gentiles, con quienes vivió desde
«1 año de 1638 hasta el de 1672, siendo el primero que ganó con su pacien-
cia y constancia á los Xeveros y otras muchas naciones. Gobernó la mi-
sión por muchos años, fué maestro de casi todos los misioneros, edificó.
262 Misiones del Marañón Español
con su porte religioso, á la ciudad de Lima, confundió, con su paciencia
y humildad, á la de Quito, y dejó, generalmente, un deseo de, sí, no sólo
en la provincia, pero más principalmente en las misiones, que quedaban
sin el P. Lucas en grande desconsuelo, los pueblos sin defensa, los padres
sin abrigo, y echando de menos aquel aliento de vida que les comunicaba
su celo, siempre solícito de adelantar la propagación de la fe y de pro-
curar nuevos operarios que, sucediéndose unos á otros, pudiesen llevar
la pesada carga de su ministerio. Pero el Señor, que llevó para sí al pa-
dre Lucas y á tantos otros misioneros, supo y quiso conservar, y aun
aumentar, las misiones por medio de unos pocos operarios en quienes in-
fundió un espíritu doblado, como veremos en el libro siguiente.
LIBRO Yí
CAPITULO PRIMERO
ESTADO DE LA MISIÓN EN EL AÑO DE 1672.
Hasta aquí hemos tenido y podido recoger noticias, aunque no siem-
pre tales como quisiéramos, tocantes á la misión del Marañón, y según
ellas hemos ido tejiendo la Historia con el orden que nos ha parecido más
natural y claro; pero desde el año de 1672 entramos en una obscuridad
tan grande, ocasionada de una quema desgraciada de papeles en el ar-
chivo de Santiago de la Laguna, que apenas acertaremos con el hilo de
la Historia y con la cronología de los hechos. Correrá la narración por
muchos años á manera de índice, y sin determinar algunas veces el tiempo
en que sucedieron cosas bien notables. A la verdad, este motivo, entre
otros, nos retraía á los principios de tomar la trabajosa tarea de encade-
nar las acciones gloriosas de los operarios de Mainas, y de ordenar los
principios, los progresos y los decaimientos de esta penosa misión. Pero
pudo más con nosotros para emprender este trabajo, la reflexión de que
si ahora al presente son tan escasas las noticias de aquellos tiempos, en
los años venideros serían ningunas y se haría del todo imposible la rela-
ción de una conquista espiritual de tanta gloria y trabajo, y de tanta edi-
ficación para las almas en quienes reina algún celo de la propagación
de nuestra santa fe. Y siendo este el fin que tenemos en disponer esto!^
libros, no se nos da mucho de los críticos, que pondrán, sin duda, mil ta-
chas á esta obra. Estaremos sobradamente contentos si acertamos á de-
clarar con palabras llanas, y sin confusión de los que las leyeren, lo poco
que hemos podido rastrear en los años siguientes.
Después de la falta de tantos celosos misioneros, cuyas muertes ha-
bernos referido, en el libro antecedente parecía natural que desmayase
el aliento de los pocos que quedaban sin la compañía de sus hermanos,
cuando todos juntos apenas podían asistir á tantos pueblos entre sí tan
distantes, y varios de ellos recién establecidos. Pero Dios nuestro Señor
á quien tan fácil le es salvar por medio de pocos como por medio de mu-
264 Misiones del Marañón Español
chos, infundió tanto espíritu en aquella pequeña grey, que aumentándose
su fervor extendieron sus cuidados á todas las reducciones, sin perder un
palmo de tierra de lo conquistado, antes bien, dando nuevo lustre y fir-
meza á la cristiandad del Marañón. Cinco solos eran los operarios para
veinte pueblos, y era necesario distribuirse de manera que hiciese cada
uno su residencia en aquél, desde donde pudiese acudir más fácilmente á
los anejos que le tocaban. El P. Lorenzo Lucero, superior á la sazón de
las misiones, y práctico, cual ninguno, de las reducciones, distancias,
ríos y caminos, señaló para cada uno de los partidos al misionero que le
pareció en las circunstancias más conveniente. Puso en el pueblo de los
Oas un padre que les había conocido y tratado, esperando que por el co-
nocimiento que tenía también de los Abigiras recogería algunos de éstos
al pueblo mismo de los Oas y aumentaría el número de sus familias.
Envió á los Grayes como á reducción reciente y que apenas se había
formado al P. Agustín Hurtado para que la fundase sólidamente y reco-
giese las muchas familias que estaban todavía en lo interior de las mon-
tañas. El superior parece que tenía ya su residencia en Santiago de la
Laguna, y desde este pueblo estaba pronto á las necesidades que ocurrían
en todo el partido de Guallaga, en donde por ser muchos los pueblos, era
necesario sujeto práctico y más versado en las misiones. Sólo restaban
los PP. Miguel de Silva y Francisco Fernández, de los cuales uno aten-
día al curato de Borja y los tres anejos de los mainas, y el otro, á lo que
pienso, asistía á los Xeveros y lugares más vecinos. De esta manera, con
la prudencia, celo y actividad del superior, se fué administrando la mi-
sión por algunos años, con fatigas sí y con trabajo de los misioneros, pero
sin menoscabo alguno. Porque la doctrina cristiana, que es tarea ordina-
ria en todas las reducciones, era ejercicio de muchachos bien instruidos
en el catecismo y celosos de este ministerio. Tocaban puntualmente por
la mañana sin omitir esta diligencia ni un solo día, y recogida la gente á
la iglesia, decían las oraciones acostumbradas y el catecismo en voz alta,
á que todos respondían; cuando el padre volvía al pueblo, que era bien
frecuentemente, daban exacta cuenta de todo sin perdonar á ninguno que
hubiese faltado, y sin tener en esto, por decirlo así, respeto ni con el pa-
dre ni con la madre. Tanta era la fidelidad que observaban los misione-
ros en aquella edad tierna y tanto era el celo de los niños por la instruc-
ción de los grandes. El superior, fuera de los cuidados de los pueblos de
su partido, visitaba también, animaba y consolaba una vez al año á todos
los demás misioneros, que en este tiempo lograban el reconciliarse, y sa-
lían con nuevo esfuerzo para emprender las fatigas y trabajos de su mi-
nisterio El Señor miraba en este tiempo por la misión con particular cui-
dado, dando buena salud á los padres, paz y concordia en los pueblos y
no permitiendo que en circunstancias tan críticas picase la peste ó epi-
demia en alguno de ellos, como sucedió poco después.
Esta misma salud lograron los indios Gayes, y su misionero el P. Hur-
tado, en medio de ser la situación de este nuevo pueblo la más expuesta á
Libro VI.— Capítulo I 2G5
enfermedades y epidemias; pero tuvo bien que hacer con ellos el nuevo ope-
rario hasta dar nuev^. forma á la reducción. Envejecidos los Gayes en sus
antiguas supersticiones, criados en guerras continuas contra otras nacio-
nes y acostumbrados al ocio y á vivir sin ley alguna más que la de su an-
tojo, probaron bien la paciencia, mansedumbre y constancia de su misio-
nero. Aun el hacerles que acabasen sus casas y que acomodasen^ sus
rocerías, fué no poco triunfo para el padre, que por no desagradarlos de
haber dejado sus chozas, albergue que miran con estimación y no dejan
sin mucha dificultad, procuró traer algunos indios Roamainas que les
ayudasen en aquellas maniobras, y con su ejemplo, alegría y maña, ani-
masen á los Gayes y les fuesen aficionando á las comodidades de vivir
juntos en un pueblo. Salióle bien esta invención é industria para la per-
fección de lo material del pueblo. Restaba lo espiritual y más necesario
á que se ordenaba lo primero, y tomó muy á pechos la enseñanza de la
doctrina cristiana de donde viene á las reducciones toda la forma de
cristiandad. Con los niños y muchachos era cotidiano como en las de-
más partes, pero no apretaba con ella á los adultos y viejos, cuyos pre-
dicadores habían de ser sus mismos hijos, que siendo ya cristianos saben
persuadir á sus padres y mayores la necesidad que tienen de ser instrui-
dos para el sagrado bautismo, y ellos mismos con más suavidad van co-
menzando esta obra en sus parientes, que viéndolos tan versados en la
doctrina y el celo que muestran de comunicar á todos el bien que ya po-
seen, se les aficionan, les oyen con gusto y se hacen como discípulos de
los niños. Este medio, que había probado tan bien en los demás pueblos,
salió grandemente en la reducción de los Gayes, que sin violencia apren-
dían la doctrina cristiana y se disponían para el santo bautismo.
No contento el P. Agustín con dar orden al pueblo, y con la ense-
ñanza de los Gayes, que había encontrado en el sitio en donde los había
juntado el P. Zedeño, pensó en aumentar el número y recoger varias fa-
milias y rancherías de la nación escondidas en las montañas. Hízolo por
los medios ordinarios, enviándoles algunos donecillos por medio de los
neófitos y convidándoles á que viniesen á juntarse con sus amigos y pa-
rientes. Otras veces iba él mismo en persona, les hablaba con cariño y se
ofrecía á servirlos y cuidarlos como un padre cuida y asiste á sus mismos
hijos. Tenían muy buen efecto estas industrias de su celo, porque vi-
viendo las rancherías dispersas en grandes temores y peligros de los ene-
migos que tenían en el contorno, fácilmente se reducían á juntarse con
los demás en un pueblo en donde aprendían mayor seguridad de las in-
vasiones, y en caso de ser acometidos, más fácil la defensa. No siempre
traen los indios á los pueblos las razones divinas que todavía no com-
prenden; vienen muchas veces tirados de razones humanas, de conve-
niencias temporales Pero estas abren el camino y les ponen en estado
de que oigan las divinas y se les predique el Evangelio, sin cuya predi-
cación no entraría la fe de Jesucristo en sus corazones, porque fides ex
audüw, como dice el Apóstol. Y así las disposiciones humanas de los misio-
26.6 Misiones del Marañón Español
ñeros, aunque no sean medios proporcionados á la alteza de la fe divina
ni conduzcan á ella positivamente, pero quitan muchos obstáculos é impe-
dementos en los gentiles y dan lugar á la predicación que es el ordinario
medio con que la divina providencia les ilumina. Me ha parecido insinuar
esta doctrina inconcusa, para que ninguno piense que, cuando decimos
hallarse estos ó aquellos gentiles en buena disposición de oir el Evangelio
ó de abrazar la fe , se quiere dar á entender por estas palabras que se
halla en ellos alguna disposición positiva para la fe, porque ninguna cosa
natural puede arribar á tanto, como todos saben. Solamente se quiere
dar á entender que están en buen estado para oir la predicación y que
se hallan con menos obstáculos é impedimentos para recibir la fe que
Dios nuestro Señor infunde misericordiosamente y de su bella gracia en
los corazones de los hombres.
CAPITULO II
COSE Á PUÑALADAS UN DESALMADO MULATO AL P. AGUSTÍN HURTADO
Los sucesos prósperos ó adversos que dispone ó permite la eterna
providencia del Señor, no tienen varias veces alcance del entendimiento
humano, ni puede el hombre prevenirlos ciego y sin penetrar adonde se
encaminan las disposiciones soberanas. Hallábase el P. Hurtado cui-
dando de los Gayes, muy contento con los nuevos cristianos y harto bien
hallado con los muchos catecúmenos que por cinco años había recogido
su celo por los montes vecinos. Conocía la grande afición y amor entra-
ñable que le tenían los indios por la caridad que descubrían en él y por
los oficios de pastor y padre que á costa de inmensas fatigas y trabajos
ejercitaba con ellos. Estaba tan adherido á su pueblo, que habiéndole
hecho superior de las misiones, no le pareció razón dejar la reducción en
manos ajenas y fijar su residencia en Santiago de la Laguna , en donde
vivían ya los superiores, como en lugar más acomodado para acudir á
todas partes. Quedóse con los Cayes como con gente más nueva, y que
mostraba tener con él más confianza que con los otros misioneros que no
habían tratado; pero su cuidado se extendía también á los demás indios
de Pastaza y cuidaba al mismo tiempo de los Angeles de Roamainas.
Era ventajoso el sitio de San Javier de Gayes, porque á cualquiera nece-
sidad que ocurriese en los Roamainas, bajaba pronto por Pastaza en dos
ó tres días, aunque para volver á subir á su pueblo eran menester, como
insinuamos, ocho días, aun cuando la navegación fuese próspera.
Estaban así las cosas en suma paz con los Gayes, cuando llegaron al
pueblo dos derrotados mulatos que preguntando por el superior de las
misiones, se le introdujeron luego, y ofrecieron al parecer con buen celo
á querer asistirle ó á servir á otros padres, ayudándoles en cuanto pu-
Libro VI.— Capítulo II '2*57
diesen en los viajes y en las poblaciones. El P. Agustín que era blando
de condición y de natural piadoso, les admitió con buen modo y les aga-
sajó según su pobreza, ofreciéndosele ya desde entonces que podrían ser
útiles en la misión. Dejóles estar en casa sin determinar de su ocupación
y destino, queriendo antes enterarse y hacer de ellos. alguna prueba
oyéndoles lo que decían de su venida y de las partes en donde habían
estado. Porque en tanta soledad y poco uso de hablar el castellano, aun
el lenguaje de un mulato sirve de consuelo y hacen buen sonido en las
orejas las palabras españolas en boca de aquellos brutos. Llegaban va-
rios de éstos á la ciudad de Borja y se les admitía como á otros mozos, los
cuales habían servido muy bien en ocasiones de castigos ó pacificaciones
de indios, para lo cual era muy estimable, aunque mezclada en las venas,
cualquier reliquia de sangre española. Cuando lograba un misionero al-
guno de estos en su pueblo, lo tenía por grande alivio; y más cuando en
su proceder y costumbres imitaba las acciones del padre y le ayudaba
con el ejemplo y palabras á introducir en los indios la cristiandad y poli-
cía. Tales fueron los que acompañaron á los padres Francisco Figueroa
y Pedro Suárez, que los asistieron hasta la muerte y es de creer que fue-
sen partícipes de su gloria.
No eran de esta calidad los mulatos que aportaron al pueblo de los
Gayes. Al principio se introdujeron sin ofensión del padre con los indios,
entraban y salían de sus casas con agrado, ayudaban en algunas cosas,
y enseñaban á la gente algunas industrias. Pero á muy poco tiempo mos-
traron bien ser gente desalmada, y de aquella, que no cabiendo en las
ciudades por sus desórdenes, busca su guarida en los montes. De amigos
de los indios pasaron á solicitar por amigas á sus mujeres. Terrible arrojo
en una nueva cristiandad y ejecutado por hombres que habían vivido
tantos años entre cristianos viejos y que debían con su ejemplo apoyar la
buena conducta del misionero con quien vivían. Llegaron en pocos días
á ser el escándalo del pueblo, por su ruin trato y comunicación con las
indias. Sentíalo en el alma y con extremo el celoso y ajustado misionero
y no dejó medio que no intentase para echar aquellos malvados del pue-
blo. Porque todo lo que no es apartar al lascivo de la ocasión no es re-
medio de tan mortal contagio. Pero nada pudo conseguir de aquellos
hombres ciegos, y no tenía fuerzas para despacharlos, porque echarlos
con violencia por medio de los indios no se podía ejecutar sin tumulto. El
gobernador ó teniente de Borja estaba muy distante para acudir á la ne-
cesidad y no había mucha esperanza de que atendiese á un desorden
particular de un pueblo remoto, cuando tantos otros negocios le ocupa-
ban la atención. El buen padre se abrasaba con su mismo celo; repetía
continuas amonestaciones, añadía reprensiones, y pasaba á las amena-
zas del castigo, haciéndoles ver cómo á él y á ellos podían matar fácil-
mente los bárbaros mismos, encendidos de la pasión brutal de los celos.
Pero nada bastaba para que abriesen los ojos, ciegos con la pasión tor-
pe, ni pudo recabar de ellos que moderasen siquiera sus arrojos escanda-
268 Misiones del Marañón Español
losos, antes los adelantaban, despreciando abiertamente los avisos del
misionero.
Afligido sobremanera el angelical padre, no sabía ya qué hacer con
aquellos endurecidos mulatos. Volvióse á Dios en su dolor y aflicción y
oraba con mucho fervor por el remedio de aquellas almas, y con mayor
ahinco por la conservación del pueblo, porque le oprimía el corazón
aquel escándalo y lo mucho que temía el daño de los indios que con gran
facilidad se podrían alborotar, y una vez alzados, y retirados á sus es-
condrijos por causa de algún español, sería dificultosísima su vuelta. De
la oración volvía á las amonestaciones cariñosas y no alcanzando éstas,
reprendía y amenazaba con el teniente y los indios. Apretado en una de
de estas ocasiones por todas partes uno de los mulatos, ciego y fuera de
sí con su lasciva embriaguez, se resolvió al terrible sacrilegio de quitar
la vida al misionero, fieramente encarnecido contra su celo. Acometióle
una mañana con un puñal en la mano y arrojándose á él con increíble
ceguera le atravesó el cuerpo muchas veces sin acabar de saciar su
furia endemoniada y abrió puerta franca para que saliese, holocausto de
la castidad, el alma del bendito padre que, dejando pocos minutos des-
pués las fatigas de esta vida mortal, consiguió con la pérdida de ella el
remedio que deseaba para el pueblo, librándolo de tan malos habita-
dores.
Fué sentido el delincuente de algunos indios por el ruido de su san-
griento destrozo, y buscando á su padre los muchachos que le asistían le
hallaron desangrado y expirando ya con señales de entregar pacífica-
mente su espíritu en manos de su Criador . Asustados con aquel espec-
táculo tan compasivo, dieron gritos y empezaron á lamentarse de la pér-
dida de su misionero. Presto siguieron á los niños todos los indios del pue-
blo; que buscando con gran dolor pero con mucha diligencia el agresor
de tan enorme delito, alcanzaron al sacrilego, y le hicieron pedazos con
sus lanzas, cuando acaso no había expirado el misionero. Así suele cas-
tigar la divina justicia donde no alcanza la humana. El otro mulato pa-
rece que fué en escapar más afortunado, acaso porque no se precipitó en
el abismo de delitos de su desdichado compañero. Asustados los Gayes
con la muerte sangrienta de su querido padre, enviaron con diligencia
algunos indios á las demás reducciones con tan pesada nueva, los cuales
bajando por el río Pastaza toparon con el P. Miguel de Silva á quien
comunicaron con lágrimas la tragedia que acaba de suceder en su pue-
blo. Atónito el P. Silva de la ingratitud, escándalo y sacrilegio del cris-
tiano viejo, y lastimado con la muerte de su superior en tanta falta de
operarios, se partió sin tardanza hacia los Gayes. Quisiera ir volando,
temiendo el daño que se podía seguir en aquella cristiandad, pero las
corrientes del río no le permitían el cumplimiento de su deseo. Llegó
como pudo al pueblo después de varios días, y halló enterrado el cuerpo
del P. Hurtado en su misma iglesia por mano de los muchachos de la
doctrina que atendían al oficio de sacristanes. Hízole el padre sus exe-
Libro Vi.— Capítulo II 269
quias y le aplicó varios sufragios, porque fuera de ser su hermano y su
superior, era también condiscípulo con quien había vivido en un mismo
colegio y estimado por su amable trato y porte ajustado.
Fué natural el P. Agustín Hurtado de Panamá, hijo de padres no
bles. Entró en la Compañía en la ciudad de Santa Fe, y fué uno de los
que llegaron á Quito con el P. Pedro Suárez, el año de 61, para tener
allí sus estudios; sujeto muy virtuoso, recogido y devoto, de particular
humildad, de mucho trato con Dios, pobre de espíritu, rendido y obedien-
te; tan puro como recatado, muy celoso de ganar almas á que se dedicó
desde que se ordenó de sacerdote, pasando á vivir y á morir en las mi-
siones del Maráñón como logró su dicha, con visos de muerte desgracia-
da, pero muy preciosa en los ojos de Dios á los diez y siete años de reli-
gioso y treinta y nueve de edad, bien logrados en su ajustamiento y en
religiosas virtudes. De esta manera premió el Señor con una misma co-
rona y en defensa de la castidad á los dos estudifintes que trajo de Santa-
Fe á Mainas, por ser los dos tan parecidos en el amor de esta virtud y en
el celo de que todos la conservasen.
El P. Miguel de Silva, viendo á los Gayes tan sentidos con la muerte
desgraciada de su misionero, y que suspiraban por el consuelo de tener
otro padre que los asistiese y doctrinase, se determinó á quedar en el
mismo pueblo muy consolado de la buena fe y ánimo sosegado de los in-
dios; y enviando aviso al padre más antiguo que era el P. Lucero, y de-
bía entrar en el oficio de superior, para que tomase las providencias que
le parecieran necesarias, comenzó á ejercitar con los Gayes ios mismos^
oficios de pastor y padre que había ejercitado el P. Agustín Hurtado.
Vióse bien apurado el superior cuando supo lo sucedido en San Xavier de
los Gayes, porque el misionero de los Gas había muerto en su pueblo, y
el P. Miguel Silva era necesario para su partido y no podía quedar en el
pueblo de los Gayes, sin hacer mayor falta en las otras reducciones que
estaban á su cargo. En estas circunstancias tan críticas á la misión, se
reconoció un rasgo bien particular de la divina Providencia. Acababa de
llegar al colegio de Quito un padre de casi sesenta años y lleno de acha-
ques, más á propósito para el descanso en uno de los colegios que para
las fatigas de una misión. Llamábase Pedro de Cáceres y cuando al pa-
recer de los hombres estaba ya para dejar las armas de la mano, por
haber misionado en otros sitios, puso Dios en él una vocación tan eficaz,
á las misiones, que nada fué bastante para detenerle. No contradijo á
ella el superior de la provincia como parecía regular ó no necesario^
porque el Señor que llamaba al P. Pedro, y quería servirse de él en las
misiones, supo disponer al superior para que le diese la licencia. Habida
ésta, dispuso luego el anciano misionero su viaje por el camino de loa
Baños y llegó felizmente á las misiones en el año de 1679, en que por
muerte del P. Hurtado no sería fácil sin él sostener las reducciones.
Adoró el superior de las misiones la disposición soberana; y alegre
con tan oportuno socorro, ordenó las cosas de manera que no faltase mi-
270 Misiones del Marañón Español
sionero en los varios partidos. Puso al anciano padre que acababa de lle-
gar en el pueblo de los Xeveros, gente antigua y hecha ya á las prácti-
cas de la misión, dejando también á su cargo otros tres pueblos depen-
dientes de los Xeveros- Envió á los Gayes, acreedores por su buen porte
de sacerdote propio, al P. Juan Fernández que había de trabajar tan
gloriosamente, como veremos, en aquella nación. Lo restante de la mi-
sión tomó á su cargo el superior, dando una parte de ella al P. Miguel de
Silva, que á lo que juzgo no gozaba ya en aquel tiempo de mucha salud
y por esto no pudo perseverar con los Roamainas y Gayes, después del
P. Hurtado. De esta manera dispuso las cosas el P. Lorenzo Lucero, y
debieron correr las cosas por algunos años en que apenas tenemos noti-
cias, fuera de una carta que hemos hallado de un misionero y un infor-
me que de la misión hace otro.
CAPITULO III
cuidados y empleos del P. JUAN FERNÁNDEZ EN EL PUEBLO
DE LOS GAYES
Entró el P. Juan Fernández al pueblo de San Xavier en el año de 1677.
Cuáles fuesen sus trabajos, temores y sobresaltos con esta nueva nación,
cuáles sus achaques y enfermedades y cuáles las contradicciones del ene-
migo común del género humano, Dios nuestro Señor, fidelísimo en sus
promesas y liberalísimo en galardonar los servicios y méritos de sus sier-
vos, lo tendrá escrito todo en el libro de la vida. Nosotros solamente po-
demos mostrar algo de lo que acerca de esto escribe el misionero en una
carta familiar al viceprovincial de Quito: en ella declara la ocupación
en que se hallaba, los peligros en que se veía, el desamparo á que estaba
reducido, las contradicciones que experimentaba del demonio y lo mucho
que los indios le querían y amaban en tanta soledad viéndole cercado de
peligros. La carta en que representa sus temores y trabajos y en que
muestra su caridad y celo con sus hijos, toda ella respira soledad y des-
amparo, y es como sigue:
«Mi padre viceprovincial Gaspar Vivas. Una de V. R, su fecha á 24
de Febrero de 1669, recibí en Borja, y ahora respondo á ella desde esta
reducción de San Xavier de Gayes, donde me hallo, deseoso de saber de
la salud de V. R., la cual quiera nuestro Señor sea tan cumplida como
éste su humilde hijo de V. R. le desea. La mía fluctúa cada día con tor-
mentas ó tormentos de mil achaques que me ocasionan la soledad, los ca-
lores y destemples de las montañas. Sin embargo, al presente (sea Dios
loado), me hallo con alguna bonanza y con mil deseos que V. R. me mande
como á suyo, pues soy su hijo. Lo que rendidamente suplico á V. R. amore
Dei es no se olvide de encomendarme á nuestro Señor en sus santos sacri-
Libro VI.— Capítulo III '271
ficios y oraciones, que las necesito grandemente, porque estoy á pique de
dar la vida en manos de enemigos infieles que tienen rodeado y cercado
el pueblo donde estoy, y como hombre temo la muerte. Son indios muy
belicosos, y aunque los de éste lo son también, son pocos y los enemigos
circunvecinos muchos; eji recurso al teniente ninguno, pues habiéndole
escrito el aprieto en que me hallaba, y que necesitaba de su ayuda, me
respondió tenía otras cosas á que acudir y que no podía; cúmplase la vo-
luntad de Dios.
»Los indios me quieren tanto, que dicen darán por mi las vidas; es
gente la mejor que he hallado en todas las misiones, gente muy apacible,
muy queredora de los padres y españoles, muy dóciles y deseosos de su
bien eterno. ¿Hasta cuándo, me dicen, padre, hemos de ser gentiles? Bautízanos,
que queremos ser hijos de Dios. Pero yo les doy muy buenas esperanzas di-
ciendo ser conveniente primero saber la doctrina cristiana, á que acuden
mañana y tarde al son de bobona en la iglesia por falta de campana.
Muchos tengo ya bautizados, principalmente criaturas, á quienes sus
madres traen á porfía á la iglesia á que los bautice, no sin gran con-
suelo mío por haberme puesto Dios en tierra tan fecunda, donde aunque
indigno é inútil pueda con su divina gracia coger frutos muy abundantes,
como se van cogiendo, á pesar del común enemigo que lo pretende estor-
bar, ya con halagos, ya con amenazas.
A un indio á quien había enviado á que me buscase de comer, se le
apareció el demonio, y quitándole la caza que traía, le dejó el temor que
cobró de verle tan mortal, que juzgué moriría luego; catequícele como
pude, y lo bauticé. Fué cosa maravillosa que luego se le quitó el temor.
A un muchacho que me asistía en casa se le apareció también el demo-
nio, llevóle lejos por el bosque y se le mostraba muy amigable agasaján-
dole y dándole á comer caza del monte que á soplos derribaba, y me-
tiéndola debajo del brazo la sacaba cocida. Viendo el muchacho en el
demonio esta facilidad que en sus parientes no veía, le cobró tal amor,
que aunque lo cogieron y refirió lo dicho, se volvió á huir sin que haya
parecido hasta ahora. Una noche lloró ó aulló un perro que tenía á la
puerta de mi rancho, dando indicios de que veía alguna ^osa de espanto;
salí á conjurar por si acaso era el demonio, y debía de ser, porque por
virtud del conjuro se ha desaparecido de suerte que no ha vuelto más.
Una noche, como á las seis y media, estando á la puerta de mi ran-
cho enseñando á cantar la misa de la Virgen Nuestra Señora á unos mu-
chachos, y entre ellos al curaca ó cacique y un mozo que me asiste, vi
salir detrás de una cordillera que está á la mano izquierda de este pue-
blo una gran llamarada de fuego como si el monte se quemara. Avisó-
les espantado sobremanera para que lo viesen; levantáronse á ver el
prodigio; fué creciendo delante de todos la llama, que duraría como un
cuarto de hora, y luego se fué apagando. Alborotóse todo el pueblo, y
cogiendo sus armas estuvimos todos en vela toda la noche, porque los indios
juzgaron que vendrían los enemigos. Fué Dios servido que no vinieron;
272 Misiones del Marañón Español
pero estamos siempre con el temor de que vendrán, y yo espantadísimo
de haber visto semejante prodigio.
Muchas cosas semejantes á estas han sucedido que por no cansar á
V. R. las dejo. Tres cometas se aparecieron en menos de dos meses en
estas partes. Las reducciones todas del río Guallaga y del río Apena han
padecido muchas pestes y ha habido mucha mortandad. V. R., como be-
nefactor y padre de estas misiones, las encomiende á Dios, y juntamente
el alma de mi madre, que he tenido cartas de España en que me avisan
mis parientes ha muerto. No tengo de quién valerme, sino de V. R., á
quien he tenido siempre en lugar de padre, de quien he recibido mucha
caridad y espero recibirla en esta ocasión, y con esta confianza me atre-
vo á suplicar á V. R. se sirva de decir algunas Misas, que será obra muy
afecta á Dios nuestro Señor, quien guarde á V. R.— De este San Xavier
de Gayes, 20 de Mayo de 1681.— De V. R. hijo en Cristo muy rendido,
Francisco Fernández de Mendoza.»
Esta es la carta del misionero de los Gayes, escrita con tanto candor
y ley al viceprovincial de Quito. En ella descubre el grande amor que le
profesaban los Gayes, su condición dócil y apacible y el deseo que tenían
de hacerse todos cristianos. Pues esta mudanza tan extraordinaria toda
era fruto de la religión y conquista espiritual del Evangelio de Jesu-
cristo. Porque esta misma es aquella nación temible y belicosa que dio
tanto que hacer á otras, cometiendo en el río Pastaza innumerables hos-
tilidades. Esta es la que puso los años atrás álos españoles mismos en
tanto terror y espanto. Esta, finalmente, á la que entró con tanto temor
y recelo el P. Sebastián Zedeño, y armado de la confianza en Dios, pudo
reducir á que un golpe de ella se redujese á población. Y ahora con las
suaves máximas del Evangelio y con el trato blando y apacible de los
misioneros, parecen unas ovejas, corderitos ó polluelos, los que andaban
sueltos como ciervos, fieros como los tigres y sangrientos como jabalíes
por aquellas espesas montañas, haciendo tantas carnicerías, cuantas
eran las personas que se les presentaban. Así amansa las fieras más te-
rribles la gracia de la vocación al cristianismo, y el conocimiento de la
ley de Dios ablándalos corazones más bárbaros, que en vez de sus jun-
tas escandalosas, borracheras obscenísimas y griterías intolerables, se
juntan al rededor del misionero para aprender á oficiar la santa Misa y
cantar las alabanzas á María Santísima, que resonarían en aquellos
montes y concavidades, y serían de tanto gozo á los ángeles como de te-
rror al infierno.
No faltaban enemigos del abismo que en forma visible combatían la
reducción, pero cedían á las armas de la Iglesia, y el Señor contenía á
los muchos gentiles para que no se sorbiesen á los nuevos cristianos.
Porque, á la verdad, eran tantos, que sin particular providencia de su
majestad no parece que podría durar mucho tiempo la reducción de los
Gayes. El superior de las misiones, que corrió aquellas travesías, ase-
gura en un informe que había siete provincias desde los Gayes y Roa-
Libro VI.— Capítulo IV 273
inainas que se podían ir ganando para Jesucristo si hubiese misioneros
bastantes para la conquista. Dice que una de ellas es la de los verdade-
ros y más copiosos Coronados que hablan la misma lengua de los ya redu-
cidos, por cuyo medio no sería difícil atraerlos. Que otra se llama de Ta-
roqueos, y más numerosa, porque arriba á seis mil almas, que entienden
también la lengua de los primeros. Que la tercera provincia es de los Za-
paras, que se continúa inmediatamente con otras. Y concluye que todas
estas tendrán como diez mil almas, sin meter en esta cuenta la provincia
de los Abigiras que se extiende por el río Curaray, y con la comunica-
ción y trato por aquellos ríos se habían dilatado por setenta rancherías.
Entre un número tan crecido de enemigos, se hallaba el P. Juan Fernán-
dez con su pequeña grey, tan lejos de abandonarla, que en el mismo año
de la fecha de su carta, salió á Quito con cincuenta indios Gayes, entre
los cuales iba también el cacique del pueblo , é hizo una entrada en la
ciudad con aquella manada de corderos de Jesucristo, como en otro
tiempo la hizo con sus Cocamas el P. Raimundo de Santa Cruz, y volvió
con ellos al pueblo de San Xavier, confirmados todos por el señor obispo,
agasajados de los cristianos y cargados de dones y presentes que les ofre-
cieron á porfía en la ciudad.
Pudo el P. Fernández hacer este largo viaje con los suyos, por haber
gozado de salud en este tiempo las reducciones de Pastaza y no haberse
comunicado á este río la cruel peste que añigió sobremanera á los pue-
blos de Guallága, como insinúa en su carta. Pero la grande mortandad
que ocasionó la peste en muchísimos pueblos, los trabajos y fatigas del
misionero que se halló solo en tantas necesidades y miserias y los buenos
efectos que se siguieron después de un azote que asoló á tantas familias,
lo veremos en el capítulo siguiente, en donde oiremos de boca del mismo
padre que se halló en tantas apreturas, cómo el misericordiosísimo Señor,
Padre de toda consolación, le consolaba, esforzaba y animaba en su des-
amparo, para que acudiese á todas partes y no faltase en su asistencia á
ninguno de los muchos pueblos y no poco distantes que estaban á su
cargo.
CAPITULO IV
INFORME EXACTO DEL P. LUCERO AL P. VICEPROVINCIAL DE QUITO SOBRE
EL ESTADO DE LAS MISIONES Y RELACIÓN SINCERA DE LA PESTE DE GUA-
LLÁGA EN EL AÑO 1681.
Habiendo el P. Lorenzo Lucero, como superior de las misiones, visi-
tado todos los pueblos de ellas, y puesto en la ciudad de Borja al P. Juan
Jiménez que trajo el Señor con particular destino para que supliese en
su empleo al P. Miguel de Silva que acababa de morir, dispuso en forma
de carta un informe de la misión, que da mucha luz á lo que sucedió en
18
274 MisiONKS DEL Marañón Español
aquellos tiempos en las reducciones de Mainas, y es el único instrumento
que nos ha quedado para continuar esta Historia. Creo que se agradará
el lector de leer por sí mismo las cláusulas del superior á su vicepro-
vincial, en que le refiere sus trabajos con admirable candor de esta
manera:
«Mi padre viceprovincial:
La carta que V. R, se sirvió de escribirme desde Latacunga, recibí en
estas márgenes del Marañón, y luego al punto visité como superior las
misiones. Puse en los Roamainas (que pertenecían á los Gayes), al padre
Francisco Fernández en lugar del P. Miguel de Silva, difunto en Jaén de
Braeomoros, cuya noticia dio ya por mi orden á V. R. el P. Juan Jimé-
nez, á quien tengo puesto por cura de San Francisco de Borja, donde
cuida de tres pueblos de Mainas, San Luis Q-onzaga, Nuestro P. San Ig-
nacio y Santa Teresa de Jesús. El P. Francisco Fernández, además de
cuidar del pueblo de los Santos Angeles, de Roamainas, cuida de San
Francisco Xavier de Gayes. El P. Pedro Ignacio de Cáceres, cuida del
pueblo de la Limpia Concepción de Xeveros y de otros tres, como son
Chayabitos, Muniches y Paranapuras.
Yo estoy en la Laguna, donde tengo tres naciones juntas, como son
Ucayales, Xitipos, Chepeas, con nombre de Santa María de Ucayale y
Santiago de Xitipos y Chepeas. Tengo también á mi cargo tres días río
arriba y á lengua del agua, otras cuatro reducciones, como son Santa
María de Guallaga, San José de Maparinas, nuestro P. San Ignacio
de Maroyunas y San Estanislao de Otanavis. Tengo también de gente de
tierra en distancia de un día tres pueblos como San Lorenzo mártir, de
Tibilos, San Xavier de Chamicuros y San Antonio Abad de Agúanos.
Estos últimos pueblos visito en muía, porque los caminos son llanos y
tiesos, aunque siempre debajo de árboles, por ser todo esto bosque espe-
sísimo; que aun los pueblos gozan sólo de aquel despejo que les^da la im-
portunidad de las hachas y machetes, y es tanto el vicio de la tierra, que
á seis meses de descuido están los pueblos sin forma de pueblos, porque
la infinita ramazón del selvaje nuevo, los encubre de forma, que parece
se han desaparecido.
Las comodidades que tenemos por acá son solamente tener por cierto
se salvan muchos de estos bárbaros, que parece dijo de ellos David ha-
blando con Dios: Homines et jumenta salvahis, Domine. Son estos indios, ani-
males estólidos sin gobierno, porque jamás reconocieron príncipe. Man-
dan los hijos á sus padres, los agravian y hieren. Matan sus hijos unas
veces porque nacen mujeres y no varones á que más se inclinan: otras
veces porque la mujer tuvo pereza de criar su hijo que esta es la razón
que dan, cuando las reprendemos. El modo de matar las criaturas es
meterlas vivas en unos agujeros que hacen, donde los ahogan echándoles
ceniza encima, muy despacio en que fundan la piedad maternal, pues á
Libro VI.— Capítulo IV 275
no ser madre del infiínte la que ejecuta la muerte dicha, sino mujer ex-
traña, con cogerla por un pie y echarla al río, y reir mucho, está todo
hecho. Cuando muere alguno de enfermedad, dicen lo hechizaron, por-
que entre éstos la muerte no es natural sino casual, causada de maleficio
de otro á quien ellos tienen por mohán. Decirles que statutum est hominibus
semel mori [que está establecido que los hombres mueran una sola vez)^ es hablar-
les en jerigonza. Pedirles los cuerpos muertos para enterrarlos en la
iglesia es darles una lanzada; y aunque entierro muchos en la iglesia á
que asisto con rigor, á una vuelta de cabeza hallo muchos enterrados en
sus casas. Otros hay que ni en la iglesia ni en sus casas los entierran
porque dicen es lástima que á sus parientes se los haya de comer la tie-
rra, con que los descuartizan como á carneros; y entre todos los deudos
se los comen. Los huesos, muy bien asados, los muelen, y revueltos en sus
vinos los beben con grande llanto. Hacen luego una grande borrachera
que dura ocho días donde beben, se embriagan , se tiznan con xagua y
lloran sus difuntos con grandes alaridos.
En muchos tiene ya otra forma la nueva cristiandad; porque nuestro
Señor ha sido servido de mirarla con ojos especiales de piedad. El año
pasado á principios de Junio entró la peste de las viruelas en los prime-
ros pueblos del río arriba. Llegó aquí la noticia, y con ella dispuse cinco
procesiones, en que hubo muchas penitencias á que asistí, predicandacon
la palabra y con la obra y haciendo cuanto pude por darles ejemplo de
penitencia. Confesaron y comulgaron muchísimos con tal ternura que
me hacían llorar; pero viendo que sin embargo de todo caminaba la
peste; el día 23 de Junio vi setenta y cinco canoas de gente en esta la-
guna, diciéndome todos desde ella: Retírate, padre, no aguardes la peste por-
que si la esperas te ha de matar . Lloraban todos, dando desde las canoas
grandes gemidos, y añadían: no huimos de ti, padre amado, sino de la peste,
porque tú nos quieres mucho, y ella nos aborrece. A Dios, Cacique tanu papa caque-
re ura Dios icatotanare, que quiere decir: quédate con Dios , hombre esfor-
zado, Dios te guarde, y te dé mucha vida.
Quedé sin esta parcialidad, como en un desierto, porque aunque res-
taban las dos de Chepeos y Xitipos, juzgué habían de hacer lo mismo, y
£Cu.n llegué á sospechar me querían matar porque en todo el tiempo de la
despedida, arriba dicha, no parecieron en el pueblo. Entróme á mi igle-
sia, encendí luces y descubrí á la Virgen Santísima, donde estuve de ro-
dillas mucha parte del día aguardando se hiciera en todo la voluntad de
Dios. Como á las cinco de la tarde vino junta toda la gente restante; sa-
nies al encuentro á la puerta de la iglesia; eran, como dije, Xitipos y
Chepeos. Al acercarme, dijeron todos el alabado en tono alto y devoto, y á
porfía unos por un lado y otros por otro me cogieron las manos, y me las
besaron. Dijéronme que venían á hablarme. Díjeles que hablasen lo que
gustasen, que ya les oía de muy buena ga,nsi.— Hemos entendido (dijeron)
estás muy pesaroso de haber visto la facilidad con que han dejado este pueblo los
Ucayales, habiéndolos tú reducido á él con tanto trabajo, y ya se ve tienes razón; pero
27e> Misiones del Marañón Español
áliora deseamos mucho alegrarte, y para esto te ofrecemos nuestra compañía, aunque
haya de venir la peste; pues los. que muriéremos, hemos de subir al cielo, porque mo-
riremos creyendo en Dios, y doliéndonos mucho de haberle ofendido. Los que Dios
quisiere que escapemos, estamos aparejados á rastrear los retirados, y traértelos
otra vez.
Con este razonamiento quiso Dios consolarme. Visité los enfermos de
arriba consolándolos, confesándolos y sacramentándolos y bautizando á
muchísimos infieles. Entró aquí la peste y á una dio también en los tres
pueblos de la tierra adentro y duró desde Octubre hasta principio de
Mayo. El trabajo que tuve en asistir á tanto enfermo, casi incapaz de
asistencia por el pestilente hedor del contagio en tierras tan sumamente
calientes no es decible, ni mi intento el explicarlo, dejándolo todo para el
día del juicio donde para confusión mía se verán claramente las muchí-
simas ocasiones que nuestro Señor me ha dado para servirle y lo poco ó
nada que de todo se ha aprovechado mi alma, pues, como dijo San Agus-
tín, non quam multum sed quam bene (no cuánto, sino cuan bien). Murieron
muchísimos, y juzgo que todos se salvaron, porque fuera de confesarse en
sana salud, lo hacían también cuando les comenzaba el achaque. Los
gentiles tomaron ejemplo de los cristianos y venían á mí á bandadas, pi-
diéndome el bautismo; en menos de quince días, sobre asistir á tanto mo-
ribundo, instado de ellos bauticé y puse óleo y crisma á seiscientos indios.
Cuando estos morían y yo los enterraba, mandaba repicar las campanas,
y como para los cristianos antiguos se doblaban dándoles yo la distinción
de unos á otros, quedó ya por común dicho suyo decirme: Padre, ya murió
fulano que no debe nada y es fuerza que mandes repicar á su entierro. Cuando mo-
ría de los cristianos antiguos alguno, me decían: Murió uno que debe y asi-
roguemos por él á Dios, y las campanas dóblense; con que todavía he tenido co-
yuntura para explicarles el purgatorio que era de antes imperceptible
para los indios.
Habrá como ocho días se me vinieron cinco indios de los retirados y
me dicen están los demás de camino para venirse; sin embargo de que
toparon río abajo gran comodidad de poder vivir sin ley de Dios, que es
lo que la carne tanto aprecia. Toparon con tres pueblos de Omaguas, los
cuales les hicieron mucho agasajo. Estos tales dicen se me acercan por
miedo del portugués, que desde la ciudad de San Luis y castillo del gran
Para donde están haciendo rostro al holandés, se han subido á la gran
Omagua en busca de cautivos; asegúranme se me vendrán los más, que
son como tres mil indios, y claro está que los trae el miedo del portugués,
porque á vueltas del rescatar cautivos juzgo les hacen mucho daño. En
todo este mes de Junio aguardo aquí la gente retirada de este pueblo, y
por Agosto juzgo me vendrán á ver los Omaguas que he dicho, y puede
ser conchave yo con ellos, y se me pueblen seis días de esta laguna. Lo
que siento mucho es no tener qué darles; porque sin los dones de hachas
y cuchillos no se hace nada y con ellos se obra más que con las escopetas
y estruendos militares. Hoy no tiene la misión una libra de hierro, ni una
LiBKO VI.— Capítulo IV 277
onza de acero, ya veo que de Quito es dificultoso venga; y así ha cerca
de cuatro años que no nos envían una hilacha. Las sotanas son de manta,
y sobre las carnes no dejan de congojar, aunque con mucho consuelo de
entender servimos á tan Soberano Señor: Nudos amat eremus (agradan al
desierto los desnudos), dijo san Jerónimo con que por esta parte no hemos
menester más. Lo que deseamos es , tener con qué proseguir nues-
tras conquistas espirituales, y por eso diré á V. R. en papel aparte un
medio que me dieron unos indios de la jurisdicción de Jaén, distantes de
Borja siete días solos. Guarde Dios á V. R. muchos años para aumento
de estas sus conquistas de Marañen y Amazonas. Laguna y Junio 3 de
1681 años. Siervo de V. R., Juan Lorenzo Lucero.»
Así refiere el superior de las misiones su trabajo en tanto aprieto y el
esfuerzo que le daba el Señor en tantas necesidades, y como otro Daniel
en el lago de los leones estaba cercado de tantos bárbaros, aunque con
recelo, pero sin que le tocasen al pelo de la ropa. Que bien necesaria es
una particularísima protección del cielo, para que un hombre solo, sin
escolta ni soldados, pueda vivir por mucho tiempo con alguna seguridad
entre tantos indios hechos desde su niñez á no conocer otra ley que la de
sus apetitos, y siendo necesario irlos continuamente á la mano, no parece
creíble que no hallen algunos que revuelvan contra el misionero de quien
pueden deshacerse tan fácilmente en defensa de sus antiguas libertades.
Pero una de las gracias particulares del cielo que se observó siempre en
todas las'tnisiones que han estado al cuidado de los jesuítas en la Améri-
ca, fué el imprimir el Señor por disposición secreta tanto cariño en los
indios para con Jos misioneros, que causaba grandísima admiración en
los extraños, no acabando de entender tanta subordinación y dependen-
cia de unos salvajes (á quien ni el fuego ni el hierro de los soldados podía
domar), de unos hombres desarmados, flacos y consumidos de trabajos,
como solían ser por la mayor parte los padres que asistían en las reduc-
ciones.
Los que no conocen en qué consiste tanto afecto y sujeción como da
el Señor á los indios para bien suyo, juzgan vanamente, ó con error ó con
temeridad lo que idea su aprensión, dando á todo lo que se dice y cuenta
de aquel extraño rendimiento, el color de sus antojos. Si quisieran reco-
nocer la causa del amor de los indios, hallarían que fuera de la disposi-
ción secreta de la Providencia, la brújula con que les ganan los padres y
el imán con que los atraen es el tratamiento afable con que les hablan,
la caridad que con ellos ejercitan, el saber los indios mismos práctica-
mente que no les asisten para quitarles cosa, sino para darles todo cuanto
pueden, favoreciéndoles en las necesidades de cuerpo y alma, mirándo-
les como á prójimos, como á libres, como á racionales, y como á cristia-
nos. De donde nace que los indios corresponden de su parte con docili-
dad, sujeción y rendimiento, prontos á obedecer á los padres, á servirlos
y respetarlos.
278 Misiones del Marañón Español
CAPITULO V
DE LOS GRANDES BIENES QUE SACÓ EL SEÑOR DE LA PESTE DE
GUALLAGA, Y DEL NOMBRE DE LOS PUEBLOS DE LA MISIÓN
La piadosa carta del misionero de Guallaga, que pusimos en el capí-
tulo antecedente, daba materia para muchas reflexiones; todas ellas muy
conformes á un corazón cristiano y de singular consuelo para los católi-
cos que tienen en su corazón el bien de las almas. Al presente sólo pon-
dremos los ojos en los innumerables frutos espirituales que sacó su Ma-
jestad de la referida peste. El primero fué la perseverancia final de tan-
tos indios, como arrastró el contagio en tantos pueblos, adonde se exten-
dió la peste, muriendo todos, ó recientemente bautizados, ó fortalecidos-
con los demás sacramentos; pues como afirma con grandísimo gozo el
misionero que les asistía, murieron muchísimos y juzgo que todos se sal-
varon, porque fuera de confesarse en sana salud lo hacían también
cuando comenzaba el achaque. Ni esto debe parecer increíble porque
aun los gentiles más tercos en recibir el bautismo cuando viven sanos en
los pueblos, muestran una docilidad que admira en la hora de la muerte
y claman por el bautismo, como lo experimentaban bien regularmente
los misioneros. Y es cosa bien extraña y de singular consuelo, La persua-
sión común en que están los misioneros del Paraguay de que todos los.
que morían en los pueblos de sus misiones se salvaban, cuanto se puede
pensar humanamente, atendidas las circunstancias y disposición de los
que morían. Y si esto se pensaba sin temeridad de los pueblos de aque-
llos nuevos cristianos que hacían una vida semejante á los fieles de la
primitiva Iglesia, no me parece ajeno de la verdad que afligiendo tan
cruelmente la peste varios pueblos del Marañón, el Señor, que hiere con
piedad y misericordia, derrame sus copiosas bendiciones sobre estos des-
echados indios, y les previniese, con el azote que tenían sobre sus cabe-
zas, para una buena y dichosa muerte. Pero sea lo que se quiera de tan-
ta generalidad como se insinúa en el informe, no hay duda que la mayor
parte de los que arrastra la peste en aquellas tierras son párvulos que-
no llegan á los siete años, y que los adultos ó se bautizan en aquel tran-
ce ó si son cristianos mueren con los demás sacramentos que piden coii
ansia, y los padres se los administran con toda diligencia. Esto basta
para que los misioneros den por muy bien pagados sus trabajos y fati-
gas, dejando á la divina piedad la suerte de los pobres indios.
El segundo fruto de la peste fué la frecuencia que se introdujo de los
sacramentos, á cuyas fuentes de salud y gracia concurrían los indios á
porfía para limpiarse de sus culpas, y adquirir fortaleza para resistir á
los asaltos del común enemigo y mantenerse firmes en la fe que habían;
recibido. Y de aquí nació el tercer fruto, porque los gentiles viendo tanto
Libro VI.— Capítulo V 279
fervor en los cristianos, llevados de su ejemplo, instaban por el bautismo;
de manera que en pocos días se bautizaron seiscientos, y aunque no sería
poca fatiga para el misionero catequizar tanta gente y disponerla para
el bautismo entre tantos otros cuidados y trabajos de asistir á tanto
moribundo; pero su corazón lleno de gozo y contento en ver que crecía
tanto el redil de la iglesia le hacía dulces las fatigas y sabrosos los tra-
bajos. Ni es de omitir lo que dice el P. Lucero sobre el artículo del pur-
gatorio, hasta entonces imperceptible á los indios: tanta es la cortedad
de sus entendimientos. Porque como la aflicción y el azote da entendi-
miento, llegaron á entender perfectamente en esta ocasión lo que la fe
nos enseña en esta materia, adelantándose ellos mismos á decir cuándo
se debían doblar las campanas y cuándo repicar, tomando lo primero
por señal de las deudas que podían tener los cristianos viejos por los pe-
cados cometidos después del bautismo, que si bien se borran cuanto á la
culpa en el sacramento de la penitencia pero no en cuanto á la pena,
por lo cual se ha de satisfacer á penar; y entendiendo por lo segundo
que en el bautismo, perdonados los pecados á culpa y pena, no dejan
deuda alguna en el bautizado.
El otro fruto fué el arraigarse más en la fe los Xitipos y Chepeos, re-
sueltos á morir con su misionero, en la persuasión de que si morían de la
peste en compañía de su padre habían de subir al cielo á gozar dicho-
samente de la eterna bienaventuranza, porque morirían creyendo en
solo Dios, que no puede faltar en sus promesas, y doliéndose mucho de
haber ofendido á tan buen Señor, por cuyo amor se ofrecían á buscar y
recoger á los Ucayales retirados, si el Señor les concedía la gracia de que
escapasen algunos de la peste. El último fruto, y que menos se esperaba,
fué la reducción de los Omaguas., nación generosa y la más culta ó rae-
nos bárbara de todas las que se descubrieron en el río Marañen. Porque
habiendo dado albergue y buen hospedaje á los Ucayales huidos de Gua-
Uaga, tuvieron ocasión de informarse de ellos en todas las cosas pertene-
cientes á su pueblo de Santiago, supieron el modo que tenían de vivir
unidos con otras naciones y cómo tenían en su reducción un padre misio-
nero que les cuidaba y asistía en las cosas temporales y les enderezaba
en las costumbres, enseñándoles el culto del Dios verdadero, criador de
cielos y tierra, y que al fin de la vida premiaba ó castigaba á cada uno de
los hombres, conforme á sus obras buenas ó malas. Estas pláticas de los
Ucayales con sus huéspedes fueron la ocasión primera que tuvieron los.
Omaguas para entrar en deseos de conocer al misionero y de ponerse en
sus manos, particularmente viendo el grande amor que le tenían los Uca-
yales, pues por vivir en su compañía dejaban aquellas tierras abundan-
tes de todo género de frutos y se volvían á su antiguo establecimiento, en
donde era mucha la escasez y en varías ocasiones la miseria.
Todos estos frutos y otros muchos trajo consigo la peste que hizo tanto
destrozo en el pueblo de Santiago y en los demás del mismo partido, los
cuales en este tiempo habían mudado en parte los primeros nombres, ó
280 Misiones del Makañón Español
por haberse unido unos con otros, ó con ocasión de otras varias epidemias
en que la parcialidad que prevalecía solía dar el nombre á la gente que
quedaba. Y aunque en el capítulo IV pusimos la mayor parte de las re-
ducciones según el orden de su fundación, y en el postrero del libro V
apuntamos las que después se formaron, me ha parecido conveniente
notar ahora los pueblos que se contaban en el año de 1682 con los mismos
nombres que hallo en una relación hecha por este mismo tiempo. De esta
manera se evitará la confusión de los lectores, advirtiendo que la varie-
dad de los nombres que no concuerdan con los que arriba escribimos
nace de las razones insinuadas y de haberse fundado algunos otros en
estos últimos años.
PARTIDO I
Ciudad de San Francisco de Borja.
San Luis Gonzaga de Mainas.
San Ignacio de Mainas.
Santa Teresa de Jesús de Mainas.
PAETIDO II
La Concepción Purísima de Xeveros.
Nuestra Señora de Loreto de Paranapuras.
El anejo de Chayavitas.
El anejo de Muniches.
PARTIDO III
Los Santos Angeles de Roamainas.
El Nombre de Jesús de los Coronados.
San Francisco Xavier de los Gayes.
PARTIDO IV
Santa María de Ucayales.
Santiago de Xitipos y Chepeos.
San Lorenzo de Tibilos.
San Xavier de Chamicuros.
San Antonio Abad de Agúanos.
Santa María de Guallaga.
San José de Maparinas.
San Ignacio de Mayorunas.
San Estanislao de Otanavis.
El partido primero estaba á cargo del P. Juan Ximénez, párroco de
la ciudad de Borja, que bajando por el río Marañen en una sola mañana
Libro VI.— Capítulo VI '281
visitaba los tres pueblos de Mainas, por estar el más apartado distante
sólo tres leguas de la ciudad, y por esta causa solía decir Misa en dos de
ellos los días festivos. El segundo partido estaba al cuidado del P. Igna-
cio Cáceres, hombre de edad avanzada, como dijimos, pero que podía
llevar aquella carga por ser casi todos cristianos viejos y bien impues-
tos en las prácticas de la misión. Para entrar á este partido se subía
desde el Marañón por el río Apena, y se encontraban luego los Xeveros.
Desde esta nación á tres días de montañas se hallan los Paranapuras,
y por navegación de varios ríos se visitan los Chayavitas y Muniches. El
tercer partido, en que asistía el P. Francisco Fernández, abrazaba los
pueblos de los Gayes, Coronados y Roamainas puestos en las márgenes
del río Pastaza en la distancia de ocho días de camino de los Roamainas
á Gayes, y de solos tres días de Gayes á Roamainas, por la diferencia de
las corrientes, como arriba dijimos. Los Coronados vivían en medio de
estas naciones, y por consiguiente era la menor distancia y se podían vi-
sitar más cómodamente.
Pero lo que causa grandísima admiración era que el superior mismo
de todas las misiones y que debía incesantemente atender á todas partes
tuviese sobre sí todo el cargo de los nueve pueblos del cuarto partido, y
esto en tiempo de tantas necesidades y miserias. Pero la caridad es an-
chísima y el celo de las almas le daba alas para volar de pueblo en pue-
blo y no faltar en nada á las ocasiones urgentes. El mismo P. Lucero
había aumentado su partido en más de cuatro mil almas, y como á ove-
jas recogidas por él mismo al aprisco de la Iglesia, les asistía con más
cariño y cuidado, dándoles el pasto saludable de la doctrina cristiana, y
estuvo tan lejos de rendirse al trabajo increíble de cultivar tantas reduc-
ciones, que comenzó á meditar nuevas empresas, no viéndose su corazón
satisfecho ni saciado su celo hasta que viese reducidas al Evangelio las
innumerables naciones de que fué adquiriendo noticias con ocasión de
los muchos viajes que hizo él mismo y de los que hacían los nuevos cris-
tianos.
CAPITULO VI
PROVIDENCIAS QUE TOMA EL P. LORENZO LUCERO PARA LA CONQUISTA
DE VARIAS NACIONES
Es cosa verdaderamente digna de sentirse no poder seguir con la
pluma desde el año 1682 á este varón apostólico y operario infatigable
del Marañón, porque no hay duda de que fueron tales sus peregrinacio-
nes, viajes y fatigas, y cogió tanto fruto de sus continuados sudores en la
América Occidental, que mereció ser en alguna manera comparado al
que cogió con los suyos el Apóstol de las Indias en el Oriente. El P. An-
tonio Vieira, no menos admirable por el encendido celo de la conversión
282 Misiones del Marañón Español
de los indios del Marafión portugués, que por la capacidad y agudeza de
su vasto y delicado entendimiento, tan celebrado en uno y otro mundo,
al oir contar los pasos, peregrinaciones y conversiones del P. Lorenzo
Lucero, se dice que exclamó diciendo: «Como puso Dios en el Oriente un
sol en Xavier que en el siglo pasado con su luz y doctrina lo ilustrase,
así en este siglo ha puesto en el P. Lorenzo un Lucero que esparza sus
luces por el Occidente.» Y aunque este lucero resplandeciente que con-
tinuó en alumbrar aquel hemisferio, se nos pone á nosotros, observare-
mos los últimos brillos de que tenemos noticia en las providencias que
tomó en estos tiempos para la reducción de innumerables gentes, cla-
mando con instancias al provincial de Quito por nuevos socorros de ope-
rarios para recoger la mies copiosa que le mostraba el Señor.
Entre tanto que venían nuevos operarios, fué tomando este insigne va-
rón desde el año de 82 todas las medidas convenientes y acertadas para
la conversión de innumerables naciones del río Ucayale; dispuso las cosas
para la reducción de la Grande Oraagua, y no omitió diligencia alguna
para la pacificación de los valientes Grívaros. Averiguó que á los treinta
días de navegación desde la laguna de Guallaga, en donde más frecuen-
temente residía, se hallaba, entrado por el gran río de Ucayale, un golpe
considerable de naciones que arribaban como á diez mil almas. Sus nom-
bres eran Cambas, Remos, Manamobobos, Cunivas y Piros. Supo que estos
últimos comerciaban con otra nación inmediata que tenía por cabeza una
persona principal, que llamaban inga, señor de tantos vasallos, que le
aseguraban no bajarían de doscientos mil. Parecía ser este reino abun-
dante de riquezas, y en prueba detesto, llevaron al misionero varias pie-
zas de oro, como orejeras y una media luna ó patena de este precioso
metal. Para ganar tantas gentes que le robaban el corazón con sólo el
pensar que por ellas había derramado su sangre el Hijo de Dios, entabló
amistad con los Cunivas, que serían como mil y quinientos. Dos cosas
ventajosas á la religión sacó el padre de la amistad con aquellos genti-
les; la primera fué traer consigo algunos muchachos que le dieron con
buena voluntad para que aprendiesen la lengua y se instruyesen en la
doctrina cristiana, los duales á su tiempo serían muy buenos intérpretes
y servirían grandemente á la conversión de las naciones más altas, cuyas
lenguas sabían Fué también considerable la segunda ventaja, porque los
mismos Cunivas, como confinantes con los Piros, amigos del inga, se ofre-
cieron á ganarlos, proponiéndoles las conveniencias de vivir con padres
que les asistiesen y cuidasen, sin interesarse nada en sus cosas, antes
bien, dándoles lo que tenían de suyo. El mismo P. Lucero en carta de Fe-
brero del año de 82, dice al provincial: «Tengo por cierto según el empeño
que tienen los Cunivas, que habrán hablado ya y tratado con los Piros
sobre las conveniencias y ventajas de vivir con misioneros, y yo mismo
espero entrar á hablarles dentro de poco tiempo, acompañado de trescien-
tos indios que se me ofrecen alegres al viaje».
La misma diligencia de recoger niños para intérpretes y para masa
Libro VI.— Capítulo VI 283
de los pueblos que pensaba fundar, ejecutó con otros indios llamados los
Pelados. Vivían éstos tierra adentro, como á cinco días de la Laguna, en
sitios altos y secos, con camino abierto hacia la parte del río, y curiosa-
mente dispuesto con arcos vistosos de palmas. Su número era de siete mil
almas y parecía nación de buena índole y natural acomodado, pues no
se oponía á que entrasen forasteros por sus tierras como no les hiciesen
daño. A la banda del norte, enfrente de los Pelados, descubrió los indios
Zameos, é informándose del número de esta dilatada nación, sacó que se-
rían por entonces como seis mil almas, aunque es verdad que cuando se
logró la reducción de los Zameos no pasaban, como veremos, de mil per-
sonas. Tuvo conocimiento con los indios Payaguas, y llevó algunos mozos
á Santiago para abrir el camino á la conversión de esta nación incons-
tante, que dio después tanto que hacer á los misioneros por su genio trai-
dor y poca firmeza.
No contento el P. Lucero con estos descubrimientos y con los medios
que iba tomando de antemano para la predicación del Evangelio, dispuso
una armadilla de indios con algunos españoles hacia las tierras de los Gí-
varos, pretendiendo ganarlos más por vía de paz, regalos y caricias^
que por vía de fuerza, la cual era muy pequeña para domar unos indios
tan valientes y guerreros, que por el sitio que ocupaban y por las noticias
que de ellos se tenían, hacían una nación numerosa y formidable á los
mismos españoles. Pero ni esta expedición amigable ni otras que se si-
guieron, después tuvieron el efecto deseado. Porque desde la entrada del
capitán Martín de Rivas, en que descubrieron, como vimos, la codicia de
los españoles, tenían un horror pánico al nombre solo de viracocha, ó espa-
ñol, sin dar lugar á proposiciones ni pactos con una gente á quien abo-
rrecían de muerte. Tan buenos frutos recogió aquel caballero de su des-
graciada expedición y tales fueron las resultas que nos quedaron de ella»
Pues en más de cien años no pudieron ablandarse aquellos duros corazo-
nes, aunque quiso el Señor que se amansasen estas fieras con las armas
de la cruz puestas en manos de un pobre misionero que tuvo alientos
para penetrar aquellas tierras; pero cuando los Gívaros venían ya en po-
blarse y entregarse á la dirección de los padres, por justos juicios de
Dios, les faltaron los maestros y quedaron en su ceguedad antigua , como
á su tiempo contará la Historia.
La más adelantada conquista del P. Lucero, antes de la entrada de
nuevos misioneros, era la de la insigne nación Omagua, situada en lo
bajo del Marañen, como á ocho días de la Laguna. Porque no sólo había
entablado paz y contraído amistad con los Omaguas, sino también dis-
puesto las cosas de manera que estaban en su voluntad y manos, no es-
perando otra cosa sino que les enviasen misionero ó bajase por sí mismo
á enseñarlos, bautizarlos y dirigirlos. Esta buena disposición de aquellos
gentiles para la enseñanza en nuestra sagrada religión , creció con una
invasión repentina que por la banda del Marañen portugués padecieron:
de los europeos^ Sucedió que éstos, dejándose caer una noche sobre una
*284 Misiones del Marañón Español
ranchería de Omaguas descuidados, les rodearon por todas partes y cor-
taron la retirada. Hechas algunas muertes en los que resistían y ahu-
yentando con los arcabuces á los que venían á la defensa, llevaron á los
demás maniatados y esclavos de su tiranía, en especial niños y mujeres,
que resistieron menos al repentino asalto. Volvieron proas los bárbaros
europeos con esta cruel y vergonzosa victoria, muy alegres por la presa
de los pobres esclavos bien asegurados con prisiones. Los Omaguas, al
principio dispersos y aturdidos con el estruendo de las escopetas, volvie-
ron luego en sí, y haciendo cólera con la vejación y robo de las mujeres
y niños, siguieron á los piratas con sus ligeras canoas , y observando á
remo sordo y con mucho cuidado los puestos de sus enemigos, lograron
Analmente la suya en una noche, que habiendo hecho rancho en una
playa, estaban descuidados y muy ajenos de pensar lo que contra ellos
se tramaba. En la seguridad suele estar el mayor peligro y poco puede
el que es superior en armas si lo cogen desprevenido. Los Omaguas die-
ron tan diestramente contra los europeos, y cargaron tan prontamente
contra ellos, que matando á muchos pusieron en fuga á los demás y reco-
braron todos sus parientes, que les dieron las gracias de haberlos redi-
mido de tan dura esclavitud; pues iban ya condenados á ser vendidos por
esclavos, como lo habían sido otros varios de la misma nación.
Dieron la vuelta los Omaguas, alegres y contentos del suceso, tra-
yendo consigo dos muchachos blancos que habían cogido y cierta ropilla
de los enemigos á manera de anguarina, que podía servir de señal para
conocer si los enemigos eran holandeses ó portugueses, ya que no se co-
nociese por los muchachos ó no lo quisiesen declarar. Luego que llega-
ron á sus tierras enviaron prontamente al P. Lucero quien le diese cuenta
de todo lo sucedido, con la ropilla, para que por ella juzgase de la cali-
dad de los ladrones ó piratas. Suplicábanle con más instancia que les en-
viase misionero con quien pensaban poder vivir con mayor seguridad en-
tre tantos enemigos, y prometían enviarle los dos mozos blancos que te-
nían consigo, y trataban como á los suyos. Tan humanos fueron siempre
los Omaguas, que aun siendo gentiles no mataron á sus enemigos tenién-
dolos en su mano después de tan señalado agravio.
Agradeció el misionero la fineza de los Omaguas, alabó su valor, y ce-
lebró su fidelidad, alentándoles á perseverar en su buena resolución y pro-
metiéndoles enviar padre que les amparase, ó bajar él mismo en persona
á vivir con ellos si lo permitiesen sus cuidados. Era su ánimo juntar los
Omaguas con los Ucayales, que habían dado pruebas de congeniar con
ellos, en las islas más bajas y retiradas del rumbo del portugués, para
que estuviesen menos expuestos á sus repentinas irrupciones y piraterías
sangrientas. Y como era numerosísima la nación, escribió al provincial
que para sólo los Omaguas eran necesarios dos padres, no pudiendo uno
solo asistir á tanta gente, particularmente en los principios de su reduc-
ción. Hizo también recurso á Lima enviando una relación exacta de lo
que acababa de suceder y suplicando al señor virrey que se sirviese su
Libro VI.— Capítulo VII '285
excelencia de dar alguna providencia para fabricar algún castillo ó for-
taleza contra tan perjudiciales ladrones, y asegurar las tierras de su
majestad católica. Qué resolución se tomase por entonces para obviar á
los peligros que amenazaban, ni lo sabemos ni lo hemos podido averi-
guar. Acaso sucedería lo que después ha mostrado la experiencia; que,,
conocido el daño inminente, se han dado buenas y convenientes órdenes
sin que se hayan jamás puesto por obra. Todos conocieron la necesidad
de este fuerte con algún presidio de soldados españoles, clamaron mu-
chas veces por la ejecución los misioneros; la corte misma, viendo no
sólo la conveniencia pero aun la necesidad, mandó que se levantase para,
poner en seguro á la nueva cristiandad, y tener en resguardo los domi-
nios de España, pero jamás se ejecutó una orden tan razonable ni se sa-
tisfizo á tan justa demanda. De tan pernicioso descuido vinieron después
los graves daños que causaron los portugueses en aquellas misiones des-
tituidas de todo socorro de los españoles, sin tener otro arbitrio los misio-
neros, incapaces de resistir á las violencias, que llorar las pérdidas irre-
parables de la gente llevada por esclava, y retirar, dejando aquellos
parajes en manos del portugués, los indios á sitios más lejanos y escon-
didos.
CAPITULO VII
VIENEN NUEVOS MISIONEROS DE EUROPA. — CARTA NOTABLE DE UNO DE
ELLOS Á SU PROVINCIA DE ÑAPÓLES
Hallábase en España el procurador del Nuevo Reino casi sin espe-
peranza de recoger misión para Quito y Santa Fe, muy particularmente
por la falta de medios con que conducirlos á la América, porque los
gastos de la navegación y viajes tan largos de aquellos padres hasta en-
trar en Quito son mayores de lo que se piensa comúnmente. Pudo con el
procurador tanto esa falta de medios, que no se atrevió en España á pre-
parar misioneros; pero pasando á Roma, el Señor, que miraba con ojos
de piedad la misión de Mainas, le inspiró á que pidiese (casi á la misma
partida de aquella ciudad) operarios, ensanchándole el corazón y alen-
tándole á que confiase en la Providencia, que prevendría los socorros
necesarios para su transporte. Como el pensamiento venía del cielo, vino
luego uno de la provincia de Ñapóles, como si estuviera esperando la co-
yuntura, y se juntó con el procurador, á quien se allegó otro, que le es-
taba esperando en Grénova, y á poco tiempo concurrieron otros dos ale-
manes con un ñamenco, los cuales llegaron á Cádiz en tiempo tan me-
dido para la partida de los galeones, que sin descansar del viaje, se
embarcaron para el Nuevo Reino sin la compañía de su procurador, que
dando la vuelta por Madrid para evacuar en aquella corte sus negocios,
pensaba hallarse en Cádiz á tiempo para la embarcación.
286 Misiones del Marañón Español
Con esta partida tan pronta y no pensada de los cinco misioneros, se
descubrieron varios rasgos particulares de la divina Providencia con las
misiones de Quito y del Nuevo Reino. Porque primeramente los galeo-
nes debieran haber salido por el mes de Octubre y por varias cosas que
ocurrieron y parecieron casualidades, se fueron deteniendo hasta tres
meses, como si esperaran la misión, y salieron por el Enero, cuando el
procurador que estaba en Madrid, no creyendo ya que hubiesen de salir
tan presto las embarcaciones, se detuvo en la corte, de manera que no
los pudo alcanzar. Pero aun esta última circunstancia la convirtió el Se-
ñor en bien de las misiones, porque ocho meses después llevó consigo el
procurador en unos navios de barlovento seis misioneros más, con quie-
nes no se contaba, de la provincia de Aragón. Fuera de esto, el P. pro-
curador general de Sevilla por sí mismo y con otras circunstancias que
concurrieron, dispuso el embarco y despacho de los cinco padres. Cosa, á
la verdad, bien extraordinaria y poco regular, pues el avío, despacho y
embarcación de los que pasan á Indias, no pertenece al oficio ni es de la
inspección del procurador de Sevilla, sino del procurador de las misiones.
Pero el Señor gobernaba el negocio, y puso en el pensamiento del uno que
debía disponer en las circunstancias de lo que tocaba á otro.
Mucho más se descubrió la disposición amorosa del Señor en este viaje
por otra circunstancia muy particular que ordenó á favor del misionero
de Ñapóles. Luego que éste se partió de Roma para su destino, ios her-
manos y deudos que llevaban muy á mal la partida á las Indias de su pa-
riente, empezaron á poner estorbos é impedimentos al viaje, alegando la
falta de salud y otras razones que suelen aparecer en estas ocasiones.
Tanto hicieron y dijeron tanto, que obligaron al general á que escribiese
resueltamente al procurador de la misión para que no se embarcase el mi-
sionero, sino que volviese luego á su provincia de Ñapóles. Mas el orden
cerrado del general llego al puerto dos días después de haberse embar-
cado el napolitano, cuando iba ya navegando para Indias. No hay astu-
cia contra Dios, y dispuesta de su eterno consejo la ida del misionero,
ningún manejo de los hombres podía impedirla.
Parece que su Majestad dispuso la venida de este fervoroso operario
á las tierras del Marañón, no sólo para trabajar con celo en aquella ex-
tendida viña, sino también para desengañar á sus paisanos de las apren-
siones que tenían contra aquellas desconocidas misiones, y para llamar
nuevos sujetos al empleo glorioso de la conversión de aquellos gentiles.
Un año después de haber llegado á Quito, cuando ya destinado á los
Mainas, no suspiraba sino por la entrada al Marañón, sabiendo las pre-
tensiones de sus parientes y el modo particular con que le había el Señor
librado de sus lazos , escribió una carta muy notable á cierta persona de
autoridad en Roma para que desengañase á la Italia de las preocupa-
ciones en que estaba contra las misiones del Marañón , y para que influ-
yese en la ida de muchos sujetos á recoger los inestimables tesoros de
oro, plata y piedras preciosas que ofrecía la provincia de Quito en las
Libro VI.— Capítulo VII 287
almas de innumerables gentiles, redimidas con la sangre de Jesucristo.
Siendo la carta bien singular y estando escrita con grande sentimiento,
me ha parecido poner en este lugar las cláusulas en que desengaña, es-
fuerza y anima á los sujetos de su provincia y á los demás italianos
que tenían poco conocimiento de aquellas tierras. Comienza su escrito
con sinceridad y candor, de esta manera:
«Con lágrimas en los ojos de alegría escribo ésta, y si me fuera per-
mitido la firmara con mi sangre. Ya sabe V. R. por qué medios dispuso
Dios mi venida á estas partes, la cual parecía imposible á los padres de
mi provincia de Ñapóles; pero Dios de todas maneras me quería aquí,
como siempre me parece me lo decía el corazón, y el Señor venció todas
las dificultades facilísimamente y con una suave providencia me condujo
hasta aquí, y me mantiene el más sano y alegre de todos. Un año há que
estoy en Indias, con el consuelo que no puedo bastantemente explicar;
sólo una aflicción me atormenta el corazón, y es el ver tanta multitud de
gentiles y tan pocos operarios. Muéstranos Dios en estas misiones mu-
cha mies madura , y vemos que no hay suficientes operarios para reco-
gerla , y por mucho que quieran hacer los padres misioneros , siendo po-
cos, no pueden dar satisfacción aun á los pueblos que son ya cristianos;
con que menos podrán abrazar las naciones de infieles tan dilatadas, que
el decirlo parece increíble, y en mí todo es suspirar, diciendo interior-
mente al Señor de la mies: Operarios, operarios, sintiendo que no haya
los bastantes para tanto campo.»
Después de tan sentido exordio pasa á describir las tierras del Nuevo
Reino y de la provincia de Quito, á cuya ciudad arribó desde Cartagena,
después de haber caminado ínil y quinientas millas, y dice que no es po-
sible ser poblada de españoles tan vasta extensión de tierra. Cuenta para
satisfacer á la aprensión que se tenía en Ñapóles de aquellos padres , lo
ameno, abundante y vistoso de la situación de Quito, por ser una conti-
nua primavera y ser el aire tan perfecto, que no hay peste ni muchas
enfermedades, por donde gozan los hombres de larga vida, como de
ochenta ó noventa años. Dice que los bastimentos no sólo son suficientes,
pero abundantes , y que se sirve más comida en un día en el colegio de
Quito que se reparte en dos días en Italia. Se lamenta de que no hay cui-
dado en aquellas partes de escribir las muchas cosas memorables ó glo-
riosas, ó por humildad de los sujetos ó también por dejamiento. Declara
las muchas maravillas que en el poco tiempo ha observado, como peces
que vuelan por los aires, y plantas del agua con raíces en ella y no en
la tierra ; un animalillo que convierte sus pies en raíces y en tronco de
árbol su cuerpo y piernas que parece sienten ; culebras que partidas no
mueren y que juntando sus partes vuelven á reunirse ; madera que se
vuelve piedra y cosa semejantes , que ya por ordinarias no causan allí
novedad y parecen increíbles en Italia.
De ésta, como primera parte de la carta, pasa á la segunda, que le
atraviesa el corazón y le saca lágrimas al escribirla. Refiere la multitud
28S Misiones del Marañón Español
prodigiosa de gentiles que esperan quien los alumbre y parta el pan de
la divina palabra, y cómo al atravesar por el Nuevo Reino en su largo
viaje se hubiera metido si le hubieran dado facultad por las dilatadas
montañas que descubrió á uno y otro lado, pobladas todas de infieles y
destituidas de predicadores de la ley evangélica. Que por lo que toca á
las misiones del Marañon, siete mil indios valientes, armados con arco y
flecha, pedían por sí mismos padres que les predicasen, y que en varias
islas y brazos de este gran río, se hallaban dilatadas naciones en muy
buena disposición para oír el Evangelio, y que los misioneros se afligían
sobre manera y vivían consumidos del celo por ser tan pocos, que no po-
dían recoger mies tan copiosa; y finalmente, que los gobernadores cató-
licos de aquellas tierras hacían más caso de un solo misionero para re-
ducir una entera nación de infieles, que de muchos capitanes seculares
bien armados y prevenidos con mucho número de soldados.
«De todas estas cosas y otras, prosigue en su carta, que no es posible
escribirlas, y que escritas parecen increíbles, sé yo que en Ñapóles me
darán crédito conociendo mi natural que no sé exagerar ; pero basta lo
dicho para que pueda clamar á V. R. y cuantos vieren ésta, diciendo
muchas veces, mesis quidem multa, mesis multa: operarii autem panci , y por
esto rogo Dominum ut mittat operario. Ruego á N. P. General que envíe mi-
sioneros determinados para esta dispuesta mies, y que sean de espíritu y
celo, y el provincial de esta provincia los pide también, j que en los ga-
leones venideros se embarquen siquiera seis. Escribo también al P. Ma-
nuel Rodríguez, procurador de ésta y las otras provincias de Indias, que
procure la licencia de su majestad y el avío para que vengan , pues es-
tima en tanto esta misión, la cual tengo por tan gloriosa, que no pienso
en otra cosa que en procurar sujetos , y mientras tuviese vida en esta
provincia no desistiré de solicitarlos en todas las armadas, pues es lás-
tima que se pierdan tantas almas.
»Yo, de verdad, no alcanzo cómo excusar delante de Dios á los supe-
riores que no quieren dar sujetos para las misiones, ó si los envían son los
peores , de que sin duda ds causa el no saber el mucho bien que pueden
hacer con ellos en estas partes. Excúsanse con decir que no deben pri-
var de los buenos sujetos á sus provincias sin advertir que en premio de
darlos para las Indias los proveerá Dios de otros mejores , como me es-
cribe el provincial de Ñapóles, que por los que dio se ha llenado de man-
cebos muy escogidos el noviciado . Y al contrario, en castigo de la ava-
da de los sujetos, permite Dios haya esterilidad de ellos y malos sucesos
de los que retienen. Cierto que no veo disparidad que siendo reprensibles
los padres que niegan los hijos á la religión, porque no hagan falta en su
casa, no lo sean los provinciales que rehusan pasen personas á las In-
dias, porque hacen falta en sus provincias. A mí me decían que no llega-
ría á ésta, y que si llegara viviría siempre enfermo é inhábil , de que yo
venía temeroso, y ahora veo que allá no hubiera servido de cosa , y que
acá puedo hacer muchas en servicio de Dios y bien de las almas, de que
Libro VI.— Capítulo VII 289
me hallo tan contento, que con lo que ahora sé y conozco estuviera
pronto si me hallara en Italia para venirme á pie otra vez á estos em-
pleos. Supuesto esto, ruego á V. R. que de su parte anime á los sujetos
que quisieren venir á estas misiones, compadeciéndose de tantos millares
de almas que se pierden sólo por falta de operarios. Yo desde acá los
llamo amicis sociis, porque las almas de estos gentiles jam alhae mnt ad
mesem están ya sazonadas para los graneros de la Iglesia, como escribe
el superior de la misión, el cual, entre otras cosas que refiere, dice que de
algunos indios ya cristianos ha sabido días há que á un lado del Marañen,
subiendo algo, están los descendientes de aquellos cuarenta mil indios
que se retiraron con un hermano del inga en tiempo de la conquista del
Perú, y son sin número los que se han multiplicado, descendientes de
aquellos primeros. Que suceden allí cosas maravillosas, en que por una
parte muestra el demonio con asombros lo que resiste á la conversión de
aquellos gentiles, y por otra la facilita Dios con medios que manifiesta
para poder conseguirla fácilmente.
«Últimamente, no puedo dejcir lo que siento el poco concepto que se
tiene de los empleos gloriosos de estas misiones, y responderé á muchos
padres de Ñapóles que de ningún modo querían que yo viniese acá, sino
que fuese á la China si quería ganar almas. Espero mostrar, si acierto á
explicarme en lo que siento, ser esta misión gloriosa mejor por lo que veo
que hay en ella, que otras por lo que de ellas se dice. Mejor para los mi-
sioneros en el alma, mejor para los mismos en el cuerpo, mejor para la
salvación de los gentiles, mejor para el logro de la gracia de Dios. Harélo
siguiendo sus partes y comparándola particularmente con la misión que
se tiene por tan gloriosa. Primeramente, para el espíritu de los misioneros
es mejor; porque ¿quién duda que el trabajar por estos indios pobres (y
tan pobres que andan desnudos como bestias), es causa de grande mérito
y efectos de mucha virtud, más que trabajar por los ricotes de la China?
en esto se imita más de cerca á Jesucristo que siempre predicaba á las
turbas y conversaba y se acompañaba de los pobres. En el trato con los
pobres se conserva mejor la humildad, y la predicación es más evangé-
lica sin andar en atenciones de policía. Además de que es mayor el mé-
rito por ser mayor el trabajo de andar buscando las almas como caza en
los montes, recogerlos á los pueblos y darles primero el ser hombres y
después el ser cristianos que no se hace en la China; porque los chinos ya
racionales y demasiadamente presumiendo de tales, se pierden por su
soberbia y pertinacia; pero estos pobres se pierden por falta de quien los
instruya, cosa que enternece aun á corazones de piedra.
»En cuanto á lo temporal no faltan en estas misiones algunas conve-
niencias, aunque juntas con grandes trabajos. Espantan éstos á algunos
que no reconocen en sí el aliento y corazón de un Xavier, que no tienen
fuerzas para no rendirse á las penas. Pero hay en el Marañón para pa-
sar y sustentar la vida bastante providencia y socorros en los montes;
hay caza de varias animales y aves, en los ríos multitud de peces; las
19
290 Misiones del Marañon Español
frutas silvestres son muchas y sabrosas y sazonadas y, por providencia
de Dios, para refrigerio del grande calor, se hace de ellas algunas bebi-
das muy frescas; hay cacao en abundancia y vainillas que llenan de fra-
gancia los montes, en los cuales se halla también canela. Sólo falta pan
de trigo y no se da vino, pero se suple con pan de maíz y plátanos, y el
vino con bebidas de frutas de buen gusto, y á veces se meten del colegio
de Quito varios socorros de bastimentos, aunque no pueden ser muy abun-
dantes, porque los cargan á espalda los indios por caminos fragosos y
montañas cerradas, con que en esta parte tiene el misionero lo bastante
y conveniente á la vida.
«Acerca de lo que se sigue que sean estas misiones mejores que las de
China para salvar almas, se ve ser asi: 1.° Por la multitud de indios que
hay y la suma facilidad en reducirlos; con el regalo de una aguja, con
un cuchillo ó cascabel está en un instante ganada un alma en consi-
guiéndose instruirla y bautizarla. 2." En la China, cuando después de
mucho tiempo se llega á conseguir hablar con el emperador ó recibir de
él alguna cortesía, se ha hecho una gran cosa; aquí, en hallando un in-
dio, no hay sino abrazarle, darle algún regalillo de vestido ú otra cosa,
instruirlo y después bautizarlo. Allá, después de muchas fatigas y cuida-
dos, si se convierten unos pocos, otros, temerosos del tirano y tirados de
los bonzos, otros del interés, no se atreven; aquí que es tierra del oro y le
tienen á los pies, es bautizarlos á todos el bautizar á uno de los de su nación
por no tener tiranos, ni bonzos, ni religión, ni secta que les impida con-
vertirse, sin que se necesite expeler la forma contraria de idolatría que
casi no la tienen, ni discurren de deidad ni adoran ídolos, sino que viven
como bestias, tanto que se llegó á dudar si eran racionales. .3.'' En la Chi-
na los convertidos son señores políticos y presumidos de sabios, y no tie-
nen la sujeción que deben al padre, sino es que fuese un San Francisco
Xavier; aquí es el padre, el superior, el patrón, y en su estimación su
rey y su pontífice, obedeciéndole con todo rendimiento, sin apartarse un
punto de su voluntad. Allá la lengua y caracteres sínicos son muy difíci-
les de aprenderse; acá, en tres meses, puede aprenderse la lengua de
estas naciones, y aun sin ella, con intérpretes, desde luego se obra en
bien de las almas, y se hace con los indios con agasajos cuanto se quie-
re. Allá son altivos y soberbios de natural; acá es indecible la humildad
y docilidad de los gentiles como de todos los demás indios que tanto se
sujetan por su pusilanimidad á los españoles, aunque tal vez se les han
rebelado; luego para ganar almas, es mejor la gentilidad del Marañen
que la de la China. Y si no, pregunto: ¿por qué los nuestros en Europa,
teniendo cerca tantos turcos, no van á convertir esas almas tan vecinas?
Dirán que por ser pertinaces é inconvertibles; luego si las del Oriente y
la China respecto de estos gentiles del Occidente son como los turcos res-
pecto de los chinos, por más aptos se han de tener para la predicación
estos occidentales que los chinos obstinados, políticos y altivos.
»Lo que he dicho comparando estas misiones del Marañón con la Chi-
Libro VI.— Capítulo Vil 291
na, en algún modo se puede aplicar á otras misiones nuestras de las mis-
mas Indias, como á las de Méjico y á las del Paraguay, en que ya el em-
pleo es cuidar de pueblos reducidos de cristianos antiguos, y quizá no
hay copiosa gentilidad vecina para reducir almas como en estas extendi-
dísimas montañas adonde se retiraron tantos con el extruendo de la con-
<iuista del Perú. Por esta multitud de indios y por ser tan fáciles de con-
vertir, parece consta ser esta gentilidad la mejor para ganar almas, que
es el fruto deseado de los misioneros, de donde se sigue también lo último
•que decía de ser mejores para el logro de la divina gracia que puede in-
fundirse en tantas almas que no son de peor calidad que las de la China
y otras partes, y por éstas y por las demás derramó su sangre y murió
Cristo nuestro Redentor.
»Una cosa podrían decirme los que aspiran á la China y Japón, que
alh hay martirio y aquí no, como me decían en Ñapóles. A que respondo
que aquí en nuestro colegio tenemos en nuestra estimación por mártires
á tres padres á quienes quitaron la vida los indios, que ojalá se hiciera
la debida memoria de ellos. Es verdad que estos indios ordinariamente
son cobardes, mas algunos hay valerosos, y tal vez han sucedido rebelio-
nes y muertes en odio de la fe, ó que por amor de ella mueran los nues-
tros gloriosamente. La diferencia que hallo es que en la China y otras
partes la muerte es en defensa de la fe, en que quieren pervertir al cris-
tiano los tiranos, y acá es en demanda de imprimirla en los gentiles, á
quienes en campo abierto dan asalto con la predicación, y es más glo-
rioso morir asaltando que morir sólo defendiéndose.»
Estos son los principales sentimientos del misionero de Ñapóles, que
con tanta eficacia expresa en la carta enviada á Roma para quitar los
prejuicios de su nación sobre las misiones escondidas del Marañen. En
ella carga muy bien, y con mucha razón, la conciencia de los superiores,
que tal vez se atraviesan con títulos menos razonables á las vocaciones
que da Diosa sus subditos de pasará laslndias, y demuestra evidentemente
la grandísima ventaja de las misiones de Mainas sobre las misiones de la
China, que, aunque gloriosas y de mucho agrado del Señor, no presentan la
facilidad de bautismos en párvulos y de conversiones en adultos, que ofre-
cen las del Marañen y demás misiones de la América Meridional y Septen-
trional. Quiera Dios que nunca falten operarios celosos de la predicación
del Evangelio en estas vastísimas regiones , porque nunca faltarán nuevos
gentiles que se irán descubriendo en tantas escondidas montañas, larguí-
simos ríos y llanuras interminables , los cuales perseveran ciegos en su
infidelidad sin haber penetrado á sus cavernas y escondrijos la luz de
la verdad anunciada en otras muchísimas partes por los predicadores
evangélicos. Pero éstos han sido siempre pocos, y aunque fervorosos, no
han bastado para recoger las mies abundantísima que por todas partes
se presenta.
292 Misiones del Marañón Español
CAPITULO VIII
ENTRAN NUEVOS MISIONEROS EN EL MARAÑÓN Y S5 TRATA DE LAS
REDUCCIONES QUE HIZO EL P. ENRIQUE RITHER EN EL RÍO UCAYALE.
Nunca parece el sol más hermoso que cuando amanece claro después
de muchas nieblas, obscuridades y lluvias, ni es más apreciable la calma
y serenidad que cuando ha precedido una larga y peligrosa borrasca.
Por cuatro años seguidos se habían mantenido de solos cuatro misioneros,
con increíble trabajo todas las reducciones del Marañón , y aunque cla-
maban continuamente á sus hermanos para que les ayudasen á sostener
la barca de aquella nueva cristiandad, que no podían mantener por mu-
cho tiempo, no eran oidos en tan grande necesidad, en que hacían harta
en acudir á los ministerios más indispensables de Quito y de su comarca-
Oyóles sin duda San Francisco Xavier, que, como piloto bien experimen-
tado de la mayor gloria de Dios y protector insigne de las naciones de
oriente y occidente, les envió en su mismo día, 3 de Diciembre de 1682,.
consagrado á la memoria de sus peregrinaciones asombrosas, cuatro mi-
sioneros ; dos italianos, de los cuales era uno el napolitano fervoroso, de
que hablamos en el capítulo antecedente; y dos quiteños, tenidos por je-
suítas ejemplares en la provincia. Partiéronse los cuatro padres en el
día dicho bajo la protección de San Javier, y con tan buen valedor lle-
garon con felicidad al Marañón. Cuánta fuera la alegría del superior y
demás misioneros al ver tan oportuno socorro, como el santo les traía, na
hay para qué decirlo. Ni permitía el tiempo muchas treguas á las lágri-
mas de consuelo que derramaban de sus ojos. Luego puso el superior á
uno de los italianos llamado Lanzamí en los pueblos de Guallaga, cogió
por compañero para la expedición peligrosa que tenía dispuesta á los
Gívaros al padre napolitano é hizo que los dos padres quiteños pasasen,
á los demás partidos en socorro y ayuda de los otros misioneros.
Empezaron á respirar las misiones con la venida de estos cuatro ope-
rarios, pero aunque parecían bastantes para conservar y aumentar de
familias las reducciones ya fundadas, mas no se podían extender á nue-
vas conquistas, siendo entre todos solos ocho sujetos para veinte pueblos.
La divina Providencia, que había determinado alumbrar á las naciones
más distantes, con quienes había ya tratado y entablado paces el P. Lu-
cero, trajo al Marañón por los años de 1685 dos célebres alemanes, y fue-
, ron los primeros que de esta nación ínclita, á quien tanto debe la cris-
tiandad de la América, entraron á los Mainas: llamábase uno Enrique
, Rither y el otro se decía Samuel Fritz, ambos de buena edad para sufrir
trabajos, ambos de grande corazón en los peligros y ambos encendidos en
el celo de la gloria de Dios y bien de las almas. Conociendo el P. Lucera
en los dos nuevos misioneros tan gran fondo de virtud, y observando en
Libro VI.— Capítulo VIII 293
•ellos cierta grandeza de alma, junta con un natural acomodado al trato
y manejo con los indios, destinó al uno á la grande Omagua, en donde
había de recoger con el socorro del cielo copiosísimos frutos, fundando
•en ellos una cristiandad muy floreciente, y envió al otro á cultivar las
muchas y numerosas naciones del caudaloso río de Ucayale.
Si en alguna parte de la historia nos causa gran dolor y sentimiento
la falta de las debidas noticias, es en esta coyuntura, en que habiendo de
tratar de la misión de Ucayale y de los increíbles esfuerzos y fatigas in-
soportables del P. Rither en plantearla y en adelantarla, nos hallamos
tan escasos de ellas por la quema ya dicha de papeles, que sólo podemos
dar una idea general de las cosas que pedían uno y aun muchos enteros
libros. No dudo que el lector benévolo perdonará esa quiebra y nos re-
prendería justamente si llegase á entender el que escribíamos cosas par-
ticulares poco ciertas ó menos averiguadas. Seguiremos en lo poco que
decir podremos, las apuntaciones de un misionero que han llegado á nues-
tras manos.
Salió el P. Enrique Rither para Ucayale, el día 16 de Enero de 1686,
<icompauado de una tropa de indios Cunivos que habían venido á buscar-
le á la Laguna misma por propio misionero. Como las naciones que había
que cultivar en aquel río eran muchas, y en mucha distancia unas de
-otras, pareció conveniente que fuese con el misionero un hermano coad-
jutor (que á lo que pienso acababa de llegar á la misión), llamado Fran-
cisco Heredia ó Herrera, religioso ejemplar, celoso, de corazón en los
peligros, y muy parecido en la virtud al sacerdote que acompañaba. No
:se tenía entonces mucha confianza en los Cunivos por ser gente muy nue-
Ta y poco conocida de los misioneros; y á esta causa el capitán de los
Xitipos, parcialidad antigua de la Laguna, se ofreció á seguir al P. Rither,
para servirle y ayudarle de la manera que pudiese. Con esta compañía
•entró el P. Enrique, por Ucayale, y llegó á una población de Cunivos
juntos ya por el P. Lucero, con la advocación de San Nicolás, en un sitio
llamado Pachüea. Como iba de paz fué bien recibido de aquellos indios,
más luego comenzaron á mostrar su sentimiento, viendo que no les lie-
Taba hachas y cuchillos. Procuró el padre sosegarlos con la esperanza
de regalarlos, luego que llegase el socorro de Quito. Sin este aliciente se
suele adelantar poco con la gente nueva, como mostró la experiencia en
otras partes. Entabló con los niños que llevaba de la Laguna la doctrina
y el rezo en lengua Xitipa que entendían bastantemente los Cunivos,
hasta que con el tiempo formó catecismo en lengua cuniva. Quiso visitar
otras rancherías de Mayorunas y otras naciones, y conoció desde luego
la grande resistencia del infierno á que se anunciase entre aquellas gen-
tes poseídas del demonio por tan largo tiempo la palabra divina. En una
-de estas tuvieron su consejo los indios sobre si matarían al misionero ó le
<enviarían otra vez al Marañen, porque al fin «él es español y los españo-
les son tan malos, decían, como el diablo», con cuyo nombre (en su len-
gua, Tusuí) les apellidaban. Pero obrando en ellos la gracia de Dios, ni^
294 Misiones del Marañón Español
uno ni otro determinaron, y salió de su consulta el admitirle y probar
con el tiempo cómo les trataba, y viendo en él un trato dulce, amigable
y cariñoso, comenzaron á inclinarse al misionero, á quererlo y respe-
tarlo.
Poco se fiaba el P. Enrique de estas primeras apariencias, porque sa-
bía muy bien las experiencias pas;idas de los primeros misioneros y
echaba de ver en tanta variedad de naciones un g-enio brutal y una car-
nicería continua. Tenían muchos dos y tres mujeres, casábanse los hijos
con sus madres y con la facilidad que hacían sus casamientos así los des
hacían á su arbitrio. Abortaban las mujeres por cualquier antojo y ma-
taban con indolencia los hijos como si fueran monos, perros ó gatos; de
manera que parecían tener borradas las impresiones mismas de la natu-
raleza. Preciábanse de valientes y era el más estimado el que había eje-
cutado más muertes. De aquí nacían las continuas guerras de unas na-
ciones con otras, haciendo frecuentes campañas para matar y coger es-
clavos. No faltaban hechiceros, como en otras naciones, pero los más
eran unos embusteros, y sólo tal cual píirecia tener pacto con el diablo,
que con aullidos y estruendos horrorosos les avisaba de algunas desgra.-
cias sucedidas en mucha distancia á sus parientes y conocidos.
Comenzó el P. Rither á recoger indios, enseñarles la doctrina y des-
arraigar abusos y en medio de la resistencia que experimentaba en
aquellos naturales, no dejaba de hacer fruto, no sólo en los párvulos que
bautizados contemplaba ya como asegurados, pero aun en muchos adul-
tos que daban oídos á la verdad y pedían el bautismo. Pero, conocienda
la necesidad que tenía de instrumentos y herramientas para ganar y
atraer aquellos corazones interesados, se determinó, antes de cumplir el
año primero de su ministerio, á volver á la Laguna en busca de hachas,,
cuchillos, machetes y otros instrumentos dejando á cargo del hermano
Francisco (que había recogido los Cunivos cautivos de algunos bárbaros
y enseñádoles la lengua Inga) toda la cristiandad nueva y catecúmenos,
de Ucayale. Mientras el misionero hacía el largo viaje, el hermano coad-
jutor práctico en aquellas tierras por las entradas á otras naciones y por
las paces que había hecho con los indios Campas, Machovos, y Comavos,
procuraba aumentar el pueblo de San Nicolás haciendo varias peregri-
naciones, en que traía algunas familias.
En una de estas topó con un indio de la nación de los Campas, que
haciéndose ó vendiéndose por amigo, le prometió pacificar á su nación
entera con los Cunivos de su pueblo. Siguióle intrépido y deseoso de ga-
nar aquellos gentiles como había ganado otros, entró por las tierras de
los Campas no dudando del buen suceso que se prometía de la paz. Mas
apenas le descubrieron estos bárbaros cuando viniendo en tropel en gran
número, comenzaron á disparar flechas contra el hermano Francisco que
viendo ser llegado el fin de su vida, puesto de rodillas y alzando los bra-
zos y ojos al cielo, recibió con mucha devoción las últimas flechas con que
le atravesaron, ofreciendo á Dios su vida por aquellos mismos que taiií
Libro VI.— Capítulo VIII 295
cruelmente se la quitaban. Despedazaron luego el cuerpo muerto, y bár-
baramente se lo comieron, para probar, como decían, á qué sabía la car-
ne de blanco, y encajando la cabeza en una bobona, se la llevaron en
triunfo, gloriándose de que eran más valerosos que los blancos, porque el
hermano se había puesto de rodillas y recibido sin resistencia las flechas
con que le habían atravesado. Los Cunivos que le acompañaban volvie-
ron, aunque heridos, á su pueblo, y luego salió la nación á la venganza
contra los Campas y Pirres, que habían tenido también parte en la
muerte del hermano. Mataron á unos y cautivaron á otros que refirieron
lo que acabamos de contar, para que no sólo los Cunivos sino también
los Campas enemigos, fuesen testigos de la circunstancia de la muerte y
de la crueldad que usaron con el cuerpo difunto. Diose aviso del trágico
suceso á la Laguna y se intentó enviar algunos españoles al castigo de
los Campas y Pirros, pero atravesándose en este tiempo negocios más
urgentes, quedaron sin la pena merecida los agresores, y no se pensó en
adelante en escarmentarlos.
No sin providencia particular del Señor dejaron los españoles de en-
trar en Ucayale al castigo de los Campas y Pirros, que naturalmente no
se hubiera ejecutado sin alboroto de muchas naciones, en quienes hu-
biera crecido el odio contra el nombre español y se impidieran los pro-
gresos de la predicación del P. Kither que volviendo con ánimo intré-
pido á sus Cunivos hizo desde la muerte del hermano tan rápidas conver-
siones en los gentiles de aquel río, que no es fácil de contar el número de
bautismos no sólo de párvulos, pero aun de adultos, que teniendo ya ca-
tecismo en su propia lengua se disponían en poco tiempo para recibir el
santo sacramento. Es cosa bien singular, pero digna de todo crédito lo
que hallo escrito de este santo varón que en solo doce años de predica-
ción fundó nueve pueblos en las riberas de Ucayale, y que los cultivó de
manera que los más eran ya cristianos, y vivían con gran fervor, de-
jando sus antiguas supersticiones, frecuentando la iglesia y sacramen-
tos, celebrando las fiestas principales del año y con particular devoción
las funciones de la semana santa que suele ser la cosa que hace mayor
impresión en los gentiles recientemente convertidos. No hizo tantas fun-
daciones sin derramar muchos sudores en valles, montes, travesías y
navegaciones, tomando lengua de unos gentiles y pasando á otros hasta
recoger al gremio de la Iglesia una parte muy notable de todos los in-
dios de que pudo tener noticias. Sus entradas á los montes en busca de
estos desdichados pasaron de cuarenta, y se cuenta que en cada una de
estas andaría por agua y tierra más de doscientas leguas, cuya suma
viene á ser como de ocho mil leguas, sin meter en este cómputo los via-
jes que hubo de hacer á la Laguna, de donde, como centro de la misión,
se proveía de las cosas más necesarias. Tan encendido era el celo de este
varón insigne, que en razón de ganar almas al cielo anduvo tantos pasos
cuantos eran bastantes y sobraban para dar vuelta á todo el m.undo.
Queriendo el Señor coronar tantas fatigas, dispuso que muriese glo-
296 Misiones del Marañón Español
riosamente á manos de los ingratos Cunivos, y lo mismo hicieron los Che-
peos con D. José Bárgez, clérigo secular y compañero á la sazón del
P. Enrique, sin que sepamos otras circunstancias, de tan gloriosas muer-
tes, sino que sucedieron por los años de 1698. Dichosos operarios que per-
severaron constantes en el cultivo de aquella viña hasta dar la vida en
la demanda, después de haber enviado al cielo tantos sazonados frutos
de adultos y niños recientemente bautizados, como morirían en los nueve
pueblos que tuvieron á su cargo. Plugiera al cielo que aquella numerosa
y florida cristiandad hubiera sido más duradera y consistente. Pero, con
las muertes de los dos misioneros, se alzaron las naciones de Ucayale, y
el medio que se tomó para pacificarlos, por justos juicios del Señor, aca-
bó de manera de rematarlas, que quedaron perdidas del todo aquellas
floridísimas misiones. Luego que se supo la muerte del P. Rither, ejecuta-
da con increíble ingratitud de los Cunivos mismos, y la de su compañero
Bárgez por los Chepeos, entró el capitán D. Juan Rioja al castigo y pa-
cificación de la tierra, llevando consigo dos misioneros, cuarenta espa-
ñoles y cuatrocientos indios. Era la armada respetable, particularmente
por las bocas de fueoo, tan superiores á las armas de los Ucayales, y el
capitán Rioja se lo prometía todo con armas tan ventajosas. En efecto, á
los principios cogieron á muchos fugitivos; pero, fiados los blancos en sus
fuerzas, y descuidándose de hacer con diligencia las centinelas, fueron
sorprendidos improvisamente por los alzados que, acometiendo con fu-
ror y rabia, mataron diez y nueve españoles y noventa indios, y los de-
más huyeron vergonzosamente. Con esta derrota quedaron acobardados
los nuestros, y tan orgullosos y soberbios los indios de Ucayale, que die-
ron al través con aquella nueva cristiandad, á excepción de algunos que
parecen haberse agregado á otros pueblos, como se puede colegir del li-
bro de bautismos, del pueblo de la Laguna, en donde se hallan escritos
indios Manavas que pertenecen al río Ucayale.
CAPITULO IX
pasa el P. SAMUEL FRITZ Á LOS OMAGUAS, Y HACE VARIAS
REDUCCIONES DE ESTA NACIÓN
Casi por el mismo tiempo en que entró la luz del Evangelio en el río
Ucayale, tan poco agradecido á los sudores y fatigas de su misionero, se
comenzó á trabajar en la grande Omagua en que, prendiendo mejor la
semilla del Evangelio, se arraigó de manera que nunca volvió atrás esta
nación insigne, y no sólo conservó la fe, una vez recibida, pero aún co-
operó no poco de su parte para la reducción de otros muchos gentiles. Pa-
recía esta gente bien acondicionada, más acreedora que las demás á que
Libro VI.— Capítulo IX 297
se les diese misionero propio, pues ella misma había subido los años an -
tecedentes, como vimos, en demanda de un padre que le enseñase el ca-
mino de la verdad, y el superior de las misiones se lo había prometido.
Mostraban, por otra parte, los Omaguas (fuera de las vislumbres que en
ellos se descubrían de policía) mucha fidelidad é igual constancia, que es
la cualidad á que atienden mucho los misioneros en unas tierras en que
es casi universal la volubilidad é inconstancia de las naciones.
Por esta causa uno de los primeros cuidados del superior fué el enviar
luego que tuvo á su disposición operarios, que llegaron de la Europa, al
nuevo misionero Samuel Fritz á cultivar la extendida nación de los
Omaguas. Vivían éstos dispersos por las islas y orillas del Marañón,
doscientas y más leguas al otro lado del río Ñapo. Llegado el P. Samuel
fué muy bien recibido de estos indios, como quienes por varios años le
habían deseado. Hallábase el padre muy gustoso y contento observando
en ellos un corazón generoso, dócil y atento, que no se había descubierto
en otras naciones y se prometió desde luego con la gracia del Señor re-
coger copiosos frutos para la Iglesia en una gente de tan buenas cuali-
dades y tan deseosa de oír la palabra divina. No le engañaron las espe-
ranzas porque comenzando su ministerio por el bautismo de los párvulos,
y por la doctrina de los adultos, prendió tan bien en los corazones el
grano del Evangelio, que en poco tiempo pudo fundar cuatro pueblos.
Llamóse uno San Joaquín, puesto en la embocadura de un río que se de-
cía Guaraní. Otros dos tuvieron por nombre Ntra. Sra. de Guadalupe y
San Pablo Apóstol, los cuales estaban bajando por el Marañón á mano
izquierda y el cuarto, que se dijo San Cristóbal, se hallaba bajando á
mano derecha. Hizo en todas cuatro reducciones iglesias capaces y de
tapia que salieron vistosas y de dura. Como era mañoso y de habilidad
en cosas mecánicas, procuró adornarlo con obras hechas de su mano,
como sagrarios, retablos y otras cosas de este modo, teniendo abundan-
cia de maderas exquisitas, de las cuales escogía las más propias para los
usos á que las destinaba. Con esto los indios se aplicaron más á la doc-
trina, frecuentaban la iglesia y no faltaban jamás á las funciones sagra-
das; porque es increíble cuánto se agradan los pobres indios hechos á
ver solamente unas pequeñas chozas mal formadas, de tener en sus pue-
blos una iglesia fabricada con aseo y solidez que, aunque no sea como
una catedral en las naciones cultas, supone para ellos sin comparación
mucho más, y les lleva sin violencia con su majestad para recibir la ins-
trucción necesaria sin que piensen ya en sus antiguos tambos ó escon-
drijos.
Cuando conoció el P. Fritz que estaban ya los Omaguas aficionados á
su persona y bastantemente arraigados en la fe por los muchos bautis-
mos que habían recibido los adultos, pensó en ganar otras naciones por su
medio. Entabló paces y amistad con los indios Zurimaguas con los Azua-
ros, con los Lliras y con los Ibanomas. Pero halló varios estorbos para
su reducción. Era el principal de todos el miedo grande á los portugueses
298 Misiones del Makañón Español
que los habían molestado muchas veces y llevado consigo muchos escla-
vos, y si se juntaban en reducción ó pueblo lo harían más á su salvo.
Porque hasta entonces habían andado los portugueses á caza de indios
dispersos por los montes, como quien anda á caza de fieras; pero si se
juntaban en un lugar, los llevarían á todos como una manada de ovejas.
No era vano el temor de los indios, y el suceso mostró con el tiempo que
pensaban como muy racionales.
Considerando el misionero la dificultad grande, y deseando formar
una cristiandad sólida j que no estuviese expuesta á los peligros de pira-
tas y ladrones, se resolvió á hacer un largo viaje al Para, acompañado de
algunos de sus Omaguas. Fué larga la navegación , como de mil leguas;
pero le pareció dulce y suave, por el bien grande que esperaba resulta-
ría de ella. Arribado al Para, se presentó al gobernador de la ciudad, le
propuso con energía y celo los excesos , rapiñas y violencias de los por-
tugueses, que como verdaderos piratas de los ríos que pertenecían al do-
minio de Castilla, llevaban cautivos y hacían esclavos á cuantos indios
encontraban, añadiendo que estos desórdenes cedían en considerable
daño de la religión católica , porque los pobres indios expuestos á tantos
ultrajes querían más vivir dispersos por los montes, por donde podían
huir más fácilmente, que en pueblos ó reducciones en donde serían sor-
prendidos. Entendió bien el gobernador la razón y el derecho del misio-
nero, y tomó algunas providencias para el remedio de aquellos desórde-
nes, prohibiendo estrechamente la presa de los indios, y dio muy buenas
esperanzas de que se atajarían en adelante y se castigarían con rigor
semejantes piraterías. Muy contento el misionero de tan buena resolu-
ción y atención cristiana, dio vuelta á las tierras de los Omaguas é hizo en
esta navegación una demarcación cabal y arreglada , que dio nueva luz
á los predicadores del Evangelio del curso, brazos é islas del río Marañón.
Sosegados á su vuelta los ánimos de los Zurimaguas y demás nacio-
nes confederadas con los Omaguas, vinieron á formar tres pueblos ó re-
ducciones, uno en la laguna Coari, otro con la advocación de Santa Ana,
y el tercero llamado Tracuatuva de Tefe . Estaban las tres poblaciones
á poca distancia entre sí, en las cercanías del río Putumayo, que los por-
tugueses llaman comúnmente Iza. No tuvo el P. Samuel que sufrir en
estas naciones muy semejantes á las de los Omaguas, las pesadumbres,
penalidades y trabajos que ocasionaron ordinariamente las naciones al-
tas del Marañón por su poca constancia y sujeción á las órdenes de los
primeros misioneros, ni se vieron en los Zurimaguas las malas resultas
del genio cruel y bárbaro de los Cocamas y Mainas, á quienes por otra
parte no cedían en valor y destreza para la guerra. Eran en particular
estas naciones diestrísimas, en el uso de la estolica que habían tomado
de los Omaguas, arma en la realidad bien ventajosa y que sólo hallaba
igualdad en el arco y flecha de los Panos.
Como era la gente dócil, rendida y bien inclinada, se fué amoldando,
con las primeras insinuaciones del Misionero, á las prácticas, orden y
Libro VI.— Capítulo IX 299
distribución de los pueblos antiguos. Los mismos caciques intimaron desde
luego á todos los indios la sujeción y obediencia puntual al P. Samuel,
porque no era razón, decían, que habiendo venido de tierras tan aparta-
das y dejando otras gentes, en quienes pudiera haberse ocupado con fru-
to, no lograse en ellos mismos el fin de su venida. Esta razón les hacía
mucha fuerza por tener la mente más abierta que los otros indios del Ma-
rañón, y no les movía menos á ser agradecidos al misionero el ver que,
sin pretender servicio ninguno personal, ni procurar sus propias conve-
niencias, se afanaba tanto por el bien de los pueblos padeciendo mil tra-
bajos en los continuos viajes, en la administración de Sacramentos, y
más particularmente en la enseñanza de la doctrina cristiana. Era la de
los niños diaria en todos los pueblos, y la de los adultos se hacía tres ve-
ces á la semana, y como asistían con gusto y buena voluntad, y no eran
tan cerrados de entendimiento ni tan faltos de memoria, la aprendían
en poco tiempo. De donde resultó que aun la mayor parte de los adultos
recibiese en los primeros años el santo bautismo, dejando que madurasen
con el tiempo algunos pocos que, ó por su menor capacidad, necesitaban
de más tiempo para una cabal instrucción, ó, por más arraigados en los
vicios y costumbres bárbaras, que nunca faltan en los gentiles más bien
inclinados, no estaban en estado de rendirse suavemente al yugo del
Evangelio. Los días de fiesta, fuera de la Misa, á que asistían todos invio-
lablemente, concurrían por la tarde al Rosario de la Virgen. Se celebra-
ban, con la ostentación posible en tan pobres tierras, las fiestas del Cor-
pus y de los patronos de los pueblos, y con mayoi* devoción las funciones
de la semana santa. Admiraba á los extranjeros el gobierno político y
cristiano de estas siete reducciones numerosas que, en tan poco tiempo,
llegaron á ser tan puntuales en las prácticas de los pueblos antiguos sin
usar con ellas de rigor alguno. Tanto puede un natural bueno y amigo
de la razón cuando es ilustrado de la divina gracia.
No dejaron de padecer en este tiempo los nuevos cristianos muchas
vejaciones y tropelías de los portugueses, que como allá desde San Pablo
molestaron tanto á las misiones del Paraguay, así acá desde el Para in-
festaban continuamente á pesar del gobernador las misiones bajas deí
Marañón. No servían las órdenes de este juez bien intencionado ni les
atemorizaban las penas; ciegos con el furor de su codicia todo lo atrepe-
llaban y cogían á los miserables Omaguas y Zurimaguas, cuando los ha-
llaban dispersos y fuera de las reducciones. Pasaron más adelante y lle-
garon á amenazar repetidas veces á los misioneros que acabarían con
ellos, si no abandonaban la empresa y dejaban el campo libre á sus cor-
rerías que como en término propio, á lo que ellos decían, de la jurisdic-
ción y dominio de Portugal podían ejercer sin tropiezo. Despreciaban
los padres las amenazas de esta gente malvada y se oponían con tesón y
constancia á su soñado derecho alegando y presentando las órdenes de
su mismo gobernador, que lejos de reconocer por términos de Portugal
.aquellos sitios y confesando pertenecer á la corona de Castilla, dejaba
SOT) Misiones del Marañón Español
libremente á los misioneros de España poder formar reducciones á su ar-
bitrio y recoger indios de todos aquellos parajes.
El derecho de los padres era claro, la oposición no podía ser más jus-
ta; las órdenes del gobernador debian ser respetadas y dejar en paz
y quietud las reducciones con tanta ventaja de la Religión; pero nada
de esto bastaba para contener la codicia de aquellos ánimos interesados,
y podía más el prejuicio de las figuradas ganancias, porque con su infa-
me comercio pensaban hacer fortuna vendiendo por esclavos á los veci-
nos del Para, los desdichados indios que en sus correrías encontraban.
Aunque hubo mucho que hacer con tan perversa canalla, pero al fin
mantuvieron los padres por varios años los siete pueblos fundados, en
aquellos parajes hasta que una nueva ocasión de rotura de Portugal con
España abrió la puerta al principio del siglo siguiente á los portugueses
para la ruina casi total y exterminio de los pueblos, y para el menoscabo
de la mayor parte d© los Omaguas y Zurimaguas y demás naciones, como
ájsu tiempo veremos. Tanta fué siempre la porfía de los cristianos viejos
en arrestar los progresos de la religión que debían promover á costa de
sus mismos intereses.
CAPITULO X
DESCUBRIMIENTO DE LOS CAV APAÑAS Y CONCHOS Y REDUCCIÓN PRIMERA
DE LOS INDIOS ZAMEOS
Entre tanto que los padres Enrique Rither y Samuel Fritz trabajaban
con tanto fruto y bien de las almas, el uno en el caudaloso río de Uca-
yale, y el otro en la grande Omagua, trabajaba con igual celo aunque
con menor suceso, en otras partes el P. Gaspar Vidal, que no sólo consi-
guió recoger los Cavapanas y Conchos, pero aun llegó á dar principio á
una ciudad nueva de Borjeños con la mira de hacer sólida y duradera la
conversión de los Zameos. La nación Cavapana y Concha se mantuvo
en su gentilidad esparcida por varias quebradas que corren á las espal-
das de los cerros de Chaya vitas, hasta juntarse con el rio de la ciudad
de Moyobamba. La misma cercanía de esta población de españoles re-
tardó el descubrimiento y pacificación de los Cavapanas. Preveníanse
éstos de herramientas, venenos y vestidos de los indios que vivían en
Moyobamba y en la ciudad de Lamas, y como veían el trato á su pare-
cer duro que les daban los españoles y mestizos de estas ciudades, ocu-
pándolos en el cultivo de sus campos y en el servicio continuo de sus ca-
sas, pareció poco apreciable á los Cavapanas el modo de vida de sus
amigos, y procuraban no dejarse ver ni dar señales por donde pudiesen
ser descubiertos. Ayudaban á esto mismo los indios que vivían con los
mestizos y españoles, que ocultaban cuidadosamente la comunicación.
Libro VI.— Capítulo X 301
esperando que algún día les servirían de retirada y guarda aquellos gen-
tiles, porque se les hacía dura é insufrible la sujeción á los españoles.
En esta situación era difícil que hubiese comunicación entre las gentes
de las misiones y los Cavapanas tan celosos de que se ignorasen sus
puestos.
El primer misionero que procuró y consiguió tener algunas noticias-
de esta escondida nación, fué elP. Gaspar Vidal, que hizo una entrada
sin perdonar á trabajo ni volver atrás por los inconvenientes, á las fal-
das de los cerros que habitaban. No se sabe con toda certidumbre ni el
mes ni el año en que hizo este viaje, pero nos consta que entabló paces
y amistad con esta gente antes del año de 1691, cuando estaban los Ca-
vapanas en una quebrada llamada Tamia-Zacu. De aquí pasaron á in-
flujo, como pienso del misionero, al río Angaiza y en sus cercanías, for-
maron su primer pueblo. La falta de misioneros y el gran desvio de los
pueblos de la misión, no permitieron por entonces el atenderlos como se
deseaba, y sólo se trató de fomentar esta reducción con algunas visitas
de los padres ocupados en la asistencia de tantos pueblos distantes. En
una de estas que hizo el P. Felipe Feijó consta de algunos bautismos,
cuya memoria se mantuvo años después entre los apuntamientos de los
bautismos de dicho pueblo.
Por el mismo tiempo hizo el P. Vidal la primera reducción de los Za-
meos, que pacificados desde el año 82 por el P. Lucero, no se habían re-
ducido por falta de operarios. Mas antes que les redujese el P. Vidal á
que se poblasen en un sitio, habían sucedido muchos debates y contien-
das entre los indios vecinos de Borja y los Zameos. Porque aspirando los
Borjeños al aumento de sus encomiendas y no curando mucho de los nue-
vos adelantamientos de la misión, repitieron sus entradas á los Zameos,^
é hicieron muchas diligencias para ganarlos para sí, más siempre fue-
ron animosamente rebatidos de aquella nación valiente, en quienes ex-
perimentaron mayor valor y resistencia á la sujeción de lo que pensa-
ban. Apenas pudieron conseguir algunos pocos indios á costa de repetí-
dos y porfiados combates, en que siempre quedaron superiores los Za-
meos, tenidos desde entonces de los Borjeños por indios guerreros, ani-
mosos, diestros en armar emboscadas y fieros en los acometimientos.
Lo que no pudo recabar la violencia de las armas, lo consiguió fácil-
mente con su buen modo el P . Gaspar Vidal, que lo mismo fué dejarse
ver de aquellos gentiles, que ponerse en sus manos, y ofrecerse á formar
pueblo como se quedase con ellos y se encargase de su dirección y go-
bierno. Era el .P., Vidal de un entendimiento hecho á formar los más vas-
tos proyectos y de corazón tan grande que le facilitaba las mayores em
presas. Considerando la mucha gentilidad que se iba descubriendo por
lo bajo del Marañón, y la mucha distancia de la ciudad de Borja, para
acudir desde este sitio á todas las ocurrencias necesarias en las nuevas
reducciones que meditaba su celo, pensó mucho sobre el modo de asegu-
rar la ejecución de sus designios. Resolvióse (¡ardua empresa!), á formar
302 Misiones del Marañón Español
en las cercanías de la boca del río Ucayale, una ciudad respetable que
fuese como el real para el firme establecimiento y reducción duradera
de los Zameos y demás gentiles, que pensaba ganar á Jesucristo. Arras-
tró varias familias de Borja proponiéndoles la ventaja del sitio y co-
menzó á plantar la ciudad ideada poco más abajo de la boca de dicho
río en un sitio ya conocido con el nombre de Zarapa, por estar enfrente
de una hermosa laguna así llamada. Reconvino á los Zameos (admirados
de la nueva población que se intentaba de españoles), con la palabra
que le habían dado de formar pueblos, si se quedaba con ellos, y se apli-
caron desde luego á fundar dos reducciones, cada parcialidad la suya.
Formóse la una cerca de la laguna Zarapa y en ella como más princi-
pal comenzó á residir el misionero: establecióse la otra á poca distancia
poco más arriba del sitio en que se levantó después, andando el tiempo,
el lucido pueblo de San Francisco de Regís de los Zameos, que era uno de
los mejores de toda la misión cuando fueron arrestados los misioneros.
Con tan buenos principios tomaba nuevo aliento el P. Gaspar Vidal
en la ejecución de su difícil empresa, y para su continuación hizo nuevos
convites á los ciudadanos de Borja, exponiéndoles las conocidas ventajas
del sitio limpio y saludable, la mayor abundancia de cacería en sus
montes y la copiosísima pesca en los ríos y lagunas de su contorno. No
ponderaba nada el padre en cuanto proponía á los vecinos de Borja, que
ya experimentaban en sus ríos y montes grande escasez j penuria de
caza y pesca y mucha esterilidad en los campos, por más que los culti-
ban. Porque el lugar y paraje demarcado para la nueva ciudad de
Ucayale ofrecía en realidad todas las referidas ventajas y cuanto se po-
día desear en aquellas tierras para la vida humana .
Entre tanto que de Borja venían unos, y otros se quedaban, aproba-
ban unos el proyecto y lo desaprobaban los más, como sucede común-
mente en las empresas nuevas y arriesgadas, se aplicó con tesón el mi-
sionero á la formación é instrucción de los dos pueblos de Zameos. Cate-
quizaba, bautizaba, dirigía y ayudaba á los indios sin perdonar á trabajo
ni reparar en peligros de la vida. Iba y volvía del un pueblo á otro para
formarlos en la doctrina y enseñarles el modo de fabricar sus casas, es-
tando pronto á todas sus necesidades. Hizo tanto en poco tiempo, que-
asombrados los españoles que le siguieron, confesaban con admiración
que no acababan de entender cómo se podía haber hecho lo que veían
con sus ojos. Cuando todo caminaba prósperamente y conforme á los de-
seos del misionero y de los que habían dejado á Borja por la nueva ciu-
dad, parece que el cielo declaró bastantemente no ser de su aprobación
el proyecto, que declinaría fácilmente en violencia y en esclavitud de los
Zameos, entregados voluntariamente á la ley del Evangelio. Ni es de
creer que los ciudadanos, una vez establecidos en su nueva ciudad, de-
jasen de aspirar á las encomiendas, como las tenían los vecinos de Borja,
sin ser parte para poder impedirlo el nuevo fundador, que tenía muy di-
ferentes intenciones.
Libro VI.— Capítulo XI 303
Contento el Señor con la buena fe y derecha voluntad del P. Gaspar,
le envió una enfermedad grave contraída de los muchos y grandes afa-
nes y de ella murió á poco tiempo en aquel mismo sitio que había esco-
gido para ejecutar sus designios. Con esta desgracia quedaron sin apoyo
las familias de Borja, y viéndose sin arrimo, se vieron precisadas á vol-
ver á su antigua ciudad por estar la nueva poco más que en idea. Los
dos pueblos de Zameos, no estando aún bien arraigados en la fe, á poco
tiempo se retiraron á sus tierras hasta que dos años después, como vere-
mos, se redujeron más sólidamente por medio de los Omaguas, siendo
misionero de éstos el P. Bernardo Zurmillen.
CAPITULO XI
HÁCESE UNA ENTRADA Á LAS TIEKKAS DE LOS GÍVAROS POR ORDEN
DE LA CORTE
No tuvo éxito más feliz una entrada ruidosa hecha á los Gibaros en
los años 1692 que la ejecución del proyecto de la nueva ciudad iu tentada
en el año antecedente. Había entrado poco tiempo antes por aquellas
tierras elP. Lucero con una armadilla, más en señales de paz que con
demostraciones de guerra, pensando recabar más de los Gívaros por me-
dio del cariño que por via de fuerza. Pero todo el fruto de la expedición
se redujo á formar un pueblo de aquella gente que llamaron del Naranjo,
de tan poca dura y consistencia, que no bien había comenzado, cuando
ya se le vio acabar. Las sospechas vehementes de aquella nación contra
los españoles que no los buscaban para otra cosa que para hacerlos tra-
bajar los metales á que miraban, era un impedimento insuperable para
su reducción. No creían esto los enemigos de la Compañía,* que ponde-
rando por una parte las riquezas de aquellas tierras, no dejaban de ca-
lumniar por otra á los misioneros, como que por sus fines particulares
impedían su reducción. Así paga el mundo los sudores y afanes de unos
hombres apostólicos que, pródigos de su sangre, exponen cad«, día sus
vidas por la salud espiritual de los gentiles, como lo habían hecho repeti-
das veces por la de los Gibaros. No entiende el hombre animal este teso-
ro y los ojos carnales no llegan á conocer el inestimable precio de las
almas redimidas con la sangre de Jesucristo. ■ Corrían mucho las voces
del oro de los Gibaros y crecían en boca de los émulos de la Compañía,
de manera que el deseo del interés aumentaba el odio, y el odio mismo
parecía aumentar la codicia. Llegaron las voces á la corte de Madrid y
sonaba ya muy bien en ella el oro y la plata de los Gibaros. Como no es
fácil informarse á fondo de las muchas cosas que llegan á los ministros
de tan lejanas tierras, tomaron éstos la providencia de despachar á
Quito varias cédulas reales en que se mandaba una expedición vigorosa
y eficaz en aquellas tierras nunca bien registradas, y puesta en sujecióa
304 Misiones del Marañón Español
aquella nación rebelde, una averiguación entera de la verdad ó mentira
de los preciosos metales tantas veces exagerados.
En consecuencia de este mandato el P Francisco Altamirano-, visita-
dor de la provincia de Quito, á exhortación de la Real Audiencia y del
ilustrisimo prelado encargó apretadamente como era razón, al P. Viva,
superior de las misiones, que acompañase con indios, canoas, bastimentos
y todo lo necesario á D. Jerónimo Vaca, capitán general de Mainas, á
cuyo cargo estaba la empresa de descubrir con su prudencia y sujetar
con su valor á los valientes Givaros. Obedeció puntualmente el superior,
deseoso de mostrar el aprecio que siempre hizo la Compañía de las rea-
les órdenes, y envió luego aviso á todos los partidos de las misiones para
que se alistasen los tercios de indios más diestros y valerosos que se ha-
llasen en las reducciones, previno yucas, plátanos, canastas de maíz,
puercos, botas de manteca y de bebidas, recogió mucho número de ga-
llinas que ya preveía necesarias para los muchos enfermos que no deja-
rían de hallarse en una expedición tan larga y de tanta gente. Final-
mente no hubo fruto en la tierra ni se encontró género de bastimento en
los pueblos que no procurase aprontar y meter en las canoas para la
manutención de la armada. Y como tenía experiencia de lo que sucede
comúnmente en los largos viajes de aquellas tierras, nada tenía por su-
perfino de cuanto podía contribuir al sustento de la tropa.
Daban muchas esperanzas del buen éxito de la entrada muchas per-
sonas de la ciudad de Santiago no muy distante de las tierras de los Gi-
baros Entre ellos el vicario de la ciudad D. Isidro Moreno, sacerdote
ajustado y de un proceder edificativo, se alegró mucho con la esperanza
de ver reducidos á los Gibaros, y contribuyó de su parte á la conquista
ofreciendo cuantos bastimentos pudo haber sin perdonar á gastos ; pero
el capitán y soldados españoles se hallaron no poco desanimados por la
experiencia que tenían de lo pasado, á que se juntaba que no habiendo
cesado la peste que había picado en seis pueblos de la misión, no era ra-
zón alistar indios de aquellos parajes por el peligro de que se apestase el
ejército. Para animar á los españoles, en cuyo semblante se descubría
cierto decaimiento, prenuncio del mal suceso, nada omitió el superior de
las misiones y los demás misioneros. Porque dado caso que sólo debían ir
como capellanes y á las órdenes del capitán , sin embargo fuera de las
provisiones y gastos, que fueron todos á costa de la Compañía, sin que-
rer recibir un sólo maravedí de la Real Audiencia, todo lo facilitaban y
allanaban todas las dificultades, esforzaban los ánimos caídos y metían
coraje en los soldados, así por servir al rey con sus personas y hacien-
das , como por hacer el último esfuerzo en bien espiritual de los infelices
Gibaros.
A esta causa no sólo juntaron la gente que pudieron de los pueblos
reducidos, sino también de los gentiles amigos y confederados. Trajeron
desde muy lejos un tercio de Cunivos y otro de Semigayes, que aunque
gentiles, eran tenidos por fieles y por valientes, y podrían suplir á los
Libro VI. — Capítulo XI 305
enfermos que quedaban en los pueblos. Vino un misionero con otra tropa
de Cunivos cristianos y otro con buen número de Cocamas. Llegó una
compañía de Xe veros, Cutinanas y Paranapuras. Bajaron de Lamas y
de Moyobamba veinte soldados con algunos Muniches y Otanavis, que
juntos á los Chamicuros, Agúanos y Tibilos, empezaron la marcha con
la gente del pueblo de Santiago y de Guallaga hasta llegar al real , que
estaba dispuesto en la boca del río. Apenas junta casi toda la gente de la,
armada en este sitio, y no esperando indio alguno de los pueblos bajos
del Marañón, comenzó á caminar hasta ponerse en derechura de la boca.
de Pastaza, desde donde despachó canoas á la ciudad de Borja, con el
aviso de que estaba junta la gente y que sólo esperaban las órdenes del
gobernador.
Viendo D. Jerónimo que estaban á punto las cosas, envió sus órdenes
á la armada para que se acercase á Borja. Hízolo así, aunque no sin al-
guna dificultad por rajarse varias canoas con la violencia de las corrien-
tes del río que son en aquellos parajes más impetuosas. Mas, al fin, pasa-
ron todos sin especial desgracia, y tomando de San Ignacio de Mainas los
indios mejores de esta nación, dieron vista á la ciudad de Borja en donde
fueron recibidos con muchos vivas y salvas, por ser una de las mejores y
más lucidas armadas que se habían visto en aquellas tierras. Quiso el
gobernador asegurar la empresa, y sabiendo muy bien que del Dios de
los ejércitos ha de venir el valor y la prujlencia, mandó que, saltando to-
dos en tierra, viniesen en orden militar á la iglesia de la ciudad, en donde,
postrados delante del Santísimo Sacramento, hicieron sus plegarias im-
plorando el socorro del cielo para la jornada. Acampándose después cer-
ca de la ciudad, todo el ejército hizo rogativas por varios días, porque una
corriente continua que sobrevino impedía el tránsito á la armada por el
canal del Pongo, bien peligroso, en realidad, aun sin estos accidentes.
Quiso el Señor que bajasen las aguas, y en el día 9 se resolvieron á pa-
sarlo, como lo hicieron, sin que pereciese ninguno porque, aunque se vol-
tearon cinco de las canoas con la violencia de las corrientes, pero las
que iban en buen orden fácilmente recogieron la gente.
Pasado el canal del Pongo entró toda la comitiva de canoas por el
rio de Santiago, en donde se embarcó el general Baca y fué recibido con
aplauso y alegría de los soldados . Al pasar por la ciudad de Santiago
metieron nuevas provisiones, y hecha esta diligencia se enderezaron al
pueblo viejo del Naranjo, adelantándose algunas canoas de Xeveros y
Cunivos que, como más diestros en pescar, recogieron cuanta pesca pu-
dieron para el ejército. Llegada la escuadra á un sitio llamado CusaMy
perteneciente á las tierras de los Gibaros, tuvo por bien el general que
saltasen en tierra algunos soldados españoles con 30 Xeveros y que re-
conociesen la tierra, los cuales lograron recoger 21 personas de la gente
Gibara, por tropezar con un golpe de ella que estaba celebrando con
grande algazara una borrachera solemne por el triunfo de haber muerta
dos famosos hechiceros, cuyas cabezas tenían en medio de los concu-
20
son Misiones del Marañón Español
rrentes. Como no pudieron haber á las manos á los demás Gibaros, que
se estaban bañando á alguna distancia eli el rio, dieron éstos pronta-
mente aviso á toda la nación, que alborotada se puso luego en armas,
recogió sus cosas, y llevó la gente inútil á la guerra á sus inaccesibles
escondrijos .
Fijaron su real los españoles entre una quebrada y el rio de Santiago,
y en tres días se fortificaron en el sitio con su palenque y contra-escar-
pa, formada de palos y de pajas, que aunque no tenía la mayor solidez,
pero era bastante para impedir los golpes de lanzas, arma usada de
los Gibaros. Toda nuestra fuerza constaba de 900 indios armados cada
uno al uso de su nación y de algunos soldados españoles que no arriba-
ban á 100, en quienes por la superioridad de las armas de fuego se tenía
principalmente puesta la esperanza de la sujeción de los Gibaros. Se
hubiera acaso logrado si hubieran venido los indios á una decisiva bata-
lla; pero bien lejos de medir á este modo sus armas con los nuestros, si-
guieron la costumbre de pelear que habían conocido más ventajosa
para ellos en otras ocasiones. No aparecían muchos juntos, sino en pelo-
tones y en sitios ventajosos, y cuando veían el pleito mal parado, se en-
comendaban á los pies por aquellas breñas sin que se les diese alcance.
Salían los nuestros de su real en varios tercios, siempre sostenidos los
indios de algunos soldados españoles, y hacían varias correrías por todos
lados y llegaron á penetrar casi hasta la ciudad de Zamora, de la otra
banda de los Gibaros; pero era tan poco el fruto de las salidas, que echa-
ron luego de ver ser imposible sujetar aquella nación hecha fuerte en
sus impenetrables montañas y escondrijos de cavernas, si no mudaban,
como no se esperaba, la costumbre de pelear, ó si no se presentaban á
cara descubierta.
En suma, sólo se logró en cinco meses que duró esta jornada, coger
072 personas, fruto en realidad bien pequeño, atendidas las grandes pre-
venciones, el mucho número de gente y el largo tiempo que se gastó en
expedición tan ruidosa. Ni se debe omitir que varios de los recogidos fue-
ron fruto de las diligencias y fatigas de los misioneros, que con su buen
modo y caridad los atriíjeron y ganaron. Fueron luego bautizados los
niños y remitida la gente á la ciudad de Borja y á la Concepción de los
Xeveros; pero por más cuidado que se puso en su transporte, se escapa-
ron algunos que iban más violentados y tiraron á sus tierras. El ejército
aquejado ya del hambre, picado de enfermedades y disminuido por la
muerte de varios, que cayeron en manos de los enemigos, se deshizo, y
cada parcialidad con su misionero respectivo tomó el camino de sus tie-
rras sin haber comenzado siquiera las conquistas de los Gibaros hechos
fuertes en sus breñas y rocas, desde donde salían de cuando en cuando
algunos de los más valientes, dejando siempre á seguro la gente menu-
da. En lo cual se echó de ver una cosa bien notable y que causó mucha
admiración á los españoles. Porque las madres por no ser descubiertas ó
por librarse del embarazo, dejaban á sus hijos ahorcados de los árboles,
L'.BRO VI.— Capítulo XII 307
temiendo que los gemidos de los infantes podían dar á los españoles al-
gunas señales de sus secretas guaridas. En esto paró la expedición hecha
á tanta costa, que sólo sirvió de desengaño á los que pensaban que todo
se podría conseguir en aquellas tierras con la fuerza de las armas, par-
ticularmente uniéndose los misioneros con los soldados. Pero estuvieron
tan lejos de conseguir los españoles la sujeción de la nación Gibara, que
parecía el fin principal de su empresa, que ni aun pudieron lograr otra
mira que llevaban de descubrir algún camino por aquella travesía hacia
la ciudad de Cuenca.
CAPITULO XII
TRABAJOS DEL PADRE NICOLÁS DURANGO EN EL PARTIDO DEL RÍO
PASTAZA, EN DONDE MUERE FINALMENTE ATRAVESADO Á LANZADAS
La fortuna de los pueblos formados en el río Pastaza había sido muy
varia desde su primera fundación. Porque los Borjeños, atentos siempre
á sus negras encomiendas, les comenzaron á molestar como vimos, sir-
viéndose de ellos para sus particulares intereses. Los indios llevaban á
mal estas violencias, y, no pudiendo impedirlas del todo los misioneros,
abandonaban muchos los pueblos y se volvían á su antigua libertad. Esta
fué la causa por qué no subsistían todos los pueblos que se hicieron desde
el tiempo del P. Figueroa, y por qué retirándose los indios más y más de
la ciudad de Borja, se hallaban esparcidos por los montes y bosques más
altos del río Pastaza. El P. Gaspar Vidal había trabajado los años ante-
cedentes en reducir todas las naciones descubiertas en ese partido á uno
ó dos pueblos, más con poco fruto; porque los Gayes, Zapas, Roamainas
y Coronados se resistieron constantemente á la unión é hicieron inútiles
todos sus esfuerzos. Las aprensiones de unos contra otros y el temor de
ser hechizadas unas parcialidades por las otras, han sido las más veces un
estorbo insuperable para la junta de varias naciones en un mismo sitio ó
lugar y no había bastado el mucho tiempo ni la larga experiencia para
desengañarse que el hombre no muere siempre de muerte violenta, antes
casi siempre, de muerte natural.
Cuando ya se desesperó de la unión de aquellas antiguas naciones,
entró en San Xavier de los Gayes por los años de 1696 el P. Nicolás Du-
rango, que había dado buenas pruebas de su ardiente celo y del despre-
cio de su vida en los peligros en la misión baja del río Marañen. Pudo
juntar, á costa de viajes y penalidades, á los indios Gayes, algunos An-
doas y Semigayes, que aunque al principio fueron tenidos por naciones
distintas de los Gayes, pero en realidad eran sólo parcialidades nume-
rosas de una misma nación, aunque entre sí encontradas, pues usaban
de la misma lengua y guardaban los mismos usos y costumbres. Anima-
do el misionero con este primer suceso, hizo entrada en busca de otros
303 Misiones del Marañón Español
muchos Semigayes que entendió hallarse en los montes que median entre-
el río Pastaza y Curaray, y penetró tanto, qne llegó á las riberas de este
último. Logró muy bien el fruto de su viaje, porque recogió tanta gente^
que pudo formar dos pueblos en las orillas del río Bohonaza ó Bohona, en
cuyas aguas quedó sepultado en otro tiempo aquel ejempio de misione-
ros Raimundo de Santa Cruz. Puso por nombre á uno de los pueblos
Santa Cruz de los Semigayes, no sé si aludiendo al nombre del que había
surcado el primero de todos las aguas del Bohonaza. El segundo se llamó
Los Santos de Zaparas. Muchos fueron los gentiles que descubrió en estas
travesías, y aficionándosele muchas familias de Andoas, no tardó en
formar otro tercer pueblo en las riberas de un río llamado GruaizagaV
que viene á desembocar en Pastaza. Esta reducción, que se dijo desde
luego Santo Tomás de Andoas, fué una de las más constantes y arregla-
das desde su primera fundación, y cuando salieron de aquellas tierras-
nuestros misioneros era uno de los pueblos más arraigados y florecientes-
de la cristiandad.
Parecían bastante campo al cultivo de un solo operario los tres pue-
blos que acababa de fundar fuera del de los Gayes, que estaba también
á su cargo; pero el celo ardiente del P. Nicolás, que á manera de fuego
le abrasaba las entrañas, no decía basta, y se extendía á todos los para-
jes en donde pensaba hallar materia en que cebarse. Diéronle noticia los-
Andoas y Gayes de una nueva nación llamada Pinche, cuya situación ó
morada no podían decir con seguridad, pero tenían por cierto hallarse en
algunos de los montes de travesía. Al punto se animó el misionero á bus-
carla, sin más guía que las confusas noticias que le daban. INo es fácil ex-
plicar las penalidades, riesgos y peligros que tuvo que padecer en tanta
incertidumbre, antes de encontrar algunos rastros de personas en breñas,
escondidas, sitios inaccesibles y rocas impenetrables. Quiso Dios que des-
pués de muchas andanzas y rodeos descubriese algunas señales de racio-
nales. Siguiólas cuidadosamente con los indios prácticos que llevaba con-
sigo, y vino á descubrir la nación Pinche, tan deseada, pero á mucha
distancia del río Pastaza, en donde pensaba poblarla. Fué muy bien re-
cibido de estos gentiles, á quienes por los medios acostumbrados del ca-
riño y blandura, proponiéndoles las ventajas de vivir juntos en un pue-
blo, persuadió que saliesen al río y que en su orilla formasen una reduc-
ción. Así lo hicieron en poco tiempo, y se llamó el pueblo San José de Ios-
Pinches. Viendo que la reducción era poco numerosa, pensó en aumen-
tarla de nuevas familias, y se determinó á repetir nuevos viajes por los
montes, de donde trajo la reducción ó nación Uspa, con la cual fué to-
mando alguna formalidad el pueblo de los Pinches. Su primer estableci-
miento se hizo junto á un torrente llamado Zabalayacu, á la derecha del
río Pastaza; mas después de algunos años se trasladó la reducción á la
banda contraria, en donde permanecía por los años de 1768, un poco dis-
tante de la boca del río Siviyacu, en un tablón de tierra llana en que rei-
naban comúnmente aires sanos.
Libro VI.— Capítulo XII 309
Por lo que en otras ocasiones hemos dicho, sobre la formación de nue-
vos pueblos, se puede echar de ver los trabajos, fatigas y faenas del
P. Nicolás Durango, en reducir á civilidad y cristianismo tantas y tan
bárbaras naciones. Nueve años enteros estuvo en este partido desbas-
tando aquellos genios bozales, enseñándoles la doctrina, bautizando los
instruidos y desterrando los abusos bárbaros, andando de pueblo en pue-
blo siempre con igual tesón y constancia, sin ceder á peligros, sin aco-
bardarse por dificultades y sin que hiciesen mella en su robusta salud ni
el destemple de las tierras ni lo grosero de los alimentos, ni la incesante
íiplicación á ministerio tan penoso. Conservábale el Señor para un género
de muerte gloriosísimo con que quería premiarle sus trabajos, permi-
tiendo al infierno que saliese para bien de su siervo con una conjuración
que tramaba contra él por medio de unos indios ingratos. Sucedió que
declamando en el pueblo de San Xavier de Gayes contra las libertades
y abusos de los Semigayes, gente indómita y que oía de mala gana las
reprensiones, irritados de furor diabólico, pensaron acabar de una vez
con el misionero y con el pueblo mismo. Como estaban á la mira, fá-
cilmente lograron la suya estando el padre desarmado y sin defensa
alguna. Echáronse de tropel sobre el misionero, y á su placer le atrave-
saron á lanzadas, en el pueblo de San Xavier, sin darle lugar á lo que
parece para implorar la defensa de los Cayes, que como más antiguos y
arraigados en la religión lo hubieran impedido. Dado el primer paso
sin impedimento alguno, quisieron poner fuego á la iglesia y casas, para
que no restase vestigio alguno de la reducción; pero se opusieron valien-
temente los Gayes , y no pudiendo los agresores acabar con el pueblo
como deseaban , se huyeron á los montes, en donde tenían sus antiguas
guaridas y escondrijos. Este fué el glorioso fin del P. Nicolás Durango, y
así le pagaron los Semigayes, que era la primera nación recogida del
misionero, el amor, sudor y fatiga con que por tantos años había querido
-apartarlos de sus antiguas libertades.
' No parece justa ni puesta en razón la censura de que quisieron cul-
par algunos al P. Nicolás por su genio vivo y prolijo y disculpar en
<iierto modo á los matadores mismos. No ignoramos que con los indios
«s muy necesaria la paciencia y moderación en el mandar valiéndose
más del ruego, del cariño y de la dulzura, que del imperio, de la serie-
dad y aspereza, porque irritándolos contra su imaginada libertad y na-
tural pereza es muy de temer la rebelión sobre la desobediencia. Pero
¿qué prueba se da de la supuesta imprudencia del misionero? ¿Qué hecho
se refiere de falta de moderación y mucho menos de que practicase du-
rezas que irritasen los ánimos, ó imperios ó severidad por donde fuese
-aborrecido de los indios? Ningún misionero de aquellos tiempos dejó me.
raoria de algunos hechos particulares de este operario insigne en que ó
faltase á la dulzura, ó se olvidase del ruego, ó se apartase del cariño en
«1 trato con aquellos gentiles. Ninguno de los que hacen mención de la
muerte del P. Nicolás especifica en qué, con quiénes, con cuántos y de
310 Misiones del Marañón Español
qué modo maltratase á la g-cnte. Ciertamente que los Andoas no tuvie-
ron jamás queja alguna de su trato, ni á los Gayes se les oyó jamás ha-
blar de ofensa, agravio, fuerza, rigor ó violencia. Solamente el princi-
pal agresor, indio ladino y hecho á tratar demasiadamente con mestizos
y acostumbrado k buscar pretextos para acusar á los misioneros, co-
menzó á publicar su excusa con decir que era el P. Nicolás un hombre
impertinente, prolijo y sobradamente empeñado en llevar adelante sus.
resoluciones. Fuera de que si el furor y rabia era sólo contra el misione-
ro, por sus particulares defectos, ¿por qué quisieron, hecha la muerte y
satisfecha como debía estar su cólera, quemar la iglesia, arruinar la&
casas y acabar con la reducción? El hecho mismo está descubriendo que
otra fué la causa de su arrojo y que la disculpa que publicaron los Semi-
gayes la discurrieron después para dar algún pretexto que excusase de
alguna manera su excesiva temeridad.
Esto supuesto; ¿en qué juicio cabe condenar de duro y porfiado á un
misionero hecho á ganar tantas almas, y acomodarse á todas ellas? ¿Qué
razón puede sufrir que se dé el hecho por cierto, por indubitable, y por
bastantemente probado, sólo porque así lo publicó el reo y lo dijeron los.
interesados, cuando la misma índole de las gentes, la impunidad de que
gozaban, la situación y estado de la reducción, la naturaleza y serie de
los hechos, la posesión en que se hallaba un misionero acreditado, están-
probando todo lo contrario? Es cosa sabida á los que han tenido algún
trato con aquellos gentiles que, además de necesitar poco motivo para sa-
cudir el yugo, se hacen regularmente más atrevidos, orgullosos y sober-
bios con las muchas experiencias de impunidad de delitos y con la per-
suasión en que viven de que no es fácil en tanta distancia el castigo de
sus excesos. Sabían muy bien los Setnigayes que los Abigiras sus confi-
nantes, habiendo muerto años antes el P. Pedro Suárez, con huir á los
montes se habían librado de caer en manos de los e.spañoles y que los po-
cos que cayeron en sus manos, nueve años después del atentado, llevaron
la pena merecida, porque dejaron sus montes y escondrijos. Estaban cier-
tos los Semigayes, de que mientras llegase á Borja la noticia de su rebe-
lión, y viniesen de allá soldados en su seguimiento, les sobraba tiempa
para retirarse y ponerse en seguro en sus bosques enmarañados.
Esta firme persuasión hacía sin duda más fuerza que á las demás na-
ciones á los indios Semigayes, cuyo genio fué siempre opuesto á toda su-
jeción, su orgullo grande, maravillosa su intrepidez y como innata la
bárbara propensión á ensangrentarse en los inocentes, sin más motivo
que ser confinantes; por donde las naciones vecinas les miraban como
crueles perseguidores. Pues ¿qué maravilla es, que se alzasen contra el
inocente misionero, por más blandura y cariño que con ellos usase y por
más beneficios que les hiciese? ¿Qué mayor prueba de la inocencia del
padre, que haber sabido acomodarse al genio y natural de tantas nacio-
nes como trató? Supo llevar la inconstancia de los indios Payaguas, en el
río Ñapo, á quienes comenzó á reducir antes de venir á Pastaza. Se acó-
Libro VI.— Capítulo XII 311
raodó al humor de los Pinches, que Scicó de los montes. Ganó la voluntad
de los Uspas, que redujo á población. Fué amado y estimado de los An-
doas, que sintieron altamente la sublevación de los traidores. Siempre le
respetaron los Gayes, que, ó no pudieron prevenir el alzamiento, ó cedie-
ron á la fuerza de los Semigayes, que los obligaron á tomar partido y
arrastraron á varios á la retirada después del exceso cometido.
Finalmente, prueba poco, ó por mejor decir no prueba nada, quien
sólo se esfuerza á persuadir con generalidades que se pueden aplicar al
más moderado y circunspecto misionero, si se pretende hablar por len-
guas y bocas de los indios.
«Tres y cuatro veces he visitado la misión toda (dice el P. Martín
Iriarte á este propósito) como superior de estas misiones, y algunos par-
tidos aún nicís veces, y tuve que aprender siempre de los ejemplos de los
misioneros, poco ó nada que corregir en su conducta, y con todo pudiera
nombrar más de tres de los más ancianos y acreditados por juicio, por
destreza en manejar naciones y por sus aciertos, de quienes tuve dela-
ciones de imprudentes, fastidiosos, impertinentes é insufribles; de manera
que á no tener más que medianamente penetradas las raices de semejan-
tes delaciones, y bastante conocimiento de la facilidad con que los indios
vuelven contra el misionero, cuando no permite ensanche á sus inclina-
ciones y al vivir licencioso que buscan, no pocas veces hubiera pasado
á proceder contra ellos con riesgo de , etc. Añado que no he tratado
con misionero que no cuente deber á Dios especiales providencias en la
conservación de su vida, para que se vea que no son tan raros los peligros
de ella.»
Esto escribía en estos últimos tiempos un superior cabal, que por su
mucha experiencia en el trato con los indios, por su pericia en varias
lenguas, y por su juicio maduro y asentado, gobernó por muchos años las
misiones de Mainas. Pues si esto sucedía en estos últimos años, en que
estaban ya más arraigadas las misiones, fácil cosa es el entender, cuánto
más expuestos estarían al peligro de vida y á la censura de los poco en-
tendidos y menos considerados aquellos misioneros antiguos, que vivían
en pueblos al quitar sin haber hecho asiento la obra de la predicación
evangélica. Basta lo dicho para disipar la imprudente censura que llevó
consigo á varios, ó por demasiadamente crédulos, ó por j)oco prácticos y
experimentados en las cosas de los indios.
El atentado enorme de los Semigayes no dejó de ser castigado en el
año siguiente, en que entrando los Borjeños al escarmiento de la gente
dieron con el principal agresor, le prendieron y le llevaron á la ciudad
de Borja. Aquí fué públicamente ajusticiado, y para mayor escarmiento
fué su mano derecha clavada en un palo y llevada por todos los pueblos,
en donde se repetía la sentencia del gobernador, y se amenazaba hacer
lo mismo con cualquiera indio que tuviese la osadía y desvergüenza de
imitar al ajusticiado. Publicóse también un perdón general, con todos los
demás que por el temor del castigo se habían retirado á los montes, y con
312 Misiones del Marañón Español
esta ocasión los Andoas y Zaparas trajeron á su población á los Gayes.
Los Roamainas, Uspas y Pavas, que habían estado constantes en sus
pueblos, en tiempo de la rebelión, sobreviniendo algunas pestes se retira-
ron pocos años después á sus montes, en donde creían hallarse más segu-
ros contra los estragos fatales que iban haciendo las epidemias. Aunque
una parte de estas naciones vino á parar en la reducción de los Andoas,
adonde no alcanzó el contagio ó no hizo tanto estrago como en las po
blaciones más bajas del río Pastaza. De aquí nació que sólo quedasen en
este partido los dos pueblos de Santo Tomás de Andoas y de San José de
Pinches.
CAPITULO XIII
MUDANZAS DE LOS CAVAPANAS É IRRUPCIÓN QUE IIAOEN LOS PORTUGUESES
DEL PARA EN LOS PUEBLOS DE OMAGUAS Y TURIMAGUAS
Entre tanto que el P. Nicolás Durango sudaba en el partido del río
Pastaza hasta dar la vida, como vimos, á manos de los ingratos Semiga-
yes, el P. Francisco Vidra que había pasado á los Cavapanas y Conchos,
hizo que dejando estas dos naciones el sitio primero expuesto á las veja-
ciones de los españoles, se trasladasen á otro más seguro dentro de los
límites de la jurisdicción de Borja. Reducidas estas gentes por el P. Vi-
dal no lejos de la ciudad de Moyobamba, estaban muy retiradas de la
misión de Mainas, y por la mucha distancia no habían podido conseguir
misionero propio . Solamente se les hacía algunas visitas y se fomentaba
la buena voluntad que mostraban de estar algún día bajo la dirección de
un padre que de propósito los enseñase. Entre tanto, se contentaban los
misioneros con bautizar á los niños, y con procurar que éstos fuesen poco
á poco enseñando el catecismo á los adultos. De esta manera estuvieron
los Cavapanas por algunos años reducidos á población, pero sin forma
casi de pueblo ni de reducción.
Entró á visitarlos por los años de 1700 el P. Francisco Vidra y halló
varias novedades que no era fácil remediar. Porque los vecinos de Mo-
yobamba, cruzando aquellos montes en busca de sus veneros, dieron por
casualidad con los Cavapanas y Conchos, y esto les pareció título bas-
tante para tenerse y llamarse los primeros descubridores de la nación.
Como ninguno les iba á la mano ni les disputaba el hallazgo, por ser los
misioneros pocos y hallarse muy distantes, repitieron muchos viajes á sus
indios, de quienes pensaban utilizarse. En uno de éstos entró un clérigo
llamado D, Simón, con título de pacificarlos, doctrinarlos y dar asiento al
pueblo comenzado. Fué en realidad corta la residencia de este buen
sacerdote en este sitio; pero fué á los indios muy perjudicial y desagra-
dable, porque no perdía ocasión ni tiempo de enviar á Moyobamba indie-
citos para el servicio de las señoras é indios para la comodidad de los ve-
Libro VI. -Capítulo XIII 313
cinos, arrogándose la autoridad de regalar á sus amigos cuantos niños y
niñas podía, y haciendo detener á los adultos que con varios pretextos pro-
curaba enviar á la ciudad. Quiso nuestro Señor con su paternal providen-
cia que no tuviese más tiempo para proseguir su proyecto, que parece no
era otro que acabar de sacar á los Cavapanas y enviarlos á todos poco
á poco á Moyobamba; poique llegando á visitarlos el P. Vidra y hallán-
dolos desconsolados por las violencias paliadas de D. Simón, se le queja-
ron de la injusta conducta de su dirección y de lo que les ofendía su em-
peño porfiado de desmembrar las naciones. Pidieron consejo al padre de
lo que debían hacer para librarse de las injustas vejaciones, añadiendo
que estaban resueltos á sacudir el yugo que les ponía el doctrinero, y
que sabrían bien quitarle la vida si proseguía en su empeño y retirarse á
los montes.
Era embarazosa la pregunta y un poco arriesgada la respuesta, pero
el padre les dio uij consejo prudente, diciéndoles que el medio más opor-
tuno para librarse de los agravios, sin ofensa del sacerdote, y sin que los
vecinos de Moyobamba les pudiesen molestar en adelante, era el pasarse
á la otra banda de los cerros que habitaban, porque formando en este te-
rritorio su población, les ampararía el gobernador de Borja, como en ju-
risdicción propia, y tendrían la ventaja de asistencia de misionero. Agra-
dóles mucho el consejo, y pasándose con mucho gusto á la otra parte,
formaron un bello pueblo en un collado eminente, á media falda del
cerro, en que perseveraron por algunos años al cuidado de los misione-
ros, sin haber experimentado violencia ó sorpresa de los Moyobambeños,
hasta que por morir en el sitio mucha gente, bajaron hasta lo último del ce-
rro, en que gozaron de aire más sano, hallaron tierra más fértil y experi-
mentaron ser el sitio más acomodado. Últimamente, diez años antes del
arresto de los misioneros, pasaron á establecerse á la embocadura del río
Cavapana, para lograr abundancia de pesca y caza, de que carecían en
el primero y segundo establecimiento.
Mucho más molesta y trabajosa fué á los Omaguas y Zurimaguas la
mudanza de sus antiguas tierras á otras no conocidas , donde se vieron
precisados á recogerse, huyendo de las violencias de los portugueses. Fué
fatal á estos buenos indios la guerra de Portugal con España, á los prin-
cipios de este siglo, en que arruinaron los portugueses la mayor parte de
los pueblos, que en lo bajo del Marañen, y más allá de la junta del Ñapo,
había fundado esta gente, la más fiel, dócil y generosa de cuantas habían
tratado los misioneros. Expuestos siempre los Omaguas á las vejaciones
y piraterías de los portugueses, sin que apenas pudiese el gobernador
contener sus desórdenes, les habían defendido los nuestros con tesón y
mantenido con empeño. Fueron siempre oídos los padres y atendidos del
gobierno del Para, en cuanto le fué posible, mientras duró la paz y buena
inteligencia entre las dos cortes de España y Portugal. Pero luego que
llegó al Para la noticia de la guerra que había en Europa, entre la casa
de Austria y de Borbón, por la sucesión de la corona de España, y que
314 Misiones del Maraxón Español
Portugal, como aliado de Austria, so había declarado contra Felipe V,
pareció á los portugueses la circunstancia oportuna para el golpe ame-
nazado contra nuestras misiones.
Manejaron el negocio con maña, circunspección y silencio, y aparen-
tando su intento con el de una justa guerra, subieron por el Marañón con
una armada compuesta de varios barcos y de gente sobrada para el asalto
de los pueblos más cercanos. El golpe fué improviso é inevitable. Al
romper del día vióse la reducción de Coari, que era el primer pueblo de
Zurimaguas, cercada por todas partes de soldados armados con bocas de
fuego y asaltada repentinamente. Tomaron muy bien las salidas del lu-
gar, para que no escapase la gente, y en un momento fué saqueado el
pueblo, y los indios puestos en prisiones y declarados por prisioneros de
guerra. Cada uno de los portugueses se aplicó á si mismo los hombres,
mujeres y párvulos que quiso como justa presa, dejando la menor parte
de indios para vecinos de la reducción. Hecho el saqueo, hicieron la cere-
monia de tomar posesión de la tierra en nombre del rey de Portugal.
Conquistado como decían y en realidad destrozado el primer pueblo,
pasaron prontamente al segundo, en que hicieron lo mismo, y de aquí al
tercero, y á los demás. De los siete pueblos de esta parte baja de la mi-
sión de Omaguas y Zurimaguas, sólo dos, uno de Omaguas y otro de Zu-
rimaguas, tuvieron la fortuna de prevenir el golpe y de librarse de caer
en manos de los enemigos, por el aviso de algunos indios que lograron es-
capar de los pueblos arruinados. Los Zurimaguas huyeron á toda prisa
y se metieron por el río Ñapo, hasta ponerse en seguro. Los Omaguas
embarcados en sus ligeras canoas, de que estaban siempre bien provis-
tos, caminaron día y noche contra las corrientes del Marañón, de ma-
nera que no pudieron darles alcance los portugueses.
Cuando llegaron éstos al último pueblo de San Joaquín, de donde ha-
bían escapado los Omaguas, sólo encontraron en él unos pocos indios que
por inválidos y enfermos se vieron precisados á quedar en la reducción,
para cuyo consuelo había quedado también el misionero. Desahogaron
contra éste su furor y rabia, tratándole del modo más vil é inhumano
que imaginar se puede, y por último ultraje le condenaron á pasar el
Para por prisionero de guerra con los demás. No hallo cómo se llamase
este caritativo misionero y buen pastor de su ganado, por quien estuvo
resuelto á sacrificar su vida. He oido solamente de boca de un antiguo
misionero que se llamaba el P. Sana. Pero veo que los enemigos en esta
su prisión y conducción al Para, sirvieron á la Divina Providencia, que
le tenía destinado á las misiones del oriente, adonde pasó para trabajar
con gloria en aquella viña del mismo Señor y dueño de las misiones del
Marañón.
Los Omaguas, que habían salido con tiempo de este pueblo, navegaron
desde Guerari hasta el rio Ucayale, en donde hallaron caminos seguros
para ocultarse de la armada portuguesa, penetrando con sus pequeñas
canoas por lagunas y torrentes que no podían sostener embarcaciones de
LiBuo Vr. — Capítulo XIII 315
más porte, siendo muy estrechas las entradas y salidas cuando se acer-
can al río principal. Era en realidad el sitio oportuno para la seguridad
en la fuga; pero no ofrecía co'nodidad á la pobre gente para mantenerse
en él por largo tiempo ni se descubría en los contornos lugar proporcio-
nado que agradase. Buscóle finalmente el superior de las misiones, y re-
cobrados los indios de los sustos, calamidades y fatigas, dispusieron un
pueblo entre las rocas del río Ñapo y del río Nanai, en un sitio tenido por
entonces por firme y bastantemente ventajoso por la calidad de la tierra
y por la abundancia de caza y pesca. Descubrió después el tiempo que se
iba gastando el terreno como suele suceder en otras riveras del Marañen
con las crecientes continuas, y se vieron precisados á pasar á la banda
opuesta del Ucayale, un día de camino más abajo de su boca, en donde
vivían por los años de 1768, y era entonces la reducción uno de los mejo-
res pueblos de la cabeza de la misión baja y residencia del vicesuperior.
Su nombre era San Joaquín de Omaguas, aunque no faltaban indios de
otras naciones que estaban mezclados con los Omaguas para avenirse
bien con ellos.
Sentidos los misioneros del ultraje de los portugueses y lastimados de
tanta pérdida de gente por su despojo violento con nombre de guerra,,
pidieron socorro y amparo del gobierno. Tratóse el punto seriamente en
la Real Audiencia de Quito, que determinó finalmente consultar con el
virrey de Lima las providencias que se debían tomar. Acordó luego el
señor virrey que se diese pronto socorro á los misioneros en tan justa de-
manda, y dio órdenes para desalojar á los portugueses de los pueblos usur-
pados y para recobrar el dominio de las tierras en nombre del rey de Es-
paña. Dióse la comisión á D. Martín de la Riva, que nombrado coman-
dante de una tropa que se alistó de Quito, Borja, Lamas y Moyobamba,.
llegó á poco tiempo á las juntas del Marañen y del Ñapo. Desde aquí
navegaron todos con buen orden y cautela hasta los pueblos tomados. No
hubo dificultad en echar del sitio á los portugueses, porque antes que lle-
gasen los soldados españoles escaparon y dejaron vacíos los lugares. No
era tan fácil, antes pareció imposible, recoger la presa de indios cautivos,
á quienes había sobrado tiempo para llegar al Para; y por esto el coman-
dante, ejecutada la comisión, dio la vuelta con toda su gente, que se
enderezó, no mandándole otra cosa, á sus respectivas ciudades. Los pocos-
indios Omaguas y Surimaguas que debían quedar en los pueblos, pidieron
presidio á D. Martín para su amparo y defensa, temiendo, como era creí-
ble, nueva irrupción de los portugueses si se hallasen solos. No podía ser
más razonable la petición ni más justa la concesión. Pero se excusó don
Martín de hacerlo, con decir que no tenía orden para dejar en el sitio al-
gunos soldados. Con esta negativa ganaron unos el partido de subir con
los españoles, y otros quedaron á más no poder en sus lugares, más ex-
puestos al furor de los portugueses que lo habían estado antes, cuando
por ser muchos. pudieran más fácilmente defenderse.
I.IBRO Vi[
CAPITULO PRIMERO
CÉDULA REAL EN QUE SE FUNDA EL DERECHO DE LOS MISIONEROS DE LA
COMPAÑÍA Á LAS CONQUISTAS ESPIRITUALES DEL ÑAPO Y AGUARICO
No satisfecho el celo de los misioneros del Marañón con las reduccio-
nes fundadas en lo alto y bajo de este río y en las riberas del Pastaza y
Bohonaza, empezaron sus conquistas entrado este siglo por las naciones
que poblaban las orillas de los ríos Ñapo y Aguarico. No se puede dudar
que esta parte de la misión de Mainas fué mirada como un campo erial
en que no correspondió el fruto al cultivo constante y trabajo infatiga-
ble de operarios excelentes. Pero no por eso dejaron éstos de mirarla
siempre con el cariño que se merecía una viña del Señor, en cuyo cultivo
nunca se pierde el mérito, aunque no parezcan que corresponden los
medros. Fuera de que como las flores que se cogían en aquel campo en
tantos niños que pasaban al cielo recién bautizados, eran frutos sazona-
dos y de grande agrado á su divina Majestad, nunca perdían su trabajo
y se animaban á continuarlo á costa de su propia vida. Aun por lo que
toca á los adultos, sacó el Señor muchísimos predestinados de estos paí-
ses tan poco agradecidos al cultivo, porque aunque es verdad que la ma-
yor parte de los pueblos que se fundaron por el Ñapo y Aguarico no perse-
veraron por mucho tiempo, pero duró por algunos años, y varios se aca-
baron con pestes en que se logra el mayor número de adultos y otros se
agregaron á los que subsistían en el año 1768. Por donde se deja entender
no haber sido tan escaso el fruto que se cogió en estas partes por más de
cincuenta años, como parece á primera vista y algunos han pensado.
Pero antes de comenzar á referir las conquistas de que trataremos en
en este libro y en los siguientes, será bien dar noticia de una real cédula.
Libro VIL— Capítulo I 317
en que fundó la Compañía el derecho á las misiones del Ñapo y demás
ríos que desembocan en el Marañón. Expidióse, como se verá por su
data, el día 18 de Junio de 1683, y fué confirmada el 15 del siguiente mes.
Mándase en ella á la Real Audiencia de Quito que ampare á los religio-
sos de la Compañía en la posesión en que se hallan de la reducción de
los indios, y que puedan continuar las misiones del río Marañón hasta
donde les facilitare su celo. No es razón dejar de trasladar aquí la real
orden, que es un claro y auténtico testimonio de las piadosas intencio-
nes de nuestros católicos monarcas, y hará patente á todas las naciones
á qué ha mirado y mira siempre en las conquistas de la América la nación
española, cuyo principal fin ha sido y será, queriéndolo el Señor, la pro-
pagación de nuestra santa fe y la extensión del nombre cristiano. La con-
firmación de la real cédula está concebida en estos términos:
EL REY
«Licenciado D. Lope Antonio de Munive, cavallero del Orden de Al-
cántara, presidente de mi Audiencia Real de San Francisco de Quito:
Por cédula de 18 de Junio próximo pasado, tuve por bien declarar que la
reducción de los indios Gayes y su conversión toca á los religiosos de la
Compañía de Jesús, y mandé se les amparase en la posesión en que se
hallan y que puedan continuar las conversiones del río Marañón hasta la
parte donde les facilitase su celo y aplicación; y siendo tan conveniente
al servicio de Dios y mío fomentar estas conversiones atrayendo á los in-
dios que habitan en las dilatadas montañas del río Marañón, al gremio
de la Iglesia porque sean instruidos en los misterios de nuestra santa fe
católica y puedan gozar üe tan singular beneficio, sin que reciban moles-
tia ni vejaciones, sino que se use de los medios de suavidad y benignidad
que son los que más facilitan el logro de materia de tanta importancia;
ha parecido dar la presente, por la cual os mando que si os pareciese y
reconociérades que es necesario enviar un cabo con alguna gente que
sirva de escolta á los religiosos misioneros que entrasen á estas conver-
siones, para que no experimentasen las violencias que en otras ocasiones
han experimentado algunos que se han empleado en tan santo ministe-
rio, lo ejecutaréis previniendo al cabo que sólo obre lo que le dijere el su-
perior de la Compañía de Jesús, sin permitir que á los indios que se redu-
jeren se les quite cosa alguna ni se les haga repartindentos, sino que se
les dejen sus haciendas libres, de manera que reconozcan que sólo se mira
á la conversión de sus almas y no al interés de sus haciendas, con que se
conseguirá más fácilmente su reducción.» Fecha en Madrid á 15 de Julio
de 1683. Yo el Rey. Por mandato del Rey nuestro Señor, D." Francisco
Fernández de Madrigal.»
Esta es la confirmación de la cédula real que ha llegado á mis manos.
Ella ni puede ser más amplia para los religiosos de la Compañía, ni más
318 Misiones del Marañón Español
celosa del nombre cristiano, ni más prudente en la escolta de soldados,
ni más limpia y desinteresada en las cosas y bienes que podían tocar en
alguna manera á los indios reducidos. Porque consta lo primero de dicha
confirmación, que la conversión de los Gayes, por Pastaza y Bohonaza,
pertenece á los religiosos de la Compañía, y que pueden éstos continuar
las conversiones del río Marañen hasta la parte donde les facilitare su
celo y aplicación, en que se les debe amparar y proteger del gobierno,
como se les amparó y protegió en adelante en las reducciones que for-
maron por el Ñapo y Aguarico, que vienen á desaguar en el Marañón, de
la misma manera que desaguan el Bohonaza y Pastaza. Consta lo segun-
do que los medios de que se debe usar en la reducción de los indios, han
■de ser los de suavidad y benignidad con aquella gente pobre y pusiláni-
me, como usan y han usado siempre los de la Compañía en todas sus mi-
siones, sin permitir molestias, violencias ni vejaciones que impedirían el
logro de materia de tanta importancia. Tercero, que si pareciese necesa-
rio, se envíe á los misioneros un cabo con alguna gente, no para introdu-
cir con violencia ó fuerza de armas la doctrina del Evangelio, como ne-
ciamente pensaron algunos, tachando sin razón las providencias justas
de escoltas y de presidios, sino para impedir las violencias y peligros á
que están expuestos los misioneros entre gentiles bárbaros, hechos á vivir
á su libertad y anchuras, sin admitir freno que los contenga, ó para qui-
tar los eátorbos é impedimentos que ponen maliciosamente los indios á la
predicación del Evangelio que quiere recibir su nación, como frecuen-
temente sucede.
Ha procedido la corte de España con tanta circunspección y pruden-
cia en esta materia, que todas las órdenes enderezadas á dar escolta á los
misioneros ó á levantar presidios en tierras ó fronteras de gentiles ha-
blan distintamente en el sentido que insinuamos. Basta para ejemplo de
las demás cédulas que se siguieron lo que determinó el religiosísimo em-
perador Carlos V, y se halla, como dice Riva en su Historia de Cinaloa, pá-
gina 58, en el libro II, del Derecho de las Indias: «Si los indios maliciosa-
mente pusiesen impedimento ó dilación en admitir las personas que les
van á tratar de la enseñanza de la fe ó en estorbar que estén entre ellos
ó no se pase adelante en la predicación ó instrucción de buenos usos y
costumbres, que no se reduzcan, ó conviertan los que de los suyos ó de los
vecinos buenamente lo quisieren hacer, ó si se armaren ó vinieren de
guerra á matar, robar ó hacer otros daños á los dichos descubridores, ó
predicadores; en tales casos se les puede hacer guerra con la modera-
ción que conviene y consultando primero la justificación y forma de ella
con los religiosos ó clérigos que se hallasen presentes ó con las Reales ;
Audiencias si hubiere comodidad para ello, y haciendo los demás autos,
protestaciones y requerimientos que entendiese convenir.» Hasta aquí la
orden imperial conforme á la cual se han puesto después en muchas misio-
nes presidios de algunos pocos soldados, cuya utilidad, conveniencia y
aun necesidad ha declarado muy bien la experiencia; y se puede añadir
LiBiío VIL— Capítulo I 319
que no ha bastado siempre esta cautela prudente para reprimir los in-
sultos y levantamientos de tantos hechiceros, que alborotan frecuente-
mente á los recién convertidos. Cuánto menos bastaría la escolta de uno
ó dos soldados que solía darse á nuestros misioneros en las reducciones
del Ñapo, rodeadas por todas partes de gentiles. Tan lejos han estado los
españoles de querer introducir por violencia el santo Evangelio en las
naciones bárbaras que voluntariamente se sujetaron á su yugo suave.
Últimamente, se deja ver en la confirmación de la real cédula el des-
interés y limpieza con que proceden y han procedido siempre los católi-
cos monarcas en la conversión de los indios, y en la protección que han
ofrecido en todos tiempos para ella, no dejándoles sólo en la posesión de
sus bienes, pero aun librándolos de repartimientos y tributos de vasa-
llaje cuando no los pueden pagar cómodamente por su pobreza, como
sucede en las misiones de Mainas, y en las de Cinaloa y otras. Antes
bien, por el contrario, se han hecho muchas veces crecidos gastos de la
Real Hacienda á fin de que se reduzcan á la fe muchas naciones bárba-
ras ó se conserven otras muchas en ella, como deponen los misioneros y
saben muy bien los jueces y gobernadores de varias partes. Tan gran-
de celo y tan heroico desinterés mostraron nuestros reyes desde que
el Señor les concedió el otro mundo. Y no me maravillo de lo que escribe
Rivas en la obra citada haber sabido de un oficial de Felipe II, que ha-
biendo oído este catolicísimo monarca, cómo las rentas reales no alcan-
zaban en las islas Filipinas para los gastos de la propagación y conser-
vación de la fe, escribió á su gobernador en esta forma: «Si en ese prin-
cipado de islas no alcanzaran los haberes reales para el gasto de la con-
servación y dilatación de nuestra santa fe en ellas, mandaré para este
intento enviar los tesoros de mi patrimonio.»
No faltará quien diga que lo cierto es haberse enriquecido los españo-
les con los tesoros de oro y plata y de otros preciosos productos de las
Américas. Y aun acaso se añadirá que han cometido muchas violencias,
injusticias y vejaciones, con los pobres indios. No dejan varios extranje-
ros de exagerar la objeción. Ella, ciertamente, es de bien poco momento,
y fácilmente se responde que los españoles se han aprovechado de los te-
soros y riquezas que Dios nuestro Señor, dueño absoluto de todas las co-
sas, se ha servido de concederles á ellos más que á otras naciones, y esto
por los fines que no nos toca á nosotros escudriñar: y si nos es lícito decir
algo en la materia ó entrar en los fines de la Providencia, acaso previo
el Criador de todas las cosas que la nación española había de cooperar
más que otras á la extensión de su nombre en las naciones, á quienes que-
ría comunicar la luz del Evangelio. Acaso previo que los españoles ha-
bían de repartir con los demás de sus riquezas con más franqueza y libe
ralidad que la que se usa y pudiera presumir de otras gentes. Acaso pre-
vio que esta nación favorecida no sería tan fácilmente arrastrada del vi-
cio de la codicia. Acaso quiso el Señor premiarla colmadamente en el
mismo género de bienes de que se desposeyó generosamente, por mante-
320 Misiones del Marañón Español
ner la pureza de su fe en la expulsión de millones de moros y judíos que
arrojó de sus reinos. Acaso, acaso, acaso... Pero bastan las referidas con-
gruencias, que no juzgo parecerán temerarias á quien quiera consultar
con ánimo sereno la razón y no hacer traición á ella.
Injusticias, violencias y vejaciones con los indios, no hay duda que se
han cometido en aquellas partes. Y yo añado que era moralmente nece-
sario que sucediesen algunas en tantos parajes, en tanto tiempo, en tan-
tas personas de diferentes condiciones y en tantas intrigas y dependen-
cias. Pero éstas han sido de los particulares, y no tantas como se ca-
carean. No han ido de cuenta de los reyes ni del gobierno, que siempre las
han repobrado y hecho justicia á cada uno en cuanto ha sido posible en
tanta distancia. Porque poner remedio pronto á las sinrazones é injusti-
cias en paises tan inmensos é interminables, como han caido en la corona
de Castilla, es negocio más arduo de lo que algunos se figuran. Corre por
aquella inmensidad la imaginación sin estorbo, y en breve tiempo regis
tra y se hace cargo de las partes de las Américas, mas las órdenes de la
corte caminan á paso más lento, hallan mil estorbos; unas se pierden en
el agua, otras desaparecen en la tierra, éstas no quitan que se represen-
te y aquéllas no vienen acompañadas de escoltas de soldados necesaria
para la ejecución. En suma: las tropelías han sido las menos que se po-
dían temer en las circunstancias que han ocurrido en tantas tierras y
por tanto tiempo; y las cabezas del reino, lejos de autorizar los desórde-
nes, han procurado castigarlos y reprimirlos. Vean ahora los extranje-
ros, que tanto censuran en esta parte á los españoles, si han procedido
las demás naciones con tanta equidad, justicia y desinterés y celo, en
lo poco que les ha tocado en suerte del otro -mundo. Permítase la digre-
sión, de que no me pesa, si tal se ha de llamar, la explicación de la real
orden en que se concede á nuestros misioneros la facultad y licencia de
extender por el río Ñapo y adyacentes las espirituales conquistas que
empezamos á escribir.
CAPITULO II
REDUCCIÓN DE LOS INDIOS PA YAGUAS Y DE LOS ICAGUATES EN LAS
CERCANÍAS DEL RÍO ÑAPO
El primero que tuvo noticia de la nación Payagua, fué el P. Juan Lo-
renzo Lucero que, por los años de 1682, entabló paces con ella, pero sin
empeñarse por entonces en su reducción, así por la grande falta de mi-
sioneros como por la mucha distancia de los Pay aguas á las demás na-
ciones reducidas. Extendíanse estos gentiles desde el río Tamboryacu
hasta el Guerari, en las cercanías de la junta del Marañón y Ñapo, y
ocupaban mucho trecho de monte entre el Ñapo y Putumayo, á cuyas in-
mediaciones se acercaban algunas parcialidades de la nación. Poco des-
Libro VIL— Capítulo II 321
pues de entabladas las reducciones de Omaguas y Zurimaguas, en los
siete pueblos arruinados de los portugueses, fué destinado para este par-
tido á San Joaquín de Guerari el P. Wenceslao Brayer, y con las noticias
que adquirió de los Pay aguas, no muy distantes del sitio se determinó á
renovar, como en efecto renovó, la paz y amistad con esta nación hacia
los años de 1704, y no se descuidó de confirmarla y fomentarla con visi-
tas en el año siguiente. Como no se descubrían entonces las malas dispo-
siciones y calidades que se vieron después en los Payaguas, antes bien,
mostraban algún deseo de reducirse á población y|de ser enseñados, en-
tró á ellos el P. Sanna y logró él persuadirles á que de hecho se juntasen
en buen número en cierto sitio donde comenzaron á formar un pueblo. La
mudanza de misioneros que hizo del todo necesaria lo poco sano de las
tierras del Ñapo y Aguarico, por sus aires podridos, no daba lugar mu-
chas veces á que un mismo operario llevase adelante la obra comenza-
da. Era necesario retirar frecuentemente á los Padres de tierras tan pes-
tilentes á las márgenes del Marañón para que respirasen aire puro y sa-
nasen de las enfermedades contraidas en ellas. Y esta fué en parte la
causa de no arraigarse tanto la religión en este partido de la misión baja
como en los partidos de la misión alta. Dos años después vinieron al par-
tido de Guerari otros dos misioneros, pero, por varias ocurrencias que so-
brevinieron, fué preciso retirarlos y quedaron sin fomento los Payaguas.
Finalmente, en el año de 1720, en que ya los Omaguas y Zurimaguas
habían dejado aquellas partes bajas del Marañón por las ocupaciones y
violencias de los portugueses, fué señalado propiamente para los Paya-
guas el P. Luis Coronado, que con el trabajo infatigable de dos años, con
dádivas, cariños y condescendencias, pudo recoger muy buena parte de
la nación y formar un pueblo lucido, con la advocación de la Reina de
los Angeles de Payaguas, en un sitio distante un día de camino de la em-
bocadura de un río llamado Orabueya. En el mismo tiempo en que tanto
se afanaba el misionero por el buen orden, enseñanza y cristiandad de
los nuevos indios, tuvo noticia de otra nación no muy distante que tiraba
su celo ansioso reducir á la Iglesia. Subió del nuevo pueblo de los Pa-
yaguas á las tierras más altas, y entrando por un torrente ó riachuelo que
llamaban Buecoiya, halló los gentiles Guaciguages, y con las noticias que
le dieron éstos, pasó, acompañándole los mismos, á los Cieguages. No tuvo
dificultad en reducir á estas dos parcialidades por su natural y condición
más tratables que los Payaguas, aunque dieron bien que hacer á los
principios como veremos. Su establecimiento se hizo en las orillas de la
quebrada Buecoiya. Aquí formaron un pueblo con la advocación de San
Xavier de Icaguates, suavizados y confundidos los antiguos nombres de
Guaciguages y Cieguages.
No se detuvo mucho el P. Coronado con los Icaguates, porque le llama-
ban los Payaguas necesitados de su asistencia y dirección. Luego que
tomó posesión de aquellas tierras con la santa cruz que plantó en ella, y
con el bautismo de los niños que le ofrecían con gusto, dio la vuelta á
21
322 Misiones del Marañón Español
Orabueya desde donde envió á los Icaguates, un mozo español de celo y
de virtud, que había venido acompañándole en las misiones, para que con
su ayuda y dirección acabasen el pueblo y fuesen aprendiendo la doctri-
na cristiana. Empezó el mozo con mucho ánimo y con buenas esperan-
zas de que se concluiría todo felizmente, yendo él mismo delante con el
ejemplo en las cosas de mayor trabajo; pero como el más leve motivo
basta y sobra para alterar los humores de una gente bárbara, enemiga
de todo trabajo y nada hecha á sujeción ó rendimiento, aun antes de con-
cluirse bien las casas, el mismo cacique de la gente llamado Guagueco
que por más capaz y poderoso era la confianza del español, le dio no sé
por qué desazón un fiero macanazo y le derribó en tierra medio muer-
to. No bien había caído el pobre mozo del horrible golpe del cacique,
cuando le atravesaron á lanzadas algunos bárbaros. Dichoso joven, que
no dudó exponer su vida entre aquellos gentiles en obsequio de la reli-
gión. Es creíble que en el día del juicio le veamos glorioso entre los már-
tires del Señor, y sirva de confusión á muchos que obligados por su esta-
do á procurar la salud espiritual de las almas, no hicieron ni con mucho
tanto por ellas, como este secular.
No todos los indios del pueblo eran de la parcialidad de Guagueco,
cuya crueldad sintieron en el alma, y luego llevaron algunos de ellos la
mala noticia al misionero, aunque los demás se retiraron prontamente á
los montes. Mucho sintió el P. Coronado la muerte trágica de su mozo,
temiendo que tan triste suceso cortase las esperanzas que había formado,
de la reduccción de muchas naciones. Y pareciéndole que sería bien no
dejar sin castigo un atentado tan enorme y cometido en los principios de
la unión de los Icaguates, pasó á los Omaguas para consultar con el supe-
rior de las misiones las providencias que se podían tomar para el escar-
miento de la gente. Llegado á San Joaquín de Omaguas, no halló en el
pueblo al superior, que había salido de aquel sitio á la expedición que di-
remos. No pudo tampoco ir en su busca, porque habiendo enfermado gra-
vemente en San Joaquín, fué nuestro Señor servido de llevarle para sí
como esperamos, y concederle el premio de sus fatigas. Porque era ver-
daderamente varón de señalada virtud, conocido celo de las almas y de
constante aplicación al trabajo, pero más en particular, al estudio de las
lenguas de los gentiles, como que sabía muy bien que de la formación
de artes y vocabularios dependía en gran parte el adelantamiento de las
misiones. Había comenzado á formar los primeros rudimentos de la len-
gua de los Payaguas, y hubiera acaso concluido un arte cabal de su idio-
ma si hubiera vivido algunos años. Pero aquí, como en otras muchas
ocasiones, debemos adorar las justas disposiciones de la divina Provi-
dencia.
