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Full text of "Historia de las misiones de la Campañía de Jesús en el Marañón español"

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HISTORIA    DE    LAS    MISIONES 

DE    LA    COMPAÑÍA    DE    JESÚS 

EN  EL  MARAÑÓN  ESPAÑOL 


HISTORIA  DE  LAS  MISIONES 


DE   LA  compañía  DE  JESÚS 


EN   EL 


marañOn  español 


POR   EL 


P.  JOSÉ  CHANTRE  Y  HERRERA 


DE    LA    MISMA    COMPAÑÍA 


1637-1767 


CON  LICENCIA  DE  LA   AUTORIDAD  ECLESIÁSTICA 


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p 


4* 


B06TCJN  COU.ÍGE   LIBRARY 
CHCSTNin-  W<tL.  MASS. 


MADRID 

4753  -IMPRENTA    DE    A.    AVSIAL, 
Calle  de  San  Bernardo,  93. 

1901 


Cum  opus,  cui  titulus  est:  Historia  de  las  misiones  del  Marañón  español,  por  elP.  José 
Chantre  y  Herrera,  de  la  Compañía  de  Jesús,  aliqui  ejusdem  Societatis  revisores,  quibus  id 
commissum  fuit,  recognoverint  et  in  lucem  edi  posse  probaverint,  facultatem  concedimus  ut 
typis  mandetur,  si  ita  iis,  ad  quos  pertinet,  videbitur. 

In  quorum  fldem  has  litteras,  manu  nostra  subscriptas  et  sigillo  muneris  nostri  munitas,  de- 
dimus.  Matriti,  die  2  Junii  1900. 

Jaoobus  Vigo  S.  J. 
Praepositus  Provinciae  Toletanae. 

Imprímase. 

Madrid  G  do  Junio  de  1900.' 
+  José  Mai.ía   Arzobispo-Obispo  de  Madrid-Alcalá. 


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PROLOGO 


Hay  en  la  América  española,  en  las  regiones  fronterizas  al  Brasil,  y 
regadas  por  los  numerosos  afluentes  del  Amazonas,  bosques  vírgenes, 
que,  recorridos  ahora  tan  sólo  por  el  leopardo  americano,  por  alguna 
tribu  salvaje,  ó  tal  vez  por  algún  atrevido  explorador,  fueron  un  tiempo 
teatro  de  evangélicas  conquistas  y  asiento  de  numerosas  reducciones,  en 
donde,  merced  al  celo  de  infatigables  misioneros,  florecieron  todas  las 
virtudes  cristianas. 

Así  como  la  exuberante  vegetación  de  los  trópicos,  invadiéndolo  todo, 
ha  borrado  hasta  los  últimos  restos  de  los  numerosos  y  bien  coustruidos 
pueblos;  así  las  guerras  intestinas,  la  peste,  los  vicios  todos,  á  una  con  la 
vida  nómada  y  errante,  han  concluido  casi  por  completo  con  poderosas 
tribus  y  razas  americanas,  que,  faltas  del  misionero  que  las  evangeliza- 
ba, y  era,  por  .consiguiente,  el  alma  de  su  vida  civil,  han  ido  disgregán- 
dose hasta  consumirse  y  perecer. 

Nada  hubiéramos  sabido  de  esos  pueblos  y  razas  extinguidas,  y  el  via- 
jero nada  hubiera  podido  arrancar  al  silencio  de  los  bosques,  si  el  mismo 
misionero  que  llevó  á  esas  regiones  el  Evangelio  y  la  verdadera  civiliza- 
ción, no  hubiera  interrumpido  sus  tareas  apostólicas  para  narrar  á  las 
generaciones  venideras  ó  á  las  falanges  de  misioneros  que  le  debían  su- 
ceder, ora  sus  triunfos  y  combates,  ora  las  observaciones  de  su  experien- 
cia y  la  sencilla  historia  de  los  pueblos  que  cultivaba. 

Merced  á  ese  afán  de  los  antiguos  misioneros  del  alto  Amazonas  y  al 
exquisito  cuidado  que  ellos  pusieron  en  defender  sus  escritos,  tanto  de  la 
persecución  de  los  hombres  como  de  laiuerza  destructora  del  calor  y  hu- 
medad de  los  trópicos,  han  podido  llegar  hasta  nosotros  algunas  escasas 
obras  de  inestimable  mérito  artístico  y  literario  en  que  se  refiere  la  his- 
toria de  esas  gloriosas  misiones  de  la  Compañía  de  Jesús. 

Una  de  estas  joyas,  la  de  más  relevante  mérito,  sin  duda,  es  la  Histo- 
ria DEL  Marañón  Español,  del  P.  José  Chantre  y  Herrera,  que  ahora 
damos  á  luz  por  la  primera  vez. 

Esta  obra  ocupa,  á  nuestro  juicio,  el  primer  puesto  entre  todas  las  úl- 
timamente publicadas  por  sabios  americanistas,  tanto  por  el  interés, 
autenticidad  y  correcto  estilo  de  sus  relaciones,  como  por  la  copia  de  no- 
ticias históricas  y  geográficas. 

Ella  nos  da  á  conocer  multitud  de  cosas  y  personas  hasta  ahora  des- 
conocidas; traza  con  viveza  y  sencillez  las  heroicas  virtudes  de  los  Santa 
Cruz,  Majanos,  Luceros,  Fritz,  Uriartes  y  demás  apóstoles  del  Marañón; 
describe  los  martirios  de  los  PP.  Ferrer,  Figueroa,  Suárez,  Real,  Richter 
y  otros  varios;  da  cuenta  minuciosa  del  paternal  gobierno  de  las  misio- 
nes; nos  pinta  ios  atropellos  sin  ejemplo  de  la  inicua  expulsión  de  los  mi- 
sioneros, debida  á  la  fatal  pragmática  de  Carlos  III;  contiene,  en  fin,  ta- 
les datos  de  aquellos  ignorados  países,  que  bien  pueden  sacar  de  ellos 


VI  Misiones  del  Marañón  Español 

partido,  tanto  la  antropología  é  historia  y  prehistoria  del  hombre  salva- 
je, como  los  fastos  de  las  glorias  del  apostolado  católico. 

Para  el  que  sepa  lo  poco  que  hay  escrito  sobre  estas  materias,  y  que 
una  obra  del  sigio  pasado  viene  á  ser,  sobre  todo  en  América,  hasta  una 
curiosidad  arqueológica,  es  indudable  ]a  gran  importancia  de  la  obra  del 
P.  Chantre,  dotada  de  inmenso  valor  documental. 

Por  esto  nos  ha  parecido  que,  publicando  tan  precioso  manuscrito, 
contribuiríamos  á  llenar  un  gran  vacío  en  la  historia  de  América  y  de  la 
civilización  cristiana,  y  secundaríamos  las  miras  de  su  autor,  que  escri- 
bió su  historia  con  la  intención  y  deliberado  propósito  de  que  no  se  per- 
diesen las  memorias  de  los  misioneros,  consignadas  á  la  sazón,  como  él 
dice,  en  papeles  sueltos  mal  escritos  y  peor  guardados. 

El  autor,  por  otra  parte,  para  escribir  su  historia  se  aprovechó  de  to- 
das las  noticias  que  le  dieron  los  misioneros  venidos  de  América  y  resi- 
dentes entonces  en  Bolonia  y  Faenza,  consultó  los  autores  que  pudo,  y  la 
compuso  con  la  cooperación  muy  inmediata  del  P.  Manuel  Uriarte,  supe- 
rior por  largos  años  de  aquellas  misiones  (1);  de  modo  que,  aunque  habla 
por  referencia,  la  autenticidad  de  sus  noticias  está  asegurada  suficiente- 
mente por  los  escritos  traídos  de  América,  por  la  cooperación  y  censura 
de  los  misioneros  desterrados,  y  por  su  conformidad  con  las  relaciones 
que  de  esas  mismas  misiones  han  publicado  abonados  escritores,  ó  se  con- 
servan todavía  inéditos  en  varios  archivos  de  Europa  y  América. 

Deslindado  así  el  valor  histórico  de  la  obra,  resta  indicar  algo  acerca 
de  su  mérito  literario.  El  P.  Chantre  no  es  un  mero  recopilador:  estudió 
mucho  y  por  largos  años  el  asunto  que  trata;  llegó  á  poseerse  de  él,  y  es- 
cribe con  sano  criterio  y  entusiasmo,  con  orden  y  unidad,  en  estilo  ho- 
mogéneo, llano  y  sencillo;  nunca  se  deja  llevar  del  mal  gusto  de  la  épo- 
ca: á  veces  arrebata  por  sus  ingenuas  y  conmovedoras  relaciones,  y  casi 
siempre  deleita  sin  cansar;  hemos  creído  que  vale  la  pena  de  imprimirlo, 
y  desenterrar  con  él  infinidad  de  hazañosos  hechos  de  los  misioneros  de 
la  Compañía  de  Jesús. 

Cuanto  llevo  dicho  no  quita  que  la  obra  del  P.  José  Chantre  tenga  sus 
defectos  y  lunares,  y  que  aparezcan  en  algunos  puntos  ciertas  lagunas 
que  quisiéramos  ver  llenas  y  colmadas. 

Con  todo,  á  pesar  de  esas  deficiencias  de  que  el  mismo  autor  se  la- 
mentaba por  falta  de  documentos,  creemos  que  es  la  más  completa  é  in- 
teresante, y  dignísima  de  que  salga  á  la  luz  pública,  esperando  que  Dios 
suscitará  otros  escritores  que  completen  lo  que  al  P.  Chantre  falta,  y 
otros  misioneros  que  renueven  en  la  Iglesia  las  conquistas  de  celosos 
apóstoles  de  otras  edades. 

Aurelio  Elias  Mera,  S.  .1. 

Madrid,  25  de  Febrero  de  1899. 


(1)  También  el  P.  Martín  Triarte  le  ayudó;  -Iriarte  twster,  qui  missionar'ms  futí  apud  illas 
gentes,  suis  narrationibus  et  ms.  juvit  multum  Josephum,  sihi  amicissimum.*  Raymundus  DioSDADO 
Caballero,  Biblíothecae  script.  S.  J.  stipplementa,  supplem.  I,  pag.  117. 


NOTICIAS  ACERCA  DEL  AUTOR  DE  ESTA  OBRA 


Nació  el  P.  José  Chantre  Herrera  en  Villabrájima,  de  la  provincia  de  Falencia, 
el  18  de  Marzo  de  1738,  y  entró  en  la  Compañía  de  Jesús  en  Mayo  de  1755.  Era  pro- 
fesor de  metafísica  en  el  Real  Colegio  de  Salamanca  al  ser  desterrado  de  España  con 
los  demás  jesuítas  de  la  nación  por  Carlos  III.  Cogióle  la  muerte  el  20  de  Agosto 
de  1801  en  Piacenza,  donde  con  sumo  aplauso  enseñaba  teología  en  el  Real  Colegio, 
erigido  por  Fernando  I  de  Borbón,  duque  de  Parma. 

Muy  al  vivo  nos  pintó  el  retrato  moral  del  P.  Chantre  su  íntimo  amigo  y  com- 
pañero el  P  Manuel  Luengo,  al  darnos  cuenta  de  su  fallecimiento,  con  las  siguientes 
palabras  (1):  «El  día  20  (2)  del  mes  de  Agosto  [de  1801]  murió  en  la  ciudad  de  Plasen- 
cia,  del  estado  del  duque  de  Parma,  el  P.  José  Chantre,  condiscípulo  mío  en  el  siglo, 
connovicio,  condiscípulo  en  la  Religión  varios  años,  conmaestro  otros  varios,  y,  des- 
pués de  la  extinción  de  la  Compañía,  compañero  en  una  casa  por  veinte  años,  hasta 
que  una  forzosa  necesidad  nos  separó.  Siempre  juntos  y  siempre  amigos  de  corazón 
y  de  confianza,  habíamos  llegado  á  ser  verdaderamente  hermanos,  y  más  si  es  posi- 
ble. Por  aquí  se  puede  entender  cuánto  habrá  sido  mi  sentimiento  en  su  muerte; 
y  añadiéndose  á  otro,  poco  menor,  por  la  muerte  de  mi  querido  discípulo,  D.  Pedro 
Gil,  forman  una  sobrecarga  no  ligera  á  la  carga  pesadísima  de  mi  segundo  destierro 
con  sus  atropellados  viajes  y  con  otras  dolorosísimas  circunstancias.  El  Señor  me 
aflige  por  todos  lados,  y  yo  hago  mis  esfuerzos  por  conformarme  con  sus  disposicio- 
nes y  con  su  santísima  voluntad. 

En  dos  palabras  presentaré  un  carácter  moral,  sublime  y  poco  común  de  mi 
grande  amigo,  el  P.  Chantre.  Protesto  que  entre  nuestros  contemporáneos  no  he  co- 
nocido entendimiento  más  pronto  para  penetrar  las  cosas,  y  más  profundo  para 
llegar  á  lo  más  hondo  y  más  escondido  de  ellas;  y  por  consiguiente,  oportunísimo 
para  todas  las  ciencias  graves,  sin  estar  reñido  con  las  amenas.  Y  no  obstante,  era  en 
todas  las  demás  cosas  candido,  inocente  y  casi  niño.  Este  candor  é  inocencia  de  su  cora- 
zón y  de  su  alma,  juntamente  con  un  proceder  siempre  y  en  todos  los  estados  en  que 
se  ha  visto,  piadoso,  grave,  sin  saber  más  que  sus  ejercicios  espirituales  y  sus  libros, 
forman  un  hombre  verdaderamente  justo,  ejemplar  y  muy  cargado  de  méritos  para 
el  cielo.  Otros  muchos  ha  atesorado  en  su  larga  y  penosa  enfermedad,  y  todo  en  ella 
de  su  parte  ha  ido  tan  bien,  quQ  el  P.  José  Ruiz,  de  nuestra  provincia  [de  Castilla], 
que  está  en  la  misma  casa  de  Plasencia,  y  le  ha  asistido  en  todo,  en  todas  sus  cartas 
hasta  después  de  su  muerte  no  ha  hablado  de  él  sino  como  de  un  ángel;  y  siempre 
le  ha  pintado  obediente  en  todo,  como  un  niño,  sufridísimo,  sin  oírsele  una  queja 
por  cosa  ninguna,  perfectamente  resignado  en  la  voluntad  del  Señor,  y  muerto  como 
un  santo.  En  la  iglesia  de  aquella  casa  ó  colegio  se  le  ha  hecho  el  oficio  con  toda  de- 
cencia, y  sus  discípulos,  de  quienes  era  muy  amado,  disponen  hacerle  algunas 
honras 

Con  su  pronto  y  penetrante  ingenio  estudió  con  grande  aprovechamiento  y  en- 
señó con  magisterio  y  con  dominio  la  filosofía  y  la  teología  escolástica  y  moral ,  y 
antes  había  enseñado  bien  letras  humanas,  estando  bien  instruido  en  las  griegas  y 
latinas. 

Con  la  extinción  de  la  Compañía  el  año  de  sesenta  y  tres,  se  acabaron  nuestros 


(1)  Diario  ms.,  tona.  35,  pág.  551-560. 

(2)  El  P.  DiosDADO  Caballero,  aupplem..  I,  pag.  117,  dice  que  murió  el  21,  y  lo  mismo  re- 
piten los  PP.  BACKERy  SOMMERVOGEL. 


viii  Misiones  del  Marañón  Español 

magisterios  y  enseñanzas.  En  nuestra  casa  no  se  pensaba  en  otra  cosa  que  en  pasar 
una  vida  quieta  y  obscura.  Ni  el  P.  José,  aunque  tenía  talento,  instrucción,  y  aun 
gusto  para  escribir  bien  en  varios  ramos  de  literatura,  jamás  pensó  por  sí  mismo  en 
dar  á  luz  libro  alguno. 

Por  mi  consejo  y  de  otros  amigos,  con  el  único  fin  de  que  se  ocupase  y  de  que 
divirtiese  la  hipocondría  de  que  estaba  muy  dominado,  emprendió  escribir  en  caste- 
llano una  historia  de  las  misiones  de  los  Mainas,  de  la  provincia  de  Quito,  en  la 
América  meridional;  y  habiéndose  provisto  de  los  convenientes  documentos,  la  es- 
cribió muy  bien  en  un  grueso  tomo,  que  no  se  ha  dado  á  luz,  porque  no  se  tiene  por 
conveniente  en  estos  tiempos  hablar  como  se  debe  de  tales  asuntos. 

Al  acabar  su  historia  de  los  Mainas,  apareció  el  nuevo  Sistema  de  la  caridad,  del 
jesuíta  italiano  Vicente  Bolgeni,  y  siendo  este  asunto  el  más  conveniente  á  sus  estu- 
dios y  á  su  talento,  escribió  una  impugnación  de  él,  fundada,  sabia,  vigorosa  y  con 
a  conveniente  cultura  en  el  estilo,  en  la  crítica  y  en  el  gusto.  A  ella  no  se  ha  dado 
ni  se  dará  jamás  una  mediana  respuesta,  aunque  me  inclino  á  que  respondieron  al- 
guna cosa  en  términos  generales  Hervás  Panduro  y  Bolgeni,  ó  uno  de  los  dos. 

Sin  esta  disertación  sobre  la  caridad,  era  suficientemente  conocido  el  padre  Chan 
tre  entre  los  jesuítas  españoles,  para  ser  buscado  para  maestro  de  teología  en  el 
nuevo  convictorio  y  casa  de  estudios  públicos,  abierta  por  el  duque  de  Parma  en  el 
colegio  de  la  Compañía  de  la  ciudad  de  Plaseacia.  Desde  el  año  de  noventa  y  dos,  si 
no  me  engaña  la  memoria,  empezó  el  P.  José  á  ser  maestro  de  teología  en  PJasencia, 
y  Jo  ha  sido  hasta  su  muerte,  con  particaiar  crédito  y  estimación  y  con  un  gran  con- 
curso de  discípulos  de  varias  provincias  de  Italia. 

En  estos  años  ha  escrito  y  dictado  los  convenientes  tratados  ó  materias  de  teolo- 
gía y  ha  defendido  á  sus  tiempos  conclusiones  públicas  con  no  pequeño  aplauso  y 
honor,  y  en  el  mismo  tiempo  ha  escrito  y  dado  á  luz  una  compendiosa  disertación 
de  Infallihüitate  Romani  Fontificis,  en  la  que  se  vale  oportunamente  del  estado  de 
abatimiento  de  tribulación  y  de  compunción  del  clero  galicano  para  hacerle  ver  la 
falsedad  é  inconvenientes  de  hacer  reformables  con  sus  famosas  proposiciones  las 
decisiones  dogmáticas  de  los  Romanos  Pontífices. 

Escribió  también  algunos  papeles  sobre  asuntos  importantes,  por  encargo  del 
duque  de  Parma,  D.  Fernando,  que  tenía  particular  estimación  del  P.  José.  Y  es 
una  prueba  segurísima  de  ella  el  haberle  dado  secreta  y  confidencialmente  la  comi- 
sión de  darle  él  mismo  en  persona  é  inmediatamente  aviso  de  cualquiera  persona  en 
quien  descubriese  máximas  y  doctrinas  jansenistas...» 

Hasta  aquí  el  P.  Luengo.  El  códice  que  hoy  reproducimos  es  un  volumen  en  fo- 
lio de  740  páginas  numeradas,  encuadernado,  con  este  título  al  dorso:  Historia  de 
laf  misiones  del  Marañón  español,  por  el  P.  Joseph  Chantre  y  Herrera,  de  la  Com- 
pañía de  Jesús.  En  trece  folios  no  numerados,  que  preceden  al  texto,  se  hallan  los 
preliminares  y  el  índice.  Sigue  el  mapa,  hecho  á  pluma  con  tinta  negra  y  algunas 
rayas  de  colores  para  señalar  loa  límites  de  la  Misión.  Fué  trazado  en  las  cárceles 
de  Lisboa  por  el  P.  Francisco  Javier  Weigel,  misionero  desterrado  del  Marañón  por 
el  decreto  de  Carlos  IH. 

La  obra  toda  está  escrita  de  una  mano  algo  temblona,  con  leves  correcciones  de 
otra  letra,  ambas  españolas.  El  papel  es  de  hilo  y  lleva  la  marca  Parma.  Tiene  bue- 
nas márgenes  y  en  ellas  hay  á  veces  añadiduras  y  correcciones. 


TITULO  DEL  AUTOR 


Historia  de  la  misión  de  los  indios  Mainas  y  de  otras  muchas  naciones 
situadas  en  el  Marañón  español  y  en  otros  varios  ríos  que  desembocan  en 
él,  distribuida  en  doce  libros,  sacada  principalmente  de  las  apuntaciones 
de  los  misioneros  de  la  Compañía  de  Jesús,  que  por  el  espacio  de  130  años 
trabajaron  en  aquellas  partes  de  la  América  meridional  predicando, 
plantando  y  extendiendo  la  fe  de  Nuestro  Señor  Jesucristo  hasta  derra- 
mar, varios  de  ellos,  su  sangre  en  defensa  de  la  ley  santa  que  predicaban 
y  en  testimonio  del  Evang-elio  que  anunciaban. 

DEDICATORIA  DEL  AUTOR 


gloriosísimo  padre  y  patriarca  san  jóse 

No  vengo  á  presentaros  obsequios  ni  á  ofreceros  dones  ó  á  dedicaros 
mis  trabajos,  vengo  á  vos,  santo  mío,  cargado  de  plegarias,  con  el  solo  fin 
de  haceros  presentes  las  súplicas  justas  de  unos  pobres  necesitados  que 
se  hallan  en  el  mayor  olvido  y  desamparo.  La  misión  de  los  indios  Mai- 
nas pocos  años  há  lozana  y  floreciente,  que  plantada  por  la  diestra  del 
Omnipotente  extendía  sus  vastagos  por  300  leguas  de  tierra,  y  tendía  sus 
vistosos  sarmientos  por  muchos  ríos,  se  halla  en  el  día  de  hoy  talada, 
destruida  y  desolada.  Exterminavit  eam  aper  de  sijlva. 

El  infernal  jabalí  la  devastó,  y  ha  sido,  sin  duda,  la  causa  de  un  ex- 
terminio tan  deplorable  la  falta  de  guardas  y  la  ausencia  de  sus  antiguos 
operarios. 

Muy  bien  preveían  su  ruina  los  indios  mismos  en  medio  de  su  corto 
modo  de  entender,  y  aun  por  eso  entraron  en  el  pensamiento  de  hacer  sus 
representaciones,  para  que  les  dejasen  sus  Padres.  Mas  hallando  cerra- 
das todas  las  puertas  y  conociendo  que  no  era  fácil  el  que  llegasen  sus 
súplicas  al  trono  de  su  rey,  se  retiraron  por  la  ninguna  esperanza  de  ser 
atendidos  ó  escuchados. 

Pero  si  á  los  pobres  y  desdichados  en  el  mundo  son  inaccesibles  los 
tronos  de  los  reyes  de  la  tierra,  les  están  patentes  y  abiertas  de  par  en 
par  las  puertas  del  cielo,  y  no  puede  menos  de  oir  sus  voces,  su  clamor  y 
sus  quejas  el  Rey  de  la  gloria.  ¿Y  de  quién  se  valdrán  aquellos  pequeñue- 
los  tan  faltos  de  pan  y  de  doctrina  para  que  presente  su  memorial  ante 
el  divino  acatamiento  y  dé  valor  y  mérito  á  las  rendidas  súplicas  con  su 
intercesión  y  patrocinio?  Paréceme  que  les  dice  el  corazón.  Ite  ad  JosepJi; 
recurrid  á  vuestro  glorioso  Padre  y  Patriarca  San  José,  cuyo  favor  y 
amparo  experimentasteis  por  tantos  años  en  dos  pueblos  consagrados  á 
su  augusto  nombre. 

Yo,  santo  mío,  con  todos  los  indios  Mainas,  y  en  nombre  de  todas  las 
naciones  del  río  Marañón,  postrado  en  vuestra  presencia,  busco  vuestro 
amparo,  imploro  vuestro  sufragio,  solicito  vuestra  poderosísima  interce- 
sión para  el  buen  despacho  de  un  memorial  en  que  tanto  se  interesa  vues- 
tra gloria,  tanto  la  de  vuestra  benditísima  esposa  María  y  tanto  la  de 
vuestro  hijo  putativo  Jesús.  Acordaos  de  las  dos  naciones  de  Pinches  y 
Ataguates  que  vivían  en  paz  y  en  inocencia  bajo  vuestra  protección 


X  Misiones  del  Marañón  Español 

y  amparo .  Mirad  á  tantas  naciones  que  á  la  sombra  del  manto  de  vues- 
tra purísima  Esposa  vivían  en  diez  pueblos  consagrados  á  tan  Augusta 
Señora.  Echad  vuestros  ojos  benditísimos  sobre  la  numerosa  nación  de 
los  indios  Encabellados  que  pasaban  sus  días  alegres  y  serenos  en  la  re- 
ducción del  augustísimo  Nombre  de  Jesús,  sin  pensar  en  otra  cosa  que  en 
arraigarse  más  y  más  en  la  fe,  en  crecer  en  la  esperanza  y  en  aumentar 
la  caridad.  Toda  esta  viña  florida  que  llevaba  frutos  muy  sazonados, 
desapareció  en  un  momento,  Et  singularis  ferus  depastus  est  eam. 

El  lobo  infernal  la  devoró  y  apenas  hay  vestigio  de  lo  que  fué  en  otro 
tiempo,  ni  de  que  hubiere  sido  cultivada.  No  se  vé  en  ella  cerca  alguna, 
y  lejos  los  guardas  y  obreros;  á  la  abundancia  de  sus  frutos  ha  sucedido 
la  maleza,  los  espinos  y  cambroneras.  Pues,  ¿cómo  no  se  conmoverá 
vuestro  ternísimo  corazón  ¡oh  Padre  amoroso!  á  la  vista  de  tan  notable 
mudanza  y  exterminio?  ¿Cómo  será  posible  que  os  hagáis  sordo  á  nues- 
tras súplicas  y  clamores,  y  que  no  las  presentéis  añadiendo  las  vuestras 
á  Jesús  y  á  María?  Yo  sé  que  si  tomáis  la  causa  por  vuestra  será  muy 
bien  despachada,  consolados  los  pobres  y  oídas  nuestras  peticiones.  Ya. 
veo  que  en  lo  humano  se  descubren  bien  pocas  esperanzas.  Pero,  ¿qué  hom- 
bre cuerdo  puso  jamás  límite  á  vuestro  patrocinio,  qué  corazón  piadoso- 
estrechó  los  términos  á  la  intercesión  de  vuestra  Esposa,  y  quién  hubo 
tan  temerario  que  se  atreviese  á  atar  las  manos  al  que  cuidasteis 
como  á  hijo  vuestro  Jesús,  negándole  su  omnipotencia?  Non  erit  impossi- 
hile  apud  Deum  omne  verbum.  Dignaos,  santísimo  Patriarca,  de  volver  esos 
ojos  amorosos  á  los  operarios  desterrados  de  vuestra  viña,  que  sus- 
piran con  ansia  por  el  cultivo  de  ella;  y  teniendo  á  sus  indios  dentro 
del  corazón,  no  piensan  en  otra  cosa,  noche  y  día,  que  en  volver  al  tra- 
bajo, sin  que  sea  parte  para  entibiar  sus  fervores,  ni  la  travesía  de  los 
mares,  ni  lo  largo  de  los  caminos,  ni  lo  destemplado  del  clima.  ¿A  quién 
acudirán  en  este  destierro  sino  á  quien  supo  muy  bien  y  fué  probado  en 
este  género  de  trabajos  y  fué  consolado  finalmente  con  el  aviso  de  un  án- 
gel? Surge,  et  accipe  Puerum  et  Matrem  ejus  et  vade  in  terram  Israel? 

Por  el  pesar  y  consuelo  que  sintió  vuestro  piadoso  corazón  en  este 
lance,  haced  también,  Padre  nuestro,  que  pues  los  misioneros  de  Mainas 
han  probado,  por  el  espacio  de  diez  y  ocho  años,  el  llanto  de  su  destie- 
rro, gusten  finalmente  del  consuelo  de  oir  aquellas  palabras  que  tanto 
esperan.  Ite,  angelí  veloces,  ad  gentem  convulsam  et  dilaceratam.  Id,  ángeles 
míos  y  enviados,  daos  prisa,  tomad  el  crucifijo  en  las  manos,  caminad 
bajo  la  protección  de  María  conquistadora  de  los  Mainas  y  poned  paz  en 
las  naciones  del  Marañón,  que  ardiendo  ya  en  odios  entre  sí,  se  deshacen 
y  despedazan.  Reparad  las  quiebras  ocasionadas  en  tantos  aiios;  ó  por 
mejor  decir,  plantad  de  nuevo  la  viña,  casi  del  todo  desolada. 

Así  sea,  santo  mío,  así  lo  espero  de  vuestra  poderosa  intercesión  y 
aun  me  atrevo  á  decir,  que  siento  ciertos  presagios  de  que  no  ha  de  ser 
vana  mi  esperanza.  El  más  indigno  de  vuestros  devotos, 

J.  Ch.  H. 


PROLOGO  DEL  AUTOR 


Bien  ajeno  estaba  yo  de  emprender  este  trabajo,  cuando  llegaron  á 
mis  manos  ciertos  papeles  sobre  las  misiones  de  los  indios  Mainas  ó  del 
Maranón  español.  Leílos  no  sin  trabajo,  primero  por  curiosidad,  después 
por  afición,  y  últimamente  por  aprovechamiento.  Que  ésta  es  la  propie- 
dad de  las  cosas  piadosas  y  edificativas,  escritas  con  candor  y  sencillez 
(cuya  eficacia  embota  comúnmente  el  artificio  descubierto),  dejar  en  los 
lectores  buenos  efectos,  aun  cuando  se  empiecen  á  recorrer  por  deseo  de 
novedad.  Leidos  y  considerados  los  papeles,  entré  en  el  pensamiento  de 
reducirlos  á  orden ,  no  se  me  levantando  por  entonces  el  ánimo  á  formar 
una  historia,  contento  sólo  con  disponer  una  relación  clara  y  metódica, 
en  que  leyesen  otros  sin  trabajo  lo  que  habla  leído  yo  con  tanta  dificul- 
tad. Movíanme  á  tomar  esta  tarea  las  cosas  que  contenían  por  interesarse 
en  ellas  la  utilidad  de  los  indios  abandonados,  la  gloria  de  los  misioneros 
que  por  tantos  años  habían  trabajado  con  ellos ,  el  bien  de  nuestra  santa 
religión,  y  aun  la  curiosidad  y  satisfacción  de  aquellos  que  gustan  apro- 
vechar el  tiempo  en  la  lección  de  varones  ilustres  en  virtud  y  celo,  y  de 
la  propagación  del  Santo  Evangelio  en  las  partes  más  remotas  y  escon- 
didas de  la  América. 

Mas  al  poner  las  manos  á  la  obra  se  me  ofrecieron  de  golpe  tantas  di- 
ficultades, inconvenientes  y  obstáculos,  que  no  tenía  coraje  para  escri- 
bir cuatro  renglones  seguidos  ;  y  es  así ,  que  acobardado  con  el  tropel  de 
dificultades  que  tocaba  más  de  cerca,  por  dos  veces  arrinconé  los  pape- 
les sin  esperanza  de  salir  con  la  empresa.  Entre  otras  dificultades  que  se 
me  ofrecían  eran  las  principales  estas  tres: 

1.='  Que  siendo  tan  extranjero  en  las  cosas  de  la  América  y  tan  pere- 
grino en  las  misiones  de  Mainas ,  lejos  de  haber  registrado  con  los  ojos 
aquellos  sitios  apartados  ú  observado  la  multitud  de  ríos  ó  tratado  á  los 
indios  del  Marañen,  no  entendía  siquiera  muchos  de  los  términos  que  leía 
en  los  apuntamientos  de  los  misioneros,  ni  estaba  impuesto  en  las  cosas 
que  por  sabidas  en  la  América  Meridional  suponían  en  sus  diarios.  De 
donde  parecía  preciso  que  se  me  escapasen  algunos  yerros,  y  que  en  vez 


XII  Misiones  del  Marañón  Español 

de  dar  luz  y  orden  á  alguna  relación  perspicua  y  verdadera,  sacase  un 
compuesto  de  obscuridades  y  borrones. 

La  2.*  dificultad  que  palpaba  era  el  no  estar  hecho  á  este  género  de 
obras  ó  composiciones,  y  como  ya  barruntaba  desde  entonces  que  la  pre- 
sente había  de  ser  bien  larga,  pues  había  de  abarcar  los  hechos  de  ciento 
treinta  años,  me  encogía  de  hombros,  casi  sin  libertad,  aterrado  del  tra- 
bajo, y  me  daba  casi  por  concluido  con  los  preceptos  de  Horacio : 

«  Sunitíe  materiam  vestris ,  qui  scrihitis,  aequam 
Viribus',  et  vérsate  diu  quid  ferré  recusent, 

Quid  valeant  humeri 

Tu  nihil  invita  dices  faciesve  Minerva.» 

Mayor  era  la  tercera  dificultad,  que  consistía  en  la  falta  de  muchos 
papeles  necesarios  para  la  perfección  de  la  obra,  y  en  la  calidad  de  los 
que  tenía  conmigo;  pues  una  y  otra  cosa  se  oponía  á  una  relación  seguida 
y  continuada.  Encontraba  desde  los  años  1686  un  claro  en  que  se  perdía 
la  vista  de  más  de  treinta  años,  á  causa  de  un  desgraciado  incendio  en 
que  perecieron  las  memorias  de  aquel  tiempo,  y  no  era  fácil  suplir  ó  lle- 
nar tan  largo  tramo  con  las  pocas  noticias  que,  de  mano  en  mano,  nos 
habían  dejado  nuestros  mayores.  Por  otra  parte,  los  papeles  que  tenía 
en  mi  poder  estaban  tan  maltratados,  tan  llenos  de  borrones  y  remisio- 
nes, los  unos  sin  data  de  tiempos  ni  lugares ,  y  los  otros  tan  encontrados, 
que  no  parecía  posible  acertar  con  la  cronología  y  con  el  orden  y  suce- 
sión de  los  hechos  y  conquistas  espirituales ,  sin  cuya  diligencia  y  ave- 
riguación, los  mayores  esfuerzos,  más  que  en  una  clara  relación,  para- 
rían en  un  embolismo  verdadero. 

Estas  eran,  entre  otras,  las  dificultades  que  me  obligaron  á  volver 
atrás  ó  á  no  continuar  en  la  obra  que  me  había  figurado.  Pero,  como  me 
daba  lástima  dejar  perecer  unas  memorias  ya  casi  olvidadas  y  de  tanta 
edificación,  por  no  querer  ninguno  tomar  el  trabajo  de  avivarlas  y  reno- 
varlas, volví  por  la  tercera  vez  á  pensar  sobre  los  inconvenientes  que  me 
habían  apartado  de  la  empresa,  para  ver  si  encontraba  alguna  salida  á 
tantas  dificultades.  Ya  fuera  que  en  esta  ocasión  me  hallase  en  mejor  dis- 
posición de  ánimo,  ó  ya  fuese  que  se  me  ofrecieron  nuevas  razones  con 
que  deshacer  las  ataduras  que  me  tenían  como  aprisionado,  me  resolví 
eficazmente  á  romperlas,  atendiendo  más  á  la  utilidad  que  podía  traer 
la  obra,  que  á  su  perfección  y  cumplimiento.  Y  á  la  verdad;  si  al  pre- 
sente era  bastantemente  dificultosa  la  obra  en  que  pensaba,  dentro  de 
veinte,  treinta  ó  más  años  sería  punto  menos  que  imposible,  siendo  el 
tiempo  el  enemigo  mayor  que  acaba  con  las  Memorias  que  se  hallan  en 
papeles  sueltos,  mal  escritos  y  peor  guardados. 

No  me  faltaron  reflexiones  para  mantener  la  eficacia  de  la  resolución 
y  deshacer  en  algún  modo  las  dificultades  insinuadas.  Es  así  (decía  yo), 
que  yo  no  he  atravesado  los  mares  del  Sur  y  del  Brasil,  ni  he  observado 


PRÓLOGO   DEL   AUTOR  XIII 

aquellos  sitios  meridionales  de  la  América,  y  mucho  menos  tratado  los 
indios  Mainas;  pero  no  entra  la  ciencia,  ni  se  adquieren  los  conocimientos 
por  el  sentido  sólo  de  la  vista,  que  aunque  tan  principal  entre  los  demás, 
como  la  prudencia  entre  las  virtudes,  sin  embargo,  nos  da  lugar  y  per- 
mite que  nos  informemos  de  las  cosas  por  medio  de  los  otros  sentidos. 
¿Cuántas  cosas  nos  entran  por  el  oído,  cuántas  por  el  olfato,  por  el  gusto 
y  por  el  tacto?  Y  sin  recurrir  á  noticias  ó  principios  que  nos  hayan  en- 
trado por  los  ojos,  de  ellas  disputamos,  discurrimos  y  tratamos,  sacando 
conocimientos  no  menos  claros  y  ciertos,  que  los  que  tienen  su  principio 
de  las  especies  que  se  nos  entran  por  la  vista. 

Bien  pocas  fueran  las  Historias,  si  sus  autores  hubieran  sólo  de  referir 
las  acciones  que  pasaron  á  su  vista,  ó  de  hacer  únicamente  mención  de 
los  parajes,  sitios  ó  provincias  en  donde  se  hallaron.  Mucho  socorro  les 
diera  este  conocimiento  práctico,  y  yo  también  le  tuviera  grande,  para 
disponer  mi  obra;  pero  aunque  falte  este  socorro,  no  por  eso  me  hallo  des- 
tituido de  otras  ayudas  en  el  sitio  en  que  ahora  vivo.  Pues  habiendo  tantos 
misioneros  de  Mainas  en  la  Italia,  con  su  trato  y  comunicación ,  y  con 
respuestas  que  darán  á  mis  preguntas,  me  darán  la  luz  necesaria  y  me 
comunicarán  los  conocimientos  que  no  encuentro  en  los  papeles.  Y  si  con 
todo  eso  incurriere  en  algunos  errores,  no  faltará  quien  los  corrija  con  el 
tiempo,  lo  que  seria  fácil  encontrando  ya  hecho  el  trabajo.  Además  de 
que  no  es  fácil  darme  una  Historia  en  que  no  haya  algunos  errores,  equi- 
vocaciones ó  descuidos,  no  tanto  por  malicia  de  la  voluntad,  que  no  pre- 
sumo tanto,  como  por  la  cortedad  del  entendimiento  humano.  Así  preten- 
día deshacer  la  primera  dificultad. 

Mayor  embarazo  hallaba  en  la  segunda;  pero  quizá  desaparecerá  á 
la  reñexión  siguiente:  No  es  lo  mismo  emprender  uno  cierta  especie  de 
obra  en  que  no  se  ha  tenido  alguna  práctica,  y  querer  ensayarse  en  ella 
según  su  talento  grande  ó  pequeño,  mayor  ó  menor,  que  el  caminar 
cuesta  arriba  ó  el  ir  contra  la  corriente,  que  esto  quiere  decir  «invita 
Minerva».  Que  unos  empezaron  á  ensayarse  en  algún  género  de  compo- 
siciones, en  las  cuales,  si  no  llegaron  á  lo  sumo  del  gusto  ó  á  la  perfec- 
ción del  arte,  tocaron  por  lo  menos  cierta  medianía.  Pues  de  este  género 
de  obras  pienso  yo  que  sea  una  Historia  de  cosas  edificantes,  como  la  de 
la  misión  de  los  Mainas,  de  la  cual  se  sacará  siempre  utilidad  y  habrá 
de  tener  su  precio,  aunque  no  apure  los  ápices  del  arte,  como  llegue  á 
estar  escrita  con  una  naturalidad  que  se  deje  entender  y  no  desagrade. 
Ni  se  opone  al  modo  de  pensar  el  precepto  arriba  insinuado  de  Horacio, 
el  cual  habla  particularmente  de  la  Poesía,  en  la  cual  sólo  lo  sumo  pa- 
rece permitido,  y  da  la  razón,  porque 

. ,  .mediocribus  esse  poetis 
Non  homines,  non  Di,  non  concessere  columnae. 

Que  es  decir,  como  se  explica  un  poco  después  el  poeta,  que  el  que  no 
arriba  á  lo  sumo,  es  tenido  por  pésimo. 


XIV  Misiones  del  Marañón  Español 

Si  paulum  summo  discessit,  vergit  ad  imvm. 

Pero  no  niega,  antes  enseña  claramente  que  en  otras  materias,  artes 
y  facultades  en  que  más  se  atiende  á  las  cosas  que  se  dicen  que  al  modo 
de  decirhis,  puede  tener  estimación  una  medianía;  como  es  en  realidad 
estimado  un  abogado  que  sabe  proponer  con  claridad  su  derecho,  aunque 
no  tenga  la  elocuencia  de  un  Demóstenes  ó  de  un  Tulio. 

Certis  médium  et  tólerábile  rébus 

Rede  concedi.  Consultus  juris,  et  actor 
Gausarum  mediocris  abest  virtute  diserti 
Messalae,  nec  scit  quantum  Gasaellius  Aulus: 
Sed  tamen  in  pretio  est. 

Sobre  la  tercera  dificultad  que  me  embarazaba  tanto,  echaba  los  ojos 
sobre  muchas  Historias  que  no  caminan  con  igualdad  en  la  relación  de 
los  hechos,  por  haber  tenido  sus  autores  la  misma  desgracia  que  experi- 
mentaba yo  mismo,  de  falta  de  papeles  y  memorias  pertenecientes  á  va- 
rios años.  Pues,  así  como  éstos  pasaron  casi  en  claro  algunos  tramos, 
contentándose  con  insinuar  como  de  paso,  algunas  pocas  cosas  que  su- 
pieron por  tradición;  creí  que  yo  también  podía  practicar  eso  mismo,  va- 
liéndome, á  falta  de  noticias  escritas,  de  algunas  memorias  que  los  misio- 
neros conservaban.  De  esta  manera,  ya  que  no  se  continuaba  con  igual- 
dad el  hilo  de  la  historia,  se  ataba  por  lo  menos  un  cabo  con  otro,  sin 
particular  deformidad.  En  la  cronología  empecé  á  probarme,  y  aunque 
con  muchísimo  trabajo  salí  al  fin  con  ella,  no  reparando  en  algunos  in- 
convenientes de  poca  consideración,  colocando  algunos  hechos  de  data 
obscura  é  inaveriguable  en  aquel  tiempo  y  lugar  y  sitio,  adonde  me  pa- 
reció más  probable  que  pertenecían. 

Alentado  con  este  primer  paso,  continué  mi  trabajo,  pretendiendo  ya 
reducir  á  un  cuerpo  de  Historia  la  que  pensaba  á  los  principios  que  ape- 
nas podía  llegar  á  relación.  Parecióme  distribuirla  en  XII  libros.  En  el  I 
trato  de  los  primeros  descubrimientos  que  intentaron  hacer  los  españoles 
del  gran  río  Marañón,  en  cuyas  márgenes  estaban  puestas  las  misiones 
de  Mainas;  y  en  él  se  descubre  cómo  la  divina  providencia  fué  propor- 
cionando suavemente  á  los  jesuítas  para  que  bajasen  al  cultivo  de  aquel 
innumerable  gentilismo.  En  el  II  se  describe  la  calidad  de  las  gentes,  su 
modo  de  vivir,  usos,  costumbres  y  supersticiones,  y  se  da  una  historia 
natural  del  país,  de  los  frutos  que  lleva,  y  de  las  aves  y  peces,  fieras  y 
bestias  que  mantiene.  Los  ocho  siguientes  comprenden  toda  la  materia 
de  las  conquistas  espirituales  que  hicieron  de  las  almas  los  misioneros  del 
Marañón,  desde  los  años  1638  hasta  el  de  1768,  en  que  por  orden  superior 
salieron  del  Mainas.  Han  sido  necesarios  tantos  libros,  para  poder  propo- 
ner con  claridad  y  distinción  los  principios  y  progresos  de  la  predicación 
del  Evangelio,  no  sólo  en  el  río  Marañón,  pero  aun  en  otros  muchos  cola- 
terales, que  en  él  desaguan,  así  por  el  norte  ó  por  la  banda  de  Quito,  como 


PRÓLOGO   DEL   AUTOR  XV 

por  el  sur  ó  por  la  parte  de  Lima.  Concluida  esta  materia  se  da  en  el  li- 
bro XI  una  idea  cabal  y  muy  exacta  del  gobierno  político-cristiano  en  las 
misiones,  según  se  hallaban  bajo  la  dirección  de  los  jesuítas  en  el  año  en 
que  salieron  de  la  América.  Pone  fin  á  la  obra  el  libro  XII  en  que  se  re- 
fiere el  arresto  de  los  misioneros,  su  viaje  por  la  vía  de  Portugal,  sus  car  - 
celes,  apreturas  y  miserias,  hasta  que  lograron  entrar  en  la  ciudad  de 
Ravena,  lugar  destinado  para  la  provincia  de  Quito. 

He  procurado  en  cuanto  he  podido,  que  el  estilo  sea  natural  y  claro, 
no  teniendo  otro  fin,  que  el  darme  á  entender  de  un  modo  sencillo,  porque 
no  quisiera  yo  que  por  querer  levantarme  sin  saber  encubrir  el  arte,  como 
sucede  á  muchos,  declinase  el  estilo  en  afectación  empalagosa;  pues  sería 
cosa  muy  fea,  que  por  mi  boca  perdiesen  mucho  de  su  eficacia  los  cosas 
grandes  y  admirables  que  hicieron  en  favor  de  la  Religión  tantos  hom- 
bres celosos  de  la  gloria  de  Dios.  Por  esa  misma  razón  soy  bastante- 
mente franco  y  liberal  en  referir  varios  lances  con  las  mismas  palabras 
de  que  usaron  los  misioneros  en  sus  diarios,  apuntaciones  y  cartas;  per- 
suadido á  que  no  los  podría  yo  contar  con  aquella  lisura,  sinceridad  y  can- 
dor con  que  los  cuentan  ellos  mismos. 

El  método  de  la  Historia  se  reduce  á  libros,  y  los  libros  se  dividen  en 
capítulos,  á  lo  cual  me  han  movido,  entre  otras,  dos  razones.  La  primera 
es,  porque  la  distribución  en  capítulos  sirve  no  poco  á  retener  en  la  men- 
te lo  que  se  va  leyendo;  pues  con  sólo  hacer  alto  sobre  la  cabeza  ó  título, 
se  viene  fácilmente  en  conocimiento  de  lo  que  se  ha  recorrido  en  el  capí- 
tulo más  á  la  larga,  como  nos  enseña  la  experiencia.  Por  el  contrario, 
cuando  leemos  un  libro,  seguido  de  muchas  hojas,  sin  tomar,  por  decirlo 
así,  aliento,  ni  hacer  pausa,  no  conservamos  con  tanta  distinción  y  clari- 
dad las  especies  pasadas.  La  segunda  razón  es,  porque,  como  á  un  cami- 
nante en  su  jornada  le  sirve  de  consuelo  y  toma  nuevo  esfuerzo  en  su 
viaje  al  encontrar  de  trecho  en  trecho  alguna  lápida  que  señale  las  mi- 
llas que  ha  caminado  según  aquella  discreta  advertencia, 

Intervalla  vicie  fessis  praestare  videtur, 
Qui  notat  inscriptus  millia  multa  lapis: 

de  la  misma  manera  á  quien  toma  el  empeño  de  leer  una  historia,  par- 
ticularmente si  es  larga,  le  sirve  de  consuelo  el  encontrar  nuevo  título,  y 
si  no  prosigue  la  lectura  con  mayor  gusto,  por  lo  menos  no  siente  tanto 
fastidio. 

Sobre  todo  he  puesto  mucho  cuidado  en  la  verdad,  que  debe  ser  el  alma 
de  la  Historia.  He  sacado  la  mayor  parte  de  ella  de  las  cartas,  apunta- 
mientos y  diarios  de  los  mismos  misioneros  de  Mainas,  hombres  cier- 
tamente de  toda  verdad  y  crédito,  que  notaron  lo  que  pasó  por  ellos,  ó 
lo  que  sucedió  á  sus  compañeros.  Y  caería  ciertamente  en  la  nota  de  te- 
merario el  que  quisiere  ponerles  alguna  excepción,  presumiendo  que  una 
cosa  obraban  y  que  otra  escribían. 

Es  verdad  que  he  tomado  algunas  cosas  del  P.  Manuel  Rodríguez  en 


XVI  Misiones  del  Mauañón  Español 

sus  «Descubrimientos  del  río  Maranón,»  otras  del  P.  José  Casani  en  el 
tomo  tercero  de  «Varones  Ilustres,»  que  añadió  á  los  que  escribieron  los 
padres  Nieremberg  y  Andrade,  y  tal  cual  noticia  de  los  «Viajes»  de  don 
Antonio  Ulloa;  pero  aun  éstas  las  he  procurado  examinar  y  sólo  se  ponen 
las  que  han  parecido  conformes  al  sentir  de  los  misioneros;  á  los  cuales 
por  haber  vivido  más  de  asiento  en  aquellas  tierras  y  estar  más  informa- 
dos de  todo,  pienso  que  se  debe  deferir  más  que  á  las  demás  historias  es- 
critas por  autores  que  ó  no  registraron  aquellos  países,  ó  sólo  los  observa- 
ron de  paso,  y  sin  detenerse  mucho  tiempo.  Por  último  no  debo  disimular 
que  el  primer  descubrimiento  que  intentó  hacer  D.  Gonzalo  Pizarro,  del 
rio  Marañen  lo  tomo  todo  de  los  autores  del  Perú,  sin  alterar  nada  en  la 
sustancia;  porque  aunque  hallo  en  él  tal  cual  cosa  que  no  dice  muy  bien 
con  la  Geografía  que  me  he  visto  precisado  á  observar  cuidadosamente  de 
aquellas  tierras,  y  por  consiguiente  con  el  mapa  que  presento  al  fin  de  la 
obra,  sin  embargo  no  me  pareció  conveniente  detenerme  en  impugnar  lo 
que  no  es  de  mucha  importancia,  y  por  otra  parte  refieren  bastantemen- 
te concordes  los  autores  del  Perú. 


protesta 

Siendo  el  asunto  de  la  Historia  que  escribo,  referir  las  conquistas  espirituales  de 
las  almas  por  varones  excelentes  en  virtudes  y  celosos  de  la  gloria  de  Dios,  ha  sido 
preciso  hacer  á  las  veces  algunos  elogios  y  tocar  algunas  cosas  que  tienen  visos  de 
milagros,  de  profecías,  de  revelaciones  ó  de  prodigios  singulares.  Por  lo  cual  obe- 
diente á  los  varios  Decretos,  Bulas  y  Declaraciones  Pontificias,  digo  desde  luego, 
aseguro,  y  como  hijo  rendido  de  la  Santa  Madre  Iglesia,  protesto  que  esta  mi  rela- 
ción y  escrito  no  merece  más  fe  y  crédito  que  la  que  merecen  humanos  fundamen- 
tos, inciertos  en  realidad  y  falibles  y  que  sólo  pueden  fundar  una  fe  humana.  Aña- 
do no  ser  mi  intención  prevenir  el  soberano  juicio  de  la  Iglesia,  á  la  cual  me  sujeto, 
en  cuanto  digo  y  escribo,  así  por  lo  que  toca  á  las  personas  que  alabo,  como  por  lo 
que  pertenece  á  las  acciones  que  refiero. 

JOSEPH  CHANTRE. 


EL   MARAÑÓN   ESPAÑOL 


MAPA  TRAZADO  EN  LAS  CÁRCELES  DE  LISBOA  POR  EL  P.  FRANCISCO  JAVIER  WEIGEL 


USER  Y  MENET.- 


La   linea    con    cruces   blancas  señala  el   limite  de   las  misiones  de   los   Padres   Franciscanos;   U  continuación   de  ella,   parte  con   puntos  blancos  y   parte  sin   ellos,   indica 
el  término  de  las  misiones  de   la  Compañía  de  Jesús. 


LIBRO  I 


CAPITULO  PRIMERO 

DEL  TIEMPO  Y  DE  LA  OCASIÓN  EN  QUE  LOS  ESPAÑOLES 
ENTRARON    EN    LA    AMÉRICA 

Llegado  ya  el  dichoso  tiempo,  en  que  el  Padre  de  las  lumbres  había 
determinado  alumbrar  con  la  luz  de  la  verdad  á  las  gentes  de  la  Amé- 
rica, por  tantos  siglos  sepultadas  en  la  noche  de  su  gentilidad,  dispuso  la 
entrada  de  los  católicos  españoles  en  los  dilatados  reinos  de  México  y  del 
Perú,  en  tal  ocasión  y  coyuntura ,  en  que  fuese  fácil  á  pocos  hombres  la 
conquista  temporal  de  tan  grandes  imperios,  y  en  que  había  menos  es- 
torbos para  la  espiritual  de  las  almas.  Tenía  el  gran  Moctezuma  el  domi- 
nio absoluto  en  México,  y  con  ser  obedecido  y  respetado  de  muchas  nu- 
merosas naciones  que  le  estaban  rendidas  y  sujetas,  no  faltaba  una  re- 
pública valiente  y  esforzada  de  Tlascala,  que  le  hacía  frente;  y,  amante 
de  su  libertad,  conservaba  con  el  consejo  y  las  armas  una  entera  inde- 
pendencia. Y  ésta  fué  la  ocasión  favorable  de  que  se  valió  la  Providen- 
cia para  que  el  célebre  Hernán  Cortés,  asistido  de  las  fuerzas  de  Tlas- 
cala, se  apoderase  de  México  y  tomase  posesión  de  sus  anchurosos  domi- 
nios. Reinaba  en  el  Perú  desde  su  corte  del  Cuzco,  por  ochocientas  leguas, 
el  Inca  poderoso  Guainacapac;  pero,  introducida  la  ambición  después  de 
la  muerte  del  padre  entre  sus  dos  hijos,  Guascar  y  Atagualpa,  ésta  misma 
abrió  la  puerta  á  D.  Francisco  Pizarro  para  que  con  bien  poca  resisten- 
cia entrase  en  la  vasta  extensión  de  los  reinos  del  Perú. 

No  fué  menos  rápida ,  si  bien  se  considera ,  la  conquista  espiritual  de 
muchas  de  aquellas  gentes,  que  lo  había  sido  la  temporal  de  las  tierras. 
Porque,  puestas  ya  en  alguna  sujeción  las  naciones  bárbaras,  y  hechas  á 
cierto  género  de  obediencia  á  sus  soberanos,  rindieron  más  fácilmente  el 
cuello  al  yugo  del  Evangelio ,  contribuyendo  no  poco  á  la  propagación 
de  la  fe,  el  florecer  ya  en  uno  y  otro  imperio  una  lengua  casi  general:  la 
mexicana  en  los  dominios  de  México,  y  en  los  del  Perú  la  lengua  del  Inca. 
Como  no  entra  la  fe  sino  por  el  oído;  sin  el  socorro  de  una  lengua,  enten- 
dida de  la  mayor  parte  de  las  naciones,  que  facilitase  la  enseñanza,  no 
hubiera  sido  posible  la  instrucción  de  tantas  almas  en  tan  pocos  años  y 
en  tan  extendidas  tierras. 

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2  Misiones  del  Marañón  Español 

Por  tan  notables  circunstancias  se  deja  bien  entender  que  el  Dueño  y 
Señor  de  todas  las  cosas,  no  tanto  ordenaba  las  entradas  de  gente  tan  ca- 
tólica á  la  posesión  de  reinos  temporales ,  cuanto  á  la  reducción  de  las 
almas  al  gremio  de  su  Iglesia.  Se  hará  más  creíble  este  pensamiento  á 
cualquiera  que  observe  con  atención  el  tiempo  en  que  se  dignó  el  cielo 
de  ofrecer  á  los  Reyes  Católicos,  D.  Fernando  y  D.*  Isabel,  las  llaves 
para  entrar  en  las  Américas.  No  bien  habían  arrojado  de  España  los  mo- 
ros y  judíos,  queriendo  más  privarse  voluntariamente  de  tantos  millares 
de  subditos,  que  recibir  obsequios  ni  tributos  de  gente  rebelde  á  Dios  y  á 
su  Iglesia;  cuando  el  Rey  de  reyes,  en  vista  al  parecer  de  resolución  tan 
heroica,  les  pone  bajo  de  su  corona  un  mundo  entero,  en  que  sus  celosos 
vasallos  planten  la  fe  católica  de  sus  padres  y  extiendan  el  reino  de  Je- 
sucristo hasta  los  últimos  términos  de  la  tierra.  Y  es  bien  de  advertir, 
como  notó  un  diligente  autor,  que  en  el  año  de  1491,  en  que  D.  Cristóbal 
Colón  heredó  de  Alonso  Sánchez  de  Huelva,  marinero  de  las  Canarias, 
las  primeras  noticias  de  la  América,  y  dando  la  vuelta  á  la  Andalucía, 
prevenía  embarcaciones  para  su  descubrimiento;  en  ese  mismo  año  pre- 
venía la  Providencia  en  el  nacimiento  de  San  Ignacio  de  Loyola  un  es- 
forzado caudillo,  y  Padre  venturoso  de  muchos  hijos  que,  en  calidad  de 
soldados  de  la  Compañía  de  Jesús,  habían  de  extender  su  glorioso  Nombre 
en  tantas  y  tan  retiradas  tierras,  y  con  sólo  el  estandarte  de  la  Santa 
Cruz,  sin  otras  armas  ni  pertrechos,  vencer  el  fuerte  armado  que  por 
tantos  años  tiranizaba  aquellas  almas. 

No  se  descubre  menos  la  piedad  divina  con  aquella  gente  desampara- 
da, en  enviar  al  mundo  para  tanto  bien  suyo  al  glorioso  San  Francisco 
de  Borja  por  los  años  de  1510,  cuando  ya  Cristóbal  Colón  había  llevado  á 
cabo  sus  ideas,  dejando  ya  descubierto  y  reconocido  el  otro  mundo;  por- 
que se  puede  asegurar  con  toda  verdad  que  apenas  hubo  persona  que 
más  contribuyese  á  la  conversión  de  las  Américas,  que  este  tercero  Ge- 
neral de  la  Compañía.  Él  introdujo  sus  hijos  en  el  reino  de  México;  él  los 
despachó  al  Perú;  él  los  enderezó  á  las  Filipinas,  enviando  á  todas  las 
partes  descubiertas  y  que  se  esperaban  descubrir,  varones  apostólicos, 
llenos  de  zelo  de  la  conversión  de  todo  el  mundo,  que,  sucediéndose  unos 
á  otros,  sujetaron  con  la  espada  de  la  divina  palabra  más  almas  á  Dios 
y  á  la  corona  de  España,  que  rindieron  los  primeros  conquistadores  con 
el  fuego  y  estruendo  de  las  armas.  Por  esta  causa,  no  sin  razón,  llaman 
muchos  á  San  Francisco  de  Borja,  Apóstol  del  Occidente,  como  allá  San 
Francisco  Xavier  lo  fué  del  Oriente.  Siendo  cierto,  como  lo  es,  que  la  con- 
versión de  aquel  Nuevo  Mundo  se  reconoce  deudora  á  su  ardiente  zelo  y 
vigilancia  en  elegir  ministros  fervorosos,  en  enviar  operarios  infatiga- 
bles, y  en  facilitar  las  entradas  á  las  más  escondidas  naciones. 

Es  verdad  (y  lo  confesamos  con  gusto,  dando  de  corazón  gracias  al 
Señor  de  todos),  que  otras  sagradas  religiones  trabajaron  gloriosísima- 
mente,  en  especial  á  los  principios,  reduciendo  infieles,  instruyendo  ru- 
dos hasta  dar  no  sólo  asiento,  pero  aun  mucho  lustre  á  la  Religión  Cató- 


Libro  I.— Capítulo  I  3 

lica  en  innumerables  provincias;  pero  como  el  campo  era  vastísimo,  y  no 
se  reconocían  términos  en  la  viña,  estaba  sin  cultivar  la  mayor  parte  de 
ella,  y  entrando  de  refresco  los  religiosos  de  la  Compañía,  tuvieron  lu- 
gar para  extender  su  zelo  por  tierras  impenetrables  y  nada  conocidas, 
abriendo  caminos  nuevos,  pasando  ríos  caudalosos,  venciendo  montes 
ásperos,  y  atravesando  bosques  enmarañados.  Buena  prueba  es  de  lo  que 
decimos  el  rio  Marañón,  cuyo  curso  es  de  más  de  mil  leguas,  sobrándole 
mucho  para  atravesar  el  continente  de  la  América  Meridional.  Porque, 
con  ser  ya  tan  conocido  de  los  españoles  y  portugueses  que  le  han  nave- 
gado muchas  veces,  y  con  haber  trabajado  en  él  por  tantos  años  muchos 
y  fervorosos  operarios,  sin  embargo,  fuera  de  las  reducciones  cristia- 
nas de  una  y  otra  corona,  puestas  en  las  orillas  del  río,  son  tantos  los 
infieles  escondidos  en  lo  interior  de  sus  montes,  que  no  bastaran  á  des- 
bastar el  terreno  muchos  operarios  por  trabajadores  que  fuesen.  Y  es 
cosa  que  quiebra  el  corazón  cristiano,  el  entender  que  se  hallen  tan  olvi- 
dadas y  desamparadas  infinitas  almas,  criadas  á  imagen  de  Dios  y  redi- 
midas con  la  Preciosísima  Sangre  de  su  Hijo  Santísimo.  Quiera  este  be- 
nignísimo Señor  acordarse  de  ellas  y  mover  el  corazón  de  muchas  per- 
sonas celosas  del  bien  de  las  almas;  pues  teniendo  una  buena  voluntad  y 
caudal  bastante  para  enseñar  gente  ruda,  harían,  si  se  dedicasen  á  tan 
santo  ministerio,  un  grande  y  señalado  servicio  á  su  Majestad,  y  el  ma- 
yor bien  que  imaginar  se  puede  á  una  gente  abandonada  y  necesitada 
de  toda  instrucción. 

Este  es  el  verdadero  fin,  si  he  de  hablar  ingenuamente,  que  me  pro- 
puse desde  los  principios,  en  escribir  ésta,  tal  cual,  Historia  de  las  Misio- 
nes de  los  Mainas  ó  del  Marañón  Español:  el  animar  á  las  personas  reli- 
giosas que  sienten  en  su  corazón  algún  celo  de  la  salvación  de  las  almas, 
á  un  ministerio  tan  alto  y  tan  divino,  como  es  la  reducción  de  los  genti- 
les. En  ella  verán  los  que  tuvieren  el  trabajo  de  leerla,  cómo  el  santo 
temor  de  Dios,  la  buena  voluntad,  el  deseo  de  la  salvación  de  las  almas 
y  la  confianza  en  su  Majestad,  que  va  creciendo  cada  día  con  los  efectos 
visibles  de  su  Providencia,  son  las  armas  seguras  ofensivas  y  defensivas 
para  tan  gloriosa  conquista,  mucho  más  que  la  erudición  y  doctrina  y 
otros  grandes  talentos  naturales.  Porque,  si  bien  estas  partes  naturales  y 
humanas  sirven  de  mucho  cuando  se  juntan  con  un  zelo  verdadero,  pero 
una  virtud  sólida  y  maciza  da  más  ánimo  y  confianza  en  los  riesgos  y 
peligros  que  se  hallan  en  este  ministerio  tan  penoso,  que  la  mucha  lite- 
ratura con  poca  virtud  cristiana  y  celo  de  las  almas. 

Mas,  para  proceder  con  el  debido  orden  y  la  claridad  que  pide  la  His- 
toria, antes  de  entrar  á  referir  los  hechos  de  los  operarios  del  Marañón 
y  los  frutos  que  lograron  con  sus  sudores  y  fatigas,  nos  ha  parecido  ne- 
cesario anticipar  algunas  noticias  sobre  los  varios  descubrimientos  de 
aquel  río,  en  donde  veremos  cómo  la  divina  Providencia  fué  encami- 
nando las  cosas  y  proporcionando  á  los  religiosos  de  la  Compañía  para 
la  entrada  en  tan  dilatado  campo.  Ni  hemos  creído  menos  á  propósito  á 


4  Misiones  del  Marañón  Español 

nuestro  asunto,  el  dar  á  los  principios  alguna  idea  de  las  gentes  que  ha- 
bitaban en  sus  riberas  y  montañas,  de  las  costumbres  y  modo  de  vivir 
que  tenían  antes  que  recibiesen  la  luz  del  Evangelio,  como  también,  de 
la  calidad  de  las  tierras,  de  las  fieras,  aves  y  peces  y  de  otras  cosas  cu- 
riosas que  se  observan  en  aquellos  países,  siguiendo  en  todo  los  comenta- 
rios y  apuntaciones  de  los  misioneros.  Lo  primero  se  irá  declarando  en 
este  primer  libro,  y  en  el  siguiente  se  contará  lo  segundo.  Sobre  estas  no- 
ticias, que  vienen  á  ser  como  lo  material  ó  tabla  de  la  Historia,  iremos 
dibujando  lo  más  principal  y  como  formal  de  ella,  que  se  reduce  á  las 
conquistas  espirituales  de  las  almas,  que  lograron  en  130  años  los  misio-^ 
ñeros  de  Mainas. 

CAPÍTULO  II 

FUNDACIÓN  DE  LA  CIUDAD  DE  SAN  FRANCISCO  DE  QUITO. 

Después  que  hubo  vencido  en  batalla  D.  Francisco  Pizarro  al  Inca 
Atagualpa,  y  apoderádose  del  reino  del  Perú,  procuró  extender  sus  con- 
quistas por  todas  aquellas  partes  adonde  habían  llegado  las  armas  de 
los  Incas.  Logrólo  sin  mucha  dificultad,  porque,  rendida  la  capital,  se  fue- 
ron dando  las  naciones  que  de  ella  dependían,  las  cuales  eran  muchas 
en  número  y  ocupaban  inmensos  espacios.  Porque,  aunque  el  imperio  del 
Perú  se  ceñía  á  los  principios  á  solas  seis  leguas  en  contorno,  mas  se  ha- 
bían dado  tan  buena  maña  sus  emperadores,  que  con  su  valor,  consejo  y 
prudencia,  le  habían  extendido  por  ochocientas  leguas  á  lo  largo.  Tantas 
se  cuentan  desde  el  reino  de  Chile  hasta  lo  último  del  distrito  de  la  ciu- 
dad de  Pasto;  bien  que  la  anchura,  desde  el  mar  del  Sur  por  el  Poniente 
hasta  los  campos  de  la  cordillera  que  es  la  raya  de  los  Andes,  abraza 
poco  más  de  cien  leguas,  no  dando  lugar  á  mayor  extensión,  por  una  parte 
lo  montuoso  de  las  sierras  y  lo  empinado  de  los  tajados  peñascos,  y  por 
la  otra  las  grandes  lagunas  y  pantanos  que  dejan  en  vegas  y  valles  los 
ríos  caudalosos  y  frecuentes  vertientes  de  las  sierras. 

Logradas  tan  grandes  conquistas,  se  aplicó  Pizarro  á  restaurar  y  her- 
mosear la  corte  del  Cuzco  y  á  formar  nuevas  ciudades,  así  para  dar  ma- 
yor estabilidad  á  lo  conquistado,  como  para  repartir  con  mayor  acierto 
y  más  justa  proporción  encomiendas  entre  los  que  le  habían  ayudado. 
Porque,  si  bien  era  muy  crecido  el  número  de  los  indios,  pero  eran  pocas 
las  poblaciones  y  mal  formadas.  A  ejemplo  del  conquistador,  fueron  otros 
españoles,  ricos  y  poderosos,  levantando  otras  ciudades,  entendiendo 
desde  luego  que,  sin  estos  lugares  de  refugio,  poca  sería  la  utilidad  de  las 
tierras  ya  ganadas,  y  ninguno  el  interés  que  sacarían  de  tantos  indios. 

Uno  fué  D.  Sebastián  de  Velalcázar  que,  observando  un  sitio  ameno 
y  delicioso  entre  varias  montañas,  fundó  en  él  por  los  años  de  1534  una 
bella  ciudad,  que  llamó  San  Francisco  de  Quito.  El  fundador  tenía  sus 
miras  é  intereses  puramente  temporales,  pero  el  Señor  le  dirigía  y  ayu* 


Libro  I.— Capítulo  II  5 

daba  en  la  ejecución,  queriendo  poner  en  aquella  parte  del  mundo  un 
castillo  roquero,  como  veremos,  contra  el  poder  del  infierno,  que  portan- 
tos  años  tiranizaba  un  gentilismo  innumerable. 

Está  situada  la  ciudad  de  San  Francisco  de  Quito,  como  á  medio  grado 
hacia  el  Sur  de  la  línea  equinoccial,  y  casi  á  los  trescientos  grados  de 
longitud.  El  sitio  es  ameno,  fresco  y  apacible,  de  suerte  que  parece  una 
continua  primavera;  por  lo  cual  llamaron  después  á  la  ciudad  «el  siem- 
pre verde  Quito.»  El  temple,  generalmente  fresco  por  todo  el  año,  como 
no  da  lugar  á  los  excesivos  calores,  tampoco  admite  los  rigores  del  frío, 
y  así  dicen  los  naturales  de  la  ciudad;  «en  Quito,  de  uno  y  otro  enemigo, 
poquito».  Sus  campiñas  son  buenas  y  fértiles,  por  ser  tierra  de  buen  mia- 
jón,  la  cual  con  el  cultivo  descubrió  ser  abundante  de  trigo,  de  maíz  y  de 
ganados.  Y  ésta  pienso  yo  haber  sido  la  causa  de  no  haberse  dado  tanto 
los  quiteños  á  las  inciertas  ganancias  de  las  minas,  que  tienen  mejores  y 
de  metales  más  refinados  que  las  otras  provincias.  Pues,  teniendo  tierra 
pingüe  y  lográndose  tan  bien  los  sudores  de  los  labradores  y  pastores,  no 
quisieron  poner  en  aventuras  las  ventajas  que  lograban.  Concurrieron 
desde  luego  á  sitio  tan  ventajoso  muchos  españoles,  y  procuraron  estable- 
cerse en  la  ciudad  que,  distante  trescientas  leguas  de  Lima  y  otras  tres- 
cientas de  Santa  Fe,  venía  á  ser  como  el  centro  del  Perú  y  del  Nuevo 
Reino. 

Con  esta  frecuencia  y  concurso  de  habitadores  se  hizo  la  ciudad  de 
Quito  una  de  las  principales  de  aquellas  partes  de  la  América,  y  la  se- 
gunda después  de  la  de  los  Reyes  ó  Lima.  Porque  los  españoles  que  lle- 
garon á  avecindarse  en  ella,  arribaban  á  4.000,  y  los  indios  tributarios  á 
30.000,  no  contando  los  de  la  comarca  y  distrito  de  más  de  200  leguas,  que 
por  los  años  de  1600  eran  de  200.000.  Tan  poblados  de  indios  eran  y  esta- 
ban aquellos  países,  cuando  la  mayor  parte  estaba  retirada  y  escondida 
en  los  montes  y  bosques,  por  no  caer  en  manos  de  los  españoles.  Con  tanto 
número  de  gentes  no  es  extraño  que  se  hiciese  en  poco  tiempo  celebérri- 
ma la  ciudad  de  Quito,  por  el  mucho  comercio  que  fué  entablando  de  sus 
paños,  estameñas  y  lienzos,  y  por  los  otros  géneros  de  que  abundaba, 
concurriendo  á  sus  ferias  los  mercaderes  de  Lima  y  de  Santa  Fe,  y  de- 
jando en  sus  contratos  para  la  utilidad  y  ganancia  de  sus  vecinos  la  plata 
y  el  oro  del  Potosí,  de  Mariquita,  de  Popayán  y  de  Barbacoas. 

Sólo  se  ofrece  al  pensamiento  la  duda,  cómo,  estando  la  ciudad  de 
Quito  debajo  de  la  zona  tórrida, puede  lograr,  como  logra,  temple  tan  apa- 
cible, gozar  de  aires  tan  frescos  y  saludables,  y  tener  campiñas,  no  sólo 
hermosas  á  la  vista,  pero  abundantes  de  granos  y  de  pastos  para  los  ga- 
nados. Porque  parece  que  los  rayos  solares,  desplomándose  perpendicu- 
larmente  sobre  aquellas  tierras,  debían  de  abrasar  con  sus  ardores,  no 
sólo  los  frutos  que  llevasen,  sino  los  habitadores  que  se  atreviesen  á  vivir 
en  semejantes  parajes.  Pero  á  todo  proveyó  el  Autor  de  la  naturaleza, 
que  supo  templar  las  cosas  de  manera,  que  las  calidades  contrarias,  pe- 
leando entre  sí,  se  hermanasen  á  favor  de  los  hombres  por  quienes  se  cria- 


6  Misiones  del  Maeañón  Español 

ban.  En  efecto;  el  mucho  calor  del  sol,  y  el  mucho  frío  de  las  nieves  con- 
geladas son  los  dos  contrarios  que  contribuyen  á  formar  un  clima  tan  di- 
choso. Puesta  la  ciudad  de  Quito  entre  muchos  cerros  y  montañas  neva- 
das, no  respira  sino  aires  frescos,  templados  con  la  vecindad  del  sol.  Tiene 
casi  al  Poniente  y  como  á  sus  espaldas  el  famoso  cerro  Pichinche,  y  toda 
su  cordillera  que,  encerrando  en  sus  entrañas  volcanes  de  fuego,  man- 
tiene siempre  cubiertas  de  nieve  sus  altas  cumbres.  Por  frente  está  mi- 
rando los  Páramos  de  Pinta  y  de  Antisana,  que  hacen  la  figura  de  unos 
montes  continuados  de  nieve.  A  un  lado  se  registran  las  montañas  de  Sin- 
cholagua  y  Cotopaxi,  y  al  otro  se  ven  las  de  Cayambé,  de  Otavalo  y  de 
San  Pablo,  no  contando  otras  muchas,  que  van  siguiendo  hacia  la  ciudad 
de  Lima,  las  cuales  están  no  menos  cubiertas  de  nieve  que  los  montes  más 
cercanos.  De  aqui  nace,  como  se  deja  bien  entender,  la  frescura  del  aire, 
lo  apacible  del  temple  y  lo  delicioso  del  clima. 

No  es  tan  fácil  dar  una  razón  convincente  de  tantas  nieves  en  sitios  al 
parecer  tan  contrarios  á  su  formación  y  permanencia  por  mucho  tiempo. 
Pues  los  rayos  calidísimos  del  sol  no  parece  que  debían  dar  lugar  á  que 
se  formase  la  nieve  y  mucho  menos  á  que  se  congelase  y  casi  se  petrifi- 
case. El  P.  José  de  Acosta,  varón  erudito  en  todo  género  de  literatura  y 
particularmente  en  las  cosas  naturales  y  más  secretas  de  la  América, 
donde  vivió  tantos  años,  y  de  quien  cantó  con  mucha  verdad  un  célebre 
poeta: 

nEst  Acosta  novo,  veteri  quod  Plinius  orbi. 
Sed  magis  exactus  veridicusque  magis» 

dáce  en  su  Historia  natural  de  las  Indias,  que  una  cosa  tan  singular  y  pro- 
digiosa nace,  á  lo  que  él  entiende,  de  la  mucha  altura  de  aquellas  cordi- 
lleras bañadas  de  la  región  media  del  aire,  y  discurre  que  son  las  cimas 
extremo  frías  por  cierta  especie  de  antiperístasis,  como  puestas  entre  la 
región  del  fuego  y  los  vapores  cálidos  que  despide  la  tierra.  Por  esta  causa, 
.  estrechándose  y  apretándose  el  frío  en  aquella  región,  huyendo  de  sus 
contrarios  y  haciéndose  fuerte  contra  ellos ,  basta  para  formar  la  nieve 
en  aquellas  alturas,  y  para  mantenerla  por  mucho  tiempo  helada  y  cons- 
treñida. A  favor  de  ese  modo  de  pensar  de  un  hombre  tan  grande  se  pu- 
diera añadir,  que  concurriera  no  poco  para  una  antiperístasis  tan  ex- 
traordinaria ,  el  mucho  fuego  subterráneo  de  las  cordilleras  mismas  del 
Pichinche,  del  Cotopaxi  y  de  otros  cerros.  Porque  este  fuego  reconcen- 
trado podrá  muy  bien  causar  el  efecto  á  que  acaso  no  bastaran  los  vapo- 
res cálidos  de  la  tierra  que  levanta  el  sol ;  y  por  otra  parte  no  se  puede 
negar  que  estos  volcanes  despiden  muchos  vapores  sulfúreos,  y  espíritus 
nitrosos,  que  no  se  oponen,  antes  contribuyen  á  la  formación  de  la  nieve. 
Pero  sea  lo  que  se  quiera  la  causa  de  tantas  nieves,  como  se  experi- 
mentan en  aquellas  alturas,  nosotros  debemos  reconocer  en  esto  la  infi- 
nita sabiduría  del  Criador  del  mundo ,  el  cual  supo  trazar  sus  partes  en 
número,  peso  y  medida,  moderando  un  contrario  con  la  eficacia  y  virtud 


Libro  I. —Capítulo  III  7 

del  otro,  y  dándonos  no  sólo  por  habitables,  sino  también  para  lugares  de 
recreación  y  de  delicia  aquellas  mismas  partes  que  la  humana  sabiduría 
con  su  corto  alcance  tuvo  por  tanto  tiempo  por  inhabitables. 

CAPÍTULO  III 

SALE  DON  GONZALO  PIZARRO  CON  BUEN  EJÉRCITO  DE  ESPAÑOLES  É  INDIOS 
Á  LA  CONQUISTA  DEL  MARAÑÓN 

Fundada  la  ciudad  de  Quito,  y  aumentada,  desde  luego,  en  vecinda- 
rio, fué  como  la  ciudad  del  sol,  de  donde  se  fué  comunicando  la  luz  del 
Evangelio  á  las  partes  más  remotas  y  escondidas  del  gentilismo,  hasta 
penetrar  por  los  montes  espesos  y  bosques  cerrados  de  una  y  otra  banda 
del  rio  Marafión.  Como  desde  este  sitio  se  había  de  comenzar  á  propagar 
la  fe  de  Jesucristo,  que  habla  de  florecer  por  tantos  años  en  las  riberas  de 
este  gran  río,  determinó  la  Providencia  que  desde  el  mismo  paraje  co- 
menzasen á  intentarse  sus  descubrimientos.  El  primero  que  se  empren- 
dió, á  los  seis  años  de  la  fundación  de  Quito,  fué  tan  infeliz  en  los  princi- 
pios, como  trabajoso  en  el  medio  y  desastrado  en  el  fin;  de  suerte,  que  no 
se  harían  creíbles  tantas  miserias,  si  no  las  contaran  uniformemente  los 
historiadores  del  Perú.  Reduciremos  á  dos  ó  tres  capítulos  lo  que  aquéllos 
escribieron  difusamente,  y  daremos  una  breve  noticia  del  desdichado  viaje, 
cuanto  baste  para  que  se  forme  el  debido  concepto  de  los  trabajos  y  des- 
dichas que  sucedieron,  y  de  la  constancia  de  los  españoles  é  indios  en 
aguantarlos. 

Sosegadas  las  alteraciones  del  Perú,  ocasionadas  de  D.  Diego  de  Al- 
magro y  sus  compañeros,  y  dado  ya  algún  asiento  á  las  cosas,  pensaba 
D.  Francisco  Pizarro  en  ilustrar  más  sus  valerosas  hazañas,  adelantando 
las  conquistas,  y  pretendía  que  sus  soldados  pasasen  con  su  valor  mucho 
más  allá  de  los  límites  del  imperio  de  los  Incas.  Con  este  pensamiento 
llamó  desde  el  Cuzco  á  su  hermano  D.  Gonzalo  que  se  hallaba  en  los 
Charcas,  y  le  habló  en  esta  substancia:  «Ya  vés,  hermano  mío,  las  inmen- 
sas tierras  que  hemos  ganado  con  el  valor  y  las  armas,  y  no  ignoras  cómo 
nos  ha  favorecido  siempre  la  fortuna,  ó  por  mejor  decir,  el  Señor  de  los 
ejércitos,  en  cuyas  manos  están  las  coronas  y  los  imperios,  en  cuanto 
hemos  emprendido,  dándonos  cuantas  provincias  han  llegado  á  pisar 
nuestros  soldados.  Mas  todo  me  parece  poco,  al  considerar  que  es  mucho 
más  lo  que  se  descubre  y  se  presenta  á  nuestras  armas.  He  sabido  cómo 
desde  los  confines  de  Quito  hacia  el  Levante  se  hallan  dilatadísimas  tie  - 
rras  no  conquistadas,  las  cuales,  de  buena  gana,  te  cedo  si  te  resuelves  á 
su  conquista,  como  de  tu  valor  espero,  y  de  tu  prudencia  me  persuado. 
Para  fomentar  la  empresa  te  hago  desde  luego  gobernador  de  Quito  y  de 
toda  su  jurisdicción  vastísima.  En  esta  rica  ciudad  bien  poblada  de  espa- 
ñoles, numerosa,  como  la  que  más,  de  indios  forzudos  y  bien  trazados, 


8  Misiones  del  Marañón  Español 

abundante  de  víveres  y  socorrida  de  atrezos  militares,  hallarás  todos  los 
socorros  necesarios  para  la  grande  conquista.» 

Oyó  con  gusto  D.  Gonzalo  la  propuesta  de  su  hermano,  y  sin  dudar  un 
punto  se  resolvió  con  aliento  generoso  á  la  conquista  que  se  le  encomen- 
daba. Determináronse  á  seguirle  en  la  misma  fortuna  más  de  200  caba- 
lleros del  Cuzco,  deseosos  de  adelantar  sus  hazañas  y  movidos  de  la  es- 
peranza de  riquezas  que  por  todas  partes  encontraban.  Número  al  pare- 
cer bien  pequeño  para  tamaña  empresa,  mas  se  tuvo  por  grande  en  las 
circunstancias,  y  más  cuando  llegaron  á  juntar  hasta  100  caballos,  en 
que  mucho  confiaban.  Salió  la  compañía  de  españoles  en  alas  del  valor 
y  de  la  esperanza  hacia  la  ciudad  de  Quito,  á  cuyos  términos  llegaron 
felizmente,  vencidas  500  leguas  de  camino,  áspero  sí,  pero  tratable,  sin 
haber  tenido  otro  contraste  que  el  de  algunas  refriegas  de  poca  conside- 
ración con  los  indios  alzados.  Tomó  en  Quito  D.  Gronzalo  posesión  de  su 
gobierno,  y  como  lo  estimulaba  su  grande  corazón  á  la  meditada  con- 
quista, comenzó  luego,  sin  divertirse  á  otra  cosa,  á  prevenirse  para  la  em- 
presa. Juntó  otros  100  españoles  y  aun  algunos  más,  según  lo  que  yo  en- 
tiendo; los  cuales  se  ofrecieron  de  buena  voluntad  á  acompañarle  en  el 
peligro.  Adquirió  otros  50  caballos  y  nombró  4.000  indios  de  los  más  alen- 
tados y  briosos  para  que  cargasen  con  armas,  bastimentos  y  bagaje.  Tuvo 
por  necesario  tanto  número  de  conductores,  por  haber  de  llevar  consigo 
hierro,  clavazón,  hachas  y  maromas  con  otras  muchas  cosas  que  se  cre- 
yeron necesarias  para  salir  bien  del  empeño  que  pedía,  si  fuera  posible, 
seguridades. 

Dispuestas  ya  todas  las  cosas  y  nombrado  por  teniente  en  el  gobierno 
de  la  ciudad  D.  Pedro  de  Fuelles,  persona  fiel  y  de  prudencia,  partió 
D.  Gonzalo  á  su  empresa  con  un  ejército  lucido  para  aquellas  tierras,  por 
Navidad  del  año  1539,  llevando  en  su  corazón  esperanzas  ciertas  de  ha- 
cer fortuna,  nada  inferior  á  la  del  marqués  su  hermano.  Marchó  el  ejér- 
cito en  buena  paz  y  bien  asistido  de  los  indios,  mientras  caminó  por  los 
términos  conocidos  de  Quito.  Pero,  luego  que  entró  por  la  provincia  de 
los  Quixos,  descubrió  muchos  indios  armados  en  lo  interior  de  las  monta- 
ñas, que,  reparando  en  tantos  paisanos  suyos  como  acompañaban  á  los 
españoles,  y  mucho  más  en  los  caballos  que,  como  cosa  nunca  vista,  les 
causaban  espanto,  se  retiraron  más  adentro  de  las  montañas,  sin  dejarse 
ver  de  los  nuestros.  Libre  el  ejército  de  enemigos  que  les  cortasen  el  paso, 
marchaba  sin  impedimento  por  parte  de  los  naturales,  mas  á  pocos  días 
de  viaje  comenzó  á  experimentar  otros  mayores  enemigos  en  que  no  ha- 
bía pensado.  Abrióse  la  escena  de  las  desgracias  con  un  horrible  temblor 
de  tierra  que,  abierta  en  muchas  bocas,  presentaba  precipicios  á  los  ca- 
minantes. Siguieron  al  terremoto  espantoso  truenos  horrorosos,  relámpa 
gos  vivos  y  varios  rayos,  todo  lo  cual  causaba  temor  y  espanto  en  los  co- 
razones más  valientes,  creciendo  más  el  susto  al  ver  la  grande  copia  de 
agua  que  se  desgajaba  de  las  nubes,  la  cual  parecía  haber  de  anegar 
toda  la  tierra. 


LiBKO  I.— Capítulo  III  9 

Desde  luego  empezaron  á  recelarse  de  malos  sucesos,  temiendo  tener 
por  contrarios  á  la  empresa  el  cielo  y  la  tierra,  pues  de  una  y  otra  parte 
se  empezaba  á  declarar  el  contraste.  Pero  como  hombres  de  corazón  y 
ya  resueltos  al  empeño,  previnieron  los  ánimos  á  mayores  trabajos,  te- 
niendo á  menos  valer  el  desistir  de  lo  comenzado,  firmes  en  la  resolución 
de  morir  antes  en  la  demanda,  que  de  volver  pie  atrás  con  nota  de  incons- 
tancia y  cobardía.  Pasados  cuarenta  y  más  días  de  tormentas  continuas 
y  peligrosas  tempestades,  se  empeñaron  en  atravesar  una  cordillera  ne- 
vada, abriendo  camino  por  donde  pudiesen,  pero  fué  tanta  la  nieve  que 
sobre  ellos  cayó  y  tan  grande  el  frío  que  experimentaron  en  la  travesía, 
que  con  ir  bien  apercibidos,  sustentados  y  vestidos,  no  pudieron  resistir 
rigor  tan  grande  ni  temporal  tan  contrario.  Muchos  de  los  indios,  hechos 
á  poca  ropa,  y  no  muy  bien  alimentados,  quedaron  muertos  del  frío  y  del 
hielo  en  la  cordillera ,  y  era  tanta  la  dureza  ó  inñexibilidad  de  los  cadá- 
veres, que  parecían  otros  tantos  troncos  de  árboles  cortados. 

Deseando  huir  el  ejército  de  tan  contrario  clima,  y  de  verse  libre  de 
una  vez  de  la  nieve ,  que  tanto  les  molestaba ,  se  dio  priesa  á  caminar, 
desamparando  el  ganado  y  las  provisiones  que  llevaba,  persuadido  á  que 
no  le  faltaría  comida  en  las  primeras  poblaciones  de  indios  que  encon- 
trase. Pero,  después  de  la  mucha  fatiga  en  vencer  á  duras  penas  la  cor- 
dillera infausta,  no  consiguió  otra  cosa  que  el  topar  con  otro  enemigo  aún 
mayor  que  el  que  les  había  molestado.  No  hallaron  de  la  otra  banda  del 
cerro  ni  habitadores  que  les  agasajasen,  ni  víveres  con  que  sustentarse. 
Era  el  único  arbitrio  en  tanta  necesidad  pasar  adelante,  darse  prisa  y  do- 
blarlas jornadas.  Vinieron  todos  en  ello,  porque  aquejados  del  hambre, 
no  pensaban  en  proponer  sino  en  satisfacer  á  la  necesidad  con  alguna  co- 
mida. Llegaron  al  fin  como  pudieron,  desfallecidos  y  cansados,  á  un  pue- 
blo llamado  Zumaco,  el  cual  estaba  puesto  á  las  espaldas  de  un  volcán. 
Encontraron  en  él  algunos  víveres,  aunque  bien  escasos  para  tanta  gente, 
y  les  costó  muy  cara  la  detención,  porque  en  dos  meses  enteros  que  per- 
manecieron en  él,  fatigados  del  cansancio,  no  dejó  de  ilover  ni  un  día 
sólo,  á  cuya  causa  se  les  pudrió  á  muchos  la  ropa  que  sobre  sí  traían, 
concurriendo  á  tan  extraordinario  efecto  no  sólo  la  humedad  de  las  con- 
tinuas aguas,  pero  también  el  calor  excesivo  del  temple  sobre  manera  ar- 
diente, ya  sea  por  hallarse  cerca  del  dicho  volcán,  ya  por  hallarse  de- 
bajo de  la  zona  tórrida,  ó  ya  por  la  una  y  otra  causa.  Notan  los  historia- 
dores que  el  país  era  abundante  de  canela,  por  donde  juzgamos  que  este 
pueblo  pertenecía  á  las  tierras  que  después  llamaron  de  los  Canelos,  to- 
mando el  nombre  del  fruto  que  dan  con  más  abundancia. 

Determinó  D.  Gonzalo  dejar  en  este  sitio  la  mayor  parte  de  la  gente, 
y  tomando  algunos  soldados  más  ágiles  y  esforzados,  salió  á  reconocer  la 
tierra  y  á  observar  si  se  descubría  camino  más  tolerable  por  donde  se 
pudiese  pasar  adelante,  porque  en  cien  leguas  que  había  caminado,  á  lo 
que  pensaba,  el  ejército,  no  se  habían  encontrado.sino  montañas  cerradas 
y  espesos  bosques,  sin  apariencia  de  caminos  ó  veredas;  y  era  el  trabajo 


10  Misiones  del  Makañón  Español 

doble,  pues  lejos  de  caminar  y  subir  cuestas  sin  tropiezo,  era  preciso  abrir 
senderos  con  hachas  y  cuchillos  para  penetrar  por  la  espesura.  Recono- 
cido el  contorno,  que  era  casi  el  mismo,  rompió  Pizarro  con  su  escuadrón 
volante,  por  aquella  parte  que  creyó  menos  incómoda  para  el  tránsito  de 
su  gente ,  y  después  de  muchas  molestias  pudo  arribar  á  una  provincia 
llamada  Coca,  algo  más  poblada  que  la  antecedente  y  más  socorrida  de 
mantenimientos.  Salió  luego  el  cacique  de  ella  á  recibirle  de  paz,  y  aga- 
sajó con  víveres  á  los  españoles,  que  recibieron  con  mucho  agradecimiento 
los  socorros  que  les  ofrecían  los  indios.  Pasaba  por  la  provincia  un  río 
que  se  creyó  por  entonces  ser  uno  de  los  principales  que  descargan  en  el 
Marañón.  Pero  si  era  el  río  Coca,  como  parece  por  el  nombre  de  la  pro- 
vincia, éste  desagua  primero  en  el  río  Ñapo,  é  incorporado  con  él  por 
muchas  leguas,  se  junta  finalmente  con  el  Marañón.  Detúvose  D.  Gonzalo 
en  este  paraje  por  dos  meses  descansando  del  camino ,  y  dando  lugar  á 
que  el  ejército  que  le  venía  siguiendo  por  el  rastro,  y  no  había  podido  ca- 
minar con  tanta  priesa,  arribase  al  mismo  sitio. 

Juntos  ya  todos  en  la  provincia  de  Coca  y  tomado  algún  aliento  de 
las  fatigas  pasadas,  continuaron  su  viaje  por  las  riberas  del  río,  sin  tanto 
afán  y  trabajo  como  habían  experimentado  en  los  bosques  y  montañas 
que  dejaban  atrás ,  pero  sin  encontrar  vado  ni  hallar  puente  para  pasar 
al  otro  lado,  como  deseaban.  De  esta  manera  caminaron  por  una  de  las 
orillas  del  río  como  cincuenta  leguas ,  cuando  empezaron  á  oir  un  ruido 
sordo  como  á  alguna  distancia,  el  cual  se  dejaba  sentir  con  más  viveza 
mientras  más  andaban.  Parecióles,  desde  luego,  y  se  iban  confirmando 
en  el  mismo  pensamiento,  que  un  tan  continuado  estruendo  sólo  le  podía 
causar  alguna  grande  cascada ,  en  que  el  golpe  de  las  aguas  del  río  se 
precipitase  desde  alguna  altura  sobre  tajados  peñascos.  No  se  engaña- 
ron en  la  conjetura,  porque,  como  á  seis  leguas  del  sitio  en  donde  comen- 
zaron á  percibir  el  ruido,  vieron  que  las  aguas,  precipitándose  de  un  pe- 
ñón de  más  de  doscientas  brazas,  causaban  un  estruendo  inexplicable, 
admirándose  todos  de  cosa  tan  extraña  y  prodigiosa.  No  quedaron  menos 
sorprendidos,  cuando,  vencidas  otras  cuarenta  leguas  en  seguimiento  del 
río,  observaron  que  todo  el  golpe  inmenso  de  aguas  se  estrechaba  entre 
dos  peñas,  y  se  reducía  á  un  tan  angosto  canal,  que  de  una  á  la  otra  banda 
sólo  habría  como  veinte  pies ,  sobreponiéndose  tanto  á  las  aguas  los  em- 
pinados peñones  que  desde  su  cima  á  la  corriente  creyeron  contarse  á 
poco  más  ó  menos  otras  doscientas  brazas. 


Libro  I.— Capítulo  IV  11 


CAPITULO  IV 

FORMA  PIZARRO  UN  PUENTE  Y  HACE  UN  BERGANTÍN  CON  QUE  EL  CAPITÁN 
ORELLANA  SE  VIENE  Á  ESPAÑA  DEJANDO  Á  LOS  ESPAÑOLES  EN  GRANDE 
NECESIDAD. 

Considerando  Pizarro  y  los  demás  capitanes  la  estrechura  del  sitio 
por  donde,  haciendo  un  puente,  podría  pasar  la  gente  al  otro  lado,  como 
mucho  deseaba,  se  dispusieron  luego  á  formarle  y  á  poner  manos  á  la 
obra.  No  faltaban  de  la  otra  parte  del  río  algunos  indios  que,  prevenidos  con 
sus  armas,  querían  impedir  el  paso  á  los  nuestros,  pero  huyeron  al  punto 
asombrados  del  ruido  de  los  arcabuces,  y  mucho  más  cuando  notaron  el 
estrago  que  hicieron  desde  lejos  en  algún  otro,  y,  pregonando  por  sus  mon- 
tes que  venía  una  gente  feroz  é  invencible,  cuyas  armas  eran  truenos,  re- 
lámpagos y  rayos,  intimidaron  á  los  demás  sin  atreverse  á  parecer  nin- 
guno á  tiro  de  los  nuestros.  Por  tanto,  libres  del  embarazo  de  los  indios, 
pudieron  los  españoles  atender  sin  recelo  á  la  formación  del  puente.  No 
era  poca  la  dificultad  de  asentar  la  primera  viga  en  una  y  otra  parte,  por- 
que siendo  tan  prodigiosa  la  altura ,  con  sólo  mirar  á  la  profundidad  del 
río,  se  desvanecían  las  cabezas.  Dícese  que  un  soldado  más  curioso  ó 
temerario  que  los  demás,  en  observar  con  mucha  atención  la  distancia 
desde  lo  alto,  pagó  con  lástima  de  los  presentes,  el  atrevimiento  ó  descui- 
do, cayendo,  por  faltarle  la  cabeza,  en  el  torrente  impetuoso  de  las  aguas, 
sin  parecer  más  ni  vivo  ni  muerto.  Sirvió  la  desgracia  de  aviso  á  los  del 
más,  para  que  anduviesen  más  recatados  ó  no  fuesen  tan  curiosos  en  me- 
dio de  los  trabajos.  Vencida  la  primera  dificultad  de  colocar  una  larga, 
viga,  se  facilitó  el  modo  de  asentar  las  demás ,  hasta  formar  un  puente 
mediano,  por  donde  pasaron  con  seguridad  las  personas  y  caballos,  con 
las  otras  cargas  que  llevaban,  dejando  armado  el  puente  para  volver  por 
él  si  fuese  necesario. 

Puesto  el  ejército  de  la  otra  parte  del  río,  emprendió  su  viaje  por  aque- 
lla banda,  no  sin  fatiga,  por  las  montañas  ásperas  y  cerradas  que  se  iban 
abriendo  con  las  hachas  y  otros  instrumentos,  como  lo  habían  hecho  en 
mucha  parte  del  camino  pasado.  Y  sin  interrumpir  una  ocupación  tan 
molesta,  llegó  finalmente  la  tropa  á  una  tierra  que  se  llamaba  Guima> 
tan  pobre,  estéril  y  desdichada,  que  ni  parecían  habitadores,  ni  se  halla- 
ban frutos  de  que  alimentarse.  Es  verdad  que  á  los  principios  avistaron 
algunos  indios ;  pero  vistos  los  españoles,  y  que  venían  caminando  con 
tanto  equipaje,  de  tal  suerte  se  hundieron  en  lo  más  cerrado  de  los  bos- 
ques, que  no  volvieron  á  parecer,  por  más  que  los  nuestros,  obligados  de 
la  necesidad  y  miseria,  los  buscaban.  Huían  los  indios  por  miedo  de  los  es- 
pañoles, deseando  conservar  su  vida,  y  los  nuestros  andaban  en  su  busca 
por  conservar  la  propia.  Unos  y  otros  pretendían  el  mismo  fin,  aunque 


12  Misiones  del  Marañón  Español 

por  caminos  contrarios.  Era  preciso  entretener  la  vida  con  hierbas,  rai- 
ces silvestres  y  renuevos  tiernos  de  los  árboles,  pues  no  se  presentaba  otro 
medio  para  evitar  la  muerte.  Y  con  ser  grande  este  trabajo,  no  era  la 
única  miseria  que  los  molestaba;  porque,  continuando  los  aguaceros  que 
ya  antes  habían  comenzado,  y  no  teniendo  chozas,  ni  cubiertas  que  les 
defendiesen  de  un  enemigo  tan  importuno,  traían  siempre  los  vestidos  mo- 
jados; de  donde  nació,  que  cediendo  ya  la  naturaleza,  aun  de  los  más 
fuertes,  á  tanto  trabajo,  no  sólo  enfermaron  y  murieron  muchos  indios, 
pero  aun  varios  de  los  españoles  tuvieron  la  misma  suerte.  No  cayeron 
por  eso  de  ánimo  los  demás,  antes  rompiendo  por  dificultades,  dándoles 
fuerzas  la  necesidad  misma,  avanzaron  muchas  leguas  hasta  tomar  por 
buena  dicha  cierto  país  en  que  encontrasen  gente  de  alguna  policía.  Co- 
mían estos  indios  pan  de  maíz,  vestían  ropa  de  algodón,  y  tenían  sus  casi- 
tas formadas  para  defenderse  de  las  lluvias  y  malos  temporales:  ya  sea 
porque  hubiesen  vivido  en  otro  tiempo  en  tierras  más  pobladas,  ó  ya  sea 
porque  fuesen  algunas  reliquias  de  los  soldados  retirados  del  Inca,  los  cua- 
les llegaron  á  vivir  en  otro  tiempo  de  un  modo  muy  diferente  de  los  otros 
salvajes  que  habían  encontrado  en  el  camino. 

En  este  lugar  como  el  más  oportuno  y  ventajoso  que  hasta  entonces 
se  había  descubierto,  mandó  hacer  alto  D.  G-onzalo,  y  enviando  corredo- 
res por  todas  partes,  quiso  hacerse  cargo  de  las  tierras,  explorar  los  si- 
tios y  registrar  los  montes  colaterales,  esperando  hallar  algún  camino 
abierto  para  proseguir  adelante  con  menos  fatiga,  y  para  no  verse  en  la 
necesidad  de  alimentarse  de  raíces  y  renuevos.  Al  poco  tiempo  volvie- 
ron los  exploradores  con  la  misma  respuesta,  diciendo  todos,  que  el  con- 
torno era  uno  mismo,  montaña  espesa  y  cerrada,  llena  de  lagunas  y  pan- 
tanos sin  que  se  descubriese  salida  á  parte  alguna,  y  sin  que  se  pudiesen 
vadear  muchos  de  los  lagos.  Efecto,  sin  duda,  ocasionado  de  las  muchas 
lluvias  en  tierras  tan  cerradas  por  la  espesura  de  los  árboles,  que  ni  el 
aire  ni  el  sol  pueden  jamás  penetrar  hasta  el  suelo  y  enjugarlas. 

En  tan  triste  situación,  dieron  en  el  pensamiento  de  fabricar  un  ber- 
gantín para  pasar  adelante,  logrando  por  este  medio  atravesar  el  río,  que 
ya  tenía  en  este  pasaje  dos  leguas  de  ancho,  y  hacer  su  camino  por  la 
orilla  que  pareciese  más  abierta  y  despejada.  No  es  fácil  decir  con  pala- 
bras las  dificultades  que  se  ofrecían  en  la  ejecución  del  proyecto.  Pero 
como  la  necesidad  todo  lo  vence,  y  no  hay  arte  peregrino  á  su  talento, 
habilidad  y  eficacia,  empezaron  á  poner  manos  á  la  obra.  Asentaron  en 
primer  lugar  la  fragua  para  la  formación  de  la  herramienta  y  se  ensa- 
yaban en  hacer  carbón;  pero  en  este  trabajo  adelantaban  bien  poco,  por 
estar  la  leña  muy  verde  y  resistir  mucho  al  fuego;  hasta  que  levantando 
unos  cobertizos  que  defendían  los  trabajos  de  las  aguas  y  á  las  personas 
de  los  ardores  del  sol,  fueron  amañándose  más  que  medianamente,  y  sa- 
liendo con  lo  que  pretendían,  hicieron  la  clavazón  del  navio  del  hierro 
que  llevaban,  aprovechándose  también  de  las  herraduras  de  los  caballos 
que  habían  muerto,  y  de  otros  que  mataban  de  propósito  para  dar  alguna 


Libro  I.— Capítulo  IV  13 

substancia  á  los  enfermos.  Otros  cortaban  maderas  y  las  pulían  y  ajus- 
taban según  las  medidas  que  se  habían  propuesto  para  el  buque  de  la 
embarcación.  Pizarro,  como  tan  gran  soldado,  echaba  mano  á  los  oficios 
más  bajos  y  trabajosos,  animando  á  todos  con  su  ejemplo  y  siendo  el  pri- 
mero en  desbastar  leña,  hacer  carbón,  y  trabajar  en  la  fragua.  Viendo 
los  demás  al  capitán  que  no  excusaba  trabajo,  se  aplicaban  con  empeño 
á  la  formación  del  bergantín,  en  que  tenían  puesta  su  esperanza.  Con 
aplicación  tan  continua  llegaron  á  fabricar  en  poco  tiempo  una  embar- 
cación razonable,  sirviéndole  de  brea  la  mucha  resina  que  encontraron 
en  los  árboles,  y  de  estopa  las  mantas  y  camisas  medio  podridas  de  la 
humedad.  Echáronle  al  agua  con  grandísimo  regocijo,  dando  ya  por  aca- 
bados sus  trabajos.  Tanta  era  la  confianza  que  tenían  en  su  bergantín. 
Pero  se  engañaron  de  todo  en  todo,  y  lejos  de  poner  fin  á  sus  trabajos, 
cayeron  en  una  nueva  serie  de  mayores  disgustos  y  apreturas. 

Dio  orden  D.  Gonzalo  de  que  se  acomodase  en  el  bergantín  toda  la 
carga  y  se  embarcasen  los  enfermos,  para  que  fuesen  por  el  río  todos  los 
impedimentos,  mientras  los  sanos,  sin  perder  de  vista  la  embarcación, 
podían  caminar  sin  embarazo  por  las  orillas  del  río.  Ejecutóse  el  orden 
puntualmente  y  pusieron  en  el  navio  todo  el  oro,  que  arribaría  como  á 
100.000  pesos,  gran  cantidad  de  esmeraldas  escogidas,  y  algunas  otras  co- 
sas de  precio  y  estimación,  lo  cual  iba  al  cuidado  de  los  enfermos  y  de 
algunos  pocos  sanos  que  debían  gobernar  el  navio.  Estando  todo  á  pun- 
to, se  dio  la  señal  para  salir  de  aquel  sitio,  que  les  parecía  estar  distante 
de  la  ciudad  de  Quito  como  200  leguas,  y  empezaron  á  caminar  con  una 
molestia  grande,  que  no  se  les  había  ofrecido  hasta  que  la  palparon. 
Porque  mientras  los  de  tierra  iban  abriendo  camino  con  sus  hachas,  los 
del  navio,  no  pudiendo  resistir  á  las  corrientes  que  arrastraban  la  embar- 
cación, trabajaban,  sudaban  y  forcejeaban  por  mantenerse  á  la  vista  de 
los  compañeros,  y  era  una  faena  insoportable  la  de  contener  el  navio,  no 
logrando,  por  otra  parte,  sino  el  hacer  jornadas  muy  cortas.  Por  la  no- 
che hacían  rancho  todos  juntos,  asegurando  el  navio  con  maromas  muy 
fuertes.  Cuando  una  orilla  del  río  no  permitía  por  su  fragosidad  el  paso 
á  los  de  tierra,  pasaban  en  el  bergantín  á  la  otra,  y  siendo  tan  ancho  el 
río,  empleaban  dos  y  tres  días  en  el  pasaje,  sin  que  bastaran  para  la  eje 
cución  más  pronta  cuatro  canoas  que  llevaban  de  reserva  y  de  que  se 
aprovechaban  en  la  ocasión.  De  esta  manera  fueron  siguiendo  el  río  por 
más  de  dos  meses,  padeciendo  hambres,  miserias  y  necesidades,  que  jun- 
tas con  la  continuación  del  mal  camino,  sin  mejorar  de  sitio,  en  algún 
tiempo  eran  sobradas  para  hacer  caer  de  ánimo  á  los  más  valientes. 

Pero  se  alentaron  con  las  nuevas  que  aquí  les  dieron  ciertos  indios  que 
encontraron,  los  cuales,  por  señas  ó  por  alguna  otra  palabra  que  se 
entendía,  les  significaban  cómo,  á  diez  jornadas  del  paraje  en  que  se 
hallaban,  había  una  muy  buena  tierra,  bien  poblada  y  abundante  de 
comida,  rica  de  oro,  y  abastecida  de  cuantas  cosas  podían  buscar,  pedir 
y  desear.  Daban  por  indicios  de  tan  dichosa  tierra  la  junta  de  otro  gran 


14  Misiones  del  Marañón  Español 

río,  que  se  unía  con  el  que  iban  siguiendo.  Con  esta  noticia  se  les  abrieron 
os  cielos.  Tan  afligidos  estaban  los  ánimos  del  trabajo,  y  tan  consumidos 
los  cuerpos  de  la  hambre,  que  luego  creyeron  lo  que  mucho  deseaban. 
Resolvió  Pizarro  que  se  adelantase  el  bergantín  hasta  la  junta  de  los  dos 
ríos  y  que,  dejado  allí  todo  el  fardaje,  cargase  de  bastimentos  y  volviese 
río  arriba  para  socorrer  á  la  gente  que  perecía  de  hambre  y  de  miseria; 
pues,  fuera  de  los  muchos  indios,  iban  ya  faltando  algunos  españoles,  al 
rigor  de  este  enemigo  tan  cruel.  Nombró  por  capitán  de  la  jornada  á  uno 
de  los  principales  soldados,  llamado  Francisco  Orellana,  y  le  dio  otros 
cincuenta  para  prevenir  á  lo  que  pudiese  suceder  en  el  camino.  En  solos 
tres  días,  sin  velas,  ni  remos,  con  sólo  dejarse  llevar  de  las  corrientes, 
llegó  á  descubrir  Orellana  la  junta  de  los  dos  ríos,  y  halló  haber  caminado 
ochenta  leguas  en  tan  corto  tiempo,  lo  cual  le  pareció  más  extraordinario, 
por  estar  hecho  en  pequeñas  jornadas. 

En  este  pasaje  no  encontraron  los  navegantes  ni  poblaciones  ni 
bastimentos,  como  habían  creído,  lo  que  dio  ocasión  á  la  desobediencia 
del  capitán.  Veía,  por  una  parte,  que  no  podía  caminar  en  muchos  meses 
ó  deshacer  el  camino  contra  las  corrientes  impetuosas  que  no  se  hallaba 
en  estado  de  vencer.  Consideraba,  por  otra,  que  el  esperar  en  aquel  sitio 
á  D.  Gonzalo  y  su  ejército  era  sin  provecho  de  unos  y  otros,  pues  no  se 
mejoraba  de  sitio  sino  se  empeoraba.   Dando  y  tomando  sobre  estos 
pensamientos,  se  resolvió  sin  consultarlo  con  nadie  á  soltar  vela  y  seguir 
su  viaje,  creyendo  hacer  algún  descubrimiento  notable  y  aun  acaso 
arribar  á  España,  en  donde  se  apreciarían  sus  observaciones  y  sería 
agradecido  su  valor  y  coraje.  Encubría  este  último  pensamiento  con 
cuidado,  y  sólo  declaraba  que  era  conveniente,  en  las  circunstancias, 
proseguir  adelante.  No  dejaron  de  entender  lo  que  tenía  oculto  en  el 
pecho  sus  mismos  compañeros,  que  se  le  opusieron  con  gran  fuerza, 
sospechando  de  mala  intención  y  amonestándole  que  no  excediese  las 
órdenes  de  su  legítimo  capitán,  ni  desamparase  en  tanta  necesidad  al 
ejército,  quitándole  el  bergantín,  único  socorro  de  tanta  gente  afligida- 
Instábale  mucho,   entre  otros,   un  religioso  llamado  fray  Gaspar  de 
Carvajal,  que  iba  en  la  comitiva,  á  que  no  pasase  adelante;  pero  le 
apretaba  más  un  caballero  de  Badajoz,  por  nombre  Hernán  Sánchez  de 
Vargas,  el  cual  hubiera  venido  á  las  manos  con  Orellana,  si  éste  por 
entonces  no   hubiera  blandeado  con  palabras  solapadas.  Mas  al  fin, 
ganando  á  unos  con  palabras,   animando  á  otros  con  promesas,  no 
haciendo  caso  del  religioso  y  arrojando  por  fuerza  del  navio  al  caballero 
Vargas,  dejándole  aislado  en  aquellas  montañas,  prosiguió  su  navegación 
Orellana,  habiendo  renunciado  los  poderes  de  Pizarro,  por  no  hacer  cosa 
como  subdito  suyo. 

Descubierta  á  todos  su  intención,  se  hizo  elegir  de  los  soldados  por  ca- 
pitán de  su  majestad.  Hazaña  ó  facción  que  hicieron  otros  en  semejantes 
conquistas,  y  que  no  será  la  última  que  repetirá  la  ambición  humana. 
Navegando  ya  Orellana  en  calidad  de  capitán,  que  no  reconocía  órdenes 


Libro  I.— Capítulo  V  15 

superiores,  tuvo  varias  refriegas  con  indios  que  salieron  á  las  riberas,  y 
una  bien  reñida  con  mujeres  que,  armadas  de  arcos  y  flecha,  tiraban  á 
cortarle  el  paso.  Llamáronlas  Amazonas,  para  engrandecer  la  jornada. 
Al  fin ,  después  de  muchos  trabajos  y  desastres,  con  peligro  de  perecer 
todos  en  tan  larga  navegación,  vinieron  á  pasar  los  exploradores  por  un 
ramo  del  río  principal  á  la  isla  de  la  Trinidad,  200  leguas  distante  de  la 
boca  mayor  del  rio  Marañón.  En  esta  isla  pudo  comprar  Orellana  con  el 
dinero  que  llevaba,  un  navio,  con  que  se  enderezó  y  llegó  con  felicidad  á 
España.  Aquí  lo  dejaremos  contando  sus  aventuras  y  haciendo  sus  pre- 
tensiones, mientras  volvemos  á  Fizarro,  que  con  sus  españoles  é  indios 
queda  ochenta  leguas  más  atrás  de  la  junta  de  los  ríos,  en  donde  sucedió 
la  memorable  facción  del  capitán  Orellana. 

CAPITULO  V 

Sigue  don  Gonzalo  su  viaje  cada  vez  más  desgraciado,  y  por  no  ac- 
ceder CON  EL  EJÉRCITO,  VUELVE  Á  QUITO,  Á  DONDE  LLEGAN  MUY  POCOS 
CON  LA  VIDA. 

Detúvose  Pizarro  por  algún  tiempo  en  el  lugar  desde  donde  había  par- 
tido el  bergantín  para  traer  el  socorro  de  que  tanto  necesitaba  el  ejérci- 
to. Pero  como  en  las  necesidades  y  apreturas  los  días  se  hacen  semanas 
y  las  semanas  meses,  determinó  el  capitán  pasar  adelante  como  pudie- 
se, no  dejando  de  extrañar  la  tardanza  de  Orellana,  mas  creyendo  de 
buena  fe  que  las  corrientes  le  retardaban  la  vuelta.  Mandó  hacer  diez  ó 
doce  canoas  y  aun  otras  embarcaciones  menores  y  en  ellas  pasaban  de 
una  parte  del  río  á  la  otra,  para  evitar  las  peñas  que  impedían  el  paso. 
Hacíase  el  camino  parte  por  agua  y  parte  por  tierra,  y  la  esperanza  del 
socorro  de  que  no  dudaban  les  aligeraba  las  molestias,  en  especial  la  del 
hambre.  Pero  como  el  viaje  era  largo  y  no  les  venía  el  esperado  socorro, 
se  iba  rindiendo  la  gente  á  la  necesidad,  y  murieron  varios  de  miseria  y 
desfallecimiento. 

Al  cabo  de  dos  meses  de  penalidades  dieron  vista  á  la  junta  de  los  dos 
ríos  y  tomaron  aliento,  persuadidos  á  que  allí  los  esperaba  el  bergantín 
con  bastimentos,  y  que  por  las  corrientes  del  río  no  les  había  podido  so- 
correr. Pero  cuál  sería  su  asombro,  cuando,  reconocida  la  junta  de  los 
ríos,  examinados  los  recodos  y  registradas  todas  las  vueltas  y  ensenadas 
de  las  aguas,  lejos  de  descubrir  navio  ó  bergantín,  ni  parecía  gente  ni  se 
veían  señales  de  lo  que  pensaban  encontrar.  Pasó  el  asombro  á  indigna- 
ción, cuando,  topando  con  el  hidalgo  Hernán  Sánchez,  que  había  sufrido 
el  hambre  por  tanto  tiempo  sustentándose  de  raíces,  supieron  de  su  boca 
la  resolución  de  Orellana,  su  descortesía  con  el  religioso,  y  la  venganza 
cruel  que  había  usado  con  él  por  haberse  opuesto  á  su  temeridad.  Bra- 
maba de  cólera  el  ejército  y  levantaba  los  alaridos  hasta  el  cielo.  ¡Oh, 


16  Misiones  del  Marañón  Español 

cruel  Orellana!,  decía,  ¿cómo  has  tenido  atrevimiento  para  tan  enorme 
atentado?  ¿cómo  has  sido  tan  ingrato  á  quien  de  ti  tanto  señaba?  ¿no 
veías,  inhumano,  nuestra  necesidad  extrema?  si  no  tenías  respeto  á  Dios, 
ni  te  movía  el  deber  para  con  tu  capitán,  miraras  siquiera  á  tantos  es- 
pañoles amigos  tuyos,  y  á  tantos  pobres  indios  que  perecen  sin  remedio 
por  tu  causa».  Pizarro,  más  sobre  sí  que  los  demás  españoles,  aunque  ex- 
perimentaba, muy  á  costa  suya,  lo  mal' que  le  había  salido  la  confianza 
que  había  hecho  de  Orellana,  pero  como  hombre  de  corazón  en  los  peli- 
gros, y  de  constancia  en  los  mayores  contrastes,  procuró  consolar  y  ani- 
mar á  la  gente,  que  estaba  á  punto  de  desesperar  por  la  grande  pena  y 
dolor  vivo  de  verse  burlado  de  quien  menos  lo  esperaba.  Decíales  que  á 
medida  de  los  trabajos  y  desgracias  crecía  el  nombre  y  fama  de  los  gran- 
des varones;  que  era  de  corazones  viles  y  apocados  caer  de  ánimo  en  los 
peligros  y  dejarse  arrastrar  de  la  cobardía  en  las  adversidades;  que 
antes  debían  tenerse  por  dichosos,  como  escogidos  de  la  Providencia, 
para  la  conquista  de  un  Nuevo  Mundo,  y  que  siendo  ésta  una  empresa 
tan  grande,  era  preciso  que  hubiese  dificultades. 

Animada  la  gente  con  estas  palabras,  y  mucho  más  con  el  ejemplo  de 
su  capitán  que  tanto  coraje  mostraba,  prosiguió  el  viaje,  siguiendo  con 
dificultad  el  río,  por  tener  que  pasar  frecuentemente  del  uno  al  otro  lado. 
Y  era  cosa  molesta,  y  no  poco  peligrosa,  el  haber  de  pasar  en  tan  débiles 
embarcaciones,  no  sólo  los  españoles  y  los  indios ,  que  todavía  eran  mu- 
chos, pero  aun  los  caballos,  que  serían  entonces  como  unos  ochenta.  De 
esta  manera  anduvieron  otras  100  leguas,  siempre  por  tierras  estériles  y 
desdichadas,  sin  encontrar  gentes  ni  mejorar  de  fortuna.  Todos  llegaron 
á  persuadirse  que  la  jornada  iba  de  mal  en  peor,  y  que  el  insistir  en  el 
viaje  era  caminar  á  la  muerte  y  acercarse  á  ella  á  toda  priesa.  Cono- 
ciendo esto  Pizarro,  por  el  semblante  caído  de  los  soldados  y  por  las  pa- 
labras que  con  el  dolor  se  les  escapaban,  juntó  consejo  de  guerra  para 
resolver  con  los  demás  capitanes  el  partido  que  se  debía  tomar.  Todos 
fueron  de  parecer,  que  por  no  acabar  con  el  ejército,  convenía  volver  á 
Quito,  si  la  vuelta  no  era  del  todo  imposible ,  por  estar  ya  distantes  de 
aquella  ciudad  más  de  400  leguas.  En  realidad,  no  había  menor  peligro 
en  volver  atrás,  que  en  proseguir  adelante.  Porque,  ¿cómo  habían  de  ven- 
cer las  corrientes  del  río  las  barcas  y  canoas?  Por  otra  parte,  no  estaban 
en  circunstancias  de  poder  fabricar  embarcaciones  más  fuertes,  cuando 
tuviesen  esperanza  de  subir  con  ellas  contra  el  ímpetu  de  las  aguas.  Sólo 
restaba  el  arbitrio  de  buscar  rumbo  por  tierra,  abriendo  sendas  y  cami- 
nos por  bosques  y  montañas.  Pero  aun  esto,  ¿cómo  se  podría  ejecutar  por 
tan  largo  trecho? 

Como  no  podían  detenerse  mucho  tiempo  en  el  sitio  en  que  se  halla, 
ban,  tomaron,  finalmente,  el  último  partido,  que  sólo  se  les  representaba 
posible,  y  comenzaron  á  caminar  por  la  banda  del  Septentrión,  en  donde 
echaron  de  ver  que  no  se  descubrían  tantos  pantanos  y  lagunas.  Iban 
atravesando  montañas,  rompiendo  árboles,  cortando  malezas  y  cami. 


Libro  I. — Capítulo  V  17 

nando  con  la  mayor  priesa  que  podían  por  no  perecer  todos  á  manos  del 
mayor  enemigo,  que  fué  siempre  un  hambre  rabiosa.  Al  principio  de  este 
viaje,  los  indios,  que  serían  todavía  dos  mil,  se  dieron  muy  buena  maña 
en  buscar  algún  alimento,  trayendo  hierbas,  raíces,  frutas  silvestres,  sa- 
pos, culebras  y  otras  sabandijas,  que  nada  se  despreciaba,  y  todo  hacía, 
como  dicen,  buen  estómago.  De  esta  manera,  aunque  exhaustos  y  consu- 
midos se  daban  buena  diligencia  en  caminar.  Pero  picando  las  enferme- 
dades á  pocas  jornadas,  era  mucho  mayor  el  trabajo,  y  tan  grande  la  mi- 
seria, que  llevaban  á  cuestas  los  enfermos  por  los  lodazales,  y  ninguno  se 
excusaba  de  esta  obra  de  caridad,  porque  D.  Gonzalo  era  el  primero  en 
cargar  con  ellos.  Era  muy  largo  el  trecho  antes  de  subir  á  Quito,  y  los 
tríibajos  iban  subiendo  de  punto,  porque  faltando  los  indios  que  iban  ca- 
yendo á  cada  paso,  y  no  hallando  ya  raíces  ni  frutas  silvestres,  mataron 
los  lebreles  y  alanos  que  llevaban,  y  poco  después  los  caballos  hasta  aca- 
bar con  todas  las  bestias,  y  estuvieron,  como  dice  Gomara,  para  comer  á 
uso  de  los  bárbaros  las  carnes  de  los  que  iban  muriendo.  En  tanta  necesi- 
dad y  apretura  en  que  ya  unos  no  podían  socorrer  á  los  otros,  aquí  deja- 
ban tres  expirando,  allí  cuatro,  sin  detenerse  los  demás,  por  escapar  con 
la  vida,  y  no  perecer  todos.  En  suma,  cuando  llegaron  á  tierras  abiertas 
habían  ya  muerto  los  cuatro  mil  indios  y  sólo  venían  unos  ochenta  espa- 
ñoles, desnudos  desde  el  menor  hasta  el  mayor,  mojados,  descoyuntados 
y  desollados  de  las  zarzas  y  espinos  del  camino.  En  este  sitio  hallaron 
alguna  caza  de  aves  y  animales  que  mataron  con  las  ballestas  que  con- 
servaban, y  haciendo  algunos  de  sus  cueros  cierta  especie  de  calzoncillos 
para  la  decencia,  prosiguieron  su  camino  con  mucho  esfuerzo  por  el  ali- 
mento que  encontraban. 

Luego  que  reconocieron  los  términos  de  Quito,  besaron  todos  la  tierra 
y  dieron  á  Dios  Nuestro  Señor  mil  gracias  de  que  los  había  sacado  á  salvo 
de  tantos  peligros  y  trabajos.  Ofrecíanles  comida  en  abundancia  los  in- 
dios pacíficos,  pero  unos  se  contenían  de  propósito  y  se  iban  con  mucho 
tiento  en  el  comer  por  temor  de  repleción,  y  otros,  aunque  querían  satis- 
facer el  hambre,  no  podían  del  todo  conseguirlo  porque,  hecho  el  estó- 
mago por  tanto  tiempo  á  tan  riguroso  ajmno,  no  podía  retener  el  alimen- 
to. No  lejos  de  la  ciudad  de  Quito,  dieron  aviso  de  su  llegada  y  de  la  des- 
nudez y  estado  miserable  en  que  venían,  pidiendo  algún  socorro,  parti- 
cularmente de  vestidos  para  entrar  con  alguna  decencia.  Estaba  á  la  sa- 
zón la  ciudad  bien  despoblada  de  españoles  por  las  guerras  que  se  habían 
levantado  entre  los  nuestros  en  el  tiempo  de  las  jornadas,  y  por  haber 
acudido  en  gran  número  los  vecinos  de  Quito  con  los  caballos  que  tenían. 
Pero  los  pocos  ciudadanos  que  quedaron  enviaron  el  socorro  que  pudie- 
ron de  ropa  y  de  camisas,  con  abundancia  de  víveres  y  doce  caballos, 
excusándose  de  no  enviar  más  número  de  bestias  por  estar  ocupadas  en 
la  guerra.  Señalaron  también  doce  vecinos  que  saliesen  á  recibir  al  go- 
bernador y  demás  españoles,  y  les  introdujesen  en  la  ciudad,  con  un 
acompañamiento  decoroso. 

2 


18  Misiones  del  Marañón  Español 

Cuando  llegaron  los  diputados  á  la  vista  de  los  conquistadores,  queda- 
ron éstos  llenos  de  asombro,  viendo  unos  hombres  tan  negros,  secos,  fla- 
cos y  desollados  y  más  desnudos  que  los  mismos  bárbaros,  sin  más  insig- 
nia que  unas  espadillas  sin  vaina  y  cubierta  de  herrumbre.  No  conocían 
á  sus  amigos  y  parientes  en  estado  tan  miserable,  que  era  capaz  de  mo- 
ver á  compasión  á  las  mismas  piedras,  cuanto  más  á  sus  allegados  y  co- 
nocidos. Después  de  un  breve  rato  en  que  la  admiración  y  asombro  no  les 
permitía  acción  alguna,  comenzaron  sin  hablar  palabra  á  deshacerse  en 
lágrimas,  viendo  á  sus  amigos  en  carnes,  sin  talle  ni  figura  de  soldados, 
más  antes  cadáveres  que  hombres  vivos.  Al  fin  se  avalanzaron  á  ellos 
con  tiernos  y  lastimosos  abrazos,  en  que  no  se  oía  otra  cosa  que  suspiros 
y  sollozos,  señales  del  grande  dolor  y  sentimiento  que  les  causaba  una 
vista  tan  horrorosa  y  no  esperada.  D.  Gonzalo,  habiendo  dado  lugar  á 
que  se  desahogasen  sus  amigos,  agradeció  el  socorro  que  traían  y  gusta- 
ron todos  del  pan,  como  fruta  nueva,  y  de  los  demás  regalos.  En  cuanto 
á  los  vestidos,  ni  Pizarro  ni  otro  alguno,  quiso  ponérselos,  puesto  que  no 
alcanzaba  la  ropa  para  todos.  Tampoco  quisieron  subir  á  caballo,  por 
más  que  les  instaban  los  vecinos  de  Quito,  que  viendo  uniformidad  tan 
hermanable,  ellos  mismos  llevados  de  la  compasión  y  queriendo  tener 
alguna  parte  en  el  padecer  con  sus  amigos,  determinaron  acompañarlos 
en  su  desnudez,  y  quitándose  los  vestidos,  quedaron  en  calzoncillos  para 
entrar  á  pie  y  desnudos,  como  los  demás,  en  señal  de  dolor  y  sentimiento. 
Agradeció  mucho  esta  demostración  de  sus  embajadores  la  ciudad  de 
Quito,  que  toda  ella  salió  á  las  puertas  á  recibir  á  su  gobernador  y  com- 
pañeros, acogiéndoles  con  la  mayor  ternura  y  solemnidad  que  pudo, 
siendo  las  lágrimas  y  gemidos  de  ver  un  espectáculo  tan  compasivo,  los 
músicos  que  festejaron  la  entrada.  Hízose  ésta  á  principios  de  Junio  de 
1542,  después  de  haber  gastado  en  la  desgraciada  jornada  dos  años  y  me- 
dio, pues,  como  dijimos,  fué  la  salida  por  Navidad  de  1539. 


CAPITULO  VI 

DE  OTRAS  ENTRADAS  QUE  SE  INTENTARON  SIN  FRUTO  EN  EL  RÍO  MARAÑÓN 


De  la  infeliz  jornada  de  Pizarro  quedaron  tan  escarmentados  los  qui- 
teños ,  que  no  pensaron  en  repetir  experiencias ,  habiendo  probado  tan 
mal  la  primera  en  que  habían  perecido  todos  los  indios  y  la  mayor  parte 
de  los  españoles,  de  los  cuales  á  unos  consumió  el  hambre,  á  otros  acabó 
lo  fragoso  de  los  caminos,  y  una  buena  parte  llevó  consigo  el  traidor 
Orellana.  No  había  por  entonces  otra  esperanza  del  entero  descubri- 
miento del  Marañón  y  de  su  conquista,  que  la  que  tenían  algunos  puesta 
en  aquel  soldado  fugitivo;  el  cual,  llegando  á  España  y  enderezándose  á 
la  corte,  comenzó  á  entablar  sus  pretensiones.  Contaba  grandes  cosas  de 


Libro  I. — Capítulo  VI  19 

su  largo  viaje,  y  cómo  había  navegado  más  de  mil  leguas  por  un  cauda- 
loso rio,  que  no  estaba  muy  distante  de  la  ciudad  de  Quito,  vencidas  mu- 
chas dificultades  de  los  indios  guerreros,  que  se  le  habían  opuesto  en  el 
camino.  Ponderaba  mucho  que  en  la  boca  de  otro  grandísimo  que  des- 
aguaba en  el  que  venía  siguiendo,  no  ya  indios,  sino  unas  mujeres  varo- 
niles con  arcos,  flechas  y  otras  armas ,  le  habían  hecho  cruda  guerra  y 
querido  atajar  el  paso.  Que  él  tenía  para  sí  que  eran  amazonas  valientes 
y  una  nación  guerrera  de  hembras  varoniles,  continuada  con  otras  mu- 
chas hasta  lo  más  alto  del  río.  Añadía,  que  eran  grandes  las  riquezas, 
minas  y  tesoros  que  abrigaban  en  su  seno  aquellas  extendidas  tierras,  y 
que  no  era  razón  dar  de  mano  á  cosas  tan  preciosas,  cuando  era  fácil  su 
conquista. 

De  esta  manera  hablaba  Francisco  Orellana,  como  testigo  de  vista, 
engrandeciendo  su  jornada,  ponderando  sus  trabajos  y  dando  á  entender 
el  mucho  conocimiento  que  había  adquirido  en  su  viaje  de  las  naciones 
que  poblaban  el  río.  Muchos  daban  crédito  á  las  noticias  de  Orellana, 
porque  los  corazones  humanos,  después  de  un  notable  acontecimiento  que 
les  sale  bien,  se  revisten  de  cierta  grandeza  y  autoridad,  se  les  oye  con 
gusto  y  son  creídos  á  ciegas.  Pero  los  más  cuerdos  se  iban  con  tiento  en 
asentir  á  las  grandezas  que  contaba.  Finalmente,  no  le  faltando  brazos 
en  la  corte,  á  que  ayudó  la  novedad  que  siempre  llama,  logró  conseguir 
de  Carlos  V  la  facultad  que  pedía  de  conquistador  de  aquel  río,  con  el 
título  glorioso  de  conquista  de  las  Amazonas;  para  acreditar  con  este  re- 
nombre lo  que  decía  haber  visto  con  sus  mismos  ojos,  y  que  no  podía  per- 
suadir á  muchos.  Conseguida  esta  licencia,  hizo  muy  buena  provisión  de 
bajeles,  armas  y  gentes  con  que  bien  equipado,  y  armado  con  despachos 
de  su  Majestad  Católica,  salió  en  busca  del  río  de  las  Amazonas  y  logró 
llegar  felizmente  hasta  donde  desagua  en  el  mar  del  Brasil.  Pero  dispuso 
el  Señor  que  su  prevención  parase  en  destrozo,  las  pretensiones  en  amar- 
guras, y  las  esperanzas  en  desgracias;  porque  no  pudiendo  subir  por  el 
río,  como  pensaba,  por  ser  grandes  los  bajeles  que  traía  de  España,  se 
deshizo  la  expedición  como  la  sal  en  el  agua,  no  hallando  los  que  le  si- 
guieron más  que  desgracias  é  infortunios  que  remataron  en  la  muerte 
despechada  de  Orellana.  Justo  castigo  del  cielo,  que  cayese  en  los  mis- 
mos trabajos  y  aflicciones  que  con  su  villanía  causó  á  Pizarro  y  demás 
españoles,  dejándolos  sin  arrimo,  ni  consuelo  y  sin  poder  subir  por  las  co- 
rrientes del  río.  Con  hecho  tan  infame  sólo  consiguió  este  soldado  eterni- 
zar vanamentes  un  ombre  en  las  aguas  del  Marañen,  que  llamó  desde  en- 
tonces Orellana,  por  haber  navegado  el  primero,  y  de  las  Amazonas  por 
las  historias  que  contaba  de  aquellas  valientes  varonesas. 

No  fué  ni  más  útil  ni  menos  desgraciada  la  entrada  que  se  intentó  en 
el  mismo  río  después  de  algunos  años  por  la  parte  de  Lima.  Habían  co- 
rrido por  esta  corte  las  primeras  voces  de  Orellana,  y  hecho  grande  eco 
en  los  corazones  de  los  españoles,  deseosos  de  honra  y  de  riquezas,  las 
noticias  de  unas  mujeres  guerreras,  y  de  las  muchas  minas  de  oro  que  se 


20  Misiones  del  Marañón  Español 

hallaban  en  sus  tierras.  Como  va  creciendo  la  fama,  según  corre,  y  más 
de  estas  cosas  que  siempre  se  pintan  mayores  de  lo  que  son,  fueron  to- 
mando cuerpo  las  esperanzas  lisonjeras  de  apoderarse  de  tantas  rique- 
zas, atribuyendo  la  desgracia  de  D.  Gonzalo  á  la  poca  prevención  y  ex- 
periencia ,y  el  infortunio  de  Orellana  á  su  poca  advertencia  y  reflexión. 
Determinó  el  virrey  del  Perú  enviar  en  el  año  de  1560  al  general  D.  Pe- 
dro Orsúa,  persona  de  mucho  valor  y  prudencia,  á  la  conquista  de  aque- 
llas grandes  provincias  y  al  descubrimiento  de  las  ricos  minerales  que  se 
decía  haber  en  los  montes  y  orillas  del  río  Marañón.  No  se  negó  á  la 
empresa  el  capitán  valeroso,  que  con  toda  la  prevención  necesaria  entró 
con  un  lucido  ejército  por  uno  de  los  ríos  principales  que  por  la  parte  de 
Lima  viene  á  parar  y  sepultarse  en  el  Marañón.  No  era  poco  haber  dado 
en  el  pensamiento  de  caminar  por  ríos  y  traer  las  embarcaciones  nece- 
sarias, que  por  no  habérsele  ofrecido  á  Pizarro  perdió  el  ejército,  y  la 
experiencia  lo  mostró  con  el  tiempo  que  no  hay  otros  caminos  en  aque- 
llas tierras,  sino  el  canal  de  las  aguas.  Pero  ¿qué  pueden  las  providen- 
cias de  los  hombres,  cuando  la  del  cielo  es  contraria?  Apenas  llegó  Orsúa- 
á  ver  las  aguas  del  Marañón  que  buscaba,  cuando  fué  muerto  á  traición 
de  Lope  de  Aguirre,  que  desde  esta  infame  alevosía  se  alzó  con  el  nom- 
bre de  tirano,  y  se  le  pegó  tan  bien,  que  nunca  le  nombran  los  autores  sin 
hacerle  la  honra  de  apellidarle  tirano.  Desembarazado  de  Orsúa  se  alzó 
con  las  embarcaciones  y  se  hizo  nombrar  por  general  de  los  soldados, 
queriendo  temerario  reinar,  aunque  fuese  entre  montes,  y  gozar  de  las 
muchas  riquezas  que  se  prometía  conseguir  sin  dificultad  alguna.  Prosi- 
guió su  viaje  por  el  río,  tratándose  como  señor  absoluto  y  soberano  inde- 
pendiente de  los  soldados  que  llevaba  consigo.  Pero  queriendo  Dios  hu- 
millar tanta  soberbia  y  abatir  su  terca  altanería,  no  permitió  que  acer- 
tase con  el  canal  principal  del  río,  ni  que  pudiese  registrarle  hasta  su  boca 
en  el  Océano,  antes  confundido  con  los  muchos  brazos  y  ramas  vino  á 
parar  por  una  de  ellas  cerca  de  la  isla  de  la  Trinidad,  sin  encontrar  oro 
ni  plata  y  sin  topar  con  las  riquezas  que  se  prometía. 

En  esta  isla  tuvo  tan  mala  fortuna  como  merecía  su  atrevimiento,  por- 
que levantándose  contra  él  los  soldados,  se  retiró  con  algunos  por  la  cos- 
ta de  tierra  firme  auna  provincia,  llamada  Venezuela,  en  donde  final- 
mente fué  vencido  y  muerto  por  orden  de  su  Majestad,  verificando  con 
su  desastrado  fin,  que  quien  á  hierro  mata,  á  hierro  suele  morir.  No  dejó 
de  alcanzar  parte  del  castigo  del  cielo  á  los  soldados  que  le  siguieron  en 
la  culpa,  porque  padecieron  tales  desdichas,  confusiones  y  trabajos,  así 
al  bajar  en  su  compañía  como  al  subir  después  hacia  el  Perú,  que  por  Lis 
muchas  miserias,  enredos  y  marañas  en  que  se  vieron  dando  vueltas  por 
el  río,  sin  acertar  á  pasar  adelante,  quieren  algunos  que  el  río  se  llama- 
se Marañón.  Aunque  parece  muy  creíble,  que  se  le  pusiese  aquel  nombre 
por  las  muchas  vueltas  y  revueltas  que  hace  entre  varias  islas  y  montes, 
y  por  los  frecuentes  brazos,  saltos  y  despeños  que  forman  un  confuso  y 
enmarañado  laberinto  de  aguas  y  corrientes.  El  P.  José  Acosta,  investí- 


Libro  I. — Capítulo  VII  21 

_^ador  exacto  de  las  cosas  de  la  América,  dice  que  averiguó  cómo  algu- 
nos de  los  soldados  que  se  retiraron  con  Aguirre,  se  vieron  precisados, 
para  salir  al  Perú,  á  pasar  por  el  canal  del  Pongo  (de  que  hablaremos 
después)  contra  las  rapidísimas  corrientes,  y  que  no  pudiendo  vencer 
este  violento  remolino  de  aguas,  subieron  trepando  por  las  peñas,  cla- 
vando las  dagas  y  asiéndose  fuertemente  de  raíces  con  un  afán  terrible 
y  peligro  grandísimo  de  perecer.  Desde  este  tiempo  no  pensaron  los  es- 
pañoles en  nuevas  conquistas  ruidosas  y  con  armas,  ó  por  parecerles  di- 
fíciles, ó  por  tenerlas  por  inútiles  y  sangrientas,  como  habían  sido  las  de 
Pizarro,  Orellana  y  Orsúa. 


CAPITULO  VII 

FUNDAN   LOS   RELIGIOSOS  DE  LA  COMPAÑÍA   COLEGIO    EN   LA    CIUDAD 

DE   QUITO 

No  quería  el  Señor  que  se  hiciese  la  conquista  del  gentilismo  del  río 
Marañen  con  el  estruendo  de  las  armas  y  por  medio  de  soldados  que  mi- 
raban á  sus  particulares  intereses,  llevados  de  la  codicia  del  oro  y  de  las 
riquezas.  Tenía  reservada  esta  empresa  á  la  virtud  de  la  palabra  divi- 
na, más  penetrante  que  la  espada  de  dos  filos,  manejada  de  unos  pobres 
religiosos,  que  dando  de  mano  á  todo  humano  interés  y  con  el  fin  puro  de 
ganar  almas  al  cielo,  habían  de  plantar  la  fe  y  extender  el  reino  de  Je- 
sucristo entre  las  muchas  naciones  de  gentiles  que  fueron  descubriendo, 
no  sólo  en  aquel  río  principal,  pero  aun  en  otros  muchos  que  en  él  des- 
aguan. Y  como  no  era  tan  difícil  la  entrada  por  la  banda  del  Norte  ó 
desde  la  parte  de  Quito,  la  divina  Providencia  fué  disponiendo  suave- 
mente las  cosas  para  que  los  PP.  de  la  Compañía  se  estableciesen  en  esta 
ciudad. 

Habiendo  sabido  S.  Francisco  de  Borja,  General  de  la  Compañía,  la 
mucha  mies  que  se  descubría  en  la  América  y  los  pocos  operarios  que  se 
empleaban  en  echar  la  hoz  en  tan  dilatado  campo,  abrasado  del  celo  de 
la  gloria  de  Dios  y  del  bien  espiritual  de  tantas  almas  necesitadas,  envió 
muchos  de  sus  hijos  á  varias  partes  de  la  América.  Llegaron  algunos  á 
Lima,  y  fueron  tan  bien  recibidos  de  sus  vecinos,  que  en  el  año  mismo 
de  1567  en  que  entraron,  consiguieron  fundar  un  colegio  para  bien  y  ade- 
lantamiento de  todo  el  reino.  Aplicáronse  desde  luego  á  reformar  las  cos- 
tumbres de  toda  la  ciudad,  introduciendo  la  frecuencia  de  sacramentos, 
enseñando  á  la  juventud  y  criándola  en  virtud  y  letras.  Catequizaban 
á  los  indios,  asistían  á  los  pobres,  visitaban  hospitales,  frecuentaban  cár- 
celes, repartiendo  á  todos  el  pan  de  la  divina  palabra.  Aunque  eran  po  • 
eos  en  número,  pero  trabajaban  por  muchos,  porque  el  celo  de  las  almas 
les  daba  fuerzas  para  hallarse  en  todas  partes  y  no  negarse  á  ninguno 
que  pidiese  su  ministerio. 


22  Misiones  del  Marañón  Español 

No  se  podía  ocultar  á  los  vecinos  de  Quito  el  grande  fruto  que  hacíart 
en  Lima  los  PP.  de  la  Compañía,  la  mejora  que  habían  introducido  en  las 
costumbres  y  las  ventajas  que  experimentaban  los  limeños  en  la  crianza 
y  enseñanza  de  la  juventud.  Admirados  de  la  singular  aplicación  de  los 
jesuítas  y  mucho  más  de  su  natural  despego  y  notable  desinterés  en  tan 
penosos  ministerios,  pidieron  y  lograron  llevar  á  su  ciudad  algunos  de 
los  PP.  que  habían  venido  de  España  á  la  capital  del  Perú.  Hiciéronles 
en  Quito,  con  licencia  de  su  Majestad,  una  fundación  pobre  en  realidad 
en  aquellos  principios,  aunque  con  el  tiempo  fué  su  colegio  bien  cumpli- 
do y  ricamente  dotado.  Corría,  cuando  entró  la  Compañía  en  aquella 
ciudad,  el  año  de  1585,  cincuenta  y  un  años  después  que  D.  Sebastián  Ve- 
lalcázar  había  echado  los  primeros  fundamentos.  En  este  tiempo  había 
crecido  mucho  el  número  de  españoles,  y  aunque  los  indios  tributarios  y  • 
de  su  jurisdicción  eran  innumerables,  por  ser  esta  parte  del  mundo  la  más 
poblada,  no  hallo  en  particular  hasta  dónde  llegase  el  número  de  ellos. 
Sólo  encuentro,  como  indico  en  el  capítulo  2.°,  que  al  principio  del  siglo 
siguiente  se  contaban,  en  su  jurisdicción,  doscientos  mil  indios,  y  como  á 
la  mitad  del  siglo,  treinta  mil  tributarios  que  vivían  dentro  de  la  ciudad. 
Mucho  campo  era  éste  para  tan  pocos  obreros,  pero  se  dieron  tan  buena 
maña  á  trabajar,  y  se  ingeniaron  de  manera  que  correspondió  el  fruto,  6 
por  mejor  decir,  excedió  á  las  esperanzas  que  habían  formado  los  ciuda- 
danos. 

Desde  luego  se  aplicaron  á  enseñar  la  doctrina  cristiana  á  los  niños 
en  las  escuelas,  y  á  los  indios  en  las  iglesias.  Eran  continuas  las  pláticas 
y  sermones  y  oían  de  confesión,  con  mucho  agrado,  á  todo  género  de  per- 
sonas. Creyeron,  y  no  se  engañaron,  que  el  medio  más  eficaz  para  refor- 
mar las  costumbres,  era  el  introducir  la  frecuencia  de  sacramentos,  la 
asistencia  á  los  templos  y  los  ejercicios  públicos  de  piedad  y  caridad 
cristiana,  que  á  todos  entrasen  por  los  ojos.  Para  esto  establecieron  sei^ 
congregaciones,  que  todas  miraban  en  sus  estatutos  y  constituciones,  á 
comulgar  frecuentemente,  á  oír  la  divina  palabra,  y  á  ejercitarse  en 
obras  de  caridad  y  misericordia  con  los  pobres  y  necesitados.  En  ellas 
entraban  toda  clase  de  gentes  que  había  en  la  ciudad.  Porque  una  era  de 
estudiantes,  otra  llamaban  de  seglares,  la  tercera  era  de  mestizos,  la 
cuarta  de  indios  ladinos  y  morenos,  la  quinta  era  más  universal  y  daba 
mucho  más  que  hacer  que  las  demás,  porque  entraba  en  ella  todo  género 
de  indios,  gente  ruda  y  más  necesitada  de  instrucción.  Pero  á  todo  aten- 
dían con  mucha  vigilancia  aquellos  primeros  PP-,  viéndose  precisados  á 
predicar  cada  uno  tres  y  cuatro  veces  al  día  á  diversas  personas,  fuera 
de  la  tarea  continua  de  sus  confesiones,  que  eran  muchas,  habiendo  de 
comulgar  por  estatuto  cada  uno  de  los  congregantes  á  lo  menos  una  vez 
al  mes;  y  aun  á  los  indios  que  no  eran  todavía  capaces  de  llegarse  á  la 
sagrada  comunión,  se  les  iba  disponiendo  poco  á  poco,  hasta  ponerlos  en 
estado  de  poder  acercarse  á  este  celestial  convite. 

Pero  la  congregación  más  ejemplar  y  señalada  era  la  de  los  señores 


Libro  L— Capitulo  VII  23 

sacerdotes,  en  la  cual  se  ponía  muy  particular  cuidado,  por  ser  como  la 
levadura  que  sazonaba  la  masa  de  todo  el  pueblo .  Tenía  sus  reglas  es- 
peciales y  de  mayor  perfección,  que  todos  observaban  inviolablemente 
sin  que  se  disimulase  con  ninguno  por  grado  ó  autoridad  que  tuviese.  Era 
grande  el  miramiento  en  la  elección  de  personas  que  debían  admitirse  en 
congregación  tan  respetable,  en  donde  no  se  admitía  sujeto  alguno,  sino 
por  todos  los  votos  de  los  congregantes.  Ayudó  mucho  este  gremio  esco- 
gido de  sacerdotes  ejemplares  con  su  modestia,  gravedad  y  compostura 
á  que  las  demás  congregaciones  creciesen  en  fervor  y  frecuentasen  los 
ejercicios  de  comunión,  de  asistencia  á  los  sermones  y  demás  obras  de 
piedad  y  misericordia.  De  esta  manera,  en  pocos  años  mudó  de  semblante 
la  ciuda  de  Quito,  porque,  quitados  los  escándalos,  y  desterradas  las  bo- 
rracheras antiguas,  era  grande  la  compostura  en  las  costumbres,  el  or- 
den en  las  casas,  la  asistencia  en  los  templos  y  sobre  todo  muy  particu- 
lar la  frecuencia  de  sacramentos,  de  cuyas  fuentes  bebían  las  aguas  de 
la  gracia  y  de  la  salud  espiritual  de  sus  almas. 

No  eran  menos  notables  los  progresos  que  se  fueron  experimentando 
en  las  letras,  porque,  luego  que  pudieron  los  pocos  PP.  que  habían  en- 
trado en  Quito,  abrieron  escuelas  de  enseñanza  pública  para  todo  género 
de  personas.  Siendo  ya  once  los  sacerdotes  que  formaban  el  colegio,  dos 
escolares  y  algunos  coadjutores.  Leía  un  sacerdote  teología  moral,  bien 
necesaria  en  tiempos  en  que  no  eran  muy  antiguas  las  conquistas,  y  en 
que  las  gentes,  atentas  á  sus  particulares  intereses  y  ganancias,  suelen 
dar  mucho  lugar  á  la  ignorancia.  Otro,  comenzó  á  leer  un  curso  de  filo- 
sofía para  que  los  hijos,  que  iban  allí  naciendo  de  los  españoles,  apren- 
diesen los  fundamentos  para  las  ciencias  más  altas  y  sagradas.  Y  como 
los  demás  PP.  estaban  tan  ocupados  en  sus  ministerios  de  predicar  y  con- 
fesar y  atender  á  tan  numerosas  congregaciones,  señalaron  por  entonces 
á  los  dos  escolares  para  que  enseñasen  en  dos  clases  la  gramática.  Toma- 
ron tan  á  pechos  los  maestros  la  enseñanza  de  la  juventud,  que  pasando 
un  P.  por  visitador  al  colegio  de  Quito  en  el  año  de  1595,  tuvo  grande 
consuelo  al  observar  el  aprovechamiento  de  la  juventud  en  las  letras,  y 
celebra  en  su  informe  los  estudios  de  Quito,  por  estas  palabras:  «Los  es- 
»tudios  ñorecen  en  número  y  fervor,  serán  por  todos  ya  ciento  y  ochenta 
«estudiantes  y  á  una  mano  de  buenas  habilidades.  Comenzóse  un  curso 
»de  artes  con  cuarenta  discípulos  y  se  dio  principio  á  la  lección  de  teo- 
» logia  con  una  prelección  muy  docta  y  curiosa,  á  la  cual  asistió  el  señor 
«Obispo,  Corregidor  y  todas  la  Religiones,  yá  todas  satisfizo  mucho.  Pro- 
»siguióse  lo  uno  y  lo  otro  con  aprovechamiento  de  los  estudiantes,  con 
«muestras  de  él  en  conclusiones  y  actos,  que  en  tierras  tan  nuevas  pare- 
»cen  bien  y  despiertan  el  gusto  y  apetito  de  las  letras,  que  por  acá  estaba 
»muy  postrado.»  Hasta  aquí  el  P.  visitador.  Pero  así  las  letras  como  la 
virtud  tomaron  nuevo  aumento  en  aquella  ciudad  con  la  erección  de  un 
seminario  ilustre,  que  fué  como  el  caballo  troyano,  de  donde  salieron  en 
todos  los  tiempos  varones  muy  señalados  para  la  Iglesia  y  república,  y 


'^^  Misiones  del  Makañón  Español 

muchos  fervorosos  operarios  para  la  viña  del  río  Marañón.  El  modo  y 
causa  de  su  fundación  y  el  fruto  que  se  experimentó  desde  luego,  se  con- 
tará en  el  capítulo  siguiente. 


CAPITULO  VIII 

FUNDACIÓN   DEL   ILUSTRE   SEMINARIO   DE   SAN   LUIS 

Obra  fué  de  grande  servicio  de  Nuestro  Señor  para  el  bien  del  obispa- 
do, aumento  de  las  sagradas  Religiones,  lustre  y  ornamento  del  reino  de 
Quito,  y  un  medio  muy  eficaz  para  extender  la  fe  de  Jesucristo  en  las 
tierras  más  retiradas,  la  fundación  de  un  insigne  seminario,  dedicado  á 
San  Luis,  que  en  el  año  de  1594  hizo  en  la  ciudad  de  Quito  su  gran  pre- 
lado el  doctor  D.  Fray  Luis  López  de  Solís,  religioso,  que  fué,  de  la  escla- 
recida orden  de  San  Agustín.  Gozoso  el  celoso  Pastor  del  mucho  fruto  que 
habían  cogido  en  tan  corto  tiempo  los  Padres  de  la  Compañía,  de  su  gra- 
cia singular  en  criar  la  juventud  y  del  modo  tan  desinteresado  en  ejerci- 
tar todo  género  de  ministerios,  puso  los  ojos  en  ellos ,  para  que  se  encar- 
gasen de  la  dirección  de  un  seminario  que  formaba,  poniendo  á  su  cui- 
dado la  enseñanza  y  educación  de  los  más  escogidos  jóvenes  de  la  pro- 
vincia. Aunque  eran  pocos  los  de  la  Compañía,  y  se  excusaba  el  rector  de 
admitir  aquella  carga  por  no  tener  maestros  y  directores  bastantes  para 
satisfacer  cumplidamente  á  la  grande  confianza  que  se  hacía  de  la  Reli- 
gión, fueron  tan  eficaces  las  súplicas  é  instancias  del  señor  Obispo,  que 
hubo  de  ceder  finalmente  y  tomar  á  su  cargo  el  seminario,  que  de  propó- 
sito se  había  fundado,  calle  en  medio  de  nuestro  colegio.  Nombró  luego 
rector  de  aquella  juventud,  y  señaló  los  maestros  y  directores  necesarios 
para  el  gobierno,  que  pensaba  ser  de  mucha  gloria  de  Dios,  aunque  de 
aquí  nacía  doblarse  la  carga  á  los  demás  sujetos  que  apenas  podían  re- 
sistir ya  á  tanto  trabajo,  como  vimos  en  el  capítulo  antecedente. 

La  memoria  de  tan  ilustre  prelado  y  la  grande  confianza  que  hizo  de  la 
Compañía  en  encargarla  su  estimado  seminario,  en  una  ciudad  en  que  ha- 
bía religiosos  de  su  orden,  está  pidiendo  el  que  mostremos  nuestro  agrade- 
cimiento á  tanto  aprecio  y  estimación,  refiriendo,  siquiera  en  este  lugar, 
los  motivos  y  causas  que  tuvo  para  entregar  esta  su  obra,  más  antes  á 
la  dirección  de  la  Compañía,  que  á  la  de  otras  sagradas  Religiones.  No 
las  diría  yo  tan  bien  como  las  declara  Su  Ilustrísima  en  la  cláusula  de  su 
erección  por  estas  palabras  en  que  descubre  su  celo  y  su  prudencia  y  el 
deseo  ardiente  de  la  gloria  de  Dios. 

«Para  que  esta  obra,  de  la  cual  esperamos  tanto  servicio  del  Señor  y 
»bien  de  nuestro  obispado  alcance  su  fin,  es  necesario  que  las  personas 
»que  la  tuviesen  á  su  cargo  sean  de  mucho  ejemplo  y  suficiencia  en  le- 
»tras,  y  tengan  experiencia  de  cómo  se  ha  de  criar  la  juventud,  por  lo 
»cual  acordamos,  con  parecer  de  esta  Real  Audiencia  y  del  Cabildo  de 


boí^TON  CCK-LtOÉ  DUn  -^ 

CHcsTNin  miX  masí. 
Libro  I.— Capítulo  VIII  25 

T»esta  ciudad, que  así  nos  lo  pidieron,  encargar  este  seminario  á  la  Compa- 
»ñía  de  Jesús,  por  concurrir  en  los  Padres  de  ella  las  dichas  calidades,  si- 
»guiendo  en  esto  las  pisadas  de  los  Sumos  Pontífices,  los  cuales  han  encar- 
»gado  á  la  dicha  Compañía  los  principales  seminarios  que  hay  en  toda  la 
«Iglesia,  que  son  los  cuatro  de  Roma,  el  Seminario  Romano,  el  Germánico 
»para  Alemania,  el  Ánglico  para  ingleses,  el  Griego  para  griegos;  y  otros 
«muchos  Prelados,  señores  y  ciudades,  han  erigido  y  fundado  colegios,  y 
»los  han  encomendado  á  la  dicha  Compañía  y  últimamente  las  ciudades 
»de  Sevilla,  Lisboa  y  Valladolid,  que  los  han  fundado  muy  principales, 
»han  encomendado  la  administración  de  ellos  á  la  dicha  Compañía  de 
»Jesús:  y  la  Sagrada  Congregación  de  Eminentísimos  Cardenales,  en  las 
«respuestas  é  interpretación  del  Concilio  de  Trento ,  tiene  ordenado  que 
«donde  los  de  la  Compañía  pudiesen  ser  habidos,  se  les  encarguen  las  lec- 
»ciones  y  enseñanza  de  los  dichos  seminarios,  por  el  gran  fruto  que  se  ha 
»cogido  en  la  Iglesia  y  se  coge  de  todos  los  que  tiene  á  su  cargo.  Y  así,  or- 
»denamos  y  mandamos,  que  mientras  la  Compañía  de  Jesús  y  Superiores 
»de  ella  nos  quisieren  hacer  esta  gracia  á  Nos,  y  á  todo  este  Obispado,  de 
»tener  á  su  cargo  el  gobierno  de  dicho  seminario,  no  se  le  quite,  como  está 
«capitulado.  Y  pedimos  y  rogamos  á  los  dichos  Superiores  de  la  Compa- 
»ñía  por  la  Sangre  de  Cristo,  y  el  amor  que  en  Nos  han  conocido,  no  se 
«exoneren  de  él  en  tiempo  alguno.» 

Esta  es  la  cláusula  de  la  fundación  y  entrega  que  nos  dejó  este  me- 
morable prelado  de  la  obra  de  su  mayor  estimación,  escrita  con  pala- 
bras de  tanto  aprecio  de  la  Compañía;  y,  lo  que  más  importa,  que  no  res- 
piran otra  cosa  que  la  mayor  gloria  de  Dios  y  celo  del  bien  de  las  almas. 
Y  aunque  nos  llena  de  confusión  y  vergüenza  por  los  muchos  elogios  que 
contiene  de  la  Compañía,  no  han  sido  parte  tantas  alabanzas  para  que 
el  agradecimiento  no  las  traslade.  Quiera  el  Señor,  como  esperamos,  ha- 
berla trasladado  en  el  libro  de  la  vida,  en  donde  nada  se  borra  ni  acaba 
con  el  tiempo,  ya  que  los  de  la  Compañía  no  podamos  corresponder  bas- 
tantemente á  tanto  afecto,  estimación  y  aprecio. 

No  contento  este  prudente  prelado  con  haber  fundado  el  semina- 
rio de  San  Luis,  de  tanta  utilidad  en  la  república  eclesiástica  y  civil, 
obtuvo  en  el  año  siguiente  de  Su  Majestad  Católica,  D.  Felipe  II,  la  apro- 
bación y  protección  de  esta  obra  y  consiguió  una  Real  Cédula,  para  que 
no  se  mudase  ni  alterase  aun  en  Sede  vacante  en  la  más  mínima  parte 
su  gobierno,  sino  que  siempre  se  estuviese  en  todo  á  lo  determinado  por 
su  fundador.  Las  razones  que  tuvo  su  Majestad  para  tomar  bajo  su  am- 
paro y  protección  el  seminario,  las  esprime  su  Real  Orden  por  estas  pa- 
labras: «Por  la  mucha  importancia  de  que  es  ese  Colegio,  demás  de  lo 
«que  Nuestro  Señor  se  servirá  de  que  allí  se  críen  y  enseñen  buenos  su- 
» jetos,  que  puedan  ser  de  provecho  en  la  predicación  del  Evangelio,  edi- 
«ficación  de  los  españoles  y  enseñamiento  de  los  naturales,  por  el  bien 
«universal  de  la  Religión,  ornamento  y  ennoblecimiento  de  ella.«  Motivos 
dignos  de  tan  católico  rey,  y  es  de  notar  que  pone  en  primer  lugar  la 


26  Misiones  del  Marañón  Español 

predicación  del  Evangelio,  que  cumplieron  tan  abundantemente  los  alumnos 
de  aquel  colegio,  como  veremos  en  adelante;  porque  criados  en  virtud  y 
letras,  y  transplantados  muchos  de  ellos  á  la  Compañía,  hicieron  prodi- 
giosos descubrimientos,  conversiones  y  reducciones,  esparciendo  la  luz 
del  Evangelio  en  las  tierras  más  escondidas  y  apartadas  del  cristianis- 
mo, llevando  sobre  sus  hombros  el  mayor  peso  y  carga  de  las  misiones 
de  Mainas. 

Pero  no  se  ciñó  el  fruto  y  utilidad  del  seminario  á  la  propagación  de 
la  fe  entre  los  gentiles,  antes  logró  esta  grande  obra  todas  las  ventajas 
que  se  insinúan  en  la  cédula  de  Su  Majestad  y  que  pretendía  su  funda- 
dor. Porque  la  catedral  de  Quito  se  mostró  luego  reconocida  al  beneficio 
de  su  buen  Pastor,  por  los  sujetos  ilustres,  alumnos  del  seminario  que 
ocupaban  sus  prebendas  y  lograban  sus  canongías.  Y  lo  que  más  es,  ape- 
nas hubo  curato  á  poco  tiempo  de  la  fundación  que  no  se  diese  á  colegial 
de  San  Luis.  Tanta  era  la  satisfacción  que  se  tenía  de  la  crianza  y  edu- 
cación de  aquella  juventud,  que  tan  bien  fundada  en  virtud  y  letras  sa- 
lió del  colegio.  ¿Qué  diré  de  los  bienes  que  recrecieron  á  la  república  ci- 
vil de  aquel  dichoso  establecimiento?  Porque  muchos  siguieron  las  togas 
y  las  ilustraron,  como  es  constante  en  aquel  reino,  por  su  pericia,  desin- 
terés y  buen  ejemplo.  Las  sagradas  religiones  para  cuya  subsistencia, 
honor  y  aumento  parece  que  la  Providencia  había  dispuesto  aquella 
obra,  lograron  sujetos  muy  escogidos  en  letras,  juicio,  virtud  y  pruden  - 
cia.  «Si  hubiera  de  decir  los  sujetos  grandes  del  seminario  de  San  Luis, 
dice  el  P.  Manuel  Rodríguez  en  el  libro  I  de  su  Historia  del  Marañan,  al 
capítulo  VIII,  las  dignidades,  los  catedráticos  y  predicadores  de  que  tengo 
noticia  en  los  no  conocidos,  y  experiencia  de  los  que  he  comunicado,  ne- 
cesitara escribir  no  pequeño  volumen. 

No  es  de  omitir  otro  fruto  muy  señalado  que  se  extendió  al  nuevo  reino 
de  Granada,  con  la  ocasión  de  haberse  fundado  en  Quito  el  seminario  de 
S.  Luis.  Porque  como  su  fundación  fué  la  época  de  las  letras  en  el  reino 
de  Quito,  y  con  el  mucho  trato  y  comunicación  lo  veían  y  admiraban  y 
observaban  los  ciudadanos  de  Santa  Fe,  se  resolvieron  y  obtuvieron  el 
llevar  jesuítas  á  su  ciudad  y  fundar  un  seminario,  que  llamaron  S.  Bar- 
tolomé, por  la  misma  norma  y  con  las  mismas  reglas,  instrucciones  y  ofi- 
cios que  el  de  S.  Luis.  Fué  la  fundación  de  mucha  importancia  y  tan  ne- 
cesaria en  aquellos  tiempos  de  ignorancia,  que  no  se  puede  encarecer  con 
palabras;  porque,  cuando  ya  en  Quito  florecían  las  letras  y  se  iban  culti- 
vando los  ingenios  de  los  criollos,  estaban  los  de  Santa  Fe  al  cabo  de 
ochenta  años  después  de  la  conquista  en  una  noche  obscura  sin  entender 
siquiera  latín,  cuanto  menos  moral,  teología  ni  otras  facultades;  tan  arrai- 
gada estaba  la  ignorancia  entre  los  clérigos,  que  se  puede  decir  de  ellos 
que  á  una  mano  no  habían  abierto  el  arte  de  la  lengua  latina:  y  para  que 
ninguno  piense  ó  se  persuada  que  hay  exageración  en  lo  que  escribimos, 
he  aquí  dos  ejemplos  bien  sabidos  en  aquel  reino  de  Granada  que  refiere 
en  esta  substancia  el  P.  Rodríguez.  Cuando  se  iban  ya  poniendo  las  co- 


Libro  I.— Capítulo  IX  27 

sas  en  policía  y  estaban  ya  establecidos  los  estudios,  quiso  el  Sr.  Presi- 
dente que  fuesen  llamados  á  examen  ciertos  opositores  á  un  beneficio. 
Uno  de  los  principales,  admitido  al  examen,  protestó  desde  luego  abier- 
tamente, que  en  el  tiempo  en  que  le  habían  ordenado,  no  se  usaba  estudiar, 
y  que  le  habían  dado  las  sagradas  órdenes  sin  saber  la  lengua  latina.  Y 
así  suplicaba,  que  si  le  querían  hacer  merced  le  diesen  el  beneficio,  pues 
había  tenido  otros  muy  buenos.  Si  este  caso  no  prueba  la  ignorancia  del 
latín  en  los  clérigos,  el  que  se  sigue  da  demasiado  á  entender  una  estupi- 
dez asombrosa,  no  digo  en  las  materias  morales,  pero  aun  en  los  primeros 
principios  de  la  doctrina  cristiana.  Un  sacerdote  que  residía  no  muy  lejos 
de  Santa  Fe,  cura  y  vicario  de  españoles,  que  tenía  otros  párrocos  sufra- 
gáneos, viendo  que  no  cabía  en  el  viril  preparado  para  la  procesión  del 
Corpus,  la  Hostia  consagrada,  mandó  traer  unas  tijeras  y  con  ellas  (cosa 
increíble  entre  cristianos)  la  cercenó  hasta  que  pudo  acomodarla.  Estos 
horrores  y  crasísimas  ignorancias  nacidas  de  la  falta  de  maestros,  des- 
aparecieron en  poco  tiempo,  con  la  luz  de  la  doctrina  que  esparcieron  por 
todo  el  reino  los  nuevos  directores,  que  de  tal  suerte  entablaron  el  con- 
victo de  Santa  Fe  y  criaron  á  sus  alumnos,  que  no  cedió  en  sujetos  ilustres 
en  virtud  y  literatura  al  de  Quito,  siendo  los  dos  seminarios  de  S.  Bartolo- 
mé y  de  S.  Luis,  como  los  dos  polos  de  aquella  parte  tan  considerable  del 
Nuevo  Mundo,  en  que  después  de  una 'noche  obscura  de  ignorancias  y 
errores,  amaneció  un  día  claro  de  luces  y  verdades. 


CAPITULO  IX 

REDUCE  EL  P.  RAFAEL  FERRER  Á  LOS  INDIOS  COFANES,  BAJA  HASTA  EL 
RÍO  MARaÑÓN.  y  MUERE  AHOGADO  DE  LOS  BÁRBAROS  EN  OTRO  RÍO 
CAUDALOSO. 

Fundado  ya  el  colegio  de  Quito,  y  entablados  los  ministerios  en  la  ciu- 
dad y  contornos,  cuando  esperaban  los  PP.  lograr  en  su  seminario  suje- 
tos que  ayudasen  á  la  conversión  de  las  almas,  se  animaron  á  probar  en 
la  reducción  de  gentiles.  Ha  parecido  poner  en  este  lugar  esta  primera 
misión  en  tierras  de  los  infieles,  así  para  seguir  el  orden  del  tiempo,  como 
porque  en  ella  se  descubrieron  las  naciones  del  río  Marañen,  y  dio  con  el 
tiempo  ocasión  á  una  demarcación  cumplida  y  exacta  de  este  río.  Mu- 
chas eran  las  naciones  de  gentiles  de  que  había  noticia  en  Quito ,  y  que 
tenía  ocultas  el  demonio  en  cerradas  montañas ,  para  que  no  entrase  en 
ellas  la  luz  del  Evangelio.  Entreo  tras,  era  bien  sabida  la  de  los  indios  Co- 
fanes,  distante  setenta  leguas  de  Quito,  y  por  los  Quijos,  Zumbos  y  Ma- 
cas, ya  reducidos,  no  se  tenía  por  dificultoso  el  pasar  y  entrar  en  aquella 
bárbara  nación,  por  no  distar  de  los  Zumbos,  que  eran  los  más  apartados, 
sino  doce  leguas  de  camino.  Sólo  se  entendía  haber  un  impedimento  na 


28  Misiones  del  Marañón  Español 

pequeño,  que  era  el  atravesar  un  río  caudaloso  que  venía  á  ser  como  la 
raya  entre  los  Zumbos  y  Cofanes. 

Digerida  bien  esta  noticia,  que  cada  día  se  iba  confirmando,  determi- 
naron los  superiores  de  la  Compañía  que  entrasen  algunos  de  ella  á  los 
indios  Cofanes.  Porque  habiendo  llegado  la  Compañía  á  la  viña  evangé- 
lica más  tarde  que  las  demás  religiones,  debía  doblar  en  ella  el  trabajo 
para  merecer  igual  jornal,  y  conseguir  tanto  premio  como  los  primeros, 
rompiendo  tierra  nueva,  disponiéndola  y  sembrándola  para  que  llevase 
el  fruto  deseado.  Ofrecióse  luego  á  la  entrada  el  P.  Rafael  Ferrer,  valen- 
ciano de  nación,  que  de  la  provincia  de  Aragón  había  pasado  á  Lima,  y 
de  Lima  á  la  ciudad  de  Quito.  Admitieron  los  superiores  la  oferta  con  mu- 
cho gusto  por  ser  el  P.  Rafael  respetado  y  venerado  en  toda  la  provincia, 
como  un  varón  santo,  y  que  parecía  tener  en  sus  misiones  poder  sobre  el 
corazón  de  los  oyentes.  Era  su  celo  ardiente,  las  palabras  todas  del  cielo, 
y  las  cartas  echaban  rayos  de  amor  de  Dios.  Estaba  reciente  el  suceso 
memorable  que  acababa  de  pasar  en  Cali,  del  obispado  de  Popayán.  Por- 
que haciendo  misión  en  esta  ciudad  en  ocasión  en  que  se  hallaba  bien  ne- 
cesitada por  los  muchos  daños  espirituales  que  la  oprimían,  envidioso  el 
demonio  del  fruto  que  temía,  dio  en  una  invención  suya,  para  divertir  á 
los  oyentes  de  la  predicación  fervorosa  del  misionero.  Indujo  á  ciertos 
ciudadanos  á  que  hiciesen  una  comedia  profana  en  la  iglesia,  con  el  pre- 
texto que  algo  se  había  de  dar  á  la  diversión  y  desahogo.  Hizo  lo  que  pudo 
€l  siervo  de  Dios,  que  conocía  muy  bien  ser  el  demonio  el  autor  de  la  co- 
media, por  impedir  acción  tan  disonante ,  especialmente  en  tiempo  tan 
santo;  mas  nada  pudo  conseguir  ni  con  ruegos  ni  con  súplicas  de  los  que 
prevenían  aquella  función  profana;  hasta  que  llegado  el  día  en  que  se 
había  de  representar,  cuando  ya  todo  el  pueblo  estaba  junto  en  la  igle- 
sia para  oir  la  comedia,  poco  antes  de  comenzar,  saltó  de  repente  al  ta- 
blado con  Cristo  en  mano,  y  predicó  con  tanto  fervor  y  espíritu  contra 
aquel  escándalo,  que  toda  la  expectación,  alegría  y  regocijo  paró  en 
llanto,  confusión  y  dolor  de  los  pecados,  volviéndose  á  su  casa  contritos 
y  confusos,  los  que  habían  venido  olvidados  de  sus  culpas  á  gozar  de  la 
comedia,  que  no  se  hizo  entonces,  ni  pensaron  en  hacerla  después.  Por- 
que al  día  siguiente  fueron  tantas  las  confesiones  y  se  vio  tal  mudanza  en 
los  corazones,  que  comenzaron  á  respirar  en  sus  trabajos  y  á  experimen- 
tar consuelo  en  sus  necesidades.  Duró  por  muchos  años  en  aquella  ciu- 
dad la  memoria  de  este  caso,  y  de  él  tuvo  principio  el  grande  aprecio  que 
tienen  en  ella  á  los  PP.  de  la  Compañía. 

Salió  varón  tan  señalado,  todo  encendido  en  el  amor  de  Dios  y  del 
celo  de  las  almas,  á  la  empresa  que  le  encargaban  de  los  Cofanes,  en  el 
año  de  1602,  deseoso  de  dar  buen  principio  al  siglo  en  su  primer  ensayo,  y 
que  otros  siguiesen  su  ejemplo  en  la  predicación  de  los  gentiles.  Propor- 
cionó el  tiempo  á  la  entrada  en  aquellas  tierras  poco  accesibles,  á  las 
cuales  sólo  se  puede  penetrar  en  algunos  meses  del  año,  con  guías  y  gente 
que  hagan  puentes  de  palos  en  los  muchos  ríos  que  se  pasan.  Caminaba 


Libro  I.— Capítulo  IX  2& 

ei  P.  Rafael  á  pie  por  tierras  ásperas  y  montuosas  que  no  daban  lugar  á 
muías  ni  á  caballos.  Su  ordinaria  comida  era  maíz ;  la  cama ,  el  duro 
suelo  con  una  pobre  manta.  Escribía  por  el  amor  grande  que  tenia  á  la 
pobreza,  en  unos  pequeños  retazos  de  cartas  viejas,  cuanto  iba  obser- 
vando á  sus  superiores.  No  llevaba  consigo  más  libros  que  la  Biblia  y  el 
breviario;  y  en  tanta  necesidad  y  falta  de  todo,  entró  tan  gustoso  y  con- 
tento á  los  Cof anes,  que  rebosaba  de  alegría  entre  aquellos  bárbaros;  tan 
lejos  estaba  de  temer  los  peligros  de  la  vida  que  tenía  jugada,  rodeado 
de  tantos  gentiles,  que  no  pensaba  en  otra  cosa  que  en  ganarles  las  vo- 
luntades, acomodándose  á  su  modo  de  ellos,  y  en  hacerles  todo  el  bien 
que  podía.  Con  estos  medios,  cuya  práctica  es  más  trabajosa  de  lo  que 
parece  á  los  que  no  lo  han  experimentado,  se  hizo  dueño  de  los  corazones 
de  aquellos  infieles.  Comenzó  á  instruirlos  en  nuestra  fe,  dándoles  noticia 
de  un  Dios,  Creador  de  todas  las  cosas,  que  premia  á  los  buenos  con  su 
felicidad  eterna  en  el  cielo,  y  que  castiga  á  los  malos,  con  fuego  que  tiene 
preparado  en  las  entrañas  de  la  tierra.  El  primer  fruto  de  su  apostolado 
fué  bautizar  muchos  párvulos  que  le  ofrecían  sus  padres,  y  por  medio  de 
ellos,  tomó  posesión  de  aquella  tierra  para  Jesucristo.  Finalmente,  al 
cabo  de  año  y  medio ,  en  que  padeció  grandes  hambres,  necesidades  y 
peligros,  logró  con  su  tesón,  aplicación  y  constancia,  formar  una  reduc- 
ción de  indios  cofanes,  enseñándoles  á  vivir  en  población  como  racionales 
y  con  algún  género  de  gobierno. 

No  estaba  satisfecho  el  siervo  de  Dios  con  el  fruto  que  un  solo  misio- 
nero podía  coger  en  tierras  tan  dilatadas;  volvió  al  colegio  de  Quito  en 
busca  de  compañeros  que  le  ayudasen  á  recoger  tanta  mies  como  se  pre 
sentaba.  Llevó  consigo  al  P.  Fernando  Arnulfino,  aunque  el  vice-provin- 
cial,  en  una  carta,  da  á  entender  que  en  esta  segunda  entrada  le  siguió 
un  sacerdote  secular,  y  que  Arnulfino  le  acompañó  en  la  primera,  sin 
poder  volver  con  él  en  la  segunda.  Como  quiera  que  fuese,  los  dos  misio- 
neros hicieron  muchos  progresos  en  la  conversión  de  aquellos  gentiles, 
obrando  Dios  grandes  maravillas  con  ellos  por  medio  del  P.  Rafael.  Ca- 
yendo enfermo  en  los  caminos  en  que  andaba  continuamente,  y  no  pu- 
diendo  dar  un  paso,  no  por  eso  desistió  de  sus  correrías,  ni  los  indios  le 
dejaron;  antes,  por  el  amor  que  le  tenían,  le  llevaban  en  hombros  por 
aquellas  montañas.  Llegó  á  registrar  muchas  naciones  y  descubrir  las 
provincias  que  están  hacia  las  juntas  del  río  Ñapo  y  Marañen,  en  donde 
el  pérfido  Orellana  negó  la  obediencia,  como  vimos  en  el  capítulo  IV,  á  su 
capitán  legítimo  D.  Gonzalo  Pizarro,  y  pudo  después,  volviendo  á  Quito, 
dar  razón  de  las  innumerables  gentes  que  habitaban  en  aquellas  riberas. 

No  podía  menos  el  infierno  de  darse  por  sentido  al  ver  las  muchas  al- 
mas que  estaban  ya  libres  de  su  cautiverio  por  la  industria  y  predicación 
de  este  varón  apostólico.  Procuró  por  medio  de  los  españoles  mismos 
apartarle  de  aquellas  tierras  y  cortar  el  hilo  de  su  predicación.  Conocía 
bien  el  P.  Rafael  que  no  estaba  bien  á  los  indios  la  entrada  de  los  espa- 
ñoles de  un  presidio  que  no  estaba  muy  distante,  porque  como  á  tan  tier- 


30  Misiones  del  Marañón  Español 

nos  en  la  fe,  les  servían  ciertamente,  de  escándalo  los  malos  ejemplos  de 
los  cristianos  viejos.  Ya  desde  entonces  preveía  la  ingeniosa  caridad  de 
este  ministro  de  la  gloria  de  Dios,  lo  que  acreditó,  con  ruina  de  los  recién 
convertidos,  la  experiencia.  Por  esta  causa  estorbaba  cuanto  podía  la  en- 
trada de  los  soldados  en  los  Cofanes.  El  demonio,  que  siempre  está  á  la 
mira  contra  el  género  humano,  y  más  en  particular  contra  los  predica- 
dores celosos  que  le  quitan  de  sus  garras  las  almas  que  tiene  por  suyas, 
levantó  con  esta  ocasión  una  horrorosa  persecución  contra  el  siervo  de 
Dios.  Dieron  los  españoles  muchas  quejas  á  Quito  contra  el  proceder  del 
Padre,  y  escribieron  á  su  viceprovincial,  que  impedía  la  comunicación  de 
los  cristianos  con  los  Cofanes,  pintando,  como  suele  inspirar  el  ardor  de  las 
pasiones,  las  cosas  como  querían  y  á  su  modo.  Tanto  hicieron  y  dijeron 
los  del  presidio,  que  se  vio  precisado  el  superior  á  llamar  á  Quito  al  padre 
misionero.  Vino  luego  á  la  ciudad  el  celoso  ministro,  dio  razón  de  su  per- 
sona, expuso  llana  y  sencillamente  las  providencias  que  tomaba  para 
impedir  el  daño  que  temía,  y  satisfaciendo  cumplidísimamente  á  cuanto 
se  le  oponía,  hizo  callar  á  sus  contrarios.  Siempre  la  virtud  es  respetada, 
y  á  su  presencia  suele  calmar  el  tumulto  de  las  pasiones  que  todo  lo  obs- 
curecen: nada,  finalmente,  la  virtud  sobre  la  mentira  y  la  razón  se  so- 
brepone al  engaño. 

Deshecha  la  tempestad,  volvió  con  denodado  fervor  á  su  misión,  de- 
jando mejor  entabladas  las  cosas  para  que  no  se  diese  oídos  en  adelante 
á  sus  perseguidores.  Todos  admiraban  su  tesón  en  proseguir  con  la  re- 
ducción de  los  Cofanes,  y  le  veneraban  por  hombre  santo,  viendo  que  lle- 
vaba sacrificada  su  vida  en  tantos  peligros  de  agua  y  tierra  y  mucho 
más  de  los  mismos  gentiles  que,  aunque  le  querían  comúnmente  y  esti- 
maban, suelen  á  las  veces  encubrir  con  destreza  sus  corazones  doblados, 
hasta  que  viendo  la  suya  los  descubren  con  traición  y  alevosía.  Espera- 
ban en  el  camino  al  P.  Rafael  algunos  de  sus  indios,  que  habían  venido 
á  buscarle,  para  acompañarle  en  el  viaje  y  ayudarle  á  pasar  los  ríos. 
Llegaron  á  uno  bien  caudaloso,  y  al  pasar  el  soldado  valeroso  de  Cristo, 
por  una  puente  de  palos,  bien  ajeno  de  lo  que  dos  bárbaros  habían  pen- 
sado, trastornaron  éstos,  instigados  del  demonio,  las  vigas  mal  asenta- 
das, y  dieron  con  el  siervo  de  Dios  en  lo  profundo  de  las  aguas.  Los  in- 
dios tiraron  á  escapar  cuanto  antes  temiendo  algún  castigo,  y  ellos  mis- 
mos contaron  que  estuvo  algún  tiempo  sobre  las  aguas  con  las  manos 
levantadas  al  cielo  predicándoles  su  destrucción,  como  parece  se  cum- 
plió; porque  faltando  este  varón,  no  se  llevó  adelante  la  conversión  de 
aquella  nación,  ó  á  lo  menos,  se  interrumpió  por  muchos  años.  Su  cuerpo 
no  pareció  jamás,  y  es  creíble  que  fuese  rodando  hacia  el  Marañón,  en 
donde  entra  aquel  río,  como  para  señalar  á  sus  hermanos  el  sitio  y  lugar 
de  sus  sudores  apostólicos. 

Asi  se  vengó  el  demonio  de  quien  le  había  hecho  tanta  guerra,  y  el 
Señor  se  lo  permitió  para  mayor  gloria  de  su  fiel  siervo,  coronándole, 
■como  parece,  con  la  gloria  del  martirio,  por  haberle  quitado  los  bárbaros 


Libro  I.— Capítulo  X  3L 

la  vida,  en  odio  de  nuestra  santa  fe  que  con  tanto  celo  predicaba.  Por  esta 
causa,  muchos  hombres  de  grande  circunspección  y  prudencia  le  tuvie- 
ron desde  luego  por  mártir,  y  lo  nombraron  con  el  título  respetable  y  glo- 
rioso de  venerable,  y  no  pensaron  que  era  indigno  de  aquella  singular 
gracia,  el  que  por  toda  su  vida  no  respiraba  otra  cosa  en  sus  palabras, 
conversaciones  y  pasos,  que  fuego  de  amor  de  Dios  y  celo  del  bien  de  las 
almas.  Sucedió  su  preciosa  muerte,  por  el  mes  de  Marzo,  otros  dicen  de 
Junio,  de  1611,  después  de  haber  empleado  en  la  conversión  de  los  Cofanes 
nueve  años,  pues  hizo  la  primera  entrada  en  aquellos  gentiles,  como  apun- 
tamos arriba,  en  el  de  1602.  El  vicario  de  aquella  provincia  hizo  en  el 
año  de  1620,  información  jurídica  de  las  circunstancias  de  la  muerte  del 
venerable  padre,  pero  de  su  resulta  y  de  las  demás  acciones  de  este  fervo- 
roso ministro,  no  han  llegado  á  nuestras  manos  otras  noticias  más  indivi- 
duales; y,  perdidos  los  papeles,  en  que  habría  mucho  que  añadir  á  nues- 
tra historia  y  á  la  general  de  la  provincia  de  Quito,  hemos  recogido  las 
pocas  que  hemos  podido  del  P .  Eusebio  Nieremberg,  en  su  tomo  cuarto 
de  «Varones  Ilustres,»  en  donde  refiere  sumariamente  los  trabajos  de  nues- 
tro misionero.  Y  aun  el  mismo  P.  Eusebio  se  reconoce  deudor  en  parte  de 
lo  que  dice,  al  licenciado  D.  Bernardo  Montesinos,  historiador  diligentísi- 
mo, que  peregrinó  más  de  mil  leguas,  por  averiguar  de  archivos  y  pape- 
les originales,  las  cosas  que  escribe  en  la  segunda  parte  de  su  «Oflr  de 
España»  ó  «Anales  Peruanos»,  en  que  se  hace  mención  de  algunos  hombres 
señalados  de  la  Compañía  de  Jesús.  Yo  sólo  añado,  en  confirmación  de  la 
muerte  gloriosa  del  venerable  P.  Rafael,  que  en  el  colegio  de  Quito  es- 
taba pintado  predicando  á  los  Cofanes  desde  las  aguas  en  que  le  habían 
arrojado,  con  los  brazos  extendidos  y  levantados  en  alto.  Prueba  bastan- 
temente clara  de  que  cuando  estaban  frescas  las  noticias,  se  averiguó  bien 
esta  particular  circunstancia  de  su  muerte.  Pues  no  hubieran  pasado  los 
PP.  de  aquel  colegio  á  una  demostración  exterior  tan  visible,  sino  estu- 
vieran muy  ciertos  de  que  la  pintura  se  conformaba  con  el  original. 


CAPITULO  X 

DESCUBRIMIENTO  CASUAL  DE  LA  PROVINCIA  DE  LOS  INDIOS  MAINAS 

Desde  el  año  de  11,  en  que  faltó  el  principal  misionero  de  los  Cofanes, 
se  interrumpió  el  curso  de  la  predicación  de  la  fe  por  aquella  provincia, 
rebelada  la  nación  por  el  horrible  atentado  y  enagenada  á  los  españoles. 

Pero  como  el  Señor,  por  medio,  al  parecer,  de  casualidades  y  acci- 
dentes, dispone  suave  y  eficazmente  las  cosas  hasta  conseguir  con  certi- 
dumbre su  fin,  dio  traza  y  modo  cómo  se  abriese  otro  camino  al  Mara- 
ñón  con  un  singular  acontecimiento,  cuando  ya  los  jesuítas  iban  crecien- 
do en  número,  y  el  seminario  de  San  Luis  daba  jóvenes  señalados  en  vir- 


32  Misiones  del  Marañón  Español 

tud  y  bien  fundados  en  letras.  En  el  año  1616  en  que  se  formó  de  los- pa- 
dres existentes  en  Quito,  y  en  el  nuevo  reino  de  Granada,  provincia  se- 
parada de  la  del  Perú,  quiso  el  Señor  mostrar  la  provincia  de  los  primeros^ 
gentiles  del  Marañón,  por  donde  había  de  comenzar  aquella  grande  con- 
quista. El  caso  sucedió  de  esta  manera.  Hicieron  algunos  indios  varias 
muertes  en  la  ciudad  de  Santiago  de  las  Montañas,  que  pertenece  á  la 
provincia  de  Yaguarzongo;  y  temiendo  el  merecido  castigo,  se  huyeron 
de  la  ciudad  y  retiraron  tierra  adentro,  bien  seguros,  á  su  parecer,  de  no 
ser  hallados. 

No  creyendo  los  españoles  que  se  debia  dejar  sin  castigo  tan  perni- 
cioso ejemplo,  salieron  veinte  soldados  con  veinte  indios  de  confianza  en 
busca  de  los  fugitivos  por  el  mes  de  Febrero  del  referido  año.  Armaron 
sus  canoas,  y  siguiendo  la  corriente  del  río  cercano  á  la  ciudad,  de  unos 
en  otros  vinieron  á  descubrir  unas  rancherías  de  infieles.  Alteráronse  al 
principio  los  indios  con  la  vista  de  los  españoles,  que  en  forma  de  armadi- 
11a  bajaban  ya  por  el  río  Marañón  y  acudieron  á  las  armas;  pero  con  las 
muestras  de  paz  que  les  ofrecían  los  nuestros,  y  señales  de  amistad  que 
pretendían,  se  sosegaron  los  gentiles  y  recibieron  gustosos  en  sus  casas 
á  los  soldados,  acudiendo,  como  podían,  á  su  regalo,  y  trayéndoles  varias 
frutas  de  la  provincia.  Llamábanse  los  indios  de  esta  provincia  Mainas, 
y  parece  que  tenían  ya  alguna  noticia  de  los  españoles.  Viendo  éstos  tan 
buen  natural  en  los  Mainas  y  el  deseo  grande  de  agasajarlos,  se  detuvie- 
ron en  sus  casas  por  algunos  días,  y  tratando  con  modo  cariñoso  y  agra- 
decido con  los  caciques  y  principales  de  la  provincia,  lograron  que  se 
entablaran  paces  entre  la  nación  y  la  ciudad  de  Santiago. 

Dado  este  primer  paso,  les  propusieron  las  conveniencias  y  ventajas 
que  tendrían  si  daban  la  obediencia  á  Su  Majestad  Católica.  Vinieron  en 
ello  los  indios,  ofreciéndose  de  su  voluntad  á  ser  subditos  del  rey  católi- 
co, y  aun  prometieron  volver  con  los  nuestros  hasta  la  ciudad  para  ver- 
la y  conocer  á  sus  amigos;  tanto  puede  el  trato  cariñoso  y  la  buena  ma- 
nera con  los  indios  más  salvajes. 

En  efecto:  subieron  con  los  españoles  en  sus  canoas  y  los  acompaña- 
ron en  parte  del  viaje;  pero  como  el  indio  es  naturalmente  tímido,  no  pa- 
saron esta  primera  vez  de  los  últimos  términos  de  su  provincia.  Aquí  se 
despidieron  tiernamente  y  con  mucho  sentimiento  de  sus  huéspedes,  mos- 
trando gran  deseo  de  que  volviesen  á  sus  tierras  y  les  trajesen  padres, 
porque  querían  hacerse  cristianos  y  aprender  el  camino  del  cielo,  como 
lo  habían  hecho  otros  indios  con  la  asistencia  de  los  misioneros. 

Esta  fué  la  ocasión  de  que  se  valió  Su  Majestad  para  salvar  las  almas 
del  Marañón,  y  este  fué  el  principio  de  la  Misión  de  los  Mainas,  debido, 
en  parte,  al  buen  modo  de  unos  soldados  españoles  que,  buscando  indios 
fugitivos,  los  llevó  la  Providencia  á  una  grande  nación  de  gentiles,  si- 
tuados en  lo  más  alto  del  río,  desde  donde  era  más  fácil  el  bajar  á  la  re- 
ducción de  las  demás  naciones. 

Llegaron  los  españoles  á  Santiago  sin  los  indios  que  buscaban,  pero  lo 


Libro  I.— Capítulo  X  ,  33 

llenaron  de  alegría  y  de  contento  con  la  relación  de  su  aventura  y  ha- 
llazgo. Contaban  el  buen  recibimiento  de  los  Mainas,  su  natural  excelen- 
te, la  paz  establecida  con  ellos,  el  trato  y  comunicación  que  habían  pro- 
metido, y,  sobre  todo,  celebraban  la  buena  voluntad  con  que  se  daban 
por  vasallos  del  rey  y  los  grandes  deseos  de  hacerse  cristianos.  Corrió 
luego  la  voz  del  caso  sucedido  por  las  ciudades  más  cercanas,  y  llegando 
á  oidos  de  D.  Diego  de  Vaca  y  Vega,  vecino  de  la  ciudad  de  Lo  ja,  pensó 
en  aprovecharse  de  tan  buena  noticia.  Informóse  muy  á  fondo  de  todo  lo 
que  había  pasado  con  los  soldados  de  Santiago,  pensó  mucho  sobre  las 
palabras  que  habían  dado  los  Mainas,  y  averiguó  muy  en  particular  el 
camino  por  donde  se  había  abierto  la  comunicación  con  los  gentiles.  Ase- 
gurado bien  de  todas  las  circunstancias  del  suceso,  determinó  acudir  al 
virrey  del  Perú  y  capitular  la  conquista  de  la  nación  descubierta  y  de  las 
demás  que  se  continuaban  por  las  riberas  del  río  Marañón.  Era  D.  Diego 
de  Vaca  caballero  muy  señalado  entre  los  demás,  de  tan  nobles  pensa- 
mientos como  acciones  generosas.  Había  sido  capitán  de  infantería  en  el 
presidio  del  Callao  y  servido  mucho  al  rey  católico  en  la  conquista  y 
pacificación  de  Santa  Marta.  No  había  mostrado  menos  valor  y  fidelidad 
al  real  servicio  en  la  defensa  de  Panamá,  invadida  de  los  ingleses,  y 
en  otras  varias  conquistas  de  indios;  pero  con  ser  tantos  los  méritos  de 
D.  Diego,  era  el  mayor  de  todos  para  con  Dios  y  para  que  lo  tomase  por 
instrumento  de  una  conquista  más  espiritual  que  temporal,  su  mucha 
piedad  y  católico  celo  de  la  extensión  de  nuestra  santa  fe  en  tan  dilata- 
da gentilidad;  por  lo  cual  era  tenido  de  todos  y  respetado  como  hombre 
de  singular  juicio  y  prudencia,  de  valor  extremado  y  de  cristiandad  nada 
inferior  á  las  otras  prendas  de  su  persona. 

Era  virrey  de  Lima  por  los  años  de  1618  el  príncipe  de  Esquilache 
D.  Francisco  de  Borja,  y  habiéndose  presentado  D.   Diego  de  Vaca,  y 
pedido  á  su  excelencia  la  conquista  de  los  indios  Mainas  ya  descubier- 
tos, y  el  título  de  gobernador  de  los  lugares  que  á  su  costa  fuese  fundan- 
do por  aquella  provincia;  vistos  por  el  virrey  los  señalados  méritos,  ma- 
duro proceder  y  celo  conocido  de  un  caballero  tan  ilustre,   le  concedió 
desde  luego  con  ciertas  capitulaciones  que  le  propuso,  todo  cuanto  pre- 
tendía y  deseaba,  entendiendo  que  no  podía  caer  en  sujeto  más  cabal  el 
título  de  gobernador  de  los  Mainas,  y  la  facultad  y  licencia  de  estable- 
cer poblaciones  en  aquella  provincia.  Volviendo  D.  Diego  á  su  patria  tan 
bien  despachado,  pensó  en  las  disposiciones  necesarias  para  la  funda- 
ción de  una  ciudad  en  la  entrada  misma  del  territorio  de  los  indios  Mai- 
nas. Pedían  éstas  algún  tiempo,  por  ser  necesario  enlazar  en  la  empresa 
algunos  españoles  que  concurriesen  á  la  formación  de  la  ciudad  y  de  los 
lugares  en  que  se  pensaba.  Entre  tanto,  se  cultivaba  la  comunicación  y 
crecía  el  trato  de  los  indios  con  los  vecinos  de  Santiago,  que  los  recibían  en 
la  ciudad  con  agasajo,  y  diciéndoles  que  podían  venir  á  visitar  á  sus  ami  - 
gos  cuando  les  pareciese;  con  lo  cual  se  iban  civilizando,  aprendiendo  los 
usos  y  costumbres  de  los  españoles  y  entrando  en  algún  género  de  policía , 

3 


34  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  XI 


notable  resolución  de  la  venerable  virgen  MARIANA  DE  JESÚS,  DI- 
CHA COMUNMENTE  LA  AZUCENA  DE  QUITO,  DE  BAJAR  POR  SÍ  MISMA  Á 
PREDICAR  Á  LOS  MAINAS. 


Como  la  ciudad  de  Quito  iba  creciendo  en  grandeza,  población  y  ri- 
quezas, llegando  casi  á  competir  con  la  capital  de  Lima  no  sólo  en  el 
buen  orden  y  establecimientos  políticos,  sino  también  en  las  letras  y  en 
la  religión  y  virtud,  tuvo  ya  en  estos  tiempos  una  venerable  virgen,  lla- 
mada Mariana  de  Jesús,  que  con  el  glorioso  título  de  lirio  ó  azucena  de 
Quito,  bien  merecido  por  sus  raros  ejemplos  y  virtudes,  ilustró  á  su  pa- 
tria, como  había  ilustrado  á  Lima  la  esclarecida  virgen  Rosa  de  Santa 
María.  Es  verdad  que  no  ha  subido  hasta  las  aras  el  culto  de  Mariana, 
como  subió  el  de  Santa  Rosa;  pero  tenemos  muy  fundadas  esperanzas 
de  que  la  veremos  algún  día  colocada  en  el  catálogo  de  las  santas  vír- 
genes, habiendo  ya  la  santidad  del  Pontífice  reinante  Pío  VI,  declarado 
sus  virtudes  en  grado  heroico  con  decreto  de  19  de  Marzo  de  1776.  No  po- 
dían ocultarse  á  la  venerable  virgen  Mariana,  que  no  pensaba  noche  y 
día  en  otra  cosa  que  en  las  glorias  de  su  esposo  Jesucristo,  las  providen- 
cias y  esfuerzos  de  los  jesuítas  sus  directores  para  extender  el  nombre 
de  Jesús  entre  los  muchos  gentiles  que  se  iban  descubriendo.  No  conten- 
ta con  las  oraciones,  lágrimas  y  suspiros  con  que  pedía  al  Señor  conti- 
nuamente que  enviase  operarios  á  su  viña,  se  determinó  por  sí  misma, 
siendo  de  solos  doce  años,  partir  al  Marañón  y  predicar  el  Evangelio  en 
aquellas  partes,  como  allá  Santa  Teresa  de  Jesús,  siendo  niña,  empren- 
dió una  resolución  semejante. 

El  caso  lo  refiere  de  esta  manera  D.  Juan  del  Castillo,  canónigo  de  la 
catedral  de  Santiago  de  Chile,  en  el  capítulo  IV  de  la  vida  que  escribió 
de  esta  esposa  querida  de  Jesucristo,  y  dedicó  al  mencionado  Pontífice 
Pío  VI: 

«Habiendo  la  santa  virgen  (por  los  años  de  1630)  oído  hablar  de  las 
«misiones  de  las  grandes  islas  del  Japón,  de  la  Morea  y  de  otras  partes 
»de  la  India,  así  oriental  como  occidental,  se  encendió  en  el  celo  de  la 
«conversión  de  los  gentiles,  y  en  particular  quedó  profundamente  herido 
»su  corazón  con  las  noticias  de  las  extendidas  provincias  del  Marañón, 
«dichas  de  los  Mainas. 

«Encendióse  mucho  más  este  su  celo  con  ocasión  de  celebrar  en  el  co- 
«legio  máximo  de  Quito  las  glorias  de  los  tres  mártires  del  Japón,  de  la 
«Compañía  de  Jesús,  y  haber  oido  el  panegírico  en  que  se  contaban  sus 
«trabajos,  penas  y  persecuciones.  Dando  y  tomando  sobre  estos  pensa- 


Libro.  I — Capítulo  XI  36 

»mientos,  se  resolvió  prontamente  á  tomar  la  más  heroica  resolución, 
«corno  allá  la  virgen  Santa  Teresa  de  Jesús.  Llamó  aparte  dos  parienti- 
»tas  suyas,  y  otra  su  confidente  que  la  imitaban  en  sus  ejercicios  y  modo 
»de  vida,  y  las  declaró  el  pensamiento  y  resolución  que  había  formado 
»de  ir  á  predicar  á  los  Mainas,  no  pudiendo  sufrir  por  más  tiempo  que  se 
«perdiesen  eternamente  tantas  almas,  y  no  lograsen  el  fruto  de  la  reden- 
»ción  de  su  Esposo.  Que  ya  veía  que  el  mundo  la  tendría  por  loca,  y  ca- 
»liflcaría  de  necedad  y  simpleza  esta  su  determinación;  pero  que  á  ella 
»le  bastaba  agradar  en  esto  á  su  Esposo,  que  allá  en  el  fondo  de  su  alma 
»y  corazón  la  pedía  este  sacrificio.  Que  así  como  las  daba  parte  del  ver- 
»dadero  fin  y  motivo  de  su  partida,  así  también  les  pedía  que  disimulasen 
»la  noticia  y  no  la  fiasen  á  ninguno  hasta  tanto  que  hubiese  puesto  en 
«ejecución  lo  que  pensaba. 

«No  sufrió  el  corazón  de  sus  compañeras  el  apartarse  de  Mariana,  á 
»quien  se  ofrecieron  con  generosa  resolución  en  el  empleo  de  misioneras 
^>de  Mainas.  Determinaron  la  noche  en  que  habían  de  salir;  hicieron  un 
»f agoto  de  poca  ropa  y  pan  para  el  camino,  y  Mariana,  enviándolas  á 
«recoger  á  la  hora  acostumbrada  para  disimular  mejor  la  fuga  de  la 
«noche,  recogió  las  llaves  de  la  casa  antes  de  irse  á  la  cama,  con  la  in- 
atención de  despertar  á  las  compañeras,  poco  después  de  la  media  noche, 
»en  cuyo  tiempo  se  levantaba  siempre  á  tener  oración.  Pero  contento  su 
«Esposo  Jesucristo  con  el  sacrificio  verdadero  de  su  .querida  esposa,  dis- 
»puso  que  no  despertase  Mariana  hasta  bien  salido  el  sol,  y  buscando 
«los  de  casa  las  llaves  que  estaban  en  poder  de  Mariana,  entendieron  la 
«resolución  que,  puesta  en  movimiento  la  casa,  declararon  las  compañe- 
»ras.  Quedó  confusa  Mariana,  viendo  ya  imposible  la  huida,  pero  conten- 
»ta  en  haber  hecho  de  su  parte  el  sacrificio  á  su  Esposo.» 

Hasta  aquí  el  autor  de  su  vida.  Ejemplo  verdaderamente  heroico  en 
que  se  declara  la  fuerza  del  amor  que  el  Espíritu  Santo  imprime  en  los 
corazones  de  las  verdaderas  esposas  de  Jesucristo.  ¿Quién  no  ve  en  esta 
resolución  de  una  niña  tierna  que  el  amor  es  fuerte  como  la  muerte,  em- 
prende cosas  imposibles,  no  atiende  á  las  fuerzas  de  la  naturaleza,  todo 
le  parece  fácil  y  hacedero,  sin  dar  lugar  á  excusas  ni  dejarse  vencer  de 
impedimentos,  porque  siempre  tira  hacia  arriba  y  pone  su  confianza  en 
el  Amado,  y  en  llegando  á  entender  su  voluntad,  rompe  por  todo,  cre- 
yendo que  nada  hay  imposible  á  quien  llama  y  mueve,  y  á  quien  así  le 
aviva  y  enciende  en  lo  interior  del  alma? 

Pero  ya  que  la  venerable  virgen  no  pudo  poner  en  ejecución  por  sí 
misma  su  santo  pensamiento,  pedía  é  instaba  continuamente  á  su  Esposo 
con  encendidas  oraciones  para  que  se  apiadase  de  tantas  almas  ciegas,  y 
enviase  ministros  evangélicos  que  les  alumbrasen  con  la  luz  de  la  fe;  y 
como  tan  parecida  en  el  espíritu  á  santa  Teresa  de  Jesús,  encargaría 
apretadamente  á  sus  compañeras  que  rogasen  continuamente  por  la  con- 
versión de  los  Mainas,  como  la  misma  virgen  santa  Teresa  de  Jesús,  he- 
rida del  mismo  amor   dejó  á  sus  hijas  por  estatuto  y  constitución  el  que 


36  Misiones  del  Marañón  Español 

hiciesen  frecuentemente  oración  por  la  reducción  de  los  bárbaros  y  gen- 
tiles. Yo  tengo  por  cierto  que  á  las  oraciones  de  la  penitentísima  é  inocen- 
tísima virgen  Mariana  debe  en  gran  parte  la  Compañía  el  que  tuviesen 
buen  éxito  los  medios  y  diligencias  que  en  esta  sazón  practicaba  en  orden 
á  la  conversión  de  los  gentiles  y  para  facilitar  la  entrada  en  el  río  Mara- 
ñón, como  veremos  en  los  capítulos  siguientes. 


CAPITULO  XII 


PRESENTA  EL  COLEGIO  DE  QUITO  UN  MEMORIAL  AL  REY  CATÓLICO,  FE- 
LIPE IV,  PIDIENDO  SU  FAVOR  Y  AMPARO  PARA  LA  CONVERSIÓN  DE  LOS 
GENTILES. 


Eran  tantos  los  infieles  que  se  iban  descubriendo  en  este  tiempo  por  la 
jurisdicción  de  Quito  y  sus  confines,  que  se  creía  arribar  el  número  á  al- 
gunos millones.  Manifestáronse  los  Gibaros,  pación  copiosa  y  que  parecía, 
no  hallarse  en  mala  disposición  para  recibir  el  Evangelio.  Tenía  esta  na^ 
ción  la  ventaja  de  poder  entrarse  á  ella  por  el  camino  conocido  de  los 
Quijos,  por  la  ciudad  de  Cuenca  y  por  un  caudaloso  río,  llamado  Paure. 
Hacia  la  ciudad  de  Pasto  se  descubrió  una  multitud  grande  de  naciones 
de  Sucumbios,  Tamas,  Zeños,  Abáñeos  y  otras  más  crecidas  que  las  de  los 
Paeces,  Guanacas  y  Natagaimas  del  Nuevo  Reino.  Los  gobernadores  de 
los  partidos,  y  mucho  más  el  obispo  de  la  ciudad  de  Quito,  pedían  á  la 
Compañía  que  se  encargase  de  recoger  tanta  mies,  como  se  presentaba, 
empleando  su  celo  en  tan  abundante  cosecha.  Pero  mucho  más  lo  desea- 
ba la  Compañía,  y  más  viendo  que  las  mismas  naciones  clamaban,  al  pa- 
recer, por  entrar  en  el  gremio  de  la  Iglesia.  Mas  ¿cómo  podrían  atender 
á  tantas  partes  con  alguna  esperanza  de  fruto  permanente  los  pocos 
jesuítas,  empleados  unos  en  el  seminario  de  S.  Luis,  otros  en  la  enseñan- 
za de  la  juventud  y  otros  en  los  ministerios  indispensables  de  predicar  y 
confesar  á  los  españoles  y  de  enseñar  la  doctrina  á  un  prodigioso  núme- 
ro de  indios  tributarios  y  de  tantos  otros  reducidos  en  tierras  sobrema- 
nera distantes,  no  sólo  de  la  ciudad,  pero  entre  sí  mismas?  No  tenían 
entre  Lima  y  Santa  Fe,  camino  de  más  de  quinientas  leguas,  otro  colegio 
que  el  de  la  ciudad  de  Quito,  y  era  imposible  en  la  distancia  de  doscien- 
tas y  trescientas  leguas,  acudir  con  sujetos  y  enviar  las  cosas  del  todo 
necesarias  para  empezar,  proseguir  y  llevar  adelante  misiones  tan  apar- 
tadas del  centro  de  su  colegio. 

En  medio  de  tantas  dificultades,  ensanchando  el  corazón  los  jesuítas 
del  colegio  y  encendidos  en  deseos  de  convertir  tanta  gentilidad,  comen- 
zaron á  pensar  sobre  los  medios  más  eficaces  de  socorrer  á  tanto  número 
de  almas,  en  tanta  necesidad  y  en  tan  buena  coyuntura.  Despacharon, 


Libro  1.— Capítulo  XII  37 

sin  dejar  por  eso  á  los  Paeres  y  demás  naciones,  dos  misioneros  á  la  na- 
ción gibara,  en  cuya  reducción  empezaron  á  trabajar  con  mucho  tesón  y 
empeño,  atendiendo  también  á  observar  las  distancias  de  aquellas  tie- 
rras y  á  demarcar  los  montes,  ríos  y  valles,  para  facilitar  los  caminos, 
porque  sin  esta  precaución  y  conocimiento  necesario,  no  pueden  durar 
los  nuevos  pueblos  ó  reducciones  de  los  nuevamente  convertidos.  No  con- 
tentos con  este  socorro,  que  era  el  único  que  podían  enviar  en  las  cir- 
cunstancias, determinaron  anticipar  la  congregación  provincial  con  la 
mira  de  elegir  un  procurador  general  que  viniese  á  España,  recogiese 
cuantos  operarios  pudiese  y  solicitase  de  su  majestad  católica  licencia 
de  fundar  algunas  casas  ó  residencias  de  la  Compañía,  en  las  ciudades  ó 
lugares  más  cercanos  á  las  entradas  y  misiones  que  se  pensaba.  Sin  esta 
conveniencia  de  algún  colegio  que  estuviese  menos  remoto,  no  se  podían 
emprender  reducciones  que  diesen  alguna  esperanza  de  la  consistencia 
que  se  deseaba. 

Cayó  la  elección  sobre  el  Padre  Francisco  Fuentes,  sujeto  muy 
á  propósito  para  el  encargo,  asi  por  su  gran  juicio  y  religiosidad,  como 
por  la  grande  experiencia  y  mucho  conocimiento  de  aquellas  tierras, 
como  quien  había  misionado  por  algún  tiempo  á  los  Paeces  y  había  hecho 
largos  viajes,  observando  los  sitios  y  distancias.  Pasó  con  su  comisión  á 
España  el  año  1632,  y  llegado  con  felicidad  á  la  corte,  presentó  á  la  ma- 
jestad católica  de  Felipe  IV  un  memorial  bien  razonado,  en  que  decla- 
raba los  motivos  de  su  venida  y  exponía  las  pretensiones  de  la  provincia 
de  Quito,  todas  muy  conformes  al  pecho  católico  de  tan  gran  monarca . 
Y  porque  en  él  se  declara  con  toda  distinción  el  estado  del  gentilismo  en 
aquel  tiempo,  los  deseos  de  los  españoles  de  su  conversión,  el  celo  de  la 
Compañía  de  remediar  tantas  almas,  y  lo  que  de  su  parte  prometía,  si 
conseguía  la  facultad  de  fundar  en  los  sitios  que  pareciesen  convenientes, 
lo  pondremos  al  pie  de  la  letra,  persuadidos  á  que  será  del  gusto  del  que 
leyere  la  Historia  oir  hablar  á  un  misionero  que  por  sí  mismo  estaba  to- 
cando el  estado  de  las  cosas.  El  memorial  comienza  de  esta  manera: 

Señor: 

«Francisco  de  Fuentes,  de  la  Compañía  de  Jesús,  procurador  general 
de  la  provincia  de  San  Francisco  de  Quito  en  los  reinos  del  Perú,  suplica 
á  V.  M.  se  sirva  dar  licencia  á  la  Compañía  para  que  en  algunas 
partes  de  aquel  reino  y  lugares,  que  son  puertas  para  las  provincias  de 
gentiles,  pueda  tener  algunas  casas  ó  residencias  de  asiento,  con  media 
docena  de  padres  siquiera  en  cada  una,  para  el  socorro  y  entradas  á 
ellas.  Para  lo  cual  representa  á  V.  M.  lo  siguiente:  Dejando,  señor,  por 
brevedad  muchos  servicios  de  ambas  Majestades  y  trabajos  muy  glorio- 
sos que  la  Compañía  pudiera  expresar,  que  son  muy  sabidos  y  comunes 
donde  asiste,  como  son  la  cultura  de  los  españoles,  tan  necesitados  en 
aquellas  partes,  la  enseñanza  de  la  juventud  y  la  doctrina  y  predicación 
é,  más  de  quinientos  mil  indios,  que  hay  en  todo  aquel  reino,  ya  cristia- 


38  Misiones  del  Marañón  Kspañol 

nos  y  no  del  todo  instruidos  en  nuestra  santa  fe;  sólo  pone  á  V.  M.  de- 
lante la  razón  principal,  que  es  la  que  siempre  tiene  el  primer  lugar  en 
el  cristianísimo  pecho  y  católico  celo  de  V.  M.  Esta  es  el  mucho  aumento 
de  nuestra  santa  fe  católica  y  extensión  de  la  religión  cristiana  en  un 
nuevo  mundo  de  gentiles  que  se  descubre  cada  día  más,  á  que  siempre  se 
han  seguido  crecidos  aumentos  de  la  real  corona,  que  podemos  ahora 
prometernos  otros  mayores  de  la  gloriosa  empresa  que  se  espera. 

Hay  en  aquella  provincia  de  Quito  (que  sin  duda  es  la  más  poblada 
de  indios  que  tiene  el  Perú),  muchas  puertas, y  cada  día  se  abren  otras  de 
nuevo  para  la  conversión  de  más  de  veinte  provincias  y  naciones  de  gen- 
tiles, como  son  los  Gibaros,  Xeveros,  Quilibitas,  Mainas,  Plateros,  Zapa-^ 
ras,  Cofanes,  Abigiras,  Encabellados,  Iquitos,  Omaguas,  Acáreos,  Atuaras^ 
Becabas,  Sucumbios,  Baduaques,  Abaticos  y  Miscuaras,  con  las  provin- 
cias de  las  Esmeraldas,  Barbacoas,  Paeces,  Guanacas  y  Coyamas,  que 
actualmente  se  van  reduciendo,  sin  otras  muchas  de  ¡que  hay  noticias  y 
no  se  saben  los  nombres.  El  número  y  copia  de  gentiles  de  todas  estas 
provincias  es  tan  grande  que,  según  los  testigos  de  vista  y  relaciones 
ciertas,  son  muchos  millones.  Es  gente  pacífica  y  de  naturales  dóciles  y 
muy  dispuestos  á  recibir  nuestra  santa  fe,  por  no  ser  dados  á  muchoa 
géneros  de  idolatrías,  y  solamente  se  conoce  en  algunos  que  ofrecen  á 
sus  tiempos  oro,  plata  al  sol  en  un  adoratorio  grande,  que  le  llaman  «la 
casa  del  sol».  Las  entradas  y  caminos  se  conocen  así  por  tierra,  como  por 
los  ríos  que  se  navegan  en  canoas;  hay  noticias  de  minas  de  oro  y  plata,, 
la  provincia  de  los  Plateros  se  llama  así,  porque  labran  orejeras  y  nari- 
gueras de  oro  y  plata  con  que  se  adornan,  y  así  salen  á  veces  á  nosotros 
vestidos  algunos  de  algodón  que  tejen  y  pintan  curiosamente. 

Todo  lo  dicho,  con  otras  muchas  circunstancias,  consta  sin  sospecha 
de  encarecimiento  ó  menos  verdad,  de  muchas  relaciones  é  informacio- 
nes que  se  envían  á  V.  M.,  y  principalmente  de  las  que  ahora  por  orden 
y  provisión  de  la  Real  Audiencia  de  Quito,  á  instancia  del  licenciado- 
Melchor  Suárez  de  Poago,  su  fiscal,  y  del  gobernador  de  los  Quijos,  Vi- 
cente de  Villalobos,  se  ha  hecho  en  virtud  de  una  cédula  de  V.  M.,  des- 
pachada el  año  de  1621,  en  que  manda  se  hagan  con  todo  cuidado  y  dili- 
gencia, como  vienen  hechas,  y  sobre  que  informa  aquella  Real  Au- 
diencia. 

Siendo,  señor,  la  conversión  de  innumerables  almas  tan  cierta,  el 
progreso  de  nuestra  santa  fe  tan  seguro,  y  los  aumentos  de  la  Real  coro- 
na de  V.  M.  tan  sin  duda,  claman  por  ellos  con  humildes  súplicas  algu- 
nos gobernadores,  para  que  por  varias  partes  se  les  deje  entrar,  para 
reducir  á  Dios  y  á  vuestra  real  corona  tantas  provincias  y  reinos,  sin  re- 
parar en  propias  expensas  ni  peligros,  ni  pedir  otro  premio  que  el  servi- 
cio de  ambas  Majestades,  y  que  les  den  padres  de  la  Compañía  que  cate- 
quicen, bauticen  y  enseñen  á  los  que  fueren  ganando,  por  la  satisfacción 
que  de  esta  religión  tienen,  y  porque  la  conquista  con  que  V.  M.  ha  redu- 
cido todo  aquel  nuevo  mundo  de  las  Indias,  ha  sido  más  con  obreros  del 


Libro  1.— Capítulo  XIII  39 

Evangelio  que  con  soldados  y  con  armas,  trofeo  que  jamás  olvidarán  los 
siglos  y  corona  digna  de  inmortal  memoria. 

Claman,  asimismo,  los  obispos  que  como  pastores  de  las  almas,  sienten 
el  verlas  perder,  siendo  tan  fácil  su  remedio.  Claman  los  cabildos,  ayun- 
tamientos y  repúblicas,  viéndose  tan  vecinas  á  un  nuevo  mundo,  y  cada 
día  piden  á  la  Compañía  tome  á  su  cargo  tan  gloriosa  empresa,  como  lo 
ha  hecho  en  Méjico  y  otras  partes,  y  sobre  todo,  clama  la  misma  Compa- 
ñía con  continuas  lágrimas  y  suspiros,  viéndose  por  una  parte  cercada 
de  tantos  millones  de  almas  redimidas  con  la  sangre  de  Jesucristo,  que 
sin  remedio  perecen,  y  por  otra,  tan  sola  en  aquel  reino  por  no  tener  en 
el  espacio  de  más  de  quinientas  leguas  que  hay  desde  el  Nuevo  Reino 
hasta  Lima  más  colegio  que  sólo  el  de  Quito,  distante  de  las  entradas  y 
de  poder  acudir  al  socorro  de  las  misiones  que  desea.» 


CAPITULO  XIII 

PROSIGUE  EL  MEMORIAL  Y  SE  RESPONDE  Á  UNA  RAZÓN  CONTRARIA 
QUE  IMPEDÍA  SU  DESPACHO 

Hemos  visto  en  la  primera  parte  de  la  memoria  que  acabamos  de  tras- 
ladar, las  muchas  ocupaciones  y  empleos  de  la  Compañía  en  los  reinos 
del  Perú,  de  Quito  y  de  Granada;  las  infinitas  naciones  de  gentiles  que  se 
iban  descubriendo  y  los  clamores  y  deseos  de  toda  la  gente  española  de 
su  conversión  á  la  religión  católica;  veremos  en  la  segunda  que  reserva- 
mos para  este  capítulo  una  razón  distinta  de  los  pueblos  y  ciudades  de  la 
jurisdicción  de  Quito,  los  motivos  urgentes  para  fomentar  las  misiones  de 
los  infieles,  y  finalmente,  la  súplica  que  á  S.  M.  hace  la  Compañía  para 
poder  entrar  en  tan  gloriosas  conquistas.  Sigue,  pues,  el  memorial  de  esta 
manera: 

«Está,  señor,  la  provincia  de  Quito  en  medio  de  la  ciudad  de  Lima  y 
de  Santa  Fe,  corriendo  de  Norte  á  Sur;  extiende  el  espacio  de  su  gobier- 
no á  trescientas  leguas  poco  más  ó  menos  de  travesía  de  asperísimos  ca- 
minos, y  es  la  más  poblada,  así  de  indios  como  de  españoles,  que  tiene  todo 
el  Perú,  pues  en  el  espacio  dicho,  tiene  doscientos  y  trece  pueblos  de  in- 
dios, ya  cristianos  con  sus  doctrineros  de  que  tiene  dados  testimonios,  y 
de  ciudades,  villas  y  lugares  de  españoles  casi  treinta;  en  toda  esta  dis- 
tancia de  latitud,  y  en  más  de  quinientas  leguas  de  longitud  (como  se 
dijo)  desde  Lima  hasta  Santa  Fe  no  tiene  la  Compañía  sino  sólo  el  cole- 
gio de  Quito,  deseando  para  ayuda  de  tanta  mies  tener  siquiera  algunas 
residencias  en  algunos  lugares  cercanos  á  sus  entradas.  La  primera  có- 
moda puerta  es  la  ciudad  de  Cuenca  de  la  banda  del  Sur  hacia  Lima,  que 
dista  sesenta  leguas  de  Quito,  de  donde  á  tres  jornadas  se  llega  á  la  pro- 
vincia de  los  Gribaros,  á  donde  actualmente  están  dos  padres,,  que  irán 


40  Misiones  del  Marañón  Español 

pasando  á  las  demás  que  se  continúan  de  Quilibitas,  Mainas,  Abijiras, 
Plateros  y  otras.  Más  adelante,  cuarenta  y  cinco  leguas  de  Cuenca,  está 
la  Tacunga,  que  es  entrada  para  la  provincia  de  los  Zaparas,  Omaguas, 
Baduaques  y  Miscuaras.  Luego  se  sigue  Quito,  que  es  puerta  también 
para  las  provincias  de  los  Cofanes,  Encabellados,  Iquitos  y  otros.» 

«Después  de  Quito,  á  la  banda  del  Norte,  está  la  villa  de  San  Miguel 
de  Ibarra,  diez  y  ocho  leguas  distante,  que  es  entrada  para  las  provin- 
cias de  los  Acaneos,  Neguas,  Tuaras  y  para  la  de  las  Esmeraldas,  que 
han  empezado  á  reducirse.  A  ocho  días  de  camino  desde  la  villa,  y  á  se- 
senta leguas  de  Quito,  está  la  ciudad  de  Pasto,  que  es  de  las  grandes  de 
aquel  reino,  y  es  entrada  para  las  provincias  de  Mocoa  y  Sucumbios, 
Becabas,  Tamas,  Zeños,  Abálicos  y  también  para  los  Barbacoas.  Final- 
mente, á  otros  quince  días  de  camino  de  lo  peor  que  tienen  las  Indias,  y 
más  de  ciento  y  veinte  leguas  de  Quito,  está  la  ciudad  de  Popayán,  ca- 
beza de  gobierno  j  obispado,  y  á  cuatro  días  de  camino  están  las  provin- 
cias de  los  Paeces,  Guanacas,  Charuallas,  Coyamas  y  Natagaimas  con- 
secutivas, en  las  cuales  al  presente  trabajan  dos  padres,  que  con  la 
ayuda  del  cielo  han  convertido  y  bautizado  á  muchos,  y  el  informante  ha 
estado  en  ella  algunas  veces. 

»Todas  estas  naciones  casi  dan  clamores  por  el  agua  del  santo  Bau- 
tismo, que  á  los  fieles  obreros  del  Evangelio  lastiman  el  corazón,  y  aun- 
que desde  el  colegio  de  Quito  se  han  enviado  en  varios  tiempos  algunos 
padres  á  muchas  de  estas  provincias,  de  cuyos  trabajos  han  resultado 
muchos  pueblos  de  cristianos  y  que  hoy  goza  V.  M.,  y  sazonádose  tanto 
la  mies  en  algunas,  que  ellas  mismas,  con  las  noticias  de  estas  misiones, 
han  salido  á  pedir  el  Bautismo;  con  todo,  no  se  consigue  tanto  fruto  como 
se  debía,  por  ser  estas  misiones  como  de  paso,  gastando  más  en  el  viaje 
de  ida  y  vuelta,  que  en  la  asistencia,  por  la  distancia  del  único  colegio 
que  hay  en  Quito,  para  cuyo  remedio  desea  y  procura  la  Compañía  tener 
enlas  partes  referidas,  las  casas  ó  residencias  dichas,  de  las  cuales  entren 
dos  ó  tres  padres,  ciento,  doscientas  ó  más  leguas  de  los  gentiles,  que- 
dando los  otros  dos  ó  tres  trabajando  fuera  con  un  superior  que  cuide  de 
todos  en  lo  espiritual  y  temporal,  y  á  sus  tiempos  llamen  á  los  unos  para 
que  descansen  y  respiren  del  continuo  trabajo,  y  envíen  á  los  otros  de  re- 
fresco á  la  labor  evangélica,  pudiendo  también  socorrerlos  con  algún 
bastimento  para  alivio,  de  cuando  en  cuando,  de  las  comidas  groseras  de 
los  bárbaros,  y  lo  demás  necesario,  como  harina  para  hostias  y  vino  para 
celebrar,  á  todo  lo  cual  no  puede  acudir  un  sólo  colegio  de  Quito  y  tan 
distante.» 

«Para  esta  representación  y  remedio  de  tan  grande  mal  se  vio  obli- 
gada la  provincia  del  Nuevo  Reino  y  Quito  á  juntar  una  congregación 
aun  antes  del  tiempo  ordinario  para  elegir  un  procurador  general  que 
con  la  diligencia  y  cuidado  que  pide  negocio  tan  grave,  suplique  á  vues- 
tra majestad,  como  lo  hace  con  todo  encarecimiento,  se  sirva  conforme 
á  su  acostumbrada  piedad  y  santo  celo,  de  dar  á  la  Compañía  para  el  in- 


Libro  I.— Capítulo  XIII  41 

tentó  referido  la  dicha  licencia  para  que  tenga  en  algunas  partes  de 
aquel  reino  más  vecinas  á  aquel  paganismo,  algunas  casas  ó  residencias 
de  asiento,  donde  siquiera  estén  media  docena  de  padres  misioneros  para 
más  permanencia  en  el  fruto  de  sus  gloriosos  trabajos,  con  que  sea  Dios 
Nuestro  Señor  más  glorificado,  V.  M.  más  servida  y  la  Compañía  se  dé 
por  muy  premiada  con  que  V.  M.  la  ponga  en  ocasión  de  hacerle  mayo- 
res servicios  y  ganarle  más  almas  para  Dios,  que  ha  sido  y  es  el  blasón 
de  los  gloriosos  intentos  de  V.  M.  en  la  conquista  de  aquel  nuevo  mundo 
de  las  Indias.» 

Un  memorial  tan  convincente  y  circunstanciado,  y  que  todo  él  era 
muy  conformé  á  las  entrañas  piadosas  del  grande  rey  Felipe  IV,  ¿quién 
creyera  que  había  de  hallar  oposiciones  en  la  corte?  Pero  muchas  veces 
lo  más  conveniente  suele  tener  mayores  dificultades,  por  lo  cual  se  vio 
precisado  el  padre  Fuentes  á  disponer  otro  memorial  más  extenso  para 
informar  más  á  la  larga  al  Real  Consejo  de  Indias,  y  allanar  las  dificul- 
tades que  encontraba  en  condescender  con  las  súplicas  de  la  Compañía. 
Hízolo  fácilmente,  por  no  ser  de  momento  las  razones  que  exponían  los 
ministros.  Era  la  principal  de  todas,  y  que  hacía  más  fuerza  en  dicho 
Consejo,  que  no  convenía  gravar  las  ciudades  y  lugares  de  indios  con 
nuevas  fundaciones  de  religiones.  Así  se  engañan  los  hombres  de  mayo- 
res talentos,  aun  cuando  desean  acertar,  por  la  falta  de  conocimiento 
práctico  de  las  materias  sobre  que  se  deben  tomar  las  convenientes  pro- 
videncias, si  es  que  acaso  no  se  mezclaban  en  este  negocio  algunos  ocul- 
tos intereses  y  pasiones  solapadas  de  algunos  particulares,  como  sucede 
frecuentemente  en  las  Cortes  y  Consejos. 

Como  quiera  que  esto  fuere,  el  procurador  enviado,  como  práctico  de 
las  tierras  de  las  Indias,  deshizo  fácilmente  las  razones  que  alegaban, 
haciendo  evidencia  al  Consejo  de  la  nulidad  de  los  inconvenientes  que  se 
proponían.  Y  en  particular  respondió  al  mayor  de  todos,  que  no  debía 
nivelarse  la  grande  anchura  y  extensión  de  las  tierras  de  Indias  con  la 
estrechura  de  las  de  España,  en  donde  no  sin  causa  se  había  puesto  modo 
y  tasa  en  las  nuevas  fundaciones  de  religiosos  por  la  multitud  y  diversi- 
dad de  religiones  que  se  contaban  en  solas  doscientas  leguas  de  travesía 
que  tendría  toda  España.  Pero  que  en  las  Indias  sería  la  longitud  de  tres 
mil  leguas,  de  manera  que  algunos  particulares  lugares  gozaban  de  tan 
dilatada  comarca  como  toda  España  junta.  Fuera  de  esto,  en  la  América, 
eran  solas  cinco  religiones  las  que  habían  pasado  del  Continente  á  las 
Indias  y  hecho  allá  sus  establecimientos,  y  aun  éstas  no  se  hallaban  en 
muchas  ciudades  y  en  otras  sólo  tenían  un  convento. 

Añadió  que  no  se  podían  ni  debían  estrechar  las  fundaciones  de  reli- 
giosos, y  mucho  menos  si  eran  pedidas  y  deseadas  para  la  utilidad  de  los 
pueblos,  siendo  tanta  y  tan  sabida  á  todos  la  necesidad  de  la  enseñanza, 
en  donde  no  estábala  fe  tan  arraigada  como  lo  estaba  en  España.  Que 
no  importaba  el  que  fuesen  algunos  lugares  y  aun  ciudades  de  trescien- 
tos ó  cuatrocientos  vecinos,  porque  sobre  este  número,  en  realidad  pe- 


42  Misiones  del  Marañón  Español 

queño,  tenían  más  de  ocho  ó  diez  mil  indios  dentro  de  su  recinto,  y  otro» 
tantos  á  lo  menos  en  su  distrito,  los  cuales,  sin  la  continua  instrucción  y 
no  interrumpida  enseñanza,  quedarían  tan  bárbaros  y  brutos  como  fue- 
ron hallados  en  el  tiempo  de  la  conquista,  Y  si  se  miraba  al  fin  principal 
para  que  enviaba  S.  M.  misioneros  á  Indias,  era  constante  al  mundo 
todo,  que  no  había  otros  en  aquéllas  que  cumpliesen  con  este  ministerio, 
sino  los  religiosos,  á  quienes  se  debían  todas  las  provincias  ganadas  para 
Dios. 

Concluyo,  finalmente,  con  que  entre  todas  las  religiones  nunca  sobra- 
ba la  Compañía  para  la  enseñanza  de  la  juventud,  y  que  en  los  reinos 
del  Perú  y  de  Granada  parecía  del  todo  necesaria  para  la  mucha  genti- 
lidad que  se  descubría,  y  que  no  hacían  poco  las  otras  sagradas  religio- 
nes en  mantener  la  fe  católica  en  los  pueblos  ya  reducidos  y  formados, 
en  donde  estaban  las  doctrinas  puestas  á  su  cuidado.  Pero  siendo  tantos 
los  gentiles  que  hacia  todas  partes  se  iban  hallando,  eran  precisos  nue- 
vos operarios  para  romper  y  cultivar  tan  dilatados  campos  y  plantar  la 
semilla  de  la  religión  católica  en  bosques,  selvas  y  montañas  retiradas 
del  trato  de  los  españoles  y  de  los  indios  reducidos. 

Vista  la  fuerza  de  razones  tan  justas  y  conformes  al  pecho  católico  de 
Felipe  IV,  fué  S,  M.  servido  de  conceder  licencia  para  que  en  dos  luga- 
res ó  ciudades,  las  más  convenientes  al  juicio  vle  la  Real  Audiencia  de 
Quito  y  de  su  ilustrísimo  prelado,  fundase  la  Compañía  dos  casas  ó  cole- 
gios para  el  efecto  de  las  misiones  en  las  tierras  de  los  gentiles,  como  lo 
ordenó  por  cédula  de  12  de  Marzo  del  año  de  1633.  Habida  esta  licencia, 
salió  luego  el  procurador  de  la  corte  de  Madrid  y  llegó  con  un  refuerzo 
de  obreros  evangélicos  á  su  provincia  de  Quito,  porque  los  deseos  gran- 
des de  dar  calor  á  la  fundación  de  colegios,  medio  necesario  para  reme- 
diar tanta  almas  con  el  agua  saludable  del  santo  Bautismo,  no  le  permi- 
tieron que  se  detuviese  por  más  tiempo. 


CAPITULO  XIV 

FUNDAN  LOS  JESUÍTAS  UN  COLEGIO  EN  LA   CIUDAD  DE  CUENCA 


Fué  recibido  el  padre  Francisco  Fuentes  en  la  ciudad  de  Quito  con 
mucho  contento  y  alegría  de  sus  hermanos,  así  por  los  nuevos  operarios 
que  traía  consigo,  como  por  la  real  cédula  de  S.  M.,  en  que  se  concedía 
á  la  Compañía  el  hacer  dos  establecimientos  en  los  sitios  más  oportunos 
para  la  reducción  de  los  infieles.  Vista  la  cédula  de  la  Real  Audiencia  en 
Quito,  conferido  el  negocio  con  el  señor  obispo,  y  pedido  parecer  á  los 
superiores  de  la  Compañía,  se  determinó  de  común  acuerdo  que  funda  - 
sen  los  padres  dos  colegios,  el  uno  en  Popayán,  ciudad  rica  de  buen  suelo 


Libro  1.— Capítulo  XIV  43 

y  de  un  clima  saludable,  la  cual  por  su  situación  ventajosa  ofrecía  en- 
trada cómoda  á  los  Paeces  y  otras  muchas  naciones  confinantes;  el  otro 
en  la  ciudad  de  Cuenca,  como  cercana  á  la  grande  nación  de  Gibaros  y 
escala  proporcionada  para  pasar  al  Marañón,  y  que  con  sus  muchos  ríos 
tenia  comunicación  con  los  indios  Mainas. 

Dejando  aparte  la  fundación  de  Popayán,  que  se  concluyó  en  pocos 
años,  en  donde  el  mucho  fruto  que  desde  allí  cogieron  los  de  la  Compa- 
ñía en  las  naciones  bárbaras,  mostró  el  mucho  agrado  de  Dios  de  la  fun- 
dación del  colegio;  diremos  algo  del  establecimiento  que  hicieron  los 
padres  en  Cuenca  para  el  paso  á  la  provincia  de  Mainas  y  para  la  re- 
ducción de  los  Gibaros,  cuya  conquista  se  procuró  con  el  tiempo  por  los 
misioneros  de  Marañón.  Envió  de  su  mano  el  padre  Francisco  Fuentes, 
siendo  ya  viceprovincial  de  Quito  por  los  años  de  1637,  á  dos  sujetos  de 
grande  celo  y  prudencia  para  que  procurasen  establecerse  en  la  ciudad 
de  Cuenca.  Eecibiéronlos  con  gusto  sus  vecinos  y  se  tuvieron  por  dichosos 
en  lograr  algunos  padres  que  hubiesen  de  vivir  de  asiento  en  sus  pueblos. 
Fué  tanto  más  gustoso  el  recibimiento,  cuanto  eran  más  de  su  cariño  los 
padres  enviados  á  la  fundación,  porque  así  el  padre  Cristóbal  de  Acuña, 
que  iba  de  rector,  como  el  padre  Francisco  de  Figueroa  que  le  acompa- 
ñaba, eran  personas  conocidas  en  el  reino,  no  sólo  por  su  virtud  y  letras, 
sino  también  por  la  nobleza  de  su  sangre.  Circunstancia  que  hace  más 
visible  y  estimable  en  los  ojos  de  los  seglares  la  pobreza  voluntaria  y 
suele  dar  mucho  realce  á  los  ministerios  apostólicos. 

Hecha  la  fundación,  aunque  pobremente,  se  aplicaron  los  padres  al 
cultivo  de  los  españoles  y  á  la  instrucción  de  los  indios.  Es  verdad  que 
duró  poco  la  junta  de  los  dos  jesuítas  en  el  nuevo  colegio,  porque  á  poco 
tiempo  de  la  fundación  fué  llamado  el  padre  Cristóbal  de  x^.cuña,  de  la 
obediencia,  para  otro  empleo  de  mayor  utilidad  para  las  misiones  del  Ma- 
rañón, como  veremos,  y  cargó  todo  el  peso  de  la  ciudad  y  de  los  indios 
sobre  el  padre  Figueroa.  Aquí  vio  muy  cumplidos  sus  deseos,  que  eran 
de  perfeccionarse  en  la  lengua  general  del  Inga  con  el  trato  y  comuni- 
cación con  los  indios,  para  pasar,  maestro  en  ella,  á  las  misiones  de  Mai- 
nas que  tenía  en  el  corazón.  Predicaba  fervorosamente  en  la  lengua  de 
los  españoles  á  los  vecinos  de  Cuenca,  y  en  la  del  Inga  á  sus  indios,  y  con 
ser  tan  numerosa  la  ciudad,  que  en  dos  parroquias  que  había,  contaba  seis 
mil  personas,  y  con  tener  dentro  de  sí  un  número  muy  considerable  de 
indios,  á  todos  atendía,  de  manera  que  uno  de  los  párrocos,  el  licenciado 
D.  Juan  de  Morantes,  decía  abiertamente:  «Mientras  el  padre  Francisco 
de  Figueroa  ejerza  sus  ministerios  en  Cuenca,  no  tendré  el  más  leve  es- 
crúpulo de  que  no  estén  bien  apacentadas  mis  ovejas.»  Así  se  ensayaba 
este  varón  apostólico  para  las  largas  y  penosas  misiones  que  le  espera- 
ban y  se  consolaba  entre  tanto  con  estar  á  la  puerta  de  ellas  para  en- 
trar cuando  se  abriese. 

No  parece  que  se  podía  haber  escogido  sitio  más  oportuno  y  ventajoso 
para  la  reducción  de  un  número  casi  infinito  de  gentiles  y  para  el  fomen- 


44  Misiones  del  Marañón  Español 

to  de  las  misiones  que  el  de  la  ciudad  de  Cuenca,  porque  fuera  de  ser  su 
planta  hermosa,  grande  su  fertilidad  y  las  frutas  regaladas,  tiene  la 
ventaja  de  ser  como  la  puerta  por  donde  se  ha  de  entrar  en  muchas  na- 
ciones por  estar  colocada  entre  dos  ríos  apacibles,  uno  que  llaman  Mata- 
dero y  otro  Machangara,  de  donde  se  puso  á  la  ciudad  la  advocación  de 
Santa  Ana  de  los  Ríos.  En  la  junta  de  aquellos  dos  que  cercan  la  ciudad, 
se  unen  otros  dos  de  igual  caudal  y  grandeza,  que  son  el  Duncay  y  el 
Tarque,  y  de  todos  cuatro  sale  un  río  que  á  media  legua  de  las  juntas  es 
mayor  que  el  Tajo,  Xarama  y  Guadiana  juntos.  A  cuatro  ó  cinco  leguas 
de  su  curso  recibe  el  de  los  Azogues  y  el  nombrado  de  Santa  Bárbara, 
que  vienen  de  los  valles  fecundos  de  Gualaveo.  De  manera  que  al  entrar 
en  el  valle  Paute  es  ya  navegable,  y  tan  diferente  río  de  lo  que  parece  á 
los  principios,  que  muda  hasta  el  nombre  y  se  llama  Paute,  del  mismo 
valle  por  donde  se  dilata .  Por  este  rio  se  entra  á  tres  ó  cuatro  jornadas 
en  la  provincia  de  los  Gibaros,  de  tanto  nombre  en  las  Indias  por  el  mu- 
cho oro  que  dicen  hallarse  en  las  playas  del  Paute,  que  es  persuasión 
común  ser  aquellas  tierras  las  más  ricas  de  minerales  entre  todas  las 
descubiertas  desde  Quito. 

A  esta  persuasión  de  las  gentes,  mucho  conduce  un  cerro  que  se  halla 
en  aquellos  países  y  se  llama  Supayurcu  ó  cerro  del  demonio,  que,  según 
sus  tradiciones  antiguas,  es  muy  rico  y  abundante  en  oro.  Contaré  un 
caso  que,  puesto  que  á  mí  me  huele  á  fabuloso,  no  me  atrevo  á  despre- 
ciarle por  ser  voz  al  parecer  constante  en  la  ciudad  de  Cuenca  de  padres 
á  hijos.  Tiene  este  levantado  cerro  dos  valles  colaterales.  En  uno  de  ellos, 
que  es  abundante  de  trigo,  tenía  su  hacienda  un  español,  natural  de  Ex- 
tremadura, y  se  dice  que  una  mañana  se  halló  sin  pensar  con  un  paisano 
suyo  y  comió  hogazas  recientes  de  su  tierra.  El  caso  lo  cuentan  de  esta 
manera:  afligido  en  España  de  la  mucha  pobreza  un  extremeño,  y  vién- 
dose á  punto  de  desesperación,  se  le  apareció  el  demonio,  aunque  en  dis- 
fraz, y,  comunicados  sus  intentos,  le  dijo  el  maligno:  ¿quieres  que  te  lleve 
á  un  monte  niuy  abundante  de  oro  en  que,  á  poco  trabajo,  puedas  tener- 
le?—Sí,  respondió  el  extremeño;  y  disponiéndose  para  seguir  al  diablo 
por  la  noche,  cogió  unas  hogazas.  Luego  se  halló  adormecido  y,  volvien- 
do en  sí  cuando  ya  amanecía,  se  vio  en  las  faldas  de  un  monte  sin  saber 
qué  tierras  eran  aquellas  que  pisaba;  fué  bajando  poco  á  poco  y  vino  á 
dar  con  la  estancia  de  su  paisano  que,  conociendo  ser  chapetón  (que  así 
llaman  á  los  recién  idos  de  España),  le  convidó  á  almorzar.  Sacó  el  hués- 
ped de  la  alforja  sus  hogazas,  y  poniéndolas  á  la  mesa  reconoció  el  otro 
que  eran  traídas  recientemente  de  España,  y  apretando  sobre  esto  á  su 
compatriota,  conoció  el  misterio,  sacando  los  dos  en  limpio,  que  todo  este 
enredo  había  sido  por  obra  del  demonio.  De  aquí,  dicen,  que  se  puso  á  los 
principios  al  monte  el  nombre  de  Supayurcu  que  quiere  decir  cerro  del 
demonio,  porque  Supay,  en  lengua  del  Inga,  significa  demonio,  j  Urcú 
viene  á  ser  lo  mismo  que  cerro  ó  monte.  Pero  sea  lo  que  fuere  de  esta  tra- 
dición de  los  de  Cuenca,  y  de  la  firme  persuasión  del  mucho  oro  de  los 


Libro  I. — Capítulo  XV  45 

Gibaros,  lo  cierto  es,  que  en  este  tiempo  ya  se  conocían  en  los  contornos 
de  la  ciudad  otros  minerales  más  seguros  de  oro  y  plata,  aunque  sólo  se 
labraban  los  de  oro  en  Zuruma  y  se  empezaban  á  beneficiar  los  de  plata 
en  las  vetas  de  Malal,  poco  distante  de  Cuenca. 


CAPITULO  XV 

BAJAN   DOS   PADRES   DE.  LA   COMPAÑÍA   AL   MARAÑÓN 

Parece  que  la  Divina  Piedad,  como  á  dos  manos,  disponía  que  entrase 
la  luz  del  Evangelio  en  los  obscuros  montes  del  Marañón,  valiéndose  de 
religiosos  y  seglares,  de  las  armas  y  de  la  predicación  para  entablar  la 
grande  obra  que  todos  deseaban.  Mientras  el  P.  Francisco  Fuentes  había 
trabajado  por  su  parte,  como  vimos,  para  abrir  entradas  á  la  conversión 
de  los  gentiles,  y  se  había  dispuesto  y  efectuado  la  fundación  en  Cuenca, 
D.  Diego  de  Vaca  y  Vega,  gobernador  de  los  Mainas,  no  se  había  des- 
cuidado en  su  empresa  y  tenía  en  buen  estado  y  disposición  aquella  pro- 
vincia. Entró  á  los  Mainas  con  sesenta  escogidos  españoles  y  les  propuso 
el  fin  y  motivos  de  su  entrada  que  se  reducía  a  que,  como  ministro  de  su 
majestad  católica  venía  á  tomarlos  en  su  nombre  debajo  de  su  amparo  y 
protección,  si  querían  reconocer  por  su  soberano  al  rey  de  las  Españas 
y  le  prometían  fidelidad,  obediencia  y  sujeción.  Respondiendo  los  Mainas 
que  en  todo  venían  y  aun  se  tenían  por  dichosos  en  ser  subditos  j  vasa- 
llos de  tan  poderoso  monarca,  tomó  posesión  D.  Diego  de  todas  aquellas 
tierras  en  nombre  de  su  majestad  con  las  formalidades  necesarias. 

Trató  después  de  elegir  sitio  para  la  fundación  de  una  ciudad,  y  no 
pareciendo  á  los  españoles  que  le  acompañaban  el  fundarla  en  el  centro 
de  las  tierras  de  los  indios,  por  no  quedar  expuestos  á  alguna  sorpresa, 
volvieron  todos  con  gran  trabajo  contra  las  corrientes  del  río  Marañón 
hasta  el  principio  de  la  provincia.  Aquí,  en  un  sitio  llamado  Pongo,  en- 
frente de  un  cerro  dicho  Manzanique,  descubrieron  unas  tierras  altas 
que  presentaban  una  llanura  extendida  y  hermosa  para  la  fundación  de 
la  ciudad  y  para  las  sementeras  que  parecían  necesarias  para  el  susten- 
to de  un  vecindario  numeroso.  No  faltaban  buenas  aguas  por  la  parte  de 
tierra,  ni  camino  por  la  boca  de  una  quebrada  ó  torrente  en  que  ideaban 
también  hacer  su  puerto  al  Marañón  con  todas  las  comodidades  necesa- 
rias. Viene  á  ser  el  Pongo  un  canal  ó  estrecho  como  de  50  varas  de  ancho 
y  tres  leguas  de  largo,  por  donde  corren  las  aguas  con  una  precipitación 
tan  grande,  que  pasan  las  canoas  sin  remos,  como  si  fueran  saetas,  y  es 
necesaria  mucha  destreza  y  prontitud  para  evitar  con  varas  largas  el 
choque  de  los  peñascos  con  cuyo  golpe  se  hicieran  pedazos.  Cuando  es 
feliz  el  paso,  en  un  cuarto  de  hora  se  atraviesan  las  tres  leguas  y  en  un 
abrir  y  cerrar  de  ojos  sale  del  susto  el  navegante  que  por  lo  regular  en- 
tra con  miedo  por  tan  peligroso  canal. 


46  Misiones  del  Marañón  Español 

Al  salir  del  Pongo  eligieron  el  sitio  para  la  nueva  ciudad,  pero  halla- 
ron grandes  dificultades  en  la  ejecución,  porque  todo  el  pais  era  de  arbo- 
leda gruesa  y  de  bosques  enmarañados  y  era  necesario  abrir  campo  con 
hachas  é  instrumentos,  no  sólo  para  la  capacidad  de  un  pueblo  des- 
ahogado, sino  para  las  sementeras  y  heredades.  Sorprendió  á  los  nueva- 
mente entrados  la  calidad  de  la  tierra,  donde  no  podian  valerse  de  ara- 
dos y  no  podían  excusar  el  molesto  y  prolijo  trabajo  de  desmontar  á  puno 
y  brazo  el  sitio  necesario  para  casas,  calles,  plazas  y  huertos,  y  para 
sembrar  á  lo  menos  el  maiz  necesario  para  sustentarse.  Grecia  la  dificul- 
tad por  no  ser  por  lo  común  gente  hecha  al  manejo  de  hachas  y  mucho 
menos  á  un  modo  tan  pesado  de  trabajar  y  layar  la  tierra.  Viéndolos  el 
gobernador  acobardados,  los  animó  con  palabras  y  con  el  ejemplo,  y  dio 
en  un  pensamiento  que  facilitó  mucho  el  modo  de  adelantar  la  obra  y 
concluirla  en  poco  tiempo.  Señaló  á  cada  familia  un  sitio  determinado 
para  armar  casa  y  formar  su  huerto,  poniendo  entre  unos  y  otros  linde- 
ros fijos  y  mojones  señalados.  Con  esta  sabia  providencia  se  evitaron  dis- 
cordias, pretensiones  y  pleitos,  puesto  cada  uno  en  la  posesión  de  su  te- 
rreno y  atendiendo  cada  familia  al  suelo  que  la  tocaba,  se  fué  formando 
suavemente  la  ciudad,  que  llegó  á  concluirse  en  el  año  de  1634. 

Dio  el  gobernador  á  la  ciudad  la  advocación  de  S.  Francisco  de  Borja, 
ó  por  hacer  este  obsequio  al  príncipe  de  Esquilache,  D.  Francisco  de 
Borja,  descendiente  del  Santo,  que  le  había  concedido  la  conquista,  ó  por 
la  devoción  especial  que  ya  profesaba  desde  entonces  á  San  Borja.  Y  es 
cosa  bien  digna  de  reparar  que  ilustrase  este  varón  esclarecido  por 
tantos  años  aquella  ciudad  con  el  epíteto  de  Santo  antes  de  ser  colocado 
por  la  Iglesia  en  el  catálogo  de  los  Santos;  pues  el  padre  Rodríguez,  que 
escribió  su  «Historia  de  Marañón»  muchos  años  antes  de  su  canonización, 
apellida  la  ciudad  fundada  con  el  título  de  San  Francisco  de  Borja.  Era 
ya  mucha  la  devoción  que  profesaban  al  Santo  aquellas  gentes  retiradas 
de  la  Europa  y  le  miraban  desde  entonces  como  el  Apóstol  de  la  x\mé- 
rica,  no  de  otra  suerte  que  llamamos  todos  á  San  Gregorio  Apóstol  de 
Inglaterra.  Y  parece  que  el  cielo  quiso  glorificar  al  Santo  en  aquellas 
tierras  y  confirmar  el  nombre  de  Apóstol  de  las  Indias  Occidentales,  por- 
que no  sólo  dispuso  que  Borja  enviase  á  sus  hijos  espirituales  en  Cristo  á 
la  conversión  de  aquel  Nuevo  Mundo,  sino  hizo  también  que  sus  mismos 
descendientes  según  la  carne,  contribuyesen  por  su  parte  á  la  reducción 
de  muchísimos  gentiles.  Porque  si  el  príncipe  de  Esquilache  dio  la  licen- 
cia y  facultad  para  que  se  abriese  la  puerta  al  gran  río  Marañón,  como 
hemos  visto,  otro  descendiente  de  San  Borja,  presidente  de  Santa  Fe  en  el 
nuevo  reino  de  Granada,  D.  Juan  de  Borja,  procuró  con  todas  sus  fuerzas 
la  conquista  del  Chocó  y  de  otras  naciones;  y  dio  mucho  en  que  entender 
á  todos  en  el  tiempo  de  su  presidencia  un  prodigio  y  milagro  bien  autén- 
tico de  un  lienzo  de  San  Francisco  de  Borja,  que  sudó  repetidas  veces  en 
la  ciudad  de  Tunja.  Ya  fuese  para  animar  á  sus  hijos  á  los  sudores  y  fa- 
tigas del  apostolado  entre  aquellas  gentes  ó  ya  para  significar  á  nuestro 


Libro  I.— Capítulo  XV  47 

tosco  modo  de  entender,  el  peso  y  fatiga  que  tomaba  en  la  protección  de 
tanto  gentilismo  como  tenía  á  su  cuidado. 

Acabada  la  fábrica  de  la  ciudad,  eligió  luego  el  gobernador  ayunta- 
miento; nombró  regidores  y  demás  oficiales,  hizo  elegir  alcaldes  ordina- 
rios, dio  títulos  de  capitanes,  alféreces  y  de  otros  oficios  de  milicia,  aten- 
diendo á  los  méritos  y  dignidad  de  las  personas,  y  declaró  á  todos  los 
vecinos  por  soldados  milicianos  con  obligación  de  servir  á  su  majestad 
en  las  expediciones  ocurrentes  de  conquistas  de  gentiles.  Últimamente 
repartió  la  nación  Maina  en  24  encomiendas  á  favor  de  los  vecinos  de 
más  mérito  y  conforme  á  los  empleos  que  tenian  en  la  nueva  ciudad. 
Para  evitar  los  daños  que  se  pudieran  temer  ó  del  rigor  de  los  señores  y 
amor  de  los  indios,  ó  de  la  pereza  de  éstos  en  trabajar  por  aquéllos,  de- 
claró lo  que  pedían  las  encomiendas  de  unos  con  otros,  que  se  reducía  á 
que  debiesen  los  indios  ayudar  á  sus  amos  en  el  trabajo  de  hacer  ó  repa- 
rar sus  casas,  de  disponer  las  sementeras  y  de  mantener  con  pesca  y  caza 
á  la  familias. 

Arreglados  de  esta  manera  los  derechos  de  las  encomiendas  con  con- 
sentimiento de  las  partes,  nada  parece  que  faltaba  para  la  felicidad  y 
aumento  de  la  ciudad  y  para  disponerse  á  la  conquista  de  otras  naciones; 
mas  poco  duró  la  nueva  inteligencia  entre  los  españoles  y  Mainas,  por- 
que la  práctica  difícil  de  las  leyes  de  las  encomiendas,  siempre  expues- 
tas á  discordias  y  disensiones,  lo  turbó  todo,  no  permitiendo  en  la  ciudad 
calma,  tranquilidad  y  sosiego.  Es  verdad  que  ayudó  mucho  á  las  altera- 
ciones la  calidad  de  la  tierra,  que  no  daba  lugar  á  otro  género  de  sus- 
tento que  el  que  usaban  los  indios  de  alguna  caza  ó  pesca. 

Los  vecinos  de  Borja  hicieron  repetidas  pruebas  de  entablar  crías  de 
ganado  vacuno  y  ovejuno  para  la  subsistencia.  No  probaban  mal  á  los 
principios;  pero  como  no  había  más  campo  abierto  que  el  que  se  disponía 
á  fuerza  de  brazos  y  trabajo  muy  pesado,  y  por  el  vicio  del  país  brotaba 
luego  ramazón  y  maleza,  que  ahogaba  la  hierba,  paraba  luego  en  bos- 
que inútil  y  de  ningún  provecho.  Cansados  de  porfiar  sin  fruto  en  mante- 
ner sitios  limpios  de  arboleda  para  sustento  del  ganado,  se  hubieron  de 
contentar  de  conservar  pocas  vacas  para  leche  y  para  recurso  en  los 
mayores  aprietos,  y  ya  desengañados  se  acomodaron  al  modo  que  tenían 
de  mantenerse  los  indios.  Toda  la  carga  del  sustento  de  la  ciudad,  cayó 
sobre  estos  miserables  que,  hechos  antes  á  vivir  á  sus  anchuras  y  liber- 
tad, sin  que  los  apremiase  ninguno,  llevaban  muy  á  mal  aquella  dura 
sujeción  de  emplear  los  días  enteros  en  buscar  caza  y  pesca  para  las  fami- 
lias. Allegábase  á  esto  el  trato  duro  y  áspero  de  los  encomenderos,  que 
los  trataban  como  á  esclavos,  sin  que  fuese  parte  para  mitigar  tanto  ri- 
gor y  ponerlo  en  razón  toda  la  vigilancia  y  autoridad  del  gobernador 
mismo.  Últimamente  entre  el  párroco  secular  que  tenía  á  su  cargo  la  ciu- 
dad y  enseñanza  de  los  Mainas,  y  entre  los  señores  de  las  encomiendas, 
eran  continuos  los  pleitos  y  disensiones  por  no  dar  lugar  á  los  indios  á 
que  viniesen  á  la  doctrina  y  fuesen  instruidos  en  los  misterios  de  nuestra 


48  Misiones  del  Marañón  Español 

santa  fe;  porque  como  muchos  de  los  Mainas  estaban  bien  distantes  de 
la  ciudad,  si  asistían  á  la  doctrina  cristiana  los  días  señalados,  no  podían 
en  esos  trabajar  para  sus  amos.  De  aquí  nacía  que  los  indios  estaban  en 
la  misma  ignorancia  de  las  cosas  de  la  fe  en  que  les  encontraron  los  espa- 
ñoles, y  que  la  ciudad,  estragada  en  las  costumbres  con  tantas  discor- 
dias y  altercaciones,  se  viese  desde  luego  en  términos  de  acabarse  aún 
antes  que  comenzara. 

En  situación  tan  triste  y  estado  tan  lastimoso,  pensaba  mucho  el  go- 
bernador sobre  el  medio  eficaz  de  remediar  tantos  desórdenes  y  violen- 
cias, y  asegurar  su  reputación  en  la  empresa  comenzada.  Bien  veía  que 
su  autoridad  no  bastaba  para  dar  algún  asiento  en  cosas  tan  alteradas, 
porque  no  se  daba  lugar  al  respeto,  no  se  hacía  caso  de  la  razón,  ni  la 
dureza  de  los  españoles  cedía  á  casi  necesarios  movimientos  de  com- 
pasión con  los  pobres  indios.  Dio,  finalmente,  en  el  pensamiento  de  lia 
mar  en  su  ayuda  á  los  jesuítas,  cuya  prudencia,  buen  trato  y  celo  de  las 
almas  creía  ser  el  único  medio  de  sosegar  los  ánimos  de  los  vecinos,  de 
instruir  á  los  Mainas  y  concordar  las  voluntades  de  los  españoles  y  de  los 
indios.  Salió  á  la  ciudad  de  Quito  con  este  pensamiento,  y  expuso  á  los  su- 
periores de  la  Compañía,  al  señor  presidente,  á  la  Real  Audiencia  y  al 
señor  obispo  sus  motivos  y  pretensiones.  Tuvo  que  vencer  algunas  dificul- 
tades de  parte  de  algunos  ministros,  que  habían  embarazado  poco  antes 
á  los  jesuítas,  como  veremos  en  el  capítulo  siguiente,  otra  misión  seme- 
jante; pero  allanadas  finalmente,  porque  el  Señor  quería  introducir  la 
Compañía  en  el  Marañón,  obtuvo  una  provisión  real  de  la  Audiencia  en 
que  se  encargaba  á  los  padres  de  la  Compañía  la  conversión  de  los  gen- 
tiles, pertenecientes  al  gobierno  de  Borja,  que  se  declaraba  como  misión 
suya,  sin  que  pudiese  algún  otro  introducirse  en  toda  la  extensión  del 
gobierno. 

En  fuerza  de  la  provisión,  el  señor  presidente,  como  vice  patrón,  nom- 
bró para  el  curato  de  Borja  al  P.  Gaspar  Cuxía  á  quien  propuso  el  pro- 
vincial para  el  empleo,  como  persona  de  gran  prudencia  y  juicio  y  de 
mucha  experiencia  en  el  trato  con  los  indios,  por  haber  misionado  en  los 
Paeces.  Dióle  la  colación  el  obispo  y  se  aplicó  por  ambos  fueros,  dicho 
curato  á  la  Compañía  para  escala  y  fomento  de  las  misiones  que  espera- 
ban ver  con  el  tiempo  fiorecientes  en  el  río  Marañón.  Y  á  esta  causa  le 
dieron  por  compañero  al  P.  Lucas  de  la  Cueva,  que  venido  de  España 
había  comenzado  á  trabajar  con  mucho  fruto  en  el  colegio  de  Quito,  y 
dado  muestras  de  paciencia  en  los  trabajos,  y  de  corazón  en  los  peligros. 
Dispuestas  las  cosas  conforme  á  las  ideas  y  pretensiones  del  gobernador 
Vaca,  él  mismo  quiso  ser  el  conductor  de  los  padres  hasta  la  ciudad  de 
Borja,  aunque  es  verdad  que  el  viaje,  como  todos  los  demás  que  se  hicie- 
ron por  casi  cien  años,  se  hizo  á  expensas  de  la  Compañía,  que  éstas  son  y 
fueron  las  proclamadas  minas  que  tantos  caudales  acarrearon  al  colegio 
de  Quito.  Tomaron  el  camino  por  la  ciudad  de  Loja,  patria  del  goberna- 
dor; de  aquí  pasaron  á  Jaén,  desde  donde  tiraron  al  sitio  que  llaman  el 


Libro  I.— Capitulo  XVI  49 

Embarcadero.  Caminaron  después  río  abajo  en  sus  canoas,  y  pasado  fe- 
lizmente el  rapidísimo  Pongo,  por  la  industria  y  destreza  de  los  Mainas 
en  tan  peligroso  paso,  entraron  en  la  ciudad  de  Bor  ja,  el  día  6  de  Fe- 
brero de  1638,  después  del  largo  viaje  de  cincuenta  días.  Aquí  dejaremos 
á  los  dos  misioneros  á  la  vista  del  gran  río  Marañen  contemplando  sus 
dilatadas  orillas,  y  la  muchedumbre  de  gentiles  que  las  habitaban,  hasta 
que  sea  tiempo  de  comenzar  á  referir  sus  fatigas  que  darán  principio  á 
la  misión  de  los  Mainas. 


CAPITULO  XVI 

CÉLEBRE   DEMARCACIÓN   DEL   MARAÑÓN   POR   DOS   JESUÍTAS 

Las  misiones  que  empezó  la  Compañía  por  los  Cofanes  y  Paeces,  re- 
gadas, como  vimos,  con  la  sangre  de  su  primer  apóstol  el  venerable  pa- 
dre Rafael  Ferrer,  dieron  ocasión  ó  motivo  á  una  demarcación  exacta 
del  río  Marañón  que  por  los  años  de  1639  hicieron  los  padres  Cristóbal  de 
Acuña  y  Andrés  de  Artieda  de  la  misma  Compañía.  Parece  que  la  di- 
vina Providencia  quería  luego  descubrir  á  los  misioneros  de  Borja  el 
campo  grande  á  donde  los  había  llamado,  y  darles  entera  noticia  de  las 
infinitas  naciones  que  ponía  á  su  cuidado,  para  que  con  sus  fatigas  y  su- 
dores plantasen  en  ellas  ¿a  única  y  verdadera  fe  de  aquel  Señor  que  ha- 
bía derramado  por  ellas  su  preciosa  sangre.  No  se  olvidó  del  todo  la 
Compañía  de  los  Cofanes,  después  de  la  muerte  de  su  misionero,  y  mucho 
menos  de  los  Paeces,  aunque  tan  salvajes,  y  de  otras  naciones  confinan- 
tes; antes  bien,  extendieron  sus  hijos  por  esta  banda  sus  conquistas,  de 
manera  que  entrado  el  siglo  diez  y  siete,  estaban  ya  en  estado  de  fundar 
un  pueblo  de  indios  Omaguas  en  la  boca  de  un  río  llamado  Aguarico,  que 
hará  con  el  tiempo  mucho  papel  en  esta  historia.  Tenían  además  de  ésta 
dispuestas  otras  naciones  para  hacer  en  aquellas  partes  nuevos  estable- 
cimientos. ¿Pero  qué  estragos  hace  la  codicia,  mala  bestia  y  raíz  de  todos 
los  males?  Había  ya  probado  sus  dientes  en  la  fama  y  crédito  del  vene- 
rable padre  Rafael,  y  ahora  se  ensangrentó  contra  sus  hermanos,  y  cortó 
las  buenas  esperanzas  de  una  lucida  cristiandad  en  la  nación  Omagua, 
una  de  las  mejor  dispuestas  para  recibir  la  luz  del  Evangelio. 

Miraban  algunos  españoles  las  conquistas  de  los  nuestros  como  con- 
trarias á  sus  intereses,  creyendo  que  tantos  indios  se  les  quitaban  á  sus 
negras  encomiendas,  cuantos  ganaban  á  Jesucristo  los  de  la  Compañía, 
celosos  siempre  de  la  libertad  de  aquellos  miserables.  Adelantaron  sus 
manejos  de  manera  que  se  vieron  precisados  los  jesuítas  á  retirarse  de  la 
empresa  y  volver  á  la  ciudad  de  Quito .  Aquí  alegaron  sus  razones,  y 
vencidas  después  de  algún  tiempo  las  dificultades  que  oponían  los  inte- 
resados, tornaron  á  la  comenzada  conquista  con  las  licencias  del  presi- 

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50  Misiones  del  Marañon  Español 

dente  y  obispo  y  con  las  facultades  respectivas  de  las  cabezas  eclesiás- 
tica y  secular.  Al  pasar  por  la  provincia  de  los  Quijos,  que  era  el  cami 
no  único  para  los  Omaguas,  sospechando  el  gobernador  lo  que  intenta- 
ban los  padres,  les  preguntó  sobre  el  destino  que  llevaban  en  su  viaje. 
Mostraron  ellos  prontamente  las  facultades  que  traían  de  Quito,  y  como 
quienes  iban  derechos  delante  de  Dios  y  de  los  hombres,  dijeron  abierta- 
mente la  verdad.  Poco  puede  la  razón  cuando  se  ha  dado  lugar  á  la  ava- 
ricia, y  las  potestades  superiores  en  tierras  tan  distantes  de  la  cabeza  del 
reino  no  se  hacen  esperar  como  en  Europa.  Pie  atrás,  dijo  el  gobernador, 
que  no  estaba  en  términos  de  ceder:  Yo  tengo  órdenes  en  contrario  y  no  puedo 
permitir  el  pasaje.  Cedieron  á  la  violencia  ios  religiosos  y  el  gobernador 
supo  ganar  por  medio  de  algunos  oficiales  á  los  señores  de  la  Real  Au- 
diencia, y  obtuvo  un  despacho  para  reducir  á  encomiendas  las  naciones 
de  los  ríos  Ñapo  y  Aguarico.  Puso  los  ojos  en  los  padres  de  San  Francis- 
co para  que  se  hiciesen  cargo  de  las  conquistas,  persuadido  á  que  con 
estos  religiosos  se  entendería  mejor  para  el  fin  de  reducir  los  indios  á  en- 
comiendas. Así  quieren  los  mundanos  componer  á  Dios  con  el  mundo, 
haciendo  servir  el  Evangelio  á  sus  intereses  y  no  los  intereses  al  Evan- 
gelio . 

En  consecuencia  del  conseguido  despacho,  fué  nombrado  un  capitán, 
llamado  D.  Juan  de  Palacios,  para  que  con  algunos  soldados  acompaña- 
se á  los  misioneros  franciscanos,  que  llegados  el  año  de  1637  á  las  tierras 
de  la  nación  Omagua,  hicieron  una  población  de  esta  gente  y  la  dieron 
el  nombre  de  Ante,  acaso  por  estar  algo  más  arriba  de  la  boca  por  don- 
de desagua  en  Ñapo  el  Aguarico.  No  pareció  del  agrado  del  cielo  esta 
conquista,  tan  violenta  y  tumultuaria,  porque  entendiendo  á  poco  tiem- 
po los  padres  de  San  Francisco  los  bárbaros  designios  de  los  encomende- 
ros, y  viendo  por  otra  parte  que  no  podían  continuar  en  aquellas  tierras 
sin  grave  peligro  de  sus  vidas,  se  retiraron  á  Quito  dos  sacerdotes  de 
cuatro  que  habían  salido  con  otros  dos  frailes  legos.  No  duraron  mucho 
más  en  la  conquista  los  que  habían  quedado,  porque  los  indios  se  mostra- 
ban cada  día  más  descontentos  de  sus  señores  y  parece  que  andaban 
buscando  causa  ó  pretexto  para  sacudir  el  yugo  pesado  de  la  encomien- 
da. Hallaron  luego ,  en  la  inconsideración  del  capitán  Palacios,  que 
dando  un  pescozón  al  hijo  del  cacique,  se  halló  al  punto  rodeado  de 
Omaguas  que,  enristradas  las  lanzas,  le  atravesaron  á  porfía,  y  deján- 
dole tendido  y  muerto  en  el  campo,  se  retiraron  á  los  montes.  Pide  mucho 
modo  el  trato  con  indios  bárbaros,  con  quienes  más  puede  el  ruego  y  la 
buena  manera  que  las  amenazas  y  el  imperio. 

Volviéronse  á  Quito  los  dos  sacerdotes  franciscanos,  mas  los  dos  legos 
fray  Domingo  Brieva  y  fray  Andrés  de  Toledo  (que  así  los  nombra  Rodrí- 
guez en  su  Historia),  se  arrojaron  á  la  empresa  más  ciega  y  temeraria  que 
imaginar  se  puede.  Entraron  con  unos  pocos  soldados  en  una  canoa,  y 
-navegando  por  el  Aguarico  hasta  el  río  Ñapo,  se  dejaron  llevar  de  las 
corrientes  á  Dios  y  á  ventura,  como  dicen,  hasta  encontrar  con  tierras  de 


Libro  I.— Capítulo  XVI  61 

<}ristianos.  Del  Ñapo  vinieron  á  pasar  al  Marañón,  y  sin  saber  por  dónde 
andaban,  llegaron  después  de  muchos  días  de  viaje  al  gran  Para,  dis- 
tante del  sitio  en  donde  se  habían  embarcado,  más  de  mil  leguas  de  ca- 
mino. ¡x\ ventura  sin  duda  tan  singular  y  suceso  tan  improbable  como 
cierto,  atravesar  la  mayor  parte  de  un  río  tan  largo  y  enrevesado  como 
el  Marañón  en  una  embarcación  tan  débil  y  flaca,  y  por  tantas  riberas  de 
gentiles  bárbaros,  con  tanto  peligro  y  riesgo  sin  alguna  desgracia!  Pero 
el  Señor  enderezó  la  jornada  para  los  fines  secretos  de  su  amorosa  Pro- 
TÍdencia  con  las  almas  desamparadas  de  aquel  río. 

Surgiendo  los  navegantes  en  el  gran  Para  fueron  recibidos  con  huma- 
nidad y  agasajo,  esmerándose  los  portugueses  al  verlos  tan  trabajados 
del  viaje,  y  al  oir  contar  la  temeridad  y  aventuras  del  camino,  en  aco- 
gerles con  cariño  y  socorrerles  con  regalos.  Repuestos  ya  los  religiosos 
de  la  jornada,  no  querían  otra  cosa  que  volver  á  Quito,  y  aunque  en  esto 
se  descubrían  muchas  dificultades,  y  no  era  la  menor  el  surcar  un  río  tan 
grande  contra  las  corrientes  poco  sabidas  en  aquellos  tiempos,  pero  el 
genio  portugués,  resuelto  en  los  peligros,  se  ofreció  á  conducir  á  los  es- 
pañoles al  destino  deseado.  Formóse  una  escuadrilla  de  pequeños  vasos 
bien  equipada,  y  subiendo  en  ella  un  capitán  de  valor  y  prudencia,  lla- 
mado D.  Juan  Texeira,  con  algunos  oficiales  y  soldados,  salió  del  Para 
con  los  españoles,  y  tomando  el  río  Marañón,  fué  siguiendo  su  rumbo 
hacia  la  ciudad  de  Quito.  Es  verdad  que  el  portugués  llevaba  también  su 
mira  en  esta  navegación,  queriendo  medir  el  río,  tomando  lenguas  de  los 
españoles  y  observar  atentamente  los  límites  del  dominio  de  Castilla 
para  proporcionar  y  alargar  por  aquellas  partes  sus  conquistas.  El  su- 
ceso mostró  con  el  tiempo  las  intenciones  del  Para,  pues  en  este  viaje 
fundan  los  portugueses  el  dominio  que  pretende  Portugal  sobre  aquel  río, 
por  donde  han  extendido  y  ensanchado  contra  la  línea  divisoria  los  tér- 
minos de  su  corona. 

Llegó  la  escuadra,  como  escriben  los  autores,  á  las  cercanías  de  Quito, 
y  yo  entiendo  que,  dejando  el  río  Marañón  y  subiendo  por  el  Ñapo,  que 
desagua  en  él,  pudieron  acercarse  á  la  ciudad.  Desembarcaron,  á  lo  que 
parece,  hacia  la  desembocadura  del  Guayoya,  en  el  Ñapo,  religiosos  y 
españoles,  y  dejando  el  capitán  Texeira  los  soldados  portugueses  en 
,  guarda  de  la  escuadra,  subió  con  otros  oficiales  suyos  á  Quito,  en  donde 
dio  razón  de  su  comisión  y  viaje,  pidiendo  al  mismo  tiempo  que  se  le 
aviase  con  todo  lo  necesario  para  volver  al  Para.  Agradeció  el  presidente 
y  la  Real  Audiencia  la  bizarría  á  los  portugueses,  y  tomó  tiempo  para 
consultar  al  señor  virrey  que,  conformándose  con  el  parecer  de  la  misma 
Audiencia,  determinó  que  se  le  asistiese  al  portugués  con  todas  las  cosas 
necesarias  para  la  vuelta,  con  sola  la  condición  de  que  llevase  consigo 
dos  españoles,  personas  de  juicio  y  práctica,  que  observasen  bien  el  curso 
y  vueltas  del  Marañón,  y  se  hiciesen  cargo  y  notasen  las  muchas  naciones 
que  habitaban  en  sus  orillas.  Bien  entendido  que  en  llegando  al  Para  se 
debía  dar  lugar  á  los  demarcadores  españoles  en  los  navios  portugueses 


52  Misiones  del  Marañón  Español 

para  que  pasasen  á  Europa,  en  donde  serían  más  útiles  las  noticias  del 
río  que  en  la  ciudad  de  Quito.  En  todo  vino  el  capitán  Texeira  y  se  em- 
pezó á  pensar  en  la  ciudad  sobre  la  elección  de  dos  sujetos  capaces  de 
dar  el  lleno  á  la  comisión. 

No  faltaban  seculares  celosos  del  servicio  de  su  majestad  que,  atre- 
pellando por  todo,  deseaba  cada  uno  ser  de  los  nombrados  para  tamaña 
empresa.  Señalóse,  entre  todos,  para  continuar  en  los  muchos  servicios 
que  había  hecho  al  rey  católico,  D.  Juan  Vázquez  de  Acuña,  caballera 
del  hábito  de  Calatrava,  corregidor  y  teniente  capitán  general  en  la  ciu- 
dad de  Quito,  el  cual  ofrecía  no  sólo  su  persona,  pero  también  su  hacienda 
para  levantar  gente  á  su  costa,  disponer  pertrechos  y  hacer  todos  los 
gastos  necesarios  para  el  viaje.  Mas  no  surtió  efecto  su  liberalidad  y  buen 
deseo,  á  que  se  opuso  constantemente  la  Audiencia,  por  la  mucha  falta 
que  haría  en  la  ciudad  dejando  el  oficio  que  ejercía  con  acierto  y  venta- 
ja de  los  vecinos .  No  quiso  el  Señor  que  deseos  tan  honrados  quedasen 
del  todo  frustrados,  y  así  dispuso  que,  ya  que  no  iba  D.  Juan  á  la  preten- 
dida empresa,  fuese  nombrado  en  su  lugar  el  P.  Cristóbal  de  Acuña,  de 
la  Compañía  de  Jesús,  hermano  suyo,  lo  cual  sucedió  de  esta  manera. 
Viendo  el  licenciado  Melchor  Suárez  de  Poago,  fiscal  de  la  Real  Audien- 
cia, que  estaba  ya  de  partida  el  capitán  y  soldados  portugueses,  y  consi- 
derando, como  fiel  ministro  de  su  majestad,  las  utilidades  sin  ningunos 
inconvenientes,  que  se  podrían  seguir  de  que  dos  religiosos  de  la  Compa- 
ñía de  Jesús  fuesen  en  la  armada  portuguesa,  notando  con  cuidado  (como 
personas  celosas  del  bien  de  ambas  Majestades,  divina  y  humana)  todas 
las  cosas  dignas  de  consideración  en  aquel  río,  y  que  pasasen  con  las  no- 
ticias á  España,  á  dar  cierta  relación  de  todo  en  el  Real  Consejo  de  In- 
dias, ó  al  rey  nuestro  señor  en  su  real  persona;  lo  propuso  como  lo  había 
pensado  en  el  Real  Acuerdo  y,  pareciendo  á  todos  bien  aquella  propues- 
ta, se  le  dio  noticia  de  lo  acordado  al  provincial  de  la  Compañía. 

Tenía  á  la  sazón  este  empleo  el  P.  Francisco  Fuentes  que,  estimando 
la  honra  que  se  hacía  á  la  religión  en  fiar  de  ella  cosa  de  tanta  importan- 
cia, se  holgó  mucho  de  que  por  esta  vía  se  abriese  la  puerta  á  sus  hijos 
para  entrar  á  la  predicación  del  Evangelio  á  tanto  número  de  almas,  á 
quienes  por  camino  más  difícil  había  enviado  otros  dos  padres,  como  con- 
tamos en  el  capítulo  antecedente.  Señaló  en  primer  lugar  para  la  empre- 
sa al  P.  Cristóbal  de  Acuña,  rector  actual  del  Colegio  de  Cuenca,  y  en 
segundo  lugar  al  P.  Andrés  de  Artieda,  maestro  de  teología  en  el  de 
Quito.  Aceptado,  con  estimación  de  la  Audiencia,  el  nombramiento  de  los 
dos  jesuítas,  se  les  dio  amplia  y  honorífica  provisión  para  que  fuesen  en 
compañía  de  Texeira,  demarcasen  el  río,  observasen  el  número  de  na- 
ciones, pasasen  á  España  y  diesen  cuenta,  como  personas  autorizadas  del 
Gobierno,  de  todo  lo  que  juzgasen  conveniente  al  servicio  de  su  majestad. 

Obedeciendo  los  padres  á  lo  que  se  les  mandaba,  se  embarcaron  en  la 
armada  portuguesa  á  16  de  Febrero  de  1639,  y  dieron  principio  al  largo 
viaje  que  duró  diez  meses,  hasta  entrar  en  la  ciudad  del  Para  á  12  de  Di- 


Libro  I.— Capítulo  XVI  53 

ciembre  del  mismo  año.  Después  de  haber  notado  con  particular  cuidado 
todo  lo  que  hallaron  ser  digno  de  advertencia  en  el  río  Marañón,  demar- 
caron con  mucho  acierto  todas  las  alturas,  delinearon  los  montes ,  seña- 
laron con  sus  nombres  los  ríos  que  en  el  principal  desaguan,  reconocie- 
ron las  naciones  que  se  sustentan  en  sus  orillas,  y  experimentaron  los 
diferentes  temples,  procurando,  en  todo  cuanto  pudieron,  ser  testigos  de 
vista  sin  fiarse  de  relaciones.  Cumplieron  los  portugueses  fielmente  lo  que 
habían  prometido,  dando  en  sus  naves  lugar  á  los  exploradores  que  pa- 
saron á  la  corte  de  Madrid  para  la  prosecución  de  su  empeño.  Formó  el 
P.  Cristóbal  de  Acuña  una  extendida  memoria  en  que  declaraba  con  toda 
distinción  cuanto  había  observado  en  la  navegación  del  río  Marañón,  no- 
tando el  sitio  de  las  naciones,  las  entradas  de  los  ríos,  las  muchas  islas, 
la  diversidad  de  alimentos,  los  géneros  de  frutos  que  había  visto  por  sí 
mismo,  añadiendo  algunas  cosas  que  no  tenía  por  tan  ciertas  por  haberlas 
entendido  solamente  de  boca  de  los  gentiles.  Pedía  en  ella  humildemente 
á  su  majestad,  que  puesto  que  las  cosas  que  aseguraba  eran  ciertas,  y 
que  había  grandes  ventajas  y  oportunidad  en  lo  que  suplicaba,  se  sirvie- 
se de  dar  órdenes  para  el  resguardo  y  población  del  río  Marañón,  lo  cual 
se  podía  ejecutar  sin  gravamen  de  la  real  hacienda  de  Quito,  porque  mu- 
chos caballeros  del  Perú  se  ofrecían  á  ello,  y  estaban  prontos  á  la  ejecu- 
ción con  sólo  preceder  el  real  orden  y  beneplácito  de  su  majestad. 

Estaba  la  corte  de  España  muy  ocupada  por  este  tiempo  en  otros  ne- 
gocios diferentes,  y  sucediendo  por  entonces  el  levantamiento  de  Portu- 
gal, perdieron  los  padres  las  esperanzas  de  que  se  diese  en  la  materia  al- 
guna favorable  providencia.  Volvieron  á  su  provincia,  y  uno  pasó  á  Lima 
para  tratar  del  negocio  con  el  virrey;  pero  la  muerte  que,  recién  llegado, 
le  sobrevino,  no  dio  lugar  á  entablar  pretensiones;  el  otro  entró  en  su  co- 
legio de  Quito,  en  donde  afervorizó  notablemente  á  sus  hermanos  con  la 
noticia  y  relación  de  tanta  gentilidad  como  había  visto  con  sus  mismos 
ojos  y  aun  tratado  á  muchos  de  ellos  en  las  márgenes  del  río  Marañón. 
Pero  ya  que  el  memorial  del  padre  Acuña  no  logró  en  España  el  efecto 
deseado  de  poblar  el  río  y  hacer  algunas  fortalezas  para  su  resguardo 
(que  acaso  no  se  pondría  en  ejecución,  sino  con  armas,  muertes  y  violen- 
cias), logró  él  dar  mucha  luz  á  los  ministros  evangélicos,  que  con  suavi- 
dad y  blandura,  y  con  medios  pacíficos  y  de  caridad  cristiana,  extendie- 
ron por  aquellas  partes  el  reino  de  Jesucristo;  pues  en  las  entradas  y 
salidas  del  Marañón  y  en  las  distancias  de  los  ríos  y  provincias,  se  go- 
bernaron por  la  demarcación  de  Acuña  que  hallaron  siempre  ajustada,  y 
la  miraban  como  una  pauta  fiel  y  arreglada  que  nunca  les  engañó  en  la 
conquista  de  aquellos  infieles. 


54  Misiones  del  Marañón  Español 

CAPÍTULO  XVII 

DESCRIPCIÓN  DEL   RÍO   MARAÑÓN 


Después  de  tantas  entradas  en  el  río  Marañón,  desgraciadas  unas  y 
sangrientas,  y  otras  felices  y  prósperas,  parece  ya  tiempo  de  cerrar  este- 
primer  libro  con  una  idea  general  y  descripción  de  aquel  río,  mayor- 
mente convidándonos  á  ello  la  oportunidad  que  en  su  relación  nos  pre- 
senta el  padre  Cristóbal  de  Acuña  y  D.  Antonio  de  Ulloa  en  sus  « Vi^LJes» 
en  el  libro  VI,  cap.  V,  y  tanto  número  de  misioneros  que  le  han  navegada 
por  tantos  años  y  observado  su  curso  con  atención  y  cuidado. 

El  río  Marañón  ó  Amazonas  ú  Orellana,  que  viene  á  ser  el  mismo, 
como  insinuamos  en  el  cap.  V.,  es,  sin  duda,  el  mayor  que  se  ha  conocido- 
en  el  mundo.  Con  razón  le  llaman  los  indios  en  su  lengua  Ápurimac,  que 
quiere  decir  rey,  que  habla  entre  los  demás  ríos.  Y  puede  ciertamente  hablar 
y  dar  la  ley,  no  sólo  á  los  muchos  que  depositan  en  él  sus  aguas,  de  los 
cuales  varios  han  corrido  ya  centenares  de  leguas  antes  de  juntarse  con 
el  Marañón,  smo  á  todos  los  descubiertos  en  las  demás  partes  del  mundo. 
Porque  ni  el  Ganges  en  la  India,  ni  el  Eufrates  en  la  Siria  y  Persia,  ni 
el  Nilo  en  el  África,  con  ser  tan  grandes  y  caudalosos,  pueden  mante- 
ner la  corona  al  lado  del  Marañón.  La  casualidad,  dice  D.  Antonio  de 
Ulloa,  parece  que  le  señaló  los  tres  nombres  en  disimulado  enigma,  para 
darnos  á  entender  que  con  cada  uno  de  ellos  abraza  y  corresponde  á  los 
que  corren  con  celebridad  por  las  otras  tres  partes  del  mundo,  que  son: 
en  Europa  el  Danubio,  en  Asia  el  Ganges  y  el  Nilo  en  África.  Aunque  la 
reflexión  parece  un  poco  galana,  pero  no  carece  de  fundamento,  siendo 
el  curso  del  río  Marañón  tan  dilatado,  que  la  menor  longitud  que  se  le 
señala,  es  de  mil  y  cien  leguas  marítimas. 

Sobre  el  origen  del  río  Marañón  hubo  á  los  principios  muchas  dudas,, 
siendo  tantas  las  raíces  de  este  gran  río  y  tanta  la  abundancia  de  sus 
fuentes  y  nacimientos,  que  sin  error  alguno  se  pudieran  llamar  tales  los 
que  vienen  de  la  cordillera  oriental  de  los  Andes,  desde  el  gobierno  de 
Popayán,  de  donde  nace  el  Caquetá  y  el  Yapurá.  Por  la  misma  razón  se 
pudiera  tomar  el  origen  desde  el  cerro  Cotopaxi,  de  donde  baja  el  río 
Ñapo,  ó  desde  el  Cuzco,  por  donde  viene  el  Ucayale.  Mas  la  opinión  re- 
cibida entre  los  modernos  que  han  atendido  al  nacimiento  más  remoto, 
coloca  el  origen  del  Marañón  en  la  provincia  ó  corregimiento  de  Tarma, 
empezando  á  correr  desde  la  laguna  de  Lauricocha,  cerca  de  la  ciudad 
de  Guanuco,  y  en  la  latitud  austral  de  11"  con  corta  diferencia.  Desde 
dicha  laguna,  distante  de  Lima  como  50  leguas,  dirige  su  curso  al  S.  hasta 
la  altura  cuasi  de  12®  atravesando  el  país,  que  pertenece  á  aquel  corre- 
gimiento, y  formando  insensiblemente  una  vuelta  se  encamina  al  oriente^ 


Libro  L— Capítulo  XVII  55 

pasando  por  el  gobierno  de  Jauca  vuelve  luego  á  tomar  la  dirección  del 
norte,  después  de  haber  salido  al  oriente  de  la  cordillera  real  de  los  An- 
des, y,  dejando  al  occidente  las  provincias  de  Moyobamba  y  Cacha-Poyas, 
continúa  hasta  la  ciudad  de  Jaén  de  Bracamoros,  que  está  á  los  5°  y  25'. 
Aquí,  haciendo  un  recodo,  se  dirige  y  sigue  siempre  al  oriente  por  una 
linea  casi  paralela  con  la  equinoccial,  sin  apartarse  más  que  5"  en  la  ma- 
yor distancia  y  sin  acercarse  más  de  dos  en  la  mayor  cercanía,  hasta 
que  desagua  en  el  océano.  Pero  dentro  de  estos  tres  grados  admite  tan- 
tas vueltas  y  revueltas,  tantos  giros  y  regiros,  que  parece  á  las  veces  un 
enmarañado  laberinto;  y  acaso  de  aquí  se  le  dio  á  los  principios  el  nom- 
bre de  Marañen. 

Su  distancia  desde  la  laguna  Lauricocha  hasta  Jaén  es,  en  sentir  de 
Ulloa,  como  de  2üO  leguas;  desde  esta  ciudad  hasta  su  boca  que  es  por  30 
grados  de  diferencia  en  longitud  hace  como  900  leguas,  por  donde  con- 
cluye que  será  su  curso  como  1.100  leguas  marítimas.  El  cómputo  de  Ore- 
llana  es  bastante  diferente  del  de  Ulloa,  pues  le  da  aun  después  que  em- 
pieza acorrer  permanentemente  hacia  el  oriente  1.800 leguas;  conforme 
á  lo  cual  debía  exceder  su  curso,  2.000  leguas.  Uno  y  otro  cómputo  tiene 
mucho  de  arbitrario.  Porque  ¿quién  podrá  medir  las  vueltas,  círculos  y 
redobles  con  que  va  serpenteando  á  cada  paso  dentro  de  más  de  40  le- 
guas, en  que  ya  se  acerca,  ya  se  aparta  de  la  línea  que  no  pierde  de 
vista  desde  la  ciudad  de  Jaén?  Dos  cosas  ciertas  se  pueden  decir  en  esta 
materia.  La  primera  es  que,  si  lo  que  corre  el  río  Marañen  hasta  Jaén 
formara  una  línea  derecha  del  poniente  hacia  el  oriente  y  se  continuase 
con  lo  restante  del  curso,  le  sobraba  mucho,  para  abarcar  de  parte  á 
parte  todo  aquel  vastísimo  continente;  la  segunda,  que  prueba  más  la 
longitud  de  su  carrera,  es  que,  habiéndose  embarcado  los  misioneros  de 
Mainas,  en  el  año  de  1768  desde  San  Pablo,  pueblo  de  los  dominios  de  Por- 
tugal, donde  ha  corrido  ya  ese  gran  río  á  lo  menos  500  leguas,  tardaron 
en  llegar  á  su  boca  40  días  remando  noche  y  día  con  grande  diligencia 
y  ayudados  los  barcos  del  empuje  de  las  corrientes,  por  donde  formaron 
juicio  aquellas  personas  prácticas  que  fué  mucho  más  sin  comparación 
lo  que  navegaron  por  el  río  que  quedaba  atrás  en  los  dominios  de  Es- 
paña. 

Su  anchura  es  varia  según  las  rocas  ó  montañas  que  le  estrechan,  y 
según  las  arenas  que  ha  podido  tragar  para  extender  sus  márgenes.  Hay 
parajes  en  donde  sólo  se  ensancha  media  legua,  y  aun  mucho  menos, 
como  en  el  estrecho  del  Pongo  y  en  el  de  Pauxis,  y  hay  sitios  en  donde  se^ 
extiende  dos  leguas:  lo  que  se  debe  entender  del  canal  más  noble  ó  ramo 
principal  porque  tiene  dentro  de  sí  muchas  islas,  ya  de  cuatro  ya  de 
cinco  leguas,  otras,  aunque  no  tantas,  de  diez  y  de  veinte,  y  la  que  lla- 
man de  Tupinambas  se  dice  que  tiene  como  cien  leguas.  Otra  de  las  co- 
sas que  causó  más  admiración  á  los  españoles  que  con  el  P.  Acúñale 
pasaron,  fué  el  observar,  cómo  un  rio  tan  caudaloso  se  estrechaba  á  pa- 
sar todo  entre  peñas  ó  rocas  que  se  cortan  casi  tocando  con  sus  cimas,  de 


56  Misiones  del  Marañón  Español 

manera  que  á  la  vista  solo  parecían  distar  entre  sí  como  un  cuarto  de  le- 
gua. Parecíales  un  sitio  muy  oportuno  para  cerrar  el  Marañón  á  cual- 
quiera potencia  extranjera  con  sólo  formar  dos  castillos  ó  fortalezas  que 
no  diesen  paso  á  ninguna  embarcación,  como  era  fácil  por  las  cercanías 
de  las  baterías.  El  pensamiento  era  tanto  más  ventajoso  á  la  España  (si 
lo  permite  la  línea  divisoria),  cuanto  menos  dista  el  estrecho  de  la  barra, 
que  será  como  de  yoo  leguas,  quedando  por  la  corona  de  Castilla  la  ma- 
yor parte  del  río  Marañón.  Y  por  este  descuido,  inadvertencia  ó  flojedad 
ha  sucedido  con  el  tiempo  todo  lo  contrario,  porque  extendiendo  sus  li- 
mites Portugal  casi  hasta  donde  le  ha  parecido,  se  han  estrechado  los  de 
España,  á  la  menor  parte  del  río. 

Es  grande  su  profundidad  y  no  se  halla  fondo  en  muchas  partes  junto 
al  río  Chuchunga,  que  es  donde  empieza  á  ser  navegable  el  Marañón,  y 
por  donde  entró  en  él  Mr.  de  la  Condamine:  en  su  famoso  viaje  de  obser- 
vación halló  que  aun  en  su  mismo  principio  no  encontraba  fondo  á  las  28 
brazas  de  sonda  si  no  era  al  tercio  de  su  anchura.  Pasados  los  ríos  Ñapo 
y  Coani  probó  ser  tanta  su  profundidad,  que  no  pudo  hallar  fondo  con 
103  brazas  de  cordel.  Pues  ¿cuánta  será  su  profundidad  en  el  estrecho  de 
Pauxis  que  está  más  adelante  y  en  donde  las  márgenes  se  estrechan  mu- 
cho más?  Vese  claramente  que  disimula  el  Marañón  su  grandeza,  y  que 
oculta  el  golpe  de  sus  aguas  con  el  exceso  del  fondo;  porque  muchos  ríos 
de  los  que  recibe,  engañando  en  la  apariencia  por  la  ostentación  que  ha- 
cen de  mayor  anchura,  en  entrando  al  Marañón  descubren  el  poco  mo- 
mento que  causan  en  él  sus  raudales,  prosiguiendo  este  gran  río  sin  mu- 
danza sensible,  ni  en  la  anchura  ni  en  la  profundidad. 

Los  ríos  que  tiran  al  Marañón  como  á  su  centro  en  carrera  t;in  larga 
son  tantos,  que  apenas  tienen  número;  pues  parece  que,  próvida  la  Na- 
turaleza, ocurrió  á  los  calores  ardientes  del  clima  con  el  refrigerio  de 
tantas  aguas.  Véalos  quien  quiera  en  la  relación  del  P.  Acuña  y  en  la 
del  viaje  de  Ulloa  en  el  lugar  citado.  Nosotros  apuntaremos  algunos  en 
el  libro  siguiente,  que  más  harán  á  nuestra  historia  por  estar  compren- 
didos en  los  confines  de  las  misiones  de  Mainas.  Por  ahora  nos  contenta- 
mos con  dar  alguna  razón  de  su  embocadura,  y  con  ella  concluiremos  la 
descripción  del  Marañón. 

Antes  de  acabar  su  carrera,  empieza  desde  un  río  llamado  Xingu  á 
inclinarse  al  nordeste,  ensanchando  la  madre  para  que  sus  aguas  salgan 
al  mar  por  más  desahogada  puerta,  y  en  este  anchuroso  espacio  deja  is- 
las muy  capaces  y  fértiles,  entre  las  cuales  se  lleva  la  primacía  la  de  los 
Joanes  ó  de  Marayo,  para  cuya  formación  se  desata  del  rio  como  veinti- 
cinco leguas  más  adelante  de  la  boca  del  Xingu  un  brazo  llamado  Tagi- 
puru,  que  corriendo  al  sur  con  dirección  opuesta  á  la  que  lleva  el  prin- 
cipal, conduce  una  parte  de  las  aguas  del  Marañón  al  río  dicho  de  Dos 
Bocas,  compuesto  de  otros  dos  por  nombre  Guanapu  y  Pacayas;  á  ellos 
se  une  después  el  río  de  los  Tocantines  y  después  el  de  Muiu,  á  cuya 
oriental  orilla  está  fundada  la  ciudad  del  gran  Para.  Desde  el  río  Dos 


Libro  I.— Capítulo  XVIII  57 

Bocas  corren  las  aguas  de  éste  con  el  dicho  canal  de  Tagipuru,  casi  al 
oriente,  en  figura  de  arco,  hasta  el  río  de  los  Tocantines,  desde  el  cual 
continúan  al  nordeste,  como  el  otro  canal  más  principal  del  mismo  Mara- 
ñen, dejando  en  medio  la  isla  de  los  Joanes,  y  haciendo  una  figura  algo 
triangular  de  más  de  150  leguas.  De  esta  manera  se  dividen  las  dos  bo 
cas  con  que  el  Marañón  sale  al  mar,  de  las  cuales,  la  principal,  entre  el 
cabo  de  Maguari  y  cabo  del  Norte,  viene  á  ser  de  45  leguas,  y  la  del  ca- 
nal de  Tagipuru  con  los  ríos  que  se  le  juntan,  de  12  que  son  los  que  se 
cuentan  entre  el  cabo  de  Maguari  y  entre  la  punta  de  Tigioca. 


CAPITULO  XVIII 

DEL   MODO    DE   PASAR   LOS   RÍOS   EN   LAS    PROVINCIAS   DE   QUITO 

Ya  que  hemos  hablado  de  tantos  ríos  como  se  hallan  en  las  provincias 
de  Quito,  que  casi  todos  vienen  á  parar  en  el  río  Marañón,  será  bien  dar 
alguna  razón  del  modo  de  pasarlos,  y  servirá  la  narración  de  apéndice 
al  capítulo  antecedente . 

El  Marañón,  por  ser  tan  ancho,  ni  admite  puentes,  ni  maromas,  ni  ta- 
rabitas, y  sólo  se  puede  atravesar  en  canoas  y  balsas,  como  le  pasaban 
nuestros  misioneros  siempre  que  les  era  necesario.  Mas  otros  ríos  que  no 
permiten  vado  y  son  de  una  anchura  proporcionada,  tienen  sus  puentes 
en  los  sitios  necesarios.  Estos  son  de  tres  especies:  unos  de  piedra,  que 
son  bien  pocos;  otros  de  madera,  que  son  los  más  comunes,  y  algunos  de 
bejucos .  Para  formar  los  de  madera,  buscan  el  paraje  donde  se  estreche 
más  el  río,  entre  dos  rocas  ó  peñascos,  y  atravesando  cuatro  palos  bien 
largos,  forman  un  puente  de  vara  y  media  de  ancho,  por  el  cual  pasan 
las  personas  y  cabalgaduras,  no  sin  grande  peligro  de  las  vidas  y  cau- 
dales. 

Cuando  la  anchura  de  los  ríos  no  permite  el  que  los  palos,  por  largos 
que  sean,  puedan  descansar  en  sus  orillas,  echan  mano  de  los  bejucos, 
tuercen  y  cachan  muchas  de  estas  varitas  ó  mimbres  y  forman  maromas 
gruesas  del  largo  que  necesitan;  tienden  seis  de  éstas  de  una  y  otra  banda 
del  río,  dejando  las  dos  algo  más  altas  que  las  otras  cuatro;  colocan  des- 
pués unos  palos  atravesados,  y  poniendo  encima  ramaje,  queda  formado 
el  puente,  sirviendo  las  cuatro  maromas  de  suelo  y  las  dos  más  altas  y  de 
las  orillas  de  pasamanos  para  la  seguridad  del  que  pasa;  porque  sin  esa 
precaución  sería  muy  fácil  el  caer  á  causa  del  continuo  bamboleo  que  se 
experimenta  cuando  se  anda  por  el  puente.  Esta  especie  de  puentes  de 
bejucos  sólo  sirve  para  las  personas,  pasando  á  nado  las  muías,  y  sin 
carga;  y  llevando  los  indios  á  hombro  hasta  los  aparejos,  porque  las  co- 
rrientes suelen  ser  tan  impetuosas  que  es  necesario  echar  las  caballerías 
á  pelo,  y  media  legua  antes  del  puente  para  que  puedan  salir  al  otro  lado. 


58  Misiones  del  Marañón  Español 

En  el  río  del  Cuzco  ó  Ucayale,  que  también  llaman  Apurimac  por  su 
grandeza,  hay  un  puente  de  esta  calidad,  pero  tan  firme  y  seguro  que 
pasan  por  él  recuas  cargadas  sin  que  se  tema  peligro. 

Hay  ríos  donde  en  lugar  de  puentes  de  bejucos  se  pasa  por  tarabita, 
como  sucede  en  el  de  Alchipichi,  por  donde  no  sólo  pasan  personas,  sino 
caballerías,  porque  la  mucha  rapidez  del  agua  y  los  peñascos  que  arras- 
tra la  corriente  no  consienten  el  que  se  pase  á  nado.  La  tarabita  consiste 
en  una  cuerda  ó  maroma  de  bejucos  ó  correas  de  cuero  de  vaca,  com- 
puesta de  muchos  como  hilos  de  seis  á  ocho  pulgadas  de  grueso,  la  cual 
está  tendida  de  una  orilla  á  otra,  con  alguna  inclinación  y  sujeta  fuerte- 
mente en  ambas  á  dos  palos:  en  uno  de  éstos  hay  un  torno  ó  molinete  que 
templa  y  deja  tirante  la  maroma,  cuanto  es  necesario  para  el  efecto  que 
se  pretende.  Descansa  sobre  la  cuerda  gruesa  un  zurrón  de  cuero  de  vaca 
capaz  de  recibir  un  hombre  y  de  que  en  él  pueda  recostarse.  Está  sus- 
pendido el  zurrón,  en  dos  horcones  que  corren  por  la  maroma,  y  de  cada 
lado  tiene  su  cuerda  para  la  seguridad  del  que  va  encima.  Puesto  el  que 
ha  de  pasar  en  el  zurrón,  le  dan  á  éste,  desde  tierra,  un  empujón  fuerte 
y  pasa  con  el  caballero  prontamente  al  otro  lado. 

Para  pasar  los  bagajes  hay  dos  tarabitas,  una  para  cada  banda  del 
río,  y  la  maroma  debe  ser  mucho  más  gruesa  y  más  pendiente.  No  tiene 
más  de  un  horcón  del  cual  cuelgan  la  hostia,  bien  sujeta  con  cinchas  por 
barriga,  patas  y  pecho.  Estando  ya  pronta  y  bien  amarrada,  la  empujan 
y  pasa  con  tanta  violencia  que  en  corto  tiempo  se  halla  al  otro  lado.  Las 
caballerías  que  están  acostumbradas  á  pasar  en  esta  forma  no  hacen 
ningún  movimiento,  antes,  ellas  mismas,  se  ofrecen  á  que  las  aten;  pero 
las  que  son  nuevas  en  ello,  se  embravecen  huyendo,  y  cuando  se  ven  en 
el  aire  cocean  y  dan  corcobos  sin  entender  lo  que  les  pasa.  La  tarabita 
del  río  Alchipichi,  tendrá  de  ancho  cerca  de  40  toesas  ó  90  varas,  y  desde 
la  maroma  hasta  el  agua  habrá  sus  25  toesas  ó  60  varas,  que  es  muy  bas- 
tante para  que  á  primera  vista  cause  horror  este  modo  de  pasar  el  río, 
por  precipitación. 


LIBRO  II 


CAPITULO  PRIMERO 

TÉRMINOS    DE    LAS    MISIONES  DE    MAINAS    Y    NÚMERO    DE    LAS    NACIONES 
QUE  SE  CONTENÍAN   EN   ELLAS 

La  misión,  que  es  la  materia  de  nuestra  Historia,  abrazaba  un  núme- 
ro considerable  de  varias  naciones,  puestas  en  las  riberas  del  río  Mara- 
ñen y  de  otros  muchos  que  en  él  desaguan  por  una  y  otra  banda.  Su  ex- 
tensión sería  de  casi  300  leguas  y  empezaba  desde  la  ciudad  de  Borja, 
poco  después  del  Pongo,  hasta  el  fuerte  de  San  José,  que  es  el  primer 
pueblo  de  la  corona  de  Portugal.  No  es  tan  fácil  decidir  su  anchura  por 
la  multitud  grande  de  ry^s  que  se  atraviesan,  pero  no  cedería  mucho  á  la 
extensión,  especialmente  en  algunas  partes.  Los  ríos  que  en  carrera  tan 
larga  vienen  á  parar  en  el  Marañón  son  innumerables;  nosotros  haremos 
mención  de  aquellos  por  donde  se  fué  propagando  el  Evangelio,  los  cua- 
les son  por  la  banda  del  sur:  1.°,  el  Cavapanas;  2.°,  el  Guallaga;  3,*^,  el 
Cuzco  ó  Ucayale,  que  viene  á  ser  como  un  árbol  con  muchos  brazos  ó 
ramas,  que  todos  se  esconden  y  sepultan  en  el  principal.  Por  el  norte 
tiran  al  Marañón:  el  Pastaza,  que  viene  ya  caudaloso  con  las  muchas 
aguas  que  de  otro  recoge;  el  Morona,  que  es  muy  respetable,  y  el  cau- 
dalosísimo Ñapo,  después  de  haber  corrido  algunos  centenares  de  leguas 
y  haberse  enriquecido  con  las  aguas  del  Aguarico,  del  Curaray  y  otros 
varios. 

Las  provincias  de  gentiles,  que  antes  que  entrase  á  ellos  la  luz  del 
Evangelio  se  hallaban  en  tan  dilatadas  riberas  y  en  lo  interior  de  los 
bosques,  eran  muchas.  Daremos  una  idea  general  de  ellas,  para  que  se 
entienda  el  número  de  infieles  que  habitaban  en  aquellas  partes.  La  pri- 
mera provincia  corría  desde  la  ciudad  de  Borja,  siguiendo  las  riberas  del 
Marañón  por  setenta  leguas,  y  abarcando  en  su  distrito  varios  torrentes, 
quebradas  y  lagunas,  particularmente  al  norte  del  río.  Esta  provincia  se 
llamaba  de  los  Mainas,  que  por  ser  los  primeros  que  se  encontraron  die- 
ron el  nombre  á  la  misión  de  Mainas,  puesto  caso  que  en  el  año  de  1768 
en  que  fueron  traídos  los  misioneros  del  Marañón,  lo  menos  que  tenía 
dicha  misión  era  de  la  nación  Maina,  ya  casi  consumida  y  acabada 


60  Misiones  del  Marañón  Español 

de  epidemias  y  pestes,  como  sucedió  á  otras  varias.  A  los  Mainas  seguia 
la  segunda  provincia  de  Roamainas,  Chapas,  Ciures  y  Miscuaras,  los 
cuales,  con  los  Coronados,  se  extendían  por  el  río  Pastaza  y  otros  meno- 
res, subiendo  por  ellos  y  habitando  también  en  los  montes  interiores. 
Treinta  leguas  más  abajo  de  la  boca  del  Pastaza,  y  á  la  mano  derecha 
por  donde  entra  en  el  Marañón  el  río  Guallaga,  estaban  dos  numerosas 
naciones  de  Agúanos  y  Barbudos,  gente  valiente  y  guerrera  y  temida  de 
los  demás  gentiles.  Decíanse  Barbudos  por  tener  barba  bien  poblada, 
cosa  extraordinaria  entre  los  indios  del  Marañón.  Ocupaban  estas  dos 
naciones  más  de  cien  leguas;  á  lo  largo  de  este  río,  y  por  una  y  otra 
orilla  del  río  Guallaga,  se  extendían  hacia  el  sur.  Siendo  tan  numerosos 
los  Agúanos  y  Barbudos,  y  ocupando  tanto  terreno,  ellos  solos  hacían  la 
tercera  provincia. 

Enfrente  de  los  Barbudos,  y  más  propiamente  en  el  río  Guayaga, 
estaban  los  indios  Guayagas  (que  daban  el  nombre  al  río),  que  con  los 
Cocamillas  que  habitaban  varias  islas,  y  con  los  Xeveros  á  quienes  á 
poca  distancia  seguían  los  Cutinanas,  Churitunas,  Muniches  y  Tavalosos 
componían  una  cuarta  provincia.  La  quinta  era  de  Ugiaros,  Aunaras  y 
Uñónos,  que  vivían  bajando  por  el  río  Marañón,  algunas  leguas  después 
de  la  boca  del  Guallaga  y  antes  de  llegar  al  gran  río  del  Cuzco  ó  Uca- 
yale.  A  orillas  de  éste  y  del  Marañón,  que  se  comunican  entre  sí  por  me- 
dio de  una  anchurosa  laguna,  que  á  veces  desagua  en  ellos  y  á  veces  se 
aumenta  con  las  crecientes  de  uno  y  otro,  vivía»una  nación  numerosísi- 
ma, llamada  de  los  Cocamas,  y  venía  á  formar  la  sexta  provincia  con  el 
nombre  Gran  Cocama. 

Aunque  los  misioneros  del  Marañón  descubrieron  desde  los  principios 
las  seis  provincias  referidas,  no  contento  su  celo  con  tan  grandes  descu- 
brimientos, penetraron  más  adentro  por  el  río  Ucaj^ale  á  otras  muchas 
naciones  que  se  nombraban  Panos,  Chepeos,  Pirres  y  Cunivos.  De  la  mis- 
ma manera  por  el  Guallaga  abrieron  camino  á  las  Chayavitas,  Paraná- 
puras,  Xitipos,  Maparinas,  Otanavis,  Tivilos  y  Chamicuros.  Por  la  banda 
del  Norte  pasaron  desde  los  Roamainas,  navegando  por  Pastaza,  hasta 
los  indios  Andeas,  Pinches,  Gayes  y  Semigayes.  Y  para  que  por  todas 
partes  se  extendiera  el  celo  de  los  primeros  misioneros,  llegaron  á  tomar 
posesión  del  río  Ñapo,  en  aquella  parte  donde  se  le  junta  el  Curaray,  y 
donde  se  descubría  innumerable  gentilismo.  Formaron  aquí  algunos  pue- 
blos de  indios  Gas  y  Abigiras;  mas  como  gente  en  extremo  bárbara  y  por 
genio  traidora,  se  retiró  á  sus  escondrijos,  dando  la  muerte  á  su  misionero. 
Pero  se  consolaron  los  padres  con  otras  dos  naciones  copiosas  que  encon- 
traron en  lo  más  bajo  del  Marañón,  las  cuales  mostraron  otra  índole  y 
condición  más  humana  con  algunos  resabios  de  policía.  Estas  fueron  la 
insigne  nación  Omagua,  y  otra  muy  parecida  de  Zuriraaguas,  que  antes 
del  año  de  1700  vivieron  con  grande  ejemplo  de  cristiandad  en  siete  pue- 
blos, fundados  en  aquella  parte  del  Marañón  que  está  ya  en  el  día  por  la 
corona  de  Portugal. 


Libro  II.— Capítulo  I  61 

No  se  esmeraron  menos  los  misioneros  del  Marañón  en  cultivar  el 
extendido  campo  de  las  riberas  y  bosques  desde  el  .año  de  1700  hasta  el  de 
1768,  en  que  por  orden  superior  se  les  impidió  continuar  el  cultivo  á  que 
sacrificaban  con  gusto  sus  sudores.  Porque  fuera  de  conservar  lo  con- 
quistado de  sus  mayores  y  dar  firmeza  y  establecimiento  á  los  pueblos  ya 
formados,  hicieron  nuevas  conquistas  y  redujeron  otras  muchas  naciones, 
aunque  con  diversa  fortuna,  porque  algunas  se  lograron  del  todo  y  fueron 
constantes  en  la  fe,  mas  otras  la  recibieron  dando  grandes  esperanzas  de 
formar  una  cristiandad  fioreciente;  pero  ya  fuese  el  genio  traidor  y  volu- 
ble de  algunas  de  ellas,  ya  las  revoluciones  y  contratiempos  que  sobrevi- 
nieron, no  correspondieron  ciertamente  al  infatigable  trabajo  y  aplica- 
ción cuidadosa  de  los  padres,  cuyos  afanes  se  lograron  solamente  en  los 
párvulos  y  en  una  parte  mediana  de  los  adultos. 

Descubriéronse  al  principio  de  este  siglo  los  indios  Payaguas  en  lo 
más  bajo  del  río  Ñapo,  y  se  formaron  dos  pueblos  en  esta  nación.  Poco 
más  arriba,  en  el  mismo  río,  se  hallaron  los  Icaguates,  que  también  se 
redujeron  á  vivir  en  otro.  Subiendo  á  donde  se  junta  con  el  Aguarico, 
recibieron  la  luz  del  Evangelio  muchas  naciones  ó  parcialidades  de  in- 
dios, llamados  Encabellados,  y  fundaron  un  número  considerable  de 
reducciones.  Prosiguieron  las  conquistas  en  otros  ríos  que  se  encuentran 
antes  del  Ñapo,  como  en  el  Tigre,  en  el  Masa  y  en  el  Nanai,  ganando 
para  la  fe  en  el  primero  á  los  Zameos,  en  el  segundo  á  los  Masamaes  y 
en  el  tercero  á  los  Napeanes,  que  formaron  un  pueblo  muy  lucido  en  la 
boca  del  mismo  Nanai.  Y  desde  este  tiempo  y  con  esta  ocasión  de  la  con- 
versión de  los  Napeanes,  que  sucedió  poco  antes  de  los  años  de  40,  se 
comenzó  á  trabajar  con  mucho  celo  y  constancia  en  la  nación  Iquita, 
que  habitaba  sobre  las  fuentes  del  río  Blanco  y  se  extendía  hasta  el  río 
Curaray.  Casi  por  el  mismo  tiempo  se  extendieron  los  padres  por  lo  más 
bajo  del  río  Marañón  hasta  los  confines  de  Portugal,  y  ganaron  los  Pe- 
vas,  los  Zavas,  los  Caumares  y  los  Cavachis,  de  que  se  hizo  un  pueblo 
numeroso,  como  también  á  los  indios  Ticunas,  que  recibieron  la  fe  de 
Jesucristo  algunos  años  antes  de  la  partida  de  los  misioneros,  y  vivían 
en  reducción  aparte  con  mucha  cristiandad.  Últimamente  se  consiguió 
abrir  camino,  cerrado  por  mucho  tiempo,  á  la  valerosa  nación  de  los  Gi- 
baros, la  más  copiosa  entre  todas  las  descubiertas  en  este  siglo  y  puesta 
en  las  riberas  del  río  Paute ,  al  poniente  del  río  Pastaza.  Pero  cuando 
empezaba  á  rayar  la  luz  del  Evangelio,  en  estas  gentes  ciegas,  por  jui- 
cios inescrutables  de  Dios  Nuestro  Señor,  faltaron  los  ministros  que  ha- 
bían comenzado  felizmente  esta  grande  obra,  y  se  hallaron  privados  los 
pobres  indios,  deseosos  de  entender  las  verdades  de  nuestra  santa  fe,  del 
socorro  que  se  prometían  en  los  padres. 

Éstas  eran  en  general  las  naciones  que  comprendía  la  misión  de  los 
Mainas,  y  éstos  eran  los  sitios  que  ocupaban  cuando  entró  á  ellos  la  luz 
del  Evangelio,  como  veremos,  contando  particular  y  distintamente  por 
su  orden  las  conquistas,  y  notando  con  la  puntualidad  que  nos  sea  posi- 


(52  Misiones  del  Makañón  Español 

ble,  el  año  en  que  se  fueron  ejecutando.  Por  ahora,  ha  parecido  conve- 
niente apuntar  en  este  lugar  la  noticia  general  de  las  naciones  y  de  los 
parajes  en  donde  vivían;  la  cual,  no  puede  menos  de  parecer  algo  obscu- 
ra, así  por  la  multitud  de  ríos  y  extensión  de  las  tierras,  como  por  el  nú- 
mero grande  de  naciones,  cuyos  nombres  enrevesados  y  bárbaros  se  re- 
sisten á  la  pronunciación  y  á  la  memoria.  Por  lo  cual,  haciéndonos  car- 
go de  la  confusión  indispensable  y  deseando  facilitar  al  lector  la  inteli- 
gencia de  la  geografía  de  nuestra  misión,  ponemos  al  fin  de  la  obra  un 
mapa  claro  y  harto  más  ajustado  que  lo  que  suelen  ser  los  mapas  comu- 
nes, de  todo  el  distrito  de  las  misiones  con  una  descripción  cabal  de  loa 
ríos,  pueblos,  reducciones  y  límites  de  la  jurisdicción  del  gobierno  de 
Borja.  Con  este  socorro  podrá  el  que  leyere,  á  un  golpe  de  vista  y  sin 
trabajo,  hacerse  cargo  de  las  naciones  convertidas  y  de  los  sitios  en  que 
vivían. 

La  misma  multitud  de  naciones  diferentes,  hizo  también  más  dificul- 
tosa su  conversión  á  nuestra  fe,  por  el  número  grande  y  diversidad  nota- 
ble de  las  lenguas  que  hablaban;  y  no  es  fácil  que  en  ninguna  misión  de 
las  muchas  que  estuvieron  á  cargo  de  la  Compañía,  se  hablasen  tantas 
lenguas  como  en  la  de  Mainas.  Pero  ni  éste,  ni  otros  muchos  impedimen- 
tos, fueron  parte  para  que  no  trabajaran  en  esta  viña  con  singular  em- 
peño tantos  varones  apostólicos  por  el  espacio  de  130  años,  sin  hacer 
caso  de  los  peligros  frecuentes  de  la  vida,  de  la  escasez  y  falta  de  ali- 
mentos, de  la  destemplanza  de  los  climas  y  de  la  calidad  de  las  gentes, 
sobremanera  bozales  y  dispersas  en  extremo.  Fué  sin  duda  triunfo  de  la 
gracia  del  Señor  el  haber  podido  reducir  naciones  tan  tercas  y  obsti- 
nadas en  sus  antiguas  supersticiones,  y  tan  arraigadas  en  aprensiones 
extravagantes ,  como  veremos  en  este  libro,  donde  se  tocará  lo  pertene- 
ciente á  la  condición  de  los  indios ,  á  la  calidad  de  las  tierras  y  á  la  di 
versidad  de  frutos,  peces  y  fieras. 


CAPITULO  II 

DEL  TALLE,    FIGURA,   VESTIDOS   Y  ADORNOS   DE   ESTAS   GENTES     ' 

La  estatura  ó  talle  de  las  naciones  de  Mainas,  aunque  no  es  igual  en 
todas,  es  por  lo  común  mediana.  Su  color  es  obscuro,  bazo  y  tostado,  ni 
tan  blancos  como  el  de  los  europeos,  ni  declina  mucho  al  de  los  negros  de 
Angola.  No  faltan  naciones  de  color  bien  claro,  especialmente  en  muje- 
res y  niños,  como  la  Pana,  la  Cunive,  la  Payagua  y  Mayoruna,  entre 
quienes  se  ven  mujeres  de  tan  clara  tez  como  la  de  las  señoras  más  blan- 
cas de  Europa;  es  más  común  esta  blancura  en  los  niños  y  niñas,  pero 
creciendo  en  edad  prevalece  luego  el  color  tostado,  así  por  la  fuerza  de 
los  rayos  del  sol,  como  por  el  uso  frecuente  de  bañarse.  El  cabello  es  or- 


Libro  II.— Capítulo  II  63 

dinariamente  ne^ro  y  duro,  aunque  hay  naciones  cuyas  mujeres  le  tie- 
nen rubio  y  delgado.  Pocas  veces  le  dejan  crecer  los  varones  de  manera 
que  pase  del  pescuezo,  ni  las  mujeres  usan  de  trenzas;  tráenio  suelto,  y 
apenas  le  llega  á  los  hombros.  Los  Ancutenas  del  Ñapo  cuidan  del  cabe- 
llo con  mucho  aseo  y  por  eso  los  llaman  Encabellados.  Peinanse  todas 
las  tardes,  hacen  trenzas  y  las  envuelven  con  un  tejidillo  en  la  cabeza. 
Es  gala  de  esta  nación  dejar  á  sus  tiempos,  suelto  y  bien  peinado  el  ca- 
bello sobre  las  espaldas  y  algunos  hasta  la  cintura.  Con  la  comunicación 
de  las  demás  naciones,  le  iban  cortando  y  se  acomodaban  á  ellas. 

La  nariz  es  comúnmente  chata,  gruesa  y  proporcionada  á  las  caras 
regularmente  llenas  y  anchas.  Firme  la  dentadura,  y  por  todo  igual, 
cuando  no  la  dañan  con  el  mascar  continuo  hierbas  de  zumo  negro;  es 
sumamente  blanca  y  la  conservan  hasta  la  vejez.  Tienen,  algunas  na- 
ciones, por  adorno  y  por  moda  teñir  los  dientes  y  labios  de  color  negro, 
y  á  este  fin,  mascan  hierbas  y  tallos  cuyo  zumo,  mezclado  con  ceniza  que 
meten  en  la  boca,  hace,  con  el  beneficio  de  la  saliva,  un  negro  que  dura 
por  muchos  días.  Mas,  no  contentos  con  una  tintura,  dan  á  lo  menos  cada 
dos  días  este  barniz  á  dientes  y  labios  para  conservarlos  así  más  lustro- 
sos. Causa  grima  el  ver  cómo  refriegan  los  labios  con  lo  más  áspero  de  la 
hoja  del  maiz  para  quitar  el  tinte  antiguo  hasta  desollarlos,  y  echar  san- 
gre para  que  de  esta  manera  asiente  mejor  el  nuevo,  y  brille  más  por 
fresco  y  reciente.  La  frente  es  angosta  y  á  poca  distancia  de  las  cejas. 
Los  ojos,  comúnmente  pequeños,  vivos  y  sin  lagrimales.  Es  fealdad  entre 
ellos  dejar  crecer  el  pelo  de  cejas  y  párpados,  y  así  le  arrancan  con  des- 
treza y  expedición  con  ciertos  hilos  que,  afianzados  á  los  dedos  de  ambas 
manos,  abren  y  cierran  con  ligereza  y,  cogiendo  los  cabellos,  tiran  hacia 
arriba.  Los  Iquitos  y  Zameos  los  arrancan  con  una  resina  pegada  á  los 
dedos  que  lleva  consigo  todo  el  pelo. 

Usan  el  pintarse  caras  y  cuerpos  las  más  de  las  naciones.  Algunas  se 
valen  de  espejos  que  hacen  de  copal  derretido  en  un  platillo  algo  hondo, 
que  aunque  no  muestra  claramente  el  rostro,  sirve  lo  bastante  para  ver 
donde  han  de  variar  los  colores.  En  este  uso  exceden  á  los  demás  los  En- 
cabellados, de  cuya  nación  es  vanidad  característica  pintarse  los  rostros 
así  los  hombres  como  las  mujeres.  Todas  las  tardes  han  de  pintarse,  ne- 
cesariamente los  jóvenes  y  sólo  excusan  este  aliño  los  avanzados  en 
edad.  Causa  risa  ver  á  estos  hombres,  empeñados  en  pintarse  las  caras 
al  acercarse  á  los  pueblos,  á  cuya  causa  llevan  consigo  sus  espejuelos  y 
colores  en  ciertos  coquillos  pequeños.  Excusa  el  misionero  de  querer  im- 
pedir esta  necia  usanza,  porque  serán  vanos  todos  sus  esfuerzos.  Pero  si 
mueve  á  risa  este  loco  empeño,  mucho  más  mueve  la  deformidad  con  que 
quedan  después  de  pintados,  porque  parecen  unos  demonios:  tan  fieros  y 
horribles  están,  cuando  más  galanos.  Las  mujeres,  como  por  genio,  dan 
comúnmente  más  aire  á  la  vanidad  con  sus  invenciones,  pintándose  con 
más  arte,  gusto  y  simetría. 

Rara  es  la  nación  que  no  tenga  su  distintivo  en  alguna  deformidad, 


64  Misiones  del  Marañón  Español 

en  sus  rostros.  Atraviesan  unas  en  la  ternilla  de  la  nariz  cierto  palito 
del  tamaño  de  una  pluma  de  escribir.  Otras,  hacen  un  agujero  en  el  la- 
bio inferior,  en  derechura  de  la  nariz,  y  así  la  encajan  su  palito.  En  las 
fiestas  y  danzas  le  quitan,  y  ponen  en  su  lugar  una  piedrecita  blanca  á 
manera  de  un  bolillo  de  hacer  encajes.  Asegurada  la  piedra  en  el  labio, 
queda  colgando  hacia  abajo,  y  con  los  movimientos  del  baile,  da  sus  gol- 
pecitos  en  la  barba.  Abren  algunas  la  ternilla  de  las  orejas,  y  en  vez  de 
zarcillos  ó  arracadas,  traen  atrevesados  palillos  colorados.  Tienen  por 
gala  los  Zameos  y  Masamaes  viejos,  abrir  el  agujero  poco  á  poco,  hasta 
encajar  una  rodaja  de  la  grandeza  de  una  hostia  grande,  de  manera  que 
toquen  las  orejas  con  los  hombros  por  medio  de  aquel  ridículo  cascabel. 
Así  unos  como  otros,  andan  cargados  de  tan  impertinentes  adornos. 

La  nación  Omagua,  aplasta  la  frente  hasta  levantarla  por  arriba  de 
seis  á  ocho  dedos,  y  hace  una  figura  parecida  á  la  de  los  tupés,  que  sue- 
len usarse  en  pelucas  y  peinados  de  moda.  Para  conseguir  esto,  compri- 
men con  dos  tablitas,  una  por  delante  y  otra  por  detrás,  el  casco  de  los 
niños  y  niñas  cuando  tiernos,  y  para  hacerlo  con  más  suavidad  y  sin 
daño  de  las  cabecitas,  acomodan  entre  las  tablas  y  el  casco  sus  almoha- 
ditas  de  algodón,  bien  escarmenado.  Al  principio,  aprietan  poco,  pero 
cada  dos  ó  tres  días,  comprimen  más  por  frente  y  cogote,  y  de  esta  ma- 
nera alargan  la  cabeza,  según  la  figura  que  pretenden.  Es  hermosura, 
entre  ellos,  tener  un  casco  bien  aplastado  y  levantado,  y  lo  que  más  es, 
se  ríen  de  las  demás  gentes  que  tienen,  como  dicen  ellos,  cabezas  de  mo- 
nos. Tan  extravagantes  son  los  gustos  de  los  hombres.  Ya  no  se  veía  sino 
tal  cual  Omagua  de  los  viejos  ó  viejas  con  esta  deformidad,  y  en  los  pue- 
blos lo  habían  dejado  enteramente. 

La  nación  Mayorana  era,  en  el  adorno  de  la  cara,  la  más  monstruosa 
de  todas.  Los  varones  tenían  claveteado  todo  lo  que  corresponde  á  la 
barba  de  un  hombre,  bien  cerrado  y  poblado  de  barbas  entre  los  espa- 
ñoles. Desde  mocitos,  empezaban  á  hacer  agujeritos  en  la  barba,  y  cla- 
var en  ellos  pedacitos  de  chonta  negra,  madera  muy  fuerte  y  dura;  de 
manera,  que  vistos  desde  lejos,  parecían  hombres  de  barba  negra  y  muy 
poblada.  En  la  frente  tenían  dos  rayas  negras,  en  los  dobleces  de  la  na- 
riz, abrían  sus  agujeros,  en  que  clavaban  dos  plumas  de  la  cola  de  gua- 
camayo, pájaro  vistoso,  y  otras  dos  en  el  labio  inferior  en  que  á  corres- 
pondencia ponían  otras  dos  plumas,  que  con  las  otras  de  arriba,  hacían 
la  figura  de  una  cruz  aspada.  Aunque  las  mujeres  de  esta  nación  eran, 
por  lo  común  bastantemente  blancas  y  de  buenas  facciones,  pero  afea- 
ban también  monstruosamente  los  rostros  con  lo  que  añadían  á  la  natu- 
raleza, porque  tenían  en  la  frente  tres  ó  cuatro  rayas  de  una  parte  á 
otra,  y  las  teñían  de  color  negro  y  firme  de  una  yerba,  cuando  hacían 
las  cortaduras  que  atravesaban  la  piel  con  abrojos  y  espinas.  Otras 
tantas  rayas  hacían  en  las  dos  mejillas  de  arriba  hacia  abajo,  y  otras 
atravesaban  desde  el  labio  inferior  por  las  quijadas,  hasta  las  orejas; 
fuera  de  tantas  rayas  negras,  de  que  estaban  acribillados,  tiraban  unas 


Libro  II.— Capítulo  II  65 

como  pinceladas  gruesas  del  mismo  zumo,  que  dejaban  unas  cintas  ne- 
gras que  Jamás  se  borraban. 

Era  propiedad  de  la  nación  Mayoruna  el  distinguirse  los  de  una  tribu 
ó  familia  de  las  otras  por  algunas  rayas  ó  señales  particulares  que  adop- 
taban ó  miraban  como  hereditarias. 

Los  Iquitos  llevaban  en  las  orejas  atravesados  unos  palitos  largos, 
como  de  seis  dedos,  y  en  el  extremo  de  ellos  una  planchita  de  concha 
como  un  real.  Tenían  los  hombres  el  cabello  tan  corto,  que  se  descubría  el 
pescuezo;  pero  el  casco  lo  cubrían  con  una  plancha  de  achote  y  cierta  re- 
sina cocida,  que  hacía  una  figura  como  de  corona  de  fraile.  Y  como  era 
tan  colorada  como  el  carmín  más  fino,  los  vecinos  de  Borja,  al  verla,  le 
pusieron  el  nombre  de  birreta  de  cardenales.  Tenían  el  cuerpo  cruzado  de 
rayas  gruesas  de  la  anchura  de  dos  dedos;  lo  mismo  hacían  en  piernas  y 
muslos.  Finalmente,  las  demás  naciones  usan  también  de  varios  adornos 
en  las  orejas,  unas  de  un  modo  y  otras  de  otro,  como  la  Pana  y  Ticuna, 
que  en  vez  de  zarcillos  traen  planchitas  triangulares,  y  la  Maína  flores 
hechas  de  plumas  de  varios  colores. 

Es  común  la  desnudez  á  hombres  y  mujeres,  aunque  por  lo  común  to- 
dos llevan  alguna  cosa  con  que  cubren  lo  preciso  para  la  decencia,  y  es 
una  especie  de  tonelete  que  llaman  pampanilla,  y  amarrado  á  la  cintura, 
si  cubre  no  pasa  de  las  rodillas.  Suelen  hacer  esta  pequeña  cubierta  de 
un  tejido  de  palma  ó  algodón;  los  Omaguas  y  Zurimaguas  son  más  mira- 
dos que  los  demás  indios,  y  traen  sus  pampanillas  hasta  media  pierna, 
pintadas  con  mucho  aseo.  No  es  menos  aseada  la  de  los  Encabellados,  así 
por  el  tejido  como  por  la  pintura,  aunque  es  más  corta  que  la  de  los  Oma- 
guas. Usan  estas  tres  naciones  de  mantas  como  basquinas  para  sus  fies- 
tas y  danzas.  Los  Urarinas,  Roamainas,  Muratas  y  otras  naciones,  que 
tejen  cachivanvo,  andan  decentemente  cubiertos,  así  hasta  la  cintura,  como 
de  medio  cuerpo  hacia  abajo.  Viene  á  ser  el  cachivanvo  una  tela  que  hacen 
de  la  corteza  exterior  y  más  delgada  de  una  palma  que  llaman  achua.  Los 
Xeveros  y  Encabellados  hacen  sus  vestidos  de  lanchama,  que  es  una  cor- 
teza de  árbol  ablandada  en  agua,  la  cual,  golpeada  con  una  macanilla, 
queda  como  el  cuero  de  un  ciervo. 

No  faltan  naciones  cuyas  mujeres  cubren  solamente  la  distinción  del 
sexo  con  sartas  de  pepitas  de  frutas  entreveradas  con  dientes  de  monos  ó 
con  una  concha.  Y  como  hay  varias  gentes  que  andan  del  todo  desnudas, 
uno  de  los  principales  cuidados  de  los  misioneros  era  tener  consigo  en  los 
pueblos  estopa  ó  lienzo  para  cubrir  luego  á  los  que  venían  de  nuevo,  á  las 
veces  del  todo  desnudos,  y  otras  muchas  muy  mal  cubiertos.  He  hablado 
muchas  veces  con  un  misionero  de  Mainas,  que  estando  en  una  ocasión  en 
la  iglesia  de  su  pueblo  haciendo  sus  Oficios,  vio  venir  una  mujer  gentil  del 
monte,  y  entrarse  por  la  iglesia  del  todo  desnuda;  afligióse  el  buen  hombre 
por  no  tener  lienzo  para  cubrirla;  pero  luego  se  le  ofreció  que  de  un  ence- 
radilloque  tenía  en  su  ventana  la  podía  hacer  una  pampanilla;  hízola  luego 
al  punto  y  quedó  aquella  infeliz  remediada  y  el  padre  muy  consolado. 

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66  Misiones  del  Marañón  Español 

En  su  misma  desnudez  tienen  estos  bárbaros  sus  aliños  particulares; 
el  más  general  es  el  de  los  brazaletes.  Los  Encabellados  llevan  dos  en  las 
pulseras  y  otros  dos  en  las  piernas:  aquéllos  en  distancia  de  tres  dedos,  y 
éstos  en  distancia  de  seis.  Los  tejen  de  hilo  de  algodón  con  mucha  curiosi- 
dad, y  forman  unas  rosetas  parecidas  al  tejido  de  damasco  blanco  y  fino 
para  servilletas  y  manteles.  Los  Pevas  y  Ticunas  hermosean  sus  braza- 
letes con  plumas  de  varios  colores.  Los  Omaguas  usan  de  unas  como  fajas 
de  cuatro  dedos  de  ancho,  y  llevan  por  gala  en  sus  altas  cabezas  unos 
llantos  vistosos  por  la  figura  que  hacen  de  guirnalda  y  por  la  variedad  de 
plumas  de  muchos  colores,  distribuidas  con  aseo  y  entretejidas  con  gusto. 
Tan  natural  es  al  hombre  querer  parecer  bien  á  los  que  les  miran,  pues 
aun  estos  salvajes,  en  tanta  miseria  y  desnudez,  hacen  lo  que  entienden 
por  engalanarse  á  su  modo. 


CAPITULO  III 

CÓMO  VIVÍAN  ESTAS  GENTES;  DE  SU  GOBIERNO  Y  DE  LA  AUTORIDAD  DE  SUS 

CACIQUES 

Admiró  á  Europa  la  primera  noticia  que  dieron  los  conquistadores  de 
Indias  sobre  la  calidad  de  sus  habitadores.  Pintábanlos  comúnmente  como 
hombres  en  la  apariencia,  y  como  brutos  en  la  realidad.  Apenas  les  con- 
cedían una  racionalidad  semejante  á  la  de  los  niños  de  ocho  á  diez  años 
de  la  Europa,  y  lo  que  no  puede  menos  de  extrañarse  es  que  llegasen  á 
persuadir  efectivamente  que  se  podía  dudar  de  su  capacidad  en  juzgar- 
los perfectamente  racionales.  Pero  condenó  este  juicio  quien  podía,  de- 
clarando la  Silla  Apostólica  que  los  indios  eran  racionales  y  capaces  de 
obrar  bien  ó  mal,  según  el  uso  del  libre  albedrío  que  concedió  Dios  al 
hombre.  Por  consiguiente,  se  declaró  que  eran  capaces  de  todos  los  de- 
más derechos  que  como  tales  podían  y  debían  gozar.  Véanse  las  leyes  de 
la  Recopilación  de  Indias  y  las  Bulas  de  Alejandro  VI  y  de  Paulo  III;  esto 
se  llegó  á  pensar  de  los  mejicanos  gobernados  por  los  Motezumas,  y  de  los 
peruanos  vasallos  de  los  Ingas,  cuyas  leyes  y  modo  de  gobierno  han  he- 
cho dudar  á  varios,  si  tenían  que  ceder  á  las  leyes  de  los  emperadores 
romanos. 

Yo  tengo  por  cierto  que  fueron  á  los  principios  muy  grandes  las  exa- 
geraciones en  esta  materia;  pero  veo  también  que  aquellas  gentes  hacían 
grandes  ventajas  y  conocidos  excesos  á  los  que  vivían  en  los  bosques  y 
montañas  del  río  Marañen .  Aquéllas  sujetas  á  soberanos,  éstas  sin  reco- 
nocer señorío  ni  dependencia.  Aquéllas  gobernadas  por  leyes  bien  for- 
madas, y  las  más,  según  el  dictamen  de  la  razón;  éstas  sin  ley  ni  freno, 
entregadas  á  los  desórdenes  de  las  pasiones  más  bárbaras .  Aquéllas  re- 
ducidas á  repúblicas  con  orden  y  método  de  gobierno  económico,  político 


Libro  II.— Capítulo  III      '  67 

y  militar;  éstas  esparcidas  como  fieras  en  los  bosques  sin  avenirse,  sin 
ayudarse  y  sin  comunicarse  unos  con  otros.  Esta  generalidad  descubre 
mucha  diferencia  entre  unas  y  otras  gentes,  y  aun  se  verá  que  es  mayor 
por  lo  que  iremos  insinuando  de  sus  poblaciones,  modo  de  vivir,  costum- 
bres y  extravagancias. 

Por  numerosas  que  sean  las  naciones  del  Marañón,  de  ninguna  se  ha 
encontrado  propiamente  población  en  aquellos  bosques.  Unas  pocas  fa- 
milias en  dos,  tres  ó  cuatro  casas  medianas  ocupan  el  sitio  correspon- 
diente. Hacen  en  el  contorno  sus  siembras,  que  llaman  chagras,  y  procu- 
ran que  sea  cerca  de  algún  torrente  ó  riachuelo  que  suministre  el  agua 
necesaria  para  bebidas  y  baños  y  algún  poco  de  pesca  para  el  sustento, 
aunque  no  dejan  de  valerse  á  veces  de  la  caza,  según  los  instrumentos  ó 
armas  propias  de  la  nación.  En  todas  partes  hallan  materiales  para  sus 
casas,  que  se  componen  de  palos  gruesos  por  pilares,  de  varas  para  la 
armazón  del  techo  y  de  hojas  de  palma  para  cubrir  la  fábrica.  Cada  uno 
es  carpintero  y  hace  por  sí  mismo  lo  necesario  hasta  dejar  su  choza  per- 
fecta y  acabada  para  los  usos  que  se  figura. 

'Pocas  naciones  usan  de  catres  ni  de  mesas  para  comer.  En  lugar  de 
cama  tienen  una  red  colgada  que  llaman  hamaca  y  la  labran  con  curio- 
sidad y  solidez.  En  los  Zameos,  Macamaes,  Pevas  y  otras  naciones  es 
oficio  de  las  mujeres  el  hacerla,  previniendo  los  hombres  la  chambira  ó 
cáñamo  que  tuercen  ellas.  En  los  Encabellados  está  al  cargo  de  los  varo- 
nes buscar  el  material,  torcerlo  y  formar  las  camas.  Cada  uno  duerme 
€n  la  suya,  fuera  de  los  casados,  que  duermen  acompañados  en  una  que 
se  hace  mucho  mayor  que  las  demás.  Esta  especie  de  cama,  colgada  en 
el  aire  en  dos  palos,  es  cómoda  y  descansada  en  temples  ardientes  como 
son  aquellos  en  que  no  arma  bien  el  uso  de  colchones.  Aun  los  españoles 
seglares  y  misioneros  se  acomodan  á  dormir  en  esta  especie  de  camas  ó 
sobre  unas  esteras  por  el  gran  calor. 

El  ajuar  de  la  casa  cabe  casi  todo  en  un  cesto  ó  canasto  mediano,  con 
que  carga  la  mujer  en  las  mudanzas  que  hacen  frecuentemente  á  otros 
sitios.  Todo  se  reduce  á  la  cama  ó  camas  para  dormir,  un  par  de  ollas, 
algunas  cazuelas  y  platos,  una  tinaja  para  la  bebida  y  un  vaso  que  lla- 
man pilche,  el  cual  se  cría  en  los  árboles,  como  las  calabazas  de  los  pere- 
grinos, y  abierto  y  limpio  y  bien  secado  al  sol,  se  endurece  y  sirve  cómo- 
damente para  beber.  Su  mantenimiento  se  reduce  á  plátanos,  maíz  y 
yuca,  de  que  hablaremos  á  su  tiempo  largamente.  Usan  también  de  va- 
rias raíces  que  se  dan  con  abundancia  en  los  montes,  y  algunas  veces 
tienen  algún  pez,  mono  ó  ave  que  han  cogido.  Comen  dos  veces  al  día: 
por  la  mañana  á  cosa  de  las  ocho,  y  por  la  tarde  entre  cuatro  y  cinco. 
Como  no  usan  de  mesas  ni  manteles,  se  arriman  los  hombres,  puestos  de 
cuclillas,  alrededor  de  una  cazuela  ó  barreñón,  y  las  mujeres,  separadas, 
se  sientan  en  el  suelo  alrededor  de  otra.  El  comer  lo  hacen  muy  al  natu- 
ral, y  el  verlos  era  materia  de  gusto  y  recreación  para  los  misioneros. 
Los  dedos  les  sirven  de  tenedores,  y  de  cucharas  unas  conchas.  Acabada 


68  •  Misiones  del  Marañón  Español 

la  comida,  los  ancianos  se  tienden  en  sus  camas  y  los  jóvenes  escapan  á 
bañarse  y  refrigerarse  en  el  río;  pero  tienen  la  precaución  de  apartarse 
los  hombres  de  las  mujeres. 

La  ocupación  de  los  varones  entre  día  es  cuidar  de  sus  sementeras^ 
cazar  y  pescar  (si  han  de  traer  algo  para  la  familia),  hacer  armas,  ade- 
rezar lanzas,  rodelas  y  anzuelos  para  la  guerra,  caza  y  pesca.  Lo  demás 
del  tiempo,  que  es  mucho,  se  están  ociosos  y  bien  hallados  con  su  pereza 
que  les  acarrea  tantos  males  y  daños,  como  veremos.  El  oficio  de  las  mu- 
jeres es  hacer  de  sus  raíces  y  fruto  la  bebida  usual  á  la  familia  que  á 
todos  debe  estar  franca  en  cualquiera  hora  del  día,  y  apenas  se  levantan 
los  hijos  y  maridos,  van  corriendo  á  la  tinaja  y  se  echan  á  pechos  su 
pilche  ó  vaso.  No  dejan  de  ayudar  las  mujeres  á  sus  maridos  á  limpiar 
sus  heredades,  acarrear  los  frutos  y  acomodarlos  en  la  casa;  pero  es  pe- 
culiar de  ellas  hacer  la  loza  necesaria,  pues  son,  por  lo  común,  olleras  á 
mano;  y  sin  torno  y  con  grande  tino,  hacen  todo  género  de  utensilios, 
ollas,  cazuelas,  platos,  tinajas,  tales  cuales  han  menester  para  los  usos 
de  casa.  Sacan  estas  piezas  tan  bien  figuradas,  tersas  y  templadas  como 
los  mejores  alfareros.  Las  Encabelladas  hacen  loza  más  fina  y  delicada 
que  las  Omaguas;  pero  son  éstas  más  hábiles  para  piezas  grandes,  como 
cántaros  y  tinajas.  Unas  y  otras  saben  dar  á  la  loza  un  barniz  perma- 
nente, vistoso  y  fino,  de  manera  que  se  limpian  las  piezas  con  mucha  fa- 
cilidad . 

Hasta  aquí  llega  el  gobierno  económico  de  estas  gentes.  En  todo  lo  de- 
más sólo  se  ve  el  desorden,  la  behetría  y  confusión.  La  sujeción  de  unos 
á  otros  en  esta  dispersión  es  ninguna,  porque  no  reconocen  señorío  ni 
tienen  leyes  de  sociedad.  Los  hijos  no  se  sujetan  á  sus  padres,  ni  éstos  les 
dan  alguna  crianza.  En  manteniéndoles  cuando  pequeños,  á  que  se  ex- 
tiende todo  su  cuidado,  les  dejan  cuando  pueden  mantenerse  por  sí  mis- 
mos, sin  pensar  en  corregir  ó  castigar  sus  excesos.  Los  maridos  ruegan, 
más  que  mandan  á  sus  mujeres,  ni  éstas  sufren  imperios  ú  otro  lenguaje 
en  sus  maridos.  No  hay  recursos  para  que  se  haga  justicia,  porque  no  se 
observa  entre  ellos.  Cada  familia  y  cada  persona  de  ella  se  atribuye  á  sí 
misma  una  plena  libertad  para  cuanto  se  le  antoja,  sin  que  piense  nin- 
guno en  irle  á  la  mano,  porque  todos  se  niegan  á  la  menor  sujeción.  Cre- 
cidos los  hijos  y  las  hijas,  en  llegando  á  casarse  se  apartan  de  sus  pa- 
dres, y  los  hermanos  se  separan  unos  de  otros,  acomodándose  en  sitios 
más  ó  menos  distantes  según  la  mayor  ó  menor  avenencia  entre  sí  y  en- 
tre los  parientes  de  sus  consortes.  Y  es  prueba  de  buena  correspondencia 
y  amistad,  cuando  no  se  alejan  unos  de  otros  más  de  uno  ó  dos  días  de 
camino.  Los  misioneros  tenían  por  una  avería  ventajosa,  cuando  en  sus 
entradas  y  descubrimientos  hallaban  algunas  familias  así  repartidas  y 
tan  poco  distantes  unas  de  otras,  especialmente  en  estos  últimos  tiempos 
en  que  no  había  ya  tanta  gente  como  en  los  principios. 

Dispersos  los  indios  y  vagabundos  por  los  montes,  fijan  por  lo  regular 
por  poco  tiempo  su  residencia  en  el  sitio  que  mejor  les  parece.  Porque 


Libro  II. — Capítulo  III  69 

fácilmente  hallan  motivo  ó  causa  para  nueva  mudanza,  aunque  hayan 
de  hacer  nueva  casa,  y  plantar  nuevas  sementeras.  Basta  que  se  avecine 
una  familia  aun  de  la  misma  nación  á  las  cercanías,  para  abandonar  el 
sitio  y  alejarse  enteramente,  en  especial  si  hay  en  ella  algún  soltero  ó 
soltera  que  cause  alguna  inquietud  y  dé  ocasión  de  celo  entre  marido  y 
mujer.  Basta  también  que  en  los  contornos  se  halle  algún  indio  que  se 
figuren  les  mira  de  mal  ojo  y  que  les  pueda  hechizar.  Basta  que  no  lejos 
de  sus  campos  descubran  algunos  rastros  de  gente  no  conocida  ó  de  que 
puedan  temer;  y  aun  sin  esto,  basta  la  muerte  de  alguno  de  la  familia 
para  dejar  la  casa  y  escapar  á  otra  parte  á  donde  no  les  siga  la  desgra- 
cia. Y  como  todos  han  de  morir,  fácil  cosa  es  el  conjeturar  cuan  estables 
serán  sus  habitaciones.  Parece  que  aun  en  sus  mismas  mudanzas  quieren 
ejercitar  su  libertad  y  dominio  viviendo  ya  en  una  parte  ya  en  otra,  por- 
que tienen  por  país  y  tierra  propia  todos  aquellos  montes,  y  así  se  lo  re- 
petían muchas  veces  á  los  misioneros,  cuando  entraban  á  ellos  diciendo: 
cestas  tierras  son  nuestras,  y  nosotros  podemos  disponer  de  ellas  sin  que 
ninguno  nos  lo  pueda  impedir.»  De  esta  manera  viven  señores  de  sí  mis- 
mos, y  con  plena  libertad  para  tomar  satisfacción  de  cualquier  agravio, 
cuya  pena,  sea  el  que  fuese  el  delito,  no  ha  de  ser  menor  que  de  muerte, 
y  sólo  puede  excusarla  el  no  tener  fuerza  ó  no  hallar  astucia  para  eje- 
cutarla. 

Aun  aquel  principal  que  reconocen  como  cabeza  de  la  parcialidad, 
está  muy  lejos  de  tener  aquella  autoridad  que  significa  el  nombre  de  ca- 
cique, con  que  suelen  llamarle  los  españoles.  El  es  un  mero  capitán  ó  co- 
mandante para  sus  guerrillas,  y  esto  significa  el  nombre  que  le  dan  de 
curaca  en  lengua  Inga,  zana  en  la  Omagua,  raitín  en  la  Zamea,  ejatain  en 
la  Encabellada  y  acumerario  en  la  Iquita.  En  lo  demás  no  se  le  sujetan  ni 
le  reconocen  por  superior,  y  con  la  misma  facilidad  con  que  se  arriman  á 
uno,  se  apartan  de  él  siempre  que  les  parece;  y  se  juntan  con  otro  aun- 
que haya  sido  contrario  y  enemigo.  Son  estos  capitanes,  por  lo  regular, 
los  más  valientes  y  que  se  han  hecho  temer  y  respetar  ó  por  su  brío  y 
resolución  en  acometer  á  los  enemigos,  ó  por  su  valor  y  animosidad  en 
defenderse  cuando  han  sido  acometidos  ó  perseguidos.  Tal  vez  se  alzan 
con  el  nombre  algunos  brujos  más  insignes,  á  quienes  temen  como  á  due- 
ños de  su  salud  y  vida,  figurándose  neciamente  que  al  menor  disgusto 
que  les  ocasionen  pueden  consumir  y  aniquilar  á  todos  á  fuerza  de  hechi- 
zos y  brujerías.  Aprehensión  tan  poderosa  en  los  indios,  que  se  deshacen 
de  cuanto  tienen  y  aprecian  por  no  disgustarlos.  Si  bien,  como  son  mu- 
chos los  encuentros  de  la  vida,  tarde  ó  temprano  vienen  á  pagar  los  bru- 
jos sus  embustes  con  la  vida  á  lanzadas,  en  venganza  de  alguna  muerte 
que  se  les  atribuye  de  alguno  de  la  parcialidad. 

En  tanta  independencia  y  libertad  se  miran  sin  disonancia  los  mayo- 
res desórdenes,  los  vicios  más  bestiales  y  las  costumbres  más  bárbaras, 
corriendo  impunemente  hasta  llegar  á  ser  comunes  y  como  naturales, 
lío  se  aprecia  la  honestidad,  no  se  guarda  el  recato  que  prescribe  la  na- 


70  Misiones  del  Marañón  Español 

turaleza;  no  hay  respeto  que  los  contenga,  ni  hay  freno  que  modere  el 
torrente  de  las  pasiones  de  la  naturaleza  viciada.  De  donde  nace  que 
tantos  excesos  vienen  á  parar  finalmente  en  odios,  disensiones  y  encuen- 
tros y  ninguno  debe  extrañar  que  hubiese  entre  aquellas  gentes  una  con- 
tinua guerra,  conque  unos  á  otros  se  perseguían  y  acaba'ban. 


CAPITULO  IV 

DE  SUS   CASAMIENTOS 

En  los  casamientos  de  los  indios  del  Marañón  no  se  ven  aquellas  for~ 
malidades  que  hacen  un  contrato  claro,  formal  y  expreso,  pero  no  faltan 
aquellas  que  parecen  bastantes  para  fundar  un  consentimiento  verdade- 
ro de  las  partes,  y  para  dar  al  matrimonio  alguna  firmeza  según  sus  es- 
tilos. El  modo  más  ordinario  es,  que  el  pretendiente  de  alguna  mujer 
ponga  por  algún  tiempo  á  la  puerta  de  la  casa  donde  vive  la  pretendida 
un  brazado  de  leña.  Todas  las  tardes  va  el  pretendiente  al  monte,  recoge 
la  leña  y  la  pone  sin  hablar  una  palabra  en  el  sitio  dicho.  Los  primeros 
días  afecta  la  mujer  poco  aprecio,  y,  sin  darse  por  entendida,  deja  con 
todo  cuidado  de  recogerla  hasta  que  se  lo  avisa  la  madre  ó  el  padre  ó  al- 
gún hermano  mayor.  Continúa  el  pretendiente  en  hacer  la  misma  dili- 
gencia á  la  hora  acostumbrada,  y  poco  á  poco  se  insinúa  ella,  como  algo 
inclinada .  Y  cuando  quiere  darlo  á  entender  espera  al  que  la  pretende 
en  el  tiempo  en  que  sabe  ha  de  venir  con  la  leña,  y  ve  cómo  la  pone  á  la 
puerta  en  su  presencia,  pero  no  le  habla  palabra.  Esta  demostración  le 
basta  al  pretendiente  para  llevarla  ya  todas  las  tardes  algo  de  pesca  en 
una  sarta,  que  deja  colgada  en  la  puerta  sin  decir  palabra,  ni  á  ella  ni  k 
otra  persona  alguna.  Dura,  cuando  menos,  un  mes  entero  esta  asistencia 
en  cuyo  tiempo  se  miran  en  público  los  pretendientes  tan  sin  afecto,  que 
ni  se  hablan  palabra,  ni  dan  señal  alguna  de  inclinación,  aunque  se  en- 
tienden muy  bien  y  conocen  cuando  se  quieren  y  hay  esperanza  de  con- 
cluir el  casamiento. 

Toca  al  padre  de  la  novia,  hermano  mayor  ú  otro  pariente  cercano,, 
explicarse  por  ella,  y  lo  hace  de  esta  manera.  Manda  un  día  entrar  al 
pretendiente  en  la  casa,  y  le  da  una  información  de  la  que  ha  de  ser  su 
mujer,  diciéndole  que  la  moza  ha  de  ser  mujer  casera,  que  es  hacendosa, 
que  sabe  hacer  bebidas,  tejer  pampanillas,  hermosear  brazaletes,  for- 
mar ollas  y  platos,  que  sabe  cuidarse  á  sí  misma  y  sabrá  también  cuidar 
á  su  marido.  El  que  ha  de  serlo,  responde  por  sí  mismo  y  se  abona  di- 
ciendo: que  es  cazador,  sabe  pescar  y  trabajar,  que  no  tiene  pereza  al 
trabajo  de  hacer  sementeras,  cuidarlas  y  limpiarlas,  que  es  valiente  y 
animoso,  y  puede  mantenerse  á  sí  y  á  su  mujer,  cuidándola  y  atendién- 
dola en  todo.  Entre  los  Imaguas  todo  es  al  contrario;  el  padre  de  la  moza 


Libro  II.— Capítulo  IV  71 

dice  que  es  una  mujer  ociosa,  inútil  y  que  para  nada  sirve,  pero  el  novio 
la  alaba  y  abona  todas  sus  cualidades .  A  estas  pláticas  están  presentes 
todos  los  de  casa,  y  á  vista  de  todos,  se  levanta  el  pretendiente  de  su 
asiento,  y  sin  hablar  palabra,  pone  en  manos  de  la  que  ha  de  ser  su  mu- 
jer, una  sarta  de  abalorios  para  las  pulseras.  Ella  se  mantiene  quieta, 
con  los  ojos  bajos,  y  vuelve  el  hombre  á  su  asiento;  se  levanta,  toma  un 
pilche  de  bebida  y  se  lo  da  para  que  beba.  Todo  se  hace  sin  chistar  ni 
pestañear  de  parte  de  los  que  contraen  el  casamiento,  y  así  se  acaba  la 
función,  y  no  resta  más  que  la  última  ceremonia  ó  formalidad  que  cada 
nación  ó  parcialidad  tiene  diversa. 

En  algunas,  acostumbran  colgar  una  cama  en  medio  de  la  casa,  y 
juntos  todos  aquellos  á  quienes  toca  en  alguna  manera  la  función,  se 
sienta  primero  en  ella  la  mujer,  vueltas  las  espaldas  al  asiento  de  los 
hombres,  luego  se  sienta  el  marido  en  la  misma  cama,  al  lado  opuesto,  y 
vuelto  de  espaldas  á  la  mujer.  Estando  los  dos  en  esta  postura,  una  de 
las  mujeres,  más  ancianas,  toma  un  vaso  de  bebida  y  se  le  alcanza  á  la 
novia,  que  volviéndose  de  medio  lado,  se  le  da  al  novio  diciendo:  «toma, 
bebe».  Recíbele  el  hombre  diciendo:  «beberé»,  y  en  efecto,  bebe.  Vuelve 
el  vaso,  por  manos  de  la  novia,  á  la  anciana  que  está  esperando  en  pie, 
y  llenando  segunda  vez  el  vaso,  vuelve  á  entregársele  á  la  novia  dicien- 
do: «toma  y  bebe  tú,  como  ha  bebido  tu  marido».  Recíbele  la  mujer,  bebe 
y  entrega  el  vaso  á  la  vieja.  Otras  naciones  tienen  el  estilo  de  que  el  no- 
vio mismo  amarre  y  cuelgue  la  cama  en  medio  de  la  casa,  y  se  siente  en 
ella,  manteniendo  conversación  con  los  demás  hombres.  En  esto,  la  ma- 
dre, hermana  ó  tía  de  la  novia,  que  va  á  su  lado,  lleva  de  beber  al  novio 
que,  después  de  haber  apurado  el  vaso,  dice:  «ya  he  bebido»;  entonces 
responde  la  madrina: « pues  ésta  es  bebida  que  ha  hecho  la  novia,  que  es 
diestra  en  hacerla,  y  en  adelante  te  la  hará  y  beberéis  ambos».  Diciendo 
estas  palabras,  hace  que  la  novia  se  siente  al  lado  del  novio,  y  le  encar- 
ga que  la  quiera,  la  cuide  y  la  alimente.  Sí,  haré,  responde  el  marido,  y 
hacen  que  se  entienden  ambos.  En  otras  naciones  usan  de  otras  formali- 
dades, que  vienen  á  significar  lo  mismo.  Sólo  añado,  que  los  Ticuras  con- 
cluyen sus  casamientos  con  una  borrachera  de  dos  ó  tres  días,  y  en  el 
último,  salen  todos  bailando  al  rededor  de  las  casas,  llevando  en  medio  á 
los  recién  casados,  que  con  esta  función  quedan  ya  declarados  por  tales, 
sin  que  tengan  libertad  de  separarse. 

Hemos  referido  por  menudo  estas  formalidades  de  los  indios,  para 
que  ninguno  dude  del  valor  de  sus  casamientos;  pues  claro  está,  que 
cualquiera  de  las  ceremonias,  arriba  dichas,  que  intervengan,  son  ver- 
daderas señales  del  consentimiento.  Y  así,  ellos  mismos  tienen  á  los  ca- 
samientos hechos  con  ellas,  como  autorizados  y  firmes,  sin  que  pueda 
faltar  ninguno  de  los  casados.  Pero  como  son  tan  inconstantes,  y  á  poco 
tiempo  se  enfadan  unos  de  otros,  se  apartan  con  facilidad  á  poca  desazón 
que  entre  sí  tengan,  pegándose  á  quien  le  parece  mejor.  Ni  los  ancianos 
desaprueban  tanto  la  separación  antes  de  tener  hijos,  como  después  de 


72  Misiones  del  Mar  anón  Español 

tenerlos.  Si  la  mujer,  á  quien  dejó  su  marido,  queda  embarazada,  se 
venga  después  en  la  criatura,  haciéndola  matar  recién  nacida,  ó  ella 
misma  la  entierra  viva,  cargándola  de  oprobios,  por  ser  hija  de  quien  la 
dejó  ó  no  mereció  vivir  con  ella.  Tanta  es  su  rabia  y  despecho  por  verse 
despreciada.  Cuando  los  misioneros  las  afeaban  tan  bárbara  crueldad, 
respondían  luego,  que  no  tenían  cara  para  tener  en  sus  brazos  ni  criar 
á  sus  pechos  un  hijo  sin  padre  al  lado,  ni  aguante  para  sobrellevar  las 
molestias  que  trae  el  mantener  una  criatura,  sin  la  ayuda  del  que  le  ha- 
bía engendrado.  Pero  la  verdad  era  que  querían  librarse  del  embarazo, 
para  arrimarse  á  otro  sin  el  estorbo,  y  pensaban  así  tomar  venganza  del 
que  las  había  despreciado. 

Entre  los  Iquitos  y  Zameos  había  una  práctica  bien  singular.  Algunos 
hombres  tomaban  á  su  cargo  el  criar  una  niña  para  que  con  el  tiempo 
fuese  su  mujer.  Llevábala  el  hombre  á  su  casa,  y  jamás  la  dejaba  de  su 
lado  á  donde  quiera  que  fuese;  la  llevaba  en  brazos  á  ella,  le  seguía  en 
las  cazas,  pescas  y  trabajos  del  campo.  En  suma,  haciendo  el  oficio  del 
más  amante  padre  ó  madre  más  cariñosa,  la  iba  criando  á  su  modo,  gus- 
to y  genio.  No  podía  menos  la  niña  de  tomarle  mucho  amor,  y  al  paso  que 
crecía  se  le  inclinaba  mucho  más.  Hizo  esto  disonancia  á  los  misioneros, 
y  dieron  á  entender  que  no  les  agradaba  el  que  desde  tan  tiernas  las  tu- 
viesen consigo  para  el  fin  de  casarse  con  ellas.  Pero  ellos  no  se  aquieta- 
ban, y  hacían  inducción  de  varios  que  teñían  mujeres  criadas  á  este 
modo,  cuyos  casamientos  eran  los  más  firmes  y  duraderos,  y  aseguraban 
que  hasta  que  fuesen  bien  crecidas  y  de  edad  proporcionada,  solamente 
las  criaban  como  á  hijas,  y  que  no  pasaban  del  cariño  propio  de  un  pa- 
dre. No  les  convencía  esta  razón  á  los  padres,  pero  entre  los  gentiles  disi- 
mulaban lo  que  no  podían  remediar,  y  á  la  verdad  el  efecto  mostraba 
que  por  aquel  medio  tan  singular,  aunque  tan  peligroso,  conseguían  el 
fin  de  hacer  permanecer  los  matrimonios. 

En  estos  últimos  años  llegó  á  un  pueblo  de  las  reducciones  un  indio 
que  venía  del  monte  con  una  niña  de  seis  á  siete  años,  y  se  presentó  al 
misionero.  Pensando  éste  que  era  hija  suya,  le  pidió  su  consentimiento 
para  bautizarla.  «Bautízala,  dijo  el  indio,  que  yo  también  me  bautizaré 
después,  y  nos  casarás  cuando  tenga  más  edad,  como  he  visto  que  se  han 
casado  hoy  en  la  iglesia  fulano  y  fulana.»  «Mira,  padre,  añadió  con 
mucha  precisión,  ésta  es  ahora  mi  hija;  poco  después  será  mi  hermana,  y 
cuando  sea  grande  será  mi  mujer.»  Con  esta  graduación  se  explicaba  el 
indio;  y  como  lo  dijo,  se  fué  viendo  con  el  tiempo  que  lo  cumplió.  Así  for- 
mó este  gentil  la  mujer  conforme  á  su  genio. 

Otros  casamientos  solían  ser  seguros  y  firmes;  pero  por  otro  camino 
muy  diferente,  y  al  parecer  opuesto.  Eran  éstos  los  que  se  hacían  con 
mujeres  de  nación  distinta  ó  parcialidad  enemiga,  las  cuales  cogían  des- 
pués de  matar  á  título  de  guerra  á  sus  maridos  ó  padres  en  cuya  compa- 
ñía vivían.  Traídas  estas  mujeres,  tenían  mucho  que  aguantar  y  sufrir 
para  avenirse  con  aquellos  que  habían  quitado  la  vida  á  los  que  má 


Libro  II.— Capítulo  V  73 

querían,  haciéndoseles  á  los  principios  intolerables  la  sociedad  y  vida 
maridable  con  los  mismos  matadores.  Pero  al  fin,  con  el  buen  trato  que 
las  daban,  y  con  la  experiencia  de  ser  estimadas  tanto  ó  más  que  las  de 
la  propia  nación,  cobraban  amor  y  agradecimiento,  y  no  saltaban  fácil- 
mente. Los  casamientos  que  se  hacian  con  el  consentimiento  de  los 
padres,  eran  generalmente  los  más  duraderos,  y  los  menos  firmes  y  cons- 
tantes los  de  los  huérfanos,  sin  querer  sujetarse  ni  fijarse  sino  después  de 
varias  mudanzas;  pero  aun  estos  últimos,  en  llegando  á  tener  hijos,  eran 
bastantemente  firmes  y  permanentes. 

La  multitud  de  mujeres  en  los  indios  del  Marañen  no  es  tan  común  ni 
frecuente  como  han  querido  dar  á  entender  algunos  que  han  escrito  de  las 
costumbres  de  estas  gentes.  Es  ésta  una  distinción  y  regalía  de  los  caci- 
ques, y  no  tan  general  que  la  tengan  todos,  aun  antes  de  reducirse  á  la 
fe.  Raros  de  éstos  mantienen  dos  ó  tres  ó  más  mujeres,  no  tanto  por  des- 
ahogo ó  pasión,  como  dicen  ellos,  cuanto  porque  cuiden  de  hacer  la  bebida 
en  la  casa  para  los  huéspedes  que  concurren.  Pero  mientras  cría  la  una 
á  su  hijo  se  arrima  á  la  otra,  y  de  ambos  cuida  igualmente  el  príncipe 
sin  denotar  preferencia.  De  esta  manera  se  avienen  las  dos  fácilmente 
en  una  misma  casa,  anda  la  una  al  lado  de  la  otra  y  comen  siempre  jun- 
tas. No  se  mete  una  con  los  hijos  de  la  otra,  y  en  la  casa  todos  parecen 
hijos  de  un  padre  y  de  una  madre,  sin  hacer  distinción  de  unos  á  otros.  A 
todos  da  el  cacique  de  comer,  y  previene  cama  para  dormir,  que  es  el 
todo  de  su  providencia  para  la  familia.  En  una  ú  otra  nación  se  ve  algu- 
na semejanza  de  la  ley  del  Viejo  Testamento,  que  mandaba  que  murien- 
do el  primogénito  sin  sucesión,  tomase  el  segundo  á  su  viuda  por  esposa 
para  asegurar  la  sucesión.  Porque  muerto  el  cacique  ó  principal  ó  capi- 
tán, entra  el  hermano  segundo,  á  quien  toca  de  suyo  la  dignidad,  y  se 
casa  con  la  mujer  de  su  hermano,  cuyos  hijos,  si  los  tenía,  los  adopta  por 
propios,  aunque  sea  necesario  dejar  á  su  misma  mujer  y  á  los  hijos  que 
haya  tenido  de  ella. 


CAPITULO  V 

DE  LOS   GEMELOS,    CONTRAHECHOS   Y  DEFECTUOSOS 

Dio  mucho  en  que  entender  á  los  misioneros  del  Marañen,  no  ver  en- 
tre tantos  gentiles  algunos  gemelos,  contrahechos  ó  defectuosos.  Y  pare- 
ciéndoles  imposible  tanta  uniformidad  en  los  partos  y  en  la  entereza  é 
igualdad  de  miembros  entre  tantas  gentes,  pensaban  seriamente  sobre  la 
causa  de  aquella  novedad.  Tardaron  algún  tiempo  en  descubrirla,  por- 
que el  indio  tira  mucho  á  ocultar  sus  cosas  y  no  suele  bastar  á  descubrir 
sus  abusos  la  mayor  vigilancia  del  misionero.  Pero  luego,  hallaron  los 
primeros  padres,  cuando  fueron  adquiriendo  práctica  de  las  tierras,  que 


74  Misiones  del  Marañón  Español 

no  se  encontraban  gemelos  en  ellas,  porque  los  gentiles  miraban  aque- 
llos partos  como  efecto  de  algún  influjo  del  demonio.  A  la  verdad,  no  cul- 
paban á  la  mujer  que  daba  á  luz  dos  criaturas  á  un  tiempo  ni  echaban  la 
culpa  á  su  marido.  Y  aunque  no  sabían  dar  razón  de  dónde  aquello  pro- 
viniese, pero  reparaban  en  lo  que  veían,  y  como  no  era  común,  y  lo  raro 
y  singular  entre  ellos  es  cosa  del  demonio,  á  su  malignidad  atribuían  el 
parto  de  los  gemelos.  Por  eso  decían  que  el  parto  de  dos  era  infamia  de 
la  mujer  y  del  marido,  y  que  no  se  podía  borrar  hasta  que  la  mujer  no 
tuviese  un  parto  regular  y  ordinario. 

Lo  más  común  entre  ellos,  cuando  nacían  dos  criaturas,  era  el  matar 
una  de  ellas,  dejando  á  elección  del  padre  cuál  había  de  quedar  con  vida 
y  ser  criada  de  su  propia  madre.  No  dejaban  de  disculparse  en  aquella 
crueldad  con  la  mucha  molestia  y  trabajo  de  criar  dos  á  un  tiempo;  pero 
no  era  éste,  sino  el  insinuado  arriba,  el  verdadero  motivo  de  deshacerse 
de  la  criatura,  y  tal  vez  las  mataban  ambas  si  podían  ocultar  de  algún 
modo  la  causa  de  la  infamia  en  que  incurrían.  Alguna  otra  nación  quita 
sin  remedio  alguno  la  vida  á  los  gemelos  de  un  modo  bruto  y  bárbaro. 
Porque  juntas  las  dos  criaturas  y  bien  ataditas,  las  entierran  vivas,  no 
sin  haberlas  golpeado  para  que  mueran  cuanto  antes  en  la  hoya  ó  gote- 
ra en  donde  las  sepultan. 

En  el  año  de  1752,  en  un  pueblo  de  Encabellados,  llamado  de  la  Trini- 
dad, desenterró  el  P.  Manuel  Uriarte,  que  olió  esta  crueldad,  dos  criatu- 
ras así  sepultadas,  en  el  sitio  donde  caían  las  goteras  de  la  casa,  por  el 
mismo  padre  que  las  había  engendrado  y  golpeado  sus  tiernos  muslos. 
Pero  quiso  el  Señor,  que  había  por  ellas  derramado  su  sangre,  que  las 
sacase  de  la  hoya  todavía  palpitando  y  con  señales  de  vida,  y  adminis- 
tróles el  santo  Bautismo  y  volaron  al  cielo  con  la  estola  de  la  gracia. 

La  nación  Omagua  tiene  por  crueldad  el  matarlas  á  sangre  fría,  y  se 
figura  poderse  librar  de  tan  infame  nota  con  un  estilo  que  guarda  en 
deshacerse  de  una  de  las  dos  recién  nacidas.  Es  muy  curioso  el  modo,  y 
no  puedo  menos  de  referir  tan  singular  extravagancia.  Luego  que  algu- 
na india  ha  dado  á  luz  dos  criaturas  de  un  parto,  previenen  los  de  casa 
una  tinaja  grande,  de  las  que  trabajan  con  más  aseo  y  pintan  con  más 
curiosidad.  Dentro  de  ésta  acomodan  á  la  criatura  sobre  una  porción  de 
algodón  bien  escarmenado.  Pénenla  por  colcha  un  pedazo  de  manta  pin- 
tada, dejándole  descubierta  la  carita  para  que  pueda  respirar.  Cubren 
después  la  boca  de  la  tinaja  con  otra  manta  vistosa  y  bien  atada  que  la 
defienda  del  sol,  aire  y  agua,  con  la  precaución  de  hacer  en  la  cubierta 
ciertos  agujeritos  con  arte  y  simetría  para  respiradero,  á  fin  de  que  no 
muera  sofocada  la  criatura. 

Dispuesta  de  esta  manera  la  tinaja,  la  llevan  como  en  procesión  des- 
de la  casa  de  la  madre  á  orillas  del  río  con  acompañamiento  de  algunos 
jóvenes,  que  al  son  de  un  pífano  y  tamborcillo,  van  dando  saltos  y  brin- 
cos delante  de  la  tinaja:  alrededor  de  ella  van  bailando  las  mujeres,  y  los 
parientes  cierran  la  procesión  vestidos  de  gala.  En  el  puerto  está  prevé- 


Libro  II.— Capítulo  V  75 

nida  una  canoa  en  donde  asientan  la  tinaja  y  la  aseguran  escrupulosa- 
mente con  cuerdas.  Hecha  esta  diligencia,  sacan  la  canoa  tirada  de  otras 
hasta  la  mitad  del  rio  y  la  dejan  llevar  de  la  corriente.  No  hacen  alto  so- 
bre el  peligro  de  muerte  á  que  exponen  á  la  criatura,  porque  se  figuran 
que  alguno  de  sus  zumis  (sacerdotes  adivinos  que  creen  tener  comunica 
ción  con  el  demonio)  la  tomará  á  su  cuidado  y  sabrá  á  quién  ha  de  dar  el 
trabajo  de  mantenerla  y  criarla.  Satisfechos  de  su  providencia,  vuelven 
alegres  y  con  algazara  á  dar  noticia  á  la  madre  de  lo  que  con  toda  dili- 
gencia han  practicado  para  que  se  consuele  y  atienda  únicamente  á  la 
otra  criatura  que  le  queda  en  casa.  Las  mujeres  la  consuelan  amones- 
tándola que  en  adelante  procure  parir  como  buena  Omagua  que,  sin  oca- 
sionar molestia  á  los  zumis,  que  no  están  para  eso,  sabe  criar  cada  una 
sus  hijos.  Y  que  no  imite  otra  vez  á  los  ratones,  monos  y  otros  animales 
que  paren  á  montones.  Tanto  disuena  á  estas  gentes  lo  singular  y  raro, 
que  dan  en  tan  necias  extravagancias. 

No  para  en  esto  la  superstición  de  las  Omaguas;  hay  también  en  este 
caso  una  molesta  é  indispensable  ceremonia  que  coje  á  todas  las  muje- 
res. Al  primer  rumor  que  se  esparce  en  la  parcialidad  de  haber  nacido 
dos  criaturas  de  un  parto,  se  alborotan  todas  ellas  y  como  sorprendidas 
de  un  terror  pánico  de  que  se  les  pegue  el  contagio ,  sacan  á  plaza 
todos  sus  utensilios,  y  á  golpe  de  palo  de  ciego  rompen  ollas,  quiebran 
platos  y  hacen  pedazos  cazuelas,  cántaros  y  tinajas,  apagan  el  fuego, 
echan  al  río  tizones  y  cenizas,  sacuden  el  polvo  de  los  toldos,  barren  las 
casas  y  varean  muy  bien  la  ropa  de  mudar:  últimamente  corren  exhala- 
das al  río  y  con  toda  la  ropa  que  llevan  á  cuestas  se  echan  en  el  agua, 
se  chapuzan,  se  lavan  con  mucha  prolijidad,  y  así  purificadas,  vuelven 
á  sus  casas  á  mudarse,  seguras  de  que  no  se  les  pegará  la  roña:  toda  esta 
baraúnda  ocasiona  á  las  mujeres  el  parto  de  los  gemelos. 

Mantuvo  esta  superstición  la  nación  Omagua  con  la  mayor  tenacidad, 
y  costó  á  los  misioneros  la  industria  y  el  trabajo  de  muchos  años  el  arran- 
carla, y  no  se  consiguió  del  todo  hasta  que  los  viejos  más  tenaces  de  estos 
abusos  se  fueron  acabando.  Después  confesaban  llanamente  su  ignoran- 
cia, se  reían  de  su  simpleza  y  se  avergonzaban  de  la  necedad  de  sus  an- 
tepasados. Criaban  con  mucho  gusto  sus  gemelos,  y  las  madres  agrade- 
cidas los  mostraban  con  alegría  á  los  padres  misioneros,  como  prueba 
del  mejor  modo  de  pensar  que  debían  á  su  enseñanza  y  dirección.  Nunca 
tiene  más  fuerza  la  razón  que  cuando  está  el  corazón  libre  de  vicios  y 
pasiones:  y  esta  nación  de  Omaguas  mostró  no  tener  mal  entendimiento 
al  paso  que  se  fué  haciendo  cristiana. 

Del  mismo  principio  de  inhumanidad  y  barbarie  que  no  daba  lugar  á 
los  gemelos  entre  aquellas  gentes,  nacía  el  no  verse  entre  ellas,  ciegos, 
mancos,  tullidos  y  contrahechos.  Algunos  misioneros  piadosos  creyeron 
á  los  principios  que  nacía  esto  del  amor  y  cuidado  con  que  criaban  las 
madres  á  sus  hijos  y  de  una  particular  providencia  del  cielo,  que  quería 
librar  á  estos  infelices  de  los  trabajos  que  habían  de  padecer  necesaria- 


76  Misiones  del  Marañón  Español 

mente,  entre  unas  gentes  que  ni  se  compadecen  de  cuitas  ajenas,  ni  se 
mueven  de  miserias,  ni  saben  de  obras  de  misericordia.  Mas  poco  dura- 
ron en  estos  piadosos  sentimientos,  porque  luego  se  descubrió  el  execra- 
ble abuso  de  padres  y  madres.  Apenas  veían  una  criatura  recién  nacida 
con  una  falta  natural  que  les  parecía  fealdad,  al  punto  la  condenaban  á 
muerte,  y  sin  humanidad,  compasión  ni  reparo,  la  enterraban  viva.  Esta 
era  la  única  y  verdadera  causa  de  no  verse  entre  ellos  algún  contrahe- 
cho ó  defectuoso. 

El  P.  Francisco  Figueroa  refiere,  en  un  informe  manuscrito,  que  las 
mujeres  Cocamas  mataban  con  la  mayor  crueldad  los  hijos  que  les  na- 
cían contrahechos  ó  con  alguna  monstruosidad,  lo  cual  hacían  de  un 
modo  que  horroriza  sólo  el  contarlo.  Llevaban  las  mismas  madres  la 
criaturita  á  la  orilla  del  río  y,  cogiéndola  por  las  piernecitas,  la  dividían 
por  medio,  como  tan  tierna,  de  un  fuerte  tirón  y  la  arrojaban,  partida  en 
dos  partes,  á  las  aguas.  De  los  gemelos  dice  que,  reservándose  uno  para 
criar  á  sus  pechos,  metían  el  otro  en  una  cestilla  abierta  y  la  echaban 
río  abajo  como  á  Moisés.  Los  Cocamas,  ya  reducidos  á  la  fe,  no  podían 
oír  en  paciencia  la  crueldad  que  se  atribuía  á  sus  mayores  en  el  hecho 
sangriento  de  partir  los  niños  por  el  medio  y  de  arrojarlos  al  río,  y  se 
quejaban  de  algunos  malignos  y  rivales  que,  en  odio  de  su  nación,  habían 
levantado  esta  calumnia  y  se  la  habían  hecho  creer  al  P.  Figueroa.  Tan 
mal  les  asentaba,  al  confronto  de  la  mansedumbre  cristiana,  la  nota  in- 
fame de  sus  mayores,  que  pensaban  cundía  su  mancha  hasta  los  hijos  y 
nietos,  por  más  que  quisiesen  lavarla. 

La  costumbre  de  matar  á  los  defectuosos  no  hablaba  sólo  con  los  niños 
recién  nacidos,  se  extendía  también  á  los  adultos  que,  por  alguna  casua- 
lidad ó  desgracia,  quedaban  estropeados,  ciegos,  cojos  ó  mancos.  En  esos 
ejecutaban  la  misma  crueldad  que  en  los  niños,  si  no  les  contenía  el 
amor  que  con  los  años  le  cobraban  sus  padres  ú  otros  allegados,  ó  tal  vez 
la  resistencia  que  podía  hacer  la  misma  persona  defectuosa,  peleando 
por  su  vida.  No  fué  poco  triunfo  del  celo  y  vigilancia  de  los  misioneros  el 
haber  podido  desterrar  este  uso  bárbaro,  no  sólo  en  los  pueblos  antiguos 
de  la  misión,  pero  aun  de  los  más  modernos,  en  donde  se  veían  ya  tuer- 
tos, mancos  y  cojos,  con  otras  deformidades.  En  estos  últimos  tiempos  se 
criaba  en  una  de  las  reducciones  nuevas  un  niño  sin  piernas  y  sin  manos, 
rematando  sus  piernas  y  brazos  en  dos  zoquetillos  redondos  y  carnosos. 
Pero  tenía  tantds  gracias,  que  era  el  embeleso  así  del  misionero  como  de 
todo  el  pueblo.  Con  sus  zoquetillos  andaba,  corría,  jugueteaba  y  bailaba 
con  extrema  ligereza  á  compás  de  los  tonos  que  le  tocaban.  Cantaba 
como  un  ángel;  tanta  era  su  gala  y  la  suavidad  de  la  voz.  Leía  mante- 
niendo firme  el  libro  y  volviendo  con  sus  zoquetillos  las  hojas  con  ligere- 
za y  expedición.  Escribía  no  sólo  llevando  y  asentando  la  pluma  sobre  el 
papel,  sino  sacando  los  renglones  tan  derechos  y  de  buen  carácter,  como 
si  nada  le  faltara.  A  todos  los  indios  excedía  en  la  prontitud  y  facilidad 
de  aprender  de  memoria  las  oraciones  y  el  catecismo,  que  decía  con  una 


Libro  II.— Capítulo  VI  77 

pronunciación  que  cautivabca  por  su  lengua  limpia  y  tono  de  voz  agra- 
dable. Con  tan  buenas  partes  se  merecía  el  cariño  de  todos,  y  parece  que 
la  divina  providencia  había  puesto  este  niño  entre  aquellas  gentes  tan 
tenaces  en  sus  errores  y  aprensiones,  para  que  se  desengañasen  viendo 
con  sus  ojos  lo  descaminados  que  andaban  en  sus  juicios,  preocupaciones 
y  extravagancias. 


CAPITULO  VI 

DE   LA   SUPERSTICIÓN   MÁS   PERJUDICIAL   DE   ESTA   GENTE 
Y   DE   LOS   HECHICEROS,    ADIVINOS   Y   CURANDEROS 

Están  puestos  los  indios  del  Marañón  en  otro  error  y  abuso  más  per- 
judicial que  los  antecedentes,  así  por  ser  causa  de  muchas  muertes, 
como  por  haber  sido  siempre  uno  de  los  principales  impedimentos  á  su 
reducción  y  á  que  vivan  juntos  en  los  pueblos.  Se  puede  decir  franca- 
mente que  no  hay  nación  alguna  de  cuantas  se  han  descubierto  en  las 
misiones,  que  no  viva  en  la  persuasión  extraña  y  porfiada  creencia  de 
que  no  hay  muerte  natural.  Ellos  ven  con  sus  ojos  que  muere  el  chico  y 
el  grande,  el  joven  y  el  viejo,  porque  al  fin  mueren  como  en  todas  par- 
tes, de  todas  edades.  Y  sin  embargo  de  esto,  todos  sin  exceptuar  á  nin- 
guno, mueren  á  su  parecer  hechizados,  ó  de  muerte  violenta,  porque  se 
figuran  que  si  no  les  mataran  á  lanzadas  sus  enemigos  ó  con  hechicerías 
los  brujos  y  hechiceros,  vivirían  hasta  una  vejez  muy  decrépita,  y  aca- 
barían de  vivir  por  pura  vejez  ó  podredumbre,  como  caen  de  puro  po- 
dridos aquellos  árboles  que  no  tienen  la  suerte  de  ser  cortados  con  sus 
hachas  ó  de  ser  derribados  de  algún  huracán  furioso.  Apoyan  éste  su 
juicio  errado  con  el  que  hacen  de  los  animales  terrestres ,  de  las  aves  y 
de  los  peces,  que  á  su  modo  de  pensar  tendrían  vida  muy  larga,  si  no  se 
persiguieran  unos  á  otros,  ó  no  los  consumieran  los  hombres.  De  aquí 
nace  que  no  reparan  en  andar  al  sol,  al  aire,  al  agua,  ni  á  otras  incle- 
mencias del  tiempo,  y  si  se  resguardan  algo  ó  se  defienden  de  estos  con- 
trarios, lo  hacen  solamente  porque  les  incomodan,  desazonan  y  mortifi- 
can, no  porque  teman  de  ellos  algún  daño  á  su  salud.  Echanse  á  dormir 
frecuentemente  á  cielo  descubierto  y  en  sitios  cenagosos  ó  en  lugares 
cercanos  á  lagos  pútridos;  vánse  á  bañar  sudados,  y  lo  que  es  más,  con 
calenturas  ardientes  y  malignas.  Y  siendo  tan  natural  la  destemphinzay 
alteración  de  humores  en  su  poco  resguardo  y  ningún  cuidado,  contraen 
enfermedades  frecuentes  por  sus  muchos  disparates,  y  se  agravan  y 
hacen  incurables  las  contraídas. 

Lo  extraño  y  raro  es  que,  siendo  muchas  veces  clara  la  causa  de  su 
enfermedad,  y  aunque  sea  solamente  un  dolor  de  cabeza  ú  otra  leve  in- 
disposición, luego  empiezan  á  cavilar  sobre  quién  les  hechizó,  si  será 


78  Misiones  del  Marañón  Español 

éste,  si  será  aquél,  si  el  otro,  y  con  la  variedad  y  confusión  de  pensa- 
mientos se  consumen  de  melancolía.  Lo  más  ordinario  es  atribuir  el  he- 
chizo que  suponen  cierto  á  algunas  de  las  naciones  ó  parcialidades  con- 
finantes. Bien  que  no  pocas  veces  lo  atribuyen  á  algún  viejo  de  la  mis- 
ma parcialidad.  Basta  que  el  enfermo  ó  la  enferma  tenga  una  cierta 
aprensión  de  que  fulano  ó  zutano  le  miró  en  cierta  ocasión  de  mal  ojo,  ó 
que  pudo  resentirse  de  alguna  acción  suya,  para  que  se  veguen  de  él  los 
parientes  del  miserable  paciente,  como  causa  que  suponen  del  hechizo  ó 
fascinamiento.  Ni  aun  es  menester  tanto;  un  vano  ofrecimiento  que  le 
venga  á  un  yerno  ó  nuera  de  que  su  suegro  quiere  hacer  el  daño  de  qui- 
tarle su  consorte,  no  repara  en  atribuirle  la  muerte.  Es  lance  repetido 
más  de  una  vez  en  aquellas  misiones. 

Mas  si  el  enfermo  se  descuida  en  explicarse  á  quién  atribuye  la  muer- 
te, el  padre,  la  madre,  marido  ó  hermanos  se  echan  encima  luego  sobre 
él,  para  que  descubra  quién  le  ha  hechizado  ó  sido  causa  de  la  enferme- 
dad. Sucede  no  pocas  veces  que  el  pobre  no  sabe  á  quién  atribuir  el  mal- 
y  se  excusa  diciendo  que  á  nadie  ha  dado  ocasión  de  que  le  haga  tanto 
daño,  ni  se  ha  visto  en  lance  de  disgustar  á  ningún  hechicero.  No  que- 
dan satisfechos  ni  se  aquietan  los  parientes,  preguntan  y  repreguntan  al 
infeliz  sobre  el  hechicero  con  tanta  porfía  y  terquedad,  que  á  veces  le 
molestan  más  con  sus  importunaciones  que  la  enfermedad  misma.  Así 
respondió  una  indiecita  de  catorce  á  diez  y  seis  años  á  su  misma  madre, 
la  cual  mientras  el  misionero  trataba  de  disponerla  para  la  muerte,  ins- 
truyéndola para  el  Bautismo  en  aquella  hora,  se  introducía  frecuente- 
mente y  la  importunaba  y  apretaba  á  que  declarase  quién  la  había  he- 
chizado. Apurada  la  niña  de  tanta  importunidad  y  loco  empeño:  déja- 
me—dijo—madre, que  me  molestas  más  con  tus  preguntas  que  el  mal 
que  tengo.  Yo  quiero  bautizarme  para  morir  como  cristiana,  y  no  tengo 
otro  consuelo  que  oír  al  padre  que  me  enseña  y  me  dispone.  Poco  faltó 
para  que  la  madre  furiosa,  y  echando  fuego  por  los  ojos,  no  acabase  de 
matarla.  Irritada  como  una  fiera,  la  cargó  de  baldones,  la  amenazó  de 
dejarla  sin  enterrar  y  llorar,  y  á  mí  mismo,  dice  el  padre  Martín  Iriarte 
en  sus  apuntaciones,  casi  me  echó  á  empujones  de  casa.  Siempre  fueron 
los  viejos  y  viejas  terquísimos  en  dejar  sus  antiguas  supersticiones,  que 
no  se  desarraigaban  de  todo  punto  en  los  pueblos,  hasta  que  los  niños 
criados  al  lado  de  los  misioneros  llegaban  á  tener  autoridad  y  mando. 

A  esta  persuasión  común  á  todas  las  naciones,  dan  motivo  los  mismos 
que  se  jactan  de  brujos  y  de  hechiceros,  que  por  hacerse  temer  y  respe- 
tar de  aquellas  pobres  gentes,  les  amenazan  francamente  con  el  hechizo, 
si  no  condescienden  á  sus  peticiones  ó  si  les  quieren  hacer  algún  agravio 
ó  desaire.  Engañados  los  indios,  los  respetan  y  les  conceden  cuanto  piden 
por  temor  del  daño  con  que  amenazan,  juzgando  que  pueden  cuanto  afec- 
tan. Los  brujos  más  advertidos  y  más  habladores  sobresalen  en  sus  arti- 
ficios y  saben  hacer  creer  que  comunican  con  el  demonio,  que  éste  les 
ayuda,  y  que  con  su  influjo  quitan  á  quien  quieren  la  vida,  causan  enfer- 


Libro  II.— Capítulo  VII  79 

medades  y  ocasionan  otros  daños.  Pero  en  realidad,  bien  examinados  y 
tanteados  de  los  misioneros  no  exceden  todas  sus  artes  los  límites  de  unos 
solemnísimos  embusteros,  que  con  la  arrogancia  en  las  palabras  y  con  la 
afectación  en  los  gestos  y  meneos,  tienen  atemorizadas  las  gentes. 

Hubo  dos  de  éstos  muy  famosos  entre  los  demás  por  estos  últimos  tiem- 
pos. El  uno  en  el  partido  de  la  misión  de  Ñapo,  llamado  Marcial,  y  el 
otro  entre  la  nación  de  los  Omaguas.  Quiso  Dios  que  á  los  dos  los  ganasen 
finalmente  los  misioneros.  Bautizados,  confesaron  luego  llanamente  que 
todo  cuanto  hacían  y  daban  á  entender  poder  hacer  con  la  virtud  del  de- 
monio, era  un  puro  embuste  y  verdadera  maraña  con  que  buscaban  su 
interés.  El  de  Ñapo  dijo,  en  particular,  que  había  deseado  muchas  veces 
matar  á  varías  personas  por  vengarse  de  ellas,  y  que  por  más  diligen- 
cias que  había  hecho,  jamás  había  conseguido  su  intento,  que  á  la  ver- 
dad, le  tenían  por  famoso  hechicero,  pero  que  se  había  alzado  con  la 
fama,  con  amenazar  á  todos  francamente  y  no  mostrar  miedo  á  ninguno 
en  lo  exterior,  aunque  en  lo  interior  quedaba  con  tanto  miedo  como  otro 
cualquiera  de  que  le  hiciesen  daño;  que  se  había  metido  en  el  oficio  por 
haber  observado  que  no  había  personas  entre  ellos  ni  más  temidas,  ni 
más  respetadas.  «Somos  también,  añadió  Marcial,  los  hechiceros  muy 
«atendidos  y  gratificados  por  ser  los  únicos  curanderos  á  quienes  acude 
»la  gente  en  sus  enfermedades.  De  manera,  que  por  sanos  y  por  enfermos 
ȇ  todos  los  tenemos  embaucados,  y  para  esto  sirven  los  embustes,  en  que 
»yo  he  sido  tenido  como  por  maestro  de  todos,  porque  además  de  haber 
«aprendido  lo  que  otros  usaban,  he  inventado  ya  otras  muchas  marañas 
»de  engañar  á  la  gente.»  Esto  confesó  el  otro  hechicero  de  Ñapo,  que  era 
el  terror  de  la  tierra.  En  donde  se  ve  que,  por  lo  regular,  no  tienen  pacto 
oon  el  demonio,  como  pensaron  muchos,  sino  que  son  unos  pobres  hom- 
bres algo  más  despejados  que  los  demás,  á  quienes  envuelven  y  atemori- 
zan con  sus  aspavientos  y  mentiras. 


CAPITULO  VII 

PROSIGUE  LA  MATERIA  DEL   CAPÍTULO  ANTECEDENTE 

No  hay  nación  alguna,  ni  aún  parcialidad  en  la  misión,  que  no  tenga 
brujos  y  embusteros,  y  éstos  mismos  tienen  también  la  plaza  de  adivinos. 
Como  los  indios  son  naturalmente  curiosos,  tímidos  y  suspicaces,  les  con- 
sultan frecuentemente,  si  les  sucederá  ésto  ó  les  acontecerá  aquello. 
¿Por  qué  causa  les  vino  tal  desgracia?  ¿Quién  dio  motivo  á  la  epidemia  ó 
calamidad?  y  otras  cosas  á  este  modo.  Para  responder  los  adivinos,  tie- 
nen varios  estilos  según  el  genio  de  la  nación.  En  unas  se  retiran  antes 
de  responder,  á  ciertas  chozas  que  tienen  para  este  efecto  dentro  del  mon- 
te, en  donde  dicen  ellos  á  la  gente  que  ayunan,  invocan  al  demonio  y  le 


80  Misiones  del  Marañón  Español 

aprietan  con  sus  conjuros  y  ensalmos  para  que  venga  á  parlarlos  y  des- 
cubrirles lo  que  pretenden  saber.  Entre  tanto  que  el  adivino  está  retira- 
do tratando  con  el  demonio,  no  se  atreve  ninguno  á  acercarse  á  la  choza 
porque  les  hacen  creer  que  se  enoja  el  maligno  y  los  matará  sin  falta:  lo 
más  á  que  tal  vez  se  atreve  algún  indio  es  á  atisbar  desde  lejos  al  adivino 
y  sólo  llega  á  entender  que  grita,  que  habla  mucho  y  que  hace  ademanes 
de  hombre  que  se  afana.  Si  sale  el  brujo  de  la  choza  para  alguna  necesi- 
dad, mira  primero  á  todas  partes  por  si  lo  observan,  corre  como  atolon- 
drado y  vuelve  del  mismo  modo  gritando,  si  le  pueden  oir,  que  ya  viene, 
que  esperen,  que  no  se  vayan.  Al  cabo  de  algunos  días  vuelve  flnalmen- 
mente  á  su  casa  y  comunica  á  los  interesados  lo  que  el  demonio  le  ha  di- 
cho en  su  retiro,  que  por  lo  común,  es  alguna  cosa  contra  sus  enemigos  ó 
contra  quienes  están  dispuestos  los  consultores  á  creer  fácilmente  que 
han  sido  causa  de  los  daños.  Y  si  esta  respuesta  no  les  parece  bastante 
en  las  circunstancias,  da  otra  dudosa  y  que  tenga  varios  sentidos  para 
reservarse  el  derecho  de  interpretarla  á  su  modo,  conforme  á  lo  que  el 
tiempo  descubriese. 

En  otras  naciones  se  destina  una  noche  entera  para  la  adivinación. 
Para  este  efecto  señalan  la  casa  más  capaz  del  contorno  porque  ha  de 
acudir  mucha  gente  á  la  función.  Disponen  bancos  por  un  costado  de  la 
casa  para  los  hombres  y  dejan  desembarazado  todo  lo  demás  para  las 
mujeres.  El  adivino  cuelga  su  cama  en  medio  ó  hace  su  palco  ó  tabladi- 
11o  y  pone  al  lado  un  infernal  brebaje,  que  llaman  ayaguasca,  de  singular 
eficacia  para  privar  de  sentido.  Hácese  un  cocimiento  de  vejues  ó  hierbas 
amargas,  que  con  el  mucho  hervir  ha  de  quedar  muy  espeso.  Como  es 
tan  fuerte  para  trastornar  el  juicio  en  poca  cantidad,  la  prevenida  no  es 
mucha,  y  cabe  en  dos  pocitos  pequeños.  El  hechicero  bebe  cada  vez  una 
pequeñísima  poción,  y  sabe  muy  bien  cuántas  veces  puede  probar  del 
cocimiento  sin  privarse  de  juicio  para  llevar  con  formalidad  la  función 
y  regir  el  coro,  porque  todos  responden  á  la  invocación  que  hace  al  de- 
monio. 

Dispuestas  así  las  cosas,  toma  su  asiento  el  adivino  en  medio  de  los 
hombres  y  á  vista  de  todos  echa  en  un  vasito  pequeño  del  cocimiento  pre- 
venido y  bebe  una  ó  dos  veces  sin  hablar  palabra.  A  poco  tiempo  hace 
operación  el  ayaguasca,  empieza  á  calentarse  y  da  principio  á  una  can- 
tinela con  estas  palabras:  T'iña  caie,  viñare  caie.  Que  en  su  lengua  es  lo  mismo 
que;  empieza  la  función  de  adivinar.  Todo  el  coro  responde  de  la  misma  manera,  di- 
ciendo: viña  caie,  viñare  caie,  y  lo  mismo  debe  hacer  en  las  invocaciones  que 
se  siguen  repitiendo  todas  las  palabras  del  adivino,  el  cual  prosigue: 
«Achaje,  achaje,  oye.  oye:  Bevarachaje,  revaachaje,  oye  bien,  oye  bien.  Baige,  raige: 
ven  luego,  ven  luego.  Panzi  cagi,  panzi  cagi:  no  haré  lo  que  me  mandas,  no  haré  lo 
que  me  mandas.»  Todos  quedan  pasmados  y  llenos  de  temor  pánico  al  oir 
estas  últimas  palabras,  pensando  que  está  enojado  el  demonio.  Pero  el 
adivino,  que  sabe  bien  que  no  tiene  por  qué  temer,  hace  mano  del  co- 
cimiento y  bebe  otra  vez,  diciendo:  Acha  coegi  acha  coegi:  no  quiere  oir,  no 


Libro  II.— Capítulo  Vil  ^1 

quiere  oir.  Míranse  unos  á  otros  espantados  y  temblando  de  miedo.  Repite 
muchas  veces  el  embustero  las  mismas  palabras,  y  empieza  un  murmu- 
llo entre  la  gente  en  voz  baja  y  temerosa  de  lo  que  sucederá.  Cuando  el 
hechicero  ve  al  auditorio  bien  clavado  y  poseído  del  miedo,  da  un  grito 
diciendo:  Acharibi,  acharibi,  oirá,  oirá,  y  queda  la  gente  consolada  y  con 
buenas  esperanzas. 

Recobrados  todos  del  susto  con  la  promesa  del  adivino,  bebe  éste  otra 
vez  y  carga  más  la  mano;  transportado  casi  enteramente,  empieza  como 
loco  y  furioso  á  gritar,  parlar  sin  concierto  y  hacer  ademanes  y  visajes, 
hasta  que  cae  redondo  en  la  cama  ó  tabladillo;  todo  lo  que  dice  cuando 
está  ya  privado  lo  tienen  por  oráculo,  porque  piensan  que  el  demonio  ha 
llevado  consigo  el  alma  del  adivino,  y  que  es  sola  la  boca  la  que  habla 
por  arte  del  diablo.  Si  se  queda  dormido  le  guardan  con  mucho  cuidado 
el  sueño,  y  en  volviendo  en  si,  le  preguntan  con  ansia  qué  noticias  trae, 
qué  nuevas  les  da;  que  les  anuncie  lo  que  ha  entendido.  Este  es  el  tiempo 
que  esperan  los  embusteros  para  hacer  sus  misterios  y  ponderar  cuánto 
les  cuesta  el  darles  gusto.  Cuentan  entonces  las  visiones  que  han  tenido 
y  las  inteligencias  á  que  ha  llegado  el  alma,  después  de  tanto  trabajo. 
Dicen  lo  que  se  les  antoja  ó  lo  que  habían  pensado,  pero  con  reserva, 
confusiones  y  artificio,  de  manera  que  siempre  se  verifique  la  predicción, 
venga  lo  que  viniere.  En  esto  para  la  temerosa  función  de  adivinar,  cuya 
ciencia  se  reduce  á  emborracharse,  tener  cara  para  mentir  desvergon- 
zadamente y  hallar  arte  para  descifrar  á  su  modo  los  enigmas,  lo  cual 
no  es  ciertamente  difícil  entre  aquellas  gentes  rudas  y  bozales. 

De  la  misma  calidad  son  las  mañas  y  los  embustes  de  que  se  valen 
para  ejercitar  con  arte  y  aprobación  el  oficio  de  médicos  ó  curanderos. 
Acuden  á  ellos  las  pobres  gentes  y  les  llaman  en  sus  enfermedades  con 
una  persuasión  y  confianza  cierta  de  que,  si  quieren  curarlas,  lo  pueden 
hacer  fácilmente.  Los  modos  que  tienen  de  curar  estos  embaucadores  son 
varios.  Unos,  por  decirlo  así,  solemnes  y  extraordinarios,  en  que  cuesta 
mucho  más  la  cura;  otros  simples  y  ordinarios,  en  que  con  poco  se  con- 
tentan. Los  solemnes  y  extraordinarios  requieren  las  funciones  noctur- 
nas, propias  de  la  adivinación  de  que  acabamos  de  hablar.  Acabada  ésta 
viene  al  amanecer  del  día  el  adivino  que  hace  ahora  de  curandero  á  la 
casa  del  enfermo,  y  trae  consigo  en  la  mano  un  pilche  de  agua  sobre  el 
cual  ha  hecho  ya  sus  exorcismos,  ensalmos  y  conjuros.  Pénese  pegadico 
al  enfermo,  de  cuclillas  y  con  el  vaso  en  la  mano,  repite  sus  conjuros 
entre  dientes  sin  que  se  le  perciba  sino  tal  cual  palabra  en  su  idioma,  que 
equivale  á  estas:  vete  de  aquí,  sal  de  aquí,  déjale  libre.  Así  habla  con  la  en- 
fermedad y  la  conjura.  Hecho  esto,  aplica  los  labios  á  la  parte  lesa  y  á 
veces  por  todo  el  cuerpo  del  enfermo,  chupa  con  fuerza  hacia  arriba 
como  quien  saca  la  enfermedad,  y  volviendo  la  cabeza  á  un  lado  escupe 
con  fuerza  en  ademán  de  quien  echa  de  la  boca  lo  que  ha  sacado  del 
cuerpo. 

El  simple  y  ordinario  es  llegar  con  el  agua  conjurada  adonde  está  el 

6 


82  Misiones  del  Marañón  Español 

enfermo,  ponerse  de  cuclillas,  repetir  el  conjuro,  chupar  al  modo  dicho 
y  dar  á  entender  que  echa  á  soplos  por  la  boca  la  enfermedad  que  ha  sa- 
cado del  paciente.  En  esta  última  ceremonia  está  lo  sustancial  de  la 
cura,  y  el  arte  del  buen  médico  ó  curandero;  por  lo  cual  usan  de  varios 
embustes  y  marañas  con  que  se  engaña  la  gente.  Unas  veces  meten  en 
la  boca  antes  de  entrar  á  la  cura  varias  piedrecitas  menudas  que  reco- 
gen de  los  riachuelos;  otras  meten  unos  trocitos  de  plátanos  ó  de  raíces 
duras  y  asadas,  tal  vez  pican  y  hacen  un  gigotillo  de  huesos  de  aves,  ó 
de  las  espinas  de  peces,  y  aun  previenen  allá  á  sus  solas  cabellos  de  di- 
ferentes colores,  ya  negros,  ya  bermejos,  ya  blancos  de  canas  de  algún 
viejo. 

Estas  cosas  ó  las  meten  de  antemano  en  la  boca,  ó  las  encajan  en  ella 
con  grande  ligereza  y  disimulo,  cuando  van  á  chupar,  y  las  echan  con  el 
soplo  de  manera  que  lo  vean  con  pasmo  y  admiración  los  de  casa,  por- 
que queden  persuadidos  que  ha  salido  el  hechizo  con  la  virtud  y  eficacia 
del  conjuro.  Por  última  diligencia  de  la  cura  debe  beber  el  enfermo  el 
agua  que  el  hechicero  lleva  prevenida  con  que  le  hace  creer  que  no  sólo 
queda  bien  curado,  pero  aun  preservado  en  adelante  contra  todo  male- 
ficio. 

Pero  es  bien  extraño  y  singular  que  no  caigan  los  indios  en  cuenta  de 
los  embustes  y  embelecos  de  sus  curanderos,  viendo  como  ven  continua- 
mente que  todas  estas  ceremonias  no  alivian  al  enfermo,  que  prosigue  la 
enfermedad,  que  se  agrava  y  muere  finalmante  el  miserable.  Más  difícil 
de  entender  es  cómo  puede  caber  en  aquellas  cabezas  la  satisfacción  y 
contento  que  tienen  de  estar  curado  el  enfermo,  mientras  no  le  ven  mo- 
rir, con  el  juicio  que  inmediatamente  forman  de  que  le  ha  muerto  el 
mismo  hechicero,  á  quien  muchas  veces  quitan  rabiosamente  la  vida 
atravesándole  á  lanzadas.  Tampoco  deja  de  causar  admiración  el  que 
los  hechiceros  emprendan  esta  carrera  de  médicos,  sabiendo  muy  bien 
que  los  más  de  ellos  vienen  á  morir  desastradamente  en  las  puntífs  de 
las  lanzas.  Parece  que  les  bastaba  el  ser  tan  aborrecidos  de  las  gentes, 
como  lo  son  por  sólo  el  nombre  de  hechiceros,  para  no  entrar  en  otra 
nueva  carrera  tan  peligrosa  y  arriesgada  de  curanderos.  Porque  las  ma- 
dres continuamente  aconsejan  á  sus  hijos  que  huyan  cuanto  puedan  de 
los  brujos,  y  los  niños  corren  y  se  esconden  cuando  los  descubren  de  le- 
jos. Lo  mismo  encargan  los  maridos  á  sus  mujeres  que  no  se  pondrán  ja- 
más delante  de  ellos  si  están  embarazadas .  Por  esto  el  mayor  apuro  que 
puede  suceder  á  una  mujer  es  verse  solicitada  de  algún  hechicero,  por- 
que si  condesciende,  queda,  á  su  parecer,  hechizada;  si  se  niega,  no  duda 
que  se  vengará  de  ella  haciéndola  grave  daño.  En  medio  de  todo  esto, 
son  muchos  los  que  se  dan  á  tan  odiosos  y  peligrosos  oficios;  porque  la 
vanidad  de  ser  respetados,  aunque  por  miedo  y  temor,  y  el  interés  de  ser 
bien  gratificados,  les  arrastra  y  saca  del  poco  seso  que  tienen.  Además 
de  que  algunos  por  este  camino  llegan  á  ser  nobles  y  aun  al  oficio  de  ca- 
ciques ó  capitanes. 


Libro  II. —Capítulo  VIII 
CAPÍTULO  VIII 

DEL  MODO  QUE  OBSERVAN  EN  DECLARAR  LA  NOBLEZA 


Por  rústicos  y  brutos  que  sean  los  indios  del  Marañón,  no  dejan  de  ha- 
llarse algunas  familias  en  que  reconocen  las  demás  cierta  distinción  y 
superioridad,  que  podemos  llamar  nobleza,  por  conservar  un  aire  seño- 
ril que  les  concilla  mayor  estimación  y  aprecio.  Será  difícil  que  un  joven 
ó  una  como  señorita  de  esta  clase  superior  case  con  quien  no  sea  igual  en 
la  estimación  de  las  gentes,  ni  los  ancianos  á  quienes  toca  el  ajustar  los 
casamientos  de  los  nobles  vendrían  en  ello  fácilmente.  Descubrióse  esta 
superioridad  y  preeminencia  de  familias  en  cuatro  naciones  de  las  misio- 
nes más  nuevas,  que  son  los  Cavachis,  los  Ticunas,  los  Pevas  y  los  Oma- 
guas. Todas  cuatro  tienen  sus  ceremonias  y  disponen  sus  funciones  para 
declarar  solemnemente  la  nobleza  de  los  niños  y  niñas  de  las  familias 
distinguidas,  y  todas  ellas  se  practican,  según  su  costumbre,  con  borra- 
cheras. Los  Ticunas  y  Cavachis  arman  sus  borracheras  de  dos  y  tres  días 
con  sus  noches,  y  al  fin  de  ellas  salen  bailando  y  los  ancianos  llevan  en 
medio  á  los  pretendientes  gritando  que  aquéllos  y  aquéllas  son  de  la  raza 
de  los  principales  de  la  nación. 

De  más  aparato  es  la  función  entre  los  Omaguas,  y  es  mucho  mayor 
la  solemnidad  con  que  se  ejecuta,  y  así  merece  ser  explicada  con  algu- 
na distinción.  Los  padres  del  niño  ó  niña  que  pretende  la  nobleza  (la  cual 
se  suele  dar  á  dos  ó  tres  á  un  tiempo),  previenen  un  banquete  con  varie- 
dad de  peces,  abundancia  de  cacería  y  gran  cantidad  de  bebida.  Hacen 
su  convite  á  todos  los  indios  del  contorno  para  un  día  determinado,  en 
que  concurren  hombres  y  mujeres  vestidos  de  gala.  El  padre  del  niño  ó 
niños  va  recibiendo  á  los  que  van  llegando;  y  la  madre,  con  algunas 
otras  mujeres  que  le  ayudan  á  repartir  la  bebida,  les  da  la  bienvenida 
con  un  pilche  de  bebida  que  las  pone  en  las  manos,  diciendo:  ¿Vripa  ene?, 
que  quiere  decir:  ¿  Vienes  tú?,  y  equivale  á  nuestro  seas  bien  venido.  Toma  la 
bebida  el  que  llega,  y  corresponde  diciendo:  UH  ta.  Yo  vengo.  Los  hom- 
bres van  tomando  sus  asientos  en  dos  ó  tres  hileras  de  bancos  prevenidos 
á  lo  largo  de  la  casa  por  uno  y  otro  lado,  de  manera  que  por  el  medio  se 
pueda  andar  con  todo  desahogo.  Las  mujeres  se  van  acomodando  sobre 
ciertas  esteras  puestas  á  los  dos  extremos,  de  modo  que  se  mantienen  se- 
paradas de  los  hombres. 

En  otra  casa  vecina  á  la  de  la  función  están  dispuestas  unas  andas 
enramadas  y  vistosas,  y  en  ellas  se  acomodan  sentaditas  las  criaturas 
cuya  nobleza  se  va  á  publicar.  Los  niños  deben  ir  vestiditos  de  una  cus- 
ma ó  bata  nueva  curiosamente  pintada;  y  á  las  niñas  deben  de  poner  las 


84  Misiones  del  Makañón  Español 

madres  una  nueva  y  primorosa  pampanilla  y  una  como  manta  ricamen- 
te aderezada,  que  prendida  de  los  hombros  cubre  todo  el  cuerpo.  Unos  y 
otros  traen  en  la  cabeza  una  corona  ó  guirnalda  de  plumas  bien  distri- 
buidas de  varios  colores  de  gusto.  Antes  de  salir  los  candidatos  en  sus 
andas,  salen  seis  ú  ocho  mocitos  vestidos  de  danzantes  con  cascabeles,  y 
al  son  de  un  tamborcillo  ó  pífano  van  danzando  y  haciendo  sus  mudan- 
zas á  compás.  Detrás  de  éstos  salen  cuatro  mujeres  con  mantas  largas 
muy  pintadas  y  unas  varas  altas  emplumadas  en  las  manos.  Siguen  en 
sus  meneos  el  tono  de  otra  mujer  que  va  dando  golpes  con  una  maza  de 
caucho  sobre  un  remo  que  mantiene  en  la  mano  izquierda  á  la  boca  de 
una  tinaja  que  lleva  colgada  como  tambor.  Por  último  van  las  andas  en 
que  están  sentados  los  pretendientes,  y  las  llevan  las  personas  que  piden 
la  mayor  ó  menor  carga. 

Al  entrar  los  niños  con  este  acompañamiento  en  la  casa  principal,  ca- 
llan todos  y  se  mantienen  sin  chistar  hasta  que  den  vuelta  las  andas  por 
detrás  de  la  casa.  Entonces,  una  mujer  anciana  que  venía  entre  las  dan- 
zantes, manda  parar  á  los  que  llevan  las  andas,  y,  puestas  en  el  suelo, 
hace  saltar  en  tierra  á  los  que  van  en  ellas.  A  cada  uno  de  los  chicos  ó 
chicas  toma  de  la  mano  su  padrino  ó  madrina  y  la  lleva  delante  del  zana 
ó  principal,  á  quien  una  doncella  presenta  al  mismo  tiempo  unas  tijeras 
en  una  palangana.  El  zana  corta  con  ellas  á  los  candidatos  la  punta  del 
cabello  y  las  pone  en  la  misma  palangana.  Hecha  esta  ceremonia,  el  pa- 
drino ó  madrina  lleva  á  los  chicos  á  su  asiento  y  les  corta  de  sobrepeine 
todo  el  pelo.  Sírvese  entre  tanto,  segunda  vez,  la  bebida  á  los  que  están 
sentados  en  los  bancos,  y  compuesto  ya  el  pelo  son  presentados  otra  vez 
los  niños  al  zana,  que  levantándose  de  su  asiento  y  llevándolos  por  de- 
lante, los  va  mostrando  á  los  indios,  diciendo  á  cada  uno  estas  palabras: 
Aiquiana  ene  zana,  que  quiere  decir:  Este  es  tu  señor.  Mientras  el  zana  da  la 
vuelta  por  todos  los  asientos  y  los  indios  reconocen  á  sus  nobles,  los  dan- 
zantillos  se  hacen  rajas  á  bailar  al  son  del  pífano  y  tamborcillo,  y  al  son 
de  la  tinaja  con  la  maza  y  el  remo  danzan  también  las  mujeres  de  las 
mantas  largas. 

Con  la  presentación  de  los  nuevos  señoritos  hecha  por  el  principal, 
se  concluye  lo  sustancial  de  la  función,  que  llaman  üsciumata,  que  viene 
á  ser  lo  mismo  que  hacer  publicar.  Sigúese  inmediatamente  la  comida,  que 
sirven  las  mujeres  en  fuentes  grandes,  poniendo  en  cada  una  lo  que  co- 
rresponde á  cuatro  ó  seis  de  los  que  están  sentados,  y  van  tomando  de  lo 
que  gustan.  Empieza  la  comida  por  plátanos  y  yuca  cocida,  que  es  su 
pan  ordinario,  como  veremos.  Luego  van  poniendo  varios  platos  de  ca- 
cería y  los  mejores  peces  que  conocen  en  aquellos  ríos,  todo  con  abun- 
dancia y  ostentación,  conforme  á  sus  estilos.  Sírvese  frecuentemente  la 
bebida  en  pilches  muy  curiosos  que,  acabada  la  comida,  prosigue  hasta 
que  se  hace  de  noche.  No  se  experimenta  en  esta  función  de  los  Oma- 
guas, que  desde  luego  mostraron  alguna  idea,  aunque  obscura,  de  poli- 
cía, aquellos  desórdenes  que  suceden  comúnmente  en  las  borracheras  de 


Libro  II.— Capítulo  VIII  85 

los  indios  del  Marafión,  y  aun  acaso  de  esta  sola  función,  se  podrá  veri- 
fícar  en  algún  modo  lo  que  escribieron  algunos,  dando  á  entender  á  la 
Europa  que  las  borracheras  de  aquellos  indios  tienen  una  semejanza  de 
asambleas.  Mas  están  tan  lejos  de  ser  tales,  que  con  más  propiedad  se 
pueden  llamar  zahúrdas  de  puercos,  conventículos  de  iniquidad  y  sentina 
de  vicios.  Hablo  en  boca  de  un  misionero  que  trabajó,  por  más  de  veinte 
años,  con  aquella  gente,  é  hizo  cruda  guerra  á  sus  borracheras,  como  á 
raíz  de  los  más  vergonzosos  vicios  que  experimentaba  en  los  indios. 

Dice,  pues,  de  esta  manera:  «Rarísimas  son  las  naciones  que  no  sean 
dadas  á  la  embriaguez.  No  se  verá,  es  verdad,  un  borracho,  que  por  pa- 
sión á  la  bebida  se  prive  del  juicio,  bebiendo  sólo  y  sin  compañero,  como 
sucede  en  muchos  dados  al  vino  y  al  aguardiente;  pero  esto  no  prueba 
más  que  la  falta  de  ocasión  de  beber;  porque  teniéndola  no  la  excusan. 
Todos  sus  regocijos,  festejos  y  alegrías  se  reducen  á  funciones  de  borra- 
cheras, ármanlas,  según  los  estilos  de  la  nación,  más  ó  menos  solemnes, 
y  más  ó  menos  duraderas.  Naciones  hay  que  pasan  días  y  noches  y  aun 
semanas  enteras  en  borracheras,  bebiendo  continuamente  sin  comer  ni 
aun  pensar  en  ello.  Son  diestrísimos  en  hacer  varias  especies  de  bebidas 
del  maíz,  de  los  plátanos,  de  la  yuca  que  les  sirve  de  pan  y  bebida 
usual  y  ordinaria,  saben  disponer  bebidas  tan  fuertes,  que  no  hay  ca- 
beza que  resista  á  su  fuerza  y  actividad.  Déjanla  fermentar  por  varios 
días,  y  al  cabo  de  ellos,  basta  sólo  el  tufo  para  trastornar  una  cabeza 
menos  fuerte.  Fuera  de  esto,  usan  algunas  naciones  de  otras  raíces  de 
singular  virtud  para  el  efecto  de  privar  del  sentido.  Los  Zameos  usan  de 
Chaburaza,  y  los  Zurimaguas  mezclan  hongos  que  se  crían  en  árboles  caí- 
dos, con  cierta  especie  de  telilla  colorada,  que  suele  estar  pegada  á 
troncos  podridos.  Es  sumamente  cálida  esta  telilla,  y  no  hay  bebedor  que 
no  caiga  con  su  bebida,  á  tres  pilches.  Tanta  es  su  fortaleza,  ó  por  me- 
jor decir,  su  veneno. 

Al  principio  de  sus  bebidas,  tienen  siempre  la  costumbre  de  sentarse 
los  hombres  separados  de  las  mujeres;  mantiénense  así  mientras  están 
algo  despejadas  las  cabezas.  Empieza  luego  el  baile,  con  algún  orden  y 
concierto;  pero  como  prosigue  la  bebida,  y  ésta,  con  los  movimientos  del 
baile,  se  sube  más  á  la  cabeza,  á  poco  tiempo  se  mezclan  todos,  hombres 
y  mujeres,  y  como  en  pelotón,  van  dando  vueltas  sin  saber  lo  que  se  ha- 
cen. Rendidos,  por  fin,  á  la  fuerza  de  la  bebida,  aquí  caen  unos,  allí 
otros  y  todos  quedan  tendidos  por  el  suelo,  lanzando  bebida  y  arrojando 
bascosidades  de  sus  cuerpos,  hasta  quedarse  dormidos  unos  sobre  otros. 
No  hay  en  estas  juntas  otra  moderación  que  la  que  guardan  las  mujeres 
que  reparten  la  bebida,  y  tal  cual  madre  que,  por  tener  á  los  pechos 
alguna  criatura,  se  abstiene  de  la  bebida,  por  no  exponerla  á  peligro. 
Estas  son  las  asambleas  de  los  indios,  que  celebraron  algunos,  movidos 
sin  duda  de  lo  que  oyeron  y  no  de  lo  que  vieron  con  sus  ojos.  En  ellas, 
como  hemos  visto,  ni  reina  la  moderación  ni  se  ve  cosa  alguna  buena, 
sino  el  que  no  empiezan  los  desórdenes  hasta  que  se  calientan  con  la 


86  Misiones  del  Marañón  Español 

bebida.  También  se  ha  de  hacer  justicia  á  los  Iquitos  y  Encabellados, 
que  jamás  han  sido  dados  al  vicio  de  la  embriaguez,  y  sólo  acostumbran 
tomar  bebidas  dulces  y  ligeras,  que  no  hacen  daño  á  la  cabeza. 


CAPITULO  IX 

DE  SUS  ARMAS  T  GUERRAS 


Las  armas  que  por  la  mayor  parte  usan  estas  naciones ,  son  lanzas  y 
dardos  de  palo  duro  que  manejan  á  golpe  de  puño.  Los  Gibaros  las  jue- 
gan con  dos  manos,  por  ser  grandes  y  no  poderlas  sostener  bien  con  una 
mano.  Los  Encabellados  usan  de  unas  hojas  puntiagudas  de  una  caña 
muy  recia  que  llaman  guadua,  anchas  como  cuatro  dedos,  y  largas  como 
palmo  y  medio,  con  el  filo  bien  aguzado  por  los  dos  lados.  Asegúranlas 
muy  bien  en  un  palo  de  chonta  muy  fuerte  que  va  estrechándose  de  ma- 
yor á  menor  hasta  la  punta,  y  con  este  peso  recibe  mejor  el  impulso.  Tal 
vez  las  arrojan  á  cosa  de  diez  pasos ,  pero  por  lo  regular  las  clavan  á 
puño.  Los  Iquitos,  Ticunas  y  Pevas,  pelean  con  unas  lanzas  de  palo  colo- 
rado que  rematan  en  puntas  de  agujas,  ó  de  madera  tan  fuerte  como  el 
hierro.  Tienen  algunas  de  estas  lanzas  puntas  por  los  dos  extremos  y 
pueden  causar  estrago  en  el  mismo  que  las  arroja ,  como  sucedió  en  los 
últimos  años  á  un  iquito;  porque,  atravesando  con  una  de  las  puntas  á  un 
jabalí  que  perseguía  en  el  monte,  furioso  el  animal  con  la  herida,  revol- 
vió contra  el  indio  y  le  atravesó  por  la  ingle  con  la  otra  punta,  quedando 
el  hombre  y  la  fiera  tendidos  en  el  monte  con  una  misma  lanza.  Otras 
naciones  se  valen  de  lancillas  arrojadizas  del  tamaño  de  una  baqueta  de 
escopeta,  envenenadas ;  y  para  esto  las  llevan  metidas  por  la  punta  en 
ciertos  canutillos  unidos  entre  sí.  Acomodan  en  cada  canuto  seis  ú  ocho 
lancillas,  y  como  llevan  muchos  unidos  entre  sí,  tienen  prevenido  gran 
número  de  baquetas  para  menudear  en  sus  guerras. 

Los  Mainas  cimarrones  ó  montañeses  usan  de  flechillas  envenenadas 
que  arrojan  por  cerbatana,  arma  fatal  y  de  estrago  inevitable  por  el  di- 
simulo con  que  se  juega.  Viene  á  ser  la  cerbatana,  ó  como  llaman  ellos, 
bodoquera,  un  cañón  de  madera  que  remeda  el  de  una  escopeta  ó  trabuco. 
Socavan  dos  palos  bastantemente  gruesos  y  bien  unidos  entre  sí,  los  vis 
ten  y  ciñen  de  unas  varitas  flexibles  y  fuertes  como  el  bramante.  Dan 
después  á  todo  el  cañón  por  la  parte  de  fuera  un  barniz  ó  goma  que  lo 
asegura  más  y  no  permite  respiradero.  Metida  dentro  la  flecha,  soplan 
con  violencia  y  aliento  por  un  extremo  del  cañón  y  sale  por  el  otro  la  fle- 
cha envenenada,  con  fuerza  bastante  para  hacer  presa  en  el  hombre  ó 
animal  á  quien  apuntan.  Si  llega  á  sacar  sangre,  ya  queda  envenenada 
la  persona  ó  bestia  y  logra  el  indio  su  tiro. 


Libro  II.— Capítulo  IX  87 

Entre  los  venenos  que  usaban  los  indios  en  la  misión ,  el  más  fino ,  ac- 
tivo y  celebrado,  era  el  de  los  Ticunas,  cuyo  secreto  solo  llegaron  á  en- 
tender los  Pevas,  Zavas,  naciones  confinantes.  Hacíanlo  de  más  de  treinta 
hierbas,  frutos  y  raíces,  que  buscaban  en  el  fondo  de  ciertas  lagunas.  De 
todos  estos  simples  hacían  un  cocimiento  con  tanto  cuidado  y  arreglado 
á  su  receta,  que  no  faltaban  en  la  menor  advertencia,  porque  el  más  li- 
gero descuido  bastara  para  impedir  la  eficacia  del  veneno.  Hecho  ya  el 
cocimiento,  parece  á  la  vista  triaca  de  Europa,  y  cualquiera  le  tuviera 
por  tal,  si  alguna  mayor  espesura  y  el  olor  ingrato  que  despide  no  diese 
á  entender  que  es  cosa  diferente.  Es  tanta  la  actividad  de  este  veneno, 
que  untada  la  punta  de  la  saeta  con  sólo  un  adarme  de  la  confección  re- 
ciente, mata  á  una  gallina  en  un  minuto  si  llega  á  tocar  su  sangre.  Si  no 
está  reciente  el  veneno  (pues  dura  muchos  anos),  no  es  tan  ejecutivo, 
pero  tampoco  tarda  en  causar  el  efecto.  El  P.  Xavier  Veigel,  en  una  his- 
toria manuscrita  de  varias  cosas  de  Mainas,  asegura  que  una  saeta  un- 
tada de  catorce  meses  con  este  veneno,  mató  á  presencia  suya  en  medio 
cuarto  de  hora  una  gallina.  Es  rara  la  antipatía  que  tiene  con  la  sangre 
que,  tocada  del  veneno,  se  retira  toda  al  corazón,  y  el  primer  efecto  que 
causa  en  la  bestia  herida,  es  un  deliquio  al  cual  se  sigue  la  muerte  cau- 
sada de  la  sofocación,  echando  la  bestia  sangre  por  oídos  y  boca. 

Sin  embargo  de  esto,  los  indios  tienen  poco  reparo  en  tocar  el  veneno 
cuando  lo  hacen,  y  después  de  hecho,  como  no  tengan  en  las  manos  al- 
guna cortadura  por  donde  asome  la  sangre,  tampoco  reconocen  peligro 
en  meterlo  en  la  boca,  si  está  firme  la  dentura  y  no  sangran  las  encías. 
Y  lo  más  es  que  tragado  en  poca  cantidad,  no  hace  daño  si  no  encuentra 
algún  intestino  lisiado;  pero  en  cantidad  notable,  es  mortal  si  no  se  aplica 
luego  el  antídoto,  que  es  una  buena  porción  de  azúcar  y  de  sal  deshecha 
en  agua,  y  en  falta  de  esto,  la  orina  ó  excremento,  que  libra  también  de 
la  muerte,  cuando  está  reciente  la  herida  de  la  fiecha  envenenada.  Y 
esta  parece  la  causa  de  que  no  haga  tanta  impresión  este  veneno  en  los 
puercos,  en  especial  si  han  comido  poco  antes  de  aquellas  inmundicias. 
Los  efluvios  del  caimán  y  de  la  tortuga  de  tierra  impiden  también  la  efi- 
cacia, y  basta  el  humo  de  estos  animales  cuando  los  asan,  para  que  la 
confección  hecha  en  el  mismo  fogón  ó  cocina  no  tenga  fuerza  ninguna. 
Aunque  este  género  de  veneno  parece  inficionar  en  un  momento  la  san  ■ 
gre  del  ave  que  muere  tocada  de  él;  mas  la  caza  se  come  sin  peligro, 
apartando,  como  sucede  á  las  veces,  con  el  tenedor  la  punta  de  la  saeta 
que  viene  en  el  plato,  y  comiendo  lo  demás.  Es  una  providencia  bien 
particular  del  cielo  que  los  indios  de  la  misión  no  usen  del  veneno  unos 
contra  otros,  sino  contra  la  caza,  porque  en  breve  se  acabarían  los  pue- 
blos si  se  les  antojara  valerse  de  ello.  Están  en  la  persuasión  de  que  el 
que  usa  del  veneno  contra  el  prójimo  pierde  toda  la  provisión  que  le 
queda  en  casa,  y  se  le  hace  inútil  sin  poderse  servir  de  él  en  adelante. 
Los  misioneros  les  dejaban  en  esta  su  creencia,  que  les  era  tan  saluda- 
ble, ya  que  no  podían  apartarles  de  otras  muchas  que  les  traían  tantos 


88  Misiones  del  Marañón  Español 

daños.  Basta  lo  dicho  del  célebre  veneno  de  los  Ticunas,  quienes  por  el 
secreto  que  guardaban  en  hacerlo,  lograban  en  su  gentilidad  muchas 
ventajas  en  sus  guerras. 

Los  indios  Panos  manejaban  arcos  y  flecha  en  que  eran  muy  certeros, 
y  alcanzaba  el  tiro  como  la  bala  de  una  escopeta,  tan  derecho  entre 
árboles  espesos  como  en  campo  abierto.  No  tenía  esta  ventaja  la  estolita, 
arma  propia  de  los  Cocamas  y  Omaguas,  que  en  campo  abierto  hacia 
tiro  largo  y  seguro;  mas  en  el  monte  tropezaba  por  lo  que  blandeaba. 
Fué  la  estolita,  arma  muy  usada  de  los  guerreros  del  Iní^a,  y  viene  á  ser 
un  palo  tableado,  de  una  vara  de  largo  y  tres  dedos  de  ancho,  estrechán- 
dose á  proporción  hacia  los  extremos  hasta  rematar  en  punta.  En  el  me- 
dio, donde  más  se  ensancha,  tiene  una  figura  de  rosa,  y  por  la  parte  in- 
terior que  se  junta  á  la  mano  hace  una  concavidad  correspondiente  á  un 
dedo  que  se  mete  en  ella,  y  con  los  demás  dedos  se  afianza.  En  la  punta 
de  arriba  está  fijo  un  diente  de  hueso,  en  que  hace  presa  una  caña  ó 
flecha  de  ocho  palmos,  y  en  el  extremo  de  ésta  encajan  un  arponcillo 
con  un  palo  de  un  jeme;  este  arpón  y  palito  es  el  que  hace  el  estrago. 
Porque  cogiendo  la  estolita  con  la  mano  derecha  y  fijando  la  flecha  con 
palito  y  arpón  en  el  diente  de  arriba,  arrojan  la  saeta  con  increíble  fuer- 
za, y  con  tanto  tino,  que  rara  es  la  vez  que  no  hacen  tiro  seguro  á  cin- 
cuenta ó  sesenta  pasos. 

Todas  las  naciones  usan  de  rodelas,  y  son  diestrísimos  en  hacerlas 
con  aseo  y  solidez;  pero  aunque  el  uso  es  general,  apenas  hay  nación 
que  no  tenga  diversidad,  así  en  la  hechura  como  en  los  materiales  de 
que  las  forman.  Unas  las  hacen  tan  grandes  que  cubren  con  ellas  todo  el 
cuerpo,  y  son  varias  de  éstas  de  cuero  fuerte  de  danta  ó  vaca  marina  en 
forma  de  campana.  Otros  las  hacen  más  pequeñas  y  manejables.  Unos 
las  forman  de  tablas  planas,  con  alguna  declinación  en  el  remate,  otros 
las  hacen  de  unas  como  mimbres,  que  llaman  bejucos,  del  grueso  de  un 
cañón  de  escribir.  Empiezan  por  el  centro  con  un  círculo  pequeño,  y 
continuando  los  círculos  bien  unidos  entre  sí,  y  afianzados  con  puntos, 
llegan  á  formar  una  rodela  de  tres  palmos  de  diámetro.  Después  la 
guarnecen  para  mayor  seguridad  con  un  cerco  grueso  por  toda  la  cir- 
cunferencia, y  poniéndola  su  mango,  queda  completa,  firme  y  duradera. 
Los  Omaguas  en  lugar  de  estos  mimbres  ó  bejucos  se  valen  de  hojas  de 
caña  que  llaman  brava,  que  bien  entretejidas,  unidas  y  guarnecidas  de 
buen  cerco,  forman  unas  rodelas  impenetrables  á  cuantas  armas  usan 
los  demás  indios. 

Su  arte  militar  se  reduce  principalmente  á  poner  emboscadas,  en  que 
son  realmente  muy  diestros  y  prácticos.  Usan  de  trampas  en  los  cami- 
nos que  suelen  armar  en  varias  maneras.  Unas  veces  disponen  fosas  lle- 
nas de  flechas,  y  lanzas  con  las  puntas  hacia  arriba,  pero  bien  cubiertas 
y  muy  disimuladas  con  arena,  ramaje  y  hojarasca  por  toda  la  superficie. 
Otras  ponen  troncos  atravesados  en  los  caminos,  y  los  sostienen  casi  en 
el  aire  con  cuerdas  que  apenas  se  echan  de  ver,  y  vienen  á  parar  á 


Libro  II.— Capítulo  IX  89 

ciertos  palos  al  parecer  caídos,  en  que  verisímilmente  han  de  tropezar 
los  caminantes.  Movidos  estos  palos,  sueltan  un  fiador  que  sirve  como  de 
resorte  ó  muelle,  y  cae  el  tronco  armado  sobre  el  caminante.  Esto  mismo 
practican  también  con  las  lanzas  y  flechas,  que  atraviesan  á  los  pasaje- 
ros, con  sólo  pisar  en  ciertas  varas  ocultas  que  las  sostienen. 

Para  acometer  alguna  casa,  esperan  la  noche  y  entran  con  gritería 
en  ella  y  atraviesan  con  sus  lanzas  á  cuantos  se  les  ponen  delante.  Ra- 
rísima es  la  vez  que  provocan  á  pelear,  sostienen  la  batalla  ó  hacen  cara 
al  enemigo,  á  no  ser  que  sea  muy  inferior  en  el  número,  en  la  disposición 
ó  en  las  armas.  Sólo  los  Iquitos  se  han  hecho  distinguir  entre  las  demás 
naciones  en  resistir  pocos  con  ánimo  intrépido  y  aun  con  extraordinario 
valor  á  muchos  más  en  número 

Las  guerrillas  son  tan  comunes  y  continuas,  que  se  puede  decir  que 
no  gozan  Jamás  de  la  felicidad  de  la  paz,  ni  adañten  más  treguas  que 
hasta  poder  lograr  ocasión  de  vengarse  de  algún  agravio  real  ó  apren- 
dido. Muchas  veces  declaran  la  guerra  los  caciques  por  hacerse  temer 
de  los  confinantes,  ó  por  verse  respetados  de  los  que  se  le  han  agregado. 
Algunas  veces  la  emprenden  por  sola  la  complacencia  de  ser  celebrados 
de  sus  mujeres  ó  por  un  genio  natural  de  no  querer  vivir  en  paz  y  ha- 
llarse mejor  en  guerra,  aunque  es  verdad  que  se  ha  descubierto  tal  cual 
nación,  como  veremos  á  su  tiempo,  que  ó  por  genial  cobardía  ó  por  cierta 
natural  aversión  á  hacer  daño,  no  se  determinan  á  hacer  ó  declarar  gue- 
rra ni  á  perseguir  otras  naciones  sin  alguna  de  aquellas  causas  que  ge- 
neralmente se  juzgan  por  forzosas.  Pero  las  demás  fácilmente  se  deter- 
minan, ya  por  el  interés  del  despojo,  ya  por  desalojar  á  sus  enemigos  de 
los  puestos  en  que  viven,  ya  por  no  tener  cerca  de  sí  quien  les  dispute 
la  conveniencia  de  caza  y  pesca.  A  todo  lo  cual  da  mucha  ocasión  la 
continua  ociosidad  en  que  viven,  de  donde  toman  por  ocupación  hacer 
daño,  hostilidades  y  muertes. 

Mas  la  principal  causa  y  seminario  de  guerras  y  muertes  es,  como 
arriba  dijimos  é  insinuamos,  el  vivir  persuadidos  que  ninguno  falta  por 
muerte  natural,  sino  que  muere  violentamente  ó  hechizado  por  algún 
enemigo.  Y  si  el  hechicero  que  se  figuran  haber  fascinado  al  que  murió 
es  de  otra  nación,  entonces  están  del  todo  implacables,  acometen  furio- 
sos y  fuera  de  sí  y  matan  bárbaramente  cuantos  hombres  adultos,  muje- 
res ancianas  pueden  haber  á  las  manos.  A  los  muchachos  comúnmente 
los  traen  á  sus  casas,  y  los  mantienen  como  á  hijos;  mucho  más  cuidado 
ponen  en  recoger  y  traer  como  cautivas  á  las  doncellas  para  casarse  con 
ellas,  las  cuales  no  sienten  tanto  el  morir  con  sus  padres  como  el  ser 
presa  de  sus  enemigos.  Pero,  como  apuntamos  en  el  capítulo  IV,  con  el 
tiempo  se  van  ablandando  y  con  el  trato  bueno  que  les  dan  sus  maridos, 
se  acomodan  al  modo,  estilos  y  costumbres  de  la  nación  vencedora. 

Y  aquí  nos  vemos  en  la  oportunidad  de  apuntar  otra  causa  bastante- 
mente común  de  sus  guerras.  Entre  los  gentiles  del  Marañen  hay  común- 
mente más  hombres  que  mujeres.  Nacen,  sí,  más  hembras  que  varones, 


90  Misiones  del  Marañón  Español 

como  sucede  en  otras  partes;  pero  mueren  más  niñas  que  niños,  de  donde 
resulta  la  falta  de  doncellas  crecidas  para  los  casamientos  de  los  jóve- 
nes que  se  hallan  ya  en  estado  de  casarse,  y  no  encontrando  mozas  en  su 
parcialidad  ó  nación,  se  empeñan  en  procurarlas  de  las  extrañas.  Como 
no  entienden  de  negociación  amistosa,  todo  lo  hacen  por  vía  de  guerra, 
de  hostilidades  y  rapiña.  De  aquí  nace  también  que  la  otra  nación,  cu- 
yas mujeres  han  robado,  se  halla  escasa  de  mozas  y  doncellas,  y  en  el 
mismo  caso  de  hacer  guerra  y  arrastrar  hembras  para  sus  casamientos. 
Al  volver  de  sus  campañas  es  indispensable  el  celebrar  las  muertes 
hechas  en  sus  enemigos  con  banquetes  y  borracheras:  ni  faltan  naciones 
que  se  sirven  de  las  calaveras  de  los  que  han  muerto,  como  de  vasos  en 
que  beben  todos.  Otras  guardan  las  cabezas  de  los  enemigos  clavadas  en 
sus  lanzas,  y  las  conservan  como  trofeos  é  insignias  de  su  valor.  Y  esto 
es  lo  que  pudo  dar  ocasión  á  lo  que  se  creyó  á  los  principios  de  los 
Mainas,  Xeveros,  Cocamas  y  otras  naciones,  notándolos  de  caribes  y  de 
que  se  alimentan  de  carne  humana.  Pero,  en  realidad,  en  todo  el  distrito 
de  la  misión  son  pocas  ó  raras  las  naciones  que  pueden  llamarse  caribes. 
La  nación  de  los  Iquitos  fué  una  de  las  más  notadas  de  esta  impiedad  por 
los  Zaraeos,  sus  confinantes  por  el  río  Nanai,  y  por  los  Encabellados,  que 
no  están  muy  distantes  por  el  río  Curaray.  La  |misma  tacha  ponían  á  los 
Iquitos  los  españoles  de  Borja.  Mas  lo  cierto  es,  que  desde  los  años  1740, 
en  que  se  descubrieron  y  comenzaron  á  ser  tratados  de  los  misioneros,  no 
dieron  jamás  muestra  de  comer  ni  de  haber  comido  carne  humana;  y  los 
padres  que  con  ellos  vivieron,  después  de  haber  observado  bien  sus  mo- 
dales, y  procurado  informarse  con  todo  cuidado  de  unas  y  otras  parciali- 
dades, aseguran  que  no  han  hallado  fundamento  en  toda  la  nación  des- 
cubierta para  semejante  nota.  Lo  mismo  afirman  los  misioneros  de  los 
Ancuteres  del  Ñapo,  que  tuvieron  por  algún  tiempo  la  misma  fama.  Los 
Mayorunas  son  sin  duda  caribes,  cómense  unos  á  otros  y  aun  matan  á  los 
enfermos,  antes  que  se  consuman,  para  comérselos. 


CAPITULO  X 

DE  LA   DIVERSIDAD   DE  LENGUAS  EN  LA  MISIÓN  DE  MAINAS 


La  dificultad  de  las  lenguas,  que  ha  sido  siempre  en  todas  las  nacio- 
nes de  gentiles  uno  de  los  mayores  estorbos  á  su  conversión,  se  descubrió 
desde  luego  y  se  tuvo  casi  por  insuperable  en  la  misión  de  los  Mainas,  por 
ser  muchas  y  diversas  las  lenguas  que  abarca  en  su  distrito,  ceñido  á  la 
jurisdicción  de  Borja.  No  será  fácil  señalar  otra  misión  que,  en  naciones 
tan  poco  numerosas,  haya  puesto  en  precisión  á  los  misioneros  de  apren- 
der tantas  lenguas  como  ésta  de  que  tratamos.  Pasan  de  40  las  naciones 


Libro  II.— Capítulo  X  91 

en  cuya  reducción  ha  trabajado,  en  estas  partes,  el  celo  infatigable  de 
los  jesuítas  y  muchas  de  ellas  hablan  lenguas  entre  sí  tan  diversas  como 
lo  pueden  ser  la  española  y  la  alemana.  Esta  diversidad,  atestiguan  los 
misioneros  prácticos  de  ellas  que  interviene  entre  la  lengua  Omagua  y 
la  lengua  de  los  Encabellados;  entre  la  de  los  Iquitos  y  la  de  Xeveros; 
entre  la  Pana  y  la  Andoa.  Añaden  que  las  lenguas  que  menos  se  diferen- 
cian entre  sí  tienen  una  afinidad  semejante  á  la  que  se  observa  entre  la 
latina  y  española. 

De  tanto  número  y  diversidad  de  lenguas  y  de  la  grande  dificultad 
que  se  reconoce  en  los  principios  de  aprenderlas,  y  reducirlas  á  método, 
nació  el  juicio  común  que  insinúa  Rodríguez  en  sus  Descubrimientos, 
libro  III,  capítulo  II,  Casani  en  sus  Varones  ilustres,  Magnín  en  sus  Manus 
critos,  y  el  P.  Luis  Coronado  en  su  Juicio  de  las  lenguas.  Todos  estos  escrito- 
res convienen  en  que  las  lenguas  de  nuestra  misión  fueron  formadas  de 
la  casualidad  y  contingencia,  que  las  ideó  la  barbarie  y  que  las  llevó 
adelante  el  espíritu  de  división  para  dificultar  la  comunicación  con  otras 
gentes,  resultando  de  aquí  una  confusión  y  algarabía  por  ser  lengua  sin 
artificio  ni  reglas;  porque  no  articulan  sílabas  claras,  y  se  pierden  por  el 
modo  de  pronunciarlas  bárbaro,  gutural  y  narigal,  muchas  letras  las 
cuales  varían  cada  vez  que  profieren  una  misma  palabra.  Y  no  es  fácil 
entenderlos  sino  es  atendiendo  al  gesto,  visajes,  tono  y  aire  de  decir.  Este 
es  el  juicio,  bastantemente  común,  que  se  hizo  á  los  principios  y  se  con- 
firmó en  virtud  de  dichas  historias  y  relaciones;  y  lo  que  más  es,  en  el  día 
de  hoy,  prevalece  vivo  en  toda  ó  á  lo  menos  en  mucha  parte. 

Si  los  misioneros  de  Mainas  hubieran  puesto  tanto  cuidado  en  escribir 
historias  ó  disponer  comentarios,  como  tuvieron  de  aplicación  en  instruir 
á  los  indios,  en  padecer  trabajos  y  en  acabar  cosas  grandes  á  favor  de  la 
Religión,  mucho  tiempo  ha  que  estuviera  el  mundo  desengañado  de  un 
error  tan  grosero  y  de  un  juicio  tan  evidentemente  falso.  Nos  hubieran 
dado  en  cara  con  el  hecho  incontestable  de  haberlas  reducido  á  método, 
que  nos  cubriría  de  vergüenza  por  haber  creído  una  cosa  de  suyo  repug- 
nante y,  por  otra  parte,  tan  poco  fundada.  Porque  ¿qué  hombre  de  razón 
podía  persuadirse  á  que  los  indios,  al  fin  racionales  como  los  demás  hom- 
bres, tratasen  y  comunicasen  entre  sí  por  señas  y  meneos,  más  que  por 
voces  articuladas  de  algún  idioma  ordenado  que  fuese  capaz  de  reglas  y 
artificio?  Los  misioneros,  aunque  con  mucho  estudio,  aplicación  y  traba- 
jo, aprendieron  aquellas  lenguas,  compusieron  vocabularios,  formaron 
artes  y  mostraron  la  regularidad  de  aquellas  lenguas,  y  en  varias  de  ellas 
descubrieron  cierta  dulzura  y  armonía  que  no  cede  á  las  más  cultas  de 
Europa. 

Contra  hecho  tan  evidente  y  contra  la  dificultad  ya  vencida  claro  es 
que  no  hace  fuerza  lo  que  nos  dejaron  escrito  en  sus  relaciones  los  auto- 
res alegados  en  el  número  segundo,  aunque  merecen  alguna  disculpa  por 
haber  contado  de  buena  fe  lo  que  oyeron  y  entendieron,  sin  haber  tan- 
teado ni  penetrado  las  lenguas,  ni  aun  les  era  fácil  averiguar  si  hablaba 


92  Misiones  del  Marañón  Español 

en  los  informantes  la  sinceridad  y  conocimiento  necesario  para  formar  el 
debido  juicio. 

Por  lo  cual  otros,  fiados  de  las  relaciones  que  leyeron  en  la  suposición 
y  buena  fe  de  que  se  hicieron  con  la  debida  averiguación  y  prudente  dis- 
cernimiento, trasladaron  lo  que  hallaron  escrito.  Otros  dejan  advertido 
lo  que  experimentaron  al  tomar  las  primeras  noticias  de  una  lengua  nue- 
va, y  no  pudiendo  tomar  tino  en  poco  tiempo,  la  calificaron  luego  por  .un 
ininteligible  guirigay.  Esto  último  sucedió  precisamente  al  P.  Luis  Coro- 
nado acerca  de  la  lengua  Omagua,  que  tiene  en  el  día  de  hoy  un  arte  y 
vocabulario  copioso  y  aun  es  una  de  las  más  fáciles  de  aprenderse,  dul- 
ce, suave  y  armoniosa, 

Pero  si  éstos  son  dignos  de  alguna  excusa,  no  lo  son  ciertamente  al- 
gunos modernos  que  se  han  atrevido  á  publicar  esto  mismo,  como  que  lo 
han  observado  por  sí  mismos  y  á  cubierto  del  crédito  de  prolijos  averi- 
guadores que  ganaron  en  otros  asuntos,  sin  conocimiento  de  causa  dan 
una  sentencia,  ó  mejor  diremos,  censura  sobre  aquellas  lenguas  con 
asombro  de  los  misioneros  que  las  han  aprendido  metódicamente.  Tan 
lejos  están  de  ser  efecto  de  la  casualidad  y  contingencia.  Es  verdad  que 
no  todas  las  lenguas  son  iguales  y  que  hay  diferencia  de  una  á  otra  en  la 
dulzura  y  suavidad,  en  la  expedición  y  modo  más  ó  menos  fácil  de  pro- 
nunciar; pero  no  hay  una,  dice  en  sus  apuntaciones  el  P.  Martin  Triarte,  uno 
de  los  mejores  lenguajeros  y  que,  por  la  larga  comunicación  con  los  in- 
dios, de  más  de  veinte  años  había  corrido  toda  la  misión,  no  hay  una  que  no 
se  note  con  reglas  ó  se  sujete  á  preceptos. 

Al  principio  se  contentaron  los  padres  con  hacer  sus  observaciones  y 
advertencias  gramaticales,  llenando  muchos  pliegos  de  papel  para  sacar 
en  limpio  los  números  y  las  declinaciones  más  generales  de  los  nombres. 
Lo  mismo  hicieron  para  rastrear  y  reducir  á  conjugaciones  los  verbos 
más  usuales  y  señalar  los  tiempos.  Poco  á  poco  y  á  paso  lento,  sudando 
y  remando  llegaron  á  formar  las  gramáticas  que  estaban  en  uso,  por  las 
cuales  se  ve  claramente  el  artificio  de  las  lenguas.  Porque  distinguen 
nombres  y  pronombres,  con  sus  números,  géneros,  declinaciones  y  casos. 
Tienen  sus  conjunciones,  adverbios  y  posposiciones  en  vez  de  preposi- 
ciones, como  se  usa  en  la  lengua  vascongada,  y  vemos  varias  veces  en 
la  latina.  Los  verbos  se  conjugan  de  un  modo  regular  y  tienen  sus  tiem- 
pos: presente,  pretérito  y  futuro.  En  suma,  se  observa  una  construcción 
cabal  de  la  misma  manera  que  observar  se  puede  en  otras  lenguas  cultas. 

Añade  el  P,  Martín  Triarte  en  sus  observaciones  sobre  las  lenguas  de 
las  misiones  de  Mainas,  que  no  faltan  entre  ellas  algunas  en  que  se  notan 
los  caracteres  propios  de  lengua  matriz,  y  otras  en  que  se  observan  las 
propiedades  de  hijas  ó  corruptas,  que  dimanan  de  las  correspondientes 
matrices.  Entre  las  que  se  hablaban  en  la  misión  por  los  años  1768,  en 
que  se  apartaron  los  padres  de  sus  indios,  y  que  tenían  sus  artes  bien 
formados  y  vocabularios  completos,  se  descubrían  estas  siete  ma- 
trices. 


Libro  II.— Capítulo  X  93 

1.*  La  lengua  Pinche,  matriz  de  las  lenguas  Roamaina,  Uspa,  Arazá 
y  Neva. 

2.*'    La  Xevera,  matriz  de  la  Chayavita,  Paranapura  y  Cabapana. 

3/    La  Pana,  común  á  otras  y  matriz  de  la  Chepea  y  Mayorana. 

4.-''  La  Zamea  ó  Masamae,  matriz  de  la  Caumar,  de  la  Cavachi  y  de 
la  Zava. 

5.*^  La  Gae  ó  Gaie,  matriz  de  la  Semigae,  de  la  Iquita,  de  la  Iginorri 
y  de  la  Panocorri. 

C).""    La  de  los  Encabellados,  matriz  de  la  Icaguate  y  de  la  Payagua. 

7.^    La  Omagua,  matriz  de  la  Cocama,  extendida  en  el  Ucayale. 

De  esta  última  lengua  de  los  Omaguas  dudaban  los  misioneros  si  era 
matriz  ó  hija  de  la  famosa  lengua  del  Brasil  ó  de  la  célebre  Guaraní  del 
Paraguay,  con  las  cuales  tiene  tanta  hermandad  ó  semejanza,  que  un 
padre  que  pasó  de  Omaguas  al  Brasil,  trataba  por  medio  de  ella  con 
aquellos  indios  y  entendía  las  doctrinas  que  tenían  impresas  en  su  len- 
gua; y  lo  mismo  le  sucedió  con  los  misioneros  de  Guaraníes,  cuando  ha- 
blaban en  lengua  Guaraní. 

No  es  de  omitir  una  particularidad  de  la  lengua  de  los  Encabellados 
del  Ñapo,  que  celebra  el  P.  Casani  como  excelencia  y  singularidad  de  la 
lengua  de  los  indios  de  Canadá,  y  consiste  en  que  el  verbo  tiene  géneros, 
como  el  nombre;  v.  g.:  el  verbo  Ufaie  significa  rezar;  pues  para  decir  de 
un  varón  que  reza,  por  ejemplo:  Pedro  reza,  se  dice:  Pedro  ufagi;  y  para 
decir  lo  mismo  de  una  mujer:  María  reza,  se  dice:  María  ufaco.  La 
misma  diferencia  guarda  en  el  futuro  imperfecto  y  pretérito  perfecto: 
como  Pedro  rezará,  Pedro  ufacibi;  María  rezará,  María  ufacio;  Pedro 
rezó,  Pedro  ufapi;  María  rezó,  María  ufao.  Tiene  fuera  de  eso  otras  sin- 
gularidades, como  la  de  usar  con  elegancia  de  verbos  impersonales,  que 
se  forman  de  nombres  con  sólo  añadirles  la  partícula  gi,  como  de  tutu, 
que  significa  viento,  tutugi,  que  es  lo  mismo  que  corre  ó  sopla  el  viento;  de 
mumu,  que  significa  trueno,  mumugi,  que  vale  lo  mismo  que  truena.  Otras 
varias  partículas  curiosas  constaban  de  las  advertencias  del  arte  que 
tenían  de  aquella  lengua  los  misioneros,  y  si  hubieran  traído  consigo  los 
papeles  que  se  hallaban  en  los  pueblos  de  las  misiones,  pudiéramos  pre- 
sentar desde  los  lugares  de  nuestro  destierro,  para  desengañar  á  los  ter  - 
eos,  más  de  veinte  gramáticas  y  veinte  vocabularios  de  las  lenguas  dife- 
rentes del  Marañen.  Mas  pareció  conveniente  y  necesario  dejar  este  so- 
corro á  los  señores  clérigos  que  por  orden  de  su  majestad  católica  suce- 
dieron en  el  empleo  á  los  misioneros  de  Mainas,  y  sería  una  pérdida  digna 
de  llorarse  si  no  se  conservasen,  como  tengo  fundamento  para  temerlo, 
unos  monumentos  de  tanto  trabajo,  aplicación  y  estudio  de  los  jesuítas,  y 
de  tanta  ventaja  para  la  salud  espiritual  y  conversión  de  los  gentiles. 

De  lo  dicho  en  este  capítulo  queda  evidentemente  demostrada  la  fal- 
sedad del  juicio  común  que  se  había  formado  de  las  lenguas  tan  poco 
ventajoso  á  la  misión  de  Mainas,  y  tan  poco  favorable  á  la  cultura  y  en- 
señanza de  aquellos  pobres  indios.  Porque  ¿cuántos  operarios,  en  reali- 


94  Misiones  del  Maranón  Español 

(Icid  fervorosos  y  animados  del  celo  de  las  almas,  no  se  atrevieron  á  en- 
trar en  el  cultivo  de  aquella  viña  del  Señor,  con  la  causa  y  pretexto  de 
ser  inútiles,  y  con  decir  que  no  les  bastaba  el  ánimo,  ni  tenían  capacidad 
para  aprender  tantas  lenguas,  confusas  y  bárbaras,  cuantas  eran  las 
naciones  del  Marañón?  El  reparo  no  dejaba  de  ser  fundado  en  suposi- 
ción de  que  fuese  cierta  la  común  creencia  que  se  tenia  de  las  lenguas: 
porque  el  instruir  ó  catequizar  por  medio  de  intérpretes,  sólo  suele  usar- 
se en  casos  particulares  de  peligro  de  muerte  en  que  se  socorre  á  los  in- 
dios del  modo  que  se  puede. 

Pero  á  Dios  gracias,  ya  la  dificultad  de  aprender  aquellas  lenguas  no 
era  mayor  que  la  regular  y  ordinaria  que  se  experimenta  en  aprender 
cualquiera  otra  de  las  más  racionales,  cultas  y  metódicas.  No  es  negocio 
de  un  mes  el  aprender  una  lengua,  por  fácil  que  sea.  Aun  en  la  Europa, 
con  tantos  medios  y  maestros,  apenas  lo  conseguirá  uno.  Es  menester 
más  tiempo,  y  lo  que  no  se  consigue  en  un  año  se  llega  á  conseguir  en 
varios,  especialmente  cuando  hay  aplicación  y  empeño,  y  se  comienza  á 
tratar  desde  luego  con  los  indios,  como  lo  hacían  los  misioneros  á  quie- 
nes no  les  fué  difícil  de  esta  manera  aprender  no  una  sino  varias  len- 
guas. En  Italia  viven  todavía  algunos  de  éstos,  que  predicaban,  catequi- 
zaban y  administraban  Sacramentos  en  varias  lenguas  diferentes  del 
Marañen,  no  entrando  en  esta  cuenta  la  lengua  general  del  Inga,  que 
todos  sabían.  Mucho  les  ayudaba  á  esto  el  hallar  ya  dispuestas  en  mu- 
chas de  las  lenguas,  pláticas,  exhortaciones  y  modo  de  confesar;  y  en 
todas  ellas  catecismos  con  preguntas  y  respuestas  con  muchas  oraciones. 


CAPITULO  XI 

DEL  CLIMA  DE  LA  MISIÓN,  DE  LA  CALIDAD  DE  LA  TIERRA  Y  DE  LOS  FRUTOS 

MÁS  COMUNES   DE  ELLA 

El  clima  de  las  misiones  del  Marañen,  como  tan  cercano  á  la  línea 
equinoccial, es  extremamente  caluroso,  y  aunque  los  calores  ordinarios  no 
exceden  mucho  á  los  del  Panamá,  algo  templados  con  el  agua  del  mar, 
y  se  pueden  tolerar  por  los  que  han  pasado  por  aquéllos,  pero  apenas 
pueden  aguantarse  los  ardores  del  clima  en  los  meses  de  Noviembre, 
Diciembre  y  Enero  por  herir  entonces  con  más  fuerza  los  rayos  del  sol, 
que  hace  su  carrera  por  el  cénit  de  los  indios.  No  fuera  posible  vivir  en 
estas  tierras  en  los  dichos  meses,  si  no  dieran  algún  refrigerio  los  muchos 
ríos  que  previno  la  Providencia  y  los  innumerables  bosques  espesos  y 
cerrados  á  donde  no  penetran  los  rayos  del  sol.  Los  días  y  noches  son 
casi  iguales,  y  apenas  hay  diferencia  de  media  hora  en  la  mayor  des- 
igualdad. Las  estaciones  de  invierno,  primavera,  verano  y  otoño  se 
notan  por  la  subida  de  los  calores  insinuados,  y  por  las  lluvias  que  sue- 


Libro  II.— Capítulo  XI  95 

len  empezar  por  el  Enero  y  durar  hasta  el  Junio  ó  Julio.  Son  bien  fre- 
cuentes las  tempestades,  horribles  los  truenos  y  vivos  los  relámpagos; 
]»ero  rara  vez  despiden  piedras  ó  arrojan  granizos. 

Aunque  es  el  clima  tan  ardiente  y  tan  lleno  de  fuego,  en  una  de  las 
lunas  que  suele  ser  la  de  Junio,  á  veces  la  de  Julio,  y  tal  cual  vez  la  de 
Agosto,  se  experimentan  constantemente  tres  ó  cuatro  días  de  frío  conti- 
nuados. Sopla  en  este  tiempo  un  viento  oriental  que  declina  algo  al  me- 
dio día,  y  es,  sin  duda,  la  causa  de  refrescar  el  temple.  Pero  no  se  sabe 
en  particular  de  dónde  recibe  el  viento  tanta  frialdad,  porque  otros  vien- 
tos más  recios  y  violentos  que  soplan  de  algunas  montañas  nevadas  ha- 
cia Quito,  vienen  calientes  como  los  demás.  Acaso  este  viento  oriental, 
que  tanto  refresca,  toma  su  carrera  de  otras  mayores  montañas  de  nieve 
y  puede  comunicar  su  frescura  por  donde  pasa.  Los  indios  esperan  con 
ansia  estos  días  de  frío,  como  señal  de  buen  tiempo  y  de  una  serenidad 
permanente  de  muchos  meses;  y  de  ellos  se  aprovechan  para  recoger 
cuanto  pescado  pueden,  porque  mueren  con  ocasión  del  frío  muchos  pe- 
ces en  los  ríos  y  lagunas  que,  traídos  á  casa,  no  se  corrompen  fácilmente 
como  en  tiempo  de  calor.  Atribuyen  la  muerte  de  tantos  peces  al  calor 
intenso  del  agua  que  les  sofoca.  Porque  huyendo  incautos  de  la  superficie 
fría  del  agua  que  les  molesta,  bajan  al  fondo  en  donde  el  intenso  calor 
reconcentrado  les  ahoga. 

La  tierra  de  la  misión  en  algunos  collados  es  algo  gredosa,  pero  en 
islas,  playas  y  en  todo  lo  llano,  es  arenusca,  ligera  y  de  poca  sustancia. 
De  aquí  nace  que  no  llevan  estas  tierras  trigo,  cebada  ú  otros  granos  de 
este  género,  no  tanto  por  lo  ardiente  del  clima,  pues  no  lo  es  menos  el  de 
la  ciudad  de  Cuenca,  que  el  de  la  ciudad  de  Borja,  sin  que  por  eso  deje 
de  darse  bueno  y  excelente  trigo  en  aquella  ciudad,  cuanto  por  la  cali- 
dad de  la  tierra  que  ni  tiene  jugo  ni  hace  liga  y  aunque  sale  la  caña,  no 
hay  grosura  suficiente  para  formar  y  sazonar  el  grano.  Los  frutos  más 
comunes  y  de  uso  ordinario  para  los  indios  vienen  á  ser  el  maíz,  la  yuca 
y  el  plátano.  Con  estos  frutos  se  sustentan  diariamente,  y  como  les  ten- 
gan en  abundancia  en  las  heredades  que  forman,  no  envidian  á  otras 
gentes  que  buscan  otras  comidas  regaladas. 

No  hay  para  qué  tratar  del  maiz  ó  trigo  de  Indias,  que  es  grano  bien 
conocido  en  Europa,  como  sustento  bastantemente  usado  en  algunas  par- 
tes montañosas  de  ella.  Diremos  algo  de  la  yuca  y  del  plátano,  por  ser 
aquélla  muy  poco  conocida,  y  éste  ignorado  de  muchos.  La  yuca  de  los 
indios  del  Marañón  es  una  raíz  larga  y  gruesa  como  un  brazo.  Extiénde- 
se por  debajo  de  la  tierra  muy  bien  cubierta  y  guardada  de  una  corteza 
negra:  ésta  quitada,  queda  la  raíz  blanca  y  hermosa  á  la  vista.  Cocida 
en  una  olla  sirve  de  pan,  que  no  sólo  aprecian  los  indios;  pero  aun  los 
misioneros,  sin  que  les  cause  jamás  fastidio  esta  comida  de  buen  sabor  y 
de  no  menor  alimento,  usan  también  comer  asada  la  yuca  y  hacen  de 
ella  un  género  de  pan  ó  torta  que  llaman  cazave;  las  yucas  más  harinosas 
tienen  el  sabor  de  castañas,  y  de  éstas  cocidas  forman  una  pasta  ó  masa 


96  Misiones  del  Marañón  Español 

que  se  dice  mazato  ó  vedaiigas  y  es  de  mucha  utilidad  y  provecho  á  los  in- 
dios, á  quienes  ofrece  la  pasta  desleída  en  agua  una  bebida  que  refresca 
en  el  calor  y  conforta  en  el  trabajo.  Para  sembrar  esta  raiz  no  se  hace 
otra  diligencia  que  clavar  en  la  tierra  ciertos  palillos  que  son  la  grana  de 
la  yuca  y  reservan  de  un  año  para  otro:  de  ellos,  secos  al  parecer  y  sin 
jugo,  van  brotando  á  poco  tiempo  raíces  alrededor  de  la  semilla  sin  aso- 
mar de  la  tierra,  por  donde  se  extienden  hasta  llegar  á  la  grandeza  co- 
rrespondiente. 

Algo  más  conocido  es  el  plátano  en  la  Europa  que  la  raíz  de  que  ha- 
blamos; pero  todavía  desearán  muchos  alguna  noticia  de  una  planta  tan 
nombrada.  Los  plátanos  que  se  dan  por  todas  las  Indias  son,  á  la  ver- 
dad, muy  diferentes  de  los  plátanos  que  celebraron  los  antiguos,  y  vie- 
nen á  ser  una  planta  ó  cepa,  la  cual  echa  muchos  hijos  á  un  tiempo, 
como  el  lirio  ó  tulipán:  el  hijo  principal  ó  tronco  que  entre  los  demás 
prevalece,  suele  crecer  como  hasta  cuatro  varas,  y  como  las  hojas  son 
grandes,  largas  y  extendidas  hacia  abajo  salen  los  plátanos  frondosos, 
amenos  y  de  mucha  sombra.  El  fruto  parece  á  los  principios  un  higo,  y 
creciendo  se  va  alargando  hasta  que  rojo  y  maduro  compite  en  la  gran- 
deza con  un  pepino.  Cuando  el  brazo  ó  ramo  principal  está  en  sazón,  se 
le  corta  como  racimo  maduro.  Y  aunque  suele  ser  tan  grueso  como  el 
cuello  de  un  hombre,  con  un  golpe  de  espada,  hacha  ó  machete  se  corta 
fácilmente  por  ser  la  madera  muy  floja,  jugosa  y  esponjada.  Llámase 
cabeza  del  plátano,  ó  racimo  maduro  el  tronco  ya  cortado  y  suele  tener 
cuarenta,  cincuenta  y  á  las  veces  cien  uvas,  plátanos  ó  frutos,  de  ma- 
nera que  un  indio  solo  no  puede  levantarle  muchas  veces  de  la  tierra. 
Después  de  cortado  el  primer  racimo  comienza  á  madurar  otro  y  cortado 
éste,  otro,  y  así  sucesivamente,  hasta  que  todos  se  lleguen  á  madurar  y 
rendir  fruto  uno  después  de  otro.  Tres  especies  de  plátanos  se  conocían 
en  Mainas:  unos  llamados  cumenes  que  servían  de  pan,  y  llevaban  frutos 
largos  como  el  palmo  de  un  hombre.  Otros  dichos  pintones,  cuyos  frutos 
eran  menores.  Los  terceros  eran  más  celebrados,  porque  aunque  el  fruto 
no  pasaba  de  la  mitad  en  la  grandeza,  era  tan  dulce  como  la  misma  miel 
y  á  estos  los  llamaban  guineos. 

Fuera  de  estos  frutos  que  se  pueden  considerar  en  los  Mainas  como  de 
primera  necesidad,  hay  otros  muchos  árboles  que  llevan  otras  frutas  de 
que  se  aprovechan  para  comer  y  hacer  sus  bebidas.  Hay  almendros, 
nísperos,  y  otros  que  dan  unas  como  naranjas,  pero  más  gustan  los  in- 
dios de  los  árboles  que  llaman  zapotes,  altos  y  frondosos  y  de  fruta  rega- 
lada, porque  dan  unos  como  melones  rojos  y  de  buen  gusto,  aunque  por 
tener  la  carne  muchas  ñbras,  más  se  comen  chupando  que  masticando. 
Dicen  que  el  zapote,  en  medio  de  ser  tan  gustoso,  enciende  la  cólera  y  que 
es  ocasionado  á  tercianas.  No  faltan  plantas  que  llevan  una  especie  de 
uva  que  llaman  camairona  que  iguala  en  la  grandeza  á  una  buena  man- 
zana. Recién  cortada,  está  llena  de  jugo  y  es  de  buen  gusto,  pero  á  po- 
cos días  se  convierte  en  babas  y  queda  en  extremo  fastidiosa. 


Libro  II.— Capítulo  XI  97 

Son  infinitas  las  especies  de  palmas  que  se  conocen  en  la  misión,  gran- 
des, medianas  y  pequeñas.  De  sus  dátiles  y  cogollitos  se  valen  los  indios 
para  comer  y  beber,  y  de  su  madera  para  las  casas  y  utensilios  necesa- 
rios. Los  que  llevan  mejores  frutos  se  reducen  á  estas  seis  palmas:  chon- 
ta, achúa,  chambeia,  palmito,  zarera  y  ungarave.  Por  la  descripción  de 
la  primera  se  vendrá  en  conocimiento  de  las  demás. 

Es  la  chonta  un  árbol  alto,  todo  vestido  como  de  púas,  el  tronco  es  for- 
tísimo  y  grueso,  tan  recio  que  de  la  chonta  se  valen  los  indios  en  muchos 
casos  á  falta  de  hierro.  En  la  cima  misma  del  árbol  se  cría  el  dátil  bien 
guardado  de  una  recia  cascara,  la  cual  se  abre  de  suyo  cuando  madura 
el  fruto,  que  viene  á  ser  una  como  pina  grande  ó  racimos  de  tantos  gra- 
nos que  suelen  llegar  á  doscientos.  El  color  del  grano  es  regularmente 
rojo,  la  grandeza  como  de  una  perita,  la  carne  oleosa  y  balsámica.  Los 
Mainas  comen  el  fruto  cocido  ó  hacen  de  él  bebida  que  conforta. 

De  más  utilidad  les  fuera  el  grano  del  cacao,  que  se  da  en  abundancia 
por  todas  aquellas  partes,  si  la  distancia  de  las  misiones  á  la  ciudad  de 
Quito  y  los  malos  y  largos  caminos,  no  impidieran  el  trasporte  de  un  gé- 
nero de  tan  buena  calidad,  porque  excede  al  grano  de  Guayaquil  y  es 
mejor  que  el  del  Magdalena,  y  por  lo  mismo  puesto  en  Quito  ha  sido 
siempre  más  apreciado.  Pero  aun  así  es  cosa  averiguada  después  de  re- 
petidas experiencias  que  más  importa  la  conducción  que  se  ha  intentado 
de  este  precioso  género  á  cualquiera  de  las  ciudades  de  la  América  me- 
ridional desde  las  misiones,  que  el  precio,  valor  y  utilidad  que  se  saca, 
aun  cuando  todo  corra  feliz  y  no  suceda  algún  contratiempo.  Puédese  de- 
cir francamente  que  el  cacao  del  Marañen  español  más  es  para  los  mo- 
nos y  papagayos  que  para  los  indios.  Porque  fuera  de  aquel  poco  grano 
que  para  su  consumo  recogían  los  misioneros,  sólo  se  aprovechaban  los 
indios  de  la  tela  y  lana  en  que  está  envuelto  el  grano,  la  cual  tiene  el 
gusto  de  moscatel.  Los  portugueses,  que  tal  vez  pasan  á  nuestros  térmi- 
nos en  busca  de  cacao  para  su  comercio,  suelen  cogerlo  antes  de  madu- 
rar para  que  no  acaben  con  ello  los  monos,  que  como  son  tantos  no  dejan 
mucho  en  sazón.  Cogido  el  grano  verde  y  sin  llegar  á  su  punto,  le  dan  un 
hervor  y  todo  pasa.  Los  demás  géneros  que  se  desean  para  el  chocolate 
se  hallan  también  en  el  distrito  de  las  misiones  porque  en  las  tierras  de 
los  Chayabitas  y  de  los  Cavapanas  se  da  con  abundancia  vainilla,  aunque 
es  verdad  que  por  incuria  de  los  indios  falta  muchos  años,  porque  arran- 
can fácilmente  y  sin  reparo  los  árboles  en  que  se  cría  y  tardan  después 
años  en  crecer.  Asimismo  en  las  misiones  de  los  Pinches,  de  los  Andoas 
y  de  los  Muratas  se  halla  mucha  canela  pero  tan  babosa  por  no  estar 
cultivada,  que  sólo  sirve  para  sazonar  las  viandas.  Su  flor  que  llaman  es- 
vingo  es  más  suave  y  menos  babosa,  y  suele  servir  para  la  botica. 


98  Misiones  del  Marañón  Español 

CAPÍTULO  XII 

DE  LA  CERA,    RESINA,    MADERAS   Y  MINERALES 


Creyeron  algunos  que  en  las  misiones  de  Mainas  se  podían  recoger  en 
poco  tiempo  y  con  poco  trabajo,  muchos  quintales  de  cera  blanca  y  ex- 
quisita, y  de  hecho  uno  de  los  gobernadores  más  modernos  de  aquella  ju- 
risdicción, entró  en  el  gobierno  con  esta  preocupación,  creyendo  hacerse 
rico  comerciando  en  este  y  otros  géneros  del  país.  Pero  se  desengañó  bien 
presto  viendo  con  sus  mismos  ojos  la  grande  dificultad  de  recoger  en  mu- 
chos días  tres  ó  cuatro  libras  de  cera  blanca;  porque  son  pocas  las  abejas 
que  fabrican  aquellos  panales  y  están  muy  internadas  en  los  montes,  y 
para  coger  el  indio  alguna  cosa  notable  de  este  género,  ha  de  faltar,  ne- 
cesariamente días,  y  aun  semanas,  de  la  doctrina  cristiana  y  de  la  asis- 
tencia á  la  iglesia,  y  si  se  les  diera  licencia  franca  ó  permitiera  andar  en 
busca  de  abejas  y  colmenares  sería  lo  mismo  que  desamparar  las  misio- 
nes. No  es  tan  difícil  recoger  cera  negra  por  ser  más  frecuentes  las  abe- 
jas que  la  trabajan;  pero,  como  es  de  tan  poca  estimación,  casi  sólo  sirve 
para  las  misiones.  Hay  otras  abejitas,  muy  pequeñitas,  que  trabajan 
debajo  de  tierra  su  miel  y  cera  amarilla;  y  como  son  tantas  las  lluvias  é 
inundaciones,  es  primoroso  el  instinto  que  les  dio  la  naturaleza  para  for- 
mar casa  resguardada  de  las  aguas  y  de  los  infinitos  insectos  que  se  ha- 
llan por  todas  partes.  La  entrada  al  colmenar  suele  ser  un  agujero  muy 
pequeño  formado  debajo  de  alguna  corteza  prominente  de  un  árbol,  y 
está  tan  disimulado  y  encubierto  que  no  es  fácil  á  ninguno  el  observar- 
lo. De  aquí  empieza  el  camino  de  las  abejas  al  colmenar  como  dos  va,ras 
dentro  de  la  tierra,  pero  por  líneas  tan  diferentes  al  parecer,  tan  enreve- 
sadas y  opuestas  que  forman  un  laberinto  por  donde,  solas  ellas,  pueden 
acertar  á  entrar  y  salir.  Todo  esto  lo  observó  prolijamente  un  misionero 
que,  con  ocasión  de  caer  un  rayo  sobre  un  alto  cedro,  que  tenía  delante 
de  la  iglesia,  halló  en  sus  raices  un  colmenar  de  abejitas  muy  pequeñitas 
que  con  admirable  orden,  economía  é  industria,  habían  formado  su  casi- 
ta dentro  de  tierra  y  hecho  su  miel  y  cera  de  buena  calidad,  sin  acabar 
de  admirarse  de  lo  enmarañado  de  las  entradas  y  salidas  de  aquellas 
prudentes  y  oficiosas  abejitas. 

Pero,  lo  que  con  más  copia  y  abundancia  suministra  el  ardiente  clima 
de  Mainas,  es  una  increíble  multitud  de  gomas,  resinas  y  leches,  que  des- 
tilan por  todas  partes  los  árboles.  Unos  llevan  copal,  ya  ordinario,  que 
les  sirve  como  de  pez  para  empegar  las  canoas,  ya  fino  y  exquisito  para 
otros  mejores  usos.  Otros  destilan  catana  que  viene  á  ser  un  aceite  betu- 
minoso, á  manera  del  que  se  saca  del  terebinto,  y  es  muy  bueno  para  co- 


Libro  II.— Capítulo  XII  99 

rregir  fluxiones,  curar  reumatismos,  y  para  otros  usos  de  la  medicina.  No 
faltan  árboles  que  despiden  lo  que  llaman  sangre  de  dragones  parecida 
á  la  sangre  humana;  pero,  como  no  se  sabe  el  secreto  de  solidarla,  como 
otras  gomas,  no  se  ha  hallado  en  esta  sangre  muchas  ventajas.  También 
se  ven  otros  que,  dando  frutas  gustosas  como  naranjas  y  como  tomates, 
derraman  también  sus  licores,  de  que  se  hace  engrudo  y  con  que  se  da 
temple  á  la  tierra  blanca  y  colorada  para  las  obras,  y  bañadas  las  pin- 
turas con  estos  licores  resisten  á  las  lluvias  y  malos  temporales. 

Lo  que  más  aprecian  los  misioneros  por  traer  mayor  utilidad  á  los  in- 
dios es  el  bálsamo  célebre  de  copauva  y  la  leche  insigne  del  caucJio.  La 
copauva,  que  es  el  sánalo  todo  en  punto  de  cirugía,  se  destila  de  unos  ár- 
boles muy  altos  y  duros,  por  las  hendeduras  de  ciertos  tumores  sobresa- 
lientes del  tronco.  Al  principio  sale  clara  la  copauva,  pero  después  sale 
más  espesa.  Suelen  cortar  algunas  ramas  superiores  para  dar  al  árbol 
respiradero  y  después  punzado  y  aun  socavado  hasta  el  corazón,  des- 
pide el  licor  precioso,  aunque  no  tenga  desigualdades  ni  hendeduras  el 
tronco.  Sirve  este  bálsamo  para  toda  herida,  no  sólo  reciente  pero  aun 
envejecida.  La  historia  nos  dará  á  su  tiempo  casos  bien  singulares  de 
curaciones'prodigiosas  con  la  copauva.  Sirve  para  confortar  el  estómago 
y  tomada  en  un  poco  de  caldo  purga  tantas  veces,  cuantas  se  toma. 
Vale,  finalmente,  para  dar  hermoso  lustre  á  las  pinturas  y  estatuas  y 
para  avivar  en  las  viejas  los  colores  caídos;  el  sabor  de  la  copauva  es 
amargo,  el  color  rojo,  y  el  olor  ingrato. 

El  caucho  es  como  una  leche  que  suelta  un  árbol  de  este  nombre  por 
el  tronco  y  raíces,  herida  la  corteza.  A  poco  tiempo  de  sacado  el  caucho, 
se  consolida  y  puesto  al  sol,  toma  más  consistencia.  Hácense  de  él,  en 
moldes  de  barro,  ciertas  jeringas,  que  llaman  tarapotanas,  con  virtud 
elástica  para  comprimirse  ó  ensancharse  como  pide  la  necesidad  ó  con- 
veniencia de  los  que  usan  de  ellas.  Da  un  barniz  muy  duradero  á  som- 
breros y  capotes,  que  bien  guarnecidos  del  caucho,  son  impenetrables  á 
las  lluvias.  También  los  indios  se  entretienen  haciendo  de  él  pelotas  'que 
saltan  como  si  fueran  de  azogue.  El  añil  y  el  achote  pintan  muy  bien  en 
aquellas  tierras  si  saben  sembrarse,  y  los  indios  usan  de  ellos  para  pin- 
tarse. Con  el  primero  aparecen  negros,  con  el  segundo  encarnados;  pero 
más  universal  es  la  costumbre  de  pintarse  con  una  resina  negra  que  lla- 
man vito,  y  la  sacan  de  una  como  nuez  recién  cortada  de  un  árbol  gran- 
de. Como  el  vito  es  muy  pegajoso  y  dura  por  días,  hacían  los  misioneros 
cuanto  podían  para  que  dejasen  aquella  costumbre  los  indios,  teniendo 
por  algo  disonante  el  que  asistiesen  á  la  iglesia  tan  feamente  pintados. 
Algo  conseguían  con  sus  amonestaciones,  pero  se  veían  precisados  á 
disimular  mucho,  especialmente,  que  los  indios  defendían  su  costumbre, 
como  oportuna  y  aun  necesaria  para  templar  los  rayos  del  sol  y  embo- 
tar la  picadura  de  tantos  insectos  como  les  perseguíiin.  Y  por  esta  causa 
no  sólo  pintaban  manos  y  cara,  pero  aun  todo  el  cuerpo.  Últimamente, 
para  concluir  esta  materia  que  parecerá  por  ventura  un  poco  larga, 


iOO  '  Misiones  del  Marañón  Español 

advierto  que  las  mejores  resinas  y  el  más  oloroso  incienso  lo  sacan  en 
aquellos  países  debajo  de  la  tierra  de  las  raíces  del  cedro. 

La  multitud  de  árboles  que  se  dan  en  aquella  tierra,  todos  ellos  dere 
ches  y  altísimos,  unos  blancos,  otros  rojos,  varios  encarnados  y  algunos 
de  olor  balsámico,  es  tan  grande  y  prodigiosa,  que  serían  la  riqueza  de 
aquellos  países,  si  hubiera  comodidad  para  transportarlos  á  otras  partes, 
en  donde  el  uso  de  tan  preciosas  maderas  tuviera  estimación  grandísima. 
Pero  los  pobres  indios  casi  sólo  se  aprovechan  de  árboles  tan  exquisitos 
de  cedro,  de  aguano,  de  ceiva,  de  eveiva  6  palo  de  hierro,  para  formar  sus  ca- 
noas y  para  los  postes  y  pilares  de  las  casas.  El  palo  eveiva  tiene  una 
ventaja  muy  particular  sobre  los  demás  que  le  hace  más  apetecible  para 
los  edificios;  porque  fuera  de  no  ceder  en  la  duración  al  cedro  metido 
más  de  dos  varas  en  aquella  tierra  húmeda,  y  sirviendo  de  pilar  á  una 
casa,  mantiene  hasta  la  corteza  fresca  por  veinte  años.  Y  á  esta  causa, 
aunque  las  mejores  casas  de  la  misión  se  hacían  de  cedro,  como  de  ma- 
dera más  ligera,  pero  las  fábricas  duraderas  se  fundaban  sobre  pilares 
de  eveiva.  Ya  dijimos  en  el  capítulo  pasado,  cómo  se  valen  los  indios  del 
árbol  yanchama  y  de  la  palma  achúa  para  sus  tejidos,  aquí  sólo  se  debe 
añadir  que  de  otra  palma  llamada  chambira,  hacen  cuerdas  excelentes;  y 
de  la  pita,  planta  bien  conocida,  hilos  de  mucha  dura.  Aunque  es  verdad 
que  para  sus  vestidos  ordinarios  se  aprovechan  mucho  más  de  un  árbol 
llamado  gamburusi,  que  da  un  algodón  finísimo  en  vainas  grandes  y  pro- 
porcionadas á  la  grandeza  del  pie. 

Era  muy  grande  la  dificultad  que  experimentaban  los  indios  en  derri- 
bar los  árboles  grandes  ó  cortar  la  madera  de  que  necesitaban  para  sus 
usos,  antes  que  los  misioneros  entrasen  en  aquellas  tierras  y  les  surtiesen 
de  instrumentos  de  hierro  para  sus  cortas.  Los  Iquitos  se  subían  en  lo  más 
alto  del  árbol  y  empezaban  desde  allí  á  inclinarle  hacia  los  lados,  tiran- 
do al  mismo  tiempo  otros  muchos  desde  abajo  de  cuerdas  y  ramas  que 
engarzaban,  hasta  que  finalmente,  á  la  fuerza  de  los  vaivenes,  rompían 
por  donde  con  sus  hachas  de  piedra  le  habían  picado  ó  socavado.  Otras 
naciones,  en  los  desmontes  que  hacían,  dejaban  en  pie  los  árboles  mayo- 
res y  quedaba  á  cuenta  de  las  mujeres  y  niñas  el  aplicar  palos  encendi- 
dos al  tronco,  que  al  cabo  del  tiempo  penetrado  del  fuego,  y  no  pudiendo 
sostener  la  mole,  se  rompía. 

No  parece  que  se  puede  dudar  que  en  los  términos  precisos  de  la  mi- 
sión de  los  Mainas  hubiese  algunos  minerales  preciosos,  particularmente 
de  oro,  porque  fuera  de  las  minas  de  la  ciudad  de  Cuenca,  que  están  á  la 
entrada  de  la  última  misión,  es  común  persuasión  de  todas  aquellas  gen- 
tes que  en  el  gran  río  Paute,  que  corre  por  los  Gibaros,  se  hallan  muchas 
minas  de  oro  por  sus  riberas,  y  por  esta  razón  han  hecho  muchos  es- 
fuerzos los  españoles  por  penetrar  hasta  aquella  nación  valiente;  pero 
los  Gibaros,  siempre  fieros  é  indomables,  hicieron  inútiles  sus  entradas. 
Demás  de  esto,  los  indios  de  un  pueblo,  llamado  Ñapo,  que  está  en  otra 
parte  de  la  misión,  recogen  frecuentemente  en  las  arenas  del  río  del  mis- 


Libro  II.— Capítulo  XIÍI  101 

nio  nombre  muchos  granos  de  oro  y  con  ellos  pagan  su  tributo.  Final- 
mente, este  río,  el  Paute  y  todos  los  demás  de  Cuenca,  vienen  á  sepultar- 
se en  el  gran  río  Marañón  y  no  es  creíble  que  pagándole  todos  este  tri- 
buto sea  menos  rico  que  sus  mismos  vasallos. 


CAPITULO  XIII 

DE    LA    CAZA    Y    AVES 


Aunque  en  la  extensión  grandísima  de  las  misiones  del  Marañón  se 
hallaba  mucha  caza  por  aquellos  cerrados  bosques  y  frecuentes  quebra- 
das, pero  la  más  común  y  regular  de  los  indios  era  la  de  los  monos,  los 
cuales  son  tantos  que  no  es  fácil  el  contar  aun  la  diversidad  sola  de  las 
especies  de  aquellos  animales.  Es  verdad  que  no  todos  son  de  buen  gusto 
y  que  son  algunos  hediondos,  pero  al  indio  todos  le  hacen  buen  estóma- 
go. El  más  celebrado  por  su  buena  carne  es  el  que  llaman  bracüargo  ó 
chuba:  es  negro,  ó  del  todo  ó  en  gran  parte;  tiene  la  barba  muy  sacada  y 
la  nariz  como  comprimida  y  muestra  una  cara  como  de  vieja.  Después 
del  bracüargo  es  también  estimado  el  choro.  Es  mucho  más  grande  que  los 
demás,  muy  lanudo  y  de  color  castaño.  No  son  los  otros  de  tan  buena 
carne  como  los  dichos,  antes  son  algunos  de  un  tufo  desagradable,  pero 
merecen  ser  nombrados  por  sus  particulares  propiedades.  Porque  el 
machimblanco  es  divertidísimo  y  no  hay  cosa  que  no  remede  castañeteando 
con  los  dientes.  Traído  á  casa,  luego  se  hace  como  señor  de  los  perros, 
gatos  y  de  cuantos  animales  encuentra,  sin  que  se  atreva  ninguno  á  dis- 
putarle nada.  El  bariza  ó  frailecillo,  así  dicho  porque  se  parece  á  un  mon- 
je barbado  con  su  capilla  calada,  despide  de  sí  un  olor  malísimo,  pero  es 
de  diversión  por  traviesísimo,  y  si  se  hallan  dos  juntos  se  están  jugando 
todo  el  día  como  volatines.  El  clara  todo  se  reduce  á  pelo  y  apenas  tiene 
carne;  el  tutacusillo  estáse  durmiendo  todo  el  día,  pero  no  cesa  de  enredar 
y  travesear  toda  la  noche. 

Es  singular  entre  todos  el  mono  que  llaman  chichico,  así  por  su  figura 
particular  como  por  sus  habilidades.  Su  cuerpo  es  menor  que  el  de  una 
ardilla.  En  medio  de  ser  tan  pequeño,  es  fiero  y  airoso  porque  tiene  la 
cara,  ojos,  uñas  y  colmillos  y  cola  de  león;  divertido  y  sobremanera  li- 
gero, canta  como  si  fuera  un  pajarito;  y  si  alguno  se  burla  de  él  ó  le  llega 
á  sacudir,  se  la  tiene  siempre  guardada,  sin  olvidarse  jamás  de  la  burla; 
mira  siempre  con  ceño  al  que  se  la  hizo,  y  en  logrando  la  ocasión  luego 
se  venga  y  desquita  mordiendo.  Todos  estos  monos  usan  de  la  cola  como 
de  manos  para  agarrarse  de  los  árboles.  A  la  casta  de  los  monos  parece 
pertenecer  otra  bestiezuela  de  singular  estructura,  que  por  ironía  llaman 
periquito  ligero,  la  figura  parece  de  favio,  la  contextura  como  de  hombre 


102  Misiones  del  Maeañón  Español 

y  la  cara  como  de  una  persona  que  está  llorando.  Es  lanudo  á  manera 
de  perro  de  aguas,  y  tiene  dos  brazos  largos  de  singular  fortaleza,  los 
cuales  rematan  en  dos  uñas  de  la  figura  de  colmillos  de  león.  Vive  co- 
múnmente en  los  árboles  y  se  alimenta  de  hojas.  Es  cosa  divertida  ver 
cómo  los  indios  le  cazan,  porque  luego  que  le  descubren  en  el  árbol,  su- 
ben con  no  menor  ligereza  que  los  monos  mismos,  y  unos  por  un  lado  y 
otros  por  otro,  persiguen  al  pobre  animal  con  sus  garrotes;  mas  él  se  de- 
fiende muy  bien  mientras  está  en  el  árbol  aguantando  algunos  palos  que 
no  le  hacen  mucha  impresión  por  la  mucha  lana,  y  evitando  otros  con 
los  brazos  largos  con  que  se  agarra  de  las  ramas  y  anda  saltando  con  li- 
gereza de  vara  en  vara.  Su  mira  principal  está  en  no  soltar  la  rama, 
mantenerse  en  el  árbol  y  no  llegar  á  tocar  la  tierra  en  que  es  perdido. 
Mas  los  indios  insisten  tanto,  que  le  obligan  al  fin  á  desamparar  el  árbol. 
Si  cae  en  el  agua,  como  suele  suceder,  todavía  se  mantiene  en  la  pelea, 
y  jugando  con  ligereza  los  brazos,  aparta  de  si  los  palos  con  que  le  quie- 
ren sacar  á  la  orilla.  Pero  si  ei  desdichado  cae  en  tierra  aunque  sea  en 
el  borde  mismo  del  rio,  se  da  por  vencido.  Porque  ni  puede  usar  de  los 
brazos,  ni  puede  escapar,  y  la  mayor  jornada  que  por  un  día  entero  hace 
por  tierra,  es  como  de  cuatro  pasos  con  tanta  dificultad,  que  cada  vez 
que  se  menea  da  un  quejido  lastimoso.  Sin  duda  porque  le  falta  el  aga- 
rradero del  árbol  á  que  la  naturaleza  proporcionó  sus  uñas.  Cogido  el 
periquito,  por  más  golpes  y  porrazos  que  le  den  los  cazadores,  no  le  quita- 
rán la  vida;  tanta  es  la  fortaleza  de  sus  huesos  y  tanta  la  dureza  de  sus 
carnes.  El  P.  Martín  Uriarte  escribe  en  sus  diarios,  que  yendo  de  camino 
cogieron  sus  indios  un  periquito,  y  cansados  de  golpearle  le  ataron  con 
fuertes  cordeles  en  la  canoa,  pero  que  volviendo  al  pueblo  de  su  misión 
después  de  tres  ó  cuatro  días  y  hallándole  todavía  vivo,  le  puso  en  un  ár- 
bol de  su  casa,  y  que  vivió  en  él  por  muchos  años.  La  carne  del  periquito 
es  buena  y  tiene  el  sabor  del  carnero  de  España;  pero  como  recia,  ner- 
vosa y  dura,  necesita  de  mucho  fuego  para  cocerse. 

De  otra  caza  gustan  los  indios  y  les  sirve  de  mucha  diversión,  que  es 
la  de  los  jabalíes  ó  puercos  del  monte,  y  aunque  no  son  tantos  como  los 
monos,  pero  se  dan  con  abundancia  y  los  cazan  con  facilidad,  porque 
hay  ciertos  sitios  pantanosos  que  por  allí  llaman  achuales,  en  que  rara  vez 
dejan  de  hallarse  jabalíes,  y  aun  en  los  mismos  ríos  se  ven  algunos  tre 
chos  de  ciertas  palmas,  dichas  chipates,  á  donde  acuden  frecuentemente 
estos  animales.  Son  los  jabalíes  como  los  toros  de  los  indios  y  la  mayor 
diversión  de  la  tierra;  de  manera  que  cuando  salen  en  sus  canoas  á  ju- 
gar con  ellos  sus  lanzas  hasta  rendirlos,  apenas  queda  enfermo  en  el  lu- 
gar que  no  asista  al  espectáculo;  tanta  es  la  afición  que  tienen  á  este  gé- 
nero de  entretenimientos,  que  no  carece  de  peligro,  porque  son  algunos 
muy  bravos  y  se  vuelven  contra  los  que  los  embisten.  Pasan  estos  puer- 
cos el  río  Marañen  puestos  todos  en  fila  y  á  poca  distancia  de  unos  á 
otros,  y  los  más  pequeños  se  ponen  siempre  en  medio  de  los  demás  para 
ser  socorridos  si  flaquean  en  el  pasaje .  Los  jabalíes  de  que  tratamos  son 


Libro  II.— Capítulo  XIII  103 

en  todo  parecidos  á  los  de  Europa,  así  en  la  figura  como  en  la  grandeza, 
y  los  indios  los  llaman  cuanganas.  Pero  se  halla  también  otra  especie 
muy  particular  de  puercos  que  se  dicen  cahucumares,  los  cuales  son  mu- 
cho más  pequeños,  macilentos,  sin  rabo  y  casi  sin  carne;  y  lo  que  más 
admira  á  los  curiosos,  es  que  tienen  el  ombligo  en  una  espina  de  la  es- 
palda. 

No  dejan  de  verse  por  las  riberas  del  Marañón  y  por  sus  bosques  al- 
gunos venados  de  la  misma  grandeza  y  figura  que  los  nuestros,  con  la 
sola  diferencia  que  los  cuernos  no  suelen  ser  tan  largos.  Acaso  el  Autor 
de  la  naturaleza  les  proveyó  de  cuernos  más  pequeños  para  que  pudiesen 
penetrar  con  menos  embarazo  por  aquellas  espesuras,  ^s  cosa  bien  ca- 
sual el  que  los  indios  cacen  algún  venado,  como  también  que  cojan  en 
tierra  alguna  danta  ó  muía  marina  no  menos  ligera,  de  la  cual,  por  ser 
anfibia  y  de  raras  propiedades,  daremos  algunas  noticias  cuando  trate- 
mos de  los  peces  del  Marañón.  Aquí  diremos  algo  de  las  aves  que  se  co- 
nocen en  aquellas  tierras. 

Entre  las  muchas  aves  que  se  hallan  en  el  distrito  de  la  jurisdicción 
de  Borja,  unas  sirven  al  gusto  por  su  buena  carne  y  otras  á  la  diversión 
por  su  canto  y  figura  singular.  De  las  primeras  son  las  perdices,  que  sue 
len  ser  de  tres  maneras.  Unas  mayores  que  gallinas,  otras  medianas, 
como  el  francolín,  y  otras  que  sólo  se  hallan  en  los  lugares  altos,  más 
pequeñas  que  las  nuestras,  y  tienen  el  pico  corvo  como  las  aves  de  rapi- 
ña. Cazan  los  indios  las  perdices  en  los  sembrados  y  riachuelos,  armando 
á  ciertos  tiempos  lazos  ocultos  y  disimulados.  Hállanse  también  garzas 
de  buen  gusto  y  de  varias  especies  y  colores,  que  al  entrar  el  verano  pa- 
san á  bandadas.  Las  más  señaladas  son  unas  que  compiten  en  la  gran- 
deza con  los  avestruces;  pero  más  aprecian  los  indios  las  gaviotas  por 
dejar  en  las  playas  abiertas  mucha  cantidad  de  huevos  como  de  gallina, 
de  que  hacen  sus  provisiones.  El  número  de  patos  es  muy  grande  y  todos 
ellos  se  domestican  fácilmente  y  se  hacen  á  la  gente.  No  faltan  tórtolas 
grandes,  como  palomas  y  otras  muchas  especies  de  aves  que  se  ven  en 
Europa,  fuera  de  otras  particulares  de  aquella  tierra  de  muy  buen  sabor 
y  gusto. 

Cuando  los  indios  se  internan  en  los  bosques  en  busca  de  la  caza,  ha- 
llan en  ellos  sus  botillerías  y  refrescos  para  el  refrigerio  en  su  calor  y 
cansancio.  No  son  éstas  cuevas  subterráneas,  ni  helados  hechos  con  arte, 
sino  bebidas  colgadas  en  los  árboles,  en  sus  vasijas  y  vasos  vegetales 
que,  resguardados  de  los  ardores  del  sol  y  atrayendo  la  humedad  de  las 
plantas,  conservan  fresco  el  humor  para  la  necesidad  de  los  caminantes. 
Vense  en  ciertas  palmas  unos  cocos  grandes  llenos  de  agua  fresca  y  del- 
gada por  estar  bien  resguardados  con  una  dura  corteza  y  cierta  masa  ó 
carnaza  blanca.  A  ellos  recurren  los  indios  en  sus  ahogos,  y  en  una  sola 
pieza  encuentran  agua  delicada  que  gustar,  vaso  en  que  beber  y  comida 
dulce  que  les  hace  más  agradable  el  refrigerio.  Pero  estas  bebidas  se  ha- 
llan más  comúnmente  en  las  Mainas  En  las  Misiones  de  Mainas  más  fre- 


104  Misiones  del  Marañón  Español 

cuentemente  recurrían  los  indios  á  otros  vasos  de  agua  no  menos  pura  y 
destilada  que  la  de  los  cocos.  Danse  por  aquellos  montes  unas  cañas  re- 
cias, altas  y  derechas,  que  llaman  guaduas;  su  grosor  en  unas  es  como 
el  de  un  brazo  y  en  otras  como  el  de  un  muslo,  de  manera  que  cada  ca- 
ñuto de  la  caña  tiene  á  las  veces  el  hueco  correspondiente  á  un  azumbre 
de  agua,  y  ésta  es  la  que  conservan  muy  resguardada  del  calor  algunos 
cañutos,  que  conocen  por  la  parte  de  afuera  los  indios  hallarse  llenos  de 
aquel  humor.  Cortan  desde  luego  el  cañuto  ó  cañutos  ricos  de  agua  con 
sus  hachetas  y  se  sirven  de  la  misma  caña  como  de  vaso  para  gustar  có- 
modamente de  aquel  licor  fresco  y  delicado.  Porque  bajando  desde  la 
copa  de  la  caña  y  pasando  destilado  por  los  nudos  superiores,  siempre 
defendidos  de  los  vapores  cálidos  y  de  los  rayos  ardientes  del  sol,  queda 
fresquísimo,  sutil  y  purificado.  Estas  son  las  fuentes  que  dispuso  en  aque- 
llos parajes  el  Autor  de  la  naturaleza  para  la  necesidad  de  los  indios, 
porque  si  bien  los  ríos  en  aquellas  tierras  son  grandes  y  muy  frecuentes, 
pero  muchas  veces  se  meten  los  indios  en  lo  interior  de  los  montes  y  por 
ellos  hacen  muchos  días  de  camino,  y  no  era  fácil  en  tan  largas  distan- 
cias recurrir  siempre  á  los  ríos  para  refrigerar  la  sed  ó  humedecer  el 
cuerpo.  Y  era  cosa  bien  regular  el  que,  acabada  la  caza  de  los  con- 
tornos de  un  pueblo,  saliesen  los  de  él  á  lugares  muy  distantes  á  cazar 
algunas  aves  ó  monos,  y  sin  esta  seguridad  de  hallar  agua  que  beber, 
no  se  determinarían  fácilmente  á  emprender  tanto  camino. 

Hay  otras  muchas  aves  y  pájaros,  que  no  tanto  sirven  para  el  regalo 
del  gusto,  cuanto  para  la  recreación  de  la  vista,  ó  para  la  diversión  por 
su  figura  ó  propiedades  singulares.  Diremos  de  algún  otro  lo  que  hallo 
escrito  en  las  apuntaciones  de  los  misioneros.  Causa  mucho  gusto  la  vista 
de  un  pájaro  llamado  tucupisco,  cuyo  plumaje  en  la  cabeza  es  negro  y  be- 
llísimo, y  en  ella  forman  una  vistosa  corona  ciertas  plumitas  tan  sutiles 
como  cabellos,  y  ostentando  en  el  pecho  una  insignia  lucida  como  de  es 
capulario,  camma  con  aire  y  se  presenta  con  majestad.  No  dejan  de  agra- 
dar y  se  hacen  notar  mucho  por  la  caza  unos  pájaros  que  se  dicen  gua- 
camayos; unos  colorados,  otros  azules  y  otros  amarillos.  Aunque  son 
hermosos;  pero  lo  que  más  lleva  la  atención  es  la  cara  que  muestran  se- 
ria y  arrugada,  que  rodeada  de  una  como  toquilla  de  monja,  remeda 
perfectamente  la  cara  de  una  religiosa  anciana.  También  divierten  mu- 
cho unos  pajaríllos  pequeños,  como  gorriones  que  se  nombran  periquitos, 
y  tienen  las  cabecitas  ya  blancas  ya  amarillas :  se  amansan  fácilmente 
y  se  hacen  mucho  á  la  gente;  y  no  hay  cosa  de  que  más  gusten  que  de  la 
saliva  de  la  boca  que  vienen  á  chupar  con  sus  piquitos.  Cuando  los  peri- 
quitos se  hallan  juntos,  como  suelen,  imitan  con  su  canto  una  niña  ó  con- 
versación de  verduleras,  en  que  todas  quieren  hablar  á  un  mismo  tiempo, 
y  nada  se  entiende  perfectamente. 

Es  bien  singular  otro  pájaro  que  llaman  paugi,  de  bastante  grandeza, 
y  de  pico  corvo  y  colorado,  el  cual  tiene  la  propiedad  de  bramar  de  no- 
che como  si  fuese  un  toro.  En  realidad  causara  grande  espanto  á  los  re- 


Libro  II.— Capítulo  XIV  106 

cien  llegados  de  Europa,  si  no  se  los  previniera  que  aquellos  terribles 
bramidos  nocturnos  son  el  canto  del  paugi.  No  es  menos  extraordinario 
otro  á  quien  pusieron  trompetero,  porque  sin  abrir  el  pico  toca  como  si  él 
mismo  fuese  una  trompeta  por  un  nervio  hueco  que  tiene  por  todo  el  es- 
tómago. Es  pájaro  amigo  de  la  gente,  y  un  misionero  que  tenía  dos  de  és- 
tos, sin  haberlos  enseñado,  lo  acompañaban  al  salir  de  casa  revoloteando 
y  tocando  su  trompeta.  Cuando  reñían  los  gallos  acudían  prontamente  á 
la  riña  y  á  picotazos  los  ponían  en  paz.  Tiene  otra  cosa  singular  el  trom- 
petero, que  si  hay  alguna  gallina  criando  pollos,  se  los  suele  llevar  con 
mucho  tiento  en  su  pico  uno  á  uno  y  no  deja  después  llegar  á  ellos  á  la 
gallina:  él  los  cría  y  los  mantiene  con  lombrices,  él  los  arrulla  y  él  los 
acoge  bajo  sus  alas,  y  los  pollitos  le  siguen  por  todas  partes  con  mucha 
ley  como  á  madre,  olvidados  de  la  gallina. 

Hay  otro  pájaro  muy  bello  de  color  blanco,  negro  y  encarnado:  tiene 
los  ojos  grandes  y  hermosos,  y  el  pico  es  mayor  que  todo  el  cuerpo.  Me- 
reció por  su  canto  el  nombre  de  predicador,  porque  su  oficio  se  reduce  á 
estar  predicando  todo  el  día  en  los  árboles  más  altos.  Sólo  canta  tres  ve- 
ces cua,  cua,  cua,  en  tono  de  misión,  y  haciendo  una  breve  pausa  vuelve  á 
su  tono  de  misión  con  el  mismo  canto.  Uno  de  éstos  se  hallaba  en  un  pue- 
blo de  Mainas  y  estaba  todo  el  día  en  el  tejado  de  la  iglesia  predicando 
y  convocando  la  gente.  Sólo  faltaba  de  este  sitio  á  las  horas  de  comer 
que  tenía  bien  medidas,  y  bajando  del  tejado  entraba  en  el  cuarto  del 
misionero,  echaba  fuera  á  picotazos  los  perros  y  gatos,  sin  perdonar  á 
los  niños  que  encontraba,  comía  lo  que  le  cumplía  y  tornaba  al  tejado, 
en  donde  tomaba  con  más  fuerza  el  hilo  de  su  sermón. 


CAPITULO  XIV 

DE  LOS  PECES  DEL  MARAÑÓN  Y  DEMÁS  RÍOS 


La  provisión  grande  que  Dios  ha  deparado  de  peces  de  varias  calida- 
dades  y  de  diversos  tamaños  en  el  río  Marañen,  y  en  los  que  á  él  tiran 
como  á  centro,  pudiera  mantener  reinos  enteros  si  se  pescasen  de  un 
modo  conveniente,  y  se  usase  de  la  pesca  con  aquella  economía  que  se 
observa  en  países  de  buen  gobierno.  Mas  los  indios  hacen  un  increíble  es- 
trago en  todo  género  de  peces  con  ciertas  raíces  venenosas  que  llaman 
barbasco,  y  es  esto  de  manera  que  fuera  del  barbasco  silvestre  que  se  halla 
en  los  bosques,  ellos  mismos  lo  siembran,  cultivan  y  benefician  en  sus 
heredades  para  que  no  les  falte  este  instrumento  de  su  pesca.  Con  pocos 
hacecillos  de  estas  raíces  envenenan  toda  una  ensenada  y  laguna,  y  en 
menos  de  una  hora  se  dejan  ver  por  la  superficie  del  agua  innumerables 


106  Misiones  del  Mará  ñon  Español 

peces  de  todos  tamaños  ya  borrachos  del  zumo  de  las  raices.  Los  indios 
cogen  á  su  placer  los  que  más  les  agradan,  cargan  de  ellos  sus  canoas,  y 
dejan  morir  los  demás  que  desechan,  que  suele  ser  la  mayor  parte. 

En  el  año  de  1754  en  que  se  hizo  la  dedicación  de  una  de  las  mejores 
iglesias  de  la  misión  en  un  pueblo  llamado  San  Joaquín  de  Omaguas, 
vieron  esto  los  varios  misioneros  que  habían  concurrido  á  la  función  con 
mucha  lástima  y  sentimiento  de  tanto  desperdicio.  Salieron  los  indios  con 
50  canoas,  á  pescar  en  cierta  laguna;  y  derramando  en  ella  sus  raíces  de 
barbasco,  con  sólo  frotarlas  con  las  manos  subió  luego  á  la  superficie  del 
agua  una  cantidad  increíble  de  peces  atolondrados.  Cruzaban  las  canoas 
por  la  laguna,  y  cogiendo  los  indios  como  á  brazadas  los  peces,  antes  de 
dos  horas  llenaron  de  pesca  las  50  embarcaciones  y  dejaron  después  de 
todo  esto  llena  la  laguna  de  peces  muertos  que  no  se  aprovecharon.  Y 
aun  de  los  peces  que  llevaron  consigo  en  las  canoas,  se  perdieron  mu- 
chos, porque  no  se  puede  conservar  en  temple  tan  húmedo  y  ardiente  lo 
que  no  se  consume  recientemente  llevado. 

No  es  menos  extraordinaria  la  calidad  de  los  peces  del  Marañón,  que 
su  abundancia.  Entre  todos  merece  el  primer  lugar  el  pez  buey  ó  vaca  ma- 
rina, que  solamente  se  encuentra  en  este  río  y  no  hay  noticia  de  que  se 
haya  visto  jamás  en  otros  ni  en  el  mismo  mar.  Es  este  pez  á  manera  de 
un  becerro  de  año  y  medio;  su  piel  es  más  gruesa  que  la  del  terrestre  á 
quien  se  parece  del  todo  en  boca  y  dientes.  Tiene  dos  brazuelos  ó  aletas 
de  la  figura  de  remos,  con  que  nada  y  recoge  á  las  orillas  del  río  hier- 
bas de  que  se  sustenta.  Su  cola  es  como  un  grande  y  grueso  abanico 
bien  extendido  que  le  ayuda  para  nadar  y  moverse  con  mucha  veloci- 
dad. No  tiene  cuernos  ni  pies,  y  en  lugar  de  orejas  sólo  tiene  un  peque- 
ñísimo agujero  que  cierra  cuando  quiere  con  una  especie  de  puertecita. 
Los  ojos  son  también  pequeños  para  tan  grande  cuerpo;  y  debe  tener 
oído  muy  tardío  porque  cuando  sale  á  la  orilla  á  comer  hierba  deja  acer- 
carse demasiado  á  la  gente  que  lo  observa.  Mantiénese  en  el  fondo  del 
río  todo  el  tiempo  que  le  parece,  sin  tener  necesidad  de  subir  á  respirar, 
como  pensó  el  P.  Casani  en  la  Vida  que  escribió  del  P.  Raimundo  de  San- 
tacruz.  La  piel  es  lisa  y  no  tiene  pelos,  como  creyeron  algunos  que  pu- 
dieron equivocarse  fácilmente  con  las  barbas  que  tiene  en  los  labios  y 
con  las  manchas  blancas  que  suele  tener  hacia  el  vientre.  No  pone  hue  - 
vos,  sino  pare  uno  ó  dos  hijuelos  que  lleva  consigo  debajo  de  las  aletas,  y 
con  la  leche  de  sus  tetas  que  chupan  como  terneritos,  los  mantiene  y  sus- 
tenta hasta  que  son  crecidos. 

Pescan  los  indios  este  pez  con  arpones  gruesos,  y  desangrado  le  meten 
en  sus  canoas.  Cuando  llega  ya  á  nadar  el  hijuelo  por  sí  mismo,  si  le  cla- 
van á  éste  el  arpón,  le  aguarda  la  madre  y  es  causa  que  se  pesquen  los 
dos  sin  mucha  dificultad.  La  carne  es  de  mucha  substancia,  sabe  á  ter- 
nera gorda  y  es  algo  pesada;  salada  y  seca  al  sol  es  apreciada  en  aquellas 
tierras.  La  manteca  es  buena  para  guisar  y  sirve  también  para  lámpa- 
ras. Tiene  dos  huesos  medicinales  en  los  oídos,  y  las  costillas  hervidas 


Libro  II.— Capítulo  XIV  107 

detienen  los  cursos  de  sangre.  La  piel,  bien  seca  y  estirada,  es  como  una 
tabla,  y  bien  curtida  sería  una  insigne  vaqueta. 

Después  de  la  vaca  marina  es  también  singular  en  su  género,  por  la 
grandeza  y  figura,  la  danta.  Su  cuerpo,  forma  y  aire  es  como  de  una 
muía;  es  ligerísima  en  za'cullirse  en  el  agua,  y  como  es  anfibia  corre 
por  el  monte,  pero  con  tanta  ligereza,  que  penetra  por  lo  más  enmara- 
ñado de  él  como  una  saeta,  sin  que  se  la  pueda,  no  digo  dar  alcance,  pero 
ni  aun  apuntar  con  arpón  ó  flecha.  No  deja  de  ser  sabrosa  su  carne,  y  del 
cuero,  bien  curtido,  se  hace  el  ante  más  estimado.  Sus  unas  son  las  cele- 
bradas de  la  gran  bestia,  que  suelen  poner  á  los  niños,  engastadas  en 
plata.  Un  misionero  logró  la  ocasión  de  llevar  á  su  casa  una  vaca  marina 
y  una  danta  vivas  y  sanas.  Púsolas  en  una  pequeña  laguna  que  suelen 
tener  en  los  corrales  para  las  charapas,  de  que  hablaremos  después;  pero 
aunque  comían  la  hierba  que  se  les  daba  y  hubo  esperanzas  á  los  prin- 
cipios de  que  se  conservarían,  luego  murieron  las  dos. 

Otra  especie  de  peces  anfibios  se  encuentra,  que  son  también  harto 
raros  por  su  hechura  y  por  el  aire  que  están  papando  en  los  árboles  con 
sus  bocas  abiertas.  Llámanse  iguanas,  y  son  de  una  figura  ferocísima, 
como  un  dragoncillo,  de  media  vara.  Saliendo  del  rio  se  suben  á  los  árbo- 
les, y  en  ellos  se  mantienen  sin  morder  ni  dar  colazos,  y  abiertas  las  bo- 
cas están  tragando  aire  y  mosquitos.  Pero  en  viendo  la  suya  se  desquitan 
contra  los  pollos  y  gallinas,  de  que  son  enemigos.  Los  misioneros  los  te- 
nían por  verdaderos  camaleones,  de  quienes  se  escriben  estas  propieda- 
des. La  carne  de  la  iguana  la  comen  con  ansia  los  portugueses,  mas  no 
la  probarán  por  ningún  acontecimiento  los  Mainas.  Díc?se  que  es  delica- 
da, gustosa  y  saludable  hacia  la  cola,  y  que  en  ella  se  encuentran  á  las 
veces  piedras  medicinales  contra  el  mal  de  piedra.  Parece  también  anfi- 
bio el  pez  capiguagra,  tan  grande  como  un  puerco  bien  crecido  y  de  su 
figura.  Es  especie  del  castor  tan  alabado  en  el  Canadá.  La  piel  es  finísi- 
ma, y  cuando  sale  del  agua  el  capiguagra  busca  las  cuevas  más  ocultas  y 
habita  en  lugares  limpios  de  la  maleza  del  monte,  no  imitando  en  esto  á 
los  puercos  de  tierra,  que  buscan  sitios  pantanosos  y  se  deleitan  en  los 
lugares  más  sucios. 