La noticia del triste suceso acaecido en tierras de Icaguates alcanzó
al superior cerca de la embocadura del río Ucayale adonde iba con
buen número de indios de la misión alta y con algunos soldados españo-
les y su cabo con el designio de reducir á paces y amistad cierta gente
Libro VIL— Capítulo II 323
que se acababa de descubrir no lejos del sitio en que habían estado los
Omaguas. Admirado el padre de la temeridad de los Icaguates, dio luego
parte del atentado que acababan de cometer con el mozo español, al
cabo que iba en la expedición con todas las veces del teniente de Borja,
y pareciéndole á éste más urgente la necesidad del Ñapo, que el nuevo
descubrimiento y paces con los gentiles que' buscaban, mudando de idea,
determinó ir con su armadilla al castigo de los agresores, en que convi-
nieron los soldados españoles y los principales indios. Era su empeño dar
sobre los Icaguates antes que tuviesen tiempo de retirarse á sus tierras.
Y para conseguir su fin alargaron las jornadas cuanto les fué posible.
Pero la vigilancia de los bárbaros, supo burlar las diligencias de los
nuestros; principalmente cuando llegaron al puerto de San Javier, ya los
Icaguates estaban dispersos por sus montes y escondidos en los bosques,
quebradas y lagunas, que se hallan en abundancia en aquellas tierras.
Era bien difícil dar con los matadores y haber á las manos al cacique
Guagueco, principal objeto de la expedición, pero no cayeron de ánimo
los españoles, y con la esperanza de coger á lo menos algunos de los
cómplices principales, fijaron su real en el mismo pueblo. Desde aquí,
divididos en varias patrullas ó piquetes, fueron internándose por los
montes y á costa de repetidos viajes, de muchas vueltas y revueltas en
que caminaban con gran cautela, por no caer en las trampas de los ene-
migos fueron apresando algunos Icaguates y recogiéndolos al real. Rara
vez los soldados observan la moderación debida en expediciones de este
género. Ni pudo el padre superior, con sus muchos ruegos y prudentes
precauciones, impedir que algunos españoles no hiciesen algunas muer-
tes por los montes en los Icaguates, de que avisados por los indios de la
misión, más rendidos á sus insinuaciones, apuró al cabo por la vuelta, y
de esta manera logró el estorbar la continuación de los daños ya que no
había podido prevenirlos todos. No parece que cogieron en las varias en-
tradas al cacique Guagueco, en quien se hubiera hecho sin duda un ejem-
plar castigo de que no se hace mención alguna en la jornada ni después
de ella. Si no es que acaso fuese uno de los varios que quedaron muertos
en el monte.
No se hizo tampoco castigo particular en los Icaguates apresados, an-
tes fué de parecer el juez que los distribuyesen por las reducciones y
otras poblaciones españolas para que, amoldados en los pueblos anti-
guos, pudiesen volver á restablecer su pueblo con más esperanza de
estabilidad y permanencia. Conforme á esta sentencia, parte de la gen-
te fué enviada á los pueblos de la Laguna y de los Xeveros, y parte
puesta en la ciudad de Borja, fuera de algunos Icaguates que fueron
precisados á pasar á Lamas, Moyobamba y Chachapoyas, hasta que
pareciese llamarlos y levantarles aquella especie de destierro ; pero no
se hizo alto como se debiera haber hecho sobre la dificultad de la vuelta,
porque no perteneciendo á la jurisdicción de Borja, ni Lamas, ni Moyo-
bamba, ni Chachapoyas, no era creíble que soltasen los españoles de
324 Misiones del Marañón Español
buena voluntad á los Icaguates, con cuyos servicios se utilizarían. Ade-
más de que la experiencia que se tenía de lo que poco antes había suce-
dido con los Cavapanas y Conchos, que no hallaron paz ni sosiego hasta
que salieron de la jurisdicción de Lamas, debiera haber impedido una re-
solución tan expuesta á debates y oposiciones entre aquellas jurisdic-
ciones.
En efecto; el suceso mismo mostró bien pronto lo arriesgado de la re-
solución. Porque pareciendo ya al superior de las misiones, que era en-
tonces el P. Guillermo Deutre, llevar como á los dos años de su destierro
á los Icaguates á su pueblo, aunque no tuvo dificultad alguna en recoger
los que habían quedado en la jurisdicción de la misión, la tuvo, y muy
grande, en arrancar los que estaban fuera de ella, porque los Lamistas
y Moyobambeños se tenían fuertes sin venir á razones ni sufrir que se
hablase de soltar á los Icaguates. Hallábanse bien con ellos y medraban
con sus sudores.
Como no hay cadenas más fuertes que el interés y codicia, no basta-
ron decretos de la Real Audiencia, ni se hizo caso de los despachos con-
minatorios del virrey , para que los dejasen salir de sus ciudades. Ten-
tando al fin todas las vías y apremiados los vecinos con excomuniones
eclesiásticas, se deshicieron al cabo de aquellos infelices, que considera-
ban ya como esclavos suyos, y destinados al servicio de sus casas. El
mismo superior, vencidas tantas dificultades, llevó consigo todos los Ica-
guates á sus tierras en las riberas del Ñapo , y aquí trató con ellos del
sitio más ventajoso para su restablecimiento. Todos convinieron en for-
mar el pueblo en un monte alto que empieza á levantarse desde cerca
de la embocadura del río Curaray, en el Ñapo. Hízose en poco tiempo
una reducción razonable por los nacionales que de los montes concurrie-
ron y pareció conveniente darles por misionero propio al P. Guillermo.
Pero por la desgracia común á las tierras no pudo durar mucho en aque-
llos sitios y acosado de calenturas continuas se vio precisado á salir para
su alivio á los Omaguas, en donde le hallo con los aires sanos y limpios
del Marañón.
CAPITULO III
NUEVOS SUCESOS QUE PASARON* CON LOS PAYAGUAS É ICAGUATES
Es el natural de los indios comúnmente tímido y suspicaz, y al menor
mal que se les ofrece caen fácilmente de ánimo y si pueden, se aseguran
con la fuga. Viendo los indios Payaguas, que venía una armada de espa-
ñoles contra los Icaguates por la muerte que acababan de ejecutar con-
tra el mozo de su misionero, entraron en recelo y temieron mucho de que
también á ellos se extendería el castigo, que no siempre suele ser tan me-
dido y discreto, que no coja también á las veces á los inocentes , espe-
Libro VIL— Capítulo III 325
cialmente cuando éstos tienen alguna conexión ó correspondencia con los
culpados. Por este medio, aun antes de oir el silbo de las balas, abando-
naron el pueblo y se retiraron á los montes. No dudo que pudo también
contribuir mucho á la retirada la ausencia del misionero que, como diji-
mos, salió en busca del superior para deliberar sobre los medios que pa-
reciesen oportunos para el fin de castigar los culpados y de asegurar á la
^ente.. Aunque los Payaguas ocupaban sus antiguas tierras, estaban
como á la mira de lo que pasaba con los Icaguates y continuaban en de-
jarse ver de los Omaguas, asegurando á los padres que sólo por el temor
del teniente se habían retirado del pueblo, viéndose sin el amparo y pro-
tección del misionero, que era el único que ios podía defender en las vio-
lencias. Añadían que estaban prontos á volver y á juntarse todos, luego
que fuese alguno para asistirlos.
Parecían seguras las protestas de los Payaguas, y atendiendo á su vo-
luntad, al parecer sincera, se les envió por los años de 1723 al P. Juan
Bautista Julicán. Este los redujo á que formasen un pueblo nuevo, porque
el antiguo no había probado bien, cerca de una laguna llamada Tacuara,
en que, apenas establecidos, mal contentos con el sitio, se pasaron á un
cerrito que tenía por nombre Ruaro, donde hicieron una vistosa reduc-
ción. Aquí perseveraron, desbastándolos y civilizándolos con increíbles
trabajos el P. Julián, hasta que llegando el año de 1729, faltó poco para
que la reducción no se acabase. Comenzó á picar en el pueblo la peste,
y como veían el mucho estrago que hacía en la nación, temerosos de que
no acabase con todos , se determinaron á dejar el sitio y retirarse á los
bosques hasta que pasase, como decían, el enemigo. Propusieron con
todo eso al misionero, ó que escogiese venir con ellos á sitio más saluda-
ble, ó que pasase si le parecía mejor á San Joaquín de Omaguas mien-
tras ellos duraban en su retiro, de donde sin duda volverían al mismo
puesto acabado el estrago. Tuvo por más conveniente el P. Julián este
segundo partido, y se retiró á los Omaguas. No dejó de lograrse bastante
fruto en los Payaguas por el tiempo en que duró el azote de la peste;
porque fuera de los niños que murieron con el santo bautismo, los adul-
tos en estas circunstancias suelen abrir los ojos y disponerse para él
viendo la muerte inevitable. De esta manera castiga el Señor con entra-
ñas de misericordia , haciendo, por decirlo así , la forzosa á muchos que
andan dilatando el bautismo, cuando se hallan sanos sin que alcancen
las exhortaciones de los misioneros para que se apliquen á entender lo
necesario para recibirlo y á dejar las costumbres viciosas en que se
criaron.
Pasados como dos meses, y sosegada la peste, bajó á los Payaguas en
lugar del P. Julián (á quien pienso que hicieron superior de las misiones),
el P. Ignacio Michael, que consiguió fácilmente sacarlos al río Ñapo, en-
frente de un torrente llamado Rerija. El pueblo que aquí formaron era
bastantemente numeroso. Quiso hacerlo mayor el misionero agregando á
los Payaguas los indios Icaguates, que por la ausencia del P. Grebmer,
326 Misiones del Marañón Español
enfermo en los Omaguas, estaban sin sacerdote que les cuidase. El fin era
excelente si se pudiese lograr, y serían unos y otros asistidos en lo espiri-
tual y temporal con más eficacia, comodidad y ventajas. Pero estas pre-
tensiones de misioneros nuevos, casi siempre salieron inútiles por la opo-
sición de las parcialidades y por los recelos de ser hechizados. Y alguna
vez basta insistir en el empeño para perder lo ganado, como veremos.
Desengañado el P. Ignacio, tuvo por bien el no apretar más á los Ica-
guates y asistirles como pudiese desde los Pay aguas. En cosa de dos años
que estuvo con estos indios, puso bien corriente la asistencia á la doc-
trina de párvulos y adultos, y fué entablando algunas prácticas del go-
bierno político de los demás pueblos. Es verdad que hubo algún tropiezo
en los mitayos (así llaman á dos indios que deben por semana buscar el
sustento del misionero), porque se los hacia impertinente un cuidado que
no se podía omitir. Es como natural la pereza en aquella gente y la
constancia en este ligero cuidado por una semana seguida, se les hacía
insoportable . Pero al fin vinieron en ello, hechos cargo de la razón ; y
viendo al padre todo el día empleado en doctrinarlos, y platicarlos, y
administrar los sacramentos , tomaron á su cuenta buscarle el sustento,
que ni podía ni sabía, ni tenía lugar para procurarlo por sí mismo.
Cuando todo caminaba prósperamente en los Payaguas, y se esperaba
adelantar en número y cristiandad la reducción, enfermó gravemente el
misionero, y fué necesario sacarle á tierras más abiertas y sanas. Dióse
orden deque pasase á los Payaguas, como á pueblo más numeroso, al
P. Adán Escrefgen, que poco antes había llegado á los Icaguates para
cuidar de su pueblo. Hízolo así el misionero, que á tiempos residía en los
Payaguas y á tiempos en los Icaguates ; pero echaba bien de ver la dife-
rencia notable de genios y condiciones de las dos naciones. Porque en los
Payaguas no correspondía el fruto á su cuidado: por más que se aplicaba
en ganarlos , no hallaba en ellos sino desvíos, indocilidad y dureza. Por el
contrario, los Icaguates colmaban sus esperanzas viéndoles atentos,
rendidos y obedientes á cuanto les insinuaban. Era á la sazón bien pe-
queña la reducción de estos buenos indios, y el misionero procuraba fo-
mentar las veras que mostraban de hacer un pueblo numeroso, porque
siendo los primeros, y como fundadores de buena índole, fácilmente se
acomodarían á ellos los que viniesen de nuevo.
Empezaron los Icaguates á hacer sus entradas en los montes para
buscar á sus parientes, y hacerlos participantes de las ventajas que go-
zaban en el pueblo. Mas por donde pensaban aumentar la reducción faltó
poco que no les viniese la total ruina de ella. Sabían que el mayor golpe
de gente de su nación se había retirado á las cercanías del río Curaray,
y haciendo una entrada por esta parte encontraron algunos rastros de
indios, que tiraban hacia el río; fuéronlos siguiendo muy contentos, pen-
sando hallar á los que buscaban , hasta dar con algunas casas en que no
dudaban encontrar amigos ó parientes. Acercáronse á ellas, sin recelo y
con poca cautela , en que estuvo la primera desgracia , porque los habí-
Libro VIL— Capítulo III 327
tadores no eran Icaguates, sino indios Masamaes, que, puestos en armas,
hicieron retroceder á los Icaguates , no sin algunas muertes. Desde este
lance comenzaron estos gentiles á hostilizar á los nuevos cristianos, y
mantuvieron continuas guerrillas unos con otros, con daño de las dos nacio-
nes, hasta que finalmente mudaron de sitio los Icaguates de resulta de una
invasión en que por singular providencia del cielo no acabaron los Masa-
maes con toda la reducción.
Juntos en gran número los indios Masamaes, y muy bien armados, se
enderezaron al pueblo de San Xavier con el designio de acabar de una
vez con todos sus habitadores. Determinaron darle un fuerte asalto. En
día claro, saliendo de su costumbre de acometer al enemigo siempre de
noche, acaso no alcanzando el tiempo para ejecutarlo de noche, y ha-
llándose al amanecer cerca del pueblo, se resolvieron, fiados en él nú-
mero, á dar el acometimiento antes de ser descubiertos. No les salió como
pensaban, porque saliendo muy temprano á cazar por aquella misma
parte un Icaguate y divisando á los enemigos, volvió corriendo al pueblo
á dar aviso de lo que había observado. Tomaron luego las armas los Ica-
guates y divisando á los enemigos, y por no mostrar temor ni cobardía,
salieron al encuentro al enemigo. El choque fué porfiado y sangriento,
con muertes de una y otra parte. Pero como fuesen muchos más en nú-
mero los Masamaes, fueron retrocediendo los nuestros hasta la plaza del
pueblo. No estaba ya lejos el enemigo de la iglesia, adonde se habían
refugiado las mujeres y niños alrededor del misionero, que viendo á la
pobre gente en el mayor apuro, levantó el corazón al cielo pidiendo so-
corro al Señor que sólo podía ampararlos en aquel apuro. Vínole al pen-
samiento colgarse de las campanas, y sin reflexión alguna comenzó á
tocarlas muy apresuradamente, aprisa y con todas sus fuerzas , como
quien toca á rebato. El suceso mostró ser este pensamiento del ángel de
la guarda. Porque la novedad de un sonido tan subido, intenso y nunca
oído, ni pensado de los invasores, les quitó la acción y dejó sorprendidos.
Continuaba el padre en tocar con furia, y advirtiendo los Masamaes que
entraban de fresco y de socorro algunos Icaguates que por casualidad
llegaban, creyeron que venían sobre ellos toda la nación avisada con
aquellos sonidos extraordinarios. Diéronse por perdidos, y encomendán-
dose á los pies, se retiraron con precipitación tan fuera de sí, y tan sin
consejo, que muchos en la fuga, para correr más ligeros, dejaron sus ro-
delas en el camino y pudieron los nuestros recoger hasta unas cuarenta.
Un indio Masamas que se redujo poco después á la Fe, refiriendo este
lance terrible en que se había hallado, aseguraba que de tal manera se
apoderó de ellos el terror al oír las campanas, que no pararon de correr
por todo aquel día sin tener libertad de volver la cabeza para asegurarse
si los seguían los Icaguates. Así se burla el Señor con una circunstancia
bien ligera de los malvados ; y como es Dios de los ejércitos sabe poner
terror cuando quiere en los más valientes con una mera aprensión que se
figuran.
328 Misiones del Marañón Español
Habiendo llegado á noticia del superior lo mucho que á los Icaguates
molestaban los Masamaes , y el peligro grande en que se había visto la
reducción, determinó hacer una entrada á las tierras de estos gentiles y
reprimir su orgullo y escarmentarlos , si no podía ganarlos y pacificarlos,
que era lo que principalmente deseaba. Salió con un cabo, algunos espa-
ñoles y buen número de indios fieles, entre los cuales iban buen número
de intérpretes Zameos, que, como de la misma nación de los Masamaes,
podían contribuir mucho á la reducción de sus nacionales. La expedición
no tuvo el efecto deseado, porque (á lo que yo pienso) con el terror y es-
panto pasado, se habían alejado mucho de los sitios que ocupaban , y no
era fácil dar con los escondrijos en que estaban refugiados. Por no vol-
ver el superior sin hacer algo después del aparato y prevenciones, pensó
que se hiciese alguna demostración de castigo con los indios Payaguas,
que ya en este tiempo, á su antojo y sin causa, se huían á los montes,
donde se detenían cuanto les daba la gana, sin hacer caso ni sujetarse al
misionero.
El mismo cabo, para conseguir el intento, destacó un número de in-
dios y soldados, y entrando con ellos en el monte, buscó y encontró va-
rios Payaguas huidos, que traídos al pueblo fueron castigados con azotes,
fuera de algunos otros que, desterrados por algún tiempo al Marañón,
debían de servir de escarmiento á los demás. El fin que se pretendía en
el castigo era buenísimo, y hubiera bastado el destierro que no sienten
tanto los indios. Los azotes en aquella gente jamás tuvieron buenas re-
sultas, y es una forma muy arriesgada si no precede su consentimiento.
Esto mostró constantemente la experiencia en las demás naciones del
Marañón, ni se debía pensar otra cosa de los Payaguas, nación indócil y
traviesa, que no estaba tan arraigada en el pueblo, ni tan rendida y tan
hecha á las costumbres de los demás pueblos. En efecto; resentidos, exa-
cerbados los Payaguas por los azotes de sus parientes , amigos y nacio-
nales, comenzaron á tratar entre sí, y aun á explicarse en términos de
quitar la vida al misionero. «La culpa de todo esto (decían en su lengua
»y sin mucho rebozo) la tiene ese padre demasiado impertinente, que sin
«hacerse cargo de nuestras idas al monte nos quiere estorbarlas. Sus
»quejas han movido al superior á traer á esta gente para castigarnos.
»Volveráse éste, y nosotros sabremos...» Esto era decir mucho. Pero los
intérpretes anduvieron fieles, y avisaron prontamente al superior del tra-
tado de los Payaguas y de lo que se les había escapado ; por lo cual no
teniendo ya por conveniente dejar entre aquella gente al misionero, en
cuya cabeza caería, sin duda, su resentimiento, le mandó entrar en su
canoa, y encargó al cacique y ancianos del pueblo que procurasen so-
segar los ánimos alterados mientras daba órdenes para enviarles otro
padre.
No fué esto por ahora necesario á los Payaguas, que apenas perdie-
ron de vista la armadilla, cuando dando fuego á la iglesia y casas, y
atravesando el río en sus canoas, se metieron por el monte hasta sus an-
Libro VIL— Capítulo IV 329
tiguas tierras, con la firme resolución de no volver á poblarse y de resis-
tir á los que pretendiesen sacarlos. En esta determinación estuvieron
tercos por siete años sin querer admitir pláticas de salir de sus bosques,
ni dar oídos á las muchas instancias y seguridades que se les hacían de
parte de los misioneros, hasta que el P. Miguel Bastida pudo, como vere-
mos, recogerlos y juntarlos en pueblos. Estas fueron las funestas resultas
del importuno castigo en los Payaguas, con que se confirmaron los pa-
dres en la opinión en que estaban comúnmente de que no convenía hacer
castigo semejante en los recién convertidos sin su mismo consentimiento.
Más firmes y constantes estuvieron los Icaguates , que habiendo ex-
perimentado otra terrible invasión de los Masamaes semejante á la pa-
sada, trataron de alejarse del sitio y mudaron su pueblo, dos ó tres días
de camino, más arriba de la boca del río Curaray, donde se establecie-
ron en la misma conformidad en que vivían en el pueblo antecedente. Y
aun tuvieron la ventaja de que no estando lejos de este lugar los Vitos ó
Vitoguages , de su misma nación, se les juntaron , y con el aumento se
hizo la reducción más respetable. De esta manera pudo servir este pue-
blo de escala para los viajantes y de recurso seguro á los misioneros en
las novedades y contratiempos que experimentaron después en este río
del Ñapo y en el de Aguarico, con ocasión de los nuevos pueblos que se
fueron formando de gente indócil é inconstante.
CAPITULO IV
REDUCCIÓN SÓLIDA DE LOS Z ÁMEOS, POR MEDIO DE LOS OMAGUAS
Casi al mismo tiempo de la conversión de los Icaguates en el río Ñapo,
se logró la paz, establecimiento y sujeción al yugo del Evangelio de los
indios Zameos, que no vivían en mucha distancia del pueblo de los Oma-
guas. Vimos ya á fines del siglo pasado á un mismo tiempo hechos y des-
hechos dos pueblos de esta nación en la Laguna Zapara, á las cercanías
de Ucayale. No fueron durables los establecimientos, porque las miras
del cielo eran que se redujesen los Zameos con más suavidad y dulzura
de las que se podían esperar del rigor y fuerza de españoles juntos en la
ciudad ideada por el P. Vidal. Mas ahora con la vecindad de los Oma-
guas, se lograron en los Zameos con más ventajas que en otras naciones
frutos del celo y aplicación de los misioneros, á que contribuyó de su
parte el genio, docilidad, buena índole y laboriosidad de la gente.
Ocupados los Omaguas en la formación de su pueblo, y haciendo via-
jes por el monte en busca de buenas maderas para su entero y sólido es-
tablecimiento, descubrieron por aquellas cercanías varios indios Zameos.
Esto bastó para que los observasen con cuidado, y para que hiciesen va-
rios viajes hacia aquellas partes movidos solamente de la curiosidad pro-
pia de todo indio, pero inocente en los Omaguas, nada hechos á molestar
330 Misiones del Marañón Español
á los vecinos, ni á hostilidades ó muertes. En uno de estos viajes encon-
traron cuatro jóvenes Zameos, y sin violencia alguna los llevaron al
pueblo, y los presentaron á su misionero, que se llamaba Bernardo Zur-
millen, y era muy bien quisto de los Omaguas. Alabó el padre á los su-
yos la diligencia en traer á los Zameos y la humanidad en no hacerles
daño, y trató de quitar el miedo y susto que mostraban los pobres gen-
tiles, hablándoles con mucho cariño y dándoles algunos donecillos. Hizo
después que con resguardo, cautela y benignidad, les fuesen llevando
por las casas, y que en ellas les regalasen y acariciasen, encargando
este cuidado muy en particular á los principales del pueblo. No omitió de
su parte el misionero de cuanto pudo entender que sería gustoso y agra-
dable á los Zameos, y los despidió con muchas demostraciones de con-
tento, dándoles alguna herramienta y otros regalillos para que los mos-
trasen y repartiesen entre sus parientes . De esta manera se fueron con-
tentos los cuatro jóvenes Zameos , y las demostraciones del cariño y dá-
divas suplieron la falta de intérprete. Los Omaguas salieron acompa-
ñando á los Zameos, y los pusieron en el mismo sitio donde los habían
encontrado.
Este primer hospedaje tan cariñoso fué bastante para que los Zameos
se asegurasen de la amistad sincera de los Omaguas. Porque á los quin-
ce días de la ida de los cuatro mozos, vinieron otros muchos Zameos y Za-
meas en tropa sin recelo alguno á visitar al padre y á los Omaguas. Entra-
toda satisfacción en el pueblo, y buscando por las señas que habían dado
ron con los primeros, la casa del padre, se le presentaron alegres y pla-
centeros como quienes daban á entender que querían su amistad y la de su
gente. Correspondió el misionero á su buen ánimo y usaron los Omaguas
de mayor franqueza con estos segundos, acompañándolos por el pueblo con
muchas muestras de júbilo y regocijo, convidándolos á porfía con cuan-
to pensaban serles gustoso y apreciable. Volvieron finalmente los Za-
meos llenos de donecillos y de cosillas que estimaban mucho, y llegados
á los suyos no hacían sino mostrarles los regalos, de que estaban aturdi-
dos sus paisanos, como de cosas que jamás habían visto ni se habían
figurado.
Querían contar á los suyos las cosas que habían visto en los Omaguas
y no sabían ni acertaban á explicarse por no tener especies de las cosas
que habían observado. Empezaban y no acertaban á parlar de las ca-
noas, del modo de manejarlas, de la destreza con que las volvían y revol-
vían contra la coriente del río y sobre todo de la seguridad conque atra-
vesaban en ellas un golpe inmenso de aguas que explicaban con la se-
mejanza del cielo Porque allá en sus montes donde sólo tenían algún
riachuelo, no podían declararla idea que formaron del gran río Marañón,
que mirando á la extensión y color del cielo. A otros había hecho gran-
de armonía la mucha abundancia y variedad de peces grandes y peque-
ños, de tantas figuras; porque hechos en sus bosques á un pequeño anzue-
lo, y al escaso fruto con que volvían á sus casas, de una sarta de peces
Libro VII.— Capítulo IV 331
pequeños, admiraban y no entendían cómo los Omaguas á pocas horas
de haber salido de sus casas, volvían cargados con tantos peces, que
en sus bosques bastarían para celebrar banquetes y convites por muchos
días con sus parientes y amigos.
Pero lo que más asombró á los Zameos, fué la pesca de las charapas
y vacas marinas. Ponderaban en éstas la grande mole de carne y como
se figuraban correspondiese la fiereza y resistencia á dejarse coger, mi-
raban remiraban y daban vueltas y palpaban con las manos el cuero,
buscando con cuidado las señales de las heridas de que habían muerto, y
no hallando alguna que á su parecer fuese bastante, se preguntaban unos
á otros y conferían entre sí lo que observaban , no sacando de su conver-
sación y examen otra cosa, sino que era imposible entender el modo con-
que los pescaban. No les hizo tanta novedad la figura singular de las
charapas, porque tal vez encontraban en sus montes algunas tortugas
de tierra algo parecidas, de cuya carne no se aprovechaban por no saber
abrirlas; pero les causaba admiración la grandeza de las tortugas de río
y la prodigiosa abundancia que con tanta facilidad cogían, y conserva-
ban en sus lagunitas ó charaperas, en los corrales de las casas; y más
no pudiendo entender la manera de pescarlas. Porque aunque se les mos-
traban los instrumentos y arponcillos, pero probando los Zameos á clavar
la púa á fuerza de golpes, apenas dejaban señal en el pellejo de la cha-
rapa. Tanto vale el uso.y la destreza en este género de pescar.
No tuvieron menos que admirar las mujeres Zameas en las Omaguas.
A unas embelesaban las pinturas y tejidos de los lienzos, otras se pren-
daban de la variedad y grandeza de las tinajas; á éstas hacía novedad
los cántaros de barro labrados con mucho primor y pintados de varios
colores; aquéllas se admiraban de la abundancia de fuentes y pla-
tos lucidos por la hermosa variedad de pinturas, y por el lustre apa-
cible de un fino y clarísimo barniz. La Zamea que lograba alguna
de estas piezas, se tenía por rica y volvía alegre al pueblo, á cele-
brar entre sus parientes el fruto de su viaje. Muchas tuvieron este
gusto, porque las Omaguas, generosas por genio, regalaban á sus huéspe-
das hasta satisfacer á su deseo, con el designio de aficionarlas á su pue-
blo, como les había encargado el misionero. No es fácil determinar si
prendó más á las Zameas ó álos Zameos lo que observaron en el pueblo
de San Joaquín. Lo que se puede asegurar es, que el recibimiento que en
él tuvieron y las cosas que allí vieron fué un atractivo grande para in-
clinarse á vivir con los Omaguas. En los viajes que se siguieron se insi-
nuaron algunos jóvenes de uno y otro sexo, deseosos de vivir en el pueblo,
y entendidos por el P. Zurmillen que era el gusto de sus padres y ancia-
nos, convino en que lo hiciesen algunos pocos, á quienes fué acomodando
por las casas de los Omaguas de mayor edificación. El buen trato, amor
expresivo y cariñosa asistencia que se observó en los primeros mozos
Zameos, atrajo á los segundos y el que se tuvo con estos llamó á los ter-
ceros, de manera que llegaron á componer un número considerable.
332 Misiones del Marañón Español
En bien poco tiempo de comunicación fueron entrando los recién ve-
nidos en la lengua de los Omaguas, porque como á jóvenes se les impri-
mía fácilmente la palabra, el gesto y la pronunciación, y por este medio
ya se lograba lo que deseaba el padre, de tener buenos intérpretes y en
abundancia para el resto de la nación. Como los padres y parientes visi-
taban frecuentemente á sus hijos y allegados por ver cómo lo pasaban,
y si se hallaban contentos y bien servidos en el pueblo, no perdían oca-
sión los Omaguas de exhortarlos á que se juntasen en un sitio y formasen
pueblos numerosos en que viviesen como ellos vivían. Había ya el misio-
nero anticipado estos convites por medio de los Zameos mismos para que
informasen á los principales de la nación de las prácticas y estableci-
mientos del pueblo, de la policía que en él se observaba y de las venta-
jas grandes que tendrían sus nacionales en imitar los Omaguas. Asegu-
rado ya por las respuestas de la buena disposición de los Zameos , se de-
terminó á tratar por sí mismo con algunos caciques sobre la formación
de algunos pueblos.
Piru, Tarama y Moluze fueron los principales que se resolvieron á
juntar sus gentes en pueblos, y lo ejecutaron formando dos, uno con la
advocación de San Miguel, enfrente de Ucayale, como una legua dentro
del monte hacia sus antiguas tierras, y otro con la advocación del beato
Regis, cerca de un río navegable que entra en el Marañón, poco más
abajo que el río Tigre. En ambos pueblos se juntó un número razonable
de Zameos , y en ellos se entabló luego la doctrina á que se asistía con
gusto. De esta manera, bautizados desde el principio los párvulos, se
iban disponiendo los adultos para el mismo sacramento, y por algunos
años, hasta el de '¿2, se fueron poniendo en práctica sin dificultad los en-
tables político-cristianos comunes á los demás pueblos.
En este año, el P. Julián, superior de las misiones, encargó al padre
Carlos Brentano, hombre de mucha caridad y prudencia, el cuidado de
los dos pueblos y la reducción del resto de la nación. Fijó su residencia
en el pueblo de San Miguel por estar en el centro de los Zameos, y por
ofrecer por entonces mayores conveniencias como menos distante de
los Omaguas. A los seis primeros meses de su llegada les dio un aumento
considerable, sacando en dos entradas que hizo á los montes varias fa-
milias de la nación. Pero creció más el de San Regis con la junta de una
parcialidad numerosa, cuyo cacique Abarrea, con toda su gente, había
traído el superior mismo en una penosa entrada hasta sus tierras. Esta
nueva parcialidad recién venida, hizo concebir mayores esperanzas y
más notables aumentos en este segundo pueblo, y pareció por lo mismo
ser en él más ventajosa la residencia del misionero. Ya hemos visto al-
gunas veces que algunos sitios prometen á los principios ventajas que
hace ver la experiencia no ser tan fundadas. Creíase más oportuno para
vivir el misionero el pueblo de San Miguel, por ser escala de comunica-
ción con los Zameos montaraces, por su buena disposición y por las tie-
rras que ofrecía correspondientes á buenas sementeras. Pero registrando
LiBKo VIL— Capítulo V ó'dS
con mayor atención y despacio los contornos del de San Regis, y cote-
jando los inconvenientes y ventajas de los dos sitios, se juzgó finalmente
que debía preferirse éste para la habitación del padre, así por su mayor
altura y mayor extensión de terreno, como por ser más sano y más bati-
do de los vientos. Ni le faltaba pesca y caza que tenían abundante en el
río Tigre y sus riberas, y en otros riachuelos y lagunas en que podían
pescar sin la concurrencia de los Omaguas.
Estas razones, juntas con la esperanza de que sería en adelante más
asistido el pueblo de San Regís, movieron al P. Brentano á fijar en él su
morada. Formó desde luego por medio de un buen intérprete un catecis-
mo en lengua Zamea, y con este socorro comenzó á doctrinar en lengua
propia. Cosa que trajo muchas mejoras á la nación, porque, no sólo se
fueron instruyendo con mucha suavidad en la doctrina, mas se pusieron
perfectamente en práctica las distribuciones, orden y gobierno de los
pueblos más antiguos. Debióse en gran parte el haber llegado esta re-
ducción en tan poco tiempo á la perfección que se deseaba, al fomento
de los jóvenes criados en los Omaguas, que transplantados á su pueblo,
fueron la levadura que sazonó á toda la masa, animando á sus paisanos
con su ejemplo, consejo y palabras. Tanta es la utilidad de esta especie
de seminarios de indios, que acostumbrados á vivir cristianamente y he-
chos á una vida política y civil, hacen gustar á los demás los frutos de la
enseñanza y quitar á sus nacionales aquellas dificultades que apenas
pueden vencer los misioneros. Prevaleció este pueblo como se creía y
llegó á tanto aumento y perfección, que por los años de 1768 no cedía á
ninguno de los más antiguos en cristiandad y policía.
CAPITULO V
FUNDACIÓN DEL PUEBLO DE SAN IGNACIO DE PEVAS, CAUMARES, ZAVAS
Y CAVACHIS
A la conversión de los Zameos se siguió la reducción de otras varias
naciones en lo bajo del Marañen, poco distante del río Ñapo. Fueron és-
tos los Caumares y Pe vas, á quienes se agregaron después los indios Zavas
y los Cavachis, naciones entre sí distintas, pero confinantes en sus bosques,
y lo que más admiraba, sin aquella oposición, encuentros y guerrillas que
son tan comunes entre los gentiles rayanos. Era tanto más de extrañar
esta paz y avenencia de unos con otros cuanto eran más diferentes las
condiciones de ellas. Porque los Caumares eran advertidos y de buena
penetración; los Cavachis, extremadamente bozales, sin que les entrase
la razón; los Pevas eran gente sincera y sin doblez; los Zavas poco fieles,
como lo mostraron con el tiempo; aunque todos ellos convenían en ser
igualmente laboriosos, trabajadores y de constancia en la fatiga.
La primera de estas naciones que tuvo trato y conocimiento con las
334 Misiones del Mará ñon Español
de nuestra misión, fué la nación de los Caumares. Vivía ésta cerca del río
Guerari, y antes que los Omaguas desamparasen aquel sitio por las ve-
jaciones de los portugueses, tuvieron amistad con los Caumares; y aun
alguna otra familia de éstas se había agregado al pueblo de los Omaguas;
pero cuando pasaron á Ucayale, no se determinaron á seguirle los pocos
Caumares y se volvieron á sus bosques. Desde ese tiempo quedaron como
desconocidos y olvidados, hasta que siendo misionero de los Omaguas
el P. Sin?ler, varón de mucha prudencia y celo, con las noticias que tuvo
de aquellas gentes retiradas salió en su busca con algunos de sus indios,
y subiendo dos días por el río Guerari, halló rastros de camino, que segui-
dos con cuidado, le condujeron á una casa en que vivían puntualmente
los Caumares que pretendía encontrar.
Como llevaba consigo algunos Omaguas antiguos conocidos suyos, se
renovó fácilmente la amistad antigua, y comunicada la noticia de la ve-
nida del misionero á otras casas del contorno, acudieron donde estaba el
padre algunos principales de la nación, unos por el interés de los doneci-
llos que esperaban, y otros por saber los designios de aquella visita. Re-
cibióles con mucho agrado el P. Singler, y les manifestó que sólo preten-
día con su venida hacerles todo el bien que pudiese en el alma y en el
cuerpo, darles á conocer un Dios criador de todas las cosas y socorrerlos
con las herramientas necesarias para sus sementeras y con las demás
cosas de que hubiesen menester si se determinaban á juntarse con el
pueblo de los Omaguas sus amigos, pues ya veían ser ellos muy pocos
para poder formar un pueblo entero por sí mismos.
Ad: latieron los Caumares sin dificultad el convite, y el padre llevó
consigo los que cupieron en las canoas, ofreciendo enviar otras, como
después envió, para el resto de la gente Todo iba sucediendo conforme
á las intenciones del misionero, porque juntándose esta gente y la demás
que se fuese descubriendo en el pueblo ya formado de San Joaquín, más
pronto y fácilmente entrarían los Caumares en las prácticas de la mi-
sión, serían más asistidos y se ahorraba la fatiga grande é indecible tra-
bajo de criar un nuevo pueblo, expuesto siempre á los riesgos, peligros é
inconstancia que mostraba la experiencia. Pero no eran éstas las dispo-
siciones del cielo, porque quería el Señor que estos gentiles trasplanta-
dos fuesen las primeras piedras de otro pueblo que con algunas variacio-
nes y contratiempos perseveró, sin embargo, hasta los años 1768.
Sucedió que á poco tiempo de haber llegado los Caumares al pueblo
de San Joaquín, comenzaron á enfermar por la novedad del sitio, agra-
vándose de modo el mal, que iba ya haciendo notable estrago en la gente
nueva. La experiencia había hecho conocer en otras partes ser muy cos-
tosa la detención de gente nueva en semejantes circunstancias, y se ha-
bía probado como medio eficaz para el recobro de la salud el hacerlos
volver á sus antiguas tierras. Consolábase el misionero con que no se
malograba la gente en su retorno, pues llevaba ya el conocimiento de
Dios y el práctico de las ventajas de vivir en poblaciones atendidas y
LiBtio VIL— Capítulo V 335
asistidas de padres como las de los Omaguas. Estos mismos, con mucha
caridad, llevaron en sus canoas á los Caumares hasta el puesto en que se
embarcaron en Gruerari, y despidiéndose en tierra y amigablemente unos
de otros, los Omaguas tiraron á su pueblo y los Caumares se metieron en
sus tierras.
Mostró luego el efecto lo acertado del dictamen, porque no fué nece-
saria otra cura para la enfermedad, que pisar los Caumares sus bosques
y respirar los aires en que se habían criado. Parece que la salud recobra-
da en sus tierras y perdida en las extrañas, les había de quitar las ganas
de salir de las montañas en que habían nacido, y que sólo tratarían de
esconderse más en ellas por no ser descubiertos, porque es vehementísima
la inclinación de la naturaleza á vivir con salud como fundamento de
todos los bienes naturales. Pero no era la nación ni tan huraña ni tan
adicta á sus bosques que no hubiesen prendido en ella la doctrina del
P. Singler, su trato suavísimo, el agrado de los Omaguas y la convenien-
cia de vivir en un pueblo. Estas ventajas pudieron más con ellos que los
peligros y riesgos de perder la salud y la vida si salían á campo descu-
bierto. Empezaron á pensar sobre el modo de juntarse en pueblo y po-
nerse en manos de algún misionero. Tenían amistad antigua con los Pe-
vas, nación confinante, y con el designio de que les siguiesen en su esta-
blecimiento, la renovaron repartiendo con sus amigos de aquellos done-
cillos que habían traído consigo. Con esta ocasión, les dieron noticia de
la amistad con los Omaguas; de su ida y vuelta por las enfermedades, y
de las conveniencias que habían observado en el vivir muchos en un
pueblo. No pasó adelante el tratado, pues bastó lo dicho para aficionar á
los Pevas á sus bienhechores y dejarlos inclinados á población.
El misionero de Omaguas, aunque no sabía nada de las intenciones de
los Caumares y de lo tratado con los Pevas, no pudiendo olvidarse de sus
amados hijos, volvió á un año de su retirada á buscarlos, visitarlos y
consolarlos en sus tierras antiguas. Fué recibido con muchas demostra-
ciones de júbilo y alegría. Contáronle con gusto el pronto recobro de la
salud, la visita hecha á los Pevas, sus amigos, y lo aficionados que
habían quedado en juntarse con ellos. No necesitaba tanto el padre
Singler para visitar aquella nación . Informóse de la situación en que es-
taban, y conociendo que la travesía por montes hasta sus tierras sobre
ser larga era también difícil, por falta de prevenciones, determinó ir por
agua á visitar á los Pevas, llevando consigo algunos Caumares que se
ofrecieron voluntariamente á acompañarle y á servirle de guías y de in-
térpretes Entrando por un río ó quebrada llamada Chiquita, llegaron
después de dos días á un puerto bastantemente frecuentado. Dejaron
aquí las canoas y entraron por el monte hasta las casas de los Pevas, que
no sólo celebraron con fiesta su llegada, pero les agasajaron cuanto les
fué posible, hasta franquearles sin reparo alguno las olletas de veneno,
que es la señal más fina de amistad y la más cordial demostración de es-
tima que pueden dar aquellos gentiles.
336 Misiones del Marañón Español
Detúvose el padre algunos días con los indios Pevas, y vio en este
tiempo algunos de los más principales en sus propias casas, y otros de
los más distantes, vinieron á las más cercanas. Hablóles con agrado del
motivo de su venida y les convidó á formar un pueblo ofreciendo atender-
los con lo necesario y de vivir con ellos, cuando le tuviesen hecho, ó dar-
les otro padre en su lugar. Conviniendo los Pevas en la ejecución del
pueblo, y en juntarse con los Caumares, bautizó el misionero algunos pár-
vulos, por principio de la reducción. En la elección del sitio hubo bien
poco en que pensar, porque el puerto mismo donde quedaban las canoas,
presentaba un plan extendido de tierra alta, y despejado que agradó por
entonces. Y poniendo manos á la obra hicieron un desmonte correspon-
diente, en cuyo centro se plantó una Cruz grande por principio del nue-
vo pueblo á que dio el P. Singler, la advocación de San Ignacio de Loyo-
la. Pero antes de formalizarle, conocieron, como sucedió varias veces, no
ser el sitio tan cómodo, como se lo prometían; y á esta causa le mudaron
y concluyeron en la misma boca de la quebrada Chiquita.
A poco tiempo de su fundación se les envió misionero propio, que pa-
rece haber sido el P. Adán Vidman, persona de mucha santidad, y muy
respetado en la misión. A lo menos, este insigne misionero, trabajó muy
desde los principios con gran celo, aplicación y acierto con los indios
Caumares, y dio á su pueblo un sólido establecimiento, estableciendo en
él las prácticas comunes y policía de los demás. En algunos años que
perseveró el P. Adán en San Ignacio, hizo por fin pasar el pueblo para
mayor firmeza y con mejor forma, cerca de un torrente que desemboca
en Guerari; y los Covachis, que habían formado un pueblecito de Nuestra
Señora de las Nieves, no lejos de este nuevo sitio, se juntaron á diligen-
cia del H. Jorge Vintersse á los Caumares y Pevas. Últimamente se agre-
garon á San Ignacio los indios Zavas que á instancias del P. Francom-
beti, que los había reducido, formaron un pueblecito aparte en el río
Apayuca, y después, siendo éste misionero de San Ignacio, les fomentó
cuanto pudo con el designio de tirarles al pueblo principal. La disposi-
ción y buen ánimo de estos gentiles, daban muy buenas esperanzas al
P. Francombeti de formar un pueblo numeroso; y en medio de su avan-
zada edad y salud nada robusta, repitió viajes bien penosos desde San
Ignacio, en donde residía, para fomentar á los Zavas; pero cuando se em-
pezaba á ver el fruto de su celosa aplicación, cortando la muerte tan
buenas esperanzas, que formaba el misionero por los años de 1736, que-
daron los Zavas sin fomento por algunos años, por falta de misioneros.
Y ésta fué la ocasión de los daños y atrasos de esta parte de la misión,
porque aunque se logró finalmente la unión de los Zavas, con los Cau-
mares, Cavachis y Pevas, hubo varias desgracias en la reducción, y no
fué la menor la cruel muerte que dieron á un fervoroso misionero, como
contaremos á su tiempo.
Libro VIL— Capítulo VI 337
CAPITULO VI
EXTIENDE SUS CONQUISTAS POR LA NACIÓN ZAMEA EL P. CARLOS BRENTANO
Y FUNDA NUEVOS PUEBLOS
Corría ya el año de 1736, cuando, llegado á Quito por visitador de la
provincia el P. Andrés de Zarate, tuvo por conveniente llamar para
rector y maestro de novicios á Tacunga al P. Juan Bautista Julián, su-
perior de las misiones. A esta salida se siguieron en el Marañón las mu-
danzas de los PP. Singler y Brentano, señalado aquél por superior de las
misiones, y éste por misionero de los Omaguas. Como halló este pueblo
tan bien establecido y á los Omaguas mismos tan celosos del nombre
cristiano, se prometió desde luego con ellos, y por medio de ellos hacer
nuevas reducciones , aunque á costa de repetidos viajes á las tierras de
los Zameos. Habían aquellos indios bienhechores de la misión ayudado
al P. Zumillen á la formación de los dos primeros pueblos de los Zameos,
y servido no poco al P. Singler para la misión en la reducción de los Cau-
mares y Pevas; ahora juntaron sus cuidados con los del P. Brentano para
recoger otras varias parcialidades de Zameos, esparcidos por los mon-
tes. Como sabían estos montaraces las ventajas de sus nacionales en las
nuevas reducciones y el trato cariñoso que les daban los padres, no re-
sistieron á juntarse entre sí varias parcialidades ; pero no se pudo reca-
bar de ellas que todas se juntasen en un sitio, por las razones que tantas
veces hemos apuntado, de oposiciones y temores de ser hechizados. Vióse
precisado el misionero á contentarse con que formasen varios pueblos
como lo hicieron en el mismo año.
El primero se llamó San Juan Evangelista de Migueanos, donde se
juntaron los caciques Muino y Bauli , con su gente, en distancia de tres
leguas de San Joaquín, dentro del monte. El segundo se dedicó á San An-
drés Apóstol, donde vivían los Parranos, y estaba puesto en las ribera^
del río Itayi, á espaldas del de los Omaguas, con camino abierto, ancho
y llano, de solas tres horas de travesía. Un día corto más abajo del pue-
blo de San Andrés, se formaron en el terreno los Amaonos con el nombre
de San Felipe y Santiago, siendo sus caciques Amaona y Guasiamao.
Todas estas eran parcialidades de la nación Zamea, y estaban en buena
proporción para que las asistiese el misionero desde el pueblo de su resi-
dencia, porque la mayor distancia no pasaba del camino de un día.
Como tenía también á su cargo el partido de San Regís, de la misma na-
ción, logró que dos principales de ella, Policee y Mutayara, ya ganados
los años pasados por el P. Julián, formasen otro cuarto pueblo con su
gente en la orilla del río Navapo, que desemboca en el Tigre y viene á
buscar al Marañón por la banda del norte, un día más arriba de la boca
de Ucayale. Dióse á este último pueblo el título de San Simón de Navapo.
22
:J3S Misiones del Marañón Español
Grandes eran los cuidados del P. Carlos Brentano con tantas funda-
ciones ; el afán era continuo, los viajes repetidos y el trabajo insoporta-
ble, cargando sobre un hombre sólo el peso de siete pueblos, de los cua-
les debía formar cuatro en lo temporal y espiritual. Por otra parte, no
se podía menos de atender al pueblo de San Ignacio de los Caumares,
poco antes fundado, que por falta de operarios no tenía misionero propio,
y siendo gente tan nueva y necesitada de instrucción, no se les podía de-
jar sin pastor por mucho tiempo. Esforzábase el P. Carlos á cuidar de
todos , y aunque es verdad que el fruto suavizaba el cúmulo grande de
molestias y penalidades, era necesario al fin que un misionero solo se rin-
diese á la fatiga, que iba creciendo cada día con el número de gente nueva
agregada á los pueblos
Conocía muy bien esto el P. Singler, superior de las misiones; pero ni
podía enviar sujeto que partiese con el P. Carlos los cuidados, ni se le
ofrecía la manera de ocurrir á necesidad tan pronta. En este apuro le
abrió la providencia un camino bien extraordinario para que saliese del
ahogo. Hizo un viaje á la ciudad de Archidona, acaso para solicitar desde
allí nuevos misioneros, y se encontró en esta ciudad con un clérigo secu-
lar llamado D. José Vahamonde. Venía este sacerdote de Quito, y orde-
nado á título de misionero del Marañón, se le ofreció al superior con
grande ánimo para ayudar á los misioneros en las empresas del bien de
las almas, protestando una entera dependencia y sujeción á sus órdenes,
así en la asignación del sitio y de las mudanzas que de él se hiciesen,
como en el modo de procurar la propagación déla fe en las naciones bár-
baras, por los medios de suavidad, dulzura y mansedumbre que usaba la
Compañía. Concluyó su oferta generosa , diciendo que se contase con él
en esta parte, como si fuese, ni más ni menos, un individuo de la religión.
Admiróse el superior de una resolución tan valiente, y no teniendo
alguno de la Compañía de quien echar mano, se aprovechó de las ofer-
tas del clérigo secular y lo envió desde Archidona para que cuidase del
partido de San Regís, siempre con algún recelo de que no correspondiese
en la ejecución á los buenos deseos que mostraba , porque al fin, como
secular y hecho á vivir á su propia voluntad , fuera del yugo de la obe-
diencia, no era extraño que volviese atrás de lo comenzado, y más cuando
le esperaba un noviciado demasiadamente estrecho y riguroso en aquellas
montañas tan abundantes de penalidades y trabajos. Las elecciones de
Dios son muy diferentes de las de los hombres. Enviaba el superior á más
no poder al Marañón á D . José Vahamonde , por no tener otros de la
Compañía de quien poder disponer, y Dios nuestro Señor para confundir
la humana sabiduría le tenía escogido muy de antemano y le enviaba
con singular destino para misionero de Mainas para que con su celo, pru-
dencia , pericia de lenguas y acertada conducta , adelantase gloriosa-
mente las conquistas del Evangelio, sirviese grandemente en los mayo-
res apuros de rebelión y entrase en la Compañía por su señalada virtud,
conocido mérito y talentos singulares.
Libro VII.— Capítulo VII 339
CAPITULO VII
PASA Á VISITAR LAS MISIONES EL P. ANDRÉS ZARATE Y REDUCCIÓN DE LOS
INDIOS NAPEANOS
Poco después de haber llegado al partido de San Regís, el nuevo clé-
rigo D. José de Vahamonde, entró á la visita de la misión de Mainas el
visitador general de la provincia de Quito, P. Andrés Zarate, que había
llegado de la provincia de Castilla, y quiso ver por sí mismo los pueblos
recientemente fundados de Zameos y el de San Ignacio de Cauraares y
Cavachis. Mostró grande complacencia, como varón celoso de la conver-
sión de la gentilidad, en ver esta parte de la misión con tan fundadas es-
peranzas de un establecimiento seguro y permanente, que podía servir
de puerta y escala para la reducción de muchas naciones pacificadas y
para la pacificación de otras nuevamente descubiertas. Alabó las fatigas
de los misioneros, encareció su sagrado ministerio, y para darles á en-
tender lo mucho que estimaba esta gloriosa parte del instituto de la Com-
pañía, él mismo en persona quiso entrar á la parte con los demás padres.
Informado largamente de la situación y calidades de las naciones bár-
baras más nombradas y más numerosas , determinó que se hiciese una
entrada á la valerosa nación de los Iquitos, indios guerreros, y que se
decía ocupar grande extensión de tierras y países. Estaba la nación
Iquita confinante con la Zamea, y era guerrera por genio y por valor;
intrépida en acometer, constante en la defensa, sin ceder hasta en el úl-
timo peligro; tan bárbara y feroz en los combates, que cedía con dificul-
tad á la vista del estrago conocido, atrevida y aun arrojada con los blan-
cos que manejaban armas de fuego tan superiores á las suyas. En el úl-
timo lance de quedar en manos de los enemigos, se aseguraban con la
fuga por su ligereza y por la facilidad de esconderse en sus bosques es-
pesos y enmarañados. Escogió el visitador esta nación por parecerle
más numerosa , y por prevenir los daños que podían hacer los Iquitos,
como tan vecinos á las reducciones de Zameos ; pero dejó la disposición
de la empresa, á que quiso asistir como misionero, al superior de las mi-
siones, como más práctico en estas entradas y que entendía mejor los hu-
mores de las gentes.
Previno éste, de acuerdo con el teniente de Borja, una armadilla de
150 indios escogidos y de toda satisfacción, con tres blancos ó españoles.
Determinóse el viaje para el mes de Marzo de 1737, en que junta toda la
gente en San Joaquín de Omaguas , se embarcó con ella el padre visita-
dor con su compañero el H. Mugarza. Acompañáronle en la expedición,
fuera del superior, el P. Brentano y el clérigo Vahamonde, que ya desde
entonces daba muestras del talento singular que descubrió en el trato y
manejo de los gentiles. Salió la armada alMarañón, y al día segundo de
340 Misiones del Marañón Español
navegación, dejando el río Masa de los Masamaes, entró por el río Nanai,
por donde subió, como unos ocho días : al cabo de los cuales, descubriendo
algunos rastros y señales de camino, determinaron seguirlos internán-
dose una partida con cautela por el monte. A cosa de dos leguas topa-
ron una casa sin habitadores algunos, y siguieron por la banda contraria
otro camino que les guió á otra casa en que hallaron solamente una mu-
jer, que preguntada por su gente respondió haber salido toda ella á una
pesca general con la hierba de barbasco, en cierta laguna que no estaba
muy distante. No eran éstos Iquitos como se pensaba, sino otros indios
diferentes que el Señor ofrecía sin ser buscados.
Los e:xploradores llevaron á la mujer que habían encontrado en la
casa al puerto mismo de las canoas, en donde el visitador y los demás
padres, por medio de an intérprete, la serenaron y quitaron el susto que
mostraba. Añadieron después algunos regalillos de anzuelos, agujas y
otras cosillas, y cargada de dones la hicieron volver á su casa bien
prevenida por medio de los intérpretes de lo que pretendían los pa-
dres, que era la paz y amistad con su gente, para que se lo refi-
riese á los suyos. Aguardaron los misioneros con la comitiva en el
mismo sitio, esperando las resultas de lo practicado con la india ; pero
no contentos con esta diligencia dos jóvenes Zameos , criados entre los
Omaguas, salieron del real á la desfilada con el fin de dar á entender
por sí mismos á los de la casa, lo bien que les estaría la paz y amistad con
los padres, que si bien intentaban con aquel viaje el descubrimiento y
paz de los Iquitos, se alegrarían mucho de su salida y los recibirían con
benevolencia y agrado. Surtió la diligencia todo el buen efecto que in-
tentaban los Zameos, porque luego salió el cacique Guaime con otros
principales á las riberas del río, acompañado de un número más que me-
diano de indios, no ya armados como de guerra, sino engalanados con
todos aquellos adornos gentílicos que acostumbran en ocasiones de visitas
de paz y amistad entre sus parientes.
El padre visitador les recibió y acogió con todas las señales y demos-
traciones de benevolencia y amor, que podían atraerles más y ganar las
voluntades. Y sirviendo de intérprete el P. Singler en lengua Omagua
con un joven Zameo, que se dejaba entender de los recién venidos, les
dijo el P. Zarate el grande gusto que había ocasiado á todos su salida;
pero que le tendrían mucho mayor en que, siguiendo el ejemplo de sus
nacionales los Zameos, establecidos en reducciones, se determinasen
también ellos á formar una en el sitio que les pareciese más cómodo á la
orilla del río en que se hallaban. Ofrecióles atender en todo si venían en
ello, proveerlos de las cosas necesarias y tomarlos á su cargo, como á los
demás indios de la misión. Respondieron los Napeanos, que así se llama-
ron en adelante, si es que acaso no tenían de antemano este nombre, que
se agregarían gustosos por las noticias que ya tenían anticipadas y por
las ofertas que les hacían, y que tratarían luego de formar un pueblo.
Reparó el superior Singler en la docilidad, agrado y sencillez de la
Libro VII.— Capítulo VII 341
gente, superior, á lo que parecía, á otras parcialidades del Marañón, y
aseguró al visitador que no podía desearse mejor disposición , ni se debían
pretender más seguras muestras de la sinceridad de sus ofertas. Y así,
por no malograr el lance que se presentaba con apariencias tan buenas,
se les dijo luego que buscasen sitio para su población. No hubo mucho
que hacer en la elección, porque tenían bien conocidos todos los parajes
cercanos , y á poca distancia del lugar donde estaban presentaron uno
que pareció á los padres muy á propósito para reducción y ventajoso
para todos. Los cristianos rozaron un trozo del monte demarcado, y la-
brando una cruz grande la fijaron en él por principio del pueblo, á que
se dio la advocación del Apóstol San Pablo. Bautizó el mismo visitador,
con mucho consuelo suyo y edificación de los demás padres, los niños.
Repartió algunas herramientas á los principales, y regaló á los demás
con algunas cosillas. Animó de nuevo á los caciques, á que sin perder
tiempo empezasen con los instrumentos que les daban un buen desmonte
capaz de un pueblo grande. Respondieron los principales que á la vuelta
del viaje que pensaban hacer los padres á los Iquitos, hallarían traba-
jando con empeño en el nuevo pueblo, no sólo á los presentes, sino á otros
muchos que vendrían á juntarse.
Lograda esta ocasión que ofreció la Providencia , tiró adelante la ar-
madilla por el río Nanai en busca de los Iquitos, que no podían, estar muy
distantes del sitio, según las noticias que daban los Napeanos. Al día se-
gundo de navegación descubrieron los exploradores algunos rastros de
camino. Siguiéronlos con cuidado por el monte, y á poco trecho se certi-
ficaron ser la senda frecuentada de gente por las pisadas recientes que
mostraba. Volvieron atrás, según el orden que llevaban, y dieron aviso
del descubrimiento á los misioneros, con cuyo acuerdo, fijando el teniente
su real en aquel paraje, envió unos pocos indios para que se hiciesen
bien cargo de la distancia hasta la casa ó casas de los gentiles , y para
que observasen su tamaño, pero con la precisa obligación de volver atrás
en observando estas cosas, sin empeñarse en pasar más adelante, ni ha-
cer alguna sorpresa. Toda esta circunspección y cautela es necesaria en
las nuevas entradas, y por falta de ella se han perdido muchos lances
como se malogró el presente. Porque los descubridores no juzgando de-
ber dejar una oportunidad que se les presentó en el camino, se asegura-
ron de dos mujeres y un Iquito que encontraron á la orilla de un ria-
chuelo, y en esta desobediencia al orden intimado del teniente estuvo
todo el daño, porque de ella, nacieron resultas del todo contrarias á las
que se originaron de la presa de la mujer Napeana.
Sintieron los de la casa más cercana al riachuelo la bulla que metie-
ron los nuestros en la presa de las tres personas de su nación, y descu-
biertos ya de los Iquitos, los cristianos no pudieron hacer su negocio con
suavidad y dulzura. Porque los gentiles los vinieron siguiendo repartidos
por varias ocultas sendas, hasta la orilla del río y pareciéndoles mucha
la gente de la armada, dieron la vuelta á la casa con el designio de lia-
342 Misiones del Marañón Español
mar á los del contorno. En efecto convocaron en aquella noche todos los
indios que pudieron y se dejaron ver bien de mañana en buen número,
armados de lanzas y rodelas y ocupadas las puertas de las salidas. Con
esta vista dieron los nuestros por perdida la expedición, y no se pensó en
otra cosa sino en que fuese entrando la gente con orden en las canoas.
En vano convidaban desde ellas á los Iquitos con la paz y amistad usan-
do de todas aquellas señales y acciones que acostumbraban entre sí las
naciones del Marañón. Fieros los Iquitos á todo se negaron menos á pelear
y venir á las manos, y siendo esto lo que más huían los cristianos, aun-
que tan superiores en número y armas de arco, flecha, estolica y algunas
bocas de fuego, sólo se mantuvieron á la defensa, pero insistían tanto los
temerarios gentiles, que no se pudo usar de la defensa necesaria sin algún
daño del enemigo, tanto más soberbio cuanto más se tiraba á excusar la
pelea. Porque desesperado un Iquito de que no quisieran pelear los cris-
tianos, se encaró lo más cerca que pudo con un soldado, y con increíble
atrevimiento iba á despedirle una lanza al pecho con que pensaba atra-
vesarle. Viéndose el soldado en tanto peligro le ganó por la mano con
un tiro de arcabuz y lo dejó tendido á la orilla del río. Oyendo los demás
el estruendo y reparando en el estrago del tiro, dejaron caer las armas,
y desaparecieron por los montes. Era ya excusado el seguirlos, y así de-
terminó la armada dar la vuelta hacia los Napeanos, muy pesarosos de
la inutilidad de la empresa por la imprudencia y poco rendimiento de
los descubridores.
Llegados los nuestros al nuevo desmonte de los Napeanos, fueron re-
cibidos de sesenta indios que estaban trabajando en él y de otra tropa de
gente que con la noticia habían salido de los bosques y les esperaban en
cumplimiento de lo prometido. Detuviéronse en este sitio por un día en que
bautizó el visitador otros niños que le ofrecieron, y repartiendo nuevos
dones, prometió enviarles con otros socorros un padre misionero, que les
cuidase en viendo que habían cumplido con lo que ofrecían hacer. Que-
daron muy contentos los indios con los regalos y ofertas del visitador,
que dio la vuelta con la comitiva al pueblo de San Joaquín, desde donde
las partidas de gente se recogieron á sus respectivos pueblos.
En medio del sensible dolor que ocasionaba á los misioneros la vuelta
sin el pretendido fin de paciñcar á los Iquitos , tuvieron que adorar las
ocultas disposiciones de la divina Providencia que concede la vocación de
la gracia á la fe, cuando, como á y quienes quiere, eligiendo por sola su mi-
sericordia á quien le parece, y dejando en su ceguedad y tinieblas á quien
no le parece conceder tan singular llamamiento. Buscaban los padres á
los Iquitos de quienes tenían noticia y el Señor les ofrece los Napeanos
no sólo no buscados, pero aún ocultos. Así trueca Dios las suertes y cruza
los brazos contra lo que piensan los mortales. Con todo eso no perdían
del todo los misioneros las esperanzas de atraer al rebaño de la Iglesia
aquella grey descarriada que se mostraba rebelde, y consolados con que
verían en breve tiempo un pueblo nuevo de indios Napeanos, creían que
Libro VIL— Capítulo VIII 343
podrían ser éstos algún día escala para los indios Iquitos y medios para
su reducción. No les engañaron estas esperanzas, fundadas en la cerca-
nía de los Napeanos, porque al fin estos con su misionero ganaron á los
Iquitos que recibieron poco después la luz del Evangelio, como veremos
á su tiempo.
Por ahora es mucho de notar otro rasgo particular de la Providencia
en la asionación del misionero que se había de enviar á los Napeanos,
como les había prometido el P. visitador. Fueron señalados dos padres
jesuítas experimentados, el uno después del otro; porque un pueblo tan
nuevo que aún no estaba formado pedía un sujeto práctico, de celo, pru-
dencia y constancia y hecho ya á tratar con los gentiles, para comenzar
y llevar á cabo la fábrica espiritual y temporal de los recién agrega-
dos. Pero ni el uno ni el otro sin saber por qué ni cómo pudo pasar á los
Napeanos, ofreciéndose siempre que se trataba de la partida, nuevos em-
barazos que en otras circunstancias se vencían fácilmente y ahora cerra-
ban el camino sin acabar de romperlos. Fué finalmente señalado del su-
perior á falta de otros más experimentados D. José Vahamonde y en hu-
mana prudencia fué sólo echar mano del que se pensaba que haría menos
falta para otros destinos. Pero este mismo era el que quería Dios enviar á
los Napeanos, para obrar por instrumentos flacos y al parecer despropor-
cionados cosas grandes y de su mayor gloria, como empezamos á decir.
CAPITULO VIII
TRABAJOS Y FATIGAS DE DON JOSÉ VAHAMONDE Y CÓMO LOGRA LA
REDUCCIÓN DE LOS IQUITOS
Partió el clérigo misionero con la bendición del Superior á las misio-
nes, al sitio en donde los Napeanos habían comenzado á idear su reduc-
ción. Y aunque fué muy bien recibido de los indios, pero sólo halló á su
primera llegada dos casas hechas, y lo demás bastantemente atrasado.
No se acobardó con esta primera vista cuando esperaba encontrar las
cosas más adelantadas. Hizo correr por los montes la noticia de que
había llegado el misionero prometido del P. visitador, y que venía única-
mente destinado á fijar su residencia en aquel sitio, y á vivir de asiento
con ellos, para dirigirlos, enseñarlos y ayudarlos, en cuanto era necesa-
rio para una sólida y permanente reducción: que él estaba persuadido á
que los indios cumplirían de su parte lo que tan de veras habían ofrecido.
Para acalorar más el empeño hizo algunos viajes por sí mismo á varias
casas de los gentiles, que le siguieron sin resistencia y vinieron determi-
nados á establecerse con él, envió mensajeros á otras que por más distan-
tes no tenía lugar para visitar por sí, y no fué necesario repetir la dili-
gencia dos veces, porque todos al primer aviso se daban por obligados, y
lo que es mucho de admirar entre gentiles, no hubo parcialidad que difl-
344 Misiones del Marañón Español
cuitase la salida ó alegase motivo de excusa, pareciéndoles que una vez
convidados era preciso no desechar el convite. Así bendecía el cielo los
primeros fervores del celoso clérigo que, experimentando tanta docilidad
en la gente, daba gracias al Señor de todos y procuraba hacerse como
uno de los indios acomodándose al humor y al genio de los Napeanos.
A poco tiempo de su llegada, con su celo, aplicación y maña logró lo
que apenas se había visto en las demás naciones; el formar un pueblo
que desde su primer designio salió regular y bien formado. Hizose desde
luego en los seis meses primeros dueño de la lengua Napeana, porque el
Señor que le escogía para el alto ministerio de misionero, le dotó de un
singular talento para aprender presto y con facilidad las lenguas más
enrevesadas de la misión. Con la gracia de la lengua se hacía querer
más de los indios, y se aprovechaba con más ventajas de las buenas dis-
posiciones de la gente. Entabló sólidamente la doctrina, que declarada en
la lengua propia oían con mucho gusto los Napeanos, y procedió con tanto
acierto, destreza y maña que, ya disimulando, ya corrigiendo y exhor-
tando siempre con singular dulzura de palabras y con un aire gracioso
á los naturales, que en pocos años tuvo por fruto de su cultivo y aplica-
ción un pueblo cabal, que no cedía en nada á los más antiguos en prác
ticas comunes de cristiandad y gobierno.
Celebraban todos los aciertos y se alegraban del suceso feliz del mi-
sionero, que no se olvidaba por su parte de dar cumplimiento á las órde-
nes que le encargaba el superior de procurar por todos los modos la re-
ducción de los Iquitos. La esperanza de su conversión estaba ya pen-
diente de los Napeanos y de su ministro, y no creía posible el conseguirla
por otros medios que por la intervención de Vahamonde y de sus indios.
Habíanse hecho otras dos entradas para conseguir la paz y amistad de
estos gentiles, y una de ellas con mucho aparato militar de cajas, pífa-
nos y banderas; pero una y otra había sido tan inútil como la del visita-
dor, y no sin mucho peligro de desgracia, que por buena ventura pudieron
excusar los padres que dirigieron las empresas. Con estas repetidas ex-
periencias se habían ya retirado de los Iquitos, teniendo por menos in-
conveniente dejarlos en su orgullosa terquedad y ceguera que escarmen-
tar la insolencia con que insultaban.
Sólo restaban las esperanzas que daba el pueblo de San Pablo y el
apoyo de su misionero Vahamonde, el cual por la cercanía del sitio, por
las noticias que iba tomando y por tener ganados y á su mandar á los
Napeanos, hacía posible la conquista de la nación Iquita. No tardó mu-
cho en satisfacer á la expectación que de él se tenía. Dueño ya de la
lengua de los Zameos y habilitado á tratar por sí con los Napeanos, sin
medio de intérpretes, se informó á fondo de sus antiguas guerrillas con los
Iquitos, del número de éstos, de la distancia de las casas, de las entradas
y salidas, y de otras varias particularidades cuya noticia le parecía con-
veniente para su designio. Supo, entre otras cosas, y oyó de los mismos
Napeanos , el concepto que tenían formado del valor y destreza en pe-
Libro VIL— Capítulo VIII 345
lear de los Iquitos , y sacó en limpio que si bien aquellos gentiles eran
v^alerosos , intrépidos y arrojados , pero que los Zameos , en sus encuen-
tros y refriegas, suplían con ventajas, por la destreza en armar embosca-
das, á la valentía, pujanza y atrevimiento de los Iquitos, de manera que
casi siempre los habían contenido, y no pocas veces hostigado cogiéndo-
los de sorpresa. Cuando esto le contaban los Napeanos, estaban tan lejos
de mostrar cobardía, que antes bien se ofrecían al misionero para acom-
pañarle en la empresa de pacificar á los Iquitos, asegurándole que sabían
coger inocentemente algunos de éstos sin darles lugar á jugar las armas
ni necesitar ellos de usar las suyas.
No se detuvo D. José en más averiguaciones, ni le pareció necesaria
más gente para ganar aquella nación que la' de su pueblo. Determinóse
abacería prueba, que salió harto mejor que las pasadas, aunque no
llenó el colmo de sus deseos. Hizo tres viajes á las tierras de los Iquitos,
pero con tantas fatigas, molestias y necesidades, fuera de los peligros de
la vida, de que no se hacía caso, que dio bien á entender el apostólico
celo que le animaba. Porque la gente del pueblo era nueva y nada hecha
á viajes en canoas ; sin uso ni inteligencia en su manejo y sin tener la
menor idea de navegación. Era menester cada día hacer sus enramadas
para dormir, y prevenir por la noche centinelas para no ser sorprendi-
dos de los gentiles, que fácilmente caen repentinamente sobre los nues-
tros si faltan en las entradas á algunas de las precauciones necesarias.
Nada de esto sabían los Napeanos cerrados en sus bosques por tantos
años. Todo lo ordenaba el misionero y á todos enseñaba, comenzando por
sí mismo á ejecutar las cosas y hacer las maniobras que ni habían visto
ni se habían figurado; pero como dóciles y deseosos de complacerle se
esforzaban sin dificultad ni repugnancia á poner por obra lo que les
mandaba.
En el primer viaje encontraron en el día tercero de navegación un
camino, y asegurados de que guiaba á una pequeña casa, se apostaron
los Zameos, en mediana distancia de ella, para coger, como lograron, dos
mocitos, uno como de ocho á diez años y otro como de catorce á quince.
Traídos sin estrépito adonde estaba D. José les sosegó á fuerza de rega-
los y caricias, en que le sirvió también alguna que otra palabra que sabía
de la lengua de los Gayes muy parecida á la de los Iquitos. Nada omitie-
ron los Napeanos de su par te para ganarles el corazón, mostrándose muy
amigos y dándoles también algunas de sus cosillas. Por este medio se
consiguió que los dos jovencitos volviesen á la casa alegres y contentos sal-
tando de placer por el feliz encuentro y por los regalillos nunca vistos
que llevaban con mucho cuidado. Los suyos los recibieron con admiración
y oj'-eron con gusto lo que contaban de los que los habían conducido y re-
galado con tantas ó tan buenas cosas. Así se logró pacíficamente la amis-
tad con toda la gente de la casa y de otras dos ó tres que se seguían río
arriba. Porque llegando á ellas los cristianos después del anticipado avi-
so, y cariñosa acogida de los dos muchachos, fueron muy bien recibidos,
346 Misiones del Marañón Español
agasajados y regalados de los Iquitos según la posibilidad de su pobreza.
Pero ni en esta ni en otra segunda entrada pudo lograr el misionero que
se redujesen á población, y sólo pudo sacar con su cariño y buen modo
algunas medias palabras, que le dieron esperanzas de que algún día se
juntarían si se continuaban las visitas.
Con estas esperanzas salió por tercera vez de su pueblo y entró en la
tierra de los Iquitos y halló que otros gentiles diferentes de los que había
visitado otras veces, con sólo un aviso anticipado estaban ya prontos á
formar un pueblo. No perdió la ocasión el misionero; alabó su resolución
y prometió ayudarlos como lo hizo, poniendo el sitio que escogían para
juntarse debajo de la protección de San Juan Nepomuceno. Este fué el
pueblo primero de Iquitos que en poco tiempo llegó á tener más que me-
diano número de gente con casas y sementeras correspondientes. Con
este ejemplar se animaron también los Iquitos de las primeras casas, y
resolvieron juntarse en otro sitio no muy distante del primero á la orilla
del río Nanai tres días de camino de San Pablo de los Napeanos. Tuvo
este segundo pueblo la advocación de Santa Bárbara, cuyo patrocinio
experimentó en las muchas tempestades y rayos á que está expuesta
aquella tierra.
Los Iquitos nuevamente establecidos fueron conociendo las ventajas
de la amistad con los Napeanos, y experimentando los frutos de haberse
juntado en población. D. José los fomentaba y regalaba, encargándoles
que hiciesen gente cuanta pudiesen, porque de todos cuidaría y á todos
se extendería su liberalidad y caridad y no desampararía á ninguno de
la nación que se juntase con ellos, ó á las parcialidades que unidas entre
sí quisieren formar nuevo pueblo. Movidos los Iquitos de estas razones
del misionero, viendo su trato amoroso y las conveniencias que lograban
con su cuidado y asistencia, pretendieron que sus parientes y amigos
tuviesen también parte en su buena dicha. Esparcidos en tropas por los
montes, corrieron aquellos parajes, dando noticia de casa en casa y de
parcialidad en parcialidad hasta la otra banda del río Guaschamoa ó
Necamumu de lo que con ellos pasaba, convidando á todos á juntarse y
á entablar amistad con los Napeanos y su misionero. No fué necesario
más para que los Moracanos, parcialidad grande de Iquitos, venciendo
una larga travesía de monte viniesen á Santa Bárbara con la curiosidad
y deseo de ver por sus propios ojos y por sí mismos, lo que pasaba, y de
enterarse bien de las cosas que les contaban.
Dieron luego noticia al misionero de la visita de estos gentiles y de lo
que pretendían con ella, avisándole también de que eran muchos en nú-
mero, guerreros más que ellos, pero contenidos en sus empresas, sin irritar
á los confinantes ni darles motivos de quejas; ingenuos en su conversa-
ción, moderados en su trato, sin resabios de ruindad ni vileza, como lo
habían dado á entender en la visita, no siendo molestos en peticiones de
cosas que les gustarían. Agradó mucho al misionero el aviso que le
daban los de Santa Bárbara, y se pagó desde luego del natural de los
Libro VIL— Capítulo VIII 347
Maracanos, á quienes resolvió visitar por sí mismo en sus tierras. La
travesía de monte hasta Guachamoa, sitio de estos gentiles, tenía muchas
dificultades casi insuperables, porque desde Santa Bárbara hasta el río
Blanco había cuatro días de camino por monte y otro tanto á lo menos
desde el río Blanco hasta Guachamoa. Pensó mucho el misionero sobre
el modo de vencer estas dificultades, y no hallando expediente que le
cuadrase, se determinó á emprender el viaje, que consideraba de mucha
gloria de Dios, por el río mismo desde los Napeanos.
Prevenidas las cosas más necesarias y acompañado de un hermano
coadjutor llamado Bastiani que ya entonces le ayudaba en su ministerio,
se embarcó en el río Nanai con una buena partida de indios fieles en
busca de los Maracanos. La navegación era incierta sin saber á punto
fijo á donde desembarcarían, pero el Señor dirigió su rumbo y consiguie-
ron por agua lo que apenas era practicable por tierra. Bajando las ca-
noas por el río Nanai entraron al segundo día por la tarde en el río Blanco
por el cual subiendo otros tres días descubrieron la embocadura del río
Necamumu. Dos días navegaron por este río y en el tercero descubrie-
ron un camino ancho y desembarazado. Quedóse en el sitio el misionero
con la mayor parte de los indios y salió el hermano Bastiani con diez Na-
peanos á explorar las cercanías y á reconocer si eran estas las tierras
de los Maracanos. Andando de una parte en otra lograron avistar una
pequeña choza, y retirándose poco á poco se mantuvieron escondidos en
la maleza del monte hasta que anocheció por no ser descubiertos. Cuan-
do no había peligro de ser observados por la obscuridad de la noche, se
fueron acercando á la habitación paso á paso, y conocieron por el mur-
mullo que era poca la gente que estaba dentro. Con esto los Napeanos
querían entrar en ella, y recoger la gente. Pudo contener su primer ím-
petu el hermano Bastiani diciéndoles que convenía, por no exponerse al
peligro de perder el lance, volver atrás y dar noticia de lo descubierto al
misionero y consultar con él lo que se debía ejecutar. Hubiérase logrado
la paz si hubiera sido más obedecido el hermano, pero los indios hechos á
obrar más por ímpetu de naturaleza que por reglas de verdadera pru-
dencia, viendo á su parecer la suya desatendieron á las ordenes del her-
mano, y atropellando por todo, fiados en el número entraron de repente
en la casa, y se abrazaron con tres de los gentiles para quitarles la ac-
ción; mas ellos como más forzudos y briosos que los Napeanos, se des-
prendieron prontamente de los que juzgaban enemigos y echaron á huir.
Fué sensible esta desgracia y no menor el daño que ocasionó la entra-
da inconsiderada en la choza y el empeño temerario de sujetar á los tres
mozos descuidados, porque sólo esta acción de acometimiento bastó para
tener á los nuestros por enemigos. Volvió el hermano con los suyos al
favor de la luna al sitio de las canoas, y en el camino echó de ver que
faltaba un Napeano. Juzgóse al principio que iba delante; después se
creyó que se había perdido, pero finalmente se averiguó que le mataron
los gentiles. Cuando supo D. José la inconsideración y desobediencia de
348 Misiones del Marañón Español
los indios sintió mucho el poco caso que habían hecho del hermano, y pre-
viendo las resultas del aviso de los huidos, dando por perdido el negocio
dio luego orden para que todos se metiesen en las canoas, é hizo que pa-
sasen á la otra banda del río para excusar la primera furia de los genti-
les cuya envestida tenía por cierta luego que abriese el día.
Sucedió puntualmente la cosa como había pensado el misionero. Ape-
nas se divisaban los bultos por la mañana, cuando se dejaron ver á las
orillas del río unos veinte gentiles bien armados, insultando con temeri-
dad á los nuestros y provocándolos con una gritería orguUosa á la pelea;
tanto era el arrojo y atrevimiento de los Iquitos, que ciegos y en corto
número, se abalanzaban hasta meterse entre picas y escopetas. Los cris-
tianos procuraban aquietarlos desde las canoas, diciéndoles palabras de
paz por medio de un muchacho intérprete que llevaban consigo, pero
obrando más en los gentiles la memoria del lance pasado que las pala-
bras presentes, desatendiendo á todo nada querían, pretendían ni busca-
ban, sino el venir á las manos. Viendo los nuestros tanta terquedad y avi-
lantez, y que no querían siquiera oír las ofertas que les hacían y las ex-
cusas que les daban, determinaron dar la vuelta río abajo y dejarlos
para otra ocasión más oportuna ó favorable. Pero como iban caminando
las canoas, las venían siguiendo río abajo, arrojando lanzas siempre que
tenían esperanzas de lograr el tiro, de que quedaron heridos algunos
Napeanos, por más que se procuraba llevar las canoas á la mayor dis-
tancia que cabía de la banda de los gentiles. En esta molesta bajada se
llegaron á ver los nuestros en el mayor apuro; porque poco prácticos los
Napeanos en el manejo de las canoas, dejaron varar la más grande so-
bre un palo no lejos de la orilla en que los indios estaban á tiro de lanza.
No se descuidaron los Iquitos, que cargando de golpe, arrojaron tantas
lanzas, que hubieran perecido todos los de las canoas á no estar defen-
didos de un colchón que llevaban para los apuros. Forcejeaban los nues-
tros para desprender la canoa, pero no podían usar de todas sus fuerzas
por no sacar el cuerpo fuera de la defensa del colchón y estar expuestos
á los golpes de las lanzas. Quiso el Señor que después de un rato un indio
de más pujanza acertase á dar un empellón con tan buena maña, que
resbalando del palo la canoa, comenzó á caminar. Visto esto, un bárbaro,
desesperado porque se le iba la presa, se arrojó al agua, y buscando á
nado la canoa, por delante iba ya á disparar sus lanzas contra la gente,
cuando el hermano, viendo el próximo peligro, le disparó una perdigo-
nada al pecho. Quedó suspenso el Iquito con el estruendo, y viéndose
bañado en sangre, como no esperaba tanto, saltó á tierra, y con su vis-
ta huyeron los demás.
Caminaron ya sin impedimento las canoas y llegaron al pueblo de San
Pablo, en donde el misionero procuró atender á sus Napeanos, y cuidar
de los dos pueblos de Iquitos recientemente formados, esperando coyun-
tura más ventajosa para la reducción de los Maracanos. Es excusado
referir aquí las molestias y fatigas de este buen clérigo por algunos años
Libro VII. -Capítulo IX 349
con g-ente tan nueva y tan distante del resto de la misión. Ya en otras
ocasiones hemos dicho cuánto cuesta criar, cultivar y llevar á perfección
estos nuevos majuelos de la viña del Señor, en que no fué inferior á los
míls señalados operarios de Mainas el misionero de los Napeanos é
Iquitos.
CAPITULO IX
FUNDA EL P. JOSÉ ALVELDA EL PUEBLO DE SAN XAVIER
DE LOS URARINAS
Entre tanto que D, José Vahamonde cultivaba á los indios Napeanos
y comenzaba á introducir la luz del Evangelio en la nación de los Iqui-
tos, logró también otro misionero del mismo nombre llamado José Alvelda,
plantar la fe en el río Chambira, en una nación que se mostró siempre
agradecida á los sudores y fatigas de sus descubridores. La ocasión del
descubrimiento de esta nación tuvo principio, de que hallándose en vi-
sita el P. Andrés Zarate, y disponiendo, como vimos, la entrada á los
Iquitos por los Zameos, Masamaes del río Masa, no quiso admitir á los
Cocamas, que querían tener parte en aquella empresa. En realidad, no
tuvo otra razón de no admitirlos que el no ser necesarios para la entrada;
pero ellos quedaron altamente resentidos de la exclusión, pareciéndoles
que no había motivo particular para preferir á otros de las demás nacio-
nes, cuando ellos se habían ofrecido generosamente y de muy buena vo-
luntad. Tanto puede el punto en las naciones más bárbaras, que miran
como un desprecio práctico el no ser admitidos á las acciones de gloria,
aunque no tengan á ellas particular derecho.
Para mostrar los Cocamas que si no eran necesarios para la entrada,
podían á lo menos algo, y serían útiles en cualquiera expedición, acorda-
ron á su misionero, el P. Alvelda, los designios que les había poco antes
insinuado de buscar y ganar á los indios Urarinas, y se le ofrecían con em-
peño á la ejecución del proyecto, mostrándose deseosos de acompañarle
en el viaje. La Providencia, que todo lo convierte en bien de los suyos,
enderezaba el resentimiento de los Cocamas al descubrimiento, paz y
reducción de la nación Urarina. Porque viendo el padre el empeño de los
resentidos y la instancia de los Itucales, que vivían con ellos en el pueblo
de La Laguna, se determinó á pedir licencia al superior para la con-
quista de los Urarinas. No la consiguió desde luego, porque ni el visitador
ni el superior de la misión tuvieron por oportuna la entrada en unas cir-
cunstancias en que se debía atender con calor á la conquista de los Ma-
samaes y á la pacificación de los Iquitos. No se retiraron los Cocamas
por la repulsa; hicieron tantas instancias acompañadas de una relación
de las noticias que daban los Itucales del sitio de los Urarinas, de la ca-
lidad de la gente, del parentesco que tenían con ella, y sobre todo, de la
350 Misiones del Marañón Kspañol
facilidad de la empresa, que se rindió finalmente el visitador á las impor-
tunaciones y concedió licencia para que en el mismo tiempo en que se en-
traba al río Masa á los Masamaes, y después á los Iquitos, hiciese tam-
bién el P. Alvelda su entrada con los suyos al río Chambira en busca de
los Urarinas.
Habida esta licencia aprontó el misionero todo lo necesario para el
viaje, y acompañado de buen número de Cocamas y de algunos Ituca-
les, salió de su pueblo de La Laguna hacia el río Chambira. Logró entrar
en el día tercero de navegación, pero como no eran tan ciertas las seña-
les de los sitios de los Urarinas, como en su relación aseguraban, no sin
gran empeño, los Itucales, el viaje no fué tan fácil como se creía, ni tan
corto como se pensaba. Temiendo esto el P. Alvelda, había prevenido
con prudencia los inconvenientes que pudieran suceder, dejando orden
á los principales del pueblo para que enviasen socorro de bastimentos
pasado cierto número de días, para los cuales llevaban provisiones. Hu-
biera sido del todo inútil la expedición sin la providencia del misionero,
porque pasados ya veinticinco días de navegación, registrados muchos
montes, varios extravíos y algunas quebradas sin hallar rastro alguno
de la nación que buscaban, se hallaban ya en la precisión de valerse de
las frutas y raíces silvestres y no se pensaba en otra cosa que en dar la
vuelta á La Laguna. Llegó á esta sazón el socorro y refresco que por va-
rios días habían esperado y se animaron todos con él á pasar adelante.
Quiso Dios que á poco trecho del sitio desde donde querían volverse
abandonando la empresa hallasen huellas frescas y claros rastros de
cercanías de gentiles. Siguiéronlas con cuidado hasta llegar á las casas
y lograron por los medios acostumbrados de paz y blandura y particu-
larmente por medio de los intérpretes Itucales parientes y conocidos, la
amistad con la nación Urarina, que se contaba por una de las más feli-
ces de la misión por su buena índole, genio pacífico, sosegado y laborio-
so. Hallaron en ella los misioneros un natural tratable, rendido y obse-
quioso, y se vio con el tiempo que eran indios constantes en sus resolucio-
nes y á su modo honrados. Entablada la paz con los Urarinas, continuó
el P. Alvelda su reducción haciendo desde La Laguna muchos viajes; por
tener ya conocido el sitio, no fueron tan largos y penosos aunque lo fue-
ron siempre mucho al misionero, hombre de gruesa corpulencia, cortísima
vista y edad avanzada, siendo necesario andar por bosques entre zarza-
les enredados, por lodazales hondos y por frecuentes riachuelos que pa-
saba por débiles y peligrosos puentecillos. Pero todo lo vencía con ale-
gría por el bien de los gentiles, y el Señor echó tan copiosamente la ben-
dición á sus fatigas, que en breve tiempo llegó á formar un pueblo her-
moso á la banda austral del río Chambira, á quien dio la advocación de
San Xavier de Urarinas, y le puso en estado de tener propio misionero.
En este sitio se mantuvieron los Urarinas, hasta el año de 56 en que
bajaron al Marañón enfrente de su mismo río Chambira, desde donde por
varias razones que se ofrecieron, pasaron después su pueblo dos días de
Libro VIL— Capítulo X 3B1
camino más arriba. En este sitio se hallaba el pueblo de San Xaxier por
los años de 1768 en que fué entregado á los señores clérigos substituidos
en lugar de los nuestros, y era una de las reducciones nuevas de mejor
disposición, establecimiento y esperanzas
CAPITULO X
FÓRMASE LA REDUCCIÓN DE SAN JOSÉ DE GUAYOYA QUE FUÉ EL PUEBLO
PRIMERO DE LOS ENCABELLADOS
Entre las muchas naciones que descubrió en otro tiempo el P. Raimun-
do de Santa Cruz en su célebre viaje por el río Ñapo, fué una, como insi-
nuamos, la numerosa de los Encabellados. No se había trabajado en ella
por casi un siglo después de su descubrimiento, así por falta de obreros
evangélicos que no podían abarcar tanto, como por hallarse tan aparta-
dos los Encabellados del centro de la misión. Mas ahora que ya por el
ííapo se había dado principio á las conquistas espirituales de algunos
gentiles, fueron éstas subiendo por lo más alto de aquel río con ocasión de
haberse dado á conocer por sí misma en el año 1732, un gran golpe de gen-
te de los Encabellados que abrió la puerta para la fundación de muchos
pueblos de la misma nación.
El caso sucedió de esta manera: Un indio cristiano conocido después
con el nombre de Perucho el Conquistador, de la lengua y nación de los
Encabellados, vivió por algún tiempo entre los Sucumbios del río San Mi-
guel, no lejos de Putumayo, cuya misión estaba á cargo de los religiosos
franciscanos. Era Perucho bastantemente despejado y aprendía con fa-
cilidad la lengua universal del Inga, se hacía mucho lugar en el pueblo
por su facundia y verbosidad. No sólo llegó á ser bautizado por saber muy
bien la doctrina, mas aún, se casó infacie ecclesiae con una india de San Mi-
:guel.Pero comono siempre la voluntad sigue al entendimiento, y la incons-
tancia fué casi el carácter de los Encabellados, presto se cansó de su
mujer, y, abandonándola, se enredó con otra soltera de su nación misma,
llamada Luisa. No le pareció poder vivir en el pueblo entre los nuevos
cristianos con toda libertad, repudiada sin causa la mujer propia y pega-
do á una soltera, y así determinó meterse por el monte para vivir más li-
bremente y sin testigos de vista de su temeridad y desvergüenza. Andu-
vo vagando por aquellos bosques de sitio en sitio y de parcialidad en par-
cialidad , hasta que vino á parar, finalmente, á la de un cacique de los En-
cabellados, llamado Gruanequeye. Como sabía muy bien su lenguaje se
hizo estimar de los indios y en breve tiempo adquirió crédito de valiente
por la franqueza, verbosidad y arrogancia con que refería tales acciones
de valor, que los tenía embaucados. Ganó también estimaciones de paren-
tesco con los Encabellados, por el idioma que hablaba y por los estilos de
la nación en que decía haberse criado desde niño, y tenido padres de cier-
352 Misiones del Marañón Español
ta parcialidad que nombraba y era muy conocida entre aquellas gentes;
pero que cogido en una ocasión de los enemigos le habían llevado á San
Miguel y le habían vendido por esclavo á los Sucumbios.
Con esta sarta de cuentos, parte falsos, parte verdaderos, se hizo res-
petar y querer al mismo tiempo, y cuando tuvo ya ganado el cariño del
cacique, viendo la miseria y estrechez en que se hallaba su parcialidad,
le empezó á hablar de las conveniencias de vivir muchos en un pueblo,
refiriéndole menudamente lo que había observado y experimentado por
sí mismo . Inclinado el cacique á las ventajas que le proponía Perucho,
le propuso la dificultad de ejecutar el proyecto. Es muy fácil la ejecu-
ción, dijo el Conquistador; con darse sólo á conocer á los misioneros je-
suítas que cruzan frecuentemente por el rio Ñapo, se lograrían las con-
veniencias referidas. Yo sé muy bien que estos padres nos tomarán con
mucho gusto á su cargo, una vez descubiertos, y que nos ayudarán y da-
rán instrumentos para la fundación del pueblo. Son notables los caminos
de la Providencia en comunicar la luz del Evangelio á las naciones que
quiere sacar de las densas tinieblas de la ignorancia. Este mal indio,
huido de las misiones por querer vivir á sus anchuras, pretendiendo
ahora juntar con ellas las conveniencias de vivir en pueblo, es el instru-
mento de que se vale el Señor para alumbrar á la nación numerosa de
los Encabellados.
Tenía la parcialidad de Guanequeye camino abierto para el río Ñapo,
á donde salían á temporadas, particularmente en el verano, á recoger
huevos de charapas en las playas del río; y en la continuación de estas
salidas, observaban los gentiles varias canoas que creían ser de cris-
tianos. Avisaron á Perucho de los meses en que se descubrían en más nú-
mero, y él, como práctico y entendido, proporcionando el tiempo á la
ocasión que esperaba, salió con su amigo Guanequeye y algunos otros in-
dios de mayor confianza al río mismo; y haciendo de la otra banda un
corto desmonte, plantó una cruz que se divisaba desde el río y les ase-
guró que esta sola diligencia bastaría para que viendo la cruz los cris-
tianos, entendiesen que había gente en aquellas tierras y que quería re-
cibir la fe de Jesucristo; el medio era en realidad oportunísimo y muy
significativo, pues no podían los misioneros divisar señal más cierta y
más de su cariño, para entrar luego por aquellos bosques en busca de las
almas que daban en la Santa Cruz tan buenas pruebas y tan sincero tes-
timonio de su ánimo y voluntad.
El primer misionero que logró descubrir la santa cruz, nuevamente
fijada en las orillas del Ñapo, fué el P. Adán Screfgen, pasando á su mi-
sión de Icaguates por el mes de Enero de 1732. Arrimó luego la canoa
hacia una señal de tanto gusto suyo, y reconociendo el pequeño desmon-
te, saltó á tierra lleno de alegría y de esperanzas. Hizo llamada á la
gente, recorrió los contornos, dio gritos y voces por todas partes, pero
era en circunstancias en que nadie le oía, y por más diligencias que hi-
cieron sus indios, ni descubrieron personas ni hallaron rastros de genti-
Libro VII.— Capítulo X 353
les. No pudiendo detenerse el misionero, mandó poner en la misma cruz
algunos donecillos de cuchillos, agujas y anzuelos, que servirían de señal
de haber pasado por aquel sitio cristianos que querían la amistad y co-
rrespondencia de los que habían tenido el pensamiento de poner en alto
la santa cruz. Cinco meses después de la partida del P. Adán, acertó á
pasar por el mismo sitio D. José Baraona, conductor del despacho (asi
llaman al ordinario que va y vuelve de las misiones á Quito y trae lo
necesario á los pueblos), y halló que estaban esperando en el lugar los
gentiles, muy contentos por los regalos que habían encontrado, pero bien
pesarosos de no haberse visto con el padre que suponían haber sido el
bienhechor. Informóse D. José del mismo Perucho que se hallaba presen-
te y llevaba la voz de todos, y ofreciendo de dar parte al superior de lo
que veía y prometían hacer, les animó á proseguir el desmonte con el
seguro de que serían atendidos.
Luego que el superior tuvo noticia de lo sucedido en las alturas del
Ñapo, subió desde el Marañen á visitar aquellos gentiles por el mes de
Octubre, y halló tan poca gente y unas disposiciones tan equívocas de
rendirse al Evangelio, que en medio de su salida voluntaria á plantar la
cruz, que era como pedir misionero, dudó mucho á los principios de su
ánimo y de la verdad de sus promesas. Hizo pasar el aviso de su llegada
á los gentiles de una y otra banda del río. Salieron algunos de los más
cercanos, y tratando con ellos con mucha afabilidad y cariño de la for-
mación del pueblo, concibió buenas esperanzas de lograr el intento, y
bautizando un buen número de párvulos que le ofrecieron, dio al pueblo
la advocación de San José.
No podía quedarse con ellos el superior, ni podía enviar otro padre
que les ayudase á la formación de la reducción, porque se hallaba en
circunstancias en que era preciso atender á los muchos pueblos nuevos
que se iban formando en lo bajo del Ñapo de Payaguas y Yameos, y aun
se pensaba en el mismo tiempo en los Caumares y Pebas. Consolólos con
la esperanza de enviar misionero luego que hubiese sacerdote de quien
poder disponer. Este fué el P. Leonardo Deubler, que pasó al año siguien-
te de 33 á visitar y dar fomento al pueblo de San José. Halló solamente
dos parcialidades repartidas en pocas casas medianas, y ni aun éstas es-
taban unidas entre sí, porque estaba una establecida en el sitip que debía
servir de pueblo, y la otra se había puesto en la banda contraria del río,
en alguna distancia. Es verdad que no mantenían entre sí los resenti-
mientos y aversiones que les habían hecho vivir separadas en los montes
por no consumirse en guerrillas, pero duraban todavía las desconfianzas
y aprensiones de hechizos y brujerías, tan comunes á la nación; y una
muerte acaecida por enfermedad en aquel tiempo, ocasionó quejas y di-
sensiones en las dos parcialidades.
El misionero llegó á rastrear las desconfianzas y prevenciones y
aprensiones; pero no alcanzó, como nuevo que era, á descubrir la raíz,,
ni pudo, por la falta de la lengua, apaciguar las discordias, que sin pa-
23
354 Misiones del Marañón Español
sar á las armas fueron creciendo hasta separarse unos de otros , retirán-
dose todos en una noche á sus antiguas tierras. Vióse solo por la mañana
el pobre misionero, y no sabiendo por dónde buscarlos, ni teniendo espe-
ranzas de atraerlos hasta que se sosegasen los ánimos, tomó la resolu-
ción de bajar al pueblo de San Xavier de Icaguates con un mozo español
y tres muchachos que le acompañaban. No estuvo aquí mucho tiempo,
porque pasado aquel bochorno de los retirados y apagado el sentimiento
de la muerte que le había ocasionado, se volvió una parcialidad [con su
cacique al sitio del pueblo, y hablando éste de buena voluntad al caci-
que, que había vivido en la otra banda del río, le redujo á que viniese
con su parcialidad al pueblo. Con la noticia de la vuelta y buena armo-
nía de los caciques, vino luego á visitarlos el P. Deubler, que |hallándo-
los más sosegados, les animó á formar un pueblo más capaz, y dándoles
herramientas para ejecutarlo y confirmándolos en su resolución, les ex-
hortó á que agregasen nueva gente. No se pudo detener con ellos en esta
segunda visita más que dos meses, en que procuró avivar la fundación
del pueblo, porque era necesaria su asistencia en otras reducciones; pero
el P. Enrique Francen, desde su curato de Archidona (que al fin se había
dado sin cargas á la Compañía, desengañados los clérigos de su escasa
pensión y pocas ventajas), les visitaba frecuentemente en aquellos pri-
meros años, acaloraba la empresa y aun se detuvo con ellos por algunas
semanas.
Pero no eran bastantes para establecer un pueblo nuevo de gentes
hechas á vaguear por los montes y bosques, y vivir á su modo, sin leyes
y dependencias, estas visitas y fomentos pasajeros, ni llegó á tener for-
ma de reducción hasta que siendo señalado en el año 38 por misionero
propio de Guayoya, el P. Miguel Bastida, logró fijar permanentemente
á los Encabellados y dar la última mano á lo que se había comenzado.
En cinco años que vivió de asiento con ellos, hizo varias entradas por los
montes; y con el modo cariñoso de que le dotó el cielo, nacido para tra-
tar con los gentiles, trajo de las selvas muchas otras parcialidades, entre
las cuales se contaban los indios Guanvomayas y los Zapuas. Para hacer
más apreciables á los de San José las ventajas de vivir en población,
trasladó el pueblo á sitio más capaz y de aires más sanos, que lograba
mayores conveniencias en caza y pesca, Y no faltando nada de lo tem-
poral, entabló con más facilidad las prácticas comunes de la misión con
admiración de cuantos veían el nuevo establecimiento, que se adelanta-
ba en orden, instrucción y gobierno á otros pueblos menos modernos.
Libro VIL— Capítulo XI 355
CAPITULO XI
líUEVAS FUNDACIONES DE PUEBLOS DE LA NACIÓN ENCABELLADA HACIA
LA BOCA DEL RÍO AGUARICO
La primera población de los Encabellados fué paso para otras mu-
chas poblaciones de la misma nación en las alturas del río Ñapo y en las
orillas de otros muchos que vienen á desaguar en el principal. Debióse
ésta al celo y diligencia de los padres Leonardo Deubler y Enrique Fran-
cen, y más particularmente á los viajes trabajosos del P. Miguel Bastida
y á la prudencia y aplicación del P. Pablo Maroni, á que no dejó de con-
tribuir con sus entradas á los montes el hermano Santiago Bastiani,
descubridor diligente de las más escondidas parcialidades. Es verdad que
las reducciones que se fueron levantando eran pequeñas en el número
de familias y de gente, y hacían bien difícil una cumplida instrucción;
pero no era razón despreciarlas porque el Señor traía estos pobres indios
á su conocimiento y daban esperanzas de aumento y de juntarse algún
día en dos ó tres numerosos pueblos. Los que se formaron después del de
San José fueron San Bartolomé, San Pedro, San Juan Nepomuceno, el
Nombre de Jesús, San Miguel Arcángel, San Estanislao, San Luis Gon-
zaga y la Santa Cruz. De todos ellos daremos alguna noticia, como es ra-
zón para que de los sudores y fatigas de los operarios que la fundaron
aprendan los venideros el modo de tratar con los indios, y con la expe-
riencia y desengaños de aquéllos eviten los inconvenientes que suelen
atravesarse en la conversión permanente y duradera de los gentiles,
aunque el no haber subsistido aquellas reducciones hasta el año de 68 no
provino tanto de la conducta de los misioneros como de la inconstancia
de la gente y de los grandes estragos de pestes y epidemias que sobrevi-
nieron.
El pueblo primero que se formó en esta parte del Ñapo, después del
de''San José, fué el de San Bartolomé de Necoya, cuya fundación suce-
dió de esta manera. Visitando el P. Enrique Francen los indios de San
José desde su curato de Archidona, tuvo noticia de un cacique que por la
banda misma del pueblo vivía á poca distancia del río. Tomó guías fie-
les, y subiendo un día entero por el río Ñapo, entró en una quebrada lla-
mada Necoya, y á pocas vueltas descubrió una hermosa laguna. Como á
la mitad de este golfo encontró un puerto con camino para el monte con
huellas frescas que seguidas con cuidado le llevaron á unas casas de in-
dios. Fué recibido de ellos pacíficamente por los prácticos que llevaba
de la misma nación, y particularmente por un mocito intérprete que sa-
bía hacer con gracia y propiedad el oficio. Insinuóse el padre como pudo,
deseoso de que saliesen al río y se juntasen con los indios de San José.
Desagradó la propuesta al cacique llamado Carece, que alegando la re-
356 Misiones del Marañón Español
pugnancia de su gente, se resistía fuertemente á las persuasiones d(^l pa-
dre pero se ofrecía á salir á la laguna y formar á sus orillas un pueblo
con su parcialidad. Veía el misionero que era ésta pequeña é insistía en
su primera propuesta, proponiendo las ventajas mayores de la junta;
pero no le daba oídos el cacique, firme siempre en la resolución de no
juntarse con otros, y por último, añadió varios encuentros y debates que
había tenido con los del pueblo de San José .
Conoció el padre que era demasiada la repugnancia y sobrada la
oposición para vencerse de golpe, y tuvo por conveniente dar lugar al
tieraxjo contentándose por entonces de que se formase en la laguna; y
dándole algunas herramientas para el desmonte, ofreció volver á visi-
tarlos ó enviar á otro padre en su lugar para instruirlos en la doctrina y
para ver si cumplían con lo prometido. Poco tiempo después de este pri-
mer descubrimiento, llegó al mismo sitio el P. Pablo Maroni, y hallando
ya hecho un buen desmonte para casas y sementeras, les dio nuevas he-
rramientas y regalos con que quedaron animados y confirmados en su re-
solución. Supo aquí, que no lejos de la laguna vivía otra parcialidad con
su cacique, y dejó muy encargado al principal Careco que los convidase
de su parte y ofreciese su protección si querían venir á vivir en La La-
guna. Hízolo Careco, con tan buen suceso, que todos se juntaron en el
mismo sitio; y el P. Maroni, en la siguiente visita, bautizando los niños
de las dos parcialidades, dio á la reducción el nombre de San Bartolomé
de Necoya.
Como el pueblo era pequeño y no era capaz de mantener de asiento
un misionero, procuraban los padres fomentarle con repetidas visitas
para que no volviesen atrás de lo comenzado. El que más contribuyó con
éstas á su formación, fué el P. Miguel Bastida, que llegó á conseguir con
sus muchos viajes el que se estableciesen en mejores casas y que dispu-
siesen siembras correspondientes. Pero cuando menos se dudaba de su
perseverancia por estar bien alojados y con campos proporcionados á su
mantenimiento, tuvo noticia que abandonando el sitio se habían retirado
al monte. Tan notable inconstancia hubiera sido motivo bastante á un
corazón menos celoso para dejarlos; pero no pensaba de esta manera el
misionero, que sabiendo muy bien cómo la dilación en estos lances había
hecho muchas veces inútiles ó más difíciles los esfuerzos de los padres,
se determinó sin perder tiempo á ir en su seguimiento hasta sus escon-
drijos, y logró con esta pronta diligencia el sacarlos de nuevo y volver-
los á La Laguna.
Pero conociendo que este sitio les daba más comodidad para volver á
sus tierras que para la permanencia, y que el suelo como húmedo era
poco sano y participaba de poco monte alto, por lo que se escaseaba la
cacería, se determinó á quitarles esta tentación ó pretexto que alegaban
pata cohonestar sus frecuentes correrías á los sitios antiguos. Trasplantó
el pueblo á las riberas mismas del río Ñapo, en un sitio poco distante de
La Laguna pero capaz y sano, que lograba monte alto, extendido por
Libro VII.— Capítulo XI 357
varias leguas. Nada les faltaba en este lugar, que abundaba de caza
por las muchas islas del río que caían hacia esta parte, y por la misma
razón, sin mucha fatiga se podrían aprovechar de la mucha pesca. Res-
tablecido ya el pueblo en este último sitio por el año de 39, tomó nueva for-
ma y aumento con la agregación de otras familias que se juntaron en el
año siguiente, pero nunca llegó á ser capaz de mantener misionero que
pudiese fijar en la reducción su residencia, aunque se les visitaba con la
mayor frecuencia que era posible y se les socorría y atendía en las nece-
sidades ocurrentes.
Siguió á la fundación del pueblo de San Bartolomé la formación
de otro que se llamó San Pedro Apóstol, situado en la misma boca
del río Aguarico. Dio motivo á su fundación un viaje que hizo el pa-
dre Leonardo Deubler desde San Xavier de Icaguates á San José de
Guayoya. Había corrido por aquellos montes la noticia de los re-
galos y donecillos repartidos entre los de San José, el trato apacible y
cariñoso de los misioneros y los deseos que mostraban de hacer bien á
todos los indios sin pretender de ellos cosa ninguna temporal , antes bien
desposeyéndose de cuanto tenían por socorrerlos. Con estas nuevas tan
gustosas á los Encabellados, salieron al camino por donde iba el P. Deu-
bler varias parcialidades ofreciéndose á juntar en pueblo y á participar
de la amistad de los misioneros con tanta determinación, que las madres
de una de las parcialidades ofrecían á porfía sus niños para que se les
bautizasen. Prendado el padre de tan buena disposición como mostraban
de poblarse, bautizó en el camino buen número de ellos y dejó á todos
consolados, animándoles á que fundasen cuanto antes sus establecimien-
tos, en donde serían atendidos. No cumplieron por entonces su palabra
estas parcialidades, porque siendo á la sazón bien pocos los operarios y
no pudiendo estar sobre ellos, acudían á los puestos más necesarios; pero
la cumplió muy bien la otra parcialidad diferente de las primeras que
también les salió al encuentro, cuyo cacique se llamaba Vuencanevi.
Este se ofreció á formar un pueblo con su gente, diciendo que tenía ya
escogido el sitio de gusto de los suyos, en la embocadura misma del río
Aguarico. Dióle el padre algunas herramientas, añadió otros regalos á la
gente que acompañaba y les mandó que fuesen derechos al sitio donde
habían de establecerse y que le esperasen en él porque presto les se-
guiría.
Hizo el cacique lo que le mandaba el misionero, que, cuando llegó al
lugar donde desagua en el Ñapo el río Aguarico, halló levantada en el
paraje una cruz alta y á Vuencanevi que le aguardaba con su gente.
Saltó á tierra el padre, y registrando con cuidado el terreno admitió la
oferta del cacique por parecerle el plan ventajoso, fuera de las conve-
niencias que ofrecía la junta de los dos ríos y vio ya comenzado el des-
monte para el pueblo, á quien dio el nombre de San Pedro Apóstol. Llegó
después al mismo sitio el P. Enrique Francen y encontró ya sembrados
los campos destinados á las sementeras y dio á Vuencanevi más herra-
368 Misiones del Marañón Español
mientas para la formación de las casas, encargándole que convidase á
sus parientes y amigos, y recorriese los montes para el aumento del pue-
blo. Como todos los misioneros de la misión baja del Marañón y del río
Ñapo andaban en continuo movimiento á causa de las pequeñas reduc-
ciones que era preciso visitar frecuentemente, llegó á San Pedro el pa-
dre Pablo Maroni cuando estaban formadas tres ó cuatro casas, y se
pensaba en proseguir con las demás. Alabó la resolución y les animó á
que prosiguiesen adelante. Bien quisiera quedarse con ellos, para dar
más calor con su presencia á la fundación de la iglesia y de las casas,
pero viéndose precisado á pasar á la ciudad de Archidona en busca de
nuevos socorros, les dejó unos mocitos españoles que llevaba consigo, los
cuales, aunque de poca edad y no mucha experiencia podían pasar por
maestros y arquitectos entre aquellos indios. A la vuelta de Archidona
halló el P. Pablo adelantada la fábrica y el número de los habitadores
se aumentó en los dos años siguientes con ocasión de las muchas entra-
das que hizo en aquellas tierras hasta cerca del río Putumayo el her-
mano Santiago Bastiani, que no sólo trajo al pueblo nuevas familias, pero
tuvo también la ventaja de entablar paces y amistad con muchas par-
cialidades que encontró en los dilatados viajes.
CAPITULO XII
PROSIGUEN LAS FUNDACIONES POR EL RÍO AGUARICO
Y OTROS RÍOS INMEDIATOS
Una de aquellas parcialidades que habían salido al camino al P. Leo-
nardo Deubler, y prometido juntarse en poblaciones, pero sin cumplir la
palabra acaso por la falta de misionero ó algún mozo español, que con su
presencia fomentase la ejecución, se dio á conocer por el río Ñapo al pa"
dre Enrique Francen, que en el año siguiente subía desde San José hasta
Archidona. Su cacique disimuló lo tratado con el P. Deubler y se insinuó
con el P. Enrique mostrando inclinación á formar pueblo. El misionero le
dijo que gustaría se juntase con su gente al que se estaba formando de
San Pedro junto al río Aguarico; pero comprendiendo desde luego la re-
gular é insuperable repugnancia, tuvo por conveniente admitir la salida
en el modo posible y convino en que lo ejecutasen en el río Tiputini, sitio
á que mostraban apego ó inclinación. Dióles instrumentos para hacer el
pueblecito con el nombre de San Juan Nepomuceno. Vivieron, hechas
sus casas, en este lugar unos cuatro años, al cabo de los cuales se vio no
ser imposible que varios pueblos pequeños se juntasen en uno, porque los
Tiputinitas se agregaron al pueblo del nombre de Jesús, cuya fundación
se debió al P. Pablo Maroni y sucedió de esta suerte.
Tuvo el P. Maroni noticia de un famoso cacique llamado Maqueye,
que en adelante nos dará harta materia para la Historia. Vivía este prin-
Libro VIL— Capítulo XII 359
cipal con su gente no lejos del sitio en donde habían vivido los de San
Juan Nepomuceno que daban buenas noticias de la disposición de aque-
lla parcialidad para fundarse y poblarse. Esto bastó al padre para que
fuese á visitarle á sus tierras. Pudo á pocas palabras reducirle á que sa-
liese del monte á las riberas del río, pero no pudo conseguir de manera
alguna que se juntase con los de San Pedro ni con los del Nepomuceno.
Entre otras cosas, alegaba Maqueye ser muy numerosa su parcialidad y
bastante para formar una reducción por sí sola, y añadía tener ya de-
marcado un sitio capaz y cómodo en las orillas del río Tiputini, dos vuel-
tas ó como círculos más arriba del pueblo de San Juan Nepomuceno. Fué
necesaria la condescendencia, y con la esperanza de lograr algo más
con el tiempo, convino el padre en lo que ofrecía. Comenzó el cacique á
cumplir su palabra haciendo un buen desmonte en el sitio señalado, le-
vantando casas y juntando en ella la mayor parte de la parcialidad,
cuyo resto recogió el hermano Bastiani y trajo consigo al pueblo que se
puso bajo del nombre de Jesús de Tiputini. Apenas se formó la reducción,
cuando se agregaron á ella el año de 39 los del Nepomuceno, y llegó á ser
pueblo capaz de mantener de asiento un misionero.
Fué señalado para su entero establecimiento y para la enseñanza de
la gente el P. Enrique Francen, de cuyo celo, prudencia y acertada con-
ducta en el manejo de los indios, se esperaba mucho, habiendo contri-
buido no poco á los adelantamientos de la misión en doce años en que
sirvió al mismo tiempo el curato de Archidona y otros anejos. En el poco
tiempo que permitió al P. Enrique su corta salud vivir en este puesto,
sacó de los montes algunas familias que habían quedado escondidas, dio
nueva forma al pueblo, redujo la gente á alguna sujeción y obediencia,
y empezó á establecer las prácticas comunes de las demás reducciones.
Pero su quebrantada salud en tierras tan poco sanas, obligó al superior
á que le sacase del pueblo como á cosa de un año y que le enviase á una
reducción de Pastaza para recobrarla. La salida de este misionero fué
de grande perjuicio á los que empezaban á gustar de los frutos de la po-
blación, y causó mucho atraso en esta gente la tardanza en poner en su
lugar otro misionero.
Apenas se habían tirado las primeras líneas para la fundación del
Nombre de Jesús en Tiputini, cuando se trató de la formación del pueblo
de San Miguel de Ciecoya, así dicho por haber comenzado á levantarse
cerca de un torrente de este nombre. Vivía la gente de este pueblecito
con su cacique Becoaris tres días de navegación más arriba del sitio en
que se estableció, y aunque el primer designio del P. Maronique la ganó
era el agregarlo á algunas de las pequeñas reducciones ya fundadas, no
fué posible vencer la resistencia del cacique que alegaba los acostumbra-
dos pretextos de encuentros y debates antiguos con las parcialidades de-
San Pedro y San Bartolomé. Pero como añadiese que él mismo juntaría
con la suya otras varias parcialidades, con cuyos principales se aven-
dría mejor, admitió el partido el misionero, y conviniendo en el sitio, se
360 Misiones dei. Makañón Español
empezó el pueblo en el lugar referido de Ciecoya, y se dedicó al Arcán-
gel San Miguel, cuya protección fué bien necesaria en los contratiempos
que se siguieron después.
Hecho el desmonte y repartidos los campos para sus siembras, forma-
ron las casas en el año de 1737. En el año siguiente, el hermano Bastiani,
que como soldado volante andaba por aquellos montes de escondrijo en
escondrijo, cruzando las espesuras de cerrados bosques y atravesando
con grande peligro torrentes y quebradas, logró sacar de sus cavernas
los que restaban de la parcialidad de Becoaris y ganó otras varias confi-
nantes. Llegó al pueblo tan acompañado de gente que le venía siguien-
do, que era mayor el número de los que consigo traía que los que se ha-
bían juntado en San Miguel con su cacique. De aquí nació que aunque el
sitio primeramente elegido pareciese suficiente á la gente de la reduc-
ción, no era ya capaz de mantener los indios recientemente sacados de
los montes. Por esta causa, poniendo los ojos el hermano Bastiani en una
loma algo distante que se descubría siguiendo el curso del río, y regis-
trándola con atención halló ser más proporcionada para el estableci-
miento de todos, pues ofrecía sitio desahogado para las casas, tierras
más extendidas y un riachuelo para servirse de su agua en baños y be-
bidas. Añádase á las dichas otra considerable ventaja; porque desaguan-
do el riachuelo en el Ñapo, podía servir de puerto á las canoas. Deter-
minado el sitio que á todos agradaba, quisiera el hermano trasladar
desde luego el pueblo por el desahogo de la gente, pero siendo necesario
recoger los frutos de las siembras hechas en el lugar primero, se dilató la
mudanza hasta el año siguiente.
En este intermedio, el hermano Bastiani, todo celo, actividad y efica-
cia, pensó hacer otra entrada por los montes en busca de una parcialidad
de que tuvo noticia, poco distante, como le decían, de las tierras de los
Becoaris. Su cacique se llamaba Umuguari, hombre de fiero aspecto, de
trato soez, de natural hosco y de genio sobremanera bárbaro. No trataba
el bruto sino de hacer daño á cuantos podía, y se gloriaba de ser el terror
de los montes y de no tener paz ni amistad con hombre viviente. Jamás
quiso que se le hablase de establecerse con los misioneros ; antes bien,
decía que no dejaría volver con vida al río Ñapo al blanco que se atre-
viese á entrar por sus tierras ó acercarse á sus casas. Poco cuidaba de
estas amenazas el hermano Bastiani, que cuando menos lo pensaba el
bárbaro cacique, se le entró por su misma casa, sin más acompañamiento
que el de dos indios que le guiaron y el de un españolito de doce años,
que por su habilidad en las lenguas, le servía de intérprete.
Montó en cólera Umuguari á la primera vista de los huéspedes, y á
manera de furioso, gritaba, amenazaba, retaba. Dejóle desfogar el herma-
no, y notando el bárbaro el sosiego y paz con que le oía, sin alterarse por
sus retos y brabatas, mudó de estilo, y afectando tranquilidad y sosiego,
comenzó á parlar en tono más bajo. Entonces tomó la voz el hermano y
le dijo con paz: Dejemos eso, Umuguari, que yo ya te entiendo; oye ahora
Libro VIL— Capítulo XIII 361
lo que pretendo, é hizo que el chico español, como más práctico en la len-
gua, le dijese distintamente cómo el fin de su viaje se reducía á ofrecerle
la paz de parte de los misioneros y españoles, en nombre del rey, y caso
que no la quisiese admitir, prevenirle que se guardase de inquietar la
gente, ya reducida en Ñapo y Aguarico, porque sus violencias y daños
no quedarían sin castigo. Yo no quiero, respondió el fiero cacique ya acó ■
bardado, salir al río. Estoy aquí bien en mis tierras. Ni yo pretendo esto,
replicó el espafiolito; mas oye bien lo que te digo. Quiero que entiendas
que se habla de la paz y no hay que tratar de otra cosa. Dijo estas pala-
bras el chico con tal tono de voz y con tal aire de superioridad y sacudi-
miento, poniendo sobre el brazo izquierdo un arma de fuego, que atemo-
rizado el bárbaro, se volvió al hermano diciéndole: ¡Bravo es este viraco-
cha! Dame el cuchillo, agujas y chaquiras y seré tu amigo. Sí daré,
respondió el hermano, no porque lo mereces, sino porque traía prevenidas
estas cosas para muestras de que los Padres queremos como á hijos á los
indios; y si procuramos su amistad, no es por interés nuestro, sino por
sólo vuestro bien. Repartidos algunos donecillos, quedó pactada la amis-
tad de la parcialidad con los misioneros, aunque fué bien poco duradera,
como veremos ; ni atenta la brutalidad de Umuguari se podía esperar
fidelidad de su promesa.
A la vuelta del hermano Santiago de su viaje, casi nada se había he-
cho sobre la mudanza del pueblo al sitio señalado, y fué preciso que fuese
la ejecución á paso muy lento, porque los viajes del P. Maroni, que hacía
en este tiempo por el río Aguarico, no le permitieron dar fomento ni aca-
lorar la mudanza, y la presencia del hermano era del todo necesaria en
el pueblo de San Pedro, de donde había que faltaba muchos meses; la
gente nueva ya se sabe que sólo suele obrar cuando tiene quien le anime
y quite parte del trabajo, y así se dilató la entera mudanza, hasta que
viniendo un nuevo misionero por los años de 41, dio orden á las cosas,
dispuso la ejecución y recogió la gente.
CAPITULO XIII
PRINCIPIOS DE LAS REDUCCIONES DE SAN ESTANISLAO DE ZAIRAZA Y DE
SAN LUIS GONZAGA DE GUARITAYA
El pueblo de San Estanislao de Zairaza se formó y mantuvo por algu-
nos años en las mismas riberas del río Aguarico, cuatro días de camino
más arriba de su embocadura en el Ñapo. Dio causa á la fundación del
pueblo un cacique llamado Zairaza que con la noticia de las convenien-
cias que lograban en San Pedro, sus amigos los Vuencanevies, quiso por
sí mismo informarse de la verdad y bajó á visitarlos con algunos de su
parcialidad. Prendóse luego del modo de vivir de sus amigos y quisiera
imitarlos en poblarse con los suyos en la misma manera, pero cuando
362 Misiones del Marañón Español
supo que para lograr aquellas ventajas debía juntarse con ellos en el
mismo sitio, cortó la conversación y, sin querer tratar más de aquel
asunto, se volvió á su tierra llevando para prueba del viaje algunas cu-
riosidades que le dieron los conocidos y otros donecillos que le alargó el
misionero con el designio de ganarle ó sacar de su gente lo que pudiese.
A fines del año mismo en que hizo Zairaza esta visita, que parece ha-
ber sido el año 38, se determinó á buscarle en sus tierras el padre Maroni.
En realidad los de Zairaza estaban bien distantes del pueblo de San Pe-
dro, y no pudo el padre encontrar al cacique sino después de varios días
de navegación y algunos otros por los montes. Habiendo, finalmente, dado
con él, se le explicó diciendo que venía á pagarle la visita en señas de la
amistad establecida. La gente recibió con mucho agrado al misionero y
celebró su llegada con bailes y algazara á su modo gentílico. Correspon-
dió el padre con los donecillos que llevaba para cebarlos y atraerlos y
comenzó á trabar pláticas sobre su reducción y salida al pueblo de San
Pedro en donde serían asistidos con todo cuidado y ayudados de sus ami-
gos y conocidos. Descubrió luego la repugnancia que temía, y aunque á
los principios esperaba vencerla, conoció finalmente que era imposible
apartarlos de su modo de pensar, alegando el cacique la mucha distancia
con otros motivos, y por último (que era la razón más fuerte), la poca
confianza que tenía de la gente de Vuencanevi, si bien entre ella contaba
varios amigos. Viendo el padre á Zairaza aferrado en su dictamen vino
á condescender con el corte que daba el cacique de juntarse con su gente
en un sitio menos distante y de entregarse á su dirección. «A poco tiem-
po que me des,» dijo al padre, «empezaré con los míos un pueblo á la ori-
lla de Aguarico y verás que no te desagradará ya formado.» Admitida la
propuesta, el misionero se volvió á su pueblo y el cacique, animado y
contento, empezó á poner por obra lo que había prometido.
Cuidadoso el P. Maroni de los indios de Zairaza y recelándose de que
no se resfriasen por su ausencia subió á visitarlos á los principios del año
siguiente, y hallando ya hecho el desmonte para las casas y dispuestas
las sementeras, concibió muy buenas esperanzas de tan buenos princi-
pios, bautizó á los niños y dio al pueblo comenzado la advocación de San
Estanislao. Tuvo algún aumento la nueva reducción con algunos indios
que recogió de los montes el hermano Bastiani, y aun el mismo P. Maroni
consiguió juntar otros pocos gentiles de la parcialidad de Zairaza que ti-
rando á complacer al padre y viendo la resistencia de su gente, prevenía
grandes sementeras, para que la abundancia de mantenimientos fuese
aliciente á los que se resistían. El empeño, sinceridad y verdad de Zai-
raza no daban lugar á que se dudase de la permanencia y aumento de su
pueblo y se creía que en pocos años se vería floreciente.
Dos días de camino más arriba del pueblo de San Estanislao, entra en
el Aguarico otro río de mediana anchura, de agua clara y sana que, por
las muchas lombrices que lleva, llamaron los indios Guazitaya. En sus
cercanías se mantuvo muchos años una parcialidad como ignorada y sin
Libro VII.— Capítulo XIII 363
comunicación con las demás que ocupaban los montes entre Putumayo y
Aguarico, y se esparcían hasta confinar con las descubiertas por el Ñapo.
No se supo jamás la causa de tan extraña separación del restante de la
nación ni ellos convenían en todo cuando se les preguntaba sobre este
asunto, y por no ser de importancia su averiguación se omiten aquí algu-
nas noticias, aunque, por otra parte, curiosas. Basta apuntar la ocasión
de su descubrimiento que se debió á Zairaza, cacique de San Estanislao;
porque habiéndose acercado con su parcialidad cuando salía al Aguarico
á las cercanías de Guazitaya, tropezó con esta gente. Como era de bue-
nas intenciones, dio luego noticia de ella al P. Maroni, que, con alguno
de San Pedro, se determinó á visitarla, y por medio de algunos guías que
le dio Zairaza la encontró navegando por su río.
Recibieron al padre de paz los gentiles, y celebrando su arribo, le aga-
sajaron con festejo, alegrándose con los nuevos huéspedes. Expúsoles el
misionero el motivo de su venida, que no era otro que establecer amistad
entre ellos y los indios de Zairaza, y convidarlos á que se uniesen todos
en el pueblo de San Estanislao. Admitieron con gusto la amistad, pero se
negaron constantemente á juntarse en parte alguna con otros de algún
pueblo ofreciendo formar ellos uno á poca distancia. Hízosele al padre
muy de reparar la índole de la gente, su afabilidad y laboriosidad con un
extremo aseo y limpieza en las casas. Notó en ella un aire de sosiego y
serenidad muy contrario á la altivez y genio orgulloso de los demás y
juzgó que no debía instar á que se agregasen á otras reducciones. Dióles
herramientas para muestra de que los tomaba á su cargo, y de que se les
atendería como á hijos, y exhortándolos á que pusiesen por obra lo que
prometían, se despidió de ellos.
Dio la vuelta el P. Maroni muy persuadido á que sin la presencia de
algún blanco formarían una conveniente reducción, como laboriosos,
aseados y de habilidad en ordenar y disponer sus casas. No salieron
vanas sus esperanzas, porque en poco tiempo y á poca distancia de la
boca del río Guazitaya, levantaron un pueblo en un monte bastantemente
alto para evitar las inundaciones del río que, detenido del mayor golpe
de aguas y precipitada corriente del Aguarico, rebalsaba frecuentemente
buscando por ambas orillas donde extenderse . El plan del suelo era ma-
yor del que necesitaban para sus casas, y por eso pudieron armarlas con
mucho desembarazo, y las formaron con tal orden y simetría que, mi-
rando las puertas á una plazuela capaz, tenían á la vista la iglesia y la
casa que previnieron al misionero, el cual, por consiguiente, desde su
habitación, veía las de todo el pueblo. No salieron todos los Guazitayas
de un golpe de sus tierras; pero, sin mucha dilación, siguieron unos á
otros de manera que á la visita que hizo poco después del pueblo el go-
bernador Toledo, ya estaban todos en la reducción, á que se dio la advo-
cación de San Luis Gonzaga de Guazitaya.
Pareció después, como inspirada del cielo, la asignación del patrono
como adecuado al genio y amables costumbres de la parcialidad. En
364 Misiones del Marañon Español
realidad, era la más tratable, dócil y sosegada de todas las que por allí
se descubrieron; laboriosa en sus campos, aseada en sus casas, cuidadosa
de la liinpieza del pueblo y aplicada á la caza, para la cual ellos mismos
hacian sus cerbatanas, aunque algo más toscas y pesadas que las que
pulian las otras naciones del Marañón. No buscaban de fuera los venenos
para cazar, tenian el secreto de formarle no tan activo y eficaz como el
de los Pevas, pero servidero para los usos de que habían menester. Sus
modales eran también menos bárbaros y gentílicos, sin tantas supersti-
ciones ni extravagancias. Era mal vista entre ellos la disolución, recon-
venían á los jóvenes y aun castigaban sus desórdenes si se deslizaban,
sin permitir escándalos, amancebamientos y adulterios. Aborrecían, como
á enemigos comunes, á los homicidas, y no tenían guerra con gente al-
guna, antes bien, si alguna otra parcialidad empezaba á molestarles,
tomaban el medio de apartarse de ella retirándose á otras tierras por no
perder su quietud, paz y sosiego. Sobre una gente de tan buenas cualida-
des, cayó muy bien el grano evangélico, porque no sólo fueron los Gua-
zitayas constantes en la fe, en las mayores revoluciones y rebeliones que
sobrevinieron, pero aun fueron los ángeles de paz que recogieron á mu-
chos descarriados y huidos al monte, enjugando los sudores de los misio-
neros que se alegraban y consolaban con esta pequeña grey encomen-
dada al bendito San Luis Gonzaga.
LIBRO VIII
CAPITULO I
NUEVA REDUCCIÓN DE LOS PAYAGUAS HUIDOS
Aunque por lo alto del río Ñapo se ofrecía tanta mies á nuestros mi-
sioneros, no estaban olvidados de los indios antes reducidos en lo bajo del
río, y retirados á sus bosques por el castigo de los azotes, ejecutado sin el
consentimiento de ellos mismos. Eran éstos los Payaguas, que abrasada
la iglesia y quemadas las casas del pueblo, se habían escapado á sus tie-
rras antiguas, y en ellas permanecían obstinados, negándose á los con-
vites de paz .y perdón que se les hacían si volvían reconocidos al sitio de
la reducción arruinada. Duraron así dispersos por siete años enteros,
hasta que por los años de 1738 se animó á hacer nueva prueba en aquella
gente terca el P. Miguel Bastida, misionero de San José de Guayaya.
Muchas eran las dificultades que se ofrecían para la tentativa por otra
parte arriesgada. Porque el sitio donde se creían hallarse á la sazón los
Payaguas, estaba distante más de treinta leguas de la reducción de San
José, y habiendo de hacerse la expedición en canoas, no sabía la gente
del misionero manejar los remos ni caminar en ellas. Fuera de esto, no
tenían de los Payaguas otras noticias los Guayayas, sino la que habían
oído de los Icaguates, que les aseguraban ser aquellos indios insignes bru-
jos y hechiceros, lo cual era un poderoso retraente para que les busca-
sen. Estas razones, juntas con no saber á punto fijo el lugar en donde se
hallaban los rebeldes, hacían dificultosísima la entrada.
Pero no por eso cayó de ánimo el misionero, que con el dulce atractivo
de su amable genio, que prendó aun á los mismos gentiles, redujo á algu-
nos mozos á que le acompañasen en el viaje, y llegando á San Javier de
Icaguates, encontró algunos de estos indios que mantenían alguna comu^
nicación con los Payaguas. Hablóles de la resolución que llevaba, y á
pocas palabras se ofrecieron á seguirle en la empresa y á servirle de
guías hasta sus tierras. Después de los trabajos y peligros del viaje que
hicieron por agua á causa del ningún uso y práctica de las canoas, tu-
vieron que pasar otros no menores por el monte. Porque todas las entra-
3rt6 Misiones del Marañón Español
das que sabían los ^uías estaban tan cortadas con lagunas, ó cerradas
con lodazales, que fué necesario atravesar con el agua hasta la cintu-
ra, y después de vencidos estos embarazos, se hallaron con un camino
tan enredado, por las vueltas y revueltas, que parecía un laberinto de
donde no se acertaba á salir. Tres días enteros anduvieron por sendas
tan húmedas y enmarañadas sin dar con los Payaguas, que sólo estaban
apartados del río como un día de camino.
Quiso el Señor que diesen finalmente con una casa y que se hallase en
ella uno de los Payaguas más ingenuos y racionales, que, mal contento
de aquella vida brutal, y deseoso de volver á la dirección de los padres,
los recibió con cariño y agasajo. Sabiendo el fin de la venida del misio-
nero, trató con él de la manera con que debía proceder en el manejo de
sus paisanos, que estaban esparcidos en los contornos. La prevención
más importante que le hizo fué que se guardase bien de un indio bien ca-
paz y malicioso que vivía entre ellos, el cual, como intérprete por saber
bastante bien la lengua Inga, era de todos oído y respetado; pero malig-
no, traidor por genio y sobremanera enredador, que no parecía vivir
sino de meter chismes y de urdir marañas entre la gente. Agradeció el
padre el aviso del buen Payagua, y corriendo la noticia de su arribo por
las casas más cercanas en la noche misma en que llegó, vinieron al
amanecer del día siguiente muchos indios en pelotones deseando ver y
saludar al misionero. Como no habían olvidado todas las prácticas y
buenas costumbres que habían aprendido en otro tiempo, le saludaron
con el Alabado, y, besándole la mano, daban sus razones de disculpa de
haberse retirado al monte. No le pareció mal al P. Miguel este primer
encuentro, y formaba dentro de su corazón esperanzas de llevarlos
consigo.
Apareció entre otros indios el cacique que había sido gobernador en
el pueblo, el cual, estimando la visita que se les hacía en sus mismas tie-
rras, sugería al intérprete de que hablamos varias cosas y con bastante
ingenuidad para que se las dijese al misionero. Fué de mucha importan-
cia la noticia anticipada de este engañador, porque á pocas palabras
conoció el padre que el maligno desfiguraba la verdad y hacía decir al
cacique lo que no pensaba. Echó á un lado al intérprete, y abocándose
inmediatamente con el cacique, comenzó á tratar con él, aunque con
mucha dificultad, en lengua propia de la nación y de la manera que
pudo, del fin y motivo de su venida y de la pretensión que tenía. Esto
bastó para que el intérprete no volviese á entrometerse en la conversa-
ción, y sin este estorbo trataron de buena fe de la salida, que pudo con-
cluirse felizmente en dos ó tres días que estuvo con los Payaguas.
Al mismo tiempo que trataba el P. Miguel con los principales sobre
el establecimiento del pueblo, iban llegando los indios con sus hijos y se
los mostraban, llamándolos con los nombres propios con que habían sido
bautizados, pidiendo también que bautizase á los que habían nacido en
el monte. Compensóle el Señor los trabajos pasados con el consuelo de
Libro VIIL— Capítulo I 367
bautizar en número crecido niños y niñas que le ofrecieron, y por no
perder ocasión de hacer algún bien espiritual en los adultos, les hizo la
doctrina mañana y tarde con algunas pláticas, que añadió como le fué
posible en lengua de la nación, proponiendo los motivos más poderosos
para que volviesen al pueblo, viviesen en él y pensasen en salvar sus
almas. Por último, repartió los donecillos que llevaba prevenidos á las
mujeres, niños y niñas, y regaló á los hombres con algunos cuchillos y
herramientas, dejando á todos contentos y animados á salir de sus selvas
y restablecer la reducción. Partióse llevando consigo algunos Payaguas
ofreciendo volver á visitar á la gente luego que tuviese noticia de haber
hecho el desmonte para las casas y prevenido las sementeras.
A los seis meses de haber vuelto á su pueblo de San José, subieron al-
gunos indios á dar parte de que habían ejecutado uno y otro. Siempre le
parece al indio haber hecho mucho, en habiéndose atareado algún tiem-
po. Su innata pereza y genio inconstante, se aviene muy mal con el tra-
bajo. Demás que el deseo que tenían de nuevos regalos, les anticipó el
plazo de visitar al misionero. Recibiólos éste con agrado, alabó la fideli-
dad, dióles nuevas herramientas, y señaló el tiempo en que bajaría á ver-
los en el sitio demarcado, para examinar por sí mismo lo que habían tra-
bajado. Partido que hubieron los indios, á poco tiempo los siguió el mi-
sionero, y no halló en el nuevo pueblo más que unas pocas familias, de
lo cual, reconvenido el cacique que había mostrado tantas ganas de jun-
tarse, respondió que no le quería obedecer la gente por más que la ins-
taba, y que siempre alegaba pretextos para quedarse en el monte. Cono-
ció el padre la raza inconstante de aquellos indios, pero no cayó de áni-
mo; y en otra visita que les hizo después, consiguió que saliesen algunos
otros y se estableciesen en sus casitas.
Informado el superior de las misiones de la terquedad y lentitud de
los Payaguas, tuvo por conveniente enviarles un misionero propio que
cuidase solamente de ellos y les arraigase en el pueblo, entablando la
doctrina cristiana é introduciendo los usos y costumbres de los demás
pueblos. Puso los ojos en el P. jMartín Iriarte, persona de mucho celo, de
no menor prudencia, y de señalado talento para aprender las lenguas
más enrevesadas de los indios. Bajó este misionero de los pueblos altos
del Marañen, donde se hallaba, y llegó al sitio de los Payaguas, con quie-
nes estuvo por dos años, dando algún orden y permanencia á gente tan
perezosa é inconstante. Oiremos de pluma del mismo padre lo que hizo
en este tiempo, los medios de que se valió, y hasta dónde pudo adelantar
á aquellos indios ingratos.
«La gente que hallé á mi llegada, dice en un informe, apenas hacía
el número de treinta almas, entre párvulos y adultos. Las casitas en que
vivían se reducían á ranchitos pequeños, en que se acomodaba con estre-
chez una familia. El gobernador tenía ya concluida una casilla mediana,
que me dio para vivir en ella de prestado, y hube de admitirla por no
haber otra. Ella sirvió, con una división que la partía por la mitad, de
3tí8 Misiones del Marañón Español
habitación y de capilla en que decir misa, y hacer la doctrina á la poca
gente que había. Parece excusado apuntar aquí la incomodidad y nece-
sidades que son inexcusables en los principios de una residencia como
ésta, y las dificultades que tuve que vencer para tirar á la gente del
monte, que por lo común son mayores de lo que se puede concebir por
quien no sabe por experiencia cuánto cuesta sacar á los que vuelven al
monte abandonando un pueblo. Basta insinuar que me hubieran sido ma-
yores, á no poseer la lengua y tener alguna experiencia del modo de su-
perarlas.
El primer año porfié en agregar á todos á este pueblo de la Reina de
los Angeles de Mahayaora, pero me desengañó la experiencia, y tuve por
bien de convenir en el partido que tomó una parte de la gente, que fué
de salir á formar otro pueblo en la boca del río Oravueya, que sólo dista
un día de camino río arriba de este primer pueblo. El embarazo princi-
pal que concebí ser insuperable, fué la desunión y oposición arriesgada
de una parcialidad con otra fundada principalísimamente en sus persua-
siones mutuas de que se perseguían con brujerías. La persuasión era
cierta y á su entender fundada en hechos positivos. Yo bien conocí que
obraba la aprensión, porque no hallé brujo que pasase de embustero; pero
¿quién desimpresionará á unos bárbaros en quienes pasó á natural y
común este temor, esta aprensión y este modo de pensar? Sólo con el be-
neficio del tiempo, con la vida social civil y cristiana que se logra con la
paciencia, con la predicación y con la divina gracia, se quitan estas
aprensiones.
Sabida entre ellos la disposición ó permisión de juntarse en otro sitio
la parcialidad que se resistía á establecerse en Mahayaora, no tardaron
en salir más que el tiempo necesario para hacer su desmonte , quemarlo
y formar sus casitas. Dióse á este pueblo la advocación de los santos An-
geles de Oravueya, en cuya boca está situado. Aún más brevemente se
establecieron en el otro de la Reina de los Angeles, los que siendo de la
misma parcialidad se detuvieron por no juntarse con la otra si saliese
allá; y con la seguridad de la separación determinada se agregaron
prontamente.
Ambos pueblos llegaron á tomar una forma y estado que nos hizo
creer se lograba en esta ocasión su permanencia. Unos y otros como si
fuesen á emulación, hicieron iglesia y casa para el misionero , se prove-
yeron de canoas y sementeras y aun empezaron á tratarse y á visitarse
unos á otros como que querían olvidar sus pasados resentimientos. En la
asistencia de la doctrina hubo la dificultad de vencer aquella común pe-
reza y la de contrastar con la costumbre de no tener distribución que li-
mitase su libertad. Pero al fin se venció poco á poco, y fueron acomodán-
dose á los entables comunes del gobierno político cristiano de la misión.
Cuando el P. Carlos Brentano visitó esta parte de la misión pasaban de
260 almas las de la Reina de los Angeles y eran como unas 150 las que se
hallaban en el pueblo de los Angeles de la Guarda.
Libro VIH.— Capítulo II 369
Hasta aquí el P. Martin Iriarte, que si bien por dos años adelantó las
pequeñas reducciones de los Payaguas, le tenia el cielo principalmente
destinado para las alturas del Ñapo, en donde trabajó infatigablemente,
como veremos en el capitulo siguiente.
CAPITULO II
PASA EL P. MARTÍN IRIARTE Á CULTIVAR LA NACIÓN
DE LOS ENCABELLADOS
Cuando el P. Pablo Maroni daba esperanzas bien fundadas de formar
una cristiandad dilatada en los altos del Ñapo, en Aguarico y otros rios,
que se les juntan, empezó á flaquear notablemente en la salud á causa
de los muchos viajes, necesidades y trabajos que hubo de padecer en la
pacificación de tantas parcialidades y en la formación de tantos pueble-
cilios. Creció de manera su indisposición con el temple de las tierras su-
jetas á vientos poco sanos, que fué preciso sacarle á Quito para curarle^
si era posible, de sus males. Como no se podían dejar sin fomento los bue-
nos principios de la misión en esta parte, y las reducciones, aunque pe-
queñas por sí, hacían un número bien considerable de indios, pareció al
superior que, dejando el P. Martin Iriarte los Payaguas algo más adelan-
tados, pasase á los Encabellados en lugar del P. Maroni, pues sobre la
ventaja de tener mucha práctica y experiencia con los indios, sabia per-
fectamente la lengua de aquella nación.
Llegó el P. Martín al pueblo de San Pedro en el año de 1741, por Mar-
zo, y en este mismo año y en el siguiente agregó á la gente que encontró
en el pueblo, á la verdad pequeño, varias familias; de manera que se
mantenían ya ñjas en la reducción más de 180 personas. Mucho deseaba
el misionero hacer más respetable el establecimiento de San Pedro, por-
que le consideraba como escala por esta banda de la misión. Era su si-
tuación ventajosa, el plan del suelo llano y extendido por más de medio
día de camino, seguro el puerto y fácil la entrada al monte, en que se
mantenían las casas con vistas á los dos ríos Ñapo y iVguarico. No fal-
taba caza en los bosques, y mucho menos pesca en los ríos. Pero sobre
todo, gozaba de aires sanos, cosa tan apreciable en aquellas tierras, por
lo común poco conformes á las complexiones de los misioneros. Aten-
diendo á estas ventajas, desde luego formó el designio de tirar poco á
poco y de agregar con suavidad al pueblo de San Pedro las gentes de Ios-
pueblos de San Bartolomé y de San Miguel. Pero por no precipitarlo era
menester dar lugar al tiempo con que se fuesen acostumbrando á vivir
en poblaciones á las orillas de los ríos, y perdiendo la afición que tenlaa
á las madrigueras de los montes.
Aunque podía el misionero residir con mayor comodidad en el pueblo
de San Pedro que en el de San Miguel por no hallarse tan atrasado y por
24
370 Misiones del Marañón Español
desearlo grandemente el cacique y su gente, tuvo por más conveniente
establecerse en San Miguel para fomentar con más viveza y eficacia la
mudanza al sitio escogido del cacique y aprobado por el P. Maroni. Por-
que ni este operario por sus muchas ocupaciones, ni el hermano Bastiani
por sus frecuentes y largos viajes, habían podido ejecutar la mudanza
determinada, y parecía necesario animar con la presencia del misionero
á los antiguos Migueleños á que trasladasen sus casas y á los nuevos á
que formasen las suyas. Habían levantado en el nuevo sitio cuatro ó cin-
co ranchos con algunos materiales para las fábricas, y otro tenían pre-
venido de la misma calidad para el padre, que hubo de acomodarse en él
con mucho trabajo y estrechez, haciendo habitación y capilla con sepa-
ración y puertas diferentes. Bien se deja entender la debilidad y miseria
de esta choza ó corral, pero en ella vivió el misionero, decía su misa y
explicaba la doctrina, hasta que á cosa de medio año, estando siempre
sobre los indios enseñándoles y ayudándoles, tuvo en buen estado el pue-
blo, con iglesia capaz y curiosa, con casa para sí y con habitaciones para
la gente, bastantemente desahogadas.
Libre ya de este cuidado que pedía necesariamente su presencia, hizo,
acompañado del P. Miguel Bastida, una entrada á los indios Vitocurus,
que habitaban los montes medios entre el Ñapo y Cararay, distantes solo
tres días de camino de San José, y situados casi en derechura de San Mi-
guel á la otra banda del río. El hermano Bastiani había visitado pocos
anos antes á estos gentiles y pretendido sacarlos de sus tierras, pero se le
negaron, dando por motivo que saliendo por entonces no encontrarían
casas en que vivir ni comida con que mantenerse. Pareció ser verdadera
la excusa, porque llegados nuestros misioneros á sus tierras después de la
formación del pueblo de San Miguel, en cuyos contornos había buen te-
rreno para las sementeras, y reconvenidos de la palabra dada al herma-
no Bastiani, luego se determinaron á seguirlos y se lograron de esta ma-
nera ochenta y más almas, quedando solamente una casa de la parciali-
dad, que pocos meses después se vino por sí sola. Tenía ya la reducción
como doscientas personas, todas de la misma nación, costumbres y len-
gua, pero de distintas parcialidades, y esas pequeñas, que fué la causa de
dar mucho que hacer al misionero en mantenerlas quietas, componer
sus discordias, desvanecer los recelos y hacer palpar lo frivolo de las sos-
pechas. Porque en esta parte de la misión acaso más que en alguna otra
obraba la común aprensión, origen de tantas desconfianzas, de que nadie
muere de muerte natural, sino por violencia ó por hechizos de los brujos.
A este primer contratiempo sobrevino otro. Porque la parcialidad del
cacique Umuguari, de quien hablamos arriba, no distando del pueblo más
que dos días de camino, y teniendo en él algunas familias y parientes co-
menzó, no sólo á inquietar á los Migueleños, pero aun á alborotarlos con
chismes, y si no conseguía su intento amenazaba con hechizos, que en estos
infelices ciegos equivalen á puñaladas ó balazos. En una de estas moles-
tas visitas hizo cargo el misionero al principal Umuguari de un proceder
Libro VIII.— Capítulo II 371
tan contrario á la paz establecida, y le pidió que ya que no quería salir
de sus montes dejase en quietud y sosiego á los del pueblo; y para que
las súplicas fueran más eficaces, y no diera en adelante ocasión de ma-
yores alborotos, lo regaló con algunos donecillos, de que se mostró con-
tento y se retiró al parecer satisfecho á sus tierras.
Mas bien poco duró el bárbaro en su retiro, porque luego volvió á dar
otro asalto á la gente, insinuando sublevación para aprovecharse de las
herramientas, como pensaba, quemando la casa del padre que estaba de
' viaje en Aguarico. La ocasión parecía oportuna, pero se negaron abier-
tamente los indios, y el cacique Becoari le dijo resueltamente que sería
mejor no se dejase ver ni entrase más en el pueblo, si había de ser oca-
sión de tantos daños, como descubría su maligna intención. Disimuló el
traidor, y viendo tanta resistencia se retiró, pero cuando juzgó que es-
taba la gente sosegada y sin cuidado, entrada ya la noche volvió á la re-
ducción, y rompiendo la puerta débil de la casa del padre, entró en su
aposento y cargó con una frasquera de ocho frascos, creyendo por el
peso que tendría algunas herramientas. Puesto en seguro en el monte con
el contrabando, hizo pedazos la caja pensando hallar lo que tanto desea-
ba y se halló burlado con los frascos en vez de los instrumentos que bus-
caba. Cuando el misionero volvió de su viaje conoció lo poco que debía
fiar de este bruto, de su paz y de sus palabras, y procuró prevenir á la
gente contra los asaltos y acometimientos de su parcialidad, como lo con-
siguió cortando la comunicación de unos y otros.
Como el P. Martín estaba dueño de la lengua de los Encabellados, iba
ganando fácilmente las voluntades de los indios y les redujo á la asisten-
cia general de la doctrina cristiana, con cuya continuación los puso en
una obediencia razonable, y llegaron en poco tiempo á un estado que en
la visita del pueblo que se hizo en el año 42, no supo contenerse el supe-
rior sin declarar que se hallaba la reducción en mejor estado del que
pensaba poderse conseguir de tal gente. Alabó su conducta como era
razón y la exhortó á la perseverancia, repartiendo con larga mano ins-
trumentos á los hombres y dones á las mujeres y niños. Así quedaron en
paz después de la visita, animados á continuar en la asistencia de la doc-
trina y en las funciones de iglesia, y se les fueron agregando al año si-
guiente algunas otras familias montaraces, rezagos de las parcialidades
que habían salido desde los principios. Venían éstas atraídas de las con-
veniencias del pueblo, y de la suavidad del gobierno y trato apacible del
misionero; pero éste lograba la suya bautizando los niños y enseñando la
doctrina y verdades católicas á los que se ponían en estado de oír la pa-
labra divina y se acomodaban al modo de vivir de sus paisanos.
372 Misiones del Marañón Español
CAPITULO III
PARTE EL PADRE IRIARTE AL PUEBLO DE SAN ESTANISLAO, Y MUDÁNDOLE
Á MEJOR SITIO, FUNDA OTROS NUEVOS PUEBLECITOS
En el año mismo en que llegó el P. Martín al partido de San Pedro, y
ejecutó la mudanza del de San Miguel, pasó también á pocos meses al
sitio en donde estaba formada la reducción de San Estanislao. Halló bien
pocas y pequeñas casas, en que vivía de asiento un corto número de per-
sonas. Informado del cacique Zairaza, de la gente del contorno, de cuya
salida se podía tratar con esperanzas de buen suceso, se resolvió á dete-
nerse en este sitio por algún tiempo y quiso Dios cumplirle su deseo; por -
que corriendo la noticia de la venida del misionero, vinieron á verse con
él varios gentiles, y fuera de los pacificados del hermano Bastiani y de
los ganados por el P. Maroni, quedaron en estas visitas y tratos aficiona-
dos al padre varias otras parcialidades. Con la esperanza de su salida y
agregación á las demás, pensó en mudar el pueblo como parecía nece-
sario, á sitio más capaz, distante medio día de camino más arriba de la
situación primera. El lugar era desahogado, lograba de tierras altas y
menos húmedas, y ofrecía un plan extendido para formar casas con des-
embarazo. No le faltaba puesto cómodo para las canoas fuera de un ria-
chuelo que corría por un lado, de cuyas aguas limpias se podrían servir
para bebidas y baños.
La eficacia y empeño del cacique facilitó la mudanza. Hizo luego el
desmonte en el sitio señalado, y los que tenían ya hechas sus casas en el
sitio primero, pudieron aprovecharse de sus materiales y trasplantarlas
en poco tiempo. A su ejemplo se animaron á formar las suyas los que de
nuevo se juntaron, de manera que en el año siguiente de 42 se vio ya for-
mada una reducción vistosa de casas puestas en fila á la orilla del río,
que por su extensión daban mayor lucimiento. En la mitad de la línea
levantaron una iglesia capaz, y á su lado una casa mediana para el mi-
sionero. Aunque el pueblo mejoró tanto en sitio y edificios y se aumentó
con mucho número de gente, no pudo el padre, como lo procuró de todos
modos, tirar á él un cacique llamado Zapua, cuya paz y amistad había
conseguido. Podía más con este principal y su gente el miedo y terror
pánico de los hechizos, que el enlace de parentesco que tenía con los de
San Estanislao. Viéndole tan resuelto á vivir separado de los demás, le
dejó el misionero sin más instancia como abandonado, y aunque el caci-
que se le hizo después encontradizo en el pueblo de San Luis Gonzaga,
afectando casualidad en el encuentro cuidadoso que había procurado, ni
el padre le convidó ni le dio de los regalos que repartía á los demás, di-
ciéndole que era el motivo de no darle nada la porfiada terquedad de no
salir de sus montes.
Libro VIII.— Capítulo III 373
Conoció Zapua con esta negativa que no sería atendido en adelante
•como los demás, y aficionado, por otra parte, á las utilidades del pueblo,
él mismo de suyo pensó en hacer mérito, estableciéndose con su gente en
las riberas del Aguarico. Púsolo en ejecución en un sitio día y medio de
camino más arriba del pueblo de San Luis, y con más empeño y eficacia
que si el padre lo hubiera pretendido. Hechas las casas bajó á darle no-
ticia en San Luis de lo hecho, alegando por mérito el haber formado ya
población y pidiéndole que fuese á reconocerla. No halló en el misionero
toda la acogida que pensaba y pretendía, aunque no experimentó tam-
poco desvío ó desagrado, antes disimulando el gusto de la determinación
del cacique, le ofreció que si pudiese trataría de visitar su establecimien-
to cuando hiciese la visita de los demás pueblos. De esta manera despi-
dió á Zapua y á sus compañeros, dándoles algunas herramientas con las
cuales y la palabra de verlos salieron contentos sí, pero no del todo sa-
tisfechos y algo pensativos.
Esto movió más al cacique á solicitar la gracia del misionero, y tuvo la
prevención de encargar en el pueblo de San Estanislao que le avisasen
prontamente cuando el padre subiese á esta reducción. Correspondieron
muy bien los del pueblo al encargo hecho; porque en la tarde misma del
arribo del padre avisaron á Zapua de su llegada. No perdió tiempo el
cacique, que al romper del alba del día siguiente ya estaba en el pueblo,
y, sin detenerse en ver á sus amigos, buscó al misionero, repitiendo las
instancias que antes había hecho que subiese á ver su reducción, y que
no le negase este gusto que pedía en nombre de toda su gente. Hacíase
el padre de rogar queriendo antes la unión de su gente con la de San Es-
tanislao, pero al fin condescendió y subió al día siguiente al sitio de los
Zapuaras, donde encontró formadas algunas casas con cierta forma de
población, y aprobando lo ejecutado hizo algunos bautismos de párvulos
y dio al pueblecito la advocación de los Mártires del Japón. En el año si-
guiente se agregaron nuevas familias y no dejaban de dar esperanzas de
venir otras, que con el tiempo se pensaba poder juntar todas al pueblo
de San Estanislao.
En el mismo tiempo y casi de la misma manera formó también su pue-
blecito otro cacique llamado Zasso que, ganado del P. Martín, aunque
mostraba inclinación de salir al río con los suyos, se mantuvo siempre
firme en no juntarse con los de San Estanislao, con quienes tenía, por otra
parte, comunicación y amistad. Mucho más se resistía en venir con los de
San Pedro, cuya gente había sido años antes enemiga de la de Zasso, y
duraban todavía los resabios de oposición entre unos y otros. Ya veía el
misionero que en acomodarse á las intenciones de este principal, se topa-
ba en el inconveniente de aumentar pueblecitos pequeños sin poder aten-
derlos como se debía, y con una esperanza dudosa de que algún día qui-
tadas las aprensiones comunes se juntasen. Pero por otra parte le pare-
ció cosa peligrosa y dura dejarlos en el monte ofreciéndose ellos mismos
á juntarse en las riberas del río. Peligrosa, porque se dejaba una retira-
374 Misiones del Makañón Español
da segura á la gente que se iba reduciendo, la cual, á la menor desazóir
piensa en la fuga, y la misma seguridad de hallar refugio en los del
monte facilita la retirada. Dura, porque si el Buen Pastor anduvo con
tanto trabajo por breñas y riscos en busca de una oveja descarriada,
ofreciéndose algunos á seguirle, no 1;l desampararía. Por estas razones
tuvo por bien el misionero de condescender, como lo hizo después con
otros, con el cacique Zasso, que saliendo del monte se estableció con los
suyos en la boca del río Zancora y formó un pueblecito con la advoca-
ción del Corazón de María de Zancora.
CAPITULO IV
DE LA FUNDACIÓN DE SANTA TERESA EN EL RÍO PUEQUEYA Y DEL
PUEBLO DE SANTA CRUZ DE LOS MUMUS KN EL RÍO ZEOQUEYA
La extensión de la provincia de los Encabellados era la mayor entre
todas las naciones descubiertas en la misión, porque, empezando de la
cordillera de montes que dividen la población del reino de Quito de las
llanuras y bosques de los Andes, corría hasta la boca del río Putumayo^
ocupando un trecho inmenso entre el Ñapo con los que en él entran y el
mismo Putumayo. Casi á la mitad de esta dilatadísima provincia corren
otros dos ríos llamados Jevineto y Pinzipueya, de cuyas cercanías habían
sacado los misioneros á las riberas del Ñapo y del Aguarico las gentes
que componían los pueblos formados hasta el año 41. Pero restaban to-
davía muchísimas parcialidades que por distantes del Ñapo y por des-
viadas del Aguarico, ni se habían podido lograr ni aun se descubría media
proporcionado para reducirlas sin gravísimas dificultades y trabajos.
Como el golpe de gente escondida entre aquellos bosques era grande ,^
habían pensado mucho los padres en hallar camino y entablar amistad
y comunicación con ella ó por tierra ó por agua, aunque fuese á costa de
viajes peligrosos y navegaciones arriesgadas. Después de muchas dili-
gencias, vinieron, finalmente, en el conocimiento de la menor dificultad
que ofrecía para la entrada un río dicho Puequeya. Con ser este descu-
brimiento el menos embarazoso, no dejaba de ser ardua empresa nave-
gar por un río que aunque se comunica con el Aguarico, tiene un curso
enmarañado lleno de vueltas y revueltas y en varias partes tan rebal-
sado que no se descubre por dónde camina. De aquí nacía la dificultad de
andar por él particularmente en tiempo de crecidas, y de que se gasta-
sen días enteros atravesando lagunas, y adelantando tan poco, que des-
pués de días de navegación apenas se alejaban las canoas medio día de
su boca, como sucedió á los principios: bien que después de algunas ten-
tativas, observados y tomados con cuidado los rumbos, salían ya las ca-
Libro VIII— Capítulo IV 375
noas de las vueltas y revueltas y de las lagunas rebalsadas en menos de
medio día á tomar el canal del río por donde se subía sin embarazo.
Puesta ya en práctica la navegación del río Puequeya, se logró, final-
mente, en el año 42, la paz y amistad de un cacique llamado Queneveco,
que por valiente y guerrero, y por reputación de insigne brujo, tenía va-
limiento y séquito, no sólo en su parcialidad, sino también en otras confi-
nantes. Extendióse la paz y amistad á varias de ellas, y quedaron mu-
chos indios que habitaban hacia Jevineto y Pinzipueya, por amigos de
los nuestros y aun se declararon emparentados con los de San Pedro.
Convidados á poblarse admitieron el convite, pero unos querían estable-
cerse á la orilla de Jevineto y otros clamaban por las riberas del Pinzi-
pueya. Era esta nueva dificultad porque ninguna de las dos quebradas
merecía el nombre de río, y eran unos torrentes que no se comunicaban
ni con Ñapo ni con Aguarico, siendo preciso atravesar por el monte
áspero y cerrado tres, cuatro y más días de camino. No se halla en aquel
sitio otra comunicación con los dos ríos que la que ofrecía el Puequeya,
navegable hasta ciertas tierras altas y firmes para donde los gentiles te-
nían camino abierto, y á esta causa les propuso el P. Martín Iriarte las
riberas de este río para su establecimiento, rechazando con tesón todos
los demás sitios á que ellos se inclinaban por no ser posible la comunica-
ción desde aquellos parajes.
Tomó con empeño el misionero que entendiesen bien los indios y pe-
netrasen cuan necesaria era la comunicación de unos pueblos con otros;
y cómo todas las poblaciones que se habían hecho, la tenían entre sí por
ríos en canoas. Porque de otra manera, ni los misioneros pudieran aten-
derlas, ni los gobernadores, tenientes y superiores podrían á sus tiempos
visitarlas como pedía el buen régimen, gobierno y dependencia. Añadió
que faltando la comunicación no podrían ser socorridas unas de otras en
las necesidades bien frecuentes, y que era imposible la subsistencia sin
este socorro mutuo. Concluyó que si se resolvían á poblar de otra mane-
ra, ni él ni otro ningún misionero de la Compañía se haría cargo de su
reducción, porque este cuidado impediría mayores bienes á que debían
atender. Dióles golpe esta última razón, y persuadidos á que quería de-
jarlos en sus tierras si se poblaban á su modo, se determinaron á juntar-
se en las riberas del Puequeya. No se logró la ejecución en esta primera
conferencia; fué necesario repetir nuevos viajes, al cabo de los cuales,
obrando en aquellos toscos entendimientos la razón que oían de boca del
misionero, convinieron todos en el sitio y formaron un pueblo con el pa-
tronato de Santa Teresa de Jesús de Puequeya.
Puédese decir que no había menos esperanza de lograr en Puequeya
una reducción tan numerosa como en la boca de Aguarico y en otras
partes, porque eran varias las parcialidades del contorno y no tan mal
avenidas entre sí como las que salían al Ñapo. Todas deseaban con ar-
dor lograr las ventajas que observaban en las poblaciones nuevas, á que
no dejaban de hacer sus salidas á pesar de la distancia del sitio. Eué
376 Misiones del Marañón Español
siempre creciendo considerablemente en número de gente el pueblo de
Santa Teresa hasta el triste suceso que sobrevino el año de 44, que cau-
só tanta ruina en este partido como veremos á su tiempo.
Otro pueblo se fundó en el río Zeoqueya en el mismo año en que Que-
neveco con su gente se estableció en las riberas de Puequeya. Viene á
ser aquel río uno de los mayores que desaguan en Aguarico, en donde
entra por la banda del norte, siete días de navegación más arriba de la
junta con el Ñapo. Estuvo en tiempos pasados lleno el Zeoqueya de in-
numerables gentiles; pero años había que no se descubrían en sus con-
tornos: acaso por lo anegadizo de sus riberas, poca pesca y cacería
escasa, se fueron retirando hacia el río de San Miguel, que se co-
munica con el Putumayo. Solamente se hallaban al presente en las ori-
llas del Zeoqueya ciertos indios llamados Mumus, con la ocasión que di-
remos.
A los principios de este siglo formaron los reverendos padres de San
Francisco, misioneros del Putumayo, entre otros varios pueblos, uno que
tenía por nombre el de los Mumus . Fué su último misionero el reverendo
padre fray Juan Garzón, que trabajó gloriosamente en aquella parte de
la misión con esperanzas muy fundadas de extenderla por aquel larguí-
simo río. Pero cuando su aplicación y celo procuraba las mayores venta-
jas en los indios y los mayores adelantamientos en cristiandad y policía,
se suscitó una general rebelión en todo el partido que, comunicándose de
unos pueblos á otros, y convocados los indios descontentos, no paró hasta
que tramaron contra la vida de los misioneros deseando acabar con todas
las reducciones. En algunos pueblos se pudo evitar el estrago, pero en
otros quitaron la vida á los frailes, siendo el venerable P. Fray Juan Gar-
zón uno de los que regaron aquella viña del Señor con su sangre, que
ofreció en el año 19, en holocausto voluntario, á manos del cacique Mu-
mus y de otros compañeros.
Muerto el siervo de Dios y quemadas las casas del pueblo, se retiró
Mumus con su gente á lo interior de los montes, y aunque le siguió el te-
niente del gobernador de Popayán, que, sin perder tiempo, entró al cas-
tigo de una maldad é ingratitud tan enorme, no pudo dar con los Mumus
que se alejaron hasta los bosques inmediatos del río Zeoqueya, donde, de-
fendidos de la misma fragosidad del sitio y de las muchas lagunas y pan-
tanos, se mantuvieron por casi veinte años en un montecito libre de las
inundaciones de la tierra. En este tiempo fueron muriendo los principa-
les agresores y los indios de más edad, y creciendo la gente moza, no es-
taba bien hallada con la escasez y miseria que experimentaba en aquel
paraje, estando como sitiada por todas partes. Esto movió á los Mumus á
buscar paraje más ventajoso, y de unas en otras vinieron á parar en
ciertas tierras altas distantes tres días de camino de la boca del río Agua-
rico, á donde sahan por un torrente en canoitas toscas y mal formadas,
pero bastantes para vencer la travesía. Con esta comunicación con el
río tuvieron lugar de observar cómo cruzaban por él otros indios que co-
Libro VIII.— Capítulo IV 377
nocieron ser de la misma lengua; y comunicando allá en sus casas el des-
cubrimiento se determinaron á tratar de paz y amistad con ellos.
A esta sazón atravesó un religioso lego de San Francisco, que venia
fugitivo de Putumayo hasta el río de Aguarico, acompañado de unos in-
dios llamados Amuguajes, los cuales, dando por casualidad con los Mu-
mus á quienes habían conocido en la misión, dieron luego noticia al fraile
de que aquella era la gente que había quitado la vida á Fray Juan Gar-
zón su misionero. Disimuló el fraile y, sin detenerse con los Mumus, les
ofreció que él mismo volvería por misionero suyo á su rincón. Tan lejos
estuvieron los Mumus de dar crédito á las palabras del lego, que, antes
bien, de sus mismas ofertas tomaron fundamento para sospechar de su
viaje, discurriendo que era un artificio para caer sobre ellos, prevenido
de gente, y castigar la muerte que habían ejecutado. Siempre la mala
conciencia presume la pena más cruel. El temor de ella fué nuevo motivo
á los Mumus para que tratasen de paz y amistad con los nuestros, cre-
yendo que así se ponían á cubierto para excusar el castigo. Para más fa-
cilitarla dejaron el sitio que ocupaban y se acercaron más al río Zeo-
queya, á fin de entregarse á los misioneros de la Compañía, como lo pre-
tendieron en la primera ocasión que toparon, poniendo por intercesores y
medianeros á los indios de San Luis Gonzaga, con quienes empezaron
á tratar, pero viviendo entre tanto dispersos y escondidos por no caer en
manos del fraile de quien desconfiaban mucho y lo temían todo.
Hicieron los indios del pueblo de San Luis los buenos oficios que les pe-
dían los Mumus, dando cuenta de todo lo sucedido al P. Pablo Maroni que
asistía entonces al partido de los Encabellados. Determinó el misionero
sitio fijo y día particular para verse con el cacique, hijo de Mumus, y con
los demás, queriendo averiguar por sí mismo y saber de la boca de los
mismos fugitivos cuanto había sucedido en los años antecedentes, y el esta-
do en que se hallaba el negocio al parecer expuesto á contiendas y disen-
siones. Convenidas las partes en el sitio y en el día, hizo su viaje el padre,
y habiéndose informado de los pasos y pretensiones de los Mumus, viendo
que el tratado era algo crítico y odioso, les dijo abiertamente que no se
embarazaría por ellos en contiendas con los reverendos padres misione-
ros de Putumayo, pero que tampoco les dejaría de asistir y de atender
como á los demás mientras se mantuviesen en aquellas tierras de la ju-
risdicción de Borja, á las cuales habían venido por sí mismos.
Valiéndose los Mumus de la última parte de la respuesta, escogieron
sitio, previnieron campos y formaron casas en el año de 1739. Pero viendo
que ni el P. Maroni repetía visitas ni su sucesor el P. Triarte entraba con
gusto en cuidar de ellos, y que sólo se les fomentaba con el socorro de al-
gunas herramientas, se resolvieron á internarse más en la misión, y pa-
sando hasta el Aguarico mismo, demarcaron sitio para hacer sus casas,
unos en las islas de este río y otros en la junta y embocadura del Zeoque-
ya. No bien habían empezado la faena de formar pueblos y prevenir sus
sementeras, cuando empezaron á desazonarse unos con otros, empeñan-
378 Misiones del Marañón EspañoJí
dose éstos en proseguir adelante y aquéllos en volver atrás, y retirarse á
sus montes alegando cada uno motivos por su parte. Finalmente, después
de muchos debates vencieron los primeros, y formado el pueblo á princi-
pio del año de 42 á la banda del norte de Aguarico, contentos de su tra
bajo, fueron á verse con el misionero, que era el P. Martín Iriarte, ale-
gando por méritos para ser atendidos de la misma manera que los demás,,
el haber formado su pueblo en las mismas riberas en que estaban las de-
más reducciones.
No le digustó al misionero lo ejecutado por los Mumus ni su proposi-
ción. Procuró luego el visitarlos y aprobó el plan de lo que habían hecho;
y más oyendo los clamores de la gente que con ansias le suplicaba que
no la desamparase ni dejase de mirar por ella, ofreciéndose á ser obe-
diente y enteramente rendida á cuanto fuese necesario para complacer-
le. No pudo menos de agradecer su buen ánimo y de ofrecerse á darles
gusto; bautizó los párvulos, y poniendo al pueblo el nombre de Santa
Cruz, se volvió al suyo del río Ñapo.
Pocos días pasaron después de esta visita y entero establecimiento de
los Mumus, cuando el religioso lego de quien hablamos arriba, dio al tra-
vés con el pueblo nuevo y acabó con buena parte de la gente. Por Mayo
del mismo año de 42 llegó el impetuoso fraile al pueblo de San Pedro, ha-
biendo obtenido en Quito licencia de su provincial para volver á la mi-
sión de Putumayo, de donde había salido poco antes. No es de nuestra
historia referir lo que se averiguó después sobre la determinación de su
viaje por la vía de Archidona, pudiendo y debiendo tomar el camino de-
recho y trillado al río Putumayo sin exponerse á los riesgos, peligros é
incertidumbres de descubrir nuevos rumbos. Basta insinuar que nuestros
misioneros le atendieron haciéndole pasar luego al pueblo de San Miguel^
donde, después de tratarlo con la religiosa caridad que permitían aque-
llas pobres tierras, le socorrió el misionero con cuanto pudo, dándole
canoa y gente que le pusiese en el sitio que quería él mismo para pasar
desde allí á su misión. Mas el taimado fraile luego que salió del pueblo
de San Miguel, obligó á los indios que le llevaban á que enderezasen la
canoa á la embocadura del río Zeoqueya, en donde sabía muy bien que
estaban los Mumus, y llegado á este sitio, hizo volver á los indios, que no
auguraban bien del viaje del religioso.
En efecto; comenzó á descubrir el designio que había ocultado cuida-
dosamente en los pueblos, afeó á los Mumus la mudanza de tierras y for-
mación del pueblo, y como era un torbellino los obligó de un modo vio-
lento y soldadesco á emprender viaje primero por Zeoqueya río arriba y
después por el monte hacia Putumayo, atravesando riscos, montañas y
bosques con las incomodidades que lleva un viaje sin camino, sin derro-
tero y sin más disposición que la de acomodarse á los sitios en que les
(•ogía la noche. Destrozada la gente y casi sin aliento para pasar ade-
lante, la colocó en un sitio que ni era del todo de la jurisdicción de Borja,
ni pertenecía enteramente á Putumayo. De donde nació que sus prela-
Libro VIII.— Capítulo V 379
dos, desaprobando la conducta del lego, le sacasen de aquel lugar y tira-
sen la gente á uno de los pueblos menos distante, donde se acabó la ma-
yor parte consumida de los trabajos pasados y sólo quedaron unas tris-
tes reliquias de los Mumus. Tuvo este fraile tan poco sosiego y ocasionó
á los demás tales inquietudes, que anduvo rodando por todo el Putumaya
y vino á morir, finalmente, en un pueblo de los portugueses llamado Ivi-
tatoa, situado casi enfrente de las juntas del Marañón y Putumayo, por
la banda austral . Tan poco duró el pueblo de Santa Cruz de los Mumus-
y en tan corto tiempo acabó con su gente la temeridad del inconsiderada
fraile.
CAPITULO V
FORMA TRES PUEBLOS HACIA EL RÍO GUAYOYA, EL PADRE MIGUEL BASTIDA
Mientras el P. Martín Iriarte, desde su reducción de San Miguel, tra-
bajaba gloriosamente por las alturas del Ñapo, y corría por los ríos que
desaguan en Aguarico reduciendo tantas gentes al Evangelio, no estaba
ocioso el P. Miguel Bastida, misionero de San José, que logró hacer al
mismo tiempo varias reducciones hacia el río, Guayoya, centro de la
provincia de los Encabellados. Es bien conocido este rio, memorable en
la historia del P. Manuel Rodríguez, que toca varias noticias pertene-
cientes á su nombre. Por ahora basta saber que el Guayoya es común-
mente llamado el rio de los Encabellados, y que los mismos indios le pu-
sieron el nombre, que significa río de matadores, aludiendo á las muchas,
muertes que hicieron (á lo que contaban ellos) en la tropa portuguesa,
que dejó el capitán Tejeira en este sitio cuando subió desde el Para á la
ciudad de Quito, como contamos en el libro I, cap. XVI. Desemboca este
río en el Ñapo por la misma banda que el Aguarico, como unas treinta,
leguas más abajo de la embocadura de éste.
La primera fundación que logró hacer por este tiempo el P. Bastida fué
la de Santa María de Guayoya, en las riberas de este río, con un buen em-
barcadero y con vistas al río Ñapo. Tuvo noticia el misionero de un ca-
cique llamado Guanzamoya, el cual habitaba con su gente en bastante
distancia del pueblo de San José. Deseoso de tirarle á este pueblo, entró
por el río Guayoya con las incomodidades y molestias que llevan ordina-
riamente estas entradas. Cuando le pareció conveniente, según las con-
fusas noticias que tenía del cacique Guanzamoya, saltó en tierra y co-
menzó á abrir camino por los bosques cortando árboles y rompiendo
ramas, remudándose la gente por no rendirse á la fatiga que duró por
muchos días. Fuera del trabajo de abrir camino por bosques cerrados y
sombríos, pasaron torrentes de mucha profundidad por puentes de palos„
atravesando lodazales, con el agua hasta la rodilla, y tal vez, hasta la
cintura, y lo que era más penoso, pisando por espinas cuyas puntas se
380 Misiones del Marañón Español
clavaban, sin poder excusarlo, por no ver el sitio donde se pisaba á causa
del agua y barro. El mantenimiento se reducía á plátanos verdes y tal
cual pez que se pescaba en las quebradas, ó algún mono que se cazaba
en el monte. La cama fué siempre el duro suelo, ó, á lo más, una piel pre-
sa de dos palos, sin más cubierta ni ropa que la que llevaba cada uno
sobre sí y sin más casa ni techo que el cielo.
Estas son las penas, incomodidades y trabajos que acompañaban á
los misioneros en las entradas frecuentes á los gentiles, en las cuales se
necesita de grande ánimo y coraje, de mucha caridad y celo y de una
mortificación universal y continua, especialmente cuando se camina
sin destino cierto y ha de durar el viaje por muchos días. Pero el P. Bas-
tida, ensayado ya en otros viajes, y aun curtido con la frecuencia de
estas correrías, aguantó ésta, aunque penosísima, hasta dar con la gente
deseada. Recibióle el cacique con mucho agrado, y oyéndole hablar en
su propia lengua, se prendó del misionero y se puso en sus manos. Pare-
cióle al padre traer al cacique y á su gente al pueblo de San José, y, en
efecto, Guanzamoya, con más de cien personas, se estableció en esta
reducción, hizo casas y previno sementeras. Pero, cuando pensaba sacar
la otra parte de la gente que había quedado en el monte, sobrevino un
romadizo ó pechuguera á los nuevamente establecidos, que á manera de
epidemia fué cundiendo por todos y empezaron á morir algunos. Túvose
por necesario que mudasen de aire y volviesen á sus tierras como desea
ban y pedían, ofreciendo venir al pueblo acabada la epidemia.
Cuando cesó la peste, reconvino el misionero por medio de un mensa-
jero al cacique, con su palabra, pero él respondió desde sus tierras, que
tenía su gente mucho miedo al sitio primero, que se resistía á salir, y que
no tenía él bastante autoridad ó fuerza para ser obedecido y reducirlos
á que cumpliesen lo que habían prometido. No permitió más largas el
P. Bastida, que sabía muy bien por la experiencia propia, que con la di-
lación se empeoraban estos negocios, y que de la prontitud dependía
regularmente el acierto. Hizo luego nuevo viaje en persona á las tierras
de Guanzamoya, y le recibieron los indios con muchas demostraciones
de alegría, celebrando su venida con bailes y convites. Hablóles de las
salidas de sus tierras, que era el motivo del viaje. El cacique respondió
por todos, que estaban dispuestos á salir de aquel sitio y á poblarse en
otro, pero no en el de San José, que tan mal les había probado, sino en
las riberas inmediatas á la boca del río Guayoya. Que en este paraje que
tenían bien registrado, formarían un pueblo aparte y más numeroso
ciertamente que el de San José, por ser más crecida su parcialidad que
la del cacique de aquel pueblo, y porque se le irían agregando otras par-
cialidades confinantes, no poniéndolos en la precisión de pasar el río.
Hubo de ceder á la dificultad el misionero, y por no malograr la gente
con un empeño porfiado que la desazonaría fácilmente, convino en la-
propuesta. Salió con ellos al sitio señalado, y hallándole acomodado para
reducción, dejó á Guanzamoya algunos de sus propios indios para que le
Libro VIII.— Capítulo V 381
ayudasen á desmontar el terreno, y se volvió á su pueblo. El cacique
tomó con empeño la obra, y al principio del año 42 pasó á llamar al pa-
dre para que viese ya limpio el sitio que había de servir de pueblo, for-
madas algunas casas y sembrados los campos. Bajando el misionero, ha-
lló ser verdad cuanto le decía el cacique, y habiendo reparado en la mu-
cha gente que le salió al camino deseando con ansia tenerle consigo, con-
cibió muy buenas esperanzas de tan ventajosa disposición. Hizo algunos
bautismos en los párvulos, y dio al pueblo que se formaba la advocación
de Santa María de Guayoya. Con esto, dejando animada la gente, dio
con mucho consuelo de su alma la vuelta al pueblo de San José. La si-
tuación del nuevo establecimiento se tuvo desde los principios por muy
ventajosa á la religión, así por hallarse en el centro de la nación de los
Encabellados, como por tener más cercanas que ninguna otra nueva re-
ducción, otras parcialidades que se le agregarían fácilmente. Fuera de
esto, la autoridad del cacique era bastante, siendo respetado de todos
como valiente y guerrero, y lo que más importaba, había mostrado ser
fiel, activo y eficaz en lo que prometía. Por estas razones procuró el pa-
dre visitar frecuentemente á los Guayoyanos, y logró con este fomento
agregar al pueblo muchos indios que le aumentaron considerablemente.
El cacique por su parte cooperaba muy bien al sólido establecimiento
de los suyos, pues mantuvo firme la reducción en las revoluciones y al-
borotos que sobrevinieron á las demás.
Casi cuando Guanzamoya formaba su pueblo de Santa María de Gua-
yoya, fundó en el río Guatiguay, conocido con el nombre de Alpayacu, un
pueblo llamado San Juan, otro cacique llamado Paratoa. Habíale gana-
do de antemano el P. Bastida entrando á sus tierras distantes de San José
tres días de navegación y dos y medio de travesía por monte. Como un
año después de la primera visita del misionero, llegó á tener Paratoa
concluidas las casitas en la boca del Alpayacu ; pero los suyos, por una
disensión que sobrevino, como poco arraigados en el nuevo sitio, le aban-
donaron y se retiraron al monte. Sabida la inconstancia de los Paratoas
fué volando el misionero á sus antiguas tierras, sacóles de sus escondri-
jos y trayéndolos al nuevo pueblo, se mantuvieron en él quietos y sin al-
teraciones. Tomó tan á pechos el sacarlos de los montes, porque aunque
era en realidad poco numerosa esta parcialidad y no había en el contor-
no otras que se agregasen, servirían en sus tierras de refugio y seguridad
á los reducidos siempre que se les antojase dejar los pueblos. Además de
que aseguraba con esta gente la id^ea de irla juntando en pueblo aparte y
mantenerla en las riberas del río, hasta que hecha al uso ventajoso de las
canoas, y depuesta la común aprensión y ordinaria repugnancia de jun-
tarse con otras, se fuese aficionando á las conveniencias de reducción y
se pudiese agregar sin violenoia ó á San José ó al pueblo de Santa María.
Más embarazado se vio el misionero con otra parcialidad cuyo caci-
que Curazaba, le había dado muy buenas palabras de reducirse, porque
no descubría en esta gente la buena inclinación de los Guayoyanos y
382 MisioNKS DEL Marañón Español
Paratoas. Querían los Curazabas lograr de las conveniencias de las re-
ducciones, pero aferrados á sus selvas no había modo de salir á las ori-
llas del río. Decíales el misionero que era imposible juntar las dos cosas
y tomaba todas las medidíis para que se juntasen á algunos de los pue-
blos, prometiéndoles muchas ventajas. Pero ellos se negaban siempre á
las propuestas, poniendo por primera condición para poblarse, el no
■salir de sus tierras. Viendo el misionero que estaban inmobles en la reso-
lución de no menearse, procuró con mucho cuidado que entablasen co-
municación con las gentes de los pueblos, esperando que con el trato y
canvalaches de unos y otros irían cobrando alguna afición á vivir fuera
del monte y dejando el genio urafio y natural hosco que mostraban. Efec-
tivamente, consiguió con este medio que se fuesen desengañando de sus
aprensiones, pero no era esto lo bastante para que saliesen adonde que-
ría el misionero. Fmalmente, después de muchas embajadas y regalos,
conociendo que era imposible sacarlos del todo de sus tierras, á la orilla
del río, convino con el cacique que hiciese un pueblecito medio día de
camino distante del de San José, junto á un riachuelo, para quitar siquie-
ra la guarida á los que se retiraban. Dio al pueblecito el patronato de
Nuestra Señora de los Dolores, que después se trocó en el nombre de la
Soledad, por alusión al corto número de habitadores. Atendióles con
mucho cuidado en lo espiritual y logró que se fueran acomodando á los
estilos de los demás pueblos, y despegados ya del amor de las selvas,
con que habían estado tan casados, daban esperanzas de juntarse á
otro pueblo; lo que se hubiera ejecutado á no haber sucedido la general
desgracia que referiremos en el año 44.
CAPITULO VI
VISITA QUE HACE EL GOBERNADOR TOLEDO DE LOS PUEBLOS
RECIENTEMENTE FORMADOS EN LA NACIÓN ENCAjIELLADA
Dos fueron las razones que dieron ocasión á la visita que hizo D. Juan
Antonio Toledo, capitán general de Borja, á las misiones de Mainas, y
muy en particular de las reducciones que acababan de levantarse en las
alturas del río Ñapo. La una, que los reverendos padres misioneros de los
indios Sucumbios ó del Putumayo, y mejor diremos, en su nombre un reli-
gioso lego llamado fray José Garrido (que pienso ser el mismo de que ha-
blamos en el cap. iv), pretendió introducirse, en el año antecedente, como
á término de su parte, en el río Aguarico, alegando que pertenecía al
gobierno de Popayán, y, por consiguiente, á su Religión, que seguía por
«sta parte la jurisdicción de aquella provincia. Ya vimos cómo autorizaba
á los misioneros de la Compañía una Cédula Real, expedida en el año de
1682, en que se ordenaba á la Real Audiencia de Quito que amparase á
la Compañía en la posesión de sus empezadas conquistas hasta el día de
Libro VIII.— Capítulo VI 383
la fecha, entre las cuales era una la de este partido desde los años de
1611, en que murió á manos de los bárbaros el venerable P. Rafael Fe-
rrer, y declaraba ser de la jurisdicción de los gobernadores de Borja todos
los ríos que mediata ó inmediatamente se juntasen con el Marañón en
aquellas partes donde hubiesen empezado los misioneros sus conquistas
ó en lo porvenir las adelantasen.
En virtud de esta Real Cédula, tenían ya dadas dos provisiones reales
la Audiencia y presidente de Quito, la una en el año 1733, y la otra en la
de 1741, con que amparaban á los misioneros de la Compañía y manda-
ban á los misioneros de Sucumbios que cesasen en su pretensión. Así
como en virtud de la primera provisión habían repetido sin tropiezo los
tenientes y gobernadores de Borja sus visitas en las nuevas misiones,
quería también ahora el Sr. Toledo, en virtud de la segunda, entrar al
río Ñapo como á territorio de su jurisdicción, para que no se pudiese ale-
gar en contrario prescripción alguna por las provincias confinantes.
La segunda razón que tuvo el gobernador para su visita, era el desvío
y distancia de los pueblos que se iban fundando, que no permitía á las
gentes el que viesen el gobierno político y real de los demás pueblos del
Marañón y se informasen de sus prácticas por sus ojos. En todo se pro-
cedía como en misión nueva, y como los padres procuraban establecer
su gobierno espiritual y doméstico en el método de los del Marañón, quiso
también su señoría seguir aquí las huellas que sus antepasados dejaron
en las primeras reducciones de aquel río, cuyas memorias se conserva-
ban y había leído en el archivo de la ciudad de Borja. Fuera de esto,
juzgaba también que la formalidad y acto exterior de visita ayudaría no
poco á la reducción de unas gentes que sólo aprenden por lo que ven ó
les entra por los ojos y casi nada por lo que oyen. Así que esperaba que
quedaría impresa en su memoria la exterior demostración y que serviría
de mucho para la obediencia y sujeción necesaria.