Hállanse  otras  muchas  especies  de  peces  ya  grandes,  ya  pequeños,  ya 
de  muchas,  ya  de  pocas  espinas  unos  de  buen  sabor  y  gusto  y  otros  más 
insípidos.  Entre  estos  aprecian  mucho  los  indios  las  gamitarías,  que  son 
como  una  vara  de  largo  y  más  de  tercia  de  anchas,  sin  más  espina  que 
la  del  medio.  Frescas  y  recién  sacadas,  son  preciosas;  secas  y  saladas 
son  nuestro  bacalao,  aunque  de  mejor  gusto  y  sin  sus  espinas.  Poco  se  di- 
ferencia de  la  gamitaría  el  pacu,  que  es  algo  menor;  pero  no  es  tenido  por 
tan  sano,  porque  si  se  come  en  demasiada  cantidad  es  ocasionado  á  ca- 
lenturas. Los  misioneros  tenían  por  el  más  excelente  de  todos  el  pez  tucu- 
nari  por  no  tener  par  en  el  sabor  y  por  ser  el  más  sano.  No  excede  una 
tercia  en  la  largueza  y  no  tiene  espina  alguna.  Es  medio  dorado  por  todo 
el  cuerpo,  y  en  la  suavidad  gusto  y  delicadeza  parece  trucha.  Tampoco 


108  Misiones  del  Marañón  Español 

tiene  espinas  la  mojarra,  más  pequeña  que  una  pescada  regular  y  de  lindo 
gusto.  El  pez  que  llaman  rumichalga  es  estimado  por  tener  en  su  cabeza, 
casi  ovalada,  dos  como  piedrecitas  que  raspadas  en  agua  caliente,  faci- 
litan la  orina. 

No  faltan  otros  de  más  daño  que  provecho  para  las  gentes,  como  el  pez 
torpedo  ó  tremielga,  que  por  medio  del  sedal  y  la  caña  adormece  la  mano  del 
pescador;  y  las  que  llaman  rañas,  que  saben  el  arte  de  cortar  el  anzuelo. 
De  esta  calidad  son  las  larrayas.  a,nchsLS  como  un  tambor,  y  de  una  cola  lar- 
ga en  cuyo  extremo  tienen  un  huesecito  con  que  hieren  y  causan  grande 
dolor,  como  el  caneto,  pez  pequeñísimo  que  se  introduce  por  las  vías  y  come 
la  carne  con  voracidad  increíble.  Si  se  la  deja  dentro  por  algún  tiempo  es 
cierta  la  muerte  del  que  ha  tenido  esa  desgracia:  es  menester  para  li- 
brar la  vida  echarle  luego  fuera  con  la  bebida  del  jugo  de  vito  y  xagua. 

Sería  cosa  de  nunca  acabar  si  quisiéramos  hacer  mención  de  los  de- 
más peces  que  cruzan  por  el  Marañón  y  los  otros  ríos:  nos  contentaremos 
con  cerrar  este  capítulo  dando  alguna  más  particular  noticia  de  las  tor- 
tugas de  agua,  que  allí  se  llaman  charapas,  así  por  ser  éstas  la  pesca  más 
regular  de  los  indios  y  servirles  para  muchos  usos,  como  por  tener  varias 
y  singulares  propiedades.  Las  charapas  ó  tortugas  de  agua,  aunque  son 
todas  de  la  misma  figura,  casi  redondas,  pero  son  diferentes  en  la  gran 
deza.  Hay  unas  pequeñas  como  una  tercia  que  salen  á  las  playas  pri- 
mero que  las  demás  á  poner  sus  huevos.  Llámanlas  comúnmente  tabique- 
yas,  y  aunque  no  son  de  tan  buen  gusto  como  las  otras,  pero  son  tenidas 
por  las  mejores  para  los  enfermos.  Hay  otras  medianas,  y  á  lo  que  dicen 
los  indios,  como  de  cuatro  años,  mayores  que  las  antecedentes,  que  aun- 
que no  han  llegado  todavía  á  la  grandeza  de  su  especie,  tienen  ya  la  per- 
fección del  gusto  y  del  sabor  en  su  punto,  á  manera  de  las  truchas:  que 
no  son  las  mayores  las  de  mejor  gusto.  Los  misioneros  que  tantas  veces 
han  probado  esta  especie  de  charapas,  dicen  que  son  mejores  que  pollos 
y  pichones  ó  perdices  en  el  gusto  y  en  lo  sano  de  ellas.  Otras  hay  mayo- 
res que  la  mayor  adarga  que  imitan  en  la  figura,  y  pesan  regularmente 
cinco  ó  seis  arrobas  y  no  ha  faltado  alguna  que  ha  llegado  á  pesar  tres- 
cientas libras.  Hacen  los  indios  de  las  charapas  muchos  géneros  de  gui- 
sos, estiman  mucho  la  carne  del  pecho,  pero  aprecian  más  la  tripilla,  y 
mucho  más  la  que  llaman  guagamena  en  donde  se  encuentra  gran  copia 
de  huevecillos. 

Es  muy  difícil  de  morir  la  charapa.  Hecha  ya  pedazos,  prosigue  el  co 
razón  palpitando,  y  aun  á  veces,  cortada  del  todo  la  cabeza,  se  menea  y 
muerde  con  un  dientecillo  que  tiene;  traídas  estas  tortugas  del  río  y  tira- 
das á  la  sombra  duran  meses  enteros  sin  comer  ni  beber.  Cuando  los  in- 
dios las  sacan  pequeñitas  de  los  ríos,  y  cargan  de  ellas  sus  cestos  y  ca- 
nastos, llegan  casi  todas  vivas  al  pueblo  por  más  apretadas  que  vengan 
unas  con  otras.  Es  cosa  bien  singular  que  se  hace  mucho  reparar  que 
cuando  las  sacan  del  cesto,  luego  empiezan  á  mirar  todas  hacia  el  Ma- 
rañón, y  quedan  en  esta  postura  sin  mudar  la  cabeza  hacia  otra  parte,  y 


Libro  II.— Capítulo  XIV  109 

aun  corren  muchas  de  ellas  en  derechura  al  rio,  aunque  las  pongan  en 
partes  obscuras  y  retiradas.  Tan  singular  es  el  instinto  que  las  imprimió 
el  Criador  hacia  su  centro. 

Consérvanse  por  tres  y  cuatro  años  en  las  casas,  en  unas  chara  peras 
ó  lagunas  que  tienen  en  ellas  para  este  efecto,  y  comen  ciertas  hojas  que 
remedan  la  figura  de  una  lengüeta  y  que  los  indios  recogen  con  cuidado; 
á  falta  de  estas  hojas  comen  también  y  se  mantienen  con  yerba  regular; 
pero  en  estos  tres  ó  cuatro  años  que  viven  desde  pequeñitas  en  las  cha- 
raperas,  apenas  llegan  á  crecer  un  palmo. 

Los  huevos  de  las  charapas  merecen  también  particular  expresión. 
En  las  crecientes  de  lunas  se  juntan  en  gran  cantidad  á  manera  de  un 
ejército  y  salen  á  millares  á  poner  sus  huevos  en  las  playas.  Cavan  pri- 
mero con  sus  manitas  la  arena,  y  hecho  un  agujero  como  media  vara  de 
hondo,  se  asientan  después  de  espaldas  y  deja  cada  una  en  su  hoyo  más 
de  doscientos  huevos.  Cúbrele  otra  vez  de  arena  hasta  dejar  la  playa 
igual  por  todas  partes  y  escapa  al  río.  Si  acierta  á  llegar  el  indio  cuando 
está  de  espaldas  la  charapa  poniendo  los  huevos,  la  coge  como  quiere, 
porque  apenas  se  puede  menear.  Los  huevos  depositados  en  aquel  hoyo 
se  fomentan  con  el  calor  del  sol,  y  como  á  un  mes  ya  están  vivas  las  cha- 
rapitas,  del  tamaño  de  un  real  de  á  ocho.  Fórmanse  de  la  clara  del  hue- 
vo, y  la  yema  les  sirve  de  alimento  hasta  que  puedan  correr.  Sucede  va- 
rias veces  que  sin  acabar  de  comerla  corren  hacia  el  agua  y  en  ella  se 
zabullen.  En  tiempos  de  muchas  lluvias  ó  de  crecientes  del  Marañón, 
como  falta  el  influjo  del  sol  necesario  para  la  formación  de  estos  pececi- 
llos,  se  pierden  los  huevos. 

No  conocen  los  indios  en  las  playas  los  nidos  ó  hueveras  de  las  chara- 
pas, por  más  que  acicalen  la  vista.  Tan  disimulados  están  en  la  superfi- 
cie de  la  tierra.  Pero  los  conocen  luego  con  el  talón  del  pie,  si  acierta  á 
pisar  por  ellos  por  estar  la  arena  más  fofa  y  menos  apretada.  Cavan  al 
punto  con  la  mano  y  puño  hasta  media  vara  y  empiezan  á  sacar  huevos 
y  más  huevos  como  pelotas  de  borra,  que  suelen  comer  ya  cocidos,  ya 
asados,  ya  en  tortillas.  No  pocas  veces  los  suelen  conservar  después  de 
ahumados,  porque  duran  mucho  tiempo  sin  corromperse.  Cuando  los  in- 
dios salen  á  sus  tiempos,  como  veremos,  á  hacer  provisión  de  manteca, 
cogen  sin  mucha  dificultad  ochocientos  mil  ó  un  millón  de  estos  huevos, 
y  de  ellos  deshechos  en  sus  canoas,  sacan  con  conchas  la  manteca  riquí- 
sima que  sube  arriba.  Echanla  en  los  tinajones  que  llevan  y  vuelven  á 
sus  casas  hecha  la  provisión  para  algún  tiempo.  Parece  que  todas  las 
charapas  son  hembras,  pues  no  se  encuentra  entre  todas  ellas  un  macho, 
aunque  los  indios  dicen  que  de  un  huevo  más  grande  que  los  demás,  y 
como  una  bola  de  trucos  que  ponen  á  veces  entre  los  otros,  nace  su  rey, 
y  que  éste  es  á  quien  toca  el  salir  á  registrar  las  playas,  en  donde  las 
hembras  han  de  dejar  sus  huevos.  Pero  ninguno  de  los  muchos  misioneros 
que  tanto  vivieron  en  aquellas  partes  vio  semejante  huevo  ó  alcanzó  el 
nacimiento  de  este  príncipe  fabuloso. 


no  Misiones  del  Marañón  Español 

CAPITULO  XV 

DE  LAS    FIERAS  É  INSECTOS 


Entre  todas  las  fieras  de  los  montes  del  río  Marañón  la  más  terrible  y 
espantosa  á  los  indios  es  el  tigre,  por  el  mucho  estrago  que  suele  hacer 
en  ellos,  cogiéndoles  descuidados  en  montes,  selvas  y  caminos,  y  aun  á 
veces  viene  este  fiero  animal  acosado  del  hambre,  hasta  los  mismos  pue- 
blos, y  metiéndose  en  las  casas,  arrastra  lo  que  en  ellas  encuentra.  Mu- 
chas son  las  especies  de  tigres  dañinos;  unos  son  negros,  otros  colorados 
y  varios  pintados  de  muchas  manchas  que  son  los  peores  y  más  temidos. 
Los  indios  para  cogerlos  arman  trampas  disimuladas  de  troncos  gruesos 
y  pesados,  que  con  el  golpe  y  peso  les  sujetan;  algunos  logran  atrave- 
sarlos con  sus  lanzas,  ó  virotes  envenenados.  Hay  también  otra  fiera  pa- 
recida al  tigre  en  su  corte  y  figura,  aunque  más  pequeño,  y  por  eso  le 
llaman  tigrillo  ó  gato  montes.  Mas  ese  sólo  persigue  á  las  aves  y  anda  en 
busca  de  monos,  sin  meterse  con  los  hombres.  Parece  que  la  Providencia 
dispuso  el  que  los  tigres  del  Marañón  no  se  propagasen  tanto  como  pedía 
su  especie,  porque  no  acabasen  con  aquellos  pobres  indios.  Pues  puso  en 
aquel  país  ciertas  moscas  que  acaban  con  muchos  de  ellos.  Asiéntanse 
sobre  la  espalda  del  tigre,  y  pasando  con  su  aguijón  la  piel,  dejan  entre 
cuero  y  carne  una  semilla  que,  convirtiéndose  á  poco  tiempo  en  un  gu- 
sano roedor,  armado  de  muchos  aguijones,  no  deja  sosegar  á  la  fiera.  Y 
como  no  puede  parar  en  postura  ninguna,  ni  comer,  ni  beber,  ni  dormir, 
muere  finalmente  el  tigre  ya  sea  de  rabia,  ya  de  hambre  ó  sed,  ó  ya  de 
falta  de  sueño .  Suelen  también  picar  á  los  indios  estas  moscas  inexora- 
bles, pero  como  saben  el  remedio  de  aplicar  á  la  herida  el  zumo  del  ta- 
baco que  impide  la  formación  del  gusano,  no  causa  en  ellos  los  efectos 
que  se  observan  en  los  tigres. 

El  caimán,  lagarto  ó  cocodrilo  es  también  formidable  en  aquellos  países, 
y  no  le  temen  menos  los  Mainas  en  el  agua  que  temen  en  los  mon- 
tes al  tigre,  porque  despedaza  á  muchos  cuando  están  bañándose  en 
los  ríos,  y  no  perdona  á  las  canoas  cuando  van  bogando.  Unas  veces 
de  un  colazo  echa  á  un  hombre  desde  la  canoa  al  agua,  y  otras  de  una 
colmillada  se  lleva  una  pierna  ó  un  brazo,  y  suele  ser  esta  dentella- 
da más  inocente,  que  otras  con  que  hace  presa  en  el  pecho  ó  vientre, 
porque  como  los  colmillos  son  largos,  y  las  heridas  profundas,  aunque  se 
mantenga  el  indio  en  la  canoa,  no  tiene  remedio  la  cura.  El  caimán  saca 
de  cuando  en  cuando  la  cabeza  del  agua  para  respirar.  Sus  colmillos  pa- 
san de  setenta,  y  son  un  insigne  contraveneno.  El  olor  es  de  almizcle 
fuerte.  Déjase  ver  más  comúnmente  en  los  meses  de  mayor  calor  y 


Libro  II.— Capítulo  XV  111 

cuando  se  secan  los  ríos,  y  en  este  tiempo  salen  muchos  á  tomar  el  sol 
en  la  arena  de  las  playas,  en  donde  no  suelen  hacer  mucho  daño  por  ser 
muy  tardos  en  el  movimiento  á  causa  de  la  grande  inflexibilidad  del 
cuerpo  que  parece  un  tronco. 

Huyen  los  cocodrilos  de  los  tizones  encendidos,  y  para  cazarlos  no 
valen  escopetas,  porque  no  hace  mella  la  bala  en  sus  durísimas  conchas, 
si  no  da  por  casualidad  en  los  ojos  ó  debajo  de  las  aletas.  El  modo  común 
que  tenían  los  indios  de  pescarle  era  con  anzuelos  fuertes  ó  con  un  palo 
envuelto  con  tripa  y  soga  que  engulle  el  animal  y  queda  preso.  Los  hue- 
vos de  los  caimanes  son  delgados  y  largos  como  un  jeme.  Déjanlos  co- 
múnmente en  las  playas  más  lodosas,  pero  pocos  llegan  á  manos  de  los 
indios,  porque  los  gallinazos,  que  son  los  cuervos  de  aquellas  tierras,  los 
huelen  luego  y  acaban  presto  con  ellos.  Suélese  comer  la  carne  del  la- 
garto que  llaman  blanco,  aunque  es  dura  y  pesadísima. 

Estas  son  las  dos  fieras  más  temidas  en  el  Marañón,  y  se  puede  decir 
que  el  caimán  y  el  tigre  son  los  dos  ministros  de  la  justicia  divina  en  unas 
tierras  á  donde  alcanza  poco  la  humana.  Veremos  en  la  Historia  muchos 
ejemplos  que  comprueban  esta  verdad,  y  echará  de  ver  el  que  la  leyere, 
cómo  el  grande  temor  de  los  indios  á  estos  animales  sangrientos  les  ha 
sido  siempre  saludable  y  medio  bien  eficaz  para  que  dejen  sus  cazas, 
pescas  y  paseos  en  aquellos  tiempos  en  que  deben  asistir  al  catecismo. 
Misa  y  rosario  con  los  demás.  Así  sabe  la  Providencia  convertir  en  bien 
de  aquellas  pobres  gentes,  aquello  mismo  que  tienen  ellas,  por  el  mayor 
de  los  males  y  trabajos. 

Hállanse  también  algunos  osos,  y  tienen  las  mismas  propiedades  que 
los  de  Europa.  Solo  el  que  llaman  hormiguero  tiene  la  particularidad  de 
sacar  una  lengua  como  de  tres  cuartas,  medio  que  le  dio  la  naturaleza 
para  su  mantenimiento.  Porque  acuden  á  ella  muchas  hormigas  que 
gustan  de  aquella  humedad  sabrosa,  y  recogiendo  la  lengua  cuando  está 
bien  cargada  de  ellas,  se  las  traga.  Suele  también  meter  la  lengua  en  los 
colmenares  subterráneos  y  chupa  la  miel  que  encuentra.  Dícese  que  el 
oso  hormiguero  es  muy  fuerte  y  que  vence  al  mayor  tigre.  No  se  han 
visto  leones  en  aquella  tierra,  pero  se  encuentran  lobos  menores  que  los 
de  Europa  y  menos  dañinos.  Más  fieros  y  rabiosos  son  los  perros  del 
monte,  aunque  no  son  grandes.  Ladran  con  una  ira  rabiosa,  y  muerden 
con  increíble  furor.  Por  más  que  se  haga  con  ellos,  nunca  se  llegan  á 
amansar,  y  salen  siempre  á  su  maligna  casta. 

Las  culebras  son  muchas,  y  muy  varias  en  grandeza,  color  y  propie- 
dades. Hay  una  especie  de  culebras  bobas  y  zonzas  que  no  hacen  daño 
alguno  y  no  pican  á  la  gente.  Otras  se  encuentran  de  color  negro  como 
una  vara  de  largas,  más  antes  útiles  que  dañosas,  porque  entrando  en 
las  casas  cogen  las  cucarachas  y  lagartijas,  y  las  limpian  de  estos  in- 
mundos animalejos.  Pero  hay  una  casta  de  ellas  en  realidad  no  muy 
grandes,  pero  tan  dañinas  que  en  llegando  á  picar  apenas  se  encuentra 
contraveneno  eficaz  contra  la  picadura,  si  no  está  acaso  muy  reciente. 


112  MlSlONKS  DEL  MaRAÑÓN  ESPAÑOL 

Todas  estas  culebras  son  pequeñas:  las  mayores  están  comúnmente  en- 
roscadas en  los  árboles,  y  son  tan  gruesas  como  el  muslo  de  un  hombre. 
Y  no  son  éstas  las  que  causan  más  grima  á  los  indios:  sino  las  que  llaman 
yucumamas,  que  son  enormes  en  la  longitud  como  de  diez  varas  y  horro- 
rosas en  el  grosor,  en  que  no  ceden  á  un  cuerpo  humano. 

Para  que  á  ninguno  parezca  increíble  lo  que  se  dice  de  las  yucumamas, 
me  ha  parecido  poner  en  este  lugar  lo  que  el  padre  Manuel  Uñarte,  to- 
davía viviente  en  Rávena  y  testigo  ocular  de  lo  que  refiere  en  estos  cu- 
lebrones, apunta  en  sus  diarios: 

«Estando  yo,  dice  aquel  misionero,  en  San  .Joaquín  de  Omaguas,  mata- 
»ron  en  mi  presencia  un  culebrón  de  diez  varas  de  largo.  Era  el  cuerpo 
»tan  grueso  como  el  de  un  hombre,  aunque  la  cabeza  no  correspondía; 
«tiráronle  á  la  cabeza  muchos  balazos  casi  á  boca  de  cañón,  porque  los 
»de  las  escopetas  estaban  en  seguro  y  sobre  un  paredón.  Finalmente, 
«después  de  muchos  sablazos  acabó  de  morir  la  fiera  achuchada  la  ca- 
»beza  con  una  cimitarra.  Los  indios,  con  sogas  de  vaca  marina,  llevaron 
«arrastrando  este  monstruo  á  la  casa  del  gobernador.» 

No  sería  menor  otra  yucumama  de  que  escribe  en  estos  términos: 

«Yendo  yo  de  camino  y  pareciéndome  entrar  en  una  casa  vieja  y  mal- 
»tratada  del  pueblo  antiguo  de  Santa  Bárbara  de  los  Iquitos,  bajé  á  un 
«cuarto  bajo  y  reparé  que  estaba  tendida  en  el  suelo  una  cosa  que  me 
«parecía  viga  y  atravesaba  la  pared.  Por  más  certificarme  di  en  ella 
»con  el  astil  de  la  cruz  que  llevaba  en  la  mano,  y  comenzó  luego  á  mo- 
«verse  aquella  gran  máquina.  Retiróme  al  punto,  cayendo  en  cuenta  de 
«lo  que  era:  llamé  presto  á  los  indios  para  matar  aquel  horroroso  cule- 
»brón,  que  iba  ya  caminando  hacia  el  río.  Todos  gritaron:  ¿Qué  haces 
«Padre?  Déjale  andar  que  esta  clase  de  monstruos  se  traga  un  hombre  de 
«una  alentada.  Con  todo  eso,  poniendo  en  Dios  mi  confianza,  hice  noche 
«en  aquella  casa  que  se  había  apropiado  aquel  huésped. « 

Todavía  es  más  singular  lo  que  refiere  de  otra,  y  en  donde  se  echa  de 
ver  el  amor  de  un  hijo  con  su  padre,  de  una  manera  que  no  se  verá  seme- 
jante en  las  historias.  «Pasé,  escribe,  con  ánimo  de  recoger  las  reliquias 
«del  pueblo  de  San  Bartolomé  de  Necoya  á  los  bosques  donde  se  habían 
«retirado,  y  hallé  al  cacique  y  á  su  gente  muy  tristes  y  desconsolados, 
«por  acabar  de  tragar  la  yucumama  al  hijo  del  cacique,  que  se  halló  pre- 
«sente  al  estrago.  Es  cosa  bien  rara  la  que  me  aseguraron,  que  estando 
»ya  en  la  boca  del  culebrón  el  hijo,  gritó  y  clamó  á  su  padre  diciendo: 
«Huye,  padre,  que  á  mí  ya  me  traga.  Consolóles  como  pude,  y  los  traje 
«conmigo. « 

Cosas  son  estas  que  parecen  exceder  la  fe  humana,  pero  aquél  es 
otro  mundo  y  el  testimonio  del  citado  misionero  y  de  los  demás  es  muy 
autorizado,  para  resistirse  á  dar  crédito  á  lo  que  aseguran  hombres  de 
toda  verdad. 

Algunos  dan  á  la  yucumama  varias  propiedades  que  necesitan  de 
mayor  examen.  La  primera  es  que  su  cuerpo  es  muy  parecido  al  tronco 


Libro  II.— Capítulo  XV  113 

grueso  de  un  árbol  envejecido  á  quien  ha  faltado  el  nutrimento  de  las 
raíces;  segunda,  que  alrededor  de  todo  el  cuerpo  cría  alguna  especie  de 
barba;  tercera,  que  contiene  en  el  aliento  una  virtud  atractiva  tan  sin- 
gular, que  sin  moverse  de  un  paraje  arrastra  á  sí  á  cualquier  animal  que 
se  halle  en  los  términos  á  donde  alcanza  la  vehemencia  de  su  atracción, 
si  no  se  corta  la  línea  con  algún  cuerpo  intermedio.  No  me  opongo  á  la 
primera  ni  á  la  segunda  propiedad,  porque  siendo  anfibia  la  yucumama 
y  hallándose  frecuentemente  en  lagunas  y  lodazales,  puede  formar  fá- 
cilmente una  delgada  costra  en  las  escamas  y  duras  conchas  que  la 
guarnecen,  y  puede  contribuir  á  que  la  costra  crezca  y  tenga  permanen- 
cia y  á  la  quietud  y  lento  movimiento  con  que  camina,  pues  mientras  la 
necesidad  no  la  precisa  á  buscar  el  alimento,  se  mantiene  en  dichos  lu- 
gares, y  cuando  muda  de  sitio  es  su  paso  poco  perceptible.  De  aquí  es 
que  parece  un  tronco,  como  le  pareció  al  misionero  citado,  y  puede  tener 
muy  bien  aquella  especie  de  barbas  pegadizas. 

Más  dificultad  hallo  en  la  tercera  propiedad,  y  no  encuentro  en  los 
papeles  de  los  misioneros  que  hablan  de  semejante  culebrón  una  virtud 
tan  singular  y  prodigiosa,  y  no  hubieran  dejado  de  notar  una  cosa  tan 
particular  si  la  hubieran  encontrado  bien  fundada.  Paréceme  que  tiene 
visos  de  fábula,  y  por  esta  razón  no  la  admiten  en  sus  observaciones 
Ulloa  ni  Condamine.  Pero  caso  que  algo  de  esto  sucediese,  no  creo  de- 
berse el  efecto  que  se  atribuye  á  la  yucumama  de  buscar  el  alimento  por 
medio  de  su  aliento  ponzoñoso,  explicar  por  la  virtud  atractiva  de  atraer 
á  si  á  los  animales,  como  supone  la  vulgaridad  para  excitar  la  admira- 
ción, sino  por  la  embriaguez  que  puede  causar  en  la  persona  ó  animal 
que  no  está  muy  distante.  Tomada  en  este  sentido  la  propiedad,  no  hallo 
en  ella  cosa  que  me  parezca  increíble,  pudiendo  ser  el  aliento  pestilen- 
cial de  tal  calidad,  que  embriague  á  quien  lo  perciba.  Pues  sabemos  que 
los  orines  del  zorrillo  tienen  el  mismo  efecto  de  emborrachar,  y  la  misma 
eficacia  se  experimenta  frecuentemente,  como  dicen  los  prácticos,  en  los 
bostezos  de  las  ballenas,  tan  fétidos  en  algunas  ocasiones,  que  no  se  pue- 
den sufrir  y  trastornan  el  sentido.  Esto  mismo  se  cuenta  de  algunos  ca- 
dáveres, y  no  hay  duda  en  que  se  hallan  algunos  olores  ó  vapores  tan 
espesos  que  trastornan  las  cabezas.  De  esta  suerte,  no  parece  dificulto- 
so que  el  aliento  de  la  culebra  tenga  semejante  virtud,  y  que  por  su  me- 
dio consiga  el  sustento  que  su  gran  lentitud  no  puede  facilitar  de  otro 
modo.  Pues  perdiendo  los  sentidos  el  animal  que  percibió  el  vapor  enve- 
nenado, y  no  pudiendo  huir,  es  regular  que  la  yucumama,  con  su  tardío- 
movimiento,  se  vaya  acercando  hasta  que,  teniéndole  á  tiro,  lo  pueda 
coger  y  engullir.  Y  de  esta  manera  pudo  tragar  al  indio  de  que  hablamos 
arriba. 

De  otros  insectos  y  mosquitos  está  poblado  todo  el  país,  expuesto  ne- 
cesariamente á  la  corrupción  por  los  dos  principios  ocasionados  de  ella, 
de  calor  intenso  y  humedad  extraordinaria.  Hállanse  muchas  castas  de 
murciélagos  y  de  varios  tamaños  que  tienen  una  propiedad  que  no  se  ob- 


114  Misiones  del  Marañón  Español 

serva  en  los  de  Europa,  por  lo  cual  se  hacen  más  molestos  y  aun  peligro  • 
sos,  porque  pican  con  mucha  sutileza  y  desangran  á  los  dormidos  de 
suerte  que  á  las  veces  causan  deliquios.  A  las  bestias  y  crías  llevadas  de 
Europa  no  Jas  dejan  vivir  con  sus  picaduras,  y  han  sido  en  parte  causa 
de  que  no  se  hayan  propagado  las  vacas,  pero  no  llegan  á  las  nativas 
del  país  ni  encuentran  en  ellas  aquel  sabor  y  gusto  que  en  las  forasteras. 
Moscas,  xexenes,  cínifes  y  zancudos  persiguen  á  las  gentes  á  todas  horas 
con  sus  picaduras,  y  los  zancudos  no  dejan  tomar  por  la  noche  el  reposo 
conveniente,  hasta  que  se  hace  costumbre  de  aguantarlo.  Lo  peor  es  que 
suelen  dejar  dentro  de  la  picadura  cierta  semilla  que  va  creciendo,  y  no 
se  puede  sacar  sin  arrancar  parte  de  la  carne  con  mucho  dolor. 

El  mismo  efecto  causa  otro  animalillo,  á  manera  de  pulga,  que  llaman 
nigua,  que,  metido  entre  cuero  y  carne,  va  levantando  un  tumor,  y  saca- 
do el  animalejo,  suele  proseguir  si  no  se  acierta  á  sacar  la  semilla  para 
lo  cual  es  preciso  cortar  por  lo  vivo  algo  más  abajo  de  la  parte  á  donde 
ha  penetrado  con  su  punta.  Otro  trabajo  se  experimenta  en  las  casas  con 
la  muchedumbre  de  ratones  tan  roedores  que  á  nada  perdonan.  Acaba- 
rían bien  presto  estos  voraces  animales  con  todo  el  maíz,  que  es  la  prin- 
cipal cosecha  y  provisión  de  los  indios,  si  no  tuvieran  éstos  la  prolijidad 
de  untar  los  granos  con  zumo  de  la  raiz  venenosa  de  barbasco.  Con  esta 
hierba  hacen  continua  guerra  á  los  ratones  y  los  consumen  ó  impiden  que 
se  propaguen. 

Dejo  la  prodigiosa  cantidad  de  ranas  y  sapos  que,  en  tantas  lagunas 
y  pantanos,  atormentan  los  oídos  con  su  música  desgraciada.  Sólo  es  dig- 
no de  notar  que  un  sapo  llamado  socto,  el  cual  únicamente  canta  pre- 
nunciando tempestad,  no  parece  venenoso  pues  los  indios  se  lo  co- 
men sin  experimentar  daño.  Son  de  varios  colores  las  arañas,  entre  las 
cuales  hay  algunas  de  grandeza  extraordinaria,  que  labran  telas  finísi- 
mas en  los  aleros  de  los  tejados.  Los  indiecitos  se  divierten  en  deshacer 
estas  telas  y  cogiendo  una  por  la  hebra  que  suelta,  van  envolviendo  en 
palitos  el  hilo  que  suele  pasar  de  30  varas.  Otras  hay,  negras  y  peludas, 
tenidas  por  venenosas,  y  sin  embargo  de  eso  los  indios  Napeanos  andan 
á  caza  de  ellas,  sácanlas  de  debajo  de  tierra  y  se  las  comen  como  si  fue- 
ra mazapán.  Bien  es  verdad  que  tienen  la  precaución  de  asarlas  antes 
sobre  unas  hojas  y  con  esta  diligencia  depurarlas  del  veneno.  Si  los  Na- 
peanos comen  arañas  no  es  de  extrañar  que  los  Encabellados  gusten  de 
las  hormigas  y  que  hagan  de  ellas  cazuelas  á  su  paladar  muy  sabrosas. 
Hállase  entre  las  hormigas  una  casta  de  ellas  que  llaman  arrieras,  las 
cuales  tienen  la  mala  propiedad  de  morder  como  si  fueran  perros.  El  do- 
lor dura  veinticuatro  horas,  pero  pasa  sin  dejar  mala  resulta. 


Libro  II. — Capítulo  XVI  115 


CAPITULO  XVI 

SI  LOS  INDIOS  DE  LA  MISIÓN  DE  LOS  MAINAS  TENÍAN 
ALGÚN  CULTO  PÚBLICO  Ó  ADORACIÓN 

No  dejará  de  extrañar  á  alguno  que  habiendo  tratado  tan  á  la  larga 
de  la  calidad  y  costumbres  de  los  indios  del  Marañón,  y  de  los  frutos  y 
propiedades  de  las  tierras,  no  hayamos  hecho  mención  alguna  de  culto, 
veneración  ó  sacrificio  que  ofreciese  alguna  de  las  muchas  naciones  á 
ídolos  ó  dioses  falsos,  porque  no  parece  posible  tanta  brutalidad  ó  barba- 
rie, que  unos  hombres,  al  fin  racionales,  no  reconozcan  como  por  instinto 
ó  naturaleza  algún  numen  ó  deidad  á  quien  acudan  en  sus  trabajos  y  ne- 
cesidades. Y,  en  efecto,  el  P.  Francisco  Fuentes,  en  el  Memorial  que  pre- 
sentó á  su  majestad  católica,  y  nosotros  trasladamos  en  el  libro  I,  dice 
que  aunque  no  son  dados  á  muchos  géneros  de  idolatrías,...  se  conoce  en 
algunos  que  ofrecen  á  sus  tiempos  oro  y  plata  al  sol  en  un  adoratorio 
grande  que  le  llaman  la  casa  del  sol.  De  la  misma  manera  escribe  también 
Rodríguez  en  la  Historia  de  los  descubrimientos  del  Marañan^  cuando  dice  que 
los  ritos  de  toda  esta  gentilidad,  generalmente  son  unos  mismos.  Adoran 
ídolos  fabricados  de  sus  manos  y  los  ponen  sus  divisas,  como  de  un  pez, 
mas  los  tienen  arrinconados  y  sólo  acuden  á  ellos  cuando  los  han  menes- 
ter para  sus  guerras. 

Mas  los  misioneros  de  Mainas  que  midieron  á  pasos  toda  la  jurisdic- 
ción de  la  ciudad  de  Borja,  y  trataron  todas  las  naciones  que  se  conte- 
nían en  ella,  aseguran  y  protestan  que  en  todo  el  espacio  de  ciento 
treinta  y  ocho  años,  en  que  se  trabajó  sin  interrupción  en  aquel  campo, 
no  se  vieron  jamás  vestigios  ni  reliquias  de  adoración  pública  en  alguna 
de  las  naciones.  Solamente  encuentro  en  uno  de  los  papeles  que  me  en- 
vió uno  de  aquellos  padres,  que  en  la  tierra  de  los  Zetes,  parcialidad  de 
los  Omaguas,  se  halló  algún  otro  idolillo  de  barro,  pero  arrinconado,  y 
de  que  los  indios  mismos  no  hacían  caso.  A  este  modo,  el  que  se  casase 
con  la  mujer  del  cacique  muerto  el  hermano  segundo,  como  insinuamos, 
no  lo  hacían  por  principio  de  religión,  ni  la  miraban  como  cumplimiento 
ú  obediencia  á  alguna  ley  que  observasen,  sino  porque  creían  ó  se  figura- 
ban haber  una  especie  de  razón  ó  conveniencia  en  que  el  hermano  se- 
gundo sucediese  al  primero  en  el  oficio  y  en  que  la  capitana  no  fuese  de- 
gradada de  la  dignidad  de  que  había  gozado  en  vida  de  su  marido. 

Es  así  que  el  P.  Fuentes  dice  en  su  Memorial  al  rey,  que  algunos  in- 
dios en  un  adoratorio  dedicado  al  sol  ofrecían  á  sus  tiempos  oro  y  plata 
á  este  planeta;  pero  habla  de  aquella  universalidad  de  gentiles  que  se 
empezaron  á  descubrir  en  la  América  meridional  y  aun  septentrional, 
por  los  años  de  1620,  que  eran  muchísimos,  y  hacia  todas  partes.  Y  es 
natural  ó  creíble  que  en  alguna  ó  algunas  de  estas  naciones,  se  ofrecie- 


116  Misiones  del  Marañón  Español 

sen  las  oblaciones  ó  sacrificios  de  oro  y  plata  que  nunca  se  vieron  ni  oye- 
ron en  el  distrito  de  nuestras  misiones.  Y  ¿cómo  pudieran  en  Mainas  ha- 
cer estos  sacrificios  de  metales  que  apenas  conocían,  porque  fuera  de  la 
nación  Gibara  que  se  presumía  tener  mucho  conocimiento  del  oro  que 
abunda,  como  dicen,  en  sus  ríos  (donde  no  se  practicaban  ciertamente 
los  pretendidos  sacrificios),  ninguna  otra  tenía  noticia  ni  se  aprovechaba 
de  aquel  metal,  fuera  de  algunos  pocos  indios  en  la  altura  del  río  Napo,^ 
que  en  rigor  no  pertenecían  á  la  misión?  El  mismo  Fuentes,  en  la  memo- 
ria citada,  da  bastantemente  á  entender  que  algunas  ó  muchas  provin- 
cias no  reconocían  dioses  ó  ídolos  fabricados  de  sus  manos,  cuando  dijo 
umversalmente:  «no  son  dados  á  muchos  géneros  de  idolatría.»  Rodrí- 
guez siguió,  á  lo  que  yo  pienso,  la  relación  impresa  del  P.  Acuña,  el  cual^ 
tratando  en  general  de  la  inmensa  gentilidad  que  se  extiende  por  todo  el 
río  Marañón,  así  español  como  portugués,  pudo  muy  bien  asegurar  que 
adoraban  ídolos  fabricados  de  sus  manos.  Pero  no  se  sigue  de  aquí  que 
aquella  cláusula  se  haya  de  entender  precisa  y  determinadamente  de  los 
gentiles  de  las  misiones  de  Mainas.  Pues  es  cosa  constante  que  el  viaje 
de  Acuña  comenzó  desde  las  juntas  del  Ñapo  y  Marañón  hasta  el  gran 
Para,  que  casi  todo  ello  pertenece  á  la  corona  de  Portugal,  y  dejó  atrás 
la  mayor  parte  de  la  misión  española. 

Pero  aunque  nuestros  indios  no  profesaban  algún  culto,  adoración  ó' 
ceremonia  que  oliese  á  religión  ó  á  idolatría,  no  por  eso  es  de  creer  que 
tuviesen  una  total  ignorancia  invencible  de  Dios,  por  más  bárbaros,  bru- 
tos ó  bozales  que  se  les  quiera  hacer.  Porque  es  muy  difícil  de  entender 
que  una  criatura  racional,  dotada  de  libertad  en  sus  acciones,  no  tenga 
el  juicio  necesario  ó  discreción  suficiente  para  conocer,  en  general  á  lo 
menos  confusamente,  lo  bueno  y  lo  malo,  lo  conforme  á  la  naturaleza  y 
á  la  razón  y  lo  que  no  es  conforme  ó  disuena;  no  digo  en  todas  las  cosas, 
que  esto  sería  mucho  pedir,  sino  en  algunas  acciones  más  claras,  obvias- 
é  inmediatas  que  se  derivan  de  los  primeros  principios.  No  está  Dios  lejos 
de  nosotros,  dice  el  Apóstol,  y  su  conocimiento  parece  que  se  nos  intima 
por  los  mismos  primeros  y  universales  principios  de  la  razón  y  concien- 
cia, comunes  á  todo  hombre  racional.  Por  ellos  no  deja  de  conocer  el  en- 
tendimiento más  obscurecido  al  Criador  de  todas  las  cosas  en  alguna 
propiedad,  atributo  ó  prerrogativa,  ya  sea  de  juez,  ya  de  criador,  ya  de 
legislador,  etc.,  que  de  tal  manera  convenga  á  Dios  que  no  pueda  conve- 
nir á  la  criatura. 

Para  dejar  disputas,  dos  cosas  se  me  ofrecen  al  presente  sobre  los. 
gentiles  del  Marañón,  para  persuadirme  que  no  ignoraban  tan  universal- 
mente  y  tan  del  todo  á  Dios  como  pensó  alguno.  La  primera  es,  que  la 
experiencia  enseñó  generalmente  á  los  misioneros  que  cuando  les  anun- 
ciaban por  la  primera  vez  la  existencia  de  un  Dios,  criador  de  todas  las 
cosas,  que  á  los  buenos  premiaba  allá  arriba  en  su  cielo,  y  á  los  malos  les. 
quemaba  allá  abajo  con  fuego  eterno,  les  asentaban  muy  bien  estas  ver- 
dades, como  que  hallaban  dentro  de  sus  almas  algunas  semillas  de  ellas. 


Libro  II.— Capítulo  XVI  117 

Y  si  no  siempre  se  reducían  á  la  fe  ó  perseveraban  en  ella,  no  nacía  esto 
de  que  no  les  armase  esta  doctrina,  sino  de  que  no  se  resolvían  á  vivir 
juntos  en  un  pueblo,  en  que  perdían  su  antigua  libertad  y  era  necesario 
irse  á  la  mano  cortando  vicios,  carnalidades  y  embriagueces.  La  segunda 
es,  porque  por  brutos  que  fuesen,  no  dejaban  de  experimentar  los  remor- 
dimientos de  la  conciencia,  que  les  molestaba,  particularmente  si  habían 
hecho  algunos  pecados  enormes  de  los  que  más  disuenan.  Buena  prueba 
es  de  esto  un  cacique  famoso  de  los  Encabellados,  llamado  Zamaroa. 
Quiso  su  Divina  Majestad  que  el  P.  Manuel  Uriarte  le  trajese  á  sí,  años 
antes  de  la  expulsión  de  los  misioneros  de  aquellas  tierras,  después  que 
había  muerto  un  criado  del  mismo  padre;  y  estando  en  pacífica  conver- 
sación con  el  misionero,  «¡Ah,  Padre,  dijo  Zamaroa,  desde  que  hice  aque- 
lla muerte,  mi  corazón  está  inquieto  y  no  halla  sosiego».  Estos  aguijones 
y  punzadas  de  la  conciencia  le  avisaban,  á  lo  menos,  en  confuso,  de  que 
había  un  juez  supremo  que  le  había  de  pedir  algún  día  cuenta  de  sus  ac- 
ciones y  castigar  sus  delitos. 

Más  claro  y  expreso  parecía  generalmente  el  conocimiento  que  tenían 
del  demonio,  y  no  había  nación  que  no  tuviese  término  particular  en  su 
lengua  con  que  lo  significase.  Habí  áseles  aparecido  muchas  veces  en 
figura  de  hombre  blanco,  porque  á  los  principios  llamaban  á  los  españo- 
les y  portugueses  con  el  nombre  propio  del  demonio.  Y  no  es  mucho  que 
este  capital  enemigo  del  género  humano,  barruntando  que  por  medio  de 
los  blancos  podía  amanecer  en  aquellos  infelices  la  luz  del  Evangelio,  se 
les  descubriese  en  semejante  figura,  para  impedir  la  comunicación  con 
los  que  podían  ser  algún  día  sus  libertadores.  Aun  después  que  se  iba  ex- 
tendiendo el  Evangelio,  se  les  aparecía  varias  veces,  y  nota  un  misionero 
muy  práctico,  que  los  indios  á  quienes  una  vez  se  aparecía  el  demonio, 
solían  vivir  muy  poco,  y  que  eran  los  más  duros,  tercos  y  difíciles  en 
querer  recibir  el  bautismo,  aun  en  la  hora  de  la  muerte.  Tan  buenos 
efectos  dejaban  las  apariciones  y  visitas  del  enemigo  de  las  almas. 


LIBRO  III 


CAPITULO  I 
dAse  principio  á  la  misión  del  marañón  por  la  reforma  de  los 

VECINOS  de  BORJA  Y  POR  LA  INSTRUCCIÓN  DE  LOS  INDIOS  MAINAS 

Después  de  haber  referido  por  todo  el  libro  primero  los  varios  descu- 
brimientos del  río  Marañón,  y  de  haber  prevenido  en  el  segundo  lo  que 
nos  ha  parecido  necesario  para  que  se  forme  una  idea  de  sus  habitadores 
y  de  la  calidad  de  sus  tierras,  ya  es  tiempo  de  entrar  gustosos  á  referir 
los  principios  de  la  misión  de  los  Mainas,  adonde,  con  particular  destino^ 
llamó  la  divina  Providencia  á  los  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús. 

Dejamos  en  el  capítulo  XV  del  libro  I  en  la  ciudad  de  San  Francisco 
de  Borja,  cabeza  de  la  misión  á  los  padres  Gaspar  Cujía  y  Lucas  de  la 
Cueva,  que  acompañados  del  gobernador  D.  Diego  de  Vaca  bajaron  á  la 
ciudad.  El  primero,  en  calidad  de  párroco,  autorizado  para  el  oficio  por 
los  dos  fueros  eclesiástico  y  seglar,  y  el  segundo,  en  calidad  de  coadjutor 
ó  compañero  en  el  empleo,  que  ya  desde  aquellos  principios  se  reconocía 
difícil  y  trabajoso,  no  sólo  por  lo  estragado  de  las  costumbres  de  los  ve- 
cinos de  la  ciudad,  sino  mucho  más  por  la  instrucción  y  pasto  espiritual 
de  los  indios  Mainas,  que,  repartidos  en  encomiendas,  vivían  en  sitios 
muy  apartados  y  distantes  de  Borja. 

Luego  que  llegaron  los  dos  misioneros  en  el  año  de  1638  al  sitio  de  su 
apostolado,  empezaron  su  sagrado  ministerio  por  la  instrucción  de  la 
gente  española,  que  se  hallaba  muy  necesitada  de  este  espiritual  socorro. 
Hacían  frecuentes  pláticas  espirituales  á  los  adultos,  explicándoles  los 
mandamientos  de  la  Ley  de  Dios  y  de  la  Iglesia,  y  encargándoles  la  ob- 
servancia de  las  obligaciones  que  pedía  el  estado  de  cada  uno;  pero  se 
empeñaban  mucho  más  en  la  enseñanza  de  la  doctrina  cristiana  á  los 
niños  y  gente  ruda,  muy  persuadidos  á  que  las  grandes  empresas  han  de 
comenzar  siempre  por  los  ejercicios  más  humildes,  y  que  Dios  Nuestro 
Señor  echa  su  bendición  copiosa  á  los  que  empiezan  á  fabricar  el  edificio 
sobre  el  sólido  fundamento  de  la  humildad  cristiana.  En  la  enseñanza  de 
los  indios,  que  tenían  en  el  corazón,  hallaron  muchas  dificultades.  Vivían 
distantes  y  dispersos  á  causa  de  las  encomiendas,  que  se  habían  estable- 


Libro  III.— Capítulo  I  119 

cido  á  los  principios  en  los  sitios  que  había  señalado  el  gobernador  á  los 
vecinos  en  la  distribución  de  las  tierras.  Unos  habitaban  en  las  riberas 
del  río;  otros  estaban  en  isletas,  y  casi  todos,  en  tan  poca  proporción  para 
asistir  á  la  doctrina  en  la  ciudad,  que  no  podían  los  infelices  ser  instruí- 
dos  en  la  fe  como  deseaban  durante  el  riguroso  sistema  de  las  encomien- 
das. Los  menos  distantes  estaban  día  y  medio  apartados  de  la  ciudad, 
dos  días  otros,  y  algunos,  tres  días  de  camino.  De  donde  nacía  que  por 
una  vez  que  asistiesen  á  la  doctrina,  se  veían  precisados  á  perder  muchos 
días  de  trabajo.  Dolíales  esto  á  los  encomenderos,  y  había  ocasionado  la 
situación  crítica  y'distante  de  Borja  contiendas  enfadosas  entre  los  due- 
ños de  las  encomiendas  y  párrocos  seculares.  Queriendo  aquéllos  apro- 
vecharse de  los  trabajos  de  los  indios,  y  pretendiendo  los  párrocos  que 
interviniesen  en  la  explicación  del  catecismo,  llegaban  á  tanto  los  deba- 
tes entre  unos  y  otros,  que  á  influjo  de  los  párrocos,  habían  sido  apremia- 
dos, con  censuras  y  excomuniones,  los  dueños  de  las  encomiendas.  Pero 
era  bien  claro  que,  supuesta  la  distancia  entre  la  única  parroquia  de 
Borja  y  la  residencia  de  los  Mainas,  ó  se  habían  de  despreciar  las  censu- 
ras eclesiásticas,  ó  los  encomenderos  no  habían  de  percibir  utilidad  algu- 
na de  los  indios. 

No  les  pareció  á  los  padres  seguir  en  las  circunstancias  el  empeño  de 
los  curas  antecedentes,  porque  ni  se  había  logrado  con  él  lo  que  se  de- 
seaba, y  por  otra  parte,  era  un  seminario  de  pleitos  y  contiendas  con  que 
enajenados  los  ánimos  de  los  vecinos  de  Borja,  no  era  fácil  empeñarlos  en 
el  descubrimiento  de  otras  naciones.  La  caridad,  que  es  muy  ingeniosa  en 
los  mayores  apuros,  les  sugirió  un  medio  eñcaz  y  poderoso  con  que  logra- 
ron la  entera  instrucción  de  los  indios  y  el  conciliar  los  ánimos  de  éstos 
con  los  españoles.  El  medio,  como  efecto  del  celo  y  caridad  cristiana, 
todo  cedía  en  bien  de  los  vecinos  de  Borja  y  de  los  Mainas;  pero  era  muy 
costoso  y  de  grande  trabajo  para  los  misioneros.  Convinieron  con  los 
dueños  de  las  encomiendas,  en  que  dispusiesen  allá  en  las  cercanías  al- 
gunas capillas  en  donde  se  juntasen  los  indios  menos  distantes  para 
aprender  el  catecismo  sin  perder  el  trabajo.  Y  que  las  ermitas  y  capi- 
llas se  considerasen  como  otros  tantos  anejos  del  curato.  Ellos  tomaban 
á  su  cargo  el  enseñar  la  doctrina  así  en  Borja,  adonde  debían  concurrir 
sus  vecinos  y  los  Mainas  más  cercanos,  como  en  las  capillas  erigidas 
adonde  asistirían  los  indios  repartidos  en  las  encomiendas,  según  la  ma- 
yor ó  menor  distancia  en  que  se  hallasen  de  los  sitios  señalados. 

Bien  se  deja  entender  el  mucho  trabajo  que  caía  sobre  los  misioneros 
con  la  multiplicación  de  doctrinas,  porque  uno  estaba  siempre  en  la  ciu- 
dad, como  era  necesario,  para  los  casos  ocurrentes,  y  el  otro  andaba  en 
continuo  movimiento,  y  casi  siempre  en  viaje  de  una  doctrina  en  otra, 
sin  detenerse  más  de  lo  necesario,  para  catequizar  en  un  sitio  y  con  el 
pensamiento  de  haber  de  pasar  sin  perder  tiempo  á  los  otros.  Mas  entra- 
ron en  ello  con  mucho  gusto  y  voluntad,  viendo  que  por  este  camino,  no 
sólo  ganaban  á  los  señores  de  Borja,  y  metían  la  paz  entre  todos,  sino 


120  Misiones  del  Marañón  Kspañol 

que  lograban  instruir  á  los  Mainas  en  los  misterios  de  la  fe  y  disponerlos 
á  vida  cristiana.  Pusieron  luego  en  ejecución  lo  que  dispone  el  obispado 
de  Quito,  el  cual  ordena  que  en  todos  los  curatos  de  indios  se  les  explique 
la  doctrina  cristiana  todos  los  miércoles  y  viernes,  fuera  de  la  doctrina 
de  los  domingos,  que  debe  ser  común  á  todos;  y  con  la  continuación  no 
interrumpida  de  tan  saludable  ejercicio  tres  días  á  la  semana,  adelanta- 
ban los  Mainas  en  la  doctrina  cristiana  y  se  iban  cultivando  con  mucho 
gusto  de  los  padres,  que  daban  á  Dios  muchas  gracias  de  ver  el  fruto  que 
experimentaban  en  sus  indios. 

Más  tuvieron  que  padecer  los  misioneros  en  la  nñsma  ciudad  para 
quitar  escándalos  antiguos  y  moderar  la  codicia  de  los  españoles  que, 
desatendiendo  á  las  leyes  divinas  y  humanas,  no  aspiraban  á  otra  cosa 
que  á  utilizarse  del  trabajo  de  los  indios  y  á  satisfacer  á  sus  pasiones. 
Pero  con  la  humildad  y  paciencia  y  la  aplicación  continua  á  su  ministe- 
rio, enseñando  y  predicando  y  dando  buen  ejemplo,  lograron  reformar 
las  costumbres  de  la  ciudad  con  admiración  de  los  vecinos ;  introdujeron 
la  frecuencia  de  los  Sacramentos  y  establecieron  varias  congregaciones, 
así  de  españoles  como  de  indios,  con  sus  ejercicios  de  piedad  y  devoción 
á  que  todos  acudían  voluntariamente.  Sirvió  esto  mucho  para  que  los 
anejos  de  indios  á  que  atendían  principalmente  los  padres,  por  estar  más 
destituidos  de  socorros  espirituales  y  más  necesitados  de  ser  dispuestos 
para  el  bautismo,  se  fuesen  formalizando;  porque  los  españoles,  más  hu- 
manos con  ellos  y  menos  duros  en  el  trato  y  en  las  tareas  que  les  señala- 
ban, les  daban  tiempo  y  lugar  para  enterarse  bien  de  la  doctrina. 

Los  principales  anejos  de  Mainas  que  ya  en  este  tiempo  florecían,  eran 
tres.  Uno  de  San  Ignacio,  otro  de  Santa  Teresa  y  de  San  Luis  el  tercero. 
Duraron  después  por  algún  tiempo,  hasta  que,  disminuyéndose  el  número 
de  los  Mainas,  unos  por  huir  al  monte,  como  veremos,  tratados  con  du- 
reza y  rigor  por  ios  encomenderos ,  y  otros  por  las  muchas  enfermeda- 
des y  epidemias  que  sobrevinieron,  todos  los  Mainas  se  juntaron  en  el 
anejo  y  pueblo  de  San  Ignacio,  que  siempre  estuvo  á  cargo  del  párroco 
de  la  ciudad  de  Borja.  Mas  en  este  tiempo,  aunque  dispersos  y  esparci- 
dos en  sitios  muy  distantes,  vivían  con  mucha  paz  y  estaban  en  grande 
armonía  con  sus  amos  y  no  había  queja  ninguna,  pleito  ni  disensión  so- 
bre el  punto  crítico  de  la  práctica  de  las  leyes  de  las  encomiendas.  No  es 
de  extrañar  que  mudadas  las  costumbres  de  la  ciudad  y  estando  á  raya 
las  pasiones,  se  diese  lugar  á  la  razón  y  entendiese  cada  uno  las  leyes  de 
las  encomiendas,  no  conforme  á  su  capricho,  sino  según  las  reglas  de  la 
equidad  y  justicia. 

El  gobernador  de  Borja,  que  observaba  muy  de  cerca  la  prudencia 
celo  y  caridad  con  que  manejaban  los  padres  Cujía  y  Cueva  un  negocio 
tan  arduo  y  dificultoso,  como  era  el  poner  en  razón  á  los  vecinos  de  la 
ciudad  y  á  los  indios  en  una  sujeción  tan  voluntaria,  no  acababa  de  ad- 
mirarse de  tan  extraordinaria  mudanza  y  daba  á  Dios  muchas  gracias  de 
haber  traído  consigo  los  religiosos  de  la  Compañía.  Atribuía  á  la  gracia 


Libro  III.— Capítulo  II  121 

de  su  vocación  aquella  felicidad  y  destreza  con  que  habían  enlazado  y 
unido  en  tan  poco  tiempo  los  ánimos  tan  discordes  que  no  había  podido  él 
mismo  con  todo  su  poder  y  justicia  concordar  por  el  espacio  de  cuatro 
años;  lleno  de  consuelo  por  lo  que  experimentaba,  dio  luego  cuenta  á  la 
Keal  Audiencia  de  Quito  y  á  su  ilustrísimo  prelado,  y  aún  con  más  indi  • 
vidaalidad  al  virrey  de  Lima,  del  g-rande  fruto  que  se  lograba  en  la  ciu- 
dad de  Borja  con  la  incesante  aplicación  y  prudente  conducta  de  los  pa- 
dres, suplicando  al  mismo  tiempo  á  su  excelencia  se  sirviese  de  confirmar 
en  el  curato  de  Borja  y  en  la  empresa  de  la  conversión  de  los  gentiles  que 
se  fuesen  descubriendo  en  su  gobierno,  á  los  religiosos  de  la  Compañía. 
Tu^vo  su  efecto  la  diligencia  del  gobernador,  y  aprobó  el  señor  virrey  en 
nombre  de  su  majestad  todo  lo  que  se  había  dispuesto  por  la  Real  Au- 
diencia de  Quito  y  por  el  señor  obispo.  Desde  este  tiempo  se  fijó  en  la  ciu- 
dad de  Borja  la  residencia  del  superior  de  las  misiones  de  Mainas,  sién- 
dole más  fácil,  viviendo  en  la  ciudad,  el  empeñar  sus  vecinos  en  el  des- 
cubrimiento y  pacificación  de  las  muchas  naciones  que  se  creían  habitar 
por  las  riberas  de  los  ríos  Pastaza,  Guallaga  y  Ucayale.  Creciendo  des- 
pués la  misión  y  extendiéndose  por  muchas  partes  adonde  no  se  podía 
por  la  mucha  distancia  acudir  en  las  cosas  más  necesarias  desde  esta 
primera  residencia,  se  mudó  como  veremos  la  estancia  del  superior  á  otro 
sitio  más  cómodo  y  oportuno. 


CAPITULO  II 


ENTRA  EL  PADRE  LUCAS  DE  LA  CUEVA  A  LOS  INDIOS    XEVEROS. 


Aunque  se  hallaban  ocupados  los  dos  primeros  misioneros  en  el  cul- 
tivo de  los  españoles  de  Borja,  y  en  la  instrucción  de  los  Mainas  disper- 
sos y  reducidos  á  encomiendas,  no  estaban  olvidados  del  motivo  princi- 
pal de  su  venida  que  era  la  reducción  de  los  innumerables  gentiles  que 
habitaban  por  aquellos  bosques,  y  por  las  riberas  de  los  ríos.  La  primera 
nación  que  ofreció  la  divina  Providencia  para  ser  instruida  en  las  ver- 
dades de  nuestra  santa  fe  fué  la  nación  Xevera,  cuyo  descubrimiento  y 
pacificación  se  logró  por  medio  do  los  indios  Mainas.  Tuvieron  allá  en  su 
gentilismo  muchas  guerras  estas  dos  naciones,  no  sólo  entre  sí  mismas 
sino  también  con  otras  confinantes.  Perseguíanse  cruelmente  con  horri- 
bles carnicerías,  y  sin  más  motivo  que  el  de  su  innata  propensión  á  gue- 
rrear y  el  bárbaro  gusto  de  hacer  daño,  daban  frecuentes  asaltos,  toman- 
do no  pocas  veces  por  diversión  el  provocar  á  sus  vecinos,  que  no  nece- 
sitando de  mucho  motivo  para  darse  por  ofendidos,  correspondían  del 
mismo  modo. 

De  aquí  resultaba  el  alejarse  unas  naciones  de  otras,  retirándose  és- 
tas por  los  bosques  más  interiores,  y  aquéllas  por  las  lagunas,  quebradas 


122  Misiones  del  Marañón  Español 

y  ríos  de  uno  y  otro  lado  del  Marañón.  Esto  sucedió  puntualmente  á  la 
nación  Xevera  que  llevando  siempre  la  peor  parte  en  los  encuentros  con 
la  Maina,  había  buscado  un  sitio  más  retirado  para  vivir  libre  de  la  in- 
vasión de  sus  enemigos.  Tenían  en  uso  los  Mainas  correr  y  atravesar  los 
ríos  en  canoas,  cuya  práctica  era  desconocida  á  los  Xeveros.  Con  esa 
ventaja  les  cogían  descuidados  entrándose  con  las  embarcaciones  en  sus 
tierras  cuando  menos  lo  esperaban,  y  ésta  era  la  razón  de  la  superiori- 
dad de  los  Mainas  sobre  los  Xeveros,  y  no  porque  fuesen  estos  menos  va- 
lientes que  los  Mainas,  como  lo  mostraron  bien  en  las  muchas  expedicio- 
nes que  hicieron  con  el  tiempo  en  las  ocasiones  necesarias.  Cuando  los 
indios  Mainas  se  dieron  de  paz  á  los  españoles,  ocupaban  los  Xeveros  los 
bosques  y  selvas  que  median  entre  el  río  Marañón,  y  entre  las  serranías 
de  los  Chayabitas  y  Cavapanas,  y  en  este  sitio  lograban  alguna  quietud 
y  desahogo  con  las  ventajas  de  vivir  sin  las  zozobras  de  enemigos  que 
las  persiguiesen  en  tan  retirado  lugar. 

No  se  habían  descuidado  los  españoles  cuando  pusieron  el  pie  en  las 
tierras  del  Marañón  de  informarse  por  medio  de  los  Mainas  de  las  nacio- 
nes del  contorno,  y  habían  adquirido  noticias  de  muchas,  y  muy  en  par- 
ticular de  la  Xevera,  que  se  creía  numerosa.  El  designio  de  los  españoles 
en  procurar  su  noticia  era  el  de  aumentar  sus  encomiendas;  pero  el  de 
Dios  era  prevenir  á  esta  nación  para  que  los  religiosos  de  la  Compañía 
formasen  de  ella  un  pueblo  numeroso,  que  fuese  como  el  principio  de  la 
misión  que  se  había  de  extender  por  trescientas  leguas.  Para  esto  movió 
á  los  misioneros  á  que  se  informasen  con  toda  individualidad  de  las  na- 
ciones más  cercanas  por  medio  del  cacique  de  los  Mainas,  indio  de  más 
capacidad  que  los  demás  y  que  tenía  más  noticias  de  aquellas  tierras. 
Hizo  á  los  padres  el  cacique  una  relación  tan  larga  de  solas  las  naciones 
que  él  conocía  ó  había  tratado,  que  quedaron  admirados  del  número  y 
de  la  diversidad  de  ellas.  Entendieron  por  su  informe  que  una  de  las  más 
numerosas,  y  no  muy  distante,  era  la  nación  Xevera,  y  el  mismo  princi- 
pal de  Mainas  se  ofrecía  á  conducir  á  los  padres  hasta  sus  tierras,  pero 
negábase  á  entrar  en  ellas,  á  causa  de  los  antiguos  encuentros  que  ha- 
bía tenido  con  ella  y  por  el  valor  que  tenía  bien  conocido  de  los  Xe- 
veros. 

No  detuvo  á  los  misioneros  esta  circunstancia,  que  determinados  al 
descubrimiento  de  aquella  nación  y  á  entablar  paces  con  ella,  dieron 
parte  de  su  designio  al  gobernador.  Aprobó  este  señor,  como  tan  celoso 
del  nombre  católico,  su  resolución,  y  alabando  el  celo  y  caridad  de  los 
padres,  se  ofreció  él  mismo  á  ayudarlos  en  cuanto  pudiese  para  dar  prin- 
cipio á  la  conquista  y  reducción  de  los  gentiles  de  su  jurisdicción  y  go- 
bierno, como  había  prometido.  Mandó  luego  aprontar  canoas,  señaló  veci- 
nos que  como  soldados  acompañasen  á  un  padre  en  la  empresa  del  des- 
cubrimiento, y  nombró  un  cabo  de  valor  y  prudencia  que  con  subordina- 
ción al  misionero  mandase  á  los  vecinos  é  indios  de  que  se  compuso  una 
armadilla  moderada.  Tocó  la  expedición  al  padre  Lucas  de  la  Cueva, 


Libro  III. — Capítulo  II  123 

que  en  el  día  señalado  para  la  partida  hizo  una  breve  pero  eficaz  exhor- 
tación á  la  gente  congregada  en  la  iglesia  para  que  encomendase  á 
Dios  por  medio  de  María  Santísima  la  empresa,  y  se  sirviese  su  Majestad 
echar  la  bendición  á  los  principios  de  la  conquista  y  reducción  de  los  in- 
fieles. Dijo  después  misa  en  el  altar  de  Nuestra  Señora,  y  desde  este  día 
quedó  con  la  advocación  de  Conquistadora.  Acabada  la  misa,  entregó  el 
gobernador  el  estandarte  real  al  oficial  señalado  y  le  dio  las  facultades 
necesarias  y  comisión  para  que  en  nombre  del  rey  nuestro  señor  tomase 
posesión  de  aquellas  tierras  y  recibiese  bajo  la  protección  real  la  nación 
ó  naciones  que  viniesen  en  ello,  como  se  esperaba.  Mandó  después  tomar 
las  armas  á  los  españoles  é  indios  que  debían  acompañar  al  padre,  y 
puestos  en  forma  militar,  marcharon  desde  la  plaza  de  la  ciudad  hasta 
el  puerto  al  son  de  cajas  y  de  pífanos  y  al  repique  de  todas  las  cam- 
panas. 

Embarcados  todos  en  las  canoas  dispuestas,  recibieron  con  mucha 
humildad  la  bendición  que  les  echó  desde  las  riberas  del  río  el  padre 
Gaspar  Cujía,  y  empezaron  á  bajar  por  el  río  con  banderas  desplegadas 
al  disparo  de  fusiles  y  á  los  gritos  del  buen  viaje  que  les  anunciaban  los 
que  quedaban  en  el  puerto.  Después  de  algunos  días  de  navegación,  lle- 
garon al  puerto  que  tenían  ios  guías  destinado  para  saltar  en  tierra. 
Hecho  el  desembarque  y  dejados  unos  pocos  indios  en  guarda  de  las  ca- 
noas, entraron  los  demás  con  mucho  orden  por  lo  interior  del  monte  en 
busca  de  los  Xeveros.  Hubo  alguna  dificultad  en  descubrir  sus  tierras, 
porque  los  indios  Mainas  no  sabían  á  punto  fijo  el  último  lugar  de  su  re- 
tiro. No  faltaron  trabajos,  como  suele  suceder  en  las  entradas  y  caminos 
por  montes  ásperos  y  cerrados  de  árboles  espesos,  pero  se  llevaban  con 
buena  voluntad  y  alegría  con  la  esperanza  de  hallar  los  que  buscaban. 
En  efecto,  á  pocos  días  encontraron  algunos  rastros,  que  seguidos  con 
todo  cuidado,  condujeron  á  los  nuestros  á  la  tierra  de  los  Xeveros.  Al- 
borotáronse éstos  á  la  vista  de  los  Mainas,  sus  enemigos  antiguos;  echa- 
ron mano  de  las  armas,  y  puestos  en  orden,  hicieron  frente  á  los  nues- 
tros, que  prevenidos  del  cabo,  se  mantuvieron  en  orden  de  defensa,  sin 
arrojar  flecha  y  sin  disparar  fusil. 

Entre  tanto  tiraron  los  españoles  á  sosegar  á  los  Xeveros  por  señales 
que  les  daban  de  paz,  y  con  algunas  palabras  que  un  indio  Maina  sabía 
de  la  lengua  de  los  Xeveros.  Viendo  el  P.  Lucas  que  se  iban  amansando,, 
tomó  consigo  el  Maina  y  enderezándose  á  los  gentiles  les  propuso  como 
pudo  por  medio  de  este  intérprete  el  fin  de  su  venida,  diciéndoles  que  no 
buscaba  otra  cosa  en  tan  penoso  viaje,  que  su  mismo  bien  y  felicidad 
eterna  y  temporal;  que  él  los  asistiría  en  persona  en  cuanto  pudiere  si 
querían  vivir  juntos  en  un  pueblo,  y  que  de  esta  manera  lograrían  la  ven- 
taja de  vivir  en  paz,  y  sin  temores,  protegidos  de  un  gran  rey  que  los  to- 
maría debajo  de  su  amparo.  Repetíales  muy  de  propósito  que  él  se  ofre- 
cía desde  luego  á  vivir  con  ellos,  en  sus  tierras,  cuidarlos,  enseñarlos  y 
enderezarlos  en  todo  lo  necesario.  Con  estas  razones  dichas  por  el  misio- 


124  Misiones  del  Marañón  Español 

nero  con  mucho  cariño,  afabilidad  y  deseo  del  bien  de  aquellos  pobres, 
aunque  traducidas  del  intérprete  con  mucho  trabajo  y  dificultad,  se  pu- 
sieron los  Xeveros  en  manos  de  los  españoles.  Asentóse  la  paz  entre  unos 
y  otros  y  quedó  encargado  el  cacique  de  los  Xeveros  de  juntar  su  gente, 
convocar  alas  parcialidades,  y  dar  principio  á  un  pueblo  que  se  debía 
formar  en  el  sitio  que  tuviesen  por  más  oportuno.  El  P.  Lucas  repartió 
á  los  indios  para  el  desmonte  necesario,  hachas,  machetes  y  otros  done- 
cillos  que  apreciaron  mucho  y  con  que  los  dejó  nuevamente  obligados, 
dando  muchas  gracias  á  Dios  por  tomar  posesión  de  aquellas  tierras  en 
nombre  de  Jesucristo  con  el  bautismo  de  los  niños  y  niñas  que  le  ofrecie- 
ron voluntariamente  sus  padres.  También  el  cabo  conforme  al  orden  que 
del  gobernador  llevaba,  tomó  posesión  de  aquellas  tierras  en  nombre 
de  su  majestad  católica  y  dio  al  cacique  título  y  nombramiento  de  gober- 
nador del  nuevo  pueblo,  haciéndole  los  encargos  que  le  pareció  conve- 
nientes para  la  buena  formación  del  nuevo  establecimiento. 

Antes  de  partirse  el  misionero  de  las  tierras  de  los  Xeveros,  les  pidió 
un  muchacho  de  los  más  despejados  que  quería  traer  consigo,  para  que 
aprendiendo  la  lengua  del  Inga,  pudiese  después  servir  de  intérprete  en 
la  enseñanza  de  la  doctrina;  diósele  gustoso  el  cacique  que  en  todo  mos- 
traba muy  buena  voluntad  y  deseo  de  complacer  al  padre.  Hecha  esta 
diligencia  que  le  pareció  necesaria  en  aquellos  principios  en  que  no  era 
tan  fácil  aprender  la  lengua  de  los  Xeveros,  se  despidió  de  ellos  con  ter- 
nura, prometiendo  volver  al  tiempo  determinado  á  vivir  con  ellos,  con 
que  solo  formasen  su  pueblo  y  dispusiesen  los  campos  necesarios  para  las 
sementeras.  Volvieron  los  españoles,  llenos  de  consuelo  y  alegría  por  el 
buen  éxito  y  feliz  descubrimiento,  y  en  poco  tiempo  llegaron  á  Borja 
contando  cada  cual  la  buenaventura  á  su  modo.  El  P.  Cuevas  informó 
puntualmente  al  gobernador  y  al  P.  Gaspar  Cujía  de  lo  que  se  había  lo- 
grado y  comenzado  con  la  nación  Xevera,  y  de  la  disposición  en  que 
quedaban  de  recibir  misionero.  Todos  celebraron  el  descubrimiento  y  los 
buenos  principios  de  reducción  á  la  Iglesia  de  una  nación  de  tan  buenas 
calidades,  y  dieron  gracias  á  Dios  con  una  Misa  cantada,  que  se  celebró 
solemnemente  delante  del  altar  de  Nuestra  Señora;  y  en  este  día  se  con- 
flrmó  la  advocación  de  Conquistadora  del  Marañón,  teniendo  todos  desde 
■entonces  á  tan  piadosa  Señora  por  patrona,  protectora  y  abogada  de  las 
conquistas  de  los  gentiles. 

CAPITULO  III 

PASA   Á   VIVIR   CON   LOS   INDIOS   XEVEllOS   EL    PADRE   CUEVAS 

Poco  tiempo  estuvo  el  P.  Lucas  en  la  ciudad  de  Borja,  trabajando  en 
su  ministerio  con  los  españoles  y  Mainas.  Llegábase  ya  el  tiempo  desti- 
nado á  su  viaje  en  cumplimiento  de  la  promesa  hecha  á  los  Xeveros.  Sen- 
tía el  gobernador  privarse  ae  un  sujeto  tan  cabal  y  tan  celoso  en  unas 


Libro  III. —Capítulo  III  125 

circunstancias  en  que  le  importaba  mucho  su  presencia,  para  la  conser- 
vación de  los  Mainas,  que  iban  ya  dando  algunos  indicios  de  inquietud  y 
descontento;  pero  se  consolaba  con  la  asistencia,  aplicación  y  prudencia 
del  P.  Cujía.  Este  envidiaba  la  suerte  de  su  compañero,  en  ser  el  conquis- 
tador primero  de  gentiles;  pero  convenía  gustoso  en  darle  la  preferencia, 
que  á  su  juicio  le  competía  por  el  lleno  de  sus  grandes  talentos,  juntos 
con  una  virtud  maciza  y  con  un  celo  ardiente  de  la  conversión  de  los  in- 
fieles. Parecióle  al  gobernador  acompañar  al  P.  Lucas  hasta  dejarle  en 
las  tierras  de  los  Xeveros  de  parte  de  su  majestad  católica,  que  así  creía 
dar  mayor  autoridad  y  firmeza  á  los  principios  de  su  misión.  Tomando 
algunos  soldados  salió  con  el  misionero,  y  en  pocos  días,  por  ser  ya  sa- 
bido el  viaje,  llegó,  sin  particular  trabajo,  al  sitio  destinado  para  el  pue- 
blo de  los  Xeveros. 

Esmerábanse  los  indios  en  agasajar  con  su  pobreza  al  gobernador  y 
misionero,  y  no  sabían  cómo  agradecer  el  bien  que  veían  en  sus  tierras. 
El  gobernador  se  aprovechó  de  esta  buena  disposición  para  proponerles 
por  medio  del  muchacho  xevero,  que  sabía  ya  medianamente  la  lengua 
del  Inga,  el  fin  y  motivo  de  su  venida:  «Hijos  míos,  dijo  al  cacique  y  á  la 
«gente  congregada,  he  venido  á  vuestras  tierras  con  el  que  ha  de  ser 
«vuestro  misionero,  para  darme  á  conocer  como  ministro  que  soy  del  rey 
»de  España,  á  quien  os  habéis  sujetado  voluntariamente.  Yo  os  prometo 
»en  nombre  de  su  majestad  ampararos  en  todo  y  defenderos,  ser  amigo 
»de  vuestros  amigos  y  enemigo  de  vuestros  enemigos.  Os  entrego  de  parte 
»del  rey,  mi  señor,  este  ministro  de  Dios  y  misionero  vuestro,  para  que  os 
«enseñe  el  camino  del  cielo,  os  instruya,  rija  y  enderece  en  todo  lo  uece- 
«sario  para  que  viváis  cristianamente  y  gozéis  juntos  en  un  pueblo  de 
«vida  civil  y  sociable.  Pero  quiero  que  entendáis  todos  que  se  le  debe 
«grande  respeto,  estimación  y  reverencia,  por  ser  sacerdote  y  ministro 
«de  Jesucristo,  cuya  ley  santa  os  viene  á  predicar.  Yo  mismo,  siendo  go- 
«bernador  de  la  ciudad  de  Borja  y  teniendo  el  lugar  primero  entre  los 
«oficiales  de  su  majestad  católica,  le  tengo  en  grande  veneración  y  esti- 
»ma»;  (diciendo  esto  le  hizo  una  grande  reverencia)  «porque  á  los  sacer- 
» dotes  del  Señor  siempre  tienen  y  muestran  los  cristianos,  aunque  sean 
«reyes  ó  emperadores,  la  mayor  atención  y  el  más  profundo  respeto,  por 
«tener  una  señal  ó  carácter  superior  á  todas  las  preeminencias  de  los  de- 
»más  hombres».  Dicho  esto,  hizo  que  los  Mainas  mismos  que  habían  ve- 
nido con  él,  apoyasen,  á  su  modo,  con  señas  ó  palabras  lo  que  ellos  prac- 
ticaban en  la  ciudad  y  doctrinas  con  los  padres. 

No  contento  el  gobernador  con  esta  primera  plática,  hizo  juntar  á  la 
partida  toda  la  gente  y  les  volvió  á  insinuar  la  obligación  que  tenían  to- 
dos de  portarse  como  buenos  vasallos  que  eran  del  rey  de  España,  que 
harían  en  todo  su  deber  si  cumplían  con  lo  que  les  mandase  su  misione- 
ro, el  cual  se  quedaba  con  ellos  para  hacerles  el  mayor  bien  que  imagi- 
nar podían.  Añadió  que  él  mismo  volvería  en  persona  á  visitarlos  antes 
de  mucho  tiempo,  y  á  examinar  si  cumplían  las  cosas  siguientes,  que 


126  Misiones  del  Marañón  Español 

todas  eran  en  bien  de  la  nación  y  de  todos  los  particulares:  1.*  Deber 
de  asistir  á  la  doctrina  chicos  y  grandes  en  la  forma  que  dispusiese  el  pa- 
dre. 2^  Se  ha  de  fabricar  una  capilla  para  la  misa  y  para  la  explicación 
de  la  doctrina  cristiana.  3.*  Se  han  de  juntar  en  el  pueblo  todas  las  par- 
■cialidades  amigas.  4.'**  Al  padre  misionero  se  le  ha  de  hacer  una  casita  y 
íicudir  con  él  al  sustento  necesario  en  aquellas  tierras  en  donde  no  tiene 
de  qué  alimentarse,  ni  puede  buscar  la  comida  por  haber  de  ocuparse  en 
la  enseñanza  é  instrucción.  Para  dar  más  calor  á  la  fiel  ejecución  de 
estos  cuatro  encargos,  confirmó  al  cacique  en  el  oficio  de  gobernador  del 
pueblo  á  quien  debían  todos  obedecer,  y  señaló  á  otros  indios  que  mejor 
le  parecieron  para  alcaldes  y  regidores  que  ayudasen  al  gobernador 
para  el  cumplimiento  de  sus  órdenes. 

Para  que  la  despedida  hiciese  más  impresión  en  los  corazones  de  los 
indios,  volvió  á  ratificar  la  palabra  de  su  vuelta  al  pueblo  á  pedir  cuen- 
ta de  lo  que  dejaba  encargado,  y  muy  en  particular  de  lo  que  pertenecía 
al  buen  trato  del  padre  que  les  dejaba,  porque  ninguna  cosa  le  sería  de 
mayor  gusto  ni  de  mayor  agrado  que  el  entender  que  le  cuidaban,  obe- 
decían y  respetaban;  como  al  contrario  le  seria  muy  sensible  y  desagra- 
dable si  le  faltaban  en  algo.  Hecho  este  último  encargo,  con  alguna  vive- 
za, como  quien  presentía  en  el  ánimo  el  trabajo  y  desamparo  en  que  ha- 
bían de  dejar  á  su  misionero,  se  volvió  á  él,  y  abrazándole  tiernamente, 
le  pidió  que  avisase  del  modo  de  portarse  de  la  gente,  ofreciéndole  en- 
viar después  de  dos  meses  alguna  gente  de  Borja  para  que  le  ayudasen 
■en  algo,  si  fuese  necesario,  y  le  llevasen  noticia  de  lo  que  pasaba. 

Partido  el  gobernador,  quedó  solo  el  nuevo  misionero,  lleno  de  con- 
suelo de  verse  entre  tantas  gentes  como  había  deseado  por  tanto  tiempo. 
Hizo  nuevo  sacrificio  á  Dios  de  sí  mismo,  resuelto  y  determinado  á  pade- 
cer por  su  amor,  por  el  bien  de  aquellos  pobres  y  desamparados  indios, 
las  penalidades  y  trabajos  que  concebía  indispensables  en  aquellas  tie- 
rras desiertas  sin  algún  recurso  humano,  y  esto  mismo  le  servía  para 
poner  toda  su  confianza  en  aquel  Señor  que  le  había  llamado  para  tan 
ardua  empresa.  A  la  verdad,  tuvo  harto  que  padecer  en  romper  una 
viña  que  se  resistió,  como  veremos,  á  su  primer  cultivo,  y  le  fué  bien  ne- 
cesario en  los  principios  todo  el  caudal  de  virtudes  de  que  iba  pre- 
venido. 

La  empresa  no  era  menos  que  de  amansar  unas  fieras  con  aparien- 
cias de  racionales.  No  conocían  á  Dios,  ni  su  razón  pasaba  de  la  raya  de 
los  niños  españoles  de  siete  ú  ocho  años;  pero  en  medio  de  tanta  cortedad 
del  uso  de  la  razón,  parece  que  les  sobraba  malicia  y  sagacidad  para 
salir  con  sus  depravados  designios.  La  ninguna  sujeción  de  unos  á  otros, 
sin  reconocimiento  de  superioridad  alguna,  la  libertad  casi  connaturali- 
zada de  seguir  sin  freno  sus  antojos,  la  costumbre  envejecida  de  vivir 
dispersos  y  separados  sin  domicilio,  y  de  vaguear  por  aquellos  montes 
como  brutos,  y  sobre  todo  la  ninguna  idea  de  poder  ser  apremiados  en 
ejecutar  lo  que  no  fuese  de  su  gusto,  eran  otros  tantos  estorbos  para  re- 


Libro  III.— Capitulo  III  127 

■ducirlos  primeramente  á  ser  hombres  y  vivir  con  algún  orden  y  concierto, 
y  después  á  ser  cristianos.  Solamente  los  misioneros,  que  han  experimen- 
tado lo  que  cuesta  el  meter  á  estas  fieras  en  el  camino  que  les  lleve  á  una 
sociedad  puramente  humana,  y  trasladarlos  de  su  barbarísima  rusticidad 
al  estado  de  racionales,  saben  comprender  perfectamente  la  grandeza 
de  ánimo,  confianza  en  Dios,  desprecio  de  la  vida,  tolerancia,  disimula- 
ción, mansedumbre,  suavidad  y  cariño  que  se  necesitan  para  llegar  á 
conseguirlo  Es  verdad  que  no  son  tantas  las  dificultades  cuando  se  sabe 
la  lengua  de  aquellos  con  quienes  ha  de  tratar  el  misionero,  porque  al  ver 
los  indios  hablar  á  un  europeo  su  lengua  y  pronunciarla  á  su  modo  con 
sus  mismos  tonos,  meneos  y  modales,  se  le  aficionan  y  siguen  mirándole, 
sin  entenderlo,  como  á  uno  de  su  nación.  Pero  el  P.  Lucas  no  tenía  esta 
ventaja,  ni  se  logró  en  los  primeros  afios  este  socorro.  Sólo  sabía  la  len- 
gua del  Inga,  y  tenía  á  su  lado  el  muchacho  xevero,  por  medio  del  cual, 
como  por  intérprete,  debía  comunicar  sus  sentimientos,  que  por  ar- 
dientes que  fuesen  siempre  se  resfriaban  y  embotaban  antes  de  ser  en- 
tendidos. 

En  medio  de  tantas  dificultades  empezó  su  apostolado  el  nuevo  misio- 
nero Qon  grande  ánimo  y  coraje,  y  poniendo  en  Dios  su  confianza  dio 
principio  á  la  doctrina  cristiana,  á  cuya  asistencia  animaba  á  los  Xeve- 
Tos  repartiéndoles  para  cebo  algunos  donecillos  que  había  traído  consigo 
para  este  efecto.  Señaló  días  para  los  adultos,  que  eran  miércoles  y  vier- 
nes y  domingos;  pero  previno  á  padres  y  madres,  que  á  sus  niños  y  niñas 
debían  enviar  todos  los  días.  Acudían  al  principio  á  la  explicación  del 
catecismo  ó  por  interés,  ó  por  curiosidad,  ó  por  complacer  al  padre,  y  no 
mostraron  dificultad  ó  repugnancia  por  algún  tiempo.  Rebosaba  de  gozo 
el  misionero  al  ver  aquella  prontitud  y  rendimiento.  Trató  de  dar  princi- 
pio, viendo  la  docilidad  de  la  gente,  á  la  capilla  que  había  de  servir  de 
iglesia;  la  idea  y  plan  fué  reducido  como  pedían  las  circunstancias,  y  en 
su  fábrica  fué  el  P.  Lucas  maestro,  director,  arquitecto  y  principal  peón, 
por  ser  la  obra  del  todo  nueva  á  los  gentiles.  Con  tan  buenos  principios 
eran  grandes  las  esperanzas  del  P.  Cuevas,  y  las  comunicó  por  cartas  en 
los  primeros  meses  á  su  compañero  Cujía  y  al  gobernador  de  Borja.  Daba 
en  ellas  muchas  gracias  á  Dios  y  se  deshacía  en  ternuras  por  las  buenas 
disposiciones  que  iba  observando  en  sus  indios,  prontos  á  la  doctrina,  dó- 
ciles á  sus  órdenes  y  rendidos  á  cuanto  les  mandaba.  Ha  sido  común  esto 
en  los  principios  de  toda  misión  nueva;  pero  la  experiencia  enseñó  cons- 
tantemente que  no  se  ha  de  fiar  mucho  de  las  primeras  muestras  de  ren- 
dimiento y  obediencia  de  gentiles,  hechos  á  vivir  antes  á  su  antojo  y  li- 
bertad. No  tenía  el  P.  Lucas  esta  instrucción  que  á  los  nuevos  misioneros 
daban  los  antiguos  de  no  pagarse  de  las  primeras  apariencias,  porque  él 
era  el  primero,  y  á  costa  de  su  propia  experiencia  había  de  aprender  lo 
que  no  quería  saber  y  le  costó  tan  caro. 

Aun  antes  de  acabar  la  iglesia  y  capilla  se  dieron  por  cansados  los 
Xeveros,  y  empezaron  á  faltar  á  la  doctrina.  Uno  se  excusaba  con  la 


128  Misiones  del  Marañón  Español 

caza  y  pesca  que  tenía  que  buscar  para  la  familia;  otro  con  que  necesi- 
taba escardar  la  heredad  ó  sementera;  éste  decía  que  tenía  que  buscar 
un  árbol  para  reformar  la  casa;  aquél  se  ocupaba  en  aderezar  las  lanzas 
y  rodelas.  Notaba  el  padre  las  faltas  y  disimulaba,  hasta  que  fueron  cre- 
ciendo de  manera  que  ya  decían  abiertamente  unos  que  tenían  pereza  y 
estaban  cansados  y  fastidiados  de  tanta  continuación  de  doctrina,  otros 
pedían  anzuelos,  agujas  y  cuchillos,  y  no  faltó  quien  le  dijese  que  les 
quería  tener  juntos  en  el  pueblo  para  ser^^rse  de  ellos  á  su  antojo.  Lo 
que  más  hería  el  corazón  del  misionero  era  que  ni  aun  á  los  niños  en 
quienes  ponía  su  principal  cuidado,  querían  enviar  los  padres  y  madres 
á  la  doctrina.  Usaba  el  Padre  del  ruego,  de  la  súplica  y  del  cariño,  pero 
no  podía  reducirlos  á  que  volviesen  á  la  doctrina  ni  á  que  enviasen  si- 
quiera á  los  párvulos.  Allegábase  á  esto  el  poco  cuidado  de  asistir  al  mi- 
sionero en  el  mantenimiento  de  su  persona,  sin  traerle  ni  aun  lo  más  ne- 
cesario para  vivir,  de  manera  que  reducido  á  la  última  miseria,  apenas 
podía  conseguir  de  éstos  un  pedazo  de  yuca  ó  algún  racimo  de  plátanos 
para  conservar  la  vida. 

En  tan  extraña  mudanza  de  las  gentes  no  tenía  otro  consuelo  el  P.  Lu- 
cas que  el  volverse  á  Dios,  y  ofrecerle  aquellos  trabajos  para  que  ablan- 
dase el  corazón  de  aquellos  pobres  ciegos.  Pedía  continuamente  al  Señor, 
de  quien  viene  todo  acierto,  que  le  diese  á  entender  los  medios  de  que  ha- 
bía de  usar  para  traerlos  á  su  conocimiento  y  no  sentía  en  su  corazón  otra 
respuesta  que  los  de  la  paciencia  y  mansedumbre,  afabilidad  y  cariño. 
Con  el  esfuerzo  que  daba  al  alma  esta  respuesta,  se  volvía  con  todo  su 
corazón  á  los  gentiles  y  á  todos  acariciaba.  Agasajaba  en  su  casa  á  los 
ancianos  pidiéndoles  y  rogándoles  que  persuadiesen  y  animasen  á  los  jó- 
venes á  no  desistir  de  lo  que  habían  generosamente  comenzado.  A  los 
niños  y  niñas  daba  donecillos  p¿ira  que  se  le  fuesen  pegando.  Aunque  oía 
muchas  cosas  de  poco  gusto  suyo,  todo  lo  disimulaba  con  una  cara  de  risa 
y  á  ninguno  trataba  sino  con  amor  y  dulzura  y  agrado.  Pero  nada  cuan- 
to aguantó  su  paciencia  ó  inventó  su  celo  caritativo  bastó  para  meter  en 
camino  aquellos  bárbaros.  Era  grande  su  dolor  y  pena  al  ver  tanta  frial- 
dad é  indiferencia  de  parte  de  los  indios,  y  por  más  que  se  alentaba  con 
la  esperanza  de  lograr  con  el  tiempo  los  frutos  de  su  paciencia,  pero  le 
abrasaba  y  consumía  el  celo,  por  experimentar  cada  día  más  desvío  y 
terquedad. 

En  este  trabajoso  estado  le  hallaron  algunos  Borjeños  que,  después  de 
diez  meses  de  estancia  con  los  Xeveros,  envió  el  gobernador  de  Borja 
para  saber  cómo  lo  pasaba  y  cómo  se  iban  entablando  las  cosas  de  la  re- 
ducción. Compadecidos  del  olvido  y  desamparo  del  misionero,  se  le  que- 
jaron amorosamente  de  no  haber  dado  antes  parte  de  lo  que  sucedía  al 
gobernador,  que  hubiera  puesto  sin  duda  remedio  á  la  mala  correspon- 
dencia de  los  indios.  Hicieron  cargo  al  cacique,  alcaldes  y  regidores,  de 
haber  faltado  en  lo  que  habían  ofrecido  al  señor  gobernador;  les  riñeron, 
apretaron  y  conminaron  en  su  nombre,  si  no  se  enmendaban  en  adelan- 


Libro  III.— Capítulo  IV  129 

te,  y  sin  perder  tiempo  dieron  la  vuelta  á  la  ciudad  de  Borja,  para  dar 
aviso  de  lo  que  con  el  P.  Lucas  sucedía. 

Cuando  supo  el  gobernador  la  mudanza  de  los  Xeveros  y  el  abandono 
de  su  misionero,  sintió  altamente  la  inconstancia  de  los  indios  y  el  tra- 
bajo del  padre,  y  quiso  luego  bajar  para  tratar  del  remedio.  Pero  lo  es- 
torbaron las  súplicas  y  ruegos  del  P.  Gaspar  Cujía  á  quien  el  mismo  pa- 
dre Lucas,  previendo  lo  que  suceder  podría,  había  escrito  apretadamen- 
te que  procurase  disuadir  al  gobernador  toda  visita,  añadiendo  que  su 
venida  podría  traer  grandes  inconvenientes;  y  que  él  esperaba  con  el 
tiempo  y  sufrimiento  ir  amansando  y  domesticando  aquellos  brutos.  Ce- 
dió por  entonces,  aunque  de  mala  gana,  el  gobernador,  y  con  la  novedad 
que  sucedió  poco  después  con  los  Mainas,  le  dieron  mucho  en  que  pensar 
otros  cuidados  que  no  le  permitieron  atender  tan  presto  como  deseaba  al 
remedio  de  los  Xeveros.  Quería  Dios  fundar  el  apostolado  del  P.  Cuevas 
en  humildad  y  paciencia  sin  recurso  alguno  humano,  y  así  permitió  en  la 
ciudad  de  Borja,  de  donde  solo  podía  venir  el  socorro,  un  suceso  tan  nota- 
ble que  así  el  gobernador  como  los  vecinos  tuvieron  harto  que  hacer  en 
mirar  por  sus  haciendas,  hijos  y  personas,  como  veremos  en  el  capítulo- 
siguiente. 


CAPITULO  IV 

SUBLEVACIÓN  GENERAL  DÉLOS  MAINAS  CONTRA  LOS  ESli'AÑOLES  DE  BORJA 

Entretanto  que  el  P.  Lucas  de  las  Cuevas  trabajaba  en  los  Xeveros 
más  con  la  humildad  oración  y  sufrimiento,  que  con  otros  medios,  como 
acabamos  de  contar  en  el  capítulo  antecedente,  el  P.  Gaspar  Cujía  no 
perdía  tiempo  en  su  curato  de  Borja  promoviendo  á  los  españoles  á  toda 
lo  que  conducía  á  una  vida  cristiana  y  continuando  su  aplicación  en  el 
cultivo  de  los  indios.  En  fuerza  de  su  incesante  y  no  interrumpido  traba- 
jo, y  con  los  frecuentes  y  necesarios  viajes  á  las  capillas  de  las  enco 
miendas,  llegó  á  poner  á  los  indios  Mainas  en  un  estado  que  llenó  de  gozo 
al  gobernador,  y  de  admiración  á  los  vecinos,  y  de  consuelo  al  padre.  A 
la  verdad,  estaban  ya  los  indios  tan  dóciles,  sujetos  y  obedientes,  que 
podía  su  aplicación  y  trabajo  contener  la  codicia  de  los  dueños  de  las  en- 
comiendas, si  ella  pudiese  dar  lugar  á  la  razón  y  contenerse  dentro  de 
los  límites  de  la  equidad  y  justicia.  Pero  esta  pasión  cuando  prende  una 
vez  en  el  corazón  humano,  va  extendiendo  por  él  sus  raíces,  aun  cuando 
cesan  las  quejas  y  murmuraciones,  que  vienen  á  ser  como  las  ramas  ex- 
teriores de  un  árbol  inficionado.  Parecían  estar  contentos  y  satisfechos 
de  los  indios  los  encomenderos;  alababan  su  aplicación  al  trabajo,  y  ce- 
lebraban su  rendimiento:  pero  ciegos  del  interés  que  es  el  móvil  de  las 
almas  bajas,  y  no  mirando  á  otra  cosa  que  á  crecer  con  los  sudores  de 

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130  Misiones  del  Marañón  Español 

los  indios  comenzaron  á  abusar  de  su  docilidad  y  rendimiento,  oprimién- 
doles con  más  y  más  trabajo,  y  crecia  el  hambre  del  interés  mientras 
más  se  utilizaban  de  sus  servicios.  En  suma,  llegaron  con  las  nuevas 
cargas  que  imponían,  á  apurar  tanto  el  sufrimiento  de  los  Mainas,  que 
irritados  contra  sus  amos,  tomaron  la  resolución  de  sacudir  de  una  vez 
para  siempre  tan  pesado  yugo.  No  se  contenta  con  medianías  la  vengan- 
za cuando  ha  precedido  una  opresión  muy  violenta  contra  razón  y  de 
mucho  tiempo.  La  resolución  que  emprende,  suele  ser  muy  valiente  y  el 
estampido  muy  grande. 

Tramaron  los  Mainas,  con  grandísimo  secreto,  una  conspiración  y  su- 
blevación general  contra  los  españoles;  con  secreto  la  fomentaron  y  con 
secreto  tomaron  las  medidas  necesarias.  Vióse  de  repente  alzada  casi 
toda  la  provincia  de  los  Mainas  contra  los  encomenderos.  En  una  sola  no- 
che mataron  todos  los  que  vivían  fuera  de  la  ciudad  en  sus  respectivas 
encomiendas,  y  no  contentos  con  tan  buen  principio  en  su  meditada  con- 
juración, se  enderezaron  á  Borja,  bien  armados,  con  el  designio  de  aca- 
bar con  todos  los  españoles.  Acometieron  al  día  siguiente  á  la  ciudad  con 
un  asalto  tan  violento,  que  después  de  muchas  muertes  llegaron  á  con- 
cebir esperanzas  de  dejar  asolada  de  todo  punto  la  nueva  población  de 
españoles.  Pero,  al  fin,  aunque  el  número  de  indios  era  grande,  y  un  pu- 
ñado de  gente  los  españoles  de  Borja,  prevaleció  contra  la  muchedumbre 
de  Mainas,  el  valor  de  los  vecinos,  peleando  cada  uno  con  grande  esfuer- 
zo y  coraje  en  defensa  de  sus  haciendas  y  personas,  de  sus  hijos  y  muje- 
res. Apesar  de  que  los  españoles  lograron  el  defender  sus  vidas  y  conser- 
var sus  casas,  no  pudieron  impedir  que  los  más  de  los  indios  se  metiesen, 
como  lo  tenían  bien  pensado  y  prevenido,  en  sus  canoas,  con  mujeres, 
hijos  y  utensilios,  y  que  escapasen  río  abajo  adonde  les  pareció  más  con- 
veniente para  no  volver  ya  más  á  caer  en  manos  de  los  españoles.  Para 
saciar  más  su  rabia  y  furor  en  la  venganza,  al  paso  que  iban  atravesan- 
do en  la  huida,  las  encomiendas,  daban  fuego  á  las  casas,  talaban  las 
sementeras,  é  inutilizaban  los  trabajos  que  tanto  habían  costado.  Final- 
mente, vinieron  á  parar  en  unos  bosques  apartados  que  pertenecían  á  sus 
tierras  antiguas,  y  adonde  no  creían  que  llegasen,  en  algún  tiempo,  los 
que  quedaban  en  Borja. 

Bien  se  deja  entender  lo  sensible  que  sería  al  gobefnador  una  tan 
grande  y  no  temida  desgracia.  Fuera  de  los  daños  que  casi  todos  experi- 
mentaban, v^eía  muy  bien  el  riesgo  inminente,  en  que  se  hallaba,  de  que 
embarazase  la  empresa,  sin  esperanza  de  salir  con  su  intento  y  de  satis- 
facer de  su  parte  á  las  capitulaciones  hechas  con  el  virrey  de  Lima.  Tra- 
tó muy  despacio,  con  los  vecinos  más  juiciosos,  de  lo  que  habían  de  hacer 
en  circunstancias  tan  críticas  y,  después  de  haber  pensado  mucho  y  ha- 
ber oído  los  pareceres  de  los  más  sesudos,  se  resolvió  finalmente  á  buscar 
á  los  fugitivos  Mainas  hasta  en  sus  madrigueras  y  escondrijos.  Parecía  la 
empresa  temeraria  porque  los  españoles  capaces  de  entrar  en  ella,  eran 
pocos,  heridos  unos  de  la  refriega  pasada,  y  aun  de  los  sanos  había  algu- 


Libro  III. — Capítulo  IV  131 

nos  que,  horrorizados  de  la  fiereza  y  furor  bárbaro  de  los  Mainas,  mira- 
ban como  una  gran  imprudencia,  y  verdadero  desacierto,  ir  á  buscarlos 
■en  sus  mismos  montes,  en  donde,  prevenidos  ya  y  bien  fortificados,  harían 
<3ostosísima  su  entrega  y  venderían  caras  sus  vidas.  Y  es  así,  que  la  des- 
esperación ó  la  ninguna  esperanza  del  perdón,  es  la  más  poderosa  arma 
■en  la  defensa. 

Pero  venció  en  tantas  dificultades  el  valor,  reputación  y  autoridad  del 
gobernador,  que  jamás  supo  acobardarse  en  los  peligros,  ni  caer  de  áni- 
mo en  los  reveses.  Cogió  unos  pocos  Mainas  fieles,  que  se  ofrecieron  á 
guiarle  con  toda  seguridad,  y  con  algunos  españoles  bien  armados,  salió 
con  la  firme  resolución  de  no  dar  la  vuelta  á  Borja  sin  los  indios  huidos- 
Bien  necesitó  de  una  determinación  tan  valiente  para  vencer  las  dificul- 
tades del  camino  y  para  evitar  los  riesgos  y  trampas  de  los  Mainas,  que 
son  hábiles  en  disponer  emboscadas,  y  en  el  presente  aprieto  se  esmeraron 
-en  hacer  valer  su  industria.  Pero  quiso  Dios  que,  después  de  haber  gira- 
do mucho  los  españoles  por  lagunas,  montes,  quebradas  y  pantanos,  des- 
cubrieran, al  fin,  el  sitio  en  donde  se  habían  retirado  los  indios.  Fiados  en 
su  valor  y  en  la  superioridad  de  las  armas  de  fuego,  les  asaltaron  en  sus 
mismas  madrigueras,  y  tomaron  tan  bien  las  medidas  que,  rindiéndose 
parte  de  los  Mainas  por  fuerza,  y  parte  por  convenio  y  capitulación,  tra- 
jeron á  la  ciudad  de  Borja  más  de  la  mitad  de  indios  alzados. 

Tuvo  por  conveniente  el  gobernador  alguna  demostración  sensible  de 
rigor,  y  así  determinó  hacer  un  castigo  que  sirviese  de  ejemplo  para 
<iontener  en  adelante  á  los  Mainas  y  de  escarmiento  á  las  naciones  que 
se  fuesen  conquistando  y  muy  en  particular  á  los  Xeveros,  que  le  tenían 
en  gran  cuidado  después  de  las  últimas  noticias  que  había  tenido  de 
aquella  nación.  Informado  con  cuidado  de  las  cabezas  del  alboroto,  ase- 
guró á  los  más  culpados;  formó  sin  perder  tiempo  la  sumaria  del  delito, 
y  convencidos  y  confesos  los  principales,  condenó  á  unos  á  muerte  infa- 
me de  horca,  y  á  otros  á  que  fuesen  pasados  por  las  armas.  Todo  se  eje- 
cutó con  la  mayor  ostentación  y  aparato  de  rigor  que  cabía,  y  mandó 
que  descuartizados  dos  ó  tres  de  los  autores  del  alzamiento,  se  clavasen 
sus  miembros  para  ejemplar  de  los  indios  en  los  árboles  de  las  riberas  del 
Marañen  y  en  los  de  la  boca  del  río  Pastaza,  sitio  bien  frecuentado  de 
varias  naciones.  En  esto  paró  la  sublevación  de  los  Mainas,  que  incomodó 
tanto  á  los  españoles  y  puso  en  tanto  riesgo  la  reputación  del  goberna- 
dor y  la  conquista  de  las  naciones  del  Marañen.  Pero  Dios  nuestro  Señor 
de  este  suceso  al  parecer  contrario  á  la  reducción  de  los  infieles  sacó  dos 
grandes  bienes  que  facilitaron  su  conversión;  el  primero  fué  que,  escar- 
mentados los  vecinos  de  Borja  con  lo  caro  que  les  costaba  el  mantener 
encomiendas  no  pensaron  más  en  ellas  con  las  demás  naciones,  y  éstas 
fueron  recibiendo  el  Evangelio,  como  veremos,  libremente  y  sin  temor  da 
caer  en  manos  de  algunos  señores  que  con  rigor  y  mal  modo  tratasen  de 
-aprovecharse  de  sus  tareas  y  trabajos.  El  segundo  bien  que  se  experi- 
mentó con  el  castigo  hecho  en  los  Mainas  fué  el  establecimiento  fijo  y 


132  Misiones  del  Maeaxón  Español 

permanente  de  los  Xeveros,  como  veremos  en  el  capítulo  siguiente.  De 
esta  manera  la  divina  Providencia  tira  derecha  á  sus  fines  por  caminos 
á  nuestro  parecer  contrarios,  unas  veces  disponiendo,  otras  permitiendo, 
y  otras  enderezando.  Sucedió  el  famoso  alzamiento  de  los  Mainas  como- 
á  los  años  de  1640,  seis  años  después  de  la  fundación  de  la  ciudad  y  casi 
tres  después  de  la  entrada  de  los  jesuítas  en  el  Marañen. 

Nada  sabían  los  indios  Xeveros  de  lo  sucedido  en  Borja  con  los  Mai- 
nas, hasta  que  algunos  cazadores  y  pescadores  de  la  nación  descubrieron 
en  sus  correrías  los  cuartos  de  algunos  cadáveres  colgados  de  los  árbo- 
les. Volvieron  llenos  de  horror  y  asombro  al  pueblo  recientemente  for- 
mado y  contaron  luego  á  sus  parientes  y  conocidos  lo  que  habían  obser 
vado.  A  todos  inquietó  la  noticia  y  les  puso  en  temor  el  cuidado.  Resol- 
viéronse á  dar  la  noticia  al  P.  Lucas  á  quien  tenían  abandonado.  Luego 
que  se  insinuaron  con  el  misionero  se  le  ofreció  á  éste  lo  que  natural- 
mente habría  sucedido  en  Borja  con  los  Mainas,  y  declaró  á  los  Xeveros 
lo  que  creía  ser  causa  del  efecto  y  del  cast  go  que  habían  observado.  Con 
esta  respuesta  los  asaltó  de  nuevo  y  con  más  viveza  el  temor  de  su  mal 
procedimiento  con  el  padre.  Siempre  el  castigo  al  ojo  aviva  los  remordí 
mientes  de  la  mala  conciencia.  Empezaron  á  pedir  y  suplicar  al  P.  Lucas 
que  les  favoreciese  y  amparase,  que  si  el  gobernador  quería  castigarlos 
por  lo  pasado  intercediese  con  él,  porque  se  enmendarían  en  adelante  y  le 
atenderían  en  todo  ejecutando  dóciles  y  obedientes  cuanto  les  mandase. 
Consoló  á  los  indios  el  padre  y  procuró  aquietarlos  y  sosegarlos,  ofre- 
ciendo su  mediación  con  el  señor  gobernador;  pero  ellos  por  ahora  sólo 
se  enmendaron  de  palabra,  dejando  al  misionero  en  el  mismo  abandono, 
ni  éste  se  hallaba  en  estado  de  poder  reconvenirlos. 


CAPITULO  V 
estado  lastimoso  en  que  hallan  al  padre  lugas  de    la  cueva 

UNOS   MOZOS   enviados   DE   BORJA 

Ocho  meses  habían  pasado  desde  la  última  visita  de  los  Borjeños  al 
padre  Lucas  de  la  Cueva,  porque  el  gobernador  de  Borja  ocupado  en  los 
negocios  de  los  Mainas,  que  tanto  le  habían  costado,  no  había  podida 
atender  en  este  tiempo  al  de  los  Xeveros.  Entre  tanto  el  padre  Lucas, 
aunque  mal  asistido  y  peor  obedecido  de  los  indios,  no  se  había  descuida- 
do de  los  gentiles  del  contorno.  Había  hecho  varias  entradas  en  los  mon- 
tes y  entablado  paz  y  amistad  con  los  indios  Cutinanas.  con  los  Acha- 
guares  y  con  los  Pandabeques;  pero  por  las  muchas  necesidades  que  pa- 
deció en  tan  penosos  viajes,  por  las  malas  noches  y  las  continuas  lluvias 
que  le  pasaron,  llegó  á  postrarse  en  su  camilla,  en  donde  le  dejaron  en- 
teramente abandonado  los  ingratos  Xeveros.  No  pensaba  ya  en  otra  cosa 


Libro  III.— Capítulo  V  133 

que  en  disponerse  para  morir  y  persuadido  á  que  ya  no  tenía  remedio  al- 
guno, tomó  las  precauciones  que  le  parecían  necesarias,  así  para  que  no 
se  abandonase  aquella  empresa,  como  para  que  no  se  castigase  á  los 
Xeveros.  Esta  es  la  fuerza  de  la  caridad  cristiana,  siempre  benigna  y  ca- 
riñosa con  el  prójimo,  aun  cuando  no  experimenta  sino  ingratitudes  y 
mala  correspondencia. 

De  esta  manera  postrado  en  su  pobre  lecho  ó  barbacoa  le  hallaron 
algunos  mozos  enviados  del  gobernador  á  saber  de  la  salud  del  padre, 
del  estado  del  pueblo,  y  de  lo  que  había  pasado  en  los  Xeveros  desde  las 
últimas  noticias.  Entrados  en  la  chocita  del  padre  misionero,  quedaron 
llenos  de  compasión  y  lástima  viéndole  tendido  sin  poder  moverse,  consu- 
mido el  rostro,  hinchado  de  medio  cuerpo  abajo,  llagadas  las  piernas  y 
€on  un  semblante  más  de  cadáver  que  de  hombre  vivo.  Atónitos  con  esta 
vista,  hicieron  juicio  que  no  podía  vivir  ocho  días  y  el  mismo  padre  Lu- 
cas juzgaba  lo  mismo.  A  esta  causa  había  ya  prevenido  á  dos  Xeveritos 
que  le  asistían  el  modo  con  que  le  debían  enterrar.  Asimismo  les  había 
encargado  que  en  dando  tierra  á  su  cuerpo  llevasen  un  papel  escrito  que 
tenía  á  su  cabecera  al  padre  Gaspar  Cujía  y  al  señor  gobernador.  Es 
digna  de  lástima  y  sentimiento  la  pérdida  de  este  papel  (como  la  de  otros 
muchos  pertenecientes  á  la  misión  de  los  Mainas),  pues  en  él  retrataba 
los  afectos  encendidos  de  su  alma  con  aquella  gente  ingrata;  descubría 
la  serenidad  con  que  escribía  aquella  carta  y  esperaba  la  muerte  de  que 
no  dudaba.  Suplicaba,  pedía  y  rogaba  al  señor  gobernador  que  perdonase 
á  aquellos  pobres  Xeveros,  haciéndose  cargo  de  la  cortedad  de  su  juicio 
en  la  desatención  á  sus  mandatos,  el  abandono  en  que  le  habían  dejado 
y  todo  lo  demás  en  que  les  hallase  culpados.  Encargaba  en  particular  al 
padre  Gaspar  Cujía  que  atendiese  y  procurase  proseguirla  empresa,  espe- 
rando con  el  tiempo  lograr  el  fruto  de  sus  trabajos  y  el  de  los  sucesores. 
Todo  esto  hallo  que  contenía  la  carta  del  padre  Lucas  y  quisiera  haberla 
tenido  á  mano,  para  trasladar  sus  mismas  palabras,  que  descubrirían 
con  más  viveza  las  entrañas  de  su  tierna  caridad  con  aquellos  pobres 
infelices. 

Los  enviados  de  Borja  trataron  como  mejor  pudieron  de  fomentar  al 
moribundo  con  algún  alimento  y  con  otras  cosillas  que  habían  traído 
como  de  prevención  para  lo  que  pudiese  suceder.  Quisieron  llevar  consi- 
go á  la  ciudad  al  P.  Lucas,  pero  temían  mucho  que  se  les  muriese  en  el 
camino.  Por  lo  cual,  habiendo  afeado  con  palabras  muy  sentidas  al  go- 
bernador y  alcalde  su  descuido,  y  encargándoles  apretadamente  que  le 
asistiesen  con  aves  y  peces  y  con  los  fomentos  que  habían  traído,  dieron 
la  vuelta  á  Borja  con  la  mayor  apresuración.  Contaron  al  P.  Gaspar  y 
al  señor  gobernador  el  estado  deplorable  del  P.  Lucas,  que  á  su  juicio 
era  de  bien  pocos  días  de  vida.  Púsose  luego  en  camino  el  P.  Cujía  pre- 
viniendo remedios  conforme  á  la  necesidad,  aves,  huevos  y  otras  cosas 
-de  sustancia,  y  anduvo  noche  y  día  temiendo  no  alcanzar  vivo  á  su  com- 
pañero. Mas  fué  servido  el  Señor  de  que  no  sólo  le  hallase  vivo  con  mu- 


134  Misiones  del  Marañón  Español 

cho  consuelo  suyo,  sino  también  algo  recobrado  con  los  fomentos  que  ha- 
bía tomado  y  con  la  buena  asistencia  y  cuidado  que  de  él  habían  tenido^ 
los  Xeveros  en  estos  últimos  días.  A  poco  tiempo  llegó  á  ponerse  fuera  d& 
peligro  con  la  venida  y  vista  del  P.  Gaspar  y  con  el  mayor  cuidado  y^ 
asistencia  y  mejor  alimento. 

Desde  este  tiempo  se  observó  en  los  Xeveros  una  grande  novedad  y 
mudanza.  Acudían  frecuentemente,  ya  unos  ya  otros,  á  visitar  al  misio- 
nero; traían  éstos  yucas,  aquéllos  plátanos,  y  muchos  llevaban  peces  y 
cacería  en  abundancia.  Decíanle  que  ya  las  naciones  amigas  se  iban  dis- 
poniendo para  juntarse,  y  que  estaban  determinadas  á  formar  pueblos  á 
corta  distancia  del  suyo  y  que  de  todas  cuidaría.  Eran  estas  pláticas  de 
gran  consuelo  al  P.  Lucas,  á  quien  habían  ya  prometido  de  antemano 
hacer  sus  establecimientos  y  entregarse  á  su  dirección,  como  poco  des- 
pués lo  cumplieron  en  la  formación  de  varios  pueblos.  Pero  sobre  todo, 
no  cesaban  de  rogar  los  Xeveros  á  su  misionero  que  mirase  por  ellos,  que- 
les  acudiese  y  atendiese  sin  retirarse  del  pueblo;  hacían  grandes  prome- 
sas y  se  ofrecían  muy  de  veras  á  estar  en  un  todo  á  sus  órdenes  sin  faltar 
á  cosa  alguna.  No  contaba  mucho  el  padre  con  las  promesas  que  tan  in- 
constantes había  experimentado  hasta  entonces,  pero  les  aseguraba  de 
su  parte  que  se  mantendría  con  ellos,  porque  les  quería  y  amaba,  y  pen- 
saba hacerles  todo  el  bien  que  pudiese,  porque  estos  y  no  otros  eran  lo& 
deseos  que  le  habían  traído  á  vivir  con  ellos  desde  tierras  muy  apar- 
tadas. 

Mucho  ayudaron  para  el  entero  restablecimiento  del  misionero  estas: 
conversaciones  de  su  gusto  y  genio,  y  se  iba  confirmando  en  su  salud  con 
la  mudanza  que  iba  viendo  en  los  Xeveros,  que  aunque  á  los  prm- 
cipios  entraron  en  cuidado  por  el  temor  del  castigo,  pero  en  adelante, 
dentro  de  pocos  años  se  fueron  domesticando  y  haciendo  á  la  doctrina 
y  distribuciones  del  pueblo,  por  el  deseo  de  su  bien  y  por  las  ventajas 
que  fueron  experimentando.  Recobrado  el  P.  Lucas  y  lleno  de  esperan- 
zas de  coger  muchos  frutos  en  las  naciones  que  había  tratado,  persuadió- 
ai  P.  Cujía  que  volviese  á  su  curato,  en  donde  sería  necesaria  su  presen- 
cia, y  le  permitiera  quedar  en  el  pueblo  continuando  en  la  reducción  de 
aquellas  gentes.  Vino  en  ello  el  P.  Cujía  y  subió  á  su  ciudad  de  Borja,^ 
desde  donde  determinó  pasar  á  Quito  con  el  designio  de  pedir  socorro  de 
nuevos  misioneros  para  la  empresa  del  Marañón. 


Libro  III. — Capítulo  VI  135 


CAPITULO  VI 


SON  SEÑALADOS  PARA  LA  MISIÓN  DE  MAINAS  LOS  PADRES  BARTOLOMÉ 
PÉREZ  Y  FRANCISCO  FIGUEROA,  Y  EMPIEZAN  i  TRABAJAR  CON  GRAN  CELO 
EN  LAS  NACIONES  DESCUBIERTAS 


Considerando  el  P.  Gaspar  Cujía  las  muchas  naciones  que  se  iban 
descubriendo  y  la  escasez  de  operarios  para  atender  á  tantas  partes,  se 
resolvió  á  subir  á  la  provincia  y  dar  cuenta  de  palabra,  que  suele  ser  más 
eficaz  que  la  escritura  muerta,  de  la  mucha  mies  del  Marañóny  del  esta- 
do del  padre  Lucas;  expuso  al  viceprovincial  de  Quito  la  muchedumbre 
de  gentiles  que  se  hallaba  por  todas  partes,  los  adelantamientos  de  su 
compañero  con  la  nación  Xevera,  y  las  paces  y  amistad  que  había  enta- 
blado con  sus  infieles  confinantes,  los  cuales  daban  muy  buenas  esperan- 
zas de  formar  nuevos  pueblos  y  reducirse  á  vida  cristiana.  Pedía  opera- 
rios que  trabajasen  en  tan  dilatado  campo,  en  donde  la  mies  parecía 
estar  madura  ,y  no  pudiendo  solos  echar  la  hoz  en  tan  grandes  distancias, 
luego  se  ofrecieron  dos  sujetos  de  la  provincia  de  Quito  de  insigne  virtud 
y  talentos  conocidos,  que  fueron  el  P.  Bartolomé  Pérez  y  el  P.  Francisco 
Figueroa  que,  como  dijimos,  estaba  en  el  colegio  de  Cuenca  como  á  la 
entrada  de  la  misión,  adonde  le  llevaba  su  celo.  Aunque  uno  y  otro  sujeto 
era  muy  oportuno  por  no  decir  necesario  á  la  provincia,  no  pudo  negar- 
se á  su  demanda  el  padre  Francisco  Fuentes  que  gobernaba  la  provin- 
cia, porque  aunque  bien  veía  la  escasez  de  maestros  y  predicadores,  pero 
tenía  puesto  el  corazón  en  las  misiones  de  los  Mainas. 

Partieron  los  dos  nuevos  misioneros  con  la  bendición  del  superior,  y 
desde  la  ciudad  de  Cuenca  pasaron  á  la  misión  por  el  canal  del  Pongo, 
que  si  bien  era  peligroso,  como  insinuamos  en  otra  parte,  pero  no  había 
entonces  otro  camino,  porque  el  rumbo  que  habían  llevado  los  padres 
Acuña  y  Artieda  llevaba  á  las  juntas  del  Ñapo  y  Marañen  casi  trescien- 
tas leguas  más  abajo  de  la  ciudad  de  Borja.  Entraron  en  la  capital  de  la 
misión  á  los  principios  del  año  de  1641,  y  sin  detenerse  en  ella  más  que  el 
tiempo  necesario  para  descansar  del  penoso  viaje,  fueron  destinados  del 
P.  Gaspar  Cujía  al  cultivo  de  los  Xeveros  y  demás  naciones  recono- 
cidas por  el  padre  Cueva.  Con  gentes  tan  nuevas  empezaron  su  sagrado 
apostolado. 

Parece  que  el  P.  Figueroa  hizo  asiento  en  el  pueblo  reciente  de  la. 
nación  Xevera ,  y  que  el  P.  Pérez ,  ó  junto  ó  separado  del  P.  Cue- 
va, se  aplicó  á  civilizar,  catequizar  y  enseñar  las  otras  naciones  amigas. 
El  primer  pueblo  que  se  fundó  de  los  indios  pacificados  parece  ser  el  de 
Santo  Tomé  de  los  Cutinanas,  á  quienes  redujo  con  su  aplicación,  afabi- 


136  Misiones  del  Marañon  Español 

lidad  y  cariño  el  P.  Bartolomé  Pérez  á  que  formasen  casas,  hiciesen 
iglesia  y  dispusiesen  sementeras  en  un  sitio  no  muy  apartado  del  pueblo 
de  la  nación  Xevera  con  quienes  estaban  bien  avenidos. 

Aplicáronse  los  obreros  recién  entrados  á  trabajar  cada  uno  en  su 
pueblo,  mientras  el  P,  Lucas,  en  sus  continuas  entradas  y  visitas  á 
los  demás  gentiles,  iba  sazonando  la  mies.  El  escollo  principal  de  los  pa- 
dres era  el  entablar  constantemente  la  doctrina  cristiana  de  manera  que 
los  niños  asistiesen  todos  los  días,  y  tres  días  á  la  semana  los  adultos,  por- 
que si  una  vez  se  lograba  esta  constancia  en  los  indios,  todas  las  demás 
prácticas  y  establecimientos  se  miraban  como  menos  difíciles  ó  menos 
repugnantes  al  inconstante  genio  de  los  indios.  Pero  ¿quién  podrá  expli- 
car con  palabras  las  industrias  de  que  usaron,  la  paciencia  de  que  se  ar^ 
marón  y  la  mansedumbre  de  que  hubieron  menester  para  introducir  la 
asistencia  al  catecismo,  sin  la  cual  era  imposible  que  tan  ruda  gente  se 
hiciese  capaz  del  santo  bautismo?  Ya  vimos  algo  de  esto  en  los  primeros 
esfuerzos  que  hizo  el  P.  Lucas  con  los  Xeveros ,  pero  dijimos  muy 
poco  y  apenas  apuntamos  una  pequeña  parte  del  trabajo  de  los  misione- 
ros en  vencer  una  dificultad  que  no  tiene  igual  entre  todas  las  que  se 
hallan  en  los  ministerios  apostólicos  con  los  infieles. 

Podemos  hacer  cuenta  que  el  entablar  la  doctrina  cristiana  en  un 
pueblo  recientemente  formado ,  viene  á  ser  como  abrir  una  escuela  pú- 
blica para  hombres  y  mujeres  de  todas  edades  y  de  cortísima  capacidad, 
que  por  precisión  han  de  concurrir  todos,  pero  sin  deseo  de  aprender  y 
sin  la  ventaja  de  concebir  utilidad  ninguna  de  aquella  tarea.  Fuera  de 
esto,  han  de  acudir  á  la  escuela  con  la  presunción  y  aun  la  seguridad  de 
que  el  maestro  no  ha  de  usar  de  rigor  ni  castigo,  y  de  que  cuando  qui- 
siera valerse  de  él,  tienen  en  la  mano  el  modo  fácil  de  librarse  esca- 
pando al  monte.  ¿Qué  maestro  quisiera  regir  una  escuela  de  esta  calidad 
y  tratar  por  días,  meses  y  años  con  unos  discípulos  tan  incapaces,  tan 
libres  y  que  tampoco  pensasen  en  aprender,  no  pudiendo  por  otra  parte 
usar  de  la  más  mínima  palabra  que  huela  á  mandamiento,  ni  hacer  la 
más  leve  acción  ó  meneo  que  insinúe  imperio?  Todo  el  oro  del  mundo  no 
me  parece  bastante  para  señalar  un  estipendio  congruo  al  maestro  que 
tuviese  paciencia,  aguante  ó  insensibilidad  para  tratar  con  semejantes 
discípulos;  mostrarles  siempre  buena  cara  y  enseñarles  de  buen  ánimo  y 
voluntad  con  deseo  de  su  aprovechamiento;  pues  nada  se  pondera  si  se 
compara  á  una  escuela  pública  de  esta  calidad,  la  doctrina  cristiana,  que 
quiere  establecer  un  misionero  en  un  pueblo  nuevo  de  gentiles. 

Propone  el  misionero  cuantas  razones  alcanza  para  aficionar  á  los  in- 
dios á  la  doctrina  cristiana  y  les  reparte  algunos  donecillos  para  que 
asistan.  Estos  solos  son  los  que  mueven  y  podemos  llamar  argumentos 
fuertes  que  arrastran  aquellos  genios  interesados  y  escasos  de  razón.  Ha- 
cen luego  su  efecto  los  dones  distribuidos  y  parece  que  asisten  con  gusto 
y  alegría;  de  donde  nacen  las  bellas  apariencias  que  á  los  principios  en- 
gañan á  muchos.  Faltan  los  regalillos,  que  sólo  se  pueden  dar  de  cuando 


Libro  III.— Capítulo  VI  137 

en  cuando,  y  no  alcanza  á  más  el  caudal  del  padre;  luego  se  descubre  en 
los  indios  una  frialdad,  una  lang-uidez,  un  descuido,  un  tedio,  un  continuo 
faltar,  que  llena  al  misionero  de  congoja,  pena  y  amargura.  Hácese 
fuerza  á  sí  mismo,  y  pidiendo  socorro  al  cielo,  se  esfuerza  á  explicarles 
en  los  términos  más  claros  y  precisos  el  fin  para  que  fueron  criados;  pro- 
ponerles la  necesidad  del  bautismo,  del  todo  necesario,  para  conseguir  su 
fin  y  escapar  del  fuego  del  infierno;  les  dice,  les  repite,  les  inculca  que  no 
pueden  recibir  válidamente  el  santo  bautismo  sin  disponerse  con  la  inte- 
ligencia de  los  misterios  de  nuestra  santa  fe.  Oyenle  por  algún  tiempo,  y 
lo  que  más  es,  preguntados  si  quieren  asistir,  aprender  y  disponerse  para 
el  bautismo,  dicen  que  sí.  ¿Si  creen  los  misterios?,  también  dicen  que  sí. 
¿Si  quieren  bautizarse?,  no  repugnan.  ¿Que  es  necesario  aprender  la 
doctrina?,  la  aprenderemos,  responden.  Pues  vamos  á  la  práctica;  ma- 
nos á  la  obra,  dice  el  misionero. 

Empieza:  «Por  la  señal  de  la  santa  Cruz»;  reza  las  oraciones,  co- 
mienza el  catecismo  y  empiezan  á  responder.  Pero  aquel  repetir  los  mis- 
terios, las  mismas  preguntas  y  respuestas,  las  mismas  oraciones,  oír  las 
mismas  cosas  un  día  y  otro  día  (porque  sólo  á  fuerza  de  repetir  infinitas 
veces  una  verdad  ó  misterio  se  pueden  quedar  con  algo),  les  desagrada, 
les  fastidia,  les  cansa;  y  no  lo  quieren  llevar  y  sufrir  unas  gentes  que  ja- 
más han  pensado  en  otra  cosa  que  en  vivir  á  su  gusto ,  satisfacer  á  sus 
pasiones  y  entregarse  al  ocio  y  á  una  vida  bárbara  y  bestial.  Al  fin,  unos 
por  fastidio,  otros  por  cansancio  y  otros  por  cierto  odio  y  aversión,  van 
dejando  la  doctrina  y  se  van  desviando  con  disimulo  del  misionero.  El 
marido  coge  los  instrumentos  para  pescar  poco  antes  del  toque  de  la 
campana;  la  mujer  previene  la  señal  empezando  á  disponer  la  bebida 
para  la  casa.  Uno  se  echa  en  la  cama  cuando  es  llamado ,  diciendo  que 
no  quiere  concurrir  en  la  doctrina  con  Fulano  que  es  un  brujo  y  le  he- 
chizará; otro,  abiertamente,  que  tiene  pereza,  que  es  lo  mismo  en  su  len- 
gua que  no  quiero  en  la  nuestra. 

¿Qué  ha  de  hacer  el  pobre  misionero,  lleno  de  confusión,  amargura  y 
desconsuelo?  ¿Condescender  con  tanto  desvío?  Fuera  bastante  para  que 
se  retirasen  de  la  doctrina  enteramente.  ¿Disimular  las  faltas,  dándose 
por  desentendido  á  tantas  quiebras?  Fuera  esto  poco  menos  que  abando- 
nar la  escuela,  dejar  la  enseñanza  y  desistir  de  la  reducción.  ¿Forzarlos 
por  rigor  y  castigo?  Ni  puede  ni  conviene,  porque  ni  sufren  fuerzas  ni 
aguantan  malos  tratamientos.  Porque  como  necesitan  muy  poco  para 
volverse  á  sus  montes,  el  menor  castigo  sería  causa  sobrada  para  esca- 
parse luego,  cuando  no  intentasen  otra  cosa  mayor,  como  veremos  en 
adelante.  Aquí  quiero  yo  preguntar  al  maestro  que  rigiese  una  escuela 
de  semejantes  discípulos  qué  haría  con  ellos,  qué  partido  tomaría  en  su 
escuela,  de  qué  medio  se  valdría  para  meterlos  en  camino.  ¿Les  propon- 
dría sin  duda  las  razones  más  eficaces  para  persuadirles  la  enseñanza? 
¿Les  trataría  con  blandura  y  cariño?  ¿Procuraría  ganarles  el  corazón  y 
voluntad?  En  realidad  no  haría  poco  en  poner  estos  medios  y  practicar- 


138  Misione»  del  Marañón  Español 

los  con  aplicación  y  constancia.  Pero  aún  es  mucho  más  apurado  y  des- 
esperado el  caso  de  un  misionero  á  quien  no  le  queda  la  esperanza  de 
meter  en  camino  á  los  gentiles  por  vía  de  razones,  porque  ni  oyen,  ni 
quieren  oir,  ni  desean  aprender,  ni  saben  discurrir  sino  para  su  bien  tem- 
poral en  cosas  groseras,  y  miran  como  una  algarabía  y  lenguaje  extraño 
lo  que  toca  á  su  salvación,  y  lo  que  se  les  dice  del  infierno  ó  se  les  propo- 
ne de  la  gloria. 

Desengañémonos  finalmente,  una  paciencia  invicta,  una  mansedum- 
bre inalterable,  un  tesón  infatigable  juntos  con  una  oración  continua  al 
Padre  de  las  lumbres  que  abre  los  entendimientos  y  ablanda  las  volunta- 
des, son  los  únicos  medios  capaces  de  hacer  el  milagro  grande  de  que  los 
indios  se  aficionen  á  la  doctrina,  aprendan  el  catecismo  y  se  dispongan 
como  conviene  para  recibir  el  santo  bautismo.  Estos  fueron  los  medios 
que  practicaron  constantemente  los  dos  nuevos  misioneros  en  sus  respec- 
tivos pueblos,  en  donde  tuvieron  la  suerte  dichosa  de  topar  con  una  mina 
abundantísima  de  merecimientos.  Pero  lograron  con  el  favor  del  cielo 
entablar  la  doctrina  cristiana,  no  sólo  entre  los  niños  que  eran  sus  espe- 
ranzas y  delicias,  sino  entre  los  adultos;  de  manera  que  aunque  no  todos 
fuesen  capaces  de  recibir  en  vida  el  santo  bautismo,  pero  tenían  á  lo  me- 
nos algunos  principios,  para  que  en  la  hora  de  la  muerte  en  que  por  lo 
apretado  del  lance  atendían  mejor  á  las  verdades  de  la  fe,  se  les  pudiese 
administrar  ó  absolutamente  ó  debajo  de  condición  el  santo  Sacra- 
mento. 

Estos  ejemplos  de  mansedumbre,  aplicación  y  constancia  de  los  pri- 
meros misioneros  fueron  más  heroicos  en  aquellos  principios  por  las  mu- 
chas razones  que  concurrieron  en  ello,  porque  ni  sabían  más  que  imper- 
fectamente la  lengua  particular  de  los  indios,  ni  tenían  indios  traídos  de 
otros  pueblos  antiguos  y  formados,  que  con  su  ejemplo,  lengua  y  moda- 
les, y  por  decirlo  así  con  el  mismo  modo  de  pensar,  animasen,  atrajesen 
y  sostuviesen  á  los  naturales.  Eran  los  PP.  Pérez  y  Figueroa  después 
del  P.  Cueva  los  primeros  que  rompían  el  terreno,  y  no  tenían  otras 
ayudas  y  socorros  que  las  que  les  suministraba  su  celo.  La  experiencia 
enseñó  después  con  el  tiempo  el  grande  socorro  que  da  la  lengua  bien 
aprendida,  lo  mucho  que  contribuyen  los  indios  antiguos  traídos  de  otros 
pueblos,  y  sobre  todo,  cuánto  es  del  caso  para  entablar  la  doctrina  en 
un  pueblo  nuevo,  el  haber  en  los  contornos  otro  pueblo  antiguo  en  que  se 
observen  constantemente  las  distribuciones  del  catecismo  y  de  otras 
prácticas  de  la  vida  cristiana.  Porque  viendo  con  sus  ojos  los  indios  re- 
cientemente reducidos  tanta  uniformidad  en  los  antiguos,  se  hacen  con 
más  facilidad  á  sus  prácticas,  y  ésta  es  la  causa  de  que  algunos  nuevos 
pueblos,  se  vieron,  como  diremos  adelante,  en  menos  tiempo  del  regular 
florecientes  y  arreglados. 


Libro  III.— Capítulo  VII  139 

CAPITULO  VII 

ASIENTA  PACES   CON  LOS  INDIOS   COCAMAS  EL  PADRE  GASPAR   CUJÍA 

Entre  tanto  que  los  tres  misioneros  se  empleaban,  como  hemos  visto^ 
en  la  cultura  y  enseñanza  de  los  Xeveros  y  demás  naciones  amigas,  no 
estaba  ocioso  el  P.  Cujía  en  su  curato  de  Borja,  porque,  fuera  de  los  es- 
pañoles de  la  ciudad,  á  quienes  atendía  con  cuidado,  y  de  los  indios  Mai- 
nas  que  le  llevaban  muy  buena  parte  del  tiempo  por  estar  apartados  y 
distantes  del  lugar,  tenía  que  atender  á  todas  partes,  dar  como  superior 
de  las  misiones  las  providencias  necesarias  y  acudir  con  todo  lo  conve- 
niente para  la  subsistencia  de  los  demás  padres.  Y  queriendo  concurrir 
también  á  la  reducción  de  los  gentiles  de  un  modo  muy  provechoso,  y  no 
menos  eficaz  que  sus  compañeros,  ideó,  promovió  y  estableció  en  la  mis- 
ma ciudad,  dos  casas  en  que  se  juntasen  los  niños  y  niñas  de  las  naciones 
amigas  que  quisiesen  enviar  sus  hijos  á  Borja.  Una  casa  era  como  semi- 
nario de  jóvenes  que  aprendían  la  lengua  general  del  Inga,  la  doctrina 
cristiana  y  se  iban  haciendo  á  los  usos  de  los  españoles,  de  quienes  toma- 
ban las  habilidades,  que  podían  servir  de  utilidad  en  los  pueblos.  La  otra 
casa  era  como  un  hospicio  de  niñas  recientemente  bautizadas  que,  fuera 
de  enterarse  bien  de  la  doctrina  y  de  la  lengua  inga,  aprendían  de  algu- 
nas señoras  piadosas  de  la  ciudad,  que  se  ofrecieron  á  enseñarlas  gusto- 
sas, los  ejercicios  propios  del  sexo,  como  hilar,  tejer,  bordar  y  otras  co- 
sas semejantes. 

Siempre  fueron  estimados  en  las  naciones  más  cultas  estos  servicios  de 
jóvenes  y  de  ello  se  percibieron  siempre  tantas  utilidades  en  la  república 
eclesiástica  y  secular,  como  acreditó  en  todos  tiempos  la  experiencia» 
Pero  en  las  naciones  del  Marañón,  destituidas  de  toda  cultura  y  policía, 
fueron  estos  hospicios  y  seminarios  como  la  levadura  que  sazonó  la  masa 
de  aquella  gentilidad.  Porque  de  estos  seminarios  salían  los  intérpretes 
para  las  respectivas  naciones  y  eran  los  instrumentos  más  á  propósito 
para  introducir  en  los  pueblos  la  doctrina,  el  orden  y  el  concierto  nece- 
sario para  el  gobierno  espiritual  y  político:  y  si  aprendían,  como  con  el 
tiempo  se  fué  entablando,  el  canto,  la  música  y  á  tocar  los  instrumentos 
proporcionados  á  las  funciones  de  iglesia,  eran  de  mucho  decoro  y  servi- 
cio en  ella;  y  sus  paisanos  les  miraban  como  á  hombres  de  otra  clase,  los 
respetaban  y  seguían  en  cuanto  les  decían  y  aconsejaban:  las  niñas  bien 
criadas  en  los  hospicios  servían  igualmente  en  los  pueblos,  no  sólo  en  lo 
espiritual,  por  estar  bien  instruidas  en  la  doctrina  y  enseñarla  con  celo 
á  las  demás,  sino  también 'en  lo  temporal  abriendo  escuela  en  que  apren- 
dían cuantas  querían  aquellos  ejercicios  que  eran  propios  de  las  mujeres. 
Procuró  el  P.  Gaspar  que  los  jóvenes  y  muchachas  que  se  criaban  en 


140  Misiones  del  Marañón  Español 

Borja  volviesen  á  sus  naciones  ya  casados,  para  que,  unidos  entre  si,  con- 
tribuyesen mejor  á  los  fines  de  introducir  en  los  suyos  la  Ciiltura  y  po- 
licía . 

Como  este  medio  que  inventó  el  P.  Gaspar  en  su  curato  de  Borja  probó 
á  maravilla  y  fué  de  grande  socorro  á  los  misioneros  que  experimenta- 
ban buenos  cooperadores  en  las  misiones,  lo  fueron  poniendo  en  práctica 
los  padres  en  los  mismos  pueblos  que  después  fueron  fundando,  teniendo 
«n  su  misma  casa  varios  niños  que  se  criaban  á  su  vista  á  modo  de  semi- 
naristas; y  cerca  de  la  habitación  del  misionero  otro  departamento,  á 
manera  de  hospicio  ó  casa  de  recogidos,  en  donde  una  mujer  anciana,  de 
virtud  y  talento,  enseñaba  á  varias  niñas  las  cosas  propias  de  su  edad. 
De  uno  y  otro  recogimiento  salieron  con  el  tiempo  indios  é  indias  que  hi- 
cieron honor  á  la  misión  por  su  juicio,  virtud,  edificación  y  ejemplo.  Y 
todo  tuvo  principio  de  lo  que  el  P.  Gaspar  entabló  en  Borja  en  los  prime- 
ros años  de  las  misiones  del  Marañón 

No  contento  el  superior  de  la  misión  con  atender  á  una  obra  de  tanta 
importancia  á  la  reducción  de  los  gentiles,  pensó  también  en  quitar  los 
estorbos  que  se  atravesaban  en  los  progresos  de  la  conversión.  Y  lo  que 
le  llevó  más  la  atención  en  el  año  de  1644,  fué  el  entablar  paces  y  hacer 
amistades  con  los  indios  Cocamas,  nación  bárbara  y  cruel  que  tenían  en 
continuo  miedo  á  los  Xeveros,  y  no  dejaban  de  asustar  á  los  Mainas. 
Desde  que  empezaron  á  poblar  el  río  Marañón  los  indios  Mainas  y  á  jun- 
tarse en  un  sitio  los  Xeveros,  manifestaron  el  mucho  cuidado  que  les 
daba  la  grande  nación  Cocama.  Manteníase  ésta  en  el  río  Ucayale  y  des- 
de aquí  hacía  viva  guerra  y  crueles  estragos  en  ambas  naciones,  saliendo 
de  sus  tierras  en  armadillas  de  canoas,  con  que  entrando  por  el  río  Gua- 
llaga,  pasaban  al  Marañón  y  cogiendo  desprevenidos  á  los  Xeveros  y 
Mainas,  lograban  la  suya  matando  ó  llevando  indios,  como  mejor  les  pa- 
recía. Considerando  esto  el  P.  Cujía  convino  con  el  gobernador  en  que 
era  necesaria  la  paz  y  amistad  de  los  Cocamas,  así  para  la  quietud  y  so- 
siego de  las  naciones  pobladas,  como  para  la  seguridad  de  las  demás  que 
se  esperaba  reducir. 

Dispuso  el  gobernador  una  armada  de  soldados  españoles  y  de  indios 
Mainas  y  Xeveros,  y  dio  la  comisión  de  entablar  paces  con  los  Cocamas 
á  su  teniente  y  al  P.  Gaspar  Cujía,  cuyo  parecer  debía  seguir  en  la 
expedición  sin  apartarse  un  punto  de  lo  que  tuviese  por  mejor  y  le  acon- 
sejase. Salieron  todos  con  un  intérprete  de  la  lengua  cocama,  y  atrave- 
sando desde  Guallaga  á  Ucayale,  llegaron  después  de  muchos  trabajos 
al  sitio  en  que  pensaban  hallarse  los  Cocamas.  Vieron  estos  los  primeros 
á  los  cristianos  que  venían  á  sus  tierras  caminando  en  buen  orden;  y  ob- 
servando las  insignias  que  traían  .le  paz,  les  esperaron  á  la  banda  del 
río,  por  donde  habían  de  pasar.  No  hubo  desatención  ni  aconetimiento  de 
ninguna  de  las  partes;  antes  bien,  el  cacique  de  los  Cocamas,  en  viendo 
el  intérprete  que  traían  los  cristianos  luego  se  le  entregó  y  le  reconoció 
por  cacique;  diciendo  que  sabía  muy  bien  cómo  era  heredero  de  otro  ca- 


Libro  III.— Capítulo  VIII  141 

cique  difunto  cuya  alma  había  pasado  á  su  cuerpo.  Entre  tantas  supers- 
ticiones y  extravagancias  de  aquellas  gentes,  esta  aprensión  tan  desca- 
minada cedió  en  utilidad  de  los  cristianos;  porque  no  fué  necesario  más 
para  concluir  la  paz  que  se  pretendía  sin  haber  casi  tratado  de  ella. 

Fué  grande  la  complacencia  de  los  Xeveros  y  Mainas  al  ver  tan  amigos 
á  los  Cocamas,  y  mucho  mayor  el  consuelo  del  P.  Gaspar,  porque  espera- 
ba no  estar  lejos  de  reducirse  al  Evangelio  una  nación  que  por  bárbara  y 
cruel  que  fuese,  daba  buenas  muestras  de  vivir  amistosamente  con  los  re- 
ducidos. Informóse  cuanto  pudo  del  número  de  los  Cocamas,  y  haciendo  su 
cómputo,  según  lo  que  le  decían,  hizo  juicio  que  llegaba  entonces  esta  na- 
ción ñ  once  mil  almas.  Y  sería  sin  duda  en  la  ocasión  tan  numerosa  como 
pensaba,  aunque  con  el  tiempo  se  fué  disminuyendo,  de  manera  que  no 
llegaba  á  una  mitad  del  número  expresado,  en  particular  por  una  cruel 
peste  que  sobrevino  después  é  hizo  en  ellos  espantoso  estrago.  No  pudo 
por  entonces  quedarse  misionero  alguno  con  los  Cocamas,  ni  era  razón 
que  dejasen  á  los  Xeveros,  Cutinanas  y  demás  naciones  antes  descubier- 
tas y  no  bien  «arraigadas  en  la  fe.  Contentáronse  con  pasar  de  cuando  en 
cuando  á  Ucayale,  visitar  la  nación  Cocama  y  mantenerla  en  buena  co- 
rrespondencia hasta  que,  ó  el  establecimiento  más  sólido  de  los  pueblos 
comenzados,  ó  el  mayor  número  de  operarios  que  irían  bajando  con  el 
tiempo,  facilitase  la  reducción  de  aquel  río,  como  se  fué  practicando  con 
el  socorro  del  cielo  y  se  contará  en  el  año  1651  y  en  los  siguientes. 


CAPITULO  VIII 

FUNDACIÓN   DE   NUEVOS    PUEBLOS   Y   DESCRIPCIÓN   DE   LA   NACIÓN 

XEVERA 

Asentada  la  paz  con  los  Cocamas,  vivían  en  quietud  y  sosiego  los 
Mainas  y  Xeveros,  sin  cuidados  ni  temores  de  la  parte  de  Guallaga  ni 
Ucayale. 

Los  misioneros  atendían  con  calor  á  la  enseñanza  y  cultura  de  los 
pueblos  comenzados,  y  fomentaban  con  visitas  continuas,  en  particular 
el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  los  Cocamillas  y  Pandabeques  y  los  Ataguates 
que  de  tiempo  antes  tenían  buena  correspondencia  con  los  Xeveros. 

Ayudaba  al  fomento  continuo  el  no  estar  distantes  estas  naciones  de 
los  pueblos  recientemente  formados,  y  como  veían  con  sus  ojos  las  distri- 
buciones, el  orden  y  concierto  que  se  iba  introduciendo  en  ellos,  y  las 
grandes  ventajas  que  experimentaban  en  su  junta  y  población,  en  breve 
tiempo  se  hallaron  los  Cocamillas  en  estado  de  formar  un  pueblo  anejo  al 
de  los  Xeveros.  El  mismo  P.  Cueva,  que  había  dado  á  la  reducción  de 
los  Xeveros  la  advocación  de  la  Concepción,  por  su  devoción  á  este 
misterio,  dio  también  á  los  Cocamillas  juntos  el  año  de  1646  en  un  sitio 


142  Misiones  del  Mar  anón  Español. 

cercano,  la  advocación  del  apóstol  San  Pablo,  y  se  llamó  el  pueblo  en 
adelante  San  Pablo  de  Pandabequeo.  A  su  ejemplo  se  formaron  dos  años 
después,  es  saber,  el  año  1648,  los  Ataguates,  que  hicieron  un  pueblo  lla- 
mado de  San  José,  no  lejos  de  la  Concepción  de  losXeveros. 

Los  cuatro  pueblos  formados,  siempre  se  mantuvieron  unidos  entre  sí, 
y  siendo  como  el  centro  de  los  demás  la  Concepción  de  los  Xeveros,  que 
eran  los  cristianos  primitivos  y  habían  servido  no  poco  á  la  reducción  de 
los  anejos.  Estaba  situada  la  Concepción  dentro  del  monte  en  la  parte 
austral  del  Marañen,  y  en  sus  contornos,  Santo  Tomé,  San  Pablo  y  San 
José,  y  así  no  fué  dificultoso  con  el  tiempo  cuando  ya  las  cosas  se  fueron 
asentando,  y  hubo  escasez  de  misioneros,  que  uno  sólo  cuidase  de  todos 
ellos,  mientras  duraron  en  aquel  paraje,  en  que  según  informe  del  padre 
Figueroa,  escrito  en  el  año  de  1661,  vivían  mil  seiscientas  almas  reducidas. 

No  les  fué  posible  á  los  misioneros  juntar  desde  los  principios  estas 
naciones  en  un  sólo  pueblo  como  querían;  porque  descubrieron  desde 
luego  la  oposición  sobrada  de  mezclarse  unas  con  otras  y  desistieron  de 
su  pensamiento,  pareciéndoles  mejor  el  condescender  con  ellas,  logrando 
la  principal  ventaja  de  población  y  reducción,  que  el  exponerse  á  per- 
derlo todo,  por  hacer  los  pueblos  á  su  modo.  La  preocupación  en  que  na- 
cen de  que  ninguno  muere  de  muerte  natural  sino  de  hechizos,  ó  por  vio- 
lencia, fué  aquí  como  en  otras  muchas  ocasiones  la  causa  de  no  querer 
juntarse  unos  con  otros  y  vivir  expuestos  á  los  continuos  daños  que  se 
figuraban. 

Pero  lo  que  no  pudo  entonces  la  industria  de  los  misioneros,  se  logró 
después  con  el  tiempo  en  que  mudándose  todos  del  sitio  primero,  y  per- 
diendo ya  su  fuerza  las  primeras  aprensiones,  formaron  unidos  entre  sí 
un  hermoso  pueblo  con  la  misma  advocación  de  la  Concepción  de  María, 
«n  tierras  más  sanas  y  abundantes  de  víveres  proporcionados  al  modo  de 
alimentarse  de  la  gente.  Entraron  por  el  río  Guallaga  en  otro  llamado 
Apena,  y  subiendo  por  él  como  cuatro  días  de  camino,  toparon  con  una 
quebrada  ó  torrente  de  poca  agua  tan  angosto  y  estrecho  que  con  difi- 
cultad andaban  por  él  las  canoas  grandes.  A  una  legua  de  este  riachuelo 
hallaron  una  llanura  de  suelo  arenisco  muy  á  propósito  para  la  semen- 
tera de  yucas,  plátanos  y  maíz.  En  este  sitio  se  fijaron  y  formaron  tres 
barrios  de  casas.  El  más  alto  es  de  Xeveros,  que  forma  un  cuadro  con 
calles  derechas  y  plaza  despejada  en  medio.  El  más  bajo  de  Cutinanas 
está  con  menos  orden,  aseo  y  simetría  y  viene  á  ocupar  un  trecho  largo 
con  algunas  casas  mal  seguidas.  El  tercero  en  que  viven  los  demás,  está 
detrás  de  la  iglesia  y  casa  del  misionero  que  están  en  medio  de  los  tres 
barrios.  La  iglesia  es  de  tapia  bien  hecha,  muy  capaz,  hermosa  y  bien 
adornada,  y  surtida  de  ornamentos.  Fueron  después  agregándose  á  este 
pueblo  de  los  mejor  arreglados  de  la  misión,  varias  familias  de  otras  na- 
ciones y  fué  creciendo  en  vecinos.  Veíanse  en  estos  últimos  años  Aúna- 
les, Gívaros,  Ticunas  y  Mayorunas,  y  en  el  del  arresto,  contaba  la 
Teducción  como  dos  mil  y  quinientas  personas. 


Libro  i:I.— Capítulo  VIII.  143 

Siempre  miraron  los  misioneros  este  pueblo  de  la  Concepción  con  mu- 
cho cariño  por  ser  uno  de  los  principales  y  más  útiles  al  común  de  la  mi- 
sión, así  por  la  docilidad  que  descubrió  la  gente  xevera  ya  cultivada, 
como  por  el  mucho  número  de  indios  de  trabajo.  Era  el  recurso  de  los  go- 
bernadores y  de  los  superiores  en  las  entradas  á  tierras  de  gentiles  y  en 
los  descubrimientos  y  pacificación  de  gentes  nuevas.  Para  recoger  los  fu- 
gitivos y  castigar  á  los  alzados,  siempre  se  contaba'con  los  Xeveros,  por- 
que son  indios  de  constancia  en  los  trabajos,  fieles,  valerosos,  muy  pre- 
venidos en  los  lances  y  avisados  en  los  peligros,  no  se  rinden  á  penalida- 
des ni  se  acobardan  en  las  dificultades.  Su  rendimiento  y  subordinación 
á  los  que  mandan  es  ejemplar,  y  en  los  mayores  riesgos  y  peligros  de  la 
vida  no  saben  jamás  dejar  su  puesto,  y  en  él  se  mantienen  firmes  hasta 
morir  ó  sujetar  al  enemigo. 

Es  por  otra  parte  la  nación  xevera  prevenida  en  sus  cosechas,  y  cu- 
riosa, naturalmente,  en  sus  ajuares  y  maniobras.  En  las  siembras  no  sólo 
cargan  lo  preciso  para  su  mantenimiento,  sino  también  para  proveer  á 
los  que  hacen  viajes  aunque  sean  de  otros  pueblos.  Solían,  de  años  á  esta 
parte,  hacer  harina  de  yuca,  y  al  menor  aviso  del  gobernador  ó  superior 
aprontaban  200  ó  300  ó  más  tazas  (así  llaman  una  especie  de  cestos  muy 
tupidos  y  apretados  que  no  permiten  que  salga  ni  el  polvo  de  la  harina) 
para  cualquier  viaje  que  se  ofreciese  en  la  misión.  Por  esto  gustan  de  te- 
ner platanares  y  yucales  mayores  de  lo  que  necesitan  para  su  gasto  or- 
dinario, sin  lo  cual  no  pudieran  estar  prontos  para  socorrer  con  yucas  y 
plátanos  cuando  se  les  pide. 

Las  calles  del  pueblo  las  tienen  siempre  limpias  y  bien  aseadas  y  ai- 
rosas; las  portadas  de  las  casas  están  rodeadas  de  plantas  de  limones  y 
naranjas;  las  plazuelas  del  lugar  y  el  centro  de  ellas  limpio  á  maravilla. 
Sobre  todo,  se  esmeran  en  el  despejo  y  compostura  de  la  delantera  y  cos- 
tados de  la  iglesia,  en  que  hay  puertas  diferentes  para  los  barrios  res- 
pectivos de  las  diversas  naciones;  aunque  tienen  algunas  hamacas  ó  re- 
des para  descansar  entre  día,  pero  todos  duermen  por  la  noche  en  bar- 
bacoas. Viene  á  ser  la  barbacoa  una  estera  fuerte  y  bien  tejida  de  ca- 
ñas, que  por  su  material  y  estructura  cede  suavemente  al  peso  con  cier- 
ta especie  de  ondulación  y  por  esta  razón  muy  cómoda  para  el  descanso; 
ésta  la  ponen  en  alto  para  librarse  de  las  humedades  de  la  tierra,  y 
prendida  de  cuatro  horquillas  ó  dos  palos  de  un  lado  y  dos  del  otro,  la 
asientan  sin  peligro  de  caerse.  Los  Xeveros  andan  decentemente  vesti- 
dos de  mantas  que  tejen  las  mujeres,  y  éstas  andan  aun  en  las  casas  con 
sus  anacos  á  manera  de  guardapies.  Saben  las  mujeres  hacer  con  primor 
todo  género  de  loza,  ollas,  platos,  tinajas  y  cuanto  se  les  pide  de  varios 
tamaños-  Mucho  les  ayuda  el  tener  un  barro  muy  fino  para  ejercitar  con 
tanta  hermosura  y  destreza  el  arte.  Los  hombres  hacen  cerbatanas  muy 
pulidas  y  apreciadas  entre  las  demás  naciones,  así  por  su  belleza  como 
por  la  ventaja  grande  del  instrumento  para  la  caza.  Porque  como  hiere 
la  flecha  ó  saeta  sin  ruido  alguno  y  con  solo  el  soplo  del  que  la  despide, 


124  Misiones  del  Marañón  Español 

derriba  fácilmente  el  indio  con  la  cerbatana  toda  una  bandada  de  pavas 
asentada  en  un  árbol,  apuntando  primero  á  una  y  después  á  otra  hasta 
acabar  con  todas.  Finalmente,  es  propio  de  la  nación  Xevera  el  hacer 
canastos  y  petacas  cuadradas,  muy  ajustadas  de  ciertos  mimbres  tan  de- 
licados como  alambre  que  llaman  bejucos,  los  cuales  tienen  mucho  uso 
en  la  misión  y  fuera  de  ella  por  ser  de  mucha  dura  y  consistencia. 

Ha  parecido  poner  en  este  lugar  estas  noticias  de  la  nación  Xevera, 
en  parte  anticipadas,  así  porque  no  hemos  podido  averiguar  ni  aun  á 
poco  más  ó  menos  el  tiempo  en  que  hicieron  su  mudanza  al  sitio  en  que 
después  permanecieron;  como  también  porque  no  se  ha  de  ofrecer  oca- 
sión en  adelante  de  hacer  mención  particular  de  esta  nación  laboriosa, 
sino  en  cuanto  ayude  y  contribuya  á  los  adelantamientos  de  la  misión.  Y 
no  me  pareció  razón  dejar  de  dar  alguna  idea  del  genio  y  calidad  de 
una  nación  tan  curiosa  y  tan  trabajadora,  á  quien  tanto  debió  la  reduc- 
ción de  las  demás. 


CAPITULO  IX 

entra   el   P.    BARTOLOMÉ    PÉREZ   POR   LOS   RÍOS    GUA LLAGA   Y   UCAYALE, 
Y   REDUCE   ALGUNOS    COCAMAS 


Como  los  tres  misioneros  que  trabajaban  fuera  de  Borja  debian  andar 
en  continuo  movimiento  por  atender  á  tantas  naciones,  así  se  sucedían 
mutuamente,  ya  en  el  cuidado  de  los  pueblos  formados,  ya  en  los  viajes 
y  visitas  á  los  gentiles  que  no  estaban  lejos  de  poblarse.  Tomaron  á  su 
cargo  el  P.  Cueva  y  el  P.  Figueroa  atender  como  de  asiento  á  las  cuatro 
reducciones  de  Xeveros,  Cutinanas,  Pandabeques  y  Ataguates,  y  no  sólo 
trabajaban  en  perfeccionarlas,  y  en  establecer  constantemente  las  prác- 
ticas del  gobierno  espiritual  y  político,  sino  que  con  sus  continuas  entra- 
das en  los  montes  cercanos  iban  trayendo  familias  nuevas  y  agregándo- 
las á  los  pueblos,  con  que  crecía  el  número  de  los  cristianos  y  crecían 
también  las  tareas  del  ministerio  de  los  padres.  Dividían  la  carga  según 
las  circunstancias,  porque  siendo  cuatro  los  sitios  en  que  se  habían  po- 
blado los  indios  reducidos,  se  ayudaban  mutuamente  los  misioneros,  y  á 
las  veces  cargaba  sobre  uno  casi  todo  el  peso,  mientras  el  otro  andaba 
por  los  montes  recogiendo  gentes.  Por  otra  parte,  necesitaban  de  grande 
vigilancia  en  no  perderlos  de  vista,  porque  á  poco  que  se  descuidasen,  ó 
volvían  atrás  particularmente  los  más  nuevos,  ó  á  lo  menos  no  hacían 
cosa  de  provecho,  faltando  el  misionero. 

Mientras  se  ocupaban  en  esto,  no  sin  grande  aplicación  y  trabajo,  los 
P.  Cueva  y  Figueroa,  entró  el  P.  Bartolomé  Pérez  deseoso  de  ensan- 
char las  conquistas  de  los  gentiles  por  el  río  Guallaga.  Fué  bien  reci- 
cibido  de  los  Cocamas  que  habitaban  en  sus  riberas,  y  logró  con  su  buen 


Libro  IÍI.— Capítulo  IX  146 

modo  y  con  los  donecillos  que  les  rep<artía  que  se  fueran  disponiendo  para 
juntarse  en  un  pueblo.  Hizo  esta  entrada  por  los  años  de  1G49,  y  dos  años 
después  formaron  sus  reducciones  los  Cocamas  de  Guallaga  en  tres  pue- 
blos, de  los  cuales  el  principal  se  llamó  Santa  María  de  Guallaga.  Pero 
le  tenían  en  gran  cuidado  los  Cocamas  de  Ucayale  más  crueles  y  bárba- 
ros que  los  de  Guallaga,  porque  aunque  en  las  visitas  que  les  habían  he- 
cho los  padres  mostraban  buenas  intenciones,  no  se  podía  contar  con 
ellos,  mientras  no  pasase  á  vivir  con  aquella  gente  inconstante  y  feroz 
un  misionero  propio  que  los  fuese  amansando  y  entablando  la  doctrina 
como  en  las  demás  partes.  Dábale  mucho  en  qué  pensar  el  ser  tan  dila- 
tada y  numerosa  la  nación  Cocama  de  Ucayale,  que  á  la  menor  desazón 
ó  encuentro  acabaría  fácilmente  con  las  naciones  reducidas,  y  el  que  no 
se  podía  contar  con  la  paz  y  seguridad  de  los  Mainas  y  Xe veros,  mien- 
tras no  entrase  por  Ucayale  la  luz  del  Evangelio.  Por  otra  parte,  se  le 
proponían  las  grandes  esperanzas  de  una  abundantísima  cosecha  en 
tanto  número  de  gentiles,  y  era  este  un  pensamiento  que  abrasaba  su  co- 
razón celoso  del  bien  de  las  almas  y  no  le  dejaba  sosegar. 

Determinóse,  finalmente,  lleno  de  confianza  en  Dios  y  abrasado  de  su 
celo,  pasar  el  río  Ucayale  y  vivir  entre  aquellos  gentiles  de  asiento  y 
como  su  propio  misionero.  El  peligro  era  grande,  por  ser  los  Cocamas  de 
Ucayale  los  más  crueles  que  en  toda  la  misión  se  conocieron,  y  á  la  fama 
que  entonces  se  tenía  de  ellos  correspondieron  puntualmente  sus  hechos, 
como  á  su  tiempo  veremos.  Pero  nada  le  acobardaba  al  celoso  padre;  ni 
el  peligro  de  muerte,  ni  la  falta  de  sustento,  ni  la  ignorancia  de  la  len- 
gua, ni  las  demás  incomodidades  que  conocía  indispensables,  fueron  par- 
te para  que  no  entrase  á  la^gran  Cocama  (así  llaman  una  extendidísima 
laguna,  en  cuyas  márgenes  habitaban  aquellos  gentiles),  y  se  resolviese 
á  morir  en  ella  por  la  fe  de  Jesucristo,  ó  vivir  extendiendo  su  reino  y  de- 
rribando el  imperio  de  Satanás  que  por  tantos  años  poseía  aquellas  almas 
ciegas.  Comenzó  á  juntar  como  pudo  la  gente,  ya  con  palabras  cariñosas, 
ya  con  donecillos  y  regalos,  sin  los  cuales  no  es  fácil  ganar  las  volunta- 
des de  los  genios  interesados  de  los  indios.  Llegó  á  entablar  la  doctrina 
cristiana  que  les  explicaba  por  medio  de  intérprete  y  fué  amansando 
aquellas  fieras  con  el  trato  humilde,  blando  y  apacible.  Procuraba  con 
grandísimo  cuidado  que  se  le  pegasen  los  niños,  y  ellos,  como  más  dóciles 
y  mejor  acondicionados,  no  se  apartaban  del  padre  que  era  continuo  en 
regalarlos  y  acariciarlos.  Mucho  gustaba  de  esta  edad  tierna,  porque 
aprendían  con  facilidad  la  doctrina  cristiana,  mostraban  viveza  y  dili- 
gencia en  hacer  lo  que  les  mandaba,  y  daban  grandes  esperanzas  de  que 
se  lograría  algún  día  en  la  gran  Cocama  una  muy  florida  cristiandad. 

En  estos  ejercicios  tan  gustosos  y  conformes  á  su  celo  se  empleaba  el 
padre  Bartolomé  Pérez,  cuando  á  cosa  de  tres  meses  después  de  haber  en- 
trado en  Ucayale,  fué  llamado  á  la  capital  de  Borja  para  vicesuperior 
de  la  misión  en  ausencia  del  padre  Gaspar  Cujía  que,  como  veremos  en 
el  capítulo  siguiente,  debía  subir  á  Quito  en  busca  de  misioneros.  Obede 

10 


146  Misiones  del  Marañón  Español 

ció  puntualmente,  sacrificando  su  celo  á  la  obediencia  y  dejando  como 
trescientos  cristianos  entre  párvulos  y  algunos  adultos  bautizados  en  el 
artículo  de  la  muerte.  Como  la  doctrina  había  prendido  muy  bien  en  la 
gente  tierna  y  los  adultos  habían  comenzado  á  asistir  al  catecismo,  dejó 
algunos  fiscalitos  habilitados  para  que  llevasen  adelante  aquella  obra, 
mientras  volviese  el  mismo  padre  ó  les  enviase  otro  misionero.  Pero  la 
falta  de  operarios  fué  causa  de  que  no  fuesen  atendidos  los  Cocamas  por 
alguno  de  ellos  en  persona  y  como  propio  misionero  hasta  el  año  de  1657. 
Entre  tanto,  por  seis  años  enteros  suplieron  los  niños  habilitados  la  doc- 
trina, y  los  padres  les  ayudaban  con  visitas  y  entradas  desde  los  Xeve- 
ros  sin  poder  detenerse  con  ellos  por  mucho  tiempo. 

Hallo  que  en  el  poco  tiempo  que  estuvo  de  vicesuperior  en  Borja  el 
padre  Pérez  edificó  tres  pueblos;  pero  en  ninguno  de  los  escritos  encuen- 
tro cuáles  fuesen  ni  cómo  se  llamasen.  Yo  presumo,  atendiendo  al  hilo  y 
conexión  de  las  relaciones,  que  el  uno  fué  Santa  María  de  Ucayale,  por- 
que cuando  se  retiró  de  este  río  ya  dejaba,  como  vimos,  trescientos  cris- 
tianos en  la  gran  Cocama,  y  medianamente  establecida  la  doctrina  cris- 
tiana, y  como  fruto  de  sus  fatigas  y  sudores,  procuraría  llevar  adelante 
aquella  reducción  y  formalizar  el  pueblo,  visitándoles  en  persona,  sien- 
do vicesuperior  de  las  misiones  y  dándoles  la  advocación  de  Santa  María 
de  Ucayale,  si  es  que  acaso  antes  de  partirse  á  Borja  no  se  llamaba  la 
reducción  con  aquel  nombre.  Otro  pueblo  fué  sin  duda  el  de  Santa  María 
de  Guallaga,  porque,  como  dijimos,  los  Guallagas  habían  prometido  dos 
años  antes  del  de  1651,  en  que  nos  hallamos,  fabricar  su  pueblo  y  poner- 
se en  manos  de  los  misioneros.  El  tercero  pudo  ser  alguno  de  los  anejos  ó 
tal  vez  los  dos  anejos  que  tuvo  á  los  principios  Santa  María  de  Guallaga. 
En  tanta  obscuridad  y  falta  de  memorias  esto  es  lo  que  hemos  podido 
rastrear,  después  de  haber  pensado  mucho  y  combinado  las  apuntaciones 
que  tenemos. 


CAPITULO  X 

SUBE  Á  LA  CIUDAD  DE  QUITO  EL  PADRE  GASPAR  CUJÍA,   Y  TRAE    CONSIGO 
Á  LAS  MISIONES  DE  MAINAS  TRES  OPERARIOS 

Son  ángeles  y  enviados  del  Señor  los  misioneros  que  se  emplean  en 
evangelizar  la  paz  por  todas  partes,  y  los  podemos  llamar  con  el  mismo 
nombre  por  los  muchos  viajes,  peregrinaciones  y  caminos  con  que  atra- 
viesan montes,  vadean  ríos  y  miden  con  pies  ligeros  infinitas  distancias, 
que  más  parecen  hacer  volando  que  corriendo  ó  caminando.  Había  sali- 
do el  P.  Cujía  á  la  provincia  por  los  años  de  40,  y  recogido  dos  insignes 
misioneros  que  trabajaban  con  tanto  fervor  y  celo  en  la  viña  del  Mara- 
ñón, y  ahora  sube  en  el  año  de  50  hasta  el  colegio  de  Quito,  camino  de 


Libro  III.— Capítulo  X  147 

300  leguas  en  busca  de  otros  operarios  nuevos  que  ayuden  á  sus  herma- 
nos á  tirar  A  la  orilla  la  red  cargada  de  gentiles.  Fué  muy  bien  recibido 
de  los  nuestros,  que  se  alegraron  mucho  con  las  buenas  noticias  de  lo 
que  se  iba  propagando  la  fe  de  Jesucristo  perlas  montanas  del  Marañón. 
Su  primer  cuidado  fué  retirarse  á  ejercicit'S  para  descansar  algún  tanto 
de  las  muchas  ocupaciones,  avivar  su  espíritu  y  recabar  del  cielo  los 
compañeros  que  deseaba. 

Luego  que  concluyó  los  días  regulares  destinados  á  tan  santo  retiro, 
empezó  á  convidar  á  unos,  animar  á  otros  y  pegar  á  todos  el  celo  de  la 
conversión  de  los  gentiles.  Y  como  era  persona  muy  amable,  de  modes- 
tia singular  y  de  palabras  dulces  y  cariñosas,  todos  se  le  aficionaban  y 
le  oían  con  particular  agrado.  Tuvo  muchas  y  largas  conferencias  con  el 
padre  viceprovincial  que  residía  en  Quito,  y  le  hizo  preséntelo  que  se  ha- 
bía trabajado  en  el  Marañón  en  los  doce  primeros  años  por  solos  cuatro 
sujetos,  que  en  seis  pueblos  que  estaban  ya  formados  habían  reducido  á 
los  indios  Xeveros,  á  los  Cutinanas,  á  los  Pandabeques,  Ataguates,  Co- 
camillas  ó  Cocamas  de  Guallaga,  y  dado  buen  principio  á  la  con- 
versión de  los  otros  Cocamas  de  Ucayale.  Proponía  la  importancia  de 
seguir  la  empresa  de  la  reducción  de  todo  el  Marañón,  si  posible  fuese, 
porque  era  grande  el  número  de  gentiles  que  se  iban  dando  á  conocer  y 
después  de  los  primeros  pasos  en  las  tierras  menos  distantes  de  Borja  en 
que  había  ya  entrado  la  cultura,  gobierno  y  cristiandad,  no  era  difícil  el 
extender  la  luz  del  Evangelio  por  las  tierras  más  distantes.  Pero  que  no 
pudiendo  tres  misioneros  solos  asistir  á  los  pueblos  ya  formados,  mucho 
menos  podían  acudir  al  convite  de  otras  naciones  que  les  pedían  y  de- 
seaban. 

Estas  razones,  tan  conformes  al  espíritu  y  vocación  de  la  Compañía,  en- 
cendieron fácilmente  el  celo  del  superior  para  enviar  á  Mainas  cuantos 
operarios  pudiese.  Estaba  á  la  sazón  la  provincia  de  Quito  bien  falta  de 
sacerdotes,  y  sólo  se  mantenía  de  las  esperanzas  de  que  los  procurado  • 
res  de  España  trajesen  otros  de  nuevo,  para  acudir  á  las  ocupaciones  de 
la  provincia,  y  á  otras  varias  misiones  que  estaban  á  su  cargo.  Fiado  el 
superior  de  la  Providencia  que  no  dejaría  de  enviar  las  personas  nece- 
sarias para  los  ministerios  de  los  colegios,  por  privarse  de  otras  á  quie- 
nes llamaba  el  Señor  á  las  misiones  de  gentiles,  se  resolvió  á  conceder 
al  P.  Gaspar  Cujía  tres  sujetos  que  suspiraban  por  las  misiones  de  Mai- 
nas. Acababan  su  tercera  probación  en  el  colegio  de  Quito  siete  sacer- 
dotes, y  en  un  solo  día  los  consagró  el  superior  con  mucha  generosidad  á 
diversas  misiones.  Destinó  uno  á  las  misiones  de  los  Paeces,  que  todavía 
mantenía  la  provincia.  Otro  fué  señalado  á  las  montañas  de  Mocoa  por- 
que le  pedían  algunos  vecinos  de  la  ciudad  de  Pasto.  El  tercero  fué  en- 
viado á  esta  misma  ciudad  para  hacer  en  ella  misión  y  residir  por  algún 
tiempo.  Al  cuarto  le  cupo  la  villa  de  Ibarra  para  el  mismo  efecto.  Los 
otros  tres  sacerdotes  se  le  concedieron  al  P.  Cujía  para  su  misión  del  Ma- 
rañón. 


148  Misiones  del  Marañón  Español 

Desprendido  el  padre  vice  provinciíil  de  tantas  personas,  experimen- 
tó una  bien  particular  providencia  del  cielo  en  la  provincia,  pues  no 
faltaron  sacerdotes  bastantes  para  los  empleos  y  ministerios  de  Quito  y 
otras  ciudades,  como  fué  sucediendo  en  adelante,  aunque  se  daban  á  las 
misiones  los  sujetos  que  se  juzgaban  necesarios  para  unas  empresas  de 
tanta  gloria  de  Dios  y  bien  de  las  almas.  Es  máxima  segurísima  que  Dios 
socorre  más  á  quien  más  se  le  consagra,  y  que  acude  con  providencia 
más  particular  á  quien  promueve  con  más  desinterés  y  desapego  los  ne- 
gocios de  su  gloria.  El  Señor  de  todos  quiere  ser  servido  de  sus  criaturas 
no  por  los  caminos  que  tal  vez  nos  figuramos  aunque  parezcan  buenos, 
sino  por  los  que  su  majestad  nos  muestra,  y  nos  da  á  entender  bastante- 
mente. Si  por  este  dictamen  se  hubieran  siempre  gobernado  los  superio- 
res no  hubieran  puesto  tal  vez  impedimentos  á  la  vocación  de  algunos 
subditos  que  deseaban  pasar  á  las  misiones  de  Indias,  por  la  razón  ó  pre- 
texto de  ser  necesarios  á  sus  provincias  La  mano  de  Dios  no  está  abre- 
viada; si  llama  á  uno  de  prendas,  virtud  y  talentos  para  ser  servido  de  él 
en  otra  parte,  sabrá  traer  otro  tan  bueno  ó  mejor  que  llenará  el  hueco 
cumplidísimamente.  Como  por  el  contrario  se  ha  visto  más  de  una  vez 
que  por  detener  en  Europa  á  titulo  de  necesario  en  la  provincia  al  que 
Dios  llama  á  las  Américas,  no  ha  querido  el  Señor  que  se  logren  las  es- 
peranzas, haciéndose  inútil  y  flaqueando  en  la  salud  el  que  hubiera  sido 
en  Indias  útilísimo  trabajando  por  largos  años. 

La  provincia  de  Quito  no  sólo  atendió  á  las  misiones  del  Marañón  en- 
viando con  mucho  cuidado  y  ejemplarísimo  celo,  operarios  insignes  que 
darían  por  su  virtud  y  letras  grande  lustre  y  gloria  á  los  colegios  ya  fun- 
dados, sino  que  costeó  con  mucho  desinterés  y  generosidad  incomparable 
todos  los  gastos  necesarios  para  los  largos  viajes,  entradas  y  salidas  de 
los  misioneros,  hasta  que  en  el  año  de  1725,  la  liberalidad  de  Felipe  V  se 
sirvió  de  señalar  á  cada  uno  de  los  misioneros  200  pesos.  Asignación  en 
realidad  bastantemente  congrua,  pero  que,  si  bien  se  mira,  cedía  más  en 
utilidad  de  los  indios  mismos,  á  quienes  las  entrañas  compasivas  de  los 
padres  socorrían  con  mucha  voluntad  en  sus  necesidades,  y  les  acudían 
con  los  instrumentos  de  hierro  para  trabajar  la  tierra,  y  con  otros  dones 
y  regalillos  que  se  llevaban  buena  parte  de  la  pensión  fijada.  De  donde 
nacía,  que  aún  después  de  la  asignación  de  los  200  pesos,  se  pegasen  á  la 
provincia,  con  ocasión  de  los  misioneros,  muchos  gastos  que  hacía  vo- 
luntariamente. 

Volviendo  á  nuestro  asunto;  salió  el  P.  Gaspar  Cujía  del  colegio  de 
Quito  con  todas  las  prevenciones  necesarias  para  el  largo  viaje  y  con  las 
cosas  que  juzgaba  convenientes  para  la  subsistencia  de  sus  subditos  y 
bien  de  la  misión.  Salieron  con  él  los  tres  misioneros  de  Mainas.  No  hallo 
registrados  los  nombres  particulares  de  cada  uno  y  solamente  encuentro 
en  el  P.  Rodríguez,  que  el  uno  de  ellos  había  venido  de  Europa,  llamado 
de  Dios  á  las  misiones  de  gentiles,  y  que  los  otros  dos  habían  sido  alum- 
nos insignes  del  célebre  seminario  de  San  Luis,  que  ya  en  estos  tiempos 


Libro  III.— Capítulo  XI  149 

daba  sazonados  frutos  de  virtud  y  letras.  Yo  no  tengo  rastro  de  duda  de 
que  uno  de  estos  dos  jóvenes,  criados  en  el  colegio  de  San  Luis,  era  el 
P.  Raimundo  de  Santa  Cruz,  y  conviene  muy  bien  la  entrada  de  este  in- 
signe misionero  en  el  Marañón  con  el  viaje  del  P.  Cujía  á  las  misiones  de 
Mainas;  porque  así  la  entrada  de  aquél  como  el  viaje  de  éste,  concurrían 
en  el  ano  1G51. 

Un  ejército  entero  le  parecía  al  superior  de  las  misiones  que  llegaba 
en  los  tres  nuevos  misioneros,  y  en  realidad  no  se  engañaba,  porque  uno 
de  ellos  había  de  trabajar  por  muchos,  como  veremos,  y  extender  el  nom- 
bre de  Jesucristo  por  tantas  y  tan  diferentes  naciones,  que  acaso  no  le 
excedió  ninguno  de  los  sucesores.  Caminaban  con  apresuración  porque 
todos  tenían  el  mismo  deseo  de  llegar  cuanto  antes  á  las  misiones;  y  lle- 
garon sin  azar  ninguno  al  canal  del  Pongo  que,  aunque  peligroso  en  ex- 
tremo, como  se  ha  dicho  varias  veces,  pasaron  felizmente  con  la  ayuda 
de  los  indios  Mainas.  Y  es  mucho  de  alabar  la  divina  Providencia  que, 
habiendo  bajado  muchas  veces  por  este  canal  los  misioneros  del  Mara- 
ñón y  habiendo  perecido  en  él  tantos  otros,  no  hubiese  peligrado  ninguno 
de  ellos,  guardándoles  el  Señor  y  sus  ángeles  para  el  bien  de  las  almas 
que  iban  á  ganar  para  el  cielo. 

Llegados  á  Borja,  fueron  recibidos  del  P.  Bartolomé  Pérez,  con  ex- 
traordinario consuelo  y  regocijo,  así  por  verse  libre  del  curato  y  en  es- 
tado de  volver  á  nuevas  reducciones,  como  deseaba  su  celo,  como  por  ver 
nuevos  hermanos,  de  quienes  esperaba  estrenas  muy  gloriosas.  La  ciudad 
se  alegró  con  los  nuevos  padres,  como  si  viese  otros  tantos  ángeles  del 
cielo,  y  eran  grandes  las  esperanzas  de  todos,  considerando  que  siendo 
ya  siete  los  misioneros,  no  sólo  podrían  atender  con  cuidado  á  las  reduc- 
ciones ya  hechas,  sino  extender  sus  trabajos  á  otras  muchas  naciones  de 
las  cuales  unas  le  deseaban,  y  de  otras  había  buenas  esperanzas  de  que 
se  darían. 


CAPITULO  XI 

ES  SEÑALADO  EL  PADRE  RAIMUNDO  DE  SANTA  CRUZ  Á  SANTA  MARÍA  DE 
GUALLAGA,  EN  DONDE  TRABAJA  INFATIGABLEMENTE  Y  CONSIGUE  MU- 
DAR  EL  PUEBLO   Á  SITIO   MÁS   SALUDABLE. 

Había  tratado  en  Quito  el  P.  Lucas  de  la  Cueva  al  P.  Raimundo  de 
Santa  Cruz  y  conocido  á  fondo  su  grande  virtud  y  celo  encendido  de  la 
conversión  de  los  gentiles.  Pareciéndole  que  era  nacido  para  el  trato  con 
los  Cocamas,  y  para  establecer  sólidamente  los  pueblos  recientemente 
formados  de  esta  nación,  le  pidió  al  superior  de  las  misiones  para  el  cul- 
tivo de  los  Cocamas  de  Guallaga,  que  vivían  en  un  sitio  húmedo,  mal  sano 
é  infestado  de  innumerables  plagas  de  mosquitos,  que  no  dejaban  vivir 


150  Misiones  del  Marañón  Español 

ni  de  noche  ni  de  día.  Por  esta  causa  era  penosísima  la  residencia  de  un 
misionero  propio  en  aquel  pueblo,  y  no  dudaba  que  el  P.  Raimundo  de 
Santa  Cruz,  con  su  paciencia  y  mansedumbre  y  con  el  trato  blando  y  ca- 
ritativo que  había  descubierto  en  él,  recabaría  de  aquella  nación  el  que 
se  mudase  á  otro  sitio  más  sano,  cómodo  y  despejado. 

Vino  en  ello  el  P.  Cujía  y  señaló  á  Santa  Cruz  para  el  pueblo  de  Gua- 
llaga,  con  ciertas  esperanzas  de  que  adelantaría  mucho  la  reducción  de 
aquellos  indios  y  de  que  daría  mayor  firmeza  á  lo  que  se  había  comen- 
zado. Recibió  el  P.  Raimundo  la  voz  de  su  superior  como  un  destino  par- 
ticularísimo del  cielo,  y  embarcándose  luego  en  el  Maraiión  y  entrando 
después  por  el  Guallaga,  halló  á  sus  Cocamas  poblados  en  la  orilla  de 
este  río;  pero  tan  expuestos  á  las  crecientes  y  avenidas  de  las  aguas,  que 
más  parecía  el  pueblo  un  pantano,  cenagal  ó  laguna,  que  un  lugar  ó  te- 
rreno en  que  pudiesen  habitar  gentes.  Vióse  luego  cercado  de  enjambres 
de  tábanos,  zancudos  y  mosquitos,  y  rodeado  de  sabandijas  que  llevaba 
en  abundancia  el  lugar  húmedo  y  cíiluroso,  en  donde  todo  se  corrompía. 
Pero  nada  le  acobardó  al  nuevo  misionero;  resuelto  á  padecerlo  todo  por 
ganar  almas  á  Dios,  sufrió  este  vivo  tormento  con  grande  ánimo  y  co- 
menzó á  cultivar  aquella  viña  con  gran  denuedo.  Entabló  las  doctrinas 
diarias,  señaló  el  tiempo  que  se  debía  asistir  á  las  oraciones,  y  comenzó 
á  practicar  aquellos  medios,  que  atento  el  genio  de  los  Cocamas,  le  pare- 
cieron más  convenientes  para  ganarles  las  voluntades,  que  este  fué  siem- 
pre en  Santa  Cruz  parto  de  su  carácter,  hacerse  á  los  indios  de  tal  ma- 
nera ,  que  no  podían  menos  de  quererle  y  amarle.  Y  esta  fué  la  causa 
porque  acompañado  de  sus  indios,  acabó  cosas  muy  grandes,  como  vere- 
mos. A  todos  trataba  con  el  cariño  de  padre;  les  enseñaba  como  maestro; 
les  dirigía  como  labrador  en  el  cultivo  de  las  tierras.  El  salía  con  ellos  á 
rozar  los  montes,  á  sembrar  el  maíz,  á  plantar  la  yuca  y  á  disponer  los 
plátanos.  Y  para  que  lo  hiciesen  con  más  acierto  y  comodidad,  les  armó 
de  instrumentos  de  hierro,  dándoles  hachas,  azuelas  y  azadones,  y  todo 
cuanto  su  caridad  y  celo  pudo  recoger  á  favor  de  los  indios.  Era  cosa  de 
ver  cómo  el  padre,  que  por  sola  casualidad  ó  curiosidad  había  visto  ejer- 
citar los  trabajos  y  la  cultura  de  los  campos,  ahora  dirigía  á  los  Cocamas, 
con  tanto  acierto  en  sus  labores,  poniéndose  él  delante  de  todos  con  su 
azadón  ó  hacheta,  cavando  la  tierra  y  cortando  las  maderas.  Suplía  el 
arte  de  labrador  la  caridad  ingeniosa  de  este  grande  hombre  que,  ani- 
mado de  ella,  todo  lo  podía,  todo  lo  sabía  y  á  todo  se  amañaba. 

Conoció  muy  bien  desde  los  principios  que  no  podía  hacer  en  los  Coca- 
mas aquellos  progresos  que  le  inspiraba  su  celo,  sin  aprender  su  lengua, 
y  que  éste  era  el  medio  más  poderoso  para  ganarles  los  corazones;  por- 
que viendo  el  indio  su  lengua  como  honrada  y  ennoblecida  en  boca  de 
su  misionero,  se  le  aficiona  mucho,  le  sigue  sin  violencia  y  se  muestra 
rendido  á  las  menores  insinuaciones.  El  empeño  parecería  á  cualquiera 
temerario,  por  no  decir  imposible,  pues  no  era  menos  que  aprender  una 
lengua  que  se  tenía  por  muy  difícil  y  desordenada  y  se  creía  notener  re- 


Libro  III.— Capítulo  XI  151 

glas,  cultura  y  artificios,  á  que  se  llegaba  la  bárbara  pronunciación  de 
los  indios,  que  no  daba  lugar  á  que  se  percibiesen  distintamente  las  le- 
tras de  que  debían  componerse  los  vocablos.  Mas  el  misionero  tomó  tan  á 
pechos  este  trabajo,  que  le  miraba  como  uno  de  los  principales  de  su  mi- 
nisterio. Oía  con  atención,  notaba  con  cuidado,  preguntaba  continua- 
mente y  observaba  la  pronunciación  sin  que  se  rindiese  á  molestia,  inco- 
modidad ni  trabajo.  Pero  aunque  la  grandeza  de  su  espíritu,  ayudada  de 
la  gracia  del  Señor,  le  esforzaba  á  la  tolerancia  de  tanto  cúmulo  de  pe- 
nalidades, no  pudo  menos  de  resentirse  el  cuerpo  con  el  peso  de  tantos 
males.  Contrajo,  desde  luego,  una  gravísima  enfermedad  de  calenturas 
ardientes,  somnolencia  y  decúbitos  al  estómago;  pero  lo  que  á  otro  celo, 
menos  ardiente  que  el  suyo,  hubiera  sido  motivo  sobrado  para  pedir  el 
que  le  retirasen  á  mejor  clima  hasta  recobrar  por  lo  menos  la  salud,  no 
le  mereció  á  Santa  Cruz  siquiera  el  hacer  cama  ó  retirarse  por  algunos 
días  de  las  distribuciones  trabajosas  del  catecismo,  rosario  y  demás  ejer- 
cicios. Sin  hacer  caso  de  tantos  achaques,  y  como  si  no  pasase  nada  por 
él,  sin  cama,  sin  medicinas,  sin  compañía  y  sin  remedio  alguno  humano, 
se  mantuvo  siempre  en  pié  por  todo  el  tiempo  de  la  enfermedad,  no  aten- 
diendo á  otra  cosa  que  á  su  ministerio.  Y  como  si  fuese  el  más  sano  y  ro- 
busto de  todos,  curaba  por  sí  mismo  los  enfermos  y  disponía  con  especial 
cuidado  para  el  santo  bautismo  los  que  venían  á  peligro  de  muerte. 

A  la  verdad,  es  cosa  que  parece  exceder  las  fuerzas  de  la  naturaleza 
más  fuerte,  lo  que  hallo  escrito  concordemente  de  todos  los  que  han  he- 
cho mención  de  este  gran  hombre,  que  habiéndose  arrojado  en  medio  de 
una  enfermedad  larga  y  gravísima  al  estudio  de  la  lengua  de  los  Coca- 
mas, no  sólo  la  aprendió  en  poco  tiempo  sin  remitir  nada  de  sus  tareas 
ordinarias,  sino  que  llegó  á  formar  con  un  estudio  porfiado  y  con  una 
aplicación  infatigable  Arte  de  la  misma  lengua,  reduciéndola  á  precep- 
tos y  diccionario  suficiente  para  el  manejo  de  los  demás  misioneros.  Que- 
dó el  siervo  de  Dios  feo  y  monstruoso  á  los  ojos  del  mundo  por  habérsele 
caído  con  la  fuerza  de  la  enfermedad  y  con  el  mucho  estudio  los  cabellos 
de  la  cabeza;  pero  estaba  vistoso  al  cielo  y  á  sus  ángeles,  y  desde  enton- 
ces mucho  más  querido  y  amado  de  sus  queridos  hijos  los  Cocamas,  que 
oyéndole  hablar  en  su  propia  lengua  le  amaban  más  que  á  sus  mismos 
padres,  hermanos  y  parientes. 

Cuando  vio  Santa  Cruz  á  sus  indios  tan  pegados  y  aficionados  á  él  y 
que  no  dudaban  de  su  amor,  y  que  éste  le  mostraban  principalmente  en 
la  docilidad,  prontitud  y  obediencia  con  que  hacían  cuanto  les  mandaba, 
pensó  que  ya  era  tiempo  de  tratar  del  gran  negocio  de  la  mudanza  del 
pueblo  á  sitio  más  alto,  sano  y  ventajoso.  Era  punto  arduo  y  demasiada- 
mente crítico  en  unos  bárbaros  recientemente  convertidos,  dejar  el  para- 
je en  que  se  habían  criado,  abandonar  las  casas  que  habían  hecho  con 
tanto  trabajo  y  formar  otras  de  nuevo  en  donde  ni  hallarían  campos  dis- 
puestos para  el  maíz  y  la  yuca,  ni  encontraban  plátanos  crecidos  para 
el  sustento;  pero  Santa  Cruz  para  jugar  sobre  seguro,  no  pareciéndole 


152  Misiones  del  Marañón  Español 

todavía  bastante  la  docilidad  que  había  experimentado  hasta  entonce 
con  los  indios,  se  valió  primero  de  los  principales  y  más  capaces,  y  ha- 
biéndoles con  blandura,  carino  y  suavidad,  les  hizo  penetrar  bien  las  ra- 
zones de  conveniencia  y  aun  de  necesidad  que  había  para  la  mudanza. 
«Hijos,  les  decía,  el  número  de  los  que  van  viniendo  recientemente  al 
pueblo  va  creciendo  mucho,  como  vosotros  mismos  lo  estáis  viendo.  Por 
esta  causa,  se  ha  extendido  la  población  por  sitios  más  húmedos  y  menos 
sanos  que  los  primeros,  por  ser  éstos  tan  expuestos  á  enfermedades,  como 
experimentamos.  Vivimos  todos  en  un  peligro  inminente  de  que  una  ave 
nida  lleve  de  la  noche  á  la  mañana  nuestras  casas  con  todos  sus  utensi- 
lios y  que  apenas  nos  dé  tiempo  para  librar  las  personas.  Subiendo  á  un 
sitio  muy  alto,  más  seco  y  más  despejado,  cesarán  estos  inconvenientes 
y  nos  veremos  libres  de  estos  enjambres  de  importunos  mosquitos  que  á 
todas  horas  nos  molestan  sin  dejarnos  tomar  continuado  reposo.  Todos 
iremos  á  ganar  mucho,  porque  se  harán  casas  más  cómodas,  habitacio- 
nes más  anchas  é  iglesia  más  capaz  y  proporcionada  al  número  de  la 
gente.  Yo  sé  muy  bien  el  modo  de  fabricar;  en  todo  os  dirigiré  como 
siempre  lo  habéis  experimentado,  y  vosotros  no  haréis  otra  cosa  que  lo 
que  vieseis  hacer  á  vuestro  padre  que  con  la  dirección,  con  el  ejemplo  y 
con  el  trabajo  irá  siempre  delante.» 

Hicieron  fuerza  en  aquellos  entendimientos  menos  toscos  y  tupidos  las 
razones  del  P.  Raimundo,  y  hablando  los  principales  á  la  demás  gente 
ya  dispuesta  é  inclinada  á  dar  gusto  en  todo  á  su  misionero,  se  pusieron 
todos  en  sus  manos,  y  vinieron  en  la  mudanza  á  aquel  sitio  y  lugar  que 
Santa  Cruz  escogiese.  Había  ya  éste  puesto  los  ojos  en  un  collado  no  dis- 
tante, libre  por  su  altura  de  todas  las  avenidas,  sano  por  el  aire  más 
puro  y  por  el  terreno  seco  y  por  esta  causa  exento  de  mosquitos  y  demás 
insectos.  No  faltaba  el  agua  necesaria  para  el  uso  de  las  casas,  y  para 
los  baños  de  los  indios  por  no  estar  lejos  del  río  mismo  el  collado.  En  este 
sitio  determinó  el  misionero  formar  el  nuevo  pueblo,  y  á  todos  pareció 
bien  el  poblarse  en  aquel  lugar  á  donde  se  podrían  llevar  sin  mucha  di- 
ficultad, por  estar  b¿istantemente  vecino,  muchos  de  los  materiales  del 
pueblo  que  se  dejaba. 

Aquí  mudó  el  P.  Santa  Cruz  de  escuela  y  de  ejercicio;  y  el  que  antes 
había  hecho  de  labrador  y  enseñado  á  los  Cocamas  á  trabajar  la  tierra, 
ahora  los  instruía  haciendo  de  peón  y  de  arquitecto  á  fabricar  casas. 
Usaban  los  indios  para  su  habitación  de  unas  malas  chozas,  compuestas 
de  ramas  sin  pulir  y  de  cortezas  de  árboles  en  bruto  cubiertas  con  paja 
silvestre.  En  estas  habitaciones  vivían  casi  sin  abrigo,  pero  satisfecha  su 
aprensión  que  suele  ser  en  muchos  la  causa  de  .sus  incomodidades.  Pare- 
cióle al  misionero  atender  á  la  decencia,  á  la  comodidad  y  al  abrigo. 
Para  esto  tomó  bien  las  medidas  para  el  nuevo  ])ueblo.  Enseñó  á  los  in- 
dios á  amasar  la  tierra,  formar  el  barro,  hacer  adobes  y  fabricar  tapias. 
Sobre  éstas,  como  ya  tenían  hachas,  azuelas  y  otros  instrumentos  de  hie- 
rro se  formaba  el  techo  de  árboles  desbastados  y  por  techumbre  se  usa- 


Libro  IIL— Capítulo  XII  163 

ba  de  lata  que  se  hallaba  en  las  cercanías,  cubierta  con  la  paja  silvestre 
que  servía  para  despedir  el  agua. 

La  fábrica  que  emprendió  el  padre  con  más  empeño  que  las  demás, 
fué  la  iglesia.  Esta  la  ideó  con  mucha  consideración,  atendiendo  princi- 
palmente á  dos  cosas,  es  á  saber,  al  número  grande  de  indios  y  á  la  ne- 
cesidad y  estrechez  de  las  circunstancias;  por  esto  procuró  que  fuese  muy 
larga  y  capaz,  y  al  mismo  tiempo  baja  y  estrecha.  Así  logró  que  hiciese 
mucha  gente  y  que  todos  estuviesen  á  cubierto  á  la  explicación  de  la 
doctrina,  y  por  otra  parte,  se  atemperó  á  los  pobres  indios  que  ni  podrían 
cortar  ni  trabajar  vigas  muy  largas,  ni  podrían  colocarlas  sobre  paredes 
muy  altas.  Quedó  la  fábrica  al  parecer  fea,  tosca  y  poco  proporcionada 
en  sus  partes,  pero  muy  conforme  á  las  intenciones  del  padre,  y  al  cielo 
muy  agradable.  Confirmó  en  la  nueva  iglesia  la  advocación  de  Santa 
María,  que  se  había  puesto  á  la  iglesia  del  antiguo  pueblo  y  se  llamó 
Santa  María  de  Guallaga,  en  cuyo  nombre  se  diferenciaba  de  otras  igle- 
sias que  tuvieron  la  misma  protectora  y  abogada. 


CAPITULO   XII 

REDUCE   Á  LOS   BARBUDOS,    AGÚANOS,    MUNICHES,    CHAYA  BITAS 
Y   PARANAPURAS. 

No  bien  hal  ía  formado  Santa  Cruz  el  nuevo  pueblo  de  los  Cocamas,  y 
puéstole  bajo  el  amparo  y  protección  de  María  Santísima,  á  quien  mi- 
raba como  á  conquistadora  en  sus  misiones,  cuando  comenzó  esta  pia- 
dosa Señora  á  favorecerle,  asistirle  y  esforzarle  á  las  mayores  empresas, 
y  él  se  arrojaba  á  ellas  con  ánimo  intrépido,  no  temiendo  con  tan  pode- 
rosa guía  y  valiéndose  siempre  de  la  buena  voluntad  de  sus  Cocamas. 
Era  la  salutíición  ordinaria  de  éstos:  «alabado  sea  el  Santísimo  Sacramento  y 
la  Virgen  Santa  María,»  y  por  la  devoción  y  amor  de  esta  Señora,  su  pro- 
tectora, cooperaban  cuanto  podían  á  las  piadosas  intenciones  del  padre. 
Tuvo  éste  noticia  de  ciertas  parcialidades  de  gentiles,  enemigos  capita- 
les entre  sí,  que  á  distancia  de  algunas  jornadas  unos  de  otros,  vivían  en 
continuos  odios,  enemistades  y  guerras.  Estaba  una  de  las  parcialidades 
cuatro  días  de  camino  río  arriba  del  pueblo  de  Guallaga,  y  se  llamaba 
de  los  Barbudos;  vivía  la  otra  como  otro  tanto  camino  río  abajo,  y  se  de- 
cía de  los  Agúanos.  Bajaban  las  dos  muy  bien  armadas  á  unos  valles  no 
muy  distantes,  y  hechas  allí  horribles  carnicerías,  se  retiraban  á  sus 
puestos  sin  más  comunicación  entre  sí  que  el  de  hacerse  daño  y  mal  y 
ofender  la  naturaleza. 

Queriendo  el  misionero  atajar  tantos  daños  y  reducir  si  fuese  posible 
al  Evangelio  á  los  Barbudos  y  Agúanos,  comunicó  éste  su  pensamiento 
con  los  principales  de  su  pueblo,  y  haciendo  á  los  Cocamas  mismos  como 


154  Misiones  del  Marañón  Español 

dueños  de  la  acción,  emprendió  en  su  compañía  la  conquista  de  aquellas 
naciones.  La  empresa  era  muy  dificultosa  porque  no  se  podía  tratar  de  la 
reducción  de  ninguno  de  los  partidos  sin  meter  antes  la  paz,  unión  y 
amistad  entre  unas  gentes  crueles  y  bárbaras  que  se  miraban  de  tiempo 
atrás  con  odio,  furor  y  rabia.  Hizo  primero  Santa  Cruz,  que  todos  enco- 
mendasen muy  de  veras  á  Dios  y  á  su  gran  protectora  este  grande  ne- 
gocio, y  comenzó  después  á  tratar  con  unos  y  con  otros.  No  es  fácil  decir 
en  pocas  palabras  los  viajes  que  le  costó  al  misionero  ablandar  aquellos 
corazones  bárbaros.  Iba  y  volvía  acompañado  de  los  principales  de  su 
pueblo;  valíase  de  los  más  conocidos  de  las  parcialidades,  les  hablaba 
con  mucho  amor  en  lengua  cocama,  que  entendían  y  les  proponía  las 
ventajas  de  la  amistad  y  buena  correspondencia  de  unos  con  otros,  la  se- 
guridad y  la  dulce  y  sosegada  paz  en  que  vivirían  y  de  que  gozarían,  si 
se  apartaban  de  aquellas  muertes  y  carnicerías.  Poníales  por  ejemplo  á 
sus  Cocamas,  que  sin  pensar  en  hacer  daño  á  otras  naciones,  vivían  quie- 
tos y  gustosos  y  contentos  en  su  pueblo,  se  dejaban  en  todo  gobernar,  co- 
nocían á  Dios,  Criador  de  todas  las  cosas,  premiador  de  lo  bueno  y  cas- 
tigador de  lo  malo,  y  con  este  conocimiento,  dejadas  á  un  lado  sus 
antiguas  supersticiones  y  extravagantes  usanzas,  vivían  como  raciona- 
les y  cristianos . 

Rogábales  que  hiciesen  ellos  lo  mismo,  y  se  alegrarían  sin  duda  si  se 
resolviesen  á  imitarles,  porque  él  había  venido  de  tierras  muy  distantes 
para  ayudarles  en  cuanto  pudiere  y  para  hacerles  el  mayor  bien  que 
podían  imaginar.  «Venid,  hijos,  en  paz,  concluía  el  misionero,  y  creed  en 
un  solo  Dios  verdadero,  que  nos  crió  á  todos,  que  todo  lo  rige  y  gobierna, 
y  de  cuyas  manos  vienen  á  los  hombres  todos  los  bienes.  Todo  esto  creen 
los  Cocamas  y  se  hallan  cada  día  más  contentos.  Preguntádselo  á  ellos, 
que  aquí  los  tenéis  presentes.  Confirmaban  los  Cocamas  á  porfía  todo  lo 
que  decía  el  P.  Raimundo,  y  obrando  la  gracia  de  Dios  en  los  corazones 
antes  duros  y  entendimientos  ciegos  de  los  Barbudos  y  Agúanos,  se  logró 
al  fin  todo  lo  que  de  ellos  se  pretendía  Pusiéronse  unos  y  otros  en  las  ma- 
nos del  padre,  que  formó  dos  pueblos  de  aquellos  gentiles.  A  los  Barbu- 
dos dio  la  invocación  de  San  Ignacio  y  de  San  Xavier  á  los  Agúanos. 

Tomó  posesión  de  aquellas  tierras  para  Jesucristo  con  el  bautismo  de 
los  niños,  y  procuró  que  desde  luego  se  fabricasen  iglesias  correspondien- 
tes al  número  de  los  que  se  determinaron  á  vivir  juntos.  Entabló  la  doc- 
trina y  oraciones  regulares  para  que  se  fuesen  los  adultos  disponiendo  al 
santo  bautismo,  y  él  andaba  en  continuo  movimiento  de  un  pueblo  á  otro, 
pero  teniendo  siempre  fija  su  residencia  en  Santa  María  de  Gualiaga, 
que  estaba  en  medio  de  ellos  y  era  como  el  iris  de  paz  entre  Barbudos  y 
Agúanos.  Unidos  y  concordes  entre  sí ,  cada  día  se  estrechaban  más  con 
las  idas  y  venidíis  continuas  del  P.  Raimundo.  Quitáronse  del  todo  los  en- 
cuentros y  se  apagaron  los  odios,  y  no  pensaban  en  otra  cosa  los  nuevos 
catecúmenos  que  en  aprender  la  doctrina  cristiana,  en  acabar  sus  casas 
y  en  disponer  sus  sementeras  dejándose  gobernar  en  todo  por  las  órde- 


Libro  III.— Capítulo  XII  155 

nes  de  su  misionero,  que  aguantando  y  disimulando  con  singular  agrado 
su  rusticidad  y  barbarie,  á  todos  ayudaba  y  en  todo  lo  licito  condescen- 
día con  ellos  como  si  fuese  uno  de  los  indios  mismos.  Bien  veia  el  padre 
que  era  imposible  uno  solo  atender  á  tantas  cosas  en  pueblos  distantes, 
y  que  para  entablar  con  solidez  y  fruto  duradero  el  catecismo,  era  nece- 
saria la  presencia  de  otro  sacerdote.  Avisó  luego  al  superior  de  las  mi- 
siones de  lo  que  se  había  dignado  el  Señor  de  obrar  por  su  medio  de  los 
muchos  bautismos  de  párvulos  y  de  la  propensión  de  los  adultos  ya  for- 
mados en  dos  pueblos,  á  ser  enseñados  en  la  doctrina  de  nuestra  santa 
fe,  añadiendo  que  enviase  algún  misionero  para  el  cultivo  de  aquellas 
nuevas  viñas  que  se  habían  plantado,  y  que  él  mismo  entre  tanto  procu- 
raría regar  desde  el  pueblo  de  Guallaga. 

En  este  tiempo  tuvo  noticia  de  los  mismos  que  se  acababan  de  redu- 
cir, cómo  á  distancia  de  cien  leguas  río  arriba,  se  hallaban  otras  nacio- 
nes que  no  era  difícil  dar  con  ellas.  Al  primer  eco  de  esta  noticia  voló  el 
P.  Raimundo  en  busca  de  ellas,  tomando  consigo  algunos  de  sus  fieles 
Cocamas  y  llevando  por  guía  algún  otro  Barbudo  y  Aguano,  prácticos 
en  el  camino.  Era  el  viaje  trabajoso,  como  de  seis  días  de  navegación 
por  el  río  y  otros  cuatro  á  pie  por  tierra.  Los  seis  primeros  no  fueron  tan 
penosos  por  ser  los  indios  bastantemente  diestros  en  el  manejo  de  las  ca- 
noas; pero  en  los  cuatro  últimos,  todos  experimentaron  grande  fatiga  y 
cansancio.  Porque  no  hallando  caminos  abiertos  en  aquellos  sitios  incul- 
tos, el  único  modo  de  caminar  era  cortar  árboles  para  romper  por  los 
bosques,  atravesar  laderas  y  entrarse  por  lodazales  llenos  todos  de  ma- 
leza y  muchos  de  espinas,  piedras  y  troncos  encubiertos.  A  ninguno  le 
era  tan  molesto  y  trabajoso  este  modo  de  caminar  como  al  P.  Santa  Cruz, 
porque  iba  cubierto  de  malos  tríipos,  llagadas  las  piernas,  sin  otro  cal- 
zado que  el  de  unas  malas  alpiirgatas  de  espadañas  que  la  necesidad  ha- 
bía ideado. 

Poco  preservativo,  por  cierto,  contra  las  frecuentes  punzadas  de  las 
espinas  y  zarzas,  que  le  lastimaban  las  piernas  casi  desnudas,  y  los  pies 
casi  descalzos.  Pero  daba  el  ánimo  un  esfuerzo  casi  increíble  al  cuerpo 
flaco,  herido  y  cansado,  y  el  mismo  infundía  valor  y  coraje  en  los  indios 
que  viendo  á  su  misionero  en  camino  tan  desastroso  incansable,  hacían 
punto  de  honor  en  seguirle  y  no  apartarse  de  su  lado.  Finalmente,  des- 
pués de  mil  penas  y  trabajos  dio  por  buena  ventura  ó  providencia  del  Se- 
ñor con  las  naciones  que  buscaba,  y  parece  que  su  majestad  dándose  por 
obligado  al  viaje  penoso  que  había  hecho  su  siervo  por  su  gloria,  le  con- 
cedió sin  nueva  fatiga  y  trabajo  las  naciones  que  buscaba.  Porque  á  dos 
palabras  que  les  dijo  Santa  Cruz,  como  si  fueran  poderosas  para  obrar 
cuanto  pensaba  su  celo,  se  redujeron  y  entregaron  á  la  dirección  del  pa- 
dre. Instruyólas  y  catequizólas  cuanto  permitía  el  tiempo  y  formó  de  in- 
dios Muniches,  Chayavitas  y  Paranapuras,  un  pueblo  con  la  advocación 
de  Nuestra  Señora  de  Loreto  de  Paranapuras. 

No  paró  aquí  su  celo,  que  como  rayo  iba  dando  luz  por  todas  partes  y 


156  Misiones  del  Marañón  Español 

abrasándolo  todo.  Pasó  más  adelante,  y  de  otras  dos  naciones  una  de 
Pambadeques  y  otra  de  Cingacuchuscas,  así  dichas  por  tener  partidas 
las  narices  para  acomodar  sus  narigueras,  formó  otro  pueblo  que  quedó 
con  el  tiempo  como  anejo  de  la  Concepción  de  los  Xeveros,  los  cuales, 
como  arriba  dijimos,  se  mudaron  á  estas  cercanías,  dejando  el  sitio  pri- 
mero en  que  los  redujo  el  P.  Cueva.  Mas  por  ahora  Santa  Cruz  de  todos 
cuidaba,  residía  con  los  Guallagas,  asistía  á  los  Barbudos,  miraba  por  los 
Agúanos,  instruía  á  los  Muniches,  Chayavitas  y  Paranapuras,  y  se  ex- 
tendía su  celo  á  los  Pambadeques  y  Cingacuchuscas,  sin  que  la  distancia 
de  los  sitios,  lo  fragoso  de  los  caminos,  la  multitud  de  naciones,  la  sed,  el 
hambre,  ni  el  cansancio  pudiesen  retardar  su  celo  ó  lograr  alguna  sus- 
pensión en  tan  penosas  peregrinaciones. 


CAPITULO  XIII 

CASOS  SINGULARES  CON  QUE  CONSUELA  EL  SEÑOR  AL  P.  SANTA  CRUZ 

En  ocupaciones  tan  santas  y  penosas,  como  hemos  referido  en  los  ca- 
pítulos antecedentes,  enderezadas  todas  á  propagar  la  fe  de  Jesucristo  y 
á  extender  la  mayor  gloria  de  Dios,  pasó  el  P.  Raimundo  los  dos  prime- 
ros años  de  su  ministerio  desde  el  año  de  1651  hasta  1653,  y  no  es  fácil  de 
entender  cómo  un  hombre  solo  en  tan  corto  tiempo  pudiese  bautizar  á 
todos  los  Guallagas,  reducir  tantas  naciones,  fundar  tantos  pueblos  y  ha- 
cer tantos  viajes  por  agua  y  tierra,  porque  no  hubo  nación  alguna  de  las 
convertidas  hasta  entonces  á  la  fe,  á  donde  no  se  extendiese  su  fervor  y 
que  no  fomentase  con  su  presencia.  Es  así  que  el  celo  es  ardiente  en  ex- 
tremo y  á  manera  de  fuego  que,  apoderándose  de  la  materia  dispuesta  ó 
disponiéndola  él  mismo,  todo  lo  consume  y  lo  transforma  en  si.  Mas  esto 
que  se  dice  en  pocas  palabras,  con  dificultad  se  comprende,  y  no  se  eje- 
cuta sino  á  fuerza  de  sudor  y  fatiga,  y  con  un  cúmulo  tan  grande  de  pe- 
nalidades, que  no  pueden  explicar  distintamente  las  palabras.  El  susten- 
to diario,  escaso  y  propio  de  la  bozalidad  de  los  indios;  la  cama  el  duro 
suelo,  la  habitación  en  una  choza,  los  viajes  continuos  sin  caminos  ni 
veredas,  el  trato  solamente  con  alarbes;  el  templar  á  unos,  el  condescen- 
der con  otros,  sufrir  su  fuerza,  acechar  á  sus  traiciones,  disimular  con- 
fianza, mostrar  siempre  amor,  reprender  libertades,  catequizar  á  unos 
brutos,  pulir  unos  salvajes,  hacerlos  racionales  para  que  se  hagan  cris- 
tianos, es  una  tan  pesada  carga  de  penas,  trabajos  y  tormentos,  que  no 
pudiera  llevar  un  hombre  flaco,  macilento,  llíigado,  siempre  enfermo  y 
nunca  restablecido.  Era  necesario  un  apóstol  fortalecido  de  la  gracia, 
sellado  con  la  vocación  divina  y  ayudado  especialisimamente  de  aquel 
Señor  que  dijo:  «Ecce  ego  mitto  vos.» 


Libro  III.— Capítulo  XIII  167 

Con  estas  alas  del  cielo  volaba  Santa  Cruz ,  y  como  nube  cargada  de 
celestial  rocío,  fecundizaba  his  naciones  por  donde  pasaba.  No  podemos, 
es  verdad,  individualizar  en  estos  varones  apostólicos  sus  excelentes  vir- 
tudes, y  mucho  menos  contar  las  acciones  heroicas  que  hicieron ,  porque 
quedaron  escondidas  en  las  breñas  y  no  las  supieron  explicar  los  que  ó 
no  las  conocían  ó  no  las  reparaban;  pero  por  los  rastros  que  dejaron  im- 
presos, podemos  sacar  sus  pisadas,  y  por  los  afanes,  incomodidades  y  fa- 
tigas, echamos  de  ver  aquellos  pechos  generosos  que  á  nada  cedían; 
aquellos  ánimos  invencibles  que  lo  facilitaban  todo,  y  aquellos  espíritus 
elevados,  que,  poniendo  todas  las  cosas  debajo  de  sus  pies,  no  aspiraban 
á  otra  cosa  en  sus  obras,  acciones  y  palabras  que  á  la  mayor  gloria  de 
Dios. 

Suavizaba  el  Señor  en  parte  al  P.  Raimundo  sus  grandes  trabajos, 
dándole  á  entender  en  varios  casos  particulares,  cuan  gratas  le  eran  á  su 
majestad  las  peregrinaciones  que  emprendía  y  el  trato  suave,  caritativo 
y  condescendiente  con  los  indios.  Dijo  un  día  cierto  indio  al  P.  Santa 
Cruz,  cómo  había  cortado  un  árbol  grandísimo  para  una  canoa,  que  vi- 
niese con  él  á  verle.  Luego  el  padre  se  puso  en  camino  para  darle  gusto, 
mas  antes  de  llegar  al  término  se  rindió  sin  poder  pasar  adelante  por  las 
llagas  que  tenía  en  pies  y  piernas,  renovadas  con  las  zarzas  y  abrojos 
del  camino.  El  mismo  indio  que  le  había  convidado  á  ver  el  árbol,  co- 
rrido ya  y  avergonzado  y  sentido  del  que  le  pareció  agasajo,  le  instó  á 
que  tomase  huelgo  y  fuerzas  y  lo  metió  en  una  cabana  que  estaba  ve- 
cina. Dejóse  llevar  el  padre  de  la  necesidad,  pero  el  cielo  le  dirigía  á  la 
choza  para  otros  fines.  Porque  entrado  que  hubo  en  ella,  reparó  en  una 
niña  como  de  diez  años  que  estaba  entre  unas  ollas ,  y  en  su  tristeza  y 
rostro  manifestaba  mucha  debilidad  ó  algún  accidente;  tomóla  el  pulso  y 
no  le  pareció  tan  débil  como  mostraba  la  cara.  Con  todo  eso  empezó  á  ca- 
tequizarla; oía  la  niña  con  gusto  y  admitía  la  doctrina,  cuando  de  una  ca- 
bana vecina ,  donde  ya  eran  cristianos  ,  vinieron  por  el  padre  para  que 
descansase  más  cómodamente  en  su  casa.  Determinó  al  principio  ir  luego 
adonde  era  llamado  y  consolar  á  los  cristianos,  con  ánimo  de  volver  á 
concluir  el  catecismo  empezado  por  la  niña.  Púsose  en  pie  para  el  viaje 
y  le  sobrevino  un  interior  impulso  que  le  forzaba  á  fenecer  la  obra.  Obe- 
deció á  Dios,  y  volviendo  á  sentarse,  instruyó  á  la  chica  y  la  bautizó. 
Hecha  esta  diligencia,  pasó  á  la  cabana  vecina,  y  aun  á  otras,  y  bautizó 
otra  niña  enferma  que  á  poco  murió.  Llamábale  el  cuidado  de  la  niña  de 
la  primera  cabana,  y  volvió  á  entrar  en  ella  antes  de  volverse  á  casa,  y 
encontró  que  ya  su  alma  había  volado  al  cielo  á  la  violencia  de  un  acci- 
dente que  no  pudo  vencer  su  debilidad. 

Alabó  el  misionero  la  inexcrutable  Providencia  divina  que  se  le  ma- 
nifestó en  aquellos  casos,  que  nuestra  ignorancia  llama  contingencias  y 
accidentes,  y  son  unos  efectos  muy  previstos  del  Señor  y  ordenados  por 
su  divina  elección  y  misericordia.  Convite  del  indio  por  curiosidad ,  con- 
descendencia caritativa  del  padre,  rendimiento  en  el  camino,  i^enovación 


158  Misiones  del  Marañón  Ebpañol 

de  las  llagas,  ranchería  donde  acogerse,  llamamiento  de  los  cristianos  de 
otra  choza,  todos  parecen  casualidades,  contingencias  y  accidentes,  y  to- 
dos fueron  efectos  de  la  dichosísima  predestinación  de  dos  almas,  que  en 
menos  cúmulo  de  accidentes  hubieran  perecido. 

Fué  semejante  á  esta  Providencia  del  Señor  la  que  se  descubre  en  los 
casos  siguientes:  Habiendo  de  volver  el  padre  de  la  Concepción  de  los 
Xeveros  á  su  pueblo  de  Santa  María  de  Guallaga,  y  estando  ya  dispuesta 
la  canoa  para  ir  por  agua,  mudó  de  repente,  sin  saber  por  qué  de  desti- 
no y  siendo  más  largo  y  penoso  el  camino,  quiso  con  todo  eso  hacerlo 
por  tierra  y  visitar  de  paso  el  pueblo  de  los  Paranapuras.  Al  entrar  en 
él  le  avisaron  que  en  una  casa  estaba  una  mujer  de  parto  y  en  mucho 
peligro  de  la  vida;  acudió  al  punto  á  la  casa,  y  al  mismo  llegar  parió  la 
dolorida  madre  un  niño.  Tomóle  luego  en  las  manos  el  P.  Santa  Cruz, 
bautizóle  sin  perder  tiempo,  y  antes  de  dejarle  ni  tener  tiempo  para  ello, 
murió  en  ellas  y  le  envió  al  cielo.  Todavía  estaba  en  la  misma  casa 
cuando  llegó  el  indio  enfermo  del  mismo  pueblo.  Preguntóle  el  padre 
quién  era.  «¡Ay  padre,  respondió,  yo  me  muero;  soy  catecúmeno,  y  no 
quiero  morir  sin  bautismo!»  Examinóle,  y  hallándole  bien  instruido,  le 
bautizó.  Reconociendo  de  allí  á  poco  por  el  pulso  y  la  respiración  que  se 
le  acababa  la  vida,  le  administró  la  Santa  Unción.  ¡Rara  cosa!  Al  aca- 
bar de  ungir  los  sentidos  faltaron  éstos  al  enfermo,  y  voló  su  alma  al 

cielo. 

Es  de  alabar  en  estos  casos  la  Providencia  amorosa  de  Dios  con  aque- 
llos pobres  indios;  mas  en  el  caso  siguiente  tiene  visos  de  milagrosa.  Lla- 
maron al  padre  en  Santa  María  de  Guallaga  para  que  asistiese  á  un 
indio  cristiano  que,  poseído  de  un  accidente  apoplético,  se  hallaba  en  los 
últimos  términos  de  la  vida.  Acudió  pronto,  y  al  entrar  en  la  casa  le 
recibió  el  principal  de  ella  diciendo:  «¡Ay,  padre,  que  vienes  tarde  y  en 
vano,  porque  ni  oye  ni  habla  ya  el  enfermo!»  Acercóse  el  misionero,  y 
experimentó  por  sí  mismo  lo  que  le  decían.  Retirado  á  un  aposentillo,  sus- 
piraba, lloraba,  clamaba  á  Dios  por  la  salvación  de  aquella  alma.  Cuan- 
do así  sollozaba,  se  halló  interiormente  movido  á  levantarse  del  sitio  y  á 
ver  cómo  le  iba  al  enfermo,  y  acercándose  á  él  le  dijo  en  voz  baja  si  que- 
ría confesarse.  A  que  respondió  el  enfermo  en  el  mismo  tono  de  voz  con 
admiración  de  los  presentes:  «Sí,  padre;  sí,  padre.»  Quedóse  solo  con  él, 
y  se  confesó  despacio.  Hizo  después  llamar  la  gente,  le  administró  los 
Sacramentos  y  le  ayudó  á  bien  morir,  oyendo  el  enfermo  todo  lo 
que  le  decía,  y  repitiendo  los  actos  que  le  inspiraban,  expiró  en  paz. 
Cuando  salía  el  padre,  acabado  su  ministerio,  dijo  como  por  despedida  al 
principal:  «¿Ves  cómo  no  era  sordo  y  cómo  hablabíi?»  A  que  respondió  el 
indio  prontamente:  "Padre,  sólo  á  ti  te  ha  oído  y  á  nadie  ha  podido  hablar 
sino  á  ti.»  Esto  dijo  el  indio  con  sinceridad,  porque  no  alcanzaba  á  más 
su  reflexión;  pero  nosotros  la  debemos  hacer  para  alabar  la  Providencia 
maravillosa  de  Dios  en  sus  siervos  y  en  la  salvación  de  aquellos  misera- 
bles gentiles. 


Libro  III.— üapítulo  XIV  159 

CAPITULO  XIV 

ESTADO  DE  LA  MISIÓN  DE  MAINAS  POR  LOS   AÑOS  DE  1653 

En  estos  dos  años  en  que  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  trabajó  tanto 
por  la  gloria  de  Dios,  extendiendo  su  celo  por  diferentes  naciones  y  fun- 
dando varias  reducciones  y  pueblos,  no  estuvieron  ociosos  los  demás  mi- 
sioneros. Porque  los  padres  Lucas  de  la  Cueva  y  Francisco  Figueroa 
hicieron  muchas  entradas  en  varias  partes  de  gentiles,  y  aun  hallo  es- 
crito que  fundaron  otros  dos  pueblos,  y  que  mudaron  á  ellos  su  residen- 
cia. Pero  como  no  nos  consta  del  nombre  de  estas  recientes  reducciones 
sólo  podemos  decir  por  conjeturas  que  para  esto  tenemos,  que  fuesen  al- 
gunos principios  de  la  conversión  de  los  Roamainas  y  de  los  Zapas,  que 
poco  tiempo  después,  como  veremos,  vivieron  en  dos  pueblos  respectivos 
de  los  Angeles  de  la  Guarda  y  de  San  Salvador. 

El  P.  Bartolomé  Pérez  residía  en  uno  de  los  antiguos  pueblos,  procu- 
raba aumentarle  en  familias,  y  entablar  las  prácticas  espirituales,  y  es- 
tablecimientos civiles  que  desde  los  principios  se  consideraron  necesarios 
para  la  duración  y  permanencia  de  la  misión  del  Marañen.  Otro  pueblo 
antiguo  estaba  á  cargo  de  uno  de  los  dos  misioneros  que  hablan  venido  de 
Quito  con  el  P.  Santa  Cruz.  Finalmente,  el  otro  estaba  en  la  ciudad  de 
Borja  en  compañía  del  P.  Gaspar  Cujía,  á  quien  ayudaba  en  los  ministe- 
rios espirituales  de  la  ciudad  y  en  la  explicación  del  catecismo  de  los  in- 
dios Mainas  que  vivían,  como  dijimos,  esparcidos  en  algunos  anejos  de- 
pendientes del  curato  de  Borja.  Los  pueblos  y  anejos  que  ya  en  este 
tiempo  estaban  á  cargo  de  siete  solos  misioneros,  y  que,  excepción  de  la 
capital  de  Borja,  habían  sido  fundados  de  los  nuestros  desde  el  año  de 
1638  hasta  el  de  1653,  son  los  siguientes: 

Ciudad  de  Borja,  de  Españoles  y  Mainas. 

San  Ignacio,  de  Mainas. 

Santa  Teresa,  de  Mainas. 

San  Luis,  de  Mainas. 

La  Concepción,  de  Xeveros. 

San  Pablo,  de  Pandabeques. 

San  José,  de  Ataguates. 

Santo  Tomé,  de  Cutinanas. 

Santa  María  de  Ucayale,  de  Cocamas. 

Santa  María  de  Guallaga,  de  Cocamas  ó  Cocamillas. 

San  Ignacio,  de  Barbudos. 

San  Xavier,  de  Agúanos. 

Nuestra  Señora  de  Loreto,  de  Paranapuras  y  Chayabitas. 

Anejo  de  Pambadeques  y  Cingacuchuscas. 


160  Misiones  del  Marañón  Español 

Estos  fueron  los  sudores  de  los  primeros  quince  años  de  los  misioneros 
del  Marañón,  en  donde  comenzando  á  trabajar  sólo  dos  padres  los  prime- 
ros años,  y  agregándose  otros  dos,  después  de  algún  tiempo,  abrieron  ca- 
mino para  tantas  naciones  que  fué  necesario  pedir  socorro  de  nuevos 
operarios,  y  últimamente,  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  en  los  dos  últi- 
mos años  hizo  ver  á  los  superiores  de  la  provincia  de  Quito  que  era  pre- 
ciso enviar  nuevos  trabajadores  para  la  cultura  de  tan  dilatada  vina, 
pues  no  era  posible  que  sólo  el  P.  Santa  Cruz  atendiese  á  cinco  pueblos 
tan  distantes  entre  sí  y  tan  recientes  en  la  fe.  Los  demás  misioneros  cui- 
daban á  lo  menos  de  un  pueblo  y  algunos  de  más,  y  por  esta  causa  era 
necesario  en  algunos  de  ellos,  que  el  catecismo  diario  se  hiciese  por  me- 
dio de  fiscales,  esto  es,  por  medio  de  algunos  indios  más  capaces  y  ya 
bautizados,  que  sabiendo  bien  la  doctrina  cristiana  la  podían  enseñar  con 
celo  y  fruto  á  los  indios.  Pero  este  medio  que  sugería  la  necesidad  y  falta 
de  sacerdotes,  no  era  bastante  para  que  los  pueblos  se  arraigasen  en  la 
fe  y  prendiesen  en  ellos  los  establecimientos  políticos,  que  se  contempla- 
ban necesarios  para  una  misión  florida. 

Por  esto  los  misioneros  clamaban  á  sus  hermanos,  y  pedían  ayuda 
para  tirar  á  la  orilla  las  redes  cargadas  de  tanta  multitud  de  peces,  pero 
siendo  el  camino  de  Quito  á  la  misión  tan  largo  y  escabroso,  y  siendo 
casi  imposible  la  salida  de  la  misión  á  Quito,  era  éste  uno  de  los  impedi- 
ir.cntos  punto  menos  que  insuperable  para  ser  socorridos.  Veremos  en  los 
libros  siguientes  los  increíbles  y  repetidos  esfuerzos  del  P.  Raimundo  en 
vencer  este  imposible,  hasta  que  hallado  y  demarcado  el  nuevo  camino, 
perdió  su  vida  en  la  demandíi . 


LIBRO  IV 


r)B  XjA.  ns^isiói«T  IDE  3L.OS  2Vwa:A.ii^.AS 


CAPITULO  PRIMERO 

ES  LLAMADO  EL    SUPERIOR  DE  LAS  MISIONES  PARA    EL  GOBIERNO    DE    LA 

PROVINCIA 

Hallábase  contento  el  P.  Gaspar  Cujía  en  su  curato  de  Borja,  no  tanto 
por  la  autoridad  que  le  concillaba  con  las  gentes  este  ministerio,  cuanto 
por  los  buenos  principios  de  la  misión  del  Marañón  en  que  habían  influido 
mucho  los  vecinos  de  la  ciudad,  particularmente  en  los  dos  seminarios 
que  se  habían  establecido  de  indios  y  de  indias,  para  el  fomento  de  los 
pueblos  nuevamente  formados.  Al  cabo  de  catorce  ó  quince  afios  de  su 
institución  habían  salido  á  las  reducciones  muchos  jóvenes  que,  aprendida 
eminentemente  la  doctrina  cristiana,  entendida  suficientemente  la  len- 
gua general  del  Inga,  y  enseñados  á  practicar  los  oficios  necesarios  en 
un  pueblo  de  buen  gobierno,  iban  introduciendo  en  ellas  la  piedad,  cul- 
tura y  policía.  De  la  misma  manera  las  niñas  enseñadas  á  coser,  bordar 
y  otros  oficios  del  sexo  mujeril  contribuían  por  su  parte  al  buen  orden  y 
aplicación  de  las  indias,  abriendo  escuelas  en  los  pueblos,  en  que  las  en- 
señaban aquellas  habilidades  que  habían  aprendido  en  la  ciudad.  El 
P.  Cujía,  que  había  sido  el  autor  de  este  género  de  seminarios,  estaba  muy 
gozoso  de  coger  ahora  los  frutos  que  preveía  en  su  primera  institución,  y 
por  lo  mismo  procuraba  llevar  adelante  una  obra  de  tanta  utilidad  á  las 
misiones. 

No  parece  que  faltaba  otra  cosa  para  ver  cumplidos  sus  deseos,  que 
una  nueva  recluta  de  misioneros  que,  pasando  á  los  pueblos  ya  fundados, 
diesen  lugar  á  los  antiguos,  para  hacer  nuevas  entradas  y  ocuparse  en 
nuevas  conquistas  del  mucho  gentilismo  que  por  muchas  partes  se  des- 
cubría. Estos  eran  los  votos  y  deseos  de  los  siete  sacerdotes  que  trabaja- 

11 


162  Misiones  del  Marañón  Español 

bañen  la  misión,  y  ésta  era  la  esperanza  del  P.  Gaspar  Cujía,  que,  como 
cabeza  y  superior  de  todos  ellos ,  echaba  de  ver  en  las  visitas  frecuentes 
que  hacía  de  las  reducciones  una  tan  considerable  falta  de  obreros,  á  que 
no  era  fácil  suplir  por  más  que  trabajasen  sus  subditos.  Pero  el  Señor,  que 
mide  las  cosas  con  sabiduría  más  alta  que  sus  criaturas,  dispuso  una  cosa 
bien  diferente  de  lo  que  se  pensaba,  que  si  bien  á  los  principios  fué  muy 
sensible  á  los  misioneros,  y  al  parecer  contraria  á  los  progresos  de  la 
misión,  vino  á  redundar  finalmente  en  aumento  de  ella  y  á  facilitar  la 
venida  de  nuevos  operarios.  Llamaron  al  P.  Gaspar  Cujía  para  los  em- 
pleos de  la  provincia,  y  quitándole  la  libertad  de  representar  ó  proponer 
le  señalaron  para  rector  del  nuevo  colegio  de  Cuenca.  Sintió  grande- 
mente esta  elección  la  ciudad  de  Borja,  en  donde  por  su  grande  pruden- 
cia ,  celo,  afabilidad  y  buen  modo  era  muy  bien  visto  y  estimado  de  los 
Bor jeños.  No  lo  sintieron  menos  sus  compañeros  é  hijos ,  porque  como  su- 
perior vigilante  y  amoroso  dirigía  todas  sus  entradas  y  salidas,  y  desde 
la  ciudad  de  Borja  estaba  sobre  todos ,  á  todos  acudía  y  en  nada  faltaba 
de  cuanto  podía  enviar  á  los  nuevos  establecimientos. 

Como  era  preciso  obedecer,  llamó  desde  luego  al  P.  Lucas  de  la  Cueva 
á  la  ciudad,  y  dejándole  por  superior  de  las  misiones  se  determinó  á  la 
partida,  encargando  mucho  que  se  hiciesen  vivas  diligencias  para  hallar, 
si  fuese  posible,  camino  más  breve,  que  no  sólo  diese  entrada  fácil  á  la 
misión ,  sino  también  que  permitiese  la  salida  cuando  pareciese  conve- 
niente; porque  aunque  por  el  Pongo  habían  entrado  hasta  entonces  á  la 
ciudad  de  Borja,  era  esta  entrada,  como  insinuamos,  peligrosa  y  la  salida 
imposible,  no  pudiendo  las  canoas  vencer  la  rapidez  de  sus  corrientes. 
Experimentólo  bien  el  P.  Gaspar  en  la  ocasión  presente,  porque  tuvo  que 
andar  para  llegar  á  su  colegio  de  Cuenca  muchos  centenares  de  leguas» 
y  esas  con  riesgos  evidentes  de  la  vida.  Caminó  por  el  Perú  hasta  cerca 
de  Lima,  y  de  aquí  dio  la  vuelta  casi  por  la  costa  del  mar  Pacífico  hasta 
encontrar  camino  por  donde  buscar  el  término  de  su  viaje.  En  peregri- 
nación tan  larga  tuvo  que  atravesar  muchos  ríos,  vencer  montañas  y 
seguir  veredas  peligrosas  cuyos  paraderos  no  estaban  bastantemente 
averiguados ;  mas  al  fin  arribó  venturosamente  al  colegio  de  Cuenca ,  y, 
como  llevaba  en  el  corazón  sus  misiones,  procuró  socorrerlas  largamente 
en  cuanto  pudo  todo  el  tiempo  que  le  duró  el  oficio  de  superior  en  aquel 
colegio.  No  las  socorrió  menos  en  los  años  siguientes,  porque  señalado  á 
poco  tiempo  por  provincial  de  toda  la  provincia ,  miró  siempre  con  par- 
ticular cariño  las  misiones  del  Marañón ,  como  quien  sabía  muy  bien  el 
grande  fruto  que  se  podía  esperar  en  estas  partes  con  la  predicación  del 
Evangelio  y  las  grandes  fatigas  y  trabajos  que  se  habían  de  padecer 
entre  un  número  tan  grande  de  naciones  como  él  mismo  había  conocido 
en  los  quince  años  de  su  residencia  en  la  ciudad  de  Borja. 

Volviendo  á  nuestros  misioneros,  luego  que  se  partió  de  las  misiones 
el  P,  Cujía,  comenzó  á  pensar  y  á  deliberar  sobre  el  modo  de  buscar  ca- 
mino más  breve,  más  fácil  y  más  derecho  á  la  ciudad  de  Quito,  El  punto 


LiBKO  IV.— Capitulo  II  103 

era  muy  dificultoso,  porque  no  se  veía  manera  cómo  por  tierra  se  pu- 
diese hallar  camino  transitable,  cuánto  menos  fácil  y  derecho  por  tantos 
montes  como  cierran  la  misión  de  Mainas  y  continúan  hasta  la  ciudad. 
Tampoco  por  agua  se  podía  esperar  el  conseguirlo,  porque  dado  caso  que 
son  muchos  los  ríos  que  del  norte  vienen  á  parar  al  Marañón,  pero  todos 
ellos  se  creí¿in  tener  su  nacimiento  de  montañas  altas  y  cerradas  ó  de 
cordilleras  inaccesibles  é  impenetrables.  Otro  nuevo  inconvenionte  se 
descubría  en  este  segundo,  y  eran  las  corrientes  precipitadas  con  que 
bajaban  los  ríos  al  Marañón,  los  cuales  bien  que  facilitarían  la  venida  de 
las  canoas,  negarían  la  salida  á  embarcaciones  tan  débiles. 

Entre  tantas  dudas  y  dificultades,  le  vino  á  la  memoria  al  P.  Raimundo 
de  Santa  Cruz  el  viaje  que  habían  hecho  desde  Quito  hasta  el  Para  los  Pa- 
dres Acuña  y  Artieda  con  el  capitán  Tejéira ,  y  propuso  á  los  demás  que 
se  podía  tentar  por  este  medio  y  averiguar  en  particular  las  entradas  y 
salidas  de  aquel  viaje;  pues  era  constante  que  el  capitán  Tejeira  habien- 
do salido  de  Quito  con  dichos  padres ,  y  después  de  haber  vencido  algu- 
nas montañas,  por  pocos  días  había  tomado  su  rumbo  por  un  río  grande 
que  viene  á  buscar  el  Marañón,  y  que  si  se  hallaba  la  junta  de  estos  dos 
ríos,  aunque  se  creía  estar  mucho  más  abajo  de  la  misión,  había  mucho 
andado  para  encontrar  la  salida  por  agua ,  lo  que  hasta  entonces  no  se 
había  podido  conseguir.  Añadía  el  P.  Raimundo  que  él  se  ofrecía  á  la 
empresa,  y  que  no  dudaba  hallar  entre  los  suyos  indios  fióles  y  constan- 
tes que  le  acompañarían  en  el  descubrimiento.  Agradecieron  los  demás 
misioneros  la  propuesta  del  P.  Santa  Cruz,  pareciendo  bien  á  todos  su 
resolución,  y  el  padre  comenzó  desde  luego  á  tomar  las  medidas  para  la 
empresa  de  que  se  encargaba. 


CAPITULO  II 

EMPRENDE  EL  P.    RAIMUNDO   DE   SANTA    CRUZ    BUSCAR  SALIDA  DE  LAS 

MISIONES   Á   QUITO 

Antes  de  arrojarse  Santa  Cruz  al  nuevo  y  peligroso  descubrimiento 
del  camino  en  que  pensaba,  hizo  que  se  encomendase  muy  de  veras  ne- 
gocio tan  arduo  á  San  Francisco  Xavier,  cuya  protección  y  amparo  había 
experimentado  especialísimamente  en  las  peregrinaciones  y  viajes.  En- 
cargó después  á  otro  misionero  el  cuidado  de  su  pueblo  y  de  los  anejos,  y 
animando  á  sus  hijos  los  Cocamas,  Agúanos  y  Barbudos  á  un  viaje  largo 
de  provecho  universal  de  la  misión  y  de  todos  los  particulares,  dispuso 
de  los  que  le  parecían  más  fieles  y  constantes  una  armadilla  de  canoas 
con  cien  indios,  todos  bizarros  y  valientes,  armados  con  sus  armas  y  pre- 
venidos de  sus  provisiones.  Hizo  también  que  fuesen  parte  de  lá  armada 
dos  soldados  españoles ,  que  con  sus  arcabuces  podían  hacer  en  aquellas 
tierras  la  armadilla  dispuesta  respetable.  Y  no  se  olvidó  de  llamar  algu- 


164  Misiones  del  Marañón  Español 

nos  Xeveros  que  ya  desde  entonces  habían  mostrado  su  valor  y  constan- 
cia en  los  peligros,  y  celo  por  la  extensión  y  aumento  de  la  misión. 

Estando  todo  á  punto,  hizo  señal  el  P.  Raimundo,  como  piloto  de  la 
mayor  gloria  de  Dios  y  descubridor  de  nuevas  aguas  y  tierras,  para  lle- 
var muchas  gentes  al  cielo,  y  empezó  á  moverse  la  armada,  que  á  poco 
tiempo  entró  en  el  río  Marañón.  Desde  aquí,  bogando  por  ocho  días  y 
ayudada  de  las  corrientes,  llegó  á  la  embocadura  de  un  río  grande.  La 
distribución  diaria  ordenada  del  misionero,  era  caminar  todo  el  día  sin 
detención  ninguna,  saltar  á  la  noche  en  tierra,  y  hechos  ranchos  rezar 
las  oraciones  acostumbradas ;  por  la  mañana  muy  temprano  decía  el 
padre  sumisa,  á  que  asistían  todos,  que  animados  con  sus  dulces  pala- 
bras, volvían  alegres  á  tomar  las  canoas  con  que  caminaban  al  día  coma 
veinte  leguas. 

Asegurado  Santa  Cruz  que  el  sitio  en  que  se  hallaban ,  después  de  los 
ocho  días  de  camino,  eran  las  juntas  que  buscaba  de  los  ríos  Ñapo  y  Ma- 
rañón, mandó  doblar  á  la  izquierda  y  subir  por  el  río  Ñapo.  Fué  grande 
el  trabajo  y  fatiga  de  los  fieles  indios  para  entrar  por  el  río,  porque  la 
rapidez  de  las  corrientes,  que  eran  grandes  á  la  misma  embocadura,  ven- 
cían las  canoas  ;  pero  al  fin,  con  la  porfía,  valor  y  constancia  de  los  Co- 
camas, se  consiguió  el  avanzar  á  donde  no  eran  ya  tan  fuertes  y  se  ca-^ 
minaba  con  más  descanso.  Navegaron  hacia  el  nacimiento  del  Ñapo 
como  un  mes  (guardando  la  distribución  insinuada  sin  azar  alguno  ni  des- 
gracia); pero  al  pasar  por  la  provincia,  que  se  llamó  después  de  los  En- 
cabellados,  quiso  el  Señor  probar  la  paciencia,  fidelidad  y  constancia 
de  su  siervo  Raimundo.  Viéronse  al  pas^r  por  estos  gentiles  con  otro  río 
grande  (á  lo  que  yo  pienso  el  Aguarico)  que  por  la  derecha  desembocaba 
en  el  Ñapo,  y  hallándose  confusos  saltaron  en  tierra,  sin  advertirlo  el 
padre,  cinco  Xeveros,  que  como  gente  franca  y  expedita,  dejando  en  las- 
canoas  sus  armas,  se  enderezaron  sin  miedo  ni  temor  á  una  casa  que  di- 
visaban en  el  monte,  y  encontrando  cuatro  indios  á  su  portada,"  les  pre- 
guntaron, del  modo  que  pudieron,  cuál  de  aquellos  dos  ríos  era  el  princi- 
pal. No  fué  la  respuesta  como  la  esperaban,  porque  apenas  habían  hecho 
la  pregunta  cuando  se  vieron  cercados  de  una  multitud  de  Encabellados, 
que  por  respuesta  mataron  con  sus  lanzas  á  cuatro  Xeveros  desarmados, 
y  con  hachas  de  piedra  les  cortaron  al  punto  las  cabezas,  que  llevaron 
en  triunfo  de  su  bárbara  valentía.  Uno  de  los  Xeveros  pudo  escapar  en 
la  refriega,  y  corriendo  á  las  canoas  dio  aviso  al  padre  de  lo  que  pasaba. 
Atravesado  éste  de  dolor  por  la  muerte  de  sus  cuatro  hijos,  saltó  al  punto 
en  tierra  con  los  dos  soldados  españoles  y  bastante  número  de  indios  ar- 
mados :  disparados  al  aire  los  fusiles,  huyó  la  muchedumbre  de  enemi- 
gos con  tanta  apresuración ,  que  dejaron  hasta  las  cabezas  de  los  muer- 
tos, las  cuales,  recogidas  con  sus  cuerpos,  enterró  el  padre  con  las  preces 
acostumbradas  de  la  iglesia,  y  volvieron  todos  á  sus  canoas. 

Aquí  estuvo  la  prueba  y  el  apuro  del  P.  Santa  Cruz,  porque  los  bogas. 
que  habían  estado  hasta  entonces  tan  alentados  y  animosos,  sin  ceder  á 


Libro  IV. — Capítulo  1 1  l(j5 

ti-abajos  ni  á  peligros,  llenos  ahora  de  terror  y  miedo  por  la  muerte  de 
sus  compañeros,  y  recelando  mayores  desastres  no  querían  pasar  ade- 
lante :  con  la  aprensión  de  mayores  males  se  les  caían  los  remos  de  las 
manos,  y  clamaban  todos  por  la  vuelta  á  sus  tierras.  Hirió  profunda- 
mente el  corazón  del  misionero  esta  resistencia  no  esperada,  y  encomen- 
dándose por  un  buen  rato  á  Dios ,  á  la  Virgen  su  abogada  y  á  San  Fran- 
<3Ísco  Xavier,  protector  de  la  empresa ,  se  volvió  con  resolución  á  los  in- 
dios, y  les  habló  en  esta  sustancia:  «¿Qué  es  esto,  hijos  míos;  qué  es  esto 
•que  veo  en  vosotros?  Hasta  aquí  tan  fieles,  tan  constantes  y  animosos  que 
ni  os  han  acobardado  los  peligros,  ni  quebrantado  los  trabajos,  ni  vencido 
las  dificultades;  ¿y  será  posible  que  os  derribe  ahora  una  leve  incertidum- 
bre,  y  que  os  trastorne  un  temor  vano?  ¿Cómo  ha  entrado  en  esos  valien- 
tes corazones  tan  fea  cobardía,  que  más  que  temor  fundado  es  una  pusi- 
lanimidad vergonzosa?  La  desgracia  que  acaba  de  suceder  debe  de  en- 
cender vuestro  celo  y  dar  nuevos  estímulos  á  vuestro  valor  y  esfuerzo. 
Vuestros  hermanos  los  Xe veros  ya  recibieron  en  el  cielo  el  premio  de  su 
fidelidad  y  la  corona  de  sus  afanes  y  trabajos.  Sus  enemigos  no  queda- 
rán sin  el  castigo  de  aquel  Señor  que  todo  lo  dispone  ó  permite  á  favor 
de  los  suyos.  No  queráis,  hijos  de  mi  corazón,  caer  en  una  vileza  tan 
grande  y  dejaros  llevar  de  tan  abominable  cobardía,  que  desamparéis  al 
que  siempre  ha  sido  vuestro  padre,  que  vino  á  buscaros  con  tanto  trabajo 
de  tierras  tan  distantes,  y  que  siempre  ha  procurado  con  todas  sus  fuer- 
zas vuestra  salud  eterna,  vuestro  bien  y  vuestros  adelantamientos.  Lo 
más  está  ya  vencido,  casi  todo  está  ya  hecho.  Con  poco  más  de  paciencia 
llegaréis  en  breve  á  la  capital  de  Quito,  descansaréis  y  seréis  regalados, 
y  acariciados  más  de  lo  que  podéis  pensar  de  mis  hermanos,  que  son  mu- 
chos, y  todos  se  desvivirán  por  vosotros.  Allí  veréis  una  hermosa  ciudad 
de  españoles  y  de  indios  cristianos  que  os  franquearán  sus  casas  y  sus 
haciendas,  porque  la  caridad  cristiana  les  ensancha  el  corazón  con  sus 
hermanos.  Ea,  hijos  míos  queridos,  resolved  lo  que  quisiereis;  que  yo  sólo 
y  sin  compañía  estoy  determinado,  si  volvéis  atrás,  á  vadear  ríos,  trepar 
por  breñas  y  atravesar  montañas,  á  trueque  de  hallar  camino  más  breve, 
fácil  y  derecho  para  que  mis  hermanos  los  jesuítas  puedan  venir  á  vos- 
otros y  ayudaros  y  socorreros  más  colmadamente.» 

Encendiéronse  los  ánimos  de  los  Cocamas  con  este  discurso,  y  mo- 
viendo Dios  los  corazones,  clamaron  todos,  á  voz  en  grito,  que  querían 
seguir  al  padre,  aunque  hubiesen  de  morir  en  el  camino.  Y  diciendo  y 
haciendo,  llenos  de  coraje  y  avergonzados  ya  de  su  cobardía,  dieron 
fuerza  á  los  remos  y  en  pocos  días  llegaron  á  un  puerto  llamado  Belo, 
habiendo  navegado  como  cuarenta  días  contra  las  corrientes  del  Ñapo. 
Descubrieron  desde  este  sitio  unas  chozas  de  indios  no  distantes,  que  pre- 
guntados de  los  nuestros  en  dónde  se  hallaban ,  respondieron  que  falta- 
ban como  tres  días  de  navegación  para  llegar  á  un  pueblo  que  era  tam- 
bién puerto  llamado  Ñapo,  y  que  de  aquí  á  la  ciudad  de  Archidona  era 
bien  corto  el  camino  por  tierra.  Abrióseles  el  cielo  con  esta  nueva  y  die- 


166  Misiones  del  Marañón  Español 

ron  muchas  gracias  á  Dios,  que  les  había  conducido  hasta  aquel  término 
sin  más  desgracia  que  la  de  los  cuatro  Xeveros ,  librándolos  de  mil  peli- 
gros de  fieras,  de  precipitados  raudales  y  de  indios  guerreros,  en  los  cua- 
les habían  hallado  comúnmente,  no  sólo  humanidad,  sino  matalotaje.  No 
acababan  de  entender  los  indios  cómo  en  tanta  confusión  de  bocas  de  ríos, 
habían  podido  acertar  sin  guía  y  sin  práctico  con  el  puerto  deseado.  Pera 
el  P.  Santa  Cruz  sabía  muy  bien  que  la  aguja  de  marear  que  le  había  di- 
rigido y  sacado  á  salvamento,  en  tanta  variedad  de  rumbos  como  á  una 
y  á  otra  mano  se  habían  presentado,  era  la  confianza  en  Dios,  en  cuyas, 
manos  se  había  puesto  y  á  cuya  gloria  enderezaba  su  paso. 

Animados  los  indios  con  la  noticia  de  las  cercanías  del  pueblo  de  Ñapo,, 
de  Archidona  y  de  Quito,  todo  les  parecía  ya  fácil,  no  sólo  llevadero.  A 
los  tres  días  de  navegación  tomaron  el  puerto  de  Ñapo,  en  donde  dejó  el 
P.  Santa  Cruz  un  soldado  español  con  más  de  la  mitad  de  los  indios  en 
guarda  de  las  canoas,  prometiéndoles  volver  en  breve  con  socorros  y 
provisiones.  Y  con  el  otro  soldado  y  cuarenta  indios ,  los  más  recios  y 
briosos ,  prosiguió  su  viaje  por  tierra  hacia  Archidona ,  á  donde  llegó  á 
los  tres  días,  después  de  haber  vencido,  pero  con  alegría  de  todos,  aspe- 
rísimas montañas.  Caminaron  otros  siete  hasta  arribar  á  Baeza,  de  cuya 
ciudad  llegaron  en  cuatro  á  la  entrada  misma  de  Quito.  No  le  pareció  al 
P,  Raimundo  entrar  en  la  ciudad  con  aquella  comitiva  sin  dar  antes  aviso- 
ai  padre  rector  del  colegio,  y  así  se  quedó  esperando  sus  órdenes  en  la 
parroquia  de  Santa  Prisca,  puesta  en  la  amenidad  del  célebre  ejido  de 
Anacquito,  que  viene  á  ser  un  prado  vistoso  y  extendido.  Aquí  se  divirtió, 
mientras  venia  la  respuesta  del  superior,  en  mostrar  á  sus  indios  monta- 
races la  hermosura  de  aquellos  campos  abiertos  y  trabajados ,  la  gran- 
deza de  la  ciudad,  el  mucho  trajín  de  su  entrada,  la  superioridad  en  aquel 
bello  país  tan  diverso  del  suyo,  todo  montes,  cavernas  y  soledad;  y  final 
mente,  todas  aquellas  cosas  que  les  podían  aficionar  á  las  conveniencias, 
que  hay  en  las  ciudades  y  que  se  hallan  en  el  comercio  de  los  pueblos. 


CAPITULO  III 

ENTRADA  GLORIOSA   DEL  P.    SANTA  CRUZ   CON   SUS   INDIOS    EN   LA  CIUDAD» 

DE    QUITO 

Luego  que  se  supo  en  el  colegio  de  Quito  la  venida  del  P.  Raimundo- 
de  Santa  Cruz  con  sus  indios,  y  que  estaba  esperando  el  orden  de  su  su- 
perior para  entrar  en  la  ciudad,  puso  Dios  en  el  pensamiento  á  un  her- 
mano coadjutor,  de  singular  espíritu  y  virtud ,  que  la  entrada  del  padre- 
con  aquellas  primicias  de  la  fe  era  propiamente  un  triunfo  glorioso  de  ella^ 
y  que  convenía  recibir  á  los  nuevos  cristianos  con  la  mayor  solemnidad^ 
ostentación  y  aparato.  El  mismo  Señor,  sin  duda  para  ensalzar  la  humil- 
dad de  su  siervo  Raimundo,  y  para  confirmar  á  los  indios  en  la  fe,  movió  al 


Libro  IV.— Capítulo  III  H'7 

virtuoso  hermano  para  que  comunicase  con  el  superior  el  pensamiento 
que  le  daba,  diciendo  que  le  parecía  conveniente  recibir  al  misionero  y 
aquellos  tiernos  cristianos ,  con  una  procesión  solemnísima  para  que  hi- 
ciesen más  aprecio  de  nuestra  santa  fe  y  volviesen  á  sus  tierras  bien  confir- 
mados en  ella.  Lo  que  sería  sin  duda  de  grande  ayuda  y  provecho  para  la 
extensión  de  las  misiones  cuando  allá  en  el  Marañón  contasen  á  los  gen- 
tiles el  solemne  recibimiento  que  les  habían  hecho  los  cristianos.  Cuadró 
al  superior  el  pensamiento,  y  enviando  provisiones  al  P.  Santa  Cruz  y  á 
sus  neófitos,  y  recado  de  que  esperasen  cerca  de  la  ciudad  hasta  nuevo 
aviso,  fué  á  verse  con  el  señor  obispo,  que  á  la  sazón  era  el  ilustrísimo 
Montenegro,  y  le  propuso  su  idea  Aprobóla  desde  luego  aquel  prudente 
prelado,  muy  gozoso  de  que  se  ordenase  un  solemnísimo  recibimiento  á 
la  santa  fe  que  venía  triunfante  en  los  nuevos  cristianos  de  tan  lejanas 
tierras. 

Llegado  el  día  señalado,  se  dispuso  á  placer  del  señor  obispo  y  cate- 
dral, de  la  Real  Audiencia  y  gobernador,  la  entrada  en  la  ciudad  con 
cuanta  eclesiástica  celebridad  se  pudo  disponer  la  ostentación  de  un 
triunfo  de  la  fe.  Juntáronse  en  la  iglesia  del  colegio  de  Quito  sus  tres  con- 
gregaciones, de  Nuestra  Señora  de  Loreto,  de  la  Presentación  y  del  Sal- 
vador; compusieron  sus  imágenes,  aderezaron  los  estandartes,  sacaron 
todos  los  cirios,  de  que  tenían  grande  abundancia,  y  trajeron  una  multi- 
tud de  cohetes ,  género  muy  usado  en  todas  las  fiestas  de  la  ciudad.  Con- 
gregada la  gente,  y  no  faltando  nada  de  lo  que  creyeran  necesario  para 
una  solemne  procesión,  comenzaron  á  caminar  los  congregantes  forma- 
dos en  dos  filas  y  con  sus  cirios  en  las  manos.  Seguían  á  éstos  los  padres 
y  hermanos  del  colegio,  de  la  misma  manera.  Iba  delante  de  todos  una 
insigne  estatua  de  San  Francisco  Xavier,  Apóstol  de  las  Indias,  en  su  traje 
regular  de  peregrino;  en  medio  llevaban  una  imagen  de  Nuestra  Señora, 
y  cerraba  la  procesión  otra  del  Salvador,  con  una  buena  música  de  can- 
tores y  muchos  instrumentos  de  violines,  arpas,  chirimías  y  clarines.  Así 
caminaba  la  procesión  hacia  la  parroquia  de  Santa  Bárbara,  cerca  de 
los  muros  de  la  ciudad.  Los  fuegos  artificiales  que  se  echaban  al  aire,  el 
son  de  los  instrumentos  y  la  voz  que  había  corrido  de  la  entrada  célebre,, 
convocaron  en  breve  el  concurso  de  toda  la  ciudad. 

El  P.  Raimundo  estaba  ya  con  sus  indios  en  Santa  Bárbara  espe- 
rando la  procesión  como  se  le  había  ordenado,  y  les  había  vestido  de 
aquel  traje,  que  es  p¿tra  ellos  la  mayor  demostración  de  celebridad  y 
alegría.  Tenían  todos  puestos  sus  camisetas  blancas  de  algodón  hasta 
media  pierna,  porque  es  para  los  indios  el  color  blanco  la  mayor  gala  y 
regocijo ;  las  cabezas  estaban  airosamente  adornadas  de  guirnaldas  de 
plumas  de  varios  colores.  Tenían  todos  sus  rosarios  pendientes  del  cuello,, 
el  arco,  flechas  y  carcax  colgados  del  hombro  izquierdo,  y  en  su  mano 
derecha  tenía  cada  uno  una  vela  de  á  libra. 

Llegada  la  procesión  á  Santa  Bárbara ,  después  de  una  breve  oración 
que  hicieron  todos,  distribuyó  el  P.  Raimundo  sus  indios  entre  los  congre- 


168  Misiones  del  Marañón  Español 

gantes,  y  se  ordenó  la  vuelta  con  la  mayor  formalidad,  orden  y  modes- 
tia en  tan  gloriosa  entrada.  Iba  el  misionero  en  medio  de  sus  ovejas  en- 
tonando las  oraciones  de  la  doctrina  cristiana  en  lengua  inga,  á  que  res- 
pondían los  indios  con  acordes  voces,  enterneciendo  aun  á  las  piedras  y 
derritiendo  en  devoción  á  cuantos  les  oían.  Todo  encarecía  la  admiración 
y  ternura  de  la  innumerable  gente  que  iba  en  séquito  de  la  procesión,  el 
repique  de  todas  las  campanas  de  la  ciudad,  el  estruendo  casi  continuo 
de  los  voladores  y  el  son  de  los  tambores  y  clarines ,  que  resonaban  de 
trecho  en  trecho,  y  otros  varios  instrumentos  músicos  que  estaban  alre- 
dedor de  la  estatua  del  Salvador,  significando  al  vivo  el  triunfo  de  nues- 
tra santa  fe,  victoriosa  en  los  nuevos  cristianos  de  la  ciega  gentilidad 
del  Marañón.  Todo  era  aplausos,  todo  aclamaciones.  Hombres  y  mujeres, 
niños  y  viejos,  eclesiásticos  y  seculares,  todos  mostraban  en  sus  semblan- 
tes la  alegría  y  regocijo,  y  cuánto  se  interesaban  en  el  triunfo  glorioso  de 
nuestra  sagrada  Religión. 

Pero  lo  que  más  llevaba  la  atención  de  todos  era  el  P.  Raimundo  de 
Santa  Cruz,  á  quien  miraban  como  á  un  Xavier  entre  sus  indios.  Veíanle 
en  el  mismo  traje  con  que  vivía  en  la  misión,  con  una  media  sotana  tosca 
de  algodón  negro,  que  á  manera  de  saco  sólo  llegaba  á  media  pierna, 
toda  hecha  jiras  por  las  espinas  y  abrojos  del  camino.  Su  rostro  estaba 
denegrido,  flaco  y  consumido,  la  cabeza  sin  cabellos  y  las  piernas  llenas 
de  llagas  y  los  pies  con  unas  malas  sandalias.  Pero  aunque  flaco,  con- 
sumido y  acabado,  entonaba  con  tanto  esfuerzo,  alegTÍa  y  espíritu  las 
oraciones  á  sus  indios,  que  sus  ecos  eran  pasmo  á  la  edificación,  y  movían 
á  todos  á  ternura,  devoción  y  lágrimas 

Entró  la  procesión  en  el  convento  de  las  monjas  de  la  Concepción,  que 
es  la  primera  iglesia  para  pasar  á  la  catedral,  y  la  recibió  el  numeroso 
coro  de  aquellas  religiosas,  con  un  solemne  y  devoto  Te  Deum  laudamus,  á 
que  se  siguieron  otros  oportunos  villancicos  como  en  regocijo  del  triunfo 
de  la  fe  de  su  Esposo.  Pero  si  se  alegraron  mucho  las  fieles  esposas  de 
Jesús  con  la  vista  de  los  nuevos  cristianos,  derramaron  muchas  lágrimas 
de  consuelo  y  de  ternura  al  ver  al  misionero  tan  macilento  y  desfigurado. 
Pasó  de  aquí  la  procesión  por  la  plaza  mayor,  en  donde  el  señor  obispo 
desde  su  palacio  y  el  presidente  y  oidores  desde  sus  casas  reales,  vieron 
con  singular  complacencia  aquel  triunfo  sin  comparación  más  glorioso 
que  todos  los  triunfos  de  los  emperadores  romanos. 

Al  llegar  á  la  catedral  fué  recibida  de  su  venerable  deán  y  cabildo 
que,  con  sobrepellices  y  todo  aparato,  la  estaban  esperando  á  la  puerta 
de  la  iglesia.  Cantó  su  buena  música  otro  Te  Deum  laudanms,  y  subiendo  el 
P.  Raimundo  por  orden  del  señor  deán  hasta  el  altar  mayor  en  donde  es- 
taba expuesto  con  singular  aparato  el  Santísimo  Sacramento,  hecha  una 
breve  oración  de  rodillas  con  sus  neófitos,  les  hizo  una  fervorosa  exhor- 
tación en  lengua  cocama,  dirigida  á  confirmarlos  en  la  fe  de  aquel  Señor 
que  los  recibía  en  sus  brazos.  Concluyóse  la  plática  con  la  salutación  or- 
ílinaria  de  los  indios,  que  esforzando  la  voz  dijeron:  «Alabado  sea  el  San- 


Libro  IV.— Capítulo  III  Kíí) 

tísimo  Sacramento.»  Apenas  dijeron  estas  palabras  cuando  todo  el  pueblo, 
lleno  de  ternura,  las  repitió  á  voces,  y  conmovidos  todos  de  tan  glorioso 
espectáculo,  clamaban  más  y  más  nuevos  y  antiguos  cristianos  y  se  des- 
hacían en  alabanzas  del  verdadero  Dios,  derramando  éstos  tiernas  lá- 
grimas por  ver  alabado  á  su  Señor  de  gentes  tan  extrañas  y  que  habían 
estado  por  tanto  tiempo  sin  conocerle. 

Satisfecha  á  vista  de  Dios  Sacramentado  la  devoción  de  tan  cristiano 
concurso,  comunicándose  unos  á  otros  el  consuelo  por  los  ojos  y  exhor- 
tándose á, mirar  la  maravilla  que  tenían  delante,  prosiguió  la  procesión 
hasta  la  iglesia  del  colegio.  Cuatro  prebendados  venerables  de  la  cate- 
dral llevaron  en  sus  hombros  la  imagen  de  San  Francisco  Xavier  con 
singulares  demostraciones  de  devoción  y  afecto,  celebrando  con  el  hecho 
mismo  los  loores  de  los  que  imitaban  sus  pasos  y  su  gran  celo  en  ganar 
almas  para  el  cielo.  En  la  iglesia  de  la  Compañía  fué  recibida  como  en 
las  otras  con  el  tercero  Te  Deuní  laudamus,  cantado  en  música  y  con  la 
mayor  solemnidad;  colocóse  la  imagen  del  Apóstol  de  las  Indias  en  la 
capilla  mayor,  como  capitán  general  de  estas  empresas,  en  un  altar  que 
estaba  dispuesto  y  ricamente  adornado.  Cantóse  su  oración  y  otras  en 
acción  de  gracias,  y  puestas  las  otras  imágenes  en  sus  respectivas  capi- 
llas, se  dio  fin  á  tan  gloriosa  función,  que  dio  mucho  lustre  y  crédito  á 
los  trabajos  apostólicos  de  los  misioneros  del  Marañón. 

Al  deshacerse  el  concurso  hubo  muchos  convites  de  varias  personas 
calificadas  que  á  competencia  querían  hospedar  á  los  nuevos  cristianos, 
pero  no  permitió  la  Compañía  que  saliese  ninguno  de  su  casa,  parecién- 
dole  debido  concurrir  con  esmero  al  regalo  de  los  hijos  que  había  engen- 
drado en  el  Evangelio.  Pasaron  los  indios  de  la  iglesia  al  colegio,  y  no 
sin  dificultad  por  el  mucho  concurso  de  eclesiásticos  y  seculares  que  re- 
gocijados con  la  vista  de  Santa  Cruz,  todos  querían  saludarle ;  unos  como 
á  concolega,' otros  como  á  condiscípulo,  y  muchos  como  á  maestro  de 
quien  habían  aprendido  letras  humanas  y  retórica.  Pero  aunque  recibía 
el  misionero  los  agasajos  y  plácemes  de  todos  con  agrado,  lo  refería  todo 
á  Dios,  y  atendía  principalmente  al  hospedaje  de  sus  indios,  cuya  tropa 
iba  conduciendo  por  lo  interior  del  colegio,  alabando  sus  buenas  cualida- 
des, y  llamándolos  hijos  suyos,  que  con  tanta  fidelidad  y  amor  habían 
concurrido  al  desempeño  de  sus  empresas.  Fueron  hospedados  en  un 
cuarto  bajo  capaz,  donde  les  repartieron  piezas  para  su  habitación;  y 
a,sí  en  este  día,  como  en  los  demás,  se  les  dio  de  comer  en  abundancia.  El 
P.  Raimu-ndo  quiso  retirarse  á  su  aposentillo,  pero  no  lograba,  como  se 
deja  bien  entender,  el  retiro  que  deseaba ,  ni  el  olvido  de  todos  que  por 
su  humildad  pretendía;  porque  ansiosos  los  padres  y  hermanos  del  cole- 
gio de  verle  á  satisfacción  y  gozar  de  sus  dulces  y  amorosas  palabras,  no 
¿icertaban  á  separarse  de  él :  lo  que  no  es  fácil  explicar  con  palabras,  y 
dejamos  á  la  consideración  de  los  lectores. 

Esta  fué  la  entrada  gloriosa  del  P.  E^aimundo  de  Santa  Cruz  en  la 
ciudad  de'Quito,  acompañado  de  sus  hijos  los  indios,  la  cual  sucedió  en  el 


170  Misiones  del  Marañón  Español 

afio  de  1654,  día  memorable  en  aquella  ciudad  y  de  tanto  triunfo,  que  no 
parece  haberle  tenido  mayor  ninguna  hazaña  gloriosa  de  los  más  valero- 
sos capitanes.  Y  esto  nos  trae  á  la  memoria  la  entrada  de  D.  Gonzalo  Pi- 
zarro  tantos  años  antes ,  después  de  tantas  miserias  y  desastres.  ¡  Cuan 
diferente  fué  la  salida  y  entrada  de  este  pobre  religioso,  despreciador  del 
mundo  á  la  entrada  y  salida  de  aquel  conquistador  famoso!  Sale  Pizarro 
de  Quito  con  4.000  indios  y  buen  número  de  españoles,  lucidos  y  valien- 
tes, á  buscar  nombre  y  fama,  y  adquirir  riquezas  y  tesoros;  y  vuelve  casi 
solo,  y  desnudo  y  muertos  todos  sus  indios  en  los  caminos ,  y  perdida  la 
mayor  parte  de  los  españoles.  Sale  Santa  Cruz  de  Quito,  olvidado  y  des- 
preciado en  los  ojos  del  mundo,  en  busca  de  las  almas  con  solo  una  cruz 
y  un  breviario,  y  vuelve  rico  como  un  Jacob .  con  dos  ¡tropas  de  hijos  es- 
pirituales, una  que  deja  atrás  en  el  puerto  de  Ñapo  y  otra  que  trae  con- 
sigo, con  la  cual  entra  triunfante  en  la  ciudad.  Sale  Pizarro  de  Quito  con 
todo  género  de  armas,  pertrechos  y  prevenciones,  pensando  avasallar 
todas  las  naciones  del  Marañón  y  demás  ríos,  y  vuelve  después  de  ha- 
berlo perdido  todo  sin  haber  conquistado  ni  un  palmo  de  tierra  y  gastado 
casi  tres  años  en  arribar  con  increíble  fatiga  á  las  juntas  del  Ñapo,  y 
viéndose  al  fin  burlado  de  su  confidente  Orellana.  Sale  Santa  Cruz  de 
Quito  sin  más  armas  ni  pertrechos  que  la  confianza  en  Dios  y  descon- 
fianza de  sí  mismo,  entra  felicísimamente  por  el  temido  Pongo  y  con- 
quista para  Dios  y  para  el  rey  muchas  naciones  de  gentiles,  emprende 
con  los  nuevos  indios  desde  lo  más  alto  del  Marañón  un  viaje  dilatado, 
encuentra  sin  práctico  ni  guía  las  juntas  deseadas  de  los  ríos,  y  en  cin- 
cuenta y  un  días  de  navegación  y  otros  pocos  por  tierra,  entra  glorioso  en 
la  ciudad  sin  haber  empleado  en  tantas  empresas  y  caminos  mucho  más 
tiempo  que  el  que  gastó  D.  Gonzalo  en  su  desgraciada  ida  y  más  desgra- 
ciada vuelta  de  las  juntas  del  Ñapo  y  Marañón.  Sale,  finalmente,  Pizarro, 
como  gobernador  de  la  provincia,  con  toda  la  potestad  que  le  correspon- 
día pensando  eternizar  su  nombre  en  la  conquista  de  un  nuevo  mundo,  y 
vuelve  abatido,  consumido  y  afrentado,  y  perdidos  los  caudales  y  muerta 
su  gente,  sin  haber  topado  con  otros  enemigos  que  los  mosquitos  y  pla- 
gas de  los  montes,  y  entra  en  Quito  en  tiempos  de  confusión  y  guerras 
en  que  apenas  pudo  conseguir  lo  necesario  para  cubrir  su  desnudez.  Sale 
Santa  Cruz,  pobre  y  humilde  en  sus  ojos,  sin  ser  visto  ni  atendido  de  na- 
die, pensando  extender  la  gloria  de  Dios  á  costa  de  su  propia  humillación 
y  abatimiento,  y  le  entrega  el  Señor  tanto  número  de  infieles  y  entra  ri- 
quísimo en  Quito  con  el  tesoro  de  las  almas  en  tiempos  de  su. na  paz,  y  es 
aclamado  y  vitoreado  de  todos  sus  ciudadanos  como  apóstol  del  Mara- 
ñón, no  pudiendo  su  humildad  huir  de  tantos  aplausos.  Tanta  verdad  es 
que  sigue  la  gloria  verdadera  á  quien  huye  de  corazón  de  los  aplausos, 
y  que  no  halla  sino  confusión  y  afrenta  el  que  anda  en  seguimiento  de  la 
honra. 


Libro  IV.— Capítulo  IV  17 i 


CAPITULO  IV 

ADMINÍSTRASE  CON  TODA  SOLEMNIDAD  EL  SACRAMENTO  DE  LA  CONFIRMACIÓN 
Á  LOS  INDIOS  Y  TRATA  EL  P.  RAIMUNDO  DE  SU  VUELTA 

A  la  entrada  gloriosa  del  P.  Santa  Cruz  en  la  ciudad  de  Quito,  dispuso 
la  providencia  que  se  añadiese  otra  solemnidad  no  menos  oportuna  para 
arraigarlos  en  la  fe  y  para  aficionarlos  más  á  los  antiguos  cristianos. 
Quiso  el  señor  obispo  de  aquella  catedral  confirmar  á  los  cuarenta  indios 
y  celebrar  la  función  con  el  mayor  aparato  en  la  iglesia  de  la  Compañía 
de  Jesús.  Todos  se  alborozaron  al  entender  la  resolución  del  prelado.  Re- 
bosaba de  contento  el  misionero,  conociendo  que  el  Señor  había  endere- 
zado sus  pasos  hacia  la  ciudad  de  Quito  con  la  comitiva  de  los  nuevos 
cristianos  para  el  provecho  de  éstos  y  para  el  mucho  bien  que  esperaba 
seguirse  de  tan  sagrada  función  en  todo  el  distrito  de  las  misiones,  en 
donde  los  mismos  indios  serían  los  panegiristas  de  las  grandezas  de  nues- 
tra Religión  y  de  la  caridad  de  los  ciudadanos.  Alegráronse  los  gremios 
todos  de  la  ciudad,  el  cabildo  eclesiástico,  la  real  cancillería,  la  real  au- 
diencia, caballeros  y  ciudadanos,  porque  todos  pensaban  tener  parte  en 
obsequiar  á  los  nuevos  cristianos,  ya  que  no  habían  podido  lograr  el  hos- 
pedarlos en  sus  casas.  * 

Concurrieron  de  todas  clases  al  P.  Santa  Cruz  muchos  respetables  su- 
jetos, deseando  tener  el  consuelo  de  que  el  mismo  padre  de  su  mano  les 
señalase  algún  indio  por  ahijado  en  la  confirmación,  en  que  tendrían  á 
gran  dicha  y  honra  el  ser  padrinos.  Eran  tantos  los  pretendientes  que  no 
se  pudo  contentar  á  todos,  pero  se  tuvo  atención  con  los  que  parecían 
tener  más  derecho  ó  conveniencia,  como  eran  el  señor  presidente,  el  co- 
rregidor, varios  oidores,  prebendados  y  caballeros.  Compraron  luego  va- 
rias telas  preciosas  los  padrinos  para  vestir  ricamente  á  sus  ahijados,  les 
probaban  los  vestidos  y  les  enseñaban  el  modo  de  usarlos  y  traerlos.  Es- 
taban pasmados  los  indios  de  tanto  agasajo  y  de  que  señores  tan  grandes 
les  tratasen  con  tanta  afabilidad  y  cariño ;  pero  se  les  daba  á  entender 
que  todo  esto  les  venía  por  la  gran  dicha  que  habían  adquirido  por  el 
santo  bautismo,  y  por  la  alteza  y  dignidad  de  la  Religión  que  profesa- 
ban, y  el  P.  Raimundo  se  aprovechaba  muy  bien  de  lo  que  entraba  por 
los  ojos  á  sus  indios  para  que  formasen  un  concepto  ventajoso  de  lo  que 
era  ser  cristiano. 

Llegado  el  día  señalado  para  las  confirmaciones  de  los  indios,  colgada 
magníficamente  la  iglesia,  puesto  su  sitial  para  el  obispo,  sillas  de  car- 
mesí para  la  real  audiencia  y  muchos  asientos  para  el  gran  concurso  que 
habían  convocado  las  prevenciones ,  iban  entrando  los  señores  padrinos 
con  los  principales  personajes  de  tan  vistosa  obra,  que  eran  los  Cocamasr 
Agúanos  y  Xeveros.  Venían  ricamente  vestidos  y  como  de  corte  los  quo 


172  MisioxKS  DEL  Marañón  Español 

poco  antes  parecían  salvajes  en  sus  montañas.  Todos  traian  calzones 
a,biertos,  á  usanza  de  Quito,  de  lienzos  delicados  con  hermosas  puntas; 
las  camisas  interiores  también  eran  delicadas,  las  que  llaman  camisetas, 
que  viene  á  ser  un  vestido  que  coge  desde  los  hombros  á  las  rodillas,  eran 
unas  de  lama,  otras  de  ormesí,  la  que  menos  de  seda  guarnecidas  de 
puntas  ó  de  encajes  de  oro  y  plata.  Venían  unos  con  capa,  otros  con  co- 
bija ó  manta  cuadrada  (según  el  uso),  de  tejidos  lustrosos;  y  todos  con 
sombreros  adornados  con  cintas  de  varios  colores.  Como  los  indios  eran 
bien  hechos  y  de  buena  disposición,  no  les  caían  mal  aquellas  galas,  y  se 
llevaban  los  ojos  de  las  gentes.  Pero  lo  que  más  se  dejaba  notar  de  los 
que  les  observaban,  era  lo  que  ellos  mismos  se  miraban  y  atendían  unos 
á  otros,  riéndose  cada  cual  de  los  demás,  no  por  burla,  sino  por  novedad, 
<xplaudiendo  el  regocijo  ae  verse  tan  galanes  y  bizarros. 

Con  esta  gala  y  aplauso  recibieron  al  obispo  en  la  iglesia  los  padrinos 
y  ahijados,  y  empezaron  las  confirmaciones,  que  fué  haciendo  el  ilustrí 
simo  prelado,  llegando  por  su  orden  los  indios  con  sus  velas  y  colonias  en 
«Has  para  vendas.  Ejecutáronse  las  funciones  que  se  siguen  con  ostenta- 
ción y  regocijo  de  los  padrinos  é  indios,  y  á  todo  se  dio  fin  con  una  buena 
música  que  recreó  á  los  oyentes,  y  con  un  lustroso  paseo  que  hicieron  por 
la  ciudad  los  indios  con  sus  padrinos ,  llevando  después  todos  á  sus  casas 
á  los  mismos  ahijados  para  regalarlos ;  y  en  esta  ocasión  les  dieron  otros 
vestidos  más  ordinarios  para  el  viaje,  porque  no  gastasen  en  el  caminó 
las  galas  y  las  pudieran  enseñar  nuevas  y  lucidas  á  sus  mismos  paisanos. 
Todas  estas  cosas  tenían  como  fuera  de  sí  á  los  indios  admirados  de  la 
ostentación  de  los  españoles,  de  la  celebridad  en  las  iglesias,  de  las  ce- 
remonias sagradas  del  obispo,  de  la  piedad  católica  y  liberal  de  los  ciu- 
dadanos de  Quito.  Cuando  volvieron  á  casa,  mostraban  á  su  padre  misio- 
nero los  dones  que  traían  y  le  contaban  con  agradecimiento  los  agasajos 
que  de  sus  padrinos  habían  recibido,  y  el  padre  prosiguió  regalándolos  y 
acariciándolos  de  manera  que  no  pensaba  en  otra  cosa  que  en  sus  indios 
y  en  prevenir  las  cosas  necesarias  para  su  vuelta  á  las  misiones. 

Pero  aunque  Santa  Cruz  instaba  por  volver  á  las  misiones,  pareció  á 
los  superiores  conveniente  el  detenerle  ^or  algún  tiempo,  así  porque  se 
recobrase  algo  de  su  quebrantada  salud  y  descansase  del  largo  viaje, 
como  porque  los  indios  viesen  más  despacio  las  cosas  más  notables  de  la 
ciudad.  Y  así  en  este  tiempo  recorrieron  lo  magnífico  de  los  templos,  la 
hermosura,  que  es  grande,  de  sus  tabernáculos,  la  riqueza  de  los  orna- 
mentos sagrados,  de  que  han  hecho  siempre  mucho  caso  los  quiteños,  y 
asistieron  á  varias  funciones  eclesiásticas,  con  las  cuales  iban  haciendo 
más  aprecio  de  la  fe  que  habían  recibido  y  de  la  Religión  que  profesa- 
ban. Duró  como  cosa  de  un  mes  la  detención  en  que  se  recobró  algo  el 
misionero,  aunque  andaba  siempre  como  de  leva  para  el  viaje,  y  ha- 
ciendo gente  con  sus  encendidas  palabras  y  con  la  relación  de  los  pro- 
gresos de  la  misión  para  llevar  consigo  cuantos  operarios  pudiese  al  río 
Marañón.  No  necesitaba  de  largas  exhortaciones,  porque  sola  su  vista 


Libro  IV.— Capítulo  IV  173 

parecía  tocar  alarma  á  los  de  la  Compañía  que  deseaban  alistarse  á  por- 
fía para  la  conquista  de  los  gentiles.  Todo  el  colegio  de  Quito  se  hubiera 
ido  con  el  P.  Santa  Cruz,  según  estaban  encendidos  los  ánimos  con  el 
ejemplo  del  que  veían  y  con  el  buen  logro  de  sus  trabajos. 

Pero  los  que  con  más  instancia  pidieron  y  consigieron  acompañarle 
fueron  tres,  y  no  fué  poco  en  tanta  escasez  de  sacerdotes,  absolutamente 
necesarios  para  los  empleos  de  la  provincia.  Uno  fué  el  P.  Ignacio  Fran- 
cisco Navarro,  á  quien  por  su  edad  y  por  los  achaques  contraidos  en  laa 
misiones  de  los  Paeces,  habían  los  superiores  retirado  á  Quito,  para  que 
se  restableciese  y  descansase  de  los  grandes  trabajos  que  había  padecido- 
por  diez  años  entre  aquellos  bárbaros.  Mal  hallado  con  la  estancia  en  eL 
colegio  de  Quito  ó  pareciéndole  estar  en  ocio,  porque  no  sudaba  tanta 
como  con  los  Paeces,  hizo  tanto  y  alegó  tantas  razones  por  acompañar  ¿i 
Santa  Cruz,  que  vinieron  en  ello  los  superiores.  La  principal  que  esfor- 
zaba su  humildad,  era  que  había  venido  de  España  para  dedicarse  á  mi- 
siones, y  que  sus  cortos  talentos  y  balbuciente  lengua,  no  eran  para  ejer- 
citar los  ministerios  entre  españoles,  sino  para  tratar  con  los  indios.  Otra 
fué  el  P.  Luis  Vicente  Centellas;  persona  de  gran  mérito  en  la  provincia 
y  que  había  comenzado  á  leer  en  Quito  la  cátedra  de  teología,  y  tuvo  á. 
gran  dicha  el  mudarla  con  la  cátedra  de  la  predicación  á  los  gentiles  en 
las  montañas  escondidas  y  apartadas  del  Marañen. 

Con  estos  dos  compañeros  del  P.  Santa  Cruz,  que  habían  ya  dado  bue- 
nas pruebas  de  su  vocación  en  las  trabajosas  misiones  de  los  Paeces,  me- 
reció juntarse  el  P.  Tomás  Majano,  que  aunque  era  todavía  de  pocos^ 
años  en  la  Compañía  y  comenzaba  entonces  á  ejercer  los  ministerios  de 
la  predicación,  pero  era  tenido  y  respetado  de  todos  como  hombre  santa 
por  su  oración  casi  continua  y  por  su  mucha  mortificación.  Había  sida 
colegial  en  el  seminario  de  San  Luis,  y  concolega  del  P.  Raimundo.  Y 
viéndole  ahora  rodeado  de  sus  indios ,  y  con  tanto  amor  y  celo  del  bien 
de  las  almas,  alegó  con  singular  eficacia  que  lo  que  á  él  le  había  traído 
á  la  Compañía  era  el  deseo  de  ganar  almas,  y  que  no  sosegaba  su  espí- 
ritu después  do  acabados  los  estudios,  mientras  no  conseguía  verse  entre 
gentiles  para  traer  almas  á  Dios.  Conociendo  el  superior  su  mucha  vir- 
tud y  encendido  celo,  y  siendo  bien  sabida  de  todos  los  del  colegio  hi. 
grande  mortificación  del  P.  Majano,  no  se  atrevió  á  negarle  lo  que  pedía. 
Porque,  aunque  particularmente  á  los  principios  no  se  concedía  á  gente 
moza  pasar  á  las  misiones  de  Mainas  sin  mucho  examen,  consideración, 
y  prueba,  mas  la  vida  ejemplar  del  P.  Tomás  no  dio  lugar  á  tanta  espera 
como  se  pedía  en  los  demás.  Estos  tres  sujetos  fueron  señalados  para  ir 
con  Santa  Cruz  á  los  Mainas.  El  uno  catedrático  del  colegio,  enfermo  el 
otro,  y  el  tercero  que  comenzaba  á  llevar  sobre  sí  el  peso  de  los  ministe- 
rios de  Quito,  por  donde  se  ve  el  aprecio  que  se  tenía  de  las  misionas  del 
Marañen  y  lo  mucho  que  sirvió  la  vista  del  P.  Raimundo  para  alistar  en 
las  milicias  de  Mainas  personas  tan  necesarias  para  los  empleos  de  !a 
provincia. 


174  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  V 
sale  el  padre  santa  cruz  con  'iRES  compañeros  y  los  indios 

Á    sus    MISIONES 

Ya,  finalmente,  llegó  el  tiempo  en  que  permitieron á nuestro  misionero 
volver  á  sus  Mainas.  Salió  de  Quito  con  sus  tres  hermanos,  dejando  llena 
de  edificación  á  toda  la  ciudad  y  con  mucha  estimación  de  los  empleos  de 
la  Compañía  en  los  gentiles.  Iban  los  indios  cargados  de  dones,  ricos  de 
vestidos  y  provistos  de  otras  muchas  cosas,  así.  para  las  misiones  como 
para  los  compañeros  que  habían  quedado  en  Ñapo  en  guarda  de  las  ca- 
noas. Hízose  el  viaje  por  Archidona  (y  á  lo  que  pienso)  en  cabalgaduras 
que  sirvieron  á  los  padres  hasta  la  ciudad.  De  aquí  en  poco  tiempo  arri- 
baron al  puerto  de  Ñapo.  No  es  fácil  explicar  con  palabras  la  alegría  y 
contento  de  los  que  habían  quedado  en  el  puerto  al  ver  á  sus  paisanos 
tan  mejorados,  ni  sabré  yo  decir  el  gusto  que  tuvieron  éstos  en  decirles  á 
su  modo  todo  lo  que  les  había  sucedido  en  Quito,  lo  que  habían  visto  con 
sus  ojos  y  cuánto  les  habían  agasajado,  no  sólo  los  hermanos  del  padre 
Santa  Cruz,  sino  las  personas  más  grandes  y  principales  de  la  ciudad. 
Mostrábanles  las  galas  y  presentes  que  traían  y  repartían  con  ellos  de 
muchas  de  las  cosas  que  habían  prevenido.  Con  esto  alegres  todos  y  con- 
tentos, después  de  haber  comunicado  los  unos  la  soledad  y  penalidades  de 
quien  espera  y  los  otros  sus  festejos  aplausos  y  regalos  en  Quito,  se 
exhortaban  mutuamente  al  viaje,  deseando  hacer  también  sabedores 
ouanto  antes  á  sus  paisanos  de  unas  nuevas  tan  gustosas  para  el  común 
de  la  misión. 

Comenzaron  la  navegación  con  mucha  alegría,  y  como  era  ya  por 
rumbo  conocido  y  les  ayudaban  las  corrientes,  llegaron  en  solo  quince 
días  á  la  embocadura  del  río  Ñapo,  en  el  Marañón,  en  cuyo  viaje  habían 
tardado  á  la  venida  casi  cincuenta.  Hallaron  alguna  dificultad  en  subir 
á  la  misión  por  el  Marañón  y  aun  se  vieron  en  peligro  de  que  las  corrien- 
tes volcasen  las  canoas.  Pero  con  la  destreza  evitaban  los  golpes,  y  á 
fuerza  de  remo  y  remudándose  frecuentemente  por  ser  mucha  la  fatiga, 
vencieron  los  raudales  en  otros  quince  días,  en  que  llegaron  al  primer 
pueblo.  Con  esto  quedó  asentado  que  el  camino  descubierto  era  seguro 
en  ida  y  vuelta,  y  que  abierta  ya  la  puerta  con  las  canoas  por  el  Marañón 
y  el  Ñapo,  se  lograba  la  comunicación  con  Quito,  sirviendo  de  aduana  la 
ciudad  de  Archidona,  cosa  del  todo  necesaria  para  la  subsistencia  de  la 
misión  y  para  recibir  las  órdenes  de  los  superiores,  que  hasta  entonces  se 
habían  mirado  casi  como  imposibles. 

Muy  gozoso  el  P.  Santa  Cruz  con  tan  provechoso  descubrimiento,  y 
por  haber  logrado  el  tener  ya  (como  decía)  á  los  indios  mismos  por  coad- 
jutores en  su  predicación,  los  fué  dejando  en  sus  pueblos  respectivos, 


Libro  IV.— Capítulo  V  176 

asistiendo  él  mismo  á  la  entrada  que  hacían  en  ellos.  Era  ésta  como  un 
triunfo  en  que  recibían  los  indios  á  los  navegantes  con  vivas  y  aclama- 
ciones, celebrando  los  descubrimientos,  admirando  los  trabajos,  y  sobre 
todo,  pasmados  y  aturdidos  de  las  cosas  que  les  contaban.  No  podían  con- 
cebir con  sus  toscos  entendimientos  las  magnificencias  que  les  referían 
de  Quito,  y  estaban  al  oírlas  como  extáticos  ó  embobados,  pero  rastrea- 
ban algo  por  los  ricos  trajes  que  les  enseñaban  y  más  viendo  á  sus  com- 
patriotas que  eran  antes  como  ellos,  tan  cortesanos,  abiertos  y  despeja- 
dos, con  un  aire  de  novedad  que  no  acababan  de  entender.  No  engañó  á 
Santa  Cruz  el  pensamiento  en  que  venía  de  que  los  indios  confirmados  en 
la  fe  serían  de  grande  provecho  para  la  propagación  del  Evangelio  en 
sus  montañas  y  para  el  más  sólido  fundamento  y  establecimiento  de  los 
pueblos,  porque  pasando  de  unos  indios  á  otros  las  voces  y  relaciones  de 
los  recién  venidos  de  Quito,  afervorizaron  á  unos  y  dispusieron  á  otros 
para  recibir  el  bautismo. 

Llegó  el  P.  Santa  Cruz  con  sus  tres  compañeros,  poco  más  de  un  mes 
después  de  haber  salido  de  Quito,  á  la  ciudad  de  Borja,  último  término  de 
su  viaje.  Fué  recibido  con  mucho  júbilo  del  superior  que  estaba  ?nuy  cui- 
dadoso, y  luego  que  entendió  de  Santa  Cruz  lo  que  se  había  conseguido 
en  el  viaje,  dio  muchas  gracias  al  cielo  que  les  había  descubierto  ya  sa- 
lida para  Quito,  y  agradeció  al  misionero  los  trabajos  que  había  pade- 
cido sin  volver  atrás  de  lo  comenzado,  aunque  se  había  visto  en  tantos 
apuros.  Ya  desde  entonces  comenzó  á  pensar  sobre  la  manera  de  hacer 
algún  establecimiento  en  Archidona,  para  aprovecharse  con  utilidad  de 
la  misión  del  rumbo  descubierto.  Pero  lo  que  entonces  no  era  fácil  ejecu- 
tar por  la  larga  distancia  y  por  ser  tan  corto  el  número  de  misioneros,  lo 
facilitó  la  Providencia  dentro  de  algunos  años  y  de  una  manera  que  no 
se  pensaba  ni  era  posible  adivinar. 

La  recluta  de  los  nuevos  soldados  Navarro,  Centellas  y  Majano,  fué 
de  mucho  consuelo  para  los  demás  misioneros,  que  remando  y  trabajan- 
do noche  y  día  no  podían  asistir  á  tantos  pueblos  recién  formados,  como 
querían  ser  servidos  y  adoctrinados.  Sin  embargo  de  efeo,  en  este  año  de 
54  en  que  sucedió,  como  insinuamos,  esta  empresa  del  descubrimiento  del 
camino  por  Archidona,  aunque  faltó  de  sus  pueblos  el  P.  Raimundo,  y 
por  tanto  tiempo,  consiguieron  los  demás  misioneros  que  todos  los  genti- 
les reducidos  viviesen  como  cristianos,  introduciendo  el  uso  de  que  los 
bautizados  trajesen  siempre  al  cuello  el  rosario  de  María  Santísima  en 
señal  de  que  estaban  obligados  por  el  bautismo  á  profesar  la  santa  ley 
de  .Jesucristo.  Muchos  de  ellos  frecuentaban  ya  los  sacramentos,  hacién- 
dose capaces  de  recibir  la  Eucaristía  que  no  se  concede  desde  luego  que 
se  bautizan,  mientras  no  tengan  alguna  mayor  discreción  y  conocimiento 
de  los  misterios  sagrados.  Hacían  sus  procesiones  y  rogativas  en  los  días 
festivos,  dando  vuelta  alrededor  de  los  pueblos,  y  otras  veces  por  los 
campos,  cantando  las  oraciones  y  doctrina  cristiana. 

Con  los  más  nuevos  era  mayor  el  trabajo  de  los  misioneros,  porque 


176  Misiones  del  Marañón  Español 

fuera  de  la  doctrina  y  oraciones  ordinarias  en  que  no  se  dispensaba  ja- 
más, les  llevaba  mucho  tiempo  el  dirigirlos,  como  era  necesario,  en  las 
obras  exteriores  de  trabajar  la  tierra  y  en  las  artes  mecánicas,  sin  las 
cuales  no  se  podía  vivir  sin  alguna  comodidad  en  los  pueblos;  porque, 
como  los  socorros  que  venían  de  fuera  no  eran  bastantes  para  remediar 
tanta  gente,  era  preciso  que  aprendiesen  los  indios  á  escarmenar  el  algo- 
dón, á  hilarlo,  y  á  tejerlo.  Así  lograban  formar  sus  telas,  no  sólo  del  al- 
godón, sino  de  la  pita  y  de  la  palma  chambira,  y  andaban  todos  decente- 
mente cubiertos  y  bastantemente  defendidos  de  los  temporales.  Los  mis- 
mos padres  hacían  también  con  aquellos  pobres  neófitos  el  oficio  de  mé- 
dicos, sin  más  estudio  que  el  de  la  caridad  que  les  dictaba  las  medicinas 
en  las  hierbas,  ó  por  conocidas  en  la  Europa  ó  por  experimentadas  en 
aquellos  países.  Enseñaron  el  oficio  de  sangradores  y  cirujanos  á  ciertos 
indios  más  capaces  que  con  su  habilidad,  prontitud  y  diligencia  lograban 
dar  la  salud  con  este  socorro  á  muchos  miserables  que  hubieran,  sin 
duda,  acabado  la  vida  en  su  miseria  y  falta  de  todo  alivio.  Con  estos  ofi- 
cios de  caridad  y  misericordia  tenían  unidos  y  obligados  á  los  nuevos 
cristianas,  y  se  iban  aumentando  en  población  las  reducciones. 


CAPITULO  VI 

ENTKA  EL  P.  RAIMUNDO  CON  EL  GENERAL  D.  MARTÍN  DE  LA  RIVA  Á  LA 
CONQUISTA  DE  LOS  GÍVAROS,  Y  DE  LO  QUE  PADECIÓ  EN  ESTA  EM- 
PRESA. 

Apenas  había  llegado  el  P.  Santa  Cruz  con  sus  indios  á  los  pueblos  y 
con  sus  compañeros  á  Borja,  cuando  se  le  ofreció  hacer  otro  viaje,  en 
que  no  tuvo  poco  que  ofrecer  á  nuestro  Señor,  no  sólo  por  los  trabajos  y 
penalidades  y  peligros  en  que  se  halló,  sino  aun  mucho  más  por  la  erra- 
da conducta  del  comandante  de  la  expedición  y  por  la  imprudencia  de 
los  soldados. 

D.  Martín  de  la  Riva,  gobernador  de  Caxamarca,  tenía  en  mira  la 
conquista  de  los  Gívaros,  cuyas  tierras,  como  hemos  dicho  más  de  una 
vez,  se  tenían  comúnmente  por  muy  ricas  y  abundantes  de  muchas  mi- 
nas. Había  juntado  cien  soldados  españoles,  que  no  era  poeo  número  en 
aquellas  circunstancias,  y  se  lisonjeaba  que  con  ellos,  logrando  algunos 
indios  montañeses  de  la  misión  de  Mainas,  llegaría  á  sujetar  á  los  Gíva- 
ros,  por  valientes  que  fuesen  y  por  orgullosos  que  se  hallasen  á  causa  de 
la  superioridad  que  habían  tenido  con  los  españoles  en  algunos  encuen- 
tros. Parecía  que  el  negocio  podía  tener  muy  buenas  consecuencias,  por- 
que la  sujeción  de  los  Gívaros,  enemigos  capitales  de  los  nuestros,  redun- 
daría en  servicio  de  ambas  Majestades  divina  y  humana.  Por  esta  causa 
el  gobernador  de  Borja,  si  bien  conocía  no  tocar  á  D.  Martín  aquella 


LiBRa  IV.— Capítulo  VI  177 

conquista,  le  concedió  el  socorro  de  indios  que  le  pedía,  encargando  al 
P.  Lucas  de  la  Cueva  que  señalase  un  padre  misionero  que,  con  algunos 
indios  de  los  más  animosos,  acompañase  al  general  en  la  empresa. 

Viendo  el  P.  Cueva  que  se  podía  sacar  mucho  fruto  espiritual  de  la 
expedición,  puso  luego  los  ojos  en  el  P.  Raimundo,  cuyo  celo  y  valor  era 
tan  conocido  de  todos.  Encargóle  el  cuidado  de  escoger  y  juntar  los  in- 
dios que  pedia  D.  Martín  y  de  llevarlos  á  la  provincia  de  los  Gívaros. 
Admitió  la  orden  Santa  Cruz  como  venida  del  cielo,  en  la  misma  forma 
con  que  recibía  siempre  las  órdenes  de  la  santa  obediencia,  y  escogió  de 
las  naciones  Cocama  y  Xeveros  como  cien  indios  que  le  parecieron  más 
á  propósitb  y  de  mayor  coraje.  Dispuso  embarcaciones  con  que,  subien- 
do desde  Guallaga  por  el  Marañón,  llegó  á  las  juntas  del  río  Santiago,  y 
navegando  por  él  contra  la  corriente,  dentro  de  pocos  días  dio  vista  á  la 
provincia  de  los  Gívaros,  en  donde  ya  los  españoles  tenían  asentado  su 
real.  Al  descubrir  éstos  la  flotilla  del  padre  con  sus  indios  guerreros,  hi- 
cieron la  salva  por  orden  del  general  y  dispararon  toda  la  arcabucería. 
Desembarcó  Santa  Cruz  con  su  gente  y  fué  recibido  con  singulares  mues- 
tras de  regocijo.  Bien  les  pagó  el  misionero  el  agasajo,  porque  fué  el  con- 
suelo de  todos  en  sus  males,  la  alegría  en  sus  tristezas  y  el  desahogo  en 
las  penalidades.  Procuró  desde  luego  la  reforma  interior  y  exterior  de 
los  soldados;  hacíales  frecuentes  pláticas,  asi  comunes  como  particula- 
res, conforme  al  genio  de  cada  uno,  componía  las  diferencias  y  reprimía 
las  libertades.  Y  como  no  pueden  faltar  discordias  entre  personas  que 
sólo  aspiran  á  su  particular  interés  en  las  determinaciones  que  toman, 
bien  necesitó  Santa  Cruz  de  su  celo  y  constancia  y  de  aquella  admirable 
condescendencia  con  que  ganaba  los  corazones  que  trataba,  para  man- 
tener la  unión  y  concordia  entre  tantas  voluntades. 

Muchos  meses  estuvo  el  P.  Santa  Cruz  en  estas  tierras  con  grande  de- 
seo de  la  conquista  de  los  Gívaros,  y  en  ella  padeció  innumerables  tra- 
bajos. Porque  siendo  continuas  las  aguas  y  asperísima  la  tierra  andaba 
siempre  á  pie,  expuesto  á  las  inclemencias  del  cielo,  día  y  noche,  por 
montes  y  cerros  en  busca  de  gentiles,  entre  continuos  peligros  de  dar  en 
las  emboscadas  que  hacían,  y  en  que  cogieron  algunos  de  los  soldados,  á 
quienes  quitaban  luego  la  vida  los  Gívaros.  Entre  estos  desdichados  ca 
yeron  también  cuatro  indios  de  Santa  Cruz,  muertos  á  lanzadas  como  los 
demás,  cuyo  infortunio  causó  gran  dolor  y  quebranto  en  quien  tan  de  ve- 
ras los  amaba  como  si  fuera  su  mismo  padre.  Pero  su  mayor  pena  en  todo 
este  tiempo  era  ver  la  errada  conducta  del  general  en  la  pacificación  de 
los  Gívaros,  á  quienes  pensaba  sujetar  con  las  armas,  con  sólo  el  estruen 
do  de  los  arcabuces,  cuando  no  hacían  tiro  en  los  gentiles  que  andaban 
dispersos  y  bien  encubiertos,  ó  guardados  por  la  calidad  del  terreno,  que 
tenían  más  conocido  que  los  españoles;  de  manera  que  sólo  lograban  los 
nuestros  espontanear  la  caza,  y  si  entraban  algunas  partidas  en  lo  inte-, 
rior  del  bosque,  volvían  atrás  sin  fruto  alguno  antes  con  daño  de  los  que 
daban  en  las  trampas  ó  caían  en  las  emboscadas  de  los  Barbudos, 

12 


178  Misiones  del  Marañón  Español 

Considerando  el  P.  Santa  Cruz  el  modo  poco  acertado  del  general  en 
orden  á  la  pacificación  de  la  .provincia  y  que  la  experiencia  de  tantos 
días  no  era  bastante  á  desengañarle,  se  resolvió  á  hablarle  en  esta  ma- 
nera. «Muchos  días  ha,  Sr.  D.  Martín,  que  estamos  en  estas  tierras  sin 
ver  fruto  alguno  y  sin  experimentar  ventajas  en  nuestra  conquista,  an- 
tes bien  estamos  todos  exquestos  al  rigor  del  hambre,  de  la  necesidad  y 
desamparo.  Por  no  hablar  ahora  de  los  que  han  sido  muertos  á  lanzadas 
de  los  gentiles,  y  de  los  temporales  contrarios  á  que  vivimos  todos  sujetos 
sin  poder  valemos  en  tantas  aguas,  la  conducta  del  ejército  en  sujetar 
por  medio  de  las  armas  á  los  indios  Gívaros  no  me  parece  acertada.  Por- 
que ya  tienen  desterradas  aquellas  aprensiones  con  que  en  otro  tiempo 
imaginaban  ser  rayos  del  cielo  los  golpes  de  los  arcabuces,  y  ser  mons- 
truos de  la  tierra  los  hombres  montados  á  caballo;  el  trato  y  comercio  de 
estos  indios  rebeldes  con  los  españoles  les  ha  hecho  abrirlos  ojosyies 
tiene  desengañados.  Saben  pelear  sin  miedo;  son  hábiles  y  discretos  en 
emboscadas  propias  de  su  genio  traidor,  tienen  en  su  modo  de  pelear 
'muchas  ventajas;  porque  viéndose  inferiores,  acuden  á  la  fuga  y  sin  gas- 
to ninguno  mudan  á  su  placer  las  rancherías,  metiéndose  por  lo  más  in- 
terior de  los  montes  y  cansando  en  valde  nuestra  gente,  que  va  ya  fal- 
tando sin  haber  conseguido  en  tanto  tiempo  las  ventajas  que  se  figuraba. 
Mi  dictamen  es  que  el  corto  ejército  se  acuartele,  y  que  no  haga  movi- 
miento de  hostilidades  tercio  alguno,  sino  que  se  mantenga  todo  unido  en 
la  defensa.  No  es  posible  ya  conquistar  hombres  para  el  rey,  sino  ganan- 
do almas  para  el  cielo.  El  único  medio  de  atraer  á  los  Gívaros  es  publi- 
carles la  paz,  mostrarles  cariño,  halagarlos  y  acariciarlos.  Por  medio  de 
algún  indio  se  les  puede  hacer  saber  que  no  hemos  venido  á  estas  tierras 
sino  es  para  hacerles  todo  el  bien  que  podamos,  para  que  conozcan  á 
Dios  y  aprendan  á  ser  cristianos.  Que  no  les  pedimos  cosa  alguna,  que 
nada  les  queremos  quitar,  antes  bien,  que  traemos  mucho  que  darles  y 
que  repartir  á  sus  niños  y  mujeres.  Sólo  de  esta  manera  se  puede  vencer 
su  obstinación  y  atraer  su  esquivez  bárbara».  Así  discurría  el  experi- 
mentado misionero. 

Pero  no  se  acomodaban  á  esta  suavidad  y  mansedumbre  el  general  y 
los  soldados,  á  quienes  parecía  que  sólo  el  temor  de  las  armas  podía  su- 
jetar una  gente  revelada  que  no  daba  lugar  á  razones  ni  á  propuestas. 
Pensaban  que,  ocupados  los  montes,  ellos  mismos  ó  se  ausentarían  de  la 
provincia  dejando  libres  las  tierras,  ó  vendrían  de  suyo  á  dar  la  obedien- 
cia á  su  majestad  pidiendo  las  paces  con  los  españoles.  Siguiendo  este 
dictamen,  ocupaban  puestos,  disponían  salidas  y  trabajaban  en  vano,  sin 
que  los  malos  sucesos  acabaran  de  convencerlos  de  su  desacertada  con- 
ducta. El  pobre  misionero,  no  pudiendo  apearlos  de  aquel  obstinado  error, 
padecía  más  que  todos,  tolerando  con  paciencia  y  mansedumbre  aquella 
diversidad  de  estilo  y  de  dictámenes,  padeciendo  no  menos  en  su  espíritu 
por  la  inutilidad  de  sus  esfuerzos,  que  en  el  cuerpo  mismo,  por  la  debili- 
dad y  los  achaques.  Crecieron  éstos  con  las  muchas  correrías  en  que  no 


Libro  IV.— Capítulo  VI  179 

podía  desamparar  á  los  soldados,  y  por  las  frecuentes  centinelas  que  se 
veía  precisado  á  hacer  por  las  noches  en  el  campo. 

En  una  de  éstas  fué  tan  grande  la  tempestad  de  agua,  que  derribó  un 
gran  pedazo  de  un  cerro;  y  represada  el  agua  llegó  á  formar  tal  turbión, 
que  arrastrando  piedras  y  lodo,  por  poco  no  llevó  consigo  á  muchos  sol- 
dados. Tocóle  á  Santa  Cruz  muy  buena  parte  en  el  peligro,  porque  quedó 
de  él  todo  mojado  y  sin  tener  más  ropa  de  mudar  que  la  que  traía  puesta; 
lo  llevaba  en  paciencia  con  su  cara  de  risa  acostumbrada,  hasta  que  el 
mismo  general  le  dio  prestado  para  su  abrigo  uno  de  sus  vestidos.  En 
otra  ocasión,  habiendo  de  pasar  con  los  soldados  por  una  estrechura  entre 
dos  cerros,  advirtió  el  padre  con  su  pronto  ingenio  (si  no  fué  por  inspi- 
ración divina),  que  ninguno  pasase,  porque  allí  podría  haber  grave  peli- 
gro. Obedecieron  todos,  y  el  suceso  mostró  que  tenían  los  enemigos  en  lo 
más  alto  de  uno  de  los  cerros  una  emboscada  con  mucha  cantidad  de  pe- 
ñascos y  piedras,  para  ir  despidiendo  á  los  nuestros  aquel  refresco  cuando 
fuesen  pasando  por  aquel  lugar  tan  estrecho. 

Como  nada  se  adelantaba  con  los  medios  de  que  usaba  el  general  don 
Martín,  hacía  el  P.  Raimundo  sus  diligencias  secretas  para  atraer  algu- 
nos Gívaros  con  los  medios  de  suavidad  y  blandura.  Logró,  finalmente, 
verse  con  ciertos  indios  que  vinieron  á  buscarle,  y  hablándoles  con  mucho 
cariño  y  blandura,  les  dijo  los  buenos  intentos  con  que  venía  á  sus  tierras, 
y  se  esforzó  á  quitarles  los  grandes  temores  y  miedos  que  tenían  general- 
mente á  los  españoles.  Viendo  el  general  este  buen  principio,  les  trató 
también  benignamente,  y  aun  les  dio  algunas  hachas  y  herramientas  si- 
guiendo, aunque  tarde,  ios  dictámenes  del  mejor  soldado  de  su  empresa. 
Con  los  donecillos  que  llevaban  los  indios,  y  con  la  benignidad  y  agasajo 
paternal  que  contaban  del  misionero,  se  ablandaron  algo  los  caciques  de 
los  Gívaros;  y  no  tratando  por  entonces  de  hacer  algún  daño  á  los  espa- 
ñoles, salieron  de  sus  montañas  y  acudieron  al  general  y  al  padre  dando 
á  entender  que  querían  reducirse  y  fundar  un  pueblo  en  aquel  territorio, 
con  tal  que  se  les  diesen  los  instrumentos  necesarios  para  trabajar  las 
tierras  y  un  padre  misionero  que  les  dirigiese  y  enseñase  la  doctrina 
cristiana. 

Grande  fué  la  consolación  de  Santa  Cruz  al  oir  esta  resolución  de  los 
Gívaros  por  la  gran  puerta  que  se  le  abría  á  su  fervor,  para  evangelizar 
la  paz  entre  aquellos  gentiles.  Instaba  al  general  para  que  se  pusiese 
luego  por  obra  lo  que  prometían  los  gentiles,  añadiendo  que  él  mismo  se 
quedaría  con  ellos,  él  los  cuidaría  y  ayudaría  en  la  formación  del  lugar 
para  el  cual  tenía  ya  demarcados  buenos  sitios.  Pero  D.  Martín,  que  pa- 
recía tener  otros  intentos,  como  se  descubrió  con  el  tiempo ,  iba  dando 
largas  sin  acomodarse  á  las  instancias  del  misionero,  el  cual  no  perdió 
las  esperanzas  de  poblar  á  los  Gívaros,  hasta  que  la  codicia  (bestia  insa- 
ciable) que  por  querer  tragar  sin  descanso,  se  ahoga  en  sus  mismas  an- 
sias, todo  lo  precipitó  en  un  momento.  Sucedió  que  algunos  cabos  y  sol- 
dados españoles  dejasen  caer  como  al  descuido  delante  de  los  Gívaros  al- 


jgO  Misiones  del  Mará  ñon  Español 

gunas  proposiciones  sobre  las  minas  de  oro  y  plata  de  sus  tierras;  y  estas 
palabras  fueron  bastantes  para  que  entendiesen  los  gentiles  que  el  fin  de 
los  españoles  en  todos  sus  manejos  era  la  codicia  y  que  se  enderezaba  su 
mira  á  hacerlos  esclavos  para  trabajar  en  las  minas  que  con  ansia  bus- 
caban. Esta  imaginación,  que  á  los  principios  parecía  sospecha,  á  poco 
tiempo  pasó  á  certidumbre,  y  labró  en  aquella  gente  ociosa,  vagabunda 
y  enemiga  de  todo  trabajo,  la  desesperación  y  el  despecho.  Despidiéronse 
un  día  con  las  armas  en  la  mano,  hiciéronse  al  monte  y  se  retiraron  á  sus 
cerros  y  montañas,  sin  dejarse  ver  en  adelante  sino  es  en  emboscadas  en 
que  hacían  el  daño  que  podían. 

Mucho  sintió  este  lance  tan  mal  logrado  el  P.  Raimundo,  porque  si 
bien  el  general  y  soldados  perdieron  con  él  la  esperanza  de  los  tesoros, 
de  oro  y  plata,  el  celoso  misionero  perdió  la  esperanza  del  tesoro  de  mu- 
chas almas  que  ya  tenía  entre  las  manos,  mucho  más  preciosas  que  todas 
las  riquezas  del  mundo.  Viendo  ya  frustrados  sus  intentos  y  que  era  im- 
posible conseguir  la  pacificación  de  los  indios  Gívaros.  determinó  retirarse 
á  sus  misiones,  habiendo  dado  muchas  muestras  de  su  celo  y  padecido 
seis  meses  de  continuos  trabajos,  riesgos  y  peligros  de  la  vida.  Llegó  en 
poco  tiempo  al  sitio  en  donde  se  hallaba  el  superior  de  las  misiones,  que 
oyendo  de  boca  de  Santa  Cruz  cuanto  había  sucedido  en  la  larga  expe- 
dición, quedó  altamente  lastimado  de  la  inconsiderada  precipitación  de 
los  soldados,  en  las  preguntas  importunas  de  oro  y  plata,  y  más  vienda 
que  había  llegado  la  cosa  á  tales  términos,  que  ya  se  daban  á  partido  los 
bárbaros  antes  de  ser  vencidos. 

El  general  de  la  empresa,  D.  Martín  de  la  Riva,  se  retiró  con  poca 
gloria  á  su  gobierno  de  Caxamarca,  gastados  muchos  pesos  y  padecidos 
grandes  trabajos  sin  haber  conseguido  oro  ni  plata,  ni  haber  pacifi- 
cado á  los  Gívaros,  antes  bien,  quedando  éstos  con  más  enemiga  contra, 
el  nombre  español,  y  más  arraigados  en  la  persuasión  de  que  no  preten- 
dían entrar  los  blancos  á  sus  tierras  si  no  es  llevados  de  la  codicia  de  sus 
tesoros  y  riquezas.  No  quiso  Dios  dar  á  este  caballero  las  tierras  de  los 
Gívaros,  cuya  conquista  procuraba,  porque  no  pertenecía  á  su  gobierno 
de  Caxamarca,  sino  al  de  los  Quijos,  en  cuyo  perjuicio  se  había  hecho  la 
entrada,  como  se  declaró  en  adelante.  Ni  le  salió  mejor  otra  empresa  que 
capituló  sobre  la  conquista  de  los  indios  Motilones,  Tabalosos  y  Calzas 
Blancas.  Y  no  contento  ni  desengañado  de  ver  siempre  inútiles  sus  es- 
fuerzos, quiso  también  meterse  en  la  conquista  de  los  Mainas  en  perjuicio 
del  gobernador  de  Borja.  Mas  no  tuvieron  efecto  estas  sus  pretensiones  ni 
fué  admitido  al  gobierno  de  esta  ciudad,  aunque  procuró  por  todos  los  me- 
dios, como  veremos,  ser  elegido  entre  otros  competidores. 


Libro  IV.— Capítulo  VII  181 


CAPITULO  VII 

MAJE  DEL  SUPERIOR  DE  LAS  MISIONES  Á  LA  CIUDAD  DE  LtMA  Á  NEGOCIOS 

DEL  BIEN  DE  LA  MISIÓN 

El  ruido  de  las  armas  y  los  ecos  de  su  estruendo  que  desde  la  provin- 
cia de  los  Givaros,  poco  distante  de  Borja,  habían  llegado  á  esta  ciudad, 
tenían  no  poco  alborotados  á  sus  ciudadanos  viendo  que  se  trataba  de 
guerra  con  sus  vecinos.  Puestos  en  armas  los  borjeñCs,  se  temían  otros  mu- 
chos desórdenes,  particularmente  hallándose  sin  cabeza  la  ciudad,  por 
haber  muerto  su  gobernador  D.  Pedro  de  Vaca,  que  con  su  juicio,  valor  y 
prudencia  la  mantenía  en  paz,  refrenando  la  codicia  de  unos  y  poniendo 
modo  á  la  ambición  de  otros.  Viendo  el  P.  Lucas  de  la  Cueva  tanto  des- 
orden y  alboroto,  se  determinó  pasar  por  sí  mismo  á  la  ciudad  de  Lima  y 
procurar  algún  remedio  para  la  paz  y  quietud  de  los  habitadores  de  Bor- 
ja. El  viaje  era  largo  y  penoso,  pero  lo  tomaba  de  buena  gana  enten- 
diendo bien  que  de  la  elección  de  un  sujeto,  á  propósito  para  el  gobierno 
de  la  ciudad,  dependía  en  un  todo  la  paz  y  concordia  de  los  vecinos,  y, 
por  consiguiente,  el  adelantamiento  de  las  misiones;  y  temía  mucho  no 
fuese  señalado  para  este  empleo,  quien,  en  su  modo  de  pensar,  sirviese 
más  á  fomentar  la  división  de  los  vecinos  y  á  cortar  los  progresos  de  la 
misión,  que  á  concordar  los  ánimos  y  á  propagar  el  Evangelio  por  los 
medios  suaves  con  que  se  iba  extendiendo  por  el  Marafión. 

Dejando  por  superior  de  la  misión  al  P.  Francisco  de  Figueroa,  y  re- 
partidos los  pueblos  entre  los  otros  misioneros,  salió  el  P.  Lucas  el  año 
de  1656  para  Lima  con  las  dificultaties  acostumbradas  de  aquellos  cami- 
nos, ríos  y  montañas.  Su  salida,  fué  navegando  muchas  leguas  contra 
las  corrientes  de  un  río  que  descarga  en  el  Marañón.  Y  aunque  no  le 
nombran  en  particular  las  relaciones  de  los  misioneros,  tengo  por  cierto 
que  fuese  el  río  Guallaga,  por  donde  les  constaba  muy  bien  á  los  padres, 
que  había  bajado  en  otro  tiempo  desde  Lima  D.  Pedro  de  Orsúa  á  su 
conquista  desgraciada.  Siguió  el  P.  Cuevas  este  río  hasta  avecindarse 
hasta  Guanuco,  y  volviendo  desde  este  sitio  los  Indios  de  la  misión  con  la 
canoa,  caminó  por  tierra  con  cuatro  Mainas  hasta  Lima,  y  después  de 
muchos  trabajos  dio  fin  á  su  largo  viaje,  que  fué  como  de  300  leguas,  en- 
trando bueno  y  sano  con  sus  compañeros  en  aquella  capital;  fué  recibido 
en  el  colegio  de  sus  hermanos  con  grande  agasajo  y  con  singulares  mues- 
tras de  veneración,  mirándole  todos  como  á  un  apóstol  que  por  diez  y 
ocho  años  continuos  había  trabajado  con  tanto  tesón  en  la  extensión  de 
la  fe  por  las  montañas  escondidas  del  Marañón.  El  P.  Lucas,  bien  hallado 
en  los  desprecios  y  olvido  de  todos,  recibía  estas  demostraciones  con  un 
encogimiento  propio  de  su  humildad  y  sólo  atendía  á  disponer  sus  cosas 
en  el  colegio,  de  manera  que  viviese  en  él  oculto  en  cuanto  pudiese  y 


182  IlIlSIONKS   DEL   MaRAÑÓN   ESPAÑOL 

ejerciendo  los  ministerios  propios  de  la  Compañía  mientras  durase  la 
estancia  en  aquella  ciudad.  Escogió  confesonario  en  la  iglesia  en  donde 
estaba  constantemente  hasta  medio  día.  Después  celebraba  su  misa  con 
grande  devoción  y  no  se  negó  jamás  á  las  personas  que  como  á  varón  tan 
experimentado  le  buscaban  para  el  bien  de  sus  almas. 

Dispuestas  así  las  cosas  interiores  de  casa  para  cumplir  con  las  obli- 
gaciones de  religioso,  tomó  las  medidas  que  le  parecieron  convenientes 
para  tratar  sus  negocios  con  el  señor  virrey  y  satisfaceí  á  su  empleo  de 
superior  de  las  misiones.  Era  á  la  sazón  virrey  de  Lima  el  conde  de  Alba 
de  Liste,  el  cual  se  hallaba  dudoso  sobre  la  elección  de  varias  personas 
calificadas  que  pretendían  el  gobierno  de  Borja.  Era  el  primer  preten- 
diente el  general  D.  Gonzalo  Rodríguez  de  Monroy,  del  orden  de  Alcán- 
tara, que  tenía  á  su  favor  una  real  cédula  en  que  se  ordenaba  al  mar- 
qués  de  Macera  en  el  tiempo  de  su  virreinato  que  oyese  á  D.  Gonzalo  so- 
bre la  conquista  de  los  Gívaros  y  Mainas,  si  es  que  ésta  le  pertenecía 
como  gobernador  de  los  Quijos.  El  segundo  pretendiente  era  D.  Martín 
de  la  Riva,  de  quien  hablamos  largamente  en  el  capítulo  pasado.  Este 
alegaba  que  habiendo  él  capitulado  la  conquista  de  algunas  naciones 
que  confinaban  con  el  Marañen,  y  estando  interpuestas  las  naciones  de 
Cocamas  y  Mainas,  entre  las  que  pertenecían  á  su  conquista,  parecía  to- 
carle á  él  el  gobierno  de  Borja,  en  fuerza  de  su  misma  capitulación. 
Apretaba  más  la  pretensión,  añadiendo  no  haber  cumplido  con  las  pro- 
mesas hechas  sobre  la  pacificación  de  los  Mainas  y  demás  naciones  don. 
Diego  de  Vaca,  primer  gobernador  de  Borja,  ni  su  hijo  y  sucesor  D.  Pe- 
dro de  Vaca.  Todo  lo  cual  pintaba  á  su  modo,  exagerando  la  grande  fa- 
cilidad que  había  en  conquistar  todas  aquellas  provincias  que  eran  paso 
unas  á  otras,  y  en  que  se  podían  labrar  en  gran  servicio  de  su  majestad 
las  ricas  minas  de  oro  que  constaba  hallarse  en  algunas  de  aquellas  na- 
ciones. El  tercer  pretendiente  era  D.  Juan  Mauricio  Vaca,  como  herede- 
ro de  los  méritos  de  su  padre,  el  general  D.  Diego  de  Vaca,  y  como  her- 
mano de  D.  Pedro  Vaca,  que  tuvo  el  gobierno  en  segunda  vista,  los  cua- 
les habían  gobernado  las  naciones  de  Mainas,  Cocamas,  Xeveros  y  otra& 
muchas  ya  pacificadas,  más  con  amor  de  padres  y  protectores  de  aque- 
llas gentes,  que  como  señores  atentos  á  utilizarse  de  los  sudores  y  traba- 
jos de  los  indios. 

El  P.  Lucas  de  la  Cueva,  llevándolo  todo  bien  previsto  y  considerado,, 
después  de  haber  encomendado  á  Dios  nuestro  Señor  de  veras  un  nego- 
cio de  que  estaba  pendiente  el  buen  progreso  de  la  conquista  evangélica, 
fué  á  visitar  al  señor  virrey  y  á  darle  cuenta  de  los  pasos  y  motivos  de 
su  viaje. 

Mucho  se  alegró  el  virrey  de  una  visita  que  le  pareció  muy  opor- 
tuna para  salir  de  las  dudas  en  que  se  hallaba  sobre  el  gobierno  de  Bor- 
ja. Movido  á  veneración  y  respeto  de  ver  una  persona  dedicada  por  tan- 
tos años  al  bien  espiritual  de  los  gentiles  con  tantos  afanes  y  trabajos,  le 
detuvo  por  largo  tiempo  en  esta  primera  visita,  y  se  informó  muy  á  fon- 


Libro  IV.— Capítulo  VII  183 

do  de  todo  el  ser  y  estado  de  las  misiones  de  Mainas,  de  su  extensión,  de 
Im  calidad  de  las  provincias  y  de  la  manera  de  gobierno  de  los  dos  Va- 
cas, D.  Diego  y  D.  Pedro,  A  todo  respondió  el  misionero  con  la  mayor 
p  iiitualidad  y  con  la  verdad  más  exacta,  como  quien  había  visto  con  sus 
mismos  ojos  cuanto  se  había  ejecutado  en  Mainas  en  los  dos  primeros  go- 
biernos de  los  Vacas.  Satisfecho  el  señor  virrey  de  las  respuestas  claras 
y  fundadas  del  P.  Lucas,  le  mandó,  por  último,  que  dispusiese  un  infor- 
me por  escrito  y  se  lo  llevase,  porque  quería  por  él  resolver  el  litigio  que 
estaba  pendiente  sobre  el  gobierno  de  la  ciudad  de  Borja. 

Hízolo  el  P.  Lucas  en  poco  tiempo  y  se  lo  entregó  prontamente  al 
virrey,  á  quien  desde  entonces  no  volvió  á  visitar,  si  bien  el  conde  de 
Alba  de  Liste  le  buscó  algunas  veces,  hallándole  siempre  retirado  en  su 
aposento  y  entregado  á  los  ejercicios  de  oración  y  lección  de  la  Sagrada 
Escritura  y  otros  dos  libros  devotos  que  tenía  solamente  consigo.  Todos 
estaban  admirados  de  ver  al  P.  Lucas  tan  entregado  al  confesonario  y 
metido  en  su  aposento,  de  manera  que  parecía  estar  olvidado  del  motivo 
principal  de  su  venida;  pero  el  siervo  de  Dios  no  creía  deber  hacer  otra 
cosa  que  encomendar  á  Dios  el  negocio  que  le  parecía  ser  de  mayor  glo- 
ria de  Dios,  después  de  haber  expuesto  simplemente  en  su  informe  las 
razones  que  tenía.  Su  resumen,  como  consta  de  los  autos  que  se  forma- 
ron, es  de  esta  manera: 

«Después  de  lo  cual  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  de  la  Compañía  de 
» Jesús,  cura  y  vicario  de  dicha  ciudad  de  San  Francisco  de  Borja  y 
«rector  de  la  misión  del  Marañen,  me  representó  lo  mucho  que  el  dicho 
«general  D.  Diego  de  Vaca  había  obrado  en  la  conquista  y  gobierno  de 
»los  Mainas  que  se  le  había  encargado,  los  riesgos  en  que  había  puesto  su 
«persona,  gastos  y  pérdida  de  hacienda  que  en  ello  había  tenido,  y  cómo 
»el  dicho  gobernador  D.  Pedro  Vaca  de  la  Cadena,  su  hijo,  había  prose- 
»guido  en  el  dicho  gobierno  y  pacificación  con  mucho  adelantamiento  y 
«propagación  de  la  cristiandad  en  gran  servicio  de  ambas  Majestades,  é 
«informándome  lo  bien  y  desinteresadamente  que  había  gobernado  aque- 
«11a  provincia  y  el  buen  tratamiento  y  agasajo  que  había  hecho  á  los  na- 
«turales  de  ella,  aliviándolos  de  muchas  cargas  y  vejaciones,  porque  ge- 
«neralmente  había  sido  aclamado  de  ellos  y  tenido  más  en  lugar  de  padre 
»que  de  gobernador,  suplicándome  fuese  servido  de  premiar  los  dichos 
«servicios,  haciendo  merced  de  aquel  gobierno  al  dicho  D.  Juan  Mauricio 
»Vaca  de  Vega,  de  quien  se  podría  esperar  tendría  el  mismo  gobierno 
«desinteresado  que  tuvo  el  dicho  general  D.  Pedro  de  Vaca,  su  hermano, 
«como  se  podría  colegir,  pues  hacía  dejación  y  no  trataba  de  la  parte  de 
«más  expectativa  que  tenía  el  dicho  gobierno,  que  era  la  tierra  de  los- 
«Gívaros,  y  sólo  pretendía  y  quería  aquella  en  que  no  podía  tener  otro 
«interés  más  que  el  servicio  de  Dios  y  de  su  majestad,  lo  cual  como  tes- 
«tigo  de  vista  en  diez  y  ocho  años  que  asistía  á  la  reducción  de  dichos 
«indios,  y,  como  su  párroco,  juzgaba  era  lo  más  conveniente  y  necesaria 
«para  su  estabilidad,  progreso  y  aumento.» 


184  Misiones  del  Marañón  Español 

El  informe  del  P.  Cuevas  pasó  por  orden  del  virrey  á  los  señores  fis- 
cales de  la  real  audiencia  y  al  protector  general  de  los  naturales.  Este, 
desde  luego,  como  amante  del  bien  común  de  los  indios,  se  acomodó  á 
los  sentimientos  copiados  en  el  informe  del  misionero  y  juzgó  dignos  del 
gobierno  los  méritos  de  D.  Juan  Mauricio,  en  cuya  elección  no  hallaba 
inconveniente  alguno,  antes  bien  mucha  conveniencia  y  utilidad  para 
los  indios.  No  fué  de  este  parecer  uno  de  los  señores  fiscales,  que  respon- 
dió ser  necesario  citar  al  general  D.  Martín  de  la  Riva,  por  hallarse,  á 
lo  que  él  decía,  en  posesión  de  lo  que  pretendía  el  dicho  D.  Juan  Mauri- 
cio de  Vaca.  A  esta  respuesta,  que  tiraba  á  dar  largas  al  negocio,  se 
añadió  por  parte  de  D.  Martín  un  memorial  sangriento  en  que  se  pedía 
que  ante  todas  cosas  fuese  declarado  por  no.  parte  en  el  litigio  ó  petición 
al  P.  Lucas  de  la  Cueva,  pues  en  realidad  no  lo  era  ni  lo  podía  ser,  no  le 
tocando  esto  ni  como  cura  ó  párroco  de  las  provincias  que  no  estaban 
todavía  conquistadas,  ni  como  á  párroco  de  los  vecinos  de  Borja,  de 
quien  no  tenía  poder  alguno. 

Sin  embargo  de  la  excepción  del  fiscal,  se  le  dio  traslado  al  P.  Lucas 
de  lo  que  se  le  oponía,  y  se  le  trató  como  á  parte,  y  mandó  que  res- 
pondiese. El  padre  lo  hizo  de  esta  manera:  «El  intento  que  yo  he  tenido  en 
»mi  informe  no  ha  sido  otro  que  el  informar  extra  judicialmente  lo  que 
^>siento  en  la  materia,  y  no  para  que  se  forme  litigio,  pues  en  este  caso 
»de  ninguna  suerte  me  introdujera  á  hacer  informe.  Confieso  ingenua- 
» mente  no  tener  engaño  en  el  negocio,  ni  deseo  alguno  de  mostrarme 
^>parte  en  él,  pero  no  podía  dejar  de  afirmar,  con  la  verdad  que  profe- 
»saba,  que  lo  era  todo  lo  que  en  el  dicho  informe  refería,  y  lo  que  conve- 
»nía  á  la  conservación  y  estabilidad  de  la  fe  en  aquellos  indios,  por  las 
» experiencias  que  tenía  adquiridas  en  los  muchos  años  que  me  he  ocu- 
»pado  en  su  conversión,  y  ser  muy  posible  que  por  otro  cualquier  acci- 
»dente  se  volviesen  á  su  gentilidad.»  Fuera  de  esto,  suplicó  el  P.  Lucas 
al  señor  virrey  que  fuese  servido  de  mandar  no  corriese  el  decr(\to  en 
que  se  le  daba  traslado  por  no  ser  parte  ni  pretender  serlo. 

Finalmente,  después  de  varios  debates,  obtuvo  sentencia  favorable, 
en  juicio  contradictorio,  D.  Juan  Mauricio  de  Vaca,  siendo  referido  como 
parte,  entre  los  demás,  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  por  más  que  lo  rehusaba, 
y  se  le  adjudicó  á  dicho  caballero  el  gobierno  de  La  ciudad  de  Borja,  de- 
clarando pertenecer  á  su  jurisdicción  los  Mainas,  Cocamas  y  demás  na- 
ciones en  que  asistían  los  misioneros  de  la  Compañía. 

La  cláusula  que  expresa  el  título  concedido,  se  formó  en  estos  térmi- 
nos: «A  vos  el  dicho  maestre  de  campo,  D.  Juan  Mauricio  Vaca  de  Vega, 
»en  nombre  de  su  majestad,  y  en  virtud  de  los  poderes  y  comisiones  que 
*de  su  persona  real  tengo,  os  nombro,  elijo  y  proveo  por  gobernador  y  ca- 
»pitán  general  de  la  dicha  ciudad  de  San  Francisco  de  Borja  que  tuvo,, 
«gobernó  y  pacificó  el  dicho  general  D.  Diego  de  Vaca  de  Vega,  vuestro- 
»padre,  y  de  todas  las  demás  provincias,  ríos  y  naciones  donde  los  reli- 
»giosos  de  la  Compañía  de  Jesús  estuvieren  haciendo  sus  misiones,  para*. 


Libro  IV.— Capítulo  Vill  i 85 

'>que  como  tal,  teniendo  la  justicia  civil  y  criminal  uséis  y  ejerzáis,  los  di- 
»chos  oficios.» 

Así  consiguió  por  sus  méritos,  dados  bien  á  conocer,  y  por  la  fundada 
esperanza  de  su  paternal  gobierno,  la  capitanía  general  de  Mainas  de 
sus  antepasados,  D.  Juan  Mauricio  de  Vaca,  constando  de  las  alegacio- 
nes lo  mucho  que  se  había  conquistado  en  las  provincias  del  Marañen, 
no  tanto  con  armas  cuanto  con  el  agrado,  ayudados  los  gobernadores 
del  celo  de  los  misioneros,  que  hallaron  su  quietud  y  la  de  los  pueblos  con 
el  nuevo  gobernador,  que  como  por  herencia  se  portó  siempre  como  pa- 
dre con  los  nuevos  cristianos.  Y  parece  que  quiso  el  cielo  premiar  á  este 
caballero  por  su  gran  piedad  y  desinterés;  porque  renunciando  después 
el  gobierno  en  su  sobrino  D.  Jerónimo  de  Vaca,  fué  confirmada  por  seis 
anos  la  renuncia  de  su  real  majestad,  y  en  el  año  de  1683  se  concedió  á 
dicho  D.  Jerónimo  la  perpetuidad  del  gobierno  por  todos  los  días  de  su 
vMa  á  causa  de  los  buenos  informes  que  constaron  de  su  persona. 


CAPITULO  VIII 

VUELVE  EL  P.   LUCAS  Á  SUS  MISIONES . —REDUCCIÓN  DE  LOS  ROAMAINAS, 
ZAi^ARAS,   AGÚANOS    Y   CHAMlCUltOS 

Ajustado  tan  felizmente  el  negocio  que  había  llevado  á  la  capital  al 
P.  Lucas  de  la  Cueva,  y  obtenido  el  título  de  gobernador  por  D.  Juan 
Mauricio,  deseó  éste  volver  á  Borja  en  compañía  del  padre.  Mas  otros 
negocios  que  ocurrieron  al  general  en  Lima,  no  dieron  lugar  á  que  vol- 
viesen juntos.  Determinóse  el  misionero  á  dar  la  vuelta  cuanto  antes,  en- 
tendiendo ser  necesaria  su  presencia  en  la  ciudad  de  Borja,  que  había 
quedado  algo  alborotada á  su  partida.  Instáronle  varias  personas  devotas 
á  que  llevase  consigo  algunas  sagradas  alhajas  para  las  iglesias  de  los 
Mainas,  y  le  ofrecieron  ornamentos,  cálices  y  campanas  pequeñas,  aco- 
modado todo  á  iglesias  pobres  de  montañas.  Recibiólas  el  misionero  con 
agradecimiento,  y  las  envió  en  cargas  delante  para  librarse  de  aquel  em- 
barazo, porque  no  pensaba  salir  sino  con  un  bordón  en  la  mano  y  con  dos 
Mainas  que  le  hiciesen  compañía .  También  consiguió  con  facilidad  del 
señor  virrey  que  el  estipendio  corto  del  curato  de  Borja,  que  se  pagaba 
mal  en  las  cajas  de  la  ciudad  de  Loja,  se  le  situase  en  la  caja  real  de  la 
ciudad  de  Quito.  Últimamente,  suplicó  que  se  añadiese  algo  á  tan  escasa 
renta,  ó  se  consultase  á  su  majestad  sobre  algún  sínodo  más  para  el  so- 
corro de  los  misioneros  de  tan  pobres  provincias,  lo  cual  concedió  el  conde 
Santisteban,  sucesor  que  fué  del  conde  de  Alba  de  Liste,  y  quedó  asen- 
tado por  cédula  de  su  majestad  fuese  de  400  pesos  el  sínodo  de  cada  año 
para  socorro  de  las  misiones  del  Marañen. 

Aunque  pensaba  el  misionero  salir  ocultamente  sin  despedirse  de  sus 
conocidos,  y  sin  decir  siquiera  al  señor  virrey  el  día  de  su  partida,  pero 


186  Misiones  del  Marañón  Español 

se  halló  sorprendido  cuando  ai  bajar  á  la  portería  para  emprender  su 
viaje,  halló  toda  la  comunidad  de  sus  hermanos  que,  atentos  á  sus  movi- 
mientos, querían  hacer  este  agasajo  á  un  varón  que  tanto  respetaban. 
Hallóse  también  con  muchas  muías  dispuestas  para  el  camino  y  para  los 
que  le  querían  acompañar  por  algún  trecho .  Excusábase  el  humilde  pa- 
dre en  subir  en  una  de  ellas,  diciendo  que  no  usaba  de  otra  cabalgadura 
que  de  su  bordón,  y  que  con  él  sólo  en  la  mano  sabía  caminar  muchas  le- 
guas, y  esperaba  en  Dios  hacer  el  largo  viaje  que  le  restaba.  Mas  no  fué 
oída  en  este  caso  su  humildad,  porque  fueron  tantas  las  instancias  de  los 
padres  y  de  los  seculares ,  que  se  vio  precisado  á  montar  en  una  muía. 
Montaron  en  las  demás  varios  padres  del  colegio  y  algunos  caballeros 
que  tuvieron  á  bien  el  acompañarle.  Iba  en  medio  el  P.  Lucas,  confuso  y 
avergozado,  como  si  fuese  un  pregón  de  infamia  el  ruido  y  aplauso  de 
aquel  acompañamiento.  Muchas  leguas  de  viaje  le  pareció  el  trecho  que 
le  siguieron,  hasta  que  viéndole  tan  encogido  como  quien  va  penitenciado 
ó  le  sacan  á  la  vergüenza,  se  fueron  despidiendo,  ya  unos,  ya  otros,  siendo 
los  últimos  los  padres  del  colegio,  á  quienes  mostró  del  modo  que  podía 
humildes  agradecimientos  por  el  agasajo  y  asistencia. 

Quedó  con  solos  dos  indios  por  compañeros,  y  prosiguió  su  viaje  á  pie 
con  su  bordón  en  la  mano  por  los  valles  de  Lima,  que  son  unos  arenales 
ardientes  y  en  dilatados  trechos  sin  gota  de  agua.  Tuvo  también  que  pa- 
sar caudalosos  ríos,  que  le  dieron  mucho  que  padecer,  aunque  en  su  boca 
nada  hallaba  que  contar,  porque  todos  los  viajes  por  llenos  que  fue- 
sen de  peligros  y  riesgos  les  llamaba  buenos,  como  lo  eran  en  realidad 
para  el  mérito  que  cogía  de  las  muchas  penalidades.  Llegando  á  las  mon- 
tañas de  Jaén ,  bajó  como  un  rayo,  tirado  del  ardiente  deseo  de  ver  á  sus 
misiones,  al  puerto  del  Marañón,  y  de  aquí,  por  el  canal  del  Pongo,  tan- 
tas veces  nombrado,  entró  en  la  ciudad  de  Borja.  Todos  se  regocijaron 
de  su  llegada,  porque  no  sólo  los  misioneros,  sino  también  los  españoles  y 
nacionales  le  miraban  como  padre,  y  estaban  persuadidos  de  que  sus  pa- 
sos iban  siempre  enderezados  al  bien  é  interés  de  todos.  Su  descanso  fué 
correr  y  visitar  las  misiones,  dejando  en  cada  iglesia  y  pueblo  lo  que  ne- 
cesitaba de  las  cosas  que  le  habían  dado  en  Lima.  Y  aun  fuera  de  lo  más 
necesario  proveyó  también  para  los  días  más  festivos  de  algunos  orna- 
mentos más  que  ordinarios.  Todo  causaba  grande  alborozo  en  los  indios 
y  mucho  consuelo  en  aquellos  solitarios  misioneros,  y  en  especial  el  saber 
cómo  tenían  ya  por  gobernador  el  que  habían  deseado,  y  que  pensaban 
seguiría  en  su  gobierno  la  suavidad  de  sus  antepasados.  No  era  menor  la 
consolación  del  P.  Lucas,  viendo  por  sus  ojos  tan  adelantados  los  pue- 
blos, y  los  indios  pacíficos  y  bien  doctrinados.  Afirma  Rodríguez  en  sus 
descubrimientos  que  á  la  vuelta  de  Lima  halló  el  superior  otra  nueva  re- 
ducción que  se  había  formado  en  su  ausencia,  y  no  diciendo  cuál  fuese, 
ni  de  qué  nación,  conjeturo  que  sería  alguna  de  las  cuatro  reducciones 
que  ya  subsistían  en  el  año  de  1656  de  Roamainas,  Zaparas,  Agúanos  y 
Chamicuros,  si  bien  no  podemos  asegurar  en  qué  año  determinado  se 


Libro  IV.— Capítulo  VIII    ¡  187 

agregaron  á  las  misiones.  Lo  cierto  es  que  el  P.  Raimundo  redujo  los 
unos  por  sí  mismo,  y  ganó  á  los  otros  por  medio  de  sus  hijos  los  Cocamas. 

Había  comenzado  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  mucho  antes  de  su  partida 
á  Lima,  á  tratar  con  los  indios  Roamainas  y  Zaparas,  y  le  parecieron  no 
estar  lejos  de  recibir  la  luz  del  Evangelio;  pero  era  no  poco  embarazo  á. 
su  reducción  la  mucha  distancia  que  había  entre  los  nuevos  pueblos  de 
la  misión  y  los  sitios  que  ocupaban  aquellas  gentes.  Porque  fuera  de  ser 
necesario  navegar  por  algunos  días  contra  las  corrientes  del  río  Pastaza^ 
se  habían  de  atravesar  otras  tierras  montañosas  hasta  llegar  á  los  luga- 
res de  su  morada.  Sin  embargo  de  esto,  creyendo  que  el  P.  Raimundo 
rompería  con  valor  y  celo  por  estas  dificultades,  le  encargó  la  empresa 
de  su  reducción.  Aceptóla  el  padre,  como  tan  conforme  á  su  celo,  y  dio 
principio  á  las  misiones  del  río  Pastaza,  que  fué  desde  entonces  como  el 
teatro  en  que  se  representaron  varias  escenas  con  ocasión  del  grande 
golpe  de  gente  que  habitaba  en  los  bosques  interiores  de  una  y  otra  banda 
de  aquel  caudaloso  río. 

Salió  Santa  Cruz  con  sus  canoas  de  Guallaga ,  y  buscando  por  el  Ma- 
rañón  la  boca  del  río  Pastaza,  navegó  por  él  como  diez  días  hasta  encon- 
trar uno  como  puerto  á  su  banda  derecha.  Desde  aquí  caminó  por  tierra 
y  se  internó  por  los  montes  hasta  descubrir  algunos  torrentes  que,  á  ma- 
nera de  ríos,  descargaban  en  otro  más  principal,  llamado  Tigre.  Muchas 
fueron  las  naciones  que  descubrió  en  la  larga  travesía,  pero  halló  menos 
impedimentos  para  recibir  la  fe  de  Jesucristo  en  dos  más  numerosas  que 
se  decían  Roamainas  y  Zaparas.  Detúvose  con  estos  gentiles  por  algún 
tiempo,  y  con  sus  palabras  amorosas  y  donecillos  que  llevaba  consigo^ 
les  fué  ganando  las  voluntades  de  manera  que  oyendo  con  gusto  las  ver- 
dades eternas,  y  fiados  de  la  dirección  de  los  padres,  se  determinaron  de 
salir  á  la  orilla  del  río  Pastaza,  en  donde  formaron  dos  pueblos.  El  uno 
se  llamó  los  Santos  Angeles  de  Roamainas  y  el  otro  el  Salvador  de  los- 
Zaparas. 

Apenas  fundó  estos  pueblos  nuestro  misionero  con  ciertas  esperan- 
zas de  fundar  otros  no  muy  distantes,  cuando  los  vecinos  de  la  ciudad  de 
Borja  arrestaron  en  parte  los  progresos  de  la  propagación  del  Evangelio 
que  se  esperaban  por  este  río.  Consideraron  siempre  los  borjefios  como 
provincias  propias  las  naciones  de  Pastaza ,  y  se  creían  con  derecho  de 
reducirlas  á  encomiendas;  pero  escarmentados  con  los  Mainas,se  habían 
contentado  con  este  su  derecho  imaginado  sin  hacer  diligencia  alguna 
para  el  descubrimiento  y  pacificación  de  algunas  de  ellas,  y  menos  para 
sus  conquistas.  Los  misioneros  de  la  Compañía  iban  entre  tanto  exten- 
diendo sus  conquistas  espirituales,  como  hemos  visto,  con  tesón  y  empeño 
sin  detenerse  en  dificultades,  embarazos  ni  peligros  de  la  vida.  Y  en- 
trando ahora  por  Pastaza,  y  comenzando  á  hacer  los  primeros  estable- 
cimientos, tocaron  alarma  á  los  borjeños,  que,  valiéndose  de  la  fuerza  y 
sin  atender  á  las  representaciones  de  los  padres,  se  apoderaron  de  los 
nuevos  pueblos ,  repartiendo  encomiendas  á  su  arbitrio  sin  más  trabajo 


18S  MisióíNES  DEL  Makañon  Español 

que  el  de  meterse  en  reducciones  ya  formadas.  Esta  novedad  alborotó  en 
■extremo  á  los  indios  nuevamente  reducidos,  que  alegaban,  como  era  ver- 
dad, haberse  determinado  á  juntarse  en  un  sitio  y  población  para  vivir 
libres  bajo  la  dirección  de  los  misioneros  y  no  como  esclavos ,  bajo  el  pe- 
sado yugo  de  los  encomenderos.  Pero  no  siendo  los  pobres  indios  oídos  de 
los  españoles  de  Borja,  muchos  de  ellos  se  tomaron  la  libertad  de  esca- 
par á  los  montes  sacudiendo  el  yugo  que  les  imponían.  Con  esta  ocasión 
y  con  las  pestes  que  á  poco  tiempo  sobrevinieron,  el  pueblo  del  Salvador 
de  Zaparas  no  pudo  subsistir  por  muchos  años ;  mas  el  de  los  Angeles  de 
Roamainas  duró  hasta  el  año  14  del  siguiente  siglo.  Esta  irrupción  ó  vio- 
lencia de  los  vecinos  de  Borja ,  me  hacen  sospechar  que  la  conquista  de 
estas  naciones  la  hizo  Santa  Cruz  en  tiempo  que  no  había  gobernador  en 
la  ciudad  después  de  la  muerte  de  D.  Pedro  de  Vaca.  Porque  ni  este  go- 
T^ernador  ni  su  padre  D.  Diego  se  habían  metido  jamás  en  las  conquistas 
■de  los  misioneros,  agregando  á  encomiendas  los  que  voluntariamente  se 
•entregaban  al  Evangelio. 

Casi  por  el  mismo  tiempo  en  que  se  redujeron  los  Roamainas  y  Zapa- 
ras formaron  otros  dos  pueblos  los  indios  Agúanos  y  Chamicuros.  Su 
conversión  se  debió  también  al  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz,  cuyo  celo 
por  la  reducción  de  los  gentiles  iba  prendiendo  en  sus  hijos  los  Cocamas, 
que  hacían  también  sus  entradas  por  aquellos  montes  á  imitación  del 
misionero.  La  que  hizo  D.  Felipe  Manico,  cacique  de  Santa  María  de 
Ouallaga,  á  cierta  parcialidad  de  indios  Agúanos  fué  bien  señalada,  y 
trajo,  finalmente ,  la  reducción  de  esos  gentiles  y  de  otros  confinantes. 
Aprestóse  el  capitán  de  Santa  María  á  pasar  con  veinte  indios  esco- 
gidos á  donde  vivían  los  Agúanos,  resuelto  á  valerse  solamente  de  las 
armas  en  su  defensa  y  sin  pretender  hacer  daño.  La  cosa  era  bastante- 
mente delicada,  como  se  deja  entender,  y  poca^  veces  salieron  bien  estas 
entradas  sin  la  asistencia  de  los  padres.  Como  quiera  que  fuese,  D.  Felipe 
sorprendió  con  valor  intrépido  á  los  primeros  Agúanos  que  encontró,  pero 
viéndose  al  punto  cercado  por  todas  partes  de  muchedumbre  de  gentiles 
cedió  al  mayor  número  por  no  empeorar  el  negocio.  Valióle  al  cacique  el 
trato  benigno  y  amigable  con  que  había  recibido  y  agasajado  á  los  pri- 
meros Agúanos  que  sorprendió  y  tenía  en  su  poder,  usando  con  ellos  to- 
dos los  medios  suaves  y  cariñosos  que  había  podido  conforme  á  la  instruc- 
ción del  misionero.  Porque,  asombrados  los  Agu¿inos  de  la  humanidad  que 
habían  hallado  en  el  Cocama  los  primeros,  que  según  la  costumbre  eran 
prisioneros  de  guerra  ó  condenados  á  muerte,  recibieron  á  D.  Felipe  y  á 
los  suyos  con  el  mismo  agrado,  y  trataron  de  paces  y  amistad. 

No  contento  el  cacique  de  los  Cocamas  con  estas  primeras  aparien- 
cias de  amistad,  pidió  á  los  Agúanos  que  le  condujesen  á  verse  con  su 
principal,  con  quien  quería  entablar  una  perpetua  paz  y  comunicación 
mutua  de  ambas  naciones.  No  tuvieron  mucho  que  andar  para  encon- 
trarle, pero  hubo  muchísimo  que  hacer  en  amansar  aquella  fiera  que  á 
todos  amenazaba,  llena  de  furia  infernal,  sin  querer  dar  oídos  ni  á  sus 


,     Libro  JV.— Capítulo  IX  189 

mismos  indios  No  fué  poco  que  desbravando  la  cólera  se  redujese  á  plá- 
ticas. Oyó  primero  á  sus  indios  y  lo  que  con  los  Cocamas  les  había  pa- 
sado, y  amasándose  poco  á  poco,  escuchó,  finalmente,  con  gusto  las  pro- 
posiciones de  nuestro  cacique,  conviniendo  en  la  paz  que  le  pedia,  y  que- 
dando en  amistad  con  las  gentes  de  Santa  María  de  Guallaga. 

La  pacificación  y  amistad  de  los  Agúanos  se  tuvo  desde  luego  por  un 
paso  feliz,  y  por  principio  de  la  reducción  de  los  indios  Chamicuros  de  la 
misma  nación ;  pero  ellos  mismos  descubrieron  una  dificultad  que  pare- 
cía más  insuperable,  atentas  las  paces  establecidas  con  los  Agúanos; 
porque  aunque  unos  y  otros  eran  de  una  misma  nación  y  hablaban  la. 
misma  lengua,  pero  eran  parcialidades  opuestas  y  encontradas,  tan  ene- 
migas entre  sí  que  el  odio  reconcentrado  con  las  continuas  guerras  y  de- 
bates ,  no  pudo  desarraigarse  en  muchos  años  después  de  reducidas  las- 
poblaciones.  La  parcialidad  de  los  Chamicuros,  sobre  ser  más  numerosa 
era  más  valiente  y  su  cacique  más  bárbaro,  fiero  y  animoso  que  el  de  los- 
Agúanos.  A  todos  amenazaba  y  no  temía  á  ninguno,  siempre  dispuesto  á. 
hacer  daño  y  pronto  á  la  venganza,  á  la  hostilidad  y  acometimiento  con- 
tra las  naciones  vecinas,  aunque  no  diesen  motivo  alguno,  aun  de  los  que 
fácilmente  se  tenían  por  bastantes  para  la  guerra  entre  aquellos  bárba- 
ros. Este  fiero  y  orgulloso  cacique  rechazó  constantemente  por  mucho- 
tiempo  los  convites  de  paz  de  los  misioneros,  hasta  que  el  P.  Santa  Cruz,, 
desde  Guallaga,  le  comenzó  á  ablandar  con  el  cariño,  con  las  dádivas  y 
con  el  conocimiento  práctico  que  fué  formando  del  trato  caritativo  y  pa- 
ternal del  misionero,  y  aún  más  viendo  por  sí  mismo  la  paz  y  contento  en 
que  vivían  gustosas  tantas  naciones  opuestas  antes  y  enemigas,  despué» 
de  haberse  reducido  á  poblaciones  y  puesto  en  las  manos  del  P.  Rai- 
mundo. Por  estas  razones  vino  en  formar  un  pueblo  dentro  del  monte 
mismo,  ocho  leguas  de  la  laguna  de  Guallaga,  en  una  llanura  hermosa, 
que  estaba  convidando  para  ello.  Llamóse  en  adelante  el  pueblo  San  Xa- 
vier de  Chamicuros.  Los  Agúanos  formaron  el  suyo,  más  cerca  de  Gua- 
llaga, en  una  quebrada  que  da  entrada  á  las  canoas  por  el  mismo  río. 
Dieseles  la  advocación  de  San  Antonio  para  distinguir  la  reducción  dé- 
la, de  San  Xavier  de  Agúanos,  más  antigua.  Los  dos  nuevos  pueblos  du- 
raron así  separados  por  más  de  un  siglo,  hasta  que  el  año  de  1758  se  in- 
corporaron los  Agúanos  con  los  Chamicuros,  en  su  pueblo  de  San  Fran- 
cisco Xavier. 


CAPITULO  IX 

intenta  el  padre  cueva  descubrir  nuevo  camino  más  derecho  á 
quito:  nuevos  misioneros  que  bajan  á  la  misión  por  archidona 

Viendo  el  P.  Cueva  tan  aumentados  los  pueblos  en  número  y  en  fa- 
milias, se  encendió  en  nuevos  deseos  de  traer  otros  operarios- para  el 


190  Misiones  del  Marañón  Español 

cultivo  de  tantas  naciones.  Y  considerando  que  la  entrada  á  las  misio- 
nes por  Archidona  y  por  ol  río  Ñapo  era  muy  larga,  aunque  parecía 
segura ,  se  determinó  de  subir  en  persona  á  Quito  por  un  camino  que 
se  figuraba  poder  descubrir  entre  Archidona  y  Jaén  por  un  río  de  los 
que  descienden  de  la  jurisdicción  de  Ambato  ó  Latacunga,  entre  Quito 
y  Riobamba.  El  pensamiento  era  muy  oportuno  y  de  grande  utilidad 
para  las  entradas  y  salidas  de  los  misioneros  por  ser  el  camino  que  se 
buscaba  una  línea  casi  derecha  desde  el  centro  de  la  misión  á  la  ciu- 
dad de  Quito.  Pero  era  necesario  mucho  esfuerzo  para  no  desmayar 
entre  las  muchas  incertidumbres,  que  ya  se  presumían  ocasionadas  de 
los  ríos,  bosques  y  montañas  cerradas,  que  era  necesario  romper  para 
llegar  al  término.  Arrojóse  á  la  empresa  el  P.  Lucas  con  un  hermano 
coadjutor  llamado  Antonio  Fernández,  que  pocos  años  antes  había  lle- 
gado á  la  misión,  y  servido  con  piedad  y  celo  en  los  ministerios  propios 
de  su  estado.  Salieron  los  dos  del  pueblo  de  los  Xeveros,  por  el  río  Mara- 
ñen con  indios  bastantes  para  la  navegación  y  llevaron  consigo  los  ins- 
trumentos necesarios  para  arrancar  malezas,  cortar  árboles  y  demarcar 
el  camino  que  buscaban.  Llegados  á  la  embocadura  del  río  Pastaza,  en- 
derezaron la  proa  á  la  resistencia  de  corrientes,  y  entrando  después  en  el 
río  Bohono,  navegaron  algunos  días  con  aquellos  peligros  y  molestias 
que  lleva  consigo  el  subir  contra  las  aguas,  á  fuerza  de  remo,  que  allí 
llaman  canalete,  porque  muchas  veces  es  preciso  valerse  de  los  árboles, 
y  agarrarse  de  las  ramas  inclinadas  al  río,  para  vencer  el  ímpetu  de  las 
aguas  y  traer  la  canoa. 

Llegaron  por  el  río  Bohono  hasta  las  tierras  más  altas,  desde  donde 
estrechadas  las  aguas  entre  riscos  y  peñascos  levantados,  bajaban  tan 
despeñadas  que  no  daban  lugar  al  pasaje.  Aquí  cogieron  puerto,  en  donde 
atadas  las  canoas  comenzaron  á  subir  á  pie  una  montaña  encumbrada, 
pensando  emprender  por  esta  parte  el  descubrimiento  del  deseado  ca- 
mino, y  en  caso  que  no  les  fuese  posible  el  penetrar  por  la  espesura,  vol- 
verse á  las  canoas.  Arrancaban  maleza,  rompían  ramas,  cortaban  árbo- 
les, y  en  varios  parajes  hacían  estribos  para  los  pies,  con  el  ánimo  de 
ganar  la  cumbre  de  la  cordillera.  No  llevaban  otra  carga  que  la  de  un 
poco  bastimento  y  los  ornamentos  para  decir  misa  el  misionero,  que  nunca 
sin  este  sagrado  esfuerzo  del  alma  emprendían  cosa  aquellos  primeros 
padres.  No  podía  el. hermano  Antonio  Fernández,  que  era  ya  de  alguna 
edad,  seguir  al  P.  Lucas,  que  en  tan  áspera  subida  iba  como  ágatas,  más  á 
fuerza  de  puños  y  asiéndose  de  ramas  y  raíces  que  valiéndose  de  los  pies. 
Viendo  el  P.  Cuevas  fatigado  al  hermano,  y  que  no  era  posible  seguir  á 
los  demás,  determinó  que  con  dos  indios  volviese  al  lugar  de  las  canoas, 
y  que  deshaciendo  el  viaje  tomase  el  pueblo  de  los  Xeveros,  como  lo  hizo 
el  hermano  confundido  de  su  debilidad  y  flaqueza,  y  admirado  de  la  fuerza 
más  de  espíritu  que  de  cuerpo  de  su  compañero. 

Por  más  que  hizo  el  padre  y  sus  indios  no  pudieron  abrir  camino  por 
donde  pensaban,  y  vinieron  á  parar  después  de  mucho  trabajo  al  camino 


Libro  IV.— Capítulo  IX  191 

de  Patate,  que  baja  al  puerto  de  la  Canela.  De  aquí  con  gran  fatiga  sa- 
lieron á  la  comarca  de  Ambato  en  ocasión  en  que  aquí  se  hallaba  de  vi- 
sita el  señor  obispo  de  Quito,  D.  Alonso  de  la  Peña  Montenegro.  Fué  luego 
á  visitarlo,  como  era  razón,  el  P.  Lucas  con  la  compañía  de  diez  ó  doce 
indios  que  llevaba  consigo.  Recibióle  el  celoso  prelado  como  á  un  San 
Francisco  Xavier,  viéndole  tan  parecido  en  el  traje  y  en  el  empleo,  pues 
llevaba  su  esclavina  y  bordón ,  el  rostro  sudado  y  las  piernas  bien  lasti- 
madas del  camino.  Oyó  muy  gustoso  de  boca  del  misionero  los  progre- 
sos de  la  misión  y  el  aumento  tan  considerable  de  las  cristiandad  en  el 
Marañen.  Tratóse  ya  desde  entonces  cuan  conveniente  sería  para  su  fo- 
mento y  para  la  entrada  y  salida  de  los  padres,  el  que  administrase  la 
Compañía  el  curato  deArchidona  en  las  montañas,  por  donde  dijimos 
que  había  salido  el  año  de  54  á  Quito  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz. 
Pero  aunque  veía  la  conveniencia  el  señor  obispo  y  le  armaba  el  pensa- 
miento, costó  el  ajustarlo  después  no  pocas  controversias,  porque  de  or- 
dinario tiene  sus  contradicciones  lo  que  conoce  el  demonio  que  ha  de  ce- 
der en  daño  suyo,  como  lo  era  el  ser  derribado  por  este  medio  de  la  po- 
sesión que  tenía  de  innumerables  almas  en  aquellas  montañas. 

Pasó  el  P.  Cuevas  á  Quito  con  su  comitiva  de  indios,  siendo  de  con- 
suelo y  edificación  á  los  pueblos  y  do(;tnnas  por  donde  atravesaba ,  de- 
seando todos  verle  y  á  los  nuevos  cristianos  que  llevaba.  Fué  recibido  en 
el  colegio  con  estimación  de  todos,  que  respetando  su  ministerio,  procu- 
raron, su  descanso  después  de  tantas  fatigas,  y  su  reparo  viéndole  tan 
lleno  de  achaques.  El  Doctor  D.  Pedro  Vázquez  de  Velasco,  presidente 
de  la  real  audiencia,  oyendo  de  boca  del  P.  Lucas  el  fruto  que  se  hacía 
en  el  Marañen,  y  lastimado  de  ver  los  afanes  con  que  los  misioneros  bus- 
caban camino  para  bajar  y  subir  de  sus  misiones,  determinó  resuelta- 
mente le  tuvieran  por  Archidona,  creyendo  necesario  dar  á  la  compañía 
aquella  doctrina  tan  inmediata  al  puerto  de  Ñapo,  como  lo  ejecutó  después, 
por  más  contradicciones  y  dificultades  que  se  levantaron,  las  cuales  ven- 
ció y  allanó  hasta  que  el  Consejo  mismo  vino  al  nombramiento  de  dicho 
curato,  conociendo  la  importancia  de  la  elección  en  uno  de  la  Compañía. 

Detúvose  algunos  días  el  P.  Lucas  en  Quito,  más  por  la  necesidad  de 
algunas  medicinas  para  su  cuerpo  llagado,  que  por  el  descanso  de  sus 
fatigas.  Los  que  tienen  algún  conocimiento  de  las  distancias  desde  los 
Mainas  á  Lima,  desde  Lima  al  Marañen,  y  desde  el  Marañen  á  Quito  por 
montañas  nunca  descubiertas,  pueden  formar  algún  concepto  de  lo  que 
padecería  el  P.  Cuevas  en  los  referidos  viajes.  Sólo  en  la  distancia  de 
Patate  hasta  el  puerto  de  la  Canela,  que  es  una  parte  bien  pequeña  del 
camino  de  nuestro  misionero,  se  puede  ver  lo  que  dice  de  sus  malezas  la 
Historia  general  del  Perú  del  Orden  de  Predicadores,  intitulada:  «Tesorg 
verdadero  de  las  Indias»,  en  el  tomo  I,  libro  V,  cap.  XIII,  pág.  577,  re- 
firiendo en  un  memorial  la  entrada  que  hicieron  dos  religiosos  de  la  mis- 
ma Orden  hasta  salir  á  dicho  puerto.  Pues  ¿qué  trabajos  tendría  que  pa- 
decer el  P.  Lucas,  falto  de  salud  y  sin  sustento  por  tantos  espacios  de 


192  Misiones  del  Marañón  Ksi?añol 

tierrainculta  y  por  tantos  ríos  no  navegados  hasta  entonces?  No  es  de 
extrañar  que  llegase  á  Quito  todo  llagado,  flaco  y  consumido  y  sujeto  á 
varios  achaques.  Aunque  se  empeñaron  los  superiores  en  curarle,  y  vino 
en  ello,  pero  fué  con  la  condición  de  no  hacer  cama,  que  no  podía  sufrir 
su  espíritu  cuando  parece  que  la  necesitaba  su  cuerpo. 

Todo  su  cuidado  en  este  tiempo,  era  regalar  á  sus  compañeros  los  in- 
dios de  la  misión,  á  quienes  se  dieron  aposentos,  y  se  suministraba  en 
abundancia  el  diario  sustento.  Porque  siempre  en  este  particular  hospe- 
daje de  los  indios  se  portó  verdaderamente  con  magniñcencia  el  colegio 
de  Quito;  y  aun  acaso  por  eso  el  cielo  le  llenó  de  bendiciones  por  los 
muchos  gastos  que  tuvo  que  hacer  en  todos  tiempos  por  el  bien  de  las  mi- 
siones del  Marañón.  No  estaba  ocioso  el  P.  Lucas  en  atender  á  uno  de  los 
principales  fines  de  su  viaje,  y  ya  que  no  podía  echar  las  redes  á  los  gen- 
tiles, andaba  muy  solícito  en  tenderlas  por  el  colegio  sobre  sus  hermanos 
para  pescar  misioneros.  En  realidad  eran  bien  pocos  los  sujetos  que  se 
hallaban  en  sazón  de  poder  pasar  al  Marañón,  y  no  habiendo  llegado  la 
misión  que  se  esperaba  de  España,  apenas  se  podía  dar  vado  á  los  minis- 
terios indispensables  de  la  provincia.  Sin  embargo  de  tanta  escasez  de 
operarios,  hizo  tanta  impresión  la  vista  del  P.  Lucas  y  movieron  tanto 
sus  palabras,  encedidas  del  celo  de  los  gentiles,  que  se  le  ofrecieron  dos 
sacerdotes  recién  ordenados  á  seguirle  al  Marañón ,  y  fueron  tales  sus 
instancias  que  se  hubo  de  condescender  con  ellos  por  la  esperanza  que 
había  de  la  nueva  misión  de  Europa. 

No  se  detuvo  más  el  P.  Lucas,  y  determinó  volver  á  los  Mainas  por  la 
ciudad  de  Archidona  con  sus  dos  compañeros,  para  registrar  por  sí  mis- 
mo el  camino  descubierto  por  el  P.  Santa  Cruz,  y  hacerse  bien  cargo  del 
puerto  de  Ñapo  y  del  curso  del  río,  porque  como  ya  se  trataba  de  dar  á 
la  Compañía  el  curato  de  aquella  ciudad,  quería  ver  el  fomento  que  ten- 
drían las  reducciones  fijando  la  entrada  á  ellas  por  esta  parte,  y  asis- 
tiendo de  continuo  uno  ó  dos  misioneros  en  Archidona.  Hízolo  con  todo 
cuidado,  observando  las  distancias  de  tierra  y  diversidad  de  ríos  qtie  en- 
tran en  el  Ñapo,  y  ya  desde  entonces  tanteó  el  genio,  calidad  y  condicio- 
nes de  los  indios  tributarios,  de  quienes  á  poco  tiempo  fué  señalado  pá- 
rroco, como  veremos.  Luego  que  arribó  á  los  Mainas,  distribuyó  á  los  dos 
sacerdotes  que  llevaba  consigo  en  los  pueblos  que  le  parecieron  más  ne- 
cesitados, y  él  prosiguió  atendiendo  al  oficio  de  superior  de  todos  hasta 
que  le  llamemos  á  Quito  para  los  intereses  de  la  misión.  La  entrada  de 
estos  dos  nuevos  misioneros  parece  haber  sucedido  hacia  el  año  de  1659;  y 
desde  este  tiempo  el  P.  Lucas  de  Majano,  que  era  uno  de  ellos,  hermano 
delP.  Tomás  Majano,  comenzó  sus  apostólicos  trabajos  con  los  Roamainas 
y  Zaparas,  de  que  hablaremos  en  su  lugar.  Por  ahora  no  tengo  por  inútil 
tocar  en  el  capítulo  siguiente  un  memorable  acaecimiento  que  hubo  de 
acabar  con  la  ciudad  de  Quito,  poco  después  de  haberse  partido  de  ella 
para  sus  misiones  el  P.  Lucas  de  la  Cueva. 


Libro  IV.— Capítulo  X  193 


CAPITULO  X 

PELIGRO  GRANDE  DE  ARRUINARSE  EN  QUE  SE  VIO  QUITO  CON  LA  ERUPCIÓN 
ESPANTOSA   DEL  VOLCÁN  PICHINCHE  EN  EL  AÑO  1660 

El  colegio  de  Quito  y  la  reducción  de  los  Mainas  tenían  entre  sí  con- 
tinua dependencia,  como  hemos  visto,  y  se  daban  las  manos  de  manera 
que  á  su  influjo  se  debían  los  principios  y  adelantamientos  de  la  misión, 
y  era  imposible  que  sin  este  fomento  continuo  pudieran  subsistir  ó  con- 
servarse. Esto  me  ha  movido  á  dar  aquí  alguna  noticia  de  un  memorable 
suceso  que  acaeció  en  la  ciudad  de  Quito,  y  que  acaso  también  aceleró 
la  partida  de  algunos  jesuítas  á  los  Mainas.  Y  si  esta  razón  no  basta  para 
excusar  la  digresión,  no  dudo  que  el  prudente  lector  la  excusará,  siquiera 
por  señalada,  curiosa  y  memorable.  Por  más  que  la  ciudad  de  Quito  goce 
de  un  temple  saludable,  sus  campos  estén  siempre  verdes  y  floridos, 
amena  y  abundante  la  campiña  y  todo  respire  primavera  y  hermosura, 
no  deja  de  tener  un  lunar  bien  considerable  que  suele  templar  el  gusto 
de  sus  habitadores.  Porque  tiene  á  su  lado,  casi  por  la  parte  del  poniente, 
un  horroroso  volcán ,  llamado  Pichinche,  no  menos  temible  á  la  ciudad 
que  el  Vesubio  á  Ñapóles  y  á  la  Sicilia  el  Etna. 

Viene  á  ser  el  celebrado  Pichinche  un  agregado  de  muchos  montes 
nevados  que  mantienen  siempre  en  su  centro  vivas  llamas,  las  cuales, 
cebadas  en  abundante  materia  de  alcrebite,  rompen  las  entrañas  de  la 
tierra,  volando  parte  de  los  montes  y  arrojando  peñascos  encendidos  al 
viento.  Los  montes  que  principalmente  componen  este  Mongibelo,  son 
tres  que  descuellan  entre  los  demás,  y  parece  que  siglos  atrás  eran  coma 
tres  hombros  monstruosos  que  sustentaban  otra  cumbre,  como  cabeza  so- 
bresaliente á  todas  aquellas  eminencias.  Mas  el  mucho  fuego  interior 
consumió  con  su  voracidad  á  la  cumbre  ó  la  arrojó  al  viento,  deshacién- 
dola en  piedras  y  cenizas.  El  primer  estrago  que  consta  por  los  archivos 
de  Quito  haber  hecho  el  Pichinche  en  la  ciudad  y  campiñas,  sucedió  el 
año  de  1577.  Fué  grande  en  aquellos  principios  de  su  fundación  la  cons- 
ternación de  la  ciudad,  mucho  el  estrago  en  los  ganados,  y  asombrosa  la 
tala  délas  sementeras,  y  á  esta  causa  juráronlos  ciudadanos  desde  enton- 
ces fiesta,  y  eligieron  patronos  que  la  defendiesen  de  tan  terrible  ene- 
migo como  tenían  á  la  vista.  Pero  aunque  se  miraban  en  las  puertas  mis- 
mas de  Quito  los  horrorosos  peñascos  de  aquel  aborto  y  eran  padrones  de 
de  su  memoria,  ya  parecían  estar  olvidados  los  quiteños  después  de 
ochenta  años  de  los  rigores  del  Pichinche,  ó  se  lisonjeaban  haberse  des- 
ahogado bastantemente  de  sus  incendios,  que  ésta  es  la  condición  de  los 
hombres,  creer  fácilmente  lo  que  mucho  se  desea. 

Mas  el  reprimido  volcán  á  los  ochenta  y  tres  años  de  su  primera  erup- 
ción, quiso  avivar  sus  llamas  con  más  horror  en  el  año  de  1660,  por  el 

13 


194  Misiones  del  Marañón  Español 

mes  de  Octubre  en  que  asombró  de  tantas  maneras  á  los  moradores  de 
Quito,  que  no  es  fácil  contar  en  particular  los  estragos  y  efectos  de  su 
enojo.  Un  domingo  por  la  noche,  á  los  24  de  Octubre,  comenzó  el  cerro 
Pichinche  á  mostrarse  como  con  dolores  de  parto,  ó  con  accidentes  de 
algún  fiero  aborto,  dando  bramidos  y  estruendos  que  de  cuando  en  cuando 
se  sintieron  en  aquella  noche,  y  en  el  lunes  siguiente.  Fueron  repetidos 
el  martes  en  varias  horas  del  día,  y  á  la  noche  más  continuados,  oyén- 
dose con  asombro  una  como  batalla  en  las  entrañas  del  volcán,  á  manera 
de  tiros  encontrados  de  una  grande  artillería.  Asomábase  la  gente  asus- 
tada á  ver  las  cumbres  del  Pichinche,  y  entre  las  tinieblas  de  la  noche 
sólo  veía  levantados  sobre  el  monte  algunos  globos  de  fuego,  frecuentes 
relámpagos,  y  como  encendida  la  atmósfera,  cosa  que  suele  verse  todos 
los  años,  aunque  no  con  tanta  conmoción  ni  con  tan  extraordinario  es- 
truendo. Sólo  se  observó  por  entonces  como  cosa  singular,  que  en  vez  de 
un  penacho  de  llamas  que  se  descubría  otras  veces,  ahora  se  veían  á 
tiempos  unas  como  centellas  de  peñascos  encendidos 

Amanecía  ya  el  miércoles,  y  como  había  sido  tan  temerosa  la  noche, 
despertó  á  todos  el  temor  de  prevenir  la  luz  deseada  para  reconocer  lo 
que  pasaba  en  el  volcán.  Conocieron  por  su  ceño  encapotado,  por  los  re- 
lámpagos, bramidos  continuados  y  por  las  peñas  encendidas  que  arro- 
jaba, que  había  comenzado  á  reventar,  pero  deseaban  que  aclarase  el 
día  para  consolarse  con  la  luz  y  certificarse  mejor  de  lo  que  tenían  que 
temer  ó  debían  esperar.  Mas  la  poca  claridad  que  asomaba  á  los  princi- 
pios se  fué  convirtiendo  con  asombro  en  una  noche  tenebrosa,  de  manera 
que  á  las  nueve  del  día  se  hallaba  la  ciudad  en  horrorosas  tinieblas.  No 
se  veían  los  unos  á  los  otros  y  andaban  confusos  con  tanta  obscuridad,  y 
espantados  con  los  estruendos  continuos  que  oían.  Siguiéronse  á  tanta 
miseria  repetidos  terremotos,  y  empezaron  todos  á  correr  turbados  por 
la  ciudad  y  á  dar  grandes  clamores ,  buscando  algún  consuelo  los  unos 
con  los  otros.  Salían  los  seculares  de  sus  casas,  y  de  sus  aposentos  los  re- 
ligiosos, encendiendo  luces  en  las  calles,  cercanos  al  medio  día,  cuando 
de  repente  sintieron  un  ruido  estrepitoso  como  de  rápidas  corrientes  de 
un  caudaloso  río,  y  todos  se  dieron  por  perdidos  considerándose  anega- 
en  los  raudales  de  fuego  que  despedía  el  Vesubio.  Todo  el  pueblo  corrió 
á  las  iglesias  buscando  confesión,  y  los  más  advertidos  conocieron  que 
llovían  las  nubes  unas  piedras  ó  escorias  parecidas  á  la  piedra  pómez. 
Abrieron  sus  iglesias  todas  las  religiones,  y  descubierto  el  Santísimo,  se 
llenaron  de  gente  y  de  clamores  á  la  piedad  divina,  aunque  se  sobrepo- 
nía á  las  continuas  voces  de  la  gente  congregada  el  estampido  de  la  mu- 
cha piedra  que  caía  con  fuertes  golpes  sobre  los  tejados  y  por  toda  la 
ciudad,  cuyo  continuado  estruendo  hacía  parecer  al  temor  un  río  cau- 
daloso de  fuego  ó  un  diluvio  de  llamas  que  corría  por  las  calles. 

En  tan  terrible  aprieto  no  había  otro  recurso  que  el  de  la  penitencia, 
clamando  á  Dios  misericordia  y  reconociendo  las  culpas  que  así  irritaban 
á  la  divina  justicia.  Todos  los  sacerdotes  de  la  Compañía  (y  lo  mismo  su- 


Libro  IV.  — Capítulo  X  195 

cedió  en  las  iglesias  de  los  otros  regulares)  estaban  en  sus  confesonarios, 
pero  era  tanta  la  gente  deseosa  de  confesarse,  que  muchos  del  concurso 
no  esperando  su  vez  clamaban  á  voz  en  grito  publicando  sus  pecados  con 
lágrimas,  sollozos  y  suspiros.  Y  siendo  tan  grande  el  peligro  y  aumen- 
tándose el  temor  con  los  terremotos  continuados,  y  con  el  estruendo  de  las 
piedras  que  no  cesaban ,  se  veían  precisados  los  confesores  á  dar  absolu- 
ciones á  toda  prisa,  luego  que  oían  materia  de  pecado  y  propósito  de  in- 
tegridad, si  hubiese  tiempo  para  declararlos  todos.  No  de  otra  manera 
que  cuando  se  va  á  pique  una  nave  en  una  tempestad  deshecha.  Allí  se 
oían  los  votos  y  promesas  fervorosas,  aquí  se  daban  de  bofetadas;  otros 
se  mesaban  los  cabellos,  en  señal  de  penitencia  y  arrepentimiento  de  sus 
culpas,  sin  que  se  acordase  ninguno  de  otra  cosa  que  de  prevenirse  para 
la  muerte  que  esperaban  ó  sepultados  en  la  tierra  abierta  con  los  terre- 
motos, ó  entre  el  fuego  y  piedras  que  arrojaba  el  volcán.  Cuatro  predica- 
dores estaban  continuamente  en  la  iglesia  disponiendo  al  pueblo  y  ayu- 
dándole en  aquel  trance  con  actos  fervorosos  de  contrición,  como  si  cada 
uno  de  los  presentes  hubiera  de  pasar  luego  á  la  otra  vida,  y  así  fomen- 
taron en  aquel  día,  que  parecía  de  juicio,  las  saludables  lágrimas  con 
que  repetía  el  pueblo  los  afectos  de  penitencia  que  se  le  sugerían,  los 
cuales  proseguían  por  la  tarde,  aun  cuando  cesando  ya  la  lluvia  de  pie- 
dras encendidas,  sucedió  una  arena  menos  ruidosa  y  á  ésta  una  ceniza 
tan  espesa,  que  no  eran  bastantes  las  luces  para  romper  una  obscuridad 
tan  densa.  Padecieron  algunas  personas,  especialmente  mujeres,  varios 
accidentes,  pasmos,  deliquios  y  apreturas  de  corazón,  y  era  cosa  de  mu- 
cha lástima  el  no  poder  acudir  los  sanos  por  la  grande  confusión  y  azo 
ramiento  al  remedio  de  los  enfermos  y  flacos.  Todos  llegaron  á  la  noche 
sin  haberse  desayunado,  y  jamás  se  vio  vigilia  más  bien  ayunada  que  la 
de  este  día  27  en  que  se  celebraba  la  de  los  Apóstoles  San  Simón  y  Judas. 
Recogióse  todo  el  pan  que  se  pudo  hallar  en  el  colegio,  y  se  dio,  por  modo 
de  colación,  un  leve  sustento  á  tanto  concurso  afligido,  que  gustó  verda- 
deramente en  aquella  ocasión  pan  de  lágrimas,  porque  no  cesaban  éstas 
á  vista  de  los  rigores  que  todavía  proseguían. 

Estaba  la  gente  en  grande  expectación  y  con  muchos  deseos  de  que 
amaneciese  el  día  siguiente,  después  de  tres  noches  continuadas,  cuando 
á  eso  délas  ocho  del  día  se  dejó  conocer  el  sol  en  el  hemisferio,  como 
cuando  en  un  día  de  niebla  muy  cerrado  alumbra  sólo  de  manera  que 
sirve  para  distinguir  el  día  de  la  noche.  Este  género  de  días  pardos  y 
anublados,  en  que  se  comunicaban  poco  los  rayos  del  sol,  duró  hasta  el 
día  de  Todos  los  Santos ;  pero  no  por  eso  cesaron  los  temores,  porque  se 
sentían  fuertes  terremotos  y  alterada  la  tierra ,  estaba  como  palpitando, 
asustada  hasta  que  acabase  de  desahogarse  el  volcán.  En  estos  días  de 
media  luz  se  volvieron  á  confesar  con  alguna  mayor  serenidad  todos  los 
vecinos  de  Quito,  y  se  hicieron  muchas  procesiones  y  rogativas,  siendo 
de  grande  edificación  las  mortificaciones  é  insignias  de  penitencia  que  ins- 
piraban el  dolor  de  las  culpas,  y  el  temor  é  incertidumbre  de  lo  que  podía 


196  Misiones  del  Marañón  Español 

suceder.  Cada  religión  hizo  la  suya,  pero  la  principal  de  todas  fué  la  que 
se  ordenó  en  la  iglesia  de  la  catedral,  en  donde  se  celebró  un  solemnísi- 
mo y  devotísimo  novenario  á  la  gran  Madre  de  Dios,  en  su  imagen  glorio- 
sísima de  Nuestra  Señora  de  Guapulo,  que  es  y  fué  siempre  en  sus  nece- 
sidades el  refugio  y  amparo  de  la  ciudad.  Iban  los  sacerdotes  sin  man- 
teos y  sombreros,  descalzos,  con  soga  al  cuello  y  cubiertos  de  ceniza,, 
causando  á  todos  los  que  los  veían  gran  ternura  y  devoción.  Apenas  hubO' 
hombre  ni  mujer,  eclesiástico  ni  secular,  noble  ni  plebeyo,  que  no  satis- 
faciese á  su  deseo  ó  ansia  no  sólo  de  penitencias  secretas,  sino  tambiért 
de  las  públicas  que  se  hicieron  en  estas  procesiones.  Unos  iban  cargados- 
de  grillos  y  cadenas,  otros  aspados  y  ceñidos  estrechamente  de  cilicios; 
éstos  llevaban  sobre  sus  hombros  cruces  pesadas,  aquéllos,  y  era  la  pe- 
nitencia más  común,  vestidos  de  penitentes  derramaban  copiosa  sangre 
con  golpes  crueles  de  disciplinas  que  llevaban  según  el  uso  de  aquellas 
partes. 

Vióse  en  un  punto  renovada  la  ciudad ,  porque  los  bramidos  del  Pi- 
chinche fueron  voces  de  Dios  que  despertaron  á  los  más  dormidos  en  el 
letargo  en  que  miserablemente  se  hallaban  como  muertos.  Algunos  bus- 
caban á  sus  enemigos  y  se  reconciliaban  con  ellos,  dejando  sus  odios  mor- 
tales y  sangrientos.  Muchos  que  parecía  no  tener  remedio  en  su  amistad 
torpe  se  apartaron  con  generosidad,  satisfaciendo  con  públicas  peniten- 
cias los  escándalos  que  habían  dado.  Restituyóse  la  honra  quitada,  vol- 
vióse la  hacienda  ajena,  y  no  pocas  mujeres  (que  suelen  adolecer  de  su- 
persticiones diabólicas)  quemaron  los  instrumentos  de  que  se  valían  para 
sus  maleficios.  En  suma,  la  erupción  del  volcán,  sus  llamas,  piedras  y 
cenizas,  juntas  con  tan  terribles  estruendos  y  bramidos  que  parecían 
poner  delante  de  todos  las  venganzas  de  un  Dios  airado  contra  los  deli- 
tos de  la  ciudad ,  fueron  la  mayor  señal  de  la  divina  misericordia  y  el 
medio  más  poderoso  para  la  reforma  de  Quito,  que  desde  su  fundación  no- 
experimentó  mayores  desengaños  ni  terror  más  saludable  para  conver- 
tirse del  todo  al  Señor. 

Aunque  los  referidos  efectos  de  la  erupción  del  volcán  fueron  más  me- 
morables, no  se  deben  omitir  otros  efectos  naturales  dignos  de  reparo. 
Cosas  se  vieron  en  esta  ocasión  que  parecen  increíbles,  aunque  algunas- 
semejantes  á  las  que  ha  causado  el  Etna  en  Sicilia  y  el  Vesubio  en  Ña- 
póles. Porque  primeramente  fué  cosa  muy  averiguada  que,  si  toda  la  pie- 
dra gruesa  y  menuda,  y  si  la  arena  y  ceniza  que  arrojó  de  sí  el  Pichin- 
che se  juntaran  en  un  lugar,  hicieran  sin  duda  un  monte  tan  grande  como 
el  volcán  mismo,  que  arrojó  de  sus  entrañas  tanta  materia,  quedando  al 
parecer  tan  entero  como  si  nada  hubiese  vomitado.  Hacia  la  parte  con- 
traria á  Quito,  por  donde  disparó  grandísimos  peñascos  y  piedras  más. 
gruesas,  taló  montes  y  llenó  de  materia  encendida  algunas  simas  profun- 
das que  igualó  con  la  superficie  de  la  tierra.  La  piedra  menuda  que  voló 
más  ligera,  á  manera  de  centellas  despedidas  del  choque  de  los  peñas- 
cos en  el  viento,  se  extendió  á  muchas  leguas  en  contorno.  Mucho  más 


Libro  IV.— Capítulo  X  197 

alcanzó  la  arena,  como  se  deja  entender,  y  causa  espanto  hasta  dónde 
arribó  la  ceniza  más  sutil  que  se  vio  caer  en  Popayán ,  en  Guanacas  y 
en  otros  parajes  de  aquel  distrito  por  lo  alto  de  hacia  el  Perú ,  en  Loja  y 
•en  Zuzuma,  y  por  las  montañas  en  las  reducciones  mismas  del  Marañón- 
De  manera  que  hecho  un  cómputo  prudencial ,  volaron  las  cenizas  por 
todos  los  lados  del  volcán  como  cien  leguas.  Y  lo  que  causa  grande  ad- 
miración es  lo  que  asegura  Rodríguez  en  su  historia  al  libro  IV,  cap.  II, 
que  hallándose  él  mismo  en  Popayán,  cuya  distancia  á  la  ciudad  de  Quito 
<es  como  de  cien  leguas,  aunque  por  el  aire  no  es  tanta,  se  oyeren  en 
aquella  ciudad,  el  día  27  de  Octubre,  unos  como  tiros  de  mosquete  ó  arti- 
llería muy  distantes,  ó  como  un  bramido  confuso,  que  atribuye  dicho 
íiutor  al  choque  ó  sacudimiento  de  los  peñascos  del  Pichinche  que  vola- 
ron por  el  viento. 

Fuera  de  esto,  se  manifestó  en  esta  ocasión  la  correspondencia  y  con- 
traminas del  volcán  con  otros  de  su  especie,  y  que  tienen  también  en  sus 
•entrañas  forma  contraria  á  las  voraces  llamas  del  Pichinche,  Tiene 
■este  monte  enfrente  de  sí  con  sola  la  interposición  de  dos  valles  llamados 
Turubamba  y  Chillo,  otros  montes  de  nieve  muy  vistosos ,  entre  los  cua- 
les es  muy  notable  uno  dicho  Sincholagua,  desde  donde  baja  el  río  Alan- 
gasi,  A  los  últimos  estruendos  del  volcán,  disparó  contra  los  peñascos 
•encendidos  el  monte  Sincholagua  medio  monte  de  barro  y  nieve,  que  ca- 
yendo sobre  el  río  en  tanta  cantidad,  hizo  una  gran  presa,  hasta  que  á 
la  violencia  del  agua  y  de  la  pesadez  del  lodo  corrió  por  la  madre  misma 
del  río  tan  grande  avenida  de  materia  densa  y  pestilente  que  ocupó  pi- 
cas de  profundidad  entre  los  montes,  y  llegando  á  un  puente  fortísimo 
de  un  solo  arco,  cerrado  éste  con  el  espeso  material,  tomó  su  carrera  por 
íilgunas  horas  por  encima  del  puente  sin  llevarle  consigo.  En  este  com- 
bate tan  señalado  del  Pichinche  con  el  Sincholagua,  se  sintió  en  Quito 
■el  más  terrible  terremoto  que  se  padeció  en  todos  los  días  de  la  erupción. 
Pero  de  la  pelea  espantosa  de  estos  dos  enemigos  nacieron  dos  efectos, 
que  fueron  de  provecho  á  los  vecinos  de  Quito.  El  primero  fué  que  com- 
primido el  viento  al  empuje  del  Sincholagua,  comenzó  á  soplar  hacia  los 
desiertos,  y  esta  fué  la  causa  de  que  no  lloviese  tanta  piedra  en  la  ciu- 
dad y  cargase  más  adonde  el  viento  la  arrojaba.  No  fué  despreciable  el 
segundo  efecto,  porque  con  el  terremoto  mismo  sacudieron  las  iglesias  y 
casas  la  mucha  ceniza  que  tenían  sus  tejados ,  que  por  el  grande  peso 
•estaban  en  peligro  de  hundirse,  como  de  hecho  se  desplomaron  algunas 
por  la  incuria  de  sus  dueños  que  no  procuraron  limpiarlas,  como  lo  hicie- 
ron casi  todos  los  vecinos.  Y  por  esta  razón  duró  la  ceniza  por  mucho 
tiempo  en  las  calles  de  Quito,  porque  aunque  Dios  proveyó  de  grandes 
lluvias,  muy  del  caso  para  llevar  consigo  tanta  escoria,  no  fueron  bas- 
tantes para  deshacer  tanto  material,  de  manera  que  por  más  de  un 
año  estuvo  á  la  vista  la  ceniza  en  la  ciudad,  campos  y  montes,  y  en  las 
partes  más  llanas  se  reconocieron  las  arenas  y  escorias  por  muchísimos 
años. 


198  Misiones  del  Marañón  Español 

Últimamente,  sosegado  ya  del  todo  el  Pichinche,  envió  la  Real  Audien- 
cia personas  que  reconociesen  la  boca  del  volcán,  y  alcanzaron  á  ver, 
aunque  de  lejos  y  con  grandes  temores ,  una  sima  profunda  como  de  una 
legua  entre  los  tres  montes,  que  parecen  las  fortalezas  opuestas  á  la  te- 
rrible artillería,  siempre  asestada  en  la  profundidad  del  volcán,  como  el 
monte  Soma ,  parece  estar  opuesto  á  las  llamas  del  Vesubio.  En  el  año- 
siguiente  se  sintieron,  á  principios  de  Diciembre,  grandes  terremotos  y 
se  renovaron  los  temores;  pero  sólo  cayeron  algunos  peñascos,  que  per- 
diendo sus  estribos  y  consumidas  las  basas  en  que  se  mantiene  el  circula 
de  la  profunda  sima,  hicieron  algún  estruendo  sin  causar  algún  daño  en 
la  ciudad  ni  en  los  campos. 

Esta  breve  noticia  de  lo  que  se  hizo  temer  el  enfurecido  Pichinche, 
baste  para  memoria  de  la  erupción  que  se  experimentó  en  el  año  de  1660,. 
cuando  hallándose  ya  en  Quito  la  nueva  misión  de  España ,  extrañanda 
los  recién  llegados  Jesuítas  el  singular  recibimiento  que  les  hizo  la  ciu- 
dad, no  estarían  muy  aficionados  á  ella  y  se  les  avivarían  naturalmente 
los  deseos  de  pasar  cuanto  antes  á  las  misiones.  Bella  ocasión  por  cierta 
para  que  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  á  quien  llamaron  á  la  ciudad  para 
dar  asiento  á  lo  que  se  había  ya  tratado  del  curato  de  Archidona,  llevase. 
consigo  algunos  á  las  misiones  de  Mainas. 


CAPITULO  XI 

DASE  EL   CURATO    DE   ARCHIDONA    Á    LA.   COMPAÑÍA,    Y   ESTADO    DE    LA 
MISIÓN   DEL   MARAÑÓN   EN  EL  AÑO  DE    ItítriO 

Deseando  el  padre  provincial  Hernando  Cabero  dar  estabilidad  á  las 
misiones  del  Marañón ,  y  considerando  la  importancia  grande  que  sería 
para  la  conversión  de  la  gentilidad  que  habitaba  en  las  orillas  del  ría 
Ñapo,  el  fijar  la  entrada  por  Archidona,  y  formar  en  esta  ciudad  uno  coma 
seminario  de  misioneros,  promovió  eficazmente  el  pensamiento  de  que  se 
diese  á  la  Compañía  la  doctrina  de  Archidona.  D.  Pedro  Vázquez  de  Ve- 
lasco,  presidente  de  la  Real  Audiencia,  que  más  que  otros  seculares,  coma 
insinuamos,  conocía  las  ventajas  de  esta  asignación,  había  on  parte- 
allanado  las  muchas  dificultades  que  se  ofrecían,  y  conferido  con  el  señor 
obispo  sobre  el  modo  de  conferir  al  P.  Cuevas  aquel  curato,  que  no  era. 
en  realidad  apetecible  á  los  clérigos,  así  por  la  mucha  distancia  como  por 
no  ser  crecida  su  renta.  Avisado  el  misionero  de  las  intenciones  del  señor 
obispo,  volvió  á  Quito,  y  se  hizo  en  él  el  nombramiento  de  párroco  de  Ar- 
chidona ,  pero  con  ciertas  condiciones  y  calidades  poco  conformes  al  es- 
tilo de  la  Compañía.  Sin  embargo,  aceptó  esta  carga  procurando  desde 
entonces  que  se  informase  al  Consejo  de  su  majestad  para  que  se  sirviese 
quitar  los  gravámenes  y  condiciones  que  se  le  ponían,  lo  cual  produjo  el 
efecto  deseado,  como  á  su  tiempo  veremos. 


Libro  IV.— Capítulo  XI  199 

Por  ahora  sólo  pensó  el  P.  Lucas  en  dar  la  vuelta  á  Archidona  y  llevar 
consigo  algunos  misioneros,  ya  que  los  nuevos  sujetos  venidos  de  España 
le  daban  ocasión  oportuna  de  hacer  gente  para  el  Marañón.  En  efecto, 
pidieron  con  instancias  acompañar  al  P.  Cuevas  cuatro  jesuitas  que  se 
hallaban  en  Quito,  dos  de  los  cuales  acababan  de  llegar  con  la  nueva 
misión,  y  se  llamaba  el  uno  Jerónimo  Alvarez,  y  el  otro  Ignacio  Jimé- 
nez; los  otros  dos  eran  naturales  del  país  y  criados  en  el  colegio  de  Quito, 
que  por  tener  ya  práctica  de  la  lengua  general  del  Inga,  y  por  esto  más 
facilidad  en  aprender  las  lenguas  particulares  de  las  naciones,  siempre 
fueron  de  grande  ayuda  en  las  misiones  del  Marañón.  Salió  el  P.  Cuevas 
para  su  destino  con  sus  compañeros,  con  el  ánimo  de  que  uno  de  ellos 
q  uedase  con  él  en  Archidona  como  por  coadjutor  en  el  empleo  de  párroco, 
y  de  enviar  á  los  otros  por  el  río  Ñapo  á  los  Mainas.  No  se  sabe  si  el 
P.  Jerónimo  Alvarez  le  siguió  desde  luego  para  las  misiones,  ó  si  se  quedó 
todavía  en  Quito  para  concluir  los  estudios.  Por  lo  menos  el  viaje  que 
hizo  al  Marañón  parece  que  no  sucedió  hasta  el  año  siguiente,  y  que  no 
tomó  el  rumbo  por  el  río  Ñapo,  sino  por  las  tierras  de  los  Gayes,  como 
diremos  á  su  tiempo. 

Comoquiera  que  esto  fuese,  llegado  que  hubo  á  esta  ciudad  el  P.  Lu- 
cas de  la  Cueva  con  los  nuevos  misioneros,  tomó  la  posesión  del  curato  y 
comenzó  á  trabajar  con  increíble  celo  en  los  españoles  é  indios,  y  á  aar 
nueva  forma  á  su  parroquia.  Había  en  esta  ciudad  algunos  europeos ,  ó 
descendientes  de  ellos,  que  administraban  algunas  encomiendas  de  seño- 
res de  Quito,  cobraban  los  tributos  y  trataban  de  algunos  géneros  que 
vendían  á  los  indios  á  trueque  del  poco  oro  que  sacaban  éstos  del  río. 
Veía  el  P.  Lucas  que  el  buen  ejemplo  de  estos  administradores,  cobrado- 
res y  tratantes,  sería  de  mucha  importancia  para  la  reforma  é  instruc- 
ción de  los  indios ,  y  por  esto  puso  la  mira  principalmente  en  ganarlos 
las  voluntades,  para  que  por  este  medio  le  oyesen  con  más  atención  y  le 
obedeciesen  con  más  suavidad.  Consiguiólo  á  poco  tiempo  y  con  la  efica- 
cia suave  de  sus  palabras  les  redujo  á  una  vida  ajustada,  quitando  ren- 
cillas y  disensiones,  arreglando  sus  negociaciones  y  haciendo  que  junta- 
sen á  lo  lícito  de  sus  contratos  mucñas  obras  de  piedad  y  devoción,  y  más 
particularmente  la  frecuencia  de  Sacramentos.  Fué  tal  la  mudanza  de 
costumbres  de  los  españoles  en  esta  ciudad,  que  ellos  mismos  escribieron 
muchas  cartas  á  los  superiores  de  Quito  y  á  sus  corresponsales,  que  no 
respiraban  otra  cosa  que  agradecimiento  á  la  Compañía ,  teniéndose  por 
dichosos  de  tener  por  párroco  al  P.  Lucas,  que  con  su  amor  y  cariño,  con 
su  celo  y  prudencia  celestial  y  con  un  desinterés  nunca  visto,  todo  lo 
acomodaba,  miraba  por  todos  y  á  ninguno  desechaba ,  en  lo  cual  le  ayu- 
daban no  poco  los  misioneros  que  tenía  consigo,  pues  como  dice  el  P.  Her- 
nando Cabero  en  las  annuas  de  aquel  tiempo,  «cada  carta  de  Archidona 
es  un  panal,  y  rico  de  aquellos  verdaderos  hijos  de  San  Ignacio». 

Dado  este  paso  feliz  con  los  españoles ,  no  le  fué  difícil  la  reforma 
con  los  indios.  Y  para  que  la  doctrina  cristiana  á  que  todos  asistían  in- 


200  Misiones  del  Marañón  Español 

violablemente,  y  las  frecuentes  exhortaciones  que  les  hacía  les  entra- 
sen en  provecho,  determinó  el  P.  Lucas  eximir  aquellos  pobres  de  las 
cargas  y  socaliñas  que  habían  usado  sus  antecesores,  entendiendo  bien 
que  una  de  las  prendas  que  más  acreditan  á  un  párroco  es  el  desinterés. 
Por  esta  causa  quitó  de  raíz  el  manípulo  de  obligación,  el  camarico  ú  ofrendas 
de  Pascuas,  las  ofrendas  de  difuntos  con  tales  y  tales  condiciones,. las 
honras,  no  sólo  al  fin  del  año,  sino  también  á  la  mitad  del  que  allí  llaman 
chaupiguata,  varios  helados  que  debían  las  niñas  llevar  al  cura  y  ciertas 
obligaciones  de  los  niños  cuando  iban  á  la  doctrina,  y  aun  algunas  car- 
gas que  tenían  los  que  iban  á  descargarse  de  sus  pecados  en  la  confesión 
sacramental.  No  permitió  jamás  el  P.  Lucas  ninguna  de  estas  cargas  en 
aquellos  pobres  indios,  que,  siendo  naturalmente  pusilánimes ,  no  cono- 
cían atractivo  mejor  que  ver  desinterés  y  amor,  y  que  se  les  defienda  de 
las  vejaciones  que  comúnmente  padecen  de  los  españoles.  Así  que  ama- 
ban al  P.  Lucas  como  verdadero  padre,  viendo  que  les  asistía  con  todo 
amor,  ayudándoles  en  sus  trabajos,  cuidándoles  en  sus  enfermedades  y 
componiendo  sus  dependencias  con  los  cobradores  de  tributos,  diezmos  y 
otras  obligaciones.  Estando  los  indios  en  tan  buena  disposición  con  su 
párroco,  jamás  faltaban  á  la  explicación  del  catecismo,  oían  con  gusto 
sus  amonestaciones  y  practicaban  fielmente  cuanto  les  aconsejaba. 

Uno  de  los  vicios  más  comunes  en  aquellos  indios  era  la  embriaguez, 
á  la  cual  se  entregaban  de  manera  que  parecía  negocio  desesperado  el 
sacarlos  de  su  tan  vergonzosa  costumbre,  cuando  una  vez  llegaban  á 
dejarse  poseer  de  su  tiranía.  Ellos  mismos  reconocían  que  era  cosa  in- 
digna de  quien  comulgaba  el  emborracharse,  y  por  esta  causa  no  se  lle- 
gaban á  la  sagrada  comunión,  aun  cuando  se  confesaban.  Esta  privación 
de  aquella  sagrada  mesa,  que  usada  con  discreción  pudiera  ser  acaso 
freno  á  las  borracheras,  ó  medio  para  que  saliesen  de  ellas,  había  pasado 
á  tanto  abuso,  que  más  parecía  fomentarlas  y  quitar  á  aquellos  infelices 
uno  de  los  medios  más  poderosos  para  salir  del  vicio.  Porque  vivían  como 
si  para  ellos  no  se  hubiera  instituido  el  santo  sacramento  de  la  Eucaris- 
tía; y  lo  que  más  es,  en  algunos  pueblos  de  indios  dispensaban  los  párro- 
cos por  su  propia  autoridad  (no  sé  si  por  ignorancia  ó  por  desprecio  de  tan 
pobre  gente)  del  precepto  de  la  comunión  de  cada  año, y  duros  é  insensi- 
bles al  bien  espiritual  de  aquellos  desdichados,  les  dejaban  caminar  á  la 
eternidad  sin  el  sagrado  viático,  contentos  de  oírlos  de  confesión  y  de 
administrarles  el  sacramento  de  la  santa  unción,  como  si  hasta  en  la  hora 
de  la  muerte  la  embriaguez  les  hiciera  también  incapaces  de  recibir  el 
pan  sagrado. 

Viendo  el  P.  Lucas  tanto  desorden  y  sus  funestas  consecuencias ,  tiró 
por  el  camino  contrario  y  procuró  que  todos  los  indios  bien  instruidos  en 
la  doctrina  cristiana  comulgasen  como  se  usaba  en  las  misiones,  no  sólo 
por  la  cuaresma,  sino  también  otras  veces  entre  año  en  algunas  fiestas 
más  principales.  Hizo  que  entendiesen  bien  los  indios  que  no  había  otro 
impedimento  que  les  hiciese  incapaces  de  comulgar,  sino  el  pecado  no 


Libro  IV.— Capítulo  XI  20: 

confesado  ni  llorado.  Y  que  los  que  adolecían  del  vicio  de  la  borrachera, 
si  se  confesaban  de  la  embriaguez  como  de  los  otros  pecados,  y  se  dolian 
de  corazón  y  se  arrepentían  de  veras,  debían  llegarse  á  la  sagrada  comu- 
nión como  todos  los  demás.  Antes  bien,  con  este  sagrado  alimento  cobra- 
rían fuerzas  para  resistir  á  este  vicio  y  llegarían  á  conseguir  una  victo- 
ria entera  de  sí  mismos.  De  esta  manera  hizo  guerra  el  P.  Lucas  á  la  em- 
briaguez por  un  modo  en  todo  contrario  á  los  que  usaban  otros  párrocos, 
y  consiguió  casi  del  todo  desterrarlo  de  los  indios,  que,  aficionados  á  la 
sagrada  comunión,  venían  con  gran  recato  y  temor  de  Dios  huyendo  de 
las  ocasiones  del  pecado,  y  procurando  conservar  las  disposiciones  que 
conocían  ser  necesarias  para  ser  admitidos  á  la  mesa  divina ,  que  está 
patente  á  todos  los  que  se  acercan  con  buena  voluntad  y  corazón  contrito. 

Entre  tanto  que  el  P.  Cuevas  así  trabajaba  en  Archidona  mejorando 
á  los  españoles  y  reformando  á  los  indios ,  y  estaban  á  la  vista  y  aun  lé 
ayudaban  en  sus  ministerios  los  nuevos  misioneros,  que  debían  pasar  á 
Mainas.  Amaestrados  ya  sobre  el  modo  de  tratar  con  los  indios ,  y  des- 
pués de  haber  adquirido  algunas  noticias  de  la  lengua,  les  envió  al  Ma- 
rañón  por  el  río  Ñapo,  quedándose  el  P.  Lucas  con  uno  por  compañero 
en  su  empleo.  No  es  fácil  explicar  el  gusto  y  contento  del  P.  Figueroa  y 
demás  jesuítas  del  Marañón  cuando  entendieron  la  asignación  del  padre 
Cuevas  para  Archidona ,  y  vieron  los  nuevos  operarios  que  les  enviaba 
de  refresco  para  trabajar  en  los  campos  dilatados  de  aquella  numerosa 
gentilidad.  ^\ié  tanto  mayor  el  contento  cuanto  más  echaban  de  ver  la 
divina  Providencia  con  aquellas  misiones,  porque  habiendo  salido  poco 
antes  un  operario  por  falta  de  vista  al  colegio  de  Cuenca  y  el  P.  Barto- 
lomé Pérez  á  ocupaciones  de  la  provincia,  enviaba  Dios  otros  nuevos  y  en 
mayor  número  para  que  sucediesen  á  los  antiguos,  y  les  abría  una  puerta 
tan  cómoda  para  la  entrada  en  la  misión  del  río  Ñapo. 

El  estado  de  las  misiones  en  este  tiempo  estaba  ñoreciente.  Eran  once 
los  misioneros.  Los  pueblos  y  anejos  eran  como  veinte,  porque  además  de 
los  que  pusimos  en  el  último  capítulo  del  libro  antecedente  se  habían  fun- 
dado en  estos  siete  últimos  años  desde  el  1653  hasta  el  de  1660  otros  cinco 
pueblos,  dos  de  los  cuales  pertenecían  al  río  Cuallaga,  y  se  llamaban 
como  vimos  San  Xavier  de  Chamicuros  y  San  Antonio  de  Agúanos.  Los 
otros  tres  tocaban  al  río  Pastaza  por  hallarse  en  esta  parte  de  la  misión, 
y  se  nombraban  los  Angeles  de  Roamainas,  San  Salvador  de  Zapas  ó  Za- 
paras, y  el  nombre  de  Jesús  de  los  Coronados  ó  Hichachapas.  No  se  sabe 
á  punto  fijo  en  qué  año  se  redujeron  los  Coronados  ó  Hichachapas ;  sólo 
sabemos  que  en  este  año  de  60  vivían  ya  juntos  en  un  pueblo  por  los  es- 
fuerzos y  fatigas,  según  pienso,  del  P.  Francisco  de  Figueroa,  que  aun- 
que suplía  las  ausencias  y  cargas  del  P.  Lucas  en  sus  largos  viajes  ,  ve- 
lando como  superior  y  más  antiguo  sobre  todos  los  misioneros,  y  aten- 
diendo, como  era  razón,  á  todas  partes,  no  por  eso  dejaba  de  hacer  nue- 
vas entradas  á  los  gentiles,  disponiendo  á  unos  y  reduciendo  á  otros  á  po- 
blación. 


202  Misiones  del  Marañón  Español 

Extendida  la  misión  por  gran  parte  del  río  Marañón ,  por  mucha  del 
río  Pastaza,  por  casi  todo  el  Guallaga,  y  habiendo  entrado  también  en  el 
río  Ucayale,  contaba  un  número  prodigioso  de  nuevos  cristianos.  Y  aun- 
que no  podemos  decir  puntualmente  el  número  de  almas  que  estaban  ya 
reducidas  al  gremio  de  la  Iglesia  por  los  sudores  de  los  misioneros,  en  el 
tiempo  en  que  nos  hallamos ,  bien  se  puede  asegurar  que  no  bajaban  de 
setenta  mil,  pues  consta  de  autos  hechos  en  la  ciudad  de  Lima  cuatro 
años  antes,  esto  es,  en  el  año  1656,  que  estaban  ya  pacificados,  y  reduci- 
das á  la  fe  más  de  quince  mil  familias  en  Mainas  y  otros  muchos  indios 
convertidos,  pertenecientes  á  las  provincias  de  la  jurisdicción  de  la  ciu- 
dad de  Borja.  De  manera  que  haciéndose  el  cómputo  de  cinco  almas  por 
familia,  ya  entonces  arribaban  los  indios  convertidos  al  número  de  se- 
tenta y  cinco  mil ;  pues  en  estos  cuatro  años  no  estuvieron  ociosos  los  mi- 
sioneros, como  consta  de  las  nuevas  fundaciones  que  hicieron.  Y  aun  es 
muy  creíble  que  aumentasen  en  familias  los  primeros  pueblos,  que  solían 
ser  pequeños  á  los  principios,  y  con  las  salidas,  convites  y  regalos  de  los 
misioneros,  iban  creciendo  en  número,  como  sucedió  en  todo  tiempo.  Y 
si  no  fuera  por  las  pestes  que  sobrevinieron  después,  y  por  las  rebeliones 
de  algunos  traidores  y  apóstatas ,  de  que  hablaremos  en  su  lugar,  la  mi- 
sión de  los  Mainas  hubiera  sido  acaso  de  las  más  numerosas  entre  todas 
las  que  estaban  á  cargo  de  la  Compañía,  pues  en  sólo  veintidós  años  de 
cultura,  y  no  de  muchos  operarios,  llegó  á  extenderse  por  cuatro  ríos 
caudalosos,  cuyas  orillas  estaban  llenas  de  infinitos  gentiles.  Pero  suce- 
dió en  el  Marañón  lo  que  acaeció  también  en  parte  en  otras  misiones, 
que  las  naciones  en  sus  principios  muy  numerosas  se  fueron  disminu- 
yendo ó  acabando  con  el  tiempo  con  pestes,  viruelas  y  catarros.  En  lo 
cual  se  descubre  la  justicia  y  misericordia  del  Señor,  que,  queriendo  aca- 
bar con  muchas  de  aquellas  gentes,  les  proveyó  al  tiempo  crítico  de  su 
ruina,  de  ministros  evangélicos,  para  que  consiguiesen  la  salud  eterna  de 
sus  almas. 


LIBRO  V 


CAPITULO  PRIMERO 


TRABAJOS    APOSTÓLICOS    Y  MUERTE    GLORIOSA  DEL  P.    LUCAS  MAJANO 

La  divina  y  amorosa  providencia  del  Señor  con  la  nueva  cristiandad 
de  los  Mainas,  dispuso  en  su  nacimiento  las  cosas  de  manera  que  en  los 
veinte  primeros  años  no  se  viesen  en  ella  traiciones  de  indios  ó  rebeliones 
de  apóstatas  que  la  dividiesen,  ni  persecuciones  de  los  de  fuera  que  en 
su  fundación  la  sofocasen;  antes  bien,  habia  caminado  todo  próspera- 
mente con  mucha  paz  y  contento  de  los  misioneros,  y  siempre  con  nuevo 
aumento  de  pueblos  y  de  familias.  Y  lo  que  más  admira  es  que  no  hubiese 
muerto  desde  el  año  1638  hasta  el  de  1660  ninguno  de  los  padres  que  con 
tanto  tesón  habían  trabajado  en  climas  y  temples  tan  diversos  y  poco 
saludables,  y  con  tanta  falta  y  escasez  de  alimentos,  vestidos  y  demás 
cosas  necesarias  á  la  vida  humana.  Pero  arraigada  ya  la  fe  y  extendida  por 
tantos  ríos  sin  peligro  de  faltar,  ó  por  demasiadamente  tierna  ó  por  redu- 
cida á  un  solo  sitio,  comenzaron  las  rebeliones  de  algunos  indios,  las  trai- 
ciones de  otros,  y  empezaron  á  faltar  los  misioneros,  unos  de  muerte  na- 
tural, otro  ahogado  en  las  aguas,  y  algunos  muertos  á  manos  de  los  após- 
tatas é  infieles. 

El  primer  misionero  que  acabó  gloriosamente  su  carrera  en  las  misio- 
nes trabajosas  del  Marañón  era  el  más  joven  de  todos,  y  casi  el  último  que 
había  entrado  al  trabajo.  Porque  no  es  cosa  nueva  al  estilo  de  la  Provi- 
dencia, sino  muy  conforme  á  él,  que  los  últimos  en  el  trabajo  sean  los 
primeros  en  la  paga,  como  suelen  ser  remunerados  en  último  lugar  los 
que  echaron  mano  del  trabajo  muy  de  mañana.  Fué  este  dichoso  misio- 
nero el  P.  Lucas  Majano,  que,  bajando  tres  años  antes  por  el  río  Ñapo  y 
señalado  para  el  cultivo  de  las  misiones  de  Pastaza  que  comenzaban  en- 
tonces, hizo  mucho  en  poco  tiempo  y  dio  su  vida  víctima  de  la  caridad 
por  sus  ovejas.  Había  el  P.  Santa  Cruz,  como  insinuamos  arriba,  persua- 
dido á  los  Zaparas  y  Roamainas  que  formasen  sus  poblaciones  no  lejos 
del  río  Pastaza,  pero  por  la  mucha  distancia  de  las  reducciones  de  Gua- 
llaga,  en  donde  era  necesaria  su  presencia,  no  había  dado  forma  á  los 


204  Misiones  del  Marañón  Español 

nuevos  pueblos,  ni  asentado  la  doctrina ,  creyendo  que  se  les  podría  en- 
viar otro  misionero  para  dirigirlos  en  la  fábrica  de  la  iglesia  y  casas ,  y 
para  instruirlos  más  de  propósito  en  la  doctrina  cristiana.  Llegó  á  este 
mismo  tiempo  el  P.  Lucas,  lleno  de  espíritu,  fervor  y  celo  de  la  conver- 
sión del  Marañón,  y  conociendo  el  P.  Figueroa  el  aliento  del  nuevo  mi- 
sionero, le  destinó  al  cultivo  de  las  naciones  de  Pastaza.  Fué  volando  el 
P.  Lucas,  sin  otra  compañía  que  la  de  un  mozo  que  le  debía  servir  de 
intérprete,  sin  más  armas  que  el  breviario  y  Biblia,  sin  más  riquezas  que 
los  ornamentos  para  decir  Misa  y  algunos  regalillos  para  atraer  á  los 
indios. 

No  hay  para  qué  detenernos  en  la  fábrica  de  iglesias  y  casas,  en  los 
desmontes  para  las  sementeras ,  y  en  el  orden  y  concierto  que  introdujo 
«ntre  unas  gentes  hechas  á  vivir  á  su  libertad  en  los  montes  sin  arreglo 
ni  dependencia  entre  sí.  Porque  esto  fué  común  en  todos  los  misioneros 
que  formaron  nuevas  reducciones ,  como  hemos  visto  en  otras  ocasiones, 
y  en  el  P.  Lucas  fué  bien  particular,  porque  fuera  del  pueblo  de  los  Roa- 
mainas,  tenía  que  acudir  á  otras  partes  por  no  caber  los  indios  en  el  sitio 
primero.  Su  principal  cuidado  era  la  instrucción  espiritual  de  los  niños  y 
la  enseñanza  de  los  adultos,  para  que  se  hiciesen  capaces  del  santo  bau- 
tismo, y  no  contento  con  los  primeros  indios  pacificados  por  el  P.  Rai- 
mundo, andaba  continuamente  vadeando  ríos  y  atravesando  montes  para 
hacer  más  y  más  gente  que  gozase  de  tan  saludable  sacramento.  Corres- 
pondía el  fruto  á  sus  entradas,  y  formó  una  cristiandad  numerosa.  Apren- 
dida la  lengua  de  los  Roamainas  en  bien  poco  tiempo,  pudo  formar  un 
catecismo  en  su  misma  lengua,  y  era  éste  el  camino  más  breve,  para 
que  los  adultos  se  dispusiesen  al  sacramento  del  bautismo ;  porque  los  in- 
dios que  le  amaban  tiernamente  por  sus  prendas  naturales,  pues  era  ri- 
sueño, liberal,  ágil  y  agraciado,  viéndole  hablar  la  lengua  de  su  región, 
y  trasladar  perfectamente  á  la  boca  los  afectos  de  su  amor  y  cariño  con 
ellos,  no  se  apartaban  de  su  misionero,  le  oían  con  mucho  gusto  y  que- 
rían seguirle  á  todas  partes. 

De  esta  manera  trabajó  el  P.  Lucas  por  tres  años  en  la  viña  que  le 
había  encomendado  el  superior,  hasta  que  comenzó  á  rendirse  la  natura- 
leza á  tanto  afán  y  fatiga.  Como  se  veía  precisado  en  sus  frecuentes  en- 
tradas por  los  montes  á  dormir  donde  le  cogiese  la  noche,  unas  veces  en 
las  alturas  de  montañas  empinadas  y  otras  en  las  honduras  húmedas  de 
los  valles,  contrajo  por  los  muchos  vientos,  calores  y  humedades  una  en- 
fermedad complicada  de  muchos  males.  Era  continuo  el  dolor  que  pade- 
cía en  los  huesos  ;  la  vista  llegó  á  estar  tan  debilitada  que  apenas  distin- 
guía los  objetos,  y  el  estómago  tan  ñaco  y  sin  calor  natural,  que  no  podía 
digerir  cosa  ninguna.  No  era  bastante  la  mocedad  para  expeler  la  grande 
copia  de  humores  dañados  que  se  habían  apoderado  del  cuerpo.  Y  no  de- 
Jando  por  eso  sus  ásperas  penitencias  diarias  de  ayunos,  disciplinas  y  de 
otros  géneros  de  mortificación,  sin  la  cual  no  le  parecía  poder  vivir  en 
esta  vida,  cayó  en  un  continuo  y  vehemente  dolor  de  estómago,  que  le 


Libro  V. — Capítulo  I  205 

excitó  los  deseos  de  verse  con  algún  misionero  y  de  comunicar  con  él  sus 
achaques,  suponiendo  q,ue  también  en  sus  hermanos  habría  causado  al- 
guna novedad  la  calidad  del  terreno.  No  le  movía  menos  al  viaje  otra 
dolor  interno  que  de  tiempo  le  aquejaba,  y  era  el  anhelo  que  tenía  de  re- 
conciliarse con  algún  sacerdote,  cosa  que  no  había  podido  lograr  en  n  u- 
cho  tiempo,  por  la  mucha  distancia  en  aquellas  soledades,  y  es  ésta  una. 
de  las  mayores  penas  que  entre  otros  ahogos  del  alma  sufren  los  misio- 
neros privados  por  muchos  meses  del  santo  sacramento  de  la  Penitencia; 
aunque  su  divina  Majestad  que  jamás  se  deja  vencer  en  liberalidad  de 
sus  siervos  sabe  consolar  de  otra  manera  y  suplir  por  otro  lado  la  gracia 
del  sacramento,  con  los  que  generosamente  se  consagran  á  la  extensión 
de  su  nombre. 

Por  estas  razones  se  determinó  el  P.  Lucas  á  bajar  al  Marañen,  y 
echando  mano  de  una  mal  aviada  canoa,  navegó  con  algunos  indios  de 
su  pueblo  por  diez  días  hasta  el  primer  pueblo  de  Mainas.  A  la  entrada, 
misma  de  la  reducción,  se  vio  penetrado  de  otro  nuevo  dolor  y  senti- 
miento; porque  halló  á  todo  el  pueblo  apestado  de  sarampión  y  alfom- 
brilla, que  consiste  en  unas  viruelas  de  mala  casta  y  mucho  peores  que 
las  comunes  de  Europa.  Moría  mucha  gente  del  contagio,  que  no  habienda 
perdonado  al  misionero  del  pueblo  le  tenía  postrado  en  la  cama  con  re- 
cias calenturas,  sin  poder  asistir  como  quisiera  á  sus  ovejas.  Luego  que 
supo  la  venida  del  P.  Lucas,  adoró  la  singular  providencia  del  Señor  en 
traerle  á  su  pueblo  en  tiempos  de  tanta  necesidad  y  miseria  en  que  no 
podía  socorrer  á  sus  hijos,  atado  á  su  aposentillo  á  causa  del  contagio. 
Reconciliáronse  mutuamente  con  mucho  gozo  y  consuelo,  y  al  punto  em- 
pezó el  misionero  nuevo  á  confesar  enfermos,  administrar  viáticos,  bau- 
tizar niños  é  instruir  catecúmenos  y  disponerlos  para  el  sagrado  bautis- 
mo, porque  á  todos  se  iba  extendiendo  la  peste  y  era  necesario  socorrer 
en  la  hora  de  la  muerte  con  aquel  sacramento  á  los  adultos  que  no  esta- 
ban bautizados.  Era  increíble  el  trabajo  del  P.  Lucas  en  tantas  necesida- 
des, queriendo  correr  á  todas  partes,  porque  no  sólo  se  extendía  su  cela 
y  caridad  á  los  feligreses  del  lugar,  sino  también  á  otros  anejos  que,  aun- 
que distantes,  estaban  sujetos  al  mismo  contagio.  Aquí  volvió  á  doblar  la. 
fatiga  de  trepar  montes ,  vadear  ríos  y  atravesar  cerros,  en  que  se  había 
ejercitado  por  casi  tres  años  en  el  río  Pastaza  ;  pero  se  le  hacían  dulces- 
al  ver  el  inmenso  fruto  que  lograba  de  niños  y  de  grandes  que  volaban 
al  cielo  recibida  la  gracia  del  bautismo. 

Sosegada  algo  la  epidemia ,  llegó  un  indio  del  pueblo  de  los  Angele» 
con  las  malas  nuevas  de  que  comenzaba  la  peste  por  el  río  Pastaza,  y 
que  estaban  los  Roamainas  y  Zapas  en  la  mayor  apretura  por  hallarse 
en  circunstancias  tan  críticas  como  ovejas  sin  pastor.  Al  momento  el 
P.  Lucas,  despidiéndose  del  otro  misionero  que  todavía  se  hallaba  bien 
postrado,  corrió  á  la  necesidad  de  sus  hijos.  Subió  en  la  canoa  tan  de 
prisa  y  con  tanto  sobresalto,  que  se  olvidó  de  llevar  consigo  algún  medi- 
camento para  el  estómago,  que  había  sido  uno  de  los  motivos  de  su  ve- 


y06  Misiones  del  Marañón  Español 

nida,  como  quien  hacía  más  caso  de  la  vida  de  sus  feligreses  que  de  la 
suya  propia.  Fué  la  navegación  bien  penosa,  porque  era  flaca  la  canoa, 
los  indios  remeros  estaban  enfermos  y  sin  fuerzas,  y  se  caminaba  contra 
las  corrientes.  Pero  al  fín,  librándole  Dios  con  singular  providencia  de 
dos  peligros  de  muerte,  llegó  al  pueblo  deseado.  Sin  descansar  un  punto 
se  aplicó  á  la  cura  y  asistencia  espiritual  y  temporal  de  los  enfermos, 
echando  aquí  el  resto  de  la  caridad  con  los  hijos  que  había  engendrado 
en  Jesucristo.  Fué  igual  la  mortandad  en  el  pueblo  de  los  Angeles,  á  la 
que  se  experimentó  en  los  del  Marañón ,  y  la  peste  que  despobló  los  luga- 
res parece  que  pobló  de  almas  el  cielo.  Porque,  fuera  de  los  nifios'que  fue- 
ron á  gozar  de  Dios  en  mucho  número,  murieron  muchísimos  adultos  bau- 
tizados en  aquella  hora,  y  otros  que  ya  eran  cristianos  acabaron  feliz- 
mente su  carrera  fortalecidos  con  los  santos  sacramentos. 

Como  cesó  la  epidemia  del  sarampión  y  alfombrilla ,  parece  que  ce- 
saba la  necesidad  de  la  vigilante  aplicación  y  la  asistencia  del  P.  Lucas, 
el  cual  echando  de  menos  en  sí  aquel  brío  y  esfuerzo  que  le  daba  la  ne- 
cesidad, se  rindió  á  su  misma  enfermedad  y  flaqueza.  A  poco  tiempo  co- 
noció que  se  moría  sin  remedio ;  y  llamando  á  sus  hijas  se  despidió  de 
ellos  tiernamente,  y  les  exhortó  con  dulces  y  amorosas  palabras  á  la 
perseverancia  en  la  fe  santa  que  habían  recibido.  En  el  día  siguiente  les 
dijo  Misa,  en  la  que  comulgó  por  viático,  y  retirado  después  á  su  camilla 
expiró  como  otro  San  Xavier,  muy  compuesto  y  puesta  la  sotana,  víc- 
tima de  la  caridad,  holocausto  del  celo  y  ejemplo  de  fervorosos  misione- 
ros, día  4  de  Julio  del  año  de  1660.  Fué  sepultado  por  mano  de  sus  hijos, 
que  celebraron  las  exequias  con  muchas  lágrimas  por  el  sentimiento  de 
haber  perdido  un  padre  amorosísimo  que  tanto  les  había  querido,  culti- 
vado en  las  costumbres  y  adelantado  en  la  religión.  Los  demás  misione 
ros  lloraron  amargamente  la  pérdida  de  un  joven  de  veintiocho  años, 
que  había  podido  con  su  aplicación  incesante  dar  en  tan  corto  tiempo 
a,siento  á  la  cristiandad  de  Pastaza,  que  por  los  destemples  de  aquellas 
regiones  estuvo  siempre  expuesta  á  la  diminución  y  exterminio.  Mas  se 
consolaban  de  que  habiendo  cogido  el  fruto  que  correspondía  á  muchos, 
quiso  Dios  abreviar  el  período  de  su  vida  para  coronarle  en  la  otra. 

Fué  el  P.  Lucas  Majano,  santo  desde  su  niñez.  Nacido  en  Guayaquil, 
le  pusieron  sus  padres  desde  que  tuvo  edad  para  aplicarse  á  las  letras,  en 
el  seminario  de  San  Luis  de  Quito.  Dióse'aquí  tanto  á  la  virtud,  que  sin 
faltar  en  nada  á  la  obligación  de  estudiante  hacía  vida  de  religioso.  Imi- 
taba muy  de  cerca,  si  no  le  excedía  á  su  hermano  mayor  el  P.  Tomás,  de 
quien  hablaremos  después,  en  la  oración  y  penitencia,  y  ya  decía  desde 
entonces  que  sin  las  dos  virtudes  de  la  oración  y  penitencia  no  se  cum- 
plía con  la  obligación  de  cristiano.  Fuera  de  los  tiempos  señalados  á  los 
seminaristas  para  su  oración,  daba  á  este  santo  ejercicio  varias  horas  de 
la  noche  que  hurtaba  del  sueño,  y  las  interrumpía  con  recias  disciplinas, 
en  cuya  práctica  fué  siempre  ñrme  y  constante  todas  las  mañanas.^Salió 
tan  buen  estudiante,  que  acabada  la  filosofía  alcanzó  en  ella  el  grado  de 


Libro  V.— Capítulo  II  207 

maestro.  Logró  ser  recibido  en  la  Compañía  en  su  año  primero  de  teolo- 
gía, que  concluyó  en  ella;  dando  á  todos  en  sus  estudios  singulares  ejem- 
plos de  virtud  y  más  particularmente  de  oración  y  penitencia,  que  siem- 
pre fueron  los  medios  de  que  se  valía  para  unirse  con  su  Dios.  Ordenado 
de  sacerdote,  pidió  luego  y  obtuvo,  por  el  celo  que  mostraba  de  la  con- 
versión de  los  gentiles,  ser  nombrado  para  las  misiones  del  Marañón ,  en 
donde  en  solos  tres  años,  pero  con  mucho  fruto  de  las  almas,  acabó  su  ca- 
rrera consumido  á  penitencias,  pasado  de  humedades,  combatido  de  tem- 
porales, tocado  de  peste  y  abrasado  de  su  mismo  celo  y  caridad. 


CAPITULO  II 

VIAJE   AL   MARAÑÓN  DEL  P.    JERÓNIMO    ÁLVAREZ ;   SU  MUERTE  EJEMPLAR 
Á  LA  ENTRADA  EN  BORJA,   Y  BREVE    ELOGIO   DE  SUS   SINGULARES  VIR 
TUDES. 

A  la  muerte  temprana  del  P.  Lucas  Majano,  misionero  mozo,  fervo- 
roso y  de  grandes  esperanzas  en  Ja  misión,  se  siguió  el  año  siguiente  la 
muerte  de  otro  operario  de  la  misma  edad,  de*  virtud  muy  parecida  y  de 
no  menores  esperanzas.  Tal  era  el  P.  Jerónimo  Alvarez,  que,  venido  de 
España  y  concluida  en  Quito  la  teología,  consiguió,  como  insinuamos,  por 
sus  instancias  fervorosas  ser  dedicado  á  las  misiones  del  Marañón, 

Salió  el  P.  Alvarez  de  Archidona  (á  donde  había  pasado  ya  con  el 
P.  Cueva)  á  pie  con  un  mozo  y  algunos  indios  hacia  la  tierra  de  los  Ga- 
yes, para  bajar  por  un  río  llamado  Bohonaza,  al  centro  de  la  misión,  por 
entenderse  ya  que  este  río  descargaba  en  el  Marañón  y  no  muy  lejos  de 
la  ciudad  de  Borja.  Fué  muy  penoso  el  viaje  desde  los  principios,  por  ser 
aquellas  tierras  muy  húmedas,  á  que  se  llegaba  el  hallarse  en  el  invierno 
y  ser  muchas  las  aguas.  Atravesaba  pantanos  llenos  de  agua  y  barro 
hasta  las  rodillas,  sin  poder  jamás  enjugarse  la  ropa,  por  los  muchos 
aguaceros  de  que  no  podía  defenderse  en  campo  descubierto  ;  su  cama 
por  la  noche  eran  unas  hojas  mojadas;  la  comida  grosera,  y  la  compa- 
ñía, de  indios  bozales.  Pero  caminaba  con  tanto  esfuerzo  y  alegría,  que 
causaba  admiración  á  los  que  con  dificultad  le  seguían.  Cuando  se  acercó 
á  las  tierras  de  la  nación  de  los  Gayes,  se  aumentaron  los  trabajos,  ries- 
gos y  peligros,  porque  era  necesario  caminar  por  montes  altísimos  y  pe 
ñas  tan  empinadas  y  derechas,  que  apenas  se  podía  poner  el  pie  sin  riesgo 
de  despeñarse  en  horribles  precipicios.  Crecía  más  el  peligro  con  los  mu- 
chos bejucos  ó  varitas  enredadas  ó  como  sembradas  por  la  tierra ,  que 
estorban  el  paso,  y  con  las  espinas  agudas  y  otras  plagas  y  malezas,  que, 
hiriendo  al  padre  con  mucha  continuación,  le  ocasionaban  vivísimos  do- 
lores en  las  piernas.  A  pocos  días  de  tanta  fatiga  enfermó  notablemente, 


208  Misiones  del  Mauañón  Español 

y  en  medio  de  serle  forzoso  vadear  muchas  veces  ríos  con  el  agua  hasta 
la  cintura  y  romper  por  corrientes  impetuosas  que  casi  le  arrebataban, 
nada  le  acobardaba,  hacía  rostro  á  todo,  enfermo  y  mozo  delicado,  rom- 
pía por  todas  las  dificultades  con  un  ánimo  superior  á  sí  mismo,  y  sin  dar 
jamás  la  más  ligera  muestra  de  impaciencia  ó  caimiento. 

Llegaron  á  tanto  los  trabajos  en  tan  desastrado  camino,  que  los  indios 
mismos  con  ser  hijos  de  los  montes,  por  donde  corren  como  ciervos,  y  con 
estar  tan  habituados  á  vencer  las  dificultades  mayores,  por  cerrados  que 
parezcan  los  caminos,  tuvieron  por  imposible  superar  las  presentes  y 
se  despedían  del  padre,  diciendo  que  no  se  atrevían  á  proseguir  por  sitios 
tan  fragosos  y  con  tiempo  tan  contrario.  Viendo  el  padre  que  le  dejaban 
en  la  mayor  incertidumbre,  sin  saber  dónde  se  hallaba,  y  en  tanto  riesgo 
de  indios  enemigos  y  guerreros,  sin  alguna  defensa,  les  rogó  mucho  que 
no  le  quisiesen  desamparar  en  aquel  apuro;  que  él  estaba  resuelto  á  pro- 
seguir adelante  aunque  perdiese  la  vida  en  la  demanda;  la  cual  daría  de 
buena  gana  á  trueque  de  no  faltar  á  la  vocación  divina  que  le  llamaba 
al  Marañón  por  el  bien  de  sus  paisanos.  No  fué  menester  poco  para  ven- 
cerlos y  persuadirlos  á  que  prosiguiesen ;  pero  al  fin  se  rindieron  á  las 
razones  del  misionero,  y  tiraron  con  dificultad  adelante. 

En  tantas  aflicciones,  asperezas  y  penalidades,  se  le  había  hecho  al 
P.  Jerónimo  una  llaga  en  una  pierna  que  le  era  de  tormento  bien  grande, 
así  por  los  encuentros  ordinarios  y  molestos  de  palos,  ramas  y  espinas, 
como  por  caminar  á  pie  tantas  leguas  por  tierras  desiguales  y  por  muchas 
aguas.  Creyendo  hallar  alguna  esperanza  de  alivio  en  tantos  dolores, 
tomaron  el  expediente  de  buscar  un  puertecillo  en  el  río  de  Bohonaza,  en 
donde  se  embarcaron  en  una  canoa  que  hallaron  á  gran  dicha  dos  años 
antes  dejada  en  aquel  sitio  de  los  Xeveros.  Estaba  tan  rota  y  podrida  la 
embarcación,  que  era  preciso  aliviarla  continuamente  de  la  mucha  agua 
que  entraba  por  las  hendiduras,  tapando  con  barro  los  agujeros,  porque 
no  se  fuese  á  pique,  como  á  cada  paso  temían.  Aumentaban  la  incomodi- 
dad y  fatiga  los  recios  aguaceros  que  casi  todos  los  días  experimentaron 
en  tan  desgraciada  navegación;  de  donde  resultó  que  aquí  también,  como 
en  tierra,  estuviese  el  padre  día  y  noche  empapado  en  agua,  sin  tener 
ropa  con  que  mudarse,  y  sin  hallar  alivio  por  las  noches  en  las  hojas  mo- 
jadas que  le  servían  de  colchón.  De  esta  suerte  llegó  como  pudo  el  P.  Jeró- 
nimo al  pueblo  del  nombre  de  Jesús  de  los  Coronados,  en  donde  se  hallaba 
el  P.  Francisco  de  Figueroa,  misionero  tan  antiguo  y  de  tanta  práctica  en 
aquellas  tierras.  Fué  grande  el  consuelo  del  P.  Alvarez,  con  un  encuen 
tro  tan  dichoso  de  aquel  hermano  y  padre  suyo,  como  de  todos  los  demás 
misioneros  que  se  hallaban  en  el  Marañón.  Pero  no  fué  menor  el  dolor 
del  P.  Francisco,  al  ver  ciquel  hijo  suyo  tan  lastimoso,  enfermo  y  de  todas 
maneras  maltratado.  No  le  pareció  detenerle  en  aquel  sitio  poco  saludable 
y  menos  á  propósito  para  curarle,  y  dispuso  luego  otra  canoa  mejor  en 
que  con  gente  práctica  y  con  la  mayor  comodidad  prosiguiese  su  viaje 
hasta  la  ciudad  de  Borja,  en  donde  creía  que  atendiendo  de  asiento  á  su 


Libro  V.- Capítulo  II  209 

cura,  sanaría  en  poco  tiempo  de  sus  males  y  recobraría  enteramente  la 
salud. 

Mas  este  mismo  viaje  en  que  le  trataron  como  enfermo,  siendo  mejo- 
res los  alimentos  y  más  cuidadosa  la  asistencia  de  los  indios,  acabó  de 
rematar  el  P.  Alvarez.  Porque  cuatro  días  antes  de  llegar  á  la  ciudad, 
sobre  sus  primeros  achaques  y  la  llaga  irritada  de  la  pierna ,  le  asalta- 
ron fríos  y  calenturas,  que  llegando  á  ella  prosiguieron  y  se  aumentaron. 
Asistiósele  con  entrañable  cuidado  lo  mejor  que  se  pudo  en  aquellos  países, 
en  que  se  puede  poco  por  no  haber  ni  médicos  ni  medicinas-  Pensaban  los 
demás  no  ser  de  riesgo  el  achaque  ó  enfermedad,  pero  el  P.  Jerónimo  se 
persuadió  desde  luego  que  moría  sin  remedio;  y  así  trató  de  su  prepara- 
ción para  la  muerte,  como  quien  vivía  con  este  desengaño.  Diósele  á  su 
instancia  el  Viático,  que  recibió  con  extraordinario  gozo  y  consuelo  y  con 
tanta  paz  interior  de  su  alma,  que  preguntándole  el  superior  poco  antes 
de  morir  si  tenía  cosa  que  le  diese  cuidado  en  aquella  hora,  respondió  que 
no,  acompañando  la  respuesta  con  grandísimos  afectos  á  su  Majestad  por 
los  favores  y  mercedes  grandes  que  le  hacía  :  en  que  mostraba  bien  ser 
muy  vivos  y  singulares  los  consuelos  interiores  que  experimentaba  su 
alma.  Pidió  después  la  Extrema  Unción,  y  que  se  le  diese  la  recomenda- 
ción del  alma,  que  oyó  con  tanta  paz  y  sosiego,  que  parecía  no  tener  en- 
fermedad alguna.  Duró  en  esta  calma  de  espíritu  una  noche  entera  hasta 
la  mañana  del  día  1.''  de  Marzo  del  año  de  1661,  en  que  dio  su  espíritu  al  Se- 
ñor, dejando  á  los  padres  por  una  parte  envidiosos  de  su  buena  muerte,  y 
por  otra  desconsolados  por  haber  perdido  un  sujeto  de  su  celo,  virtud  y 
prendas.  Parece  que  mereció  tan  temprana  muerte  el  buen  ejemplo  de 
religiosas  virtudes  que  tuvo  toda  su  vida.  Pudiérase  decir  mucho  de  su 
proceder  ajustado  en  todo  tiempo,  pero  no  siendo  de  nuestro  asunto  el 
extendernos  en  las  virtudes  que  practicaron  en  otras  partes  los  misione- 
ros de  Mainas,  sólo  daré  una  breve  idea  de  este  Joven  ejemplar. 

Nació  el  P.  Jerónimo  Alvarez,  de  padres  nobles,  en  la  villa  de  Zigales 
del  obispado  de  Valladolid.  Educado  en  su  patria,  le  enviaron  sus  padres 
á  estudiar  latinidad  en  esta  ciudad,  en  donde  á  las  muestras  de  ingenio 
propias  de  aquella  edad,  añadió  también  el  adelantamiento  en  la  filoso- 
fía. Fué  llamado  de  Dios  á  la  Compañía  á  los  diez  y  seis  años,  y  renun- 
ciando las  bien  fundadas  esperanzas  que  le  prometían  en  el  siglo  su  no- 
bleza, capacidad  y  valimiento,  se  entregó  tan  del  todo  á  cultivar  su  alma 
con  las  virtudes  más  sólidas,  que  ya  desde  entonces  no  parecía  perder 
punto  de  perfección  en  la  observancia  de  las  reglas  más  menudas  y  esta- 
tutos de  la  religión.  Hallábase  muy  contento  en  esta  escuela  de  perfec- 
ción, pero  quiso  Dios  probarle  en  el  noviciado  con  una  llaga  en  una 
pierna,  que  no  cediendo  á  los  penosos  remedios  que  se  le  aplicaban^ 
obligó  á  los  superiores  á  enviarle  á  la  casa  de  sus  padres,  para  que  allí 
se  le  aplicasen  con  más  despacio  y  comodidad  nuevas  medicinas.  Sintió 
el  lance  en  extremo  el  perfecto  novicio,  que  tenía  puesto  su  amor  en  la 
Compañía,  en  donde  tenía  su  madre,  padres  y  hermanos.  Tres  meses 

14 


*210  Misiones  del  Marañón  Español 

duró  su  aflicción,  al  cabo  de  los  cuales  volvió  al  noviciado  y  con  tanta 
satisfacción  del  provinoial,  que  puso  en  sus  manos  la  elección  del  cole- 
gio ó  de  Valladolid  ó  de  Santiago,  para  estudiar  filosofía.  Aplicóse  á  esta 
facultad  con  todas  veras;  pero  haciendo  más  caso  de  la  divina  ciencia, 
mereció  que  le  llamase  Dios  al  ministerio  apostólico  de  la  conversión  de 
infieles.  No  desatendió  al  divino  llamamiento,  y  examinada  su  vocación 
de  los  superiores,  fué  señalado  para  la  provincia  del  Nuevo  Reino,  cuyo 
procurador  se  hallaba  entonces  en  España.  Partióse  á  Sevilla;  habien- 
do estudiado  en  esta  ciudad  dos  años  de  teología,  salió  para  el  Nuevo 
Reino,  y  después  de  muchas  incomodidades  de  mar  y  tierra,  llegó  á 
Q.uito,  en  donde  concluyó  l®s  estudios.  Y  como  el  fin  de  su  venida  era  la 
conversión  de  los  gentiles,  no  paró  hasta  pasar  al  Marañón,  como  hemos 
visto. 

Esta  fué  la  serie  de  su  vida  en  donde  se  echan  de  ver  las  ricas  virtu- 
des de  su  alma,  las  cuales  observaron  más  de  cerca  los  que  con  él  vivie- 
ron, y  nos  dejaron  una  memoria  encarecida  del  buen  olor  de  santidad 
que  dio  siempre  en  la  Compañía.  Porque  su  celo  de  1^  conversión  de  las 
almas,  se  echa  bien  de  ver  en  las  ansias  que  tuvo  de  emplearse  en  la 
reducción  de  los  infieles  con  tantas  penalidades,  riesgos  y  peligros.  En  el 
tiempo  que  estuvo  en  Quito,  ordenado  ya  de  sacerdote,  estaba  ordinaria- 
mente en  el  confesonario  como  en  su  centro,  sin  salir  de  él,  sino  para  de- 
cir Misa  y  comer.  Acabada  la  quiete  se  volvía  á  él,  en  donde  perseve- 
raba hasta  la  noche.  Iba  con  mucho  gusto  á  los  hospitales,  y  comúnmente 
buscaba  los  enfermos  más  asquerosos,  procurando  con  todas  sus  fuerzas 
su  alivio  espiritual  y  temporal.  En  la  pobreza  fué  muy  señalado,  no  te- 
niendo consigo  sino  lo  precisamente  necesario,  y  eso  lo  peor  de  la  casa. 
8i  alguna  vez  le  daban  algo  con  licencia,  y  lo  recibía  por  urbanidad, 
luego  se  deshacía  de  ello  y  con  licencia  se  lo  daba  á  otro.  En  la  castidad 
fué  un  ángel,  y  aseguró  su  confesor  que  lo  fué  por  algún  tiempo  del  Pa- 
dre Jerónimo,  haber  tenido  el  singular  privilegio  de  no  ofrecérsele  si- 
quiera imaginaciones  torpes.  Pareció  á  todos  perfecta  su  obediencia, 
rendida  siempre  á  la  voluntad  de  los  superiores,  puntual  á  la  primera 
señal  de  la  campana,  sin  mostrar  jamás  dificultad  en  lo  que  se  le  man- 
daba, teniendo  muy  impreso  en  su  corazón,  como  repetía  frecuentemente 
á  los  de  casa  que  la  voz  sensible  del  superior  era  la  señal  más  clara  de 
la  voluntad  de  Dios.  No  digo  nada  del  despego  de  sus  parientes,  que 
harto  consta  de  lo  que  hasta  aquí  habemos  dicho;  sólo  añado  que  jamás 
en  Indias  se  le  oyó  hablar  de  sus  parientes,  no  los  tomó  en  boca  por  lo 
mismo  que  eran  tan  principales.  Y  siendo  bien  capaz  y  entendido,  siem- 
pre profesó  una  sencillez  tan  sana,  y  una  mansedumbre  y  docilidad  tan 
agradable,  que  se  hacía  querer  de  todos  y  se  edificaban  de  sus  acciones. 
Su  mortificación  se  conocía  bien,  en  que  padeciendo  dolores  continuos  de 
estómago  pedía  al  prefecto  de  la  iglesia  que  le  señalase  siempre  para  de- 
cir la  Misa  última,  y  cuando  eran  otros  señalados  para  decirla,  él  mismo 
se  convidaba  á  aliviarlos  de  aquel  cuidado.  Con  estas  virtudes  se  dispuso 


LiBiCü  V.— Capítulo  III  211 

para  las  que  ejercitó  en  grado  más  heroico,  en  su  penosísimo  viaje  á  los 
Mainas,  y  en  su  pacífica  y  sosegada  muerte. 


CAPITULO  III 

DE  LOS  TRABAJOS  APOSTÓLICOS  QUE  SABEMOS  DEL  PADRE  TOMÁS  MAJANO, 
Y  DE  SU  MUERTE  POR  LOS  AÑOS  1663 

No  pararon  en  las  dos  muertes  sentidísimas  de  los  dos  fervorosos  mi- 
sioneros de  quienes  hemos  hecho  mención  en  los  capítulos  antecedentes, 
las  desgracias  y  trabajos  de  la  misión  de  los  Mainas;  siguióse  á  la  falta  de 
■aquellos  operarios  mozos  la  muerte  de  otro  misionero  de  poca  más  edad 
y  de  igual  celo.  Este  fué  el  P.  Tomás  Majano,  hermano  del  P.  Lucas,  que 
habiendo  bajado  con  el  P.  Santa  Cruz  á  las  misiones  por  los  años  de  1654, 
vivió  en  ellas  tan  escondido  ó  tan  olvidado,  que  apenas  tenemos  noticia 
de  sus  trabajos  y  fatigas,  que  no  dejarían  de  ser  grandes  en  nueve  años 
que  gastó  en  su  penoso  ministerio.  Pero  por  haber  sido  el  P.  Tomás  un 
varón  tan  ejemplar  y  estimado  de  todos  por  sus  señaladas  virtudes,  pon- 
dremos en  este  lugar  lo  poco  que  ha  llegado  á  nuestra  noticia.  Fué  envia- 
do este  celoso  misionero  en  el  año  de  1659  á  dar  asiento  á  la  cristiandad 
de  Ucayale,  en  donde  con  un  hermano  coadjutor,  llamado  Domingo  Fer- 
nández, trabajó  con  mucha  constancia  y  celo,  sin  perdonar  á  molestias 
que  se  creyeron  muy  grandes  por  las  contradicciones  que  encontraba  en 
la  gente.  En  dos  años  seguidos  en  que  cultivó  á  los  Ucayales  llegó  á  fun- 
dar, vencidas  muchas  dificultades,  tres  ó  cuatro  pueblos,  á  que  acudía 
unas  veces  por  sí  mismo,  otras  por  medio  del  hermano  Domingo,  desde 
Santa  María  de  Ucayale,  que  era  como  el  centro  de  esta  parte  de  la 
misión. 

Mas  este  linaje  de  Cocamas  ó  Ucayales  (que  con  estos  dos  nombres  los 
llaman  las  relaciones  de  aqu€l  tiempo),  siempre  cruel,  traidor  y  rebelde, 
presto  mostró  el  natural  doble  y  genio  malicioso  que  se  observó  en  ade- 
lante. Cansados  luego  de  asistir  diariamente  al  catecismo,  que  se  había 
•establecido  con  gran  fatiga  en  los  pueblos,  se  negaban  á  los  principios  á 
venir  á  la  doctrina.  Después  abandonaron  á  los  misioneros,  no  atendién- 
doles en  cosa  alguna  necesaria  para  el  sustento,  y  haciendo  ya  como  pro  - 
fesión  de  desobedecerles  abiertamente  en  cuanto  les  mandaban  y  roga. 
ban;  por  estos  escalones  llegaron  á  la  última  maldad  y  traición,  que  fué 
convenir  en  sus  juntas  en  la  muerte  de  los  misioneros.  No  hubiera  dejado 
el  campo  el  P.  Tomás  por  el  miedo  á  la  muerte,  porque  anhelaba  el  mar- 
tirio, si  D.  Mauricio  de  Vaca,  gobernador  de  Borja,  entendiendo  las  tra- 
mas que  se  habían  descubierto  de  los  Ucayales,  no  hubiese  dado  orden  á 
los  dos  misioneros  de  que  se  retirasen  á  las  tierras  del  Marañen  y  se  pu- 
siesen en  seguro.  Obedeció  el  P.  Tomás  con  sus  compañeros,  y  se  retiró 
á  Santa  María  de  Guallaga,  trayendo  consigo  como  cien  familias  de  Uca- 


212  Misiones  del  Makañón  Español 

yale,  que  se  habían  mantenido  siempre  en  obediencia  y  sujeción.  Y  aun- 
que mandó  el  gobernador  que  pasase  un  cabo  con  algunos  soldados  para 
contener  los  Ucayales,  examinar  las  cabezas  de  la  rebelión  y  castigar  los 
culpables,  no  tuvo  efecto  alguno  el  mandato  por  varios  embarazos  que 
sobrevinieron,  y  muy  particularmente  por  la  peste  que  comenzaba  á  cun- 
dir en  aquella  sazón  por  las  misiones. 

Desde  la  vuelta  del  P.  Majano  con  los  pocos  Ucayales  al  río  Guallaga^ 
que  sucedió  en  el  año  de  1659,  no  tenemos  noticia  alguna  de  nuestro  mi- 
sionero. No  la  tuvo  el  P.  Manuel  Rodríguez  con  escribir  su  historia  pocos 
años  después;  sólo  nos  dice  en  ella  que  de  allí  á  algunos  años  se  public6 
la  noticia  de  su  muerte,  que  pudo  ser  como  á  los  63  ó  64  de  aquel  siglo.  Y 
cuando  no  pudo  averiguarse  aquella  circunstancia  tan  notable,  menos  se 
pudieron  tener  noticias  de  las  virtudes  que  ejercitó  entre  los  que,  ó  no  le 
conocían  ó  no  se  edificaban  de  ellas.  Sólo  quedó  como  muy  singular  en  la 
memoria  de  un  neófito  un  caso  que  refirió  después,  por  la  grande  armonía 
que  hizo  á  su  tosco  entendimiento  tanto  valor  y  constíincia.  Y  en  realidad 
es  una  prueba  bien  clara  de  lo  heroico  de  las  virtudes  del  P.  Majano,  que 
quedaron  escondidas  en  aquellos  valles  y  montes  retirados.  Contaba  este 
indio,  que  en  una  de  las  rebeliones  que  levantaron  contra  el  misionero  los 
recién  convertidos,  porque  les  reprendía  sus  apetitos  brutales  y  liberta- 
des escandalosas,  determinaron  quitarle  la  vida  por  no  tener  delante  de 
los  ojos  quien  les  fuese  á  la  mano  en  tantos  desórdenes.  No  estuvo  la  con- 
juración tan  secreta  que  no  la  oliesen  los  niños,  los  cuales,  siempre  fieles 
á  los  misioneros,  avisaron  al  padre  que  se  guardase,  porque  le  querían 
matar  y  estaban  ya  haciendo  las  prevenciones.  Vengan  en  hora  buena,  res- 
pondió el  Padre,  vengan  esos  hombres  que  me  quieren  matar.  Aqui  estoy  y  na 
pienso  en  huir.  Aunque  yo  temo  que  no  soy  digno  de  una  gracia  tan  grande  como  de- 
rramar mi  sangre  por  aquel  Señor  que  derramó  la  suya  primero  por  mí.  Diciendo 
esto  se  fué  derecho  á  la  iglesia,  en  que  ofreció  gustoso  á  Dios  su  vida  y  le 
dio  muchas  gracias  por  el  peligro  en  que  se  hallaba  de  perderla. 

Detúvose  en  ella  por  mucho  tiempo  en  afectos  encendidos  del  marti- 
rio, hasta  que  pareciéndole  tardar  mucho  los  bárbaros,  salió  como  impa- 
ciente del  martirio  á  buscarlos  por  sí  mismo,  y  á  pocos  pasos  vio  algunos 
apóstatas  que  venían  con  sus  lanzas  en  las  manos  á  quitarle  la  vida. 
Hincóse  de  rodillas  luego,  y  levantando  los  brazos  al  cielo  y  el  corazón  á 
Dios,  les  habló  con  resolución  é  imperio,  de  esta  manera:  iSi  me  buscáis  á 
mí,  aquí  estoy,  no  resiHo  al  sacrificio;  heridme,  matadme,  hactdme  pedazos,  con  tal 
que  vuestra  furia,  hijos  míos,  se  acabe  con  mi  muerte,  y  no  paséis  á  apostatar  de  la, 
fe  santa  que  habéis  recibido.  Esta  vida  la  ofrezco  al  Señor  por  mérito  de  vuestra 
perseverancia  en  la  fe.  No  queráis  añadir  pecados  á  pecados,  y  no  quiera  Dios  que 
pare  en  ruina  y  precipicio  vuestro  el  odio  que  os  inspira  la  pasión.  Así  se  explicó 
en  el  mayor  peligro  su  corazón  intrépido,  encendido  en  amor  de  Dios  y 
de  sus  enemigos.  Pero  la  respuesta  de  los  bárbaros  fué  encogerse  de  hom- 
bros, confundirse  y  venerar  al  misionero;  y  como  que  no  podían  otra 
cosa,  se  volvieron  á  sus  casas  y  dejaron  las  armas.  Di  jóse  que  los  traído- 


Libro  V. — Capítulo  III  213 

res  mismos  confesaron  después,  que  al  salir  el  padre  de  la  iglesia ,  y  al 
ponerse  de  rodillas,  para  recibir  las  lanzadas,  estaba  su  cuerpo  lleno  de 
rayos  de  luz  y  su  rostro  parecía  un  sol  que  les  alumbraba. 

Esto  contaba  el  indio  que  parecía  haberse  hallado  presente  al  aten- 
tado de  los  bárbaros  y  á  la  salida  de  la  iglesia  del  P.  Tomás.  Nosotros 
quisiéramos  alguna  mayor  confirmación  de  un  caso  tan  heroico  y  prodi- 
gioso. Pero  es  preciso  contentarnos  con  estas  noticias  mendigadas  de  al- 
gunos hechos  de  aquellos  humildes  varones  apostólicos  que,  retirados  del 
trato  de  gente  racional,  sólo  estuvieron  atentos  á  obrar  grandes  cosas  en 
favor  de  las  almas,  y  se  olvidaron  de  publicarlas,  de  escribirlas  y  de  de- 
jarlas á  la  memoria  de  los  hombres,  sabiendo  muy  bien  que  se  apuntaban 
exactamente  en  el  libro  de  la  vida. 

Entre  tanto,  tenemos  la  satisfacción  y  consuelo  de  que  el  P.  Tomás 
Majano,  mientras  se  le  pudo  observar,  vivió  de  manera  que  no  pareció  á 
los  que  lo  conocieron  indigno  de  la  gracia  del  martirio.  Nació  en  la  Man- 
cha y  pasó  muy  niño  con  sus  padres  á  Guayaquil,  por  los  años  de  1630. 
Enviáronle  de  pocos  años  al  seminario  de  San  Luis  de  Quito,  en  donde 
comenzó,  y  después  prosiguió  con  su  hermano  el  P.  Lucas  las  letras  hu- 
manas, y  las  ciencias  sagradas,  pero  adelantándose  siempre  en  la  virtud, 
de  que  hacía  más  caso  que  de  todos  los  dones  naturales  y  humanos.  En- 
trado en  la  Compañía,  fué  tenido  constantemente,  como  asegura  en  el 
libro  IV,  cap.  vi  el  P.  Rodríguez,  su  connovicio  y  testigo  de  vista,  por  un 
Estanislao  en  el  noviciado,  y  por  un  Gonzaga  en  los  estudios.  Era  su  con- 
versación siempre  de  Dios,  la  oración  casi  continua,  sin  que  se  le  pudiese 
persuadir  á  que,  ó  durmiese  en  cama,  ó  descansase-siquiera  cuatro  horas: 
tan  poseído  estaba  su  corazón  de  un  anhelo  insaciable  de  tratar  con  Dios, 
á  quien  buscaba  en  todas  las  horas  y  momentos,  hasta  que  se  rendía  la 
naturaleza  al  poco  sueño  que  tomaba.  Una  noche,  dice  el  padre  arriba 
citado,  entré  á  deshora  con  luz  en  su  aposento ,  y  le  hallé  en  el  suelo 
puesto  en  cruz  con  los  brazos  tendidos  y  con  un  madero  por  cabecera, 
•durmiendo  como  en  un  colchón  de  plumas.  La  mortificación  parecía  su 
regalo;  eran  cotidianas  y  sangrientas  sus  disciplinas,  los  ayunos  conti- 
nuos, el  cilicio  jamás  le  quitaba  y  solamente  lo  variaba;  si  estaba  de  pie, 
tenía  siempre  que  sentir  en  la  postura;  si  sentado,  siempre  buscaba  al- 
guna incomodidad  ó  molestia,  práctico  en  hallar  invenciones  solícitas  con- 
tra su  carne.  El  aspecto  parecía  la  humildad  misma,  y  no  daba  lugar  su 
modestia  á  que  se  descubriese  el. color  de  los  ojos.  No  he  visto,  ni  espero 
ver,  dice  el  mismo  autor,  en  otro  alguno,  tan  ardiente  hambre  y  sed  de 
la  justicia,  como  vi  en  el  P.  Tomás  Majano.  Con  estas  singulares  virtudes 
se  dispuso  y  fortificó  su  corazón  para  el  apostolado,  y  con  la  constante 
íibnegación  de  sí  mismo  en  todas  las  cosas,  llegó  á  tener  un  ánimo  supe- 
rior á  todas  las  dificultades,  trabajos  y  persecuciones  y  aun  á  la  muerte 
misma. 


214  Misiones  del  Mar  anón  Español 


CAPITULO  IV 


sale   el   P.    RAIMUNDO   DE   SANTA   CHUZ   EN  BUSCA  DE  CAMINO  MÁS  FÁCIl* 
Y   MÁS  DERECHO   DESDE  LAS   MISIONES   Á   QUITO 

En  este  mismo  tiempo  en  que  se  lloraban  en  las  misiones  las  muerte* 
de  unos  operarios  de  tan  buenas  esperanzas,  como  hemos  visto,  no  estu- 
vieron ociosos  los  demás,  que  no  sólo  trabajaban  con  esmero  en  sus  pue 
blos,  adelantándolos  en  cristiandad  y  policía,  sino  que  miraban  adelante,, 
deseosos  en  extremo  de  la  permanencia  de  las  reducciones,  ya  formadas,. 
y  de  la  extensión  de  la  fe  por  otras  naciones  que  hablan  descubierto.  Y 
como  tenían  bien  entendido  que  de  la  comunicación  frecuente  con  la  ciu- 
dad de  Quito  y  de  las  entradas  y  salidas  fáciles  de  la  misión,  dependía 
casi  en  todo  la  subsistencia  y'aumento  de  ella,  comenzaron  á  pensar  otra 
vez  en  lo  que  tantas  veces  se  había  intentado,  sin  hallarse  todavía  satis- 
fechos de  los  caminos  descubiertos.  Porque  el  viaje  del  P.  Lucas  de  la. 
Cueva,  que  vino  á  salir  con  tantas  fatigas  y  sudores  á  Patate,  no  descu- 
brió caminos  ni  senderos,  sino  alturas  impenetrables,  laberintos  enredo- 
sos y  horrendos  precipicios.  El  que  había  hecho  el  P.  Santa  Cruz  por 
Ñapo  hasta  Archidona,  puesto  que  parecía  bastantemente  seguro,  y  de 
algunas  ventajas,  por  tener  ya  la  Compañía  el  curato  de  aquella  ciudad, 
no  dejaba  de  tener  sus  inconvenientes,  no  sólo  por  ser  largo  y  haber  de- 
lidiar  contra  las  corrientes  del  Ñapo  á  la  salida,  y  contra  las  del  Mara- 
ñón  á  la  vuelta,  sino  también  por  los  muchos  enemigos  que  se  hallaban 
en  las  orillas  del  río  Ñapo ,  de  quienes  se  temían  sorpresas  y  acometi- 
mientos, de  que  habían  dado  pruebas  en  la  muerte  de  los  Xeveros. 

Estas  razones  movieron  mucho  al  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  para 
que  se  arrojase  á  otra  nueva  empresa  que  le  facilitaba  su  corazón,  siem- 
pre magnánimo,  cuando  se  trataba  del  bien  universal  de  la  misión.  Ha- 
bía este  celoso  misionero  reconocido  en  su  vuelta  por  el  río  Ñapo,  la  na- 
ción de  los  Gayes,  interpuesta  entre  este  río  y  el  Pastaza,  y  echado  de 
ver  que  no  parecía  estar  lejos  de  reducirse  á  población  una  nación  tan 
numerosa.  Esto  supuesto,  discurría  de  esta  manera:  el  camino  será  más. 
fácil  y  derecho  si  se  llega  á  conseguir  una  de  dos  cosas,  ó  el  pasar  desde- 
el  río  Pastaza  hasta  el  puerto  de  Ñapo,  por  la  travesía  de  los  Gayes,  gente- 
tratable  y  que  se  espera  reducir  con  el  tiempo  al  Evangelio ,  ó  entranda 
desde  Pastaza  en  el  río  Bohono,  y  tomando  la  mayor  altura  posible,  in- 
vestigar bien  las  montañas  de  la  derecha,  poco  distantes  de  Latacunga,. 
cercana  á  la  ciudad  de  Quito.  En  lo  primero  hallaba  la  conveniencia 
ventajosa  de  que  los  Gayes  reducidos  servirían  de  escala  para  el  viaje, 
que  se  hacía  por  lo  mismo  más  fácil  y  llevadero.  En  lo  segundo  se  veía 
más  claramente  la  utilidad,  si  se  pusiese  en  práctica,  porque  fuera  de  ser 


Libro  V.— Capítulo  IV  215 

más  corto,  sería  casi  todo  por  agua,  que  era  lo  que  más  importaba  para 
en  adelante. 

Comunicado  el  pensamiento  con  el  P.  superior  de  las  misiones,  á  quien 
parecieron  muy  bien  las  razones  del  P.  Raimundo,  se  resolvió  éste  á  la 
empresa  más  difícil  y  con  más  falta  de  noticias  que  se  sabían  antes  de  la 
expedición  primera  por  el  Ñapo,  porque  al  fin,  aquel  había  sido  camino 
ya  hollado  de  racionales;  pero  el  que  ahora  se  buscaba  por  las  travesías 
del  Pastaza  hasta  el  puerto  de  Ñapo,  ó  por  las  montañas  que  vienen  á 
parar  cerca  de  Latacunga,  se  tenía  por  cierto  que  ninguno  le  había  tran- 
sitado. Eligió  para  la  expedición  dos  mozos  españoles,  bien  hábiles  y 
despiertos;  tomó  un  buen  número  de  Cocamas  y  Xeveros,  y  puesta  en 
Dios  su  confianza,  dio  principio  al  viaje  sin  saber  bien  á  dónde  caminaba. 
No  llevaban  las  canoas  otro  piloto  que  la  Providencia  de  que  se  dejaban 
gobernar.  En  doce  días  venció  desde  Guallaga  las  corrientes  del  Mara- 
ñón,  hasta  la  embocadura  del  río  Pastaza,  por  donde  subió  por  otros 
veinte  sondando  aguas,  hasta  entonces  no  descubiertas. 

Como  era  el  destino  imaginario  y  le  pareció  haber  ganado  mucha  al- 
tura, saltó  en  tierra  y  examinó  la  ribera  y  tomó  la  resolución  de  empe- 
zar desde  este  sitio  á  explorar  la  travesía  hasta  el  Ñapo ,  por  las  tierras 
intermedias,  pero  sin  desistir  del  viaje  por  agua.  Para  esto  mandó  á  uno 
de  los  mozos,  que  con  parte  de  la  gente  siguiese  el  curso  del  río,  hasta 
donde  pudiese;  y  que  si  hallaba  alguna  noticia  ó  descubrimiento  útil,  vol- 
viese al  mismo  paraje  á  esperar  á  los  demás ;  pero  si  no  hallaba  algún 
término  ventajoso,  ó  le  faltaba  el  aliento,  se  refugiase,  ayudado  de  las  co- 
rrientes, á  la  ciudad  de  Borja.  Conviene  también  el  P.  Santa  Cruz  en  ha- 
cer la  misma  diligencia  y  quedaron  todos  de  acuerdo.  Después  de  esta 
convención  prosiguió  parte  de  la  gente  su  navegación  y  el  padre  con  el 
otro  mozo  y  demás  gente,  prosiguió  su  viaje  por  tierra  sin  ningún  ca- 
mino, atrevesando  montes,  trepando  por  riscos  y  buscando  términos  que 
no  hallaban.  Sucedióles  alguna  vez,  después  de  largo  viaje,  verse  preci- 
sados á  desandar  lo  andado,  siguiendo  las  señales  y  mojones  que  iban  de- 
jando, por  ser  el  fin  del  descubrimiento  un  precipicio.  Otras  veces  vol- 
vían atrás  por  tropezar  con  montes  inaccesibles,  tal  vez  por  verse  cie- 
gos con  la  espesura  de  los  árboles  y  matorrales,  y  perdían  la  esperanza 
de  ver  luz  y  observar  el  cielo. 

Era  necesario  corazón  y  no  parece  qué  bastaba  el  ánimo  más  valiente 
para  romper  por  tantas  dificultades  y  continuar  día  y  noche  entre  tantos 
enemigos.  La  tierra  infundía  miedo  con  sus  asperezas  y  soledad ,  el  aire 
con  la  mudanza  y  destemple  conmovía  los  humores ;  el  cielo  escondía  su 
vista,  negando  el  norte,  única  guía  del  rumbo  que  se  llevaba;  las  fieras 
presentaban  sus  vivares  y  los  tenían  en  continuo  susto.  Ya  se  hallaban 
én  las  eminencias  de  los  más  altos  montes,  ya  bajaban  á  las  llanuras  y 
honduras  de  los  valles;  el  cielo,  el  aire,  la  tierra,  bestias,  obscuridad, 
precipicios,  todo  asustaba;  pero  Santa  Cruz  á  todos  animaba  en  tan 
grande  contradicción,  y  sin  más  consuelo  que  el  de  la  Providencia ,  pro- 


216  Misiones  del  Marañón  Español 

seguía  su  ciego  viaje,  ya  por  un  lado  ya  por  otro,  tanteando  todos  los  pa- 
rajes, hasta  que  por  fin  llegó  á  un  valle  grande  que  regaba  un  río  cau- 
daloso, el  cual  por  sus  noticias,  debía  ser  el  Curaray.  Cobraron  aquí  al- 
gunas esperanzas,  porque  según  los  antecedentes  que  se  tenían  en  Quito 
de  este  río,  no  podrían  hallarse  muy  lejos  de  tierra  conocida  y  de  donde 
era  ya  trillado  el  camino  para  aquella  ciudad.  Pero  se  hallaban  muy  du- 
dosos en  si  debían  tirar  á  mano  derecha  ó  elegir  camino  por  la  izquierda. 
El  acierto  sólo  pendía  de  la  casualidad  y  fortuna,  por  no  tener  principio  ni 
razones  con  que  determinarse.  Rompió  Santa  Cruz,  en  la  duda,  por  donde 
pudo,  y  pasando  el  río  á  ingenio  de  los  indios,  diestros  en  vencer  vados  y 
atravesar  raudales,  se  disponía  la  gente  á  doblar  sus  esfuerzos,  con  las 
esperanzas  de  hallar  en  breve  el  término  deseado. 

Pero  cuando  todos  vivían  alegres  esperando  el  fin  de  sus  trabajos  con 
algún  hallazgo  afortunado,  cayó  el  P.  Santa  Cruz  en  la  mayor  debili- 
dad y  ñaqueza,  ocasionada  principalmente  de  la  falta  de  alimentos.  Por- 
que consumidas  ya  las  provisiones  y  acabado  el  maíz,  que  era  el  prin- 
cipal alimento,  se  sustentaban  de  solos  palmitos  tiernos  y  de  algún  otro 
plátano  silvestre  que  por  casualidad  encontraban.  Apretó  de  tal  manera 
este  enemigo  terrible  que  no  da  treguas,  que  se  vieron  obligados  por  no 
perecer,  á  volver  al  sitio  señalado,  donde  se  habían  separado  las  canoas, 
contentos  por  entonces  del  descubrimiento  del  río  Curaray,  con  ánimos 
de  volver  á  él  con  más  provisión  y  bastimentos,  caso  que  las  canoas  no 
hubieran  sido  más  dichosas  en  algún  encuentro  más  afortunado.  Fué 
breve  el  camino  por  ser  ya  conocido  y  las  señales  que  habían  dejado  les 
llevaban  al  sitio  de  la  separación,  en  donde,  no  encontrando  las  canoas, 
se  dirigieron  sin  perder  tiempo,  porque  les  ejecutaba  el  hambre,  á  la  ciu- 
dad de  Bor  ja,  muy  deseosos  de  saber  en  qué  habían  parado  las  canoas 
después  de  la  división  de  los  viajes. 


CAPITULO  V 

SEGUNDA   SALIDA  DEL   P.    SANTA   CRUZ    EN   BUSCA    DEL   CAMINO    DESEADO 

Llegó  á  Bor  ja  el  P .  Raimundo  de  Santa  Cruz  bien  desmejorado  de  las 
penosas  fatigas  de  su  viaje,  y  cuando  parece  que  le  debía  dar  algunas 
treguas  su  celo  para  repararse  por  algún  tiempo  de  tantos  trabajos,  se 
avivó  mucho  más  con  la  relación  que  le  hizo  el  mozo  de  las  canoas,  que 
tiempo  antes  se  había  recogido  á  Borja  con  los  indios  que  le  acompaña- 
ban. Contóle  el  mozo  que,  haciéndose  río  arriba,  había  encontrado  á  po- 
cos días  de  la  división  una  casa  con  poca  gente,  y  que  ésta  le  había  dado 
noticia  de  un  camino  que  llamaban  de  Patate,  y  añadido  que  no  distaba 
mucho  de  Ambato.  Y  que  con  esta  noticia,  falto  de  víveres,  y  no  pudiendo 
sustentar  á  los  indios,  había  dado  la  vuelta  al  sitio  convenido;  no  encon- 


Libro  V.— Capítulo  V  217 

trando  aquí  al  padre  con  su  gente,  le  había  parecido  consejo  más  pru- 
dente no  aguardarle  con  la  incertidurabre  de  que  no  volviese,  que  no  el 
esperarle  apretado  de  un  hambre  cierta  y  de  la  falta  de  todas  las  cosas 
necesarias.  Oyó  Santa  Cruz  la  relación  con  mucho  cuidado,  y  combinando 
las  especies  que  oía  con  las  que  había  observado  del  río  Curaray  y  con 
las  noticias  confusas  que  se  tenían  de  aquellos  parajes,  hizo  juicio  que  la 
casa  encontrada  era,  sin  duda,  el  puerto  de  la  Canela,  adonde  pocos  años 
antes  había  arribado  después  de  muchos  rodeos  y  trabajos  el  P.  Lucas 
de  la  Cueva.  Parecióle  bien  el  descubrimiento,  y  sin  más  informaciones, 
se  resolvió  á  dar  la  vuelta  por  el  río  Bohono  y  ver  con  sus  mismos  ojos 
dicho  puerto,  desde  donde  pensaba  empeñarse  en  nuevas  aventuras,  ya 
por  un  lado,  ya  por  el  otro,  hasta  dejar  abierto  y  practicable  el  camino 
que  fuese  menos  malo  y  más  breve  que  los  que  hasta  entonces  se  habían 
descubierto. 

Hecha  muy  buena  provisión  de  maíz,  yuca  y  plátanos,  tomó  gente  y 
canoas,  y  navegando  de  nuevo  otro  mes  seguido  por  Pastaza  y  Bohono, 
dio  fácilmente  con  la  casa  referida,  que  era  verdaderamente  el  puerto  de 
la  Canela,  como  pensaban.  Saltó  en  tierra  con  intento  de  pasar  á  tierras 
de  Ambato  y  de  Patate,  pero  halló  un  camino  tan  arduo,  fragoso  é  intra- 
table, que  más  parecía  temeridad  que  esfuerzo  el  montarlo.  No  le  hacían 
tan  peligroso  lo  elevado  de  las  montañas,  como  sucedía  en  otras  partes, 
pero  aterraba  y  causaba  espanto  al  ánimo  más  valiente  lo  precipitado  ■ 
de  los  frecuentes  torrentes  y  quebradas  que  todo  lo  barrían  y  las  sendas 
estrechísimas  que  por  un  lado  apretaban  y  cerraban  con  montes  impene- 
trables, y  por  el  otro  ofrecían  peligros  inminentes  de  caer  en  despeña- 
deros, con  cuya  profundidad  se  confundía  la  vista.  En  suma;  todo  era 
perverso;  como  montañas,  laderas,  lodazales  y  otras  malezas,  pero  todo 
lo  pasó  Santa  Cruz  demarcando  con  mucho  cuidado  cuanto  alcanzaba  la 
vista,  sin  omitir  río,  quebrada  ni  cordillera,  y  vino  á  salir  con  mucha  fa- 
tiga á  Ambato,  y  de  aquí  á  Latacunga. 

Mucho  había  hecho  el  P.  Santa  Cruz  en  arribar  á  término  conocido, 
pero  conocía  haber  hecho  muy  poco  para  lo  que  pensaba,  porque  veía 
muy  bien  que  el  rumbo  que  había  llevado,  ni  era  ni  podía  ser  camino 
para  racionales.  Y  con  alguna  diferencia  venía  su  descubrimiento  á  ser 
el  mismo  que  había  hecho  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  que  después  de  haber 
andado  errando  por  montes  y  atravesando  bosques,  vino  á  parar  al 
puerto  de  la  Canela,  y  de  aquí  hasta  Patate  ó  los  Baños,  y  desde  los  Ba- 
ños hasta  Ambato,  no  lejos  de  Latacunga.  Pero  hallándose  ya  el  padre 
Kaimundo  en  esta  población,  le  parecía  haber  mejorado  algo  de  suerte, 
porque  creía  poderse  rastrear  de  este  sitio  alto  algún  camino  mejor  y  que 
viniese  á  dar  en  alguno  de  los  ríos  navegables,  que  era  todo  su  cuidado. 
Comunicó  con  personas  prácticas  (que  allí  llaman  vaquianos)  sobre  las 
entradas  y  salidas  del  río  de  Latacunga  y  de  los  otros  que  bajaban  al 
Marañen;  y  cogidas  algunas  noticias  y  derroteros,  hizo  alto  sobre  lo  que 
constantemente  le  decían,  que  bajando  por  la  parte  de  los  Baños  indicaba 


218  Misiones  del  Marañón  Español 

la  cordillera  menos  fragosidad  y  peñas  y  no  tanta  distancia  del  río 
Bohono,  ó  de  otro  que  desaguase  en  él. 

Con  esta  luz,  que  le  dieron  los  prácticos  de  la  población,  bien  preve- 
nido de  herramientas,  comenzó  con  sus  indios  á  subir  por  aquella  parte 
que  le  habían  insinuado.  Rompían,  trepaban  y  seguían  cortando  árboles, 
y  rozando  malezas,  avivándose  más  las  esperanzas  cuanto  eran  mayores 
las  distancias  que  á  fuerza  de  puño  iban  ganando.  Pero  cuando  tan  ani- 
mosos vencían  tierras,  se  les  opuso  enteramente  el  cielo.  Empezaron  con 
toda  fuerza  las  aguas,  y  como  era  desconocido  el  terreno,  la  defensa  contra 
las  aguas  ninguna,  incierto  el  término  del  viaje  y  se  iban  hinchando  los 
torrentes  con  peligro  de  cortar  la  vuelta,,  no  pudieron  pasar  adelante,  y 
se  vieron  precisados  á  volver  al  camino  de  Patate,  que,  aunque  tan  ás- 
pero y  peligroso  como  hemos  insinuado,  les  condujo  finalmente  al  sitio  de 
las  canoas,  con  que  llegaron  á  Borja,  resueltos  á  repetir  la  empresa  en 
mejores  meses,  y  en  tiempo  más  acomodado. 

En  este  viaje  contrajo  el  P.  Santa  Cruz  una  enfermedad  que  sobre  los 
otros  achaques  le  duró  hasta  la  muerte,  porque  introducida  tanta  hume- 
dad en  su  cuerpo,  cargó  á  la  parte  más  débil  y  flaca,  que  eran  las  pier- 
nas, todas  llagadas  y  ensangrentadas  de  los  abrojos  y  espinas  de  que 
abunda  el  terreno  de  la  misión,  y  por  donde  discurría  sin  reparo  y  sin. 
resguardo  alguno,  como  si  fueran  prados  y  flores  que  halagasen  los  sen- 
tidos. Ahora,  fuera  de  las  llagas,  se  le  hincharon  con  la  abundancia  del 
humor,  de  tal  manera,  que  jamás  volvieron  á  su  estado  natural.  Pero 
este  invencible  héroe,  á  quien  ni  el  cielo,  ni  la  tierra,  ni  los  imposibles 
mismos  parecían  bastantes  á  impedir  ó  suspender  sus  heroicidades,  cedió 
solamente  al  tiempo,  para  volver,  aunque  enfermo,  á  proseguir  su  inten- 
to, hasta  conseguir  camino,  como  veremos  en  el  capítulo  siguiente. 


CAPITULO  VI 

sale   tercera   vez   el   padre   RAIMUNDO   EN   BUSCA   DE   NUKVO  CAMINO, 

Y   LO    CONSIGUE 

Poco  tiempo  se  detuvo  en  Borja  el  P.  Santa  Cruz,  aunque  trabajado 
de  sus  males;  apenas  llegó  el  mes  de  Setiembre  en  que  se  prometía 
tiempo  seco,  cuando  determinó  salir  la  tercera  vez  con  más  denuedo  en 
prosecución  de  su  empresa,  hasta  conseguir  su  intento  ó  desengañarse 
del  todo  á  que  se  sujetaba  también  su  resignación.  Hallábase  bien  apre- 
tado del  achaque  que  padecía  ordinariamente  del  pecho,  y  le  obligaba 
muchas  veces  á  toser  con  tanta  violencia,  que  se  temía  mucho  que  le 
ahogase.  Pero  sin  ernbargo  de  esto  y  otros  muchos  males  que  le  molesta- 
ban, habiéndose  despedido  del  P.  Francisco  Fígueroa,  superior  de  las 
misiones,  y  pedido  su  bendición,  se  puso  en  camino  con  las  prevenciones 
y  comitiva  necesarias,  como  en  la  mitad  de  Setiembre  del  año  de  1662. 


LiBKO  V.— Capítulo  VI  219 

Subiendo  por  el  río  Pastaza,  como  le  apretase  extraordinariamente  el 
ahogo  del  pecho,  se  detuvo  por  dos  días  en  el  puerto  de  los  Angeles,  de 
Roamainas,  que  es  el  más  cercano  á  la  provincia  de  Mainas  y  curato  de 
Borja.  Aquí  se  reconcilió  varias  veces  con  su  misionero,  como  quien  pre- 
sentía en  el  ánimo  estar  ya  cercano  su  fin.  De  los  Roamainas  pasó  á  los 
Coronados,  en  cuya  reducción  recogió  los  bastimentos  que  le  parecieron 
necesarios.  Entró  después  en  el  río  Bohono,  y  dejando  á  la  izquierda  el 
puerto  de  la  Canela,  procuró  tomar  mucha  mayor  altura  que  la  vez  pa- 
sada, pareciéndole  que  su  curso  le  iba  guiando  á  la  tierra  de  los  Baños. 

Cuando  juzgó  que  ya  se  hallaba  en  sitio  oportuno  y  en  paraje  que  com- 
binaba con  la  demarcación  que  había  hecho  en  el  viaje  antecedente,  de- 
jando las  canoas  aseguradas,  saltó  á  tierra,  y  diciendo  con  mucha  devo- 
ción la  santa  Misa  en  que  todos  encomendaron  á  Dios  el  intento  que  lle- 
vaban de  vencer  dichosamente  aquellas  montañas,  empezó  el  padre  en 
en  el  nombre  del  Señor  y  como  capitán  que  anima  á  sus  soldados  á  estre- 
nar el  filo  de  sus  machetes;  picaba  ramas,  desenredaba  malezas,  cor- 
taba árboles  y  todos  le  seguían  en  la  misma  faena.  El  trabajo  de  la  dura 
experiencia  no  se  podía  imaginar  ni  mayor  ni  más  pesado,  porque  la 
montaña,  además  de  ser  áspera,  era  espesísima,  y  no  había  otro  modo  de 
atravesar  que  rozando  la  espesura  y  derribando  árboles.  Juntábase  á. 
esto  serles  forzoso  limpiar  todo  lo  ancho  que  había  de  servir  de  camino, 
y  el  sitio  de  un  lado  que  había  de  ocupar  la  maleza  y  árboles  cortados. 
Tan  cerrado  estaba  el  bosque,  que  no  se  podía  acomodar  de  otra  suerte 
la  leña  que  iban  dejando.  Cuando  en  el  camino  se  encontraba  con  árbol 
grande,  doblaba  la  senda  por  un  lado  por  no  detenerse  en  cortarle,  de- 
rribarle y  separarle,  y  aun  entonces  más  impedía  caído,  que  lo  que  podía 
estorbar  estando  en  pie. 

Al  acabar  el  día  hacían  la  cama  con  harto  trabajo,  porque  abriendo 
en  la  maleza  formaban  un  rancho  grande  que  servía  de  aposento,. 
en  donde  dichas  las  oraciones  regulares  que  jamás  se  omitían,  se  acos- 
taban sobre  la  maleza  misma  cortada  que  les  servía  de  colchones, 
mantas  y  sábanas.  Al  rayar  del  día  se  volvía,  celebrada  primero  la. 
Misa,  á  la  tarea  de  romper  broza  y  de  abrir  camino.  En  esta  conti- 
nua faena  de  tanto  sudor  y  fatiga,  sin  consuelo  y  sin  descanso,  y  á  ve- 
ces con  sólo  el  alimento  de  cogollicos  de  palmas  duraron  por  diez 
días  seguidos,  cuando  por  la  tarde  del  último  día  descubrieron  un  pre- 
cipicio en  cuyo  hondísimo  pie  se  dejaba  ver  una  fértil  y  extendida  vega. 
Tendió  el  padre  la  vista  y  llegó  á  descubrir  á  lo  largo  su  esperan- 
za, porque  divisó  y  reconoció  un  sitio  bien  nombrado  en  la  ciudad  de 
Quito  y  en  toda  su  comarca.  Es  éste  cierto  paraje  en  que,  quebrada  la. 
cordillera  de  los  montes,  hace  una  abertura  que  llaman  los  naturales- 
Boca  de  Dragón  ó  Abra,  y  viene  á  formar  una  dilatada  garganta  entre 
dos  montes  que  se  estrechan  juntándose  casi  y  abrazándose  las  puntas, 
toscas  de  las  peñas  que  sobresalen  de  uno  y  otro  monte.  Dista  la  Boca  de 
Dragón  un  solo  día  de  camino  de  Tacunga  y  tres  de  Quito,  y  es  el  can. i- 


220  Misiones  del  Makañón  Español 

lio  á  estos  parajes  bien  sabido.  Con  que  descubierta  lar  quebrada  de  la 
cordillera  por  el  lado  que  hasta  entonces  había  estado  oculto,  se  había 
conseguido  el  empeño. 

No  es  fácil  ponderar  el  gozo  del  P.  Raimundo  cuando  vio  logrado  el 
fruto  de  tanta  fatiga,  ni  se  puede  explicar  el  santo  júbilo  al  pensar  que 
ya  se  miraría  en  adelante  como  segura  y  permanente  la  misión  del  Ma- 
rañón,  que  pendía  de  hallar  una  llave  maestra  que  abriese  puerta  fran- 
ca á  los  Mainas,  y  el  nuevo  descubrimiento  ofrecía  un  camino  derecho, 
fácil  y  suave,  porque  allanado  y  compuesto  el  que  acababan  de  demar- 
car por  la  montaña,  que  no  era  gran  negocio,  todo  lo  restante  hasta  el 
Marañón  se  debía  hacer  por  agua.  El  deseo  que  tenía  Santa  Cruz  de  ase- 
gurarse en  cosa  de  tanta  importancia,  le  hizo  subir  á  un  árbol  altísimo 
para  reconocer  mejor  desde  su  copa  el  sitio  divisado.  Habían  hecho  ya 
esta  diligencia  los  indios,  como  más  ágiles  y  acostumbrados  á  estas  subi- 
das. Pero  no  se  aseguraba  el  padre  de  su  relación,  y  aunque  la  hincha- 
zón de  las  piernas  y  sus  llagas,  el  ahogo  del  pecho  aumentado  con  la 
agitación  del  camino,  y  la  debilidad  grande  que  sentía,  parecían  impe- 
dir tan  arriesgada  prueba;  pero  su  espíritu,  vigor  y  coraje  vencieron 
estas  dificultades.  Reconoció  desde  el  árbol  y  observó  despacio  y  á  su 
gusto  el  sitio  de  la  garganta  de  los  montes,  certificóse  bien  de  todo  el  con- 
torno, hízose  cargo  de  la  carrera  que  llevaba  el  río,  dónde  iba  derecho  y 
dónde  torcía,  y  dibujó  exactamente  aquella  parte  por  donde  era  más 
fácil  la  subida  á  la  montaña.  Conoció  cómo  para  bajar  al  río  desde  el  pa- 
raje en  que  estaba  había  camino  más  breve  que  el  que  pensaba,  y  que 
rozando  matorrales  y  maleza  se  acortaba  mucho  la  bajada,  porque  ser- 
penteando las  aguas  lamían  la  falda  misma  de  la  montaña  y  permitían 
hacer  desembarazo  muy  cerca  de  la  Boca  del  Dragón. 

Con  estas  noticias  bien  digeridas  bajó  finalmente  del  árbol,  y  no  fué 
poco  el  que  no  se  rindiese  su  debilidad  al  trabajo,  no  pudiendo  hacer 
fuerza  con  las  piernas  y  ahogándole  más  la  fatiga  del  bajar.  Llamó  lue- 
go á  sus  indios  y  les  dio  noticia  distinta  de  todo  lo  descubierto,  y  muy 
particularmente  de  las  cosas  que  debían  tener  presentes  en  cualquiera 
acontecimiento.  No  contento  con  esto,  porque  quería  su  cuidado  tomar 
todas  las  seguridades  posibles  en  negocio  de  tanta  consecuencia,  informó 
más  á  la  larga  y  con  más  especialidad  al  mozo  español  que  no  se  apar- 
taba de  su  lado,  para  que,  como  más  capaz,  fijase  bien  en  su  memoria, 
por  si  él  faltaba,  la  demarcación  de  todos  los  sitios  que  no  se  habían  po- 
dido hallar  sino  á  costa  de  tan  penosos  viajes. 

Faltaban  ya  las  provisiones  y  se  habían  sustentado  los  últimos  días 
de  palmitos,  cuyo  mantenimiento,  fuera  de  ser  nocivo  á  la  salud,  no  era 
duradero,  por  la  facilidad  con  que  se  endurecen.  Empezaban  las  lluvias, 
y,  según  todas  las  señales,  continuarían  por  algún  tiempo  en  aquellos  si- 
tios. Estas  causas  obligaron  á  Santa  Cruz  á  que  intentase  bajar  al  río 
por  aquel  mismo  lugar  por  donde  había  reconocido  estar  más  cercano  á 
la  montaña,  y  no  se  engañó;  pues  aun  con  la  detención  de  rozar  camino. 


Libro  V.— Capítulo  VII  221 

en  menos  de  dos  días  se  halló  en  la  falda  del  monte  y  á  la  orilla  del  río, 
de  cuya  corriente  se  debía  dejar  llevar  hasta  encontrar  las  canoas,  de- 
jadas atrás  en  el  río  Bohono,  de  donde  habían  saltado  todos  para  abrir 
camino  por  las  montañas. 


CAPITULO  VII 

MUEKE  AHOGADO  EL  PADRE  SANTA  CKUZ  EN  EL  RÍO  BOHONO 

No  era  grande  el  apuro  y  dificultad  de  hallarse  tanta  gente  sin  em- 
barcación en  las  riberas  de  un  río  que  se  había  de  navegar;  porque  los 
indios  son  hábiles  y  diestros  por  la  mucha  práctica  en  socorros  de  este 
género.  Criados  en  su  barbarie  y  en  continuas  guerras  unos  con  otros,  se 
veían  muchas  veces  en  la  necesidad  de  vadear  grandes  ríos,  y  tenían 
ideadas  especies  de  embarcaciones  para  los  apuros,  todas  falsas  pero  to- 
das servideras.  En  la  presente  necesidad  se  aplicaron  luego  á  disponer 
para  el  padre  y  para  sí  estas  especies  de  barcas.  La  más  fácil  de  hacer, 
aunque  peligrosa  para  bogar,  es  la  que  llaman  balsa,  y  se  reduce  á  unos 
palos  ligeros  y  sin  pulir  como  de  dos  varas  y  media;  que  unidos  y  atados 
entre  sí  con  venas,  juncos  ó  bejucos,  hacen  un  plano  á  manera  del  hon- 
dón de  una  grande  canasta.  Para  imitar  la  proa  de  la  nave,  cortan  los 
palos  por  la  parte  anterior  con  cierta  desigualdad  proporcionada,  de  ma- 
nera que  remate  la  balsa  en  punta.  Esto  sirve  para  que  rompa  las  aguas, 
y  no  juegue  alrededor,  sino  que  camine  derecha  al  término  adonde  se 
quiere  arribar. 

En  estas  cestas  ó  canastas  de  tan  débil  artificio  se  embarcaron  todos 
y  se  embarcaron  propiamente  en  el  agua  misma,  porque  no  estando  uni- 
dos los  palos  con  brea  ú  otra  cosa  que  impidiese  la  comunicación  del 
agua  y  no  teniendo  borde  alguno  por  los  lados,  navegaban  casi  dentro  de 
ella.  De  esta  manera  caminaron  dos  días  con  grande  trabajo,  y  en  medio 
de  las  furiosas  corrientes  que  llevaban  precipitadamente  los  palos,  no 
pudieron  llegar  al  sitio  de  las  canoas:  tantas  eran  las  vueltas  que  iba  to- 
mando el  río  entre  las  peñas  y  montañas.  Poníales  en  cuidado  la  mucha 
lluvia  que  caía,  porque  no  podían  enjugarse  la  ropa,  é  hinchándose  el  río 
se  hacía  la  navegación  más  peligrosa  por  no  poder  resistir  á  las  corrien- 
tes. Llegó  la  noche  tercera  en  que,  desgajándose  el  cielo  fué  tan  grande 
la  lluvia  ó  turbión  que,  extendiéndose  por  la  ribera,  todo  lo  anegó,  ropa, 
trastos  y  el  poco  bastimento.  Con  la  humedad  extraordinaria  y  las  mu- 
chas molestias  de  navegación  tan  incómoda,  se  hallaba  el  padre  muy  de- 
licado, se  aumentaba  el  ahogo  del  pecho,  irritábanse  las  llagas  de  las 
piernas  y  crecía  la  hinchazón.  Pero  nada  le  causaba  mayor  sentimiento 
en  tantas  miserias  y  trabajos  que  el  que  se  hubiese  mojado  la  caja  de  los 
ornamentos  para  decir  misa;  porque  esta  fué  siempre  la  alhaja  de  su  ma- 
yor estimación  y  cuidado,  y  como  se  explicó  en  la  misma  noche,  en  tan- 


222  Misiones  del  Marañón  Español 

tos,  tan  difíciles,  tan  penosos  y  largos  viajes,  no  había  dejado  jamás  ni  un 
día  solo  de  ofrecer  el  santo  sacrificio  de  la  misa.  Tanta  era  la  pureza  de 
su  alma,  tanta  la  devoción  al  Sacramento  y  tan  grande  la  atención  al 
estado  del  sacerdocio. 

En  noche  tan  trabajosa  para  el  P.  Santa  Cruz,  turbulenta  por  el  agua, 
confusa  por  el  destino,  obscura  por  las  nubes  y  temerosa  por  todas  las 
circunstancias,  dio  á  entender  por  ciertas  proposiciones,  no  del  todo  cla- 
ras, á  los  indios,  la  cercanía  de  su  muerte.  Y,  sobre  todo,  encargó  mu- 
cho al  mozo  y  á  los  indios  de  más  capacidad  y  se  lo  repitió  muchas  ve- 
ces, como  cosa  que  tenía  muy  en  su  corazón,  que  diesen  al  superior  de 
las  misiones  cuenta  muy  menuda  del  sitio  descubierto  y  del  camino  idea- 
do, sin  omitir  circunstancia  alguna  para  que  se  pusiese  por  obra  su  com- 
postura. Con  estas  pláticas  pasaron  aquella  noche,  ya  que  no  podía 
servir  al  descanso  por  las  muchas  lluvias  que  caían. 

Al  rayar  el  día  tomaron  luego  sus  balsas  porque  ni  el  hambre  permi- 
tía más  detención.  Como  fué  abriendo  más  el  día,  se  descubrió  el  sol  por 
un  poco  tiempo  y  dijo  al  padre  el  mozo  que  iba  con  él  en  la  balsa,  que  se 
quitase  por  un  rato  la  sotana  para  que  se  enjugase  al  sol,  y  que  después, 
cubierto  con  la  sotana,  se  podrían  enjugar  los  demás  vestidos.  No  hijo, 
le  respondió  el  padre,  que  con  esta  sotana  me  tengo  de  ir  al  cielo.  Apenas  dijo 
■esta  respuesta  el  misionero,  cuando  de  repente  advirtió  el  español  que  el 
a,guacero  de  la  noche  había  derribado  un  árbol  de  la  orilla  y  que  caído 
sobre  el  río  ni  formaba  puente  ni  daba  lugar  al, paso.  Forcejó  cuanto 
pudo,  por  tirar  la  balsa  á  la  orilla  del  río,  á  fin  de  que  en  tierra  se  libra- 
se el  padre  del  inminente  riesgo  que  preveía.  Pero  fueron  inútiles  todos 
sus  esfuerzos  por  más  que  hizo,  y  trabajó  con  las  fuerzas  y  con  el  inge- 
nio; y  por  más  ayuda  que  pidió  á  los  de  otra  balsa  que  venían  algo  atrás 
no  pudo  vencer  el  arrebatado  ímpetu  de  la  corriente,  que  venía  furiosa. 
Arrojóse  al  agua  para  ocurrir  al  daño,  fiado  en  la  destreza  de  nadar, 
pero  por  más  prisa  que  se  dio  para  ayudar  á  la  balsa,  y  echarla  hacia  la 
orilla,  no  pudo  impedir  que  arrebatada  del  agua  no  viniese  á  parar  con 
grande  ímpetu  contra  el  árbol  atravesado.  Recibió  el  padre  en  su  pecho 
lastimado  un  horroroso  golpe  que  le  dejó  sin  fuerzas,  y  no  pudiendo  man- 
tenerse por  su  debilidad  por  la  violencia  del  golpe  en  la  balsa,  pasó  ésta 
por  debajo  del  árbol,  quedando  el  padre  agarrado  de  una  rama  con  el 
íigua  hasta  la  boca.  Pero  eran  tan  pocas  sus  fuerzas  que  sin  poder  ser 
socorrido  ni  del  mozo  que  hizo  harto  en  salir  aturdido  á  tierra  sin  aho- 
garse, ni  de  los  otros  indios  que  sólo  le  alcanzaron  con  la  vista,  cayó  lue- 
go en  el  agua  con  las  manos  levantadas  al  cielo  y  así  se  fué  sumergien- 
do, habiendo  dado  antes  como  por  despedida  una  mirada  al  río  Ma- 
rañón. 

De  esta  manera  acabó  su  carrera  á  los  6  de  Noviembre  de  1662,  aho- 
:gado  en  el  agua  el  que  no  había  podido  ahogarse  en  tantos  trabajos.  Ver- 
dadero israelita  á  quien  Dios  concedió  ver  la  tierra  de  Promisión  sin  de- 
jar que  la  gozase.  Tuvo  y  padeció  las  penalidades  del  desierto,  pasó  el 


LiBHO  V.— Capítulo  VII  TA3i 

mar,  siguió  siempre  la  nube  de  la  confianza  en  Dios,  y  ahora  le  falta  el 
aliento  cuando  tiene  ya  á  la  vista  el  gozo  y  el  descanso.  Verdaderamen- 
te son  altísimos  los  juicios  de  Dios  é  insondables  los  caminos  de  su  provi- 
dencia .  Al  mismo  tiempo  de  llegar  la  otra  balsa  de  sus  amados  hijos,  y  á 
su  misma  vista  se  ahoga  el  P.  Raimundo,  tan  necesario  en  la  misión,  en  la 
edad  de  solos  treinta  y  nueve  años,  á  los  once  de  misionero,  cuando  abier- 
to camino  llano  y  fácil  para  Quito,  serían  mejor  empleados  sus  trabajos 
y  de  mayor  ventaja  sus  fatigas.  Con  la  muerte  del  P.  Raimundo  de  Santa 
Cruz  quedaron  en  un  profundo  desconsuelo  la  misiones  de  Mainas,  cu- 
biertas de  luto  y  entregadas  á  un  inconsolable  llanto  por  haber  perdido 
en  este  misionero  su  luz,  su  gloria,  su  amparo,  fortaleza  y  alegría.  No 
podían  los  misioneros  contener  las  lágrimas  viendo  que  les  faltaba  el 
alma  de  los  pueblos,  el  animoso  en  los  imposibles,  el  constante  en  las  ad- 
versidades, el  atlante  verdadero  en  cuyos  hombros  cargó  el  peso  de  to- 
das las  dificultades,  acometimientos  y  empresas  que  por  once  años  con- 
tinuos se  habían  ofrecido  en  el  Marañón.  No  tenían  otro  consuelo  que  la 
viva  memoria  de  sus  esclarecidas  virtudes,  con  cuyo  olor  y  fragancia  se 
esforzaban  y  confortaban  á  seguir  la  carrera  que  había  consumado  fe- 
lizmente el  P.  Raimundo  entre  tantas  penalidades,  contradicciones  y 
trabajos. 

Nació  este  apostólico  varón  en  la  villa  de  San  Miguel  de  Ibarra,  dis- 
tante como  unas  veinte  leguas  de  la  ciudad  de  Quito.  Su  padre  fué  don 
Raimundo  de  Heredia  natural  de  Aragón  y  de  conocida  familia  en  aquel 
reino.  Su  madre  se  llamó  D.^  Catalina  Calderón,  de  igual  nobleza.  Cria- 
do en  mucho  temor  de  Dios,  le  entregaron  sus  piadosos  padres  á  la  Com- 
pañía en  el  célebre  seminario  de  San  Luis  de  Quito,  en  donde  como  por 
natural  genio,  seguía  la  virtud  y  se  daba  al  estudio  sin  ocuparse  en  otros 
pensamientos.  Salió  buen  gramático  y  sobresaliente  filósofo,  y  llamado 
de  Dios  á  la  Compañía,  fué  con  gusto  recibido  en  ella,  en  el  año  de  1643, 
en  donde  solo  mudó  de  casa  quien  había  hecho  vida  de  novicio  en  el  se- 
minario. Procedió  en  los  estudios  con  mucho  ejemplo  de  los  que  le  trata- 
ban, dando  su  modestia  singular  realce  á  sus  lucimientos.  Ordenado  de 
sacerdote  y  nacido  á  juicio  de  todos  para  las  letras,  procura  ocultarse  en 
las  misiones,  armado  de  virtud  y  ciencia  contra  el  común  enemigo,  due- 
ño entonces  con  dominio  despótico  de  tantas  almas. 

No  es  fácil  el  determinar  qué  virtud  fuese  mayor  en  el  P  Raimundo; 
porque  fué  pobre,  y  vivió  siempre  como  tal,  sin  tener  con  qué  cubrirse  ni 
alimentarse;  humilde  en  extremo,  sin  poder  oír  la  menor  alabanza  suya 
aun  en  las  cosas  más  bajas  y  rateras;  penitente  por  los  muchos  cilicios  y 
disciplinas  frecuentes  con  que  en  medio  de  sus  achaques  maceraba  la 
carne,  sufrido  en  los  ahogos  de  pecho,  llagas  de  piernas  y  otras  enfer- 
medades; constante  en  los  peligros,  magnánimo  en  las  adversidades, 
obediente  en  cuanto  emprendió,  prosiguió  y  acabó.  Y  ¿quién  podrá  ex- 
plicar con  palabras  aquella  prudencia,  más  que  humana,  con  que  supo 
ganar  á  indios  de  tan  diversas  naciones  opuestas  entre  sí  y  mantenerlos 


224  Misiones  del  Marañón  Español 

unidos  y  concordes,  sin  que  se  oyese  en  su  vida  la  menor  división  ó  ena- 
jenamiento? Tan  estrechados  estaban  con  su  misionero,  que  haciéndose 
todo  á  todos  con  su  dulzura,  suavidad  y  condescendencia,  los  tenía  como 
pendientes  de  su  mano.  Fué  viva  su  fe,  firme  su  esperanza  y  ardiente  y  en- 
cendida su  caridad:  de  donde  nació  aquel  abrasado  celo  con  que  anduvo 
tantas  leguas,  se  expuso  á  tantos  peligros,  formó  tantos  pueblos,  corrió  to- 
das las  reducciones  y  se  ofreció,  finalmente,  en  sacrificio  por  sus  indios, 
muriendo  ahogado  en  el  ejercicio  de  la  obediencia  más  dificultosa  y  de  la 
caridad  más  heroica.  Todas  estas  excelentes  virtudes  del  P.  Raimundo  es- 
tribaban como  en  base  fundamental  en  una  profundísima  desconfianza 
de  sí  mismo,  y  en  una  altísima  confianza  en  Dios,  que  fueron  acaso  su 
carácter,  porque  á  Dios  miraba  en  todas  sus  acciones  y  pasos,  á  Dios 
consultaba  en  sus  dudas  y  dificultades,  y  de  Dios  estaba  pendiente  en  sus 
empresas  prodigiosas,  como  quien  echaba  bien  de  ver  su  patrocinio  y 
amparo  en  la  ciudad,  en  los  pueblos,  en  la  tierra  y  en  el  agua. 

Dejando  al  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  gozando  en  el  cielo,  como  es- 
peramos, del  premio  de  sus  trabajos,  volvamos  á  las  tierras  del  Mara- 
ñón, en  donde  informado  el  P.  Francisco  Figueroa  del  mozo  y  demás  in- 
dios que  dieron  la  vuelta  á  Borja,  se  aplicó,  desde  luego,  á  perfeccionar 
el  camino  descubierto.  Emprendió  el  viaje  con  gente  y  bien  prevenido  de 
instrumentos  para  allanar  el  camino  y  siguiendo  los  dichos  ríos,  pasó  feliz- 
mente por  el  camino  diseñado  hasta  la  cima  de  los  montes  del  Abra  ó  Boca 
de  Dragón,  y  hallando  todas  las  cosas  conformes  á  la  relación  que  le  ha- 
bían hecho,  puso  en  poco  tiempo  corriente  el  camino  descubierto,  mucho 
más  breve  que  los  demás,  aunque  algo  peligroso,  como  es  necesario  que 
sean  todos  los  caminos  que  atraviesan  aquellas  montañas  quebradas  con 
la  fuerza  de  los  muchos  torrentes.  En  el  año  siguiente  comenzó  á  traji- 
narse este  camino,  y  entraron  por  él  á  la  misión  dos  jesuítas.  Y  luego  que 
los  Gayes  se  redujeron  á  poblaciones,  como  sucedió  poco  después,  se  co- 
menzó á  frecuentar  más  con  ocasión  de  servir  de  escala  en  el  viaje  á 
aquella  nación. 


CAPITULO  VIII 

ALZAMIENTO   DE   ALGUNOS   COCAMAS  DE  SANTA   MARÍA   DE   GUALLAGA 

En  los  primeros  veinte  años  de  las  misiones  no  se  había  experimentado 
levantamiento  alguno  de  tantos  indios  reducidos  á  la  fe,  hasta  que  en  el 
año  de  1659  empezaron,  como  dijimos  arriba,  los  Cocamas  de  Ucayale  á 
tramar  la  muerte  contra  el  P.  Tomás  Majano  su  celoso  pastor  y  misio- 
nero infatigable.  Previno  el  padre  el  golpe,  como  vimos,  retirándose  con 
algunos  Ucayales  al  pueblo  de  Guallaga  sin  poder  el  gobernador  de  Borja 
hacer  algún  castigo  en  los  culpados  por  las  pestes  y  epidemias  que  so- 


Libro  V.— Capítulo  VIII  225 

brevinieron  en  los  pueblos,  y  por  otras  circunstancias  críticas  que  en  el 
mismo  tiempo  se  ofrecieron.  Pero  muerto  ya  el  P.  Raimundo  de  Santa 
Cruz,  que  manejaba  á  su  arbitrio  los  Cocamas  de  Guallaga,  y  abierto  ca- 
mino franco  en  bien  de  las  misiones,  sentido  el  infierno  de  sus  adelanta- 
mientos y  del  orden,  cultura  y  gobierno  que  se  iba  asentando  en  todas 
las  reducciones,  comenzó  cá  turbar  aquel  mar  pacífico  y  sosegado,  intro- 
duciendo alborotos  y  disensiones  en  el  pueblo  de  Guallaga.  Empezó  el 
demonio,  como  suele,  por  pequeñas  cosas  hasta  que  causó,  finalmente, 
un  alzamiento  en  algunos  Guallagas  ya  cristianos.  Publicaban  varios 
de  ellos  abiertamente  su  odio  contra  el  misionero  del  pueblo,  diciendo 
que  no  les  dejaba  vivir,  que  á  todo  se  oponía  y  que  no  le  podían  tolerar. 
No  nos  consta  de  las  relaciones  de  aquel  tiempo  quién  fuese  á  la  sazón  el 
misionero  de  Guallaga.  Sospechamos  que  podría  gobernar  entonces  aque- 
lla reducción  el  P.  Tomás  Majano,  de  quien  hicimos  gloriosa  mención  en 
el  capítulo  tercero  de  este  libro.  Y  nos  mueve  á  formar  esta  conjetura, 
el  que  en  el  afio  59  se  recogió  á  este  pueblo  con  las  familias  que  trajo  con- 
sigo de  Ucayale,  y  que  desde  este  tiempo  no  pudo  asistir  á  los  Cocamas 
el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz,  ocupado  hasta  su  muerte  en  los  varios 
descubrimientos  que  hizo  para  encontrar  camino  para  Quito;  y  parece 
natural  que  se  quedase  el  P.  Tomás  en  el  nuevo  pueblo,  cuya  lengua  pa- 
rece ser  la  misma  que  la  de  los  Ucayales.  Fuera  de  esto,  la  muerte  del 
P.  Majano  no  se  entendió  hasta  el  año  63  ó  64,  como  insinuamos,  en  cuyo 
tiempo  estaba  en  su  punto  la  sublevación  de  los  Cocamas.  Y  el  mismo  no 
saberse  cosa  ninguna  de  sus  circunstancias,  da  algún  motivo  de  pensar  que 
le  mataron  los  sublevados,  ocultando  esta  traición  como  ocultaban  otras. 
Sea  lo  que  fuere  de  esta  conjetura,  lo  cierto  es ,  que  los  mismos  indios 
alzados  hicieron  patentemente  falsa  la  excusa  que  alegaban,  y  declara- 
ron bien  ser  del  todo  injusto  el  odio  que  profesaban  contra  su  misionero, 
con  las  muertes  que  ejecutaron  contra  muchos  cristianos  y  aun  sacerdo- 
tes contra  quienes  ni  tenían  ni  podían  tener  particular  queja.  A  la  ver- 
dad, uno  de  los  peligros  próximos  y  daños  inminentes  á  los  estableci- 
mientos de  las  reducciones  es  el  hallarse  siempre  algunos  indios  de  mala 
ralea,  que  por  amor  á  la  libertad  ó  por  su  genio  traidor  y  protervo,  no 
pueden  llevar  en  paciencia  las  amonestaciones  de  sus  misioneros.  Buscan 
los  padres  á  los  infieles  en  sus  montes,  y  los  atraen  por  medios  suaves, 
para  conseguir  de  ellos  una  vida  cristiana.  Úñense  en  poblaciones,  pero 
no  todos  vienen  convencidos  de  la  razón,  y  mucho  menos  de  la  fe,  que  no 
suele  prender  en  algunos  hasta  pasado  mucho  tiempo.  Unos  vienen  tirados 
del  interés,  á  otros  encariña  el  buen  trato,  á  éstos  arrastra  la  convenien- 
cia, y  aquéllos  buscan  la  novedad.  En  suma,  no  todos  se  reducen  con  gusto 
al  rigor  de  los  preceptos  cristianos.  Callanysufren  cuando  se  hallan  solos 
en  el  disgusto  y  descontento,  pero  si  juntándose  entre  sí,  se  descubren  los 
mal  hallados,  todo  lo  turban  é  inquietan.  Como  su  genio  es  regularmente 
voluble,  el  verse  privados  de  muchas  mujeres,  el  no  serles  lícito  el  uso  de 
sus  antiguas  supersticiones,  el  haber  de  dejar  sus  borracheras,  y  estar 

15 


226  Misiones  del  Marañón  Español 

obligados  de  por  vida  á  la  mujer  que  desposaron,  son  un  inconveniente 
bien  contrario  á  su  natural  genio,  que  en  soplando  la  tentación,  se  rinden 
á  ella  fácilmente.  Y  como  no  hallan  otro  contrario  que  le  resista  sino  el 
misionero,  que  procura  corregirlos  y  enderezarlos,  se  determinan  á  des- 
hacerse de  este  importuno  censor,  para  defender  su  libertad  absoluta 
De  esta  verdad  veremos  muchos  ejemplos  en  esta  historia.  Aunque  su 
divina  Majestad  que  por  sus  altos  juicios  ha  permitido  estas  traiciones 
de  los  indios  contra  sus  pastores  sabe  sacar  de  ellas  muchos  bienes,  no 
sólo  á  favor  de  los  mismos  misioneros,  coronándolos  de  gloria  en  la  otra 
vida,  sino  también  á  favor  de  los  demás  indios,  que  en  semejantes  revo- 
luciones y  atentados  suelen  arraigarse  más  en  la  fe. 

La  sublevación  de  los  indios  mal  hallados  en  Guallaga,  paró  final- 
mente después  de  otros  desórdenes  que  precedieron,  en  que  se  huyeran  al 
monte  sin  ánimo  de  volver  al  pueblo,  y  si  hubiera  sido  su  levantamiento 
solamente  una  huida  ó  retiro  á  sus  antiguos  escondrijos,  hubiera  impor- 
tado menos  porque  buscados  y  solicitados,  aunque  con  peligro  de  la  vida, 
se  pudieran  haber  atajado  los  daños  que  se  siguieron.  Pero  la  desgracia 
fué  que  hechos  fuertes  en  ciertas  cavernas,  hicieron  partido  convocando 
á  las  demás  poblaciones.  No  dejaron  de  hallar  algunos  secuaces,  que  hi- 
cieron mayor  el  número  de  los  mal  contentos.  Ni  debe  causar  admi- 
ración que  entre  indios  bozales,  criados  en  su  barbarie,  entregados  desde 
sus  tiernos  años  al  vicio,  livianos  en  sus  apetitos  y  sin  freno  en  sus  diso- 
luciones, hubiese  una  partida  de-  mal  contentos  con  la  ley  que  les  cor- 
taba sus  antiguas  libertades,  pues  en  los  cristianos  viejos  no  siempre  se 
ve  la  perseverancia  en  la  vida  cristiana  una  vez  comenzada,  cuando 
han  precedido  costumbres  licenciosas  ó  vicios  por  algún  tiempo  arrai- 
gados.  , 

Aunque  no  fueran  muchos  los  indios  que  de  los  demás  pueblos  se  jun- 
taron con  los  Cocamas,  pero  fueron  los  bastantes  para  dar  mucho  cui- 
dado en  la  misión.  Porque  coligados  con  otros  infieles,  llamados  Chepeos 
ó  Chipios,  prorrumpieron  en  excesos  que  quitaban  toda  seguridad  en  los 
caminos  y  navegaciones.  Tropezó  primeramente  su  ira  con  algunos  reli- 
giosos de  San  Francisco,  que  venían  de  Lima,  y  luego  que  conocieron 
ser  sacerdotes  españoles,  les  quitaron  sacrilegos  la  vida,  sin  perdonará 
tres  soldados  que  les  acompañaban.  Con  tan  buen  principio  pasaron  á 
hostilizar  en  armadillas  por  el  Marañón  y  Guallaga  á  los  neófitos  de  las 
reducciones,  y  á  convidar  á  sus  parientes,  allegados  y  conocidos,  parte 
con  buenas  palabras,  y  parte  con  amenazas,  á  que  dejasen  los  pueblos, 
la  religión  y  los  padres.  Acudió  al  remedio  el  P.  Francisco  Figueroa,  y 
como  superior  de  las  misiones  visitó  los  pueblos,  confirmó  los  indios  y  les 
previno  contra  las  astucias  de  los  rebeldes;  y  usando  de  los  medios  sua- 
ves que  le  dictaba  la  prudencia,  caridad  y  mansedumbre,  envió  personas 
que  con  buenos  términos  procurasen  reducir  á  los  huidos.  Mucho  se  con- 
siguió con  estas  embajadas,  porque  en  la  ligereza  de  aquellos  genios  in- 
constantes algunos  habían  seguido  el  partido  rebelde  más  por  novedad 


LiBito  V.— Capítulo  VllT  227 

que  por  empeño,  y  á  muchos  había  retirado  á  las  montañas  el  miedo,  y 
soseg-ado  éste  por  el  P.  Figueroa,  volvieron  á  los  pueblos. 

No  fué  por  el  camino  de  la  blandura  el  teniente  de  Borja  que,  sa- 
bido el  motín  y  alboroto  de  los  Cocamas,  salió  con  algunos  soldados  y 
buen  número  de  indios  fieles  para  reprimir  su  orgullo  é  insolencia  y  ata- 
jar los  daños  que  ocasionaban  sus  armadillas  por  el  distrito  de  Borja. 
Buscóles  por  los  ríos,  montañas  y  escondrijos,  y  cogiendo  algunos  de 
ellos  llevó  consigo  á  la  ciudad  los  que  le  parecieron  más  culpados.  Hecha 
Tina  breve  sumaria  ajustició  á  seis  Cocamas,  y  á  cuatro  Chepeos  que  re- 
sultaron cabezas  ó  motores  principales  del  tumulto  y  de  la  guerra .  A 
ciertos  indios  Maparinas  que  fueron  presos  con  los  Cocamas  y  Chepeos, 
no  pareció  castigarlos  por  hallarlos  ó  inocentes  ó  menos  culpados  en  las 
muertes  de  los  religiosos  de  San  Francisco .  Por  esta  causa  fueron  envia- 
dos con  salvoconducto  al  pueblo  de  Guallaga,  en  donde  perseveran  des- 
engañados. 