Estas fueron las causas que movieron al gobernador Toledo para pro-
ceder de un modo más particular y con demostraciones exteriores más
solemnes en la visita de los pueblos más recientes en Ñapo y Aguarico.
Pero antes de subir á este último río entró con el P. Carlos Brentano al
río Blanco, donde navegando por tres días y encontrando un puente y ca-
mino abierto, tuvo por conveniente seguirle, y llegó á una casa en que
fué bien recibido por llevar un buen intérprete, que declaró desde luego
fielmente á los gentiles las buenas intenciones del gobernador. Dióse lue-
go por amiga la gente de aquella casa y de otras tres que no estaban
muy distantes, y prometieron todos los indios descubiertos (que á lo que
pienso eran Iquitos) juntarse en un sitio y formar un pueblecito. Con el
socorro de nuestra gente se hizo luego el desmonte á la orilla del río, y el
gobernador señaló por Patrón del pueblo á San Sebastián por motivos
que tenía para ello; el P. Brentano bautizó los niños y niñas y á una niña
india adulta con raras señales de predestinada.
Consolado el gobernador de haber tenido parte en los ministerios de
384 Misiones del Marañón Español
los misioneros, subió con mucho gusto por el Ñapo hasta la boca del río
Aguarico. Siete días navegó por este río rompiendo las corrientes, y aun-
que en los pueblos que iba encontrando en sus riberas tomaba posesión
en nombre de su majestad católica; pero quiso que todos los caciques
concurriesen al pueblo de San Estanislao, que por su bella situación y
despejo, le prendó y agradó más que ningún otro, para ejecutar aquel
acto con mayor aparato y solemnidad. Y á la verdad, la noble y genero-
sa afabilidad del gobernador, su agrado y benevolencia con los indios en
los pocos días que se detuvo con ellos, los confirmó en la resolución de
permanecer en los pueblos, cuyos caciques vinieron con mucha voluntad
al sitio señalado para la posesión. Cuando todo estaba á punto, mandó
el gobernador formar á la gente que traía consigo en las canoas, que ha-
ciendo de marineros en el río, eran su tropa miliciana en tierra. Aunque
no cabía mucha formalidad en un número tan corto de soldados y en
países taniretirados, pero nada se omitió de lo que se pudo hacer en las
circunstancias para que concibiesen los indios el respeto, veneración y
obediencia que debían tener al rey católico, en cuyo nombre se tomaba^
posesión de aquellas tierras y cuyo vasallaje protestaban. Ejecutóse el
acto en esta forma.
Mandó el gobernador hacer señal para que todos los indios de la ar-
mada tomasen sus armas respectivas y seis soldados españoles sus fusi-
les. Puestos en orden comenzaron á marchar, formando dos alas con dos
banderas correspondientes á dos medias compañías de arco, flecha y es-
tolica la una, y de lanzas y dardos la otra. En cada una sonaban cajas y
pífanos, y ocupaban el lugar correspondiente los capitanes y sargentos
con sus esportones y alabardas, y los alféreces con sus banderas. El sar-
gento mayor iba á la frente vestido de militar, y el último de todos el
gobernador, con uniforme lucido, á quien hacían la corte los seis solda-
dos españoles, tres por cada lado, con sus fusiles al hombro. En este or-
den llegaron á paso militar, grave y uniforme, á la plazuela que corres-
pondía á la puerta de la iglesia. Cesaron cajas y pífanos, y quedando
todos en pie, puestos en dos filas, con sus armas en las manos, hizo lla-
mar el gobernador por sus propios nombres los caciques de los pue-
blos, y mandó que se pusiesen á su lado en medio de las dos compañías.
Luego fué preguntando á cada uno en particular si se daba por amigo de
IOS españoles y si quería reconocer vasallaje al rey de España. Los ca-
ciques, ya prevenidos del P. Martín Iriarte, su misionero, que les pro-
ponía en su lengua las preguntas del Sr. Toledo, respondieron á uno y
otro punto que sí querían, y añadían la súplica de que en nombre de su
majestad los tomase debajo de la protección real. Yo , prosiguió el go-
bernador, en nombre de raí rey, amo y señor, os tomo debajo de su real
protección y os recibo por vasallos voluntarios de su corona, declarán-
dome en su nombre amigo de vuestros amigos y enemigo de vuestros
enemigos, y os pido, en señal de fidelidad que tenga fuerza de juramen-
to, el que paséis por debajo de aquellas banderas y volváis á poneros
Libro VIII.— Capítulo VI 385
delante de mí, y que llevéis á bien os ponga en la cabeza este bastón,
que es la insignia que me autoriza en el oficio de gobernador de estas
tierras por S. M. Católica,
Como estaban los indios bien instruidos y oían estas intimaciones en
su propia lengua, comenzaron á caminar con despejo, acompañados de
los soldados españoles y con pífanos y cajas por delante. Al llegar á las
banderas hicieron su acatamiento como á, la persona del rey, y los ofi-
ciales las tremolaron y batieron por encima de las cabezas de los caci-
ques, y poniendo en ellas el asta de las banderas, las recogieron. Vuel-
tos á su sitio los principales, hicieron reverencia al gobernador, que fué
tocando á cada uno en la cabeza descubierta con el bastón de su oficio.
Hecha esta ceremonia tendió el bastón en tierra, y tomando un puñado
de ella la esparció por las cuatro partes, diciendo por tres veces: ¡Viva
el Rey! A la última respondió toda la gente: ¡Viva, viva, viva! El escri-
bano tomó luego testimonio en forma del acto de posesión, con testigos
y juramentos, y fué abrazando á cada uno de los caciques, haciéndoles
entender lo que significaba aquel abrazo, que era señal de amistad, fe-
licidad y buena correspondencia.
Dio, por último, nueva señal de silencio el gobernador, y empezando
por el más antiguo, fué llamando á los caciques, y como iban llegando,
daba á cada uno el bastón que tenía prevenido, diciendo al entregarlo:
«En adelante, seréis gobernador de vuestro pueblo, como nombrado por
quien tiene potestad para ello.» A Zairaza, cacique de San Estanislao,
indio de más capacidad que los demás, no solamente le hizo gobernador
particular de un pueblo como á los otros, pero aun le señaló, á lo que pa-
rece, por su teniente en todo el río de Aguarico, con superioridad á todos
los demás. Concluida la ceremonia y hecha la señal de marchar, dieron
vuelta al pueblo al son de cajas y pífanos hasta llegar otra vez á la
puerta de la iglesia, en donde á la gente del lugar y á la que habla ve-
nido de los otros pueblos, hizo el misionero un razonamiento breve en que
le explicó lo que significaba y á qué se dirigía aquella seria función, y la-
puso delante la obligación de obedecer al rey y á sus ministros, y la
fidelidad que debían á los españoles. Últimamente, poniéndose todos de
rodillas, entonó el misionero el Alabado en vez del Te Beum laudamus, que
cantaron según costumbre; y acabado, se volvieron con el mismo orden
con que habían venido, concluida la función á gusto de todos.
Hizo notable eco en los indios asombrados de la seriedad de los espa-
ñoles una posesión tan respetable, que aunque fuera de allí, no parece-
ría de la mayor solemnidad, pero para ellos fué cosa nunca vista por la
formalidad, orden, gravedad y circunstancias con que se ejecutó. No se
olvidó el gobernador antes de su partida de encargarles estrechamente
la sujeción y obediencia á los padres misioneros que en su ministerio ser-
vían al mismo Rey, cuyos vasallos eran, añadiendo que cualquier insul-
to, desacato ó atentado contra ellos, sería muy desagradable y ofensivo
á S. M., y que él, como ministro suyo, debería castigarlo al paso que no
25
386 Misiones del Marañón Español
podía menos de atender, favorecer y fomentar á los que fuesen rendidos,
obedientes y sujetos. Aunque estos órdenes y encargos fueron comunes
en todos los pueblos, pero en el de San Estanislao tuvieron por entonces
mejores efectos, porque su cacique, como más despejado, se hizo mejor
cargo de ellos. Su valor le hacía respetar de todos, y aun los del monte,
que por una parte temían y por otro le atendían, seguían comúnmente
sus consejos. Aprovechóse de la superioridad que le daban sus calidades
y empezó á convidar á los más tenaces al pueblo, de manera que en
todo este año de 42 agregó á su reducción varias parcialidades y llega-
rían todos á trescientas personas, si él mismo no detuviera á varias fa-
milias hasta que llegasen á sazón las sementeras y se acabasen de for-
mar las casas necesarias para una habitación desahogada.
CAPITULO VII
REDUCE EL P. MARTÍN IRIARTE Á LOS IQUiTOS MARACANOS
Era ya llegado el año 1743, en que el P. Iriarte, perdida la salud en las
tierras poco sanas de los Encabellados, con quienes había con tanto em-
peño trabajado, fué señalado de los superiores por misionero de los indios
Napeanos y su partido, á fin de que con los aires más puros y sanos de las
cercanías del Marañón reparase las fuerzas perdidas y pudiese continuar
en su ministerio. Dejamos en el pueblo de San Pablo de Napeanos á don
José Vahamonde, á cuyo cargo no sólo estaban los indios de esta reduc-
ción, sino también los Iquitos de Santa Bárbara y de San Juan Nepomu-
ceno, que él mismo por medio de los Yameos había reducido, y aunque la
entrada hecha á los Iquitos Maracanos había sido infructuosa por la per-
digonada casual del hermano Bastiani, pero nunca se perdieron las espe-
ranzas de atraerlos y los hubiera sin duda reducido D. José con su espe-
ra, maña y pericia de la lengua, si no le hubiera sacado el superior á
San Joaquín de Omaguas, donde bajo la dirección del P. Adán Vidman,
misionero de mucho espíritu y virtud, debía tener el noviciado de la
Compañía á que le llamaba el cielo para que prosiguiese con más ardor y
celo en las empresas de su mayor cariño.
No quiero omitir un caso bien notable que sucedió en este partido poco
antes de la partida de nuestro novicio á San Joaquín, para que se vea
cómo el cielo le ayudaba bien particularmente en el cultivo de sus indios
infundiendo terror y espanto saludable en la gente con quien el misionero
era todo dulzura y suavidad. Estaba casado con una mujer Iquita cierto
Yameo, el cual, por no sé qué disensiones le quitó en un camino cruel-
mente la vida, no sin inñujo ó consentimiento de otros de su misma na-
ción. No era fácil que el misionero castigase tan enorme atentado en una
gente nueva en que el menor asomo de castigo sería bastante para albo-
rotarla. Pero lo que no podía castigar la justicia humana lo tomó á su
Libro VIII.— Capítulo VII 387
(Cargo la divina. Salió el cielo á la venganza por medio de las fieras que
son en aquellas tierras los ordinarios ministros de su ira. Apenas sucedió
la muerte bárbara de la pobre Iquita, cuando un horroroso caimán acó.
metió á su marido, y haciéndole pedazos se engulló buena parte de su
cuerpo. Corrieron otros indios en seguimiento del fiero animal, que cogido
y destripado, les hizo reconocer en su vientre el muslo entero con su me-
dio calzón de bayeta del que había muerto á su mujer. No lo pasó mejor
el que había aconsejado la muerte, porque sorprendiéndole un rabioso ti-
gre en el monte le quitó también en pocos momentos la vida sin que le va-
liese el glorioso nombre de Nameacin, que quiere decir mata tigres , por
haber muerto una de estas fieras en otro tiempo. Otros indios que con-
currieron en alguna manera á la muerte de la Iquita, acabaron en breve
sus días, y uno de ellos desde el atentado quedó marcado con unas man-
chas interpoladas, ya blancas, ya moradas.
Espantada la gente con estos castigos de la justicia divina estaba en
buena disposición para atender á la doctrina y consejos del P. Martín
Iriarte, que llegado á aquel partido, aunque enfermo y bien quebrantado
de salud, supo aprovecharse de las buenas disposiciones de los Napea-
nos é Iquitos. Amaestrado con la experiencia en el trato con gente nue-
va, la adelantó notablemente en la doctrina y en ios usos y costumbres
de los pueblos antiguos. No contento con el cultivo de los tres pueblos
que se le habían encargado, puso los ojos en la reducción de los Maraca-
nos, creyendo podría atraerlos á sus paisanos los Iquitos de Santa Bár-
bara ó á lo menos persuadirlos á que formasen alguna nueva reducción
en sus tierras. Para esta su empresa, entendido el malogro de la primera
diligencia en atraerlos, pensó tomar otro modo muy diferente del que se
había valido Vahamonde y el hermano Bastiani en la primera tentativa.
Este se redujo á cierta especie de embajada á los Maracanos, por medio
de un Iquito que vivía entre los Yameos, bastantemente civilizado, de más
de mediano brío para emprender el viaje, y sobre todo, indio fiel y de co-
razón incapaz de doblez, trampa ni vileza. Instruyóle despacio el misio-
nero, y dándole algunos donecillos, que debía repartir con prudencia y
juicio entre los principales gentiles, le despachó sin más compañía que
la de su mujer, al parecer Maracaná, prevenida también de lo que debía
tratar y aconsejar á su nación. Era la comisión de la embajada convidar
á los Maracanos con la paz, darles satisfacción de la inconsideración
primera de los Yameos que entraron de tropel en la casa, y declarar la
sinceridad é intención del misionero, que no pretendía otra cosa con la
amistad que hacerles el bien que pudiese, darles medios para vivir con
más conveniencias, y sobre todo, enseñarles el camino del cielo con la
instrucción de la doctrina, sin cuya noticia serían eternamente infelices
y desdichados.
Así el Iquito como su mujer se hicieron muy bien cargo de la lección
del padre, y surtió la diligencia todo el efecto que se pretendía, porque
fué bien recibida la embajada, creído el indio en cuanto les propuso, y
388 Misiones del Marañón Español
acogida con ansia la mujer entre las de su sexo; pero lo que acabó de
rendir los corazones ya inclinados, fueron los donecillos y regalos que
les presentaron de parte del misionero, como por muestra de su amor. La
conclusión del negocio vino á parar en que el Iquito, después de bien re-
galado, diese la vuelta á los Napeanos con un hijo muy querido del caci-
que, que en prueba de haber sido grata la embajada á su gente, y en
confirmación de la amistad que quedaba establecida, venía á dar razón
por su padre y por las familias que le seguían, de su buen ánimo y vo-
luntad para con el misionero, y á suplicarle que fuese él mismo á verlos
en persona á sus mismas tierras, y á decirles lo que debían ejecutar para
darle gusto, porque estaban resueltos á ser amigos de los del río Nanai,.
en cuyas riberas estaban los nuestros establecidos.
Llegado el hijo del cacique al pueblo de Napeanos, donde residía el
P. Martín, hizo su papel de enviado de la parcialidad Maracaná con des-
pejo y cierto aire de superioridad. Dio primero satisfacción de aquella su
pasada arremetida, á que habían dado ciertamente ocasión y aun causa
los Yameos, y aseguró la sinceridad de su amistad y la buena disposición
en que quedaban los suyos conocida la verdad. Después hizo cargo á
los Yameos, y les afeó el modo incivil con que entraron en la casa, siendo
aquel el estilo común, como no ignoraban, de acometer los enemigos ase-
gurándoles que hubieran sido bien recibidos si no hubieran usado de
aquella violencia. Añadió, por último, que llegado el tiempo de echarlo
todo en olvido, pues la imprudencia de unos pocos no debía perjudicar á
las buenas intenciones denlos muchos, su padre, él mismo y toda sugente^
deseaba la amistad de los Napeanos, verlos en sus tierras y tratar con
ellos sin reserva alguna y como con verdaderos amigos. A tan buenas ra-
zones correspondió el misionero, gozosísimo de la embajada, y trató al
Maracano con tal cariño, muestra de amor y benevolencia, que le hicie-
ron creer la verdad de sus intenciones. Lo mismo hicieron los del pueblo, y
después de haberle regalado por algunos días y descansado de su viaje,
le llevaron á sus tierras cargado de donecillos , habiéndole dado palabra
el P. Martín de ir cuanto antes á visitar á su padre y á los suyos.
Aunque no podían desearse señales más ciertas de la buena disposi -
ción de los indios Maracanos, tuvo por conveniente el P. Iriarte ir á visi-
tarlos con resguardo de defensa para cualquier atentado de infidelidad
que debe siempre recelarse en tales circunstancias. Porque si en las na-
ciones más cultas no siempre suele ser cabal la sujeción y subordinación
á los legítimos soberanos , ¿cuánto es más de temer esta falta en unas tie-
rras en donde los caciques gozan de una sombra de autoridad sobre los
que voluntariamente se les juntan y á la menor desazón se retiran de
ellos? Además de que el infierno, temeroso de que se le escape la presa^
suele poner impedimentos á las buenas intenciones de los misioneros por
medio de algunos indios descontentos á quienes instiga y enciende contra
las determinaciones acertadas de los demás. Por estas razones y otras
varias que había aprendido el padre de la experiencia propia , salió
Libro VIIL— Capítulo VII 389
acompañado de un blanco, sargento mayor de Borja, de un mozo español
y de cincuenta indios bien prevenidos de armas. En breve tiempo, sabido
ya el rumbo cierto, llegó al puerto señalado de los Maracanos mismos
para la visita ; y enviando luego por el intérprete aviso de su llegada al
cacique, se dejó ver éste al día siguiente con un golpe considerable de
gente. Venían todos los indios Maracanos armados , si, pero con señales
de paz y de alegría, según sus estilos y delante de todos, como quien les
venía enseñando el camino el mismo principal. Siguiéronle después las
mujeres cargadas de un refresco, que fué bien oportuno á los huéspedes
en las circunstancias.
El sargento mayor esperaba á los Maracanos con alguna reserva, for-
mada toda su gente en medio círculo, y adelantándose el misionero con el
intérprete salió á recibir al cacique y á convidarle á que entrase hasta
el centro de su gente, que aunque formada y cautelosa, mostraba también
todas las señales de paz y de amistad. ¿Se puede entrar, dijo el cacique,
con seguridad y sin peligro? Con toda seguridad y confianza, respondió el
padre, porque los míos observan solamente sus estilos, y sin orden mía
ninguno levantará la mano. No se detuvo más el principal, y clavadas
en tierra las lanzas de lo^ nuestros, á insinuación del misionero fueron
entrando los Maracanos unos tras otros hasta donde estaba el rancho del
padre. Entonces se fué deshaciendo el medio círculo, quedando sólo
apartados de trecho en trecho algunos centinelas para precaver alguna
invasión repentina que pudiese venir al descuido.
En esta conferencia quedó ratificada la paz y confirmada la amistad
entre las dos naciones. Estaban contentísimos los Iquitos y no mostraban
menos gusto los Napeanos. El misionero daba gracias á Dios de ver á los
Maracanos tan rendidos; y hechos algunos bautismos de párvulos, que le
ofrecieron, consiguió de ellos que se determinasen á formar pueblo, el
cual tuvo desde entonces la advocación del Corazón de Jesús de los Ma-
racanos. Dilatóse su formación por algunos pocos años, por ser llamado
en el año siguiente, como veremos, el P. Martín Iriarte á negocios más
urgentes de la misión que pedían su presencia. Pareció esta una casua-
lidad, pero el cielo se valió de ella para que fuese como fundador de los
Iquitos Maracanos, el que lo había sido de los Iquitos de Santa Bárbara
y San Juan Nepomuceno. Fué éste el P. José Vahamonde, que acabado el
noviciado y destinado al partido de San Pablo de Napeanos, formalizó
<3omo á los años de 48, el pueblo de los Maracanos.
390 Misiones del Marañón Español
CAPITULO VIII
ES NOMBRADO EL P. FRANCISCO REAL PARA EL PARTIDO DE SAN MIGUEL.
DE CIECOYA Y EMPIEZA Á TRABAJAR CON INFATIGABLE CELO
Sacado por sus achaques el P. Martín Iriarte de las misiones del
Aguarico y retirado de las alturas del Ñapo, era necesario para la direc-
ción y enseñanza y adelantamiento de tantos pueblos nuevos, un opera-
rio cabal, activo y celoso, de aguante y resistencia en climas tan destem-
plados y tan poco conformes á la complexión de los nacidos fuera de él.
Pusieron los superiores los ojos en el P. Francisco Real, uno de los mi-
sioneros de mayor celo de las almas, que por su virtud sólida, aplicación
constante, florida edad y entera salud, creían ser el más oportuno y como
nacido para misiones de tanto trabajo. Llegó este varón apostólico en el
mes de Julio de 1743 á San Miguel de Ciecoya, residencia del misionero
de los Encabellados, y haciéndose luego cargo del estado del pueblo y
de los muchos anejos más ó menos distantes, empezó á cuidar de todos
con grande vigilancia, esmerándose principalmente en la instrucción de
los niños y de las niñas que suele ser el fruto más seguro en las reduccio-
nes nuevas. Mantenía, sin ceder por impedimento que ocurriese, la asis-
tencia de toda la gente á la doctrina cristiana, y empezó á introducir el
rosario á la Santísima Virgen los sábados con otras prácticas de devo-
ción usadas en los pueblos antiguos .
Aunque era mucho el trabajo del P. Real, cuyos cuidados se ex-
tendían á tantos ríos y parajes, se le dobló la fatiga á fines del mismo-
año, porque sacado á Quito el P. Miguel Bastida, misionero de San José,
hubo de cuidar al mismo tiempo de este pueblo y su partido mientras lle-
gase nuevo sucesor de Bastida. No se acobardó con tanto peso; repetía
visitas sin reposar, andaba de pueblo en pueblo; pasaba de un río á otro,
y en todos los reducidos promovía con buen efecto la puntual asistencia
al catecismo, á que acudían los niños todos los días y los adultos en los
días señalados. Hacía la doctrina el misionero por sí mismo en el pueblo
donde se hallaba; y en los demás llevaban la voz, cantando el catecismo,,
uno, dos ó más niños bien instruidos, á quienes seguían grandes y peque-
ños, repitiendo de esta manera toda la doctrina .
Llegó poco tiempo después al pueblo de San José el P. Joaquín Pie-
tragrasa, y haciéndose cargo de este partido le redujo el padre Real al
suyo de San Miguel. Como la residencia era más continua, añadió á las
fatigas comunes de mañana y tarde otras particulares en beneficio de la
juventud y de los niños que le robaban el corazón, y en quienes creía
echar con mayor solidez y con mayor esperanza de permanencia los fun-
damentos'de una cristiandad duradera. Ideó una escuela para niños y
otra para niñas; acudían aquéllos mañana y tarde á casa de su misío-
Libro VIII.— Capítulo IX 391
ñero, pero éstas, por no fatigarlo demasiado, solamente por la tarde. La
lens^ua general del Inga era el ejercicio común á todos los escolares de
uno y otro sexo, que tanto más adelantaban en la penetración de la doc-
trina cuanto más se aventajaban en la lengua. Pero á los niños añadía
otras varias lecciones y prácticas, particularmente sobre el uso, manejo
y ejercicio de los instrumentos para la caza y pesca. Servían para esto
como de maestros unos mozos de los más hábiles y diestros en manejar los
instrumentos que por sí mismos á la presencia del padre dirigían á los ni-
ños, les decían la postura de cuerpo, el modo de arrojar las flechas, dis-
poner y tirar el anzuelo y todas aquellas menudencias que, bien observa-
das, suelen hacer felices ó afortunadas las cazas y pescas. Fuera de estos
ejercicios, como generales, á que asistía con ternura de corazón y ale-
grándose de los aciertos de aquella edad tierna, destinó unos pocos chicos
más despejados y de mejor pinta para que aprendiesen á leer y escribir,
tomando por sí mismo el cuidado y oñcio de maestro de escuela.
Entregado en estas tareas y al cuidado de adelantar el pueblo en las
prácticas de la misión, no estaba olvidado del de aumentar el número del
pueblo, antes andaba pensando en hacer entradas al monte para sacar
de los cerros unas parcialidades que, ganadas ya por su antecesor, no se
resistían, á lo que parecía, á salir cuando hubiese en el pueblo casas en
que acomodarse y mantenimiento con que sustentarse, mientras ellas for-
maban sus habitaciones y prevenían sus sementeras. En estos pensamien-
tos andaba el P. Francisco, no dudando del buen éxito de sus entradas,,
cuando un mal indio, llamado Curazaba (diferente del cacique del pueblo-
de la Soledad, que tenía, como vimos, el mismo nombre), insigne embus-
tero y gran forjador de patrañas, urdió una tela tejida de tantos enredos
y embustes y mentiras, que turbó el sosiego de toda la gente, fué principia
del mayor atentado y dio punto menos que al través con todas las reduc-
ciones de los Encabellados, como veremos en los capítulos siguientes.
CAPITULO IX
MUERTE GLORIOSA DEL P. FRANCISCO REAL Á MANOS DEL INDIO CURA-
ZABA Y LE ACOMPAÑAN EN LA MUERTE DOS MOZOS QUE LE AYUDABAN
EN EL l'UEBLO.
Pasando por el pueblo de San Miguel el teniente de Borja D. Matías
de Rioja, y noticioso del escándalo que en él daba el indio Curazaba, por
su poca firmeza en la reducción, por la ninguna asistencia á la doctrina
y por la grande repugnancia en concurrir con los demás á las obligacio-
nes comunes, le reprendió seriamente y en público de sus excesos, ame-
nazándole con el merecido castigo si no mudaba de conducta y le halla-
ba corregido á su vuelta . Confundido el indio con los cargos hechos del
teniente en presencia de los demás, quedó extremamente sentido é inte
392 Misiones del Marañón Español
riormente requemado. Lejos de pensar en la enmienda empezó á desver-
gonzarse con el cacique mismo Becoari que tenía el nombramiento y tí-
tulo de gobernador, conferido con toda solemnidad por D. Juan Antonio
de Toledo en la visita que había hecho de todo este partido. Aconsejaba
el misionero á Curazaba que se moderase y repetidas veces le exhortaba
con las palabras más blandas y cariñosas que viniese como los demás á
la doctrina y que respetase al que tenia las veces del rey católico á
quien voluntariamente se había sujetado. El mismo cacique Becoari con
tener contra él tantos motivos de disgusto, olvidado de las razones de re-
sentimiento procuraba ponerle en razón de todos los modos que podía.
Pero eran inútiles los esfuerzos de uno y otro, que viéndole terco y obsti-
nado en su proceder y que no haciendo caso de los consejos razonables,
todo lo despreciaba y por todo atropellaba, le recordaron, por último, las
amenazas del teniente asegurándole que volvería presto por el pueblo,
para que ya que la razón y buen ejemplo no le movía, le contuviese á lo
menos el miedo del castigo.
A un hombre ciego y furioso públicamente avergonzado que no hace
caso de la vergüenza, empacho ni pundonor, no se le doblará ni por bien
ni por mal. El mismo se precipitará sin que ninguno pueda detenerle. La
resulta de los saludables consejos que le daba el padre y el gobernador,
fué que Curazaba tratase de escapar al monte con toda su familia. Quiso
disimular la retirada con el pretexto de un puro paseo con apariencias
de que volvería; mas no pudo encubrir su verdadera determinación de
manera que un niño de la escuela no descubriese las diligencias y pre-
venciones qne hacia para llevar la familia. Como esta gente inocente, es
siempre fiel al misionero y entra con celo en las ideas de su maestro, fué
volando al misionero y le avisó de la resolución cierta de Curazaba. Pro-
curó el padre disuadirle con todos los modos que supo y pudo el viaje;
pero como nada hiciese mella en aquel duro corazón, se determinó á qui-
tarle la herramienta que le había dado, advirtiendo que no se le dejaba
el instrumento por querer retirarse al monte; pero que se le volvería á
dar después de pocos días, si en ellos daba pruebas de desistir de su in-
tento.
De este hecho que ya con otros se había practicado sin novedad ni
peligro, antes con el buen efecto de la detención en el pueblo, por el in-
terés de la herramienta, tomó ocasión el malvado para alborotar de
nuevo la gente. Urdió un pretexto ó un tejido de embustes con el desig-
nio de malquistar al padre con los indios del pueblo, y atizando el demo-
nio sa fantasía, comenzó por la escuela de niños y niñas que se había es-
tablecido con tanto fruto de esta edad tierna. ¿Hasta cuándo, decía ásus
paisanos, habéis de vivir ciegos sin caer en cuenta de las cosas que pasan
por vuestros mismos ojos? ¿Decidme, si lo sabéis, por qué se esfuerza el
misionero á tener juntos en su casa mañana y tarde niños y niñas, y esto
con tal empeño y porfía, que no se disimula la falta de un día solo? Diréis
que para que aprendan la lengua del Inga. ¡Ah, pobre gente!, paráis en
Libro VIH.— Capítulo IX 393
esto y no proseguís adelante con vuestro discurso ni alcanzáis á prever
las consecuencias funestas. Tened por cierto que el tener junta tanta
gente moza consigo, no lo hace sin mala intención; quiere acostumbrarla
á tenerla en su casa para entregarla más fácilmente al teniente cuando
baje del Ñapo. Para esto mismo la enseña la lengua del Inga, porque sa-
bido este idioma se aprovecharán de ella con más ventajas los españo-
les. Abrid los ojos y sacudid las cataratas que no os dejan ver las cosas
más claras que la luz del mediodía.
Viendo Curazaba que prendía la plática en la gente y que se iba po-
niendo ya de su parte, pasó á pintarla otro peligro que llamaba inmi-
nente. Acordó á los nidios las amenazas que le había hecho el teniente, y
añadió que aunque era verdad que á él sólo se habían enderezado, de-
bían conocer ellos mismos sino eran tontos, que hablaban con todos, pues
todos eran culpados, unos por una cosa y otros por otra. Hízoles creíble
este su pensamiento, poniéndoles delante el misterio de las muchas ca-
noas que bogaban por el río y que nunca se habían visto cruzar en tanto
número como se descubrían al presente. «Ya se yo, decía, que el padre
ha echado la voz de que vienen estas embarcaciones para conducir á su
provincial que quiere visitar la misión; pero es muy astuto para que le
falte pretexto con que cubrir sus intenciones. Parécele que así tendrá la
gente quieta y sosegada sin que piense en prevenir el golpe; pero tengo
muy bien averiguado que el teniente mismo pasa con las canoas á la ciu-
dad de Archidona para recoger españoles y blancos y bajar al castigo
de unos y á recoger á otros.»
Con tan maliciosos chismes se fué alborotando más la gente del pueblo,
y como inclinada por genio á sospechar de todo, y entrar luego en descon-
fianza por apariencias ligeras, iba dando crédito á las invenciones de Cu-
razaba y creciendo el enredo. Hacíanse ya de día y de noche juntasy con-
ciliábulos de sublevación y motín: de esto trataban en el pueblo y no ha-
blaban de otra cosa en sus campos y sembrados, celebrando muchos á
Curazaba como á un hombre de singular penetración y de fino discerni-
miento, que con su grande perspicacia les había revelado tantos ocultos
misterios. Pero con saber la mayor parte de los indios que se maquinaba
ya contra la vida del misionero, se mantuvo la cosa como en secreto por
algunos días, hasta que en la víspera del día determinado para la suble-
vación, una india cristiana dio aviso á un mocito intérprete para que
diese cuanto antes parte al P. Francisco de lo que se tramaba contra su
vida. Hízolo prontamente el intérprete, y con asegurar lo mismo otro
niño de los que vivían en casa con el padre, éste lo despreció todo como
amenaza vana que tal vez hace algún indio, que corra sin motivo ni fun-
damento. Todo lo teme un corazón pequeño y no da un paso arriesgado
sin miedo la mala conciencia; pero las almas grandes curan bien poco de
las amenazas, y la buena conciencia dicta seguridad en los mayores
apuros, porque sabe muy bien que cuanto sucediese al justo, lo conver-
tirá el Señor en bien y provecho suyo. Así le sucedió al misionero de San.
394 Misiones del Marañón Español
Mig-uel, á quien mucho mayor bien espiritual y gloria le trajo la sorpresa
de los indios que le hubiera traido el prevenirlos.
El día 4 de Enero del año 1744, á poco más de media hora de haber
anochecido, cercaron unos indios con disimulo la" casa del P. Francisco
y otros con la misma sagacidad rodearon la cocina que servía de escuela
ó seminario. Hecha esta primera diligencia, entraron cuatro de los más
atrevidos en el cuarto del padre y se acercaron á él con apariencias de
querer hablarle de asuntos indiferentes. Iba por capitán de todos el autor
de los embustes y causa de la sublevación, Curazaba, que llevando muy
oculta una terrible macana, ocupó el sitio más á propósito para asegurar
bien el golpe que meditaba sobre la cabeza del misionero. Hallábase
éste á la sazón algo incomodado, sentado en su camilla y con el rosario
de nuestra Señora en la mano. De esta manera pudieron cercarle á su
gusto por no perder el lance , y entretanto hablaban algunas palabras
disimulando la traición. Respondíales el padre con agrado sin temer ni
sospechar cosa alguna, cuando Curazaba, asegurado de la oportunidad
del sitio en que se hallaba, saca prontamente su macana y descarga un
fiero golpe en las sienes del bendito padre, que cayó en tierra con el nom-
bre de Jesús á medio pronunciar. Al ruido del golpe, que fué tremendo é
hizo estremecer la casa, acudió corriendo un buen mozo español llamado
Domingo, y abrazándose estrechamente con el sacrilego indio que iba á
repetir el segundo golpe, le embarazó la ejecución. Mas entrando de
nuevo otros compañeros de Curazaba, unos atravesaron á lanzadas al
español y otros acabaron de matar con tres lanzadas al santo misionero,
que estaba ofreciendo su vida en holocausto por sus enemigos-
Los demás indios que cercaban la cocina embistieron á D. Juanico
Ibarra (que á lo que pienso era ó algún mestizo ó algún indio de las mi-
siones antiguas que ayudaba al misionero), y aunque á los principios
pudo hurtar el cuerpo á las primeras lanzas, pero al fin herido con otra
de los que sobrevinieron, se encaró con los agresores y les dijo: «¿Por
qué me queréis matar? ¿Qué daño os he hecho yo? Dejadme con vida,
pues sabéis que os he querido.» «No has de quedar con vida, respondie-
ron los ingratos, una vez que ha muerto el padre, porque tú has de avi-
sar á los cristianos»; y diciendo esto, le clavaron una lanza en el pecho y
le precipitaron por un barranco.
Ejecutadas con tanta crueldad estas muertes, saquearon las pocas
alhajas y cosillas que se hallaban en la casa pobre del misionero, y pro-
fanaron los ornamentos de la iglesia, tomando cada uno lo que pudo
haber á la mano. Bien que después de hechas pedazos las cajas en que se
prometían encontrar mucho se hallaron burlados y sin topar con lo que
pensaban. Esta fué la primera lección de desengaño entre los muchos
que experimentaron después. Pero no estaban entonces para hacer re-
flexiones de arrepentimiento poseídos del furor y rabia que les agitaba.
Las mujeres, como más piadosas en semejantes estragos, lloraban y da-
ban gritos al cielo clamando que por la malignidad y codicia de uno abo-
Libro VIII.— Capítulo X 395
rrecido antes del pueblo, se perdían todos. Pero los agresores prosiguie-
ron adelante en sus intentos; después del saqueo dieron fuego á las casas
y al lugar. Corrió también la voz que habían hecho lo mismo con la casa
del misionero y que habían reducido á cenizas su cadáver; pero la ver-
dad fué que este segundo incendio le causaron,- los indios del pueblo de
San José, porque teniendo noticia de la desgracia sucedida en San Mi-
guel, el P. Pietragrasa envió prontamente algunos de su pueblo para
que enterrasen los cadáveres, y ellos, por su natural melindre y por el
asco que afectan tener á todo cuerpo muerto de los que no son de su na-
ción, pegaron fuego á la casa en que yacían los cadáveres, para que sin
tocarlos se quemasen en la casa misma . Volvieron después muy serenos
á su pueblo, y como prácticos en disimular y diestros sobremanera en
fingir, encajaron á su misionero que todo se había hecho puntualmente
como se les había mandado. Tres meses después del atentado de Cura-
zaba, pasó por el que había sido pueblo de San Miguel D. Francisco Ma-
nelro, caballero flamenco, de quien hablaremos en su lugar en esta his-
toria; y recogiendo los huesos del P. Francisco Real y de su mozo Do-
mingo, los llevó consigo al pueblo de San José, donde les dio sepultura
eclesiástica el P. Pietragrasa. Fueron también sepultados al lado de los
mismos los de D. Juanico Ibarra, que se encontraron poco después. De
esta manera recogió un mismo sepulcro á los que no había separado la
causa de la muerte.
CAPITULO X
RESULTAS DE LA MUERTE DEL P. FRANCISCO REAL
Después del atentado sangriento que acabamos de referir, temiendo
los indios de San Miguel el merecido castigo, escaparon al monte presu-
rosos. No hubiera sido esta fuga tan sensible si no se hubiera extendido el
contagio por los demás pueblos, Pero por desgracia cundió por ellos, de
manera que casi inficionó toda la masa de los Encabellados. Apenas se
supo en las demás reducciones la muerte cruel y violenta del P. Real^
cuando la mayor parte de la gente del partido se retiró á sus tierras an-
tiguas pensando hallarse en seguro con la espesura de los bosques, Dos
cosas concurrieron á esta retirada. La primera fué un terror pánico que
se apoderó de los pueblos, dando por cierto, como les dictaba su genio
tímido, pusilánime y suspicaz, que serían envueltos en el castigo. La se-
gunda, una de las persuasiones continuas de los agresores, empeñados en
hacer gente, porque juzgaban salir tanto mejor librados cuanto fuese
mayor el número de los retirados. ♦
Huyeron los indios del pueblo del Nombre de Jesús, aunque por buena
ventura ni quemaron la iglesia ni dieron fuego á sus casas, que se tuvo
396 Misiones del Marañón Español
por buena señal y que daba alguna esperanza de la vuelta. Escaparon
los de San Pedro, porque si bien el cacique Vencanevi se había negado
al convite que le hicieron de entrar á la parte en la muerte del P. Real,
j desaprobaba la conjura; pero una vez ejecutada la muerte, comenzó á
temer fuertemente y se retiró al monte rendido al temor de ser castigado
de los cristianos. Desaparecieron á poco tiempo los indios de la Soledad
de María, los de Santa Teresa y los del Corazón de María . No se supo
desde entonces dónde habían ido á parar los indios del pueblo de los Már-
tires del Japón, ni por diligencias que se hicieron se adquirió noticia al-
guna de ellos. El cacique Zairaza estuvo balanceando y como entre dos
aguas por algún tiempo. Conocía, por una parte, su inocencia, que le ani-
maba á quedarse y mantener su pueblo de San Estanislao, pero se le
avivaba por otra el peligro inminente de ser castigado. Cuando estaba
así batallando consigo mismo, llegó, por desgracia, á hablar con Zairaza
un indio del Nombre de Jesús, llamado Encenevi, que le ponderó con
eficacia el mucho peligro en que vivía después de muerto por ellos mismos
el misionero común, y que no era de presumir la muerte del padre sin
consentimiento de toda la nación que á toda ella la tendrían por culpada,
y, por consiguiente, sería toda ella castigada; que el consejo saludable
y el único en las circunstancias, era el prevenir el golpe y ponerse en
seguro de la fuerza de los españoles. En esta plática, hizo reflexión Zai-
raza, para daño suyo, de la solemne posesión del gobernador Toledo, y
acordándose de los encargos que le había hecho á él mismo en particular,
como á teniente del río Aguarico, se dejó precipitar de un terror pánico,
y casi sin libertad, se determinó á ocultarse en el monte con su gente,
dando fuego á las casas del pueblo para nunca más volver. Estas fueron
las tristes resultas del atrevimiento de Curazaba, que de un solo golpe
arruinó hasta oclio pueblos y cortó las esperanzas que se tenían de una
delicada y floreciente cristiandad en la provincia de los Encabellados.
Entre tantas desg'racias fué de algún consuelo á los misioneros la fir-
meza que experimentaron en otros pueblos del mismo partido que por
asaltos y solicitaciones que les hicieron se mantuvieron firmes y constan-
tes en sus puestos, creyendo que por la culpa y temeridad de unos pocos,
no serían castigados los que no habían tenido parte en el delito. Ayudó
mucho á su firmeza la diligencia del P. Joaquín Pietragrasa, que no sólo
mantuvo quietos á los indios de su pueblo de San José, sino procuró qui-
tar de todas las maneras el miedo y temor á los demás. A esta deligen-
cia y á la índole de la gente más pacífica se debió la subsistencia de los de
San Luis Gonzaga, de los de San Bartolomé de Necoya y de los deSan Juan
de Paratoas . El pueblo de Santa María de Cuayoya dio en esta ocasión
un ejemplo señalado de constancia, porque el cacique Guanzamoya man-
tuvo por sí mismo quieta toda su gente sin querer siquiera oír á los que
pretendían atraer á la sublevación el pueblo. Así que de trece pueblos
de la nación Encabellada faltaron ocho después de la muerte violenta de
su misionero y quedaron sólo cinco, en la realidad poco numerosos, pero
Libro VIII.— Capítulo X 397
que habiendo estado firmes en la prueba daban esperanzas fundadas de
su duración.
Informado el presidente de Quito de todo lo sucedido en el pueblo de
San Miguel y del daño casi irreparable de los demás, dio la comisión del
castigo de los culpados y cabezas al gobernador de Avila y de Archido-
na con facultad de juntar indios y de obligar á algunos mestizos á la eje-
cución. El viaje se difirió como suele suceder frecuentemente, por varios
pretextos, y dio lugar á los agresores á que se escondiesen y pusiesen en
salvo, á lo que pensaban. Pero sino cayeron en manos de la justicia hu-
mana débil y flaca en aquellos parajes retirados, no pudieron escapar de
la divina, que tiene el brazo más largo y poderoso. Esta la experimen-
taron en varias maneras los que ejecutaron ó tuvieron parte en las
muertes, que ocasionaron tantos daños en su gente.
La primera señal de la justicia divina fué no hallar aquellos perver-
sos alguna acogida entre sus antiguos amigos, que luego que asomaron á
sus casas, de común consentimiento los amenazaron con la muerte si no
se retiraban. Con esto los infelices volvieron pie atrás muy recelosos de
que debiendo temer de todos fácilmente les quitarían la vida si no vivían
muy prevenidos. La segunda fué no hallar ningún socorro, mantenimien-
to ni comida en sus antiguas tierras, en donde son tan comunes las chon-
tas que vienen de suyo sin cultivo y sirven de alimento á los naturales.
Pero en aquel año no habían llevado fruto estas palmas, con novedad
tan rara, que no se acordaban los nacidos haber sucedido jamás una este-
rilidad tan extraordinaria. La tercera, que las parcialidades confinantes
que les visitaban cuando estaban poblados y les servían á tiempo por el
interés y canvalache de algunas cosillas que les daba en el pueblo el
misionero, ahora se declararon enemigos capitales matando á cuantos
podían haber á las manos y no permitiendo que llegasen impunemente á
sus cercanías. De donde nació que cayeron en tanta miseria, necesidad
y falta de todo lo necesario para la vida, que muñéndose los párvulos
apenas pudieron conservar la vida los adultos, sustentándose de raíces y
frutas silvestres que ni en su misma gentilidad comían ni probaban.
Estos castigos de la justicia divina fueron como generales y comunes
á toda la gente retirada. Otros se observaron más particulares y visibles
en los más culpados. El cacique de San Miguel, que concurrió bien inme-
diatamente á la muerte del misionero, á pocos días de haber llegado á
sus tierras enfermó gravemente, padeciendo terribles congojas por algu-
nos días con alguna inquietud y desasosiego. Causaba grima á los demás
verle tan rabioso, y más cuando lleno de furor y despecho murió con to-
das las señales y visajes de un condenado. Su mujer y familia quedaron
repitiendo: «Dios se ha enojado con él por la muerte del padre.» Curaza-
ba, causa y autor de la sublevación, y que había descargado impíamen-
te contra el misionero el macanazo, hallándose en una choza del monte,
vestido de un alba que había negociado en el tumulto, ceñido con un be-
juco y envuelta la cabeza con una estola, fué cercado en día claro de
398 Misiones del Marañón Español
unos gentiles y uno de sus mayores amigos le partió la cabeza de un ha-
chazo; los compañeros dieron también la muerte á su mujer y á otros
adultos, reservando con vida á unos muchachos y muchachas que lleva-
ron á vender á los Sucumbios. No escapó con la vida el que dio la muerte
á Juanico Ibarra, porque vino á morir el malvado á manos de los indios
del pueblo del Nombre de María. Finalmente, se supo después que ha-
bían sido muertos á lanzadas los que mataron al mozo Domingo, y dieron
de lanzadas al padre derribado en el suelo. En suma, aquella infeliz gen-
te se vio precisada á vaguear sin hallar donde poder hacer asiento, per-
seguida de todos y con un continuo temor y sobresalto de ser buscada de
los cristianos para el castigo, no pensando en otra cosa que en internar-
se más y más en aquellos bosques, por no tener sitio ninguno por
seguro.
CAPITULO XI
VUELVE EL P. MARTÍN IR1ARTE Á LOS ENCABELLADOS Y RECOGE
MUCHA GENTE ESCONDIDA EN LOS MONTES
Afligió mucho á los misioneros la muerte del P. Francisco Real, y les
tenía en gran cuidado la huida de tanta gente á sus antiguas madrigue-
ras, después de haberla recogido con tanta fatiga y diñcultad. Viendo
que no sería fácil tomar desde Quito pronta providencia para reparar
tantas quiebras, se juntaron á consulta para deliberar sobre los medios
que debían tomar por sí mismos acerca de la restauración de tantos
pueblos desamparados. Fueron de parecer los misioneros más antiguos y
de mayor experiencia que sin dar largas ni más tiempo á los huidos á
que volviesen á sus antiguas y gentílicas costumbres, volviese pronta-
mente á los ríos de Ñapo y Aguarico el P. Martín Iriarte, que algunos
meses antes había salido de este partido por su salud quebrantada. Y á
la verdad, este solo entre todos los operarios de la misión era el más
á propósito y oportuno para recoger á los huidos, así por el mayor cono-
cimiento que tenía de los Encabellados, como por ser el único lenguaraz
de la nación.
Partió luego el P. Martin para ejecutar la comisión que le encarga-
ban; y llegado en el año de 45 á Santa María de Guayoya, cuyo cacique
se había mostrado muy fino en la general sublevación, fijó en cierta ma-
nera su residencia en este pueblo, que estaba en la mejor situación para
las entradas al monte en busca de los retirados. La gente moza del pue-
blo le acompañó en los viajes, y los demás le suministraron los basti-
mentos necesarios para las jornadas. Y al mismo tiempo que esta reduc-
ción sirvió tanto al restablecimiento de los pueblos arruinados, tuvo
también un número considerable de varias familias, que la hicieron la
más numerosa por entonces de todo el río.
Libro VIH. —Capítulo XI 399
El primero de los caciques retirados á quien pudo hablar el misionero
fué el de San Pedro, que manteniendo caminos abiertos hasta el pueblo
desamparado, pudo recibir fácilmente un aviso del padre que deseaba
verle y tratar con los suyos, previniéndoles que no venía de guerra sino
de paz, y que no se trataba de rigor ni de castigo, sino de perdón y de
amistad. No le disgustó al principal el recado, y á poco tiempo pudo
hablar con el padre, que logró el persuadirle á la vuelta y restableci-
miento de sus gentes, como lo hizo con toda prontitud, actividad y dili-
gencia, porque antes de acabarse el año tuvo ya hechas casas y forma-
das sementeras á poca distancia del pueblo viejo, en un cerrico que da
vista á la boca del río Aguarico, más arriba de la junta de éste con el
río Ñapo.
En la reducción de los indios del Nombre de Jesús no tuvo que vencer
muchas dificultades, porque habiendo dejado iglesias y casas en el pue-
blo, sin poner fuego ni hacer novedad en ellas, todavía conservaban
afición á la población y estaban como á la mira de las prevenciones ó
disposiciones del castigo, temiendo ser envueltos con los agresores. Y
como estaban en tan buena disposición, lo mismo fué aparecer en sus
tierras el misionero y asegurarles el perdón, que volver el cacique Ma-
queye con sus indios á la reducción, en donde se mantuvo sin novedad
alguna con la esperanza de tener nuevo misionero por ser la parcialidad
numerosa . Los de la reducción del Corazón de María volvieron á dili-
genciar del P. Martín el mismo sitio que habían ocupado á los principios,
y en este paraje permanecieron por diez años, hasta que se juntaron
finalmente con los indios del Nombre de Jesús.
Anduvo el padre muy solícito para traer la gente del pueblo de San
Estanislao, en donde el gobernador Toledo había tomado solemne pose-
sión de todo el partido en nombre de S. M. Católica. A este fin, había di-
latado la mudanza ya determinada y casi necesaria á mejor sitio del
pueblo de San Luis Gonzaga, por cuyo medio creía poder reducir á los
de San Estanislao. En efecto, trabajaron muy bien aquellos indios para
atraer á sus hermanos, y no excusaron repetidos viajes á los montes
para quitarles el miedo en que los había puesto el malvado indio Ence-
nevi y asegurarlos de la paz y amistad de los españoles. Pero faltando
el gobernador y cacique Zairaza, muerto de melancolía y tristeza, que
era como el alma del pueblo, y no hallándose otro que entrase en el em-
peño, sólo se logró el que saliesen unas pocas familias á la orilla de
Aguarico y que se juntasen con otros. Los indios de la Soledad de María
se mantuvieron escondidos en sus selvas, prevaleciendo el temor á las
buenas esperanzas que no dejaban de dar desde su retiro. Sin embargo,
con el beneficio del tiempo fueron saliendo algunas personas mal halla-
das en los bosques y miseria y se agregaron á otros pueblos. En Santa
Teresa de Pequeya quedaron varias familias después del alzamiento, y
se pensaba por medio de ellas recoger fácilmente á los huidos, pero su-
cedió con estos indios todo lo contrario á que se persuadía el misionero,
4G0 Misiones del Marañón Español
porque la gente que había quedado se retiró también al monte con oca-
sión de una peste ó epidemia que sobrevino.
El último pueblo de los alzados que redujo el P. Martin fué el mismo
de San Miguel, donde se ejecutó la muerte del P, Real, y desde donde se
fué extendiendo la sublevación á los demás. Por Diciembre del año 46,
tuvo ocasión el misionero de hablar á uno de los retirados en San Miguel
que apareció en el pueblo de San José. Supo de él que aunque duraba
comúnmente en sus paisanos el miedo de ser castigados de los españoles,
pero que saldrían sin duda del lugar de su retiro con la seguridad del
perdón, y que este pensamiento se le hacía muy creíble por haber ya
muerto en los montes no sólo aquellos que habían concurrido inmediata-
mente al delito, sino también otros muchos que habían convenido en la
sublevación, y que á la verdad sólo estaba con vida la juventud y algu-
na otra familia de las más sanas que no habían tenido parte en la muer-
te de su misionero. Con estas noticias empezó el padre á tratar con los
retirados de su vuelta, asegurándoles que quedaría en olvido todo lo pa-
sado, y que salía por fiador del perdón por parte de los españoles. Tuvo
buen efecto este manejo, porque fiados de la palabra del padre, dejaron
sus escondrijos y empezaron á formar un pueblo, por entonces pequeño,
poco más abajo del sitio en donde estaba el antiguo. Así se repararon en
parte las quiebras de tantas reducciones como desaparecieron con oca-
sión de la muerte del P. Francisco Real.
CAPITULO XII
invasión que hacen unos gentiles en el pueblo
de san juan bautista de los paratoas
En este mismo tiempo en que andaba el P. Martín recogiendo con
tanto afán y fatiga la gente dispersa por los montes, sucedió una desgra-
cia en el pueblo de los Paratoas, que por poco no fué ocasión de su últi-
ma ruina. Dejamos esta reducción situada en las orillas del río Alpayacu
con esperanzas de agregarlos con el tiempo á alguno de los pueblos más
cercanos ó de San José ó de Santa María de Guayoya. Los Paratoas se
habían mantenido firmes en este lugar, y procedían en todo con sujeción
y rendimiento. Habilitados jn en el manejo de la cerbatana y diestros
en cazar con este instrumento tan ventajoso, empezaron á internarse
por el monte en seguimiento de aves y de monos, que hallaban en mayor
abundancia mientras más se metían por los bosques. Ha sido común
observación en las demás partes, porque al principio encuentran mucha
caza los indios en los contornos de sus establecimientos, pero á poco
tiempo se ven en la precisión de alejarse de las reducciones para bus-
carla, porque la poca que queda, perseguida y acosada huye de la gente
y se retira á sitios apartados.
Libro VIII.— Capítulo XII 401
Después de la experiencia que tenían los Paratoas en sus distantes
cazaderos, no se recelaban ya de apartarse por muchas leguas de su
pueblo cruzando bosques y montes, por la esperanza de encontrar aves
y monos. Y esto lo hacían con tanta mayor seguridad y confianza, cuan-
to tenían por más cierta la persuasión en que estaban de no hallarse por
aquellas tierras indios de nación alguna. Pero en esto vivían engañados,
porque en una de estas cazas descubrieron, como á dos días de camino
de su pueblo, rastros de indios. Siguiéronlos por curiosidad, y por sus ob-
servaciones llegaron á conjeturar que podrían ser los rastros de alguna
parcialidad de Icaguates retirada en el alzamiento del pueblo de San
Xavier. Como es la curiosidad tan poderosa en todo indio, tiraron ade-
lante para certificarse más, y dieron con una casita pequeña que procu-
raron cercar con cuidado. Pero no fué tanta la cautela que no fuesen
sentidos de los que vivían en ella. Conociendo los Paratoas que estaban
descubiertos, echaron mano de las armas, y poniéndose sobre la defensa
gritaban con voces que insinuaban amistad, mas los de dentro clamaban
con demostraciones que indicaban acometimiento de enemigos. Trabóse á
poco tiempo la refriega, y á buen librar se retiraron los Paratoas del com-
bate con algunas heridas, pero sin quedar ninguno muerto. No supieron el
daño hecho en los gentiles ó si habían quedado algunos tendidos en tierra,
mas la resulta mostró haberse dado por grandemente ofendidos y agravia-
dos, que no suele ser tan común sino es cuando preceden algunas muertes.
A pocas semanas del encuentro acometieron los gentiles ofendidos el
pueblo de San Juan, y lo hicieron contra costumbre en día claro, cuando
estaban sin resguardo por haber salido los hombres, unos á sus cazas y
los otros á trabajar en los campos, á cuya causa fué bien poca la resis-
tencia del pueblo. Descubrió á los enemigos una mujer que, saliendo por
la mañana á la heredad en donde trabajaba su marido, reparó en algu-
nos bultos que se descubrían á alguna distancia y observándolos con
mayor cuidado, conoció ser gente enemiga que venía caminando bien
armada hacia el pueblo. Desvióse del camino por no caer en sus manos,
y por un atajo fué corriendo á dar parte á su marido de lo que presumía.
Este, haciendo retirar á su mujer á la parte opuesta, encargándola que
allí se mantuviese escondida mientras duraba la zufa, de que no dudaba,
tomó prontamente sus armas, é hizo que otros indios que estaban tam-
bién trabajando en sus sementeras tomasen las suyas y le acompañasen
para la defensa del pueblo que peligraba.
Pero por maña que se dieron á que corriese la voz por los campos en
que estaban trabajando los Paratoas, y por presto que se armaron y jun-
taron para hacer rostro al enemigo, ya los gentiles volvían á sus tierras
por el mismo camino, hechas algunas muertes en las gentes flacas del
pueblo, y robados los trastecillos y herramientas que hallaron en las ca-
sas. La gritería y algazara con que caminaban por el monte, avisaba á
los que venían al socorro de la reducción del peligro en que los ponía el
encuentro. Por esto se desviaron, y puestos en distancia proporcionada,
26
402 Misiones del Marañón Español
observaron que eran muchos más los enemigos; por cuya causa no atre-
viéndose á venir á las manos, los dejaron pasar sin resistencia, teniendo
por más acertado volverse á su pueblo. Encontraron aquí siete muertos,
dos hombres y cinco mujeres, y hubieran sido muchos más los que hubie-
ran perecido, á no haberse librado del peligro de los bárbaros huyendo
al monte y escondiéndose en los sitios más retirados.
Quedaron ios de San Juan tan acobardados con el encuentro y tan
amedrentados con la invasión, que no se atrevían á salir del pueblo ni se
tenían por seguros en sus mismas casas. Dieron aviso á un hermano
coadjutor, por nombre Salvador Sánchez, que residía en el pueblo de San
José, y él era el único misionero que se hallaba en proporción de ayudar-
los. Pedíanle con instancias que les ayudase con su gente para una en-
trada que pensaban hacer al monte para asegurarse de la distancia y del
número de los gentiles agresores. Pero advertido el hermano en esta y en
otras ocasiones, como veremos, y con menor experiencia del genio de las
gentes, ofreció desde luego ayudarles en lo que pensaban. Su intención
parecía buena, y engañado de lo que le decían los Paratoas de no haber
más de una ó dos casitas que podían cercar muy fácilmente, dispuso el
viaje con algunos mozos briosos de su pueblo. Lo que sucedió en esta en-
trada, el modo con que se hizo y la gente que se descubrió en la jornada
lo refiere el P. Martín Iriarte, á quien condujo por este tiempo la divina
Providencia al pueblo de San Juan, y pudo con su prudencia impedir los
desaciertos y malas resultas que se hubieran seguido de la intrepidez é
inconsideración del hermano.
«Fué providencia de Dios, escribía este misionero, que con el aviso que
tuve de lo acaecido en San Juan me pusiera en camino, subiendo de San
Xavier á Icaguates para enterarme de todo. En los Paratoas supe que es-
peraban de día en día al hermano Salvador para entrar en las tierras de
aquellos gentiles, y por su modo de hablar y por la prevención que tenían
de armas, conocí que su intento era tomar venganza. Procuré aquietar
los ánimos, y ofreciéndoles tomar providencia para su seguridad y con-
suelo, pasé al Nombre de María. Al día siguiente de mi llegada á este
pueblo llegó también de San José el hermano Salvador muy prevenido
de sogas para amarrar á los gentiles, y acompañado de varios mozos
valientes, armados de lanzas y rodelas. Dándome por desentendido de lo
que sabía por los Paratoas, le pregunté para más enterarme del designio
de aquel viaje. Voy, me respondió con franqueza, á sacar á los gentiles
que hicieron las muertes en el pueblo de San Juan. Afeóle la determina-
ción como mal pensada y fuera de la facultad que únicamente se le ha-
bía dado de cuidar del pueblo, estando reservadas al superior semejan-
tes entradas, y no siendo permitido ni aun á los sacerdotes misioneros
el hacerlas sin su licencia y aprobación.
» Quiso el hermano á los principios mantener su empeño alegando sus
razones, pero le hice desistir de su modo de pensar soldadesco y poco
conforme á nuestro modo suave de hacer el bien que podemos y de evi-
Libro VIII.— Capitulo XII 403
tar las violencias que siempre traen mayores daños. Pero no pude con-
seguir tanto de la gente que se cerró en hacer el viaje en que pensaba,
aunque fuese sólo teniendo por afrenta y cobardía desistir de lo empeza-
do. La resistencia se aumentó con el empeño de los de Santa María, los
cuales querían se hiciese el castigo, y dándome en rostro con el poco
amor que yo mostraba á la nación, añadían que todos se retirarían si me
mantenía en negarles la facultad de escarmentar á sus enemigos, que
esta era la costumbre inviolable de la nación, no ceder jamás al derecho
de tomar satisfacción de los agravios que se la hacían.
«Viéndome en este aprieto por la simplicidad del hermano, tomé un
corte medio de que se hiciese en hora buena la entrada, pero no como
querían ellos y como había ideado el hermano, sino como yo dispuse y
sujetándose todos al modo que nosotros practicamos. Vinieron en esto
sin dificultad los indios de Santa María, y éstos persuadieron lo mismo
á los mozos de San José más empeñados en su primera resolución. Las
condiciones que les puse para la entrada, fueron éstas: l.'\ que ninguno
debía llevar rodela; 2.", que debían observar las órdenes que diese un
capitán, el cual no había de mandar cosa alguna sin mi parecer ó sin
consentimiento mío; 3.% que habían todos de guardar el orden que se
diese de marchar por el monte tomando puerto en el río Guatiguay;
4.% que los delanteros se guardasen de dar asalto á la casa ó casas
que se encontrasen ó de acometer á los gentiles que se topasen en el ca-
mino sin esperar á que llegasen todos y que se viese lo más convenien-
te en las circunstancias, y si entre tanto huían algunos, sólo se debía
tratar de cogerlos buenamente y de ninguna manera tirar á herirlos y
mucho menos de matarlos.
»Con estas precauciones emprendimos el viaje, y después de dos días
de navegación por el Ñapo hasta la boca del río Guatiguay, caminando
por otros dos y medio contra las corrientes de éste, tomamos puerto.
Saltaron á tierra los que iban como exploradores, en una pequeña ca-
noa, y habiendo descubierto camino, volvieron á esperarnos á las ori-
llas del río. Dejadas aquí las canoas con alguna gente que de ellas cui-
dase, entramos con cautela por el monte, por donde caminamos dos
días. Encontramos dos trampas en el primer día, pero como se andaba
con orden y con cuidado, se evitaron fácilmente. Al anochecer del día
segundo, dimos con una casa recientemente dejada porque tenía semen-
teras á su lado. Determinamos hacer noche en este sitio, y para mejor
asegurarnos del paraje, se hizo registrar si había cerca alguna casa
que nos pudiese incomodar. Como á media hora, volvieron los enviados
con la noticia de que á media legua de aquel sitio estaba una casa gran-
de á donde guiaba un camino ancho y muy trillado. Con este conoci-
miento hubo centinelas arregladas por toda la noche, y al amanecer
salimos con orden hacia la casa.
»La persona que hacía de cabo repartió la gente y dio las órdenes
para que se evitasen violencias y venganzas, y cuando se llegó á dar
404 Misiones del Marañón Español
vista á la casa se tiraron á coger las retiradas. No se hizo la disposición
con tanto silencio que no sintiesen el rumor y pisadas los que estaban
dentro de la habitación. Salieron algunos hombres, y viendo que se
acercaba gente desconocida, entraron con precipitación á tomar sus
armas, pero queriendo salir, hallaron ya más número de gente de la
que pensaban, y no queriendo arriesgarse, dieron voces á los suyos para
que se diesen á la fuga porque venían enemigos. La casa era grande y
la ocupaba mucha gente; fuera de las puertas principales comunes á
todos, tenía otras puertas pequeñas cuantas eran las familias que habi-
taban en ellas; con que á un tiempo mismo pudieron salir todos, chicos
y grandes, y ponerse en salvo sin poder haber á las manos mcís que á
una mujer. Acariciárnosla poniendo en sus manos los donecillos y rega-
los que aprecian estas gentes. No dejó de sosegarse algo con estas de-
mostraciones, pero no cesaba de poner miedo á los nuestros dando á en-
tender que había un gran número de gentiles en aquel contorno.
»En este tiempo se descubrió un golpe de hombres, armados de lanzas
y rodelas, que á distancia de menos de un cuarto de legua de la casa
tomaron un collado. Desde allí nos daban voces que no se pudieron en-
tender, pero por señas y por la algazara nos insultaban y amenazaban
con sus lanzas. Apartóme yo de nuestra gente, y puesto como en medio
de la distancia de unos y de otros, procuré dar á entender por señas y
por voces de Amico, Amico, que entienden todos los gentiles, y con mos-
trar algunas herramientas que no queríamos otra cosa que su paz,
amistad y correspondencia. Empezaron á serenarse con estas demostra-
ciones; mas otra tropa de gente que se les juntó de hombres armados,
alborotó la calma y volvieron á los gritos, meneos y silbos que mdica-
ban su mala disposición.
»No costó poco contener á nuestra gente que porfiaba en querer aco-
meter á los gentiles por dos partes cogiéndolos en medio, y aunque por
la ventaja de algunas armas de fuego se podía esperar hacer más daño
del que pudieran hacernos, no tuve por conveniente permitir el rompi-
miento. Hice armar una cruz, y levantándola en la plazuela de la casa,
colgué de ella algunas herramientas y donecillos á que atendían ellos
desde el collado en donde se mantenían. Entonces dejamos ir á la mujer
que habíamos cogido sin hacerle daño, y bien cargada de regalos para
que los mostrase á los suyos y procurase aquietarlos. Luego que llegó
al cerro le rodearon todos á porfía, y observamos que pasaban de mano
en mano los dones y apuntaban á la cruz con la mano. Con esto cesa-
ron los gritos, y nosotros percibíamos el murmullo de su conversación,
pero por más que esperamos, se mantuvieron en su terquedad de no
bajar del collado. Entre tanto seguimos algunas sendas, y por ellas des-
cubrimos otras casas de igual tamaño; y haciendo juicio que por ser
tantos no dejarían el orgullo y arrogancia , y que sólo se conseguiría el
que nos insultasen haciendo de valientes, se disparó una escopeta al
aire para que conociesen cómo éramos superiores á ellos en las armas.
Libro VIII. —Capítulo XIII 405
A su estruendo enmudecieron enteramente, y poco á poco se fueron re-
tirando. Todas las señales eran de no estar distantes del río Curar ay en
cuyas cercanías sabíamos hallarse mucha gente, y por no exasperarlas
ni exponernos á emboscadas en la vuelta, determinamos hacer pronta-
mente nuestra retirada.
»Salimos de este sitio como á las diez de la mañana, y en el resto del
día deshicimos el camino que á la ida nos costó más de día y medio. No
resultó cosa alguna ventajosa por entonces á la nación que descubrimos,
á la cual los indios del Ñapo llamaban Auves. Pero se averiguó después
que pertenecía á los Iquitos, con el distintivo de la parcialidad de Con-
cores que después de algunos años traté en el rio Nanay. Por lo que toca
á los Paratoas, les fué muy provechosa la jornada, porque desde enton-
ces vivieron sin susto de enemigos, y no descubrieron señal de que an-
duviesen gentiles por los montes, que cruzaban en busca de sus cazas.
De esta manera se mantuvieron en paz, hasta que por los años de 1752
subieron al pueblo del Nombre de Jesús y se agregaron á esta reduc-
ción, bien que disminuidos por los muchos contratiempos hasta el año de
1768 en que faltaron nuestros misioneros.»
Hasta aquí la relación del P. Martín Iriarte, cuyas palabras me ha
parecido copiar para que se vea cuan asentados, circunspectos y caute-
losos andaban los misioneros en sus entradas á los gentiles, dirigiendo á
los indios en las más mínimas acciones, atando corto á los exploradores y
observando la mayor cautela para no ser sorprendidos. Sin estas precau-
ciones solían ser las entradas más dañosas unas, otras inútiles y muchas
servían sólo de exasperar los ánimos y darles motivo de enajenarse de
los nuestros.
CAPITULO XIII
QUIEBRAS DE LA MISIÓN EN AGUARICO Y ÑAPO
Aunque el P. Martín Iriarte se había esforzado con bastante feliz
suceso en reparar las quiebras ocasionadas de la muerte del P. Real,
y repuesto de varios pueblos, á costa de muchos viajes y fatigas, no duró
mucho la bonanza después de tan deshecha tempestad. Había trabajado
tanto el P. Joaquín Pietragrasa en mantener los indios de San José para
que no huyesen á los montes, y en serenar á los demás pueblos para que
no siguiesen el partido de Curazaba, que enfermó gravemente de tanto
afán y fatiga, y peligrando su vida se vio precisado el superior á sacarle
á tierras más saludables. De esta fatal mudanza nacieron los inconve-
nientes que desde el año 46 hasta el de 50 se vieron en las reducciones
nuevamente formadas del P. Iriarte y en algunas de las que persevera-
ban firmes en el general alzamiento; porque no habiendo sacerdote algu-
no que de ellos cuidase, y dejadas al cuidado y dirección del hermano
406 Misiones del Marañón Español
Sánchez, se disminuyeron notablemente y aun comenzaron á enajenarse
de los padres por las ideas extravagantes del hermano.
Cuidó éste á los principios del pueblo de San José con mucha aplica-
ción y celo, introduciendo con maña los entables de los más antiguos pue-
blos, y manteniéndole sin decadencia en el número de gente. Persuadían-
se con esto los padres á que los trabajos del hermano Salvador no serían
menos útiles y ventajosos á la misión que los de otros hermanos coadju-
tores que le habían precedido y habían servido con edificación en su gra-
do en los ministerios que se les encomendaban. Pero presto comenzó á
descubrir su genio impetuoso, y á dejarse llevar de un celo indiscreto,
porfiado é impertinente. Vimos en el capítulo antecedente su primera
imprudencia en querer traer á los gentiles enemigos de los Paratoas
amarrados con sogas, como si fuera gobernador de Borja. Pero si en este
lance le pudo ir á la mano el P. Martín Iriarte, ahora que miraba como
inminente su salida del Ñapo y Aguarico comenzó á meditar nuevos pro-
yectos fuera de la facultad que se le había concedido. Era su intención
juntar varios pueblos, no haciéndose cargo de lo peligroso de la ejecu-
ción, y lo que era más expuesto á disturbios, enviar la gente de otros á
la ciudad de Archidona, á Santa Rosa y al pueblo de Ñapo.
Primeramente quiso agregar los indios de San Bartolomé al pueblo de
San José, y como hallase en ellos la repugnancia regular entre parciali-
dades diversas, se empeñó en vencerla con fuerza. Mas ellos le dejaron
burlado, retirándose todos al monte y escondiéndose de manera que no
dejasen rastro ni indicio de su paradero. Supo la resolución del hermano
y el retiro de los de San Bartolomé el P. Iriarte antes de salir de aquel
partido, y admirado de tanta intrepidez y de tan poco rendimiento en un
hermano á quien acababa de corregir y quitar de la cabeza la entrada
soldadesca, se resolvió á detenerse y remediar por sí mismo los daños que
había causado con su empeño porfiado. Comenzó á explorar los parajes
donde se podrían haber escondido los de San Bartolomé; pasó ríos, atra-
vesó bosques y supo, finalmente, el sitio fijo donde se hallaban. Envió
unos mensajeros, rogando al cacique que volviese con los suyos y dándo-
le alguna satisfacción por la fuerza hecha; le aseguró que se le dejaría
con su gente en el pueblo, sin molestarle á que pasase al de San José.
Salió inmediatamente y le fué siguiendo poco á poco la mayor parte de
la gente de la parcialidad.
De esta manera puso algún remedio al segundo desacierto del herma-
no, pero no pudo remediar los que se siguieron por hallarse ya fuera del
partido del Ñapo y Aguarico. A la verdad, debieron ser muy urgentes las
razones de su salida, y grande la precisión de dejar á cargo de un her-
mano que había dado bastantes muestras de su dureza de juicio y de su
genio impetuoso, toda la nación de los Encabellados. Como quiera que
ellas fuesen, quedó Sánchez solo en aquella provincia, y no teniendo sa-
cerdote alguno que le fuese á la mano en sus importunas ideas, comenzó
con más libertad é independencia á poner por obra sus proyectos. Pre-
Libro VIIL— Capítulo XIV 407
tendió sacar la gente de su partido cá otros pueblos que estaban fuera
del distrito de la misión, y enviar mozos y mozas á la ciudad de Archi-
dona y á los dos pueblos de Santa Rosa y Ñapo, creyendo que viviendo
entre cristianos viejos se amoldarían mejor á las prácticas cristianas.
La intención no parecía mala, pero el medio, fuera de ser incierto, era
imprudentísimo y las resultas bien funestas. Porque los indios ó pasaban
contra su voluntad y con grandísima repugnancia á vivir entre gente
desconocida y á países distantes del lugar de su nacimiento, ó se escapa-
ban á los montes, dejándole burlado.
Esto se vio más particularmente en el pueblo del Nombre de Jesús,
uno de los más numerosos, donde sacados por fuerza y violencia algunos
jóvenes de uno y otro sexo, se escaparon muchos al monte por librarse
del peligro; y se hubiera deshecho todo el pueblo, si el cacique Maqueye
no se hubiera mantenido firme contra las determinaciones del hermano,
y hubiera ido sacando poco á poco del monte á los retirados, asegurán-
doles que no hallarían en la reducción el peligro que temían. Los mismos
efectos se vieron en la reducción de Santa ]\taría de Guayoya. Había pa-
decido este pueblo una peste de sarampión y de cursos de sangre, la cual,
aunque fué bastante general en los demás pueblos, pero en ninguno de
ellos hizo tanto estrago como en este de Santa María, en donde arrastró
á la sepultura la mitad de la gente, y horrorizados los otros del mal y del
estrago, se refugiaron á los montes. Pero mal hallados en aquellos escon-
drijos, los que quedaron con vida se volvieron á poco tiempo á las orillas
del río, y teniendo horror al antiguo sitio por las señales que duraban de
las miserias pasadas en la boca del río Guayoya, escogieron sitio nuevo
á sus orillas media legua más arriba y en este lugar formaron su pueblo.
Había muerto en la peste el buen cacique Guanzamoya y sucedióle en el
oficio otro indio de menos séquito, pero de igual celo y solicitud, y
de una actividad y eficacia nada inferior á la de Guanzamoya. Procuró
éste recoger la gente que quedaba dispersa por los montes y no paró has-
ta formar una mediana reducción. Hubiera crecido sin duda el número
de personas, según las diligencias del cacique, si no se hubiera también
atravesado en la nueva reducción el empeño del hermano Sánchez en
sacar gente para Archidona. Porque, exasperados los indios con el senti-
miento de haber de dejar su tierra y sus parientes, se resistían á salir de
los bosques y varios de los que habían ya salido se volvían á ellos.
CAPITULO XIV
VARIOS SUCESOS QUE ACAECIERON POR ESTE TIEMPO EN LOS DEMÁS
PARTIDOS DE LA MISIÓN
Entre tanto que por el Aguarico y el Ñapo se lloraban las quiebras de
aquella cristiandad, sucedieron algunas cosas notables en lo alto y en lo
408 Misiones del Marañón Español
bajo del Marañón y en las tierras de los Andoas. No podemos señalar el
año fijo en que todas sucedieron, pero podemos asegurar que pasaron
después del año de 1740 y antes que entrase el de 1750. La principal que
causó lástima y compasión á los misioneros fué la desgraciada quema de
la iglesia, casa del misionero, y archivo del pueblo de Santiago de la La-
guna, cabeza de toda la misión, y parece haber sucedido el incendio por
los años de 1749. Quiso su misionero, el P. Ignacio Falcón, probar un
cohete ó volador de los muchos que había preparado para una fiesta so-
lemne que se había de celebrar con ostentación dentro de pocos días. Era
esta una costumbre bastantemente introducida en los pueblos antiguos
que, como más arraigados en cristiandad, gustaban de celebrar las fun-
ciones más señaladas con mayor ostentación y aparato, y esto les servía
para formar mayor concepto de las cosas de la religión y una idea más
alta de los misterios de ella. Puso fuego al volador con alguna cautela
teniéndole puesto en el suelo y queriendo sujetarle para que no subiese
por lo alto; mas escapándose el cohete y serpenteando por la tierra tro-
pezó en una caña gruesa, que llevó encendida por el aire y, sin poder
ninguno remediarlo, cayeron enlazados el volador y la caña en la capí
lia mayor de la iglesia cubierta de paja. Como estaba la materia más dis-
puesta de lo que se quisiera, comenzó al punto á arder toda la capilla, y
en pocos momentos, se comunicó el fuego á toda la iglesia. Pasó de aquí
á la casa del misionero, que estaba contigua á la fábrica, después al ar-
chivo á la cocina y que todo lo arrasó, y extendiéndose finalmente, por
un barrio del pueblo donde vivían los Panos, redujo á cenizas todas las
casas de los indios de esta nación.
Fué muy considerable el daño, particularmente atendida la pobreza
de las tierras. Porque pereció en el incendio, no sólo aquello que tocaba
al pueblo de Santiago, sino las provisiones que en él, como caja de la mi-
sión, estaban recogidas para enviar á las demás reducciones. En la igle-
sia se quemó el sagrario, una estatua apreciable de la Anunciación de
Nuestra Señora y un cuadro primoroso del Apóstol Santiago, el pulpito,
candeleros, mallas y otras varias cosas que no faltaban en un templo de-
centemente amueblado. Perecieron los muebles de la casa del misionero,
los utensilios de cocina y todas las memorias, apuntamientos, annuas y
recuerdos que se conservaban en el archivo, pérdida irreparable y muy
sentida de los padres, la cual ha sido causa de que nos hallemos al pre-
sente con tanta falta de noticias y de instrumentos para la historia que
escribimos y de que en muchos parajes de ella andemos al obscuro sin
poder atinar con la verdad y con el orden de las cosas. Por lo cual he-
mos tirado á reparar esta falta, siguiendo á las veces lo que nos ha pare-
cido en las ocasiones más creíble, natural ó verosímil.
Fuera de lo dicho, se derritieron seis arrobas de cera blanca y se que-
maron novecientas varas de lona, grande cantidad de tabaco y muchas
herramientas, las cuales con otras cosas de que se hacía provisión des-
aparecieron todas, unas deshechas y otras hurtadas, como sucede en se-
Libro VIII. —Capítulo XIV 409
me jantes ocasiones. Porque los indios por la noche con el motivo de bus-
car sus cosas, revolviendo las cenizas, se llevaron hierro, acero, hachas
y cuchillas. Pero lo más sensible á los misioneros fué que las alhajillas
que los indios, para mayor seguridad, tenían depositadas en la casa del
padre, corrieron la misma suerte que las demás. No era fácil en tanta
desgracia y pérdida sosegar á los Panos, que se hallaban de un día á otro
sin habitación, sin muebles y sin instrumentos para cultivar la tierra.
Alborotáronse contra el misionero como causa, según decían, del incendio
y de los daños que se habían seguido. Ni estaba éste para serenarlos,
cuando presentándosele vivamente los daños del incendio quedó al prin-
cipio como fuera de sí y necesitaba de ser socorrido de los mismos indios.
No faltó un fiel Cocamilla que viendo el desmayo de su misionero y que
no regía la cabeza en turbación tan grande, se puso luego á su lado para
que no pereciese en el fuego y no cayese en el agua, en que hubiera sin
duda caído, si el buen indio viendo que se iba á despeñar, no se hubiera
abrazado con él y le hubiera contenido fuertemente como más forzudo-
En medio de tanta confusión, gritos y alaridos y lágrimas pudo el pa-
dre en algunos intervalos que logró de serenidad salvar algunos orna-
mentos y alhajas de la iglesia, pero no pudo sosegar el alboroto de los
Panos, que proseguían feroces amenazando por sus pérdidas, hasta que
avisado el superior de la desgracia del pueblo vino apresuradamente, y
con su buen modo y con la oferta de resarcir á los Panos todos los daños
causados en el incendio, lo compuso todo, y dejó en calma y serenidad
toda la gente.
En efecto, luego que se pudo, se repararon las pérdidas ocasionadas á
los Panos y demás indios, y lo que es más, el mismo misionero á quien su-
cedió la desgracia, hizo después una hermosa iglesia de tapiales harto
mejor que la primera, la pintó primorosamente y la adornó con bello
gusto y simetría. No contento con esto, pasando después á Lima con el
oficio de procurador, la enriqueció con ornamentos y alhajas, extendién-
dose también su liberalidad á las iglesias de los demás pueblos. De esta
manera convirtió el Señor un daño tan grande en mayor bien del pueblo
de Santiago.
Esto en lo alto del Marañen: en lo bajo de él hizo el P. Jaime de To-
rres con algunos Yameos varias entradas por el río Tigre hasta el Neca-
mumu, pacificó algunas casas, bautizó párvulos y trajo consigo como se-
senta Iquitos, á quienes dispuso un pueblo á las riberas del río Tigre. Su-
plió el nuevo pueblo la falta del de San Juan Nepomuceno, que se deshizo
por falta de misionero, pasando unos ochenta Iquitos al de San Pablo de
Napeanos, y agregándose otros al de Santa Bárbara, aunque no faltaron
algunos que se retiraron al río Blanco, de donde fueron saliendo con el
tiempo, como veremos.
En el partido de Pastaza salió el P. Sebastián Imbert acompañado de
treinta indios en busca de Andoas fugitivos. A dos días de navegación
por este rio llegó á un sitio en donde se le junta otro rio llamado Capiru-
410 Misiones del Marañón Español
nayaco, y haciendo juicio que no estaban lejos de este paraje los indios
que buscaba, dejó varadas en seco doce canoillas que llevaba, enterró la
yuca y colgó los plátanos de árboles ocultos para tener este recurso de
alimento si el viaje fuese largo, y comenzó su derrota por los montes. No
parece haber sido de muchos días la entrada, porque tropezó luego con
varios Andoas, de los retirados cristianos unos y catecúmenos los otros.
Hallólos muy tristes y desconsolados con una especie de epidemia de ca-
lenturas y cursos. Acertó á curarlos, y con este nuevo beneficio trajo fá-
cilmente consigo cincuenta y dos personas, que acomodadas en las canoi-
llas, llegaron, con mucha consolación del padre, á su antiguo pueblo y en
él perseveraron.
Poco después de la entrada del P. Imbert, se agregaron á los Capa-
vanas otras familias de Andoas también fugitivos, que escapados de la
ciudad de Borja, adonde habían sido trasladados, no dejaron indicios en
la fuga de su paradero, ni los misioneros pudieron averiguar el sitio de
su retiro, hasta que ellos mismos, de suyo, se volvieron cansados de vivir
en los bosques. Entre los que así volvieron á los pueblos, fué muy notable
y digno de memoria el modo maravilloso con que el Señor trajo á una
niña que había seguido en su retiro á toda la familia. Tenía ésta otra her-
manita mayor que la maltrataba, y en cierta ocasión la amenazó con
azotes por haber perdido un diente de puerco montes con que se alisan
y pulen las cerbatanas. Temía la pobre niña los azotes, y estando sola
le vino al pensamiento meterse en una canoilla y echarse río abajo por
el Morona, sin que la poca edad la hiciese pensar en el peligro inminente
á que se exponía de perderse. Pero como el cielo la guiaba, puso una cruz
en la proa y comenzó á navegar sola y sin pertrecho ninguno por aquel
río caudaloso. No paró la canoilla hasta entrar en el Marañón, y tomando
el rumbo hacia los Cavapanas, fué cogida de los indios de este pueblo.
Pidióles la niña que la llevasen al padre misionero, y ellos lo hicieron
con mucha voluntad, conociendo por la cruz que llevaba en la canoa
que pertenecía á alguna de las familias reducidas y que no se podía pre-
sentar al misionero cosa de mayor gusto. En efecto, el P. Joaquín Pietra-
grasa, que cuidaba á la sazón del pueblo, se alegró sobremanera
con la prenda que el cielo le traía, y tomando noticia de la niña,
subió por el río Morona y redujo al aprisco de la Iglesia, con mucho con-
suelo de su alma, tres familias descarriadas, entre las cuales vendría,
naturalmente, la hermanita mayor, que con sus amenazas había dado
ocasión á la buena ventura. Estos y otros casos semejantes, aunque pa-
recen menudos, pero son muy frecuentes en las misiones, y con ellos con-
suela el Señor y esfuerza el ánimo de los misioneros, que sienten en su
corazón más gozo y alegría en el hallazgo de una oveja perdida, que ex-
perimentan los mundanos ricos y avarientos cuando encuentran tesoros
escondidos ó minas copiosísimas de oro y plata.
Bien necesitan los misioneros de estos regalos del cielo para que no se
entibie su fervor en las muchas contradicciones que experimentan, no
Libro VIII.— Capítulo XIV 411
sólo del infierno, sino también de los hombres, de los cuales unos por fal-
so celo, otros por ignorancia y algunos por malicia no dejan de perse-
guirlos, quitándoles el crédito y atribuyendo á fines torcidos lo que única-
mente hacen movidos de la gloria de Dios y del bien de las almas. Pondré
aquí un caso que sucedió por este tiempo y en que padeció no poco el cré-
dito de los misioneros del Marañen y el buen nombre de la Compañía. Su-
bían por el río Ñapo dos europeos de alguna cuenta cuyos nombres no
tengo por conveniente expresar, y traían consigo unos contrabandos nada
indiferentes. En llegando á la ciudad de Archidona se empeñaron, por ser
deshecha la lluvia, en meter los géneros en la casa misma del misionero.
Resistióse éste en recibir en su casa los fardos que consideraba prohibi-
dos, mas los europeos, echando mano á las armas, le obligaron por fuer-
za á que desistiese de su pretensión y no llevase adelante la negativa. Dio
prontamente aviso de la violencia el padre cura al provincial creyendo
poder evitar de esta manera los daños que temía. Pero el medio que tomó
para la seguridad y cautela dio la ocasión y motivo á la calumnia. Por-
que cayendo en manos de los ministros la carta escrita al padre provin-
cial, vinieron éstos de repente á la ciudad de Archidona, y echándose sobre
todo dejaron correr la voz de que el contrabando era de los jesuítas; y
con haber sido bien conocidos los autores del contrabando, se vio precisa-
do el provincial, por dar al público alguna satisfacción, de desterrar al
cura en realidad inocente, á lo más retirado del Marañen. La presa se re-
partió, como sucede, entre alguaciles y ministros, y sólo asomaron al pú-
blico algunos retazos de piezas que no serían ciertamente las más pre-
ciosas.
LIRRO IX
CAPITULO PRIMERO
VIENEN DE QUITO NUEVOS MISIONEROS AL ÑAPO, EN DONDE COMIENZA
Á TRABAJAR EL P. MANUEL URIARTE
Hallábase por los años de 1750 bien atrasada la misión de las alturas
del Ñapo y del Aguarico, no sólo por el alboroto seguido en San Miguel
á la muerte del P. Francisco Real, y por la poco acertada conducta del
hermano Salvador Sánchez, sino también por las muchas enfermedades
que habían picado en los pueblos, por cuya causa unos indios morían y
otros se retiraban á los montes. El pueblo más formado del partido era
el del Nombre de Jesús, que no contaba muchas almas; el de San Luis
Gronzaga, que había pasado á otro sitio llamado Tiriri, era pequeñísimo.
Las reliquias del de San José estaban también en un nuevo sitio y se de-
cía la Trinidad de Capocui. El de Santa María de Guayoya, aunque du-
raba en el último lugar que había escogido á las orillas de este río, pero
estaba muy disminuido á causa de las epidemias que habían picado más
en este pueblo que en los demás. Ibase acabando el pueblo de San Juan
Bautista de Paratoas, y el de San Miguel se reducía ya á pocas cabezas.
Aún menos figura hacían en tan miserables reducciones los pueblos de
San Bartolomé y del Corazón de María. A esto se reducía la misión del
Ñapo y del Aguarico en este tiempo, sin sacerdote que la sostuviese ó
adelantase y á la discreción de un hermano que por ser más fuerte de
complexión que los padres, había resistido al temple maligno de aque-
llas tierras y conservado entera salud; pero con quien se debía contar
muy poco por su modo soldadesco y violento, muy ajeno de la maña, ca-
ridad y mansedumbre de los misioneros.
Eran necesarios varones apostólicos para reparar tantas quiebras, y
para tratar con una nación que después de tantas fatigas y trabajos y de
tantos establecimientos y buenas esperanzas no acababan de amoldarse
LiBKO IX.— Capítulo I 413
ni dar el fruto correspondiente al penoso cultivo de tan celosos opera-
rios. Pero ya que no se pudo lograr en ella el fruto copioso que se desea-
ba, no por eso perdieron sus sudores los padres que en ella trabajaban,
antes hallaron en esta gente indócil una mina abundantísima de mereci-
mientos. Ni tampoco la desechó del todo la divina Providencia que para
sacar de esta parte de la misión sus predestinados movió los corazones
de tres sujetos de Quito, los cuales se ofrecieron con mucho gusto al cul-
tivo de los indios Encabellados. Fueron éstos el P. Manuel de Uriarte,
natural de Vitoria en Álava, el cual de la provincia de Andalucía había
pasado á Quito y acabado en ella sus estudios. El P. Isidro de Losa, qui-
teño, y el hermano Lorenzo Rodríguez, ropero muy edificativo del mismo
colegio de Quito.
El viaje que hicieron los tres jesuítas hasta el pueblo del Nombre de
Jesús, el estado de los demás pueblos y los principios de su apostólico
ministerio, lo refería todo con sus mismas palabras el P. Manuel Uriarte
en una relación que hizo de su primera entrada á los Encabellados, en
donde se echa de ver la sinceridad, el candor y la inocencia que forman
parte del carácter de dicho misionero. «Repetí, dice, mis deseos al padre
provincial, con ocasión de haber muerto los Encabellados al P. Fran-
cisco Real, y huídose los pueblos de la misión. Señalóme para ella el
padre provincial, dándome por compañeros al P. Isidro Losa, quiteño, y
al hermano Lorenzo Rodríguez, también quiteño, ropero en el noviciado
y de muy buen natural. Salimos de Quito á 25 de Diciembre, y habiendo
llegado al día tercero por el cerro frío Gruanamí á Papallacta , curato
de los padres dominicos, anduvimos desde aquí por ocho días con nues-
tras alpargatas, calzoncillos, sotanas, capisayos y sombreros, llevando
por báculos nuestras cruces y atravesando á pie los cerros con mucha
lluvia y lodo, con espinas y por ríos peligrosos. Cuando nos cansába-
mos mucho, los indios estriberos nos cargaban en sus hombros y tomá-
bamos aliento. Dormíamos en el suelo y en ranchos de hojas, y comía-
mos bizcocho y salado. Así llegamos á la ciudad de Archidona á pie y
desangrados.
»E1 P. Cuéllar, que estaba solo de cura, nos hizo todo agasajo y nos
hallamos, en la octava de Reyes del año de 50, á la elección de gober-
nador por el padre cura. Era éste un insigne viejo, y rehusaba fuerte-
mente el cargo que le daban. Mas al fin, obligado del P. Cuéllar, le ad-
mitió, y volviéndose á su gente, le dijo con resolución y coraje estas pa-
labras notables: Ya veis que yo no he pretendido ni querido este cargo; me manda
el padre que lo tenga; yo he de cumplir con mi obligación. Portaos bien todos, que
si no habrá castigo. Yo á nadie temo sino á Dios. Esta plática hizo un indio
cristiano nuevo, elegido gobernador. ¡Qué confusión para los cristia-
nos viejos!
»Detuvímonos en Archidona hasta que llegó el hermano Sánchez con
canoas al puerto de Ñapo, á donde partimos á caballo por Misagualle y
Tena. Embarcados en el puerto á 20 de Enero, pasamos los raudales del
414 Misiones del Maeañón Español
río, en que peligró un mocito de la misión, mas al fin pasó por medio en
su canoita. De noche tuvimos una furiosa tempestad de piedra en la
playa misma, y llegamos al día siguiente por la tarde al pueblo de San-
ta Rosa. Aquí nos cortejó mucho el buen doctor Mateus; y hecha una
pequeña misión por tres días, confesó y comulgó su gente, con mucho
consuelo nuestro. Partimos á fines de mes con indios infieles y con unos
ocho cristianos; y como se muriese de curso uno de los bogas infieles
instruido y bautizado en la canoa, quedó aliviado de su mal.
»A dos días de navegación llegamos á nuestro San Luis de Tiriri, en
donde había como veinte adultos casados, con sus casitas á medio ha-
cer; la del misionero sólo estaba armada y cobijada. Los más estaban
desnudos ó cubiertos de cortezas de árboles; repartimos de vestir á tan
pob recita gente y la dimos otras cosillas. Por medio del hermano Sán-
chez, que sabía su lengua, les hablamos y doctrinamos, y yo bauticé á
uno que estaba de peligro y murió luego. P úsele el nombre de Juan
Evangelista; y á otra india á quien administré el mismo sacramento la
llamé María, porque á esta Señora y á San Juan tomamos por patronos
de nuestra misión.
«Habiendo exhortado á los indios Tiriries á la perseverancia y á que
juntasen otros como prometió el cacique, salimos dicha Misa la ma-
ñana siguiente, y en dos días llegamos al Nombre de Jesús, donde nos
recibieron con sus tamborcillos. Hallamos siete casas con unas ochenta
familias, iglesia con paredes de palmas, altar y retablos de cortezas
blanqueadas, tres mantas de lamas pintadas y viejas con Jesús, María
y José, asientos para los indios de palmas, una media sacristía y su si-
lleta para el padre misionero. La casa de éste era alta y capaz con co-
rredor y vista al río. Agasajada la gente y junta en la iglesia, rezaron
dos flscalitos respondiendo los demás. Pude decirles Misa el día de la
Purificación, que no habían oído por mucho tiempo. Por orden del pa-
dre provincial nos mantuvimos aquí como mes y medio para instruirnos
del hermano Sánchez, como práctico de la misión.
»A poco tiempo de nuestra llegada, empezaron epidemias de catarros
y de cursos de sangre, que juntas con la persecución de dos tigres, nos
dieron bien que hacer. Los tigres, al fin, logramos de matarlos, habien-
do antes el mayor de los dos muerto un niño que sacó de noche de la ca-
milla y brazos de su madre, y mal herido en cabeza y hombros á un ca-
sado llamado Manuel, que quiso Dios sanase con la copauva. De la epi-
demia murieron unas cuarenta personas, todas, á Dios gracias, bau-
tizadas, menos una mujer que lo rehusaba, y cuando yo la instruía y
apretaba, me decía: «no moriré», pero quedó muerta de repente una no-
che cuando menos lo pensaba. Trajimos todo el pueblo á nuestra casa,
y así se les pudo curar y medicinar con cuidado, á que atribuyo que sa-
nasen los más. Bauticé, entre otros, á un viejo grave (que decían haber
muerto al padre de mi intérprete), y murió al lado de mi cama llaman-
do á Jesús y María, habiendo aconsejado antes á su mujer que no se hu-
Libro IX.- Capítulo I 416
yese al monte, y que en creciendo un niño de cuatro años que tenían
llamado Patricio, me lo entregase á mí para que lo enseñase, como lo
hizo al año siguiente. Muerto el viejo y puesto en su camita en lo bajo
de la casa, mientras iba yo el miércoles de ceniza á ponérsela á los cris-
tianos, vino un tigre á llevarse el cadáver. Gritaron luego los fiscali-
tos: ¡que lo tira^ que lo tira!, y todo se alborotó. Perseguimos la fiera, pero
sin fruto, y rendidos del cansancio, enterramos al viejo sin Misa.
»Hizo este tigre cosas que parecen increíbles. Nos tuvo quince días en
continuo afán; venía de día y de noche; cogía perros y aves, y cuando
estaba á tiro desaparecía. Yo le tuve por un cuarto de hora á tiro y aun
á boca de cañón en un lodazal, mirándome de hito en hito y faltándome
fuego al trabuco como sus veinte veces, cuando salía á buscar un tizón
porque los indios me habían dejado solo, se fué paso á paso. Nos sacaba
las gallinas, levantando con tiento unas petacas, y cuando aseguramos
en ellas las pocas que dejó, vino una noche y se llevó las petacas á su
cueva. Hirió después á un indio, y mientras vino á mí el pobre ensan-
grentado á que le curase, fué el hermano Sánchez á la casa del indio y
halló al tigre sacando de la olla la cena que tenían los pobres prepara-
da. Tiróle con el trabuco á su gusto y llevó un buen tiro en el pecho y
cabeza. Aunque echó mucha sangre, no pudimos seguir el rastro, pero
le tuvimos por muerto. Mas á los ocho días volvió al pueblo y cogió un
perro amarrado al lado de su amo. Seguímosle de noche y sólo encon-
tramos la presa comida la cabeza.
»Púsosele una trampa, y como un mal brujo llamado Tuinta (de quien
hablaremos después largamente) lo conjurase con llamar al diablo, no
quiso Dios que cayese por entonces en la trampa. Cuando supe el hecho
del brujo le reñí como era razón, y echando tres bendiciones en nombre
de la Santísima Trinidad, hice un voto á la Virgen de Nieva de cantar
una Misa, traído el tigre á la puerta de la iglesia, si caía en la trampa.
Al día siguiente, como á las cuatro de la mañana, oí un estallido y grité:
ya cayó la trampa, que distaría media legua. Fueron allá los indios al
amanecer, y hallaron que dos gruesos maderos habían caído sobre el
tigre, y con el golpe y peso le habían oprimido. Trajéronle en triunfo á
la puerta de la iglesia, y yo canté la Misa y di gracias á Nuestra Señora,
Era el tigre casi como un becerro de año, los colmillos gastados de viejo,
tenía en el pecho una bala larga y en uno de los ojos una posta, y en
solos ocho días ya se iba curando. Desengañé á los indios, diciéndoles
que mirasen bien, que ni era diablo ni indio, que bien lo necesitaban.
»E1 mayor trabajo en este tiempo era buscar que comer, porque los
más de los indios estaban enfermos, y aun el P. Losa con nuestros Vira-
cochitos estaba también malo. Cosa de pesca ó caza no había en qué
pensar, y era menester acompañar con la escopeta por el miedo de los
tigres á tal cual sano que salía á las sementeras. Pero al fin todo se fué
pasando y se sosegaron los males á la mitad de Cuaresma, en que salie-
ron el P. Losa y el hermano Sánchez al pueblo de la Trinidad de Capo-
416 Misiones del Marañón Español
cuí, y yo me quedé en el Nombre de Jesús con el hermano Lorenzo. Y
cuando pensábamos tener al£2:ún sosiego los dos, he aquí los toros. Porque
los viejos del pueblo nos decían: vosotros nos habéis traído el mal y
muerto tantos, á nosotros nos conviene irnos al monte. No querían traer-
nos cosa de comer, y ni los niños mismos querían que viniesen á la igie-
sia. Mas poco á poco, con paciencia, con dones y con cariños, se fué en-
tablando el rezo y nos daban algo de comer, aunque bien pagado.
«Procuróse componer como mejor se pudo la iglesia con cosas que
había traído de Quito. Pero aun en esto hubo también sus trabajos. Entre
otras cosas, había traído dos cajones con dos medios cuerpos, de Jesús
Nazareno el uno, y el otro de su Madre Dolorosa. Sucedió que poniéndo-
les sus basas ó peanas de madera, colocada ya y vestida la Virgen, es-
taba haciendo lo mismo con Jesús Nazareno, y puesta la túnica morada
con su galón, me acordé que había dejado en casa el cíngulo. Dije á dos
fiscalitos y á un mal sacristán que lo tuviesen firme con las manos, que
volvía luego. En mi ausencia se juntó todo el pueblo á ver aquel es-
pectáculo nuevo que jamás habían visto. Estaba el Señor muy lastima-
do y ensangrentado, y los indios decían: Este es algún padre que han
muerto y herido tanto otros indios, y llegando en esta conversación á
tocar el vestido, se meneó el pedestal, á que correspondió el movimiento
de la estatua, y creyéndola viva y que les seguía, apretaron todos á
correr y la dejaron caer en tierra. Era por trampa de los oficiales de
Quito el rostro del Salvador de puro yeso pegado á la madera; y cuando
yo volvía con mi cíngulo le hallé ya deshechas todas las facciones con
el golpe, y, en suma, sin poder servir. Yo quedé con mucho sentimiento
por la pérdida; pero los indios trocaron el susto en risa y decían con al-
gazara: Paire, piogi tarapué á é. No era padre, sino palo. Expliquéles
como pude lo que era imagen y representación, y poniendo en un nicho
á la derecha del retablo la Dolorosa, dejé en medio un niño Jesús pinta-
do, y ocupó la izquierda San Juan Evangelista, vestido de sacerdote,
con su cara de estaño.» Hasta aquí la relación del misionero.
CAPITULO II
VISITA EL P. UKIARTE EL PUEBLO DE SAN MIGUEL, Y TRAE NUEVA GENTE
AL PUEBLO DEL NOMBRE DE JESÚS
Dado algún asiento á las cosas de la reducción de Jesús, empezó á
pensar el misionero sobre los otros pueblecitos. Pero era necesario dejar
en el Jesús persona de satisfacción que llevase adelante el rezo, y pro-
moviese las demás prácticas que iba introduciendo, porque los indios, es-
pecialmente los más nuevos, dejan y se olvidan en pocos días de lo que
han comenzado á practicar y aprender, si no tienen sobre sí quien vele
sobre sus distribuciones y les repita la doctrina. Había traído el P. Uriarte
Libro TX.— Capítulo II 417
de Santa Rosa un blanco, llamado José Vázquez, que se ofreció á seguir-
le y ayudarle, en cuanto pudiese, en su ministerio. Era hombre ejemplar,
amado de todos los que le trataban, dado á la oración, amigo del silencio,
y, por lo mismo, respetado, penitente y gran frecuentador de sacramen-
tos. No conocía el ocio, ó meditaba, ó rezaba, ó leía algún libro, ó hacia
medias. Tiene el Señor providencia de que encuentren los misioneros
personas de esta calidad, cuando las necesitan, para llevar el peso y
carga que no pudieran ellos solos.
A este cristiano tan ejemplar dejaba encomendado el pueblo del Jesús
en los muchos viajes que hizo á recoger la gente de los montes y á visitar
los pueblos anejos; y satisfizo Vázquez á su obligación tan cumplidamen-
te, que jamás tuvo el padre la menor queja contra él, antes bien, se
mostró siempre muy edificado de su aplicación, caridad y modo ajustado
de proceder. A fines de cuaresma, después de haber dado algunos avisos
é instrucciones á José Vázquez sobre las cosas más necesarias al pueblo,
salió el misionero con el hermano Lorenzo, algunos mozos y varios indios
al pueblo de San Miguel. Halló bien pocos indios en el sitio que había
servido de reducción, pero el nuevo cacique llamado Alonso, indio ladino
y bien capaz, ofreció juntar gente, como lo cumplió. Hiciéronse varios
bautismos y se explicó la doctrina por algunos días. Recogidos aquí algu-
nos plátanos, yucas y mazato, subió el misionero con toda la comitiva
por el río Aguarico con muchas lluvias y trabajo, porque la voracidad
de los indios por ser el padre nuevo, en pocos días acabó con todos los
comestibles y no se sustentaban de otra cosa que de unas frutas llamadas
zapotes, á manera de adormideras grandes. Su carne es morada, dulce
y sabrosa, y tiene dentro unas pepitas como huesos de ciruelas.
Con este sustento, que no deja de ser insípido, especialmente conti-
nuado, iban navegando río arriba cuando divisaron siete canoas largas
llenas de gente. Diéronse los indios que acompañaban al padre por per-
didos, y creyendo las canoas de enemigos, querían escaparse por los
montes. Pero pudo contenerlos el padre haciéndoles notar que venían
vestidos. Al acercarse las canoas, comenzó á gritar la gente que venía
en ellas: aquí viene Padre, aquí viene Padre; y con estas voces todos se sere-
naron. Arribó á la playa el misionero y también los de las canoas, que
echándose al agua vinieron á besarle la mano, saludándole en lengua
Inga. Quedó sorprendido el padre de cosa tan extraña en aquellas reti-
radas montíiñas. Averiguó que las canoas bajaban de los Sucumbios, y
que eran Nopotoas cristianos tributarios, los cuales volvían á su antiguo
sitio cerca de Santa Rosa, por huir del mal trato de un criado del fraile
Francisco doctrinero. Tuvo el padre al principio algún temor ó sospecha
de que hubiesen muerto á su misionero, pero tanteando más las cosas, y
haciendo varias reflexiones y preguntas, conoció claramente que no ha-
bían hecho daño alguno.
Luego que saltaron los Nopotoas á tierra, trajeron ramos y armaron
una decente capilla para la Misa, pusieron unas mesitas de cañas, varias
27
418 Misiones del Marañón Español
palmas muy compuestas, y pidiendo al sacerdote que las bendijese , sa-
caron sus manteles del altar y una Virgen con sus velas. Toda esta pre-
vención traían consigo de manera que al día siguiente lograron oír la
santa Misa que celebró el P. Uriarte con mucho consuelo de toda la
gente. Dióles antes de despedirse carta para José Vázquez, que cuidaba
como dijimos del Jesús, y les encargó que le esperasen en el pueblo,
á donde presto volvería. Tiraron los Nopotoas á la reducción del Jesús y
el misionero prosiguió su camino, en busca del cacique Yaso de quien ha-
bía tenido noticia no hallarse muy distante de aquel sitio. En efecto, á
poco viaje, dio con el pueblo del Corazón de María, cuyo cacique busca-
ba, y entró en el pueblecito Miércoles Santo. Fué cosa muy gustosa el
recibimiento. Sentáronse todos los huéspedes en unas palmas largas á
manera de tablillas de seis dedos de ancha y conforme iban llegando los
de Yaso, tocaban el hombro del huésped diciendo: raique? ¿has venido'? Bate,
respondía el huésped, he venido. Luego trajeron bebida en sus potes y se
acabó el recibimiento. Explicóles el padre en este día algo de la doctrina
cristiana, rezó con los niños el rosario y repartió algunas cosillas á la
gente.
A la mañana siguiente, que era Jueves Santo, se previno el altar por-
tátil que llevaba consigo el misionero, y después del rezo y de alguna
explicación de la doctrina cristiana se celebró la santa Misa en que co-
mulgó con mucha devoción el hermano Lorenzo. Asistieron á ella los
pocos cristianos que había y los demás atendían desde lejos, admirados
de las ceremonias sagradas, viendo la reverencia y gravedad del padre
y del hermano. En el Viernes Santo se previnieron los niños que ofrecie-
ron gustosos sus padres al bautismo, y al día siguiente adornado el altar
de palmas y flores, se les administró el santo sacramento del bautismo,
á que añadió también el de la confirmación, siendo padrino el hermano
Lorenzo. Concluida esta función vistió el padre á todos los niños y otros
varios adultos que estaban casi desnudos, repartió á todos cuchillos y
otras cosillas que llevaba prevenidas y ellos apreciaban mucho, y por
último, volviéndose al cacique y á los demás de la parcialidad, les habló
en esta forma.
«Yaso, ya todos sois hijos míos, pues ¿cómo os he de dejar? Venid con-
migo á mi pueblo, que tengo casas en él y comida para todos vosotros
hasta que las podáis prevenir. Yo os daré hachas y machetes que dejé
para vosotros. Mis indios me quieren bien y se alegrarán de veros.»
Los que acompañaban al padre prosiguieron á insinuación del misio-
nero la plática comenzada, y confirmaban por sí mismos la verdad de lo
que les prometía. Pero entre los de Yaso empezó la confusión y turbación
porque no agradaba á muchos la mudanza de sitio. Unos decían; aquí e¿f-
¿amos6¿e?i. Otros añadían: allá enfermaremos. Replicaba el misionero: aquí
tenéis enemigos y no tenéis pescado. Viviréis siempre con sobresalto y tendréis poco
íue comer; y reparando en algunas sepulturas, dijo con alguna resolución:
¿Quién está aquí? Fulano, respondieron los de Yaso. Entonces el misionero:
Libro IX.— Capítulo III 419
¿Con que aquí también enferman? ¿Conque aquí también mueren? ¿Con queaqui también
entierran? A estas palabras dijeron varios: Vamos can el padre, y en particu-
lar un buen viejo suegro del cacique, gritó diciendo: Allá voy, padre, allá voy:
y diciendo y haciendo, llevó su haclieta vieja y unos ti-astillos que tenía á
la canoa del misionero. El ejemplo del anciano arrastró á toda la par-
cialidad que se resolvió á pasar al pueblo de Jesús.
Domingo de Pascua se fueron acomodando todos, que serían cuarenta
personas, en las canoas, y en cuatro días llegaron al pueblo de San Mi-
guel. Hechos aquí nuevos baustismos, porque el cacique Alonso había
recogido nueva gente, entró á los dos días toda la comitiva en el pueblo
de Jesús, con mucho regocijo, así de los huéspedes como de los vecinos,
•que los agasajaron muy bien. No habían sido tratados con menos esmero
los Nopotoas que aguardaban al padre antes de pasar á su destino. Te-
niendo aquí más oportunidad, confesaron y comulgaron todos, y tratando
del viaje, les dijo el padre que si querían escoger puesto á las orillas del
río, procuraría componer la cosa con los padres Franciscanos y con el
señor presidente de Quito, sin cuyo consentimiento no emprendería cosa
alguna. Por lo que tocaba al tributo sembrando pita en aquellos parajes,
<3n los cuales se daría muy bien, trabajándola ellos mismos como prácti-
cos é industriosos, lo podrían pagar. No vinieron los Sucumbios en la pro-
puesta, diciendo que dependían en un todo de su capitán ó cacique, el
cual bajaba también con otros de la parcialidad por el río Coca. Poblá-
ronse, finalmente, estos cristianos entre Santa Rosa y el pueblo de Ñapo,
y formaron una reducción pequeña como de ciento cincuenta personas.
CAPITULO III
NUEVOS ESTABLECIMIENTOS EN EL PUEBLO DEL JESÚS, Y MUDANZA DEL
PUEBLO DE SAN MIGUEL
Encontró el misionero el pueblo del Jesús muy sosegado, por la dili-
gencia y aplicación de José Vázquez, y empezó con más fervor á promo-
ver el rezo y á entablar sólidamente la doctrina, y á procurar los intere-
ses temporales de los indios. Ayudó mucho para conseguir mejor los fines
santos que pretendía, un suceso singular que llama el mundo casualidad
ó desgracia, y el tiempo descubrió que era una circunstancia particular
en favor de los pobres indios. Dos portugueses de alguna instrucción y
experiencia, atravesaban con seis indios el río Ñapo, con su barco car-
gado de algunos géneros de contrabando, y cuando ya pensaban tocar con
la mano el fin de su destino, arribando al puerto de Ñapo, se les fué á fon-
do la embarcación sin poder regir en los raudales del Ñapo, y se hallaron
sin un cuarto los que pensaban hacer muchos pesos de sus mercancías.
Tuvieron la fortuna de salvarse los ocho, que salieron á tierra con mu-
cho trabajo; pero hallándose imposibilitados á pasar adelante ó á volver
420 Misiones del Marañón Español
atrás, se refugiaron al pueblo del Jesús, y ya desengañados con la des-
gracia, que parece haberles dado entendimiento, se ofrecieron á servir
y ayudar al padre en su ministerio. Alegróse mucho el misionero con
este socorro que le ofrecía el cielo, y habiéndolos probado y observado
y conocido ser gente de bien, empezó á servirse de ellos con mucha con-
fianza en los negocios de mayor monta. Es verdad que los indios no pu-
dieron servir por mucho tiempo, porque la peste que picó luego en uno
de los pueblos, arrastró á cuatro de ellos. Pero los dos blancos portugue-
ses, Pazmiño y Correa, que así se llamaban, trabajaron infatigablemen-
te y por varios años en la misión, y fueron el alivio y consuelo, no sólo
del P. Uriarte, pero aun del P. Losa y del hermano Lorenzo.
Con este refuerzo se animó el misionero á poner el rezo y catecismo
tan corriente, que no solamente asistían los niños todos los días sino que
los adultos jamás faltaban en los días señalados. Entabló el, mitayo uno
de los puntos más críticos en pueblos nuevos, nombrando por turno dos
indios á cuyo cargo estaba buscar de comer para la casa del misionero
Introdujo el que los varayos ó ministros de justicia viniesen mañana y
tarde á casa del misionero para avisar de lo que ocurría y para recibir
las órdenes que convenía. Ningún indio faltaba de noche del pueblo sin
licencia del padre, y observaban este orden tan exactamente, que estan-
do á las veces ya recogido y aun varias veces diciendo Misa, gritaban
diciendo: Paire, ai'-ozaye, Padre, voy al monte. Moderáronse las bebidas
y se quitó casi de todo punto la borrachera, y con sólo reprender en pú-
blico á un indio que había caído en esta miseria, no se vio jamás función
alguna de aquellas en que solían emborracharse.
Los niños eran las delicias del misionero, tenía en casa una escuela ó
seminario de varios niños á quienes mantenía de las cosas que traían
para sí los mytayeros. Aprendían primero el catecismo, después la len-
gua del Inga y algunos algo de la castellana. Asistían siempre á la Misa,
rezaban el rosario y antes de irse á la cama rezaban otras oraciones, y
cantando el Alabado y besando la mano al padre, se echaban á dormir
en su mismo aposento. Estos ángeles de guarda tenía el misionero por las
noches en su cuarto, que no tenía otra puerta que una corteza de árbol.
Venían á ver al P. Uriarte muchos indios de fuera, no sólo del pueblo
de Santa María y de San Miguel, pero aun otros más distantes como An-
cuteres y Payaguas, y en estas visitas lograba varios bautismos y los
disponía á recibir el Evangelio. El primer bautismo que logró en los re-
cientemente agregados al pueblo fué el de aquel viejo suegro del caci-
que Yaso, que se dispuso admirablemente á recibirlo. Luego se siguió el
de otra insigne india á quien decían los suyos que de ninguna manera se
bautizase porque se moriría más presto. Pero ella respondía: Bautízame,
Padre. Yo quiero ir al cielo. Bautízame y Padre. Bautizóla el misionero, des-
pués de bien instruida y encargando á dos hijos que tenía que no se
apartasen del padre, murió en sus manos, besando el santo Cristo.
No faltaron en este tiempo varias cosas que dieron que hacer al mi-
Libro IX.— Capítulo III 421
sionero, porque entrando las disensiones y desconfianzas entre los recién
venidos y los antiguos del pueblo, no le costó poco el reconciliar los áni-
mos encontrados, hablando con mucha suavidad y dulzura, ya á unos ya
á otros, regalando á todos y desimpresionándolos de sus vanas aprensio-
nes, sin dar lugar á que se arraigasen las sospechas á que son tan incli-
nados los indios. En varias ocasiones le fué preciso hacer del valiente y
mostrar que no temía á ninguno sino á sólo Dios, por cuya causa había
venido de tierras muy distantes, únicamente por traerlos á su Majestad.
Un viejo llamado Encenevi no quería venir al rezo y á la doctrina un
día de fiesta. Fué volando el misionero á su choza para traerlo, pero te-
naz el viejo en no moverse, le amenazó con su lanza, quítesela el padre
de las manos y la hizo pedazos con las suyas, y vino el indio como un cor-
dero. A poco tiempo se bautizó este viejo y murió con mucho consuelo
del misionero, á quien encomendó un hijo llamado Pablito. Otro indio
dicho Curazaba traía en su canoa chípate ú hojas para tapar las gote-
ras, pero en llegando al puerto no quería traer la carga al pueblo: de-
cíale el padre que quitase la pereza, pero él, levantando el remo, le
amenazó con un golpe fiero. Quítesele de la mano el padre, y obedeció
Curazaba como un niño, siendo después uno de los indios más aficiona-
dos al misionero.
Como tenía el P. Uriarte tantos pueblecitos á su cargo, era necesario
también atenderlos desde su principal residencia, andando en continuos
viajes y deteniéndose en ellos algunos días, según las necesidades ocu-
rrentes. Llevábale más particularmente la atención el pueblo de San Mi-
guel, porque había concebido grandes esperanzas de que sería el empo-
rio de la misión de toda la gente del Aguarico, según los muchos indios
que había recogido su cacique Alonso. El mismo padre logró otros dos
capitanes con su gente, y los agregó á San Miguel. Pero como el sitio de
esta reducción era poco ventajoso á los muchos que iban llegando, de-
terminó mudar el pueblo á la boca misma del río Aguarico, en una ex-
tendida llanura que daba lugar á formar iglesia y casas con desahogo.
Hízose luego el desmonte y puesta una cruz grande en el centro de una
plaza muy capaz y perfectamente cuadrada , se formaron las casas,
iglesia y demás oficinas por los lados, dejando una huerta espaciosa en-
tre el lugar y el puerto.
Pazmiño el portugués residió á los principios en este pueblo, y ade-
lantó muy bien la obra de la iglesia; y aunque tuvo que aguantar con los
indios, sabía disimular y sobrellevarlos, porque instruido del misionero se
hacía cargo que no valían con aquella gente las bravatas y las amenazas,
sino los ruegos y las dádivas y los cariños. Así que procuraba no disgus-
tar á los Migueleños y sacar de ellos lo que buenamente se podía sin exas-
perarlos Pero cuando todo caminaba prósperamente y el cacique Alon-
so y sus indios trabajaban con calor en acabar sus casas y en concluir
las sementeras, sucedió un caso que hubo de turbarlo todo, si el Señor,
con su providencia amorosa, no lo hubiera convertido en bien del pueblo
422 Misiones del Marañón Español
mismo. Estaba el P. Uriarte (en una de sus visitas á este pueblo) almor-
zando con Pazmifio para partirse ai Jesús, cuando pasó por la plaza un
indiazo de desmesurada estatura; llevaba dos lanzas en la mano, como
quien iba perdonando vidas, y se metió en una de las casas del lugar.
Los muchachos del pueblo vinieron corriendo al padre y le decían: Fai-
re, Paire, Padre, Padre, este es el indio Zamaroa, el que mató á un mozo tuyo.
(Habíale muerto poco antes en el monte.) Es horrible. Dice que no teme
á nadie, y que aunque no come sal, sabe matar á los blancos.
Alborotáronse todos, y el padre se determinó de ir solo á hablarle y á
tentar si podía reducirlo. Oponíase Pazmiño, diciendo: padre mío, padre
mió, deténgase; ¿dónde vaV Que le mata ese salvaje, no vaya. Escape-
mos á la canoa, Pero el padre, encomendándose á Dios y cogiendo uno
de los regalillos que le habían quedado, se entró de repente en la casa
donde estaba Zamaroa con otros del pueblo. Azorado el indiazo, echa
mano de sus lanzas, pero el padre le previno abrazándole y diciéndole
con suavidad y dulzura: Hijo no te enfades. Yo te quiero. Sosegado con
estas palabras, se sentó el misionero á su lado y prosiguió de esta forma:
Ya está por mí y por los viracochas perdonado lo pasado. No temas; hi-
ciste mal; Dios manda no matar á nadie. Pero Dios es muy bueno; como
tú le pidas perdón y yo te bautice, se te quitarán este y los demás peca-
dos; te librarás de ir á quemarte abajo, y Dios te llevará en muriendo al
cielo á descansar. Para esto, di á todos los indios del monte que se vayan
juntando aquí ó en Santa María; que yo les amo y les daré hachas, y
toma tú esto (era un cuchillo) en señal de que te quiero. Quedó el indio
muy agradecido, y para que se vea la fuerza del remordimiento de la
conciencia en la gente más bozal, respondió Zamaroa: Padre: desde que
hice aquello de matar, mi corazón estaba alborotado; me arrepiento y
me enmendaré. Y tú, padre, haz que no me quieran matar los blancos.
Dióle el misionero palabra de perdón, é hizo que también Pazmiño se la
diera. Con esto vino con los otros acompañando al padre hasta el puer-
to, y cumplió fielmente lo que le encomendaba, trayendo muchos infie-
les al pueblo.
No hallo en los escritos que tengo, si este indio memorable, que hizo
mucho bien á la misión, logró recibir el santo bautismo; pero es creíble
que á lo menos en las pestes que sobrevinieron, fuese bautizado en la
hora de la muerte.
CAPITULO IV
ESTADO DE LOS PUEBLOS DE SANTA MARÍA Y DE SAN LUIS DE TIRIRÍ.
No estaba olvidado el misionero de los pueblecitos de San Luis y de
Santa María; en la primera visita que hizo á esta segunda reducción ha
lió poquísima gente, pero con la noticia de la venida del padre, y con
Libro IX.— Capítulo IV 423
haberse detenido algún tiempo convidando á los montaraces, se fueron
juntando los dispersos, que, regalados y acariciados, comenzaron á asis-
tir al rezo y á la doctrina. Bautizó á los niños y encargó á los grandes
que juntasen los indios que pudiesen, porque los visitaría frecuentemente,
ayudaría con sus instrumentos para cultivar la tierra y escribiría á Quito
pidiendo misionero propio que viviese con ellos si llegaba á formar una
reducción razonable. Como estaba todo casi quemado, se contentó con
señalar el sitio en que se había de formar la iglesia, dejando la fábrica
para tiempo más oportuno ó menos apretado. Después de algunos días
de mansión dejó encargada la gente y la ejecución de las órdenes que le
parecieron necesarias á un indio llamado Xavier, que parecía muy ra-
cional y estaba bien instruido en la doctrina, y á un viejo tenido de los
indios por hombre de autoridad: el hijo del cacique que había muerto, se
animó á seguir al misionero al pueblo del Jesús para aprender el rezo,
la doctrina y la lengua del Inga y poder ayudar mejor á sus paisanos.
Desde esta primera visita, que fué más larga, acudía el padre á Santa
María en los casos necesarios y fomentaba el pueblecito con frecuentes
idas y venidas , no sin grandes peligros que experimentó en los ríos y de
que se pudieran traer casos bien singulares de la protección del cielo,
A San Luis de Tirirí había salido el H. Lorenzo Rodríguez desde los
principios, y con su buen genio y afabilidad había ganado aquellos indios,
de mejor natural que los demás. Puso desde luego corriente el rezo, y
fuera de los bautismos que hizo de los niños el P. Manuel Uriarte en las
primeras visitas, había bautizado á varios en casos necesarios, y entre
otros al mismo cacique del pueblo. Hizo una buena iglesia de tapia fran-
cesa con la ayuda de los indios portugueses, y con la dirección y asis-
tencia de Correa y de Pazraiño adelantó las sementeras del pueblo, y se
hacía tanto al modo de vivir y de comer con los indios, que las escudillas
de menta (que vienen á ser unas hormigas de cuerpo tan grande como un
garbanzo), le parecían mazapán y las limpiaba como pudiera hacerlo el
Tiriríe más hambriento. Enseñó, por medio de los portugueses, el modo
de pescar, y los de San Luis en poco tiempo se surtían de la pesca que ne-
cesitaban, cuando antes con sus malos instrumentos apenas cogían para
probar este género de comida, que es una de las que estaban más á la
mano en aquellos países. Todo esto lo enderezaba el hermano, que era
verdaderamente espiritual al provecho espiritual de sus indios, que agra-
decidos á tanto bien le oían con docilidad y asistían puntuales á la doc-
trina, al rosario y á las demás oraciones. Es verdad que el cielo se decla-
raba también visiblemente á favor del hermano, con algunos sucesos en
que los indios mismos conocían cuánto desagrada al Señor el que le fal-
tasen á los ejercicios ya establecidos de la doctrina y del rosario.
Es bien particular el que sucedió estando de paso en el pueblo los pa-
dres Manuel Uriarte é Isidro Losa. Tocaban un sábado la campana al ro-
sario cuando venían dos indios del monte. Dijo el uno: «Vamos breve á
rezar, que así el padre lo encargó». «Yo me voy, respondió el otro, á mi
424 Misiones del Marañón Español
heredad y á ver cómo van los plátanos». Con esto asistió el primero al
rosario y faltó el segundo, á quien como no viniese al pueblo por la noche
y fuesen á buscarle, le hallaron muerto de un tigre que le había comido
la cabeza. Hubo grandes lloros en el lugar en donde el muerto era bien
querido; pero los padres se aprovecharon del lance para enfervorizar el
rezo y la devoción á María Santísima.
No fué muy desemejante otro caso que sucedió poco después á un indio
llamado Umoraza, el cual, cansado de rezar y de asistir á la doctrina,
escapó del pueblo con otro mozo y una india. Arrójanse al río en canoa,
y á poco tiempo de haber bogado por el río Aguarico, mirándolos el Sefior
con ojos de misericordia, acometió un horrible caimán á la canoa, que
aferrando los colmillos en la popa y deteniendo su curso, los miraba feroz
de hito en hito. Al punto se arrojaron á la orilla los pobres navegantes,
y saliendo con felicidad, miraban desde el monte su canoa y al caimán
que no la soltaba de los dientes. Asombrados, volvieron en sí y se refu-
giaron al pueblo de San Miguel, donde la india murió en breve tiempo
llena de llagas y los dos indios vinieron bien escarmentados á San Luis
con el hermano Lorenzo.
Antes de partirse el P. Uriarte y el P. Losa de Tirirí, se administró un
bautismo, que con otro que se había hecho sub conditione en el pueblo del
Jesús, dio mucho en que pensar á los misioneros, y fué ocasión de hacer
las más molestas averiguaciones, de escribir cartas y de revolver libros.
Despidiéndose el P. Uriarte del pueblo de San Luis, y entrando por las
casas, como solía practicarlo, le dijo en una de ellas un indio: «Padre, de-
trás de esas cortezas hay un enfermo». Anadió el hermano Lorenzo que
estaba presente: «Ese es un ladino de Putumayo, llamado Miguel Yar, y se
volverá á los frailes».— «Pues quiero verle, dijo el P. Uriarte.» Apenas en-
tró en su choza, cuando el enfermo mismo le habló en lengua inga de esta
manera: «Padre, á mí me dieron en llamar Miguel unos viracochas, que
me cogieron ya mocetón en el monte; yo no estoy bautizado y temo mo-
rirme». Conoció el misionero que estaba allí la mano de Dios. Instruyóle
muy despacio, y á su satisfacción bautizóle y se fué á descansar. Esa
misma noche murió Miguel recién bautizado, y por la mañana le enterró
el misionero antes de partirse, siendo el primero que estrenó la nueva
iglesia del hermano Lorenzo.
El otro bautismo hecho sub condüione en el pueblo del Jesús, se admi-
nistró á una niña que, después de una epidemia había quedado tan en-
ferma y tan flaca, que parecía un esqueleto. Cuidábala el padre con sin-
gular esmero; pero ella, ni se aliviaba ni se moría, y sin pasar adelante
ni volver atrás, siempre se hallaba en el mismo estado. Hizo alto el mi-
sionero sobre una cosa tan irregular, y se le ofreció que aquella niña no
estaba bautizada. Volvió y revolvió los libros de bautismos que había en
el partido de la misión, y ni por el nombre de sus padres ni por el del
monte de donde habían venido, pudo sacar nada en limpio. Determinóse
á bautizarla sub condüione, y púsose luego mejor y caminaba por sí misma;
Libro IX.— Capítulo V 426
pero al día siguiente murió. Con esta ocasión se hicieron las más escru-
pulosas averiguaciones sobre los que estaban bautizados, por haberse
quemado en las revoluciones pasadas los libros de bautismos de los pue-
blos de San José y de San Miguel, y se hicieron otros nuevos dejando las^
cosas en claro; pero fué necesario hacer varios bautismos, sub conditione
por las dudas y confusiones que de las pesquisas nacieron.
CAPITULO V
SUERTE VARIA Y ESTADO POCO CONSTANTE DEL PUEBLO DE LA TRINIDAD
Pocos meses después de haber llegado el P. Isidro Losa á la Misión
de Ñapo, fué señalado, como vimos, con el hermano Salvador Sán-
chez para cuidar del pueblo de la Trinidad de Capocuí. No pudieron ser
mejores los principios, porque entró desde luego la gente en el rezo y la
doctrina y, como muchos eran reliquias del pueblo antiguo de San José,
no miraban como nuevos los establecimientos y prácticas que iba in-
troduciendo el P. Losa. Fuera de esto el hermano Sánchez en una
entrada que hizo al monte, trajo sin mucha dificultad 80 personas, con
cuyo número se iba ya haciendo el pueblo respetable. Duró la bo-
nanza hasta los principios del año 52, en que picando una cruel peste de
catarros y de cursos de sangre, llevó como cien personas de las mas
nuevas en el pueblo. Quiso el Señor usar con ellas de su misericordia,
porque todas murieron bautizadas fuera de una mujer que no pudiendo
reducirla el P. Lorenzo por más razones que le decia, cayó muerta sin
bautismo en la misma puerta del aposento del Padre.
Casi todos los antiguos del pueblo escaparon al monte , para librarse
déla calamidad, y el P.Losa viéndose casi solo en aquel sitio pidió
canoas y gente al misionero del Jesús para retirarse á su pueblo. Hízolo
así el P. Uriarte sin perder tiempo y envióle una grande y hermosa
canoa que había fabricado. Pero los indios, por índole perezosos, y por
genio descuidados, llegando al puerto de San Miguel, y dejándola sin
amarrar, la dejaron arrastrar de la corriente, perdiendo con tanta faci-
lidad lo que había costado mucho trabajo. Al aviso de esta pérdida en-
vió otras menores y vinieron al Jesús con solas diez familiasel padre
Isidro y el hermano Salvador. Tan poca gente había quedado en el pue-
blo de la Trinidad.
Repartidas y acomodadas las familias entre los vecinos del Jesús, y
habiendo descansado el hermano Sánchez de sus fatigas, como era activo
y eficaz pidió licencia al P. Uriarte para hacer una salida y recoger los
dispersos por el monte. Diósela el misionero, pero con la condición de
que no usase de fuerza alguna y que sólo se valiese del cariño y del rue-
go, de los donecillos y de las buenas palabras. Pues conocía su genio im-
petuoso y que le era necesario irse á la mano para no perderlo todo. Con
426 Misiones del Marañón Español
esta licencia é instrucción salió el hermano Sánchez con los dos portu-
gueses, Correa y Pazmiño y algunos indios y con un mozo esclavo que
quiso antes de la partida confesar y comulgar, como á quien le daba el
corazón que no había de volver al pueblo. Entrando por el monte cercó
la primera casa que encontró y como los más de los habitadores huyesen,
dejó al mozo por guarda de los que en ella quedaban, y pasó adelante en
busca de otras casas. Mas en todas le recibieron con lanzas en las manos,
de que indignado uno de los nuestros hizo un tiro con su escopeta, con que
al parecer hirió á uno de los indios y los demás escaparon. Con tales
principios se cortó el hilo á las esperanzas de recoger gente, porque
exasperados los indios se hicieron monte adentro sin querer aparecer,
cuanto menos venir á buenas con el hermano. A un genio turbulento y
poco mortificado no bastan instrucciones, que poca impresión y ningu-
na fuerza le hacen en la ocasión. Es menester aplicar la segur á la
raíz, doblándole y reprimiéndole y mortificándole de antemano.
Tres días anduvieron los nuestros por los montes sin fruto alguno, y se
dejaron caer finalmente en la primera casa en cuya guarda había que-
dado el mozo; pero fué grande su sentimiento cuando le hallaron, no sólo
muerto, sino también medio quemado. Averiguóse después, cómo no pu-
diendo el pobre mozo resistir el sueno por tanto tiempo, se tendió á dor-
mir un poco, y viendo la suya los de la casa, no perdieron el lance, que se
debía haber prevenido, y le mataron con sus lanzas. Con tantas desgra-
cias volvió el pobre hermano de su entrada bien recalentado y tan en-
fermo de garrotillo, que agravándose el mal, fué preciso administrarle
luego el Santo Viático. Ya se sabía que las sangrías podían aliviarle ó
darle la salud; pero no había indio, mestizo, portugués, que supiese ó es-
pañol ó se atreviese á sangrarle. Tentó el P. Uriarte á hacer este oficio,
pero con poco ó ningún efecto. Dio orden para que por la noche le deja-
sen expuesto á las picaduras de los murciélagos que á todos los sanos de-
sangraban más de lo que quisieran; mas los murciélagos, que tanto mor-
tificaban á los demás, no tocaban al enfermo.
En este apuro le vino al pensamiento al misionero, que tenía consigo
un poco de la milagrosa harina de San Luis Gonzaga, que acaso el santo,
en tanta necesidad y apuro daría algún socorro á sus hermanos, como lo
había hecho con otros muchos por medio de la harina milagrosa. Con este
pensamiento, fué al enfermo y le dijo que se encomendase al Santo Joven
y le prometiese ayunar su víspera é imitarle, porque le traía una pape-
leta de harina del santo y podía sanarle, como había hecho con otros
muchos. Todo lo prometió el enfermo, y haciendo la prueba con un poco
de agua en una cuchara, pasó la harina aunque con grande dificultad. A
un corto rato se le abrieron las fauces, que ya le impedían la respiración,
y al día siguiente se levantó bueno y sano . Juicios de Dios. Este hermano
con quien San Luis acababa de hacer este prodigio y que trabajó bastante
bien á los principios en la misión del Ñapo, aunque después hizo gentiles
disparates, como hemos visto, no tanto por malicia ni mala fe, cuanto por
LiBiio IX.— Capítulo V 427
su genio intrépido y buena intención mal entendida, pasó á Quito con el
primer correo ú ordinario, y después de algunos años fué despedido de la
Compañía. En realidad, sobre ser de genio impetuoso, era también duro
de cabeza, y desde esta su última entrada soldadesca, se arredraron todos
los del monte, que costó mucho cá los Padres el persuadirlos que no eran
ellos como Sánchez, sino padres verdaderos, y que sabían y querían tra-
tarlos con suavidad y dulzura. De resultas de la misma entrada estuvo
también á la muerte el portugués Correa, y de los indios murieron cua-
tro en pocos días. Estos fueron los frutos que se cogieron de la mal go-
bernada entrada.
Entre tanto el P. Isidro Losa, que había suplido muy bien en el Jesús
las ausencias del P. Uriarte por las excursiones á los demás pueblos,
se determinó á salir con sus diez familias ya reparadas de sus fatigas,
^ara escoger sitio nuevo en que formar la reducción de Capocuí; porque
casi nunca se pudo reducir á los indios á volver al lugar en donde la pes-
te hizo una vez algún estrago. Hallóle muy apropósito en un lindo y ex-
tendido plan, que daba lugar cómodo á la formación del pueblo, y al
plantío de yucas y plátanos sin ahogo. Formó los ranchos de la gente al-
rededor de una gran plaza, se diseñó la iglesia y casa del misionero en
el costado principal, y se dio principio á las sementeras y plátanos.
No prosiguieron adelante las providencias enderezadas á la formación
de una buena reducción, porque llegando á este tiempo á hacer su visita
el superior de las misiones P. Martín Triarte, y subiendo al nuevo Capo-
cuí, aunque le parecieron bien las disposiciones de su misionero, pero
como persona práctica de aquellos sitios y del genio y calidad de aque-
llas gentes, no juzgó conveniente dejar en este lugar al P. Losa, diciendo
que no había mucho que esperar de gente tan nueva, y que no era creí-
ble que durase mucho ó aumentase el pueblo. Determinó, pues, que el
P. Losa pasase al nombre de María, qué se hallaba en situación más
proporcionada, y en donde esperaba que serían sus esfuerzos más útiles
y sus trabajos más recompensados. Pasó el misionero al pueblo señalado
aunque con alguna repugnancia, y con sus recelos de perseverar en San-
ta María con veinticinco indios, sin casa, sin iglesia y sin provisiones.
Pero proveyéndole de maíz, se ocurrió á la necesidad más urgente y di-
ciéndole que pasase á San Miguel si no le iba bien en el pueblo de Santa
María, parece que debían haber calmado sus recelos. Mas no pudo ha-
cerse al genio de los nuevos indios, y aunque los atendió en cuanto pudo,
mientras con ellos estuvo, siempre estaba suspirando por sus Capocui-
tas, de manera que representando al padre provincial su trabajo y la in-
clinación que sentía á los de la Trinidad, consiguió licencia para volver
á ellos, dejando el pueblo de Santa María al cuidado del misionero del
Jesús. No me atrevo á improbar esta conducta, porque al fin se hizo el
recurso al superior legítimo, pero se descubre en ella un poco de juicio
propio, falta harto perdonable á un misionero que se sustenta de trabajo
y sin hallar otro consuelo sino es en sus mismas fatigas.
428 Misiones del Mará ñon Español
Habida esta licencia, pasó el P. Isidro á su pueblo de la Trinidad, y
con un español llamado Santiago adelantó muy bien las cosas de la re-
ducción, asi en lo espiritual como en lo temporal, haciendo iglesia, for-
mando casas y disponiendo que no faltasen á sus indios campos ni se-
menteras. Hizo desde los principios una entrada feliz en los montes, y
recogió de las orillas del río Aguarico cincuenta personas, con las cua4es
pasó por el pueblo del Nombre de Jesús, que estaba de camino para Ca-
pocuí. Aqui cantaron los dos misioneros el Te Deum Landamus por la
gente que el Señor les daba y, bautizados los niños, se determinaron á
seguir por sí mismos á la nueva grey y acompañarla hasta el pueblo de
la Trinidad.
No careció de peligros el viaje, porque habiéndose abierto una canoa
de palo de algodón, en que el P. Losa traía su gente, después de haber
desembarcado toda ella fué preciso echar mano de otras que se hallaban
en el Jesús. Una de ellas, bien cargada de las madres que llevaban con-
sigo los niños de pecho, se volteó en el río á vista de los misioneros. Se
deja bien entender cuál sería su sentimiento al ver á tantas madres con
sus hijos en el inminente peligro de ser ahogados. No pudiendo socorrer-
los por sí mismos, clamaron á Nuestra Señora del Carmen, cuyo día cele-
braban, para que les favoreciese. Cosa prodigiosa. Todas las madres sa-
lieron á tierra con sus criaturas sin que faltase ninguna. Es particular
el caso que le sucedió con un tigre. Hicieron rancho una de las noches
en una de las playas del río, y extendidas las camillas, pusieron hogue-
ras al rededor porque se oían aullidos de tigres á las orillas del río .
Esta precaución tan necesaria no sirvió de nada por la desidia de los in-
dios, que, dormidos luego por el cansancio, dejaron apagar el fuego. A dos
horas de noche desguazó el tigre, después de haber nadado por media
legua de río. Todos estaban altamente durmiendo y descuidados, y aun el
padre Uriarte, que había quedado en la canoa como en vela, con dos pis-
tolas y un sable al lado, estaba transportado, de manera que no pudo
notar los primeros lances que pasaron con la fiera. Comenzó el tigre á
oler á un muchacho blanco llamado Casimiro. Despertó el chico, pero
quedó sorprendido con la vista terrible del animal, sin poder gritar ni
moverse del sitio, y sólo pudo observar las visitas que iba haciendo el
tigre. De Casimiro pasó á un donado, por nombre Andrés; abrió también
éste los ojos, quiso gritar y no pudo por el susto. Tiró por donde dormía
el P. Isidro Losa y no acometió. Mas llegando á los pelotones de indios,
que dormían, como acostumbran, desnudos y boca arriba sobre la
arena, se preparaba el tigre para la presa, habiendo ojeado el más gor-
do, que se llamaba Francisco. Iba el tigre á tirarse, cuando el Ángel de
la Guarda despertó al indio y dando un horroroso grito, ¡Airoya!, que
quiere decir el tigre, despertó á todos. No hubo uno que no se levantase
prontamente á la voz espantosa de tigre. Uriarte con sus pistolas. Losa
con su escopeta, los indios con tizones, los blancos con otras armas, to-
dos persiguieron al tigre, que en tanta maleza de monte y con la obscu-
Libro IX.— Capítulo VI 429
ridad de la noche desapareció fácilmente. Y aun hubo de suceder una
desgracia en la persecución del animal, porque no bien despierto el pa-
dre Losa, por poco no mató á un indio con su escopeta creyendo que era
el tigre. Pero el Señor, que velaba sobre aquella gente, no permitió este
infortunio. Llegaron al fin á Tirirí, y habiendo aquí descansado por dos
días, arribaron con felicidad á Capocuí, en donde los fué distribuyendo
el misionero.
CAPITULO VI
CONJURACIÓN DE ALGUNOS MALOS INDIOS CONTRA LA VIDA
DEL P. MANUEL URIARTE.
Cuando el P. Uriarte bajó de Capocuí á su pueblo del Nombre de Jesús
halló la gente más altanera y orgullosa por algunos escándalos que pú-
blicamente daban varios indios principales. Había hecho antes de su par-
tida un pequeño castigo en dos indios revoltosos, y fué preciso á la vuelta
castigar en alguna manera otros desórdenes que no podían disimularse
sin la ruina de muchos y aun de todo el pueblo. Con todo, viendo las ma-
las consecuencias que podían ocasionar los más ligeros castigos, en gente
tan delicada y celosa de su libertad, procedió con el mayor tiento y cui-
dado, y con la mayor suavidad y dulzura, como se verá por los hechos
mismos.
Un indio ladino llamado Utiqueleye recibió el santo bautismo por ha-
llarse muy malo y temerse por su vida; mas después que salió del apuro
y sanó perfectamente, estando ya casado con una india se pegó con otra.
La pobre mujer le celaba, y conociéndolo Utiqueleye le tiró furioso una
lanzada, pero quiso Dios que pasando la lanza como al soslayo por la es-
palda de la india, no le hiciese herida mortal. Vino la buena mujer co-
rriendo al misionero, chorreando sangre la herida, y con el bálsamo de
la copauva sanó en poco tiempo. Entre tanto el agresor se había esca-
pado con la manceba, persuadido á que no pasaría el padre por tan
grande escándalo. Pero pudo traerle al pueblo, asegurándole que no le
azotaría. Cuando apareció Utiqueleye delante del misionero y de todo el
pueblo en calidad de preso y humillado, su padre Tuinra comenzó á gri-
tarle delante de toda la multitud, diciendo: ¿Por qué no la mataste de una
vezV ¿Por qué no aseguraste el golpe? Viendo el misionero tanta desver-
güenza en el malvado viejo, dio orden para que le cogiesen y mandó
poner á padre é hijo en un mal cepo, repitiéndoles con suavidad que no
los azotaría y los soltaría luego como diesen palabra de ser buenos: que
aquello lo hacía únicamente por su bien, porque no les echase Dios al in-
fierno y porque no los matasen los parientes de la mujer herida.
Seis horas estuvieron los reos en el cepo, y entre tanto el viejo Tuinra
que tenía fama común de brujo, hizo aquellas pasmarotas que solían ha-
430 Misiones del Marañón Español
cer aquellos embusteros para atemorizar á la gente. He de conjurar, de-
cía, de parte del demonio, el río y la tierra para que no tenga el Padre
que comer. Y cogiendo el polvo con los dedos, proseguía mirando á la
gente. Esto, esto habéis de comer si el Padre no me suelta. Al cabo de
las seis horas llamó el Padre á los parientes de la mujer injuriada, los
cuáles perdonaron por su parte el agravio que se les había hecho, y lue-
go, delante del cacique, de los ministros de justicia y de todo el pueblo,
afeó á Tuinra y á su hijo sus excesos, y para hacerlo con más fuerza y
energía, sacó la pintura del alma condenada y concluyó diciéndoles: Mi-
rad bien, mirad, así están allá abajo quemándose los malos. Yo, porque
os quiero y soy vuestro padre, os riño un poco, para que viváis bien y en
muriendo evitéis esta miseria y subáis al cielo á alegraros para siempre.
Con esto hicieron mil promesas Tuinra y Utiqueleye, y saliendo por fia-
dores el cacique y los alcaldes, los soltó el Padre, y dándoles un traguito
de aguardiente se fueron, al parecer, contentos. Pero siempre mantuvie-
ron en el corazón el fuego cubierto con cenizas, y cuando vio la suya el
perverso Tuinra, procuró encender á los demás y entre ellos el cacique
mismo contra el misionero.
No dieron menos ocasión á las revoluciones del pueblo, los excesos que
quiso remediar el Padre, en un ladino y mandón llamado Antonio Pane-
varí. Vivía éste amancebado con una india, faltaba y aun era causa de
que faltasen otros á la iglesia los domingos y días de fiesta. Aconsejába-
les el Padre lo posible á que no faltasen y aun les regaló con las cosillas
que Je habían quedado. Mas de todo hacían burla, en especial Panevarí,
autor de todos los males. Reprendióle, muy en particular, el misionero,
amenazándole con castigo si no se enmendaba y daba mejor ejemplo,
como lo acababa de hacer con su mismo intérprete y con el hijo del ca-
cique, los cuáles habían llevado su merecido castigo por salir de noche á
hacer sus picardías. Todo lo despreciaba Panevarí y, haciendo burla del
Padre, proseguía sus escándalos. No le pareció al misionero poder disi-
mular por más tiempo sin alguna demostración de público castigo. Traído
nn domingo delante del pueblo Antonio Panevarí y convencido de sus re-
cientes y escandalosos delitos, le hizo azotar á la puerta de la iglesia por
mano de un fiscal, que le dio, únicamente y sobre el cotón, cuatro azotes,
más por avergonzarle y enmendarle, que por herirle y mortificarle. Aña-
dió después algunos consejos amorosos, y le despidió con varios regalillos
para ganarlo.
Nada bastó para doblar aquel duro corazón del obstinado indio, antes
conjuró á los otros en la muerte del misionero. No dejó de hallar algunos
de su palo en semejante disposición á la suya, los cuales habían tenido un
conciliábulo, en el que se comunicaron sus quejas, diciendo que lo que el
padre daba á los indios de San Miguel y de Santa María se lo quitaba á
ellos; que les fastidiaba tanto rezar tres ó cuatro días á la semana; que
no vivían ya á su libertad, y que era cosa dura esta dependencia de
estar en todo pendientes de la voluntad del Padre. Estas quejas habían
Libro IX.— Capítulo VI 431
pasado á hechos, porque un mozo Payagua, por nombre Damián, enga-
ñando con estas razones á un fiscalito llamado Carlos, le había llevado
consigo fuera del pueblo, pero por justo juicio de Dios, pasado algún
tiempo, quitaron la vida al mozo Payagua y volvió el fiscal desengañado
á la reducción. Entre estas gentes sembraba sus discursos Panevarí di-
ciendo que ahora que estíxba el padre solo en el pueblo sin los dos portu-
gueses, era la mejor ocasión del mundo para quitarle la vida á su salvo,
robar cuanto había en el pueblo y escaparse á los montes á vivir á su
gusto y libertad.
Adelantó las pláticas en este asunto, de manera que, un sábado por la
tarde, vinieron algunas mujeres fieles á prevenir al misionero para que
no fuese á boca de noche (como salía) á rezar el rosario á la iglesia, por-
que Antonio Panevarí con otros de su partida, habían resuelto matarle
en la iglesia aquella noche. «Aunque la carne lo rehusaba (escribe el mi-
»sionero), me animé á ir por lo mismo, pero de modo que entendiesen que
»sabía sus intentos». Cargó una escopeta con sola pólvora, y mandó aun
mozo llamado Ignacio que la llevase consigo, y que la tuviese á la puer-
ta de la iglesia. A pocos toques de la campana á rosario se juntó toda la
gente, con ruido y algazara no acostumbrada. No era esta muy buena
señal para el misionero, porque hasta en los domingos era menester bus-
carlos por las casas, para que asistiesen á las misas. Pero no cayó de
ánimo, antes encomendándolo á Dios, se puso á la puerta de la iglesia y
habló á la gente de esta manera: «Hijos míos, yo he venido de tierras le-
janas por enseñaros el camino del cielo. Todo lo que hubiere de socorro es
para vosotros. Ya tenéis todos hachas, machetes y vestidos, y se os irá
dando cuanto os faltase. No oigáis al demonio, que os quiere apartar de
los padres para llevaros al infierno. Mas si algunos os alborotan y me
quieren hacer mal, sepan que yo á nadie temo sino á Dios, ni he de dejar
perder el pueblo. Tengo esta escopeta, sable y pistolas, no para matar á
nadie, sino para que me defiendan. Vamos rezando el rosario á María
Santísima.» Con esto, hincándose de rodillas en medio de la iglesia, em-
pezó el rosario. Los amotinados se miraban unos á otros, mas ninguno se
atrevió á tocarle. Acabado el rosario salieron todos de la iglesia, besán-
dole la mano, como acostumbraban otros días.
Mas por la noche, ya tarde, volvieron los mal contentos á alborotar-
se, y con teas rodearon la casa, dando silbos como quienes querían arrui-
narlo todo. Estuvo alerta el misionero, y encendió luz en el corredor de
su casa, con el pretexto de que no le dejaban dormir los zancudos; pero
la verdad era que temía con muchísimo fundamento que querían acabar
con él en aquella noche. Decíales desde el corredor á los que se acerca-
ban, que se fuesen á dormir porque ya era tarde, y que les regalaría á
la mañana. Finalmente, amaneció el domingo, y á la voz de los regalos
concurrieron todos á la iglesia. Dichas las oraciones y repetido el cate-
cismo, les platicó el misionero con más muestras de amor y de ternura
que otras veces, y acabó la plática diciendo: «Me ha venido carta con la
432 Misiones del Marañón Español
noticia de que ha muerto el P. Grande (la tarde antes había tenido aviso
de la muerte del P. General Retz). Yo he estado con vosotros desde mi
último viaje, tres lunas. Quiero que descanséis mientras yo voy á Tiriri
á decir misas con el otro padre por su alma. Dicha la misa después de la
plática y dadas las gracias, se amontonó la gente alrededor del misio-
nero, pidiendo que les regalase como habia prometido. Dio á cada uno
de las cosillas que le venían mejor, y dando sus providencias, tomó la
canoa y se partió á Tiriri.
Estaban en este pueblo el P. Isidro Losa con el hermano Lorenzo, y
os dos portugueses Correa y Pazmiño. Cuando llegó el P. Uriarte, pen-
saron que venía enfermo, porque no le esperaban. Pero él les respondió
que estaba sano, á Dios gracias, y disimulando el motivo principal del
viaje, añadió que venía á hacer las exequias por el P. General. En efec-
to, cantaron la vigilia, la misa y los responsos acostumbrados. Retirados
á casa, les dio parte de lo que en el pueblo le había sucedido, y cómo ve-
nia principalmente para llevar consigo á Correa, cuya presencia basta-
ría por entonces para reprimir y contener á los mal contentos. No venía
en esto el P. Losa, pareciéndole que poco servía una persona para de-
fender al padre, á quien tenían ya sobre ojo, si antes no se hacía alguna
demostración de amenazas ó castigo con los principales alborotadores.
Del mismo parecer eran los dos portugueses, y le fué preciso al P. Uriar-
te ceder á lo que decían, porque aunque él era el vice superior del par-
tido, pero al fin el P. Isidro Losa era su confesor, y como tal, le insinuaba
que no volviese tan prontamente al pueblo.
Conforme á esta resolución, bajaron al Jesús Correa y Pazmiño con
sus indios para informarse bien de lo sucedido y poner algún remedio.
Hallaron que ya que los alborotadores no habían podido matar al padre,
se habían vengado con dos chicos que tenía en su casa, quitándoles cruel-
mente la vida. Descubrieron los dos autores principales de la conjura, y
dándoles primero unos azotes, les metieron en el cepo. Entre tanto, esta-
ba inquieto el P. Uriarte en el pueblo de Tiriri, porque aunque había en-
cargado estrechamente á los portugueses que no hiciesen castigo alguno
porque traería malas consecuencias y más inconvenientes, siempre esta-
ba temiendo lo que en realidad hicieron. No pudiendo sosegar por estos
temores, bajó al cuarto día en su canoilla al pueblo del Jesús, y llegó en
buena coyuntura, porque soltó con sus mismas manos á los que estaban
en el cepo, y regalándolos bien y hablándoles con cariño y con dulzura,
parecieron quedar corregidos y enmendados. Pero duró bien poco la en-
mienda, porque luego se escaparon, y pasando por San Miguel alborota-
ron el pueblo, diciendo que los viracochas estaban matando á azotes en
el Jesús á los indios, y que ellos habían tenido la dicha de escaparse de
sus manos. Creyéronlo los Migueleños, y aunque ya dispuestos á la fuga,
les pudo contener y sosegar el cacique Alonso, que, como fiel y adverti-
do, á pocas preguntas descubrió la mentira.
No tuvieron tan buen efecto las vivísimas diligencias del P. Isidro
Libro IX.— Capítulo VI 433
Losa en contener á los fugitivos de su pueblo, los cuales casi al mismo
tiempo escaparon á sus antiguas madrigueras, sin que volviesen jamás á
incorporarse en el pueblo de la Trinidad. La ocasión de escaparse fué
también una muerte y el meter á los homicidas en el cepo. El caso suce-
dió de esta manera. Los nuevos gentiles que poco antes había traído el
P. Losa de las orillas de Aguarico, mataron coa hierbas venenosas á un
ladino de otra parcialidad llamado Pedro. Sabedor de la muerte el padre
Isidro, hizo con su Santiago, mozo español, las averiguaciones necesa-
rias sobre el caso, y hallando ser los homicidas el cacique Mejayeva y
otro compañero suyo, los metió en el cepo para dar alguna satisfacción
á la gente, pero ellos, de noche, falsearon el candado y las argollas y
escaparon con casi toda la parcialidad. Había Santiago retirado preven-
tivamente las canoas para que, en caso de querer huir á sus tierras, de-
sistiesen de ese pensamiento, por la falta de embarcaciones. Pero ellos
atropellaron por todo, y atravesando más de treinta leguas de monte,
muchos ríos y lodazales, se pusieron en términos en que por la mucha
distancia no se pensase en recogerlos. Sólo dos, un viejo y un mocetón
de la misma parcialidad, por huir de la travesía de tanto monte, hicie-
ron presto una canoita de palmas, y en ella se metieron; pero luego ex-
perimentaron lo falso de la imaginada embarcación; porque volteándose
á pocos pasos la presumida canoa, se fué á fondo el viejo y pereció: el
mozo, como más brioso por la edad, pudo salir nadando hasta la playa,
en donde le encontraron casi al expirar de hambre y necesidad. Llevá-
ronle al pueblo del Jesús, y causaba espanto su horrenda figura, y cómo
se abalanzaba á la comida, que le dieron á los principios con mucha me-
dida para que no muriese.
Con este lamentable espectáculo, y con la compasión grande que le
causaban los huidos, se resolvió el P. Uriarte á pasar á la Trinidad ó
Capocui, para tratar si era posible de la vuelta de tanta gente. Pero en
arribando al pueblo, halló que era caso desesperado emprender un via-
je tan largo, no habiendo podido el P. Losa ni Santiago detenerlos en el
camino. Consoló como pudo al padre y al mozo que estaban en realidad
bien añigidos; pero les dio sus quejas por haber querido castigar á los
homicidas, siendo gentiles y principales y no teniendo fuerzas bastantes
para domarlos. Hizo también recuerdo al P. Losa de lo que le había
dicho el superior en la visita, es á saber: que gente tan nueva en sitio
tan alto y retirado como Capocui, no podía perseverar por mucho tiempo.
En los pocos días que aquí se detuvo el misionero del Jesús, le sucedió un
caso el más cruel, bárbaro é inhumano que puede venir al pensamiento.
Entre los pocos de la parcialidad de Mejayeva que se detuvieron en el
pueblo sin escapar á sus madrigueras, fué una mujer cercana al parto,
y su marido. Dio á luz por la noche dos gemelos. Luego que los vio el
bárbaro marido, lleno de cólera los golpeó y magulló y así lastimados los
sepultó en una hoja que hizo en el sitio délas goteras de la casa á tiempo
que llovía con mucha fuerza, para que se ahogasen cuanto antes. Súpolo
434 Misiones del Marañón Español
el P. Uriarte, que fué corriendo á la casa, encomendando las criaturas
por el camino á la Santísima Virgen y al bendito San José, cuyo patro-
cinio se celebraba en el día. Desenterró á los niños, y viendo que aún
les palpitaba el corazón y que se les bajaba y levantaba el vientre con
la respiración, los bautizó con mucho consuelo y alegría. A un rato se fue-
ron enfriando y murieron, y se les dio en la iglesia sepultura correspon-
diente á unos ángeles del cielo.
CAPITULO VII
ORDEN DEL PROVINCIAL DE QUITO PARA QUE LOS MISIONEROS DEL ÑAPO SE
RETIREN AL CURATO DE ÁVILA, Y OBEDIENCIA DEL VICESUPERIOR EL
P. MANUEL URIARTE.
Apenas se había retirado á su pueblo el misionero del Jesús, con espe-
ranzas bien fundadas de que purgado de algunos díscolos que le alboro-
taban, había de hacer asiento la cristiandad en aquellas partes, cuando
recibió un orden y mandato del provincial de Quito para que él, su compa-
ñero el P. Losa y el hermano Lorenzo, subiesen al curato de Avila y allí
se detuviesen hasta tanto que se descubriesen mayores esperanzas de
perseverancia en los indios. Hirióle en lo vivo este mandato, y le hubie-
ra sido la muerte mil veces más deseable que el verse en la precisión de
desamparar una misión en que no sólo cogía el fruto de tantos niños
como volaban al cielo con el santo bautismo, pero aun de muchos adul
tos de los cuales unos vivían ya cristianamente y otros recibían el bau-
tismo en el artículo de la muerte. Y era esto tan cierto, que en varias
epidemias que habían cundido por los pueblos en tres años apenas se
contaba uno que no hubiese muerto bautizado. Fuera de esto, aunque se
habían experimentado contradicciones y oposiciones del enemigo común
en algunos pueblos, pero en otros iba creciendo el grano del Evangelio,
y se aumentaba el número de indios como sucedía en la reducción de San
Miguel, en la de San Luis Gonzaga y en la principal y cabeza de las de-
más el Nombre de Jesús.
Pensó, pues, el misionero, después de haber encomendado mucho á Su
Majestad un negocio de tanta importancia, representar al provincial las
razones que tenía para no desamparar del todo . la misión, j conociendo
por el orden mismo que le enviaba el provincial que en esto andaban los
informes de un donado llamado Romero, el cual había salido del Ñapo
con pocas ganas de volver á trabajar en tan penosa misión, se determinó
á obedecer con epiqueya, creyendo ser esta la voluntad del superior en
las presentes circunstancias. Por esto, sin apresurar su partida al curato
de Avila, de donde pensaba volver, quiso dar asiento á las cosas de la
misión, y dar las providencias necesarias para que no padeciese menos-
cabo por el tiempo de su ausencia.
• Libro IX.— Capítulo VII 435
Bajó á la reducción de San Miguel, que contaba ya 300 almas que vi-
vían de asiento en el pueblo, y les animó, consoló y confirmó en su perma-
nencia hasta que él mismo en persona, si venía otro padre al Nombre de
Jesús, viniese á vivir con ellos, que haría con grandísimo gusto por la in-
clinación que sentía á los Migueleños y por las muchas esperanzas pues-
tas en el cacique Alonso, Porque cada día se mostraba este insigne indio
más fiel, más cuidadoso y celoso de aumentar el pueblo y de que se obser-
vasen las prácticas de rezo y de doctrina encargadas por el misionero. Dí-
jole el padre la ausencia que estaba precisado á hacer por algunas sema-
nas, y aun acaso por meses, de la misión; pero que no dudase de la vuelta,
y, como esperaba, con la compañía de algún otro padre que le ayudaría
á cuidar de tanta gente como estaba á su cargo. Por tanto, ahora más
que nunca necesitaba de su celo y vigilancia en mantener á los suyos,
y conservar entre todos la paz y armonía y buena correspondencia. Todo
lo prometió el cacique, y repartidos algunos regalillos entre los indios,
pasó el misionero al pueblo de Santa María. Hallóle también aumentado
en familias; hizo algunos bautismos de párvulos y de enfermos, doctrinó-
los y regalólos, y animando al indio Xavier que hacía el rezo y á los
principales á que fuesen juntando materiales para la nueva iglesia, se
partió de ellos, dejándolos consolados.
Desde aquí se enderezó á un sitio cercano al pueblo antiguo de la Tri-
nidad, donde pensaba encontrar, según las noticias que le dieron, al ca-
cique José Zairaza, con el intento de atraerle á alguno de los pueblos con
su antigua gente. Hallóle en el paraje que se figuraba en un caserón
grande muy dentro del monte con todos los suyos. Cogióle la visita muy
de improviso, porque estaba, al parecer, con ánimo de no salir jamás de
aquellos montes sombríos. Pero á pocas palabras que les dijo el padre, se
pusieron todos en sus manos, y hecho el rezo, de que no se habían olvi-
dado del todo, y celebrada la Misa, se embarcaron en sus canoas en se-
guimiento del misionero. Iban navegando todos en buena compañía,
cuando al llegar á una quebrada del pueblo antiguo de San Bartolomé,
se sintió el P. Uriarte fuertemente inspirado á entrar por ella, dejando el
camino derecho. Mostró gran repugnancia Zairaza en acompañarle por
aquellos parajes; pero ofreciendo regalarle á él y á los suyos, vinieron,
finalmente, en seguirle. Hasta el mismo portugués Correa, que iba con
sus indios en la comitiva y defería tanto al misionero, tuvo este extravío
por una resolución poco arreglada en circunstancias en que no era fácil
proveer á tanta gente de mantenimientos.
Pero el Señor, que inspiraba al padre el pensamiento, proveyó abun-
dantísimamente de comida para todo el viaje, descubriéndoles á día y
medio de navegación una laguna en que vieron grande copia de chara-
pas, las cuales nadaban aquí al contrario de las del Marañen, con las ca-
bezas fuera del agua. Pescaron cuantas quisieron, y tuvieron pescado
hasta la vuelta. Siguiendo el rumbo comenzado, hallaron uno como puer-
to, y en sus riberas una lanza clavada en la tierra, quebrada la punta y
436 Misiones del Marañón Español
ensangrentada. Era este nuevo impedimento para pasar adelante, por
que al ver los indios la lanza clavada en la tierra, empezaron á decir
unánimemente todos: «Vamonos de aquí. Han muerto á alguno. Esta es
la señal, y buscaban el cadáver sin querer proseguir.» No es decible
cuánto costó al misionero el animarlos á buscar de paz á la gente que
juzgaba habitar unas casas á que alcanzaba la vista. Consiguiólo, final-
mente, y siendo necesario atravesar una larga laguna ó cenagal de cerca
de legua hasta las habitaciones que se descubrían. Correa con sus indios
y algunos Encabellados, con un mozo del padre, se arrojaron al penoso
camino y le atravesaron metiéndose hasta la cintura en agua y barro, y
aun más arriba, en ciertos parajes de ella.
Hallaron en las casas el cacique antiguo de San Bartolomé con su
gente, triste sobremanera y apesadumbrado por el grande estrago que
habían hecho en los suyos las enfermedades, y más particularmente por
haber tragado una yucumama recientemente á un hijo á vista de su pa-
dre, indio grave y muy estimado del cacique. Hablólos Correa de parte
del padre, convidándolos á que dejasen aquellas tierras y se recogiesen
á vivir con los otros indios que estaban á su cuidado, porque tenía herra-
mientas para todos y les atendería con mucho gusto como á los demás.
Al punto vinieron al misionero, y saludándole á su modo le pedían favor
y amparo. El padre los acogió cariñosamente, y dando gracias al Señor
que por caminos tan maravillosos le encargaba aquella gente desconso-
lada, les habló en esta forma: «Hijos, ya veis que sois pocos (eran 40
personas) para formar pueblo aparte. Venid conmigo á la nueva reduc-
ción de San Miguel, que está cerca y tiene buenas sementeras con que os
podéis remediar.» Con estas palabras se animaron á seguirle, y acomo-
dándose en las canoas, vinieron contentos y alegres con los donecillos
que les dio.
Llegaron al pueblo de San Miguel, cuyo cacique los recibió con mu-
cho gusto, no sólo por ver aumentado su pueblo, cosa que tanto procura-
ba, sino también por ser amigo particular del cacique de San Bartolomé.
Repartiéronse por las casas con mucha voluntad de los vecinos, y he-
chos algunos bautismos de niños y encargada otra vez la perseverancia
á los de San Miguel, dio la vuelta el padre con la comitiva y con Zaira-
za al pueblo del Jesús, adonde se agregó por el mismo tiempo á diligen-
cia del cacique Maqueye, otro cacique llamado Encenevi, que lo había
sido del antiguo San Pedro. Daba muchas gracias á Dios el P. Uriarte
por tanto beneficio como le hacía en enviarle tantos indios al pueblo, y
le pareció detenerse por un mes largo á catequizar, instruir y doctrinar
á la gente nueva antes de emprender el viaje meditado. Tuvo también la
precaución de dejar en la misión al hermano Lorenzo, como lo pedían las
circunstancias, para que velase sobre todo y visitase los pueblos, y en-
cargó mucho á los blancos y viracochas que se uniesen con él, estuvie-
sen á sus órdenes y le ayudasen en todo lo necesario.
Dadas estas disposiciones, emprendió el viaje con el P. Isidro Losa,
Libro IX.— Capítulo VII 437
con el portugués Correa y con algunos indios hacia el curato de Avila.
Treinta días navegaron contra las corrientes del Ñapo, y se vieron en el
mayor peligro de ahogarse; porque volteadas las canoas con la fuerza de
los raudales, no les era fácil tomar tierra por la violencia de las aguas;
pero el Señor, por su misericordia, los sacó á todos á salvo, y como apun-
ta el P. Uriarte, por la santa Misa; porque habiéndose mojado cuanto
iba dentro de la canoa, como era necesario, sólo el recado de decir Misa
puesto en un cajón mal ajustado, quedó sin mojarse y sin padecer algún
detrimento, de manera que se pudo continuar diciendo Misa siempre en
el camino.
Llegaron, finalmente, sin más desgracia al pueblo de Santa Rosa, en
donde el cura con sus indios le recibieron en procesión. El gobernador
ofrecía cuanto tenía y los pobres indios llevaban también sus regalitos.
Agradecían los padres tantas demostraciones de afecto y devoción, y no
les pareció que podían satisfacer mejor de otra manera que convidando
á confesarse á los que quisieran acercarse al santo sacramento. Hicié-
ronlo algunos, y los padres se alegraron de haber hecho este pequeño
servicio en bien de las almas. Desde este pueblo, que pertenece al curato
de Avila, escribió el P. Uriarte al provincial dando noticia de cómo ha-
bía subido con el P. Isidro Losa al pueblo de Santa Rosa, como mandaba
su Reverencia, pero que no dejaba la misión, la cual quedaba sosegada
y tan aumentada, que le pedia encarecidamente dos sacerdotes del todo
necesarios, uno para San Miguel y otro para Santa María, y que entre-
tanto se volvían con su grata licencia, de que no dudaban, á la misión de
Ñapo. Sin embargo, pasando de Santa Rosa al pueblo de Ñapo, camina-
ron por tierra hasta Archidona, en donde su cura, el P. Nadal, varón hu-
milde y de mucho celo de las almas, lavó de rodillas los pies á los misio-
neros sin dejarse vencer de su mucha resistencia. Este insigne jesuíta se
ofreció á bajar á la penosa misión de Ñapo, pidióla con grandes instan-
cias al provincial, pero nunca pudo conseguirla, ya sea por la escasez de
sujetos en la provincia, ó porque se creía que serían más provechosos
sus trabajos en otras partes.
Recreados por dos días con la compañía del P. Nadal, y habiendo
predicado el P. Uriarte el sermón del Rosario en Archidona, bajaron al
pueblo de la Concepción, cuyo párroco, noticioso de la venida de los mi-
sioneros, les envió indios y caballos para el viaje. Recibióles todo el pue-
blo en procesión, y con cohetes, teniendo á gran dicha el lograr, aunque
por poco tiempo, algunos padres. Aplicáronse éstos por dos días á oir de
confesión á cuantos quisieran tener el consuelo y satisfacción de confe-
sarse, y tratar con ellos las cosas de su alma; pero como les tiraban los
pobres indios, no condescendieron por más tiempo con los deseos del pá-
rroco que quisiera detenerlos por el bien espiritual que esperaba en sus
ovejas con la detención. Salieron con sentimiento de este buen cura,
que les acompañó por gran trecho de camino, y se enderezaron á la em-
bocadura de un río que desagua en el Zuño, en donde se embarcaron para
438 Misiones del Marañón Español
buscar el Ñapo. Mas en el mismo punto en que se embarcaron empeza-
ron los peligros del agua, porque son tan furiosos los raudales, y tantas
las piedras que tiene por aquella parte el río Zuño, que apenas podía se-
guir la canoa, y era preciso en lo rápido de su curso sacarla y librarla
de tan penosos y frecuentes embarazos: porque un solo choque con los
pedrejones bastaba para voltear la canoa. Hicieron rancho por la noche
al pie de unas peñas tajadas que no admitían subida, y sujetando la ca-
noa como mejor pudieron con algunas piedras, empezaron á tomar al-
gún reposo. Pero fué bien corto, porque creciendo el río por las lluvias
de los cerros, sebrevinieron nuevos sustos, de manera que viéndose apu-
rados por no poder retirarse, conjuraron al río con tres cruces en nom-
bre de la Santísima Trinidad. Quiso Su Majestad que al amanecer del día
en que ya podían bogar, sólo llegase el agua á los pies de los padres, los
cuales salieron con toda diligencia con su canoa adonde ya el Zuño iba
más ancho y sosegado, y se vieron fuera de peligro. Llegaron al Ñapo á
medio día, y en tres ó cuatro días, ayudados de las corrientes, deshicieron
el camino en que habían gastado treinta á la subida.
El primer pueblo en que entraron fué el de la Trinidad de Capocuí, y el
donado Andrés, á cuyo cargo había quedado la gente, vino corriendo á
los padres contándoles mil trabajos y miserias. Habían querido matar-
lo los indios nuevos, y no pudiendo conseguirlo por estar siempre alerta
el donado, y haber guardado en su casa todas las lanzas, se huyeron en
sus canoas. Siguióles el donado de noche, y sin ser visto observó bien el
paraje de su retirada, y dando aviso de la fuga al hermano Lorenzo, los
dos con buen modo, y con palabras amorosas les sosegaron, y trajeron
otra vez al pueblo. Quedóse aquí el P. Losa como misionero propio de la
reducción, y se miró ya como segura en el pueblo la gente inquieta. En
Tirirí estaba la cosa corriente por la vigilancia y aplicación del herma-
no Lorenzo. No había novedad en San Miguel y en Santa María esta-
ban todos en paz, sin haber habido mudanza. El pueblo del Jesús con
las visitas del hermano, el cuidado de Vázquez y la aplicación de los vi-
racochas, parecía estar en calma, sin que se descubriese indicio alguno
de descontento en las varias parcialidades.
CAPITULO VIII
VIENE POR TENIENTE DE LA MISIÓN DE ÑAPO UN CATALÁN LLAMADO
D. JOSÉ PASCUAL
Entrado ya el año de 53, se aplicó el P. Uriarte á perfeccionar los es-
tablecimientos que había introducido en su pueblo, en orden á lo espiri-
tual y temporal de los indios. Adelantaba la gente en la doctrina y asis-
tía con gusto á las funciones de iglesia, por lo cual fueron admitidos varios
más adelantados á la Santa Comunión, explicándoles antes con mucho
Libro IX.— Capítulo VIII 439
cuidado la grandeza de tan alto Sacramento, y dando gracias con ellos
el mismo misionero. Hízose la Semana Santa con más devoción y fre-
cuencia de los indios, los cuales se iban aficionando á visitar los pasos de
la Pasión, que se representaban en el devoto calvario ó Vía Crucis que
levantó el misionero. La escuela de los niños se hacia con mucha diligen-
cia, y el aprovechamiento que se vela en esta tierna edad, confirmaba
las esperanzas del padre. Los adultos cuidaban de sus sementeras, y se
aplicaban al cultivo de plátanos, yucas y maíz. Y lo que era de mucho
socorro para las familias, habían aprendido de los indios de Correa á
pescar todo género de pescas, y en particular la vaca marina.
No faltaron en este tiempo algunos casos notables. Pondré dos en que
se descubren de algún modo los secretos de la Providencia, que todo lo
ordena, sin entenderlo nosotros, á sus fines. El cacique Encenevi, agre-
gado, como vimos, pocos meses há, al pueblo del Jesús, era todavía ca-
tecúmeno, y nunca quería venir al rezo y á la doctrina, por más que se lo
pedía un hijo suyo de muy buena índole y bien instruido, y por más que
los fiscales le apretaban. De ninguno hacía caso el perezoso viejo, y no
le hacían mella ni súplicas, ni ruegos, ni cariños. Un domingo, estando
todos en la iglesia, acusaron delante del padre á Encenevi, que tenía pe-
reza, y que se la quitase. Cogió la cruz el misionero y se fué solo á la
casa del indio. Apretábale á que viniese á la doctrina, que era ya viejo
y le quería instruir, porque no muriese sin bautismo. Tomó Encenevi su
lanza con punta de hierro, y enristrándola, le dice con enfado: Anda, que
si no te Uro. No quiero rezar. Dio un salto el padre hacia un lado, quitóle la
lanza, y rompiéndola en la rodilla le da un coscorrón con cariño con un
pedazo del palo, y le dice: ea, vamos á la iglesia. Acabóse con esto la
pereza de Encenevi que, viniendo como un cordero con el padre, fre-
cuentó después la doctrina, que le valió la salud eterna en su alma.
Porque á poco tiempo enfermó, y bautizado, murió en el mismo año.
¿Quién creyera que de acciones tan menudas y al parecer arriesgadas,
del celoso misionero, había de estar dependiente la predestinación de
este viejo?
No pareció menos cierta la predestinación de otro cristiano llamado
Esteban, que con sus apariciones tuvo al pueblo en grandísimos temores.
Envió aviso al P. Uriarte el hermano Lorenzo, para que subiese á su
pueblo de San Luis á componer algunos enredos. Antes de partirse el pa-
dre, tuvo por conveniente sacramentar á Esteban, que estaba con calen-
turas. A la vuelta del misionero había ya muerto, auxiliado de otro indio
cristiano, instruido de antemano para este efecto, el cual dijo al padre que
había muerto Esteban como un apóstol, haciendo actos de fe, esperanza
y caridad, pero añadía que después de enterrado, con asistencia de toda
la gente y cantado el Alabado, se aparecía su alma al rezar las oracio-
nes, en la iglesia, que él mismo había visto su figura, y que la veían otros
muchos. Lo mismo decían las mujeres del pueblo, y hasta su misma mu-
jer aseguraba lo mismo. No acababa el padre de creer semejantes apa-
440 Misiones del Marañón Español
riciones. Entró al anochecer á rezar en la iglesia, y decian las mujeres:
he allí Esteban que sale por la puerta colateral de la sacristía, hace re-
verencia al altar mayor y se mete por la otra. El padre no veía nada, y
estaba confuso con tantos testimonios de vista. Finalmente, por la noche,
ya muy tarde, estando recogido y perfectamente despierto, oyó como al
oído tres lastimosos ayes. Túvolos por avisos del difunto, y le dijo con
pavor: «Yo te ofrezco, Esteban, cinco Misas, por las cinco llagas de Cris-
to. No me inquietes si eres tú. Quedóse dormido, y dichas las cinco Mi-
sas, nunca más apareció Esteban, ni le vieron en la iglesia.
Sosegados ya los miedos y temores que duraron por algunos días, no
pensaba la gente otra cosa que en asistir á la iglesia, cuidar de sus cam-
pos y en dar gusto al misionero en la ejecución y práctica de las órde
nes que daba por medio de los alcaldes y fiscales. El padre estaba muy
gustoso y contento creyendo haber llegado el tiempo de entablar sólida-
mente la misión del Ñapo, y esperando algunos padres que le ayudasen
á cuidar con su asistencia de los varios pueblos del partido. Tenía mu-
chas esperanzas en el informe que había enviado al provincial desde San-
ta Rosa, dándole parte del estado de la misión y de la necesidad de opera-
rios. Y como lo que mucho se desea se cree más fácilmente, no dudaba
que á lo menos bajaría el P. Nadal, el cual deseaba ardientemente la
misión.
Pero todo se proveyó del modo contrario á lo que se figuraba el mi-
sionero. Llegó á fines de Abril de 53, el despacho general de Quito sin
misionero alguno. Venían, sí, muchos seculares en compañía de un tenien-
te catalán llamado D. José Pascual, el cual dio al P. Manuel Uriarte
una carta del P. provincial, que decía en suma, que se dejase obrar al
catalán que llevaba toda la facultad de la Real Audiencia y que era
hombre maduro y de valor. De misioneros no hablaba palabra ó porque
no se hallaban sujetos bastantes para los ministerios de la provincia ó
porque no tenía por acertado el enviarlos hasta que el nuevo teniente
respetado de los indios ofreciese mayor seguridad en aquellas tierras.
Quedó el P. Uriarte pasado de dolor por falta de operarios, y muy pen-
sativo con la venida de un teniente, un negro criollo con su mujer, y dos
mozos y soldados, toda ella gente mal mirada délos indios, los cuales
suelen alborotarse á la venida de un solo viracocha, como contrario se-
gún se figuran á su libertad. Por esto su primer cuidado fué prevenir á
los indios que luego mostraron su disgusto, que no temiesen nada de la
venida de los viracochas, que no les darían molestia alguna, ni altera-
rían cosa establecida en el pueblo; antes les ayudarían con sus cosas,
consejos y personas. Este mismo recado envió á los demás pueblos; y
hasta los Icaguates y Payaguas, que por la grande distancia no había
podido visitar, fueron avisados por medio de indios que despachó para
que no temiesen y perseverasen con la esperanza de nuevos misio-
neros.
Procuró después, disimulando su sentimiento, agasajar á los huéspe-
Libro IX.— Capítulo VIII 441
des del mejor modo que podía en su pobreza, y aconsejarlos lo que le pa-
reció conveniente en las circunstancias, particularmente sobre el trato
suave y cariñoso con los indios, que llevados por bien, mostraban docili-
dad y rendimiento; pero tratados con dureza ó con modo imperioso, ni
admitían sujeción ni sufrían amenazas. Porque lo menos que se podía
esperar de ellos, tratados ásperamente, era el escapar al monte, si es
que acaso no maquinaban antes alg-una cosa contra los extranjeros. Oyó
los consejos el teniente con estimación y aprecio, y pareció entrar desde
luego en las miras del misionero; pero como á soldado, según mostraba
haber sido, se le escaparon algunas palabras que no gustaron al padre.
Estas fueron que no convenían al pueblo Correa ni Pazmiño, y que él en-
señaría el modo de gobernar á los indios, y la manera de subsistir en la
misión con abundancia de víveres y sin peligro por parte de la gente.
Fuéle preciso al padre enviar al portugués Correa con sus indios al pue-
blo de San Luis donde Pazmiño estaba con el hermano Lorenzo. Y de
esta salida se experimentó á pocos días falta de comida en la casa del
padre, porque faltando los indios de Correa que la sustentaban, y te-
niendo ahora tantas bocas que habían venido de nuevo, no le era fácil al
indio que hacía de mitayo, proveer de todo lo necesario.
Pensando sobre esto el misionero, no se le ofreció otro medio, para evi-
tar las molestias, que dividir las bocas. Díjole al teniente que si le pare-
cía bajase con él al pueblo de San Miguel, donde mientras él los doctri-
naba y hacía algunas instrucciones, reconocería la reducción y la gente
que estaba á su cuidado. Vino en ello el teniente; pero llegaron los dos
en mala coyuntura, porque hallaron la gente alborotada, y en grande
temor y miedo de que viniesen al pueblo á tomar venganza algunos ene-
migos. Había sucedido los días antecedentes la muerte de un gentil de al-
guna calidad, en que había tenido no pequeña parte un Migueleño. Y esta
era la causa de sus recelos, no dudando que los parientes del muerto se
dejarían ver bien armados y arrestados á todo, como solía suceder en se-
mejantes ocasiones. Ibanse entre día á sus campos, y dejaban el pueblo
casi solo, y de noche velaban con teas encendidas alrededor de él por
descubrir los enemigos á alguna distancia y para que no les cogiesen
desprevenidos. De todo temían y de todo se recelaban siempre con las ar-
mas en la mano.
Aquí el valiente capitán que quería enseñar á gobernar indios con su
escopeta y pistolas, no hallaba seguridad en parte ninguna ni podía dor-
mir de miedo de los indios. Decíale el misionero: «No tema usted, señor
teniente; serénese y deje sus aprensiones, que mientras haya padre en el
pueblo, ninguno acometerá, y todos le tendrán respeto y atención como
lo pide su oficio.» En vano le predicaba Uriarte ni le hacían fuerzas sus
razones: tanta impresión habían hecho en su ánimo las primeras apa-
riencias que observó en los indios de San Miguel. Pedía al padre que se
volviesen al primer pueblo, cuya gente no le parecía tan arrestada y fe-
roz, y como le dijese el misionero que tenía que doctrinar á los indios y
442 Misiones del Marañón Español
doctrinarlos y sosegarlos en esta turbación, para lo cual necesitaba de
algunos días, el catalán derribó un árbol fofo que estaba cerca del puer-
to, hizo él solo en tres días una canoa, y con dos indios del padre trató de
volverse al Jesús con el pretexto de recoger algún cacao que decía ha-
ber visto en el camino. Mas la causa verdadera de su vuelta arrebatada
fué el temor grande de que le mataran en San Miguel, como lo confirmó
en las palabras que dijo al misionero al despedirse. «Padre, ¿quién vive
con estos demonios? Ni aquí vale justicia, ni temen á nadie. Yo le enviaré
á mi negro para que le acompañe.» Hizo el padre que los indios le diesen
matalotaje, y escapó el buen teniente. En esto paran las bravatas y va-
lentías, que son muy fáciles cuando está distante el peligro; pero en vién-
dolo al ojo y que está cerca, se muda de estilo y no se piensa en otra cosa
que en la fuga. Ido el teniente, fué viniendo la gente de San Miguel, en
mayor número, al pueblo y á la iglesia. Instruyóla el padre por algunos
díaSj en que hizo el rezo por sí mismo, dióla esperanzas de misionero, ex-
cusó como pudo la venida del teniente y de su comitiva, dándoles pala-
bra que no les molestarían en cosa ninguna. Sosegados los indios de San
Miguel, volvió á su pueblo y encontró en el camino al negro del teniente
y otros indios que venían en una canoa grande enviados del catalán,
porque no matasen al padre los infieles del monte, cuando estaba más
seguro sin compañía en el monte, que lo estuvo después entre los cristia-
nos con la compañía del teniente^ del negro y demás mozos de casa.
Restituido el misionero á su pueblo, prosiguió con sus tareas regulares
de buena inteligencia con el señor teniente, que se fué haciendo cargo de
la manera necesaria en tratar á los indios. Dábale buen ejemplo en su
modo de proceder, como hombre de máximas muy cristianas. Levantá-
base á buena hora rezando en voz alta un rosario; oía puntualmente Misa
todos los días, y decía frecuentemente á los demás: «A quien oye Misa,
Dios le ayuda.» Asistía con la familia del padre á la lección espiritual
del año virgíneo, y rezaba de comunidad el rosario. Frecuentaba los Sa-
cramentos y era causa de que otros le imitasen en este santo ejercicio.
Por otra parte, era hombre divertido y de buen humor, y tenía muchas
habilidades. Parece que había nacido carpintero porque todo lo acomo-
daba con mucha facilidad; hacía la barba con primor y sin agua calien-
te. Para sastre no le faltaba nada; cosía con prontitud, cortaba á ojo, y
sin tomar medida, chupas, calzones y cuanto ocurría, aprovechando con
ingenio y sutileza todos los retazos. El arte de cocinar lo tenía en la uña,
y aunque fuera un mono ahumado, lo sacaba tan blanco y sabroso como
una pierna de carnero. Hacía también, para que no le faltase la habili-
dad de panadero, de harina de yuca unos panecillos tan sazonados con
sal y manteca, que no había que desear otra cosa. Estas cosas y habili-
dades redundaban en el bien de los de casa: tenía también otras con que
divertía á los de fuera. Hizo guitarra y violín de dos grandes calabazas
y una tabla, y los tocaba con gracia, dando este gusto á los que querían
oír sus tonadillas. En fin, hubiera sido más querido y estimado del pue-
Libro IX.— Capítulo IX 443
blo, y de grande alivio y consuelo al misionero, si no hubiera descubierto
un flaco, que aunque á los principios no parecía contrario á su estado
de secular y no se temieran por lo mismo funestas consecuencias, pero
con el tiempo dio causa y motivo á las disensiones de los indios, y vino á
parar, como veremos, en muertes y heridas y alzamiento del pueblo.