Sintió  mucho  este  golpe  de  justicia  del  teniente  el  P.  Figueroa,  que 
siempre  fué  de  parecer,  que  más  daño  traería  el  castigo,  aunque  mode- 
rado, ejecutado  en  solos  diez  indios  que  provecho  para  la  vuelta  de  los 
demás,  los  cuales  obstinados  en  su  pertinacia  no  desistirían  por  eso  de 
hostilidades  y  acometimientos  en  los  ríos  y  montañas.  Creía  que  por  los 
medios  de  blandura,  cariño  y  mansedumbre  se  hubieran  apaciguado  mejor 
las  disensiones  y  alborotos,  como  se  dejaba  entender  bastantemente  por 
los  muchos  que  habían  vuelto  á  los  pueblos.  Sin  embargo,  no  se  puede  ne- 
gar que  el  castigo  ejecutado  en  los  pocos  por  el  señor  teniente,  fué  medio 
Titilísimo  para  conservar  los  reducidos  y  para  cortar  del  todo  la  comuni- 
cación de  los  rebeldes  con  la  gente  de  los  pueblos.  Pero  tenía  muy  en  el 
corazón  el  P.  Figueroa  á  los  que  se  habían  escapado,  y  procuraba  con 
mayor  cuidado  el  reducirlos,  no  permitiéndole  las  entrañas  de  caridad 
con  que  los  miraba,  el  omitir  alguno  de  los  medios  que  le  sugería  el  amor 
para  atraerlos.  Tuvo  ocasión  de  ejercitar  con  más  desahogo  y  libertad 
este  oficio  de  caridad  con  aquellos  miserables  desde  el  año  64,  en  que,  aca- 
bado el  tiempo  del  superiorato,  se  vino  á  vivir  con  los  Xe veros  en  su  pue- 
blo de  la  Concepción.  Enviábales  continuos  mensajeros,  asegurándoles 
del  perdón,  y  proponiéndoles  la  buena  voluntad  que  les  tenía,  y  les  ex- 
plicaba los  ardientes  deseos  en  que  ardía  de  verlos  en  los  pueblos  entre 
sus  hermanos,  en  donde  serían  atendidos  con  todo  amor  y  cariño.  El  mis- 
mo en  persona,  con  mucho  peligro  de  la  vida,  hizo  varias  correrías  con 
que  atrajo  á  varios.  De  una  y  de  otra  manera  se  iba  reparando  el  daño, 
con  que  volvieron  reconocidos  y  pesarosos  de  haber  seguido  el  partido 
de  los  inconsiderados;  pero  quedó  siempre  buena  parte  de  Cocamas,  obs- 
tinados en  su  resolución  y  propósito  de  no  volver  á  los  pueblos,  y  se  pu- 
sieron en  términos  en  que  se  negaron  á  toda  comunicación,  meditando 
siempre  la  manera  de  vengarse  contra  la  nueva  cristiandad,  como  lo 
ejecutaron  finalmente. 


228  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  IX 

MUERE   EL   P.    FRANCISCO   FIGUEROA   Á   MANO   DE   LOS   COCAMAS 

APÓSTATAS 

No  desistieron  los  misioneros  y  más  en  particular  el  P.  Figueroa  de 
tomar  noticias  del  sitio,  aunque  r^iuy  distante,  donde  se  hallaban  los  re- 
beldes, y  de  enviarles  con  mucha  dificultad  y  peligro  de  los  enviados  re- 
cados de  paz,  convidándoles  á  que  volviesen  y  aseguriíndoles  con  el  per- 
dón de  parte  del  gobernador.  Pero  su  respuesta  era  siempre  la  misma,, 
diciendo  que  en  quitando  la  vida  al  misionero  de  Gruallaga  se  restituirían 
al  pueblo  satisfechos  ya  de  su  agravio.  Tanto  era  el  odio  que  le  tenían 
por  haber  puesto  freno  á  sus  libertades.  Puede  ser  que  acaso  el  dema- 
siado celo  en  no  disimular  algunas  cosas,  que  se  deben  pasar  por  alto, 
particularmente  á  los  principios,  les  hubiese  irritado,  exasperado  y  ce- 
gado; y  puede  ser  que  acaso  el  modo  serio  y  grave  de  las  reprensiones  ó 
la  ocasión  y  tiempo  menos  oportuno  de  las  correcciones  enajenase  los 
ánimos.  Nada  de  esto  sabemos,  pero  lo  cierto  es  que  en  estas  circunstan- 
cias se  hacía  más  sensible  la  pérdida  del  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz^ 
que  hecho  dueño  del  corazón  de  los  Cocamas,  les  tuvo  siempre  fieles,  dó- 
ciles y  obedientes  hasta  emprender  con  ellos  las  más  penosas,  difíciles  y 
arriesgadas  empresas,  como  escribimos  largamente.  Y  cuando  se  veía 
precisado  á  reprender  á  algún  indio,  lo  hacia  con  tal  tiento,  manera  y  ca- 
riño, que  él  mismo  conocía  la  razón  que  tenía  el  misionero  en  amones- 
tarlo. Por  esto  el  primer  principio  que  asentaba  era  ganar  por  todos  los 
medios  honestos  á  los  indios  la  voluntad,  porque  experimentó  desde  luego 
que  el  amor  y  buena  voluntad  hacia  el  misionero,  les  abría  el  entendi- 
miento para  conocer  las  cosas  que  les  decía. 

La  respuesta  repetida  de  los  rebeldes  en  que  respiraban  tanto  furor  y 
rabia  contra  el  misionero  de  Guallaga,  tenía  en  grande  cuidado  á  los  mi- 
sioneros. Miraban  con  cautela  á  los  que  volvían  reconciliados  á  los  pue- 
blos y  observaban  con  cuidado  sus  acciones,  temiendo  siempre  de  sus  ge- 
nios dobles,  traidores  y  disimulados.  Y  para  que  la  vuelta  de  los  retira- 
dos se  hiciese  menos  dificultosa,  mudaron  al  padre  de  Guallaga  (si  acaso 
no  murió  por  éste  tiempo  como  yo  sospecho),  y  pusieron  otro  en  su  lugar, 
con  cuya  mudanza  no  dejaron  de  venir  algunos  de  nuevo,  gozando  del 
perdón  general  que  se  les  había  prometido.  Pero  como  quedaban  allá  en 
las  montañas  los  más  obstinados  y  no  sabían  ó  afectaban  no  saber  la  mu- 
danza del  misionero,  disponían  sus  tiros  contra  el  padre  que  asistía  en 
aquel  pueblo,  de  manera  que  estaba  como  cercado,  sin  atreverse  á  salir 
de  la  reducción  por  el  temor  de  no  caer  en  las  manos  de  los  que  tan  cie- 
gamente le  perseguían. 

Esto  movió  al  P.  Figueroa  á  que  emprendiese  un  viaje  para  visitar  al 
padre  de  ¡áanta  María,  que  se  hallaba  en  tanto  peligro,  consolarle  y  es- 


Libro  V.— Capítulo  IX  229 

forzarle  en  tanta  necesidad.  No  sólo  le  estimulaba  la  caridad  á  esta  vuel- 
ta, sino  también  el  amor  y  reverencia  que  le  tenian  como  á  superior  ac- 
tual de  las  misiones,  y  el  deseo  de  reconciliarse  sacramentalmente,  que 
en  tanta  distancia  de  sacerdotes  pocas  veces  se  lograba.  Con  estos  fines 
salió  de  su  pueblo  de  la  Concepción  con  seis  indios  Xeveros  á  principios 
de  Marzo  de  1666,  y  habiendo  navegado  ocho  días  por  el  Marañón,  llegó 
á  los  quince  del  mismo  mes  á  la  embocadura  de  un  río  llamado  Apena. 
Aquí  descubrió  una  armadilla  de  canoas  en  que  venían  bogando  los  in- 
dios con  algazara  contra  las  corrientes.  Conoció  por  la  lengua  que  ha- 
blaban ser  de  los  reducidos,  pero  dudaba,  mucho  si  eran  amigos  ó  rebel- 
des. Y,  como  en  aquellos  tiempos  venían  cada  día  á  los  pueblos  varios  de 
-estos  á  gozar  del  indulto,  también  se  le  ofrecía  que,  aun  en  caso  de  haber 
sido  rebeldes,  querrían,  por  ventura,  reconciliarse  y  agregarse  á  los  pue- 
blos. Con  estos  pensamientos  no  dio  lugar  á  temor  ó  miedo,  y  mandó  á 
los  Xeveros  que  se  apartasen  á  la  orilla  para  aguardar  á  las  canoas. 

Componíase  la  armada  de  Ucayales,  Cocamas,  Chepeos  y  Maparinas, 
y  traía  por  capitán  un  Cocama  llamado  Pacaya,  cá  quien  acompañaba  un 
mozo  bien  hábil  y  despierto,  criado  desde  niño  en  la  casa  y  al  lado  del 
misionero  antiguo  de  Gaallaga.  Estos  dos  guías  ó  capitanes  habían  sido 
las  cabezas  del  alzamiento,  y  por  eso,  temerosos  de  que  si  se  les  llegaba 
á  prender  serian,  sin  duda,  ajusticiados  como  los  diez  ahorcados  en  Bor- 
ja,  andaban  siempre  bien  acompañados  de  gente  y  prevenidos  de  armas. 
Nada  de  esto  sabía  el  inocente  P.  Figueroa  que,  viéndoles  ya  cercanos, 
llamó  desde  tierra  á  las  canoas,  para  informarse  de  ellos  mismos  y  seguir 
juntos  el  viaje  si  venían  de  paz,  ó  tentar  su  reducción,  si  eran  rebeldes, 
conK)  lo  había  conseguido  en  muchas  ocasiones.  Volvieron  proa  las  ca- 
noas hacia  donde  el  padre  los  llamaba,  y  en  esta  vuelta  resolvieron 
aquellos  impíos  la  mayor  traición  contra  lo  que  habían  meditado.  Porque 
siendo  su  furor  contra  el  misionero  de  Guallaga,  hacia  donde  caminaban, 
mudando  ahora  de  intención,  la  convirtieron  contra  el  que  se  les  ofrecía 
en  el  camino.  Llegaron  á  la  ensenada  en  donde  los  esperaba  el  misione- 
ro, que  conoció  luego  ser  de  los  rebeldes  viéndolos  tan  armados.  Mas  no 
se  asustó  por  eso,  ni  cayó  de  ánimo,  creyendo  poder  vencerlos  con  amor 
y  cariño.  No  dieron  ellos  lugar  para  tanto,  porque,  saltando  á  tierra  di- 
simulados, en  que  son  muy  diestros,  y  saludándole  con  la  común  saluta- 
ción de  las  misiones  «Alabado  sea  el  Santísimo  Sacramento»,  le  besaron 
la  mano  para  tenerle  divertido  y  colocarse  de  manera  que  consiguiesen 
á  su  satisfacción  el  intento.  «Hijos (les  dijo  el  padre),  ¿dónde  es  el  viaje? 
Vamos  juntos,  que  yo  os  serviré  y  acompañaré.»  A  tan  amorosa  pregun- 
ta, y  oferta  tan  amigable,  un  indio  fiero  y  alevoso,  que  con  artificio  se 
liabía  puesto  detrás  del  P.  Francisco,  respondió  descargando,  con  mano 
sacrilega,  un  recio  golpe  de  remo  sobre  la  cabeza  del  santo  misionero; 
<3ayó  en  tierra  desmayado  y  sin  sentido,  y  al  punto  el  capitán  Pacaya, 
según  unos,  y  según  otros  el  mozo  criado  en  Guallaga,  cortó  con  una  ha- 
cha la  cabeza  del  cuerpo  del  venerable  padre.  Cerraron  después  con  los 


230  Misiones  del  Marañón  Español 

Xeveros  que  le  venían  acompañando  y  acabaron  en  las  manos  de  aque- 
llos impíos.  Uno  ú  otro  pudo  lograr  el  escaparse  y,  ocultándose  por  en- 
tonces entre  los  árboles  y  malezas  del  monte,  vino  á  dar  noticia  del  fu- 
nesto suceso  al  padre  que  asistía  en  Guallaga. 

Los  apóstatas,  sabiendo  que  el  P.  Francisco  doctrinaba  á  los  Xeve- 
ros, hecha  ya  la  primera  carnicería  on  el  Padre  y  los  hijos ,  mudaron  de 
intención,  y  dejando  ya  el  pueblo  de  Guallaga,  se  enderezaron  al  puebla 
de  la  Concepción  de  los  Xeveros,  pensando  poder  hacer  en  él  mayor  riza, 
hallándole  sin  pastor.  Asaltaron  de  repente  la  reducción  desprevenida 
en  que  hallaron  bien  pocos  Xeveros,  por  hallarse  los  más  fuera  en  la 
cultura  de  los  campos.  Mataron  cuarenta  y  cuatro  indios  Xeveros  y  un 
soldado  español  que  alli  estaba,  llamado  Domingo  de  Salas.  Destrozaron 
cuanto  pudieron,  y  con  el  corto  pillaje  que  hallaron  se  retiraron  á  sus- 
montañas,  llevando  en  triunfo  y  con  algazara  la  sagrada  cabeza  del 
santo  mártir,  ya  triunfante  en  el  cielo.  Ellos  la  destinaban  para  tener  el 
gusto  de  bailar  al  rededor  de  ella  en  sus  borracheras,  porque  este  triunfa 
de  tiranía  y  traición  era,  según  las  costumbres  bárbaras  á  que  habían 
vuelto,  el  trofeo  más  insigne  de  victoria;  pero  el  cielo  se  servia  de  estos- 
sacrilegos  para  que  conservasen  esta  preciosa  reliquia  y  para  quof  vol- 
viese con  el  tiempo  á  los  misioneros. 

El  padre  de  Santa  María,  luego  que  por  q1  Xevero  tuvo  noticia  de  la 
muerte  del  P.  Figueroa,  acudió  sin  perder  tiempo  con  algunos  indios  fie- 
les y  unos  pocos  soldados  á  rescatar,  si  pudiese,  por  reliquia,  su  sagrado 
cuerpo;  mas  llegado  al  sitio  de  la  crueldad  de  los  bárbaros,  sólo  encontró 
la  patena  y  el  ornamento  para  decir  Misa,  una  suma  de  moral,  algunos, 
papeles  rotos,  los  anteojos  de  que  se  servía  el  santo  mártir  y  un  zapato. 
Todo  lo  demás  lo  habían  echado  al  río  los  pérfidos  apóstatas.  Vióse  pre- 
cisado á  volver  poco  satisfecho  de  su  viaje,  pero  consolado  algún  tanta 
con  aquellos  preciosos  despojos,  que  como  tales,  estimaron  siempre  los 
misioneros  y  los  desearon  mucho  en  la  ciudad  de  Quito,  en  donde  fué 
tiernamente  sentida  y  comúnmente  llorada  la  muerte  de  varón  tan  ve 
nerable  y  de  los  nuevos  cristianos  que  merecieron  acompañarle  en  su 
triunfo.  Dichosos  muertos  en  odio  de  la  fe,  como  se  deja  bien  entender, 
por  haber  recibido  también  la  muerte  de  mano  de  aquellos  apóstatas  que 
venían  con  el  ánimo  perverso  de  acabar,  si  pudiesen,  con  la  nueva  cris- 
tiandad del  Marañón,  como  lo  declararon  los  efectos  que  se  vieron  en 
ellos  de  quemar  iglesias  y  de  profanar  los  ornamentos  sagrados. 

Pero  sobre  todas,  fué  gloriosísima  la  muerte  del  P.  Francisco,  porque 
él  mismo  hizo  señal  á  los  rebeldes  para  que  viniesen,  con  intento  de  redu- 
cirlos á  la  vida  cristiana  que  habían  dejado  obstinadamente,  ni  pudo  ig- 
norar, al  verlos,  quiénes  eran,  pues  á  todos  los  conocía.  Fuera  dé  esto,  se 
ofreció  voluntariamente,  víctima  de  la  obediencia  y  caridad,  recibienda 
gustoso  en  su  cabeza  el  golpe  que  tiraba  á  su  superior,  como  lo  era  en- 
tonces el  misionero  de  Guallaga,  hacia  donde  iban  enderezadas  las  proas 
de  las  canoas;  y  era  cosa  sabida  que  la  rabia  y  furor  de  aquellos  proter- 


Libro  V.— Capítulo  X  ^231 

vos  era  principalmente  contra  este  misionero.  Además  de  que  el  golpe 
parece  que  vino  de  mano  del  mozo  apóstata  á  quien  en  nada  había  ofen- 
dido el  P.  Figueroa,  y  sólo  se  daba  por  sentido  del  padre  que  le  había 
criado.  Finalmente,  se  conoció  con  toda  evidencia  ser  incitados  de  furor 
diabólico  á  matar  al  padre  y  sus  remeros  y  á  mudar  de  rumbo  hacia  el 
pueblo  de  la  Concepción  de  los  Xeveros,  que  se  habían  mantenido  fieles, 
y  llevádoles  de  parte  del  padre  tantos  recados  amorosos,  de  perdón  y  de 
convite,  para  que  volviesen  de  paz  á  los  pueblos  y  dejasen  sus  bárbaras 
crueldades. 


CAPITULO  X 

ELOGIO  DE  LA   VIDA   Y   VIRTUDES  DEL  P.    FRANCISCO  FIGUEROA 

No  me  parece  fuera  de  razón  ni  contra  las  leyes  de  una  Historia  en- 
derezada toda  á  mover  los  ánimos  celosos  de  la  propagación  de  la  fe  en 
las  tierras  de  gentiles,  dar  en  este  lugar  alguna  mayor  noticia  de  las  ac- 
ciones y  vida  del  P.  Francisco  Figueroa,  varón  singular  y  universalmente 
respetado  dentro  y  fuera  de  la  provincia  de  Quito,  que  vivió  por  tantos 
años  escondido  en  las  montañas  de  Marañón,  sin  pensar  en  otra  cosa  que 
en  plantar  la  fe  de  Jesucristo  en  aquellas  partes  retiradas  á  costa  de  innu- 
merables sacrificios,  cuidados  y  peligros  de  la  vida.  Muéveme  también  á 
esto  el  haber  sido  este  humildísimo  misionero  el  primer  mártir  que  con- 
siguió regar  y  fertilizar  con  su  sangre  las  misiones  trabajosas  de  los 
Mainas. 

Nació  el  humilde  y  angelical  P.  Francisco  Figueroa  en  la  ciudad  de 
Popayán,  de  ricos  y  nobles  padres,  que  á  su  fortuna  juntaron  lo  que  más 
importa,  un  amor  grande  á  la  justicia  y  virtud.  Por  esto,  para  que  se 
criase  bien  y  no  torciese  en  su  dirección,  teniendo  en  más  la  educación 
que  el  cariño,  se  privaron  gustosamente  de  su  presencia  y  le  enviaron 
siendo  de  pocos  años  al  seminario  de  San  Luis  de  Quito,  en  donde  su  genio 
amable  le  hizo  querer  de  todos  los  que  le  trataban.  Creció  el  afecto  vién- 
dole tan  inclinado  al  ejercicio  de  las  virtudes  propias  de  su  edad  tierna; 
de  manera  que  ya  desde  entonces  empezaron  á  llamarle  sus  condiscípu- 
los con  el  nombre  de  ángel,  como  muy  acomodado  á  su  vida  y  porte. 

Acabada  la  gramática,  pidió  humildemente  y  consiguió  por  su  genio 
suave  y  apacible,  por  la  capacidad  que  ya  mostraba  y  por  su  aplicación 
á  la  virtud,  entrar  en  la  Compañía;  perfeccionóse  en  el  noviciado  en 
todas  las  virtudes  y  no  se  entibió  en  los  estudios,  en  que  salió  tan  aventa- 
jado entre  todos  sus  condiscípulos,  que  mereció  ser  señalado  para  defen- 
der en  acto  público  toda  la  teología  escolástica,  como  lo  hizo  con  singu- 
lar modestia  y  lucimiento.  Su  ingenio,  aplicación  y  modestia  le  hacían 
acreedor  á  los  primeras  cátedras  y  empleos  de  la  provincia;  mas  luego 
que  se  vio  ordenado  de  sacerdote,  tirado  del  celo  de  las  almas  y  del  deseo 


232  Misiones  del  Marañón  Español 

de  vivir  escondido  y  olvidado  de  todos,  pidió  con  mucha  instancia  á  los  su- 
periores que  le  aplicasen  á  colegio  donde  pudiese  instruirse  en  la  lengua 
de  los  indios.  Ya  desde  entonces  tenía  en  su  corazón  la  resolución  de  se- 
pultarse en  el  Marañón  y  trocar  las  formalidades  y  sutilezas  de  la  escuela 
con  las  voces  bárbaras  y  toscas  con  que  podría  ayudar  á  los  indios  á  con- 
seguir el  fin  de  su  eterna  bienaventuranza. 

No  hubiera  conseguido  esta  su  pretensión  de  tanto  retiro  de  las  letras, 
si  no  hubiera  deparado  el  cielo  una  ocasión  favorable  en  que  se  vio  pre- 
cisado el  provincial  á  enviar  un  sujeto  de  toda  satisfacción  para  la  fun- 
dación del  colegio  de  Cuenca.  Mirábase  esta  fundación  como  útil  y  con- 
veniente á  la  Compañía,  por  la  menor  distancia  de  esta  ciudad  á  las  mi- 
siones de  Mainas,  que  deseaba  establecer  el  superior  de  la  provincia,  y 
concurriendo  en  tan  críticas  circunstancias  la  instancia  del  P.  Figueroa, 
fué  luego  señalado  para  asistir  á  la  fundación  del  nuevo  colegio.  No  sólo 
tuvo  aquí  el  noviciado  de  la  misión,  perfeccionándose  en  la  lengua  del 
inga,  sino  que  su  aplicación  á  los  ministerios  sirvió  de  ejemplo,  de  alivio 
y  de  consuelo  á  toda  la  ciudad,  como  tocamos  más  largamente  en  el  libro 
tercero.  A  poco  tiempo  de  su  mansión  en  el  nuevo  colegio,  sabiendo  el 
fruto  que  hacían  en  las  misiones  del  Marañón  sus  fundadores,  escribió, 
clamó  y  lloró  por  la  misión  deseada  de  Mainas,  alegando  por  mérito  el 
estudio,  aplicación  y  práctica  que  ya  tenía  de  la  lengua  de  los  indios. 
Cedió  el  superior  á  tan  eficaces  instancias  y  bajó  el  P.  Francisco  Figue- 
roa, hacia  el  año  40,  al  centro  de  sus  deseos. 

Aquí  vivió  escondido  este  apostólico  varón  por  todos  los  años  que  le 
restaron  de  vida,  sin  que  podamos  dar  noticia  particular  de  sus  heroicas 
acciones,  como  suele  suceder  con  los  demás  celosos  misioneros,  que  aca- 
bando cosas  gloriosas,  dando  ejemplos  ilustres  y  padeciendo  mil  necesi- 
dades, peligros  y  persecuciones,  sólo  tienen  por  testigos  indios  rústicos  y 
bozales,  que  no  saben  apreciar  lo  heroico  de  la  humildad,  lo  sublime  de 
la  caridad  ni  lo  subido  de  la  paciencia  y  mansedumbre  cristiana,  y  no  son 
capaces  de  conocer  distintamente  cuánta  sea  la  mortificación  de  un  hom- 
bre racional,  sabio  y  prudente,  en  hacerse  rústico  con  los  groseros,  rudo 
con  los  incapaces,  ignorante  con  los  necios;  en  una  palabra,  todo  á  todos, 
para  ganarlos  todos  á  Jesucristo.  En  tan  dificultoso  ejercicio  perseveró 
el  P.  Francisco  por  veintitrés  años,  fundando  por  sí  algunos  pueblos  y 
ayudando  á  la  fundación  de  otros  muchos,  que  llegaban  ya  entonces,  si 
no  pasaban  de  catorce,  fuera  de  los  anejos,  como  hemos  visto  en  el  dis- 
curso de  la  historia. 

Pero  aunque  vivió  por  tanto  tiempo  retirado  de  los  que  pudieran  ob- 
servar en  particular  sus  virtudes,  no  dejaron  de  traslucirse  algunas  que 
han  llegado  á  nuestra  noticia.  Y  muy  en  particular  era  celebrada  de  to- 
dos su  profunda  humildad,  que  fué  siempre  como  el  carácter  del  P.  Fran- 
cisco. Desde  el  principio  del  noviciado  se  dedicó  á  esta  importantísima 
virtud  con  tantas  veras,  que  mereció  ya  en  aquellos  principios  el  con- 
cepto y  nombre  de  humildísimo;  los  oficios  más  bajos  de  la  casa  eran  sus 


Libro  V.— Capítulo  X  233 

delicias,  nunca  salió  de  su  boca  expresión  ni  memoria  ni  descuido  de 
quién  era,  ni  quién  había  sido,  olvidado  del  todo  de  sus  nobles  y  califica- 
dos parientes,  que  desde  que  salió  de  sus  estudios  no  le  merecieron  ni  una 
sola  carta.  Instándole  en  una  ocasión  un  misionero  que  escribiese  si- 
quiera una  carta  á  un  hermano,  dándole  noticia  de  su  vida,  que  sería  de 
mucho  consuelo  á  su  familia,  se  resistió  con  cortesía.  Volvióle  á  instar  el 
sujeto  diciendo:  «Cierto,  P.  Francisco,  que  no  parece  V.  R.  ni  hijo  ni  her- 
mano de  quien  es.»— «Padre  mío,  respondió  el  siervo  de  Dios,  Cristo  dijo 
que  tenía  por  hermanos  á  los  que  hacían  la  voluntad  de  su  padre.  Yo 
cuando  entré  en  la  Compañía  tuve  la  honra  de  que  me  tuviesen  por  her- 
mano los  que  vivían  en  ella.  No  puedo  olvidarme  de  éstos  ni  me  olvido 
de  los  otros  para  con  Dios.  Pero  acá,  en  las  misiones,  V.  R.  y  yo,  debemos 
decir  con  Job  que  el  lodo  y  la  miseria  de  estos  valles  es  nuestro  padre 
que  nos  sustenta;  y  los  ^'úsanos  ó  indios  con  quienes  vivimos  nuestros 
hermanos.  A  estos  miro  yo  como  tales  y  me  llevan  todo  el  cariño.» 

Esta  misma  humildad  y  olvido  de  todas  las  cosas  que  podrían  ser  de 
alguna  estima  y  aprecio  entre  los  hombreSj  le  movió  á  no  admitir  dos 
rectorados  de  los  más  señalados  de  la  provincia  á  que  le  señalaba  nues- 
tro padre  general  respondiendo  siempre  con  eficacia  que  no  había  nacido 
para  mandar,  que  su  destino  era  estar  entre  los  indios  j  ser  subdito  de 
ellos,  y  que  con  esto  vivía  contento  sirviendo  á  aquellos  pobrecillos.  Del 
mismo  principio  nacía  el  estudio  continuo  y  aplicación  á  los  libros,  no  es- 
tando ni  un  solo  instante  ocioso  en  aquellos  tiempos  que  le  permitían  los 
ministerios,  porque  se  suponía  ignorante  y  decía  que  le  faltaba  mucho 
que  aprender,  siendo  así  que  consiguió  ser  el  oráculo  á  quien  todos  con- 
sultaban en  las  misiones,  y  respondía  á  cuantas  dudas  se  ofrecían.  A  esta 
causa  había  llevado  consigo  á  su  retiro  muchos  libros  juzgando  que  eran 
la  más  útil  alhaja  y  mercaduría  para  aquellas  soledades.  En  el  Instituto, 
derecho  y  ciencia  particular  de  la  Compañía  que  deben  aprender  con 
cuidado  sus  hijos,  era  tan  eminente,  que  llegó  su  fama  desde  los  Mainas  á 
Roma.  Y  esta  fué  la  principal  causa  porque  el  general  le  destinaba  para 
rector  del  noviciado  de  Tunja,  en  el  Nuevo  Reino,  que  fué  el  segundo 
rectorado  que  renunció  su  humildad,  para  dar  lugar  al  celo  de  las  almas. 

Sobre  tan  sólido  fundamento  edificó  el  P.  Francisco  la  vida  espiritual 
y  á  una  humildad  tan  señalada  no  podían  menos  de  acompañar  las  de- 
más virtudes.  Su  mansedumbre,  dulzura  y  trato  eran  tan  agradables  á  to- 
dos los  misioneros,  que  le  amaban  y  querían  entrañablemente,  y  nos 
consta  que  el  P.  Gaspar  Cujía,  aun  cuando  era  provincial,  por  este  solo 
título  de  su  trato,  dulce  y  agradable  siempre,  le  llamaba  aquel  ángel  de 
las  misiones.  Su  castidad  era  como  de  puro  espíritu  sin  carne.  Su  obedien- 
cia como  de  un  instrumento  en  manos  del  artífice  y  como  de  un  hombre 
todo  muerto  al  mundo  y  á  su  voluntad  propia.  Solo  trataba  como  vivo  á 
su  cuerpo,  macerándole  con  ayunos,  cilicios  y  disciplinas.  Vivió  como 
justo  de  la  fe,  procurando  extenderla  en  aquel  nuevo  mundo;  se  alimen- 
taba de  la  esperanza,  teniendo  por  estiércol  todo  lo  terreno,  y  ardía  en 


284  Misiones  del  Marañón  Español 

caridad  abrasado  de  la  g-loria  de  Dios  y  del  celo  de  las  almas,  por  las 
cuales  se  expuso  á  tantos  peligros  hasta  dar  la  vida  por  ellos.  Concluyo, 
finalmente,  con  las  últimas  palabras  de  la  relación  que  hace  de  este  in- 
signe varón  el  provincial  del  Nuevo  Reino.  «Vivió  siempre  entre  los  nues- 
tros con  fama  de  varón  perfecto  y  justo:  y  entre  los  seculares  con  acla- 
maciones de  santo,  y  en  su  muerte  con  piadosa  veneración  de  mártir.  Por 
tal  fué  tenido  en  Borja,  en  Quito  y  en  Lima,  desde  donde  su  virrey  el 
conde  de  Lemos,  en  carta  escrita  al  gobernador  de  Borja  á  24  de  Octubre 
de  1670,  así  se  congratula  con  él  sobre  la  muerte  del  P.  Figueroa:  «  Cuyo 
«suceso  debemos  envidiar,  pues  nosdeja  tales  prendas  de  haber  alcanzado 
»la  palma  del  martirio. » 


CAPITULO  XI 

CASTIGO  QUE  SE  HACE  EN  LOS  APÓSTATAS;   Y  EXTENSIÓN  DEl'  EVANGELIO 
POR  OTRAS  NACIONES  HACIA  EL  RÍO  ÑAPO. 

El  gobernador  de  la  ciudad  de  Borja  D.  Mauricio  de  Vaca,  luego  que 
supo  el  atentado  de  los  Cocamas  traidores  contra  el  P.  Figueroa  y  contra 
los  Xeveros  de  la  Concepción,  sintió  altamente  como  tan  celoso  del  bien 
de  la  religión  y  de  su  sólido  establecimiento  en  aquellas  partes,  la  into* 
lerable  desvergüenza  y  criminal  orgullo  de  aquellos  rebeldes.  Envió  al 
punto  desde  la  ciudad  de  Loja,  donde  se  hallaba,  órdenes  muy  apretadas 
á  su  teniente  en  Borja  con  todos  los  pertrechos  necesarios  para  que  sin 
dilación  alguna  saliese  en  busca  de  los  agresores,  sin  perdonar  á  traba- 
jos de  trasegar  ríos  y  penetrar  montañas  hasta  dar  con  ellos.  Mandó 
también  que,  cogidos  los  rebeldes,  como  esperaba,  se  procediese  al  cas- 
tigo pronto  y  ejemplar  no  disimulando  en  manera  alguna  con  las  cabe- 
zas ó  principales;  pero  convidando  con  el  perdón  á  los  demás  que  arre 
pentidos  de  su  temeridad  volviesen  de  su  voluntad  á  los  pueblos.  Previ- 
no el  teniente  con  toda  celeridad  una  armada  de  bastantes  canoas  con 
algún  número  de  soldados  españoles  y  con  muchos  indios  valientes  de 
Guallaga  y  de  la  Concepción.  Llevó  consigo  por  capellán  de  la  armada 
al  P.  Lorenzo  Lucero,  misionero  á  la  verdad  nuevo  ó  recientemente  lle- 
gado, pero  de  gran  prudencia,  corazón  y  celo,  en  cuyos  hombros  se  ha- 
bía de  sustentar,  como  veremos  adelante,  todo  el  peso  de  las  misiones 
del  Marañón. 

Navegó  la  armada  por  el  Marañón,  Guallaga  y  Apena  registrando 
con  mucho  cuidado  todas  las  ensenadas,  lagunas,  torrentes,  escondrijos 
en  que  solían  retirarse  y  esconderse  los  alzados ;  y  como  los  Xeveros  y 
Guallagas  fieles  eran  tan  prácticos  de  aquellos  bosques,  riachuelos  y 
quebradas,  dieron  finalmente  con  la  guarida  principal  de  los  apóstatas. 
Prendieron  sin  mucha  dificultad  á  muchos  de  ellos  y  los  trajeron  bien 
asegurados  á  la  ciudad  de  Borja,  habiendo  recogido  y  guardado  con  di- 


Libro  V. --Capítulo  XI  235 

ligencia  la  cabeza  del  P.  Francisco  de  Figueroa  que  aquellos  impíos  la 
conservaban  todavía  para  trofeo  de  su  valor  en  las  funciones  bárbaras. 
Hecha  en  la  capital  una  breve  información  y  prueba  de  los  gravísimos 
delitos  y  atroces  crueldades  que  habían  ejecutado  en  todo  el  tiempo  de 
su  levantamiento,  ajustició  él  teniente  las  cabezas  y  perdonó  á  los  demás 
que  mostraban  algún  arrepentimiento.  Acabado  el  suplicio  que  se  hizo 
con  el  mayor  rigor  y  aparato  exterior  que  fué  posible ,  para  causar  un 
verdadero  escarmiento  á  los  indios,  se  publicó  la  guerra  contra  los  que 
perseverasen  obstinadamente  en  su  rebeldía,  que  no  fueron  muchos,  y  se 
ofreció  perdón  general  á  los  que  la  dejasen  reconocidos  y  volviesen  arre- 
pentidos á  las  reducciones.  Consiguióse  de  esta  manera  (sin  duda  por  los 
méritos  de  la  sangre  del  misionero  y  sus  neófitos,  derramada  en  tan  glo- 
riosa muerte),  que  se  sosegase  la  tempestad  que  había  durado  tanto  tiem- 
po. Volvieron  á  los  pueblos  las  reliquias  que  habían  quedado  de  Coca- 
mas y  Ucayales,  y  si  dejaron  de  volver  algunos,  no  pensaron  ya  en  mo- 
lestar á  los  reducidos  y  siguió  en  paz  y  sin  inquietud  el  adelantamiento 
de  las  misiones. 

En  este  mismo  tiempo  en  que  irritado  el  infierno  tiró  á  destruir  por 
medio  de  unos  traidores  apóstatas  las  reducciones  puestas  en  las  cerca- 
nías del  Marañón,  quiso  el  Señor  que  se  comenzase  á  establecer  la  fe  por 
la  banda  del  río  Ñapo,  adonde  no  habían  llegado  los  disturbios  de  Gua- 
llaga,  y  por  cien  indios  que  apostataron  en  las  rebeliones,  se  ganaron 
dos  mil  en  el  río  Curaray  y  sus  vecindades.  Fueron  éstos,  los  Oas  y  Abi- 
giras,  años  antes  descubiertos  por  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  en  el 
río  Curaray  y  en  otro  río  menos  principal  que  desemboca  en  el  Ñapo.  El 
P.  Lucas  de  la  Cueva,  siempre  atento  desde  Archidona  á  la  pacificación 
y  población  de  estos  gentiles,  no  omitía  diligencia  alguna  para  disponer- 
los y  ganarlos  por  medio  de  sus  indios,  los  cuales  tenían  ocasión  de  tratar 
con  los  gentiles  del  Curaray.  Salían  éstos  frecuentemente  á  pescar  en  el 
Ñapo  y  á  recoger  en  sus  playas  huevos  de  charapas,  y  se  encontraban  á 
veces  con  las  canoas  de  los  cristianos  del  Ñapo.  Bien  informados  éstos 
del  P.  Lucas,  hacían  con  ellos  las  partes  de  predicadores,  dándoles  noti- 
cias de  que  vivían  en  poblaciones  bajo  la  dirección  de  padres  y  misione- 
ros que  les  querían  y  cuidaban  mucho,  que  regalaban  á  sus  hijos,  que  les 
enseñaban  á  conocer  á  Dios  y  á  vivir  cristianamente,  administrándoles 
el  Santo  Bautismo,  sin  el  cual  hubieran  sido  infelices  eternamente,  como 
lo  serán  para  siempre  ardiendo  en  el  fuego  del  infierno  todos  los  que  no 
recibieren  el  agua  saludable  de  este  sacramento.  Que  la  ley  de  Dios  que 
les  predicaban  los  padres  les  prohibía  el  hacer  mal  á  ninguno,  debiendo 
estar  cada  uno  contento  con  lo  suyo,  y  que  observándola  vivían  en  paz, 
quietud  y  sosiego,  sin  matar  á  ninguno,  sin  robar  lo  ajeno,  alegres  y  con- 
tentos de  haber  dejado  las  continuas  guerras,  odios  y  rencores  en  que 
habían  vivido  antes  de  ser  informados  de  la  ley  santa  de  Dios. 

Fueron  haciendo  buen  efecto  en  los  Oas  y  Abigiras  los  sermones  de 
los  indios  del  Ñapo,  y  no  dejaban  de  concurrir  para  el  mismo  fin  los  in- 


236  Misiones  del.  Mauaxón  Español 

dios  del  Marañón  que  á  las  veces  tropezaban  con  los  mismos  gentiles. 
Informado  el  P.  Lucas  de  la  Cueva  de  la  disposición  en  que  se  hallaban, 
juzgó  que  ya  era  tiempo  de  tratar  de  la  reducción  á  que  le  convidaba 
también  una  ocasión  favorable.  Hablan  venido  en  el  año  de  1664  tres  mi- 
sioneros de  Quito  á  la  ciudad  de  Archidona,  y  tenido  su  noviciado  con  el 
P.  Lucas,  que,  como  maestro  de  todos,  les  enseñaba  el  modo  de  tratar 
con  los  indios  y  de  ejercitar  con  fruto  y  estimación  de  los  mismos  los  mi- 
nisterios apostólicos.  Cuando  los  vio  adelantados  y  prácticos  en  la  lengua 
del  inga,  se  determinó  enviar  á  dos  de  ellos  (quedándose  con  uno  que  le 
ayudase  en  su  empleo)  á  las  tierras  de  los  Gas  y  Abigiras.  Eran  éstos  los 
PP.  Esteban  Caicedo  y  Francisco  Guels.  El  primero,  sobrino  del  P.  Diego 
Caicedo,  varón  apostólico,  luz,  gloria  y  ornamento  de  la  ciudad  de  Quito, 
de  cuyas  virtudes  y  heroicos  ejemplos,  aunque  hay  mucho  escrito,  se 
pudiera,  sin  exageración  ninguna,  añadir  mucho  más.  Y  ya  que  el  siervo 
de  Dios  no  logró  misionar  á  los  gentiles  por  quienes  tanto  suspiró,  nos 
dejó  en  su  sobrino  quien  llenase  el  empleo  que  no  le  permitieron  á  él  como 
más  útil  y  necesario  en  las  ciudades.  Había  venido  el  segundo  de  la  provin- 
cia de  Aragón  y  trocado  las  cátedras  á  que  le  destinaban  como  á  persona 
de  grandes  prendas  y  de  mucha  literatura,  por  las  misiones  más  apartadas 
del  comercio  de  racionales.  T¿iles  resoluciones  inspira  el  celo  de  las  almas 
en  los  corazones  generosos,  que  no  reparan  en  distancias  y  mueren  vo- 
luntariamente á  sí  mismos  en  razón  de  ganar  á  Jesucristo  las  almas  re- 
dimidas con  su  preciosa  sangre. 

Bajó  el  P.  Esteban  por  el  río  Ñapo,  y  entrando  después  por  el  Cura- 
ray,  navegó  como  cinco  días  hasta  encontrar  con  la  nación  de  los  Abigi- 
ras. Hablóles  con  mucho  cariño  y  dulzura,  ofreciéndose  á  servirles  y  que- 
darse con  ellos  en  persona,  si  se  resolvían  á  formar  pueblo,  en  cuya  for- 
mación les  ayudaría  y  les  enseñaría  el  camino  del  cielo,  para  el  cual  les 
había  criado  el  Señor  de  cielos  y  tierra.  Como  estaban  ya  prevenidos  y 
sabían  bien  las  ventajas  de  los  cristianos,  en  poco  tiempo  se  resolvieron 
á  juntarse  en  un  sitio  y  se  fué  formando  una  reducción  con  los  trabajos 
ya  sabidos  de  desmontes  para  el  pueblo  y  sementeras,  y  con  las  faenas 
comunes  de  edificar  casas  en  proporción  para  las  familias.  Todo  lo  ideó 
el  P.  Caicedo,  el  cual  se  esmeró  en  hacer  una  buena  iglesia,  que  no  era 
inferior,  aun  desde  sus  principios,  á  las  de  los  pueblos  antiguos  ;  porque 
procuró  alhajarla  con  parte  de  la  legítima  que  había  reservado  en  su 
renuncia  para  este  mismo  efecto,  aun  antes  de  ser  misionero,  esperando 
ser  admitido  algún  día  á  tan  soberano  ministerio. 

El  P.  Francisco  Guels  tomó  desde  el  Ñapo  otro  río  que  se  encuentra 
antes  de  la  boca  del  Curaray,  y  siguiéndole  vino  á  parar  á  los  gentiles 
Gas.  Con  su  maña,  caridad  y  celo  los  redujo  á  que  viviesen  juntos,  y  que- 
dándose con  ellos  como  misionero  propio  logró  levantar  una  iglesia  razo- 
nable y  adornarla  decentemente,  porque  la  grandeza  de  la  casa  de  Dios, 
su  aseo  y  compostura  sirve  mucho  entre  los  indios  para  que  formen  algún 
concepto  de  la  majestad  y  grandeza  de  Dios  y  del  respeto  y  obediencia 


Libro  V.— Capítulo  XII  '237 

que  se  le  debe.  No  sólo  bautizó  los  párvulos  que  le  ofrecieron  sus  padres, 
con  cuyos  bautismos  suelen  tomar  los  misioneros  posesión  de  las  nuevas 
tierras  para  Jesucristo,  pero  aun  muchos  de  los  adultos  que  aprendieron, 
desde  luego,  las  cosas  necesarias  para  el  bautismo  recibieron  con  mucha 
voluntad  este  santo  sacramento.  Sucedió  la  reducción  de  los  Abigiras  y 
Oas  en  el  ano  1665,  y  como  tuvieron  desde  sus  principios  misioneros  pro- 
pios que  les  cuidasen,  iban  adelantando  en  la  vida  política  y  cristiana,  y 
se  esperaba  por  la  parte  del  Ñapo  una  cristiandad  floreciente  y  exten- 
dida por  ser  muchas  las  naciones  de  gentiles  que  vivían  á  una  y  otra 
banda  de  aquel  grande  río. 


CAPITULO  XII 

MUEirrK   DEL   PADRE   PEDKO   SUÁKKZ,    ALANCEADO   DE    LOS    INDIOS 

Mucho  era  el  gusto  y  consuelo  del  P.  Lucas  de  la  Cueva  al  ver  ya  re- 
ducidos á  población  á  los  Oas  y  Abigiras,  y  al  entender  las  buenas  espe- 
ranzas que  daban  de  un  establecimiento  firme  en  las  tierras  que  habían 
escogido  y  de  una  perseverancia  inalterable  en  la  religión  católica.  Para 
cooperar  de  su  parte  á  la  perfección  de  la  obra,  enviaba  cuantos  socorros 
podía  recoger  en  Archidona  para  bien  de  esta  misión.  Escribía,  dirigía  y 
animaba  á  sus  misioneros  y  andaba  en  continuos  viajes  adonde  podía 
contribuir  su  presencia  y  servir  de  algo  su  consejo  y  experiencia.  No  con- 
tento con  las  vivas  diligencias  que  hacía  desde  Archidona  y  con  las  na- 
vegaciones que  hacía  por  el  Ñapo,  determinó  pasar  en  persona  á  la  ciu- 
dad de  Quito  en  pretensión  de  nuevos  socorros  y  operarios.  Era  mucha  la 
mies  que  se  presentaba,  y  fuera  de  los  Abigiras  y  Oas  que  eran  muchos  y 
no  estaban  todos  reducidos,  le  tenían  en  mucho  cuidado  los  indios  Gayes, 
tanto  tiempo  había  descubiertos,  cuya  reducción  no  se  había  emprendido 
por  la  falta  de  misioneros,  habiendo  muerto  casi  en  la  flor  de  su  edad 
tantos  y  tan  insignes  operarios,  como  hemos  referido  en  los  capítulos  an- 
tecedentes. 

Estas  consideraciones  llevaron  al  P.  Lucas  á  la  ciudad  de  Quito,  en 
donde  dando  cuenta  á  los  superiores  de  his  redacciones  nuevamente  esta 
blecidas  y  de  las  que  se  esperaban  hacer,  pedía  nuevos  operarios  para  la 
viña  del  Señor.  Estaba  tan  escaso  de  sujetos  el  colegio  de  Quito,  que  aun 
para  los  ministerios  de  la  ciudad  y  su  contorno  se  hallaba  muy  alcanzado. 
Porque  los  que  entraban  en  Indias  no  bastaban  para  los  ministerios  re- 
gulares de  predicar,  confesar  y  enseñar  á  la  juventud,  y  de  la  Europa  no 
habían  venido  jesuítas  en  varios  años.  Pero  la  divina  Providencia,  que 
velaba  sobre  las  misiones  del  Marañón,  no  faltó  en  esta  ocasión,  como 
proveyó  en  otras  m¿is  apremiantes.  Puso  el  Señor  en  el  corazón  del  pro- 
vincial del  Nuevo  Reino  el  pensamiento  de  que  enviase  desde  Santa  Fe 
seis  estudiantes  de  los  nuestros  á  cursar  en  el  colegio  de  Quito  en  donde 


238  Misiones  del  Mar  anón  Español 

el  corto  número  de  escolares  acreditaba  poco  la  celebridad  y  concurso 
de  sus  escuelas.  El  viaje  fué  largo  como  de  trescientas  leguas,  y  no  pa- 
recía en  lo  humano  la  mayor  prudencia  enviar  expuestos  á  tantas  fati- 
gas y  trabajos  de  un  penoso  camino  á  unos  jóvenes  que  podían  estudiar 
igualmente  y  proporcionarse  para  los  ministerios  en  el  colegio  de  Santa 
Fe.  Pero  el  suceso  mostró  bien  que  la  determinación  venía  del  cielo.  Por- 
que si  bien  hasta  entonces  ninguno  de  los  padres  de  Santa  Fe  había  pa- 
sado á  las  misiones  de  Mainas,  cuyo  peso  había  cargado  siempre  sobre  el 
colegio  de  Quito,  mas  ahora  de  los  seis  jóvenes  del  colegio  de  Santa  Fe, 
acabados  sus  estudios,  dos  de  ellos,  y  esos  excelentes  pidieron  con  ansia 
el  entrar  en  las  misiones  del  Marañón. 

Uno  de  éstos  fué  el  P.  Pedro  Suárez,  que  ordenado  de  sacerdote  y  ha- 
biendo comenzado  á  ensayarse  en  las  misiones  de  la  provincia  con  mu- 
cho fruto  y  celo  ardiente  del  bien  de  las  almas,  no  pudo  ya,  viendo  al 
P.  Lucas  de  la  Cueva,  contener  en  su  pecho  las  llamas  en  que  ardía  de  la 
conversión  de  los  indios.  Pidió  en  un  escrito  humilde,  expresivo  y  eficaz 
que  presentó  al  superior,  ser  señalado  para  la  misión  del  Marañón.  Decía 
en  suma:  «que  nunca  se  habían  entibiado  en  su  pecho  los  deseos  que  siem- 
pre había  tenido  de  consagrarse  á  la  reducción  de  los  indios;  y  que  ha- 
biendo celebrado  un  novenario  de  Misas  para  entender  la  voluntad  de  • 
Dios,  se  veía  inspirado  á  proponer  sus  deseos;  que  le  pedía  por  la  Sangre 
de  Jesucristo  que  le  señalase  desde  luego  para  tan  santo  ministerio.» 
Concluía  su  petición  con  estas  palabras:  «Y  cuanto  más  breve  V.  R.  me 
hiciere  la  merced,  tanto  más  se  lo  pagará  nuestro  Señor  y  se  lo  serviré.» 
Y  pareciéndole  que  la  tinta  muerta  no  declaraba  bien  lo  vivo  y  ardiente 
de  sus  deseos,  lo  firmaba  con  la  sangre  misma  de  sus  venas. 

El  superior,  leída  una  escritura  tan  tierna  y  tan  cordial,  se  vio  como 
precisado  á  condescender  con  sus  ansias;  y  destinándole  para  las  misio- 
nes de  los  Mainas,  se  lo  entregó  al  P.  Cuevas  para  que  lo  llevase  consigo. 
Rebosaba  contento  el  P.  Pedro  viéndose  ya  señalado  al  ministerio  de 
evangelizar  á  los  gentiles,  y  repartiendo  con  sus  condiscípulos  los  pape- 
les y  cartapacios  que  tenía,  «No  necesito  más,  hermanos  míos  (les  decía), 
que  el  arte  de  amar  á  Dios  y  de  aprender  lenguas.»  Añadía  con  sencillez 
y  candor  que  esperaba  morir  mártir,  conforme  á  lo  que  al  entrar  en  la 
Compañía  le  había  dado  á  entender  el  V.  P.  Francisco  Varáis,  sujeto  de 
gran  santidad  y  muy  ilustrado  del  cielo.  Despedido  con  ternura  de  todos, 
y  pidiendo  que  le  encomendasen  mucho  á  Dios,  salió  con  su  jefe,  el 
P.  Lucas,  más  alegre,  gustoso  y  contento  que  si  fuese  á  ser  rey  y  señor 
de  todo  el  mundo. 

Llegaron  en  pocos  días  á  la  ciudad  de  Archidona,  y  mientras  el  nuevo 
soldado  de  Cristo  se  instruía  en  su  milicia  al  lado  del  antiguo  y  veterano, 
llegó  un  despacho  desde  los  Abigiras  con  la  noticia  de  hallarse  postrado 
en  su  pueblo  y  casi  consumido  de  unas  cuartanas  malignas  el  P.  Esteban 
Caicedo.  Ofrecióse  luego  el  P.  Pedro  á  ocupar  este  puesto,  teniendo  por 
amenos  jardines  las  malezas  de  aquellas  montañas,  y  mirando  como  án- 


Libro  V.— Capítulo  XII  2a9 

geles  de  su  guarda  la  compañía  de  los  indios;  pero  aunque  se  ofrecía  con 
toda  voluntad  á  cuidar  de  los  Abigiras  se  dejaba  en  todo  en  las  manos  de 
su  superior,  cuya  voluntad  miró  siempre  como  la  regla  segura  y  cierta 
de  su  destino.  Atendiendo  el  P.  Cuevas  al  espíritu  y  fervor  del  nuevo  mi- 
sionero, si  bien  no  había  tenido  tiempo  para  formarle  á  su  mano  para  los 
ministerios  con  los  indios,  le  señaló  para  que  asistiese  interinamente  á  los 
Oas,  de  donde  había  de  salir  el  P.  Guels,  para  traer  y  acompañar  al  en- 
fermo desde  las  tierras  de  los  Abigiras  hasta  la  ciudad  de  Archidona.  Era 
este  camino  peligroso  por  las  muchas  naciones  guerreras  que  se  hallaban 
en  las  orillas  del  Ñapo,  y  no  era  razón  traer  al  P.  Caicedo  por  un  rumbo 
tan  expuesto  sin  escolta  y  sin  otro  sacerdote  que  le  consolase  en  el  largo 
viaje . 

Embarcóse  gustoso  el  P.  Suárez  en  el  puerto  de  Ñapo,  con  tres  ó  cua- 
tro soldados  que  habían  de  volver  escoltando  á  los  dos  misioneros,  y  llegó 
sin  desgracia  al  pueblo  de  los  Oas.  Detúvose  aquí  mientras  el  P.  Guels 
hacía  su  comisión  de  conducir  á  Archidona  al  P .  Esteban  y  comenzó  con 
grande  celo  y  aplicación  á  hacer  las  veces  del  antiguo  misionero.  Acari- 
ciaba á  los  indios,  les  daba  donecillos  y  se  esforzaba  á  enseñar  el  cate- 
cismo, no  sólo  á  los  niños,  pero  á  los  adultos,  y  más  particularmente  á  los 
que  se  disponían  para  el  bautismo.  Conoció  desde  luego  que  no  se  podían 
hacer  grandes  progresos  en  la  explicación  de  la  doctrina  cristriana  por 
medio  de  intérpretes  por  buenos  que  fuesen,  y  emprendió  con  tesón  el 
hacerse  cargo  de  la  lengua  de  ios  indios  que  había  comenzado  á  estudiar 
en  Quito.  Adelantó  mucho  en  ella  en  los  pocos  días  que  vivió  con  los  Oas, 
así  por  la  voluntad  con  que  se  aplicaba  como  por  su  entendimiento  des- 
pejado y  capaz  de  salir  con  todo.  No  le  fué  inútil  esta  noticia  por  ser  la 
lengua  de  los  Oas  ó  la  misma  que  hablaban  los  Abigiras,  ó  por  darse  mu- 
cho la  mano  entre  sí  y  haber  de  pasar  el  P.  Pedro  á  esta  segunda  nación 
como  propio  misionero. 

Con  efecto,  volviendo  el  P.  Guels  desde  Archidona,  en  donde  dejaba 
el  enfermo,  á  sus  Oas,  intimó  de  parte  del  superior  al  P.  Suárez  que  ba- 
jase á  cuidar  del  pueblo  de  los  Abigiras .  Recibió  este  destino  el  fervoroso 
misionero  con  mucho  gusto  y  consuelo  de  su  alma,  así  por  mirar  en  esta 
obediencia  la  voluntad  de  Dios,  como  por  entrañarse  más  en  las  monta- 
ñas del  Marañen.  Fuéle  convoyando  el  mismo  P.  Guels,  con  los  pocos  sol- 
dados de  su  escolta  y  después  de  algunos  días  de  navegación  por  el  Ñapo, 
y  contra  las  corrientes  del  río  Curaray,  arribaron  todos  á  la  reducción  de 
los  Abigiras,  cuyo  cacique  los  recibió  con  mucho  agrado  y  con  grandes 
demostraciones  de  veneración  y  respeto.  Hizo  el  P.  Guels  á  los  Abigiras 
un  breve  razonamiento,  en  que  les  dijo  que  les  traía  por  misionero  á  su 
pueblo  al  padre;  que  verían  los  grandes  deseos  que  tenía  de  cuidarlos  y 
asistirlos  en  lo  espiritual  y  temporal,  que  sólo  para  hacerles  bien,  y  por- 
que fuesen  dichosos  en  esta  vida  y  en  la  otra  había  dejado  el  P,  Pedro  á 
su  tierra,  á  sus  hermanos  y  cuanto  podía  desear  en  este  mundo;  que  no 
dudaba  corresponderían  ellos  á  tanto  amor  y  cariño  con  estimación,  do- 


240  Misiones  del  Marañón  Español 

cilidad  y  respeto.  Hecha  esta  breve  plática,  se  volvió  luego  el  P.  Guels  á 
sus  Oas,  prometiendo  al  P.  Suárez  venir  á  visitarle  en  cuanto  pudiese 
después  de  algunos  meses. 

Quedó  contentísimo  el  P.  Pedro  sólo  entre  aquellos  gentiles  con  la 
compañía  de  un  mozo  español,  no  para  que  le  favoreciese  en  los  peligros, 
porque  no  era  nada  tímido,  ni  para  que  le  ayudase  en  las  necesidades, 
porque  era  muy  ardiente  el  deseo  de  padecer  trabajos,  sino  para  que  le 
sirviese  en  la  Misa  é  introdujese  también  por  sí  mismo  alguna  policía 
en  la  nación.  Entabló  la  doctrina  cotidiana  de  los  niños,  y  procuró 
desde  luego,  que  asistiesen  los  adultos  los  días  de  fiesta  y  algunos  de 
entre  semana.  Explicábales  el  catecismo,  parte  por  sí  mismo,  parte 
por  medio  de  intérpretes,  sin  perdonar  á  trabajo,  por  enterarse  bien  de 
la  lengua.  A  todos  hablaba  con  dulzura  y  cariño,  repartiendo  de  los 
donecillos  y  alhajuelas  que  traía.  Llegó  á  ser  tan  manirroto  con  aquellos 
pobres  indios  que  les  llegó  á  dar  cuanto  tenía,  y  aun  se  quitó  la  camisa 
misma  para  vestir  á  un  miserable  desnudo.  Con  estos  oficios  de  caridad 
se  ganaba  los  corazones  de  los  Abigiras,  que  le  amaban  comúnmente 
como  si  fuera  padre  de  todos. 

De  esta  manera  pasó  algunos  meses  el  nuevo  misionero,  al  cabo  de 
los  cuales  se  vio  en  grandes  necesidades  ocasionadas  de  su  misma  mise- 
ricordia y  compasión.  Porque  como  todo  lo  daba,  no  quedó  con  cosa  nin- 
guna para  remediarse  á  sí  mismo.  No  sólo  le  faltaba  el  vestuario,  pero 
aun  el  vino  y  la  harina  para  las  hostias,  y  esta  falta  de  materia  para 
ofrecer  el  santo  sacrificio  de  la  Misa  le  pasaba  el  corazón,  porque  no  le 
parecía  poder  vivir  sin  este  celestial  alimento.  Entre  tanto  no  se  dejaba 
ver  el  P.  Guels  á  quien  esperaba  con  ansia,  así  por  reconciliarse,  como 
principalmente  para  tener  ocasión  de  poder  celebrar  la  santa  Misa.  En- 
vió un  despacho  á  Archidon.a,  pidiendo  vino  y  hostias  y  algunas  de  las 
cosas  más  necesarias;  pero  extraviado  el  despacho,  ni  se  dejó  ver  en 
aquella  ciudad  ni  volvió  al  pueblo  de  los  Abigiras.  No  había  otro  reme- 
dio para  el  P.  Pedro  que  paciencia,  encomendar  á  Dios  su  necesidad, 
proseguir  con  la  tarea  de  sus  doctrinas,  disimular  su  dolor,  y  vivir  en  la 
falta  de  todas  las  cosas  expuesto  á  mayores  peligros  y  trabajos.  Porque 
los  indios,  en  echando  de  menos  los  regalos  y  donecillos  con  que  los  gra- 
tifican los  padres,  muestran  comúnmente  su  genio  interesado  y  traidor  y 
descubren  á  las  veces  la  hilaza  que  está  encubierta  con  la  lana  de  los 
abalorios  y  dijes  que  se  les  pega. 

Había  pasado  casi  un  año  que  el  P.  Suárez  había  entrado  en  los  Abi- 
giras sin  que  hubiese  habido  noticia  alguna  del  nuevo  misionero  ni  en 
Archidona  ni  en  los  otros  pueblos  de  la  misión,  porque  el  correo  enviado 
del  padre  se  había  perdido,  y  el  P.  Francisco  Guels  no  había  podido  vi- 
sitarle por  ser  muy  necesario  en  su  pueblo  y  por  no  tener  escolta  para 
tan  peligroso  viaje.  En  este  tiempo  se  extendió  la  voz  del  alzamiento  de 
los  Abigiras,  y  como  iba  tomando  cuerpo,  puso  en  cuidado  á  los  misione- 
ros, que  no  habían  tenido  noticia  en  un  año  del  P.  Suárez. 


Libro  V.— Capítulo  XII  241 

EIP.  Francisco  Guels,  que  aunque  bien  distante  estaba  el  más  cerca- 
no á  los  Abigiras,  salió  apresurado  de  su  pueblo  con  algunos  socorros  el 
día  4  de  Agosto  de  1667.  La  navegación  fué  larga  y  trabajosa,  y  se  la 
hizo  más  pesada  por  la  incertidumbre  del  P.  Pedro.  Llegó,  finalmente, 
al  término  deseado  el  día  6  de  Setiembre,  y  en  vez  de  hallar  un  pueblo 
bien  formado  con  su  iglesia  ricamente  aderezada,  las  casas  bien  habita- 
das, bien  cultivados  los  campos  y  aumentado  el  número  de  las  familias 
que  había  observado  el  año  antecedente,  no  encontró  sino  un  bosque 
lleno  de  malezas,  sin  sendas  ni  caminos  por  alguna  parte,  arruinadas 
las  casas,  quemada  la  iglesia  y  reducida  á  un  montón  de  cenizas  que  no 
mostraba  otra  cosa  que  incendio,  ruina  y  estragos.  Quedó  atónito  con 
este  espectáculo  que  veía,  y  fué  grande  su  dolor  y  quebranto  haciendo 
comparación  de  aquella  soledad  y  tristeza  con  la  frecuencia  de  indios  y 
con  el  contento  y  alegría  de  habitadores  que  había  visto  poco  antes 
en  el  mismo  sitio.  Miraba  hacia  todas  partes  y  no  encontraba  un  alma 
que  le  diese  razón  de  lo  sucedido,  porque  los  Abigiras,  temerosos  del  cas- 
tigo por  su  atentado,  se  habían  retirado  de  aquellas  tierras  Comenzó  á 
buscar  entre  las  cenizas  alguna  seña  del  P.  Pedro,  y  registrándolo  todo 
por  aquí,  por  allá  y  por  la  otra  parte,  encontró  el  cuello  de  la  sotana,  un 
libro  que  casi  no  lo  parecía  y  otros -trastillos  ya  medio  podridos,  dos  dar- 
dos quebrados  y  una  de  las  tres  campanas  que  había  en  el  pueblo,  tan 
abollada  de  los  golpes  de  piedras,  que  daba  bien  á  entender  haber  des- 
cargado los  indios  su  ira,  furor  y  rabia  contra  ella  porque  les  llamaba  á 
la  doctrina. 

Prosiguió  el  P.  Guels  desenvolviendo  y  trasegando  los  despojos  de  la 
desgraciada  lid  y  tragedia  sangrienta;  levantaba  maderos  quemados  en 
la  ruina  y  halló  en  el  sitio  donde  estaba  antes  levantada  la  casa  del  mi- 
sionero la  caja  de  los  ornamentos  sagrados  de  la  Misa  hecha  un  carbón, 
y  que  sólo  había  escapado  del  incendio  el  ara  y  parte  de  dos  candeleri- 
llos  que  servían  en  el  altar.  Todo  lo  demás  había  perecido  en  las  llamas. 
Recogió  de  presto  estas  reliquias,  y  haciendo  cuanto  pudo  por  informar- 
se en  particular  de  lo  sucedido,  no  encontró  persona  alguna  que  le  diese 
noticia  distinta  del  padre  ni  de  los  Abigiras.  Embarcóse  luego  sin  dete- 
nerse por  temor  de  los  alzados,  y  preguntando  por  el  camino  á  cuantos 
encontraba  sobre  el  estrago  y  desgraciada  ruina  del  pueblo  de  los  Abi- 
giras, sólo  vino  á  sacar  en  limpio  de  lo  que  corría  en  aquellas  cercanías 
que  rebelados  los  indios  contra  su  misionero,  le  habían  quitado  la  vidí^ 
por  la  cuaresma  y  en  el  mes  de  Marzo  de  aquel  año.  Volvió  el  P.  Fran- 
cisco Guels  con  los  pocos  despojos  que  había  encontrado,  hizo  sabedor  al: 
superior  de  lo  que  había  entendido  en  el  camino,  y  nadie  dudó  desde  enton- 
ces de  la  muerte  gloriosa  del  P.  Pedro  Suárez,  si  bien  estaban  todos  im- 
pacientes de  saber  las  circunstancias  de  ella,  creyendo  que  corresponde- 
rían sin  duda  á  la  expectación  que  prometían  los  pasos  de  su  fervorosa 
vida. 

16 


242  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  XIII 

AVERIGUASE   EL   MODO   DE   LA   MUERTE   DEL   P.    SUÁREZ.  —CASTIGO    QUE 
SE   HACE    EN  LOS  AGRESORES  CON  ESPECIALES  PROVIDENCIAS  DE  DIOS 

Era  grande  el  atentado  de  los  Abigiras  para  dejac-sin  castigo  tan 
enorme  delito.  La  muerte  violenta  que  se  suponía  haber  dado  á  un  misio- 
nero celoso  de  veintiséis  anos,  y  que  era  la  esperanza  de  las  misiones,  el 
alzamiento  de  la  nación  ya  reducida,  la  quema  de  la  iglesia,  casas  y 
pueblo,  y  la  tala  de  las  sementeras  y  campo,  todo  clamaba  por  un 
ejemplar  castigo,  con  que  se  podrían  atajar  las  funestas  consecuencias 
de  un  alzamiento  más  general.  Fuera  de  esto,  estaban  todos  deseosos  de 
saber,  en  particular,  la  manera  de  muerte  del  P.  Pedro,  la  ocasión  de 
ella,  los  principales  agresores  y  las  virtudes  y  ejemplos  que  daría  en  ella 
un  joven  inocente  y  fervoroso,  y  que  ardía  en  deseos  de  la  corona  del 
martirio.  Desde  la  misma  ciudad  de  Quito,  que  lloró  mucho  1^  muerte  del 
P.  Pedro,  se  dio  orden  al  superior  del  Marañón  que  dispusiese  una  arma- 
dilla  para  averiguar  distintamente  el  trcígico  suceso,  y  para  refrenar 
aquella  nación,  de  quien  se  temían  graves  daños  en  las  demás,  si  se  de- 
jaba correr  impunemente  la  insolencia.  Aunque  esta  orden  se  dio  desde 
luego,  no  se  pudo  ejecutar  hasta  después  de  varios  años.  Y  acaso  lo  dis- 
puso así  la  Providencia,  porque  el  tiempo  en  que  se  dispuso  la  armada  y 
se  consiguieron  las  noticias  que  se  deseaban  saber,  era  el  más  conve- 
niente para  los  buenos  efectos  que  se  siguieron. 

Siendo  superior  de  las  misiones  el  P.  Lorenzo  Lucero,  y  gobernador 
de  Mainas  D.  Jerónimo  Vaca  de  Vega,  nieto  de  su  conquistador,  tuvo 
finalmente  efecto  el  salir  con  la  prevención  competente  al  castigo  de  los 
retirados  delincuentes,  y  á  la  averiguación  de  la  muerte  que  habían  dado 
.sacrilegos  á  su  misionero.  Salió  un  capitán  con  nuev.e  soldados  espa- 
ñoles y  ciento  setenta  indios  de  los  más  fieles  y  probados,  llevando  por 
capellán  al  mismo  P.  Lucero,  de  quien,  como  testigo  de  vista  y  muy  abo- 
nado, tomamos  la  relación  de  este  suceso.  Antes  de  entrar  la  armada, 
compuesta  de  varias  canoas,  en  el  río  Curaray,  en  donde  había  pasado 
la  tragedia,  se  determinó  el  capitán  á  coger  primero  algunos  indios  Su- 
cumbios,  por  haberse  extendido  la  fama  de  haber  muerto  los  de  esta  na- 
ción al  P.  Pedro  Suárez  y  al  cacique  de  los  Abigiras,  de  haber  cautivado 
muchos  de  éstos  y  vendídolos  en  la  provincia  de  los  Quijos.  Pero  por  más 
diligencia  que  hizo  el  capitán,  corriendo  todas  las  islas  del  río  Ñapo,  en 
donde  se  creían  hallarse  los  Sucurabios,  no  pudo  dar  con  ellos,  ni  descu- 
brir uno  siquiera  de  esta  nación ,  cosa  que  se  tuvo  por  bien  irregular  y 
extraordinaria  no  parecer  entonces  en  aquellos  ríos  los  Sucumbios,  busca- 
dos con  tanta  diligencia,  cuando  antes  cruzaban  continuamente  aquellas 
aguas.  Como  estaban  en  realidad  inocentes,  parece  que  el  Señor  quería 


Libro  V.— Capítulo  XIII  '  243 

guardarlos  de  las  opresiones  que  se  podían  temer  en  aquellas  circunstan- 
cias, y  acaso  la  sangre  derramada  del  mártir  abogó  por  ellos,  para  que 
con  su  ocasión  no  padeciesen  injustamente  aquellos  pobres  indios. 

Perdida  toda  esperanza  de  hallar  á  los  Sucumbios,  entró  el  capitán 
por  el  río  Curaray,  pero  sin  lengua  ni  intérprete,  por  haber  también 
huido  los  que  entendían  la  lengua.  Logró,  sin  dificultad,  el  apaciguar  al- 
gunas rancherías  de  Abigiras  que  no  estaban  lejos  del  pueblo  en  donde 
había  sucedido  la  desgracia;  y  á  las  señales  de  paz  que  daban  los  espa- 
ñoles, y  á  que  correspondían  los  Abigiras,  añadían  los  principales  estas 
palabras:  Xevero  patire  Quiriquare,  y  al  decirlas,  señalaban  con  el  dedo  el 
río  arriba  y  se  mordían  las  manos.  Conocieron  los  españoles  que  daban 
á  entender  los  Abigiras  con  aquellas  señas,  cómo  estaba  más  arriba  el 
principal  cacique  Quiriquare,  y  que  este  malvado  se  había  comido  al 
P.  Pedro  Suárez.  Prosiguieron  adelante,  y  dieron  con  una  ranchería  más 
considerable  que  juzgaron  podría  ser  el  sitio  en  que  habitaba  el  cacique. 
No  se  resistieron  los  indios,  antes  recibieron  de  paz,  acaso  por  temer  la 
superioridad  de  las  armas,  al  capitán  y  soldados.  No  encontraron,  como 
pensaban,  al  cacique,  que  ya  era  muerto,  pero  tomando  lengua,  ó  por 
mejor  decir,  adivinando  de  las  señas  que  daban  en  la  ranchería,  pren- 
dieron algunos  indios  que  se  habían  escapado  al  monte.  Entre  otros,  co- 
gieron á  uno,  llamado  Lucas  LluUa,  grande  embustero,  y  que  se  expli- 
caba muy  bien,  como  ladino,  y  criado  en  otro  tiempo  al  lado  del  P.  Cue- 
vas. Puesto  Lucas  Llulla  en  presencia  del  capitán,  y  preguntado  sobre 
el  atentado  de  los  Abigiras,  respondió  con  gran  despejo,  y  con  un  aire  de 
sinceridad,  en  esta  substancia: 

«Puesto  que  me  preguntas  sobre  la  manera  de  muerte  del  misionero 
de  los  Abigiras,  en  donde  ni  me  hallé  ni  pude  intervenir  por  estar  muy 
distante  del  sitio  en  donde  se  ejecutó,  diré  lo  que  he  podido  averiguar  sin 
disimular  la  causa  de  mi  venida.  Yo  bajé  á  esta  mi  tierra  huyendo  del 
P.  Lucas  de  la  Cueva  con  otros  dos  compañeros,  Marcos  Puma  y  Lucas 
Barbudo;  aunque  no  dejaba  de  moverme  á  esta  retirada  el  saber  con  fun- 
damento si  había  muerto  el  P.  Pedro  Suárez.  He  averiguado  y  puedo 
asegurar  con  toda  certidumbre  que  los  indios  Zaparas  han  sido  los  agre- 
sores, que  entrando  de  repente  en  el  pueblo  desprevenido,  robaron  y  que- 
maron la  iglesia,  mataron  muchos  Abigiras,  se  llevaron  la  cabeza  del  pa- 
dre, quitaron  el  ornamento,  y  cargaron  con  la  campana  de  la  iglesia  sin 
que  en  este  primer  ímpetu  ni  arrebato  pudieran  algunos  resistirles,  Pero 
recobrado  poco  después  el  cacique  Quiriquare,  juntó  su  gente  y  marchó 
contra  ellos  á  vengar  la  muerte  de  su  misionero.  Cerró  con  los  Zaparas 
con  tanta  furia  y  denuedo,  que  mató  á  unos  y  á  los  demás  los  puso  en 
huida  Mientras  el  cacique  cortaba  según  el  estilo  las  cabezas  de  los  ene- 
migos muertos,  rehaciéndose  los  huidos  cargaron  contra  Quiriquare  á 
quien  quitaron  la  vida  con  alguno  de  los  suyos,  y  los  restantes,  viendo 
muerto  á  su  capitán,  escaparon  como  pudieron  de  las  manos  de  los  Za- 
paras.» 


244  Misiones  del  Marañón  Español 

Hizo  esta  relación  el  embustero  Llulla  con  tanta  serenidad  y  concierto 
y  con  un  aire  de  candor  y  sinceridad  tan  vivo  y  natural,  que  clavándose 
el  capitán  y  los  españoles,  no  dudaron  ser  cierto  cuanto  deponía  Lucas, 
á  quien  pusieron  luego  en  libertad  con  otros  compañeros  presos,  y  aun 
pensaron  haberle  hecho  injuria  en  sólo  prenderle,  y  procuraron  reparar 
esta  quiebra  haciéndole  mil  caricias  y  mostrándose  muy  obligados  á  las 
noticias  que  les  había  dado.  Son  los  indios  comúnmente  diestros  en  el  arte 
de  disimular,  de  fingir  y  de  adornar  sus  invenciones,  especialmente  si  han 
tratado  por  algún  tiempo  con  los  españoles,  cuyos  meneos,  gestos  y  ade- 
manes remedan  perfectamente  dando  á  sus  cuentos  cierto  barniz  de  gra- 
cia y  sinceridad  con  que  se  concilian  el  crédito  de  los  oyentes.  Quiso  el 
capitán  aprovecharse  de  las  luces  que  había  adquirido  en  esta  primera 
prisión  y  determinó  pasar  al  castigo  de  los  Zaparas,  que  juzgaba  ser  los 
culpados  en  la  traición.  Por  tres  veces  emprendió  la  derrota  hacia  el  río 
Pastaza,  en  cuyas  orillas  vivían  los  Zaparas,  y  todas  tres  veces  enfer- 
maban notablemente  los  soldados,  y  mejoraban  de  salud  desistiendo  de 
la  empresa.  No  sabía  el  capitán  á  qué  atribuir  cosa  tan  extraordinaria. 
Finalmente  se  le  ofreció  que  no  carecía  de  misterio  el  embarazo  repen- 
tino que  Dios  le  ponía  y  tomó  el  mejor  consejo  que  se  le  podía  dar,  de  recu- 
rrir á  su  Majestad  y  pedirle  con  humildad  acierto  en  aquel  negocio .  He- 
cha esta  oración,  una  noche  se  halló  movido  por  la  mañana  á  prender  á 
los  indios  Abigiras  compañeros  de  Quiriquare.  Ejecutólo  sin  dilación,  y 
fué  del  cielo  la  determinación;  porque  luego  que  Llulla  los  vio  presos,  se 
presentó  al  capitán  diciendo  que  la  relación  que  había  hecho  en  el  primer 
examen  era  falsa,  por  haber  sido  prevenido  de  los  Abigiras  cuando  ha- 
bía llegado  á  sus  tierras  para  vivir  con  ellos.  Pero  que  si  le  prometía  su 
merced  llevarle  consigo,  y  no  dejarle  en  aquellos  países,  le  descubriría 
en  un  todo  y  por  todo  la  verdad.  Vino  en  ello  el  capitán,  y  le  refirió  lo  si- 
guiente: 

El  cacique  Quiriquare  vivía  como  bárbaro,  casado  con  doce  mujeres, 
y  á  su  ejemplo  los  demás  Abigiras  con  cuatro  ó  cinco,  sin  que  apenas  se 
hallase  alguno  que  se  contentase  con  una  sola.  Este  abuso  escandaloso 
era  el  principal  embarazo  para  que  el  P.  Suárez  doctrinase  y  educase  la 
gente  del  pueblo  conforme  á  la  ley  de  Dios,  de  manera  que  habiendo  de 
bautizar  los  niños  y  adultos  catequizados,  se  recelaba  y  con  razón,  de 
que  estos  con  el  tiempo  caerían  con  el  mal  ejemplo  de  los  demás  en  la 
misma  costumbre.  Aunque  veía  el  padre  la  grande  dificultad  que  había 
en  quitar  tan  escandaloso  abuso,  llevado  de  su  santo  celo,  se  resolvió  á 
arrancar  de  raíz,  en  cuanto  pudiese,  impedimento  tan  nocivo.  Comenzó  á 
predicar  con  gran  fervor  y  espíritu  contra  la  bárbara  costumbre,  pon- 
derábales con  viveza  su  fealdad  y  decíales  con  energía  y  palabras  gra- 
ves que  por  este  camino  se  iban  irremediablemente  con  sus  antepasados 
al  infierno  porque  vivían  como  ellos,  en  medio  de  tener  el  conocimiento 
á  que  no  habían  arribado  aquellos  miserables;  y  que  por  lo  mismo  era 
mayor  su  culpa  que  la  de  sus  mismos  mayores.  Que  abriesen  los  ojos  con 


Libro  V.— Capítulo  XIII  245 

tiempo,  porque  la  ira  de  Dios,  si  se  hacían  sordos  á  sus  palabras,  iba  á 
descargar  sobre  ellos. 

Los  sermones  eran  continuos  y  dichos  con  grande  eficacia.  Pero  el  ca- 
cique Quiriquare,  grande  hechicero,  bien  hallado  con  su  costumbre  bes- 
tial, llevaba  muy  á  mal  tan  sanas  amonestaciones,  y  poseído  de  un  furor 
diabólico,  se  resolvió  á  quitar  la  vida  del  cuerpo  á  quien  deseaba  tan  de 
veras  darle  la  del  alma.  Juntó  seis  indios  semejantes  á  sí  mismo  en  lo 
brutal  de  sus  apetitos  y  armados  todos  de  lanzas  y  de  dardos  se  fueron 
ciegos  á  la  casa  del  padre,  y  acometiéndole  de  repente  le  atravesó  el 
€uerpo  Quiriquare  con  un  golpe  de  lanza.  Cayó  el  bendito  padre  en  el 
suelo  con  la  violencia  del  golpe,  pero  hincándose  después  de  rodillas, 
puestas  las  manos  -en  el  pecho  y  levantados  los  ojos  al  cielo  invocó  tier- 
namente cá  Dios  diciendo:  «Dios  mío,  Dios  mío»,  palabras  que  repetía  mien- 
tras tuvo  fuerzas  para  pronunciarlas.  Puesto  así  de  rodillas  y  fijos  los 
ojos  en  el  cielo,  recibió  con  increíble  constancia  y  sin  retirar  el  cuerpo  los 
fieros  golpes  de  las  otras  seis  lanzas,  que  le  atravesaron  como  el  prime- 
ro ,  siendo  el  último  el  más  cruel  y  rabioso,  porque  le  metió  la  lanza  por 
la  boca  para  quitarle  de  ella  las  dulces  palabras:  «Dios  mío,  Dios  mío», 
que  repetía.  Perseveró  diciéndolas  aunque  con  voz  quebrada,  y  vivió  al- 
:gún  tiempo  después  de  tan  mortales  heridas,  hasta  que  al  fin,  puesto  en 
manos  de  Dios  el  espíritu,  cayó  el  cuerpo  en  tierra  bañado  en  el  raudal 
de  su  sangre,  que  como  la  de  su  Maestro  y  Redentor  Jesucristo  pediría 
misericordia  para  los  que  tan  cruelmente  la  vertían.  Trataron  los  bár- 
baros de  cortarle  la  cabeza  para  festejar  sus  borracheras,  bebiendo  en 
señal  de  triunfo  en  la  calavera  del  muerto;  más  sucedió  un  prodigio  que 
puso  en  confusión  á  los  mismos  agresores.  Todos  siete  probaron  los  filos 
de  sus  cuchillos  en  la  garganta  del  misionero,  pero  el  cuello  parecía  de 
acero  y  las  cuchillas  de  cera;  repetía  golpes  la  fiereza  de  aquellos  brutos, 
pero  no  consiguieron  dividir  la  cabeza  de  los  hombros.  Suceso  tan  raro 
que  á  los  mismos  homicidas  causó  admiración,  y  así  decían  atónitos;  éste 
no  es  hombre  como  los  demás,  sino  de  otra  naturaleza  superior  á  la  de 
los  hombres.  Lo  cual  se  hizo  más  de  notar  y  admirar  cuando  cortaron 
fácilmente  la  cabeza  del  intérprete  que  habían  muerto  también  al  lado 
del  padre,  y  conocieron  claramente  no  estar  el  defecto  en  las  cuchillas, 
que  tuvieron  filo  para  cortar  la  cabeza  del  intérprete  y  no  la  del  padre 
Suárez. 

Dejaron  los  homicidas  crueles  el  sagrado  cuerpo,  espantados  de  aquel 
singular  prodigio,  y  los  muchachos  que  asistían  al  padre,  le  dieron  se- 
pultura. Aunque  no  falta  quien  diga  que  los  mismos  bárbaros,  viendo 
que  no  moría  tan  presto,  lo  enterraron  estando  aún  vivo,  que  todo  se 
puede  creer  de  su  inhumanidad  y  fiereza.  Luego  que  los  sacrilegos  aca- 
baron con  el  misionero,  robaron  las  pobres  alhajas  de  su  casa  y  quitaron 
las  campanas  de  la  iglesia  con  los  ornamentos  de  la  Misa,  sirviéndose  de 
todo  en  la  celebridad  de  sus  fiestas .  Pero  les  costó  bien  cara  la  profana- 
ción, porque  no  tardó  el  cielo  en  castigar  sus  enormes  sacrilegios.  Los, 


246  Misiones  del  Marañón  Español 

que  tocaban  las  campanas  ó  profanaban  los  vasos  sagrados,  morían  de 
cursos  de  sangre;  y  así,  juzgando  que  de  aquellas  alhajas  se  les  pegaba 
la  peste,  las  arrojaron  todas  al  río,  sin  reservar  cosa  alguna  de  cuantas, 
habían  servido  á  la  iglesia  ó  al  P.  Suárez. 

El  mozo  español,  añadió  Lucas  Llulla,  enviado  del  P.  Pedro  en  busca 
de  vino,  hostias  y  harina  para  el  servicio  de  la  Misa,  murió  ahogado  por 
haberse  trastornado  la  canoa,  como  es  fácil  con  las  corrientes  de  los  ríos. 
Bien  que  otros  me  dijeron,  lo  que  no  tengo  por  increíble,  que  le  dio  la. 
muerte  un  indio  que  iba  en  su  compañía,  llamado  Alonso  Xevero;  y  que 
volviendo  éste  al  pueblo,  le  había  reprendido  fuertemente  el  misionera 
por  su  alevosía  y  crueldad.  De  lo  cual  se  había  valido  Quiriquare  para 
exhortar  á  Xevero  que  se  retirase  del  pueblo  estando  el  padre  tan  eno- 
jado con  él;  pero  que  la  intención  del  cacique  era  muy  diferente,  porque 
miraba  con  ojos  lascivos  á  la  mujer  del  indio,  que  quería  para  sí,  como 
lo  consiguió  finalmente,  dando  la  muerte  á  Xevero. 

Por  lo  que  á  mí  toca,  concluyó  el  dicho  Lucas,  vine  de  Archidona  con 
otros  dos  compañeros  á  informarme  de  la  muerte  del  misionero.  Hubiera, 
experimentado  la  crueldad  de  Quiriquare  como  la  experimentaron  mis. 
compañeros  muertos  á  sus  manos,  si  no  hubiera  encontrado  amparo  y  so- 
corro en  mis  parientes.  Porque  era  la  intención  del  cacique  no  dejar  en 
la  tierra  quien  pudiese  dar  cuenta  de  sus  maldades,  como  si  faltando  en 
la  tierra  quien  lo  delatase,  hubiera  de  faltar  el  castigo  del  cielo  á  tan 
enormes  delitos  No  tardó  el  infeliz  en  experimentarlo;  porque  viendo  yo 
la  insolencia  de  Quiriquare  y  qué  poco  segura  estaba  mi  vida  con  este 
bárbaro,  procuré  prevenirme,  y  juntando  á  mis  hermanos,  parientes  y 
amigos,  le  quitamos  la  vida  atravesándole  á  lanzadas,  con  que  pagó  el 
perverso  con  el  mismo  género  de  muerte  la  que  dio  sacrilegamente  á  su 
padre  misionero. 

Este  fin  tuvo  el  malvado  cacique  de  los  Abigiras;  veamos  ahora  el  que 
tuvieron  los  demás  cómplices  de  la  muerte  del  P.  Suárez.  Hizo  el  capitán, 
después  de  haber  oído  largamente  á  Lucas  Llulla,  las  averiguaciones  que 
le  parecieron  necesarias.  Examinó  á  los  mismos  Abigiras  y  cotejó  sus 
respuestas  con  la  relación  que  acababa  de  oír;  y  hallando  que  todas  las. 
deposiciones  convenían  en  la  substancia,  dio  sentencia  de  muerte  contra 
los  cómplices  del  homicidio.  Hiciéronsela  saber  á  los  reos,  que  todos  seis, 
vivían  y  estaban  presos;  y  viendo  los  infelices  que  se  iba  á  ejecutar  la. 
sentencia  sin  remedio,  pidieron  por  dicha  suya  ser  bautizados.  Como  es- 
taban  bastantemente  instruidos  en  los  misterios  de  la  fe,  tuvo  poco  que- 
hacer con  ellos  el  P.  Lucero,  y  los  bautizó  con  mucho  consuelo  de  todos,, 
que  veían  lograda  en  estos  enemigos  la  eficacia  de  la  sangre  derramada, 
del  santo  mártir.  Inmediatamente  después  de  recibido  el  bautismo,  mu- 
rieron los  seis  ahorcados  á  vista  de  siete  parcialidades  de  Abigiras  y  de 
otras  naciones  amigas.  Sus  cuerpos,  hechos  cuartos,  fueron  puestos  en 
los  caminos  más  públicos,  porque  su  vista  sirviese  de  freno  á  una  gente 
tan  bestial  que  sólo  con  un  ruidoso  suplicio  llega  á  entender  su  barbarie» 


Libro  V.— Capítulo  XIV  24J 

CAPITULO  XIV 

ELOGIO  DEL  PADRE  PEDRO  SUÁREZ 

El  P.  Lorenzo  Lucero,  hecho  bien  cargo  del  modo  y  circunstancias  de 
la  muerte  del  P.  Suárez,  del  castigo  ejecutado  en  los  agresores  y  de  su 
buen  fin  y  paradero  por  haber  muerto  recientemente  bautizados,  escribió 
una  relación  auténtica  de  todo  lo  sucedido  que  pasó  á  las  ciudades  de 
Lima  y  de  Quito,  en  donde  fué  venerado  de  todos  el  P.  Pedro,  como  glo- 
rioso mártir  de  la  fe  y  castidad.  El  conde  de  Castelar  y  marqués  de  Ma- 
lagón,  virrey  del  Perú,  luego  que  leyó  el  informe  del  P.  Lucero,  escribió 
de  propio  puño  al  gobernador  de  Borja  una  carta  en  que  declara  bien  su 
sentimiento  sobre  el  martirio  del  P.  Suárez,  y  porque  toda  ella  respira 
piedad  y  religión  como  de  tal  virrey  y  tal  fomentador  de  las  misiones, 
pondremos  en  este  lugar  algunos  rasgos  de  ella: 

«En  30  de  Enero  del  año  pasado  de  1676  (dice  el  conde  de  Castelar  á 
D.  Jerónimo  Vaca),  me  refiere  el  P.  Lorenzo  Lucero  de  la  Compañía  de 
Jesús,  lo  mucho  que  al  celo,  atención  y  fineza  del  señor  general  D.  Jeró- 
nimo Vaca  debe  la  misión,  en  que  con  tanto  aprovechamiento  de  las  al- 
mas está  extendiendo  su  sagrada  religión...  y  el  glorioso  esmalte  del 
martirio  con  que  rubricó  el  mérito  de  sus  virtudes  el  P.  Pedro  Suárez;  no- 
ticias que  después  de'dejarme  con  el  consuelo  y  alborozo  correspondiente 
al  santo  fin  de  dilatar  el  nombre  de  nuestro  Señor  y  su  santa  fe  y  mi- 
sericordias que  usó  con  este  siervo  suyo,  premiándole  con  tan  esclarecido 
honor,  solicitan  en  mi  reconocimiento  repetidas  gracias  á  sus  divinas  dis- 
posiciones, por  hallarse  ya,  con  el  amparo  y  protección  de  este  ínclito 
mártir,  conseguida  la  perfección  de  esta  empresa  espiritual,  pues  á  sus 
incesables  súplicas  y  ruegos  se  allanarán  los  estorbos  é  imposibles  que 
en  lo  humano  se  le  pudieran  oponer,  etc.  Quedo  con  toda  confianza  de 
que  se  ha  de  adelantar  mucho  esta  misión  corriendo  debajo  de  la  protec- 
ción del  señor  general  y  que  me  dará  noticia  de  los  demás  favorables  su- 
cesos y  efectos  que  espero  producirán  su  fomento. » 

No  fué  menos  celebrada  la  dicha  del  P.  Pedro,  especialmente  de  sus 
hermanos  que  envidiaban  la  suerte  de  aquel  á  quien  tan  tiernamente 
amaban  y  acababan  de  abrazar  á  su  partida .  Estaban  en  el  claustro  del 
colegio  de  Quito  retratados  los  padres  Rafael  Ferrer  y  Francisco  Figue- 
roa,  engolfado  aquél  en  las  aguas  que  lo  ahogaron  en  los  Cofanes,  y  éste 
en  la  sangre  que  derramó  en  las  márgenes  del  río  Apena :  pareció  con- 
veniente añadir  el  retrato  de  este  tercer  hijo  de  la  Compañía,  herido  y 
despedazado  de  los  Abigiras,  y  salió  tan  vivo  y  natural,  que  parece  ha- 
blar á  los  que  le  miran,  y  mirar  propi clámente. á  los  que  le  invocan.  No 
era  razón  negar  una  copia  del  retrato  de  su  hijo  al  capitán  ;^edro  Suárez, 
residente  en  Cartagena,  que  se  consolaba  más  con  la  compañía  de  su  hija 


248  Misiones  del  Marañón  Español 

muerto  en  tan  gloriosa  empresa,  que  se  hubiera  consolado  con  él  vivo  y 
sig-uiendo  la  carrera  de  las  armas,  á  que  pudiera  haber  aspirado  su  no- 
bleza conocida  y  su  espíritu  intrépido  y  valeroso.  Pasaron  hasta  Roma 
los  ecos  de  la  muerte  gloriosa  de  nuestro  misionero,  pues  el  muy  reve- 
rendo P.  General,  Juan  Pablo  de  Oliva,  procuró  recoger  el  escrito  en  que 
pedía  el  P.  Suárez  las  misiones,  firmado,  como  dijimos,  con  su  sangre,  y 
viéndola  tan  roja  y  fresca  después  de  catorce  años,  la  besó  tiernamente 
y  mandó  que  se  guardase  con  la  relación  de  su  muerte  y  circunstancias 
en  el  archivo  de  la  casa  del  Jesús  en  Roma. 

Parece  que  el  Señor  previno  á  este  siervo  suyo  desde  niño  y  le  dispuso 
para  que  muriese  en  defensa  de  la  castidad.  Nacido  en  Cartagena,  de  pa- 
dres nobles,  entró  de  pocos  años  en  el  colegio  de  San  Bartolomé  de  Santa 
Fe,  donde  vivía  con  singular  inocencia  y  aplicación  á  las  letras.  Acabada 
la  filosofía,  y  encomendando  á  Dios  la  elección  de  su  estado,  se  sintió  ins- 
pirado á  entrar  en  la  Compañía,  que  logró  el  año  de  1657.  Comenzó  y 
prosiguió  con  tales  fervores  en  el  noviciado  de  Tunja,  que  era  el  ejemplo 
á  todos  los  novicios,  observanfcísimo  de  las  reglas  y  menudencias  más  fre- 
cuentes, muy  dado  á  la  oración,  recogimiento  y  mortificación,  amante  de 
la  pobreza  seguida  de  la  humildad,  pero  sobre  todo,  purísimo  en  el  alma 
y  cuerpo,  esmerándose  en  elogios  de  la  castidad,  para  cuya  guarda  se 
valía  de  ayunos  y  penitencias,  de  un  recato  singular  en  los  ojos  y  de  mu-, 
cha  circunspección  en  la  lengua. 

Hechos  los  votos  del  bienio  con  grande  consuelo  de  su  alma,  fué  en- 
viado á  Santa  Fe  para  oír  allí  la  teología.  Pero  como  la  Providencia  le 
tenía  destinado  para  las  misiones  del  Curaray,  dispuso  de  un  modo  sin- 
gular, como  dijimos,  que  pasara  de  Santa  Fe  á  Quito,  para  aprender  en 
esta  ciudad  más  cercana  á  su  destino  aquella  sagrada  ciencia.  El  P.  Ma- 
nuel Rodríguez,  que  hizo  con  él  parte  de  este  largo  y  penoso  viaje,  dice 
en  el  libro  V  de  su  Historia,  que  observó  en  el  camino  unos  rasgos  de  vir- 
tud en  el  hermano  Pedro,  que  le  admiraban,  y  celebra  en  particular  la 
caridad  con  que  se  encargó  en  el  viaje  del  cuidado  económico  de  toda  la 
comitiva.  Estudió  en  Quito  la  teología  con  edificación  y  lucimiento,  y  dio 
fin  á  ella  en  un  acto  mayor  á  que  se  destinan  los  más  sobresalientes. 
Después  de  la  tercera  probación  se  aplicó  con  tanto  celo  y  fruto  á  los  mi 
nisterios  de  predicar  y  confesar,  que  los  superiores  le  enviaron  á  la  mi- 
sión que  suele  hacerse  por  cuaresma  en  la  villa  de  Ibarra.  Fué  grande 
la  conmoción  de  la  villa  y  sus  contornos  con  los  sermones  del  P.  Pedro, 
que  tomaba  regularmente  por  tema  la  fealdad  del  pecado  y  declamaba 
más  particularmente  contra  el  de  la  sensualidad.  Celaba  mucho  que  los 
indios  de  la  casa  en  que  vivía  se  recogiesen  á  tiempo  y  cerrasen  las 
puertas,  y  él  mismo  los  visitaba  varias  veces  á  deshoras  con  su  linterna, 
de  manera  que  le  llamaban  el  defensor  de  la  castidad.  Así  le  dispuso  su 
Majestad  paj-a  que  desde  aquí  pasase  á  las  misiones  difíciles  del  Marañón, 
y  recibiese  entre  estos  gentiles  la  dichosa  corona  de  mártir  de  la  casti- 
dad, que  había  celado  con  tanto  esmero  por  todo  el  tiempo  de  su  vida. 


Libro  V.— Capítulo  XV  249 


CAPITULO  XV 

FUNDACIÓN   DE   SAN   XAVIER   DE    LOS   GAYES  Y   DEL  CÉLEBRE   PUEBLO 
DE    SANTIAGO   DE   LA   LAGUNA 

Después  de  las  muertes  de  tantos  misioneros  como  habernos  contado 
en  este  libro,  proseguía  experimentándose  notablemente  la  falta  de  ope- 
rarios, y  no  parece  que  era  tiempo  de  pensar  en  nuevas  conquistas,  espe- 
cialmente que  en  esta  sazón  picó  también  la  peste  ó  epidemia  en  las  mi- 
siones. Y  es  cosa  sabida  que  en  estas  ocasiones  se  dobla  el  trabajo  de  los 
padres  en  asistir  á  los  indios  y  curarlos,  no  sólo  en  el  alma,  sino  también 
en  el  cuerpo,  acudiéndolos  como  se  puede  con  remedios  que  inventa  la 
caridad  en  tierras  tan  miserables  y  faltas  de  casi  todo  lo  necesario  para 
la  vida.  Pero  la  caridad  cristiana  no  se  ciñe  ni  estrecha  tan  fácilmente; 
dilata  su  esfera  y  extiende  su  celo  por  todos  los  espacios  donde  no  en- 
cuentra obstáculos  insuperables.  Mucho  tiempo  había  que  tenían  los  pa- 
dres noticias  de  los  indios  Gayes  y  que  tenían  puesta  la  mira  en  su  reduc- 
ción. El  P.  Lucas  de  la  Cueva  y  su  coadjutor  el  P.  Sebastián  Zedeño,  ha- 
bían procurado  disponer  las  cosas  de  manera  que  se  fuesen  aficionando 
á  población.  Empezaron  á  sacarles  de  sus  montañas  con  donecillos  y 
agasajos  que  les  enviaban  por  medio  de  los  indios  cristianos,  los  cuales 
bajaban  al  puerto  de  Ñapo  á  sus  granjerias  de  buscar  polvos  de  oro,  de 
hacer  pescas  y  procurar  desmontes.  En  estos  viajes  concurrían  varias 
veces  los  indios  reducidos  con  los  Gayes;  y  con  la  comunicación  y  trato, 
y  mucho  más  con  las  cosillas  que  les  daban,  les  iban  aficionando  á  la  re- 
ligión y  quitando  los  temores  de  los  españoles.  Los  mismos  padres  tuvie- 
ron también  ocasión  de  comunicar  en  estos  caminos  y  navegaciones  con 
tal  ó  cual  principal  de  los  Gayes,  y  de  conseguir  por  medio  de  ellos  algu- 
nos muchachos  de  la  nación  para  que,  instruidos  de  la  lengua  y  de  los 
misterios  de  la  fe,  les  ayudasen  á  la  reducción  de  toda  su  gente. 

Estando  la  cosa  en  estos  términos,  se  determinó  el  P.  Lucas  de  la  Cue- 
va á  enviar  á  los  Gayes  al  P.  Sebastián  Zedeño,  que  se  sentía  muy  incli- 
nado á  pasar  á  sus  tierras,  por  más  que  le  decían  no  poder  ser  firme  y 
duradera  la  paz  con  una  gente  valiente,  que  habiendo  resistido  en  otra 
ocasión  á  los  españoles,  siempre  retenía  la  enemiga  contra  los  que  les  ha- 
bían acometido  con  las  armas  en  la  mano.  Sin  embargo,  el  P.  Zedeño, 
fiado  en  Dios,  se  ofreció  con  denuedo  á  la  empresa,  y  con  un  mozo  y  al- 
gunos muchachos  de  la  nación,  se  embarcó  sin  escolta  por  no  dar  oca- 
sión á  los  Gayes  de  sospecha  ó  desconfianza.  Bajando  y  subiendo  por  va- 
rios ríos  que  dan  camino  desde  Ñapo  hasta  Pastaza  y  Bohono,  llegó, 
finalmente,  á  las  riberas  de  éste.  De  aquí,  venciendo  una  montaña,  llegó 
al  sitio  de  la  nación  que  buscaba,  el  cual  estaba  extendido  entre  unos 
montes  asperísimos  y  muy  encumbrados.  Como  vieron  solo  al  misionero 


250  Misiones  del  Marañón  Español 

con  los  muchachos  Gayes,  le  recibieron,  al  parecer  con  mucho  agrado, 
en  una  ranchería  principal.  Descubrióles  el  padre  sus  intentos  por  medio 
de  los  intérpretes,  dióles  algunos  donecillos  y  les  ^exhortó  á  que  convoca- 
sen más  gente,  pues  se  hallaban  las  principales  familias  dispersas  por 
varias  rancherías,  como  sucede  comúnmente  en  las  otras  naciones.  Vino 
luego  volando  un  gran  golpe  de  gente  sabiendo  que  era  venido  á  sus  tie- 
rras un  padre  sin  escolta  de  soldados  y  con  algunos  niños  paisanos  suyos, 
que  les  aseguraban  el  buen  trato  que  habían  experimentado  en  los  misio- 
neros y  las  entrañas  de  caridad  que  tenían  con  toda  la  nación.  Apenas 
les  habló  el  P.  Zedeño,  cuando  se  determinaron  los  principales  á  juntar- 
se en  un  sitio  y  formar  pueblo.  Eligió  el  misionero,  con  parecer  de  ellos 
mismos,  un  lugar  que  parecía  el  menos  incómodo,  á  las  espaldas  de  un 
cerro,  y  se  comenzó  el  desmonte,  reservando  la  madera  mejor  y  más 
gruesa  para  la  fábrica  de  la  iglesia  y  para  los  edificios  de  las  casas. 

Quedóse  el  P.  Sebastián  Zedeño  con  los  Gayes,  por  tres  años  desde  el 
año  de  1669  en  que  se  determinaron  en  poblar  hasta  el  de  1672,  en  que 
vino  á  vivir  con  ellos  el  P.  Agustín  Hurtado,  de  quien  hablaremos  des- 
pués. Y  aunque  este  celoso  misionero  fué  el  principal  ministro  ú  operario 
que  puso  el  pueblo  en  policía  y  le  formó  á  las  máximas  cristianas,  toda- 
vía el  P.  Zedeño  rompió  el  primero  aquel  terreno,  edificó  la  iglesia, 
formó  casas,  bautizó  los  niños,  y  comenzó  á  entablar  la  doctrina  cris- 
tiana á  que  asistían,  no  solamente  los  muchachos,  pero  también  los  adul- 
tos. En  poco  tiempo  se  vio  ser  la  nación  de  los  Gayes,  más  numerosa  de 
lo  que  se  pensaba,  porque  concurrió  al  nuevo  pueblo  gran  número  de  fa- 
milias, y  se  conoció  que  era  falsa  la  persuasión  en  que  estaban  todos,  de 
que  la  nación  de  los  Gayes,  era*sí,  belicosa  pero  poco  numerosa.  Desde 
los  principios  tuvo  esta  reducción  la  advocación  de  San  Francisco  Xavier 
que  conservó  en  adelante,  y  su  establecimiento  se  miró  como  muy  venta- 
joso por  no  estar  muy  distante  del  pueblo  de  los  Roamainas,  adonde  en 
tres  días  de  navegación  se  llega  desde  los  Gayes,  bien  que  desde  aqué- 
llos á  éstos  son  menester  ocho  días  de  navegación.  Tanta  es  la  dife- 
rencia de  los  viajes  por  los  ríos  que  en  tres  días  se  navegaba  con  el  bene- 
ficio de  las  corrientes,  lo  cual  pide  ocho  si  se  ha  de  navegar  contra  ellas. 

Mientras  el  P.  Lucas  de  la  Cueva  y  su  compañero  extendían  desde  lo 
más  alto  del  Ñapo  sus  conquistas,  adelantaba  las  suyas  el  P.  Lucero  en 
lo  más  bajo  del  Marañón.  Había  trabajado  mucho  por  el  restablecimiento 
de  la  misión  de  Ucayale,  y  después  de  muchos  esfuerzos,  viajes  y  convi- 
tes, no  pudo  conseguir  jamiás  la  paz  y  amistad  de  aquellos  obstinados  Co- 
camas. Desconfiando  ya  de  su  reconciliación,  trató  de  reparar  por  otra 
parte  el  daño  con  ocasión  de  las  nuevas  que  le  dieron  los  Cocamas  de 
Ucayale,  trasplantados  como  vimos  al  río  Guallaga.  Dijeron  al  padre 
estos  indios  que  hncia  la  parte  más  alta  de  las  cercanías  del  río  Ucayale, 
ocupaban  un  grande  espacio  de  tierra  ciertos  indios  llamados  Chepeos, 
Panos,  Gitipos  y  aun  otras  naciones.  Que  no  creían  hallarse  en  tan  mala 
disposición  para  recibir  el  Evangelio,  como  los  Ucayales,  y  que  ellos 


Libro  V.— Capítulo  XV  251 

mismos  estaban  prontos  á  conducir  al  padre  hasta  sus  tierras  y  casas,  en 
lo  cual  no  les  parecía  hacer  poco  si  se  lograba  entablar  la  comunicación 
y  amistad  con  unas  gentes  de  quienes,  siendo  enemigas  tenían  mucho  que 
temer,  y  siendo  amigas  podían  esperar  mucho.  Animado  con  estas  noti- 
cias el  P.  Lucero,  púsose  luego  en  camino  con  algunos  de  los  más  fieles  y 
prácticos  que  se  ofrecieron  al  viaje,  y  después  de  varios  días  de  camino 
entró  por  aquellas  tierras  que  no  habían  pisado  hasta  entonces  los  misio- 
neros, y  logró  entablar  paces  y  amistad  con  varias  naciones.  Aunque  en 
esta  primera  entrada  sólo  se  abrió  la  puerta  á  la  comunicación  con  aque- 
llas gentes;  pero  con  los  repetidos  viajes  y  visitas  que  les  hizo  el  misio- 
nero, les  fué  inclinando  hacia  la  religión  y  reduciendo  al  propósito  y  re- 
solución de  poblarse. 

Atendiendo  el  prudente  misionero  á  la  distancia  grande  de  aquellas 
tierras,  al  genio,  costumbres  y  demás  calidades  de  aquellos  indios,  y  al 
corto  número  de  operarios,  tuvo  por  expuesto  á  las  novedades  é  inconve- 
nientes que  se  habían  experimentado  en  Ucayale,  si  se  llegaban  á  esta- 
blecer en  parajes  tan  apartados  del  resto  de  la  misión.  Observó  que  los 
Chepeos,  Panos  y  Gitipos  mostraban  sobre  igual  inconstancia  mayor  sa- 
gacidad que  los  Cocamas,  y  se  determinó  (ardua  empresa)  á  probar  su 
mudanza  al  río  Guallaga,  donde  sería  más  difícil  la  rebelión  y  más  fácil 
acudir  con  los  Borjeños  y  gente  de  la  misión  para  atajar  cualquiera  mo- 
tín, traición  ó  infidelidad.  Hizo  en  razón  de  esto  mucho  más  de  lo  que 
pensaba  al  principio,  porque  se  ofrecieron  muchas  y  grandes  dificultades 
á  que  hubiera  cedido,  sin  duda,  otro  corazón  menos  esforzado  y  animoso 
que  el  de  este  celosísimo  misionero.  La  divina  Providencia  que  había  de- 
terminado poner  en  las  misiones  de  Mainas  un  pueblo  numeroso,  que 
fuese  cabeza  de  los  demás,  ayudó  visiblemente  á  su  ministro,  allanando 
las  dificultades  que  parecían  insuperables,  y  abandonando  á  unos  y  esco- 
giendo á  otros,  puso  en  el  corazón  de  aquellos  bárbaros  una  resolución 
valiente  de  dejar  la  naturaleza  de  sus  tierras  y  de  venir  cargados  con  sus 
alhajuelas  por  un  camino  largo,  áspero  y  trabajoso  en  seguimiento  de  su 
misionero,  dejando  á  su  elección  el  sitio  del  establecimiento. 

Era  cosa  de  alabar  á  Dios  ver  subir  por  aquellas  montañas  á  los  pa- 
dres y  madres  cargados  con  sus  hijos  siguiendo  al  P.  Lucero,  como  siguen 
las  ovejas  á  su  pastor,  no  sólo  por  uno  ni  por  dos  días,  sino  por  muchos  días 
continuados  en  que  fué  necesario  que  experimentasen  grandes  trabajos 
y  necesidades.  Pero  estaba  á  cuenta  del  Señor  que  les  movía  á  tan  pere- 
grina mudanza,  el  suavizar  las  incomodidades  del  camino,  y  el  preve- 
nirles un  sitio  ventajoso  en  que  viviesen  contentos  y  formasen  el  pueblo 
más  lucido  de  las  misiones  del  Marañen.  Llegaron  á  un  paraje  al  levante 
del  río  Guallaga  y  como  cuatro  leguas  de  su  embocadura  en  el  río  Mara- 
ñen. Puso  en  él  los  ojos  el  misionero,  por  parecerle  sano,  despejado  y  de 
aire  libre,  á  que  se  llegaba  el  estar  dominando  una  hermosa  laguna  que 
mantenía  gran  golpe  de  aguas  puras  y  frescas.  Venían  éstas  por  un  ca- 
nal del  mismo  río  Guallaga  y  se  aumentaban  con  otros  pequeños  torren  - 


252  Misiones  del  Marañón  Español 

tes  y  quebradas  del  contorno.  En  este  sitio  se  formó  el  pueblo  en  el  año 
de  1670,  con  la  advocación  de  Santiago  de  la  Laguna,  y  á  poco  tiempo 
llegó  cá  ser  tan  numeroso,  que  arribaba  á  cuatro  mil  almas.  En  medio  de 
componerse  de  Chepeos,  Gitipos,  Panos  y  Cocamas,  naciones  diferentes, 
se  mantuvo  siempre  tan  unido  entre  sí,  que  jamás  experimentaron  en  él 
los  misioneros  la  menor  disensión  ó  alboroto.  Parece  que  atendiendo  el 
Señor  á  su  primera  heroica  resolución  de  dejar  sus  tierras  antiguas  por 
ponerse  en  las  manos  de  su  siervo,  echó  la  bendición  al  nuevo  pueblo, 
porque  no  obstante  el  menoscabo  que  padeció  á  los  principios  por  las 
pestes  que  sobrevinieron,  siempre  conservó  un  número  grande  de  fami- 
lias, y  aumentándose  mucho  más  después  de  aquellos  contratiempos,  llegó 
á  tanta  policía,  orden,  cristiandad  y  gobierno,  que  fué  el  modelo,  cabeza 
y  refugio  de  todos  los  demás,  residencia  de  los  superiores  de  la  misión  y 
centro  en  donde  se  recogían  y  conservaban  las  provisiones  y  cosas  nece- 
sarias para  los  padres  y  cristianos  del  Marañen. 


CAPITULO  XVI 

CÉDULA  REAL  EN  QUE  SE  CONFIRMA  EL  NOMBRAMIENTO  DEL  CURATO 
DE  ARCHIDONA  Á  FAVOR  DE  LA  COMPAÑÍA 

Desde  el  año  de  1660  en  que  había  sido  señalado  el  P.  Cueva,  para  ad- 
ministrar el  curato  de  la  ciudad  de  Archidona,  había  insistido  mucho  di- 
cho padre  para  que  se  obtuviese  cédula  del  rey  nuestro  señor,  que  con- 
üriuase  el  nombramiento,  no  le  pareciendo  conveniente  á  los  estilos  é 
instituto  de  la  Compañía  el  mantener  el  curato  sólo  interinamente  y  con 
varios  gravámenes  y  condiciones,  sino  en  propiedad  y  sin  las  modifica- 
ciones que  se  le  ponían.  Pero  como  la  corte,  distraída  de  tantos  negocios 
y  de  más  monta  que  el  presente,  no  suele  proveer  á  las  necesidades  de 
los  particulares  en  tan  corto  espacio  de  tiempo  como  ellos  quisieran,  pa- 
saron diez  años  enteros  sin  que  se  diese  providencia  en  esta  materia.  Y 
á  la  verdad,  habiendo  de  preceder  informes  replicados  y  venidos  del  otro 
mundo  para  la  entera  decisión  del  punto,  no  es  de  extrañar  que  pasase 
tanto  tiempo  antes  de  venir  al  despacho  de  la  real  cédula,  en  que  se  con- 
cedió á  la  Compañía  la  propiedad  del  curato.  Ella  está  informada  con  la 
deliberación  más  prudente;  declara  la  necesidad  que  tiene  la  Compañía 
de  aquel  curato,  y  es  un  elogio  tan  calificado  del  P.  Lucas  de  la  Cueva, 
y  de  las  misiones  de  Mainas  que  no  podemos  menos  de  ponerla  en  este 
lugar.  Dice,  pues,  así: 

«LA   REINA   GOBERNADORA 

Presidente  y  Oidores  de  la  Real  Audiencia  de  la  ciudad  de  San  Fran- 
cisco en  la  provincia  de  Quito. 


Libro  V.— Capítulo  XVI  253 

Cumpliendo  con  lo  que  el  Rey  mi  Señor  (que  santa  gloria  ha),  os 
mandó  por  cédula  de  11  de  Abril  de  1664,  sobre  que  informásedes  cerca 
de  la  proposición  que  hizo  el  Dr.  D.  Pedro  Vázquez  de  Velasco,  Presi- 
dente de  ella,  de  que  se  confirmase  el  nombramiento  que  dio  á  Lucas  de 
la  Cueva,  de-la  Compañía  de  Jesús,  para  la  doctrina  de  Archidona,  en 
esa  provincia,  por  ser  tan  necesaria  para  la  expedición  de  la  conver- 
sión y  enseñanza  de  los  infieles  que  habitan  el  río  Marañón;  referís  en 
carta  de  15  de  Noviembre  de  1666,  que  siendo  tan  del  servicio  de  Dios 
nuestro  Señor  el  dar  á  este  religioso  aquella  doctrina  en  propiedad,  para 
que  le  sirviese  de  escala  y  tuviese  en  ella  otro  que  socorriese  á  los  misio- 
neros, no  había  pasado  el  Obispo  de  la  iglesia  catedral  de  esa  ciudad  á 
dársela  más  que  en  ínterin.  Y  Lucas  de  la  Cueva,  habiendo  tenido  noti- 
cia de  ello,  representó  en  esta  Audiencia  los  progresos  que  había  conse- 
guido en  veintiocho  años  de  asistencia  en  aquella  conquista  espiritual,  y 
el  perjuicio  que  recibía  su  religión,  de  que  se  le  diese  la  dicha  doctrina 
de  Archidona  con  los  gravámenes  y  condiciones  que  había  puesto  el 
Obispo,  y  que  así  hacía  dejación  de  ella;  de  que  se  dio  vista  al  Licen- 
ciado D.  Juan  de  Peñalosa,  Fiscal  de  esta  Audiencia,  que  pidió  se  orde- 
nase al  dicho  Lucas  de  la  Cueva  que  prosiguiese  en  aquel  curato  en  con- 
formidad de  lo  que  se  mandaba  por  la  dicha  cédula  y  como  lo  hacían  los 
demás  curas;  pues  siendo  la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús  la  que  úni- 
camente había  plantado  y  propagado  la  fe  católica  en  parajes  y  climas 
tan  inhabitables,  padeciendo  tantas  penalidades,  riesgos  y  trabajos,  se 
podía  atribuir  á  injusticia  privarlos  de  aquella  doctrina,  encomendán- 
dola á  otra  religión,  demás  de  que  sería  abandonar  lo  que  habían  redu- 
cido si  se  hacía  novedad,  refiriendo  juntamente  lo  ejemplar  de  su  vida 
y  lo  que  esta  religión  había  obrado,  así  en  esta  doctrina  como  en 
las  de  la  ciudad  de  San  Francisco  de  Borja,  provincia  de  los  Mai- 
nas,  en  la  conversión  de  'los  indios,  penetrando  hasta  lo  más  remoto 
de  aquellos  parajes,,  y  otras  razones  que  se  le  ofrecían  á  este  fin,  y 
con  esta  respuesta  se  acordó  continuase  el  dicho  Lucas  de  la  Cueva  en 
el  curato  de  Archidona  en  la  forma  que  se  servía  el  de  la  ciudad  de  San 
Francisco  de  Borja  en  el  ínterin  que  yo  mandase  otra  cosa  como  pa- 
recía de  los  autos  que  remitíades:  y  lo  que  podíais  afirmar  es,  que 
esta  religión  es  la  que  únicamente  se  emplea  en  la  conversión  de 
los  indios  infieles  de  los  parajes  referidos  con  mucho  fruto,  y  faltando 
por  algún  accidente  su  residencia,  tenéis  por  evidente  que  se  cerraría  la 
puerta  para  la  continuación,  porque  los  demás  religiosos  no  atienden  á 
estas  conquistas  espirituales  ni  tienen  al  presente  sujetos  para  ellas  aun- 
que se  moviesen  por  alguna  razón  de  emulación,  y  los  clérigos  rara  vez 
ó  nunca  se  habían  desvelado  en  esto,  antes  bien  huyen  de  asistir  en  los 
curatos  de  las  montañas  por  las  dificultades  y  riesgos  á  que  están  ex- 
puestos, de  que  se  origina  el  vivir  siempre  los  indios  en  su  idolatría,  y  el 
dicho  Lucas  de  la  Cueva  es  sujeto  de  suma  virtud  y  pureza  y  de  ardiente 
celo  para  la  conversión  de  los  indios,  y  le  aman  y  veneran  con  gran  re- 


*254  Misiones  del  Marañón  Español 

verencia  por  el  abrigo  y  consuelo  que  hallan  en  su  comunicación,  y  que 
tiene  mucha  experiencia  en  estas  misiones  por  la  continuación  de  treinta 
años  que  ha  estado  en  ellas,  con  el  gran  fruto  que  es  notorio  en  todo  el 
Perú  y  lo  conocieron  los  Virreyes  conde  de  Alba  y  conde  de  Santisteban, 
y  añadís  el  martirio  que  padecieron  Francisco  de  Figueroa  y  Rafael  Fe- 
rrer  de  la  misma  religión,  como  también  se  podía  recelar  de  Lucas  de  la 
Cueva  y  de  los  demás  misioneros  que  le  asistían,  por  la  inconstancia  de 
los  indios.»  Y  en  otra  carta  de  la  misma  fecha  (que  se  recibió  juntamente 
con  la  referida)  «satisfacéis  á  otra  cédula  de  11  de  Septiembre  del  mismo 
año  1664  en  que  os  ordenó  informásedes  sobre  el  Sínodo  que  habían  me- 
nester los  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús  para  proseguir  en  las  re- 
ducciones de  los  dichos  indios,  no  obstante  que  el  Obispo  había  escrito  se 
les  podía  señalar  de  300  á  400  pesos  cada  año,  con  calidad  de  que  pidie- 
sen presentación  y  canónica  institución;  respecto  de  que  estaban  con  el 
dominio  absoluto,  sin  pagar  diezmos  ni  tributos  más  que  el  camarico  que 
habían  menester  los  religiosos:  y  decís  que  lo  que  en  todo  se  os  ofrece  es 
que  la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús  solamente  ocupa  las  dos  doctri- 
nas referidas  de  San  Francisco  de  Borja  en  los  Mainas  y  la  de  Archidona 
de  los  Quitos,  que  son  fronteras  de  la  gentilidad,  y  de  esta  última  sólo  per- 
cibe 180  pesos  de  estipendio  en  las  cajas  reales.  Y  aunque  en  la  tierra 
adentro  habían  reducido  los  indios  á  pueblos  y  policía  y  erigido  y  fabri- 
cado iglesias,  donde  les  administraban  los  santos  sacramentos  doce  reli- 
g'iosos  sacerdotes,  en  esto  no  pretenden  Sínodo  por  considerarse  anejas  de 
las  de  Borja  y  Archidona,  y  poco  permanentes  por  la  inconstancia  de  los 
indios  y  con  la  buena  disposición  y  régimen  que  siempre  observa  esta 
religión,  las  había  mantenido  sólo  con  el  Sínodo  referido,  y  otras  limosnas 
y  socorros  del  colegio  de  esa  ciudad.  De  manera  que  su  desvelo  sólo 
atiende  á  la  propagación  del"  santo  evangelio  y  relevar  las  cajas  reales 
de  mayor  carga.  Y  os  parece  que  se  podría  señalar  400  pesos  ensayados 
de  sínodo  á  las  doctrinas  de  San  Francisco  de  Borja  y  Archidona  en 
las  cajas  reales  de  esa  ciudad,  libres  de  mesadas  por  ser  tan  corto  este 
situado  para  doce  religiosos,  y  no  haber  en  las  cajas  reales  de  la  ciu- 
dad de  Loja  finca  fija  de  donde  pagarlo;  y  que  en  lo  demás  que  insinúa 
el  Obispo  tocante  á  los  tributos  y  diezmos,  la  miseria  de  la  tierra  rele- 
va de  que  se  ponga  en  práctica  este  medio,  por  ser  toda  arcabuco  muy 
cerrado,  y  no  tener  más  frutos  que  los  silvestres  con  que  se  sustentan,  y 
se  podía  recelar  que  los  indios,  viéndose  gravados,  se  ausentarían 
la  tierra  .  adentro  y  se  perderían  las  almas  de  los  reducidos ,  como 
sucedía  aún  con  menos  causa;  y  habiéndose  visto  en  el  Consejo  real  de 
las  Indias  con  otras  cartas  y  papeles  tocantes  á  esta  materia  y  lo  que  en 
razón  de  ella  dijo  y  pidió  el  fiscal  en  él,  atendiendo  á  los  buenos  efectos 
que  representáis  se  experimentan  en  la  conversión,  doctrina  y  enseñan- 
za de  los  indios  idólatras  por  medio  del  celo  y  cuidado  con  que  asisten  á 
«lia  los  misioneros  de  la  religión  de  la  Compañía  de  Jesús,  y  á  lo  mucho 
que  conviene  para  la  propagación  de  la  santa  fe  católica  y  bien  de  aque- 


Libro  V.— (Japítulo  XVII  255 

Has  almas,  que  estas  misiones  se  vayan  continuando  con  todo  esfuerzo: 
He  tenido  j)or  bien  de  confirmar,  como  por  la  presente  confirmo,  y  apruebo  el  nombra- 
miento hecho  por  el  Dr.  D.  Pedro  Vázquez  de  Velasco,  siendo  Presidente  de  esa 
Audiencia,  por  lo  que  toca  al  patronazgo  Beal,  en  el  dicho  Lucas  de  la  Cueva,  de  la 
Compañía  de  Jesús,  para  la  doctrina  de  Archidona.  Y  por  otro  despacho  de  este  día 
encargo  al  Obispo  de  la  Iglesia  Catedral  de  esa  ciudad  que  luego  que  le  reciba  le  dé 
la  canónica  institución.  Y  mando  que  la  provisión  de  esta  doctrina  se  haga  de  aquí 
adelante^  habiéndose  cumplido  en  todo  con  lo  que  dispone  la  Cédula  del  Patronazgo 
Real;  y  para  que  los  dichos  religiosos  tengan  los  medios  precisos  para  poder  cumplir 
y  asistir  á  lo  que  es  tan  del  servicio  de  Dios  y  del  Bey  mi  Hijo,  haréis  que  á  los 
misioneros  de  las  dos  doctrinas  de  San  francisco  de  Borja  y  Archidona,  se  les  acuda 
con  400  pesos  ensayados  de  Sínodo,  cada  año,  libres  de  mesada  que  como  queda  re- 
ferido tenéis  por  necesarios,  y  que  se  paguen  de  la  Beal  Caja  de  esa  ciudad  como  lo 
proponéis,  que  por  otra  mi  cédula  de  la  fecha  de  ésta  mando  á  los  oficiales  reales  de 
ella  que  lo  cumplan  y  ejecuten  así.  Fecha  en  Madrid  á  21  de  Abril  de  1670  años.  Yo 
la  Beina:  Por  mandato  de  su  Majestad,  D.  Gabriel  Bernardo  Quirós. 

Así  favoreció  y  socorrió  la  reina  gobernadora  D.*^  Mariana  de  Austria 
á  las  misiones  de  Mainas,  proveyendo  que  se  diese  en  propiedad  el  cu- 
rato de  Archidona  á  la  Compañía,  de  la  misma  manera  que  tenía  en  pro- 
piedad el  curato  de  San  Francisco  de  Borja,  señalando  un  estipendio 
congruo  para  que  desde  estas  dos  fronteras  de  la  misión  se  socorriese  y 
acudiese  á  los  misioneros  que  residían  en  los  pueblos  interiores  de  cuyo 
número,  cuidadosa  administración  de  sacramentos  y  del  celo  con  que  so- 
licitaban solos  los  religiosos  de  la  Compañía  de  Jesús  la  salvación  de  las 
almas,  de  toda  aquella  escondida  gentilidad,  es  un  elogio  bien  autorizado 
el  que  se  contiene  en  los  informes  de  los  ministros  de  su  majestad  referi- 
dos en  la  misma  cédula,  de  la  cual  consta  también  cómo  queriendo  dejar 
el  curato  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  por  no  parecerle  conveniente  el  rete- 
nerlo con  los  gravámenes  que  se  le  ponían,  la  Real  Audiencia  de  Quito 
no  quiso  venir  en  ello  y  determinó  que  se  volviese  á  su  iglesia,  hasta  que 
del  despacho  é  informe  enviado  al  Consejo  de  su  majestad,  resultase  la 
confirmación  absoluta  que  no  dudaba  haría  su  majestad  del  nombra- 
miento hecho  por  su  presidente. 


CAPITULO  XVII 

DEJA  VOLUNTARIAMENTE  LA  COMPAÑÍA  EL  CURATO  DE  ARCHIDONA  POR  NO 
GUARDARSE  EN  LA  COLACIÓN  LOS  PRECEPTOS  QUE  INSINÚA  LA  CÉDULA 

Después  de  una  cédula  real  tan  honorífica,  y  favorable  á  las  misiones 
del  Marañen,  parece  que  quedaban  éstas  no  menos  sostenidas  del  go- 
bierno, por  la  parte  de  Archidona,  que  lo  estaban  por  la  parte  de  San 
Francisco  de  Borja,  á  que  se  llegaba  también  el  aumento  del  sínodo,  que 
hasta  entonces  había  sido  bien  corto  y  de  po(3^  ayuda  para  los  gastos  de 


256  Misiones  del  Marañón  Español 

los  operarios  de  Mainas.  Pero  estas  ventajas  duraron  solamente  por  el 
tiempo  en  que  vivió  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  cuya  muerte,  sucedida  dos 
años  después  de  la  publicación  de  la  cédula,  como  veremos,  dio  ocasión 
á  nuevos  disturbios  y  pretensiones;  y  no  conviniendo  la  Compañía  en  las 
onerosas  condiciones  expuestas  á  negociaciones  y  valimiento  de  prínci- 
pes, que  ponía  el  señor  obispo,  antes  de  venir  á  la  colación  del  curato, 
tuvo  por  bien  de  ceder  al  derecho  de  aquella  doctrina,  queriendo  antes 
privarse  de  lo  que  parecía  corresponderle,  que  fomentar  pleitos  y  ser 
ocasión  de  disensiones. 

Apenas  acabó  sus  días  el  P.  Lucas  de  la  Cueva,  cuando  levantaron  en 
Quito  varias  controversias  sobre  la  propiedad  del  curato  de  Archidona, 
diciendo  unos  que  sin  duda  pertenecía  de  derecho  á  la  Compañía,  por  la 
cédula  de  su  majestad,  que  mandaba  se  les  aplicase  para  fomento  y 
frontera  de  las  misiones;  y  sosteniendo  otros  que  en  fuerza  de  la  cédula 
solamente  se  concedía  á  la  Compañía  el  curato,  mientras  se  entablaban 
las  misiones,  y  que  era  singular  el  nombramiento  del  P.  Cuevas.  Por  con- 
siguiente, muerto  éste,  debía  volver  el  derecho  á los  señores  clérigos.  Bien 
se  deja  entender  cuan  lejos  estaba  del  orden  de  la  reina  este  modo  de 
pensar;  pues  concedía  el  curato  á  los  jesuítas,  para  que  los  religiosos  tuviesen 
los  medios  precisos  con  que  poder  asistir  á  lo  que  era  tan  del  servicio  de  Dios  y  del 
rey  su  hijo.  Y  aun  por  esta  misma  razón  aumenta  el  sínodo,  no  solamente 
de  la  doctrina  de  Archidona,  sino  también  de  la  de  San  Francisco  de 
Borja,  en  atención  á  que,  siendo  doce  los  misioneros  que  residían  en  las 
doctrinas  interiores,  pudieran  percibir  algún  socorro  en  sus  necesidades. 
Fuera  de  esto,  lo  que  movió  á  su  majestad  al  nombramiento  del  P.  Lucas, 
es,  como  se  dice  en  el  despacho,  ver  los  buenos  efectos  que  se  experimentaron  en 
la  conversión  y  doctrina  y  enseñanza  de  los  indios  idólatras,  por  medio  del  celo  y  cui- 
dado de  los  misioneros,  y  lo  mucJw  que  conviene  para  la  propagación  de  la  santa  fe 
católica  y  bien  de  las  almas,  que  las  misiones  se  vayan  continuando  con  todo  esfuerzo. 
Todas  estas  cláusulas  significan  claramente  continuación,  fomento,  suce- 
sión, y  que  no  tanto  se  daba  el  curato  de  Archidona  al  P.  Lucas  de  la 
Cueva,  como  á  la  Compañía  de  Jesús,  para  que  pudiese,  por  medio  de  sus 
hijos,  continuar  con  esfuerzo  las  misiones  del  Marañón,  asistir  á  los  indios, 
doctrinarlos  y  enseñarlos,  y  atender  á  la  propagación  de  la  fe.  De  lo  cual 
se  colige  evidentemente  que,  estando  pendientes  todos  estos  efectos,  y 
durando  estos  motivos  y  razones  después  de  la  muerte  del  P.  Cue- 
vas, se  debía  dar  el  curato  á  otro  de  la  Compañía;  pues  en  solos  dos  años 
que  le  tuvo  aquel  padre,  no  se  lograron  aquellos  efectos,  de  manera  que 
verificasen  las  cláusulas  arriba  dichas. 

Sin  embargo  de  estas  razones  tan  claras  y  convincentes,  se  hallaban 
personas  que  favorecían  á  los  clérigos  en  sus  pretensiones.  Pero  no  es  di- 
fícil el  adivinar  las  razones  que,  á  lo  que  yo  pienso,  les  movían.  Tenían 
su  parte  el  interés,  y  los  encuentros  y  disgustos  que  habían  precedido  con 
los  administradores  de  las  encomiendas,  estimulaban  á  varios  para  que 
se  solicitase  por  todos  los  caminos  que  volviese  el  curato  á  los  clérigos 


Libro  V.— Capítulo  XVII  257 

con  quienes  pensaban  acomodarse  mejor  en  sus  intereses.  El  P.  Lucas  de 
la  Cueva  jamás  había  querido  ceder  con  los  españoles  en  materia  tan 
expuesta  á  vejaciones  con  los  pobres  indios.  Siempre  les  protegía,  volvía 
por  ellos  y  se  ponía  de  su  parte  en  las  frecuentes  competencias  que  ocu- 
rrían de  indios  tributarios  con  encomenderos,  porque  aquellos  miserables 
no  se  negaban  regularmente  á  lo  justo  y  razonable,  según  las  leyes  pri- 
mitivas y  fundamentales  de  las  encomiendas;  pero  los  administradores, 
como  suele  suceder,  tiraban  á  adelantar  sus  fueros  á  costa  de  los  sudores 
y  fatigas  de  los  pobres  indios.  Este  tesón  del  P.  Lucas  y  esta  caridad  con 
sus  feligreses,  le  había  acarreado  algunos  enemigos,  que  no  teniendo  es- 
peranza de  adelantar  sus  intereses  si  proseguía  la  Compañía  en  la  admi- 
nistración del  curato,  clamaban  por  los  clérigos,  en  .quienes  no  habían 
experimentado  tanto  empeño. 

Otra  nueva  razón  se  descubría  en  las  circunstancias,  que  hacía  más 
apetecible  el  curato  de  Archidona  que  lo  había  sido  antiguamente.  Sa- 
bían todos  las  considerables  mejoras  que  había  introducido  el  P.  Lucas 
en  aquella  doctrina,  no  sólo  por  los  ornamentos  de  la  iglesia  que  había 
llevado  desde  Quito,  sino  también  por  la  policía  y  buen  orden  del  pueblo 
y  por  las  habilidades  que  habían  aprendido  los  indios.  De  manera  que 
siendo  Archidona  poco  antes  una  doctrina  bien  poco  apetecida,  así  por 
ser  de  montañas  como  por  su  distancia  de  la  ciudad  de  Quito,  ya  con  ha- 
ber estado  en  ella  la  Compañía  por  doce  años  se  juzgaba  (poniendo  mu- 
cho de  sí  la  imaginación  que  se  deja  llevar  bien  fácilmente  de  las  apa- 
riencias) un  Potosí  en  las  riquezas,  un  recreo  en  las  conveniencias,  no  ya 
destierro  de  las  gentes,  sino  una  ciudad  muy  acomodada  para  los  usos  de 
la  vida. 

Era  muy  advertido  y  discreto  el  prelado  de  la  ciudad  de  Quito,  para 
dejarse  deslumhrar  de  estas  razones:  conocía  muy  bien  el  derecho  de  la 
Compañía  al  curato  fundado  en  la  real  cédula  y  en  los  fines  y  motivos  de 
ella,  y  que  por  adelantada  que  se  hallase  aquella  doctrina  en  el  aseo  de 
la  iglesia  y  cultura  de  los  indios  y  otros  buenos  establecimientos  no  se 
podía  negar  sin  injusticia  á  los  padres.  Por  esta  causa  no  quiso  innovar 
nada  en  orden  á  las  personas  á  quienes  le  parecía  corresponder  el  cura- 
to; pero  pensó  en  un  modo  singular  y  del  todo  nuevo  para  la  Compañía^ 
de  instrucción  y  colación.  Pretendía  que  se  diese  á  los  jesuítas  el  curato,, 
pero  con  una  especie  de  oposición  ó  concurso,  de  suerte  que,  examinados 
varios  de  la  Compañía,  se  nombrasen  tres  sujetos,  y,  hecha  la  nómina, 
se  pasase  á  la  elección  del  que  pareciese  más  conveniente.  El  superior  de 
la  religión  que  es  el  que  conoce  los  sujetos  proporcionados  á  los  empleos,, 
venía,  y  no  hacía  poco,  en  el  número  necesario  de  los  que  se  debían  pre- 
sentar y  no  se  oponía  á  que  fuesen  examinados;  pero  propuso  eficazmente 
los  inconvenientes  que  había  en  el  modo  que  pretendía  el  obispo  contra 
el  instituto  de  la  Compañía,  que  no  permitía  resquicio  de  negociaciones, 
de  conveniencias  ó  dignidades,  ni  valimiento  de  seglares,  para  las  ocu- 
paciones que  debían  ejercer  los  que  la  religión  juzgaba  convenientes. 

17 


258  Misiones  del  Marañón  Español 

Esta  condescendencia  del  superior  en  presentar  á  tres  sujetos  entre 
los  cuales  era  uno  el  maestro  actual  de  teología,  para  que  fuesen  exami- 
nados, y  se  pasase  á  la  elección  de  quien  tuviesen  por  más  acertado  y 
conveniente,  dio  nueva  ocasión  á  que  se  volviese  á  dudar  del  derecho  que 
tenía  la  Compañía  al  curato,  lo  cual  junto  con  varias  hablillas  que  co- 
rrían de  que  no  era  la  mira  de  los  gentiles  sino  el  deseo  de  las  conve- 
niencias propias  el  que  movía  á  los  jesuítas  á  procurar  la  doctrina,  dio 
motivo  á  la  Compañía  á  dejar  la  parroquia  que  se  miraba  tan  útil  en  los 
ojos  de  muchos,  esperando  que  no  le  faltaría  el  modo  de  mantener  las 
misiones  del  Marañón  sin  este  socorro,  como  las  había  mantenido  y  lle- 
vado adelante  tantos  años. 

Hubiera  sido  negocio  bien  fácil  el  conseguir  á  falta  de  las  misiones  la 
declaración  del  consejo  y  de  la  voluntad  de  su  majestad  en  haber  dado 
aquella  doctrina  á  la  Compañía,  pues  duraban,  como  vimos,  los  motivos 
de  la  concesión  y  perseveraba  todavía  el  fin  del  católico  celo  que  era  la 
conversión  de  tanta  gentilidad.  Por  otra  parte  no  se  podía  obligar  á  la 
religión  á  que  hiciese  otra  cosa  que  presentar  tres  sujetos  como  lo  hacía, 
pues  en  la  cédula  misma  se  ordenaba  esto  mismo,  cuando  dice  su  majes- 
tad: Mando  que  la  provisión  de  dicha  doctrina  se  haga  de  aquí  adelante  habiéndose 
cumplido  en  todo  con  lo  que  dispone  la  cédala  del  patronazgo  real,  que  es  decir  que 
se  propongan  tres  sujetos  como  en  ella  se  contiene.  Pero  por  evitar  ofen- 
siones no  se  tuvo  por  conveniente  recurrir  al  consejó  ni  hacer  cosa  de 
pleito  lo  que  era  sólo  de  utilidad  á  las  misiones.  Dejóse  el  fuero  y  el  huevo, 
y  se  confirió  el  curato  á  un  clérigo,  persona  en  realidad  digna  de  mayo- 
res empleos,  por  su  calidad  y  letras.  Pero,  educado  con  la  leche  de  la 
Compañía,  de  buenos  respetos,  é  incapaz  de  hacer  traición  á  la  razón  co- 
nocida, supo  decir  en  varias  ocasiones  que  se  ofrecieron,  en  qué  había 
consistido  la  oposición  con  los  jesuítas  en  las  controversias  contra  la 
doctrina,  que  todo  estribaba  en  los  encuentros  de  los  encomenderos  con 
los  indios  feligreses  del  P.  Lucas,  que  con  pecho  varonil  se  oponía  á  las 
vejaciones  de  los  amos  y  defendía  con  tesón  la  libertad  de  los  encomen- 
deros. También  se  conoció  con  el  tiempo  no  ser  muy  apetecible  para  el 
descanso  ó  conveniencia  una  doctrina  en  que  ni  el  arte,  ni  la  industria, 
ni  los  frutos,  ni  los  haberes  servían  de  otra  cosa  que  de  poder  vivir  es- 
trechamente, y  con  las  incomodidades  indispensables  que  llevan  las 
montañas,  y  montañas  tan  apartadas  de  Quito,  cuyos  caminos  sólo  pare- 
recen  transitables  á  la  caridad  cristiana  y  al  celo  espiritual  de  las  almas. 


CAPITULO  XVIII 

MUERTE   DEL    P.    LUCAS    DE   LA   CUEVA   Y   DE   OTROS   VARIOS     MISIONEROS 

No  fué  la  mayor  pérdida  para  las  misiones  de  Mainas  el  verse  ya  sin 
la  doctrina  de  Archidona  en  medio  de  haber  servido  por  la  parte  del 


Libro  V.— Capítulo  XVIII  259 

Ñapo,  como  de  una  ciudad  de  refugio  y  presidio  de  la  conquista  espiritual 
de  los  gentiles;  harto  más  detrimento  trajo  á  los  aumentos  en  que  se  pen- 
saba de  reducciones  la  pérdida  de  los  muchos  misioneros  que  en  este 
mismo  tiempo  faltaron  por  enfermedades  ocasionadas  de  la  mucha  fati- 
ga y  del  destemple  poco  conforme  á  los  españoles,  que  en  tantas  hume- 
dades juntas  con  tan  excesivo  calor,  comúnmente  paran  en  hidrópicos. 
Había  salido  de  la  misión  todo  llagado  y  sujeto  á  diversos  achaques  el 
P.  Vicente  Centellas  á  curarse  en  Quito.  La  cura  se  tuvo  por  casi  mila- 
grosa, pero  el  no  concederle  volver  á  la  misión,  y  destinarle  para  procu- 
rador á  Roma  parece  que  causó  á  su  mismo  celo  la  muerte  en  la  corte  de 
Madrid  el  año  de  1671.  Otro  misionero  mozo  fué  llevado  á  Quito  ético  y 
consumido  de  otros  varios  achaques,  y  como  hubiese  mejorado  con  los 
frescos  de  aquella  ciudad,  le  enviaron  los  superiores,  aunque  con  mucha 
repugnancia  del  convaleciente,  al  colegio  de  Cuenca.  Pero,  como  en  la 
primera  jornada  pasase  una  noche  molestísima  con  la  batería  grande  que 
en  su  corazón  sentía  por  dejar  las  misiones,  no  pudiendo  resistir  á  tantos 
golpes,  despachó  desde  aquel  mismo  sitio  un  propio  al  superior,  pidiendo 
con  instancia  que  se  le  permitiese  mudar  de  rumbo  y  volver  al  Marañen. 
Porque  estaba  de  su  parte  resuelto  á  vivir  y  morir  en  las  misiones  con  las 
armas  en  la  mano.  Condescendió  á  la  súplica  el  provincial,  y  parece  que 
quiso  el  Señor  dar  salud  más  cabal  al  misionero,  en  donde  parece  que  iba 
á  sepultarse. 

No  sé  qué  interior  atractivo  ponía  su  majestad  en  los  padres  que  sa- 
lían de  la  misión  á  curarse,  que  todos  suspiraban  por  volverse  á  ellas 
aun  antes  de  sanar  de  sus  achaques  y  enfermedades.  Esto  se  observó 
principalmente  en  tres  insignes  operarios,  que  todos  murieron  en  este 
mismo  tiempo.  Había  salido  á  los  colegios,  como  dijimos,  el  P.  Esteban 
Caicedo,  sujeto  á  unas  cuartanas  malignas,  pero  luego  que  se  vio  libre 
de  ellas,  mal  hallado  fuera  del  Marañen,  volvió  á  las  misiones,  en  que  mu- 
rió con  grande  edificación  y  consuelo  de  su  alma.  Casi  lo  mismo  sucedió 
al  P.  Ignacio  Martínez,  cuyo  retorno  al  Marañen  después  de  su  cura  sólo 
sirvió  para  que  Dios,  llegado  al  pueblo  de  su  asistencia,  premiase  el  mé- 
rito de  sus  fervores,  con  una  ejemplar  muerte  en  su  deseado  destierro. 
Aun  más  pronta  fué  la  muerte  del  P.  Francisco  Guels,  que  no  estando  to- 
davía libre  de  sus  males  é  hinchazón,  instó  por  volverse  de  Quito  al  cen- 
tro de  sus  deseos.  Como  era  operario  muy  práctico  en  las  misiones  y  su 
asistencia  parecía  necesaria,  vinieron  en  ello  los  superiores.  Con  esta  li- 
cencia luego  se  dispuso  para  el  viaje,  y  hecha  una  confesión  general  muy 
á  satisfacción  suya  con  un  padre  del  colegio,  se  puso  en  camino  por  la  vía 
de  Archidona.  Pasado  el  valle  de  Cumbaya  y  las  primeras  jornadas  de 
tierra  limpia,  apenas  empezó  á  caminar  por  la  montaña  cuando  el  tem- 
ple húmedo  y  trabajos  pusieron  en  agitación  todos  los  humores  y  se  vio 
de  repente  oprimido  de  todo  el  tropel  de  sus  achaques.  Crecía  el  ahogo 
de  pecho,  aumentábase  la  hinchazón  y  no  hallaba  sosiego  con  la  ardiente 
calentura.  Llegó  como  pudo  á  una  estancia  cercana  á  Baeza,  y  cuando 


260  Misiones  del  Marañón  Español 

pensaba  hallar  en  ella  algún  abrigo,  murió  á  poco  tiempo,  tendido  en  una. 
casa  pajiza  y  ayudándose  él  mismo  á  bien  morir  en  tanto  desamparo,, 
pero  con  grandísimo  consuelo  de  acabar  su  carrera  á  la  vista  de  las  mi- 
siones. 

Fué  muy  sentida  la  falta  de  este  esclarecido  varón,  á  quien  arrebata 
la  muerte  á  la  edad  de  treinta  años,  por  ser  uno  de  los  operarios  de  más 
esperanzas  en  los  Mainas,  pues  en  solos  cinco  años  de  su  ministerio  había 
trabajado  por  muchos  y  adquirido  grande  práctica  y  conocimientos  del 
natural  de  los  indios  y  del  modo  de  tratarlos  y  manejarlos.  Pero  si  fué 
esta  muerte  llorada  de  los  misioneros,  fué  generalmente  sentida  de  todos- 
Ios  indios  cristianos  y  de  todos  los  padres  de  dentro  y  de  fuera  de  la  mi- 
sión la  del  P.  Lucas  de  la  Cueva,  consuelo  de  los  pueblos,  maestro  de  mi- 
sioneros y  primer  apóstol  del  Marañón.  Había  venido  de  Archidona  con 
algunos  indios  de  la  ciudad  de  Quito,  lleno  de  llagas,  consumido  de  calen- 
turas y  casi  baldado,  de  manera  que  parecía  una  cosa  prodigiosa  el  ha- 
ber llegado  á  la  ciudad  cojeando,  agarrándose  de  los  indios  y  atravesan- 
do por  varios  días  caminos  que  apenas  puede  andar  el  hombre  más  sano. 
Pero  la  viveza  y  valor  de  su  espíritu  todo  lo  venció,  y  á  fuerza  de  morti- 
ficación grandísima  cumplió  perfectamente  con  esta  obediencia  de  los- 
superiores,  que  viéndole  tan  postrado,  le  obligaron  á  que  tomase  algunas, 
medicinas  para  el  recobro  de  su  salud.  Hizo  cama  dos  días,  en  que  estaba 
tan  avergonzado  de  sí  mismo,  que  pidió  por  amor  de  Dios  al  superior  que 
le  dejase  andar  de  pie,  añadiendo  que  esto  mismo  le  ayudaría  para  me- 
jorar si  es  que  sus  males  tenían  algún  remedio.  Habida  esta  licencia,  en- 
tabló su  distribución  diaria  en  el  colegio,  que  se  reducía  á  estar  en  el 
confesonario  toda  la  mañana,  decir  su  Misa  á  las  diez  en  los  días  de  tra- 
bajo y  en  los  de  fiesta  á  las  once.  Comía  á  mesa  tercera  con  los  indieci- 
tos  que  había  traído  consigo,  quitándose  lo  que  necesitaba  de  su  sustento 
para  regalarlos  más  y  acariciarlos.  Los  ratos  que  le  sobraban  de  sus  ejer- 
cicios espirituales  los  empleaba  en  catequizar  á  dos  indios  de  poca  edad 
que  se  disponían  para  el  bautismo.  De  esta  manera  procedió  algunos 
meses  en  el  colegio,  siempre  semejante  á  sí  mismo,  el  que  no  hallaba 
otro  consuelo  que  el  enseñar  á  los  rudos,  hacerse  salvaje  con  los  salvajes 
y  niño  con  los  niños. 

Pero  sobreviniéndole  por  el  mes  de  Septiembre  unas  ardientes  y 
malignas  calenturas,  no  pudiendo  estar  en  pie,  hubo  de  postrarse  en  la 
cama.  Conocía  desde  luego  que  se  moría,  y  en  este  punto  le  asaltó  un 
cuidado  que  no  había  experimentado  en  otras  ocasiones  de  peligros  in- 
minentes de  la  vida.  Era  éste  un  grande  pesar  de  no  morir  en  las  misio- 
nes, ya  que  no  fuese  derramando  su  sangre  por  Cristo,  siquiera  pade- 
ciendo allí  los  últimos  trabajos  entre  sus  nuevos  cristianos.  ¡Tantos  años^ 
decía,  vividos  en  las  montañas  tienen  en  la  ciudad  su  paradero!  ¡Yo  en 
cama!  ¡Yo  asistido  de  médico  y  medicinas!  ¡Oh  desdichado  de  mi!  Hubo 
quien  le  encontró  llorando  amargamente  porque  no  moría  entre  sus  in- 
dios y  en  el  mayor  desamparo.  Con  este  sentimiento  que  afligía  su  cora- 


Libro  V.— Capítulo  XVIII  261 

zón  le  daba  el  Señor  ocasión  de  merecer  lo  que  hubiera  merecido  con 
lina  muerte  desconsolada  en  la  soledad  más  incómoda,  porque  confor- 
maba con  valor  su  voluntad  á  la  divina,  causando  grande  edificación  á 
los  presentes  las  palabras  encendidas  con  que  declaraba  y  concordaba 
los  afectos  al  parecer  contrarios  de  su  afligido  espíritu.  No  dejaba  de 
darle  algún  consuelo  el  ver  su  cama  rodeada  de  los  indios  y  muchachos 
que  había  traído  de  Archidona.  Sentían  éstos,  como  hijos  del  P.  Lucas, 
su  aprieto  y  el  desamparo  en  que  quedaban,  y  él  se  enternecía  con  ellos," 
les  consolaba  y  alentaba  á  ser  buenos  cristianos  para  seguirle  al  cielo, 
•donde  esperaba  verlos  y  vivir  con  ellos  eternamente  en  aquella  patria 
-dichosa  de  los  bienaventurados. 

Cuando  llegó  el  último  aprieto,  recibidos  con  mucha  devoción  todos  los 
sacramentos,  cayó  en  un  género  de  modorra  ó  suspensiones,  en  que  no 
se  le  oían  tanto  palabras  como  ciertos  suspiros  y  afectos  hacia  el  Señor. 
Dos  días  y  medio  pasó  de  esta  manera,  con  dolores  al  parecer  intensos, 
y  asistiéndole  como  al  medio  día  dos  padres  en  aquel  trance,  les  dijo  el 
enfermo:  no  es  hora  todavía,  vayanse  VV.  RR.  á  descansar,  que  yo  les 
avisaré.  Fuéronse  los  padres,  y  entre  las  tres  y  cuatro  de  la  tarde  los  lla- 
mó por  un  indio,  diciendo  que  era  tiempo.  Asistiéronle  como  por  dos  horas, 
al  cabo  de  las  cuales,  entre  repetidos  coloquios  con  Dios,  entregó,  como  se 
esperaba,  su  espíritu,  para  recibir  de  su  piedad  el  premio  de  sus  trabajos. 

Allí  salieron  de  represa  los  clamores  de  sus  hijos  huérfanos,  los  mu- 
•chachos  de  las  misiones  y  las  aclamaciones  que  después  de  la  muerte 
permiten  las  virtudes  de  los  siervos  de  Dios.  Todos  le  juzgaban  gozando 
inmediatamente  del  eterno  descanso  por  premio  de  tantos  años  de  misio- 
nero apostólico .  Hízose  su  entierro  en  el  día  siguiente,  y  necesitó  de  res- 
guardo su  cuerpo  para  atajar  los  desórdenes  que  se  temían  del  concurso 
grande  de  la  ciudad,  que  prorrumpía  en  demostraciones  de  veneración  y 
piedad.  Consiguieron  algunos  de  fuera  tal  cual  de  sus  pobres  alhajas,  las 
que  conservaron  por  reliquia.  Y  los  del  colegio,  que  solamente  de  paso  le 
habían  gozado  vivo,  se  holgaron  de  tener  el  depósito  sagrado  de  su  cuer- 
po, después  de  haber  observado  los  últimos  ejemplos  de  sus  virtudes  y 
:admirado  un  ejemplar  digno  de  toda  imitación,  modelo  de  observancia 
religiosa,  y  más  en  particular  de  aquellos  hombres  apostólicos  que  expo- 
nen su  vida  sin  temor  á  los  peligros  por  ganar  almas  á  Dios. 

Murió  el  P,  Lucas  de  la  Cueva  de  edad  de  setenta  y  seis  años,  en  el  de 
1672.  Su  patria  fué  la  villa  de  Cazorla,  y  habiendo  entrado  en  la  provin- 
■cia  de  Andalucía  pasó  á  la  de  Quito,  en  donde,  acabados  sus  estudios,  tuvo 
por  empleo  de  toda  su  vida  el  ejercicio  de  las  misiones.  Las  primeras  en 
que  se  estrenó  las  hizo  en  lugares  de  españoles  y  en  pueblos  de  indios 
cristianos,  con  mucho  fruto  de  todos.  De  aquí  pasó  al  Marañen  á  romper 
■el  terreno  de  aquel  espacioso  campo  de  gentiles,  con  quienes  vivió  desde 
«1  año  de  1638  hasta  el  de  1672,  siendo  el  primero  que  ganó  con  su  pacien- 
cia y  constancia  á  los  Xeveros  y  otras  muchas  naciones.  Gobernó  la  mi- 
sión por  muchos  años,  fué  maestro  de  casi  todos  los  misioneros,  edificó. 


262  Misiones  del  Marañón  Español 

con  su  porte  religioso,  á  la  ciudad  de  Lima,  confundió,  con  su  paciencia 
y  humildad,  á  la  de  Quito,  y  dejó,  generalmente,  un  deseo  de,  sí,  no  sólo 
en  la  provincia,  pero  más  principalmente  en  las  misiones,  que  quedaban 
sin  el  P.  Lucas  en  grande  desconsuelo,  los  pueblos  sin  defensa,  los  padres 
sin  abrigo,  y  echando  de  menos  aquel  aliento  de  vida  que  les  comunicaba 
su  celo,  siempre  solícito  de  adelantar  la  propagación  de  la  fe  y  de  pro- 
curar nuevos  operarios  que,  sucediéndose  unos  á  otros,  pudiesen  llevar 
la  pesada  carga  de  su  ministerio.  Pero  el  Señor,  que  llevó  para  sí  al  pa- 
dre Lucas  y  á  tantos  otros  misioneros,  supo  y  quiso  conservar,  y  aun 
aumentar,  las  misiones  por  medio  de  unos  pocos  operarios  en  quienes  in- 
fundió un  espíritu  doblado,  como  veremos  en  el  libro  siguiente. 


LIBRO  Yí 

CAPITULO  PRIMERO 

ESTADO  DE  LA  MISIÓN  EN  EL  AÑO   DE   1672. 

Hasta  aquí  hemos  tenido  y  podido  recoger  noticias,  aunque  no  siem- 
pre tales  como  quisiéramos,  tocantes  á  la  misión  del  Marañón,  y  según 
ellas  hemos  ido  tejiendo  la  Historia  con  el  orden  que  nos  ha  parecido  más 
natural  y  claro;  pero  desde  el  año  de  1672  entramos  en  una  obscuridad 
tan  grande,  ocasionada  de  una  quema  desgraciada  de  papeles  en  el  ar- 
chivo de  Santiago  de  la  Laguna,  que  apenas  acertaremos  con  el  hilo  de 
la  Historia  y  con  la  cronología  de  los  hechos.  Correrá  la  narración  por 
muchos  años  á  manera  de  índice,  y  sin  determinar  algunas  veces  el  tiempo 
en  que  sucedieron  cosas  bien  notables.  A  la  verdad,  este  motivo,  entre 
otros,  nos  retraía  á  los  principios  de  tomar  la  trabajosa  tarea  de  encade- 
nar las  acciones  gloriosas  de  los  operarios  de  Mainas,  y  de  ordenar  los 
principios,  los  progresos  y  los  decaimientos  de  esta  penosa  misión.  Pero 
pudo  más  con  nosotros  para  emprender  este  trabajo,  la  reflexión  de  que 
si  ahora  al  presente  son  tan  escasas  las  noticias  de  aquellos  tiempos,  en 
los  años  venideros  serían  ningunas  y  se  haría  del  todo  imposible  la  rela- 
ción de  una  conquista  espiritual  de  tanta  gloria  y  trabajo,  y  de  tanta  edi- 
ficación para  las  almas  en  quienes  reina  algún  celo  de  la  propagación 
de  nuestra  santa  fe.  Y  siendo  este  el  fin  que  tenemos  en  disponer  esto!^ 
libros,  no  se  nos  da  mucho  de  los  críticos,  que  pondrán,  sin  duda,  mil  ta- 
chas á  esta  obra.  Estaremos  sobradamente  contentos  si  acertamos  á  de- 
clarar con  palabras  llanas,  y  sin  confusión  de  los  que  las  leyeren,  lo  poco 
que  hemos  podido  rastrear  en  los  años  siguientes. 

Después  de  la  falta  de  tantos  celosos  misioneros,  cuyas  muertes  ha- 
bernos referido,  en  el  libro  antecedente  parecía  natural  que  desmayase 
el  aliento  de  los  pocos  que  quedaban  sin  la  compañía  de  sus  hermanos, 
cuando  todos  juntos  apenas  podían  asistir  á  tantos  pueblos  entre  sí  tan 
distantes,  y  varios  de  ellos  recién  establecidos.  Pero  Dios  nuestro  Señor 
á  quien  tan  fácil  le  es  salvar  por  medio  de  pocos  como  por  medio  de  mu- 


264  Misiones  del  Marañón  Español 

chos,  infundió  tanto  espíritu  en  aquella  pequeña  grey,  que  aumentándose 
su  fervor  extendieron  sus  cuidados  á  todas  las  reducciones,  sin  perder  un 
palmo  de  tierra  de  lo  conquistado,  antes  bien,  dando  nuevo  lustre  y  fir- 
meza á  la  cristiandad  del  Marañón.  Cinco  solos  eran  los  operarios  para 
veinte  pueblos,  y  era  necesario  distribuirse  de  manera  que  hiciese  cada 
uno  su  residencia  en  aquél,  desde  donde  pudiese  acudir  más  fácilmente  á 
los  anejos  que  le  tocaban.  El  P.  Lorenzo  Lucero,  superior  á  la  sazón  de 
las  misiones,  y  práctico,  cual  ninguno,  de  las  reducciones,  distancias, 
ríos  y  caminos,  señaló  para  cada  uno  de  los  partidos  al  misionero  que  le 
pareció  en  las  circunstancias  más  conveniente.  Puso  en  el  pueblo  de  los 
Oas  un  padre  que  les  había  conocido  y  tratado,  esperando  que  por  el  co- 
nocimiento que  tenía  también  de  los  Abigiras  recogería  algunos  de  éstos 
al  pueblo  mismo  de  los  Oas  y  aumentaría  el  número  de  sus  familias. 

Envió  á  los  Grayes  como  á  reducción  reciente  y  que  apenas  se  había 
formado  al  P.  Agustín  Hurtado  para  que  la  fundase  sólidamente  y  reco- 
giese las  muchas  familias  que  estaban  todavía  en  lo  interior  de  las  mon- 
tañas. El  superior  parece  que  tenía  ya  su  residencia  en  Santiago  de  la 
Laguna,  y  desde  este  pueblo  estaba  pronto  á  las  necesidades  que  ocurrían 
en  todo  el  partido  de  Guallaga,  en  donde  por  ser  muchos  los  pueblos,  era 
necesario  sujeto  práctico  y  más  versado  en  las  misiones.  Sólo  restaban 
los  PP.  Miguel  de  Silva  y  Francisco  Fernández,  de  los  cuales  uno  aten- 
día al  curato  de  Borja  y  los  tres  anejos  de  los  mainas,  y  el  otro,  á  lo  que 
pienso,  asistía  á  los  Xeveros  y  lugares  más  vecinos.  De  esta  manera,  con 
la  prudencia,  celo  y  actividad  del  superior,  se  fué  administrando  la  mi- 
sión por  algunos  años,  con  fatigas  sí  y  con  trabajo  de  los  misioneros,  pero 
sin  menoscabo  alguno.  Porque  la  doctrina  cristiana,  que  es  tarea  ordina- 
ria en  todas  las  reducciones,  era  ejercicio  de  muchachos  bien  instruidos 
en  el  catecismo  y  celosos  de  este  ministerio.  Tocaban  puntualmente  por 
la  mañana  sin  omitir  esta  diligencia  ni  un  solo  día,  y  recogida  la  gente  á 
la  iglesia,  decían  las  oraciones  acostumbradas  y  el  catecismo  en  voz  alta, 
á  que  todos  respondían;  cuando  el  padre  volvía  al  pueblo,  que  era  bien 
frecuentemente,  daban  exacta  cuenta  de  todo  sin  perdonar  á  ninguno  que 
hubiese  faltado,  y  sin  tener  en  esto,  por  decirlo  así,  respeto  ni  con  el  pa- 
dre ni  con  la  madre.  Tanta  era  la  fidelidad  que  observaban  los  misione- 
ros en  aquella  edad  tierna  y  tanto  era  el  celo  de  los  niños  por  la  instruc- 
ción de  los  grandes.  El  superior,  fuera  de  los  cuidados  de  los  pueblos  de 
su  partido,  visitaba  también,  animaba  y  consolaba  una  vez  al  año  á  todos 
los  demás  misioneros,  que  en  este  tiempo  lograban  el  reconciliarse,  y  sa- 
lían con  nuevo  esfuerzo  para  emprender  las  fatigas  y  trabajos  de  su  mi- 
nisterio El  Señor  miraba  en  este  tiempo  por  la  misión  con  particular  cui- 
dado, dando  buena  salud  á  los  padres,  paz  y  concordia  en  los  pueblos  y 
no  permitiendo  que  en  circunstancias  tan  críticas  picase  la  peste  ó  epi- 
demia en  alguno  de  ellos,  como  sucedió  poco  después. 

Esta  misma  salud  lograron  los  indios  Gayes,  y  su  misionero  el  P.  Hur- 
tado, en  medio  de  ser  la  situación  de  este  nuevo  pueblo  la  más  expuesta  á 


Libro  VI.— Capítulo  I  2G5 

enfermedades  y  epidemias;  pero  tuvo  bien  que  hacer  con  ellos  el  nuevo  ope- 
rario hasta  dar  nuev^.  forma  á  la  reducción.  Envejecidos  los  Gayes  en  sus 
antiguas  supersticiones,  criados  en  guerras  continuas  contra  otras  nacio- 
nes y  acostumbrados  al  ocio  y  á  vivir  sin  ley  alguna  más  que  la  de  su  an- 
tojo, probaron  bien  la  paciencia,  mansedumbre  y  constancia  de  su  misio- 
nero. Aun  el  hacerles  que  acabasen  sus  casas  y  que  acomodasen^  sus 
rocerías,  fué  no  poco  triunfo  para  el  padre,  que  por  no  desagradarlos  de 
haber  dejado  sus  chozas,  albergue  que  miran  con  estimación  y  no  dejan 
sin  mucha  dificultad,  procuró  traer  algunos  indios  Roamainas  que  les 
ayudasen  en  aquellas  maniobras,  y  con  su  ejemplo,  alegría  y  maña,  ani- 
masen á  los  Gayes  y  les  fuesen  aficionando  á  las  comodidades  de  vivir 
juntos  en  un  pueblo.  Salióle  bien  esta  invención  é  industria  para  la  per- 
fección de  lo  material  del  pueblo.  Restaba  lo  espiritual  y  más  necesario 
á  que  se  ordenaba  lo  primero,  y  tomó  muy  á  pechos  la  enseñanza  de  la 
doctrina  cristiana  de  donde  viene  á  las  reducciones  toda  la  forma  de 
cristiandad.  Con  los  niños  y  muchachos  era  cotidiano  como  en  las  de- 
más partes,  pero  no  apretaba  con  ella  á  los  adultos  y  viejos,  cuyos  pre- 
dicadores habían  de  ser  sus  mismos  hijos,  que  siendo  ya  cristianos  saben 
persuadir  á  sus  padres  y  mayores  la  necesidad  que  tienen  de  ser  instrui- 
dos para  el  sagrado  bautismo,  y  ellos  mismos  con  más  suavidad  van  co- 
menzando esta  obra  en  sus  parientes,  que  viéndolos  tan  versados  en  la 
doctrina  y  el  celo  que  muestran  de  comunicar  á  todos  el  bien  que  ya  po- 
seen, se  les  aficionan,  les  oyen  con  gusto  y  se  hacen  como  discípulos  de 
los  niños.  Este  medio,  que  había  probado  tan  bien  en  los  demás  pueblos, 
salió  grandemente  en  la  reducción  de  los  Gayes,  que  sin  violencia  apren- 
dían la  doctrina  cristiana  y  se  disponían  para  el  santo  bautismo. 

No  contento  el  P.  Agustín  con  dar  orden  al  pueblo,  y  con  la  ense- 
ñanza de  los  Gayes,  que  había  encontrado  en  el  sitio  en  donde  los  había 
juntado  el  P.  Zedeño,  pensó  en  aumentar  el  número  y  recoger  varias  fa- 
milias y  rancherías  de  la  nación  escondidas  en  las  montañas.  Hízolo  por 
los  medios  ordinarios,  enviándoles  algunos  donecillos  por  medio  de  los 
neófitos  y  convidándoles  á  que  viniesen  á  juntarse  con  sus  amigos  y  pa- 
rientes. Otras  veces  iba  él  mismo  en  persona,  les  hablaba  con  cariño  y  se 
ofrecía  á  servirlos  y  cuidarlos  como  un  padre  cuida  y  asiste  á  sus  mismos 
hijos.  Tenían  muy  buen  efecto  estas  industrias  de  su  celo,  porque  vi- 
viendo las  rancherías  dispersas  en  grandes  temores  y  peligros  de  los  ene- 
migos que  tenían  en  el  contorno,  fácilmente  se  reducían  á  juntarse  con 
los  demás  en  un  pueblo  en  donde  aprendían  mayor  seguridad  de  las  in- 
vasiones, y  en  caso  de  ser  acometidos,  más  fácil  la  defensa.  No  siempre 
traen  los  indios  á  los  pueblos  las  razones  divinas  que  todavía  no  com- 
prenden; vienen  muchas  veces  tirados  de  razones  humanas,  de  conve- 
niencias temporales  Pero  estas  abren  el  camino  y  les  ponen  en  estado 
de  que  oigan  las  divinas  y  se  les  predique  el  Evangelio,  sin  cuya  predi- 
cación no  entraría  la  fe  de  Jesucristo  en  sus  corazones,  porque  fides  ex 
audüw,  como  dice  el  Apóstol.  Y  así  las  disposiciones  humanas  de  los  misio- 


26.6  Misiones  del  Marañón  Español 

ñeros,  aunque  no  sean  medios  proporcionados  á  la  alteza  de  la  fe  divina 
ni  conduzcan  á  ella  positivamente,  pero  quitan  muchos  obstáculos  é  impe- 
dementos  en  los  gentiles  y  dan  lugar  á  la  predicación  que  es  el  ordinario 
medio  con  que  la  divina  providencia  les  ilumina.  Me  ha  parecido  insinuar 
esta  doctrina  inconcusa,  para  que  ninguno  piense  que,  cuando  decimos 
hallarse  estos  ó  aquellos  gentiles  en  buena  disposición  de  oir  el  Evangelio 
ó  de  abrazar  la  fe ,  se  quiere  dar  á  entender  por  estas  palabras  que  se 
halla  en  ellos  alguna  disposición  positiva  para  la  fe,  porque  ninguna  cosa 
natural  puede  arribar  á  tanto,  como  todos  saben.  Solamente  se  quiere 
dar  á  entender  que  están  en  buen  estado  para  oir  la  predicación  y  que 
se  hallan  con  menos  obstáculos  é  impedimentos  para  recibir  la  fe  que 
Dios  nuestro  Señor  infunde  misericordiosamente  y  de  su  bella  gracia  en 
los  corazones  de  los  hombres. 


CAPITULO  II 

COSE  Á  PUÑALADAS  UN  DESALMADO  MULATO  AL  P.  AGUSTÍN  HURTADO 

Los  sucesos  prósperos  ó  adversos  que  dispone  ó  permite  la  eterna 
providencia  del  Señor,  no  tienen  varias  veces  alcance  del  entendimiento 
humano,  ni  puede  el  hombre  prevenirlos  ciego  y  sin  penetrar  adonde  se 
encaminan  las  disposiciones  soberanas.  Hallábase  el  P.  Hurtado  cui- 
dando de  los  Gayes,  muy  contento  con  los  nuevos  cristianos  y  harto  bien 
hallado  con  los  muchos  catecúmenos  que  por  cinco  años  había  recogido 
su  celo  por  los  montes  vecinos.  Conocía  la  grande  afición  y  amor  entra- 
ñable que  le  tenían  los  indios  por  la  caridad  que  descubrían  en  él  y  por 
los  oficios  de  pastor  y  padre  que  á  costa  de  inmensas  fatigas  y  trabajos 
ejercitaba  con  ellos.  Estaba  tan  adherido  á  su  pueblo,  que  habiéndole 
hecho  superior  de  las  misiones,  no  le  pareció  razón  dejar  la  reducción  en 
manos  ajenas  y  fijar  su  residencia  en  Santiago  de  la  Laguna ,  en  donde 
vivían  ya  los  superiores,  como  en  lugar  más  acomodado  para  acudir  á 
todas  partes.  Quedóse  con  los  Cayes  como  con  gente  más  nueva,  y  que 
mostraba  tener  con  él  más  confianza  que  con  los  otros  misioneros  que  no 
habían  tratado;  pero  su  cuidado  se  extendía  también  á  los  demás  indios 
de  Pastaza  y  cuidaba  al  mismo  tiempo  de  los  Angeles  de  Roamainas. 
Era  ventajoso  el  sitio  de  San  Javier  de  Gayes,  porque  á  cualquiera  nece- 
sidad que  ocurriese  en  los  Roamainas,  bajaba  pronto  por  Pastaza  en  dos 
ó  tres  días,  aunque  para  volver  á  subir  á  su  pueblo  eran  menester,  como 
insinuamos,  ocho  días,  aun  cuando  la  navegación  fuese  próspera. 

Estaban  así  las  cosas  en  suma  paz  con  los  Gayes,  cuando  llegaron  al 
pueblo  dos  derrotados  mulatos  que  preguntando  por  el  superior  de  las 
misiones,  se  le  introdujeron  luego,  y  ofrecieron  al  parecer  con  buen  celo 
á  querer  asistirle  ó  á  servir  á  otros  padres,  ayudándoles  en  cuanto  pu- 


Libro  VI.— Capítulo  II  '2*57 

diesen  en  los  viajes  y  en  las  poblaciones.  El  P.  Agustín  que  era  blando 
de  condición  y  de  natural  piadoso,  les  admitió  con  buen  modo  y  les  aga- 
sajó según  su  pobreza,  ofreciéndosele  ya  desde  entonces  que  podrían  ser 
útiles  en  la  misión.  Dejóles  estar  en  casa  sin  determinar  de  su  ocupación 
y  destino,  queriendo  antes  enterarse  y  hacer  de  ellos. alguna  prueba 
oyéndoles  lo  que  decían  de  su  venida  y  de  las  partes  en  donde  habían 
estado.  Porque  en  tanta  soledad  y  poco  uso  de  hablar  el  castellano,  aun 
el  lenguaje  de  un  mulato  sirve  de  consuelo  y  hacen  buen  sonido  en  las 
orejas  las  palabras  españolas  en  boca  de  aquellos  brutos.  Llegaban  va- 
rios de  éstos  á  la  ciudad  de  Borja  y  se  les  admitía  como  á  otros  mozos,  los 
cuales  habían  servido  muy  bien  en  ocasiones  de  castigos  ó  pacificaciones 
de  indios,  para  lo  cual  era  muy  estimable,  aunque  mezclada  en  las  venas, 
cualquier  reliquia  de  sangre  española.  Cuando  lograba  un  misionero  al- 
guno de  estos  en  su  pueblo,  lo  tenía  por  grande  alivio;  y  más  cuando  en 
su  proceder  y  costumbres  imitaba  las  acciones  del  padre  y  le  ayudaba 
con  el  ejemplo  y  palabras  á  introducir  en  los  indios  la  cristiandad  y  poli- 
cía. Tales  fueron  los  que  acompañaron  á  los  padres  Francisco  Figueroa 
y  Pedro  Suárez,  que  los  asistieron  hasta  la  muerte  y  es  de  creer  que  fue- 
sen partícipes  de  su  gloria. 

No  eran  de  esta  calidad  los  mulatos  que  aportaron  al  pueblo  de  los 
Gayes.  Al  principio  se  introdujeron  sin  ofensión  del  padre  con  los  indios, 
entraban  y  salían  de  sus  casas  con  agrado,  ayudaban  en  algunas  cosas, 
y  enseñaban  á  la  gente  algunas  industrias.  Pero  á  muy  poco  tiempo  mos- 
traron bien  ser  gente  desalmada,  y  de  aquella,  que  no  cabiendo  en  las 
ciudades  por  sus  desórdenes,  busca  su  guarida  en  los  montes.  De  amigos 
de  los  indios  pasaron  á  solicitar  por  amigas  á  sus  mujeres.  Terrible  arrojo 
en  una  nueva  cristiandad  y  ejecutado  por  hombres  que  habían  vivido 
tantos  años  entre  cristianos  viejos  y  que  debían  con  su  ejemplo  apoyar  la 
buena  conducta  del  misionero  con  quien  vivían.  Llegaron  en  pocos  días 
á  ser  el  escándalo  del  pueblo,  por  su  ruin  trato  y  comunicación  con  las 
indias.  Sentíalo  en  el  alma  y  con  extremo  el  celoso  y  ajustado  misionero 
y  no  dejó  medio  que  no  intentase  para  echar  aquellos  malvados  del  pue- 
blo. Porque  todo  lo  que  no  es  apartar  al  lascivo  de  la  ocasión  no  es  re- 
medio de  tan  mortal  contagio.  Pero  nada  pudo  conseguir  de  aquellos 
hombres  ciegos,  y  no  tenía  fuerzas  para  despacharlos,  porque  echarlos 
con  violencia  por  medio  de  los  indios  no  se  podía  ejecutar  sin  tumulto.  El 
gobernador  ó  teniente  de  Borja  estaba  muy  distante  para  acudir  á  la  ne- 
cesidad y  no  había  mucha  esperanza  de  que  atendiese  á  un  desorden 
particular  de  un  pueblo  remoto,  cuando  tantos  otros  negocios  le  ocupa- 
ban la  atención.  El  buen  padre  se  abrasaba  con  su  mismo  celo;  repetía 
continuas  amonestaciones,  añadía  reprensiones,  y  pasaba  á  las  amena- 
zas del  castigo,  haciéndoles  ver  cómo  á  él  y  á  ellos  podían  matar  fácil- 
mente los  bárbaros  mismos,  encendidos  de  la  pasión  brutal  de  los  celos. 
Pero  nada  bastaba  para  que  abriesen  los  ojos,  ciegos  con  la  pasión  tor- 
pe, ni  pudo  recabar  de  ellos  que  moderasen  siquiera  sus  arrojos  escanda- 


268  Misiones  del  Marañón  Español 

losos,  antes  los  adelantaban,  despreciando  abiertamente  los  avisos  del 
misionero. 

Afligido  sobremanera  el  angelical  padre,  no  sabía  ya  qué  hacer  con 
aquellos  endurecidos  mulatos.  Volvióse  á  Dios  en  su  dolor  y  aflicción  y 
oraba  con  mucho  fervor  por  el  remedio  de  aquellas  almas,  y  con  mayor 
ahinco  por  la  conservación  del  pueblo,  porque  le  oprimía  el  corazón 
aquel  escándalo  y  lo  mucho  que  temía  el  daño  de  los  indios  que  con  gran 
facilidad  se  podrían  alborotar,  y  una  vez  alzados,  y  retirados  á  sus  es- 
condrijos por  causa  de  algún  español,  sería  dificultosísima  su  vuelta.  De 
la  oración  volvía  á  las  amonestaciones  cariñosas  y  no  alcanzando  éstas, 
reprendía  y  amenazaba  con  el  teniente  y  los  indios.  Apretado  en  una  de 
de  estas  ocasiones  por  todas  partes  uno  de  los  mulatos,  ciego  y  fuera  de 
sí  con  su  lasciva  embriaguez,  se  resolvió  al  terrible  sacrilegio  de  quitar 
la  vida  al  misionero,  fieramente  encarnecido  contra  su  celo.  Acometióle 
una  mañana  con  un  puñal  en  la  mano  y  arrojándose  á  él  con  increíble 
ceguera  le  atravesó  el  cuerpo  muchas  veces  sin  acabar  de  saciar  su 
furia  endemoniada  y  abrió  puerta  franca  para  que  saliese,  holocausto  de 
la  castidad,  el  alma  del  bendito  padre  que,  dejando  pocos  minutos  des- 
pués las  fatigas  de  esta  vida  mortal,  consiguió  con  la  pérdida  de  ella  el 
remedio  que  deseaba  para  el  pueblo,  librándolo  de  tan  malos  habita- 
dores. 

Fué  sentido  el  delincuente  de  algunos  indios  por  el  ruido  de  su  san- 
griento destrozo,  y  buscando  á  su  padre  los  muchachos  que  le  asistían  le 
hallaron  desangrado  y  expirando  ya  con  señales  de  entregar  pacífica- 
mente su  espíritu  en  manos  de  su  Criador .  Asustados  con  aquel  espec- 
táculo tan  compasivo,  dieron  gritos  y  empezaron  á  lamentarse  de  la  pér- 
dida de  su  misionero.  Presto  siguieron  á  los  niños  todos  los  indios  del  pue- 
blo; que  buscando  con  gran  dolor  pero  con  mucha  diligencia  el  agresor 
de  tan  enorme  delito,  alcanzaron  al  sacrilego,  y  le  hicieron  pedazos  con 
sus  lanzas,  cuando  acaso  no  había  expirado  el  misionero.  Así  suele  cas- 
tigar la  divina  justicia  donde  no  alcanza  la  humana.  El  otro  mulato  pa- 
rece que  fué  en  escapar  más  afortunado,  acaso  porque  no  se  precipitó  en 
el  abismo  de  delitos  de  su  desdichado  compañero.  Asustados  los  Gayes 
con  la  muerte  sangrienta  de  su  querido  padre,  enviaron  con  diligencia 
algunos  indios  á  las  demás  reducciones  con  tan  pesada  nueva,  los  cuales 
bajando  por  el  río  Pastaza  toparon  con  el  P.  Miguel  de  Silva  á  quien 
comunicaron  con  lágrimas  la  tragedia  que  acaba  de  suceder  en  su  pue- 
blo. Atónito  el  P.  Silva  de  la  ingratitud,  escándalo  y  sacrilegio  del  cris- 
tiano viejo,  y  lastimado  con  la  muerte  de  su  superior  en  tanta  falta  de 
operarios,  se  partió  sin  tardanza  hacia  los  Gayes.  Quisiera  ir  volando, 
temiendo  el  daño  que  se  podía  seguir  en  aquella  cristiandad,  pero  las 
corrientes  del  río  no  le  permitían  el  cumplimiento  de  su  deseo.  Llegó 
como  pudo  al  pueblo  después  de  varios  días,  y  halló  enterrado  el  cuerpo 
del  P.  Hurtado  en  su  misma  iglesia  por  mano  de  los  muchachos  de  la 
doctrina  que  atendían  al  oficio  de  sacristanes.  Hízole  el  padre  sus  exe- 


Libro  Vi.— Capítulo  II  269 

quias  y  le  aplicó  varios  sufragios,  porque  fuera  de  ser  su  hermano  y  su 
superior,  era  también  condiscípulo  con  quien  había  vivido  en  un  mismo 
colegio  y  estimado  por  su  amable  trato  y  porte  ajustado. 

Fué  natural  el  P.  Agustín  Hurtado  de  Panamá,  hijo  de  padres  no 
bles.  Entró  en  la  Compañía  en  la  ciudad  de  Santa  Fe,  y  fué  uno  de  los 
que  llegaron  á  Quito  con  el  P.  Pedro  Suárez,  el  año  de  61,  para  tener 
allí  sus  estudios;  sujeto  muy  virtuoso,  recogido  y  devoto,  de  particular 
humildad,  de  mucho  trato  con  Dios,  pobre  de  espíritu,  rendido  y  obedien- 
te; tan  puro  como  recatado,  muy  celoso  de  ganar  almas  á  que  se  dedicó 
desde  que  se  ordenó  de  sacerdote,  pasando  á  vivir  y  á  morir  en  las  mi- 
siones del  Maráñón  como  logró  su  dicha,  con  visos  de  muerte  desgracia- 
da, pero  muy  preciosa  en  los  ojos  de  Dios  á  los  diez  y  siete  años  de  reli- 
gioso y  treinta  y  nueve  de  edad,  bien  logrados  en  su  ajustamiento  y  en 
religiosas  virtudes.  De  esta  manera  premió  el  Señor  con  una  misma  co- 
rona y  en  defensa  de  la  castidad  á  los  dos  estudifintes  que  trajo  de  Santa- 
Fe  á  Mainas,  por  ser  los  dos  tan  parecidos  en  el  amor  de  esta  virtud  y  en 
el  celo  de  que  todos  la  conservasen. 

El  P.  Miguel  de  Silva,  viendo  á  los  Gayes  tan  sentidos  con  la  muerte 
desgraciada  de  su  misionero,  y  que  suspiraban  por  el  consuelo  de  tener 
otro  padre  que  los  asistiese  y  doctrinase,  se  determinó  á  quedar  en  el 
mismo  pueblo  muy  consolado  de  la  buena  fe  y  ánimo  sosegado  de  los  in- 
dios; y  enviando  aviso  al  padre  más  antiguo  que  era  el  P.  Lucero,  y  de- 
bía entrar  en  el  oficio  de  superior,  para  que  tomase  las  providencias  que 
le  parecieran  necesarias,  comenzó  á  ejercitar  con  los  Gayes  ios  mismos^ 
oficios  de  pastor  y  padre  que  había  ejercitado  el  P.  Agustín  Hurtado. 
Vióse  bien  apurado  el  superior  cuando  supo  lo  sucedido  en  San  Xavier  de 
los  Gayes,  porque  el  misionero  de  los  Gas  había  muerto  en  su  pueblo,  y 
el  P.  Miguel  Silva  era  necesario  para  su  partido  y  no  podía  quedar  en  el 
pueblo  de  los  Gayes,  sin  hacer  mayor  falta  en  las  otras  reducciones  que 
estaban  á  su  cargo.  En  estas  circunstancias  tan  críticas  á  la  misión,  se 
reconoció  un  rasgo  bien  particular  de  la  divina  Providencia.  Acababa  de 
llegar  al  colegio  de  Quito  un  padre  de  casi  sesenta  años  y  lleno  de  acha- 
ques, más  á  propósito  para  el  descanso  en  uno  de  los  colegios  que  para 
las  fatigas  de  una  misión.  Llamábase  Pedro  de  Cáceres  y  cuando  al  pa- 
recer de  los  hombres  estaba  ya  para  dejar  las  armas  de  la  mano,  por 
haber  misionado  en  otros  sitios,  puso  Dios  en  él  una  vocación  tan  eficaz, 
á  las  misiones,  que  nada  fué  bastante  para  detenerle.  No  contradijo  á 
ella  el  superior  de  la  provincia  como  parecía  regular  ó  no  necesario^ 
porque  el  Señor  que  llamaba  al  P.  Pedro,  y  quería  servirse  de  él  en  las 
misiones,  supo  disponer  al  superior  para  que  le  diese  la  licencia.  Habida 
ésta,  dispuso  luego  el  anciano  misionero  su  viaje  por  el  camino  de  loa 
Baños  y  llegó  felizmente  á  las  misiones  en  el  año  de  1679,  en  que  por 
muerte  del  P.  Hurtado  no  sería  fácil  sin  él  sostener  las  reducciones. 

Adoró  el  superior  de  las  misiones  la  disposición  soberana;  y  alegre 
con  tan  oportuno  socorro,  ordenó  las  cosas  de  manera  que  no  faltase  mi- 


270  Misiones  del  Marañón  Español 

sionero  en  los  varios  partidos.  Puso  al  anciano  padre  que  acababa  de  lle- 
gar en  el  pueblo  de  los  Xeveros,  gente  antigua  y  hecha  ya  á  las  prácti- 
cas de  la  misión,  dejando  también  á  su  cargo  otros  tres  pueblos  depen- 
dientes de  los  Xeveros-  Envió  á  los  Gayes,  acreedores  por  su  buen  porte 
de  sacerdote  propio,  al  P.  Juan  Fernández  que  había  de  trabajar  tan 
gloriosamente,  como  veremos,  en  aquella  nación.  Lo  restante  de  la  mi- 
sión tomó  á  su  cargo  el  superior,  dando  una  parte  de  ella  al  P.  Miguel  de 
Silva,  que  á  lo  que  juzgo  no  gozaba  ya  en  aquel  tiempo  de  mucha  salud 
y  por  esto  no  pudo  perseverar  con  los  Roamainas  y  Gayes,  después  del 
P.  Hurtado.  De  esta  manera  dispuso  las  cosas  el  P.  Lorenzo  Lucero,  y 
debieron  correr  las  cosas  por  algunos  años  en  que  apenas  tenemos  noti- 
cias, fuera  de  una  carta  que  hemos  hallado  de  un  misionero  y  un  infor- 
me que  de  la  misión  hace  otro. 


CAPITULO  III 

cuidados  y  empleos  del  P.  JUAN  FERNÁNDEZ  EN  EL  PUEBLO 

DE  LOS  GAYES 

Entró  el  P.  Juan  Fernández  al  pueblo  de  San  Xavier  en  el  año  de  1677. 
Cuáles  fuesen  sus  trabajos,  temores  y  sobresaltos  con  esta  nueva  nación, 
cuáles  sus  achaques  y  enfermedades  y  cuáles  las  contradicciones  del  ene- 
migo común  del  género  humano,  Dios  nuestro  Señor,  fidelísimo  en  sus 
promesas  y  liberalísimo  en  galardonar  los  servicios  y  méritos  de  sus  sier- 
vos, lo  tendrá  escrito  todo  en  el  libro  de  la  vida.  Nosotros  solamente  po- 
demos mostrar  algo  de  lo  que  acerca  de  esto  escribe  el  misionero  en  una 
carta  familiar  al  viceprovincial  de  Quito:  en  ella  declara  la  ocupación 
en  que  se  hallaba,  los  peligros  en  que  se  veía,  el  desamparo  á  que  estaba 
reducido,  las  contradicciones  que  experimentaba  del  demonio  y  lo  mucho 
que  los  indios  le  querían  y  amaban  en  tanta  soledad  viéndole  cercado  de 
peligros.  La  carta  en  que  representa  sus  temores  y  trabajos  y  en  que 
muestra  su  caridad  y  celo  con  sus  hijos,  toda  ella  respira  soledad  y  des- 
amparo, y  es  como  sigue: 

«Mi  padre  viceprovincial  Gaspar  Vivas.  Una  de  V.  R,  su  fecha  á  24 
de  Febrero  de  1669,  recibí  en  Borja,  y  ahora  respondo  á  ella  desde  esta 
reducción  de  San  Xavier  de  Gayes,  donde  me  hallo,  deseoso  de  saber  de 
la  salud  de  V.  R.,  la  cual  quiera  nuestro  Señor  sea  tan  cumplida  como 
éste  su  humilde  hijo  de  V.  R.  le  desea.  La  mía  fluctúa  cada  día  con  tor- 
mentas ó  tormentos  de  mil  achaques  que  me  ocasionan  la  soledad,  los  ca- 
lores y  destemples  de  las  montañas.  Sin  embargo,  al  presente  (sea  Dios 
loado),  me  hallo  con  alguna  bonanza  y  con  mil  deseos  que  V.  R.  me  mande 
como  á  suyo,  pues  soy  su  hijo.  Lo  que  rendidamente  suplico  á  V.  R.  amore 
Dei  es  no  se  olvide  de  encomendarme  á  nuestro  Señor  en  sus  santos  sacri- 


Libro  VI.— Capítulo  III  '271 

ficios  y  oraciones,  que  las  necesito  grandemente,  porque  estoy  á  pique  de 
dar  la  vida  en  manos  de  enemigos  infieles  que  tienen  rodeado  y  cercado 
el  pueblo  donde  estoy,  y  como  hombre  temo  la  muerte.  Son  indios  muy 
belicosos,  y  aunque  los  de  éste  lo  son  también,  son  pocos  y  los  enemigos 
circunvecinos  muchos;  eji  recurso  al  teniente  ninguno,  pues  habiéndole 
escrito  el  aprieto  en  que  me  hallaba,  y  que  necesitaba  de  su  ayuda,  me 
respondió  tenía  otras  cosas  á  que  acudir  y  que  no  podía;  cúmplase  la  vo- 
luntad de  Dios. 

»Los  indios  me  quieren  tanto,  que  dicen  darán  por  mi  las  vidas;  es 
gente  la  mejor  que  he  hallado  en  todas  las  misiones,  gente  muy  apacible, 
muy  queredora  de  los  padres  y  españoles,  muy  dóciles  y  deseosos  de  su 
bien  eterno.  ¿Hasta  cuándo,  me  dicen,  padre,  hemos  de  ser  gentiles?  Bautízanos, 
que  queremos  ser  hijos  de  Dios.  Pero  yo  les  doy  muy  buenas  esperanzas  di- 
ciendo ser  conveniente  primero  saber  la  doctrina  cristiana,  á  que  acuden 
mañana  y  tarde  al  son  de  bobona  en  la  iglesia  por  falta  de  campana. 
Muchos  tengo  ya  bautizados,  principalmente  criaturas,  á  quienes  sus 
madres  traen  á  porfía  á  la  iglesia  á  que  los  bautice,  no  sin  gran  con- 
suelo mío  por  haberme  puesto  Dios  en  tierra  tan  fecunda,  donde  aunque 
indigno  é  inútil  pueda  con  su  divina  gracia  coger  frutos  muy  abundantes, 
como  se  van  cogiendo,  á  pesar  del  común  enemigo  que  lo  pretende  estor- 
bar, ya  con  halagos,  ya  con  amenazas. 

A  un  indio  á  quien  había  enviado  á  que  me  buscase  de  comer,  se  le 
apareció  el  demonio,  y  quitándole  la  caza  que  traía,  le  dejó  el  temor  que 
cobró  de  verle  tan  mortal,  que  juzgué  moriría  luego;  catequícele  como 
pude,  y  lo  bauticé.  Fué  cosa  maravillosa  que  luego  se  le  quitó  el  temor. 
A  un  muchacho  que  me  asistía  en  casa  se  le  apareció  también  el  demo- 
nio, llevóle  lejos  por  el  bosque  y  se  le  mostraba  muy  amigable  agasaján- 
dole y  dándole  á  comer  caza  del  monte  que  á  soplos  derribaba,  y  me- 
tiéndola debajo  del  brazo  la  sacaba  cocida.  Viendo  el  muchacho  en  el 
demonio  esta  facilidad  que  en  sus  parientes  no  veía,  le  cobró  tal  amor, 
que  aunque  lo  cogieron  y  refirió  lo  dicho,  se  volvió  á  huir  sin  que  haya 
parecido  hasta  ahora.  Una  noche  lloró  ó  aulló  un  perro  que  tenía  á  la 
puerta  de  mi  rancho,  dando  indicios  de  que  veía  alguna  ^osa  de  espanto; 
salí  á  conjurar  por  si  acaso  era  el  demonio,  y  debía  de  ser,  porque  por 
virtud  del  conjuro  se  ha  desaparecido  de  suerte  que  no  ha  vuelto  más. 

Una  noche,  como  á  las  seis  y  media,  estando  á  la  puerta  de  mi  ran- 
cho enseñando  á  cantar  la  misa  de  la  Virgen  Nuestra  Señora  á  unos  mu- 
chachos, y  entre  ellos  al  curaca  ó  cacique  y  un  mozo  que  me  asiste,  vi 
salir  detrás  de  una  cordillera  que  está  á  la  mano  izquierda  de  este  pue- 
blo una  gran  llamarada  de  fuego  como  si  el  monte  se  quemara.  Avisó- 
les espantado  sobremanera  para  que  lo  viesen;  levantáronse  á  ver  el 
prodigio;  fué  creciendo  delante  de  todos  la  llama,  que  duraría  como  un 
cuarto  de  hora,  y  luego  se  fué  apagando.  Alborotóse  todo  el  pueblo,  y 
cogiendo  sus  armas  estuvimos  todos  en  vela  toda  la  noche,  porque  los  indios 
juzgaron  que  vendrían  los  enemigos.  Fué  Dios  servido  que  no  vinieron; 


272  Misiones  del  Marañón  Español 

pero  estamos  siempre  con  el  temor  de  que  vendrán,  y  yo  espantadísimo 
de  haber  visto  semejante  prodigio. 

Muchas  cosas  semejantes  á  estas  han  sucedido  que  por  no  cansar  á 
V.  R.  las  dejo.  Tres  cometas  se  aparecieron  en  menos  de  dos  meses  en 
estas  partes.  Las  reducciones  todas  del  río  Guallaga  y  del  río  Apena  han 
padecido  muchas  pestes  y  ha  habido  mucha  mortandad.  V.  R.,  como  be- 
nefactor y  padre  de  estas  misiones,  las  encomiende  á  Dios,  y  juntamente 
el  alma  de  mi  madre,  que  he  tenido  cartas  de  España  en  que  me  avisan 
mis  parientes  ha  muerto.  No  tengo  de  quién  valerme,  sino  de  V.  R.,  á 
quien  he  tenido  siempre  en  lugar  de  padre,  de  quien  he  recibido  mucha 
caridad  y  espero  recibirla  en  esta  ocasión,  y  con  esta  confianza  me  atre- 
vo á  suplicar  á  V.  R.  se  sirva  de  decir  algunas  Misas,  que  será  obra  muy 
afecta  á  Dios  nuestro  Señor,  quien  guarde  á  V.  R.— De  este  San  Xavier 
de  Gayes,  20  de  Mayo  de  1681.— De  V.  R.  hijo  en  Cristo  muy  rendido, 
Francisco  Fernández  de  Mendoza.» 

Esta  es  la  carta  del  misionero  de  los  Gayes,  escrita  con  tanto  candor 
y  ley  al  viceprovincial  de  Quito.  En  ella  descubre  el  grande  amor  que  le 
profesaban  los  Gayes,  su  condición  dócil  y  apacible  y  el  deseo  que  tenían 
de  hacerse  todos  cristianos.  Pues  esta  mudanza  tan  extraordinaria  toda 
era  fruto  de  la  religión  y  conquista  espiritual  del  Evangelio  de  Jesu- 
cristo. Porque  esta  misma  es  aquella  nación  temible  y  belicosa  que  dio 
tanto  que  hacer  á  otras,  cometiendo  en  el  río  Pastaza  innumerables  hos- 
tilidades. Esta  es  la  que  puso  los  años  atrás  álos  españoles  mismos  en 
tanto  terror  y  espanto.  Esta,  finalmente,  á  la  que  entró  con  tanto  temor 
y  recelo  el  P.  Sebastián  Zedeño,  y  armado  de  la  confianza  en  Dios,  pudo 
reducir  á  que  un  golpe  de  ella  se  redujese  á  población.  Y  ahora  con  las 
suaves  máximas  del  Evangelio  y  con  el  trato  blando  y  apacible  de  los 
misioneros,  parecen  unas  ovejas,  corderitos  ó  polluelos,  los  que  andaban 
sueltos  como  ciervos,  fieros  como  los  tigres  y  sangrientos  como  jabalíes 
por  aquellas  espesas  montañas,  haciendo  tantas  carnicerías,  cuantas 
eran  las  personas  que  se  les  presentaban.  Así  amansa  las  fieras  más  te- 
rribles la  gracia  de  la  vocación  al  cristianismo,  y  el  conocimiento  de  la 
ley  de  Dios  ablándalos  corazones  más  bárbaros,  que  en  vez  de  sus  jun- 
tas escandalosas,  borracheras  obscenísimas  y  griterías  intolerables,  se 
juntan  al  rededor  del  misionero  para  aprender  á  oficiar  la  santa  Misa  y 
cantar  las  alabanzas  á  María  Santísima,  que  resonarían  en  aquellos 
montes  y  concavidades,  y  serían  de  tanto  gozo  á  los  ángeles  como  de  te- 
rror al  infierno. 

No  faltaban  enemigos  del  abismo  que  en  forma  visible  combatían  la 
reducción,  pero  cedían  á  las  armas  de  la  Iglesia,  y  el  Señor  contenía  á 
los  muchos  gentiles  para  que  no  se  sorbiesen  á  los  nuevos  cristianos. 
Porque,  á  la  verdad,  eran  tantos,  que  sin  particular  providencia  de  su 
majestad  no  parece  que  podría  durar  mucho  tiempo  la  reducción  de  los 
Gayes.  El  superior  de  las  misiones,  que  corrió  aquellas  travesías,  ase- 
gura en  un  informe  que  había  siete  provincias  desde  los  Gayes  y  Roa- 


Libro  VI.— Capítulo  IV  273 

inainas  que  se  podían  ir  ganando  para  Jesucristo  si  hubiese  misioneros 
bastantes  para  la  conquista.  Dice  que  una  de  ellas  es  la  de  los  verdade- 
ros y  más  copiosos  Coronados  que  hablan  la  misma  lengua  de  los  ya  redu- 
cidos, por  cuyo  medio  no  sería  difícil  atraerlos.  Que  otra  se  llama  de  Ta- 
roqueos,  y  más  numerosa,  porque  arriba  á  seis  mil  almas,  que  entienden 
también  la  lengua  de  los  primeros.  Que  la  tercera  provincia  es  de  los  Za- 
paras, que  se  continúa  inmediatamente  con  otras.  Y  concluye  que  todas 
estas  tendrán  como  diez  mil  almas,  sin  meter  en  esta  cuenta  la  provincia 
de  los  Abigiras  que  se  extiende  por  el  río  Curaray,  y  con  la  comunica- 
ción y  trato  por  aquellos  ríos  se  habían  dilatado  por  setenta  rancherías. 
Entre  un  número  tan  crecido  de  enemigos,  se  hallaba  el  P.  Juan  Fernán- 
dez con  su  pequeña  grey,  tan  lejos  de  abandonarla,  que  en  el  mismo  año 
de  la  fecha  de  su  carta,  salió  á  Quito  con  cincuenta  indios  Gayes,  entre 
los  cuales  iba  también  el  cacique  del  pueblo ,  é  hizo  una  entrada  en  la 
ciudad  con  aquella  manada  de  corderos  de  Jesucristo,  como  en  otro 
tiempo  la  hizo  con  sus  Cocamas  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz,  y  volvió 
con  ellos  al  pueblo  de  San  Xavier,  confirmados  todos  por  el  señor  obispo, 
agasajados  de  los  cristianos  y  cargados  de  dones  y  presentes  que  les  ofre- 
cieron á  porfía  en  la  ciudad. 

Pudo  el  P.  Fernández  hacer  este  largo  viaje  con  los  suyos,  por  haber 
gozado  de  salud  en  este  tiempo  las  reducciones  de  Pastaza  y  no  haberse 
comunicado  á  este  río  la  cruel  peste  que  añigió  sobremanera  á  los  pue- 
blos de  Guallága,  como  insinúa  en  su  carta.  Pero  la  grande  mortandad 
que  ocasionó  la  peste  en  muchísimos  pueblos,  los  trabajos  y  fatigas  del 
misionero  que  se  halló  solo  en  tantas  necesidades  y  miserias  y  los  buenos 
efectos  que  se  siguieron  después  de  un  azote  que  asoló  á  tantas  familias, 
lo  veremos  en  el  capítulo  siguiente,  en  donde  oiremos  de  boca  del  mismo 
padre  que  se  halló  en  tantas  apreturas,  cómo  el  misericordiosísimo  Señor, 
Padre  de  toda  consolación,  le  consolaba,  esforzaba  y  animaba  en  su  des- 
amparo, para  que  acudiese  á  todas  partes  y  no  faltase  en  su  asistencia  á 
ninguno  de  los  muchos  pueblos  y  no  poco  distantes  que  estaban  á  su 
cargo. 


CAPITULO  IV 

INFORME  EXACTO  DEL  P.  LUCERO  AL  P.  VICEPROVINCIAL  DE  QUITO  SOBRE 
EL  ESTADO  DE  LAS  MISIONES  Y  RELACIÓN  SINCERA  DE  LA  PESTE  DE  GUA- 
LLÁGA EN  EL  AÑO  1681. 

Habiendo  el  P.  Lorenzo  Lucero,  como  superior  de  las  misiones,  visi- 
tado todos  los  pueblos  de  ellas,  y  puesto  en  la  ciudad  de  Borja  al  P.  Juan 
Jiménez  que  trajo  el  Señor  con  particular  destino  para  que  supliese  en 
su  empleo  al  P.  Miguel  de  Silva  que  acababa  de  morir,  dispuso  en  forma 
de  carta  un  informe  de  la  misión,  que  da  mucha  luz  á  lo  que  sucedió  en 

18 


274  MisiONKS  DEL  Marañón  Español 

aquellos  tiempos  en  las  reducciones  de  Mainas,  y  es  el  único  instrumento 
que  nos  ha  quedado  para  continuar  esta  Historia.  Creo  que  se  agradará 
el  lector  de  leer  por  sí  mismo  las  cláusulas  del  superior  á  su  vicepro- 
vincial,  en  que  le  refiere  sus  trabajos  con  admirable  candor  de  esta 
manera: 


«Mi  padre  viceprovincial: 

La  carta  que  V.  R,  se  sirvió  de  escribirme  desde  Latacunga,  recibí  en 
estas  márgenes  del  Marañón,  y  luego  al  punto  visité  como  superior  las 
misiones.  Puse  en  los  Roamainas  (que  pertenecían  á  los  Gayes),  al  padre 
Francisco  Fernández  en  lugar  del  P.  Miguel  de  Silva,  difunto  en  Jaén  de 
Braeomoros,  cuya  noticia  dio  ya  por  mi  orden  á  V.  R.  el  P.  Juan  Jimé- 
nez, á  quien  tengo  puesto  por  cura  de  San  Francisco  de  Borja,  donde 
cuida  de  tres  pueblos  de  Mainas,  San  Luis  Q-onzaga,  Nuestro  P.  San  Ig- 
nacio y  Santa  Teresa  de  Jesús.  El  P.  Francisco  Fernández,  además  de 
cuidar  del  pueblo  de  los  Santos  Angeles,  de  Roamainas,  cuida  de  San 
Francisco  Xavier  de  Gayes.  El  P.  Pedro  Ignacio  de  Cáceres,  cuida  del 
pueblo  de  la  Limpia  Concepción  de  Xeveros  y  de  otros  tres,  como  son 
Chayabitos,  Muniches  y  Paranapuras. 

Yo  estoy  en  la  Laguna,  donde  tengo  tres  naciones  juntas,  como  son 
Ucayales,  Xitipos,  Chepeas,  con  nombre  de  Santa  María  de  Ucayale  y 
Santiago  de  Xitipos  y  Chepeas.  Tengo  también  á  mi  cargo  tres  días  río 
arriba  y  á  lengua  del  agua,  otras  cuatro  reducciones,  como  son  Santa 
María  de  Guallaga,  San  José  de  Maparinas,  nuestro  P.  San  Ignacio 
de  Maroyunas  y  San  Estanislao  de  Otanavis.  Tengo  también  de  gente  de 
tierra  en  distancia  de  un  día  tres  pueblos  como  San  Lorenzo  mártir,  de 
Tibilos,  San  Xavier  de  Chamicuros  y  San  Antonio  Abad  de  Agúanos. 
Estos  últimos  pueblos  visito  en  muía,  porque  los  caminos  son  llanos  y 
tiesos,  aunque  siempre  debajo  de  árboles,  por  ser  todo  esto  bosque  espe- 
sísimo; que  aun  los  pueblos  gozan  sólo  de  aquel  despejo  que  les^da  la  im- 
portunidad de  las  hachas  y  machetes,  y  es  tanto  el  vicio  de  la  tierra,  que 
á  seis  meses  de  descuido  están  los  pueblos  sin  forma  de  pueblos,  porque 
la  infinita  ramazón  del  selvaje  nuevo,  los  encubre  de  forma,  que  parece 
se  han  desaparecido. 

Las  comodidades  que  tenemos  por  acá  son  solamente  tener  por  cierto 
se  salvan  muchos  de  estos  bárbaros,  que  parece  dijo  de  ellos  David  ha- 
blando con  Dios:  Homines  et  jumenta  salvahis,  Domine.  Son  estos  indios,  ani- 
males estólidos  sin  gobierno,  porque  jamás  reconocieron  príncipe.  Man- 
dan los  hijos  á  sus  padres,  los  agravian  y  hieren.  Matan  sus  hijos  unas 
veces  porque  nacen  mujeres  y  no  varones  á  que  más  se  inclinan:  otras 
veces  porque  la  mujer  tuvo  pereza  de  criar  su  hijo  que  esta  es  la  razón 
que  dan,  cuando  las  reprendemos.  El  modo  de  matar  las  criaturas  es 
meterlas  vivas  en  unos  agujeros  que  hacen,  donde  los  ahogan  echándoles 
ceniza  encima,  muy  despacio  en  que  fundan  la  piedad  maternal,  pues  á 


Libro  VI.— Capítulo  IV  275 

no  ser  madre  del  infiínte  la  que  ejecuta  la  muerte  dicha,  sino  mujer  ex- 
traña, con  cogerla  por  un  pie  y  echarla  al  río,  y  reir  mucho,  está  todo 
hecho.  Cuando  muere  alguno  de  enfermedad,  dicen  lo  hechizaron,  por- 
que entre  éstos  la  muerte  no  es  natural  sino  casual,  causada  de  maleficio 
de  otro  á  quien  ellos  tienen  por  mohán.  Decirles  que  statutum  est  hominibus 
semel  mori  [que  está  establecido  que  los  hombres  mueran  una  sola  vez)^  es  hablar- 
les en  jerigonza.  Pedirles  los  cuerpos  muertos  para  enterrarlos  en  la 
iglesia  es  darles  una  lanzada;  y  aunque  entierro  muchos  en  la  iglesia  á 
que  asisto  con  rigor,  á  una  vuelta  de  cabeza  hallo  muchos  enterrados  en 
sus  casas.  Otros  hay  que  ni  en  la  iglesia  ni  en  sus  casas  los  entierran 
porque  dicen  es  lástima  que  á  sus  parientes  se  los  haya  de  comer  la  tie- 
rra, con  que  los  descuartizan  como  á  carneros;  y  entre  todos  los  deudos 
se  los  comen.  Los  huesos,  muy  bien  asados,  los  muelen,  y  revueltos  en  sus 
vinos  los  beben  con  grande  llanto.  Hacen  luego  una  grande  borrachera 
que  dura  ocho  días  donde  beben,  se  embriagan ,  se  tiznan  con  xagua  y 
lloran  sus  difuntos  con  grandes  alaridos. 

En  muchos  tiene  ya  otra  forma  la  nueva  cristiandad;  porque  nuestro 
Señor  ha  sido  servido  de  mirarla  con  ojos  especiales  de  piedad.  El  año 
pasado  á  principios  de  Junio  entró  la  peste  de  las  viruelas  en  los  prime- 
ros pueblos  del  río  arriba.  Llegó  aquí  la  noticia,  y  con  ella  dispuse  cinco 
procesiones,  en  que  hubo  muchas  penitencias  á  que  asistí,  predicandacon 
la  palabra  y  con  la  obra  y  haciendo  cuanto  pude  por  darles  ejemplo  de 
penitencia.  Confesaron  y  comulgaron  muchísimos  con  tal  ternura  que 
me  hacían  llorar;  pero  viendo  que  sin  embargo  de  todo  caminaba  la 
peste;  el  día  23  de  Junio  vi  setenta  y  cinco  canoas  de  gente  en  esta  la- 
guna, diciéndome  todos  desde  ella:  Retírate,  padre,  no  aguardes  la  peste  por- 
que si  la  esperas  te  ha  de  matar .  Lloraban  todos,  dando  desde  las  canoas 
grandes  gemidos,  y  añadían:  no  huimos  de  ti,  padre  amado,  sino  de  la  peste, 
porque  tú  nos  quieres  mucho,  y  ella  nos  aborrece.  A  Dios,  Cacique  tanu  papa  caque- 
re  ura  Dios  icatotanare,  que  quiere  decir:  quédate  con  Dios ,  hombre  esfor- 
zado, Dios  te  guarde,  y  te  dé  mucha  vida. 

Quedé  sin  esta  parcialidad,  como  en  un  desierto,  porque  aunque  res- 
taban las  dos  de  Chepeos  y  Xitipos,  juzgué  habían  de  hacer  lo  mismo,  y 
£Cu.n  llegué  á  sospechar  me  querían  matar  porque  en  todo  el  tiempo  de  la 
despedida,  arriba  dicha,  no  parecieron  en  el  pueblo.  Entróme  á  mi  igle- 
sia, encendí  luces  y  descubrí  á  la  Virgen  Santísima,  donde  estuve  de  ro- 
dillas mucha  parte  del  día  aguardando  se  hiciera  en  todo  la  voluntad  de 
Dios.  Como  á  las  cinco  de  la  tarde  vino  junta  toda  la  gente  restante;  sa- 
nies al  encuentro  á  la  puerta  de  la  iglesia;  eran,  como  dije,  Xitipos  y 
Chepeos.  Al  acercarme,  dijeron  todos  el  alabado  en  tono  alto  y  devoto,  y  á 
porfía  unos  por  un  lado  y  otros  por  otro  me  cogieron  las  manos,  y  me  las 
besaron.  Dijéronme  que  venían  á  hablarme.  Díjeles  que  hablasen  lo  que 
gustasen,  que  ya  les  oía  de  muy  buena  ga,nsi.— Hemos  entendido  (dijeron) 
estás  muy  pesaroso  de  haber  visto  la  facilidad  con  que  han  dejado  este  pueblo  los 
Ucayales,  habiéndolos  tú  reducido  á  él  con  tanto  trabajo,  y  ya  se  ve  tienes  razón;  pero 


27e>  Misiones  del  Marañón  Español 

áliora  deseamos  mucho  alegrarte,  y  para  esto  te  ofrecemos  nuestra  compañía,  aunque 
haya  de  venir  la  peste;  pues  los. que  muriéremos,  hemos  de  subir  al  cielo,  porque  mo- 
riremos creyendo  en  Dios,  y  doliéndonos  mucho  de  haberle  ofendido.  Los  que  Dios 
quisiere  que  escapemos,  estamos  aparejados  á  rastrear  los  retirados,  y  traértelos 
otra  vez. 

Con  este  razonamiento  quiso  Dios  consolarme.  Visité  los  enfermos  de 
arriba  consolándolos,  confesándolos  y  sacramentándolos  y  bautizando  á 
muchísimos  infieles.  Entró  aquí  la  peste  y  á  una  dio  también  en  los  tres 
pueblos  de  la  tierra  adentro  y  duró  desde  Octubre  hasta  principio  de 
Mayo.  El  trabajo  que  tuve  en  asistir  á  tanto  enfermo,  casi  incapaz  de 
asistencia  por  el  pestilente  hedor  del  contagio  en  tierras  tan  sumamente 
calientes  no  es  decible,  ni  mi  intento  el  explicarlo,  dejándolo  todo  para  el 
día  del  juicio  donde  para  confusión  mía  se  verán  claramente  las  muchí- 
simas ocasiones  que  nuestro  Señor  me  ha  dado  para  servirle  y  lo  poco  ó 
nada  que  de  todo  se  ha  aprovechado  mi  alma,  pues,  como  dijo  San  Agus- 
tín, non  quam  multum  sed  quam  bene  (no  cuánto,  sino  cuan  bien).  Murieron 
muchísimos,  y  juzgo  que  todos  se  salvaron,  porque  fuera  de  confesarse  en 
sana  salud,  lo  hacían  también  cuando  les  comenzaba  el  achaque.  Los 
gentiles  tomaron  ejemplo  de  los  cristianos  y  venían  á  mí  á  bandadas,  pi- 
diéndome el  bautismo;  en  menos  de  quince  días,  sobre  asistir  á  tanto  mo- 
ribundo, instado  de  ellos  bauticé  y  puse  óleo  y  crisma  á  seiscientos  indios. 
Cuando  estos  morían  y  yo  los  enterraba,  mandaba  repicar  las  campanas, 
y  como  para  los  cristianos  antiguos  se  doblaban  dándoles  yo  la  distinción 
de  unos  á  otros,  quedó  ya  por  común  dicho  suyo  decirme:  Padre,  ya  murió 
fulano  que  no  debe  nada  y  es  fuerza  que  mandes  repicar  á  su  entierro.  Cuando  mo- 
ría de  los  cristianos  antiguos  alguno,  me  decían:  Murió  uno  que  debe  y  asi- 
roguemos  por  él  á  Dios,  y  las  campanas  dóblense;  con  que  todavía  he  tenido  co- 
yuntura para  explicarles  el  purgatorio  que  era  de  antes  imperceptible 
para  los  indios. 

Habrá  como  ocho  días  se  me  vinieron  cinco  indios  de  los  retirados  y 
me  dicen  están  los  demás  de  camino  para  venirse;  sin  embargo  de  que 
toparon  río  abajo  gran  comodidad  de  poder  vivir  sin  ley  de  Dios,  que  es 
lo  que  la  carne  tanto  aprecia.  Toparon  con  tres  pueblos  de  Omaguas,  los 
cuales  les  hicieron  mucho  agasajo.  Estos  tales  dicen  se  me  acercan  por 
miedo  del  portugués,  que  desde  la  ciudad  de  San  Luis  y  castillo  del  gran 
Para  donde  están  haciendo  rostro  al  holandés,  se  han  subido  á  la  gran 
Omagua  en  busca  de  cautivos;  asegúranme  se  me  vendrán  los  más,  que 
son  como  tres  mil  indios,  y  claro  está  que  los  trae  el  miedo  del  portugués, 
porque  á  vueltas  del  rescatar  cautivos  juzgo  les  hacen  mucho  daño.  En 
todo  este  mes  de  Junio  aguardo  aquí  la  gente  retirada  de  este  pueblo,  y 
por  Agosto  juzgo  me  vendrán  á  ver  los  Omaguas  que  he  dicho,  y  puede 
ser  conchave  yo  con  ellos,  y  se  me  pueblen  seis  días  de  esta  laguna.  Lo 
que  siento  mucho  es  no  tener  qué  darles;  porque  sin  los  dones  de  hachas 
y  cuchillos  no  se  hace  nada  y  con  ellos  se  obra  más  que  con  las  escopetas 
y  estruendos  militares.  Hoy  no  tiene  la  misión  una  libra  de  hierro,  ni  una 


LiBKO  VI.— Capítulo  IV  277 

onza  de  acero,  ya  veo  que  de  Quito  es  dificultoso  venga;  y  así  ha  cerca 
de  cuatro  años  que  no  nos  envían  una  hilacha.  Las  sotanas  son  de  manta, 
y  sobre  las  carnes  no  dejan  de  congojar,  aunque  con  mucho  consuelo  de 
entender  servimos  á  tan  Soberano  Señor:  Nudos  amat  eremus  (agradan  al 
desierto  los  desnudos),  dijo  san  Jerónimo  con  que  por  esta  parte  no  hemos 
menester  más.  Lo  que  deseamos  es ,  tener  con  qué  proseguir  nues- 
tras conquistas  espirituales,  y  por  eso  diré  á  V.  R.  en  papel  aparte  un 
medio  que  me  dieron  unos  indios  de  la  jurisdicción  de  Jaén,  distantes  de 
Borja  siete  días  solos.  Guarde  Dios  á  V.  R.  muchos  años  para  aumento 
de  estas  sus  conquistas  de  Marañen  y  Amazonas.  Laguna  y  Junio  3  de 
1681  años.  Siervo  de  V.  R.,  Juan  Lorenzo  Lucero.» 

Así  refiere  el  superior  de  las  misiones  su  trabajo  en  tanto  aprieto  y  el 
esfuerzo  que  le  daba  el  Señor  en  tantas  necesidades,  y  como  otro  Daniel 
en  el  lago  de  los  leones  estaba  cercado  de  tantos  bárbaros,  aunque  con 
recelo,  pero  sin  que  le  tocasen  al  pelo  de  la  ropa.  Que  bien  necesaria  es 
una  particularísima  protección  del  cielo,  para  que  un  hombre  solo,  sin 
escolta  ni  soldados,  pueda  vivir  por  mucho  tiempo  con  alguna  seguridad 
entre  tantos  indios  hechos  desde  su  niñez  á  no  conocer  otra  ley  que  la  de 
sus  apetitos,  y  siendo  necesario  irlos  continuamente  á  la  mano,  no  parece 
creíble  que  no  hallen  algunos  que  revuelvan  contra  el  misionero  de  quien 
pueden  deshacerse  tan  fácilmente  en  defensa  de  sus  antiguas  libertades. 
Pero  una  de  las  gracias  particulares  del  cielo  que  se  observó  siempre  en 
todas  las'tnisiones  que  han  estado  al  cuidado  de  los  jesuítas  en  la  Améri- 
ca, fué  el  imprimir  el  Señor  por  disposición  secreta  tanto  cariño  en  los 
indios  para  con  Jos  misioneros,  que  causaba  grandísima  admiración  en 
los  extraños,  no  acabando  de  entender  tanta  subordinación  y  dependen- 
cia de  unos  salvajes  (á  quien  ni  el  fuego  ni  el  hierro  de  los  soldados  podía 
domar),  de  unos  hombres  desarmados,  flacos  y  consumidos  de  trabajos, 
como  solían  ser  por  la  mayor  parte  los  padres  que  asistían  en  las  reduc- 
ciones. 

Los  que  no  conocen  en  qué  consiste  tanto  afecto  y  sujeción  como  da 
el  Señor  á  los  indios  para  bien  suyo,  juzgan  vanamente,  ó  con  error  ó  con 
temeridad  lo  que  idea  su  aprensión,  dando  á  todo  lo  que  se  dice  y  cuenta 
de  aquel  extraño  rendimiento,  el  color  de  sus  antojos.  Si  quisieran  reco- 
nocer la  causa  del  amor  de  los  indios,  hallarían  que  fuera  de  la  disposi- 
ción secreta  de  la  Providencia,  la  brújula  con  que  les  ganan  los  padres  y 
el  imán  con  que  los  atraen  es  el  tratamiento  afable  con  que  les  hablan, 
la  caridad  que  con  ellos  ejercitan,  el  saber  los  indios  mismos  práctica- 
mente que  no  les  asisten  para  quitarles  cosa,  sino  para  darles  todo  cuanto 
pueden,  favoreciéndoles  en  las  necesidades  de  cuerpo  y  alma,  mirándo- 
les como  á  prójimos,  como  á  libres,  como  á  racionales,  y  como  á  cristia- 
nos. De  donde  nace  que  los  indios  corresponden  de  su  parte  con  docili- 
dad, sujeción  y  rendimiento,  prontos  á  obedecer  á  los  padres,  á  servirlos 
y  respetarlos. 


278  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  V 

DE   LOS   GRANDES   BIENES   QUE   SACÓ   EL   SEÑOR  DE  LA    PESTE  DE 
GUALLAGA,  Y  DEL  NOMBRE  DE  LOS  PUEBLOS  DE  LA  MISIÓN 

La  piadosa  carta  del  misionero  de  Guallaga,  que  pusimos  en  el  capí- 
tulo antecedente,  daba  materia  para  muchas  reflexiones;  todas  ellas  muy 
conformes  á  un  corazón  cristiano  y  de  singular  consuelo  para  los  católi- 
cos que  tienen  en  su  corazón  el  bien  de  las  almas.  Al  presente  sólo  pon- 
dremos los  ojos  en  los  innumerables  frutos  espirituales  que  sacó  su  Ma- 
jestad de  la  referida  peste.  El  primero  fué  la  perseverancia  final  de  tan- 
tos indios,  como  arrastró  el  contagio  en  tantos  pueblos,  adonde  se  exten- 
dió la  peste,  muriendo  todos,  ó  recientemente  bautizados,  ó  fortalecidos- 
con  los  demás  sacramentos;  pues  como  afirma  con  grandísimo  gozo  el 
misionero  que  les  asistía,  murieron  muchísimos  y  juzgo  que  todos  se  sal- 
varon, porque  fuera  de  confesarse  en  sana  salud  lo  hacían  también 
cuando  comenzaba  el  achaque.  Ni  esto  debe  parecer  increíble  porque 
aun  los  gentiles  más  tercos  en  recibir  el  bautismo  cuando  viven  sanos  en 
los  pueblos,  muestran  una  docilidad  que  admira  en  la  hora  de  la  muerte 
y  claman  por  el  bautismo,  como  lo  experimentaban  bien  regularmente 
los  misioneros.  Y  es  cosa  bien  extraña  y  de  singular  consuelo,  La  persua- 
sión común  en  que  están  los  misioneros  del  Paraguay  de  que  todos  los. 
que  morían  en  los  pueblos  de  sus  misiones  se  salvaban,  cuanto  se  puede 
pensar  humanamente,  atendidas  las  circunstancias  y  disposición  de  los 
que  morían.  Y  si  esto  se  pensaba  sin  temeridad  de  los  pueblos  de  aque- 
llos nuevos  cristianos  que  hacían  una  vida  semejante  á  los  fieles  de  la 
primitiva  Iglesia,  no  me  parece  ajeno  de  la  verdad  que  afligiendo  tan 
cruelmente  la  peste  varios  pueblos  del  Marañón,  el  Señor,  que  hiere  con 
piedad  y  misericordia,  derrame  sus  copiosas  bendiciones  sobre  estos  des- 
echados indios,  y  les  previniese,  con  el  azote  que  tenían  sobre  sus  cabe- 
zas, para  una  buena  y  dichosa  muerte.  Pero  sea  lo  que  se  quiera  de  tan- 
ta generalidad  como  se  insinúa  en  el  informe,  no  hay  duda  que  la  mayor 
parte  de  los  que  arrastra  la  peste  en  aquellas  tierras  son  párvulos  que- 
no  llegan  á  los  siete  años,  y  que  los  adultos  ó  se  bautizan  en  aquel  tran- 
ce ó  si  son  cristianos  mueren  con  los  demás  sacramentos  que  piden  coii 
ansia,  y  los  padres  se  los  administran  con  toda  diligencia.  Esto  basta 
para  que  los  misioneros  den  por  muy  bien  pagados  sus  trabajos  y  fati- 
gas, dejando  á  la  divina  piedad  la  suerte  de  los  pobres  indios. 

El  segundo  fruto  de  la  peste  fué  la  frecuencia  que  se  introdujo  de  los 
sacramentos,  á  cuyas  fuentes  de  salud  y  gracia  concurrían  los  indios  á 
porfía  para  limpiarse  de  sus  culpas,  y  adquirir  fortaleza  para  resistir  á 
los  asaltos  del  común  enemigo  y  mantenerse  firmes  en  la  fe  que  habían; 
recibido.  Y  de  aquí  nació  el  tercer  fruto,  porque  los  gentiles  viendo  tanto 


Libro  VI.— Capítulo  V  279 

fervor  en  los  cristianos,  llevados  de  su  ejemplo,  instaban  por  el  bautismo; 
de  manera  que  en  pocos  días  se  bautizaron  seiscientos,  y  aunque  no  sería 
poca  fatiga  para  el  misionero  catequizar  tanta  gente  y  disponerla  para 
el  bautismo  entre  tantos  otros  cuidados  y  trabajos  de  asistir  á  tanto 
moribundo;  pero  su  corazón  lleno  de  gozo  y  contento  en  ver  que  crecía 
tanto  el  redil  de  la  iglesia  le  hacía  dulces  las  fatigas  y  sabrosos  los  tra- 
bajos. Ni  es  de  omitir  lo  que  dice  el  P.  Lucero  sobre  el  artículo  del  pur- 
gatorio, hasta  entonces  imperceptible  á  los  indios:  tanta  es  la  cortedad 
de  sus  entendimientos.  Porque  como  la  aflicción  y  el  azote  da  entendi- 
miento, llegaron  á  entender  perfectamente  en  esta  ocasión  lo  que  la  fe 
nos  enseña  en  esta  materia,  adelantándose  ellos  mismos  á  decir  cuándo 
se  debían  doblar  las  campanas  y  cuándo  repicar,  tomando  lo  primero 
por  señal  de  las  deudas  que  podían  tener  los  cristianos  viejos  por  los  pe- 
cados cometidos  después  del  bautismo,  que  si  bien  se  borran  cuanto  á  la 
culpa  en  el  sacramento  de  la  penitencia  pero  no  en  cuanto  á  la  pena, 
por  lo  cual  se  ha  de  satisfacer  á  penar;  y  entendiendo  por  lo  segundo 
que  en  el  bautismo,  perdonados  los  pecados  á  culpa  y  pena,  no  dejan 
deuda  alguna  en  el  bautizado. 

El  otro  fruto  fué  el  arraigarse  más  en  la  fe  los  Xitipos  y  Chepeos,  re- 
sueltos á  morir  con  su  misionero,  en  la  persuasión  de  que  si  morían  de  la 
peste  en  compañía  de  su  padre  habían  de  subir  al  cielo  á  gozar  dicho- 
samente de  la  eterna  bienaventuranza,  porque  morirían  creyendo  en 
solo  Dios,  que  no  puede  faltar  en  sus  promesas,  y  doliéndose  mucho  de 
haber  ofendido  á  tan  buen  Señor,  por  cuyo  amor  se  ofrecían  á  buscar  y 
recoger  á  los  Ucayales  retirados,  si  el  Señor  les  concedía  la  gracia  de  que 
escapasen  algunos  de  la  peste.  El  último  fruto,  y  que  menos  se  esperaba, 
fué  la  reducción  de  los  Omaguas.,  nación  generosa  y  la  más  culta  ó  rae- 
nos  bárbara  de  todas  las  que  se  descubrieron  en  el  río  Marañen.  Porque 
habiendo  dado  albergue  y  buen  hospedaje  á  los  Ucayales  huidos  de  Gua- 
Uaga,  tuvieron  ocasión  de  informarse  de  ellos  en  todas  las  cosas  pertene- 
cientes á  su  pueblo  de  Santiago,  supieron  el  modo  que  tenían  de  vivir 
unidos  con  otras  naciones  y  cómo  tenían  en  su  reducción  un  padre  misio- 
nero que  les  cuidaba  y  asistía  en  las  cosas  temporales  y  les  enderezaba 
en  las  costumbres,  enseñándoles  el  culto  del  Dios  verdadero,  criador  de 
cielos  y  tierra,  y  que  al  fin  de  la  vida  premiaba  ó  castigaba  á  cada  uno  de 
los  hombres,  conforme  á  sus  obras  buenas  ó  malas.  Estas  pláticas  de  los 
Ucayales  con  sus  huéspedes  fueron  la  ocasión  primera  que  tuvieron  los. 
Omaguas  para  entrar  en  deseos  de  conocer  al  misionero  y  de  ponerse  en 
sus  manos,  particularmente  viendo  el  grande  amor  que  le  tenían  los  Uca- 
yales, pues  por  vivir  en  su  compañía  dejaban  aquellas  tierras  abundan- 
tes de  todo  género  de  frutos  y  se  volvían  á  su  antiguo  establecimiento,  en 
donde  era  mucha  la  escasez  y  en  varías  ocasiones  la  miseria. 

Todos  estos  frutos  y  otros  muchos  trajo  consigo  la  peste  que  hizo  tanto 
destrozo  en  el  pueblo  de  Santiago  y  en  los  demás  del  mismo  partido,  los 
cuales  en  este  tiempo  habían  mudado  en  parte  los  primeros  nombres,  ó 


280  Misiones  del  Makañón  Español 

por  haberse  unido  unos  con  otros,  ó  con  ocasión  de  otras  varias  epidemias 
en  que  la  parcialidad  que  prevalecía  solía  dar  el  nombre  á  la  gente  que 
quedaba.  Y  aunque  en  el  capítulo  IV  pusimos  la  mayor  parte  de  las  re- 
ducciones según  el  orden  de  su  fundación,  y  en  el  postrero  del  libro  V 
apuntamos  las  que  después  se  formaron,  me  ha  parecido  conveniente 
notar  ahora  los  pueblos  que  se  contaban  en  el  año  de  1682  con  los  mismos 
nombres  que  hallo  en  una  relación  hecha  por  este  mismo  tiempo.  De  esta 
manera  se  evitará  la  confusión  de  los  lectores,  advirtiendo  que  la  varie- 
dad de  los  nombres  que  no  concuerdan  con  los  que  arriba  escribimos 
nace  de  las  razones  insinuadas  y  de  haberse  fundado  algunos  otros  en 
estos  últimos  años. 

PARTIDO  I 

Ciudad  de  San  Francisco  de  Borja. 
San  Luis  Gonzaga  de  Mainas. 
San  Ignacio  de  Mainas. 
Santa  Teresa  de  Jesús  de  Mainas. 

PAETIDO  II 

La  Concepción  Purísima  de  Xeveros. 
Nuestra  Señora  de  Loreto  de  Paranapuras. 
El  anejo  de  Chayavitas. 
El  anejo  de  Muniches. 

PARTIDO  III 

Los  Santos  Angeles  de  Roamainas. 
El  Nombre  de  Jesús  de  los  Coronados. 
San  Francisco  Xavier  de  los  Gayes. 

PARTIDO  IV 

Santa  María  de  Ucayales. 
Santiago  de  Xitipos  y  Chepeos. 
San  Lorenzo  de  Tibilos. 
San  Xavier  de  Chamicuros. 
San  Antonio  Abad  de  Agúanos. 
Santa  María  de  Guallaga. 
San  José  de  Maparinas. 
San  Ignacio  de  Mayorunas. 
San  Estanislao  de  Otanavis. 

El  partido  primero  estaba  á  cargo  del  P.  Juan  Ximénez,  párroco  de 
la  ciudad  de  Borja,  que  bajando  por  el  río  Marañen  en  una  sola  mañana 


Libro  VI.— Capítulo  VI  '281 

visitaba  los  tres  pueblos  de  Mainas,  por  estar  el  más  apartado  distante 
sólo  tres  leguas  de  la  ciudad,  y  por  esta  causa  solía  decir  Misa  en  dos  de 
ellos  los  días  festivos.  El  segundo  partido  estaba  al  cuidado  del  P.  Igna- 
cio Cáceres,  hombre  de  edad  avanzada,  como  dijimos,  pero  que  podía 
llevar  aquella  carga  por  ser  casi  todos  cristianos  viejos  y  bien  impues- 
tos en  las  prácticas  de  la  misión.  Para  entrar  á  este  partido  se  subía 
desde  el  Marañón  por  el  río  Apena,  y  se  encontraban  luego  los  Xeveros. 
Desde  esta  nación  á  tres  días  de  montañas  se  hallan  los  Paranapuras, 
y  por  navegación  de  varios  ríos  se  visitan  los  Chayavitas  y  Muniches.  El 
tercer  partido,  en  que  asistía  el  P.  Francisco  Fernández,  abrazaba  los 
pueblos  de  los  Gayes,  Coronados  y  Roamainas  puestos  en  las  márgenes 
del  río  Pastaza  en  la  distancia  de  ocho  días  de  camino  de  los  Roamainas 
á  Gayes,  y  de  solos  tres  días  de  Gayes  á  Roamainas,  por  la  diferencia  de 
las  corrientes,  como  arriba  dijimos.  Los  Coronados  vivían  en  medio  de 
estas  naciones,  y  por  consiguiente  era  la  menor  distancia  y  se  podían  vi- 
sitar más  cómodamente. 

Pero  lo  que  causa  grandísima  admiración  era  que  el  superior  mismo 
de  todas  las  misiones  y  que  debía  incesantemente  atender  á  todas  partes 
tuviese  sobre  sí  todo  el  cargo  de  los  nueve  pueblos  del  cuarto  partido,  y 
esto  en  tiempo  de  tantas  necesidades  y  miserias.  Pero  la  caridad  es  an- 
chísima y  el  celo  de  las  almas  le  daba  alas  para  volar  de  pueblo  en  pue- 
blo y  no  faltar  en  nada  á  las  ocasiones  urgentes.  El  mismo  P.  Lucero 
había  aumentado  su  partido  en  más  de  cuatro  mil  almas,  y  como  á  ove- 
jas recogidas  por  él  mismo  al  aprisco  de  la  Iglesia,  les  asistía  con  más 
cariño  y  cuidado,  dándoles  el  pasto  saludable  de  la  doctrina  cristiana,  y 
estuvo  tan  lejos  de  rendirse  al  trabajo  increíble  de  cultivar  tantas  reduc- 
ciones, que  comenzó  á  meditar  nuevas  empresas,  no  viéndose  su  corazón 
satisfecho  ni  saciado  su  celo  hasta  que  viese  reducidas  al  Evangelio  las 
innumerables  naciones  de  que  fué  adquiriendo  noticias  con  ocasión  de 
los  muchos  viajes  que  hizo  él  mismo  y  de  los  que  hacían  los  nuevos  cris- 
tianos. 


CAPITULO  VI 

PROVIDENCIAS    QUE  TOMA   EL   P.    LORENZO   LUCERO   PARA   LA   CONQUISTA 

DE   VARIAS   NACIONES 

Es  cosa  verdaderamente  digna  de  sentirse  no  poder  seguir  con  la 
pluma  desde  el  año  1682  á  este  varón  apostólico  y  operario  infatigable 
del  Marañón,  porque  no  hay  duda  de  que  fueron  tales  sus  peregrinacio- 
nes, viajes  y  fatigas,  y  cogió  tanto  fruto  de  sus  continuados  sudores  en  la 
América  Occidental,  que  mereció  ser  en  alguna  manera  comparado  al 
que  cogió  con  los  suyos  el  Apóstol  de  las  Indias  en  el  Oriente.  El  P.  An- 
tonio Vieira,  no  menos  admirable  por  el  encendido  celo  de  la  conversión 


282  Misiones  del  Marañón  Español 

de  los  indios  del  Marafión  portugués,  que  por  la  capacidad  y  agudeza  de 
su  vasto  y  delicado  entendimiento,  tan  celebrado  en  uno  y  otro  mundo, 
al  oir  contar  los  pasos,  peregrinaciones  y  conversiones  del  P.  Lorenzo 
Lucero,  se  dice  que  exclamó  diciendo:  «Como  puso  Dios  en  el  Oriente  un 
sol  en  Xavier  que  en  el  siglo  pasado  con  su  luz  y  doctrina  lo  ilustrase, 
así  en  este  siglo  ha  puesto  en  el  P.  Lorenzo  un  Lucero  que  esparza  sus 
luces  por  el  Occidente.»  Y  aunque  este  lucero  resplandeciente  que  con- 
tinuó en  alumbrar  aquel  hemisferio,  se  nos  pone  á  nosotros,  observare- 
mos los  últimos  brillos  de  que  tenemos  noticia  en  las  providencias  que 
tomó  en  estos  tiempos  para  la  reducción  de  innumerables  gentes,  cla- 
mando con  instancias  al  provincial  de  Quito  por  nuevos  socorros  de  ope- 
rarios para  recoger  la  mies  copiosa  que  le  mostraba  el  Señor. 

Entre  tanto  que  venían  nuevos  operarios,  fué  tomando  este  insigne  va- 
rón desde  el  año  de  82  todas  las  medidas  convenientes  y  acertadas  para 
la  conversión  de  innumerables  naciones  del  río  Ucayale;  dispuso  las  cosas 
para  la  reducción  de  la  Grande  Oraagua,  y  no  omitió  diligencia  alguna 
para  la  pacificación  de  los  valientes  Grívaros.  Averiguó  que  á  los  treinta 
días  de  navegación  desde  la  laguna  de  Guallaga,  en  donde  más  frecuen- 
temente residía,  se  hallaba,  entrado  por  el  gran  río  de  Ucayale,  un  golpe 
considerable  de  naciones  que  arribaban  como  á  diez  mil  almas.  Sus  nom- 
bres eran  Cambas,  Remos,  Manamobobos,  Cunivas  y  Piros.  Supo  que  estos 
últimos  comerciaban  con  otra  nación  inmediata  que  tenía  por  cabeza  una 
persona  principal,  que  llamaban  inga,  señor  de  tantos  vasallos,  que  le 
aseguraban  no  bajarían  de  doscientos  mil.  Parecía  ser  este  reino  abun- 
dante de  riquezas,  y  en  prueba  detesto,  llevaron  al  misionero  varias  pie- 
zas de  oro,  como  orejeras  y  una  media  luna  ó  patena  de  este  precioso 
metal.  Para  ganar  tantas  gentes  que  le  robaban  el  corazón  con  sólo  el 
pensar  que  por  ellas  había  derramado  su  sangre  el  Hijo  de  Dios,  entabló 
amistad  con  los  Cunivas,  que  serían  como  mil  y  quinientos.  Dos  cosas 
ventajosas  á  la  religión  sacó  el  padre  de  la  amistad  con  aquellos  genti- 
les; la  primera  fué  traer  consigo  algunos  muchachos  que  le  dieron  con 
buena  voluntad  para  que  aprendiesen  la  lengua  y  se  instruyesen  en  la 
doctrina  cristiana,  los  duales  á  su  tiempo  serían  muy  buenos  intérpretes 
y  servirían  grandemente  á  la  conversión  de  las  naciones  más  altas,  cuyas 
lenguas  sabían  Fué  también  considerable  la  segunda  ventaja,  porque  los 
mismos  Cunivas,  como  confinantes  con  los  Piros,  amigos  del  inga,  se  ofre- 
cieron á  ganarlos,  proponiéndoles  las  conveniencias  de  vivir  con  padres 
que  les  asistiesen  y  cuidasen,  sin  interesarse  nada  en  sus  cosas,  antes 
bien,  dándoles  lo  que  tenían  de  suyo.  El  mismo  P.  Lucero  en  carta  de  Fe- 
brero del  año  de  82,  dice  al  provincial:  «Tengo  por  cierto  según  el  empeño 
que  tienen  los  Cunivas,  que  habrán  hablado  ya  y  tratado  con  los  Piros 
sobre  las  conveniencias  y  ventajas  de  vivir  con  misioneros,  y  yo  mismo 
espero  entrar  á  hablarles  dentro  de  poco  tiempo,  acompañado  de  trescien- 
tos indios  que  se  me  ofrecen  alegres  al  viaje». 

La  misma  diligencia  de  recoger  niños  para  intérpretes  y  para  masa 


Libro  VI.— Capítulo  VI  283 

de  los  pueblos  que  pensaba  fundar,  ejecutó  con  otros  indios  llamados  los 
Pelados.  Vivían  éstos  tierra  adentro,  como  á  cinco  días  de  la  Laguna,  en 
sitios  altos  y  secos,  con  camino  abierto  hacia  la  parte  del  río,  y  curiosa- 
mente dispuesto  con  arcos  vistosos  de  palmas.  Su  número  era  de  siete  mil 
almas  y  parecía  nación  de  buena  índole  y  natural  acomodado,  pues  no 
se  oponía  á  que  entrasen  forasteros  por  sus  tierras  como  no  les  hiciesen 
daño.  A  la  banda  del  norte,  enfrente  de  los  Pelados,  descubrió  los  indios 
Zameos,  é  informándose  del  número  de  esta  dilatada  nación,  sacó  que  se- 
rían por  entonces  como  seis  mil  almas,  aunque  es  verdad  que  cuando  se 
logró  la  reducción  de  los  Zameos  no  pasaban,  como  veremos,  de  mil  per- 
sonas. Tuvo  conocimiento  con  los  indios  Payaguas,  y  llevó  algunos  mozos 
á  Santiago  para  abrir  el  camino  á  la  conversión  de  esta  nación  incons- 
tante, que  dio  después  tanto  que  hacer  á  los  misioneros  por  su  genio  trai- 
dor y  poca  firmeza. 

No  contento  el  P.  Lucero  con  estos  descubrimientos  y  con  los  medios 
que  iba  tomando  de  antemano  para  la  predicación  del  Evangelio,  dispuso 
una  armadilla  de  indios  con  algunos  españoles  hacia  las  tierras  de  los  Gí- 
varos,  pretendiendo  ganarlos  más  por  vía  de  paz,  regalos  y  caricias^ 
que  por  vía  de  fuerza,  la  cual  era  muy  pequeña  para  domar  unos  indios 
tan  valientes  y  guerreros,  que  por  el  sitio  que  ocupaban  y  por  las  noticias 
que  de  ellos  se  tenían,  hacían  una  nación  numerosa  y  formidable  á  los 
mismos  españoles.  Pero  ni  esta  expedición  amigable  ni  otras  que  se  si- 
guieron, después  tuvieron  el  efecto  deseado.  Porque  desde  la  entrada  del 
capitán  Martín  de  Rivas,  en  que  descubrieron,  como  vimos,  la  codicia  de 
los  españoles,  tenían  un  horror  pánico  al  nombre  solo  de  viracocha,  ó  espa- 
ñol, sin  dar  lugar  á  proposiciones  ni  pactos  con  una  gente  á  quien  abo- 
rrecían de  muerte.  Tan  buenos  frutos  recogió  aquel  caballero  de  su  des- 
graciada expedición  y  tales  fueron  las  resultas  que  nos  quedaron  de  ella» 
Pues  en  más  de  cien  años  no  pudieron  ablandarse  aquellos  duros  corazo- 
nes, aunque  quiso  el  Señor  que  se  amansasen  estas  fieras  con  las  armas 
de  la  cruz  puestas  en  manos  de  un  pobre  misionero  que  tuvo  alientos 
para  penetrar  aquellas  tierras;  pero  cuando  los  Gívaros  venían  ya  en  po- 
blarse y  entregarse  á  la  dirección  de  los  padres,  por  justos  juicios  de 
Dios,  les  faltaron  los  maestros  y  quedaron  en  su  ceguedad  antigua ,  como 
á  su  tiempo  contará  la  Historia. 

La  más  adelantada  conquista  del  P.  Lucero,  antes  de  la  entrada  de 
nuevos  misioneros,  era  la  de  la  insigne  nación  Omagua,  situada  en  lo 
bajo  del  Marañen,  como  á  ocho  días  de  la  Laguna.  Porque  no  sólo  había 
entablado  paz  y  contraído  amistad  con  los  Omaguas,  sino  también  dis- 
puesto las  cosas  de  manera  que  estaban  en  su  voluntad  y  manos,  no  es- 
perando otra  cosa  sino  que  les  enviasen  misionero  ó  bajase  por  sí  mismo 
á  enseñarlos,  bautizarlos  y  dirigirlos.  Esta  buena  disposición  de  aquellos 
gentiles  para  la  enseñanza  en  nuestra  sagrada  religión ,  creció  con  una 
invasión  repentina  que  por  la  banda  del  Marañen  portugués  padecieron: 
de  los  europeos^  Sucedió  que  éstos,  dejándose  caer  una  noche  sobre  una 


*284  Misiones  del  Marañón  Español 

ranchería  de  Omaguas  descuidados,  les  rodearon  por  todas  partes  y  cor- 
taron la  retirada.  Hechas  algunas  muertes  en  los  que  resistían  y  ahu- 
yentando con  los  arcabuces  á  los  que  venían  á  la  defensa,  llevaron  á  los 
demás  maniatados  y  esclavos  de  su  tiranía,  en  especial  niños  y  mujeres, 
que  resistieron  menos  al  repentino  asalto.  Volvieron  proas  los  bárbaros 
europeos  con  esta  cruel  y  vergonzosa  victoria,  muy  alegres  por  la  presa 
de  los  pobres  esclavos  bien  asegurados  con  prisiones.  Los  Omaguas,  al 
principio  dispersos  y  aturdidos  con  el  estruendo  de  las  escopetas,  volvie- 
ron luego  en  sí,  y  haciendo  cólera  con  la  vejación  y  robo  de  las  mujeres 
y  niños,  siguieron  á  los  piratas  con  sus  ligeras  canoas ,  y  observando  á 
remo  sordo  y  con  mucho  cuidado  los  puestos  de  sus  enemigos,  lograron 
Analmente  la  suya  en  una  noche,  que  habiendo  hecho  rancho  en  una 
playa,  estaban  descuidados  y  muy  ajenos  de  pensar  lo  que  contra  ellos 
se  tramaba.  En  la  seguridad  suele  estar  el  mayor  peligro  y  poco  puede 
el  que  es  superior  en  armas  si  lo  cogen  desprevenido.  Los  Omaguas  die- 
ron tan  diestramente  contra  los  europeos,  y  cargaron  tan  prontamente 
contra  ellos,  que  matando  á  muchos  pusieron  en  fuga  á  los  demás  y  reco- 
braron todos  sus  parientes,  que  les  dieron  las  gracias  de  haberlos  redi- 
mido de  tan  dura  esclavitud;  pues  iban  ya  condenados  á  ser  vendidos  por 
esclavos,  como  lo  habían  sido  otros  varios  de  la  misma  nación. 

Dieron  la  vuelta  los  Omaguas,  alegres  y  contentos  del  suceso,  tra- 
yendo consigo  dos  muchachos  blancos  que  habían  cogido  y  cierta  ropilla 
de  los  enemigos  á  manera  de  anguarina,  que  podía  servir  de  señal  para 
conocer  si  los  enemigos  eran  holandeses  ó  portugueses,  ya  que  no  se  co- 
nociese por  los  muchachos  ó  no  lo  quisiesen  declarar.  Luego  que  llega- 
ron á  sus  tierras  enviaron  prontamente  al  P.  Lucero  quien  le  diese  cuenta 
de  todo  lo  sucedido,  con  la  ropilla,  para  que  por  ella  juzgase  de  la  cali- 
dad de  los  ladrones  ó  piratas.  Suplicábanle  con  más  instancia  que  les  en- 
viase misionero  con  quien  pensaban  poder  vivir  con  mayor  seguridad  en- 
tre tantos  enemigos,  y  prometían  enviarle  los  dos  mozos  blancos  que  te- 
nían consigo,  y  trataban  como  á  los  suyos.  Tan  humanos  fueron  siempre 
los  Omaguas,  que  aun  siendo  gentiles  no  mataron  á  sus  enemigos  tenién- 
dolos en  su  mano  después  de  tan  señalado  agravio. 

Agradeció  el  misionero  la  fineza  de  los  Omaguas,  alabó  su  valor,  y  ce- 
lebró su  fidelidad,  alentándoles  á  perseverar  en  su  buena  resolución  y  pro- 
metiéndoles enviar  padre  que  les  amparase,  ó  bajar  él  mismo  en  persona 
á  vivir  con  ellos  si  lo  permitiesen  sus  cuidados.  Era  su  ánimo  juntar  los 
Omaguas  con  los  Ucayales,  que  habían  dado  pruebas  de  congeniar  con 
ellos,  en  las  islas  más  bajas  y  retiradas  del  rumbo  del  portugués,  para 
que  estuviesen  menos  expuestos  á  sus  repentinas  irrupciones  y  piraterías 
sangrientas.  Y  como  era  numerosísima  la  nación,  escribió  al  provincial 
que  para  sólo  los  Omaguas  eran  necesarios  dos  padres,  no  pudiendo  uno 
solo  asistir  á  tanta  gente,  particularmente  en  los  principios  de  su  reduc- 
ción. Hizo  también  recurso  á  Lima  enviando  una  relación  exacta  de  lo 
que  acababa  de  suceder  y  suplicando  al  señor  virrey  que  se  sirviese  su 


Libro  VI.— Capítulo  VII  '285 

excelencia  de  dar  alguna  providencia  para  fabricar  algún  castillo  ó  for- 
taleza contra  tan  perjudiciales  ladrones,  y  asegurar  las  tierras  de  su 
majestad  católica.  Qué  resolución  se  tomase  por  entonces  para  obviar  á 
los  peligros  que  amenazaban,  ni  lo  sabemos  ni  lo  hemos  podido  averi- 
guar. Acaso  sucedería  lo  que  después  ha  mostrado  la  experiencia;  que,, 
conocido  el  daño  inminente,  se  han  dado  buenas  y  convenientes  órdenes 
sin  que  se  hayan  jamás  puesto  por  obra.  Todos  conocieron  la  necesidad 
de  este  fuerte  con  algún  presidio  de  soldados  españoles,  clamaron  mu- 
chas veces  por  la  ejecución  los  misioneros;  la  corte  misma,  viendo  no 
sólo  la  conveniencia  pero  aun  la  necesidad,  mandó  que  se  levantase  para, 
poner  en  seguro  á  la  nueva  cristiandad,  y  tener  en  resguardo  los  domi- 
nios de  España,  pero  jamás  se  ejecutó  una  orden  tan  razonable  ni  se  sa- 
tisfizo á  tan  justa  demanda.  De  tan  pernicioso  descuido  vinieron  después 
los  graves  daños  que  causaron  los  portugueses  en  aquellas  misiones  des- 
tituidas de  todo  socorro  de  los  españoles,  sin  tener  otro  arbitrio  los  misio- 
neros, incapaces  de  resistir  á  las  violencias,  que  llorar  las  pérdidas  irre- 
parables de  la  gente  llevada  por  esclava,  y  retirar,  dejando  aquellos 
parajes  en  manos  del  portugués,  los  indios  á  sitios  más  lejanos  y  escon- 
didos. 


CAPITULO  VII 

VIENEN   NUEVOS   MISIONEROS   DE   EUROPA. — CARTA   NOTABLE   DE   UNO    DE 
ELLOS   Á   SU   PROVINCIA   DE   ÑAPÓLES 

Hallábase  en  España  el  procurador  del  Nuevo  Reino  casi  sin  espe- 
peranza  de  recoger  misión  para  Quito  y  Santa  Fe,  muy  particularmente 
por  la  falta  de  medios  con  que  conducirlos  á  la  América,  porque  los 
gastos  de  la  navegación  y  viajes  tan  largos  de  aquellos  padres  hasta  en- 
trar en  Quito  son  mayores  de  lo  que  se  piensa  comúnmente.  Pudo  con  el 
procurador  tanto  esa  falta  de  medios,  que  no  se  atrevió  en  España  á  pre- 
parar misioneros;  pero  pasando  á  Roma,  el  Señor,  que  miraba  con  ojos 
de  piedad  la  misión  de  Mainas,  le  inspiró  á  que  pidiese  (casi  á  la  misma 
partida  de  aquella  ciudad)  operarios,  ensanchándole  el  corazón  y  alen- 
tándole á  que  confiase  en  la  Providencia,  que  prevendría  los  socorros 
necesarios  para  su  transporte.  Como  el  pensamiento  venía  del  cielo,  vino 
luego  uno  de  la  provincia  de  Ñapóles,  como  si  estuviera  esperando  la  co- 
yuntura, y  se  juntó  con  el  procurador,  á  quien  se  allegó  otro,  que  le  es- 
taba esperando  en  Grénova,  y  á  poco  tiempo  concurrieron  otros  dos  ale- 
manes con  un  ñamenco,  los  cuales  llegaron  á  Cádiz  en  tiempo  tan  me- 
dido para  la  partida  de  los  galeones,  que  sin  descansar  del  viaje,  se 
embarcaron  para  el  Nuevo  Reino  sin  la  compañía  de  su  procurador,  que 
dando  la  vuelta  por  Madrid  para  evacuar  en  aquella  corte  sus  negocios, 
pensaba  hallarse  en  Cádiz  á  tiempo  para  la  embarcación. 


286  Misiones  del  Marañón  Español 

Con  esta  partida  tan  pronta  y  no  pensada  de  los  cinco  misioneros,  se 
descubrieron  varios  rasgos  particulares  de  la  divina  Providencia  con  las 
misiones  de  Quito  y  del  Nuevo  Reino.  Porque  primeramente  los  galeo- 
nes debieran  haber  salido  por  el  mes  de  Octubre  y  por  varias  cosas  que 
ocurrieron  y  parecieron  casualidades,  se  fueron  deteniendo  hasta  tres 
meses,  como  si  esperaran  la  misión,  y  salieron  por  el  Enero,  cuando  el 
procurador  que  estaba  en  Madrid,  no  creyendo  ya  que  hubiesen  de  salir 
tan  presto  las  embarcaciones,  se  detuvo  en  la  corte,  de  manera  que  no 
los  pudo  alcanzar.  Pero  aun  esta  última  circunstancia  la  convirtió  el  Se- 
ñor en  bien  de  las  misiones,  porque  ocho  meses  después  llevó  consigo  el 
procurador  en  unos  navios  de  barlovento  seis  misioneros  más,  con  quie- 
nes no  se  contaba,  de  la  provincia  de  Aragón.  Fuera  de  esto,  el  P.  pro- 
curador general  de  Sevilla  por  sí  mismo  y  con  otras  circunstancias  que 
concurrieron,  dispuso  el  embarco  y  despacho  de  los  cinco  padres.  Cosa,  á 
la  verdad,  bien  extraordinaria  y  poco  regular,  pues  el  avío,  despacho  y 
embarcación  de  los  que  pasan  á  Indias,  no  pertenece  al  oficio  ni  es  de  la 
inspección  del  procurador  de  Sevilla,  sino  del  procurador  de  las  misiones. 
Pero  el  Señor  gobernaba  el  negocio,  y  puso  en  el  pensamiento  del  uno  que 
debía  disponer  en  las  circunstancias  de  lo  que  tocaba  á  otro. 

Mucho  más  se  descubrió  la  disposición  amorosa  del  Señor  en  este  viaje 
por  otra  circunstancia  muy  particular  que  ordenó  á  favor  del  misionero 
de  Ñapóles.  Luego  que  éste  se  partió  de  Roma  para  su  destino,  ios  her- 
manos y  deudos  que  llevaban  muy  á  mal  la  partida  á  las  Indias  de  su  pa- 
riente, empezaron  á  poner  estorbos  é  impedimentos  al  viaje,  alegando  la 
falta  de  salud  y  otras  razones  que  suelen  aparecer  en  estas  ocasiones. 
Tanto  hicieron  y  dijeron  tanto,  que  obligaron  al  general  á  que  escribiese 
resueltamente  al  procurador  de  la  misión  para  que  no  se  embarcase  el  mi- 
sionero, sino  que  volviese  luego  á  su  provincia  de  Ñapóles.  Mas  el  orden 
cerrado  del  general  llego  al  puerto  dos  días  después  de  haberse  embar- 
cado el  napolitano,  cuando  iba  ya  navegando  para  Indias.  No  hay  astu- 
cia contra  Dios,  y  dispuesta  de  su  eterno  consejo  la  ida  del  misionero, 
ningún  manejo  de  los  hombres  podía  impedirla. 

Parece  que  su  Majestad  dispuso  la  venida  de  este  fervoroso  operario 
á  las  tierras  del  Marañón,  no  sólo  para  trabajar  con  celo  en  aquella  ex- 
tendida viña,  sino  también  para  desengañar  á  sus  paisanos  de  las  apren- 
siones que  tenían  contra  aquellas  desconocidas  misiones,  y  para  llamar 
nuevos  sujetos  al  empleo  glorioso  de  la  conversión  de  aquellos  gentiles. 
Un  año  después  de  haber  llegado  á  Quito,  cuando  ya  destinado  á  los 
Mainas,  no  suspiraba  sino  por  la  entrada  al  Marañón,  sabiendo  las  pre- 
tensiones de  sus  parientes  y  el  modo  particular  con  que  le  había  el  Señor 
librado  de  sus  lazos ,  escribió  una  carta  muy  notable  á  cierta  persona  de 
autoridad  en  Roma  para  que  desengañase  á  la  Italia  de  las  preocupa- 
ciones en  que  estaba  contra  las  misiones  del  Marañón ,  y  para  que  influ- 
yese en  la  ida  de  muchos  sujetos  á  recoger  los  inestimables  tesoros  de 
oro,  plata  y  piedras  preciosas  que  ofrecía  la  provincia  de  Quito  en  las 


Libro  VI.— Capítulo  VII  287 

almas  de  innumerables  gentiles,  redimidas  con  la  sangre  de  Jesucristo. 
Siendo  la  carta  bien  singular  y  estando  escrita  con  grande  sentimiento, 
me  ha  parecido  poner  en  este  lugar  las  cláusulas  en  que  desengaña,  es- 
fuerza y  anima  á  los  sujetos  de  su  provincia  y  á  los  demás  italianos 
que  tenían  poco  conocimiento  de  aquellas  tierras.  Comienza  su  escrito 
con  sinceridad  y  candor,  de  esta  manera: 

«Con  lágrimas  en  los  ojos  de  alegría  escribo  ésta,  y  si  me  fuera  per- 
mitido la  firmara  con  mi  sangre.  Ya  sabe  V.  R.  por  qué  medios  dispuso 
Dios  mi  venida  á  estas  partes,  la  cual  parecía  imposible  á  los  padres  de 
mi  provincia  de  Ñapóles;  pero  Dios  de  todas  maneras  me  quería  aquí, 
como  siempre  me  parece  me  lo  decía  el  corazón,  y  el  Señor  venció  todas 
las  dificultades  facilísimamente  y  con  una  suave  providencia  me  condujo 
hasta  aquí,  y  me  mantiene  el  más  sano  y  alegre  de  todos.  Un  año  há  que 
estoy  en  Indias,  con  el  consuelo  que  no  puedo  bastantemente  explicar; 
sólo  una  aflicción  me  atormenta  el  corazón,  y  es  el  ver  tanta  multitud  de 
gentiles  y  tan  pocos  operarios.  Muéstranos  Dios  en  estas  misiones  mu- 
cha mies  madura ,  y  vemos  que  no  hay  suficientes  operarios  para  reco- 
gerla ,  y  por  mucho  que  quieran  hacer  los  padres  misioneros ,  siendo  po- 
cos, no  pueden  dar  satisfacción  aun  á  los  pueblos  que  son  ya  cristianos; 
con  que  menos  podrán  abrazar  las  naciones  de  infieles  tan  dilatadas,  que 
el  decirlo  parece  increíble,  y  en  mí  todo  es  suspirar,  diciendo  interior- 
mente al  Señor  de  la  mies:  Operarios,  operarios,  sintiendo  que  no  haya 
los  bastantes  para  tanto  campo.» 

Después  de  tan  sentido  exordio  pasa  á  describir  las  tierras  del  Nuevo 
Reino  y  de  la  provincia  de  Quito,  á  cuya  ciudad  arribó  desde  Cartagena, 
después  de  haber  caminado  ínil  y  quinientas  millas,  y  dice  que  no  es  po- 
sible ser  poblada  de  españoles  tan  vasta  extensión  de  tierra.  Cuenta  para 
satisfacer  á  la  aprensión  que  se  tenía  en  Ñapóles  de  aquellos  padres ,  lo 
ameno,  abundante  y  vistoso  de  la  situación  de  Quito,  por  ser  una  conti- 
nua primavera  y  ser  el  aire  tan  perfecto,  que  no  hay  peste  ni  muchas 
enfermedades,  por  donde  gozan  los  hombres  de  larga  vida,  como  de 
ochenta  ó  noventa  años.  Dice  que  los  bastimentos  no  sólo  son  suficientes, 
pero  abundantes ,  y  que  se  sirve  más  comida  en  un  día  en  el  colegio  de 
Quito  que  se  reparte  en  dos  días  en  Italia.  Se  lamenta  de  que  no  hay  cui- 
dado en  aquellas  partes  de  escribir  las  muchas  cosas  memorables  ó  glo- 
riosas, ó  por  humildad  de  los  sujetos  ó  también  por  dejamiento.  Declara 
las  muchas  maravillas  que  en  el  poco  tiempo  ha  observado,  como  peces 
que  vuelan  por  los  aires,  y  plantas  del  agua  con  raíces  en  ella  y  no  en 
la  tierra ;  un  animalillo  que  convierte  sus  pies  en  raíces  y  en  tronco  de 
árbol  su  cuerpo  y  piernas  que  parece  sienten  ;  culebras  que  partidas  no 
mueren  y  que  juntando  sus  partes  vuelven  á  reunirse  ;  madera  que  se 
vuelve  piedra  y  cosa  semejantes ,  que  ya  por  ordinarias  no  causan  allí 
novedad  y  parecen  increíbles  en  Italia. 

De  ésta,  como  primera  parte  de  la  carta,  pasa  á  la  segunda,  que  le 
atraviesa  el  corazón  y  le  saca  lágrimas  al  escribirla.  Refiere  la  multitud 


28S  Misiones  del  Marañón  Español 

prodigiosa  de  gentiles  que  esperan  quien  los  alumbre  y  parta  el  pan  de 
la  divina  palabra,  y  cómo  al  atravesar  por  el  Nuevo  Reino  en  su  largo 
viaje  se  hubiera  metido  si  le  hubieran  dado  facultad  por  las  dilatadas 
montañas  que  descubrió  á  uno  y  otro  lado,  pobladas  todas  de  infieles  y 
destituidas  de  predicadores  de  la  ley  evangélica.  Que  por  lo  que  toca  á 
las  misiones  del  Marañon,  siete  mil  indios  valientes,  armados  con  arco  y 
flecha,  pedían  por  sí  mismos  padres  que  les  predicasen,  y  que  en  varias 
islas  y  brazos  de  este  gran  río,  se  hallaban  dilatadas  naciones  en  muy 
buena  disposición  para  oír  el  Evangelio,  y  que  los  misioneros  se  afligían 
sobre  manera  y  vivían  consumidos  del  celo  por  ser  tan  pocos,  que  no  po- 
dían recoger  mies  tan  copiosa;  y  finalmente,  que  los  gobernadores  cató- 
licos de  aquellas  tierras  hacían  más  caso  de  un  solo  misionero  para  re- 
ducir una  entera  nación  de  infieles,  que  de  muchos  capitanes  seculares 
bien  armados  y  prevenidos  con  mucho  número  de  soldados. 

«De  todas  estas  cosas  y  otras,  prosigue  en  su  carta,  que  no  es  posible 
escribirlas,  y  que  escritas  parecen  increíbles,  sé  yo  que  en  Ñapóles  me 
darán  crédito  conociendo  mi  natural  que  no  sé  exagerar  ;  pero  basta  lo 
dicho  para  que  pueda  clamar  á  V.  R.  y  cuantos  vieren  ésta,  diciendo 
muchas  veces,  mesis  quidem  multa,  mesis  multa:  operarii  autem  panci ,  y  por 
esto  rogo  Dominum  ut  mittat  operario.  Ruego  á  N.  P.  General  que  envíe  mi- 
sioneros determinados  para  esta  dispuesta  mies,  y  que  sean  de  espíritu  y 
celo,  y  el  provincial  de  esta  provincia  los  pide  también,  j  que  en  los  ga- 
leones venideros  se  embarquen  siquiera  seis.  Escribo  también  al  P.  Ma- 
nuel Rodríguez,  procurador  de  ésta  y  las  otras  provincias  de  Indias,  que 
procure  la  licencia  de  su  majestad  y  el  avío  para  que  vengan ,  pues  es- 
tima en  tanto  esta  misión,  la  cual  tengo  por  tan  gloriosa,  que  no  pienso 
en  otra  cosa  que  en  procurar  sujetos ,  y  mientras  tuviese  vida  en  esta 
provincia  no  desistiré  de  solicitarlos  en  todas  las  armadas,  pues  es  lás- 
tima que  se  pierdan  tantas  almas. 

»Yo,  de  verdad,  no  alcanzo  cómo  excusar  delante  de  Dios  á  los  supe- 
riores que  no  quieren  dar  sujetos  para  las  misiones,  ó  si  los  envían  son  los 
peores ,  de  que  sin  duda  ds  causa  el  no  saber  el  mucho  bien  que  pueden 
hacer  con  ellos  en  estas  partes.  Excúsanse  con  decir  que  no  deben  pri- 
var de  los  buenos  sujetos  á  sus  provincias  sin  advertir  que  en  premio  de 
darlos  para  las  Indias  los  proveerá  Dios  de  otros  mejores ,  como  me  es- 
cribe el  provincial  de  Ñapóles,  que  por  los  que  dio  se  ha  llenado  de  man- 
cebos muy  escogidos  el  noviciado .  Y  al  contrario,  en  castigo  de  la  ava- 
da de  los  sujetos,  permite  Dios  haya  esterilidad  de  ellos  y  malos  sucesos 
de  los  que  retienen.  Cierto  que  no  veo  disparidad  que  siendo  reprensibles 
los  padres  que  niegan  los  hijos  á  la  religión,  porque  no  hagan  falta  en  su 
casa,  no  lo  sean  los  provinciales  que  rehusan  pasen  personas  á  las  In- 
dias, porque  hacen  falta  en  sus  provincias.  A  mí  me  decían  que  no  llega- 
ría á  ésta,  y  que  si  llegara  viviría  siempre  enfermo  é  inhábil ,  de  que  yo 
venía  temeroso,  y  ahora  veo  que  allá  no  hubiera  servido  de  cosa ,  y  que 
acá  puedo  hacer  muchas  en  servicio  de  Dios  y  bien  de  las  almas,  de  que 


Libro  VI.— Capítulo  VII  289 

me  hallo  tan  contento,  que  con  lo  que  ahora  sé  y  conozco  estuviera 
pronto  si  me  hallara  en  Italia  para  venirme  á  pie  otra  vez  á  estos  em- 
pleos. Supuesto  esto,  ruego  á  V.  R.  que  de  su  parte  anime  á  los  sujetos 
que  quisieren  venir  á  estas  misiones,  compadeciéndose  de  tantos  millares 
de  almas  que  se  pierden  sólo  por  falta  de  operarios.  Yo  desde  acá  los 
llamo  amicis  sociis,  porque  las  almas  de  estos  gentiles  jam  alhae  mnt  ad 
mesem  están  ya  sazonadas  para  los  graneros  de  la  Iglesia,  como  escribe 
el  superior  de  la  misión,  el  cual,  entre  otras  cosas  que  refiere,  dice  que  de 
algunos  indios  ya  cristianos  ha  sabido  días  há  que  á  un  lado  del  Marañen, 
subiendo  algo,  están  los  descendientes  de  aquellos  cuarenta  mil  indios 
que  se  retiraron  con  un  hermano  del  inga  en  tiempo  de  la  conquista  del 
Perú,  y  son  sin  número  los  que  se  han  multiplicado,  descendientes  de 
aquellos  primeros.  Que  suceden  allí  cosas  maravillosas,  en  que  por  una 
parte  muestra  el  demonio  con  asombros  lo  que  resiste  á  la  conversión  de 
aquellos  gentiles,  y  por  otra  la  facilita  Dios  con  medios  que  manifiesta 
para  poder  conseguirla  fácilmente. 

«Últimamente,  no  puedo  dejcir  lo  que  siento  el  poco  concepto  que  se 
tiene  de  los  empleos  gloriosos  de  estas  misiones,  y  responderé  á  muchos 
padres  de  Ñapóles  que  de  ningún  modo  querían  que  yo  viniese  acá,  sino 
que  fuese  á  la  China  si  quería  ganar  almas.  Espero  mostrar,  si  acierto  á 
explicarme  en  lo  que  siento,  ser  esta  misión  gloriosa  mejor  por  lo  que  veo 
que  hay  en  ella,  que  otras  por  lo  que  de  ellas  se  dice.  Mejor  para  los  mi- 
sioneros en  el  alma,  mejor  para  los  mismos  en  el  cuerpo,  mejor  para  la 
salvación  de  los  gentiles,  mejor  para  el  logro  de  la  gracia  de  Dios.  Harélo 
siguiendo  sus  partes  y  comparándola  particularmente  con  la  misión  que 
se  tiene  por  tan  gloriosa.  Primeramente,  para  el  espíritu  de  los  misioneros 
es  mejor;  porque  ¿quién  duda  que  el  trabajar  por  estos  indios  pobres  (y 
tan  pobres  que  andan  desnudos  como  bestias),  es  causa  de  grande  mérito 
y  efectos  de  mucha  virtud,  más  que  trabajar  por  los  ricotes  de  la  China? 
en  esto  se  imita  más  de  cerca  á  Jesucristo  que  siempre  predicaba  á  las 
turbas  y  conversaba  y  se  acompañaba  de  los  pobres.  En  el  trato  con  los 
pobres  se  conserva  mejor  la  humildad,  y  la  predicación  es  más  evangé- 
lica sin  andar  en  atenciones  de  policía.  Además  de  que  es  mayor  el  mé- 
rito por  ser  mayor  el  trabajo  de  andar  buscando  las  almas  como  caza  en 
los  montes,  recogerlos  á  los  pueblos  y  darles  primero  el  ser  hombres  y 
después  el  ser  cristianos  que  no  se  hace  en  la  China;  porque  los  chinos  ya 
racionales  y  demasiadamente  presumiendo  de  tales,  se  pierden  por  su 
soberbia  y  pertinacia;  pero  estos  pobres  se  pierden  por  falta  de  quien  los 
instruya,  cosa  que  enternece  aun  á  corazones  de  piedra. 

»En  cuanto  á  lo  temporal  no  faltan  en  estas  misiones  algunas  conve- 
niencias, aunque  juntas  con  grandes  trabajos.  Espantan  éstos  á  algunos 
que  no  reconocen  en  sí  el  aliento  y  corazón  de  un  Xavier,  que  no  tienen 
fuerzas  para  no  rendirse  á  las  penas.  Pero  hay  en  el  Marañón  para  pa- 
sar y  sustentar  la  vida  bastante  providencia  y  socorros  en  los  montes; 
hay  caza  de  varias  animales  y  aves,  en  los  ríos  multitud  de  peces;  las 

19 


290  Misiones  del  Marañon  Español 

frutas  silvestres  son  muchas  y  sabrosas  y  sazonadas  y,  por  providencia 
de  Dios,  para  refrigerio  del  grande  calor,  se  hace  de  ellas  algunas  bebi- 
das muy  frescas;  hay  cacao  en  abundancia  y  vainillas  que  llenan  de  fra- 
gancia los  montes,  en  los  cuales  se  halla  también  canela.  Sólo  falta  pan 
de  trigo  y  no  se  da  vino,  pero  se  suple  con  pan  de  maíz  y  plátanos,  y  el 
vino  con  bebidas  de  frutas  de  buen  gusto,  y  á  veces  se  meten  del  colegio 
de  Quito  varios  socorros  de  bastimentos,  aunque  no  pueden  ser  muy  abun- 
dantes, porque  los  cargan  á  espalda  los  indios  por  caminos  fragosos  y 
montañas  cerradas,  con  que  en  esta  parte  tiene  el  misionero  lo  bastante 
y  conveniente  á  la  vida. 

«Acerca  de  lo  que  se  sigue  que  sean  estas  misiones  mejores  que  las  de 
China  para  salvar  almas,  se  ve  ser  asi:  1.°  Por  la  multitud  de  indios  que 
hay  y  la  suma  facilidad  en  reducirlos;  con  el  regalo  de  una  aguja,  con 
un  cuchillo  ó  cascabel  está  en  un  instante  ganada  un  alma  en  consi- 
guiéndose instruirla  y  bautizarla.  2."  En  la  China,  cuando  después  de 
mucho  tiempo  se  llega  á  conseguir  hablar  con  el  emperador  ó  recibir  de 
él  alguna  cortesía,  se  ha  hecho  una  gran  cosa;  aquí,  en  hallando  un  in- 
dio, no  hay  sino  abrazarle,  darle  algún  regalillo  de  vestido  ú  otra  cosa, 
instruirlo  y  después  bautizarlo.  Allá,  después  de  muchas  fatigas  y  cuida- 
dos, si  se  convierten  unos  pocos,  otros,  temerosos  del  tirano  y  tirados  de 
los  bonzos,  otros  del  interés,  no  se  atreven;  aquí  que  es  tierra  del  oro  y  le 
tienen  á  los  pies,  es  bautizarlos  á  todos  el  bautizar  á  uno  de  los  de  su  nación 
por  no  tener  tiranos,  ni  bonzos,  ni  religión,  ni  secta  que  les  impida  con- 
vertirse, sin  que  se  necesite  expeler  la  forma  contraria  de  idolatría  que 
casi  no  la  tienen,  ni  discurren  de  deidad  ni  adoran  ídolos,  sino  que  viven 
como  bestias,  tanto  que  se  llegó  á  dudar  si  eran  racionales.  .3.''  En  la  Chi- 
na los  convertidos  son  señores  políticos  y  presumidos  de  sabios,  y  no  tie- 
nen la  sujeción  que  deben  al  padre,  sino  es  que  fuese  un  San  Francisco 
Xavier;  aquí  es  el  padre,  el  superior,  el  patrón,  y  en  su  estimación  su 
rey  y  su  pontífice,  obedeciéndole  con  todo  rendimiento,  sin  apartarse  un 
punto  de  su  voluntad.  Allá  la  lengua  y  caracteres  sínicos  son  muy  difíci- 
les de  aprenderse;  acá,  en  tres  meses,  puede  aprenderse  la  lengua  de 
estas  naciones,  y  aun  sin  ella,  con  intérpretes,  desde  luego  se  obra  en 
bien  de  las  almas,  y  se  hace  con  los  indios  con  agasajos  cuanto  se  quie- 
re. Allá  son  altivos  y  soberbios  de  natural;  acá  es  indecible  la  humildad 
y  docilidad  de  los  gentiles  como  de  todos  los  demás  indios  que  tanto  se 
sujetan  por  su  pusilanimidad  á  los  españoles,  aunque  tal  vez  se  les  han 
rebelado;  luego  para  ganar  almas,  es  mejor  la  gentilidad  del  Marañen 
que  la  de  la  China.  Y  si  no,  pregunto:  ¿por  qué  los  nuestros  en  Europa, 
teniendo  cerca  tantos  turcos,  no  van  á  convertir  esas  almas  tan  vecinas? 
Dirán  que  por  ser  pertinaces  é  inconvertibles;  luego  si  las  del  Oriente  y 
la  China  respecto  de  estos  gentiles  del  Occidente  son  como  los  turcos  res- 
pecto de  los  chinos,  por  más  aptos  se  han  de  tener  para  la  predicación 
estos  occidentales  que  los  chinos  obstinados,  políticos  y  altivos. 

»Lo  que  he  dicho  comparando  estas  misiones  del  Marañón  con  la  Chi- 


Libro  VI.— Capítulo  Vil  291 

na,  en  algún  modo  se  puede  aplicar  á  otras  misiones  nuestras  de  las  mis- 
mas Indias,  como  á  las  de  Méjico  y  á  las  del  Paraguay,  en  que  ya  el  em- 
pleo es  cuidar  de  pueblos  reducidos  de  cristianos  antiguos,  y  quizá  no 
hay  copiosa  gentilidad  vecina  para  reducir  almas  como  en  estas  extendi- 
dísimas  montañas  adonde  se  retiraron  tantos  con  el  extruendo  de  la  con- 
<iuista  del  Perú.  Por  esta  multitud  de  indios  y  por  ser  tan  fáciles  de  con- 
vertir, parece  consta  ser  esta  gentilidad  la  mejor  para  ganar  almas,  que 
es  el  fruto  deseado  de  los  misioneros,  de  donde  se  sigue  también  lo  último 
•que  decía  de  ser  mejores  para  el  logro  de  la  divina  gracia  que  puede  in- 
fundirse en  tantas  almas  que  no  son  de  peor  calidad  que  las  de  la  China 
y  otras  partes,  y  por  éstas  y  por  las  demás  derramó  su  sangre  y  murió 
Cristo  nuestro  Redentor. 

»Una  cosa  podrían  decirme  los  que  aspiran  á  la  China  y  Japón,  que 
alh  hay  martirio  y  aquí  no,  como  me  decían  en  Ñapóles.  A  que  respondo 
que  aquí  en  nuestro  colegio  tenemos  en  nuestra  estimación  por  mártires 
á  tres  padres  á  quienes  quitaron  la  vida  los  indios,  que  ojalá  se  hiciera 
la  debida  memoria  de  ellos.  Es  verdad  que  estos  indios  ordinariamente 
son  cobardes,  mas  algunos  hay  valerosos,  y  tal  vez  han  sucedido  rebelio- 
nes y  muertes  en  odio  de  la  fe,  ó  que  por  amor  de  ella  mueran  los  nues- 
tros gloriosamente.  La  diferencia  que  hallo  es  que  en  la  China  y  otras 
partes  la  muerte  es  en  defensa  de  la  fe,  en  que  quieren  pervertir  al  cris- 
tiano los  tiranos,  y  acá  es  en  demanda  de  imprimirla  en  los  gentiles,  á 
quienes  en  campo  abierto  dan  asalto  con  la  predicación,  y  es  más  glo- 
rioso morir  asaltando  que  morir  sólo  defendiéndose.» 

Estos  son  los  principales  sentimientos  del  misionero  de  Ñapóles,  que 
con  tanta  eficacia  expresa  en  la  carta  enviada  á  Roma  para  quitar  los 
prejuicios  de  su  nación  sobre  las  misiones  escondidas  del  Marañen.  En 
ella  carga  muy  bien,  y  con  mucha  razón,  la  conciencia  de  los  superiores, 
que  tal  vez  se  atraviesan  con  títulos  menos  razonables  á  las  vocaciones 
que  da  Diosa  sus  subditos  de  pasará  laslndias,  y  demuestra  evidentemente 
la  grandísima  ventaja  de  las  misiones  de  Mainas  sobre  las  misiones  de  la 
China,  que,  aunque  gloriosas  y  de  mucho  agrado  del  Señor,  no  presentan  la 
facilidad  de  bautismos  en  párvulos  y  de  conversiones  en  adultos,  que  ofre- 
cen las  del  Marañen  y  demás  misiones  de  la  América  Meridional  y  Septen- 
trional. Quiera  Dios  que  nunca  falten  operarios  celosos  de  la  predicación 
del  Evangelio  en  estas  vastísimas  regiones ,  porque  nunca  faltarán  nuevos 
gentiles  que  se  irán  descubriendo  en  tantas  escondidas  montañas,  larguí- 
simos ríos  y  llanuras  interminables ,  los  cuales  perseveran  ciegos  en  su 
infidelidad  sin  haber  penetrado  á  sus  cavernas  y  escondrijos  la  luz  de 
la  verdad  anunciada  en  otras  muchísimas  partes  por  los  predicadores 
evangélicos.  Pero  éstos  han  sido  siempre  pocos,  y  aunque  fervorosos,  no 
han  bastado  para  recoger  las  mies  abundantísima  que  por  todas  partes 
se  presenta. 


292  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  VIII 

ENTRAN    NUEVOS    MISIONEROS    EN    EL    MARAÑÓN   Y    S5    TRATA    DE   LAS 
REDUCCIONES  QUE  HIZO   EL  P.    ENRIQUE  RITHER  EN  EL  RÍO  UCAYALE. 

Nunca  parece  el  sol  más  hermoso  que  cuando  amanece  claro  después 
de  muchas  nieblas,  obscuridades  y  lluvias,  ni  es  más  apreciable  la  calma 
y  serenidad  que  cuando  ha  precedido  una  larga  y  peligrosa  borrasca. 
Por  cuatro  años  seguidos  se  habían  mantenido  de  solos  cuatro  misioneros, 
con  increíble  trabajo  todas  las  reducciones  del  Marañón ,  y  aunque  cla- 
maban continuamente  á  sus  hermanos  para  que  les  ayudasen  á  sostener 
la  barca  de  aquella  nueva  cristiandad,  que  no  podían  mantener  por  mu- 
cho tiempo,  no  eran  oidos  en  tan  grande  necesidad,  en  que  hacían  harta 
en  acudir  á  los  ministerios  más  indispensables  de  Quito  y  de  su  comarca- 
Oyóles  sin  duda  San  Francisco  Xavier,  que,  como  piloto  bien  experimen- 
tado de  la  mayor  gloria  de  Dios  y  protector  insigne  de  las  naciones  de 
oriente  y  occidente,  les  envió  en  su  mismo  día,  3  de  Diciembre  de  1682,. 
consagrado  á  la  memoria  de  sus  peregrinaciones  asombrosas,  cuatro  mi- 
sioneros  ;  dos  italianos,  de  los  cuales  era  uno  el  napolitano  fervoroso,  de 
que  hablamos  en  el  capítulo  antecedente;  y  dos  quiteños,  tenidos  por  je- 
suítas ejemplares  en  la  provincia.  Partiéronse  los  cuatro  padres  en  el 
día  dicho  bajo  la  protección  de  San  Javier,  y  con  tan  buen  valedor  lle- 
garon con  felicidad  al  Marañón.  Cuánta  fuera  la  alegría  del  superior  y 
demás  misioneros  al  ver  tan  oportuno  socorro,  como  el  santo  les  traía,  na 
hay  para  qué  decirlo.  Ni  permitía  el  tiempo  muchas  treguas  á  las  lágri- 
mas de  consuelo  que  derramaban  de  sus  ojos.  Luego  puso  el  superior  á 
uno  de  los  italianos  llamado  Lanzamí  en  los  pueblos  de  Guallaga,  cogió 
por  compañero  para  la  expedición  peligrosa  que  tenía  dispuesta  á  los 
Gívaros  al  padre  napolitano  é  hizo  que  los  dos  padres  quiteños  pasasen, 
á  los  demás  partidos  en  socorro  y  ayuda  de  los  otros  misioneros. 

Empezaron  á  respirar  las  misiones  con  la  venida  de  estos  cuatro  ope- 
rarios, pero  aunque  parecían  bastantes  para  conservar  y  aumentar  de 
familias  las  reducciones  ya  fundadas,  mas  no  se  podían  extender  á  nue- 
vas conquistas,  siendo  entre  todos  solos  ocho  sujetos  para  veinte  pueblos. 
La  divina  Providencia,  que  había  determinado  alumbrar  á  las  naciones 
más  distantes,  con  quienes  había  ya  tratado  y  entablado  paces  el  P.  Lu- 
cero, trajo  al  Marañón  por  los  años  de  1685  dos  célebres  alemanes,  y  fue- 
,  ron  los  primeros  que  de  esta  nación  ínclita,  á  quien  tanto  debe  la  cris- 
tiandad de  la  América,  entraron  á  los  Mainas:  llamábase  uno  Enrique 
,  Rither  y  el  otro  se  decía  Samuel  Fritz,  ambos  de  buena  edad  para  sufrir 
trabajos,  ambos  de  grande  corazón  en  los  peligros  y  ambos  encendidos  en 
el  celo  de  la  gloria  de  Dios  y  bien  de  las  almas.  Conociendo  el  P.  Lucera 
en  los  dos  nuevos  misioneros  tan  gran  fondo  de  virtud,  y  observando  en 


Libro  VI.— Capítulo  VIII  293 

•ellos  cierta  grandeza  de  alma,  junta  con  un  natural  acomodado  al  trato 
y  manejo  con  los  indios,  destinó  al  uno  á  la  grande  Omagua,  en  donde 
había  de  recoger  con  el  socorro  del  cielo  copiosísimos  frutos,  fundando 
•en  ellos  una  cristiandad  muy  floreciente,  y  envió  al  otro  á  cultivar  las 
muchas  y  numerosas  naciones  del  caudaloso  río  de  Ucayale. 

Si  en  alguna  parte  de  la  historia  nos  causa  gran  dolor  y  sentimiento 
la  falta  de  las  debidas  noticias,  es  en  esta  coyuntura,  en  que  habiendo  de 
tratar  de  la  misión  de  Ucayale  y  de  los  increíbles  esfuerzos  y  fatigas  in- 
soportables del  P.  Rither  en  plantearla  y  en  adelantarla,  nos  hallamos 
tan  escasos  de  ellas  por  la  quema  ya  dicha  de  papeles,  que  sólo  podemos 
dar  una  idea  general  de  las  cosas  que  pedían  uno  y  aun  muchos  enteros 
libros.  No  dudo  que  el  lector  benévolo  perdonará  esa  quiebra  y  nos  re- 
prendería justamente  si  llegase  á  entender  el  que  escribíamos  cosas  par- 
ticulares poco  ciertas  ó  menos  averiguadas.  Seguiremos  en  lo  poco  que 
decir  podremos,  las  apuntaciones  de  un  misionero  que  han  llegado  á  nues- 
tras manos. 

Salió  el  P.  Enrique  Rither  para  Ucayale,  el  día  16  de  Enero  de  1686, 
<icompauado  de  una  tropa  de  indios  Cunivos  que  habían  venido  á  buscar- 
le á  la  Laguna  misma  por  propio  misionero.  Como  las  naciones  que  había 
que  cultivar  en  aquel  río  eran  muchas,  y  en  mucha  distancia  unas  de 
-otras,  pareció  conveniente  que  fuese  con  el  misionero  un  hermano  coad- 
jutor (que  á  lo  que  pienso  acababa  de  llegar  á  la  misión),  llamado  Fran- 
cisco Heredia  ó  Herrera,  religioso  ejemplar,  celoso,  de  corazón  en  los 
peligros,  y  muy  parecido  en  la  virtud  al  sacerdote  que  acompañaba.  No 
:se  tenía  entonces  mucha  confianza  en  los  Cunivos  por  ser  gente  muy  nue- 
Ta  y  poco  conocida  de  los  misioneros;  y  á  esta  causa  el  capitán  de  los 
Xitipos,  parcialidad  antigua  de  la  Laguna,  se  ofreció  á  seguir  al  P.  Rither, 
para  servirle  y  ayudarle  de  la  manera  que  pudiese.  Con  esta  compañía 
•entró  el  P.  Enrique,  por  Ucayale,  y  llegó  á  una  población  de  Cunivos 
juntos  ya  por  el  P.  Lucero,  con  la  advocación  de  San  Nicolás,  en  un  sitio 
llamado  Pachüea.  Como  iba  de  paz  fué  bien  recibido  de  aquellos  indios, 
más  luego  comenzaron  á  mostrar  su  sentimiento,  viendo  que  no  les  lie- 
Taba  hachas  y  cuchillos.  Procuró  el  padre  sosegarlos  con  la  esperanza 
de  regalarlos,  luego  que  llegase  el  socorro  de  Quito.  Sin  este  aliciente  se 
suele  adelantar  poco  con  la  gente  nueva,  como  mostró  la  experiencia  en 
otras  partes.  Entabló  con  los  niños  que  llevaba  de  la  Laguna  la  doctrina 
y  el  rezo  en  lengua  Xitipa  que  entendían  bastantemente  los  Cunivos, 
hasta  que  con  el  tiempo  formó  catecismo  en  lengua  cuniva.  Quiso  visitar 
otras  rancherías  de  Mayorunas  y  otras  naciones,  y  conoció  desde  luego 
la  grande  resistencia  del  infierno  á  que  se  anunciase  entre  aquellas  gen- 
tes poseídas  del  demonio  por  tan  largo  tiempo  la  palabra  divina.  En  una 
-de  estas  tuvieron  su  consejo  los  indios  sobre  si  matarían  al  misionero  ó  le 
<enviarían  otra  vez  al  Marañen,  porque  al  fin  «él  es  español  y  los  españo- 
les son  tan  malos,  decían,  como  el  diablo»,  con  cuyo  nombre  (en  su  len- 
gua, Tusuí)  les  apellidaban.  Pero  obrando  en  ellos  la  gracia  de  Dios,  ni^ 


294  Misiones  del  Marañón  Español 

uno  ni  otro  determinaron,  y  salió  de  su  consulta  el  admitirle  y  probar 
con  el  tiempo  cómo  les  trataba,  y  viendo  en  él  un  trato  dulce,  amigable 
y  cariñoso,  comenzaron  á  inclinarse  al  misionero,  á  quererlo  y  respe- 
tarlo. 

Poco  se  fiaba  el  P.  Enrique  de  estas  primeras  apariencias,  porque  sa- 
bía muy  bien  las  experiencias  pas;idas  de  los  primeros  misioneros  y 
echaba  de  ver  en  tanta  variedad  de  naciones  un  g-enio  brutal  y  una  car- 
nicería continua.  Tenían  muchos  dos  y  tres  mujeres,  casábanse  los  hijos 
con  sus  madres  y  con  la  facilidad  que  hacían  sus  casamientos  así  los  des 
hacían  á  su  arbitrio.  Abortaban  las  mujeres  por  cualquier  antojo  y  ma- 
taban con  indolencia  los  hijos  como  si  fueran  monos,  perros  ó  gatos;  de 
manera  que  parecían  tener  borradas  las  impresiones  mismas  de  la  natu- 
raleza. Preciábanse  de  valientes  y  era  el  más  estimado  el  que  había  eje- 
cutado más  muertes.  De  aquí  nacían  las  continuas  guerras  de  unas  na- 
ciones con  otras,  haciendo  frecuentes  campañas  para  matar  y  coger  es- 
clavos. No  faltaban  hechiceros,  como  en  otras  naciones,  pero  los  más 
eran  unos  embusteros,  y  sólo  tal  cual  píirecia  tener  pacto  con  el  diablo, 
que  con  aullidos  y  estruendos  horrorosos  les  avisaba  de  algunas  desgra.- 
cias  sucedidas  en  mucha  distancia  á  sus  parientes  y  conocidos. 

Comenzó  el  P.  Rither  á  recoger  indios,  enseñarles  la  doctrina  y  des- 
arraigar abusos  y  en  medio  de  la  resistencia  que  experimentaba  en 
aquellos  naturales,  no  dejaba  de  hacer  fruto,  no  sólo  en  los  párvulos  que 
bautizados  contemplaba  ya  como  asegurados,  pero  aun  en  muchos  adul- 
tos que  daban  oídos  á  la  verdad  y  pedían  el  bautismo.  Pero,  conocienda 
la  necesidad  que  tenía  de  instrumentos  y  herramientas  para  ganar  y 
atraer  aquellos  corazones  interesados,  se  determinó,  antes  de  cumplir  el 
año  primero  de  su  ministerio,  á  volver  á  la  Laguna  en  busca  de  hachas,, 
cuchillos,  machetes  y  otros  instrumentos  dejando  á  cargo  del  hermano 
Francisco  (que  había  recogido  los  Cunivos  cautivos  de  algunos  bárbaros 
y  enseñádoles  la  lengua  Inga)  toda  la  cristiandad  nueva  y  catecúmenos, 
de  Ucayale.  Mientras  el  misionero  hacía  el  largo  viaje,  el  hermano  coad- 
jutor práctico  en  aquellas  tierras  por  las  entradas  á  otras  naciones  y  por 
las  paces  que  había  hecho  con  los  indios  Campas,  Machovos,  y  Comavos, 
procuraba  aumentar  el  pueblo  de  San  Nicolás  haciendo  varias  peregri- 
naciones, en  que  traía  algunas  familias. 

En  una  de  estas  topó  con  un  indio  de  la  nación  de  los  Campas,  que 
haciéndose  ó  vendiéndose  por  amigo,  le  prometió  pacificar  á  su  nación 
entera  con  los  Cunivos  de  su  pueblo.  Siguióle  intrépido  y  deseoso  de  ga- 
nar aquellos  gentiles  como  había  ganado  otros,  entró  por  las  tierras  de 
los  Campas  no  dudando  del  buen  suceso  que  se  prometía  de  la  paz.  Mas 
apenas  le  descubrieron  estos  bárbaros  cuando  viniendo  en  tropel  en  gran 
número,  comenzaron  á  disparar  flechas  contra  el  hermano  Francisco  que 
viendo  ser  llegado  el  fin  de  su  vida,  puesto  de  rodillas  y  alzando  los  bra- 
zos y  ojos  al  cielo,  recibió  con  mucha  devoción  las  últimas  flechas  con  que 
le  atravesaron,  ofreciendo  á  Dios  su  vida  por  aquellos  mismos  que  taiií 


Libro  VI.— Capítulo  VIII  295 

cruelmente  se  la  quitaban.  Despedazaron  luego  el  cuerpo  muerto,  y  bár- 
baramente se  lo  comieron,  para  probar,  como  decían,  á  qué  sabía  la  car- 
ne de  blanco,  y  encajando  la  cabeza  en  una  bobona,  se  la  llevaron  en 
triunfo,  gloriándose  de  que  eran  más  valerosos  que  los  blancos,  porque  el 
hermano  se  había  puesto  de  rodillas  y  recibido  sin  resistencia  las  flechas 
con  que  le  habían  atravesado.  Los  Cunivos  que  le  acompañaban  volvie- 
ron, aunque  heridos,  á  su  pueblo,  y  luego  salió  la  nación  á  la  venganza 
contra  los  Campas  y  Pirres,  que  habían  tenido  también  parte  en  la 
muerte  del  hermano.  Mataron  á  unos  y  cautivaron  á  otros  que  refirieron 
lo  que  acabamos  de  contar,  para  que  no  sólo  los  Cunivos  sino  también 
los  Campas  enemigos,  fuesen  testigos  de  la  circunstancia  de  la  muerte  y 
de  la  crueldad  que  usaron  con  el  cuerpo  difunto.  Diose  aviso  del  trágico 
suceso  á  la  Laguna  y  se  intentó  enviar  algunos  españoles  al  castigo  de 
los  Campas  y  Pirros,  pero  atravesándose  en  este  tiempo  negocios  más 
urgentes,  quedaron  sin  la  pena  merecida  los  agresores,  y  no  se  pensó  en 
adelante  en  escarmentarlos. 

No  sin  providencia  particular  del  Señor  dejaron  los  españoles  de  en- 
trar en  Ucayale  al  castigo  de  los  Campas  y  Pirros,  que  naturalmente  no 
se  hubiera  ejecutado  sin  alboroto  de  muchas  naciones,  en  quienes  hu- 
biera crecido  el  odio  contra  el  nombre  español  y  se  impidieran  los  pro- 
gresos de  la  predicación  del  P.  Kither  que  volviendo  con  ánimo  intré- 
pido á  sus  Cunivos  hizo  desde  la  muerte  del  hermano  tan  rápidas  conver- 
siones en  los  gentiles  de  aquel  río,  que  no  es  fácil  de  contar  el  número  de 
bautismos  no  sólo  de  párvulos,  pero  aun  de  adultos,  que  teniendo  ya  ca- 
tecismo en  su  propia  lengua  se  disponían  en  poco  tiempo  para  recibir  el 
santo  sacramento.  Es  cosa  bien  singular,  pero  digna  de  todo  crédito  lo 
que  hallo  escrito  de  este  santo  varón  que  en  solo  doce  años  de  predica- 
ción fundó  nueve  pueblos  en  las  riberas  de  Ucayale,  y  que  los  cultivó  de 
manera  que  los  más  eran  ya  cristianos,  y  vivían  con  gran  fervor,  de- 
jando sus  antiguas  supersticiones,  frecuentando  la  iglesia  y  sacramen- 
tos, celebrando  las  fiestas  principales  del  año  y  con  particular  devoción 
las  funciones  de  la  semana  santa  que  suele  ser  la  cosa  que  hace  mayor 
impresión  en  los  gentiles  recientemente  convertidos.  No  hizo  tantas  fun- 
daciones sin  derramar  muchos  sudores  en  valles,  montes,  travesías  y 
navegaciones,  tomando  lengua  de  unos  gentiles  y  pasando  á  otros  hasta 
recoger  al  gremio  de  la  Iglesia  una  parte  muy  notable  de  todos  los  in- 
dios de  que  pudo  tener  noticias.  Sus  entradas  á  los  montes  en  busca  de 
estos  desdichados  pasaron  de  cuarenta,  y  se  cuenta  que  en  cada  una  de 
estas  andaría  por  agua  y  tierra  más  de  doscientas  leguas,  cuya  suma 
viene  á  ser  como  de  ocho  mil  leguas,  sin  meter  en  este  cómputo  los  via- 
jes que  hubo  de  hacer  á  la  Laguna,  de  donde,  como  centro  de  la  misión, 
se  proveía  de  las  cosas  más  necesarias.  Tan  encendido  era  el  celo  de  este 
varón  insigne,  que  en  razón  de  ganar  almas  al  cielo  anduvo  tantos  pasos 
cuantos  eran  bastantes  y  sobraban  para  dar  vuelta  á  todo  el  m.undo. 

Queriendo  el  Señor  coronar  tantas  fatigas,  dispuso  que  muriese  glo- 


296  Misiones  del  Marañón  Español 

riosamente  á  manos  de  los  ingratos  Cunivos,  y  lo  mismo  hicieron  los  Che- 
peos  con  D.  José  Bárgez,  clérigo  secular  y  compañero  á  la  sazón  del 
P.  Enrique,  sin  que  sepamos  otras  circunstancias,  de  tan  gloriosas  muer- 
tes, sino  que  sucedieron  por  los  años  de  1698.  Dichosos  operarios  que  per- 
severaron constantes  en  el  cultivo  de  aquella  viña  hasta  dar  la  vida  en 
la  demanda,  después  de  haber  enviado  al  cielo  tantos  sazonados  frutos 
de  adultos  y  niños  recientemente  bautizados,  como  morirían  en  los  nueve 
pueblos  que  tuvieron  á  su  cargo.  Plugiera  al  cielo  que  aquella  numerosa 
y  florida  cristiandad  hubiera  sido  más  duradera  y  consistente.  Pero,  con 
las  muertes  de  los  dos  misioneros,  se  alzaron  las  naciones  de  Ucayale,  y 
el  medio  que  se  tomó  para  pacificarlos,  por  justos  juicios  del  Señor,  aca- 
bó de  manera  de  rematarlas,  que  quedaron  perdidas  del  todo  aquellas 
floridísimas  misiones.  Luego  que  se  supo  la  muerte  del  P.  Rither,  ejecuta- 
da con  increíble  ingratitud  de  los  Cunivos  mismos,  y  la  de  su  compañero 
Bárgez  por  los  Chepeos,  entró  el  capitán  D.  Juan  Rioja  al  castigo  y  pa- 
cificación de  la  tierra,  llevando  consigo  dos  misioneros,  cuarenta  espa- 
ñoles y  cuatrocientos  indios.  Era  la  armada  respetable,  particularmente 
por  las  bocas  de  fueoo,  tan  superiores  á  las  armas  de  los  Ucayales,  y  el 
capitán  Rioja  se  lo  prometía  todo  con  armas  tan  ventajosas.  En  efecto,  á 
los  principios  cogieron  á  muchos  fugitivos;  pero,  fiados  los  blancos  en  sus 
fuerzas,  y  descuidándose  de  hacer  con  diligencia  las  centinelas,  fueron 
sorprendidos  improvisamente  por  los  alzados  que,  acometiendo  con  fu- 
ror y  rabia,  mataron  diez  y  nueve  españoles  y  noventa  indios,  y  los  de- 
más huyeron  vergonzosamente.  Con  esta  derrota  quedaron  acobardados 
los  nuestros,  y  tan  orgullosos  y  soberbios  los  indios  de  Ucayale,  que  die- 
ron al  través  con  aquella  nueva  cristiandad,  á  excepción  de  algunos  que 
parecen  haberse  agregado  á  otros  pueblos,  como  se  puede  colegir  del  li- 
bro de  bautismos,  del  pueblo  de  la  Laguna,  en  donde  se  hallan  escritos 
indios  Manavas  que  pertenecen  al  río  Ucayale. 


CAPITULO  IX 

pasa   el   P.    SAMUEL   FRITZ    Á   LOS    OMAGUAS,   Y   HACE   VARIAS 
REDUCCIONES   DE   ESTA   NACIÓN 

Casi  por  el  mismo  tiempo  en  que  entró  la  luz  del  Evangelio  en  el  río 
Ucayale,  tan  poco  agradecido  á  los  sudores  y  fatigas  de  su  misionero,  se 
comenzó  á  trabajar  en  la  grande  Omagua  en  que,  prendiendo  mejor  la 
semilla  del  Evangelio,  se  arraigó  de  manera  que  nunca  volvió  atrás  esta 
nación  insigne,  y  no  sólo  conservó  la  fe,  una  vez  recibida,  pero  aún  co- 
operó no  poco  de  su  parte  para  la  reducción  de  otros  muchos  gentiles.  Pa- 
recía esta  gente  bien  acondicionada,  más  acreedora  que  las  demás  á  que 


Libro  VI.— Capítulo  IX  297 

se  les  diese  misionero  propio,  pues  ella  misma  había  subido  los  años  an  - 
tecedentes,  como  vimos,  en  demanda  de  un  padre  que  le  enseñase  el  ca- 
mino de  la  verdad,  y  el  superior  de  las  misiones  se  lo  había  prometido. 
Mostraban,  por  otra  parte,  los  Omaguas  (fuera  de  las  vislumbres  que  en 
ellos  se  descubrían  de  policía)  mucha  fidelidad  é  igual  constancia,  que  es 
la  cualidad  á  que  atienden  mucho  los  misioneros  en  unas  tierras  en  que 
es  casi  universal  la  volubilidad  é  inconstancia  de  las  naciones. 

Por  esta  causa  uno  de  los  primeros  cuidados  del  superior  fué  el  enviar 
luego  que  tuvo  á  su  disposición  operarios,  que  llegaron  de  la  Europa,  al 
nuevo  misionero  Samuel  Fritz  á  cultivar  la  extendida  nación  de  los 
Omaguas.  Vivían  éstos  dispersos  por  las  islas  y  orillas  del  Marañón, 
doscientas  y  más  leguas  al  otro  lado  del  río  Ñapo.  Llegado  el  P.  Samuel 
fué  muy  bien  recibido  de  estos  indios,  como  quienes  por  varios  años  le 
habían  deseado.  Hallábase  el  padre  muy  gustoso  y  contento  observando 
en  ellos  un  corazón  generoso,  dócil  y  atento,  que  no  se  había  descubierto 
en  otras  naciones  y  se  prometió  desde  luego  con  la  gracia  del  Señor  re- 
coger copiosos  frutos  para  la  Iglesia  en  una  gente  de  tan  buenas  cuali- 
dades y  tan  deseosa  de  oír  la  palabra  divina.  No  le  engañaron  las  espe- 
ranzas porque  comenzando  su  ministerio  por  el  bautismo  de  los  párvulos, 
y  por  la  doctrina  de  los  adultos,  prendió  tan  bien  en  los  corazones  el 
grano  del  Evangelio,  que  en  poco  tiempo  pudo  fundar  cuatro  pueblos. 
Llamóse  uno  San  Joaquín,  puesto  en  la  embocadura  de  un  río  que  se  de- 
cía Guaraní.  Otros  dos  tuvieron  por  nombre  Ntra.  Sra.  de  Guadalupe  y 
San  Pablo  Apóstol,  los  cuales  estaban  bajando  por  el  Marañón  á  mano 
izquierda  y  el  cuarto,  que  se  dijo  San  Cristóbal,  se  hallaba  bajando  á 
mano  derecha.  Hizo  en  todas  cuatro  reducciones  iglesias  capaces  y  de 
tapia  que  salieron  vistosas  y  de  dura.  Como  era  mañoso  y  de  habilidad 
en  cosas  mecánicas,  procuró  adornarlo  con  obras  hechas  de  su  mano, 
como  sagrarios,  retablos  y  otras  cosas  de  este  modo,  teniendo  abundan- 
cia de  maderas  exquisitas,  de  las  cuales  escogía  las  más  propias  para  los 
usos  á  que  las  destinaba.  Con  esto  los  indios  se  aplicaron  más  á  la  doc- 
trina, frecuentaban  la  iglesia  y  no  faltaban  jamás  á  las  funciones  sagra- 
das; porque  es  increíble  cuánto  se  agradan  los  pobres  indios  hechos  á 
ver  solamente  unas  pequeñas  chozas  mal  formadas,  de  tener  en  sus  pue- 
blos una  iglesia  fabricada  con  aseo  y  solidez  que,  aunque  no  sea  como 
una  catedral  en  las  naciones  cultas,  supone  para  ellos  sin  comparación 
mucho  más,  y  les  lleva  sin  violencia  con  su  majestad  para  recibir  la  ins- 
trucción necesaria  sin  que  piensen  ya  en  sus  antiguos  tambos  ó  escon- 
drijos. 

Cuando  conoció  el  P.  Fritz  que  estaban  ya  los  Omaguas  aficionados  á 
su  persona  y  bastantemente  arraigados  en  la  fe  por  los  muchos  bautis- 
mos que  habían  recibido  los  adultos,  pensó  en  ganar  otras  naciones  por  su 
medio.  Entabló  paces  y  amistad  con  los  indios  Zurimaguas  con  los  Azua- 
ros,  con  los  Lliras  y  con  los  Ibanomas.  Pero  halló  varios  estorbos  para 
su  reducción.  Era  el  principal  de  todos  el  miedo  grande  á  los  portugueses 


298  Misiones  del  Makañón  Español 

que  los  habían  molestado  muchas  veces  y  llevado  consigo  muchos  escla- 
vos, y  si  se  juntaban  en  reducción  ó  pueblo  lo  harían  más  á  su  salvo. 
Porque  hasta  entonces  habían  andado  los  portugueses  á  caza  de  indios 
dispersos  por  los  montes,  como  quien  anda  á  caza  de  fieras;  pero  si  se 
juntaban  en  un  lugar,  los  llevarían  á  todos  como  una  manada  de  ovejas. 
No  era  vano  el  temor  de  los  indios,  y  el  suceso  mostró  con  el  tiempo  que 
pensaban  como  muy  racionales. 

Considerando  el  misionero  la  dificultad  grande,  y  deseando  formar 
una  cristiandad  sólida  j  que  no  estuviese  expuesta  á  los  peligros  de  pira- 
tas y  ladrones,  se  resolvió  á  hacer  un  largo  viaje  al  Para,  acompañado  de 
algunos  de  sus  Omaguas.  Fué  larga  la  navegación ,  como  de  mil  leguas; 
pero  le  pareció  dulce  y  suave,  por  el  bien  grande  que  esperaba  resulta- 
ría de  ella.  Arribado  al  Para,  se  presentó  al  gobernador  de  la  ciudad,  le 
propuso  con  energía  y  celo  los  excesos ,  rapiñas  y  violencias  de  los  por- 
tugueses, que  como  verdaderos  piratas  de  los  ríos  que  pertenecían  al  do- 
minio de  Castilla,  llevaban  cautivos  y  hacían  esclavos  á  cuantos  indios 
encontraban,  añadiendo  que  estos  desórdenes  cedían  en  considerable 
daño  de  la  religión  católica ,  porque  los  pobres  indios  expuestos  á  tantos 
ultrajes  querían  más  vivir  dispersos  por  los  montes,  por  donde  podían 
huir  más  fácilmente,  que  en  pueblos  ó  reducciones  en  donde  serían  sor- 
prendidos. Entendió  bien  el  gobernador  la  razón  y  el  derecho  del  misio- 
nero, y  tomó  algunas  providencias  para  el  remedio  de  aquellos  desórde- 
nes, prohibiendo  estrechamente  la  presa  de  los  indios,  y  dio  muy  buenas 
esperanzas  de  que  se  atajarían  en  adelante  y  se  castigarían  con  rigor 
semejantes  piraterías.  Muy  contento  el  misionero  de  tan  buena  resolu- 
ción y  atención  cristiana,  dio  vuelta  á  las  tierras  de  los  Omaguas  é  hizo  en 
esta  navegación  una  demarcación  cabal  y  arreglada ,  que  dio  nueva  luz 
á  los  predicadores  del  Evangelio  del  curso,  brazos  é  islas  del  río  Marañón. 

Sosegados  á  su  vuelta  los  ánimos  de  los  Zurimaguas  y  demás  nacio- 
nes confederadas  con  los  Omaguas,  vinieron  á  formar  tres  pueblos  ó  re- 
ducciones, uno  en  la  laguna  Coari,  otro  con  la  advocación  de  Santa  Ana, 
y  el  tercero  llamado  Tracuatuva  de  Tefe .  Estaban  las  tres  poblaciones 
á  poca  distancia  entre  sí,  en  las  cercanías  del  río  Putumayo,  que  los  por- 
tugueses llaman  comúnmente  Iza.  No  tuvo  el  P.  Samuel  que  sufrir  en 
estas  naciones  muy  semejantes  á  las  de  los  Omaguas,  las  pesadumbres, 
penalidades  y  trabajos  que  ocasionaron  ordinariamente  las  naciones  al- 
tas del  Marañón  por  su  poca  constancia  y  sujeción  á  las  órdenes  de  los 
primeros  misioneros,  ni  se  vieron  en  los  Zurimaguas  las  malas  resultas 
del  genio  cruel  y  bárbaro  de  los  Cocamas  y  Mainas,  á  quienes  por  otra 
parte  no  cedían  en  valor  y  destreza  para  la  guerra.  Eran  en  particular 
estas  naciones  diestrísimas,  en  el  uso  de  la  estolica  que  habían  tomado 
de  los  Omaguas,  arma  en  la  realidad  bien  ventajosa  y  que  sólo  hallaba 
igualdad  en  el  arco  y  flecha  de  los  Panos. 

Como  era  la  gente  dócil,  rendida  y  bien  inclinada,  se  fué  amoldando, 
con  las  primeras  insinuaciones  del  Misionero,  á  las  prácticas,  orden  y 


Libro  VI.— Capítulo  IX  299 

distribución  de  los  pueblos  antiguos.  Los  mismos  caciques  intimaron  desde 
luego  á  todos  los  indios  la  sujeción  y  obediencia  puntual  al  P.  Samuel, 
porque  no  era  razón,  decían,  que  habiendo  venido  de  tierras  tan  aparta- 
das y  dejando  otras  gentes,  en  quienes  pudiera  haberse  ocupado  con  fru- 
to, no  lograse  en  ellos  mismos  el  fin  de  su  venida.  Esta  razón  les  hacía 
mucha  fuerza  por  tener  la  mente  más  abierta  que  los  otros  indios  del  Ma- 
rañón,  y  no  les  movía  menos  á  ser  agradecidos  al  misionero  el  ver  que, 
sin  pretender  servicio  ninguno  personal,  ni  procurar  sus  propias  conve- 
niencias, se  afanaba  tanto  por  el  bien  de  los  pueblos  padeciendo  mil  tra- 
bajos en  los  continuos  viajes,  en  la  administración  de  Sacramentos,  y 
más  particularmente  en  la  enseñanza  de  la  doctrina  cristiana.  Era  la  de 
los  niños  diaria  en  todos  los  pueblos,  y  la  de  los  adultos  se  hacía  tres  ve- 
ces á  la  semana,  y  como  asistían  con  gusto  y  buena  voluntad,  y  no  eran 
tan  cerrados  de  entendimiento  ni  tan  faltos  de  memoria,  la  aprendían 
en  poco  tiempo.  De  donde  resultó  que  aun  la  mayor  parte  de  los  adultos 
recibiese  en  los  primeros  años  el  santo  bautismo,  dejando  que  madurasen 
con  el  tiempo  algunos  pocos  que,  ó  por  su  menor  capacidad,  necesitaban 
de  más  tiempo  para  una  cabal  instrucción,  ó,  por  más  arraigados  en  los 
vicios  y  costumbres  bárbaras,  que  nunca  faltan  en  los  gentiles  más  bien 
inclinados,  no  estaban  en  estado  de  rendirse  suavemente  al  yugo  del 
Evangelio.  Los  días  de  fiesta,  fuera  de  la  Misa,  á  que  asistían  todos  invio- 
lablemente, concurrían  por  la  tarde  al  Rosario  de  la  Virgen.  Se  celebra- 
ban, con  la  ostentación  posible  en  tan  pobres  tierras,  las  fiestas  del  Cor- 
pus y  de  los  patronos  de  los  pueblos,  y  con  mayoi*  devoción  las  funciones 
de  la  semana  santa.  Admiraba  á  los  extranjeros  el  gobierno  político  y 
cristiano  de  estas  siete  reducciones  numerosas  que,  en  tan  poco  tiempo, 
llegaron  á  ser  tan  puntuales  en  las  prácticas  de  los  pueblos  antiguos  sin 
usar  con  ellas  de  rigor  alguno.  Tanto  puede  un  natural  bueno  y  amigo 
de  la  razón  cuando  es  ilustrado  de  la  divina  gracia. 

No  dejaron  de  padecer  en  este  tiempo  los  nuevos  cristianos  muchas 
vejaciones  y  tropelías  de  los  portugueses,  que  como  allá  desde  San  Pablo 
molestaron  tanto  á  las  misiones  del  Paraguay,  así  acá  desde  el  Para  in- 
festaban continuamente  á  pesar  del  gobernador  las  misiones  bajas  deí 
Marañón.  No  servían  las  órdenes  de  este  juez  bien  intencionado  ni  les 
atemorizaban  las  penas;  ciegos  con  el  furor  de  su  codicia  todo  lo  atrepe- 
llaban y  cogían  á  los  miserables  Omaguas  y  Zurimaguas,  cuando  los  ha- 
llaban dispersos  y  fuera  de  las  reducciones.  Pasaron  más  adelante  y  lle- 
garon á  amenazar  repetidas  veces  á  los  misioneros  que  acabarían  con 
ellos,  si  no  abandonaban  la  empresa  y  dejaban  el  campo  libre  á  sus  cor- 
rerías que  como  en  término  propio,  á  lo  que  ellos  decían,  de  la  jurisdic- 
ción y  dominio  de  Portugal  podían  ejercer  sin  tropiezo.  Despreciaban 
los  padres  las  amenazas  de  esta  gente  malvada  y  se  oponían  con  tesón  y 
constancia  á  su  soñado  derecho  alegando  y  presentando  las  órdenes  de 
su  mismo  gobernador,  que  lejos  de  reconocer  por  términos  de  Portugal 
.aquellos  sitios  y  confesando  pertenecer  á  la  corona  de  Castilla,  dejaba 


SOT)  Misiones  del  Marañón  Español 

libremente  á  los  misioneros  de  España  poder  formar  reducciones  á  su  ar- 
bitrio y  recoger  indios  de  todos   aquellos  parajes. 

El  derecho  de  los  padres  era  claro,  la  oposición  no  podía  ser  más  jus- 
ta; las  órdenes  del  gobernador  debian  ser  respetadas  y  dejar  en  paz 
y  quietud  las  reducciones  con  tanta  ventaja  de  la  Religión;  pero  nada 
de  esto  bastaba  para  contener  la  codicia  de  aquellos  ánimos  interesados, 
y  podía  más  el  prejuicio  de  las  figuradas  ganancias,  porque  con  su  infa- 
me comercio  pensaban  hacer  fortuna  vendiendo  por  esclavos  á  los  veci- 
nos del  Para,  los  desdichados  indios  que  en  sus  correrías  encontraban. 
Aunque  hubo  mucho  que  hacer  con  tan  perversa  canalla,  pero  al  fin 
mantuvieron  los  padres  por  varios  años  los  siete  pueblos  fundados,  en 
aquellos  parajes  hasta  que  una  nueva  ocasión  de  rotura  de  Portugal  con 
España  abrió  la  puerta  al  principio  del  siglo  siguiente  á  los  portugueses 
para  la  ruina  casi  total  y  exterminio  de  los  pueblos,  y  para  el  menoscabo 
de  la  mayor  parte  d©  los  Omaguas  y  Zurimaguas  y  demás  naciones,  como 
ájsu  tiempo  veremos.  Tanta  fué  siempre  la  porfía  de  los  cristianos  viejos 
en  arrestar  los  progresos  de  la  religión  que  debían  promover  á  costa  de 
sus  mismos  intereses. 


CAPITULO  X 

DESCUBRIMIENTO  DE  LOS  CAV APAÑAS  Y  CONCHOS  Y   REDUCCIÓN   PRIMERA 

DE  LOS  INDIOS   ZAMEOS 

Entre  tanto  que  los  padres  Enrique  Rither  y  Samuel  Fritz  trabajaban 
con  tanto  fruto  y  bien  de  las  almas,  el  uno  en  el  caudaloso  río  de  Uca- 
yale,  y  el  otro  en  la  grande  Omagua,  trabajaba  con  igual  celo  aunque 
con  menor  suceso,  en  otras  partes  el  P.  Gaspar  Vidal,  que  no  sólo  consi- 
guió recoger  los  Cavapanas  y  Conchos,  pero  aun  llegó  á  dar  principio  á 
una  ciudad  nueva  de  Borjeños  con  la  mira  de  hacer  sólida  y  duradera  la 
conversión  de  los  Zameos.  La  nación  Cavapana  y  Concha  se  mantuvo 
en  su  gentilidad  esparcida  por  varias  quebradas  que  corren  á  las  espal- 
das de  los  cerros  de  Chaya  vitas,  hasta  juntarse  con  el  rio  de  la  ciudad 
de  Moyobamba.  La  misma  cercanía  de  esta  población  de  españoles  re- 
tardó el  descubrimiento  y  pacificación  de  los  Cavapanas.  Preveníanse 
éstos  de  herramientas,  venenos  y  vestidos  de  los  indios  que  vivían  en 
Moyobamba  y  en  la  ciudad  de  Lamas,  y  como  veían  el  trato  á  su  pare- 
cer duro  que  les  daban  los  españoles  y  mestizos  de  estas  ciudades,  ocu- 
pándolos en  el  cultivo  de  sus  campos  y  en  el  servicio  continuo  de  sus  ca- 
sas, pareció  poco  apreciable  á  los  Cavapanas  el  modo  de  vida  de  sus 
amigos,  y  procuraban  no  dejarse  ver  ni  dar  señales  por  donde  pudiesen 
ser  descubiertos.  Ayudaban  á  esto  mismo  los  indios  que  vivían  con  los 
mestizos  y  españoles,  que  ocultaban  cuidadosamente  la  comunicación. 


Libro  VI.— Capítulo  X  301 

esperando  que  algún  día  les  servirían  de  retirada  y  guarda  aquellos  gen- 
tiles, porque  se  les  hacía  dura  é  insufrible  la  sujeción  á  los  españoles. 
En  esta  situación  era  difícil  que  hubiese  comunicación  entre  las  gentes 
de  las  misiones  y  los  Cavapanas  tan  celosos  de  que  se  ignorasen  sus 
puestos. 

El  primer  misionero  que  procuró  y  consiguió  tener  algunas  noticias- 
de  esta  escondida  nación,  fué  elP.  Gaspar  Vidal,  que  hizo  una  entrada 
sin  perdonar  á  trabajo  ni  volver  atrás  por  los  inconvenientes,  á  las  fal- 
das de  los  cerros  que  habitaban.  No  se  sabe  con  toda  certidumbre  ni  el 
mes  ni  el  año  en  que  hizo  este  viaje,  pero  nos  consta  que  entabló  paces 
y  amistad  con  esta  gente  antes  del  año  de  1691,  cuando  estaban  los  Ca- 
vapanas en  una  quebrada  llamada  Tamia-Zacu.  De  aquí  pasaron  á  in- 
flujo, como  pienso  del  misionero,  al  río  Angaiza  y  en  sus  cercanías,  for- 
maron su  primer  pueblo.  La  falta  de  misioneros  y  el  gran  desvio  de  los 
pueblos  de  la  misión,  no  permitieron  por  entonces  el  atenderlos  como  se 
deseaba,  y  sólo  se  trató  de  fomentar  esta  reducción  con  algunas  visitas 
de  los  padres  ocupados  en  la  asistencia  de  tantos  pueblos  distantes.  En 
una  de  estas  que  hizo  el  P.  Felipe  Feijó  consta  de  algunos  bautismos, 
cuya  memoria  se  mantuvo  años  después  entre  los  apuntamientos  de  los 
bautismos  de  dicho  pueblo. 

Por  el  mismo  tiempo  hizo  el  P.  Vidal  la  primera  reducción  de  los  Za- 
meos,  que  pacificados  desde  el  año  82  por  el  P.  Lucero,  no  se  habían  re- 
ducido por  falta  de  operarios.  Mas  antes  que  les  redujese  el  P.  Vidal  á 
que  se  poblasen  en  un  sitio,  habían  sucedido  muchos  debates  y  contien- 
das entre  los  indios  vecinos  de  Borja  y  los  Zameos.  Porque  aspirando  los 
Borjeños  al  aumento  de  sus  encomiendas  y  no  curando  mucho  de  los  nue- 
vos adelantamientos  de  la  misión,  repitieron  sus  entradas  á  los  Zameos,^ 
é  hicieron  muchas  diligencias  para  ganarlos  para  sí,  más  siempre  fue- 
ron animosamente  rebatidos  de  aquella  nación  valiente,  en  quienes  ex- 
perimentaron mayor  valor  y  resistencia  á  la  sujeción  de  lo  que  pensa- 
ban. Apenas  pudieron  conseguir  algunos  pocos  indios  á  costa  de  repetí- 
dos  y  porfiados  combates,  en  que  siempre  quedaron  superiores  los  Za- 
meos, tenidos  desde  entonces  de  los  Borjeños  por  indios  guerreros,  ani- 
mosos, diestros  en  armar  emboscadas  y  fieros  en  los  acometimientos. 

Lo  que  no  pudo  recabar  la  violencia  de  las  armas,  lo  consiguió  fácil- 
mente con  su  buen  modo  el  P .  Gaspar  Vidal,  que  lo  mismo  fué  dejarse 
ver  de  aquellos  gentiles,  que  ponerse  en  sus  manos,  y  ofrecerse  á  formar 
pueblo  como  se  quedase  con  ellos  y  se  encargase  de  su  dirección  y  go- 
bierno. Era  el .P.,  Vidal  de  un  entendimiento  hecho  á  formar  los  más  vas- 
tos proyectos  y  de  corazón  tan  grande  que  le  facilitaba  las  mayores  em 
presas.  Considerando  la  mucha  gentilidad  que  se  iba  descubriendo  por 
lo  bajo  del  Marañón,  y  la  mucha  distancia  de  la  ciudad  de  Borja,  para 
acudir  desde  este  sitio  á  todas  las  ocurrencias  necesarias  en  las  nuevas 
reducciones  que  meditaba  su  celo,  pensó  mucho  sobre  el  modo  de  asegu- 
rar la  ejecución  de  sus  designios.  Resolvióse  (¡ardua  empresa!),  á  formar 


302  Misiones  del  Marañón  Español 

en  las  cercanías  de  la  boca  del  río  Ucayale,  una  ciudad  respetable  que 
fuese  como  el  real  para  el  firme  establecimiento  y  reducción  duradera 
de  los  Zameos  y  demás  gentiles,  que  pensaba  ganar  á  Jesucristo.  Arras- 
tró varias  familias  de  Borja  proponiéndoles  la  ventaja  del  sitio  y  co- 
menzó á  plantar  la  ciudad  ideada  poco  más  abajo  de  la  boca  de  dicho 
río  en  un  sitio  ya  conocido  con  el  nombre  de  Zarapa,  por  estar  enfrente 
de  una  hermosa  laguna  así  llamada.  Reconvino  á  los  Zameos  (admirados 
de  la  nueva  población  que  se  intentaba  de  españoles),  con  la  palabra 
que  le  habían  dado  de  formar  pueblos,  si  se  quedaba  con  ellos,  y  se  apli- 
caron desde  luego  á  fundar  dos  reducciones,  cada  parcialidad  la  suya. 
Formóse  la  una  cerca  de  la  laguna  Zarapa  y  en  ella  como  más  princi- 
pal comenzó  á  residir  el  misionero:  establecióse  la  otra  á  poca  distancia 
poco  más  arriba  del  sitio  en  que  se  levantó  después,  andando  el  tiempo, 
el  lucido  pueblo  de  San  Francisco  de  Regís  de  los  Zameos,  que  era  uno  de 
los  mejores  de  toda  la  misión  cuando  fueron  arrestados  los  misioneros. 

Con  tan  buenos  principios  tomaba  nuevo  aliento  el  P.  Gaspar  Vidal 
en  la  ejecución  de  su  difícil  empresa,  y  para  su  continuación  hizo  nuevos 
convites  á  los  ciudadanos  de  Borja,  exponiéndoles  las  conocidas  ventajas 
del  sitio  limpio  y  saludable,  la  mayor  abundancia  de  cacería  en  sus 
montes  y  la  copiosísima  pesca  en  los  ríos  y  lagunas  de  su  contorno.  No 
ponderaba  nada  el  padre  en  cuanto  proponía  á  los  vecinos  de  Borja,  que 
ya  experimentaban  en  sus  ríos  y  montes  grande  escasez  j  penuria  de 
caza  y  pesca  y  mucha  esterilidad  en  los  campos,  por  más  que  los  culti- 
ban.  Porque  el  lugar  y  paraje  demarcado  para  la  nueva  ciudad  de 
Ucayale  ofrecía  en  realidad  todas  las  referidas  ventajas  y  cuanto  se  po- 
día desear  en  aquellas  tierras  para  la  vida  humana . 

Entre  tanto  que  de  Borja  venían  unos,  y  otros  se  quedaban,  aproba- 
ban unos  el  proyecto  y  lo  desaprobaban  los  más,  como  sucede  común- 
mente en  las  empresas  nuevas  y  arriesgadas,  se  aplicó  con  tesón  el  mi- 
sionero á  la  formación  é  instrucción  de  los  dos  pueblos  de  Zameos.  Cate- 
quizaba, bautizaba,  dirigía  y  ayudaba  á  los  indios  sin  perdonar  á  trabajo 
ni  reparar  en  peligros  de  la  vida.  Iba  y  volvía  del  un  pueblo  á  otro  para 
formarlos  en  la  doctrina  y  enseñarles  el  modo  de  fabricar  sus  casas,  es- 
tando pronto  á  todas  sus  necesidades.  Hizo  tanto  en  poco  tiempo,  que- 
asombrados  los  españoles  que  le  siguieron,  confesaban  con  admiración 
que  no  acababan  de  entender  cómo  se  podía  haber  hecho  lo  que  veían 
con  sus  ojos.  Cuando  todo  caminaba  prósperamente  y  conforme  á  los  de- 
seos del  misionero  y  de  los  que  habían  dejado  á  Borja  por  la  nueva  ciu- 
dad, parece  que  el  cielo  declaró  bastantemente  no  ser  de  su  aprobación 
el  proyecto,  que  declinaría  fácilmente  en  violencia  y  en  esclavitud  de  los 
Zameos,  entregados  voluntariamente  á  la  ley  del  Evangelio.  Ni  es  de 
creer  que  los  ciudadanos,  una  vez  establecidos  en  su  nueva  ciudad,  de- 
jasen de  aspirar  á  las  encomiendas,  como  las  tenían  los  vecinos  de  Borja, 
sin  ser  parte  para  poder  impedirlo  el  nuevo  fundador,  que  tenía  muy  di- 
ferentes intenciones. 


Libro  VI.— Capítulo  XI  303 

Contento  el  Señor  con  la  buena  fe  y  derecha  voluntad  del  P.  Gaspar, 
le  envió  una  enfermedad  grave  contraída  de  los  muchos  y  grandes  afa- 
nes y  de  ella  murió  á  poco  tiempo  en  aquel  mismo  sitio  que  había  esco- 
gido para  ejecutar  sus  designios.  Con  esta  desgracia  quedaron  sin  apoyo 
las  familias  de  Borja,  y  viéndose  sin  arrimo,  se  vieron  precisadas  á  vol- 
ver á  su  antigua  ciudad  por  estar  la  nueva  poco  más  que  en  idea.  Los 
dos  pueblos  de  Zameos,  no  estando  aún  bien  arraigados  en  la  fe,  á  poco 
tiempo  se  retiraron  á  sus  tierras  hasta  que  dos  años  después,  como  vere- 
mos, se  redujeron  más  sólidamente  por  medio  de  los  Omaguas,  siendo 
misionero  de  éstos  el  P.  Bernardo  Zurmillen. 


CAPITULO  XI 

HÁCESE  UNA  ENTRADA  Á  LAS  TIEKKAS  DE  LOS  GÍVAROS  POR  ORDEN 

DE  LA  CORTE 

No  tuvo  éxito  más  feliz  una  entrada  ruidosa  hecha  á  los  Gibaros  en 
los  años  1692  que  la  ejecución  del  proyecto  de  la  nueva  ciudad  iu  tentada 
en  el  año  antecedente.  Había  entrado  poco  tiempo  antes  por  aquellas 
tierras  elP.  Lucero  con  una  armadilla,  más  en  señales  de  paz  que  con 
demostraciones  de  guerra,  pensando  recabar  más  de  los  Gívaros  por  me- 
dio del  cariño  que  por  via  de  fuerza.  Pero  todo  el  fruto  de  la  expedición 
se  redujo  á  formar  un  pueblo  de  aquella  gente  que  llamaron  del  Naranjo, 
de  tan  poca  dura  y  consistencia,  que  no  bien  había  comenzado,  cuando 
ya  se  le  vio  acabar.  Las  sospechas  vehementes  de  aquella  nación  contra 
los  españoles  que  no  los  buscaban  para  otra  cosa  que  para  hacerlos  tra- 
bajar los  metales  á  que  miraban,  era  un  impedimento  insuperable  para 
su  reducción.  No  creían  esto  los  enemigos  de  la  Compañía,*  que  ponde- 
rando por  una  parte  las  riquezas  de  aquellas  tierras,  no  dejaban  de  ca- 
lumniar por  otra  á  los  misioneros,  como  que  por  sus  fines  particulares 
impedían  su  reducción.  Así  paga  el  mundo  los  sudores  y  afanes  de  unos 
hombres  apostólicos  que,  pródigos  de  su  sangre,  exponen  cad«,  día  sus 
vidas  por  la  salud  espiritual  de  los  gentiles,  como  lo  habían  hecho  repeti- 
das veces  por  la  de  los  Gibaros.  No  entiende  el  hombre  animal  este  teso- 
ro y  los  ojos  carnales  no  llegan  á  conocer  el  inestimable  precio  de  las 
almas  redimidas  con  la  sangre  de  Jesucristo.  ■  Corrían  mucho  las  voces 
del  oro  de  los  Gibaros  y  crecían  en  boca  de  los  émulos  de  la  Compañía, 
de  manera  que  el  deseo  del  interés  aumentaba  el  odio,  y  el  odio  mismo 
parecía  aumentar  la  codicia.  Llegaron  las  voces  á  la  corte  de  Madrid  y 
sonaba  ya  muy  bien  en  ella  el  oro  y  la  plata  de  los  Gibaros.  Como  no  es 
fácil  informarse  á  fondo  de  las  muchas  cosas  que  llegan  á  los  ministros 
de  tan  lejanas  tierras,  tomaron  éstos  la  providencia  de  despachar  á 
Quito  varias  cédulas  reales  en  que  se  mandaba  una  expedición  vigorosa 
y  eficaz  en  aquellas  tierras  nunca  bien  registradas,  y  puesta  en  sujecióa 


304  Misiones  del  Marañón  Español 

aquella  nación  rebelde,  una  averiguación  entera  de  la  verdad  ó  mentira 
de  los  preciosos  metales  tantas  veces  exagerados. 

En  consecuencia  de  este  mandato  el  P  Francisco  Altamirano-,  visita- 
dor de  la  provincia  de  Quito,  á  exhortación  de  la  Real  Audiencia  y  del 
ilustrisimo  prelado  encargó  apretadamente  como  era  razón,  al  P.  Viva, 
superior  de  las  misiones,  que  acompañase  con  indios,  canoas,  bastimentos 
y  todo  lo  necesario  á  D.  Jerónimo  Vaca,  capitán  general  de  Mainas,  á 
cuyo  cargo  estaba  la  empresa  de  descubrir  con  su  prudencia  y  sujetar 
con  su  valor  á  los  valientes  Givaros.  Obedeció  puntualmente  el  superior, 
deseoso  de  mostrar  el  aprecio  que  siempre  hizo  la  Compañía  de  las  rea- 
les órdenes,  y  envió  luego  aviso  á  todos  los  partidos  de  las  misiones  para 
que  se  alistasen  los  tercios  de  indios  más  diestros  y  valerosos  que  se  ha- 
llasen en  las  reducciones,  previno  yucas,  plátanos,  canastas  de  maíz, 
puercos,  botas  de  manteca  y  de  bebidas,  recogió  mucho  número  de  ga- 
llinas que  ya  preveía  necesarias  para  los  muchos  enfermos  que  no  deja- 
rían de  hallarse  en  una  expedición  tan  larga  y  de  tanta  gente.  Final- 
mente no  hubo  fruto  en  la  tierra  ni  se  encontró  género  de  bastimento  en 
los  pueblos  que  no  procurase  aprontar  y  meter  en  las  canoas  para  la 
manutención  de  la  armada.  Y  como  tenía  experiencia  de  lo  que  sucede 
comúnmente  en  los  largos  viajes  de  aquellas  tierras,  nada  tenía  por  su- 
perfino de  cuanto  podía  contribuir  al  sustento  de  la  tropa. 

Daban  muchas  esperanzas  del  buen  éxito  de  la  entrada  muchas  per- 
sonas de  la  ciudad  de  Santiago  no  muy  distante  de  las  tierras  de  los  Gi- 
baros Entre  ellos  el  vicario  de  la  ciudad  D.  Isidro  Moreno,  sacerdote 
ajustado  y  de  un  proceder  edificativo,  se  alegró  mucho  con  la  esperanza 
de  ver  reducidos  á  los  Gibaros,  y  contribuyó  de  su  parte  á  la  conquista 
ofreciendo  cuantos  bastimentos  pudo  haber  sin  perdonar  á  gastos  ;  pero 
el  capitán  y  soldados  españoles  se  hallaron  no  poco  desanimados  por  la 
experiencia  que  tenían  de  lo  pasado,  á  que  se  juntaba  que  no  habiendo 
cesado  la  peste  que  había  picado  en  seis  pueblos  de  la  misión,  no  era  ra- 
zón alistar  indios  de  aquellos  parajes  por  el  peligro  de  que  se  apestase  el 
ejército.  Para  animar  á  los  españoles,  en  cuyo  semblante  se  descubría 
cierto  decaimiento,  prenuncio  del  mal  suceso,  nada  omitió  el  superior  de 
las  misiones  y  los  demás  misioneros.  Porque  dado  caso  que  sólo  debían  ir 
como  capellanes  y  á  las  órdenes  del  capitán ,  sin  embargo  fuera  de  las 
provisiones  y  gastos,  que  fueron  todos  á  costa  de  la  Compañía,  sin  que- 
rer recibir  un  sólo  maravedí  de  la  Real  Audiencia,  todo  lo  facilitaban  y 
allanaban  todas  las  dificultades,  esforzaban  los  ánimos  caídos  y  metían 
coraje  en  los  soldados,  así  por  servir  al  rey  con  sus  personas  y  hacien- 
das ,  como  por  hacer  el  último  esfuerzo  en  bien  espiritual  de  los  infelices 
Gibaros. 

A  esta  causa  no  sólo  juntaron  la  gente  que  pudieron  de  los  pueblos 
reducidos,  sino  también  de  los  gentiles  amigos  y  confederados.  Trajeron 
desde  muy  lejos  un  tercio  de  Cunivos  y  otro  de  Semigayes,  que  aunque 
gentiles,  eran  tenidos  por  fieles  y  por  valientes,  y  podrían  suplir  á  los 


Libro  VI.  — Capítulo  XI  305 

enfermos  que  quedaban  en  los  pueblos.  Vino  un  misionero  con  otra  tropa 
de  Cunivos  cristianos  y  otro  con  buen  número  de  Cocamas.  Llegó  una 
compañía  de  Xe veros,  Cutinanas  y  Paranapuras.  Bajaron  de  Lamas  y 
de  Moyobamba  veinte  soldados  con  algunos  Muniches  y  Otanavis,  que 
juntos  á  los  Chamicuros,  Agúanos  y  Tibilos,  empezaron  la  marcha  con 
la  gente  del  pueblo  de  Santiago  y  de  Guallaga  hasta  llegar  al  real ,  que 
estaba  dispuesto  en  la  boca  del  río.  Apenas  junta  casi  toda  la  gente  de  la, 
armada  en  este  sitio,  y  no  esperando  indio  alguno  de  los  pueblos  bajos 
del  Marañón,  comenzó  á  caminar  hasta  ponerse  en  derechura  de  la  boca. 
de  Pastaza,  desde  donde  despachó  canoas  á  la  ciudad  de  Borja,  con  el 
aviso  de  que  estaba  junta  la  gente  y  que  sólo  esperaban  las  órdenes  del 
gobernador. 

Viendo  D.  Jerónimo  que  estaban  á  punto  las  cosas,  envió  sus  órdenes 
á  la  armada  para  que  se  acercase  á  Borja.  Hízolo  así,  aunque  no  sin  al- 
guna dificultad  por  rajarse  varias  canoas  con  la  violencia  de  las  corrien- 
tes del  río  que  son  en  aquellos  parajes  más  impetuosas.  Mas,  al  fin,  pasa- 
ron todos  sin  especial  desgracia,  y  tomando  de  San  Ignacio  de  Mainas  los 
indios  mejores  de  esta  nación,  dieron  vista  á  la  ciudad  de  Borja  en  donde 
fueron  recibidos  con  muchos  vivas  y  salvas,  por  ser  una  de  las  mejores  y 
más  lucidas  armadas  que  se  habían  visto  en  aquellas  tierras.  Quiso  el 
gobernador  asegurar  la  empresa,  y  sabiendo  muy  bien  que  del  Dios  de 
los  ejércitos  ha  de  venir  el  valor  y  la  prujlencia,  mandó  que,  saltando  to- 
dos en  tierra,  viniesen  en  orden  militar  á  la  iglesia  de  la  ciudad,  en  donde, 
postrados  delante  del  Santísimo  Sacramento,  hicieron  sus  plegarias  im- 
plorando el  socorro  del  cielo  para  la  jornada.  Acampándose  después  cer- 
ca de  la  ciudad,  todo  el  ejército  hizo  rogativas  por  varios  días,  porque  una 
corriente  continua  que  sobrevino  impedía  el  tránsito  á  la  armada  por  el 
canal  del  Pongo,  bien  peligroso,  en  realidad,  aun  sin  estos  accidentes. 
Quiso  el  Señor  que  bajasen  las  aguas,  y  en  el  día  9  se  resolvieron  á  pa- 
sarlo, como  lo  hicieron,  sin  que  pereciese  ninguno  porque,  aunque  se  vol- 
tearon cinco  de  las  canoas  con  la  violencia  de  las  corrientes,  pero  las 
que  iban  en  buen  orden  fácilmente  recogieron  la  gente. 

Pasado  el  canal  del  Pongo  entró  toda  la  comitiva  de  canoas  por  el 
rio  de  Santiago,  en  donde  se  embarcó  el  general  Baca  y  fué  recibido  con 
aplauso  y  alegría  de  los  soldados .  Al  pasar  por  la  ciudad  de  Santiago 
metieron  nuevas  provisiones,  y  hecha  esta  diligencia  se  enderezaron  al 
pueblo  viejo  del  Naranjo,  adelantándose  algunas  canoas  de  Xeveros  y 
Cunivos  que,  como  más  diestros  en  pescar,  recogieron  cuanta  pesca  pu- 
dieron para  el  ejército.  Llegada  la  escuadra  á  un  sitio  llamado  CusaMy 
perteneciente  á  las  tierras  de  los  Gibaros,  tuvo  por  bien  el  general  que 
saltasen  en  tierra  algunos  soldados  españoles  con  30  Xeveros  y  que  re- 
conociesen la  tierra,  los  cuales  lograron  recoger  21  personas  de  la  gente 
Gibara,  por  tropezar  con  un  golpe  de  ella  que  estaba  celebrando  con 
grande  algazara  una  borrachera  solemne  por  el  triunfo  de  haber  muerta 
dos  famosos  hechiceros,  cuyas  cabezas  tenían  en  medio  de  los  concu- 

20 


son  Misiones  del  Marañón  Español 

rrentes.  Como  no  pudieron  haber  á  las  manos  á  los  demás  Gibaros,  que 
se  estaban  bañando  á  alguna  distancia  eli  el  rio,  dieron  éstos  pronta- 
mente aviso  á  toda  la  nación,  que  alborotada  se  puso  luego  en  armas, 
recogió  sus  cosas,  y  llevó  la  gente  inútil  á  la  guerra  á  sus  inaccesibles 
escondrijos . 

Fijaron  su  real  los  españoles  entre  una  quebrada  y  el  rio  de  Santiago, 
y  en  tres  días  se  fortificaron  en  el  sitio  con  su  palenque  y  contra-escar- 
pa, formada  de  palos  y  de  pajas,  que  aunque  no  tenía  la  mayor  solidez, 
pero  era  bastante  para  impedir  los  golpes  de  lanzas,  arma  usada  de 
los  Gibaros.  Toda  nuestra  fuerza  constaba  de  900  indios  armados  cada 
uno  al  uso  de  su  nación  y  de  algunos  soldados  españoles  que  no  arriba- 
ban á  100,  en  quienes  por  la  superioridad  de  las  armas  de  fuego  se  tenía 
principalmente  puesta  la  esperanza  de  la  sujeción  de  los  Gibaros.  Se 
hubiera  acaso  logrado  si  hubieran  venido  los  indios  á  una  decisiva  bata- 
lla; pero  bien  lejos  de  medir  á  este  modo  sus  armas  con  los  nuestros,  si- 
guieron la  costumbre  de  pelear  que  habían  conocido  más  ventajosa 
para  ellos  en  otras  ocasiones.  No  aparecían  muchos  juntos,  sino  en  pelo- 
tones y  en  sitios  ventajosos,  y  cuando  veían  el  pleito  mal  parado,  se  en- 
comendaban á  los  pies  por  aquellas  breñas  sin  que  se  les  diese  alcance. 
Salían  los  nuestros  de  su  real  en  varios  tercios,  siempre  sostenidos  los 
indios  de  algunos  soldados  españoles,  y  hacían  varias  correrías  por  todos 
lados  y  llegaron  á  penetrar  casi  hasta  la  ciudad  de  Zamora,  de  la  otra 
banda  de  los  Gibaros;  pero  era  tan  poco  el  fruto  de  las  salidas,  que  echa- 
ron luego  de  ver  ser  imposible  sujetar  aquella  nación  hecha  fuerte  en 
sus  impenetrables  montañas  y  escondrijos  de  cavernas,  si  no  mudaban, 
como  no  se  esperaba,  la  costumbre  de  pelear,  ó  si  no  se  presentaban  á 
cara  descubierta. 

En  suma,  sólo  se  logró  en  cinco  meses  que  duró  esta  jornada,  coger 
072  personas,  fruto  en  realidad  bien  pequeño,  atendidas  las  grandes  pre- 
venciones, el  mucho  número  de  gente  y  el  largo  tiempo  que  se  gastó  en 
expedición  tan  ruidosa.  Ni  se  debe  omitir  que  varios  de  los  recogidos  fue- 
ron fruto  de  las  diligencias  y  fatigas  de  los  misioneros,  que  con  su  buen 
modo  y  caridad  los  atriíjeron  y  ganaron.  Fueron  luego  bautizados  los 
niños  y  remitida  la  gente  á  la  ciudad  de  Borja  y  á  la  Concepción  de  los 
Xeveros;  pero  por  más  cuidado  que  se  puso  en  su  transporte,  se  escapa- 
ron algunos  que  iban  más  violentados  y  tiraron  á  sus  tierras.  El  ejército 
aquejado  ya  del  hambre,  picado  de  enfermedades  y  disminuido  por  la 
muerte  de  varios,  que  cayeron  en  manos  de  los  enemigos,  se  deshizo,  y 
cada  parcialidad  con  su  misionero  respectivo  tomó  el  camino  de  sus  tie- 
rras sin  haber  comenzado  siquiera  las  conquistas  de  los  Gibaros  hechos 
fuertes  en  sus  breñas  y  rocas,  desde  donde  salían  de  cuando  en  cuando 
algunos  de  los  más  valientes,  dejando  siempre  á  seguro  la  gente  menu- 
da. En  lo  cual  se  echó  de  ver  una  cosa  bien  notable  y  que  causó  mucha 
admiración  á  los  españoles.  Porque  las  madres  por  no  ser  descubiertas  ó 
por  librarse  del  embarazo,  dejaban  á  sus  hijos  ahorcados  de  los  árboles, 


L'.BRO  VI.— Capítulo  XII  307 

temiendo  que  los  gemidos  de  los  infantes  podían  dar  á  los  españoles  al- 
gunas señales  de  sus  secretas  guaridas.  En  esto  paró  la  expedición  hecha 
á  tanta  costa,  que  sólo  sirvió  de  desengaño  á  los  que  pensaban  que  todo 
se  podría  conseguir  en  aquellas  tierras  con  la  fuerza  de  las  armas,  par- 
ticularmente uniéndose  los  misioneros  con  los  soldados.  Pero  estuvieron 
tan  lejos  de  conseguir  los  españoles  la  sujeción  de  la  nación  Gibara,  que 
parecía  el  fin  principal  de  su  empresa,  que  ni  aun  pudieron  lograr  otra 
mira  que  llevaban  de  descubrir  algún  camino  por  aquella  travesía  hacia 
la  ciudad  de  Cuenca. 


CAPITULO  XII 

TRABAJOS     DEL     PADRE     NICOLÁS    DURANGO     EN     EL     PARTIDO     DEL     RÍO 
PASTAZA,  EN  DONDE  MUERE  FINALMENTE  ATRAVESADO  Á  LANZADAS 

La  fortuna  de  los  pueblos  formados  en  el  río  Pastaza  había  sido  muy 
varia  desde  su  primera  fundación.  Porque  los  Borjeños,  atentos  siempre 
á  sus  negras  encomiendas,  les  comenzaron  á  molestar  como  vimos,  sir- 
viéndose de  ellos  para  sus  particulares  intereses.  Los  indios  llevaban  á 
mal  estas  violencias,  y,  no  pudiendo  impedirlas  del  todo  los  misioneros, 
abandonaban  muchos  los  pueblos  y  se  volvían  á  su  antigua  libertad.  Esta 
fué  la  causa  por  qué  no  subsistían  todos  los  pueblos  que  se  hicieron  desde 
el  tiempo  del  P.  Figueroa,  y  por  qué  retirándose  los  indios  más  y  más  de 
la  ciudad  de  Borja,  se  hallaban  esparcidos  por  los  montes  y  bosques  más 
altos  del  río  Pastaza.  El  P.  Gaspar  Vidal  había  trabajado  los  años  ante- 
cedentes en  reducir  todas  las  naciones  descubiertas  en  ese  partido  á  uno 
ó  dos  pueblos,  más  con  poco  fruto;  porque  los  Gayes,  Zapas,  Roamainas 
y  Coronados  se  resistieron  constantemente  á  la  unión  é  hicieron  inútiles 
todos  sus  esfuerzos.  Las  aprensiones  de  unos  contra  otros  y  el  temor  de 
ser  hechizadas  unas  parcialidades  por  las  otras,  han  sido  las  más  veces  un 
estorbo  insuperable  para  la  junta  de  varias  naciones  en  un  mismo  sitio  ó 
lugar  y  no  había  bastado  el  mucho  tiempo  ni  la  larga  experiencia  para 
desengañarse  que  el  hombre  no  muere  siempre  de  muerte  violenta,  antes 
casi  siempre,  de  muerte  natural. 

Cuando  ya  se  desesperó  de  la  unión  de  aquellas  antiguas  naciones, 
entró  en  San  Xavier  de  los  Gayes  por  los  años  de  1696  el  P.  Nicolás  Du- 
rango,  que  había  dado  buenas  pruebas  de  su  ardiente  celo  y  del  despre- 
cio de  su  vida  en  los  peligros  en  la  misión  baja  del  río  Marañen.  Pudo 
juntar,  á  costa  de  viajes  y  penalidades,  á  los  indios  Gayes,  algunos  An- 
doas  y  Semigayes,  que  aunque  al  principio  fueron  tenidos  por  naciones 
distintas  de  los  Gayes,  pero  en  realidad  eran  sólo  parcialidades  nume- 
rosas de  una  misma  nación,  aunque  entre  sí  encontradas,  pues  usaban 
de  la  misma  lengua  y  guardaban  los  mismos  usos  y  costumbres.  Anima- 
do el  misionero  con  este  primer  suceso,  hizo  entrada  en  busca  de  otros 


303  Misiones  del  Marañón  Español 

muchos  Semigayes  que  entendió  hallarse  en  los  montes  que  median  entre- 
el  río  Pastaza  y  Curaray,  y  penetró  tanto,  qne  llegó  á  las  riberas  de  este 
último.  Logró  muy  bien  el  fruto  de  su  viaje,  porque  recogió  tanta  gente^ 
que  pudo  formar  dos  pueblos  en  las  orillas  del  río  Bohonaza  ó  Bohona,  en 
cuyas  aguas  quedó  sepultado  en  otro  tiempo  aquel  ejempio  de  misione- 
ros Raimundo  de  Santa  Cruz.  Puso  por  nombre  á  uno  de  los  pueblos 
Santa  Cruz  de  los  Semigayes,  no  sé  si  aludiendo  al  nombre  del  que  había 
surcado  el  primero  de  todos  las  aguas  del  Bohonaza.  El  segundo  se  llamó 
Los  Santos  de  Zaparas.  Muchos  fueron  los  gentiles  que  descubrió  en  estas 
travesías,  y  aficionándosele  muchas  familias  de  Andoas,  no  tardó  en 
formar  otro  tercer  pueblo  en  las  riberas  de  un  río  llamado  GruaizagaV 
que  viene  á  desembocar  en  Pastaza.  Esta  reducción,  que  se  dijo  desde 
luego  Santo  Tomás  de  Andoas,  fué  una  de  las  más  constantes  y  arregla- 
das desde  su  primera  fundación,  y  cuando  salieron  de  aquellas  tierras- 
nuestros  misioneros  era  uno  de  los  pueblos  más  arraigados  y  florecientes- 
de  la  cristiandad. 

Parecían  bastante  campo  al  cultivo  de  un  solo  operario  los  tres  pue- 
blos que  acababa  de  fundar  fuera  del  de  los  Gayes,  que  estaba  también 
á  su  cargo;  pero  el  celo  ardiente  del  P.  Nicolás,  que  á  manera  de  fuego 
le  abrasaba  las  entrañas,  no  decía  basta,  y  se  extendía  á  todos  los  para- 
jes en  donde  pensaba  hallar  materia  en  que  cebarse.  Diéronle  noticia  los- 
Andoas  y  Gayes  de  una  nueva  nación  llamada  Pinche,  cuya  situación  ó 
morada  no  podían  decir  con  seguridad,  pero  tenían  por  cierto  hallarse  en 
algunos  de  los  montes  de  travesía.  Al  punto  se  animó  el  misionero  á  bus- 
carla, sin  más  guía  que  las  confusas  noticias  que  le  daban.  INo  es  fácil  ex- 
plicar las  penalidades,  riesgos  y  peligros  que  tuvo  que  padecer  en  tanta 
incertidumbre,  antes  de  encontrar  algunos  rastros  de  personas  en  breñas, 
escondidas,  sitios  inaccesibles  y  rocas  impenetrables.  Quiso  Dios  que  des- 
pués de  muchas  andanzas  y  rodeos  descubriese  algunas  señales  de  racio- 
nales. Siguiólas  cuidadosamente  con  los  indios  prácticos  que  llevaba  con- 
sigo, y  vino  á  descubrir  la  nación  Pinche,  tan  deseada,  pero  á  mucha 
distancia  del  río  Pastaza,  en  donde  pensaba  poblarla.  Fué  muy  bien  re- 
cibido de  estos  gentiles,  á  quienes  por  los  medios  acostumbrados  del  ca- 
riño y  blandura,  proponiéndoles  las  ventajas  de  vivir  juntos  en  un  pue- 
blo, persuadió  que  saliesen  al  río  y  que  en  su  orilla  formasen  una  reduc- 
ción. Así  lo  hicieron  en  poco  tiempo,  y  se  llamó  el  pueblo  San  José  de  Ios- 
Pinches.  Viendo  que  la  reducción  era  poco  numerosa,  pensó  en  aumen- 
tarla de  nuevas  familias,  y  se  determinó  á  repetir  nuevos  viajes  por  los 
montes,  de  donde  trajo  la  reducción  ó  nación  Uspa,  con  la  cual  fué  to- 
mando alguna  formalidad  el  pueblo  de  los  Pinches.  Su  primer  estableci- 
miento se  hizo  junto  á  un  torrente  llamado  Zabalayacu,  á  la  derecha  del 
río  Pastaza;  mas  después  de  algunos  años  se  trasladó  la  reducción  á  la 
banda  contraria,  en  donde  permanecía  por  los  años  de  1768,  un  poco  dis- 
tante de  la  boca  del  río  Siviyacu,  en  un  tablón  de  tierra  llana  en  que  rei- 
naban comúnmente  aires  sanos. 


Libro  VI.— Capítulo  XII  309 

Por  lo  que  en  otras  ocasiones  hemos  dicho,  sobre  la  formación  de  nue- 
vos pueblos,  se  puede  echar  de  ver  los  trabajos,  fatigas  y  faenas  del 
P.  Nicolás  Durango,  en  reducir  á  civilidad  y  cristianismo  tantas  y  tan 
bárbaras  naciones.  Nueve  años  enteros  estuvo  en  este  partido  desbas- 
tando aquellos  genios  bozales,  enseñándoles  la  doctrina,  bautizando  los 
instruidos  y  desterrando  los  abusos  bárbaros,  andando  de  pueblo  en  pue- 
blo siempre  con  igual  tesón  y  constancia,  sin  ceder  á  peligros,  sin  aco- 
bardarse por  dificultades  y  sin  que  hiciesen  mella  en  su  robusta  salud  ni 
el  destemple  de  las  tierras  ni  lo  grosero  de  los  alimentos,  ni  la  incesante 
íiplicación  á  ministerio  tan  penoso.  Conservábale  el  Señor  para  un  género 
de  muerte  gloriosísimo  con  que  quería  premiarle  sus  trabajos,  permi- 
tiendo al  infierno  que  saliese  para  bien  de  su  siervo  con  una  conjuración 
que  tramaba  contra  él  por  medio  de  unos  indios  ingratos.  Sucedió  que 
declamando  en  el  pueblo  de  San  Xavier  de  Gayes  contra  las  libertades 
y  abusos  de  los  Semigayes,  gente  indómita  y  que  oía  de  mala  gana  las 
reprensiones,  irritados  de  furor  diabólico,  pensaron  acabar  de  una  vez 
con  el  misionero  y  con  el  pueblo  mismo.  Como  estaban  á  la  mira,  fá- 
cilmente lograron  la  suya  estando  el  padre  desarmado  y  sin  defensa 
alguna.  Echáronse  de  tropel  sobre  el  misionero,  y  á  su  placer  le  atrave- 
saron á  lanzadas,  en  el  pueblo  de  San  Xavier,  sin  darle  lugar  á  lo  que 
parece  para  implorar  la  defensa  de  los  Cayes,  que  como  más  antiguos  y 
arraigados  en  la  religión  lo  hubieran  impedido.  Dado  el  primer  paso 
sin  impedimento  alguno,  quisieron  poner  fuego  á  la  iglesia  y  casas,  para 
que  no  restase  vestigio  alguno  de  la  reducción;  pero  se  opusieron  valien- 
temente los  Gayes ,  y  no  pudiendo  los  agresores  acabar  con  el  pueblo 
como  deseaban ,  se  huyeron  á  los  montes,  en  donde  tenían  sus  antiguas 
guaridas  y  escondrijos.  Este  fué  el  glorioso  fin  del  P.  Nicolás  Durango,  y 
así  le  pagaron  los  Semigayes,  que  era  la  primera  nación  recogida  del 
misionero,  el  amor,  sudor  y  fatiga  con  que  por  tantos  años  había  querido 
-apartarlos  de  sus  antiguas  libertades. 

'  No  parece  justa  ni  puesta  en  razón  la  censura  de  que  quisieron  cul- 
par algunos  al  P.  Nicolás  por  su  genio  vivo  y  prolijo  y  disculpar  en 
<iierto  modo  á  los  matadores  mismos.  No  ignoramos  que  con  los  indios 
«s  muy  necesaria  la  paciencia  y  moderación  en  el  mandar  valiéndose 
más  del  ruego,  del  cariño  y  de  la  dulzura,  que  del  imperio,  de  la  serie- 
dad y  aspereza,  porque  irritándolos  contra  su  imaginada  libertad  y  na- 
tural pereza  es  muy  de  temer  la  rebelión  sobre  la  desobediencia.  Pero 
¿qué  prueba  se  da  de  la  supuesta  imprudencia  del  misionero?  ¿Qué  hecho 
se  refiere  de  falta  de  moderación  y  mucho  menos  de  que  practicase  du- 
rezas que  irritasen  los  ánimos,  ó  imperios  ó  severidad  por  donde  fuese 
-aborrecido  de  los  indios?  Ningún  misionero  de  aquellos  tiempos  dejó  me. 
raoria  de  algunos  hechos  particulares  de  este  operario  insigne  en  que  ó 
faltase  á  la  dulzura,  ó  se  olvidase  del  ruego,  ó  se  apartase  del  cariño  en 
«1  trato  con  aquellos  gentiles.  Ninguno  de  los  que  hacen  mención  de  la 
muerte  del  P.  Nicolás  especifica  en  qué,  con  quiénes,  con  cuántos  y  de 


310  Misiones  del  Marañón  Español 

qué  modo  maltratase  á  la  g-cnte.  Ciertamente  que  los  Andoas  no  tuvie- 
ron jamás  queja  alguna  de  su  trato,  ni  á  los  Gayes  se  les  oyó  jamás  ha- 
blar de  ofensa,  agravio,  fuerza,  rigor  ó  violencia.  Solamente  el  princi- 
pal agresor,  indio  ladino  y  hecho  á  tratar  demasiadamente  con  mestizos 
y  acostumbrado  k  buscar  pretextos  para  acusar  á  los  misioneros,  co- 
menzó á  publicar  su  excusa  con  decir  que  era  el  P.  Nicolás  un  hombre 
impertinente,  prolijo  y  sobradamente  empeñado  en  llevar  adelante  sus. 
resoluciones.  Fuera  de  que  si  el  furor  y  rabia  era  sólo  contra  el  misione- 
ro, por  sus  particulares  defectos,  ¿por  qué  quisieron,  hecha  la  muerte  y 
satisfecha  como  debía  estar  su  cólera,  quemar  la  iglesia,  arruinar  la& 
casas  y  acabar  con  la  reducción?  El  hecho  mismo  está  descubriendo  que 
otra  fué  la  causa  de  su  arrojo  y  que  la  disculpa  que  publicaron  los  Semi- 
gayes  la  discurrieron  después  para  dar  algún  pretexto  que  excusase  de 
alguna  manera  su  excesiva  temeridad. 

Esto  supuesto;  ¿en  qué  juicio  cabe  condenar  de  duro  y  porfiado  á  un 
misionero  hecho  á  ganar  tantas  almas,  y  acomodarse  á  todas  ellas?  ¿Qué 
razón  puede  sufrir  que  se  dé  el  hecho  por  cierto,  por  indubitable,  y  por 
bastantemente  probado,  sólo  porque  así  lo  publicó  el  reo  y  lo  dijeron  los. 
interesados,  cuando  la  misma  índole  de  las  gentes,  la  impunidad  de  que 
gozaban,  la  situación  y  estado  de  la  reducción,  la  naturaleza  y  serie  de 
los  hechos,  la  posesión  en  que  se  hallaba  un  misionero  acreditado,  están- 
probando  todo  lo  contrario?  Es  cosa  sabida  á  los  que  han  tenido  algún 
trato  con  aquellos  gentiles  que,  además  de  necesitar  poco  motivo  para  sa- 
cudir el  yugo,  se  hacen  regularmente  más  atrevidos,  orgullosos  y  sober- 
bios con  las  muchas  experiencias  de  impunidad  de  delitos  y  con  la  per- 
suasión en  que  viven  de  que  no  es  fácil  en  tanta  distancia  el  castigo  de 
sus  excesos.  Sabían  muy  bien  los  Setnigayes  que  los  Abigiras  sus  confi- 
nantes, habiendo  muerto  años  antes  el  P.  Pedro  Suárez,  con  huir  á  los 
montes  se  habían  librado  de  caer  en  manos  de  los  e.spañoles  y  que  los  po- 
cos que  cayeron  en  sus  manos,  nueve  años  después  del  atentado,  llevaron 
la  pena  merecida,  porque  dejaron  sus  montes  y  escondrijos.  Estaban  cier- 
tos los  Semigayes,  de  que  mientras  llegase  á  Borja  la  noticia  de  su  rebe- 
lión, y  viniesen  de  allá  soldados  en  su  seguimiento,  les  sobraba  tiempa 
para  retirarse  y  ponerse  en  seguro  en  sus  bosques  enmarañados. 

Esta  firme  persuasión  hacía  sin  duda  más  fuerza  que  á  las  demás  na- 
ciones á  los  indios  Semigayes,  cuyo  genio  fué  siempre  opuesto  á  toda  su- 
jeción, su  orgullo  grande,  maravillosa  su  intrepidez  y  como  innata  la 
bárbara  propensión  á  ensangrentarse  en  los  inocentes,  sin  más  motivo 
que  ser  confinantes;  por  donde  las  naciones  vecinas  les  miraban  como 
crueles  perseguidores.  Pues  ¿qué  maravilla  es,  que  se  alzasen  contra  el 
inocente  misionero,  por  más  blandura  y  cariño  que  con  ellos  usase  y  por 
más  beneficios  que  les  hiciese?  ¿Qué  mayor  prueba  de  la  inocencia  del 
padre,  que  haber  sabido  acomodarse  al  genio  y  natural  de  tantas  nacio- 
nes como  trató?  Supo  llevar  la  inconstancia  de  los  indios  Payaguas,  en  el 
río  Ñapo,  á  quienes  comenzó  á  reducir  antes  de  venir  á  Pastaza.  Se  acó- 


Libro  VI.— Capítulo  XII  311 

raodó  al  humor  de  los  Pinches,  que  Scicó  de  los  montes.  Ganó  la  voluntad 
de  los  Uspas,  que  redujo  á  población.  Fué  amado  y  estimado  de  los  An- 
doas,  que  sintieron  altamente  la  sublevación  de  los  traidores.  Siempre  le 
respetaron  los  Gayes,  que,  ó  no  pudieron  prevenir  el  alzamiento,  ó  cedie- 
ron á  la  fuerza  de  los  Semigayes,  que  los  obligaron  á  tomar  partido  y 
arrastraron  á  varios  á  la  retirada  después  del  exceso  cometido. 

Finalmente,  prueba  poco,  ó  por  mejor  decir  no  prueba  nada,  quien 
sólo  se  esfuerza  á  persuadir  con  generalidades  que  se  pueden  aplicar  al 
más  moderado  y  circunspecto  misionero,  si  se  pretende  hablar  por  len- 
guas y  bocas  de  los  indios. 

«Tres  y  cuatro  veces  he  visitado  la  misión  toda  (dice  el  P.  Martín 
Iriarte  á  este  propósito)  como  superior  de  estas  misiones,  y  algunos  par- 
tidos aún  nicís  veces,  y  tuve  que  aprender  siempre  de  los  ejemplos  de  los 
misioneros,  poco  ó  nada  que  corregir  en  su  conducta,  y  con  todo  pudiera 
nombrar  más  de  tres  de  los  más  ancianos  y  acreditados  por  juicio,  por 
destreza  en  manejar  naciones  y  por  sus  aciertos,  de  quienes  tuve  dela- 
ciones de  imprudentes,  fastidiosos,  impertinentes  é  insufribles;  de  manera 
que  á  no  tener  más  que  medianamente  penetradas  las  raices  de  semejan- 
tes delaciones,  y  bastante  conocimiento  de  la  facilidad  con  que  los  indios 
vuelven  contra  el  misionero,  cuando  no  permite  ensanche  á  sus  inclina- 
ciones y  al  vivir  licencioso  que  buscan,  no  pocas  veces  hubiera  pasado 

á  proceder  contra  ellos  con  riesgo  de ,  etc.  Añado  que  no  he  tratado 

con  misionero  que  no  cuente  deber  á  Dios  especiales  providencias  en  la 
conservación  de  su  vida,  para  que  se  vea  que  no  son  tan  raros  los  peligros 
de  ella.» 

Esto  escribía  en  estos  últimos  tiempos  un  superior  cabal,  que  por  su 
mucha  experiencia  en  el  trato  con  los  indios,  por  su  pericia  en  varias 
lenguas,  y  por  su  juicio  maduro  y  asentado,  gobernó  por  muchos  años  las 
misiones  de  Mainas.  Pues  si  esto  sucedía  en  estos  últimos  años,  en  que 
estaban  ya  más  arraigadas  las  misiones,  fácil  cosa  es  el  entender,  cuánto 
más  expuestos  estarían  al  peligro  de  vida  y  á  la  censura  de  los  poco  en- 
tendidos y  menos  considerados  aquellos  misioneros  antiguos,  que  vivían 
en  pueblos  al  quitar  sin  haber  hecho  asiento  la  obra  de  la  predicación 
evangélica.  Basta  lo  dicho  para  disipar  la  imprudente  censura  que  llevó 
consigo  á  varios,  ó  por  demasiadamente  crédulos,  ó  por  j)oco  prácticos  y 
experimentados  en  las  cosas  de  los  indios. 

El  atentado  enorme  de  los  Semigayes  no  dejó  de  ser  castigado  en  el 
año  siguiente,  en  que  entrando  los  Borjeños  al  escarmiento  de  la  gente 
dieron  con  el  principal  agresor,  le  prendieron  y  le  llevaron  á  la  ciudad 
de  Borja.  Aquí  fué  públicamente  ajusticiado,  y  para  mayor  escarmiento 
fué  su  mano  derecha  clavada  en  un  palo  y  llevada  por  todos  los  pueblos, 
en  donde  se  repetía  la  sentencia  del  gobernador,  y  se  amenazaba  hacer 
lo  mismo  con  cualquiera  indio  que  tuviese  la  osadía  y  desvergüenza  de 
imitar  al  ajusticiado.  Publicóse  también  un  perdón  general,  con  todos  los 
demás  que  por  el  temor  del  castigo  se  habían  retirado  á  los  montes,  y  con 


312  Misiones  del  Marañón  Español 

esta  ocasión  los  Andoas  y  Zaparas  trajeron  á  su  población  á  los  Gayes. 
Los  Roamainas,  Uspas  y  Pavas,  que  habían  estado  constantes  en  sus 
pueblos,  en  tiempo  de  la  rebelión,  sobreviniendo  algunas  pestes  se  retira- 
ron pocos  años  después  á  sus  montes,  en  donde  creían  hallarse  más  segu- 
ros contra  los  estragos  fatales  que  iban  haciendo  las  epidemias.  Aunque 
una  parte  de  estas  naciones  vino  á  parar  en  la  reducción  de  los  Andoas, 
adonde  no  alcanzó  el  contagio  ó  no  hizo  tanto  estrago  como  en  las  po 
blaciones  más  bajas  del  río  Pastaza.  De  aquí  nació  que  sólo  quedasen  en 
este  partido  los  dos  pueblos  de  Santo  Tomás  de  Andoas  y  de  San  José  de 
Pinches. 


CAPITULO  XIII 

MUDANZAS  DE  LOS  CAVAPANAS  É  IRRUPCIÓN  QUE  IIAOEN  LOS  PORTUGUESES 
DEL  PARA  EN  LOS  PUEBLOS  DE  OMAGUAS  Y  TURIMAGUAS 

Entre  tanto  que  el  P.  Nicolás  Durango  sudaba  en  el  partido  del  río 
Pastaza  hasta  dar  la  vida,  como  vimos,  á  manos  de  los  ingratos  Semiga- 
yes,  el  P.  Francisco  Vidra  que  había  pasado  á  los  Cavapanas  y  Conchos, 
hizo  que  dejando  estas  dos  naciones  el  sitio  primero  expuesto  á  las  veja- 
ciones de  los  españoles,  se  trasladasen  á  otro  más  seguro  dentro  de  los 
límites  de  la  jurisdicción  de  Borja.  Reducidas  estas  gentes  por  el  P.  Vi- 
dal no  lejos  de  la  ciudad  de  Moyobamba,  estaban  muy  retiradas  de  la 
misión  de  Mainas,  y  por  la  mucha  distancia  no  habían  podido  conseguir 
misionero  propio .  Solamente  se  les  hacía  algunas  visitas  y  se  fomentaba 
la  buena  voluntad  que  mostraban  de  estar  algún  día  bajo  la  dirección  de 
un  padre  que  de  propósito  los  enseñase.  Entre  tanto,  se  contentaban  los 
misioneros  con  bautizar  á  los  niños,  y  con  procurar  que  éstos  fuesen  poco 
á  poco  enseñando  el  catecismo  á  los  adultos.  De  esta  manera  estuvieron 
los  Cavapanas  por  algunos  años  reducidos  á  población,  pero  sin  forma 
casi  de  pueblo  ni  de  reducción. 

Entró  á  visitarlos  por  los  años  de  1700  el  P.  Francisco  Vidra  y  halló 
varias  novedades  que  no  era  fácil  remediar.  Porque  los  vecinos  de  Mo- 
yobamba, cruzando  aquellos  montes  en  busca  de  sus  veneros,  dieron  por 
casualidad  con  los  Cavapanas  y  Conchos,  y  esto  les  pareció  título  bas- 
tante para  tenerse  y  llamarse  los  primeros  descubridores  de  la  nación. 
Como  ninguno  les  iba  á  la  mano  ni  les  disputaba  el  hallazgo,  por  ser  los 
misioneros  pocos  y  hallarse  muy  distantes,  repitieron  muchos  viajes  á  sus 
indios,  de  quienes  pensaban  utilizarse.  En  uno  de  éstos  entró  un  clérigo 
llamado  D,  Simón,  con  título  de  pacificarlos,  doctrinarlos  y  dar  asiento  al 
pueblo  comenzado.  Fué  en  realidad  corta  la  residencia  de  este  buen 
sacerdote  en  este  sitio;  pero  fué  á  los  indios  muy  perjudicial  y  desagra- 
dable, porque  no  perdía  ocasión  ni  tiempo  de  enviar  á  Moyobamba  indie- 
citos  para  el  servicio  de  las  señoras  é  indios  para  la  comodidad  de  los  ve- 


Libro  VI. -Capítulo  XIII  313 

cinos,  arrogándose  la  autoridad  de  regalar  á  sus  amigos  cuantos  niños  y 
niñas  podía,  y  haciendo  detener  á  los  adultos  que  con  varios  pretextos  pro- 
curaba enviar  á  la  ciudad.  Quiso  nuestro  Señor  con  su  paternal  providen- 
cia que  no  tuviese  más  tiempo  para  proseguir  su  proyecto,  que  parece  no 
era  otro  que  acabar  de  sacar  á  los  Cavapanas  y  enviarlos  á  todos  poco 
á  poco  á  Moyobamba;  poique  llegando  á  visitarlos  el  P.  Vidra  y  hallán- 
dolos desconsolados  por  las  violencias  paliadas  de  D.  Simón,  se  le  queja- 
ron de  la  injusta  conducta  de  su  dirección  y  de  lo  que  les  ofendía  su  em- 
peño porfiado  de  desmembrar  las  naciones.  Pidieron  consejo  al  padre  de 
lo  que  debían  hacer  para  librarse  de  las  injustas  vejaciones,  añadiendo 
que  estaban  resueltos  á  sacudir  el  yugo  que  les  ponía  el  doctrinero,  y 
que  sabrían  bien  quitarle  la  vida  si  proseguía  en  su  empeño  y  retirarse  á 
los  montes. 

Era  embarazosa  la  pregunta  y  un  poco  arriesgada  la  respuesta,  pero 
el  padre  les  dio  uij  consejo  prudente,  diciéndoles  que  el  medio  más  opor- 
tuno para  librarse  de  los  agravios,  sin  ofensa  del  sacerdote,  y  sin  que  los 
vecinos  de  Moyobamba  les  pudiesen  molestar  en  adelante,  era  el  pasarse 
á  la  otra  banda  de  los  cerros  que  habitaban,  porque  formando  en  este  te- 
rritorio su  población,  les  ampararía  el  gobernador  de  Borja,  como  en  ju- 
risdicción propia,  y  tendrían  la  ventaja  de  asistencia  de  misionero.  Agra- 
dóles mucho  el  consejo,  y  pasándose  con  mucho  gusto  á  la  otra  parte, 
formaron  un  bello  pueblo  en  un  collado  eminente,  á  media  falda  del 
cerro,  en  que  perseveraron  por  algunos  años  al  cuidado  de  los  misione- 
ros, sin  haber  experimentado  violencia  ó  sorpresa  de  los  Moyobambeños, 
hasta  que  por  morir  en  el  sitio  mucha  gente,  bajaron  hasta  lo  último  del  ce- 
rro, en  que  gozaron  de  aire  más  sano,  hallaron  tierra  más  fértil  y  experi- 
mentaron ser  el  sitio  más  acomodado.  Últimamente,  diez  años  antes  del 
arresto  de  los  misioneros,  pasaron  á  establecerse  á  la  embocadura  del  río 
Cavapana,  para  lograr  abundancia  de  pesca  y  caza,  de  que  carecían  en 
el  primero  y  segundo  establecimiento. 

Mucho  más  molesta  y  trabajosa  fué  á  los  Omaguas  y  Zurimaguas  la 
mudanza  de  sus  antiguas  tierras  á  otras  no  conocidas ,  donde  se  vieron 
precisados  á  recogerse,  huyendo  de  las  violencias  de  los  portugueses.  Fué 
fatal  á  estos  buenos  indios  la  guerra  de  Portugal  con  España,  á  los  prin- 
cipios de  este  siglo,  en  que  arruinaron  los  portugueses  la  mayor  parte  de 
los  pueblos,  que  en  lo  bajo  del  Marañen,  y  más  allá  de  la  junta  del  Ñapo, 
había  fundado  esta  gente,  la  más  fiel,  dócil  y  generosa  de  cuantas  habían 
tratado  los  misioneros.  Expuestos  siempre  los  Omaguas  á  las  vejaciones 
y  piraterías  de  los  portugueses,  sin  que  apenas  pudiese  el  gobernador 
contener  sus  desórdenes,  les  habían  defendido  los  nuestros  con  tesón  y 
mantenido  con  empeño.  Fueron  siempre  oídos  los  padres  y  atendidos  del 
gobierno  del  Para,  en  cuanto  le  fué  posible,  mientras  duró  la  paz  y  buena 
inteligencia  entre  las  dos  cortes  de  España  y  Portugal.  Pero  luego  que 
llegó  al  Para  la  noticia  de  la  guerra  que  había  en  Europa,  entre  la  casa 
de  Austria  y  de  Borbón,  por  la  sucesión  de  la  corona  de  España,  y  que 


314  Misiones  del  Maraxón  Español 

Portugal,  como  aliado  de  Austria,  so  había  declarado  contra  Felipe  V, 
pareció  á  los  portugueses  la  circunstancia  oportuna  para  el  golpe  ame- 
nazado contra  nuestras  misiones. 

Manejaron  el  negocio  con  maña,  circunspección  y  silencio,  y  aparen- 
tando su  intento  con  el  de  una  justa  guerra,  subieron  por  el  Marañón  con 
una  armada  compuesta  de  varios  barcos  y  de  gente  sobrada  para  el  asalto 
de  los  pueblos  más  cercanos.  El  golpe  fué  improviso  é  inevitable.  Al 
romper  del  día  vióse  la  reducción  de  Coari,  que  era  el  primer  pueblo  de 
Zurimaguas,  cercada  por  todas  partes  de  soldados  armados  con  bocas  de 
fuego  y  asaltada  repentinamente.  Tomaron  muy  bien  las  salidas  del  lu- 
gar, para  que  no  escapase  la  gente,  y  en  un  momento  fué  saqueado  el 
pueblo,  y  los  indios  puestos  en  prisiones  y  declarados  por  prisioneros  de 
guerra.  Cada  uno  de  los  portugueses  se  aplicó  á  si  mismo  los  hombres, 
mujeres  y  párvulos  que  quiso  como  justa  presa,  dejando  la  menor  parte 
de  indios  para  vecinos  de  la  reducción.  Hecho  el  saqueo,  hicieron  la  cere- 
monia de  tomar  posesión  de  la  tierra  en  nombre  del  rey  de  Portugal. 

Conquistado  como  decían  y  en  realidad  destrozado  el  primer  pueblo, 
pasaron  prontamente  al  segundo,  en  que  hicieron  lo  mismo,  y  de  aquí  al 
tercero,  y  á  los  demás.  De  los  siete  pueblos  de  esta  parte  baja  de  la  mi- 
sión de  Omaguas  y  Zurimaguas,  sólo  dos,  uno  de  Omaguas  y  otro  de  Zu- 
rimaguas, tuvieron  la  fortuna  de  prevenir  el  golpe  y  de  librarse  de  caer 
en  manos  de  los  enemigos,  por  el  aviso  de  algunos  indios  que  lograron  es- 
capar de  los  pueblos  arruinados.  Los  Zurimaguas  huyeron  á  toda  prisa 
y  se  metieron  por  el  río  Ñapo,  hasta  ponerse  en  seguro.  Los  Omaguas 
embarcados  en  sus  ligeras  canoas,  de  que  estaban  siempre  bien  provis- 
tos, caminaron  día  y  noche  contra  las  corrientes  del  Marañón,  de  ma- 
nera que  no  pudieron  darles  alcance  los  portugueses. 

Cuando  llegaron  éstos  al  último  pueblo  de  San  Joaquín,  de  donde  ha- 
bían escapado  los  Omaguas,  sólo  encontraron  en  él  unos  pocos  indios  que 
por  inválidos  y  enfermos  se  vieron  precisados  á  quedar  en  la  reducción, 
para  cuyo  consuelo  había  quedado  también  el  misionero.  Desahogaron 
contra  éste  su  furor  y  rabia,  tratándole  del  modo  más  vil  é  inhumano 
que  imaginar  se  puede,  y  por  último  ultraje  le  condenaron  á  pasar  el 
Para  por  prisionero  de  guerra  con  los  demás.  No  hallo  cómo  se  llamase 
este  caritativo  misionero  y  buen  pastor  de  su  ganado,  por  quien  estuvo 
resuelto  á  sacrificar  su  vida.  He  oido  solamente  de  boca  de  un  antiguo 
misionero  que  se  llamaba  el  P.  Sana.  Pero  veo  que  los  enemigos  en  esta 
su  prisión  y  conducción  al  Para,  sirvieron  á  la  Divina  Providencia,  que 
le  tenía  destinado  á  las  misiones  del  oriente,  adonde  pasó  para  trabajar 
con  gloria  en  aquella  viña  del  mismo  Señor  y  dueño  de  las  misiones  del 
Marañón. 

Los  Omaguas,  que  habían  salido  con  tiempo  de  este  pueblo,  navegaron 
desde  Guerari  hasta  el  rio  Ucayale,  en  donde  hallaron  caminos  seguros 
para  ocultarse  de  la  armada  portuguesa,  penetrando  con  sus  pequeñas 
canoas  por  lagunas  y  torrentes  que  no  podían  sostener  embarcaciones  de 


LiBuo  Vr. — Capítulo  XIII  315 

más  porte,  siendo  muy  estrechas  las  entradas  y  salidas  cuando  se  acer- 
can al  río  principal.  Era  en  realidad  el  sitio  oportuno  para  la  seguridad 
en  la  fuga;  pero  no  ofrecía  co'nodidad  á  la  pobre  gente  para  mantenerse 
en  él  por  largo  tiempo  ni  se  descubría  en  los  contornos  lugar  proporcio- 
nado que  agradase.  Buscóle  finalmente  el  superior  de  las  misiones,  y  re- 
cobrados los  indios  de  los  sustos,  calamidades  y  fatigas,  dispusieron  un 
pueblo  entre  las  rocas  del  río  Ñapo  y  del  río  Nanai,  en  un  sitio  tenido  por 
entonces  por  firme  y  bastantemente  ventajoso  por  la  calidad  de  la  tierra 
y  por  la  abundancia  de  caza  y  pesca.  Descubrió  después  el  tiempo  que  se 
iba  gastando  el  terreno  como  suele  suceder  en  otras  riveras  del  Marañen 
con  las  crecientes  continuas,  y  se  vieron  precisados  á  pasar  á  la  banda 
opuesta  del  Ucayale,  un  día  de  camino  más  abajo  de  su  boca,  en  donde 
vivían  por  los  años  de  1768,  y  era  entonces  la  reducción  uno  de  los  mejo- 
res pueblos  de  la  cabeza  de  la  misión  baja  y  residencia  del  vicesuperior. 
Su  nombre  era  San  Joaquín  de  Omaguas,  aunque  no  faltaban  indios  de 
otras  naciones  que  estaban  mezclados  con  los  Omaguas  para  avenirse 
bien  con  ellos. 

Sentidos  los  misioneros  del  ultraje  de  los  portugueses  y  lastimados  de 
tanta  pérdida  de  gente  por  su  despojo  violento  con  nombre  de  guerra,, 
pidieron  socorro  y  amparo  del  gobierno.  Tratóse  el  punto  seriamente  en 
la  Real  Audiencia  de  Quito,  que  determinó  finalmente  consultar  con  el 
virrey  de  Lima  las  providencias  que  se  debían  tomar.  Acordó  luego  el 
señor  virrey  que  se  diese  pronto  socorro  á  los  misioneros  en  tan  justa  de- 
manda, y  dio  órdenes  para  desalojar  á  los  portugueses  de  los  pueblos  usur- 
pados y  para  recobrar  el  dominio  de  las  tierras  en  nombre  del  rey  de  Es- 
paña. Dióse  la  comisión  á  D.  Martín  de  la  Riva,  que  nombrado  coman- 
dante de  una  tropa  que  se  alistó  de  Quito,  Borja,  Lamas  y  Moyobamba,. 
llegó  á  poco  tiempo  á  las  juntas  del  Marañen  y  del  Ñapo.  Desde  aquí 
navegaron  todos  con  buen  orden  y  cautela  hasta  los  pueblos  tomados.  No 
hubo  dificultad  en  echar  del  sitio  á  los  portugueses,  porque  antes  que  lle- 
gasen los  soldados  españoles  escaparon  y  dejaron  vacíos  los  lugares.  No 
era  tan  fácil,  antes  pareció  imposible,  recoger  la  presa  de  indios  cautivos, 
á  quienes  había  sobrado  tiempo  para  llegar  al  Para;  y  por  esto  el  coman- 
dante, ejecutada  la  comisión,  dio  la  vuelta  con  toda  su  gente,  que  se 
enderezó,  no  mandándole  otra  cosa,  á  sus  respectivas  ciudades.  Los  pocos- 
indios  Omaguas  y  Surimaguas  que  debían  quedar  en  los  pueblos,  pidieron 
presidio  á  D.  Martín  para  su  amparo  y  defensa,  temiendo,  como  era  creí- 
ble, nueva  irrupción  de  los  portugueses  si  se  hallasen  solos.  No  podía  ser 
más  razonable  la  petición  ni  más  justa  la  concesión.  Pero  se  excusó  don 
Martín  de  hacerlo,  con  decir  que  no  tenía  orden  para  dejar  en  el  sitio  al- 
gunos soldados.  Con  esta  negativa  ganaron  unos  el  partido  de  subir  con 
los  españoles,  y  otros  quedaron  á  más  no  poder  en  sus  lugares,  más  ex- 
puestos al  furor  de  los  portugueses  que  lo  habían  estado  antes,  cuando 
por  ser  muchos. pudieran  más  fácilmente  defenderse. 


I.IBRO  Vi[ 


CAPITULO  PRIMERO 

CÉDULA  REAL  EN  QUE  SE  FUNDA  EL  DERECHO  DE  LOS   MISIONEROS  DE  LA 
COMPAÑÍA  Á  LAS  CONQUISTAS  ESPIRITUALES  DEL  ÑAPO  Y  AGUARICO 

No  satisfecho  el  celo  de  los  misioneros  del  Marañón  con  las  reduccio- 
nes fundadas  en  lo  alto  y  bajo  de  este  río  y  en  las  riberas  del  Pastaza  y 
Bohonaza,  empezaron  sus  conquistas  entrado  este  siglo  por  las  naciones 
que  poblaban  las  orillas  de  los  ríos  Ñapo  y  Aguarico.  No  se  puede  dudar 
que  esta  parte  de  la  misión  de  Mainas  fué  mirada  como  un  campo  erial 
en  que  no  correspondió  el  fruto  al  cultivo  constante  y  trabajo  infatiga- 
ble de  operarios  excelentes.  Pero  no  por  eso  dejaron  éstos  de  mirarla 
siempre  con  el  cariño  que  se  merecía  una  viña  del  Señor,  en  cuyo  cultivo 
nunca  se  pierde  el  mérito,  aunque  no  parezcan  que  corresponden  los 
medros.  Fuera  de  que  como  las  flores  que  se  cogían  en  aquel  campo  en 
tantos  niños  que  pasaban  al  cielo  recién  bautizados,  eran  frutos  sazona- 
dos y  de  grande  agrado  á  su  divina  Majestad,  nunca  perdían  su  trabajo 
y  se  animaban  á  continuarlo  á  costa  de  su  propia  vida.  Aun  por  lo  que 
toca  á  los  adultos,  sacó  el  Señor  muchísimos  predestinados  de  estos  paí- 
ses tan  poco  agradecidos  al  cultivo,  porque  aunque  es  verdad  que  la  ma- 
yor parte  de  los  pueblos  que  se  fundaron  por  el  Ñapo  y  Aguarico  no  perse- 
veraron por  mucho  tiempo,  pero  duró  por  algunos  años,  y  varios  se  aca- 
baron con  pestes  en  que  se  logra  el  mayor  número  de  adultos  y  otros  se 
agregaron  á  los  que  subsistían  en  el  año  1768.  Por  donde  se  deja  entender 
no  haber  sido  tan  escaso  el  fruto  que  se  cogió  en  estas  partes  por  más  de 
cincuenta  años,  como  parece  á  primera  vista  y  algunos  han  pensado. 

Pero  antes  de  comenzar  á  referir  las  conquistas  de  que  trataremos  en 
en  este  libro  y  en  los  siguientes,  será  bien  dar  noticia  de  una  real  cédula. 


Libro  VIL— Capítulo  I  317 

en  que  fundó  la  Compañía  el  derecho  á  las  misiones  del  Ñapo  y  demás 
ríos  que  desembocan  en  el  Marañón.  Expidióse,  como  se  verá  por  su 
data,  el  día  18  de  Junio  de  1683,  y  fué  confirmada  el  15  del  siguiente  mes. 
Mándase  en  ella  á  la  Real  Audiencia  de  Quito  que  ampare  á  los  religio- 
sos de  la  Compañía  en  la  posesión  en  que  se  hallan  de  la  reducción  de 
los  indios,  y  que  puedan  continuar  las  misiones  del  río  Marañón  hasta 
donde  les  facilitare  su  celo.  No  es  razón  dejar  de  trasladar  aquí  la  real 
orden,  que  es  un  claro  y  auténtico  testimonio  de  las  piadosas  intencio- 
nes de  nuestros  católicos  monarcas,  y  hará  patente  á  todas  las  naciones 
á  qué  ha  mirado  y  mira  siempre  en  las  conquistas  de  la  América  la  nación 
española,  cuyo  principal  fin  ha  sido  y  será,  queriéndolo  el  Señor,  la  pro- 
pagación de  nuestra  santa  fe  y  la  extensión  del  nombre  cristiano.  La  con- 
firmación de  la  real  cédula  está  concebida  en  estos  términos: 

EL  REY 

«Licenciado  D.  Lope  Antonio  de  Munive,  cavallero  del  Orden  de  Al- 
cántara, presidente  de  mi  Audiencia  Real  de  San  Francisco  de  Quito: 
Por  cédula  de  18  de  Junio  próximo  pasado,  tuve  por  bien  declarar  que  la 
reducción  de  los  indios  Gayes  y  su  conversión  toca  á  los  religiosos  de  la 
Compañía  de  Jesús,  y  mandé  se  les  amparase  en  la  posesión  en  que  se 
hallan  y  que  puedan  continuar  las  conversiones  del  río  Marañón  hasta  la 
parte  donde  les  facilitase  su  celo  y  aplicación;  y  siendo  tan  conveniente 
al  servicio  de  Dios  y  mío  fomentar  estas  conversiones  atrayendo  á  los  in- 
dios que  habitan  en  las  dilatadas  montañas  del  río  Marañón,  al  gremio 
de  la  Iglesia  porque  sean  instruidos  en  los  misterios  de  nuestra  santa  fe 
católica  y  puedan  gozar  üe  tan  singular  beneficio,  sin  que  reciban  moles- 
tia ni  vejaciones,  sino  que  se  use  de  los  medios  de  suavidad  y  benignidad 
que  son  los  que  más  facilitan  el  logro  de  materia  de  tanta  importancia; 
ha  parecido  dar  la  presente,  por  la  cual  os  mando  que  si  os  pareciese  y 
reconociérades  que  es  necesario  enviar  un  cabo  con  alguna  gente  que 
sirva  de  escolta  á  los  religiosos  misioneros  que  entrasen  á  estas  conver- 
siones, para  que  no  experimentasen  las  violencias  que  en  otras  ocasiones 
han  experimentado  algunos  que  se  han  empleado  en  tan  santo  ministe- 
rio, lo  ejecutaréis  previniendo  al  cabo  que  sólo  obre  lo  que  le  dijere  el  su- 
perior de  la  Compañía  de  Jesús,  sin  permitir  que  á  los  indios  que  se  redu- 
jeren se  les  quite  cosa  alguna  ni  se  les  haga  repartindentos,  sino  que  se 
les  dejen  sus  haciendas  libres,  de  manera  que  reconozcan  que  sólo  se  mira 
á  la  conversión  de  sus  almas  y  no  al  interés  de  sus  haciendas,  con  que  se 
conseguirá  más  fácilmente  su  reducción.»  Fecha  en  Madrid  á  15  de  Julio 
de  1683.  Yo  el  Rey.  Por  mandato  del  Rey  nuestro  Señor,  D."  Francisco 
Fernández  de  Madrigal.» 

Esta  es  la  confirmación  de  la  cédula  real  que  ha  llegado  á  mis  manos. 
Ella  ni  puede  ser  más  amplia  para  los  religiosos  de  la  Compañía,  ni  más 


318  Misiones  del  Marañón  Español 

celosa  del  nombre  cristiano,  ni  más  prudente  en  la  escolta  de  soldados, 
ni  más  limpia  y  desinteresada  en  las  cosas  y  bienes  que  podían  tocar  en 
alguna  manera  á  los  indios  reducidos.  Porque  consta  lo  primero  de  dicha 
confirmación,  que  la  conversión  de  los  Gayes,  por  Pastaza  y  Bohonaza, 
pertenece  á  los  religiosos  de  la  Compañía,  y  que  pueden  éstos  continuar 
las  conversiones  del  río  Marañen  hasta  la  parte  donde  les  facilitare  su 
celo  y  aplicación,  en  que  se  les  debe  amparar  y  proteger  del  gobierno, 
como  se  les  amparó  y  protegió  en  adelante  en  las  reducciones  que  for- 
maron por  el  Ñapo  y  Aguarico,  que  vienen  á  desaguar  en  el  Marañón,  de 
la  misma  manera  que  desaguan  el  Bohonaza  y  Pastaza.  Consta  lo  segun- 
do que  los  medios  de  que  se  debe  usar  en  la  reducción  de  los  indios,  han 
■de  ser  los  de  suavidad  y  benignidad  con  aquella  gente  pobre  y  pusiláni- 
me, como  usan  y  han  usado  siempre  los  de  la  Compañía  en  todas  sus  mi- 
siones, sin  permitir  molestias,  violencias  ni  vejaciones  que  impedirían  el 
logro  de  materia  de  tanta  importancia.  Tercero,  que  si  pareciese  necesa- 
rio, se  envíe  á  los  misioneros  un  cabo  con  alguna  gente,  no  para  introdu- 
cir con  violencia  ó  fuerza  de  armas  la  doctrina  del  Evangelio,  como  ne- 
ciamente pensaron  algunos,  tachando  sin  razón  las  providencias  justas 
de  escoltas  y  de  presidios,  sino  para  impedir  las  violencias  y  peligros  á 
que  están  expuestos  los  misioneros  entre  gentiles  bárbaros,  hechos  á  vivir 
á  su  libertad  y  anchuras,  sin  admitir  freno  que  los  contenga,  ó  para  qui- 
tar los  eátorbos  é  impedimentos  que  ponen  maliciosamente  los  indios  á  la 
predicación  del  Evangelio  que  quiere  recibir  su  nación,  como  frecuen- 
temente sucede. 

Ha  procedido  la  corte  de  España  con  tanta  circunspección  y  pruden- 
cia en  esta  materia,  que  todas  las  órdenes  enderezadas  á  dar  escolta  á  los 
misioneros  ó  á  levantar  presidios  en  tierras  ó  fronteras  de  gentiles  ha- 
blan distintamente  en  el  sentido  que  insinuamos.  Basta  para  ejemplo  de 
las  demás  cédulas  que  se  siguieron  lo  que  determinó  el  religiosísimo  em- 
perador Carlos  V,  y  se  halla,  como  dice  Riva  en  su  Historia  de  Cinaloa,  pá- 
gina 58,  en  el  libro  II,  del  Derecho  de  las  Indias:  «Si  los  indios  maliciosa- 
mente pusiesen  impedimento  ó  dilación  en  admitir  las  personas  que  les 
van  á  tratar  de  la  enseñanza  de  la  fe  ó  en  estorbar  que  estén  entre  ellos 
ó  no  se  pase  adelante  en  la  predicación  ó  instrucción  de  buenos  usos  y 
costumbres,  que  no  se  reduzcan,  ó  conviertan  los  que  de  los  suyos  ó  de  los 
vecinos  buenamente  lo  quisieren  hacer,  ó  si  se  armaren  ó  vinieren  de 
guerra  á  matar,  robar  ó  hacer  otros  daños  á  los  dichos  descubridores,  ó 
predicadores;  en  tales  casos  se  les  puede  hacer  guerra  con  la  modera- 
ción que  conviene  y  consultando  primero  la  justificación  y  forma  de  ella 
con  los  religiosos  ó  clérigos  que  se  hallasen  presentes  ó  con  las  Reales  ; 
Audiencias  si  hubiere  comodidad  para  ello,  y  haciendo  los  demás  autos, 
protestaciones  y  requerimientos  que  entendiese  convenir.»  Hasta  aquí  la 
orden  imperial  conforme  á  la  cual  se  han  puesto  después  en  muchas  misio- 
nes presidios  de  algunos  pocos  soldados,  cuya  utilidad,  conveniencia  y 
aun  necesidad  ha  declarado  muy  bien  la  experiencia;  y  se  puede  añadir 


LiBiío  VIL— Capítulo  I  319 

que  no  ha  bastado  siempre  esta  cautela  prudente  para  reprimir  los  in- 
sultos y  levantamientos  de  tantos  hechiceros,  que  alborotan  frecuente- 
mente á  los  recién  convertidos.  Cuánto  menos  bastaría  la  escolta  de  uno 
ó  dos  soldados  que  solía  darse  á  nuestros  misioneros  en  las  reducciones 
del  Ñapo,  rodeadas  por  todas  partes  de  gentiles.  Tan  lejos  han  estado  los 
españoles  de  querer  introducir  por  violencia  el  santo  Evangelio  en  las 
naciones  bárbaras  que  voluntariamente  se  sujetaron  á  su  yugo  suave. 

Últimamente,  se  deja  ver  en  la  confirmación  de  la  real  cédula  el  des- 
interés y  limpieza  con  que  proceden  y  han  procedido  siempre  los  católi- 
cos monarcas  en  la  conversión  de  los  indios,  y  en  la  protección  que  han 
ofrecido  en  todos  tiempos  para  ella,  no  dejándoles  sólo  en  la  posesión  de 
sus  bienes,  pero  aun  librándolos  de  repartimientos  y  tributos  de  vasa- 
llaje cuando  no  los  pueden  pagar  cómodamente  por  su  pobreza,  como 
sucede  en  las  misiones  de  Mainas,  y  en  las  de  Cinaloa  y  otras.  Antes 
bien,  por  el  contrario,  se  han  hecho  muchas  veces  crecidos  gastos  de  la 
Real  Hacienda  á  fin  de  que  se  reduzcan  á  la  fe  muchas  naciones  bárba- 
ras ó  se  conserven  otras  muchas  en  ella,  como  deponen  los  misioneros  y 
saben  muy  bien  los  jueces  y  gobernadores  de  varias  partes.  Tan  gran- 
de celo  y  tan  heroico  desinterés  mostraron  nuestros  reyes  desde  que 
el  Señor  les  concedió  el  otro  mundo.  Y  no  me  maravillo  de  lo  que  escribe 
Rivas  en  la  obra  citada  haber  sabido  de  un  oficial  de  Felipe  II,  que  ha- 
biendo oído  este  catolicísimo  monarca,  cómo  las  rentas  reales  no  alcan- 
zaban en  las  islas  Filipinas  para  los  gastos  de  la  propagación  y  conser- 
vación de  la  fe,  escribió  á  su  gobernador  en  esta  forma:  «Si  en  ese  prin- 
cipado de  islas  no  alcanzaran  los  haberes  reales  para  el  gasto  de  la  con- 
servación y  dilatación  de  nuestra  santa  fe  en  ellas,  mandaré  para  este 
intento  enviar  los  tesoros  de  mi  patrimonio.» 

No  faltará  quien  diga  que  lo  cierto  es  haberse  enriquecido  los  españo- 
les con  los  tesoros  de  oro  y  plata  y  de  otros  preciosos  productos  de  las 
Américas.  Y  aun  acaso  se  añadirá  que  han  cometido  muchas  violencias, 
injusticias  y  vejaciones,  con  los  pobres  indios.  No  dejan  varios  extranje- 
ros de  exagerar  la  objeción.  Ella,  ciertamente,  es  de  bien  poco  momento, 
y  fácilmente  se  responde  que  los  españoles  se  han  aprovechado  de  los  te- 
soros y  riquezas  que  Dios  nuestro  Señor,  dueño  absoluto  de  todas  las  co- 
sas, se  ha  servido  de  concederles  á  ellos  más  que  á  otras  naciones,  y  esto 
por  los  fines  que  no  nos  toca  á  nosotros  escudriñar:  y  si  nos  es  lícito  decir 
algo  en  la  materia  ó  entrar  en  los  fines  de  la  Providencia,  acaso  previo 
el  Criador  de  todas  las  cosas  que  la  nación  española  había  de  cooperar 
más  que  otras  á  la  extensión  de  su  nombre  en  las  naciones,  á  quienes  que- 
ría comunicar  la  luz  del  Evangelio.  Acaso  previo  que  los  españoles  ha- 
bían de  repartir  con  los  demás  de  sus  riquezas  con  más  franqueza  y  libe 
ralidad  que  la  que  se  usa  y  pudiera  presumir  de  otras  gentes.  Acaso  pre- 
vio que  esta  nación  favorecida  no  sería  tan  fácilmente  arrastrada  del  vi- 
cio de  la  codicia.  Acaso  quiso  el  Señor  premiarla  colmadamente  en  el 
mismo  género  de  bienes  de  que  se  desposeyó  generosamente,  por  mante- 


320  Misiones  del  Marañón  Español 

ner  la  pureza  de  su  fe  en  la  expulsión  de  millones  de  moros  y  judíos  que 
arrojó  de  sus  reinos.  Acaso,  acaso,  acaso...  Pero  bastan  las  referidas  con- 
gruencias, que  no  juzgo  parecerán  temerarias  á  quien  quiera  consultar 
con  ánimo  sereno  la  razón  y  no  hacer  traición  á  ella. 

Injusticias,  violencias  y  vejaciones  con  los  indios,  no  hay  duda  que  se 
han  cometido  en  aquellas  partes.  Y  yo  añado  que  era  moralmente  nece- 
sario que  sucediesen  algunas  en  tantos  parajes,  en  tanto  tiempo,  en  tan- 
tas personas  de  diferentes  condiciones  y  en  tantas  intrigas  y  dependen- 
cias. Pero  éstas  han  sido  de  los  particulares,  y  no  tantas  como  se  ca- 
carean. No  han  ido  de  cuenta  de  los  reyes  ni  del  gobierno,  que  siempre  las 
han  repobrado  y  hecho  justicia  á  cada  uno  en  cuanto  ha  sido  posible  en 
tanta  distancia.  Porque  poner  remedio  pronto  á  las  sinrazones  é  injusti- 
cias en  paises  tan  inmensos  é  interminables,  como  han  caido  en  la  corona 
de  Castilla,  es  negocio  más  arduo  de  lo  que  algunos  se  figuran.  Corre  por 
aquella  inmensidad  la  imaginación  sin  estorbo,  y  en  breve  tiempo  regis 
tra  y  se  hace  cargo  de  las  partes  de  las  Américas,  mas  las  órdenes  de  la 
corte  caminan  á  paso  más  lento,  hallan  mil  estorbos;  unas  se  pierden  en 
el  agua,  otras  desaparecen  en  la  tierra,  éstas  no  quitan  que  se  represen- 
te y  aquéllas  no  vienen  acompañadas  de  escoltas  de  soldados  necesaria 
para  la  ejecución.  En  suma:  las  tropelías  han  sido  las  menos  que  se  po- 
dían temer  en  las  circunstancias  que  han  ocurrido  en  tantas  tierras  y 
por  tanto  tiempo;  y  las  cabezas  del  reino,  lejos  de  autorizar  los  desórde- 
nes, han  procurado  castigarlos  y  reprimirlos.  Vean  ahora  los  extranje- 
ros, que  tanto  censuran  en  esta  parte  á  los  españoles,  si  han  procedido 
las  demás  naciones  con  tanta  equidad,  justicia  y  desinterés  y  celo,  en 
lo  poco  que  les  ha  tocado  en  suerte  del  otro  -mundo.  Permítase  la  digre- 
sión, de  que  no  me  pesa,  si  tal  se  ha  de  llamar,  la  explicación  de  la  real 
orden  en  que  se  concede  á  nuestros  misioneros  la  facultad  y  licencia  de 
extender  por  el  río  Ñapo  y  adyacentes  las  espirituales  conquistas  que 
empezamos  á  escribir. 


CAPITULO  II 

REDUCCIÓN   DE   LOS   INDIOS    PA YAGUAS   Y   DE   LOS   ICAGUATES  EN   LAS 
CERCANÍAS   DEL   RÍO    ÑAPO 

El  primero  que  tuvo  noticia  de  la  nación  Payagua,  fué  el  P.  Juan  Lo- 
renzo Lucero  que,  por  los  años  de  1682,  entabló  paces  con  ella,  pero  sin 
empeñarse  por  entonces  en  su  reducción,  así  por  la  grande  falta  de  mi- 
sioneros como  por  la  mucha  distancia  de  los  Pay aguas  á  las  demás  na- 
ciones reducidas.  Extendíanse  estos  gentiles  desde  el  río  Tamboryacu 
hasta  el  Guerari,  en  las  cercanías  de  la  junta  del  Marañón  y  Ñapo,  y 
ocupaban  mucho  trecho  de  monte  entre  el  Ñapo  y  Putumayo,  á  cuyas  in- 
mediaciones se  acercaban  algunas  parcialidades  de  la  nación.  Poco  des- 


Libro  VIL— Capítulo  II  321 

pues  de  entabladas  las  reducciones  de  Omaguas  y  Zurimaguas,  en  los 
siete  pueblos  arruinados  de  los  portugueses,  fué  destinado  para  este  par- 
tido á  San  Joaquín  de  Guerari  el  P.  Wenceslao  Brayer,  y  con  las  noticias 
que  adquirió  de  los  Pay aguas,  no  muy  distantes  del  sitio  se  determinó  á 
renovar,  como  en  efecto  renovó,  la  paz  y  amistad  con  esta  nación  hacia 
los  años  de  1704,  y  no  se  descuidó  de  confirmarla  y  fomentarla  con  visi- 
tas en  el  año  siguiente.  Como  no  se  descubrían  entonces  las  malas  dispo- 
siciones y  calidades  que  se  vieron  después  en  los  Payaguas,  antes  bien, 
mostraban  algún  deseo  de  reducirse  á  población  y|de  ser  enseñados,  en- 
tró á  ellos  el  P.  Sanna  y  logró  él  persuadirles  á  que  de  hecho  se  juntasen 
en  buen  número  en  cierto  sitio  donde  comenzaron  á  formar  un  pueblo.  La 
mudanza  de  misioneros  que  hizo  del  todo  necesaria  lo  poco  sano  de  las 
tierras  del  Ñapo  y  Aguarico,  por  sus  aires  podridos,  no  daba  lugar  mu- 
chas veces  á  que  un  mismo  operario  llevase  adelante  la  obra  comenza- 
da. Era  necesario  retirar  frecuentemente  á  los  Padres  de  tierras  tan  pes- 
tilentes á  las  márgenes  del  Marañón  para  que  respirasen  aire  puro  y  sa- 
nasen de  las  enfermedades  contraidas  en  ellas.  Y  esta  fué  en  parte  la 
causa  de  no  arraigarse  tanto  la  religión  en  este  partido  de  la  misión  baja 
como  en  los  partidos  de  la  misión  alta.  Dos  años  después  vinieron  al  par- 
tido de  Guerari  otros  dos  misioneros,  pero,  por  varias  ocurrencias  que  so- 
brevinieron, fué  preciso  retirarlos  y  quedaron  sin  fomento  los  Payaguas. 
Finalmente,  en  el  año  de  1720,  en  que  ya  los  Omaguas  y  Zurimaguas 
habían  dejado  aquellas  partes  bajas  del  Marañón  por  las  ocupaciones  y 
violencias  de  los  portugueses,  fué  señalado  propiamente  para  los  Paya- 
guas el  P.  Luis  Coronado,  que  con  el  trabajo  infatigable  de  dos  años,  con 
dádivas,  cariños  y  condescendencias,  pudo  recoger  muy  buena  parte  de 
la  nación  y  formar  un  pueblo  lucido,  con  la  advocación  de  la  Reina  de 
los  Angeles  de  Payaguas,  en  un  sitio  distante  un  día  de  camino  de  la  em- 
bocadura de  un  río  llamado  Orabueya.  En  el  mismo  tiempo  en  que  tanto 
se  afanaba  el  misionero  por  el  buen  orden,  enseñanza  y  cristiandad  de 
los  nuevos  indios,  tuvo  noticia  de  otra  nación  no  muy  distante  que  tiraba 
su  celo  ansioso  reducir  á  la  Iglesia.  Subió  del  nuevo  pueblo  de  los  Pa- 
yaguas á  las  tierras  más  altas,  y  entrando  por  un  torrente  ó  riachuelo  que 
llamaban  Buecoiya,  halló  los  gentiles  Guaciguages,  y  con  las  noticias  que 
le  dieron  éstos,  pasó,  acompañándole  los  mismos,  á  los  Cieguages.  No  tuvo 
dificultad  en  reducir  á  estas  dos  parcialidades  por  su  natural  y  condición 
más  tratables  que  los  Payaguas,  aunque  dieron  bien  que  hacer  á  los 
principios  como  veremos.  Su  establecimiento  se  hizo  en  las  orillas  de  la 
quebrada  Buecoiya.  Aquí  formaron  un  pueblo  con  la  advocación  de  San 
Xavier  de  Icaguates,  suavizados  y  confundidos  los  antiguos  nombres  de 
Guaciguages  y  Cieguages. 

No  se  detuvo  mucho  el  P.  Coronado  con  los  Icaguates,  porque  le  llama- 
ban los  Payaguas  necesitados  de  su  asistencia  y  dirección.  Luego  que 
tomó  posesión  de  aquellas  tierras  con  la  santa  cruz  que  plantó  en  ella,  y 
con  el  bautismo  de  los  niños  que  le  ofrecían  con  gusto,  dio  la  vuelta  á 

21 


322  Misiones  del  Marañón  Español 

Orabueya  desde  donde  envió  á  los  Icaguates,  un  mozo  español  de  celo  y 
de  virtud,  que  había  venido  acompañándole  en  las  misiones,  para  que  con 
su  ayuda  y  dirección  acabasen  el  pueblo  y  fuesen  aprendiendo  la  doctri- 
na cristiana.  Empezó  el  mozo  con  mucho  ánimo  y  con  buenas  esperan- 
zas de  que  se  concluiría  todo  felizmente,  yendo  él  mismo  delante  con  el 
ejemplo  en  las  cosas  de  mayor  trabajo;  pero  como  el  más  leve  motivo 
basta  y  sobra  para  alterar  los  humores  de  una  gente  bárbara,  enemiga 
de  todo  trabajo  y  nada  hecha  á  sujeción  ó  rendimiento,  aun  antes  de  con- 
cluirse bien  las  casas,  el  mismo  cacique  de  la  gente  llamado  Guagueco 
que  por  más  capaz  y  poderoso  era  la  confianza  del  español,  le  dio  no  sé 
por  qué  desazón  un  fiero  macanazo  y  le  derribó  en  tierra  medio  muer- 
to. No  bien  había  caído  el  pobre  mozo  del  horrible  golpe  del  cacique, 
cuando  le  atravesaron  á  lanzadas  algunos  bárbaros.  Dichoso  joven,  que 
no  dudó  exponer  su  vida  entre  aquellos  gentiles  en  obsequio  de  la  reli- 
gión. Es  creíble  que  en  el  día  del  juicio  le  veamos  glorioso  entre  los  már- 
tires del  Señor,  y  sirva  de  confusión  á  muchos  que  obligados  por  su  esta- 
do á  procurar  la  salud  espiritual  de  las  almas,  no  hicieron  ni  con  mucho 
tanto  por  ellas,  como  este  secular. 

No  todos  los  indios  del  pueblo  eran  de  la  parcialidad  de  Guagueco, 
cuya  crueldad  sintieron  en  el  alma,  y  luego  llevaron  algunos  de  ellos  la 
mala  noticia  al  misionero,  aunque  los  demás  se  retiraron  prontamente  á 
los  montes.  Mucho  sintió  el  P.  Coronado  la  muerte  trágica  de  su  mozo, 
temiendo  que  tan  triste  suceso  cortase  las  esperanzas  que  había  formado, 
de  la  reduccción  de  muchas  naciones.  Y  pareciéndole  que  sería  bien  no 
dejar  sin  castigo  un  atentado  tan  enorme  y  cometido  en  los  principios  de 
la  unión  de  los  Icaguates,  pasó  á  los  Omaguas  para  consultar  con  el  supe- 
rior de  las  misiones  las  providencias  que  se  podían  tomar  para  el  escar- 
miento de  la  gente.  Llegado  á  San  Joaquín  de  Omaguas,  no  halló  en  el 
pueblo  al  superior,  que  había  salido  de  aquel  sitio  á  la  expedición  que  di- 
remos. No  pudo  tampoco  ir  en  su  busca,  porque  habiendo  enfermado  gra- 
vemente en  San  Joaquín,  fué  nuestro  Señor  servido  de  llevarle  para  sí 
como  esperamos,  y  concederle  el  premio  de  sus  fatigas.  Porque  era  ver- 
daderamente varón  de  señalada  virtud,  conocido  celo  de  las  almas  y  de 
constante  aplicación  al  trabajo,  pero  más  en  particular,  al  estudio  de  las 
lenguas  de  los  gentiles,  como  que  sabía  muy  bien  que  de  la  formación 
de  artes  y  vocabularios  dependía  en  gran  parte  el  adelantamiento  de  las 
misiones.  Había  comenzado  á  formar  los  primeros  rudimentos  de  la  len- 
gua de  los  Payaguas,  y  hubiera  acaso  concluido  un  arte  cabal  de  su  idio- 
ma si  hubiera  vivido  algunos  años.  Pero  aquí,  como  en  otras  muchas 
ocasiones,  debemos  adorar  las  justas  disposiciones  de  la  divina  Provi- 
dencia. 

La  noticia  del  triste  suceso  acaecido  en  tierras  de  Icaguates  alcanzó 
al  superior  cerca  de  la  embocadura  del  río  Ucayale  adonde  iba  con 
buen  número  de  indios  de  la  misión  alta  y  con  algunos  soldados  españo- 
les y  su  cabo  con  el  designio  de  reducir  á  paces  y  amistad  cierta  gente 


Libro  VIL— Capítulo  II  323 

que  se  acababa  de  descubrir  no  lejos  del  sitio  en  que  habían  estado  los 
Omaguas.  Admirado  el  padre  de  la  temeridad  de  los  Icaguates,  dio  luego 
parte  del  atentado  que  acababan  de  cometer  con  el  mozo  español,  al 
cabo  que  iba  en  la  expedición  con  todas  las  veces  del  teniente  de  Borja, 
y  pareciéndole  á  éste  más  urgente  la  necesidad  del  Ñapo,  que  el  nuevo 
descubrimiento  y  paces  con  los  gentiles  que' buscaban,  mudando  de  idea, 
determinó  ir  con  su  armadilla  al  castigo  de  los  agresores,  en  que  convi- 
nieron los  soldados  españoles  y  los  principales  indios.  Era  su  empeño  dar 
sobre  los  Icaguates  antes  que  tuviesen  tiempo  de  retirarse  á  sus  tierras. 
Y  para  conseguir  su  fin  alargaron  las  jornadas  cuanto  les  fué  posible. 
Pero  la  vigilancia  de  los  bárbaros,  supo  burlar  las  diligencias  de  los 
nuestros;  principalmente  cuando  llegaron  al  puerto  de  San  Javier,  ya  los 
Icaguates  estaban  dispersos  por  sus  montes  y  escondidos  en  los  bosques, 
quebradas  y  lagunas,  que  se  hallan  en  abundancia  en  aquellas  tierras. 

Era  bien  difícil  dar  con  los  matadores  y  haber  á  las  manos  al  cacique 
Guagueco,  principal  objeto  de  la  expedición,  pero  no  cayeron  de  ánimo 
los  españoles,  y  con  la  esperanza  de  coger  á  lo  menos  algunos  de  los 
cómplices  principales,  fijaron  su  real  en  el  mismo  pueblo.  Desde  aquí, 
divididos  en  varias  patrullas  ó  piquetes,  fueron  internándose  por  los 
montes  y  á  costa  de  repetidos  viajes,  de  muchas  vueltas  y  revueltas  en 
que  caminaban  con  gran  cautela,  por  no  caer  en  las  trampas  de  los  ene- 
migos fueron  apresando  algunos  Icaguates  y  recogiéndolos  al  real.  Rara 
vez  los  soldados  observan  la  moderación  debida  en  expediciones  de  este 
género.  Ni  pudo  el  padre  superior,  con  sus  muchos  ruegos  y  prudentes 
precauciones,  impedir  que  algunos  españoles  no  hiciesen  algunas  muer- 
tes por  los  montes  en  los  Icaguates,  de  que  avisados  por  los  indios  de  la 
misión,  más  rendidos  á  sus  insinuaciones,  apuró  al  cabo  por  la  vuelta,  y 
de  esta  manera  logró  el  estorbar  la  continuación  de  los  daños  ya  que  no 
había  podido  prevenirlos  todos.  No  parece  que  cogieron  en  las  varias  en- 
tradas al  cacique  Guagueco,  en  quien  se  hubiera  hecho  sin  duda  un  ejem- 
plar castigo  de  que  no  se  hace  mención  alguna  en  la  jornada  ni  después 
de  ella.  Si  no  es  que  acaso  fuese  uno  de  los  varios  que  quedaron  muertos 
en  el  monte. 

No  se  hizo  tampoco  castigo  particular  en  los  Icaguates  apresados,  an- 
tes fué  de  parecer  el  juez  que  los  distribuyesen  por  las  reducciones  y 
otras  poblaciones  españolas  para  que,  amoldados  en  los  pueblos  anti- 
guos, pudiesen  volver  á  restablecer  su  pueblo  con  más  esperanza  de 
estabilidad  y  permanencia.  Conforme  á  esta  sentencia,  parte  de  la  gen- 
te fué  enviada  á  los  pueblos  de  la  Laguna  y  de  los  Xeveros,  y  parte 
puesta  en  la  ciudad  de  Borja,  fuera  de  algunos  Icaguates  que  fueron 
precisados  á  pasar  á  Lamas,  Moyobamba  y  Chachapoyas,  hasta  que 
pareciese  llamarlos  y  levantarles  aquella  especie  de  destierro ;  pero  no 
se  hizo  alto  como  se  debiera  haber  hecho  sobre  la  dificultad  de  la  vuelta, 
porque  no  perteneciendo  á  la  jurisdicción  de  Borja,  ni  Lamas,  ni  Moyo- 
bamba,  ni  Chachapoyas,  no  era  creíble  que  soltasen  los  españoles  de 


324  Misiones  del  Marañón  Español 

buena  voluntad  á  los  Icaguates,  con  cuyos  servicios  se  utilizarían.  Ade- 
más de  que  la  experiencia  que  se  tenía  de  lo  que  poco  antes  había  suce- 
dido con  los  Cavapanas  y  Conchos,  que  no  hallaron  paz  ni  sosiego  hasta 
que  salieron  de  la  jurisdicción  de  Lamas,  debiera  haber  impedido  una  re- 
solución tan  expuesta  á  debates  y  oposiciones  entre  aquellas  jurisdic- 
ciones. 

En  efecto;  el  suceso  mismo  mostró  bien  pronto  lo  arriesgado  de  la  re- 
solución. Porque  pareciendo  ya  al  superior  de  las  misiones,  que  era  en- 
tonces el  P.  Guillermo  Deutre,  llevar  como  á  los  dos  años  de  su  destierro 
á  los  Icaguates  á  su  pueblo,  aunque  no  tuvo  dificultad  alguna  en  recoger 
los  que  habían  quedado  en  la  jurisdicción  de  la  misión,  la  tuvo,  y  muy 
grande,  en  arrancar  los  que  estaban  fuera  de  ella,  porque  los  Lamistas 
y  Moyobambeños  se  tenían  fuertes  sin  venir  á  razones  ni  sufrir  que  se 
hablase  de  soltar  á  los  Icaguates.  Hallábanse  bien  con  ellos  y  medraban 
con  sus  sudores. 

Como  no  hay  cadenas  más  fuertes  que  el  interés  y  codicia,  no  basta- 
ron decretos  de  la  Real  Audiencia,  ni  se  hizo  caso  de  los  despachos  con- 
minatorios del  virrey ,  para  que  los  dejasen  salir  de  sus  ciudades.  Ten- 
tando al  fin  todas  las  vías  y  apremiados  los  vecinos  con  excomuniones 
eclesiásticas,  se  deshicieron  al  cabo  de  aquellos  infelices,  que  considera- 
ban ya  como  esclavos  suyos,  y  destinados  al  servicio  de  sus  casas.  El 
mismo  superior,  vencidas  tantas  dificultades,  llevó  consigo  todos  los  Ica- 
guates á  sus  tierras  en  las  riberas  del  Ñapo ,  y  aquí  trató  con  ellos  del 
sitio  más  ventajoso  para  su  restablecimiento.  Todos  convinieron  en  for- 
mar el  pueblo  en  un  monte  alto  que  empieza  á  levantarse  desde  cerca 
de  la  embocadura  del  río  Curaray,  en  el  Ñapo.  Hízose  en  poco  tiempo 
una  reducción  razonable  por  los  nacionales  que  de  los  montes  concurrie- 
ron y  pareció  conveniente  darles  por  misionero  propio  al  P.  Guillermo. 
Pero  por  la  desgracia  común  á  las  tierras  no  pudo  durar  mucho  en  aque- 
llos sitios  y  acosado  de  calenturas  continuas  se  vio  precisado  á  salir  para 
su  alivio  á  los  Omaguas,  en  donde  le  hallo  con  los  aires  sanos  y  limpios 
del  Marañón. 


CAPITULO  III 

NUEVOS   SUCESOS   QUE  PASARON*  CON  LOS   PAYAGUAS   É   ICAGUATES 

Es  el  natural  de  los  indios  comúnmente  tímido  y  suspicaz,  y  al  menor 
mal  que  se  les  ofrece  caen  fácilmente  de  ánimo  y  si  pueden,  se  aseguran 
con  la  fuga.  Viendo  los  indios  Payaguas,  que  venía  una  armada  de  espa- 
ñoles contra  los  Icaguates  por  la  muerte  que  acababan  de  ejecutar  con- 
tra el  mozo  de  su  misionero,  entraron  en  recelo  y  temieron  mucho  de  que 
también  á  ellos  se  extendería  el  castigo,  que  no  siempre  suele  ser  tan  me- 
dido y  discreto,  que  no  coja  también  á  las  veces  á  los  inocentes ,  espe- 


Libro  VIL— Capítulo  III  325 

cialmente  cuando  éstos  tienen  alguna  conexión  ó  correspondencia  con  los 
culpados.  Por  este  medio,  aun  antes  de  oir  el  silbo  de  las  balas,  abando- 
naron el  pueblo  y  se  retiraron  á  los  montes.  No  dudo  que  pudo  también 
contribuir  mucho  á  la  retirada  la  ausencia  del  misionero  que,  como  diji- 
mos, salió  en  busca  del  superior  para  deliberar  sobre  los  medios  que  pa- 
reciesen oportunos  para  el  fin  de  castigar  los  culpados  y  de  asegurar  á  la 
^ente..  Aunque  los  Payaguas  ocupaban  sus  antiguas  tierras,  estaban 
como  á  la  mira  de  lo  que  pasaba  con  los  Icaguates  y  continuaban  en  de- 
jarse ver  de  los  Omaguas,  asegurando  á  los  padres  que  sólo  por  el  temor 
del  teniente  se  habían  retirado  del  pueblo,  viéndose  sin  el  amparo  y  pro- 
tección del  misionero,  que  era  el  único  que  ios  podía  defender  en  las  vio- 
lencias. Añadían  que  estaban  prontos  á  volver  y  á  juntarse  todos,  luego 
que  fuese  alguno  para  asistirlos. 

Parecían  seguras  las  protestas  de  los  Payaguas,  y  atendiendo  á  su  vo- 
luntad, al  parecer  sincera,  se  les  envió  por  los  años  de  1723  al  P.  Juan 
Bautista  Julicán.  Este  los  redujo  á  que  formasen  un  pueblo  nuevo,  porque 
el  antiguo  no  había  probado  bien,  cerca  de  una  laguna  llamada  Tacuara, 
en  que,  apenas  establecidos,  mal  contentos  con  el  sitio,  se  pasaron  á  un 
cerrito  que  tenía  por  nombre  Ruaro,  donde  hicieron  una  vistosa  reduc- 
ción. Aquí  perseveraron,  desbastándolos  y  civilizándolos  con  increíbles 
trabajos  el  P.  Julián,  hasta  que  llegando  el  año  de  1729,  faltó  poco  para 
que  la  reducción  no  se  acabase.  Comenzó  á  picar  en  el  pueblo  la  peste, 
y  como  veían  el  mucho  estrago  que  hacía  en  la  nación,  temerosos  de  que 
no  acabase  con  todos ,  se  determinaron  á  dejar  el  sitio  y  retirarse  á  los 
bosques  hasta  que  pasase,  como  decían,  el  enemigo.  Propusieron  con 
todo  eso  al  misionero,  ó  que  escogiese  venir  con  ellos  á  sitio  más  saluda- 
ble, ó  que  pasase  si  le  parecía  mejor  á  San  Joaquín  de  Omaguas  mien- 
tras ellos  duraban  en  su  retiro,  de  donde  sin  duda  volverían  al  mismo 
puesto  acabado  el  estrago.  Tuvo  por  más  conveniente  el  P.  Julián  este 
segundo  partido,  y  se  retiró  á  los  Omaguas.  No  dejó  de  lograrse  bastante 
fruto  en  los  Payaguas  por  el  tiempo  en  que  duró  el  azote  de  la  peste; 
porque  fuera  de  los  niños  que  murieron  con  el  santo  bautismo,  los  adul- 
tos en  estas  circunstancias  suelen  abrir  los  ojos  y  disponerse  para  él 
viendo  la  muerte  inevitable.  De  esta  manera  castiga  el  Señor  con  entra- 
ñas de  misericordia ,  haciendo,  por  decirlo  así ,  la  forzosa  á  muchos  que 
andan  dilatando  el  bautismo,  cuando  se  hallan  sanos  sin  que  alcancen 
las  exhortaciones  de  los  misioneros  para  que  se  apliquen  á  entender  lo 
necesario  para  recibirlo  y  á  dejar  las  costumbres  viciosas  en  que  se 
criaron. 

Pasados  como  dos  meses,  y  sosegada  la  peste,  bajó  á  los  Payaguas  en 
lugar  del  P.  Julián  (á  quien  pienso  que  hicieron  superior  de  las  misiones), 
el  P.  Ignacio  Michael,  que  consiguió  fácilmente  sacarlos  al  río  Ñapo,  en- 
frente de  un  torrente  llamado  Rerija.  El  pueblo  que  aquí  formaron  era 
bastantemente  numeroso.  Quiso  hacerlo  mayor  el  misionero  agregando  á 
los  Payaguas  los  indios  Icaguates,  que  por  la  ausencia  del  P.  Grebmer, 


326  Misiones  del  Marañón  Español 

enfermo  en  los  Omaguas,  estaban  sin  sacerdote  que  les  cuidase.  El  fin  era 
excelente  si  se  pudiese  lograr,  y  serían  unos  y  otros  asistidos  en  lo  espiri- 
tual y  temporal  con  más  eficacia,  comodidad  y  ventajas.  Pero  estas  pre- 
tensiones de  misioneros  nuevos,  casi  siempre  salieron  inútiles  por  la  opo- 
sición de  las  parcialidades  y  por  los  recelos  de  ser  hechizados.  Y  alguna 
vez  basta  insistir  en  el  empeño  para  perder  lo  ganado,  como  veremos. 
Desengañado  el  P.  Ignacio,  tuvo  por  bien  el  no  apretar  más  á  los  Ica- 
guates  y  asistirles  como  pudiese  desde  los  Pay aguas.  En  cosa  de  dos  años 
que  estuvo  con  estos  indios,  puso  bien  corriente  la  asistencia  á  la  doc- 
trina de  párvulos  y  adultos,  y  fué  entablando  algunas  prácticas  del  go- 
bierno político  de  los  demás  pueblos.  Es  verdad  que  hubo  algún  tropiezo 
en  los  mitayos  (así  llaman  á  dos  indios  que  deben  por  semana  buscar  el 
sustento  del  misionero),  porque  se  los  hacia  impertinente  un  cuidado  que 
no  se  podía  omitir.  Es  como  natural  la  pereza  en  aquella  gente  y  la 
constancia  en  este  ligero  cuidado  por  una  semana  seguida,  se  les  hacía 
insoportable .  Pero  al  fin  vinieron  en  ello,  hechos  cargo  de  la  razón ;  y 
viendo  al  padre  todo  el  día  empleado  en  doctrinarlos,  y  platicarlos,  y 
administrar  los  sacramentos ,  tomaron  á  su  cuenta  buscarle  el  sustento, 
que  ni  podía  ni  sabía,  ni  tenía  lugar  para  procurarlo  por  sí  mismo. 

Cuando  todo  caminaba  prósperamente  en  los  Payaguas,  y  se  esperaba 
adelantar  en  número  y  cristiandad  la  reducción,  enfermó  gravemente  el 
misionero,  y  fué  necesario  sacarle  á  tierras  más  abiertas  y  sanas.  Dióse 
orden  deque  pasase  á  los  Payaguas,  como  á  pueblo  más  numeroso,  al 
P.  Adán  Escrefgen,  que  poco  antes  había  llegado  á  los  Icaguates  para 
cuidar  de  su  pueblo.  Hízolo  así  el  misionero,  que  á  tiempos  residía  en  los 
Payaguas  y  á  tiempos  en  los  Icaguates ;  pero  echaba  bien  de  ver  la  dife- 
rencia notable  de  genios  y  condiciones  de  las  dos  naciones.  Porque  en  los 
Payaguas  no  correspondía  el  fruto  á  su  cuidado:  por  más  que  se  aplicaba 
en  ganarlos ,  no  hallaba  en  ellos  sino  desvíos,  indocilidad  y  dureza.  Por  el 
contrario,  los  Icaguates  colmaban  sus  esperanzas  viéndoles  atentos, 
rendidos  y  obedientes  á  cuanto  les  insinuaban.  Era  á  la  sazón  bien  pe- 
queña la  reducción  de  estos  buenos  indios,  y  el  misionero  procuraba  fo- 
mentar las  veras  que  mostraban  de  hacer  un  pueblo  numeroso,  porque 
siendo  los  primeros,  y  como  fundadores  de  buena  índole,  fácilmente  se 
acomodarían  á  ellos  los  que  viniesen  de  nuevo. 

Empezaron  los  Icaguates  á  hacer  sus  entradas  en  los  montes  para 
buscar  á  sus  parientes,  y  hacerlos  participantes  de  las  ventajas  que  go- 
zaban en  el  pueblo.  Mas  por  donde  pensaban  aumentar  la  reducción  faltó 
poco  que  no  les  viniese  la  total  ruina  de  ella.  Sabían  que  el  mayor  golpe 
de  gente  de  su  nación  se  había  retirado  á  las  cercanías  del  río  Curaray, 
y  haciendo  una  entrada  por  esta  parte  encontraron  algunos  rastros  de 
indios,  que  tiraban  hacia  el  río;  fuéronlos  siguiendo  muy  contentos,  pen- 
sando hallar  á  los  que  buscaban ,  hasta  dar  con  algunas  casas  en  que  no 
dudaban  encontrar  amigos  ó  parientes.  Acercáronse  á  ellas,  sin  recelo  y 
con  poca  cautela ,  en  que  estuvo  la  primera  desgracia ,  porque  los  habí- 


Libro  VIL— Capítulo  III  327 

tadores  no  eran  Icaguates,  sino  indios  Masamaes,  que,  puestos  en  armas, 
hicieron  retroceder  á  los  Icaguates ,  no  sin  algunas  muertes.  Desde  este 
lance  comenzaron  estos  gentiles  á  hostilizar  á  los  nuevos  cristianos,  y 
mantuvieron  continuas  guerrillas  unos  con  otros,  con  daño  de  las  dos  nacio- 
nes, hasta  que  finalmente  mudaron  de  sitio  los  Icaguates  de  resulta  de  una 
invasión  en  que  por  singular  providencia  del  cielo  no  acabaron  los  Masa- 
maes con  toda  la  reducción. 

Juntos  en  gran  número  los  indios  Masamaes,  y  muy  bien  armados,  se 
enderezaron  al  pueblo  de  San  Xavier  con  el  designio  de  acabar  de  una 
vez  con  todos  sus  habitadores.  Determinaron  darle  un  fuerte  asalto.  En 
día  claro,  saliendo  de  su  costumbre  de  acometer  al  enemigo  siempre  de 
noche,  acaso  no  alcanzando  el  tiempo  para  ejecutarlo  de  noche,  y  ha- 
llándose al  amanecer  cerca  del  pueblo,  se  resolvieron,  fiados  en  él  nú- 
mero, á  dar  el  acometimiento  antes  de  ser  descubiertos.  No  les  salió  como 
pensaban,  porque  saliendo  muy  temprano  á  cazar  por  aquella  misma 
parte  un  Icaguate  y  divisando  á  los  enemigos,  volvió  corriendo  al  pueblo 
á  dar  aviso  de  lo  que  había  observado.  Tomaron  luego  las  armas  los  Ica- 
guates y  divisando  á  los  enemigos,  y  por  no  mostrar  temor  ni  cobardía, 
salieron  al  encuentro  al  enemigo.  El  choque  fué  porfiado  y  sangriento, 
con  muertes  de  una  y  otra  parte.  Pero  como  fuesen  muchos  más  en  nú- 
mero los  Masamaes,  fueron  retrocediendo  los  nuestros  hasta  la  plaza  del 
pueblo.  No  estaba  ya  lejos  el  enemigo  de  la  iglesia,  adonde  se  habían 
refugiado  las  mujeres  y  niños  alrededor  del  misionero,  que  viendo  á  la 
pobre  gente  en  el  mayor  apuro,  levantó  el  corazón  al  cielo  pidiendo  so- 
corro al  Señor  que  sólo  podía  ampararlos  en  aquel  apuro.  Vínole  al  pen- 
samiento colgarse  de  las  campanas,  y  sin  reflexión  alguna  comenzó  á 
tocarlas  muy  apresuradamente,  aprisa  y  con  todas  sus  fuerzas ,  como 
quien  toca  á  rebato.  El  suceso  mostró  ser  este  pensamiento  del  ángel  de 
la  guarda.  Porque  la  novedad  de  un  sonido  tan  subido,  intenso  y  nunca 
oído,  ni  pensado  de  los  invasores,  les  quitó  la  acción  y  dejó  sorprendidos. 
Continuaba  el  padre  en  tocar  con  furia,  y  advirtiendo  los  Masamaes  que 
entraban  de  fresco  y  de  socorro  algunos  Icaguates  que  por  casualidad 
llegaban,  creyeron  que  venían  sobre  ellos  toda  la  nación  avisada  con 
aquellos  sonidos  extraordinarios.  Diéronse  por  perdidos,  y  encomendán- 
dose á  los  pies,  se  retiraron  con  precipitación  tan  fuera  de  sí,  y  tan  sin 
consejo,  que  muchos  en  la  fuga,  para  correr  más  ligeros,  dejaron  sus  ro- 
delas en  el  camino  y  pudieron  los  nuestros  recoger  hasta  unas  cuarenta. 
Un  indio  Masamas  que  se  redujo  poco  después  á  la  Fe,  refiriendo  este 
lance  terrible  en  que  se  había  hallado,  aseguraba  que  de  tal  manera  se 
apoderó  de  ellos  el  terror  al  oír  las  campanas,  que  no  pararon  de  correr 
por  todo  aquel  día  sin  tener  libertad  de  volver  la  cabeza  para  asegurarse 
si  los  seguían  los  Icaguates.  Así  se  burla  el  Señor  con  una  circunstancia 
bien  ligera  de  los  malvados  ;  y  como  es  Dios  de  los  ejércitos  sabe  poner 
terror  cuando  quiere  en  los  más  valientes  con  una  mera  aprensión  que  se 
figuran. 


328  Misiones  del  Marañón  Español 

Habiendo  llegado  á  noticia  del  superior  lo  mucho  que  á  los  Icaguates 
molestaban  los  Masamaes ,  y  el  peligro  grande  en  que  se  había  visto  la 
reducción,  determinó  hacer  una  entrada  á  las  tierras  de  estos  gentiles  y 
reprimir  su  orgullo  y  escarmentarlos ,  si  no  podía  ganarlos  y  pacificarlos, 
que  era  lo  que  principalmente  deseaba.  Salió  con  un  cabo,  algunos  espa- 
ñoles y  buen  número  de  indios  fieles,  entre  los  cuales  iban  buen  número 
de  intérpretes  Zameos,  que,  como  de  la  misma  nación  de  los  Masamaes, 
podían  contribuir  mucho  á  la  reducción  de  sus  nacionales.  La  expedición 
no  tuvo  el  efecto  deseado,  porque  (á  lo  que  yo  pienso)  con  el  terror  y  es- 
panto pasado,  se  habían  alejado  mucho  de  los  sitios  que  ocupaban ,  y  no 
era  fácil  dar  con  los  escondrijos  en  que  estaban  refugiados.  Por  no  vol- 
ver el  superior  sin  hacer  algo  después  del  aparato  y  prevenciones,  pensó 
que  se  hiciese  alguna  demostración  de  castigo  con  los  indios  Payaguas, 
que  ya  en  este  tiempo,  á  su  antojo  y  sin  causa,  se  huían  á  los  montes, 
donde  se  detenían  cuanto  les  daba  la  gana,  sin  hacer  caso  ni  sujetarse  al 
misionero. 

El  mismo  cabo,  para  conseguir  el  intento,  destacó  un  número  de  in- 
dios y  soldados,  y  entrando  con  ellos  en  el  monte,  buscó  y  encontró  va- 
rios Payaguas  huidos,  que  traídos  al  pueblo  fueron  castigados  con  azotes, 
fuera  de  algunos  otros  que,  desterrados  por  algún  tiempo  al  Marañón, 
debían  de  servir  de  escarmiento  á  los  demás.  El  fin  que  se  pretendía  en 
el  castigo  era  buenísimo,  y  hubiera  bastado  el  destierro  que  no  sienten 
tanto  los  indios.  Los  azotes  en  aquella  gente  jamás  tuvieron  buenas  re- 
sultas, y  es  una  forma  muy  arriesgada  si  no  precede  su  consentimiento. 
Esto  mostró  constantemente  la  experiencia  en  las  demás  naciones  del 
Marañón,  ni  se  debía  pensar  otra  cosa  de  los  Payaguas,  nación  indócil  y 
traviesa,  que  no  estaba  tan  arraigada  en  el  pueblo,  ni  tan  rendida  y  tan 
hecha  á  las  costumbres  de  los  demás  pueblos.  En  efecto;  resentidos,  exa- 
cerbados los  Payaguas  por  los  azotes  de  sus  parientes ,  amigos  y  nacio- 
nales, comenzaron  á  tratar  entre  sí,  y  aun  á  explicarse  en  términos  de 
quitar  la  vida  al  misionero.  «La  culpa  de  todo  esto  (decían  en  su  lengua 
»y  sin  mucho  rebozo)  la  tiene  ese  padre  demasiado  impertinente,  que  sin 
«hacerse  cargo  de  nuestras  idas  al  monte  nos  quiere  estorbarlas.  Sus 
»quejas  han  movido  al  superior  á  traer  á  esta  gente  para  castigarnos. 
»Volveráse  éste,  y  nosotros  sabremos...»  Esto  era  decir  mucho.  Pero  los 
intérpretes  anduvieron  fieles,  y  avisaron  prontamente  al  superior  del  tra- 
tado de  los  Payaguas  y  de  lo  que  se  les  había  escapado  ;  por  lo  cual  no 
teniendo  ya  por  conveniente  dejar  entre  aquella  gente  al  misionero,  en 
cuya  cabeza  caería,  sin  duda,  su  resentimiento,  le  mandó  entrar  en  su 
canoa,  y  encargó  al  cacique  y  ancianos  del  pueblo  que  procurasen  so- 
segar los  ánimos  alterados  mientras  daba  órdenes  para  enviarles  otro 
padre. 

No  fué  esto  por  ahora  necesario  á  los  Payaguas,  que  apenas  perdie- 
ron de  vista  la  armadilla,  cuando  dando  fuego  á  la  iglesia  y  casas,  y 
atravesando  el  río  en  sus  canoas,  se  metieron  por  el  monte  hasta  sus  an- 


Libro  VIL— Capítulo  IV  329 

tiguas  tierras,  con  la  firme  resolución  de  no  volver  á  poblarse  y  de  resis- 
tir á  los  que  pretendiesen  sacarlos.  En  esta  determinación  estuvieron 
tercos  por  siete  años  sin  querer  admitir  pláticas  de  salir  de  sus  bosques, 
ni  dar  oídos  á  las  muchas  instancias  y  seguridades  que  se  les  hacían  de 
parte  de  los  misioneros,  hasta  que  el  P.  Miguel  Bastida  pudo,  como  vere- 
mos, recogerlos  y  juntarlos  en  pueblos.  Estas  fueron  las  funestas  resultas 
del  importuno  castigo  en  los  Payaguas,  con  que  se  confirmaron  los  pa- 
dres en  la  opinión  en  que  estaban  comúnmente  de  que  no  convenía  hacer 
castigo  semejante  en  los  recién  convertidos  sin  su  mismo  consentimiento. 
Más  firmes  y  constantes  estuvieron  los  Icaguates ,  que  habiendo  ex- 
perimentado otra  terrible  invasión  de  los  Masamaes  semejante  á  la  pa- 
sada, trataron  de  alejarse  del  sitio  y  mudaron  su  pueblo,  dos  ó  tres  días 
de  camino,  más  arriba  de  la  boca  del  río  Curaray,  donde  se  establecie- 
ron en  la  misma  conformidad  en  que  vivían  en  el  pueblo  antecedente.  Y 
aun  tuvieron  la  ventaja  de  que  no  estando  lejos  de  este  lugar  los  Vitos  ó 
Vitoguages ,  de  su  misma  nación,  se  les  juntaron ,  y  con  el  aumento  se 
hizo  la  reducción  más  respetable.  De  esta  manera  pudo  servir  este  pue- 
blo de  escala  para  los  viajantes  y  de  recurso  seguro  á  los  misioneros  en 
las  novedades  y  contratiempos  que  experimentaron  después  en  este  río 
del  Ñapo  y  en  el  de  Aguarico,  con  ocasión  de  los  nuevos  pueblos  que  se 
fueron  formando  de  gente  indócil  é  inconstante. 


CAPITULO  IV 

REDUCCIÓN  SÓLIDA  DE  LOS  Z ÁMEOS,  POR  MEDIO  DE  LOS  OMAGUAS 

Casi  al  mismo  tiempo  de  la  conversión  de  los  Icaguates  en  el  río  Ñapo, 
se  logró  la  paz,  establecimiento  y  sujeción  al  yugo  del  Evangelio  de  los 
indios  Zameos,  que  no  vivían  en  mucha  distancia  del  pueblo  de  los  Oma- 
guas. Vimos  ya  á  fines  del  siglo  pasado  á  un  mismo  tiempo  hechos  y  des- 
hechos dos  pueblos  de  esta  nación  en  la  Laguna  Zapara,  á  las  cercanías 
de  Ucayale.  No  fueron  durables  los  establecimientos,  porque  las  miras 
del  cielo  eran  que  se  redujesen  los  Zameos  con  más  suavidad  y  dulzura 
de  las  que  se  podían  esperar  del  rigor  y  fuerza  de  españoles  juntos  en  la 
ciudad  ideada  por  el  P.  Vidal.  Mas  ahora  con  la  vecindad  de  los  Oma- 
guas, se  lograron  en  los  Zameos  con  más  ventajas  que  en  otras  naciones 
frutos  del  celo  y  aplicación  de  los  misioneros,  á  que  contribuyó  de  su 
parte  el  genio,  docilidad,  buena  índole  y  laboriosidad  de  la  gente. 

Ocupados  los  Omaguas  en  la  formación  de  su  pueblo,  y  haciendo  via- 
jes por  el  monte  en  busca  de  buenas  maderas  para  su  entero  y  sólido  es- 
tablecimiento, descubrieron  por  aquellas  cercanías  varios  indios  Zameos. 
Esto  bastó  para  que  los  observasen  con  cuidado,  y  para  que  hiciesen  va- 
rios viajes  hacia  aquellas  partes  movidos  solamente  de  la  curiosidad  pro- 
pia de  todo  indio,  pero  inocente  en  los  Omaguas,  nada  hechos  á  molestar 


330  Misiones  del  Marañón  Español 

á  los  vecinos,  ni  á  hostilidades  ó  muertes.  En  uno  de  estos  viajes  encon- 
traron cuatro  jóvenes  Zameos,  y  sin  violencia  alguna  los  llevaron  al 
pueblo,  y  los  presentaron  á  su  misionero,  que  se  llamaba  Bernardo  Zur- 
millen,  y  era  muy  bien  quisto  de  los  Omaguas.  Alabó  el  padre  á  los  su- 
yos la  diligencia  en  traer  á  los  Zameos  y  la  humanidad  en  no  hacerles 
daño,  y  trató  de  quitar  el  miedo  y  susto  que  mostraban  los  pobres  gen- 
tiles, hablándoles  con  mucho  cariño  y  dándoles  algunos  donecillos.  Hizo 
después  que  con  resguardo,  cautela  y  benignidad,  les  fuesen  llevando 
por  las  casas,  y  que  en  ellas  les  regalasen  y  acariciasen,  encargando 
este  cuidado  muy  en  particular  á  los  principales  del  pueblo.  No  omitió  de 
su  parte  el  misionero  de  cuanto  pudo  entender  que  sería  gustoso  y  agra- 
dable á  los  Zameos,  y  los  despidió  con  muchas  demostraciones  de  con- 
tento, dándoles  alguna  herramienta  y  otros  regalillos  para  que  los  mos- 
trasen y  repartiesen  entre  sus  parientes .  De  esta  manera  se  fueron  con- 
tentos los  cuatro  jóvenes  Zameos ,  y  las  demostraciones  del  cariño  y  dá- 
divas suplieron  la  falta  de  intérprete.  Los  Omaguas  salieron  acompa- 
ñando á  los  Zameos,  y  los  pusieron  en  el  mismo  sitio  donde  los  habían 
encontrado. 

Este  primer  hospedaje  tan  cariñoso  fué  bastante  para  que  los  Zameos 
se  asegurasen  de  la  amistad  sincera  de  los  Omaguas.  Porque  á  los  quin- 
ce días  de  la  ida  de  los  cuatro  mozos,  vinieron  otros  muchos  Zameos  y  Za- 
meas  en  tropa  sin  recelo  alguno  á  visitar  al  padre  y  á  los  Omaguas.  Entra- 
toda  satisfacción  en  el  pueblo,  y  buscando  por  las  señas  que  habían  dado 
ron  con  los  primeros,  la  casa  del  padre,  se  le  presentaron  alegres  y  pla- 
centeros como  quienes  daban  á  entender  que  querían  su  amistad  y  la  de  su 
gente.  Correspondió  el  misionero  á  su  buen  ánimo  y  usaron  los  Omaguas 
de  mayor  franqueza  con  estos  segundos,  acompañándolos  por  el  pueblo  con 
muchas  muestras  de  júbilo  y  regocijo,  convidándolos  á  porfía  con  cuan- 
to pensaban  serles  gustoso  y  apreciable.  Volvieron  finalmente  los  Za- 
meos llenos  de  donecillos  y  de  cosillas  que  estimaban  mucho,  y  llegados 
á  los  suyos  no  hacían  sino  mostrarles  los  regalos,  de  que  estaban  aturdi- 
dos sus  paisanos,  como  de  cosas  que  jamás  habían  visto  ni  se  habían 
figurado. 

Querían  contar  á  los  suyos  las  cosas  que  habían  visto  en  los  Omaguas 
y  no  sabían  ni  acertaban  á  explicarse  por  no  tener  especies  de  las  cosas 
que  habían  observado.  Empezaban  y  no  acertaban  á  parlar  de  las  ca- 
noas, del  modo  de  manejarlas,  de  la  destreza  con  que  las  volvían  y  revol- 
vían contra  la  coriente  del  río  y  sobre  todo  de  la  seguridad  conque  atra- 
vesaban en  ellas  un  golpe  inmenso  de  aguas  que  explicaban  con  la  se- 
mejanza del  cielo  Porque  allá  en  sus  montes  donde  sólo  tenían  algún 
riachuelo,  no  podían  declararla  idea  que  formaron  del  gran  río  Marañón, 
que  mirando  á  la  extensión  y  color  del  cielo.  A  otros  había  hecho  gran- 
de armonía  la  mucha  abundancia  y  variedad  de  peces  grandes  y  peque- 
ños, de  tantas  figuras;  porque  hechos  en  sus  bosques  á  un  pequeño  anzue- 
lo, y  al  escaso  fruto  con  que  volvían  á  sus  casas,  de  una  sarta  de  peces 


Libro  VII.— Capítulo  IV  331 

pequeños,  admiraban  y  no  entendían  cómo  los  Omaguas  á  pocas  horas 
de  haber  salido  de  sus  casas,  volvían  cargados  con  tantos  peces,  que 
en  sus  bosques  bastarían  para  celebrar  banquetes  y  convites  por  muchos 
días  con  sus  parientes  y  amigos. 

Pero  lo  que  más  asombró  á  los  Zameos,  fué  la  pesca  de  las  charapas 
y  vacas  marinas.  Ponderaban  en  éstas  la  grande  mole  de  carne  y  como 
se  figuraban  correspondiese  la  fiereza  y  resistencia  á  dejarse  coger,  mi- 
raban remiraban  y  daban  vueltas  y  palpaban  con  las  manos  el  cuero, 
buscando  con  cuidado  las  señales  de  las  heridas  de  que  habían  muerto,  y 
no  hallando  alguna  que  á  su  parecer  fuese  bastante,  se  preguntaban  unos 
á  otros  y  conferían  entre  sí  lo  que  observaban ,  no  sacando  de  su  conver- 
sación y  examen  otra  cosa,  sino  que  era  imposible  entender  el  modo  con- 
que los  pescaban.  No  les  hizo  tanta  novedad  la  figura  singular  de  las 
charapas,  porque  tal  vez  encontraban  en  sus  montes  algunas  tortugas 
de  tierra  algo  parecidas,  de  cuya  carne  no  se  aprovechaban  por  no  saber 
abrirlas;  pero  les  causaba  admiración  la  grandeza  de  las  tortugas  de  río 
y  la  prodigiosa  abundancia  que  con  tanta  facilidad  cogían,  y  conserva- 
ban en  sus  lagunitas  ó  charaperas,  en  los  corrales  de  las  casas;  y  más 
no  pudiendo  entender  la  manera  de  pescarlas.  Porque  aunque  se  les  mos- 
traban los  instrumentos  y  arponcillos,  pero  probando  los  Zameos  á  clavar 
la  púa  á  fuerza  de  golpes,  apenas  dejaban  señal  en  el  pellejo  de  la  cha- 
rapa. Tanto  vale  el  uso.y  la  destreza  en  este  género  de  pescar. 

No  tuvieron  menos  que  admirar  las  mujeres  Zameas  en  las  Omaguas. 
A  unas  embelesaban  las  pinturas  y  tejidos  de  los  lienzos,  otras  se  pren- 
daban de  la  variedad  y  grandeza  de  las  tinajas;  á  éstas  hacía  novedad 
los  cántaros  de  barro  labrados  con  mucho  primor  y  pintados  de  varios 
colores;  aquéllas  se  admiraban  de  la  abundancia  de  fuentes  y  pla- 
tos lucidos  por  la  hermosa  variedad  de  pinturas,  y  por  el  lustre  apa- 
cible de  un  fino  y  clarísimo  barniz.  La  Zamea  que  lograba  alguna 
de  estas  piezas,  se  tenía  por  rica  y  volvía  alegre  al  pueblo,  á  cele- 
brar entre  sus  parientes  el  fruto  de  su  viaje.  Muchas  tuvieron  este 
gusto,  porque  las  Omaguas,  generosas  por  genio,  regalaban  á  sus  huéspe- 
das hasta  satisfacer  á  su  deseo,  con  el  designio  de  aficionarlas  á  su  pue- 
blo, como  les  había  encargado  el  misionero.  No  es  fácil  determinar  si 
prendó  más  á  las  Zameas  ó  álos  Zameos  lo  que  observaron  en  el  pueblo 
de  San  Joaquín.  Lo  que  se  puede  asegurar  es,  que  el  recibimiento  que  en 
él  tuvieron  y  las  cosas  que  allí  vieron  fué  un  atractivo  grande  para  in- 
clinarse á  vivir  con  los  Omaguas.  En  los  viajes  que  se  siguieron  se  insi- 
nuaron algunos  jóvenes  de  uno  y  otro  sexo,  deseosos  de  vivir  en  el  pueblo, 
y  entendidos  por  el  P.  Zurmillen  que  era  el  gusto  de  sus  padres  y  ancia- 
nos, convino  en  que  lo  hiciesen  algunos  pocos,  á  quienes  fué  acomodando 
por  las  casas  de  los  Omaguas  de  mayor  edificación.  El  buen  trato,  amor 
expresivo  y  cariñosa  asistencia  que  se  observó  en  los  primeros  mozos 
Zameos,  atrajo  á  los  segundos  y  el  que  se  tuvo  con  estos  llamó  á  los  ter- 
ceros, de  manera  que  llegaron  á  componer  un  número  considerable. 


332  Misiones  del  Marañón  Español 

En  bien  poco  tiempo  de  comunicación  fueron  entrando  los  recién  ve- 
nidos en  la  lengua  de  los  Omaguas,  porque  como  á  jóvenes  se  les  impri- 
mía fácilmente  la  palabra,  el  gesto  y  la  pronunciación,  y  por  este  medio 
ya  se  lograba  lo  que  deseaba  el  padre,  de  tener  buenos  intérpretes  y  en 
abundancia  para  el  resto  de  la  nación.  Como  los  padres  y  parientes  visi- 
taban frecuentemente  á  sus  hijos  y  allegados  por  ver  cómo  lo  pasaban, 
y  si  se  hallaban  contentos  y  bien  servidos  en  el  pueblo,  no  perdían  oca- 
sión los  Omaguas  de  exhortarlos  á  que  se  juntasen  en  un  sitio  y  formasen 
pueblos  numerosos  en  que  viviesen  como  ellos  vivían.  Había  ya  el  misio- 
nero anticipado  estos  convites  por  medio  de  los  Zameos  mismos  para  que 
informasen  á  los  principales  de  la  nación  de  las  prácticas  y  estableci- 
mientos del  pueblo,  de  la  policía  que  en  él  se  observaba  y  de  las  venta- 
jas grandes  que  tendrían  sus  nacionales  en  imitar  los  Omaguas.  Asegu- 
rado ya  por  las  respuestas  de  la  buena  disposición  de  los  Zameos ,  se  de- 
terminó á  tratar  por  sí  mismo  con  algunos  caciques  sobre  la  formación 
de  algunos  pueblos. 

Piru,  Tarama  y  Moluze  fueron  los  principales  que  se  resolvieron  á 
juntar  sus  gentes  en  pueblos,  y  lo  ejecutaron  formando  dos,  uno  con  la 
advocación  de  San  Miguel,  enfrente  de  Ucayale,  como  una  legua  dentro 
del  monte  hacia  sus  antiguas  tierras,  y  otro  con  la  advocación  del  beato 
Regis,  cerca  de  un  río  navegable  que  entra  en  el  Marañón,  poco  más 
abajo  que  el  río  Tigre.  En  ambos  pueblos  se  juntó  un  número  razonable 
de  Zameos ,  y  en  ellos  se  entabló  luego  la  doctrina  á  que  se  asistía  con 
gusto.  De  esta  manera,  bautizados  desde  el  principio  los  párvulos,  se 
iban  disponiendo  los  adultos  para  el  mismo  sacramento,  y  por  algunos 
años,  hasta  el  de  '¿2,  se  fueron  poniendo  en  práctica  sin  dificultad  los  en- 
tables político-cristianos  comunes  á  los  demás  pueblos. 

En  este  año,  el  P.  Julián,  superior  de  las  misiones,  encargó  al  padre 
Carlos  Brentano,  hombre  de  mucha  caridad  y  prudencia,  el  cuidado  de 
los  dos  pueblos  y  la  reducción  del  resto  de  la  nación.  Fijó  su  residencia 
en  el  pueblo  de  San  Miguel  por  estar  en  el  centro  de  los  Zameos,  y  por 
ofrecer  por  entonces  mayores  conveniencias  como  menos  distante  de 
los  Omaguas.  A  los  seis  primeros  meses  de  su  llegada  les  dio  un  aumento 
considerable,  sacando  en  dos  entradas  que  hizo  á  los  montes  varias  fa- 
milias de  la  nación.  Pero  creció  más  el  de  San  Regis  con  la  junta  de  una 
parcialidad  numerosa,  cuyo  cacique  Abarrea,  con  toda  su  gente,  había 
traído  el  superior  mismo  en  una  penosa  entrada  hasta  sus  tierras.  Esta 
nueva  parcialidad  recién  venida,  hizo  concebir  mayores  esperanzas  y 
más  notables  aumentos  en  este  segundo  pueblo,  y  pareció  por  lo  mismo 
ser  en  él  más  ventajosa  la  residencia  del  misionero.  Ya  hemos  visto  al- 
gunas veces  que  algunos  sitios  prometen  á  los  principios  ventajas  que 
hace  ver  la  experiencia  no  ser  tan  fundadas.  Creíase  más  oportuno  para 
vivir  el  misionero  el  pueblo  de  San  Miguel,  por  ser  escala  de  comunica- 
ción con  los  Zameos  montaraces,  por  su  buena  disposición  y  por  las  tie- 
rras que  ofrecía  correspondientes  á  buenas  sementeras.  Pero  registrando 


LiBKo  VIL— Capítulo  V  ó'dS 

con  mayor  atención  y  despacio  los  contornos  del  de  San  Regis,  y  cote- 
jando los  inconvenientes  y  ventajas  de  los  dos  sitios,  se  juzgó  finalmente 
que  debía  preferirse  éste  para  la  habitación  del  padre,  así  por  su  mayor 
altura  y  mayor  extensión  de  terreno,  como  por  ser  más  sano  y  más  bati- 
do de  los  vientos.  Ni  le  faltaba  pesca  y  caza  que  tenían  abundante  en  el 
río  Tigre  y  sus  riberas,  y  en  otros  riachuelos  y  lagunas  en  que  podían 
pescar  sin  la  concurrencia  de  los  Omaguas. 

Estas  razones,  juntas  con  la  esperanza  de  que  sería  en  adelante  más 
asistido  el  pueblo  de  San  Regís,  movieron  al  P.  Brentano  á  fijar  en  él  su 
morada.  Formó  desde  luego  por  medio  de  un  buen  intérprete  un  catecis- 
mo en  lengua  Zamea,  y  con  este  socorro  comenzó  á  doctrinar  en  lengua 
propia.  Cosa  que  trajo  muchas  mejoras  á  la  nación,  porque,  no  sólo  se 
fueron  instruyendo  con  mucha  suavidad  en  la  doctrina,  mas  se  pusieron 
perfectamente  en  práctica  las  distribuciones,  orden  y  gobierno  de  los 
pueblos  más  antiguos.  Debióse  en  gran  parte  el  haber  llegado  esta  re- 
ducción en  tan  poco  tiempo  á  la  perfección  que  se  deseaba,  al  fomento 
de  los  jóvenes  criados  en  los  Omaguas,  que  transplantados  á  su  pueblo, 
fueron  la  levadura  que  sazonó  á  toda  la  masa,  animando  á  sus  paisanos 
con  su  ejemplo,  consejo  y  palabras.  Tanta  es  la  utilidad  de  esta  especie 
de  seminarios  de  indios,  que  acostumbrados  á  vivir  cristianamente  y  he- 
chos á  una  vida  política  y  civil,  hacen  gustar  á  los  demás  los  frutos  de  la 
enseñanza  y  quitar  á  sus  nacionales  aquellas  dificultades  que  apenas 
pueden  vencer  los  misioneros.  Prevaleció  este  pueblo  como  se  creía  y 
llegó  á  tanto  aumento  y  perfección,  que  por  los  años  de  1768  no  cedía  á 
ninguno  de  los  más  antiguos  en  cristiandad  y  policía. 


CAPITULO  V 

FUNDACIÓN   DEL   PUEBLO   DE   SAN   IGNACIO   DE   PEVAS,    CAUMARES,    ZAVAS 

Y   CAVACHIS 

A  la  conversión  de  los  Zameos  se  siguió  la  reducción  de  otras  varias 
naciones  en  lo  bajo  del  Marañen,  poco  distante  del  río  Ñapo.  Fueron  és- 
tos los  Caumares  y  Pe  vas,  á  quienes  se  agregaron  después  los  indios  Zavas 
y  los  Cavachis,  naciones  entre  sí  distintas,  pero  confinantes  en  sus  bosques, 
y  lo  que  más  admiraba,  sin  aquella  oposición,  encuentros  y  guerrillas  que 
son  tan  comunes  entre  los  gentiles  rayanos.  Era  tanto  más  de  extrañar 
esta  paz  y  avenencia  de  unos  con  otros  cuanto  eran  más  diferentes  las 
condiciones  de  ellas.  Porque  los  Caumares  eran  advertidos  y  de  buena 
penetración;  los  Cavachis,  extremadamente  bozales,  sin  que  les  entrase 
la  razón;  los  Pevas  eran  gente  sincera  y  sin  doblez;  los  Zavas  poco  fieles, 
como  lo  mostraron  con  el  tiempo;  aunque  todos  ellos  convenían  en  ser 
igualmente  laboriosos,  trabajadores  y  de  constancia  en  la  fatiga. 

La  primera  de  estas  naciones  que  tuvo  trato  y  conocimiento  con  las 


334  Misiones  del  Mará  ñon  Español 

de  nuestra  misión,  fué  la  nación  de  los  Caumares.  Vivía  ésta  cerca  del  río 
Guerari,  y  antes  que  los  Omaguas  desamparasen  aquel  sitio  por  las  ve- 
jaciones de  los  portugueses,  tuvieron  amistad  con  los  Caumares;  y  aun 
alguna  otra  familia  de  éstas  se  había  agregado  al  pueblo  de  los  Omaguas; 
pero  cuando  pasaron  á  Ucayale,  no  se  determinaron  á  seguirle  los  pocos 
Caumares  y  se  volvieron  á  sus  bosques.  Desde  ese  tiempo  quedaron  como 
desconocidos  y  olvidados,  hasta  que  siendo  misionero  de  los  Omaguas 
el  P.  Sin?ler,  varón  de  mucha  prudencia  y  celo,  con  las  noticias  que  tuvo 
de  aquellas  gentes  retiradas  salió  en  su  busca  con  algunos  de  sus  indios, 
y  subiendo  dos  días  por  el  río  Guerari,  halló  rastros  de  camino,  que  segui- 
dos con  cuidado,  le  condujeron  á  una  casa  en  que  vivían  puntualmente 
los  Caumares  que  pretendía  encontrar. 

Como  llevaba  consigo  algunos  Omaguas  antiguos  conocidos  suyos,  se 
renovó  fácilmente  la  amistad  antigua,  y  comunicada  la  noticia  de  la  ve- 
nida del  misionero  á  otras  casas  del  contorno,  acudieron  donde  estaba  el 
padre  algunos  principales  de  la  nación,  unos  por  el  interés  de  los  doneci- 
llos  que  esperaban,  y  otros  por  saber  los  designios  de  aquella  visita.  Re- 
cibióles con  mucho  agrado  el  P.  Singler,  y  les  manifestó  que  sólo  preten- 
día con  su  venida  hacerles  todo  el  bien  que  pudiese  en  el  alma  y  en  el 
cuerpo,  darles  á  conocer  un  Dios  criador  de  todas  las  cosas  y  socorrerlos 
con  las  herramientas  necesarias  para  sus  sementeras  y  con  las  demás 
cosas  de  que  hubiesen  menester  si  se  determinaban  á  juntarse  con  el 
pueblo  de  los  Omaguas  sus  amigos,  pues  ya  veían  ser  ellos  muy  pocos 
para  poder  formar  un  pueblo  entero  por  sí  mismos. 

Ad: latieron  los  Caumares  sin  dificultad  el  convite,  y  el  padre  llevó 
consigo  los  que  cupieron  en  las  canoas,  ofreciendo  enviar  otras,  como 
después  envió,  para  el  resto  de  la  gente  Todo  iba  sucediendo  conforme 
á  las  intenciones  del  misionero,  porque  juntándose  esta  gente  y  la  demás 
que  se  fuese  descubriendo  en  el  pueblo  ya  formado  de  San  Joaquín,  más 
pronto  y  fácilmente  entrarían  los  Caumares  en  las  prácticas  de  la  mi- 
sión, serían  más  asistidos  y  se  ahorraba  la  fatiga  grande  é  indecible  tra- 
bajo de  criar  un  nuevo  pueblo,  expuesto  siempre  á  los  riesgos,  peligros  é 
inconstancia  que  mostraba  la  experiencia.  Pero  no  eran  éstas  las  dispo- 
siciones del  cielo,  porque  quería  el  Señor  que  estos  gentiles  trasplanta- 
dos fuesen  las  primeras  piedras  de  otro  pueblo  que  con  algunas  variacio- 
nes y  contratiempos  perseveró,  sin  embargo,  hasta  los  años  1768. 

Sucedió  que  á  poco  tiempo  de  haber  llegado  los  Caumares  al  pueblo 
de  San  Joaquín,  comenzaron  á  enfermar  por  la  novedad  del  sitio,  agra- 
vándose de  modo  el  mal,  que  iba  ya  haciendo  notable  estrago  en  la  gente 
nueva.  La  experiencia  había  hecho  conocer  en  otras  partes  ser  muy  cos- 
tosa la  detención  de  gente  nueva  en  semejantes  circunstancias,  y  se  ha- 
bía probado  como  medio  eficaz  para  el  recobro  de  la  salud  el  hacerlos 
volver  á  sus  antiguas  tierras.  Consolábase  el  misionero  con  que  no  se 
malograba  la  gente  en  su  retorno,  pues  llevaba  ya  el  conocimiento  de 
Dios  y  el  práctico  de  las  ventajas  de  vivir  en  poblaciones  atendidas  y 


LiBtio  VIL— Capítulo  V  335 

asistidas  de  padres  como  las  de  los  Omaguas.  Estos  mismos,  con  mucha 
caridad,  llevaron  en  sus  canoas  á  los  Caumares  hasta  el  puesto  en  que  se 
embarcaron  en  Gruerari,  y  despidiéndose  en  tierra  y  amigablemente  unos 
de  otros,  los  Omaguas  tiraron  á  su  pueblo  y  los  Caumares  se  metieron  en 
sus  tierras. 

Mostró  luego  el  efecto  lo  acertado  del  dictamen,  porque  no  fué  nece- 
saria otra  cura  para  la  enfermedad,  que  pisar  los  Caumares  sus  bosques 
y  respirar  los  aires  en  que  se  habían  criado.  Parece  que  la  salud  recobra- 
da en  sus  tierras  y  perdida  en  las  extrañas,  les  había  de  quitar  las  ganas 
de  salir  de  las  montañas  en  que  habían  nacido,  y  que  sólo  tratarían  de 
esconderse  más  en  ellas  por  no  ser  descubiertos,  porque  es  vehementísima 
la  inclinación  de  la  naturaleza  á  vivir  con  salud  como  fundamento  de 
todos  los  bienes  naturales.  Pero  no  era  la  nación  ni  tan  huraña  ni  tan 
adicta  á  sus  bosques  que  no  hubiesen  prendido  en  ella  la  doctrina  del 
P.  Singler,  su  trato  suavísimo,  el  agrado  de  los  Omaguas  y  la  convenien- 
cia de  vivir  en  un  pueblo.  Estas  ventajas  pudieron  más  con  ellos  que  los 
peligros  y  riesgos  de  perder  la  salud  y  la  vida  si  salían  á  campo  descu- 
bierto. Empezaron  á  pensar  sobre  el  modo  de  juntarse  en  pueblo  y  po- 
nerse en  manos  de  algún  misionero.  Tenían  amistad  antigua  con  los  Pe- 
vas,  nación  confinante,  y  con  el  designio  de  que  les  siguiesen  en  su  esta- 
blecimiento, la  renovaron  repartiendo  con  sus  amigos  de  aquellos  done- 
cillos  que  habían  traído  consigo.  Con  esta  ocasión,  les  dieron  noticia  de 
la  amistad  con  los  Omaguas;  de  su  ida  y  vuelta  por  las  enfermedades,  y 
de  las  conveniencias  que  habían  observado  en  el  vivir  muchos  en  un 
pueblo.  No  pasó  adelante  el  tratado,  pues  bastó  lo  dicho  para  aficionar  á 
los  Pevas  á  sus  bienhechores  y  dejarlos  inclinados  á  población. 

El  misionero  de  Omaguas,  aunque  no  sabía  nada  de  las  intenciones  de 
los  Caumares  y  de  lo  tratado  con  los  Pevas,  no  pudiendo  olvidarse  de  sus 
amados  hijos,  volvió  á  un  año  de  su  retirada  á  buscarlos,  visitarlos  y 
consolarlos  en  sus  tierras  antiguas.  Fué  recibido  con  muchas  demostra- 
ciones de  júbilo  y  alegría.  Contáronle  con  gusto  el  pronto  recobro  de  la 
salud,  la  visita  hecha  á  los  Pevas,  sus  amigos,  y  lo  aficionados  que 
habían  quedado  en  juntarse  con  ellos.  No  necesitaba  tanto  el  padre 
Singler  para  visitar  aquella  nación .  Informóse  de  la  situación  en  que  es- 
taban, y  conociendo  que  la  travesía  por  montes  hasta  sus  tierras  sobre 
ser  larga  era  también  difícil,  por  falta  de  prevenciones,  determinó  ir  por 
agua  á  visitar  á  los  Pevas,  llevando  consigo  algunos  Caumares  que  se 
ofrecieron  voluntariamente  á  acompañarle  y  á  servirle  de  guías  y  de  in- 
térpretes Entrando  por  un  río  ó  quebrada  llamada  Chiquita,  llegaron 
después  de  dos  días  á  un  puerto  bastantemente  frecuentado.  Dejaron 
aquí  las  canoas  y  entraron  por  el  monte  hasta  las  casas  de  los  Pevas,  que 
no  sólo  celebraron  con  fiesta  su  llegada,  pero  les  agasajaron  cuanto  les 
fué  posible,  hasta  franquearles  sin  reparo  alguno  las  olletas  de  veneno, 
que  es  la  señal  más  fina  de  amistad  y  la  más  cordial  demostración  de  es- 
tima que  pueden  dar  aquellos  gentiles. 


336  Misiones  del  Marañón  Español 

Detúvose  el  padre  algunos  días  con  los  indios  Pevas,  y  vio  en  este 
tiempo  algunos  de  los  más  principales  en  sus  propias  casas,  y  otros  de 
los  más  distantes,  vinieron  á  las  más  cercanas.  Hablóles  con  agrado  del 
motivo  de  su  venida  y  les  convidó  á  formar  un  pueblo  ofreciendo  atender- 
los con  lo  necesario  y  de  vivir  con  ellos,  cuando  le  tuviesen  hecho,  ó  dar- 
les otro  padre  en  su  lugar.  Conviniendo  los  Pevas  en  la  ejecución  del 
pueblo,  y  en  juntarse  con  los  Caumares,  bautizó  el  misionero  algunos  pár- 
vulos, por  principio  de  la  reducción.  En  la  elección  del  sitio  hubo  bien 
poco  en  que  pensar,  porque  el  puerto  mismo  donde  quedaban  las  canoas, 
presentaba  un  plan  extendido  de  tierra  alta,  y  despejado  que  agradó  por 
entonces.  Y  poniendo  manos  á  la  obra  hicieron  un  desmonte  correspon- 
diente, en  cuyo  centro  se  plantó  una  Cruz  grande  por  principio  del  nue- 
vo pueblo  á  que  dio  el  P.  Singler,  la  advocación  de  San  Ignacio  de  Loyo- 
la.  Pero  antes  de  formalizarle,  conocieron,  como  sucedió  varias  veces,  no 
ser  el  sitio  tan  cómodo,  como  se  lo  prometían;  y  á  esta  causa  le  mudaron 
y  concluyeron  en  la  misma  boca  de  la  quebrada  Chiquita. 

A  poco  tiempo  de  su  fundación  se  les  envió  misionero  propio,  que  pa- 
rece haber  sido  el  P.  Adán  Vidman,  persona  de  mucha  santidad,  y  muy 
respetado  en  la  misión.  A  lo  menos,  este  insigne  misionero,  trabajó  muy 
desde  los  principios  con  gran  celo,  aplicación  y  acierto  con  los  indios 
Caumares,  y  dio  á  su  pueblo  un  sólido  establecimiento,  estableciendo  en 
él  las  prácticas  comunes  y  policía  de  los  demás.  En  algunos  años  que 
perseveró  el  P.  Adán  en  San  Ignacio,  hizo  por  fin  pasar  el  pueblo  para 
mayor  firmeza  y  con  mejor  forma,  cerca  de  un  torrente  que  desemboca 
en  Guerari;  y  los  Covachis,  que  habían  formado  un  pueblecito  de  Nuestra 
Señora  de  las  Nieves,  no  lejos  de  este  nuevo  sitio,  se  juntaron  á  diligen- 
cia del  H.  Jorge  Vintersse  á  los  Caumares  y  Pevas.  Últimamente  se  agre- 
garon á  San  Ignacio  los  indios  Zavas  que  á  instancias  del  P.  Francom- 
beti,  que  los  había  reducido,  formaron  un  pueblecito  aparte  en  el  río 
Apayuca,  y  después,  siendo  éste  misionero  de  San  Ignacio,  les  fomentó 
cuanto  pudo  con  el  designio  de  tirarles  al  pueblo  principal.  La  disposi- 
ción y  buen  ánimo  de  estos  gentiles,  daban  muy  buenas  esperanzas  al 
P.  Francombeti  de  formar  un  pueblo  numeroso;  y  en  medio  de  su  avan- 
zada edad  y  salud  nada  robusta,  repitió  viajes  bien  penosos  desde  San 
Ignacio,  en  donde  residía,  para  fomentar  á  los  Zavas;  pero  cuando  se  em- 
pezaba á  ver  el  fruto  de  su  celosa  aplicación,  cortando  la  muerte  tan 
buenas  esperanzas,  que  formaba  el  misionero  por  los  años  de  1736,  que- 
daron los  Zavas  sin  fomento  por  algunos  años,  por  falta  de  misioneros. 
Y  ésta  fué  la  ocasión  de  los  daños  y  atrasos  de  esta  parte  de  la  misión, 
porque  aunque  se  logró  finalmente  la  unión  de  los  Zavas,  con  los  Cau- 
mares, Cavachis  y  Pevas,  hubo  varias  desgracias  en  la  reducción,  y  no 
fué  la  menor  la  cruel  muerte  que  dieron  á  un  fervoroso  misionero,  como 
contaremos  á  su  tiempo. 


Libro  VIL— Capítulo  VI  337 


CAPITULO  VI 


EXTIENDE  SUS  CONQUISTAS  POR  LA  NACIÓN  ZAMEA  EL  P.  CARLOS  BRENTANO 

Y  FUNDA  NUEVOS  PUEBLOS 

Corría  ya  el  año  de  1736,  cuando,  llegado  á  Quito  por  visitador  de  la 
provincia  el  P.  Andrés  de  Zarate,  tuvo  por  conveniente  llamar  para 
rector  y  maestro  de  novicios  á  Tacunga  al  P.  Juan  Bautista  Julián,  su- 
perior de  las  misiones.  A  esta  salida  se  siguieron  en  el  Marañón  las  mu- 
danzas de  los  PP.  Singler  y  Brentano,  señalado  aquél  por  superior  de  las 
misiones,  y  éste  por  misionero  de  los  Omaguas.  Como  halló  este  pueblo 
tan  bien  establecido  y  á  los  Omaguas  mismos  tan  celosos  del  nombre 
cristiano,  se  prometió  desde  luego  con  ellos,  y  por  medio  de  ellos  hacer 
nuevas  reducciones ,  aunque  á  costa  de  repetidos  viajes  á  las  tierras  de 
los  Zameos.  Habían  aquellos  indios  bienhechores  de  la  misión  ayudado 
al  P.  Zumillen  á  la  formación  de  los  dos  primeros  pueblos  de  los  Zameos, 
y  servido  no  poco  al  P.  Singler  para  la  misión  en  la  reducción  de  los  Cau- 
mares  y  Pevas;  ahora  juntaron  sus  cuidados  con  los  del  P.  Brentano  para 
recoger  otras  varias  parcialidades  de  Zameos,  esparcidos  por  los  mon- 
tes. Como  sabían  estos  montaraces  las  ventajas  de  sus  nacionales  en  las 
nuevas  reducciones  y  el  trato  cariñoso  que  les  daban  los  padres,  no  re- 
sistieron á  juntarse  entre  sí  varias  parcialidades  ;  pero  no  se  pudo  reca- 
bar de  ellas  que  todas  se  juntasen  en  un  sitio,  por  las  razones  que  tantas 
veces  hemos  apuntado,  de  oposiciones  y  temores  de  ser  hechizados.  Vióse 
precisado  el  misionero  á  contentarse  con  que  formasen  varios  pueblos 
como  lo  hicieron  en  el  mismo  año. 

El  primero  se  llamó  San  Juan  Evangelista  de  Migueanos,  donde  se 
juntaron  los  caciques  Muino  y  Bauli ,  con  su  gente,  en  distancia  de  tres 
leguas  de  San  Joaquín,  dentro  del  monte.  El  segundo  se  dedicó  á  San  An- 
drés Apóstol,  donde  vivían  los  Parranos,  y  estaba  puesto  en  las  ribera^ 
del  río  Itayi,  á  espaldas  del  de  los  Omaguas,  con  camino  abierto,  ancho 
y  llano,  de  solas  tres  horas  de  travesía.  Un  día  corto  más  abajo  del  pue- 
blo de  San  Andrés,  se  formaron  en  el  terreno  los  Amaonos  con  el  nombre 
de  San  Felipe  y  Santiago,  siendo  sus  caciques  Amaona  y  Guasiamao. 
Todas  estas  eran  parcialidades  de  la  nación  Zamea,  y  estaban  en  buena 
proporción  para  que  las  asistiese  el  misionero  desde  el  pueblo  de  su  resi- 
dencia, porque  la  mayor  distancia  no  pasaba  del  camino  de  un  día. 
Como  tenía  también  á  su  cargo  el  partido  de  San  Regís,  de  la  misma  na- 
ción, logró  que  dos  principales  de  ella,  Policee  y  Mutayara,  ya  ganados 
los  años  pasados  por  el  P.  Julián,  formasen  otro  cuarto  pueblo  con  su 
gente  en  la  orilla  del  río  Navapo,  que  desemboca  en  el  Tigre  y  viene  á 
buscar  al  Marañón  por  la  banda  del  norte,  un  día  más  arriba  de  la  boca 
de  Ucayale.  Dióse  á  este  último  pueblo  el  título  de  San  Simón  de  Navapo. 

22 


:J3S  Misiones  del  Marañón  Español 

Grandes  eran  los  cuidados  del  P.  Carlos  Brentano  con  tantas  funda- 
ciones ;  el  afán  era  continuo,  los  viajes  repetidos  y  el  trabajo  insoporta- 
ble, cargando  sobre  un  hombre  sólo  el  peso  de  siete  pueblos,  de  los  cua- 
les debía  formar  cuatro  en  lo  temporal  y  espiritual.  Por  otra  parte,  no 
se  podía  menos  de  atender  al  pueblo  de  San  Ignacio  de  los  Caumares, 
poco  antes  fundado,  que  por  falta  de  operarios  no  tenía  misionero  propio, 
y  siendo  gente  tan  nueva  y  necesitada  de  instrucción,  no  se  les  podía  de- 
jar sin  pastor  por  mucho  tiempo.  Esforzábase  el  P.  Carlos  á  cuidar  de 
todos ,  y  aunque  es  verdad  que  el  fruto  suavizaba  el  cúmulo  grande  de 
molestias  y  penalidades,  era  necesario  al  fin  que  un  misionero  solo  se  rin- 
diese á  la  fatiga,  que  iba  creciendo  cada  día  con  el  número  de  gente  nueva 
agregada  á  los  pueblos 

Conocía  muy  bien  esto  el  P.  Singler,  superior  de  las  misiones;  pero  ni 
podía  enviar  sujeto  que  partiese  con  el  P.  Carlos  los  cuidados,  ni  se  le 
ofrecía  la  manera  de  ocurrir  á  necesidad  tan  pronta.  En  este  apuro  le 
abrió  la  providencia  un  camino  bien  extraordinario  para  que  saliese  del 
ahogo.  Hizo  un  viaje  á  la  ciudad  de  Archidona,  acaso  para  solicitar  desde 
allí  nuevos  misioneros,  y  se  encontró  en  esta  ciudad  con  un  clérigo  secu- 
lar llamado  D.  José  Vahamonde.  Venía  este  sacerdote  de  Quito,  y  orde- 
nado á  título  de  misionero  del  Marañón,  se  le  ofreció  al  superior  con 
grande  ánimo  para  ayudar  á  los  misioneros  en  las  empresas  del  bien  de 
las  almas,  protestando  una  entera  dependencia  y  sujeción  á  sus  órdenes, 
así  en  la  asignación  del  sitio  y  de  las  mudanzas  que  de  él  se  hiciesen, 
como  en  el  modo  de  procurar  la  propagación  déla  fe  en  las  naciones  bár- 
baras, por  los  medios  de  suavidad,  dulzura  y  mansedumbre  que  usaba  la 
Compañía.  Concluyó  su  oferta  generosa ,  diciendo  que  se  contase  con  él 
en  esta  parte,  como  si  fuese,  ni  más  ni  menos,  un  individuo  de  la  religión. 

Admiróse  el  superior  de  una  resolución  tan  valiente,  y  no  teniendo 
alguno  de  la  Compañía  de  quien  echar  mano,  se  aprovechó  de  las  ofer- 
tas del  clérigo  secular  y  lo  envió  desde  Archidona  para  que  cuidase  del 
partido  de  San  Regís,  siempre  con  algún  recelo  de  que  no  correspondiese 
en  la  ejecución  á  los  buenos  deseos  que  mostraba ,  porque  al  fin,  como 
secular  y  hecho  á  vivir  á  su  propia  voluntad ,  fuera  del  yugo  de  la  obe- 
diencia, no  era  extraño  que  volviese  atrás  de  lo  comenzado,  y  más  cuando 
le  esperaba  un  noviciado  demasiadamente  estrecho  y  riguroso  en  aquellas 
montañas  tan  abundantes  de  penalidades  y  trabajos.  Las  elecciones  de 
Dios  son  muy  diferentes  de  las  de  los  hombres.  Enviaba  el  superior  á  más 
no  poder  al  Marañón  á  D .  José  Vahamonde ,  por  no  tener  otros  de  la 
Compañía  de  quien  poder  disponer,  y  Dios  nuestro  Señor  para  confundir 
la  humana  sabiduría  le  tenía  escogido  muy  de  antemano  y  le  enviaba 
con  singular  destino  para  misionero  de  Mainas  para  que  con  su  celo,  pru- 
dencia ,  pericia  de  lenguas  y  acertada  conducta ,  adelantase  gloriosa- 
mente las  conquistas  del  Evangelio,  sirviese  grandemente  en  los  mayo- 
res apuros  de  rebelión  y  entrase  en  la  Compañía  por  su  señalada  virtud, 
conocido  mérito  y  talentos  singulares. 


Libro  VII.— Capítulo  VII  339 


CAPITULO  VII 

PASA  Á  VISITAR  LAS  MISIONES  EL  P.  ANDRÉS  ZARATE  Y  REDUCCIÓN  DE  LOS 

INDIOS  NAPEANOS 

Poco  después  de  haber  llegado  al  partido  de  San  Regís,  el  nuevo  clé- 
rigo D.  José  de  Vahamonde,  entró  á  la  visita  de  la  misión  de  Mainas  el 
visitador  general  de  la  provincia  de  Quito,  P.  Andrés  Zarate,  que  había 
llegado  de  la  provincia  de  Castilla,  y  quiso  ver  por  sí  mismo  los  pueblos 
recientemente  fundados  de  Zameos  y  el  de  San  Ignacio  de  Cauraares  y 
Cavachis.  Mostró  grande  complacencia,  como  varón  celoso  de  la  conver- 
sión de  la  gentilidad,  en  ver  esta  parte  de  la  misión  con  tan  fundadas  es- 
peranzas de  un  establecimiento  seguro  y  permanente,  que  podía  servir 
de  puerta  y  escala  para  la  reducción  de  muchas  naciones  pacificadas  y 
para  la  pacificación  de  otras  nuevamente  descubiertas.  Alabó  las  fatigas 
de  los  misioneros,  encareció  su  sagrado  ministerio,  y  para  darles  á  en- 
tender lo  mucho  que  estimaba  esta  gloriosa  parte  del  instituto  de  la  Com- 
pañía, él  mismo  en  persona  quiso  entrar  á  la  parte  con  los  demás  padres. 
Informado  largamente  de  la  situación  y  calidades  de  las  naciones  bár- 
baras más  nombradas  y  más  numerosas ,  determinó  que  se  hiciese  una 
entrada  á  la  valerosa  nación  de  los  Iquitos,  indios  guerreros,  y  que  se 
decía  ocupar  grande  extensión  de  tierras  y  países.  Estaba  la  nación 
Iquita  confinante  con  la  Zamea,  y  era  guerrera  por  genio  y  por  valor; 
intrépida  en  acometer,  constante  en  la  defensa,  sin  ceder  hasta  en  el  úl- 
timo peligro;  tan  bárbara  y  feroz  en  los  combates,  que  cedía  con  dificul- 
tad á  la  vista  del  estrago  conocido,  atrevida  y  aun  arrojada  con  los  blan- 
cos que  manejaban  armas  de  fuego  tan  superiores  á  las  suyas.  En  el  úl- 
timo lance  de  quedar  en  manos  de  los  enemigos,  se  aseguraban  con  la 
fuga  por  su  ligereza  y  por  la  facilidad  de  esconderse  en  sus  bosques  es- 
pesos y  enmarañados.  Escogió  el  visitador  esta  nación  por  parecerle 
más  numerosa ,  y  por  prevenir  los  daños  que  podían  hacer  los  Iquitos, 
como  tan  vecinos  á  las  reducciones  de  Zameos ;  pero  dejó  la  disposición 
de  la  empresa,  á  que  quiso  asistir  como  misionero,  al  superior  de  las  mi- 
siones, como  más  práctico  en  estas  entradas  y  que  entendía  mejor  los  hu- 
mores de  las  gentes. 

Previno  éste,  de  acuerdo  con  el  teniente  de  Borja,  una  armadilla  de 
150  indios  escogidos  y  de  toda  satisfacción,  con  tres  blancos  ó  españoles. 
Determinóse  el  viaje  para  el  mes  de  Marzo  de  1737,  en  que  junta  toda  la 
gente  en  San  Joaquín  de  Omaguas ,  se  embarcó  con  ella  el  padre  visita- 
dor con  su  compañero  el  H.  Mugarza.  Acompañáronle  en  la  expedición, 
fuera  del  superior,  el  P.  Brentano  y  el  clérigo  Vahamonde,  que  ya  desde 
entonces  daba  muestras  del  talento  singular  que  descubrió  en  el  trato  y 
manejo  de  los  gentiles.  Salió  la  armada  alMarañón,  y  al  día  segundo  de 


340  Misiones  del  Marañón  Español 

navegación,  dejando  el  río  Masa  de  los  Masamaes,  entró  por  el  río  Nanai, 
por  donde  subió,  como  unos  ocho  días :  al  cabo  de  los  cuales,  descubriendo 
algunos  rastros  y  señales  de  camino,  determinaron  seguirlos  internán- 
dose una  partida  con  cautela  por  el  monte.  A  cosa  de  dos  leguas  topa- 
ron una  casa  sin  habitadores  algunos,  y  siguieron  por  la  banda  contraria 
otro  camino  que  les  guió  á  otra  casa  en  que  hallaron  solamente  una  mu- 
jer, que  preguntada  por  su  gente  respondió  haber  salido  toda  ella  á  una 
pesca  general  con  la  hierba  de  barbasco,  en  cierta  laguna  que  no  estaba 
muy  distante.  No  eran  éstos  Iquitos  como  se  pensaba,  sino  otros  indios 
diferentes  que  el  Señor  ofrecía  sin  ser  buscados. 

Los  e:xploradores  llevaron  á  la  mujer  que  habían  encontrado  en  la 
casa  al  puerto  mismo  de  las  canoas,  en  donde  el  visitador  y  los  demás 
padres,  por  medio  de  an  intérprete,  la  serenaron  y  quitaron  el  susto  que 
mostraba.  Añadieron  después  algunos  regalillos  de  anzuelos,  agujas  y 
otras  cosillas,  y  cargada  de  dones  la  hicieron  volver  á  su  casa  bien 
prevenida  por  medio  de  los  intérpretes  de  lo  que  pretendían  los  pa- 
dres, que  era  la  paz  y  amistad  con  su  gente,  para  que  se  lo  refi- 
riese á  los  suyos.  Aguardaron  los  misioneros  con  la  comitiva  en  el 
mismo  sitio,  esperando  las  resultas  de  lo  practicado  con  la  india ;  pero 
no  contentos  con  esta  diligencia  dos  jóvenes  Zameos ,  criados  entre  los 
Omaguas,  salieron  del  real  á  la  desfilada  con  el  fin  de  dar  á  entender 
por  sí  mismos  á  los  de  la  casa,  lo  bien  que  les  estaría  la  paz  y  amistad  con 
los  padres,  que  si  bien  intentaban  con  aquel  viaje  el  descubrimiento  y 
paz  de  los  Iquitos,  se  alegrarían  mucho  de  su  salida  y  los  recibirían  con 
benevolencia  y  agrado.  Surtió  la  diligencia  todo  el  buen  efecto  que  in- 
tentaban los  Zameos,  porque  luego  salió  el  cacique  Guaime  con  otros 
principales  á  las  riberas  del  río,  acompañado  de  un  número  más  que  me- 
diano de  indios,  no  ya  armados  como  de  guerra,  sino  engalanados  con 
todos  aquellos  adornos  gentílicos  que  acostumbran  en  ocasiones  de  visitas 
de  paz  y  amistad  entre  sus  parientes. 

El  padre  visitador  les  recibió  y  acogió  con  todas  las  señales  y  demos- 
traciones de  benevolencia  y  amor,  que  podían  atraerles  más  y  ganar  las 
voluntades.  Y  sirviendo  de  intérprete  el  P.  Singler  en  lengua  Omagua 
con  un  joven  Zameo,  que  se  dejaba  entender  de  los  recién  venidos,  les 
dijo  el  P.  Zarate  el  grande  gusto  que  había  ocasiado  á  todos  su  salida; 
pero  que  le  tendrían  mucho  mayor  en  que,  siguiendo  el  ejemplo  de  sus 
nacionales  los  Zameos,  establecidos  en  reducciones,  se  determinasen 
también  ellos  á  formar  una  en  el  sitio  que  les  pareciese  más  cómodo  á  la 
orilla  del  río  en  que  se  hallaban.  Ofrecióles  atender  en  todo  si  venían  en 
ello,  proveerlos  de  las  cosas  necesarias  y  tomarlos  á  su  cargo,  como  á  los 
demás  indios  de  la  misión.  Respondieron  los  Napeanos,  que  así  se  llama- 
ron en  adelante,  si  es  que  acaso  no  tenían  de  antemano  este  nombre,  que 
se  agregarían  gustosos  por  las  noticias  que  ya  tenían  anticipadas  y  por 
las  ofertas  que  les  hacían,  y  que  tratarían  luego  de  formar  un  pueblo. 
Reparó  el  superior  Singler  en  la  docilidad,  agrado  y  sencillez  de  la 


Libro  VII.— Capítulo  VII  341 

gente,  superior,  á  lo  que  parecía,  á  otras  parcialidades  del  Marañón,  y 
aseguró  al  visitador  que  no  podía  desearse  mejor  disposición ,  ni  se  debían 
pretender  más  seguras  muestras  de  la  sinceridad  de  sus  ofertas.  Y  así, 
por  no  malograr  el  lance  que  se  presentaba  con  apariencias  tan  buenas, 
se  les  dijo  luego  que  buscasen  sitio  para  su  población.  No  hubo  mucho 
que  hacer  en  la  elección,  porque  tenían  bien  conocidos  todos  los  parajes 
cercanos ,  y  á  poca  distancia  del  lugar  donde  estaban  presentaron  uno 
que  pareció  á  los  padres  muy  á  propósito  para  reducción  y  ventajoso 
para  todos.  Los  cristianos  rozaron  un  trozo  del  monte  demarcado,  y  la- 
brando una  cruz  grande  la  fijaron  en  él  por  principio  del  pueblo,  á  que 
se  dio  la  advocación  del  Apóstol  San  Pablo.  Bautizó  el  mismo  visitador, 
con  mucho  consuelo  suyo  y  edificación  de  los  demás  padres,  los  niños. 
Repartió  algunas  herramientas  á  los  principales,  y  regaló  á  los  demás 
con  algunas  cosillas.  Animó  de  nuevo  á  los  caciques,  á  que  sin  perder 
tiempo  empezasen  con  los  instrumentos  que  les  daban  un  buen  desmonte 
capaz  de  un  pueblo  grande.  Respondieron  los  principales  que  á  la  vuelta 
del  viaje  que  pensaban  hacer  los  padres  á  los  Iquitos,  hallarían  traba- 
jando con  empeño  en  el  nuevo  pueblo,  no  sólo  á  los  presentes,  sino  á  otros 
muchos  que  vendrían  á  juntarse. 

Lograda  esta  ocasión  que  ofreció  la  Providencia ,  tiró  adelante  la  ar- 
madilla  por  el  río  Nanai  en  busca  de  los  Iquitos,  que  no  podían, estar  muy 
distantes  del  sitio,  según  las  noticias  que  daban  los  Napeanos.  Al  día  se- 
gundo de  navegación  descubrieron  los  exploradores  algunos  rastros  de 
camino.  Siguiéronlos  con  cuidado  por  el  monte,  y  á  poco  trecho  se  certi- 
ficaron ser  la  senda  frecuentada  de  gente  por  las  pisadas  recientes  que 
mostraba.  Volvieron  atrás,  según  el  orden  que  llevaban,  y  dieron  aviso 
del  descubrimiento  á  los  misioneros,  con  cuyo  acuerdo,  fijando  el  teniente 
su  real  en  aquel  paraje,  envió  unos  pocos  indios  para  que  se  hiciesen 
bien  cargo  de  la  distancia  hasta  la  casa  ó  casas  de  los  gentiles ,  y  para 
que  observasen  su  tamaño,  pero  con  la  precisa  obligación  de  volver  atrás 
en  observando  estas  cosas,  sin  empeñarse  en  pasar  más  adelante,  ni  ha- 
cer alguna  sorpresa.  Toda  esta  circunspección  y  cautela  es  necesaria  en 
las  nuevas  entradas,  y  por  falta  de  ella  se  han  perdido  muchos  lances 
como  se  malogró  el  presente.  Porque  los  descubridores  no  juzgando  de- 
ber dejar  una  oportunidad  que  se  les  presentó  en  el  camino,  se  asegura- 
ron de  dos  mujeres  y  un  Iquito  que  encontraron  á  la  orilla  de  un  ria- 
chuelo, y  en  esta  desobediencia  al  orden  intimado  del  teniente  estuvo 
todo  el  daño,  porque  de  ella, nacieron  resultas  del  todo  contrarias  á  las 
que  se  originaron  de  la  presa  de  la  mujer  Napeana. 

Sintieron  los  de  la  casa  más  cercana  al  riachuelo  la  bulla  que  metie- 
ron los  nuestros  en  la  presa  de  las  tres  personas  de  su  nación,  y  descu- 
biertos ya  de  los  Iquitos,  los  cristianos  no  pudieron  hacer  su  negocio  con 
suavidad  y  dulzura.  Porque  los  gentiles  los  vinieron  siguiendo  repartidos 
por  varias  ocultas  sendas,  hasta  la  orilla  del  río  y  pareciéndoles  mucha 
la  gente  de  la  armada,  dieron  la  vuelta  á  la  casa  con  el  designio  de  lia- 


342  Misiones  del  Marañón  Español 

mar  á  los  del  contorno.  En  efecto  convocaron  en  aquella  noche  todos  los 
indios  que  pudieron  y  se  dejaron  ver  bien  de  mañana  en  buen  número, 
armados  de  lanzas  y  rodelas  y  ocupadas  las  puertas  de  las  salidas.  Con 
esta  vista  dieron  los  nuestros  por  perdida  la  expedición,  y  no  se  pensó  en 
otra  cosa  sino  en  que  fuese  entrando  la  gente  con  orden  en  las  canoas. 
En  vano  convidaban  desde  ellas  á  los  Iquitos  con  la  paz  y  amistad  usan- 
do de  todas  aquellas  señales  y  acciones  que  acostumbraban  entre  sí  las 
naciones  del  Marañón.  Fieros  los  Iquitos  á  todo  se  negaron  menos  á  pelear 
y  venir  á  las  manos,  y  siendo  esto  lo  que  más  huían  los  cristianos,  aun- 
que tan  superiores  en  número  y  armas  de  arco,  flecha,  estolica  y  algunas 
bocas  de  fuego,  sólo  se  mantuvieron  á  la  defensa,  pero  insistían  tanto  los 
temerarios  gentiles,  que  no  se  pudo  usar  de  la  defensa  necesaria  sin  algún 
daño  del  enemigo,  tanto  más  soberbio  cuanto  más  se  tiraba  á  excusar  la 
pelea.  Porque  desesperado  un  Iquito  de  que  no  quisieran  pelear  los  cris- 
tianos, se  encaró  lo  más  cerca  que  pudo  con  un  soldado,  y  con  increíble 
atrevimiento  iba  á  despedirle  una  lanza  al  pecho  con  que  pensaba  atra- 
vesarle. Viéndose  el  soldado  en  tanto  peligro  le  ganó  por  la  mano  con 
un  tiro  de  arcabuz  y  lo  dejó  tendido  á  la  orilla  del  río.  Oyendo  los  demás 
el  estruendo  y  reparando  en  el  estrago  del  tiro,  dejaron  caer  las  armas, 
y  desaparecieron  por  los  montes.  Era  ya  excusado  el  seguirlos,  y  así  de- 
terminó la  armada  dar  la  vuelta  hacia  los  Napeanos,  muy  pesarosos  de 
la  inutilidad  de  la  empresa  por  la  imprudencia  y  poco  rendimiento  de 
los  descubridores. 

Llegados  los  nuestros  al  nuevo  desmonte  de  los  Napeanos,  fueron  re- 
cibidos de  sesenta  indios  que  estaban  trabajando  en  él  y  de  otra  tropa  de 
gente  que  con  la  noticia  habían  salido  de  los  bosques  y  les  esperaban  en 
cumplimiento  de  lo  prometido.  Detuviéronse  en  este  sitio  por  un  día  en  que 
bautizó  el  visitador  otros  niños  que  le  ofrecieron,  y  repartiendo  nuevos 
dones,  prometió  enviarles  con  otros  socorros  un  padre  misionero,  que  les 
cuidase  en  viendo  que  habían  cumplido  con  lo  que  ofrecían  hacer.  Que- 
daron muy  contentos  los  indios  con  los  regalos  y  ofertas  del  visitador, 
que  dio  la  vuelta  con  la  comitiva  al  pueblo  de  San  Joaquín,  desde  donde 
las  partidas  de  gente  se  recogieron  á  sus  respectivos  pueblos. 

En  medio  del  sensible  dolor  que  ocasionaba  á  los  misioneros  la  vuelta 
sin  el  pretendido  fin  de  paciñcar  á  los  Iquitos ,  tuvieron  que  adorar  las 
ocultas  disposiciones  de  la  divina  Providencia  que  concede  la  vocación  de 
la  gracia  á  la  fe,  cuando,  como  á  y  quienes  quiere,  eligiendo  por  sola  su  mi- 
sericordia á  quien  le  parece,  y  dejando  en  su  ceguedad  y  tinieblas  á  quien 
no  le  parece  conceder  tan  singular  llamamiento.  Buscaban  los  padres  á 
los  Iquitos  de  quienes  tenían  noticia  y  el  Señor  les  ofrece  los  Napeanos 
no  sólo  no  buscados,  pero  aún  ocultos.  Así  trueca  Dios  las  suertes  y  cruza 
los  brazos  contra  lo  que  piensan  los  mortales.  Con  todo  eso  no  perdían 
del  todo  los  misioneros  las  esperanzas  de  atraer  al  rebaño  de  la  Iglesia 
aquella  grey  descarriada  que  se  mostraba  rebelde,  y  consolados  con  que 
verían  en  breve  tiempo  un  pueblo  nuevo  de  indios  Napeanos,  creían  que 


Libro  VIL— Capítulo  VIII  343 

podrían  ser  éstos  algún  día  escala  para  los  indios  Iquitos  y  medios  para 
su  reducción.  No  les  engañaron  estas  esperanzas,  fundadas  en  la  cerca- 
nía de  los  Napeanos,  porque  al  fin  estos  con  su  misionero  ganaron  á  los 
Iquitos  que  recibieron  poco  después  la  luz  del  Evangelio,  como  veremos 
á  su  tiempo. 

Por  ahora  es  mucho  de  notar  otro  rasgo  particular  de  la  Providencia 
en  la  asionación  del  misionero  que  se  había  de  enviar  á  los  Napeanos, 
como  les  había  prometido  el  P.  visitador.  Fueron  señalados  dos  padres 
jesuítas  experimentados,  el  uno  después  del  otro;  porque  un  pueblo  tan 
nuevo  que  aún  no  estaba  formado  pedía  un  sujeto  práctico,  de  celo,  pru- 
dencia y  constancia  y  hecho  ya  á  tratar  con  los  gentiles,  para  comenzar 
y  llevar  á  cabo  la  fábrica  espiritual  y  temporal  de  los  recién  agrega- 
dos. Pero  ni  el  uno  ni  el  otro  sin  saber  por  qué  ni  cómo  pudo  pasar  á  los 
Napeanos,  ofreciéndose  siempre  que  se  trataba  de  la  partida,  nuevos  em- 
barazos que  en  otras  circunstancias  se  vencían  fácilmente  y  ahora  cerra- 
ban el  camino  sin  acabar  de  romperlos.  Fué  finalmente  señalado  del  su- 
perior á  falta  de  otros  más  experimentados  D.  José  Vahamonde  y  en  hu- 
mana prudencia  fué  sólo  echar  mano  del  que  se  pensaba  que  haría  menos 
falta  para  otros  destinos.  Pero  este  mismo  era  el  que  quería  Dios  enviar  á 
los  Napeanos,  para  obrar  por  instrumentos  flacos  y  al  parecer  despropor- 
cionados cosas  grandes  y  de  su  mayor  gloria,  como  empezamos  á  decir. 


CAPITULO  VIII 

TRABAJOS  Y  FATIGAS  DE  DON  JOSÉ  VAHAMONDE  Y  CÓMO  LOGRA   LA 
REDUCCIÓN  DE  LOS  IQUITOS 

Partió  el  clérigo  misionero  con  la  bendición  del  Superior  á  las  misio- 
nes, al  sitio  en  donde  los  Napeanos  habían  comenzado  á  idear  su  reduc- 
ción. Y  aunque  fué  muy  bien  recibido  de  los  indios,  pero  sólo  halló  á  su 
primera  llegada  dos  casas  hechas,  y  lo  demás  bastantemente  atrasado. 
No  se  acobardó  con  esta  primera  vista  cuando  esperaba  encontrar  las 
cosas  más  adelantadas.  Hizo  correr  por  los  montes  la  noticia  de  que 
había  llegado  el  misionero  prometido  del  P.  visitador,  y  que  venía  única- 
mente destinado  á  fijar  su  residencia  en  aquel  sitio,  y  á  vivir  de  asiento 
con  ellos,  para  dirigirlos,  enseñarlos  y  ayudarlos,  en  cuanto  era  necesa- 
rio para  una  sólida  y  permanente  reducción:  que  él  estaba  persuadido  á 
que  los  indios  cumplirían  de  su  parte  lo  que  tan  de  veras  habían  ofrecido. 
Para  acalorar  más  el  empeño  hizo  algunos  viajes  por  sí  mismo  á  varias 
casas  de  los  gentiles,  que  le  siguieron  sin  resistencia  y  vinieron  determi- 
nados á  establecerse  con  él,  envió  mensajeros  á  otras  que  por  más  distan- 
tes no  tenía  lugar  para  visitar  por  sí,  y  no  fué  necesario  repetir  la  dili- 
gencia dos  veces,  porque  todos  al  primer  aviso  se  daban  por  obligados,  y 
lo  que  es  mucho  de  admirar  entre  gentiles,  no  hubo  parcialidad  que  difl- 


344  Misiones  del  Marañón  Español 

cuitase  la  salida  ó  alegase  motivo  de  excusa,  pareciéndoles  que  una  vez 
convidados  era  preciso  no  desechar  el  convite.  Así  bendecía  el  cielo  los 
primeros  fervores  del  celoso  clérigo  que,  experimentando  tanta  docilidad 
en  la  gente,  daba  gracias  al  Señor  de  todos  y  procuraba  hacerse  como 
uno  de  los  indios  acomodándose  al  humor  y  al  genio  de  los  Napeanos. 

A  poco  tiempo  de  su  llegada,  con  su  celo,  aplicación  y  maña  logró  lo 
que  apenas  se  había  visto  en  las  demás  naciones;  el  formar  un  pueblo 
que  desde  su  primer  designio  salió  regular  y  bien  formado.  Hizose  desde 
luego  en  los  seis  meses  primeros  dueño  de  la  lengua  Napeana,  porque  el 
Señor  que  le  escogía  para  el  alto  ministerio  de  misionero,  le  dotó  de  un 
singular  talento  para  aprender  presto  y  con  facilidad  las  lenguas  más 
enrevesadas  de  la  misión.  Con  la  gracia  de  la  lengua  se  hacía  querer 
más  de  los  indios,  y  se  aprovechaba  con  más  ventajas  de  las  buenas  dis- 
posiciones de  la  gente.  Entabló  sólidamente  la  doctrina,  que  declarada  en 
la  lengua  propia  oían  con  mucho  gusto  los  Napeanos,  y  procedió  con  tanto 
acierto,  destreza  y  maña  que,  ya  disimulando,  ya  corrigiendo  y  exhor- 
tando siempre  con  singular  dulzura  de  palabras  y  con  un  aire  gracioso 
á  los  naturales,  que  en  pocos  años  tuvo  por  fruto  de  su  cultivo  y  aplica- 
ción un  pueblo  cabal,  que  no  cedía  en  nada  á  los  más  antiguos  en  prác 
ticas  comunes  de  cristiandad  y  gobierno. 

Celebraban  todos  los  aciertos  y  se  alegraban  del  suceso  feliz  del  mi- 
sionero, que  no  se  olvidaba  por  su  parte  de  dar  cumplimiento  á  las  órde- 
nes que  le  encargaba  el  superior  de  procurar  por  todos  los  modos  la  re- 
ducción de  los  Iquitos.  La  esperanza  de  su  conversión  estaba  ya  pen- 
diente de  los  Napeanos  y  de  su  ministro,  y  no  creía  posible  el  conseguirla 
por  otros  medios  que  por  la  intervención  de  Vahamonde  y  de  sus  indios. 
Habíanse  hecho  otras  dos  entradas  para  conseguir  la  paz  y  amistad  de 
estos  gentiles,  y  una  de  ellas  con  mucho  aparato  militar  de  cajas,  pífa- 
nos y  banderas;  pero  una  y  otra  había  sido  tan  inútil  como  la  del  visita- 
dor, y  no  sin  mucho  peligro  de  desgracia,  que  por  buena  ventura  pudieron 
excusar  los  padres  que  dirigieron  las  empresas.  Con  estas  repetidas  ex- 
periencias se  habían  ya  retirado  de  los  Iquitos,  teniendo  por  menos  in- 
conveniente dejarlos  en  su  orgullosa  terquedad  y  ceguera  que  escarmen- 
tar la  insolencia  con  que  insultaban. 

Sólo  restaban  las  esperanzas  que  daba  el  pueblo  de  San  Pablo  y  el 
apoyo  de  su  misionero  Vahamonde,  el  cual  por  la  cercanía  del  sitio,  por 
las  noticias  que  iba  tomando  y  por  tener  ganados  y  á  su  mandar  á  los 
Napeanos,  hacía  posible  la  conquista  de  la  nación  Iquita.  No  tardó  mu- 
cho en  satisfacer  á  la  expectación  que  de  él  se  tenía.  Dueño  ya  de  la 
lengua  de  los  Zameos  y  habilitado  á  tratar  por  sí  con  los  Napeanos,  sin 
medio  de  intérpretes,  se  informó  á  fondo  de  sus  antiguas  guerrillas  con  los 
Iquitos,  del  número  de  éstos,  de  la  distancia  de  las  casas,  de  las  entradas 
y  salidas,  y  de  otras  varias  particularidades  cuya  noticia  le  parecía  con- 
veniente para  su  designio.  Supo,  entre  otras  cosas,  y  oyó  de  los  mismos 
Napeanos ,  el  concepto  que  tenían  formado  del  valor  y  destreza  en  pe- 


Libro  VIL— Capítulo  VIII  345 

lear  de  los  Iquitos ,  y  sacó  en  limpio  que  si  bien  aquellos  gentiles  eran 
v^alerosos ,  intrépidos  y  arrojados ,  pero  que  los  Zameos ,  en  sus  encuen- 
tros y  refriegas,  suplían  con  ventajas,  por  la  destreza  en  armar  embosca- 
das, á  la  valentía,  pujanza  y  atrevimiento  de  los  Iquitos,  de  manera  que 
casi  siempre  los  habían  contenido,  y  no  pocas  veces  hostigado  cogiéndo- 
los de  sorpresa.  Cuando  esto  le  contaban  los  Napeanos,  estaban  tan  lejos 
de  mostrar  cobardía,  que  antes  bien  se  ofrecían  al  misionero  para  acom- 
pañarle en  la  empresa  de  pacificar  á  los  Iquitos,  asegurándole  que  sabían 
coger  inocentemente  algunos  de  éstos  sin  darles  lugar  á  jugar  las  armas 
ni  necesitar  ellos  de  usar  las  suyas. 

No  se  detuvo  D.  José  en  más  averiguaciones,  ni  le  pareció  necesaria 
más  gente  para  ganar  aquella  nación  que  la'  de  su  pueblo.  Determinóse 
abacería  prueba,  que  salió  harto  mejor  que  las  pasadas,  aunque  no 
llenó  el  colmo  de  sus  deseos.  Hizo  tres  viajes  á  las  tierras  de  los  Iquitos, 
pero  con  tantas  fatigas,  molestias  y  necesidades,  fuera  de  los  peligros  de 
la  vida,  de  que  no  se  hacía  caso,  que  dio  bien  á  entender  el  apostólico 
celo  que  le  animaba.  Porque  la  gente  del  pueblo  era  nueva  y  nada  hecha 
á  viajes  en  canoas ;  sin  uso  ni  inteligencia  en  su  manejo  y  sin  tener  la 
menor  idea  de  navegación.  Era  menester  cada  día  hacer  sus  enramadas 
para  dormir,  y  prevenir  por  la  noche  centinelas  para  no  ser  sorprendi- 
dos de  los  gentiles,  que  fácilmente  caen  repentinamente  sobre  los  nues- 
tros si  faltan  en  las  entradas  á  algunas  de  las  precauciones  necesarias. 
Nada  de  esto  sabían  los  Napeanos  cerrados  en  sus  bosques  por  tantos 
años.  Todo  lo  ordenaba  el  misionero  y  á  todos  enseñaba,  comenzando  por 
sí  mismo  á  ejecutar  las  cosas  y  hacer  las  maniobras  que  ni  habían  visto 
ni  se  habían  figurado;  pero  como  dóciles  y  deseosos  de  complacerle  se 
esforzaban  sin  dificultad  ni  repugnancia  á  poner  por  obra  lo  que  les 
mandaba. 

En  el  primer  viaje  encontraron  en  el  día  tercero  de  navegación  un 
camino,  y  asegurados  de  que  guiaba  á  una  pequeña  casa,  se  apostaron 
los  Zameos,  en  mediana  distancia  de  ella,  para  coger,  como  lograron,  dos 
mocitos,  uno  como  de  ocho  á  diez  años  y  otro  como  de  catorce  á  quince. 
Traídos  sin  estrépito  adonde  estaba  D.  José  les  sosegó  á  fuerza  de  rega- 
los y  caricias,  en  que  le  sirvió  también  alguna  que  otra  palabra  que  sabía 
de  la  lengua  de  los  Gayes  muy  parecida  á  la  de  los  Iquitos.  Nada  omitie- 
ron los  Napeanos  de  su  par  te  para  ganarles  el  corazón,  mostrándose  muy 
amigos  y  dándoles  también  algunas  de  sus  cosillas.  Por  este  medio  se 
consiguió  que  los  dos  jovencitos  volviesen  á  la  casa  alegres  y  contentos  sal- 
tando de  placer  por  el  feliz  encuentro  y  por  los  regalillos  nunca  vistos 
que  llevaban  con  mucho  cuidado.  Los  suyos  los  recibieron  con  admiración 
y  oj'-eron  con  gusto  lo  que  contaban  de  los  que  los  habían  conducido  y  re- 
galado con  tantas  ó  tan  buenas  cosas.  Así  se  logró  pacíficamente  la  amis- 
tad con  toda  la  gente  de  la  casa  y  de  otras  dos  ó  tres  que  se  seguían  río 
arriba.  Porque  llegando  á  ellas  los  cristianos  después  del  anticipado  avi- 
so, y  cariñosa  acogida  de  los  dos  muchachos,  fueron  muy  bien  recibidos, 


346  Misiones  del  Marañón  Español 

agasajados  y  regalados  de  los  Iquitos  según  la  posibilidad  de  su  pobreza. 
Pero  ni  en  esta  ni  en  otra  segunda  entrada  pudo  lograr  el  misionero  que 
se  redujesen  á  población,  y  sólo  pudo  sacar  con  su  cariño  y  buen  modo 
algunas  medias  palabras,  que  le  dieron  esperanzas  de  que  algún  día  se 
juntarían  si  se  continuaban  las  visitas. 