Mostró el buen teniente gana de hacer caudal, sacaba cacao y junta-
ba canela; pero como crecía en el monte sin beneñcio ni cultivo, era tan
babosa que apenas tenia estimación. Pensó ganar mucho con la .pesca
de varios peces que se daban en aquellos ríos, y para esto hizo traer diez
arrobas de chambira para formar una red al uso de Sevilla. Decíale el
misionero que no se cansase en una obra tan larga, de que no podía sur-
tir algún efecto en aquellos ríos llenos de troncos de árboles, porque an-
tes de tenderla como pensaba, se rompería ciertamente por varias par-
tes. No le hacía fuerza esta razón, y proseguía con la suya adelante; él
mismo hacía las mallas porque parecía haber sido marinero ó á lo me-
nos sabía el oficio, pero para torcer bien y tejer tanta chambira, necesi-
taba de otros. Hacía que los indios se ocupasen en esta penosa tarea, y
la trabajaban sobre el muslo, dándoles poca ó ninguna paga. De lo cual,
temiendo ya el misionero malas resultas, procuró segunda vez disuadir
al teniente de la fábrica de su red, diciéndole que aunque tuviera cien
redes y todas lograse tenderlas, sería en vano su trabajo y se harían
luego pedazos con las corrientes y troncos. «Déjeme usted, padre, res-
pondía el catalán: hartaré á todos de pesca, y sobrará para hacer mu-
chos pesos vendida en la mina.» Viéndole el padre tan aferrado en su
idea, no le pareció molestarle más y le dejó, sin volver á importunarle
sobre la materia.
CAPITULO IX
ALBOROTOS QUE CAUSAN EN LA MISIÓN CUATRO INDIOS PAYAGUAS
Cuando estas cosas pasaban en la misión, sobrevino un lance que
puso toda la gente de los pueblos en movimiento, y dio no poco en que
pensar al misionero del Jesús. Llegó con grande apresuración una canoa
de San Joaquín de Omaguas, con algunos socorros y herramientas, como
había solicitado el P. Uriarte, pero el conductor, que era un buen mes-
tizo, por nombre Domingo, venía tan lleno de susto y temor, que no veía
la hora de desembarcar en el puerto del Jesús. Contaba que cuatro Pa-
yaguas se habían incorporado con él en el camino, que le habían quitado
un hermoso machete castellano, y se había visto en peligro de ser muerto
de aquellos malos indios que no estaban lejos del pueblo, y que pasarían
ciertamente por la noche, para alborotar como pretendían, á los indios
de San Luis. Añadía que los Pay aguas no se detendrían en hacer muer-
tes, si las consideraban necesarias para conseguir su intento, pues habían
444 Misiones del Marañón Español
hecho varias en ciertos Mayorunas, y con este primer ensayo estaban
más soberbios, atrevidos y orgullosos.
Armó al punto el P. Uriarte su canoa, y se enderezó á San Luis para
prevenir el jDeligro, no sin la esperanza de ganar á los Payaguas con
buenas y cariñosas palabras, y algunos donecillos. Iba encomendando
al Señor el buen éxito del viaje, cuando tuvo soplo en el camino que los
indios Tiriries querían matar al hermano Lorenzo, por ciertas obras en
que los empleaba Pazmiño. A pocos pasos que dio después de esta noti-
cia, tiene también aviso de que los indios de Capocui estaban alborota-
dos contra el español Santiago, que les apretaba en la fábrica de la igle-
sia. Muchos eran los peligros para salir bien de todos. Volvióse con más
veras al Señor, y suplicándole que le dirigiese y gobernase en aquel la-
berinto, llegó al pueblo de Tiriri. Informóse del hermano Lorenzo y de
Pazmiño del estado del pueblo, y ellos le protestaron que los indios esta-
ban sosegados y contentos. Tanteó á los indios mismos y á las indias, que
suelen ser más fieles en descubrir las quejas que hay en los pueblos, y
averiguó que estaban quejosos muchos Tiriries, por la obra en que los
empleaba Pazmiño, de hacer más grande la casa que servia al misione-
ro. Con esta noticia encargó seriamente al hermano Lorenzo, delante de
los principales indios, que se dejase de obras, y ellos, oyendo este orden
y mandato, se mostraron contentos y agradecidos al padre.
Luego preguntó por los Payaguas, y como le respondiesen que esta-
ban en cierta heredad por miedo del padre, que suponían ser sabedor del
hurto del machete castellano de que hablamos, hizo que les llamase,
dándoles palabra de seguridad. Vinieron sin repugnancia, y á pocas pa-
labras que les dijo el misionero , parecían dar muestras de sumisión y
prometieron volverse á sus tierras, esperando que llegarían á ellas al-
gunos padres, como lo habían hecho los años pasados y el padre les
ofreció. Para más obligarlos les dio algunos vestidillos, porque venían
casi desnudos, y ellos dieron palabra de avisar también á los indios Ca-
jucamas para que se juntasen con los de su nación y pudiesen formar ,
un pueblo, en la persuasión de que se les daría herramientas y todo lo
necesario para cultivar la tierra y hacer sus sementeras; mas á. vuelta,
como dicen, de cabeza, se desvanecieron tan buenos proyectos, porque,
apartándose del misionero, un indio imprudente los trató de ladrones
por el hurto que acababan de hacer, y ellos, irritados por las malas pa-
labras, escaparon, sin querer volver otra vez ni dar oídos á los enviados
del padre, que procuró de todas maneras atraerlos para sosegarlos.
Como estaba el misionero en gran cuidado por las cosas de Capocui,
dejando algunos donecillos al hermano Lorenzo con que ganase, si era
posible, á los Payaguas, y encargándole que si aparecían les hiciese á
la memoria lo prometido, dirigió el rumbo á la Trinidad de Capocui.
Pasó por el temido cerro llamado Tiriri, famoso hasta en el mismo Ma-
rañón por las muchas supersticiones y abusos de los indios. Los de Santa
Rosa dicen que brama y los de otra parte están en la persuasión que el
Libro IX.— Capítulo IX 445
zupai ó diablo voltea desde el cerro las canotis, y en uno de estos años
la canoa del ordinario, ó despacho, en que suele ir un blanco por con-
ductor, no se habia atrevido á pasar cerca del cerro, ni á su lado, sino á
mucha distancia, y con grande silencio diciendo los indios: Pasito^ pasito,
no sea que nos oiga el diablo de este cerro. Queriendo, pues, el padre desenga-
ñar á aquella pobre gente y quitar de raíz tantas supersticiones, hizo
arrimar la canoa al cerro mismo, y saltando todos á tierra, subieron á
la mayor altura de la montaña, en donde hallaron una hermosa llanu-
ra. Aquí, derribando un árbol grande, fijaron una cruz grande y alta
que se viese desde lejos y sirviese de desengaño á los indios. Comieron
todos en tierra, y como á un muchacho se le ofreciese antes de embar-
carse una necesidad, satisfizo k la naturaleza, diciendo: «No te temo ya
diablo, no te temo; ahí te dejo ese recado.» Tan desengañados quedaron
los indios mismos de sus vanas supersticiones.
¡Juicios de Dios insondables! Cuando estas burlas se hacían al enemi-
go común, no pudiendo llevar tanto desprecio, se vengó bien presto y
casi á la misma hora en la misión; y Dios Nuestro Señor, por sus juicios
insondables, se lo permitió, como veremos. Llegó al día siguiente á la
Trinidad, y por más que inquirió de Santiago y de los indios (porque el
P. Losa había estado ausente), no pudo averiguar nada de conjura-
ción ni de inquietud de la gente. Es verdad que las mujeres apuntaron
algo y con alguna frialdad del trabajo demasiado en fabricar la igle-
sia; pero no hallando cosa notable, le pareció luego dar la vuelta al pue-
blo de San Luis, donde le tiraban los Payaguas, habiendo encargado á
Santiago con graves palabras el buen trato y la paciencia con los Tri-
nitarios.
Arribó al puerto del pueblo de San'Luis, como á las cuatro de la
tarde, y le salieron á recibir el hermano Lorenzo y Pazmiño con lágrimas
en los ojos, diciendo cómo en la misma noche del día en que había salido (y
alzado la cruz en el cerro Tiriri), ya tarde cuando estaban durmiendo, ha-
bían los Payaguas alborotado los Tiriríes y hécholos huir, votando al río
las canoas, sin dejar siquiera una, y capitaneando á todos los Payaguas
mismos. El hermano Lorenzo pedía con mucha instancia licencia al pa-
dre Uriarte para buscar á sus indios con las canoas de Jesús, porque te-
nía esperanzas de atraerlos antes que escapasen á sitios más retirados.
No parecía al P. Uriarte que los hallaría, no sabiendo antes de la partida
el sitio fijo de su destino. Pero el hermano instaba más y más, y por no
contristarle, vino en que hiciese su viaje en compañía del teniente y de
otras personas de satisfacción, con las dos condiciones de que no se les hi-
ciese fuerza á los indios ó se les mostrase enojo, y de que si no los halla-
ban á los quince días, no se empeñasen más y diesen la vuelta.
No pararon los esfuerzos del enemigo en el pueblo de San Luis; instigó
también á los Payaguas á que arruinasen otros pueblos. Entrando en San
Miguel, quemaron la casa del misionero, y hubieran quemado la iglesia si
el cacique Alonso no se hubiera opuesto con grande resolución á su designio
446 Misiones del Marañón Español
maligno. Pero no pudo impedir el que algunos del pueblo, engañados de
aquellos perversos, los siguiesen, apartándose de los demás. De lajmisma
manera arrastraron á varios indios de Santa Maria, y pasando al pueblo
del Jesús hicieron cuanto pudieron por trastornar á la gente; pero quiso
el Señor que todos los de esta reducción se mantuviesen por ahora firmes
sin dar oídos á los engañadores. No era poca la ruina que habían causado
en las demás partes, principalmente en San Luis, la cual no pudo jamás
repararse por más esfuerzos que hizo el hermano Lorenzo, porque ha-
biendo navegado por el Aguarico y registrado los bosques en donde pen-
saba encontrarlos, no halló el menor rastro de indios, y determinó vol-
verse, según el orden que había recibido, triste y desconsolado por venir
solo, aunque por otra parte conforme con la voluntad divina, confesando
ser siervo inútil después de haber hecho lo que debía.
Como el pueblo de San Luis estaba casi sin gente, determinó el padre
Uriarte que mudase de residencia el hermano, y pasase á vivir de
asiento con los de San Miguel. Con esta ocasión fueron viniendo al pueblo
muchos de los huidos blasfemando de los Payaguas, que les habían en-
gañado persuadiéndoles que no habían venido tantos viracochas á la mi-
sión, sino para llevarlos á ellos mismos, á sus hijos y mujeres al pueblo
de Ñapo y á la ciudad de Archidona para servirse de ellos los españoles.
Esta aprensión, que en tiempos de Salvador Sánchez alborotó los humo-
res de los indios, hizo en esta ocasión bastante daño y jamás acabó de
borrarse, antes volvió á avivarse con más fuerza en los corazones de los
indios, como veremos presto. El hermano Lorenzo recibía con mucha afa-
bilidad y carino á los que venían desengañados de los montes, y se aplicó
á reformar las casas arruinadas y medio quemadas, puso corriente la
doctrina de niños y de adultos, y se esforzó en introducir en el pueblo las
prácticas que se usaban en las reducciones que tenían misionero propio.
Sirvióle de algún socorro el caciquillo, que ya había aprendido en el Je-
sús la doctrina cristiana y la lengua del Inga, y volvió á su pueblo bien
enterado de los usos y costumbres de las reducciones formadas.
CAPITULO X
DISENSIONES EN EL PUEBLO DEL NOMBRE DE JESÚS Y NUEVAS
TRAMAS DE LOS INDIOS
Había estado el P. Manuel Uriarte ausente de su pueblo por varias
semanas mientras acomodaba las cosas revueltas de los demás pueblos,
y cuando volvió algo consolado y creyó hallar á los del Jesús serenos y
sosegados, todo lo encontró al revés de lo que pensaba. Porque entre el
teniente, el negro y los demás mozos de casa había mil riñas y disensio-
nes. Todos se unían contra el chapetón , que así llamaban por desprecio
al catalán, y no podían verlo. Parece que había dado ocasión al rompí-
Libro IX. — Capítulo X 447
miento la comida mal compuesta ó cocinada á que ayudarían algunos
tragos dé aguardiente que tenían. Viendo el catalán que le perdían el
respeto echaba por aquella boca mil baladronadas, y á todos los envia-
ba á cocinar á casa del diablo. El negro y los mozos se iban á casa de
los indios y los alborotaban contra el teniente, y no faltó viracocha que
les dijo cómo convenía acabar de una vez con este hombre que á todos
era molesto. A esto se allegaba que el catalán, en ausencia del misione-
ro, había hecho sus anacos ó mantas, no sólo á las niñas como el padre
les había encargado, sino también á las mujeres grandes, y aunque al
principio estaban contentas con sus galas, pero luego salió y corrió en-
tre ellas la voz de que sin duda querían llevarlas á Archidona y que este
regalo se enderezaba á tenerlas firmes en el pueblo hasta que fuese
tiempo oportuno como lo hizo Sánchez.
No hubiera sido difícil al misionero sosegar estas alteraciones, compo-
ner entre sí á los viracochas y quitar la aprensión de las mujeres, pero
había el teniente exasperado á los indios en un punto muy celoso para
aquella gente, y era un terrible embarazo para el padre, porque no
podía deshacer lo que una vez se había hecho. Encaprichado el catalán
en formar y concluir sus redes, no sólo apretaba á los indios para hilar
y torcer su chambira, sino que metía por un rato de un pie en el cepo á
los que se resistían, y hacía que con el otro á su vista torciesen el hilo
dándoles por paga un pedazo de tabaco. Esta pena ó castigo de cárcel y
cepo llegaba muy al alma á los indios y no podían disimular su descon-
tento, en donde fundaba el misionero los temores de una grande tormen-
ta, si no lograba divertir á los descontentos, dar seguridad á la gente y
aliviarla de la opresión del teniente.
Comenzó por los indios mostrándoles todo cariño y ofreciéndoles ali-
viar de las molestias de tantos viracochas, contra quienes respiraban en
sus quejas. Después persuadió con maña al teniente, con cuya presencia
se había encendido principalmente el fuego, que saliese por entonces del
pueblo, y subiese hacia Santa Rosa con el motivo de llevar cartas, traer
socorros y ver si venía el P. Nadal, de cuya bajada á la misión había al-
gunas esperanzas. Señaló para el viaje ocho indios con canoa grande, y
regalados les advirtió que llevasen sin recelo al señor teniente hasta Ca-
pocuí, desde donde debían volverse en derechura al pueblo, porque el
P. Isidro Losa le daría desde allí indios y canoa para proseguir su viaje.
Era preciso dar por compañero al catalán un mozo de satisfacción para
que le ayudase y velase sobre los indios. Este fué uno de los más fieles y
vigilantes, llamado Manuel, que no desagradaba al teniente. Encargó es-
trechamente á los dos el P. Uriarte, que tratasen á los indios con amor y
cariño y que no hiciesen rancho al lado del monte , sino al lado opuesto
en las playas mismas, y que mientras el uno dormía velase el otro. Echó
después la voz por el pueblo que quizá el catalán no volvería á la mi-
sión, no pareciéndole temerario el pronóstico, pues se había desazonado
tanto con los otros mozos y los indios le miraban ya de mal ojo. No pare-
448 Misiones del Marañón Español
cía bastante para sosegar al pueblo el viaje del catalán; dispuso, para
mayor seguridad, que saliese también su mismo mozo Ignacio con otro
viracocha y pasasen á Santa María con hachas, machetes y otros instru-
mentos para la fábrica de la iglesia y casa del misionero. De esta mane-
ra quitó de la vista de los indios tanta gente odiosa para ellos, y se pro-
metía alguna serenidad.
Pero ¿qué pueden nuestras cortas providencias, dice Uriarte en sus
apuntaciones, si el Señor no pone la mano poderosa en ellas? Quizá me
castigó S. M. por haber puesto alguna confianza en mis trazas. Y en rea-
lidad, los indios que quedaban en el pueblo, mostraban mucho contento
viéndose libres de cuatro viracochas: las mujeres estaban muy satisfe-
chas y persuadidas á que el padre quería bien á todos. Pero más en par-
ticular el cacique Maqueye estaba muy gustoso con las nuevas provi-
dencia^ enderezadas al bien, paz y sosiego del pueblo, porque entre los
bogas del teniente se había metido con disimulo á Antonio Utiqueye,
hijo del brujo Tuinra y á otros malignos para cortar todo desorden y al-
boroto. Pero la desgracia estuvo en que no sabía el misionero lo que ha-
bían trazado los mal contentos en la casa de uno de los más principales, y
era que convenía en todo trance acabar de una vez con todos los vira-
cochas y padres del Jesús y de San Miguel, robar las casas de los pue-
blos y escapar con las herramientas al monte á vivir á sus anchuras.
Que así se había hecho con el P. Real, sin que después de cinco años se
hubiese visto castigo alguno en los agresores por la parte de Quito y que
ahora recientemente los de Capocui y de Tiriri estaban á su placer en el
monte gozando de sus herramientas sin que ninguno se las disputase.
Este proyecto, que mantenían secreto, soplaban algunos viejos y ladinos
á los bogas señalados para acompañar al teniente en su navegación; y
el mismo sugirieron á los que llevaban á Santa María los otros dos mo-
zos. Todo lo cual se supo después de boca de los mismos conjurados, mas
lo tenían oculto y ni el mismo cacique Maqueye parecía saber cosa
alguna.
Como el catalán estaba ya tan prevenido y empezaba á conocer á
los indios, navegaba con cautela sin fiarse de ellos ni tomaba jamás rato
alguno de sueño sin que Manuel estuviese en vela y á la mira de las ac-
ciones y movimientos de los bogas. Cuatro días caminaron de esta mane-
ra sin que se viese novedad en los indios que, viendo tanto recato y cau-
tela en los viracochas, y que no podían lograr el tiro, discurrieron otro en
que si no acabaron con ellos, lograron parte de lo que deseaban. Alcan-
zaron á ver por la banda del monte una pava puesta en un árbol, y en
esta ocasión que se les presentaba, dijeron al catalán con una sinceridad
propia de indios, que la querían matar para él, que los dejase saltar, á
tierra que presto volverían. Cayó en el lazo el teniente, olvidado del avi-
so de no hacer rancho en el monte. Saltaron á tierra los indios, salió con
ellos el catalán y le siguió el compañero. Entre tanto que el teniente se
retiró por una urgencia y el mozo se divirtió á otra cosa, los indios, con
Libro IX.— Capítulo X 449
gran presteza, sacaron de la canoa hachetas, trastos y remos, y con
gran disimulo, como que iban á buscar la pava, se fueron retirando por
el monte y al fin desaparecieron. Llamábalos el teniente, gritaba cuanto
podía y ninguno le respondía. Estuvo un rato dando grandes voces, y
viendo que en vano se cansaba, porque se habían huido, cayó en cuenta
de la trampa que habían urdido. Volvió desesperado á la canoa, y vién-
dola vacía de todo, sin víveres, sin bebida y aun sin remos, fué mayor la
rabia y desesperación. Volvió á saltar á tierra y volvió á gritar exhalado
por el monte, anduvo furioso por aquellas selvas, ya por un lado ya por
otro, pero los indios, que á manera de gamos saltan por las montañas
más inaccesibles, estaban bien en seguro y no era fácil darles alcance.
No restaba otro partido al buen teniente, que ingeniarse á deshacer
el camino como pudiese y volver al pueblo del Jesús, si no quería pere-
cer de hambre y necesidad con su mozo en aquella soledad. No había
por tierra camino descubierto; y aunque lo hubiese, sería siempre dema-
siadamente largo y expuesto á mayores peligros, y así se vio en la pre-
cisión de entrar en la canoa con su mozo, y con un mal remo que hicie-
ron como en bruto, por carecer de instrumentos, dejarse llevar de la co-
rriente y empuje de las aguas. Muchos fueron los trabajos que padecieron
entregados á la discreción de las aguas. Viéronse en mil peligros, porque
en varios parajes corría riesgo de voltearse la canoa, en otros, andaba al
rededor, sin querer pasar adelante, y en otros, se les atascaba y enca-
llaba en las playas. Finalmente, después de seis días llegaron al pueblo
del Jesús, muertos de hambre, hinchados los brazos, y sin fuerzas por la
grande fatiga del camino. El catalán parece que sólo tenía alientos para
echar bravatas, y hacer mil votos á la tierra y al oficio. Procuró el pa-
dre serenarle y consolarle, y dándole de comer, con mucha compasión
le repetía la paciencia y sufrimiento con que se aligeran los trabajos.
«Es muy buena la paciencia, repetía el teniente, pero esto ya no se puede
sufrir. Esos demonios me han querido matar, y no logrando la ocasión,
me han hecho esto.»
La noche del día en que llegó el teniente con su mozo, vino á casa so-
bresaltado el negro, diciendo que doce indios, con quienes había estado
trabajando en las sementeras, habían tirado á matarle, y por buena ven-
tura había escapado del lance con la vida. Que estaba alborotada la gen-
te, y que no sabía en qué pararía la tormenta. Fuera de esto, días antes
había engañado al padre el cacique Yaso, y sacándole veneno con el pre-
testo de cazar pájaros, se había huido con los de su parcialidad al mon-
te, por desazones que había tenido con otros indios del pueblo. Veía el
padre misionero que la tempestad era deshecha, mas se prometía conju-
rarla si le hubiera dejado obrar el catalán; pero éste, furioso y arreba-
tado, sin dar oídos á razones algunas, aseguró en el cepo, por medio del
negro, á cuatro indios. Padre el uno, y los otros tres hermanos de los que le
habían desamparado, huyéndose por el monte. Protestaba que no había
de soltar aquella vil canalla hasta que pareciesen sus parientes, y como
29
460 Misiones del Marañón Español
el padre le disuadiese de un paso tan arriesgado y peligroso, respondía:
«Déjenme obrar á mí, que por la paciencia de ustedes nos hacen estas;
yo lo compondré todo.» No veía en tanta turbación lo poco que podía él
y sus mozos, si llegaban los indios á revolver contra ellos.
No pararon aquí las desgracias, porque dado este mal paso del te-
niente en la prisión de los indios, llegaron al pueblo Ignacio y el mozo,
enviados á Santa María, contando muchas miserias y cómo habían es-
tado en peligro inminente de morir. No sabían ellos todo lo sucedido, ni
el tratado entero de los indios, pero lo había averiguado el hermano Lo-
renzo, que escribía al P. Uriarte en esta forma: «Los bogas de Ignacio y
»de Manuel salieron de ese pueblo con el orden y mandato que se fraguó
»en una borrachera, de coserlos á lanzadas con la arena cuando estu-
»viesen durmiendo. Logrando la suya los indios y viendo que los dos es-
»taban durmiendo en la playa, dijo Zaituno á Miñacuru: ahora es tiem-
»po, vamos á matarlos. Miñacuru, de mejor corazón que los otros, res-
»pondió (como allá Rubén): Yo no sé matar. Dejémoslos en la playa ro-
»deados del río, y ellos se morirán. Vinieron los demás en ello, y echando
»al agua la escopeta y soltando la canoa, comenzaron á bogar río arriba.
»A1 ruido despertaron los dormidos, pero por más que gritaron, no les hi-
»cieron caso los indios, prosiguiendo con su canoa hasta San Miguel.
»Aquí dijo muy en secreto Miñacuru á mi cojito Martín, lo que habían
»hecho con dos viracochas. Súpolo Martín por la noche, y luego que
«amaneció, fiel el muchacho y sin hacer caso de las amenazas de Miña-
»curu, vino corriendo á avisarme de todo, señalando el sitio y el estado
»en que quedaban Ignacio y su compañero. Envíeles luego canoas con
»indios de satisfacción, y encontrándolos muertos de hambre los trajeron
»á mi pueblo, desde donde les envío á ese del Jesús.» Así escribía el her-
mano Lorenzo.
El misionero del Jesús acabó de entender la trama de sus indios por
el aviso del hermano, que comunicó al teniente para que todos se caute-
lasen y estuviesen sobre sí, sin exasperar más á los indios, cuyo rompi-
miento tenía por evidente á la menor molestia que se les diese. Pero el
proceder poco considerado del teniente acabó de consumar la traición,
porque entrando en grandes temores hizo recoger todas las canoas bajo
de la casa, mandó que los niños estuvieran en ella entre día, y prohibió
que indio alguno se acercase de noche á su vivienda, sopeña de un esco-
petazo. Estas órdenes alborotaron más los humores de los indios, exas-
perados con la prisión de los que estaban en el cepo sin haber modo de
soltarlos, mientras no viniesen al pueblo sus parientes. En esta resolu-
ción estaba fijo el catalán, y apenas pudo el misionero, después de mu-
chas instancias y reconvenciones, conseguir el que los sacase del cepo,
dando ellos palabra de no salir de la cárcel y el teniente de no castigar-
los si venían por su pie á la reducción los indios que le habían desampa-
rado en el viaje.
Habiendo el misionero conseguido del teniente esta indulgencia á fa-
Libro IX.— Capítulo XI 451
vor de los presos, comenzó á serenar los ánimos andando de casa en
casa y hablando á todos con palabras dulces y cariñosas. Decíales que
no diesen oídos al demonio, que, por quererles su mal, les tiraba á albo-
rotar y les sugería su misma ruina. Que el teniente, por el contrario, les
quería bien, porque aunque había preso á unos pocos, pero á ninguno
había azotado, ni le azotaría; que todo se olvidaría si se portaban bien.
Que llamasen presto á los huidos, á los cuales, dado caso que habían he-
cho mal en desamparar al teniente, él los protegería para con él si ve-
nían reconocidos. Trató más particularmente con el cacique Maqueye,
el cual, por ser cabeza de los demás y no haber entrado en la conjura,
parecía la persona más proporcionada para atajar las tramas y ganar
á los perturbadores. A todo se ofrecía Maqueye , pero añadía que no era
negocio de un día apaciguar los ánimos de todos, y que no faltaban al-
gunos que le amenazaban á él mismo por entender su inclinación hacia
el misionero. Por tanto, le suplicaba le admitiese á él y á su familia á
dormir en su casa por algunos días, para que con más seguridad pudiese
sosegar á las gentes y ofrecerles perdón de lo pasado de parte del te-
niente. Pidió también que se perdonase á Zaituno y Miñacuru del aten-
tado, porque esta indulgencia sería un poderoso motivo para ganar á los
revoltosos, y en ello conocerían cómo el teniente quería bien á todos. En
todo vino el misionero y todo lo concedió el teniente, y el cacique co-
menzó á tratar con los principales sobre la manera de apaciguar los
disturbios y de desimpresionar á los que estaban preocupados contra el
teniente.
CAPITULO XI
JfiL CACIQUE MAQUEYE CON UN GOLPE DE HACHA, HIERE PROFUNDA-
MENTE LA CABEZA AL MISIONERO DEL JESÚS, MATA UN INDIO AL MOZO
MARIANO Y ESCAPA EL TENIENTE COMO PUEDE.
Cuando comenzaba á respirar el P. Uriarte pareciéndole estar todo
compuesto y allanado, volvió el demonio con más furia á soplar el in-
cendio comenzado. El viejo Tuinra, que era uno de los cuatro presos que
andaban sueltos por la cárcel, hablaba en ella con mucha libertad sin
ser posible tapar aquella boca endemoniada. Disimulóse con él por peli-
gro de mayores males, y porque al fin las palabras quedaban en pala-
bras, y él mantenía la que había dado de no escapar de la cárcel, hasta
que viniese al pueblo su hijo Utiqueleye, huido por miedo del teniente.
Mas sucedió que despertase éste una noche á deshora, y oyendo hablar
con desembarazo al viejo Tuinra sin entender bien lo que decía , se le-
vantó azorado de la cama pensando que le quería matar: gritó á su ne-
gro pidiendo ayuda, y como viniese prontamente le dijo: metamos á este
maldito viejo en el cepo, que nos quiere matar. Como lo dijeron, asi lo
452 Misiones del Marañón Español
ejecutaron y lo aseguraron muy bien. Cuando se levantó el misionero y
supo lo sucedido en aquella noche, fué prontamente á verse con el cata-
lán, y le pidió con muchas instancias que no llevase adelante su empe-
ño, que soltase al viejo cuanto antes y que se hiciese cargo que perseve-
rando Tuinra en el cepo, no sólo se deshacía lo que con tanto trabajo ha-
bían compuesto, sino que todos eran perdidos, y quiénes eran ellos para
resistir á tantos indios armados de lanzas, hachas y machetes. No ha
oído vuestra reverencia, respondió alterado el teniente, lo que yo he oído
esta noche á este malvado. Si se le deja libre, no parará hasta matarnos
á todos. Bien sé lo que me hago y no hay por qué hablarme en la materia.
Viendo el padre al catalán tan aferrado en su temor y conocien-
do el peligro, acariciaba á los indios, hablaba palabras de paz y de
composición á los principales, decía á las mujeres que estuviesen sin
cuidado que él lo compondría todo, y entrando en la cárcel consolaba al
viejo que estaba furioso y desesperado, diciéndole que tuviese un poco
de paciencia porque el teniente estaba á la sazón bravo, pero que él le
sosegaría y haría que le soltase presto sin azotarle. Hizo Tuinra del que
se satisfacía para hacer mejor su negocio, y para que el padre quedase
sin cuidado y sin recelo alguno de lo que había meditado desde que se le
puso en el cepo. Luego que el misionero salió de la cárcel, envió Tuinra
un aviso por medio de su mujer á los conjurados, para que sin andar en
contemplaciones, ni al encubierto, quitasen aquella noche la vida pri-
meramente al padre para que no impidiese la muerte de los demás y
después al teniente y viracochas, y que al mismo tiempo, en la turbación
que causaría el acontecimiento le sacasen á él de la cárcel en que se ha-
llaba. Añadió á este recado de la mujer muchas amenazas y maldicio-
nes y como brujo los conjuraba con todos los males por parte del cielo,
de tierra y agua, si no ejecutaban prontamente lo que les mandaba.
El recado del reputado brujo halló ya dispuestos al rompimiento los
ánimos de muchos, y fué el último determinativo para la ejecución de sus
tramas. Pero conociendo que el cacique Maqueye estaba inclinado al mi-
sionero, y que no era conveniente pasar á la rebelión abierta y descu-
bierta sino en cuerpo de nación, enderezaron sus miras á meter en la con-
jura al mismo Maqueye, amenazándole con la muerte si no se hacía de
su parte, diciéndole que como enemigo de la nación sería tratado con el
mayor rigor, no sólo de las demás parcialidades, sino también de la suya.
Que ahora era el tiempo de ver si estimaba más al padre y á los viraco-
chas que á sus mismos parientes y paisanos. Que ya estaba determinada
la muerte de aquéllos y la suya seguiría bien presto á la de los extranje-
ros si permanecía terco en sus ideas. Tanto, en fin, le dijeron y tanto le
apretaron con amenazas y fieros, que atemorizado el buen cacique, se les
rindió á discreción, ofreciéndose á hacer el papel que le mandasen en
la conjuración.
Ganado el cacique, determinaron ocultar cuidadosamente la trama á
las mujeres y niños, que hubieran sin duda avisado al padre como lo ha-
Libro IX.— Capítulo XI 453
bían hecho en otras ocasiones, y para mayor resguardo no permitieron
que las mujeres saliesen de casa ni se meneasen de un sitio para que no
se descubriese en modo alguno la conjura, la cual se había de ejecutar
de esta manera. El cacique Maqueye, con tres indios ladinos tenidos por
fieles, debían entrar al misionero al fin de la cena con la alegre noticia
de que ya estaban en laá sementeras del pueblo los indios huidos, y que
se esperaban con ansia, y cuando ya el padre y los demás estuviesen ale-
gres y divertidos con la noticia, el cacique sacase su hacha, que debía
llevar oculta bajo la camiseta, partiese de un golpe por el filo la cabeza
del misionero, y los otros tres cerrasen al mismo tiempo con el teniente
y los demás. Entre tanto cercaría la casa una multitud de indios con sus
lanzas, y acabaría de atravesar á todos los viracochas.
El P. Manuel Uriarte estaba en mucho cuidado por los temores que le
causaba el viejo Tuinra y su partido, y aunque no descubrió del todo la
conjuración de aquella noche, pero andaba como un hombre á quien el
corazón le dice algún suceso funesto. Rezó los maitines de Nuestra Seño-
ra del Carmen, cuya fiesta se celebraba en el día 16 de Julio, y encomen-
dándose muy de veras á esta gran Señora y protectora suya, hizo el
rezo á los niños con quienes asistió al rosario, y habiendo dado como acos-
tumbraba lección espiritual á los de casa, se levantó para cenar con el te-
niente. Ya estaba en esta sazón en la cocina un indio viejo llamado Manuel
Uye, que había de dar á los conjurados la señal para entrar en el lugar
de la cena, y viendo que el padre había puesto fin á su acostumbrado
ejercicio, dijo con voz bien alta: Lleven la cena al padre, que ya es hora. A
esta voz del viejo vino corriendo el negro, y dejando al viejo Tuinra, á
quien velaba, comenzó á servir la cena. Estaba el padre sentado junto
á la pared bajo una estampa de Nuestra Señora del Rosario, y el teniente
estaba al frente con su pufialejo al flanco. De esta manera cenaron un
pedazo de yuca y un poco de pescado, que era toda la cena preparada.
Entonces Miguel Uye, metido á servidor, dijo con voz sonora: «Esto ya se
acabó; traigan la miel.» Era esta la señal para que entrasen los indios,
que no se descuidaron. Asomó Maqueye con una cara de risa, y le siguie-
sus tres compañeros trayendo todos sus hachas con cabos cortos bajo de
las camisetas. Dieron el Alabado al misionero y le besaron la mano con
mucho disimulo, y sin dar lugar á otra cosa, comenzó Maqueye de esta
manera: «Alégrate, padre, porque ya sé que los indios están cerca en las
sementeras».— No os miento yo, respondió agradecido y muy alegre el mi-
sionero, no tienen que temer, ya están perdonados, ni el teniente les hará
nada, como vengan buenamente, antes soltará á Tuinra y se irán todos
á sus casas y se echará tierra alo pasado.
El teniente, que era un viejo harto vivo y que no entendía la lengua
de los Encabellados, preguntó impaciente al padre: ¿Qué dicen estos in-
dios? Volvió el misionero hacia él un poco la cabeza para interpretarle
la embajada, y entonces Maqueye, sacando prontamente su hacha y le-
vantándola con ligereza, la encajó por la punta de abajo casi como un.
454 Misiones del Marañon Español
jeme en la cabeza del padre, cuatro dedos más arriba de la oreja iz-
quierda, errando un poco el golpe por la declinación de la cabeza. Cay6
de bruces el padre sobre la mesa echando un río de sangre, sin haber te-
nido sensación alguna en tan fiero golpe, sino sólo el haber visto el ha-
cha en el aire y haber pronunciado los nombres de Jesús y de María. Iban
á cerrar con el teniente los otros tres, cuando éste, como listo y advertido,
viendo el cuento mal parado, apagó la luz que ardía en la mesa y se metió
debajo de ella, y después, á gatas con el favor de las tinieblas, se fué es-
cabullendo hasta lograr entrar en un cuarto cercano. Había en él una,
escopeta, pero sin llave, y apuntando con ella y gritando jala, jala, se
pudo defender por algún rato con el cañón de"la escopeta. Entre tanto, uno
de los indios dio un cruel hachazo al mozo Mariano, que por estar calen-
turiento no pudo escapar con los demás y á los pocos días murió de la he-
rida. Al ruido de la faena y á los gritos del catalán, corrió el negro al
cuarto de la prisión de Tuinra, pensando que querían los indios soltar
por fuerza al malvado viejo, y no hallando ninguno en el cuarto vino co-
rriendo hacia la salita donde se cenaba. En este tiempo le tiró un indio un
tajo con un machete largo guayaquileño, mas hurtando el cuerpo, le pasó
á soslayo sin notable daño, y agarrándose con el agresor le quitó el arma.
No le pareció bastante el instrumento para defenderse de tanta chusma,
y echando prontamente mano de una escopeta que tenía preparada con
ocasión de la guardia que hacía á Tuinra, la disparó, no se sabe si apun-
tando determinadamente á alguno de los indios; lo cierto es que no hirió
á ninguno, y que al estampido huyeron todos los indios, no sólo los que
estaban dentro de la casa, pero también los que cercaban con teas y
lanzas para que ningún viracocha escapase. Con esto salió el catalán
del aprieto, y el tiro de la escopeta del negro le vino en la ocasión más
oportuna para no caer en las manos de los traidores. Escaparon éstos con
los demás al puerto, adonde habían adelantado sus trastos y hecho eri-
barcar á la gente, y sin perder un momento de tiempo empezaron á bogar
en sus canoas alegres y triunfantes, por dejar tan malparados á los ex-
tranjeros que les venían á cortar sus libertades.
Acabada la zufa, salió el negro de casa con su sable y escopeta á
reconocer el lugar, y no halló en todo el pueblo más que á un indio lla-
mado Joaquín Penené, que había traído el padre de Aguarico, el cual,
como le quisiesen matar los indios del Jesús por no ser de ninguna de sus
parcialidades, pudo conservar la vida subiéndose como un ratón por una
palma. Los mozos, que casi todos lograron escapar á los principios, cuan-
do no estaba la casa tan bien cercada de indios, estaban escondidos en
un espeso cañaveral. A las voces del negro, ya señor del campo, salieron
de su escondrijo y confusos se retiraron á casa. Era necesario atender á la
cura de los heridos; pero ¿qué se había de hacer en aquella soledad, sin ci-
rujanos, sin medicamentos y sin las cosas más necesarias á la vida? El
misionero, sin sentido, de pechos y cabeza sobre la mesa, nadando en su
propia sangre, con una herida tan profunda que causaba horror el mirar
Libro IX.— Capítulo XI 465
lo interior que se descubría; y el mozo Mariano, abollado el casco, y
achuchado de manera que no daba esperanzas de vida, particularmente
en aquella tierra, en donde por los intensos calores todo se pudre en poco
tiempo, y entra luego la gangrena por las más leves heridas.
Mas no faltó del todo la Providencia en tantas necesidades; el cata-
lán, que entendía en tantas cosas, hizo también aquí el oficio de ciruja-
no. Había sobrado un .poco de aguardiente en un frasco traído tiempo
había de Quito. Lavó muy bien la herida del misionero con este licor, y
haciendo una gran venda de lienzo y empapándola bien en el mismo, le
ató con ella fuertemente la cabeza. Pasó después á la cura del mozo é
hizo con él otro tanto; pero como el golpe era de otra calidad, por ha-
berle herido con el ojo del hacha, y no con el filo, no se pudo insinuar el
aguardiente como en la herida del padre. En estas penas y cuidados pa-
saron los nuestros aquella noche funesta, y llegada la mañana se reco-
noció mejor el pueblo y se observaron todos los contornos. Pero ni un
niño siquiera se encontró; todo lo habían recogido los indios desde el prin-
cipio de la noche, y azorados, habían tirado con sus camillas al pueblo
de San Miguel, donde, entrando algunos todavía de noche, dijeron muy
en secreto á sus amigos que habían quitado la vida al P. Manuel y á to-
dos sus viracochas, y que lo mismo debían hacer ellos si eran valientes
y tenían amor á su nación con el hermano Lorenzo y los suyos. De esta
manera lograrían el vivir á su gusto y libertad en los montes, donde les
sería fácil pasar de unos á otros si se pensaba en el castigo. Dejado este
recado, prosiguieron antes de hacer día por el río Aguarico.
Hubieran ejecutado los de San Miguel el maligno consejo de los ,del
Jesús si el cacique Alonso y el cojito Martín, siempre fieles al hermano
Lorenzo, no le hubieran avisado luego de lo ejecutado en el Jesús y de
lo que se tramaba en su pueblo. Juntó al punto el hermano á sus indios
antes que fermentase la masa, y encomendándose al Señor, les habló
sencillamente de esta manera: «Hijos, yo estoy recién venido á este pue-
»blo; pues ¿por qué me habéis de matar ni á mí ni á mis muchachos, que
»os tratan bien y á ninguno han hecho daño? Si los ingratos del Nombre
»de Jesús han muerto á mi P. Manuel, ellos lo pagarán, que no escapa-
»rán de la mano de Dios. Ya veis que los indios mismos del monte mata-
»ron á los que quitaron bárbaramente la vida á vuestro antiguo P. Real
»y á sus viracochas. Sed vosotros fieles ahora, y los padres y viraco-
>chas os lo agradecerán; estaos quietos; no os juntéis con matadores, y
»vengan algunos conmigo para enterrar al padre. No creo que hayan
«podido matar al teniente y al negro, que son valientes, y como vosotros
» decís, no han llevado consigo herramientas, señal clara de que hay to-
»davía vivos en el Jesús algunos viracochas. Acordaos de que los que
»por aquí pasaron el año pasado huyendo á sus montes, publicaban mil
«invenciones y todo salió falso, como lo confirma el cacique Alonso: y si
»éste no os hubiera contenido y echado enhoramala á los embusteros,
«estaríais ahora muy arrepentidos de haberlos seguido. Sed hijos fieles y
456 Misiones del Marañón Español
•constantes, mientras yo voy al pueblo del Jesús con algunos para ver lo
«que pasa.»
Echó el Señor la bendición á las palabras del hermano, porque con
ellas se aplacaron los del pueblo, y confirmados en la permanencia con
algunos donecillos que les alargó, salió de San Miguel en su canoilla con
cuatro indios, dejando al cuidado del cacique Alonso que mantuviese la
paz hasta su vuelta. Como el hermano Lorenzo era un religioso de mu-
cha piedad y devoción, iba rezando rosarios en su viaje por el alma del
P. Manuel, y sin duda rezaría mucho, porque por más maña que se
dio con sus indios no pudo arribar al pueblo del Jesús hasta pasados tres
días de la desgracia. Había venido muy triste y desconsolado conside-
rando la gran falta que haría el P. Manuel en aquella misión, tan poco
atendida; pero fué mayor su alegría y contento cuando, antes de entrar
en la casa, supo que era vivo su P. Manuel, y que, aunque herido grave-
mente, no había muerto después de tres días. Entró exhalado á verle, y
como le halló con la cabeza hinchada disformemente y los ojos como
saltados del casco, de manera que ninguno le conocería, le dio un grito,
diciendo: «P. Manuel.» A esta voz del hermano abrió los ojos el misione-
ro, hasta entonces cerrados, y volvió en sí la primera vez, habiendo es-
tado sin sentido y sin haber tomado bocado por más de tres días. Pidió
un poco de alimento y se informó de lo que había pasado en el pueblo,
en los de casa y en los indios después del golpe de hacha con que había
quedado privado de los sentidos. Dióle mucha pena la fuga de los indios,
que tenía dentro de su corazón, pero no perdió la esperanza de volverlos
al pueblo. Hizo que le llevaran á donde estaba el mozo Mariano, y vién-
dole á tanto peligro, pues murió de la herida dentro de algunos días, le
confesó y preparó para la muerte. Volviendo después al hermano Lo-
renzo, se consoló con él en sus trabajos y le agradeció el cuidado que
había mostrado en el viaje, así por su alma rezando tantos rosarios,
como por su cuerpo queriendo darle sepultura. Pero añadió que le pare-
cía conveniente, no siendo ya necesario en el Jesús, que volviese á su
pueblo, tan necesitado de asistencia, y que desde allí visitase á los in-
dios de Santa María para prevenir los movimientos que pudieran suce-
der en aquel pueblo. Estas fueron las providencias que tomó el misionero
en los primeros instantes en que le volvió la razón, y es cosa que admira
tanta eficacia, actividad y cordura en una cabeza tan débil y tan delica-
da que apenas podía mantenerla sobre los hombros.
Libro IX.— Capítulo XII 457
CAPITULO XII
SUBE EL P. URIARTE AL PUERTO DE ÑAPO Y VUELVE AL JESÚS, DONDE
HALLA SU GENTE RECOGIDA POR EL HERMANO LORENZO
Quisiera el misionero del Jesús hacer las diligencias posibles por re-
coger á sus indios antes que se internasen más por el rio Aguarico, y an-
tes que en los montes y selvas olvidasen la doctrina y prácticas que por
tres años enteros habían aprendido en el pueblo, sabiendo por experien-
cia que en solos dos meses se olvida el indio en el monte de cuanto apren-
de en la reducción por muchos años. Pero ni él podía dar un paso, ni te-
nía por acertado enviar en su busca al teniente y viracochas contra
quienes era principalmente el odio y la ojeriza de los naturales. Enco-
mendaba como podía al Señor este negocio, dejándole para ocasión más
oportuna, y entre tanto se dejaba en manos del catalán que atendía con
mucha diligencia á su cura. Iba ésta tan felizmente, que después de ha-
ber purgado la herida con hojas de Santa María, comenzó á pocos días á
soldarse la rotura con los paños de aguardiente. No es fácil de entender
cómo en tan corto tiempo sanase el misionero de tan profunda herida y
en parte tan delicada, sin cirujano, sin medicinas y en un país tan hú-
medo, tan caliente y tan podrido. Yo me remito en esta parte al juicio de
sus conmisioneros, entre los cuales fué problema, si tan prodigiosa cura
fué natural ó milagrosa. Lo cierto es que le reservaba el cielo para los
muchos y largos trabajos que había de padecer en el penoso ministerio de
misionero del Marañen por otros catorce años, y para las fatigas, penas
y miserias de un desastroso viaje por el Gran Para y de un prolongado
destierro en los estados eclesiásticos en donde vive al presente en este
año de 85, lleno, sí, de males y achaques, pero con los deseos más vivos
de volver á sus Mainas para dejar siquiera sus huesos entre aquellos po-
bres indios que tiene grabados en su corazón y son materia continua de
sus fervorosos discursos.
Como la divina providencia tenía sobre el P. Manuel Uriarte muy
altos designios, dispuso las cosas de manera que á últimos del mismo mes
de Julio se hallase ya en estado de emprender una navegación larga y
peligrosa. Dieron motivo á ella el P. Isidro Losa y los dos portugueses
Correa y Pazmiño, los cuales, ignorantes de todo lo sucedido en el Jesús,
vinieron á este pueblo para celebrar la fiesta del grande Patriarca San
Ignacio. Fué grande su asombro cuando vieron la reducción sin gente, y
creció más su admiración cuando hallaron ya al P. Manuel Uriarte casi
convalecido de un golpe que á lo que les decía el teniente era bastante
para haberle quitado la vida en un momento. Dieron muchas gracias á
Dios por tan grande beneficio, y celebrada la fiesta de San Ignacio, em-
pezaron á pensar y conferenciar entre sí sobre lo que se debía hacer en.
468 Misiones del Marañón Español
las circunstancias. Todos fueron de parecer de que el P. Uriarte, acom-
pañado del hermano Lorenzo, del teniente y de algunos otros, subiese al
puerto de Ñapo para que se acabase de curar con los aires más sanos de
aquella tierra alta, y dando entre tanto parte á Quito de lo sucedido, é
instando por nuevos misioneros trajese á la vuelta indios cristianos de
Santa Rosa para sacar los forajidos del monte sin ruido de armas.
Rindióse á esta determinación el P. Uriarte, y hechas lomas presto
que se pudo las prevenciones de bastimento para el viaje, salió á fines de
Agosto del pueblo del Jesús, acompañado del hermano, del catalán y de
Correa, y en señal de que no dejaba la reducción, ató muy bien con cuer-
das, porque no había cerradura, las puertas de su casa, de la iglesia y del
campanario. No habían de faltar molestias, trabajos y peligros en el ca-
mino, porque estos regalos de los queridos de Jesús le iban siguiendo por
todas partes. Al pasar por el pueblo de la Trinidad de Capocuí, sucedió
en lance que desazonó mucho al misionero. Salió del pueblo el mozo San-
tiago que ayudaba en la reducción al P. Losa, y viendo al teniente que
acompañaba al P. Manuel, le dijo con libertad de soldado estas pala-
bras: «Vuestra merced, señor catalán, parece que ha comido muchas
gallinas; pues dejó herir al padre.» Picóse el catalán, que aunque viejo
era de punto y valiente, y corriendo al mozo lleno de cólera y con su
puñal, lo desafió diciendo: «Venga usted con su machete, señor soldado y
veremos si soy gallina ó si soy gallo.» Quería el otro evitar el lance y lo
metía á chanza. Mas instaba el catalán y le apretaba delante de mucha
gente, que se había juntado á los gritos, y Santiago, por no parecer co-
barde aceptó el partido. No faltó quien viniese corriendo al P. Uriarte y
le diese parte de lo que pasaba. Fué volando el misionero al lugar del
desafío, y les halló ciegos de cólera, y en la acción de acometer. Métese de
por medio y da un empujón á Santiago diciendo: «Vaya usted á hacer su
oficio y tenga respeto á los sacerdotes y al teniente»; y volviéndose des-
pués á este: No son acciones éstas, le dijo, ni de juez ni de cristiano. Sepa
que hay excomuniones contra los desafíos.» Con esto se apartó el uno del
otro, y después de sosegados, para quitar el escándalo que habían dado
á los indios, se pidieron perdón mutuamente y le pidieron también al sa-
cerdote. Aún hizo más el catalán que, como era buen cristiano, pidió con
instancia al padre la absolución de la censura que acaso había incurrido
en la pendencia. Es fácil á la cólera un transporte, pero un corazón cris-
tiano sabe saldar las quiebras, y sacar para en adelante el fruto del
desengaño. Escribió el padre á Quito la acción edificativa del teniente, y
aunque muchos alabaron su cristiano proceder, no faltaron otros que hi-
cieron burla, como el mundo les enseña, de la cobardía del chapetón.
Salieron de Capocuí á principio de Septiembre y á pocos días de na-
vegación se vieron en gran peligro de perecer en las aguas, porque per-
diendo pie las tánganas de los indios y siendo impetuosa la corriente, fué
arrebatada de las aguas la canoa, por más de media legua, sin tener
otro arbitrio que encomendar á Dios su destino. Quiso el Señor que sin
Libro IX.— Capítulo XII 459
tropezar en las peñas ni en los troncos, fuese á parar á sitio desde don-
de pudieron volver á tomar nuevo rumbo con alguna seguridad hasta
Santa Rosa. Hizo en este pueblo el P. Uriarte la doctrina á los indios
deseosos de instrucción y su gobernador se empeñó en conducir al misio-
nero al puerto de Ñapo, haciendo él mismo de popero. Los bogas que
consigo traía, eran calientes y muy prácticos; pero poca seguridad da-
ban estas calidades estando bien bebidos. A pocos pasos erraron el rum-
bo, y metieron la canoa en otro peligro más grande que el pasado, por •
que arrebatada con la fuerza de los raudales, iba derechamente á estre-
llarse en un tronco atravesado. Viendo el hermano Lorenzo y el portu-
gués Correa el riesgo inminente de ahogarse, se iban á echar al agua
para evitar el peligro; detúvolos el padre diciendo: No hay que temer,
porque la Santa Misa que hoy hemos celebrado y la intercesión de la
Virgen, nos librará de todo mal. Aquietáronse todos y clamando á voz en
grito, valednos, Virgen Santísima, la canoa que era gruesa sin ser guia-
da de nadie dio un golpe tan recio en el tronco atravesado, que sin rom-
perse al ímpetu, arrojó al agua al popero ó gobernador, como á otro Pa-
linuro. Chapuzóse muy bien su señoría, pero no quedó sepultado en las
aguas; como el popero Troyano antes pudo subir á la canoa, ayudado de
los demás y sin daño de ninguno. Con este suceso caminaron con más
tiento y tomaron felizmente el puerto de Ñapo.
Poco tiempo se detuvieron en este puerto, pareciendo mejor al padre
Uriarte pasar hasta Archidona á tratar allí con los padres que hacían
de curas sobre el estado de la misión de Ñapo. Hallaron en esta ciudad
al antiguo P. Nadal y por compañero al P. José Ars. Uno y otro recibie-
ron con mucha caridad y ternura al misionero del Jesús, el cual, por más
que hizo, no pudo impedir los oficios humildes del P. Nadal, que besando
con una santa envidia la herida reciente de la cabeza, le llamaba feliz
y bienaventurado por haber logrado padecer algo por Dios, y con la vista
de la herida se enfervorizaba y se confirmaba más en los propósitos de
bajar á las misiones del Ñapo. Habiendo dado aquí parte á sus dos her-
manos el P. Uriarte del estado en que quedaban los pueblos y de las es-
peranzas que tenía de recoger á los huidos, les pedía los indios y canoas
para poder ejecutarlo suavemente y sin intervención de teniente ni sol-
dados. Pero los padres eran de parecer que no debía de volver, á lo me-
nos al presente, á la misión, sino pasar á Quito á restablecerse de la he-
rida. Eso no, replicaba Uriarte, porque si paso á la ciudad, ó se pierde la
misión, que tantas contradicciones ha tenido, ó á lo menos no se recoge-
rán los fugitivos. ¿Y qué se hará de tantas pobres almas en aquellos bos-
ques sin pastor y en poder del enemigo infernal? No, padres míos, yo no
puedo desamparar mis pobres indios; ellos son buenos, y más pecan por
ignorancia y poca capacidad que por malicia, y el Señor me ha dado á
entender en muchos casos particulares, que los quiere y que los ama.
Pido á vuestras reverencias que me den un ordinario ó propio de satis-
íacción con quien pueda pasar á Quito el señor teniente, y que lleve car-
460 Misiones del Marañón Español
tas al P. provincial, á quien informaré de todo, y esperaremos entre tanto
su determinación.
Sig-uióse este último partido, y el P. Uriarte hizo su informe al padre
provincial, dándole cuenta de lo sucedido en el Jesús, de su viaje á la ciu-
dad de Archidona, cómo quedaban en pie en el Ñapo tres pueblos, quie-
tos y sosegados, y cómo tenía ciertas esperanzas de recoger las gentes
del Jesús, sin ruido y sin armas. Añadía que iba el teniente catalán con
las cartas, y pedía que se le diese la paga entera de un año por haberle
asistido y curado con singular esmero en su trabajo; pero que no conve-
nía que volviese á la misión, ni él tampoco gustaría después de lo pasa-
do. Despachado el ordinario con el teniente y los informes, volvió á instar
á los padres por indios y canoas para recoger á los fugitivos, porque el
hermano Lorenzo y el portugués Correa se ofrecían á buscarlos y traer-
los al pueblo del Jesús, con sólo la promesa del perdón y sin fuarza ni
violencia. No se atrevieron los padres á condescender con el misionero,
en unas circunstancias tan críticas; mas lo que no pudo recabar de los
padres lo consiguió del doctor Matheus, cura de la Concepción y grande
amigo y apreciador de las virtudes y celo del P. Uriarte. Dispuso este
párroco canoas y señaló 20 indios cristianos de Santa Rosa para que
acompañasen al hermano y á Correa en su expedición, y salieron todos
juntos á buscar el río Aguarico, donde se creían hallarse dispersos en va-
rias partidas los del nombre de Jesús.
Entre tanto que el hermano Lorenzo concluía su comisión y se daba
algún tiempo para la respuesta que se esperaba de Quito, se retiró el
P. Uriarte á la mina de Santa Rosa, en donde hizo con quietud los santos
Ejercicios, y los dio á los caballeros y negros que trabajaban en ella, que
serían como unos doscientos; hízose todo con mucha edificación y piedad,
y con muy grande fruto de aquella pobre gente, y no es de omitir una
cosa bien particular que sucedió en este tiempo, cuando todos estaban
ocupados en la distribución ordinaria de lección de santos. Prendióse
fuego de repente en una de las casas cercanas al Real. Era grande el
peligro de que se extendiese por todas las casas de paja que estaban al-
rededor. Ardía la casa con furia, y los negros no podían atajar el incen-
dio. Dábase ya todo por perdido, cuando uno de los caballeros, llamado
D. Juan Tejera, que estaba leyendo la vida de santa Tecla, abogada
particular contra los incendios, exclamó con mucha fe: Santa Tecla,
santa Tecla. ¡Cosa prodigiosa! Al punto se recogió todo el fuego á la
cumbre de la casa, y los negros que no habían podido subir por parte
ninguna, subieron sin dificultad y lo apagaron fácilmente. Todos tuvie-
ron el caso por milagroso, y agradecidos los caballeros á santa Tecla,
la eligieron por segunda patrona de la mina, cuyo primer patrón era
San Vicente.
A los quince días de la ida del teniente y del despacho del ordinario,
restituido Uriarte á la ciudad de Archidona, tuvo respuesta del procu-
rador de las misiones, el cual le decía que se viniese luego á Quito, por-
Libro IX.— Capítulo XII 4H1
que así lo sentía la consulta de provincia; y que estando aún en visita el
P. provincial, le había enviado sus cartas. No bien leyó el P. Uriarte la
carta del procurador, que le insinuaba poder pasar á Quito, cuando, he-
rido como de un rayo, volviéndose á los padres Ars y Nadal que se ha-
llaban presentes, les dice: Adiós, adiós, padres míos. No sea acaso que
el provincial me mande ir á Quito; y metiéndose en una canoita con dos
indios pasó á Santa Rosa, y de aquí, parte á pie y parte en hombros de
los indios, no paró hasta Cotapino que está ya dentro de los montes. Aquí
le deparó el Señor un buen viejo de más de cien años llamado Rengifo
(por haber sido, como él decía, muy obediente á sus padres), que también
en aquellas tierras viven los hombres largos años, y no es el clima de la
zona tórrida tan desdichado que acorte, como algunos piensan, los años
regulares que suelen vivir los hombres en otras partes. Confesóse el ve-
nerable anciano y comulgó muy devotamente, teniendo tan buena oca-
sión para hacerlo á su satisfacción con un padre misionero, y después,
como si fuese un hombre de veinticinco años, acompañó por su pie al pa-
dre por cerros y por peñas hasta un sitio de donde no se podía pasar á
causa de un río, sino en canoas ó caballos briosos. Teníalos ya preve-
nidos el doctor Matheus, y en ellos pasaron, aunque no sin peligro, al
pueblo de la Concepción, en donde hechas algunas confesiones y bien
agasajado de este insigne sacerdote, tomó las provisiones necesarias para
la navegación hasta el Jesús. Pero antes de entrar en el río Zuño, volvió
á escribir al P. provincial para que le confirmase en la misión, pues es-
taba ya enteramente convalecido, y suplicándole que le enviase otros dos
sujetos para ella, y en particular al P. Nadal que mucho la deseaba. Tan-
to le abrasaba el celo de la salud de sus indios, que no perdía ocasión de
instar y de clamar por nuevos operarios.
La navegación por el Zuño y por el Ñapo hasta Capocuí, fué más fe-
liz que lo que se había experimentado los años pasados en que se vio á
pique de perecer, como dijimos. Encontró al P. Losa con su gente quieta
y sosegada, y á pocos días de su llegada, el Señor que iba mezclando lo
dulce con lo amargo y entreverando, como suele hacerlo con sus siervos,
los consuelos con los trabajos, le dio una de las más gustosas nuevas que
había tenido en cuatro años de penosas fatigas con los indios. Llegó al
pueblo de la Trinidad el P. Joaquín Pietragrasa, superior de la misión
y conocido antiguo del P. Uriarte, y le dio la deseada noticia de haber
hallado ya en el pueblo del Jesús al hermano Lorenzo con toda la gente
del pueblo quieta, contenta y sosegada: y que él mismo, de su parte y de
parte del misionero agraviado, había perdonado al cacique Maqueye y á
los demás cómplices del atentado. No pudo el P. Uriarte oír una relación
tan tierna sin derramar lágrimas. Rezó con el superior el Te Deum Lau-
damus en acción de gracias, y luego bajaron todos tres padres al pueblo
del Jesús llenos de gozo y rebosando de contento y alegría.
El cacique Maqueye aguardaba al P. Uriarte puesto de rodillas en el
lodo mismo del puerto muy arrepentido y con un semblante que enterne-
462 Misiones del Marañón Español
ció al misionero. Saltó éste de su canoa, y abrazándole estrechamente,
volvió á darle el bastón de cacique. Daba el pobre mil excusas diciendo
que aunque liabia sido grande su atentado, pero que lo había hecho en-
gañado y forzado de Tuinra y de sus secuaces: que por amor de Dios le
perdonase. Perdonábale de muy buena voluntad el misionero porque te-
nía bien conocido el fondo de su corazón, y le aseguraba de sus temores.
Entre tanto, fueron llegando á la casa donde se reunió un gran número
de indios y de indias que traían sus frutas y regalillos, deseando todos á
porfía ver y tocar al padre. Era preciso dejar entrar á todos y satisfa-
cer á su curiosidad. Hacían al misionero mil preguntas y no se hartaban
de tocar la herida y de palparla de mil maneras diciéndole: «¿Cómo es-
tás vivo? Pues ni el tigre más valiente escapa con un golpe tan fiero y
tan profundo en la cabeza. Dios me ha conservado, decía el padre, para
que os haga bien como hasta ahora os lo he hecho. ¿No te avisamos, de-
cían otros, que salieses de esta casa cuando entró en ella el puerco espín
que es señal clara de desgracia? Hijos míos, respondía el padre, ¿todavía
estáis en esa superstición? ¿Pues no sabéis y fuisteis testigos vosotros
de que yo mismo maté al puerco espín en la escalera sin dejarle salir
de casa? ¿Y visteis que era una fiera como las demás y que no era indio
ni demonio? Dejad, hijos, esos abusos.» En estas pláticas se pasó buena
parte del día condescendiendo con los indios y con las indias, con los ni-
ños y con los grandes, que todos querían tocar la herida, como yo mis-
mo la he tocado, aunque cerrada, varias veces en Bolonia, con mucho
consuelo mío, considerando la cicatriz como un triunfo claro de nuestra
santa fe.
El hermano Lorenzo contó también en breves palabras su aventura,
diciendo cómo se había hecho la entrada en el monte, con paz y con so-
siego, porque guiados, decía, de un Matías ladino y fiel hasta la casa de
Maqueye, después de haberla cercado con silencio, gritamos á una voz:
«El P. Manuel nos envía, no teman.» Azorados al grito, querían resis-
tir los que estaban en la casa, pero el portugués, entrando de repente,
aseguró al cacique diciendo: «Agradece al padre» Maqueye, agarrándo-
se de la escopeta de Correa, le dijo: «¿Vive el P. Manuel?» «Sí vive, res-
pondieron los indios de Santa Rosa, y por eso no te matamos.» No hubie-
rais hecho sino lo que yo merecía, dijo reconocido Maqueye.» En esto
entré yo y les aseguré del perdón, y sosegué sus temores. Procuré que
recogiesen la gente, y el mismo Maqueye fué la espía para descubrir la
caza, trayendo no sólo aquellos que habían huido del pueblo, sino otras
cuarenta personas con que ha crecido la reducción.
Libro IX.— Capítulo XIII 463
CAPITULO XIII
QUÉMASE LA REDUCCIÓN DEL NOMBRE DE JESÚS Y ES TRASLADADA Á
OTRO SITIO. — CAE CON LA FATIGA GRAVEMENTE ENFERMO EL MISIO-
NERO Y ES LLEVADO AL MARAÑÓN.
Estaba el P. Uñarte contentísimo y como en su centro en medio de su
gente, aumentando el pueblo, bien querido de los indios, sin teniente que
les perturbase y sin tantos viracochas, cuya vista les ofendía. Parecíale
que era llegado el tiempo en que había de hacer asiento la misión de
Ñapo, porque la reducción de San Miguel se había aumentado con varios
indios que habían conocido las ventajas de vivir en poblados. Y aun de
aquellos Tiriríes que huyeron los años pasados tuvo ahora noticia de que
estaban en ánimo de volverse. Para que su gusto fuese más cumplido,
recibió á poco tiempo carta del provincial, que le confirmaba en la mi-
sión y le daba licencia para que perseverase en el Ñapo si estaban los
indios sosegados y él se hallaba ya en buena salud. No sabía el buen mi-
sionero cómo agradecer al cielo tanto bien; daba gracias á Dios noche y
día y le pedía gracia para trabajar con doblado esfuerzo en la viña que
se le encomendaba.
Mas quería el Señor obedeciese en el punto más difícil y que bajase la
cabeza en una cosa que le hería en lo más vivo del corazón. Conociendo
el superior Pietragrasa cómo el temple de las tierras del Ñapo era poco
favorable para un entero convalecimiento después del golpe terrible, y
que era necesario el que se resintiese de la herida en medio de las fati-
gas y cuidados con que debía asistir á tres pueblos, se resolvió á trasla-
darle al Marañen, cuyos aires eran más limpios y más benigna la in-
ñuencia del clima. Intimó al P. Uriarte que bajase á San Joaquín de
Omaguas mientras él pasaba á San Ignacio de Pevas y Caumares, donde
le llamaban las críticas circunstancias en que se hallaba este pueblo,
como veremos en el capítulo siguiente. Quedó algo sorprendido el misio-
nero á una intimación que no esperaba , y representando humildemente
cómo se iban asentando las cosas y aumentando los pueblos, le propuso
los vivos deseos que le daba el Señor de morir entre aquellos pobres in-
dios en el Ñapo, ya que no había sido digno de regar con su sangre la
misión y dar la vida por ellos. Firme el superior en su determinación, no
dio lugar á la propuesta; y viendo Uriarte ser esta la voluntad del Se-
ñor, que así quería ser servido, le entregó enteramente la suya y rindió
su juicio á una perfecta obediencia. Y en medio de haberse visto tantas
veces en muchos peligros de muerte por el bien de los indios, como he-
mos visto, tuvo esta obediencia por uno de los vencimientos más difíciles
por el menos sospechoso y más grato á su Majestad.
Debía de asistir el P. Isidro Losa á todo el partido mientras viniese
464 Misiones del Marañón Español
nuevo sacerdote, y viniendo al pueblo del Jesús, hacer sus salidas á San
Miguel, á Santa María y á la Trinidad de Capocuí, pueblo distante mu-
chas jornadas del centro de la misión. Suplicó al P. Pietragrasa que per-
mitiese al P. Uriarte residir en el Jesús hasta que viniese nuevo misio-
nero, porque ni él se hallaba con fuerzas bastantes para tanta fatiga
después de los achaques contraídos en aquel país, ni tenía valor para
quedarse solo entre tantos indios de tan diferentes genios sin algún com-
pañero sacerdote. Vino en ello el superior, y dando en ello sus providen-
cias para que bajase de Archidona el P. Ars para asistir al Nombre de
Jesús, se partió en derechura al pueblo de San Ignacio .
No se aplicó menos el P. Uriarte al cultivo de los indios en estos pocos
meses de lo que se había aplicado en los años antecedentes. Primera-
mente procuró vestir del mejor modo que pudo con sábanas, sotanas y
otros trapitos viejos á muchos de sus indios que, después de cuatro meses
de monte, habían venido casi desnudos. Entabló después el rezo y la doc-
trina con mucho cuidado y aplicación, porque echó de ver lo que pare-
cía increíble: que hasta los niños más bien dispuestos en el catecismo le
habían olvidado en aquellos pocos meses. Tan frágil es la memoria de
aquellas gentes, que en dándoles alguna interrupción era necesario
empezar á enseñarlas de nuevo. Puso orden en las prácticas del
gobierno político, haciendo que los alcaldes, regidores, fiscales y sacris-
tanes cumpliesen con sus respectivas obligaciones, acudiendo cada día al
misionero á dar cuenta y á recibir órdenes . Los indios entraban con gus-
to en todo, así por verse libres de tantos viracochas como por faltar al-
gunos de los que habían tenido parte en el atentado y hallarse reconoci-
dos los demás.
Seis fueron los indios principales que concurrieron más inmediata-
mente á la conjuración pasada. Vióse en algunos de ellos sensiblemen-
te la justicia del Señor en los castigos severos que padecieron á vista
de los demás; pero como Padre de misericordia quiso mostrar su pie-
dad con los otros. El viejo Miguel Uye, que dio la señal para la en-
trada de los demás, había sido muerto violentamente de sus amigos por
quitarle las cosillas que llevó consigo al monte. En el mismo sitio acabó
desastradamente de enfermedad un hijo del viejo Encenevi, á cuyo in-
flujo se había forjado la borrachera para la conjuración. Otro indio lla-
mado Felipe, que había tenido mucha parte en la trama, tuvo después
una muerte horrorosa, dando terribles bramidos invocando al demonio y
sin querer oir al misionero. Tuvo el Señor piedad del brujo Tuinra y de
un tal Bezocaba, que se creyó haber dado el golpe mortal al mozo Ma-
riano, pues murieron los dos bautizados y reconocidos. Lo mismo sucedió
al cacique Maqueye, á quien bautizó el P. José Ars, habiéndole dejado
3^a instruido el P. Uriarte. Pero dispuso el Señor, para escarmiento de
los demás, que delante de todo el pueblo y sin que le socorriese ninguno,
muriese ahogado en una laguna tan pequeña que apenas llevaba agua,
y fué cosa bien singular, que horrorizó á los vecinos, el no hallarse su
Libro IX.— Capítulo XIII 465
cuerpo ni vivo ni muerto por más diligencias que se hicieron por orden
del misionero para darle sepultura. Con estos ejemplos y castigos de la
justicia divina entraron en juicio los indios del Jesús, porque por corta
que sea la capacidad de aquellas gentes no dejaban de conocer y publi-
car que Dios los castigaba por su rebeldía y que se mostraba enojado
con ellos. Es verdad que algunos de estos castigos sucedieron después de
l,a salida del P. Uriarte, pero se vieron otros antes de su partida; y como
estaban yg, reconocidos y desengañados el cacique Maqueye y el viejo
Tuinra, pudo adelantar en estos pocos meses la reducción aún más de lo
que había pensado.
Pero no descansaba su celo hasta mudar el pueblo á sitio más estable
y ventajoso, porque robando el río las tierras más contiguas á la reduc-
ción, se iba ya acercando á las casas y amenazaba á la iglesia y casa
del misionero. En peligro tan claro y tan inminente, comenzó desde lue-
go á disponer las cosas para la necesaria mudanza. Registró sitios, ob-
servó parajes y eligió, finalmente, unas alturas que ofrecían un seguro
establecimiento á los indios, capacidad para la formación de iglesia y
casas, y buena proporción para las sementeras. No pensaba el misionero
hacer por sí mismo el transporte, pero un suceso bien sensible á todos y
pesadísimo al padre aceleró la mudanza. Envió una mañana á los dos
portugueses Correa y Pazmiño con todos los indios del pueblo capaces
de trabajar á rozar, limpiar y allanar el sitio destinado á la nueva re-
ducción. Salieron en sus canoas, quedando el padre en la iglesia hacien-
do sus devociones, cuando á las once de la mañana sintió una grande
humareda y oyó estallidos de fuego no lejos de la iglesia. Salió exhalado
de ella y vio que estaba ardiendo el costado de una casa y que, comuni-
cándose el fuego á la otra, del capitán, venía derecho á prender en la
iglesia porque el viento era fuerte y venía de aquel lado. Clamó, voceó,
gritó, hizo lo que pudo; pero ¿qué podía hacer un hombre solo en el pue-
blo con las mujeres y sus criaturas? Harto hicieron éstas en sacar sus
ajuarillos de las casas, persuadidas á que todo el pueblo se quemaba sin
remedio. El Padre, con los niños, atendía á las cosas de la iglesia; saca-
ron algunas alhajuelas, y entre ellas el altar portátil, pero no pudieron
coger el ara porque, cargando el fuego, ardía toda la iglesia. Pasó luego
á la cocina, que estaba distante treinta varas de la iglesia, y de la coci-
na á la casa del misionero, que, mientras atendía á librar los baúles de
los portugueses y á poner en salvo otros ajuares de los mismos, perdió
todo lo suyo, hasta la cama y el Santo Cristo. Sólo pudo sacar con gran
trabajo una frasquera en donde estaba el vino y las hostias para decir
Misa, y aun esta alhajuela le costó bien cara , porque mal clavada la
frasquera, con el peso y con la prisa se le desprendió, bajando por la es-
calera sobre una rodilla, y le hizo una buena sangría. No se podía ya su-
frir el incendio, que, apoderado de todas las casas, las redujo en poco
tiempo á cenizas, y prendiendo en un platanar, se fué comunicando por
cañaverales y frutales hasta chamuscar parte del monte.
30
466 Misiones del Marañón Español
Retiróse el P. Uriarte fatigado, sudado y ensangrentado hacia la par-
te del monte que cala al puerto. Aquí estaban las indias dando grandes
risadas (que éstos son sus cuidados), y diciendo: «Con esto iremos presto
al nuevo pueblo.» Ellas habían sacado con tiempo sus camas, lanzas, bo-
degueras y venenos y no se les daba nada por lo demás. Y el padre tuvo la
fortuna de haber dejado en Capocuí sus libros, en donde estaban todavía
depositadas las principales alhajas de la iglesia desde el viaje que había
hecho á Santa Rosa. De esta manera, por particular providencia del cie-
lo, se libraron del incendio. A poco tiempo de descanso en este paraje
observó el padre que vertía mucha sangre por la herida de la rodilla y
que se iba debilitando. Ató fuertemente con el ceñidor la parte lastima-
da, y acosado del hambre y rendido de flaqueza, comió algunos plátanos
crudos, que le hicieron, como veremos, bien poco provecho. Preguntando
aquí á las indias sobre el origen ó causa del incendio, halló que un niño
de cuatro años llamado Fermín (era, dice el padre, de contrabando, y de
él, aunque inocente, se valió el diablo para vengarse), soplando un tizón
con que quería sacar de un agujero una lagartija, encendió el alar del
tejado, y como la materia estaba bien dispuesta, se apoderó luego el fue-
go de toda la casa.
Se iba ya acercando la noche, cuando viniendo los indios de su traba-
jo y llegando á un paraje donde, volviendo el río, se descubría el pueblo,
se quedaron atónitos no viendo vestigios de reducción, sino una confusa
humareda.— ¿Qué es esto? decían á los portugueses; ¿dónde está la igle-
sia? ¿dónde la casa del padre? ¿dónde están las nuestras? Con esto rema-
ban á toda furia, asustados y deseando saber lo que había pasado. Espe-
rábales el misionero en el puerto con la respuesta, y les dijo estas pala-
bras: «Gracias á Dios, las casas de ustedes, señores Correa y Pazmiño,
se han salvado, las de los indios las sacaron sus mujeres. Todo lo demás
se ha quemado.» Mas luego que supieron los indios el origen del incendio
querían quitar la vida al padre del niño Fermín, sospechando que había
sugerido al chico el pensamiento, y fué necesaria toda la autoridad del
misionero para quitarles de la cabeza esta sospecha, por no tener muy
buena fama entre los indios mismos el padre de este niño. Pasóse la no-
che al descubierto y cenó cada uno lo que pudo, esperando la luz del día
para reconocer mejor las cenizas, en que pensaban hallar algunas cosas
que faltaban.
Entre los muchos cuidados que ocuparon esta noche la mente del pa-
dre Uriarte, era el mayor de todos la falta de ara y verse privado de
celebrar la Santa Misa, único consuelo en sus aflicciones y trabajos.
Pero no quiso el Señor, atendiendo á sus ansias fervorosas, quitarle este
consuelo, antes con particular providencia le proveyó de todo lo necesa-
rio para el sacrificio. Porque empezando la mañana siguiente á revolver
las cenizas, la primera cosa que se encontró fué el ara. Era ésta de pie-
dra pómez, y por más fuego que había caído sobre ella estaba del todo
entera y quemado sólo el forro. Luego que la vio y reconoció el misione-
Libro IX.— Capítulo XIII 467
ro, armando un rancho y disponiendo su altar dijo la Misa, á que asistie-
ron todos, dando gracias á Dios de que no hubiese sucedido desgracia al-
guna en el incendio ni perecido persona alguna. Prosiguieron revolvien-
do cenizas y hallaron las campanas que habían caido del campanil, y
en medio de haber venido sobre éstas muchos materiales que se quema-
ron todos, ni se derritieron ni empeoraron, antes quedaron más sonoras
y refinadas. Fuera de estas alhajas tan estimables de la iglesia, apenas
se encontró cosa alguna de consideración, porque todo lo había devora-
do y consumido el fuego y sólo habían quedado las vigas, estantes y
quintales más gruesos en las partes donde no había cargado tanto el in-
cendio.
Comenzaron luego á tratar de la mudanza al nuevo sitio, y fué fácil
el transporte de las vigas enteras y pies derechos que habían quedado
enteros y podían servir á las nuevas fábricas. Hicieron los indios como
de prestado sus ranchitos en donde debía cada uno fabricar su casa. El
misionero la formó mayor, como de diez varas de largo, con su división
para un altar, que abierta la puerta estaba patente á los indios para po-
der rezar, repetir el catecismo y oir Misa. De esta manera, en solos ocho
días, se formó un pueblo ó reducción de pabellones en que se practica-
ban las distribuciones y ejercicios más substanciales de rezo, doctrina,
Misa y rosarios, mientras los indios se ingeniaban á preparar las cosas
necesarias para sus fábricas.
Pero á poco tiempo de esta mudanza y desabrigo, comenzó el padre
Uriarte á experimentar las malas resultas del golpe de la cabeza, de los
muchos aguaceros de los caminos y de los ardores, faenas y trabajos del
día de la quema. Faltóle en un todo el apetito, sin poder arrostrar cosa
ninguna; creció la calentura, que parece haber tenido principio de la
comida de los plátanos verdes, y cayó en una debilidad tan grande que
pensaron todos ser llegado su fin, y el mismo padre, persuadido á que
era cierta su muerte, se quejaba amorosamente con el Señor porque no
le había dejado ó concedido morir al golpe del hacha. Vino de Capocui
el P. Isidro Losa, avisado del peligro de su compañero, y le administró
el Santo Viático, de que recibió mucho consuelo. Como iba de mal en
peor y ya perdía los sentidos, trataron de administrarle la Santa Un-
ción, cuando el Señor, que le guardaba para largos años y para mayo-
res trabajos, dispuso suavemente que diese uno de los presentes en la
enfermedad del moribundo. Tiene el Señor contados nuestros días, que
no serán ni más ni menos de los que ha destinado la Providencia por
más diligencias que haga el rico y por menos medios que tenga el pobre.
Venda los ojos al médico más hábil para que no vea el mal que se pre-
senta á la vista, y se los suele abrir á un patán ó un ignorante para que
entienda la enfermedad que se le escapa al más práctico después de ha-
ber estudiado por muchos años los Hipócrates y los Galenos.
Esto sucedió puntualmente con nuestro misionero, á quien aplicando
uno poco versado en el arte ciertas calillas, podemos decir que le restitu-
468 Misiones del Marañón Español
yó á la vida. Prorrumpió en tales evacuaciones con el remedio, que luego
volvió en sí j bajó notablemente la calentura. Parece que la enfermedad
hizo crisis en unas circunstancias en que debía estar capaz el P. Uñarte
de un consuelo y de un sentimiento que le enviaba el cielo. Llegó á esta
sazón el P. José Ars para cuidar del Jesús y de su partido, y fué grande
el consuelo del P. Manuel al ver en su pueblo un misionero que había de
trabajar por muchos años con aquella gente desechada que tenía en su
corazón; pero no fué menor su sentimiento, cuando casi al misano punto
le llegó desde los Pevas la triste nueva de que los impíos Caumares del
pueblo de San Ignacio habían muerto bárbaramente á su misionero el
P. José Casado, varÓH de singular virtud y conocido antiguo del padre
Uriarte. Adoró los caminos de la Providencia, y se confundió de no ha-
ber sido digno por sus pecados de semejante suerte, habiéndola ya tocado
con la mano.
Traía el P. Ars una muy buena canoa, y venía acompañado de un es-
pañol de calidad, llamado D. Xavier Orbe, que debía pasar al Marañón.
Como el P. Uriarte iba ya cobrando apetito, y aunque debilitado y sin
fuerzas, estaba pronto á cumplir con la obediencia que le había intimado
el superior Pietragrasa de pasar á San Joaquín, creyeron los padres ser
esta muy buena ocasión de embarcarle en una camilla y ponerle á cargo
de este caballero, que se ofrecía á cuidarle en la navegación con toda
diligencia. No parecía estar Uriarte en estado de emprender tan largo
viaje; pero la ocasión y coyuntura favorable y la esperanza de que no se
veía mejor remedio para su convalecencia que los aires del Marañón,
vencieron la dificultad. Despedido tiernamente de sus hijos, se embarca-
ron con él dos mozos blancos y dos indios fieles destinados á su servicio
en la canoa de D. Xavier, y empezaron la navegación río abajo hacia San
Joaquín. El buen español Orbe se esmeró por todo el camino en asistir al
misionero. Cuando salían á tierra fomentaba con algunos espíritus al pa-
dre, que regularmente al salir quedaba desmayado, y tomando su esco-
peta traía algún pajarito para su regalo. En una de estas salidas lleva-
ron al misionero á una casa donde acababa de nacer una criatura y es-
taba de peligro. Bautizóla el padre con mucho consuelo de su alma, dando
mil gracias al Señor de tan feliz suceso.
De esta manera, entre consuelos y trabajos, á los quince días de na-
vegación llegaron á San Joaquín de Omaguas, cuando ya con los aires
del Marañón se sentía el P. Uriarte muy aliviado. Fué llevado en brazos
de los mozos é indios hasta la casa del misionero del pueblo, que á la sa-
zón era el P . Martín Iriarte. Recibióle con increíble amor y cariño como
quien sabía muy bien los trabajos y fatigas del enfermo, y cuan aprecia-
ble era la vida de un sujeto que la había sacrificado tantas veces por la
salud espiritual de los indios. Atendió con singular cuidado á su cura y á
su convalecencia, hasta que á los cuatro meses de su llegada, estando
perfectamente restablecido, fué señalado por compañero suyo en el mis-
mo pueblo de San Joaquín.
Libro IX.— Capítulo XIII 469
Hemos referido en este libro nono una parte de los trabajos del padre
Manuel Uriarte desde el año de 1750, en que vino á cultivar la viña de
los Encabellados, hasta el de 1754 en que fué llevado al río Marañón. Y
de su relación se dejan entender las fatigas de los demás misioneros, de
quienes tenemos bien pocas noticias por no haber conservado sus papeles
ó por haberlos dejado en sus respectivos pueblos, siendo cierto que todos
aquellos padres, unos más, otros menos, fuera de las miserias y trabajos
corporales, experimentaban con frecuencia peligros en el agua, peligros
en la tierra, peligros de los hombres, peligros de las fieras, teniendo ju-
gada la vida en los caminos, montes y reducciones, durmiendo, velando,
trabajando y descansando.
IBRO X
CAPITULO PRIMERO
MATAN Á LANZADAS DOS PÉRFIDOS CAUMARES AL P. JOSÉ CASADO , EN SAN
IGNACIO DE PEVAS
Después de la muerte del P. Ignacio Francombeli, sucedida, como vi-
mos, en el pueblo de San Ignacio de Pevas por los años de 1736, hubo
muchos trabajos en aquella reducción, en medio de haberla dejado bien
floreciente aquel insigne misionero. Porque hallándose el superior de la&
misiones con poco número de operarios para tantos pueblos, y tan dis-
tantes entre sí, juzgó que podía suplir en el pueblo de Pevas hasta que
llegasen nuevos padres, cierto flamenco llamado D. Felipe Maneiro, hom-
bre de más que mediana instrucción, político, de valor, prudencia y otras
prendas, que hicieron pensar ser uno de aquellos seculares que por algún
revés ó accidente adverso se destierran de sus patrias, y sin parar en paí-
ses de comercio ni poblaciones grandes, se retiran á semejantes monta-
ñas desengañados del mundo. No daba poco fundamento á esta conjetu-
ra el oirle la relación de sus viajes y el fin de sus discursos, que paraban
en que teniendo proporción de acomodarse en Cartagena, en Santa Fe y
en Popayán, había tenido por mejor el entrar por Putumayo, y desagra-
dándole aquella misión de Franciscanos, venía á la de Mainas con el
designio de arrimarse á algún padre misionero, y de ayudarle en lo que
pudiese en su santo ministerio.
El superior de la misión no pudiendo echar mano de sacerdote alguno
después de la muerte del P. Francombeli, envió á San Ignacio de Pevas
á nuestro D. Felipe, acompañado por entonces de un padre misionero,
que en un par de meses le instruyese en el método de nuestro gobierno^
Como hombre capaz y desengañado, entró fácilmente en las prácticas
comunes y distribución diaria de la misión. Pero los seglares, y más
Libro X.— Capítulo I 471
cuando tienen ciertos humos militares como descubrió desde luego D. Fe-
lipe, acostumbrado por muchos años á la milicia, no se acomodan fácil-
mente al trato suave y gobierno benigno y paternal con los indios. Poco
tiempo después de haberse retirado el misionero, empezó á usar de algún
rigor con la gente; mandaba con imperio, hacía obedecer con fuerza, y
empleaba las amenazas, cuando antes todo se reducía á ruegos y cari-
ños y súplicas, como acostumbran exactamente los padres, hasta que
los indios conozcan por sí mismos la necesidad de las prácticas y ejerci-
cios de la religión cristiana.
No se puede negar que mantuvo D. Felipe sin novedad la gente en-
comendada, y que aunque llegó á oler el superior su conducta y proce-
der algo imperioso y poco conforme al sufrido gobierno de los nuestros,
tuvo por bien el disimular, por parecerle la sujeción y rendimiento de la
gente menos violento y forzado de lo que se descubrió con el tiempo.
Acompañábanle los indios en los viajes á sacar gentiles de los montes,
parecían mostrar prontitud bastante en la asistencia al rezo y doctrina,
y no faltaban en todo lo ocurrente á la economía del pueblo.
Pero ausentándose de la reducción D. Felipe y llegando á entender los
indios que pasaba á la ciudad de Lamas para fijar en ella su residencia,
empezaron luego á descubrir que cuanto hacían con el flamenco, todo
era forzado, violento y á más no poder. Como no habían obrado los indios
por principio de virtud, y sólo el temor y miedo les había mantenido en
sus prácticas, faltando éste, como debía faltar en el gobierno de los mi-
sioneros, todo fué por tierra sin poder enderezar á las gentes. Tres misio-
neros que sucesivamente vinieron á este pueblo, tuvieron que hacer y
que padecer en la resistencia obstinada de los indios á toda buena prác-
tica y ejercicio. Nada hacían sino lo que querían, lo que les agradaba ó
lo que era conforme á su genio. Miraban con fastidio la Misa, aborrecían
el rezo y la doctrina, despreciaban toda distribución y sólo se rendían
con dones y con regalos. Pero como no podían éstos alcanzar á todos, ni
los padres los tenían en todo tiempo, en faltando el atractivo faltaba la
sujeción y obediencia sin poder esperar de algunos aun aquel ordinario
respeto de todo indio á su misionero. No dejaron de suceder en el pueblo
varios lances bien arriesgados, y todos estos tres misioneros se libraron,
por particular providencia del cielo, de las manos de muchos ingratos, y
por ventura singular salieron con la vida.
Últimamente puso el superior los ojos en un sujeto del todo cabal,
cuyo carácter era una caridad ardiente de la salud espiritual de los in-
dios, y pensando que con su amor entrañable vencería por último la ter-
quedad y pereza de aquellas gentes, le envió al pueblo de San Ignacio.
Era este el P. José Casado, natural de Villanueva de Duero, á quien no
parecía faltar ninguna de las partes necesarias para formar un ministro
evangélico. Su complexión era robusta y fuerte su ánimo, imperturba-
ble su corazón, esforzado en los mayores peligros, pero sobre todo un re-
ligioso de singular mortificación, porque dormía muy poco, vestido y en
472 Misiones del Marañón Español
el suelo mismo; comía lo más vil y despreciado y tan escasamente, que
pasaba de ayuno riguroso; la penitencia era tal, que se disciplinaba des-
apiadadamente dos y más veces cada noche: no usaba de calzado por su
humildad y pobreza si no es cuando estaba delante de otros misioneros,
porque entonces, para evitar la singularidad, se calzaba. La oración se
podía decir casi continua de día y de noche; su misericordia con los in-
dios le hizo despojar muchas veces de sus camisas y ropa usual para cu-
brirlos, y se le oyó decir no pocas veces que con el mismo gusto con que
daba cuanto tenía á los indios, daría toda su sangre y vida por ellos.
Encontró el P. José Casado en el pueblo de San Ignacio cuatro cas-
tas de indios de diferentes naturales, Pevas, Zavas, Caumares y Cava-
chis, Eran los Pevas despiertos y robustos, pero en extremo toscos; los
Caumares ladinos y advertidos y algo más aseados; los Cavachis bron-
cos é inhumanos, que ni lloraban los muertos ni entendían de policía,
aunque suplían estos defectos con la constancia que ¡mostraban en el tra-
bajo. Finalmente, los Zavas eran de suyo muy inconstantes, iban y venían
frecuentemente de los montes y tenían allá sus peleas y á veces mata-
ban familias enteras. De esta gente se componía la reducción, y era ne-
cesario mucho tiempo para manejar tan discordes naturales. Luego que
entró allá el P. José, á lo que pienso por los años de 1751, y se hizo bien
cargo de las diversas condiciones de los indios, comenzó á ganarles las
voluntades, haciéndose en cuanto podía todo á todos, y usando de todas
las industrias que le sugería su celo. Todo cuanto con ellos hacía, iba
animado de una caridad entrañable con que parecía querer meterlos en
su corazón. Jamás dejó salir hacia fuera la menor seña de desazón ó en-
fado, teniendo delante de los ojos tantas cosas que hacía del que no en-
tendía. Remediaba sus necesidades no sólo con dones y regalillos que les
alargaba, sino con sus mismas cosas, hasta darles su alimento y hasta
quedarse desnudo por alimentarlos y vestirlos. Pero ellos, tercos, ciegos
y obstinados, supieron burlarse de las industrias del caritativo misionero
y se mantuvieron en la misma desobediencia, desatención y desprecio
que habían mostrado á los demás misioneros.
Mas como si un proceder tan ingrato fuese mérito para la mayor apli-
cación, inventó y emprendió el P. José nuevas industrias, aunque de
grande fatiga, no pudiendo aquellas tibiezas y frialdades apagar el in-
cendio de su corazón. Una escuela general para todos los niños, y otra
no menos universal para las niñas, le llevaban el mayor cuidado y mu-
cha parte del día, como quien conocía muy bien, y no se engañó en ello,
que si se lograba el fruto en esta tierna edad se vería en pocos años la
reducción rendida, dócil y obediente. Sin descuidar de la doctrina de los
adultos, y sin perdonar á trabajos y molestias en instruirlos y ganarlos,
juntaba en su casa mañana y tarde por seis horas toda la gente menuda,
y él en persona les enseñaba la lengua general del Inga con tanto em-
peño y aplicación, que llegó á conseguir en poco tiempo que toda la gen-
te moza se gobernase en aquella lengua, no sólo por lo tocante al cate-
Libro X— Capítulo I 473
cismo, pero aun en el trato de unos con otros. Daba gracias al cielo de
haber conseguido este señalado triunfo en un pueblo donde la lengua del
Inga facilitaba la instrucción, tan difícil hasta entonces por la variedad
de lenguas de tantas naciones.
Ya pensaba su celo en hacer una entrada en las tierras de los Ticu-
nas para agregarlos al pueblo, y aun daba las disposiciones necesarias
para el viaje, cuando el infierno, resentido de las ventajas que había con-
seguido con la gente moza, se armó contra el caritativo misionero y tiró
á cortar de un golpe sus esperanzas. Vivía amancebado, con escándalo
de todo el pueblo, un indio llamado Rafael, travieso y ladino, y no bas-
tando los consejos y amonestaciones amorosas del padre para apartarle
de la ocasión, vino á San Ignacio el teniente de Omaguas y le hizo dar
públicamente algunos azotes, con que pareció quedar el escándalo re-
mediado. Mas el malvado Rafael, que hacía del reconocido y desengaña-
do, tenía dentro de su corazón encubierta la resolución de vengarse de
la integridad del misionero, que no quería pasar por sus desórdenes.
Para esto, un domingo determinó faltar á la doctrina y Misa, y coaligán-
dose con otro hermano suyo, se puso en emboscada en un camino estre-
cho, por donde había de pasar el misionero en busca de los dos echándo-
los de menos. No se engañó en su discurso, porque tomando el padre
cuenta de los que faltaban á la doctrina y Misa, y hallando que faltaba
Rafael y su hermano, cogió luego su cruz y con dos fiscales fué á buscar
á los dos hermanos para traerlos á la iglesia. Apenas entró el padre por
el camino estrecho donde estaban los pérfidos apostados, cuando cerra-
ron contra él llenos de cólera, y bárbaros, le quitaron la vida atravesán-
dolo á lanzadas. Quedó el cadáver tendido en el suelo nadando en su
propia sangre, y los fiscales escaparon temiendo correr la misma suerte
que el misionero. Estaba todavía en el pueblo el teniente de Omaguas, y
oyendo el atentado fué luego, escoltado de algunos Pevas fieles, al sitio
donde se hallaba el cadáver, y se horrorizó al verlo acribillado de heri-
das. Tomáronle con reverencia, como á cuerpo de un mártir del Señor,
y le sepultaron en la iglesia cerca del medio.
La desgracia (sucedida en el año de 54) puso á todo el pueblo en el
mayor peligro de perderse. No sólo se retiraron los Caumares, de cuya
parcialidad eran Rafael y su hermano, sino que se empeñaron en arras-
trar consigo las demás naciones, valiéndose de los enlaces de amistad y
parentesco y declarando guerra á los que no quisieran seguirlos. Siendo
ya común el alboroto, el temor de ser todos envueltos en el castigo del
enorme atentado hizo ausentarse del pueblo la mayor parte de las na-
ciones. Sólo se mantuvieron firmes los Pevas, que, dando aviso de lo su-
cedido al vicesuperior de Omaguas, tomó la providencia de enviar
luego un mozo español con algunos indios bien armados, para que ampa-
rasen á los Pevas y al teniente de los insultos y acometimiento de los
que estaban en el monte. Encargaba también al teniente mismo que pu-
blicase inmediatamente un perdón general á todos los que no habían
474 Misiones del Marañón Español
concurrido á la muerte del misionero, advirtiendo que de la ejecución
pronta del medio que le insinuaba dependía el que volviesen sin dificul-
tad los indios.
Siguió el consejo el teniente y expidió prontamente un auto de per-
dón, que hizo publicar en el pueblo, en forma de bando, y procuró que
llegase á noticia de los retirados para que pudiesen volver á la reduc-
ción sobre seguro. Esto bastó para que no fuese adelante el alboroto y
para que empezase ya la gente retirada á recogerse á la población. Pero
lo que sobre todo acabó de aquietarle fué la llegada del P. José de Vaha-
monde, que, como tan práctico en tratar con los indios, fué señalado por
misionero del pueblo de San Ignacio, después de haber vivido por diez
y siete años con los Napeanos, cuya reducción dejó tan aventajada en lo
espiritual y temporal que no cedía á ninguna de las más antiguas y flo-
recientes de la misión.
Echó Dios la bendición á los esfuerzos y disposiciones acertadas del
misionero. Procuró que pasase hasta los montes más retirados la noticia
del perdón general y del nuevo padre, que estaba ya en el pueblo no
para castigarlos, sino para regalarlos, atenderlos y cuidarlos, como lo
había hecho por muchos años con los Napeanos. El aviso fué tan impor-
tante, que no sólo restableció prontamente el pueblo con la venida de los
retirados, sino que á poco tiempo le aumentó considerablemente, de ma-
nera que no teniendo más que trescientas almas cuando quitaron la vida
al bendito P. Casado, cuatro meses después contaba ya seiscientas, y
después de algunos otros, escribía el misionero, que arribaban ya las al-
mas de la reducción á setecientas. No hay duda sino que la sangre ino-
cente del P. José, derramada con tanta voluntad, fué mérito para una
mudanza tan extraordinaria, y el mismo misionero Vahamonde atribuía
á su intercesión la eficacia que á sus diligencias concedía el Señor. Por-
que desde este tiempo se logró una pronta asistencia á la doctrina, una
obediencia regular á cuanto se mandaba, y el aprecio y respeto debido al
misionero. Y lo que más admiraba era, que la nación Caumara, que ha-
bía tenido más parte que las demás en el atentado, sobresaliese desde en-
tonces en todo lo bueno á las otras naciones, de manera que llegó á ser
el alma del pueblo, la norma y ejemplo de los que venían de nuevo, y
como el brazo derecho del misionero, para el entable de sus disposiciones.
Siguió los años siguientes la reducción en el mismo estado, no sólo sin
mudanza ni alteración la más leve, sino con mayor adelantamiento y per-
fección en el gobierno cristiano político, y estaba tan lejos de mirarse con
aquel horror que infundía á los principios la barbarie, rusticidad y proter-
via de sus habitadores, que antes se consideró en el tiempo del arresto de
los misioneros como uno de los pueblos nuevos más apetecidos y deseados
de los señores clérigos que les sucedieron. Y el gobernador, de acuerdo
con el señor vicario general, destinó á San Ignacio de Pevas al maestro
D. Luis Peña y Herrera, como merecedor de singular atención por su
mérito y letras.
Libro X.— Capítulo II 475
Debióse esta prodigiosa transformación al riego de la sangre del pa-
dre José Casado, y á los esfuerzos que hizo por introducir en el pueblo la
lengua del Inga. Pero aunque el santo misionero la derramó con tanta
voluntad, no dejó el Señor sin castigo á los homicidas, porque entrando
por el monte D. José Castellanos, viceteniente del partido,, dio con los
dos hermanos que bárbara y alevosamente atravesaron al padre con sus
lanzas, y traídos al pueblo los mandó azotar públicamente, para escar-
miento de los demás, intimándoles el destierro á San Xavier de Yavari,
población de portugueses, y aunque de aquí se escaparon, fué común
fama que les quitó la vida el cacique ó capitán de la nación de los Pevas.
CAPITULO II
MUERE AHOGADO EN EL RÍO MARAÑÓN EL P. FRANCISCO BAZTERRICA, Á
LO QUE SE SUPO POR MALICIA DISIMULADA DE UN INDIO
En el mismo año de 1754 en que los Caumares alevosos mataron
cruelmente en San Ignacio al P. José Casado, murió ahogado, no lejos del
pueblo de San Regis el P. Francisco Bazterrica. Parece que el cielo quiso
premiar al mismo tiempo con unas muertes gloriosas á esos dos insignes
misioneros que tres años antes entraron juntos en una misma canoa á la
misión del Marañen. Y no es de omitir una cosa bien particular con que
les prevenía el cielo y que les sucedió en el viaje, pasando por el pueblo
del Jesús donde se hallaba por vicesuperior del partido del Ñapo el pa-
dre Manuel Uriarte. Entregaron á este misionero una carta del padre
provincial la cual venía dirigida al P. Martín Iriarte, visitador de las
misiones; pero fué fácil la equivocación por traer el sobrescrito en abre-
viatura de esta manera P. M«. Iriarte, y por haber poca diferencia así
en los nombres como en los apellidos: comenzó á leerla el P. Manuel
Uriarte, y como leyese la primera cláusula que decía: Envío dos padres
probados y fervorosos que podrá poner V. R. en dos buenos pueblos con
toda satisfacción; suspendió la lectura el P. Manuel, y volviéndose á los
dos misioneros les dijo: «Gracias á Dios, padres míos. Aquí se quedan.
Uno pasará á San Miguel y otro irá al Nombre de María.» Admirados los
padres, respondieron que iban al Marañen y que con este designio ha-
bían salido de Quito, Entonces Uriarte comenzó á ponderarles lo glorioso
de las misiones del Ñapo, concluyendo cómo podían fácilmente alcanzar
una muerte gloriosa, muriendo mártires por la fe de Jesucristo. A esto
respondieron unánimemente los dos: «Si Dios nos previene para tanta
dicha, lo mismo es el Marañen que el Ñapo.» Prosiguiendo la lectura de
la carta el misionero del Jesús conoció por el contexto que iba dirigida
-al visitador de las misiones, y volviéndola á cerrar, dejó pasar á los pa-
476 Misiones del Marañón Español
dres adelante. Son estas unas casualidades y equivocaciones nuestras;
pero la divina providencia va siempre derecha á sus fines y por medio
de ellas suele prevenir á sus siervos.
Fué puesto el P. Francisco Bazterrica, á lo que he podido averiguar,
en el pueblo de San Francisco de Regis. Por lo menos cuidó de los Ya-
meos de esta reducción por algún tiempo, con tanto celo y aplicación,
que los adelantó mucho y les dejó arraigados en los ejercicios de piedad
y en las prácticas del gobierno asentado en las reducciones antiguas.
Por el mes de Agosto del año 1754, fué llamado á las consultas á San Joa-
quín de Omaguas en donde ¿hizo una confesión general con el otro mi-
sionero, diciéndole que presentía ser muy cortos los días de su vida y que
presto moriría. Aunque el P. Francisco era hombre muy espiritual y
mortificado, tenía mucho miedo al agua como á quien le decía el cora-
zón que en este inconstante elemento había de ser sepultado. No dañan
estos temores á los hombres santos, ni se oponen á las virtudes sólidas y
macizas, antes los permite el Señor en las personas más puras para pur-
garlas más y darles materia de vencimiento. Esto le sucedió puntual,
mente al P. Francisco en el poco tiempo que se detuvo en San Joaquín.
Salieron todos los padres que habían concurrido á las consultas á visitar
un anejo de Mayorunas distante como tres cuartos de legua del pueblo
principal. Como el camino era corto, se embarcaron todos en una gari-
tea; así llaman unos barquitos que no tienen punta ó figura de proa. La
ida fué feliz, pero la vuelta muy trabajosa, porque siendo furiosa la co-
rriente de los ríos, y no pudiendo vencerla el barquito, salió el timón de
su sitio ó quicio y dando una vuelta la garitea, todas se vieron en peligro de
irse á fondo. Pero quiso el Señor que agarrándose de unas ramas que les
ofrecía la orilla, pudiesen detener el barco y dar lugar á que se encaja-
se el timón con que salieron del lance. Mas el P. Francisco hizo juicio que
desquiciado el timón, éste era el último término de su vida: y mientras
los demás trabajaban y animaban á las gentes, él, dando el negocio por
desesperado, se estaba preparando para la muerte con los actos propios
de aquella hora.
Aunque por ahora se engañó el buen misionero, pero estaba su fin tan
cercano, que aquellos mismos actos pudieron ser disposición para su
muerte, porque apenas llegó á San Regis cuando señalado por misionero
de San Xavier de Urarinas, salió prontamente con mucho sentimiento de
los indios á buscar en las aguas la muerte que temía ó que esperaba. Em-
barcóse con un donado llamado Andrés, que le ayudaba en su ministerio
y con algunos indios. Apenas perdieron de vista el pueblo, cuando levan-
tándose una tempestad furiosa no lejos de la playa de San Regis, se vol-
teó la canoa y los escupió á todos en el Marañón. Los indios, como tan
prácticos, salieron nadando, y aun el donado que no sabía nadar, pudo
salir á la orilla agarrado de uno de ellos. Sólo el buen P. Francisco, pi-
diendo auxilio y clamando en medio del río, no fué socorrido de ninguno.
Dicese que se mantuvo por algún tiempo con las manos asido de la popa.
Libro X.— Capítulo III 477
dando lugar á socorro si le hubiese querido favorecer alguno, hasta que
le arrebató una ola fuerte y dio con él en el fondo.
Tal fué la relación que se esparció por la misión de la muerte del pa-
dre Francisco Bazterrica, pero averiguada mejor de los misioneros la
cosa, hallaron que no nació tanto la desgracia de la tempestad como de
la mala voluntad y disimulada venganza del timonero llamado Sancho,
á quien el padre había reprendido en el mismo día por la mala costum-
bre que tenía de aporrear á su mujer. Creyóse que el malvado Sancho se
la tuvo guardada, y viendo que podía ocultar su mal designio con la oca-
sión y pretexto de la tempestad, volvió por sí mismo la canoa y no quiso
dar socorro á su buen misionero. Hízose después cargo al piloto de lo que
contra él resultaba, y él se mantuvo firme en decir que no había muerto
al padre. Pero como estaba tan fundada la sospecha, se le desterró al
pueblo de Santiago de la Laguna.
Sucedió la muerte del P. Francisco Bazterrica en el año dicho de 1754,
á 30 de Agosto, día consagrado á la celebridad de Santa Rosa de Lima,
de quien era muy devoto. Fué natural de la provincia de Guipúzcoa, de
bella índole, de ingenio claro, y lo que más importa, religioso muy peni-
tente, humilde, interior, amigo del silencio, dado á la oración, amado de
Dios y de los hombres. Su caridad ardiente con los prójimos era ya muy
conocida en el colegio máximo de Quito, antes que bajase á las misiones
de Mainas. Díjose que el P. María Franciscis, siciliano, misionero des-
pués del Marañen, oyó de boca de una persona santa en Europa, cómo
un misionero de Mainas moriría en el tiempo preciso que hemos dicho,
ahogado en el río Marañen, y que no se hallaría su cadáver. No era fá-
cil encontrarle en tan caudaloso río, y no pudiendo los indios darle se-
pultura, se contentaron con llorar amargamente la muerte de su buen
padre, que tanto les había querido y á quien amaban tiernamente.
CAPITULO III
FUNDA EL P . ANDRÉS CAMACHO EL PUEBLO DE NUESTRA SEÑORA
DE LOS DOLORES EN EL PARTIDO DE PASTAZA
Del partido bajo del Marañen nos llama á sus alturas la fundación de
un nuevo pueblo, formado en el año siguiente de 55 en el partido del río
Pastaza. Fueron sus habitadores los Muratas, ramo ó parcialidad de la
nación Andoa, cuya lengua hablaban sin diversidad en la substancia y
sin diferencia en el modo. Hiciéronse años antes varias tentativas para
la reducción de estas gentes; pero se hallaron siempre tantas dificulta-
des é inconvenientes, que no se había podido lograr nada con los Mura-
tas hasta que, entrando varias veces á sus montes el P. Andrés Cama-
cho, les ganó con su dulzura, liberalidad y paciencia.
Fué señalado, como en su lugar insinuamos, por los años de 42 como
478 Misiones del Marañón Español
misionero de los Andoas el P. Enrique Francen, que, habiendo servido
por doce años el curato de Archidona, pasó después al pueblo del Nom-
bre de Jesús. Pero alteró tanto sus humores el temple poco sano del río
Ñapo, que temiendo perder el superior tan excelente operario le trasla-
dó luego á la reducción de Santo Tomé de Andoas. Poco tiempo después
de su llegada empezaron los indios á informar al P. Enrique de ciertos
parientes suyos que andaban esparcidos por los montes pidiéndole licen-
cia para hacer un descubrimiento con que pensaban aumentar el pue-
blo, que con varias epidemias se iba disminuyendo. Repetían cada día
las mismas instancias, añadiendo que la entrada seria útil y ventajosa
para todos, porque al fin muchos de los que pensaban encontrar eran sus
parientes y allegados.
Negábase el P. Enrique á una pretensión que le parecía muy arries-
gada, creyendo, por otra parte, que no se lograría el descubrimiento,
porque otros tres misioneros que se habían empeñado años antes en el
mismo asunto no pudieron siquiera entablar la paz con aquellos genti-
les. Viendo los Andoas la firmeza del misionero en negarles la facultad
deseada y que se escudaba con las diligencias repetidas y siempre frus-
tradas de sus antecesores, no por eso volvían atrás empeñados en la em-
presa. Discurrieron otro medio que le haría más fuerza que los pasados
y le movería á condescender con ellos. Expusieron al padre los grandes
temores en que andaban en sus cacerías y pescas por el río Guazaga,
y particularmente cuando iban á formar sus canoas, para cuya cons-
trucción era menester detenerse por algunas semanas. Decían que en
todo este tiempo estaban expuestos á una repentina sorpresa que les cos-
taría muy cara, y que no podían tener paz, quietud ni sosiego mientras
no hiciesen paz con sus allegados y parientes, y que á ellos mismos los
miraban como á extraños y enemigos. Tanto hablaron, dijeron y ponde-
raron su peligro, que hubo de ceder finalmente el misionero, el cual, ha-
ciendo antes las advertencias más prudentes sobre la moderación, pre-
vención y cautela que debían observarse, fió al gobernador del pueblo la
empresa, dándole facultad de que escogiese los indios más valientes y
de mayor satisfacción.
La expedición que parece haberse hecho por los años de 48, fué arre-
glada en todas las disposiciones, pero desgraciada en sus efectos para los
cristianos. Llevaban por el río en su largo viaje canoas pequeñas de ob-
servación algo avanzadas, diligencia del todo necesaria para no ser aco-
metidos de sorpresa, y por la noche dormían, por la misma razón, con
centinelas que se remudaban hasta el amanecer. Cuando ya llegaron al
sitio que por rastros seguros sabían no estar distante délas casas, dejaron
las canoas con guardas, y saltando los demás á tierra, empezaron á ca-
minar con guardias avanzadas, observando el orden que se acostumbraba
en semejantes entradas. Mas los gentiles, que según la prevención con
que los esperaban habían descubierto con tiempo á los Andoas, acome-
tieron y cargaron contra los cristianos, de manera que, por más que hi-
Libro X.— Capítulo III 479
cieron para contener el primer ímpetu manteniéndose unidos y en la de-
fensa se vieron tan estrechados y oprimidos con muertes de unos y heri-
das de otros, que hubieron de desunirse y tratar sólo de salir del peligro,
retirándose apresuradamente al sitio de las canoas.
Este lance tan mal logrado puso en el mayor cuidado al P. Enrique,
que conocía muy bien el genio guerrero y vengativo de los Andoas, y
tuvo hasta que hacer en contenerlos, porque irritados de la bárbara in-
vasión y furor ciego de los enemigos, estuvieron muchas veces á punT;o
de ir á tomar satisfacción de las muertes y del agravio. No fué poco
triunfo de sus exhortaciones persuadirles un perdón cristiano, á que como
tales estaban obligados, como en efecto lo consiguió hasta explicarse los
Andoas en términos de que no deseaban otra venganza que el verlos pa-
cificados y en disposición de reducirse á la fe de Jesucristo.
Sosegados ya los indios de Santo Tomé, recurrió el P. Francisco al su-
perior de la misión y al teniente de Borja, exponiendo los peligros en que
vivía su gente y todo el partido, el buen ánimo y resolución de los An-
doas, y las ventajas que se podían esperar de la paz y reducción de aque-
llos gentiles, antes que se fuesen retirando más ú ocultándose de manera
que no se pudiese dar con ellos. De parte del teniente no había dificultad
alguna en ayudar con sus fuerzas á los Andoas, y se ofrecía gustoso á
cooperar á las disposiciones del padre superior de las misiones. Pero la
hubo y grande de parte de éste, el cual era uno de aquellos misioneros
que tenían siempre á mano razones de inconvenientes para negarse á nue-
vas empresas, y se figuraban vinculado el adelantamiento de la misión
en mantenerse con la conservación de lo adquirido por sus antecesores,
sin exponerse al riesgo de perderlo todo ó no asistir bien á los ya reduci-
dos. Errada máxima que hizo en estos tiempos ver caminar la misión pre-
cipitadamente á su ruina, no siendo posible mantenerse sin nuevos
aumentos de gentiles en tantos contrarios de pestes, fugas y otros traba-
jos y causas, como hizo ver la experiencia y como lloraron en todo tiempo
los misioneros, que siempre miraron como fin de su ministerio el extender
la fe de .Jesucristo por todos aquellos bosques, selvas y lugares retirados
sin que por esto corriese algún riesgo lo conquistado ni hubiesen sido me-
nos cuidados los pueblos ya fundados.
Entró, finalmente á superior, el P. Joaquín Pietragrasa, y como va-
rón práctico en las entradas y experimentado en las misiones, trató, de
acuerdo con el teniente, de la conveniencia y necesidad de la empresa.
Dio cada uno sus respectivas disposiciones, y juntándose en el día acor-
dado á la boca del río Guazaga doscientos cincuenta indios de Andoas
y otras naciones, con trece viracochas y un cabo que gobernaba la ar-
madilla, empezaron su marcha. Iba por capellán de la armada el P. An-
drés Camacho, compañero del P. Enrique, para evitar toda violencia y
tropelía, y para conquistar más antes las almas con buena manera y re-
galillos, que los cuerpos con armas. Quince días navegaron río arriba
con todas las precauciones necesarias, y dejadas al siguiente las canoas,
480 Misiones del Marañón Español
por no poder vencer las corrientes, saltaron á tierra y caminaron por el
monte por otros ocho, hasta llegar al sitio de la pasada refrieg-a. Conti-
nuaron después por otros observando por todos lados y buscando rastros
y huellas de gentiles, mas no hallando indicio alguno de lo que preten-
dían, se determinaron dar la vuelta, perdida toda esperanza de lograr
el fin de la jornada.
Desde esta entrada tan penosa, larga y arreglada que se hizo en el
año de 54, fué juicio común de los blancos y de la mayor parte de los in-
dios, que el choque pasado de los cristianos con los gentiles, había sido
con los Xívaros, diestrísimos en sus retiradas, en ocultar todos los ras-
tros, y en borrar todas las señales por no ser descubiertos. Pero los An-
doas pensaban muy de otra manera y con sobrado fundamento, porque
en el encuentro pasado conocieron muy bien que ni las armas, ni el modo
de pelear era propia de los Xívaros. Fuera de que por las voces que die-
ron al tiempo de acometer conocieron claramente que hablaban su len-
gua, y que eran, por el consiguiente, de su nación. Sin embargo, disimu-
laron por entonces los indios, porque no les tenía cuenta el descubrir la
verdad, que á poco tiempo descubrieron; temían, y con razón que si la
descubrían se les recargase la culpa de la expedición mal lograda, y se
arrimaron al partido de no declarar que les hubiesen conocido, explicán-
dose inclinados á que serían Xívaros, como por las señas parecían. De
este modo, sobre disculparse, hacían entrar en el empeño de descubrir á
los suyos teniéndolos por Xívaros, que sabían se deseaban con ansias. Así
discurren los indios en las cosas que pretenden, y no siempre los euro-
peos descubren sus sutilezas.
Frustrada la expedición por el río Guazaga, pensaron después de al-
gún tiempo volver por sí los Andoas, con nuevo artificio. Hicieron creer
al P. Enrique y su compañero, que en sus caminos por el monte en se-
guimiento de la caza, hallaban cada día nuevos rastros de gente, en cuya
especie insistieron por seis ó siete meses, pidiendo licencia para hacer
nueva prueba por sí mismos, y entablar paces con los que eran cierta-
mente de la nación. Resistieron los padres por algún tiempo, oponiéndo-
les nuevos inconvenientes, pero ellos porfiaban, alegando tales motivos
y razones de que no eran Xívaros aquellos montaraces, sino parientes
suyos, que persuadido el P. Camacho de la verdad de los indios, se resol-
vió animosamente á la entrada, con la condición expresa de que todos
debían sujetarse á sus disposiciones, sin menear una mano sin su per-
miso ó licencia. Porque tenía vivas esperanzas de ganar aquellos genti-
les sin llegar á las armas. No se oponían los Andoas á una condición que
era muy conforme á su inclinación y gusto, porque no trataban ya de
vengarse, sino de ganar á gente con quien tenían carne y sangre.
Escogieron los cabos señalados por el P. Camacho, 80 indios los más
á propósito para la entrada por su valor y por su capacidad, y enco-
mendando la empresa á Nuestro Señor, salieron del pueblo el día 12 de
Mayo de 1755. Unos fueron por agua, llevando las canoas al puerto de
Libro X.— Capítulo III 481
Guazaga, y otros por tierra, de cuatro en cuatro, hasta el mismo sitio.
Emboscados aquí todos, navegaron por el río 14 días sin detenerse en
buscar rastros. Llegados al paraje que tenían los indios bien demarcado,
hicieron su real, asegurando las canoas. Quedó el padre en este sitio con
la mayor parte de la gente y despachó algunos indios en buen orden
para rastrear por el monte, con el orden preciso de volver atrás si halla-
ban huellas seguras. Al día cuarto volvieron los exploradores con la
noticia de haber descubierto lo que se pretendía. Al día siguiente, sin
perder tiempo, determinó el padre salir con su gente bien ordenada y en
mucho silencio hasta acercarse á un camino ancho, en donde se dejaba
oír bastante claramente el sonido de un tamborcillo que tocaban los
gentiles en una casa no distante. Hízose alto en este lugar hasta la ma-
ñana, en que, repartidos los nuestros por uno y otro lado del camino,
fueron cogiendo las sendas, apostándose de manera que podían ver sin
ser vistos á los que se fueren acercando. A poco tiempo de haber estado
en vela y acechando á todas partes, divisaron un mocetón que venía ca
minando hacia donde estaban dispuestos. Dejáronle entrar bien en me-
dio de la emboscada, y cuando tenían tomada la salida por uno y otro
extremo, asegurados que era uno solo hicieron llamada, batiendo las ro-
delas con las lanzas por una y otra parte. Quiso el mozo hacer frente á
uno que hacía el ademán de acometerle, pero dándole éste prontamente
con la rodela en el pecho le derribó, sin lesión alguna, en el suelo. Ro-
deáronle los demás, y al verse rodeado de rodelas y lanzas, gritó despa-
vorido diciendo: «No me matéis.»— «Nadie te matará ni hará daño ningu-
no, respondió el principal, que somos tus paisanos.»
Sosegado enteramente el gentil con las buenas palabras de los An-
doas, avisaron éstos al P. Andrés Camacho, diciéndole muy alegres que
hablaba el mozo en su lengua y que era de los Muratas Andoas, que por
tantos años se habían buscado. El padre le acarició cuanto pudo para
quitar toda sospecha y miedo, y le expuso el motivo de su venida y cómo
deseaba ver al cacique para tratar con él y con toda la nación de paz y
de lo demás que pretendía. Consiguióse sin dificultad, por medio del
mozo, la entrada pacífica en la casa donde se hallaba el cacique para
tratar con él, y fueron agasajados los huéspedes como parientes, y éstos
respondieron con los regalillos que apetecen los gentiles. En dos días
que aquí se detuvo el misionero no sólo entabló las paces, pero les dejó
muy aficionados á su trato y al de los cristianos. Bautizó en este primer
viaje 18 párvulos, que le ofrecieron voluntariamente en señal de que se
juntarían todos los Muratas de los contornos en población y se pondrían
en manos y á la dirección de los misioneros. Empezaron á formar su re-
ducción en otro segundo viaje que hizo el padre para más aclarar la eje-
cución, y se juntaron por entonces en las cercanías de Guazaga, 158 Mu-
ratas Andoas, poniendo el pueblo bajo el patrocinio de Nuestra Señora
de los Dolores.
Para el más seguro establecimiento del pueblo, ordenó el P. Enrique
31
482 MisiONKS DEL Marañón Español
Francen que pasase á los Muratas el capitán D. Andrés Guamusuri Cu-
charama, y el alférez D Francisco Mirruama con sus mujeres, á fin de
dar calor, fomentar y dirigir la ejecución de la iglesia, casas y demás
fábricas. Pero esta providencia tan necesaria en los principios de las re-
ducciones, puso á peligro de perder ésta cuando apenas empezaba á me-
recer este nombre, por la muerte violenta y muy sentida que dio un Mu-
rata al alférez Mirruama. Mas quiso Dios que tan bárbaro atentado no
tuviese otra resulta que la retirada del homicida y sus allegados, los cua-
les no pararon hasta el río Morona. Para evitar estos daños y otros que
fácilmente sucedieron en los pueblos distantes, se tuvo por conveniente
mudar la reducción á sitio más cercano y colocarla en la banda austral
de Guazaga, Así se excusaban los raudales que hacían largos los viajes.
De este último sitio se abrió después camino para los Andoas, con sola la
travesía de tres días, y en el año de 61 se descubrió otro de un solo día
para los indios y de día y medio para los misioneros. Esta cercanía fué
muy ventajosa al pueblo de los Dolores, y los Muratas se fueron civili-
zando y acomodando á los estilos y prácticas de las demás reducciones.
CAPITULO IV
PASA EL P. MANUEL URIARTE Á SAN PABLO DE NAPEANOS
Restablecido de sus males el P. Uriarte en San Joaquín de Omaguas,
y cicatrizada bien la herida de la cabeza, fué señalado del padre supe-
rior Pietragrasa por misionero de los Napeanos. Había cuidado de esta
reducción el P. José de Vahamonde por diez y siete años, y como hom-
bre nacido para tratar con los gentiles, diestro en ganar las voluntades,
y aplicado al ministerio en que le había puesto el cielo con particular
providencia, llegó á formar un pueblo de los más lucidos de toda la mi-
sión. Admiraba á todos el orden de la iglesia y casas, la perfección del
gobierno, la subordinación de los indios, la asistencia á las funciones de
la iglesia y la abundancia de todo lo necesario para el sustento de la
gente. Estaba fundada la reducción en un sitio alto y llano sobre una
hermosa laguna que desagua por el oriente en el río Nanai. Tenía una
plaza muy capaz y despejada ; estaba en medio la iglesia vistosa y de
tres naves, junto á ella la casa del misionero con sus claustros á modo de
colegio con tres aposentos altos y otros tres bajos. La cocina ó casa de
recogimiento era correspondiente á lo demás. Todo estaba grandemente
alhajado, y hasta las casas de los indios fuera de estar bien formadas, y
colocadas con gusto y simetría, mirando todas á la iglesia, tenían todos
los muebles que se podían desear; tanto se esmeró aquel padre de fami-
lias en atender á los Napeanos para que no les faltase nada en lo tempo-
ral y acudiesen con gusto á lo espiritual. Y para que no se echase nada
de ¡menos, introdujo telares en el pueblo de que nacía que los Napeanos
Libro X.— Capítulo IV 483
andaban todos bien vestidos y eran conocidos por el traje entre los de-
más indios.
Esta reducción cayó en manos de un misionero harto diferente del pa-
dre José Vahamonde, su fundador. Porque señalado éste, como vimos,
para San Ignacio de Pevas, á sosegar los alborotos ocasionados de la
muerte de su misionero, bajó á los Napeanos otro sacerdote, no sé si diga
sin vocación del cielo ó que no quiso corresponder á ella. No escribo
de buena gana este lunar de la misión de Mainas, pero tampoco puedo
omitirlo, así por no faltar á la verdad de la historia, como porque puede
servir de documento á los que se dignare el Señor de llamar para tra-
bajar entre gentiles, y para que ninguno se fíe del alto puesto ó minis-
terio en que se halla, antes bien, qui stat videat ne cadat. El nuevo misio-
nero de San Pablo, en el cortísimo tiempo que vivió en la reducción, que
sería un año, no sirvió de otra cosa que de atrasar el pueblo. Tomaba
las prácticas de la misión con mucha frialdad, y tenía puesto su corazón
en otros cuidados indignos de su ministerio. íComo á otro Judas le entró
el diablo por la codicia, que hasta en los puestos más sagrados se suele
meter este monstruo, y dio en juntar algunas arrobas de cera con el pre-
texto que le sugería el enemigo de remediar y socorrer á su padre. Pero
el Señor, que vela sobre los suyos, dispuso que luego lo oliesen los supe-
riores, y llamado á Quito el indigno misionero, fué despedido de la Com-
pañía.
Era preciso enviar á San Pablo otro sujeto que con su fervor, desinte-
rés y celo reparase las quiebras del ministro retirado, y edificase á los
indios con obras y palabras. Puso los ojos el superior en el P. Manuel
Uriarte, que recibió la asignación con grande voluntad, porque siempre
le tiraba gente nueva, y esperaba conseguir mucho fruto en la nación
Iquita que estaba al cargo del misionero de San Pablo. Previno luego su
viaje, y salió á su destino por el Marañen, de donde entró en el Nanai en
que navegó por nueve días hasta la reducción. No dejaron de sucederle
en este largo viaje algunos casos particulares con que le consoló Su Ma-
jestad en los peligros del camino. Apenas salieron de San Joaquín,
cuando arrimaron los indios la canoa á un monte alto para comer, y en
esto descubrió el misionero la Providencia de Dios en salvar un alma.
Tenía cerca del rancho su casita un capitán gentil, Masamae, cuya mu-
jer acababa de parir una criatura delicada. Súpolo el padre y fué pron-
tamente á la choza, bautizó á la criatura, y luego voló al cielo como si
estuviera esperando el agua del santo bautismo. Por la tarde se levantó
una furiosa tempestad en el Marañen; pero los indios, con destreza, en-
derezaron la canoa á una playa cubierta de poca agua, y aferrándola
bien con las tánganas en la tierra, dieron lugar á que la tempestad des-
bravase. Hicieron noche cerca de este sitio en una mesa de tierra que so-
bresalía del agua como media vara, y he aquí otra Providencia del Se-
ñor en salvar á dos niños Amaonos como de diez á doce años, los cuales,
habiendo huido de los Omaguas, se hallaban los pobres aislados sin poder
484 Misiones del Marañón Español
salir de aquel sitio por haberles llevado el río la canoa. Recogió el padre
los niños, y habiendo rezado todos el rosario, procuraron reposar. No fué
tan cumplido el reposo como se prometían, porque creciendo el agua se
anegó toda la playa, y si un indio no lo advierte con tiempo, se lleva los
ranchos estando todos dormidos. Recogiéronse á la canoa, y comenzaron
á caminar de noche y evitaron el peligro.
Como los bogas eran prácticos en aquellos ríos, y sabían bien los pe-
ligros que había de aquella parte del Marañón, metieron la canoa por
una quebrada llamada Itayay, y por ella salieron felizmente al rio Na-
nai, que aunque profundo y caudaloso, no es muy ancho ni precipitado.
Corre el Nanai por terreno muy llano, hace inmensos rodeos, vueltas y
caracoles, su agua es fresca y clara, tiene muchas lagunas y ensena-
das abundantes de pescados, y en particular sus charapas son gordísi-
mas. Las frutas de sus riberas son diversas y regaladas; descúbrese en
ellas mucha abundancia de cacao, y de otro grano muy parecido, algo
más blanco, pero son tantos los monosque hay en estos parajes, que sino
se dan prisa los indios á cogerlo, lo comen luego que empieza á madu-
rar. A seis días de navegación por el Nanai, no lejos de la boca del río
Blanco, hicieron alto en el pueblo desamparado de Santa María de la
Luz, de Masamaes. Al ver el misionero sitio tan hermoso, y considerando
que se había acabado esta reducción fundada con grandes fatigas por el
P. Vahamonde, á causa de haberse consumido los vecinos de peste y epi-
demia, le dio Dios á entender el mucho fruto que se había de lograr en
este desierto y le infundió una grande confianza de restaurar el pueblo
con el patrocinio de María Santísima, cuyo nombre había tenido. Dijo
Misa en aquel lugar, encomendando á su Majestad la restauración, y en
señal de ella colocó una gran cruz. Caminaron otros tres días río arriba
y metiéndose á las veces por atajos de varios caños que sabían los indios,
y donde corría el agua rapidísimamente. Era cosa que asombraba al mi-
sionero ver la destreza con que conducían los indios la canoa por medio
de tantos estorbos y malezas, cortando con agilidad y ligereza los árbo-
les atravesados con sus hachas, las ramas con sus machetes y las vari-
tas más delgadas con los dientes tan tiesos, agudos y tajantes que todo lo
llevaban como si fueran guadañas. Es verdad que aquí tuvieron algunos
sustos, pero el Señor los sacó á salvo, logrando matar en estas estrechu-
ras un horroroso caimán que les amenazaba con 72 colmillos. Tantas
armas presentaba este monstruo contra la pequeña canoa.
Llegó, finalmente, el P.Uriarte en la octava de la Natividad de Nues-
tra Señora á su destino de San Pablo de los Napeanos, y como su ante-
cesor había pensado no sólo en volver á Quito, sino en dejar la sotana,
halló á los indios algo montaraces y que habían caído de aquellas prác-
ticas y distribuciones con que su fundador les había formado racionales,
cultos y cristianos. Aplicóse al rezo, á la doctrina, á las confesiones y
pláticas. Procuró que los alcaldes, fiscales y semaneros hiciesen con
puntualidad sus oficios; puso en orden la cocina ó casa de recogimiento
Libro X.— Capítulo IV 485
donde una viuda ejemplar y anciana criaba un buen número de niñas y
huérfanas. Tenía sus delicias con los niños, que le parecían más despier-
tos que en otras partes y aprendían cuanto se les enseñaba; pero más
particularmente enseñaba á unos seis chicos que vivían en su casa como
en un seminario y dormían en su mismo aposento. Hacíase la doctrina
en la iglesia en tres lenguas diferentes, en Yamea, en Iquita y en la ge-
neral del Inga, y en todas ellas encontró catecismos é instrucciones de
que se valía el P. Vahamonde según la diversa calidad de las naciones.
Gustóle al P. Uriarte la distribución, conociendo que este medio le faci-
litaba mucho la enseñanza; pero tuvo que aplicarse con mucho calor á
á las dos lenguas Iquita y Yamea que hasta entonces no había saludado.
Y no era pequeño trabajo lidiar á un tiempo con dos nuevas lenguas, di-
ferentes y que tienen muy poca semejanza con las dos de los Encabella-
dos y Omaguas, que había aprendido los años pasados. Pero la caridad
todo lo vence, y el celo, que inflama la voluntad, aviva también el enten-
dimiento y despeja la memoria, porque apoderándose del alma toda, me-
jora las potencias y de ellas se ayuda admirablemente para el fin que
pretende.
Al paso que se iban asentando las cosas en el pueblo de San Pablo,
procuraba también el misionero adelantar los Iquitos de Santa Bárbara,
anejo de Napeanos, y distante un día de camino de San Pablo. Hizo allí
varios bautismos, proveyó de herramientas y procuró perfeccionar la
iglesia empezada, dejando con los Iquitos su mismo mozo, para que les
enseilase á concluir la fábrica é hiciese con ellos todos los días la doctri-
na cristiana. En uno de los viajes que hizo á Santa Bárbara, le sucedió
un caso particular que descubre lo que es la gente nueva. Un mocetón
Iquito, tan alto que tenía dos varas y media, y tan inocente que no pare-
cía haber pecado en Adán, por no ponerse la camisa de lienzo que le
daba el padre, se huyó á la heredad diciendo que estaba mejor desnudo;
llamóle el misionero, y viniendo luego, se la puso porque se lo mandaba.
Pasado algún tiempo se bautizó y murió como un ángel. Más gozo causó
al misionero otro bautismo singular que hizo en San Pablo, en una vieja
Masamae que trajeron al monte sus hijos en una pobre camilla. Habían
escapado al monte dos años antes, y como la madre conociese que se
acercaba su fin, hizo que la llevasen al pueblo para morir bautizada.
Luego que el padre supo la nueva, fué corriendo á donde estaba la Ma-
samae, que parecía un esqueleto, sin más movimiento que la de la piel
de los labios para responder á lo que le preguntaban. Como la halló bien
instruida, luego la bautizó, temiendo que por momentos expirase. Reci-
bido el santo bautismo, abrió los ojos, miró al padre risueña, como agra-
deciendo el beneficio, y los volvió á cerrar con la muerte. Los hijos se
quedaron en el pueblo, diciendo que así se lo había mandado su madre.
486 Misiones del Marañón Español
CAPÍTULO V
restauración del antiguo PUEBL.') de santa MARÍA DE LA LUZ
Sabiendo los gentiles del monte el buen recibimiento que á todos pro^
metía el P. Uñarte en el pueblo de San Pablo, venían varios á visitarle
y le daban buenas esperanzas de poblarse. Entre otros llegaron al pue-
blo algunos Iquitos del río Chambira y Necamumu, que años antes se ha-
bían Juntado con el título del Corazón de Jesús de Maracanos, y estaban
distantes ocho días de camino de los Napeanos. Tomó el misionero noti-
cias muy particulares de esta gente, y se resolvió á hacer una entrada
por aquellas tierras con la esperanza de renovar aquella reducción. En
realidad todo convidaba á que se hiciese algún esfuerzo para recoger
aquellos pobres gentiles, porque le había ya llegado una canoa grande y
fuerte que llevó su antecesor, tenía muy buenas provisiones de lienzos,
herramientas y anzuelos; las cosechas estaban ya maduras, y los man-
tenimientos abundantes. Habló á los Iquitos del pueblo, y todos venían
en que se hiciese la expedición, ofreciéndose á porfía para acompañarle.
Sólo un viejo llamado Siasiu era de parecer contrario y decía al misio-
nero: «Padre, no vayas allá que te han de matar, porque son alevosos^
y cuando entró el P. Triarte con un cabo, los desafiaban á pelear».
El misionero, encomendando á Dios el negocio por algunos días y to-
mando por patrona de la empresa á Nuestra Señora de la Luz, armó cin-
co canoas, escogió cuarenta indios, y enarbolando en la capitana una
imagen de Nuestra Señora de la Luz que había de ser la conquistadora,
se embarcó con su mozo y con un buen intérprete llamado Crisóstomo.
Salieron todos, bajando dos días por el Nanai. De aquí comenzaron á su-
bir por el río Blanco, en cuya playa hicieron rancho el día cuarto, dur-
miendo los indios como suelen sobre la arena, y descansando el padre
con su mocito en la canoa. Mas á dos horas de noche despertó el misione-
ro por un golpe fuerte que dio la canoa en que dormía. Parecióle al prin-
cipio, no estando del todo despejado, que caminaba la canoa y que la se-
guían los demás; pero causándole un poco de armonía un golpe tan fuerte,
se levantó, y no viendo á nadie, observó que las corrientes llevaban la
canoa, y acabó de entender que se había soltado. Gritó luego á los indios,
cuyas fogatas todavía divisaba, y ellos, despavoridos por el susto, se
echaron luego al agua y se dieron tan buena maña, que alcanzando la ca-
noa la recogieron y ataron mejor. El día sexto, dejando á la izquierda el
río Blanco, entraron por el Necamumu, más pequeño pero más rápido y
lleno de palos y ramaje. Mucho dieron que hacer tantos estorbos á los in-
dios, y faltó poco para que no volvieran atrás acobardados de tanta difi-
cultad. Entre otros, encontraron un árbol largo y grueso atravesado, que
fué menester cortar por tres veces, apeándose el misionero y metiéndose
Libro X.— Capítulo V 487
en el agua hasta los hombros para animar á los indios que ya desmaya-
ban y se daban por vencidos. Finalmente, al cabo de algún tiempo lo-
graron, á fuerza de brazos, que la canoa grande resbalase entre los rai-
gones y pasase del otro lado.
Después de siete días de navegación con las molestias referidas, repa-
raron, como á las tres de la mañana, en una canoita con dos personas.
Dijo el padre á sus Napeanos que sin hacerles daño ninguno se las traje-
sen. Al punto obedecieron, y cercando á los de las canoillas que grita-
ban y pedían socorro, les trajeron á donde estaba el misionero. Este les
acarició, regaló y sosegó. Era un indio y una india. Al indio le dio un cal-
zón de rayadillo muy vistoso, y á la india una buena pampanilla. Fuera
de esto, los llenó de donecillos y les envió á sus parientes diciendo que no
temiesen, que venía un padre á verlos, visitarlos y regalarlos. Partieron
contentísimos con la buena acogida y con tantos regalos, é hicieron tan
bien el encargo, que al día siguiente por la mañana en que tomaron los
nuestros el puerto, encontraron en él al cacique y á su gente que les es-
taban aguardando. Todos estaban pintados y adornados á su modo; can-
taban, saltaban y brincaban al son de unos pífanos y tamborcillos. Tra-
ían los hombres sus cerquillos como frailes, y en medio unas coronas co-
loradas de achote, y muchos de ellos sus orejas y narigueras de conchas
vistosas y relucientes. Las mujeres estaban con sus pequeñas pampani-
llas tejidas de chambira con flecos de Conchitas entreverados con granos
de frutas blancas á manera de gargantillas y con dientes de monos y de
puercos. Las arracadas eran de sartas de frutillas como mijo, y remata-
ban en Conchitas triangulares. Los niños y las niñas, adornados también
á su modo, se abalanzaban á la canoa del padre, y como eran muchos y
hablaban todos á un tiempo, no se entendía qué querían ni qué pedían,
hasta que, reparando el misionero que arqueaban el índice y el llevaban
á la boca, conoció que pedían anzuelos y dijo que á todos regalaría por-
que traía consigo muchas cosas que repartir con ellos.
Después de este primer encuentro, tan gustoso al misionero, le llevó
el cacique á una casa grande que habían desocupado para los huéspe-
des. Trajeron bebidas, frutas y pescados en mucha abundancia, de ma-
nera que sobraron víveres para toda la comitiva del padre en el tiempo
que aquí se detuvo con los Iquitos. Preguntáronle , entre otras cosas,
cómo había llegado á tierras tan apartadas. De aquí tomó ocasión el pa-
dre para hablarles largamente en esta substancia: «Hijos míos, yo, sólo
por quereros bien, he dejado mis parientes y hermanos allá donde nace
el sol; y sabiendo por mis Napeanos cómo estabais sin anzuelos, he ve-
nido á traerlos y aquí los tengo. Tomad, que para vosotros son (y repar-
tió como 300 anzuelos á uno por persona). Pero habéis de' saber que he
tenido grande trabajo en este viaje. Se me soltó la canoa estando dur-
miendo y por poco no me ahogo; los palos atravesados en el río me hi-
cieron meter en el agua hasta la garganta y no sé cómo salí salvo. Yo
os quisiera ver á menudo y proveeros de herramientas y vestidos ; pero
488 Misiones del Marañón Español
estando aquí vosotros tan distantes de nuestro pueblo, no me atrevo á
venir, ni mis indios me dejarán. Ved aquí las hachas que traigo, las
cuales son bastantes por ahora para hacer el desmonte en la boca del
río Blanco. Yo las dejaré al cacique y á los principales, para que con
ellas comiencen á limpiar el sitio. Mis indios Ñapeados os ayudarán con
mucho gusto á llevar los trastos en sus canoas y os darán plantas y se-
millas para vuestras sementeras. Entre tanto que maduran las que aquí
tenéis, podéis venir con nosotros é iréis haciendo vuestras casas, y pri-
mero la casa grande de Dios y después otra pequeña para el padre. Ve-
nid, que yo os lo enseñaré todo, y ante todas cosas el camino de ir al cie-
lo y escapar del fuego que está quemando allá bajo á los malos. De co-
mer hay mucho en el pueblo, para socorreros seis meses y más. Ea, ¿qué
decís? ¿Queréis veniros conmigo?»
Respondió luego á voz en grito un mocito llamado Miguel: «Vamos
allá, padre; yo haré el primero el desmonte.» Es cosa bien singular que
sólo este mozo estaba vivo de los que catorce años antes había bautiza-
do, como vimos, el P. Martín Iriarte. Todos los demás bautizados habían
ya muerto antes que fuesen capaces de malicia. A Miguelillo siguió lue-
go el cacique, y todos á una voz dijeron: «Allá vamos, allá vamos.» Es
verdad que ayudaron no poco á la resolución de los Iquitos los indios Na-
peanos, y particularmente el intérprete, que era muy fiel y expresivo.
Tanto importa á los misioneros llevar consigo en las entradas indios
probados y que miren la entrada como suya.
Tomada ya la determinación, todos se retiraron á descansar. Al día
siguiente bautizó el padre 50 párvulos, á quienes dio sus medallitas y ca-
misetas. Hizo después un catálogo con toda distinción de todas las fami-
lias, que eran muchas, como se deja entender de tantos niños; y aunque
las casas eran solamente catorce ó quince, pero ya el cacique y los prin-
cipales habían recogido los que andaban dispersos por los montes. No se
trataba ya sino de viaje. Todo era repique de batanas y de tambores y
todo sonaba alegría. Viendo las cosas en tan buen estado, repartió el
padre las hachas al cacique y á los principales, distribuyó machetes,
alargó cuchillos y dio á las mujeres pampanillas largas de lona, que les
cubrían bien las rodillas. Ellos iban llevando sus trastos y acomodándo-
los en sus canoas y en las de los Napeanos con tal prisa, que como eran
tantos, casi se hundían las barcas, como allá las de San Pedro, con cuya
memoria se enternecía el misionero y no cesaba de dar gracias á Dios
por tanta pesca. Hasta un pobrecito tullido vino arrastrando y se metió
con los demás.
Salieron todos por la mañana después de haber dicho el padre la santa
Misa y encomendado al Señor el viaje. Quiso Su Majestad que no hubiese
estorbos de travesía por venir el río alto y muy crecido, y que en po-
cos días, sin novedad ni desgracia, llegase toda la tropa al antiguo sitio
de Santa María de la Luz. Desembarcados los trastos, desmontaron con
facilidad, como eran muchos, todo el campo necesario para un buen
Libro X.— Capitulo V 489
pueblo con el título de Santa María de la Luz y de los Sagrados Corazo-
nes. Plantóse una cruz muy grande y hermosa en la que había de ser
plaza, hiciéronse de prestado ranchos y cabanas, y en particular una
más capaz para capilla, con su división para morada del misionero, en-
tre tanto que se formaba el pueblo. Era el sitio de lo más delicioso y có
modo que se podía desear, alto, seco y al parecer de buenos aires, la tie-
rra firme y de migajón; al lado corría un riachuelo de agua clara y
fresca. Fuera de las muchas lagunas del contorno, llenas de peces de
varias especies y tamaños, se hallaba abundancia de toda pesca á un
cuarto de hora, donde el río Blanco desagua en el Nanai. Para los edifi-
cios de iglesia y casa tenían en los montes vecinos maderas exquisitas, y
como el sitio había estado en otro tiempo poblado, se veían árboles fru-
tales que, limpios de maleza y cultivados, volvieron á reverdecer y dar
frutos sazonados.
Antes de partirse el misionero, les dejó el plan de la reducción que se
había de hacer, en esta forma: Un cuadro perfecto con sus cuatro costa-
dos, poco diferentes. La plaza grande y capaz, que diese lugar á la ven-
tilación del aire. Por el lado que miraba al puerto, la debían cerrar tres
fábricas principales, como eran la iglesia, la casa de recogimiento y la
casa del misionero. Las casas de los indios habían de ocupar los otros
tres lados, todas de una misma forma y figura, con puertas á la plaza,
y con postigos atrás para sus jardines y huertas cercadas. Para evitar
quemas bien frecuentes en los pueblos, debía distar una casa de otra
como doce varas. Era el designio hacerlas todas de paredes, y blanquea-
das, como las tenían los Napeanos en San Pablo y algunos indios en Santa
Bárbara, los únicos en esta curiosidad por toda la misión. Formado el
plan y tomadas las medidas, se despidió el P. Uriarte de sus noveles hi-
jos. Puso en manos del cacique un bastón de palo colorado con su puño
labrado, y dio dos varas, una de alcalde y otra de fiscal, á otros dos in-
dios de satisfacción. Pero viendo un viejo grave que á él no le daban in-
signia alguna, pidió también un bastón, diciendo que él había de cuidar
con esmero de la iglesia. Conocida la buena voluntad, cortó el padre un
palo derecho del monte, y quitada la corteza y echa una cruz con el cu-
chillo se lo entregó, haciéndole á la memoria lo que prometía. Quedó el
viejo más ufano con su palo que el rey con su cetro. «Ahora mandaré yo,
decía muy alegre, en nombre del padre; y como los Napeanos, haremos
buena iglesia y nadie me ha de faltar al rezo.»
Tomó el padre consigo algunos niños huérfanos para que aprendiesen
la doctrina y la lengua del Inga en el pueblo de San Pablo, y acompa-
ñado de algunos Iquitos se embarcó con sus Napeanos. Todos los de la
nueva reducción, chicos y grandes, daban el adiós á su padre con pal-
madas, rogándole que volviese presto, porque habían de perseverar con
él hasta morir. Fué corto el viaje, como de dos días, y halló sin novedad
la reducción. Dadas gracias á Dios y á María Santísima por la felicidad
de la empresa, volvieron á Santa María los Iquitos bien agasajados de
490 Misiones del Marañón Español
los Napeanos, y cargados de víveres para su gente, los cuales se les fue-
ron suministrando por seis meses seguidos, para que pudiesen atender á
los trabajos del nuevo pueblo que empezaron á formar en el año de 1755.
Fué increíble el calor con que emprendieron su formación, y el empeño
que mostraban en hacer las sementeras, que como en tierra virgen y de
buen migajón, correspondieron abundantemente. No paraban ni de día
ni de noche; unos iban á San Pablo por plantas, semillas y víveres; otros
volvían á su sitio antiguo y traían en sus canoas los ajuares y trastillos
que habían quedado. Estos se ocupaban en plantar y sembrar, aquellos
pescaban con los nuevos anzuelos, y traían abundancia de pescado á los
que estaban empleados en otras faenas y trabajos. Finalmente, casi to-
dos iban armando sus casas; pero sobre todas, les llevaba la atención
una mayor, que según su costumbre formaban fuera del pueblo para pa-
rir las mujeres, porque decían que era indecencia parir la mujer en la
casa común á los demás, y por otra parte, impiedad dejar ir á las muje-
res para esto al monte ó al río, como los animales. En esta casa, distante
un poco del pueblo, fueron prevenidas del común, camas, pates, ollas,
y todos los utensilios necesarios, y sólo asistía en ella á la parturienta,
el marido, el padre ó la madre.
CAPITULO VI
nueva entrada por el río nanai,— adelanta el p. uriarte los pue-
blos, Y habiendo enfermado gravemente, es llevado Á san JOA-
QUÍN DE omaguas.
Mientras los Iquitos trabajaban con tanto calor en la formación de sus
casas, se aplicó el misionero al cultivo espiritual de los Napeanos, que,
acostumbrados á los ejercicios de piedad y á la celebración de las fies-
tas, llenaban de alegría al padre, y con su devoción edificaban á los que
venían de los nuevos pueblos, para ver con sus mismos ojos el orden y
concierto de San Pablo, que era como la capital de otras reducciones.
Como los Napeanos ya estaban tan arraigados en las prácticas y distri-
buciones diarias, podía el P. Uriarte visitar frecuentemente á los nuevos
y pensar en'nuevas entradas. Dióle motivo para la segunda que hizo por
el Nanai la venida de un donado llamado José Gutiérrez, el cual, con un
hermano suyo, cuidaba de San Carlos de Alabónos, anejo de San Fran-
cisco de Regís. Venía el donado á confesarse en el pueblo de San Pablo,
por estar su pueblecillo más cercano á esta reducción que á la de Regís.
Habló mucho con el P, Uriarte, y se consoló con él en sus trabajos, ofre-
ciéndose á padecer muchos más por aquellos pobres indios.
Viendo el padre tan animoso al donado, le pareció ocasión oportuna
para convidarle á una empresa que meditaba hacer por el Nanai en busca
de un cacique (de quien tenía noticia) llamado Ríame, diciéndole que,
Libro X.— Capítulo VI 491
como práctico de aquellas tierras, le podría servir de mucho en el viaje^
y que éste, aunque penoso, no dejaría de traer mucha utilidad álos Iqui-
tos, á cuya nación pertenecía el cacique. Ofrecióse al punto el buen do-
nado, que con su mismo hermano se embarcó con el misionero, siguién-
doles los indios necesarios con víveres, prevenciones y regalos. La nave-
gación fué sobremanera trabajosa por venir el Nanai más rápido de lo
que se creía, y porque siendo continuas las lluvias, no encontraban los
indios cacería ni podían coger algún pescado. Crecieron tanto los traba-
jos, que al cuarto día de navegación se desunieron los indios, y desanima-
dos, no tenían corazón para proseguir el viaje. En particular el hermano
del donado, decía abiertamente: «Aquí vamos á perecer á ojos abiertos.
No sabemos dónde están los gentiles que buscamos, ni encontramos ras-
tro alguno de habitaciones, y querer pasar adelante contra la corriente
furiosa del río, contra las continuas lluvias y contra el hambre, que por
fuerza ha de ser mayor cada día, es una temeridad conocida y correr en
busca del precipicio.» Viendo el misionero las quejas y poco aliento de la
gente, tuvo por conveniente el desistir, pero no de manera que abando-
nase la empresa. Envió á un fiscal más animoso con una canoa, con re-
galos y con convite al cacique Riame y sus vasallos, para que se agre-
gasen al pueblo de Santa Bárbara, y él, con toda la comitiva, se volvió
á esta reducción, algo enfermo por las muchas aguas que le habían pasa-
do y por las otras necesidades que se habían padecido.
Fuéle preciso detenerse quince días en Santa Bárbara por la indispo-
sición en que se hallaba, aunque no dejaba por eso de atender á las gen-
tes que, como nuevas y sin propio misionero, estaban bien necesitadas
de instrucción y de pasto espiritual. Y más en este tiempo tuvo el con-
suelo de ver concluida la iglesia y la casa del padre que su mismo mozo,
enviado tiempo antes para este fin, había levantado de paredes muy
buenas y con todas las oficinas necesarias de cocina, refectorio y patio,
á imitación de la fábrica de San Pablo. Pero si fué grande su contento
al ver concluidas estas obras, no tuvo menor gusto cuando vio volver al
fiscal enviado con la canoa, después de haber cumplido con fidelidad y
empeño la comisión de hablar de su parte al cacique Riame. Contaba el
fiscal cómo cesando las lluvias había entrado al cacique y á sus subditos,
presentándole las hachas y regalos que llevaba, y pedido, de parte del
misionero, que se viniese con los suyos á vivir con los de Santa Bárbara,
en donde nada les faltaría y serían atendidos en todo como los Iquitos
sus paisanos. Y que agradeciendo todos los presentes que se les hacían,
habían respondido concordemente que, recogidas las sementeras, ven-
drían á establecerse en el pueblo de Santa Bárbara con los Iquitos, pero
con la condición de que no se tratase en algún tiempo de juntarlos con
los Napeanos ni con otros Yameos. En efecto, los Riamistas cumplieron
su palabra, y á poco tiempo se agregaron á la reducción de Santa Bár-
bara; pero demostraron también que no añadían de balde la condición
que ponían, pues como el sucesor del P. Uriarte les instase á que baja-
492 Misiones del Marañón Español
sen á San Pablo, se le escapó el cacique con otros muchos, sin poder
atraerlos á reducción ninguna. Tanto tiento es menester con gentes nue-
vas, que no dejan de un golpe las aprensiones antiguas. Poco á poco y
con suavidad se ha de sacar de ellas lo que se puede, porque si todo se
quiere conseguir en un día no se conseguirá nada, como enseñó siempre
la experiencia.
Volvió, finalmente, á su pueblo el P. Uriarte algo consolado de su en-
trada, porque al fin se había conseguido el intento principal de recoger los
Iquitos del cacique Eiame, y echó de ver la bondad y constancia de los
Napeanos en todo el tiempo de su ausencia. Fieles en la doctrina, asisten-
tes al rosario, tenaces en las prácticas introducidas, habían adelantado
notablemente, no sólo sus propias heredades, pero también las comunes y
de la misión, mostrando un celo grande por el adelantamiento del pueblo.
Quisiera el misionero introducir los mismos sentimientos en los dos ane-
jos de Santa Bárbara y de Santa María, pero veía que debía proceder
en esto con mucho cuidado y suavidad y sin violentarlos. Para esto el
medio más oportuno que se le ofrecía era el que los Iquitos de uno y otro
pueb)lecillo viesen con sus mismos ojos lo que hacían los Napeanos, cre-
yendo que sería más eficaz el ejemplo de los indios que las instrucciones
y pláticas. Determinó hacer la Semana Santa en el pueblo de San Pablo
con toda la ostentación posible, sin omitir cosa ninguna de lo que se
acostumbra en Europa, é hizo que viniesen muchos Iquitos de Santa Ma-
ría y Santa Bárbara, los cuales asistían con mucho gusto á las ceremo-
nias sagradas y oficios tiernos de aquellos días. Fuera de las muchas
confesiones que se hicieron en aquella semana, se cantaron los oficios
por la mañana, se entonaron con ostentación los maitines, á que se si-
guieron las tinieblas, se armó un magnífico monumento con abundancia
de luces y con las alhajas más proporcionadas y lucidas que se encon-
traron en el pueblo. Hubo procesiones de penitencia con disciplinas y
otras mortificaciones, en que se cantaron Misereres, y se hacían pláticas
devotas sobre la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo. Pero so-
bre todo se practicó con la mayor ternura y devoción de los indios el
ejercicio de las tres horas que estuvo el Señor en la Cruz el Viernes San-
to. Quedó la gente muy movida con esta devoción, y acercándose al
Santo Cristo en el acto de expirar, decía muy compasiva: Así murió por
mí mi Señor Jesucristo.
De la misma manera se celebraron con especial aparato y con asis-
tencia de Napeanos é Iquitos las fiestas de Resurrección, Ascensión, Cor-
pus y la del Corazón Sagrado de Jesús, que iba prendiendo maravillosa-
mente en los pueblos de la misión. Era el designio de los misioneros unir
entre sí los pueblos que estaban á su cargo, en unos mismos sentimien-
tos, y que los nuevos pueblos Iquitos aprendiesen del ejemplo de los Na-
peanos la piedad y devoción y demás prácticas de policía. A este fin,
habiendo de pasar á las consultas de San Joaquín, con no menor cuidado
recogió las hachas y machetes y demás herramientas gastadas de los
Libro X.— Capítulo VI 493
Iquitos de los pueblos nuevos, que las de los Napeanos, para que viendo
los indios el amor y cuidado universal de su misionero en hacer renovar
los instrumentos de todos, ellos mismos se uniesen entre sí y se conside-
rasen como hermanos. A la vuelta de San Joaquín, no sólo entregó á los
indios las herramientas renovadas, pero repartió abundantemente con
ellos de las provisiones que trajo, de lienzos, anzuelos y otros regalillos,
para que conociesen el aprecio que de ellos hacía y el amor que les te-
nía. Con estas industrias del padre y con el ejemplo de los de San Pablo,
iban entrando muy bien los nuevos Iquitos en el rezo, en la doctrina y en
los establecimientos políticos de la misión, y se hallaba el misionero con-
tentísimo viendo lo mucho que le ayudaban los Napeanos en desbastar
aquellos gentiles y prepararlos á la vida cristiana y en adelantar á los
neófitos y arraigarlos en las prácticas de piedad.
Mucha continuación era ésta de prosperidades y dichas. Ya se rece-
laba el misionero de que se mezclarían sentimientos y pesares. No le en-
gañaron sus temores, y dio motivo y ocasión á muchos males una cosa li-
gera y al parecer indiferente. Dieron los mozos de la casa del padre en
que habían de matar el puerco más gordo de varios que habían criado en
ella. Dióles licencia el misionero, que no les advirtió otra cosa sino que
se fuesen con tiento en comer de la carne de cerdo casero que es en
aquellas tierras más fuerte y más indigesta que en otras partes. Los mo-
zos, habida esta licencia, hicieron morcillas y mondongos, salaron la
carne, y con el pretexto de que con el calor se podrirían muchas de las
cosas, alegres con el buen olor, freían, asaban y cocían, sin que ninguno
les fuese á la mano, y comieron sin reserva cuanto quisieron, parecién-
doles que no podría hacer daño ninguno lo que tan bien les sabía. Pero
bien poco tardaron en conocer que el apetito de la gula, no dando lugar
á la razón, y pasando todas las medidas, trae consigo más daños al cuer-
po que placeres al gusto y paladar. En breve adoleció un mestizo llama-
do Santiago, adoleció su mujer, adoleció una hija suya, y adoleció el
mozo del padre, llamado Ignacio. Todas eran personas de que necesitaba
el misionero, porque Santiago cuidaba de la casa, su mujer era maestra
de las niñas que estaban en la casa de recogimiento, en cuyo oficio le
ayudaba su misma hija, y finalmente, Ignacio era los pies y las manos
del misionero. No dio muchas treguas la enfermedad á los tres primeros,
que á pocos días murieron aun antes de lo que pensaban, y faltó poco
para qae el mestizo Santiago no se fuese sin sacramento alguno, creyen-
do que la enfermedad no apuraba. Pero tuvo el Señor providencia de
que no falleciese sin confesión, porque yendo el misionero al rosario
como á las seis de la tarde, le ocurrió pasar por el enfermo. Hallóle
con buena calentura y no le gustando, le persuadió á que se confesase,
como lo hizo con muchas muestras de dolor. Hecha esta diligencia, pasó
el padre á la iglesia, y dicho el rosario, volvió á Santiago que le tenía
en cuidado, mas le halló ya muerto, sentado en la cama con los ojos,
abiertos y en ademán de querer levantarse de ella.
494 Misiones del Marañón Español
Sólo restaba Ignacio, que como más mozo y fuerte, robusto de com-
plexión, resistía á la enfermedad; pero de manera que ni se agravaba ni
declinaba. Pidió al padre con muchas ansias que le llevase al Marañón,
porque á no hacerlo así se moría sin remedio. Compadecido el misionero
se determinó á llevarle por sí mismo, ya fuese porque temiese que no le
habían de cuidar en el camino, como convenía, los indios, ó porque tuvie-
se que tratar algunos puntos con el P. Martín Iriarte, vicesuperior de
San Joaquín de Omaguas. Lo cierto es, que el viaje largo y penoso, que
dio la salud al mozo enfermo, se la quitó al misionero, que volvió á Santa
María desconcertado y con dolores continuos de huesos, causados de las
muchas humedades y de malas noches del camino. Sin embargo, aguan-
tando su trabajo y disimulando, consoló y animó á los indios de este pue-
blo y pasando al día siguiente á los Napeanos, no hallándose mejor,
antes creciendo la indisposición , y aumentándose los dolores, colocó el
Santísimo en el sagrario para medicina y viático si la enfermedad lo
pidiese. A poco tiempo se agravó de manera, que sobreviniendo nue-
vos males, calenturas, vómitos y cursos, consumió el Sacramento por
viático.
Tendido en su camilla, se persuadió á que ya era llegada su última
hora. No se pensaba poder hallar algún remedio para cortar la calentu-
ra, vómitos y cursos, que le deshacían, fuera del transporte al río Mara-
ñón. Pero en tanta debilidad y caimiento de fuerzas, no había ya resis-
tencia para el largo viaje. Sin embargo, los indios mismos armaron una
canoa, y metido en ella en brazos en una camilla, se resolvieron á lle-
varle con mucho tiento, asistencia y cuidado. Viéndose el padre en la
canoa, no dudó de que se moría sin remedio, y fué grande su sentimiento
de no tener un sacerdote que le administrase la Santa Unción que ar-
dientemente deseaba. En este desamparo, el Señor, que por este medio
había determinado darle la salud del cuerpo, le puso en el pensamiento
que aunque no podia recibir la Unción sacramentalmente, espiritual-
mente la podía recibir y ungirse á si mismo con el santo óleo como con
reliquia sagrada. Hizo luego que le trajesen á la canoa los santos óleos,
ungióse con ellos con mucha devoción, deseando recibir los frutos del
sacramento, ya que no podía recibirlos sacramentalmente. Conoció al
punto que el Señor había sido el autor de aquel pensamiento repentino,
porque al contacto de los santos óleos, comenzó á bajar la calentura,
cesaron los vómitos y se sintió interiormente con nuevos bríos para em-
prender el viaje.
Salieron los indios con su misionero, que les mandó arrimar la canoa
por la noche al puerto de Santa María, no lejos del camino. Vinieron luego
los Iquitos á ver á su padre, y viéndole tan acabado, le decían muy com-
padecidos: « A/i, padre, ¿quién te ha hechizado? Han muerto á tus viracochas, y á ti
también te quieren matar. Serán algunos brujos del monte, pues nosotros te queremos
mucho. No creáis, hijos míos, eso, respondió el padre. Los viracochas co-
mieron mucho puerco, y se hartaron; y yo, con estos viajes forzados, como
Libro X.— Capítulo VII 495
soy enfermizo, he enfermado. Dios envía los males y la muerte cuando quie-
re, mas los buenos cristianos se van á vivir al cielo. Quedaron los Iqui-
tos algo sosegados con estas razones, y exhortándolos á la perseverancia
en la reducción y prometiendo volver á verlos, si Dios le daba salud, se
despidió de ellos. Los Napeanos remaban con tal empeño, que en sólo
cinco días hicieron el camino de diez, y el misionero con sólo respirar los
aires del Marafión, se sentía mucho mejor é iba cobrando fuerzas. Lle-
gado á San Joaquín, fué recibido como en otra ocasión del P. Triarte, cu-
rado y fomentado con la caridad acostumbrada de este insigne misione-
ro. Paró todo el mal en unas tercianas, que con quina y vomitivos de na-
ranjas con sal y agua caliente, fueron faltando. Quería el Señor que asis-
tiese á esta reducción por algunos años en tiempos harto críticos, y que
ejercitase una heroica paciencia en los trabajos que aquí le prevenía, y
particularmente en aguantar un gobernador ambicioso, cruel, desacon-
sejado, que dio mucho que hacer al misionero y hubo de acabar con los
pobres Omaguas.
CAPITULO VII
MASAJE EJEMPLAR DE 300 SOLDADOS PORTUGUESES POR LOS PUEBLOS
DE LA MISIÓN
Era ya entrado el año de 1756 cuando en San Xavier de Yavari, pri-
mer pueblo de la corona de Portugal y rayano de San Ignacio de Pevas,
se dejó ver un sargento portugués con 40 granaderos, el cual intimó de
parte del rey fidelísimo al P. Manuel Santos, misionero de aquella reduc-
ción, que sin sacar más que su cama se embarcase con él hasta el Para
en la misma embarcación que traía de aquella ciudad. Obedeció pun-
tualmente el misionero, y dejando sus queridas ovejas sin pastor, se dejó
llevar de la soldadesca, preparándose para mayores trabajos, como en
realidad sucedió, pues fué uno de los misioneros del Marañen que mere-
ció ser arrojado en las terribles cárceles de San Julián, Y en esto para-
ron las grandes confianzas de D. Juan V, de gloriosa memoria, con este
jesuíta, á quien escogió para fundador de San Xavier de Yavari, para
mayor seguridad de la frontera de los dominios de Portugal. Pero no po-
drá obscurecer el mérito de este gran rey, ni entibiar el agradecimiento
de la Compañía la errada conducta del perverso ministro de su sucesor.
Dios Nuestro Señor habrá premiado sobradamente las determinaciones
de tan buen monarca, la sinceridad de su fe y el encendido deseo de la
propagación del Evangelio.
La noticia de la prisión del P. Manuel Santos llegó inmediatamente á
San Joaquín de Omaguas, por medio de uno de los granaderos que, deser-
tando de los suyos y acertando á coger una canoílla, arribó con seis in-
dios á dicho pueblo. Este refirió á su misionero, que era ya á la sazón el
496 Misiones del Marañón Español
P. Manuel Uriarte, tocio lo sucedido en San Xavier y lo que se había eje-
cutado sin duda en las demás reducciones del Marañón portugués con to-
dos los jesuítas. Esta funesta nueva, extendida por nuestra misión, fué
como un tocar al arma y avivar más el celo de los misioneros, no porque
entonces se creyese que á ellos les pudiera suceder lo mismo, sino por-
que sabían muy bien que con ocasión del arresto de los portugueses y de
las calumnias levantadas contra ellos, se renovarían y aumentarían por
nuestros émulos las dicherías, fábulas y mentiras que casi en todos tiem-
pos, más ó menos, hicieron valer contra los misioneros españoles. Porque
al fin no era ya tan difícil en las circunstancias hacer creer á la Europa
que era una la causa y común la culpa en todos los jesuítas del Marañón.
A esta causa, nuestros padres se esforzaron en confirmar más con los he-
chos su inocencia, esperando que, si no había servido ésta á sus herma-
nos por la envidia del infiel ministro, hallarían otra correspondencia en
la corte de Madrid su celo y aplicación en tantos peligros, trabajos y fa-
tigas .
En todas las partes de la misión comenzaron á redoblar sus esfuerzos;
visitaban frecuentemente los pueblos anejos y les daban nueva perfec-
ción y aumento; hicieron repetidas entradas por los montes para repo-
ner los pueblos, disminuidos por las muchas enfermedades y epidemias,
de manera que en este mismo año de 56 recibió la misión de Mainas nue-
vos realces por el empeño universal de todos los padres, para lo cual
ayudó no poco la venida de nuevos operarios, señalados por su caridad
con los gentiles y por su aplicación al trabajo. Mientras así se afanaban
por el cultivo de la viña que el Señor les había encomendado, recibieron,
entrado ya el año de 58, una carta del padre rector del colegio del Para
en que les daba parte cómo iban desterrados á Lisboa 16 jesuítas y él mis-
mo entre ellos con el P. Roque Alemán. Y añadía cómo de este último in-
signe jesuíta decía expresamente el real decreto la causa de su destie-
rro por estas precisas palabras: «Porque ni sirve á Dios, ni al rey, ni
á la religión.» Este es el premio que da el mundo ciego á los mayores
servicios, y si por él derramaran sus sudores los misioneros, serían los
hombres más miserables de la tierra. No tengo particulares noticias
del P. Roque, que aparece tan honrado en el real decreto; sólo sé que
fué un jesuíta venerado de cuantos le trataron por sus prendas y por el
ardiente deseo de propagar el Evangelio; pero sospecho haber sido
uno de los jesuítas que con más resolución y valentía se opusieron á la
esclavitud de los indios, y que por este su constante proceder irritó la
cólera de Carballo, que la vomitó con tanta rabia en las negras expre-
siones del decreto.
Pocos meses después del aviso del rector del Para apareció en San
Joaquín de Omaguas un granadero portugués, como á las dos de la ma-
ñana, y despertando al teniente de la reducción, le pidió con atención y
cortesía que se sirviese de venir con él á casa del misionero, con quien
tenia que tratar un negocio de mucha importancia. Vino con gusto en
Libro X.— Capítulo VII 497
ello el señor teniente; y enderezándose los dos á la casa del padre, abrió
éste la puerta por conocer la voz del uno, y les dijo: «¿Qué hay de nue-
vo, pues vienen ustedes á tal hora?» A esta pregunta, tomando la mano
el portugués, respondió con mucho despejo en esta forma: «No hay por
qué asustarse, mi padre misionero. Todos los soldados portugueses que
estaban en el real del Río Negro, en número como de 300, se han levan-
tado y se han huido de aquel sitio por el trato duro, por las violencias
manifiestas y por la ninguna paga de los capitanes, y destrozándolo
todo, vienen desertores por los dominios de España. Yo me encontré con
ellos en mi camino para el Para, y por justas causas me he determinado
á seguirlos; y por ser más práctico de estas tierras me envían por de-
lante para prevenir á V. R. y pedirle facultad y licencia para pasar por
los pueblos de la misión. No quieren otra cosa que el paso franco. Todo
lo pagarán y no harán el menor daño. Cerca del medio día llegará el
primer barco con unos 24. Después irán viniendo sucesivamente y por
partidas los demás. Suplico á V. R. que tenga compasión de estos pobres
soldados y que avise de su pretensión á los indios y á los demás pueblos
del camino.» Dicha su razón, entregó al padre una carta del misionero
de San Ignacio, que daba testimonio de lo bien que se habían portado
los soldados en su reducción, de la sujeción que le habían mostrado y del
buen ejemplo que habían dado en su porte á los mismos indios, sin haber
hecho con ninguno la más leve extorsión.
No debía el misionero, ni podía, aunque quisiera, oponerse á la de-
manda de los soldados que, puesto que no hubiesen hecho bien en deser-
tar del real, tenían ya derecho para pasar por los dominios de Castilla
y ponerse en salvo. Aplicóse á lo que convenía, que era tomar las pro-
videncias necesarias para evitar los desórdenes que se podían temer en
el tránsito. Luego que amaneció, mandó llamar á los caciques y justi-
cias del pueblo, y les avisó que previniesen á los indios del arribo de los
soldados, que no se asustasen ni escondiesen, porque los blancos caraco-
yas (así llaman á los portugueses), venían de paz, y no pretendían otra
cosa que el tránsito libre por sus tierras; y que, lejos de hacerles alguna
vejación ó daño, los regalarían y atenderían con sus dones. Determinó
después que no se tocase á Misa á la hora señalada por ser día de fiesta
y dar tiempo á que los soldados pudiesen satisfacer al precepto de asis-
tir á la santa Misa. Entrada la mañana, asomó el barco que se esperaba,
y como divisasen los indios la bandera blanca que traía enarbolada en
señal de paz, bajaron de tropel alegres y regocijados al puerto á recibir
los soldados. Estos hicieron muchas salvas, y al sonido de los pífanos y
tambores saltaban de contento los indios á quienes gustan mucho seme-
jantes funciones.
Luego que los portugueses saltaron á tierra, vinieron con sus mismos-
indios que le servían de bogas, derechos á la iglesia, besaron la mano al
misionero y oyeron con edificación la Misa. Acabada ésta, comenzaron
á trabar pláticas los Omaguas con los soldados, y por la conversación s e
32
498 Misiones del Marañón Español
confirmaron en que no tenían nada que temer como el padre les decía.
Dos de los principales portugueses, de más razón y de más grado al pare-
cer, esperaron á que se desembarazase el misionero, y viéndole ya libre
de sus ocupaciones de iglesia, le hablaron en estos términos: «Venimos,
padre nuestro, implorando su auxilio, ciertos de que por estas tierras ha-
llaremos caridad cristiana. No podemos negar nuestra deserción, y que
en el real del río Negro nos hemos levantado; mas ha sido con razones
justas y sin hacer el menor daño, cuando pudiéramos con facilidad y
con impunidad haberlos hecho y muy grandes. Un año entero aguanta-
mos sin paga y hemos sido cruelmente tratados de un fiero sargento ma-
yor y de otro capitán del mismo genio, que por cualquiera falta aun de
ninguna consideración, nos.daban luego roda de paos (castigo á la inglesa
que consiste en que, haciendo un círculo en tierra, da vueltas por él el
miserable soldado, siendo entre tanto apaleado sin piedad), y nos ponían
á la golilla por tres días cargados de armas, y haciendo entre tanto
nuestras necesidades á vista de todos; lo que traemos con nosotros todo
es nuestro y corresponde á nuestras pagas, en que hemos andado come-
didos porque aún nos queda debiendo mucho nuestro rey. De todo trae-
mos testimonio de escribanos que podrán hacer fe donde convenga. En
seis meses de viaje por el río, han sido muchos los trabajos y grandes las
necesidades. Varios han muerto al rigor de las desgracias; los demás ve-
nimos estropeados y pedimos, por amor de Dios, que se nos permita al-
gún descanso y se dé lugar á la cura de los enfermos. Entre tanto, esta-
remos sujetos á las órdenes de V. R. y le obedeceremos en todo sin apar-
tarnos un punto de lo que nos mandare.»
A la relación de tantas desgracias, no dejó de conmoverse el misione-
ro, naturalmente compasivo, y más viendo con sus mismos ojos aquellos
buenos portugueses tan abatidos, humillados y desfigurados. Sin embargo,
les improbó la deserción de las banderas de su legítimo soberano, aun-
que con palabras blandas, suaves y cariñosas, como pedían las circuns-
tancias. «¡Ah, padre! respondieron ellos prontamente, excusándose del he-
cho; si no nos hubieran quitado los padres de la Compañía, que eran nues-
tro refugio y consuelo, no hubiéramos hecho semejante disparate.» Para
que se vea con qué fundamento pudieron decir después los émulos de la
Compañía que los padres portugueses solicitaron para la deserción á los
soldados del Río Negro, habiendo aquéllos salido mucho tiempo antes que
huyeran los soldados. Pero la calumnia, que atropella los más sagrados
fueros, hace poco caso de tropezar en los tiempos. «Aquí se les atenderá
á ustedes con toda caridad, prosiguió el misionero, se buscará lo necesario
para la cura de los enfermos y á todos se acudirá con el sustento conve-
niente, para que puedan con menos incomodidad proseguir su viaje. Mas
entre tanto que aquí se detuvieren, observarán lo siguiente, así para el
buen reglamento de ustedes, como para la paz y tranquilidad de mis
indios: 1.° Darán ustedes como cristianos viejos buen ejemplo á los
neófitos del pueblo. 2.° No se apartarán de este recinto entre la plaza y
Libro X.— Capítulo VII 499
la iglesia, ni hablarán con las indias. 3.® Se hospedarán en la casa del
ayuntamiento y en otra inmediata que es bien capaz y sirve para car-
pintería, adonde se les llevará lo necesario por medio de fiscales ó por
los ministros de justicia. 4.° Oirán Misa cada día, rezarán de comunidad
en la iglesia el rosario á María Santísima, y los que quisieren podrán con-
fesarse y comulgar que los oiré con gusto.» A órdenes tan prudentes y cris-
tianas respondieron concordes todos los soldados que ya rodeaban al mi-
sionero: «Señor padre, todo se hará sin faltar en una tilde.»
Y á la verdad lo cumplieron tan á la letra, que causó admiración al
mismo misionero la sujeción y rendimiento en que se mantuvieron cons-
tantes cerca de un mes sin menearse de la plaza, oyendo Misa cada día,
rezando con edificación el rosario y no tratando con mujeres. Pero lo que
causó admiración y más edificación al pueblo, fué la regularidad con que
todos fueron cumpliendo con la iglesia, confesando y comulgando sin que
faltase uno solo, y como eran ingeniosos y de varias habilidades, contri-
buyeron mucho á la celebridad de las fiestas y funciones de la iglesia con
varias invenciones que se les ofrecían y en que mostraban bien la pie-
dad portuguesa. Concurrió en este tiempo la fiesta del glorioso San Fer-
nando, que entre otras devociones celebraron también á lo militar con
muchas salvas, gritando: «¡Viva Castela y su rey!» Leían á veces al-
gunos libros espirituales, y mostraban su justicia en pagar largamente
á los indios con espejos, cuchillos y agujas que traían, los bastimentos
que les llevaban. Admirábanse mucho de la simetría y buen estableci-
miento del pueblo, de la obediencia de la gente, de la puntualidad y
compostura en la iglesia, de los cptones y chupas largas de los indios y
de los anacos ó mantos de las indias que les parecían otras tantas Freyras
Agustinas.
Como pagaban tan bien lo que los indios les llevaban, tuvieron con
abundancia de todo lo que se daba en el país, y estuvieron sobrados de
frutas y pescados, con que se fueron curando los enfermos y reparando
todos; así que, pudieron continuar con alguna comodidad su viaje, muy
agradecidos y alegres por la esperanza de ser tratados con la misma
cortesía y caridad en los demás pueblos del camino, adonde había pa-
sado ya aviso del misionero. Fueron viniendo por todo el año otras par-
tidas de soldados, de doce á veinte, y fueron atendidos con la misma hu-
manidad con que fueron servidos los primeros. Ellos se portaron general-
mente en San Joaquín (y lo mismo sería en los demás pueblos), con edifi-
cación de los indios y sin causarles molestias. Sólo un soldado que parecía
de los principales, quiso hacer no sé qué descortesía con una muchacha
de las que estaban en la cocina ó recogimiento, gritó luego ella y desapa-
reció el soldado. Mandó al punto el misionero, sabedor de lo que pasaba,
que saliese del pueblo la partida. Al entender la determinación del pa-
dre, quedaron avergonzados los demás compañeros, y querían castigar
al atrevido, no les faltando instrumentos para hacerlo, pues traían con-
sigo grillos y cadenas si acaso se desmandaba alguno. No lo permitió el
500 Misiones del Marañón Español
misionero, contento con exhortar á todos que viviesen cristianamente y
con temor de Dios, que está presente en todas partes.
En las últimas partidas que pasaron por San Joaquín, venía un por-
tugués fidalgo llamado Correa, cabeza principal del motín. Este dejó al
misionero una copia autenticada de cuanto habían ejecutado en el río
Negro, y le pedía con instancia que la presentase á la Real Audiencia
de Quito. No le pareció conveniente al padre tomar cartas en un juego
tan arriesgado. Excusóse con buenas palabras, haciéndole ver que á nin-
guno de los dos tenía cuenta que se mezclase en el negocio. El escrito se
reducía á que, no pudiendo los soldados sufrir los castigos, insultos, falta
de pre y la mucha hambre, una mañana como á las siete, fueron de con-
suno á casa del sargento mayor, á quien llevaron á casa de otro caballe-
ro para que ninguno de los particulares pudiese hacerle daño alguno; y á
que llamaron al tesorero y haciéndole sacar todo el dinero, le mandaron
que diese por cuenta á cada uno de los soldados lo que le correspondía.
Mas como no alcanzase la plata para la mitad de las pagas ya caídas,
cogieron á cuenta de la deuda bastimentos, pólvora y avalorios, y con
los indios necesarios se fueron embarcando. Esto era en la substancia lo
que contenía el instrumento. Grande desengaño para los que mandan en
la milicia; en donde sino es permitido al pobre soldado errar dos veces
por las gravísimas consecuencias que pueden originarse del primer ye-
rro, no sé yo por qué tantas veces se atrasan las pagas á los miserables
soldados, ni por qué son á las" veces tratados con tanta dureza y cruel-
dad, pudiendo ser ocasión estos descuidos y excesos, de resultas no me-
nos funestas y desgraciadas. Y si los soldados portugueses, no obstante
su desesperación, guardaron algún modo en su deserción y atentado;
pero sabida cosa es, que el despecho no admite moderaciones y da muy
pocas veces lugar al comedimiento.
La mayor parte de los desertores que pasaron por San Joaquín como
en número de doscientos sesenta, se enderezó á Lima, por las ciudades de
Lamas y Moyobamba, y una pequeña parte tomó el camino de Andoas y
vino á parar á Quito. No dieron en realidad á los nuestros las molestias
que se temía, porque entre tantos no faltaban algunos libres y aun locos,
pero aun estos estuvieron contenidos á presencia de los demás, que eran
por lo común gente de juicio y algunos muy buenos cristianos. Los ému-
los de la Compañía levantaron como suelen en semejantes lances mil co-
sas contra los misioneros, como que se habían valido de la ocasión que se
les presentaba y que se habían interesado muy bien con los pasajeros.
Pero ¿quién podrá poner freno á tantas lenguas, ni dar razón pronta
desde aquellas tierras retiradas del otro mundo á los que viven en la
Europa? Si los portugueses quieren, como sin duda querrán, pasados los
tiempos de opresión, deshacer las calumnias, pueden decir lo que les pasó
en San Joaquín en donde se detuvieron más tiempo, y cómo el misionero
de este pueblo no se interesó con ellos en un adarme. Sólo recibió de ellos
una imagen de la Concepción de yeso, que les servía de impedimenta en
Libro X.— Capítulo VIII 501
-el viaje y corría peligro de hacerse pedazos en el barco, pero con la con-
dición de pagarla como la pagó, aún más de lo que valía.
CAPITULO VIII
VARIAS ENTRADAS DE LOS MISIONEROS Á TIERRAS DE GENTILES, CON QUE
REPONEN LOS PUEBLOS DISMINUIDOS CON EPIDEMIAS
Hubo en la misión de Mainas por estos años muchas epidemias de ca-
tarros que llevaron á mucha gente en casi todos los pueblos. En unos
faltaron cuarenta indios, en otros cincuenta, pero muchos más murieron
en San Pablo de Napeanos, cuya reducción se disminuyó notablemente
con ocasión de la mudanza que se hizo de ella á sitio más saludable.
Mientras se extendía el contagio por los pueblos de la misión baja, no lo
pasaron mejor los indios de la misión alta, porque habiendo ido desde
Borja á Jaén el teniente Domingo Tapia con otros vecinos de la ciudad,
trajeron consigo las viruelas, y muerto de ellas el teniente con otros cua-
renta Borjeilos, pusieron á los indios en el mayor cuidado, y se vieron
precisados á retirarse con facultad de su cura, á un sitio llamado Puca
Barranca. Hicieron aquí sus sementeras y se mantuvieron en este lugar
hasta que pasó el contagio. Con esta ocasión se dio principio á la mu-
danza en que se pensaba de la ciudad de Borja al mismo sitio de Puca
Barranca como se ejecutó finalmente por ser lugar abundante de caza y
pesca, y por gozar de un terreno más ventajoso que el de la antigua
Borja.
Considerando tantas quiebras los misioneros, se resolvieron á hacer
frecuentes entradas á los montes en busca de gentiles, y el superior de
las misiones Martín Iriarte, en una consulta general, fomentó sus ideas
enviando orden á todos los padres de las reducciones para que todos los
años hiciesen á lo menos una entrada para mantener á los pueblos. Pon-
dremos una suma de lo que se trabajó en estos dos ó tres años y del fruto
que cogieron en sus correrías, particularmente en las misiones nuevas.
Hízose entrada desde San Joaquín en busca de gentiles voluntarios del
Mará, y por la intercesión de San Xavier, á quien se encomendó la em-
presa, se lograron treinta y ocho personas que, vestidas por el misionero
y acomodadas por las casas de los Omaguas, se fueron domesticando y
haciendo á las costumbres del pueblo. Más numerosa fué otra tropa de
gentiles llamados Cajocumas, que pertenecían á la nación Payagua, los
cuales, á diligencia del misionero de San Joaquín, se poblaron como seis
días más arriba de la boca del río Ñapo y formaron una reducción pe-
queña con la advocación de San Pedro.
En la misión de lo alto del Ñapo, se lograron ciento diez y ocho Abi-
giras Encabellados, pero con la sentida desgracia de haber muerto en la
empresa en una casa de estos gentiles el hermano Lorenzo Rodríguez sia
602 Misiones del Marañón Español
poder llegar á darle socorro el P. Ars, por más que, sabida la enferme-
dad del hermano, se apresuró cuanto pudo para administrarle los sacra-^
mentos. Pero tuvo el consuelo de saber de boca de los mismos que asis-
tieron á su tránsito, que había muerto muy conforme con la voluntad di-
vina. Era el hermano Lorenzo un religioáo muy ajustado, de maduro Jui-
cio, de celo conocido y de grande prudencia en saber acomodarse al ge-
nio de los indios. Fueron las misiones del Ñapo, tan abundantes de traba-
jos, como hemos visto, el teatro de su paciencia y sufrimiento por siete
años, al cabo de los cuales se sirvió el Señor de llevarle para si como es-
peramos, para darle el premio merecido á sus trabajos. No se puede ne-
gar que los Abigiras recientemente sacados de los montes, fueron bien
poco constantes, y que al poco tiempo se huyeron á sus escondrijos, pero
quedaron algunos y con ellos se consolaba el misionero del Jesús. Más
constante fué una partida de gentiles que se agregó al pueblo de San Ig-
nacio de Pevas á solicitación, como pienso, de los mismos Pevas, de quie-
nes eran parientes.
Pero en lo que más se mostró la amorosa providencia del Señor, fué
en atraer á los Yetes Omaguas, que mucho tiempo antes se habían reti-
rado á tierras muy distantes y con quienes se habían hecho muchas di-
ligencias sin poder hallarlos. Porque ellos mismos sin ser buscados vinie-
ron muy de lejos y después de una navegación larga de veinte días se
presentaron al misionero de San Joaquín, diciendo que estaban resueltos
á vivir en el pueblo con sus parientes. Repartiólos el padre por las ca-
sas, y bautizados los niños los vistió á todos y surtió largamente de he-
rramientas, acariciándolos muy particularmente, todo á fin de que hi-
ciesen asiento en el pueblo, porque sabía muy bien su índole y rusticidad.
Eran los Yetes Omaguas extremadamente toscos y de poquísimo entendi-
miento, de manera que los que venían niños de las selvas, apenas llega-
ban á discernir á los diez y seis años la malicia del pecado mortal, y mu-
chos de los viejos, por más que se les explicase, no acertaban á mostrar
en toda su vida entero discernimiento. No dejaron de lograrse algunos de
estos gentiles bozales, porque fuera de los niños que se bautizaron, mu-
rieron también algunos adultos con este sacramento, y muy en particu-
lar una india llamada María, que era la edificación del pueblo, la cual
acabó sus días haciendo actos fervorosos de fe, esperanza y caridad, con
deseos ardientes de ver á Dios.