Con  estas  esperanzas  salió  por  tercera  vez  de  su  pueblo  y  entró  en  la 
tierra  de  los  Iquitos  y  halló  que  otros  gentiles  diferentes  de  los  que  había 
visitado  otras  veces,  con  sólo  un  aviso  anticipado  estaban  ya  prontos  á 
formar  un  pueblo.  No  perdió  la  ocasión  el  misionero;  alabó  su  resolución 
y  prometió  ayudarlos  como  lo  hizo,  poniendo  el  sitio  que  escogían  para 
juntarse  debajo  de  la  protección  de  San  Juan  Nepomuceno.  Este  fué  el 
pueblo  primero  de  Iquitos  que  en  poco  tiempo  llegó  á  tener  más  que  me- 
diano número  de  gente  con  casas  y  sementeras  correspondientes.  Con 
este  ejemplar  se  animaron  también  los  Iquitos  de  las  primeras  casas,  y 
resolvieron  juntarse  en  otro  sitio  no  muy  distante  del  primero  á  la  orilla 
del  río  Nanai  tres  días  de  camino  de  San  Pablo  de  los  Napeanos.  Tuvo 
este  segundo  pueblo  la  advocación  de  Santa  Bárbara,  cuyo  patrocinio 
experimentó  en  las  muchas  tempestades  y  rayos  á  que  está  expuesta 
aquella  tierra. 

Los  Iquitos  nuevamente  establecidos  fueron  conociendo  las  ventajas 
de  la  amistad  con  los  Napeanos,  y  experimentando  los  frutos  de  haberse 
juntado  en  población.  D.  José  los  fomentaba  y  regalaba,  encargándoles 
que  hiciesen  gente  cuanta  pudiesen,  porque  de  todos  cuidaría  y  á  todos 
se  extendería  su  liberalidad  y  caridad  y  no  desampararía  á  ninguno  de 
la  nación  que  se  juntase  con  ellos,  ó  á  las  parcialidades  que  unidas  entre 
sí  quisieren  formar  nuevo  pueblo.  Movidos  los  Iquitos  de  estas  razones 
del  misionero,  viendo  su  trato  amoroso  y  las  conveniencias  que  lograban 
con  su  cuidado  y  asistencia,  pretendieron  que  sus  parientes  y  amigos 
tuviesen  también  parte  en  su  buena  dicha.  Esparcidos  en  tropas  por  los 
montes,  corrieron  aquellos  parajes,  dando  noticia  de  casa  en  casa  y  de 
parcialidad  en  parcialidad  hasta  la  otra  banda  del  río  Guaschamoa  ó 
Necamumu  de  lo  que  con  ellos  pasaba,  convidando  á  todos  á  juntarse  y 
á  entablar  amistad  con  los  Napeanos  y  su  misionero.  No  fué  necesario 
más  para  que  los  Moracanos,  parcialidad  grande  de  Iquitos,  venciendo 
una  larga  travesía  de  monte  viniesen  á  Santa  Bárbara  con  la  curiosidad 
y  deseo  de  ver  por  sus  propios  ojos  y  por  sí  mismos,  lo  que  pasaba,  y  de 
enterarse  bien  de  las  cosas  que  les  contaban. 

Dieron  luego  noticia  al  misionero  de  la  visita  de  estos  gentiles  y  de  lo 
que  pretendían  con  ella,  avisándole  también  de  que  eran  muchos  en  nú- 
mero, guerreros  más  que  ellos,  pero  contenidos  en  sus  empresas,  sin  irritar 
á  los  confinantes  ni  darles  motivos  de  quejas;  ingenuos  en  su  conversa- 
ción, moderados  en  su  trato,  sin  resabios  de  ruindad  ni  vileza,  como  lo 
habían  dado  á  entender  en  la  visita,  no  siendo  molestos  en  peticiones  de 
cosas  que  les  gustarían.  Agradó  mucho  al  misionero  el  aviso  que  le 
daban  los  de  Santa  Bárbara,  y  se  pagó  desde  luego  del  natural  de  los 


Libro  VIL— Capítulo  VIII  347 

Maracanos,  á  quienes  resolvió  visitar  por  sí  mismo  en  sus  tierras.  La 
travesía  de  monte  hasta  Guachamoa,  sitio  de  estos  gentiles,  tenía  muchas 
dificultades  casi  insuperables,  porque  desde  Santa  Bárbara  hasta  el  río 
Blanco  había  cuatro  días  de  camino  por  monte  y  otro  tanto  á  lo  menos 
desde  el  río  Blanco  hasta  Guachamoa.  Pensó  mucho  el  misionero  sobre 
el  modo  de  vencer  estas  dificultades,  y  no  hallando  expediente  que  le 
cuadrase,  se  determinó  á  emprender  el  viaje,  que  consideraba  de  mucha 
gloria  de  Dios,  por  el  río  mismo  desde  los  Napeanos. 

Prevenidas  las  cosas  más  necesarias  y  acompañado  de  un  hermano 
coadjutor  llamado  Bastiani  que  ya  entonces  le  ayudaba  en  su  ministerio, 
se  embarcó  en  el  río  Nanai  con  una  buena  partida  de  indios  fieles  en 
busca  de  los  Maracanos.  La  navegación  era  incierta  sin  saber  á  punto 
fijo  á  donde  desembarcarían,  pero  el  Señor  dirigió  su  rumbo  y  consiguie- 
ron por  agua  lo  que  apenas  era  practicable  por  tierra.  Bajando  las  ca- 
noas por  el  río  Nanai  entraron  al  segundo  día  por  la  tarde  en  el  río  Blanco 
por  el  cual  subiendo  otros  tres  días  descubrieron  la  embocadura  del  río 
Necamumu.  Dos  días  navegaron  por  este  río  y  en  el  tercero  descubrie- 
ron un  camino  ancho  y  desembarazado.  Quedóse  en  el  sitio  el  misionero 
con  la  mayor  parte  de  los  indios  y  salió  el  hermano  Bastiani  con  diez  Na- 
peanos á  explorar  las  cercanías  y  á  reconocer  si  eran  estas  las  tierras 
de  los  Maracanos.  Andando  de  una  parte  en  otra  lograron  avistar  una 
pequeña  choza,  y  retirándose  poco  á  poco  se  mantuvieron  escondidos  en 
la  maleza  del  monte  hasta  que  anocheció  por  no  ser  descubiertos.  Cuan- 
do no  había  peligro  de  ser  observados  por  la  obscuridad  de  la  noche,  se 
fueron  acercando  á  la  habitación  paso  á  paso,  y  conocieron  por  el  mur- 
mullo que  era  poca  la  gente  que  estaba  dentro.  Con  esto  los  Napeanos 
querían  entrar  en  ella,  y  recoger  la  gente.  Pudo  contener  su  primer  ím- 
petu el  hermano  Bastiani  diciéndoles  que  convenía,  por  no  exponerse  al 
peligro  de  perder  el  lance,  volver  atrás  y  dar  noticia  de  lo  descubierto  al 
misionero  y  consultar  con  él  lo  que  se  debía  ejecutar.  Hubiérase  logrado 
la  paz  si  hubiera  sido  más  obedecido  el  hermano,  pero  los  indios  hechos  á 
obrar  más  por  ímpetu  de  naturaleza  que  por  reglas  de  verdadera  pru- 
dencia, viendo  á  su  parecer  la  suya  desatendieron  á  las  ordenes  del  her- 
mano, y  atropellando  por  todo,  fiados  en  el  número  entraron  de  repente 
en  la  casa,  y  se  abrazaron  con  tres  de  los  gentiles  para  quitarles  la  ac- 
ción; mas  ellos  como  más  forzudos  y  briosos  que  los  Napeanos,  se  des- 
prendieron prontamente  de  los  que  juzgaban  enemigos  y  echaron  á  huir. 

Fué  sensible  esta  desgracia  y  no  menor  el  daño  que  ocasionó  la  entra- 
da inconsiderada  en  la  choza  y  el  empeño  temerario  de  sujetar  á  los  tres 
mozos  descuidados,  porque  sólo  esta  acción  de  acometimiento  bastó  para 
tener  á  los  nuestros  por  enemigos.  Volvió  el  hermano  con  los  suyos  al 
favor  de  la  luna  al  sitio  de  las  canoas,  y  en  el  camino  echó  de  ver  que 
faltaba  un  Napeano.  Juzgóse  al  principio  que  iba  delante;  después  se 
creyó  que  se  había  perdido,  pero  finalmente  se  averiguó  que  le  mataron 
los  gentiles.  Cuando  supo  D.  José  la  inconsideración  y  desobediencia  de 


348  Misiones  del  Marañón  Español 

los  indios  sintió  mucho  el  poco  caso  que  habían  hecho  del  hermano,  y  pre- 
viendo las  resultas  del  aviso  de  los  huidos,  dando  por  perdido  el  negocio 
dio  luego  orden  para  que  todos  se  metiesen  en  las  canoas,  é  hizo  que  pa- 
sasen á  la  otra  banda  del  río  para  excusar  la  primera  furia  de  los  genti- 
les cuya  envestida  tenía  por  cierta  luego  que  abriese  el  día. 

Sucedió  puntualmente  la  cosa  como  había  pensado  el  misionero.  Ape- 
nas se  divisaban  los  bultos  por  la  mañana,  cuando  se  dejaron  ver  á  las 
orillas  del  río  unos  veinte  gentiles  bien  armados,  insultando  con  temeri- 
dad á  los  nuestros  y  provocándolos  con  una  gritería  orguUosa  á  la  pelea; 
tanto  era  el  arrojo  y  atrevimiento  de  los  Iquitos,  que  ciegos  y  en  corto 
número,  se  abalanzaban  hasta  meterse  entre  picas  y  escopetas.  Los  cris- 
tianos procuraban  aquietarlos  desde  las  canoas,  diciéndoles  palabras  de 
paz  por  medio  de  un  muchacho  intérprete  que  llevaban  consigo,  pero 
obrando  más  en  los  gentiles  la  memoria  del  lance  pasado  que  las  pala- 
bras presentes,  desatendiendo  á  todo  nada  querían,  pretendían  ni  busca- 
ban, sino  el  venir  á  las  manos.  Viendo  los  nuestros  tanta  terquedad  y  avi- 
lantez, y  que  no  querían  siquiera  oír  las  ofertas  que  les  hacían  y  las  ex- 
cusas que  les  daban,  determinaron  dar  la  vuelta  río  abajo  y  dejarlos 
para  otra  ocasión  más  oportuna  ó  favorable.  Pero  como  iban  caminando 
las  canoas,  las  venían  siguiendo  río  abajo,  arrojando  lanzas  siempre  que 
tenían  esperanzas  de  lograr  el  tiro,  de  que  quedaron  heridos  algunos 
Napeanos,  por  más  que  se  procuraba  llevar  las  canoas  á  la  mayor  dis- 
tancia que  cabía  de  la  banda  de  los  gentiles.  En  esta  molesta  bajada  se 
llegaron  á  ver  los  nuestros  en  el  mayor  apuro;  porque  poco  prácticos  los 
Napeanos  en  el  manejo  de  las  canoas,  dejaron  varar  la  más  grande  so- 
bre un  palo  no  lejos  de  la  orilla  en  que  los  indios  estaban  á  tiro  de  lanza. 
No  se  descuidaron  los  Iquitos,  que  cargando  de  golpe,  arrojaron  tantas 
lanzas,  que  hubieran  perecido  todos  los  de  las  canoas  á  no  estar  defen- 
didos de  un  colchón  que  llevaban  para  los  apuros.  Forcejeaban  los  nues- 
tros para  desprender  la  canoa,  pero  no  podían  usar  de  todas  sus  fuerzas 
por  no  sacar  el  cuerpo  fuera  de  la  defensa  del  colchón  y  estar  expuestos 
á  los  golpes  de  las  lanzas.  Quiso  el  Señor  que  después  de  un  rato  un  indio 
de  más  pujanza  acertase  á  dar  un  empellón  con  tan  buena  maña,  que 
resbalando  del  palo  la  canoa,  comenzó  á  caminar.  Visto  esto,  un  bárbaro, 
desesperado  porque  se  le  iba  la  presa,  se  arrojó  al  agua,  y  buscando  á 
nado  la  canoa,  por  delante  iba  ya  á  disparar  sus  lanzas  contra  la  gente, 
cuando  el  hermano,  viendo  el  próximo  peligro,  le  disparó  una  perdigo- 
nada al  pecho.  Quedó  suspenso  el  Iquito  con  el  estruendo,  y  viéndose 
bañado  en  sangre,  como  no  esperaba  tanto,  saltó  á  tierra,  y  con  su  vis- 
ta huyeron  los  demás. 

Caminaron  ya  sin  impedimento  las  canoas  y  llegaron  al  pueblo  de  San 
Pablo,  en  donde  el  misionero  procuró  atender  á  sus  Napeanos,  y  cuidar 
de  los  dos  pueblos  de  Iquitos  recientemente  formados,  esperando  coyun- 
tura más  ventajosa  para  la  reducción  de  los  Maracanos.  Es  excusado 
referir  aquí  las  molestias  y  fatigas  de  este  buen  clérigo  por  algunos  años 


Libro  VII. -Capítulo  IX  349 

con  g-ente  tan  nueva  y  tan  distante  del  resto  de  la  misión.  Ya  en  otras 
ocasiones  hemos  dicho  cuánto  cuesta  criar,  cultivar  y  llevar  á  perfección 
estos  nuevos  majuelos  de  la  viña  del  Señor,  en  que  no  fué  inferior  á  los 
míls  señalados  operarios  de  Mainas  el  misionero  de  los  Napeanos  é 
Iquitos. 


CAPITULO  IX 

FUNDA   EL   P.    JOSÉ   ALVELDA   EL   PUEBLO    DE   SAN   XAVIER 
DE  LOS   URARINAS 

Entre  tanto  que  D,  José  Vahamonde  cultivaba  á  los  indios  Napeanos 
y  comenzaba  á  introducir  la  luz  del  Evangelio  en  la  nación  de  los  Iqui- 
tos, logró  también  otro  misionero  del  mismo  nombre  llamado  José  Alvelda, 
plantar  la  fe  en  el  río  Chambira,  en  una  nación  que  se  mostró  siempre 
agradecida  á  los  sudores  y  fatigas  de  sus  descubridores.  La  ocasión  del 
descubrimiento  de  esta  nación  tuvo  principio,  de  que  hallándose  en  vi- 
sita el  P.  Andrés  Zarate,  y  disponiendo,  como  vimos,  la  entrada  á  los 
Iquitos  por  los  Zameos,  Masamaes  del  río  Masa,  no  quiso  admitir  á  los 
Cocamas,  que  querían  tener  parte  en  aquella  empresa.  En  realidad,  no 
tuvo  otra  razón  de  no  admitirlos  que  el  no  ser  necesarios  para  la  entrada; 
pero  ellos  quedaron  altamente  resentidos  de  la  exclusión,  pareciéndoles 
que  no  había  motivo  particular  para  preferir  á  otros  de  las  demás  nacio- 
nes, cuando  ellos  se  habían  ofrecido  generosamente  y  de  muy  buena  vo- 
luntad. Tanto  puede  el  punto  en  las  naciones  más  bárbaras,  que  miran 
como  un  desprecio  práctico  el  no  ser  admitidos  á  las  acciones  de  gloria, 
aunque  no  tengan  á  ellas  particular  derecho. 

Para  mostrar  los  Cocamas  que  si  no  eran  necesarios  para  la  entrada, 
podían  á  lo  menos  algo,  y  serían  útiles  en  cualquiera  expedición,  acorda- 
ron á  su  misionero,  el  P.  Alvelda,  los  designios  que  les  había  poco  antes 
insinuado  de  buscar  y  ganar  á  los  indios  Urarinas,  y  se  le  ofrecían  con  em- 
peño á  la  ejecución  del  proyecto,  mostrándose  deseosos  de  acompañarle 
en  el  viaje.  La  Providencia,  que  todo  lo  convierte  en  bien  de  los  suyos, 
enderezaba  el  resentimiento  de  los  Cocamas  al  descubrimiento,  paz  y 
reducción  de  la  nación  Urarina.  Porque  viendo  el  padre  el  empeño  de  los 
resentidos  y  la  instancia  de  los  Itucales,  que  vivían  con  ellos  en  el  pueblo 
de  La  Laguna,  se  determinó  á  pedir  licencia  al  superior  para  la  con- 
quista de  los  Urarinas.  No  la  consiguió  desde  luego,  porque  ni  el  visitador 
ni  el  superior  de  la  misión  tuvieron  por  oportuna  la  entrada  en  unas  cir- 
cunstancias en  que  se  debía  atender  con  calor  á  la  conquista  de  los  Ma- 
samaes y  á  la  pacificación  de  los  Iquitos.  No  se  retiraron  los  Cocamas 
por  la  repulsa;  hicieron  tantas  instancias  acompañadas  de  una  relación 
de  las  noticias  que  daban  los  Itucales  del  sitio  de  los  Urarinas,  de  la  ca- 
lidad de  la  gente,  del  parentesco  que  tenían  con  ella,  y  sobre  todo,  de  la 


350  Misiones  del  Marañón  Kspañol 

facilidad  de  la  empresa,  que  se  rindió  finalmente  el  visitador  á  las  impor- 
tunaciones y  concedió  licencia  para  que  en  el  mismo  tiempo  en  que  se  en- 
traba al  río  Masa  á  los  Masamaes,  y  después  á  los  Iquitos,  hiciese  tam- 
bién el  P.  Alvelda  su  entrada  con  los  suyos  al  río  Chambira  en  busca  de 
los  Urarinas. 

Habida  esta  licencia  aprontó  el  misionero  todo  lo  necesario  para  el 
viaje,  y  acompañado  de  buen  número  de  Cocamas  y  de  algunos  Ituca- 
les,  salió  de  su  pueblo  de  La  Laguna  hacia  el  río  Chambira.  Logró  entrar 
en  el  día  tercero  de  navegación,  pero  como  no  eran  tan  ciertas  las  seña- 
les de  los  sitios  de  los  Urarinas,  como  en  su  relación  aseguraban,  no  sin 
gran  empeño,  los  Itucales,  el  viaje  no  fué  tan  fácil  como  se  creía,  ni  tan 
corto  como  se  pensaba.  Temiendo  esto  el  P.  Alvelda,  había  prevenido 
con  prudencia  los  inconvenientes  que  pudieran  suceder,  dejando  orden 
á  los  principales  del  pueblo  para  que  enviasen  socorro  de  bastimentos 
pasado  cierto  número  de  días,  para  los  cuales  llevaban  provisiones.  Hu- 
biera sido  del  todo  inútil  la  expedición  sin  la  providencia  del  misionero, 
porque  pasados  ya  veinticinco  días  de  navegación,  registrados  muchos 
montes,  varios  extravíos  y  algunas  quebradas  sin  hallar  rastro  alguno 
de  la  nación  que  buscaban,  se  hallaban  ya  en  la  precisión  de  valerse  de 
las  frutas  y  raíces  silvestres  y  no  se  pensaba  en  otra  cosa  que  en  dar  la 
vuelta  á  La  Laguna.  Llegó  á  esta  sazón  el  socorro  y  refresco  que  por  va- 
rios días  habían  esperado  y  se  animaron  todos  con  él  á  pasar  adelante. 

Quiso  Dios  que  á  poco  trecho  del  sitio  desde  donde  querían  volverse 
abandonando  la  empresa  hallasen  huellas  frescas  y  claros  rastros  de 
cercanías  de  gentiles.  Siguiéronlas  con  cuidado  hasta  llegar  á  las  casas 
y  lograron  por  los  medios  acostumbrados  de  paz  y  blandura  y  particu- 
larmente por  medio  de  los  intérpretes  Itucales  parientes  y  conocidos,  la 
amistad  con  la  nación  Urarina,  que  se  contaba  por  una  de  las  más  feli- 
ces de  la  misión  por  su  buena  índole,  genio  pacífico,  sosegado  y  laborio- 
so. Hallaron  en  ella  los  misioneros  un  natural  tratable,  rendido  y  obse- 
quioso, y  se  vio  con  el  tiempo  que  eran  indios  constantes  en  sus  resolucio- 
nes y  á  su  modo  honrados.  Entablada  la  paz  con  los  Urarinas,  continuó 
el  P.  Alvelda  su  reducción  haciendo  desde  La  Laguna  muchos  viajes;  por 
tener  ya  conocido  el  sitio,  no  fueron  tan  largos  y  penosos  aunque  lo  fue- 
ron siempre  mucho  al  misionero,  hombre  de  gruesa  corpulencia,  cortísima 
vista  y  edad  avanzada,  siendo  necesario  andar  por  bosques  entre  zarza- 
les enredados,  por  lodazales  hondos  y  por  frecuentes  riachuelos  que  pa- 
saba por  débiles  y  peligrosos  puentecillos.  Pero  todo  lo  vencía  con  ale- 
gría por  el  bien  de  los  gentiles,  y  el  Señor  echó  tan  copiosamente  la  ben- 
dición á  sus  fatigas,  que  en  breve  tiempo  llegó  á  formar  un  pueblo  her- 
moso á  la  banda  austral  del  río  Chambira,  á  quien  dio  la  advocación  de 
San  Xavier  de  Urarinas,  y  le  puso  en  estado  de  tener  propio  misionero. 

En  este  sitio  se  mantuvieron  los  Urarinas,  hasta  el  año  de  56  en  que 
bajaron  al  Marañón  enfrente  de  su  mismo  río  Chambira,  desde  donde  por 
varias  razones  que  se  ofrecieron,  pasaron  después  su  pueblo  dos  días  de 


Libro  VIL— Capítulo  X  3B1 

camino  más  arriba.  En  este  sitio  se  hallaba  el  pueblo  de  San  Xaxier  por 
los  años  de  1768  en  que  fué  entregado  á  los  señores  clérigos  substituidos 
en  lugar  de  los  nuestros,  y  era  una  de  las  reducciones  nuevas  de  mejor 
disposición,  establecimiento  y  esperanzas 


CAPITULO  X 

FÓRMASE  LA   REDUCCIÓN   DE  SAN   JOSÉ  DE   GUAYOYA  QUE  FUÉ  EL  PUEBLO 
PRIMERO   DE   LOS   ENCABELLADOS 

Entre  las  muchas  naciones  que  descubrió  en  otro  tiempo  el  P.  Raimun- 
do de  Santa  Cruz  en  su  célebre  viaje  por  el  río  Ñapo,  fué  una,  como  insi- 
nuamos, la  numerosa  de  los  Encabellados.  No  se  había  trabajado  en  ella 
por  casi  un  siglo  después  de  su  descubrimiento,  así  por  falta  de  obreros 
evangélicos  que  no  podían  abarcar  tanto,  como  por  hallarse  tan  aparta- 
dos los  Encabellados  del  centro  de  la  misión.  Mas  ahora  que  ya  por  el 
ííapo  se  había  dado  principio  á  las  conquistas  espirituales  de  algunos 
gentiles,  fueron  éstas  subiendo  por  lo  más  alto  de  aquel  río  con  ocasión  de 
haberse  dado  á  conocer  por  sí  misma  en  el  año  1732,  un  gran  golpe  de  gen- 
te de  los  Encabellados  que  abrió  la  puerta  para  la  fundación  de  muchos 
pueblos  de  la  misma  nación. 

El  caso  sucedió  de  esta  manera:  Un  indio  cristiano  conocido  después 
con  el  nombre  de  Perucho  el  Conquistador,  de  la  lengua  y  nación  de  los 
Encabellados,  vivió  por  algún  tiempo  entre  los  Sucumbios  del  río  San  Mi- 
guel, no  lejos  de  Putumayo,  cuya  misión  estaba  á  cargo  de  los  religiosos 
franciscanos.  Era  Perucho  bastantemente  despejado  y  aprendía  con  fa- 
cilidad la  lengua  universal  del  Inga,  se  hacía  mucho  lugar  en  el  pueblo 
por  su  facundia  y  verbosidad.  No  sólo  llegó  á  ser  bautizado  por  saber  muy 
bien  la  doctrina,  mas  aún,  se  casó  infacie  ecclesiae  con  una  india  de  San  Mi- 
:guel.Pero  comono  siempre  la  voluntad  sigue  al  entendimiento,  y  la  incons- 
tancia fué  casi  el  carácter  de  los  Encabellados,  presto  se  cansó  de  su 
mujer,  y,  abandonándola,  se  enredó  con  otra  soltera  de  su  nación  misma, 
llamada  Luisa.  No  le  pareció  poder  vivir  en  el  pueblo  entre  los  nuevos 
cristianos  con  toda  libertad,  repudiada  sin  causa  la  mujer  propia  y  pega- 
do á  una  soltera,  y  así  determinó  meterse  por  el  monte  para  vivir  más  li- 
bremente y  sin  testigos  de  vista  de  su  temeridad  y  desvergüenza.  Andu- 
vo vagando  por  aquellos  bosques  de  sitio  en  sitio  y  de  parcialidad  en  par- 
cialidad , hasta  que  vino  á  parar,  finalmente,  á  la  de  un  cacique  de  los  En- 
cabellados, llamado  Gruanequeye.  Como  sabía  muy  bien  su  lenguaje  se 
hizo  estimar  de  los  indios  y  en  breve  tiempo  adquirió  crédito  de  valiente 
por  la  franqueza,  verbosidad  y  arrogancia  con  que  refería  tales  acciones 
de  valor,  que  los  tenía  embaucados.  Ganó  también  estimaciones  de  paren- 
tesco con  los  Encabellados,  por  el  idioma  que  hablaba  y  por  los  estilos  de 
la  nación  en  que  decía  haberse  criado  desde  niño,  y  tenido  padres  de  cier- 


352  Misiones  del  Marañón  Español 

ta  parcialidad  que  nombraba  y  era  muy  conocida  entre  aquellas  gentes; 
pero  que  cogido  en  una  ocasión  de  los  enemigos  le  habían  llevado  á  San 
Miguel  y  le  habían  vendido  por  esclavo  á  los  Sucumbios. 

Con  esta  sarta  de  cuentos,  parte  falsos,  parte  verdaderos,  se  hizo  res- 
petar y  querer  al  mismo  tiempo,  y  cuando  tuvo  ya  ganado  el  cariño  del 
cacique,  viendo  la  miseria  y  estrechez  en  que  se  hallaba  su  parcialidad, 
le  empezó  á  hablar  de  las  conveniencias  de  vivir  muchos  en  un  pueblo, 
refiriéndole  menudamente  lo  que  había  observado  y  experimentado  por 
sí  mismo .  Inclinado  el  cacique  á  las  ventajas  que  le  proponía  Perucho, 
le  propuso  la  dificultad  de  ejecutar  el  proyecto.  Es  muy  fácil  la  ejecu- 
ción, dijo  el  Conquistador;  con  darse  sólo  á  conocer  á  los  misioneros  je- 
suítas que  cruzan  frecuentemente  por  el  rio  Ñapo,  se  lograrían  las  con- 
veniencias referidas.  Yo  sé  muy  bien  que  estos  padres  nos  tomarán  con 
mucho  gusto  á  su  cargo,  una  vez  descubiertos,  y  que  nos  ayudarán  y  da- 
rán instrumentos  para  la  fundación  del  pueblo.  Son  notables  los  caminos 
de  la  Providencia  en  comunicar  la  luz  del  Evangelio  á  las  naciones  que 
quiere  sacar  de  las  densas  tinieblas  de  la  ignorancia.  Este  mal  indio, 
huido  de  las  misiones  por  querer  vivir  á  sus  anchuras,  pretendiendo 
ahora  juntar  con  ellas  las  conveniencias  de  vivir  en  pueblo,  es  el  instru- 
mento de  que  se  vale  el  Señor  para  alumbrar  á  la  nación  numerosa  de 
los  Encabellados. 

Tenía  la  parcialidad  de  Guanequeye  camino  abierto  para  el  río  Ñapo, 
á  donde  salían  á  temporadas,  particularmente  en  el  verano,  á  recoger 
huevos  de  charapas  en  las  playas  del  río;  y  en  la  continuación  de  estas 
salidas,  observaban  los  gentiles  varias  canoas  que  creían  ser  de  cris- 
tianos. Avisaron  á  Perucho  de  los  meses  en  que  se  descubrían  en  más  nú- 
mero, y  él,  como  práctico  y  entendido,  proporcionando  el  tiempo  á  la 
ocasión  que  esperaba,  salió  con  su  amigo  Guanequeye  y  algunos  otros  in- 
dios de  mayor  confianza  al  río  mismo;  y  haciendo  de  la  otra  banda  un 
corto  desmonte,  plantó  una  cruz  que  se  divisaba  desde  el  río  y  les  ase- 
guró que  esta  sola  diligencia  bastaría  para  que  viendo  la  cruz  los  cris- 
tianos, entendiesen  que  había  gente  en  aquellas  tierras  y  que  quería  re- 
cibir la  fe  de  Jesucristo;  el  medio  era  en  realidad  oportunísimo  y  muy 
significativo,  pues  no  podían  los  misioneros  divisar  señal  más  cierta  y 
más  de  su  cariño,  para  entrar  luego  por  aquellos  bosques  en  busca  de  las 
almas  que  daban  en  la  Santa  Cruz  tan  buenas  pruebas  y  tan  sincero  tes- 
timonio de  su  ánimo  y  voluntad. 

El  primer  misionero  que  logró  descubrir  la  santa  cruz,  nuevamente 
fijada  en  las  orillas  del  Ñapo,  fué  el  P.  Adán  Screfgen,  pasando  á  su  mi- 
sión de  Icaguates  por  el  mes  de  Enero  de  1732.  Arrimó  luego  la  canoa 
hacia  una  señal  de  tanto  gusto  suyo,  y  reconociendo  el  pequeño  desmon- 
te, saltó  á  tierra  lleno  de  alegría  y  de  esperanzas.  Hizo  llamada  á  la 
gente,  recorrió  los  contornos,  dio  gritos  y  voces  por  todas  partes,  pero 
era  en  circunstancias  en  que  nadie  le  oía,  y  por  más  diligencias  que  hi- 
cieron sus  indios,  ni  descubrieron  personas  ni  hallaron  rastros  de  genti- 


Libro  VII.— Capítulo  X  353 

les.  No  pudiendo  detenerse  el  misionero,  mandó  poner  en  la  misma  cruz 
algunos  donecillos  de  cuchillos,  agujas  y  anzuelos,  que  servirían  de  señal 
de  haber  pasado  por  aquel  sitio  cristianos  que  querían  la  amistad  y  co- 
rrespondencia de  los  que  habían  tenido  el  pensamiento  de  poner  en  alto 
la  santa  cruz.  Cinco  meses  después  de  la  partida  del  P.  Adán,  acertó  á 
pasar  por  el  mismo  sitio  D.  José  Baraona,  conductor  del  despacho  (asi 
llaman  al  ordinario  que  va  y  vuelve  de  las  misiones  á  Quito  y  trae  lo 
necesario  á  los  pueblos),  y  halló  que  estaban  esperando  en  el  lugar  los 
gentiles,  muy  contentos  por  los  regalos  que  habían  encontrado,  pero  bien 
pesarosos  de  no  haberse  visto  con  el  padre  que  suponían  haber  sido  el 
bienhechor.  Informóse  D.  José  del  mismo  Perucho  que  se  hallaba  presen- 
te y  llevaba  la  voz  de  todos,  y  ofreciendo  de  dar  parte  al  superior  de  lo 
que  veía  y  prometían  hacer,  les  animó  á  proseguir  el  desmonte  con  el 
seguro  de  que  serían  atendidos. 

Luego  que  el  superior  tuvo  noticia  de  lo  sucedido  en  las  alturas  del 
Ñapo,  subió  desde  el  Marañen  á  visitar  aquellos  gentiles  por  el  mes  de 
Octubre,  y  halló  tan  poca  gente  y  unas  disposiciones  tan  equívocas  de 
rendirse  al  Evangelio,  que  en  medio  de  su  salida  voluntaria  á  plantar  la 
cruz,  que  era  como  pedir  misionero,  dudó  mucho  á  los  principios  de  su 
ánimo  y  de  la  verdad  de  sus  promesas.  Hizo  pasar  el  aviso  de  su  llegada 
á  los  gentiles  de  una  y  otra  banda  del  río.  Salieron  algunos  de  los  más 
cercanos,  y  tratando  con  ellos  con  mucha  afabilidad  y  cariño  de  la  for- 
mación del  pueblo,  concibió  buenas  esperanzas  de  lograr  el  intento,  y 
bautizando  un  buen  número  de  párvulos  que  le  ofrecieron,  dio  al  pueblo 
la  advocación  de  San  José. 

No  podía  quedarse  con  ellos  el  superior,  ni  podía  enviar  otro  padre 
que  les  ayudase  á  la  formación  de  la  reducción,  porque  se  hallaba  en 
circunstancias  en  que  era  preciso  atender  á  los  muchos  pueblos  nuevos 
que  se  iban  formando  en  lo  bajo  del  Ñapo  de  Payaguas  y  Yameos,  y  aun 
se  pensaba  en  el  mismo  tiempo  en  los  Caumares  y  Pebas.  Consolólos  con 
la  esperanza  de  enviar  misionero  luego  que  hubiese  sacerdote  de  quien 
poder  disponer.  Este  fué  el  P.  Leonardo  Deubler,  que  pasó  al  año  siguien- 
te de  33  á  visitar  y  dar  fomento  al  pueblo  de  San  José.  Halló  solamente 
dos  parcialidades  repartidas  en  pocas  casas  medianas,  y  ni  aun  éstas  es- 
taban unidas  entre  sí,  porque  estaba  una  establecida  en  el  sitip  que  debía 
servir  de  pueblo,  y  la  otra  se  había  puesto  en  la  banda  contraria  del  río, 
en  alguna  distancia.  Es  verdad  que  no  mantenían  entre  sí  los  resenti- 
mientos y  aversiones  que  les  habían  hecho  vivir  separadas  en  los  montes 
por  no  consumirse  en  guerrillas,  pero  duraban  todavía  las  desconfianzas 
y  aprensiones  de  hechizos  y  brujerías,  tan  comunes  á  la  nación;  y  una 
muerte  acaecida  por  enfermedad  en  aquel  tiempo,  ocasionó  quejas  y  di- 
sensiones en  las  dos  parcialidades. 

El  misionero  llegó  á  rastrear  las  desconfianzas  y  prevenciones  y 
aprensiones;  pero  no  alcanzó,  como  nuevo  que  era,  á  descubrir  la  raíz,, 
ni  pudo,  por  la  falta  de  la  lengua,  apaciguar  las  discordias,  que  sin  pa- 

23 


354  Misiones  del  Marañón  Español 

sar  á  las  armas  fueron  creciendo  hasta  separarse  unos  de  otros ,  retirán- 
dose todos  en  una  noche  á  sus  antiguas  tierras.  Vióse  solo  por  la  mañana 
el  pobre  misionero,  y  no  sabiendo  por  dónde  buscarlos,  ni  teniendo  espe- 
ranzas de  atraerlos  hasta  que  se  sosegasen  los  ánimos,  tomó  la  resolu- 
ción de  bajar  al  pueblo  de  San  Xavier  de  Icaguates  con  un  mozo  español 
y  tres  muchachos  que  le  acompañaban.  No  estuvo  aquí  mucho  tiempo, 
porque  pasado  aquel  bochorno  de  los  retirados  y  apagado  el  sentimiento 
de  la  muerte  que  le  había  ocasionado,  se  volvió  una  parcialidad  [con  su 
cacique  al  sitio  del  pueblo,  y  hablando  éste  de  buena  voluntad  al  caci- 
que, que  había  vivido  en  la  otra  banda  del  río,  le  redujo  á  que  viniese 
con  su  parcialidad  al  pueblo.  Con  la  noticia  de  la  vuelta  y  buena  armo- 
nía de  los  caciques,  vino  luego  á  visitarlos  el  P.  Deubler,  que  |hallándo- 
los  más  sosegados,  les  animó  á  formar  un  pueblo  más  capaz,  y  dándoles 
herramientas  para  ejecutarlo  y  confirmándolos  en  su  resolución,  les  ex- 
hortó á  que  agregasen  nueva  gente.  No  se  pudo  detener  con  ellos  en  esta 
segunda  visita  más  que  dos  meses,  en  que  procuró  avivar  la  fundación 
del  pueblo,  porque  era  necesaria  su  asistencia  en  otras  reducciones;  pero 
el  P.  Enrique  Francen,  desde  su  curato  de  Archidona  (que  al  fin  se  había 
dado  sin  cargas  á  la  Compañía,  desengañados  los  clérigos  de  su  escasa 
pensión  y  pocas  ventajas),  les  visitaba  frecuentemente  en  aquellos  pri- 
meros años,  acaloraba  la  empresa  y  aun  se  detuvo  con  ellos  por  algunas 
semanas. 

Pero  no  eran  bastantes  para  establecer  un  pueblo  nuevo  de  gentes 
hechas  á  vaguear  por  los  montes  y  bosques,  y  vivir  á  su  modo,  sin  leyes 
y  dependencias,  estas  visitas  y  fomentos  pasajeros,  ni  llegó  á  tener  for- 
ma de  reducción  hasta  que  siendo  señalado  en  el  año  38  por  misionero 
propio  de  Guayoya,  el  P.  Miguel  Bastida,  logró  fijar  permanentemente 
á  los  Encabellados  y  dar  la  última  mano  á  lo  que  se  había  comenzado. 
En  cinco  años  que  vivió  de  asiento  con  ellos,  hizo  varias  entradas  por  los 
montes;  y  con  el  modo  cariñoso  de  que  le  dotó  el  cielo,  nacido  para  tra- 
tar con  los  gentiles,  trajo  de  las  selvas  muchas  otras  parcialidades,  entre 
las  cuales  se  contaban  los  indios  Guanvomayas  y  los  Zapuas.  Para  hacer 
más  apreciables  á  los  de  San  José  las  ventajas  de  vivir  en  población, 
trasladó  el  pueblo  á  sitio  más  capaz  y  de  aires  más  sanos,  que  lograba 
mayores  conveniencias  en  caza  y  pesca,  Y  no  faltando  nada  de  lo  tem- 
poral, entabló  con  más  facilidad  las  prácticas  comunes  de  la  misión  con 
admiración  de  cuantos  veían  el  nuevo  establecimiento,  que  se  adelanta- 
ba en  orden,  instrucción  y  gobierno  á  otros  pueblos  menos  modernos. 


Libro  VIL— Capítulo  XI  355 


CAPITULO  XI 

líUEVAS  FUNDACIONES  DE  PUEBLOS  DE  LA   NACIÓN  ENCABELLADA  HACIA 
LA   BOCA   DEL   RÍO  AGUARICO 

La  primera  población  de  los  Encabellados  fué  paso  para  otras  mu- 
chas poblaciones  de  la  misma  nación  en  las  alturas  del  río  Ñapo  y  en  las 
orillas  de  otros  muchos  que  vienen  á  desaguar  en  el  principal.  Debióse 
ésta  al  celo  y  diligencia  de  los  padres  Leonardo  Deubler  y  Enrique  Fran- 
cen,  y  más  particularmente  á  los  viajes  trabajosos  del  P.  Miguel  Bastida 
y  á  la  prudencia  y  aplicación  del  P.  Pablo  Maroni,  á  que  no  dejó  de  con- 
tribuir con  sus  entradas  á  los  montes  el  hermano  Santiago  Bastiani, 
descubridor  diligente  de  las  más  escondidas  parcialidades.  Es  verdad  que 
las  reducciones  que  se  fueron  levantando  eran  pequeñas  en  el  número 
de  familias  y  de  gente,  y  hacían  bien  difícil  una  cumplida  instrucción; 
pero  no  era  razón  despreciarlas  porque  el  Señor  traía  estos  pobres  indios 
á  su  conocimiento  y  daban  esperanzas  de  aumento  y  de  juntarse  algún 
día  en  dos  ó  tres  numerosos  pueblos.  Los  que  se  formaron  después  del  de 
San  José  fueron  San  Bartolomé,  San  Pedro,  San  Juan  Nepomuceno,  el 
Nombre  de  Jesús,  San  Miguel  Arcángel,  San  Estanislao,  San  Luis  Gon- 
zaga  y  la  Santa  Cruz.  De  todos  ellos  daremos  alguna  noticia,  como  es  ra- 
zón para  que  de  los  sudores  y  fatigas  de  los  operarios  que  la  fundaron 
aprendan  los  venideros  el  modo  de  tratar  con  los  indios,  y  con  la  expe- 
riencia y  desengaños  de  aquéllos  eviten  los  inconvenientes  que  suelen 
atravesarse  en  la  conversión  permanente  y  duradera  de  los  gentiles, 
aunque  el  no  haber  subsistido  aquellas  reducciones  hasta  el  año  de  68  no 
provino  tanto  de  la  conducta  de  los  misioneros  como  de  la  inconstancia 
de  la  gente  y  de  los  grandes  estragos  de  pestes  y  epidemias  que  sobrevi- 
nieron. 

El  pueblo  primero  que  se  formó  en  esta  parte  del  Ñapo,  después  del 
de''San  José,  fué  el  de  San  Bartolomé  de  Necoya,  cuya  fundación  suce- 
dió de  esta  manera.  Visitando  el  P.  Enrique  Francen  los  indios  de  San 
José  desde  su  curato  de  Archidona,  tuvo  noticia  de  un  cacique  que  por  la 
banda  misma  del  pueblo  vivía  á  poca  distancia  del  río.  Tomó  guías  fie- 
les, y  subiendo  un  día  entero  por  el  río  Ñapo,  entró  en  una  quebrada  lla- 
mada Necoya,  y  á  pocas  vueltas  descubrió  una  hermosa  laguna.  Como  á 
la  mitad  de  este  golfo  encontró  un  puerto  con  camino  para  el  monte  con 
huellas  frescas  que  seguidas  con  cuidado  le  llevaron  á  unas  casas  de  in- 
dios. Fué  recibido  de  ellos  pacíficamente  por  los  prácticos  que  llevaba 
de  la  misma  nación,  y  particularmente  por  un  mocito  intérprete  que  sa- 
bía hacer  con  gracia  y  propiedad  el  oficio.  Insinuóse  el  padre  como  pudo, 
deseoso  de  que  saliesen  al  río  y  se  juntasen  con  los  indios  de  San  José. 
Desagradó  la  propuesta  al  cacique  llamado  Carece,  que  alegando  la  re- 


356  Misiones  del  Marañón  Español 

pugnancia  de  su  gente,  se  resistía  fuertemente  á  las  persuasiones  d(^l  pa- 
dre pero  se  ofrecía  á  salir  á  la  laguna  y  formar  á  sus  orillas  un  pueblo 
con  su  parcialidad.  Veía  el  misionero  que  era  ésta  pequeña  é  insistía  en 
su  primera  propuesta,  proponiendo  las  ventajas  mayores  de  la  junta; 
pero  no  le  daba  oídos  el  cacique,  firme  siempre  en  la  resolución  de  no 
juntarse  con  otros,  y  por  último,  añadió  varios  encuentros  y  debates  que 
había  tenido  con  los  del  pueblo  de  San  José . 

Conoció  el  padre  que  era  demasiada  la  repugnancia  y  sobrada  la 
oposición  para  vencerse  de  golpe,  y  tuvo  por  conveniente  dar  lugar  al 
tieraxjo  contentándose  por  entonces  de  que  se  formase  en  la  laguna;  y 
dándole  algunas  herramientas  para  el  desmonte,  ofreció  volver  á  visi- 
tarlos ó  enviar  á  otro  padre  en  su  lugar  para  instruirlos  en  la  doctrina  y 
para  ver  si  cumplían  con  lo  prometido.  Poco  tiempo  después  de  este  pri- 
mer descubrimiento,  llegó  al  mismo  sitio  el  P.  Pablo  Maroni,  y  hallando 
ya  hecho  un  buen  desmonte  para  casas  y  sementeras,  les  dio  nuevas  he- 
rramientas y  regalos  con  que  quedaron  animados  y  confirmados  en  su  re- 
solución. Supo  aquí,  que  no  lejos  de  la  laguna  vivía  otra  parcialidad  con 
su  cacique,  y  dejó  muy  encargado  al  principal  Careco  que  los  convidase 
de  su  parte  y  ofreciese  su  protección  si  querían  venir  á  vivir  en  La  La- 
guna. Hízolo  Careco,  con  tan  buen  suceso,  que  todos  se  juntaron  en  el 
mismo  sitio;  y  el  P.  Maroni,  en  la  siguiente  visita,  bautizando  los  niños 
de  las  dos  parcialidades,  dio  á  la  reducción  el  nombre  de  San  Bartolomé 
de  Necoya. 

Como  el  pueblo  era  pequeño  y  no  era  capaz  de  mantener  de  asiento 
un  misionero,  procuraban  los  padres  fomentarle  con  repetidas  visitas 
para  que  no  volviesen  atrás  de  lo  comenzado.  El  que  más  contribuyó  con 
éstas  á  su  formación,  fué  el  P.  Miguel  Bastida,  que  llegó  á  conseguir  con 
sus  muchos  viajes  el  que  se  estableciesen  en  mejores  casas  y  que  dispu- 
siesen siembras  correspondientes.  Pero  cuando  menos  se  dudaba  de  su 
perseverancia  por  estar  bien  alojados  y  con  campos  proporcionados  á  su 
mantenimiento,  tuvo  noticia  que  abandonando  el  sitio  se  habían  retirado 
al  monte.  Tan  notable  inconstancia  hubiera  sido  motivo  bastante  á  un 
corazón  menos  celoso  para  dejarlos;  pero  no  pensaba  de  esta  manera  el 
misionero,  que  sabiendo  muy  bien  cómo  la  dilación  en  estos  lances  había 
hecho  muchas  veces  inútiles  ó  más  difíciles  los  esfuerzos  de  los  padres, 
se  determinó  sin  perder  tiempo  á  ir  en  su  seguimiento  hasta  sus  escon- 
drijos, y  logró  con  esta  pronta  diligencia  el  sacarlos  de  nuevo  y  volver- 
los á  La  Laguna. 

Pero  conociendo  que  este  sitio  les  daba  más  comodidad  para  volver  á 
sus  tierras  que  para  la  permanencia,  y  que  el  suelo  como  húmedo  era 
poco  sano  y  participaba  de  poco  monte  alto,  por  lo  que  se  escaseaba  la 
cacería,  se  determinó  á  quitarles  esta  tentación  ó  pretexto  que  alegaban 
pata  cohonestar  sus  frecuentes  correrías  á  los  sitios  antiguos.  Trasplantó 
el  pueblo  á  las  riberas  mismas  del  río  Ñapo,  en  un  sitio  poco  distante  de 
La  Laguna  pero  capaz  y  sano,  que  lograba  monte  alto,  extendido  por 


Libro  VII.— Capítulo  XI  357 

varias  leguas.  Nada  les  faltaba  en  este  lugar,  que  abundaba  de  caza 
por  las  muchas  islas  del  río  que  caían  hacia  esta  parte,  y  por  la  misma 
razón,  sin  mucha  fatiga  se  podrían  aprovechar  de  la  mucha  pesca.  Res- 
tablecido ya  el  pueblo  en  este  último  sitio  por  el  año  de  39,  tomó  nueva  for- 
ma y  aumento  con  la  agregación  de  otras  familias  que  se  juntaron  en  el 
año  siguiente,  pero  nunca  llegó  á  ser  capaz  de  mantener  misionero  que 
pudiese  fijar  en  la  reducción  su  residencia,  aunque  se  les  visitaba  con  la 
mayor  frecuencia  que  era  posible  y  se  les  socorría  y  atendía  en  las  nece- 
sidades ocurrentes. 

Siguió  á  la  fundación  del  pueblo  de  San  Bartolomé  la  formación 
de  otro  que  se  llamó  San  Pedro  Apóstol,  situado  en  la  misma  boca 
del  río  Aguarico.  Dio  motivo  á  su  fundación  un  viaje  que  hizo  el  pa- 
dre Leonardo  Deubler  desde  San  Xavier  de  Icaguates  á  San  José  de 
Guayoya.  Había  corrido  por  aquellos  montes  la  noticia  de  los  re- 
galos y  donecillos  repartidos  entre  los  de  San  José,  el  trato  apacible  y 
cariñoso  de  los  misioneros  y  los  deseos  que  mostraban  de  hacer  bien  á 
todos  los  indios  sin  pretender  de  ellos  cosa  ninguna  temporal ,  antes  bien 
desposeyéndose  de  cuanto  tenían  por  socorrerlos.  Con  estas  nuevas  tan 
gustosas  á  los  Encabellados,  salieron  al  camino  por  donde  iba  el  P.  Deu- 
bler varias  parcialidades  ofreciéndose  á  juntar  en  pueblo  y  á  participar 
de  la  amistad  de  los  misioneros  con  tanta  determinación,  que  las  madres 
de  una  de  las  parcialidades  ofrecían  á  porfía  sus  niños  para  que  se  les 
bautizasen.  Prendado  el  padre  de  tan  buena  disposición  como  mostraban 
de  poblarse,  bautizó  en  el  camino  buen  número  de  ellos  y  dejó  á  todos 
consolados,  animándoles  á  que  fundasen  cuanto  antes  sus  establecimien- 
tos, en  donde  serían  atendidos.  No  cumplieron  por  entonces  su  palabra 
estas  parcialidades,  porque  siendo  á  la  sazón  bien  pocos  los  operarios  y 
no  pudiendo  estar  sobre  ellos,  acudían  á  los  puestos  más  necesarios;  pero 
la  cumplió  muy  bien  la  otra  parcialidad  diferente  de  las  primeras  que 
también  les  salió  al  encuentro,  cuyo  cacique  se  llamaba  Vuencanevi. 
Este  se  ofreció  á  formar  un  pueblo  con  su  gente,  diciendo  que  tenía  ya 
escogido  el  sitio  de  gusto  de  los  suyos,  en  la  embocadura  misma  del  río 
Aguarico.  Dióle  el  padre  algunas  herramientas,  añadió  otros  regalos  á  la 
gente  que  acompañaba  y  les  mandó  que  fuesen  derechos  al  sitio  donde 
habían  de  establecerse  y  que  le  esperasen  en  él  porque  presto  les  se- 
guiría. 

Hizo  el  cacique  lo  que  le  mandaba  el  misionero,  que,  cuando  llegó  al 
lugar  donde  desagua  en  el  Ñapo  el  río  Aguarico,  halló  levantada  en  el 
paraje  una  cruz  alta  y  á  Vuencanevi  que  le  aguardaba  con  su  gente. 
Saltó  á  tierra  el  padre,  y  registrando  con  cuidado  el  terreno  admitió  la 
oferta  del  cacique  por  parecerle  el  plan  ventajoso,  fuera  de  las  conve- 
niencias que  ofrecía  la  junta  de  los  dos  ríos  y  vio  ya  comenzado  el  des- 
monte para  el  pueblo,  á  quien  dio  el  nombre  de  San  Pedro  Apóstol.  Llegó 
después  al  mismo  sitio  el  P.  Enrique  Francen  y  encontró  ya  sembrados 
los  campos  destinados  á  las  sementeras  y  dio  á  Vuencanevi  más  herra- 


368  Misiones  del  Marañón  Español 

mientas  para  la  formación  de  las  casas,  encargándole  que  convidase  á 
sus  parientes  y  amigos,  y  recorriese  los  montes  para  el  aumento  del  pue- 
blo. Como  todos  los  misioneros  de  la  misión  baja  del  Marañón  y  del  río 
Ñapo  andaban  en  continuo  movimiento  á  causa  de  las  pequeñas  reduc- 
ciones que  era  preciso  visitar  frecuentemente,  llegó  á  San  Pedro  el  pa- 
dre Pablo  Maroni  cuando  estaban  formadas  tres  ó  cuatro  casas,  y  se 
pensaba  en  proseguir  con  las  demás.  Alabó  la  resolución  y  les  animó  á 
que  prosiguiesen  adelante.  Bien  quisiera  quedarse  con  ellos,  para  dar 
más  calor  con  su  presencia  á  la  fundación  de  la  iglesia  y  de  las  casas, 
pero  viéndose  precisado  á  pasar  á  la  ciudad  de  Archidona  en  busca  de 
nuevos  socorros,  les  dejó  unos  mocitos  españoles  que  llevaba  consigo,  los 
cuales,  aunque  de  poca  edad  y  no  mucha  experiencia  podían  pasar  por 
maestros  y  arquitectos  entre  aquellos  indios.  A  la  vuelta  de  Archidona 
halló  el  P.  Pablo  adelantada  la  fábrica  y  el  número  de  los  habitadores 
se  aumentó  en  los  dos  años  siguientes  con  ocasión  de  las  muchas  entra- 
das que  hizo  en  aquellas  tierras  hasta  cerca  del  río  Putumayo  el  her- 
mano Santiago  Bastiani,  que  no  sólo  trajo  al  pueblo  nuevas  familias,  pero 
tuvo  también  la  ventaja  de  entablar  paces  y  amistad  con  muchas  par- 
cialidades que  encontró  en  los  dilatados  viajes. 


CAPITULO  XII 

PROSIGUEN  LAS  FUNDACIONES  POR  EL  RÍO   AGUARICO 
Y   OTROS  RÍOS  INMEDIATOS 

Una  de  aquellas  parcialidades  que  habían  salido  al  camino  al  P.  Leo- 
nardo Deubler,  y  prometido  juntarse  en  poblaciones,  pero  sin  cumplir  la 
palabra  acaso  por  la  falta  de  misionero  ó  algún  mozo  español,  que  con  su 
presencia  fomentase  la  ejecución,  se  dio  á  conocer  por  el  río  Ñapo  al  pa" 
dre  Enrique  Francen,  que  en  el  año  siguiente  subía  desde  San  José  hasta 
Archidona.  Su  cacique  disimuló  lo  tratado  con  el  P.  Deubler  y  se  insinuó 
con  el  P.  Enrique  mostrando  inclinación  á  formar  pueblo.  El  misionero  le 
dijo  que  gustaría  se  juntase  con  su  gente  al  que  se  estaba  formando  de 
San  Pedro  junto  al  río  Aguarico;  pero  comprendiendo  desde  luego  la  re- 
gular é  insuperable  repugnancia,  tuvo  por  conveniente  admitir  la  salida 
en  el  modo  posible  y  convino  en  que  lo  ejecutasen  en  el  río  Tiputini,  sitio 
á  que  mostraban  apego  ó  inclinación.  Dióles  instrumentos  para  hacer  el 
pueblecito  con  el  nombre  de  San  Juan  Nepomuceno.  Vivieron,  hechas 
sus  casas,  en  este  lugar  unos  cuatro  años,  al  cabo  de  los  cuales  se  vio  no 
ser  imposible  que  varios  pueblos  pequeños  se  juntasen  en  uno,  porque  los 
Tiputinitas  se  agregaron  al  pueblo  del  nombre  de  Jesús,  cuya  fundación 
se  debió  al  P.  Pablo  Maroni  y  sucedió  de  esta  suerte. 

Tuvo  el  P.  Maroni  noticia  de  un  famoso  cacique  llamado  Maqueye, 
que  en  adelante  nos  dará  harta  materia  para  la  Historia.  Vivía  este  prin- 


Libro  VIL— Capítulo  XII  359 

cipal  con  su  gente  no  lejos  del  sitio  en  donde  habían  vivido  los  de  San 
Juan  Nepomuceno  que  daban  buenas  noticias  de  la  disposición  de  aque- 
lla parcialidad  para  fundarse  y  poblarse.  Esto  bastó  al  padre  para  que 
fuese  á  visitarle  á  sus  tierras.  Pudo  á  pocas  palabras  reducirle  á  que  sa- 
liese del  monte  á  las  riberas  del  río,  pero  no  pudo  conseguir  de  manera 
alguna  que  se  juntase  con  los  de  San  Pedro  ni  con  los  del  Nepomuceno. 
Entre  otras  cosas,  alegaba  Maqueye  ser  muy  numerosa  su  parcialidad  y 
bastante  para  formar  una  reducción  por  sí  sola,  y  añadía  tener  ya  de- 
marcado un  sitio  capaz  y  cómodo  en  las  orillas  del  río  Tiputini,  dos  vuel- 
tas ó  como  círculos  más  arriba  del  pueblo  de  San  Juan  Nepomuceno.  Fué 
necesaria  la  condescendencia,  y  con  la  esperanza  de  lograr  algo  más 
con  el  tiempo,  convino  el  padre  en  lo  que  ofrecía.  Comenzó  el  cacique  á 
cumplir  su  palabra  haciendo  un  buen  desmonte  en  el  sitio  señalado,  le- 
vantando casas  y  juntando  en  ella  la  mayor  parte  de  la  parcialidad, 
cuyo  resto  recogió  el  hermano  Bastiani  y  trajo  consigo  al  pueblo  que  se 
puso  bajo  del  nombre  de  Jesús  de  Tiputini.  Apenas  se  formó  la  reducción, 
cuando  se  agregaron  á  ella  el  año  de  39  los  del  Nepomuceno,  y  llegó  á  ser 
pueblo  capaz  de  mantener  de  asiento  un  misionero. 

Fué  señalado  para  su  entero  establecimiento  y  para  la  enseñanza  de 
la  gente  el  P.  Enrique  Francen,  de  cuyo  celo,  prudencia  y  acertada  con- 
ducta en  el  manejo  de  los  indios,  se  esperaba  mucho,  habiendo  contri- 
buido no  poco  á  los  adelantamientos  de  la  misión  en  doce  años  en  que 
sirvió  al  mismo  tiempo  el  curato  de  Archidona  y  otros  anejos.  En  el  poco 
tiempo  que  permitió  al  P.  Enrique  su  corta  salud  vivir  en  este  puesto, 
sacó  de  los  montes  algunas  familias  que  habían  quedado  escondidas,  dio 
nueva  forma  al  pueblo,  redujo  la  gente  á  alguna  sujeción  y  obediencia, 
y  empezó  á  establecer  las  prácticas  comunes  de  las  demás  reducciones. 
Pero  su  quebrantada  salud  en  tierras  tan  poco  sanas,  obligó  al  superior 
á  que  le  sacase  del  pueblo  como  á  cosa  de  un  año  y  que  le  enviase  á  una 
reducción  de  Pastaza  para  recobrarla.  La  salida  de  este  misionero  fué 
de  grande  perjuicio  á  los  que  empezaban  á  gustar  de  los  frutos  de  la  po- 
blación, y  causó  mucho  atraso  en  esta  gente  la  tardanza  en  poner  en  su 
lugar  otro  misionero. 

Apenas  se  habían  tirado  las  primeras  líneas  para  la  fundación  del 
Nombre  de  Jesús  en  Tiputini,  cuando  se  trató  de  la  formación  del  pueblo 
de  San  Miguel  de  Ciecoya,  así  dicho  por  haber  comenzado  á  levantarse 
cerca  de  un  torrente  de  este  nombre.  Vivía  la  gente  de  este  pueblecito 
con  su  cacique  Becoaris  tres  días  de  navegación  más  arriba  del  sitio  en 
que  se  estableció,  y  aunque  el  primer  designio  del  P.  Maronique  la  ganó 
era  el  agregarlo  á  algunas  de  las  pequeñas  reducciones  ya  fundadas,  no 
fué  posible  vencer  la  resistencia  del  cacique  que  alegaba  los  acostumbra- 
dos pretextos  de  encuentros  y  debates  antiguos  con  las  parcialidades  de- 
San  Pedro  y  San  Bartolomé.  Pero  como  añadiese  que  él  mismo  juntaría 
con  la  suya  otras  varias  parcialidades,  con  cuyos  principales  se  aven- 
dría mejor,  admitió  el  partido  el  misionero,  y  conviniendo  en  el  sitio,  se 


360  Misiones  dei.  Makañón  Español 

empezó  el  pueblo  en  el  lugar  referido  de  Ciecoya,  y  se  dedicó  al  Arcán- 
gel San  Miguel,  cuya  protección  fué  bien  necesaria  en  los  contratiempos 
que  se  siguieron  después. 

Hecho  el  desmonte  y  repartidos  los  campos  para  sus  siembras,  forma- 
ron las  casas  en  el  año  de  1737.  En  el  año  siguiente,  el  hermano  Bastiani, 
que  como  soldado  volante  andaba  por  aquellos  montes  de  escondrijo  en 
escondrijo,  cruzando  las  espesuras  de  cerrados  bosques  y  atravesando 
con  grande  peligro  torrentes  y  quebradas,  logró  sacar  de  sus  cavernas 
los  que  restaban  de  la  parcialidad  de  Becoaris  y  ganó  otras  varias  confi- 
nantes. Llegó  al  pueblo  tan  acompañado  de  gente  que  le  venía  siguien- 
do, que  era  mayor  el  número  de  los  que  consigo  traía  que  los  que  se  ha- 
bían juntado  en  San  Miguel  con  su  cacique.  De  aquí  nació  que  aunque  el 
sitio  primeramente  elegido  pareciese  suficiente  á  la  gente  de  la  reduc- 
ción, no  era  ya  capaz  de  mantener  los  indios  recientemente  sacados  de 
los  montes.  Por  esta  causa,  poniendo  los  ojos  el  hermano  Bastiani  en  una 
loma  algo  distante  que  se  descubría  siguiendo  el  curso  del  río,  y  regis- 
trándola con  atención  halló  ser  más  proporcionada  para  el  estableci- 
miento de  todos,  pues  ofrecía  sitio  desahogado  para  las  casas,  tierras 
más  extendidas  y  un  riachuelo  para  servirse  de  su  agua  en  baños  y  be- 
bidas. Añádase  á  las  dichas  otra  considerable  ventaja;  porque  desaguan- 
do el  riachuelo  en  el  Ñapo,  podía  servir  de  puerto  á  las  canoas.  Deter- 
minado el  sitio  que  á  todos  agradaba,  quisiera  el  hermano  trasladar 
desde  luego  el  pueblo  por  el  desahogo  de  la  gente,  pero  siendo  necesario 
recoger  los  frutos  de  las  siembras  hechas  en  el  lugar  primero,  se  dilató  la 
mudanza  hasta  el  año  siguiente. 

En  este  intermedio,  el  hermano  Bastiani,  todo  celo,  actividad  y  efica- 
cia, pensó  hacer  otra  entrada  por  los  montes  en  busca  de  una  parcialidad 
de  que  tuvo  noticia,  poco  distante,  como  le  decían,  de  las  tierras  de  los 
Becoaris.  Su  cacique  se  llamaba  Umuguari,  hombre  de  fiero  aspecto,  de 
trato  soez,  de  natural  hosco  y  de  genio  sobremanera  bárbaro.  No  trataba 
el  bruto  sino  de  hacer  daño  á  cuantos  podía,  y  se  gloriaba  de  ser  el  terror 
de  los  montes  y  de  no  tener  paz  ni  amistad  con  hombre  viviente.  Jamás 
quiso  que  se  le  hablase  de  establecerse  con  los  misioneros ;  antes  bien, 
decía  que  no  dejaría  volver  con  vida  al  río  Ñapo  al  blanco  que  se  atre- 
viese á  entrar  por  sus  tierras  ó  acercarse  á  sus  casas.  Poco  cuidaba  de 
estas  amenazas  el  hermano  Bastiani,  que  cuando  menos  lo  pensaba  el 
bárbaro  cacique,  se  le  entró  por  su  misma  casa,  sin  más  acompañamiento 
que  el  de  dos  indios  que  le  guiaron  y  el  de  un  españolito  de  doce  años, 
que  por  su  habilidad  en  las  lenguas,  le  servía  de  intérprete. 

Montó  en  cólera  Umuguari  á  la  primera  vista  de  los  huéspedes,  y  á 
manera  de  furioso,  gritaba,  amenazaba,  retaba.  Dejóle  desfogar  el  herma- 
no, y  notando  el  bárbaro  el  sosiego  y  paz  con  que  le  oía,  sin  alterarse  por 
sus  retos  y  brabatas,  mudó  de  estilo,  y  afectando  tranquilidad  y  sosiego, 
comenzó  á  parlar  en  tono  más  bajo.  Entonces  tomó  la  voz  el  hermano  y 
le  dijo  con  paz:  Dejemos  eso,  Umuguari,  que  yo  ya  te  entiendo;  oye  ahora 


Libro  VIL— Capítulo  XIII  361 

lo  que  pretendo,  é  hizo  que  el  chico  español,  como  más  práctico  en  la  len- 
gua, le  dijese  distintamente  cómo  el  fin  de  su  viaje  se  reducía  á  ofrecerle 
la  paz  de  parte  de  los  misioneros  y  españoles,  en  nombre  del  rey,  y  caso 
que  no  la  quisiese  admitir,  prevenirle  que  se  guardase  de  inquietar  la 
gente,  ya  reducida  en  Ñapo  y  Aguarico,  porque  sus  violencias  y  daños 
no  quedarían  sin  castigo.  Yo  no  quiero,  respondió  el  fiero  cacique  ya  acó  ■ 
bardado,  salir  al  río.  Estoy  aquí  bien  en  mis  tierras.  Ni  yo  pretendo  esto, 
replicó  el  espafiolito;  mas  oye  bien  lo  que  te  digo.  Quiero  que  entiendas 
que  se  habla  de  la  paz  y  no  hay  que  tratar  de  otra  cosa.  Dijo  estas  pala- 
bras el  chico  con  tal  tono  de  voz  y  con  tal  aire  de  superioridad  y  sacudi- 
miento, poniendo  sobre  el  brazo  izquierdo  un  arma  de  fuego,  que  atemo- 
rizado el  bárbaro,  se  volvió  al  hermano  diciéndole:  ¡Bravo  es  este  viraco- 
cha! Dame  el  cuchillo,  agujas  y  chaquiras  y  seré  tu  amigo.  Sí  daré, 
respondió  el  hermano,  no  porque  lo  mereces,  sino  porque  traía  prevenidas 
estas  cosas  para  muestras  de  que  los  Padres  queremos  como  á  hijos  á  los 
indios;  y  si  procuramos  su  amistad,  no  es  por  interés  nuestro,  sino  por 
sólo  vuestro  bien.  Repartidos  algunos  donecillos,  quedó  pactada  la  amis- 
tad de  la  parcialidad  con  los  misioneros,  aunque  fué  bien  poco  duradera, 
como  veremos ;  ni  atenta  la  brutalidad  de  Umuguari  se  podía  esperar 
fidelidad  de  su  promesa. 

A  la  vuelta  del  hermano  Santiago  de  su  viaje,  casi  nada  se  había  he- 
cho sobre  la  mudanza  del  pueblo  al  sitio  señalado,  y  fué  preciso  que  fuese 
la  ejecución  á  paso  muy  lento,  porque  los  viajes  del  P.  Maroni,  que  hacía 
en  este  tiempo  por  el  río  Aguarico,  no  le  permitieron  dar  fomento  ni  aca- 
lorar la  mudanza,  y  la  presencia  del  hermano  era  del  todo  necesaria  en 
el  pueblo  de  San  Pedro,  de  donde  había  que  faltaba  muchos  meses;  la 
gente  nueva  ya  se  sabe  que  sólo  suele  obrar  cuando  tiene  quien  le  anime 
y  quite  parte  del  trabajo,  y  así  se  dilató  la  entera  mudanza,  hasta  que 
viniendo  un  nuevo  misionero  por  los  años  de  41,  dio  orden  á  las  cosas, 
dispuso  la  ejecución  y  recogió  la  gente. 


CAPITULO  XIII 

PRINCIPIOS    DE    LAS   REDUCCIONES   DE   SAN   ESTANISLAO   DE   ZAIRAZA  Y  DE 
SAN    LUIS    GONZAGA   DE   GUARITAYA 

El  pueblo  de  San  Estanislao  de  Zairaza  se  formó  y  mantuvo  por  algu- 
nos años  en  las  mismas  riberas  del  río  Aguarico,  cuatro  días  de  camino 
más  arriba  de  su  embocadura  en  el  Ñapo.  Dio  causa  á  la  fundación  del 
pueblo  un  cacique  llamado  Zairaza  que  con  la  noticia  de  las  convenien- 
cias que  lograban  en  San  Pedro,  sus  amigos  los  Vuencanevies,  quiso  por 
sí  mismo  informarse  de  la  verdad  y  bajó  á  visitarlos  con  algunos  de  su 
parcialidad.  Prendóse  luego  del  modo  de  vivir  de  sus  amigos  y  quisiera 
imitarlos  en  poblarse  con  los  suyos  en  la  misma  manera,  pero  cuando 


362  Misiones  del  Marañón  Español 

supo  que  para  lograr  aquellas  ventajas  debía  juntarse  con  ellos  en  el 
mismo  sitio,  cortó  la  conversación  y,  sin  querer  tratar  más  de  aquel 
asunto,  se  volvió  á  su  tierra  llevando  para  prueba  del  viaje  algunas  cu- 
riosidades que  le  dieron  los  conocidos  y  otros  donecillos  que  le  alargó  el 
misionero  con  el  designio  de  ganarle  ó  sacar  de  su  gente  lo  que  pudiese. 

A  fines  del  año  mismo  en  que  hizo  Zairaza  esta  visita,  que  parece  ha- 
ber sido  el  año  38,  se  determinó  á  buscarle  en  sus  tierras  el  padre  Maroni. 
En  realidad  los  de  Zairaza  estaban  bien  distantes  del  pueblo  de  San  Pe- 
dro, y  no  pudo  el  padre  encontrar  al  cacique  sino  después  de  varios  días 
de  navegación  y  algunos  otros  por  los  montes.  Habiendo,  finalmente,  dado 
con  él,  se  le  explicó  diciendo  que  venía  á  pagarle  la  visita  en  señas  de  la 
amistad  establecida.  La  gente  recibió  con  mucho  agrado  al  misionero  y 
celebró  su  llegada  con  bailes  y  algazara  á  su  modo  gentílico.  Correspon- 
dió el  padre  con  los  donecillos  que  llevaba  para  cebarlos  y  atraerlos  y 
comenzó  á  trabar  pláticas  sobre  su  reducción  y  salida  al  pueblo  de  San 
Pedro  en  donde  serían  asistidos  con  todo  cuidado  y  ayudados  de  sus  ami- 
gos y  conocidos.  Descubrió  luego  la  repugnancia  que  temía,  y  aunque  á 
los  principios  esperaba  vencerla,  conoció  finalmente  que  era  imposible 
apartarlos  de  su  modo  de  pensar,  alegando  el  cacique  la  mucha  distancia 
con  otros  motivos,  y  por  último  (que  era  la  razón  más  fuerte),  la  poca 
confianza  que  tenía  de  la  gente  de  Vuencanevi,  si  bien  entre  ella  contaba 
varios  amigos.  Viendo  el  padre  á  Zairaza  aferrado  en  su  dictamen  vino 
á  condescender  con  el  corte  que  daba  el  cacique  de  juntarse  con  su  gente 
en  un  sitio  menos  distante  y  de  entregarse  á  su  dirección.  «A  poco  tiem- 
po que  me  des,»  dijo  al  padre,  «empezaré  con  los  míos  un  pueblo  á  la  ori- 
lla de  Aguarico  y  verás  que  no  te  desagradará  ya  formado.»  Admitida  la 
propuesta,  el  misionero  se  volvió  á  su  pueblo  y  el  cacique,  animado  y 
contento,  empezó  á  poner  por  obra  lo  que  había  prometido. 

Cuidadoso  el  P.  Maroni  de  los  indios  de  Zairaza  y  recelándose  de  que 
no  se  resfriasen  por  su  ausencia  subió  á  visitarlos  á  los  principios  del  año 
siguiente,  y  hallando  ya  hecho  el  desmonte  para  las  casas  y  dispuestas 
las  sementeras,  concibió  muy  buenas  esperanzas  de  tan  buenos  princi- 
pios, bautizó  á  los  niños  y  dio  al  pueblo  comenzado  la  advocación  de  San 
Estanislao.  Tuvo  algún  aumento  la  nueva  reducción  con  algunos  indios 
que  recogió  de  los  montes  el  hermano  Bastiani,  y  aun  el  mismo  P.  Maroni 
consiguió  juntar  otros  pocos  gentiles  de  la  parcialidad  de  Zairaza  que  ti- 
rando á  complacer  al  padre  y  viendo  la  resistencia  de  su  gente,  prevenía 
grandes  sementeras,  para  que  la  abundancia  de  mantenimientos  fuese 
aliciente  á  los  que  se  resistían.  El  empeño,  sinceridad  y  verdad  de  Zai- 
raza no  daban  lugar  á  que  se  dudase  de  la  permanencia  y  aumento  de  su 
pueblo  y  se  creía  que  en  pocos  años  se  vería  floreciente. 

Dos  días  de  camino  más  arriba  del  pueblo  de  San  Estanislao,  entra  en 
el  Aguarico  otro  río  de  mediana  anchura,  de  agua  clara  y  sana  que,  por 
las  muchas  lombrices  que  lleva,  llamaron  los  indios  Guazitaya.  En  sus 
cercanías  se  mantuvo  muchos  años  una  parcialidad  como  ignorada  y  sin 


Libro  VII.— Capítulo  XIII  363 

comunicación  con  las  demás  que  ocupaban  los  montes  entre  Putumayo  y 
Aguarico,  y  se  esparcían  hasta  confinar  con  las  descubiertas  por  el  Ñapo. 
No  se  supo  jamás  la  causa  de  tan  extraña  separación  del  restante  de  la 
nación  ni  ellos  convenían  en  todo  cuando  se  les  preguntaba  sobre  este 
asunto,  y  por  no  ser  de  importancia  su  averiguación  se  omiten  aquí  algu- 
nas noticias,  aunque,  por  otra  parte,  curiosas.  Basta  apuntar  la  ocasión 
de  su  descubrimiento  que  se  debió  á  Zairaza,  cacique  de  San  Estanislao; 
porque  habiéndose  acercado  con  su  parcialidad  cuando  salía  al  Aguarico 
á  las  cercanías  de  Guazitaya,  tropezó  con  esta  gente.  Como  era  de  bue- 
nas intenciones,  dio  luego  noticia  de  ella  al  P.  Maroni,  que,  con  alguno 
de  San  Pedro,  se  determinó  á  visitarla,  y  por  medio  de  algunos  guías  que 
le  dio  Zairaza  la  encontró  navegando  por  su  río. 

Recibieron  al  padre  de  paz  los  gentiles,  y  celebrando  su  arribo,  le  aga- 
sajaron con  festejo,  alegrándose  con  los  nuevos  huéspedes.  Expúsoles  el 
misionero  el  motivo  de  su  venida,  que  no  era  otro  que  establecer  amistad 
entre  ellos  y  los  indios  de  Zairaza,  y  convidarlos  á  que  se  uniesen  todos 
en  el  pueblo  de  San  Estanislao.  Admitieron  con  gusto  la  amistad,  pero  se 
negaron  constantemente  á  juntarse  en  parte  alguna  con  otros  de  algún 
pueblo  ofreciendo  formar  ellos  uno  á  poca  distancia.  Hízosele  al  padre 
muy  de  reparar  la  índole  de  la  gente,  su  afabilidad  y  laboriosidad  con  un 
extremo  aseo  y  limpieza  en  las  casas.  Notó  en  ella  un  aire  de  sosiego  y 
serenidad  muy  contrario  á  la  altivez  y  genio  orgulloso  de  los  demás  y 
juzgó  que  no  debía  instar  á  que  se  agregasen  á  otras  reducciones.  Dióles 
herramientas  para  muestra  de  que  los  tomaba  á  su  cargo,  y  de  que  se  les 
atendería  como  á  hijos,  y  exhortándolos  á  que  pusiesen  por  obra  lo  que 
prometían,  se  despidió  de  ellos. 

Dio  la  vuelta  el  P.  Maroni  muy  persuadido  á  que  sin  la  presencia  de 
algún  blanco  formarían  una  conveniente  reducción,  como  laboriosos, 
aseados  y  de  habilidad  en  ordenar  y  disponer  sus  casas.  No  salieron 
vanas  sus  esperanzas,  porque  en  poco  tiempo  y  á  poca  distancia  de  la 
boca  del  río  Guazitaya,  levantaron  un  pueblo  en  un  monte  bastantemente 
alto  para  evitar  las  inundaciones  del  río  que,  detenido  del  mayor  golpe 
de  aguas  y  precipitada  corriente  del  Aguarico,  rebalsaba  frecuentemente 
buscando  por  ambas  orillas  donde  extenderse .  El  plan  del  suelo  era  ma- 
yor del  que  necesitaban  para  sus  casas,  y  por  eso  pudieron  armarlas  con 
mucho  desembarazo,  y  las  formaron  con  tal  orden  y  simetría  que,  mi- 
rando las  puertas  á  una  plazuela  capaz,  tenían  á  la  vista  la  iglesia  y  la 
casa  que  previnieron  al  misionero,  el  cual,  por  consiguiente,  desde  su 
habitación,  veía  las  de  todo  el  pueblo.  No  salieron  todos  los  Guazitayas 
de  un  golpe  de  sus  tierras;  pero,  sin  mucha  dilación,  siguieron  unos  á 
otros  de  manera  que  á  la  visita  que  hizo  poco  después  del  pueblo  el  go- 
bernador Toledo,  ya  estaban  todos  en  la  reducción,  á  que  se  dio  la  advo- 
cación de  San  Luis  Gonzaga  de  Guazitaya. 

Pareció  después,  como  inspirada  del  cielo,  la  asignación  del  patrono 
como  adecuado  al  genio  y  amables  costumbres  de  la  parcialidad.  En 


364  Misiones  del  Marañon  Español 

realidad,  era  la  más  tratable,  dócil  y  sosegada  de  todas  las  que  por  allí 
se  descubrieron;  laboriosa  en  sus  campos,  aseada  en  sus  casas,  cuidadosa 
de  la  liinpieza  del  pueblo  y  aplicada  á  la  caza,  para  la  cual  ellos  mismos 
hacian  sus  cerbatanas,  aunque  algo  más  toscas  y  pesadas  que  las  que 
pulian  las  otras  naciones  del  Marañón.  No  buscaban  de  fuera  los  venenos 
para  cazar,  tenian  el  secreto  de  formarle  no  tan  activo  y  eficaz  como  el 
de  los  Pevas,  pero  servidero  para  los  usos  de  que  habían  menester.  Sus 
modales  eran  también  menos  bárbaros  y  gentílicos,  sin  tantas  supersti- 
ciones ni  extravagancias.  Era  mal  vista  entre  ellos  la  disolución,  recon- 
venían á  los  jóvenes  y  aun  castigaban  sus  desórdenes  si  se  deslizaban, 
sin  permitir  escándalos,  amancebamientos  y  adulterios.  Aborrecían,  como 
á  enemigos  comunes,  á  los  homicidas,  y  no  tenían  guerra  con  gente  al- 
guna, antes  bien,  si  alguna  otra  parcialidad  empezaba  á  molestarles, 
tomaban  el  medio  de  apartarse  de  ella  retirándose  á  otras  tierras  por  no 
perder  su  quietud,  paz  y  sosiego.  Sobre  una  gente  de  tan  buenas  cualida- 
des, cayó  muy  bien  el  grano  evangélico,  porque  no  sólo  fueron  los  Gua- 
zitayas  constantes  en  la  fe,  en  las  mayores  revoluciones  y  rebeliones  que 
sobrevinieron,  pero  aun  fueron  los  ángeles  de  paz  que  recogieron  á  mu- 
chos descarriados  y  huidos  al  monte,  enjugando  los  sudores  de  los  misio- 
neros que  se  alegraban  y  consolaban  con  esta  pequeña  grey  encomen- 
dada al  bendito  San  Luis  Gonzaga. 


LIBRO   VIII 


CAPITULO  I 

NUEVA  REDUCCIÓN  DE  LOS  PAYAGUAS  HUIDOS 

Aunque  por  lo  alto  del  río  Ñapo  se  ofrecía  tanta  mies  á  nuestros  mi- 
sioneros, no  estaban  olvidados  de  los  indios  antes  reducidos  en  lo  bajo  del 
río,  y  retirados  á  sus  bosques  por  el  castigo  de  los  azotes,  ejecutado  sin  el 
consentimiento  de  ellos  mismos.  Eran  éstos  los  Payaguas,  que  abrasada 
la  iglesia  y  quemadas  las  casas  del  pueblo,  se  habían  escapado  á  sus  tie- 
rras antiguas,  y  en  ellas  permanecían  obstinados,  negándose  á  los  con- 
vites de  paz  .y  perdón  que  se  les  hacían  si  volvían  reconocidos  al  sitio  de 
la  reducción  arruinada.  Duraron  así  dispersos  por  siete  años  enteros, 
hasta  que  por  los  años  de  1738  se  animó  á  hacer  nueva  prueba  en  aquella 
gente  terca  el  P.  Miguel  Bastida,  misionero  de  San  José  de  Guayaya. 
Muchas  eran  las  dificultades  que  se  ofrecían  para  la  tentativa  por  otra 
parte  arriesgada.  Porque  el  sitio  donde  se  creían  hallarse  á  la  sazón  los 
Payaguas,  estaba  distante  más  de  treinta  leguas  de  la  reducción  de  San 
José,  y  habiendo  de  hacerse  la  expedición  en  canoas,  no  sabía  la  gente 
del  misionero  manejar  los  remos  ni  caminar  en  ellas.  Fuera  de  esto,  no 
tenían  de  los  Payaguas  otras  noticias  los  Guayayas,  sino  la  que  habían 
oído  de  los  Icaguates,  que  les  aseguraban  ser  aquellos  indios  insignes  bru- 
jos y  hechiceros,  lo  cual  era  un  poderoso  retraente  para  que  les  busca- 
sen. Estas  razones,  juntas  con  no  saber  á  punto  fijo  el  lugar  en  donde  se 
hallaban  los  rebeldes,  hacían  dificultosísima  la  entrada. 

Pero  no  por  eso  cayó  de  ánimo  el  misionero,  que  con  el  dulce  atractivo 
de  su  amable  genio,  que  prendó  aun  á  los  mismos  gentiles,  redujo  á  algu- 
nos mozos  á  que  le  acompañasen  en  el  viaje,  y  llegando  á  San  Javier  de 
Icaguates,  encontró  algunos  de  estos  indios  que  mantenían  alguna  comu^ 
nicación  con  los  Payaguas.  Hablóles  de  la  resolución  que  llevaba,  y  á 
pocas  palabras  se  ofrecieron  á  seguirle  en  la  empresa  y  á  servirle  de 
guías  hasta  sus  tierras.  Después  de  los  trabajos  y  peligros  del  viaje  que 
hicieron  por  agua  á  causa  del  ningún  uso  y  práctica  de  las  canoas,  tu- 
vieron que  pasar  otros  no  menores  por  el  monte.  Porque  todas  las  entra- 


3rt6  Misiones  del  Marañón  Español 

das  que  sabían  los  ^uías  estaban  tan  cortadas  con  lagunas,  ó  cerradas 
con  lodazales,  que  fué  necesario  atravesar  con  el  agua  hasta  la  cintu- 
ra, y  después  de  vencidos  estos  embarazos,  se  hallaron  con  un  camino 
tan  enredado,  por  las  vueltas  y  revueltas,  que  parecía  un  laberinto  de 
donde  no  se  acertaba  á  salir.  Tres  días  enteros  anduvieron  por  sendas 
tan  húmedas  y  enmarañadas  sin  dar  con  los  Payaguas,  que  sólo  estaban 
apartados  del  río  como  un  día  de  camino. 

Quiso  el  Señor  que  diesen  finalmente  con  una  casa  y  que  se  hallase  en 
ella  uno  de  los  Payaguas  más  ingenuos  y  racionales,  que,  mal  contento 
de  aquella  vida  brutal,  y  deseoso  de  volver  á  la  dirección  de  los  padres, 
los  recibió  con  cariño  y  agasajo.  Sabiendo  el  fin  de  la  venida  del  misio- 
nero, trató  con  él  de  la  manera  con  que  debía  proceder  en  el  manejo  de 
sus  paisanos,  que  estaban  esparcidos  en  los  contornos.  La  prevención 
más  importante  que  le  hizo  fué  que  se  guardase  bien  de  un  indio  bien  ca- 
paz y  malicioso  que  vivía  entre  ellos,  el  cual,  como  intérprete  por  saber 
bastante  bien  la  lengua  Inga,  era  de  todos  oído  y  respetado;  pero  malig- 
no, traidor  por  genio  y  sobremanera  enredador,  que  no  parecía  vivir 
sino  de  meter  chismes  y  de  urdir  marañas  entre  la  gente.  Agradeció  el 
padre  el  aviso  del  buen  Payagua,  y  corriendo  la  noticia  de  su  arribo  por 
las  casas  más  cercanas  en  la  noche  misma  en  que  llegó,  vinieron  al 
amanecer  del  día  siguiente  muchos  indios  en  pelotones  deseando  ver  y 
saludar  al  misionero.  Como  no  habían  olvidado  todas  las  prácticas  y 
buenas  costumbres  que  habían  aprendido  en  otro  tiempo,  le  saludaron 
con  el  Alabado,  y,  besándole  la  mano,  daban  sus  razones  de  disculpa  de 
haberse  retirado  al  monte.  No  le  pareció  mal  al  P.  Miguel  este  primer 
encuentro,  y  formaba  dentro  de  su  corazón  esperanzas  de  llevarlos 
consigo. 

Apareció  entre  otros  indios  el  cacique  que  había  sido  gobernador  en 
el  pueblo,  el  cual,  estimando  la  visita  que  se  les  hacía  en  sus  mismas  tie- 
rras, sugería  al  intérprete  de  que  hablamos  varias  cosas  y  con  bastante 
ingenuidad  para  que  se  las  dijese  al  misionero.  Fué  de  mucha  importan- 
cia la  noticia  anticipada  de  este  engañador,  porque  á  pocas  palabras 
conoció  el  padre  que  el  maligno  desfiguraba  la  verdad  y  hacía  decir  al 
cacique  lo  que  no  pensaba.  Echó  á  un  lado  al  intérprete,  y  abocándose 
inmediatamente  con  el  cacique,  comenzó  á  tratar  con  él,  aunque  con 
mucha  dificultad,  en  lengua  propia  de  la  nación  y  de  la  manera  que 
pudo,  del  fin  y  motivo  de  su  venida  y  de  la  pretensión  que  tenía.  Esto 
bastó  para  que  el  intérprete  no  volviese  á  entrometerse  en  la  conversa- 
ción, y  sin  este  estorbo  trataron  de  buena  fe  de  la  salida,  que  pudo  con- 
cluirse felizmente  en  dos  ó  tres  días  que  estuvo  con  los  Payaguas. 

Al  mismo  tiempo  que  trataba  el  P.  Miguel  con  los  principales  sobre 
el  establecimiento  del  pueblo,  iban  llegando  los  indios  con  sus  hijos  y  se 
los  mostraban,  llamándolos  con  los  nombres  propios  con  que  habían  sido 
bautizados,  pidiendo  también  que  bautizase  á  los  que  habían  nacido  en 
el  monte.  Compensóle  el  Señor  los  trabajos  pasados  con  el  consuelo  de 


Libro  VIIL— Capítulo  I  367 

bautizar  en  número  crecido  niños  y  niñas  que  le  ofrecieron,  y  por  no 
perder  ocasión  de  hacer  algún  bien  espiritual  en  los  adultos,  les  hizo  la 
doctrina  mañana  y  tarde  con  algunas  pláticas,  que  añadió  como  le  fué 
posible  en  lengua  de  la  nación,  proponiendo  los  motivos  más  poderosos 
para  que  volviesen  al  pueblo,  viviesen  en  él  y  pensasen  en  salvar  sus 
almas.  Por  último,  repartió  los  donecillos  que  llevaba  prevenidos  á  las 
mujeres,  niños  y  niñas,  y  regaló  á  los  hombres  con  algunos  cuchillos  y 
herramientas,  dejando  á  todos  contentos  y  animados  á  salir  de  sus  selvas 
y  restablecer  la  reducción.  Partióse  llevando  consigo  algunos  Payaguas 
ofreciendo  volver  á  visitar  á  la  gente  luego  que  tuviese  noticia  de  haber 
hecho  el  desmonte  para  las  casas  y  prevenido  las  sementeras. 

A  los  seis  meses  de  haber  vuelto  á  su  pueblo  de  San  José,  subieron  al- 
gunos indios  á  dar  parte  de  que  habían  ejecutado  uno  y  otro.  Siempre  le 
parece  al  indio  haber  hecho  mucho,  en  habiéndose  atareado  algún  tiem- 
po. Su  innata  pereza  y  genio  inconstante,  se  aviene  muy  mal  con  el  tra- 
bajo. Demás  que  el  deseo  que  tenían  de  nuevos  regalos,  les  anticipó  el 
plazo  de  visitar  al  misionero.  Recibiólos  éste  con  agrado,  alabó  la  fideli- 
dad, dióles  nuevas  herramientas,  y  señaló  el  tiempo  en  que  bajaría  á  ver- 
los en  el  sitio  demarcado,  para  examinar  por  sí  mismo  lo  que  habían  tra- 
bajado. Partido  que  hubieron  los  indios,  á  poco  tiempo  los  siguió  el  mi- 
sionero, y  no  halló  en  el  nuevo  pueblo  más  que  unas  pocas  familias,  de 
lo  cual,  reconvenido  el  cacique  que  había  mostrado  tantas  ganas  de  jun- 
tarse, respondió  que  no  le  quería  obedecer  la  gente  por  más  que  la  ins- 
taba, y  que  siempre  alegaba  pretextos  para  quedarse  en  el  monte.  Cono- 
ció el  padre  la  raza  inconstante  de  aquellos  indios,  pero  no  cayó  de  áni- 
mo; y  en  otra  visita  que  les  hizo  después,  consiguió  que  saliesen  algunos 
otros  y  se  estableciesen  en  sus  casitas. 

Informado  el  superior  de  las  misiones  de  la  terquedad  y  lentitud  de 
los  Payaguas,  tuvo  por  conveniente  enviarles  un  misionero  propio  que 
cuidase  solamente  de  ellos  y  les  arraigase  en  el  pueblo,  entablando  la 
doctrina  cristiana  é  introduciendo  los  usos  y  costumbres  de  los  demás 
pueblos.  Puso  los  ojos  en  el  P.  jMartín  Iriarte,  persona  de  mucho  celo,  de 
no  menor  prudencia,  y  de  señalado  talento  para  aprender  las  lenguas 
más  enrevesadas  de  los  indios.  Bajó  este  misionero  de  los  pueblos  altos 
del  Marañen,  donde  se  hallaba,  y  llegó  al  sitio  de  los  Payaguas,  con  quie- 
nes estuvo  por  dos  años,  dando  algún  orden  y  permanencia  á  gente  tan 
perezosa  é  inconstante.  Oiremos  de  pluma  del  mismo  padre  lo  que  hizo 
en  este  tiempo,  los  medios  de  que  se  valió,  y  hasta  dónde  pudo  adelantar 
á  aquellos  indios  ingratos. 

«La  gente  que  hallé  á  mi  llegada,  dice  en  un  informe,  apenas  hacía 
el  número  de  treinta  almas,  entre  párvulos  y  adultos.  Las  casitas  en  que 
vivían  se  reducían  á  ranchitos  pequeños,  en  que  se  acomodaba  con  estre- 
chez una  familia.  El  gobernador  tenía  ya  concluida  una  casilla  mediana, 
que  me  dio  para  vivir  en  ella  de  prestado,  y  hube  de  admitirla  por  no 
haber  otra.  Ella  sirvió,  con  una  división  que  la  partía  por  la  mitad,  de 


3tí8  Misiones  del  Marañón  Español 

habitación  y  de  capilla  en  que  decir  misa,  y  hacer  la  doctrina  á  la  poca 
gente  que  había.  Parece  excusado  apuntar  aquí  la  incomodidad  y  nece- 
sidades que  son  inexcusables  en  los  principios  de  una  residencia  como 
ésta,  y  las  dificultades  que  tuve  que  vencer  para  tirar  á  la  gente  del 
monte,  que  por  lo  común  son  mayores  de  lo  que  se  puede  concebir  por 
quien  no  sabe  por  experiencia  cuánto  cuesta  sacar  á  los  que  vuelven  al 
monte  abandonando  un  pueblo.  Basta  insinuar  que  me  hubieran  sido  ma- 
yores, á  no  poseer  la  lengua  y  tener  alguna  experiencia  del  modo  de  su- 
perarlas. 

El  primer  año  porfié  en  agregar  á  todos  á  este  pueblo  de  la  Reina  de 
los  Angeles  de  Mahayaora,  pero  me  desengañó  la  experiencia,  y  tuve  por 
bien  de  convenir  en  el  partido  que  tomó  una  parte  de  la  gente,  que  fué 
de  salir  á  formar  otro  pueblo  en  la  boca  del  río  Oravueya,  que  sólo  dista 
un  día  de  camino  río  arriba  de  este  primer  pueblo.  El  embarazo  princi- 
pal que  concebí  ser  insuperable,  fué  la  desunión  y  oposición  arriesgada 
de  una  parcialidad  con  otra  fundada  principalísimamente  en  sus  persua- 
siones mutuas  de  que  se  perseguían  con  brujerías.  La  persuasión  era 
cierta  y  á  su  entender  fundada  en  hechos  positivos.  Yo  bien  conocí  que 
obraba  la  aprensión,  porque  no  hallé  brujo  que  pasase  de  embustero;  pero 
¿quién  desimpresionará  á  unos  bárbaros  en  quienes  pasó  á  natural  y 
común  este  temor,  esta  aprensión  y  este  modo  de  pensar?  Sólo  con  el  be- 
neficio del  tiempo,  con  la  vida  social  civil  y  cristiana  que  se  logra  con  la 
paciencia,  con  la  predicación  y  con  la  divina  gracia,  se  quitan  estas 
aprensiones. 

Sabida  entre  ellos  la  disposición  ó  permisión  de  juntarse  en  otro  sitio 
la  parcialidad  que  se  resistía  á  establecerse  en  Mahayaora,  no  tardaron 
en  salir  más  que  el  tiempo  necesario  para  hacer  su  desmonte ,  quemarlo 
y  formar  sus  casitas.  Dióse  á  este  pueblo  la  advocación  de  los  santos  An- 
geles de  Oravueya,  en  cuya  boca  está  situado.  Aún  más  brevemente  se 
establecieron  en  el  otro  de  la  Reina  de  los  Angeles,  los  que  siendo  de  la 
misma  parcialidad  se  detuvieron  por  no  juntarse  con  la  otra  si  saliese 
allá;  y  con  la  seguridad  de  la  separación  determinada  se  agregaron 
prontamente. 

Ambos  pueblos  llegaron  á  tomar  una  forma  y  estado  que  nos  hizo 
creer  se  lograba  en  esta  ocasión  su  permanencia.  Unos  y  otros  como  si 
fuesen  á  emulación,  hicieron  iglesia  y  casa  para  el  misionero ,  se  prove- 
yeron de  canoas  y  sementeras  y  aun  empezaron  á  tratarse  y  á  visitarse 
unos  á  otros  como  que  querían  olvidar  sus  pasados  resentimientos.  En  la 
asistencia  de  la  doctrina  hubo  la  dificultad  de  vencer  aquella  común  pe- 
reza y  la  de  contrastar  con  la  costumbre  de  no  tener  distribución  que  li- 
mitase su  libertad.  Pero  al  fin  se  venció  poco  á  poco,  y  fueron  acomodán- 
dose á  los  entables  comunes  del  gobierno  político  cristiano  de  la  misión. 
Cuando  el  P.  Carlos  Brentano  visitó  esta  parte  de  la  misión  pasaban  de 
260  almas  las  de  la  Reina  de  los  Angeles  y  eran  como  unas  150  las  que  se 
hallaban  en  el  pueblo  de  los  Angeles  de  la  Guarda. 


Libro  VIH.— Capítulo  II  369 

Hasta  aquí  el  P.  Martin  Iriarte,  que  si  bien  por  dos  años  adelantó  las 
pequeñas  reducciones  de  los  Payaguas,  le  tenia  el  cielo  principalmente 
destinado  para  las  alturas  del  Ñapo,  en  donde  trabajó  infatigablemente, 
como  veremos  en  el  capitulo  siguiente. 


CAPITULO  II 

PASA   EL   P.   MARTÍN   IRIARTE   Á   CULTIVAR   LA   NACIÓN 
DE   LOS   ENCABELLADOS 

Cuando  el  P.  Pablo  Maroni  daba  esperanzas  bien  fundadas  de  formar 
una  cristiandad  dilatada  en  los  altos  del  Ñapo,  en  Aguarico  y  otros  rios, 
que  se  les  juntan,  empezó  á  flaquear  notablemente  en  la  salud  á  causa 
de  los  muchos  viajes,  necesidades  y  trabajos  que  hubo  de  padecer  en  la 
pacificación  de  tantas  parcialidades  y  en  la  formación  de  tantos  pueble- 
cilios.  Creció  de  manera  su  indisposición  con  el  temple  de  las  tierras  su- 
jetas á  vientos  poco  sanos,  que  fué  preciso  sacarle  á  Quito  para  curarle^ 
si  era  posible,  de  sus  males.  Como  no  se  podían  dejar  sin  fomento  los  bue- 
nos principios  de  la  misión  en  esta  parte,  y  las  reducciones,  aunque  pe- 
queñas por  sí,  hacían  un  número  bien  considerable  de  indios,  pareció  al 
superior  que,  dejando  el  P.  Martin  Iriarte  los  Payaguas  algo  más  adelan- 
tados, pasase  á  los  Encabellados  en  lugar  del  P.  Maroni,  pues  sobre  la 
ventaja  de  tener  mucha  práctica  y  experiencia  con  los  indios,  sabia  per- 
fectamente la  lengua  de  aquella  nación. 

Llegó  el  P.  Martín  al  pueblo  de  San  Pedro  en  el  año  de  1741,  por  Mar- 
zo, y  en  este  mismo  año  y  en  el  siguiente  agregó  á  la  gente  que  encontró 
en  el  pueblo,  á  la  verdad  pequeño,  varias  familias;  de  manera  que  se 
mantenían  ya  ñjas  en  la  reducción  más  de  180  personas.  Mucho  deseaba 
el  misionero  hacer  más  respetable  el  establecimiento  de  San  Pedro,  por- 
que le  consideraba  como  escala  por  esta  banda  de  la  misión.  Era  su  si- 
tuación ventajosa,  el  plan  del  suelo  llano  y  extendido  por  más  de  medio 
día  de  camino,  seguro  el  puerto  y  fácil  la  entrada  al  monte,  en  que  se 
mantenían  las  casas  con  vistas  á  los  dos  ríos  Ñapo  y  iVguarico.  No  fal- 
taba caza  en  los  bosques,  y  mucho  menos  pesca  en  los  ríos.  Pero  sobre 
todo,  gozaba  de  aires  sanos,  cosa  tan  apreciable  en  aquellas  tierras,  por 
lo  común  poco  conformes  á  las  complexiones  de  los  misioneros.  Aten- 
diendo á  estas  ventajas,  desde  luego  formó  el  designio  de  tirar  poco  á 
poco  y  de  agregar  con  suavidad  al  pueblo  de  San  Pedro  las  gentes  de  Ios- 
pueblos  de  San  Bartolomé  y  de  San  Miguel.  Pero  por  no  precipitarlo  era 
menester  dar  lugar  al  tiempo  con  que  se  fuesen  acostumbrando  á  vivir 
en  poblaciones  á  las  orillas  de  los  ríos,  y  perdiendo  la  afición  que  tenlaa 
á  las  madrigueras  de  los  montes. 

Aunque  podía  el  misionero  residir  con  mayor  comodidad  en  el  pueblo 
de  San  Pedro  que  en  el  de  San  Miguel  por  no  hallarse  tan  atrasado  y  por 

24 


370  Misiones  del  Marañón  Español 

desearlo  grandemente  el  cacique  y  su  gente,  tuvo  por  más  conveniente 
establecerse  en  San  Miguel  para  fomentar  con  más  viveza  y  eficacia  la 
mudanza  al  sitio  escogido  del  cacique  y  aprobado  por  el  P.  Maroni.  Por- 
que ni  este  operario  por  sus  muchas  ocupaciones,  ni  el  hermano  Bastiani 
por  sus  frecuentes  y  largos  viajes,  habían  podido  ejecutar  la  mudanza 
determinada,  y  parecía  necesario  animar  con  la  presencia  del  misionero 
á  los  antiguos  Migueleños  á  que  trasladasen  sus  casas  y  á  los  nuevos  á 
que  formasen  las  suyas.  Habían  levantado  en  el  nuevo  sitio  cuatro  ó  cin- 
co ranchos  con  algunos  materiales  para  las  fábricas,  y  otro  tenían  pre- 
venido de  la  misma  calidad  para  el  padre,  que  hubo  de  acomodarse  en  él 
con  mucho  trabajo  y  estrechez,  haciendo  habitación  y  capilla  con  sepa- 
ración y  puertas  diferentes.  Bien  se  deja  entender  la  debilidad  y  miseria 
de  esta  choza  ó  corral,  pero  en  ella  vivió  el  misionero,  decía  su  misa  y 
explicaba  la  doctrina,  hasta  que  á  cosa  de  medio  año,  estando  siempre 
sobre  los  indios  enseñándoles  y  ayudándoles,  tuvo  en  buen  estado  el  pue- 
blo, con  iglesia  capaz  y  curiosa,  con  casa  para  sí  y  con  habitaciones  para 
la  gente,  bastantemente  desahogadas. 

Libre  ya  de  este  cuidado  que  pedía  necesariamente  su  presencia,  hizo, 
acompañado  del  P.  Miguel  Bastida,  una  entrada  á  los  indios  Vitocurus, 
que  habitaban  los  montes  medios  entre  el  Ñapo  y  Cararay,  distantes  solo 
tres  días  de  camino  de  San  José,  y  situados  casi  en  derechura  de  San  Mi- 
guel á  la  otra  banda  del  río.  El  hermano  Bastiani  había  visitado  pocos 
anos  antes  á  estos  gentiles  y  pretendido  sacarlos  de  sus  tierras,  pero  se  le 
negaron,  dando  por  motivo  que  saliendo  por  entonces  no  encontrarían 
casas  en  que  vivir  ni  comida  con  que  mantenerse.  Pareció  ser  verdadera 
la  excusa,  porque  llegados  nuestros  misioneros  á  sus  tierras  después  de  la 
formación  del  pueblo  de  San  Miguel,  en  cuyos  contornos  había  buen  te- 
rreno para  las  sementeras,  y  reconvenidos  de  la  palabra  dada  al  herma- 
no Bastiani,  luego  se  determinaron  á  seguirlos  y  se  lograron  de  esta  ma- 
nera ochenta  y  más  almas,  quedando  solamente  una  casa  de  la  parciali- 
dad, que  pocos  meses  después  se  vino  por  sí  sola.  Tenía  ya  la  reducción 
como  doscientas  personas,  todas  de  la  misma  nación,  costumbres  y  len- 
gua, pero  de  distintas  parcialidades,  y  esas  pequeñas,  que  fué  la  causa  de 
dar  mucho  que  hacer  al  misionero  en  mantenerlas  quietas,  componer 
sus  discordias,  desvanecer  los  recelos  y  hacer  palpar  lo  frivolo  de  las  sos- 
pechas. Porque  en  esta  parte  de  la  misión  acaso  más  que  en  alguna  otra 
obraba  la  común  aprensión,  origen  de  tantas  desconfianzas,  de  que  nadie 
muere  de  muerte  natural,  sino  por  violencia  ó  por  hechizos  de  los  brujos. 

A  este  primer  contratiempo  sobrevino  otro.  Porque  la  parcialidad  del 
cacique  Umuguari,  de  quien  hablamos  arriba,  no  distando  del  pueblo  más 
que  dos  días  de  camino,  y  teniendo  en  él  algunas  familias  y  parientes  co- 
menzó, no  sólo  á  inquietar  á  los  Migueleños,  pero  aun  á  alborotarlos  con 
chismes,  y  si  no  conseguía  su  intento  amenazaba  con  hechizos,  que  en  estos 
infelices  ciegos  equivalen  á  puñaladas  ó  balazos.  En  una  de  estas  moles- 
tas visitas  hizo  cargo  el  misionero  al  principal  Umuguari  de  un  proceder 


Libro  VIII.— Capítulo  II  371 

tan  contrario  á  la  paz  establecida,  y  le  pidió  que  ya  que  no  quería  salir 
de  sus  montes  dejase  en  quietud  y  sosiego  á  los  del  pueblo;  y  para  que 
las  súplicas  fueran  más  eficaces,  y  no  diera  en  adelante  ocasión  de  ma- 
yores alborotos,  lo  regaló  con  algunos  donecillos,  de  que  se  mostró  con- 
tento y  se  retiró  al  parecer  satisfecho  á  sus  tierras. 

Mas  bien  poco  duró  el  bárbaro  en  su  retiro,  porque  luego  volvió  á  dar 
otro  asalto  á  la  gente,  insinuando  sublevación  para  aprovecharse  de  las 
herramientas,  como  pensaba,  quemando  la  casa  del  padre  que  estaba  de 
'  viaje  en  Aguarico.  La  ocasión  parecía  oportuna,  pero  se  negaron  abier- 
tamente los  indios,  y  el  cacique  Becoari  le  dijo  resueltamente  que  sería 
mejor  no  se  dejase  ver  ni  entrase  más  en  el  pueblo,  si  había  de  ser  oca- 
sión de  tantos  daños,  como  descubría  su  maligna  intención.  Disimuló  el 
traidor,  y  viendo  tanta  resistencia  se  retiró,  pero  cuando  juzgó  que  es- 
taba la  gente  sosegada  y  sin  cuidado,  entrada  ya  la  noche  volvió  á  la  re- 
ducción, y  rompiendo  la  puerta  débil  de  la  casa  del  padre,  entró  en  su 
aposento  y  cargó  con  una  frasquera  de  ocho  frascos,  creyendo  por  el 
peso  que  tendría  algunas  herramientas.  Puesto  en  seguro  en  el  monte  con 
el  contrabando,  hizo  pedazos  la  caja  pensando  hallar  lo  que  tanto  desea- 
ba y  se  halló  burlado  con  los  frascos  en  vez  de  los  instrumentos  que  bus- 
caba. Cuando  el  misionero  volvió  de  su  viaje  conoció  lo  poco  que  debía 
fiar  de  este  bruto,  de  su  paz  y  de  sus  palabras,  y  procuró  prevenir  á  la 
gente  contra  los  asaltos  y  acometimientos  de  su  parcialidad,  como  lo  con- 
siguió cortando  la  comunicación  de  unos  y  otros. 

Como  el  P.  Martín  estaba  dueño  de  la  lengua  de  los  Encabellados,  iba 
ganando  fácilmente  las  voluntades  de  los  indios  y  les  redujo  á  la  asisten- 
cia general  de  la  doctrina  cristiana,  con  cuya  continuación  los  puso  en 
una  obediencia  razonable,  y  llegaron  en  poco  tiempo  á  un  estado  que  en 
la  visita  del  pueblo  que  se  hizo  en  el  año  42,  no  supo  contenerse  el  supe- 
rior sin  declarar  que  se  hallaba  la  reducción  en  mejor  estado  del  que 
pensaba  poderse  conseguir  de  tal  gente.  Alabó  su  conducta  como  era 
razón  y  la  exhortó  á  la  perseverancia,  repartiendo  con  larga  mano  ins- 
trumentos á  los  hombres  y  dones  á  las  mujeres  y  niños.  Así  quedaron  en 
paz  después  de  la  visita,  animados  á  continuar  en  la  asistencia  de  la  doc- 
trina y  en  las  funciones  de  iglesia,  y  se  les  fueron  agregando  al  año  si- 
guiente algunas  otras  familias  montaraces,  rezagos  de  las  parcialidades 
que  habían  salido  desde  los  principios.  Venían  éstas  atraídas  de  las  con- 
veniencias del  pueblo,  y  de  la  suavidad  del  gobierno  y  trato  apacible  del 
misionero;  pero  éste  lograba  la  suya  bautizando  los  niños  y  enseñando  la 
doctrina  y  verdades  católicas  á  los  que  se  ponían  en  estado  de  oír  la  pa- 
labra divina  y  se  acomodaban  al  modo  de  vivir  de  sus  paisanos. 


372  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  III 

PARTE  EL  PADRE  IRIARTE  AL  PUEBLO  DE  SAN  ESTANISLAO,  Y  MUDÁNDOLE 
Á  MEJOR  SITIO,  FUNDA  OTROS  NUEVOS  PUEBLECITOS 

En  el  año  mismo  en  que  llegó  el  P.  Martín  al  partido  de  San  Pedro,  y 
ejecutó  la  mudanza  del  de  San  Miguel,  pasó  también  á  pocos  meses  al 
sitio  en  donde  estaba  formada  la  reducción  de  San  Estanislao.  Halló  bien 
pocas  y  pequeñas  casas,  en  que  vivía  de  asiento  un  corto  número  de  per- 
sonas. Informado  del  cacique  Zairaza,  de  la  gente  del  contorno,  de  cuya 
salida  se  podía  tratar  con  esperanzas  de  buen  suceso,  se  resolvió  á  dete- 
nerse en  este  sitio  por  algún  tiempo  y  quiso  Dios  cumplirle  su  deseo;  por  - 
que  corriendo  la  noticia  de  la  venida  del  misionero,  vinieron  á  verse  con 
él  varios  gentiles,  y  fuera  de  los  pacificados  del  hermano  Bastiani  y  de 
los  ganados  por  el  P.  Maroni,  quedaron  en  estas  visitas  y  tratos  aficiona- 
dos al  padre  varias  otras  parcialidades.  Con  la  esperanza  de  su  salida  y 
agregación  á  las  demás,  pensó  en  mudar  el  pueblo  como  parecía  nece- 
sario, á  sitio  más  capaz,  distante  medio  día  de  camino  más  arriba  de  la 
situación  primera.  El  lugar  era  desahogado,  lograba  de  tierras  altas  y 
menos  húmedas,  y  ofrecía  un  plan  extendido  para  formar  casas  con  des- 
embarazo. No  le  faltaba  puesto  cómodo  para  las  canoas  fuera  de  un  ria- 
chuelo que  corría  por  un  lado,  de  cuyas  aguas  limpias  se  podrían  servir 
para  bebidas  y  baños. 

La  eficacia  y  empeño  del  cacique  facilitó  la  mudanza.  Hizo  luego  el 
desmonte  en  el  sitio  señalado,  y  los  que  tenían  ya  hechas  sus  casas  en  el 
sitio  primero,  pudieron  aprovecharse  de  sus  materiales  y  trasplantarlas 
en  poco  tiempo.  A  su  ejemplo  se  animaron  á  formar  las  suyas  los  que  de 
nuevo  se  juntaron,  de  manera  que  en  el  año  siguiente  de  42  se  vio  ya  for- 
mada una  reducción  vistosa  de  casas  puestas  en  fila  á  la  orilla  del  río, 
que  por  su  extensión  daban  mayor  lucimiento.  En  la  mitad  de  la  línea 
levantaron  una  iglesia  capaz,  y  á  su  lado  una  casa  mediana  para  el  mi- 
sionero. Aunque  el  pueblo  mejoró  tanto  en  sitio  y  edificios  y  se  aumentó 
con  mucho  número  de  gente,  no  pudo  el  padre,  como  lo  procuró  de  todos 
modos,  tirar  á  él  un  cacique  llamado  Zapua,  cuya  paz  y  amistad  había 
conseguido.  Podía  más  con  este  principal  y  su  gente  el  miedo  y  terror 
pánico  de  los  hechizos,  que  el  enlace  de  parentesco  que  tenía  con  los  de 
San  Estanislao.  Viéndole  tan  resuelto  á  vivir  separado  de  los  demás,  le 
dejó  el  misionero  sin  más  instancia  como  abandonado,  y  aunque  el  caci- 
que se  le  hizo  después  encontradizo  en  el  pueblo  de  San  Luis  Gonzaga, 
afectando  casualidad  en  el  encuentro  cuidadoso  que  había  procurado,  ni 
el  padre  le  convidó  ni  le  dio  de  los  regalos  que  repartía  á  los  demás,  di- 
ciéndole  que  era  el  motivo  de  no  darle  nada  la  porfiada  terquedad  de  no 
salir  de  sus  montes. 


Libro  VIII.— Capítulo  III  373 

Conoció  Zapua  con  esta  negativa  que  no  sería  atendido  en  adelante 
•como  los  demás,  y  aficionado,  por  otra  parte,  á  las  utilidades  del  pueblo, 
él  mismo  de  suyo  pensó  en  hacer  mérito,  estableciéndose  con  su  gente  en 
las  riberas  del  Aguarico.  Púsolo  en  ejecución  en  un  sitio  día  y  medio  de 
camino  más  arriba  del  pueblo  de  San  Luis,  y  con  más  empeño  y  eficacia 
que  si  el  padre  lo  hubiera  pretendido.  Hechas  las  casas  bajó  á  darle  no- 
ticia en  San  Luis  de  lo  hecho,  alegando  por  mérito  el  haber  formado  ya 
población  y  pidiéndole  que  fuese  á  reconocerla.  No  halló  en  el  misionero 
toda  la  acogida  que  pensaba  y  pretendía,  aunque  no  experimentó  tam- 
poco desvío  ó  desagrado,  antes  disimulando  el  gusto  de  la  determinación 
del  cacique,  le  ofreció  que  si  pudiese  trataría  de  visitar  su  establecimien- 
to cuando  hiciese  la  visita  de  los  demás  pueblos.  De  esta  manera  despi- 
dió á  Zapua  y  á  sus  compañeros,  dándoles  algunas  herramientas  con  las 
cuales  y  la  palabra  de  verlos  salieron  contentos  sí,  pero  no  del  todo  sa- 
tisfechos y  algo  pensativos. 

Esto  movió  más  al  cacique  á  solicitar  la  gracia  del  misionero,  y  tuvo  la 
prevención  de  encargar  en  el  pueblo  de  San  Estanislao  que  le  avisasen 
prontamente  cuando  el  padre  subiese  á  esta  reducción.  Correspondieron 
muy  bien  los  del  pueblo  al  encargo  hecho;  porque  en  la  tarde  misma  del 
arribo  del  padre  avisaron  á  Zapua  de  su  llegada.  No  perdió  tiempo  el 
cacique,  que  al  romper  del  alba  del  día  siguiente  ya  estaba  en  el  pueblo, 
y,  sin  detenerse  en  ver  á  sus  amigos,  buscó  al  misionero,  repitiendo  las 
instancias  que  antes  había  hecho  que  subiese  á  ver  su  reducción,  y  que 
no  le  negase  este  gusto  que  pedía  en  nombre  de  toda  su  gente.  Hacíase 
el  padre  de  rogar  queriendo  antes  la  unión  de  su  gente  con  la  de  San  Es- 
tanislao, pero  al  fin  condescendió  y  subió  al  día  siguiente  al  sitio  de  los 
Zapuaras,  donde  encontró  formadas  algunas  casas  con  cierta  forma  de 
población,  y  aprobando  lo  ejecutado  hizo  algunos  bautismos  de  párvulos 
y  dio  al  pueblecito  la  advocación  de  los  Mártires  del  Japón.  En  el  año  si- 
guiente se  agregaron  nuevas  familias  y  no  dejaban  de  dar  esperanzas  de 
venir  otras,  que  con  el  tiempo  se  pensaba  poder  juntar  todas  al  pueblo 
de  San  Estanislao. 

En  el  mismo  tiempo  y  casi  de  la  misma  manera  formó  también  su  pue- 
blecito otro  cacique  llamado  Zasso  que,  ganado  del  P.  Martín,  aunque 
mostraba  inclinación  de  salir  al  río  con  los  suyos,  se  mantuvo  siempre 
firme  en  no  juntarse  con  los  de  San  Estanislao,  con  quienes  tenía,  por  otra 
parte,  comunicación  y  amistad.  Mucho  más  se  resistía  en  venir  con  los  de 
San  Pedro,  cuya  gente  había  sido  años  antes  enemiga  de  la  de  Zasso,  y 
duraban  todavía  los  resabios  de  oposición  entre  unos  y  otros.  Ya  veía  el 
misionero  que  en  acomodarse  á  las  intenciones  de  este  principal,  se  topa- 
ba en  el  inconveniente  de  aumentar  pueblecitos  pequeños  sin  poder  aten- 
derlos como  se  debía,  y  con  una  esperanza  dudosa  de  que  algún  día  qui- 
tadas las  aprensiones  comunes  se  juntasen.  Pero  por  otra  parte  le  pare- 
ció cosa  peligrosa  y  dura  dejarlos  en  el  monte  ofreciéndose  ellos  mismos 
á  juntarse  en  las  riberas  del  río.  Peligrosa,  porque  se  dejaba  una  retira- 


374  Misiones  del  Makañón  Español 

da  segura  á  la  gente  que  se  iba  reduciendo,  la  cual,  á  la  menor  desazóir 
piensa  en  la  fuga,  y  la  misma  seguridad  de  hallar  refugio  en  los  del 
monte  facilita  la  retirada.  Dura,  porque  si  el  Buen  Pastor  anduvo  con 
tanto  trabajo  por  breñas  y  riscos  en  busca  de  una  oveja  descarriada, 
ofreciéndose  algunos  á  seguirle,  no  1;l  desampararía.  Por  estas  razones 
tuvo  por  bien  el  misionero  de  condescender,  como  lo  hizo  después  con 
otros,  con  el  cacique  Zasso,  que  saliendo  del  monte  se  estableció  con  los 
suyos  en  la  boca  del  río  Zancora  y  formó  un  pueblecito  con  la  advoca- 
ción del  Corazón  de  María  de  Zancora. 


CAPITULO  IV 

DE  LA  FUNDACIÓN  DE  SANTA  TERESA  EN  EL  RÍO  PUEQUEYA  Y  DEL 
PUEBLO  DE  SANTA  CRUZ  DE  LOS  MUMUS  KN  EL  RÍO  ZEOQUEYA 

La  extensión  de  la  provincia  de  los  Encabellados  era  la  mayor  entre 
todas  las  naciones  descubiertas  en  la  misión,  porque,  empezando  de  la 
cordillera  de  montes  que  dividen  la  población  del  reino  de  Quito  de  las 
llanuras  y  bosques  de  los  Andes,  corría  hasta  la  boca  del  río  Putumayo^ 
ocupando  un  trecho  inmenso  entre  el  Ñapo  con  los  que  en  él  entran  y  el 
mismo  Putumayo.  Casi  á  la  mitad  de  esta  dilatadísima  provincia  corren 
otros  dos  ríos  llamados  Jevineto  y  Pinzipueya,  de  cuyas  cercanías  habían 
sacado  los  misioneros  á  las  riberas  del  Ñapo  y  del  Aguarico  las  gentes 
que  componían  los  pueblos  formados  hasta  el  año  41.  Pero  restaban  to- 
davía muchísimas  parcialidades  que  por  distantes  del  Ñapo  y  por  des- 
viadas del  Aguarico,  ni  se  habían  podido  lograr  ni  aun  se  descubría  media 
proporcionado  para  reducirlas  sin  gravísimas  dificultades  y  trabajos. 

Como  el  golpe  de  gente  escondida  entre  aquellos  bosques  era  grande ,^ 
habían  pensado  mucho  los  padres  en  hallar  camino  y  entablar  amistad 
y  comunicación  con  ella  ó  por  tierra  ó  por  agua,  aunque  fuese  á  costa  de 
viajes  peligrosos  y  navegaciones  arriesgadas.  Después  de  muchas  dili- 
gencias, vinieron,  finalmente,  en  el  conocimiento  de  la  menor  dificultad 
que  ofrecía  para  la  entrada  un  río  dicho  Puequeya.  Con  ser  este  descu- 
brimiento el  menos  embarazoso,  no  dejaba  de  ser  ardua  empresa  nave- 
gar por  un  río  que  aunque  se  comunica  con  el  Aguarico,  tiene  un  curso 
enmarañado  lleno  de  vueltas  y  revueltas  y  en  varias  partes  tan  rebal- 
sado que  no  se  descubre  por  dónde  camina.  De  aquí  nacía  la  dificultad  de 
andar  por  él  particularmente  en  tiempo  de  crecidas,  y  de  que  se  gasta- 
sen días  enteros  atravesando  lagunas,  y  adelantando  tan  poco,  que  des- 
pués de  días  de  navegación  apenas  se  alejaban  las  canoas  medio  día  de 
su  boca,  como  sucedió  á  los  principios:  bien  que  después  de  algunas  ten- 
tativas, observados  y  tomados  con  cuidado  los  rumbos,  salían  ya  las  ca- 


Libro  VIII— Capítulo  IV  375 

noas  de  las  vueltas  y  revueltas  y  de  las  lagunas  rebalsadas  en  menos  de 
medio  día  á  tomar  el  canal  del  río  por  donde  se  subía  sin  embarazo. 

Puesta  ya  en  práctica  la  navegación  del  río  Puequeya,  se  logró,  final- 
mente, en  el  año  42,  la  paz  y  amistad  de  un  cacique  llamado  Queneveco, 
que  por  valiente  y  guerrero,  y  por  reputación  de  insigne  brujo,  tenía  va- 
limiento y  séquito,  no  sólo  en  su  parcialidad,  sino  también  en  otras  confi- 
nantes. Extendióse  la  paz  y  amistad  á  varias  de  ellas,  y  quedaron  mu- 
chos indios  que  habitaban  hacia  Jevineto  y  Pinzipueya,  por  amigos  de 
los  nuestros  y  aun  se  declararon  emparentados  con  los  de  San  Pedro. 
Convidados  á  poblarse  admitieron  el  convite,  pero  unos  querían  estable- 
cerse á  la  orilla  de  Jevineto  y  otros  clamaban  por  las  riberas  del  Pinzi- 
pueya. Era  esta  nueva  dificultad  porque  ninguna  de  las  dos  quebradas 
merecía  el  nombre  de  río,  y  eran  unos  torrentes  que  no  se  comunicaban 
ni  con  Ñapo  ni  con  Aguarico,  siendo  preciso  atravesar  por  el  monte 
áspero  y  cerrado  tres,  cuatro  y  más  días  de  camino.  No  se  halla  en  aquel 
sitio  otra  comunicación  con  los  dos  ríos  que  la  que  ofrecía  el  Puequeya, 
navegable  hasta  ciertas  tierras  altas  y  firmes  para  donde  los  gentiles  te- 
nían camino  abierto,  y  á  esta  causa  les  propuso  el  P.  Martín  Iriarte  las 
riberas  de  este  río  para  su  establecimiento,  rechazando  con  tesón  todos 
los  demás  sitios  á  que  ellos  se  inclinaban  por  no  ser  posible  la  comunica- 
ción desde  aquellos  parajes. 

Tomó  con  empeño  el  misionero  que  entendiesen  bien  los  indios  y  pe- 
netrasen cuan  necesaria  era  la  comunicación  de  unos  pueblos  con  otros; 
y  cómo  todas  las  poblaciones  que  se  habían  hecho,  la  tenían  entre  sí  por 
ríos  en  canoas.  Porque  de  otra  manera,  ni  los  misioneros  pudieran  aten- 
derlas, ni  los  gobernadores,  tenientes  y  superiores  podrían  á  sus  tiempos 
visitarlas  como  pedía  el  buen  régimen,  gobierno  y  dependencia.  Añadió 
que  faltando  la  comunicación  no  podrían  ser  socorridas  unas  de  otras  en 
las  necesidades  bien  frecuentes,  y  que  era  imposible  la  subsistencia  sin 
este  socorro  mutuo.  Concluyó  que  si  se  resolvían  á  poblar  de  otra  mane- 
ra, ni  él  ni  otro  ningún  misionero  de  la  Compañía  se  haría  cargo  de  su 
reducción,  porque  este  cuidado  impediría  mayores  bienes  á  que  debían 
atender.  Dióles  golpe  esta  última  razón,  y  persuadidos  á  que  quería  de- 
jarlos en  sus  tierras  si  se  poblaban  á  su  modo,  se  determinaron  á  juntar- 
se en  las  riberas  del  Puequeya.  No  se  logró  la  ejecución  en  esta  primera 
conferencia;  fué  necesario  repetir  nuevos  viajes,  al  cabo  de  los  cuales, 
obrando  en  aquellos  toscos  entendimientos  la  razón  que  oían  de  boca  del 
misionero,  convinieron  todos  en  el  sitio  y  formaron  un  pueblo  con  el  pa- 
tronato de  Santa  Teresa  de  Jesús  de  Puequeya. 

Puédese  decir  que  no  había  menos  esperanza  de  lograr  en  Puequeya 
una  reducción  tan  numerosa  como  en  la  boca  de  Aguarico  y  en  otras 
partes,  porque  eran  varias  las  parcialidades  del  contorno  y  no  tan  mal 
avenidas  entre  sí  como  las  que  salían  al  Ñapo.  Todas  deseaban  con  ar- 
dor lograr  las  ventajas  que  observaban  en  las  poblaciones  nuevas,  á  que 
no  dejaban  de  hacer  sus  salidas  á  pesar  de  la  distancia  del  sitio.  Eué 


376  Misiones  del  Marañón  Español 

siempre  creciendo  considerablemente  en  número  de  gente  el  pueblo  de 
Santa  Teresa  hasta  el  triste  suceso  que  sobrevino  el  año  de  44,  que  cau- 
só tanta  ruina  en  este  partido  como  veremos  á  su  tiempo. 

Otro  pueblo  se  fundó  en  el  río  Zeoqueya  en  el  mismo  año  en  que  Que- 
neveco  con  su  gente  se  estableció  en  las  riberas  de  Puequeya.  Viene  á 
ser  aquel  río  uno  de  los  mayores  que  desaguan  en  Aguarico,  en  donde 
entra  por  la  banda  del  norte,  siete  días  de  navegación  más  arriba  de  la 
junta  con  el  Ñapo.  Estuvo  en  tiempos  pasados  lleno  el  Zeoqueya  de  in- 
numerables gentiles;  pero  años  había  que  no  se  descubrían  en  sus  con- 
tornos: acaso  por  lo  anegadizo  de  sus  riberas,  poca  pesca  y  cacería 
escasa,  se  fueron  retirando  hacia  el  río  de  San  Miguel,  que  se  co- 
munica con  el  Putumayo.  Solamente  se  hallaban  al  presente  en  las  ori- 
llas del  Zeoqueya  ciertos  indios  llamados  Mumus,  con  la  ocasión  que  di- 
remos. 

A  los  principios  de  este  siglo  formaron  los  reverendos  padres  de  San 
Francisco,  misioneros  del  Putumayo,  entre  otros  varios  pueblos,  uno  que 
tenía  por  nombre  el  de  los  Mumus .  Fué  su  último  misionero  el  reverendo 
padre  fray  Juan  Garzón,  que  trabajó  gloriosamente  en  aquella  parte  de 
la  misión  con  esperanzas  muy  fundadas  de  extenderla  por  aquel  larguí- 
simo río.  Pero  cuando  su  aplicación  y  celo  procuraba  las  mayores  venta- 
jas en  los  indios  y  los  mayores  adelantamientos  en  cristiandad  y  policía, 
se  suscitó  una  general  rebelión  en  todo  el  partido  que,  comunicándose  de 
unos  pueblos  á  otros,  y  convocados  los  indios  descontentos,  no  paró  hasta 
que  tramaron  contra  la  vida  de  los  misioneros  deseando  acabar  con  todas 
las  reducciones.  En  algunos  pueblos  se  pudo  evitar  el  estrago,  pero  en 
otros  quitaron  la  vida  á  los  frailes,  siendo  el  venerable  P.  Fray  Juan  Gar- 
zón uno  de  los  que  regaron  aquella  viña  del  Señor  con  su  sangre,  que 
ofreció  en  el  año  19,  en  holocausto  voluntario,  á  manos  del  cacique  Mu- 
mus y  de  otros  compañeros. 

Muerto  el  siervo  de  Dios  y  quemadas  las  casas  del  pueblo,  se  retiró 
Mumus  con  su  gente  á  lo  interior  de  los  montes,  y  aunque  le  siguió  el  te- 
niente del  gobernador  de  Popayán,  que,  sin  perder  tiempo,  entró  al  cas- 
tigo de  una  maldad  é  ingratitud  tan  enorme,  no  pudo  dar  con  los  Mumus 
que  se  alejaron  hasta  los  bosques  inmediatos  del  río  Zeoqueya,  donde,  de- 
fendidos de  la  misma  fragosidad  del  sitio  y  de  las  muchas  lagunas  y  pan- 
tanos, se  mantuvieron  por  casi  veinte  años  en  un  montecito  libre  de  las 
inundaciones  de  la  tierra.  En  este  tiempo  fueron  muriendo  los  principa- 
les agresores  y  los  indios  de  más  edad,  y  creciendo  la  gente  moza,  no  es- 
taba bien  hallada  con  la  escasez  y  miseria  que  experimentaba  en  aquel 
paraje,  estando  como  sitiada  por  todas  partes.  Esto  movió  á  los  Mumus  á 
buscar  paraje  más  ventajoso,  y  de  unas  en  otras  vinieron  á  parar  en 
ciertas  tierras  altas  distantes  tres  días  de  camino  de  la  boca  del  río  Agua- 
rico,  á  donde  sahan  por  un  torrente  en  canoitas  toscas  y  mal  formadas, 
pero  bastantes  para  vencer  la  travesía.  Con  esta  comunicación  con  el 
río  tuvieron  lugar  de  observar  cómo  cruzaban  por  él  otros  indios  que  co- 


Libro  VIII.— Capítulo  IV  377 

nocieron  ser  de  la  misma  lengua;  y  comunicando  allá  en  sus  casas  el  des- 
cubrimiento se  determinaron  á  tratar  de  paz  y  amistad  con  ellos. 

A  esta  sazón  atravesó  un  religioso  lego  de  San  Francisco,  que  venia 
fugitivo  de  Putumayo  hasta  el  río  de  Aguarico,  acompañado  de  unos  in- 
dios llamados  Amuguajes,  los  cuales,  dando  por  casualidad  con  los  Mu- 
mus  á  quienes  habían  conocido  en  la  misión,  dieron  luego  noticia  al  fraile 
de  que  aquella  era  la  gente  que  había  quitado  la  vida  á  Fray  Juan  Gar- 
zón su  misionero.  Disimuló  el  fraile  y,  sin  detenerse  con  los  Mumus,  les 
ofreció  que  él  mismo  volvería  por  misionero  suyo  á  su  rincón.  Tan  lejos 
estuvieron  los  Mumus  de  dar  crédito  á  las  palabras  del  lego,  que,  antes 
bien,  de  sus  mismas  ofertas  tomaron  fundamento  para  sospechar  de  su 
viaje,  discurriendo  que  era  un  artificio  para  caer  sobre  ellos,  prevenido 
de  gente,  y  castigar  la  muerte  que  habían  ejecutado.  Siempre  la  mala 
conciencia  presume  la  pena  más  cruel.  El  temor  de  ella  fué  nuevo  motivo 
á  los  Mumus  para  que  tratasen  de  paz  y  amistad  con  los  nuestros,  cre- 
yendo que  así  se  ponían  á  cubierto  para  excusar  el  castigo.  Para  más  fa- 
cilitarla dejaron  el  sitio  que  ocupaban  y  se  acercaron  más  al  río  Zeo- 
queya,  á  fin  de  entregarse  á  los  misioneros  de  la  Compañía,  como  lo  pre- 
tendieron en  la  primera  ocasión  que  toparon,  poniendo  por  intercesores  y 
medianeros  á  los  indios  de  San  Luis  Gonzaga,  con  quienes  empezaron 
á  tratar,  pero  viviendo  entre  tanto  dispersos  y  escondidos  por  no  caer  en 
manos  del  fraile  de  quien  desconfiaban  mucho  y  lo  temían  todo. 

Hicieron  los  indios  del  pueblo  de  San  Luis  los  buenos  oficios  que  les  pe- 
dían los  Mumus,  dando  cuenta  de  todo  lo  sucedido  al  P.  Pablo  Maroni  que 
asistía  entonces  al  partido  de  los  Encabellados.  Determinó  el  misionero 
sitio  fijo  y  día  particular  para  verse  con  el  cacique,  hijo  de  Mumus,  y  con 
los  demás,  queriendo  averiguar  por  sí  mismo  y  saber  de  la  boca  de  los 
mismos  fugitivos  cuanto  había  sucedido  en  los  años  antecedentes,  y  el  esta- 
do en  que  se  hallaba  el  negocio  al  parecer  expuesto  á  contiendas  y  disen- 
siones. Convenidas  las  partes  en  el  sitio  y  en  el  día,  hizo  su  viaje  el  padre, 
y  habiéndose  informado  de  los  pasos  y  pretensiones  de  los  Mumus,  viendo 
que  el  tratado  era  algo  crítico  y  odioso,  les  dijo  abiertamente  que  no  se 
embarazaría  por  ellos  en  contiendas  con  los  reverendos  padres  misione- 
ros de  Putumayo,  pero  que  tampoco  les  dejaría  de  asistir  y  de  atender 
como  á  los  demás  mientras  se  mantuviesen  en  aquellas  tierras  de  la  ju- 
risdicción de  Borja,  á  las  cuales  habían  venido  por  sí  mismos. 

Valiéndose  los  Mumus  de  la  última  parte  de  la  respuesta,  escogieron 
sitio,  previnieron  campos  y  formaron  casas  en  el  año  de  1739.  Pero  viendo 
que  ni  el  P.  Maroni  repetía  visitas  ni  su  sucesor  el  P.  Triarte  entraba  con 
gusto  en  cuidar  de  ellos,  y  que  sólo  se  les  fomentaba  con  el  socorro  de  al- 
gunas herramientas,  se  resolvieron  á  internarse  más  en  la  misión,  y  pa- 
sando hasta  el  Aguarico  mismo,  demarcaron  sitio  para  hacer  sus  casas, 
unos  en  las  islas  de  este  río  y  otros  en  la  junta  y  embocadura  del  Zeoque- 
ya.  No  bien  habían  empezado  la  faena  de  formar  pueblos  y  prevenir  sus 
sementeras,  cuando  empezaron  á  desazonarse  unos  con  otros,  empeñan- 


378  Misiones  del  Marañón  EspañoJí 

dose  éstos  en  proseguir  adelante  y  aquéllos  en  volver  atrás,  y  retirarse  á 
sus  montes  alegando  cada  uno  motivos  por  su  parte.  Finalmente,  después 
de  muchos  debates  vencieron  los  primeros,  y  formado  el  pueblo  á  princi- 
pio del  año  de  42  á  la  banda  del  norte  de  Aguarico,  contentos  de  su  tra 
bajo,  fueron  á  verse  con  el  misionero,  que  era  el  P.  Martín  Iriarte,  ale- 
gando por  méritos  para  ser  atendidos  de  la  misma  manera  que  los  demás,, 
el  haber  formado  su  pueblo  en  las  mismas  riberas  en  que  estaban  las  de- 
más reducciones. 

No  le  digustó  al  misionero  lo  ejecutado  por  los  Mumus  ni  su  proposi- 
ción. Procuró  luego  el  visitarlos  y  aprobó  el  plan  de  lo  que  habían  hecho; 
y  más  oyendo  los  clamores  de  la  gente  que  con  ansias  le  suplicaba  que 
no  la  desamparase  ni  dejase  de  mirar  por  ella,  ofreciéndose  á  ser  obe- 
diente y  enteramente  rendida  á  cuanto  fuese  necesario  para  complacer- 
le. No  pudo  menos  de  agradecer  su  buen  ánimo  y  de  ofrecerse  á  darles 
gusto;  bautizó  los  párvulos,  y  poniendo  al  pueblo  el  nombre  de  Santa 
Cruz,  se  volvió  al  suyo  del  río  Ñapo. 

Pocos  días  pasaron  después  de  esta  visita  y  entero  establecimiento  de 
los  Mumus,  cuando  el  religioso  lego  de  quien  hablamos  arriba,  dio  al  tra- 
vés con  el  pueblo  nuevo  y  acabó  con  buena  parte  de  la  gente.  Por  Mayo 
del  mismo  año  de  42  llegó  el  impetuoso  fraile  al  pueblo  de  San  Pedro,  ha- 
biendo obtenido  en  Quito  licencia  de  su  provincial  para  volver  á  la  mi- 
sión de  Putumayo,  de  donde  había  salido  poco  antes.  No  es  de  nuestra 
historia  referir  lo  que  se  averiguó  después  sobre  la  determinación  de  su 
viaje  por  la  vía  de  Archidona,  pudiendo  y  debiendo  tomar  el  camino  de- 
recho y  trillado  al  río  Putumayo  sin  exponerse  á  los  riesgos,  peligros  é 
incertidumbres  de  descubrir  nuevos  rumbos.  Basta  insinuar  que  nuestros 
misioneros  le  atendieron  haciéndole  pasar  luego  al  pueblo  de  San  Miguel^ 
donde,  después  de  tratarlo  con  la  religiosa  caridad  que  permitían  aque- 
llas pobres  tierras,  le  socorrió  el  misionero  con  cuanto  pudo,  dándole 
canoa  y  gente  que  le  pusiese  en  el  sitio  que  quería  él  mismo  para  pasar 
desde  allí  á  su  misión.  Mas  el  taimado  fraile  luego  que  salió  del  pueblo 
de  San  Miguel,  obligó  á  los  indios  que  le  llevaban  á  que  enderezasen  la 
canoa  á  la  embocadura  del  río  Zeoqueya,  en  donde  sabía  muy  bien  que 
estaban  los  Mumus,  y  llegado  á  este  sitio,  hizo  volver  á  los  indios,  que  no 
auguraban  bien  del  viaje  del  religioso. 

En  efecto;  comenzó  á  descubrir  el  designio  que  había  ocultado  cuida- 
dosamente en  los  pueblos,  afeó  á  los  Mumus  la  mudanza  de  tierras  y  for- 
mación del  pueblo,  y  como  era  un  torbellino  los  obligó  de  un  modo  vio- 
lento y  soldadesco  á  emprender  viaje  primero  por  Zeoqueya  río  arriba  y 
después  por  el  monte  hacia  Putumayo,  atravesando  riscos,  montañas  y 
bosques  con  las  incomodidades  que  lleva  un  viaje  sin  camino,  sin  derro- 
tero y  sin  más  disposición  que  la  de  acomodarse  á  los  sitios  en  que  les 
(•ogía  la  noche.  Destrozada  la  gente  y  casi  sin  aliento  para  pasar  ade- 
lante, la  colocó  en  un  sitio  que  ni  era  del  todo  de  la  jurisdicción  de  Borja, 
ni  pertenecía  enteramente  á  Putumayo.  De  donde  nació  que  sus  prela- 


Libro  VIII.— Capítulo  V  379 

dos,  desaprobando  la  conducta  del  lego,  le  sacasen  de  aquel  lugar  y  tira- 
sen la  gente  á  uno  de  los  pueblos  menos  distante,  donde  se  acabó  la  ma- 
yor parte  consumida  de  los  trabajos  pasados  y  sólo  quedaron  unas  tris- 
tes reliquias  de  los  Mumus.  Tuvo  este  fraile  tan  poco  sosiego  y  ocasionó 
á  los  demás  tales  inquietudes,  que  anduvo  rodando  por  todo  el  Putumaya 
y  vino  á  morir,  finalmente,  en  un  pueblo  de  los  portugueses  llamado  Ivi- 
tatoa,  situado  casi  enfrente  de  las  juntas  del  Marañón  y  Putumayo,  por 
la  banda  austral .  Tan  poco  duró  el  pueblo  de  Santa  Cruz  de  los  Mumus- 
y  en  tan  corto  tiempo  acabó  con  su  gente  la  temeridad  del  inconsiderada 
fraile. 


CAPITULO  V 

FORMA  TRES  PUEBLOS  HACIA  EL  RÍO  GUAYOYA,  EL  PADRE  MIGUEL  BASTIDA 

Mientras  el  P.  Martín  Iriarte,  desde  su  reducción  de  San  Miguel,  tra- 
bajaba gloriosamente  por  las  alturas  del  Ñapo,  y  corría  por  los  ríos  que 
desaguan  en  Aguarico  reduciendo  tantas  gentes  al  Evangelio,  no  estaba 
ocioso  el  P.  Miguel  Bastida,  misionero  de  San  José,  que  logró  hacer  al 
mismo  tiempo  varias  reducciones  hacia  el  río,  Guayoya,  centro  de  la 
provincia  de  los  Encabellados.  Es  bien  conocido  este  rio,  memorable  en 
la  historia  del  P.  Manuel  Rodríguez,  que  toca  varias  noticias  pertene- 
cientes á  su  nombre.  Por  ahora  basta  saber  que  el  Guayoya  es  común- 
mente llamado  el  rio  de  los  Encabellados,  y  que  los  mismos  indios  le  pu- 
sieron el  nombre,  que  significa  río  de  matadores,  aludiendo  á  las  muchas, 
muertes  que  hicieron  (á  lo  que  contaban  ellos)  en  la  tropa  portuguesa, 
que  dejó  el  capitán  Tejeira  en  este  sitio  cuando  subió  desde  el  Para  á  la 
ciudad  de  Quito,  como  contamos  en  el  libro  I,  cap.  XVI.  Desemboca  este 
río  en  el  Ñapo  por  la  misma  banda  que  el  Aguarico,  como  unas  treinta, 
leguas  más  abajo  de  la  embocadura  de  éste. 

La  primera  fundación  que  logró  hacer  por  este  tiempo  el  P.  Bastida  fué 
la  de  Santa  María  de  Guayoya,  en  las  riberas  de  este  río,  con  un  buen  em- 
barcadero y  con  vistas  al  río  Ñapo.  Tuvo  noticia  el  misionero  de  un  ca- 
cique llamado  Guanzamoya,  el  cual  habitaba  con  su  gente  en  bastante 
distancia  del  pueblo  de  San  José.  Deseoso  de  tirarle  á  este  pueblo,  entró 
por  el  río  Guayoya  con  las  incomodidades  y  molestias  que  llevan  ordina- 
riamente estas  entradas.  Cuando  le  pareció  conveniente,  según  las  con- 
fusas noticias  que  tenía  del  cacique  Guanzamoya,  saltó  en  tierra  y  co- 
menzó á  abrir  camino  por  los  bosques  cortando  árboles  y  rompiendo 
ramas,  remudándose  la  gente  por  no  rendirse  á  la  fatiga  que  duró  por 
muchos  días.  Fuera  del  trabajo  de  abrir  camino  por  bosques  cerrados  y 
sombríos,  pasaron  torrentes  de  mucha  profundidad  por  puentes  de  palos„ 
atravesando  lodazales,  con  el  agua  hasta  la  rodilla,  y  tal  vez,  hasta  la 
cintura,  y  lo  que  era  más  penoso,  pisando  por  espinas  cuyas  puntas  se 


380  Misiones  del  Marañón  Español 

clavaban,  sin  poder  excusarlo,  por  no  ver  el  sitio  donde  se  pisaba  á  causa 
del  agua  y  barro.  El  mantenimiento  se  reducía  á  plátanos  verdes  y  tal 
cual  pez  que  se  pescaba  en  las  quebradas,  ó  algún  mono  que  se  cazaba 
en  el  monte.  La  cama  fué  siempre  el  duro  suelo,  ó,  á  lo  más,  una  piel  pre- 
sa de  dos  palos,  sin  más  cubierta  ni  ropa  que  la  que  llevaba  cada  uno 
sobre  sí  y  sin  más  casa  ni  techo  que  el  cielo. 

Estas  son  las  penas,  incomodidades  y  trabajos  que  acompañaban  á 
los  misioneros  en  las  entradas  frecuentes  á  los  gentiles,  en  las  cuales  se 
necesita  de  grande  ánimo  y  coraje,  de  mucha  caridad  y  celo  y  de  una 
mortificación  universal  y  continua,  especialmente  cuando  se  camina 
sin  destino  cierto  y  ha  de  durar  el  viaje  por  muchos  días.  Pero  el  P.  Bas- 
tida, ensayado  ya  en  otros  viajes,  y  aun  curtido  con  la  frecuencia  de 
estas  correrías,  aguantó  ésta,  aunque  penosísima,  hasta  dar  con  la  gente 
deseada.  Recibióle  el  cacique  con  mucho  agrado,  y  oyéndole  hablar  en 
su  propia  lengua,  se  prendó  del  misionero  y  se  puso  en  sus  manos.  Pare- 
cióle al  padre  traer  al  cacique  y  á  su  gente  al  pueblo  de  San  José,  y,  en 
efecto,  Guanzamoya,  con  más  de  cien  personas,  se  estableció  en  esta 
reducción,  hizo  casas  y  previno  sementeras.  Pero,  cuando  pensaba  sacar 
la  otra  parte  de  la  gente  que  había  quedado  en  el  monte,  sobrevino  un 
romadizo  ó  pechuguera  á  los  nuevamente  establecidos,  que  á  manera  de 
epidemia  fué  cundiendo  por  todos  y  empezaron  á  morir  algunos.  Túvose 
por  necesario  que  mudasen  de  aire  y  volviesen  á  sus  tierras  como  desea 
ban  y  pedían,  ofreciendo  venir  al  pueblo  acabada  la  epidemia. 

Cuando  cesó  la  peste,  reconvino  el  misionero  por  medio  de  un  mensa- 
jero al  cacique,  con  su  palabra,  pero  él  respondió  desde  sus  tierras,  que 
tenía  su  gente  mucho  miedo  al  sitio  primero,  que  se  resistía  á  salir,  y  que 
no  tenía  él  bastante  autoridad  ó  fuerza  para  ser  obedecido  y  reducirlos 
á  que  cumpliesen  lo  que  habían  prometido.  No  permitió  más  largas  el 
P.  Bastida,  que  sabía  muy  bien  por  la  experiencia  propia,  que  con  la  di- 
lación se  empeoraban  estos  negocios,  y  que  de  la  prontitud  dependía 
regularmente  el  acierto.  Hizo  luego  nuevo  viaje  en  persona  á  las  tierras 
de  Guanzamoya,  y  le  recibieron  los  indios  con  muchas  demostraciones 
de  alegría,  celebrando  su  venida  con  bailes  y  convites.  Hablóles  de  las 
salidas  de  sus  tierras,  que  era  el  motivo  del  viaje.  El  cacique  respondió 
por  todos,  que  estaban  dispuestos  á  salir  de  aquel  sitio  y  á  poblarse  en 
otro,  pero  no  en  el  de  San  José,  que  tan  mal  les  había  probado,  sino  en 
las  riberas  inmediatas  á  la  boca  del  río  Guayoya.  Que  en  este  paraje  que 
tenían  bien  registrado,  formarían  un  pueblo  aparte  y  más  numeroso 
ciertamente  que  el  de  San  José,  por  ser  más  crecida  su  parcialidad  que 
la  del  cacique  de  aquel  pueblo,  y  porque  se  le  irían  agregando  otras  par- 
cialidades confinantes,  no  poniéndolos  en  la  precisión  de  pasar  el  río. 

Hubo  de  ceder  á  la  dificultad  el  misionero,  y  por  no  malograr  la  gente 
con  un  empeño  porfiado  que  la  desazonaría  fácilmente,  convino  en  la- 
propuesta.  Salió  con  ellos  al  sitio  señalado,  y  hallándole  acomodado  para 
reducción,  dejó  á  Guanzamoya  algunos  de  sus  propios  indios  para  que  le 


Libro  VIII.— Capítulo  V  381 

ayudasen  á  desmontar  el  terreno,  y  se  volvió  á  su  pueblo.  El  cacique 
tomó  con  empeño  la  obra,  y  al  principio  del  año  42  pasó  á  llamar  al  pa- 
dre para  que  viese  ya  limpio  el  sitio  que  había  de  servir  de  pueblo,  for- 
madas algunas  casas  y  sembrados  los  campos.  Bajando  el  misionero,  ha- 
lló ser  verdad  cuanto  le  decía  el  cacique,  y  habiendo  reparado  en  la  mu- 
cha gente  que  le  salió  al  camino  deseando  con  ansia  tenerle  consigo,  con- 
cibió muy  buenas  esperanzas  de  tan  ventajosa  disposición.  Hizo  algunos 
bautismos  en  los  párvulos,  y  dio  al  pueblo  que  se  formaba  la  advocación 
de  Santa  María  de  Guayoya.  Con  esto,  dejando  animada  la  gente,  dio 
con  mucho  consuelo  de  su  alma  la  vuelta  al  pueblo  de  San  José.  La  si- 
tuación del  nuevo  establecimiento  se  tuvo  desde  los  principios  por  muy 
ventajosa  á  la  religión,  así  por  hallarse  en  el  centro  de  la  nación  de  los 
Encabellados,  como  por  tener  más  cercanas  que  ninguna  otra  nueva  re- 
ducción, otras  parcialidades  que  se  le  agregarían  fácilmente.  Fuera  de 
esto,  la  autoridad  del  cacique  era  bastante,  siendo  respetado  de  todos 
como  valiente  y  guerrero,  y  lo  que  más  importaba,  había  mostrado  ser 
fiel,  activo  y  eficaz  en  lo  que  prometía.  Por  estas  razones  procuró  el  pa- 
dre visitar  frecuentemente  á  los  Guayoyanos,  y  logró  con  este  fomento 
agregar  al  pueblo  muchos  indios  que  le  aumentaron  considerablemente. 
El  cacique  por  su  parte  cooperaba  muy  bien  al  sólido  establecimiento 
de  los  suyos,  pues  mantuvo  firme  la  reducción  en  las  revoluciones  y  al- 
borotos que  sobrevinieron  á  las  demás. 

Casi  cuando  Guanzamoya  formaba  su  pueblo  de  Santa  María  de  Gua- 
yoya, fundó  en  el  río  Guatiguay,  conocido  con  el  nombre  de  Alpayacu,  un 
pueblo  llamado  San  Juan,  otro  cacique  llamado  Paratoa.  Habíale  gana- 
do de  antemano  el  P.  Bastida  entrando  á  sus  tierras  distantes  de  San  José 
tres  días  de  navegación  y  dos  y  medio  de  travesía  por  monte.  Como  un 
año  después  de  la  primera  visita  del  misionero,  llegó  á  tener  Paratoa 
concluidas  las  casitas  en  la  boca  del  Alpayacu ;  pero  los  suyos,  por  una 
disensión  que  sobrevino,  como  poco  arraigados  en  el  nuevo  sitio,  le  aban- 
donaron y  se  retiraron  al  monte.  Sabida  la  inconstancia  de  los  Paratoas 
fué  volando  el  misionero  á  sus  antiguas  tierras,  sacóles  de  sus  escondri- 
jos y  trayéndolos  al  nuevo  pueblo,  se  mantuvieron  en  él  quietos  y  sin  al- 
teraciones. Tomó  tan  á  pechos  el  sacarlos  de  los  montes,  porque  aunque 
era  en  realidad  poco  numerosa  esta  parcialidad  y  no  había  en  el  contor- 
no otras  que  se  agregasen,  servirían  en  sus  tierras  de  refugio  y  seguridad 
á  los  reducidos  siempre  que  se  les  antojase  dejar  los  pueblos.  Además  de 
que  aseguraba  con  esta  gente  la  id^ea  de  irla  juntando  en  pueblo  aparte  y 
mantenerla  en  las  riberas  del  río,  hasta  que  hecha  al  uso  ventajoso  de  las 
canoas,  y  depuesta  la  común  aprensión  y  ordinaria  repugnancia  de  jun- 
tarse con  otras,  se  fuese  aficionando  á  las  conveniencias  de  reducción  y 
se  pudiese  agregar  sin  violenoia  ó  á  San  José  ó  al  pueblo  de  Santa  María. 

Más  embarazado  se  vio  el  misionero  con  otra  parcialidad  cuyo  caci- 
que Curazaba,  le  había  dado  muy  buenas  palabras  de  reducirse,  porque 
no  descubría  en  esta  gente  la  buena  inclinación  de  los  Guayoyanos  y 


382  MisioNKS  DEL  Marañón  Español 

Paratoas.  Querían  los  Curazabas  lograr  de  las  conveniencias  de  las  re- 
ducciones, pero  aferrados  á  sus  selvas  no  había  modo  de  salir  á  las  ori- 
llas del  río.  Decíales  el  misionero  que  era  imposible  juntar  las  dos  cosas 
y  tomaba  todas  las  medidíis  para  que  se  juntasen  á  algunos  de  los  pue- 
blos, prometiéndoles  muchas  ventajas.  Pero  ellos  se  negaban  siempre  á 
las  propuestas,  poniendo  por  primera  condición  para  poblarse,  el  no 
■salir  de  sus  tierras.  Viendo  el  misionero  que  estaban  inmobles  en  la  reso- 
lución de  no  menearse,  procuró  con  mucho  cuidado  que  entablasen  co- 
municación con  las  gentes  de  los  pueblos,  esperando  que  con  el  trato  y 
canvalaches  de  unos  y  otros  irían  cobrando  alguna  afición  á  vivir  fuera 
del  monte  y  dejando  el  genio  urafio  y  natural  hosco  que  mostraban.  Efec- 
tivamente, consiguió  con  este  medio  que  se  fuesen  desengañando  de  sus 
aprensiones,  pero  no  era  esto  lo  bastante  para  que  saliesen  adonde  que- 
ría el  misionero.  Fmalmente,  después  de  muchas  embajadas  y  regalos, 
conociendo  que  era  imposible  sacarlos  del  todo  de  sus  tierras,  á  la  orilla 
del  río,  convino  con  el  cacique  que  hiciese  un  pueblecito  medio  día  de 
camino  distante  del  de  San  José,  junto  á  un  riachuelo,  para  quitar  siquie- 
ra la  guarida  á  los  que  se  retiraban.  Dio  al  pueblecito  el  patronato  de 
Nuestra  Señora  de  los  Dolores,  que  después  se  trocó  en  el  nombre  de  la 
Soledad,  por  alusión  al  corto  número  de  habitadores.  Atendióles  con 
mucho  cuidado  en  lo  espiritual  y  logró  que  se  fueran  acomodando  á  los 
estilos  de  los  demás  pueblos,  y  despegados  ya  del  amor  de  las  selvas, 
con  que  habían  estado  tan  casados,  daban  esperanzas  de  juntarse  á 
otro  pueblo;  lo  que  se  hubiera  ejecutado  á  no  haber  sucedido  la  general 
desgracia  que  referiremos  en  el  año  44. 


CAPITULO  VI 

VISITA    QUE   HACE   EL   GOBERNADOR   TOLEDO   DE   LOS    PUEBLOS 
RECIENTEMENTE  FORMADOS  EN  LA  NACIÓN  ENCAjIELLADA 

Dos  fueron  las  razones  que  dieron  ocasión  á  la  visita  que  hizo  D.  Juan 
Antonio  Toledo,  capitán  general  de  Borja,  á  las  misiones  de  Mainas,  y 
muy  en  particular  de  las  reducciones  que  acababan  de  levantarse  en  las 
alturas  del  río  Ñapo.  La  una,  que  los  reverendos  padres  misioneros  de  los 
indios  Sucumbios  ó  del  Putumayo,  y  mejor  diremos,  en  su  nombre  un  reli- 
gioso lego  llamado  fray  José  Garrido  (que  pienso  ser  el  mismo  de  que  ha- 
blamos en  el  cap.  iv),  pretendió  introducirse,  en  el  año  antecedente,  como 
á  término  de  su  parte,  en  el  río  Aguarico,  alegando  que  pertenecía  al 
gobierno  de  Popayán,  y,  por  consiguiente,  á  su  Religión,  que  seguía  por 
«sta  parte  la  jurisdicción  de  aquella  provincia.  Ya  vimos  cómo  autorizaba 
á  los  misioneros  de  la  Compañía  una  Cédula  Real,  expedida  en  el  año  de 
1682,  en  que  se  ordenaba  á  la  Real  Audiencia  de  Quito  que  amparase  á 
la  Compañía  en  la  posesión  de  sus  empezadas  conquistas  hasta  el  día  de 


Libro  VIII.— Capítulo  VI  383 

la  fecha,  entre  las  cuales  era  una  la  de  este  partido  desde  los  años  de 
1611,  en  que  murió  á  manos  de  los  bárbaros  el  venerable  P.  Rafael  Fe- 
rrer,  y  declaraba  ser  de  la  jurisdicción  de  los  gobernadores  de  Borja  todos 
los  ríos  que  mediata  ó  inmediatamente  se  juntasen  con  el  Marañón  en 
aquellas  partes  donde  hubiesen  empezado  los  misioneros  sus  conquistas 
ó  en  lo  porvenir  las  adelantasen. 

En  virtud  de  esta  Real  Cédula,  tenían  ya  dadas  dos  provisiones  reales 
la  Audiencia  y  presidente  de  Quito,  la  una  en  el  año  1733,  y  la  otra  en  la 
de  1741,  con  que  amparaban  á  los  misioneros  de  la  Compañía  y  manda- 
ban á  los  misioneros  de  Sucumbios  que  cesasen  en  su  pretensión.  Así 
como  en  virtud  de  la  primera  provisión  habían  repetido  sin  tropiezo  los 
tenientes  y  gobernadores  de  Borja  sus  visitas  en  las  nuevas  misiones, 
quería  también  ahora  el  Sr.  Toledo,  en  virtud  de  la  segunda,  entrar  al 
río  Ñapo  como  á  territorio  de  su  jurisdicción,  para  que  no  se  pudiese  ale- 
gar en  contrario  prescripción  alguna  por  las  provincias  confinantes. 

La  segunda  razón  que  tuvo  el  gobernador  para  su  visita,  era  el  desvío 
y  distancia  de  los  pueblos  que  se  iban  fundando,  que  no  permitía  á  las 
gentes  el  que  viesen  el  gobierno  político  y  real  de  los  demás  pueblos  del 
Marañón  y  se  informasen  de  sus  prácticas  por  sus  ojos.  En  todo  se  pro- 
cedía como  en  misión  nueva,  y  como  los  padres  procuraban  establecer 
su  gobierno  espiritual  y  doméstico  en  el  método  de  los  del  Marañón,  quiso 
también  su  señoría  seguir  aquí  las  huellas  que  sus  antepasados  dejaron 
en  las  primeras  reducciones  de  aquel  río,  cuyas  memorias  se  conserva- 
ban y  había  leído  en  el  archivo  de  la  ciudad  de  Borja.  Fuera  de  esto, 
juzgaba  también  que  la  formalidad  y  acto  exterior  de  visita  ayudaría  no 
poco  á  la  reducción  de  unas  gentes  que  sólo  aprenden  por  lo  que  ven  ó 
les  entra  por  los  ojos  y  casi  nada  por  lo  que  oyen.  Así  que  esperaba  que 
quedaría  impresa  en  su  memoria  la  exterior  demostración  y  que  serviría 
de  mucho  para  la  obediencia  y  sujeción  necesaria. 

Estas  fueron  las  causas  que  movieron  al  gobernador  Toledo  para  pro- 
ceder de  un  modo  más  particular  y  con  demostraciones  exteriores  más 
solemnes  en  la  visita  de  los  pueblos  más  recientes  en  Ñapo  y  Aguarico. 
Pero  antes  de  subir  á  este  último  río  entró  con  el  P.  Carlos  Brentano  al 
río  Blanco,  donde  navegando  por  tres  días  y  encontrando  un  puente  y  ca- 
mino abierto,  tuvo  por  conveniente  seguirle,  y  llegó  á  una  casa  en  que 
fué  bien  recibido  por  llevar  un  buen  intérprete,  que  declaró  desde  luego 
fielmente  á  los  gentiles  las  buenas  intenciones  del  gobernador.  Dióse  lue- 
go por  amiga  la  gente  de  aquella  casa  y  de  otras  tres  que  no  estaban 
muy  distantes,  y  prometieron  todos  los  indios  descubiertos  (que  á  lo  que 
pienso  eran  Iquitos)  juntarse  en  un  sitio  y  formar  un  pueblecito.  Con  el 
socorro  de  nuestra  gente  se  hizo  luego  el  desmonte  á  la  orilla  del  río,  y  el 
gobernador  señaló  por  Patrón  del  pueblo  á  San  Sebastián  por  motivos 
que  tenía  para  ello;  el  P.  Brentano  bautizó  los  niños  y  niñas  y  á  una  niña 
india  adulta  con  raras  señales  de  predestinada. 

Consolado  el  gobernador  de  haber  tenido  parte  en  los  ministerios  de 


384  Misiones  del  Marañón  Español 

los  misioneros,  subió  con  mucho  gusto  por  el  Ñapo  hasta  la  boca  del  río 
Aguarico.  Siete  días  navegó  por  este  río  rompiendo  las  corrientes,  y  aun- 
que en  los  pueblos  que  iba  encontrando  en  sus  riberas  tomaba  posesión 
en  nombre  de  su  majestad  católica;  pero  quiso  que  todos  los  caciques 
concurriesen  al  pueblo  de  San  Estanislao,  que  por  su  bella  situación  y 
despejo,  le  prendó  y  agradó  más  que  ningún  otro,  para  ejecutar  aquel 
acto  con  mayor  aparato  y  solemnidad.  Y  á  la  verdad,  la  noble  y  genero- 
sa afabilidad  del  gobernador,  su  agrado  y  benevolencia  con  los  indios  en 
los  pocos  días  que  se  detuvo  con  ellos,  los  confirmó  en  la  resolución  de 
permanecer  en  los  pueblos,  cuyos  caciques  vinieron  con  mucha  voluntad 
al  sitio  señalado  para  la  posesión.  Cuando  todo  estaba  á  punto,  mandó 
el  gobernador  formar  á  la  gente  que  traía  consigo  en  las  canoas,  que  ha- 
ciendo de  marineros  en  el  río,  eran  su  tropa  miliciana  en  tierra.  Aunque 
no  cabía  mucha  formalidad  en  un  número  tan  corto  de  soldados  y  en 
países  taniretirados,  pero  nada  se  omitió  de  lo  que  se  pudo  hacer  en  las 
circunstancias  para  que  concibiesen  los  indios  el  respeto,  veneración  y 
obediencia  que  debían  tener  al  rey  católico,  en  cuyo  nombre  se  tomaba^ 
posesión  de  aquellas  tierras  y  cuyo  vasallaje  protestaban.  Ejecutóse  el 
acto  en  esta  forma. 

Mandó  el  gobernador  hacer  señal  para  que  todos  los  indios  de  la  ar- 
mada  tomasen  sus  armas  respectivas  y  seis  soldados  españoles  sus  fusi- 
les. Puestos  en  orden  comenzaron  á  marchar,  formando  dos  alas  con  dos 
banderas  correspondientes  á  dos  medias  compañías  de  arco,  flecha  y  es- 
tolica  la  una,  y  de  lanzas  y  dardos  la  otra.  En  cada  una  sonaban  cajas  y 
pífanos,  y  ocupaban  el  lugar  correspondiente  los  capitanes  y  sargentos 
con  sus  esportones  y  alabardas,  y  los  alféreces  con  sus  banderas.  El  sar- 
gento mayor  iba  á  la  frente  vestido  de  militar,  y  el  último  de  todos  el 
gobernador,  con  uniforme  lucido,  á  quien  hacían  la  corte  los  seis  solda- 
dos españoles,  tres  por  cada  lado,  con  sus  fusiles  al  hombro.  En  este  or- 
den llegaron  á  paso  militar,  grave  y  uniforme,  á  la  plazuela  que  corres- 
pondía á  la  puerta  de  la  iglesia.  Cesaron  cajas  y  pífanos,  y  quedando 
todos  en  pie,  puestos  en  dos  filas,  con  sus  armas  en  las  manos,  hizo  lla- 
mar el  gobernador  por  sus  propios  nombres  los  caciques  de  los  pue- 
blos, y  mandó  que  se  pusiesen  á  su  lado  en  medio  de  las  dos  compañías. 
Luego  fué  preguntando  á  cada  uno  en  particular  si  se  daba  por  amigo  de 
IOS  españoles  y  si  quería  reconocer  vasallaje  al  rey  de  España.  Los  ca- 
ciques, ya  prevenidos  del  P.  Martín  Iriarte,  su  misionero,  que  les  pro- 
ponía en  su  lengua  las  preguntas  del  Sr.  Toledo,  respondieron  á  uno  y 
otro  punto  que  sí  querían,  y  añadían  la  súplica  de  que  en  nombre  de  su 
majestad  los  tomase  debajo  de  la  protección  real.  Yo ,  prosiguió  el  go- 
bernador, en  nombre  de  raí  rey,  amo  y  señor,  os  tomo  debajo  de  su  real 
protección  y  os  recibo  por  vasallos  voluntarios  de  su  corona,  declarán- 
dome en  su  nombre  amigo  de  vuestros  amigos  y  enemigo  de  vuestros 
enemigos,  y  os  pido,  en  señal  de  fidelidad  que  tenga  fuerza  de  juramen- 
to, el  que  paséis  por  debajo  de  aquellas  banderas  y  volváis  á  poneros 


Libro  VIII.— Capítulo  VI  385 

delante  de  mí,  y  que  llevéis  á  bien  os  ponga  en  la  cabeza  este  bastón, 
que  es  la  insignia  que  me  autoriza  en  el  oficio  de  gobernador  de  estas 
tierras  por  S.  M.  Católica, 

Como  estaban  los  indios  bien  instruidos  y  oían  estas  intimaciones  en 
su  propia  lengua,  comenzaron  á  caminar  con  despejo,  acompañados  de 
los  soldados  españoles  y  con  pífanos  y  cajas  por  delante.  Al  llegar  á  las 
banderas  hicieron  su  acatamiento  como  á,  la  persona  del  rey,  y  los  ofi- 
ciales las  tremolaron  y  batieron  por  encima  de  las  cabezas  de  los  caci- 
ques, y  poniendo  en  ellas  el  asta  de  las  banderas,  las  recogieron.  Vuel- 
tos á  su  sitio  los  principales,  hicieron  reverencia  al  gobernador,  que  fué 
tocando  á  cada  uno  en  la  cabeza  descubierta  con  el  bastón  de  su  oficio. 
Hecha  esta  ceremonia  tendió  el  bastón  en  tierra,  y  tomando  un  puñado 
de  ella  la  esparció  por  las  cuatro  partes,  diciendo  por  tres  veces:  ¡Viva 
el  Rey!  A  la  última  respondió  toda  la  gente:  ¡Viva,  viva,  viva!  El  escri- 
bano tomó  luego  testimonio  en  forma  del  acto  de  posesión,  con  testigos 
y  juramentos,  y  fué  abrazando  á  cada  uno  de  los  caciques,  haciéndoles 
entender  lo  que  significaba  aquel  abrazo,  que  era  señal  de  amistad,  fe- 
licidad y  buena  correspondencia. 

Dio,  por  último,  nueva  señal  de  silencio  el  gobernador,  y  empezando 
por  el  más  antiguo,  fué  llamando  á  los  caciques,  y  como  iban  llegando, 
daba  á  cada  uno  el  bastón  que  tenía  prevenido,  diciendo  al  entregarlo: 
«En  adelante,  seréis  gobernador  de  vuestro  pueblo,  como  nombrado  por 
quien  tiene  potestad  para  ello.»  A  Zairaza,  cacique  de  San  Estanislao, 
indio  de  más  capacidad  que  los  demás,  no  solamente  le  hizo  gobernador 
particular  de  un  pueblo  como  á  los  otros,  pero  aun  le  señaló,  á  lo  que  pa- 
rece, por  su  teniente  en  todo  el  río  de  Aguarico,  con  superioridad  á  todos 
los  demás.  Concluida  la  ceremonia  y  hecha  la  señal  de  marchar,  dieron 
vuelta  al  pueblo  al  son  de  cajas  y  pífanos  hasta  llegar  otra  vez  á  la 
puerta  de  la  iglesia,  en  donde  á  la  gente  del  lugar  y  á  la  que  habla  ve- 
nido de  los  otros  pueblos,  hizo  el  misionero  un  razonamiento  breve  en  que 
le  explicó  lo  que  significaba  y  á  qué  se  dirigía  aquella  seria  función,  y  la- 
puso  delante  la  obligación  de  obedecer  al  rey  y  á  sus  ministros,  y  la 
fidelidad  que  debían  á  los  españoles.  Últimamente,  poniéndose  todos  de 
rodillas,  entonó  el  misionero  el  Alabado  en  vez  del  Te  Beum  laudamus,  que 
cantaron  según  costumbre;  y  acabado,  se  volvieron  con  el  mismo  orden 
con  que  habían  venido,  concluida  la  función  á  gusto  de  todos. 

Hizo  notable  eco  en  los  indios  asombrados  de  la  seriedad  de  los  espa- 
ñoles una  posesión  tan  respetable,  que  aunque  fuera  de  allí,  no  parece- 
ría de  la  mayor  solemnidad,  pero  para  ellos  fué  cosa  nunca  vista  por  la 
formalidad,  orden,  gravedad  y  circunstancias  con  que  se  ejecutó.  No  se 
olvidó  el  gobernador  antes  de  su  partida  de  encargarles  estrechamente 
la  sujeción  y  obediencia  á  los  padres  misioneros  que  en  su  ministerio  ser- 
vían al  mismo  Rey,  cuyos  vasallos  eran,  añadiendo  que  cualquier  insul- 
to, desacato  ó  atentado  contra  ellos,  sería  muy  desagradable  y  ofensivo 
á  S.  M.,  y  que  él,  como  ministro  suyo,  debería  castigarlo  al  paso  que  no 

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386  Misiones  del  Marañón  Español 

podía  menos  de  atender,  favorecer  y  fomentar  á  los  que  fuesen  rendidos, 
obedientes  y  sujetos.  Aunque  estos  órdenes  y  encargos  fueron  comunes 
en  todos  los  pueblos,  pero  en  el  de  San  Estanislao  tuvieron  por  entonces 
mejores  efectos,  porque  su  cacique,  como  más  despejado,  se  hizo  mejor 
cargo  de  ellos.  Su  valor  le  hacía  respetar  de  todos,  y  aun  los  del  monte, 
que  por  una  parte  temían  y  por  otro  le  atendían,  seguían  comúnmente 
sus  consejos.  Aprovechóse  de  la  superioridad  que  le  daban  sus  calidades 
y  empezó  á  convidar  á  los  más  tenaces  al  pueblo,  de  manera  que  en 
todo  este  año  de  42  agregó  á  su  reducción  varias  parcialidades  y  llega- 
rían todos  á  trescientas  personas,  si  él  mismo  no  detuviera  á  varias  fa- 
milias hasta  que  llegasen  á  sazón  las  sementeras  y  se  acabasen  de  for- 
mar las  casas  necesarias  para  una  habitación  desahogada. 


CAPITULO  VII 

REDUCE   EL   P.    MARTÍN  IRIARTE   Á   LOS   IQUiTOS   MARACANOS 

Era  ya  llegado  el  año  1743,  en  que  el  P.  Iriarte,  perdida  la  salud  en  las 
tierras  poco  sanas  de  los  Encabellados,  con  quienes  había  con  tanto  em- 
peño trabajado,  fué  señalado  de  los  superiores  por  misionero  de  los  indios 
Napeanos  y  su  partido,  á  fin  de  que  con  los  aires  más  puros  y  sanos  de  las 
cercanías  del  Marañón  reparase  las  fuerzas  perdidas  y  pudiese  continuar 
en  su  ministerio.  Dejamos  en  el  pueblo  de  San  Pablo  de  Napeanos  á  don 
José  Vahamonde,  á  cuyo  cargo  no  sólo  estaban  los  indios  de  esta  reduc- 
ción, sino  también  los  Iquitos  de  Santa  Bárbara  y  de  San  Juan  Nepomu- 
ceno,  que  él  mismo  por  medio  de  los  Yameos  había  reducido,  y  aunque  la 
entrada  hecha  á  los  Iquitos  Maracanos  había  sido  infructuosa  por  la  per- 
digonada casual  del  hermano  Bastiani,  pero  nunca  se  perdieron  las  espe- 
ranzas de  atraerlos  y  los  hubiera  sin  duda  reducido  D.  José  con  su  espe- 
ra, maña  y  pericia  de  la  lengua,  si  no  le  hubiera  sacado  el  superior  á 
San  Joaquín  de  Omaguas,  donde  bajo  la  dirección  del  P.  Adán  Vidman, 
misionero  de  mucho  espíritu  y  virtud,  debía  tener  el  noviciado  de  la 
Compañía  á  que  le  llamaba  el  cielo  para  que  prosiguiese  con  más  ardor  y 
celo  en  las  empresas  de  su  mayor  cariño. 

No  quiero  omitir  un  caso  bien  notable  que  sucedió  en  este  partido  poco 
antes  de  la  partida  de  nuestro  novicio  á  San  Joaquín,  para  que  se  vea 
cómo  el  cielo  le  ayudaba  bien  particularmente  en  el  cultivo  de  sus  indios 
infundiendo  terror  y  espanto  saludable  en  la  gente  con  quien  el  misionero 
era  todo  dulzura  y  suavidad.  Estaba  casado  con  una  mujer  Iquita  cierto 
Yameo,  el  cual,  por  no  sé  qué  disensiones  le  quitó  en  un  camino  cruel- 
mente la  vida,  no  sin  inñujo  ó  consentimiento  de  otros  de  su  misma  na- 
ción. No  era  fácil  que  el  misionero  castigase  tan  enorme  atentado  en  una 
gente  nueva  en  que  el  menor  asomo  de  castigo  sería  bastante  para  albo- 
rotarla. Pero  lo  que  no  podía  castigar  la  justicia  humana  lo  tomó  á  su 


Libro  VIII.— Capítulo  VII  387 

(Cargo  la  divina.  Salió  el  cielo  á  la  venganza  por  medio  de  las  fieras  que 
son  en  aquellas  tierras  los  ordinarios  ministros  de  su  ira.  Apenas  sucedió 
la  muerte  bárbara  de  la  pobre  Iquita,  cuando  un  horroroso  caimán  acó. 
metió  á  su  marido,  y  haciéndole  pedazos  se  engulló  buena  parte  de  su 
cuerpo.  Corrieron  otros  indios  en  seguimiento  del  fiero  animal,  que  cogido 
y  destripado,  les  hizo  reconocer  en  su  vientre  el  muslo  entero  con  su  me- 
dio calzón  de  bayeta  del  que  había  muerto  á  su  mujer.  No  lo  pasó  mejor 
el  que  había  aconsejado  la  muerte,  porque  sorprendiéndole  un  rabioso  ti- 
gre en  el  monte  le  quitó  también  en  pocos  momentos  la  vida  sin  que  le  va- 
liese el  glorioso  nombre  de  Nameacin,  que  quiere  decir  mata  tigres ,  por 
haber  muerto  una  de  estas  fieras  en  otro  tiempo.  Otros  indios  que  con- 
currieron en  alguna  manera  á  la  muerte  de  la  Iquita,  acabaron  en  breve 
sus  días,  y  uno  de  ellos  desde  el  atentado  quedó  marcado  con  unas  man- 
chas interpoladas,  ya  blancas,  ya  moradas. 

Espantada  la  gente  con  estos  castigos  de  la  justicia  divina  estaba  en 
buena  disposición  para  atender  á  la  doctrina  y  consejos  del  P.  Martín 
Iriarte,  que  llegado  á  aquel  partido,  aunque  enfermo  y  bien  quebrantado 
de  salud,  supo  aprovecharse  de  las  buenas  disposiciones  de  los  Napea- 
nos  é  Iquitos.  Amaestrado  con  la  experiencia  en  el  trato  con  gente  nue- 
va, la  adelantó  notablemente  en  la  doctrina  y  en  ios  usos  y  costumbres 
de  los  pueblos  antiguos.  No  contento  con  el  cultivo  de  los  tres  pueblos 
que  se  le  habían  encargado,  puso  los  ojos  en  la  reducción  de  los  Maraca- 
nos,  creyendo  podría  atraerlos  á  sus  paisanos  los  Iquitos  de  Santa  Bár- 
bara ó  á  lo  menos  persuadirlos  á  que  formasen  alguna  nueva  reducción 
en  sus  tierras.  Para  esta  su  empresa,  entendido  el  malogro  de  la  primera 
diligencia  en  atraerlos,  pensó  tomar  otro  modo  muy  diferente  del  que  se 
había  valido  Vahamonde  y  el  hermano  Bastiani  en  la  primera  tentativa. 
Este  se  redujo  á  cierta  especie  de  embajada  á  los  Maracanos,  por  medio 
de  un  Iquito  que  vivía  entre  los  Yameos,  bastantemente  civilizado,  de  más 
de  mediano  brío  para  emprender  el  viaje,  y  sobre  todo,  indio  fiel  y  de  co- 
razón incapaz  de  doblez,  trampa  ni  vileza.  Instruyóle  despacio  el  misio- 
nero, y  dándole  algunos  donecillos,  que  debía  repartir  con  prudencia  y 
juicio  entre  los  principales  gentiles,  le  despachó  sin  más  compañía  que 
la  de  su  mujer,  al  parecer  Maracaná,  prevenida  también  de  lo  que  debía 
tratar  y  aconsejar  á  su  nación.  Era  la  comisión  de  la  embajada  convidar 
á  los  Maracanos  con  la  paz,  darles  satisfacción  de  la  inconsideración 
primera  de  los  Yameos  que  entraron  de  tropel  en  la  casa,  y  declarar  la 
sinceridad  é  intención  del  misionero,  que  no  pretendía  otra  cosa  con  la 
amistad  que  hacerles  el  bien  que  pudiese,  darles  medios  para  vivir  con 
más  conveniencias,  y  sobre  todo,  enseñarles  el  camino  del  cielo  con  la 
instrucción  de  la  doctrina,  sin  cuya  noticia  serían  eternamente  infelices 
y  desdichados. 

Así  el  Iquito  como  su  mujer  se  hicieron  muy  bien  cargo  de  la  lección 
del  padre,  y  surtió  la  diligencia  todo  el  efecto  que  se  pretendía,  porque 
fué  bien  recibida  la  embajada,  creído  el  indio  en  cuanto  les  propuso,  y 


388  Misiones  del  Marañón  Español 

acogida  con  ansia  la  mujer  entre  las  de  su  sexo;  pero  lo  que  acabó  de 
rendir  los  corazones  ya  inclinados,  fueron  los  donecillos  y  regalos  que 
les  presentaron  de  parte  del  misionero,  como  por  muestra  de  su  amor.  La 
conclusión  del  negocio  vino  á  parar  en  que  el  Iquito,  después  de  bien  re- 
galado, diese  la  vuelta  á  los  Napeanos  con  un  hijo  muy  querido  del  caci- 
que, que  en  prueba  de  haber  sido  grata  la  embajada  á  su  gente,  y  en 
confirmación  de  la  amistad  que  quedaba  establecida,  venía  á  dar  razón 
por  su  padre  y  por  las  familias  que  le  seguían,  de  su  buen  ánimo  y  vo- 
luntad para  con  el  misionero,  y  á  suplicarle  que  fuese  él  mismo  á  verlos 
en  persona  á  sus  mismas  tierras,  y  á  decirles  lo  que  debían  ejecutar  para 
darle  gusto,  porque  estaban  resueltos  á  ser  amigos  de  los  del  río  Nanai,. 
en  cuyas  riberas  estaban  los  nuestros  establecidos. 

Llegado  el  hijo  del  cacique  al  pueblo  de  Napeanos,  donde  residía  el 
P.  Martín,  hizo  su  papel  de  enviado  de  la  parcialidad  Maracaná  con  des- 
pejo y  cierto  aire  de  superioridad.  Dio  primero  satisfacción  de  aquella  su 
pasada  arremetida,  á  que  habían  dado  ciertamente  ocasión  y  aun  causa 
los  Yameos,  y  aseguró  la  sinceridad  de  su  amistad  y  la  buena  disposición 
en  que  quedaban  los  suyos  conocida  la  verdad.  Después  hizo  cargo  á 
los  Yameos,  y  les  afeó  el  modo  incivil  con  que  entraron  en  la  casa,  siendo 
aquel  el  estilo  común,  como  no  ignoraban,  de  acometer  los  enemigos  ase- 
gurándoles que  hubieran  sido  bien  recibidos  si  no  hubieran  usado  de 
aquella  violencia.  Añadió,  por  último,  que  llegado  el  tiempo  de  echarlo 
todo  en  olvido,  pues  la  imprudencia  de  unos  pocos  no  debía  perjudicar  á 
las  buenas  intenciones  denlos  muchos,  su  padre,  él  mismo  y  toda  sugente^ 
deseaba  la  amistad  de  los  Napeanos,  verlos  en  sus  tierras  y  tratar  con 
ellos  sin  reserva  alguna  y  como  con  verdaderos  amigos.  A  tan  buenas  ra- 
zones correspondió  el  misionero,  gozosísimo  de  la  embajada,  y  trató  al 
Maracano  con  tal  cariño,  muestra  de  amor  y  benevolencia,  que  le  hicie- 
ron creer  la  verdad  de  sus  intenciones.  Lo  mismo  hicieron  los  del  pueblo,  y 
después  de  haberle  regalado  por  algunos  días  y  descansado  de  su  viaje, 
le  llevaron  á  sus  tierras  cargado  de  donecillos ,  habiéndole  dado  palabra 
el  P.  Martín  de  ir  cuanto  antes  á  visitar  á  su  padre  y  á  los  suyos. 

Aunque  no  podían  desearse  señales  más  ciertas  de  la  buena  disposi  - 
ción  de  los  indios  Maracanos,  tuvo  por  conveniente  el  P.  Iriarte  ir  á  visi- 
tarlos con  resguardo  de  defensa  para  cualquier  atentado  de  infidelidad 
que  debe  siempre  recelarse  en  tales  circunstancias.  Porque  si  en  las  na- 
ciones más  cultas  no  siempre  suele  ser  cabal  la  sujeción  y  subordinación 
á  los  legítimos  soberanos ,  ¿cuánto  es  más  de  temer  esta  falta  en  unas  tie- 
rras en  donde  los  caciques  gozan  de  una  sombra  de  autoridad  sobre  los 
que  voluntariamente  se  les  juntan  y  á  la  menor  desazón  se  retiran  de 
ellos?  Además  de  que  el  infierno,  temeroso  de  que  se  le  escape  la  presa^ 
suele  poner  impedimentos  á  las  buenas  intenciones  de  los  misioneros  por 
medio  de  algunos  indios  descontentos  á  quienes  instiga  y  enciende  contra 
las  determinaciones  acertadas  de  los  demás.  Por  estas  razones  y  otras 
varias  que  había  aprendido  el  padre  de  la  experiencia  propia ,  salió 


Libro  VIIL— Capítulo  VII  389 

acompañado  de  un  blanco,  sargento  mayor  de  Borja,  de  un  mozo  español 
y  de  cincuenta  indios  bien  prevenidos  de  armas.  En  breve  tiempo,  sabido 
ya  el  rumbo  cierto,  llegó  al  puerto  señalado  de  los  Maracanos  mismos 
para  la  visita ;  y  enviando  luego  por  el  intérprete  aviso  de  su  llegada  al 
cacique,  se  dejó  ver  éste  al  día  siguiente  con  un  golpe  considerable  de 
gente.  Venían  todos  los  indios  Maracanos  armados ,  si,  pero  con  señales 
de  paz  y  de  alegría,  según  sus  estilos  y  delante  de  todos,  como  quien  les 
venía  enseñando  el  camino  el  mismo  principal.  Siguiéronle  después  las 
mujeres  cargadas  de  un  refresco,  que  fué  bien  oportuno  á  los  huéspedes 
en  las  circunstancias. 

El  sargento  mayor  esperaba  á  los  Maracanos  con  alguna  reserva,  for- 
mada toda  su  gente  en  medio  círculo,  y  adelantándose  el  misionero  con  el 
intérprete  salió  á  recibir  al  cacique  y  á  convidarle  á  que  entrase  hasta 
el  centro  de  su  gente,  que  aunque  formada  y  cautelosa,  mostraba  también 
todas  las  señales  de  paz  y  de  amistad.  ¿Se  puede  entrar,  dijo  el  cacique, 
con  seguridad  y  sin  peligro?  Con  toda  seguridad  y  confianza,  respondió  el 
padre,  porque  los  míos  observan  solamente  sus  estilos,  y  sin  orden  mía 
ninguno  levantará  la  mano.  No  se  detuvo  más  el  principal,  y  clavadas 
en  tierra  las  lanzas  de  lo^  nuestros,  á  insinuación  del  misionero  fueron 
entrando  los  Maracanos  unos  tras  otros  hasta  donde  estaba  el  rancho  del 
padre.  Entonces  se  fué  deshaciendo  el  medio  círculo,  quedando  sólo 
apartados  de  trecho  en  trecho  algunos  centinelas  para  precaver  alguna 
invasión  repentina  que  pudiese  venir  al  descuido. 

En  esta  conferencia  quedó  ratificada  la  paz  y  confirmada  la  amistad 
entre  las  dos  naciones.  Estaban  contentísimos  los  Iquitos  y  no  mostraban 
menos  gusto  los  Napeanos.  El  misionero  daba  gracias  á  Dios  de  ver  á  los 
Maracanos  tan  rendidos;  y  hechos  algunos  bautismos  de  párvulos,  que  le 
ofrecieron,  consiguió  de  ellos  que  se  determinasen  á  formar  pueblo,  el 
cual  tuvo  desde  entonces  la  advocación  del  Corazón  de  Jesús  de  los  Ma- 
racanos. Dilatóse  su  formación  por  algunos  pocos  años,  por  ser  llamado 
en  el  año  siguiente,  como  veremos,  el  P.  Martín  Iriarte  á  negocios  más 
urgentes  de  la  misión  que  pedían  su  presencia.  Pareció  esta  una  casua- 
lidad, pero  el  cielo  se  valió  de  ella  para  que  fuese  como  fundador  de  los 
Iquitos  Maracanos,  el  que  lo  había  sido  de  los  Iquitos  de  Santa  Bárbara 
y  San  Juan  Nepomuceno.  Fué  éste  el  P.  José  Vahamonde,  que  acabado  el 
noviciado  y  destinado  al  partido  de  San  Pablo  de  Napeanos,  formalizó 
<3omo  á  los  años  de  48,  el  pueblo  de  los  Maracanos. 


390  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  VIII 

ES  NOMBRADO  EL  P.  FRANCISCO  REAL  PARA  EL  PARTIDO  DE   SAN  MIGUEL. 
DE  CIECOYA  Y  EMPIEZA  Á  TRABAJAR  CON  INFATIGABLE  CELO 

Sacado  por  sus  achaques  el  P.  Martín  Iriarte  de  las  misiones  del 
Aguarico  y  retirado  de  las  alturas  del  Ñapo,  era  necesario  para  la  direc- 
ción y  enseñanza  y  adelantamiento  de  tantos  pueblos  nuevos,  un  opera- 
rio cabal,  activo  y  celoso,  de  aguante  y  resistencia  en  climas  tan  destem- 
plados y  tan  poco  conformes  á  la  complexión  de  los  nacidos  fuera  de  él. 
Pusieron  los  superiores  los  ojos  en  el  P.  Francisco  Real,  uno  de  los  mi- 
sioneros de  mayor  celo  de  las  almas,  que  por  su  virtud  sólida,  aplicación 
constante,  florida  edad  y  entera  salud,  creían  ser  el  más  oportuno  y  como 
nacido  para  misiones  de  tanto  trabajo.  Llegó  este  varón  apostólico  en  el 
mes  de  Julio  de  1743  á  San  Miguel  de  Ciecoya,  residencia  del  misionero 
de  los  Encabellados,  y  haciéndose  luego  cargo  del  estado  del  pueblo  y 
de  los  muchos  anejos  más  ó  menos  distantes,  empezó  á  cuidar  de  todos 
con  grande  vigilancia,  esmerándose  principalmente  en  la  instrucción  de 
los  niños  y  de  las  niñas  que  suele  ser  el  fruto  más  seguro  en  las  reduccio- 
nes nuevas.  Mantenía,  sin  ceder  por  impedimento  que  ocurriese,  la  asis- 
tencia de  toda  la  gente  á  la  doctrina  cristiana,  y  empezó  á  introducir  el 
rosario  á  la  Santísima  Virgen  los  sábados  con  otras  prácticas  de  devo- 
ción usadas  en  los  pueblos  antiguos . 

Aunque  era  mucho  el  trabajo  del  P.  Real,  cuyos  cuidados  se  ex- 
tendían á  tantos  ríos  y  parajes,  se  le  dobló  la  fatiga  á  fines  del  mismo- 
año,  porque  sacado  á  Quito  el  P.  Miguel  Bastida,  misionero  de  San  José, 
hubo  de  cuidar  al  mismo  tiempo  de  este  pueblo  y  su  partido  mientras  lle- 
gase nuevo  sucesor  de  Bastida.  No  se  acobardó  con  tanto  peso;  repetía 
visitas  sin  reposar,  andaba  de  pueblo  en  pueblo;  pasaba  de  un  río  á  otro, 
y  en  todos  los  reducidos  promovía  con  buen  efecto  la  puntual  asistencia 
al  catecismo,  á  que  acudían  los  niños  todos  los  días  y  los  adultos  en  los 
días  señalados.  Hacía  la  doctrina  el  misionero  por  sí  mismo  en  el  pueblo 
donde  se  hallaba;  y  en  los  demás  llevaban  la  voz,  cantando  el  catecismo,, 
uno,  dos  ó  más  niños  bien  instruidos,  á  quienes  seguían  grandes  y  peque- 
ños, repitiendo  de  esta  manera  toda  la  doctrina . 

Llegó  poco  tiempo  después  al  pueblo  de  San  José  el  P.  Joaquín  Pie- 
tragrasa,  y  haciéndose  cargo  de  este  partido  le  redujo  el  padre  Real  al 
suyo  de  San  Miguel.  Como  la  residencia  era  más  continua,  añadió  á  las 
fatigas  comunes  de  mañana  y  tarde  otras  particulares  en  beneficio  de  la 
juventud  y  de  los  niños  que  le  robaban  el  corazón,  y  en  quienes  creía 
echar  con  mayor  solidez  y  con  mayor  esperanza  de  permanencia  los  fun- 
damentos'de  una  cristiandad  duradera.  Ideó  una  escuela  para  niños  y 
otra  para  niñas;  acudían  aquéllos  mañana  y  tarde  á  casa  de  su  misío- 


Libro  VIII.— Capítulo  IX  391 

ñero,  pero  éstas,  por  no  fatigarlo  demasiado,  solamente  por  la  tarde.  La 
lens^ua  general  del  Inga  era  el  ejercicio  común  á  todos  los  escolares  de 
uno  y  otro  sexo,  que  tanto  más  adelantaban  en  la  penetración  de  la  doc- 
trina cuanto  más  se  aventajaban  en  la  lengua.  Pero  á  los  niños  añadía 
otras  varias  lecciones  y  prácticas,  particularmente  sobre  el  uso,  manejo 
y  ejercicio  de  los  instrumentos  para  la  caza  y  pesca.  Servían  para  esto 
como  de  maestros  unos  mozos  de  los  más  hábiles  y  diestros  en  manejar  los 
instrumentos  que  por  sí  mismos  á  la  presencia  del  padre  dirigían  á  los  ni- 
ños, les  decían  la  postura  de  cuerpo,  el  modo  de  arrojar  las  flechas,  dis- 
poner y  tirar  el  anzuelo  y  todas  aquellas  menudencias  que,  bien  observa- 
das, suelen  hacer  felices  ó  afortunadas  las  cazas  y  pescas.  Fuera  de  estos 
ejercicios,  como  generales,  á  que  asistía  con  ternura  de  corazón  y  ale- 
grándose de  los  aciertos  de  aquella  edad  tierna,  destinó  unos  pocos  chicos 
más  despejados  y  de  mejor  pinta  para  que  aprendiesen  á  leer  y  escribir, 
tomando  por  sí  mismo  el  cuidado  y  oñcio  de  maestro  de  escuela. 

Entregado  en  estas  tareas  y  al  cuidado  de  adelantar  el  pueblo  en  las 
prácticas  de  la  misión,  no  estaba  olvidado  del  de  aumentar  el  número  del 
pueblo,  antes  andaba  pensando  en  hacer  entradas  al  monte  para  sacar 
de  los  cerros  unas  parcialidades  que,  ganadas  ya  por  su  antecesor,  no  se 
resistían,  á  lo  que  parecía,  á  salir  cuando  hubiese  en  el  pueblo  casas  en 
que  acomodarse  y  mantenimiento  con  que  sustentarse,  mientras  ellas  for- 
maban sus  habitaciones  y  prevenían  sus  sementeras.  En  estos  pensamien- 
tos andaba  el  P.  Francisco,  no  dudando  del  buen  éxito  de  sus  entradas,, 
cuando  un  mal  indio,  llamado  Curazaba  (diferente  del  cacique  del  pueblo- 
de  la  Soledad,  que  tenía,  como  vimos,  el  mismo  nombre),  insigne  embus- 
tero y  gran  forjador  de  patrañas,  urdió  una  tela  tejida  de  tantos  enredos 
y  embustes  y  mentiras,  que  turbó  el  sosiego  de  toda  la  gente,  fué  principia 
del  mayor  atentado  y  dio  punto  menos  que  al  través  con  todas  las  reduc- 
ciones de  los  Encabellados,  como  veremos  en  los  capítulos  siguientes. 


CAPITULO  IX 

MUERTE  GLORIOSA  DEL  P.  FRANCISCO  REAL  Á  MANOS  DEL  INDIO  CURA- 
ZABA Y  LE  ACOMPAÑAN  EN  LA  MUERTE  DOS  MOZOS  QUE  LE  AYUDABAN 
EN  EL  l'UEBLO. 

Pasando  por  el  pueblo  de  San  Miguel  el  teniente  de  Borja  D.  Matías 
de  Rioja,  y  noticioso  del  escándalo  que  en  él  daba  el  indio  Curazaba,  por 
su  poca  firmeza  en  la  reducción,  por  la  ninguna  asistencia  á  la  doctrina 
y  por  la  grande  repugnancia  en  concurrir  con  los  demás  á  las  obligacio- 
nes comunes,  le  reprendió  seriamente  y  en  público  de  sus  excesos,  ame- 
nazándole con  el  merecido  castigo  si  no  mudaba  de  conducta  y  le  halla- 
ba corregido  á  su  vuelta .  Confundido  el  indio  con  los  cargos  hechos  del 
teniente  en  presencia  de  los  demás,  quedó  extremamente  sentido  é  inte 


392  Misiones  del  Marañón  Español 

riormente  requemado.  Lejos  de  pensar  en  la  enmienda  empezó  á  desver- 
gonzarse con  el  cacique  mismo  Becoari  que  tenía  el  nombramiento  y  tí- 
tulo de  gobernador,  conferido  con  toda  solemnidad  por  D.  Juan  Antonio 
de  Toledo  en  la  visita  que  había  hecho  de  todo  este  partido.  Aconsejaba 
el  misionero  á  Curazaba  que  se  moderase  y  repetidas  veces  le  exhortaba 
con  las  palabras  más  blandas  y  cariñosas  que  viniese  como  los  demás  á 
la  doctrina  y  que  respetase  al  que  tenia  las  veces  del  rey  católico  á 
quien  voluntariamente  se  había  sujetado.  El  mismo  cacique  Becoari  con 
tener  contra  él  tantos  motivos  de  disgusto,  olvidado  de  las  razones  de  re- 
sentimiento procuraba  ponerle  en  razón  de  todos  los  modos  que  podía. 
Pero  eran  inútiles  los  esfuerzos  de  uno  y  otro,  que  viéndole  terco  y  obsti- 
nado en  su  proceder  y  que  no  haciendo  caso  de  los  consejos  razonables, 
todo  lo  despreciaba  y  por  todo  atropellaba,  le  recordaron,  por  último,  las 
amenazas  del  teniente  asegurándole  que  volvería  presto  por  el  pueblo, 
para  que  ya  que  la  razón  y  buen  ejemplo  no  le  movía,  le  contuviese  á  lo 
menos  el  miedo  del  castigo. 

A  un  hombre  ciego  y  furioso  públicamente  avergonzado  que  no  hace 
caso  de  la  vergüenza,  empacho  ni  pundonor,  no  se  le  doblará  ni  por  bien 
ni  por  mal.  El  mismo  se  precipitará  sin  que  ninguno  pueda  detenerle.  La 
resulta  de  los  saludables  consejos  que  le  daba  el  padre  y  el  gobernador, 
fué  que  Curazaba  tratase  de  escapar  al  monte  con  toda  su  familia.  Quiso 
disimular  la  retirada  con  el  pretexto  de  un  puro  paseo  con  apariencias 
de  que  volvería;  mas  no  pudo  encubrir  su  verdadera  determinación  de 
manera  que  un  niño  de  la  escuela  no  descubriese  las  diligencias  y  pre- 
venciones qne  hacia  para  llevar  la  familia.  Como  esta  gente  inocente,  es 
siempre  fiel  al  misionero  y  entra  con  celo  en  las  ideas  de  su  maestro,  fué 
volando  al  misionero  y  le  avisó  de  la  resolución  cierta  de  Curazaba.  Pro- 
curó el  padre  disuadirle  con  todos  los  modos  que  supo  y  pudo  el  viaje; 
pero  como  nada  hiciese  mella  en  aquel  duro  corazón,  se  determinó  á  qui- 
tarle la  herramienta  que  le  había  dado,  advirtiendo  que  no  se  le  dejaba 
el  instrumento  por  querer  retirarse  al  monte;  pero  que  se  le  volvería  á 
dar  después  de  pocos  días,  si  en  ellos  daba  pruebas  de  desistir  de  su  in- 
tento. 

De  este  hecho  que  ya  con  otros  se  había  practicado  sin  novedad  ni 
peligro,  antes  con  el  buen  efecto  de  la  detención  en  el  pueblo,  por  el  in- 
terés de  la  herramienta,  tomó  ocasión  el  malvado  para  alborotar  de 
nuevo  la  gente.  Urdió  un  pretexto  ó  un  tejido  de  embustes  con  el  desig- 
nio de  malquistar  al  padre  con  los  indios  del  pueblo,  y  atizando  el  demo- 
nio sa  fantasía,  comenzó  por  la  escuela  de  niños  y  niñas  que  se  había  es- 
tablecido con  tanto  fruto  de  esta  edad  tierna.  ¿Hasta  cuándo,  decía  ásus 
paisanos,  habéis  de  vivir  ciegos  sin  caer  en  cuenta  de  las  cosas  que  pasan 
por  vuestros  mismos  ojos?  ¿Decidme,  si  lo  sabéis,  por  qué  se  esfuerza  el 
misionero  á  tener  juntos  en  su  casa  mañana  y  tarde  niños  y  niñas,  y  esto 
con  tal  empeño  y  porfía,  que  no  se  disimula  la  falta  de  un  día  solo?  Diréis 
que  para  que  aprendan  la  lengua  del  Inga.  ¡Ah,  pobre  gente!,  paráis  en 


Libro  VIH.— Capítulo  IX  393 

esto  y  no  proseguís  adelante  con  vuestro  discurso  ni  alcanzáis  á  prever 
las  consecuencias  funestas.  Tened  por  cierto  que  el  tener  junta  tanta 
gente  moza  consigo,  no  lo  hace  sin  mala  intención;  quiere  acostumbrarla 
á  tenerla  en  su  casa  para  entregarla  más  fácilmente  al  teniente  cuando 
baje  del  Ñapo.  Para  esto  mismo  la  enseña  la  lengua  del  Inga,  porque  sa- 
bido este  idioma  se  aprovecharán  de  ella  con  más  ventajas  los  españo- 
les. Abrid  los  ojos  y  sacudid  las  cataratas  que  no  os  dejan  ver  las  cosas 
más  claras  que  la  luz  del  mediodía. 

Viendo  Curazaba  que  prendía  la  plática  en  la  gente  y  que  se  iba  po- 
niendo ya  de  su  parte,  pasó  á  pintarla  otro  peligro  que  llamaba  inmi- 
nente. Acordó  á  los  nidios  las  amenazas  que  le  había  hecho  el  teniente,  y 
añadió  que  aunque  era  verdad  que  á  él  sólo  se  habían  enderezado,  de- 
bían conocer  ellos  mismos  sino  eran  tontos,  que  hablaban  con  todos,  pues 
todos  eran  culpados,  unos  por  una  cosa  y  otros  por  otra.  Hízoles  creíble 
este  su  pensamiento,  poniéndoles  delante  el  misterio  de  las  muchas  ca- 
noas que  bogaban  por  el  río  y  que  nunca  se  habían  visto  cruzar  en  tanto 
número  como  se  descubrían  al  presente.  «Ya  se  yo,  decía,  que  el  padre 
ha  echado  la  voz  de  que  vienen  estas  embarcaciones  para  conducir  á  su 
provincial  que  quiere  visitar  la  misión;  pero  es  muy  astuto  para  que  le 
falte  pretexto  con  que  cubrir  sus  intenciones.  Parécele  que  así  tendrá  la 
gente  quieta  y  sosegada  sin  que  piense  en  prevenir  el  golpe;  pero  tengo 
muy  bien  averiguado  que  el  teniente  mismo  pasa  con  las  canoas  á  la  ciu- 
dad de  Archidona  para  recoger  españoles  y  blancos  y  bajar  al  castigo 
de  unos  y  á  recoger  á  otros.» 

Con  tan  maliciosos  chismes  se  fué  alborotando  más  la  gente  del  pueblo, 
y  como  inclinada  por  genio  á  sospechar  de  todo,  y  entrar  luego  en  descon- 
fianza por  apariencias  ligeras,  iba  dando  crédito  á  las  invenciones  de  Cu- 
razaba  y  creciendo  el  enredo.  Hacíanse  ya  de  día  y  de  noche  juntasy  con- 
ciliábulos de  sublevación  y  motín:  de  esto  trataban  en  el  pueblo  y  no  ha- 
blaban de  otra  cosa  en  sus  campos  y  sembrados,  celebrando  muchos  á 
Curazaba  como  á  un  hombre  de  singular  penetración  y  de  fino  discerni- 
miento, que  con  su  grande  perspicacia  les  había  revelado  tantos  ocultos 
misterios.  Pero  con  saber  la  mayor  parte  de  los  indios  que  se  maquinaba 
ya  contra  la  vida  del  misionero,  se  mantuvo  la  cosa  como  en  secreto  por 
algunos  días,  hasta  que  en  la  víspera  del  día  determinado  para  la  suble- 
vación, una  india  cristiana  dio  aviso  á  un  mocito  intérprete  para  que 
diese  cuanto  antes  parte  al  P.  Francisco  de  lo  que  se  tramaba  contra  su 
vida.  Hízolo  prontamente  el  intérprete,  y  con  asegurar  lo  mismo  otro 
niño  de  los  que  vivían  en  casa  con  el  padre,  éste  lo  despreció  todo  como 
amenaza  vana  que  tal  vez  hace  algún  indio,  que  corra  sin  motivo  ni  fun- 
damento. Todo  lo  teme  un  corazón  pequeño  y  no  da  un  paso  arriesgado 
sin  miedo  la  mala  conciencia;  pero  las  almas  grandes  curan  bien  poco  de 
las  amenazas,  y  la  buena  conciencia  dicta  seguridad  en  los  mayores 
apuros,  porque  sabe  muy  bien  que  cuanto  sucediese  al  justo,  lo  conver- 
tirá el  Señor  en  bien  y  provecho  suyo.  Así  le  sucedió  al  misionero  de  San. 


394  Misiones  del  Marañón  Español 

Mig-uel,  á  quien  mucho  mayor  bien  espiritual  y  gloria  le  trajo  la  sorpresa 
de  los  indios  que  le  hubiera  traido  el  prevenirlos. 

El  día  4  de  Enero  del  año  1744,  á  poco  más  de  media  hora  de  haber 
anochecido,  cercaron  unos  indios  con  disimulo  la"  casa  del  P.  Francisco 
y  otros  con  la  misma  sagacidad  rodearon  la  cocina  que  servía  de  escuela 
ó  seminario.  Hecha  esta  primera  diligencia,  entraron  cuatro  de  los  más 
atrevidos  en  el  cuarto  del  padre  y  se  acercaron  á  él  con  apariencias  de 
querer  hablarle  de  asuntos  indiferentes.  Iba  por  capitán  de  todos  el  autor 
de  los  embustes  y  causa  de  la  sublevación,  Curazaba,  que  llevando  muy 
oculta  una  terrible  macana,  ocupó  el  sitio  más  á  propósito  para  asegurar 
bien  el  golpe  que  meditaba  sobre  la  cabeza  del  misionero.  Hallábase 
éste  á  la  sazón  algo  incomodado,  sentado  en  su  camilla  y  con  el  rosario 
de  nuestra  Señora  en  la  mano.  De  esta  manera  pudieron  cercarle  á  su 
gusto  por  no  perder  el  lance ,  y  entretanto  hablaban  algunas  palabras 
disimulando  la  traición.  Respondíales  el  padre  con  agrado  sin  temer  ni 
sospechar  cosa  alguna,  cuando  Curazaba,  asegurado  de  la  oportunidad 
del  sitio  en  que  se  hallaba,  saca  prontamente  su  macana  y  descarga  un 
fiero  golpe  en  las  sienes  del  bendito  padre,  que  cayó  en  tierra  con  el  nom- 
bre de  Jesús  á  medio  pronunciar.  Al  ruido  del  golpe,  que  fué  tremendo  é 
hizo  estremecer  la  casa,  acudió  corriendo  un  buen  mozo  español  llamado 
Domingo,  y  abrazándose  estrechamente  con  el  sacrilego  indio  que  iba  á 
repetir  el  segundo  golpe,  le  embarazó  la  ejecución.  Mas  entrando  de 
nuevo  otros  compañeros  de  Curazaba,  unos  atravesaron  á  lanzadas  al 
español  y  otros  acabaron  de  matar  con  tres  lanzadas  al  santo  misionero, 
que  estaba  ofreciendo  su  vida  en  holocausto  por  sus  enemigos- 

Los  demás  indios  que  cercaban  la  cocina  embistieron  á  D.  Juanico 
Ibarra  (que  á  lo  que  pienso  era  ó  algún  mestizo  ó  algún  indio  de  las  mi- 
siones antiguas  que  ayudaba  al  misionero),  y  aunque  á  los  principios 
pudo  hurtar  el  cuerpo  á  las  primeras  lanzas,  pero  al  fin  herido  con  otra 
de  los  que  sobrevinieron,  se  encaró  con  los  agresores  y  les  dijo:  «¿Por 
qué  me  queréis  matar?  ¿Qué  daño  os  he  hecho  yo?  Dejadme  con  vida, 
pues  sabéis  que  os  he  querido.»  «No  has  de  quedar  con  vida,  respondie- 
ron los  ingratos,  una  vez  que  ha  muerto  el  padre,  porque  tú  has  de  avi- 
sar á  los  cristianos»;  y  diciendo  esto,  le  clavaron  una  lanza  en  el  pecho  y 
le  precipitaron  por  un  barranco. 

Ejecutadas  con  tanta  crueldad  estas  muertes,  saquearon  las  pocas 
alhajas  y  cosillas  que  se  hallaban  en  la  casa  pobre  del  misionero,  y  pro- 
fanaron los  ornamentos  de  la  iglesia,  tomando  cada  uno  lo  que  pudo 
haber  á  la  mano.  Bien  que  después  de  hechas  pedazos  las  cajas  en  que  se 
prometían  encontrar  mucho  se  hallaron  burlados  y  sin  topar  con  lo  que 
pensaban.  Esta  fué  la  primera  lección  de  desengaño  entre  los  muchos 
que  experimentaron  después.  Pero  no  estaban  entonces  para  hacer  re- 
flexiones de  arrepentimiento  poseídos  del  furor  y  rabia  que  les  agitaba. 
Las  mujeres,  como  más  piadosas  en  semejantes  estragos,  lloraban  y  da- 
ban gritos  al  cielo  clamando  que  por  la  malignidad  y  codicia  de  uno  abo- 


Libro  VIII.— Capítulo  X  395 

rrecido  antes  del  pueblo,  se  perdían  todos.  Pero  los  agresores  prosiguie- 
ron adelante  en  sus  intentos;  después  del  saqueo  dieron  fuego  á  las  casas 
y  al  lugar.  Corrió  también  la  voz  que  habían  hecho  lo  mismo  con  la  casa 
del  misionero  y  que  habían  reducido  á  cenizas  su  cadáver;  pero  la  ver- 
dad fué  que  este  segundo  incendio  le  causaron,- los  indios  del  pueblo  de 
San  José,  porque  teniendo  noticia  de  la  desgracia  sucedida  en  San  Mi- 
guel, el  P.  Pietragrasa  envió  prontamente  algunos  de  su  pueblo  para 
que  enterrasen  los  cadáveres,  y  ellos,  por  su  natural  melindre  y  por  el 
asco  que  afectan  tener  á  todo  cuerpo  muerto  de  los  que  no  son  de  su  na- 
ción, pegaron  fuego  á  la  casa  en  que  yacían  los  cadáveres,  para  que  sin 
tocarlos  se  quemasen  en  la  casa  misma .  Volvieron  después  muy  serenos 
á  su  pueblo,  y  como  prácticos  en  disimular  y  diestros  sobremanera  en 
fingir,  encajaron  á  su  misionero  que  todo  se  había  hecho  puntualmente 
como  se  les  había  mandado.  Tres  meses  después  del  atentado  de  Cura- 
zaba,  pasó  por  el  que  había  sido  pueblo  de  San  Miguel  D.  Francisco  Ma- 
nelro,  caballero  flamenco,  de  quien  hablaremos  en  su  lugar  en  esta  his- 
toria; y  recogiendo  los  huesos  del  P.  Francisco  Real  y  de  su  mozo  Do- 
mingo, los  llevó  consigo  al  pueblo  de  San  José,  donde  les  dio  sepultura 
eclesiástica  el  P.  Pietragrasa.  Fueron  también  sepultados  al  lado  de  los 
mismos  los  de  D.  Juanico  Ibarra,  que  se  encontraron  poco  después.  De 
esta  manera  recogió  un  mismo  sepulcro  á  los  que  no  había  separado  la 
causa  de  la  muerte. 


CAPITULO  X 

RESULTAS  DE  LA  MUERTE  DEL  P.    FRANCISCO   REAL 

Después  del  atentado  sangriento  que  acabamos  de  referir,  temiendo 
los  indios  de  San  Miguel  el  merecido  castigo,  escaparon  al  monte  presu- 
rosos. No  hubiera  sido  esta  fuga  tan  sensible  si  no  se  hubiera  extendido  el 
contagio  por  los  demás  pueblos,  Pero  por  desgracia  cundió  por  ellos,  de 
manera  que  casi  inficionó  toda  la  masa  de  los  Encabellados.  Apenas  se 
supo  en  las  demás  reducciones  la  muerte  cruel  y  violenta  del  P.  Real^ 
cuando  la  mayor  parte  de  la  gente  del  partido  se  retiró  á  sus  tierras  an- 
tiguas pensando  hallarse  en  seguro  con  la  espesura  de  los  bosques,  Dos 
cosas  concurrieron  á  esta  retirada.  La  primera  fué  un  terror  pánico  que 
se  apoderó  de  los  pueblos,  dando  por  cierto,  como  les  dictaba  su  genio 
tímido,  pusilánime  y  suspicaz,  que  serían  envueltos  en  el  castigo.  La  se- 
gunda, una  de  las  persuasiones  continuas  de  los  agresores,  empeñados  en 
hacer  gente,  porque  juzgaban  salir  tanto  mejor  librados  cuanto  fuese 
mayor  el  número  de  los  retirados.         ♦ 

Huyeron  los  indios  del  pueblo  del  Nombre  de  Jesús,  aunque  por  buena 
ventura  ni  quemaron  la  iglesia  ni  dieron  fuego  á  sus  casas,  que  se  tuvo 


396  Misiones  del  Marañón  Español 

por  buena  señal  y  que  daba  alguna  esperanza  de  la  vuelta.  Escaparon 
los  de  San  Pedro,  porque  si  bien  el  cacique  Vencanevi  se  había  negado 
al  convite  que  le  hicieron  de  entrar  á  la  parte  en  la  muerte  del  P.  Real, 
j  desaprobaba  la  conjura;  pero  una  vez  ejecutada  la  muerte,  comenzó  á 
temer  fuertemente  y  se  retiró  al  monte  rendido  al  temor  de  ser  castigado 
de  los  cristianos.  Desaparecieron  á  poco  tiempo  los  indios  de  la  Soledad 
de  María,  los  de  Santa  Teresa  y  los  del  Corazón  de  María .  No  se  supo 
desde  entonces  dónde  habían  ido  á  parar  los  indios  del  pueblo  de  los  Már- 
tires del  Japón,  ni  por  diligencias  que  se  hicieron  se  adquirió  noticia  al- 
guna de  ellos.  El  cacique  Zairaza  estuvo  balanceando  y  como  entre  dos 
aguas  por  algún  tiempo.  Conocía,  por  una  parte,  su  inocencia,  que  le  ani- 
maba á  quedarse  y  mantener  su  pueblo  de  San  Estanislao,  pero  se  le 
avivaba  por  otra  el  peligro  inminente  de  ser  castigado.  Cuando  estaba 
así  batallando  consigo  mismo,  llegó,  por  desgracia,  á  hablar  con  Zairaza 
un  indio  del  Nombre  de  Jesús,  llamado  Encenevi,  que  le  ponderó  con 
eficacia  el  mucho  peligro  en  que  vivía  después  de  muerto  por  ellos  mismos 
el  misionero  común,  y  que  no  era  de  presumir  la  muerte  del  padre  sin 
consentimiento  de  toda  la  nación  que  á  toda  ella  la  tendrían  por  culpada, 
y,  por  consiguiente,  sería  toda  ella  castigada;  que  el  consejo  saludable 
y  el  único  en  las  circunstancias,  era  el  prevenir  el  golpe  y  ponerse  en 
seguro  de  la  fuerza  de  los  españoles.  En  esta  plática,  hizo  reflexión  Zai- 
raza, para  daño  suyo,  de  la  solemne  posesión  del  gobernador  Toledo,  y 
acordándose  de  los  encargos  que  le  había  hecho  á  él  mismo  en  particular, 
como  á  teniente  del  río  Aguarico,  se  dejó  precipitar  de  un  terror  pánico, 
y  casi  sin  libertad,  se  determinó  á  ocultarse  en  el  monte  con  su  gente, 
dando  fuego  á  las  casas  del  pueblo  para  nunca  más  volver.  Estas  fueron 
las  tristes  resultas  del  atrevimiento  de  Curazaba,  que  de  un  solo  golpe 
arruinó  hasta  oclio  pueblos  y  cortó  las  esperanzas  que  se  tenían  de  una 
delicada  y  floreciente  cristiandad  en  la  provincia  de  los  Encabellados. 
Entre  tantas  desg'racias  fué  de  algún  consuelo  á  los  misioneros  la  fir- 
meza que  experimentaron  en  otros  pueblos  del  mismo  partido  que  por 
asaltos  y  solicitaciones  que  les  hicieron  se  mantuvieron  firmes  y  constan- 
tes en  sus  puestos,  creyendo  que  por  la  culpa  y  temeridad  de  unos  pocos, 
no  serían  castigados  los  que  no  habían  tenido  parte  en  el  delito.  Ayudó 
mucho  á  su  firmeza  la  diligencia  del  P.  Joaquín  Pietragrasa,  que  no  sólo 
mantuvo  quietos  á  los  indios  de  su  pueblo  de  San  José,  sino  procuró  qui- 
tar de  todas  las  maneras  el  miedo  y  temor  á  los  demás.  A  esta  deligen- 
cia  y  á  la  índole  de  la  gente  más  pacífica  se  debió  la  subsistencia  de  los  de 
San  Luis  Gonzaga,  de  los  de  San  Bartolomé  de  Necoya  y  de  los  deSan  Juan 
de  Paratoas .  El  pueblo  de  Santa  María  de  Cuayoya  dio  en  esta  ocasión 
un  ejemplo  señalado  de  constancia,  porque  el  cacique Guanzamoya  man- 
tuvo por  sí  mismo  quieta  toda  su  gente  sin  querer  siquiera  oír  á  los  que 
pretendían  atraer  á  la  sublevación  el  pueblo.  Así  que  de  trece  pueblos 
de  la  nación  Encabellada  faltaron  ocho  después  de  la  muerte  violenta  de 
su  misionero  y  quedaron  sólo  cinco,  en  la  realidad  poco  numerosos,  pero 


Libro  VIII.— Capítulo  X  397 

que  habiendo  estado  firmes  en  la  prueba  daban  esperanzas  fundadas  de 
su  duración. 

Informado  el  presidente  de  Quito  de  todo  lo  sucedido  en  el  pueblo  de 
San  Miguel  y  del  daño  casi  irreparable  de  los  demás,  dio  la  comisión  del 
castigo  de  los  culpados  y  cabezas  al  gobernador  de  Avila  y  de  Archido- 
na  con  facultad  de  juntar  indios  y  de  obligar  á  algunos  mestizos  á  la  eje- 
cución. El  viaje  se  difirió  como  suele  suceder  frecuentemente,  por  varios 
pretextos,  y  dio  lugar  á  los  agresores  á  que  se  escondiesen  y  pusiesen  en 
salvo,  á  lo  que  pensaban.  Pero  sino  cayeron  en  manos  de  la  justicia  hu- 
mana débil  y  flaca  en  aquellos  parajes  retirados,  no  pudieron  escapar  de 
la  divina,  que  tiene  el  brazo  más  largo  y  poderoso.  Esta  la  experimen- 
taron en  varias  maneras  los  que  ejecutaron  ó  tuvieron  parte  en  las 
muertes,  que  ocasionaron  tantos  daños  en  su  gente. 

La  primera  señal  de  la  justicia  divina  fué  no  hallar  aquellos  perver- 
sos alguna  acogida  entre  sus  antiguos  amigos,  que  luego  que  asomaron  á 
sus  casas,  de  común  consentimiento  los  amenazaron  con  la  muerte  si  no 
se  retiraban.  Con  esto  los  infelices  volvieron  pie  atrás  muy  recelosos  de 
que  debiendo  temer  de  todos  fácilmente  les  quitarían  la  vida  si  no  vivían 
muy  prevenidos.  La  segunda  fué  no  hallar  ningún  socorro,  mantenimien- 
to ni  comida  en  sus  antiguas  tierras,  en  donde  son  tan  comunes  las  chon- 
tas que  vienen  de  suyo  sin  cultivo  y  sirven  de  alimento  á  los  naturales. 
Pero  en  aquel  año  no  habían  llevado  fruto  estas  palmas,  con  novedad 
tan  rara,  que  no  se  acordaban  los  nacidos  haber  sucedido  jamás  una  este- 
rilidad tan  extraordinaria.  La  tercera,  que  las  parcialidades  confinantes 
que  les  visitaban  cuando  estaban  poblados  y  les  servían  á  tiempo  por  el 
interés  y  canvalache  de  algunas  cosillas  que  les  daba  en  el  pueblo  el 
misionero,  ahora  se  declararon  enemigos  capitales  matando  á  cuantos 
podían  haber  á  las  manos  y  no  permitiendo  que  llegasen  impunemente  á 
sus  cercanías.  De  donde  nació  que  cayeron  en  tanta  miseria,  necesidad 
y  falta  de  todo  lo  necesario  para  la  vida,  que  muñéndose  los  párvulos 
apenas  pudieron  conservar  la  vida  los  adultos,  sustentándose  de  raíces  y 
frutas  silvestres  que  ni  en  su  misma  gentilidad  comían  ni  probaban. 

Estos  castigos  de  la  justicia  divina  fueron  como  generales  y  comunes 
á  toda  la  gente  retirada.  Otros  se  observaron  más  particulares  y  visibles 
en  los  más  culpados.  El  cacique  de  San  Miguel,  que  concurrió  bien  inme- 
diatamente á  la  muerte  del  misionero,  á  pocos  días  de  haber  llegado  á 
sus  tierras  enfermó  gravemente,  padeciendo  terribles  congojas  por  algu- 
nos días  con  alguna  inquietud  y  desasosiego.  Causaba  grima  á  los  demás 
verle  tan  rabioso,  y  más  cuando  lleno  de  furor  y  despecho  murió  con  to- 
das las  señales  y  visajes  de  un  condenado.  Su  mujer  y  familia  quedaron 
repitiendo:  «Dios  se  ha  enojado  con  él  por  la  muerte  del  padre.»  Curaza- 
ba,  causa  y  autor  de  la  sublevación,  y  que  había  descargado  impíamen- 
te contra  el  misionero  el  macanazo,  hallándose  en  una  choza  del  monte, 
vestido  de  un  alba  que  había  negociado  en  el  tumulto,  ceñido  con  un  be- 
juco y  envuelta  la  cabeza  con  una  estola,  fué  cercado  en  día  claro  de 


398  Misiones  del  Marañón  Español 

unos  gentiles  y  uno  de  sus  mayores  amigos  le  partió  la  cabeza  de  un  ha- 
chazo; los  compañeros  dieron  también  la  muerte  á  su  mujer  y  á  otros 
adultos,  reservando  con  vida  á  unos  muchachos  y  muchachas  que  lleva- 
ron á  vender  á  los  Sucumbios.  No  escapó  con  la  vida  el  que  dio  la  muerte 
á  Juanico  Ibarra,  porque  vino  á  morir  el  malvado  á  manos  de  los  indios 
del  pueblo  del  Nombre  de  María.  Finalmente,  se  supo  después  que  ha- 
bían sido  muertos  á  lanzadas  los  que  mataron  al  mozo  Domingo,  y  dieron 
de  lanzadas  al  padre  derribado  en  el  suelo.  En  suma,  aquella  infeliz  gen- 
te se  vio  precisada  á  vaguear  sin  hallar  donde  poder  hacer  asiento,  per- 
seguida de  todos  y  con  un  continuo  temor  y  sobresalto  de  ser  buscada  de 
los  cristianos  para  el  castigo,  no  pensando  en  otra  cosa  que  en  internar- 
se más  y  más  en  aquellos  bosques,  por  no  tener  sitio  ninguno  por 
seguro. 


CAPITULO  XI 

VUELVE   EL   P.    MARTÍN   IR1ARTE   Á  LOS   ENCABELLADOS   Y  RECOGE 
MUCHA  GENTE  ESCONDIDA   EN   LOS  MONTES 

Afligió  mucho  á  los  misioneros  la  muerte  del  P.  Francisco  Real,  y  les 
tenía  en  gran  cuidado  la  huida  de  tanta  gente  á  sus  antiguas  madrigue- 
ras, después  de  haberla  recogido  con  tanta  fatiga  y  diñcultad.  Viendo 
que  no  sería  fácil  tomar  desde  Quito  pronta  providencia  para  reparar 
tantas  quiebras,  se  juntaron  á  consulta  para  deliberar  sobre  los  medios 
que  debían  tomar  por  sí  mismos  acerca  de  la  restauración  de  tantos 
pueblos  desamparados.  Fueron  de  parecer  los  misioneros  más  antiguos  y 
de  mayor  experiencia  que  sin  dar  largas  ni  más  tiempo  á  los  huidos  á 
que  volviesen  á  sus  antiguas  y  gentílicas  costumbres,  volviese  pronta- 
mente á  los  ríos  de  Ñapo  y  Aguarico  el  P.  Martín  Iriarte,  que  algunos 
meses  antes  había  salido  de  este  partido  por  su  salud  quebrantada.  Y  á 
la  verdad,  este  solo  entre  todos  los  operarios  de  la  misión  era  el  más 
á  propósito  y  oportuno  para  recoger  á  los  huidos,  así  por  el  mayor  cono- 
cimiento que  tenía  de  los  Encabellados,  como  por  ser  el  único  lenguaraz 
de  la  nación. 

Partió  luego  el  P.  Martin  para  ejecutar  la  comisión  que  le  encarga- 
ban; y  llegado  en  el  año  de  45  á  Santa  María  de  Guayoya,  cuyo  cacique 
se  había  mostrado  muy  fino  en  la  general  sublevación,  fijó  en  cierta  ma- 
nera su  residencia  en  este  pueblo,  que  estaba  en  la  mejor  situación  para 
las  entradas  al  monte  en  busca  de  los  retirados.  La  gente  moza  del  pue- 
blo le  acompañó  en  los  viajes,  y  los  demás  le  suministraron  los  basti- 
mentos necesarios  para  las  jornadas.  Y  al  mismo  tiempo  que  esta  reduc- 
ción sirvió  tanto  al  restablecimiento  de  los  pueblos  arruinados,  tuvo 
también  un  número  considerable  de  varias  familias,  que  la  hicieron  la 
más  numerosa  por  entonces  de  todo  el  río. 


Libro  VIH. —Capítulo  XI  399 

El  primero  de  los  caciques  retirados  á  quien  pudo  hablar  el  misionero 
fué  el  de  San  Pedro,  que  manteniendo  caminos  abiertos  hasta  el  pueblo 
desamparado,  pudo  recibir  fácilmente  un  aviso  del  padre  que  deseaba 
verle  y  tratar  con  los  suyos,  previniéndoles  que  no  venía  de  guerra  sino 
de  paz,  y  que  no  se  trataba  de  rigor  ni  de  castigo,  sino  de  perdón  y  de 
amistad.  No  le  disgustó  al  principal  el  recado,  y  á  poco  tiempo  pudo 
hablar  con  el  padre,  que  logró  el  persuadirle  á  la  vuelta  y  restableci- 
miento de  sus  gentes,  como  lo  hizo  con  toda  prontitud,  actividad  y  dili- 
gencia, porque  antes  de  acabarse  el  año  tuvo  ya  hechas  casas  y  forma- 
das sementeras  á  poca  distancia  del  pueblo  viejo,  en  un  cerrico  que  da 
vista  á  la  boca  del  río  Aguarico,  más  arriba  de  la  junta  de  éste  con  el 
río  Ñapo. 

En  la  reducción  de  los  indios  del  Nombre  de  Jesús  no  tuvo  que  vencer 
muchas  dificultades,  porque  habiendo  dejado  iglesias  y  casas  en  el  pue- 
blo, sin  poner  fuego  ni  hacer  novedad  en  ellas,  todavía  conservaban 
afición  á  la  población  y  estaban  como  á  la  mira  de  las  prevenciones  ó 
disposiciones  del  castigo,  temiendo  ser  envueltos  con  los  agresores.  Y 
como  estaban  en  tan  buena  disposición,  lo  mismo  fué  aparecer  en  sus 
tierras  el  misionero  y  asegurarles  el  perdón,  que  volver  el  cacique  Ma- 
queye  con  sus  indios  á  la  reducción,  en  donde  se  mantuvo  sin  novedad 
alguna  con  la  esperanza  de  tener  nuevo  misionero  por  ser  la  parcialidad 
numerosa .  Los  de  la  reducción  del  Corazón  de  María  volvieron  á  dili- 
genciar del  P.  Martín  el  mismo  sitio  que  habían  ocupado  á  los  principios, 
y  en  este  paraje  permanecieron  por  diez  años,  hasta  que  se  juntaron 
finalmente  con  los  indios  del  Nombre  de  Jesús. 

Anduvo  el  padre  muy  solícito  para  traer  la  gente  del  pueblo  de  San 
Estanislao,  en  donde  el  gobernador  Toledo  había  tomado  solemne  pose- 
sión de  todo  el  partido  en  nombre  de  S.  M.  Católica.  A  este  fin,  había  di- 
latado la  mudanza  ya  determinada  y  casi  necesaria  á  mejor  sitio  del 
pueblo  de  San  Luis  Gonzaga,  por  cuyo  medio  creía  poder  reducir  á  los 
de  San  Estanislao.  En  efecto,  trabajaron  muy  bien  aquellos  indios  para 
atraer  á  sus  hermanos,  y  no  excusaron  repetidos  viajes  á  los  montes 
para  quitarles  el  miedo  en  que  los  había  puesto  el  malvado  indio  Ence- 
nevi  y  asegurarlos  de  la  paz  y  amistad  de  los  españoles.  Pero  faltando 
el  gobernador  y  cacique  Zairaza,  muerto  de  melancolía  y  tristeza,  que 
era  como  el  alma  del  pueblo,  y  no  hallándose  otro  que  entrase  en  el  em- 
peño, sólo  se  logró  el  que  saliesen  unas  pocas  familias  á  la  orilla  de 
Aguarico  y  que  se  juntasen  con  otros.  Los  indios  de  la  Soledad  de  María 
se  mantuvieron  escondidos  en  sus  selvas,  prevaleciendo  el  temor  á  las 
buenas  esperanzas  que  no  dejaban  de  dar  desde  su  retiro.  Sin  embargo, 
con  el  beneficio  del  tiempo  fueron  saliendo  algunas  personas  mal  halla- 
das en  los  bosques  y  miseria  y  se  agregaron  á  otros  pueblos.  En  Santa 
Teresa  de  Pequeya  quedaron  varias  familias  después  del  alzamiento,  y 
se  pensaba  por  medio  de  ellas  recoger  fácilmente  á  los  huidos,  pero  su- 
cedió con  estos  indios  todo  lo  contrario  á  que  se  persuadía  el  misionero, 


4G0  Misiones  del  Marañón  Español 

porque  la  gente  que  había  quedado  se  retiró  también  al  monte  con  oca- 
sión de  una  peste  ó  epidemia  que  sobrevino. 

El  último  pueblo  de  los  alzados  que  redujo  el  P.  Martin  fué  el  mismo 
de  San  Miguel,  donde  se  ejecutó  la  muerte  del  P,  Real,  y  desde  donde  se 
fué  extendiendo  la  sublevación  á  los  demás.  Por  Diciembre  del  año  46, 
tuvo  ocasión  el  misionero  de  hablar  á  uno  de  los  retirados  en  San  Miguel 
que  apareció  en  el  pueblo  de  San  José.  Supo  de  él  que  aunque  duraba 
comúnmente  en  sus  paisanos  el  miedo  de  ser  castigados  de  los  españoles, 
pero  que  saldrían  sin  duda  del  lugar  de  su  retiro  con  la  seguridad  del 
perdón,  y  que  este  pensamiento  se  le  hacía  muy  creíble  por  haber  ya 
muerto  en  los  montes  no  sólo  aquellos  que  habían  concurrido  inmediata- 
mente al  delito,  sino  también  otros  muchos  que  habían  convenido  en  la 
sublevación,  y  que  á  la  verdad  sólo  estaba  con  vida  la  juventud  y  algu- 
na otra  familia  de  las  más  sanas  que  no  habían  tenido  parte  en  la  muer- 
te de  su  misionero.  Con  estas  noticias  empezó  el  padre  á  tratar  con  los 
retirados  de  su  vuelta,  asegurándoles  que  quedaría  en  olvido  todo  lo  pa- 
sado, y  que  salía  por  fiador  del  perdón  por  parte  de  los  españoles.  Tuvo 
buen  efecto  este  manejo,  porque  fiados  de  la  palabra  del  padre,  dejaron 
sus  escondrijos  y  empezaron  á  formar  un  pueblo,  por  entonces  pequeño, 
poco  más  abajo  del  sitio  en  donde  estaba  el  antiguo.  Así  se  repararon  en 
parte  las  quiebras  de  tantas  reducciones  como  desaparecieron  con  oca- 
sión de  la  muerte  del  P.  Francisco  Real. 


CAPITULO  XII 

invasión  que  hacen  unos  gentiles  en  el  pueblo 
de  san  juan  bautista  de  los  paratoas 

En  este  mismo  tiempo  en  que  andaba  el  P.  Martín  recogiendo  con 
tanto  afán  y  fatiga  la  gente  dispersa  por  los  montes,  sucedió  una  desgra- 
cia en  el  pueblo  de  los  Paratoas,  que  por  poco  no  fué  ocasión  de  su  últi- 
ma ruina.  Dejamos  esta  reducción  situada  en  las  orillas  del  río  Alpayacu 
con  esperanzas  de  agregarlos  con  el  tiempo  á  alguno  de  los  pueblos  más 
cercanos  ó  de  San  José  ó  de  Santa  María  de  Guayoya.  Los  Paratoas  se 
habían  mantenido  firmes  en  este  lugar,  y  procedían  en  todo  con  sujeción 
y  rendimiento.  Habilitados  jn  en  el  manejo  de  la  cerbatana  y  diestros 
en  cazar  con  este  instrumento  tan  ventajoso,  empezaron  á  internarse 
por  el  monte  en  seguimiento  de  aves  y  de  monos,  que  hallaban  en  mayor 
abundancia  mientras  más  se  metían  por  los  bosques.  Ha  sido  común 
observación  en  las  demás  partes,  porque  al  principio  encuentran  mucha 
caza  los  indios  en  los  contornos  de  sus  establecimientos,  pero  á  poco 
tiempo  se  ven  en  la  precisión  de  alejarse  de  las  reducciones  para  bus- 
carla, porque  la  poca  que  queda,  perseguida  y  acosada  huye  de  la  gente 
y  se  retira  á  sitios  apartados. 


Libro  VIII.— Capítulo  XII  401 

Después  de  la  experiencia  que  tenían  los  Paratoas  en  sus  distantes 
cazaderos,  no  se  recelaban  ya  de  apartarse  por  muchas  leguas  de  su 
pueblo  cruzando  bosques  y  montes,  por  la  esperanza  de  encontrar  aves 
y  monos.  Y  esto  lo  hacían  con  tanta  mayor  seguridad  y  confianza,  cuan- 
to tenían  por  más  cierta  la  persuasión  en  que  estaban  de  no  hallarse  por 
aquellas  tierras  indios  de  nación  alguna.  Pero  en  esto  vivían  engañados, 
porque  en  una  de  estas  cazas  descubrieron,  como  á  dos  días  de  camino 
de  su  pueblo,  rastros  de  indios.  Siguiéronlos  por  curiosidad,  y  por  sus  ob- 
servaciones llegaron  á  conjeturar  que  podrían  ser  los  rastros  de  alguna 
parcialidad  de  Icaguates  retirada  en  el  alzamiento  del  pueblo  de  San 
Xavier.  Como  es  la  curiosidad  tan  poderosa  en  todo  indio,  tiraron  ade- 
lante para  certificarse  más,  y  dieron  con  una  casita  pequeña  que  procu- 
raron cercar  con  cuidado.  Pero  no  fué  tanta  la  cautela  que  no  fuesen 
sentidos  de  los  que  vivían  en  ella.  Conociendo  los  Paratoas  que  estaban 
descubiertos,  echaron  mano  de  las  armas,  y  poniéndose  sobre  la  defensa 
gritaban  con  voces  que  insinuaban  amistad,  mas  los  de  dentro  clamaban 
con  demostraciones  que  indicaban  acometimiento  de  enemigos.  Trabóse  á 
poco  tiempo  la  refriega,  y  á  buen  librar  se  retiraron  los  Paratoas  del  com- 
bate con  algunas  heridas,  pero  sin  quedar  ninguno  muerto.  No  supieron  el 
daño  hecho  en  los  gentiles  ó  si  habían  quedado  algunos  tendidos  en  tierra, 
mas  la  resulta  mostró  haberse  dado  por  grandemente  ofendidos  y  agravia- 
dos, que  no  suele  ser  tan  común  sino  es  cuando  preceden  algunas  muertes. 

A  pocas  semanas  del  encuentro  acometieron  los  gentiles  ofendidos  el 
pueblo  de  San  Juan,  y  lo  hicieron  contra  costumbre  en  día  claro,  cuando 
estaban  sin  resguardo  por  haber  salido  los  hombres,  unos  á  sus  cazas  y 
los  otros  á  trabajar  en  los  campos,  á  cuya  causa  fué  bien  poca  la  resis- 
tencia del  pueblo.  Descubrió  á  los  enemigos  una  mujer  que,  saliendo  por 
la  mañana  á  la  heredad  en  donde  trabajaba  su  marido,  reparó  en  algu- 
nos bultos  que  se  descubrían  á  alguna  distancia  y  observándolos  con 
mayor  cuidado,  conoció  ser  gente  enemiga  que  venía  caminando  bien 
armada  hacia  el  pueblo.  Desvióse  del  camino  por  no  caer  en  sus  manos, 
y  por  un  atajo  fué  corriendo  á  dar  parte  á  su  marido  de  lo  que  presumía. 
Este,  haciendo  retirar  á  su  mujer  á  la  parte  opuesta,  encargándola  que 
allí  se  mantuviese  escondida  mientras  duraba  la  zufa,  de  que  no  dudaba, 
tomó  prontamente  sus  armas,  é  hizo  que  otros  indios  que  estaban  tam- 
bién trabajando  en  sus  sementeras  tomasen  las  suyas  y  le  acompañasen 
para  la  defensa  del  pueblo  que  peligraba. 

Pero  por  maña  que  se  dieron  á  que  corriese  la  voz  por  los  campos  en 
que  estaban  trabajando  los  Paratoas,  y  por  presto  que  se  armaron  y  jun- 
taron para  hacer  rostro  al  enemigo,  ya  los  gentiles  volvían  á  sus  tierras 
por  el  mismo  camino,  hechas  algunas  muertes  en  las  gentes  flacas  del 
pueblo,  y  robados  los  trastecillos  y  herramientas  que  hallaron  en  las  ca- 
sas. La  gritería  y  algazara  con  que  caminaban  por  el  monte,  avisaba  á 
los  que  venían  al  socorro  de  la  reducción  del  peligro  en  que  los  ponía  el 
encuentro.  Por  esto  se  desviaron,  y  puestos  en  distancia  proporcionada, 

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402  Misiones  del  Marañón  Español 

observaron  que  eran  muchos  más  los  enemigos;  por  cuya  causa  no  atre- 
viéndose á  venir  á  las  manos,  los  dejaron  pasar  sin  resistencia,  teniendo 
por  más  acertado  volverse  á  su  pueblo.  Encontraron  aquí  siete  muertos, 
dos  hombres  y  cinco  mujeres,  y  hubieran  sido  muchos  más  los  que  hubie- 
ran perecido,  á  no  haberse  librado  del  peligro  de  los  bárbaros  huyendo 
al  monte  y  escondiéndose  en  los  sitios  más  retirados. 

Quedaron  ios  de  San  Juan  tan  acobardados  con  el  encuentro  y  tan 
amedrentados  con  la  invasión,  que  no  se  atrevían  á  salir  del  pueblo  ni  se 
tenían  por  seguros  en  sus  mismas  casas.  Dieron  aviso  á  un  hermano 
coadjutor,  por  nombre  Salvador  Sánchez,  que  residía  en  el  pueblo  de  San 
José,  y  él  era  el  único  misionero  que  se  hallaba  en  proporción  de  ayudar- 
los. Pedíanle  con  instancias  que  les  ayudase  con  su  gente  para  una  en- 
trada que  pensaban  hacer  al  monte  para  asegurarse  de  la  distancia  y  del 
número  de  los  gentiles  agresores.  Pero  advertido  el  hermano  en  esta  y  en 
otras  ocasiones,  como  veremos,  y  con  menor  experiencia  del  genio  de  las 
gentes,  ofreció  desde  luego  ayudarles  en  lo  que  pensaban.  Su  intención 
parecía  buena,  y  engañado  de  lo  que  le  decían  los  Paratoas  de  no  haber 
más  de  una  ó  dos  casitas  que  podían  cercar  muy  fácilmente,  dispuso  el 
viaje  con  algunos  mozos  briosos  de  su  pueblo.  Lo  que  sucedió  en  esta  en- 
trada, el  modo  con  que  se  hizo  y  la  gente  que  se  descubrió  en  la  jornada 
lo  refiere  el  P.  Martín  Iriarte,  á  quien  condujo  por  este  tiempo  la  divina 
Providencia  al  pueblo  de  San  Juan,  y  pudo  con  su  prudencia  impedir  los 
desaciertos  y  malas  resultas  que  se  hubieran  seguido  de  la  intrepidez  é 
inconsideración  del  hermano. 

«Fué  providencia  de  Dios,  escribía  este  misionero,  que  con  el  aviso  que 
tuve  de  lo  acaecido  en  San  Juan  me  pusiera  en  camino,  subiendo  de  San 
Xavier  á  Icaguates  para  enterarme  de  todo.  En  los  Paratoas  supe  que  es- 
peraban de  día  en  día  al  hermano  Salvador  para  entrar  en  las  tierras  de 
aquellos  gentiles,  y  por  su  modo  de  hablar  y  por  la  prevención  que  tenían 
de  armas,  conocí  que  su  intento  era  tomar  venganza.  Procuré  aquietar 
los  ánimos,  y  ofreciéndoles  tomar  providencia  para  su  seguridad  y  con- 
suelo, pasé  al  Nombre  de  María.  Al  día  siguiente  de  mi  llegada  á  este 
pueblo  llegó  también  de  San  José  el  hermano  Salvador  muy  prevenido 
de  sogas  para  amarrar  á  los  gentiles,  y  acompañado  de  varios  mozos 
valientes,  armados  de  lanzas  y  rodelas.  Dándome  por  desentendido  de  lo 
que  sabía  por  los  Paratoas,  le  pregunté  para  más  enterarme  del  designio 
de  aquel  viaje.  Voy,  me  respondió  con  franqueza,  á  sacar  á  los  gentiles 
que  hicieron  las  muertes  en  el  pueblo  de  San  Juan.  Afeóle  la  determina- 
ción como  mal  pensada  y  fuera  de  la  facultad  que  únicamente  se  le  ha- 
bía dado  de  cuidar  del  pueblo,  estando  reservadas  al  superior  semejan- 
tes entradas,  y  no  siendo  permitido  ni  aun  á  los  sacerdotes  misioneros 
el  hacerlas  sin  su  licencia  y  aprobación. 

» Quiso  el  hermano  á  los  principios  mantener  su  empeño  alegando  sus 
razones,  pero  le  hice  desistir  de  su  modo  de  pensar  soldadesco  y  poco 
conforme  á  nuestro  modo  suave  de  hacer  el  bien  que  podemos  y  de  evi- 


Libro  VIII.— Capitulo  XII  403 

tar  las  violencias  que  siempre  traen  mayores  daños.  Pero  no  pude  con- 
seguir tanto  de  la  gente  que  se  cerró  en  hacer  el  viaje  en  que  pensaba, 
aunque  fuese  sólo  teniendo  por  afrenta  y  cobardía  desistir  de  lo  empeza- 
do. La  resistencia  se  aumentó  con  el  empeño  de  los  de  Santa  María,  los 
cuales  querían  se  hiciese  el  castigo,  y  dándome  en  rostro  con  el  poco 
amor  que  yo  mostraba  á  la  nación,  añadían  que  todos  se  retirarían  si  me 
mantenía  en  negarles  la  facultad  de  escarmentar  á  sus  enemigos,  que 
esta  era  la  costumbre  inviolable  de  la  nación,  no  ceder  jamás  al  derecho 
de  tomar  satisfacción  de  los  agravios  que  se  la  hacían. 

«Viéndome  en  este  aprieto  por  la  simplicidad  del  hermano,  tomé  un 
corte  medio  de  que  se  hiciese  en  hora  buena  la  entrada,  pero  no  como 
querían  ellos  y  como  había  ideado  el  hermano,  sino  como  yo  dispuse  y 
sujetándose  todos  al  modo  que  nosotros  practicamos.  Vinieron  en  esto 
sin  dificultad  los  indios  de  Santa  María,  y  éstos  persuadieron  lo  mismo 
á  los  mozos  de  San  José  más  empeñados  en  su  primera  resolución.  Las 
condiciones  que  les  puse  para  la  entrada,  fueron  éstas:  l.'\  que  ninguno 
debía  llevar  rodela;  2.",  que  debían  observar  las  órdenes  que  diese  un 
capitán,  el  cual  no  había  de  mandar  cosa  alguna  sin  mi  parecer  ó  sin 
consentimiento  mío;  3.%  que  habían  todos  de  guardar  el  orden  que  se 
diese  de  marchar  por  el  monte  tomando  puerto  en  el  río  Guatiguay; 
4.%  que  los  delanteros  se  guardasen  de  dar  asalto  á  la  casa  ó  casas 
que  se  encontrasen  ó  de  acometer  á  los  gentiles  que  se  topasen  en  el  ca- 
mino sin  esperar  á  que  llegasen  todos  y  que  se  viese  lo  más  convenien- 
te en  las  circunstancias,  y  si  entre  tanto  huían  algunos,  sólo  se  debía 
tratar  de  cogerlos  buenamente  y  de  ninguna  manera  tirar  á  herirlos  y 
mucho  menos  de  matarlos. 

»Con  estas  precauciones  emprendimos  el  viaje,  y  después  de  dos  días 
de  navegación  por  el  Ñapo  hasta  la  boca  del  río  Guatiguay,  caminando 
por  otros  dos  y  medio  contra  las  corrientes  de  éste,  tomamos  puerto. 
Saltaron  á  tierra  los  que  iban  como  exploradores,  en  una  pequeña  ca- 
noa, y  habiendo  descubierto  camino,  volvieron  á  esperarnos  á  las  ori- 
llas del  río.  Dejadas  aquí  las  canoas  con  alguna  gente  que  de  ellas  cui- 
dase, entramos  con  cautela  por  el  monte,  por  donde  caminamos  dos 
días.  Encontramos  dos  trampas  en  el  primer  día,  pero  como  se  andaba 
con  orden  y  con  cuidado,  se  evitaron  fácilmente.  Al  anochecer  del  día 
segundo,  dimos  con  una  casa  recientemente  dejada  porque  tenía  semen- 
teras á  su  lado.  Determinamos  hacer  noche  en  este  sitio,  y  para  mejor 
asegurarnos  del  paraje,  se  hizo  registrar  si  había  cerca  alguna  casa 
que  nos  pudiese  incomodar.  Como  á  media  hora,  volvieron  los  enviados 
con  la  noticia  de  que  á  media  legua  de  aquel  sitio  estaba  una  casa  gran- 
de á  donde  guiaba  un  camino  ancho  y  muy  trillado.  Con  este  conoci- 
miento hubo  centinelas  arregladas  por  toda  la  noche,  y  al  amanecer 
salimos  con  orden  hacia  la  casa. 

»La  persona  que  hacía  de  cabo  repartió  la  gente  y  dio  las  órdenes 
para  que  se  evitasen  violencias  y  venganzas,  y  cuando  se  llegó  á  dar 


404  Misiones  del  Marañón  Español 

vista  á  la  casa  se  tiraron  á  coger  las  retiradas.  No  se  hizo  la  disposición 
con  tanto  silencio  que  no  sintiesen  el  rumor  y  pisadas  los  que  estaban 
dentro  de  la  habitación.  Salieron  algunos  hombres,  y  viendo  que  se 
acercaba  gente  desconocida,  entraron  con  precipitación  á  tomar  sus 
armas,  pero  queriendo  salir,  hallaron  ya  más  número  de  gente  de  la 
que  pensaban,  y  no  queriendo  arriesgarse,  dieron  voces  á  los  suyos  para 
que  se  diesen  á  la  fuga  porque  venían  enemigos.  La  casa  era  grande  y 
la  ocupaba  mucha  gente;  fuera  de  las  puertas  principales  comunes  á 
todos,  tenía  otras  puertas  pequeñas  cuantas  eran  las  familias  que  habi- 
taban en  ellas;  con  que  á  un  tiempo  mismo  pudieron  salir  todos,  chicos 
y  grandes,  y  ponerse  en  salvo  sin  poder  haber  á  las  manos  mcís  que  á 
una  mujer.  Acariciárnosla  poniendo  en  sus  manos  los  donecillos  y  rega- 
los que  aprecian  estas  gentes.  No  dejó  de  sosegarse  algo  con  estas  de- 
mostraciones, pero  no  cesaba  de  poner  miedo  á  los  nuestros  dando  á  en- 
tender que  había  un  gran  número  de  gentiles  en  aquel  contorno. 

»En  este  tiempo  se  descubrió  un  golpe  de  hombres,  armados  de  lanzas 
y  rodelas,  que  á  distancia  de  menos  de  un  cuarto  de  legua  de  la  casa 
tomaron  un  collado.  Desde  allí  nos  daban  voces  que  no  se  pudieron  en- 
tender, pero  por  señas  y  por  la  algazara  nos  insultaban  y  amenazaban 
con  sus  lanzas.  Apartóme  yo  de  nuestra  gente,  y  puesto  como  en  medio 
de  la  distancia  de  unos  y  de  otros,  procuré  dar  á  entender  por  señas  y 
por  voces  de  Amico,  Amico,  que  entienden  todos  los  gentiles,  y  con  mos- 
trar algunas  herramientas  que  no  queríamos  otra  cosa  que  su  paz, 
amistad  y  correspondencia.  Empezaron  á  serenarse  con  estas  demostra- 
ciones; mas  otra  tropa  de  gente  que  se  les  juntó  de  hombres  armados, 
alborotó  la  calma  y  volvieron  á  los  gritos,  meneos  y  silbos  que  mdica- 
ban  su  mala  disposición. 

»No  costó  poco  contener  á  nuestra  gente  que  porfiaba  en  querer  aco- 
meter á  los  gentiles  por  dos  partes  cogiéndolos  en  medio,  y  aunque  por 
la  ventaja  de  algunas  armas  de  fuego  se  podía  esperar  hacer  más  daño 
del  que  pudieran  hacernos,  no  tuve  por  conveniente  permitir  el  rompi- 
miento. Hice  armar  una  cruz,  y  levantándola  en  la  plazuela  de  la  casa, 
colgué  de  ella  algunas  herramientas  y  donecillos  á  que  atendían  ellos 
desde  el  collado  en  donde  se  mantenían.  Entonces  dejamos  ir  á  la  mujer 
que  habíamos  cogido  sin  hacerle  daño,  y  bien  cargada  de  regalos  para 
que  los  mostrase  á  los  suyos  y  procurase  aquietarlos.  Luego  que  llegó 
al  cerro  le  rodearon  todos  á  porfía,  y  observamos  que  pasaban  de  mano 
en  mano  los  dones  y  apuntaban  á  la  cruz  con  la  mano.  Con  esto  cesa- 
ron los  gritos,  y  nosotros  percibíamos  el  murmullo  de  su  conversación, 
pero  por  más  que  esperamos,  se  mantuvieron  en  su  terquedad  de  no 
bajar  del  collado.  Entre  tanto  seguimos  algunas  sendas,  y  por  ellas  des- 
cubrimos otras  casas  de  igual  tamaño;  y  haciendo  juicio  que  por  ser 
tantos  no  dejarían  el  orgullo  y  arrogancia ,  y  que  sólo  se  conseguiría  el 
que  nos  insultasen  haciendo  de  valientes,  se  disparó  una  escopeta  al 
aire  para  que  conociesen  cómo  éramos  superiores  á  ellos  en  las  armas. 


Libro  VIII. —Capítulo  XIII  405 

A  su  estruendo  enmudecieron  enteramente,  y  poco  á  poco  se  fueron  re- 
tirando. Todas  las  señales  eran  de  no  estar  distantes  del  río  Curar ay  en 
cuyas  cercanías  sabíamos  hallarse  mucha  gente,  y  por  no  exasperarlas 
ni  exponernos  á  emboscadas  en  la  vuelta,  determinamos  hacer  pronta- 
mente nuestra  retirada. 

»Salimos  de  este  sitio  como  á  las  diez  de  la  mañana,  y  en  el  resto  del 
día  deshicimos  el  camino  que  á  la  ida  nos  costó  más  de  día  y  medio.  No 
resultó  cosa  alguna  ventajosa  por  entonces  á  la  nación  que  descubrimos, 
á  la  cual  los  indios  del  Ñapo  llamaban  Auves.  Pero  se  averiguó  después 
que  pertenecía  á  los  Iquitos,  con  el  distintivo  de  la  parcialidad  de  Con- 
cores que  después  de  algunos  años  traté  en  el  rio  Nanay.  Por  lo  que  toca 
á  los  Paratoas,  les  fué  muy  provechosa  la  jornada,  porque  desde  enton- 
ces vivieron  sin  susto  de  enemigos,  y  no  descubrieron  señal  de  que  an- 
duviesen gentiles  por  los  montes,  que  cruzaban  en  busca  de  sus  cazas. 
De  esta  manera  se  mantuvieron  en  paz,  hasta  que  por  los  años  de  1752 
subieron  al  pueblo  del  Nombre  de  Jesús  y  se  agregaron  á  esta  reduc- 
ción, bien  que  disminuidos  por  los  muchos  contratiempos  hasta  el  año  de 
1768  en  que  faltaron  nuestros  misioneros.» 

Hasta  aquí  la  relación  del  P.  Martín  Iriarte,  cuyas  palabras  me  ha 
parecido  copiar  para  que  se  vea  cuan  asentados,  circunspectos  y  caute- 
losos andaban  los  misioneros  en  sus  entradas  á  los  gentiles,  dirigiendo  á 
los  indios  en  las  más  mínimas  acciones,  atando  corto  á  los  exploradores  y 
observando  la  mayor  cautela  para  no  ser  sorprendidos.  Sin  estas  precau- 
ciones solían  ser  las  entradas  más  dañosas  unas,  otras  inútiles  y  muchas 
servían  sólo  de  exasperar  los  ánimos  y  darles  motivo  de  enajenarse  de 
los  nuestros. 


CAPITULO  XIII 

QUIEBRAS   DE   LA   MISIÓN   EN   AGUARICO   Y   ÑAPO 

Aunque  el  P.  Martín  Iriarte  se  había  esforzado  con  bastante  feliz 
suceso  en  reparar  las  quiebras  ocasionadas  de  la  muerte  del  P.  Real, 
y  repuesto  de  varios  pueblos,  á  costa  de  muchos  viajes  y  fatigas,  no  duró 
mucho  la  bonanza  después  de  tan  deshecha  tempestad.  Había  trabajado 
tanto  el  P.  Joaquín  Pietragrasa  en  mantener  los  indios  de  San  José  para 
que  no  huyesen  á  los  montes,  y  en  serenar  á  los  demás  pueblos  para  que 
no  siguiesen  el  partido  de  Curazaba,  que  enfermó  gravemente  de  tanto 
afán  y  fatiga,  y  peligrando  su  vida  se  vio  precisado  el  superior  á  sacarle 
á  tierras  más  saludables.  De  esta  fatal  mudanza  nacieron  los  inconve- 
nientes que  desde  el  año  46  hasta  el  de  50  se  vieron  en  las  reducciones 
nuevamente  formadas  del  P.  Iriarte  y  en  algunas  de  las  que  persevera- 
ban firmes  en  el  general  alzamiento;  porque  no  habiendo  sacerdote  algu- 
no que  de  ellos  cuidase,  y  dejadas  al  cuidado  y  dirección  del  hermano 


406  Misiones  del  Marañón  Español 

Sánchez,  se  disminuyeron  notablemente  y  aun  comenzaron  á  enajenarse 
de  los  padres  por  las  ideas  extravagantes  del  hermano. 