Después que su Majestad se llevó algunos Yetes, entresacando á sus
predestinados de aquellos brutos, los viejos de la nación en medio de una
vida quieta en que nada se les mandaba y se les suministraba todo, de-
terminaron volverse á sus madrigueras. Para hacerlo con algún disimu-
lo, fingieron querer ir al río Ucayale á una pesca y caza general de una
semana entera, y con este pretexto llevaron engañado á un mocito de la
nación, por nombre Xavier, muy hecho ya á los estilos del pueblo. Cuan-
do el muchacho echó de ver la mucha prevención de víveres para un
viaje que les parecía corto, les dijo: «¿Para qué son tantas prevenciones
Libro X.— Capítulo VIII 503
si hemos de volver á los ocho días?» «Para volvernos, le respondieron los
viejos, á nuestro río Tiputini en busca de mujeres y casarnos.» «No ha-
gáis eso, respondió Xavier, el padre nos quiere y nuestros parientes los
Omaguas nos estiman. No faltarán en San Joaquín mujeres con quien
casarnos. No, no quiero huir á Tiputini. — Punto en boca, dijeron los vie-
jos, sigúenos, y si no aquí te matamos.» Disimuló el pobre mozo y fingió
seguirles, pero más advertido que los viejos, pensó sobre el modo de vol-
verse sin que pudieran impedírselo. Logró su traza la noche siguiente, en
que durmiendo los Yetes en una playa, después de bien comidos, aunque
para mayor seguridad habían metido en medio á Xavier y ellos estaban
puestos alrededor en forma de círculo, se escapó á gatas poco á poco
oyéndoles roncar, y cogiendo, sin ser sentido, una pequeña canoa, á todo
bogar se vino á casa del misionero sin que lo notasen los Yetes. Dióle
parte de la determinación de sus paisanos, pero por más que los Oma-
guas, diestros en manejar sus canoas, salieron en varias partidas en
busca de los fugitivos, no pudieron darles alcance, porque echaron de
menos al mozo y la canoa, y temerosos de que los seguirían los del pue-
blo, no pararon hasta el Nombre de Jesús, y de aquí tiraron á sus tierras
de Tiputini. En esto pararon los Yetes, mala canalla y de poca capaci-
dad, aun entre aquellos que tenían tan poco de racionales.
Más esperanzas dio un golpe de Mayorunas que por este tiempo de la
huida de los Yetes se logró sacar de una quebrada llamada Cuchiquina,
no lejos del pueblo de San Ignacio de Pevas. Noticioso de aquellos genti-
les el misionero de Omaguas, envió al gobernador de esta nación con un
capitán Mayoruna y varios indios en diversas canoas en busca de aque-
lla gente. Encomendóse la empresa á María Santísima y al patriarca San
Ignacio, por cuya intercesión tocó el Señor los corazones de los Mayoru-
nas, de manera que al punto y sin resistencia alguna se embarcaron con
los nuestros cuantos cupieron en las canoas, quedando los otros deseosos
de embarcaciones para seguir á los primeros, por ser el camino largo
como de quince jornadas. Llegaron las canoas llenas de gente nueva á San
Joaquín poco antes de la fiesta de San Ignacio, en cuyo día se bautizaron
los párvulos con mucha alegría y consuelo de los cristianos; pero cuando
los Omaguas, empeñados en continuar una empresa tan feliz, llegaron á
concebir esperanzas de traer todos los gentiles que se hallaban por aque-
llas tierras, todo lo cortó por justos juicios del Señor la venida importu-
na de un nuevo gobernador de la misión, que, no sólo atrasó la empezada
conquista, pero faltó muy poco para que no arruinase al pueblo mismo
de San Joaquín, en medio de estar tan sólidamente fundado y tan arrai-
gado en la fe. Tales fueron los procedimientos de este alocado ministro,
mozo vano, cruel y codicioso, como veremos en los siguientes capítulos»
504 Misiones del Marañón Español
CAPITULO IX
EXCESOS DE UN NUEVO GOBERNADOR DE MAINAS Y OPRESIÓN DE
LOS INDIOS
No podemos menos de hacer mención en nuestra historia del extraño
proceder de un gobernador de la misión, que por dos años y medio afligió
sobremanera á los indios, particularmente á los Omaguas, así por no faltar
á la verdad que profesamos, como para desengaño de aquellos ministros á
quienes pertenece señalar gobernadores y corregidores, especialmente en
tierras de indios recientemente agrega dos al seno déla Iglesia . Porque como
los buenos adelantan mucho con su buena manera, ediñcación y ejemplo,
las nuevas plantas de la viña del Señor, así los malos con su perversa ó
poco edificante conducta, si no los arrancan del todo, les quitan el humor
con que se nutren, de donde vienen á marchitarse y secarse: de estos se-
gundos fué el que llegó á San Joaquín de Omaguas por Julio de 17ó8, cuyo
nombre callamos en la historia por guardarle algún decoro á que no era
ciertamente acreedor, por haber sido sus hechos públicos y sabidos de la
misión .
Luego que el nuevo gobernador entró en esta reducción, en donde fijó
su residencia, acaso en atención á la demarcación que se debía ejecutar
en los términos de España y Portugal, cautivó los corazones de los indios
con una acción cristiana y edificativa, ofreciéndose á ser padrino en el
bautismo de todos los niños Mayoranas recién sacados del monte, como
vimos en el capítulo pasado, Hízose la función con toda celebridad y apa-
rato, quedándole muy obligados los Mayoranas por haber tomado, como
creían, bajo su protección á sus chicuelos; pero duró tanto la obligación
de éstos como la edificación de los demás, que no pasó de algunos pocos
días, porque luego comenzó á mostrar un genio altivo y soberbio, y un
natural inhumano, terco y codicioso. Dio principio á su altivez mandando
á los caciques que no se sentasen en la iglesia, como era costumbre, con
los ministros de justicia, y aun pretendió que, estando ya sentados, se le-
vantasen de los bancos. Viendo el misionero aquel disturbio, advirtió al
gobernador que no debía mandar en la iglesia y contra las costumbres
ya recibidas; que bastaba el que para otro día advirtiese á los caciques
lo que debían ejecutar. Mas, acabada la Misa, como si le hubiesen hecho
un gran desacato, puso á los caciques en el cepo y comenzó á escribir
contra los pobres una sentencia terrible de azotes públicos por las calles
del pueblo. Como los presos y sentenciados á tan ignominioso castigo eran
gente tan principal, se alborotaron luego todos los indios, y tuvo que ha-
cer el misionero aún menos en sosegar á la gente amotinada que en per-
suadir al gobernador que desistiese de aquella su locura, haciéndole ver
claramente que si no soltaba los presos, estaba ya la cosa en términos de
Libro X. — Capítulo IX 505
que sin duda le quitarían la vida j se escaparían á los montes . Este fué
el primero de sus desatinos, que continuó casi sin interrupción hasta el
último día de su gobierno. Dio orden (y se ejecutó puntualmente) para
que todo el día estuviesen á la puerta de su casa, como de guardia, dos
personas de justicia con sus varas en la mano. Estas, cuando el goberna-
dor salía de casa, iban por delante quitando todos los estorbos como si
fuese un Inga. Hizo sus almohadones (contra las leyes de la recopilación
que reserva al virrey esta regalía), y se ponía con mucha gravedad so-
bre ellos en la iglesia, haciendo antes componer con prolijidad el sitio á
los indios. Varias veces tenía que aguardar el sacerdote para que oyesen
Misa los domingos y días festivos, y si se le mandaba recado para que no
detuviese la gente, había quejas y disensiones. No hacia caso de las ra-
zones del padre, y éste lo toleraba por amor de la paz y con la esperanza
de ganarle, disimulando saber, como sabia muy bien, que aquel grande
Inga, que pretendía la adoración del pueblo, escapado de su casa en el
reino de Galicia y enderezado á Madrid á probar fortuna, había servido
en la corte de lazarillo de un ciego. A tanto llegó la ceguedad y locura
de un joven de veintitrés años, que, puesto poco há á los pies de los ca-
ballos y colocado ahora en el gobierno de Mainas, tiraba ya las líneas
para la presidencia de Quito.
No fué inferior la codicia á su loquísima vanidad. Hechas como era
costumbre por año nuevo las elecciones de alcaldes y demás oficiales del
pueblo, pretendía que le diesen cuatro libras de cera por las confirma-
ciones y nombramientos que extendía de capitanes, sargentos y alfére-
ces. Opúsose el padre con eficacia diciéndole que ninguno de sus antece-
sores había dado en semejante pensamiento que era verdaderamente un
delirio, no siendo capaces de aquella contribución los pobres indios que
con grandísima dificultad y á costa de mucho tiempo apenas podían jun-
tar tres libras de cera para comprar una hacha. Como no le saliese bien
el proyecto y un alférez Omagua le tirase la insignia del oficio diciendo:
toma tu vara que más es el trabajo que el provecho, inventó un nuevo arbitrio no
menos injusto, y fué mudar á su placer los precios de las cosas, señalan-
do seis libras de cera por cada una de las hachas que había traído de
Quito, inferiores en calidad á las que se usaban en el pueblo. De esta
manera enviaba á los indios al monte dos ó tres semanas que apenas
bastaban para recoger la cera correspondiente á las hachas que les
daba. Y lo llevaba con tanto rigor y crueldad , que á un pobre Yameo
que le llevó solamente tres libras, por habérsele muerto su hijo en el
monte cuando buscaba la cera, le azotó como si hubiera cometido un de-
lito gravísimo, y le envió al monte á buscar lo demás. Con esto los indios
venían al misionero á contar las vejaciones del gobernador, lloraban y
clamaban para que les favoreciese y amparase de aquel hombre, que no
les dejaba respirar. Pero ni el padre podía recabar nada del gobernador
con buenas razones, ni tenía otro arbitrio para contenerlo. Exhortaba á
los indios á la paciencia y á la obediencia del Apus ó superior, porque al
606 Misiones del Marañón Español
fin representaba á su majestad católica y debía ser respetado mientras
viniese otro gobernador como esperaba bien presto.
Para aumentar las aflicciones de ios indios y no dejar de oprimirlos en
todas maneras, señaló seis personas (cuando bastaban dos indios), las
cuales debían atender solamente á la caza y pesca, para la mesa y sus-
tento de su casa, y en el día que no llevaban caza y pesca, habían de
presentarle una gallina. Fuera de esto, mandaba cuanto se le ofrecía á
los nuevos Mayorunas, que oprimidos de tanto trabajo se huyeron todos
del pueblo, abominando del que pensaban hallar protector después del
padrinazgo de sus hijos. Ocupaba á otros muchos indios en servicio de su
persona, con ocasión de haberle regalado el padre, á insinuación ó peti-
ción suya, con una hermosa canoa. Giraba ésta á todas horas por el río,
y no debían faltar indios prontos á lo que les mandaba recoger con ella.
Eran á la sazón más penosas á los indios estas tareas, por la multitud de
caimanes que se descubrieron en este año. Sucedieron algunas desgracias,
pero no por eso se movía á compasión el corazón duro del gobernador.
Fué muy notable y sentida en el pueblo la que sucedió á D. Diego Yurima- .
guas, indio principal y de mucho servicio en la reducción por su conocida
habilidad y expedición primorosa en varias artes mecánicas de que se ne-
cesitaba. Uno de los indios señalados por el gobernador para su pesca era
dicho D. Diego, sin que le sirviese de excusa el estar cargado de familia.
Sucedió, que no habiendo podido coger desde el domingo hasta el viernes
más que tres charapas, grandes como de cinco arrobas, quiso venir con
ellas por no encontrar otra pesca; pero, temiendo el castigo de azotes
que recetaba luego el gobernador, procuró buscar otra cuarta, sin la
cual no quedaría ciertamente satisfecho. Estaba el infeliz atisbando des-
de la canoa para hacer su pesca, cuando un caimán de un colazo lo tiró
al agua, y de una dentellada le comió parte del brazo izquierdo. Era el
indio valiente y de gran ánimo y comenzó á luchar con el fiero lagarto,
que le quería tragar todo, dentro del agua y en medio de no tener más
que el brazo derecho, le arañó de tal suerte en los ojos, que sentido del
vivo dolor el caimán le soltó la presa y pudo salir el indio medio nadando
hacia la canoa, en que lo recogió un Mayoruna compañero suyo.
Trajéronle al pueblo medio muerto y todo desangrado, con un brazo
menos, desde más arriba del codo hasta elhombro, donde colgaban los ten-
dones. Confesóle al punto el padre, y le previno con el santo Viático, res-
tañada la sangre con la copauba. Pero como lo que le colgaba del hombro
se le iba pudriendo, instaba el misionero á que algún secular cortase el
brazo de raíz, saliendo por fiador de la cura como había curado á otros
muchos, y acababa de sanar á la sazón á uno á quien había llevado el
caimán parte del vientre y de una nalga. Nadie se atrevió á ejecutar la
operación, ni el indio hacía rostro á ella, por lo cual, cundiendo la gan-
grena, murió á los dos meses con sentimiento de todos. La última obra
que había hecho D. Diego en beneficio de la iglesia, era pintar unas an-
das; y al sacarlas de su casa para llevarlas á la iglesia, preguntaron al
Libro X.— Capítulo IX 507
misionero: ¿quién será el primero que las estrenará? Quizá, respondió el
padre, alguno de esta casa sea el primero, y así vivir bien. Puso Dios
esta respuesta en su boca, porque al amo de la casa fué el primero que
depositaron en las nuevas andas.
No contento el gobernador con afligir á los indios en la manera dicha^
engordar con la sangre de los infelices, destruir el orden de las doctri-
nas, impedir las distribuciones diarias y mortificar al misionero en su
misma persona y en sus neófitos, dio en otro pensamiento extravagante
para acabar de oprimirlos. Había fabricado el padre para el hospedaje
de los comisarios reales, que se esperaban para una determinación
exacta de los términos de Castilla y Portugal, una hermosísima casa
nunca vista en aquellos países, así por la grandeza y solidez, como por
el aseo, simetría y proporción. Tenía doce aposentos capaces, entabla-
dos con fuertes tarapotos ó tablones; daban luz á cada uno de ellos dos
ventanas con barandillas curiosamente torneadas, y marcos de abrir y
cerrar con sus visagras de hierro. Las camas, sillas de brazos, mesas y
puertas, todas eran lucidas y vistosas, de madera exquisita de cedro, que
despedía un olor agradable á los que entraban en la casa. Había en me-
dio un corredor doble con su portón bien labrado, y con su adorno de
gusto y bien pintado. Por la parte del río tenía otro corredor más grande
y despejado, que por las vistas que ofrecía era de grande gusto á los que
subían á él para registrar el puerto y reconocer la grande extensión del
río. La escalera principal era obra prima, y no faltaba para los menes-
teres otra secreta y excusada. El refectorio, que era capaz, tenía su puer-
ta con escalerilla al patio de la cocina, desde donde por un descanso cu-
bierto recibían los hombres la comida de las mujeres, y la servían por sí
mismos. Esta casa, ideada por el P. Iriarte y fabricada con prolijidad y
con trabajo por el P. Uriarte, no gustaba á nuestro gobernador por un
solo motivo que se le puso en la cabeza, diciendo que no era razón que
los demarcadores reales habitasen en la casa del misionero habiendo go-
bernador en el pueblo. En vano le proponía el padre, viendo el despro-
pósito, que no se enfrascase en una obra larga, difícil y costosa, para lo
cual no tenía comisión alguna, que esto sería acabar con la gente, bas-
tantemente oprimida, y que sobre todo advirtiese cómo mandaba el rey
en la Recopilación que las casas del cura y del gobernador estuviesen
en la misma plaza, para que el uno fuese testigo del proceder del otro.
Que esta última razón, aunque no hubiese otras, sería bastante para que
todo hombre de juicio desaprobase sus ideas.
A todo se hacía sordo el gobernador, encaprichado en su proyecto sin
dar lugar á razones, y sólo pensaba en llevar la suya adelante. Comen-
zó luego sin poder impedirlo el padre á ocupar toda la gente del pueblo.
Hizo derribar tres casas de indios á un lado de la iglesia precisando á los
pobres á que buscasen otro sitio y á que fabricasen otras de nuevo. Em-
bargó todas las canoas de la misión para traer estantes, tablones y todo
lo necesario. Andaban los hombres como unos esclavos, oprimidos de la
508 Misiones del Marañón Español
grande faena y las mujeres afligidas cargando tierra y otras cosas, sin
tener apenas tiempo para traer que comer alguna cosa de sus semente-
ras, mucho menos para cultivarlas y limpiarlas. No se oían en el pueblo
sino ayes, clamores y voces lastimosas. Iban y venían las pobres gentes
al misionero y le proponían sus quejas, concluyendo que antes querían
vivir en el monte sin casas y desprovistos de todo que vivir en el pueblo
una vida tan miserable y penosa. Sosegábalos el padre y les decía que
tuviesen un poco de paciencia, que vendría en breve, como se esperaba,
el Apu grande ó presidente de Quito, y lo remediaría todo. Entre tanto,
hacía lo que podía, librándoles de los azotes, del cepo y sacándoles algu-
nas licencias para que buscasen que comer. Todo era necesario en tanta
miseria, apretura y crueldad.
Se deja bien entender cuánto pensaría el misionero para ganar á este
hombre, corregirlo ó apartarlo del pueblo; porque la doctrina estaba
poco asistida, las prácticas de la misión iban por tierra, la gente andaba
oprimida, alborotada y á tumbo de dado, para escapar al monte. Habló-
le con toda afabilidad y cortesía suplicándole con atención y rendimien-
to que tratase á la gente con más cariño y benignidad, y que se hiciese
cargo atendiendo á su misma persona, que una vez alborotada la gente,
poco servía él y sus mozos para defenderse de seiscientos indios irritados
y diestros en manejar sus armas. No le hacía fuerza una razón tan con-
vincente, porque la vanidad, el genio presuntuoso y la ambición le trans-
portaban. Escribió el padre á los superiores, informó á Quito del modo
tirano, del trato duro y de las vejaciones del gobernador, pero el reme-
dio no podía venir tan prontamente de aquella ciudad en tan largas dis-
tancias y tan penosos caminos. Ofreciósele un medio, que fué la ejecu-
ción puntual de la ley de Recopilación, en que se manda á los goberna-
dores, corregidores y demás blancos que oigan la palabra de Dios. Inti-
mósela al gobernador, añadiendo que él y los demás debían estar con-
forme al espíritu de la ley, oyendo la plática ó sermón con toda compos-
tura y con los ojos bajos para dar ejemplo de piedad y de modestia á los
neóñtos. No se atrevió á resistir á una demanda tan justa, porque ya se
traducía que aunque duro é imperioso, quería llevar informe de ediflcati-
vo. No dejó de llevar el misionero algún fruto con sus pláticas en los de-
más. Mas poco ó nada consiguió del gobernador.
Volvió luego á sus mañas, de suerte que no sólo los indios le miraban
de mal ojo, pero también los blancos y dependientes que debían estar de
su parte. Kiñó con el teniente llamado Romero, y le echó enhoramala;
envió á Quito á su mismo mozo y metió en el cepo á cuatro soldados Bor-
jeños. Poco era esto para su orgullo. Con un fraile que acertó á pasar
por San Joaquín á su misión se estrelló, de manera que tuvo harto que
hacer el P. Uriarte en impedir las malas resultas. La cosa parece in-
creíble, pero sucedió de esta manera: Visitó el religioso al gobernador,
el cual, oliendo la plata [que traía, se le hizo amigo, y con agujas y
abalorios, se la fué sacando bonitamente. Conoció después el fraile coma
Libro X.— Capítulo X 509
el señor gobernador le había engañado en los precios, y se le quejó dán-
dole en rostro con la trampa vergonzosa é indigna de un hombre de bien.
No tenía estos respetos el que había sido lazarillo de un ciego, y lo con-
firmó abundantísimamente con el modo puerquísimo y escandaloso que
intentó para vengarse del fraile. Instruyó á un indio mozo, lindo y buen
bellaco, para que, vestido de mujer, fuese á boca de noche, y mientras
el misionero estaba en la iglesia, á casa del religioso á solicitarle por
avalorios, añadiendo que cuando hubiese caído en la tentación (de que
no dudaba, porque el corazón, podrido con este vicio, no acierta á ver
en los demás sino entrañas corrompidas), huyese con estrépito del frai-
le, gritando por el pueblo que le había querido forzar aquel mal mi-
sionero.
Pero la Providencia, que vela sobre los inocentes, dispuso oportuna-
mente que un niño del pueblo, viendo al indio vestido de mujer y que ha-
blaba en voz baja con el fraile, comenzase á reírse con otros muchachos,
y conociendo éstos la trama, el mal indio descubierto huyó avergonzado.
Luego que el religioso entendió el tiro del goi)ernador, montando en có-
lera y cogiendo una lanza, como vivo y mozo que era, fué de noche á
casa del gobernador para atravesarle con ella. Pero quiso el Señor que,
avisado el P. Uriarte de lo que pasaba, llegase á tiempo para impedir
los daños que se temían. Fué lo peor del caso que el gobernador, en vez
de quedar confundido, hacía gala de su abominable invención para ave-
riguar, como él decía, si era el religioso lo que parecía ó si era algún
bandolero. Bramaba el fraile de cólera y se la juró que había de llevar
la queja al virrey, y que no pararía hasta ver aquel hombre desalmado
metido en un negro calabozo por todos los días de su vida. Sosególe al
fin el P. Uriarte, y dándole todo el avío necesario, le envió por San Ig-
nacio de Pevas á su misión. El indio enmascarado estuvo escondido en el
monte hasta que, salido el gobernador, se le castigó á la puerta de la
iglesia. Mas no contenta con este castigo la justicia divina, se fué secan-
do hasta los huesos, y sin poder levantarse de la cama por su debilidad,
vino á morir mozo de veinticinco años, sin llegar á la mitad de su vida,
pero bien dispuesto y reconocido de su pecado. Así juntó Dios la miseri-
cordia con la justicia en este indio humillado, haciéndonos ver que no s&
olvida de su misericordia cuando de los hombres se enoja.
CAPITULO X
PROSIGUE LA MISMA MATERIA DEL CAPÍTULO PASADO
Sólo respiraban los indios de San Joaquín cuando el gobernador se
ausentaba del pueblo con ocasión de algún viaje. Ofreciósele uno algo
más largo á la ciudad de Borja, y en este tiempo, bien que descargó la
tempestad en otros pueblos, gozaron de alguna serenidad los Omaguas.
510 Misiones del Marañón Español
Estaban inquietos los vecinos de Bor ja por la nueva mudanza al sitio ya
dicho de Puca Barranca, viviendo unos en ella y resistiéndose otros como
suele suceder en semejantes ocasiones. Pero habiéndola ya mandado y
confirmado la Real Audiencia de Quito, era necesaria la ejecución y el
componer los ánimos de los ciudadanos discordes. A este fin salió el go-
bernador de San Joaquín y partió á Borja, aunque es verdad que lleva-
ba también la mira de hacer su negocio especialmente sobre la sal, y
con el ánimo de amontonar lienzos y pintados de la ciudad de Lamas,
todo lo cual pensaba despachar con muchas ganancias. En el viaje y en
la estancia dio bien que hacer á los misioneros, que aunque le mostraron
el respeto y le hicieron el acatamiento que se le debía; pero se le opusie-
ron también con pecho y entereza en aquello con que no podían ni debían
condescender. No les fué posible remediarlo todo, porque como hombre
furioso y arrebatado de sus pasiones, guardaba poco recato y daba ma-
lísimos ejemplos á los nuevos cristianos. Entre otros ejemplos de su codi-
cia, puso porque quiso en Santiago de la Laguna una nueva aduana,
donde cuantos indios de la' misión pasaban á las Salinas de los Yurima-
guas, y acarreaban con mucho trabajo la sal necesaria para los pueblos,
debían dejar tres arrobas enteras para el gobernador. A poco tiempo dio
la vuelta á San Joaquín en donde apenas se detuvo, diciendo que quería
visitar los pueblos del Ñapo. Pero la verdad era, que le llevaba á Santa
Rosa la esperanza de vender allí la sal, pez salado y otras cosas que
había recogido.
Saliéronle mal las cuentas al desdichado, y al cabo de dos meses vol-
vió sin ganancia alguna á San Joaquín, adonde llegó un día de domingo
cuando ya los indios oída su Misa, dichas las oraciones, y acabada la doc-
trina, habían salido del pueblo á sus paseos acostumbrados. Fatal coyun-
tura para quien quería ser recibido con la ostentación de un príncipe.
Luego que el misionero avistó el barco, avisó á los indios que estaban en
el pueblo para recibir al gobernador y bajó con ellos al puerto. Dióle la
bienvenida con el cacique y demás oficiales; pero el hombre, alborotán-
dosele más el mal humor con que venía con la vista de la poca gente que
salía á recibirlo; ciego, orgulloso y atufado, sin oír ni hacer caso de nin-
guno, se enderezó al alcalde, que era un buen viejo, comenzó á darle de
bastonazos diciendo: El padre tiene la culpa: ¿por qué no recibís á vuestro
gobernador con marcha y con tambores? Yo os enseñaré, perros, cómo os
habéis deportar. Loco, furioso y hecho una víbora, no dejó al pobre viejo
hasta que le hizo pedazos el bastón en sus costillas. Los demás indios que
esto vieron, escaparon y desaparecieron todos. Quedó solo el misionero y
dando un poco de tiempo á que volviese en sí aquel furioso le dijo con so-
siego y con blandura. Perdone usted, señor gobernador, que les cogió de
repente su venida. Se ha hecho lo que se ha podido. Y hágase usted cargo
que no es costumbre recibir á los gobernadores con marcha y tambores
sino cuando llegan la primera vez y se dan á conocer al pueblo. Mas él
sin oir ni atender á razones, se subió á su casa echando bravatas por
Libro X.— Capitulo X 511
aquella boca. Recogió el padre no sin trabajo á los indios y les encargó
en tantas vejaciones el respeto y cuidado escrupuloso de su persona, ex-
hortándolos á la paciencia de que tanto necesitaban.
Sosegada la cólera del gobernador después de algunas horas, vino de
noche al aposento del misionero y le dio alguna satisfacción de su trans-
porte. Respondióle el padre que, por lo que así tocaba, no se le daba nada;
pero que se hiciese cargo que los indios podian fácilmente levantarse y
escaparse á los montes, y fuera de la pérdida de aquel pueblo floreciente,
¿quiénes eran ellos para resistir á tanta gente si se les ponía en la cabe-
za, como se les daba ocasión, de acabar con todos los españoles? Que ad-
virtiese cómo en el tiempo de su ausencia, manejados los indios con buen
modo, con dulzura y con paciencia, habían adelantado más de lo que él
se prometía la obra del ayuntamiento que se les había encomendado.
Que no valía con ellos, como veía con experiencia, el imperio y la dureza
ni el castigo, sino los buenos ruegos, el cariño y la buena manera. Como
el gobernador estaba sereno, y era hombre capaz, y de bastante alcan-
ce, le hicieron fuerza estas razones, y prometió mostrar en adelante ca-
riño á la gente y dar alguna satisfacción de lo que inconsideradamente
había dicho contra el misionero, cuyos modales había de seguir é imitar
con los Omaguas.
No dejó de quedar consolado el misionero después de la conversación
en que le experimentó tan reconocido; pero en gente que no sabe hacer-
se violencia ni trata de vencerse á sí mismo, es cosa sabida que no menos
el genio que la figura duran hasta la sepultura. Era su genio inconstante
y su natural hinchado y cruel; y á poco tiempo le transportaron á un ex-
ceso, no sé si diga de impiedad ó de crueldad, ó de uno y otro. Sucedió
que un Mayoruna se emborrachó y que estando fuera de sí sacudió á su
mujer. Avisado el gobernador, corrió con un azote de cuero de vaca ma-
rina y empezó á darle latigazos; el pobre indio, como le dolían los golpes
estando todavía borracho, se le arrimaba y abrazaba por las piernas,
pidiendo que dejase ya de azotarlo. Grita el gobernador á los suyos, como
si el tocamiento del indio fuese el mayor atentado, que luego, luego pon-
gan al Mayoruna de cabeza en el cepo, porque le había acometido y
quería que se hiciese en él un ejemplar castigo. Puesto el pobre indio de
cabeza en el cepo, forcejeaba el miserable por sacar del tronco la cabeza,
y con tal furia y continuación, que casi se ahorcaba ó arrancaba la ca-
beza. En tan gran peligro, vino corriendo su mujer con otros al misione-
ro, para que le amparase con el gobernador, que se mataba su marido.»
Estaba á la sazón el padre vestido de capa de coro, para salir al rosario
y á la salve y oyendo lo que pasaba, envió un recado correo al goberna-
dor diciendo que no iba en persona por estar ya vestido para salir al al-
tar; pero que le suplicaba que tuviese á bien sacar al indio de aquella
apretura porque no se ahogase, y ponerle de pies en el cepo. No hizo ca-
so del recado atento del misionero, y visto por los indios, ya se disponían
á alzarse.
612 Misiones del Marañón Español
Acabada la función de iglesia y conociendo el misionero el peligro de
que se huyesen los indios por la terquedad del gobernador, fué apresu-
rado á su casa y le halló paseándose en su corredor muy ufano, como
quien hacía una gran cosa en no mudar de resolución con el Mayoruna.
Suplícale con los términos más corteses á que se hiciese cargo que un bo-
rracho no está en sí, y que con todo hombre de razón y de juicio es excu-
sable en lo que hace, por no tener advertencia; que advirtiese el peligro
inminente en que se hallaban, porque la gente del pueblo estaba albo-
rotada y en términos de escapar al monte; que era preciso sacar al in-
dio la cabeza del cepo y ponerle de un pie, que á la mañana, estando en
sí el indio, cuando la corrección sería más provechosa, le sacase del cepo
con una buena reprensión y á intercesión suya. Negábase á todo el go-
bernador, el padre le apretaba, pero no pudo sacarle otras palabras que
las que decía más fuera de sí que el borracho mismo: Yo le haré cortar
al atrevido las manos. No se dio por vencido el misionero, y volvió á su-
plicarle por Dios que se sosegase y diese lugar á la razón, que soltase al
indio, porque á no hacerlo todo se perdía. A esta última instancia pro-
rrumpió aquel hombre impío y furioso y ciego, en este sacrilego dispa-
rate: Aunque me lo pidiera Jesucristo no lo soltara. Oyendo el misionero
una blasfemia tan horrenda, no pudo ya contenerse, y encarándose con
el gobernador le dijo: ¿Sabe usted lo que acaba de decir con esos sacrile-
gos labios? ¿Ha formado concepto de la impiísima cláusula que ha pro-
nunciado? Jesucristo, Rey de reyes, Señor de señores, ¿no puede en este
mismo instante arrojarle á los infiernos para que arda en ellos eterna-
mente, por esa execrabilísima blasfemia? ¿Cree usted quién es Jesucris-
to? ¿No es su Dios, su Criador, su Redentor, su Juez? Sepa que me he es-
candalizado con su dicho sacrilego, y no sólo á mí, sino también á los in-
dios que la han oído y entienden muchos la lengua castellana. ¡Oh, Santo
Dios, y qué juicio harán estos pobres de nuestra santa fe, viendo que un
español, un cristiano viejo, y un gobernador que representa á nuestro
piísimo y católico monarca, dice que no haría lo que le pidiese Jesucristo,
nuestro Señor, que es omnipotente, y que si le mandase Jesucristo algo y
no lo hiciese, le puede quitar la vida en un momento y arrojarlo á los in-
fiernos! Pues sepa usted, y pongo á todos por testigos, si no suelta al indio
y le pone de un pie, que yo no quiero que se pierda por su terquedad in-
justa el pueblo de su majestad católica, y que en tan apretadas circuns-
tancias yo mismo sacaré del cepo la cabeza del indio y daré razón donde
convenga bien, cierto y seguro de ser oído en tan justa causa.
¡Quién creyera que á tan terrible sermón no se ablandase y humillase
el corazón de aquel hombre! Mas el vino de la dignidad se le había su-
bido á la cabeza y trastornado el juicio. Acabada la plática se metió fu-
rioso y bramando en su aposento, cerrando de golpe la puerta con asom-
bro de todos. Consoló á la gente medio amotinada el misionero, pidién-
dola por amor de Dios que no hiciese movimiento alguno, porque era
gobernador y estaba bravo, y que le hablaría después y todo se compon-
Libro X.— Capítulo X 513
dría. Visitó al preso y le animó diciendo: No temas hijo mío, ten pacien-
cia y estáte quieto, yo hablaré otra vez al gobernador pasada la cólera,
y saldrás de ese trabajo. Como no pedía dilación el remedio, volvió el
padre al gobernador, que después de algún tiempo y con mucha dificul-
tad abrió la puerta y dio asiento al misionero diciendo: Es desvergüenza
que me pierdan el respeto estos bárbaros. Créame usted, le dijo el padre,
créame usted como á experimentado, señor gobernador. Lo hecho, hecho
se está. La gente está alborotada, su vida de usted peligra mucho. Una
noche da mucho de sí; tienen tiempo y no les falta maña para ejecu.
tar lo que quieren. Lo que conviene es que vamos juntos al cepo. Usted
con palabras graves afrenta el delito al indio, que está ya en su acuer-
do, y yo suplicaré por la Virgen que se le haga la gracia de sacarle la
cabeza, quedando asegurado del pie hasta la mañana, en que se suelte
para que vaya á su trabajo, pues hace falta para la familia. Quiso Dios
que condescendiese, aunque con repugnancia, el gobernador. Hízose
como á las nueve de la noche lo que debía haberse hecho desde los prin-
cipios, y todos se retiraron.
«Sabe Dios, dice el misionero, cuánto tuve que hacer en esta noche
para que los Mayorunas no matasen al gobernador y se escapasen al
monte.» Logró, finalmente, el sosegarlos; pero el gobernador, que había
estado en tanto peligro sin saber quién le había librado, por satisfacer á
su genio cruel se levantó muy de mañana, y antes de soltar al indio le
dio una zurra tan desapiadada y descomunal, que, aunque el padre se
levantó muy de priesa al sonido de los golpes y de los ayes de aquel mi-
serable, le halló ya hecho una llaga; y al verle que venía apresurado, el
fiero gobernador se le entregó diciendo: «Ya está V. R. servido.» No hay
para qué ponderar el dolor y sentimiento del misionero al ver aquel
triste espectáculo y al oír el endiablado sarcasmo con que se lo entrega-
ba. Ofrecióselo á Dios con las demás penas y trabajos con que le regala-
ba por medio del gobernador. Curó como pudo los terribles golpes de los
azotes, consoló al indio y le pidió por amor de Dios que no se huyese,
porque él mismo había salido por fiador.
Permaneció el indio en el pueblo por respeto al misionero, mas en
otro lance semejante en que metió á otro en el cepo el señor gobernador
contra el dictamen del padre, no sólo escapó el preso^ roto el cepo , sino
que le siguieron 44 personas. Fué providencia de Dios que lo hicieran de
noche y con silencio, porque á entenderlo los demás se hubieran huido
todos del pueblo, dejando solo al gobernador mandando á las paredes.
Con la huida de tantos no dejó de abrir los ojos, dando la razón al padre
y conviniendo en que era necesario seguir el sistema de blandura y sua-
vidad. Tomó muy á pechos deshacer el entuerto, y para esto llamó á un
sargento llamado Xavier, proponiéndole un buen regalo si lograba
traerle la gente del monte. Era el sargento un indio muy ladino; conocía
al gobernador muy bien y no le entraba. Haciendo, pues, del celoso, lo
prometió todo, y saliendo con toda su familia, en vez de traer á los reti-
33
614 Misiones del Marañón Español
rados ó persuadirles la vuelta, se quedó con ellos sin ánimo de volver al
pueblo mientras en él estuviese semejante flera. Sintió éste altamente la
burla del sargento, y vino luego con la queja al misionero, que le res-
pondió: «Si usted no me cree, todo irá en ruina sin remedio. Ahora tene-
mos estos menos; paciencia, y disimule. Yo espero que los recogeré fá-
cilmente, pero no vendrán estando usted en el pueblo mientras no vean
otra cara, otra conducta, más humanidad y más cariño.» En efecto; pa-
sados dos mes sin que pudiese rastrear el gobernador dónde se hallaban,
el misionero, con la palabra que les dio de tratarlos con amor y cariño,
les envió un recado áUcayale, donde estaban haciendo canoas, dicién-
doles que bastaba ya de vacaciones, que viniesen de noche á su casa y
no temiesen al gobernador, que les trataría con cariño. Vinieron con el
salvoconducto del padre, y éste les presentó al juez, á quien pidieron
perdón de rodillas, excusándose de su tardanza por el miedo de los
azotes.
Otras pesadumbres tuvo que aguantar el misionero y en materia más
delicada del gobernador, porque era poco honesto y nada recatado dan-
do á los indios bien mal ejemplo en el trato con mujeres. Sentía vivamen-
te el padre el escándalo en persona de tanta autoridad, y apenas tenia
otro remedio ni le quedaba otra esperanza que el encomendarlo á Dios.
Sin embargo, procuró casar casi todas las niñas que tenían edad, para
quitar ocasiones y peligros, y fué la providencia bastantemente oportu-
na para que no se oyesen por algún tiempo escándalos en el pueblo.
Pero no se pudo encubrir todo, aunque el gobernador tiraba á ocultarlo
con dos pretextos que le sugería el enemigo, el uno, de aprender de las
Omaguas como más bien habladas, su propia lengua, y el otro, de que
cocinasen las mozas en su casa, porque las viejas, como decía, no sabían
cosa. No se le ocultaba cosa ninguna de cuanto hacía, al misionero, y
como en una ocasión diese un castigo ligero á una india no de muy buena
fama, afeándola en general el vicio sin decirle palabra en particular, se
acabó el gobernador de precipitar en su enojo. No podía caer en cuenta
de quién avisaba al padre de cuanto sucedía en su casa, y le vino al
pensamiento que un granadero portugués llamado Albres, que había ser-
vido mucho en las misiones y vivía en casa del padre, era el delator de
sus desórdenes, cuando tenía el misionero tantos espías como indios y mu-
chachos se contaban en el pueblo.
Arrebatado de este juicio temerario, hizo llamar al soldado que, obe-
deciendo puntualmente, entró en el aposento del gobernador. Estaba
éste con otros de su palo, y luego que le vio dentro, cerró de pronto la
puerta, y poniendo dos pistolas al pecho del granadero, le dijo: ¿Usted
avisó al padre que fulana estuvo de noche en mi cuarto sola? Dígame la
verdad, que si no, mire que aquí le mato. Máteme usted, respondió el va-
leroso portugués, sin retirar el pecho, que yo no aviso tales cosas. No
pudo sacarle otras palabras por más que le amenazaba, pero por no de-
jar de saciarse en la sangre del inocente, toma un azote en la mano, y
Libro X. — Capítulo X 515
por cara, cabeza, cuello, manos, piernas y cuerpo, le dejó lleno de Ha-
gas. Aguantó la terrible descarga el valiente portugués, sin prorrumpir
en un ay, y sin la menor resistencia en tan horrorosa carnicería, hasta
que satisfecho de sangre, quiso dejarle aquel juez inhumano. Vino el
granadero al misionero y se le mostró diciendo: Mire, P. Manuel, lo que
ha hecho conmigo ese loco. Por V. R. no lo he dejado muerto. Parecióme
cordura aguantar y sufrir á un hombre ciego. Alabó el padre su pacien-
cia, admiró la grandeza de su corazón y le exhortó á que ofreciese al Se-
ñor sus penas en memoria de su santísima Pasión, y que no pensase en
venganzas. El buen granadero quedó tal, que fueron necesarios muchos
días para la cura de tantas llagas, en que descubrió su juicio y su mucha
caridad.
Finalmente, después de tantas opresiones, vejaciones y crueldades,
fué S. M. servido que al fin del año 1760 llegase á San Joaquín la alegre
noticia de que venía á la misión por nuevo gobernador interino D. Anto-
nio de Mena, caballero de Quito, y que habiendo ya señalado teniente,
lo enviaba delante á Omaguas con el título correspondiente. Fué grande
el alboroto y conturbación del gobernador antiguo, que no esperaba tan
presto sucesor, y aun no quiso recibir al teniente hasta que fué recibido
«n Borja el gobernador nuevo, cuando todos sabían que al entrar él mis-
mo por el Ñapo, empezó á ejercitar el empleo sin resistencia ni oposi-
ción ninguna. Jamás el ambicioso lleva á bien el que le midan con la me-
dida que él mide á los demás. Es cosa dulce el mandar aunque no sea
grande el señorío, y el humo del incienso que sube á la cabeza, no deja
ver las más monstruosas contradicciones. Al fin, viéndose próximo á de-
jar el empleo, y no pudiendo resistir á fuerza superior, todo su empeño
fué allegar géneros con que enriquecerse y regalar á sus amigos. Apre-
tó á los indios para recoger cuanta cera pudieron. Hizo una diversión á
Borja y á la Laguna, y amontonó lienzos pintados, pilches, venenos, sal,
tabacos, azúcar, cacao y vainilla. Volviendo á San Joaquín, procuró sa-
lar y freír vacas marinas. Acabó muy aprisa, y, por consiguiente, mal
la obra del ayuntamiento, con el designio de persuadir á los que nada
sabían en Quito que había hecho un palacio para los demarcadores rea-
les, que le tenía de coste ocho mil pesos, sin haberle costado un cuarto
por ser toda ella obra de los sudores de los indios.
Hechas todas estas prevenciones, acomodó los géneros en una grande
y hermosa canoa, que mandó hacer en los Xe veros, y dispuso para sí
otra no tan grande con dos mitayeros que le sirviesen caza y pesca en
el camino. Bajó al puerto acompañado del misionero y de todo lo más
granado del pueblo, con marcha de tambores y todas las demás ceremo-
nias sin omitir la más leve, porque los indios le hacían con mucho gusto el
puente de plata, temiendo que se detuviese, como lo mostraban muy bien
luego que le perdieron de vista, porque volvían dando saltos de contento
de haber echado de sí aquella peste, y fué preciso que el padre les fuese
á la mano y reprendiese, porque al fin había sido gobernador suyo, y re-
516 Misiones del Marañón Español
presentado la persona de su rey y señor. De la navegación del goberna-
dor hasta las alturas del Ñapo, y del perdimiento de todos sus géneros
con el trastorno de la canoa principal, de su pobreza y desamparo, de
los informes calumniosos contra los misioneros, y de los esfuerzos que
hizo en poner tributos á los pobres indios, diremos en el capítulo XIII
del libro XI, donde trataremos de esta materia. Bastan por ahora y so-
bran acaso las crueldades y desórdenes que hemos referido en estos
dos capítulos. Dichoso él si las desgracias le dieron entendimiento y llegó
á conocer, como diremos á su tiempo, su errada conducta retractándose
en el modo que pudo de las calumnias que levantó contra los padres.
CAPITULO XI
FORMAN LOS TICUNAS EL PUEBLO DE NUESTRA SEÑORA DE LORETO
En los dos años y medio que duró el gobierno referido en los anterio-
res capítulos, no fué poco mantener los indios de San Joaquín con sólo
el menoscabo de los nuevos Mayorunas, que escaparon al monte; pero
quiso el Señor que se aumentase la misión en otras partes, no sólo con el
número de más gente en las reducciones, sino también con la fundación
de nuevos pueblos. Uno fué Nuestra Señora de Loreto de los Ticunas.
Bien conocida era años antes en la misión la nación Ticuna. Los Pevas,
que con corta diferencia de dialecto hablaban la misma lengua y se
consideraban de una misma nación con ellos, mantuvieron seguida la
comunicación y amistad que tenían con los Ticunas en los montes antes
de formar el pueblo de San Ignacio. Es verdad que tardaron en descu-
brir al misionero la amistad y el enlace, y cuando lo manifestaron sólo
se explicaron en términos que hicieron pensar al padre que aquellos sus
parientes y conocidos eran los mismos Ticunas que empezaban á juntar-
se en el pueblo de San Pedro de los portugueses. Y como no ignoraban
nuestros misioneros el aprecio que esta nación hacía de los portugueses
y las veras con que procuraban tirarlos para sí con todos los medios,
hasta valerse de la fuerza y del rigor, tuvieron por grande inconvenien-
te el empeñarse en atraerlos á San Ignacio hasta que variaron las cir-
cunstancias. De este modo pudieron evitar las discordias y disensiones
que se tenían con los reverendos padres carmelitas, á cuyo cargo estaba
el pueblo de San Pablo en los dominios de Portugal.
No hubieran pensado los nuestros en tomar á su cargo la reducción
de los Ticunas, si ellos por sí mismos no se hubieran en cierta manera
entregado. Hicieron varios convites aquellos padres carmelitas á una
numerosa parcialidad de Ticunas, que se hallaba en un riachuelo lla-
mado Chiquita, no muy lejos de su mismo pueblo de San Pablo. Envia-
ron al principio sus recados con buena manera y acompañados con va-
rios donecillos para que hiciesen más fuerza. Pero no les hacía ninguna
Libro X.— Capítulo XI 517
á los Ticunas, que estaban bien informados del trato duro de los portu-
gueses y tenían por mejor vivir en los bosques á su modo , que como es-
clavos entre los portugueses. Es verdad que no descubrían á éstos el
motivo verdadero de su detención, y por consiguiente , siempre queda-
ban con las esperanzas de recogerlos. Mas como después de tantos con-
vites no se daban efectivamente por entendidos los Ticunas, les envia-
ron otra embajada acompañada de amenazas, intimándoles que les sa-
carían y llevarían por fuerza si no querían ir ellos mismos de grado. En
esta ocasión descubrieron los gentiles la causa verdadera de su resis-
tencia, y por no quedar expuestos á la dureza que experimentaban sus
parientes en San Pablo, se determinaron á subir á San Ignacio, donde
sabían que los misioneros tenían otro gobierno más suave y benigno y
que trataban á los indios como á hijos. Tomada esta resolución, tuvie-
ron modo de hablar con el cacique de los Pevas, Zanchique, á quien
dieron cuenta de lo que les pasaba con los portugueses, y pidieron que
se tuviese á bien que se agregasen al pueblo de San Ignacio. El cacique,
que era advertido, les expuso los inconvenientes que habían detenido á
los padres hasta entonces; pero ellos respondían que estaban resueltos á
venir á todo trance, y que siendo y habiendo nacido libres, se entrega-
ban voluntariamente por vasallos del rey de España, bajo de cuya pro-
tección se ponían; y que si el misionero se detenía en recibirlos, irían al
superior de las misiones y al teniente de Borja para que los amparasen.
No esperaron más respuesta, y volviendo á sus tierras intimaron á todos
la salida para determinado tiempo.
Hallábase á la sazón misionero de San Ignacio el P. María Franciscis,
que, como persona capaz de discernir las circunstancias, no pudo menos
de hacerse cargo de las que ocurrían ventajosas á nuestra misión. Oyó
con agrado al cacique Peva, y vista la resolución que habían tomado de
suyo los Ticunas, determinó que el mismo cacique de quien se había fia-
do, con otro indio ladino, fuesen á visitarlos á sus tierras y les avisasen
de que los admitirían en su pueblo. Ejecutaron los Pevas la comisión con
fidelidad y celo, y volvieron acompañados de un número más que me-
diano de Ticunas. El particular agrado que mostró el misionero prendó
á los huéspedes y llenó de gozo á todos ellos; repartidos por las casas
más capaces de mantenerlos, y encargando á los dueños el buen trato,
les proveyó de herramientas necesarias para que dispusiesen campos en
que sembrasen plátanos, yucas, maíz, frutas indispensables para el só-
lido restablecimiento. Este fué el principio de la reducción de los Ticu-
nas, de los cuales varios vivieron años antes en el pueblo de San Ignacio
muy unidos con los Pevas.
Pero poco después de haberse agregado á la nación Peva esta par-
cialidad de Ticunas, acertó á pasar por este pueblo fray Juan de San
Jerónimo, carmelita, de vuelta de una visita que hizo al misionero de
Omaguas; reparó en los nuevos Ticunas, é informándose por medio de
los indios que consigo llevaba de los sitios de donde habían salido, enten-
518 Misiones del Marañón Español
dio que eran los mismos que había querido él tirar á San Pablo. Supo
más; que en aquella cercanía había otra parcialidad de Ticunas, y no
corta, dispuesta ya á subir para juntarse con los Pevas. Valióse de la
noticia, y haciendo provisión con disimulo y con diverso pretexto, se en-
derezó como á sitio conocido á la quebr;ida Chiquita. A los dos días de
viaje tomó puerto, y quedando con unos pocos en su barco, envió á la
demás gente con armas de fuego para que diese un asalto á la parciali-
dad que restaba, amarrasen á los hombres y mujeres y trajesen á sí mis-
mo á las mujeres y niños. Como el asalto fué repentino, lograron fácil-
mente coger á la gente de las casas más cercanas, y hubieran hecha
tiro seguro en las otras á no haber dado aviso en ellas un Ticuna que
pudo escaparse de las primeras. No bien le tuvieron, cuando luego de
noche se ausentaron, y atravesando montes tomaron por Tacuarí el
rumbo de San Ignacio, á donde llegaron hambrientos, estropeados y me-
dio muertos, teniéndose por menos infelices ó por mejor librados que sus^
parientes desdichados caídos en manos de portugueses, cuyo nombre
aborrecían como la misma muerte. De tiempo en tiempo se fueron des-
pués agregando varias familias y llegaron á formar un barrio aparte en
el pueblo de San Ignacio, en donde se mantuvieron hasta el año presen-
te de 1760.
Varias veces propusieron los Ticunas, durante su residencia en este
pueblo, las ganas y deseos que tenían de formar un pueblo aparte, ase-
gurando al misionero Vahamonde que le formarían aún mayor que aquel
en que vivían, con los demás de la nación que se hallaban esparcidos
por los montes. Deteníalos el padre con varios pretextos, especialmente
con el peligro de que separándose del pueblo se ponían á ser asaltados,,
cogidos y llevados de los portugueses. Pero la idea verdadera del misio-
nero era más alta, más oculta y más ventajosa á los Ticunas, que no es-
taban todavía en estado de comprender su utilidad é importancia. Que-
ría con la detención acostumbrarlos á vivir en sujeción, y á que se hicie-
sen á las prácticas del gobierno político cristiano, que se establece en los
pueblos con mucha dificultad cuando la gente es nueva, y se entabla
con mucha suavidad cuando se trasplanta de un pueblo bien formado.
Sucedió puntualmente lo que había pensado el misionero; que cuando
le pareció que ya estaban los Ticunas más que medianamente impues-
tos y acostumbrados á los estilos de la misión, dio parte al superior, ex-
poniéndole sus repetidas instancias, la detención de que había usado, el
estado en que se hallaban, y el designio de formar un pueblo aparte con
la esperanza de que iría creciendo con la providencia de la separación
de las demás naciones. Enterado el superior de las circunstancias des-
pués de un maduro examen, dio su consentimiento y se empezó á formar
el pueblo de los Ticunas con la advocación de Nuestra Señora de Loreto,
al lado de Tucutí y más arriba de Chente, ríos, á lo que pienso, de no mu-
cha consideración en aquellas tierras. Llegó á ser en poquísimo tiempo
un pueblo muy lucido, sin que (íostase dificultad reducir la gente á los
Libro X.— Capítulo XII 519
establecimientos de la misión, sirviendo de levadura los indios criados
con los cristianos. Vióse aquí más claramente que en otros pueblos, cuán-
ta es la ventaja de empezar una reducción con gente ya domesticada, y
lo que conduce el buen ejemplo de los antig-uos, para traer, enderezar y
dar nueva forma y perseverancia á los nuevos. Pues fué siempre cre-
ciendo la reducción en número, y perfeccionándose en cristiandad y
policía.
CAPITULO XII
DE OTRAS ENTRADAS DE LOS MISIONEROS Á NUEVAS TIERRAS, Y DE LA
FUNDACIÓN DE NUEVOS PUEBLOS
Trabajaba el P. ^ensque por el río Nanai con un hermano coadjutor
llamado Pedro Choneman, y estaba á cargo de estos operarios la conver-
sión y cristiandad de los Iquitos. Hizo en este tiempo el padre una en-
trada por los montes y trajo consigo al pueblo de Santa María ciento cin-
co almas con que se aumentó la reducción. Otra hizo el hermano llegado
recientemente de San Xavier de Urarinas, de quien había cuidado, y dio
un aumento considerable al pueblo de Santa Bárbara, donde residía. Era
el hermano Pedro un varón de mucho espíritu y de grande prudencia,
despreciador de los peligros y en una salud nada robusta un operario in-
fatigable. Se había ensayado para el ministerio de misionero en Holan-
da, su patria, donde había quedado cuidando de los católicos en tiempo
que fueron echados los sacerdotes de aquellas provincias. Sirvió mucho á
mantener la cristiandad de los Iquitos un hermano de tanta práctica y
virtud, y como de todos cuidaba con singular agrado y sabía hacerse ad-
mirablemente todo á todos, era muy amado de la nación Iquita y trabajó
en ella con gran fruto hasta el tiempo del arresto de sus hermanos.
Por ahora sirvieron como de barrera para el buen establecimiento de
estos pueblos, los muchos peligros de aguas y de tierra que se habían ex-
perimentado siempre por el río Nanai. Porque el gobernador, que tanto
afligió á los demás pueblos y tuvo tantos disturbios con los demás misio-
neros, no se atrevió á penetrar por las tierras de los Iquitos y dejó tra-
bajar á sus misioneros con toda la extensión y libertad de su celo. Así
convierte y endereza el Señor los que nosotros tenemos por males y por
peligros en bien de aquellos que es servido de llamar, escoger y atraer
por su misericordia. Pues en lo peligroso del río Nanai, en lo arriesgado
de la entrada, estuvo la seguridad de los Iquitos que hubieran sin duda
escapado á sus montes con oler sólo la prepotencia del gobernador.
No fué tan feliz una entrada que intentó el P. Plendendonfer, mi-
sionero de los Xeveros, en busca de gentiles. No pudiendo asistir á la en-
trada por si mismo, envió un blanco con algunos indios á ciertos montes
donde no ignoraba hallarse un buen golpe de gente. Después de algunas
520 Misiones del Marañón Español
dificultades y trabajos encontraron los enviados 15 casas; pero el poco
orden que observaron en la entrada fué ocasión del corto fruto de la en-
trada, porque los indios cristianos acometiendo desde luego á los infieles,
mataron á uno é hirieron á otro, y los demás huyeron de manera que
sólo trajeron al pueblo 19 personas entre mujeres y niños. Sintió mucho
el padre esta desgracia, y avisado el gobernador del exceso azotó y des-
terró á la ciudad de Borja por seis años á 12 cristianos que se hallaron
culpados.
Harto mejor le salieron al P. Joaquín Hedel, que cuidaba de los Cha-
ya vitas las entradas que hizo en busca de indios Mainas. Tuvo la des-
gracia esta nación de haber sido aplicada desde los principios por enco-
mienda á los primeros fundadores de la ciudad de Borja, como conquista-
dores que se decían de los Mainas. Continuóse la gracia en sus herederos
y sucesores, hasta una Cédula Real de Fernando VI, que dio por feneci-
do el derecho de los vasallos, y aplicó á la Corona Real las encomiendas
que hubiesen pasado de dos vidas. En todo este tiempo nunca permitie-
ron los de Borja á los misioneros la reducción de Mainas, creyendo que
tanto se les quitaba de su derecho cuanto adelantasen los padres en esta
nación. Por esta causa no pensaron éstos conveniente emprender esta
conquista sin alguna provisión real, que siempre procuraron embarazar
los borjeños.
Llegó, finalmente, á la América la Real Cédula de D. Fernando hacia
el año de 58, y luego se intentó por medio del procurador de la misión un
despacho de la Real Audiencia, que autorizase á los misioneros para la
reducción de los Mainas como de las demás naciones del Marañón. Acor-
dado el despacho de su Alteza, se pensó luego en la ejecución. El misio-
nero de Chayavitas, como más cercano á los Mainas, envió alguna gente
de su pueblo con un viracocha, convidándoles á juntarse en un pueblo.
No tuvo esta primera diligencia otro efecto que sacar 21 personas de la
laguna Rimachuma. Pareció conveniente ponerlas por algún tiempo con
los Chayavitas para que se hiciesen al modo de la misión y se enterasen
de sus estilos. Volvió el mismo misionero á hacer otra entrada con 130 in-
dios y pudo ganar dos caciques Mainas, que estaban á las orillas del río
Rimachuma, que desagua en Pastaza, y les animó á que se redujesen á
población. Vinieron en ello los caciques, y por Octubre de 59 formaron
un nuevo pueblo de Mainas con la advocación de San Juan Evangelista,
poco más abajo del brazo de Rimachuma en Pastaza.
Aún en el pueblo de San Joaquín pensaron los Omaguas, en nuevas
entradas al monte, luego que tuvieron ocasión de ejecutarlas. Comenzó á
respirar esta reducción después de la ida del gobernador antiguo y se
iba reparando bajo la protección del que había de venir de Quito. Vol-
vióse á entablar la doctrina en la misma forma que antes, se renovaron
todas las prácticas de la misión que habían tenido sus quiebras con el
sobrehueso que habían aguantado por más de dos años. Los indios aten-
dían á sus campos, sembraban sus semillas y cultivaban con empeño las
Libro X.— Capítulo XII 521
heredades comunes y particulares; pero no pudieron evitar una carestía
que se siguió á una grande creciente del Marañen que lo anegó todo.
Llegó á tanto el hambre y la miseria, que ni el padre tenia para susten-
tarse. Mas al fin salieron con mucha dificultad del año con platanitos tier-
nos y cogollitos de palmas y con algunos socorros que enviaban los mi-
sioneros de San Regis y de San Pablo de Napeanos. Al hambre siguió,
como era regular, la epidemia de catarros y de calenturas; pero quiso el
Señor que la mayor parte de los adultos sanase con el remedio allí usado
de aguardiente de azúcar y sudores de pimienta. De los niños se llevó
para sí Su Majestad la mayor parte y fué servido de que cesase la añic-
ción en el año de 61.
Tenían ya á la sazón los Omaguas abundancia de víveres y empeza-
ron á hacer sus entradas por los montes, arreglándose en todo á las ór-
denes del misionero; en una de ellas se endezaron al río Mará y pudieron
lograr, á diligencias de un cacique del pueblo llamado Navacia , un buen
golpe de gente lucida y bastantemente blanca, que trajeron consigo.
Bautizados los niños, los distribuyó el padre á todos por las casas de los
que les habían ganado, para que con la comunicación y trato de los que
habían conocido en el camino, se fueran desbastando con más suavidad,
aprendiendo la lengua y haciéndose al trabajo. En otra que hicieron
hacia la quebrada Cuchiquina, vinieron al pueblo 80 Mayorunas á per-
suasión de un buen viejo por nombre Cosme, el cual gozaba del privile-
gio de cacique en San Joaquín. Es creíble que muchos de éstos fueran
aquellos Mayorunas que habían escapado en tiempo del gobernador an-
tecedente, como dijimos en los años de 58.
Muchas fueron las tentativas de los misioneros para conquistar á los
Mayorunas como en cuerpo de nación y formar de ellas un pueblo apar-
te, porque fué tenida siempre la nación por numerosa; pero ningún me-
dio de los que practicaron con otras naciones fué bastante para lograr su
reducción, hasta estos últimos años en que se formaron en un pueblo, bajo
la advocación de Nuestra Señora del Carmen. Su innata propensión á
vaguear como gitanos sin domicilio por las vastas tierras y bosques que
empiezan desde Guallága hasta Yavari, corriendo los montes que atra-
viesan Ucayale y Tapisci, su pereza más que ordinaria y común á otras
naciones, la aversión al trabajo aun del todo necesario para mantenerse
convenientemente, hace como genial á los Mayorunas la inclinación de
mantenerse de raices y frutas silvestres. Un corto espacio de tierra algo
alta, ó que no sea anegadiza, como admita dos ó tres y cuando más cua-
tro casas, es preferido para su establecimiento á otros terrenos más ex-
tendidos de tierra firme. Sólo miran á que en sus contornos haya lodaza-
les que abunden de palmas, de cuyos frutos saben aprovecharse con rara
industria. En lo demás se contentan con sembrar un poco de maíz y al-
gunos plátanos de que poder echar mano cuando las inundaciones les
impiden el vaguear por montes y selvas, que viene á ser su ordinario
ejercicio.
B22 Misiones del Marañón Español
Cuatro días ó cinco más arriba del sitio que ocupa el pueblo de Gua-
llaga, se hizo en tiempo del P. Raimundo de Santa Cruz un pueblo bien
numeroso de Barbudos ó Mayorunas, y tuvo la advocación de San Igna-
cio. No nos queda memoria del modo con que se deshizo, ni del tiempa
en que se acabó. Sólo sabemos, que nunca después pudo restablecerse
en aquel río. De tiempo en tiempo se empezaron otros de la misma na-
ción, y todos en el partido de la misión baja del Marañón. Algunos pare-
cían tomar buena forma, pero todos se deshicieron como el primero.
Con estas experiencias pensaron los misioneros probar otro medio.
Este fué el de procurar agregarlos á otros pueblos, como fueron efecti-
vamente juntando unas familias á unos, otras á otros. Tenían mucho cui-
dado en que fuesen tratados con especial cariño, excusando todo rigor,
aspereza ó dominio, porque al menor amago se tenía por cierto que es-
caparían á sus montes. Procurábase con todo empeño asistirles con
abundancia de alimentos que fuesen atractivos para la perseverancia.
En ningún otro pueblo tuvo mejor efecto esta industria como en el de
los Omaguas. La abundancia de peces, de caza y de otros socorros que
hallaban siempre los Mayorunas en casa de sus huéspedes, y la liberali-
dad que experimentaban constantemente en los Omaguas, hizo que les
agradase más la quietud de las reducciones que aquel continuo vaguear
á que les precisaba la necesidad de buscar con qué sustentarse; y como
ésta era repugnante á su pereza, se iban acomodando al sosiego venta-
joso y vida social y fueron perdiendo poco á poco el amor á las selvas y
la inclinación de andar corriendo de monte en monte.
Encariñados ya mutuamente los nuevos Mayorunas con los Omaguas,
lograron éstos tener en sus casas compañeros para sus menesteres. Las
mujeres Omaguas, por genio aplicadas y laboriosas, empezaron á ayu*
darse de las niñas Mayorunas, que, dóciles por la edad tierna, y acari-
ciadas como á hijas, las acompañaban sin violencia. Lo mismo practi-
caban los Omaguas con los chicos Mayorunas, llevándolos en las canoas
al lado de sus mismos hijos, y el mismo ver que estos muchachos tiernos
manejaban el remo con destreza y apuntaban sin errar el tiro con la es-
tolica, despertaba en los Mayorunas el deseo de imitar á sus amigos y
compañeros, que, dejando el remo de la mano, le cogían luego los niños
por querer aprender y no ser menos, porfiando tal vez sobre quién había
de manejarla ó disparar la estolica.
De esta manera, sin pasar de juego ó de ensayo, esta diversión de los
niños era como una escuela disimulada en que aprendían los chicos Ma-
yorunas lo que había de servirles para vivir y sustentarse de por vida.
En lo cual andaban con mucha cautela y prudencia los Omaguas, como
gente capaz y despierta y muy bien instruida del misionero, porque an-
tes que los Mayorunas llegasen á experimentar fastidio en el ejercicio
que tomaban, les mandaban dejarlo para que se hiciesen con más suavi-
dad al trabajo. Con esta industria se hallaron á poco tiempo los Oma-
guas con sirvientes voluntarios que, bien hallados con el socorro de co-
Libro X.— Capítulo XII 523
mida, bebida y vestuario, y prendados del tratamiento que usaban con
ellos, igual al de sus hijos, sentían que se les dijese por medio de ame-
naza que les echarían de casa.
De aquí resultó que se pensase ya en estrechar y enlazar las dos na-
ciones con casamientos, en utilidad de unos y de otros. Los padres de al-
gunas muchachas Omaguas, que vieron ya diestros los Mayorunas en el
manejo de las canoas, prácticos en el uso de la estolica para cazar y
pescar y hechos á su modo de trabajo, tuvieron por más acertado el ase-
gurarlos en casa como á hijos casándolos con sus hijas, que el exponerse
á verse privados de ellos después de haberlos criado y de perder el buen
servicio, que redundaba en utilidad propia. Añadíase que después de ca-
sados conservarían, si no toda aquella atención y miramiento que tenían
antes á sus hijas, á lo menos tan buena correspondencia que no las
maltratarían. Propusieron el designio á sus hijas, las cuales vinieron en
ello sin dificultad, porque el haberse criado juntos hacía que les mirasen
más como á hermanos que como á extraños. A todos estuvo bien el pro-
yecto, y al pueblo se siguió el bien de quedar establemente aumentado.
Con las niñas Mayorunas se tomó otro medio. Había en la nación Ya-
mea notable falta de mujeres para casar á los mocitos de la nación, y
aunque algunos casaban con las Omaguas, restaban varios sin esperan-
zas de casarse. Estos admitieron de buena gana el tomar por esposas á
las Mayorunas. Los pocos que quedaron en esta nación sin acomodarse
con los Omaguas ó con los Yameos, se casaron entre síy vivían como los.
demás del pueblo. Arraigados así los Mayorunas procuraban traer al
pueblo otros de sus paisanos y parientes que se les fueron juntando, has-
ta formar en San Joaquín barrio aparte con su capitán, alcalde, regi-
dor y fiscal.
Esta fué la suerte de la nación Mayoruna hasta los años de 1762, en
que se pensó tirar otro golpe de gente de la misma nación que se descu-
brió no lejos de San Ignacio de Pevas. Pero cuando en San Joaquín se to-
maban las medidas para la expedición, se adelantó á hablarles el misio-
nero de Pevas, y hallándolos en buena disposición, creyéndolos bastantes
para formar por sí mismos pueblo aparte, les convidó á que lo hiciesen.
Ofreciéronse gustosos, y señalando un sitio acomodado en las cercanías
de sus mismas tierras, empezaron con alegría el desmonte y se estable-
cieron convenientemente, continuando en este mismo sitio hasta el año
de 1768, en que les dejaron los misioneros obligados á salir de aquéllas
tierras. Tuvo el pueblo de Mayorunas la advocación de Nuestra Señora
del Carmen y estaba poco más arriba del de Loreto de los Ticunas, á la.
salida de una ensenada bien conocida con el nombre de Camuscirri.
524 Misiones del Marañón Español
CAPITULO XIII
QUIEBRAS DE LA MISIÓN ALTA DEL MARAÑÓN CON OCASIÓN DE LAS
VIRUELAS
Bien eran necesarias las entradas á los montes en busca de gentiles
para mantener á los pueblos en número competente de almas, atendidas
las muchas enfermedades que cundieron por la misión en estos últimos
años. Porque apenas se fundaron los dos nuevos pueblos que dijimos en
el capítulo antecedente de Mainas y de Mayorunas, se agregaron á los
demás los nuevos indios montaraces sacados de sus bosques, cuando en
casi toda la misión empezaron unos catarros de tan mala calidad que en
pocos dias acababan con los indios, siendo más notable el estrago en los
más nuevos que no estaban hechos á vivir en tierras limpias y despeja-
das. Es verdad que contribuían mucho á hacer mortal la enfermedad que
corría los muchos disparates de los indios, como el de bañarse con calen-
tura y otros semejantes. Pero al fin sacó el Señor de este trabajo casi
universal muchos predestinados, no sólo en los niños que volaban al cielo
con el santo bautismo y suelen ser muchos en estas epidemias, pero en
los grandes que morían bautizados y por lo común bien dispuestos. Este
fruto tan visible consolaba á los misioneros y les aliviaba en las fatigas
y trabajos que se les doblaban en estas ocasiones en que debían andar en
continuo movimiento por casas, chozas y montes en busca de los enfer-
mos para cuidar de sus almas y de sus cuerpos.
A los catarros siguieron en la misión alta las viruelas, cuyo contagio
hizo mucho más estrago que la epidemia que había precedido. Entraron
las viruelas en la ciudad de Borja con algunos que vinieron de Lamas y
Moyobamba, en donde habían comenzado. Murieron en Borja hasta 100
personas, número bien considerable, atendida la corta población de la
ciudad. Los indios Mainas de San Ignacio evitaron el contagio refugián-
dose á su ordinario asilo de Pucabarranca. Pasó la peste de Borja á San-
tiago de la Laguna, donde murieron más de 200 Panos y Cocamillas. Fué
providencia particular del Señor, que se hallasen como por particular
casualidad en pueblo tan numeroso, otros dos sacerdotes con el P. Adán
Vidman, misionero ordinario de la reducción, pues era imposible el que
un solo padre atendiese á tanta gente en tantas necesidades y miserias.
Salieron en esta ocasión mejor librados que los demás de Santiago, 200
Cocamas, los cuales, viendo el peligro, se resolvieron á pasar á la misión
baja, y hecha la cuarentena en el río Ucayale, les recibió con mucha ca-
ridad el misionero de San Joaquín, y aquí estuvieron cerca de un año
hospedados en las casas de los Omaguas, sin que faltase uno de ellos ó
se pegase la enfermedad á los huéspedes. Parece que quiso el Señor ben-
decir y premiar la caridad de los Omaguas, y su generosidad en despre-
Libro X.— Capítulo XIII 526
ciar los temores de que se les pegase la peste, y aun acaso en atención á
esta su benevolencia y humanidad con los extraños les inspiró el pensa-
miento de que hablaremos después.
En las tierras de los Yurimag'uas, que, escapando de los portugueses
al principio del siglo, se habían establecido finalmente (no he podido ras-
trear el año) casi en las fuentes del río Guallaga, fué tan furioso el es-
trago de las viruelas, que acabó con la mitad de la gente; y su misionero
Leonardo Deubler, hombre de casi ochenta años, no sólo acudía con apli-
cación y diligencia á todas las necesidades, pero en tanta fatiga y traba-
Jo, como se deja entender, parece que salió renovado. En la Concepción
de los Xeveros, pueblo de 2.000 almas, murieron poquísimos por haberse
retirado con tiempo dentro de los montes. No salieron menos bien libra-
dos los Chamieuros, por una industria bien particular de su misionero y
superior de la misión, el P. Pedro Esquini. Viendo éste que el contagio de
las viruelas era irremediable, se determinó como persona capaz y de ex-
periencia á ingerir á los indios viruelas de buena calidad para evitar las
que corrían de mala suerte. Logrólo con facilidad, y de esta manera libró
á la mayor parte de la gente que había quedado en la reducción. Algu-
nos pocos retirados á los montes, se volvieron sanos, pasado el contagio.
Causó mucha admiración en esta peste de viruelas la rara providen-
cia del Señor con la misión baja, porque apoderadas las viruelas de la
misión alta por un lado, y de los pueblos de Portugal por otro, no llega-
ron á entrar en ella, siendo como barrera el contagio por la parte de la
misión alta, San Xavier de Urarinas, y por la parte de Portugal, San Ig-
nacio de Pevas. Creció mucho más la admiración cuando se hizo alto
sobre los muchísimos indios picados del contagio que se metieron en la
misión baja, unos á escondidas y sin poder impedirlo los padres, y otros
al descubierto y con su consentimiento, como vimos en los Cocamas. To-
dos atribuyeron esta gracia á San Francisco Xavier, porque luego que
se supo el estrago de las viruelas en la misión alta, dieron los padres de
la baja y sus indios en el pensamiento de escoger á San Francisco Xa-
vier por protector en el trabajo que temían. Colocóse su estatua en el
presbiterio de la iglesia de San Joaquín, cabeza del partido. Se hizo con
toda la solemnidad posible la novena del Santo, se ofrecieron muchas
misas, y duraron las plegarias y rogativas por seis meses en todos los
pueblos.
En la misión del río Ñapo hubo también sus trabajos, no sólo por ha-
berse huido un gran golpe de gente nueva á sus antiguos escondrijos,
sino por haber cundido la epidemia hasta lo más alto del río. Murieron
del mal muchos Encabellados, y no perdonando á los misioneros se vie-
ron precisados á bajar al Marañón, quedando sólo el P. Niclus cuidando
del partido. No faltó tampoco contratiempo á los Payaguas, poblados en
lo bajo del mismo río, porque el P. Saltos, misionero de esta nación, te-
miendo ser muerto de un ladino que andaba en busca de ocasión opor-
tuna para quitarle la vida, le previno, asegurándole por medio de su
526 Misiones del Marañón Español
mozo llamado Ponce, y metiéndole en una canoa vinieron los tres juntos
á San Ignacio de Pevas, en donde se le podía sujetar sin ofensión de los
Payaguas. Sintió mucho esta prisión el vicesuperior de Omaguas, te-
miendo ya desde este lance la huida de los Payaguas. Envió orden á San
Ignacio para que luego soltasen al indio y le regalasen, creyendo ser
éste el medio más oportuno para ganarle, y él mismo bajó en persona al
sitio de los Payaguas con tanta apresuración, que caminó noche y día
para detenerlos si no hubiesen huido, ó volverlos al pueblo si hubiesen es-
capado. Llegó al pueblo después de cuatro días bien fatigado del viaje,
y le halló desierto, sin poder tomar lengua de persona alguna sobre el
destino de la gente. Pero tuvo por buena señal, que le daba esperanza
cierta del regreso, el que no hubieran puesto fuego ni á la iglesia, ni á
las casas, ni á las heredades. Así sucedió, como veremos; pero por ahora
se contentó el padre con dejar colgados en una cruz grande algunas he-
rramientas, en prueba y señal cierta de que serían recibidos de paz siem-
pre que volviesen. No me atrevo á improbar la resolución del misionero
de los Payaguas, como la encuentro referida en las memorias de aquel
tiempo, porque, en suma, fué un acto de prudencia cristiana el prevenir
un peligro que se pinta bastantemente próximo ó inminente. Pero consi-
derando el sentimiento y resolución del vicesuperior más práctico de los
indios que el nuevo misionero, sospecho que hubo en éste alguna mayor
aprensión del peligro, que por no ser tan próximo se pudo evitar por me-
dios más suaves.
CAPITULO XIV
RECIBIMIENTO DEL GOBERNADOR DON ANTONIO DE MENA, SU PORTE
AJUSTADO Y PREPARACIONES PARA HOSPEDAR Á LOS DEMARCADORES
REALES.
Antes de concluirse el año de 1762, llegó por vía de Jaén á Santiago
xie la Laguna el gobernador interino de la misión, D. Antonio de Mena,
caballero de mucha cristiandad, como criado desde niño en toda piedad
y virtud en el insigne seminario de San Luis en la ciudad de Quito. Sin
detenerse en la Laguna pasó luego á San Joaquín, donde los indios le es-
peraban con ansia, por tener noticias bastantes de su liberalidad, benig-
nidad y trato cariñoso, prendas bien diferentes de las que habían experi-
mentado en su antecesor. Recibiéronle con todas las demostraciones de
júbilo y alegría que cabían en aquellos países, con marcha, clarines,
tambores y arcos triunfales curiosamente formados de variedad de pal-
mas, que los hacían vistosos Estaban los indios en el puerto formados
en dos alas, cada nación con las armas de su uso. Luego que desembarcó
el gobernador, le metieron en medio y ordenaron su marcha hacia la igle-
sia del pueblo. Iban los Omaguas y Yurimaguas con sus estolicas y fle-
Libro X.— Capítulo XIV 527
chas, los Yaraeos y Masamaes con lanzas y rodelas, los Mayoranas con
sus instrumentos de mazos y de macanas, y otras naciones de lo más bajo
del Marañón con arco y flecha.
Precedía á toda la soldadesca el sargento mayor Omagua, y á éste se-
guía el alférez con una hermosa bandera de tafetán blanco y colorado
bien entretejido, en cuyo centro estaba únicamente bordado el nombre
de Jesús, la cual tremolaba frecuentemente con aire y gracia, haciendo
sus acatamientos y reverencias al señor gobernador. Seguíanse después
los cinco capitanes de las cinco naciones, caminando con gravedad con
sus bastones de puño de plata y con cintas lucidas de seda. A los lados
del gobernador y misionero iban los alcaldes de año con sus varas y seis
fiscales de iglesia con sus insignias.
De esta manera acompañaron los indios á su gobernador hasta la igle-
sia, en donde dándole antes agua bendita con sobrepelliz y estola el pa-
dre que se había adelantado, hicieron todos oración, que se concluyó con
el acostumbrado canto del Alabado, que entonó la gente con mucho gusto
y alegría, dando á Su Majestad gracias por haber traído salvo al pueblo
al gobernador que deseaban. Enternecido el Sr. Mena del candor y simpli-
cidad de las gentes, y observando atentamente la iglesia, que era cierta-
mente capaz, hermosa y de linda proporción, y estaba adornada con
bello gusto Y simetría, no pudo contenerse sin exclamar, diciendo: «Ben-
dito sea Dios, que en estos montes tiene casas que podían lucirlo en Qui-
to.» Desde la iglesia prosiguió el mismo acompañamiento y en la misma
forma hasta la nueva casa del Ayuntamiento que había fabricado tumul-
tuariamente su antecesor. Mas no quiso D. Antonio parar allí, y vino con
toda la compañía á la casa del misionero, en donde sabía tener vivienda
sobrada para su persona y los demás que consigo traía. Aquí le saluda-
ron y le dieron la bienvenida por su orden los blancos, los mandones y
los indios, á que correspondió con mucho agrado el Sr. D. Antonio, por
saber la lengua Inga, agradeciendo con cariño la atención que había ex-
perimentado y prometiendo deshacer con su buen porte, afabilidad y
trato lo que les había intimidado el antecesor con su desdén, dureza y
crueldad.
Cumplió muy bien su palabra el nuevo gobernador, pues en un año
que se detuvo en el pueblo se portó con tanta edificación de los indios,
que no vieron en él sino ejemplos de piedad, cortesía y de atención con
todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres. Vivió siempre en la casa
del misionero, dejando la suya para que el padre fuese testigo de todas
sus acciones, inclinándose como por genio á conformarse con lo que en-
cargan las leyes de la Recopilación. Siempre trató á los indios con gran
afabilidad, sin dejar por eso de hacer justicia cuando lo pedía la razón,
pero quería que intercediese el misionero para levantar la pena, sino
era la falta muy notable, ó para mitigar el castigo cuando no se podía
excusar. No mostró deseos de recoger géneros, ni se descubrió en él el
menor asomo de apego ó de codicia; antes bien era muy franco y rega-
528 Misiones del Marañón Español
laba de sus cosas á los indios, que no sólo respiraban en este gobierno,
sino que estaban contentísimos y le mostraban con mucha voluntad su
agradecimiento y respeto. En las costumbres fué tenido de todos por
irreprensible, y añadía muchos ejemplos que atraía á los demás. Confe-
saba y comulgaba á menudo. Hizo los ejercicios de San Ignacio con todo
rigor en compañía de todos los suyos, teniendo en la iglesia tres horas
de oración, en que estaba inmoble. Entre año fué siempre con la gente
de su servicio á la iglesia tres veces cada día; por la mañana á oír la
santa Misa, por la tarde á rezar á coros el rosario y por la noche al
ejercicio del Vía Crucis.
Como en este tiempo se esperaban en el pueblo los demarcadores rea-
les, con la asistencia del señor presidente de Quito ó de algún oidor en su
lugar, y con intervención del padre provincial, que se había ofrecido á
insinuación de S. M., el misionero, de acuerdo con el gobernador, procu-
raba dar las providencias necesarias para un hospedaje decoroso ¿i per-
sonas de tanta calidad, según lo prometían las circunstancias del país.
Dio más luz á la iglesia, aseóla con particular cuidado, alargó los pórti-
cos para que en tiempos de lluvias se pudiesen hacer las procesiones sin
molestia de las gentes. Compuso el puerto y terraplenó de arena muerta
la plaza y calles, quitándole todas las desigualdades y no dando lugar á
charcas y lodazales. Dióse otra forma y mejor proporción á algunas ca-
sas que afeaban las calles, con el designio de que todas ellas quedasen
derechas, limpias y despejadas. Acudía á todas las maniobras con par
ticular cuidado el señor gobernador, que se esmeró con especial empeño
en hermosear la calle que llamaban del Rosario, asistiendo él mismo en
persona á las faenas; y como era cortés y atento, llamaba á las indias
Doñas, de que no dejaban de gustar, aunque al oír el término honorífico
se reían mucho, en que mostraban ser sinceras, pero también hijas de
Adán. Añadiéronse varios jardines á los muchos que había en el pueblo,
de muy buenas frutas, y se plantó café, con muchos árboles frutales.
Recogiéronse salados de todas clases de peces y se previnieron fritos de
vacas marinas. Hallábanse en el pueblo grande cantidad de harina de
yuca y de maíz, y para que no faltase nada de lo que se podía dar y
conservar, aun con grande trabajo, en aquellas tierras, previnieron y
cuidaban con mucha diligencia varios animales para el regalo de los
huéspedes, como eran vacas, cabras, puercos y gallinas-
Mientras el gobernador y el misionero acudían á otras cosas, no se
descuidaban los Omaguas en lo que era facultad suya peculiar de hacer
canoas. Aunque tenía el común de la misión muchísimas canoas de su
uso, y entre ellas cinco ó seis muy grandes y capaces, pero los Omaguas
trabajaron otras muchas de diversos buques y todas de cedro, por tener
la ventaja de que las crecientes del río les traían abundantemente de
estas maderas exquisitas, sin que tuviesen el trabajo de cortarlas y
transportarlas al pueblo. Animábanse á la construcción de canoas por
la esperanza '.que tenían en los indios portugueses que vendrían con los
Libro X.— Capítulo XV 529
demarcadores por aquella corona. Porque sabían cuánto se aprecian las
canoas de cedro en el Marañón portugués. Los Masamaes se empleaban
en hacer fortificar y pulir cerbatanas ó bodoqueras; los Yameos preve^
nían lanzas y rodelas bien entretejidas é impenetrables; los Mayorunas
adobaban sus venenos, prevenían olletas y -componían sus canastillos.
No estaban ociosas las mujeres, antes se aplicaban con calor á sus ofi-
cios con la esperanza de alguna ganancia. Las Omaguas tejían mantas
y hacían loza vistosa; las Yurimaguas formaban pates para sus bebidas
con pinturas y barnices de todos colores, y las Masamaes preparaban
hamacas ó camas, en que sobresalían á las demás.
Todo el pueblo estaba en continuo movimiento y no respiraba otra
cosa que alegría, gusto y contento, esperando con ansia á los señores co-
misarios y á los demarcadores de las dos coronas. Porque fuera de los
regalos que se prometían de tan grandes señores, estaban los indios per-
suadidos á que resultarían grandes bienes á la misión del reconocimiento
de los límites de España, que por su cuenta entraban hasta el río Yupura,
200 leguas más abajo de San Pablo de Portugal. Y á la verdad, esto era
lo que pedía la línea divisoria, conforme á la cual debía ejecutarse la
demarcación. Con esto creían los Omaguas españoles que podrían en
adelante comunicar con franqueza con sus hermanos los Omaguas por-
tugueses sin temor alguno de los blancos de Portugal, que tanto los ha-
bían hostigado. No dejó de entender el peligro el carmelita misionero de
San Pablo, el cual, viendo las preparaciones que se hacían para las de-
marcaciones y conociendo hallarse su reducción en los términos de Cas-
tilla, mudó el pueblo al otro lado del Marañón, pensando escapar así con
más facilidad de la jurisdicción de España. Reíanse nuestros indios de la
mudanza, porque la línea y demarcación debía atravesar el río y les
parecía inútil que el fraile ocupase más una banda que otra, cuando las
dos igualmente tocaban á la corona de España.
CAPITULO XV
DESVANÉCESE EL PROYECTO DE LAS DEMARCACIONES. — NOTICIAS DE GUERRA
CON PORTUGAL Y CONSULTA DE LOS MISIONEROS
Estando las cosas tan bien dispuestas para la demarcación deseada,
prevenido el hospedaje para los comisarios, recogidas las provisiones ne-
cesarias, mejorado el pueblo, allanado el puerto é inquietos los ánimos
de los indios porque no veían entrar por él los nobles huéspedes, que de
día en día se esperaban, llegó la noticia de que el nuevo monarca de las.
Españas, Carlos III, que había sucedido poco antes en la corona á su
hermano Fernando VI, no sólo no pensaba en demarcaciones, sino que
quería resueltamente que no se señalase en el Marañón los términos
fijos de las dos coronas, mandando que se dejasen correr los cosas como
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530 Misiones del Marañón Español
antes estaban. Consternó la noticia los ánimos de los indios que por tanto
tiempo habían esperado y tragado ya la división que les parecía necesa-
ria y les libraba de una vez de las incursiones de los portugueses. Con-
virtióse en un momento la alegría del pueblo en una tristeza tal, que se
conocía en los semblantes de la gente. En vano les decían los misioneros
que no pudieron ocultar la nueva por muchos días, que muerto el rey
viejo, no quería ni aprobaba el rey mozo la ejecución de un proyecto ex-
puesto á disturbios de las dos coronas, y que mirándose como hermano
del de Portugal, evitaba con cuidado las ocasiones más ligeras de rom-
pimiento.
Poco satisfacía á los indios la razón piadosa de los misioneros, y más
cuando á poco tiempo llegó la nueva cierta de la guerra declarada por
su majestad católica contra Portugal é Inglaterra. Quedaron con la
nueva mucho más consternados los indios que con el desvanecimiento de
la división, porque no se trataba ya de mejoras ni de ganancias, sino de
conservar sus personas, sus mujeres y sus hijos y sus haciendas. El go-
bernador Mena, algo sobrecogido del susto por la falta de soldados, se re-
tiró prontamente á Quito, con el motivo, según decía á los indios, de pre-
venir alguna gente, encargándoles que se mantuviesen fjonstantes, mien-
tras volvía con soldados castellanos para la defensa. Bien veía el
misionero de San Joaquín que su primer cuidado debía ser el mantener
á los indios poseídos del temor á los portugueses, para que no se escapa-
sen á los montes. Cuánto le costase detenerlos en el pueblo, animarlos y
sosegarlos, sólo pudo entenderlo el que tuvo algún trato con estos indios
rayanos que al nombre sólo de carayoa ó portugués, se estremecían, re-
novándose con la memoria del nombre la memoria de los daños que por
más de un siglo habían experimentado de aquella gente. Escribió á los
misioneros del partido que hiciesen lo posible por mantener la gente en
los pueblos hasta que de cierto se supiese si por aquellas partes rompía
el enemigo, pero que entre tanto procurasen alguna guarida segura den-
tro del monte en caso de necesidad é hiciesen algunas sementeras reti-
radas del río con que poder sustentarse, mientras pasaba la borrasca.
Todos los misioneros se ajustaron á las sabias disposiciones del vicesupe-
rior y se previnieron para el lance conforme á lo que se les decía.
Dado este primer paso, procuró el P. Uriarte informarse bien de los
movimientos de los portugueses. Entabló correspondencia secreta con un
misionero portugués de Putumayo, á quien enviaba indios fieles, los cua-
les, pasando de noche por Yavari y por San Pablo, traían las noticias que
corrían en aquella misión. Los primeros enviados vinieron de Putumayo
á San Joaquín con la noticia de que nada se sabía de guerra en toda
aquella misión. Los segundos trajeron que era cierta la guerra, mas que
había orden del Para para que no se intentase novedad alguna contra las
misiones castellanas. Los terceros entregaron una carta del misionero
portugués, que anunciaba, en suma, cómo habiendo llegado allí unos po-
cos soldados, traían el preciso orden de estar á la defensa y no más, caso
Libro X.— Capítulo XV 531
que les acometiesen los españoles. No eran menos seguras las espías
del P. José Vahamonde, misionero de San Ignacio, que como más cer-
cano á la raya de Portugal, tenía noticias más frecuentes de lo que pa-
saba en las misiones de aquella corona. De todo daba parte al misionero
de San Joaquín y éste comunicaba cuanto se sabía á los misioneros del
partido. De esta manera todos mantuvieron los indios sin novedad, des-
vaneciendo sus temores y encargándoles apretadamente que rogasen á
Dios por la paz y concordia entre los dos reyes, que eran muy cristianos
y se querían bien, y que no duraría mucho la guerra ni era creíble que se
extendiese hasta aquellas partes. Pero caso que el enemigo quisiese rom-
per por el Marañen hacia las tierras de Castilla, no ignoraban que el
Gran Para estaba distante de nuestras misiones seis meses de navega-
ción, y que antes de llegar los soldados al término caerían de ánimo por no
tener esperanza alguna de botín. Además de que no se atreverían los
portugueses á traer á sus indios por bogas en la jurisdicción de Castilla,
pues sabían muy bien cuánto deseaban éstos escapar de sus manos y es
tablecerse en nuestros dominios. Con estas razones se acabaron de sose-
gar los indios de la misión baja, y no pensaron en hacer movimiento
alguno.
Para no omitir el vicesuperior de San Joaquín ninguna diligencia y
providencias que le parecían necesarias ú oportunas en las circunstan-
cias, envió un despacho á la ciudad de Quito con cartas en que informa-
ba al padre provincial Jerónimo Herce, del estado y del peligro de la mi-
sión, de las disposiciones que se habían hecho en el partido y de la reso-
lución de los misioneros en mantenerse Armes y constantes á la raya de
Castilla. Suplicábale que recabase de la Real Audiencia de Quito algún
socorro de soldados para la defensa de las fronteras, y que, en caso de
no ser atendidos los pueblos de la misión, protestase con tiempo en nom-
bre de la Compañía sobre los daños que se podrían seguir si no enviaban
de Quito buenos cabos y ayudaban á la causa común. A la verdad, no
esperaba el P, Uriarte grande ayuda de los Quiteños, los cuales temen
mucho bajar al Marañón, sin hacerse cargo que no es poco lo que peli-
gran sus minas sobre las cuales tienen puesta la mira no sólo los portu-
gueses sino también los holandeses. Sin embargo de la indolencia de los
Quiteños, llegó después de algún tiempo (de resultas sin duda de la pro-
testa del provincial), la noticia á las misiones de que había ido á Quito
para gobernador de la misión de Mainas D. José Larrazábal, teniente
capitán de infantería, el cual escribió con grandes ánimos que venía con
gente española al socorro de los indios. Pudo servir la noticia para alen-
tar á los indios, pero la detención más larga de lo que pedía la necesidad
fué causa de que se verificase lo que anda en boca de todos post bellum au-
xilium .
Mientras se tomaban estas providencias en la misión baja cercana al
peligro, y expuesta á la irrupción de los portugueses, la noticia de los
peligros que se fueron aumentando de pueblo en pueblo, y más en boca
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de los indios, pusieron en la mayor consternación á los padres misione-
ros de la misión alta. Juntáronse luego á consulta con el P. Ignacio Vei-
g-el, visitador de las misiones, y como si todo el poder del turco subiese
por el Marañón llevándolo todo á fuego y sangre, determinaron tres co-
sas verdaderamente singulares, las cuales comunicaron luego al vicesu-
perior de la misión baja. 1."^ Que los indios quemasen sus sementeras y
arrancasen sus plantas para que no hallase nada de que aprovecharse el
enemigo. 2.^ Que los indios todos se retirasen al monte, 'ó.^ Que los mi-
sioneros subiesen á la misión alta con todas las alhajas de la iglesia. Tan-
to pudo la preocupación en hombres graves, de pecho y de resolución,
que ni temían los peligros, ni hacían caso de la vida tantas veces ex-
puesta á la traición de aquellos bárbaros. Es verdad que los indios de
aquella parte de la misión estaban persuadidos á la irrupción de los por-
tugueses, y que, como toda la consulta, se componía de padres alemanes
poco entendidos de la fuerza de Portugal, especialmente en aquellas cir-
cunstancias en que no pensaban hacer poco si defendían el Para de los
franceses de la Cayana.
No se puede explicar el sentimiento, admiración j pasmo que causó
en el vicesuperior de Omaguas la resolución y mandato del visitador
Veigel, misionero de experiencia como lo eran los demás que habían in-
tervenido en la consulta. Más sobrecogido del orden que se le daba, que
del peligro de los enemigos, pensó sobre el modo de salvar la misión y de
no contravenir á la obediencia. No dudaba que una resolución tan fuerte
nacía de los malos informes y noticias abultadas que en boca de indios
naturalmente medrosos, y por extremo suspicaces, habrían llegado des-
figuradas al pueblo de la Laguna. Pero siendo la obediencia en la Com-
pañía la virtud más encomendada á sus hijos, estaba resuelto á obedecer
siempre y cuando le constase que estaba el superior bien informado.
Recogióse á la oración, pidiendo luz al Señor para el acierto en cosa de
tanta importancia. Dióle á entender S. M. que debía representar con in-
diferencia de juicio y voluntad á las órdenes del superior, y proseguir en-
tre tanto sin hacer novedad alguna en los indios ni darse por entendido
en la ejecución de cosas que traía daños irremediables. Hízolo así el mi-
sionero, y tomando la pluma, escribió al visitador una carta humilde en
que le representaba las razones que tenía para dilatar la ejecución has-
ta nueva orden. La carta se contenía en estos términos:
«Muy Reverendo P. Visitador: Recibí las órdenes de V. R., las cuales
»venero, como subdito que soy, y hubiera puesto luego en ejecución si no
»viera los inconvenientes y daños irremediables que de ella se seguirían
»y tendríamos que llorar, sin haber necesidad al presente y bastando so •
»bradamente las providencias que hemos tomado. En sus cosas los indios
»son, como sabe muy bien V. R., tímidos y medrosos, todo lo abultan y
» desfiguran, y no hay que contar mucho con lo que se va esparciendo
»por sus bocas. Yo estoy, padre mío, cercano al peligro, tengo espías
afieles y seguras, por quienes sé puntualmente qué hacen y qué piensan
Libro X.— Capítulo XV 533
^los portugueses. Los poquísimos soldados que tienen no lejos de la raya,
»están bien mal aparatados, y no saldrán del preciso orden de defensa
»si los acometen los castellanos. El Para está muy lejos para prevenir
»armada contra España y con ninguna esperanza de botín. No harán poco
»en fortificarse allí contra los de la Cayana (en cuyas manos hubieran
»caído si hubiera tardado poco más en llegar la noticia de las paces).
»Pero demos que prevengan armada, y suban por el Marañón. En seis
»meses de navegación hay tiempo para quemar sementeras, retirarse los
«indios y subir los misioneros con las alhajas de la iglesia.
»¿Qué se diría, padre mío, de los hijos de la Compañía y de los misio-
»neros del Marañón si sin ser acometidos y aun sin haber señales de aco-
» meter los portugueses, desampararan los pueblos que con tantos sudo-
»res y fatigas habían juntado? ¿Qué si oliendo esto los portugueses, un
»tristebarco con cuatro desharrapados soldados, llegara á tomar posesión
»de las tierras y pueblos de Castilla? ¿Cuándo juntaríamos otra vez nues-
»tros indios, especialmente los más nuevos, si nosotros mismos los enviá-
»ramos á sus antiguas madrigueras? ¿Qué comerían estos miserables si
«destrozadas las heredades todos se fueran de repente á los montes? ¿Y
»como querrán arrasarlas aun cuando se lo mande el misionero, siendo
»el sudor de su rostro y quedando sin ellas en necesidad extrema? ¿Dónde
»se recogerán tantos viejos, enfermos, niños tiernos en tiempos de aguas
»y aun en esta misma sazón de tantas crecientes en que están los montes
«anegados? Fuera de que ¿cómo es posible que quieran llevar hacia arri-
»ba á los padres con las alhajas de la iglesia los mismos indios, sorpren-
»didos ya con esta resolución y creyendo, por consiguiente, que está so-
»bre ellos el enemigo?
«¿Perdóneme V.''^ R.^ si le digo que el peligro es muy remoto, y si se
»va acercando, hay lugar y tiempo para precaverlo; mas las providen-
»cias que se mandan tomar traen irremediables pérdidas, muertes cer-
«tísimas y poco honor á la Compañía, que por un golpe de prudencia
«poco conforme á la razón y al peligro, se verá privada de una buena
«parte de la misión y le dará ocasión al portugués ó le abrirá la puerta
«para que se apodere de las tierras del rey católico. Sin embargo, de
«todo esto para mayor seguridad y para obedecer á V. R. en lo que po-
» demos enviamos todas las cosas que hay de algún valor en las iglesias,
«quedándonos consoló lo preciso para celebrar la Santa Misa.»
Con esta representación tan bien fundada, calmaron los temores del
padre visitador, que mejor informado, dio las gracias á Nuestro Señor y
al misionero de San Joaquín de haber suspendido las órdenes que hubieran
traído tantos daños. Los indios de la misión baja no supieron las provi-
dencias que se mandaban tomar porque hubieran recibido mucho daño
con la sola noticia, y así se las ocultaron cuidadosamente; mas no dejó de
pegárseles el miedo con la comunicación con los indios de la misión alta,
los cuales, viendo á sus misioneros discurrir y hablar tan tristemente de
lo que naturalmente debía de suceder, intimidaron á varios de San Joa-
534 Misiones del Marañón Español
quin, especialmente á los Masamaes y Mayorunas, que se fueron ahuyen-
tando y escondiendo por los montes.
Otro accidente particular fué también causa de que se retirasen otros.
Vino una noche un indio despavorido diciendo que estando pescando
en la quebrada de los Mayorunas halu'a oido un ruido extraordinario
como cuando los soldados tocan cajas y tambores, y que por más que
había hecho no había podido descubrir cosa ninguna. Alborotóse el pue-
blo á la noticia, y para sosegarlo, el padre misionero envió, como prác-
tico en los embustes y aprensiones de indios, algunas personas de crédi-
to para que se informasen á fondo de lo que había en el contorno, y he-
cha esta diligencia desvanecieron los temores que se iban extendiendo.
Nada pudieron averiguar en punto de soldados, ni era posible que éstos
hubieran penetrado hasta el sitio donde se decía, porque era necesario
pasar por los Ticunas, por los Pevas y por los Napeanos, cuyos montes
espesos estaban anegados de las crecientes de los ríos. Creyóse ser ver-
dad lo que dijo un viejo de muchos años de experiencia, que aquel rui-
do era sin duda causado de las gamitanas, las cuales en este tiem-
po salían del río y se amontonaban á desovar en la arena de una lagu-
na cercana, y que él tenía presente haber observado esto mismo en otros
años.
Es muy poderosa la primera aprensión del mal en los corazones de
los indios: no bastó ninguna de estas diligencias para que algunos indios,
poseídos del temor, no escapasen á los montes y en ellos se escondiesen.
Lo que más es que, hallándose por casualidad en el pueblo el hermano
Pedro Choneman y viendo en aquella primera noche pintado en el rostro
de los indios el terror y el miedo, tuvo por cierta la irrupción de los por-
tugueses, y como él era incapaz de semejante pasión, llevado de la cari- ,
dad, que no admite temores, se estrechó con el misionero, diciéndole:
V. R. vayase luego para San Regís con lo que pueda; yo enterraré lo
que resta aún de la iglesia y me quedaré aquí con un par de muchachos,
y enviaré la gente del pueblo á las sementeras hasta ver en lo que para
esto. Así hablaba el celoso hermano, que ni temía la muerte, ni suspiraba
por la vida, como se conservase la del misionero sacerdote. Mas éste,
agradeciéndole la oferta, le respondió: Si alguno había de quedar en la
misión, hermano mío, en las circunstancias, era yo, que soy el misionero
de esta pobre gente; mas no tengo cuidado alguno que habrá nada, ni
hay para qué temer asalto de portugueses, que están muy lejos.
Así se fué pasando entre sustos, molestias y temores, hasta que al cabo-
de algunos meses llegó á la misión la noticia de las paces entre Castilla y
Portugal. El mismo teniente portugués, que con bien pocos soldados, des-
calzos y mal vestidos, estaba en Yavari para la defensa, subió á San Igna-
cio y á Loreto y dio parte de las paces concluidas entre los dos reinos, á
los misioneros respectivos. Con esto calmaron los sustos y temores de una
y otra parte. Avisados los fugitivos de San Joaquín, fueron volviendo al
pueblo bien avergonzados de su cobardía, y se hallaron con un chasca
Libro X.— Capítulo XVI 5;i6
que, sin saberlo el padre, les dieron algunos Omaguas de buen humor.
Encontraron sus casas atestadas de cascos de charapas ó tiraqueyas,
con que les daban á entender que como las charapas, una vez sueltas
corren sin libertad hacia el río, así ellos corrían sin libertad hacia el
monte. Tuvieron los infelices que limpiar las casas de tan inútiles tras-
tos y de unos tropiezos tan fastidiosos, y aun después de la molesta tarea
no les dejaban los niños en paz, porque cuando salían de casa les grita-
ban tiraqueya, tiraqueya, y tuvo el misionero que poner remedio serio
para que no pasase adelante la burla.
Una providencia bien particular del Señor se vio en estos pobres in-
dios, que con ocasión de la guerra escaparon al monte como en número
de doscientos, que habiendo nacido en las selvas diversos niños por el
espacio de cuatro ó cinco meses que allí se detuvieron, no murió persona
alguna fuera del pueblo, no sólo de los adultos, pero aun de los niños,
hasta que después de restituidos al pueblo recibieron el bautismo ó los
otros sacramentos. Hízose más visible esta providencia del cielo, porque
en este mismo espacio de tiempo hubo muchas enfermedades en la re-
ducción, donde murieron muchos indios, no sin grande consuelo del mi-
sionero, por ver en aquella hora la grande fe con que morían, de la re-
surrección de la carne, y los deseos grandes de ver la cara de Dios.
CAPITULO XVI
DE VARIOS CASOS SINGULARES QUE LE SUCEDIERON AL P. URIARTE CON
LOS OMAGUAS
Muchos sucesos particulares acaecieron en San Joaquín en los años que
dirigió la reducción el P. Manuel Uriarte. Pondré aquí algunos más nota-
bles y de mayor instrucción, dejando otros muchos que apunta en sus co-
mentarios el mismo misionero. Avisaron al padre en un día, como á las
cuatro de la mañana, que había dado á luz una india una criatura, que
estaba muy de peligro. Corrió luego el misionero á socorrerla, sin ponerse
por la prisa más que la sotana y zapatos, y al bajar por la escalera, po-
niendo el pie en unas cortezas de plátano, resbaló de manera que rodó
de bruces por diez y seis escalones hasta el suelo. Lastimóse una pierna
con el golpe, que chorreando sangre ató presto, como pudo, con el ceñi-
dor, y más lastimado de la pérdida que temía del niño, voló sin hacer
caso de la herida á socorrerle, y llegó á tiempo para bautizarlo. En la
misma casa le dieron parte de otros tres niños que acababan de nacer y
se morían sin remedio, porque endurecidas las quijadas, no les permitían
tomar el pecho. Sin perder tiempo se enderezó á la casa inmediata, y de
allí á las demás, bautizó los tres niños, y luego murieron como si estuvie-
ran esperando el santo bautismo. Volvió á casa el misionero como á las
seis de la mañana, dando gracias á Dios porque el demonio que (á lo que
536 Misiones del Marañón Español
pensaba) había querido impedir con la caída aquellos bautismos, no ha-
bía salido con lo que pretendía, como le había sucedido en otra oca-
sión, en que con la picadura de un alacrán había intentado lo mismo.
Si á estos niños le dio la salud espiritual por medio del bautismo, á
otro mocito de trece años le dio la temporal por medio de la copauva, ó
por la intercesión de María Santísima. Trajeron á este niño al pueblo tan
desfigurado y llagado, que causaba horror á cuantos lo miraban; porque
asaltado de un caimán, le había comido la bestia la carne del hombro y
espalda derecha, y agujereado disformemente el vientre y una pierna.
Espantado el misionero de semejante espectáculo, adoró la justicia di-
vina que así castigaba al niño por haber faltado en aquel día á la docr
trina. Pero como le víó todavía con vida, no perdió la esperanza de que
sanase. Ofreció celebrar por él á la Virgen Santísima del Rosario una
Misa, y administrándole la Santa Unción, comenzó á curarlo con copauva
con mucha esperanza de su salud. Renovando cada día con mucho cui-
dado las hilas y los mechones en las heridas profundas, y fomentándole
con vino y con substancias, llegó el muchacho á estar conocidamente me-
jor al cabo de treinta días. Pero yendo á curarle al día siguiente le halló
mucho peor y renovadas todas las llagas que se iban ya cerrando. Pre-
guntó á su madre: «¿Qué han hecho con este niño que así le han puesto?
— Nada, padre, respondió la mujer.» Disimuló el misionero por entonces,
y temiendo alguna superstición en la gente, volvió á la casa del enfermo
á hora intempestiva y les cogió con ei hurto en las manos. Habían traído
aquellos tontos inhumanos grande porción de arena de la playa, y hecho
en medio de ella un hoyo muy profundo, y llenándole de agua fría, tenían
metido en él hasta el pescuezo al miserable muchacho, que, quitados todos
los emplastos y en carne viva y tan llagada, estaba tiritando de frío y ago-
nizando de dolor con aquel nuevo tormento. Riñó el Padre á la madre y á
los demás de la casa por su crueldad y abuso; y comenzando de nuevo la
cura, aunque tardó más tiempo, quedó finalmente del todo bueno y sano
el muchacho, habiendo crecido la carne que le faltaba. Sirvióle de mu-
cho para en adelante este castigo, porque era muy puntual á todas las
cosas de la iglesia, y su presencia era un estímulo á los niños y á las ni-
ñas para que no faltasen a la doctrina, y cuando faltaba alguno, aunque
fuese con licencia de sus padres, luego decían los otros: «¡No le coja el
lagarto!»
Si el caso referido ayudó á quitar las faltas de la doctrina, el que se
sigue sirvió á refrenar las borracheras. Sucedió en el día mismo de San
Francisco Xavier, patrón de la misión, y hubiera traído consigo un daño
casi irremediable á todo el pueblo, si el Señor con su poderosa intercesión
no hubiera socorrido á los pobres indios, no sólo atajando el daño, pero
aun quitando la materia que podía ser ocasión de muchos pecados. Había
nacido á una india principal un niño por la intercesión de San Xavier.
Ella, contenta y alegre de tener un hijo, pues era ya de edad avanzada,
no paró hasta conseguir licencia para un convite general. Acabada la
Libro X.— Capítulo XVI 537
fiesta de iglesia, que se hizo con toda solemnidad, Junta ya la gente como
á las dos de la tarde en la casa del convite, se prendió fuego, sin saber
cómo, en el ala del tejado. Huyeron luego los convidados en vez de con-
currir á apagar el incendio. El peligro era muy grande, porque apagado
el fuego, que corría por aquella materia bien dispuesta de la casa, sin
remedio se comunicaba por el un lado á la cocina, casa del misionero, y
á la iglesia, y por el otro al barrio de los Omaguas, que hubiera todo pe-
recido. Un mocito Yurimagua que habia quedado solo, viendo que se que-
maba la casa y que ninguno le ayudaba para apagar el fuego, invocó á
San Francisco Xavier y le llamó en su ayuda. Luego le vino al pensa-
miento sacar con unas grandes calabazas que estaban á la mano todas
las bebidas que pudo de las tinajas prevenidas para el convite, y echar
sin cesar chicha y más chicha donde más ardía la casa. A este tiempo
salió de la suya el misionero á las voces, ¡fuego!, ¡fuego!, y halló que ya
estaba apagado, con solo la quema del ala del tejado. Causóle el suceso
grande maravilla, sabiendo muy bien cuan difícil es apagar los incen-
dios en las casas de indios, que están dispuestas como la misma yesca.
Dio muchas gracias al Señor por haberlos librado de peligro tan inmi-
nente, y agradeció al mocito la devoción que había mostrado y la buena
maña que se había dado para cortar el incendio. En este caso, les conce-
dió también San Xavier á los indios otro bien espiritual, porque consumi-
dos los tinajones de chicha impidió las borracheras, y los indios se retira-
ron temprano á dormir sin quejarse de la falta de bebidas que había sido
tan bien empleada.
Los casos que acabamos de contar llenaron de consuelo al misionero,
porque conoció ser todos enderezados al bien espiritual de los indios;
pero lo que voy á referir le dejaron atónito y espantado de los juicios de
Dios y de su terrible justicia. Este es el estilo regular del Señor: dar fre-
cuentemente á sus siervos dos géneros de lecciones; una que les lleva al
amor de su bondad, y otra con que los encamina al temor de sus juicios;
con aquéllos los levanta á la confianza en S. M., y con ésta los confirma
en la desconfianza propia. Mataron los indios de San Joaquín un cule-
brón disforme de ocho á diez varas de largo y tan grueso como el cuerpo
de un hombre, y con sogas lo llevaron con mucha algazara á casa del
gobernador. Todos estaban alrededor del monstruo admirados de su
grandeza, y entre ellos el misionero, cuando un mestizo llamado José
Viter le dijo á la oreja: «Ya verás, padre, cómo viene luego una gran
tempestad.»— «¿Tú también, le dijo el padre, crees en supersticiones?»
—«No creo en abusos, respondió el mestizo, que era muy buen cristiano,
pero ello así sucede. Otra vez que en los Xeveros mataron otra fiera
semejante, lo experimentamos, y observé que una niña que la tocó cayó
luego enferma.» Rióse el padre á esta simpleza, y el gobernador, co-
giendo por la mano á una niña de seis años, hija del mismo Viter, hizo
que tocase y manosease muy bien el culebrón para que se desengañase
la gente viendo que nada sucedía. ¡Juicios de Dios! Fué la muerte del
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culebrón á la una de la tarde en día sereno y cielo raso, y antes de las
dos ya estaba entoldado el cielo, con un viento terrible que se levantó y
formándose unas nubes negras que causaban espanto , comenzó una ho-
rrorosa tempestad de truenos, relámpagos y lluvia tan grande que, á lo
que dice el misionero, fué una de las mayores que había visto en aque-
llas tierras, tan expuestas á tempestades. No paró en esto la admiración,
de los cristianos. La niña que había manoseado la culebra enfermó en
breve y se la estuvo curando por un mes entero. Quedó confuso y aturdi-
do el misionero; y cosido con la tierra, adoró profundamente los Juicios
del Señor, que permitió al demonio estas cosas con que mantenía sus
supersticiones, cuando á nuestro modo de entender parecía que debía
acortarle la mano.
No quedó menos espantado de otro terrible suceso que , si llenó de
c;onsternación á los Omaguas, á su misionero le quedó tan impreso que
con sólo venirle á la memoria se estremecía. Vivía en Omaguas un indio
llamado Juanico, indio principal é hijo de un cacique, el cual hacía de
sacristán y cuidaba de la iglesia: trataba mal á su mujer y la aporrea-
ba. Muerta ésta, y siendo viudo, desfogaba su mal apetito, aunque lo
procuraba ocultar. Por más medios que el padre puso para corregirle
nada pudo conseguir, porque ni oía consejos ni escarmentaba con casti-
gos. Sólo se esperaba la venida del superior para apartarle del pueblo,
que era el único remedio, cuando los de la justicia le llevaron una noche
al misionero, después de haberle cogido en la ocasión misma con una
mujer casada, á quien había engañado. Fué puesto en el cepo con otros
que había en él por delitos más ligeros. Al día siguiente se dio libertad,
por súplicas de los alcaldes, á cuantos había en la cárcel, pero encargó
el padre que no se soltase á Juanico por ser más grave su culpa y ser
necesario dar alguna satisfacción al marido de la mujer engañada. El
mismo misionero, conociendo la delicadeza del preso, tuvo cuidado de
que se le diese de comer y beber por aquel día, y á la noche le soltó,
aconsejándole lo que le convenía y poniéndole delante la ofensa de Dios
y el infierno en que iba á caer si no se enmendaba. Pero que Dios era
bueno y le perdonaba si le pedía perdón de lo pasado y se resolvía á la
enmienda. Que haciendo esto él le buscaría casamiento conforme á su
nobleza y viviría en paz con todos.
Mostró Juanico agradecimiento al padre, y propuso de enmendarse;
pero en toda la semana no parecía en la iglesia, y aunque lo notaba el
misionero, disimulaba hasta esperar coyuntura. Finalmente, llegado el
domingo, oyó grandes lamentos de su madre y de un hermano menor
que, preguntados de la causa de sus lloros, respondieron: «Padre, cuatro
días ha que Juanico faltaba del pueblo, fuese al monte, y armando una
trampa, se ha muerto á sí mismo. Hoy por la mañana le hemos encontra-
do bien dentro del monte tendido boca arriba con dos grandes palos de
árboles atravesados, no sólo muerto, sino comido casi todo de cuervos.
¡Ay padre, por qué no te oiría! El era malo y de mí no hacía caso, decía
Libro X.— Capítulo XVI 539
la pobre madre.» Quedó absorto el misionero á esta relación; mas disimu-
lando cuanto pudo, consoló á la madre y hermano diciéndoles que Dios
era justo y castigaba á los pecadores, pero que confiaba en S. M., que
hecho ya el disparate, tendría todavía tiempo y haría actos de contri-
ción porque estaba bien instruido, y estando inmoble bajo los dos pesados
garrotes que se dejó caer encima, clamaría á Dios y él le ayudaría. En
realidad, había servido muy bien á la iglesia en el oficio de sacristán y
había dado señales de devoción á la Virgen. Era pronto al rosario, á la
Misa y á la doctrina, y los disparates que hacía sólo se notaron en él
cuando excedía en la bebida. Con estas razones tiró el misionero á sua-
vizar el dolor de los suyos. Pero el pueblo todo quedó asombrado de
este terrible castigo, y yendo muchísimos á ver por sí mismos el cadáver
comido de los cuervos, volvían aturdidos de haber visto el cuerpo de uno
que tenían por condenado. No es creíble cuánto sirvió este castigo visible
de la justicia divina para la reforma de las costumbres y aun para evi-
tar faltas ligeras así en los mozos y mozas como en los viudos y viudas,
á que ayudó mucho perpetuarse la memoria del caso en los espantosos
gritos que se oían por aquella parte del monte donde había sucedido el
caso lastimoso. ,
No pararon en esto los terrores de tan desastrada muerte, porque pa-
sando el misionero de allí á pocos meses, como veremos, á Santa Bárbara,
la reducción de Iquitos tuvo el mayor espanto que decir se puede y de
que no hay muchos ejemplares en la Historia. Apenas llegó el P. Üriarte
á dicha reducción, comenzó á oír por las noches, ya muy tarde, unos ex-
traordinarios golpes como de hacha, que derribaba árboles en frente de
su casa. Era esto de manera que aun en noches de tempestades y lluvias
desechas se sobreponía á todo el ruido el estruendo de los golpes. Regis-
traba por la mañana el sitio donde sentía el estrépito de los golpes, y no
hallaba cosa cortada ni aun siquiera huella de gente. Duró la molestia
dos meses sin saber á qué atribuir semejantes golpes, y preguntando á
los principales de este pueblo, si sentían por las noches algún estruendo
y quién hacía tanto ruido, respondieron: «Padre, ese es el diablo, y antes
que vinieses al pueblo, hacía este mismo ruido en este lado del pueblo, y
nos tenia espantados; pero ahora que tú estás aquí no tememos, porque
aunque prosigue el estruendo en frente de tu casa, pero no pasa de esta
banda del río.» Desde entonces comenzó á conjurar el padre cuando oía
los golpes y solían cesar. Otras veces pasaban de repente de un sitio á
otro muy distante, y á las veces oyéndose en lo interior del monte, con
sólo hacer cruces el misionero cesaban.
Finalmente, una noche lóbrega como á eso de las once, estando el pa-
dre sentado en su mesa junto á la ventana que tenía un lienzo tupido de
algodón, después que al hacer la cruz y haber conjurado habían pasado
los golpes, oyó distintamente que le hablaban detrás de la ventana, mas
como entre clientes y en lengua Yamea. Estaba la ventana levantada del
suelo tres brazas y cercada por la parte de afuera de manera que nin-
540 Misiones del Marañón Español
guno se podía arrimar á ella; con todo eso, estando cierto que lehablaban,
erizados los pelos de espanto, hizo la señal de la cruz y preguntó: «¿Qué
quieres? ¿Quién eres?» Sólo percibió entre dientes: «Estoy en el fuego del
diablo.» Hizo otra vez, al oir estas palabras, la señal de la cruz y dicien-
do: "fugue partes adversae^', se retiró á la alcoba del aposento, que estaba
al lado contrario. Comenzó á quitarse los zapatos sin apagar la luz y oye
que debajo del pavimento de la alcoba le dicen lo mismo que le habían
dicho del otro lado de la ventana: «Nada quiero, estoy en el fuego del
diablo», pero entre dientes, aunque por los finales de la lengua YsCmea,:
lára, aule, rabeba, entendió la cláusula toda. Aquí se acordó de Juanico el
sacristán de Omagua que se había muerto á sí mismo malamente, y la len-
gua, voz y tartamudeo le pareció del mismo porque era algo impedido de
lengua. Entonces, asombrado el padre, volvió á hacer tres cruces invo -
cando á la Scintísima Trinidad, y le dijo con resolución: «Si tú eres y no
te puedo ayudar, vete de aquí, y te lo mando en nombre de mi Padre
San Ignacio.» Y encomendándose á Dios apagó la luz y durmió sin sentir
jamás nada desde entonces.
Con ser este caso, al parecer, tan decisivo de la mala suerte del sa-
Kíristán suicida, con todo eso el misionero, inclinado siempre á la piedad,
añade á la relación: «Advierto que quizá yo con el susto y turbación no
oía bien lo que me decía el aparecido y acaso me quiso avisar que estaba
en el purgatorio, y reflexionando después á esta mi turbación, le enco-
mendé y lo encomiendo á Dios debajo de condición.» Tan altamente sien-
ten los siervos de Dios de la divina misericordia y tanto tardan en per-
suadirse á que sea condenada en particular ésta ó la otra alma redimida
por la sangre de Jesucristo.
CAPITULO XVII
VUELVE URIARTE Á LA MISIÓN DEL NANAI
Antes de concluirse el año de 1763, llegó á la misión un despacho ex-
traordinario en que venía señalado por superior de los misioneros el pa-
dre Ignacio Veigel, varón docto y sobremanera celoso de la salud de los
indios de la misión baja en que había trabajado por varios años. Sabía
por experiencia las muchas fatigas y sudores- de los padres en aquellas
tierras poco sanas, y por el consiguiente la mudanza necesaria de suje-
tos que no pudiendo perseverar por mucho tiempo ni en el Ñapo ni en el
Nanai, se habían visto precisados á pasar á otras tierras. Por otra parte
le tiraba mucho la conversión entera de los Iquitos, nación numerosa y
que había dado buenas muestras de constancia no sólo en el tiempo del
P. Manuel Uriarte, retirado siete años antes por la enfermedad, al
parecer incurable, sino también con los otros misioneros que le habían
sucedido. Pero éstos habían tenido la misma suerte que el P. Uriarte,
Libro X.— Capítulo XVII 541
porque el P. Luis Veroqui enfermó después de haber trabajado con
singular aplicación en Santa Bárbara, tan gravemente, que sus mismos
neófitos, viéndole sin compañía y sm socorro humano, le metieron mori-
bundo sin habla y sin sentido con sola la señal de vida que daba la res-
piración, en una canoilla y con grandísimo tiento y cuidado le llevaron á
San Ignacio de Pevas. Aquí entregaron fielmente al P. Vahamonde
todas las cosas que pertenecían al enfermo, sin tomar nada para sí. No
lo pasó mejor el P. Martín Sveina, sucesor de Veroqui, á quien por pos-
trado y lleno de accidentes retiraron del Nanai con el conocimiento, á su
parecer cierto, que duraría poco en tan peligroso temple.
Todo el río Nanai estaba á cargo del hermano Pedro Choneman, que
era á la sazón el único misionero de los Iquitos, inconveniente que se
pudiera disimular si fuese sacerdote: tal era su celo, prudencia y madu-
rez. Pero era indispensable señalar un padre para la administración de
sacramentos, y no era fácil encontrar uno que fuese robusto, animoso y
de experiencia como lo pedían aquellas tierras y como se requiere en
pueblo nuevo, que como de día en día se va aumentando, así también se
van disminuyendo por causas ligeras. Pensaba mucho sobre esto el supe-
rior Veigel y no hallaba expediente para salir del apuro, hasta que tra-
tando una vez con mucha confianza sobre el asunto con el P. Manuel
Uriarte, éste, con generosa resolución, se ofreció á la empresa, diciéndo-
le: Ya sabe V. R. mis repetidas representaciones para dejar esta sombra
de superiorato, en que no estoy bien hallado, no porque quiera huir la
carga, que alguna nos ha de seguir en todas partes, sino porque siempre
he suspirado por gente nueva, y á su reducción me llama el cielo y aun
me tira la inclinación. No puedo negar que me hallo algo enfermizo y
cargado de nemas, pero con la obediencia nada temo y nada me acobar-
da. Confío en Su Majestad que, enviado por mi superior al Nanai, me
dará fuerzas para cumplir con mi ministerio. Y así, Padre mío, ecce ego
mitte me al Nanai, que no habrá para mí cosa más gustosa que partirme á
la misión de los Iquitos con la bendición de V. R. Con una oferta tan ge-
nerosa respiró el superior y calmaron sus temores sobre aquella parte
de la misión. Dio su licencia al P. Uriarte para que pasase al Nanai, y
éste se previno prontamente para el viaje porque el mismo hermano cla-
maba en sus cartas por compañero diciendo que mientras iba al pueblo
de Santa Bárbara se huían muchos Iquitos de San Joaquín, y mientras
visitaba á los de San Joaquín se le escapaban varios de Santa Bárbara.
Muchos indios de San Joaquín se ofrecieron á seguir á su misionero que,
haciéndose cargo de lo destemplado del país, sólo admitió dos mocitos;
uno que había comenzado con el padre á leer y quería perfeccionarse en
este ejercicio, y el otro más grandecito y huérfano que, como mestizo, era
de mayor capacidad, porque sabía escribir, tocaba decentemente el vio-
lín, entendía de pintura, oficiaba muy bien la Misa y había aprendido
otras habilidades de las que se desean mucho en misiones nuevas. Salió
el misionero con esta pequeña compañía entrado ya el año 64, y después
542 Misiones del Marañón Español
de muchos trabajos y días de navegación por el Marañón y Nanai, toma-
ron los bogas la embocadura del río Blanco, donde pudieron saltar á tie-
rra y dormir en ella, habiendo dormido hasta entonces en la canoa por
estar anegadas todas las playas.
Con el aviso que desde aquí tuvieron los Iquitos de su antiguo misio-
nero, venían á bandadas por el río, unos en caonillas, otros nadando,
como si fueran peces nacidos en el agua, todos gritando, ó silbando de
alegría y contento por ver á su padre y saber que venia á vivir entre
ellos. Hízoles señal el misionero que no se detuviesen y caminasen con
él río arriba hasta el pueblo de Santa María. Hiciéronlo con toda celeri-
dad, y caminaban en seguimiento de la canoa, dando de su chicha á los
bogas, porque les traían á su padre, que les había sacado de los montes
y enseñado la doctrina cristiana. Al verse ya las casas de la reducción,
empezaron los Iquitos que venían por el río á pintarse las caras con
achiote, y á formar sus bigoteras á que correspondía la gente del pueblo
que estaba ya en el puerto, con gritería, celebridad y algazara. No bien
amarrada la canoa, se metió en el agua un número grande de indios,
queriendo todos á porfía sacar á tierra á su misionero. Fueron preferidos
á este obsequio que tantos pretendían, el cacique y otro indio principal,
que haciendo arco con los brazos, donde se sentó el padre, y asidos de
los dedos de las manos por debajo del pecho, le sacaron con grande ex-
pedición sin querer soltarle, por más que les decía basta, hasta meterle
en el pueblo. El buen hermano Pedro le recibió con su cruz en la mano,
y con lágrimas en los ojos dióle un estrecho abrazo, y rebosaba de con-
suelo como si viese un ángel del cielo. Cargó tanta gente sobre el padre,
así de hombres como de mujeres, de niños y de niñas, suspirando todos
por besarle la mano, que le fué preciso tener los brazos extendidos por
mucho tiempo, para que todos lograsen su piadoso deseo. Finalmente,
abriendo camino los fiscales, entraron el padre y el hermano seguidos de
la gente en la iglesia, y hecha oración se cantó en acción de gracias el
Alabado.
No se puede explicar el consuelo que sentía en su corazón el misio-
nero con aquellos pobres. Unos le decían: ¿Por qué nos has dejado por
tanto tiempo? Tú nos sacastes del monte y no nos hemos huido. Ha-
blaban otros á su hermano Pedro, y le decían: Buen hermano Pedro,
y lo que nos quiere. Es un santo Padre, dile tú que no se vaya de
aquí jamás, y quédate tú con él, que tenemos buenos plantíos. No pon-
deraban nada los indios en lo que decían del hermano Choneman, que
había trabajado con ellos con grande empeño por seis años enteros,
adelantándolos así en lo espiritual como en lo temporal, porque para
una y otra cosa le había prevenido el cielo con singulares gracias. Con
su grande ejemplo y porte religioso, tenía edificados á todos los indios,
que le miraban como á un santo. Guardaba una modestia tan particu-
lar, que siempre llevaba los ojos clavados en el suelo, y sólo les ha-
blaba para el bien de las almas ó de los cuerpos. Cuidaba con sigular
Libro X.— Capítulo XVII 543
tíariño de los enfermos como si fuera una madre, y comiendo él pobrisi-
mamente, les regalaba, dándoles cuanto tenía. Era hombre de continua
oración y presencia de Dios; penitente, humilde é inocente. De esta ma-
nera, con su grande caridad, llegó á desbastar aquellos brutos, y los ins-
truyó en la doctrina de tal suerte, que bien podían los padres bautizar
con toda satisfacción á los adultos. Los niños y niñas, como más asisten-
tes al catecismo, estaban aún más corrientes en la doctrina. Tenía tal
recato con las mujeres, que nunca las instruía aunque fuesen niñas, sino
en presencia de muchos, ni permitía que entrase ninguna en su aposen-
to, aun acompañada de su marido. Celaba con prudencia y con mucha
paciencia los desórdenes que en gente nueva suelen ser bien frecuentes,
y se metía por medio en sus riñas y bebidas, y á costa de descortesías y
aun golpes que le daban á las veces, conseguía el componerlos y sose-
garlos. Hacía continuos viajes por montes y ríos en busca de los que se
escapaban, y con ruegos, donecillos y cariños, les volvía al pueblo. Y
con tener una llaga en una pierna, andaba, corría y trepaba con gran
dolor y paciencia, ofreciendo todos sus pasos á Jesús paciente, y á su
Madre Santísima.
Desampararon los indios el primer sitio que habían escogido y eligie-
ron otro que les parecía más cómodo. Siguióles el hermano y les enseñó
á que se aprovechasen de los materiales de las casas y de la iglesia y á
que conservasen las primeras heredades que, aunque estaban á la otra
banda del río, podrían servir para el nuevo pueblo. Hizo con grande in-
genio y exquisito arte la casa del misionero, con tan buen encaje y
ajuste de las maderas, que ni el sol, ni las culebrillas, ni las sabandijas
más pequeñas podían pasar por las junturas. El conservatorio de las ni-
ñas estaba bien distribuido, y sólidamente labrado y fabricado. Se había
esmerado, sobre todo, en la fábrica de la iglesia capaz para tanta gente,
con buenas ventanas y luces y pórtico proporcionado y sacristía á mano.
Adornóla con un retablo vistoso de cedro hermosamente acepillado, con
un remate airoso y con unas pirámides de gusto que caían sobre dos puer-.
tas uniformes que guiaban á la sacristía. En él tenía colocadas varias
pinturas harto buenas que le habían enviado los devotos. En fin, no había
omitido nada de cuanto le pareció conveniente para el buen estableci-
miento y policía de su pueblo, con el designio de aficionar á los indios á
vivir juntos en poblado con abundancia de víveres, y de que se olvidasen
de los montes en donde no tenían estas ventajas.
Como instaba el tiempo y debía pasar el P. Uriarte á la reducción de
Santa Bárbara, que dos meses había que estaba sin misionero, previno el
hermano todos los niños que debían recibir el Santo Bautismo, los cuales
eran unos 40, parte de ellos nacidos en el pueblo y parte traídos del mon-
te. Dicha la Misa, en que comulgó el hermano, se les administró el Santo
Sacramento, siendo padrinos los mocitos que acompañaban al P. Uriarte.
Pero era de ver la bulla y la inquietud de las madres cuando se les ponía
á los niños la sal en la boca, pues por más que se les había explicado el
644 Misiones del Marañon Español
misterio de aquella ceremonia, no cesaban de soplar y de hacer todas las
diligencias posibles para limpiar la sal, Al fin se sosegaron y se acabó la
función poniendo á cada bautizado su sarta de chaquiras con su cruz de
estaño y dando camisitas de lienzo á los que no las tenían.
Al día siguiente salió el misionero para Santa Bárbara á donde llegó
en día y medio, y fué recibido con mucha alegría de sus antiguos hijos en
la misma forma y aun con mayor algazara que en Santa María. Admirá-
banse los pobres indios de que hubiese querido volver á su pueblo, des-
pués de haber salido de él ocho años antes moribundo y no habiendo po-
dido parar con ellos los demás padres por lo poco saludable del terreno.
Decíales el padre: «Dios me ha guardado la vida para ayudaros y por mí
no os dejaré jamás.» Nosotros te queremos, respondieron ellos, y no somos
infieles como los de Santa María. Desde que te fuiste, se han muerto mu-
chos y no por eso hemos huido, queremos estar contigo para ir al cielo.
Aquí has de estar con nosotros hasta muy viejo. Con esta ocasión el mi-
sionero al dar razón de su venida, en una tierna plática insistió mucho,
porque esto les hacía mucha fuerza, en que los brujos y los malos iban á
quemarse allá abajo con el diablo sin fin, y los buenos cristianos, en mu-
riendo, iban á gozar para siempre de Dios en el cielo.
Desde luego se aplicó el P. Uriarte á perfeccionar lo que los Padres
Veroqui y Sveina habían establecido, entablado y promovido, y como los
Iquitos habían cobrado amor á estos misioneros por el cariño, blandura
y liberalidad que habían experimentado en ellos, mostraban docilidad y
prontitud á todo. Aseóse la iglesia, limpióse el pueblo, se entabló cons-
tantemente el catecismo y se dio orden á todas las prácticas y distribu-
ciones de un pueblo arreglado. No sólo bautizó á los niños, sino que dio
la confirmación por facultad que tenía á varios bautizados que estaban
á peligro de muerte. A poco más de un mes de la despedida, subió el her-
mano Pedro á Santa Bárbara, y conferenciando con el padre sobre la
lengua de los Iquitos, empezaron la grande obra de corregir el catecismo
•en que había algunas cosas que enmendar, añadir, quitar y declarar.
Porque, aunque se había traducido de la lengua Inga y por medio de un
buen intérprete, y los misioneros anteriores habían trabajado muy bien
en limarle y pulirle y a justarle, todavía el hermano Pedro, como más
práctico de la lengua en que había formado su vocabulario, descubría
cosas que se debían corregir. Tres años enteros emplearon en el penoso
ejercicio de perfeccionarse bien en la lengua para la corrección, y cada
día encontraban nuevas dificultades, como le sucedió á San Xavier, ya
en el ex María Virgine, ya en el mortuus, porque la única palabra de la
lengua significa que no se casó la Virgen, y la otra significa muerte con-
tra voluntad, Al fin todo se fué enmendando, declarando y ajustando.
Libro X.— Capítulo XVIII 645
CAPITULO XVIII
AUMÉNTANSE DE IQUITOS LOS PUEBLOS DEL NANAI
Muy contentos los misioneros de Nanai con las reclutas de Iquitos que
se iban agregando á los pueblos, pensaban reducir á la nación entera, y
se animaban mutuamente á la ejecución del proyecto, porque los genti-
les recientemente venidos á las reducciones son como las olas del mar,
que mientras tienen parientes y conocidos en los montes, ya van, ya vie-
nen y están en agitación continua si no se les quita el atractivo. Pero en
estas sus esperanzas tuvieron desde los principios sus sinsabores, que no
les faltaron después en la prosecución de su intento. Venía bien cargada
de socorros para el Nanai una buena canoa enviada desde San Regis por
el P. Veroqui, y el P. Uriarte la esperaba con ansia para empezar sus
entradas á los montes en busca de indios Iquitos y traerlos con el cebo
de los regalos y donecillos, que son el atractivo de los indios gentiles. Mas
el mozo que la traía, dejándola mal atada en un puerto donde era más
rápida la corriente del Marañón, la dejó perder antes de entrar en el río
Nanai, y con ella toda la carga, que se había recogido con mucho gasto.
Traía dos rollos de lana de 200 varas cada uno, grande cantidad de lien-
zo, mucho tabaco, cuchillos, anzuelos, agujas y otras cosillas necesarias
para acariciar á la gente nueva y sacar á los indios á poblado. Bebieron
este trago los misioneros, que les fué bien amargo, porque tenían bastan-
te gente necesitada de vestido, especialmente en Santa María, adonde
de una vez sola se habían agregado 150 Iquitos casi desnudos y necesita-
dos de todo socorro.
Peores efectos se pudieron temer de otro lance bien desabrido que les
sucedió inmediatamente. Salió el P. Uriarte, llamado á las consultas, al
pueblo de San Joaquín, sin haber acaecido en el viaje otra cosa particu-
lar que la pérdida del Santo Cristo, de cuyo singular hallazgo haremos
mención á su tiempo. Mas á la vuelta de su navegación le recibió con an-
sias el hermano Pedro, contándole los trabajos y peligros en que se había
visto en el corto tiempo de su ausencia. Porque se le habían escapado
varios, y entre ellos el intérprete mismo, llamado Tomás, el cual había
salido travieso y de mal natural. Avisó éste á los infieles del río Blanco
que no estaba en Santa Bárbara su misionero, y que era ésta muy buena
ocasión de dar un asalto á su casa por la noche y de robar á escondidas
cuanto pudiesen. Bajaron luego armados de sus lanzas, y guiados del
perverso intérprete, aunque no con tanta cautela y silencio que no los
sintiesen dos mozos que había dejado el padre en guarda de su casa. Uno
de ellos, poseído del miedo, se huyó en una canoita y se escondió en unos
platanares; el otro, de más ánimo, corazón y prudencia, asegurando
cuanto pudo las puertas de la casa, se metió en otra vecina de un alcalde
35
546 MiisiONES DEL MarañÓn Español
para observar mejor á los ladrones y echarse sobre ellos con los indios
que pensaba recoger.
Llegando los infieles á la casa del misionero, lograron romper las
puertas y entraron dentro al pillaje de cuanto pensaban hallar en ella,
cuando el mozo, con el alcalde y varios Iquitos animosos , acudieron de
tropel á la defensa. Los gentiles , creyendo que venia sobre ellos todo el
pueblo, huyeron , no llevando consigo otra cosa que una media pieza de
lona, una sábana y algunas herramientas; pero el intérprete, no pudiendo
escapar, se metió en la secreta, esperando coyuntura para seguir á sus
amigos. No le sirvió el sitio inmundo en que le parecía estar seguro,
porque registrando bien el mozo y el alcalde los escondrijos de la casa,
lo encontraron al fin agazapado y metido entre las inmundicias del lugar.
Costó mucho al mozo el recabar de los indios que no matasen al intér-
prete, diciéndoles que se enojaría el padre y le darían una grandísima
pesadumbre. Sin embargo, dándole una buena zurra le dejaron bien
atado hasta la mañana; pero él, avivado con los azotes, discurrió tanto
aquella noche, que contra lo que se podía esperar de las fuertes atadu-
ras logró escapar al monte antes de la mañana. Es creíble que con los
dientes tronchase las ataduras, pues los suelen tener tan firmes y tan
afilados que cortan á las veces con ellos palos y varas con tanta facili-
dad como con una navaja ó cuchillo. Cuando llegó el padre de su viaje
halló á los Iquitos alborotados y deseosos de tomar venganza de los in-
fieles que habían hecho el asalto. Sosególos como pudo, y agradecién-
doles la fidelidad de no haber acabado con el intérprete, procuró avisar
á los del río Blanco, diciéndoles de su parte que no temiesen por lo pa-
sado, pero que se enmendasen de allí en adelante, y que supiesen que lo
que había en el pueblo era suyo, que viniesen cuando les pareciese y se-
rían recibidos como amigos. Todo esto era necesario para no volver atrás
de lo comenzado, y para reducir á la nación entera, que, aunque venga-
tiva y bárbara, es también suspicaz y tímida. Tuvo buen efecto el re-
cado del misionero, porque á poco tiempo vino un buen golpe de gente
de lo alto del Nanai al pueblo de Santa Bárbara, y al de Santa María se
agregaron varios gentiles del río Necamumus.
Pero ninguna cosa ayudó tanto á la conquista de los Iquitos como la
venida de un mozo llamado Plácido Segura, que llegó á Santa Bárbara
como á la mitad del año de 64, bien provisto de todas las cosas necesa-
rias para hacer entradas por los montes y atraer á los gentiles. Deseaba
Plácido entrar en la Compañía y pensó hacer méritos para su recibo,
trabajando bajo la dirección del misionero en las penosas misiones de los
Iquitos. Era un joven de corazón grande, de buenas costumbres, de con-
dición afable y de complexión robusta; y como traía consigo dos buenos
fardos de hierro, lienzos, cuchillos, rosarios, cruces y anzuelos, con otras
varias cosas en que el P. Milanesi, procurador de la misión, no había an-
dado nada escaso, llenó de consuelo y alegría el corazón del P. Uriarte,
que considerando las prendas aventajadas del pretendiente y la abundan-
LiBUü X.— Capítulo XVIII 547
<íia de socorros que traía, concibió grandes esperanzas de la pronta re-
ducción de los Iquitos. Admiró en la venida de este mozo la singular pro-
videncia del Señor, que le traía en unas circunstancias en que estando
él achacoso, enfermo y cargado de reumas, lejos de poder hacer entra-
das por los montes, no hacía poco en mantenerse en pie, cuidar de su
pueblo y hacer sus viajes al de Santa María. Procuró instruirle, desde
luego, sobre el trato blando y cariñoso que debía usar con los indios,
sobre el modo de hacer las entradas á los montes con cautela, con suavi-
dad y sin violencia. Advirtióle del buen ejemplo que debía dar siempre
en el pueblo y en los caminos y cómo había de evitar todo rigor y aspe-
reza, porque en aquellas tierras no se podía dar un paso adelante sin ga-
nar primero la voluntad á los indios con dones, atención y buenas pala-
bras. Eran estas circunstancias muy conformes al genio y costumbres
del pretendiente, que como capaz y de buena voluntad las practicó con
mucho cuidado, y aunque padeció grandes trabajos y se vio en grandes
peligros de la vida, como veremos, logró recoger una grande muchedum-
bre de gentiles y reducirlos al seno de la Iglesia.
No bien había entrado Plácido en el pueblo de Santa Bárbara cuando
salió por primera vez con un indio principal y algunas canoas, hacia las
alturas del río Nanai; y se manejó tan bien en esta primera entrada, que
trajo consigo un buen golpe de Iquitos retirados, que acariciados, le si-
guieron al pueblo donde se establecieron. Más larga y penosa y de ma-
yor fruto fué la segunda entrada hacia el río Blanco, en que llevó por
compañeros deja expedición algunos Iquitos de Santa Bárbara, parien-
tes y amigos de los que habitaban en las orillas de aquel río. Y para que
el fruto fuese más cumplido, se le juntaron también algunas canoas de
Santa María con indios fieles señalados del hermano Pedro para convidar
á los Necamumus, con quienes tenían parentesco. Navegaron juntas am-
bas cuadrillas por el río Nanai hasta la boca del río Chambira. En este
paraje se dividieron las canoas conforme al destino diferente que lleva-
ban. Las de Santa María tomaron un rumbo hacia las tierras de los Ne-
camumus, por el mismo Chambira, y las de Plácido subieron por el río
Blanco. Como á veinte días de navegación, escribió éste al P. Uriarte con
un licor colorado que le sirvió de tinta, cómo había hallado infinita gente
y una casta de gigantes blancos y rollizos que deseaban poblarse, unos
á las riberas del río Blanco y otros en el mismo pueblo de Santa Bárbara.
Añadía que los mozos fuertes y robustos se adelantarían por el monte y
los viejos, mujeres y niños irían por agua en las canoas; que procurase
prevenir sitios en las casas y disponer vituallas para unas 200 almas por
lo menos.
No tuvo tiempo el padre para prevenir las cosas como avisaba el
pretendiente, porque al día siguiente en que llegó el mensajero con la
carta fueron asomando tropas de infieles por el monte de á diez y de á
veinte, y últimamente Plácido, que, aviada por agua la gente flaca, ve-
nía por tierra con los postreros, pero tan rendido y postrado, que en me-
548 Misiones del Marañón Español
dio de ser bien ligero y de mucho aguante, no podía seguir ni aun á los
últimos; tan hechos estaban los del río Blanco á caminar por los montes
y á trepar como cabras por sitios inaccesibles . Una semana después-
llegó la gente de las canoas, que, bajando algunos días por el río Blan-
co, habían subido por algunos más contra las corrientes del Nanai. Ve-
nía guiando la comitiva un cacique del pueblo llamado Casa ja, india
fiel, capaz y cuidadoso, que á todos los traía con salud, sin haber expe-
rimentado desgracia. ¿Quién podrá explicar el consuelo del misionero al
ver en su pueblo tanta gente lucida que, dejando sus plantíos y semen-
teras, que al ñn ésta es su hacienda, venía, atravesando montes y sur-
cando ríos, á la menor insinuación? Dio gracias á la Santísima Virgen, á
san Francisco Xavier y á santa Bárbara, á quienes había encomendado
la empresa. Bautizó á los niños, vistió á los desnudos, que no eran pocos,
agasajó á todos y los distribuyó por las casas hasta que, con la ayuda de '
los del pueblo, hicieron las suyas.
Igual suceso tuvieron, y aun más feliz, los indios de Santa María, que
topando con los Necamumus, á quienes buscaban, se dieron tan buena
maña en persuadirlos la venida á su pueblo, que, atestadas de gente las
canoas, apenas pudieron hacer el viaje. Grozoso el hermano Pedro con la
vista de tales indios y del número grande de párvulos, avisó luego al padre
Uriarte para que viniese á celebrar bautismos, que eran muchos, porque
fuera de la gente nueva, en que venía tanta criatura, habían nacido
muchos en el pueblo. Subió luego á Santa María el misionero, é hizo en
esta ocasión tantos bautismos, que, como él mismo escribe en sus diarios,
ya se le cansaba la mano y le faltaba la saliva. ¡Oh qué consuelo tan
grande para el padre y para el hermano ver á tantos niños con la estola
de la gracia, sabiendo bien lo que sucedía en aquellos parajes, que, de
las cuatro partes, las tres morirían con ella antes de llegar al uso de la
razón! Verdaderamente, que aunque en estas penosas misiones no se
cogiera otro fruto que el que se coge con los párvulos, todo sudor y fati-
ga es nada en comparación de tantas dichas y eternas felicidades. No
quiso el Señor que aquí parase el contento de estos celosos operarios:
dióles otro consuelo en que por entonces no pensaban. Llegó á Santa
María un gentil con un Santo Cristo en la mano, diciendo que lo había
encontrado colgado con su cordón de un arbolito en un sitio que parecía
haber sido rancho viejo. Cogiólo el hermano Pedro, y besándolo con ter-
nura se le entregó al P. Uriarte, reconociendo ser éste el Crucifijo que
había perdido en el camino á San Joaquín, sin saber si había sido perdi-
do en agua ó en tierra. Dio gracias á Dios y á San Antonio de que vol-
viese á sus manos lo que tanto apreciaba; y volviéndose al indio que le
había topado, le dijo estas palabras: «Ya ves, hijo mío, que has hallado
á Jesucristo, y que ésta no ha sido casualidad, sino providencia divina
que quiere salvar tu alma. Ven, pues, á vivir con tu familia entre los
cristianos, que Jesucristo, como buen Pastor, te ha salido al encuen-
tro y te llama á su rebaño.» No fueron necesarias más palabras. El in-
Libro X.— Capítulo XVIII 549
-dio vino á vivir con los cristianos y se avecindó en el pueblo de Santa
liaría.
No pararon aquí los felices sucesos del Nanai, porque habiendo des-
cansado el mozo Plácido, y ayudado por un poco de tiempo al misionero
á cortar y coser camisetas y pampanillas y calzones para vestir con de-
cencia á la gente nueva, ya se hallaba dispuesto para hacer otra tenta-
tiva por las alturas del Nanai. Encomendóse esta tercera empresa á San
Francisco Xavier, y el santo la favoreció de manera que á pocas sema-
nas volvió acompañado de una buena parcialidad de g-ente limpia y bi-
zarra, pero tan nueva, que apenas tenía noticia de misioneros, ni había
oído que los padres socorrían á los indios con herramientas, anzuelos, ha-
chas y vestidos. Al ver estas cosillas que Plácido les mostraba y ofrecía
con buena cara, se vinieron luego tras él dejando sus montes y queriendo
vivir en pueblo asistidos de los padres. Llegados á la reducción, se enten-
dió ser esta gente cierta parcialidad que se había conservado sin comu-
nicación alguna con las otras, y por lo mismo pacífica y que no sabia de
venganzas. Casi toda la gente era moza y de buena edad, por haberse
muerto los viejos de epidemias. Los hombres trabajaban en los campos y
las mujeres en telas de varios colores, que formaban de varias raíces y
hierbas puestas en infusión, de donde nacía que estaban todos aseados y
curiosos. En particular las pampanillas de las mujeres estaban muy bien
tejidas y adornadas con muchos dijes de dientes de monas, tigres y puer-
cos que les hacían más largas y más honestas, y al caminar sonaban
como cascabeles. Traían los hombres pendientes de la nariz agujereada
unas planchitas triangulares de concha que relucían como plata bruñida.
No faltaban á las mujeres sus arracadas ó pendientes que podían enga-
ñar en Europa por la semejanza que tenían con perlas y con plata. To-
dos los ajuares que traían eran curiosos, hasta las lanzas, los cántaros y
las ollas.
En esta misma ocasión vinieron también á Santa María varios genti-
les, y se valió el Señor para traerlos de un medio bien particular en que
no pensaba el hermano Pedro. Habíase escapado al monte un indio lla-
mado Pablo, á quien el P. Uriarte había curado de una peligrosa
picadura de una culebra en un ojo, y ya moribundo le había bau-
tizado. No hallaba sosiego en el monte por más que tiraba á espaciarse y
divertirse con otros montaraces, que á todos los placeres se sobreponía el
clamor de la conciencia con una voz que le decía: «Vuelve, vuelve al
pueblo. Allí está cerca el P. Manuel que te curó y bautizó; no te mueras
aquí y vayas al fuego del infierno como dicen tantas veces los padres á
los cristianos que vuelven al monte.» Con estas frecuentes aldabadas que
sentía en el corazón, se determinó, finalmente, á volver á Santa María, y
para recompensar el mal ejemplo que había dado con la fuga, se hizo
conquistador de otros indios. Hízolo á varios infieles amigos suyos y les
persuadió á que imitasen á los Necamumus, conocidos suyos, los cuales
perseveraban contentos y atendidos del hermano Pedro en el pueblo de
550 Misiones del Marañón Español
Santa María. Acomodándose todos en sus canoillas fueron siguiendo al
nuevo apóstol y éste los presentó al hermano diciendo: «Yo soy Pablo^
que há tiempo que escapé al monte; ahora vuelvo por tí y por el P. Ma-
nuel que nos queréis. Y para que no te enojes por mi retirada, te traigo
estos mis parientes, y advierto que otr )s quedan esperando canoas para
venir. Recibióle con cariño el hermano Pedro y dio gracias á Dios que
asi le consolaba por donde menos lo esperaba.
CAPITULO XIX
CÓMO ESTUVO PAR\ PERDERSE EL PUEBLO DE SANTA BÁRBARA.
HISTORIA DE LOS CHUARAS
Mucha prosperidad era ésta en -ambas reducciones; era necesario que
se mezclasen algunas contradicciones sin las cuales no se establecen sóli-
damente las obras del Señor. Envidioso el demonio de tantas almas como
se iban al cielo, y rabioso porque se las sacaban de las garras , inventó
varios ardides para acabar, si pudiese, con toda la cristiandad de los
Iquitos Movió á un brujo viejo llamado Parrano, para que haciendo de
doctor y maestro de los indios, apartase las gentes de la iglesia, las reti-
rase de la doctrina y las prohibiese la comunicación con el padre, dicien-
do que lo que llamaban catecismo era una pura invención de los blan-
cos, muy contraria, como veían, á los usos antiguos y costumbres asenta-
das de sus mayores. Como era parlador y á su modo elocuente y satisfe-
cho, hacía mucha riza en los pobres indios, no sólo con las palabras, sino
también con los ejemplos, enseñándoles á hacer bebidas fuertes con el in-
tento de que prevaleciendo la borrachera se fuesen haciendo cada día
más brutos sin hacer caso de la ley que se les predicaba. Creía el misio-
nero conveniente y aun necesario oponerse á tantos daños y pensaba
mucho sobre el modo de poner remedio á la raíz de tantos desórdenes. En
realidad era difícil y peligroso, porque el brujo era hombre de autoridad
entre los indios y contaba muchos parientes, y era de temer que al más
ligero castigo se alborotasen todos y se escandalizasen los nuevos viendo
ejecutar alguna pena en persona de tanto crédito.
Sin embargo de estos inconvenientes, como la cosa iba adelante y ya
algunos estaban pervertidos del malvado viejo, se determinó el misionero
antes de la Misa á hacer en la puerta de la iglesia alguna demostración
con el brujo, la cual sirviese de escarmiento á los demás. Mandó á un
fiscal que delante de todos le diese algunos azotes sobre la camisa, más
por ceremonia que por causarle algún dolor. Resistióse el viejo j se des-
vergonzaba. Lo cual visto por Plácido, dijo al Padre: Porque V. R. le per-
dona tanto y le trata con tanta delicadeza se hace este bruto tan insolente.
Yo le castigaré como merece. Y diciendo y haciendo, le cogió y le llevó á
la casa, donde atadas las manos á un madero, comenzó á darle buenos
Libro X.— Capítulo XIX 551
latigazos en la espalda. Gritaba el indio llamando al misionero, que acu-
diendo pronto y haciendo del enojado con el mozo porque le azotaba de-
masiado (habiéndole dado ocho golpes), le quitó las ataduras y soltó,
diciéndole compasivo: Hijo, tú hiciste mal en no oir al padre que te quie-
re bien, y por eso feste viracocha se ha enojado. Enmiéndate, y seremos,
amigos como antes Sí, padre, decía el viejo, yo seré bueno en adelante,
pero éste me quiere matar. No mato yo á nadie, dijo Plácido, sino te azoto
porque al sacerdote de Dios respondiste con desvergüenza.
Fué providencia de Dios de que el padre, en lance tan crítico, acu-
diese con tanta prontitud á librar al brujo de los azotes, á soltarlo y aca-
riciarlo, porque ya sus parientes trataban en la iglesia de salir á coger
sus lanzas y matar al mozo, y quizá después al misionero y á los de su
casa. Pero como vieron la diligencia en librarlo y que se había enojado
por los azotes con el blanco, poniéndose de parte de Parrano, se sosega-
ron y dejaron la venganza. Conoció el misionero el peligro en que había
estado, y procuró recompensar con caricias, suavidad y blandura, lo
que acaso se había excedido en rigor. Tanta condescendencia es necesa-
ria en los pueblos nuevos para no arruinarlo todo en un solo lance. Vino
Parrano con el padre y mozo á la iglesia, donde hizo á todos el misione-
ro una plática, como dando satisfacción de lo hecho. Ya veis, hijos míos,
les decía, cómo este viejo cristiano había dado motivo para un ligero
castigo; mas porque se resistió y os dio mal ejemplo, le ató el viracocha
y quería darle muchos azotes. Pero yo, que os quiero mucho, le libré; y
como él quiera enmendarse, nunca nos enojaremos. Sí, padre, respondía
el viejo; ya seré bueno, vendré á rezar y no detendré á otros en bebi-
das. Volviéndose después el misionero á los nuevos que le daban mucho
cuidado, prosiguió la plática diciendo: Yo os amo, hijos míos; no os es-
pantéis por lo que ha sucedido. Este, que era ya cristiano, por ser bauti-
zado merecía algún castigo por sus desórdenes. Pero no temáis vos-
otros ni penséis en volver al monte. No se os tocará al hilo de la ropa, y
así, estad alegres y contentos como antes. Al volver el padre á casa,
vino también Parrano con los alcaldes, y muy humilde, le besó la mano
y fué despedido alegre y contento con un traguito de aguardiente que le
dio el misionero. Quedó el viejo agradecido á tanta suavidad y blandura
como había experimentado en el padre, y en señal de su reconocimiento
le trajo una hija suya única que tenía de diez años, para que se criase
en la casa de recogimiento. De esta suerte se convirtió en bien del pue-
blo lo que el enemigo común había inventado para la ruina de todos.
Otro caso sucedió en el mismo tiempo, en que hubiera quedado el mi-
sionero sin pueblo, como allá en el Ñapo, si la protectora de la reduc-
ción, santa Bárbara, no le hubiera favorecido con particular asistencia.
Hacíase un desmonte alrededor del pueblo para que, despejado el sitio^
gozase de aire más limpio y saludable. Encargó apretadamente el padre,
conociendo el peligro, que ninguno diese fuego al desmonte hasta que
corriese viento hacia la parte opuesta del pueblo y él avisase. Todos co-
552 Misiones del Makañón Español
nocieron la importancia del aviso, y como no querían perecer, ninguno
pensó en contravenir á orden tan necesaria. Cuando un dia, de repente,
y sin saber cómo, se prende fuego en el monte en ocasión en que corría
un viento deshecho hacia el pueblo. Estaba la mayor parte de la gente á
trabajar en sus campos, y tomando fuerza la llama, venía corriendo so-
bre el pueblo á manera de una nube muy extendida como de media le-
^ua. El misionero, dándose por perdido en lo humano, no tuvo otro re-
curso que clamar á santa Bárbara bendita, suplicándola humildemente
que salvase su pueblo, que perecía sin remedio. ¡Cosa maravillosa! Lle-
gando ya la nube del fuego cerca de la iglesia y casas, paró de repente
sin proseguir adelante ni prender en materia tan dispuesta, quedando
todo el desmonte tan bien quemado, como si se hubiera hecho de propó-
sito. Se procuró después apagar los árboles que quedaban humeando, y
tuvieron los indios leña para más de un año, y la ventaja de hallar mu-
chos palos gruesos ya cortados y curados que sirvieron para varias
obras.
Dieron todos gracias con mucha devoción á la santa Patrona, que
había librado milagrosamente del incendio á la reducción, y les había
favorecido en tantas tempestades, que son en el Nanai terribles y espan-
tosas, y suelen causar muertes é incendios por los muchos rayos que des-
piden. Sólo haré mención de uno que cayó delante de la casa del misio-
nero, y fué ocasión que se encontrasen debajo de tierra cosas maravillo-
sas. Cayó sobre un cedro hermoso que se había dejado de propósito entre
la iglesia y la casa del padre, y partiéndole por medio, le soterró. Que-
daron sanos los raigones del árbol, de que se hicieron muy buenas tablas,
y para sacar bien las raíces, dio orden el misionero de que se cavase al-
rededor hasta la profundidad de dos varas, y se hallaron en lo más hon-
do de las raíces muchos pedazos de copal amarillo y transparente, que á
lo que pensó el padre era la célebre resina ó incienso del cedro, de que
dicen los naturalistas que extinguü serpentes. No fué ésta la única cosa
singular que se encontró en la hoya; hallóse también un panal de abejas
más pequeñas que moscas, las cuales tenían su colmena en la vecindad
del tronco; su miel era buena, y la cera amarilla. La senda subterránea
que les guiaba á la casa era oblicua, y el agujerito por donde entraban
y salían muy pequeño, y comenzaba por la parte superior de un raigón
sobresaliente en la forma de un alar de tejado. Descubríase claramente
la divina Providencia en aquellas abejitas á quienes dio instinto para fa-
bricar su casita debajo de tierra con tanto resguardo que no pudiese en-
trar en ella ni el agua ni otras sabandijas sutiles de que abunda aquella
tierra.
No dio menos en qué entender al misionero otro caso singular y curio-
so que sucedió á dos indios que salieron á pescar. No bien habían cogido
unas charapillas, cuando se vinieron espantados al pueblo, temiendo de
los diablos de agua que llaman Chuaras. Uno tiró á su casa sin saber lo
que le pasaba, y el otro se quedó azorado en la iglesia donde estaba el
Libro X.— Capítulo XIX 553
misionero, que viéndole tan sobresaltado le llevó á su aposento para oír-
le y examinar despacio la causa de tanto azoramiento. Apenas acertaba
el indio á pronunciar palabra, mas al fin dijo: Padre, salimos á pescar
un compañero y yo, y estando cerca del río asando yucas y peces para
comer, salieron del río dos Chuaras, como dos indios desnudos, y nos pi-
dieron de comer, diciendo: Vosotros traéis lanzas; nosotros no las tene-
mos; no nos matéis y seamos amigos. Asombrados nosotros, les dimos lo
que teníamos. Comieron y se volvieron á sumergir en el agua. Viendo
esto, tomamos espantados nuestra canoita, y venimos á toda boga á de-
cirte esto. Nosotros Jamás lo habíamos visto, pero nuestros viejos dicen
que ellos han visto varias veces estos Chuaras ó diablos de agua. ¿No te
acordaste, dijo el padre, de hacer la señal de la cruz? No me acordé, res-
pondió el indio, con la turbación y aturdimiento, hasta lo último, y enton-
ces la hice con disimulo y se marcharon. Después de la relación llamó el
padre al compañero y le examinó aparte, el cual contestó lo mismo que
el compañero, protestando que jamás volvería á aquel paraje porque no
le cogieran los Chuaras.
Despachados los indios, púsose el padre á pensar muy despacio sobre
la historia y sus circunstancias. No le pareció que aquellos indios tenían
motivo ó causa para mentir sin fruto ó provecho alguno; ambos estaban
contestes y parece que hablaban con toda sinceridad descubriéndose to-
davía en ellos los efectos de la turbación primera. Sabía muy bien que
los indios rayanos de Portugal contaban varias historias de Chuaras ó
diablos aparecidos en el agua, y le parecía cosa dura el decir ó pensar
que ninguna de ellas tenía fundamento. Por estas razones se inclinó mu-
cho á creer el caso como verdadero, pero no creyó que aquellos indios
desnudos fuesen Chuaras ó diablos del agua. Porque ¿á qué fin el diablo
se había de fingir indio, híiblar unas pocas palabras, decir que no le ma-
tasen, comer yuca y pescado y volver luego á zambullirse? ¿No parece
esto cosa propia del demonio, que suele siempre dar malos consejos y de-
jar á la gente con un particular espanto? El mismo padre había conocido
varios que, después que el demonio les había hablado, casi todos habían
muerto presto. Y suele estar esta gente muy terca en recibir el bautismo.
liada de esto aconteció en estos indios, y si huyeron los indios apareci-
dos, cuando hizo la señal de la cruz uno de los pescadores, era porque
habían ya comido y estaban dispuestos á zambullirse, y se hubieran zam-
bullido de la misma manera aunque no se hubiera hecho tal señal.
Hizo, pues, juicio el misionero, que puede un hombre acostumbrarse á
vivir dentro del agua, conforme á lo que escribe el erudito P. Feijóo de
aquel caso sabido de todos del mozo de Liérganes, á quien pescaron en
Cádiz después de haber vivido varios años en el mar entre los peces.
Oigo lo que dicen muchos, que el caso fué preternatural y efecto de la
maldición de su madre. Pero ni yo creo esta circunstancia, ni pienso que
esté bien averiguada, antes bien una persona digna de todo crédito, que
leyó en Liérganes con toda reflexión y cuidado la relación del hecho
554 Misiones del Marañón Español
autenticada con la firma de varios notarios, me ha dicho y asegurado va-
rias veces que no consta en ella de tal maldición, y que era el común
sentir de los viejos de dicho lugar que los padres del hombre pez eran
muy cristianos, y en particular la madre incapaz de maldecir á su hijo.
Yo no hallo dificultad en creer que algunos Iquitos hechos ya á andar
por el agua, probasen, ó por melancolía, ó por temor de sus enemigos, 6
por alguna otra causa, á vivir en el río como los peces, y que se saliesen
con ello, llegando, finalmente, á ser como hombres anfibios. Cada día se-
ve en aquellos ríos que cuando un indio está á la orilla con su anzuelo,
va otro con disimulo desde lejos y sin ser sentido viene por el agua, y
buscando el anzuelo, se agarra de él y remeda los movimientos del pez
que se desea, Parécele al pescador que ha caído un pez muy grande, tira
y forcejea por sacarle sin poder atraerlo, hasta que el pez fingido saca la
mano con el anzuelo, y celebrando el chasco vuelve á huirse por dentro
del agua y sale bien lejos á la orilla. Ayuda mucho á este modo de pen-
sar el estar el agua en estos ríos tibia, y por lo mismo más acomodada á
vivir en ella que no en el océano, en donde están también mucho más^
distantes las orillas que en los ríos, en que se tienen á la mano siempre y
cuando se quieren buscar.
Finalmente, en lo animal conviene el hombre con las bestias que tam-
bién necesitan para vivir de alguna respiración. Sin embargo de esto,
hay en aquellas tierras tantos animales anfibios que en otras partes no
son sino terrestres, como el capiguagra ó puerco grande, el lobillo, que es
como un perro, la danta, que es como una muía, y el pez buey, que es
como una vaca. Pues ¿qué mucho que en aquella gentilidad en que viven
los indios como bestias, sin más pensamientos que comer y beber y librar-
se de sus enemigos, alguno ó algunos poseídos de la pasión ó instigados
del común enemigo hayan tomado el partido de vivir también entre Ios-
peces?
Estas conjeturas no me parecen despreciables, pero cada uno juzgue
en esto lo que mejor le pareciere, ponderando estas razones y otras mu-
chas que se le ofrecerán por una y otra parte.
CAPITULO XX
ES señalado el P. URIARTE para san JOAQUÍN, Y OTROS SUCESOS QUE
ACAECIERON EN LA MISIÓN Bí JA
Mientras iba notablemente creciendo por el río Nanai el número de los
neófitos y vivían concordes entre sí los Necamumus, Blancos y Cacuma-
ños, enemigos antes capitales en el río Tigre, caminaba á su ruina el pue-
blo de San Xavier, que estaba bien distante de Santa Bárbara. Habíale
fundado poco antes el P. José Palme, después de haber recogido las re-
liquias de unos indios llamados Alabónos, de otro pueblo deshecho, en
Libro X.— Capítulo XX 555
cuya expedición tuvo que navegar por veintiún dias en el río Tigre. Los
trabajos que padeció este misionero en el establecimiento de esta novísi-
ma reducción, en tanta distancia y con sola la compañía de un mestizo,
el Señor los sabe, y se los premió, como espero con una muerte dichosa
que le concedió aquí en Bolonia después de su larga navegación del otro
mundo, cuando se dividieron los misioneros á sus antiguas provincias.
Muchas veces le buscaron los indios para la muerte en aquel desierto y
le era necesario pasar las noches en vela para que no lo cogiesen des-
cuidado. Por la mucha necesidad y falta de alimento cayó enfermo; pero
animándose á sí mismo, se iba reponiendo y con grande conformidad con
la voluntad del Señor se ofrecía á mayores trabajos por el bien y adelan-
tamiento de su pueblo, cuando á poco más de un año de su fundación co-
menzó á picar la peste en la reducción, que tomando cuerpo desde luego
arrastraba á los más á la sepultura. Varios Alabónos, con un capitán
Mauricio, se retiraron á sus antiguas tierras, más de- diez y ocho días de
camino río arriba. Al P. Palme, picado del contagio y postrado en una
camilla sin poder menearse, lo llevaron al pueblo de San Regís algunos
indios enviados del misionero de esta reducción, el cual procuró atender
á su cura. Los demás Alabónos que quedaban en San Xavier bajaron con
su cacique Nejarano por consejo del padre, casi moribundo, á Santa Bár-
bara, donde los Iquitos, no temiendo peste, los recibieron generosamen-
te, sustentaron con abundada y curaron con mucha caridad. Fué cosa
en la realidad prodigiosa que ninguno de tantos indios enfermos que vi-
nieron con mucho trabajo y necesidad desde el río Tigre hasta el Nanai
por camino desastroso muriera en el viaje. Parece que quiso el Señor pre-
miar la resolución que tomaron de juntarse los cristianos.
Dio el misionero de Santa Bárbara las providencias necesarias para
establecer cómodamente á los recién venidos, de manera que no extra-
fiasen el trato y comunicación con los Iquitos. Hacíales caricias, les ala-
baba y agasajaba delante de los suyos, para que todos se animasen á tra-
tarlos con cariño, y ellos mismos se alegrasen con el buen recibimiento
y viniesen contentos. Con este cuidado tan particular, fueron sanando
los enfermos y se iban acomodando todos á las prácticas y establecimien-
tos del pueblo. Muchas ventajas se prometía el P. Uriarte de una reduc-
ción tan crecida, que mostraba docilidad y prontitud en cuanto manda-
ba, cuando fué llamado en el año 65 á las consultas acostumbradas de
San Joaquín. Partió alegre y contento por estar noticioso de varios mi-
sioneros venidos de Quito, y animado de la esperanza de traer alguno
consigo para concluir del todo la conquista de los Iquitos. Mas le suce-
dió todo al contrario de lo que había pensado, porque el nuevo visitador,
Pablo Aguilar, al ver en San Joaquín al padre, le dijo en las primeras
salutaciones: V. R. padre Manuel, vendrá empeñado en dos cosas: en
volverse presto y en llevar consigo algunos de los padres á su Nanai.
Pues, padre mío, ni uno ni otro se le concederá. Aquí quedará de vicesu-
perior mientras durare mi visita. Envíe luego canoa por sus trastos, y el
556 Misiones del Marañón Español
hermano Pedro con su Plácido cuidarán entre tanto de aquella misión.
Estos padres recién venidos que aquí están, son del todo necesarios para
la misión alta, el P. José Romei para los Muratas y el P. José Zenitagoya
para los Pinches, y para los Chayavitas el P. Berroeta. Sólo quedará
en la misión baja el P. Máximo Negri, que pasará á los Ticunas de Lo-
reto. Paciencia, padre mío, que no se puede por ahora disponer otra cosa.
Quedó altamente penetrado de estas disposiciones el P, Uriarte, y
aunque le llegaba al alma el dejar á los Iquitos en tan críticas circuns-
tancias, conociendo ser inútiles todas las representaciones y propuestas
con el padre visitador, se resignó á la obediencia dejando en mano del
Señor y encomendándole muy de veras su querida misión. Pero como
vicesuperior de toda la misión baja, no dejó de atender en cuanto pudo á
los Iquitos, viéndolos tan desamparados y sin sacerdote. Envió á poco
tiempo como de paso al Nanai al P. José Palme, ya convalecido, para
bautizar á los niños; sacramentar á los enfermos y doctrinar á todos,
pero con el orden preciso de que no se detuviese en cada pueblo más de
quince días, porque no enfermase. Hízolo con mucha voluntad el obe-
diente padre, sin faltar y sin exceder un ápice de lo mandado, y volvió
muy edificado de las fatigas y cuidados del hermano Pedro, y alabando
la industria y diligencia de Plácido en adelantar la iglesia y en atender
con gran cuidado é igualdad á todos los de Santa Bárbara. Con estas no-
ticias se consolaba el vicesuperior, en medio de las molestias que le cau-
saba el oficio de atender aun en lo temporal á las necesidades de los de-
más pueblos.
Daban mucho cuidado los Yavas del pueblo de San Ignacio, de los cua-
les varios habían escapado al monte y lejos de volver al pueblo, como se
creyó en los principios, no daban lugar á convites y estaban empeñados
en cortar toda comunicación. A esta causa el P. Vaharaonde, misionero
de San Ignacio hizo, con parecer del P. Uriarte, una vigorosa represen-
tación al gobernador de la misión, que era entonces el Sr. D. Antonio de
Mena, proponiéndole que convenía y aun parecía necesaria una entrada
con fuerzas respetables en los montes de los Yavas, que orgullosos por
la impunidad, traerían mucho daño á su pueblo si no se les contenía de
algún modo. Parecióle buena ocasión al Sr. Mena para hacer méritos, y
escribió á los misioneros de la misión alta que le enviasen indios bien ar-
mados para la empresa. No dejaron de venir algunos de valor y bien
pertrechados, pero como enfermasen de cursos, así por el viaje largo
como por la mudanza de temples á que no estaban acostumbrados, cayó
al fin todo el peso de la expedición sobre los indios del partido viejo, y tu-
vieron que hacer los Omaguas la principal fuerza bajo un teniente enviado
de D. Antonio. Para evitar, en cuanto fuese posible, toda violencia y no
exasperar, sin necesidad, á los Yavas, tomó el teniente sus instrucciones
del P . Vahamonde como tan práctico de aquellas tierras y que conocía
tan bien la condición de los Yavas.
Tomadas estas precauciones, entró el teniente con los suyos guar-
Libro X.— Capítulo XX 657
dando todo el orden necesario en estas circunstancias, por el monte don-
de se habían retirado los Yavas, y hallando algunas casas se llegó á ellas
con silencio y les puso cerco. Luego que lo notaron los habitadores echa-
ron mano de las armas, como suelen para defenderse, pero hablándoles
el teniente con afabilidad y cariño, según la prevención del padre, y pro-
metiéndoles que no se dada castigo alguno á los fugitivos, se pusieron los
Yavas en sus manos, y vencidos más de la buena manera que de retos y
amenazas, vinieron con él en número de 100 hasta el pueblo de San Ig-
nacio. Pero aquí empezaron las disensiones sobre su destino. Decía el te-
niente tener orden expresa de su gobernador para llevarlos á San Joaquín,
donde estarían seguros quitándoles la ocasión de volver á escaparse. Y
los Omaguas mismos, como era natural, instaban con el teniente por el
cumplimiento del orden conociendo la utilidad que se les seguiría en tener
gente y muchachos de quienes servirse. Oponíase fuertemente á la trans-
migración el P. Vahamonde, porque los Yavas que quedaban en el monte
eran muchos más en número, y parientes de los pocos que se habían
rendido, y con sólo entender que á éstos les llevaban á San Joaquín de
Omaguas, corría grande riesgo que de noche acometiesen al pueblo, le
matasen á él y arrasasen toda la cristiandad que estaba á su cargo. Por
este peligro, que en realidad era inminente, y ninguno le conocía mejor
que el misionero de San Ignacio, no vino en manera alguna en que los
Yavas saliesen entonces de su pueblo; y escribió al gobernador una car-
ta atenta y convincente, haciéndole presente las razones fuertes que te-
nía para no permitir el que los Yavas subiesen á San Joaquín.
Poco práctico el gobernador, instaba y con buen celo á que se pusiese
en ejecución el orden dado al teniente y el negocio se iba poniendo en
malos términos. Pero quiso el Señor que el vicesuperior de O magua á
quien difería no poco el Sr. Mena, le sosegase y trajese á la razón con
una carta que le escribió en esta substancia.
«Señor gobernador: El recelo del P. Vahamonde está bien fundado; el
«riesgo es conocido y el peligro cierto. Ni es el P. Vahamonde persona
»capaz de dar lugíir á temores vanos. Ha estado toda su vida entre dar-
»dos y lanzas, siempre cercado de enemigos y siempre superior á to-
»dos sin que le hayan acobardado jamás los peligros que no se pueden
«evitar prudentemente. Pero en esta ocasión debe Vmd., pues puede y
»está obligado á ello, mirar por su vida y por la de todos. Para hacer
«méritos ha hecho Vmd. bastante en sacar á la gente de los montes; con
»esto ha cumplido, ni pienso que le pueden pedir otra cosa. Mas, ¿en qué
«lugar, en qué sitio ó pueblo se podrán conservar establemente los trai-
»dos? La larga práctica y experiencia de los misioneros viejos es regla
»más cierta y segura que todas las especulativas. En realidad, yo me in-
»teresaba mucho en aumentar mi pueblo con esta gente nueva, pero me
»ha enseñado la experiencia que teniendo los nuevos caminos abiertos por
»la corriente, ó río abajo, se huyen los más, si vienen forzados, pues una
«balsa que forman con dos palos, les basta y sobra para hacer su viaje.
568 Misiones del Marañón Español
»En San Ignacio de Pevas ¡tienen los nuevos Yavas sus conocidos y pa-
»rientes, y con el buen trato del P. Vahamonde, que les tiene bien cono-
»cidos y tanteados, es más creíble que permanecerán y que quizá trai-
»gan otros de nuevo.» Con estas razones se aquietó el gobernador, y no
se pensó más en sacar á los Yavas de San Ignacio.
CAPITULO XXI
intenta el P. XAVIER VEIGEL RESTAURAR LA MISIÓN PERDIDA DEL
RÍO UCAYALE
Aunque el P. Xavier Veigel estaba bien trabajado de los muchos via-
jes, navegaciones y caminos que había tenido que hacer como superior
de las misiones, y muy en particular del que en este año de 66 había he-
cho á Quito, en tiempo de lluvias y crecientes, no había perdido el ánimo
que siempre tuvo muy resuelto de restaurar la misión del río Ucayale en
otro tiempo tan asistido y floreciente. Viene este caudaloso río desde las
cordilleras del Cuzco por más de 500 leguas, hasta desaguar en el Mara-
ñón, media legua antes del pueblo de San Joaquín, por dos bocas de más
de dos leguas. En tan largo curso siempre se creyó que había infinitas
naciones en sus riberas, islas y montañas. Porque en medio de haber fun-
dado el P. Rither y el hermano Heredia nueve pueblos de diversas nacio-
nes en las orillas de este río, restaba de conquistar la mayor parte de los
indios.
Había subido el P. Veigel los años pasados, y siendo todavía visitador,
por el río Ucayale, con el designio de reparar las quiebras pasadas. Pero,
como otro Moisés, no logró más que ver la tierra prometida que deseaba,
porque v^iendo la cobardía de los indios que le acompañaban y el miedo
que mostraban á los Pirres y Cunivos por haber acabado en otro tiempo
con su misionero y deshecho la armada de los españoles, tuvo por más
acertado dar la vuelta contento con enterarse bien de las tierras, obser-
var las distancias y delinear los puestos. Mas ahora, con las muchas no-
ticias que halló de esta misión lucida en el archivo de Quito y con el buen
lado que le hacía el provincial, á quien comunicó su pensamiento, se de-
terminó á la empresa con más coraje, antes que expirase e] término de su
gobierno.
Señaló 200 indios de las naciones y pueblos de la misión alta, como
gente valiente y esforzada en estas expediciones, trajo como 10 mestizos
de la ciudad de Borja, y por cabezas que dirigiesen la acción, á un te-
niente y á un Juan Ponce, hombre de conocida prudencia y de valor ex-
perimentado. Tomó por compañeros de la empresa al P. Plendendolfer,
sujeto de grande capacidad y de mucha espera, calidad, á lo que en-
cuentro, bien necesaria para templar los fuegos y moderar la actividad
del mismo superior, que aunque hábil, docto, trabajador y celoso, era la
Libro X. — Capítulo XXI 659
misma viveza, queriendo llevar las cosas en poco tiempo á su perfección.
Dispuestos con toda presteza los matalotajes y canoas, salió la armadilla
desde cerca de Borja en el raes de Agosto, y bajando por el Marañón, co-
menzó á subir por el Ucayale á grandes jornadas. Esto fué ocasión de
que muriendo dos ó tres indios y enfermando varios, volvieron atrás otros
50 sin poder persuadirles otra cosa. No conviene sacar al indio de su
paso; si con ruegos, donecillos y caricias entra de suyo, suele ser cons-
tante en el esfuerzo; mas si así no se le dobla, en vano serán todos los de-
más medios de imperios y de amenazas. Al mes de navegación no inte-
rrumpida llegaron después de mil trabajos á las cercanías de los Cuni-
vos, que ya le parecía al P. Veigel tener en pocos días conquistados.
Tanto era el deseo que tenía de ver restaurada aquella misión y tanta la
esperanza que sentía en su corazón. Pero el suceso fué bien contrario á
lo que pretendía en su ánimo.
Habían emprendido los franciscanos de Lima reducir desde el río
Tarma, donde tenían doctrinas, alguna gente nueva, y metiéndose en el
Ucayale, que comunica con su río, penetrado por él por muchas leguas.
No ignoraban estos religiosos que el Ucayale había sido en otro tiempo
misión de jesuítas; pero viendo la mies desamparada por tantos años,
presentaron un memorial al virrey de Lima pidiendo facultad y licencia
para internarse por este río . Procedieron en esto con moderación y arre-
glo, pero en tanta distancia no podían ciertamente atender á los Ucaya-
les. Preguntó el virrey al procurador de los jesuítas, que á la sazón era
el P. Ignacio Falcón, si sería en perjuicio de las misiones de la Compañía
la entrada que pretendían los padres de San Francisco. Respondió el pa-
dre prontamente que podían entrar aquellos religiosos, porque los jesuí-
tas tenían harto á que atender en las tierras más bajas y el número corto
de misioneros no daba lugar á subir á las alturas de Ucayale.
Habida esta licencia dispusieron también los franciscos su entrada
por el río Ucayale, en la misma coyuntura en que Veigel prevenía la
3uya. Venían aquéllos por la banda de Lima y los nuestros navegaban
de la banda del Marañón. Como unos subían y bajaban otros por el mis-
mo camino, era preciso encontrarse las dos escuadras sin saber la una de
la otra. Esta fué la causa porque avistándose á poca distancia de los
montes de los Cunivos las dos armadillas sin conocerse desde lejos, fuese
grande la consternación de unos y otros que se reputaron enemigos.
Creían los nuestros que venían sobre ellos en gran número los Pirros y
Cunivos, cuyo poder tenían^bien conocido, y la memoria del lance pasado
avivaba en las circunstancias el temor. Dio luego orden el superior que
se pusiesen las canoas en media luna y todos aprontasen las armas para
la defensa si fuesen acometidos. Los limeños tenían á los nuestros por
portugueses ú holandeses alzados, y daban también sus órdenes y hacían
preparativos para la defensa. Unos y otros estuvieron fijos por algún
tiempo en el sitio en donde se avistaron , recelándose mutuamente y sin
querer entrar en el peligro, hasta que fueron los nuestros saliendo del
560 Misiones del Marañón Español
ahogo por ciertas señales que llegaran á observar y por el ruido de trom-
petas, de cuyo instrumento no suelen usar los indios contentos con sus
caracoles y bobonas.
Impaciente el P. Veigel de estarse así parado, se adelantó con ban-
dera blanca una canoa de indios fieles y algunos mestizos bien preveni-
dos, que desde alguna distancia preguntasen si podían llegar de paz.
Respondieron los de Lima, que podían acercarse sin temor alguno y con
toda seguridad. Perdido ya todo el miedo, dieron fuerza de remos los bo-
gas á nuestra canoa, acercándose en poco tiempo á la canoa capitana
de los de Lima, y hallaron que se componía la armada, que tanto recelo
les había causado, de unos religiosos franciscanos y de unos pocos solda-
dos gallegos con sus cabos. Dieron entonces los nuestros su embajada
distintamente, diciendo que tenía que hablar con ellos el superior de las
misiones de la Compañía, que quedaba atrás con sus canoas. Respondió
el comisario de los frailes con mucha alegría , como quien había salido
también de un grande apuro, que se alegraba de tan feliz encuentro, que
avisasen luego al superior cómo él saltaba á tierra para abrazarle. Vuel-
tos los enviados con la respuesta, aunque le dio á Veigel un vuelco el co-
razón, por barruntar lo que era, disimuló la causa de su sentimiento y
mandó arrimar todas las canoas á una playa, en donde por ser oportuna
para el desembarco, hizo señal á la otra armadilla para que desembaí;-
case.
Recibió en tierra el P. Veigel con tiernos abrazos á los religiosos, sa-
ludó cortésmente al cabo y soldados, y se alegraron entre sí los indios al
ver tanta unión entre los misioneros. Después de estas primeras demos-
traciones, como más provisto de víveres, dio algún refresco á los huéspe-
des que estaban más faltos de vituallas, y como sobremesa diese el co-
misario alguna razón de su viaje con algún temor y encogimiento, tomó
la palabra el P. Veigel y habló de esta manera: «R. P. Comisario, sa-
biendo ya la mucha gentilidad de esta nuestra antigua misión, sus mu-
chos establecimientos, el orden y forma de cristiandad en que florecie-
ron, me determiné por mí mismo á restaurarla compadeciéndome de tan-
tas almas como perecían por falta de obreros evangélicos. Pocos años
há, siendo visitador de nuestras misiones, hice la primera entrada y des-
cubrimiento sin lograr otro fruto de mi viaje, por varios accidentes que
ocurrieron, que el reconocer el curso del río, observar las tierras, deli-
near los puestos y notar las distancias. Ahora volvía la segunda vez con
más conocimiento de las tierras, con otras noticias de lo pasado y con
más experiencia del suceso. Pero ya que vuestras 'paternidades, con li-
cencia y facultad del señor virrey, se han encargado de tan piadosa
empresa, volveré contento el pie atrás, pues no nos faltan otras varias
naciones y más vecinas que poder conquistar. Todos somos criados de un
mismo padre de familias, y vasallos de aquel gran Rey á quien procura-
mos traer subditos, vasallos y cristianos. Como este fin se consiga, no im-
porta más que sea por medio de unos ó por la industria de otros. Ni la
Libro X.— Capítulo XXI 561
Compañía de Jesús intenta otra cosa, antes se alegra que el nombre de
Jesús sea conocido y honrado por todo el mundo, y que todas las religio-
nes, clases y personas contribuyan con todas sus fuerzas al conocimien-
to y honra que se debe á tan augusto y sacrosanto nombre . »
El padre comisario, que en su aire, persona y conversación mostraba
ser gran siervo de Dios, quedó admirado de este razonamiento, porque
tenía algún recelo de que los nuestros, que habían estado en posesión de
aquellas misiones, les disputasen el derecho de la conquista. Respondió,
con pocas y muy humildes palabras, que no podía esperar otra cosa de
la religiosidad, celo bien entendido y caridad cristiana de un jesuíta que
huye competencias y, á ejemplo del gran Padre San Ignacio, sólo busca
la mayor gloria de Dios. Que él venía mandado de sus superiores, y
aun animado á la empresa, por el Sr. Amat, virrey de Lima, que había,
hablado de paz á los indios que dejaba á las espaldas y no eran muchos.
Que pensaba ya en volverse, enfermo como estaba de calenturas, y con-
taría en la ciudad de Lima el feliz encuentro, y cómo los jesuítas no es-
taban olvidados de los Pirres y Cunivos, aunque tan ingratos á sus mi-
sioneros. Tuvo la oportunidad el P. Veigel de fomentar la debilidad del
padre comisario y aliviarle en sus calenturas con algunos remedios que
consigo llevaba, y habiendo estado juntos en la playa un día entero, di-
chas las Misas por la mañana, tomó cada armadita el rumbo contrario'
con muchas salvas de amistad y agasajo.
Volvía el P. Veigel por una parte consolado y por otra poco satisfe-
cho de su viaje. Érale causa de consuelo el que los padres franciscos
hubiesen tomado á su cargo aquella gentilidad, por tanto tiempo olvida-
da; mas le causaba sentimiento el temor bien fundado del poco fruto que
por la banda de Lima se podía coger en aquellos cerros y montañas, á
donde no podrían atender como era necesario en tan grande distancia.
Al contrario de nuestra misión baja, se les podría asistir con mayor co-
modidad por estar más vecina á los Cunivos y Pirros y tener en ella los
socorros que no tenían los de Tarma. No dejó de acerbarle el sentimiento
cuando oyó decir á nuestros Panos que entendían la lengua de los indios
de los frailes; que los pacificados en el camino por el comisario eran
muy pocos, y que estaba más adentro el golpe de Ucayales, los cuales
querían antes volver á sus antiguos padres que entregarse á los frailes
de San Francisco. Esta noticia sirvió al P. Veigel para dejar las co-
sas dispuestas de manera que, por mensajes de indios con recados ca-
riñosos, se fuesen juntando los Ucayales en lo más bajo del río y en los
sitios más cercanos á nuestra misión, dejando á los franciscos todo lo
restante del río, en que podían emplearse con más fruto, como más ve-
cino á sus doctrinas.
3f>
562 Misiones del Marañón Español
CAPITULO XXII
TRISTES NUEVAS DEL RÍO NANAI, ADONDE PASA LUEGO EL PADRE
MANUEL URIARTE
No había estado el P. Uriarte en el pueblo de San Joaquín más de
siete meses, cuando le llegaron de Nanai nuevas muy tristes de los mu-
chos trabajos que se padecía en aquel partido. Al mozo Plácido, por im-
pedir borracheras, le habían querido por dos veces matar los Iquitos de
Santa Bárbara, y en una de ellas estuvo tan cerca de la muerte que,
atado de pies y manos por aquellos brutos, estaba esperando ya el golpe
del cuchillo. Pero viéndose sin remedio, supo con palabras blandas,
mansas y cariñosas desarmar la ira de los vengativos. Fuera de esto,
había entrado con la ocasión de las muchas lluvias y crecientes, la epi-
demia en los dos pueblos, y moría bastante gente sin que hubiese sacer-
dote que los socorriese. Por el miedo del contagio huían muchos á los
montes, y otros se detenían por no caer, huyendo, en las garras de los
tigres, como sucedió á la madre del cacique Casaja, cuya muerte había
sido muy diferente de la de la madre, porque perseverando en el pueblo,
murió picado de la peste, diciendo en aquella hora muchas cosas de
consuelo y admiración á sus indios. Decíales que veía con sus mismos
ojos á la Santísima Virgen y al Santo Ángel de la Guarda, que le lleva-
ban al cielo, que no llorasen su muerte porque había oído los consejos del
padre; creía todo lo que creen los cristianos y se arrepentía de sus peca-
dos. De esta manera, así la muerte dichosa del cacique como la desdi-
chada de la madre, sirvió para contener á muchos en el pueblo, en don-
de quedaban unos por la esperanza del premio y perseveraban otros por
el temor del castigo. Pero muchos, sin respeto á lo uno y á lo otro, se es-
capaban á los montes, y era de temer que si procedía la epidemia des-
apareciese al fin la mayor parte. Concluía Plácido la carta en que daba
parte y razón del estado peligroso del pueblo rogando, suplicando y cla-
mando al P. Uriarte que por amor de Jesucristo pasase allá cuanto an-
tes y sin perder tiempo, antes que el pueblo se acabase, porque faltan-
do sacerdote faltaba confesor, faltaba la Misa, faltaban los Sacramen-
tos y faltaba todo.
El hermano Pedro Choneman, como soldado veterano hecho á todo
trabajo, necesidad y miseria, escribía con más serenidad, aunque con no
menor eficacia, diciendo: «Padre Manuel, y^ llegó el tiempo en que por
fuerza lo han de volver á su querida Nanai. Ya 3^0 no puedo más. Mien-
tras voy á ver á los de Santa Bárbara, como se me ha ordenado, desapa-
recen de mi pueblo muchos nuevos con no ser aquí tan fuerte la epide-
mia. Ha subido tanto la creciente que el pueblo está anegado. Los indios
han escogido otro sitio alto y bien eminente á donde quiera ó no quiera es
Libro X.— Capítulo XXII 563
preciso seguirlos. Con que queda perdido todo el trabajo de la iglesia y
casa, y sólo se aprovecharán algunos materiales, con que empezaremos
á trabajar de nuevo valiéndonos de las mismas sementeras. Aunque para
mi son casi como si no fuesen, porque es grande la ingratitud de varios
que, sin querer parecer á sus campos, no me traen un bocado de comida.
Y cuando los busco, con cariño me responden: ¿Por qué no te vas al Mara-
ñen con el P. Manuel? Aquí ya entra la brujería del mal, nosotros quere-
mos escondernos en el monte. Pero, al fin, como ovejas los voy recogien-
do, y el cacique de V. K. me ayuda y los anima á perseverar. Véngase
por Dios cuanto antes, que el Señor nos ayudará para asistir á tanto po-
bre miserable; y si morimos en la demanda, vamos bien. Me consuela el
que viviré desde ahora más cerca de V. R. en este purgatorio en que
Dios me ha puesto.» Esto escribía Pedro al P. Uriarte, y lo mismo decía
al visitador, que, acabada su visita y vuelto á San Joaquín, conoció, aun-
que tarde, lo mucho que importaba no dejar el partido de Nanai sin
sacerdote. Dio luego orden para que volviese prontamente el P. Uriarte,
que haciendo apresuradamente las prevenciones y recogiendo los soco-
rros que pudo, salió para aquel río á jornadas tiradas después de una
ausencia de poco más de medio año, término bastantemente largo si se
consideran las necesidades de aquella nueva misión de Iquitos.
A pocos días de navegación tirada, como lo pedían las circunstancias,
llegó el padre á Santa María, sirviéndole de puerto la escalera misma
de la casa. Tanto habían crecido los ríos, que estaba nadando todo el
pueblo, y desde la iglesia se pescaba como desde una embarcación. Re-
cibióle el hermano Pedro con los brazos abiertos, lleno el corazón de con-
suelo y asomándole las lágrimas á los ojos. En el mismo día llegó un indio
viejo y consumido en una canoilla pidiéndole, con muchas ansias, el bau-
tismo, y al punto se le bautizó por estar bien instruido. Bautizó después á
los niños del pueblo y á varios enfermos, confesó á muchos y exhortó á
todos á la perseverancia y á que no diesen lugar á supersticiones, pues
ya veían que en el monte morían también los retirados. Dos días se de-
tuvo en Santa María, y dejando un buen socorro al hermano Pedro y re-
galando á la gente nueva, partió al día tercero á Santa Bárbara que le
daba cuidado.
Fué recibido, según costumbre, con la gritería y algazara que mues-
tran los indios en tales ocasiones. Plácido y el otro mozo no cabían de
contento teniendo allí su consuelo; pero los pobres indios, aunque se es-
forzaban en mostrar gusto y en celebrar la llegada, estaban macilentos y
consumidos de los males pasados, mas ya iban convaleciendo y no eran
muchos los que estaban de cuidado. Decían á su misionero: «Padre, fula-
no murió, á zutano lo consumió la peste, algunos escaparon al monte.
Otros con sus familias se han retirado á sus sementeras. Nosotros esta-
mos firmes, pero has de quedar para siempre con nosotros hasta que
mueras de viejo sin volverte jamás al Marañen» . Agradecía el padre los
discursos de aquella pobre gente y la consolaba y acariciaba, diciendo:
564 Misiones del Marañón Español
Ya veis, hijos míos, que vengo á vosotros por la tercera vez, y yo por mi
parte nunca os faltaré. Pero ahora es menester recoger la gente que se
ha retirado á los montes, y vosotros mismos habéis de ayudarme para
traerlos con toda suavidad y sin violencia porque son vuestros hermanos,
y quedando en el monte es de temer que en muriendo vayan á quemarse
en el fuego de allá abajo. En efecto, los Iquitos que habían perseverado
firmes en la reducción sirvieron admirablemente para recoger los dis"
persos que, oyendo la venida de su misionero, volvían con gusto dando
por excusa que se habían apartado de los demás por el miedo del contagio.
Entre tanto que el P. Uriarte se aplicaba á reparar las quiebras de
su pueblo y dar asiento á las cosas alteradas, empezó á tomar cuerpo y
arreciarse más la epidemia. El hermano Pedro, fatigado del trabajo, pe-
día socorro, diciendo que no bastaba para tantos enfermos, y que era
preciso sacramentarlos y fortalecerlos en aquella hora. Acudió pronto el
padre y en su compañía los dos mozos, y todos se emplearon con mucho
fruto; el padre administraba los Sacramentos y los demás auxiliaban á
los moribundos y enterraban á los muertos. Era cosa lastimosa cómo mo-
rían los pobres del contagio, cuatro y seis por día. Había ya bajado la
creciente y se enterraban en la iglesia y cementerio. Todo se llenó de
cadáveres, con ser así que por el aprieto, atendiendo á su costumbre, sólo
se hacían unos hoyos redondos como tambores profundos, en que se me-
tían los cadáveres amarrados los brazos con las rodillas y tocando éstas
á la cara. De esta manera les encajaban en la hoya que atacaban des-
pués con tierra gredosa.
Como eran tan bárbaros estos Iquitos de Santa María, hicieron en esta
ocasión cosas que apenas parecen creíbles. Vivía con ellos aquel viejo
que dijimos haber bautizado el P. Uriarte en el día de su entrada en este
pueblo, y se portaba como buen cristiano. Pero los Iquitos, por sola la
aprensión de que era viejo y que había venido de fuera, luego le califica-
ron de brujo y que podría haber traído consigo sus hechicerías. Esta
vana sospecha pasó tan adelante, que echando mano del buen viejo, le
enterraron vivo para quitar de una vez la raíz de tantos males. Tuvo
luego noticia de la bárbara inhumanidad el hermano Pedro, que corriendo
á la sepultura lo desenterró y pudo sacarlo vivo. No paró en esto la
crueldad de aquellos bárbaros, porque pasando después el hermano á ver
otros enfermos, volvieron tercos á la suya, y volviendo al viejo que ape-
nas comenzaba á respirar libremente, le enterraron de la misma mane-
ra, pero apisonando fuertemente la tierra para que no pudiese respirar
de modo alguno, y de esa suerte lo mataron. Pasó más adelante la fiereza
de aquellos brutos contra el cadáver del viejo, y vino á descargar sobre
un indio que por orden del hermano Pedro allanaba las sepulturas y en-
tre ellas compuso también la del viejo. Traía este indio cada día del
monte porción de arena para rellenar las sepulturas que habían bajado;
y en uno de estos viajes se le hizo encontradizo un disfrazado, y levan-
tando uno como sable, comenzó á darle de cuchilladas por todo el cuerpo
Libro X.— Capítulo XXII 565
diciendo entre dientes: Yo soy el diablo, toma, toma, porque compusiste
la sepultura del viejo. Escapó como pudo el infeliz herido, repitiendo Je-
sús y María, y se presentó chorreando sangre al hermano Pedro y di-
ciendo: Mira cómo me ha puesto el diablo. En realidad, el espectáculo
era lastimoso, porque estaba lleno de heridas en la cabeza, hombros, es-
paldas, manos y piernas. Mas al fin quiso el Señor que sanase después de
dos meses con la copauva, quedando con las señales de las heridas. Pen-
sóse por algún tiempo que el diablo había sido el autor de esta desgra-
cia, pero se supo después haber sido el agresor uno de los indios nuevos
del mismo pueblo.
Muy semejante á esta impiedad fué la crueldad que usaron con otro
viejo llamado Canuto, que venido de Santa Bárbara estaba al lado del
hermano Pedro, á quien procuraba mantener con alguna pesca ó caza
que buscaba. Enfermó un indio principal de Santa María, y al punto los
parientes, que eran todavía gentiles, echaron la culpa de la enfermedad
al viejo Canuto, que conforme á sus supersticiones creían haber hechizado
al enfermo. Con esta vana aprensión y sin más examen, van de tumulto
al bosque ó monte donde el viejo estaba cazando, y sin darle tiempo para
nada, gritando aquellos bárbaros: aquí has de morir porque hechizaste al
enfermo, que no podrá vivir si tú no mueres, le atravesaron con sus lan-
zas. Cayó el pobre Canuto repitiendo Jesús y María, porque era muy
buen cristiano, puntual á la iglesia y jamás se mezclaba en bebidas. Pa-
rece que el Señor le quiso premiar su buena vida y los servicios que hacía
voluntariamente al misionero, con esta especie de martirio y muerte tan
cruel. Se deja bien entender cuánto fuese el sentimiento del hermano
Pedro por la muerte de un indio tan inocente, y ya que no había podido
impedir el atentado procuró enterrar el cadáver con la pompa y osten-
tación posible, intimando después del funeral á los agresores el destierro
del pueblo, pues no podía ejecutar en ellos otro castigo.
Hasta contra una niña recién nacida volvieron su crueldad y barba-
rie estos ñeros Iquitos de Santa María. Murió de parto, como á la media
noche, una india llamada Fortunata. A los lamentos que daban en la casa
por la desgracia acudió luego el P. Uriarte, que halló á todos los habita-
dores consternados y al marido de la difunta, que era muy montaraz, des-
atinado y echando fuego por los ojos y con dos lanzas en la mano. Vínole
al padre al pensamiento registrar todos los rincones de la casa, y halló
en uno de ellos el parto vivo que habían tirado sin hacer caso y como
cosa enfadosa. Bautizó la criatura poniéndola por nombre Cecilia, y se la
entregó á una india que la diese de mamar hasta la mañana en que pen-
saba tomar sus providencias sobre ella. Mas aquellos bárbaros se la qui-
taron por fuerza á la buena india, y atándola viva con la madre difunta,
ja enterraron. Volvió con el cuidado el misionero bien temprano y enten-
diendo la inhumanidad del padre y allegados, fué corriendo á la sepultu-
ra y quiso Dios que la encontrase todavía viva. Quitóla de la vista de
aquellos brutos, y se la entregó á otra india fiel que la criase lejos de los
666 Misiones del Marañón Español
suyos. Hizolo con mucho cuidado, y quedaba todavía viva y sana en San
ta María la niña Cecilia, en el año 1768 en que salieron los padres deí
Marañón.
CAPITULO XXIII
ENTRADA PELIGROSÍSIMA POR EL RÍO BLANCO
Parece que el misionero de Santa Bárbara adivinaba el poco tiempo
que les quedaba ya á los misioneros para trabajar en las misiones de Mai-
nas. Pues acordándose en este año de 66 de lo que se había insinuado en
otro tiempo en las consultas sobre el bautismo de los indios adultos que
hubiesen asistido constantemente á la doctrina y dado pruebas de perse-
verar, se resolvió conforme á esta insinuación á bautizar á todos los adul-
tos que le parecieron suficientemente instruidos y entraron en deseos de
recibir este santo sacramento. Hecha esta diligencia se aplicó á sacar
gente nueva de los montes, valiéndose del mozo Plácido que tan bien
había probado en las entradas pasadas, y se hallaba práctico en los ríos,
montes y selvas de los Iquitos. Hizo varias excursiones el pretendiente,
con que trajo algunos nuevos gentiles al pueblo. Pero no podemos menos
de referir por extenso una de ellas, en que se vio el celoso mozo en el úl-
timo peligro cercado de un número grande de bárbaros armados con sus
lanzas y sin recurso ninguno en lo humano; pero le socorrió San Xavier,
á quien se encomendaba en el apuro, con un incidente que no esperaba.
Salió Plácido con otro mozo llamado Moreno y con 30 individuos por
el río Nanai, y topando con la boca del río Blanco, subió por él como
seis días de navegación. Iba entre los indios un catecúmeno de Santa.
Bárbara, que siendo de lo más alto y retirado del pueblo del río Blanco,
prometía enseñar á Plácido el puerto más vecino al centro de la gentili-
dad de dicho río. Mas antes de dar con él padeció la gente tantos traba-
jos, que se hubiera apurado su constancia á no sostenerla Plácido con su
ejemplo, palabras y modales. Hallado al fin el deseado puerto y escondi-
das las canoas, subieron todos por un camino abierto que les guió á un
grande yucal, que aunque no había llegado á su perfección, todavía con
sus ramas y hojas podía cubrir y ocultar á los nuestros mientras se ex-
ploraba la tierra. Todos se metieron en él fuera del catecúmeno, que pro-
siguió su camino para reconocer los sitios y avisar del terreno en que se
hallaban. Dentro de una hora volvió al sitio de los nuestros el explorador
con la noticia de haber hallado una casa muy grande, pero sin gente, y
sin haber descubierto en ella los instrumentos de pescar. Señales nada
equívocas de que estaban sus habitadores empeñados en alguna pesca
general. La casa estaba bien cercana á lo que decía el indio, y no creyó
Plácido que hubiese peligro en ir por sí mismo con el otro mozo á regis-
trarla, pues no suelen los indios volver de sus pescas hasta el poner del
LiBiio X.— Capítulo XXIII 567
sol, y todavía podían contar con dos horas hasta su vuelta. Entrados en
la casa hallaron muchos manojos de lanzas muy galanas y emplumadas
al lado de las camas. El Moreno se empeñaba en llevarlas, para que
cuando los gentiles volviesen no les pudiesen hacer daño aunque quisie-
sen. Mas Plácido se le opuso con tesón, haciéndole á la memoria las ins-
trucciones del misionero, que tanto les había encargado el desinterés y
buena correspondencia. Pero ya que no se le permitió coger las lanzas,
pilló á la desfilada tal cual libra de cera que encontró, con intención,
como él decía, de pagarla después con un hacha á su dueño. Acción in-
digna de un mozo criado al lado del padre como había sido Moreno, y que
trajo bien malas consecuencias.
Como apretaba el tiempo, se retiraron otra vez y se escondieron entre
las yucas, hasta que volviendo los indios de su pesca, pudiesen enviarles
la embajada de paz en que pensaban. Comenzaron á venir á boca de
noche los indios en tropas y cargados de sus peces. Pasaban por el ca-
mino abierto adultos, mujeres y niños, todos alegres y contentos por el
buen lance que habían echado. Cuando ya todo estaba en silencio, pare-
ciéndole á Plácido que todos habían pasado, levantó la cabeza de entre
las yucas y halló en esto su apresurada curiosidad la mayor desgracia.
Porque siguiendo uno de los indios que se había quedado atrás su camino
y viendo un blanco vestido, dio un gran grito diciendo: «Enemigos, ene-
migos, acá todos con sus lanzas.» Al grito descompasado, se retiraron
todos los nuestros bien lejos del sitio en donde estaban escondidos. Sólo
Plácido, viéndose descubierto, tuvo á vileza y cobardía volver pie atrás;
pero ¿qué podía un hombre solo, entre tanta canalla de gente bárbara y
orguUosa"? En un momento se vio lleno el terreno de indios desnudos con
manojos de lanzas envenenadas, á quienes venía dirigiendo un viejo más
atrevido y valiente, el cual, disponiendo sus soldados en forma de cerco,
clamaba: «Matad á ese mal viracocha.» Viéndose Plácido rodeado de
tantos indios arrestados, se esforzaba á darlos á entender con señas, me-
neos y algunas palabras que no era enemigo, antes amigo, y enviado de
un padre para regalarlos y hablarlos de paz. Pero el viejo se sobreponía
con sus alaridos y entre la gritería de los indios nada se percibía. Ya en-
tonces conoció Plácido más claramente el peligro en que se hallaba, por-
que rodeado de todas partes de aquellos bárbaros sin atender á nada, en-
ristraban las lanzas para dispararle. Mas acordándose de San Francisco
Xavier, y encomendándose muy de veras al santo, levantó la escopeta
que había tenido oculta, y puesta la llave én el gatillo, daba vueltas
apuntando á los más cercanos y diciendo: «No te acerques, que te mato.»
Con esto gritaban más los infieles, pero se recelaban y no pasaban ade-
lante por el temor de ser heridos.
Viendo el viejo la cobardía de los suyos, ciego de cólera y furioso, se
adelantó á todos diciendo: «Seguidme, Iquitos, y matemos presto á este
forastero.» Conoció Plácido que iba de veras el negocio, y apuntando al
desaforado viejo, tiró el gatillo con la esperanza de que herido el capitán
568 Misiones del Marañón Español
los demás huirían, y él salvaría su vida. Mas no quiso San Xavier que
diese lumbre la escopeta y muriese el viejo que había de ser ocasión de
la salvación de muchas almas. De otra manera pensaba el santo sacar
del apuro á su devoto sin daño de los gentiles. Iba ya el viejo á embestir
á Plácido, cuando llegando el indio catecúmeno pariente de estos Iquitos,
dio una voz grande diciendo: «Quietos, quietos, no hagáis mal á ese blan-
co, que es nuestro amigo. Yo soy fulano, vuestro pariente, que vengo con
él de paz, enviado del padre de Santa Bárbara, á visitaros y regalaros.
Si matáis al blanco, vendrá su gobernador que está en el Marañón con
los demás cristianos y acabará con nosotros.» Quiso Dios, por intercesión
de San Xavier, dar eficacia á las palabras del catecúmeno, porque al
oírlas se contuvo el viejo, que con los demás se retiró á hablar de paz al
indio su pariente, y á informarse mejor de su embajada.
No podía Plácido soltar la lengua por el susto, ni hablar una palabra
por el coraje. Cuando volvió en sí y vio ya serenos y sosegados los indios
les dio en cara con la vileza de haber acometido todos juntos á uno solo,
sin haberles dado motivo para ello. Vinieron después los nuestros, que se
habían alejado del peligro, y entablada la paz y amistad con los infieles
fueron todos en buena correspondencia á hospedarse en la casa. Vióse
en esta ocasión cuánto daño hace en estas entradas la menor señal de
codicia. Repararon los infieles en la cera que les faltaba, y dieron sobre
ello á los nuestros quejas muy amargas. Hubo de confesar el Moreno que
la había tomado con ánimo de comprarla con una hacha. Indignado Plá-
cido hizo luego que la restituyese, y recelándose todavía de aquella gen-
te, mandó con disimulo á los nuestros que se retirasen á las canoas, que
las pasasen al otro lado del río. Temía, y con razón, que el lance de la
cera no avivase el fuego ique había apagado el catecúmeno. En efecto,
repararon por la mañana que no aparecían en el puerto niños ni muje-
res, señal clara de la poca confianza que hacían los gentiles. Todos
cuantos aparecieron en él eran adultos, y prevenidos con sus lanzas, pe-
dían hachas y otras herramientas. Plácido les respondía: Venid con nos-
otros al pueblo, ó si os parece mejor, poblaos aquí y entonces el padre os
las dará. No era conforme esta respuesta á las instrucciones del misio-
nero, que le había encargado muchas veces cómo debía en primer lugar
ganar la voluntad de los gentiles con algunos regalillos. Si hubiera dado
al cacique su hacha, y á los demás algunos anzuelos ó cuchillos, hubie-
ran creído fácilmente lo que se les prometía y se hubieran evitado los
peligros en que por la respuesta se vieron.
Oyendo la negativa del mozo, los gentiles empezaron á gritar y apron-
tar las armas, lo cual visto de los nuestros, se embarcaron en las canoas
prevenidas, bogando á toda prisa río abajo. Incitado el viejo de nuevas
furias, clamaba: ¡A ellos, á ellos, que se nos van! ¡Animo y coraje, Iqui-
tos, matémoslos y quitémosles las hachas! A cada vuelta del río, los es-
peraba multitud de infieles, que arrojaban sus lanzas á las canoas. Viendo
los cristianos la obstinación de aquella canalla, remaban desaforada-
Libro X.— Capítulo XXIII 569
mente para ponerse fuera de peligro. Quiso Plácido varias veces dispa-
rar la escopeta, que aunque era buena y estaba corriente, siempre le
faltó, hasta que cansado de porfiar con ella, trasladándola al brazo iz-
quierdo, ella se disparó por sí misma, sin herir á ninguno. Al estruendo
del tiro, que resonó en los montes, y á los ecos que respondían á las vuel-
tas del río, atolondrados los gentiles les dejaron, después de haberlos se-
guido por gran trecho. Dieron los nuestros gracias á Dios y á San Xavier
de verse ya libres de los peligros. Y en particular Plácido atribuyó al
santo que no se hubiese disparado la escopeta cuando apuntaba al viejo
y al montón, y que al pasarla de un brazo á otro diese, sin daño alguno,
tal estampido que bastase á sacarlos del apuro.
Prosiguieron las canoas navegando felizmente, sin molestia alguna y
ayudados de las corrientes, hasta que, llegada la noche, haciendo rancho
en una playa, durmieron sin cuidado. Pero por la mañana se levantó
Plácido con un pensamiento qvie comunicó á la gente de esta manera:
«Hermanos míos, ¿es posible que volvamos al pueblo, después de tanto
tiempo, sin llevar al padre gente nueva"?»— «Tienes razón, respondieron
los indios; sería mucha vergüenza volvernos solos. El santo Xavier, que
nos ha favorecido hasta ahora, nos la mostrará.» No quería Plácido otra
cosa que traerlos suavemente á lo que pretendía. Hizo arrimar las ca-
noas á un oculto remanso, bien cubierto de ramas de árboles, y encomen-
dándose á Dios y á San Xavier, comenzaron á caminar por el monte, de
seis en seis, con buen orden y cautela, llevando las armas en la mano y
sus alforjillas al hombro; pero con la determinación de volver todos á la
noche al sitio de las canoas. Iban las partidas por sendas diferentes para
descubrir más terreno, y Plácido, que se atrasó un poco á la suya por
cierta necesidad, oyó silbos á alguna distancia, y pensando que fuesen
de alguno de su comitiva, apresuró el paso, por ir á la sazón descalzó y
en camiseta como los demás indios; mas se encontró con dos gentiles des-
nudos que iban con sus lanzas en seguimiento de unos puercos monteses
que habían descubierto . Al ver los infieles se tragó nuevamente el peli-
gro de morir á sus manos, y diciendo, por ahí arriba van los puercos, se
metió por la maleza del monte. Los indios azorados y sin reparar en
nada, corrieron por la senda que les señalaba y salió del aprieto el pobre
mozo. Pudo también contribuir no poco para salir del peligro el vestido
que llevaba de indio , porque no es creíble que le hubieran dejado los
gentiles si hubieran descubierto en él que era blanco.
Era ya entrada la tarde cuando una de las partidas trajo la noticia
de haber encontrado algunas casas no de mucha gente, pero al parecer
pacífica y que tenía alguna noticia del misionero de Nanai, cuya comu-
nicación deseaba. Fué luego Plácido con algunos indios á visitarla y re-
galarla con algunas cosuelas. Los infieles mostraron desde los principios
tan buena voluntad, que no dudaron los nuestros en dormir sin temor ni
recelo en sus mismas casas. Es verdad que por la mañana ponían mucha
dificultad aquellos pobres en dejar sus tierras, yucales y platanares de
570 Misiones del Marañón Español
donde habían de vivir, mas Plácido les allanó todas y les satisfizo asegu-
rando que tenían en el pueblo de Santa Bárbara sementeras abundantes
y una muy grande del misionero que sería para ellos, y que les daría he-
rramientas para trabajar con más comodidad la tierra, que nada les fal-
taría y vivirían contentos.
«Mirad, añadió, cómo andamos nosotros desnudos y ensangrentados
de las espinas por sólo buscaros. Preguntad á éstos cómo los trata el pa
dre. Pues de la misma manera os tratará á vosotros». Con estas pala-
bras, obrando la divina gracia, se determinaron á venir como 30 per-
sonas.
Entre tanto que pasaban estas cosas por lo alto del río Blanco, nada
se sabía en el pueblo de los mozos y de los indios que les acompañaban.
Y como había pasado mucho tiempo sin la menor noticia de sus andan-
zas, hubo en el pueblo muchos lloros dándoles por perdidos ó muertos á
manos de los gentiles. Parece que el diablo mismo fué el autor de las vo-
ces que corrían para alborotar y desazonar á la pobre gente. Porque por
más diligencias que hizo el padre, no pudo averiguar de dónde habían
salido. Procuró serenarlos en cuanto pudo, dándoles buenas esperanzas
de la vuelta y dijo muchas misas con asistencia del pueblo, encomendan-
do todos la empresa á la Virgen Santísima, á san Xavier y á santa Bár-
bara. De esta manera se aquietaron por algún tiempo, hasta quellegando
al pueblo un gentil del monte, aseguró que habían subido muy arriba las
canoas, y hallándose en aquel paraje la mayor parte de los Iquitos más
valientes habían alanceado sin duda á los dos viracochas y muerto á los
indios. Con este discurso se renovaron las especies, volvieron los lloros y
las mujeres se lamentaban de la pérdida de sus maridos. Ya se contaban^
como suele suceder en semejantes ocasiones, varios sueños y visiones de
las ánimas de Moreno y otros indios que daban por muertos.
En esta situación tan miserable en que se esforzaba el misionero á
sacarlos de aquella congoja y animar á la gente contristada, llegó un
propio por la travesía del monte con una carta de Plácido en que decía:
«Padre Manuel, Dios nuestro Señor nos ha librado de grandes peligros de
la vida. Llegaremos dentro de ocho días por la vuelta del río Blanco y
con alguna gente de la cual es el mensajero que lleva ésta. Publicada
por la reducción la noticia, salieron las mujeres de su congoja y fué tan
grande su alegría como había sido grande su tristeza. No veían ya la
hora de abrazar á sus maridos y de verlos sanos y buenos como les ase-
guraba el enviado, que rodeado de indios y de indias procuraba satisfa-
cer como podía á mil preguntas que le hacían. Asomaron al fin las canoas
en el día señalado con la gente nueva, y saltando todos á tierra con gran-
de gritería de los del pueblo, dijeronalpadre,quebajó también á recibirlos:
«Padre nuestro, Dios y San Francisco Xavier nos traen vivos.» El padre
los abrazó tiernamente y los alabó delante de todos. Las mujeres echa-
ban los brazos á sus maridos, los hijos á sus padres y los parientes á sus
allegados, diciendo: Ya os llorábamos por muertos, y ahora os vemos
LI15R0 X.— Capítulo XXIV 671
con tanto gusto y contento. Subieron todos á la iglesia, en donde dieron
gracias á Dios, á San Francisco Xavier y ¿i santa Bárbara por haberlos
librado de tantos peligros y traido sanos á la reducción. Pasaron después
á la casa del padre con los nuevos, que estaban encogidos delante de tan-
ta gente, y se escondían dé vergüenza, y por su genio corto y apocado.
Mas el misionero les abrazaba y acariciaba, diciéndoles que no tuviesen
miedo que eran hijos suyos y que los cuidaría con el mismo carino que á
los demás. Hizo que se diesen vestidos á los que venían desnudos, porque
ya Plácido había vestido una buena parte, y mandó á los alcaldes que los
repartiesen con orden por las casas para que nada les faltase y se fue-
sen aficionando á vivir en poblado con suavidad y experimentando sus
ventajas.
CAPITULO XXIV
FUNDACIÓN DE UN NUEVO PUEBLO DE SAN JOSÉ DE IQUITOS, POR UN
CACIQUE LLAMADO ANACACHUJA
Estaba consolado el P. Manuel Uriarte con la nueva gente, que daba
muestras de acomodarse bien á las costumbres del pueblo; pero tenía
clavada en el corazón la espina del mal suceso de los Iquitos del río Blan-
co, la cera que había cogido un mozo y el escopetazo del otro, que mi-
raba como dos impedimentos para conquistar aquella gente, y su celo
no le dejaba sosegar hasta traer al Evangelio toda la nación Iquita.
Para satisfacer á sus ansias juntó á los principales y más prácticos de
la reducción, y les habló sobre el modo que se podría tomar para aman-
sar á los bárbaros del río Blanco. Un indio ya avanzado en años, habló
en primer lugar de esta manera: «Padre Manuel, los indios de lo alto del
río Blanco no son tan bravos como te lo pintan tus mozos. Si éstos se hu-
bieran fiado de ellos, se hubiera hecho una paz bien firme, y aun hubie-
ran, á lo que entiendo, venido con ellos; el yerro estuvo en la poca con-
fianza que desde los principios mostraron. No niego que el viejo que más
se opuso es mala canalla; conózcole muy bien, y tiene por nombre Ana-
cachuja. El mató, como doce años há, en el pueblo de Napeanos, á un
indio, y puesto en prisión por orden del P. Vahamonde, logró escaparse
de ella. Por esta hazaña y otras muertes que añadió, se levantó con el
nombre de cacique. No ha tenido mucho séquito, y le van dejando varios
de los que se le arrimaron. Supuesto lo hecho, será también mejor el que
le dejemos nosotros y nos apliquemos á sacar á los demás, de quienes
podemos esperar con más razón la perseverancia en el pueblo. Confirmó
el mismo discurso otro hombre de autoridad, añadiendo varios encuen-
tros que había tenido Anacachuja con otros tres caciques que se habían
apartado de él, por no poder sufrir á hombre tan turbulento y revoltoso.
Del mismo parecer eran los demás indios, conviniendo todos en que no
572 Misiones del Marañón Español
debían practicarse diligencias para traer un alborotador que había que-
rido matar á sus mismos parientes.
No se apagaba con estas razones el celo del misionero, cuya caridad
se extendía á todos los infieles de aquellos ríos, y así parló á sus indios
de este modo: «Hijos míos, yo he venido á estas tierras con el designio de
que toda la nación Iquita reciba la luz del Evangelio. Esto quiere Dios
de mí, y para esto me ha llamado. Olvidad todos los agravios, que es lo
que nos enseña Jesucristo. Buscaremos á los Iquitos del Nanai y del Ti-
gre, pero quisiera también que por medio de los gentiles que vienen del
río Blanco, hagáis saber al cacique Anacachuja que quiero ser amigo
Suyo y que me olvido de todo lo pasado; que venga libremente y sin re-
celo cuando quiera, y que se pasee por el pueblo. Yo, hijos míos, fuera
en persona á hacer las paces, pero ya veis cómo me veo, enfermo y con
dolores de huesos y de cabeza, sin poder emprender ese camino. Decidle
también que mis mozos le perdonan, que le perdonan los indios y los vo-
gas, y haced lo posible por quitarle todo temor y miedo.» Los indios, por
el respeto que tenían á su misionero, se ofrecieron á todo, y mientras Plá-
cido trajo del Nanai dos caciques hermanos con todos sus dependientes,
«nviaron el recado cariñoso del padre al temido Anacachuja, que tocán-
dole Dios al corazón, se resolvió á venir á Santa Bárbara para visitar al
misionero.
Sin embargo de la resolución, iba dilatando la visita, porque como
gentil sospechaba que se querían vengar de él los viracochas, á quienes
tan mal había tratado. Pero el Señor dispuso que se quitase el obstáculo
en que tropezaba. Porque Plácido, habiendo trabajado por más de dos
años en la penosa misión del Nanai, fué enviado á Quito con informes
muy ventajosos que de él hacía el misionero, á fin de que fuese recibido
en la Compañía, y con esta ocasión le pareció al padre enviar también
al otro mozo al pueblo de Napeanos, en donde se hallaba su mujer, y para
hacer alguna demostración de castigo por la cera que había tomado de
los gentiles. Sabiendo Anacachuja la salida de los mozos, se aprovechó
de tan favorable ocasión y circunstancias, y vino con buen número de
los suyos para más seguridad á visitar al misionero. Parecióle dejar á
sus vasallos cerca del pueblo, como de retaguardia, y acompañado de
sólo un indio grave con una hija suya, entró por el pueblo á las diez de
la mañana. Recibióle la gente de la reducción con toda atención y corte-
sía, dándole de comer y beber abundantemente. Luego que el misionero
tuvo noticia de la venida del cacique, le envió recado diciendo que se
alegraba mucho de su llegada, que le esperaba en su casa adonde podía
venir con toda confianza y sin recelo alguno.
Presentáronse los dos indios con la niña cada uno con sus dos lanzas
en la mano, y besando las del padre, le hicieron una gran cortesía. Este
les recibió con toda benignidad, acariciándoles cuanto pudo, y más á la
niña que traían; y dando orden para que se sentasen, habló al cacique
de esta suerte: «Mucho tiempo há, buen Anacachuja, que deseaba cono-
Libro X.— Capítulo XXIV 673
certe y ser tu amigo. Mucho me alegro verte ahora en mi pueblo para
que conozcas por experiencia que te quiero.» «Padre, respondió el cacique
como abochornado, yo te quiero, pero aquel tu mozo es malo, pues nos.
quiso matar con la escopeta acechándonos entre las yucas.» Satisfizo el
misionero á sus quejas, diciéndole el fin que había tenido Plácido en es-
conderse en aquel sitio, y que, sobre todo, había salido ya del pueblo á
donde no volvería más, como ni el otro compañero que les había cogido
la cera. «Lo que conviene ahora, Anacachuja, añadió el padre, es olvi-
dar todo lo pasado; deja esas lanzas, que ya eres viejo, arrepiéntete de
lo pasado y no lo vuelvas á hacer. Entiende y cree que hay un Dios cria-
dor de todas las cosas, que es juez de todos los hombres, que á los buenos
les da su cielo y á los malos los envía allá abajo al infierno, donde se
queman y se abrasan para siempre con el diablo. Yo quiero valerme de
ti para hacer un gran pueblo en el río Blanco, y en señal de que te lo en-
cargo de veras, toma esta hacha para que empieces el desmonte.» Aquí
alegre y risueño Anacachuja, dijo: «Si, padre, yo te juntaré mucha
gente y ahora te traigo esta hija mía para que la bautices, y en señal de
que cumpliré mi palabra.» Hízolo el padre con mucho gusto y puso por
nombre á la niña María Josefa, poniendo por intercesores á la Santísima,
Virgen y á su castísimo Esposo, para que favoreciesen á aquellos pobres
infieles y protegiesen al nuevo pueblo que pretendía fundar para escala
de la reducción de los Iquitos que restaban.
Ya en este tiempo andaban por el pueblo los vasallos del cacique, y
recibidos con el mismo cariño habían perdido el miedo y dejados sus te-
mores. Tomaron más confianza con las dádivas que les hacía el misione-
ro, y se animaron á poblarse con su cacique en las riberas del río Blanco.
Partieron todos resueltos á comenzar el desmonte, formar el pueblo
y plantar un buen terreno de yucas, plátanos y maíz. Los principios fue-
ron muy buenos, y aun más de lo que se podía esperar de aquella gente..
Porque al mes de la partida ya estaba Anacachuja con grande multitud
de indios trabajando desalado en cortar árboles, hacer sementeras, y-
disponiendo el sitio para las casas del pueblo, á quien había dado el pa-
dre la advocación de su poderoso intercesor San José. Era el terreno que
había escogido alto y llano, y al parecer de aires limpios, con la ventaja
de tener á la falda una ensenada cómoda para las canoas. Venían tropas
de gentes al pueblo de Santa Bárbara pidiendo anzuelosy cuchillos y herra-
mientas, y decían cómo estaban empleados en hacer su reducción, que
por la travesía del monte sólo distaba día y medio de camino. Rebosaba
de contento el misionero, viendo tan buenas disposiciones en hombres y-
mujeres, y alabando su constancia en las tareas de hacer un nuevo pue-
blo, les enviaba contentos y más animados al trabajo con algunos doneci-^
líos que les repartía. Todas estas industrias son necesarias para aligerar-
les las fatigas, que suelen ser muy grandes á los principios, y no dudaba
el padre que con estos atractivos llevarían adelante lo comenzado. Pero
la salida pronta del P. Uriarte de este partido de la misión y mucho más.
574 Misiones del Mará ñon Español
el arresto que al año siguiente se hizo de todos los misioneros del Marañón,
cortaron las bellas esperanzas del numeroso pueblo é hicieron ver que
nuestras providencias son inciertas y los juicios del Señor inescrutables.
CAPITULO XXV
logra, finalmente, el P. ANDRÉS CAMACHO ABRIR LA PUERTA TAN
deseada PARA LA CONVERSIÓN DE LOS XÍVAROS
A fines del año de 1766 llegó á San Joaquín de Omaguas un correo en
que venía señalado por superior de las misiones el P. Francisco Agui-
lar, varón verdaderamente docto, y religioso muy ejemplar, pero algo
nimio y un si es ó no es escrupuloso, y por esta su humildad no dejó con
muy buena intención de mortificar á los demás misioneros, como vere-
mos. Quiso entablar en todos los pueblos de la misión la vida, como él
decía, verdaderamente apostólica en los padres, prohibiéndoles mezclar-
se en las cosas temporales de los indios si no fuesen muy necesarias, y
haciendo que los mytayos sólo llevasen á sus misioneros lo indispensable
para su mantenimiento. Veían los padres que si no cuidaban en lo tem-
poral de los indios y velaban con cuidado sobre sus intereses, no era fá-
cil conseguir lo espiritual que se pretendía principalmente. Fuera de
esto, si los mytayos no llevaban víveres con abundancia, ¿quién había
de surtir de comida á los pobres, huérfanos y enfermos, de quienes des-
cuidan los indios, dejando todas estas necesidades á la caridad de los
padres, que con su providencia saben remediarlas? Sin embargo de esto,
se acomodaron, en cuanto les fué posible, á las órdenes del superior, el
cual no hubiera ciertamente adelantado la misión, si, desengañado por
la experiencia, no hubiera mudado de dictamen.
Desde el principio de su gobierno hizo varias mudanzas de algunos
misioneros, enviando á cada uno al pueblo ó na,ción que le pareció más
conveniente, y entre otros sacó del Nanai á la reducción de San Regís al
P. Manuel Uriarte, en realidad enfermo y demasiadamente achacoso, y
envió en su lugar á Santa Bárbara al P. Juan Saltos, por no dejar sin
sacerdote, como en otro tiempo, el partido de los Iquitos. El mismo pa-
dre Francisco, como era trabajador y celoso de las almas, comenzó á dar
las providencias para una grande entrada que pensaba hacer en perso-
na por el río Curaray. Tenía muy en la memoria las antiguas noticias de
los Oas, Abigiras y otras naciones, que por las muertes de los PP. Hur-
tado y Suárez se habían retirado y esparcido por las riberas y montes
de este río, y no le sufría el corazón dejar de hacer alguna tentativa.
Dio orden de que para la empresa se fabricasen buenas canoas y se alis-
tasen los indios fieles y valientes de la misión alta, con quienes determi-
naba hacer la entrada.
Mientras el P. Aguilar tomaba sus medidas para la conquista de los
Libro X.— Capítulo XXV 575
Ínfleles del río Curaray, tomaba también las suyas el P, Andrés Cama-
cho para la reducción de los Xívaros. Estaba ya este misionero prepa-
rado para entrar á las tierras de los gentiles valerosos, cuando un acci-
dente sensibilísimo le retardó la partida. Habíase despedido de él el pa-
dre Enrique Francen, misionero de Andoas, para venir á su pueblo de
MurataS; y al despedirse le dijo el buen viejo: «Yo, P. Camacho, en bre-
ve moriré. Repartirá V. R. las herramientas que quedaren á tales y tales
indios necesitados. No creía Camacho que su fin estuviese tan cercano y
aun le disuadía de semejante pensamiento. Mas hablaba el corazón al
P. Enrique y no se engañaba en lo que decía. Porque á pocos días, en el
de la Ascensión del Señor, hizo á sus indios una plática muy fervorosa de
aquel misterio y de la gloria de los bienaventurados, como quien presen-
tía algunos indicios de la próxima felicidad que le esperaba. El viernes
siguiente asistió á la doctrina según costumbre, y el sábado, dicha la misa
de nuestra Señora, con asistencia de los devotos, dijo como á medio día á
sus muchachos: «Adiós, hijos míos, voy á descansar.» Pasaba una hora,
pasaba otra hora y no salía el padre del aposento. Extrañando la nove-
dad un muchacho entró en él y le halló muy compuesto como si estuvie-
ra durmiendo. Estaba vestido sobre su camilla cruzados los brazos y el
Síinto Cristo al cuello. Llamóle y no respondía. Volvióle á llamar y no
daba señales de vida. Finalmente, acercándose más, vio claramente que
estaba muerto. Corrió lloroso á los demás con la nueva triste, y en un
momento se juntó todo el pueblo á llorar la muerte de su buen padre.
Cuanta razón tuviesen los Andoas para llorar amargamente la muerte
de su misionero, se deja bien entender de lo mucho que le querían. Porque
les había criado y asistido por veinte años seguidos, con un amor entraña-
ble, con una mansedumbre singular, y con una liberalidad que cautivaba.
Fué cura de Archidona y misionero de Ñapo el P. Enrique Francen, por
catorce años, que con los veintidós que vivió con los Andoas, llegó á cum-
plir treinta y seis años en tan penoso ministerio. Murió en el año de 67
como soldado veterano de Cristo, con las armas en la mano, de setenta
y cuatro años de edad, al parecer con luz que tuvo del cielo de su fin,
cuando sus hermanos los jesuítas españoles iban desterrados de su pa-
tria, experimentando los rigores de la navegación. Ciertos ya los indios
de la muerte de su misionero, enviaron varios correos con el aviso de lo
ocurrido al P. Andrés Camacho, que sintiendo vivamente la falta de su
buen padre y maestro en las misiones, vino á pie por travesía de montes
con tanta diligencia, que en día y medio anduvo el camino de tres días.
Halló el cadáver sin señal de corrupción y sin vestigio de olor malo, que
no era poco en aquellas tierras tan calientes, depositado en la iglesia por
sus neófitos y vestido de la misma manera en que murió. Hizo con concur-
so de todos las exequias, con la solemnidad posible en aquellos desiertos,
y consolando á los Andoas con esperanzas de otro nuevo padre que les
atendería como el P. Enrique, se retiró á su pueblo de los Muratas.
No se acobardó el P. Camacho por verse casi solo en el partido de
676 • Misiones del Marañón Español
Pastaza cuidando de tanta gente; antes bien, considerando que tenía en
el P. Francen un nuevo protector en el cielo, se dispuso para la empresa
de los Xíbaros que tanto le tiraban. Era esta nación la que en tiempos pa.
sados se había sublevado contra los españoles en la ciudad de Logroño,
con una irrupción tan vigorosa, que destruida la ciudad quitó la vida á
cuantos se le opusieron, sin perdonar más que á las mujeres que llevaron
consigo á las montañas, entrando en el número de las miserables cauti-
vas hasta las religiosas mismas. Retiráronse á los principios los Xíbaros
á sus escabrosos montes, y se fueron después esparciendo por varios si-
tios y en varias parcialidades, pero siempre con alguna unión y depen-
cia de unas á otras, y por esta estrechez, por su valentía, y por lo inac-
cesible de los montes, hicieron siempre inútiles los repetidos esfuerzos de
los españoles en sujetarlos. En este año de 67, habitaba un gran golpe de
Xíbaros las orillas del río Morona; otro tenía su asiento en las cercanías
del rio Santiago; vivían algunas parcialidades sobre el río Guazaga, y
se habían establecido otras entre el Morona y Pastaza.
No dudaba el P. Andrés que ganada la nación délos Xíbaros, mudaría
de semblante la misión de los Mainas, por haber observado en ellos cali-
dades y prendas muy diferentes de los demás indios. Porque no conocían
los Xíbaros el ocio ni la embriaguez, que fueron siempre los dos vicios
que á manera de zizaña sofocaron el grano del Evangelio en la mayor
parte de los indios conquistados. Naturalmente inclinados al trabajo,
llevan siempre cuando van de un sitio á otro su porción de algodón con
un huso con que sin cesar hilan por el camino, y casi jamás se juntan
en las casas para celebrar fiestas con bebidas fuertes, con bailes y con
borracheras. Con este conocimiento de la nación y con la averiguación
exacta de sus puestos, entró el misionero con suma fatiga y trabajo á las
tierras de estos gentiles, y venciendo montes y atravesando ríos, no paró
hasta visitarlos en sus propias casas. Como le vio sólo y sin español nin
guno, el gran cacique Masuthaca le recibió con los suyos con todo aga-
sajo y cortesía; y á pocas palabras que oyó de la boca del padre, obser-
vando su modo, su desinterés, liberalidad y agrado, comenzó luego á
practicar sus diligencias, para que los demás caciques con sus gentes
conviniesen en admitir jesuítas que, ayudándoles á formar pueblo, les
doctrinasen y dirigiesen en ellos.
Llegó á tales términos la amistad y correspondencia del cacique Ma-
suthaca con el P. Camacho, que habiendo éste dado la vuelta á su pue-
blo de los Dolores, le envió en dos ocasiones indios que le visitasen de su
parte, y en una de ellas le presentó por modo de regalo veinte puercos
caseros bien gordos y cebados. Pareció cosa particular á los indios un
regalo de este género, porque aborrecen comúnmente la carne de puer-
co casero; mas los Xíbaros, por el trato que habían tenido con los espa-
ñoles, la apreciaban mucho y conservaban en sus tierras el estilo y cos-
tumbres de varias cosas que de ellos habían aprendido. Correspondió el
padre como pudo á los recados expresivos del cacique, y conociendo su
Libro X.— Capítulo XXV 677
buena voluntad, se resolvió á entrar segunda vez con mayor seguridad
pero con igual fatiga á los puertos de los Xíbaros. En esta segunda en-
trada ya las mujeres le ofrecían sus hijos con gusto para que los bauti-
zase, diciendo que estaban resueltas á vivir bajo la dirección de los pa-
dres. Bautizó el misionero hasta unos doscientos niños, y con estos bau-
tismos tomó posesión de aquellas tierras para Jesucristo, dando á este
paraje la advocación del Corazón de Jesús de los Xíbaros. No demostra-
ban los indios menos ansias de recibir á los padres que las mujeres, y
así, reparando que la sotana de los padres era de algodón, género entre
ellos usado, luego fabricaron una tela lo más curiosa que supieron y se
la entregaron con mucho empeño para que hiciesen de ella una sotana
y no se olvidase de ellos. Recibióla con agradecimiento viendo el gusto
de la gente y no queriendo darla ocasión alguna de descontento.
Mas ¡oh juicios altísimos del Señor! Esta sotana que con tanta volun-
tad le dieron aquellos bárbaros, no la había de gastar viviendo entre
ellos y le había de servir para el destierro que le preparaba la Provi-
dencia en unas tierras tan apartadas, que mirase como antípodas á sus
mismos bienhechores. Volviendo el misionero de su penoso viaje; dispues-
tas ya las cosas para una cristiandad numerosa, domados sin armas, su-
jetos sin terror y ganados con cariño los Xíbaros, espanto de los españo-
les, se halló con la intimación del arresto y con el decreto de la expul-
sión del río Marañón y de todos los dominios del rey católico. ¿Quién po-
drá explicar con palabras el sentimiento del padre al oir la funesta nue-
va, viendo ya abierta de par en par tan dilatada puerta al Evangelio,
después de haberlo procurado por tantos años sin perdonar á trabajos,
ansias ni fatigas? Se puede decir con verdad, que el mayor dolor de los
misioneros del Marañón, pena que aun hoy les aflige grandemente y les
afligirá hasta la muerte, fué sin duda el haber perdido la ocasión de tra-
bajar en tan dilatado campo, como se les ofrecía en el punto mismo de
su expulsión. No dudaban que en una tierra de tan buena calidad fructi-
ficaría el grano del Evangelio mucho más abundantemente que en otras,
en que mucha parte de la semilla, ó no había echado raíces, ó la habían
llevado las aves, ó la habían sofocado las espinas. Quiera su divina Ma-
jestad, pues nada es difícil á su omnipotencia; quiera su divina Majes-
tad, por su grande piedad y misericordia, y por la sangre preciosísima
de su Hijo santísimo, tan liberalmente derramada, acordarse de esta nu-
merosa nación que tan buenas disposiciones mostraba para oir el santo
Evangelio, y enviar operarios celosos, que no mirando á otra cosa que á
la gloria de Dios, extiendan el nombre augustísimo de Jesús por aquellos
montes y ríos, sin que quede persona alguna que no alabe á su Criador
y consiga el ñn último para que todos fuimos criados.
37
578 Misiones del Masañón Español
CAPITULO XXVI
ESTADO DE LAS MISIONES DE MAINAS EN EL AÑO DE 1768
Para concluir este libro décimo y último de las conquistas espiritua-
les de tantas naciones como hemos visto, haremos un breve resumen de
los pueblos que desde el año de 1638, en que se emprendió la conquista
de los Mainas, hasta el de 1768 en que salieron los padres del Marañón,
se fueron fundando por el espacio de ciento treinta años, y añadiremos al
fin del capítulo los que perseveraban en el tiempo de la expulsión, el nú-
mero de almas de cada uno y los misioneros que cuidaban de sus respec-
tivas reducciones.
Pueblos que se llegaron á fundar en dichos ciento treinta años.
MISIÓN ALTA
Ciudad de San Francisco de Borja, cabeza de la provincia de Mainas.
San Ignacio de Mainas.
Santa Teresa de Mainas.
San Miguel de Mainas.
San Juan Evangelista de Mainas.
La Concepción de los Xeveros.
San Pablo de Pandabeques.
San Xavier de Agúanos y Chamicuros.
San Antonio de Agúanos.
Nuestra Señora de las Nieves de Yurimaguas.
Santa Ana de Yurimaguas.
Laguna Coari de Yurimaguas.
Tracuatuba de Yurimaguas.
San José de Ataguates.
Santo Tomé de Cutinanas.
Santa María de Guallaga.
Nuestra Señora de Loreto de Paranapuras.
La Presentación de Chayavitas.
La Concepción de Cavapanas.
Santa María de Ucayale.
San Ignacio de Barbudos.
San Joaquín de Omaguas en Guerari.
Nuestra Señora de Guadalupe de Omaguas.
San Pablo de Omaguas.
San Cristóbal de Omaguas.
Santiago de la Laguna.
Libro X.— Capítulo XXVI 579
San Kegis de Indios Lamistas.
San Estanislao de los Muniches.
RÍO PASTAZA
Los Angeles de Roamainas.
San Salvador de Zapas.
Nombre de Jesús de Coronados.
Santo Tomé de Andoas.
San José de Pinches.
Nuestra Señora de los Dolores de Muratas.
MISIÓN BAJA
San Joaquín de Omaguas.
San Fernando de Mayorunas.
San Regís de Yameos. '
San Carlos de Alabónos.
San Simón de Nahuapo.
San Pablo de Napeanos.
San Xavier de Urarinas.
San Ignacio de Pebas.
Nuestra Señora del Carmen de Mayorunas.
Nuestra Señora de Loreto de Ticunas.
San Juan Nepomuceno de Iquitos. /
Santa Bárbara de Iquitos.
Santa María de Iquitos.
San Sebastián de Iquitos.
Corazón de Jesús de Iquitos.
San Xavier de Iquitos.
San José de Iquitos.
Corazón de María de Iquitos.
MISIÓN DEL RÍO ÑAPO
La Reina de los Angeles de Payaguas.
Los Angeles de G-uarda de Payaguas.
San Pedro de Payaguas.
San Xavier de Icaguates.
San Juan Bautista de Paratoas.
San José de Guayoya .
La Soledad de María .
San Bartolomé de Necoya.
Nombre de María de G-uayoya.
San Miguel de Ciecoya.
Nombre de Jesús de Maqueye.
San Juan Nepomuceno de Tiputini,
680 Misiones del Marañón Español
MISIÓN DEL RÍO AGUARICO
San Pedro á la boca de Aguarico.
San Estanislao de Yairaza.
Corazón de Jesús de Yaso.
Los mártires del Japón.
San Luis de Guatizaya.
Santa Teresa de Pequeya.
La Trinidad de Capocui.
Santa Cruz de Zueoqueya.
San Luis de Tiriri.
Hemos hecho mención en nuestra historia de todos estos pueblos y de
su primera fundación, á excepción de algún otro de poca consideración,
cuyo principio no habemos podido averiguar. Hemos visto también en un
escrito otras seis reducciones de la nación Yamea , que tuvieron estos
nombres: La Trinidad de Masamaes, San Miguel de Ucayale, San Juan
Evangelista de Miguianos, Santa Ana de Pativas, San Andrés de Pa-
rranos y San Felipe y Santiago de Amaonos; pero no sabemos qué mi-
sionero las fundase, ni cuánto tiempo duraron, ó cómo se consumieron y
acabaron. Tampoco ponemos en la lista antecedente los nueve pueblos
de Ucayales, Pirros y Cunivos... fundados á lo último del siglo pasado por
el P. Enrique Rither, porque hasta los nombres ignoramos, y sólo pode-
mos decir que la capital ó centro de dichas reducciones tenía la advoca-
ción ó nombre de la Santísima Trinidad.
Es cosa de admirar que habiendo fundado los misioneros del Marañón
más de 80 reducciones en el discurso de ciento treinta años en que lo-
graron trabajar en aquellas dilatadísimas tierras y conquistar tantas
naciones diferentes, llegando á predicar el Evangelio en .39 lenguas entre
sí distintas; el número de almas que se contaba en la misión en el año
1768 no pasase de 15.000, entrando en esta cuenta no sólo los cristianos,
pero aun los catecúmenos. Crecerá la admiración si se considera que ya
en el año de 1656 tenían reducidos los primeros misioneros en solos la
pueblos 15.000 familias, como consta de los autos formados en aquel año
en la ciudad de Lima. ¿Pues cómo ahora, después de la conquista de los
Andoas y Gaes en el río Pastaza, de los Omaguas y Yameos, naciones
numerosísimas en lo bajo del Marañón, de los Payaguas é Icaguates en
el Ñapo, de los Encabellados en el Aguarico y de los Iquitos en el Nanai,
era tan corto el número que correspondía una sola alma á una familia
de las conquistas antiguas?
Las causas de una diminución tan grande en los indios del Marañón,
que no parecían á los principios caber en aquellas tierras, á lo que sien-
ten los misioneros más prácticos, son: 1.% porque no habían entrado en
aquellos países las epidemias de cursos de sangre, de catarros, de sa-
Libro X.— Capítulo XXVI 581
rampión y de viruelas, las cuales, á manera de redes barrederas, lleva-
ban de cuando en cuando pueblos enteros. En lo cual se echa de ver la
grande misericordia del Señor con aquellas gentes, porque queriendo su
Majestad por sus ocultos juicios reducir á número bien corto tantas na-
ciones, determinó hacerlo en tal tiempo y coyuntura en que la mayor
parte lograse participar de los Sacramentos y consiguiese su último fin.
Porque fuera de los infinitos niños, que, como dijimos en otra parte, vola-
ron al cielo con la estola de la gracia recibida en el bautismo, siendo
constante en el Marañón lo que dice el P. Acosta, De Procuranda Indorum
salute, que de cuatro partes de indios las tres mueren sin llegar al uso de
la razón, los más de los adultos morían con estas pestes ó recién bauti-
zados si eran catecúmenos, ó fortalecidos con los demás sacramentos si
eran ya cristianos. Y los misioneros que los trataban de cerca, estaban
persuadidos á que los que acababan en el pueblo su carrera se salvaban.
Tales y tan sensibles señales de su salvación eterna veían en aquella úl*
tima hora.
La segunda causa de haber bajado tanto el número de los indios fue-
ron sin duda los portugueses, que al principio de este siglo fuera de los
muchos daños que habían hecho antes, asolaron seis pueblos florecientes
de Omaguas y Yurimaguas, llevando cautivos á sus tierras estos misera-
bles indios sin haber fuerza bastante para resistir á tanta violencia.
Sólo el P. Samuel Fritz, que los había conquistado para Jesucristo, hizo,
como en su lugar dijimos, un largo y penoso viaje al Gran Para y con su
buen modo y razones evidentes, presentadas al gobernador, contuvo á los
principios el ímpetu de la persecución de aquellas gentes ; pero muerto
este insigne misionero rompieron con más fuerza los diques de su furor, y
lo asolaron todo llevando también por prisionero, al P. Sana que le suce-
dió en el empleo.
La tercera causa fué la muerte violenta que varias naciones de genio
traidor y de condición taimada dieron á sus mismos misioneros. Por la
muerte del P. Pedro Suárez se internaron en sus montañas del Curaray
los Oas y los Abigiras. Por la del P. Nicolás Durango volvieron á sus an-
tiguos escondrijos muchos Semigayes. Por la del P. Rither y del hermano
Heredia se perdió toda la misión de Ucayale. Por la del P. Hurtado, bien
que ejecutada por un bárbaro mulato, desaparecieron muchos Roamai-
nas y Zapas. ¿Y qué diremos del P. Francisco Real, habiendo perecido
en la tormenta casi toda la misión de los Encabellados extendidos en tan-
tos pueblos? Y en estos últimos años tuvo que trabajar el P. Vahamonde
por tanto tiempo para recoger los indios huidos de San Ignacio por la
muerte del P. José Casado. Estas son las causas verdaderas de la dimi-
nución de los indios. Una buena parte pereció al rigor de la peste; otra
fué llevada cautiva de los portugueses; otra escapó al monte después de
algún atentado, y la otra, finalmente, subsistía en las reducciones que
contaba la misión en el año de 1768, y eran las siguientes:
582 Misiones del Marañón Español
misión alta del marañón
BEDÜCCIÓN
ALMAS
MISIONEROS
Ciudad dé San Borja
328
306
1.600
100
1.500
1.000
300
200
700
300
100
750
P. Xavier Veigel, alemán.
El mismo.
San Ignacio de Mainas
Santiago de la Laguna
P. Adán Vidman bávaro.
San Juan Evangelista de Mainas
La Concepción de Xeveros
San Xavier de Chamicuros
Nuestra Señora de las Nieves de
Yurimaguas
San Regis de Lamistas
El mismo.
P. Xavier Plindendorfler, ale-
mán.
P. Carlos Albrizi, veneciano.
P. Leonardo Deubler, alemán.
El mismo.
Presentación de Chayavitas
Nuestra Señora de Loreto de Pa-
ranapuras
P. Dionisio Ibáñez, alavés.
P. Pedro Berroeta, quiteño.
El mismo.
P. Pedro Esquini, florentino.
San Estanislao de Muniches ....
Concepción de Cavapanas
MISIÓN DEL RIO
PASTAZA
SEDUCCIÓN
ALMAS
MISIONEROS
Santo Tomé de Andoa
400
200
800
200
P. Martín Sveina, bohemo.
San José de Pinches
P. José Zenitagoya, quiteño.
P. Andrés Caraacho, popaya-
nense.
El mismo.
Nuestra Señora de los Dolores de
Muratas
Corazón de Jesús de los Xívaros
MISIÓN BAJA DEL
MARAÑÓN
REDUCCIÓN
ALMAS
MISIONEROS
San Joaquín de Omaguas
San Fernando de Mayorunas. . .
San Regis de Yameos
600
200
500
600
300
700
100
700
P. José Palme, alemán.
El mismo.
P. Manuel Tlriarte alavéc!
San Xavier de Urarinas
San Pablo de Napeanos
San Ignacio de Pevas
P. Mauricio Caligari, alemán.
P. José Montes, sardo.
P. José Vahamonde, quiteño.
El mismo.
P. Segundo del Castillo, mari-
chego.
Nuestra Señora del Carmen de
Mayorunas
Nuestra Señora de Loreto de Ti-
cunas.
Libro X.— Capítulo XXVI
MISIÓN DE ÑAPO Y AGUARICO
583
EKDUCCIÓN
Nombre de Jesús
Santísima Trinidad de Capocui.
San Miguel
Nombre de María
San Xavier de Icaguates
San Pedro de Pay aguas
Santa Bárbara de Iquitos
Nuestra Señora de la Luz de
Iquitos
San José de Iquitos
MISIONEROS
P. José Romei, bolones
P. Juan Ibusti, francés.
Los mismos.
Los mismos.
Los mismos.
Los mismos.
P. Juan Saltos, americano.
Hermano Pedro Choneman, ho-
landés.
Los mismos.
Estos eran los pueblos que se contaban en los cinco partidos dichos,
cuando los misioneros salieron del Marañen. Los indios del partido pri-
mero eran todos cristianos á excepción de unos pocos Mainas reciente-
mente agregados. En el segundo se hallaban varios Muratas y Xívaros
catecúmenos. Los Ticunas y Mayorunas del tercero, casi todos eran pre-
tendientes del bautismo. En el cuarto, casi todos estaban bautizados. Fi-
nalmente, los Iquitos que estaban fundando en el quinto partido el pue-
blo de San José, eran catecúmenos.
Fuera de estas reducciones, cuidaban dos misioneros, es á saber: los
PP. Xavier Crespo y Juan Ullauri, americanos, de la ciudad de Santa
Cruz de Lamas, en donde había dos mil blancos y mestizos y como mil
indios. Vino en esto la Compañía por condescender á las súplicas del se-
ñor obispo de Trujillo, á cuyo obispado pertenece dicha ciudad. De la
misma manera estaba á cargo del P. Francisco Zamora, natural de Ta-
cunga, la ciudad del Rosario de Archidona, donde vivían algunos espa-
ñoles y mestizos con seiscientos indios. Finalmente, el pueblo de Ñapo,
que es de indios tributarios con dos anejos llamados Tena y Misagualle,
donde habría por todo sus ochocientas personas, estaba al cuidado de
otro misionero del Marañen el P, José Márchate, alemán. Estos dos últi-
mos padres hacían también sus excursiones á Santa Rosa y predicaban
y confesaban á los mineros blancos que con doscientos negros trabaja-
ban en aquellas minas de oro, cercanas al pueblo de Ñapo.
LIBRO XI
Antes de referir la expulsión de los misioneros jesuítas de sus queri-
das misiones, y declarar los grandes trabajos que pasaron por mar y
tierra arrastrados á la Italia, nos ha parecido dar en este penúltimo li-
bro alguna noticia del gobierno político-cristiano de la misión del Mara-
ñón. Para proceder con alguna claridad y distinción en las cosas que
pensamos decir del gobierno común de todas las reducciones, y del par-
ticular de cada pueblo, asi en lo civil y político, como en lo espiritual y
cristiano, reduciremos á ciertos capítulos los puntos más principales,
comprendiendo en ellos las prácticas y establecimientos que se observa-
ban inviolablemente en los pueblos antiguos de la misión alta, y que se
seguían é imitaban más ó menos en los nuevos que pertenecían á la mi-
sión baja, á la del Ñapo, y Aguarico y á la del Nanai.
CAPITULO PRIMERO
DEL GOBERNADOR DE LA MISIÓN: SU JURISDICCIÓN Y OBEDIENCIA
DE LOS INDIOS
El gobernador de la ciudad de San Francisco de Borja lo era también
de todo el distrito de las misiones de Mainas, extendiéndose su jurisdic-
ción por cédula real del año de 1682 (en que se expresan los títulos mis-
mos que se le dan al conferir el gobierno) á todas las naciones hasta en-
tonces reducidas, y á las que después se fueren reduciendo por la indus-
tria y celo de los misioneros jesuítas de la provincia de Quito, en el gran
río Marañen y en los colaterales que desaguan en él, mediata ó inmedia-
tamente, como asimismo á los respectivos montes de uno y otro lado, en
que vivían dichas naciones. Su común residencia era la ciudad de Borja,
pero debía visitar y visitaba los pueblos todos, sin excluir los más distan-
tes y más expuestos á peligros y novedades. Proveía sus ordenanzas
para el común de la misión y para cada pueblo en particular, proporcio-
nadas á la situación y calidad de cada uno. Daba el nombramiento de
oficiales de milicia á los vecinos de Borja, como de maestres de campo,
sargentos mayores, capitanes y demás oficiales subordinados, y siempre
Libro XI. — Capítulo I 585
que salía á visita llevaba consigo alguno de ellos, con los soldados que
le parecía, conforme á la mayor ó menor necesidad y circunstancias que
ocurrían. Desde la fundación de la ciudad y desde los principios del es-
tablecimiento del gobierno, se obligaron los Borjeños á servir de solda-
dos á disposición del gobernador, en bien y provecho de la misión; y en
atención al servicio que prometieron, se les repartieron encomiendas por
la nación Maina, las cuales gozaron por herencia y sucesión sus mismos
hijos, nietos y biznietos, hasta que en estos últimos años se agregaron á
la corona real. Preraiábaseles también á proporción de su valor y mé-
rito con los honores y grados oficiales, pasando de unos á otros, según el
juicio del gobernador general de la ciudad y misiones.
Tomaba posesión jurídica y solemne en forma de derecho, y á nombre
de su majestad de las naciones reducidas y de los pueblos que se forma-
ban en ellas. Confirmaba las paces hechas de los misioneros, y tomándo-
los debajo de su protección real, se declaraba en la misma conformidad
amigo de sus amigos, y enemigo de los que les perjudicaban ó hacían
agravios, protestando que se valdría de toda la autoridad real cometida
en virtud de su cargo, para reprimir y contener á las naciones confinantes
que les molestaran sin causa, ó impidieran el establecimiento, paz y liber-
tad de los indios que se reducían -ó querían reducirse á la fe católica. Asi-
mismo intimaba á los indios reducidos la obediencia á su majestad, la suje-
ción á sus ministros y el rendimiento á los padres, que atendían á la sal-
vación eterna de sus almas por los medios más proporcionados de cariño
y suavidad. Últimamente, encargaba á todos la fidelidad á las majestades
divina y humana, conminándolos con los castigos correspondientes si fal-
tasen á ella.
En cada uno de los pueblos nombraba su gobernador, y le daba facul-
tad de empuñar bastón por insignia de su cargo, concediéndole las fa-
cultades necesarias para ejercer enteramente su oficio, como pedía el
buen gobierno de la reducción. En los pueblos nuevos daba este nombra-
miento al cacique de la nación, y si eran dos ó tres, como solía suceder,
prefería al de más séquito, ó al que tenía debajo de sí más gente, dando
á los demás otros cargos. El nombramiento era por lo regular de por vida,
aunque el empleo era de suyo amovible á la disposición de su señoría, el
cual, si el indio desmerecía por su pereza ó mal proceder el cargo come-
tido, le privaba de él y ponía otro más diligente en su lugar. En los pue-
blos antiguos seguía comúnmente la sucesión del gobierno por sangre en
los caciques, prefiriéndolos á los demás en igualdad de méritos y aptitud.
Pero si no los había ó no se juzgaban dignos del cargo, se daba á otros el
nombramiento. La elección era privativa de su señoría; pero procedía de
acuerdo y consulta con el padre superior de la misión, el cual, de informe
del misionero inmediato, como más enterado de las calidades de sus in-
dios, proponía al que parecía más á propósito para ejercer el cargo.
El título de gobernador del pueblo á veces era verbal y otras veces por
escrito, autorizado por el secretario general del gobierno. De la misma
586 Misiones del Marañon Español
manera se daban en cada pueblo los títulos de capitanes, alférez y sargen-
to, las más veces por escrito. Alguna otra vez se premiaba con otros car-
gos mayores, de maestre de campo ó de sargento mayor, á los mismos
indios que se habían distinguido en alguna expedición ó señalado en al-
guna empresa del real servicio y bien común de la misión. Todos los años
confirmaba los alcaldes, alguaciles y otros ministros que nombraba el
ayuntamiento del pueblo. En la misión alta debían presentarse los recién
elegidos, al principio del año, á la ciudad de Borja por la confirmación,
si no es que por aviso anticipado del gobernador, que bajaba á la visita,
se les excusase el viaje. En la misión baja y nueva acudían al teniente
general, que residía en el partido, pareciendo necesario dispensarles del
dilatado viaje. Túvose por conveniente poner estos tenientes cuando fué
dilatándose la misión por tantas reducciones de las naciones del bajo Ma-
rañon, del Ñapo y del Aguarico, que, como distantes tantos centenares
de leguas de la cabeza, no podían ser convenientemente gobernados sin
el socorro de subalternos. Poníales comúnmente el gobernador, y si tal
vez la Real Audiencia de Quito despachó estas provisiones, lo hizo dejan-
do los elegidos subordinados y sujetos al gobernador. No podían los te-
nientes disponer ni obrar más que provisionalmente, y tenían las veces
del gobernador en las ocurrencias comunes y necesidades urgentes.
En todos los pueblos tenían los indios casa prevenida y alhajada para
cuando fuese el gobernador á la visita. Esta era la casa del concejo, que
allí llaman cabildo y servía para las juntas de los ministros de justicia.
Solía estar en un sitio cercano á la iglesia, de manera que los tres lienzos
de la plaza principal los hacían ordinariamente la iglesia, la casa del
misionero con su cocina que era como seminario de niños y niñas, y la
casa de ayuntamiento. Al gobernador particular del pueblo y á los al-
caldes de año tocaba tenerla provista de los utensilios necesarios de ca-
mas, mesas y sillas para un hospedaje decente en tiempo de la visita del
gobernador ó teniente, y los mismos oficiales la surtían del mantenimien-
to conveniente señalando mytayes ó indios semaneros, que se empleaban
en buena caza y pesca para que nada faltase. Señalaban también viudas
cocineras para sazonar las viandas, y algunos muchachos que servían de
criados al gobernador y á sus familiares. Un alcalde, por el pueblo, y un
cabo de los oficiales menores, por la milicia, estaban siempre prontos á
cualquiera hora del día que los llamase el gobernador, sin poder ausen-
tarse del pueblo, por todo el tiempo de la visita. En suma, era obedecido,
asistido y atendido de los indios con la más pronta obediencia, con el cui-
dado y puntualidad del más ñno vasallaje, y con la fidelidad y rendi-
miento que profesaban á su monarca, cuya persona reconocían en el go-
bernador.
De aquí es que no se limitaba la obediencia de los indios á las órdenes
que les daba el gobernador mismo en persona; la misma profesaban á las
insinuaciones y mandatos que se le intimaban en nombre suyo por cual-
quier oficial y cabo. No hubo jamás ejemplar en que se negase el gober-
Libro XI.- Capítulo I 587
ñador particular de algún pueblo ó alguno de sus ministros á concurrir
con su gente á empresas del real servicio, suministrando canoas ó alar-
gando bastimentos, según eran requeridos. Al menor aviso alistaban los
cabos el tercio ó tercios que se les pedían, aprontaban las canoas nece-
sarias, hacían las provisiones correspondientes al tiempo y salían gusto-
sos con sus armas á la voz del rey, cuyo nombre les bastaba para no re-
parar en gastos, dejando á la caridad de los misioneros sus familias y ex-
poniéndose generosamente á los peligros de perder la salud y vida con el
trabajo que se les añadía en el viaje de servir de remeros en las canoas,
que no llevaban otros marineros que los mismos, los cuales servían tam-
bién de soldados, de pescadores y de cazadores. Todo esto hacían los in-
dios en las expediciones á que se les llamaba, ya fuese para castigar gen-
te alzada, ya para descubrir gentiles, ya para entablar paces con algu-
nos bárbaros de quienes se temía, empleando á las veces tres, cuatro y
más meses, en cuyo tiempo solían morir algunos, con el peso de tanta
fatiga .
Parecerá esto fácil á ciertas personas que miran como natural ó como
innata á las naciones del Marañen una cobardía ó pusilanimidad que les
quita la libertad de resistir á lo que se les mandaba. Grande engaño que
han querido hacer valer algunos de poca práctica y experiencia en
aquellas tierras y de ningún trato con los indios. No hicieron este juicio
los gobernadores desde el primero hasta el último, los cuales conocieron
muy bien cómo el rendimiento de los indios era un puro efecto de la cons-
tante aplicación y de la fatiga de los misioneros en civilizarlos. Y para
dar algún otro ejemplo de verdad tan cierta, basta traer á la memoria
los primeros tiempos en que el gobernador D. Jerónimo de Vaca y su
hijo, saliendo con un piquete de soldados de Borja, de quienes se sirvió
para ayudar á los padres Gaspar Cujía y su compañero, se vio no pocas
veces en la precisión de usar de rigor y de valerse de las armas, para
hacerse conducir de los indios Mainas á las tierras de los Xeveros, con
ocasión de haber de procurar los establecimientos y fundación de los pri-
meros pueblos. Viendo después cuánto costaba en aquellos principios á
los padres domesticar aquellas fieras, amansar aquellos bárbaros y
reducir á sujeción y gobierno tales gentes, dijo más de una vez: «No
veo cómo se pueda esperar reducir á policía tan bárbaras naciones ,
sin alguno ó muchos milagros. » Acordándose de allí á algunos años
uno de sus nietos de la expulsión de su abuelo, dijo: «Mi abuelo fué do-
tado de un gran juicio, penetración y prudencia, pero no de espíritu
de profecía; ya veo que sin milagros se ha conseguido la reducción de
estas gentes á policía y sujeción.» Al oír esto un vecino de Borja, de avan-
zada edad, volvió por el gobernador primero diciendo: «Vuestro abuelo,
señor gobernador, dijo muy bien y tuvo mucha razón de decirlo; pero de
estos milagros nada ruidosos, hacen los jesuítas misioneros con su celo
caritativo y con su constante aplicación.»
D . Juan Antonio de Todelo, gobernador de las misiones por los años
588 Misiones del Makañón Español
de 1542, manifestó el juicio que hacía en esta materia á uno de sus más
confidentes misioneros diciendo: «Desde que entré en mi gobierno reparé
con mucha complacencia mía en la obediencia y sujeción de los indios,
del todo opuesta á lo que me informaron en Quito. He observado que
en los pueblos antiguos es la obediencia igual, pero en los nuevos es más
pronta y exacta en unos que en otros, según y como los van domestican-
do los padres, más ó menos. Me ha enseñado la experiencia que no me
basta mandar para hacerme obedecer aun con la amenaza de hacer va-
ler mi autoridad.» El caso fué que subiendo con un misionero por el río
Aguarico se encontró con una canoa en que bajaban dos indios con sus
mujeres y un muchacho. Hízolos llamar el gobernador y no hicieron caso.
Mandó tomarles la delantera, pero ellos jugaban con todos, haciendo
lance con su canoita sin poder atajarlos. Así se burlaban del gobernador,
hasta que dejándose ver el misionero, y llamándolos en su lengua, vol-
vieron proa y se vinieron acercando. Entonces el Sr. Toledo, por medio
de un intérprete, les dijo quién era y que les mandaba volver á su pue
blo. Los indios se contentaron con mirarlos fríamente y con decir: «ya
estamos lejos de nuestro pueblo y cerca de otro, á donde vamos, y nos
cansaremos si volvemos», y diciendo y haciendo, volvieron proa hacia
abajo.
Al ver esto quedó inmutado el gobernador, y reparándolo el padre,
gritó á los indios, que ya navegaban hacia su destino, y ellos se pararon
en el río sin moverse, y le aguardaron. Qué les dijese el misionero, ni
cómo los persuadiese, yo no lo sé, decía el gobernador contando este en-
cuentro. Sólo sé que á poco rato volvió el buen padre y me dijo: Prosiga-
mos, que los indios volverán con nosotros, como efectivamente nos siguie-
ron hasta el pueblo. Mudado ya el indio principal en otro hombre, vino
á buscarme y ábesarla mano, diciendo que no me enojase, que quería que
yo fuese su amigo y él lo sería mío, y en prueba de esto pescaría para
mí por todo el camino, y me regalaría con los frutos de su heredad, como
lo cumplió puntualmente. En suma, proseguía el gobernador, es para mi
más que difícil comprender cómo han podido los padres meter en camino
de sujeción j obediencia estas gentes. En las misiones nuevas voy viendo
la altanería de unas naciones, que amigas de su libertad se sacuden con
abertura, negándose á todo lo que no es de su gusto ó interés. Veo la in-
sensibilidad de otros que parecen unos leños, porque ni oyen ni atienden
ni se mueven. Pruebo la dificultad en todos en dejarse llevar de razones,
de respeto ni aun del agradecimiento por el bien que se les hace. Ver-
daderamente ésta es obra de Dios, y sólo se debe atribuir al celo que ani-
ma á los padres, á su tolerancia, á sus afanes caritativos, á su constante
aplicación y á la asistencia con que el cielo corresponde á sus fatigas.»
Todas estas son palabras del gobernador Toledo, uno de los más capaces
y prácticos que conoció la misión de Mainas, como atestigua el padre
Martín Iriarte en sus apuntaciones sobre el gobierno de la misión de
los Mainas.
Libro XI.— Capítulo II 689
CAPITULO II
DEL SUPERIOR DE LA MISIÓN Y DE SU GOBIERNO, CUIDADO Y ATENCIÓN
AL COMÚN DE ELLA Y AL PARTICULAR DE CADA PUEBLO
Todo buen gobierno está pidiendo que haya cabeza ó superior inme-
diato en comunidad que se compone de varios sujetos. Los misioneros de
Mainas, aunque esparcidos por muchos pueblos, hacían también su co-
munidad y reconocían un inmediato superior, cuya asignación ó nombra-
miento fué á los principios propio del superior de la provincia; pero des-
pués de algunos años se lo reservó á sí el general de toda la Compañía,
el cual remitía en la nómina de los superiores de las casas y colegios el
nombramiento de superior de las misiones. Tenía éste las mismas facul-
tades de que usaban los superiores locales, y disponía de los misioneros,
mudándoles de un lugar á otro, según y como le parecía conveniente
para el bien de la misión. Sólo se le limitaba la facultad en orden á sa-
car de la misión á la provincia algún sujeto, sin consultar primero el
provincial.
Su residencia fué por algún tiempo la ciudad de San Francisco de
Borja; pero extendida la misión y fundados pueblos por el Marañen,
Apena y Guallaga y otros sitios, se determinó que bajase á vivir más
cerca de las reducciones establecidas, y fijó su residencia en el pueblo
de Santiago de la Laguna, que, como centro de los demás, hacía más fá-
cil el recurso, y desde donde podía atender con más prontitud y menos
trabajo á las ocurrencias de los pueblos y al alivio de los padres; y como
después, con el tiempo, se abriese nuevo campo con el descubrimiento
de muchas naciones gentiles distantes de la Laguna, y se hiciesen varios
establecimientos, á que no podía proveer tan fácilmente por la mucha
distancia, sucedió lo mismo que al gobernador de Borja, el cual se vio
precisado á poner tenientes en los respectivos partidos. Señalaba dicho
superior algún misionero del partido que, con su dependencia, se hacía
cargo del gobierno en aquella parte con el nombre y con las facultades
de vicesuperior.
Estos eran dos. Residía uno en el pueblo de San Joaquín de Omaguas
y se extendía su cuidado á la misión baja del Marañen, del Nanai, del
Tigre y del río Blanco. Otro vivía en el pueblo del Nombre de Jesús, y
su gobierno comprendía las reducciones del Ñapo y del Aguarico. No
podían los vicesuperiores mudar sujetos de un pueblo á otro si no es en
caso muy urgente, y entonces sólo lo hacían provisionalmente hasta que
el superior lo aprobase ó diese otra providencia. En lo demás goberna-
ban el partido y daban las disposiciones convenientes para la buena ad-
ministración, de que avisaban frecuentemente al superior. Después que
se agregó á la misión de Mainas el curato de la ciudad de Lamas, á pe-
590 Misiones del Marañón Español
tición del obispo de Trujillo, quedó también al gobierno del superior di-
cho curato, y el cura ó párroco principal era también vicesuperior.
Aunque el superior partía sus cuidados en el gobierno con los tres
vicesuperiores, no por eso dejaba de cargar sobre sus hombros casi todo
el peso de las molestias de una misión tan extendida, debiendo enterarse
de todas las circunstancias más notables y velar sobre los demás para
la satisfacción de su cargo. A este fin, dos veces á lo menos en su bienio
visitaba los pueblos así de la misión alta como de la baja y de la nueva
del Ñapo y Aguarico, andando por casi todo el año de un pueblo en otro.
En cada uno examinaba la conducta y proceder de su misionero, se ha-
cía cargo del estado de él, tanto por lo espiritual como por lo temporal,
observaba el modo de vivir de la gente, la asistencia á la doctrina cris-
tiana, el decoro de las funciones sagradas, la obediencia y subordina-
ción á los que mandaban, la limpieza del pueblo y cuanto conducía á la
economía y adelantamiento de la reducción. Trataba con el misionero,
muy despacio de los medios más oportunos en las circunstancias para el
remedio de lo que necesitaba enderezarse. Y si resultaba en la visita
alguna cosa mayor ó digna de proponerse en las consultas, de que ha-
blaremos á su tiempo, la notaba para tenerla presente y examinarla con
más consideración. Otras veces juntaba los misioneros del partido, y oído
su parecer y dictamen, determinaba en la visita misma lo que le pare-
cía más conveniente.
Debía detenerse en cada pueblo tres ó cuatro días, en cuyo tiempo, á
golpe de campana, bajaba al confesonario y oía de confesión á cuantos
querían confesarse, que por lo regular eran muchos, unos por necesidad,
otros por novedad y no pocos por tener el gusto de tratar las cosas de su
alma con quien sabían que las había de recibir con afabilidad y cariño.
Repetía esta distribución mañana y tarde, manteniéndose dos y tres ho-
ras en el confesonario hasta satisfacer á todos ; y como este método se
entabló desde los principios en las visitas de los superiores, no causaba
el ejercicio novedad alguna en la gente y lograban los que lo necesita-
ban comunicar sus cosas, consultar sus dudas y tal vez la oportunidad y
coyuntura de salir de peligros de condenación. Hacía fuera de esto Q^
cada pueblo alguna ó algunas pláticas conforme á la necesidad, y usan-
do del privilegio concedido por la Santidad de Benedicto XIV en su
Bula Non solum, expedida en el año de 1751 á favor de las misiones del
Marañón, confirmaba á los que no habían recibido este Santo Sacramen-
to. La grande distancia de las misiones de Mainas y la moral imposibi-
lidad de que los obispos de Quito pudiesen bajar á las visitas regulares,
hizo necesario un privilegio tan señalado, el cual no sólo se concedió á
los visitadores en tiempo de sus visitas, sino que también se extendía á
otros misioneros en ciertas circunstancias, porque podía el visitador de-
legar á otro ó á otros esta misma facultad de confirmar, si se hallaba
impedido, por todo el tiempo que durase el impedimento. Fuera de esto,
podían hacer lo mismo en cada pueblo los misioneros particulares en
•Libro XI.— Capitulo III 591
peligro evidente de muerte, como lo previene la misma Bula, la cual
añade que se han de entender concedidas estas facultades y privilegios
en las misiones que no estaban sujetas á algún ordinario, ó con la licen-
cia del obispo si estaban ya aplicadas á determinado obispado.
Antes que partiese de la visita el superior se prevenían los misioneros
de las facultades y licencias necesarias, ó de las que les parecían opor-
tunas para el adelantamiento de sus pueblos, porque había muchas cosas
pertenecientes á ésta, que no podían hacer sin expresa facultad y con-
sentimiento del superior, como el tratar del descubrimiento, de la paz, ó
de la conquista de los gentiles , mudar la reducción de una parte á otra,
hacer nueva iglesia , fabricar otra casa , ó mudar notablemente el pue-
blo. Estas y otras cosas de consideración estaban reservadas al superior,
á quien debían también los misioneros avisar de los desórdenes extraor-
dinarios ó novedades notables no remediadas, sin serles permitido avisar
al gobernador ó teniente antes de tener orden del superior para ello.
Antes bien, por cédula real expedida el año de 1682, que referimos á
su tiempo, los gobernadores, tenientes y cabos, debían tomar consejo del
superior cuando querían hacer algún grave castigo para evitar los gran-
des inconvenientes que naturalmente resultarían, como habían resultado
en lo pasado, por la inconsideración y falta de conocimiento de las gen-
tes, ó por la poca experiencia de los cabos.
CAPITULO III
DE LAS CONSULTAS DE LOS MISIONEROS
Por ser las consultas de los misioneros dirigidas al bien común y par-
ticular de los pueblos, nos ha parecido dar alguna noticia de ellas antes
de empezar á tratar de la particular de los pueblos. Fuera de las con-
sultas que solía tener el superior en su visita con los misioneros del par-
tido, había otras en la misión que podemos llamar ordinarias y comunes.
Su uso no fué tan antiguo como fué conocida la necesidad y utilidad que
podían traer á las misiones. En varios tiempos se ofrecían varias dificul-
tades, que ni los misioneros , ni el superior, ni los provinciales pudieron
superar, y se hubieran vencido fácilmente con el uso de las consultas.
Siendo provincial de Quito el P. Carlos Brentano, que había sido, como
vimos, excelente misionero de Mainas y superior délas misiones, hubo
una.dificultad muy grande de hacer un catecismo que se debía enseñar
á los indios, porque atendiendo cada misionero al bien de su pueblo, no
convenía con el otro, alegando cada uno sus razones diferentes conforme
al fin particular que se proponía ; de donde resultaba la dificultad grande
de hacer un catecismo universal que pudiese servir para todas las nacio-
nes del Marañen de diversos lenguajes, usos y costumbres; porque no era
fácil que las traducciones particulares exprimiesen, adecuadamente sen-
592 Misiones del Marañón Español
timientos y verdades que habían aprendido los indios y no les causase
alguna confusión. Sin embargo de estos inconvenientes , el catecismo se
formó para mayor uniformidad de las naciones y se remitió por orden del
padre provincial á todas las reducciones .
Los más de los misioneros admitieron el catecismo y comenzaron á en-
señarlo en sus pueblos; mas otros representaron que era éste un nuevo
trabajo bien excusado y que no carecía de peligro el introducirlo en las
reducciones antiguas, las cuales estaban en posesión por muchos años
de su doctrina. Unos decían que podía desazonarse fácilmente la gente,
y, lo que era peor, alborotarse, pues por razones ó pretextos menos plau-
sibles solían dar lugar á la inconstancia. Alegaba otro, que de la ejecu-
ción que se pretendía se seguirían sin duda graves inconvenientes, y
que no era el menor el que los ancianos se olvidarían fácilmente del an-
tiguo catecismo, que habían aprendido con tanto trabajo, y que jamás
aprenderían el nuevo, expuestos á morir sin saber la doctrina cristiana.
Finalmente, no faltaron algunos misioneros que quisieron hacer ver cómo
en el nuevo y universal catecismo se descubría menos naturalidad en al-
gunas expresiones, y se hallaban defectos y redundancias en otras, por
cuya causa debía reveerse, examinarse y corregirse antes que se pusiese
en uso en las reducciones.
En tanta diversidad de pareceres, que podían ocasionar algunas alte-
raciones, se tomó por medio eficaz la práctica de las consultas, con las
cuales se logró dar fin á las representaciones y cortar las dificultades.
Ordenó el provincial que se tuviesen unas en Santiago de la Laguna con
el padre superior, y otras con el vicesuperior en Omaguas, y en ellas se
determinase, á pluralidad de votos, qué catecismo debía seguirse en el
partido. Como todos los misioneros iban de buena fe, atentos solamente al
bien espiritual de los indios, este medio bastó para lograr en pocos días
lo que no se había podido conseguir en muchos años. Convinieron los pa-
dres de cada partido en la doctrina que debía seguirse en cada uno de los
pueblos, mirando en cuanto era posible á la uniformidad, hasta en las
palabras, y haciéndose cargo de los ancianos y del modo de hablar y de
explicarse de las diferentes naciones.
Con esta experiencia, que probó tan bien en uno de los más arduos
negocios, se ordenó que se practicase el medio de las consultas cada tres
meses, y N. M. R. Padre General confirmó lo mismo, aunque después se
alargó el tiempo de juntarse hasta seis meses, y éste era el estilo de las
misiones por los años de 1768. Juntábanse los misioneros más antiguos, y
á las veces todos, en el pueblo donde residía el superior ó vicesuperior del
partido. Los de la misión alta en la Laguna, los de la baja en San Joa-
quín, y los del Ñapo y Aguarico en el nombre de Jesús de Tiputiní. El
método solía ser el mismo que prescribe nuestro Instituto, y que se obser-
vaba en los colegios. Tratábase á proporción de las materias acostum-
bradas en las consultas, así por lo tocante á lo espiritual como por lo
perteneciente á lo temporal de los pueblos y los indios. En particular
Libro XI.— Capítulo IV 693
se trataba: 1.°, de lo que ocurría para el mejor gobierno y adelantamien-
to de las misiones y reducciones. 2.^ De los medios más proporcionados y
convenientes para uno y otro, 3." De las necesidades de los indios y del
modo de remediarlas. 4." De las naciones de gentiles del partido no descu-
biertas ni pacificadas, y si era conveniente emprender su reducción y de
qué manera. 5." De los viajes, despachos ú ordinarios y de la economía
temporal de los pueblos. 6 ° De las prácticas de los ministerios espiritua-
les, etc. En .cada partido había su libro en que se notaban los puntos que
se ventilaban, y lo que, finalmente, después del examen se determinaba.
El vicesuperior daba cuenta de lo actuado al padre superior, y éste avi-
saba de todo al padre provincial. Rara vez se dejaban de tratar en las
consultas, como por modo de conferencias, algunos puntos morales; por-
que las dificultades que ocurrían en las misiones eran frecuentes y no
pocas de ellas bien graves, ni había en todos los pueblos autores que po-
der registrar, ni podían los misioneros cargar de muchos libros. Pero estas
conferencias daban ocasión para asegurar la decisión de las dudas con
el parecer de unos y otros. Cuando no se ofrecía algún asunto particular
en estas juntas, se proponían algunos casos de moral, y sobre ellos se te-
nían conferencias.
CAPITULO IV
DEL GOBIERNO INMEDIATO DEL PUEBLO QUE ESTABA Á CARGO DE CADA
MISIONERO
Aunque el gobernador de Borja y el superior de las misiones tenían
por lo respectivo á sus cargos tanta parte en el gobierno de las reduc-
ciones, todavía restaba no poco como peculiar y privativo á los misione-
ros particulares en sus pueblos. Porque en atención á la calidad de las
gentes incapaces de gobernarse por sí mismas, les había cuerdamente
concedido y cometido su majestad católica por cédulas particulares, el
gobierno inmediato con arreglo á las leyes de la Recopilación de Indias.
Es bien que se entiendan estas reales disposiciones, que si hubieran te-
nido presentes algunos genios olvidadizos ó mal informados, no hubieran
mirado como fuera de la inspección de los misioneros todo lo que no era
catequizar, bautizar, predicar y administrar Sacramentos, como si se
pudiesen ejercitar estos ministerios espirituales en aquellos indios, sin
encargarse de su gobierno y sin atender á todo lo que se endereza á ha-
cerlos racionales. Es el genio de los indios descuidar de todo y excusar
cuanto puede serles molesto; bien hallados con su natural dejamiento^
no se mueven sin exterior impulso, y sin la continua dirección del misio-
nero no hacen nada, y si hacen algo, en poco aciertan ó todo lo hacen al
revés. No se explicó mal quien dijo que eran como las ruedas del reloj,
que si no se le da cuerda no se mueven.
38
594 Misiones det. Marañón Españoi.
La experiencia enseñó muchas veces cuan necesaria era la continua
vigilancia y atención del misionero á todo cuanto se debía ejecutar en el
pueblo; y se vieron algunos tristes efectos en algunos pueblos en que,
dando en rostro á sus misioneros el cuidar de las que tenían por imper-
tinencias, se echó bien de ver que les salía mal la cuenta de adelantar
las reducciones. Tirábales á unos el amor al estudio, en que se metían por
todo el día, hechas las distribuciones diarias. Empleaban otros la mayor
parte del tiempo en obras de manos, útiles á la iglesia, como de retablos,
cuadros, cajones de sacristía. Otros, finalmente, tomaban, sí, con muchí
simo cuidado todo lo espiritual, como la enseñanza de la doctrina, admi-
nistración de Sacramentos y conversión de gentiles; pero no acababan
de persuadirse prácticamente que los otros cuidados externos y la aten-
ción al gobierno de la gente, era un medio necesario para coger el fruto
que pretendían de su predicación y enseñanza. Así que á poco tiempo de
esta omisión se conocía luego el atraso del pueblo; y en vez do aprove-
char las gentes en la doctrina, se hallaban más ignorantes; y en vez de
crecer en número la reducción, se disminuía. Es verdad que no han sido
muchos los misioneros á quienes armaba este modo de pensar, y que el
superior, en la visita tenía muy particular atención para que ninguno
diese en aquellos escollos, y si hallaba alguno menos cuiladoso del go-
bierno, dejando este car^o á los indios, ponía luego conveniente remedio
y lo hacía entrar en las miras que debía tener un misionero de Mainas.
Viniendo, pues, al particular de este gobierno, el cabildo, concejo ó
ayuntamiento de cada pueblo, estaba en todo formado conforme á las le-
yes de la Recopilación, y se componía de un gobernador, dos alcaldes,
uno de primer voto y otro de segundo, pero con igual jurisdicción; dos re-
gidores y algunos alguaciles. Y cuando en el pueblo había parcialidades
distintas, se añadía un regidor ó dos, con un alcalde, atendiendo á sua-
vizar el gobierno, porque más fácilmente se rinde el indio al de su par-
cialidad que al de otra diferente. En algunos pueblos más formados ha-
bía, fuera de los dichos, un alcalde mayor de por vida, el cual tenía ju-
risdicción de alcalde ordinario sin perjuicio de los demás, y era éste un
premio que solía dar el gobernador de Borja á algún indio principal que
hubiese hecho particulares servicios en bien de algún pueblo ó de alguna
nación. Al concejo tocaba privativamente elegir los alcaldes ordinarios
de año, y ,efectivamente, los nombraba en el día de la Circuncisión del
Señor. En estos nombramientos tenía mucha parte el misionero, que
aunque no se metía en la elección inmc Mata, la cual se dejaba á la li-
bertad de los indios, pero iba disponiendo suavemente los ánimos para
que se acomodasen al modo de gobierno de la misión, y conviniesen,
finalmente, en elegir los más cuerdos y proporcionados para el cargo.
No hay poco que trabajar en reducir á sujeción y gobierno á unas
gentes que acaban de salir de sus bosques, sin más dependencia ni más
ley que sus pasiones, gobernándose en todo por sus bárbaras y gentílicas
supersticiones, sin más guía que la propia libertad, antojo y gusto. Cuan-
Libro XI. — Capítulo IV 595
«do ya el misionero á costa de su aplicación, industria y paciencia de
varios años lograba tener á sus indios como amoldados, y en cierta mane-
ra dispuestos para recibir el gobierno, avisaba al gobernador de Borja de
la disposición de su pueblo. Enterado su señoría del estado de la reducción,
daba nombramiento formal de gobernador, alcaldes y regidores con
autoridad de concejo ó ayuntamiento, y proveía auto para que en ade-
lante se siguiese en la elección el método común de los pueblos formados
que era de la manera siguiente:
Desde el principio de Diciembre comenzaba el misionero á hacer á la
memoria á los indios que se iba acercando el tiempo de pensar en nuevos
alcaldes para el año siguiente. Los primeros días trataban con calor en-
tre sí y tenían sus diferencias, pero sin empeñarse todavía remitiéndose
al tiempo, que les parecía largo. Llegado el día de Navidad, ya se consi-
deraban como estrechados y tenían indefectiblemente sus juntas previas
sobre las personas que se debían elegir: uno tiraba por su pariente, otro
por el compadre, éste pretendía que le sucediese el indio que le había
dado algo que hacer ó que padecer para que probase por sí mismo lo que
era ser alcalde, aquél buscaba un genio indulgente y disimulador más de
lo que convenía. Así se esforzaba cada uno, llevado, por lo común, de sus
particulares ideas y lejos de atender al bien público y común del pueblo,
á que se propusiese el que le venía al pensamiento.
El misionero, después de haber dejado á los indios usar de sus dere-
chos en sus primeras propuestas, viendo que, por lo regular, iban desca-
minadas, procuraba hacer entender á cada uno los inconvenientes de sus
ideas, la necesidad de desnudarse de sus afectos de parentesco y de des-
atender á sus particulares inclinaciones. Proponía la utilidad común que
debía procurar ante todas las cosas, añadiendo cómo era este punto de
honor y de conciencia en todos los electores, acertar, ó á lo menos, hacer
las diligencias para no engañarse en el nombramiento. Hacía mención
entonces de alguno ó algunos que, por su buen juicio y proceder acerta-
do con otras cualidades que descubrían, podían ser escogidos para el
cargo. Después de esta primera instrucción y conferencia del padre vol-
vían los indios á sus juntas en casa del gobernador, el cual, yendo por lo
regular de acuerdo con el misionero, como mejor instruido, deshacía sus
dificultades y procuraba reducirlos á que concordasen en la elección de
los que eran más á propósito para el oficio de alcaldes. Hecha esta
última diligencia el último día del año, por la tarde daban parte al mi-
sionero de su determinación y acuerdo, y los alcaldes antiguos deposita-
ban sus varas en manos del gobernador, que ó las dejaba en su casa ó en
la del misionero hasta la mañana del día siguiente.
Día de la Circuncisión, muy temprano, volvían los electores á casa
del gobernador, y juntos en cuerpo, entraban en el lugar del concejo,
liacían llamar á los que destinaban para alcaldes, y el gobernador con
dos regidores pasaban á traer al misionero. Juntos ya todos, tomaban
-asiento, y delante del padre daban sus votos y se publicaba el nombra-
596 Misiones del Marañón Español
miento. Entregaba luego el gobernador al alcalde la vara de su oficio,
diciéndole que le daba aquella insignia de su jurisdicción para que le
ayudase á gobernar el pueblo administrando justicia como alcalde de
primer voto. Recibíala éste con reverencia, y pasando á besar la mano
al misionero tomaba asiento en el sitio que le correspondía. Lo mismo se
practicaba con el segundo. Al salir de su sala el concejo con los nueva-
mente nombrados, los recibía el capitán de milicia con sus subalternos,
y daban los parabienes á los electos acompañándolos con cajas y pífano»
hasta la iglesia, en donde, junta la gente del pueblo, esperaba con curio-
sidad á los nuevos alcaldes. Como ya se les miraba autorizados para el
gobierno, el padre misionero les daba agua bendita en las manos y ro-
ciaba á los demás con el hisopo mojado en una calderilla, que tenía uno
de los varios niños vestidos de sotanilla, que esperaban, puestos en or-
den á la entrada de la iglesia, á los ministros de justicia. De aquí subían
á las gradas del presbiterio, y hecha una breve oración, tomaban pose-
sión de los bancos destinados al oficio.
Al nombramiento de alcaldes se seguía inmediatamente la elección
de los fiscales. Era ésta privativa del misionero y la ejecutaba en la.
iglesia misma delante de todo el pueblo de la manera siguiente: Sentá-
base junto al presbiterio en una silla prevenida de los sacristanes, con su
mesa delante, en donde estaban colocadas las varas de los fiscales. Lla-
maba desde este asiento al indio que destinaba para fiscal mayor, el
cual, acercándose con mucho modo á la mesa, recibía de rodillas la vara
como insignia de el oficio, que tenía por distintivo una cruz ancha de pla-
ta en la punta á manera de la de los caballeros de Malta. Besaba la mano
el fiscal al sacerdote; y puesto en pie, se ponía á su lado derecho, desde
donde iba llamando por su orden, como le decía el padre, á los que habían
de ser sus compañeros en el oficio, á quienes se daban también sus varas
con una cruz más pequeña. Los fiscales eran á lo menos tres; uno el ma-
yor, y los otros dos ordinarios; pero comúnmente eran cinco y en algu-
nos pueblos siete, por ser mayor el número de gente. A imitación y seme-
janza de la elección de estos fiscales que correspondían á los adultos, se
nombraban otros tantos fiscalillos á niños de doctrina que con el mismo
orden y método que los grandes recibían sus varitas. Todos los fiscales
grandes y pequeños tenían sus particulares asientos, y hecha la elección
pasaban á ocuparlos.
Acabada la función subía el misionero al altar mayor, y desde allí
hacía una breve plática sobre la autoridad y obligación de los alcaldes
y fiscales, y les exhortaba al cumplimiento de sus respectivos cargos.
Acordaba á todo el pueblo el respeto que le debían tener y cómo debían
obedecerlos en sus oficios, como que dependía de esta buena armonía,
sujeción y rendimiento, el buen orden de la reducción, el sosiego y paz y
tranquilidad de todos y el servicio de Dios Nuestro Señor y de su rey.
Libro XI.— Capítulo V 697
CAPITULO V
DEL USO DE LA AUTORIDAD Y JURISDICCIÓN DE LOS ALCALDES
Para reducir á los indios á la necesaria dependencia é introducir la
subordinación y sujeción de algún gobierno, pareció desde luego á los
padres misioneros que era indispensable el atender por sí mismo á todos
los órdenes y disposiciones. Y la experiencia ha enseñado en todos los
tiempos y lugares que no hay otro medio para establecer y perfeccionar
el método de gobierno que prescriben las leyes de las Indias. No se pue-
de dejar á los indios ni á su discreción el uso de su autoridad y jurisdic-
<jión, porque se ve que no hay en ellos el mayor discernimiento, por lo
que debe el misionero suplir por caridad lo que á ellos les falta, tomando
á su cargo el cuidado, la vigilancia y la disposición, y dejándoles á ellos
la pura ejecución de lo que ordena.
Todos los días acudían al padre los alcaldes, de parte de tarde, y le
daban razón de lo ejecutado en aquel día, según las disposiciones que ha-
bían recibido en la tarde antecedente. Fuera de esto, avisaban si habían
notado ó sabido cosa que pidiese remedio, y el misionero les ordenaba io
que debían mandar ó avisar á la gente, y cuando no ocurría cosa parti-
cular que se debiese poner en práctica, besando la mano del padre se re-
tiraban á sus casas. El gobernador señalaba por turno á uno de los mi-
nistros de justicia por juez semanero á quien tocaba determinar, hacer ó
ejecutar lo que ocurría en su semana. Este iba poco antes de la doctrina
é casa del padre y conferenciaba con él si se ofrecía alguna cosa, y no se
ausentaba del pueblo para que no faltase recurso á la gente, y tuviese
pronto el misionero de quien valerse en el día. Por la noche daba vuel-
tas por la reducción, rondando, como se dice, á hora determinada para
atajar los desórdenes que se podían temer con la obscuridad de la noche.
Hacia recoger á sus casas la gente moza que encontraba por las calles,
y si en los baños ó sitios sospechosos observaba algunos mozos ó mujeres
solteras, los aseguraba en la casa destinada á los presos. Con los casa-
dos tenía más atención á su honor, y mandándoles que se recogiesen á
sus casas, avisaba al misionero para que viese si se había de proceder á
otra demostración.
Están los indios tan subordinados á los ministros de justicia, que mi-
ran como un crimen digno de castigo dar la menor señal de resistencia
á sus órdenes. Para prender alguno no necesita el alcalde ú otro minis-
tro de compañía alguna; con sólo decirle que le siga á la casa del padre
ó del gobernador le viene siguiendo como un cordero. El gobernador no
puede por sí mismo sentenciar á nadie sin dar antes parte al misionero y
mucho menos puede dar pena ó hacer castigo cualquiera que sea; forma
únicamente una sumaria verbal, ó por sí mismo ó con la intervención de
598 Misiones del Marañón Español
un alcalde y de ella avisa al padre. Lo mismo se practicaba en las que-
jas, acusaciones ó delaciones de unos con otros, en que no se decidia ne-
gocio de consideración sin aprobación del misionero.
El primer paso que solía dar el padre, informado bien de la materia,
era el hacer comparecer en su presencia al reo ó acusado; poníale de-
lante la culpa ó delación que de él hacían; oía su razón ó descargo, y si
no daba ninguno, pasaba á hacerle conocer con mucha suavidad y dul-
zura en las expresiones la culpa y delito hasta convencerle, para que re-
cibiese voluntariamente la pena que correspondía al pecado. Por lo co-
mún, estrechado el indio del buen modo del misionero, se confesaba de-
lincuente y se ponía en sus manos aceptando de buena voluntad el cas-
tigo que juzgaba el padre conveniente. Las penas estaban ya tasadas y
sólo se usaban los castigos más moderados y ligeros, siguiendo en esto el
orden de las leyes reales y las ordenanzas de la Real Audiencia, que cuer-
damente establecen se trate á los indios con más suavidad y sin aquel
rigor de justicia con que se trata á los españoles y mestizos que, como
más racionales, obran comúnmente con mayor advertencia y malicia. El
castigo más ordinario era de azotes, que pocas veces pasaba de diez ó
doce. Y si alguno era convencido de adulterio ú otro delito de igual con-
sideración, subía el castigo á veinte ó veinticinco golpes.
La ejecución de esta pena tocaba á alguaciles que acompañaban
siempre á los alcaldes. Oida la sentencia del castigo, se hacia cargo del
reo y le llevaba al sitio destinado sin más apremio que decirle siga ó vaya,
delante. Llegado el indio al lugar del suplicio, se despojaba la espalda y
recibía como un niño el castigo sin resistencia ni murmullo do palabras.
Volvía luego á ponerse delante del padre, y besándole la mano, decía:
«Alabado sea el Santísimo Sacramento. Dios te lo pague padre, que me
corriges.» Oía después algún buen consejo ó amonestación breve, y se
volvía á su casa. Cuando la pena ó castigo era de cárcel ó reclusión, lo
llevaba también el alguacil del mismo modo; pero rara vez estaba el
preso en ella más de veinticuatro horas, y si alguna otra vez le detenían
por tres días, era para ellos la detención castigo muy grave. Tan aman-
te es el indio de su propia libertad. En todo este tiempo le enviaba de co-
mer el misionero, y pocas veces impedía que lo visitasen su mujer,
madre ó hermana y que le llevasen de comer ó beber. La pena de cár-
cel, aunque por poco tiempo y más si se juntaba haber de estar en el
cepo, era muy sensible á todo indio y la temía más que otras penas y
castigos.
Con las mujeres culpadas se guardaban escrupulosamente todos Ios-
fueros del recato, honestidad y atención al sexo. Mandábaselas ir cuando
se hallaban culpadas á la casa del misionero, y el alcalde se adelantaba
á decirle que traía á fulana ó á zutana por tal delación, culpa ó delito
que merecía castigo. El padre la esperaba á la puerta de su sala, y des-
pués de hacerla cargo de lo que la imputaban y oir lo que tenía que res-
ponder y alegar por sí misma, ejecutaba con ella lo mismo que con los
Libro XI.— Capítulo V 599
hombres. Si resultaba alguna culpa digna de castigo, lo determinaba á
no ser que librase á la mujer algún embarazo, miseria ó enfermedad del
sexo á que siempre se atendía. Ella oía humilde la determinación y la
recibía con igual humildad, sumisión y rendimiento. En la ejecución se
observaban dos cosas: l.'"^ No se entregaba al alguacil la delincuente,
como se hacía con los varones, sino á uno de los más ancianos y madu-
ros de justicia, y éste le aplicaba por sí mismo la pena de azotes, hacien-
do retirar á los mozos y sin faltar al recato y á la decencia. Fuera de
esto, mitigaba regularmente la pena, dándole alguna corrección perso-
nal. 2.''' No se ejecutaba este castigo en el sitio en que se castigaba á los
hombres, á saber, en la puerta de la casa del misionero ó delante de la
iglesia, sino en un canto del corredor de la casa y con la espalda vuelta
á la pared que hacía ángulo para evitar todo peligro de ser vista más que
del mismo que le aplicaba la pena.
Es verdad que los señores gobernadores ejecutaron al principio de las
conquistas castigos capitales , ahorcando tal cual indio por homici-
dio hecho en los pueblos; pero después de algún tiempo se les coartó la
jurisdicción y autoridad en este particular y se les prohibió la ejecución
de esta pena, si no precedía la confirmación de la Real Audiencia. Ha-
ciéndose cargo los gobernadores de los inconvenientes que llevaba con-
sigo esta limitación, y experimentando los peligros que traía necesaria-
mente la demora en el curso de la causa, mientras se daba parte á la
Audiencia y volvía la sentencia, empezaron á conmutar en destierros la
pena de muerte y lo practicaban haciendo llevar á los culpados á otros
gobiernos como el de Lamas al de Chachapoyas y al de Jaén. Estos actos
de justicia eran raros, porque lo eran también los delitos de esta calid.ad.
Otros destierros, menos sensibles, eran más frecuentes, como los de un
pueblo á otro, ó de ana parte de la misión á otra, pero todos se hacían
por decreto del gobernador ó del teniente, á excepción de tal cual urgen-
te necesidad en que el misionero con los alcaldes lo disponía provisio-
nalmente, dando luego parte al gobernador; pero de ninguna manera y
en ningún caso podía por sí mismo hacerlo el padre sin dependencia de
dicho señor.
Esta nrioderada conducta y gobierno paternal de los misioneros en
sus pueblos hacía que los indios viviesen persuadidos á que no se les
daba castigo chico ni grande sin que diesen ellos motivo más que sufi-
ciente para ello; y era tan común el concepto que tenían de su integri-
dad, amor y cariño para con ellos, que si tal vez observaban alguna
precipitación ó menos cordura, se lamentaban de que tenían un misione-
ro que no sabía ser padre y que no acababa de dejar los resabios de vi-
racocha, con cuyo nombre apellidaban á todos los que no eran indios.
Poquísimas veces tuvieron lugar de observar esta conducta; pero con
ser tan pocos jamás disimularon, y luego hacían pasar á la noticia del
superior ó vicesuperior del partido lo irregular del modo que tenía con
ellos el misionero, con la seguridad de que serían atendidos y que se pon-
600 Misiones del Makañón Español
dría sin dilación conveniente remedio. De esta manera se conservaba en
las misiones del Marañón la buena armonía de un gobierno suave y ca-
ritativo que no necesitaba de los medios fuertes de que se valen en otras
partes. Bien lo repararon y echaron de ver con admiración y asombro
varias personas extranjeras que pasaron por las reducciones en tiempos
que era necesario usar de algún castigo con los indios.
Pocos años antes del arresto de los misioneros, pasando un caballero
europeo por San Joaquín de Omaguas quiso, por no estar lejos la Sema-
na Santa, tenerla en este pueblo y no privarse en el camino de asistir á
las sagradas funciones que practica en este tiempo la Santa Iglesia.
Dos ó tres días antes del Domingo de Ramos hizo en su presencia uno
délos alcaldes cierta delación contra un indio. Pidió el padre cortesana-
mente al caballero licencia para dar atención al alcalde, enterarse bien
del punto y tomar alguna providencia. Habida que la hubo, oyó des-
pacio al alcalde y le dio orden que trajese consigo el indio delatado .
Entre tanto previno el padre á su huésped que era necesaria aquella
pronta diligencia para que no entrase en miedo con la delación el acu-
sado y agravase la culpa con la retirada, por estar los indios muy ex-
puestos á huir sin consideración y precipitadamente cuando aprenden
inminente algún castigo. A poco rato asomó el alcalde con su indio,
que sin acompañamiento ni apremio lo traía en amigable conversa-
ción. Presentóse el reo con serenidad delante del padre, besóle la mano
diciendo el Alabado, y saludando al caballero huésped, se hizo á un lado.
Púsole delante el misionero su culpa en el modo acostumbrado, esperan-
do su descargo; pero el indio, á pocas palabras, se reconoció delincuente
y se mostró dispuesto á recibir la pena de azotes que merecía por su
delito. Ejecutóse luego á vista del mismo caballero que aturdido y admi-
rado de aquella docilidad, repetía parecerle esto que veía con sus mis-
mos ojos una especie de milagro.
Mayor admiración causó en dos españoles de Lamas otro caso que
sucedió en el pueblo de Santiago por los años de 1758, en ocasión que
se hallaba allí como de visitador de la reducción el P. Martín Iriarte, de
quien, como testigo de vista, supe el suceso. El alcalde de la nación
Para dio noticia á su propio misionero de haber visto una mujer casada
de su partido, en cierto sitio excusado y peligroso, sentada con un indio
remero que venía con los españoles. Hizo el padre comparecer en su
presencia á la mujer, y el alcalde repetía la acusación, oyéndola la in-
dia, que, sin disculparse del hecho de haber estado sentada con un hom-
bre en el sitio peligroso (en que confesaba haber dado motivo de alguna
sospecha y haber caído en la inconsideración de ofender á su esposo),
protestaba, no obstante, no haber pasado de palabras ni llegado á la
menor acción indecorosa á su estado. «Aun esto te hace delincuente, re-
plicó el alcalde, y eres merecedora de castigo.» «No lo niego yo, respon-
dió ella, y me someto á la pena que determinare el padre.» No quiso
éste proceder al castigo sin oir primero al indio remero, y suplicó á los
Libro XI.— Capítulo VI 601
españoles que, pues era criado suyo, le llamasen. Mientras uno se apartó
para buscarlo y andaba haciendo esta diligencia, se presentó al misio-
nero un mocito soltero de nación Para, y después de saludarle le dijo
cómo venia á advertirle que hiciese desistir al español de la diligencia
de buscar su remero, porque yo mismo soy, y no el que piensan, quien
estuve sentado con esta mujer, y no es razón que pague aquel inocente
la pena, si es que merece alguna nuestro hecho, el cual se reduce todo
á lo que ha confesado esta mujer. Ibase ya á ejecutar el castigo de al-
gunos azotes, que determinó el misionero se diesen á los dos por el mal
ejemplo ó motivo que habían dado de sospechar otra cosa, cuando el pa-
dre Martín Iriarte, que se había hallado presente á todos los cargos y
descargos de los acusados, tuvo por conveniente suplicar al misionero
que les levantase la pena por la acción heroica y resolución cristiana
del joven Para. Hízolo el padre sin dificultad, y se contentó con darles
una paternal amonestación. Los dos españoles presentes á lo sucedido se
hacían cruces sin acabar de creer lo que veían con sus ojos, y repetían:
«Este mozo no puede menos de ser un santo.» Y aunque es verdad que la
acción era muy singular y cristiana, pero ayudó mucho para ella el sa-
ber bien aquel mozo las caritativas entrañas del misionero y la suavi-
dad del gobierno que se practicaba en la reducción.
CAPITULO VI
DEL OFICIO DE LOS FISCALES Y HASTA DÓNDE SE EXTENDÍA SU VIGILANCIA
Y CUIDADO
El oficio de los fiscales era en gran parte espiritual y eclesiástico, y
aun por eso, gozaban de algunos fueros de que no gozaban los demás in-
dios, pero aunque se consideraban como ministros de la Iglesia que ayu-
daban en sus ministerios al misionero, todavía, como contribuían tanto al
gobierno político y civil de los pueblos, por estar á su cargo muchas de
las cosas que pertenecen al buen gobierno exterior á que no podían aten-
der los alcaldes, nos ha parecido poner en este lugar lo que era propio
de los fiscales. El número de ellos no era igual en todos los pueblos ni le
determina el sínodo á que se conformaban en todo nuestras misiones, y
así, se aumentaban ó disminuían, según era mayor ó menor el número
de indios de las reducciones. Atendíase también á las naciones distintas
que componían el pueblo, para señalar algunos fiscales de nación propia
con quienes se avenían mejor y se entendían con más suavidad los mis-
mos nacionales. Puédese decir que los fiscales debían, por lo menos, ser
tres: uno mayor, y como superior de los otros, y dos ordinarios. En pue-
blos medianos se nombraban regularmente cinco, y en los que se halla-
ban naciones diferentes, como en Santiago, San Joaquín y San Ignacio,
602 Misiones del Marañón Español
«e solían elegir siete, señalando dos fiscales á cada uno de los barrios de
la reducción.
Aunque el fiscal mayor era como superior de los demás á quien acu-
dían en todas las cosas que se ofrecían, no tenían facultad para castigar
á ninguno. Su principal cargo era el atender á que cumpliesen con su
oficio los fiscales inferiores, y comunicarles las órdenes del misionero, á
quien acudía todas las tardes como los ministros de justicia. Nombraba
todas las semanas un fiscal que llamaban semanero, á cuyo cargo esta-
ba: I,**, tocar á las Ave-Marías, al raer del alba y al anochecer; 2.°, lla-
mar á la gente con el toque de campana, á la hora acostumbrada, á la
doctrina cristiana; 3.°, hacer la señal para la Misa, para que pudiesen
acudir los que gustasen oírla; 4.°, celar que la gente se mantuviese en la.
iglesia con reverencia, de manera que si alguno se descuidaba en esto ó
se descomponía luego, le amonestaba, y siendo la falta notable avisaba
al misionero después de Misa, para que pusiese conveniente remedio.
Fuera de esto, acabada la doctrina y Misa, señalaba todos los días tres ó
cuatro muchachos de doctrina para que llevasen agua del río á casa del
misionero, pero él mismo debía esperarlos en la puerta de la casa, y sin
permitir que entrasen en ella recibía los cántaros y poner el agua por sí
mismo en las tinajas destinadas. Esto era lo común y ordinario, pero te-
nían á su cargo y cuidado muchas otras cosas los fiscales y fiscalitos.
Uno de los principales cuidados era el que tocaba á los enfermos.
Cada uno de los fiscales tenía la obligación de avisar al padre, de los en-
fermos de su vecindad, nación ó barrio. Los mismos enfermos, parientes
ó allegados solían por si mismos dar parte al fiscal respectivo de la in-
disposición ó peligro; pero él sin fiarse de ninguno procuraba informarse
todas las mañanas si había caído alguno enfermo de los que estaban á su
cargo. Durante la enfermedad ó indisposición, avisaba dos veces al día,
tarde y mañana, al padre misionero del estado del enfermo. Con esta di-
ligencia y con las pequeñas visitas que hacía el padre entre día, sabía
puntualmente casi en todas las horas cómo se hallaba el enfermo. Y era
bien necesaria esta menudencia entre aquellas gentes, porque no pudien-
do fiarse de la asistencia de los domésticos, por io común negligentes y
descuidados aun en los mayores apuros del enfermo, el mismo misionero
en su casa les hacía su pucherito con caldo y buenas substancias, y le
llevaba por sí ó enviaba por medio del fiscal. Cuando se habían de dar
al enfermo los Santos Sacramentos, daban aviso los fiscales en la casa,
hacían barrer y asear la pieza del enfermo, y si por la calle por donde
había de pasar el Señor había algo que componer, allanar ó limpiar, avi-
saban al alcalde para que mandase componerlo á la familia á quien co-
rrespondía. Tocaban después la campana con ciertos determinados gol-
pes, que entendían todos ser señal de Viático.
A los primeros dolores de parto que sentía alguna mujer, lo sabía por
lo común alguno de los fiscales y daba luego parte al misionero, que con
el aviso estaba á la mira si ocurría algún peligro. Si el fiscal lo llegaba
Libro XI.— Capítulo VI 603
á entender de noche, estaba en vela toda ella por si acaso había alguna
novedad ó peligro; y si lo advertía, á cualquiera hora avisaba luego al
misionero para que estuviese pronto. Con esta prevención, rarísima vez
faltaba el socorro del padre en los partos peligrosos, pudiendo acudir á
tiempo á confesar á la mujer y á bautizar la criatura en peligro. Aun
cuando por casualidad de algún paseo sucedía algún parto fuera del
pueblo, lo rastreaba y averiguaba la diligencia de los fiscales, que sa-
biendo el estado de la preñez de la mujer, encargaban apretadamente á
los de la familia que no se olvidasen de avisar cuando el parto estaba
inminente. Tanto les apremiaba que no muriese criatura alguna sin bau-
tismo.
Si bien era de la inspección de los alcaldes y demás ministros de jus-
ticia la vigilancia y cuidado de remediar todos los desórdenes, no podían
descuidar los fiscales de celar la observancia de los mandamientos de
Dios y de la Iglesia, ni disimular cosa contraria á las buenas costum-
bres, al buen orden y gobierno de las familias, y al servicio de Dios. De
las desobediencias y faltas de respeto de los hijos á sus padres, daban
luego que las entendían particuhxr aviso al misionero, y en este punto se
aventajaban los fiscalitos niños á los fiscales adultos. Sucedía tal vez que
querían éstos ocultar la falta por parecerles pequeña, contentándose
con dar por sí mismos, sin avisar al padre, alguna corrección al que fal-
taba; pero el fiscalito la acriminaba diciendo que no era pequeña, y por-
fiaba en que debía llegar al tribunal del misionero para que la corrigiese
y castigase con más eficacia y publicidad para escarmiento de los de-
más, y no había modo de ceder el niño á las razones del fiscal adulto,
que tenía por condescendencias peligrosas y nada convenientes para
atajar este género de faltas.
Era difícil que se ocultase en un pueblo alguna mala comunicación
por algún tiempo. No faltaba, como era regular en todas partes, mozas
inquietas por genio, por la lozanía de la edad y por el vigor de las pa-
siones; hallábanse también mozos traviesos que, llevados de la inconsi-
deración y brío del apetito, se desmandaban tal vez en algunos excesos»
pero los fiscales procuraban serlo de sus acciones observando su proce-
der, y á poco que se deslizasen solían ser descubiertos; y llegando todo
al punto á noticia del misionero, remediaba con facilidad en sus princi-
pios estos desórdenes. Eran también aquí mucho más de temer de los in-
quietos los fiscalitos, porque comunicándose con más franqueza y sin-
ceridad unos niños con otros, descubrían luego cuanto oían, veían y re-
paraban, y sin atender á parentesco ó á la razón de allegados, conta-
ban al fiscalito todo lo que sabían, y éste, haciendo del fiel y celoso, lue-
go daba cuenta y traslado al misionero.
Por este mismo medio se atajaban algunas violencias que los padres
y ancianos intentaban á la libertad de los jóvenes en sus casamientos.
Ajustábanlos allá entre sí sin más mira que la de la conveniencia, la del
gusto y la del derecho que suponían tener de disponer á su arbitrio de sus
604 Misiones del Marañon Español
hijos, y como tenían poco dicernimiento, pensaban bastar su autoridad
para el consentimiento. Los jóvenes temían sus enojos y no se atrevían á
manifestar su repugnancia, pero no dejaban de dar varias veces algunos
indicios de ella, y esto bastaba para darse por ofendidos los padres y los
ancianos, y para empezar á tratarlos mal y á mortificarlos. Los fiscales,
por sí ó por algunos de la familia ó vecindad, reparaban ó descubrían es-
tos tratos, y luego informaban al padre lo bastante para que llamase á los
jóvenes y examinase la libertad, Al principio se detenían y no querían
descubrir nada sobrecogidos del miedo y por temor del enojo de los ancia-
nos, pero al fin se desahogaban con el misionero, como con padre, y des-
cubrían su mucha repugnancia y la opresión en que se hallaban. Conso-
lábalos el padre en su aflicción, y les alentaba, ofreciéndoles proteger su
libertad, librarlos de la vejación y ayudarlos para salir bien del trabajo.
De aquí pasaba á practicar las diligencias conducentes para reducir á
los interesados y empeñados en el tratado, empezando siempre por los
medios más suaves y caritativos con que solía lograr el atraerlos á lo que
convenía. Pero si estos no surtían el efecto deseado, usaba de los fuertes,
y valiéndose de la autoridad del alcalde, hacía poner en depósito á hi
moza, y al mozo le metía en su casa en el número de los que servían,
para que se casasen á su gusto y genio, según la libertad que tenían. De
esta manera vivían después pacíficos y contentos en el estado de matri-
monio que escogían después sin ser violentados.
De las discordias entre marido y mujer tenían cuidado por su oficio
los señores alcaldes, pero no pocas veces las descubrían los fiscales antes
que aquellos las diesen. Si era oculta la causa de la discordia, avisado el
misionero de lo que pasaba, amonestaba privadamente á la parte delin-
cuente ó á los dos consortes, si aquellos tenían, como suele suceder, al-
guna culpa y los despachaba regularmente contentos, encargándoles la
unión y paz en sí mismos. Pero si la causa era pública ó no se conseguía
con la amonestación privada el que viviesen pacíficamente, se procu-
raba hacerlos pasar á la casa de algún pariente, ó de otra familia de res-
peto, para que no se desmandasen en contiendas con la libertad de ha-
llarse solos , y para evitar el mismo peligro no se les permitía el ir solos
á sus heredades, ó á otras partes ó paseos, y á los fiscales tocaba el velar
sobre la ejecución de esto.
Últimamente, al oficio de fiscales pertenecía dar aviso á la gente del
pueblo la víspera del día de fiesta con el repique de las campanas á las
dos de la tarde. Si el día era alguna de las festividades de la Virgen (lo
mismo se hacía todos los sábados), tocaban también como una hora antes
de anochecer á Salve y Rosario, á que acudían todos, recogiéndose con
tiempo al pueblo los que estaban en sus trabajos. Tenían también el cui-
dado de hacer barrer los sábados y vísperas de fiesta la iglesia, señalando
por la mañana las solteras y viudas que les parecían necesarias para
esta diligencia. Esperaban las mujeres destinadas con sus escobas y cán-
taros el repique de las campanas de las dos, y oído éste entraban en la
Libro XI.— Capítulo VII 605
iglesia, hacían una breve oración al Santísimo, y regado el pavimento,
barrían, como eran repartidas , á vista de los fiscales, que procuraban lo
hiciesen con cuidado, aseo y solicitud y limpieza.
CAPITULO VII
DE LAS MILICIAS DE LOS PUEBLOS
No tenían los pueblos de las misiones del Marañón otro presidio que el
de la ciudad de Borja, cuyos vecinos, desde su primer establecimiento,
fueron siempre soldados. En los principios de la formación de la ciudad,
fué bastante numerosa su vecindad, y se portaron con valor y coraje,
tanto los oficiales y cabos como los demás soldados, en las diferentes su-
blevaciones de los indios Mainas de sus encomiendas, y en castigo de algu-
nos rebeldes ó apóstatas que dieron muerte violenta á los misioneros. Pero
no fueron necesarias muchas expediciones para conocer que los soldados de
Borja, aunque de ánimo valeroso, no eran capaces, por sí solos, de formar
un cuerpo de tropa que contrarrestase á la multitud de gentiles que iban
descubriéndose y que se pretendía poner en paz; ni eran, por otra parte,
los Borjeños los más á propósito para las entradas y excursiones por
aquellos bosques enredados y llenos de pantanos y lodazales, como gente
hecha á andar por caminos llanos, abiertos y despejados. Esto hizo pen.
sar al señor gobernador, D. Jerónimo Vaca, en el modo de reforzar la
tropa, y determinó, finalmente, después de varias consultas, que entra-
sen á la parte los indios mismos que se iban reduciendo.
Dio orden para que en todos Jos pueblos se formasen milicias, y á este
fin comenzó á nombrar capitanes, alféreces y sargentos y otros cabos,
dándoles sus títulos correspondientes, y declaró á todos los indios, capaces
de tomar las armas, soldados milicianos, concediéndoles las exenciones,
honores y gracias que lleva consigo el cargo y el oficio. Este fué el prin-
cipio de las milicias de los pueblos, y no el capricho de los padres misio-
neros, como han querido hacer creer algunos de los émulos de la Compa-
ñía, con una satisfacción verdaderamente admirable y que causa lástima
y compasión á las personas que tienen una ligera instrucción de lo que
pasa en las Américas. Pero no es de extrañar que ni aun en esto perdo-
nen á los jesuítas los que les han imputado en aquellas tierras todos los
excesos que sucedieron en ellas desde su primera entrada. En el mismo
plan de milicias han insistido después los demás gobernadores, repitiendo
órdenes para que se mantuviesen en pie, y dando títulos autorizados por
escrito á sus secretarios de gobierno y exhortando á los misioneros á que
cooperasen de su parte á mantener y conservar esta tropa de milicias
respetable, como lo hicieron con mucha ventaja en las ocasiones en que,
concurriendo los indios, formados en compañía con sus oficiales, ayuda-
ron á varias empresas de la gloria de Dios y de su majestad católica.
606 Misiones del Marañón Español
Como eran pocos los pueblos cuyos habitadores fuesen de una sola na-
ción, en los más de ellos había algunos indios agregados á la nación prin-
cipal que llevaba el nombre. En otros había dos ó tres naciones distintas
en número bastantemente considerable, como en la Laguna, que se com-
ponía de Panos, Cocamas y Cocamillas, y en San Joaquín, en donde se
hallaban Omaguas, Yameos y Mayorunas. En estas reducciones, más nu-
merosas, pareció conveniente ordenar que se formasen compañías dis-
tintas de cada nación, que, como en lo civil, se gobernaba también en
lo militar por sus propios oficiales, de manera que sólo el capitán Paño
mandaba á los Panos, el capitán Cocama á los Cocamas y el capitán Co-
camilla á los Cocamillas. Así se hacía el gobierno más suave y salían las
disposiciones más acertadas, por entenderse mejor entre sí y por tener
mayor conveniencia en las armas ofensivas y defensivas-
Todos los indios, desde diez y ocho años hasta cincuenta, estaban alis-
tados en la milicia, pero no gastaban más uniforme que su ordinario ves-
tido. Cada uno se prevenía de las armas de su uso, y todos eran hábiles
y diestros en trabajarlas con curiosidad y aseo. En el capítulo X del li-
bro 11 dijimos, cómo era común entre las gentes del Marañón el uso de la
rodela, mayor ó menor, de esta ó de la otra manera, según la costumbre
de las varias naciones. Tocamos también en el mismo lugar algo de la
calidad de las armas ofensivas, y del modo de manejarlas con acierto y
seguridad. Por esto, sólo insinuamos aquí que los Panos, de quienes era
propio el arco y la ñecha, y que los Omaguas y Cocamas y Yurimaguas,
que manejaban la estolica, eran soldados muy apreciables en los comba-
tes y guerras por la calidad de estas armas; porque arrojadas las flechas
con la pujanza de sus instrumentos, volaban por el aire con precipitación
y ligereza sobre el vuelo de las aves más ligeras. Alcanzaban como un
tiro de fusil, y tenían la ventaja de que los indios menudeaban mucho
más con ellas que los más diestros soldados con sus escopetas. El tiro era
tan seguro, que apenas se hallaban indios que de siete flechas disparadas
al blanco no clavasen unas cinco.
Los Xeveros, Yameos, Masamaes, Payaguas, Pevas, Ticunas y Cava-
chis se distinguían en preparar y disponer lancillas envenenadas como
baquetas de escopeta, y para que el veneno no perdiese nada de su fuerza
ó se exhalasen, hacían ciertos manojitos de ellas metiendo sus puntas en
■unos canutillos con que la conservaban en su vigor y actividad. Con la
comunicación de unas naciones con otras, las que usaban comúnmente
la estolica, sabían también manejar con acierto las lancitas, y las que
usaban de éstas habían entrado sin dificultad en el manejo de la estoli-
ca. Otr¿is naciones tenían por armas propias dardos y lanzas de maderas
durísimas, cuyas puntas solían ser ya redondas ó cilindricas, ya cuadra-
das, ya triangulares, varias de ellas remataban en dientes, que hacían
presa á manera de las lengüetas de las banderillas. El uso de los dardos
era á una sola mano, teniendo en la otra algunos de reserva. Para últi-
mo recurso llevaban también su arma corta como macana, colgada del
Libro XI.— Capítulo VII 607
liombro al costado, ó pendiente de la cintura como espada. Hacíanla de
madera muy fuerte y pesada, y era fatal su golpe. Imitaba en la figura
una pala de jugar á la pelota, ensanchándose por el puño hasta rematar
en cosa de un jeme de ancha. Los Payaguas sobresalían en labrarlas,
con más curiosidad que las demás naciones. El P. Carlos Brentano, vi-
niendo de procurador á Madrid y pasando después á Roma, presentó una
de ellas que traía como cosa de gentiles al Papa Benedicto XIV, que, ad-
mirando la estructura, gentileza y donosura de la macana, hecha con
tanto primor sin instrumento de hierro, mandó que se pusiese como cosa
singular en su género en la instituta de Bolonia, donde al presente se
observa y los misioneros de Mainas que pasaron años pasados por esta
ciudad tuvieron, no sé si diga el gusto ó el sentimiento, de reconocer es-
tos despojos de sus amados indios. No faltaban, naciones que en vez de
macanas ceñían alfanjes, sables y estoques, que jugaban con brío y con
destreza cuando llegaban á estrecharse con el enemigo y peleaban cuer-
po á cuerpo.
Los oficiales y cabos tenían sus insignias de espontones y alabardas ,
de las cuales usaban en sus marchas y, en las ocasiones, las manejaban
con aire y ligereza. Los alféreces batían con propiedad y gallardía sus
banderas de tafetán con una cruz aspada y colorada en campo blanco.
Todos los capitanes llevaban en sus pueblos un bastón con puño de plata,
los alféreces una lancilla corta con cuchillo del mismo metal y los sar-
gentos y cabos de escuadra sus bastones regulares. Tenían los oficiales
de guerra su asiento en los bancos de justicia por reales ordenanzas que,
á título de gratificación á sus servicios, les concedían este honor y pree-
minencia.
Las milicias del Marañen no se adiestraban en las evoluciones milita-
res de tropa arreglada, que fueran inútiles en los intrincados laberintos
de bosques y selvas enmarañadas, pero en el manejo de las armas pro-
pias se habilitaban desde los principios tirando al blanco, y adquiriendo
grande tino y saliendo muy certeros. Así observaban el arte militar aco-
modado á los campos de batalla y á la calidad de los enemigos con quie-
nes guerreaban por el rey, su señor, por la fe católica y por el bien y
conservación de los pueblos. Todos los días de fiesta, por la tarde, tenían
tiempo destinado para el ejercicio de armas, que procuraban adelantar
y perfeccionar todos los demás días con la caza y pesca, continua ocu-
pación de los indios. La obediencia al oficial nombrado del gobernador
para alguna expedición ó entrada á los montes era la más puntual y
exacta que se podía creer de semejantes gentes. Estaría un indio horas
enteras con las armas en la mano sin desviarse del sitio que se le seña-
laba y sin dejar el puesto de centinela por más lanzas que le arrojasen,
y se metía, mandado, en el peligro con una intrepidez que pasmaba. No
bastaba una lluvia de saetas que zumbasen por sus oídos para hacerle
detener, hasta que se lo impidiese alguna herida grave. Pero en medio
del mayor valor se retiraba á la menor señal que le hiciese el oficial. Tan
608 Misiones del Marañón Español
cieg'amente iDendientes se mantenían de sus cabos que sacrificaban sin
vacilación á la obediencia todos aquellos modos de mirar por sus vidas
que alcanzaban en medio de su cortedad.
Vióse esto claramente en la expedición memorable que se hizo para
castigar á los alzados Pirros y Cunivos del río Ucayale, en que dieron los
indios cristianos la prueba mayor de sujeción y de obediencia verdade-
ramente ciega al que la comandaba. Descubiertos los gentiles alborota-
dos en la playa del río, fueron cercados de improviso de los indios cristia-
nos que, cogiendo todos los puestos y salidas, podían, con poca diligencia
y esfuerzo, sujetarlos fcácilmente, porque avisado el capitán que ve-
nía en la última canoa, del lance afortunado que habían hecho los pri-
meros y segundos, se incorporó con ellos é hizo impenetable el cordón.
Los Cunivos y Pirros, sorprendidos de la multitud de canoas y del buen
orden con que se presentaban los cristianos con las armas en la mano,
sin dejarles lugar para la retirada, cayeron de ánimo, y, viendo que no
era fácil abrir camino por fuerza, se valieron de la industria y astucia.
Afectaron, con la mayor doblez y fingimiento, señales de arrepenti-
miento de sus pasadas maldades y desapareciendo como pudo algún nú-
mero de Cunivos y Pirros, se presentaron los otros con apariencias de ren-
dimiento, pidiendo perdón al cabo y suplicando por la paz con los indios
cristianos. Representaban éstos vivamente al oficial ser fingido y doble
todo aquel rendimiento de los Ucayales, porque habían visto y observado
algunos indicios que, según sus estilos, eran pruebas ciertas de corazo-
nes doblados. Lo mismo le daba á entender el indio intérprete, y todos le
pedían que no malograse la ocasión de asegurarlos hasta coger sus ar-
mas que conseguirían en poco tiempo.
Negóse á todo el oficial inexperto y se cerró en que dejasen las ar-
mas, mandando que todos saltasen á tierra á celebríir las paces y
amistad que pedían los gentiies. Viendo los cristianos el inminente peli-
gro de ser muertos al arbitrio de los Cunivos, volvieron á representar
con más viveza que todo era ficción y engaño. Mas el oficial, encapricha-
do en su temerario dictamen, ordenó, sopeña de la vida, que todos le si-
guiesen y saltasen con él sin armas á cuerpo descubierto. Conociendo los
nuestros tan alto desatino, encogiéndose de hombros, saltaron á tierra,
diciendo: «Vamos á morir, vamos á morir, que así lo quiere D. Diego de
armas (que así llamaban al cabo); aquí acabarán bien presto con nos-
otros los infieles.» Así sucedió, porque dejándoles éstos descuidar con la
bebida que iban repartiendo á los huéspedes las mujeres, hizo señal á los
Ucayales su cacique Paceaya, y tomando todos las armas que tenían es-
condidas en la arena de la playa, y acudiendo prontamente otros com-
pañeros que tenían ocultos y prevenidos para el lance en unos espesos
cañaverales, cogieron la retirada á las canease hicieron una cruel carni-
cería en los cristianos desarmados. El destrozo fué tan grande, que ape-
nas pudieron ganar las canoas unos pocos Omaguas, que ayudados de un
capitán mulato, Borjeño, el cual se había negado abiertamente á saltar
Libro XI.— Capítulo VIII 609
á tierra, rompieron brecha por medio de la multitud de Ucayales y vi-
nieron á dar la noticia del triste suceso.
Para hacer cabal concepto de la realidad de estas milicias sería ne-
cesario mayor prolijidad de la que permite la historia y traer á la me-
moria muchos hechos particulares en que produjeron notorias ventajas á
la conservación y aumento de los pueblos; basta recordar que eran el
recurso de los superiores de la misión para las expediciones de nuevas
conquistas, que fueron muchas, aunque no todas duraderas, y que
eran siempre la tropa de respeto de que se valían los gobernadores para
el castigo de las naciones alzadas y rebeldes. Y lo que más es, ellas so-
las contuvieron las invasiones de los portugueses que tanto dieron que
hacer á los nuestros por esta parte del Maranón y reprimieron el orgullo
con que amenazaron particularmente en los últimos años, como sucedió
en el de 1760, ocho años antes de la expulsión de los misioneros jesuítas.
Retiráronse á la misión de Mainas ciertos indios de la frontera del domi-
nio de Portugal y pidieron amparo al señor gobernador, que tuvo por bien
el darles acogida. El capitán portugués de Yavari envió seis soldados y
algunos indios en seguimiento de los huidos; pero desconfiando de alcan-
zarlos, se retiraron á su presidio de X^vari. Irritado el capitán de no po-
der haber á las manos los que pretendía coger, escribió á nuestro gober-
nador una carta, propia de su fantasía portuguesa arrogante, libre y al-
tanera, pidiéndole mandase volver al punto aquellos indios y no le diese
lugar á que subiese con 50 soldados armados de sus espingardas para,
amarrar y llevar la gente de aquellos pueblos, como lo haría sin duda,
si no volvían luego los indios requeridos. Respondió el gobernador en el
mismo estilo y remató la carta diciendo al bravo portugués que subiese
cuando gustase con buen número de soldados y espingardas, que al pri-
mer movimiento le saldrían á saludar y á dar la bienvenida quinientos
indios y que él se quedaría en Omaguas á esperarlo con mil quinientos
que le presentarían los derechos y razones de su modo de obrar en las
puntas de sus flechas y lanzas. Como no lo decía por tanto el portugués,
y había ya cumplido con aquello á que se extendía su valor, no se movió
del presidio y desistió de su pretensión.
CAPITULO VIII
DE LAS ENTRADAS QUE SE HACÍAN Á LOS MONTES
Debajo de este título comprendemos las excursiones, expediciones y
viajes que se hacían por los montes y bosques en que moraban los gen-
tiles ó las gentes alzadas que se buscaban. Las entradas eran diferentes
según la calidad diversa de los que se pretendían hallar. Las que se or-
denaban á hacer algún castigo ó escarmiento tocaban al señor goberna-
dor ó su teniente de gobierno, el cual daba todas las disposiciones nece-
39
§10 Misiones del Marañón Español
sarias sin intervención de los misioneros, si bien debía manifestar al su-
perior su designio y atender á sus representaciones cuando descubría
éste algún inconveniente en el proyecto ó en los medios de que pensaba
valerse su señoría, como consta de la cédula tantas veces referida del
año de 1682. No podía tampoco el superior negar al gobernador, cuando
lo pedía, algún misionero por capellán en la expedición. Los misioneros
de las reducciones únicamente podían hacer entradas á tierras de genti-
les, no sólo descubiertas pero aun pacificadas de antemano, para tratar
de agregarlos á su pueblo, ó para formar alguno de nuevo; y sólo se
valían de los indios de sus pueblos anejos, sin poder llamar gente de los
otros, y mucho menos pedir soldados al gobernador sin expresa licencia
del superior de las misiones, á quien tocaba privativamente disponer
sobre el descubrimiento y pacificación de naciones ocultas ó enemigas
y señalar indios para las entradas de esta calidad, que, juntos con los
soldados enviados del gobernador para la empresa, servían ce escolta y
resguardo al misionero.
De las entradas particulares de los padres á gentes amigas hemos
dicho mucho en los libros antecedentes, y no hay para qué tratar de
ellas en este lugar, porque ni requieren soldados ni piden aquella cir-
cunspección y cautela que se necesita en las otras. Para las entradas
que se hacían, ó para castigar algunos alzados, ó para descubrir genti-
les ó entablar paz con ellos, se anticipaba primeramente el aviso al pue-
blo ó pueblos de donde había de salir la gente señalada, y los alcaldes
mandaban prevenir el bastimento necesario con lo demás que corres-
pondía al viaje. Nombrábanse cabos de milicia que debían dirigir la ex-
pedición, y juntos todos en un pueblo, oída Misa el día de la salida, se
formaban después de ella en la plaza, y al son de caja y pífano bajaban
al puerto bien ordenados. Aquí se embarcaban conforme les distribuían
los oficiales en sus canoas, y salían sucesivamente, cerrando la marcha
la canoa en que iba el misionero. El día primero se navegaba sin deten-
ción alguna hasta la noche; en los siguientes arrimaban á tierra como á
las diez de la mañana y comían todos á su tiempo. Al acercarse al sitio
en que se debía dormir, empezaba el tambor que iba en la canoa del al-
férez á dar señal de parada, y no cesaba de tocar hasta que todos salta-
ban á tierra. Limpiábase el sitio de la mansión, que era ocupación de to-
dos los días, si no es que encontrasen alguna playa ancha y despejada,
y formadas algunas chocitas, cenaban y descansaban. Por la mañana, á
buena hora, despertaba á todos la caja militar, y como el vestido no era
mucho, pronto la gente recogía las camas en poco tiempo, y oída la
Misa del padre, se embarcaba y salía con el mismo orden que el primer
día. No solamente oían Misa los indios en el viaje, sino que al acostarse
y levantarse rezaban todos á media voz el Padre Nuestro, el Ave María,
Salve y Credo, empezando con la señal de la cruz y acabando con el
acto de contrición. Rezaban también por lo común el Rosario todos los
días, y al entrar ó salir de la canoa saludaban siempre al padre misio-
Libro XI.— Capítulo VIII 611
ñero con el Alabado. Con estos ejercicios de devoción y piedad no se
disipaban en los viajes y no se olvidaban de lo principal del catecismo,
que tanto trabajo les costaba aprender de memoria.
Según era mayor ó menor el número de la gente de la comitiva, era
también el numero de las canoas mytayeras, en que tres ó cuatro indios
con sus instrumentos pescaban del río y cazaban en las playas y bosques
inmediatos lo que encontraban. Todas las noches debían entregar al pa-
dre misionero lo que habían recogido entre día, y solía ser bastante, bien
distribuido por todas las canoas. Pero si por lluvia ó algún otro contra-
tiempo no se podía cazar ni pescar, se suplía con los salados que siem-
pre se llevaban á prevención para estas precisiones, y para los días en
que, caminando por los montes, no daba lugar á 1^ caza el peligro de
alguna sorpresa ó emboscada de gentiles.
Cuando ya se llegaba á formar juicio que no estaba lejos el sitio en
que podía haber algún puerto ó camino abierto para tierras de indios, se
daba orden á los mytayos que fuesen observando con todo cuidado si
descubrían senda, indicios ó huellas frescas. Hallando puerto ó descu-
biertas señales de pisadas se detenían en el paraje sin pasar adelante y
esperaban á las demás canoas. La primera diligencia era, saltando to-
dos en tierra, formar un real en trecho bastantemente capaz y destinar
los indios necesarios para la guarda de las canoas. Señalaban después
centinelas que, repartidas en proporción á las entradas y salidas del
monte, tenían cuidado de observar atentamente si asomaba gente, remu-
dándose por turno en toda la noche. Últimamente el oficial, de acuerdo
con el misionero, distribuía la gente según el orden con que debía cami-
nar por el monte.
Cuatro ó cinco indios iban delante como exploradores ó guardias
avanzadas, y nunca se adelantaban tanto que los perdiesen de vista los
demás. Observaban con cuidado los rastros de las pisadas y las trochas,
que eran unas ramas de árboles quebradas de propósito para abrir ca-
mino. Bien era preciso que fuesen hábiles y prácticos estos exploradores
para no perder el rastro porque las pisadas desaparecían frecuentemen-
te por la industria de los gentiles, que temían ser por ellas descubiertos.
Y á esta causa los Mainas solían caminar hacia atrás, como allá cuenta
Virgilio del ladrón Caco, y de esta manera engañaban á los que querían
seguirlos. Otras naciones confundían los rastros en llegando á algún ria-
chuelo, dejando pisadas varias, confusas y multiplicadas hacia la parte
del todo opuesta á sus casas y habitaciones. Y no faltaban gentiles que
formaban rastros que hacían laberintos de donde no era posible acertar
con la salida.
Fuera de esto, eran diestrísimas las naciones del Marañen en armar
trampas en los caminos mismos cuando temían ser descubiertos. Una de
ellas era la de las sepulturas, que se reducían á ciertos pozos hondos
cióme de á vara, en donde metían flechas ó lancillas de palo fuerte pun-
tiagudas con sus aguijones hacia arriba tan encubiertas con tierra y tan
612 Misiones del Marañón Español
disimuladas al natural con hojarascas, que sólo se descubría el engaño
tanteando con las lanzas y removiendo la tierra. Otra muy frecuente
era el afianzar con ramitas muy delgadas á manera de los más delica-
dos juncos algunas lanzas pendientes de los árboles y que amenazaban
de uno y otro lado del camino. Pero las disponían con tal orden y artifi-
cio, que al pisar el caminante un palo atravesado y como por casualidad
caído, cruzaban las lanzas del uno al otro lado, despedidas de un muelle
á quien daba fuerza el movimiento del palo. A este modo armaban tam-
bién troncos de algún peso que, al pasar incautamente por debajo y tro-
pezar en ciertas cuerdas ocultas que los sostenían, descargaban con su
natural peso sobre el caminante. A todo debían atender las guardias
avanzadas; y si en algo se descuidaban, corrían peligro de perder el ras-
tro ó de caer en las trampas.
El cuerpo del ejército seguía de cerca á los exploradores, caminando
uno después del otro como en procesión. Ni era posible otro modo de an-
dar por tan espesas arboledas . Iba delante el sargento con dos ó tres-
indios y un soldado con su escopeta. Seguíanse después los indios, repar-
tidos entre ellos de trecho en trecho los soldados con sus bocas de fuego^
quedando uno de estos cerca del capitán, que cerraba la retaguardia con
cuatro indios armados de rodelas para escolta de su persona. El misionera
y el gobernador ó teniente, si se hallaba en la expedición, ocupaban el
centro. Con esta disposición caminaban con alguna seguridad y estaban
menos expuestos á peligros repentinos pudiendo todos acudir á la defen-
sa en cualquiera emboscada ó sorpresa de los gentiles. No bastó toda esta
precaución en caminar por aquellos bosques para que en el año de 1738
no cogiesen á ochenta indios con cuatro soldados hacia las cercanías del
Marañón los indios Masamaes que, haciendo cerco, cantaban ya la vic-
toria contra los cristianos, y hubieran sido éstos oprimidos de la multitud
de bárbaros si con los tiros de las escopetas no hubieran logrado cortar
el cerco y abrir camino para desembarazarse de los enemigos.
Luego que las postas descubrían camino más trillado ó algún baño,
daban señal al sargento que les seguía más de cerca, y éste se paraba
con los suyos y se mantenía como en emboscada, mientras las guardias
registraban con atención el contorno hasta divisar alguna casa y vol-
vían á dar noticia de todo. Si la casa ó casas estaban algo distantes, se
iban acercando todos con gran tiento y con mucho silencio hasta llegar
á sitio de donde pudiesen dar el asalto al amanecer. Este movimiento
lo ejecutaban de manera que según se acercaban se iban ensanchando y
apartando á uno y otro lado del camino para dejarle libre á los gentiles
que quisiesen entrar y salir por él sin temor ó sospecha de peligro. Con
esta disposición se lograba varias veces el lance antes de la noche por-
que los indios, ocupados entre día en la pesca y caza y otros menesteres,
solían volver á casa entre tres y cuatro de la tarde, y como no venían
regularmente acompañados, sino solos y descuidados, caían fácilmente
en la emboscada sin . poder ser socorridos, pues viendo los cristianos al
Libro XI.— Capítulo VIH 6Í3
gentil en el centro del cordón, con una señal ó grito se avisaban uiibs á
otros para que cerrasen con cuidado la salida por todas partes. La pri-
mera acción del estrechado gentil era desembarazarse de todo lo qde
traía consigo y ponerse en armas, pero le servía bien poco, porque aco-
metiéndole los más cercanos, estando los demás de resguardo, fácilmen-
te le derribaban en tierra sin hacerle daño. Costaba no poco el asegurar-
lo en que se ponía mucho cuidado para que no diese aviso á sus naciona-
les y se perdiese todo el fruto de la expedición. Entraba después el misio-
nero que, con buenas palabras, con donecillos y regalos, le sosegaba y
solía después, desengañado, ayudar á la paz y amistad con los demás.
Si no se lograba alguna de estas presas, pasaba toda la noche él ejér-
cito en las cercanías de la casa y no se omitía precaución ninguna para
no ser sentido y descubierto. Mudábanse á menudo las centinelas avan-
zadas á distancia del sitio en donde estaba el cuerpo de las tropas, y nin-
guno dejaba las armas de la mano en toda la noche. Al rayar del día,
tanteando el tiempo necesario para llegar bien de mañana á la casa,
empezaban á caminar con el mayor orden y silencio, y al amanecer da-
ban el asalto. Cercaban primero la casa, tomando con particular cuida-
do las puertas para impedir la salida de quien pudiese avisar á los de-
más del contorno. Si la entrada se hacía por disposición del gobernador
con motivo de algún castigo, cercada la casa, comenzaban á tocar las
cajas y al mismo tiempo entraban dos ó tres soldados disparando sus es-
copetas, y al estruendo intenso y repentino de los fusiles y á la novedad
del ruido de las cajas, quedaban por lo común aturdidos los que estaban
en la casa. Pero no por eso se rendían sin resistencia los varones^ antes
bien, retirando las mujeres y niños á los más escondidos retretes, echa-
ban mano de las armas y se esforzaban á abrir camino por los nuestros.
Kara vez se podía excusar algún choque en que no quedasen heridos de
una y otra parte, si bien, como era regular, llevaban la peor parte los
gentiles, así por el valor de los indios cristianos, como por la ventaja de
sus armas, y particularmente por las armas de fuego de los soldados, á
que tenían horror, y que acababan de rendirlos.
Mas si la entrada era dirigida solamente á entablar paces y amista-
des con alguna gente, se procedía con más tiento y con una manera' más
suave. Cercada la casa y tomadas las puertas, entraban de repente al-
gunos indios para apoderarse de las armas y quitar la acción á los cer-
cados; si les cogían de sorpresa, ya quedaban acobardados los gentiles
con esta sola diligencia. Sin embargo, levantaban un alboroto y vocin-
glería confusa, con que parece que querían aterrar á todos. En esto' en-
traba el misionero diciendo padre, padre, y le seguían los indios diciendo
amico, amico, términos que entiende comúnmente todo gentil y los recibe
como salutaíñón de cristianos que van á convidar con la paz. Algunas
naciones menos suspicaces ó menos bárbaras se sosegaban á solas estas
palabras y voces, y salían todos de sus retretes á recibir á los huéspe-
des. Con éstos había bien poco que haber, y en breve tiempo se ajustaba
i6l4 Misiones del Maeañón EJfePAÑOL
la p^?, auiique no por esto levantaban luego el cerco ni se fiaban los
cristianos que estaban dentro, hasta que estaban ciertos de haberse apo-
derado (^e todas las armas.
Otr,a.s veces tardaban en sosegarse, particularmente si no se pudieron
cpgjer las armas, por no estar juntas en un lugar sino repartidas en varios
sitjos 4e la casa, como es bastantemente común. Su genio es suspicaz, que
de .na4ie se fía; su orgullo, bárbaro, que no sabe temer sin escarmiento,
y teniendo armas á que acudir, atiende poco á las voces de amistad. Pé-
nense luego en armas los hombres y no aciertan á tenerlas en las manos
sin insultar; aunque sean inferiores en número, no por eso dejan de mos-
trarse feroces en acometer, bárbaros en resistir y tenacísimos en no ren-
dirse. No hacen poco los cristianos en contener su primera furia, porque
al mismo tesón de mantenerse en sola la defensa, lo juzgan aquéllos co-
bardía ó falta de valor, y el mismo no recibir daño de sus armas les hace
más atrevidos. Entre tanto, mantenían su cerco los de fuera, y si algún
niño ó mujer acertaba á salir de la casa, los aseguraban, y si se asoma-
ban á mirarlos les mostraban buena cara.
Finalmente, después de grande rato, viendo los gentiles la constancia
de los nuestros, fortificados en las puertas y que mantenían el puesto con
las armas en la mano, sin poder ser apartados del sitio , apagada ya la
cólera y vueltos del susto primero, empezaban á mudar de tono, parte
por el temor y parte por el cansancio, y cayendo en cuenta de su peli-
gro, hablaban ya más bajo y daban muestras de algún sosiego y rendi-
dimiento. Entonces se insinuaba el misionero con señales de paz, y mos-
trándoles algunos regalos y donecillos, daba lugar á que se tratase de
paces. Teníase por bien logrado un viaje de estos, cuando, concluida la
paz, se conseguía traer á las misiones algunos muchachos para que
aprendiesen la lengua y sirviesen después de intérpretes para la reduc-
ción de su nación. Los mismos caciques, ya sosegados, solían ofrecer sus.
hijos al padre que los recibía con gusto, y daba á sus padres en corres-
pondencia y señal de amistad alguna hacha ó machete, que era para
ellos la cosa de mayor estimación. Venían después á los pueblos á ver á
sus muchachos, en donde eran extremadamente agasajados de los cris-
tianos y más particularmente del P. misionero. Eran muy ventajosas
estas visitas, porque viendo la armonía, orden y gobierno de los pueblos,
la abundancia de comida, la multitud de instrumentos para trabajar la.
tierra, para cazar y pescar, y mucho más oyendo á sus mismos hijos el
gusto con que vivían, la abundancia de que gozaban, y el cariño y afabi-
lidad con que les trataba el misionero, como á hijos, se iban aficionando,,
domesticando y disponiendo para formar reducciones.
■íüstos eran los frutos de una expedición arreglada y que salía con fe-
licidad. Pero si por desgracia descubrían los gentiles ó sentían á los
cristianos antes de tiempo, era perdida la entrada; porque hacían correr
la voz por las casas del contorno, y retirando á las mujeres y los niños,
salían al encuentro los varones, cpn todas sus armas. Ponían celadas
Libro XI.— Capítulo VIII 615
y emboscadas con el mayor disimulo, en que cayó varias veces la tropa
de los cristianos, que por la disposición de la marcha, por la cautela en
caminar y por el valor en hacer cara con mucha unión á todas partes,
burlaba por lo común, las asechanzas; pero eran tan tercos los gentiles
en rendirse cuando descubrían á los cristianos, que hubo ocasión en que
cercados ya por todas partes de los nuestros y teniendo á la vista un
cuerpo de tropa más que mediano de indios armados de arco y flecha y
estolica, que disparaban desde lejos para dar á entender la superioridad
de sus armas; con todo eso bien lejos de rendirse los gentiles, hicieron re-
petidas salidas vigorosísimas para hacer levantar el sitio, obligados
siempre á volver con la pérdida de algunos, pero sin venir á partido. Ya
el oñcial y soldados desesperaban de rendirlos, cuando les dijo un indio
de los armados de arco y flecha: «Ya veo que estos hombres, están obsti-
nados en no darse aunque los hagan pedazos, ó que acabarán miserable-
mente de necesidad, antes que se entreguen. Yo daré fuego á la casa con
sartas de mechones encendidos que arrojaré sobre el techo;» y diciendo
y haciendo, comenzó á dispararlas con tanto tino, que ardiendo á poco
tiempo la casa y viéndose abrasar los gentiles, dejaron finalmente las
armas y salieron á entregarse.
Otro accidente suele impedir á las veces el fruto que se pretende en
las entradas, y es, cuando fiados los exploradores en que son bastantes
para asegurar algún gentil que descubren, se empeñan en cogerle. La
resistencia y fuerza que hace por librarse, es como de fiera y propiamen-
te desesperado hace el último esfuerzo á morir antes que rendirse. Pocas
veces consiguen el asegurarlo, y escapando de sus manos, va corriendo á
dar aviso, junta la gente que puede y vuelve á vengarse como lo suele
conseguir, alcanzando á los exploradores, antes que se junten á los
demás de la tropa. Tan ejecutivos son en tomar la venganza que á las
veces no dejan quien pueda dar aviso, cortándoles las veredas que tienen
bien estudiadas. Por esto, es de mucha importancia para el fin que se
pretende, el que los centinelas no se alarguen mucho y el que no se en-
frasquen en contiendas sin avisar y antes de tiempo. Cuando sucedía al-
guno de estos accidentes, no se pensaba de parte de los cristianos en otra
cosa que en la sola defensa y tomando las precauciones necesarias, se
trataba de volver atrás sin llegar á las armas, por evitar choques que di-
ficultaban mucho en adelante la paz que se podía procurar con otras
diligencias.
Mucho se pudiera decir de las penalidades y trabajos, desastres y ne-
cesidades que se padecían en estos ciegos viajes. Ya hemos hablado de
algunos en nuestra historia, y ahora basta insinuar, que por los montes
del Marañón se andaba y trepaba siempre por espinas punzantes y disi-
muladas, por lodazales fastidiosos , por lagos de leguas enteras con el
agua en ocasiones hasta la cintura, atravesando ríos y torrentes peligro-
sos, con un palo que servía de puente, con la precisión de no hacer fue-
go por días enteros por no ser descubiertos por el humo, durmiendo si«m-
616 Misiones del Marañón Español
pre vestidos, sobre hojas mojadas, ó en una red colgada de dos palos al
cielo descubierto, sin resguardo de los malos temporales, de innumera-
bles fieras y de una infinidad de animales ponzoñosos. Pero la amorosa
providencia del Señor, siempre velaba sobre los misioneros en tan peli-
grosas entradas, y de un modo tan extraordinario y visible , que no hay
memoria que sucediese alguna desgracia en tan repetidas entradas á al-
guno de los padres por el largo espacio de 130 años.
CAPITULO IX
DE LOS DESPACHOS Y ORDINARIOS Á QUITO, MOYOBAMBA Y LAMAS
No pudieran subsistir en manera alguna los pueblos de la misión sin
que les viniesen de fuera muchos géneros de que necesitaban para su
establecimiento, conservación y aumento. Porque fuera del vestuario de
los misioneros, vino y hostias para decir Misa, y lienzos para cubrir la
gente, eran precisos instrumentos de hierro para trabajar la tierra y
otras mil cosas indispensables para la vida humana, que se echan de
menos en aquellos países faltos casi de todo. A esta causa se tomó la dis-
posición de enviar anualmente (y andando el tiempo de seis en seis me-
ses), un despacho, que allí llamaban, ú ordinario desde la misión á la ciu-
dad de Quito para proveerse de lo necesario. Preveníase para el despa-
cho una ó más canoas con varios indios con quienes iba siempre un mozo
blanco, con el nombre de conductor del despacho, porque ni aun esta
diligencia se podía fiar á la corta capacidad de los indios. Llevaba con-
sigo el conductor los pocos efectos que se hallaban en la misión como
cera blanca, tal cual resina particular, vainilla y otras cosillas de poca
entidad, que se entregaban al procurador de la misión. Este enviaba
desde Quito por el mismo ordinario la provisión anual de vino y harina
para hostias, de vestido interior y sotanas para los misioneros, alguna
cantidad de lienzo y porción de hierro para herramientas, cuchillos, es-
labones, anzuelos y otras cosillas usuales.
Antes de extenderse la misión y tener el aumento de pueblos que
componía la parte de la misión llamada nueva, sólo se enviaba una canoa
grande con otra pequeña de indios cazadores y pescadores; pero de al-
gunos años á esta parte, creciendo el número de las reducciones se aña-
dió otra grande con su pescadora y no pocas veces se juntaba otra para
el mozo conductor. Tres ó cuatro meses antes de la salida del despacho
se les anticipaba á los misioneros la noticia para que previnieran sus
cosas, y se señalaba el día de la partida que solía ser á la mitad del Se-
tiembre, tiempo más proporcionado para estos viajes. Entregábase -al
conductor una lista ó memoria de lo que llevaba de la misión y asimismo
le entregaba otra de lo que traía el procurador de las misiones. Por al-
gunos años se observó en esta conducta el orden que estableció á los
Libro XI. -Capítulo IX 617
principios el P. Hernando Cavero, provincial que fué de Quito, y era que
todo el socorro fuese á manos del superior de las misiones, el cual repar-
tía y enviaba lo necesario y lo que tocaba á cada uno de los misioneros.
El P. visitador, Andrés Zarate, vio después los inconvenientes de
esta disposición, no siendo el menor la dilación considerable en llegar
las cosas necesarias á los pueblos, por la mucha distancia de unos á
otros. Consultó con el superior y padres más antiguos y experimentados
de la misión lo que parecía más conveniente en las circunstancias, y con
acuerdo suyo, dejó orden en la visita para que de allí adelante saliesen
desde Quito los géneros con distinción de lo que debía tocar á cada mi-
sionero y en fardo por de fuera numerado. De esta manera al pasar el
despacho por el Nombre de Jesús, el vicesuperior de este partido recibía
los fardos pertenecientes á aquellos misioneros. En San Joaquín de Oma-
guas hacía lo mismo el vicesuperior de aquella parte , y últimamente en
Santiago de la Laguna se entregaba al superior lo que pertenecía á la
misión alta. Toda esta disposición llevaba la buena armonía de que avi-
saba cada misionero de lo que necesitaba para su pueblo primeramente
al superior, y después de acuerdo suyo al procurador de la misión en
Quito. Este remitía á cada uno lo que pedía, incluyendo en su carta una
minuta ó lista particular, y al superior enviaba una memoria general de
lo que iba para todos y para cada uno. De esta manera con poco más
trabajo del procurador se evitaron las confusiones y dilaciones que hasta
entonces se habían experimentado.
Pero no alcanzaban estas providencias para el buen estado de los
pueblos y subsistencia de la gente que no podía tener de la parte de
Quito lo necesario para poder sustentarse y para vestirse. Por esto, co-
nociendo los misioneros que el lienzo que venía de Quito no alcanzaba
para vestir á los pobres de las misiones, y que había mucha falta de ve-
neno para dar á los indios en su cazas, porque el único que se conseguía
de San Ignacio de Pevas no era bastante, y de ello llevaban gran parte
los portugueses rayanos, se vieron precisados á recurrir á las ciudades
de Lamas y Moyobamba más cercanas á sus establecimientos. Para evi-
tar, pues, las necesidades de muchas familias que no podían cazar y pes-
car por falta de veneno, para vestir muchos desnudos, y en particular
los que de nuevo venían de los montes, para recoger tabaco de hoja á que
generalmente todo indio tiene gran pasión y para tener á mano algo de
azúcar necesaria en las muchas enfermedades que ocurrían en los pue-
blos, hacían también los despachos á aquellas ciudades y procuraban
por medios lícitos y con religiosa moderación los géneros de que necesi-
taban.
Mas á poco tiempo experimentaron los buenos misioneros muchas con-
tradicciones , como si este modo de procurar lo que era absolutamente
necesario para los pobres indios, fuese cierta especie de negociación ú
oliese á trato prohibido á religiosos. Hiciéronse por los años de 1723 y
1724 algunas denuncias al provincial en Quito contra los padres misione-
618 Misiones del Maeañón Español
ros, como que se embarazaban en negociaciones con los vecinos de La-
mas y Moyobamba. Tanto se acriminaron las denuncias , que el provin-
cial , más celoso y temeroso que prudente y experimentado, envió á los
misioneros un precepto de santa obediencia, con que prohibía aquellos
tratos, y aun cortaba la comunicación con los vecinos de dichas ciuda-
des. Representó el superior de las misiones con un exacto informe las ra-
zones verdaderas y legítimas, que sin la menor sombra de negación co-
honestaban la adquisición de aquellos géneros, que no se hacía sino por
modo de trueque, y que las cosas venidas de aquellas ciudades se con-
sumían en limosnas necesarias á la subsistencia de los pueblos. No aten-
dió á la representación el provincial, ó por impresionado ya contra aque-
llos tratos ó por demasiadamente cauteloso, y mandó que se obedeciese.
Hizolo así el superior, pero conociendo los daños que se seguían de una
ejecución importuna, recurrió con el mismo informe y representación
hecha al provincial y con su respuesta á N. M. Rdo. P. General, á quien
escribieron también los misioneros más autorizados. Respondió por en-
tonces su paternidad muy reverenda que daría las debidas providencias
sobre el negocio. No se dieron éstas hasta el año de 1738, en que visitando
las misiones de orden y mandato del P. General Francisco Retz, el men-
cionado P. Andrés de Zarate, y habiendo averiguado bien la calidad
del negocio, examinado despacio los informes, oído largamente al pro-
vincial que impuso el precepto, y pesado las razones del superior y mi-
sioneros y los inconvenientes que todavía duraban, tuvo por conveniente
anular y revocar el precepto, dejando libre el recurso para dichos géne-
ros á Moyobamba y á Lamas, y dando la norma y método que debía se-
guirse en adelante.
Este se reducía á que los misioneros particulares avisasen al superior
de las misiones de lo que necesitaban para sus reducciones, y el superior
hacía alguno ó algunos despachos comunes en que procuraba traer á las
misiones las cosas pedidas conforme á la necesidad de los subditos. Tam-
bién permitía á las veces si le parecía más conveniente al misionero del
pueblo que él mismo hiciese particular despacho, arreglado en todo á la
disposición y facultad que le daba. En esta conformidad se practicaba la
economía de procurar los géneros que no había en la misión, con otros
que se enviaban para trocar, que era allí el único modo de comprar y de
vender. Últimamente no se debe disimular que no faltó misioneroque en-
vió á las ciudades referidas pez salado por estos géneros. Pero los supe-
riores desde luego lo improbaron y lo impidieron con vigor y eficacia, y
sólo se permitía que se enviase lo recibido en los principios, es, á saber:
cera blanca, resina y vainilla. Con tanto miramiento procedieron en un
negocio que pareció en algún tiempo escabroso á los que tienen poco co-
nocimiento de los indios del Marañen.
Libro XI.— Capítulo X 619
CAPITULO X
DE ALGUNAS ECONOMÍAS EN BENEFICIO DE LOS PUEBLOS SOBRE QUE
VELABAN LOS MISIONEROS Y Á QUE ATENDÍAN LOS ALCALDES
El gobierno civil de las reducciones del Marañón tenía mucho del eco-
nómico y propio de una familia ó comunidad. Ya hemos dicho cómo al
principio hubieron de atender por si mismos á todo los misioneros, y que
la experiencia enseñó no haber otro medio para el establecimiento de un
pueblo. Ahora se puede añadir que sin esta atención y cuidado no pudie-
ra subsistir ni llevarse adelante una reducción establecida. Es verdad
que se hallaría esta diferencia, que al principio debía ser el misionero el
padre de familias y cargar con todo por sí mismo hasta que entrasen á
la parte de sus afanes algunas de las familias, pero andando el tiempo
ya se hacía ayudar el padre de algunos indios, que por haber aprendido
á ser hombres, le podían ayudar. Eran estos los alcaldes, los regidores y
los demás oficiales que con el nombre de varayos, común á todos, eran
sus ministros para la buena economía del pueblo.
Al adorno y aseo de la reducción conducían algunas disposiciones
que hacía ejecutar el misionero por medio de los varayos. Estas eran:
1.* Procurar que se fabricasen las casas con orden y proporción, de ma-
nera que ni estuviesen pegadas para evitar incendios, ni tan cercanas
que se embarazasen las comodidades, ni tan distantes que costase dema-
siado trabajo mantener limpias las calles y los intermedios. 2.^ No per-
mitir largo tiempo casa alguna sin techos, sin alares y sin puertas. .3.* No
dejar hacer casas desproporcionadas ó por demasiado grandes ó por de-
masiado pequeñas, porque, fuera de hacerse reparar de las demás por la
extravagancia, aquéllas pedían mucho trabajo para su conservación, y
éstas, por su estrechez, incomodaban á los dueños. 4.* Cuidar atenta-
mente de que los habitadores de las casas las compusiesen cuando nece-
sitaban reparo, porque es tanta la desidia del indio, que no siendo avisa-
do del peligro, dejará arruinar la casa por no menearse.
Fuera de esto, como un pueblo cercado del monte casi por todas par-
tes se infestaba de plagas de mosquitos de varias castas, de sabandijas y
de culebras, y por el aire colado, y maleza, sobre incomodar á los habita-
dores, les exponía á picaduras venenosas y estaba convidando á los ti-
gres á que se paseasen por las calles, como sucedía varias veces; se to-
maban las precauciones necesarias para evitar estos peligros, mante-
niendo los pueblos abiertos de modo que se ventilasen bien y se respirase
aire puro y saludable. Para esto, cada tres meses se golpeaba ó cortaba
con prolijidad toda la maleza de zarzales, arbolitos y varias hierbas que
á poco tiempo crecían extraordinariamente. Al justicia semanero tocaba
avisar á todos el día destinado para este trabajo con ciertos golpes de
tí!20 Misiones del Makañón Español
campana que entendían todos, y al punto salía cada uno con su instru-
mento según la diversidad de edades y de sexo, unos para limpiar y
otros para recoger la maleza. El gobernador del pueblo y los alcaldes
repartían la gente por la delantera de la reducción que correspondía al
río, por los lados y por la parte más cerrada del monte detrás de las ca-
sas, y manteniéndose como sobrestantes, se arrasaba á su vista toda la
maleza en una, dos ó tres mañanas.
Las mujeres debían mantener limpia la plaza principal del pueblo,
que caía por lo común á la puerta de la iglesia. Un día de cada mes, eran
llamadas con golpes determinados de campana á la puerta de la iglesia,
y acudían todas prontamente con sus machetes, itupulies ó paletas, y re-
partidas á trechos, iban quitando la hierba, que recogían dos fiscales ó
ancianos en unos cestos, y los echaban en algunos bajos, á la orilla del río.
Luego seguían cuatro ó seis doncellas, que barrían con sus escobas el sitio
allanado, dejando á trechos los montones de tierra, que recogían los fis-
cales y arrojaban en donde habían echado la hierba. A toda la tare¿i
asistía en persona el gobernador y alcaldes, con cuya presencia se eje-
cutaba todo sin desorden, sin gritería y sin algazara. Acabado el traba-
jo, todos se arrodillaban á la puerta de la iglesia y hecha una breve ora-
ción se volvían á sus casas.
En algunos pueblos no era necesario este trabajo, por tener allana-
das con arena muerta las plazas y las calles, pero era preciso rellenar-
las todos los años, al principio del verano, de que, avisadas las mujeres
por el justicia de semana, acarreaban la arena con sus cestos y la iban
echando en proporción. Tres ó cuatro hombres las seguían, armados de
buenos pisones, con que apretando fuertemente la arena movediza, deja-
ban el terreno igual y sin hondonadas. El mismo cuidado procuraban los
alcaldes, que se tuviese de mantener limpias y aseadas las portadas de
las casas, los caminos de unas á otras, y particularmente los comunes
que bajaban hacia el puerto. A este tenor había otras disposiciones que ti
raban á que no se hiciesen huertecillos en las delanteras de las casas, que
ocuparían ó embarazarían las calles, sino á la parte opuesta en que no
estorbaban. Lo mismo se entendía de los gallineros, pocilgas y charape-
ras. Menudencias son estas al parecer prolijas, pero necesarias para la
vida civil que se procuraba entablar en los pueblos, y para la salud de
los indios, á que atendían con singular cuidado los misioneros. Pero si el
padre no insistía con diligencia con sus ministros en llevarlas adelante,
en poco tiempo se trastornaba el buen orden y policía, y todo era confu-
sión y porquería, plagas, insectos y sabandijas.
No bastaban estas disposiciones para la vida civil de los indios; otras
providencias había enderezadas á que los vecinos adquiriesen con algu-
na comodidad lo necesario para el común del pueblo, y para lo particu-
lar de sus personas. Por ordenanzas reales tenían mandado los señores
gobernadores, que hubiese siempre en cada pueblo dos canoas grandes
por lo menos, para el servicio del común y para las ocurrencias déla mi-
Libro XI.— Capítulo X 621
sión y otras dos mytayeras que les acompañasen en los viajes. Para dar el
debido cumplimiento á tan justas ordenanzas, se repartía el cuidado y el
trabajo de hacerlas y conservarlas entre el ayuntamiento del pueblo y
entre los oficiales de milicia. A cada uno de estos gremios, tocaba una
grande y otra pequeña, y así debían reponer una nueva, cuando por
vieja ó por maltratada no podía servir la antigua, ó, lo que sucedía varias
veces, cuando era arrebatada de alguna creciente. Las canoas de cedro
duraban largos años con un pequeño cuidado en conservarlas, y á este fin
procuraban mantener siempre una casa destinada para guardar en tie-
rra las canoas, debajo de cubierta, defendidas del sol y del agua. Hacíase
junto al río, y la llamaban la casa de las canoas; debía estar abierta por
los cuatro costados para que la batiesen bien los vientos , y por esta ra-
zón debía estar fundada sobre cuatro pilares ó vigas grandes que soste-
nían los estantes del tejado. Cuando los indios volvían de algún viaje,
arrastraban por tierra la canoa y la metían en dicha casa, en donde se
conservaba hasta que se ofreciese otro. Para esta maniobra llamaba á
los indios necesarios el justicia de semana, á cuyo cargo estaba visitar
todas las tardes las canoas para averiguar si estaban bien amarradas,
sucediendo varias veces arrebatarlas y llevarlas consigo alguna crecien-
te repentina por mal aseguradas.
Tampoco se podía dejar enteramente á los indios el cuidado de sus
canoas particulares, que tenían casi todos para su uso, necesidad y servi-
cio. Raros eran los que no tuviesen frecuentes descuidos, ocasionados de
su natural pereza á incomodarse en visitarlas, ó de la poca providencia
de sus cosas, ó de la mucha facilidad de olvidarse en tiempo de acudir á
lo necesario. Si el misionero no tenía una solicitud semejante á la de un
padre de familias con sus hijos en la minoridad, á cada paso veía perdi-
das las cosas necesarias de los indios. Por esto tenía cuidado y velaba
sobre el alcalde semanero, á quien tocaba celar que todo indio dejase
bien asegurada su canoa al volver de la pesca ó de la heredad.
Además de estas canoas mayorcitas en que podían ir los indios con su
familia á la posesión, á la pesca y al paseo, se procuraba que todo indio
tuviese otra pequeña que llamaban potrillo y era ó servía como de caba-
llo, porque sentado un hombre en medio de ella, la manejaba solo con
facilidad y la enderezaba á su arbitrio con mucha destreza. Entre los
Omaguas era bastantemente común el haber tantos potrillos en una casa
cuantos eran ios varones capaces de manejarlos, y los padres ó herma-
nos mayores procuraban proveer del suyo á cada uno de sus hijos ó her-
manos menores, que no podían haberlos por sí mismos. No se dejaban en
el río los potrillos, que llevaban á espalda ó arrastrados á las casas y
mantenían á la sombra debajo del alar del tejado. Si se descuidaban en
hacer esta diligencia necesaria para la conservación del potrillo, luego
se daba aviso al padre de familias para que le recogiese. Ponemos estas
memorias tan menudas de la economía de los indios, porque los misione-
ros, que todo lo dirigían y enseñaban á practicar, van faltando notable-
622 Misiones del Marañón Español
mente en su largo destierro, y no es razón que se sepulten con el olvido
aquellos establecimientos políticos, que á lo que oigo no acertaron á
llevar adelante sus sucesores, y su noticia será quizá ventajosa á otros
operarios (que como espero), volverá á enviar á aquellas tierras la Pro-
videncia del Señor á quien nada es imposible y cuya mano no está abre-
viada.
CAPITULO XI
DE LA ECONOMÍA DE LA SAL, SU DESCUBRLMIENTO Y SU CALIDAD
Otras economías había en los pueblos, no menos necesarias para el ali-
vio de la gente que las referidas en el capítulo antecedente. Una de las
principales era la provisión de sal, sin la cual no pudieran ya subsistir los
indios reducidos, y su falta les sería insoportable. Es verdad que á los prin-
cipios ninguna de las naciones convertidas conocía la sal, ni había experi-
mentado en sus montes este necesario condimento: de donde nacía que
los recién traídos de los montes, aun cuando estaba ya establecido el uso
de él, hacían asco de ella. Y si por casualidad ó curiosidad aplicaban
la lengua á la sal, hacían ademanes de lanzarla y estaban escupiendo
hasta que se les secaba la boca. Sin embargo, estaban ya los indios tan
hechos en los pueblos antiguos al uso de la sal y entraban tan bien en
ella en los más nuevos, que se miraba como uno de los géneros más nece-
sarios en la misión.
Por muchos años estuvieron ocultas las salinas que se hallaban en el
distrito de la misión de Mainas, y fué la falta de sal á los misioneros una
de las mortificaciones cotidianas y más sensibles, como se deja enten-
der. Cuando se fueron estableciendo algunos pueblos y se fué abriendo la
comunicación con la ciudad de Quito, enviaba el procurador de las mi-
siones seis libras de sal á cada misionero para el consumo de un año;
pero con la humedad contraída en el viaje largo, con la extraordinaria
en el mismo país, y sobre todo con el fiar su uso á la discreción de los mu-
chachos, que eran los únicos cocineros y todo lo desperdiciaban, era de
bien poco al ano y para poco tiempo aquel socorro. Finalmente, la Pro-
videncia divina descubrió unas salinas abundantes en los cerros del
Pongo, del río Guallaga y en el río Paranapuras, con que se pudo abas-
tecer colmadamente toda la misión de Mainas. No hay memoria que ase-
gure si fué casualidad ó diligencia de hombres la que descubrió esta sal
tan deseada. Se sabe solamente que los indios Cocamas fueron los prime-
ros que dieron á su misionero la primera noticia de que en los cerros del
Pongo, como á quince días de navegación desde el pueblo de la Laguna,
se hallaba este tesoro. Fué controvertido por algún tiempo entre los go-
bernadores de Borja y de Lamas á qué jurisdicción pertenecían dichos
cerros, pero venció finalmente el de Borja, declarando el señor virrey y
la Real Audiencia de Lima que le tocaban á éste las naciones de indios
Libro XI.— Capítulo XI 623
que se descubriesen en ellos, y que tenían derecho á reducirlas los misio-
neros de Mainas. Por consiguiente, quedó decidido estar dentro de su ju-
risdicción el cerro de la sal de Guallaga.
Pasado este cerro, á poco más de día y medio de navegación se descu-
bre á la misma orilla del río por la banda del sur un murallón de peña
viva tan blanca, que dándole el sol de frente brilla como si fuese cristal
de roca. Algunos años llega á cubrirse de tierra que se desgaja con las
aguas del invierno, pero los indios la descubrían fácilmente sin más fati-
ga que irla echando en el río cuya corriente la llevaba consigo. Pocos
años después de este primer descubrimiento ó hallazgo de la sal de Gua-
llaga, sucedió otro en el río Paranapuras de minas de sal colorada, y es
más encendido el color mientras más se interna en la mina, pues no cede
al carmín más vivo. Esta sal era muy estimada dentro y fuera de la mi-
sión, así por su actividad, como porque sin azafrán ni otra especiería bas-
taba por sí sola para dar á las viandas un color apacible y agradable.
Ambas minas proveían á la misión y pudieran proveer con abundancia
provincias y reinos enteros.
A un gobernador de la misión de Mainas le picó la codicia, como insi-
nuamos en el libro X, de hacer caudal con este género, é intentó por los
años de 1758 hacer estanque público de la sai, obligando á los indios y á
los padres misioneros á que pagasen un tanto por arroba. Opúsose fuer-
temente el superior de las misiones, y después de varios debates con la
conminación que le hizo de recurrir con la querella contra aquella nove-
dad á tribunal superior, desistió por entonces de su petición extravagan-
te. Y como en el mismo afio costase á los indios mucho más trabajo y fa-
tiga el descubrir la sal, por haber caído sobre ella un pedazo de monte
desgajado del cerro, decían, como gente sencilla, que por la codicia del
gobernador había querido Dios castigar á todos. Ayudaba mucho á esta
su persuasión y creencia que no le miraban con buenos ojos por sus cono-
cidos excesos y crueldades, con que no era mucho que atribuyesen á sus
desórdenes la causa de la desgracia. Dos años después quiso dicho gober-
nador negociar con la sal á costa de los pobres indios, y le castigó el Se-
ñor como veremos, no permitiendo que llegase al término de su navega-
ción la canoa, que volteándose en Rumi Tuñisca al paso que llaman del
Arca y los Serafines, no lejos de Santa Rosa, echó á fondo los géneros que
pensaba vender con mucha ganancia en este pueblo.
De la mina del río Paranapuras se proveían los pueblos de Cavapa-
nas, de Chayavitas, de Paranapuras y de Muniches, que vivían en sus
cercanías, pero los indios de los demás pueblos sólo llevaban alguna poca
de esta sal colorada para mayor aseo y comodidad de las cocinas, y aun
ésta la cogían sin visitar las salinas de aquel río, teniendo por menos tra-
bajo andar seis ú ocho días más río arriba hasta las de Guallaga, que
acarrear á espaldas un día de camino por tierra la sal de Paranapuras,
cuya mina distaba ocho ó diez leguas del sitio en donde se dejaban las
canoas.
624 Misiones del Marañón Español
Sólo por los meses de Julio, Agosto, Septiembre y parte de Octubre,
se podía sacar sal de la mina de Guallaga, cuyos raudales, remolinos y
ensenadas no permitían el curso á las canoas en otros meses del año.
Procurábase no perder la ocasión de hacer el viaje de la sal en esta tem-
porada, y desde fines de Mayo empezaban en los pueblos á explicarse los
pretendientes para ir á las salinas. El gobernador y alcalde avisaban al
misionero, de los que se habían presentado, y éste les apuntaba por en-
tonces y escogía después á su tiempo los de más satisfacción. Salía de
cada pueblo, por lo menos, una canoa bien grande con quince ó diez y
seis indios y otra pequeña con cuatro destinados á cazar y pescar por el
camino. Fuera del bastimento de plátanos, yucas y mazato, que preve-
nían por sí mismos, y del común que les daban los alcaldes, para el largo
viaje en beneficio del pueblo, añadía también el misionero algunos ces-
tos de fariña (así llamaban la yuca tostada, molida y prensada) y otros
varios socorros como eslíibones, púas, anzuelos y agujas, con que com-
praban ó trocaban en los pueblos del camino y se surtían de lo necesario.
Es verdad que en éstos se socorría y atendía con caridad cristiana á los
viajantes y pasajeros, pero no saben los indios arreglarse á una modera-
ción y economía proporcionada en el consumo de los bastimentos que lle-
van, ni saben aprovecharse con prudencia y buena distribución de lo
que les ofrecen. Atendiendo á esta su corta capacidad, el misionero los
surtía de aquellas cosillas para que les sirviesen de algún recurso, en los
lances apurados, que no dejaban de ofrecerse en el largo viaje. Los pue-
blos de la misión alta gastaban por lo común un mes en ida y vuelta de
las salinas; pero los de la baja, empleaban dos meses y más, metiendo en
cuenta el tiempo que se detenían en la mina que solía ser dos semanas.
La escasez de hierro no daba lugar á la prevención de picos, barretas
y cuñas con que se pudiera facilitar el corte del peñón de la sal; pero
esta falta de instrumentos de hierro, suplía la industria de los indios, que
armaban algunos trípodes con palos clavados al pie de la peña, y col-
gando de cada uno su tinaja grande horadada por el fondo, lograban
romper las salinas. Porque echando con cántaros agua sin cesar en la ti-
naja, ésta la arrojaba con ímpetu por el agujero, sobre unas canales que
habían abierto con las hachas. A poco tiempo cundía el agua, y penetra-
ba tan adentro en la salina, que con poco trabajo se dividían los pedro-
nes de sal, y los indios los iban distribuyendo en pedazos de dos y tres
arrobas con los cabos de las hachas y con tal cual barreta que á las ve-
ces llevaban. Mientras unos de esta manera quebraban la sal, otros la
iban apartando y acomodando en la canoa, que pasando á la otra banda
del río dejaba la carga en alguna choza prevenida, en donde junta la
sal y amontonada estaba libre y guardada de los aguaceros repentinos.
La sal menuda y deshecha que quedaba en trozos pequeños, la metían al
fin en cestos que á ratos perdidos tejían y formaban cuando se retiraban
á sus ranchos. Para cuyas obras juntaban los mytayos cada día, canti-
dad de cierta corteza de árbol que, ablandada por una noche en el agua,
Libro XI.— Capítulo XI 625
se doblaba y dejaba manejar suavemente para formar con aseo y soli-
dez cestos y canastas.
Recogida ya la cantidad de sal que les parecía bastante para abaste-
cer al pueblo, empezaban á cargar la canoa, y ajustaban en ella la sal
con tal disposición y acierto, que asombraba, cuando llegaban al pueblo,
por lo unido y apretado y seguro de la carga. Las más de las veces les
sobraba sal después de atestada la canoa, y si era poca la dejaban reco-
gida en algún ranchito, á fin de que se aprovechasen de ella los prime-
ros que de otros pueblos viniesen á las salinas. Pero si les parecía ser el
residuo carga bastante para una balsa, la formaban con poca detención
y metían en ella cuanto cabía. Debía ser la balsa corta y estrecha por
las angosturas y empalizadas peligrosas que se habían de pasar el pri-
mer día, en que caminaba con mucho tiento la balsa tirada de la canoa
mytayesa. En ésta iban tres indios y otros dos en la balsa, montados so-
bre la sal, apartándola de los peligros con palancas. En saliendo de es-
tos pasos caminaba la balsa río abajo al amor del agua , sin más necesi-
dad de dirección y sin otro cuidado de los indios que el de sacarla de las
ensenadas.
Como la vuelta á los pueblos es fácil, ayudadas las canoas de la co-
rriente del río, descansan y duermen los indios sin cuidado, con sólo re-
mudarse los precisos para gobernar las canoas. Antes de llegar al pue-
blo se hacen reparar de la gente que les desea, tocando á alguna distan-
cia sus bobonas ó cornetas. Espéralos en el puerto el alcalde de semana
con buen número de indios que tiene prevenidos para descargar las ca-
noas. Cada uno de los que vienen con la sal entrega al misionero una
piedra grande y dos canastas, lo cual suele venir todo en la balsa. El
cuerpo de la carga lo reparten entre sí , entre sus parientes y entre los
vecinos del pueblo. La sal entregada al misionero servía más al pueblo
que la que se dividía entre los indios, porque sabía tener más providencia
y conservarla mejor. Proveíanse de ella todos los necesitados , y á nin-
guno se negaba de cuantos á él recurrían , y lo hacían con franqueza y
sin empacho conociendo las entrañas del padre. Aunque era entable co-
mún en los pueblos, introducido por composición de los gobernadores, que
los indios partiesen de la sal con los misioneros, porque venía á parar en
bien de los indios , sin que pudiesen éstos pretender paga ni recompensa,
pero solían regularmente los padres gratificarles con algún cuchillo, cal-
zón , veneno ú otras cosillas , que recibían ellos como agasajo, regalo ó
limosna. A los pueblos novísimos del Ñapo, del Tigre y del Nanai soco-
rrían con mucha caridad los pueblos de la Laguna y Omaguas, que en-
viaban también su socorro por medio del ordinario ó despacho á los curas
de Avila, de Archidona y del Ñapo.
40
69,6 Misiones del Marañón Español
CAPITULO XII
DE LOS TRIBUTOS Y POR QUÉ NO LOS PAGABAN LOS INDIOS
DE LA MISIÓN DE MAINAS
Concluimos esta parte del g-obierno político de los indios , exponiendo
las causas y razones por las cuales no pagaban á su majestad católica
tributos ni otras imposiciones pecuniarias en señal de servicio y vasalla-
je. Por ley de la Recopilación de Indias, deben generalmente los indios
pagar su tributo en reconocimiento de vasallaje al rey nuestro señor,
después de veinte años de su reducción á la fe y á la obediencia
de su majestad, cuyo cumplimiento se encarga á los gobernadores por lo
respectivo á su jurisdicción. En virtud de esta ley trató D. Jerónimo de
Vaca, primer gobernador de Borja, de intimar preventivamente y hacer
saber á los indios que se iban reduciendo, lo contenido en ella para que,
llegado el tiempo señalado, cumpliesen suavemente con lo mandado por
su majestad. Lo mismo practicaron sus sucesores en el gobierno, dispo-
niendo de este modo los ánimos á una ejecución voluntaria. Mas durante
el tiempo que les concedía la ley para la exención, fueron observando
motivos fuertes para relevarlos y se consideraron en la precisión de re-
presentarlos á la Real Audiencia y al señor presidente de Quito, á fin de
que se les prorrogase el término. Examinados los motivos que se alega-
ban á favor de los indios , con intervención del fiscal de su majestad,
acordó la Real Audiencia la prorrogación que se pedía y se fué renovan-
do en adelante por subsistir siempre con el mismo vigor los primeros mo-
tivos alegados.
Fundábase el primero, en el acuerdo y real clemencia con que se or-
denó la ley. Mándase á los virreyes, presidentes y gobernadores, que en
su establecimiento se acomoden á la proporción del país y á la calidad de
sus habitadores, así en la tasación de la cuota personal, como en los efec-
tos, que deben ser precisamente del país, y de la manipulación de los na-
turales, con que puedan satisfacer sin gravamen que dificulte su necesa-
ria y debida subsistencia. De aquí proviene tanta diversidad en pagar sus
tributos los indios en géneros, ó efectos diversos, aprovechándose cada na-
ción, provincia ó parcialidad de los que cultiva ó maneja. Unos pagan
en tejidos de lana, otros en tejidos de algodón, éstos en crías de ganados,
aquéllos en frutos de cosecha de las tierras que cultivan, como en hierba
los del Paraguay. Algunos en oro que recogen en los lavatorios de su
país, y varios en pita torcida y otros efectos de que se aprovechan, redu-
ciendo á géneros de algún uso con la propia industria y trabajo algunas
cosas que producen sus montes.
Los gobernadores de la misión del Marañón, queriendo arreglarse á
un orden tan sabio y á una disposición tan suave, fueron pensando con
Libro XI.— Capítulo XII <)27
madura consideración en la proporción del país y en la calidad de las
gentes y géneros, que manipulaban, y se vieron siempre en la dificultad
y embarazo de no encontrar cosa en que fijar ó establecer el tributo. No
hay género ó efecto común en el país, en que se pueda establecer esta
carga, ni las naciones conquistadas manejaban cosa con que poder con-
tribuir como en la disposición se previene. No tenían las gentes otro co-
mercio entre sí que el de trocar unas cosas con otras, sirviéndose de este
modo cada nación de lo que le faltaba en su tierra. Ni podían extenderse
á otro trato ó comercio con los españoles fuera de la misión, ya por lo
montuoso del país, en que no caben sementeras de frutos, que pudiesen
sacarse fuera, ni se logran tratos de ganado, que luego se muere, ya por
el desvío y distancia de las poblaciones á que no podían llevar las cosas
de la montaña con alguna ventaja.
Porque ¿qué importa que lleven los montes del Marañen algún cacao,
que den en algunas partes vainilla, y que toda la tierra abunde en ma-
deras exquisitas, y en resinas de varios géneros, si después de recogidos
estos frutos es mayor el coste en transportarlos á Quito, á Lima, á Loja
ó á Cuenca, que lo que puede producir su venta en ninguna de estas ciu-
dades? Más de dos veces hicieron los misioneros la prueba con el cacao,
enviando algunas arrobas de ello con algún cajón mediano de vainilla
para que el procurador de la misión se encargase en Quito de su despa-
cho, y redujese su producto á beneficio de la iglesia en cáliz, misal y or-
namentos. El procurador hizo con empeño y eficacia la diligencia, pero
siempre escribió desengañando á los padres que no les tenía cuenta la
remisión de tales géneros para utilizarse de ellos, aun en beneficio de sus
iglesias.
Es verdad que el cacao de las misiones de Mainas se celebraba en
Quito y aun en Lima como mejor que otros, v. gr., el de Guayaquil y el
de la Martinica, por lo que era apetecido para la mezcla; pero aunque
valía más que estos otros, era el aumento de solos tres ó cuatro reales en
arroba. De modo, que vendiéndose en Quito á 20 ó 24 reales el cacao de
Guayaquil, sólo estimaban el de las misiones á 24 ó 28 reales. Y es de no-
tar que por tasa del gobernador de Borja, en el arancel real que se ob-
servaba en la misión, se debía estimar en ella á razón de ocho reales de
á veinte y un cuartos (que este es el valor del real en aquellas tierras),
cada arroba de cacao. El coste del trasporte desde Archidona á ¡Quito
(que era camino por tierra) era de 12 reales por arroba; porque habiendo
de ser á espaldas de indios que andando por estos parajes casi á gatas
no pueden cargar más que dos arrobas cada uno, ya importa el cesto de
dos arrobas la suma de 24 reales que se deben dar al conductor. Con este
solo gasto llega ya el cacao de coste á 20 reales por arroba. Pues añáda-
dase ahora el coste del trasporte por los ríos en canoas, desde la misión
al puerto de Ñapo, que es viaje de cuarenta días, y se verá hasta dónde
sube la cuenta. Porque una canoa grande en que fuera del bastimento
necesario para la navegación, se acomodaban cuando más 200 arrobas
628 Misiones del Marañón Español
de cacao, pedía 14 ó 16 indios de bogas con salarios de 12 pesos de ocha
reales cada uno según arancel real. Este coste llegaba á 168 pesos, sien-
Ios bogas 14, y arribaba á 192 si eran 16. A la canoa grande se Juntaba
otra pequeña, á lo menos de cuatro indios, que debían pescar y cazar por
el camino, y con esto se aumentaba el gasto en 48 pesos: de donde las 200
arrobas, que era la carga de la canoa, hacían el coste del cacao más de
tres pesos y medio por arroba puesto en Quito, sumando las partidas an-
tecedentes. Véase, pues, la ventaja que tendría la remisión de un tal
género.
Vengamos á la vainilla; ésta solo se hallaba con alguna abundancia
en las tierras de los Chaya vitas y C¿ivapanas; pero faltaba muchos años,
porque al recogerla los indios, arrancaban toda la vena ó arbolitos en
que se criaba, y tardaba muchos años en crecer para venir con la misma
abundancia. Su consumo era en realidad muy poco en la América y de
algunos años á esta parte, aún en la Italia donde era tan apreciada, la
usan con mucho recelo; por lo que apenas tenía salida con alguna utili-
dad después del mucho gasto en el trasporte. Ni había comerciante que
se quisiese empeñar en dar salida á este género, de que resultaba ó que
se pudriese la vainilla detenida en la procuración de Quito, ó no se saca-
se utilidad por los fletes de su condución á Lima ó Cartagena.
En los montes de los Andoas, Pinches y Muratas, se daba con abun-
dancia la canela, muy inferior á la de Oriente. Es verdad que su activi-
dad era grande, pero tan babosa, que sólo servía para el gasto ordinaria
de sazonar las viandas. Apenas había quien la apreciase para el choco-
late, y sólo los misioneros se contentaban con ella por lo mucho que cos-
taba la del Oriente. Su ñor que allí llaman espingo, era más suave y na
tan babosa, y la compraban en las boticas, mas con pocas libras queda-
ban bien provistos. En el cerro Copataza, se descubrió por los años 1750,
un poco de canela de mejor calidad, pero luego la consumieron los indios
desollando todos los árboles por sacar la cascara ó corteza, que se seca-
ron muchos de ellos. Las demás curiosidades ú obritas de cada nación no
tienen regularmente aprecio ni estimación fuera de ella, y no se hallan
en tanta abundancia que puedan fructificar á los indios. Tales son el ve-
neno, las cerbatanas, las hamacas y algunas telas de cachivaneo que,
por el coste excesivo de los fletes, gravarían más que aprovecharían á
los indios.
No resta ya otro género ú efecto ^omún á la misión que la cera blan-
ca de que se pensaba afuera que pudiera utilizarse la misión mucho más
de lo que en realidad se utiliza. Oyen algunos que apenas hay ángulo de
la misión en que no abunde y se admiran de que los indios no sacan cuanta
pudieran, por no saber éstos lo que costaba á un indio ajustar tres ó cuatro
libras de cera. Lo menos que gastaba en recogerlas era tres ó cuatro se-
manas de ausencia de su pueblo, en cuyo tiempo no asistía á la doctrina
cristiana, no oía Misa, ni atendía ala familia. La estación en que solamen-
te se podía recoger este fruto, eran los meses de Agosto, Septiembre y
Libro XI.— Capítulo XII 629
Octubre, porque no labran allí la cera las abejas sino por Mayo, Junio y
Julio. Para el trabajo de buscar cera, era preciso que se remudasen los
indios siguiendo unos á otros, por no dejar los pueblos sin gente. Y en el
término de tres meses de afán y fatiga, no era poco que á cada indio le
tocasen tres ó cuatro libras de cera, después de haber empleado en el
trabajo tres ó cuatro semanas. Las casualidades de hallar felizmente
muchos árboles juntos, que en poco tiempo ofreciesen seis ú ocho libras,
eran muy raras. Antes bien, como los indios iban cortando árboles se iban
también alejando las abejas, y no pocas veces, por no llegar éstos á tie-
rras de infieles, no se atrevían á proseguir en busca de la cera.
Pero volvamos al asunto de los tributos, para cuyo establecimiento
dijimos que no hallaron los señores gobernadores proporción en el país,
ni en los géneros ó efectos que manejaban las gentes. Hiciéronse cargo
de lo que veían en los indios, del tiempo y trabajo que les costaba reco-
ger y sacar una arroba de cacao maduro y sazonado, y de ajustar unas
pocas libras de cera, y tuvieron por precio justo y proporcionado el de
ocho reales á una arroba de aquél y otros ocho á una libra de ésta. Ob-
servaron también el coste que tenían estos géneros puestos en Quito, y
juzgaron prudentemente que, además de necesitar los indios para su pre-
cisa subsistencia de comprar alguna herramienta y algo de vestido para
sus familias (por no alcanzar para todos lo que dan de limosna los misio-
neros), sería de gravamen á la tesorería real el conducir á Quito el pro-
ducto de tan escaso tributo, á que podían obligar á las gentes, á quienes
sería por otra parte insoportable y no les daría lugar á otras ocupacio-
nes á que estaban precisados en virtud del vasallaje.
El segundo motivo era la situación de la tierra. Esta hizo ver prime"
ro á los primeros fundadores de la ciudad de Borja la imposibilidad de
poder criar y mantener hatos de ganados para su manutención, y hubie-
ron de reducirse á procurar el mantenimiento con la caza de aves, mo-
nos y animales de los montes, y con la pesca de los ríos y lagunas. Este
fué también el motivo de proveer el señor gobernador por ordenanza
real, que los indios atendiesen á la manutención del misionero, incapaz
de buscar el sustento por sí mismo, si había de atender á su ministerio.
Aprobó y confirmó la ordenanza con vista de su fiscal, el Consejo de In-
dias en cédula real, expedida para este efecto, en donde se declara que
el mytayazgo que está á cargo de los indios con su misionero, equivale á
tributo que debe considerarse como real servicio, eximiéndose por este
motivo el real Erario del coste que había de tener en cualquiera otra
providencia que se tomase, siendo inexcusable alguna para la manuten-
ción de los misioneros que con tanta fidelidad y celo trabajaban en aque-
llas conquistas. Y es de notar, que el parecer del fiscal se extendió á que
nunca se pensase en poner tributos á los neófitos del Marañen, por la in-
capacidad de la tierra, por la distancia de ella y por los servicios de los
indios en viajes, expediciones y manutención de misioneros.
630 MisiONFs DEL Marañón Español
CAPITULO XIII
PROSIGUE LA MISMA MATERIA DE LOS TRIBUTOS
Hubo también otras consideraciones en razón á las cuales parecía,
justo y conveniente, eximir aquellos pobres indios de toda cuota perso-
nal ó tributo. Porque todos en la misión se obligaban al real servicio de
su majestad en calidad de soldados milicianos. En cada pueblo había un
cuerpo de milicia con sus respectivos cabos y oficiales, á quienes daba
sus nombramientos y títulos el señor gobernador de la misión, ni había
otro presidio en toda aquella vasta jurisdicción, que el que formaba este
cuerpo, si bien extendido por los pueblos, pronto siempre á juntarse al
primer aviso. Con él, se contuvo el bárbaro furor de los gentiles, que na
pocas veces intentaron destruir las poblaciones como lo pretendieron los
Masamaes, y los Auves del río Curaray. Con él se reprimió la licencia y
se hizo rostro á las violencias de los portugueses, que á no tenerlos en
respeto las milicias de la misión, hubieran acabado con toda ella, llevan-
do cautivos los indios, como lo hicieron al principio de este siglo, arrui-
nando poblaciones, infestando con sus correrías los países más cercanos,
y arrastrando á sus dominios para venderlos por esclavos, tantos Oma-
guas y Yurimaguas.
Del mismo cuerpo se valía el gobernador para cuantas expediciones
se ocurrían, ó en el descubrimiento de naciones gentiles, ó en la pacifica-
ción de otras, ó en los tratos de reducción ó establecimiento de pueblos,
en las orillas de los ríos. Con el mismo se hacían otras entradas en el
monte, á buscar y hacer volver á los pueblos á los que llamaban cima-
rrones, que una vez retirados, no había esperanza de que por sí mismos
volviesen. Ni había otra fuerza para sosegarlos alborotos, atajar suble-
vaciones y castigar las muertes de los misioneros. En todas estas expedi-
ciones, se prevenían los indios de armas ofensivas y defensivas, que la-
braban por sí mismos, sin gravamen alguno del real Erario , hacían Ios-
viajes por ríos, en canoas, sirviendo de bogas y marineros, fabricaban las
embarcaciones, empleando días, semanas y aun meses, en buscar árbo-
les del tamaño necesario para las canoas, que todas debían ser de uno
solo, y en formarlas, labrarlas y perfeccionarlas. Tampoco gravaban al
real Erario en el mantenimiento de tan largos viajes, que á veces se lle-
vaban los cinco y los seis meses. Todo lo sacaban de sus mismas casas,
del que tenían prevenido para sus familias.
Demás de esto servían al común, conduciendo sin jornal ni recompensa
al señor gobernador en sus visitas y le servían y atendían con todo lo
necesario en los pueblos en donde le tenían prevenida la mejor casa, de-
centemente alhajada para su mansión y hospedaje. En la misma había
también habitación conveniente para los soldados de Bor ja, que solía lie-
Libro XI.— Capítulo XITI 631
var en su compañía, y á todos mantenía á su costa con el trabajo de sus
manos y con el sudor de su rostro. Podían, fuera de lo dicho, contarse en
el servicio del común los viajes continuos del superior de las misiones,
que habiendo de visitar por su oficio la misión toda, enterarse por sí mismo
del estado de los pueblos y atender á las respectivas necesidades , no lo
podía ejecutar sin el ayuda de muchos indios , los cuales por esta parte
contribuían no poco á la conservación, adelantamiento y al común de la
misión.
En atención á estos servicios que hacían los indios al rey nuestro se-
ñor, en tantas expediciones y viajes, en atención al trabajo á que se obli-
ííaban como soldados, como marineros, como constructores de las canoas
y como fabricadores de todas sus armas , y en atención , finalmente, á lo
que gastaban en mantenerse y vestirse sin "ocasionar gasto alguno á su
majestad , tuvieron no sólo por justo, pero aun por necesario los señores
gobernadores, continuar en la prorrogación sin intentar novedad, y aun
hicieron algunos de ellos, como D. Juan Antonio de Toledo, D. José de
Mena y Bermúdez, y el que lo era en tiempo de la expulsión de los jesuí-
tas D. José de Peña, vigorosas representaciones á su majestad de las ra-
zones concluyentes que fundaban la situación del gobierno, la calidad de
los géneros y frutos del país, la suma distancia, que embarazaba toda co-
municación con la provincia de Quito, y el servicio continuo que hacían
los indios á la corona, para la continuación de exención de tributos, ase-
gurando al rey que sería muy gravoso á su real Erario el sólo costear
tantos viajes pagando á los indios los jornales correspondientes. Y aun
por esta causa los mismos gobernadores solían gratificar á los indios en
sus viajes y entradas, viendo su grande trabajo, desinterés y fidelidad.
Sólo un gobernador, en los últimos tiempos, presumió ganar crédito
de celoso del real servicio y de fiel á su majestad , arbitrando proyectos,
para establecer los tributos con informes enviados á la Real Audiencia
en que soñaba medios que facilitaban la ejecución. No fué tan atendido
como esperaba de la Real Audiencia, que le pidió mayor claridad, soli-
dez y seguridad en las ideas que proponía. Hizo recurso al señor virrey
de Santa Fe, quejándose de la tibieza, como él decía, y lentitud de los
señores oidores y presidente de Quito; pero su excelencia le mandó apo-
yar el proyecto con informaciones mejor fundadas, y en todo caso auto-
rizadas con el pase y aprobación de la Real Audiencia, á quien competía
examinar y juzgar de la verdad para que fuesen admitidas y atendidas^
añadiendo que hecho ésto diese fianzas de sus ofertas para la seguridad
del proyecto.
Esta respuesta cortó de golpe las esperanzas de salir con su intento
en aquel superior gobierno de Santa Fe, porque ni tenía caudal para
fiar con lo suyo, ni esperanzas de encontrar quien saliese á darle fianzas
en donde le faltaban créditos. Temiendo por la desconfianza que mos-
traba la Real Audiencia de Quito y virrey de Santa Fe, quedar entera-
mente burlado, puso la mira, después de muchas reflexiones , en mayor
632 Misiones del Marañón Español
distancia, alentado con la dificultad de descubrirse su artificio, y mucho
más de la no mala disposición y buena coyuntura que se traslucía hasta
en la América de la corte de Madrid, para recibir informes contra la
Compañía. Dirigió á dicha corte un extendido informe, lleno de impostu-
ras, calumnias y falsedades contra los misioneros de Mainas, y después
de infamarlos enormemente, los culpaba más que en otros asuntos en la
exención de tributos de los indios , en que atendían á sus propios intere-
ses, asegurando que se utilizaban los padres con inmensos caudales, que
sacaban de los frutos y efectos de aquel rico país.
Para dar algún colorido á sus proyectos y para hacer ver con alguna
apariencia en la misma ciudad de Quito, que no faltaban en la misión
géneros y efectos para un comercio ventajoso á los indios y útil á la pro-
vincia, sino celo del bien común en los misioneros, en quienes había sobra
de codicia, con que todo lo reducían á su propio interés, mandó comprar
en la ciudad de Lamas y pasar de cuenta suya á la misión muchos pin-
tados, algunas sobrecamas y varios paños de algodón; hizo recoger en
Chayavitas y Cavapanas porción de vainilla, acarreó mucha sal blanca
en piedras de la mina de Guallaga, con alguna poca por muestra de la
colorada de Paranapuras; ocupó por mucho tiempo á los Omaguas y Yu-
rimaguas en pintar pilches ó vasos para bebida; obligó con mucha fuer-
za á los indios á buscar cera blanca, de que llegó á formar varios quin-
tales, y recogió, finalmente, cuanto veneno, cerbatanas, hamacas ó ca-
mas halló entre los Yameos, Iquitos y Encabellados, y añadiendo algu-
nos Adorotes (así llaman á unos como fardos, de seis á ocho arrobas cada
uno), de peces salados y cántaros de manteca de vaca marina, y de hue-
vos de charapas, amontonó de todos estos géneros carga sobrada para
dos grandes canoas, que estaban esperando en Quito sus amigos, noticio-
sos de su resolución.
Mas los pobres indios, en todas partes de la misión se quejaban de las
violencias con que les obligaba el gobernador á deshacerse de los géneros
que necesitaban, á precio muy inferior á lo establecido en el arancel real
por sus antecesores, siendo también gravados en viajes de sólo interés y
ganancia del gobernador, que les dejaba sin paga ni recompensa. Clama-
ban á los misioneros que los librasen de tantas vejaciones; pero aunque los
padres hacían su deber, haciéndole repetidas representaciones y aun
afeándole sus injusticias, nada pudieron conseguir de aquel hombre, cie-
go del interés y engreído con el empleo, porque desatendiendo á sus ra-
zones á todo respondía: «Esto es servicio del rey, á quien estoy obligado
por mi oficio.» ¡Pobres monarcas, y qué figura tan contraria á vuestras
piadosas intenciones os hacen representar en los pueblos vuestros malos
ministros! Mandó últimamente nuestro gobernador aprontar dos grandes
canoas, con otras dos mytayeras, y señalando indios correspondientes
para unas y otras, usando como se supone, del mismo rigor y fuerza de
que había usado en recoger sus mercaderías, salió amenazando á los pa-
dres que con aquel viaje haría mudar en Quito el concepto que se había
Libro XI.— Capítulo XIII 633
tenido del desinterés de los misioneros, descubriendo con los efectos que
llevaba y con la prueba perentoria de hecho en la venta de los géneros,
su infidelidad al rey, su codicia insaciable y su conducta perniciosa. Es-
tas mismas amenazas iba repitiendo por el camino en los pueblos del río
Ñapo, asegurando en todas partes á los indios (que se reían de su teme-
ridad), que en breve tiempo se les proporcionaría modo de aprovecharse
de sus efectos, y le serían deudores de este beneficio.
Mas ¿qué pueden las trazas torcidas de los hombres, aun cuando les
parece tener ya en la mano el fin de sus depravados intentos? Dios,
Nuestro Señor, que le sufrió para ejercicio de los padres y de los pobres
indios de la misión, hasta salir de ella con su canoa, le confundió al pri-
mer paso que dio en la jurisdicción de Quijos, y le hizo callar, echando
A fondo la inicua carga que con tanto afán había recogido, sin perdonar
á violencias, robos, injusticias y vejaciones. Vióse manifiestamente cómo
le cegó su mismo empeño, para que no viese el peligro, por más que se
le proponían los indios, queriendo en tiempos de creciente atravesar el
peligroso paso de los Serafines. El los instó, los obligó, los forzó con ame-
nazas á que se metiesen en un manifiesto naufragio, y pagó el justo cas-
tigo de su temeridad, perdiendo todo lo que había acumulado injusta-
mente, con el trastorno de la canoa mayor en que iba casi toda la carga,
pero saliendo á la orilla la gente por especial favor del cielo, que no
permitió que fuesen sepultados con la carga tantos inocentes como le
acompañaban. Cuantos supieron el trágico suceso, le tuvieron por cono-
cido castigo de Dios en pena de las injusticias contra los indios, y de los
informes calumniosos contra los misioneros. El mismo, como no era ton-
to, parece que lo conoció también, porque desde aquel día mudó de es-
tilo, y hacía particular estudio de cortar conversaciones cuando se tra-
taba del asunto, ni sus amigos de Quito le sacaron otras respuestas de
las riquezas de la misión, sino que conocía que no eran sus proyectos del
agrado de Dios, cuya poderosa mano se le había hecho sensible para el
desengaño, después de haberle quitado lo poco que había adquirido en
su gobierno, sin haber sacado la utilidad de un vestido. Vióse en Quito en
bastante miseria, como se deja entender, y en algunas aflicciones y tra-
bajos en que le dio la mano y ayudó á salir de ellos el P. Milanesi. Que
esta es la venganza que tomaba de sus mayores émulos la Compañía,
siguiendo el consejo de su capitán Jesús: Benefacüe iis qui oderunt vos. El
cual practicó repetidas veces aquel insigne jesuíta, por hallarse frecuen-
temente en ocasiones semejantes, siendo la ciudad de Quito testigo de
sus nobles generosidades, y de la caridad heroica con que á todos reme-
diaba en cuanto le era posible, ricos, pobres, amigos y enemigos. De ma-
nera que siendo el oráculo de la ciudad por su sabiduría y prudencia, era
también el padre de todos por sus caritativas entrañas.
Como la desgracia del perdimiento de sus bienes había dado entendi-
miento al gobernador, y le remordía frecuentemente la conciencia del in-
forme calumnioso que había enviado á la corte contra los misioneros, se
634 Misiones del Marañón Español
resolvió á enviar otro informe contrario, retractando cuanto decía en el
primero. Cinco puntos principales contenía este segundo escrito: I.** Que
los padres misioneros celaban con mucha caridad y con la misma fideli-
dad la enseñanza de los indios y la obediencia á su majestad católica;
2.° Que en nada de este mundo se interesaban en la misión; 3.° Que de los
200 pesos que les daba la caja real para su subsistencia, socorrían á la
gente y alhajaban las iglesias; 4.° Que tenían precepto de sus superiores
para no comerciar con los portugueses y que le guardaban exactamen-
te; 5.° Que eran fieles y obedecían sin réplicas á todas las órdenes del
gobierno. Pero como se anticipó el primer informe, la corte, ya preveni-
da, hizo bien poco caso del segundo, acaso por pensar que en éste se ha-
bían mezclado los jesuítas. Lo cierto es que desatendido el sincero y ver-
dadero escrito, tuvo á pocos años su efecto el falso y calumnioso, porque
en méritos de la fidelidad del informante y en atención á los servicios en
su gobierno de Mainas, se le hizo una merced de hábito y fué provisto
para corregidor de uno de los más pingües corregimientos de la jurisdic-
ción de Lima, sin que lo pudiese embarazar el informe de su sucesor don
Antonio de Mena y Bermúdez, que pasmado de la malignidad y falsedad
de las calumnias que había levantado, informó todo lo contrario, protes-
tando desde los principios este cristiano caballero, que no le quedaría
esperanza de su salvación eterna, si quisiese disimular sin hacer paten-
tes al real Consejo las injusticias de su antecesor en la adquisición de sus
efectos, las violencias con los pobres indios y las calumnias y testimo-
nios falsos contra los misioneros.
Otro tanto practicó el que siguió al Sr. Mena en el gobierno, D. Anto-
nio de la Peña que en el tiempo mismo del arresto de los padres, hizo no-
tar los fundamentos de su informe al juez comisionado para la expulsión
de los jesuítas, y al señor canónigo y doctor Echeverría, vicario nombra-
do por el limo. Sr. Carrasco, obispo de Quito, para hacer por su medio en-
trega de la misión á los señores clérigos enviados á suceder en los pue-
blos. Citólos D. Antonio á todos por testigos, para que constase la verdad
al señor presidente y Real Audiencia, en cualquiera novedad que resulta-
se, de querer establecer tributos como se empezaba ya á temer con la sa-
lida de los jesuítas, y para que no se le culpase en las fatales y necesa-
rias consecuencias y resultas que se preveían de semejante disposición.
CAPITULO XIV
DEL GOBIERNO ECLESIÁSTICO Y EN PARTICULAR DE LA DOCTRINA
CRISTIANA DE LOS ADULTOS
Habiendo ya tratado el gobierno político de las misiones, en cuanto
abraza el civil, el militar y el económico, diremos en los siguientes capí-
tulos lo que pertenecía propiamente al espiritual y eclesiástico, con lo
Libro XI.— Capítulo XIV 685
cual abarcaremos todos los establecimientos introducidos en las misiones
de su gobierno político-cristiano. Todo el distrito del gobierno de Mainas
que abrazaba las reducciones españolas del Marafión, pertenecía al obis-
pado de Quito, que se extendía por esta parte cuanto se alargaban los lí-
mites de aquel gobierno. En tan dilatado espacio no había más que dos
curatos, á saber: el de Archidona y el de la ciudad de San Francisco de
Borja. Uno y otro, después del establecimiento de las misiones, estuvie-
ron á cargo de la Compañía, aunque hubo alguna interrupción, como insi-
nuamos á su tiempo, en el de Archidona. Ll P. Provincial de Quito, pre-
sentaba al presidente de aquella Real Audiencia, tres sujetos y á uno de
ellos daba el nombramiento en nombre de su majestad, y el señor obispo
le daba la colación canónica, como á los demás curatos del obispado. En
los últimos años, se agregó á la misión el curato de [la ciudad de Lamas,
á petición del señor obispo de Trujillo, adonde pertenecía. Todas las de-
más poblaciones, eran reducciones de indios, en donde asistía por lo co-
mún un misionero como ministro eclesiástico, que destinaba el superior
(ie las misiones y podía mudar á su arbitrio, según las circunstancias y
necesidades ocurrentes.
La inmensa distancia y fragosidad de los caminos, no permitían á los
señores obispos, que visitasen por sí mismos los pueblos de la misión, y
sólo se vio en una ocasión, un visitador que se internase en ella. Este fué
el doctor D. José Río Frío, que nombrado para este efecto por el limo, se-
ñor D. Andrés de Paredes, visitó en su pasaje al Para ad visitanda limina,
Apostolorum, parte de la misión de Mainas, como consta de su informe pre-
sentado en el real Consejo de Indias, en Madrid. Los señores obispos des-
pachaban desde Quito, las disposiciones y edictos que tenían por conve-
niente formar por sí mismos, ó los que les venían de Roma, y los padres
misioneros los ponían en ejecución, con toda obediencia y sumisión. Y
siempre que se les pedía razón del estado de la misión, la dieron puntual
y exacta, de manera que los señores obispos, manifestaron siempre con
elogios muy subidos , la satisfacción que tenían del celo, aplicación y
acertada conducta de los padres misioneros.
Desde los principios de la misión, se procuró establecer en ella el go-
bierno eclesiástico y espiritual que prescriben los sínodos del obispado,
en cuanto permitía el país, y podía llevar la calidad de las gentes redu-
cidas, y éste después se fué siguiendo uniformemente en todos los pueblos.
De aquí vino el estilo introducido ya con los indios en el obispado de
nombrar fiscales, que á distinción de los alcaldes, que sólo servían en lo
político, ayudasen también particularmente al misionero en el gobierno
eclesiástico y espiritual, dependiendo inmediatamente de él por sínodo
en el uso de su jurisdicción, bien que con recurso, si pareciese convenien-
te, al ordinario, y con alguna inhibición de la justicia seglar, pues goza-
ban en ciertos puntos el fuero de inmunidad eclesiástica.
Una de las principales prácticas que prescribe el sínodo sobre los
indios, es la doctrina cristiana en ciertos días de la semana. Y este mi-
636 Misiones del Marañón Español
nisterio espiritual se miraba como el más esencial y característico de
todo misionero, porque, además de ser el medio necesario para disponer
á los gentiles al santo bautismo, era el principal para formar poco á poco
una cristiandad florida, conservarla y perfeccionarla. Verdad es que por
sí solo no bastaba para tanto, y se practicaban también otros medios,
como veremos, pero á todos ellos daba vigor y eficacia la continuación
de la doctrina , y sin ella fuera poco menos que trabajar en vano con los
indios. Porque era de tal calidad aquella gente, que no bastaba catequi-
zarla una vez, instruirla ni enseñarla; era menester catequizar continua-
mente al catequizado, instruir al instruido, y enseñar, venciendo el tedio
y fastidio, lo que mil veces se había enseñado.
Esta era la razón y motivo de observarse invariablemente en toda la
misión un mismo orden de días de doctrina y un mismo método en su prác-
tica. Miércoles, viernes y domingos eran los días señalados para la doc-
trina de los adultos, y fuera de estos días en que asistían también los
párvulos, tenían éstos sus doctrina todos los demás días por mañana y
tarde, como se dirá en el capítulo siguiente. En éste trataremos de la
instrucción de los grandes.
El método que se observaba era el siguiente : los miércoles y viernes
(que de los domingos, como días festivos, se hablará en otro lugar), to-
caba el fiscal la campana, cuando empezaba á amanecer, llamando á la
doctrina. Al primer golpe de ella estaba ya el misionero en la iglesia y
se mantenía de rodillas en las gradas del presbiterio, si no le parecía
más conveniente, como á las veces lo practicaba, el observar la modes-
tia con que entraba la gente en la iglesia. Todos tomaban su agua ben-
dita, se santiguaban, hacían genuflexión al altar mayor, y diciendo á
media voz alabado sea el Santísimo Sacramento del altar y la Virgen
Señora nuestra, iban á sus respectivos asientos, donde puestos de rodi-
llas se persignaban, hacían el acto de contrición, y después de una ora-
ción breve se sentaban. No se mezclaban hombres con mujeres en los
asientos ó hileras : para aquéllos había escaños y bancos atravesados
por los dos costados de la iglesia, con bastante vacío para dos órdenes de
asientos bajos á la larga para los niños; y aun todavía quedaba capaci-
dad para que pudiese andar por medio, ya arriba, ya abajo, el misionero
con su cruz en la mano. Las mujeres tenían su lugar cerca de las gradas
del presbiterio en unos pueblos : en otros , detrás de los asientos de los
hombres.
Como los indios tardaban poco en vestirse y tenían sus habitaciones
poco distantes de la iglesia, en menos de media hora del primer toque de
la campana, estaba ya junta toda la gente en ella. Luego tomaba el mi-
sionero razón y cuenta de los que faltaban, porque aun en los más flori-
ridos pueblos no dejaba de haber tal cual menos aficionado á la doctrina,
y que si podía excusar la asistencia no lo procurase, al modo que un mu-
chacho de escuela que la frecuenta sin aplicación ni gusto, hace, si pue-
de, sus hurtadillas. Pero la falta se descubría fácilmente, y sin perder
Libro XI.— Capítulo XIV 637
tiempo el misionero, no sólo por el orden de los asientos en que estaban
repartidos, sino también por el cuidado y vigilancia de los fiscales, prác-
ticos en conocer el indio que solía caer en esta falta. De cuando en
cuando llamaba también el padre, especialmente si era nuevo en el pue-
blo, por la tabla ó lista á unos ó á otros sin orden de antigüedad , ni dis-
tinción de asientos, ya de un sexo, ya de otro ; y esto bastaba para que
estuviesen con cuidado, persuadidos que si faltaban serían descubiertos.
Dejábase para después de la doctrina la averiguación de la causa por la
cual se faltaba, y la corrección que correspondía si resultaba culpa, des-
cuido ó pereza.
Antes de empezar las oraciones y el catecismo, prevenía el misionero
en pocas palabras, que atendiesen todos y pusiesen cuidado al rezar,
acordándoles el respeto y reverencia con que se había de hablar con
Dios y con María Santísima, sin divertirse á otra cosa. Luego decía en len-
gua del inga ó en la propia de los indios. Alabemos, hijos, á Dios, diíndole
las primicias del día: recemos con devoción las oraciones acostumbradas,
repitamos la doctrina cristiana, para aprenderla unos y para no olvidar-
la otros, pidiendo á Su Majestad, nos libre de caer en pecado y que nos
asista con su gracia, para. ir al cielo. Dicho esto, entonaba en alta voz,
«Por la señal de la santa cruz y repitiendo todos por el mismo tono,
cláusula por cláusula, decían el Por la Señal, Padrenuestro, Ave María,
Credo, Salve, los Mandamientos de la Ley de Dios, los de la Santa Madre
Iglesia y los Sacramentos, ó en lengua del inga, ó en la peculiar de la
nación: y si eran varios, en líi principal y más común según el padre juz-
gaba más conveniente, porque en todas las lenguas que eran muchas
tenían los misioneros sus traducciones. Del mismo modo se repetía el res-
to de la doctrina respondiendo el pueblo á las preguntas del catecismo,
que era un compendio claro, cabal y acomodado á los indios, de los pun-
tos principales de nuestra santa fe y de la religión cristiana.
Aunque regularmente, comenzaba el misionero á entonar la doctrina
por sí mismo, hacía proseguir frecuentemente á dos fiscales que, puestos
en pie en medio de la iglesia, llevaban la voz, respondiendo todo el pue-
blo. A las veces mandaba el padre á dos hombres, que dejando sus asien-
tos ocupasen el lugar de los fiscales, é hiciesen lo que ellos, llevando la
voz en las oraciones y en el catecismo. Este medio, practicado sin orden
de turno ó sucesión seguida de unos á otros, y al arbitrio del misionero,
hacía más atentos y cuidadosos á los que podían ser nombrados, que eran
todos, sin que los eximiese la edad, el sexo, la condición ó el empleo. No
había ninguno á quien no causase sumo rubor y vergüenza el errar en
alguna cosa, y aun le solía durar por muchos días la confusión y sonrojo
de esta falta pública. En algunos pueblos, después de rezar las oraciones
al modo dicho, se hacía la doctrina, diciendo las preguntas todos los de
un lado, y dando las respuestas los del otro. Este método parecía toma-
do de los pueblos de otros indios del obispado, pero era de pocos de la
misión.
638 Misiones del Marañón Español
Varios días interrumpía el misionero el catecismo y hacía pausa en
alguna pregunta ó respuesta, v. gr., ¿Para qué crió Dios al hombre?, para
conocerle, servirle y amarle, en esta vida y gozarle en la otra. Explica-
ba por partes la respuesta, y daba á entender el fin del hombre con sími-
les acomodados á la capacidad de los indios. Otras veces se detenía en
las preguntas y respuestas del misterio de la Santísima Trinidad; otras
en la de la Encarnación, Pasión y muerte de Nuestro Señor Jesucristo.
Lo mismo hacía sobre las partes de la confesión, sobre la disposición
para la sagrada Comunión, y sobre la real presencia de Jesucristo en el
sacramento del altar, tocando ya un punto, ya otro, y así lograba ir ex-
plicando entre semana mucha parte del catecismo.
No correspondiera el aprovechamiento de los indios al trabajo, apli-
cación y tesón del más fervoroso misionero, si éste se contentara en ha-
cer la doctrina al modo dicho. La imaginación del indio se divierte muy
fácilmente, y para fijar la atención á lo mismo que oyen, necesitan de
algún freno que le precise á violentarse. Conocieron los padres por la
mucha práctica que el medio más eficaz de poner á los indios en cuidado
era el temor de que se descubriese su descuido siendo examinados en
público. Hacía el misionero este examen al fin de la doctrina con pre-
guntas sueltas y salteadas, así con los hombres como con las mujeres.
Los hombres se ponían en pie para dar la respuesta; las mujeres no se
levantaban, pero se ponían de rodillas para responder, y así éstas como
aquéllos se mantenían en aquelM postura hasta que el misionero pasaba
á otro ú otra, ó los mandaba sentar. Era tan eficaz este medio para te-
nerlos atentos, que sin más corrección que el rubor que les causaba el
no acertar con la respuesta, trataban seriamente de aprenderla. Sucedía
no pocas veces que haciendo el padre la misma pregunta, á que no res-
pondía bien el adulto ó adulta, á un niño tierno ó niña de pocos años,
daban puntualmente éste ó ésta la respuesta del catecismo. Hacíala re-
petir en voz más alta, le obedecía el niño con gracia, como que se com-
placía en ser oído de todos. Celebraba al párvulo el misionero, y con
esto quedaba corregido el que no había sabido responder teniendo más
edad y más obligación. Era cosa graciosa cómo, después de la doctrina,
hacía allá en su casa el chico ó chica de maestro ó maestra con sus pa-
dres, hermanos mayores y parientes, y éstos de discípulos, no sólo con
agrado, pero con provecho, quedando todos enseñados casi sin estudios.
Para dar fin á la doctrina hincábase el misionero de rodillas en las
gradas del presbiterio, y haciendo lo mismo todos en sus puestos, empe-
zaba en alta voz el acto de contrición, y respondía el pueblo cláusula
por cláusula. Acabado éste, se seguía el Alabado sea el Santísimo Sacra-
mento del altar y la Virgen Santísima, etc., que se cantaba en castella-
no, y á una voz, tan acordes todos, que era delicia oírlo. Acabado el can-
to, se ponían todos de pie á un tiempo. Los primeros que debían salir de
la iglesia eran los cabildantes ó de justicia, que antes de apartarse de
sus bancos decían ellos solos en alta voz el Alabado sea el Santísimo Sa-
Libro XL— Capítulo XV 639
cramento del Altar, y se iban siguiendo unos á otros, con el gobernador
que era el último, haciendo su genuflexión al pasar por el altar mayor y
tomando agua bendita antes de salir de la iglesia. Después del ayunta-
miento, sallan de la misma manera los varones del lado derecho, y á éstos
seguían los del lado izquierdo. Las mujeres, entre tanto, se mantenían en
pie y salían las últimas, primero las de una banda y después las de otra,
cantando y haciendo lo mismo que los hombres.
El ejercicio de la doctrina no pasaba por lo común de tres cuartos de
hora, ni podía detener más á los indios el misionero sin incomodarlos mu-
cho, porque todos volvían á sus trabajos y necesitaban lograr lo más
templado de la mañana en país tan ardiente, por lo que se procuraba
que al salir el sol ó poco después volviesen á sus casas. El gobernador
del pueblo con los alcaldes esperaba á la puerta de la iglesia al misione-
ro, que salida la gente, les daba las órdenes del día, y el gobernador en-
cargaba á los alcaldes que intimasen á las gentes lo dispuesto por el pa-
dre, que mandaba después al fiscal mayor que averiguase las causas ó
motivos de las faltas á la doctrina y diese á su tiempo razón de lo averi-
guado.
Desembarazado el misionero de los adultos comenzaba la Misa á la
que asistían los párvulos que quedaban en la iglesia. Muchos de los adul-
tos asistían también los viernes por su devoción, especialmente desde que
se entabló en los pueblos la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. En
tiempo de Misa se tocaban en el coro los instrumentos de arpa y de vio-
lín, y los cantorcitos de que hablaremos á su tiempo, cantaban algunas
coplitas de la Pasión de Jesucristo, de los dolores de María Santísima ó
del Sagrado Corazón de Jesús. Al fin, se rezaban en propio idioma las
oraciones de la buena muerte, ó las del Corazón de Jesús, repitiendo, por
último, sus preces y concluyendo el misionero con la oración sabida. Con-
cede quaesumus Omnipotens Deus, ut qui in Sanctissimo dilecti FUii tui Gorde glo-
riantes, etc.
CAPITULO XV
DE LA DOCTRINA DE NIÑOS Y NIÑAS Y DE LA EXTRAORDINARIA
Á LOS ADULTOS PARA RECIBIR LOS SACRAMENTOS.
Como los párvulos, fuera de los días que asistían á la doctrina con los
adultos, debían tenerla también los demás días, mañana y tarde, es bien
dar alguna particular razón del modo con que practicaban estas distri-
buciones. En la clase de párvulos de doctrina entraban todos los niños y
niñas de seis años arriba, y no salían de ella hasta que se casasen. Tocá-
base, por la mañana, la campana como media hora más tarde que en
los días de doctrina de los adultos. En lo demás, se observaba con pro-
porción el mismo orden y método de entrar en la iglesia, de buscar sus
640 Misiones del Marañon Español
asientos y de averiguar las faltas. Sólo había la particularidad de hacer
la doctrina por lo común el mismo misionero, por la experiencia de que
su voz animaba más y excitaba más la atención en aquella tierna edad,
que oían con más gusto, cariño y cuidado á quien hablaba con ternura de
verdadero padre.
Rara vez se les dispensaba en la asistencia á la Misa, que se seguía
siempre á la doctrina, y la oían todos de rodillas, repitiendo las oracio-
nes acostumbradas y el catecismo. Su postura y exterior composición
edificaba á los adultos. Se mantenían con los brazos cruzados al pecho,
tan quietos y sosegados, que movían á devoción, y más de una vez á ad-
miración á los pasajeros. Baste por todos la expresión del reverendo pa-
dre Manuel de los Santos, fundador y primer misionero del pueblo rayano
de portugueses de San Xavier, de Yavarí, que habiendo subido al pueblo
de San Joaquín de Omaguas, el año de 1752, observando la quietud y
compostura con que oían Misa los niños, y reparando en la uniformidad
y prontitud con que respondían todos á un tiempo sin discrepar uno de
otro, exclamó admirado: «Aquí veo unos niños con apariencias de viejos
juiciosos y les oigo responder á la doctrina como muy ancianos. Dichosas
ñores que se equivocan con frutos sazonados.»
Sin alguna exterior aplicación fuera difícil contener la inquietud y
travesura de aquella edad, y siendo su genio, por lo común, inclinado á
cantar y acomodarse fácilmente á soltar la voz, por el gusto de ser oídos,
esto hizo que -los misioneros tomasen el medio de hacerles repetir en
tiempo de Misa las oraciones y el catecismo medio cantado. A los flsca-
litos tocaba por su oficio llevar la voz, y por esto, ninguno era admitido
al cargo que no supiese bien el catecismo entero por preguntas y res-
puestas. Sin embargo, solía también el misionero señalar á otros, sustitu-
yendo ya unos ya otros sin orden de antigüedad ó sucesión, como se dijo
en la doctrina de los adultos.
Al tiempo de llegar el padre al presbiterio para empezar su Misa en-
tonaban los fiscales: por la señal de la Santa Cruz, 6 en lengua del inga ó en
la particular del pueblo, y proseguían hasta que se acababa la Misa.
Desde el principio soltaban los niños la voz cuanto aguantaba su pecho,
y guardaban el mismo tenor á que correspondían los demás, y siempre
con igualdad. Al alzar la Hostia consagrada, decían todos á un tiempo y-
en el mismo tono. Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar, que re-
petían también á la elevación del cáliz. Como había bellísimos metales
de voz, y como hasta crecer en edad la conservaban limpia y sonora,
resonaba el eco por todo el pueblo, con no poco gusto de los que oían las
alabanzas de Dios de la boca de tantos inocentes, como había en aquella
clase de cantores, que eran ciertamente los más, por ser raros los que
perdían la gracia del bautismo hasta muy adultos.
En los pueblos nuevos, se seguía á la doctrina y á la Misa otra nueva
distribución que se mantenía también en algunos antiguos. Acabada la
Misa se esparcían todos por la iglesia, distribuidos de diez á doce, por cen-
Libro XI.— Capítulo XV 641
turia, guardando el orden de separarse los niños á un lado de la iglesia y
las niñas al otro. En cada partida había uno como maestro, ó prefecto de
los demás, al cual pertenecía el cuidado de que se ejecutase fielmente la
práctica que se pretendía. Tenía este ejercicio alguna semejanza con el
de las escuelas de doctrina de San Carlos Borromeo, y se lograba con él
un fruto nada inferior al grande que produjeron aquéllos.
Distribuidos los niños por centurias, en cada una de ellas enseñaba
uno á otro que se le encomendaba, de suerte que sentados de dos en dos,
el que más sabía enseñaba al que sabía menos. En las partidas inferiores
estaban los niños y niñas tiernas que empezaban á venir á la doctrina,
y los párvulos de los gentiles recién venidos del monte. En esta clase se
enseñaba á persignar y santiguar, el Padre Nuestro y el Ave María. En
las partidas ó cuadrillas que se seguían, entraban los que habiendo to-
mado de memoria el Padre Nuestro y el Ave María, coreaban las de-
más oraciones que se rezaban en la doctrina común. En las otras que po-
demos llamar superiores, se enseñaban las preguntas y respuestas del
catecismo por su orden, y las aprendían los más hábiles, en que se seña-
laban varios niños y niñas que sabían todo el catecismo por entero. Era
de mucha estimación y crédito entre ellos subir á esta última clase.
Los fiscalitos, y especialmente el semanero, observaban con cuidado
cómo se portaban en su ejercicio de aprender y de enseñar en las cen -
turias, mientras el padre daba gracias, el cual, luego que acababa su
ejercicio, iba dando vueltas por las centurias y examinaba por sí mismo
á los que aprendían, deteniéndose ya en una, ya en otra, según le pare-
cía, animando y enderezando á los maestros y discípulos. De cuando en
cuando repartía algunos donecillos á los que se esmeraban en aprender
y se distinguían en enseñar. Y era para los niños de singular aprecio
cualquiera cosilla que se les diese por este motivo, y la miraban como
premio que habían merecido. Vueltos á sus casas, hacían alta vanidad
entre los suyos de haber sido distinguidos con el premio, y le guardaban,
y mostraban como prueba y testimonio de su aprovechamiento en la doc-
trina cristiana. Más de dos horas duraba por lo común esta función dia-
ria de la doctrina por la mañana; pero la variedad de sus distribuciones
hacía menos pesada á los niños esta tarea, á que de suyo se inclinaban
poco sin el atractivo de los premios, y sin la complacencia de ser aplau-
didos. Al acabar la doctrina de la mañana se practicaba lo mismo que
dijimos de los adultos.
Por la tarde volvía á tocar á la doctrina el mismo fiscalito que tocaba
por la mañana, y duraba por lo menos otras dos horas, desde las cuatro
hasta las seis. Dichas las oraciones y repetido el catecismo en la misma
forma que se hacía por la niañana, había después un remedo de escuela
común. Unos días enseñaba el misionero á contestar en castellano ó en
lengua del inga, sirviendo esta diligencia para la explicación del nú-
mero de los pecados en la confesión, y para entenderse con otras gentes
en su corto comercio. Otros se destinaban para algunas coplitas de los
41
642 Misiones del Marañón Español
novísimos, de la Pasión del Señor y de los dolores de María Santísima,
que se cantaban por su turno, y de esta manera las conservaban bien en
la memoria. También se les sugerían algunas veces ciertas frases y mo-
dos de hablar más usuales en la lengua del inga, para que no les fuese
tan extraña y pudiesen tratar con gentes de otras naciones en cosas
necesarias.
Restan aún de insinuarse otras prácticas de doctrina no menos nece-
sarias que las pasadas, aunque no tan comunes y generales. De cuando
en cuando solían admitirse á la primera confesión á los niños y niñas, y
había también algunos catecúmenos que bautizar ó solteros que casar.
El misionero debía instruirlos á todos respectivamente. La instrucción
de los niños que por obligación tocaba á sus padres, no se les podía fiar
y dejarla á su cuidado, porque eran pocos los que podían hacerla á sa-
tisfacción, y ninguno se aplicaba á instruir á sus hijos A esta causa, el
misionero tomaba para esto dos, tres ó más semanas, y les hacía asistir
cada día á ciertas horas á la iglesia, en donde les explicaba la necesidad
de la confesión, la disposición que debía preceder, y las partes de que se
compone este sacramento, haciéndoles ver el fruto que habían de sacar
de la confesión. Asegurado ya el padre de que estaban ya bien instruí-
dos, los disponía por sí mismo y confesaba por día uno de los que tenía
prevenidos.
La instrucción y disposición de un gentil adulto para recibir el bau-
tismo, era obra de muchos días y que pedía mucha paciencia y modo.
No costaba por lo común, mucho el reducirlos á que pidiesen este sacra-
mento, aunque se encontraba tal cual terco y obstinado, pero era mu-
chísimo el trabajo que se experimentaba en disponerlos á satisfacción.
Eran grandes las amarguras en que solía hallarse un misionero con un
bárbaro moribundo, en quien no entraba la razón ni labraba la persua-
sión más viva y eficaz; nada movía el temor del infierno ó esperanza de
la gloria, porque nada llegaba á entender ó concebir, sino lo que veía
con sus mismos ojos. Este conocimiento práctico hacía tomar á los misio-
neros con tiempo y muy de atrás, el instruirlos y disponerlos. En los pue-
blos que se iban formando era mayor el afán y más pesado el trabajo,
porque los no bautizados eran todos los adultos, y no sabiendo la lengua
les era preciso valerse de intérpretes, que á las veces no eran fieles, y si
lo eran, no acertaban á explicarse debidamente. Era necesario que un
pobre misionero diese muchas vueltas y revueltas á una sola cláusula, y
después de infinita molestia la dejaba el intérprete sin sentido.
Para habilitar, pues, el padre á los gentiles al bautismo, ó por sí mismo
si sabía la lengua, ó por alguna instrucción que hubiese formado otro in-
teligente de ella, ó finalmente por medio de intérprete, distribuía los
adultos en partidas de cuatro ó seis por turno, empezando siempre por
los enfermos ó más ancianos. Todos los días gastaba largos ratos por la
mañana ó por la tarde, si bien con la atención y cuidado de no molestar-
los tanto, que cobrasen hastío ó se cansasen de la distribución. La tarea
LiiBRO XI.— Capítulo XV ,§4p
penosa era necesariamente de semanas, aún para unos mismos, porque
^olo á fuerza de repetirles muchas veces y de proponerles los misterios
en el modo más claro y perceptible, se conseguía el que aprendiesen las
cosas, formasen concepto de ellas y quedasen instruidos á satisfacción.
Esta diligencia era á prevención de poder bautizarlos con seguridad en
•el artículo de la muerte, y aun después de instruidos, era necesario reno-
var frecuentemente la instrucción para que no se olvidasen de ella.
A los que habían de casarse, aunque cristianos desde niños, era menes-
ter también, por lo menos era muy conveniente, prevenirlos con instruc-
<3ión particular, la cual empezaba desde la primera amonestación. El
misionero les explicaba á ciertas horas, mañana y tarde, el fin del sacra-
mento del matrimonio y las obligaciones de los casados. Dispuestos ya,
por lo que tocaba al sacramento, se añadía otra instrucción para confe-
sarse, á fin de que recibiesen las gracias del sacramento precediendo la
<3onfesión.
Para cumplir con el precepto de la confesión y comunión anual no
podía el misionero omitir la diligencia de instruirlos, y disponerlos con
todo cuidado. Por concesión de los sumos pontífices se extendía á los in-
dios el tiempo de satisfacer á este precepto, desde la dominica de Sep-
tuagésima hasta después del Corpus. Acordaba el padre en general á to-
dos la obligación del precepto en las pláticas comunes, y algunas sema-
nas antes repetía en los días de doctrina mucho de lo que había explica-
do entre año de la confesión. Pero no bastaba esto y era preciso desde la
primera dominica de Cuaresma, empezar á disponerlos con una instruc-
ción inmediata en la forma siguiente.
Todos los domingos nombraba el misionero los que debían confesarse
en la semana siguiente, repartíalos en número de seis, ocho, ó más, si le
parecía; y á toque de campana, concurrían para ser instruidos. En esta
doctrina privada se les explicaba: 1.° La necesidad y modo de hacer el
«xamen antes de llegar á confesarse; 2.° El dolor de atrición y contri-
ción; 3.*^ El propósito de la enmienda; 4.'' La confesión, su integridad y
la satisfacción. Después de esta explicación bien repetida, hasta asegu-
rarse el misionero que estaban ya bien enterados de las dichas cosas, ha-
cía con ellos mismos, para empezar á confesarlos los actos de fe, espe-
ranza y caridad, de dolor y de propósito, repitiéndolos varias veces-
Luego iban llegando al confesonario, uno después de otro, sin atrepellar-
se, ni mezclarse hombres con mujeres. Esta era la carga indispensable
de los misioneros con los pobres indios, siempre que habían de cumplir
con el precepto de la confesión. Es verdad que se hallaban algunos, en
particular de los que habían criado los padres en su casa desde niños,
que no necesitaban de tan prolijas instrucciones, y no faltaba tal cual
que se explicaba en la confesión con tal precisión, claridad y entereza,
que causaba admiración á los directores mismos.
644 Misiones del Marañón Español
CAPITULO XVI
DE LOS sacristanes, SU NOMBRAMIENTO Y OBLIGACIONES
El cuidado de la iglesia y de las alhajas y de los ornamentos sagrados,
era uno de los más principales que se tenían en los pueblos de la misión.
En los curatos de indios del obispado, fuera de las montañas del Mara-
ñen, suele haber por lo común un español ó mestizo con nombre de ma-
yordomo ó síndico de la iglesia, á quien pertenece el cuidado de todo lo
tocante á la iglesia, y los señores obispos ó sus visitadores en las visitas
le toman cuentas y él es responsable á cualquiera cargo legítimo que le
hagan. Pero en las misiones de Mainas, en que por ley asentada de la Re-
copilación de Indias y por repetidas ordenanzas de los gobernadores no
podía establecerse español alguno ni mestizo viviendo como vecino del
pueblo, ni pudo seguirse aquella práctica, y fué necesario que se encar-
gase el misionero de este cuidado, y no pudiendo atender á todo por sí
solo, tenía otros como ministros de la iglesia que le ayudaban con el nom-
bre y oficio de sacristanes.
Su nombramiento le tocaba al padre, que podía mudarlos cuando no
cumplían con su obligación, ó cuando por su proceder descuidado des-
merecían la estimación y distinción de que gozaban en los pueblos como
sirvientes inmediatos al altar. Tenían en la iglesia por su oficio lugar
destinado para sentarse en dos escaños á uno y otro lado del altar ma-
yor para estar más prontos á lo que se ofrecía en el altar. Solían gozar
la exención del mytayazgo, y no podían los de justicia precisarlos á via-
je alguno si ellos por sí mismos y con consentimiento del padre, no se
ofrecían á él. Aun á las obras comunes, como de hacer canoas, siembras
del común, iglesia, casa de ayuntamiento ó del misionero, no podía ser
obligado el sacristán de seriíana, por ser precisa su asistencia en la igle-
sia por la mañana, y porque á la tarde podía ofrecerse otra cosa del ofi-
cio, como hacer hostias, formar velas ó ayudar y acompañar al misione-
ro en la administración de sacramentos. Concedíaseles una corta exen-
ción ó privilegio, que aprobaban los gobernadores, en recompensa del
trabajo de su oficio, que no tenía otra gratificación ó correspondencia.
El número de los sacristanes no era igual en todos los pueblos; en los
más cortos eran tres, en otros cinco, y en tal cual, por mayor concurren-
cia de sacerdotes,' como en San Joaquín y en la Laguna, llegaban hasta
siete. En cada pueblo, había un sacristán mayor, que era como superior
de los demás en cuanto al servicio de la iglesia. A éste tociiba señalar por
turno á los demás semaneros, avisarlos cómo y cuándo habían de adornar
la iglesia, componer el altar para alguna fiesta, cuidar del cajoncíto de
los santos óleos y conservar siempre agua bendita en alguna tinaja para
el uso de la gente. El oficio de sacristán mayor, solía ser como vitalicio, y
Libro XI.— Capítulo XVI 646
sólo se daba á quien por su antigüedad, conocida aptitud, diligencia y
cuidado se hacía digno de suceder al que había muerto ó se había inha-
bilitado por enfermedad. Los demás entraban en estos oficios, escogidos
por el misionero, entre los que habían sido criados desde niños en su casa
y se habían ido instruyendo como ayudantes de sacristanes.
Todos los sábados después de la Misa de Nuestra Señora, sacudían el
polvo de las paredes de la iglesia, limpiaban los retablos y recorrían los
altares con plumeros que tenían prevenidos para este efecto. Cuidaban
que las mujeres señaladas de los fiscales, regasen y barriesen con decen-
cia y con compostura la iglesia y sacristía sin permitirles hablar en
voz alta ó descomponerse de modo alguno dentro de la iglesia, y á dos ó
tres de ellas mandaba el sacristán mayor que limpiasen y llenasen de
nuevo la tinaja de agua que había de bendecir al día siguiente el misio-
nero antes de Misa. Después hacían traer flores y armaban ramilletes
vistosos, que puestos en jarras destinadas á esto, adornaban y hermosea-
ban el altar de Nuestra Señora para la Salve y rosario á que concu-
rría toda la gente del pueblo al ponerse el sol.
Los domingos hacían otro tanto con el altar mayor, antes que entrase
la gente en la iglesia y ponían sus ramilletes y jarrillas en el nicho del
patrón y sobre el altar. Antes de salir el misionero de la sacristía para
decir Misa, le ponían delante la tinaja de agua para bendecirla y hecho
esto, llenaban las piletas de la iglesia y daban de la misma, á los que la
pedían para ilevar á sus casas. En todo día de fiesta, daba el sacristán
mayor la paz á los de justicia, que besaban el portapaz uno después de
otro, y si se hallaba presente algún sacerdote, tomaba otro sacristán una
patena con un velo, y llegando á donde estaba el sacerdote, la descubría
para que la besase, haciéndole al acercarse y al apartarse una reve-
rencia.
El domingo, después de Misa, señalaba el sacristán mayor al que to-
caba asistir en aquella semana. Estaba á cargo de éste, sacar las llaves
de la iglesia y sacristía del aposento del padre misionero, abrir las puer-
tas de la iglesia, tocar la campana á la doctrina y volver á llevarlas al
mismo sitio después de Misa. Prevenía en la sacristía el ornamento que
correspondía al día con lo demás necesario para la Misa; la servía por sí
mismo y si ayudaba algún niño de los que vivían en la casa del padre,
debía estar cerca del altar para observar si faltaba en algo, ó si se ofre-
cía alguna cosa. Limpiaba y aderezaba la lámpara del Santísimo, en los
pueblos donde estaba depositado, que solían ser los más formados. A cual-
quiera hora del día ó de la noche, en que oyese la señal de la campana
para administrar los sacramentos, acudía prontamente á la casa del pa-
dre, y tomando las llaves de la iglesia prevenía todo lo necesario, para
su administración.
Si había de administrar el Santo Viático, llevaba á la casa misma del
enfermo, el adorno necesario para una ^nesita limpia y aseada que ya los
fiscales tenían prevenida, después de barrida y compuesta del mejor
646 Misiones del Marañón Español
modo la casa del enfermo. Acomodado todo lo que pertenecía á la decen-
cia del sitio en donde se había de administrar el Sacramento, volvía el
sacristán á la iglesia y entregaba las varas del palio á los indios más res-
petables del pueblo, daba el guión al gobernador ó en su falta á algunos
de los alcaldes ó capitanes, y repartía ontre los niños vestidos de sotani-
llas y roquetillos, faroles, incensarios, naveta, cruz y manual. Estando
ya todo al orden hacía señal con una campanilla y empezaban todos á
encender las velas, que se les habían dado. De esta manera acompaña-
ban todos al Señor, sirviendo el sacristán al sacerdote con la mayor pun-
tualidad, hasta que vueltos á la iglesia y reservado el Santísimo, volvía
á reponer en sus respectivos cajones lo que había sacado de ellos, para
la decente administración del Viático.
En la administración de la Santa Unción, repartía también entre los
niños las cosas necesarias, y tomando él en un cajoncito los Santos Óleos
con un platillo, en el que llevaba algodón escarmenado para secar las
unciones, acompañaba de cerca al sacerdote para servirle en la admi-
nistración. Desde que se daba al enfermo este último Sacramento, se de-
jaba un Santo Cristo puesto al lado de la cama, y le visitaban frecuen-
temente el sacristán y los fiscales, que avisaban al padre siempre que
había novedad, aún en aquellos ratos en que se retiraba á descansar, ó
á cualquiera otra cosa ó ministerio; y cuando se le decía la recomenda •
ción del alma, asistía el sacristán al lado del sacerdote respondiendo á
todo.
Todos los pueblos estaban surtidos de hierros é instrumentos para ha-
cer hostias, y los sacristanes nuevos aprendían de los antiguos á formar-
las. Era bien necesario hacerlas á menudo, porque la humedad y calor
del país, no daban lugar á que durasen mucho tiempo sin corromperse.
Al sacristán semanero pertenecía el hacerlas, y para cada vez se le daba
de casa del misionero la harina correspondiente. Por no hallarse este gé-
nero en Mainas, era preciso que viniese de Quito, de donde la enviaba
florida, el procurador de la misión. Dirigía para cada misionero seis ú
ocho libras en un saquillo bien tupido, pero en llegando dicha cantidad
al pueblo, era necesario secarla al sol, y segunda vez cernida, guardar-
la en frascos ó cantaritos de barro con tapas bien ajustadas y cerradas,
por los cantos de las cubiertas, con cera negra. En medio de esto, eran
tan hábiles y diestros los sacristanes en hacer las hostias con solo lo pre-
ciso, que con esta corta cantidad había lo bastante para todo el año y se
lograban hostias de tal blancura, que sólo se deseaba saber el secreto de
las hostias de los portugueses, más duraderas para excusar el hacerlas
tan á menudo. Pero por más diligencias que se hicieron, jamás se pudo
descubrir de los portugueses el secreto de la poco menos que incorrupti-
bilidad de sus hostias. En todo el estado del país no gastan otras que las
que llevan de Lisboa, en donde las hacen ciertas monjas y no llegan más
de una vez al año en que se conservan frescas y sin el menor asomo de
corrupción. Algunas pasaron por mucho favor á la misión de Mainas y
Libro XL— Capítulo XVI 647
se observó que en un bote de hoja de lata se conservaron por más de un
año como recién hechas.
Entre los varios efectos de que abundaban los bosques del Marañón, el
más aprovechado (como dijimos en otro lugar), es el de la cera blanca,
que se halla más ó menos en los montes, islas, ríos y quebradas. La cali-
dad es diversa así en el color como en la mayor ó menor blancura. En al-
gunos sitios labran las abejas cera tan blanca, que á poco beneficio que
se la haga, no cede en nada á la cera veneciana más rica. En otros es
enteramente amarilla, y en otros sale entre amarilla y blanca, pero to-
das se blanqueaban cuando se quería hacer la diligencia. Hubiera sido
muy apreciable el modo de poder darla alguna dureza, pero siendo su-
mamente blanda, ni aun sacada á temples fríos llegaba á tener la con-
sistencia de la de Europa, si bien mezclada con ésta quedaba en un me-
diano temple. Sin embargo de tanta blandura, se usaba de esta cera en
toda la misión, y los indios sacristanes, habían aprendido de algunos mi-
sioneros curiosos á labrarla, y hacían de ellas velas tan iguales, pulidas
y bruñidas, como las pudiera hacer el más hábil y práctico cerero de
Europa.
En el año de 1751, D. Manuel Acosta, ñdalgo portugués, con ocasión
de haberse acercado á la embocadura del río Ñapo en busca de algunos
efectos de aquellas montañas, quiso tener la semana santa en uno de los
pueblos de la misión. Asistió á todas las funciones en San Joaquín de
Omaguas con la mayor devoción, piedad y ejemplo. Parecióle al misio-
nero cortejar á tan piadoso caballero, poniéndole al pecho la llave del
depósito del jueves santo como se usa en España. Quiso el fidalgo co-
rresponder con generosidad y galantería de genio portugués haciendo á
la iglesia un regalo de valor de algunos pesos. Desechóle con cortesía,
pero con eficacia, el padre misionero, representándole el riesgo y peligro
de alguna calumnia contra la misión si quedase en ella alguna prenda
que pudiese tener alguna apariencia de comercio. Hízose cargo de la ra-
zón el caballero, y dándose por convencido, hizo sacar de su barco me-
dia docena de velas de á libra de cera de Venecia y mandó que se entre-
gasen al sacristán mayor, para que luego al punto las pusiese en el al-
tar mayor de San Joaquín, diciendo que era devoción suya que ardiesen
delante de la estatua del Santo Patrón del pueblo, y que como á católi-
co, y en pais de católicos, le era libre el uso de su devoción.
Con esta ocasión, preguntó de dónde era la cera que había visto arder
en la semana santa, y en dónde habían sido labradas las velas. Respon-
diéronle, que la cera era del país y que las velas, las hacían los sacrista-
nes del pueblo. Dificultaba en creerlo, hasta que poniéndole delante al-
gunos cabos, los tomó en las manos y palpó la blandura de la cera. Ad-
miróse de ver de tan blando y tierno material unas velas tan iguales, tan
tersas y tan bruñidas, y pidió un par de las menos gastadas para mos-
trarlas en las misiones de Portugal y en el gran Para en prueba de la cu-
riosidad y habilidad de los indios. Discúlpese esta digresión, como indicia
648 Misiones del Marañón Español
de la destreza de los sacristanes y por la memoria de un caballero devo-
to y bizarro, que después de algunos años en que mostró esta su piedad
y generosidad en las misiones, tomó la sotana de la Compañía de Jesús
en la vice provincia del Para, y en la tragedia de la Compañía en Por-
tugal, tuvo la suerte envidiable de quedar con otros en las cárceles de
Lisboa,
A otras muchas cosas se extendía el cuidado de los sacristanes, y de-
bía estar muy advertido el misionero, para que no se descuidasen, si no
quería que se pudriesen los ornamentos, se desmejorase la ropa blanca y
las alhajas de plata se tomasen, obscureciesen y desgastasen. La hume-
dad del país era suma y solían criarse entre las telas algunos animalillos
que las roían y maltrataban fuera de la misma humedad, que todo lo con-
sumía si no se prevenía el daño. El mayor y más común enemigo era una
hormiguilla llamada comején, de tan extraño corte, que en una noche
sola acababa de maltratar, si se introducía, cuanto encontraba en un ca-
jón, y de la noche á la mañana dejaba un recado de decir Misa sin que
pudiese servir, todo horadado y hecho enteramente un arnero. Para pre-
caver estos daños y conservar los ornamentos, no bastaba tener los ca-
jones muy ajustados; era indispensable otra providencia. De tiempo en
tiempo, en que no había regla general por ser los países más húmedos
que otros y por criarse más insectos donde el aire era más craso, más
húmedo y más caluroso, en un día sereno se ponían los ornamentos al
aire con sogas prendidas de canto á canto, pero á la sombra y por solo
tres ó cuatro horas, cuidando los sacristanes que no les tocase el sol, que
acabaría presto con ellos. Por el contrario, la ropa blanca de los altares,
las albas, amitos, sobrepellices y roquetillos se debían poner al sol por un
par de horas. Fuera de esto, los cajones donde se guardaba la ropa se
limpiaban de todo polvo y tamo, y si habían cogido algún mal olor, se
perfumaban con copa de incienso y se dejaban refrescar por algún tiem-
po sobre las mesas de los altares ó sobre los asientos de la iglesia. Hecha
esta diligencia, cuidaba el sacristán mayor de que á su presencia se do-
blase todo con limpieza y con aseo, y de que se ajustase muy bien en los
cajones respectivos.
La plata labrada perdía también fácilmente su brillo, si no se tenía un
prolijo cuidado en conservarla. El medio que se experimentó más opor-
tuno era mantener cada pieza en su saquillo de lienzo de algodón, hecha
á su figura, del cual se sacaba cuando había de servir para alguna fies-
ta. Para limpiarla, blanquearla y bruñirla se observaba el método de
que usan los plateros de Quito, el cual aprendieron los indios y le prac-
ticaban con esmero los sacristanes. No fiaba enteramente el misionero á
los indios estas economías para la conservación de las cosas de la igle-
sia; antes observaba hallándose presente á todo, cómo las practicaban,
y les enmendaba si en algo faltaban, y se lo agradecían cuando lo ha-
cían bien. Por falta de esta presencia del padre, se vieron en algún otro
pueblo daños bien considerables.
Libro XI.— Capítulo XVII 649
CAPITULO XVII
DE LOS CANTORES, MÚSICOS Y TAÑEDORES DE INSTRUMENTOS
Siendo la verdad una parte tan esencial de la Historia, en esta mate-
ria del establecimiento de la música en las misiones es preciso confesar
que no se puede disculpar enteramente el descuido de algún misionero,
así en introducirla como en llevarla adelante, tanto por lo respectivo á
los instrumentos, cuanto por lo que pertenece al canto. Pero tampoco se
debe pasar por la censura de algunos que, sin haber pisado los umbra-
les de la misión, y lo que más es, sin tener á lo que parece noticias de lo
que se ha practicado en ella sobre el asunto, se han desahogado en ex-
presiones de poco aprecio contra los misioneros, tomándose la licencia
de atribuir el poco adelantamiento de la música en la misión á la vida
holgazana y afrentosa ociosidad de los padres. Una y otra cosa se cono-
cerá claramente de lo que diremos en este capitulo, en que daremos
una noticia real y verdadera de lo que sucedió en esta materia, y se
verá claramente que ni son enteramente disculpables algunos misione-
ros que descuidaron de la música por motivos á su parecer honestos, ni
dejaron otros de introducirla, promoverla y adelantarla con singular
empeño.
La razón de la disculpa de algunos misioneros se fundaba en tres
causas: 1.*, la imposibilidad moral que alegaban de introducir la policía
de la música en los genios bárbaros de aquellas gentes que les habían
tocado en suerte, porque su rusticidad cerraba la puerta á todas estas
civilidades y pulideces, y no era poco sacar de ellas el que aprendiesen
el catecismo, cuyo estudio era más necesario y aun indispensable. Y en
buena razón se debía preferir lo necesario á lo que solamente sería útil
á los pueblos, cuyos indios, por su mucha cortedad, no podían abarcar
las dos cosas; 2.''^, la distancia y desvío de los países de las ciudades de
españoles, por lo cual se hacía mucho más difícil que en otras misiones
introducir quienes enseñasen á cantar ó á tocar instrumentos á los in-
dios; 3.'"^, las precisas ocupaciones de más importancia que debían llevar
la atención de un misionero, sin divertirse á estos establecimientos, que,
aunque loables, no eran ciertamente necesarios para lo substancial de
un misionero. Y esta razón la tenían, por tanto, más fuerte cuanto era
cierto y evidente que lo que sería pura diversión entre gente menos rús-
tica ó más despejada, debía ser estudio muy tirado y de mucho tiempo
con los indios del Marañón. Aunque no parecen mal fundadas las refe-
ridas razones, pero las pruebas más fuertes y convincentes contra la
fuerza de ellas, y contra una plena disculpa, son las pruebas de hecho
de otros misioneros, de las cuales propondremos algunas.
El P. Bernardo Zurmillén, siendo misionero del pueblo de la Laguna,
650 Misiones del Marañón Español
habilitó á ocho ó diez muchachos para cantar Misas de cantos tan armo-
niosos y bien ordenados, que á juicio de algunos padres acostumbrados á
oír en Europa Misas de buenos conciertos, no tenían en qué ceder á los
más armoniosos y arreglados de una capilla de música completa. Man-
tuvo aquel misionero la música mientras lo fué de aquel pueblo y la fo-
mentó siendo superior de las misiones. Faltando los cantores después de
su muerte, los misioneros que le sucedieron ó no supieron sustituir otros
cantores ó dejándose llevar del modo de pensar arriba insinuado, des-
cuidaron mucho tan loable práctica. Sin embargo de esto, en el tiem-
po del arresto de los misioneros se conservaban en la Laguna cantores
que, á tres voces, entonaban con armonía, orden y buen gusto todo lo
tocante á una Misa bien arreglada, señalándose entre todos un primo-
roso contrapunto por su elevación y dulzura, que seguían dos tiples de
niños muy agradables, á quienes daban mayor gracia tenor y bajo de
cuatro indios bien acordes. Estos mismos cantaban con suavidad, dulzu-
ra y consonancia la Salve y Letanías, según el método del P. Zurmillén.
En la reducción de Santo Tomás de Andoas, había todavía vestigios
y reliquias de la celosa industria del P. Wenceslao Brayer, que enseñó á
cantar la Misa á media docena de niños, hizo aprender á tocar el arpa en
Quito á un mozo Andoa, costeándole todo lo necesario desde la misión,
enseñó por sí mismo á tocar el violín, en que era eminente, á varios in-
diecitos y de esta manera, mantuvo un coro muy lucido durante su resi-
dencia en aquel pueblo, que tuvo la desgracia de otros, porque aflojando
los sucesores en este cuidado, se fué casi olvidando la práctica, que ha-
bía costado tanta aplicación y trabajo.
En el pueblo de los Yurimaguas, se introdujo desde Lamas el canto en
que son singulares los mestizos de esta ciudad, así por el metal celebra-
do de sus voces, como por la aplicación y afición á cantar, que sin enten-
der de notas, aprenden al oído cuanto quieren. Algunos misioneros hicie-
ron pasar desde Lamas, varios de los más diestros en cantar la Misa, y en-
tregándoles algunos niños para la enseñanza, lograron en varios tiempos
cantores bien hábiles. En los últimos anos, hacía de maestro de música
un indio, capitán de los Azuares, que enseñado á leer y escribir por el
P. Alvelda, tomó á su cargo, imponer en el canto á varios niños, que sa-
lieron insignes en el arte, y hubiera adelantado mucho más la música en
el pueblo, si el último misionero, Leonardo Deubler, operario de mucha
autoridad y de casi cuarenta años de ministerio, no hubiese sido de pare-
cer que no convenía molestar á los indios, como él decía, por estos
accidentes.
En la reducción de los Xeveros, introdujo el P. Francisco Xavier Ze-
firis, un coro de clarines, cornetines y flautas, y enseñó á 12 muchachos
escogidos y de buenas voces, á cantar la Misa á dos coros, y repartiendo
los instrumentos por uno y otro, logró que se estableciese una Misa can-
tada, aplaudida y celebrada de cuantos la oían, por no esperada y por el
singular acompañamiento y nueva armonía, pero solemne devota y agrá-
Libro XI.— Capítulo XVII 651
dable. La aplicación y genio curioso de este misionero, logró también ex-
tender por toda la misión, una obra devota y llena de afectos de piedad,
que compuso en diversos metros en lengua del inga. La obra era singular
en su idea, cabal en su línea y de un estilo natural y expresivo. En varios
metros acomodados á la materia, explicaba la confesión con sus partes,
la disposición para comulgar, los afectos para la acción de gracias ; en
otras poesías declaraba los novísimos, muerte, juicio, infierno y gloria.
Eran sobremanera devotas las del Santísimo Sacramento, las de la Pasión
del Señor, las de la devoción á María Santísima y las de las penas del
purgatorio. De esta manera con la dulzura del metro, y con la armonía
del canto, se aprendían insensiblemente las verdades esenciales de nues-
tra santa fé y se promovían las devociones más propias de ella. En el
pueblo de los Xeveros, se cantaban todas en sus diversos tonos, al cabo
de una semana, proporcionando los instrumentos y distribuyéndolas por
los días de la semana. En el domingo, se cantaban las poesías de la glo-
ria; lunes, las del purgatorio; martes y miércoles, las de los novísimos;
jueves, las del Sacramento; viernes, las de la Pasión y el sábado, las de
la Virgen Santísima.
Parecióle al superior de las misiones, que lo era entonces el P. Carlos
Brentano, trasladar al P. Zeñris á la reducción de San Regís para que in-
trodujese en los Yameos el uso de la música y del canto que había intro-
ducido en los Xeveros. Logróse el ñn que se pretendía, porque llevando
el padre consigo cuatro indiecitos de los suyos, dos tañidores y dos can-
tores enseñó con ellos á los Yameitos de San Regís, los cuales entraron
prontamente en el manejo de los instrumentos y aún con mayor facilidad
en el canto, á que tiene singular disposición la juventud de esta nación
cuyas voces son generalmente buenas y algunas de metal muy sobresa-
liente. Ideaba ya el mismo P. Zefiris comunicar á otros el mismo benefi-
cio, y el superior le. animaba á la ejecución, cuando al año y medio los
dos fueron mandados salir á la provincia, el superior para secretario del
provincial y el P. Zefiris para rector y maestro de novicios. El nuevo su-
perior de la misión no entendía de estos establecimientos de música que
tenía por excusada, y el misionero que sucedió en San Regís, reciente-
mente llegado de Quito, de natural tímido y de genio abstraído de las
gentes, se negó á la comunicación franca con los indios y no pensó más
que en atender á las precisas y substanciales distribuciones de su minis-
terio. Sin embargo de esto, volvieron otros sucesores á tomar con empeño
la idea del P. Zefiris, y por su aplicación volvió después de algunos años
á revivir la música, que se comunicó á los pueblos de San Joaquín de
Omaguas, de Napeanos, y á otras varias reducciones, que mantuvieron
singularmente las canciones de lengua inga por todos los días de la
semana.
En San Joaquín de Omaguas empezó á florecer la música desde los
años de 1723, en que tomó mejor forma el pueblo con la mudanza que
de él se hizo al sitio donde existía el año del arresto. Su primer misionero
652 Misiones del Marañón Español
el P. Zurmillén, empezó desde luego á enseñar á algunos jóvenes la céle-
bre Misa cantada, que había establecido en el pueblo de la Laguna, y
tuvo la fortuna de que sus sucesores no se descuidasen en los años si-
guientes de llevar adelante tan lindo establecimiento para atraer á las
gentes. Baste para prueba, que los Yameos, poco antes pacificados por los
contornos del pueblo, salían á bandadas de sus bosques, por sólo oir can-
tar á los chicos Omaguas en la iglesia, y después de fundados sus pue-
blos, repetían viajes á San Joaquín, así hombres como mujeres, por el
gusto que hallaban en el canto. Hubo también un indio Omagua á quien
los misioneros hicieron aprender en Quito á tocar el arpa, que con un ra-
belista enseñado por el P. Brayer acompañaba el canto con gracia, real-
ce y consonancia.
Pero una peste de sarampión, que por los años de 1749 hizo grande
estrago en este pueblo, reduciéndole á la mitad de la gente, acabó con
los mejores cantores y con los que sabían tocar varios instrumentos. Sólo
quedaron vivos tres que mantenían el estilo de la Misa cantada, y un
violinista que, aunque tocaba con aire y con destreza, no servía de mu-
cho para la Misa, á cuyo canto no se acomodaba bien la calidad del
instrumento, y sólo se servía de él para que acompañase en el canto de
las coplas de la lengua inga. Era misionero del pueblo de San Joaquín,
en el tiempo de tanto estrago, el P. Martín Iriarte que como aficionado á
la música, inteligente en ella y como quien conocía bien por la mucha
práctica cuánto conducía su uso para atraer á los gentiles y para con-
firmar á los recién sacados del monte, tuvo mucho sentimiento por la
falta de sus cantores y tañedores de instrumentos. No pudo remediar el
daño tan presto como quisiera, porque en la ausencia que habían hecho
los indios de algunos pocos meses, á causa de la peste, habían quedado
las casas casi del todo arruinadas, y le fué preciso aplicarse á formar de
nuevo el pueblo, como lo hizo, tirando las casas á cordel, y sacándole con
tan buen aire y tan buena planta, que mereció los aplausos, y aun se lle-
vaba la admiración de los que le vieron. Había también el viento derri-
bado la iglesia antigua bien ordinaria y algo estrecha, y logró en esta
misma ocasión hacer de tapias otra lucida y hermosa, que era sin com
petencia la mejor de toda la misión de Mainas.
La nueva iglesia pedía nuevos cantores y desembarazado el padre de
tantas tareas, tomó con singular empeño la ocupación de imponer en la
música á algunos jóvenes. La aplicación fué continua por más de dos
años, en que con la ayuda de un mocito español de la ciudad de Lamas
de bellísima voz, y muy diestro en cantar Misas, unas en tono más solem-
ne que otras, enseñó á los niños y mozos Omaguas á cantar con aire, dul-
zura y gracia cuanto se podía desear, así en la iglesia como en procesio-
nes y viáticos. Sólo faltaba el acompañamiento de buenos instrumentos,
porque los clarines y cornetillas que habían aprendido ya los Omaguas,
no eran del gusto ni agradaban al oído delicado del misionero, el cual,
pasando después al pueblo de la Laguna por superior de las misiones, lo-
Libro XI. -Capítulo XVII 663
gró el introducir arpas y violines que decían mejor con el canto, y eran
más dulces y agradables á cuantos asistían á las funciones de iglesia.
Fué de mucha importancia haber enseñado el P. Martín Triarte á los
Omaguas á leer y escribir, para la inteligencia precisa de notas y del
tiempo de la música, y para aprender á tocar y cantar por punto en pa-
peles que se les diesen, porque con esta inteligencia y su mucha aplica-
ción aprendieron en poco tiempo dos mocitos Omaguas, enviados á Lima,
á tocar con habilidad y destreza, arpa y violín, de manera que iguala-
ban á sus mismos maestros, concediéndoles éstos más aire, gracia y pu-
lidez en el manejo de los instrumentos y no menor inteligencia en tocar-
los. Perfeccionados ya en el ejercicio de tocar arpa y violín, volvieron de
Lima á los dos años y medio á su patria de San Joaquín, y empezaron á
servir con admiración y aplauso de sus paisanos en la iglesia. El genio
alegre, jovial, y naturalmente inclinado á oír instrumentos de la nación,
recibió con mucho gusto á sus naturales, dándose los parabienes de tener
ya en su pueblo gentes de su mismo gremio proporcionadas para tocar
instrumentos correspondientes al hermoso templo, y quisieron tener el
gusto, tan natural á su genio, de oírlos tocar á todas horas; pero no per-
mitiendo el misionero que tocasen (sino rarísima vez por particular fa-
vor y gracia) fuera de la iglesia ó en pieza señalada en casa del mismo
padre, que servía para escuela de música, los mismos padres y madres á
porfía llevaban al misionero sus hijos , que se aficionaban é inclinaban á
la música, queriendo aprender el canto y á tocar los instrumentos.
No perdió esta ocasión tan oportuna el misionero, que residía á la sa-
zón en San Joaquín, que era el P. Manuel Uriarte. Este misionero, que
por su ardiente celo de las almas, por el amor de la misión y por el deseo
de su mayor lustre, se aplicó tanto en todas partes á los ministerios de
un varón apostólico, como vimos en los libros antecedentes, no tuvo por
ajena , antes juzgó por muy propia de su ministerio la ejecución de un
medio tan proporcionado para los progresos de la misión. Promovió
eficazmente en este pueblo, como cabeza de la misión baja, los ejercicios
de la música, animando continuamente á los niños y atendiendo con la
mayor vigilancia á que se hiciese bien la escuela, y á que se formasen y
adelantasen en la música, tanto los niños de su pueblo, como varios otros
que le enviaban de Pevas, de Napeanos y de San Regís, para aprender
de los Omaguas. Cuidaba con mucho esmero de todos estos niños escola-
res, y los sustentaba y proveía de todo lo necesario, como si fuese un se-
minario puesto á su cargo y dirección. De manera que al celo, vigilancia
y aplicación de este misionero, y sobre todo al talento singular y bellí-
simo de que le dotó el cielo en criar niños, y manejarlos con suavidad y
dulzura, se debió en la mayor parte que volviesen muchos niños habili-
tados á sus pueblos, y que se extendiese la música y se pusiesen instru-
mentos en muchas reducciones, dejando en los Omaguas buen número
de cantores, cuatro violinistas y dos que tocaban el arpa, todos escogi-
dos, cuando fué mandado pasar al Nanai á la conquista de los Iquitos.
651 MlSlOA'ES DlíL MaKAÑÓN IvtíPAÑOL
Con esta ocasión se perfeccionó la música del pvieblo de S^,n Regia,
que, con la falta y mudanza del P. Zefiris había casi caído, y el P. Jaiípe
de Torres la hizo revivir con el socorro de los nifios amaestrados entre
los Omaguas; pero la adelantó mucho más el P. Xavier Veigel, que con
su industria logró cantores excelentes, y teniendo también arpa y violín
en los seminaristas de Omaguas, no le faltaba nada para un coro lleno y
completo. El clérigo que sucedió á los misioneros en este pueblo, decía
no haber pensado jamás hallar niños ni mozos tan hábiles y diestros en
la, música.
En San Pablo de Yameos, Napeanos, dejó su primer misionero y fun-
dador Vahamonde, enseñados por sí mismo, y por medio de un mozo es-
pañol, varios mocitos que cantaban muy decentemente la Misa. Adelan-
táronlos después otros sucesores , y en el tiempo del arresto había ya en
el pueblo arpa y violín para el acompañamiento del coro. Lo mismo ha-
llaron los señores clérigos en San Xavier de Urarinas, en donde se can-
taba con instrumentos la Misa con arreglo, solemnidad y decoro.
No se puede negar que en San Ignacio de Pevas se tardó en introdu-
cir la práctica de la música, no tanto por descuido ó falta de aplicación
en los misioneros , como por la dificultad que siempre se experimentó de
entablar allí otras prácticas comunes de la misión, á que resistía el or-
gullo, barbarie y falta de sujeción de aquellas gentes indómitas , la cual
echó el sello á su ferocidad con la muerte cruel y bárbara de su angeli-
cal misionero, P. .José Casado, como vimos en el Lib. X, Cap. I. Sin em-
bargo de este atentado, domesticadas al fin aquellas fieras y reducidas á
alguna sujeción por el celo, paciencia y experiencia del P. Vahamonde,
entraron también en la policía de la música, y en el año 1768 se hallaban
ya en el pueblo buenos cantores y tocadores de arpa y violín para las
funciones de iglesia.
Pero lo más es, que en los grandes contratiempos que padeció la mi-
sión de Ñapo, como hemos visto en la historia, supieron hallar tiempo y
tuvieron modo los misioneros de entablar Misas cantadas los domingos y
fiestas, y de cantar salves y letanías en los sábados, y de entonar en al-
gunos días de la semana las coplitas de la lengua inga, recibidas en las
demás partes de la misión. En el Nombre del Jesús tuvieron un buen ar-
pista venido de Quito, para enseñar á los jóvenes que se fueren efecti-
vamente aficionando y disponiendo para la música. Pero el rigor de
aquel temple que probó siempre muy mal á los forasteros, le ocasionó
unas calenturas pestilentes que al fin le quitaron la vida.
Por lo dicho hasta aquí en todo este capítulo, se deja entender bien
claramente lo que insinuamos al principio, que no es enteramente dis-
culpable la falta de aplicación de algunos misioneros en procurar intro-
ducir ó llevar adelante el establecimiento del canto y de la música en los
pueblos, y que no se debe pasar por la injusta nota ó censura de los que
han querido tratar á los misioneros de universalmente flojos y descuida-
dos en esta materia, y mucho menos de los que se atrevieron á pronun-
Libro XI.— Capítulo XVIII 656
ciar que estaban ociosos ó eran unos holgazanes, por no haber introdu-
cido la música en las reducciones. La prueba de uno y otro es convin-
cente, y de hecho incontestable. Misioneros hubo en todos tiempos, y los
había en el tiempo del arresto, que supieron vencer las dificultades con
que querían algunos disculparse: y las vivas diligencias que practicaron
para introducir la policía de la música en la mayor parte de la misión,
como lo consiguieron, hicieron ver que no era imposible este estableci-
miento. El celo y aplicación de aquellos que no miraban la música como
tan necesaria á su ministerio, y su laboriosidad en la instrucción de los
indios, y en que se zanjasen bien las demás prácticas indispensables, des-
cubren con evidencia la sinrazón y mucha libertad en el hablar de al-
gunos que vivieron lejos del Marañón.
CAPITULO XVIII
DEL CULTO DIVINO Y DE LA SANTIFICACIÓN DE LAS FIESTAS
Años há qtie se tiene por bien averiguado que las más de las naciones
bárbaras que se descubrieron en nuestras misiones de la América, no
daban culto á deidad alguna, ni al demonio como tal, aunque no se puede
negar que le tenían algunas. De las naciones que cultivaban los misio-
neros Mainas, era persuasión común de los misioneros, que no había una
siquiera que diese culto semejante antes de su reducción, ni aquella tal
cual honra que se descubrió dar algunos á la luna como madre, según
se figuraban, tenía apariencias de culto. De aquí nació la novedad y ex-
trañeza que les causaba al oír que debían adorar á un Dios verdadero,
y hubo de vencerse no la oposición, sino la novedad y extrañeza, hacién-
doles concebir alguna idea de la Majestad Divina, parte por razones
convincentes y motivos de credibilidad, propuestos en una manera aco-
modada á su corto modo de entender, y parte por objetos visibles y ma-
teriales.
Nada conduce tanto á este fin como las iglesias ó templos dedicados
al Señor. Un misionero nuevo que emprendía la reducción de una nación,
miraba como principal cuidado, el de fabricar desde luego, tal cual lo
permitían las circunstancias, una iglesia decente. Verdad es que debía
acomodarse en la fábrica á la natural pereza y desidia de los indios, para
que no se les hiciese pesada la nueva ley con la obra material del tem-
plo. Siempre se dibujaba pequeña, porque debiendo proporcionarse
á la calidad de la gente, no podía ser grande la iglesia. Sin embargo,
siempre sobresalía entre las casas, y en su hechura y construcción ha-
llaban novedad los indios. Reparaban mucho en que se levantaban las
paredes de los lados, siendo costumbre entre ellos el hacer llegar los
alares de sus casas hasta el suelo mismo. Notaban la formación propor-
cionada de ventanas, y celebraban la claridad que daban al cuerpo de
656 Misiones del Marañón Español
la iglesia. Llegando después á la distribución de asientos para párvulos
y adultos, con distinción de sexos, á la colocación ordenada de altares,
al aseo, hermosura y adorno de las imágenes y pinturas, crecía mucho
más su novedad.
Reparaban que después de acabada esta fábrica, dejándola el misio-
nero limpia, vistosa y desembarazada, se metía en una casa pequeña é
incómoda semejante á las suyas, y no acababan de entender por qué no
ocupaba la otra tan grande y tan buena, pasándose á vivir en ella. Ha-
cíanle mil preguntas á este propósito, y respondiéndoles el misionero que
aquella era la casa de Dios, en que se había de decir Misa, y ellos debían
rezar y aprender la doctrina y adorar y reverenciar á Dios, empezaban
á concebir que había un Dios y que el padre les quería dar á entender
con aquella fábrica grande, lo que no alcanzaban verificándose en ellos
aquella sentencia de San Gregorio: «Los templos materiales son libros en
que estudia el pueblo que no sabe leer.»
Con la repetición que hacía el misionero en la explicación de los mis-
terios de nuestra santa fe, con un continuo inculcar en las doctrinas so-
bre la obligación de creer en Dios, de adorarle y de reverenciarle, se de-
jaban llevar insensiblemente á una compostura exterior modesta y á un
silencio respetuoso en todas las cosas de la iglesia, y mostraban atención
á lo que se les enseñaba. La asistencia á la doctrina que á los principios
les parecía molesta, se les iba haciendo llevadera, gustosa y agradable,
y crecía la reverencia, el respeto y la atención conforme se iban instru-
yendo en los misterios de la fe y creciendo en el conocimiento del Ser
divino. Mostrábanse en especial conmovidos, cuando se repetía el acto de
contrición al fin de la doctrina, daban sus golpes de pecho con muestras
sensibles de dolor interior, y no pocas veces se veía que derramaban lá-
grimas de arrepentimiento y de dolor de haber ofendido á Dios. Muchas
veces decían abiertamente los recién sacados del monte, que en entrando
en la iglesia se hallaban mudados y no se atrevían á hablar, atentos sola-
mente con el mayor encogimiento y humildad á lo que el padre enseñaba.
Cuanto veían en la iglesia, altar, ornamentos, santos y sacerdote que de-
cía Misa, todo les servía de lección para hacer algún concepto de Dios y
de su ley santa.
Después de bien instruidos en los misterios de la fe, bautizados y
acostumbrados á los establecimientos comunes de la misión, crecía la
devoción y el fervor de espíritu de aquellos pobres indios, que por no dis-
gustar ni enojar á su Dios, antes por agradarle y servirle, se mostraban
resueltos y determinados á sufrir cualquiera trabajo y á perderlo todo, no
hallando gusto ni contento sino en servir á su Majestad y en contribuir
de alguna manera á su santo culto. Es verdad que no ofrecían oro ni
plata para las iglesias porque no lo tenían, pero concurrían gustosos con
su trabajo personal, siempre que se trataba de hacer alguna iglesia nue-
va más decente ó hermosa, y hacían vanidad de tener parte con su su-
dor en la fábrica, en el aseo y en el adorno de la iglesia. No podían su-
Libro XI.— Capítulo XVIII 657
frir que la de su pueblo fuese inferior ó menos decente que otras que
veían en los demás pueblos. Luego se ofrecían por sí mismos al misionero
á mejorarla, y por más inconvenientes que éste les propusiese, siempre
insistían alegando que también ellos eran cristianos como los otros, y no
querían ser menos, que les daba vergüenza tener iglesia más pequeña ó
menos decente. Solía crecer el empeño de manera que, no viniendo en ello
el misionero, por justas razones que á las veces descubría y no penetra-
ban los indios, recurrían al padre superior de las misiones para que obli-
gase á su propio misionero á que condescendiese á la insistencia del pue-
blo. Los mismos deseos mostraban en el adorno y aparato, y á trueque de
procurarlo ofrecían varias veces cierta contribución, que llamaban de-
rrama, concurriendo cada uno según su posibilidad, con media, una ó dos
libras de cera, que buscaban por los bosques, para que con el producto
se hiciese en Quito alguna alhaja para el culto divino en la iglesia, y era
á las veces bien necesario que el padre les contuviese en estas ofertas.
La santificación de las fiestas, que es una clara prueba, ejercicio y
práctica del culto divino, era bien exacta en aquellas gentes. Tenían
grande concepto y hacían un aprecio singular de la santa Misa. Rarísima
vez se oía que dejase de oír Misa en el día de fiesta algún adulto, estando
en el pueblo, y sucedía muchas veces, que estando ausentes caminaban
por tierra ó andaban por el río día y noche, por llegar al pueblo el sába-
do ó víspera de fiesta, para poder asistir á la Misa en el día siguiente.
Vivían en la persuasión, comprobada de larga experiencia, que el oír
Misa era un medio eficaz para preservarse de desgracias, y tenían por
mal agüero el dejarla. Parece que el Señor se agradaba de esta persua-
sión de los indios por los muchos ejemplos y castigos de tigres y caima-
nes en que caían los que dejaban la Misa.
Pondré, entre otros muchos, dos que en poco tiempo sucedieron á la
presencia del P. Martín Triarte, como él mismo los refiere, el uno en San
Pablo de Napeanos, y el otro en San Joaquín de Omaguas. Un domingo
por la tarde, avisaron los Napeanos al padre, que un tigre había muerto
á un indio en el monte y comido la mitad de su cuerpo. Añadió otro indio
de la nación que estaba al lado del misionero: «Padre, ese hombre no ha-
bía oído la Misa.» Así es, respondió el padre. Pues, ¿qué hay que extrañar,
repuso el indio y cómo no había de tener desgracia, si dejó de oír Misa en
día de fiesta? Con más misericordia trató el Señor á un mocito de San
Joaquín, que yendo de mañana á pescar en día de fiesta, apenas había
cogido una gamitana y metídola en la canoa, se vio acometido de un fie-
ro caimán. A gran fortuna pudo escapar con la vida, después de varias
dentelladas, con que le dejó muy lastimado y herido, y arrastrando pudo
llegar al pueblo para que todos viesen aquel espectáculo de la divina
justicia. Acertó á entrar en su casa cuando su misma ñiadre con otras de
la vecindad venía de Misa, y llamando dolorida al misionero, le dijo:
«Venga, padre, y vea cómo Dios ha castigado á este muchacho que sin
querer oirme esta mañana, salió á pescar dejando la Misa.» Volviéndose
42
668 Misiones del Marañón Español
«después al hijo medio muerto, le decía: Con esto escarmentarán otros en
tí, y tú, si vivieres, aprenderás á no dejar la Misa.»
Era motivo de consuelo á los misioneros el ver cómo procuraban los
indios mostrar, aun en sus vestidos pobres, la distinción y aprecio que ha-
cían del día de fiesta, y cómo en la decencia posible de sus personas
querían significar en la iglesia, la reverencia y el respeto que debían al
Señor de aquella santa casa. Fuera del cuidado muy particular de las
madres, en hacer lavar á sus hijos las manos y rostro, y de peinarlos
para ir á la iglesia el día de fiesta, les prevenían la ropita más aseada,
encargándoles que se mudasen antes de salir de casa. El mismo cuidado
tenían las mujeres con sus maridos, y era motivo de riña si el marido ó
el hijo salía de su casa á Misa con el vestido ordinario y sin el vestido
destinado para el día de fiesta. Aunque las mujeres solían andar por la
vecindad con el vestido regular de pampanilla ó tonelete y un juboncillo
corto, pero por ningún caso dejaban de ponerse para ir á la iglesia su
anaco ó manta larga, que ceñida curiosamente con una faja, y prendidos
los extremos de los hombros, hacía buena figura. Además de esto dejaban
el pelo abierto bien peinado y tendido sobre la espalda. «Muy vanas sois,
dijo un español en cierto pueblo á una india.» ¿Por qué lo dices, respondió
ella?» «Porque os aliñáis tanto para salir de casa.» «No me aliño yo, prosi-
guió la india, ni se aliñan mis parientes para salir de casa ni para andar
por el pueblo, como vuestras mujeres: nos ponemos con la mayor decen-
cia en medio de nuestra pobreza, por haber de entrar en la casa de Dios
que no es cosa de ir allá con andrajos.»
Poco probaría este exterior aliño si no le acompañaran otras prácti-
cas que anima más inmediatamente el espíritu interior. Ya dijimos, tra-
tando de la doctrina, la compostura exterior y el silencio respetuoso con
que estaban en la iglesia, y la modestia y devoción con que se mante-
nían mientras rezaban las oraciones y repetían el catecismo. Aquella
poca devoción que cuando iban á Quito ú otra ciudad notaban en algu-
nos españoles que buscaban la Misa más breve para satisfacer el pre-
cepto, y la morosa detención á la puerta que observaban en sus pueblos
de algunos pasajeros sin acabar de entrar en la iglesia hasta el mismo
punto de empezar la Misa, les daba tanto en rostro, que si tal vez trata-
ban con ellos de la Misa, les decían que se parecían á los gentiles y que
no sabían estar en la iglesia sino por fuerza.
En los días de fiesta tenían una distribución muy larga en la iglesia y
se mantenían con gusto sin dar señales de querer salir de ella; primero,
se averiguaba quiénes y por qué causa faltaban, que en pueblos numero-
sos llevaba un rato más que mediano; segundo, seguíanse las oraciones
en tono á medio canto, y después se repetía el catecismo entero por pre-
guntas y respuestas; tercero, acabada la doctrina hacía el misionero una
plática, que por lo común era de media hora, y á veces de más tiempo;
cuarto, después de la plática se hacían los casamientos, que rara vez
faltaban en reducciones grandes. Últimamente se decía la Misa, siempre
Libro XI.— Capítulo XIX 659
cantada y con la solemnidad que cabía. En todo este tiempo se mante-
nía la gente de rodillas á tiempos y á tiempos sentada en sus respectivos
bancos, pero con sumo silencio, con mucha compostura y con una modes-
tia que edificaba, particularmente en tiempo de Misa, que oían todos de
rodillas hasta la última bendición.
Por la tarde todos ios domingos se rezaba el rosario por las calles,
que barrían y limpiaban los fiscales desde la mañana. Al primer repique
para él, se vestían todos con la ropita más aseada, como para Misa, y
acudían puntualmente á la iglesia. Causaba devoción el orden con que
caminaban en dos filas, primero los niños y niñas, y luego loa adultos, se-
parados los hombres de las mujeres. Solía comúnmente acabarse el rosa-
rio al volver á la iglesia, y colocada en el presbiterio la imagen de Nues-
tra Señora, que se había llevado en procesión por el pueblo, se cantaban
solemnemente las letanías, respodiendo la gente con tanta uniformidad,
que mostraba bien la misma unión de las voces la atención, gusto y
devoción con que se cantaba.
La otra parte del precepto que prohibe trabajar en el día de fiesta la
cumplían generalmente con escrupulosa exactitud. Lo más á que se ex-
tendía la libertad de algunos era tomar estos días por entretenimiento y
diversión, el componer y asear sus instrumentos para cazar y pescar, y
preguntaban repetidas veces al misionero si sería pecado ocuparse en
esto por algún rato. No había nación alguna de las descubiertas en nues-
tras misiones que tuviese el uso del juego desde su gentilidad. Toda la
diversión de los varones se reducía á la caza y á la pesca, mas en los
días de fiesta no salían del pueblo sin pedir antes licencia para pescar ó
cazar en el tiempo que mediaba entre la Misa y el rosario. Las mujeres
tomaban por diversión salir al monte ó pasearse por el río en canoas en
busca de frutas. En lo demás que les restaba del día de fiesta se visitaban
unas á otras; y cuando había enfermos en el pueblo los iban á ver, ó por
razón de parentesco ó por otra relación, y no pocas veces se juntaban en
la vecindad á conversaciones inocentes.
CAPITULO XIX
DE LA FIESTA DEL CORPUS, DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Y DEL PATRONO DEL PUEBLO
Los aparatos propios de un país en el festejo ó demostración de júbilo
á la llegada y presencia de su príncipe, muestran el humilde reconoci-
miento de los subditos á la soberanía del Señor, y la fidelidad, aprecio y
estima que les mueven á celebrar su presencia. Bien puede ser que en
los indios del Marañón no brillase el oro, ni la plata, ni las piedras pre-
ciosas en los aparatos que prevenían para celebrar á su modo por las ca-
lles la presencia de su Señor Sacramentado, porque nada de esto tenían,
660 MisioNKS DEL Marañón Español
ni el país lo llevaba; pero cabía muy bien en sus rústicos aparatos una
fineza de fidelidad, estimación y amor á su príncipe, que no cedía á las
demostraciones de otras tierras más ricas y poderosas. Pobres eran los
adornos de iglesia y calles, pero ricos en el valor que les daba la devo-
ción ardiente con que celebraban la fiesta del Corpus en sus pueblos. Na
había tapicerías de seda, ni ricas colgaduras por las calles, ni sacaban
espejos, láminas ó pinturas; todo el adorno se reducía á ramos de flores
bien colocados, á palmas de diferentes especies, á flores de diversas fi-
guras, á multitud de hierbas olorosas, y á cantidad de animales vivos,,
pájaros vistosos y peces de varias suertes y figuras. A esto se añadía el
ingenio con que de estas cosas formaban varios artificios, que hacían ob-
sequio á su Criador y divertían con su variedad á las gentes. Por lo de-
más, la piedad y devoción con que se empeñaban en manifestar el gozo
y alegría de ver andar por sus calles, haciendo bien á todos, la Majestad
de Nuestro Dios y Señor encarnado que adoraban en el Sacramento,,
daba todo el valor y precio á sus pobres aparatos.
Era el primer cuidado el asear y componer la iglesia, cuya disposi-
ción pertenecía inmediatamente á los sacristanes, que ayudados de los
fiscales y de los niños de la doctrina en recoger ramos, palmas, flores y
hierbas olorosas, formaban en el pórtico mismo de la iglesia una grande
y vistosa portada, maravillosamente entretejida con variedad de flores
y con tan buena disposición de colores, que hacía una vistosa perspec-
tiva. De la misma variedad vestían los pilares de la iglesia, y añadiendo
de trecho en trecho algunas velas puestas en orden y simetría, daban
nueva gracia al adorno. De pilar á pilar tiraban un arco figurado con
ramos, y palmas abiertas y extendidas. Las ventanas aparecían también
vistosas, entalladas por el contorno de ramos frondosos y de flores agra-
díibles. Lo mismo hacían con los altares, fuera del mayor, cuyo retablo
quedaba del todo descubierto, pero hermoseado con las mejores flores y
más lucidas palmas por los lados y en los nichos de los santos. Si no te-
nía retablo el altar mayor, como sucedía en algunos pueblos, le forma-
ban de aquellos materiales y armaban un trono correspondiente al viril,
con gradas desde la mesa del altar, todas adornadas de tiestos de hierbas
olorosas y de jarrillas bien pintadas, llenas de flores entreverando can-
déleros de plata con mallas del mismo metal. Daba nuevo realce un buen
número de velas de cera blanca que ardían en el altar, en las gradas y
en el trono. Finalmente, el pavimento de la iglesia, y más particular-
mente el presbiterio, estaba regado de flores y de hierbas, que esparcían
un olor agradable por toda ella.
Saliendo del aparato de la iglesia, propio de los sacristanes, venga-
mos á otras prevenciones que tocaban también á otros. Algunos días an-
tes de la flesta se empezaban á componer y allanar las calles, que para
la víspera debían estar aseadas y barridas. En la tarde de este día unos
iban al monte y otros á las orillas de los ríos por cantidad de ramos, pal-
mas, árboles, flores y hierbas, para el adorno de las calles y para la cons-
Libro XI.— Capítulo XIX 661
trucción de enrejados y castillos, procurando traer el que podía algún
íinimal vivo ó pájaro vistoso, para colocarlo en los castillos. El día del
Corpus, muy de mañana, repartía la gente el gobernador y alcaldes, y
todos iban armando á un tiempo, conforme al orden que habían recibi-
do, arcos de palmas por uno y otro lado de las calles por donde había de
dar la vuelta la procesión. De trecho en trecho se levantaban castillos
ú otros ingenios, en que se colocaban los animales vivos, como monos,
pájaros, charapas y otros peces, con muchas frutas y varios géneros de
comestibles. Armaban los sacristanes sus capillas y altares para las
pausas que había de hacer la procesión, en donde colocado el viril ó cus-
todia, entonaban los cantores, acompañados de instrumentos, algún him-
no ó canción devota del Misterio. Disponíanse de modo las capillas, que
desde ellas podía el misionero echar la bendición á todas las partes del
pueblo. En algunas reducciones más adelantadas no faltaban algunas
mantas de gusto, por la pintura y labor delicada de los indios, con que
formaban sus capillas, y en otros pueblos las solían hacer de mantas ó
cubiertas de lamas, las cuales eran vistosas y lucidas por la pintura y
variedad.
Para evitar la fuerza del sol en la procesión, se procuraba en cuanto
€ra posible anticipar la Misa á la hora acostumbrada en los otros días
de fiesta, y acabadas las reconciliaciones de los que tenían la devoción
de comulgar, se cantaba con la mayor solemnidad y aparato. Ordenába-
se inmediatamente la procesión con toda la ostentación que cabía. Un
sacristán iba delante con una cruz alta, y á sus lados dos niños con sota-
nillas y roquetes limpios que llevaban los ciriales. Seguían á éstos los
niños de doctrina que eran muchos, en dos filas y con los brazos cruza-
dos; con el mismo orden y con la misma compostura caminaban las ni-
ñas, á quienes seguían las mujeres adultas. Se dejaban después ver los
varones, con las armas de su nación, formando una ó dos compañías con
sus cabos, clarines, cajas y pífanos. Iba el alférez en el centro con su
bandera, el cual atrasándose un poco, batía con aire y curiosidad su
insignia al salir y entrar el Sacramento en la iglesia. Nadie se excusaba
de asistir á la procesión, fuera de los enfermos, y todos iban con tal com-
postura, modestia y silencio, que nadie se desmandaba en cosa que des-
dijese algo de la reverencia debida al Sacramento, á que ayudaban tam-
bién los fiscales, que repartidos de trecho en trecho, celaban la reveren-
cia, modestia y compostura.
El sacerdote, con capa de coro y con el viril en las manos, iba dando
«jemplo á todos debajo del palio, cuyas varas llevaban los más autoriza-
dos del pueblo. Precedían cuatro niños, dos incensando continuamente y
otros dos sembrando por la tierra flores, todos con gran reverencia y con
sotanas y roquetillos. Los cantores y tañedores de instrumentos acom-
pañaban de cerca al Señor y cantaban por toda la procesión, ya el Pan-
ge lingua , ya el Sacris Solemniis. A distancia de seis á ocho pasos del
sacerdote, iba por delante el estandarte ó pendón que llevaba uno de los
662 Misiones del Marañón Español
principales (el cual solía nombrarse cada año como mayordomo de la
fiesta), y dos companeros recogiendo las borlas y cordón por uno y otro
lado. Cerca del estandarte hacía sus habilidades una turba de danzan-
tes, que bien ensayados de antemano, danzaban con garbo y gracia al
son de una flauta y tamborcillo que tocaba un indio. El sacerdote coloca-
ba en cada una de las capillas el Santísi.no, y daba lugar á que se toca-
se algo de arpa y violín y se cantasen algunas coplillas devotas, y dicha,
la oración del Sacramento, daba la bendición con el venerable.
Con este orden daba la vuelta la procesión por todo el pueblo , y lle-
gando á la iglesia se daba la última bendición desde el altar mayor y se
reservaba en el sagrario el Santísimo, con que se daba fin A la función de
iglesia. En algunos pueblos se detenía la gente cerca de la iglesia , las
mujeres en la plazuela de ella, y los hombres en el corredor de la casa
del misionero, mientras los fiscales recogían lo que estaba dentro de los
castillos y enrejados, y lo traían al padre, el cual delante de todos, los
repartía á los más pobres del lugar. Seguíase el saqueo de uno de los cas-
tillos que se reservaba á este fin, y se alargaba á la discreción y habili-
dad de los muchachos. Era función divertida por el tropel con que em-
bestían y por la porfía en adelantarse unos á otros. Este caía, aquél res-^
balaba, uno llevaba un empujón, otro quedaba con la rama en las manos.
Allegálbase á esto la diligencia de los animales en no dejarse coger de
los muchachos, porque atados con cuerdas largas se burlaban de los que
ya casi los tenían en las manos, y venían á parar en las de aquellos que
por la poca fuerza ó menor habilidad no podían subir por las ramas y^
estaban muy atrás, sin esperanza de coger ni mono, ni pájaro, ni otra cosa
alguna de las encerradas en el castillo. Esta inocente diversión daba fin
á la función de aquella mañana.
La fiesta del Corazón de Jesús seguía á la novena que se hacía desde
el día del Corpus hasta el viernes después de la octava. Toda la gente
del pueblo asistía indefectiblemente á ella, oía la Misa, rezaba las ora-
ciones é intervenía al canto de los gozos en la novena. En la solemnidad
de este día, consagrado al Corazón de Jesús, se observaba el mismo mé-
todo y orden de la fiesta del Corpus con el aparato y procesión por las
calles que acabamos de decir, con sólo la diferencia que salía más tarde
la procesión, porque detenían al misionero las confesiones, que eran más-
en número que el día del Corpus. Había prendido tan bien esta devoción
en algunos pueblos de la misión, que se había entablado su ejercicio en
todos los viernes del año con asistencia voluntaria de la mayor parte del
pueblo, y en el primer viernes de cada mes se hacía con mayor solemni-
dad y devoción. Confesaban en este día y comulgaban varios, se toca-
ban los instrumentos á ratos y se cantaba con celebridad la Misa. Mas el
día destinado á la fiesta le guardaban como uno de los más clásicos del
año, sin salir á su trabajo ni emplearse en cosa que desdijese de una
fiesta de precepto.
A proporción de su devoción era la confianza que tenían en este Sa-
Libro XI.— Capítulo XIX 663
Gratísimo corazón, y el Señor que les infundía tanta confianza, les dis-
pensaba repetidos y singulares favores. Pondremos entre varios dos ca-
sos bien públicos y bien notados. En el año de 1757 se hallaba la misión
rodeada por todas partes de una epidemia de viruelas que hacía, como
suele suceder en aquellas partes, grandes estragos en los contornos. Te-
men extremamente los indios este contagio, que como peste cunde y aca-
ba con pueblos enteros. Veíanse los pobres de la misión en grande conster-
nación, y ya trataban de abandonar los pueblos y de retirarse á los mon-
tes, que es su ordinario y acostumbrado asilo, hasta que se acabase el
mal. Detuviéronse á las instancias de los misioneros que los exhortaron
al recurso á Dios con Misas, triduos y otras devociones, y especialmente
á la confianza en el santísimo Corazón de Jesús. Tomaron, pues, la
resolución los padres de una y otra misión, esto es, los de la alta y baja,
de ponerla bajo la protección de este benditísimo Corazón, y con pare-
cer unánime le tomaron por patrón sin inmutar nada del patrón principal
de toda ella, y entablaron en todos los pueblos la devoción que estaba ya
en práctica en los más adelantados, empezando en todos á un mismo tiem-
po una novena general. Su Majestad atendió misericordioso á las oracio-
nes y plegarias de la afligida y temerosa misión, preservando á los indios
de las viruelas que azotaron los contornos y cercanías.
No fué menos notado el favor y gracia que experimentaron en San
Joaquín de Omaguas, donde cargó tanto la plaga de mosquitos zancudos
el año de 1758, que se hallaba la gente en grandísima inquietud sin poder
comer ni dormir, ni mucho menos trabajar, porque no había lugar exento
de aquella molesta plaga. Duró algunos días el trabajo, y el día de la fiesta
del Corazón de Jesús se dijo y se oyó la Misa con la mayor mortificación,
que continuó por toda la procesión. Compadecido el misionero, que lo era
el P. Martín Triarte, de tan penoso tormento, se paró con el Sacramento
en las manos á la puerta de la iglesia, animó á la gente á que confiase
en aquel Señor á quien todas las criaturas obedecen, y después de una
breve exhortación hizo un coloquio con el Sagrado Corazón, que repitie-
ron todos, y echando una bendición con el Sacramento, entraron todos
en la iglesia. ¡Cosa maravillosa! Toda la plaga de mosquitos que tanto
les había molestado y mortificado aquella mañana, hasta dar la vuelta
la procesión á la iglesia, desapareció repentinamente de manera que sa-
liendo la gente de la iglesia para volver á sus casas, halló limpio el pue-
blo de aquellos insectos sin sentir ni en las calles ni en las casas zancu-
dos que les molestasen.
La devoción al patrón del pueblo era general en toda la misión, y su
día era el más festivo y más solemne para la gente. Ocho días antes em-
pezaba el sargento á dar vuelta por el pueblo, con cajas, clarines y pí-
fanos, repitiendo cada noche este paseo La víspera de la fiesta daban
aviso las campanas, á medio día, con un largo repique, á que acompaña-
ban á la puerta de la iglesia con tambores y pífanos, y con el disparo en
algunos pueblos de camaretas y fusiles. Dábase la señal á vísperas como
664 Misiones del Marañón Español
á las tres de la tarde, y todo el ayuntamiento formado con su goberna-
dor, acudía á la casa del misionero, llevando por delante una buena dan-
za, que hacía sus mudanzas cerca del estandarte que llevaba el mayor-
domo de la fiesta. De la casa del padre salían todos en orden á la iglesia,
en donde se cantaban por primeras vísperas la Salve Regina y la Leta-
nía con toda solemnidad. Acabada esta función volvían á llevar al sa-
cerdote á su casa de la misma manera que le habían traído.
En la celebridad de este día no había cosa particular, en cuanto á la
Misa cantada y procesión en que sacaban la estatua del patrón, ni en
cuanto al adorno y disposición de las calles; sólo había de peculiar en
esta fiesta la ofrenda que hacía la gente en la Misa después del ofertorio;
sentado el sacerdote en una silla á la última grada del presbiterio, iban
llegando los indios á besar el manípulo y dejar su ofrenda. Los hombres
ofrecían por lo común una marquetilla ó panecillo de cera negra, mayor
ó menor, según la devoción ó posibilidad de cada uno. Las mujeres pre-
sentaban algún hilado de algodón, ollas de barro cocido, cazuelas ó pla-
tos, que formaban ellas mismas. Las Omaguas que formaban estas cosas
con más pulidez y hermosura, solían ofrecer piezas que servían á la igle-
sia, como macetas y jarrillos bien pintados y vidriados, para flores y ra-
milletes. Las Yurimaguas ofrecían pilches ó pates muy bien formados y
pintados, como diestras en hacer este género de vasos, de no poca esti-
mación dentro y fuera de la misión. Algunas naciones ofrecían hilo tor-
cido de palma sutil que se decía chambira, ó de otra más basta que lla-
maban cachibanco. El misionero repartía de limosna la ofrenda entre
los pobres del pueblo, ó si se podían hacer algunos tejidos y lienzos hacía
que se trabajasen para huérfanos y huérfanas. Otras veces solía enviar
algunas de estas cosas á los misioneros de las misiones nuevas, cuyos
pueblos estaban por lo regular más necesitados de telas para vestirse.
CAPITULO XX
DE LA SEMANA SANTA, OFICIOS Y PROCESIONES
Entre las ceremonias y ritos de nuestra Santa Madre Iglesia, parece
que ningunas decían tanto con el modo de concebir de los indios, ni conge-
niaban tanto con ellos como las que usa en la Semana Santa. De aquí
nacía la facilidad con que entraban en practicarlas, no sólo después de
instruidos y bautizados, sino aun siendo todavía catecúmenos y tal vez
recién salidos del monte, haciendo concebir á los misioneros, particular-
mente nuevos, grandes esperanzas de aquella bella disposición para los
ejercicios de piedad y religión. Esta buena inclinación dejó apuntada en
sus manuscritos el P. Pablo Maroni, que por los años de 1741 vio con
asombro suyo en el nuevo pueblo de San Pedro apóstol, á la boca del río
Aguarico, la emulación de los Encabellados, en hacer por Semana Santa
Libro XI.— Capítulo XX 665
unas cruces para cargar con ellas en la procesión: otros coronas de es-
pinas para ponérselas, otros azotes ó disciplinas de chambira para azo-
tarse, imitando á tres mocitos y á dos indios cristianos de otros pueblos,
que salían cada uno con su distinta mortificación y penitencia. Lo mismo
observaron otros misioneros del Ñapo, y de los Yameos, Iquitos y otras
gentes nuevas contaban lo mismo los padres que les redujeron.
Pero sea lo que se quiera de esta disposición de los gentiles, no se pue-
de dudar que después de algunos años, cuando ya tenían la necesaria ins-
trucción, provenían de la buena raíz de la fe y religión los ejercicios que
practicaban por este tiempo con singulares muestras de devoción y pie-
dad. En los más de los pueblos se hacían los oficios de la Semana Santa
que prescribe la Iglesia, empezando desde el domingo de Ramos, con la
procesión acostumbrada á que concurrían los indios, llevando en sus ma-
nos palmas benditas, las cuales guardaban después con mucho cuidado
en sus casas. El Jueves Santo se depositaba el Santísimo en un monu-
mento vistoso que se disponía en el presbiterio y se empezaba á formar
algunos días antes, porque viendo por experiencia los misioneros que
esto exterior y visible movía mucho á los indios, se esmeraban en hacer
un monumento majestuoso y respetable. Su construcción no era uniforme
en la figura por ser diversos los gustos de los hombres, pero sí en los
adornos. La idea más común era la siguiente.
Desde la barandilla del comulgatorio hasta la mesa del altar mayor
se formaba de ramos y palmas una capilla, á manera ó con figura de bó-
veda bien arqueada, y se vestía de lienzos blancos , así por los lados ó
paredes , como por el cielo. Desde la entrada de la capilla hasta el altar
ó plan de la mesa seguía una grada de doce ó catorce escalones, que ve-
nía á terminar sobre el altar mayor, en el cual, añadiendo otros escalo-
nes que daban más elevación, se formaba un trono magnífico para la
colocación del Santísimo. A uno y otro lado de la grada corría al sesgo
un pasamano de tres palmas de enrejado, con sus asientos para los can-
deleros, jarros de flores y otros adornos , que se distribuían por ellos y
por los escalones, con gusto y proporción. Las gradas estaban tan fir-
mes, que subían y bajaban por ellas los sacristanes con toda seguridad,
y se cubrían con una especie de alfombra ó mantas azules ó de otro co-
lor que ofrecían los indios á porfía, y como estaban delicadamente ma-
tizados con listas de flores de varios colores, hacían un agradable as-
pecto. El trono se disponía con frontales de color ó de otras piezas de co-
lores gratos, curiosamente tejidos. Es verdad que en todo este adorno
apenas había cosa de valor ; pero el orden, variedad y proporción con
que se disponían los ramilletes de flores en sus jarras pintadas, las hier-
bas olorosas , y algunas piezas curiosamente matizadas de plumas de
aves de diversos colores , hacían el monumento tan lucido y vistoso, que
pudiera parecer bien decente aun en Europa. Así se explicó un caballero
europeo de buen juicio que concurrió por la Semana Santa del año 1757
á celebrar los oficios en el pueblo de San Joaquín de Omaguas.
QQ6 Misiones del Marañón Español
Otras ideas seguían otros misioneros en formar sus monumentos, pero
todas acomodadas al fin que pretendían de hacer concebir á los indios
por el mismo exterior aparato no común y ordinario, alguna distinción
de la gran solemnidad del día; y, en efecto, lo habían conseguido, por-
que el nombre que daban los indios al Jueves Santo era el de día grande,
en que nadie pensaba en ir al trabajo ni en salir á cazar ó pescar para
mantenerse, procurando proveerse para este día en los antecedentes,
creyendo que el día grande se debía dar enteramente á la iglesia.
La mañana del Jueves Santo era una de las más ocupadas para el
misionero en las confesiones y reconciliaciones de los que habían de
cumplir con la iglesia. Una hora antes de amanecer entraba en ella, y
ya encontraba un gran golpe de gente que le esperaba. No eran las con-
fesiones largas, porque no se oía comúnmente de confesión en este día,
sino á los que se habían confesado antes. Sin embargo, era tanta la mul-
titud de reconciliaciones, que duraban hasta medio día. Acabadas éstas,
se hacía señal para la Misa, y antes de empezarla exponía el padre á la
gente la institución del Santísimo Sacramento, que celebraba la iglesia
en aquel día y exhortaba á todos á dar gracias por tan singular benefi-
cio, y encargaba una devota asistencia á los divinos oficios y procesio-
nes. Daba en la Misa la santa comunión á los que estaban dispuestos
para cumplir con la iglesia, y siguiendo las rúbricas de ella colocaba el
Sacramento en el sitio prevenido, acomodándose á lo demás que se prac-
tica en Europa.
Pero no son de omitir algunas prácticas que se estilaban en los pue-
blos en este día. Antes de la procesión, que se hacía por la iglesia, de-
jaban el gobernador y capitanes de milicia los bastones, y los alcaldes y
fiscales sus varas debajo de los bancos de ayuntamiento, y no volvían á
tomar sus insignias hasta que en Sábado Santo se cantaban las aleluyas.
Luego que el padre colocaba el Sacramento en el sitio preparado, en-
traban á velar al pie del monumento cuatro ó seis indios decentemente
vestidos y armados de rodelas y de las otras armas propias de la na-
ción; manteniéndose en píe con modestia y compostura, hasta que en-
traban otros que se mudaban sucesivamente de hora en hora por todo el
tiempo que el monumento duraba. En las ciudades de Borja y de Lamas
hacían lo mismo los indios en sus velas, pero se añadía una ronda de es-
pañoles que de día y de noche daban vueltas á la iglesia y discurrían
por la ciudad armados con escopetas y sables. En Borja, en donde no
hay caballos, era de á pie la ronda ó patrulla; pero en Lamas se hacía á
caballo, con un oficial por cabo en ambas ciudades. El motivo de estas
rondas era el ser ciudadanos de frontera de gentiles, y á prevención de
excusar algún desacato que pudieran hacer los gentiles, como hay me-
moria de haberlo ejecutado en otras partes , como los Charciaies en Mo-
ceas.
La gente del pueblo repetía sus visitas á la iglesia con un silencio,
compostura y devoción que era de grande consuelo á los padres por ver
Libro XI.— Capítulo XX 667
unas muestras tan claras de piedad en gentes antes tan brutales y bár-
baras, que depuesta la ferocidad del gentilismo, emulaban la piedad, fe
y religión de pueblos católicos fervorosos. A los Oficios de la tarde acu-
dían todos, chicos y grandes, y en las noches del Jueves y Viernes Santo
á las procesiones. En ellas se veía un número crecido de penitentes, de
los cuales unos llevaban sobre los hombros desnudos cruces pesadas,
otros coronas de espinas en las cabezas, varios caminaban, como suele
decirse, á gatas, deteniéndose á las veces hincados de rodillas para azo-
tarse con disciplinas secas, aunque era más común picarse primero con
rosetas de acero ó pelotones de cera armados con puntas de vidrio, y pro-
seguir después llamando la sangre con madejas de hilo de algodón. Al-
gunos hacían estas penitencias con tanta inhumanidad, que era necesa-
rio hacerlos retirar á sus casas á que se curasen.
El Viernes Santo se predicaba el sermón de Pasión, exponiéndoles sen-
cillamente los pasos de ella, y no pocas veces se acababa con una ave-
nida copiosa de lágrimas en que se deshacían los indios. A la adoración
de la cruz, que se practica en este día, no eran admitidas las mujeres,
pero entraban todos los hombres de dos en dos, empezando los de justi-
cia y acabando los niños. Aunque no era todavía común, se iba introdu-
ciendo en los pueblos de la misión la hermosísima y tierna devoción de
las tres horas de agonía de Jesucristo en la Cruz. Empezó á introducir
esta devoción en Quito por los años de 1739 el P. Baltasar Moneada, pro-
vincial de aquella provincia, y de aquí había pasado á las misiones del
Marañen. Practicábase el Viernes Santo con un ejercicio largo de tres
horas, empezando á las doce en punto y acabando á las tres de la tarde.
Explicábase á ratos las siete Palabras, y á ratos se meditaba sobre ellas;
rezábanse algunas oraciones vocales y tercios del rosario, y últimamen-
te se daba fin al ejercicio con una exhortación y devoto coloquio con
Cristo moribundo, hasta el paso de la muerte. El ejercicio de la Agonía
es de los más tiernos, útiles y patéticos que pueden practicarse, y se han
visto maravillosos efectos.
A proporción de la devoción dolorosa y compasión del Viernes Santo,
era la festiva del Sábado Santo. Al entonar el sacerdote el Gloria in excel-
sis en la Misa cantada, se abrían de repente las ventanas de la iglesia,
llenándose toda de luz y alegría, la cual se aumentaba con el repique de
las campanas, y con el sonido repentino de cajas y pífanos y clarines
que las acompañaban desde fuera. Dentro de la iglesia revoloteaban pa-
jaritos vistosos de varios colores que se soltaban por todas partes, y al
mismo tiempo caían sobre la gente estampitas y vitelas que con idea y
artificio tenían prevenidas los sacristanes en el techo de la iglesia y las
iban dejando caer con tanto disimulo, que rara vez entendía la geaite el
arte y la tramoya.
Acabada la Misa, se hacía la procesión de la Resurrección, que lla-
maban los indios el encuentro. Mientras se disponía á salir de la iglesia
con un Niño Jesús, bien vestido y con el Santísimo Sacramento, iban las
668 Misiones del Marañón Español
mujeres todas á sacar y acompañar una imagen de Nuestra Señora que
tenían prevenida en la sacristía ó en una casa inmediata. Traíanla en
unas andas vistosamente adornadas, con un velo tendido y desplegado
que la cubría el rostro, y al salir la procesión de la puerta principal de
la iglesia, se dejaban ver las mujeres en alguna distancia con la imagen.
Venían caminando en dos filas al encuentro, y al acercarse inclinaban
las andas, haciendo reverencia la imagen de María Santísima á su Hijo,
la cual ceremonia se repetía por tres veces. Al juntarse el Hijo con su
Madre, una de las mujeres quitaba con una vara el velo á Nuestra Seño-
ra, hincándose á este tiempo de rodillas así las que cargaban con las an-
das como las demás que las acompañaban. Manteníanse de rodillas has-
ta que pasaba por medio la procesión, y luego que pasaba el Santísimo
Sacramento, se levantaban y ponían al lado izquierdo fuera de las qufe
llevaban la imagen, las cuales iban siguiendo la procesión detrás del sa-
cerdote, y después de la imagen seguían el gobernador, alcaldes, regi-
dores, capitanes, y últimamente las mujeres hasta entrar en la iglesia,
donde se acababa la función con la bendición del Santísimo. Hemos es-
tado prolijos en describir el gobierno político y eclesiástico de los indios
del Marañón, y bajado á menudencias que no parecerían á todos necesa-
rias. Yo lo confieso y pido excusa á los lectores, á quienes suplico que se
hagan cargo de una cosa que me aflige no poco, y es, el temor gran-
de en que estoy de que al presente, cuando esto escribo, apenas haya
vestigio en aquellas tierras del gobierno, cuyo establecimiento costó á
los misioneros el trabajo de ciento treinta años. Y no serán inútiles estas
advertencias para los varones celosos, que ha de levantar de nuevo
(como espero), la Divina Providencia y enviar al Marañón á restablecer
las misiones.
LIBRC> XU
CAPITULO PRIMERO
LLEGA Á NOTJCIA DE LOS MISIONEROS EL ARRESTO HECHO EN LA PRO-
VINCIA DE QUITO DE SUS HERMANOS.— VARIOS CASOS PARTICULARES
QUE ANUNCIABAN LOS GRANDES TRABAJOS QUE LES ESPERABAN.
Hallábase por los años de 1767 la misión de los Mainas en el estado
que acabamos de describir en los dos antecedentes libros. El gobierno ci-
vil y político estaba ya muy arraigado, y el eclesiástico y espiritual pa-
recía haber llegado á la perfección debida. Los misioneros repartidos por
los pueblos trabajaban con tanto celo y empeño en adelantar sus con-
quistas espirituales, que acaso nunca se vieron ni más ansias en procu-
rarlas ni más esperanzas de conseguirlas. El P. Xavier Veigel tenía pues-
ta la mira y tendida ya la red sobre los campos vastos de los Pirres y
Cunivos de Ucayale. El superior de las misiones, Aguilar, tenía ya pre-
venidas embarcaciones fuertes y bien fabricadas con un número res-
petable de indios para la expedición del río Curaray y para las paces
que pensaba entablar con los Oas y Abigiras, naciones numerosas.
Por los ríos Blanco y Nanai se descubrían parcialidades nuevas de
Iquitos, que se agregaban cada día á los reducidos, y daban esperan-
zas de una florida cristiandad en aquellas tierras. Pero sobre todo, la
grande nación de los Xíbaros estaba ya ganada y determinada á poblar-
se á esfuerzos y fatigas del misionero de los Muratas, que á costa de pe-
ligros de la vida y de una heroica paciencia, había vencido el imposible.
Todos los misioneros sentían nuevos esfuerzos con la nueva puerta que
se les abría, persuadidos á que sólo la nación de Xíbaros bastaba para
hacer un cuerpo tan crecido de neófitos, que igualase ó excediese á todo
el cuerpo de la misión de los Mainas.
Mas, ¡oh falaces esperanzas de los mortales! Era ya llegado el tiempo
670 Misiones del Makañón Español
en que por juicios inexcrutables de la divina Providencia se habia de
cortar el hilo de tan fundadas esperanzas, deshacerse la rica tela y per-
der el trabajo de ciento treinta años con solo un golpe de política mal en-
tendida, de pasión arrebatada y de ceguedad increíble, sin entenderlo el
piadoso monarca, sin conocerlo el rey católico y sin saberlo Carlos III,
incapaz de una resolución tan bárbara, medianamente informado de los
servicios de la Compañía en sus reinos, y más particularmente en las mi-
siones, las cuales, como debían su fundación á los jesuítas, así no podían
subsistir sin ellos en unas tierras donde el celo encendido de las almas,
el desprecio de la vida, la mansedumbre apostólica, la pobreza en el ves-
tido, la escasez en la comida, el destierro de los nacionales y la falta de
todo emolumento y comodidad, han de acompañar necesariamente á los
que quieran vivir en ellas y llevar adelante las conquistas con tanta glo-
ria comenzadas. Pero la negra calumnia prevalece, la siniestra informa-
ción se oye, es escuchada la mentira más vergonzosa y se consigue ca-
llando la verdad, y forjando mentir¿is á montones, una firma y un decre-
to de expulsión de todos los jesuítas de todos los dominios de uno y otro
mundo del rey católico.
En el día 20 de Septiembre del año de 1767 llegó á lo interior de las
misiones del Marañón la noticia de la ejecución de este decreto en los
padres de la Compañía de la provincia de Quito, que vivían en sus cole-
gios, con el aviso de que se haría lo mismo con los misioneros de Mainas.
Verificóse en esta ocasión lo que se suele decir comúnmente: que corren
á paso más acelerado las nuevas funestas que las noticias alegres. Pues
siendo constante que al centro de las misiones tardaba, por lo regular,
en llegar dos meses cualquier aviso desde la ciudad de Quito, el arresto
de los jesuítas llegó tan apresuradamente que, al mes cabal de la ejecu-
ción funesta, se extendió por la mayor parte de los pueblos. Bien se deja
entender lo sensible que sería tan tremendo golpe á los misioneros; pero
como hombres apostólicos hechos á contrastes, persecuciones y trabajos,
adoraron los designios y juicios del Señor, y no queriendo dejar pasar
los pocos días en que podían ayudar á sus pobres indios, prosiguieron
con el cuidado de los pueblos sin hacer novedad alguna, atentos sola-
mente á ocultar á sus feligreses la fatal mudanza. Consiguieron tener
oculta la noticia por tres meses, hasta que, á la vuelta de algunos indios
enviados al Ñapo con canoas para transporte de los señores clérigos su-
cesores de los padres, se empezó á divulgar la cosa con visos bien dife-
rentes, porque venía tan mudada la realidad de lo que había determina-
do la corte, que se llegaron á persuadir los indios que venícin soldados
de Quito para quitar la vida á los misioneros y para hacerlos á ellos
mismos esclavos.
Fué tanta la turbación de los indios, que no pensaban en otra cosa
que en retirarse á sus selvas, ojeando ya desde entonces los sitios más
escabrosos é inaccesibles y convidando á los padres á que les siguiesen
y se pusiesen én salvo de las violencias, porque ellos les asistirían y
LiBKü XII.— Capítulo I 671
mantendrían, agradecidos al bien que por tantos años y con tanto cari-
ño les habían hecho. ¿Quién podrá contar las diligencias, exhortaciones
y medios de que usaron los misioneros para contener á la gente, sose-
garla y desengañarla? Consiguiéronlo al fin con el favor del cielo, aun-
que no con todos. Ni es de extrañar que en gente tan suspicaz hubiese
algunos que, sordos á las cotidianas amonestaciones de perseverancia
en los pueblos, escapasen á los montes temiendo mudanzas, opresiones,
tributos y aun acaso una dura esclavitud, tan contraria á su libertad.
Como no vinieron los clérigos hasta el Abril del año siguiente, tuvieron
mucho que hacer los padres en circunstancias tan críticas y en un inter-
medio tan largo, prosiguiendo con las distribuciones regulares, celebran-
do las fiestas con la misma solemnidad que solían y aplicándose cada
uno con singular empeño á dejar su reducción sólidamente establecida
y arraigada en los ejercicios de la religión y prácticas cristianas.
No dejaron de suceder en este tiempo algunos casos bien particulares
con que parecía dar á entender el cielo á los misioneros los muchos tra-
bajos que por mar y tierra y en el mismo destierro les esperaban. Pon-
dré dos de ellos que tengo bien averiguados. Estaba un misionero en ora-
ción por la noche delante de un devoto crucifijo que tenía en su aposen-
to, y avivándosele la horrible persecución que por todas partes padecía
su madre, la Compañía, y los muchos daños que de ella se seguirían en
Francia, Portugal y España, rogaba á S. M. que la protegiese y ampa-
rase y pusiese término á tantos trabajos volviendo por su causa ¿Qué es
esto, vSeñor?, decía. ¿Cómo permitís que triunfe el demonio y que se pier-
dan tantas almas? Llegó á tanto con sus quejas (que aunque santas y de
buena intención, deben ir siempre conformes con la voluntad divina),
que pareciéndole ya poca conformidad con las disposiciones del Señor, y
que la oración declinaba en impaciencia y perturbación de ánimo, se le-
vantó y abrió un libro en la mesa para divertir el pensamiento fatigado
de los males que se le proponían. Luego leyó en el principio de la página
por donde abrió escritas con letras mayúsculas estas palabras: Desine me
rogare ciim tanta animi perturba tioiie, quia voló sangaíne Sodietatis nohilitare eccle-
siam meam. Herido como de un rayo con estas palabras, se postró en tie-
rra delante del Santo Cristo diciendo: Señor, hágase en todo vuestra san-
tísima voluntad. Aquí está mí sangre, aquí mi vida, aquí cuanto soy y
tengo de V. M,, y prosiguió su oración en este afecto de sumisión, resig-
nación y rendimiento á las divinas disposiciones.
Conforme ya del todo con la voluntad del Señor, se levantó de la ora-
ción y buscó en el libro las palabras que había leído, pero no era fácil
encontrarlas porque no habían sido escritas por manos de hombres. Mas
como le habían quedado tan impresas, volvió y revolvió por la mañana
cuantos libros tenía en el aposento y no pudo hallarlas en ninguno, ni se
acordaba haber leído jamás en libro alguno semejantes cláusulas. El
caso estuvo oculto entre algunos misioneros, pero muerta ya la persona
á quien se dijeron, me ha parecido publicarlas para nuestro consuelo.
672 Misiones del Mará ñon Español
Porque, ¿qué mayor gloria para los hijos de la Compañía ni qué mayor
gracia les puede hacer su Capitán Jesús que escoger del mundo estos sus
inútiles siervos, para rubricar y hermosear su iglesia con su sangre por
medio del fuego de la persecución presente? Sea el Señor bendito para
siempre, que no permitirá tantos males sino para sacar de ellos mayores
bienes.
Más público y más auténtico fué el estupendo prodigio que sucedió en
San Xavier de Urarinas delante de su misionero, el P. Mauricio Caligari,
y en presencia de todos los indios del pueblo, no sólo en un día, sino en
dos seguidos y á la misma hora. Miércoles de ceniza del año de 1768, como
á las nueve de la mañana, avisaron los niños al P. Mauricio que tembla-
ba y se movía notablemente la cruz grande de la plaza delante de la
iglesia. Era costumbre de todos los pueblos poner en la plaza una cruz
. alta y gruesa y bien encajada en la tierra para que resistiese á los malos
temporales y vientos furiosos con el designio de que los indios, divisán-
dola desde lejos, la adorasen y saludasen á la vuelta de sus viajes. Salió
el padre al aviso de los niños con un mozo llamado Mariano, y hallando
ser verdad lo que se le decía, quedó atónito viendo temblar y bambolear
aquella gran mole, cuando todo lo demás estaba inmoble. Juntáronse á
la novedad los indios de todo el pueblo, pasmados del prodigio, viendo
que ni había terremoto, ni temblaba la iglesia ni se movían las casas, y
que sola la santa cruz se movía de un lado á otro y se cimbraba como si
fuese una caña. Duró el movimiento como un cuarto de hora, para que
todos fuesen testigos del singular prodigio. Paró, finalmente, la cruz,
quedando derecha como antes, y el P. Mauricio, con los alcaldes y gente
más respetable, se acercó con toda reverencia á ella para observar con
cuidado si estaba bien fija, ó si había algún hueco ó hendidura en la tie-
rra. Hallaron la cruz firme, la tierra unida, por todas partes tan tiesa y
tan fuerte, que abrazándose muchos con el santo leño y haciendo cuanta
fuerza pudieron juntos y á un impulso, estuvieron muy lejos de poder me-
nearla. Mas asombrado el misionero, hizo que todos se pusiesen de rodi-
llas y rezasen delante de la cruz las oraciones que le dictó su fervor y
devoción. Después todos se volvieron á sus casas atónitos y pasmados
de un prodigio que habían visto con sus mismos ojos y no acababan de
creer.
Jueves siguiente, á la misma hora, comienza de repente la cruz á me-
nearse con más fuerza que en el día antecedente, balanceando hacia los
dos lados con mucho ímpetu. La gente, ya prevenida con lo que acababa
de suceder el miércoles, estaba atenta y asombrada de una cosa tan sin-
gular, no acabando de entender tan prodigioso estremecimiento. Mandó
el padre que todos se hincasen de rodillas, grandes y pequeños, hombres
y mujeres, y que adorasen la santa cruz, hizo el acto de contrición, que
repetían los indios en voz alta, y por último, ordenó que, viniendo con
mucha humildad y reverencia por su orden, adorasen y besasen el santo
leño que estaba inmoble, explicándoles cómo en otra cruz semejante ha-
Libro XII.— Capítulo I 673
bía muerto por nosotros Nuestro Señor Jesucristo. «Ya veis, les decía,
cómo sin haber terremoto ha sucedido este prodigio dos dias seguidos á la
misma hora. El madero no tiene sentido para hacer por si mismo ese mo-
vimiento. Luego sólo por mandato del gran Dios, á quien obedecen sus
criaturas, se ha obrado esta maravilla, que nos avisa del arrepentimiento
de nuestros pecados, y nos previene para trabajos y aun quizá nos anun-
cia muertes cercanas de algunos de los presentes.» Dados á los hijos tan
saludables consejos, repitió la diligencia del día antecedente, observó
bien toda la tierra alrededor de la cruz, reconoció los maderos, y se hizo
la fuerza posible para menearla; mas la tierra estaba dura, la madera
sin raya, hendedura ó división, y la cruz inmoble, alta y derecha como
si no hubiera sucedido movimiento alguno.
Retiráronse los indios á sus casas, espantados del suceso, por dos ve-
ces repetidas; y el P. Mauricio, temiendo ser este aviso de su cercana
muerte y prenuncio de los grandes trabajos de la misión , escribió al mi-
sionero de San Regís, que era á la sazón el P. Manuel Uriarte, todo lo
sucedido en los dos días, pidiéndole que le dijese su sentir sobre cosa tan
singular y prodigiosa. Respondióle el P. Uriarte en estos términos : «No
soy profeta, padre mío, y el tiempo aclarará las cosas. Pero pienso que
Dios nuestro Señor, en su pueblo de San Xavier, nos quiere avisar que
la Compañía será combatida una y otra vez; mas así como la cruz quedó
firme, volverá á afirmarse la Compañía en las misiones. Conque ánimo,
padre mío, á padecer. Muchas cruces cargaron sobre San Xavier, y las
abrazó todas; abracemos nosotros ésta que se nos presenta. El santo vio
en Europa, entre sueños, un indio atezado que le oprimía con su peso,
mas se animó con la divina gracia á soportarlo ; nosotros veremos en las
Indias, estando despiertos, que nos quitan por fuerza la dulce carga de
los indios, y que nos esperan más pesadas cruces en caminos, mares y
en laEuropa. Esperemos, y abracémoslas con resolución y coraje, que la
cruz de su pueblo que queda firme, alta y derecha, nos augura fortaleza
de la misma, superabundante gracia para padecer constantes, y quizá
volver otra vez á nuestra amada misión.» Así se animaban estos varones
apostólicos á padecer cruces y trabajos por Jesucristo, el cual les pre-
venía para los muchos que les esperaban en el prodigio referido, que
parece haberse repetido dos veces, y la segunda vez más sensiblemente
que la primera, para significar, á lo que yo pienso, enseñado por el
tiempo, no sólo la expulsión de la Compañía de los dominios de nuestros
soberanos, pero aun la extinción de la misma religión, golpe, sin duda,
más terrible y más sensible sin comparación á sus hijos, los cuales en
silencio y esperanza mantienen su fortaleza , repitiendo entre tanto, fiat
voluntas tua sicut in coelo et in térra.
El P. Mauricio abrazó su cruz constante y la llevó con ejemplar tesón
por cuatro años que le duró la vida, en cuyo tiempo fué participante con
los demás misioneros de las estrecheces de la navegación, de las cárce-
les del Para y de las reclusiones en el Palacio de Azeitao, y en el pueblo
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674 Misiones del Marañón Español
de Santa María, y de todas las demás miserias y calamidades, que refe-
riremos en este último libro, hasta que coronó gloriosamente su carrera
en Augusta el ano de 1772. Su mozo, llamado Mariano, que asistió con el
padre al estremecimiento de la cruz, murió á poco tiempo antes de la
salida de los misioneros del Marañón. Por lo cual parece que no engañó
el pensamiento al P. Mauricio cuando sospechaba que también el tem-
blor de la cruz, anunciaba la muerte cercana de algunos de los presentes.
Dejo, por no ser más largo en este capítulo, los terribles estruendos y
bramidos que se oyeron en la misión en las alegrías de la Pascua de Re-
surrección, en que quiso el Señor acordar á los misioneros, como dijo á
los discípulos de Emaús, que convenía padecer. Fueron tan espantosos y
terribles, que los indios, atónitos, no sabían qué decirse; y aterrados, se
miraban unos á otros, temiendo perecer todos, y el gobernador mismo de
la misióii, casi fuera de sí por la vehemencia de los truenos y estampidos,
escribía aun misionero que le parecía llegarse el fin del mundo. Todos
estos asombros los causó la erupción terrible del cerro Cotopaxi, distante
de la misión casi trescientas leguas. ¿Qué se sentiría á su falda y en sus
cercanías? Como los clérigos y comisionados estaban ya en camino para
la misión, no pudieron dar á los |)adres razón particular de los estragos
de aquel Etna ó Vesubio. Pero se ha sabido por cartas que las ruinas,
daños y estragos fueron inmensos, arrasando el ímpetu de la materia
bituminosa, casas, molinos, haciendas y cuanto encontraba, de manera
que hubo particular que perdió sesenta mil ovejas. Dijese que en Quito
y en Tacunga , hubo tres días de noche por la mucha ceniza de que se
cubrió la atmósfera, y que los habitadores del contorno de Cotopaxi, de-
jando sus propias tierras y haciendas, se habían ido á establecer lejos de
este monstruo.
CAPITULO II
llegan al marañón los comisionados para la intimación del real
decreto, con los clérigos destinados á suceder á los padres
El Sr. D. José Bazave, comisario de la ejecución del decreto de su
majestad católica, entró con los primeros clérigos en el gran río Mara-
ñón á fines de Abril de 1768 , y á poco tiempo llegaron los restantes con
el señor vicario y visitador D. Manuel Echeverría, canónigo de la santa
iglesia catedral de Quito. Debía el primero intimar á los padres la expul-
sión de las misiones y prevenir su viaje ; el segundo, traía la incumben-
cia de repartir á los clérigos por los pueblos de la misión, y dejar, de
acuerdo con los padres, asentadas las cosas de manera que no echasen
de menos los indios á sus antiguos misioneros y se acomodasen con los
nuevos, los cuales debían gobernar á la gente sobre el mismo plan que
sus antecesores. Y para que se extrañase menos la mudanza, venía ves-
Libro XII.— Capítulo II 675
tida la mayor parte de los clérigos de sotanas de jesuítas, tomándolas de
las que tenía prevenidas el procurador de la misión para enviar á su
tiempo á los padres misioneros.
Empezaron su comisión estos dos señores por el pueblo más bajo del
Marañón, y prosiguieron sin más detención que la precisa por los demás
pueblos de este río, intimando á cada misionero en particular, el decreto
real de expulsión de los dominios de España ; y haciendo un inventario
de las alhajas de la iglesia y casa del misionero, tomaban después pose-
sión de la reducción los nuevos misioneros; pero de un modo particular
que no creo haberlo practicado ninguno de los vireyes, presidentes, go-
bernadores ni comisionados del arresto. Intimábase á los señores cléri-
gos en el acto de posesión, un orden estrecho del señor obispo j presi-
dente de Quito, de que en medio de ser ya curas de los nuevos pueblos,
tuviesen entendido que hasta la salida de los jesuítas, les debían dejar el
gobierno espiritual y económico de la misma manera que si ellos no se
hallasen en las reducciones. Porque en tanto que perseverasen los pa-
dres , á ellos sólo tocaba atender con diligencia y observar con cuidado
el método que tenían los misioneros en la doctrina, dirección y gobierno
de los indios, el cual debían practicar después generalmente en todos los
pueblos sin mudar un ápice de lo establecido en las misiones. Este con-
cepto tan ventajoso se habían merecido los padres, y en su misma ruina
y destrucción se aprueba su acertada conducta con los indios , y se da
testimonio claro de su gobierno paternal, de su desinterés y de su fideli-
dad al monarca.
En tan extraña mudanza fué grande la confusión y consternación de
todos. El gobernador de la ciudad de Borja, como práctico, de aquellas
tierras, y que conocía mejor que otros la calidad de los indios, estaba re-
suelto á dejar el empleo. «Todo se pierde sin remedio, decía á los comi-
sionados; ni son los clérigos, hechos á sus comodidades, para mantener,
no digo llevar adelante, unos establecimientos que se han fundado á costa
de continuas fatigas y de increíbles trabajos con peligros de la vida en
agua y tierra, con extrema pobreza y con un desinterés generoso; ni los
han conservado los padres sino dando á los indios cuanto les viene á las
manos, tratando con cariño, mansedumbre y fidelidad á gentes de tan
corto entendimiento y de una natural desidia, y no se mueven de un sitio
sino á costa de ruegos, acompañados de regalos y donecillos, en que cier-
tamente no serán pródigos los sacerdotes que vienen en la persuasión
firme de las riquezas, que abrigan en sus entrañas estas tierras faltas
casi de todo, fuera de unas pocas yucas, plátanos y granos de maíz. Yo
no quiero ser responsable á la pérdida que veo, ni conservar los títulos y
nombramiento de mi gobierno.»
Los indios hablaban sin temor ni respeto, diciendo abiertamente que
en el punto mismo en que saliesen los padres de sus pueblos, escaparían
á los montes sin querer admitir otros misioneros que los padres de la
Compañía que los habían criado, y cuya humanidad y buen trato tenían
676 Misiones del Marañón Español
conocido y experimentado. Y como vieron en algún otro clérigo, desde
los principios, ciertas señales de codicia y un modo imperioso de mandar
y hacerse obedecer, se confirmaban en su primera resolución. Los indios
Panos, como tan antiguos en la misión, recibieron el golpe con alguna
moderación, y prevenían los ímpetus de los más nuevos, diciéndoles:
«Esperemos á que nuestro misionero salga del pueblo, pues no lo pode-
mos impedir, y él mismo nos exhorta á la paciencia y conformidad. Pero
después iremos á Quito con estos clérigos que dan señales bien claras de
no querer estar con nosotros, y suplicaremos al señor presidente de parte
de todos los nacionales de la misión, que nos vuelva presto el rey nuestro
señor nuestros amados padres. Si esto se consigue, proseguiremos como
hasta aquí, mas si no vienen en la demanda, entonces es el tiempo de es-
capar todos. Poco fruto hacían los Panos con estos discursos, ni podían
apartar de su determinación á los demás indios naturalmente tímidos y
por extremo suspicaces.
Pero qué diremos de la mayor parte de aquellos buenos clérigos , que
hallándose burlados y sin la esperanza de adelantar en sus intereses,
como muchos se habían figurado, «¿dónde están, decían las minas de oro
tan cacareadas en Quito? ¿Dónde la cera blanca que se recoge á quintales?
¿Dónde el cacao, el azúcar y la canela? ¿Dónde los tesoros de las ricas mi-
siones? ¿Dónde la plata, dónde el oro, dónde las riquezas traídas de Portu-
gal? No se ve sino miseria, necesidad y hambre. Las casas pobres y es-
trechas, los alimentos estirados, el terreno estéril, sin más compañía que
las de unas peñas escabrosas y de una gente brutal y sin entendimiento.
¿Quién nos sacará de este infierno? Ninguno sin duda, sino nosotros mis-
mos, que usando del derecho natural de conservación de nuestra vida,
nos volveremos como pudiéremos á Quito, para evitar una muerte cierta
á que no tenemos obligación ninguna de exponernos. Sólo una cosa se
encuentra que pueda llevar la atención, y es la fábrica de las iglesias,
su adorno y los preciosos ornamentos, que han recogido los padres tra-
tándose con estrechez y pobreza, y empleando en el culto divino los pe-
sos que les alargaba su majestad. Pero esto lo pueden ejecutar unos
hombres apostólicos escogidos de Dios y desterrados voluntariamente
de sus tierras , para plantar y extender el Evangelio en un país lleno
de peligros de la vida, ya de parte de estos hombres montaraces, ya de
parte de tantas fieras y animales venenosos, y, finalmente, del agua, del
temple y de la tierra».
Con una experiencia tan contraria á lo que hubieran pensado, no ex-
trañará ninguno que de treinta clérigos, ordenados los más de ellos tu-
multuariamente con el fin de suceder en el empleo á los misioneros del
Marañón, diez de ellos se volvieron inmediatamente desde la misma en-
trada de la misión á la ciudad de Quito, conociendo desde luego que no
podían soportar los trabajos del ministerio en una soledad y destierro
lleno de penalidades, miserias y peligros. Los otros veinte, se fueron dis-
tribuyendo por los pueblos, para que aprendiesen de los padres el modo
Libro XII.— Capítulo II 677
de tratar con los indios, y el gobierno político y cristiano que debían lle-
var adelante. Mas, ¿cómo era posible hacerse de repente á las fatigas de
tan penoso empleo, que sólo hace suaves y llevaderas la unción del Espí-
ritu Santo, unos sacerdotes sin vocación del cielo, y que venían con dis-
posiciones tan contrarias al oficio en que les ponían?
No sólo el gobernador, los indios y los clérigos se hallaban tan cons-
ternados y confusos, pero aun los padres mismos, estremecidos al terrible
golpe, necesitaban de esfuerzo y de consuelo. Halláronle en el Señor, á
quien se volvieron, y adorando los juicios de su providencia se pusieron
en manos de su divina Majestad, y se esforzaron á cumplir de su parte
con todo lo que les pareció necesario para la perseverancia de unos pue-
blos que tantos sudores habían costado. Su principal cuidado en esos seis
meses fué, no sólo atender á los indios, mantenerles en el pueblo y exhor-
tarlos á la perseverancia después de su partida, sino también consolar á
los clérigos, esforzarlos, animarlos y enseñarlos. Y como los indios esta-
ban tan inquietos y deseosos de escapar á los montes , y los clérigos tan
tristes y melancólicos á la vista del peso y carga que les esperaba, ya se
deja entender cuáles fuesen los cuidados y fatigas de los misioneros, que
reprimiendo en su pecho el vivísimo dolor de haber de dejar á sus indios
y el temor demasiadamente fundado de la ruina de las reducciones, acu-
dían á todas partes y se valían de mil invenciones, así para aficionar á
los indios á los nuevos padres espirituales, como para aligerar la carga
á éstos para que no se acobardasen con el peso.
Basta para prueba lo que hizo el misionero de San Regís, pueblo res-
petable, con un clérigo antiguo, como de cincuenta años, que pusieron
en esta reducción. Moríase este buen sacerdote de tristeza y de melanco-
lía. «¡Ay de mí, desdichado! decía hablando con el padre; ¡ay de mí ; yo
no puedo vivir en estos desiertos solo! Me muero, padre mío, de melanco-
lía. No hay para mí consuelo, no hay alivio.» Y diciendo esto se ponía á
llorar como si fuese un niño. Animábale el padre, y le exhortaba á que se
emplease en alguna cosa, y á que divirtiese el pensamiento, porque den-
tro de dos años le sacaría el obispo, comohabíaprometido, y le atendería
en la oposición á otros lugares ó curatos, como se portase bien en las mi-
siones. Dos años, le decía, presto se pasan, y ya van algunos meses: ofrezca
á Dios estos trabajos, y apliqúese á cuidar de estos pobres indios con ca-
riño como yo lo hago. Repase el Moral, porque pueda entrar con se-
guridad en los exámenes, que yo le ayudaré mientras esté en el pueblo.
«¡Ay, padre, respondía el buen clérigo; Dios le pague tanta caridad,
pero estoy muy olvidado del latín para entender los cánones del sínodo
de Lima, y mucho más los del Concilio de Trento. Para el Moral ya tengo
Larraga, y éste me basta por ahora en castellano.» Viendo esto el misio-
nero, se determinó en hacer escuela con el clérigo, y en una hora por la
mañana y en otra por la tarde, le fué diciendo en castellano los cánones
de uno y otro concilio para que los entendiese.
En las prácticas de la misión y en el modo de tratar con los indios, ha-
678 Misiones del Marañón Español
liaba mucha dificultad el buen clérigo ; porque hecho á vivir á su modo^
no sabía ni acertaba á disimular con los indios y á pasar por sus groserías:
dábale en rostro la comida pobre, y no podía entrar en la tarea penosa
de instruir rudos, visitar enfermos y hacerse todo á todos para ganarles
las voluntades. Hacía cuanto podía el misionero con razones, palabras
afables y con ejemplos, para que entrase suaA^emente en el oficio, y viese
con sus ojos que no era imposible, sino hacedero, lo que se le figuraba tan
dificultoso. Y á la verdad, si no pudo conseguirlo todo, dejó á lo menos-
las cosas asentadas, al clérigo medianamente instruido y á los indios pa-
cíficos y sosegados, con alguna esperanza de firmeza y perseverancia de-
aquella reducción. Esto mismo practicaron otros misioneros en sus pue-
blos con los clérigos , cuya instrucción tomaron muy á pechos deseosos^
de adelantar la obra de Dios y de que se hiciesen á los indios aquellos
sacerdotes. Mas según las noticias que de aquellas remotísimas regio-
nes y tierras hemos tenido en Italia, poco asiento hicieron en los ¡pue-
blos los nuevos misioneros, y no parece que probaron mucho mejor los
religiosos que les sucedieron, quedando el extendidísimo campo de las mi-
siones un erial horroroso y sin cultivo. Estos fueron los frutos y ventajas
de la mudanza de los padres, el abandono de tantos indios y la pérdida
de una cristiandad, que tantos años de cultivo, aplicación y trabajo ha-
bía costado á la Compañía de Jesús.
CAPITULO III
SALEN LOS PADRES DE SUS PUEBLOS Y ENTRAN EN EL DOMINIO DE PORTUGAL.
PARA HACER SU VIAJE BAJO LA DIRECCIÓN DE LOS PORTUGUESES
No había concluido el arresto de los misioneros D. José Bazave en las
reducciones más remotas, cuando recibió en San Joaquín de Omaguas en
el 31 de Julio de sesenta y ocho, día consagrado á San Ignacio de Lo-
yola, padre y fundador de la Compañía, un pliego enviado del presidente-
de Quito en que le comunicaba el orden que acababa de recibir de la
corte, para que los misioneros del Marañón fuesen enviados á la Europa
por la vía de Portugal. La razón de esta resolución de parte de los minis-
tros de España, parecía ser que haciendo los padres su viaje por agua,,
sería más cómodo y se excusarían los muchos gastos, peligros y trabajos-
en que incurrirían necesariamente por cualquiera otro camino. Pero le-
vantando más la consideración , quería también su padre San Ignacio
que los misioneros del Marañón español, bebiesen algo del cáliz que esta-
ban apurando hasta las heces los misioneros del Marañón portugués, en
las cárceles tenebrosas de San Julián. Para dar el comisionado entero-
cumplimiento al orden que se le daba, se determinó á concluir con apre-
suración el auto y ejecutar la mudanza de misioneros con la brevedad
posible. Envió á los pueblos más distantes y retirados que no había co-
Libro XII.— Capítulo III 079
rrido, á los clérigos mismos con cartas en que al mismo tiempo que orde-
naba á los padres la entrega de los pueblos, les señalaba también el día
preciso en que debían venir á San Joaquín de Omaguas , y estar ¡prontos
para pasar á los dominios de Portugal.
Obedecieron puntualmente los misioneros, y como tenían ya preveni-
dos los indios y bien amonestados sobre la obediencia que debían tener á
su majestad católica que mandábala mudanza, hicieron con mucha paz
la entrega de las reducciones á los nuevos clérigos, encargando á los in-
dios con especial cuidado la obediencia y rendimiento á sus padres espi-
rituales que miraban por ellos y los cuidarían de la misma manera que
habían sido atendidos de los Jesuítas. Todos tuvieron el consuelo de dejar
quietos y sosegados á los indios, bajo la dirección y cuidado de sus suce -
sores. Solo el P. Andrés Camacho tuvo el dolor y sentimiento de ver con
sus mismos ojos, arder las casas de los Muratas, que no pudiendo disimu-
lar la pena de que les quitasen su misionero pusieron fuego al pueblo y
escaparon á los montes.
Hecha ya la entrega de las reducciones, salieron de ellas los padres,
unos después de otros, según las diferentes distancias, y enderezándose
al pueblo de la reseña nombrado del comisario, tomaron también sus me-
didas , que por una especie de prodigio llegaron á San Joaquín los doce
que se esperaban en el mismo día de 28 de Octubre y á la misma hora de
la mañana. Hallaron en el pueblo otros tres sujetos, que con otros cuatro
padres que se debían juntar en el camino antes de la entrega en Portu-
gal, cumplían el número de diez y nueve misioneros, y eran los siguientes:
P. Francisco Aguilar, superior de P. Pedro Berroeta,
los misioneros. P. Francisco Xavier Plindendorffer.
P. Leonardo Deubler. P. Martín Schoveina.
P. Adán Vidman. P. Andrés Camacho.
P. Xavier Veigel. P. Mauricio Caligari.
P. Manuel Uriarte. P. José Vahamonde.
P. José Palme. P. José Montes.
P. Carlos Albrízi. P. Juan Saltos.
P. Dionisio Ibáñez. P. Segundo del Castillo.
P. Pedro Esquini. P. Pedro Shonemán.
Los Padres Xavier Crespo y P. Juan Ullauri que cuidaban de la ciu-
dad de Lamas, los PP. Francisco Zamora y José Marchat, que aten-
dían á los de Archidona y del puerto de Ñapo, y finalmente los PP. José-
Romey y Juan Ibusti, misioneros de los Encabellados, habían pasado á
Quito antes que llegase el orden del señor presidente, y por el consi-
guiente no pudieron ser comprendidos en la nueva determinación que
se tomaba.
Después de un corto viaje desde San Joaquín á San Ignacio de Pevas.
se hallaban ya en este pueblo los 19 referidos padres. Fué necesario déte-
680 Misiones del Marañón Español
nerseen esta reducción por algunos días, para recoger víveres y hacer al-
gunas provisiones hasta la entrega en los dominios de Portugal , porque
solos los indios empleados en manejar diez y ocho canoas que llevaban á
los padres, y un barquito en que iba el comisionado, pasaban de doscientos
hombres. Recogidos los bastimentos que se pudieron haber en aquellas tie-
rras miserables, salió la armada naval de San Ignacio en el día 7 de No-
viembre, y á dos días de navegación tomó el puerto de Nuestra Señora
de Loreto, último pueblo de la misión y rayano de Portugal. ¿ Quién po-
drá explicar con palabras los vivos sentimientos de los misioneros al de-
jar atrás el río Ñapo y al arrancarse de sus amadas misiones? Allí deja-
ban su corazón adonde tenían su tesoro, y les llevaban el alma aquellos
pobres indios que habían sido sus delicias. No pudo menos de ser ésta
una división dolorosísima, y ya que no acierto á decirla, dígala por todos
ellos el P. Manuel Uriarte, que así la pinta en sus apuntaciones.
«Bañado en lágrimas, dice, extendía cuanto podía la vista por el Ñapo
arriba, y me desahogaba diciendo: ¡Adiós, adiós Ñapo, primicias de mi
mi apostolado, y por qué no me dejaste sepultado en tus orillas en el
tiempo de tus rebeliones, ó á lo menos sepultado en tus aguas de San Mi-
guel y de Rumituñisca! ¡Oh mil veces dichoso venerable P. Francisco
Real, que mereciste dejar á la violencia de las macanas tu mismo cuerpo
por firme columna de la misión! ¿Quién me diese que el mío quedara en
tu compañía sin salir jamás del lugar que escogí para mi descanso! ¡Adiós,
adiós riquezas mías, más que las minas de oro que arriba tributas? ¡Adiós
mis hijos primogénitos Aguaricos, Guayoyas, Uncuyes, Ancuteres, Paya-
guas y Tiriries ! Veo mis grandes pecados por los que os he de dejar, y qui-
zá no os volveré á ver en ningún tiempo. ¡Oh cruda, oh durísima separa-
ción! ¡Oh Nombre Santísimo de Jesús, mi primer pueblo! ¡Oh Nombre de
María, el segundo! ¡Oh San Luis Gonzaga, el tercero! ¡Oh San Javier de
Icaguates, el cuarto! ¡Oh San Miguel, mi anejo, que fuistes el quinto, y tú
San Pedro de Pay aguas, el sexto! Interceded ahora más que nunca con
todos los ángeles custodios por estos desamparados, redimidos con la san-
gre del Cordero, y reprimid las furias de los demonios que no vuelvan á
tomar posesión de tantas almas, libres ya de esclavitud y cautiverio.»
Así se explicaba este celoso misionero, que miraba con más pena aquella
terrible división de sus indios, que si el alma se le separase del cuerpo.
Mandó hacer alto el comisionado en las tierras hasta que llegasen del
río Negro los barcos portugueses, en que debíaru bajar los misioneros
hasta el gran Para ; pero no viniendo noticia de su arribo, tuvo después
por conveniente acercarse á la Villa Real de San José, de Yavari, pri-
mer pueblo de Portugal, adonde entraron las canoas el día 12 de Noviem-
bre. En esta Real Villa, frontera de España, sin muralla y sin castillo, y
sin una pieza, tenían los portugueses como unos quince soldados, que por
turno hacían guardia en el cuartel y centinela en el puerto. Era de ad-
mirar los pocos indios que se hallaban en el pueblo, tan bien poblado an-
tes, cuando con nombre de San Javier (pues le mudaron hasta el nom-
Libro XII.— Capítulo III 681
bre), le regía, instruía y gobernaba su primer fundador el P. Manuel de
Santos. Pero arrestado el año de 59, y sepultado ahora en las cárceles de
Lisboa, estaba el lugar hecho un esqueleto, sin mc\s alma que los pocos
soldados y otros tantos indios, que no tenían de que sustentarse sino de
lo que les venía de San Pablo. Debieron nuestros misioneros muchas
atenciones á la poca gente que hallaron en la Villa, y señaladamente al
capitán europeo y al vicario criollo, el cual les franqueó la iglesia para
decir Misa, única pretensión de los padres y para decir en ella las leta-
nías acostumbradas en la Compañía.
La fábrica de la iglesia estaba levantada de prestado, por haber de-
jado arruinar la que había fabricado el P. Santos. No habían quedado en
ella sino dos estatuas de San Ignacio y San Xavier, y sin diademas, acaso
por ser de plata las que tenían. Con estar dedicada al Patriarca San
José, no se veía en ella ni estatua, ni pintura del glorioso Santo. Lasti-
mado de tanto descuido y abandono, uno de los padres misioneros se en-
tretuvo en estos días de detención en formar de cartón y de papel dorado
que por casualidad llevaba en un libro, diademas á los santos, que en tanta
pobreza agradecieron el afecto y buena voluntad de su hijo. Fuera de
de esto, halló entre los compañeros una estampa del gloriosísimo Pa-
triarca San José, y la colocó con mucho gusto y devoción en su iglesia.
Parece que los santos se dieron por agradecidos á esta buena obra del
misionero, pues por su medio se impidió la violación de la iglesia y
se socorrió á una pobre india. Estaba dicho padre una noche en la igle-
sia, y sin lámpara, porque no había Sacramento, encomendándose á
su Majestad, cuando un desaforado soldado entró en ella arrastrando
por fuerza á una india que se resistía cuanto podía á su mal deseo. No-
tólo el padre, que, arrastrado del celo de la casa de Dios, dio un gran
grito al soldado, diciéndole: ¡Oh perverso, qué haces! A esta voz, como
si fuese un trueno, huyó espantado el sacrilego soldado, y quedó libre la
pobrecita india de aquel desalmado. Avisó al vicario de la desvergüenza,
y éste se excusó diciendo haber dejado abierta la iglesia en atención á
los padres que hallaban en ella su consuelo ; y que por haber querido su
antecesor carmelita, atajar un desorden de un soldado, le había éste
puesto un puñal á los pechos, y el fraile se había retirado al Para. Es-
taba en realidad el vicario desazonadísimo con los soldados, y repetía:
«Soldado y diablo, todo es uno. Sólo los padres jesuítas, añadía , tenían
arte y maña para contenerlos y echados éstos en las cárceles por traido-
res á la corona ha descubierto el ministro en esta prisión la mayor trai-
ción al rey fidelísimo.»
Como no hubiese noticia alguna de los barcos que se esperaban , des-
pués de diez días de detención en la villa, hubo sus diferencias entre el
comandante de la plaza y el señor Bazave. Quería éste pasar al pue-
blo de San Pablo como más principal en donde debía hacerle la entrega
de los padres. Pero se oponía con tesón el portugués diciendo que nunca
vendría en ello mientras no le constase del permiso de su gobernador
682 Misiones del Marañón Español
inmediato, que residía en el río Negro. Desatinado Bazave por la cons-
tancia del comandante, lo amenazaba con volver á los misioneros por la
vía de Quito, añadiendo que sabría muy bien dar cuenta de su proceder
y exponer las quejas en la corte de Lisboa. En medio de estas alterca-
ciones, llegó en el día 23 la noticia de que las barcas deseadas venían á
toda prisa Marañón arriba, y que llegarían á la villa de Olivenza ó San
Pablo en el día 4 ó 5 de Diciembre; con esta nueva se dejó doblar el por-
tugués, y vino en que bajasen los padres á dicha villa, donde entraron
en el 28 de Noviembre antes de ponerse el sol.
Fueron recibidos los misioneros con mucha urbanidad de los portu-
gueses, pero notaron mucho el recato que observaron eu este pueblo con
ellos, de manera que un religioso carmelita que estaba cura de otra po-
blación más abajo, habiendo subido á San Pablo con el pretexto, coma
decía, de reconciliarse, aunque en realidad había venido para ver, hablar
y abrazar á los padres, procuró visitarlos de noche y con mucha reserva.
Al abrazarlos este buen religioso, sin poder contener las lágrimas que le
caían de sus ojos, decía al oído de cada uno de los padres estas palabras:
«Padres de la Compañía de Jesús.» No caían en cuenta los misioneros
por qué repetía tanto aquellas palabras ; pero el religioso daba á enten-
der en ellas que de ninguna manera asentía á las órdenes de un oidor,,
que con título de visitador, había corrido aquella provincia y fijado en
las puertas de las iglesias un edicto, que, entre otras cosas, prohibía á
los subditos de su majestad fidelísima dar el nombre de padres de la
Compañía de Jesús á los hijos de San Ignacio. Leyeron después los jesuí-
tas este decreto fijo en la puerta de la iglesia , en el cual se prohibía á
todo portugués tratar directa ó indirectamente con algunos de los llama-
dos de la Compañía de Jesús, sopeña de ser tenidos y juzgados por reos-
de lesa majestad, por ser dichos padres enemigos declarados de la co-
rona. Leído tan infamatorio decreto, se acordaron de los apóstoles que
ibant gaudentes a conspectu concüii : y alegres y alentados con este recuerdo,
se animaban á padecer algo por Jesucristo, que se dignaba hacerlos en
algo semejantes á sus apóstoles. El director de la villa, que era como co-
rregidor, hospedó á los misioneros en su propia casa, y se fué á vivir en-
tretanto á una fragua miserable de un herrero, pareciéndole justo hacer
este obsequio á los padres, á quienes estimaba de corazón. Y como debía
correr con su agasajo, por razón del empleo, tuvo muchas ocasiones de
tratar con ellos en que mostraba siempre singular agrado, ternura y ca-
riño que daban bien á entender el afecto que les tenía. Los demás por-
tugueses conocían muy bien la inocencia de la causa, pero solo se expli-
caban con acciones y medias palabras.
Llegaron, por fin, los barcos el día después de San Juan, coii un des-
tacamento de granaderos, que se reducía á doce soldados, un cabo, un
alférez y un capitán, el cual venía con todos los poderes de comisario de
parte de Portugal para hacerse cargo de la entrega de los misioneros
hasta el Para. Dirigióse el capitán con sus soldados á la casa del direc-
Libro XII.— Capítulo IV 683
tor, y salieron los padres á la puerta para recibirle con sumisión y de-
coro. Reconocido el padre superior, á quien hicieron un grande cumpli-
miento, pronunció con marcialidad y despejo una larga y estudiada
arenga, cuya suma era que venía con los suyos á ofrecer á los misione-
ros lo que necesitasen y pidiesen, asegurándoles que ésta era la mente
de su rey fidelísimo, y que ellos estaban allí prontos á servirles en todo.
Advirtiólos también en que si alguno se desmandase en hacerles la veja-
ción más mínima, ya fuese de los soldados, ya délos indios, le diesen pronto
aviso para poner el remedio con el castigo de los delincuentes. Agradeció
el superior, en nombre de todos, las ofertas del capitán, el cual, al des-
pedirse con sus soldados, hizo que el cabo de escuadra fijase su alabarda
en la puerta de los padres en señal de posesión. Dióse por ofendido, como
era razón, el comisario español de una demostración tan fuera de tiempo,
y además de echíir por tierra por medio de un indio la insignia de la pre-
tendida posesión , se quejó amargamente con el capitán , diciéndole que
si empezaba antes de tiempo con aquellas demostraciones ó pensaba lle-
var á los padres como presos y con centinelas, se volvería con ellos por
las montañas de Quito, lo que haría muy fácilmente atenta la docilidad
y obediencia que había experimentado en ellos, pues sin escolta de ba-
yonetas y sin ayuda de soldadesca les había conducido á todos á aquel
lugar. Y sobre todo, que tuviese entendido que no sufriría en manera al-
guna que se pusiesen centinelas á los padres, ó se practicase con ellos la
menor señal de prendimiento, particularmente antes de una entrega for-
mal y legítima, sin la cual no estaban autorizados los portugueses para
disponer de los padrea. Con estas palabras dichas del comisario español
con resolución y valentía , se retiró el capitán y no pensó en hacer cosa
alguna con los misioneros hasta que legalmente se le entregaron.
CAPITULO IV
ENTREGA DE LOS MLSIONEROS AL CAPITÁN PORIUGUÉS Y NAVEGACIÓN
HASTA EL GRAN PARA
Mientras los padres se hallaban en un estado de indiferencia, que ni
bien pertenecían al comisario español ni estaban todavía al cargo y cui-
dado del capitán portugués, no dejaban de tener sus cuidados y recelos
por las muchas cosas que les venían al pensamiento, sobre lo sucedido en
Portugal con sus hermanos. Más solícito que todos el superior Aguilar te-
miéndolo todo, y no se fiando de ninguno, se informó por sí mismo de lo
que llevaban sus subditos y dio un orden cerrado para' que se quemasen
cuantos papeles traían. Ellos eran en realidad inocentes y se reducían á
las apuntaciones de los padres sobre los sucesos de sus pueblos, ó á cosas,
tocantes á las diversas lenguas de la Misión. Pero el orden se ejecutó
684 Misiones del Marañón Español
puntualmente, y nosotros nos vemos privados de varias noticias que no
hemos podido encontrar por más que las hemos solicitado.
Llegó finalmente, el día 8 de Diciembre, consagrado á la celebridad
de la Purísima Concepción de María Santísima, en el cual debía hacerse
la entrega de los jesuítas á los señores portugueses. Dispusieron los comi-
sionados por la tarde un gran circo de bancos, en que hicieron sentar
por su antigüedad á los diez y nueve misioneros: en la testera se puso una
mesa, á la cual se sentó en primer lugar el capitán portugués, el comi-
sario español enfrente, y á los lados el cabo de escuadra que hacía de es-
cribano y los testigos de la entrega, que venían á ser dos mestizos y otros
tantos indios. Todo el teatro estaba rodeadode soldados, puestos atrechos,
con sus bayonetas caladas. Dispuestas asilas cosas, mostraron los comisio-
nados los poderes de enviados, uno para entregar á los padres y otro para
recibirlos á su cuenta, y conducirlos hasta el Para. Fueron después lla-
mando por su nombre á cada uno de los misioneros y leyendo en público
una lista de su ropa, trapos y trastecitos, le despedían del congreso, hasta
que recogiendo las cosuelas de los demás concluyeron con todos. Quedóse
el español con los portugueses para formar los papeles y hacer los testi-
monios de su entrega. Hízose uno en lengua portuguesa y otro en lengua
castellana, firmados ambos así de los dos comisionados como de los cua-
tro testigos que, al fin, sabían formar las letras de sus respectivos nom-
bres y apellidos .
En el día siguiente, fueron acomodando el bagaje en los barcos pre-
venidos, y como á medio día fueron bajando los padres al puerto para,
embarcarse, acompañados del director de la villa,' que se deshacía en lá-
grimas y del vicario que había mostrado con ellos varias atenciones.
Seguíanle los demás portugueses é indios con gran silencio, que sólo in-
terrumpían las muchas lágrimas que derramaban, al ver en aquel esta-
do unos hombres, tan venerables. por sus años y por sus empleos de misio-
neros. El señor Bazave, pretendía embarcarse con los padres, y acom-
pañarlos hasta el Para con el título de asistir á algunos de ellos que iban
enfermos. Más los portugueses celosos en esta materia, estuvieron tan
lejos de venir en ello, que ni aun le permitieron detenerse un día en el
pueblo, por orden que tenían de no consentir en el dominio del rey fide-
lísimo á ninguno de los conductores. Lloraba, el buen, señor sin consuelo
y volviéndose á los padres, cuya piedad y moderación había experimen-
tado en el viaje, les suplicaba humildemente que rogasen á Dios por él
para que le diese gracia para hacer una confesión general. Parece que
el corazón le anunciaba la muerte repentina que le aguardaba, pues se
supo después por cartas de Quito, que no mucho después de su vuelta, le
habían quitado la vida de una estocada. Volviéronse los indios de la mi-
sión con el señor JBazave y dejaron de oír los padres el nombre de Pa-
drecunapae con que le apellidaban, que quiere decir ladrón de padres.
Repartieron á los misioneros en tres barcos, diez en uno, seis en otro,
y en el tercero, en que iba el alférez, otros tres. El capitán caminaba solo
Libro XII.— Capítulo IV 6S5
en su barco, á quien seguían siempre una barca grande con fogón y co-
cina, donde se guisaba la comida, que se sirvió siempre en abundancia y
bien aderezada, hasta el Para. Admirilbanse los padres de las pocas y pe-
queñas poblaciones que descubrían en su navegación, cuando pocos años
antes, eran un hormiguero de gentes las riberas del Marañón; que estas
ventajas trajo también á la corona de Portugal su ministro con la pri-
sión de sus antiguos misioneros. Acercábanse ios barcos á estos pequeños
pueblecitos, y sólo se detenían en sus puertos el corto tiempo que era ne-
cesario para meter en ellos las provisiones de víveres prevenidos por or-
den del gobernador del río Negro. A ninguno le era permitido salir de las
embarcaciones, aun en parajes despoblados. Una vez sola dio permiso
el capitán para que saliesen los padres de los barcos, mas sucedió un
contratiempo que cerró la puerta para la segunda. Dióle mientras esta-
ban los padres en las riberas, mal de corazón á un soldado, sujeto á este
trabajo y con las convulsiones fuertes que lo agitaban, se arrojó al río,
en que hubo de perecer miserablemente. Sacáronlo finalmente casi aho-
gado, y quiso el Señor que volviese en sí con el humo de tabaco aplicado
á las narices. Con este caso desgraciado, quedó el capitán tan arrepenti-
do de la facultad que había dado, que llamando al superior, le intimó
aunque con mucha mesura en el modo, que en adelante ninguno saliese
de su puesto, si no fuese por alguna necesidad'corporal, y esto, en el tiem-
po solo, en que los barcos aportasen para recibir la comida, y no en otro
alguno y con la condición de que, volviese puntualmente á su sitio el que
por semejante causa se viese precisado á salir. De esta manera preten-
día el capitán una cosa bien dificultosa, queriendo reducir á arte, tiempo
y hora la necesidad indispensable de la naturaleza, que llama cuando
quiere y avisa cuando le parece, según la calidad de alimentos y las di-
versas facultades nutritivas.
En las molestias de la navegación, no experimentaron los Padres el
trabajo de los mosquitos que la suelen hacer bien penosa en aquellos
ríos. Admirábanse los soldados y los indios que jamás habían experimen-
tado aquel alivio, y atribuían esta gracia á la carga que llevaban en los
barcos. Pero si el cielo se mostraba con ellos tan benigno y les quitaba
esta carga, á la verdad, penosa, el padre superior les puso otra sin com-
paración más pesada. Esta fué la distribución diaria que entabló en los
barcos por todo el tiempo de la navegación. En cuarenta días y cuarenta
noches, que duró el viaje hasta el Para, bogando los indios á toda furia y
ayudados los barcos de las corrientes, observaron siempre los misioneros
las distribuciones siguientes: Al mismo apuntar el día, y antes de las
cinco de la mañana, se daba aviso con una campanilla para levantarse.
Pasada media hora, se hacía señal para la oración mental, que duraba
conforme á nuestra costumbre una hora entera. Concluida ésta, se rezaba
de comunidad el Itinerario, y el superior celebraba la Misa, que no omi-
tió día ninguno, y gozaban de ella nueve misioneros, que iban en su mismo
barco; los demás tenían á bien oírla mentalmente y de memoria, fuera de
686 Misiones del Marañón Español
los días de fiesta en que juntos los barcos, oían la misa todos los de la co-
mitiva.
A la refección del alma, seguía la del cuerpo, que se reducía á una ji-
cara de chocolate con su tortita de harina de yuca brava. Hácense estos
panecillos de cierta raíz que, podrida en ag'ua, seca, y molida y reducida
á polvo, da una especie de harina de que se forman unas tortillas bastan-
temente buenas. Llámanla yuca brava, por ser muy diferente de la otra
yuca común que servía como de pan en toda la misión, con sola la dili-
gencia de asarla conforme se sacaba de la tierra. Lo que no se puede eje-
cutar con la yuca brava, por ser un finísimo veneno el que se saca de ella
podrida y exprimida, mas reducida á polvo y bien molida pierde inde-
fectiblemente todas las malas cualidades. Después de este desayuno que
tomaba cada padre en el sitio destinado para descansar, rezar y estu-
diar, se decían las horas y se oraba, ó se leía, ó se estudiaba según la de-
voción de cada uno, sin ser permitido á ningún misionero hablar la más
mínima palabra aun entre ellos mismos. Tan riguroso silencio se guarda-
ba, que jamás le observaban con mayor estrechez los cartujos más ajus-
tados. Media hora antes de comer, se hacía señal con la campana para
las letanías de todos los santos, y se empleaba el último cuarto en el
examen de conciencia. En tiempo de comer se juntaban los barcos, de
manera que, los sirvientes pudiesen pasar fácilmente de uno á otro y lle-
var las raciones correspondientes á los padres, los cuales estaban atados
á su purgatorio, sin serles permitido levantarse del sitio y proseguían con
su candado en la boca, aun cuando la abrían para comer, leyendo entre
tanto la Biblia uno de los misioneros, entretanto que duraba la comida-
Dicha la acción de gracias se saludaban los padres unos á otros y se des-
ahogaban por una hora, según la costumbre de los colegios. Más á la
hora puntual se hacía señal de retiro á silencio, que servía de siesta ó de
descanso.
A poco tiempo se tocaba á levantar de descansar, lo que se ha de en-
tender i^er fictionem juris porque todo el descanso, se reducía á estar en si-
lencio, y guardar su puesto cada uno, sin estudiar, leer ó rezar entre tanto.
Dada la señal, se empezaba la lección, el rezo y el estudio como por la
mañana hasta ponerse el sol, que era el tiempo señalado para rezar el
rosario de comunidad y de rodillas. Acabada esta santa distribución se
servía la cena en la misma forma que la comida, y después de la hora
de quiete, se leía la meditación para el día siguiente, por un cuarto de
hora y en el siguiente se hacía el examen de la conciencia. No dejaba de
ser pesada una distribución tan seguida, un silencio tan desacostumbra-
do y una aligación tan precisa á un pequeño sitio á aquellos buenos mi-
sioneros, viejos unos, otros enfermos y casi todos cascados de los traba-
jos y achaques contraídos en las misiones por diez, veinte y treinta
y aun cuarenta años. Parecía bastante el que guardasen en tanta mise-
ria y apretura, las distribuciones más sustanciales, de oración, exámenes,
etcétera, pero al superior le pareció conveniente entablar el orden dicho
Libro XII.— Capítulo IV 687
y los buenos viejos se acomodaron á ello, cargando con esta nueva cruz
que su superior les ponía, sin hacerse cargo que es máxima poco acerta-
da en el gobierno, querer el superior medir por sus fuerzas á una comu-
nidad entera donde nunca faltan subditos flacos, enfermos ó achacosos.
Pero si la distribución de entre día era penosa, en llegando la noche,
se puede decir con toda verdad que empezábanlos apuros, las aflicciones
y desconsuelos; porque en un clima tan ardiente como es el del Maranón,
que lleva su curso entero á pocos grados paralelo con la línea, el único
tiempo en que se puede respirar y tomar un poco de ambiente fresco, es
«1 de la noche; pero era necesario sacriflcar este corto alivio y tan nece-
sario en las circunstancias á la obediencia que no permitía la más mí-
nima dilación ó demora. Dada la señal para salir del examen, metíanse
al punto los misioneros debajo de una toldilla, compuesta de bejucos,
mimbres y hojas, y comenzaban á sudar las entrañas en esta cárcel con
el mutuo fomento de los cuerpos y por la estrechez del sitio, habiendo de
estar no sólo contiguos, pero aun pegados unos á otros, y estrujados como
sardinas en banasta, de manera que les era preciso á algunos dormir en-
cogidos, sin serles absolutamente posible el extenderse á lo que pedía su
natural estatura. Grande miseria, por cierto, hallar tanto tormento en lo
que puso la naturaleza el descanso. Allegábase á esto los gritos descom-
pasados de los miserables indios que bogaban día y noche sin cesar; y
para divertir los infelices el sueño de que andaban siempre alcanzados,
pues no dormían más de dos horas, ó á lo más tres, se veían precisados á
gritar para avivarse unos á otros.
Quebraba el corazón de los padres el ímprobo trabajo de estos desdi-
chados remeros , á quienes se daba un trato duro y cruel , según la cos-
tumbre de los portugueses. Debían los miserables remar sin interrupción
alguna con solo el descanso de pasar de un lado á otro después de dos
horas, para que hallase algún alivio el brazo que hacía más fuerza, y
como eran los remos á manera de los que se usan en Europa, sino en for-
ma de palancas anchas y largas , como de seis cuartas , y debían entrar
en el agua casi hasta el puño, era mucho el empuje que pedían y grande
la violencia que se hacían los indios , los cuales sudaban con la fatiga á
chorros por los cuerpos desnudos y por las cabezas casi descubiertas á
los rayos del ardentísimo sol, de que les defendían poco unos peque-
ños sombreros que no siempre tenían puestos. Su comida, en tanta faena
y contorsión de miembros era miserabilísima y de muy poca substancia.
Dos puños de fariña de mandiota, que echaban en un calabazo lleno de
agua les servía de comida y de bebida. Viendo los padres tanta escasez
y miseria en tanto trabajo, quisieron, compadecidos de la necesidad, dar
algo de su comida y bebida á gente tan hambrienta y estropeada ; pero
ni podían tratar con ellos, ni daban lugar á eso los soldados, que, como
camaleones , traían siempre las bocas abiertas á las sobras de comida y
cena. Lo más penoso á los infelices remeros era el tiempo de la noche,
en que debían remar incesantemente sin tener más reposo que el de recli-
688 Misiones del Marañón Español
nar por turno sus cabezas, sentados en el banco, y pasado un rato, ya un
soldado con su rebenque les despertaba, diciendo: «Levantaos canes.»
Tan cruel y tan inhumano era el trato que les daban, como si no fuesen
hombres de la misma especie, sino bestias, perros ó cerdos. Ni es de ex-
trañar que con tan inicuo tratamiento, por más vigilancia que tuviesen
los soldados, se escapasen varios echándose al agua y nadando, metidas
en ella las cabezas, cuando sabían que no estaba lejos de la orilla algún
pueblo, y no es fácil determinar si se ahogaron algunos desesperados.
Pasados algunos días de navegación se encontraron con un barco que
venía del gran Para, enviado de su gobernador con víveres y refrescos,
todos de muy buena calidad y traídos de Europa. Con el encuentro se ale-
graron todos y los padres comenzaron á respirar, pareciéndoles que po-
dían ya salir de un cuidado que los traía muy solícitos, y era el recibi-
miento que les esperaba en el Para. Porque viendo esta demostración tan
cuidadosa, hacían cuenta que tendrían buena acogida y hospedaje de
aquel gobernador. En el día de Navidad, en atención á una solemnidad
tan grande, se detuvieron los barcos por toda la mañana en una bellísi-
ma ensenada enfrente del río Negro, tan caudaloso que á no ser tan des-
mesurado el Marafión pudiera disputarle la grandeza. Fué este día más
espléndida la comida, y los soldados comieron en la playa, echando sus
brindis acompañados de salvas de fusil, á la salud del rey fidelísimo y de
su capitán. Continuóse el viaje por la tarde con el mismo tesón que en
los días antecedentes, y desde este pasaje cuando se pasaba á la vista de
alguna población, se ponían centinelas en los barcos, con uniforme, fusil
y bayoneta, y el alférez levantaba su bandera, á que correspondían con
la suya los pueblos que tenían castillo. Sólo en una fortaleza que llaman
de Topaos, bien fabricada á la moderna, por más que en los barcos se
puso bandera, y se hicieron salvas con la fusilería, no correspondió un
oidor que la gobernaba, y reconvenido, respondió que con los presos de
estado no se hacían semejantes demostraciones. Parecía plausible al le-
trado la disculpa y hubo de pasar por ella el capitán diciendo: «pocas
leyes son necesarias para conocer que tan capitán soy yo de su majes-
tad, como el oidor puede ser gobernador de Topaos. Otra cosa observa-
ron los misioneros en estos últimos pueblos, y era que en el tiempo de la
comida jamás pasaban los barcos á la banda de las poblaciones, sino al
lado opuesto, dejando el río entre medio. Conocieron por varias señales
que daba ocasión á esta providencia el temor y recelo que tenía el capi-
tán de los indios que habitaban en aquellas orillas, por haber sido feli-
greses de los misioneros jesuítas. Mas el temor parecía bien vano, é in-
útil tanta cautela porque aquellos numerosos pueblos eran ya unos esque-
letos sin vecinos bastantes para traer refrescos prevenidos á los direc-
tores.
Pocos días antes de llegar al Para notaron los padres hacia la forta-
leza llamada Pauxis cierto flujo y reflujo del Marañen parecido al del
océano el cual fué creciendo los dos días siguientes de manera que em-
Libro XII.— Capítulo V 689
pezaron á recelarse de las embarcaciones cuya hechura y construcción
no parecía capaz de aguantar una marejada fuerte. Mas luego salieron
del cuidado porque al día siguiente metieron los barcos por un caño es-
trecho del mismo Marañón, que á un día de navegación se junta con otro
río grande por nombre Tocantino, el cual es tan ancho que para haiberlo
de pasar de un lado á otro, como es necesario para tomar el Para, fué
preciso esperar por un día entero á que estuviese en calma, para lograr
atravesarlo sin detenerse mucho. Hízose con facilidad bogando los indios
por dos horas con la mayor valentía, y sin aflojar en los remos. Descu-
brieron en estos vecindarios del Para muchas embarcaciones pequeñas
que, á lo que decían á los padres los soldados, iban al negocio en cuyo
nombre entendían el comercio de zarzaparrilla, cacao, azúcar y varias
maderas exquisitas, á que se reduce todo el tráfico del Para.
CAPITULO V
ENTRAN LOS PADRES EN EL PARA Y SU RECIBIMIENTO
Cuando ya las embarcaciones se iban acercando á la ciudad del Para,
despachó el capitán un soldado al excelentísimo señor Ataide, goberna-
dor de la plaza, en que daba parte cómo en el día siguiente, hacia las
doce, llegarían los misioneros al puerto. Viendo los padres esta preven-
ción, se confirmaron en la persuasión en que estaban de que serían reci-
bidos con atención y agasajo. Porque además del refresco que habían
recibido tan á tiempo antes de llegar al río Negro, habían entendido tam-
bién de un sargento del Para que se estaban disponiendo para el hospe-
daje y recibimiento de los misioneros castellanos las mejores casas de la
ciudad. No duraron mucho las buenas esperanzas con que se lisonjeaban
de ser benignamente acogidos, y comenzaron presto las sospechas, temo-
res y recelos, por lo que fueron observando mientras más se acercaban
á su destino. Al amanecer del día 19 de Enero volvió con cartas del go-
bernador el soldado enviado del capitán , á quien daba orden estrecha
su excelencia de que no introdujese de modo alguno en día claro á los
padres en la ciudad, y que tomase sus medidas para llegar al puerto al
principio de la noche. Como los arrestos y cárceles de los jesuítas eran
negocio de tinieblas, parece que en todas partes andaban los ejecutores
huyendo de la luz. Disimuló el capitán la orden recibida, y como no co-
municaba su resolución á los padres que creían haberse de entrar por la
mañana, se admiraban de ver cómo de industria detenían los barcos en
un recodo en donde no podían ser vistos de los navegantes.
En este sitio estuvieron los misioneros inquietos y solícitos desde las
seis de la mañana esperando la determinación del comandante. Llegó el
medio día, y como no se había pensado en la comida, se dispuso arreba-
tadamente alguna cosa que estaba más á mano, y el mayordomo recogió
44
690 Misiones del Marañón Español
todos los utensilios de mesa creyendo no ser necesarios. Pero como se po-
níaya el sol, entró al capitán para saber si se debía servir alguna cosa á los
padres. Sí, respondió el capitán, ni yo he dado orden en contrario. Salió
el buen mayordomo, retando por el trabajo que le esperaba, en realidad
no muy grande, de volver á repartir platos, cubiertos, servilletas y las
demás cosas que había recibido con cuenta y razón y tenía encajonadas.
Acabada la cena, que por precisión fué muy ligera, prosiguieron los
padres en sus distribuciones acostumbradas, y estando leyendo el punto
de meditación del día siguiente, les intimó el capitán la orden que tenía
de meterlos de noche en la ciudad. En efecto, poco rato después empe-
zaron los barcos á caminar hacia el muelle, que estaba como dos horas
de camino. Al acercarse las embarcaciones, gritó el centinela: «¿Quién
vive? ¿Qué gente? Respondióse desde los barcos: Prisioneros del rey.
Esta respuesta, aunque no fué dada del capitán, no hizo buen estómago
á los misioneros, que ya desde entonces conocieron claramente que no
entraban á descansar del viaje, sino á padecer nuevos trabajos. Levan-
taron el corazón á Dios nuestro Señor, y se ofrecieron á cargar nuevas
cruces que les esperaban en Portugal.
Luego que se entendió el arribo de los padres castellanos, apareció el
muelle, que era de madera fuerte y bien trabajada, coronado de solda-
dos bien armados. Saltó á tierra el señor capitán, y pasado un breve
rato, dio orden á los misioneros de que fuesen saliendo. Obedecieron
pronto, y subidas las gradas del muelle, se hallaron entre dos filas de
soldados puestos sobre las armas, con sus bayonetas caladas. En esta dis-
posición se mantuvieron mientras se buscaba y traía una red ó hamaca
para transportar en ella al P. Leonardo Deubler, que por su ancianidad
de más de ochenta años y por las fatigas de la navegación, no se podía
menear del sitio adonde por cuarenta días había estado reducido. No
dejó de pasar un rato bien notable hasta que trajeron el instrumento de
la conducción del buen viejo, y en este intermedio tuvieron no poco que
merecer los misioneros, porque con estar cercados de soldados, los con-
tarían uno por uno diez ó doce veces; pues no llegaba oficial de nuevo,
para incorporarse en la tropa que no los contase como cosa que le to-
caba privativamente; pero más en particular el capitán que los había
conducido, habiendo de hacer la entrega, andaba más solícito y cuida-
doso en la cuenta. No se satisfacía por más que siempre la hallase cabal.
Contaba, volvía á contar y recontaba, y si hubiera durado más el inter-
medio, hubiera estado siempre contando. Tanto era el miedo que le cau-
saba la aprensión sola de que podía suceder que alguno faltase. Y á la
verdad, sola la posibilidad le inquietaba, porque sabía muy bien la fide-
lidad de los padres y no había experimentado en ellos en toda la nave-
gación sino docilidad, p]'ontitud y rendimiento.
Puesto finalmente en orden con los demás misioneros el venerando
anciano, tendido en su red y sostenido como en andas de algunos hom-
bres, dio orden uno de los ministros que por allí andaba que le siguiesen.
Libro XII.— Capítulo V 691
Comenzaron al punto á caminar los padres, y á su movimiento, toda la
comitiva de soldados, guardando siempre sus dos filas , de modo que pa-
recía un remedo de la procesión del prendimiento, y más propiamente la
del sepulcro, pues no faltaba el paso que suele ir en ella, pareciendo que
llevaban á enterrar al P. Deubler. Después de una carrera bien larga,
por reducirse todo el Piírá á una calle seguida y espaciosa, llegó la pro-
cesión á la casa del gobernador, que estaba por la parte de dentro espe-
rando á los padres á la puerta; pero como ni estos le conocían ni él se
descubrió, sin hacerle especial acato ó reverencia, prosiguieron adelante,
siguiendo su conductor y tomando una escalera, llegaron á cierta vi-
vienda que al parecer era la más grande y espaciosa de toda la casa.
Subió al punto el gobernador, y declarando quién era, les saludó con ca-
riño y les hizo varias preguntas pertenecientes á la arenga que había
hecho el capitán al superior en la villa de Olivenza, deseando saber por
menudo cómo se habían portado con ellos, particularmente en los pri-
meros pueblos, qué trato les había dado y qué comida, y si habían echado
de menos algunas de sus cosas. Como respondiesen los padres abonando
al capitán y demás portugueses, tomó el gobernador en la mano la lista
de los misioneros, y según el orden con que estaban apuntados, se fué in-
formando de cada uno, quién era, qué grado tenía cada uno en la reli-
gión y si era ya profeso. Todos fueron respondiendo con sinceridad,
aunque bien conocían que eran inútiles las preguntas; pero era ne-
cesario que el juez diese á entender que en ellas había misterio , porque
poco antes habían interceptado los portugueses la copia de la profesión
de un sujeto, y no acababan de entender ó disimulaban saber el sentido
de aquellas palabras Vice Patris Generalis locum Dei tenentis, para confirmar
el despotismo imputado al general. Estaban entre tanto los misioneros en
pie, no pudiendo ya los viejos mantenerse por su fiaqueza y cansancio;
pues ni les mandaban sentarse ni lo pudieran hacer sino en el suelo por
no descubrir en toda la pieza más alhajas que una pequeña silleta de
paja y una mesita baja donde estaba ardiendo un velón para reconocer
á la gente.
Acabado el examen, que fué bien largo, se despidió el gobernador sin
volver jamás á aparecer, pero encargó á los padres al teniente coronel
y al teniente capitán á quienes debían acudir en cuanto se les ofreciese,
porque estaban en darles gusto y lo harían con mucha voluntad y deseo.
Siguieron al gobernador los que le hacían la corte, y solícitos los misione-
ros de saber hasta dónde se extendía su habitación, entraron por la puer-
ta de una grande alcoba que tenía la sala, pensando que por allí se pasa-
ría á lo interior de la casa; pero viendo que estaba todo tapiado y que no
había otra salida del cuarto sino la puerta, por donde habían entrado, ca-
yeron en cuenta de que aquella era su verdadera cárcel; porque aunque la
puerta no estaba cerrada, pero la guardaba ya un centinela. Estos pensa-
mientos pasaban en todos por la mente, cuando llegaron las camas y con
ellas una tropa de ministriles que, poniéndose alrededor de la mesita, en
692 Misiones del Maeañón Español
donde se sentó el más condecorado, fueron notando menudamente y escri-
biendo en un papel, cuanto traían aquellos pobres estropeados sin perdo-
nar al trapo más despreciable, que desenvolvían con desvergüenza y
enarbolaban diciendo: Esto es del P. Fulano, esto del P. Citano. Estaban
los padres, entretanto, avergonzados y corridos, viendo la prolijidad y al-
gazara con que aquella gente descocada celebraba los tesoros y riquezas
que encontraban, aunque no faltaron algunos que les habían pedido,
como suele suceder en estos lances, el dinero que traían con el título de
guardarlo con seguridad, en que estuvieron bien molestos, por más que
los padres respondían que no tenían dinero ni le podían tener por el pre-
cepto de santa obediencia que les prohibía su retención en las misio-
nes. No dejaron aquellos corchetes de llevar también su chasco con un
fardillo envuelto en una estera que á duras penas pudieron desenvolver
después de mucho rato, porque se hallaron por precio de sus fatigas con
un servicio miserable de palo que traía un achacoso, y como no oliese
muy bien lo tiraron á un lado tapándose las narices y renegando del
fardo.
Concluido el ridículo y moslesto entremés del registro, no pensaron en
otra cosa los padres que en dejarse caer sobre las camas ó esteras rendi-
dos del trabajo y cansados de estar en pie, pues eran ya las tres de la
mañana y habían pasado por muchos recuentos y registros sin tener ali-
vio y descanso en ninguno de ellos. Preguntóles el teniente coronel, al
ver su desmayo, si querían tomar alguna cosa, por lo menos un poco de
chocolate, que se les serviría con gusto y prontitud. Agradecieron la ofer-
ta los misioneros y sólo le pidieron que les permitiese descansar por al-
gún tiempo, porque más que el hambre les afligía la fatiga de una noche
tan larga, y porque se hallaban varios enfermos y con calentura, de las
incomodidades padecidas en los barcos. A esta humilde representación
se despidió el teniente prometiendo traerles por la mañana el desayuno,
y quedaron solos los misioneros sin esperanza de lograr más habitación
para su alivio y ensanche, en especial cuando vieron que cerraban la
puerta con dos llaves y les dejaban de la parte de dentro su centinela de
vista.
CAPITULO VI
TRABAJOS DE LOS MISIONEROS EN LA CÁRCEL DEL PARA
Cansados y rendidos los pobres jesuítas del prendimiento, caminos y
recibimiento, reclusos en su prisión, se echaron donde primero se ofrecía
con deseo de descansar un rato, mas el cuidado y sobresalto con que se
recogían no les permitió mucho alivio. Bien presto empezaron á esperar
desvelados la luz del día, que suele con su claridad aliviar los corazones
oprimidos de pesares. Mas aun este consuelo les faltó; porque oyendo las
Libro XIL— Capítulo VI 693
seis de la mañana, en cuya hora se descubre el sol en aquellas regiones,
estaba la sala tan obscura como á la media noche, y entraron en temores
de pasar en aquel calabozo una noche más larga de lo que habían pen-
sado.
Estos pensamientos revolvían en su ánimo cuando sucedió una cosa
que pedía más ánimo y resolución á padecer; ellos se ofrecieron pronta"
mente á beber aquel nuevo cáliz aunque el Señor, que así lo disponía se
dio por satisfecho de la buena voluntad de sus siervos. Poco después de
las seis sintieron que subía por la escalera alguna gente con mucho ruido
de grillos y cadenas: sobresaltados del ruido de los hierros, aplicaron el
oído para observar si venía la gente hacia ellos, y oyendo que en efecto,
abrían las cerraduras de su cárcel, se persuadieron todos que venían á
cargarlos de prisiones, única circunstancia que faltaba á los encarcela-
dos. Sea Dios bendito, dijeron y hágase su santísima voluntad. Abierta la
puerta, echaron luego la vista con disimulo á los que iban entrando y se
confirmó su pensamiento viendo que algunos indios que traían por la cin-
tura y brazos gruesas cadenas, se enderezaban al sitio donde estaba
echado el superior, creyendo que empezaban por él á encadenarlos. Mas
salieron del susto cuando oyeron que los indios pedían los vasos que ha-
bía para los menesteres necesarios. Entonces cayeron en cuenta que eran
estos los presos destinados para cuidar de la pieza y observaron más de
cerca que aquellas cadenas las tenían sujetas por el pie, aunque para
andar con más desembarazo, las ceñían ellos á la cintura y mantenían
su peso en los brazos.
Luego que los presos y siervos de la limpieza ♦hicieron su oficio, sirvie-
ron otros criados más civiles el chocolate á los padres. Este fué de muy
buena calidad, como todas las demás cosas que en el tiempo de su encie-
rro trajeron á los misioneros. Porque en la abundancia de comida y de
bebida y en lo exquisito de los géneros que se servían, se esmeró el go-
bernador. Tomado este refuerzo, persuadidos los jesuítas que aquella se-
ría su prisión por el tiempo que le pareciese al señor alcaide y que no ve-
rían la luz del cielo hasta que fuesen trasladados á otra, pensaron aco-
modarse con algún orden y lo mejor que pudiesen en su habitación. Re-
ducíase la sala á seis ó siete varas en cuadro incluida una grande alcoba
que ocupaba mucha parte de la pieza. Tenía tres grandes ventanas bien
rasgadas, pero tan bien cerradas con trancas y aseguradas con barreto-
nes de madera, clavados con gruesos clavos, que no se hubiera tomado
mayor cautela para la seguridad de los mayores facinerosos. En lo más
alto de las ventanas habían abierto unas tronerillas de tres dedos de al-
tura y de una cuarta de anchura. A estas cortaduras estaba reducido
todo el respiradero de la cárcel, y aun siendo tan pequeñas estaban atra-
vesadas con tres hierros clavados para más seguridad y resguardo. Poco
servían estas rendijas para respiradero de la sala ocupada por tantos
hombres, pero menos servía para dar alguna luz por lo grueso de las pa-
redes que en aquel país, á falta de piedras son de tapias muy gruesas»
694 Misiones del Marañón Español
Ni había en todo el Para otro edificio de piedra fuera de la catedral,
magnífica y suntuosa que fundó el gran rey D. Juan V de gloriosa me-
moria, enviando desde Lisboa, con increíble coste, varios navios carga-
dos de este material para la fábrica que concluyó.
En una sala de esta calidad se acomodaron los misioneros de esta
suerte: pusieron once sus camillas en ci cuerpo de ella, y los ocho res-
tantes en la alcoba; fuera de la mesilla pequeña de que hablamos, y la
silleta de pajas, no había alhaja que embarazase, sino un retablo que so-
bresalía á unas puertas que cerraban á un oratorio, al parecer harto
bueno, y como ocupaba el sitio que correspondía á una cama, se puso
ésta en el centro mismo de la sala, y su dueño estaba con más anchura y
despejo que los demás. La mayor parte de los misioneros no tenían más
cama que una esterita tendida en el suelo, porque sólo traían entre todos
siete colchones, y esos muy ruines, á causa de que en las misiones del
Marañón dura bien poco semejante alhaja, y se pudre luego la lana por
las grandes humedades de tan ardiente clima. Entre tanto que cada uno
tomaba posesión de su sitio, comenzaron los ministriles por la parte de
afuera á registrar á su placer los cajoncillos que traían los padres. Para
esto, iban pidiendo las llaves uno por uno; y hecho el primer registro del
primer cajón, le metían dentro y llevaban la llave del segundo, pero te-
nían siempre la precaución de cerrar la puerta con sus dos llaves, aun-
que hubiesen de entrar inmediatamente en la sala. Tal era el empeño
que tenían de que no estuviese jamás abierta la puerta. Dos días duró el
molesto registro, que se pudiera haber concluido en un cuarto de hora, y
los padres sacaron de él la ventaja de que con los cajones quedase más
embarazada la pieza.
En este mismo tiempo en que se hacía pesquisa de las cosillas que
traían consigo los misioneros, el superior, recelándose de que habría su
reparo de parte de los portugueses en la celebración de la Misa en su
prisión, insinuó este cuidado al teniente coronel, proponiendo á su seño-
ría que tenían, como habría observado, todo lo necesario para celebrar el
Santo Sacrificio, y que su comunidad hallaría el mayor contento y con-
suelo en que se dijese una Misa. El señor teniente, que en realidad era de
buen corazón y en todo mostraba atención y respeto, se encogió de hom-
bros al oir la propuesta, y respondió no estar en su mano el concederlo,
mas que no por eso dejaría de pasar al señor general y de hacerle la sú-
plica de parte del superior y de la comunidad. Hízolo con diligencia,
porque como á un cuarto de hora entraron dos soldados en la sala con
esta respuesta: «Dice el señor gobernador, que los presos no oyen Misa»;
y diciendo y haciendo, se llevaron el altar portátil para quitar la tenta-
ción de repetir la demanda. Muy contristados los padres con esta res-
puesta, por faltarles el único consuelo y esfuerzo que deseaban, se hicie-
ron cargo que estaban en estado de padecer, y volviéndose á Su Majes-
dad se conformaron con su voluntad santísima en este trabajo, que no
fué el menor que tuvieron en aquella cárcel trabajada. En el mismo día
Libro XII.— Capítulo VI 695
tomaron con los padres otra providencia, que fuera de serles muy mo-
lesta, perjudicó grandemente á la salud de casi todos. No había habido
otra luz en la sala que la de un velón, que procuraban cebar con cuida-
do, y pareciendo á los oficiales que estaba la pieza muy obscura, y que
era necesaria alguna mayor claridad para unos sacerdotes que debían
rezar el oficio divino, si ya por presos no dispensaban en esto con ellos
como en la Misa, pusieron ocho lamparillas altas, llenas de aceite de
charapa ó de tortuga, que sobre servir de mucha incomodidad para dor-
mir de noche, hicieron por el vaho espeso y fétido que despedían, mucha
impresión en aquellos pobres, que buscaban aire que respirar, y no le en-
contraban en toda la pieza apestada de aquel humo espeso y hediondo.
La distribución que observaron los misioneros en esta dura prisión fué
casi la misma que habían observado en los barcos, sin haber más dife-
rencia que el hablar algunas palabras en voz baja, y no ser el silencio
tan riguroso. Como estaba cerca la catedral y oían los toques de las Mi-
sas, hacían intención de oirías como mejor podían, y entre día, desde la
misma cárcel, visitaban el Santísimo y negociaban con estas visitas con-
formidad y paciencia en su reclusión. No dejaban de tener su molestia
en el rezo, porque las lámparas estaban muy altas y la luz venía muy
cansada por medio del ambiente de la pieza que impedía la transmisión
de las especies, y así se veían precisados á rezar por turnos alrededor
de la mesita, en donde perseveraba ardiendo el velón de que hablamos-
No correspondía á tanta miseria y apretura la comida tan abundante y
espléndida que, atenta la escasez de la ciudad, con dificultad se adelan-
taría más en el hospedaje de un príncipe. Ordinariamente servían á me-
dio día cinco, seis y aún siete platos, todos exquisitos, y bien sazonados.
Pero casi todo les sobraba porque el imponderable calor que sentían diez
y nueve hombres con su centinela en una pieza sin respiradero, con tan-
tas luces y debajo de la línea, no daba lugar al apetito y los tenía des-
virtuados, y aun á poco tiempo les puso en estado de no poder valerse
de los dientes y muelas, que se les meneaban, sin poder hacer fuerza con
ellos, ni comer sin mucha dificultad el pan reciente que siempre les sir-
vieron á mediodía y por la noche. Cosa, en realidad, bien extraordina-
ria en el Para, donde sólo usaban del pan tres personas, el gobernador,
el obispo y un oidor. Bien lo daba á entender el teniente capitán, que re-
cogía, con mucha diligencia, las sobras de pan sin hacer caso de todo lo
demás, que remitía sin reserva al cuerpo de guardia de los soldados. El
servicio de mesa era fino, limpio y muy proporcionado á lo exquisito de
las viandas, sin haber más descomodidad que la de extender las serville-
tas sobre las rodillas para recibir los platos que repartían los tenientes.
Hecha la repartición, se cerraba la sala con las dos llaves acostumbra-
das, y dentro de algún tiempo entraban unos negros con sus bandejas y
lo recogían todo.
696 Misiones del Marañón Español
CAPÍTULO VII
SUBEN DE PUNTO LOS TRABAJOS Y MISERIAS DE LA PRISIÓN
No parecía á los principios á los padres misioneros tan duro y traba-
joso este encerramiento, que les quitase la alcarria exterior y brío que
traían de las misiones, especialmente que tenían en su corazón la
esperanza de una pronta embarcación para España. Era esto de
manera que, los soldados admirados de lo que veían, celebraban aquel
gusto, alegría y contento con que estaban unidos, encerrados y apreta-
dos en tan fétido calabozo, cuando los centinelas no podían aguantar el
calor y vaho espeso que les sofocaba, de suerte que si pasada la hora no
se remudaba prontamente la centinela interior, solían gritar diciendo:
que me ahogo, que me ahogo. Pero cuando vieron los padres que se pasaba
una y otra semana y fueron experimentando en sus cuerpos los efectos
del excesivo calor, de la espesura del ambiente y del fetor reconcentra-
do en la pieza, entonces, apagado ya el primer brío y faltándoles la ale-
gría, clamaban al verdadero Dios pidiendo paciencia y conformidad. El
Señor que les ponía en esta prueba, fué servido de darles abundante-
mente lo que pedían, porque dándoles el gobernador á lo último, cuando
estaban en mayor altura los trabajos, la facultad de subir algunos á otra
pieza para que no se sofocasen todos en aquel horno, clamaron todos á
una voz, que puesto que los retirados á otro cuarto no habían de gozar
de la luz del sol, ni tener comunicación alguna con los demás, querían
más estar juntos en un sitio con mayor trabajo, fomentándose con mutua
caridad, y renovando en su memoria las apreturas y estrecheces de las
cárceles del Japón y de Inglaterra.
Los centinelas debían mudarse de cuatro en cuatro horas, y no les era
á los principios á los soldados molesto el perseverar dentro de la pieza,
pero como se fué caldeando de día en día, se les hacía insufrible la guar-
dia, y consiguieron del superior licencia para entrar á la ligera quitán-
dose el uniforme que les sofocaba. En este tiempo se tomó también otra
nueva providencia que sirvió para que por la noche se calentase más la
sala, porque debiendo de asistir alguno de los tenientes á la mudanza de
la centinela, por ser necesario abrir y cerrar la puerta y haciéndoseles
duro levantarse por la noche, hallaron el medio de meter dentro tres sol-
dados al principio de la noche, para que ellos mismos se remudasen sin
intervención de los tenientes. De donde nacía que dormían en la cárcel
otras tres personas, y era mayor el calor que se sentía.
Para llegar á entender en alguna manera el insufrible bochorno de
aquel lugar, baste decir que á pocos días de reclusión cesó en los padres
el sudor común natural y fluido de los cuerpos, y se siguió otro más craso
Libro XII.— Capítulo VII 697
pegajoso y pestilente, de modo que la ropa quedaba al tacto mantecosa,
y después de seca al sol tan dura y tiesa como una tabla ú hoja de lata.
Como era tanto el sudor y estaban los misioneros tan ligeros de ropa, tu-
vieron que pasar por increíbles miserias. Porque todas las mañanas era
preciso dar á enjugar la ropa y en tanta falta de vestiduras uno andaba
con sola la sotana á la raíz de las carnes, otro con un mal jubón y sotana
sin camisa, éste se vestía con una sobrecama y aquél tenía por túnica una
manta agujereada para sacar la cabeza. ¿Qué diré del pestífero hedor
de los vasos inmundos? Porque aunque es verdad que los negros presos
venían todas las noches para llevarlos, pero ellos por no hacer más que
dos viajes lo hacían tan puercamente, que dejaban las reliquias en la
pieza, las cuales, juntas con el mal olor de los mismos vasos, corrompían
más el vaho ya pestilente y hacían más penosa la estancia. Uno de los te-
nientes, movido á compasión de los padres por esta miseria, trajo, pen-
sando hacerles servicio un sahumerio de alhucema para purificar la sala;
pero como á ésta le faltaba respiradero, quedó por muchas horas una
nube tan espesa de humo, que temieron morir los pobres encarcelados, y
así le suplicaron por amor de Dios, que no volviese á repetir aquella
diligencia, que una vez practicada les había puesto en tanto cuidado.
Antes de cumplir los cuarenta días de cárcel, cesó en todos el segundo
sudor craso y mantecoso de que hablamos, y entró en su lugar otra es
pecie no tanto de sudor como de roña, sarna ó lepra pegajosa. Todos
creían que ya sudaban la misma substancia corpórea según la flaqueza
y debilidad que experimentaban con esa especie de efluvios ó evacuacio-
nes que veían salir de sus cuerpos, los cuales raían con navajas ó con las
uñas para aliviarse algún tanto de aquella espesa vascosidad. Uno de
los efectos que causó este maligno sudor, fué la diversidad de granos y
de manchas por todo el cuerpo, con una picazón tan universal y conti-
nua, que les parecía tener puesta una camisa de ortigas. En tantos
apuros, trabajos y miserias, no es de extrañar que el buen viejo P. Leo-
nardo Deubler llegase á verse tan postrado, consumido y sin movimien-
to, que no se contase con su vida. Visitándole el médico, avisado del pe-
ligro, mandó que luego prontamente se le administrasen los sacramen-
tos de Viático y Extremaunción, diciendo que no podía durar por mucho
tiempo en estado tan deplorable. Ejecutólo con puntualidad el párroco,
adonde pertenecía el alojamiento; y no es de omitir el consuelo grande
que tuvieron los presos con la visita de su Señor, á quien adoraron con
lágrimas de ternura y devoción en aquella cárcel en que por tantos días
habían estado privados de su presencia. Quiso este benignísimo Señor
dar la salud á su siervo, reservándole para otra prisión acaso más dura,
y comenzó á mejorar con buenos caldos que le traían los tenientes con
mucha caridad, de modo que pudo llegar á Portugal, como veremos.
Con la ocasión de ver los misioneros el médico en su reclusión, se deter-
minaron á descubrirse con él sobre los trabajos y miserias que experi-
mentaban en sus cuerpos; y más en particular el P. José Palme, que ade-
698 Misiones del Mar\ñón Español
más de tener calentura y de molestarle una quebradura disimulada, pa-
decía ciertos ahogos y no podía arrostrar cosa ninguna. Preguntóle el
médico qué era lo que apetecía. «Ver la luz del cielo» respondió el en-
fermo con un candor singular que era parte de su carácter. «Si abren
esas ventanas estaremos todos buenos y no tendremos necesidad de mé-
dico. Calló el doctor á la propuesta, pues no podía aplicar aquel remedio,
y con una sangría se fué aliviando el misionero. Bien enterado el médico
de lo que padecían los demás umversalmente, enderezándose á los tenien-
tes que se hallaban presentes, les dijo con resolución. «Aquí, señores, se
necesita de pronto remedio.» Primeramente, á ninguno de los padres,
aunque estemos en Cuaresma, darán ustedes comida de pescado. Todos,
todos comerán de carne, y si es posible, desde el día de hoy. Además de
esto, pueden ustedes permitir á los padres que apaguen esas luces cuando
no las necesiten; basta la luz del velón en habitación tan estrecha. Últi-
mamente, ustedes que son testigos y saben muy bien el modo y la miseria
en que se hallan estos religiosos, tendrán á bien el venir conmigo á casa
de su excelencia, á quien voy en derechura á dar parte de una necesidad
que no admite dilación.
Diciendo estas últimas palabras, se despidió de aquel hospital, y como
era hombre de veras, activo y eficaz, se fué derecho al señor goberna
dor, y le expuso el estado de los encerrados, concluyendo su discurso con
asegurarle que no tenía la menor duda, en que no les sacando cuanto an-
tes de aquella reclusión, perecerían t9dos. Entró en cuidado el goberna-
dor con el atestado del médico, y comenzó á pensar en el modo de aliviar
á los misioneros. Al principio halló un medio que le pareció bastante-
mente oportuno, el cual se reducía á dividir á los padres y ponerlos en
dos estancias, pero de modo que no tuviesen comunicación entre sí, y que
estuviesen igualmente cerrados y sin luz del día. Pero como no viniesen
en esto los padres, como arriba dijimos, y pidiesen por favor que les de-
jasen á todos juntos, porque con la unión se les hacía más tolerable el
encerramiento, se aplicó su excelencia á disponer las cosas para enviar-
los cuanto antes á Lisboa.
CAPITULO VIII
SACAN Á LOS PADRES DE LA CÁRCEL Á LOS CUARENTA Y OCHO DÍAS DE
PRISIÓN, Y LOS EMBARCAN EN UNA CORBETA PARA LISBOA
Era el designio del gobernador del Para enviar á los misioneros á
á Portugal en un navio grande que se estaba componiendo en el puerto,
pero como iba larga la composición del navio, y apretaba la necesidad
de los padres, mudó de resolución, y se vio precisado á echar mano de
una corbeta de dos palos, que por ser nueva parecía bastantemente se-
Libro XII.— Capítulo VIII 699
gura, aunque fuese bien incómoda, para tanta gente. Dio luego las dispo-
siciones necesarias para el trasporte, en el pequeño vaso, sin embargo
de faltarle la carga que pretendía recoger su capitán, llamado Silva.
Era este muy práctico en navegaciones, y había conducido algunos años
antes otros misioneros á Portugal. Por esta causa no quiso perder la oca-
sión el señor Ataide, viendo que se le podía fiar el empeño de conducir
á los padres castellanos. Mientras se daban estas disposiciones, de que
estaban ignorantes en un todo los misioneros, llegó el día 4 da Marzo en
que se suele dar principio á la novena de San Francisco Xavier. Empe-
záronla los padres, en su reclusión encomendándose á sí y á sus indios al
glorioso sanio, Apóstol de las Indias y protector de misioneros.
La salida de los Padres estaba más cerca de lo que pensaban, porque
en el día 10 de Marzo y séptimo de la novena estuvo ya pronta la cor-
beta para darse á la vela. Pero antes de salir de su prisión habían de pa-
sar por una reseña particular como disposición previa para el embarque
y entrega que se pensaba hacer de ellos al capitán Silva. Dos días antes
del embarque, como á las diez de la mañana, abrieron de repente las
puertas de la sala de par en par, metieron con apresuración una mesa
redonda, y poniéndola en medio de la pieza, acomodaron alrededor de
ella cuatro sillas. Extrañaron los presos la novedad y esperaban con an-
sia ver en qué paraba ó á qué se dirigía esta prevención, cuando entra-
ron por la puerta los dos tenientes con sus candeleros que pusieron á los
dos extremos de la mesa, y detrás de ellos venía un notario cojo y tan
descomunal, que se llevó tras sí los ojos de los presos, porque de un tranco
solo medía la mitad de la sala; tan largas eran sus zancas, las cuales no
le permitía recoger la cojera. Tomaron los tres sus asientos, y llamando,
en primer lugar, al superior, empezaron á describirle y divisarle con sus
pelos y señales, notando el color, la fisonomía, el aire y la estatura. Lo
mismo hicieron con los demás, apuntando prolijamente lo que les pareció
peculiar de cada uno, sin omitir al viejo Deubler que estaba inmoble ten-
dido en su camita en que más parecía un cadáver que persona viviente,
aplicándole una candela por acá y por allá, para sacar á su gusto la
figura de aquel cadáver. Por más diligencias que hicieron para sacar las
descripciones cumplidas y cabales, y por más que aplicaban las luces á
los sujetos para reconocerlos bien y para que no se les escapase una
pinta, los buenos hombres se engañaron notablemente en la demarcación
de aquellos padres. Ni es de extrañar que al notario, que por muy prác-
tico que fuese, no se habría hallado en muchas demarcaciones üe esta
calidad, se le pasasen las señas verdaderas y pusiese en su lugar otras
que no había por qué; porque siendo ya el día cuarenta y ocho de la pri-
sión y estando el aire tan espeso en la pieza, que como niebla cerrada
impedía las especies visuales, no pudo reconocer distintamente las per-
sonas. De donde nació, como celebraron después los misioneros, que al
blanco de rostro le pusieron la nota de bien moreno, y al que era notable-
mente bermejo le aplicaron el distintivo de pelo y barba negra. Hecha
700 Misiones del Marañón Español
la descripción, se despidieron á la francesa y quedaron los padres solos
celebrando el pasaje.
Parece que con las terribles unciones de aquella noche tan larga, ha-
bían mudado de tez y de color como sucedió en el retablo. Pues cuando
entraron en la pieza resaltaba mucho el dorado y despedía unos brillos
que parecía reciente, mas ahora'estaba su viveza tan muerta y apagada
que no se distinguía lo dorado de lo que estaba sin dorar, por más que con
toda atención miraban el retablo. Los pestillos y pasadores de hierro es-
taban, no sólo tomados, sino llenos de moho y chorreando vapores y hu-
medad. Lo mismo sucedía en el pavimento que, en medio de estar en alto
y ser de tablas, estaba tan húmedo y empapado en podredumbre, que se
se comunicaba á las demás cosas. Pues ¿qué maravilla que en los cuerpos
humanos liubiese causado aquel espeso vaho y continuado por tanto
tiempo algunos efectos semejantes especialmente que los sudores inter-
nos contribuían no poco á mudar la piel con las manchas y vascosidades
que dejaban?
Llegado finalmente el término destinado para la embarcación de los
padres, sirvieron la colación por la noche más temprano délo acostum-
brado, y entonces comenzaron los misioneros á persuadirse que era ver-
dadera la noticia que uno de los centinelas más compasivo y cariñoso
les había dado, es á saber, que les estaban esperando en un navio preve-
nido para su transporte á Europa. Sin embargo de esta noticia, no que-
riendo dar á entender que sabían algo, se mantuvieron quietos, y sin ha-
cer hatillos ni recoger las ropillas , prosiguieron con sus distribuciones
acostumbradas, esperando á los avisos de los tenientes, que eran el canal
seguro por donde el gobernador comunicaba sus órdenes. No duró mucho
tiempo la expectación y disimulo, porque á eso de las siete de la noche
entró el teniente coronel, vestido de ceremonia, con su uniforme, bastón
y peluca, é intimó con toda formalidad al padre superior que al punto
y sin detención alguna se dispusiesen los padres á marchar, mientras él
iba á llamar á los indios para que cargasen con los trastos hasta el
puerto, y que luego inmediatamente le seguirían ellos. Poco tiempo les
bastó á los misioneros para hacer sus hatilfos y prevenir las cosas, que
no eran muchas , y como á las ocho los sacaron y llevaron al puerto, no
les perdiendo de vista el teniente coronel.
Quedó la pieza de la prisión desembarazada, como la habían encon-
trado, pero bien diferente en la hermosura, en el aseo y limpieza; porque
el suelo estaba hediondo, las paredes y el techo, retablo y cornisas, obs-
curecido con el humo de las lámparas y con los vapores que habían exha-
lado tantos cuerpos. vSentados algunos padres en el suelo, y paseando los
demás, esperaban por momentos el punto deseado de salir de su prisión.
Mas hasta en la despedida de su cárcel hubieron de tener paciencia,
porque aguardaron por tres horas y media , hasta que casi á la mitad de
la noche abrieron por la última vez la puerta para conducirlos al navio.
Púsose en el umbral un notario con la lista de los sujetos, y llamando-
Libro XIL— Capitulo IX 701
los por sus nombres, uno á uno, fueron saliendo como otros tantos corde-
ros á la antesala. Cuatro indios sacaron al P. Deubler, que no estaba si-
quiera para mantenerse de pie, en una estera y lo bajaron por la esca-
lera, siguiendo aquel doloroso espectáculo los demás padres, hasta salir
todos á la calle. Formada la procesión en la misma forma que á la ve-
nida, fueron caminando, entre dos filas de soldados, hasta el muelle,
cincuenta dias después que desembarcados en él pasaron tantos recuen-
tos, cuantos habían sido los oficiales que concurrieron á su recibimiento.
Mas ahora, cuando estaba la noche más obscura, y por consiguiente más
á propósito para que desapareciese alguno de ellos, no tuvieron por tan
necesario repetir esta diligencia.
Después de una corta detención en el muelle, entraron en un barco
para pasar al navio destinado. Tenía el barco, aunque pequeño, su tol-
dilla de madera con sus ventanillas abiertas á los dos lados, y uno de los
misioneros, pensando ser ésta la embarcación prevenida para el trans-
porte á Europa, muy alegre por ver abiertas las ventanillas, puesto
junto á una de ellas, dijo en voz alta: «Nadie piense en quitarme de aquí
ni en pretender este sitio, que aunque incómodo, yo le escojo desde ahora
hasta llegar á Lisboa.» No es de extrañar de que se explicase en estos
términos el que después de cincuenta días de ahogos y de tinieblas, lo-
graba finalmente respirar aire y mirar al cielo. Mas duró poco su con-
tento, pues pasó luego con los demás á la corbeta prevenida , y cayó en
otra cárcel, si no peor, ciertamente, nada mejor que la pasada. En todos
estos viajes fueron acompañando á los padres los dos tenientes, á quienes
dieron muy de corazón las gracias por el grande cuidado y solícita caridad
con que les habían asistido en sus aprietos. Y á la verdad, á no haber in-
tervenido el cariño, respeto y compasión de estos oficiales , no hubieran
acaso salido vivos de la prisión los misioneros, atendidas las órdenes es-
trechas y rigurosas del Sr. Ataide. A la buena conducta y compasión
que habían experimentado en ellos en su cárcel, correspondieron las mu-
chas lágrimas que derramaron al despedirse de los padres , los cuales en
ésta , y en otras muchas ocasiones , miraban la singular providencia del
Señor, que si aflige á los suyos con una mano, con otra les da socorro y
alivio.
CAPITULO IX
NAVEGACIÓN DE LOS MISIONEROS DEL MARAÑÓN HASTA PORTUGAL
Después de haber subido todos los padres al navio dispuesto para la
conducción, apareció en el combés un notario con otros ministros, que
hicieron la entrega al capitán. Leía el notario los nombres de cada uno,
y el capitán, que estaba á la boca de la escotilla, los iba recibiendo uno
por uno, poniéndoles la mano sobre la espalda, y tomando posesión de
702 Misiones del Marañón Español
esta suerte, les dirigíii á un alojamiento estrecho que tenía prevenido en
el entrepuente. Luego que aqui se vieron los misioneros, hicieron la
cuenta de ir en esta segunda cárcel hasta Lisboa, y no se engañaron en
este su pensamiento, porque metidos los cajoncitos de sus ajuares, sintie-
ron correr una puerta que habían visto á la entrada y asegurarla bien
con su candado. Vino el día aun antes que les cogiese el sueño, de que
parece estaban olvidados, con el tal cual gozo que tenían de poder ver la
luz del cielo por una ventanilla muy estrecha de la reclusión, acordán-
dose de la noche larga de mil trescientas horas en el encerramiento del
Para. Por esta ventanilla, que era como de una cuarta de alt;i y como
un jeme de ancha, entraba la principal Juz á su estancia, porque aun-
que en las tablas puestas alrededor de la escotilla habían dejado dos tro-
nerillas, pero estaban casi cerradas con la lancha colocada en la misma
boca. No les costó mucho trabajo conformarse con la escasa luz que en-
traba por la pequeña ventana, porque hechos á vivir sin luz del cielo
por tanto tiempo, les parecía ésta bastante en medio de tener algún tra-
bajo en rezar el oficio divino. Más armonía les causó cuando conocieron
que quitaban la escalera por donde habían bajado á su destino, pues
perdieron de todo punto la esperanza de subir algún día á lo alto del na-
vio, por todo el tiempo de la navegación. Pero se ofrecieron á este tra-
bajo y prepararon los corazones á otros muchos, que suponían esperar-
les en el largo viaje.
En este primero día trajeron la comida á los padres desde el Para, la
cual concluida, el capitán que había prevenido sus cosas, por la mañana
mandó levar anclas y se comenzó á caminar buscando el Marañón, á
donde era preciso volver para tomar rumbo. Por seis noches seguidas se
echó ancla á causa de las muchas islas que se hallan en aquel paraje, y
sólo excusa esta diligencia á los que por allí navegan, la luna clara y
despejada que asegure del peligro de cafer en las islas. No se tocó al
agua que llevaban de provisión por una semana entera, porque con solo
echar el cubo al mar se encontraba agua dulce. Tanto lugar se hace en
el mar mismo el río Marañón, que conserva sus aguas por tanto trecho.
Libre ya la corbeta de las muchas islas y entrando en alta mar, en
donde no podía ser observado, el capitcín Silva, bajó por la primera vez
á saludar á los padres y les dijo con mucha afabilidad y muestras de ca-
riño: «Perdoen per Dio padres, que os ordees del genérale son molte for-
tes.» Hecha esta primera salva, prosiguió diciendo que el venir así ence-
rrados era orden expresa de la corte, que él en cuanto estuviese en su
mano les daría los alimentos que pudiese, los cuales no serían tantos ni
tan cumplidos como deseaba su corazón, por ser muy rigurosas las órde-
nes del gobernador, y por peligrar su vida en caso de transgresión. Que
por entonces dejaba abierta la ventanilla de la reclusión para que logra-
sen alguna luz, pero que tuviesen paciencia las veces que los marineros
hubiesen de bajar á la bodega, porque era indispensable en estas ocasio-
nes el cerrarlas, por no dejar fácil la comunicación que á todos estaba
Libro XII.— Capítulo IX 703
severamente prohibida, y á unos y á otros traía cuenta quitar este tro-
piezo. Que sentía mucho tener poca provisión de boca para las contin-
gencias del mar, pero que supliría con su pobreza, caso que faltare lo
que se había metido para su sustento, y que por lo que tocaba al agua la
tendrían con mucha abundancia. Agradecieron los misioneros la buena
voluntad y sinceras intenciones del capitán, á quien dijeron cómo esta-
ban preparados y dispuestos con la gracia de Dios para pasar por todo
lo que se ejecutase con ellos, y el buen hombre enternecido de ver tanta
conformidad, se fué diciendo: «¡Pobres sacerdotes!»
Bien se conoció que las provisiones que de orden del gobernador me-
tieron en la corbeta eran cortas, como decía el capitán, porque la co-
mida de los padres por toda la navegación fué bien escasa, y nada co.
rrespondiente á los desperdicios del Para. Comúnmente se redujo á carne
salada y bizcocho bien duro, fuera de algún otro día en que sirvieron ga-
llina. Pero apreciaron mucho el grande alivio que tuvieron con el agua,
la cual se les alargaba á discreción, de manera que aun cuando la daban
desde la mitad del viaje con tasa y medida á los pasajeros y marineros,
lograban de ella con abundancia los padres en seis cántaros de agua que
les metieron en su estancia y renovaban á sus tiempos, sin ser parte para
escasearles este consuelo el haberse derramado siete pipas grandes de
las que se habían introducido en el navio por orden del gobernador del
Para. Todos los que venían en la corbeta tenían tan estrecha prohibición
de tratar con los padres, que la pena de semejante transgresión no era
menos que la muerte aun por la más mínima comunicación, como se lo
aseguró á los misioneros mismos el mayordomo, que en una ocasión y á
escondidas y con muchísima reserva pudo hablar por poco tiempo con
ellos. Para quitar á los padres toda comunicación con las gentes, aun en
las cosas más necesarias, y para que no pudiesen saber ni informarse de
las cosas del reino, había dado orden el gobernador de que toda la asis-
tencia inmediata de los misioneros se redujese á dos grumetillos, sin que-
rer venir en modo alguno en conceder al capitán dos soldados que pe-
dia para su cuidado, servicio y asistencia. Estos dos niños llevaban la co-
mida, les proveia;i de agua, limpiaban los vasos inmundos, y hacían to-
dos los demás menesteres, de manera que no vieron los padres todo el
tiempo de la navegación la cara de hombre alguno, fuera de la del capi-
tán, que una vez por semana y alguna otra vez extraordinaria, bajaba á
visitarlos, la de un cirujano que trajo consigo en una ocasión, y la del
mayordomo que les habló á hurtadillas. Tanto celaba el capitán, que en
esta materia pudiera haber motivo ni pretexto de acusación contra los
misioneros.
La gente del navio venía bien arreglada y no se oían en él ios jura-
mentos, ni las malas palabras que suelen ser tan comunes en marineros
y grumetes. Rezaban todas las noches su rosario, y por la mañana oían
todos la Misa que celebraba un capellán recoleto franciscano. No se
permitía á los misioneros que guardaban sus acostumbradas distribueio-
704 Misiones del Makañón Español
nes, asistir á ella, pero como se decía en el combés, y en parte que caía
sobre su reclusión y oían las señales de la campanilla, oíanla del mejor
modo que podían. Desearon entrañablemente comulgar el día de Jueves
Santo, y movido de este deseo el padre superior, hizo la súplica con todo
rendimiento al capitán en un día de la semana antecedente que bajó á
visitarlos, diciéndole que ya que había tanta dificultad atento los órdenes
estrechos del gobernador en que un padre dijese Misa y comulgase á los
demás, pero que ellos no tenían ninguna, antes deseaban con muchas
ansias el comulgar de mano del padre capellán. Que este sería para ellos
el mayor fíivor del mundo del que no se olvidarían por todos los días de
su vida. Aquí fué donde dando un gran suspiro el capitán y lamentándo-
se más que nunca dijo: Ah padres, este es uno de los principales capítu-
los estrechamente encargados del gobernador. Perdonen ustedes, padres,
que no está en mi mano, y tengo muchos testigos de mis acciones. Procu-
ró después consolar á los misioneros, añadiendo, que mucho peor aloja-
dos y tratados habían venido los padres portugueses, encerrados en la
misma bodega, sin luz ninguna, mal comidos y soterrados, bajo la direc-
ción de unos oficiales duros, sin piedad y sin misericordia, por cuya causa
habían enfermado muchos y muerto varios. Diciendo estas últimas pala-
bras el buen hombre cruzaba con sentimiento las manos y exclamaba:
¡Oh insignes padres portugueses! Con estas razones quedaron los misione-
ros desengf» nados y concluyeron que no sólo les habían suspendido , sino
también excomulgado los ministros seculares.
Era preciso que los padres, hallándose en estado de padecer, proba-
sen también de los peligros y trabajos de tempestades y borrascas. Ex-
perimentaron una de estas en el día .3 de Abril que fué para ellos el más
triste y más penoso de toda la navegación. Como á las dos de la mañana
se comenzó á sentir un viento fuerte que se fué arreciando conforme se
iba acercando el día, de suerte que al amanecer estaban ya en gran cui-
dado el capitán y marineros. Ocurriendo á todos los peligros, cerraron
las ventanillas de la prisión á golpes de mazo, y clavaron un buen ence-
rado á la puerta de la escotilla quedando los presos en espesas tinieblas
sin esperanza de humano socorro. No sentían otra cosa en aquella obs-
curidad sino los silbos del viento enfurecido, la fuerza y violencia de las
olas que daban en el costado del navio, los vaivenes y balances de la
corbeta y las carreras, pisadas y golpes de los marineros. Los trastos y
cajones de la estancia andaban rodando de un lado al otro sin que bas-
tasen los cordeles con que habían procurado amarrarlos de antemano;
el único cántaro que á la sazón tenían lleno de agua, hecho pedazos á
los balances del navio, les quitó la esperanza de probar el agua en todo
el día, y los vasos inmundos derramados por la reclusión, difundían un
hedor intolerable. Allegóse á esto, que habiendo llegado á entrar como
media vara de agua en el combés del navio, no se pudo evitar por dili-
gencias que se hicieron que buena parte de ella no penetrase hasta en el
sitio de los padres, y así ésta, con la inmundicia ya derramada, llevaban
LiBKO XII.— Capítulo IX 705
consigo á la parte más honda de la pieza libros, bollos de chocolate, ta-
baco y otras cosillas que se pudrieron y apestaron. Pero lo que en aque-
lla obscuridad hacía parecer mayor la tempestad de lo que era en reali-
dad y que consternaba á los más animosos, eran las voces lastimeras y
el llanto de dos ó tres misioneros que sumamente tímidos se daban ya
por perdidos y sin remedio alguno. Todos se confesaron mutuamente, y
se dispusieron para morir viendo el peligro inminente, pero no por eso se
serenaban ni aquietaban los más medrosos, que por momentos temían
ser sepultados en las aguas.
Duró la aflicción y trabajo hasta el medio día en que, amainando el
viento, se pudo, aunque con alguna dificultad, volver á tomar el rumbo,
de donde la fuerza de la tempestad había arrebatado el navio. Tuvo el
capitán la atención de enviar luego á los misioneros uno de los grumeti-
llos para que les asegurase que estaban fuera de peligro y les pidiese
de su parte que tuviesen un poco de paciencia, porque no se había po-
dido encender fuego y no tenían cosa alguna fuera del bizcocho que po-
der darles de comer. Respondieron los padres que se hacían cargo de la
imposibilidad de gustar cosa caliente, y que sólo pedían un poco de biz-
cocho y un cántaro de agua. Envió lo primero el capitán excusándose de
no poder enviar lo segundo, por estar todavía el mar alborotado y no dar
lugar á que se sacase agua de la bodega. No esperaban los padres mejor
cena por la noche, mas el cocinero, á instancias del capitán, se dio tan
buena maña, que previno para la noche, contra toda esperanza, una
buena taza de caldo y media gallina para cada misionero, con que se re-
cobraron muy bien y quedaron satisfechos, aunque hubieron de pasar
por la sed que no les afligía poco hasta el día siguiente.
En este tiempo había entrado ya el navio en los 30 grados al norte, y
como venían los padres hechos á un temperamento no sólo cálido, pero
aun ardiente, empezaron á sentir más de lo que decir se puede el frío que
siguió á la borrasca. Ayudaba mucho á que les fuese más molesto el ve-
nir tan rotos, desabrigados y casi desnudos. Porque, aunque el señor pre-
sidente había prevenido ropa en abundancia, atento siempre á darles el
alivio que podía á los extrañados de los dominios de su majestad católi-
ca, no pudo llegar este socorro tan oportuno á la misión por estar rotos y
cerrados los caminos con la continuación de las aguas. No teniendo efecto
esta providencia, escribió con mucha solicitud al gobernador del Para
una carta muy atenta y cumplida (cuyo extracto remitió también al su-
perior) pidiéndole que vistiese del todo á los misioneros, en la seguridad
de que se le satisfaría prontamente de los gastos poniendo el dinero en el
Marañen ó en Lisboa, como gustase su excelencia. No se dio por enten-
dido el Sr. Ataide á una carta tan cortés y tan atenta, ni pensó en repar-
tir á los misioneros la menor parte de vestuario, á pesar de haber éstos
declarado su necesidad. Esta fué la causa de haber venido los padres
tan faltos de ropa que no traían sobre la camisa más que una sotana de
lienzo teñido y algún otro jubón blanco por no permitir otra ropa el
45
706 Misiones del Marañón Español
temple ardiente y húmedo de las misiones. Grecia de punto el frió y su
impresión en los cuerpos, cuando llegaron á entrar en 44 grados de altu-
ra para tomar el rumbo cá Lisboa. Empezaron desde este paraje á sentir
continuos y terribles corrimientos, hinchazones, dolores de muelas, flu-
xiones y otras varias indisposiciones.
Pero los que padecían mucho más con la mudanza del temple y esta-
ban esperando la muerte por momentos, eran los dos viejos venerables,
Leonardo Deubler y Adán Vidraan. Su vida estaba ya pendiente de un
hilo, sin que bastasen sustancias y buenos caldos con que se les fomenta-
ba. Eran más sensibles las molestias y trabajos de la enfermedad al
P. Vidman por estar muy en sí, que al P. Leonardo, que empezaba á
chochear; y como era Vidman hombre de singular espíritu, dio en estos
últimos días singulares ejemplos de obediencia, humildad y paciencia.
Padecía una total inapetencia, sin poder arrostrar cosa ninguna; pero
mandándole el superior que comiese esto ó aquello, luego lo comía, ven-
ciéndose heroicamente. Significó un día al capitán que comería un poco
de dulce que se le había antojado, y el superior le reprendió pública-
mente diciendo que-á él y no á otro debía avisar de lo que se le ofrecía.
Oyó la reprensión con humildad y paciencia el P. Vidman, sin dar el
más leve indicio de resentimiento. Fué empeorando notablemente, y sin-
tiendo que estaba cerca su fin, pidió licencia al superior para hablar á
los padres y despedirse de ellos. Habida la facultad, se incorporó con
mucho comedimiento en su lecho, y pidió con humildad y sentimiento
perdón á todos de sus faltas y de la poca edificación, cuando por tantos
años les había edificado con su porte ajustado, con su paciencia y apli-
cación al trabajo. Luego añadió con una sencillez propia suya, en prue-
ba del testimonio de su conciencia: «Ya me parece, padres, que está cer-
cana mi muerte, y espero de la infinita misericordia de Dios ir al cielo.
Allí les encomendaré al Señor á todas vuestras reverencias.» Sin embar-
go de su gran debilidad, duró por algunos días, y quiso el Señor conser-
varle para que descansasen sus huesos con los de sus hermanos portu-
gueses que habían muerto en el palacio ó cárcel de Azeitao.
CAPITULO X
LLEGAN LOS PADRES Á LISBOA Y SON CONDUCIDOS AL PALACIO DE AZEITÁO
Día 7 de Mayo de 17G9, dio fondo el navichuelo en la bahía de Lisboa,
cuya hermosura y magnificencia divisaron no sin admiración los misio-
neros por la ventanilla de su reclusión. Dio luego parte el capitán de su
arribo y de la carga que le había encomendado el gobernador del Para.
Era preciso que la corte hiciese las demostraciones acostumbradas, apa-
rentando misterios para imponer á las gentes. Vino al punto orden del
ministerio, de que ninguno de los pasajeros ni de los marineros de la cor-
Libro XIF.— Capítulo X 707
beta saliese de ella, con una prohibición estrechísima al capitán de que
no dejase ó permitiese por caso alguno, llegar á su navio cualquier barco
hasta nueva orden. Permanecieron los padres en esta suspensión hasta
el día 11 en que supieron finalmente su destino, que se reducía á otra cár-
<íel como las pasadas, en el palacio de Azeitao del célebre duque de
Aveiro. Para dar lugar á los misioneros en este sitio, habían sacado de él
en el día 6 de Mayo á treinta y un jesuítas que allí estaban, y los habían
trasladado á las cárceles de Belén, no lejos del lugar donde reside la
corte la mayor parte del año. En el mismo día en que se hizo esta funesta
traslación de los padres á las sepulturas de Belén, parece que el cielo
mismo quiso dar á los portugueses algunas señales de su indignación,
pues vieron arder y consumirse con el fuego su nueva, magnifica y sun-
tuosa patriarcal en Lisboa, sin ser parte para apagar y atajar la voraci-
dad del fuego, la industria y diligencia de los ciudadanos, que tuvieron el
grande sentimiento de ver consumirse en pocas horas el suntuosísimo
templo que tanto les había costado, y que estimaban como una de las ma-
ravillas de la ciudad.
Desocupado el palacio de Azeitao y hecha aquella especie de cuaren-
tena de los misioneros castellanos, el día 11 de Mayo, como á las tres de
la tarde, abordaron al navio algunos ministros reales, que allí llaman
desembargadores y debían asistir á la apertura de la cárcel de los misio-
neros. Salieron éstos de la escotilla, en donde habían estado encerrados
por más de dos meses, y les pareció entrar en un mundo nuevo, adornado
de mejores árboles y plantas, cercado de un cielo más claro y hermo-
seado de un sol más resplandeciente. Cerraban los ojos por no poder su-
frir tanta luz y claridad, hasta que poco á poco, pestañeando frecuente-
mente, se fueron haciendo á tanta luz. Entonces cayeron en cuenta de la
obscuridad en que habían venido, bien que les había parecido tolerable
por el confronto de la lobreguez del Para. Tratáronlos con atención y cor-
tesía los señores portugueses, que viéndolos tan rotos, desabrigados y
desnudos, no sólo sin capotes y manteos, pero aun casi sin sotana, dieron
luego orden de que al menos los cubriesen con unas como cortinas de
de paño azul que traían en sus barcos para formar toldillas y librarse de
las aguas ó de los ardores del sol. El traje, aunque ajeno, desproporcio-
nado y ridículo, más propio de locos que de unos sacerdotes , no dejó de
bacer al caso á los pobres misioneros, que se agarraban de él por pasar-
los el viento frío que á la sazón corría. El vestido extraordinario y la
vista que con él hacían, dio motivo á las voces que corrieron por Lisboa
y su comarca, de que venían en la corbeta unos hombres cazados de los
portugueses, y pudo dar ocasión á que divulgaran las gacetas de que ha-
bían padecido naufragio. Echaban la culpa de tanta desnudez los des-
embargadores portugueses á los ministros españoles, como que habían
descuidado de los padres en parte tan principal; pero otros les disculpa-
ban como era razón, y declararon abiertamente por amor de la verdad,
la carta cortés y atenta que al señor Ataide, gobernador del Para, había
708 Misiones del Marañón Español
escrito el señor presidente de Quito, para que vistiese de pies á cabeza,.
sin reparar en gastos, á los misioneros del Marañón. Oyendo esto los seño-
res desembargadores, recogieron velas y mudaron de conversación.
Trasladados los misioneros á unos barcos, andiívieron como dos ó tres
leguas, hasta una casa de campo puesta al fin de la bahía de Lisboa. Y
para que se vean los sentimientos de la gente plebeya, sobre las cosas-
que pasaban entonces, quiero insinuar la conversación que tenían entre-
sí, pero con deseo de que lo oyesen los remeros de uno de los barcos. Iba
un oficial en la proa, como en los demás, celando que no hablase con Ios-
padres la gente de remo. Sin embargo de esta precaución, decía uno d&
los remeros: «Acábase de quemar la gran Patriarcal nueva que se hizo á
tanta costa, con todo lo que había dentro, y dicen que sube la pérdida á
dos millones. Así castiga Dios lo que hacen con los padres de la Compa-
ñía de Jesús. También los prenden en Castilla. Esto es cosa del diablo.
Dios les dé paciencia.» Decía otro con mucho pasmo y admiración, cla-
vando los ojos en los misioneros: «Jesús, .Jesús, padres, ustedes no pueden
menos de ser mártires. Rueguen á Dios por nosotros. Oía esto el oficial y
ponía el dedo en la boca, pero de una manera que daba á entender que
aprobaba lo que decían, y que no le disgustaba la conversación. En estas-
pláticas sin contestar los padres una sola palabra, llegaron á la casa de
campo, adonde se enderezaban los barcos.
Esperaban en este sitio á los misioneros con un refresco magnífico, y
convite verdaderamente ostentoso. Sirviéronles muchos helados, diver-
sos platos de aves, varios géneros de dulces, muchos condimentos de le-
che y todo género de frutas del tiempo con un vino generoso. Con la co-
mida y bebida que no habían gustado en tanto tiempo, tomaron aliento y
se reforzaron para el viaje que, acabado el banquete como al ponerse el
sol, emprendieron para el palacio de Aveiro. Montaron en unos borricos
que estaban prevenidos y aparejados con tan anchas enjalmas, que mos-
traban bien no estar hechas para cabalgar personas, sino para cargar
banastas ó cubetos. Para los dos viejos enfermos y de peligro, dispusie-
ron una carreta con sus bueyes, y como debían girar por el camino de
ruedas, diferente del camino de bestias, tuvieron la atención los desem-
bargadores de permitir que otros dos padres les acompañasen en la mis-
ma carreta para cualquier acontecimiento que pudiese ocurrir en el via-
je. De esta manera, unos por un lado y otros por el otro, comenzaron á
caminar casi de noche. Los ministros del rey, iban en sus buenos caba-
llos, en seguimiento de los que caminaban en los borricos, cuidando de
que fuesen con toda comodidad, como lo mostraban en las continuas, mo-
lestas é importunas preguntas si iban con gusto, si les molestaba alguna
cosa, si echaban de menos algo. Disimulaban los padres la incomodidad
y dolores que les causaba el ir tan abiertos de piernas, con tan perversos
aparejos, porque sobre esto que era bien patente á los ministros no cae-
rían las preguntas, y respondían que les iba bien y que no necesitaban de
nada. Un mozuelo de los que guiaban los borricos quiso subir á las ancaa
Libro XII.— Capítulo X 709
de uno de ellos, y se lo impidió uno de los ministros diciendo que no era
digno de atar la correa del zapato del misionero que iba montado en la
bestia. También los hombres de mundo saben el lenguaje de los hombres
espirituales cuando se presenta la oportunidad ó les hace al caso.
Caminaron los padres molestados del frío que sentían mucho y morti-
ficados por la postura trabajosa en que les llevaban las anchísimas al-
bardas, hasta las once de la noche en que llegaron al palacio destinado.
Luego que los soldados los divisaron, despacharon desde su cuartel, que
estaba en una casa inmediata al palacio, un buen piquete que se formó
€on fusil y bayoneta calada á las puertas por donde debían entrar los
misioneros. Apeáronse éstos de sus borricos, sin poder enderezarse, y con
ayuda de costa subieron por una escalera magnífica y espaciosa, hasta
•entrar en una sala capaz, que había servido á los padres portugueses de
refectorio, y en donde estaban aún puestas las mesas con sus manteles y
demás utensilios necesarios. Aquí tomaron asiento porque lo necesitaban,
y los ministros les hicieron las preguntas que les parecieron, concernien-
tes todas al viaje desde las misiones del Marañón. Poco después, habiendo
llegado los de la carreta, apareció un notario, que de éstos encontraban
algunos en todas partes, y tomó la nota de los nombres y patrias de los
misioneros, sin darles más molestias, sin hacer examen y sin dar orden
para el registro de las cosas que traían.
Hecha esta breve formalidad por el notario, dijo uno de los embarga-
dores á los padres: «La casa queda toda á la disposición de Vs. Rs., pue-
den muy libremente acomodarse donde más les agrade, ó en la vivienda
^Ita ó en la habitación baja, que una y otra es bien capaz. Tienen buena
capilla surtida de todo lo necesario para decir Misa, y si gustan de verla
desde luego, síganme, que no les desagradará.» Llenos de alegría y de
consuelo los misioneros con esta noticia, se levantaron todos á una, y
mostrando ser ésta la cosa de mayor gusto para ellos, le siguieron pron-
tos, casi atrepellándose unos á otros. Tantas eran las ansias que tenían
de ver los altares en que podían decir Misa, después de haber estado por
tanto tiempo ¡Drivados del santo sacrificio. Mas ¿quién dirá la consolación
de su alma y las dulces lágrimas que derramaban por sus ojos al ver una
hermosa y extendida capilla con cinco altares bien dispuestos y adorna-
dos decentemente, con todo lo necesario para decir Misa á un mismo tiempo
cinco sacerdotes? No podían contenerse sin mostrar el gusto que tenían
en saber que podían celebrar el santo sacrificio de la Misa, y en conside-
rar que ya estaba á su disposición aquella pequeña iglesia, tan linda y tan
bien provista de todo lo necesario. El superior, en nombre de todos, dio
las gracias de tanto bien como les concedían, así al ministro que les ha-
bía<^uiado como á los demás que estaban ya juntos en la capilla. Mas
ellos respondieron con aire de novedad: «Pues qué, ¿no les han permitido
decir Misa en las Indias?— Los padres, dijo el superior, no la han cele-
brado desde el día 9 de Diciembre del año de 1768, y yo celebré la última
en el 19 de Enero del 69.» Empezaron á esta respuesta á mirarse los mi-
710 Misiones del Marañon Español
nistros unos á otros, como quienes se admiraban de la determinación del
gobernador del Para en aquella materia, y finalmente, prorrumpió el
principal en estas palabras: «Los portugueses de esas tierras, ¿no son tam-
bién católicos? ¿Pues qué tiene que ver lo que está pasando á Vs. Es. con
el impedirles celebrar la santa Misa? Por donde se ve claramente que
muchos de los ejecutores inmediatos de los arrestos de los jesuítas, pasa-
ron los límites de las órdenes que recibieron de la corte, interpretando
cada uno, según la disposición en que se hallaban, los mandatos superio-
res, como sucedió en España y ahora se vio también en Portugal.»
Mientras que los misioneros estaban con los ministros en estos discur-
sos embelesados de ver el aseo de la capilla y el buen orden de los alta-
res, y alegres en extremo por la esperanza y seguridad de poder celebrar
todos los días, les vino un aviso apresurado que les aguó parte del con-
tento, y se reducía á que el P. Leonardo Deubler estaba expirando. Fue-
ron todos los padres corriendo á donde estaba echado el pobre viejo para
leerle la recomendación del alma, y dar orden, si fuese posible, de admi-
nistrarle los Sacramentos; mas al entrar por la puerta del aposento don-
de le habían puesto, dio su alma al Señor, á los ochenta y cuatro años de
edad, y cuarenta de misionero en la misma camilla en que le habían
sacado del navio y traído á la carreta. Los padres sólo pensaron en
amortajar al difunto, á quien se dio sepultura en el día siguiente; los mi-
nistros en volverse á sus casas, y el oficial, á cuyo cargo estaba el pala-
cio, á retirarse á su cuartel, después de cerradas bien las puertas.
CAPITULO XI
trabajos de los padres misioneros en el palacio del duque de
aveiro y en las cárceles de lisboa
Cerrados los misioneros en el palacio que había de ser su cárcel, por
algunas semanas y aun meses, tuvieron el consuelo de hallar en este
retiro á dos padres portugueses, que por inválidos é incapaces de poder
hacer camino, no habían seguido á sus hermanos á las cárceles lóbregas-
en que los sepultaron. Llamábase uno Manuel de Reyes, que fuera de la
edad avanzada en que se hallaba, estaba del todo ciego y baldado de
todo el cuerpo, sin poder menearse de un sitio. Pero con .estar tan acaba-
do, tenía una cara de bienaventurado é infundía consuelo y alegría en
los nuevos huéspedes que le miraban con atención, y se recreaban con
su vista. Pasaba su vida este buen viejo en oir por la mañana casi veinte
misas, que celebraban sus hermanos en la capilla adonde le llevaban en
un carretoncillo, y á medio día lo volvían á su lecho, donde estaba hecho
un Job de paciencia, edificando á todos con su heroica conformidad. El
otro portugués tenía por nombre Manuel López, y era sujeto de mucho
mérito, como maestro que había sido por muchos años, procurador de la
Libro XII.— Capítulo XI 711
misión del Marañón portugués y confesor del P. Gabriel Malagrida,
Si bien este insigne jesuíta no estaba tan postrado como el primero, se ha-
llaba baldado del lado izquierdo, y estribando en un bordón se ingeniaba
para andar arrastrando y pasar el día en la capilla, donde tenía su con-
suelo. Con estos dos padres habían dejado en el palacio dos mozos, los
cuales habían servido á los jesuítas sacados á las cárceles, en aquellas
cosas en que no alcanzaban á satisfacer los hermanos coadjutores. Estas
eran las personas que encontraron en su encierro los jesuítas españoles.
Venían casi ignorantes allá del Marañón de lo que pasaba en Portu-
gal y deseosos de saber de la suerte de sus hermanos; mas oyeron de la
boca de los dos padres portugueses tales cosas, que quedaron con su re-
lación sorprendidos, y echaron bien de ver que era nada lo que habían
padecido ellos mismos, comparado con lo que pasaba en aquel reino bajo
el gobierno de un ministro impío, cruel y despótico. Supieron las muchas
y terribles prisiones de los nuestros, las nuevas cárceles ó sepulturas fa-
bricadas para atormentarlos, la larga duración de sus miserias y la nin-
guna esperanza de salir de aquellos obscuros calabozos ó cavernas tantas
personas de bien, que del Marañón, de Goa y de Portugal estaban sepul-
tadas en las entrañas de la tierra.
Sobre la cárcel de Azeitáo decían, en particular, que los años antes
habían metido en ella 50 misioneros, traídos unos del oriente, y los otros
del occidente, y que habían vivido juntos y retirados de toda compañía
y comunicación humana con grande humildad, austeridad y pobreza;
dando á todos ejemplo en el fervor, ayunos y penitencias, el superior
mismo, que en medio de llegar á la edad avanzada de noventa años, pare-
cía el más robusto de todos. Añadían que después de los primeros años
en que la prisión había sido muy rigurosa, les habííin dado algún ensan-
che los oficiales de guardia, y permitido salir á la puerta y dar las sobras
de su exigua comida á los pobres que venían á ella. Pero que de allí les
había venido el mismo trabajo y persecución, porque teniendo ya modo
de escribir al padre general sobre algunas cosas que deseaban y habiendo
recibido respuesta suya en que señalaba superiores en caso de muerte y
les comunicaba la facultad que había recibido del Papa para tener Sa-
cramento en su capilla para consuelo de todos; un Judas que se halló en-
tre los 50, hecho del bando del ministro, les había vendido con ingratitud
y alevosía avisando á la corte de lo que pasaba. La materia de las car-
tas no podía ser más inocente, pues no contenían cosa que no fuese justa
y debida á unos pobres afligidos que buscaban la dependencia de sus su-
periores y el esfuerzo del alma para llevar con paciencia y alegría tan-
tos trabajos. Pero la comunicación estaba severamente prohibida y era
necesario hacer un escarmiento ruidoso. Luego que llegó el aviso á la
corte, vinieron comisionados é hicieron un registro riguroso y sacaron
ocho padres á las Torres (así se dijo por entonces aunque, en realidad, no
se sabe aún á dónde los llevaron), y pusieron á los demás en más estrecha
reclusión. Por último, dijeron que habían muerto en esta prisión como 3Q.
712 Misiones del Marañón Español
jesuítas y que otros 31 habían sido trasladados á cárceles más estrechas,
para dar lugar á los padres castellanos. Por donde se deja entender que
á los primeros 50 misioneros, fueron juntando en el mismo palacio otros
muchos, por orden de la corte.
No sabían los dos padres portugueses decir, en particular, qué mise-
rias padecían sus hermanos en las cárceles de Belén y de San Julián, ni
cuántos eran los que allí estaban sepultados, y sólo habían llegado á en-
tender que eran muchos en número y que era grande la miseria y ex-
tremo el abandono. Pero lo que aquellos entonces ignoraban, lo dirá con
bastante individualidad una carta de los mismos interesados que, al cabo
de algunos años de prisión, pudo escribir al provincial del Rheno infe-
rior y que, por providencia del Señor ha llegado á mis manos. La carta
está escrita en idioma latino y traducida al castellano es como sigue:
«12 de Diciembre de 1766.
»Reverendo en Cristo padre provincial: Estando casi al fin del año oc-
tavo de mi cautiverio, he hallado el modo de enviar á V. R. esta carta
por medio de cierto jesuíta francés que pasa de estas cárceles á su patria
por la benignidad y clemencia del rey de Francia, que se ha servido de
sacar á los suyos de tanta estrechez y miseria. Preso en el año de 1759, y
llevado entre treinta soldados parte de á pie y parte de á caballo, todos
con sus espadas desenvainadas, fui echado en una horrible y oscura pri-
sión ó cárcel de una fortaleza llamada Almeida en los confines de Por-
tugal y Castilla, aunque tuve por compañeros tantos y tan importunos
ratones que ni en la cama ni en la mesa me dejaban de día ni de noche,
y era tanto su atrevimiento y su familiaridad, que comían conmigo en la
misma escudilla, sin poderlo impedir yo por la obscuridad del lugar. Es-
tábamos en esta cárcel, pero cada uno en su calabozo separado, 20 jesuí-
tas. Fué bastante la comida en los cuatro meses primeros, más nos mo-
ríamos de hambre en los siguientes. Cumplido un año, nos quitaron por
fuerza hasta los Breviarios, imágenes, monedas, medallas, reliquias de
los santos, y llegaron á tanto que quisieron arrancar á uno la imagen de
un Santo Cristo que tenía pendiente del cuello. Pero como éste que era el
primero se resistiese fuertemente á tanta desvergüenza, no se atrevieron
á intentar otro tanto con los demás.
«Después de tres años de hambre y de miseria (porque ni á enfermos ni
á moribundos era permitido que entrase persona alguna), fuimos sacados
de esta penosa cárcel sin esperarlo nosotros (con ocasión de la guerra en-
tre España y Portugal), diez y nueve jesuítas por haber muerto uno en la
prisión. Atravesamos casi todo el reino de Portugal entre soldados de á
caballo bien armados, y siempre con sus espadas desenvainadas, y vini-
mos á parar á las cárceles de Lisboa, no sin grave daño de los tres úni-
cos alemanes, que todos nos desmayamos notablemente. Después de ha-
Libro XIL— Capítulo XI 713
ber hecho aquí noche en la cárcel de los ladrones públicos, fuimos traídos
el día siguiente á esta torre presidiaría de San Julián, puesta en la ribera
del Tajo, más abajo de Lisboa y cerca del mar, donde estoy con los de-
más en un calabozo harto más horroroso que el pasado , obscuro, subte-
rráneo, lleno de mal olor, adonde ni penetra el aire ni entra casi luz al-
guna por no tener más que una rendija de tres dedos de ancha y tres
palmos de larga. Para alumbrarnos se nos da un poco de aceite, la co-
mida escasa y grosera, el agua peor, muchas veces podrida y llena de
gusanos. La ración diaria de pan es de media libra, y esta misma dan y no
más á los enfermos con una quinta parte de una gallina. Si con esto sana,
bien; y si no que se muera. Los sacramentos de la Iglesia sólo se nos con-
ceden en el artículo de la muerte, cuyo peligro ha de afirmar con jura-
mento un cirujano que hace de médico, y á falta de éste, que por vivir
fuera del presidio no puede venir de noche, no hay que esperar ni mé-
dico ni sacerdote. A los principios nos trataban con más rigor á los ex-
traños que á los naturales; mas ahora todos somos iguales y nos llevan
por un rasero. En tanta miseria y desnudez que casi todos estaraos des-
pojados de lo que teníamos sobre nosotros , esperamos la caridad de los
que todavía tienen alguna camisa; y yo estuviera ya tiempo há en^ un
todo desnudo y en carnes, si no se me hubiese por compasión socorrido.
»Está el agua continuamente entrando en gran copia por las puertas
y paredes de estas cavernas salitrosas, húmedas, apestadas de fetor y
llenas de gusanos, moscas y otros insectos asquerosos, de donde nace, que
así el vestido como cualquiera otra cosa luego se deshace, se pudre y se
consume. Es esto de manera que el mismo gobernador del presidio no há
muchos días que prorrumpió en estas palabras que le sacó la fuerza de
la verdad. Cosa bien rara es ésta, todas las cosas se pudren luego y
sólo los padres se mantienen. Ello parece un milagro el que vivamos
para poder padecer. El buen cirujano, que conoce bien su ignorancia, se
maravilla muchas veces cómo convalecen los padres de sus enfermeda-
des y él mismo confiesa que muchos se han puesto sanos no por industria
suya, sino por especial providencia ó virtud divina.
»Hay algunos que han convalecido haciendo algunos votos. Uno que
estaba ya para dar la última boqueada, sanó poco há de repente con un
poco de harina de San Luis Gonzaga. Otro que por estar loco y furioso á
todos nos aturdía con clamores descompasados, y con gritos horrorosos
nos atormentaba, púsose mucho mejor con sólo rezar un jesuíta sobre
él una oración. Otro, finalmente, que ha estado muchas veces á los últi-
mos, recibido el santo Viático comienza luego á mejorar, de suerte que
el cirujano suele decir con gracia: «Ya sé el remedio de éste: dadle el
Santísimo, que no morirá». Hubo también uno que después de muerto
quedó mucho más hermoso que cuando estaba vivo. La novedad sor-
prendió á los soldados y circunstantes que decían maravillados de lo que
veían: «Esta es la cara de un bienaventurado.»
»Viendo nosotros esto, y experimentando que el cielo nos da fortaleza,
714 Misiones del Marañón Español
nos alegramos con los que mueren, y les envidiamos su dichosa suerte, y
no porque se les acaben los trabajos, sino por la gloriosa victoria que
consiguen. Y es cierto que los más están deseando y tienen por grande-
dicha caer con gloria en esta batalla, Y así, los tres padres franceses, á
quienes se ha dado licencia de salir de sus cárceles y de pasar á su pa-
tria, miran con ojos tristes esta su suerte, y tienen la nuestra por más
feliz que la suya. Cierto que parecemos afligidos, pero estamos siempre
alegres, aunque casi desnudos y llenos de dolores y molestias. Pocos hay
que tengan algún pedazo de sotana, y apenas alcanzamos con que cu-
brirnos decentemente. Sírvenos de cobertor una especie de silicio, hecho
de no sé qué cerdas agudas y asperísimas. Un trozo de jerga viene á ser
la cama, y aun estas dos cosas, como luego se pudren, nos faltan muchas
veces y no se consiguen sin dificultad. Hablar con alguno, dicho se está
que no se puede, y á nadie le es permitido el hablar, pedir ó interceder
por nosotros. El carcelero, hombre de durísima condición y verdadero
verdugo de los padres, rara vez nos dice una palabra con paz y con buen
modo, y varias veces nos arranca y quita por fuerza lo que necesitamos.
«El que viniere en abjurar de la Compañía, tiene por premio su liber-
tad, la gracia de la corte y lo necesario para vivir. Dícese que se cuen-
tan más de mil encarcelados en el reino, y que4os más, ó á lo menos mu-
chísimos, están por causa de los jesuítas. No caben ya las personas en las
torres y fortalezas, y se van haciendo cada día nuevas cárceles. Han
sido también traídos á este lugar los jesuítas de Macao, de los cuales ya
muchos han padecido gloriosamente por la fe entre aquellos gentiles cár-
celes, cadenas y otros muchos tormentos. Pero parece más agrado de
Dios que aquí padezcan mucho con inocencia, que el que mueran allá
por la fe de Jesucristo. Se están esperando d-e día en día los del Malabar
y la China, que con arte y engaño han podido prender, y esto para que
aquí reciban el martirio que no encontraron allá.
»Vivimos todavía en este lugar, porque Dios quiere conservarnos, 76
jesuítas de los 92 que entramos :
De la provincia de Goa 27
De la del Malabar 1
De la de Portugal 10
De la del Brasil 9
De la del Marañón 23
De la del Japón 10
De la de la China 12
»Han muerto 13 y han salido 3, con que quedamos 76. Viven todavía
los viejos y venerables de Portugal, del Brasil y del Marañón, que son el
P. Juan Enríquez, el P. Juan Honorato y el P. Francisco Toledo. De
nuestra provincia están aquí los padres Graff, Hund, Meisterbug y el ca-
rísimo hermano Muller. Los demás estarán en las demás torres, y no he
Libro XI.— Capítulo XI 716
podido saber quiénes y cuántos son. Dará más noticia de esta nuestra
prisión el plan, forma y diseño que hice de estas cárceles y envié á
Roma. En ésta no puedo decir más que, si fuese mayor, no cabría por la
rendija por donde se debe echar.
»Rueguen á Dios por nosotros los padres y hermanos de la provincia,,
mas no como por miserables y desdichados, que nosotros nos tenemos por
felices y dichosos; y ciertamente que yo, aunque á mis compañeros deseo
mejor suerte, no trocaría la mía con las de vuestras reverencias. Pásenlo
bien y trabajen gloriosamente para que crezca tanto en esas tierras la
gloria de Dios cuanto se ha disminuido en estas otras.
»De vuestra reverencia siervo,
«Lorenzo Kaulen, cautivo de Cristo.»
Esta es la carta que escribió este verdadero mártir de Jesucristo á su
antiguo provincial de Rheno Inferior, la cual llegó á mis manos algunos
años después de haber sido escrita en las cavernas tenebrosas de San
Julián. En ella se leen distintamente los exquisitos tormentos que pade-
cieron 92 jesuítas en la torre de San Julián. Pero no se habla de los demás
padres que estaban gimiendo en otras cárceles. Por buen conducto he
sabido en Bolonia, que los padres sepultados en los calabozos más hon-
dos de Portugal, fueron por lo menos 138, y que en diez y siete años
de prisión murieron 82, es, á saber: 26 en las torres de San Julián, 31
en el palacio de Azeitao, y 14 en otras prisiones, con otros 11 que mu-
rieron en varias de ellas después de la extinción de la Compañía. No en-
tran en este número 23 que murieron en el camino de Goa á Lisboa,
con el trato duro y por la estrechez del navio en que venían, ni tampoco
aquellos ocho que sacaron de Azeitao y de que no hemos tenido noti-
cia alguna.
Mejorados los tiempos y abiertas las cárceles tenebrosas por la justi-.
cia que comenzó á ejecutar la reina fidelísima, se hallaron algunos vi-
vos en las entrañas de la tierra, que juntos con los que antes habían sa-
lido, cumplieron el número de 56. Además de éstos, salió también libre
de la Inquisición y con sentencia muy honorífica, otro padre que estaba
en ella por sectario del P. Malagrida. Esto es cuanto ha llegado á nues-
tra noticia en este año de 1786, de los padres portugueses, italianos, ale-
manes, franceses y españoles que quedaron en el reino de Portugal y
que no permitió el ministro Carballo que pasasen á Italia con sus her-
manos. Me ha parecido justo dar aquí alguna razón de lo que padecie-
ron éstos por tantos años, ya que los misioneros del Marañen español tu-
vieron alguna parte en sus trabajos, y, si no apuraron el cáliz amarga
de sus hermanos, no dejaron de probar de sus amarguras.
716 Misiones del Marañón Español
CAPITULO XII
DESPUÉS DE DOS MESES DE PENOSA DETENCIÓN EN EL PALACIO DE
AZEITÓN, SE EMBARCAN LOS MISIONEROS PARA EL PUERTO DE SANTA
MARÍA.
Asombrados los misioneros de Quito de los excesivos trabajos que pa-
decían en Portugal sus hermanos, no les parecía haber padecido nada
por Jesucristo ni en el Marañón, ni en el Para, ni en el viaje que acaba-
ban de hacer. Inciertos de su suerte, se ofrecían á mayores trabajos sa-
biendo que estaban en poder de un ministro despótico que, como por as-
tucia y maña había traído del oriente jesuítas que no pertenecían á la
tjorona de Portugal, así también podía hacer con ellos algún juego de ma-
nos, sin embargo de ser españoles y de que había convenido con los mi-
nistros de España en dejarlos pasar á su destino. En estos temores que
no eran del todo vanos, se aplicaron á establecerse en su reclusión del
mejor modo posible y á entablar sus acostumbradas distribuciones, de-
jando el éxito de sus cosas á la divina Providencia.
Aunque era magnífico el palacio donde se hallaban encerrados, pero
era bien poco á propósito para habitaciones de religiosos. Todas sus sa-
las eran grandes, las piezas altas y las viviendas extendidas, y á esta
causa los padres portugueses, por librarse siquiera del registro y de la
vista de unos y otros, habían hecho una especie como de cancelas en que
acomodaban las camas con una manta. Aquí se retiraban para dormir ó
estudiar, y á la práctica de sus devociones. Aunque las divisiones no
eran de mucha solidez, como formadas de sábanas ó cobertores colgados
de sus cuerdas, pero parecieron bastantemente oportunas á los misione-
ros para sus ordinarios ejercicios y se acomodaron fácilmente en estos
aposentillos. Era dificultoso que en aquella opresión y miseria hubiera la
limpieza necesaria en una casa de comunidad, no pudiendo barrerse bien
y con la debida frecuencia tantos retretes y escondrijos atestados de las
cosas de los colegios que por orden de la corte habían metido en el pala-
cio. Y esta era la causa de que hubiesen cundido tanto las pulgas por to-
dos los parajes, que en parte ninguna se veían libres los padres de las
molestias que les daban. Hicieron cuanto pudieron por verse á lo menos
libres en parte de semejante plaga, pero era la posesión tan antigua y
tan arraigada, que lograron bien poco, sin poder desalojarlas de su anti-
guo sitio. Aun en el santo sacrificio de la Misa se dejaban sentir tan vi-
vamente, que no era pequeña incomodidad el celebrarlo.
Las oficinas comunes, como menos desfiguradas, eran verdaderamen-
te magníficas y propias de un palacio tan celebrado, pero las demás es-
taban notablemente afeadas con las obras propias de cárcel que se ha-
bían añadido cuando las destinaron á este efecto. En particular tiraron
LiBKO XII.— Capítulo XII 717
á quitar las hermosas vistas que tenía y á privar á los presos de la luz
que por las hermosas y rasgadas ventanas bañaba y alegraba todos los
rincones del palacio. Tapiadas éstas, sólo habían dejado unos pequeños
postigos, y esos muy altos, que daban una luz bien escasa é impedían á
los padres asomarse por ellas. En algunas piezas ni aun esto se hallaba,
y entraba solamente una pequeña luz por unas troneras estrechas del
mismo techo. Pero acordándose los misioneros del Marañón de las cárce-
les antecedentes, miraban á ésta como á una casa de recreación, en que
comenzaban á respirar, y no les causaba molestia alguna la luz escasa,
por haberse hallado en tanta obscuridad. Así que esta circunstancia da
su prisión poco les afligía.
Algo más penosa les pareció la asistencia que les dieron por todo el
tiempo que perseveraron en el palacio, porque era la misma que habían
entablado con los padres portugueses, la cual era muy escasa en reali-
dad y miserable, de manera que nunca llegaron los nuestros á satisfacer
el hambre. Dábanles por desayuno media onza de mantequilla, con cuyo
bocado se ingeniaban á hacer una sopita en un pedacito muy pequeño
de pan que conservaban desde la noche, en que les ponían cuatro onzas
y comían tres por dejar una para la mañana. No era mayor la cantidad
de pan que ponían al medio día, porque estaba ya asentado que por testa
bastaban ocho onzas de pan al día. Este principio se pudiera tolerar si
sirviesen las demás cosas con abundancia, pero al principio correspon-
dían los medios y los fines. Porque la carne apenas se divisaba en el cal'
do, y la podían servir cómodamente en los platillos pequeños que usaban
comúnmente en los colegios para los postres. Esto con un medio vaso de
vino poco sano, y ya podrido, era toda la comida y bebida que servían á
medio día y por la noche. Ni es de extrañar que fuese tan estirado el tra-
to de los padres portugueses, porque su pensión era tan corta que no pa-
saba de dos reales de vellón, y de ella se sacaba la mitad para ornamen-
tos de la capilla, oblata de las Misas, leña y aceite, fuera de un par de
zapatos que se debía suministrar cada año á cada religioso, con que sólo
quedaba un real por testa para comer, cenar y beber. Con medida tan
escasa trataron también á los padres castellanos, y se acomodaron á
ella sin hablar palabra, pues no pensaban ser mejores que sus hermanos.
Es verdad que cuando el juez de la villa venía á pagar las pensiones por
los castellanos, encargaba mucho que no reparasen en gastar con ellos,
porque era intención del rey fidelísimo que se les tratase con toda osten-
tación, pero jamás se atrevieron, por varios pretextos, á salir de lo acos-
tumbrado. Acaso los que manejaban la pensión, se quedarían, como sue-
le suceder, con parte de lo que entregaba el juez de la villa para los
padres, ó acaso el mismo juez, que no es tampoco increíble, era muy li*
beral en palabras y estrecho de manos. No sé si tan cumplida asistencia
aceleró la muerte del P. Adán Vidman, que á los ocho días de mansión
en el palacio dio su espíritu al Señor, cumplidos los setenta años de edad,
y fué llorado universalmente de todos. Su cuerpo fué enterrado con eí
718 Misiones del Marañón Español
del P. Leonardo Deubler en el sepulcro de los padres portugueses que
habían muerto los años antecedentes, el cual, á lo que entiendo, estaba
en una iglesia puesta al cuidado de los padres dominicos.
Poco sabían nuestros misioneros de las cosas de Europa, porque el
encerramiento era riguroso. Las puertas del palacio estaban siempre
cerradas con dos gruesos cerrojos, cuyas llaves estaban siempre en ma-
nos del oficial de guardia, que venía en persona con un piquete de solda-
dos todas las veces que debía abrirse el palacio. Fuera de esto, en la pla-
zuela, había continuamente centinela de día y de noche, de manera que
cuanto se metía ó sacaba, pasaba por un registro vigilante, y, en par-
ticular, la ropa sucia que se desenvolvía y examinaba con mucho cuida-
do. Libres los padres de todo pensamiento de cosas de afuera, en este re-
tiro se aplicaban á las distribuciones espirituales que habían practicado
por tantos años los padres portugueses con edificación del contorno, á
que añadieron el juntarse de comunidad en la capilla todas las tardes á
oír, por media hora, la lección espiritual, y á tener otra media hora de
oración mental. Empleaban el tiempo que les sobraba de sus ejercicios
espirituales, unos en leer cosas útiles y provechosas, y otros en hacer
algunas cosas mecánicas á que tenían inclinación, y los más de ellos en
remendar ropillas que, aunque pocas, estaban muy destrozadas. En esta
misma prisión adelantó mucho el P. Xavier Veigel el mapa de las misiones
del Marañón, que ya antes había comenzado, y su trabajo fué muy fácil
y útil para nosotros, que nos hemos aprovechado de su industria y apli-
cación en la copia que presentamos al fin de la Historia para mejor inte-
ligencia de las misiones de Maii:as.
Teniendo los padres tan bien distribuidas las horas de todo el día , no
les parecía dura la prisión , antes miraban con buenos ojos aquel ence-
rramiento tan estrecho, y estando ya á los últimos de Junio sin tener to-
davía noticia alguna de su destino, trataron, atenta la calidad del sitio y
lugar solitario que á ello convidaba, de hacer los ejercicios acostumbra-
dos de San Ignacio y de retirarse más, si no del mundo, de los pensa-
mientos de la tierra. Hecha con mucho fervor la primera semana, según
la forma que prescribe en su breve librito el Santo Patriarca, propuso el
superior á todos en el último día si querían hacer otra semana , y acom-
pañarle, porque él estaba resuelto á emplear en los santos ejercicios un
mes entero. Bastó la insinuación del superior para que todos aceptasen
un convite tan ventajoso, y prosiguieron con él en las meditaciones de la
segunda semana.
No tuvieron tiempo para concluir esta nueva semana, porque en el
día segundo por la noche, después de haber tomado su parca cena , oye-
ron de repente el ruido de los cerrojos, que como tan grandes resonaban
siempre por todo el palacio cuando se corrían. Era la hora excusada, y
desde luego excitaba en los ánimos varios pensamientos aquella nove-
dad , aunque los más entraron en esperanzas de buen anuncio, persua-
diéndose de que los querían aviar para España después de dos meses de
Libro XII.— Capítulo XII 719
<ietención. No se engañaron en ello, porque entrando en donde estaban
los padres, el juez de la villa les intimó de parte del rey fidelísimo que se
previniesen para salir del palacio á las tres de la mañana , y que ha-
biendo de ir delante los trastos y las camas, las tuviesen prevenidas para
cargarlas en dicha hora , y que ellos les seguirían adonde su majestad
dispusiese. Hecha la intimación se despidió el juez, y los padres no to-
maron un rato de descanso en toda la noche por el recelo que no les co-
giese desprevidos y sin atar las camas á la hora señalada, que deseaban
con ansia. Pasó estaen inquietud, cuando apareciendo en laplazuela,como
á las cuatro de la mañana varrias carretas y algunas caballerías, ng se
atrevieron los mozos á cargar los hatillos preparados, porque el juez no
aparecía. Vino, finalmente, después de haber amanecido, el que tanta
prisa había dado para la prevención de las cosas. Y haciendo cargar el
bagaje, dejó á los misioneros en la misma expectación en que estaban
antes de su llegada, diciéndoles que á él no tocaba la conducción de las
personas.
Llegó, por fin, á las nueve de la mañana otro personaje de mayor re-
presentación, y era corregidor de otra villa cercana, á cuya disposición
estaba el viaje de los misioneros. Pero por ser ya hora tan incómoda y
calentar mucho el sol , circunstancia que imposibilitaba bien poco á los
padres, deseosos de salir cuanto antes de su prisión, determinó dilatar la
partida hasta después de comer. Habíase descuidado de prevenir lo que
no se tenía por necesario, y así se tomó alguna cosilla de lo que se en-
contró á mano, pero se suplió la falta con dar á los padres un poco de
vino bueno, de lo que días antes habían recogido para el gasto de los cas-
tellanos. Pero éstos ni le habían probado hasta entonces, ni habían sa-
lido de la tasa señalada á los portugueses que se reducía , como dijimos,
á medio vaso por el medio día y otro medio por la noche. No dejaba de
conocer el señor gobernador, ó corregidor, las ganas que tenían de salir
los presos, así por la apresuración con que comieron lo poco que se les
presentó, como por el semblante y por el aire de inquietud que en ellos des-
cubría. Sin embargo de esto, no resolvió el salir hasta las tres de la tarde,
cuando ya el sol comenzaba á caer y no se dejaban sentir tanto los ardo-
res de sus rayos. Hecha la señal de montar después de tanta nema, unos
cogieron caballos, otros muías, y los más cuerdos echaron mano de bo-
rricos, así por no ser grandes caballeros , como por huir de las enjalmas
que tenían en vez de sillas las caballerías mayores. De esta manera em-
prendieron su viaje, deseando dejar cuanto antes un reino en que no se
consideraban muy seguros.
Fué muy diferente la salida del palacio, que había sido la entrada dos
meses antes. Porque entonces los desembargadores habían mostrado al-
gún cuidado en que los arrieros tratasen á los padres con atención y cor-
tesía. Mas ahora el corregidor sólo pensó en apresurarse por llegar á su
destino cuanto antes en su buen caballo, dejándoles á la discreción de la
canalla, que debía atender á las bestias. Hartos de esperar los arrieros
720 Misiones del Marañón Español
por el espacio de doce horas, estaban, como suele suceder en esta gente,
de muy mal humor, y tiraron á descargar su furia y á desquitarse del
tiempo perdido á costa de la paciencia y sufrimiento de los padres. Co-
menzaron, desde luego, sin el menor reparo, á dar latigazos y picar á las
bestias y hostigarlas de manera que no perdonaban á los jinetes, á quie-
nes alcanzaban también los latigazos y aun tal cual golpe de varapalo.
Clamaban los misioneros pidiendo misericordia, y les suplicaban que usa-
sen de alguna moderación; pero ellos, fieros, sordos y sin vergüenza, lle-
vaban las bestias á todo trote, y cuando los pobres animales, agitados de
tanta bulla y golpes, daban sus corcovos ó echaban al suelo algún jesuí-
ta, lo celebraban con grandes risadas y algazara, como si fuese un triun-
fo. Pero quiso el Señor que en medio de tantas caídas, como era preciso
que sucediese en personas poco hechas á caminar de esta manera, nin-
guna de ellas fuese desgraciada. Arrastrados de esta suerte por aque-
lla vil canalla, llegaron, por último, al sitio desde donde debían em-
barcarse. Como la comida había sido tan escasa, esperaban algún re-
fresco para tomar aliento, y no les disgustaba ya que se hubiese ade-
lantado el corregidor, porque al fin habría tenido tiempo para preve-
nir alguna cosa. Esta la dispuso para sí, descuidando de los que venían
detrás. Metidos los padres en una taberna pública entre borrachos y ju-
gadores, tuvieron la bella ocasión de ejercitar la paciencia por dos ho-
ras enteras entre aquella chusma, mientras el corregidor, en el cuarto
alto de la taberna, merendaba á su satisfacción y sin testigos, según los
varios platos que iba llevando un criado desde la cocina que alcanzaban
á ver los misioneros.
Al ponerse el sol bajó el conductor bien comido, y condujo á los pa-
dres á tres botes que tenían prevenidos para pasar al navio. El viento
era bien recio y daba de proa la marea, con que se adelantaba bien poco
por más fuerza que se hacía de remos. Costó mucho trabajo vencer la
travesía, y no fué menos el peligro á la desembocadura del Tajo, porque
arreciándose más el viento y empeñados los marineros en pasarlo, no
obstante el riesgo que suele haber en estas ocasiones, pusieron á todos
á punto de naufragar, como ellos mismos lo confesaron metidos en
el empeño. Pues titubeando los demás, dijo el piloto principal, á quien
obedecían todos; «No hay que temer; adelante, que no querrá Dios que
perezcamos, aunque no sea más que por los que llevamos.» Conocía muy
bien esta gente la inocencia de los jesuítas, como lo daban á entender
bastantemente por las palabras que soltaban con alguna reserva. Y aun
uno de los marineros, llegándose al oído del superior, le dijo: «Padre, en-
comiéndeme mucho á Dios, que no puede menos su Majestad de oír á vues-
tras reverencias.» Abordaron al navichuelo destinado al transporte cer-
ca de la media noche, después de haber abordado á otros dos que estaban
en la misma bahía. Tan informado estaba el corregidor de la comisión
que debía ejecutar, que ni sabía á qué capitán había de entregar á los
misioneros. A este modo hizo también la entrega de los padres, porque
LiBEO XIL— Capítulo XIII 721
bajando á la escotilla en busca del capitán, y viéndose embarazado con
él por no entenderse los dos en lengua ninguna, por señas le encomendó
la carga, y dejando las cartas que llevaba, se volvió á meter en su bote
sin hablar á los padres una palabra.
CAPITULO XIII
VIAJE DE LOS PADRES AL PUERTO DE CÁDIZ: SON LLEVADOS AL HOSPICIO
QUE TUVIERON EN SANTA MARÍA
Q.uedaron los misioneros en lo alto del navio, donde los habían metido,
mirándose unos á otros y sin que ninguno les hablase una sola x)alabra. El
conductor había escapado, el capitán no salía de la escotilla y los misio-
neros pasados de frío, que era tan grande, que no se acordaban haber
experimentado otro mayor en todos los días de su vida. Cosa bien nota-
ble, en la estación más calurosa del año, j)ero muy creíble, atendiendo á
que el viento había refrescado extraordinariamente desde la tarde, á que
los pobres misioneros apenas habían comido ni dormido en la noche an-
tecedente, y á que no tenían sobre sus personas más que unas malas ca-
misas y unas sotanas desastradas de lienzo teñido. Deseaban bajar á la
escotilla por librarse de tanta molestia que les hacía tiritar y dar diente
con diente, pero el superior, cuya entereza demasiada tenían bien cono-
cida en otras ocasiones, no lo permitía, diciendo que habiéndose ido el co-
rregidor debían estar en todo sujetos al capitán del navio y no menearse
del sitio sin su mandato; que ya subiría y les señalaría lugar correspon-
diente. No subía el capitán, y el frío proseguía molestándoles no poco, lo
que fué causa para que un ode los misionefros que sabía varias lenguas ba-
jase abajo para informarse de las intenciones del capitán. Mas luego su-
bió diciendo que el buen capitán era tan cerrado, que no entendía nada
de cuanto le había dicho en varias lenguas, y que él mismo no le había
percibido sino tal cual palabra á su parecer inglesa por la semejanza
que tiene esta lengua con la alemana. Helados los misioneros y deseosos
de tomar alguna cosilla, porque también estaban hambrientos, todo lo
dieron por perdido, y sólo pensaron ver si podían doblar la integridad ó
dureza del superior para que les permitiese bajar y guarecerse del viento
que casi desnudos y sin comer los mataba . En vano se cansaban con sus
instancias, porque firme en su resolución á nada se daba por entendido.
Finalmente, cansado uno de los padres de esperar por tanto tiempo al
capitán que no debía pensar en los padres, y no pudiendo aguantar más
el rigor del frío, tuvo la flaqueza, harto perdonable en las circunstancias,
de bajarse con disimulo, cuyo ejemplo fueron siguiendo los demás. Aco-
modáronse para dormir en unos catres muy estrechos donde entraron por
los pies, bajando las cabezas á manera de culebras, que para renovar la
camisa entran por agujeros estrechos; tan pequeños eran los catres, por-
46
72-2 Misiones del Marañón Español
que no permitía más la embarcación en que, fuera del capitán, el piloto
y dos grumetes, sólo iban tres personas de tripulación.
Antes de amanecer el día 11 de Julio se dieron á la vela y en medio
de ser tan pocos los marineros, hacían con admirable destreza las manio-
bras ocurrentes. Siete días tardaron en la navegación hasta Cádiz, y en
ella padecieron los padres no pequeñas incomodidades. En particular,
les afligió más que medianamente el hambre, por no haber otra comida
que la que ponían para sí las siete personas del navio, y ahora debía ser-
vir sin aíladir nada para otras diez y siete. Como las raciones eran tan
escasas, pedían los padres al capitán mismo de comer; pero él, levan-
tando las manos al cielo, les quería dar á entender que ni podía ni tenía
cosa; ni en el navio se habían metido provisiones algunas para los pa-
dres. La bebida se reducía á pura agua, muy bastante para digerir la ra-
ción, fuera de dos ó tres veces en que, por modo de extraordinario, pro-
baron el vino que, bebido diariamente en aquellas circunstancias, no les
hubiera sido de mucho provecho, y hubiera acaso desecado el poco hú-
medo natural que les había quedado , después de tantos sudores en el
Para.
Dieron vista á Cádiz el día 16, al fin de la tarde, y echaron áncora en
su bahía en el día siguiente por la mañana. Sabida la noticia del gobier-
no, envió luego, como suele, visita de sanidad al navichuelo. Saludaron
los jueces con atención y cortesía á los padres del Marañón, que viendo
más franqueza en los españoles , que la que habían experimentado en
Portugal, tuvieron mucho gusto en tratar con sus paisanos. Aquí supie-
ron lo que no habían entendido en tanto retiro y encerramiento, que había
muerto ya Clemente XIII, de buena memoria, y la elección que se había
hecho al Pontificado, en la persona del cardenal Lorenzo Ganganelli,
religioso antes franciscano. No les agradó la primera nueva, porque al
fin tenían ya conocidas las paternales entrañas de aquel buen Pontífice,
para con su madre la Compañía, y no ignoraban la necesidad que tenían
en tiempos tan revueltos de su protección y amparo. En cuanto á la se-
gunda nueva, se echaron en manos de la Providencia, que acaso había
levantado al Pontificado un pobre religioso, para que, con valor, pecho
y constancia, defendiese la causa común de las religiones, como tan unida
con los intereses de la Iglesia. Al despedirse los jueces de sanidad, pro-
metieron á los padres que se les sacaría cuanto antes de aquel triste al-
bergue, porque habían visto con sus mismos ojos la necesidad y miseria.
Mas como habían de venir del Puerto de Santa María los que debían ha-
cerse cargo de los misioneros, no pudo llegar hasta el día siguiente un
barco capaz con algunos comisionados, en que cupieron con desahogo los
padres y acomodaron el bagaje.
No dejaban de ir los jesuítas con algún cuidado sobre la suerte y des-
tino, y más cuando supieron que estaban otros muchos hermanos suyos
repartidos por varios conventos, siendo su principal deseo estar juntos
aunque fuese en alguna prisión. Salieron luego del cuidado, porque ape-
Libro XII.— Capítulo XIV 723
ñas pisaron tierra, cuando conocieron que les conducían á la casa que
era antes hospicio de jesuitas, y al presente de su majestad católica,
como lo daban á entender bastantemente las armas reales, puestas sobre
la puerta en donde estaba el nombre de Jesús. Era ya bien entrado el
día, cuado caminaban los padres acompañados de los ministros á la casa
del hospicio, y la gente del pueblo viendo á su satisfacción á los misio-
neros, se admiraban mucho de ver unos hombres del otro mundo tan ex-
haustos, ennegrecidos y derrotados, que no tenían sobre sí nnís que unas
sotanas destrozadas, mal calzados y peor cubiertos con unos sombreros de
juncos y con unos bordones en las manos. La visión era, en realidad, bien
extraña y pocas veces vista, sino es que acaso los de la Sonora, que esta-
ban á la sazón bien custodiados en el mismo hospicio, desembarcasen,
que no es increíble, en la misma figura y desnudez.
Entrados nuestros misioneros en la casa que les había de servir de
prisión, los detuvieron en el patio, donde se hizo la formalidad acostum-
brada de tomar los nombres particulares de cada uno por medio de un
notario, y después los guiaron al primer alto, sitio destinado para su ha-
bitación. El que los conducía iba señalando los aposentos, y á cada uno
de ellos intimaba, de parte de S. M., que no tratase en manera alguna ni
comunicase mediata ó inmediatamente con los padres de la Sonora que
estaban en la misma casa, pero tan distantes que vivían en el cuarto
alto, mediando el tercero entre unos y otros. Siguióse á ésto el registro
de los trastos que traían, el cual se hizo delante de los mismos padres,
pero con tanto descaro y desvergüenza de los ministriles, que mostraban
mucho el interés en cosas de bien poca consideración. El tabaco de hoja
y de polvo que traían para su consumo, dijeron que era contrabando y
se lo llevaron, y encontrando uno de ellos un cajón de chocolate, no muy
provisto, se iba metiendo los bollos en el bolso, diciendo: Hola, esto es es-
tomacal. No sabía el infeliz que el chocolate era de calidad bien baja, y
sin canela. Así que la maldad no suele percibir el fruto que su atrevi-
miento se figura. Por último, sabiendo uno de los principales que los pa-
dres venían en ayunas y traspillados de hambre, trajo una buena por-
ción de bizcochos y un frasco de vino, mas como el hambre, aun en las
personas más contenidas respeta poco los fueros de la decencia, atención
y policía, fué preciso traer unos pocos más porque los picados de atentos
y corteses, no llegaron á probar los primeros.
CAPITULO XIV
INTERROGATORIO HECHO Á LOS MISIONEROS DEL MARAÑÓN
DE PARTE DE LA CORTE
Las noticias del arribo de los padres á Portugal, llegaron de Lisboa
á Madrid, muy atrasadas, y á esta causa cogió su venida muy de impro-
724 Misiones del Marañón Español
viso á los comisarios del rey de España, los cuales, en el mismo día en
que aparecieron los misioneros, recibieron pliegos en Cádiz con el aviso-
de que venían, y con el orden y modo que se debía observar en su hospe-
daje. Como no estaban hechas las divisiones que prevenía la corte, como
cosa sumamente necesaria, empezaron á toda prisa á cerrar puertas y
ventanas por un lado, y salidas por otro, para que debajo de una llave
quedase libre la comunicación del cuadro de aposentos destinados á los
nuevos padres, y por otra parte se cortase toda comunicación á los que
moraban en otras habitaciones y andaban por la casa.
Al principio todo se hizo de prestado, clavando tablas donde lo juzga-
ron necesario para el fin que se pretendía en la reclusión, mas después
con el tiempo las idearon mejor, haciendo tabiques aseados y bastante-
mente sólidos. Permitían á los misioneros celebrar su Misa en la capilla
del hospicio, adonde iban por un camino que formaron desde su depar-
tamento. A la vuelta encontraban ya en su estancia todo lo necesario
para hacer chocolate, suponiendo que ellos lo harían mejor y se sabrían
servir más á su modo de este desayuno. En todo el tiempo que aquí estu-
vieron, que pasó de un año, experimentaron una asistencia cumplida y
un trato muy honrado. Tiraban á darles gusto en todo, y sólo ponían su
cuidado y vigilancia en que estuviesen cerrados. Para esto, tenían dis-
tribuidas cuatro centinelas. Una en la escalera principal, otra en el
patio, la tercera en la puerta de la calle que sólo se cerraba de noche, y
la cuarta debajo de las ventanas que miraban al campo, no obstante que
así estas como las que miraban á lo interior de la casa, estaban fuerte-
mente clavadas, y sólo habían dejado libres unos pequeños cuarte-
rones.
Aun no se habían acabado de acomodar los padres en la casa, cuando
el superior, no contento con las distribuciones acostumbradas, acordándo-
se de que en la prisión antecedente se le habían frustrado sus ideas del
mes entero de ejercicios, comenzó á promover el mismo pensamiento vi-
sitando en sus aposentos á todos los padres y convidándolos á tener una.
semana de ejercicios en honra de San Ignacio , para disponerse á cele-
brar su fiesta. No se negó ninguno á tan piadosa demanda é hicieron los
santos ejercicios según el método y disposición dada por el superior, el
cual no pudo continuar aquí hasta el mes que deseaba, por lo que diremos
después, pero continuó á lo que pienso en otra parte, según era su fervor
y espíritu. En uno de los días que estaban los misioneros en el santo reti-
ro de los ejercicios, vino el señor Terri, marqués de la Cañada, y tomó de
parte de su majestad, la naturaleza como él decía, que se redujeron á pre-
guntar á cada uno de los misioneros por su nombre , y el de sus padres,
por su patria y obispado, por el lugar de su noviciado y estudios, en qué
parte se había ordenado de sacerdote, y en qué año (si era europeo), ha-
bía pasado á las Indias; en dónde había tenido su tercera probación, en
qué grado se hallaba en la religión, y finalmente qué cargos había teni-
do por todo el tiempo que había vivido en ella. Bien conocían los padres
Libro XII.-Capítulo XIV 725
que las preguntas se hacían para dar á entender los misterios á los igno-
rantes, pero todos respondieron con sinceridad y verdad y sin faltar en
un solo punto. Con esta ocasión observó el señor marqués la desnudez de
los misioneros y dio orden para que cuanto antes se los proveyese de ropa,
como se hizo en bien pocos dias, trayendo á cada jesuíta un vestuario
completo, pero tan mal cortado, que antes de poder usarlo, se ingenió
cada uno á componerlo con sus manos, y á proporcionarlo á su cor-
poratura.
No bien se había dado fin á este primer examen, cuíindo en el mismo
día 3 de Agosto tuvieron orden del mismo marqués para que al día si-
guiente, á las siete de la mañana, estuviesen todos prontos á recibir cier-
tas órdenes que tenía que comunicarles de parte de la corte. El cuidado
con que se recogieron después de la propuesta, no les dejó tomar mucho
sueño en toda la noche, por las muchas reñexiones que suelen hacerse en
semejantes lances. Madrugaron muy bien, y celebradas sus Misas, estu-
vieron desocupados á la hora señalada. Llegó á poco el señor marqués, y
juntando á los diez y siete padres, les habló en esta forma: «Me ha ve-
nido orden de la corte para tomar declaración á vuestras reverencias se-
paradamente, y he determinado, según las instrucciones que tengo, lle-
var á vuestras reverencias á la galería, donde estarán por ahora en los
aposentillos que se hallan en ella. Y según se vaya despachando en las
declaraciones, así se irán volviendo á los aposentos en que ahora viven.
Procuraré que el interrogatorio se haga con la posible brevedad, para
librarlos de la incomodidad del alojamiento que no es bueno. Pero esti-
maré que tengan presente que su majestad encarga apretadamente, que
por ningún caso hablen ni traten con los padres de la Sonora.»
Diciendo esto, mandó á los padres que le siguiesen, y pasaron por dos
tránsitos de cuatro que ocupaban los misioneros de la Sonora. No vieron
á ninguno, porque de antemano les habían intimado que se recogiesen á
sus aposentos. Esta era una diligencia de mucha importancia que se prac-
ticaba siempre que los del Marañen salían á comer, avisando á los de la
Sonora con una campanilla para que no saliesen de sus cuartos y tuviesen
ocasión de hablar con otros padres. Mas al subir los nuestros con el mar-
qués á la galería, hallaron que era bien inútil la advertencia tan encar-
gada de no tratar con los otros misioneros, porque observaron un tabique
con su puerta bien cerrada que cortaba toda comunicación por más que
se procurase. Puestos en el nuevo alojamiento, se llevó consigo el mar-
qués al padre superior, á la habitación antigua para empezar por él las
declaraciones.
Quedaron pensativos con la novedad los demás padres, ignorando los
puntos del interrogatorio, y más viendo que solo el superior se llevaba
toda la mañana. Crecía el cuidado y se aumentaba la curiosidad de sa-
ber cuanto antes á qué se reducía un examen tan prolijo, pero no podían
barruntar cosa alguna, hasta que á cada uno le llegase su vez, porque
los llamados y examinados no volvían á verse con los que quedaban en
726 Misiones del Marañón Español
la azotea. A las tres de la tarde llamaron á otro padre, y la llevó toda
quedando los otros quince enjaulados en siete aposentillos muy estrechos,
y en otros rincones donde se dejaba sentir muy bien el calor de la esta-
ción. En el día siguiente, que era sábado, examinaron á tres por la ma-
ñana y dos por la tarde, y se hallaron los otros con algún ensanche hasta
el lunes, en que volviendo con nuevo fervor á proseguir lo comenzado,
examinaron á siete, y el martes por la mañana á los tres últimos. Con
esto salieron todos del cuidado, que tanto les había mortificado, vienda
que todo el misterio se reducía á una grandísima j^atarata, que ella por
sí sola daba á entender bastantemente que no se hacían los exámenes
sino para deslumhrar el pueblo, con el titulo ó pretexto de que se toma-
ban largas declaraciones á los misioneros del Marafión, presos en el hos-
picio real, en donde estaban los misioneros de la Sonora, con grande re-
clusión para aparentar también que eran culpables.
Las declaraciones se redujeron á siete respuestas que dieron los mi-
sioneros á otras tantas preguntas, á que debían responder bajo de jura-
mento, iii verbo sacerdotis : 1,^ ¿Qué año había entrado en la Compañía el
interrogado? ¿Con licencia de quién y á qué costa había sido aviado á
las misiones? Después de haber señalado cada uno el año de su entrada
en la religión , todos respondieron con uniformidad , á la segunda parte,
diciendo cómo desde el mismo punto en que un sujeto era destinado por
el provincial á las misiones del Marañen, tenía asignados 200 pesos anuales
en las cajas reales de Quito, por varias cédulas de su majestad católica,
que así lo ordenaban. Que con este socorro se les aviaba y se costeaba
el largo viaje á la misión. Respondían los misioneros según los tiempos-
que habían alcanzado, porque la mayor parte del tiempo en que cultiva-
ron los jesuítas las misiones de Mainas, no tuvieron asignación alguna, y
todo se hizo á costa de la provincia, siendo el primer monarca, cuya
liberalidad experimentaron las misiones, el piadosísimo rey Felipe V, por
los años de 1725.
2 a Pregunta. ¿En qué pueblos estuvo el misionero, cuánto tiempo en
cada uno, y quién era el que señalaba los padres para el pueblo? Fuera
de las respuestas respectivas de cada uno, añadieron, conformes todos,
que al superior de las misiones señalado por el general, pertenecía seña-
lar á cada uno el pueblo en que debía doctrinar. Porque debía por su
oficio el superior cuidar del buen orden y concierto de la misión , y de
que los misioneros subordinados cumpliesen con su obligación , á cuya
causa visitaba de cuando en cuando los pueblos, sin dejar el más nueva
ni el más retirado ó expuesto á peligros, mudando, si le parecía conve-
niente, los padres de una á otra parte.
3.*^ ¿En qué cosas empleaban la pensión señalada por su majestad, y
si había plata ó dinero en las misiones? Respondieron que el procurador
de las misiones, residente en Quito, les enviaba á costa de la pensión el
vestuario, así de ropa interior como exterior, un frasquito de vino á
cada uno para las Misas, un taleguito de harina para hostias, cuatro do-
Libro XII.— Capítulo XIV 727
cenas de cuchillos, una ó dos de tijeras, algunos anzuelos, uno ó dos ma-
zos de abalorios, cuatro ó cinco papeles de agujas, cien varas de lienzo
ordinario para cubrir á los indios , con otras treinta de bayeta y un quin-
tal de hierro para hacer hachas y otros instrumentos necesarios en los
pueblos. Añadieron que estas cosas eran el dinero ó moneda que corria
en la misión, donde no conocían los indios oro ni plata, y con ella se su-
plía la moneda de que carecían. Y para este efecto los gobernadores
reales de la provincia, con mucho acuerdo y atención á las circunstan-
cias, habían tasado el valor de cada cosa, v. gr., un cuchillo tenía el va-
lor de un peso, como constaba de aranceles reales que dichos gobernado-
res habían publicado en la provincia.
A.^ ¿Cómo se ^manejaban y de qué medio se valían para ganar á
los gentiles, formar nuevos pueblos y mantener en ellos la gente reco-
gida? La respuesta fué larga, así por las muchas dificultades que encie-
rra , como por la grande prudencia que pide semejante obra , como una
de las más gloriosas y trabajosas del ministerio. Respondieron que se
hacían estas tentativas á tierras de gentiles con la mayor cautela, orde-
nando las entradas el superior ó alguno de los misioneros con su licen-
cia, según lo que dijimos largamente en el cap. VIII del lib. XI. Vi-
niendo más al particular, dijeron primeramente que si se tenía noticia de
algunos gentiles no distantes de algún pueblo ya formado, se valía el mi-
sionero para procurar su amistad de dos ó tres indios los más capaces ó
de mayor satisfacción del mismo pueblo. Con éstos enviaba á los caci-
ques gentiles algún regalo de hachas, cuchillos y otras cosillas que apre-
cian ellos , instruyéndolos primero sobre las cosas que les debían propo-
ner, y en especial la amistad que deseaba el misionero tener con ellos. Si
esta primera diligencia no surtía el efecto que se pretendía, se repetían
otras y se multiplicaban regalos , y si era necesario se repartían buje-
rías y abalorios á sus mujeres é hijos, porque la experiencia hizo ver que
esto les movía mucho, y que así se amansaban aquellas fieras , hechas á
vivir entre selvas y montes cerrados. De esta manera se iba madurando
el negocio ; y cuando el misionero conocía que se iban inclinando á los
indios cristianos, que los recibían bien y que no desecharían su visita, iba
en persona á verlos llevando consigo buena porción de regalillos por no
dejar á ninguno descontento. Este era el modo de abrir el camino á la pre-
dicación, es á saber: la paciencia, la mansedumbre, la liberalidad y el
cariño, y así prevenidos los gentiles, oían hablar con gusto de Dios, Cria-
dor de cielo y tierra, de la bienaventuranza eterna que está reservada á
los buenos, y del fuego eterno del infierno en que venían á parar los ma-
los. Con esto entraban en ganas de agregarse á un pueblo ya formado, ó
de hacer alguno nuevo, persuadidos á que serían asistidos de los padres
en todo lo necesario para sembrar los campos y vivir en orden y policía
como los demás cristianos. No era este negocio de un día, sino de muchos
años, aunque á las veces el Señor que los llamaba á la luz del Evange-
lio, les daba todo hecho, y quitaba con suavidad las dificultades de dejar
728 Misiones del Marañón Español
sus tierras , abandonar sus sembrados , y, por consiguiente, perder todas
sus haciendas.
Dijeron en primer lugar que otras veces, y era lo más común en estos
últimos tiempos en que apenas se tenía noticia de gentiles cercanos á los
pueblos, se disponían con una prudente prevención de víveres, con un
buen número de indios cristianos y con alguno ó algunos blancos, ciertas
armadillas de canoas, en que iba también el superior ú otro misionero en
su lugar, y algún jefe de la ejecución, á quien todos obedecían en el modo
de caminar, de entrar en los bosques y de volver á las embarcaciones.
En estas entradas se atendía principalmente á dos cosas , la primera á
caminar por los bosques con grandísima cautela, con orden y bien ar-
mados, para evitar las muchas trampas de los gentiles ó no ser cogidos
de sorpresa; la segunda, á no hacer violencia alguna á los gentiles que
se hallaban , para lo cual procuraban los misioneros dirigir las marchas
y entretener á los indios, naturalmente inclinados á tropelías: cómo
cuándo, y en qué coyuntura se hacía sin violencia la sorpresa de los in-
dios, y se introducía á hablarles el misionero, lo dijimos en el capítulo
citado, á que por evitar prolijidad nos remitimos, porque conforme á lo
que allí escribimos, respondieron á este punto los misioneros.
5.^ ¿Qué medios, al juicio y parecer de los interrogados, eran los más
útiles y convenientes para la conservación y aumento de las misiones del
Marañón? Respondieron en pocas palabras, y casi las mismas, que el me-
jor medio sería enviar ministros celosos de la gloria de Dios y servicio
real, y tan desinteresados que en vez de pretender sacar de los indios
alguna cosa temporal, ellos les diesen de lo suyo cuanto pudiesen ; por-
que los indios, aunque se contentan con poco, son sumamente interesa-
dos, y no se mueven á cosa alguna sin la esperanza del galardón.
6.* ¿Cuál era su principal empleo en los pueblos, y cómo se habían
en lo tocante al gobierno de los indios? Respondieron que por estableci-
miento uniforme en toda la misión, fuera de las obligaciones propias de
un párroco, tenían á su cargo muchas otras cosas que, aunque de supere-
rogación al oficio no eran menos necesarias para la perfecta enseñanza
de aquellos neófitos. Estas eran juntar á toque de campana á todos los
niños, muchachos y solteros de ambos sexos dos veces al día, una bien
de mañana y otra al ponerse el sol , para rezar las oraciones y repetir
el catecismo de la doctrina cristiana, de la que cada día se les explicaba
algo, y se concluía con el Alabado. Esta misma diligencia se practicaba
con los casados y adultos tres veces á la semana, y en el domingo, fuera
de lo dicho, á todos se hacía una plática moral sobre el Evangelio.
Por lo que tocaba al gobierno político y civil, se escogían entre los in-
dios los más capaces y juiciosos , para el oficio de alcaldes, que todos los
años se nombraban en el día 1.® de Enero. Después de la elección, les
hacía el misionero un razonamiento sobre la obligación que tenían todos
de obedecer y respetar á las justicias seculares, cuyos derechos y fueros
se les explicaba, y con esta ocasión se les trataba después de la suprema
Libro XIL— Capítulo XV 729
dignidad y señorío del rey nuestro señor, cuyos subditos y vasallos
eran. En orden á la forma y elección de alcaldes, añadieron que el
gobernador real de la provincia los elegía por sí mismo en el pueblo
en donde se hallaba en dicho día. Mas en los demás pueblos pertenecía
la elección á los indios principales, como eran el cacique y los capitanes
nombrados auténticamente por el gobernador, los cuales procedían en esto
con la dirección del misionero. Hecha ya la elección de alcaldes en los
pueblos distantes, se daba luego parte al señor gobernador, y su señoría los
confirmaba; pero los alcaldes de los pueblos cercanos se presentaban en
persona para recibir de su mano la confirmación.
7^ ¿En qué lugar ó pueblo se había intimado al preguntado la cédula
real de expulsión, y por qué causa había venido por la vía de Portugal?
Habiendo respondido cada uno respectivamente á la primera parte, res-
pondieron todos á la segunda que por habérselo mandado así de parte del
rey nuestro señor, y por haberlo ejecutado de esta suerte Tos ministros
comisionados para la ejecución de las órdenes de su majestad. Estas fue-
ron las preguntas que hicieron á los padres de parte de la corte, y ellos
quedaron consolados por una parte y admirados por otra. Consolábales
el que varias de ellas iban enderezadas á mantener sólidamente y au-
mentar si fuese posible el número de los neófitos que dejaban en el Ma-
rañen, y se pudiera esperar tan buen efecto si se pusiesen en ejecución
los medios que insinuaban en sus respuestas. ¿Pero dónde se hallarían
operarios tales, tan celosos, humanos y desinterados como era necesario
para el empleo trabajosísimo de misionero de Mainas? No les causaba me-
nos admiración la última pregunta que les hicieron deseando saber, ¿por
qué habían venido por la vía de Portugal? Y no acababan de entender
cómo se habían olvidado tan presto en la corte de Madrid del orden en-
viado al presidente de Quito, para que los aviase por los dominios de
Portugal, como camino más practicable y menos incómodo á los padres
que se hallaban en las riberas del Marañen. Si no es que digamos que
interviniendo muchos ministros en el negocio de la expulsión de los jesuí-
tas, unos tenían á su cargo un ramo y otros otro, y que despachaban sus
órdenes sin comunicarlas entre sí, de donde pudo nacer el encontrarse y
oponerse en las providencias, como en otras varias ocasiones lo notaron
los jesuítas expatriados.
CAPITULO XV
RESULTA DEL EXAMEN Y DECLARACIÓN DE LOS PADRES
Quedaron en expectación los misioneros del efecto que surtiría el largo
proceso que, como contenía las declaraciones de diez y siete presos y á
tantas preguntas, llegaba á formar un tomo en folio. El Sr. Terri y los
demás oficiales que se habían hallado al examen de los padres, y que
730 Misiones del Marañón Español
habían oído no sin lágrimas y señales de ternura ,'as candidas y sinceras
respuestas de los misioneros, se persuadían, y varias veces se lo dieron á
entender que por lo menos vendría orden de la corte para levantarle la
reclusión. Pero la disposición de la corte, en vista de las declaraciones, no
fué menos singular que la habían sido algunas de las preguntas. Al cabo
de dos meses se escribió de Madrid al Sr. Terri en estos términos: «Los
misioneros del Marañón pertenecientes á lo que fué provincia de Quito,
sean tenidos como lo declara el rey nuestro señor por fieles vasallos de su
majestad, y, por tanto, luego que se verifique embarque de Jesuítas para
Italia, se tengan presentes á dichos misioneros para que se embarquen,
con los primeros.» Haga cada uno reflexión sobre la consecuencia de
aquél , por tanto; que no quiero yo detenerme en averiguar, si de ser uno
fiel vasallo de su majestad, se sigue legítimamente el que sea cuanto an-
tes expatriado y desposeído de los derechos de subdito fiel y de verdadero
vasallo.
Lo cierto es que, aunque después de las declaraciones fueron absuel-
tos al parecer de culpa y pena, ó, por mejor decir, fueron declarados
inocentes, y mandado que fuesen tenidos por tales, ellos prosiguieron en
la reclusión ó cárcel por todo el tiempo que estuvieron en España , sin
que en este punto se les diese alivio alguno ó se les disimulase en el en-
cerramiento. Tiraron en esta pena, y el superior para aligerarla como
pensaba, tuvo por conveniente añadir á las distribuciones acostumbra-
das otra nueva ocupación que no era en realidad del gusto de todos los
misioneros, y no dejaba de ser notada de los seculares. Determinó que
en un corredor que caía á la contaduría de los oficiales se tuviesen con-
ferencias morales, y se empezó por la materia de rúbricas del Misal,
leyendo uno de los padres y explicando el superior el sentido de la
rúbrica y notando las faltas que se debían evitar. Oían los misioneros
con humildad y silencio, pero á los seculares que veían esto les daba
notable golpe y les causaba mucha novedad.
Juntóse á esto que algunos oficiales de guardia, deseosos de obsequiar
á los padres, venían en tiempo de mesa á darles algún rato de conversa-
ción, porque en sólo este tiempo podían hablarlos y gozar de su trato.
Notaban que el superior, por quien no había ciertamente de romperse la
clausura, ni quebrantarse el silencio no quería responder, ni contestar á
lo que le decían, porque le tiraba más la lectura de la Sagrada Escritura
y de otros libros devotos que se leían en tiempo de mesa, y no gustaba de
que los seculares pusiesen impedimento á tan piadosa práctica. Ofendié-
ronse algo los oficiales de este desvío del superior, que tenían por rustici-
dad, indiscreción y severidad, y avisaron al señor marqués de lo que pa-
saba, ponderando como suele suceder en personas de calidad, la severi-
dad del rector y la opresión de los padres. Parecióle al Sr. Terri adver-
tirle que remitiese algo de aquella integridad inexorable y que permi-
tiese algún desahogo á los misioneros, los cuales, después de tantas fati-
gas y trabajos por mar y tierra , parecían acreedores á algún alivio y
Libro XII.— Capitulo XV 731
conversación después de tantos días de silencio. No salió de su paso el
superior por este aviso ni mudó de conducta, aunque entendía que no
aprobaban los seglares su modo de proceder. Viendo el Sr. Terri tanto
empeño, y que no sería fácil apartarle de la resolución en que estaba, se
determinó á echar mano de un medio que le vino al pensamiento verda-
deramente extraordinario, pero acaso el único y eficaz para conseguir el
fin que pretendía.
Vino una mañana al hospicio, y sin dar parte de su resolución á los.
demás padres, se llevó consigo al superior al convento de San Diego de
Recoletos, y encargó mucho al superior y á los religiosos el buen trato,
y que se le sirviese con todo cuidado, porque era en realidad un hom-
bre santo; pero que siendo superior de los misioneros del Marañón, y que-
riendo medir á todos por sus fuerzas , no le gustaba tanta santidad en el
gobierno. Después de acomodado el P. Aguilar en dicho convento, volvió
el marqués al hospicio, y juntando á los padres ignorantes de lo suce-
dido, les habló de esta manera: «He puesto, padres míos, al padre supe-
rior en el convento de San Diego, porque es muy rígido. Vuestras reve-
rencias elijan entre sí superior que los trate con más suavidad y les rija
y gobierne con menos seriedad y con algún más ensanche.» Extrañaron
la resolución los misioneros, porque estimaban al superior y respetaban
su virtud, y aunque no dejaban de conocer que era entereza, no quisie-
ron verse privados de su compañía. Pero como vieron puesto en ejecu-
ción el pensamiento del marqués, y que no sería fácil el que volviese atrás
después de un paso tan avanzado, le respondieron que no tendrían que
hacer nada en la elección de superior, porque ya el P. Francisco, en falta
suya, tenía nombrado al P. Manuel Uriarte, á quien todos reconocían
por superior con ínucho gusto. «Eso no, repuso el marqués con gran vi-
veza; eso no : no le haya puesto de antemano algún precepto de rigor
con vuestras reverencias. Y si insisten en ello, me llevaré conmigo á
ese padre y le pondré en otro convento.» Entonces el P. Uriarte, lejos de
querer mandar á ninguno, le dijo: «Señor marqués, ni á mí me ha dicho
nada el padre superior, ni yo he nacido para mandar á otros ; no haré
ciertamente poco en cuidar de mí mismo.» A estas palabras se despidió el
comisionado, diciendo: «Pues elijan ustedes á su gusto.»
Hubo varios dictámenes entre los misioneros sobre lo que debían hacer
en las circunstancias , y después de una larga consulta convinieron en
hacer las diligencias para que se les volviese el superior, alegando al
comisionado cuantas razones se le ofrecían para que viniese á partido y
no se diese esta especie de escándalo en el lugar. Pero como fuesen in-
útiles todos sus esfuerzos, y el Sr. Terri se mantuviese firme en la resolu-
ción que había tomado, se echaron sobre el P. Uriarte para que usase
de las facultades de superior, lo cual se podía hacer con alguna cautela
sin que lo entendiesen los de fuera, porque al fin esta creían ser la volun-
tad del superior ausente. Resistióse Uriarte tan constantemente que no
pudiendo doblarle, se aplicaron á otro partido que fué nombrar por su-
732 Misiones del Marañón Español
perior al P. Xavier Veig-el, como profeso más antiguo y que había sido
superior en las misiones. No se resistió menos á tomar el cargo el P. Vei-
gel que se había resistido el P. Uriarte. Por lo cual vino á caer la elec-
ción sobre el P. Esquini, que más dócil que los anteriores tomó el oficio
de superior, que había ejercido pocos años antes en el Marañón. Así cal-
maron aquellas inquietudes que podemos llamar felices, pues al fin se
reducían á quien debía ser menor entre sus hermanos.
Prosiguieron los misioneros en su retiro por quince meses sin especial
novedad. El trato fué siempre igual y constante, la comida sobrada y la
asistencia cumplida. En todo tiraban á complacerlos los comisionados, y
fuera del punto de la reclusión, que se celaba con cuidado, todo lo demás
estaba franco y no se les ocultaba cosa alguna. No dejó de causar alguna
novedad el temple tan diferente en los misioneros, hechos por tantos años
al temple calurosísimo de los Mainas, pero aunque cayeron algunos en-
fermos por la impresión del clima que miraban como extraño, mediante
la buena asistencia que tuvieron sanaron todos perfectamente. Sólo el
P. Juan Ibusti, que, con los otros de que hablamos en el cap. III, había
venido por la vía de Quito, y llegado á Cádiz pocos días después del
arribo de los nuestros, comenzó á enfermar tan gravemente de ahogo de
pecho, y no cediendo el mal á la eficacia de la medicina, dio con mucha
edificación de todos los presentes su espíritu al Señor en una casa particu-
lar, en donde estaba alojado con sus cinco compañeros. Dichoso él por ha-
ber trabajado gloriosamente en las riberas del Ñapo, y por haber muerto
en la Europa desterrado de sus indios, pero con unos deseos ardentísi-
mos de volver á sus amadas misiones, á donde no le tiraban las conve-
niencias de aquel campo, únicamente sembrado de cruces y de trabajos,
sino la gloria de Dios, el celo de aquellas almas desamparadas y la pro-
pagación de nuestra santa fe.
CAPITULO ULTIMO
EMBÁRCANSE LOS MISIONEROS DEL MARAÑÓN PARA ITALIA Y SE JUNTAN
LOS ESPAÑOLES i SU PROVINCIA DE QUITO EN LA CIUDAD DE RAVENA
Llegó ya el tiempo destinado del cielo para que los padres del Mara-
ñón se juntasen con sus hermanos, establecidos ya en la legación de Ra-
vena. Habían suspirado mucho por esta unión con su provincia, pero la
navegación larga del Marañón, la detención en el Para, el viaje para^
Portugal, la reclusión en el palacio de Azeitao y la demora no esperada
en el hospicio de Santa María, así como les habían ofrecido una co-
secha bien abundante de molestias y trabajos , así también habían
mortificado sus ansias y dado tormento á sus corazones deseosos de ha-
llar su centro y de vivir con sus hermanos. En el día 13 de Octubre de
Libro XII.— Capítulo XVI 733
1770 trajo, á boca de noche, al padre superior el marqués de la Cañada
después de haber edificado con su retiro y oración, con su silencio y con
su paciencia á los padres de San Diego, los cuales le tuvieron en grande
veneración luego que llegaron á conocerle, haciéndose lenguas del padre
misionero que les habían encomendado. Luego que los padres vieron á
su superior en el hospicio, se persuadieron á que saldrían inmediata-
mente para su destino de Italia. Porque no era creíble que después de
tantos meses cambiase de resolución el comisionado y quisiese permitir
la junta que tan determinadamente había deshecho. En efecto, en esta
misma noche intimó á los misioneros la salida del hospicio y la embarca-
ción para Italia al día siguiente.
Alegres los padres con la noticia del embarco se previnieron con tiem-
po diciendo sus Misas á buena hora y disponiendo sus hatillos. Salieron del
hospicio después de haber comido, no como habían entrado acompañados
de soldados y á manera de prisioneros, sino conducidos por el señor mar-
qués y de otras personas respetables. Pidióles éste en el camino, con mu-
cha caridad, perdón de las faltas que habrían observado como era regu-
lar en el trato, alegando por excusa el no haber hecho más con ellos por
las órdenes de la corte, á que debía acomodarse. Agradecieron los misio-
neros su buen corazón porque conocían muy bien que había hecho en su
favor cuanto había podido, y creían faltar á la justicia en no mostrarle
un sincero reconocimiento. Todos, uno por uno, le abrazaron tierna-
mente en la despedida, y el señor marqués se encomendaba á las oracio-
nes de todos. Acabada esta última demostración de amor y cariño, se
metieron en un barco que estaba dispuesto, y en la misma tarde llegaron
á Cádiz y subieron á una hermosa fragata holandesa de buen buque que
montaba de 40 á 50 cañones y era la embarcación destinada para el viaje
á Italia.
No es fácil decir el contento que tuvieron los misioneros cuando se vie.
ron en el navio con toda la provincia de Filipinas, con algunos sujetos de
la del Perú y con dos padres de la Cochinchina, que volviendo con algu-
nas limosnas que habían recogido para sus necesitadas misiones fueron
arrestados ellos y sus mismas limosnas, antes de salir de los dominios
de España. Hasta tanto llegaron las tropelías de los ministros que se
creían autorizados para violar impunemente los más sagrados derechos.
Entre otros jesuítas respetables por sus virtudes, literatura y canas, es-
taba un anciano venerable de muchos años llamado el P. Juan Laso y
Vega, el cual había pasado de Andalucía á la provincia de Chile, por los
años de 11 y misionado por mucho tiempo; y como los ejecutores de la ex
pulsión le dejasen en la América por viejo é incapaz de hacer viaje á la
Europa, él mismo, aunque hecho tierra, tuvo valor para hacerse meter
en un navio y venir en busca de sus hermanos dando la vuelta por el cabo
de Hornos. Quiso el Señor darle una navegación próspera y apareció
una mañana en Cádiz con asombro de cuantos supieron el suceso y admi-
rados de tanta resolución en un cuerpo que parecía cadáver.
734 Misiones del Marañón Español
Con la vista de tantos hermanos en Jesucristo, y con los tiernos abra-
zos que se dieron, se olvidaron los misioneros del Marañón de todos los
trabajos pasados, y no les cabía el corazón en el pecho al ver tanta con-
formidad, unión y concordia entre tantos jesuítas y de naciones tan dife-
rentes. A la verdad, esta entrada les pareció un remedo de la gloria,
porque á la medida de las ansias de hallarse con los suyos fué ahora el
gusto, satisfacción y contento de estar en su compañía. Acomodáronse
buenamente entre los entrepuentes que como de embarcación bastan-
temente crecida daban mucho de sí, reservando la segunda popa por
más cómoda para los enfermos y viejos.
Tres días estuvieron á bordo esperando viento fresco. En el tercero,
que era el 18 de Octubre, se dieron á la vela con viento favorable, echan-
do los ojos hacia el oriente y occidente, y rogando á Dios que mirase por
todos los estados y dominios del rey de España y muy particularmente
por sus misiones, ya que por altos juicios de su Majestad salían desterra
dos de un reino tan católico y de su misma patria, sin saber la causa de
su destierro después de tantos exámenes impertinentes y de tantas y tan
repetidas prisiones. Al entrar en el Mediterráneo se les renovaron más
vivamente á los misioneros de Mainas, las especies de sus misiones, por
ser este mar en muchas partes muy parecido al Marañón y asomándose
las lágrimas á los ojos, encomendaban con el corazón al Señor aquellos
pobres indios con quienes habían vivido tantos días serenos.
La distribución que se entabló en el navio por el tiempo del viaje, era
como de religiosos que viven en sus colegios, señalando las horas y lla-
mando á las distribuciones con toque de campana. En los días de fiesta
se permitía decir una Misa, á que asistían todos en la cámara del capitán
que, aunque se retiraba en este tiempo como hereje á su camarote, no
impedía que la oyesen los demás de la tripulación, que casi todos eran
católicos. Los comisarios españoles cuidaban del mantenimiento de los
padres, á quienes dieron siempre su chocolate por la mañana, comida de-
cente á medio día y cena razonable por la noche. Con tan buen orden no
causaba molestia la navegación, porque de parte de los hombres estaba
todo bien arreglado, y de parte del cielo tenían el viento tan en su favor,
que al séptimo día de viaje se hallaron ya entre las costas de Córcega y
de Genova, y fué constante parecer de todos que en el mismo día hubie-
sen anclado en la bahía de Puerto Spezia á no haberles faltado el viento
que les había acompañado en toda la navegación. Sin embargo, consi-
guieron tomar el puerto á los once días después de haber salido de Cádiz,
y no es de omitir la reflexión que hacían el capitán y piloto del navio,
con ser ambos herejes. «Yo no me admiro, decía el uno al otro, de viaje
tan feliz, pues traemos aquí á tantos que únicamente vienen por amor de
Dios.»
Una sola cosa sucedió en la navegación, que por lo pronto turbó no
poco los ánimos, y con el alboroto y azoramiento, pensaron morir que-
mados. Oyóse gritar en el navio, ¡fuego, fuego hacia la despensa! Corrió luego
Libro XII.— Capítulo XVI 736
el capitán y las gentes con hachas y otros instrumentos, y por más que
registraron, no sólo la despensa, sino el navio todo de arriba abajo, sin
<Hnitir escondrijo, nada descubrieron. No se supo de cierto de dónde ha-
bía salido la primera voz, que había causado tanto susto en los navegan-
tes. Creyóse que alguno de los jesuítas, porque entre tantos nunca falta
algún medroso que con sus aprensiones incomode á los demás, viendo en-
trar por una rendija del navio los rayos del sol, prorrumpió en aquellas
voces, figurándosele que era fuego y que estaba ardiendo ya el navio.
Pero aunque el susto paró por esta vez en solo chasco, pudo ser un pre-
nuncio verdadero de lo que sucedió poco después. Porque dejados los pa-
dres en Puerto Spezia y vuelta la fragata al puerto de Genova, se que-
mó desgraciadamente en el mismo sitio cargada de géneros, y estando
para partir á España, como lo trajeron las públicas Gacetas. Estaba ya
la fragata comprada por España, pero con la condición que antes de la
entrega debía hacer la navegación á Italia. De esta suerte, el daño cayó
sobre los mismos holandeses, que habían recibido sobre sí los daños y con-
tingencias de la navegación que servía como de prueba.
El día 30 de Octubre el comisario español que venía cuidando de los
padres, entregó á los jesuítas nacionales la pensión de 50 pesos para
la manutención de seis meses, y dio á los extranjeros un socorro razo-
nable para que se aviasen á sus tierras. Los jesuítas, con el permiso
del gobernador del puerto, comenzaron á salir en el mismo día del navio
sin tener ya dependencia de los españoles. Grande fué la porfía de los
italianos que, oliendo los pesos duros de España, se desvivía cada uno en
ser preferido para sacar á los padres en su barco: andaban tcín codicio-
sos, que no se podía impedir, por más que se procuraba, el que no subie-
sen al navio sin ser llamados; hubo sus moquetes, aun entre las mujeres,
que con el ojo á la ganancia, no reparaban en dimes y diretes.
Los Padres del Marañón se juntaron todos en una posada, y comieron
en paz y sin testigos de vista unos malos macarrones, que no podían
arrostrar por no estar hechos á este género de pastas; pero la libertad
en que se veían, hizo que los comiesen sin echar de menos las comidas
opíparas del Para. Fué correspondiente á la mala pasta el vino que les
sirvieron, porque les parecía aloja sin faltarle la circunstancia de picar
como suele esta bebida. El superior, que se contentaba con todo y nada
le parecía mal, antes alababa cuanto le ponían delante, decía: «pues á
mí no me parece tan malo, y lo que creo es que todo el vino nuevo de
este país es de esta calidad. No hay más que hacerse á ello, que con el
tiempo irá sabiendo bien.» Sucedióles á estos padres lo que pasó también
á los demás jesuítas españoles, que hechos á beber los vinos generosos de
España, parecíales beber agua cuando probaban los vinos de Italia; mas
después se fueron haciendo á él, sin echar de menos los vinos de su tierra.
De esta manera lo que empieza la necesidad, suaviza la costumbre, y se
suele hacer dulce con los años. En estas conversaciones y otras semejan-
tes estaban divertidos los misioneros por el tiempo que duró la mesa, pero
736 Misiones del Makañón Español
apenas se acabó, les asaltó otro pensamiento más serio y que les causaba
mucha pena.
Habíanse de dividir entre si los misioneros del Marañón y apartarse
unos de otros, cada uno para su destino, porque los ocho eran españoles
y debían pasar á Ravena y los otros nueve eran italianos y alemanes.
Bien quisieran vivir juntos por todos los días de su vida, acordándose de
la paz con que habían vivido en Mainas, y de la concordia y caridad que
había tenido tan unidos los ánimos, y estrechados los corazones en las
cárceles y prisiones; pero la separación era necesaria y los términos de
su viaje muy diferentes. El paso fué muy tierno y doloroso, porque al
abrazarse y arrancarse unos de otros se renovaron los sentimientos de
aquellos pobres indios que dejaban en el otro mundo, al cuidado de unos
clérigos enviados tumultuariamente y sin vocación especial, al minis-
terio. Más que con palabras se hizo la despedida con lágrimas, que les
caían de los ojos, y con ellas protestaban todos el encendido deseo de
volver á la misión de Mainas, si la divina Providencia les abría el camino
en algún tiempo para vivir con sus indios.
El superior de los españoles determinó pasar por mar hasta Liorna,
donde fueron bien tratados de los guardas por los buenos oficios y dili-
gencias del P. Jerónimo Durazu, y agasajados y festejados en el colegio
por la caridad del rector. De aquí pasaron por Florencia á la ciudad de
Bolonia, desde donde ordenaron su viaje á la ciudad de Ravena, que era
el término de su destino. Entraron en ella el día 17 de Noviembre de 1770,
casi dos años después de haber sido arrestados en el Marañón. El gusto,
alegría y contento que tuvieron al verse ya incorporados en su provincia
de Quito, después de tan largo viaje, de tantos desastres, necesidades y
reclusiones, no es fácil decirlo con palabras. Veían la luz del cielo, de
que por tanto tiempo habían estado privados, respiraban aire puro, des-
pués de tantos ahogos, andaban libres y por su pie después de tantos en-
cerramientos, visitaban iglesias y decían sus Misas después de tantas sus-
pensiones, reconocían, trataban y conversaban con sus queridos herma-
nos, y lograban de todas aquellas ventajas espirituales y temporales que
lleva la vida religiosa en una provincia bien arreglada, que aunque des-
terrada y fuera de su centro, no dejaba por esto de vivir unida y alojada
en casas particulares, bajo el gobierno de sus respectivos superiores, y
según las leyes, constituciones y estatutos que guardaba, respetaba y
observaba en la otra parte del mundo, donde había sido fundada, exten-
dida y aumentada.
A. M. D. G.
índice
Páginas.
Prólogo : . V
Noticias acerca del autor vii
Dedicatoria del autor ix
Prólogo del autor xi
LIBRO I
Capítulo I. — Del tiempo y de la ocasión en que los españoles entraron en América. . 1
Cap. II. — Fundación de la ciudad de San Francisco de Quito 4
Cap. III. — Sale D. Gonzalo Pizarro con buen ejército de españoles é indios á la
conquista del Marañón 7
Cap. IV. — Forma Pizarro un puente y hace bergantín con que el capitán Orellana se
viene á España dejando á los españoles en gran necesidad 11
Cap. V. — Sigue D. Gonzalo su viaje cada vez más desgraciado, y por no acabar con
el ejército vuelve á Quito, adonde llegan muy pocos 15
Cap. VI. — ^De otras entradas que se intentaron sin fruto en el río Marañón 18
Cap. VII. — Fundan los religiosos de la Compañía un colegio en la ciudad de Quito. . 21
Cap. VIII. — Fundación del ilustre seminario de San Luis 24
Cap. IX.— Reduce el P. Rafael Ferrer á los indios Cofanes, baja hasta el río Mara-
ñón y muere ahogado de los bárbaros en otro río caudaloso 27
Cap. X.— Descubrimiento casual de la provincia de los indios Mainas 31
Cap. XI. — Notable resolución de la venerable virgen Mariana de Jesús, dicha co-
múnmente la Azucena de Quito, de bajar por sí misma á predicar á
los Mainas 34
Cap. XII.— Presenta el colegio de Quito un memorial al rey Felipe IV pidiendo su
favor para la conversión de los gentiles 36
Cap. XIII. — Prosigue el memorial y se responde á una razón contraria que impedía
su despacho 39
Cap. XIV.— Fundan los jesuítas un colegio en la ciudad de Cuenca 42
Cap. XV.— Bajan dos padres de la Compañía al río Marañón 4.5
Cap. XVI.— Célebre demarcación del Marañón por do3 jesuítas 49
Cap. XVII.— Descripción del río Marañón 54
Cap. XVIII.— Del modo de pasar loa ríos 57
47
738 ÍNDICE
P&g'inas.
LIBRO II "
Capítulo I.— Términos de las misiones de Mainas y número do naciones que se con- '
tenían en ellas 59
Cap. II.— Del talle, figura, vestidos y adornos de estas gentes 62
Cap. IÍL— Cómo vivían entre sí, de su gobierno y de la autoridad de los caciques.. . . 66
Cap. IV.— De sus casamientos 70
Cap. V. — De los gemelos, contrahechos y defectuosos 73
Cap. VI.— De la superstición más perjudicial de estas gentes, de los hechiceros, adivi-
nos y curanderos 77
Cap. VII. — Prosigue la misma materia del capítulo antecedente 79
Cap. VIII. — Del modo que observan en declarar la nobleza 83
Cap. IX. — De sus armas y guerras 86
Cap. X. — De la diversidad de lenguas de la misión de Mainas 90
Cap. XI.— Dol clima de la misión, de la calidad de la tierra y de los frutos más co-
munes de ella ; 94
Cap. XII. — De la cera, resina, maderas y minerales 98
Cap. XIII. — De la caza y aves . 101
Cap. XIV.— De los peces del Marañón y demás ríos 105
Cap. XV. — De las fieras é insectos 110
Cap. XVI— Si los indios de las misiones de Mainas tenían algún culto público ó ado-
ración 115
LIBRO III
Capítulo I.— Dase principio á la misión del Marañón por la reforma de los vecinos de
Borja y por la instrucción de los indios Mainas 118
Cap. II.— Entra el P. Lucas de la Cueva á los indios Xeveros 121
Cap. III.— Pasa á vivir con los Xeveros el P. Cueva , 124
Cap. IV. — Sublevación general de los Mainas contra los españoles de Borja 129
Cap. V.— Estado lastimoso en que hallan al P. Lucas de la Cueva unos moros envia-
dos de Borja 132
Cap. VI. — Son señalados para la misión los PP. Bartolomé Pérez y Francisco de Pi-
gueroa, y empiezan á trabajar con gran celo en las naciones descU'
biertas 135
Cap. VII. — Asienta paces con los indios Cocamas el P. Gaspar Cujía 139
Cap. VIII. — Fundación de nuevos pueblos y descripción de la nación Xevera 141
Cap. IX.— Entra el P. Bartolomé Pérez por los ríos Guallaga y Ucayale, y reduce al-
gunos Cocamas 144
Cap. X. — Sube á la ciudad de Quito el P. Gaspar Cujía y trae consigo á las misiones
tres operarios 146
Cap. XI.— Es señalado el P. Raimundo de Santa Cruz para Santa María de Guallaga,
donde trabaja infatigablemente y consigue mudar el pueblo á sitio
más saludable 149
ÍNDICE 739
Páginas.
Cap. XII.— Reduce á los Barbudos, Agúanos, Muniches, Chayavitas y Paranapuras . . 153
Cap. XIII.— Casos singulares con que consuela el Señor al P. Santa Cruz 156
Cap. XIV.— Estado de la misión de Mainas por los años 1653 159
LIBRO IV
Capítulo I.— Es llamado el superior de las misiones para el gobierno de la provincia. 161
Cap. II.— Emprende el P. Raimundo de Santa Cruz buscar salida de las misiones á
Quito 163
Cap. III.— Entrada gloriosa de Santa Cruz con sus indios en la ciudad de Quito 166
Cap. 17.— Adminístrase á los indios con toda celebridad el sacramento de la Confir-
mación, y trata el padre Raimundo de su vuelta 171
Cap. V.— Sale Santa Cruz de Quito con tres compañeros y con sus indios á las mi-
siones 174:
Cap. VI.— Entra el P. Raimundo con el general D. Martín de la Ri va á la conquis-
ta de los Gí varos y de lo que padeció en esta empresa . 176
Cap. vil — Viaje del superior de las misiones á la ciudad de Lima á negocios del bien
de la misión 181
Cap. VIIL— Vuelve el P. Lucas á sus misiones. — Reducción de los Roamainas, Zapa-
ras, Agúanos y Chamicuros 185
Cap. IX. — Intenta el P. Cueva descubrir nuevo camino más derecho á Quito. — Nue-
vos misioneros que bajan á la misión por Archidona 189
Cap. X. — Peligro grande de arruinarse en que se vio Quito con la espantosa erup-
ción del volcán Pichinche por los años de 1660 193
Cap. XI.— Dase el curato de Archidona á la Compañía, y estado de la misión del Ma-
rañen en el año de 1660 198
LIBRO V
Capítulo I. — Trabajos apostólicos y muerte gloriosa del P. Lucas Majano 203
Cap. II. — Viaje al Marañón del P. Jerónimo Alvarez; su muerte ejemplar á la en-
trada de Borja, y breve elogio de sus singulares virtudes 207
Cap. III.— De los trabajos apostólicos que sabemos del P. Tomás Majano y de su
muerte por los años de 1663 211
Cap. IV. — Sale el P. Raimundo de Santa Cruz en busca de camino más fácil y más
derecho hacia Quito 214
Cap. V.— Segunda salida del P. Santa Cruz en busca del camino deseado 216
Cap. VI.— Sale tercera vez el P. Raimundo en busca de nuevo camino y lo consigue. 218
Cap. Vil.— Muere ahogado Santa Cruz en el río Bohono 221
Cap. VIII.— Alzamiento de algunos Cocamas en Santa María de Guallaga 224
Cap. IX.— Muere el P. Francisco Figueroa á manos de los Cocamas apóstatas 228
Cap. X.— Elogio de la vida y virtudes del P. Francisco Figueroa 231
Cap. XI.— Castigo que se hace en los apóstatas y propagación del Evangelio por va-
rias naciones hacia el río Ñapo 234
740 ÍNDICE
Pesetas.
Cap . XII^— Muerte del P, Pedro Suárez, alanceado de los indios Abigiras 237
Cap. XIII.— Averiguase el modo de la muerte del P. Suárez. Castigo hecüo en los agre-
sores con especiales providencias de Dios 242
Cap. XIV —Elogio del P . Pedro Suárez 247
Cap . XV.— Fundación de San Xavier de los Gayes y del célebre pueblo de Santiago
do la Laguna 249
Cap. XVI. — Cédula Real en que se confirma el nombramiento del curato de AicLiJo-
na á favor de la Compañía 252
Cap. XVII. — Deja voluntariamente la Compañía dicho curato por no guardarse en
la colación las condiciones que prescribe la cédula 255
Cap. XVIII.— Muerte del P. Lucas de la Cueva y de otros varios misioneros 258
LIBRO VI
Capítulo I.— Estado de las misiones en el año 1672 262
Cap. II. - Cose á puñaladas un desalmado mulato al P. Agustín Hurtado 266
Cap. III.— Cuidados y empleos del P. Juan Fernández en el pueblo de los Gayes .... 270
Cap. IV. — Informe exacto del P. Lorenzo Lucero al padre vieoprovincial de Quito
sobre el estado de las misiones y relación sincera de la peste de Gua-
llaga en el año de 1681 273
Cap. V.— De los grandes bienes que sacó el Señor de la peste referida y del nombre
de los pueblos de la misión 278
Cap. VI. — Previdencias que toma el P. Lorenzo Lucero para la conquista de varias
naciones 281
Cap. VII. — Vienen nuevos misioneros de Europa. Carta notable de uno de ellos á su
provincia de Ñapóles 285
Cap. VIII. — Entran nuevos misioneros en el Marañón y se trata de las reducciones
que hizo el P. Enrique Rither en el río Ucayale 292
Cap. IX. — Pasa el P. Samuel Fritz á los Omaguas y hace varias reducciones de esta
nación 296
Cap. X.— Descubrimiento de los Cavapanas y Conchos. Reducción primera de los
Yameos ; 300
Cap. XI.— Hácese nueva entrada á las tierras de los Xívaros por orden de la corte. . 303
Cap. XII.— Trabajos del P. Nicolás Durango en el partido del río Pastaza, donde mue-
re gloriosamente atravesado á lanzadas 307
Cap. XIII.— Mudanza de los indios Cavapanas é irrupción que hacen los portugueses
del Para en los pueblos de Omaguas y de Yurimaguas 312
LIBRO VII
Capítulo I.— Cédula Real en que se funda el derecho de los misioneros de la Com-
pañía á las conquistas espirituales de las naciones del Ñapo y del
Aguarico 316
índice 741
Páginas.
Cap. II.— Reducción de los indios Payaguas y de los Icaguates en las cercanías del
Ñapo 320
Cap. in. — Nuevos sucesos que pasaron con los Payaguas é Icaguates 324
Cap. IV. — Reducción sólida de los. Yameos por medio de los Omaguas 329
Cap. V.— Fundación del pueblo de San Ignacio de Pevas, Caumares, Yavas y Cava-
chis ^33
Cap. VI.— Extiende sus conquistas el P. Carlos Brentano por la nación Yamea y fun-
da nuevos establecimientos 337
Cap. Vn.— Pasa á visitar las misiones el P. Andrés Zarate y reducción de los indios
Napeauos 339
Cap. VIII.— Trabajos y fatigas de D. José Vahamonde, y cómo logra la reducción de
los Iquitos 343
Cap. IX.— Funda el P. José Alvelda el pueblo de San Javier de los Urarinas 349
Cap. X.— Fúndase la reducción de San José de Guayoya, que fué el pueblo primero
de los Encabellados 351
Cap. XI.— Nuevas fundaciones de pueblos de la nación Encabellada hacia la boca del
río Aguarico 355
Cap. XII. — Prosiguen las fundaciones por el río Aguarico y otros ríos inmediatos.. . 358
Cap. XIII.— Principios de las reducciones de San Estanislao de Zairaza y de San
Luis Gonzaga de Guaritaya 361
LIBRO VIII
Capítulo I.— Nueva reducción de loa Payagues huidos 365
Cap. II. — Pasa el P. Martín Iriarte á cultivar la nación de los Encabellados 369
Cap. III. — Parte Iriarte al pueblo de San Estanislao, y mudándole á mejor sitio, fun-
da otros nuevos pueblecitos 372
Cap. rV.— De la fundación de Santa Teresa en el río Puequeya y del pueblo de San-
ta Cruz de los Mumus en el río Zeoqueya 374
Cap. V.— Forma tres pueblos hacia el río Guayoya el P. Miguel Bastida 379
Cap. VI. — Visita que hace el gobernador Toledo de los pueblos recientemente forma-
dos en la nación Encabellada 382
Cap. VII. — Reduce el P. Martín Iriarte á los Iquitos Maracanos 386
Cap. VIII.— Es nombrado el P. Francisco Real para el partido de San Miguel de Cie-
coya y empieza á trabajar con infatigable celo 390
Cap. IX. — Muerte gloriosa del P, Francisco Real á manos del indio Curazaba, y le
acompañan en la muerte dos mozos que le ayudaban en el pueblo. . . 391
Cap. X.— Resultas de la muerte del P. Francisco Real 395
Cap. XI.— Vuelve el P. Martín Iriarte á los Encabellados, y recoge mucha gente es-
condida en los montes 398
Cap. XII.— Invasión que hacen unos gentiles en el puebio de San Juan Bautista de los
Paratoas '. 400
Cap. Xin.— Quiebras de la misión en Aguarico y Ñapo 405
742 índice
Páginas.
Cap. XIV.— Varios sucesos que acaecieron por este tiempo en loa demás partidos de
la misión 407
LIBRO IX
Capítulo I.— Vienen de Quito nuevos misioneros al líapo, en donde comienza á tra-
bajar el P . Manuel Uriarte 412
Cap . II.— Visita el P. Uriarte el pueblo de San Miguel, y trae nueva gente al pueblo
del Nombre de Jesús 416
Cap. III.— Nuevos establecimientos en el pueblo del Jesús y mudanza del pueblo de
San Miguel 419 ,
Cap. IV.— Estado de los pueblos de Santa María y de San Luis de Tiriri 422
Cap. V. — Suerte varia y estado poco constante del pueblo de la Trinidad 425
Cap VI. — Conjuración de algunos malos indios contra la vida del P. Uriarte 429
Cap. VIL — Orden del provincial de Quito para que los misioneros del Ñapo se reti-
ren al curato de Avila, y obediencia del vicesuperior el P. Manuel
Uriarte 434
Cap. VIII. — Viene por teniente de la misión de Ñapo un catalán llamado D. José Pas-
cual 438
Cap. IX. — Alborotos que causan en la misión cuatro indios Payaguas 443
Cap. X. — Disensiones en el pueblo del Nombre de Jesús, y nuevas tramas de los in-
dios 446
Cap. XI. — El cacique Maqueye, con un golpe de hacha, hiere profundamente en la
cabeza al misionero del Jesús; mata un indio al mozo Mariano, y es-
capa el teniente como puede 451
Cap. XII.— Sube el P. Uriarte al puerto de Ñapo y vuelve al Jesús, donde halla su
gente recogida por el hermano Lorenzo 457
Cap. XIIL — Quémase la reducción del Nombre de Jesús y es trasladada á otro sitio.
Cae con la fatiga gravemente enfermo el misionero y es llevado al
Marañón 463
LIBRO X
Capítulo I— Matan á lanzadas dos pérfidos Caumares al P. José Casado en San Ig-
nacio de Pevas 470
Cap. II — Muere ahogado en el río Marañón el P. Francisco Bazterrica, á lo que se
supo por malicia disimulada de un indio 475
Cap. III. — Funda el P. Andrés Camacho el pueblo de Nuestra Señora de los Dolores
en el partido de Pastaza 477
Cap. ÍV. — Pasa el P. Manuel Uriarte á San Pablo de Napeanos 482
Cap. V. — Restauración del antiguo pueblo de Santa María de la Luz 486
Cap. VL— Nueva entrada por el rio Nanay . Adelanta el P. Uriarte los pueblos, y ha-
biendo enfermado gravemente, es llevado á San Joaquín de Oma-
guas 490
ÍNDICE 743
P&ginas.
Cap. Vn.— Pasaje ejemplar de 300 soldados portugueses por los pueblos de la mi-
sión 495
Cap. VIII. — Varias entradas de los misioneros á tierras de gentiles, con que reponen
los pueblos disminuidos con epidemias 501
Cap. IX.— Excesos de un nuevo gobernador de Mainas y opresión de los indios 504
Cap. X.— Prosigue la misma materia del capítulo pasado 509
Cap. XI. — Forman los Ticunas el pueblo de Nuestra Señora de Loreto 516
Cap. XII. — De otras entradas de los misioneros á nuevas tierras y de la fundación de
nuevos pueblos 519
Cap. XTII.— Quiebras de la misión alta del Marañón con ocasión de las viruelas 524
Cap. XIV. — Recibimiento del gobernador D. Antonio de Mena; su porte ajustado y
preparaciones para hospedar á los demarcadores reales 526
Cap. XV. — Desvanécese el proyecto de las demarcaciones: noticias de guerra con Por-
tugal y consulta de los misioneros 529
Cap. XVI.— De varios casos singulares que le sucedieron al P. Uriarte con los
Omaguas 535
Cap. XVII. — Vuelve Uriarte á la misión del Nanai 540
Cap. XVIII. — Auméntanse de Iquitos los pueblos del Nanai 545
Cap. XIX. — Cómo estuvo para perderse el pueblo de Santa Bárbara. Historia de los
Chuaras 550
Cap. XX. — Es señalado el P. Uriarte para San Joaquín, y otros sucesos que acaecieron
en la misión baja 554
Cap. XXI. — Intenta el P. Xavier Veigel restaurar la misión perdida del río Ucayale. 558
Cap. XXII.— Tristes nuevas del río Nanai, adonde pasa luego el P. Manuel Uriarte. . 562
Cap. XXIII. — Entrada peligrosísima por el río Blanco 566
Cap. XXIV. — Fundación de un nuevo pueblo de San José de Iquitos por un cacique
llamado Anacaehuja 571
Cap. XXV. — Logra finalmente el P. Andrés Caraacho abrir la puerta tan deseada para
la conversión de los Xí varos 574
Cap. XXVI. — Estado de las misiones de Mainas en el año de 1768 578
LIBRO XI
Capítulo I. — Del gobernador de la misión. Su jurisdicción y obediencia de los indios. 585
Cap. II. — Del superior de la misión y de su gobierno , cuidado y atención al común de
ella y al particular de cada pueblo 589
Cap. III.— De las consultas de los misioneros 591
Cap. IV. — Del gobierno inmediato del pueblo que estaba á cargo de cada misionero.. 593
Cap. V. — Del uso de la autoridad y jurisdicción de los alcaldes 597
Cap. VI. — Del oficio de los fiscales y hasta dónde se extendía su vigilancia y cuidado. 601
Cap. VII.— De las milicias de los pueblos 605
Gap. VIII.— De las entradas que se hacían á los montes 609
Cap. IX. — De los despachos ordinarios á Quito, á Moyobamba y Lamas 617
744 ÍNDICE
Página.
Cap. X — De algunas economías en beneficio de los pueblos sobre que velaban los mi-
sioneros y á que atendían los alcaldes 619
Cap. IX. — De la economía de la sal, su descubrimiento y su calidad 622
Cap. XII. — De los tributos y por qué no los pagaban los indios de la misión de Mainas. 626
Cap. XIII. — Prosigue la misma materia de los tributos 630
Cap. XIV.— Del gobierno eclesiástico y en particular de la doctrina cristiana de los
adultos 634
Cap. XV.— De la doctrina de niños y niñas y de la extraordinaria á los adultos para re-
cibir los sacramentos 639
Cap. XVI. — De los sacristanes, su nombramiento y obligaciones 644
Cap. XVII. —De los cantores, músicos y tañedores de instrumentos 649
Cap. XVIII. — Del culto divino y de la santificación de las fiestas 655
Cap. XIX. — De las fiestas del Corpus, del Sagrado Corazón de Jesús y del Patrono del
pueblo 659
Cap. XX.— De la Semana Santa, Oficios y procesiones 664
LIBRO XII
Capítulo I — Llega á noticia de los misioneros el arresto hecho en la provincia de
Quito de sus hermanos. Varios casos particulares que anunciaban los
grandes trabajos que les esperaban 669
Cap. II. — Llegan al Marañón los comisionados para la intimación del real decreto con
los clérigos destinados á suceder á los padres 674
Cap. III. — Sale.i los padres de sus pueblos y entran en el dominio de Portugal para
hacer su viaje bajo la dirección de los portugueses 678
Cap. IV.— Entrega de los misioneros al capitán portugués y navegación hasta el Gran
Para 683
Cap. V. — Entran los padres en el Para y su recibimiento 689
Cap. VI. —Trabajos de los misioneros en la cárcel del Para 692
Cap. VII. — Suben de punto los trabajos y miserias de la prisión 696
Cap. VIII.— Sacan á los padres de la cárcel á los cuarenta y ocho días de prisión y los
meten en una corbeta para Lisboa 698
Cap. IX.— Navegación de los misioneros del Marañón para Portugal 701
Cap. X.— Llegan los padres á Lisboa, y son conducidos al palacio de Aceitao 706
Cap. XI. — Trabajos de los padres misioneros en el palacio del duque de Aveiro y en
las cárceles de Lisboa 710
Cap. XII.^Después de dos meses de penosa detención en el palacio de Azeitao se em-
barcan los misioneros para el Puerto de Santa María 716
Cap. XIII.— -Viaje de los padres al puerto de Cádiz: son llevados al hospicio que tu-
vieron en Santa María 721
Cap. XIV. — Interrogatorio hecho á los misioneros del Marañón de parte de la corte.. 723
Cap. XV.— Resulta del examen y declaración de los padres 729
Cap. XVI. — Embárcanse los misioneros para Italia y los españolea se incorporan con
su provincia de Quito en la ciudad de Ravena 732
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