Cuidó  éste  á  los  principios  del  pueblo  de  San  José  con  mucha  aplica- 
ción y  celo,  introduciendo  con  maña  los  entables  de  los  más  antiguos  pue- 
blos, y  manteniéndole  sin  decadencia  en  el  número  de  gente.  Persuadían- 
se con  esto  los  padres  á  que  los  trabajos  del  hermano  Salvador  no  serían 
menos  útiles  y  ventajosos  á  la  misión  que  los  de  otros  hermanos  coadju- 
tores que  le  habían  precedido  y  habían  servido  con  edificación  en  su  gra- 
do en  los  ministerios  que  se  les  encomendaban.  Pero  presto  comenzó  á 
descubrir  su  genio  impetuoso,  y  á  dejarse  llevar  de  un  celo  indiscreto, 
porfiado  é  impertinente.  Vimos  en  el  capítulo  antecedente  su  primera 
imprudencia  en  querer  traer  á  los  gentiles  enemigos  de  los  Paratoas 
amarrados  con  sogas,  como  si  fuera  gobernador  de  Borja.  Pero  si  en  este 
lance  le  pudo  ir  á  la  mano  el  P.  Martín  Iriarte,  ahora  que  miraba  como 
inminente  su  salida  del  Ñapo  y  Aguarico  comenzó  á  meditar  nuevos  pro- 
yectos fuera  de  la  facultad  que  se  le  había  concedido.  Era  su  intención 
juntar  varios  pueblos,  no  haciéndose  cargo  de  lo  peligroso  de  la  ejecu- 
ción, y  lo  que  era  más  expuesto  á  disturbios,  enviar  la  gente  de  otros  á 
la  ciudad  de  Archidona,  á  Santa  Rosa  y  al  pueblo  de  Ñapo. 

Primeramente  quiso  agregar  los  indios  de  San  Bartolomé  al  pueblo  de 
San  José,  y  como  hallase  en  ellos  la  repugnancia  regular  entre  parciali- 
dades diversas,  se  empeñó  en  vencerla  con  fuerza.  Mas  ellos  le  dejaron 
burlado,  retirándose  todos  al  monte  y  escondiéndose  de  manera  que  no 
dejasen  rastro  ni  indicio  de  su  paradero.  Supo  la  resolución  del  hermano 
y  el  retiro  de  los  de  San  Bartolomé  el  P.  Iriarte  antes  de  salir  de  aquel 
partido,  y  admirado  de  tanta  intrepidez  y  de  tan  poco  rendimiento  en  un 
hermano  á  quien  acababa  de  corregir  y  quitar  de  la  cabeza  la  entrada 
soldadesca,  se  resolvió  á  detenerse  y  remediar  por  sí  mismo  los  daños  que 
había  causado  con  su  empeño  porfiado.  Comenzó  á  explorar  los  parajes 
donde  se  podrían  haber  escondido  los  de  San  Bartolomé;  pasó  ríos,  atra- 
vesó bosques  y  supo,  finalmente,  el  sitio  fijo  donde  se  hallaban.  Envió 
unos  mensajeros,  rogando  al  cacique  que  volviese  con  los  suyos  y  dándo- 
le alguna  satisfacción  por  la  fuerza  hecha;  le  aseguró  que  se  le  dejaría 
con  su  gente  en  el  pueblo,  sin  molestarle  á  que  pasase  al  de  San  José. 
Salió  inmediatamente  y  le  fué  siguiendo  poco  á  poco  la  mayor  parte  de 
la  gente  de  la  parcialidad. 

De  esta  manera  puso  algún  remedio  al  segundo  desacierto  del  herma- 
no, pero  no  pudo  remediar  los  que  se  siguieron  por  hallarse  ya  fuera  del 
partido  del  Ñapo  y  Aguarico.  A  la  verdad,  debieron  ser  muy  urgentes  las 
razones  de  su  salida,  y  grande  la  precisión  de  dejar  á  cargo  de  un  her- 
mano que  había  dado  bastantes  muestras  de  su  dureza  de  juicio  y  de  su 
genio  impetuoso,  toda  la  nación  de  los  Encabellados.  Como  quiera  que 
ellas  fuesen,  quedó  Sánchez  solo  en  aquella  provincia,  y  no  teniendo  sa- 
cerdote alguno  que  le  fuese  á  la  mano  en  sus  importunas  ideas,  comenzó 
con  más  libertad  é  independencia  á  poner  por  obra  sus  proyectos.  Pre- 


Libro  VIIL— Capítulo  XIV  407 

tendió  sacar  la  gente  de  su  partido  cá  otros  pueblos  que  estaban  fuera 
del  distrito  de  la  misión,  y  enviar  mozos  y  mozas  á  la  ciudad  de  Archi- 
dona  y  á  los  dos  pueblos  de  Santa  Rosa  y  Ñapo,  creyendo  que  viviendo 
entre  cristianos  viejos  se  amoldarían  mejor  á  las  prácticas  cristianas. 
La  intención  no  parecía  mala,  pero  el  medio,  fuera  de  ser  incierto,  era 
imprudentísimo  y  las  resultas  bien  funestas.  Porque  los  indios  ó  pasaban 
contra  su  voluntad  y  con  grandísima  repugnancia  á  vivir  entre  gente 
desconocida  y  á  países  distantes  del  lugar  de  su  nacimiento,  ó  se  escapa- 
ban á  los  montes,  dejándole  burlado. 

Esto  se  vio  más  particularmente  en  el  pueblo  del  Nombre  de  Jesús, 
uno  de  los  más  numerosos,  donde  sacados  por  fuerza  y  violencia  algunos 
jóvenes  de  uno  y  otro  sexo,  se  escaparon  muchos  al  monte  por  librarse 
del  peligro;  y  se  hubiera  deshecho  todo  el  pueblo,  si  el  cacique  Maqueye 
no  se  hubiera  mantenido  firme  contra  las  determinaciones  del  hermano, 
y  hubiera  ido  sacando  poco  á  poco  del  monte  á  los  retirados,  asegurán- 
doles que  no  hallarían  en  la  reducción  el  peligro  que  temían.  Los  mismos 
efectos  se  vieron  en  la  reducción  de  Santa  ]\taría  de  Guayoya.  Había  pa- 
decido este  pueblo  una  peste  de  sarampión  y  de  cursos  de  sangre,  la  cual, 
aunque  fué  bastante  general  en  los  demás  pueblos,  pero  en  ninguno  de 
ellos  hizo  tanto  estrago  como  en  este  de  Santa  María,  en  donde  arrastró 
á  la  sepultura  la  mitad  de  la  gente,  y  horrorizados  los  otros  del  mal  y  del 
estrago,  se  refugiaron  á  los  montes.  Pero  mal  hallados  en  aquellos  escon- 
drijos, los  que  quedaron  con  vida  se  volvieron  á  poco  tiempo  á  las  orillas 
del  río,  y  teniendo  horror  al  antiguo  sitio  por  las  señales  que  duraban  de 
las  miserias  pasadas  en  la  boca  del  río  Guayoya,  escogieron  sitio  nuevo 
á  sus  orillas  media  legua  más  arriba  y  en  este  lugar  formaron  su  pueblo. 
Había  muerto  en  la  peste  el  buen  cacique  Guanzamoya  y  sucedióle  en  el 
oficio  otro  indio  de  menos  séquito,  pero  de  igual  celo  y  solicitud,  y 
de  una  actividad  y  eficacia  nada  inferior  á  la  de  Guanzamoya.  Procuró 
éste  recoger  la  gente  que  quedaba  dispersa  por  los  montes  y  no  paró  has- 
ta formar  una  mediana  reducción.  Hubiera  crecido  sin  duda  el  número 
de  personas,  según  las  diligencias  del  cacique,  si  no  se  hubiera  también 
atravesado  en  la  nueva  reducción  el  empeño  del  hermano  Sánchez  en 
sacar  gente  para  Archidona.  Porque,  exasperados  los  indios  con  el  senti- 
miento de  haber  de  dejar  su  tierra  y  sus  parientes,  se  resistían  á  salir  de 
los  bosques  y  varios  de  los  que  habían  ya  salido  se  volvían  á  ellos. 


CAPITULO  XIV 

VARIOS    SUCESOS    QUE    ACAECIERON    POR    ESTE    TIEMPO    EN    LOS    DEMÁS 

PARTIDOS  DE  LA   MISIÓN 

Entre  tanto  que  por  el  Aguarico  y  el  Ñapo  se  lloraban  las  quiebras  de 
aquella  cristiandad,  sucedieron  algunas  cosas  notables  en  lo  alto  y  en  lo 


408  Misiones  del  Marañón  Español 

bajo  del  Marañón  y  en  las  tierras  de  los  Andoas.  No  podemos  señalar  el 
año  fijo  en  que  todas  sucedieron,  pero  podemos  asegurar  que  pasaron 
después  del  año  de  1740  y  antes  que  entrase  el  de  1750.  La  principal  que 
causó  lástima  y  compasión  á  los  misioneros  fué  la  desgraciada  quema  de 
la  iglesia,  casa  del  misionero,  y  archivo  del  pueblo  de  Santiago  de  la  La- 
guna, cabeza  de  toda  la  misión,  y  parece  haber  sucedido  el  incendio  por 
los  años  de  1749.  Quiso  su  misionero,  el  P.  Ignacio  Falcón,  probar  un 
cohete  ó  volador  de  los  muchos  que  había  preparado  para  una  fiesta  so- 
lemne que  se  había  de  celebrar  con  ostentación  dentro  de  pocos  días.  Era 
esta  una  costumbre  bastantemente  introducida  en  los  pueblos  antiguos 
que,  como  más  arraigados  en  cristiandad,  gustaban  de  celebrar  las  fun- 
ciones más  señaladas  con  mayor  ostentación  y  aparato,  y  esto  les  servía 
para  formar  mayor  concepto  de  las  cosas  de  la  religión  y  una  idea  más 
alta  de  los  misterios  de  ella.  Puso  fuego  al  volador  con  alguna  cautela 
teniéndole  puesto  en  el  suelo  y  queriendo  sujetarle  para  que  no  subiese 
por  lo  alto;  mas  escapándose  el  cohete  y  serpenteando  por  la  tierra  tro- 
pezó en  una  caña  gruesa,  que  llevó  encendida  por  el  aire  y,  sin  poder 
ninguno  remediarlo,  cayeron  enlazados  el  volador  y  la  caña  en  la  capí 
lia  mayor  de  la  iglesia  cubierta  de  paja.  Como  estaba  la  materia  más  dis- 
puesta de  lo  que  se  quisiera,  comenzó  al  punto  á  arder  toda  la  capilla,  y 
en  pocos  momentos,  se  comunicó  el  fuego  á  toda  la  iglesia.  Pasó  de  aquí 
á  la  casa  del  misionero,  que  estaba  contigua  á  la  fábrica,  después  al  ar- 
chivo á  la  cocina  y  que  todo  lo  arrasó,  y  extendiéndose  finalmente,  por 
un  barrio  del  pueblo  donde  vivían  los  Panos,  redujo  á  cenizas  todas  las 
casas  de  los  indios  de  esta  nación. 

Fué  muy  considerable  el  daño,  particularmente  atendida  la  pobreza 
de  las  tierras.  Porque  pereció  en  el  incendio,  no  sólo  aquello  que  tocaba 
al  pueblo  de  Santiago,  sino  las  provisiones  que  en  él,  como  caja  de  la  mi- 
sión, estaban  recogidas  para  enviar  á  las  demás  reducciones.  En  la  igle- 
sia se  quemó  el  sagrario,  una  estatua  apreciable  de  la  Anunciación  de 
Nuestra  Señora  y  un  cuadro  primoroso  del  Apóstol  Santiago,  el  pulpito, 
candeleros,  mallas  y  otras  varias  cosas  que  no  faltaban  en  un  templo  de- 
centemente amueblado.  Perecieron  los  muebles  de  la  casa  del  misionero, 
los  utensilios  de  cocina  y  todas  las  memorias,  apuntamientos,  annuas  y 
recuerdos  que  se  conservaban  en  el  archivo,  pérdida  irreparable  y  muy 
sentida  de  los  padres,  la  cual  ha  sido  causa  de  que  nos  hallemos  al  pre- 
sente con  tanta  falta  de  noticias  y  de  instrumentos  para  la  historia  que 
escribimos  y  de  que  en  muchos  parajes  de  ella  andemos  al  obscuro  sin 
poder  atinar  con  la  verdad  y  con  el  orden  de  las  cosas.  Por  lo  cual  he- 
mos tirado  á  reparar  esta  falta,  siguiendo  á  las  veces  lo  que  nos  ha  pare- 
cido en  las  ocasiones  más  creíble,  natural  ó  verosímil. 

Fuera  de  lo  dicho,  se  derritieron  seis  arrobas  de  cera  blanca  y  se  que- 
maron novecientas  varas  de  lona,  grande  cantidad  de  tabaco  y  muchas 
herramientas,  las  cuales  con  otras  cosas  de  que  se  hacía  provisión  des- 
aparecieron todas,  unas  deshechas  y  otras  hurtadas,  como  sucede  en  se- 


Libro  VIII. —Capítulo  XIV  409 

me  jantes  ocasiones.  Porque  los  indios  por  la  noche  con  el  motivo  de  bus- 
car sus  cosas,  revolviendo  las  cenizas,  se  llevaron  hierro,  acero,  hachas 
y  cuchillas.  Pero  lo  más  sensible  á  los  misioneros  fué  que  las  alhajillas 
que  los  indios,  para  mayor  seguridad,  tenían  depositadas  en  la  casa  del 
padre,  corrieron  la  misma  suerte  que  las  demás.  No  era  fácil  en  tanta 
desgracia  y  pérdida  sosegar  á  los  Panos,  que  se  hallaban  de  un  día  á  otro 
sin  habitación,  sin  muebles  y  sin  instrumentos  para  cultivar  la  tierra. 
Alborotáronse  contra  el  misionero  como  causa,  según  decían,  del  incendio 
y  de  los  daños  que  se  habían  seguido.  Ni  estaba  éste  para  serenarlos, 
cuando  presentándosele  vivamente  los  daños  del  incendio  quedó  al  prin- 
cipio como  fuera  de  sí  y  necesitaba  de  ser  socorrido  de  los  mismos  indios. 
No  faltó  un  fiel  Cocamilla  que  viendo  el  desmayo  de  su  misionero  y  que 
no  regía  la  cabeza  en  turbación  tan  grande,  se  puso  luego  á  su  lado  para 
que  no  pereciese  en  el  fuego  y  no  cayese  en  el  agua,  en  que  hubiera  sin 
duda  caído,  si  el  buen  indio  viendo  que  se  iba  á  despeñar,  no  se  hubiera 
abrazado  con  él  y  le  hubiera  contenido  fuertemente  como  más  forzudo- 

En  medio  de  tanta  confusión,  gritos  y  alaridos  y  lágrimas  pudo  el  pa- 
dre en  algunos  intervalos  que  logró  de  serenidad  salvar  algunos  orna- 
mentos y  alhajas  de  la  iglesia,  pero  no  pudo  sosegar  el  alboroto  de  los 
Panos,  que  proseguían  feroces  amenazando  por  sus  pérdidas,  hasta  que 
avisado  el  superior  de  la  desgracia  del  pueblo  vino  apresuradamente,  y 
con  su  buen  modo  y  con  la  oferta  de  resarcir  á  los  Panos  todos  los  daños 
causados  en  el  incendio,  lo  compuso  todo,  y  dejó  en  calma  y  serenidad 
toda  la  gente. 

En  efecto,  luego  que  se  pudo,  se  repararon  las  pérdidas  ocasionadas  á 
los  Panos  y  demás  indios,  y  lo  que  es  más,  el  mismo  misionero  á  quien  su- 
cedió la  desgracia,  hizo  después  una  hermosa  iglesia  de  tapiales  harto 
mejor  que  la  primera,  la  pintó  primorosamente  y  la  adornó  con  bello 
gusto  y  simetría.  No  contento  con  esto,  pasando  después  á  Lima  con  el 
oficio  de  procurador,  la  enriqueció  con  ornamentos  y  alhajas,  extendién- 
dose también  su  liberalidad  á  las  iglesias  de  los  demás  pueblos.  De  esta 
manera  convirtió  el  Señor  un  daño  tan  grande  en  mayor  bien  del  pueblo 
de  Santiago. 

Esto  en  lo  alto  del  Marañen:  en  lo  bajo  de  él  hizo  el  P.  Jaime  de  To- 
rres con  algunos  Yameos  varias  entradas  por  el  río  Tigre  hasta  el  Neca- 
mumu,  pacificó  algunas  casas,  bautizó  párvulos  y  trajo  consigo  como  se- 
senta Iquitos,  á  quienes  dispuso  un  pueblo  á  las  riberas  del  río  Tigre.  Su- 
plió el  nuevo  pueblo  la  falta  del  de  San  Juan  Nepomuceno,  que  se  deshizo 
por  falta  de  misionero,  pasando  unos  ochenta  Iquitos  al  de  San  Pablo  de 
Napeanos,  y  agregándose  otros  al  de  Santa  Bárbara,  aunque  no  faltaron 
algunos  que  se  retiraron  al  río  Blanco,  de  donde  fueron  saliendo  con  el 
tiempo,  como  veremos. 

En  el  partido  de  Pastaza  salió  el  P.  Sebastián  Imbert  acompañado  de 
treinta  indios  en  busca  de  Andoas  fugitivos.  A  dos  días  de  navegación 
por  este  rio  llegó  á  un  sitio  en  donde  se  le  junta  otro  rio  llamado  Capiru- 


410  Misiones  del  Marañón  Español 

nayaco,  y  haciendo  juicio  que  no  estaban  lejos  de  este  paraje  los  indios 
que  buscaba,  dejó  varadas  en  seco  doce  canoillas  que  llevaba,  enterró  la 
yuca  y  colgó  los  plátanos  de  árboles  ocultos  para  tener  este  recurso  de 
alimento  si  el  viaje  fuese  largo,  y  comenzó  su  derrota  por  los  montes.  No 
parece  haber  sido  de  muchos  días  la  entrada,  porque  tropezó  luego  con 
varios  Andoas,  de  los  retirados  cristianos  unos  y  catecúmenos  los  otros. 
Hallólos  muy  tristes  y  desconsolados  con  una  especie  de  epidemia  de  ca- 
lenturas y  cursos.  Acertó  á  curarlos,  y  con  este  nuevo  beneficio  trajo  fá- 
cilmente consigo  cincuenta  y  dos  personas,  que  acomodadas  en  las  canoi- 
llas, llegaron,  con  mucha  consolación  del  padre,  á  su  antiguo  pueblo  y  en 
él  perseveraron. 

Poco  después  de  la  entrada  del  P.  Imbert,  se  agregaron  á  los  Capa- 
vanas  otras  familias  de  Andoas  también  fugitivos,  que  escapados  de  la 
ciudad  de  Borja,  adonde  habían  sido  trasladados,  no  dejaron  indicios  en 
la  fuga  de  su  paradero,  ni  los  misioneros  pudieron  averiguar  el  sitio  de 
su  retiro,  hasta  que  ellos  mismos,  de  suyo,  se  volvieron  cansados  de  vivir 
en  los  bosques.  Entre  los  que  así  volvieron  á  los  pueblos,  fué  muy  notable 
y  digno  de  memoria  el  modo  maravilloso  con  que  el  Señor  trajo  á  una 
niña  que  había  seguido  en  su  retiro  á  toda  la  familia.  Tenía  ésta  otra  her- 
manita  mayor  que  la  maltrataba,  y  en  cierta  ocasión  la  amenazó  con 
azotes  por  haber  perdido  un  diente  de  puerco  montes  con  que  se  alisan 
y  pulen  las  cerbatanas.  Temía  la  pobre  niña  los  azotes,  y  estando  sola 
le  vino  al  pensamiento  meterse  en  una  canoilla  y  echarse  río  abajo  por 
el  Morona,  sin  que  la  poca  edad  la  hiciese  pensar  en  el  peligro  inminente 
á  que  se  exponía  de  perderse.  Pero  como  el  cielo  la  guiaba,  puso  una  cruz 
en  la  proa  y  comenzó  á  navegar  sola  y  sin  pertrecho  ninguno  por  aquel 
río  caudaloso.  No  paró  la  canoilla  hasta  entrar  en  el  Marañón,  y  tomando 
el  rumbo  hacia  los  Cavapanas,  fué  cogida  de  los  indios  de  este  pueblo. 
Pidióles  la  niña  que  la  llevasen  al  padre  misionero,  y  ellos  lo  hicieron 
con  mucha  voluntad,  conociendo  por  la  cruz  que  llevaba  en  la  canoa 
que  pertenecía  á  alguna  de  las  familias  reducidas  y  que  no  se  podía  pre- 
sentar al  misionero  cosa  de  mayor  gusto.  En  efecto,  el  P.  Joaquín  Pietra- 
grasa,  que  cuidaba  á  la  sazón  del  pueblo,  se  alegró  sobremanera 
con  la  prenda  que  el  cielo  le  traía,  y  tomando  noticia  de  la  niña, 
subió  por  el  río  Morona  y  redujo  al  aprisco  de  la  Iglesia,  con  mucho  con- 
suelo de  su  alma,  tres  familias  descarriadas,  entre  las  cuales  vendría, 
naturalmente,  la  hermanita  mayor,  que  con  sus  amenazas  había  dado 
ocasión  á  la  buena  ventura.  Estos  y  otros  casos  semejantes,  aunque  pa- 
recen menudos,  pero  son  muy  frecuentes  en  las  misiones,  y  con  ellos  con- 
suela el  Señor  y  esfuerza  el  ánimo  de  los  misioneros,  que  sienten  en  su 
corazón  más  gozo  y  alegría  en  el  hallazgo  de  una  oveja  perdida,  que  ex- 
perimentan los  mundanos  ricos  y  avarientos  cuando  encuentran  tesoros 
escondidos  ó  minas  copiosísimas  de  oro  y  plata. 

Bien  necesitan  los  misioneros  de  estos  regalos  del  cielo  para  que  no  se 
entibie  su  fervor  en  las  muchas  contradicciones  que  experimentan,  no 


Libro  VIII.— Capítulo  XIV  411 

sólo  del  infierno,  sino  también  de  los  hombres,  de  los  cuales  unos  por  fal- 
so celo,  otros  por  ignorancia  y  algunos  por  malicia  no  dejan  de  perse- 
guirlos, quitándoles  el  crédito  y  atribuyendo  á  fines  torcidos  lo  que  única- 
mente hacen  movidos  de  la  gloria  de  Dios  y  del  bien  de  las  almas.  Pondré 
aquí  un  caso  que  sucedió  por  este  tiempo  y  en  que  padeció  no  poco  el  cré- 
dito de  los  misioneros  del  Marañen  y  el  buen  nombre  de  la  Compañía.  Su- 
bían por  el  río  Ñapo  dos  europeos  de  alguna  cuenta  cuyos  nombres  no 
tengo  por  conveniente  expresar,  y  traían  consigo  unos  contrabandos  nada 
indiferentes.  En  llegando  á  la  ciudad  de  Archidona  se  empeñaron,  por  ser 
deshecha  la  lluvia,  en  meter  los  géneros  en  la  casa  misma  del  misionero. 
Resistióse  éste  en  recibir  en  su  casa  los  fardos  que  consideraba  prohibi- 
dos, mas  los  europeos,  echando  mano  á  las  armas,  le  obligaron  por  fuer- 
za á  que  desistiese  de  su  pretensión  y  no  llevase  adelante  la  negativa.  Dio 
prontamente  aviso  de  la  violencia  el  padre  cura  al  provincial  creyendo 
poder  evitar  de  esta  manera  los  daños  que  temía.  Pero  el  medio  que  tomó 
para  la  seguridad  y  cautela  dio  la  ocasión  y  motivo  á  la  calumnia.  Por- 
que cayendo  en  manos  de  los  ministros  la  carta  escrita  al  padre  provin- 
cial, vinieron  éstos  de  repente  á  la  ciudad  de  Archidona,  y  echándose  sobre 
todo  dejaron  correr  la  voz  de  que  el  contrabando  era  de  los  jesuítas;  y 
con  haber  sido  bien  conocidos  los  autores  del  contrabando,  se  vio  precisa- 
do el  provincial,  por  dar  al  público  alguna  satisfacción,  de  desterrar  al 
cura  en  realidad  inocente,  á  lo  más  retirado  del  Marañen.  La  presa  se  re- 
partió, como  sucede,  entre  alguaciles  y  ministros,  y  sólo  asomaron  al  pú- 
blico algunos  retazos  de  piezas  que  no  serían  ciertamente  las  más  pre- 
ciosas. 


LIRRO  IX 


CAPITULO  PRIMERO 


VIENEN  DE  QUITO   NUEVOS   MISIONEROS  AL   ÑAPO,   EN  DONDE   COMIENZA 
Á  TRABAJAR  EL  P.    MANUEL   URIARTE 

Hallábase  por  los  años  de  1750  bien  atrasada  la  misión  de  las  alturas 
del  Ñapo  y  del  Aguarico,  no  sólo  por  el  alboroto  seguido  en  San  Miguel 
á  la  muerte  del  P.  Francisco  Real,  y  por  la  poco  acertada  conducta  del 
hermano  Salvador  Sánchez,  sino  también  por  las  muchas  enfermedades 
que  habían  picado  en  los  pueblos,  por  cuya  causa  unos  indios  morían  y 
otros  se  retiraban  á  los  montes.  El  pueblo  más  formado  del  partido  era 
el  del  Nombre  de  Jesús,  que  no  contaba  muchas  almas;  el  de  San  Luis 
Gronzaga,  que  había  pasado  á  otro  sitio  llamado  Tiriri,  era  pequeñísimo. 
Las  reliquias  del  de  San  José  estaban  también  en  un  nuevo  sitio  y  se  de- 
cía la  Trinidad  de  Capocui.  El  de  Santa  María  de  Guayoya,  aunque  du- 
raba en  el  último  lugar  que  había  escogido  á  las  orillas  de  este  río,  pero 
estaba  muy  disminuido  á  causa  de  las  epidemias  que  habían  picado  más 
en  este  pueblo  que  en  los  demás.  Ibase  acabando  el  pueblo  de  San  Juan 
Bautista  de  Paratoas,  y  el  de  San  Miguel  se  reducía  ya  á  pocas  cabezas. 
Aún  menos  figura  hacían  en  tan  miserables  reducciones  los  pueblos  de 
San  Bartolomé  y  del  Corazón  de  María.  A  esto  se  reducía  la  misión  del 
Ñapo  y  del  Aguarico  en  este  tiempo,  sin  sacerdote  que  la  sostuviese  ó 
adelantase  y  á  la  discreción  de  un  hermano  que  por  ser  más  fuerte  de 
complexión  que  los  padres,  había  resistido  al  temple  maligno  de  aque- 
llas tierras  y  conservado  entera  salud;  pero  con  quien  se  debía  contar 
muy  poco  por  su  modo  soldadesco  y  violento,  muy  ajeno  de  la  maña,  ca- 
ridad y  mansedumbre  de  los  misioneros. 

Eran  necesarios  varones  apostólicos  para  reparar  tantas  quiebras,  y 
para  tratar  con  una  nación  que  después  de  tantas  fatigas  y  trabajos  y  de 
tantos  establecimientos  y  buenas  esperanzas  no  acababan  de  amoldarse 


LiBKO  IX.— Capítulo  I  413 

ni  dar  el  fruto  correspondiente  al  penoso  cultivo  de  tan  celosos  opera- 
rios. Pero  ya  que  no  se  pudo  lograr  en  ella  el  fruto  copioso  que  se  desea- 
ba, no  por  eso  perdieron  sus  sudores  los  padres  que  en  ella  trabajaban, 
antes  hallaron  en  esta  gente  indócil  una  mina  abundantísima  de  mereci- 
mientos. Ni  tampoco  la  desechó  del  todo  la  divina  Providencia  que  para 
sacar  de  esta  parte  de  la  misión  sus  predestinados  movió  los  corazones 
de  tres  sujetos  de  Quito,  los  cuales  se  ofrecieron  con  mucho  gusto  al  cul- 
tivo de  los  indios  Encabellados.  Fueron  éstos  el  P.  Manuel  de  Uriarte, 
natural  de  Vitoria  en  Álava,  el  cual  de  la  provincia  de  Andalucía  había 
pasado  á  Quito  y  acabado  en  ella  sus  estudios.  El  P.  Isidro  de  Losa,  qui- 
teño, y  el  hermano  Lorenzo  Rodríguez,  ropero  muy  edificativo  del  mismo 
colegio  de  Quito. 

El  viaje  que  hicieron  los  tres  jesuítas  hasta  el  pueblo  del  Nombre  de 
Jesús,  el  estado  de  los  demás  pueblos  y  los  principios  de  su  apostólico 
ministerio,  lo  refería  todo  con  sus  mismas  palabras  el  P.  Manuel  Uriarte 
en  una  relación  que  hizo  de  su  primera  entrada  á  los  Encabellados,  en 
donde  se  echa  de  ver  la  sinceridad,  el  candor  y  la  inocencia  que  forman 
parte  del  carácter  de  dicho  misionero.  «Repetí,  dice,  mis  deseos  al  padre 
provincial,  con  ocasión  de  haber  muerto  los  Encabellados  al  P.  Fran- 
cisco Real,  y  huídose  los  pueblos  de  la  misión.  Señalóme  para  ella  el 
padre  provincial,  dándome  por  compañeros  al  P.  Isidro  Losa,  quiteño,  y 
al  hermano  Lorenzo  Rodríguez,  también  quiteño,  ropero  en  el  noviciado 
y  de  muy  buen  natural.  Salimos  de  Quito  á  25  de  Diciembre,  y  habiendo 
llegado  al  día  tercero  por  el  cerro  frío  Gruanamí  á  Papallacta ,  curato 
de  los  padres  dominicos,  anduvimos  desde  aquí  por  ocho  días  con  nues- 
tras alpargatas,  calzoncillos,  sotanas,  capisayos  y  sombreros,  llevando 
por  báculos  nuestras  cruces  y  atravesando  á  pie  los  cerros  con  mucha 
lluvia  y  lodo,  con  espinas  y  por  ríos  peligrosos.  Cuando  nos  cansába- 
mos mucho,  los  indios  estriberos  nos  cargaban  en  sus  hombros  y  tomá- 
bamos aliento.  Dormíamos  en  el  suelo  y  en  ranchos  de  hojas,  y  comía- 
mos bizcocho  y  salado.  Así  llegamos  á  la  ciudad  de  Archidona  á  pie  y 
desangrados. 

»E1  P.  Cuéllar,  que  estaba  solo  de  cura,  nos  hizo  todo  agasajo  y  nos 
hallamos,  en  la  octava  de  Reyes  del  año  de  50,  á  la  elección  de  gober- 
nador por  el  padre  cura.  Era  éste  un  insigne  viejo,  y  rehusaba  fuerte- 
mente el  cargo  que  le  daban.  Mas  al  fin,  obligado  del  P.  Cuéllar,  le  ad- 
mitió, y  volviéndose  á  su  gente,  le  dijo  con  resolución  y  coraje  estas  pa- 
labras notables:  Ya  veis  que  yo  no  he  pretendido  ni  querido  este  cargo;  me  manda 
el  padre  que  lo  tenga;  yo  he  de  cumplir  con  mi  obligación.  Portaos  bien  todos,  que 
si  no  habrá  castigo.  Yo  á  nadie  temo  sino  á  Dios.  Esta  plática  hizo  un  indio 
cristiano  nuevo,  elegido  gobernador.  ¡Qué  confusión  para  los  cristia- 
nos viejos! 

»Detuvímonos  en  Archidona  hasta  que  llegó  el  hermano  Sánchez  con 
canoas  al  puerto  de  Ñapo,  á  donde  partimos  á  caballo  por  Misagualle  y 
Tena.  Embarcados  en  el  puerto  á  20  de  Enero,  pasamos  los  raudales  del 


414  Misiones  del  Maeañón  Español 

río,  en  que  peligró  un  mocito  de  la  misión,  mas  al  fin  pasó  por  medio  en 
su  canoita.  De  noche  tuvimos  una  furiosa  tempestad  de  piedra  en  la 
playa  misma,  y  llegamos  al  día  siguiente  por  la  tarde  al  pueblo  de  San- 
ta Rosa.  Aquí  nos  cortejó  mucho  el  buen  doctor  Mateus;  y  hecha  una 
pequeña  misión  por  tres  días,  confesó  y  comulgó  su  gente,  con  mucho 
consuelo  nuestro.  Partimos  á  fines  de  mes  con  indios  infieles  y  con  unos 
ocho  cristianos;  y  como  se  muriese  de  curso  uno  de  los  bogas  infieles 
instruido  y  bautizado  en  la  canoa,  quedó  aliviado  de  su  mal. 

»A  dos  días  de  navegación  llegamos  á  nuestro  San  Luis  de  Tiriri,  en 
donde  había  como  veinte  adultos  casados,  con  sus  casitas  á  medio  ha- 
cer; la  del  misionero  sólo  estaba  armada  y  cobijada.  Los  más  estaban 
desnudos  ó  cubiertos  de  cortezas  de  árboles;  repartimos  de  vestir  á  tan 
pob recita  gente  y  la  dimos  otras  cosillas.  Por  medio  del  hermano  Sán- 
chez, que  sabía  su  lengua,  les  hablamos  y  doctrinamos,  y  yo  bauticé  á 
uno  que  estaba  de  peligro  y  murió  luego.  P úsele  el  nombre  de  Juan 
Evangelista;  y  á  otra  india  á  quien  administré  el  mismo  sacramento  la 
llamé  María,  porque  á  esta  Señora  y  á  San  Juan  tomamos  por  patronos 
de  nuestra  misión. 

«Habiendo  exhortado  á  los  indios  Tiriries  á  la  perseverancia  y  á  que 
juntasen  otros  como  prometió  el  cacique,  salimos  dicha  Misa  la  ma- 
ñana siguiente,  y  en  dos  días  llegamos  al  Nombre  de  Jesús,  donde  nos 
recibieron  con  sus  tamborcillos.  Hallamos  siete  casas  con  unas  ochenta 
familias,  iglesia  con  paredes  de  palmas,  altar  y  retablos  de  cortezas 
blanqueadas,  tres  mantas  de  lamas  pintadas  y  viejas  con  Jesús,  María 
y  José,  asientos  para  los  indios  de  palmas,  una  media  sacristía  y  su  si- 
lleta para  el  padre  misionero.  La  casa  de  éste  era  alta  y  capaz  con  co- 
rredor y  vista  al  río.  Agasajada  la  gente  y  junta  en  la  iglesia,  rezaron 
dos  flscalitos  respondiendo  los  demás.  Pude  decirles  Misa  el  día  de  la 
Purificación,  que  no  habían  oído  por  mucho  tiempo.  Por  orden  del  pa- 
dre provincial  nos  mantuvimos  aquí  como  mes  y  medio  para  instruirnos 
del  hermano  Sánchez,  como  práctico  de  la  misión. 

»A  poco  tiempo  de  nuestra  llegada,  empezaron  epidemias  de  catarros 
y  de  cursos  de  sangre,  que  juntas  con  la  persecución  de  dos  tigres,  nos 
dieron  bien  que  hacer.  Los  tigres,  al  fin,  logramos  de  matarlos,  habien- 
do antes  el  mayor  de  los  dos  muerto  un  niño  que  sacó  de  noche  de  la  ca- 
milla y  brazos  de  su  madre,  y  mal  herido  en  cabeza  y  hombros  á  un  ca- 
sado llamado  Manuel,  que  quiso  Dios  sanase  con  la  copauva.  De  la  epi- 
demia murieron  unas  cuarenta  personas,  todas,  á  Dios  gracias,  bau- 
tizadas, menos  una  mujer  que  lo  rehusaba,  y  cuando  yo  la  instruía  y 
apretaba,  me  decía:  «no  moriré»,  pero  quedó  muerta  de  repente  una  no- 
che cuando  menos  lo  pensaba.  Trajimos  todo  el  pueblo  á  nuestra  casa, 
y  así  se  les  pudo  curar  y  medicinar  con  cuidado,  á  que  atribuyo  que  sa- 
nasen los  más.  Bauticé,  entre  otros,  á  un  viejo  grave  (que  decían  haber 
muerto  al  padre  de  mi  intérprete),  y  murió  al  lado  de  mi  cama  llaman- 
do á  Jesús  y  María,  habiendo  aconsejado  antes  á  su  mujer  que  no  se  hu- 


Libro  IX.-  Capítulo  I  416 

yese  al  monte,  y  que  en  creciendo  un  niño  de  cuatro  años  que  tenían 
llamado  Patricio,  me  lo  entregase  á  mí  para  que  lo  enseñase,  como  lo 
hizo  al  año  siguiente.  Muerto  el  viejo  y  puesto  en  su  camita  en  lo  bajo 
de  la  casa,  mientras  iba  yo  el  miércoles  de  ceniza  á  ponérsela  á  los  cris- 
tianos, vino  un  tigre  á  llevarse  el  cadáver.  Gritaron  luego  los  fiscali- 
tos:  ¡que  lo  tira^  que  lo  tira!,  y  todo  se  alborotó.  Perseguimos  la  fiera,  pero 
sin  fruto,  y  rendidos  del  cansancio,  enterramos  al  viejo  sin  Misa. 

»Hizo  este  tigre  cosas  que  parecen  increíbles.  Nos  tuvo  quince  días  en 
continuo  afán;  venía  de  día  y  de  noche;  cogía  perros  y  aves,  y  cuando 
estaba  á  tiro  desaparecía.  Yo  le  tuve  por  un  cuarto  de  hora  á  tiro  y  aun 
á  boca  de  cañón  en  un  lodazal,  mirándome  de  hito  en  hito  y  faltándome 
fuego  al  trabuco  como  sus  veinte  veces,  cuando  salía  á  buscar  un  tizón 
porque  los  indios  me  habían  dejado  solo,  se  fué  paso  á  paso.  Nos  sacaba 
las  gallinas,  levantando  con  tiento  unas  petacas,  y  cuando  aseguramos 
en  ellas  las  pocas  que  dejó,  vino  una  noche  y  se  llevó  las  petacas  á  su 
cueva.  Hirió  después  á  un  indio,  y  mientras  vino  á  mí  el  pobre  ensan- 
grentado á  que  le  curase,  fué  el  hermano  Sánchez  á  la  casa  del  indio  y 
halló  al  tigre  sacando  de  la  olla  la  cena  que  tenían  los  pobres  prepara- 
da. Tiróle  con  el  trabuco  á  su  gusto  y  llevó  un  buen  tiro  en  el  pecho  y 
cabeza.  Aunque  echó  mucha  sangre,  no  pudimos  seguir  el  rastro,  pero 
le  tuvimos  por  muerto.  Mas  á  los  ocho  días  volvió  al  pueblo  y  cogió  un 
perro  amarrado  al  lado  de  su  amo.  Seguímosle  de  noche  y  sólo  encon- 
tramos la  presa  comida  la  cabeza. 

»Púsosele  una  trampa,  y  como  un  mal  brujo  llamado  Tuinta  (de  quien 
hablaremos  después  largamente)  lo  conjurase  con  llamar  al  diablo,  no 
quiso  Dios  que  cayese  por  entonces  en  la  trampa.  Cuando  supe  el  hecho 
del  brujo  le  reñí  como  era  razón,  y  echando  tres  bendiciones  en  nombre 
de  la  Santísima  Trinidad,  hice  un  voto  á  la  Virgen  de  Nieva  de  cantar 
una  Misa,  traído  el  tigre  á  la  puerta  de  la  iglesia,  si  caía  en  la  trampa. 
Al  día  siguiente,  como  á  las  cuatro  de  la  mañana,  oí  un  estallido  y  grité: 
ya  cayó  la  trampa,  que  distaría  media  legua.  Fueron  allá  los  indios  al 
amanecer,  y  hallaron  que  dos  gruesos  maderos  habían  caído  sobre  el 
tigre,  y  con  el  golpe  y  peso  le  habían  oprimido.  Trajéronle  en  triunfo  á 
la  puerta  de  la  iglesia,  y  yo  canté  la  Misa  y  di  gracias  á  Nuestra  Señora, 
Era  el  tigre  casi  como  un  becerro  de  año,  los  colmillos  gastados  de  viejo, 
tenía  en  el  pecho  una  bala  larga  y  en  uno  de  los  ojos  una  posta,  y  en 
solos  ocho  días  ya  se  iba  curando.  Desengañé  á  los  indios,  diciéndoles 
que  mirasen  bien,  que  ni  era  diablo  ni  indio,  que  bien  lo  necesitaban. 

»E1  mayor  trabajo  en  este  tiempo  era  buscar  que  comer,  porque  los 
más  de  los  indios  estaban  enfermos,  y  aun  el  P.  Losa  con  nuestros  Vira- 
cochitos  estaba  también  malo.  Cosa  de  pesca  ó  caza  no  había  en  qué 
pensar,  y  era  menester  acompañar  con  la  escopeta  por  el  miedo  de  los 
tigres  á  tal  cual  sano  que  salía  á  las  sementeras.  Pero  al  fin  todo  se  fué 
pasando  y  se  sosegaron  los  males  á  la  mitad  de  Cuaresma,  en  que  salie- 
ron el  P.  Losa  y  el  hermano  Sánchez  al  pueblo  de  la  Trinidad  de  Capo- 


416  Misiones  del  Marañón  Español 

cuí,  y  yo  me  quedé  en  el  Nombre  de  Jesús  con  el  hermano  Lorenzo.  Y 
cuando  pensábamos  tener  al£2:ún  sosiego  los  dos,  he  aquí  los  toros.  Porque 
los  viejos  del  pueblo  nos  decían:  vosotros  nos  habéis  traído  el  mal  y 
muerto  tantos,  á  nosotros  nos  conviene  irnos  al  monte.  No  querían  traer- 
nos cosa  de  comer,  y  ni  los  niños  mismos  querían  que  viniesen  á  la  igie- 
sia.  Mas  poco  á  poco,  con  paciencia,  con  dones  y  con  cariños,  se  fué  en- 
tablando el  rezo  y  nos  daban  algo  de  comer,  aunque  bien  pagado. 

«Procuróse  componer  como  mejor  se  pudo  la  iglesia  con  cosas  que 
había  traído  de  Quito.  Pero  aun  en  esto  hubo  también  sus  trabajos.  Entre 
otras  cosas,  había  traído  dos  cajones  con  dos  medios  cuerpos,  de  Jesús 
Nazareno  el  uno,  y  el  otro  de  su  Madre  Dolorosa.  Sucedió  que  poniéndo- 
les sus  basas  ó  peanas  de  madera,  colocada  ya  y  vestida  la  Virgen,  es- 
taba haciendo  lo  mismo  con  Jesús  Nazareno,  y  puesta  la  túnica  morada 
con  su  galón,  me  acordé  que  había  dejado  en  casa  el  cíngulo.  Dije  á  dos 
fiscalitos  y  á  un  mal  sacristán  que  lo  tuviesen  firme  con  las  manos,  que 
volvía  luego.  En  mi  ausencia  se  juntó  todo  el  pueblo  á  ver  aquel  es- 
pectáculo nuevo  que  jamás  habían  visto.  Estaba  el  Señor  muy  lastima- 
do y  ensangrentado,  y  los  indios  decían:  Este  es  algún  padre  que  han 
muerto  y  herido  tanto  otros  indios,  y  llegando  en  esta  conversación  á 
tocar  el  vestido,  se  meneó  el  pedestal,  á  que  correspondió  el  movimiento 
de  la  estatua,  y  creyéndola  viva  y  que  les  seguía,  apretaron  todos  á 
correr  y  la  dejaron  caer  en  tierra.  Era  por  trampa  de  los  oficiales  de 
Quito  el  rostro  del  Salvador  de  puro  yeso  pegado  á  la  madera;  y  cuando 
yo  volvía  con  mi  cíngulo  le  hallé  ya  deshechas  todas  las  facciones  con 
el  golpe,  y,  en  suma,  sin  poder  servir.  Yo  quedé  con  mucho  sentimiento 
por  la  pérdida;  pero  los  indios  trocaron  el  susto  en  risa  y  decían  con  al- 
gazara: Paire,  piogi  tarapué  á  é.  No  era  padre,  sino  palo.  Expliquéles 
como  pude  lo  que  era  imagen  y  representación,  y  poniendo  en  un  nicho 
á  la  derecha  del  retablo  la  Dolorosa,  dejé  en  medio  un  niño  Jesús  pinta- 
do, y  ocupó  la  izquierda  San  Juan  Evangelista,  vestido  de  sacerdote, 
con  su  cara  de  estaño.»  Hasta  aquí  la  relación  del  misionero. 


CAPITULO  II 

VISITA  EL  P.  UKIARTE  EL  PUEBLO  DE  SAN  MIGUEL,   Y  TRAE  NUEVA  GENTE 
AL  PUEBLO  DEL   NOMBRE  DE  JESÚS 

Dado  algún  asiento  á  las  cosas  de  la  reducción  de  Jesús,  empezó  á 
pensar  el  misionero  sobre  los  otros  pueblecitos.  Pero  era  necesario  dejar 
en  el  Jesús  persona  de  satisfacción  que  llevase  adelante  el  rezo,  y  pro- 
moviese las  demás  prácticas  que  iba  introduciendo,  porque  los  indios,  es- 
pecialmente los  más  nuevos,  dejan  y  se  olvidan  en  pocos  días  de  lo  que 
han  comenzado  á  practicar  y  aprender,  si  no  tienen  sobre  sí  quien  vele 
sobre  sus  distribuciones  y  les  repita  la  doctrina.  Había  traído  el  P.  Uriarte 


Libro  TX.— Capítulo  II  417 

de  Santa  Rosa  un  blanco,  llamado  José  Vázquez,  que  se  ofreció  á  seguir- 
le y  ayudarle,  en  cuanto  pudiese,  en  su  ministerio.  Era  hombre  ejemplar, 
amado  de  todos  los  que  le  trataban,  dado  á  la  oración,  amigo  del  silencio, 
y,  por  lo  mismo,  respetado,  penitente  y  gran  frecuentador  de  sacramen- 
tos. No  conocía  el  ocio,  ó  meditaba,  ó  rezaba,  ó  leía  algún  libro,  ó  hacia 
medias.  Tiene  el  Señor  providencia  de  que  encuentren  los  misioneros 
personas  de  esta  calidad,  cuando  las  necesitan,  para  llevar  el  peso  y 
carga  que  no  pudieran  ellos  solos. 

A  este  cristiano  tan  ejemplar  dejaba  encomendado  el  pueblo  del  Jesús 
en  los  muchos  viajes  que  hizo  á  recoger  la  gente  de  los  montes  y  á  visitar 
los  pueblos  anejos;  y  satisfizo  Vázquez  á  su  obligación  tan  cumplidamen- 
te, que  jamás  tuvo  el  padre  la  menor  queja  contra  él,  antes  bien,  se 
mostró  siempre  muy  edificado  de  su  aplicación,  caridad  y  modo  ajustado 
de  proceder.  A  fines  de  cuaresma,  después  de  haber  dado  algunos  avisos 
é  instrucciones  á  José  Vázquez  sobre  las  cosas  más  necesarias  al  pueblo, 
salió  el  misionero  con  el  hermano  Lorenzo,  algunos  mozos  y  varios  indios 
al  pueblo  de  San  Miguel.  Halló  bien  pocos  indios  en  el  sitio  que  había 
servido  de  reducción,  pero  el  nuevo  cacique  llamado  Alonso,  indio  ladino 
y  bien  capaz,  ofreció  juntar  gente,  como  lo  cumplió.  Hiciéronse  varios 
bautismos  y  se  explicó  la  doctrina  por  algunos  días.  Recogidos  aquí  algu- 
nos plátanos,  yucas  y  mazato,  subió  el  misionero  con  toda  la  comitiva 
por  el  río  Aguarico  con  muchas  lluvias  y  trabajo,  porque  la  voracidad 
de  los  indios  por  ser  el  padre  nuevo,  en  pocos  días  acabó  con  todos  los 
comestibles  y  no  se  sustentaban  de  otra  cosa  que  de  unas  frutas  llamadas 
zapotes,  á  manera  de  adormideras  grandes.  Su  carne  es  morada,  dulce 
y  sabrosa,  y  tiene  dentro  unas  pepitas  como  huesos  de  ciruelas. 

Con  este  sustento,  que  no  deja  de  ser  insípido,  especialmente  conti- 
nuado, iban  navegando  río  arriba  cuando  divisaron  siete  canoas  largas 
llenas  de  gente.  Diéronse  los  indios  que  acompañaban  al  padre  por  per- 
didos, y  creyendo  las  canoas  de  enemigos,  querían  escaparse  por  los 
montes.  Pero  pudo  contenerlos  el  padre  haciéndoles  notar  que  venían 
vestidos.  Al  acercarse  las  canoas,  comenzó  á  gritar  la  gente  que  venía 
en  ellas:  aquí  viene  Padre,  aquí  viene  Padre;  y  con  estas  voces  todos  se  sere- 
naron. Arribó  á  la  playa  el  misionero  y  también  los  de  las  canoas,  que 
echándose  al  agua  vinieron  á  besarle  la  mano,  saludándole  en  lengua 
Inga.  Quedó  sorprendido  el  padre  de  cosa  tan  extraña  en  aquellas  reti- 
radas montíiñas.  Averiguó  que  las  canoas  bajaban  de  los  Sucumbios,  y 
que  eran  Nopotoas  cristianos  tributarios,  los  cuales  volvían  á  su  antiguo 
sitio  cerca  de  Santa  Rosa,  por  huir  del  mal  trato  de  un  criado  del  fraile 
Francisco  doctrinero.  Tuvo  el  padre  al  principio  algún  temor  ó  sospecha 
de  que  hubiesen  muerto  á  su  misionero,  pero  tanteando  más  las  cosas,  y 
haciendo  varias  reflexiones  y  preguntas,  conoció  claramente  que  no  ha- 
bían hecho  daño  alguno. 

Luego  que  saltaron  los  Nopotoas  á  tierra,  trajeron  ramos  y  armaron 
una  decente  capilla  para  la  Misa,  pusieron  unas  mesitas  de  cañas,  varias 

27 


418  Misiones  del  Marañón  Español 

palmas  muy  compuestas,  y  pidiendo  al  sacerdote  que  las  bendijese ,  sa- 
caron sus  manteles  del  altar  y  una  Virgen  con  sus  velas.  Toda  esta  pre- 
vención traían  consigo  de  manera  que  al  día  siguiente  lograron  oír  la 
santa  Misa  que  celebró  el  P.  Uriarte  con  mucho  consuelo  de  toda  la 
gente.  Dióles  antes  de  despedirse  carta  para  José  Vázquez,  que  cuidaba 
como  dijimos  del  Jesús,  y  les  encargó  que  le  esperasen  en  el  pueblo, 
á  donde  presto  volvería.  Tiraron  los  Nopotoas  á  la  reducción  del  Jesús  y 
el  misionero  prosiguió  su  camino,  en  busca  del  cacique  Yaso  de  quien  ha- 
bía tenido  noticia  no  hallarse  muy  distante  de  aquel  sitio.  En  efecto,  á 
poco  viaje,  dio  con  el  pueblo  del  Corazón  de  María,  cuyo  cacique  busca- 
ba, y  entró  en  el  pueblecito  Miércoles  Santo.  Fué  cosa  muy  gustosa  el 
recibimiento.  Sentáronse  todos  los  huéspedes  en  unas  palmas  largas  á 
manera  de  tablillas  de  seis  dedos  de  ancha  y  conforme  iban  llegando  los 
de  Yaso,  tocaban  el  hombro  del  huésped  diciendo:  raique?  ¿has  venido'?  Bate, 
respondía  el  huésped,  he  venido.  Luego  trajeron  bebida  en  sus  potes  y  se 
acabó  el  recibimiento.  Explicóles  el  padre  en  este  día  algo  de  la  doctrina 
cristiana,  rezó  con  los  niños  el  rosario  y  repartió  algunas  cosillas  á  la 
gente. 

A  la  mañana  siguiente,  que  era  Jueves  Santo,  se  previno  el  altar  por- 
tátil que  llevaba  consigo  el  misionero,  y  después  del  rezo  y  de  alguna 
explicación  de  la  doctrina  cristiana  se  celebró  la  santa  Misa  en  que  co- 
mulgó con  mucha  devoción  el  hermano  Lorenzo.  Asistieron  á  ella  los 
pocos  cristianos  que  había  y  los  demás  atendían  desde  lejos,  admirados 
de  las  ceremonias  sagradas,  viendo  la  reverencia  y  gravedad  del  padre 
y  del  hermano.  En  el  Viernes  Santo  se  previnieron  los  niños  que  ofrecie- 
ron gustosos  sus  padres  al  bautismo,  y  al  día  siguiente  adornado  el  altar 
de  palmas  y  flores,  se  les  administró  el  santo  sacramento  del  bautismo, 
á  que  añadió  también  el  de  la  confirmación,  siendo  padrino  el  hermano 
Lorenzo.  Concluida  esta  función  vistió  el  padre  á  todos  los  niños  y  otros 
varios  adultos  que  estaban  casi  desnudos,  repartió  á  todos  cuchillos  y 
otras  cosillas  que  llevaba  prevenidas  y  ellos  apreciaban  mucho,  y  por 
último,  volviéndose  al  cacique  y  á  los  demás  de  la  parcialidad,  les  habló 
en  esta  forma. 

«Yaso,  ya  todos  sois  hijos  míos,  pues  ¿cómo  os  he  de  dejar?  Venid  con- 
migo á  mi  pueblo,  que  tengo  casas  en  él  y  comida  para  todos  vosotros 
hasta  que  las  podáis  prevenir.  Yo  os  daré  hachas  y  machetes  que  dejé 
para  vosotros.  Mis  indios  me  quieren  bien  y  se  alegrarán  de  veros.» 

Los  que  acompañaban  al  padre  prosiguieron  á  insinuación  del  misio- 
nero la  plática  comenzada,  y  confirmaban  por  sí  mismos  la  verdad  de  lo 
que  les  prometía.  Pero  entre  los  de  Yaso  empezó  la  confusión  y  turbación 
porque  no  agradaba  á  muchos  la  mudanza  de  sitio.  Unos  decían;  aquí  e¿f- 
¿amos6¿e?i.  Otros  añadían:  allá  enfermaremos.  Replicaba  el  misionero:  aquí 
tenéis  enemigos  y  no  tenéis  pescado.  Viviréis  siempre  con  sobresalto  y  tendréis  poco 
íue  comer;  y  reparando  en  algunas  sepulturas,  dijo  con  alguna  resolución: 
¿Quién  está  aquí?  Fulano,  respondieron  los  de  Yaso.  Entonces  el  misionero: 


Libro  IX.— Capítulo  III  419 

¿Con  que  aquí  también  enferman?  ¿Conque  aquí  también  mueren?  ¿Con  queaqui  también 
entierran?  A  estas  palabras  dijeron  varios:  Vamos  can  el  padre,  y  en  particu- 
lar un  buen  viejo  suegro  del  cacique,  gritó  diciendo:  Allá  voy,  padre,  allá  voy: 
y  diciendo  y  haciendo,  llevó  su  haclieta  vieja  y  unos  ti-astillos  que  tenía  á 
la  canoa  del  misionero.  El  ejemplo  del  anciano  arrastró  á  toda  la  par- 
cialidad que  se  resolvió  á  pasar  al  pueblo  de  Jesús. 

Domingo  de  Pascua  se  fueron  acomodando  todos,  que  serían  cuarenta 
personas,  en  las  canoas,  y  en  cuatro  días  llegaron  al  pueblo  de  San  Mi- 
guel. Hechos  aquí  nuevos  baustismos,  porque  el  cacique  Alonso  había 
recogido  nueva  gente,  entró  á  los  dos  días  toda  la  comitiva  en  el  pueblo 
de  Jesús,  con  mucho  regocijo,  así  de  los  huéspedes  como  de  los  vecinos, 
•que  los  agasajaron  muy  bien.  No  habían  sido  tratados  con  menos  esmero 
los  Nopotoas  que  aguardaban  al  padre  antes  de  pasar  á  su  destino.  Te- 
niendo aquí  más  oportunidad,  confesaron  y  comulgaron  todos,  y  tratando 
del  viaje,  les  dijo  el  padre  que  si  querían  escoger  puesto  á  las  orillas  del 
río,  procuraría  componer  la  cosa  con  los  padres  Franciscanos  y  con  el 
señor  presidente  de  Quito,  sin  cuyo  consentimiento  no  emprendería  cosa 
alguna.  Por  lo  que  tocaba  al  tributo  sembrando  pita  en  aquellos  parajes, 
<3n  los  cuales  se  daría  muy  bien,  trabajándola  ellos  mismos  como  prácti- 
cos é  industriosos,  lo  podrían  pagar.  No  vinieron  los  Sucumbios  en  la  pro- 
puesta, diciendo  que  dependían  en  un  todo  de  su  capitán  ó  cacique,  el 
cual  bajaba  también  con  otros  de  la  parcialidad  por  el  río  Coca.  Poblá- 
ronse, finalmente,  estos  cristianos  entre  Santa  Rosa  y  el  pueblo  de  Ñapo, 
y  formaron  una  reducción  pequeña  como  de  ciento  cincuenta  personas. 


CAPITULO  III 

NUEVOS   ESTABLECIMIENTOS   EN   EL   PUEBLO   DEL   JESÚS,  Y  MUDANZA   DEL 

PUEBLO   DE   SAN   MIGUEL 

Encontró  el  misionero  el  pueblo  del  Jesús  muy  sosegado,  por  la  dili- 
gencia y  aplicación  de  José  Vázquez,  y  empezó  con  más  fervor  á  promo- 
ver el  rezo  y  á  entablar  sólidamente  la  doctrina,  y  á  procurar  los  intere- 
ses temporales  de  los  indios.  Ayudó  mucho  para  conseguir  mejor  los  fines 
santos  que  pretendía,  un  suceso  singular  que  llama  el  mundo  casualidad 
ó  desgracia,  y  el  tiempo  descubrió  que  era  una  circunstancia  particular 
en  favor  de  los  pobres  indios.  Dos  portugueses  de  alguna  instrucción  y 
experiencia,  atravesaban  con  seis  indios  el  río  Ñapo,  con  su  barco  car- 
gado de  algunos  géneros  de  contrabando,  y  cuando  ya  pensaban  tocar  con 
la  mano  el  fin  de  su  destino,  arribando  al  puerto  de  Ñapo,  se  les  fué  á  fon- 
do la  embarcación  sin  poder  regir  en  los  raudales  del  Ñapo,  y  se  hallaron 
sin  un  cuarto  los  que  pensaban  hacer  muchos  pesos  de  sus  mercancías. 
Tuvieron  la  fortuna  de  salvarse  los  ocho,  que  salieron  á  tierra  con  mu- 
cho trabajo;  pero  hallándose  imposibilitados  á  pasar  adelante  ó  á  volver 


420  Misiones  del  Marañón  Español 

atrás,  se  refugiaron  al  pueblo  del  Jesús,  y  ya  desengañados  con  la  des- 
gracia, que  parece  haberles  dado  entendimiento,  se  ofrecieron  á  servir 
y  ayudar  al  padre  en  su  ministerio.  Alegróse  mucho  el  misionero  con 
este  socorro  que  le  ofrecía  el  cielo,  y  habiéndolos  probado  y  observado 
y  conocido  ser  gente  de  bien,  empezó  á  servirse  de  ellos  con  mucha  con- 
fianza en  los  negocios  de  mayor  monta.  Es  verdad  que  los  indios  no  pu- 
dieron servir  por  mucho  tiempo,  porque  la  peste  que  picó  luego  en  uno 
de  los  pueblos,  arrastró  á  cuatro  de  ellos.  Pero  los  dos  blancos  portugue- 
ses, Pazmiño  y  Correa,  que  así  se  llamaban,  trabajaron  infatigablemen- 
te y  por  varios  años  en  la  misión,  y  fueron  el  alivio  y  consuelo,  no  sólo 
del  P.  Uriarte,  pero  aun  del  P.  Losa  y  del  hermano  Lorenzo. 

Con  este  refuerzo  se  animó  el  misionero  á  poner  el  rezo  y  catecismo 
tan  corriente,  que  no  solamente  asistían  los  niños  todos  los  días  sino  que 
los  adultos  jamás  faltaban  en  los  días  señalados.  Entabló  el,  mitayo  uno 
de  los  puntos  más  críticos  en  pueblos  nuevos,  nombrando  por  turno  dos 
indios  á  cuyo  cargo  estaba  buscar  de  comer  para  la  casa  del  misionero 
Introdujo  el  que  los  varayos  ó  ministros  de  justicia  viniesen  mañana  y 
tarde  á  casa  del  misionero  para  avisar  de  lo  que  ocurría  y  para  recibir 
las  órdenes  que  convenía.  Ningún  indio  faltaba  de  noche  del  pueblo  sin 
licencia  del  padre,  y  observaban  este  orden  tan  exactamente,  que  estan- 
do á  las  veces  ya  recogido  y  aun  varias  veces  diciendo  Misa,  gritaban 
diciendo:  Paire,  ai'-ozaye,  Padre,  voy  al  monte.  Moderáronse  las  bebidas 
y  se  quitó  casi  de  todo  punto  la  borrachera,  y  con  sólo  reprender  en  pú- 
blico á  un  indio  que  había  caído  en  esta  miseria,  no  se  vio  jamás  función 
alguna  de  aquellas  en  que  solían  emborracharse. 

Los  niños  eran  las  delicias  del  misionero,  tenía  en  casa  una  escuela  ó 
seminario  de  varios  niños  á  quienes  mantenía  de  las  cosas  que  traían 
para  sí  los  mytayeros.  Aprendían  primero  el  catecismo,  después  la  len- 
gua del  Inga  y  algunos  algo  de  la  castellana.  Asistían  siempre  á  la  Misa, 
rezaban  el  rosario  y  antes  de  irse  á  la  cama  rezaban  otras  oraciones,  y 
cantando  el  Alabado  y  besando  la  mano  al  padre,  se  echaban  á  dormir 
en  su  mismo  aposento.  Estos  ángeles  de  guarda  tenía  el  misionero  por  las 
noches  en  su  cuarto,  que  no  tenía  otra  puerta  que  una  corteza  de  árbol. 

Venían  á  ver  al  P.  Uriarte  muchos  indios  de  fuera,  no  sólo  del  pueblo 
de  Santa  María  y  de  San  Miguel,  pero  aun  otros  más  distantes  como  An- 
cuteres  y  Payaguas,  y  en  estas  visitas  lograba  varios  bautismos  y  los 
disponía  á  recibir  el  Evangelio.  El  primer  bautismo  que  logró  en  los  re- 
cientemente agregados  al  pueblo  fué  el  de  aquel  viejo  suegro  del  caci- 
que Yaso,  que  se  dispuso  admirablemente  á  recibirlo.  Luego  se  siguió  el 
de  otra  insigne  india  á  quien  decían  los  suyos  que  de  ninguna  manera  se 
bautizase  porque  se  moriría  más  presto.  Pero  ella  respondía:  Bautízame, 
Padre.  Yo  quiero  ir  al  cielo.  Bautízame  y  Padre.  Bautizóla  el  misionero,  des- 
pués de  bien  instruida  y  encargando  á  dos  hijos  que  tenía  que  no  se 
apartasen  del  padre,  murió  en  sus  manos,  besando  el  santo  Cristo. 

No  faltaron  en  este  tiempo  varias  cosas  que  dieron  que  hacer  al  mi- 


Libro  IX.— Capítulo  III  421 

sionero,  porque  entrando  las  disensiones  y  desconfianzas  entre  los  recién 
venidos  y  los  antiguos  del  pueblo,  no  le  costó  poco  el  reconciliar  los  áni- 
mos encontrados,  hablando  con  mucha  suavidad  y  dulzura,  ya  á  unos  ya 
á  otros,  regalando  á  todos  y  desimpresionándolos  de  sus  vanas  aprensio- 
nes, sin  dar  lugar  á  que  se  arraigasen  las  sospechas  á  que  son  tan  incli- 
nados los  indios.  En  varias  ocasiones  le  fué  preciso  hacer  del  valiente  y 
mostrar  que  no  temía  á  ninguno  sino  á  sólo  Dios,  por  cuya  causa  había 
venido  de  tierras  muy  distantes,  únicamente  por  traerlos  á  su  Majestad. 
Un  viejo  llamado  Encenevi  no  quería  venir  al  rezo  y  á  la  doctrina  un 
día  de  fiesta.  Fué  volando  el  misionero  á  su  choza  para  traerlo,  pero  te- 
naz el  viejo  en  no  moverse,  le  amenazó  con  su  lanza,  quítesela  el  padre 
de  las  manos  y  la  hizo  pedazos  con  las  suyas,  y  vino  el  indio  como  un  cor- 
dero. A  poco  tiempo  se  bautizó  este  viejo  y  murió  con  mucho  consuelo 
del  misionero,  á  quien  encomendó  un  hijo  llamado  Pablito.  Otro  indio 
dicho  Curazaba  traía  en  su  canoa  chípate  ú  hojas  para  tapar  las  gote- 
ras, pero  en  llegando  al  puerto  no  quería  traer  la  carga  al  pueblo:  de- 
cíale el  padre  que  quitase  la  pereza,  pero  él,  levantando  el  remo,  le 
amenazó  con  un  golpe  fiero.  Quítesele  de  la  mano  el  padre,  y  obedeció 
Curazaba  como  un  niño,  siendo  después  uno  de  los  indios  más  aficiona- 
dos al  misionero. 

Como  tenía  el  P.  Uriarte  tantos  pueblecitos  á  su  cargo,  era  necesario 
también  atenderlos  desde  su  principal  residencia,  andando  en  continuos 
viajes  y  deteniéndose  en  ellos  algunos  días,  según  las  necesidades  ocu- 
rrentes. Llevábale  más  particularmente  la  atención  el  pueblo  de  San  Mi- 
guel, porque  había  concebido  grandes  esperanzas  de  que  sería  el  empo- 
rio de  la  misión  de  toda  la  gente  del  Aguarico,  según  los  muchos  indios 
que  había  recogido  su  cacique  Alonso.  El  mismo  padre  logró  otros  dos 
capitanes  con  su  gente,  y  los  agregó  á  San  Miguel.  Pero  como  el  sitio  de 
esta  reducción  era  poco  ventajoso  á  los  muchos  que  iban  llegando,  de- 
terminó mudar  el  pueblo  á  la  boca  misma  del  río  Aguarico,  en  una  ex- 
tendida llanura  que  daba  lugar  á  formar  iglesia  y  casas  con  desahogo. 
Hízose  luego  el  desmonte  y  puesta  una  cruz  grande  en  el  centro  de  una 
plaza  muy  capaz  y  perfectamente  cuadrada ,  se  formaron  las  casas, 
iglesia  y  demás  oficinas  por  los  lados,  dejando  una  huerta  espaciosa  en- 
tre el  lugar  y  el  puerto. 

Pazmiño  el  portugués  residió  á  los  principios  en  este  pueblo,  y  ade- 
lantó muy  bien  la  obra  de  la  iglesia;  y  aunque  tuvo  que  aguantar  con  los 
indios,  sabía  disimular  y  sobrellevarlos,  porque  instruido  del  misionero  se 
hacía  cargo  que  no  valían  con  aquella  gente  las  bravatas  y  las  amenazas, 
sino  los  ruegos  y  las  dádivas  y  los  cariños.  Así  que  procuraba  no  disgus- 
tar á  los  Migueleños  y  sacar  de  ellos  lo  que  buenamente  se  podía  sin  exas- 
perarlos Pero  cuando  todo  caminaba  prósperamente  y  el  cacique  Alon- 
so y  sus  indios  trabajaban  con  calor  en  acabar  sus  casas  y  en  concluir 
las  sementeras,  sucedió  un  caso  que  hubo  de  turbarlo  todo,  si  el  Señor, 
con  su  providencia  amorosa,  no  lo  hubiera  convertido  en  bien  del  pueblo 


422  Misiones  del  Marañón  Español 

mismo.  Estaba  el  P.  Uriarte  (en  una  de  sus  visitas  á  este  pueblo)  almor- 
zando con  Pazmifio  para  partirse  ai  Jesús,  cuando  pasó  por  la  plaza  un 
indiazo  de  desmesurada  estatura;  llevaba  dos  lanzas  en  la  mano,  como 
quien  iba  perdonando  vidas,  y  se  metió  en  una  de  las  casas  del  lugar. 
Los  muchachos  del  pueblo  vinieron  corriendo  al  padre  y  le  decían:  Fai- 
re,  Paire,  Padre,  Padre,  este  es  el  indio  Zamaroa,  el  que  mató  á  un  mozo  tuyo. 
(Habíale  muerto  poco  antes  en  el  monte.)  Es  horrible.  Dice  que  no  teme 
á  nadie,  y  que  aunque  no  come  sal,  sabe  matar  á  los  blancos. 

Alborotáronse  todos,  y  el  padre  se  determinó  de  ir  solo  á  hablarle  y  á 
tentar  si  podía  reducirlo.  Oponíase  Pazmiño,  diciendo:  padre  mío,  padre 
mió,  deténgase;  ¿dónde  vaV  Que  le  mata  ese  salvaje,  no  vaya.  Escape- 
mos á  la  canoa,  Pero  el  padre,  encomendándose  á  Dios  y  cogiendo  uno 
de  los  regalillos  que  le  habían  quedado,  se  entró  de  repente  en  la  casa 
donde  estaba  Zamaroa  con  otros  del  pueblo.  Azorado  el  indiazo,  echa 
mano  de  sus  lanzas,  pero  el  padre  le  previno  abrazándole  y  diciéndole 
con  suavidad  y  dulzura:  Hijo  no  te  enfades.  Yo  te  quiero.  Sosegado  con 
estas  palabras,  se  sentó  el  misionero  á  su  lado  y  prosiguió  de  esta  forma: 
Ya  está  por  mí  y  por  los  viracochas  perdonado  lo  pasado.  No  temas;  hi- 
ciste mal;  Dios  manda  no  matar  á  nadie.  Pero  Dios  es  muy  bueno;  como 
tú  le  pidas  perdón  y  yo  te  bautice,  se  te  quitarán  este  y  los  demás  peca- 
dos; te  librarás  de  ir  á  quemarte  abajo,  y  Dios  te  llevará  en  muriendo  al 
cielo  á  descansar.  Para  esto,  di  á  todos  los  indios  del  monte  que  se  vayan 
juntando  aquí  ó  en  Santa  María;  que  yo  les  amo  y  les  daré  hachas,  y 
toma  tú  esto  (era  un  cuchillo)  en  señal  de  que  te  quiero.  Quedó  el  indio 
muy  agradecido,  y  para  que  se  vea  la  fuerza  del  remordimiento  de  la 
conciencia  en  la  gente  más  bozal,  respondió  Zamaroa:  Padre:  desde  que 
hice  aquello  de  matar,  mi  corazón  estaba  alborotado;  me  arrepiento  y 
me  enmendaré.  Y  tú,  padre,  haz  que  no  me  quieran  matar  los  blancos. 
Dióle  el  misionero  palabra  de  perdón,  é  hizo  que  también  Pazmiño  se  la 
diera.  Con  esto  vino  con  los  otros  acompañando  al  padre  hasta  el  puer- 
to, y  cumplió  fielmente  lo  que  le  encomendaba,  trayendo  muchos  infie- 
les al  pueblo. 

No  hallo  en  los  escritos  que  tengo,  si  este  indio  memorable,  que  hizo 
mucho  bien  á  la  misión,  logró  recibir  el  santo  bautismo;  pero  es  creíble 
que  á  lo  menos  en  las  pestes  que  sobrevinieron,  fuese  bautizado  en  la 
hora  de  la  muerte. 


CAPITULO  IV 

ESTADO    DE    LOS    PUEBLOS    DE   SANTA   MARÍA  Y   DE   SAN  LUIS    DE   TIRIRÍ. 

No  estaba  olvidado  el  misionero  de  los  pueblecitos  de  San  Luis  y  de 

Santa  María;  en  la  primera  visita  que  hizo  á  esta  segunda  reducción  ha 

lió  poquísima  gente,  pero  con  la  noticia  de  la  venida  del  padre,  y  con 


Libro  IX.— Capítulo  IV  423 

haberse  detenido  algún  tiempo  convidando  á  los  montaraces,  se  fueron 
juntando  los  dispersos,  que,  regalados  y  acariciados,  comenzaron  á  asis- 
tir al  rezo  y  á  la  doctrina.  Bautizó  á  los  niños  y  encargó  á  los  grandes 
que  juntasen  los  indios  que  pudiesen,  porque  los  visitaría  frecuentemente, 
ayudaría  con  sus  instrumentos  para  cultivar  la  tierra  y  escribiría  á  Quito 
pidiendo  misionero  propio  que  viviese  con  ellos  si  llegaba  á  formar  una 
reducción  razonable.  Como  estaba  todo  casi  quemado,  se  contentó  con 
señalar  el  sitio  en  que  se  había  de  formar  la  iglesia,  dejando  la  fábrica 
para  tiempo  más  oportuno  ó  menos  apretado.  Después  de  algunos  días 
de  mansión  dejó  encargada  la  gente  y  la  ejecución  de  las  órdenes  que  le 
parecieron  necesarias  á  un  indio  llamado  Xavier,  que  parecía  muy  ra- 
cional y  estaba  bien  instruido  en  la  doctrina,  y  á  un  viejo  tenido  de  los 
indios  por  hombre  de  autoridad:  el  hijo  del  cacique  que  había  muerto,  se 
animó  á  seguir  al  misionero  al  pueblo  del  Jesús  para  aprender  el  rezo, 
la  doctrina  y  la  lengua  del  Inga  y  poder  ayudar  mejor  á  sus  paisanos. 
Desde  esta  primera  visita,  que  fué  más  larga,  acudía  el  padre  á  Santa 
María  en  los  casos  necesarios  y  fomentaba  el  pueblecito  con  frecuentes 
idas  y  venidas ,  no  sin  grandes  peligros  que  experimentó  en  los  ríos  y  de 
que  se  pudieran  traer  casos  bien  singulares  de  la  protección  del  cielo, 

A  San  Luis  de  Tirirí  había  salido  el  H.  Lorenzo  Rodríguez  desde  los 
principios,  y  con  su  buen  genio  y  afabilidad  había  ganado  aquellos  indios, 
de  mejor  natural  que  los  demás.  Puso  desde  luego  corriente  el  rezo,  y 
fuera  de  los  bautismos  que  hizo  de  los  niños  el  P.  Manuel  Uriarte  en  las 
primeras  visitas,  había  bautizado  á  varios  en  casos  necesarios,  y  entre 
otros  al  mismo  cacique  del  pueblo.  Hizo  una  buena  iglesia  de  tapia  fran- 
cesa con  la  ayuda  de  los  indios  portugueses,  y  con  la  dirección  y  asis- 
tencia de  Correa  y  de  Pazraiño  adelantó  las  sementeras  del  pueblo,  y  se 
hacía  tanto  al  modo  de  vivir  y  de  comer  con  los  indios,  que  las  escudillas 
de  menta  (que  vienen  á  ser  unas  hormigas  de  cuerpo  tan  grande  como  un 
garbanzo),  le  parecían  mazapán  y  las  limpiaba  como  pudiera  hacerlo  el 
Tiriríe  más  hambriento.  Enseñó,  por  medio  de  los  portugueses,  el  modo 
de  pescar,  y  los  de  San  Luis  en  poco  tiempo  se  surtían  de  la  pesca  que  ne- 
cesitaban, cuando  antes  con  sus  malos  instrumentos  apenas  cogían  para 
probar  este  género  de  comida,  que  es  una  de  las  que  estaban  más  á  la 
mano  en  aquellos  países.  Todo  esto  lo  enderezaba  el  hermano,  que  era 
verdaderamente  espiritual  al  provecho  espiritual  de  sus  indios,  que  agra- 
decidos á  tanto  bien  le  oían  con  docilidad  y  asistían  puntuales  á  la  doc- 
trina, al  rosario  y  á  las  demás  oraciones.  Es  verdad  que  el  cielo  se  decla- 
raba también  visiblemente  á  favor  del  hermano,  con  algunos  sucesos  en 
que  los  indios  mismos  conocían  cuánto  desagrada  al  Señor  el  que  le  fal- 
tasen á  los  ejercicios  ya  establecidos  de  la  doctrina  y  del  rosario. 

Es  bien  particular  el  que  sucedió  estando  de  paso  en  el  pueblo  los  pa- 
dres Manuel  Uriarte  é  Isidro  Losa.  Tocaban  un  sábado  la  campana  al  ro- 
sario cuando  venían  dos  indios  del  monte.  Dijo  el  uno:  «Vamos  breve  á 
rezar,  que  así  el  padre  lo  encargó».  «Yo  me  voy,  respondió  el  otro,  á  mi 


424  Misiones  del  Marañón  Español 

heredad  y  á  ver  cómo  van  los  plátanos».  Con  esto  asistió  el  primero  al 
rosario  y  faltó  el  segundo,  á  quien  como  no  viniese  al  pueblo  por  la  noche 
y  fuesen  á  buscarle,  le  hallaron  muerto  de  un  tigre  que  le  había  comido 
la  cabeza.  Hubo  grandes  lloros  en  el  lugar  en  donde  el  muerto  era  bien 
querido;  pero  los  padres  se  aprovecharon  del  lance  para  enfervorizar  el 
rezo  y  la  devoción  á  María  Santísima. 

No  fué  muy  desemejante  otro  caso  que  sucedió  poco  después  á  un  indio 
llamado  Umoraza,  el  cual,  cansado  de  rezar  y  de  asistir  á  la  doctrina, 
escapó  del  pueblo  con  otro  mozo  y  una  india.  Arrójanse  al  río  en  canoa, 
y  á  poco  tiempo  de  haber  bogado  por  el  río  Aguarico,  mirándolos  el  Sefior 
con  ojos  de  misericordia,  acometió  un  horrible  caimán  á  la  canoa,  que 
aferrando  los  colmillos  en  la  popa  y  deteniendo  su  curso,  los  miraba  feroz 
de  hito  en  hito.  Al  punto  se  arrojaron  á  la  orilla  los  pobres  navegantes, 
y  saliendo  con  felicidad,  miraban  desde  el  monte  su  canoa  y  al  caimán 
que  no  la  soltaba  de  los  dientes.  Asombrados,  volvieron  en  sí  y  se  refu- 
giaron al  pueblo  de  San  Miguel,  donde  la  india  murió  en  breve  tiempo 
llena  de  llagas  y  los  dos  indios  vinieron  bien  escarmentados  á  San  Luis 
con  el  hermano  Lorenzo. 

Antes  de  partirse  el  P.  Uriarte  y  el  P.  Losa  de  Tirirí,  se  administró  un 
bautismo,  que  con  otro  que  se  había  hecho  sub  conditione  en  el  pueblo  del 
Jesús,  dio  mucho  en  que  pensar  á  los  misioneros,  y  fué  ocasión  de  hacer 
las  más  molestas  averiguaciones,  de  escribir  cartas  y  de  revolver  libros. 
Despidiéndose  el  P.  Uriarte  del  pueblo  de  San  Luis,  y  entrando  por  las 
casas,  como  solía  practicarlo,  le  dijo  en  una  de  ellas  un  indio:  «Padre,  de- 
trás de  esas  cortezas  hay  un  enfermo».  Anadió  el  hermano  Lorenzo  que 
estaba  presente:  «Ese  es  un  ladino  de  Putumayo,  llamado  Miguel  Yar,  y  se 
volverá  á  los  frailes».— «Pues  quiero  verle,  dijo  el  P.  Uriarte.»  Apenas  en- 
tró en  su  choza,  cuando  el  enfermo  mismo  le  habló  en  lengua  inga  de  esta 
manera:  «Padre,  á  mí  me  dieron  en  llamar  Miguel  unos  viracochas,  que 
me  cogieron  ya  mocetón  en  el  monte;  yo  no  estoy  bautizado  y  temo  mo- 
rirme». Conoció  el  misionero  que  estaba  allí  la  mano  de  Dios.  Instruyóle 
muy  despacio,  y  á  su  satisfacción  bautizóle  y  se  fué  á  descansar.  Esa 
misma  noche  murió  Miguel  recién  bautizado,  y  por  la  mañana  le  enterró 
el  misionero  antes  de  partirse,  siendo  el  primero  que  estrenó  la  nueva 
iglesia  del  hermano  Lorenzo. 

El  otro  bautismo  hecho  sub  condüione  en  el  pueblo  del  Jesús,  se  admi- 
nistró á  una  niña  que,  después  de  una  epidemia  había  quedado  tan  en- 
ferma y  tan  flaca,  que  parecía  un  esqueleto.  Cuidábala  el  padre  con  sin- 
gular esmero;  pero  ella,  ni  se  aliviaba  ni  se  moría,  y  sin  pasar  adelante 
ni  volver  atrás,  siempre  se  hallaba  en  el  mismo  estado.  Hizo  alto  el  mi- 
sionero sobre  una  cosa  tan  irregular,  y  se  le  ofreció  que  aquella  niña  no 
estaba  bautizada.  Volvió  y  revolvió  los  libros  de  bautismos  que  había  en 
el  partido  de  la  misión,  y  ni  por  el  nombre  de  sus  padres  ni  por  el  del 
monte  de  donde  habían  venido,  pudo  sacar  nada  en  limpio.  Determinóse 
á  bautizarla  sub  condüione,  y  púsose  luego  mejor  y  caminaba  por  sí  misma; 


Libro  IX.— Capítulo  V  426 

pero  al  día  siguiente  murió.  Con  esta  ocasión  se  hicieron  las  más  escru- 
pulosas averiguaciones  sobre  los  que  estaban  bautizados,  por  haberse 
quemado  en  las  revoluciones  pasadas  los  libros  de  bautismos  de  los  pue- 
blos de  San  José  y  de  San  Miguel,  y  se  hicieron  otros  nuevos  dejando  las^ 
cosas  en  claro;  pero  fué  necesario  hacer  varios  bautismos,  sub  conditione 
por  las  dudas  y  confusiones  que  de  las  pesquisas  nacieron. 

CAPITULO  V 

SUERTE  VARIA  Y   ESTADO  POCO  CONSTANTE  DEL  PUEBLO  DE  LA  TRINIDAD 

Pocos  meses  después  de  haber  llegado  el  P.  Isidro  Losa  á  la  Misión 
de  Ñapo,  fué  señalado,  como  vimos,  con  el  hermano  Salvador  Sán- 
chez para  cuidar  del  pueblo  de  la  Trinidad  de  Capocuí.  No  pudieron  ser 
mejores  los  principios,  porque  entró  desde  luego  la  gente  en  el  rezo  y  la 
doctrina  y,  como  muchos  eran  reliquias  del  pueblo  antiguo  de  San  José, 
no  miraban  como  nuevos  los  establecimientos  y  prácticas  que  iba  in- 
troduciendo el  P.  Losa.  Fuera  de  esto  el  hermano  Sánchez  en  una 
entrada  que  hizo  al  monte,  trajo  sin  mucha  dificultad  80  personas,  con 
cuyo  número  se  iba  ya  haciendo  el  pueblo  respetable.  Duró  la  bo- 
nanza hasta  los  principios  del  año  52,  en  que  picando  una  cruel  peste  de 
catarros  y  de  cursos  de  sangre,  llevó  como  cien  personas  de  las  mas 
nuevas  en  el  pueblo.  Quiso  el  Señor  usar  con  ellas  de  su  misericordia, 
porque  todas  murieron  bautizadas  fuera  de  una  mujer  que  no  pudiendo 
reducirla  el  P.  Lorenzo  por  más  razones  que  le  decia,  cayó  muerta  sin 
bautismo  en  la  misma  puerta  del  aposento  del  Padre. 

Casi  todos  los  antiguos  del  pueblo  escaparon  al  monte ,  para  librarse 
déla  calamidad,  y  el  P.Losa  viéndose  casi  solo  en  aquel  sitio  pidió 
canoas  y  gente  al  misionero  del  Jesús  para  retirarse  á  su  pueblo.  Hízolo 
así  el  P.  Uriarte  sin  perder  tiempo  y  envióle  una  grande  y  hermosa 
canoa  que  había  fabricado.  Pero  los  indios,  por  índole  perezosos,  y  por 
genio  descuidados,  llegando  al  puerto  de  San  Miguel,  y  dejándola  sin 
amarrar,  la  dejaron  arrastrar  de  la  corriente,  perdiendo  con  tanta  faci- 
lidad lo  que  había  costado  mucho  trabajo.  Al  aviso  de  esta  pérdida  en- 
vió otras  menores  y  vinieron  al  Jesús  con  solas  diez  familiasel  padre 
Isidro  y  el  hermano  Salvador.  Tan  poca  gente  había  quedado  en  el  pue- 
blo de  la  Trinidad. 

Repartidas  y  acomodadas  las  familias  entre  los  vecinos  del  Jesús,  y 
habiendo  descansado  el  hermano  Sánchez  de  sus  fatigas,  como  era  activo 
y  eficaz  pidió  licencia  al  P.  Uriarte  para  hacer  una  salida  y  recoger  los 
dispersos  por  el  monte.  Diósela  el  misionero,  pero  con  la  condición  de 
que  no  usase  de  fuerza  alguna  y  que  sólo  se  valiese  del  cariño  y  del  rue- 
go, de  los  donecillos  y  de  las  buenas  palabras.  Pues  conocía  su  genio  im- 
petuoso y  que  le  era  necesario  irse  á  la  mano  para  no  perderlo  todo.  Con 


426  Misiones  del  Marañón  Español 

esta  licencia  é  instrucción  salió  el  hermano  Sánchez  con  los  dos  portu- 
gueses, Correa  y  Pazmiño  y  algunos  indios  y  con  un  mozo  esclavo  que 
quiso  antes  de  la  partida  confesar  y  comulgar,  como  á  quien  le  daba  el 
corazón  que  no  había  de  volver  al  pueblo.  Entrando  por  el  monte  cercó 
la  primera  casa  que  encontró  y  como  los  más  de  los  habitadores  huyesen, 
dejó  al  mozo  por  guarda  de  los  que  en  ella  quedaban,  y  pasó  adelante  en 
busca  de  otras  casas.  Mas  en  todas  le  recibieron  con  lanzas  en  las  manos, 
de  que  indignado  uno  de  los  nuestros  hizo  un  tiro  con  su  escopeta,  con  que 
al  parecer  hirió  á  uno  de  los  indios  y  los  demás  escaparon.  Con  tales 
principios  se  cortó  el  hilo  á  las  esperanzas  de  recoger  gente,  porque 
exasperados  los  indios  se  hicieron  monte  adentro  sin  querer  aparecer, 
cuanto  menos  venir  á  buenas  con  el  hermano.  A  un  genio  turbulento  y 
poco  mortificado  no  bastan  instrucciones,  que  poca  impresión  y  ningu- 
na fuerza  le  hacen  en  la  ocasión.  Es  menester  aplicar  la  segur  á  la 
raíz,  doblándole  y  reprimiéndole  y  mortificándole  de  antemano. 

Tres  días  anduvieron  los  nuestros  por  los  montes  sin  fruto  alguno,  y  se 
dejaron  caer  finalmente  en  la  primera  casa  en  cuya  guarda  había  que- 
dado el  mozo;  pero  fué  grande  su  sentimiento  cuando  le  hallaron,  no  sólo 
muerto,  sino  también  medio  quemado.  Averiguóse  después,  cómo  no  pu- 
diendo  el  pobre  mozo  resistir  el  sueno  por  tanto  tiempo,  se  tendió  á  dor- 
mir un  poco,  y  viendo  la  suya  los  de  la  casa,  no  perdieron  el  lance,  que  se 
debía  haber  prevenido,  y  le  mataron  con  sus  lanzas.  Con  tantas  desgra- 
cias volvió  el  pobre  hermano  de  su  entrada  bien  recalentado  y  tan  en- 
fermo de  garrotillo,  que  agravándose  el  mal,  fué  preciso  administrarle 
luego  el  Santo  Viático.  Ya  se  sabía  que  las  sangrías  podían  aliviarle  ó 
darle  la  salud;  pero  no  había  indio,  mestizo,  portugués,  que  supiese  ó  es- 
pañol ó  se  atreviese  á  sangrarle.  Tentó  el  P.  Uriarte  á  hacer  este  oficio, 
pero  con  poco  ó  ningún  efecto.  Dio  orden  para  que  por  la  noche  le  deja- 
sen expuesto  á  las  picaduras  de  los  murciélagos  que  á  todos  los  sanos  de- 
sangraban más  de  lo  que  quisieran;  mas  los  murciélagos,  que  tanto  mor- 
tificaban á  los  demás,  no  tocaban  al  enfermo. 

En  este  apuro  le  vino  al  pensamiento  al  misionero,  que  tenía  consigo 
un  poco  de  la  milagrosa  harina  de  San  Luis  Gonzaga,  que  acaso  el  santo, 
en  tanta  necesidad  y  apuro  daría  algún  socorro  á  sus  hermanos,  como  lo 
había  hecho  con  otros  muchos  por  medio  de  la  harina  milagrosa.  Con  este 
pensamiento,  fué  al  enfermo  y  le  dijo  que  se  encomendase  al  Santo  Joven 
y  le  prometiese  ayunar  su  víspera  é  imitarle,  porque  le  traía  una  pape- 
leta de  harina  del  santo  y  podía  sanarle,  como  había  hecho  con  otros 
muchos.  Todo  lo  prometió  el  enfermo,  y  haciendo  la  prueba  con  un  poco 
de  agua  en  una  cuchara,  pasó  la  harina  aunque  con  grande  dificultad.  A 
un  corto  rato  se  le  abrieron  las  fauces,  que  ya  le  impedían  la  respiración, 
y  al  día  siguiente  se  levantó  bueno  y  sano .  Juicios  de  Dios.  Este  hermano 
con  quien  San  Luis  acababa  de  hacer  este  prodigio  y  que  trabajó  bastante 
bien  á  los  principios  en  la  misión  del  Ñapo,  aunque  después  hizo  gentiles 
disparates,  como  hemos  visto,  no  tanto  por  malicia  ni  mala  fe,  cuanto  por 


LiBiio  IX.— Capítulo  V  427 

su  genio  intrépido  y  buena  intención  mal  entendida,  pasó  á  Quito  con  el 
primer  correo  ú  ordinario,  y  después  de  algunos  años  fué  despedido  de  la 
Compañía.  En  realidad,  sobre  ser  de  genio  impetuoso,  era  también  duro 
de  cabeza,  y  desde  esta  su  última  entrada  soldadesca,  se  arredraron  todos 
los  del  monte,  que  costó  mucho  cá  los  Padres  el  persuadirlos  que  no  eran 
ellos  como  Sánchez,  sino  padres  verdaderos,  y  que  sabían  y  querían  tra- 
tarlos con  suavidad  y  dulzura.  De  resultas  de  la  misma  entrada  estuvo 
también  á  la  muerte  el  portugués  Correa,  y  de  los  indios  murieron  cua- 
tro en  pocos  días.  Estos  fueron  los  frutos  que  se  cogieron  de  la  mal  go- 
bernada entrada. 

Entre  tanto  el  P.  Isidro  Losa,  que  había  suplido  muy  bien  en  el  Jesús 
las  ausencias  del  P.  Uriarte  por  las  excursiones  á  los  demás  pueblos, 
se  determinó  á  salir  con  sus  diez  familias  ya  reparadas  de  sus  fatigas, 
^ara  escoger  sitio  nuevo  en  que  formar  la  reducción  de  Capocuí;  porque 
casi  nunca  se  pudo  reducir  á  los  indios  á  volver  al  lugar  en  donde  la  pes- 
te hizo  una  vez  algún  estrago.  Hallóle  muy  apropósito  en  un  lindo  y  ex- 
tendido plan,  que  daba  lugar  cómodo  á  la  formación  del  pueblo,  y  al 
plantío  de  yucas  y  plátanos  sin  ahogo.  Formó  los  ranchos  de  la  gente  al- 
rededor de  una  gran  plaza,  se  diseñó  la  iglesia  y  casa  del  misionero  en 
el  costado  principal,  y  se  dio  principio  á  las  sementeras  y  plátanos. 

No  prosiguieron  adelante  las  providencias  enderezadas  á  la  formación 
de  una  buena  reducción,  porque  llegando  á  este  tiempo  á  hacer  su  visita 
el  superior  de  las  misiones  P.  Martín  Triarte,  y  subiendo  al  nuevo  Capo- 
cuí, aunque  le  parecieron  bien  las  disposiciones  de  su  misionero,  pero 
como  persona  práctica  de  aquellos  sitios  y  del  genio  y  calidad  de  aque- 
llas gentes,  no  juzgó  conveniente  dejar  en  este  lugar  al  P.  Losa,  diciendo 
que  no  había  mucho  que  esperar  de  gente  tan  nueva,  y  que  no  era  creí- 
ble que  durase  mucho  ó  aumentase  el  pueblo.  Determinó,  pues,  que  el 
P.  Losa  pasase  al  nombre  de  María,  qué  se  hallaba  en  situación  más 
proporcionada,  y  en  donde  esperaba  que  serían  sus  esfuerzos  más  útiles 
y  sus  trabajos  más  recompensados.  Pasó  el  misionero  al  pueblo  señalado 
aunque  con  alguna  repugnancia,  y  con  sus  recelos  de  perseverar  en  San- 
ta María  con  veinticinco  indios,  sin  casa,  sin  iglesia  y  sin  provisiones. 
Pero  proveyéndole  de  maíz,  se  ocurrió  á  la  necesidad  más  urgente  y  di- 
ciéndole  que  pasase  á  San  Miguel  si  no  le  iba  bien  en  el  pueblo  de  Santa 
María,  parece  que  debían  haber  calmado  sus  recelos.  Mas  no  pudo  ha- 
cerse al  genio  de  los  nuevos  indios,  y  aunque  los  atendió  en  cuanto  pudo, 
mientras  con  ellos  estuvo,  siempre  estaba  suspirando  por  sus  Capocui- 
tas,  de  manera  que  representando  al  padre  provincial  su  trabajo  y  la  in- 
clinación que  sentía  á  los  de  la  Trinidad,  consiguió  licencia  para  volver 
á  ellos,  dejando  el  pueblo  de  Santa  María  al  cuidado  del  misionero  del 
Jesús.  No  me  atrevo  á  improbar  esta  conducta,  porque  al  fin  se  hizo  el 
recurso  al  superior  legítimo,  pero  se  descubre  en  ella  un  poco  de  juicio 
propio,  falta  harto  perdonable  á  un  misionero  que  se  sustenta  de  trabajo 
y  sin  hallar  otro  consuelo  sino  es  en  sus  mismas  fatigas. 


428  Misiones  del  Mará  ñon  Español 

Habida  esta  licencia,  pasó  el  P.  Isidro  á  su  pueblo  de  la  Trinidad,  y 
con  un  español  llamado  Santiago  adelantó  muy  bien  las  cosas  de  la  re- 
ducción, asi  en  lo  espiritual  como  en  lo  temporal,  haciendo  iglesia,  for- 
mando casas  y  disponiendo  que  no  faltasen  á  sus  indios  campos  ni  se- 
menteras. Hizo  desde  los  principios  una  entrada  feliz  en  los  montes,  y 
recogió  de  las  orillas  del  río  Aguarico  cincuenta  personas,  con  las  cua4es 
pasó  por  el  pueblo  del  Nombre  de  Jesús,  que  estaba  de  camino  para  Ca- 
pocuí.  Aqui  cantaron  los  dos  misioneros  el  Te  Deum  Landamus  por  la 
gente  que  el  Señor  les  daba  y,  bautizados  los  niños,  se  determinaron  á 
seguir  por  sí  mismos  á  la  nueva  grey  y  acompañarla  hasta  el  pueblo  de 
la  Trinidad. 

No  careció  de  peligros  el  viaje,  porque  habiéndose  abierto  una  canoa 
de  palo  de  algodón,  en  que  el  P.  Losa  traía  su  gente,  después  de  haber 
desembarcado  toda  ella  fué  preciso  echar  mano  de  otras  que  se  hallaban 
en  el  Jesús.  Una  de  ellas,  bien  cargada  de  las  madres  que  llevaban  con- 
sigo los  niños  de  pecho,  se  volteó  en  el  río  á  vista  de  los  misioneros.  Se 
deja  bien  entender  cuál  sería  su  sentimiento  al  ver  á  tantas  madres  con 
sus  hijos  en  el  inminente  peligro  de  ser  ahogados.  No  pudiendo  socorrer- 
los por  sí  mismos,  clamaron  á  Nuestra  Señora  del  Carmen,  cuyo  día  cele- 
braban, para  que  les  favoreciese.  Cosa  prodigiosa.  Todas  las  madres  sa- 
lieron á  tierra  con  sus  criaturas  sin  que  faltase  ninguna.  Es  particular 
el  caso  que  le  sucedió  con  un  tigre.  Hicieron  rancho  una  de  las  noches 
en  una  de  las  playas  del  río,  y  extendidas  las  camillas,  pusieron  hogue- 
ras al  rededor  porque  se  oían  aullidos  de  tigres  á  las  orillas  del  río . 
Esta  precaución  tan  necesaria  no  sirvió  de  nada  por  la  desidia  de  los  in- 
dios, que,  dormidos  luego  por  el  cansancio,  dejaron  apagar  el  fuego.  A  dos 
horas  de  noche  desguazó  el  tigre,  después  de  haber  nadado  por  media 
legua  de  río.  Todos  estaban  altamente  durmiendo  y  descuidados,  y  aun  el 
padre  Uriarte,  que  había  quedado  en  la  canoa  como  en  vela,  con  dos  pis- 
tolas y  un  sable  al  lado,  estaba  transportado,  de  manera  que  no  pudo 
notar  los  primeros  lances  que  pasaron  con  la  fiera.  Comenzó  el  tigre  á 
oler  á  un  muchacho  blanco  llamado  Casimiro.  Despertó  el  chico,  pero 
quedó  sorprendido  con  la  vista  terrible  del  animal,  sin  poder  gritar  ni 
moverse  del  sitio,  y  sólo  pudo  observar  las  visitas  que  iba  haciendo  el 
tigre.  De  Casimiro  pasó  á  un  donado,  por  nombre  Andrés;  abrió  también 
éste  los  ojos,  quiso  gritar  y  no  pudo  por  el  susto.  Tiró  por  donde  dormía 
el  P.  Isidro  Losa  y  no  acometió.  Mas  llegando  á  los  pelotones  de  indios, 
que  dormían,  como  acostumbran,  desnudos  y  boca  arriba  sobre  la 
arena,  se  preparaba  el  tigre  para  la  presa,  habiendo  ojeado  el  más  gor- 
do, que  se  llamaba  Francisco.  Iba  el  tigre  á  tirarse,  cuando  el  Ángel  de 
la  Guarda  despertó  al  indio  y  dando  un  horroroso  grito,  ¡Airoya!,  que 
quiere  decir  el  tigre,  despertó  á  todos.  No  hubo  uno  que  no  se  levantase 
prontamente  á  la  voz  espantosa  de  tigre.  Uriarte  con  sus  pistolas.  Losa 
con  su  escopeta,  los  indios  con  tizones,  los  blancos  con  otras  armas,  to- 
dos persiguieron  al  tigre,  que  en  tanta  maleza  de  monte  y  con  la  obscu- 


Libro  IX.— Capítulo  VI  429 

ridad  de  la  noche  desapareció  fácilmente.  Y  aun  hubo  de  suceder  una 
desgracia  en  la  persecución  del  animal,  porque  no  bien  despierto  el  pa- 
dre Losa,  por  poco  no  mató  á  un  indio  con  su  escopeta  creyendo  que  era 
el  tigre.  Pero  el  Señor,  que  velaba  sobre  aquella  gente,  no  permitió  este 
infortunio.  Llegaron  al  fin  á  Tirirí,  y  habiendo  aquí  descansado  por  dos 
días,  arribaron  con  felicidad  á  Capocuí,  en  donde  los  fué  distribuyendo 
el  misionero. 


CAPITULO  VI 

CONJURACIÓN   DE    ALGUNOS   MALOS   INDIOS   CONTRA   LA   VIDA 
DEL   P.    MANUEL   URIARTE. 

Cuando  el  P.  Uriarte  bajó  de  Capocuí  á  su  pueblo  del  Nombre  de  Jesús 
halló  la  gente  más  altanera  y  orgullosa  por  algunos  escándalos  que  pú- 
blicamente daban  varios  indios  principales.  Había  hecho  antes  de  su  par- 
tida un  pequeño  castigo  en  dos  indios  revoltosos,  y  fué  preciso  á  la  vuelta 
castigar  en  alguna  manera  otros  desórdenes  que  no  podían  disimularse 
sin  la  ruina  de  muchos  y  aun  de  todo  el  pueblo.  Con  todo,  viendo  las  ma- 
las consecuencias  que  podían  ocasionar  los  más  ligeros  castigos,  en  gente 
tan  delicada  y  celosa  de  su  libertad,  procedió  con  el  mayor  tiento  y  cui- 
dado, y  con  la  mayor  suavidad  y  dulzura,  como  se  verá  por  los  hechos 
mismos. 

Un  indio  ladino  llamado  Utiqueleye  recibió  el  santo  bautismo  por  ha- 
llarse muy  malo  y  temerse  por  su  vida;  mas  después  que  salió  del  apuro 
y  sanó  perfectamente,  estando  ya  casado  con  una  india  se  pegó  con  otra. 
La  pobre  mujer  le  celaba,  y  conociéndolo  Utiqueleye  le  tiró  furioso  una 
lanzada,  pero  quiso  Dios  que  pasando  la  lanza  como  al  soslayo  por  la  es- 
palda de  la  india,  no  le  hiciese  herida  mortal.  Vino  la  buena  mujer  co- 
rriendo al  misionero,  chorreando  sangre  la  herida,  y  con  el  bálsamo  de 
la  copauva  sanó  en  poco  tiempo.  Entre  tanto  el  agresor  se  había  esca- 
pado con  la  manceba,  persuadido  á  que  no  pasaría  el  padre  por  tan 
grande  escándalo.  Pero  pudo  traerle  al  pueblo,  asegurándole  que  no  le 
azotaría.  Cuando  apareció  Utiqueleye  delante  del  misionero  y  de  todo  el 
pueblo  en  calidad  de  preso  y  humillado,  su  padre  Tuinra  comenzó  á  gri- 
tarle delante  de  toda  la  multitud,  diciendo:  ¿Por  qué  no  la  mataste  de  una 
vezV  ¿Por  qué  no  aseguraste  el  golpe?  Viendo  el  misionero  tanta  desver- 
güenza en  el  malvado  viejo,  dio  orden  para  que  le  cogiesen  y  mandó 
poner  á  padre  é  hijo  en  un  mal  cepo,  repitiéndoles  con  suavidad  que  no 
los  azotaría  y  los  soltaría  luego  como  diesen  palabra  de  ser  buenos:  que 
aquello  lo  hacía  únicamente  por  su  bien,  porque  no  les  echase  Dios  al  in- 
fierno y  porque  no  los  matasen  los  parientes  de  la  mujer  herida. 

Seis  horas  estuvieron  los  reos  en  el  cepo,  y  entre  tanto  el  viejo  Tuinra 
que  tenía  fama  común  de  brujo,  hizo  aquellas  pasmarotas  que  solían  ha- 


430  Misiones  del  Marañón  Español 

cer  aquellos  embusteros  para  atemorizar  á  la  gente.  He  de  conjurar,  de- 
cía, de  parte  del  demonio,  el  río  y  la  tierra  para  que  no  tenga  el  Padre 
que  comer.  Y  cogiendo  el  polvo  con  los  dedos,  proseguía  mirando  á  la 
gente.  Esto,  esto  habéis  de  comer  si  el  Padre  no  me  suelta.  Al  cabo  de 
las  seis  horas  llamó  el  Padre  á  los  parientes  de  la  mujer  injuriada,  los 
cuáles  perdonaron  por  su  parte  el  agravio  que  se  les  había  hecho,  y  lue- 
go, delante  del  cacique,  de  los  ministros  de  justicia  y  de  todo  el  pueblo, 
afeó  á  Tuinra  y  á  su  hijo  sus  excesos,  y  para  hacerlo  con  más  fuerza  y 
energía,  sacó  la  pintura  del  alma  condenada  y  concluyó  diciéndoles:  Mi- 
rad bien,  mirad,  así  están  allá  abajo  quemándose  los  malos.  Yo,  porque 
os  quiero  y  soy  vuestro  padre,  os  riño  un  poco,  para  que  viváis  bien  y  en 
muriendo  evitéis  esta  miseria  y  subáis  al  cielo  á  alegraros  para  siempre. 
Con  esto  hicieron  mil  promesas  Tuinra  y  Utiqueleye,  y  saliendo  por  fia- 
dores el  cacique  y  los  alcaldes,  los  soltó  el  Padre,  y  dándoles  un  traguito 
de  aguardiente  se  fueron,  al  parecer,  contentos.  Pero  siempre  mantuvie- 
ron en  el  corazón  el  fuego  cubierto  con  cenizas,  y  cuando  vio  la  suya  el 
perverso  Tuinra,  procuró  encender  á  los  demás  y  entre  ellos  el  cacique 
mismo  contra  el  misionero. 

No  dieron  menos  ocasión  á  las  revoluciones  del  pueblo,  los  excesos  que 
quiso  remediar  el  Padre,  en  un  ladino  y  mandón  llamado  Antonio  Pane- 
varí.  Vivía  éste  amancebado  con  una  india,  faltaba  y  aun  era  causa  de 
que  faltasen  otros  á  la  iglesia  los  domingos  y  días  de  fiesta.  Aconsejába- 
les el  Padre  lo  posible  á  que  no  faltasen  y  aun  les  regaló  con  las  cosillas 
que  Je  habían  quedado.  Mas  de  todo  hacían  burla,  en  especial  Panevarí, 
autor  de  todos  los  males.  Reprendióle,  muy  en  particular,  el  misionero, 
amenazándole  con  castigo  si  no  se  enmendaba  y  daba  mejor  ejemplo, 
como  lo  acababa  de  hacer  con  su  mismo  intérprete  y  con  el  hijo  del  ca- 
cique, los  cuáles  habían  llevado  su  merecido  castigo  por  salir  de  noche  á 
hacer  sus  picardías.  Todo  lo  despreciaba  Panevarí  y,  haciendo  burla  del 
Padre,  proseguía  sus  escándalos.  No  le  pareció  al  misionero  poder  disi- 
mular por  más  tiempo  sin  alguna  demostración  de  público  castigo.  Traído 
nn  domingo  delante  del  pueblo  Antonio  Panevarí  y  convencido  de  sus  re- 
cientes y  escandalosos  delitos,  le  hizo  azotar  á  la  puerta  de  la  iglesia  por 
mano  de  un  fiscal,  que  le  dio,  únicamente  y  sobre  el  cotón,  cuatro  azotes, 
más  por  avergonzarle  y  enmendarle,  que  por  herirle  y  mortificarle.  Aña- 
dió después  algunos  consejos  amorosos,  y  le  despidió  con  varios  regalillos 
para  ganarlo. 

Nada  bastó  para  doblar  aquel  duro  corazón  del  obstinado  indio,  antes 
conjuró  á  los  otros  en  la  muerte  del  misionero.  No  dejó  de  hallar  algunos 
de  su  palo  en  semejante  disposición  á  la  suya,  los  cuales  habían  tenido  un 
conciliábulo,  en  el  que  se  comunicaron  sus  quejas,  diciendo  que  lo  que  el 
padre  daba  á  los  indios  de  San  Miguel  y  de  Santa  María  se  lo  quitaba  á 
ellos;  que  les  fastidiaba  tanto  rezar  tres  ó  cuatro  días  á  la  semana;  que 
no  vivían  ya  á  su  libertad,  y  que  era  cosa  dura  esta  dependencia  de 
estar  en  todo  pendientes  de  la  voluntad  del  Padre.  Estas  quejas  habían 


Libro  IX.— Capítulo  VI  431 

pasado  á  hechos,  porque  un  mozo  Payagua,  por  nombre  Damián,  enga- 
ñando con  estas  razones  á  un  fiscalito  llamado  Carlos,  le  había  llevado 
consigo  fuera  del  pueblo,  pero  por  justo  juicio  de  Dios,  pasado  algún 
tiempo,  quitaron  la  vida  al  mozo  Payagua  y  volvió  el  fiscal  desengañado 
á  la  reducción.  Entre  estas  gentes  sembraba  sus  discursos  Panevarí  di- 
ciendo que  ahora  que  estíxba  el  padre  solo  en  el  pueblo  sin  los  dos  portu- 
gueses, era  la  mejor  ocasión  del  mundo  para  quitarle  la  vida  á  su  salvo, 
robar  cuanto  había  en  el  pueblo  y  escaparse  á  los  montes  á  vivir  á  su 
gusto  y  libertad. 

Adelantó  las  pláticas  en  este  asunto,  de  manera  que,  un  sábado  por  la 
tarde,  vinieron  algunas  mujeres  fieles  á  prevenir  al  misionero  para  que 
no  fuese  á  boca  de  noche  (como  salía)  á  rezar  el  rosario  á  la  iglesia,  por- 
que Antonio  Panevarí  con  otros  de  su  partida,  habían  resuelto  matarle 
en  la  iglesia  aquella  noche.  «Aunque  la  carne  lo  rehusaba  (escribe  el  mi- 
»sionero),  me  animé  á  ir  por  lo  mismo,  pero  de  modo  que  entendiesen  que 
»sabía  sus  intentos».  Cargó  una  escopeta  con  sola  pólvora,  y  mandó  aun 
mozo  llamado  Ignacio  que  la  llevase  consigo,  y  que  la  tuviese  á  la  puer- 
ta de  la  iglesia.  A  pocos  toques  de  la  campana  á  rosario  se  juntó  toda  la 
gente,  con  ruido  y  algazara  no  acostumbrada.  No  era  esta  muy  buena 
señal  para  el  misionero,  porque  hasta  en  los  domingos  era  menester  bus- 
carlos por  las  casas,  para  que  asistiesen  á  las  misas.  Pero  no  cayó  de 
ánimo,  antes  encomendándolo  á  Dios,  se  puso  á  la  puerta  de  la  iglesia  y 
habló  á  la  gente  de  esta  manera:  «Hijos  míos,  yo  he  venido  de  tierras  le- 
janas por  enseñaros  el  camino  del  cielo.  Todo  lo  que  hubiere  de  socorro  es 
para  vosotros.  Ya  tenéis  todos  hachas,  machetes  y  vestidos,  y  se  os  irá 
dando  cuanto  os  faltase.  No  oigáis  al  demonio,  que  os  quiere  apartar  de 
los  padres  para  llevaros  al  infierno.  Mas  si  algunos  os  alborotan  y  me 
quieren  hacer  mal,  sepan  que  yo  á  nadie  temo  sino  á  Dios,  ni  he  de  dejar 
perder  el  pueblo.  Tengo  esta  escopeta,  sable  y  pistolas,  no  para  matar  á 
nadie,  sino  para  que  me  defiendan.  Vamos  rezando  el  rosario  á  María 
Santísima.»  Con  esto,  hincándose  de  rodillas  en  medio  de  la  iglesia,  em- 
pezó  el  rosario.  Los  amotinados  se  miraban  unos  á  otros,  mas  ninguno  se 
atrevió  á  tocarle.  Acabado  el  rosario  salieron  todos  de  la  iglesia,  besán- 
dole la  mano,  como  acostumbraban  otros  días. 

Mas  por  la  noche,  ya  tarde,  volvieron  los  mal  contentos  á  alborotar- 
se, y  con  teas  rodearon  la  casa,  dando  silbos  como  quienes  querían  arrui- 
narlo todo.  Estuvo  alerta  el  misionero,  y  encendió  luz  en  el  corredor  de 
su  casa,  con  el  pretexto  de  que  no  le  dejaban  dormir  los  zancudos;  pero 
la  verdad  era  que  temía  con  muchísimo  fundamento  que  querían  acabar 
con  él  en  aquella  noche.  Decíales  desde  el  corredor  á  los  que  se  acerca- 
ban, que  se  fuesen  á  dormir  porque  ya  era  tarde,  y  que  les  regalaría  á 
la  mañana.  Finalmente,  amaneció  el  domingo,  y  á  la  voz  de  los  regalos 
concurrieron  todos  á  la  iglesia.  Dichas  las  oraciones  y  repetido  el  cate- 
cismo, les  platicó  el  misionero  con  más  muestras  de  amor  y  de  ternura 
que  otras  veces,  y  acabó  la  plática  diciendo:  «Me  ha  venido  carta  con  la 


432  Misiones  del  Marañón  Español 

noticia  de  que  ha  muerto  el  P.  Grande  (la  tarde  antes  había  tenido  aviso 
de  la  muerte  del  P.  General  Retz).  Yo  he  estado  con  vosotros  desde  mi 
último  viaje,  tres  lunas.  Quiero  que  descanséis  mientras  yo  voy  á  Tiriri 
á  decir  misas  con  el  otro  padre  por  su  alma.  Dicha  la  misa  después  de  la 
plática  y  dadas  las  gracias,  se  amontonó  la  gente  alrededor  del  misio- 
nero, pidiendo  que  les  regalase  como  habia  prometido.  Dio  á  cada  uno 
de  las  cosillas  que  le  venían  mejor,  y  dando  sus  providencias,  tomó  la 
canoa  y  se  partió  á  Tiriri. 

Estaban  en  este  pueblo  el  P.  Isidro  Losa  con  el  hermano  Lorenzo,  y 
os  dos  portugueses  Correa  y  Pazmiño.  Cuando  llegó  el  P.  Uriarte,  pen- 
saron que  venía  enfermo,  porque  no  le  esperaban.  Pero  él  les  respondió 
que  estaba  sano,  á  Dios  gracias,  y  disimulando  el  motivo  principal  del 
viaje,  añadió  que  venía  á  hacer  las  exequias  por  el  P.  General.  En  efec- 
to, cantaron  la  vigilia,  la  misa  y  los  responsos  acostumbrados.  Retirados 
á  casa,  les  dio  parte  de  lo  que  en  el  pueblo  le  había  sucedido,  y  cómo  ve- 
nia principalmente  para  llevar  consigo  á  Correa,  cuya  presencia  basta- 
ría por  entonces  para  reprimir  y  contener  á  los  mal  contentos.  No  venía 
en  esto  el  P.  Losa,  pareciéndole  que  poco  servía  una  persona  para  de- 
fender al  padre,  á  quien  tenían  ya  sobre  ojo,  si  antes  no  se  hacía  alguna 
demostración  de  amenazas  ó  castigo  con  los  principales  alborotadores. 
Del  mismo  parecer  eran  los  dos  portugueses,  y  le  fué  preciso  al  P.  Uriar- 
te ceder  á  lo  que  decían,  porque  aunque  él  era  el  vice  superior  del  par- 
tido, pero  al  fin  el  P.  Isidro  Losa  era  su  confesor,  y  como  tal,  le  insinuaba 
que  no  volviese  tan  prontamente  al  pueblo. 

Conforme  á  esta  resolución,  bajaron  al  Jesús  Correa  y  Pazmiño  con 
sus  indios  para  informarse  bien  de  lo  sucedido  y  poner  algún  remedio. 
Hallaron  que  ya  que  los  alborotadores  no  habían  podido  matar  al  padre, 
se  habían  vengado  con  dos  chicos  que  tenía  en  su  casa,  quitándoles  cruel- 
mente la  vida.  Descubrieron  los  dos  autores  principales  de  la  conjura,  y 
dándoles  primero  unos  azotes,  les  metieron  en  el  cepo.  Entre  tanto,  esta- 
ba inquieto  el  P.  Uriarte  en  el  pueblo  de  Tiriri,  porque  aunque  había  en- 
cargado estrechamente  á  los  portugueses  que  no  hiciesen  castigo  alguno 
porque  traería  malas  consecuencias  y  más  inconvenientes,  siempre  esta- 
ba temiendo  lo  que  en  realidad  hicieron.  No  pudiendo  sosegar  por  estos 
temores,  bajó  al  cuarto  día  en  su  canoilla  al  pueblo  del  Jesús,  y  llegó  en 
buena  coyuntura,  porque  soltó  con  sus  mismas  manos  á  los  que  estaban 
en  el  cepo,  y  regalándolos  bien  y  hablándoles  con  cariño  y  con  dulzura, 
parecieron  quedar  corregidos  y  enmendados.  Pero  duró  bien  poco  la  en- 
mienda, porque  luego  se  escaparon,  y  pasando  por  San  Miguel  alborota- 
ron el  pueblo,  diciendo  que  los  viracochas  estaban  matando  á  azotes  en 
el  Jesús  á  los  indios,  y  que  ellos  habían  tenido  la  dicha  de  escaparse  de 
sus  manos.  Creyéronlo  los  Migueleños,  y  aunque  ya  dispuestos  á  la  fuga, 
les  pudo  contener  y  sosegar  el  cacique  Alonso,  que,  como  fiel  y  adverti- 
do, á  pocas  preguntas  descubrió  la  mentira. 

No  tuvieron  tan  buen  efecto  las  vivísimas  diligencias  del  P.  Isidro 


Libro  IX.— Capítulo  VI  433 

Losa  en  contener  á  los  fugitivos  de  su  pueblo,  los  cuales  casi  al  mismo 
tiempo  escaparon  á  sus  antiguas  madrigueras,  sin  que  volviesen  jamás  á 
incorporarse  en  el  pueblo  de  la  Trinidad.  La  ocasión  de  escaparse  fué 
también  una  muerte  y  el  meter  á  los  homicidas  en  el  cepo.  El  caso  suce- 
dió de  esta  manera.  Los  nuevos  gentiles  que  poco  antes  había  traído  el 
P.  Losa  de  las  orillas  de  Aguarico,  mataron  coa  hierbas  venenosas  á  un 
ladino  de  otra  parcialidad  llamado  Pedro.  Sabedor  de  la  muerte  el  padre 
Isidro,  hizo  con  su  Santiago,  mozo  español,  las  averiguaciones  necesa- 
rias sobre  el  caso,  y  hallando  ser  los  homicidas  el  cacique  Mejayeva  y 
otro  compañero  suyo,  los  metió  en  el  cepo  para  dar  alguna  satisfacción 
á  la  gente,  pero  ellos,  de  noche,  falsearon  el  candado  y  las  argollas  y 
escaparon  con  casi  toda  la  parcialidad.  Había  Santiago  retirado  preven- 
tivamente las  canoas  para  que,  en  caso  de  querer  huir  á  sus  tierras,  de- 
sistiesen de  ese  pensamiento,  por  la  falta  de  embarcaciones.  Pero  ellos 
atropellaron  por  todo,  y  atravesando  más  de  treinta  leguas  de  monte, 
muchos  ríos  y  lodazales,  se  pusieron  en  términos  en  que  por  la  mucha 
distancia  no  se  pensase  en  recogerlos.  Sólo  dos,  un  viejo  y  un  mocetón 
de  la  misma  parcialidad,  por  huir  de  la  travesía  de  tanto  monte,  hicie- 
ron presto  una  canoita  de  palmas,  y  en  ella  se  metieron;  pero  luego  ex- 
perimentaron lo  falso  de  la  imaginada  embarcación;  porque  volteándose 
á  pocos  pasos  la  presumida  canoa,  se  fué  á  fondo  el  viejo  y  pereció:  el 
mozo,  como  más  brioso  por  la  edad,  pudo  salir  nadando  hasta  la  playa, 
en  donde  le  encontraron  casi  al  expirar  de  hambre  y  necesidad.  Llevá- 
ronle al  pueblo  del  Jesús,  y  causaba  espanto  su  horrenda  figura,  y  cómo 
se  abalanzaba  á  la  comida,  que  le  dieron  á  los  principios  con  mucha  me- 
dida para  que  no  muriese. 

Con  este  lamentable  espectáculo,  y  con  la  compasión  grande  que  le 
causaban  los  huidos,  se  resolvió  el  P.  Uriarte  á  pasar  á  la  Trinidad  ó 
Capocui,  para  tratar  si  era  posible  de  la  vuelta  de  tanta  gente.  Pero  en 
arribando  al  pueblo,  halló  que  era  caso  desesperado  emprender  un  via- 
je tan  largo,  no  habiendo  podido  el  P.  Losa  ni  Santiago  detenerlos  en  el 
camino.  Consoló  como  pudo  al  padre  y  al  mozo  que  estaban  en  realidad 
bien  añigidos;  pero  les  dio  sus  quejas  por  haber  querido  castigar  á  los 
homicidas,  siendo  gentiles  y  principales  y  no  teniendo  fuerzas  bastantes 
para  domarlos.  Hizo  también  recuerdo  al  P.  Losa  de  lo  que  le  había 
dicho  el  superior  en  la  visita,  es  á  saber:  que  gente  tan  nueva  en  sitio 
tan  alto  y  retirado  como  Capocui,  no  podía  perseverar  por  mucho  tiempo. 
En  los  pocos  días  que  aquí  se  detuvo  el  misionero  del  Jesús,  le  sucedió  un 
caso  el  más  cruel,  bárbaro  é  inhumano  que  puede  venir  al  pensamiento. 
Entre  los  pocos  de  la  parcialidad  de  Mejayeva  que  se  detuvieron  en  el 
pueblo  sin  escapar  á  sus  madrigueras,  fué  una  mujer  cercana  al  parto, 
y  su  marido.  Dio  á  luz  por  la  noche  dos  gemelos.  Luego  que  los  vio  el 
bárbaro  marido,  lleno  de  cólera  los  golpeó  y  magulló  y  así  lastimados  los 
sepultó  en  una  hoja  que  hizo  en  el  sitio  délas  goteras  de  la  casa  á  tiempo 
que  llovía  con  mucha  fuerza,  para  que  se  ahogasen  cuanto  antes.  Súpolo 


434  Misiones  del  Marañón  Español 

el  P.  Uriarte,  que  fué  corriendo  á  la  casa,  encomendando  las  criaturas 
por  el  camino  á  la  Santísima  Virgen  y  al  bendito  San  José,  cuyo  patro- 
cinio se  celebraba  en  el  día.  Desenterró  á  los  niños,  y  viendo  que  aún 
les  palpitaba  el  corazón  y  que  se  les  bajaba  y  levantaba  el  vientre  con 
la  respiración,  los  bautizó  con  mucho  consuelo  y  alegría.  A  un  rato  se  fue- 
ron enfriando  y  murieron,  y  se  les  dio  en  la  iglesia  sepultura  correspon- 
diente á  unos  ángeles  del  cielo. 


CAPITULO  VII 

ORDEN  DEL  PROVINCIAL  DE  QUITO  PARA  QUE  LOS  MISIONEROS  DEL  ÑAPO  SE 
RETIREN  AL  CURATO  DE  ÁVILA,  Y  OBEDIENCIA  DEL  VICESUPERIOR  EL 
P.  MANUEL  URIARTE. 

Apenas  se  había  retirado  á  su  pueblo  el  misionero  del  Jesús,  con  espe- 
ranzas bien  fundadas  de  que  purgado  de  algunos  díscolos  que  le  alboro- 
taban, había  de  hacer  asiento  la  cristiandad  en  aquellas  partes,  cuando 
recibió  un  orden  y  mandato  del  provincial  de  Quito  para  que  él,  su  compa- 
ñero el  P.  Losa  y  el  hermano  Lorenzo,  subiesen  al  curato  de  Avila  y  allí 
se  detuviesen  hasta  tanto  que  se  descubriesen  mayores  esperanzas  de 
perseverancia  en  los  indios.  Hirióle  en  lo  vivo  este  mandato,  y  le  hubie- 
ra sido  la  muerte  mil  veces  más  deseable  que  el  verse  en  la  precisión  de 
desamparar  una  misión  en  que  no  sólo  cogía  el  fruto  de  tantos  niños 
como  volaban  al  cielo  con  el  santo  bautismo,  pero  aun  de  muchos  adul 
tos  de  los  cuales  unos  vivían  ya  cristianamente  y  otros  recibían  el  bau- 
tismo en  el  artículo  de  la  muerte.  Y  era  esto  tan  cierto,  que  en  varias 
epidemias  que  habían  cundido  por  los  pueblos  en  tres  años  apenas  se 
contaba  uno  que  no  hubiese  muerto  bautizado.  Fuera  de  esto,  aunque  se 
habían  experimentado  contradicciones  y  oposiciones  del  enemigo  común 
en  algunos  pueblos,  pero  en  otros  iba  creciendo  el  grano  del  Evangelio, 
y  se  aumentaba  el  número  de  indios  como  sucedía  en  la  reducción  de  San 
Miguel,  en  la  de  San  Luis  Gonzaga  y  en  la  principal  y  cabeza  de  las  de- 
más el  Nombre  de  Jesús. 

Pensó,  pues,  el  misionero,  después  de  haber  encomendado  mucho  á  Su 
Majestad  un  negocio  de  tanta  importancia,  representar  al  provincial  las 
razones  que  tenía  para  no  desamparar  del  todo .  la  misión,  j  conociendo 
por  el  orden  mismo  que  le  enviaba  el  provincial  que  en  esto  andaban  los 
informes  de  un  donado  llamado  Romero,  el  cual  había  salido  del  Ñapo 
con  pocas  ganas  de  volver  á  trabajar  en  tan  penosa  misión,  se  determinó 
á  obedecer  con  epiqueya,  creyendo  ser  esta  la  voluntad  del  superior  en 
las  presentes  circunstancias.  Por  esto,  sin  apresurar  su  partida  al  curato 
de  Avila,  de  donde  pensaba  volver,  quiso  dar  asiento  á  las  cosas  de  la 
misión,  y  dar  las  providencias  necesarias  para  que  no  padeciese  menos- 
cabo por  el  tiempo  de  su  ausencia. 


•  Libro  IX.— Capítulo  VII  435 

Bajó  á  la  reducción  de  San  Miguel,  que  contaba  ya  300  almas  que  vi- 
vían de  asiento  en  el  pueblo,  y  les  animó,  consoló  y  confirmó  en  su  perma- 
nencia hasta  que  él  mismo  en  persona,  si  venía  otro  padre  al  Nombre  de 
Jesús,  viniese  á  vivir  con  ellos,  que  haría  con  grandísimo  gusto  por  la  in- 
clinación que  sentía  á  los  Migueleños  y  por  las  muchas  esperanzas  pues- 
tas en  el  cacique  Alonso,  Porque  cada  día  se  mostraba  este  insigne  indio 
más  fiel,  más  cuidadoso  y  celoso  de  aumentar  el  pueblo  y  de  que  se  obser- 
vasen las  prácticas  de  rezo  y  de  doctrina  encargadas  por  el  misionero.  Dí- 
jole  el  padre  la  ausencia  que  estaba  precisado  á  hacer  por  algunas  sema- 
nas, y  aun  acaso  por  meses,  de  la  misión;  pero  que  no  dudase  de  la  vuelta, 
y,  como  esperaba,  con  la  compañía  de  algún  otro  padre  que  le  ayudaría 
á  cuidar  de  tanta  gente  como  estaba  á  su  cargo.  Por  tanto,  ahora  más 
que  nunca  necesitaba  de  su  celo  y  vigilancia  en  mantener  á  los  suyos, 
y  conservar  entre  todos  la  paz  y  armonía  y  buena  correspondencia.  Todo 
lo  prometió  el  cacique,  y  repartidos  algunos  regalillos  entre  los  indios, 
pasó  el  misionero  al  pueblo  de  Santa  María.  Hallóle  también  aumentado 
en  familias;  hizo  algunos  bautismos  de  párvulos  y  de  enfermos,  doctrinó- 
los y  regalólos,  y  animando  al  indio  Xavier  que  hacía  el  rezo  y  á  los 
principales  á  que  fuesen  juntando  materiales  para  la  nueva  iglesia,  se 
partió  de  ellos,  dejándolos  consolados. 

Desde  aquí  se  enderezó  á  un  sitio  cercano  al  pueblo  antiguo  de  la  Tri- 
nidad, donde  pensaba  encontrar,  según  las  noticias  que  le  dieron,  al  ca- 
cique José  Zairaza,  con  el  intento  de  atraerle  á  alguno  de  los  pueblos  con 
su  antigua  gente.  Hallóle  en  el  paraje  que  se  figuraba  en  un  caserón 
grande  muy  dentro  del  monte  con  todos  los  suyos.  Cogióle  la  visita  muy 
de  improviso,  porque  estaba,  al  parecer,  con  ánimo  de  no  salir  jamás  de 
aquellos  montes  sombríos.  Pero  á  pocas  palabras  que  les  dijo  el  padre,  se 
pusieron  todos  en  sus  manos,  y  hecho  el  rezo,  de  que  no  se  habían  olvi- 
dado del  todo,  y  celebrada  la  Misa,  se  embarcaron  en  sus  canoas  en  se- 
guimiento del  misionero.  Iban  navegando  todos  en  buena  compañía, 
cuando  al  llegar  á  una  quebrada  del  pueblo  antiguo  de  San  Bartolomé, 
se  sintió  el  P.  Uriarte  fuertemente  inspirado  á  entrar  por  ella,  dejando  el 
camino  derecho.  Mostró  gran  repugnancia  Zairaza  en  acompañarle  por 
aquellos  parajes;  pero  ofreciendo  regalarle  á  él  y  á  los  suyos,  vinieron, 
finalmente,  en  seguirle.  Hasta  el  mismo  portugués  Correa,  que  iba  con 
sus  indios  en  la  comitiva  y  defería  tanto  al  misionero,  tuvo  este  extravío 
por  una  resolución  poco  arreglada  en  circunstancias  en  que  no  era  fácil 
proveer  á  tanta  gente  de  mantenimientos. 

Pero  el  Señor,  que  inspiraba  al  padre  el  pensamiento,  proveyó  abun- 
dantísimamente  de  comida  para  todo  el  viaje,  descubriéndoles  á  día  y 
medio  de  navegación  una  laguna  en  que  vieron  grande  copia  de  chara- 
pas, las  cuales  nadaban  aquí  al  contrario  de  las  del  Marañen,  con  las  ca- 
bezas fuera  del  agua.  Pescaron  cuantas  quisieron,  y  tuvieron  pescado 
hasta  la  vuelta.  Siguiendo  el  rumbo  comenzado,  hallaron  uno  como  puer- 
to, y  en  sus  riberas  una  lanza  clavada  en  la  tierra,  quebrada  la  punta  y 


436  Misiones  del  Marañón  Español 

ensangrentada.  Era  este  nuevo  impedimento  para  pasar  adelante,  por 
que  al  ver  los  indios  la  lanza  clavada  en  la  tierra,  empezaron  á  decir 
unánimemente  todos:  «Vamonos  de  aquí.  Han  muerto  á  alguno.  Esta  es 
la  señal,  y  buscaban  el  cadáver  sin  querer  proseguir.»  No  es  decible 
cuánto  costó  al  misionero  el  animarlos  á  buscar  de  paz  á  la  gente  que 
juzgaba  habitar  unas  casas  á  que  alcanzaba  la  vista.  Consiguiólo,  final- 
mente, y  siendo  necesario  atravesar  una  larga  laguna  ó  cenagal  de  cerca 
de  legua  hasta  las  habitaciones  que  se  descubrían.  Correa  con  sus  indios 
y  algunos  Encabellados,  con  un  mozo  del  padre,  se  arrojaron  al  penoso 
camino  y  le  atravesaron  metiéndose  hasta  la  cintura  en  agua  y  barro,  y 
aun  más  arriba,  en  ciertos  parajes  de  ella. 

Hallaron  en  las  casas  el  cacique  antiguo  de  San  Bartolomé  con  su 
gente,  triste  sobremanera  y  apesadumbrado  por  el  grande  estrago  que 
habían  hecho  en  los  suyos  las  enfermedades,  y  más  particularmente  por 
haber  tragado  una  yucumama  recientemente  á  un  hijo  á  vista  de  su  pa- 
dre, indio  grave  y  muy  estimado  del  cacique.  Hablólos  Correa  de  parte 
del  padre,  convidándolos  á  que  dejasen  aquellas  tierras  y  se  recogiesen 
á  vivir  con  los  otros  indios  que  estaban  á  su  cuidado,  porque  tenía  herra- 
mientas para  todos  y  les  atendería  con  mucho  gusto  como  á  los  demás. 
Al  punto  vinieron  al  misionero,  y  saludándole  á  su  modo  le  pedían  favor 
y  amparo.  El  padre  los  acogió  cariñosamente,  y  dando  gracias  al  Señor 
que  por  caminos  tan  maravillosos  le  encargaba  aquella  gente  desconso- 
lada, les  habló  en  esta  forma:  «Hijos,  ya  veis  que  sois  pocos  (eran  40 
personas)  para  formar  pueblo  aparte.  Venid  conmigo  á  la  nueva  reduc- 
ción de  San  Miguel,  que  está  cerca  y  tiene  buenas  sementeras  con  que  os 
podéis  remediar.»  Con  estas  palabras  se  animaron  á  seguirle,  y  acomo- 
dándose en  las  canoas,  vinieron  contentos  y  alegres  con  los  donecillos 
que  les  dio. 

Llegaron  al  pueblo  de  San  Miguel,  cuyo  cacique  los  recibió  con  mu- 
cho gusto,  no  sólo  por  ver  aumentado  su  pueblo,  cosa  que  tanto  procura- 
ba, sino  también  por  ser  amigo  particular  del  cacique  de  San  Bartolomé. 
Repartiéronse  por  las  casas  con  mucha  voluntad  de  los  vecinos,  y  he- 
chos algunos  bautismos  de  niños  y  encargada  otra  vez  la  perseverancia 
á  los  de  San  Miguel,  dio  la  vuelta  el  padre  con  la  comitiva  y  con  Zaira- 
za  al  pueblo  del  Jesús,  adonde  se  agregó  por  el  mismo  tiempo  á  diligen- 
cia del  cacique  Maqueye,  otro  cacique  llamado  Encenevi,  que  lo  había 
sido  del  antiguo  San  Pedro.  Daba  muchas  gracias  á  Dios  el  P.  Uriarte 
por  tanto  beneficio  como  le  hacía  en  enviarle  tantos  indios  al  pueblo,  y 
le  pareció  detenerse  por  un  mes  largo  á  catequizar,  instruir  y  doctrinar 
á  la  gente  nueva  antes  de  emprender  el  viaje  meditado.  Tuvo  también  la 
precaución  de  dejar  en  la  misión  al  hermano  Lorenzo,  como  lo  pedían  las 
circunstancias,  para  que  velase  sobre  todo  y  visitase  los  pueblos,  y  en- 
cargó mucho  á  los  blancos  y  viracochas  que  se  uniesen  con  él,  estuvie- 
sen á  sus  órdenes  y  le  ayudasen  en  todo  lo  necesario. 

Dadas  estas  disposiciones,  emprendió  el  viaje  con  el  P.  Isidro  Losa, 


Libro  IX.— Capítulo  VII  437 

con  el  portugués  Correa  y  con  algunos  indios  hacia  el  curato  de  Avila. 
Treinta  días  navegaron  contra  las  corrientes  del  Ñapo,  y  se  vieron  en  el 
mayor  peligro  de  ahogarse;  porque  volteadas  las  canoas  con  la  fuerza  de 
los  raudales,  no  les  era  fácil  tomar  tierra  por  la  violencia  de  las  aguas; 
pero  el  Señor,  por  su  misericordia,  los  sacó  á  todos  á  salvo,  y  como  apun- 
ta el  P.  Uriarte,  por  la  santa  Misa;  porque  habiéndose  mojado  cuanto 
iba  dentro  de  la  canoa,  como  era  necesario,  sólo  el  recado  de  decir  Misa 
puesto  en  un  cajón  mal  ajustado,  quedó  sin  mojarse  y  sin  padecer  algún 
detrimento,  de  manera  que  se  pudo  continuar  diciendo  Misa  siempre  en 
el  camino. 

Llegaron,  finalmente,  sin  más  desgracia  al  pueblo  de  Santa  Rosa,  en 
donde  el  cura  con  sus  indios  le  recibieron  en  procesión.  El  gobernador 
ofrecía  cuanto  tenía  y  los  pobres  indios  llevaban  también  sus  regalitos. 
Agradecían  los  padres  tantas  demostraciones  de  afecto  y  devoción,  y  no 
les  pareció  que  podían  satisfacer  mejor  de  otra  manera  que  convidando 
á  confesarse  á  los  que  quisieran  acercarse  al  santo  sacramento.  Hicié- 
ronlo  algunos,  y  los  padres  se  alegraron  de  haber  hecho  este  pequeño 
servicio  en  bien  de  las  almas.  Desde  este  pueblo,  que  pertenece  al  curato 
de  Avila,  escribió  el  P.  Uriarte  al  provincial  dando  noticia  de  cómo  ha- 
bía subido  con  el  P.  Isidro  Losa  al  pueblo  de  Santa  Rosa,  como  mandaba 
su  Reverencia,  pero  que  no  dejaba  la  misión,  la  cual  quedaba  sosegada 
y  tan  aumentada,  que  le  pedia  encarecidamente  dos  sacerdotes  del  todo 
necesarios,  uno  para  San  Miguel  y  otro  para  Santa  María,  y  que  entre- 
tanto se  volvían  con  su  grata  licencia,  de  que  no  dudaban,  á  la  misión  de 
Ñapo.  Sin  embargo,  pasando  de  Santa  Rosa  al  pueblo  de  Ñapo,  camina- 
ron por  tierra  hasta  Archidona,  en  donde  su  cura,  el  P.  Nadal,  varón  hu- 
milde y  de  mucho  celo  de  las  almas,  lavó  de  rodillas  los  pies  á  los  misio- 
neros sin  dejarse  vencer  de  su  mucha  resistencia.  Este  insigne  jesuíta  se 
ofreció  á  bajar  á  la  penosa  misión  de  Ñapo,  pidióla  con  grandes  instan- 
cias al  provincial,  pero  nunca  pudo  conseguirla,  ya  sea  por  la  escasez  de 
sujetos  en  la  provincia,  ó  porque  se  creía  que  serían  más  provechosos 
sus  trabajos  en  otras  partes. 

Recreados  por  dos  días  con  la  compañía  del  P.  Nadal,  y  habiendo 
predicado  el  P.  Uriarte  el  sermón  del  Rosario  en  Archidona,  bajaron  al 
pueblo  de  la  Concepción,  cuyo  párroco,  noticioso  de  la  venida  de  los  mi- 
sioneros, les  envió  indios  y  caballos  para  el  viaje.  Recibióles  todo  el  pue- 
blo en  procesión,  y  con  cohetes,  teniendo  á  gran  dicha  el  lograr,  aunque 
por  poco  tiempo,  algunos  padres.  Aplicáronse  éstos  por  dos  días  á  oir  de 
confesión  á  cuantos  quisieran  tener  el  consuelo  y  satisfacción  de  confe- 
sarse, y  tratar  con  ellos  las  cosas  de  su  alma;  pero  como  les  tiraban  los 
pobres  indios,  no  condescendieron  por  más  tiempo  con  los  deseos  del  pá- 
rroco que  quisiera  detenerlos  por  el  bien  espiritual  que  esperaba  en  sus 
ovejas  con  la  detención.  Salieron  con  sentimiento  de  este  buen  cura, 
que  les  acompañó  por  gran  trecho  de  camino,  y  se  enderezaron  á  la  em- 
bocadura de  un  río  que  desagua  en  el  Zuño,  en  donde  se  embarcaron  para 


438  Misiones  del  Marañón  Español 

buscar  el  Ñapo.  Mas  en  el  mismo  punto  en  que  se  embarcaron  empeza- 
ron los  peligros  del  agua,  porque  son  tan  furiosos  los  raudales,  y  tantas 
las  piedras  que  tiene  por  aquella  parte  el  río  Zuño,  que  apenas  podía  se- 
guir la  canoa,  y  era  preciso  en  lo  rápido  de  su  curso  sacarla  y  librarla 
de  tan  penosos  y  frecuentes  embarazos:  porque  un  solo  choque  con  los 
pedrejones  bastaba  para  voltear  la  canoa.  Hicieron  rancho  por  la  noche 
al  pie  de  unas  peñas  tajadas  que  no  admitían  subida,  y  sujetando  la  ca- 
noa como  mejor  pudieron  con  algunas  piedras,  empezaron  á  tomar  al- 
gún reposo.  Pero  fué  bien  corto,  porque  creciendo  el  río  por  las  lluvias 
de  los  cerros,  sebrevinieron  nuevos  sustos,  de  manera  que  viéndose  apu- 
rados por  no  poder  retirarse,  conjuraron  al  río  con  tres  cruces  en  nom- 
bre de  la  Santísima  Trinidad.  Quiso  Su  Majestad  que  al  amanecer  del  día 
en  que  ya  podían  bogar,  sólo  llegase  el  agua  á  los  pies  de  los  padres,  los 
cuales  salieron  con  toda  diligencia  con  su  canoa  adonde  ya  el  Zuño  iba 
más  ancho  y  sosegado,  y  se  vieron  fuera  de  peligro.  Llegaron  al  Ñapo  á 
medio  día, y  en  tres  ó  cuatro  días,  ayudados  de  las  corrientes,  deshicieron 
el  camino  en  que  habían  gastado  treinta  á  la  subida. 

El  primer  pueblo  en  que  entraron  fué  el  de  la  Trinidad  de  Capocuí,  y  el 
donado  Andrés,  á  cuyo  cargo  había  quedado  la  gente,  vino  corriendo  á 
los  padres  contándoles  mil  trabajos  y  miserias.  Habían  querido  matar- 
lo los  indios  nuevos,  y  no  pudiendo  conseguirlo  por  estar  siempre  alerta 
el  donado,  y  haber  guardado  en  su  casa  todas  las  lanzas,  se  huyeron  en 
sus  canoas.  Siguióles  el  donado  de  noche,  y  sin  ser  visto  observó  bien  el 
paraje  de  su  retirada,  y  dando  aviso  de  la  fuga  al  hermano  Lorenzo,  los 
dos  con  buen  modo,  y  con  palabras  amorosas  les  sosegaron,  y  trajeron 
otra  vez  al  pueblo.  Quedóse  aquí  el  P.  Losa  como  misionero  propio  de  la 
reducción,  y  se  miró  ya  como  segura  en  el  pueblo  la  gente  inquieta.  En 
Tirirí  estaba  la  cosa  corriente  por  la  vigilancia  y  aplicación  del  herma- 
no Lorenzo.  No  había  novedad  en  San  Miguel  y  en  Santa  María  esta- 
ban todos  en  paz,  sin  haber  habido  mudanza.  El  pueblo  del  Jesús  con 
las  visitas  del  hermano,  el  cuidado  de  Vázquez  y  la  aplicación  de  los  vi- 
racochas, parecía  estar  en  calma,  sin  que  se  descubriese  indicio  alguno 
de  descontento  en  las  varias  parcialidades. 


CAPITULO  VIII 

VIENE  POR    TENIENTE    DE    LA    MISIÓN  DE    ÑAPO   UN    CATALÁN     LLAMADO 

D.    JOSÉ    PASCUAL 

Entrado  ya  el  año  de  53,  se  aplicó  el  P.  Uriarte  á  perfeccionar  los  es- 
tablecimientos que  había  introducido  en  su  pueblo,  en  orden  á  lo  espiri- 
tual y  temporal  de  los  indios.  Adelantaba  la  gente  en  la  doctrina  y  asis- 
tía con  gusto  á  las  funciones  de  iglesia,  por  lo  cual  fueron  admitidos  varios 
más  adelantados  á  la  Santa  Comunión,  explicándoles  antes  con  mucho 


Libro  IX.— Capítulo  VIII  439 

cuidado  la  grandeza  de  tan  alto  Sacramento,  y  dando  gracias  con  ellos 
el  mismo  misionero.  Hízose  la  Semana  Santa  con  más  devoción  y  fre- 
cuencia de  los  indios,  los  cuales  se  iban  aficionando  á  visitar  los  pasos  de 
la  Pasión,  que  se  representaban  en  el  devoto  calvario  ó  Vía  Crucis  que 
levantó  el  misionero.  La  escuela  de  los  niños  se  hacia  con  mucha  diligen- 
cia, y  el  aprovechamiento  que  se  vela  en  esta  tierna  edad,  confirmaba 
las  esperanzas  del  padre.  Los  adultos  cuidaban  de  sus  sementeras,  y  se 
aplicaban  al  cultivo  de  plátanos,  yucas  y  maíz.  Y  lo  que  era  de  mucho 
socorro  para  las  familias,  habían  aprendido  de  los  indios  de  Correa  á 
pescar  todo  género  de  pescas,  y  en  particular  la  vaca  marina. 

No  faltaron  en  este  tiempo  algunos  casos  notables.  Pondré  dos  en  que 
se  descubren  de  algún  modo  los  secretos  de  la  Providencia,  que  todo  lo 
ordena,  sin  entenderlo  nosotros,  á  sus  fines.  El  cacique  Encenevi,  agre- 
gado, como  vimos,  pocos  meses  há,  al  pueblo  del  Jesús,  era  todavía  ca- 
tecúmeno, y  nunca  quería  venir  al  rezo  y  á  la  doctrina,  por  más  que  se  lo 
pedía  un  hijo  suyo  de  muy  buena  índole  y  bien  instruido,  y  por  más  que 
los  fiscales  le  apretaban.  De  ninguno  hacía  caso  el  perezoso  viejo,  y  no 
le  hacían  mella  ni  súplicas,  ni  ruegos,  ni  cariños.  Un  domingo,  estando 
todos  en  la  iglesia,  acusaron  delante  del  padre  á  Encenevi,  que  tenía  pe- 
reza, y  que  se  la  quitase.  Cogió  la  cruz  el  misionero  y  se  fué  solo  á  la 
casa  del  indio.  Apretábale  á  que  viniese  á  la  doctrina,  que  era  ya  viejo 
y  le  quería  instruir,  porque  no  muriese  sin  bautismo.  Tomó  Encenevi  su 
lanza  con  punta  de  hierro,  y  enristrándola,  le  dice  con  enfado:  Anda,  que 
si  no  te  Uro.  No  quiero  rezar.  Dio  un  salto  el  padre  hacia  un  lado,  quitóle  la 
lanza,  y  rompiéndola  en  la  rodilla  le  da  un  coscorrón  con  cariño  con  un 
pedazo  del  palo,  y  le  dice:  ea,  vamos  á  la  iglesia.  Acabóse  con  esto  la 
pereza  de  Encenevi  que,  viniendo  como  un  cordero  con  el  padre,  fre- 
cuentó después  la  doctrina,  que  le  valió  la  salud  eterna  en  su  alma. 
Porque  á  poco  tiempo  enfermó,  y  bautizado,  murió  en  el  mismo  año. 
¿Quién  creyera  que  de  acciones  tan  menudas  y  al  parecer  arriesgadas, 
del  celoso  misionero,  había  de  estar  dependiente  la  predestinación  de 
este  viejo? 

No  pareció  menos  cierta  la  predestinación  de  otro  cristiano  llamado 
Esteban,  que  con  sus  apariciones  tuvo  al  pueblo  en  grandísimos  temores. 
Envió  aviso  al  P.  Uriarte  el  hermano  Lorenzo,  para  que  subiese  á  su 
pueblo  de  San  Luis  á  componer  algunos  enredos.  Antes  de  partirse  el  pa- 
dre, tuvo  por  conveniente  sacramentar  á  Esteban,  que  estaba  con  calen- 
turas. A  la  vuelta  del  misionero  había  ya  muerto,  auxiliado  de  otro  indio 
cristiano,  instruido  de  antemano  para  este  efecto,  el  cual  dijo  al  padre  que 
había  muerto  Esteban  como  un  apóstol,  haciendo  actos  de  fe,  esperanza 
y  caridad,  pero  añadía  que  después  de  enterrado,  con  asistencia  de  toda 
la  gente  y  cantado  el  Alabado,  se  aparecía  su  alma  al  rezar  las  oracio- 
nes, en  la  iglesia,  que  él  mismo  había  visto  su  figura,  y  que  la  veían  otros 
muchos.  Lo  mismo  decían  las  mujeres  del  pueblo,  y  hasta  su  misma  mu- 
jer aseguraba  lo  mismo.  No  acababa  el  padre  de  creer  semejantes  apa- 


440  Misiones  del  Marañón  Español 

riciones.  Entró  al  anochecer  á  rezar  en  la  iglesia,  y  decian  las  mujeres: 
he  allí  Esteban  que  sale  por  la  puerta  colateral  de  la  sacristía,  hace  re- 
verencia al  altar  mayor  y  se  mete  por  la  otra.  El  padre  no  veía  nada,  y 
estaba  confuso  con  tantos  testimonios  de  vista.  Finalmente,  por  la  noche, 
ya  muy  tarde,  estando  recogido  y  perfectamente  despierto,  oyó  como  al 
oído  tres  lastimosos  ayes.  Túvolos  por  avisos  del  difunto,  y  le  dijo  con 
pavor:  «Yo  te  ofrezco,  Esteban,  cinco  Misas,  por  las  cinco  llagas  de  Cris- 
to. No  me  inquietes  si  eres  tú.  Quedóse  dormido,  y  dichas  las  cinco  Mi- 
sas, nunca  más  apareció  Esteban,  ni  le  vieron  en  la  iglesia. 

Sosegados  ya  los  miedos  y  temores  que  duraron  por  algunos  días,  no 
pensaba  la  gente  otra  cosa  que  en  asistir  á  la  iglesia,  cuidar  de  sus  cam- 
pos y  en  dar  gusto  al  misionero  en  la  ejecución  y  práctica  de  las  órde 
nes  que  daba  por  medio  de  los  alcaldes  y  fiscales.  El  padre  estaba  muy 
gustoso  y  contento  creyendo  haber  llegado  el  tiempo  de  entablar  sólida- 
mente la  misión  del  Ñapo,  y  esperando  algunos  padres  que  le  ayudasen 
á  cuidar  con  su  asistencia  de  los  varios  pueblos  del  partido.  Tenía  mu- 
chas esperanzas  en  el  informe  que  había  enviado  al  provincial  desde  San- 
ta Rosa,  dándole  parte  del  estado  de  la  misión  y  de  la  necesidad  de  opera- 
rios. Y  como  lo  que  mucho  se  desea  se  cree  más  fácilmente,  no  dudaba 
que  á  lo  menos  bajaría  el  P.  Nadal,  el  cual  deseaba  ardientemente  la 
misión. 

Pero  todo  se  proveyó  del  modo  contrario  á  lo  que  se  figuraba  el  mi- 
sionero. Llegó  á  fines  de  Abril  de  53,  el  despacho  general  de  Quito  sin 
misionero  alguno.  Venían,  sí,  muchos  seculares  en  compañía  de  un  tenien- 
te catalán  llamado  D.  José  Pascual,  el  cual  dio  al  P.  Manuel  Uriarte 
una  carta  del  P.  provincial,  que  decía  en  suma,  que  se  dejase  obrar  al 
catalán  que  llevaba  toda  la  facultad  de  la  Real  Audiencia  y  que  era 
hombre  maduro  y  de  valor.  De  misioneros  no  hablaba  palabra  ó  porque 
no  se  hallaban  sujetos  bastantes  para  los  ministerios  de  la  provincia  ó 
porque  no  tenía  por  acertado  el  enviarlos  hasta  que  el  nuevo  teniente 
respetado  de  los  indios  ofreciese  mayor  seguridad  en  aquellas  tierras. 
Quedó  el  P.  Uriarte  pasado  de  dolor  por  falta  de  operarios,  y  muy  pen- 
sativo con  la  venida  de  un  teniente,  un  negro  criollo  con  su  mujer,  y  dos 
mozos  y  soldados,  toda  ella  gente  mal  mirada  délos  indios,  los  cuales 
suelen  alborotarse  á  la  venida  de  un  solo  viracocha,  como  contrario  se- 
gún se  figuran  á  su  libertad.  Por  esto  su  primer  cuidado  fué  prevenir  á 
los  indios  que  luego  mostraron  su  disgusto,  que  no  temiesen  nada  de  la 
venida  de  los  viracochas,  que  no  les  darían  molestia  alguna,  ni  altera- 
rían cosa  establecida  en  el  pueblo;  antes  les  ayudarían  con  sus  cosas, 
consejos  y  personas.  Este  mismo  recado  envió  á  los  demás  pueblos;  y 
hasta  los  Icaguates  y  Payaguas,  que  por  la  grande  distancia  no  había 
podido  visitar,  fueron  avisados  por  medio  de  indios  que  despachó  para 
que  no  temiesen  y  perseverasen  con  la  esperanza  de  nuevos  misio- 
neros. 

Procuró  después,  disimulando  su  sentimiento,  agasajar  á  los  huéspe- 


Libro  IX.— Capítulo  VIII  441 

des  del  mejor  modo  que  podía  en  su  pobreza,  y  aconsejarlos  lo  que  le  pa- 
reció conveniente  en  las  circunstancias,  particularmente  sobre  el  trato 
suave  y  cariñoso  con  los  indios,  que  llevados  por  bien,  mostraban  docili- 
dad y  rendimiento;  pero  tratados  con  dureza  ó  con  modo  imperioso,  ni 
admitían  sujeción  ni  sufrían  amenazas.  Porque  lo  menos  que  se  podía 
esperar  de  ellos,  tratados  ásperamente,  era  el  escapar  al  monte,  si  es 
que  acaso  no  maquinaban  antes  alg-una  cosa  contra  los  extranjeros.  Oyó 
los  consejos  el  teniente  con  estimación  y  aprecio,  y  pareció  entrar  desde 
luego  en  las  miras  del  misionero;  pero  como  á  soldado,  según  mostraba 
haber  sido,  se  le  escaparon  algunas  palabras  que  no  gustaron  al  padre. 
Estas  fueron  que  no  convenían  al  pueblo  Correa  ni  Pazmiño,  y  que  él  en- 
señaría el  modo  de  gobernar  á  los  indios,  y  la  manera  de  subsistir  en  la 
misión  con  abundancia  de  víveres  y  sin  peligro  por  parte  de  la  gente. 
Fuéle  preciso  al  padre  enviar  al  portugués  Correa  con  sus  indios  al  pue- 
blo de  San  Luis  donde  Pazmiño  estaba  con  el  hermano  Lorenzo.  Y  de 
esta  salida  se  experimentó  á  pocos  días  falta  de  comida  en  la  casa  del 
padre,  porque  faltando  los  indios  de  Correa  que  la  sustentaban,  y  te- 
niendo ahora  tantas  bocas  que  habían  venido  de  nuevo,  no  le  era  fácil  al 
indio  que  hacía  de  mitayo,  proveer  de  todo  lo  necesario. 

Pensando  sobre  esto  el  misionero,  no  se  le  ofreció  otro  medio,  para  evi- 
tar las  molestias,  que  dividir  las  bocas.  Díjole  al  teniente  que  si  le  pare- 
cía bajase  con  él  al  pueblo  de  San  Miguel,  donde  mientras  él  los  doctri- 
naba y  hacía  algunas  instrucciones,  reconocería  la  reducción  y  la  gente 
que  estaba  á  su  cuidado.  Vino  en  ello  el  teniente;  pero  llegaron  los  dos 
en  mala  coyuntura,  porque  hallaron  la  gente  alborotada,  y  en  grande 
temor  y  miedo  de  que  viniesen  al  pueblo  á  tomar  venganza  algunos  ene- 
migos. Había  sucedido  los  días  antecedentes  la  muerte  de  un  gentil  de  al- 
guna calidad,  en  que  había  tenido  no  pequeña  parte  un  Migueleño.  Y  esta 
era  la  causa  de  sus  recelos,  no  dudando  que  los  parientes  del  muerto  se 
dejarían  ver  bien  armados  y  arrestados  á  todo,  como  solía  suceder  en  se- 
mejantes ocasiones.  Ibanse  entre  día  á  sus  campos,  y  dejaban  el  pueblo 
casi  solo,  y  de  noche  velaban  con  teas  encendidas  alrededor  de  él  por 
descubrir  los  enemigos  á  alguna  distancia  y  para  que  no  les  cogiesen 
desprevenidos.  De  todo  temían  y  de  todo  se  recelaban  siempre  con  las  ar- 
mas en  la  mano. 

Aquí  el  valiente  capitán  que  quería  enseñar  á  gobernar  indios  con  su 
escopeta  y  pistolas,  no  hallaba  seguridad  en  parte  ninguna  ni  podía  dor- 
mir de  miedo  de  los  indios.  Decíale  el  misionero:  «No  tema  usted,  señor 
teniente;  serénese  y  deje  sus  aprensiones,  que  mientras  haya  padre  en  el 
pueblo,  ninguno  acometerá,  y  todos  le  tendrán  respeto  y  atención  como 
lo  pide  su  oficio.»  En  vano  le  predicaba  Uriarte  ni  le  hacían  fuerzas  sus 
razones:  tanta  impresión  habían  hecho  en  su  ánimo  las  primeras  apa- 
riencias que  observó  en  los  indios  de  San  Miguel.  Pedía  al  padre  que  se 
volviesen  al  primer  pueblo,  cuya  gente  no  le  parecía  tan  arrestada  y  fe- 
roz, y  como  le  dijese  el  misionero  que  tenía  que  doctrinar  á  los  indios  y 


442  Misiones  del  Marañón  Español 

doctrinarlos  y  sosegarlos  en  esta  turbación,  para  lo  cual  necesitaba  de 
algunos  días,  el  catalán  derribó  un  árbol  fofo  que  estaba  cerca  del  puer- 
to, hizo  él  solo  en  tres  días  una  canoa,  y  con  dos  indios  del  padre  trató  de 
volverse  al  Jesús  con  el  pretexto  de  recoger  algún  cacao  que  decía  ha- 
ber visto  en  el  camino.  Mas  la  causa  verdadera  de  su  vuelta  arrebatada 
fué  el  temor  grande  de  que  le  mataran  en  San  Miguel,  como  lo  confirmó 
en  las  palabras  que  dijo  al  misionero  al  despedirse.  «Padre,  ¿quién  vive 
con  estos  demonios?  Ni  aquí  vale  justicia,  ni  temen  á  nadie.  Yo  le  enviaré 
á  mi  negro  para  que  le  acompañe.»  Hizo  el  padre  que  los  indios  le  diesen 
matalotaje,  y  escapó  el  buen  teniente.  En  esto  paran  las  bravatas  y  va- 
lentías, que  son  muy  fáciles  cuando  está  distante  el  peligro;  pero  en  vién- 
dolo al  ojo  y  que  está  cerca,  se  muda  de  estilo  y  no  se  piensa  en  otra  cosa 
que  en  la  fuga.  Ido  el  teniente,  fué  viniendo  la  gente  de  San  Miguel,  en 
mayor  número,  al  pueblo  y  á  la  iglesia.  Instruyóla  el  padre  por  algunos 
díaSj  en  que  hizo  el  rezo  por  sí  mismo,  dióla  esperanzas  de  misionero,  ex- 
cusó como  pudo  la  venida  del  teniente  y  de  su  comitiva,  dándoles  pala- 
bra que  no  les  molestarían  en  cosa  ninguna.  Sosegados  los  indios  de  San 
Miguel,  volvió  á  su  pueblo  y  encontró  en  el  camino  al  negro  del  teniente 
y  otros  indios  que  venían  en  una  canoa  grande  enviados  del  catalán, 
porque  no  matasen  al  padre  los  infieles  del  monte,  cuando  estaba  más 
seguro  sin  compañía  en  el  monte,  que  lo  estuvo  después  entre  los  cristia- 
nos con  la  compañía  del  teniente^  del  negro  y  demás  mozos  de  casa. 

Restituido  el  misionero  á  su  pueblo,  prosiguió  con  sus  tareas  regulares 
de  buena  inteligencia  con  el  señor  teniente,  que  se  fué  haciendo  cargo  de 
la  manera  necesaria  en  tratar  á  los  indios.  Dábale  buen  ejemplo  en  su 
modo  de  proceder,  como  hombre  de  máximas  muy  cristianas.  Levantá- 
base á  buena  hora  rezando  en  voz  alta  un  rosario;  oía  puntualmente  Misa 
todos  los  días,  y  decía  frecuentemente  á  los  demás:  «A  quien  oye  Misa, 
Dios  le  ayuda.»  Asistía  con  la  familia  del  padre  á  la  lección  espiritual 
del  año  virgíneo,  y  rezaba  de  comunidad  el  rosario.  Frecuentaba  los  Sa- 
cramentos y  era  causa  de  que  otros  le  imitasen  en  este  santo  ejercicio. 
Por  otra  parte,  era  hombre  divertido  y  de  buen  humor,  y  tenía  muchas 
habilidades.  Parece  que  había  nacido  carpintero  porque  todo  lo  acomo- 
daba con  mucha  facilidad;  hacía  la  barba  con  primor  y  sin  agua  calien- 
te. Para  sastre  no  le  faltaba  nada;  cosía  con  prontitud,  cortaba  á  ojo,  y 
sin  tomar  medida,  chupas,  calzones  y  cuanto  ocurría,  aprovechando  con 
ingenio  y  sutileza  todos  los  retazos.  El  arte  de  cocinar  lo  tenía  en  la  uña, 
y  aunque  fuera  un  mono  ahumado,  lo  sacaba  tan  blanco  y  sabroso  como 
una  pierna  de  carnero.  Hacía  también,  para  que  no  le  faltase  la  habili- 
dad de  panadero,  de  harina  de  yuca  unos  panecillos  tan  sazonados  con 
sal  y  manteca,  que  no  había  que  desear  otra  cosa.  Estas  cosas  y  habili- 
dades redundaban  en  el  bien  de  los  de  casa:  tenía  también  otras  con  que 
divertía  á  los  de  fuera.  Hizo  guitarra  y  violín  de  dos  grandes  calabazas 
y  una  tabla,  y  los  tocaba  con  gracia,  dando  este  gusto  á  los  que  querían 
oír  sus  tonadillas.  En  fin,  hubiera  sido  más  querido  y  estimado  del  pue- 


Libro  IX.— Capítulo  IX  443 

blo,  y  de  grande  alivio  y  consuelo  al  misionero,  si  no  hubiera  descubierto 
un  flaco,  que  aunque  á  los  principios  no  parecía  contrario  á  su  estado 
de  secular  y  no  se  temieran  por  lo  mismo  funestas  consecuencias,  pero 
con  el  tiempo  dio  causa  y  motivo  á  las  disensiones  de  los  indios,  y  vino  á 
parar,  como  veremos,  en  muertes  y  heridas  y  alzamiento  del  pueblo. 

Mostró  el  buen  teniente  gana  de  hacer  caudal,  sacaba  cacao  y  junta- 
ba canela;  pero  como  crecía  en  el  monte  sin  beneñcio  ni  cultivo,  era  tan 
babosa  que  apenas  tenia  estimación.  Pensó  ganar  mucho  con  la  .pesca 
de  varios  peces  que  se  daban  en  aquellos  ríos,  y  para  esto  hizo  traer  diez 
arrobas  de  chambira  para  formar  una  red  al  uso  de  Sevilla.  Decíale  el 
misionero  que  no  se  cansase  en  una  obra  tan  larga,  de  que  no  podía  sur- 
tir algún  efecto  en  aquellos  ríos  llenos  de  troncos  de  árboles,  porque  an- 
tes de  tenderla  como  pensaba,  se  rompería  ciertamente  por  varias  par- 
tes. No  le  hacía  fuerza  esta  razón,  y  proseguía  con  la  suya  adelante;  él 
mismo  hacía  las  mallas  porque  parecía  haber  sido  marinero  ó  á  lo  me- 
nos sabía  el  oficio,  pero  para  torcer  bien  y  tejer  tanta  chambira,  necesi- 
taba de  otros.  Hacía  que  los  indios  se  ocupasen  en  esta  penosa  tarea,  y 
la  trabajaban  sobre  el  muslo,  dándoles  poca  ó  ninguna  paga.  De  lo  cual, 
temiendo  ya  el  misionero  malas  resultas,  procuró  segunda  vez  disuadir 
al  teniente  de  la  fábrica  de  su  red,  diciéndole  que  aunque  tuviera  cien 
redes  y  todas  lograse  tenderlas,  sería  en  vano  su  trabajo  y  se  harían 
luego  pedazos  con  las  corrientes  y  troncos.  «Déjeme  usted,  padre,  res- 
pondía el  catalán:  hartaré  á  todos  de  pesca,  y  sobrará  para  hacer  mu- 
chos pesos  vendida  en  la  mina.»  Viéndole  el  padre  tan  aferrado  en  su 
idea,  no  le  pareció  molestarle  más  y  le  dejó,  sin  volver  á  importunarle 
sobre  la  materia. 


CAPITULO  IX 

ALBOROTOS  QUE  CAUSAN  EN  LA  MISIÓN  CUATRO  INDIOS  PAYAGUAS 

Cuando  estas  cosas  pasaban  en  la  misión,  sobrevino  un  lance  que 
puso  toda  la  gente  de  los  pueblos  en  movimiento,  y  dio  no  poco  en  que 
pensar  al  misionero  del  Jesús.  Llegó  con  grande  apresuración  una  canoa 
de  San  Joaquín  de  Omaguas,  con  algunos  socorros  y  herramientas,  como 
había  solicitado  el  P.  Uriarte,  pero  el  conductor,  que  era  un  buen  mes- 
tizo, por  nombre  Domingo,  venía  tan  lleno  de  susto  y  temor,  que  no  veía 
la  hora  de  desembarcar  en  el  puerto  del  Jesús.  Contaba  que  cuatro  Pa- 
yaguas  se  habían  incorporado  con  él  en  el  camino,  que  le  habían  quitado 
un  hermoso  machete  castellano,  y  se  había  visto  en  peligro  de  ser  muerto 
de  aquellos  malos  indios  que  no  estaban  lejos  del  pueblo,  y  que  pasarían 
ciertamente  por  la  noche,  para  alborotar  como  pretendían,  á  los  indios 
de  San  Luis.  Añadía  que  los  Pay aguas  no  se  detendrían  en  hacer  muer- 
tes, si  las  consideraban  necesarias  para  conseguir  su  intento,  pues  habían 


444  Misiones  del  Marañón  Español 

hecho  varias  en  ciertos  Mayorunas,  y  con  este  primer  ensayo  estaban 
más  soberbios,  atrevidos  y  orgullosos. 

Armó  al  punto  el  P.  Uriarte  su  canoa,  y  se  enderezó  á  San  Luis  para 
prevenir  el  jDeligro,  no  sin  la  esperanza  de  ganar  á  los  Payaguas  con 
buenas  y  cariñosas  palabras,  y  algunos  donecillos.  Iba  encomendando 
al  Señor  el  buen  éxito  del  viaje,  cuando  tuvo  soplo  en  el  camino  que  los 
indios  Tiriries  querían  matar  al  hermano  Lorenzo,  por  ciertas  obras  en 
que  los  empleaba  Pazmiño.  A  pocos  pasos  que  dio  después  de  esta  noti- 
cia, tiene  también  aviso  de  que  los  indios  de  Capocui  estaban  alborota- 
dos contra  el  español  Santiago,  que  les  apretaba  en  la  fábrica  de  la  igle- 
sia. Muchos  eran  los  peligros  para  salir  bien  de  todos.  Volvióse  con  más 
veras  al  Señor,  y  suplicándole  que  le  dirigiese  y  gobernase  en  aquel  la- 
berinto, llegó  al  pueblo  de  Tiriri.  Informóse  del  hermano  Lorenzo  y  de 
Pazmiño  del  estado  del  pueblo,  y  ellos  le  protestaron  que  los  indios  esta- 
ban sosegados  y  contentos.  Tanteó  á  los  indios  mismos  y  á  las  indias,  que 
suelen  ser  más  fieles  en  descubrir  las  quejas  que  hay  en  los  pueblos,  y 
averiguó  que  estaban  quejosos  muchos  Tiriries,  por  la  obra  en  que  los 
empleaba  Pazmiño,  de  hacer  más  grande  la  casa  que  servia  al  misione- 
ro. Con  esta  noticia  encargó  seriamente  al  hermano  Lorenzo,  delante  de 
los  principales  indios,  que  se  dejase  de  obras,  y  ellos,  oyendo  este  orden 
y  mandato,  se  mostraron  contentos  y  agradecidos  al  padre. 

Luego  preguntó  por  los  Payaguas,  y  como  le  respondiesen  que  esta- 
ban en  cierta  heredad  por  miedo  del  padre,  que  suponían  ser  sabedor  del 
hurto  del  machete  castellano  de  que  hablamos,  hizo  que  les  llamase, 
dándoles  palabra  de  seguridad.  Vinieron  sin  repugnancia,  y  á  pocas  pa- 
labras que  les  dijo  el  misionero ,  parecían  dar  muestras  de  sumisión  y 
prometieron  volverse  á  sus  tierras,  esperando  que  llegarían  á  ellas  al- 
gunos padres,  como  lo  habían  hecho  los  años  pasados  y  el  padre  les 
ofreció.  Para  más  obligarlos  les  dio  algunos  vestidillos,  porque  venían 
casi  desnudos,  y  ellos  dieron  palabra  de  avisar  también  á  los  indios  Ca- 
jucamas  para  que  se  juntasen  con  los  de  su  nación  y  pudiesen  formar  , 
un  pueblo,  en  la  persuasión  de  que  se  les  daría  herramientas  y  todo  lo 
necesario  para  cultivar  la  tierra  y  hacer  sus  sementeras;  mas  á. vuelta, 
como  dicen,  de  cabeza,  se  desvanecieron  tan  buenos  proyectos,  porque, 
apartándose  del  misionero,  un  indio  imprudente  los  trató  de  ladrones 
por  el  hurto  que  acababan  de  hacer,  y  ellos,  irritados  por  las  malas  pa- 
labras, escaparon,  sin  querer  volver  otra  vez  ni  dar  oídos  á  los  enviados 
del  padre,  que  procuró  de  todas  maneras  atraerlos  para  sosegarlos. 

Como  estaba  el  misionero  en  gran  cuidado  por  las  cosas  de  Capocui, 
dejando  algunos  donecillos  al  hermano  Lorenzo  con  que  ganase,  si  era 
posible,  á  los  Payaguas,  y  encargándole  que  si  aparecían  les  hiciese  á 
la  memoria  lo  prometido,  dirigió  el  rumbo  á  la  Trinidad  de  Capocui. 
Pasó  por  el  temido  cerro  llamado  Tiriri,  famoso  hasta  en  el  mismo  Ma- 
rañón por  las  muchas  supersticiones  y  abusos  de  los  indios.  Los  de  Santa 
Rosa  dicen  que  brama  y  los  de  otra  parte  están  en  la  persuasión  que  el 


Libro  IX.— Capítulo  IX  445 

zupai  ó  diablo  voltea  desde  el  cerro  las  canotis,  y  en  uno  de  estos  años 
la  canoa  del  ordinario,  ó  despacho,  en  que  suele  ir  un  blanco  por  con- 
ductor, no  se  habia  atrevido  á  pasar  cerca  del  cerro,  ni  á  su  lado,  sino  á 
mucha  distancia,  y  con  grande  silencio  diciendo  los  indios:  Pasito^  pasito, 
no  sea  que  nos  oiga  el  diablo  de  este  cerro.  Queriendo,  pues,  el  padre  desenga- 
ñar á  aquella  pobre  gente  y  quitar  de  raíz  tantas  supersticiones,  hizo 
arrimar  la  canoa  al  cerro  mismo,  y  saltando  todos  á  tierra,  subieron  á 
la  mayor  altura  de  la  montaña,  en  donde  hallaron  una  hermosa  llanu- 
ra. Aquí,  derribando  un  árbol  grande,  fijaron  una  cruz  grande  y  alta 
que  se  viese  desde  lejos  y  sirviese  de  desengaño  á  los  indios.  Comieron 
todos  en  tierra,  y  como  á  un  muchacho  se  le  ofreciese  antes  de  embar- 
carse una  necesidad,  satisfizo  k  la  naturaleza,  diciendo:  «No  te  temo  ya 
diablo,  no  te  temo;  ahí  te  dejo  ese  recado.»  Tan  desengañados  quedaron 
los  indios  mismos  de  sus  vanas  supersticiones. 

¡Juicios  de  Dios  insondables!  Cuando  estas  burlas  se  hacían  al  enemi- 
go común,  no  pudiendo  llevar  tanto  desprecio,  se  vengó  bien  presto  y 
casi  á  la  misma  hora  en  la  misión;  y  Dios  Nuestro  Señor,  por  sus  juicios 
insondables,  se  lo  permitió,  como  veremos.  Llegó  al  día  siguiente  á  la 
Trinidad,  y  por  más  que  inquirió  de  Santiago  y  de  los  indios  (porque  el 
P.  Losa  había  estado  ausente),  no  pudo  averiguar  nada  de  conjura- 
ción ni  de  inquietud  de  la  gente.  Es  verdad  que  las  mujeres  apuntaron 
algo  y  con  alguna  frialdad  del  trabajo  demasiado  en  fabricar  la  igle- 
sia; pero  no  hallando  cosa  notable,  le  pareció  luego  dar  la  vuelta  al  pue- 
blo de  San  Luis,  donde  le  tiraban  los  Payaguas,  habiendo  encargado  á 
Santiago  con  graves  palabras  el  buen  trato  y  la  paciencia  con  los  Tri- 
nitarios. 

Arribó  al  puerto  del  pueblo  de  San'Luis,  como  á  las  cuatro  de  la 
tarde,  y  le  salieron  á  recibir  el  hermano  Lorenzo  y  Pazmiño  con  lágrimas 
en  los  ojos,  diciendo  cómo  en  la  misma  noche  del  día  en  que  había  salido  (y 
alzado  la  cruz  en  el  cerro  Tiriri),  ya  tarde  cuando  estaban  durmiendo,  ha- 
bían los  Payaguas  alborotado  los  Tiriríes  y  hécholos  huir,  votando  al  río 
las  canoas,  sin  dejar  siquiera  una,  y  capitaneando  á  todos  los  Payaguas 
mismos.  El  hermano  Lorenzo  pedía  con  mucha  instancia  licencia  al  pa- 
dre Uriarte  para  buscar  á  sus  indios  con  las  canoas  de  Jesús,  porque  te- 
nía esperanzas  de  atraerlos  antes  que  escapasen  á  sitios  más  retirados. 
No  parecía  al  P.  Uriarte  que  los  hallaría,  no  sabiendo  antes  de  la  partida 
el  sitio  fijo  de  su  destino.  Pero  el  hermano  instaba  más  y  más,  y  por  no 
contristarle,  vino  en  que  hiciese  su  viaje  en  compañía  del  teniente  y  de 
otras  personas  de  satisfacción,  con  las  dos  condiciones  de  que  no  se  les  hi- 
ciese fuerza  á  los  indios  ó  se  les  mostrase  enojo,  y  de  que  si  no  los  halla- 
ban á  los  quince  días,  no  se  empeñasen  más  y  diesen  la  vuelta. 

No  pararon  los  esfuerzos  del  enemigo  en  el  pueblo  de  San  Luis;  instigó 
también  á  los  Payaguas  á  que  arruinasen  otros  pueblos.  Entrando  en  San 
Miguel,  quemaron  la  casa  del  misionero,  y  hubieran  quemado  la  iglesia  si 
el  cacique  Alonso  no  se  hubiera  opuesto  con  grande  resolución  á  su  designio 


446  Misiones  del  Marañón  Español 

maligno.  Pero  no  pudo  impedir  el  que  algunos  del  pueblo,  engañados  de 
aquellos  perversos,  los  siguiesen,  apartándose  de  los  demás.  De  lajmisma 
manera  arrastraron  á  varios  indios  de  Santa  Maria,  y  pasando  al  pueblo 
del  Jesús  hicieron  cuanto  pudieron  por  trastornar  á  la  gente;  pero  quiso 
el  Señor  que  todos  los  de  esta  reducción  se  mantuviesen  por  ahora  firmes 
sin  dar  oídos  á  los  engañadores.  No  era  poca  la  ruina  que  habían  causado 
en  las  demás  partes,  principalmente  en  San  Luis,  la  cual  no  pudo  jamás 
repararse  por  más  esfuerzos  que  hizo  el  hermano  Lorenzo,  porque  ha- 
biendo navegado  por  el  Aguarico  y  registrado  los  bosques  en  donde  pen- 
saba encontrarlos,  no  halló  el  menor  rastro  de  indios,  y  determinó  vol- 
verse, según  el  orden  que  había  recibido,  triste  y  desconsolado  por  venir 
solo,  aunque  por  otra  parte  conforme  con  la  voluntad  divina,  confesando 
ser  siervo  inútil  después  de  haber  hecho  lo  que  debía. 

Como  el  pueblo  de  San  Luis  estaba  casi  sin  gente,  determinó  el  padre 
Uriarte  que  mudase  de  residencia  el  hermano,  y  pasase  á  vivir  de 
asiento  con  los  de  San  Miguel.  Con  esta  ocasión  fueron  viniendo  al  pueblo 
muchos  de  los  huidos  blasfemando  de  los  Payaguas,  que  les  habían  en- 
gañado persuadiéndoles  que  no  habían  venido  tantos  viracochas  á  la  mi- 
sión, sino  para  llevarlos  á  ellos  mismos,  á  sus  hijos  y  mujeres  al  pueblo 
de  Ñapo  y  á  la  ciudad  de  Archidona  para  servirse  de  ellos  los  españoles. 
Esta  aprensión,  que  en  tiempos  de  Salvador  Sánchez  alborotó  los  humo- 
res de  los  indios,  hizo  en  esta  ocasión  bastante  daño  y  jamás  acabó  de 
borrarse,  antes  volvió  á  avivarse  con  más  fuerza  en  los  corazones  de  los 
indios,  como  veremos  presto.  El  hermano  Lorenzo  recibía  con  mucha  afa- 
bilidad y  carino  á  los  que  venían  desengañados  de  los  montes,  y  se  aplicó 
á  reformar  las  casas  arruinadas  y  medio  quemadas,  puso  corriente  la 
doctrina  de  niños  y  de  adultos,  y  se  esforzó  en  introducir  en  el  pueblo  las 
prácticas  que  se  usaban  en  las  reducciones  que  tenían  misionero  propio. 
Sirvióle  de  algún  socorro  el  caciquillo,  que  ya  había  aprendido  en  el  Je- 
sús la  doctrina  cristiana  y  la  lengua  del  Inga,  y  volvió  á  su  pueblo  bien 
enterado  de  los  usos  y  costumbres  de  las  reducciones  formadas. 


CAPITULO  X 

DISENSIONES   EN   EL   PUEBLO   DEL   NOMBRE   DE  JESÚS   Y  NUEVAS 
TRAMAS   DE   LOS    INDIOS 

Había  estado  el  P.  Manuel  Uriarte  ausente  de  su  pueblo  por  varias 
semanas  mientras  acomodaba  las  cosas  revueltas  de  los  demás  pueblos, 
y  cuando  volvió  algo  consolado  y  creyó  hallar  á  los  del  Jesús  serenos  y 
sosegados,  todo  lo  encontró  al  revés  de  lo  que  pensaba.  Porque  entre  el 
teniente,  el  negro  y  los  demás  mozos  de  casa  había  mil  riñas  y  disensio- 
nes. Todos  se  unían  contra  el  chapetón ,  que  así  llamaban  por  desprecio 
al  catalán,  y  no  podían  verlo.  Parece  que  había  dado  ocasión  al  rompí- 


Libro  IX. — Capítulo  X  447 

miento  la  comida  mal  compuesta  ó  cocinada  á  que  ayudarían  algunos 
tragos  dé  aguardiente  que  tenían.  Viendo  el  catalán  que  le  perdían  el 
respeto  echaba  por  aquella  boca  mil  baladronadas,  y  á  todos  los  envia- 
ba á  cocinar  á  casa  del  diablo.  El  negro  y  los  mozos  se  iban  á  casa  de 
los  indios  y  los  alborotaban  contra  el  teniente,  y  no  faltó  viracocha  que 
les  dijo  cómo  convenía  acabar  de  una  vez  con  este  hombre  que  á  todos 
era  molesto.  A  esto  se  allegaba  que  el  catalán,  en  ausencia  del  misione- 
ro, había  hecho  sus  anacos  ó  mantas,  no  sólo  á  las  niñas  como  el  padre 
les  había  encargado,  sino  también  á  las  mujeres  grandes,  y  aunque  al 
principio  estaban  contentas  con  sus  galas,  pero  luego  salió  y  corrió  en- 
tre ellas  la  voz  de  que  sin  duda  querían  llevarlas  á  Archidona  y  que  este 
regalo  se  enderezaba  á  tenerlas  firmes  en  el  pueblo  hasta  que  fuese 
tiempo  oportuno  como  lo  hizo  Sánchez. 

No  hubiera  sido  difícil  al  misionero  sosegar  estas  alteraciones,  compo- 
ner entre  sí  á  los  viracochas  y  quitar  la  aprensión  de  las  mujeres,  pero 
había  el  teniente  exasperado  á  los  indios  en  un  punto  muy  celoso  para 
aquella  gente,  y  era  un  terrible  embarazo  para  el  padre,  porque  no 
podía  deshacer  lo  que  una  vez  se  había  hecho.  Encaprichado  el  catalán 
en  formar  y  concluir  sus  redes,  no  sólo  apretaba  á  los  indios  para  hilar 
y  torcer  su  chambira,  sino  que  metía  por  un  rato  de  un  pie  en  el  cepo  á 
los  que  se  resistían,  y  hacía  que  con  el  otro  á  su  vista  torciesen  el  hilo 
dándoles  por  paga  un  pedazo  de  tabaco.  Esta  pena  ó  castigo  de  cárcel  y 
cepo  llegaba  muy  al  alma  á  los  indios  y  no  podían  disimular  su  descon- 
tento, en  donde  fundaba  el  misionero  los  temores  de  una  grande  tormen- 
ta, si  no  lograba  divertir  á  los  descontentos,  dar  seguridad  á  la  gente  y 
aliviarla  de  la  opresión  del  teniente. 

Comenzó  por  los  indios  mostrándoles  todo  cariño  y  ofreciéndoles  ali- 
viar de  las  molestias  de  tantos  viracochas,  contra  quienes  respiraban  en 
sus  quejas.  Después  persuadió  con  maña  al  teniente,  con  cuya  presencia 
se  había  encendido  principalmente  el  fuego,  que  saliese  por  entonces  del 
pueblo,  y  subiese  hacia  Santa  Rosa  con  el  motivo  de  llevar  cartas,  traer 
socorros  y  ver  si  venía  el  P.  Nadal,  de  cuya  bajada  á  la  misión  había  al- 
gunas esperanzas.  Señaló  para  el  viaje  ocho  indios  con  canoa  grande,  y 
regalados  les  advirtió  que  llevasen  sin  recelo  al  señor  teniente  hasta  Ca- 
pocuí,  desde  donde  debían  volverse  en  derechura  al  pueblo,  porque  el 
P.  Isidro  Losa  le  daría  desde  allí  indios  y  canoa  para  proseguir  su  viaje. 
Era  preciso  dar  por  compañero  al  catalán  un  mozo  de  satisfacción  para 
que  le  ayudase  y  velase  sobre  los  indios.  Este  fué  uno  de  los  más  fieles  y 
vigilantes,  llamado  Manuel,  que  no  desagradaba  al  teniente.  Encargó  es- 
trechamente  á  los  dos  el  P.  Uriarte,  que  tratasen  á  los  indios  con  amor  y 
cariño  y  que  no  hiciesen  rancho  al  lado  del  monte ,  sino  al  lado  opuesto 
en  las  playas  mismas,  y  que  mientras  el  uno  dormía  velase  el  otro.  Echó 
después  la  voz  por  el  pueblo  que  quizá  el  catalán  no  volvería  á  la  mi- 
sión, no  pareciéndole  temerario  el  pronóstico,  pues  se  había  desazonado 
tanto  con  los  otros  mozos  y  los  indios  le  miraban  ya  de  mal  ojo.  No  pare- 


448  Misiones  del  Marañón  Español 

cía  bastante  para  sosegar  al  pueblo  el  viaje  del  catalán;  dispuso,  para 
mayor  seguridad,  que  saliese  también  su  mismo  mozo  Ignacio  con  otro 
viracocha  y  pasasen  á  Santa  María  con  hachas,  machetes  y  otros  instru- 
mentos para  la  fábrica  de  la  iglesia  y  casa  del  misionero.  De  esta  mane- 
ra quitó  de  la  vista  de  los  indios  tanta  gente  odiosa  para  ellos,  y  se  pro- 
metía alguna  serenidad. 

Pero  ¿qué  pueden  nuestras  cortas  providencias,  dice  Uriarte  en  sus 
apuntaciones,  si  el  Señor  no  pone  la  mano  poderosa  en  ellas?  Quizá  me 
castigó  S.  M.  por  haber  puesto  alguna  confianza  en  mis  trazas.  Y  en  rea- 
lidad, los  indios  que  quedaban  en  el  pueblo,  mostraban  mucho  contento 
viéndose  libres  de  cuatro  viracochas:  las  mujeres  estaban  muy  satisfe- 
chas y  persuadidas  á  que  el  padre  quería  bien  á  todos.  Pero  más  en  par- 
ticular el  cacique  Maqueye  estaba  muy  gustoso  con  las  nuevas  provi- 
dencia^ enderezadas  al  bien,  paz  y  sosiego  del  pueblo,  porque  entre  los 
bogas  del  teniente  se  había  metido  con  disimulo  á  Antonio  Utiqueye, 
hijo  del  brujo  Tuinra  y  á  otros  malignos  para  cortar  todo  desorden  y  al- 
boroto. Pero  la  desgracia  estuvo  en  que  no  sabía  el  misionero  lo  que  ha- 
bían trazado  los  mal  contentos  en  la  casa  de  uno  de  los  más  principales,  y 
era  que  convenía  en  todo  trance  acabar  de  una  vez  con  todos  los  vira- 
cochas y  padres  del  Jesús  y  de  San  Miguel,  robar  las  casas  de  los  pue- 
blos y  escapar  con  las  herramientas  al  monte  á  vivir  á  sus  anchuras. 
Que  así  se  había  hecho  con  el  P.  Real,  sin  que  después  de  cinco  años  se 
hubiese  visto  castigo  alguno  en  los  agresores  por  la  parte  de  Quito  y  que 
ahora  recientemente  los  de  Capocui  y  de  Tiriri  estaban  á  su  placer  en  el 
monte  gozando  de  sus  herramientas  sin  que  ninguno  se  las  disputase. 
Este  proyecto,  que  mantenían  secreto,  soplaban  algunos  viejos  y  ladinos 
á  los  bogas  señalados  para  acompañar  al  teniente  en  su  navegación;  y 
el  mismo  sugirieron  á  los  que  llevaban  á  Santa  María  los  otros  dos  mo- 
zos. Todo  lo  cual  se  supo  después  de  boca  de  los  mismos  conjurados,  mas 
lo  tenían  oculto  y  ni  el  mismo  cacique  Maqueye  parecía  saber  cosa 
alguna. 

Como  el  catalán  estaba  ya  tan  prevenido  y  empezaba  á  conocer  á 
los  indios,  navegaba  con  cautela  sin  fiarse  de  ellos  ni  tomaba  jamás  rato 
alguno  de  sueño  sin  que  Manuel  estuviese  en  vela  y  á  la  mira  de  las  ac- 
ciones y  movimientos  de  los  bogas.  Cuatro  días  caminaron  de  esta  mane- 
ra sin  que  se  viese  novedad  en  los  indios  que,  viendo  tanto  recato  y  cau- 
tela en  los  viracochas,  y  que  no  podían  lograr  el  tiro,  discurrieron  otro  en 
que  si  no  acabaron  con  ellos,  lograron  parte  de  lo  que  deseaban.  Alcan- 
zaron á  ver  por  la  banda  del  monte  una  pava  puesta  en  un  árbol,  y  en 
esta  ocasión  que  se  les  presentaba,  dijeron  al  catalán  con  una  sinceridad 
propia  de  indios,  que  la  querían  matar  para  él,  que  los  dejase  saltar,  á 
tierra  que  presto  volverían.  Cayó  en  el  lazo  el  teniente,  olvidado  del  avi- 
so de  no  hacer  rancho  en  el  monte.  Saltaron  á  tierra  los  indios,  salió  con 
ellos  el  catalán  y  le  siguió  el  compañero.  Entre  tanto  que  el  teniente  se 
retiró  por  una  urgencia  y  el  mozo  se  divirtió  á  otra  cosa,  los  indios,  con 


Libro  IX.— Capítulo  X  449 

gran  presteza,  sacaron  de  la  canoa  hachetas,  trastos  y  remos,  y  con 
gran  disimulo,  como  que  iban  á  buscar  la  pava,  se  fueron  retirando  por 
el  monte  y  al  fin  desaparecieron.  Llamábalos  el  teniente,  gritaba  cuanto 
podía  y  ninguno  le  respondía.  Estuvo  un  rato  dando  grandes  voces,  y 
viendo  que  en  vano  se  cansaba,  porque  se  habían  huido,  cayó  en  cuenta 
de  la  trampa  que  habían  urdido.  Volvió  desesperado  á  la  canoa,  y  vién- 
dola vacía  de  todo,  sin  víveres,  sin  bebida  y  aun  sin  remos,  fué  mayor  la 
rabia  y  desesperación.  Volvió  á  saltar  á  tierra  y  volvió  á  gritar  exhalado 
por  el  monte,  anduvo  furioso  por  aquellas  selvas,  ya  por  un  lado  ya  por 
otro,  pero  los  indios,  que  á  manera  de  gamos  saltan  por  las  montañas 
más  inaccesibles,  estaban  bien  en  seguro  y  no  era  fácil  darles  alcance. 

No  restaba  otro  partido  al  buen  teniente,  que  ingeniarse  á  deshacer 
el  camino  como  pudiese  y  volver  al  pueblo  del  Jesús,  si  no  quería  pere- 
cer de  hambre  y  necesidad  con  su  mozo  en  aquella  soledad.  No  había 
por  tierra  camino  descubierto;  y  aunque  lo  hubiese,  sería  siempre  dema- 
siadamente largo  y  expuesto  á  mayores  peligros,  y  así  se  vio  en  la  pre- 
cisión de  entrar  en  la  canoa  con  su  mozo,  y  con  un  mal  remo  que  hicie- 
ron como  en  bruto,  por  carecer  de  instrumentos,  dejarse  llevar  de  la  co- 
rriente y  empuje  de  las  aguas.  Muchos  fueron  los  trabajos  que  padecieron 
entregados  á  la  discreción  de  las  aguas.  Viéronse  en  mil  peligros,  porque 
en  varios  parajes  corría  riesgo  de  voltearse  la  canoa,  en  otros,  andaba  al 
rededor,  sin  querer  pasar  adelante,  y  en  otros,  se  les  atascaba  y  enca- 
llaba en  las  playas.  Finalmente,  después  de  seis  días  llegaron  al  pueblo 
del  Jesús,  muertos  de  hambre,  hinchados  los  brazos,  y  sin  fuerzas  por  la 
grande  fatiga  del  camino.  El  catalán  parece  que  sólo  tenía  alientos  para 
echar  bravatas,  y  hacer  mil  votos  á  la  tierra  y  al  oficio.  Procuró  el  pa- 
dre serenarle  y  consolarle,  y  dándole  de  comer,  con  mucha  compasión 
le  repetía  la  paciencia  y  sufrimiento  con  que  se  aligeran  los  trabajos. 
«Es  muy  buena  la  paciencia,  repetía  el  teniente,  pero  esto  ya  no  se  puede 
sufrir.  Esos  demonios  me  han  querido  matar,  y  no  logrando  la  ocasión, 
me  han  hecho  esto.» 

La  noche  del  día  en  que  llegó  el  teniente  con  su  mozo,  vino  á  casa  so- 
bresaltado el  negro,  diciendo  que  doce  indios,  con  quienes  había  estado 
trabajando  en  las  sementeras,  habían  tirado  á  matarle,  y  por  buena  ven- 
tura había  escapado  del  lance  con  la  vida.  Que  estaba  alborotada  la  gen- 
te, y  que  no  sabía  en  qué  pararía  la  tormenta.  Fuera  de  esto,  días  antes 
había  engañado  al  padre  el  cacique  Yaso,  y  sacándole  veneno  con  el  pre- 
testo  de  cazar  pájaros,  se  había  huido  con  los  de  su  parcialidad  al  mon- 
te, por  desazones  que  había  tenido  con  otros  indios  del  pueblo.  Veía  el 
padre  misionero  que  la  tempestad  era  deshecha,  mas  se  prometía  conju- 
rarla si  le  hubiera  dejado  obrar  el  catalán;  pero  éste,  furioso  y  arreba- 
tado, sin  dar  oídos  á  razones  algunas,  aseguró  en  el  cepo,  por  medio  del 
negro,  á  cuatro  indios.  Padre  el  uno,  y  los  otros  tres  hermanos  de  los  que  le 
habían  desamparado,  huyéndose  por  el  monte.  Protestaba  que  no  había 
de  soltar  aquella  vil  canalla  hasta  que  pareciesen  sus  parientes,  y  como 

29 


460  Misiones  del  Marañón  Español 

el  padre  le  disuadiese  de  un  paso  tan  arriesgado  y  peligroso,  respondía: 
«Déjenme  obrar  á  mí,  que  por  la  paciencia  de  ustedes  nos  hacen  estas; 
yo  lo  compondré  todo.»  No  veía  en  tanta  turbación  lo  poco  que  podía  él 
y  sus  mozos,  si  llegaban  los  indios  á  revolver  contra  ellos. 

No  pararon  aquí  las  desgracias,  porque  dado  este  mal  paso  del  te- 
niente en  la  prisión  de  los  indios,  llegaron  al  pueblo  Ignacio  y  el  mozo, 
enviados  á  Santa  María,  contando  muchas  miserias  y  cómo  habían  es- 
tado en  peligro  inminente  de  morir.  No  sabían  ellos  todo  lo  sucedido,  ni 
el  tratado  entero  de  los  indios,  pero  lo  había  averiguado  el  hermano  Lo- 
renzo, que  escribía  al  P.  Uriarte  en  esta  forma:  «Los  bogas  de  Ignacio  y 
»de  Manuel  salieron  de  ese  pueblo  con  el  orden  y  mandato  que  se  fraguó 
»en  una  borrachera,  de  coserlos  á  lanzadas  con  la  arena  cuando  estu- 
»viesen  durmiendo.  Logrando  la  suya  los  indios  y  viendo  que  los  dos  es- 
»taban  durmiendo  en  la  playa,  dijo  Zaituno  á  Miñacuru:  ahora  es  tiem- 
»po,  vamos  á  matarlos.  Miñacuru,  de  mejor  corazón  que  los  otros,  res- 
»pondió  (como  allá  Rubén):  Yo  no  sé  matar.  Dejémoslos  en  la  playa  ro- 
»deados  del  río,  y  ellos  se  morirán.  Vinieron  los  demás  en  ello,  y  echando 
»al  agua  la  escopeta  y  soltando  la  canoa,  comenzaron  á  bogar  río  arriba. 
»A1  ruido  despertaron  los  dormidos,  pero  por  más  que  gritaron,  no  les  hi- 
»cieron  caso  los  indios,  prosiguiendo  con  su  canoa  hasta  San  Miguel. 
»Aquí  dijo  muy  en  secreto  Miñacuru  á  mi  cojito  Martín,  lo  que  habían 
»hecho  con  dos  viracochas.  Súpolo  Martín  por  la  noche,  y  luego  que 
«amaneció,  fiel  el  muchacho  y  sin  hacer  caso  de  las  amenazas  de  Miña- 
»curu,  vino  corriendo  á  avisarme  de  todo,  señalando  el  sitio  y  el  estado 
»en  que  quedaban  Ignacio  y  su  compañero.  Envíeles  luego  canoas  con 
»indios  de  satisfacción,  y  encontrándolos  muertos  de  hambre  los  trajeron 
»á  mi  pueblo,  desde  donde  les  envío  á  ese  del  Jesús.»  Así  escribía  el  her- 
mano Lorenzo. 

El  misionero  del  Jesús  acabó  de  entender  la  trama  de  sus  indios  por 
el  aviso  del  hermano,  que  comunicó  al  teniente  para  que  todos  se  caute- 
lasen y  estuviesen  sobre  sí,  sin  exasperar  más  á  los  indios,  cuyo  rompi- 
miento tenía  por  evidente  á  la  menor  molestia  que  se  les  diese.  Pero  el 
proceder  poco  considerado  del  teniente  acabó  de  consumar  la  traición, 
porque  entrando  en  grandes  temores  hizo  recoger  todas  las  canoas  bajo 
de  la  casa,  mandó  que  los  niños  estuvieran  en  ella  entre  día,  y  prohibió 
que  indio  alguno  se  acercase  de  noche  á  su  vivienda,  sopeña  de  un  esco- 
petazo. Estas  órdenes  alborotaron  más  los  humores  de  los  indios,  exas- 
perados con  la  prisión  de  los  que  estaban  en  el  cepo  sin  haber  modo  de 
soltarlos,  mientras  no  viniesen  al  pueblo  sus  parientes.  En  esta  resolu- 
ción estaba  fijo  el  catalán,  y  apenas  pudo  el  misionero,  después  de  mu- 
chas instancias  y  reconvenciones,  conseguir  el  que  los  sacase  del  cepo, 
dando  ellos  palabra  de  no  salir  de  la  cárcel  y  el  teniente  de  no  castigar- 
los si  venían  por  su  pie  á  la  reducción  los  indios  que  le  habían  desampa- 
rado en  el  viaje. 

Habiendo  el  misionero  conseguido  del  teniente  esta  indulgencia  á  fa- 


Libro  IX.— Capítulo  XI  451 

vor  de  los  presos,  comenzó  á  serenar  los  ánimos  andando  de  casa  en 
casa  y  hablando  á  todos  con  palabras  dulces  y  cariñosas.  Decíales  que 
no  diesen  oídos  al  demonio,  que,  por  quererles  su  mal,  les  tiraba  á  albo- 
rotar y  les  sugería  su  misma  ruina.  Que  el  teniente,  por  el  contrario,  les 
quería  bien,  porque  aunque  había  preso  á  unos  pocos,  pero  á  ninguno 
había  azotado,  ni  le  azotaría;  que  todo  se  olvidaría  si  se  portaban  bien. 
Que  llamasen  presto  á  los  huidos,  á  los  cuales,  dado  caso  que  habían  he- 
cho mal  en  desamparar  al  teniente,  él  los  protegería  para  con  él  si  ve- 
nían reconocidos.  Trató  más  particularmente  con  el  cacique  Maqueye, 
el  cual,  por  ser  cabeza  de  los  demás  y  no  haber  entrado  en  la  conjura, 
parecía  la  persona  más  proporcionada  para  atajar  las  tramas  y  ganar 
á  los  perturbadores.  A  todo  se  ofrecía  Maqueye ,  pero  añadía  que  no  era 
negocio  de  un  día  apaciguar  los  ánimos  de  todos,  y  que  no  faltaban  al- 
gunos que  le  amenazaban  á  él  mismo  por  entender  su  inclinación  hacia 
el  misionero.  Por  tanto,  le  suplicaba  le  admitiese  á  él  y  á  su  familia  á 
dormir  en  su  casa  por  algunos  días,  para  que  con  más  seguridad  pudiese 
sosegar  á  las  gentes  y  ofrecerles  perdón  de  lo  pasado  de  parte  del  te- 
niente. Pidió  también  que  se  perdonase  á  Zaituno  y  Miñacuru  del  aten- 
tado, porque  esta  indulgencia  sería  un  poderoso  motivo  para  ganar  á  los 
revoltosos,  y  en  ello  conocerían  cómo  el  teniente  quería  bien  á  todos.  En 
todo  vino  el  misionero  y  todo  lo  concedió  el  teniente,  y  el  cacique  co- 
menzó á  tratar  con  los  principales  sobre  la  manera  de  apaciguar  los 
disturbios  y  de  desimpresionar  á  los  que  estaban  preocupados  contra  el 
teniente. 


CAPITULO  XI 

JfiL  CACIQUE  MAQUEYE  CON  UN  GOLPE  DE  HACHA,  HIERE  PROFUNDA- 
MENTE LA  CABEZA  AL  MISIONERO  DEL  JESÚS,  MATA  UN  INDIO  AL  MOZO 
MARIANO   Y   ESCAPA   EL   TENIENTE   COMO    PUEDE. 

Cuando  comenzaba  á  respirar  el  P.  Uriarte  pareciéndole  estar  todo 
compuesto  y  allanado,  volvió  el  demonio  con  más  furia  á  soplar  el  in- 
cendio comenzado.  El  viejo  Tuinra,  que  era  uno  de  los  cuatro  presos  que 
andaban  sueltos  por  la  cárcel,  hablaba  en  ella  con  mucha  libertad  sin 
ser  posible  tapar  aquella  boca  endemoniada.  Disimulóse  con  él  por  peli- 
gro de  mayores  males,  y  porque  al  fin  las  palabras  quedaban  en  pala- 
bras, y  él  mantenía  la  que  había  dado  de  no  escapar  de  la  cárcel,  hasta 
que  viniese  al  pueblo  su  hijo  Utiqueleye,  huido  por  miedo  del  teniente. 
Mas  sucedió  que  despertase  éste  una  noche  á  deshora,  y  oyendo  hablar 
con  desembarazo  al  viejo  Tuinra  sin  entender  bien  lo  que  decía ,  se  le- 
vantó azorado  de  la  cama  pensando  que  le  quería  matar:  gritó  á  su  ne- 
gro pidiendo  ayuda,  y  como  viniese  prontamente  le  dijo:  metamos  á  este 
maldito  viejo  en  el  cepo,  que  nos  quiere  matar.  Como  lo  dijeron,  asi  lo 


452  Misiones  del  Marañón  Español 

ejecutaron  y  lo  aseguraron  muy  bien.  Cuando  se  levantó  el  misionero  y 
supo  lo  sucedido  en  aquella  noche,  fué  prontamente  á  verse  con  el  cata- 
lán, y  le  pidió  con  muchas  instancias  que  no  llevase  adelante  su  empe- 
ño, que  soltase  al  viejo  cuanto  antes  y  que  se  hiciese  cargo  que  perseve- 
rando Tuinra  en  el  cepo,  no  sólo  se  deshacía  lo  que  con  tanto  trabajo  ha- 
bían compuesto,  sino  que  todos  eran  perdidos,  y  quiénes  eran  ellos  para 
resistir  á  tantos  indios  armados  de  lanzas,  hachas  y  machetes.  No  ha 
oído  vuestra  reverencia,  respondió  alterado  el  teniente,  lo  que  yo  he  oído 
esta  noche  á  este  malvado.  Si  se  le  deja  libre,  no  parará  hasta  matarnos 
á  todos.  Bien  sé  lo  que  me  hago  y  no  hay  por  qué  hablarme  en  la  materia. 
Viendo  el  padre  al  catalán  tan  aferrado  en  su  temor  y  conocien- 
do el  peligro,  acariciaba  á  los  indios,  hablaba  palabras  de  paz  y  de 
composición  á  los  principales,  decía  á  las  mujeres  que  estuviesen  sin 
cuidado  que  él  lo  compondría  todo,  y  entrando  en  la  cárcel  consolaba  al 
viejo  que  estaba  furioso  y  desesperado,  diciéndole  que  tuviese  un  poco 
de  paciencia  porque  el  teniente  estaba  á  la  sazón  bravo,  pero  que  él  le 
sosegaría  y  haría  que  le  soltase  presto  sin  azotarle.  Hizo  Tuinra  del  que 
se  satisfacía  para  hacer  mejor  su  negocio,  y  para  que  el  padre  quedase 
sin  cuidado  y  sin  recelo  alguno  de  lo  que  había  meditado  desde  que  se  le 
puso  en  el  cepo.  Luego  que  el  misionero  salió  de  la  cárcel,  envió  Tuinra 
un  aviso  por  medio  de  su  mujer  á  los  conjurados,  para  que  sin  andar  en 
contemplaciones,  ni  al  encubierto,  quitasen  aquella  noche  la  vida  pri- 
meramente al  padre  para  que  no  impidiese  la  muerte  de  los  demás  y 
después  al  teniente  y  viracochas,  y  que  al  mismo  tiempo,  en  la  turbación 
que  causaría  el  acontecimiento  le  sacasen  á  él  de  la  cárcel  en  que  se  ha- 
llaba. Añadió  á  este  recado  de  la  mujer  muchas  amenazas  y  maldicio- 
nes y  como  brujo  los  conjuraba  con  todos  los  males  por  parte  del  cielo, 
de  tierra  y  agua,  si  no  ejecutaban  prontamente  lo  que  les  mandaba. 

El  recado  del  reputado  brujo  halló  ya  dispuestos  al  rompimiento  los 
ánimos  de  muchos,  y  fué  el  último  determinativo  para  la  ejecución  de  sus 
tramas.  Pero  conociendo  que  el  cacique  Maqueye  estaba  inclinado  al  mi- 
sionero, y  que  no  era  conveniente  pasar  á  la  rebelión  abierta  y  descu- 
bierta sino  en  cuerpo  de  nación,  enderezaron  sus  miras  á  meter  en  la  con- 
jura al  mismo  Maqueye,  amenazándole  con  la  muerte  si  no  se  hacía  de 
su  parte,  diciéndole  que  como  enemigo  de  la  nación  sería  tratado  con  el 
mayor  rigor,  no  sólo  de  las  demás  parcialidades,  sino  también  de  la  suya. 
Que  ahora  era  el  tiempo  de  ver  si  estimaba  más  al  padre  y  á  los  viraco- 
chas que  á  sus  mismos  parientes  y  paisanos.  Que  ya  estaba  determinada 
la  muerte  de  aquéllos  y  la  suya  seguiría  bien  presto  á  la  de  los  extranje- 
ros si  permanecía  terco  en  sus  ideas.  Tanto,  en  fin,  le  dijeron  y  tanto  le 
apretaron  con  amenazas  y  fieros,  que  atemorizado  el  buen  cacique,  se  les 
rindió  á  discreción,  ofreciéndose  á  hacer  el  papel  que  le  mandasen  en 
la  conjuración. 

Ganado  el  cacique,  determinaron  ocultar  cuidadosamente  la  trama  á 
las  mujeres  y  niños,  que  hubieran  sin  duda  avisado  al  padre  como  lo  ha- 


Libro  IX.— Capítulo  XI  453 

bían  hecho  en  otras  ocasiones,  y  para  mayor  resguardo  no  permitieron 
que  las  mujeres  saliesen  de  casa  ni  se  meneasen  de  un  sitio  para  que  no 
se  descubriese  en  modo  alguno  la  conjura,  la  cual  se  había  de  ejecutar 
de  esta  manera.  El  cacique  Maqueye,  con  tres  indios  ladinos  tenidos  por 
fieles,  debían  entrar  al  misionero  al  fin  de  la  cena  con  la  alegre  noticia 
de  que  ya  estaban  en  laá  sementeras  del  pueblo  los  indios  huidos,  y  que 
se  esperaban  con  ansia,  y  cuando  ya  el  padre  y  los  demás  estuviesen  ale- 
gres y  divertidos  con  la  noticia,  el  cacique  sacase  su  hacha,  que  debía 
llevar  oculta  bajo  la  camiseta,  partiese  de  un  golpe  por  el  filo  la  cabeza 
del  misionero,  y  los  otros  tres  cerrasen  al  mismo  tiempo  con  el  teniente 
y  los  demás.  Entre  tanto  cercaría  la  casa  una  multitud  de  indios  con  sus 
lanzas,  y  acabaría  de  atravesar  á  todos  los  viracochas. 

El  P.  Manuel  Uriarte  estaba  en  mucho  cuidado  por  los  temores  que  le 
causaba  el  viejo  Tuinra  y  su  partido,  y  aunque  no  descubrió  del  todo  la 
conjuración  de  aquella  noche,  pero  andaba  como  un  hombre  á  quien  el 
corazón  le  dice  algún  suceso  funesto.  Rezó  los  maitines  de  Nuestra  Seño- 
ra del  Carmen,  cuya  fiesta  se  celebraba  en  el  día  16  de  Julio,  y  encomen- 
dándose muy  de  veras  á  esta  gran  Señora  y  protectora  suya,  hizo  el 
rezo  á  los  niños  con  quienes  asistió  al  rosario,  y  habiendo  dado  como  acos- 
tumbraba lección  espiritual  á  los  de  casa,  se  levantó  para  cenar  con  el  te- 
niente. Ya  estaba  en  esta  sazón  en  la  cocina  un  indio  viejo  llamado  Manuel 
Uye,  que  había  de  dar  á  los  conjurados  la  señal  para  entrar  en  el  lugar 
de  la  cena,  y  viendo  que  el  padre  había  puesto  fin  á  su  acostumbrado 
ejercicio,  dijo  con  voz  bien  alta:  Lleven  la  cena  al  padre,  que  ya  es  hora.  A 
esta  voz  del  viejo  vino  corriendo  el  negro,  y  dejando  al  viejo  Tuinra,  á 
quien  velaba,  comenzó  á  servir  la  cena.  Estaba  el  padre  sentado  junto 
á  la  pared  bajo  una  estampa  de  Nuestra  Señora  del  Rosario,  y  el  teniente 
estaba  al  frente  con  su  pufialejo  al  flanco.  De  esta  manera  cenaron  un 
pedazo  de  yuca  y  un  poco  de  pescado,  que  era  toda  la  cena  preparada. 
Entonces  Miguel  Uye,  metido  á  servidor,  dijo  con  voz  sonora:  «Esto  ya  se 
acabó;  traigan  la  miel.»  Era  esta  la  señal  para  que  entrasen  los  indios, 
que  no  se  descuidaron.  Asomó  Maqueye  con  una  cara  de  risa,  y  le  siguie- 
sus  tres  compañeros  trayendo  todos  sus  hachas  con  cabos  cortos  bajo  de 
las  camisetas.  Dieron  el  Alabado  al  misionero  y  le  besaron  la  mano  con 
mucho  disimulo,  y  sin  dar  lugar  á  otra  cosa,  comenzó  Maqueye  de  esta 
manera:  «Alégrate,  padre,  porque  ya  sé  que  los  indios  están  cerca  en  las 
sementeras».— No  os  miento  yo,  respondió  agradecido  y  muy  alegre  el  mi- 
sionero, no  tienen  que  temer,  ya  están  perdonados,  ni  el  teniente  les  hará 
nada,  como  vengan  buenamente,  antes  soltará  á  Tuinra  y  se  irán  todos 
á  sus  casas  y  se  echará  tierra  alo  pasado. 

El  teniente,  que  era  un  viejo  harto  vivo  y  que  no  entendía  la  lengua 
de  los  Encabellados,  preguntó  impaciente  al  padre:  ¿Qué  dicen  estos  in- 
dios? Volvió  el  misionero  hacia  él  un  poco  la  cabeza  para  interpretarle 
la  embajada,  y  entonces  Maqueye,  sacando  prontamente  su  hacha  y  le- 
vantándola con  ligereza,  la  encajó  por  la  punta  de  abajo  casi  como  un. 


454  Misiones  del  Marañon  Español 

jeme  en  la  cabeza  del  padre,  cuatro  dedos  más  arriba  de  la  oreja  iz- 
quierda, errando  un  poco  el  golpe  por  la  declinación  de  la  cabeza.  Cay6 
de  bruces  el  padre  sobre  la  mesa  echando  un  río  de  sangre,  sin  haber  te- 
nido sensación  alguna  en  tan  fiero  golpe,  sino  sólo  el  haber  visto  el  ha- 
cha en  el  aire  y  haber  pronunciado  los  nombres  de  Jesús  y  de  María.  Iban 
á  cerrar  con  el  teniente  los  otros  tres,  cuando  éste,  como  listo  y  advertido, 
viendo  el  cuento  mal  parado,  apagó  la  luz  que  ardía  en  la  mesa  y  se  metió 
debajo  de  ella,  y  después,  á  gatas  con  el  favor  de  las  tinieblas,  se  fué  es- 
cabullendo hasta  lograr  entrar  en  un  cuarto  cercano.  Había  en  él  una, 
escopeta,  pero  sin  llave,  y  apuntando  con  ella  y  gritando  jala,  jala,  se 
pudo  defender  por  algún  rato  con  el  cañón  de"la  escopeta.  Entre  tanto,  uno 
de  los  indios  dio  un  cruel  hachazo  al  mozo  Mariano,  que  por  estar  calen- 
turiento no  pudo  escapar  con  los  demás  y  á  los  pocos  días  murió  de  la  he- 
rida. Al  ruido  de  la  faena  y  á  los  gritos  del  catalán,  corrió  el  negro  al 
cuarto  de  la  prisión  de  Tuinra,  pensando  que  querían  los  indios  soltar 
por  fuerza  al  malvado  viejo,  y  no  hallando  ninguno  en  el  cuarto  vino  co- 
rriendo hacia  la  salita  donde  se  cenaba.  En  este  tiempo  le  tiró  un  indio  un 
tajo  con  un  machete  largo  guayaquileño,  mas  hurtando  el  cuerpo,  le  pasó 
á  soslayo  sin  notable  daño,  y  agarrándose  con  el  agresor  le  quitó  el  arma. 
No  le  pareció  bastante  el  instrumento  para  defenderse  de  tanta  chusma, 
y  echando  prontamente  mano  de  una  escopeta  que  tenía  preparada  con 
ocasión  de  la  guardia  que  hacía  á  Tuinra,  la  disparó,  no  se  sabe  si  apun- 
tando determinadamente  á  alguno  de  los  indios;  lo  cierto  es  que  no  hirió 
á  ninguno,  y  que  al  estampido  huyeron  todos  los  indios,  no  sólo  los  que 
estaban  dentro  de  la  casa,  pero  también  los  que  cercaban  con  teas  y 
lanzas  para  que  ningún  viracocha  escapase.  Con  esto  salió  el  catalán 
del  aprieto,  y  el  tiro  de  la  escopeta  del  negro  le  vino  en  la  ocasión  más 
oportuna  para  no  caer  en  las  manos  de  los  traidores.  Escaparon  éstos  con 
los  demás  al  puerto,  adonde  habían  adelantado  sus  trastos  y  hecho  eri- 
barcar  á  la  gente,  y  sin  perder  un  momento  de  tiempo  empezaron  á  bogar 
en  sus  canoas  alegres  y  triunfantes,  por  dejar  tan  malparados  á  los  ex- 
tranjeros que  les  venían  á  cortar  sus  libertades. 

Acabada  la  zufa,  salió  el  negro  de  casa  con  su  sable  y  escopeta  á 
reconocer  el  lugar,  y  no  halló  en  todo  el  pueblo  más  que  á  un  indio  lla- 
mado Joaquín  Penené,  que  había  traído  el  padre  de  Aguarico,  el  cual, 
como  le  quisiesen  matar  los  indios  del  Jesús  por  no  ser  de  ninguna  de  sus 
parcialidades,  pudo  conservar  la  vida  subiéndose  como  un  ratón  por  una 
palma.  Los  mozos,  que  casi  todos  lograron  escapar  á  los  principios,  cuan- 
do no  estaba  la  casa  tan  bien  cercada  de  indios,  estaban  escondidos  en 
un  espeso  cañaveral.  A  las  voces  del  negro,  ya  señor  del  campo,  salieron 
de  su  escondrijo  y  confusos  se  retiraron  á  casa.  Era  necesario  atender  á  la 
cura  de  los  heridos;  pero  ¿qué  se  había  de  hacer  en  aquella  soledad,  sin  ci- 
rujanos, sin  medicamentos  y  sin  las  cosas  más  necesarias  á  la  vida?  El 
misionero,  sin  sentido,  de  pechos  y  cabeza  sobre  la  mesa,  nadando  en  su 
propia  sangre,  con  una  herida  tan  profunda  que  causaba  horror  el  mirar 


Libro  IX.— Capítulo  XI  465 

lo  interior  que  se  descubría;  y  el  mozo  Mariano,  abollado  el  casco,  y 
achuchado  de  manera  que  no  daba  esperanzas  de  vida,  particularmente 
en  aquella  tierra,  en  donde  por  los  intensos  calores  todo  se  pudre  en  poco 
tiempo,  y  entra  luego  la  gangrena  por  las  más  leves  heridas. 

Mas  no  faltó  del  todo  la  Providencia  en  tantas  necesidades;  el  cata- 
lán, que  entendía  en  tantas  cosas,  hizo  también  aquí  el  oficio  de  ciruja- 
no. Había  sobrado  un  .poco  de  aguardiente  en  un  frasco  traído  tiempo 
había  de  Quito.  Lavó  muy  bien  la  herida  del  misionero  con  este  licor,  y 
haciendo  una  gran  venda  de  lienzo  y  empapándola  bien  en  el  mismo,  le 
ató  con  ella  fuertemente  la  cabeza.  Pasó  después  á  la  cura  del  mozo  é 
hizo  con  él  otro  tanto;  pero  como  el  golpe  era  de  otra  calidad,  por  ha- 
berle herido  con  el  ojo  del  hacha,  y  no  con  el  filo,  no  se  pudo  insinuar  el 
aguardiente  como  en  la  herida  del  padre.  En  estas  penas  y  cuidados  pa- 
saron los  nuestros  aquella  noche  funesta,  y  llegada  la  mañana  se  reco- 
noció mejor  el  pueblo  y  se  observaron  todos  los  contornos.  Pero  ni  un 
niño  siquiera  se  encontró;  todo  lo  habían  recogido  los  indios  desde  el  prin- 
cipio de  la  noche,  y  azorados,  habían  tirado  con  sus  camillas  al  pueblo 
de  San  Miguel,  donde,  entrando  algunos  todavía  de  noche,  dijeron  muy 
en  secreto  á  sus  amigos  que  habían  quitado  la  vida  al  P.  Manuel  y  á  to- 
dos sus  viracochas,  y  que  lo  mismo  debían  hacer  ellos  si  eran  valientes 
y  tenían  amor  á  su  nación  con  el  hermano  Lorenzo  y  los  suyos.  De  esta 
manera  lograrían  el  vivir  á  su  gusto  y  libertad  en  los  montes,  donde  les 
sería  fácil  pasar  de  unos  á  otros  si  se  pensaba  en  el  castigo.  Dejado  este 
recado,  prosiguieron  antes  de  hacer  día  por  el  río  Aguarico. 

Hubieran  ejecutado  los  de  San  Miguel  el  maligno  consejo  de  los  ,del 
Jesús  si  el  cacique  Alonso  y  el  cojito  Martín,  siempre  fieles  al  hermano 
Lorenzo,  no  le  hubieran  avisado  luego  de  lo  ejecutado  en  el  Jesús  y  de 
lo  que  se  tramaba  en  su  pueblo.  Juntó  al  punto  el  hermano  á  sus  indios 
antes  que  fermentase  la  masa,  y  encomendándose  al  Señor,  les  habló 
sencillamente  de  esta  manera:  «Hijos,  yo  estoy  recién  venido  á  este  pue- 
»blo;  pues  ¿por  qué  me  habéis  de  matar  ni  á  mí  ni  á  mis  muchachos,  que 
»os  tratan  bien  y  á  ninguno  han  hecho  daño?  Si  los  ingratos  del  Nombre 
»de  Jesús  han  muerto  á  mi  P.  Manuel,  ellos  lo  pagarán,  que  no  escapa- 
»rán  de  la  mano  de  Dios.  Ya  veis  que  los  indios  mismos  del  monte  mata- 
»ron  á  los  que  quitaron  bárbaramente  la  vida  á  vuestro  antiguo  P.  Real 
»y  á  sus  viracochas.  Sed  vosotros  fieles  ahora,  y  los  padres  y  viraco- 
>chas  os  lo  agradecerán;  estaos  quietos;  no  os  juntéis  con  matadores,  y 
»vengan  algunos  conmigo  para  enterrar  al  padre.  No  creo  que  hayan 
«podido  matar  al  teniente  y  al  negro,  que  son  valientes,  y  como  vosotros 
» decís,  no  han  llevado  consigo  herramientas,  señal  clara  de  que  hay  to- 
»davía  vivos  en  el  Jesús  algunos  viracochas.  Acordaos  de  que  los  que 
»por  aquí  pasaron  el  año  pasado  huyendo  á  sus  montes,  publicaban  mil 
«invenciones  y  todo  salió  falso,  como  lo  confirma  el  cacique  Alonso:  y  si 
»éste  no  os  hubiera  contenido  y  echado  enhoramala  á  los  embusteros, 
«estaríais  ahora  muy  arrepentidos  de  haberlos  seguido.  Sed  hijos  fieles  y 


456  Misiones  del  Marañón  Español 

•constantes,  mientras  yo  voy  al  pueblo  del  Jesús  con  algunos  para  ver  lo 
«que  pasa.» 

Echó  el  Señor  la  bendición  á  las  palabras  del  hermano,  porque  con 
ellas  se  aplacaron  los  del  pueblo,  y  confirmados  en  la  permanencia  con 
algunos  donecillos  que  les  alargó,  salió  de  San  Miguel  en  su  canoilla  con 
cuatro  indios,  dejando  al  cuidado  del  cacique  Alonso  que  mantuviese  la 
paz  hasta  su  vuelta.  Como  el  hermano  Lorenzo  era  un  religioso  de  mu- 
cha piedad  y  devoción,  iba  rezando  rosarios  en  su  viaje  por  el  alma  del 
P.  Manuel,  y  sin  duda  rezaría  mucho,  porque  por  más  maña  que  se 
dio  con  sus  indios  no  pudo  arribar  al  pueblo  del  Jesús  hasta  pasados  tres 
días  de  la  desgracia.  Había  venido  muy  triste  y  desconsolado  conside- 
rando la  gran  falta  que  haría  el  P.  Manuel  en  aquella  misión,  tan  poco 
atendida;  pero  fué  mayor  su  alegría  y  contento  cuando,  antes  de  entrar 
en  la  casa,  supo  que  era  vivo  su  P.  Manuel,  y  que,  aunque  herido  grave- 
mente, no  había  muerto  después  de  tres  días.  Entró  exhalado  á  verle,  y 
como  le  halló  con  la  cabeza  hinchada  disformemente  y  los  ojos  como 
saltados  del  casco,  de  manera  que  ninguno  le  conocería,  le  dio  un  grito, 
diciendo:  «P.  Manuel.»  A  esta  voz  del  hermano  abrió  los  ojos  el  misione- 
ro, hasta  entonces  cerrados,  y  volvió  en  sí  la  primera  vez,  habiendo  es- 
tado sin  sentido  y  sin  haber  tomado  bocado  por  más  de  tres  días.  Pidió 
un  poco  de  alimento  y  se  informó  de  lo  que  había  pasado  en  el  pueblo, 
en  los  de  casa  y  en  los  indios  después  del  golpe  de  hacha  con  que  había 
quedado  privado  de  los  sentidos.  Dióle  mucha  pena  la  fuga  de  los  indios, 
que  tenía  dentro  de  su  corazón,  pero  no  perdió  la  esperanza  de  volverlos 
al  pueblo.  Hizo  que  le  llevaran  á  donde  estaba  el  mozo  Mariano,  y  vién- 
dole á  tanto  peligro,  pues  murió  de  la  herida  dentro  de  algunos  días,  le 
confesó  y  preparó  para  la  muerte.  Volviendo  después  al  hermano  Lo- 
renzo, se  consoló  con  él  en  sus  trabajos  y  le  agradeció  el  cuidado  que 
había  mostrado  en  el  viaje,  así  por  su  alma  rezando  tantos  rosarios, 
como  por  su  cuerpo  queriendo  darle  sepultura.  Pero  añadió  que  le  pare- 
cía conveniente,  no  siendo  ya  necesario  en  el  Jesús,  que  volviese  á  su 
pueblo,  tan  necesitado  de  asistencia,  y  que  desde  allí  visitase  á  los  in- 
dios de  Santa  María  para  prevenir  los  movimientos  que  pudieran  suce- 
der en  aquel  pueblo.  Estas  fueron  las  providencias  que  tomó  el  misionero 
en  los  primeros  instantes  en  que  le  volvió  la  razón,  y  es  cosa  que  admira 
tanta  eficacia,  actividad  y  cordura  en  una  cabeza  tan  débil  y  tan  delica- 
da que  apenas  podía  mantenerla  sobre  los  hombros. 


Libro  IX.— Capítulo  XII  457 


CAPITULO  XII 

SUBE  EL  P.  URIARTE  AL  PUERTO  DE  ÑAPO  Y  VUELVE  AL  JESÚS,  DONDE 
HALLA  SU  GENTE  RECOGIDA  POR  EL  HERMANO  LORENZO 

Quisiera  el  misionero  del  Jesús  hacer  las  diligencias  posibles  por  re- 
coger á  sus  indios  antes  que  se  internasen  más  por  el  rio  Aguarico,  y  an- 
tes que  en  los  montes  y  selvas  olvidasen  la  doctrina  y  prácticas  que  por 
tres  años  enteros  habían  aprendido  en  el  pueblo,  sabiendo  por  experien- 
cia que  en  solos  dos  meses  se  olvida  el  indio  en  el  monte  de  cuanto  apren- 
de en  la  reducción  por  muchos  años.  Pero  ni  él  podía  dar  un  paso,  ni  te- 
nía por  acertado  enviar  en  su  busca  al  teniente  y  viracochas  contra 
quienes  era  principalmente  el  odio  y  la  ojeriza  de  los  naturales.  Enco- 
mendaba como  podía  al  Señor  este  negocio,  dejándole  para  ocasión  más 
oportuna,  y  entre  tanto  se  dejaba  en  manos  del  catalán  que  atendía  con 
mucha  diligencia  á  su  cura.  Iba  ésta  tan  felizmente,  que  después  de  ha- 
ber purgado  la  herida  con  hojas  de  Santa  María,  comenzó  á  pocos  días  á 
soldarse  la  rotura  con  los  paños  de  aguardiente.  No  es  fácil  de  entender 
cómo  en  tan  corto  tiempo  sanase  el  misionero  de  tan  profunda  herida  y 
en  parte  tan  delicada,  sin  cirujano,  sin  medicinas  y  en  un  país  tan  hú- 
medo, tan  caliente  y  tan  podrido.  Yo  me  remito  en  esta  parte  al  juicio  de 
sus  conmisioneros,  entre  los  cuales  fué  problema,  si  tan  prodigiosa  cura 
fué  natural  ó  milagrosa.  Lo  cierto  es  que  le  reservaba  el  cielo  para  los 
muchos  y  largos  trabajos  que  había  de  padecer  en  el  penoso  ministerio  de 
misionero  del  Marañen  por  otros  catorce  años,  y  para  las  fatigas,  penas 
y  miserias  de  un  desastroso  viaje  por  el  Gran  Para  y  de  un  prolongado 
destierro  en  los  estados  eclesiásticos  en  donde  vive  al  presente  en  este 
año  de  85,  lleno,  sí,  de  males  y  achaques,  pero  con  los  deseos  más  vivos 
de  volver  á  sus  Mainas  para  dejar  siquiera  sus  huesos  entre  aquellos  po- 
bres indios  que  tiene  grabados  en  su  corazón  y  son  materia  continua  de 
sus  fervorosos  discursos. 

Como  la  divina  providencia  tenía  sobre  el  P.  Manuel  Uriarte  muy 
altos  designios,  dispuso  las  cosas  de  manera  que  á  últimos  del  mismo  mes 
de  Julio  se  hallase  ya  en  estado  de  emprender  una  navegación  larga  y 
peligrosa.  Dieron  motivo  á  ella  el  P.  Isidro  Losa  y  los  dos  portugueses 
Correa  y  Pazmiño,  los  cuales,  ignorantes  de  todo  lo  sucedido  en  el  Jesús, 
vinieron  á  este  pueblo  para  celebrar  la  fiesta  del  grande  Patriarca  San 
Ignacio.  Fué  grande  su  asombro  cuando  vieron  la  reducción  sin  gente,  y 
creció  más  su  admiración  cuando  hallaron  ya  al  P.  Manuel  Uriarte  casi 
convalecido  de  un  golpe  que  á  lo  que  les  decía  el  teniente  era  bastante 
para  haberle  quitado  la  vida  en  un  momento.  Dieron  muchas  gracias  á 
Dios  por  tan  grande  beneficio,  y  celebrada  la  fiesta  de  San  Ignacio,  em- 
pezaron á  pensar  y  conferenciar  entre  sí  sobre  lo  que  se  debía  hacer  en. 


468  Misiones  del  Marañón  Español 

las  circunstancias.  Todos  fueron  de  parecer  de  que  el  P.  Uriarte,  acom- 
pañado del  hermano  Lorenzo,  del  teniente  y  de  algunos  otros,  subiese  al 
puerto  de  Ñapo  para  que  se  acabase  de  curar  con  los  aires  más  sanos  de 
aquella  tierra  alta,  y  dando  entre  tanto  parte  á  Quito  de  lo  sucedido,  é 
instando  por  nuevos  misioneros  trajese  á  la  vuelta  indios  cristianos  de 
Santa  Rosa  para  sacar  los  forajidos  del  monte  sin  ruido  de  armas. 

Rindióse  á  esta  determinación  el  P.  Uriarte,  y  hechas  lomas  presto 
que  se  pudo  las  prevenciones  de  bastimento  para  el  viaje,  salió  á  fines  de 
Agosto  del  pueblo  del  Jesús,  acompañado  del  hermano,  del  catalán  y  de 
Correa,  y  en  señal  de  que  no  dejaba  la  reducción,  ató  muy  bien  con  cuer- 
das, porque  no  había  cerradura,  las  puertas  de  su  casa,  de  la  iglesia  y  del 
campanario.  No  habían  de  faltar  molestias,  trabajos  y  peligros  en  el  ca- 
mino, porque  estos  regalos  de  los  queridos  de  Jesús  le  iban  siguiendo  por 
todas  partes.  Al  pasar  por  el  pueblo  de  la  Trinidad  de  Capocuí,  sucedió 
en  lance  que  desazonó  mucho  al  misionero.  Salió  del  pueblo  el  mozo  San- 
tiago que  ayudaba  en  la  reducción  al  P.  Losa,  y  viendo  al  teniente  que 
acompañaba  al  P.  Manuel,  le  dijo  con  libertad  de  soldado  estas  pala- 
bras: «Vuestra  merced,  señor  catalán,  parece  que  ha  comido  muchas 
gallinas;  pues  dejó  herir  al  padre.»  Picóse  el  catalán,  que  aunque  viejo 
era  de  punto  y  valiente,  y  corriendo  al  mozo  lleno  de  cólera  y  con  su 
puñal,  lo  desafió  diciendo:  «Venga  usted  con  su  machete,  señor  soldado  y 
veremos  si  soy  gallina  ó  si  soy  gallo.»  Quería  el  otro  evitar  el  lance  y  lo 
metía  á  chanza.  Mas  instaba  el  catalán  y  le  apretaba  delante  de  mucha 
gente,  que  se  había  juntado  á  los  gritos,  y  Santiago,  por  no  parecer  co- 
barde aceptó  el  partido.  No  faltó  quien  viniese  corriendo  al  P.  Uriarte  y 
le  diese  parte  de  lo  que  pasaba.  Fué  volando  el  misionero  al  lugar  del 
desafío,  y  les  halló  ciegos  de  cólera,  y  en  la  acción  de  acometer.  Métese  de 
por  medio  y  da  un  empujón  á  Santiago  diciendo:  «Vaya  usted  á  hacer  su 
oficio  y  tenga  respeto  á  los  sacerdotes  y  al  teniente»;  y  volviéndose  des- 
pués á  este:  No  son  acciones  éstas,  le  dijo,  ni  de  juez  ni  de  cristiano.  Sepa 
que  hay  excomuniones  contra  los  desafíos.»  Con  esto  se  apartó  el  uno  del 
otro,  y  después  de  sosegados,  para  quitar  el  escándalo  que  habían  dado 
á  los  indios,  se  pidieron  perdón  mutuamente  y  le  pidieron  también  al  sa- 
cerdote. Aún  hizo  más  el  catalán  que,  como  era  buen  cristiano,  pidió  con 
instancia  al  padre  la  absolución  de  la  censura  que  acaso  había  incurrido 
en  la  pendencia.  Es  fácil  á  la  cólera  un  transporte,  pero  un  corazón  cris- 
tiano sabe  saldar  las  quiebras,  y  sacar  para  en  adelante  el  fruto  del 
desengaño.  Escribió  el  padre  á  Quito  la  acción  edificativa  del  teniente,  y 
aunque  muchos  alabaron  su  cristiano  proceder,  no  faltaron  otros  que  hi- 
cieron burla,  como  el  mundo  les  enseña,  de  la  cobardía  del  chapetón. 

Salieron  de  Capocuí  á  principio  de  Septiembre  y  á  pocos  días  de  na- 
vegación se  vieron  en  gran  peligro  de  perecer  en  las  aguas,  porque  per- 
diendo pie  las  tánganas  de  los  indios  y  siendo  impetuosa  la  corriente,  fué 
arrebatada  de  las  aguas  la  canoa,  por  más  de  media  legua,  sin  tener 
otro  arbitrio  que  encomendar  á  Dios  su  destino.  Quiso  el  Señor  que  sin 


Libro  IX.— Capítulo  XII  459 

tropezar  en  las  peñas  ni  en  los  troncos,  fuese  á  parar  á  sitio  desde  don- 
de pudieron  volver  á  tomar  nuevo  rumbo  con  alguna  seguridad  hasta 
Santa  Rosa.  Hizo  en  este  pueblo  el  P.  Uriarte  la  doctrina  á  los  indios 
deseosos  de  instrucción  y  su  gobernador  se  empeñó  en  conducir  al  misio- 
nero al  puerto  de  Ñapo,  haciendo  él  mismo  de  popero.  Los  bogas  que 
consigo  traía,  eran  calientes  y  muy  prácticos;  pero  poca  seguridad  da- 
ban estas  calidades  estando  bien  bebidos.  A  pocos  pasos  erraron  el  rum- 
bo, y  metieron  la  canoa  en  otro  peligro  más  grande  que  el  pasado,  por  • 
que  arrebatada  con  la  fuerza  de  los  raudales,  iba  derechamente  á  estre- 
llarse en  un  tronco  atravesado.  Viendo  el  hermano  Lorenzo  y  el  portu- 
gués Correa  el  riesgo  inminente  de  ahogarse,  se  iban  á  echar  al  agua 
para  evitar  el  peligro;  detúvolos  el  padre  diciendo:  No  hay  que  temer, 
porque  la  Santa  Misa  que  hoy  hemos  celebrado  y  la  intercesión  de  la 
Virgen,  nos  librará  de  todo  mal.  Aquietáronse  todos  y  clamando  á  voz  en 
grito,  valednos,  Virgen  Santísima,  la  canoa  que  era  gruesa  sin  ser  guia- 
da de  nadie  dio  un  golpe  tan  recio  en  el  tronco  atravesado,  que  sin  rom- 
perse al  ímpetu,  arrojó  al  agua  al  popero  ó  gobernador,  como  á  otro  Pa- 
linuro. Chapuzóse  muy  bien  su  señoría,  pero  no  quedó  sepultado  en  las 
aguas;  como  el  popero  Troyano  antes  pudo  subir  á  la  canoa,  ayudado  de 
los  demás  y  sin  daño  de  ninguno.  Con  este  suceso  caminaron  con  más 
tiento  y  tomaron  felizmente  el  puerto  de  Ñapo. 

Poco  tiempo  se  detuvieron  en  este  puerto,  pareciendo  mejor  al  padre 
Uriarte  pasar  hasta  Archidona  á  tratar  allí  con  los  padres  que  hacían 
de  curas  sobre  el  estado  de  la  misión  de  Ñapo.  Hallaron  en  esta  ciudad 
al  antiguo  P.  Nadal  y  por  compañero  al  P.  José  Ars.  Uno  y  otro  recibie- 
ron con  mucha  caridad  y  ternura  al  misionero  del  Jesús,  el  cual,  por  más 
que  hizo,  no  pudo  impedir  los  oficios  humildes  del  P.  Nadal,  que  besando 
con  una  santa  envidia  la  herida  reciente  de  la  cabeza,  le  llamaba  feliz 
y  bienaventurado  por  haber  logrado  padecer  algo  por  Dios,  y  con  la  vista 
de  la  herida  se  enfervorizaba  y  se  confirmaba  más  en  los  propósitos  de 
bajar  á  las  misiones  del  Ñapo.  Habiendo  dado  aquí  parte  á  sus  dos  her- 
manos el  P.  Uriarte  del  estado  en  que  quedaban  los  pueblos  y  de  las  es- 
peranzas que  tenía  de  recoger  á  los  huidos,  les  pedía  los  indios  y  canoas 
para  poder  ejecutarlo  suavemente  y  sin  intervención  de  teniente  ni  sol- 
dados. Pero  los  padres  eran  de  parecer  que  no  debía  de  volver,  á  lo  me- 
nos al  presente,  á  la  misión,  sino  pasar  á  Quito  á  restablecerse  de  la  he- 
rida. Eso  no,  replicaba  Uriarte,  porque  si  paso  á  la  ciudad,  ó  se  pierde  la 
misión,  que  tantas  contradicciones  ha  tenido,  ó  á  lo  menos  no  se  recoge- 
rán los  fugitivos.  ¿Y  qué  se  hará  de  tantas  pobres  almas  en  aquellos  bos- 
ques sin  pastor  y  en  poder  del  enemigo  infernal?  No,  padres  míos,  yo  no 
puedo  desamparar  mis  pobres  indios;  ellos  son  buenos,  y  más  pecan  por 
ignorancia  y  poca  capacidad  que  por  malicia,  y  el  Señor  me  ha  dado  á 
entender  en  muchos  casos  particulares,  que  los  quiere  y  que  los  ama. 
Pido  á  vuestras  reverencias  que  me  den  un  ordinario  ó  propio  de  satis- 
íacción  con  quien  pueda  pasar  á  Quito  el  señor  teniente,  y  que  lleve  car- 


460  Misiones  del  Marañón  Español 

tas  al  P.  provincial,  á  quien  informaré  de  todo,  y  esperaremos  entre  tanto 
su  determinación. 

Sig-uióse  este  último  partido,  y  el  P.  Uriarte  hizo  su  informe  al  padre 
provincial,  dándole  cuenta  de  lo  sucedido  en  el  Jesús,  de  su  viaje  á  la  ciu- 
dad de  Archidona,  cómo  quedaban  en  pie  en  el  Ñapo  tres  pueblos,  quie- 
tos y  sosegados,  y  cómo  tenía  ciertas  esperanzas  de  recoger  las  gentes 
del  Jesús,  sin  ruido  y  sin  armas.  Añadía  que  iba  el  teniente  catalán  con 
las  cartas,  y  pedía  que  se  le  diese  la  paga  entera  de  un  año  por  haberle 
asistido  y  curado  con  singular  esmero  en  su  trabajo;  pero  que  no  conve- 
nía que  volviese  á  la  misión,  ni  él  tampoco  gustaría  después  de  lo  pasa- 
do. Despachado  el  ordinario  con  el  teniente  y  los  informes,  volvió  á  instar 
á  los  padres  por  indios  y  canoas  para  recoger  á  los  fugitivos,  porque  el 
hermano  Lorenzo  y  el  portugués  Correa  se  ofrecían  á  buscarlos  y  traer- 
los al  pueblo  del  Jesús,  con  sólo  la  promesa  del  perdón  y  sin  fuarza  ni 
violencia.  No  se  atrevieron  los  padres  á  condescender  con  el  misionero, 
en  unas  circunstancias  tan  críticas;  mas  lo  que  no  pudo  recabar  de  los 
padres  lo  consiguió  del  doctor  Matheus,  cura  de  la  Concepción  y  grande 
amigo  y  apreciador  de  las  virtudes  y  celo  del  P.  Uriarte.  Dispuso  este 
párroco  canoas  y  señaló  20  indios  cristianos  de  Santa  Rosa  para  que 
acompañasen  al  hermano  y  á  Correa  en  su  expedición,  y  salieron  todos 
juntos  á  buscar  el  río  Aguarico,  donde  se  creían  hallarse  dispersos  en  va- 
rias partidas  los  del  nombre  de  Jesús. 

Entre  tanto  que  el  hermano  Lorenzo  concluía  su  comisión  y  se  daba 
algún  tiempo  para  la  respuesta  que  se  esperaba  de  Quito,  se  retiró  el 
P.  Uriarte  á  la  mina  de  Santa  Rosa,  en  donde  hizo  con  quietud  los  santos 
Ejercicios,  y  los  dio  á  los  caballeros  y  negros  que  trabajaban  en  ella,  que 
serían  como  unos  doscientos;  hízose  todo  con  mucha  edificación  y  piedad, 
y  con  muy  grande  fruto  de  aquella  pobre  gente,  y  no  es  de  omitir  una 
cosa  bien  particular  que  sucedió  en  este  tiempo,  cuando  todos  estaban 
ocupados  en  la  distribución  ordinaria  de  lección  de  santos.  Prendióse 
fuego  de  repente  en  una  de  las  casas  cercanas  al  Real.  Era  grande  el 
peligro  de  que  se  extendiese  por  todas  las  casas  de  paja  que  estaban  al- 
rededor. Ardía  la  casa  con  furia,  y  los  negros  no  podían  atajar  el  incen- 
dio. Dábase  ya  todo  por  perdido,  cuando  uno  de  los  caballeros,  llamado 
D.  Juan  Tejera,  que  estaba  leyendo  la  vida  de  santa  Tecla,  abogada 
particular  contra  los  incendios,  exclamó  con  mucha  fe:  Santa  Tecla, 
santa  Tecla.  ¡Cosa  prodigiosa!  Al  punto  se  recogió  todo  el  fuego  á  la 
cumbre  de  la  casa,  y  los  negros  que  no  habían  podido  subir  por  parte 
ninguna,  subieron  sin  dificultad  y  lo  apagaron  fácilmente.  Todos  tuvie- 
ron el  caso  por  milagroso,  y  agradecidos  los  caballeros  á  santa  Tecla, 
la  eligieron  por  segunda  patrona  de  la  mina,  cuyo  primer  patrón  era 
San  Vicente. 

A  los  quince  días  de  la  ida  del  teniente  y  del  despacho  del  ordinario, 
restituido  Uriarte  á  la  ciudad  de  Archidona,  tuvo  respuesta  del  procu- 
rador de  las  misiones,  el  cual  le  decía  que  se  viniese  luego  á  Quito,  por- 


Libro  IX.— Capítulo  XII  4H1 

que  así  lo  sentía  la  consulta  de  provincia;  y  que  estando  aún  en  visita  el 
P.  provincial,  le  había  enviado  sus  cartas.  No  bien  leyó  el  P.  Uriarte  la 
carta  del  procurador,  que  le  insinuaba  poder  pasar  á  Quito,  cuando,  he- 
rido como  de  un  rayo,  volviéndose  á  los  padres  Ars  y  Nadal  que  se  ha- 
llaban presentes,  les  dice:  Adiós,  adiós,  padres  míos.  No  sea  acaso  que 
el  provincial  me  mande  ir  á  Quito;  y  metiéndose  en  una  canoita  con  dos 
indios  pasó  á  Santa  Rosa,  y  de  aquí,  parte  á  pie  y  parte  en  hombros  de 
los  indios,  no  paró  hasta  Cotapino  que  está  ya  dentro  de  los  montes.  Aquí 
le  deparó  el  Señor  un  buen  viejo  de  más  de  cien  años  llamado  Rengifo 
(por  haber  sido,  como  él  decía,  muy  obediente  á  sus  padres),  que  también 
en  aquellas  tierras  viven  los  hombres  largos  años,  y  no  es  el  clima  de  la 
zona  tórrida  tan  desdichado  que  acorte,  como  algunos  piensan,  los  años 
regulares  que  suelen  vivir  los  hombres  en  otras  partes.  Confesóse  el  ve- 
nerable anciano  y  comulgó  muy  devotamente,  teniendo  tan  buena  oca- 
sión para  hacerlo  á  su  satisfacción  con  un  padre  misionero,  y  después, 
como  si  fuese  un  hombre  de  veinticinco  años,  acompañó  por  su  pie  al  pa- 
dre por  cerros  y  por  peñas  hasta  un  sitio  de  donde  no  se  podía  pasar  á 
causa  de  un  río,  sino  en  canoas  ó  caballos  briosos.  Teníalos  ya  preve- 
nidos el  doctor  Matheus,  y  en  ellos  pasaron,  aunque  no  sin  peligro,  al 
pueblo  de  la  Concepción,  en  donde  hechas  algunas  confesiones  y  bien 
agasajado  de  este  insigne  sacerdote,  tomó  las  provisiones  necesarias  para 
la  navegación  hasta  el  Jesús.  Pero  antes  de  entrar  en  el  río  Zuño,  volvió 
á  escribir  al  P.  provincial  para  que  le  confirmase  en  la  misión,  pues  es- 
taba ya  enteramente  convalecido,  y  suplicándole  que  le  enviase  otros  dos 
sujetos  para  ella,  y  en  particular  al  P.  Nadal  que  mucho  la  deseaba.  Tan- 
to le  abrasaba  el  celo  de  la  salud  de  sus  indios,  que  no  perdía  ocasión  de 
instar  y  de  clamar  por  nuevos  operarios. 

La  navegación  por  el  Zuño  y  por  el  Ñapo  hasta  Capocuí,  fué  más  fe- 
liz que  lo  que  se  había  experimentado  los  años  pasados  en  que  se  vio  á 
pique  de  perecer,  como  dijimos.  Encontró  al  P.  Losa  con  su  gente  quieta 
y  sosegada,  y  á  pocos  días  de  su  llegada,  el  Señor  que  iba  mezclando  lo 
dulce  con  lo  amargo  y  entreverando,  como  suele  hacerlo  con  sus  siervos, 
los  consuelos  con  los  trabajos,  le  dio  una  de  las  más  gustosas  nuevas  que 
había  tenido  en  cuatro  años  de  penosas  fatigas  con  los  indios.  Llegó  al 
pueblo  de  la  Trinidad  el  P.  Joaquín  Pietragrasa,  superior  de  la  misión 
y  conocido  antiguo  del  P.  Uriarte,  y  le  dio  la  deseada  noticia  de  haber 
hallado  ya  en  el  pueblo  del  Jesús  al  hermano  Lorenzo  con  toda  la  gente 
del  pueblo  quieta,  contenta  y  sosegada:  y  que  él  mismo,  de  su  parte  y  de 
parte  del  misionero  agraviado,  había  perdonado  al  cacique  Maqueye  y  á 
los  demás  cómplices  del  atentado.  No  pudo  el  P.  Uriarte  oír  una  relación 
tan  tierna  sin  derramar  lágrimas.  Rezó  con  el  superior  el  Te  Deum  Lau- 
damus  en  acción  de  gracias,  y  luego  bajaron  todos  tres  padres  al  pueblo 
del  Jesús  llenos  de  gozo  y  rebosando  de  contento  y  alegría. 

El  cacique  Maqueye  aguardaba  al  P.  Uriarte  puesto  de  rodillas  en  el 
lodo  mismo  del  puerto  muy  arrepentido  y  con  un  semblante  que  enterne- 


462  Misiones  del  Marañón  Español 

ció  al  misionero.  Saltó  éste  de  su  canoa,  y  abrazándole  estrechamente, 
volvió  á  darle  el  bastón  de  cacique.  Daba  el  pobre  mil  excusas  diciendo 
que  aunque  liabia  sido  grande  su  atentado,  pero  que  lo  había  hecho  en- 
gañado y  forzado  de  Tuinra  y  de  sus  secuaces:  que  por  amor  de  Dios  le 
perdonase.  Perdonábale  de  muy  buena  voluntad  el  misionero  porque  te- 
nía bien  conocido  el  fondo  de  su  corazón,  y  le  aseguraba  de  sus  temores. 
Entre  tanto,  fueron  llegando  á  la  casa  donde  se  reunió  un  gran  número 
de  indios  y  de  indias  que  traían  sus  frutas  y  regalillos,  deseando  todos  á 
porfía  ver  y  tocar  al  padre.  Era  preciso  dejar  entrar  á  todos  y  satisfa- 
cer á  su  curiosidad.  Hacían  al  misionero  mil  preguntas  y  no  se  hartaban 
de  tocar  la  herida  y  de  palparla  de  mil  maneras  diciéndole:  «¿Cómo  es- 
tás vivo?  Pues  ni  el  tigre  más  valiente  escapa  con  un  golpe  tan  fiero  y 
tan  profundo  en  la  cabeza.  Dios  me  ha  conservado,  decía  el  padre,  para 
que  os  haga  bien  como  hasta  ahora  os  lo  he  hecho.  ¿No  te  avisamos,  de- 
cían otros,  que  salieses  de  esta  casa  cuando  entró  en  ella  el  puerco  espín 
que  es  señal  clara  de  desgracia?  Hijos  míos,  respondía  el  padre,  ¿todavía 
estáis  en  esa  superstición?  ¿Pues  no  sabéis  y  fuisteis  testigos  vosotros 
de  que  yo  mismo  maté  al  puerco  espín  en  la  escalera  sin  dejarle  salir 
de  casa?  ¿Y  visteis  que  era  una  fiera  como  las  demás  y  que  no  era  indio 
ni  demonio?  Dejad,  hijos,  esos  abusos.»  En  estas  pláticas  se  pasó  buena 
parte  del  día  condescendiendo  con  los  indios  y  con  las  indias,  con  los  ni- 
ños y  con  los  grandes,  que  todos  querían  tocar  la  herida,  como  yo  mis- 
mo la  he  tocado,  aunque  cerrada,  varias  veces  en  Bolonia,  con  mucho 
consuelo  mío,  considerando  la  cicatriz  como  un  triunfo  claro  de  nuestra 
santa  fe. 

El  hermano  Lorenzo  contó  también  en  breves  palabras  su  aventura, 
diciendo  cómo  se  había  hecho  la  entrada  en  el  monte,  con  paz  y  con  so- 
siego, porque  guiados,  decía,  de  un  Matías  ladino  y  fiel  hasta  la  casa  de 
Maqueye,  después  de  haberla  cercado  con  silencio,  gritamos  á  una  voz: 
«El  P.  Manuel  nos  envía,  no  teman.»  Azorados  al  grito,  querían  resis- 
tir los  que  estaban  en  la  casa,  pero  el  portugués,  entrando  de  repente, 
aseguró  al  cacique  diciendo:  «Agradece  al  padre»  Maqueye,  agarrándo- 
se de  la  escopeta  de  Correa,  le  dijo:  «¿Vive  el  P.  Manuel?»  «Sí  vive,  res- 
pondieron los  indios  de  Santa  Rosa,  y  por  eso  no  te  matamos.»  No  hubie- 
rais hecho  sino  lo  que  yo  merecía,  dijo  reconocido  Maqueye.»  En  esto 
entré  yo  y  les  aseguré  del  perdón,  y  sosegué  sus  temores.  Procuré  que 
recogiesen  la  gente,  y  el  mismo  Maqueye  fué  la  espía  para  descubrir  la 
caza,  trayendo  no  sólo  aquellos  que  habían  huido  del  pueblo,  sino  otras 
cuarenta  personas  con  que  ha  crecido  la  reducción. 


Libro  IX.— Capítulo  XIII  463 


CAPITULO  XIII 


QUÉMASE  LA  REDUCCIÓN  DEL  NOMBRE  DE  JESÚS  Y  ES  TRASLADADA  Á 
OTRO  SITIO.  — CAE  CON  LA  FATIGA  GRAVEMENTE  ENFERMO  EL  MISIO- 
NERO   Y   ES   LLEVADO   AL   MARAÑÓN. 

Estaba  el  P.  Uñarte  contentísimo  y  como  en  su  centro  en  medio  de  su 
gente,  aumentando  el  pueblo,  bien  querido  de  los  indios,  sin  teniente  que 
les  perturbase  y  sin  tantos  viracochas,  cuya  vista  les  ofendía.  Parecíale 
que  era  llegado  el  tiempo  en  que  había  de  hacer  asiento  la  misión  de 
Ñapo,  porque  la  reducción  de  San  Miguel  se  había  aumentado  con  varios 
indios  que  habían  conocido  las  ventajas  de  vivir  en  poblados.  Y  aun  de 
aquellos  Tiriríes  que  huyeron  los  años  pasados  tuvo  ahora  noticia  de  que 
estaban  en  ánimo  de  volverse.  Para  que  su  gusto  fuese  más  cumplido, 
recibió  á  poco  tiempo  carta  del  provincial,  que  le  confirmaba  en  la  mi- 
sión y  le  daba  licencia  para  que  perseverase  en  el  Ñapo  si  estaban  los 
indios  sosegados  y  él  se  hallaba  ya  en  buena  salud.  No  sabía  el  buen  mi- 
sionero cómo  agradecer  al  cielo  tanto  bien;  daba  gracias  á  Dios  noche  y 
día  y  le  pedía  gracia  para  trabajar  con  doblado  esfuerzo  en  la  viña  que 
se  le  encomendaba. 

Mas  quería  el  Señor  obedeciese  en  el  punto  más  difícil  y  que  bajase  la 
cabeza  en  una  cosa  que  le  hería  en  lo  más  vivo  del  corazón.  Conociendo 
el  superior  Pietragrasa  cómo  el  temple  de  las  tierras  del  Ñapo  era  poco 
favorable  para  un  entero  convalecimiento  después  del  golpe  terrible,  y 
que  era  necesario  el  que  se  resintiese  de  la  herida  en  medio  de  las  fati- 
gas y  cuidados  con  que  debía  asistir  á  tres  pueblos,  se  resolvió  á  trasla- 
darle al  Marañen,  cuyos  aires  eran  más  limpios  y  más  benigna  la  in- 
ñuencia  del  clima.  Intimó  al  P.  Uriarte  que  bajase  á  San  Joaquín  de 
Omaguas  mientras  él  pasaba  á  San  Ignacio  de  Pevas  y  Caumares,  donde 
le  llamaban  las  críticas  circunstancias  en  que  se  hallaba  este  pueblo, 
como  veremos  en  el  capítulo  siguiente.  Quedó  algo  sorprendido  el  misio- 
nero á  una  intimación  que  no  esperaba ,  y  representando  humildemente 
cómo  se  iban  asentando  las  cosas  y  aumentando  los  pueblos,  le  propuso 
los  vivos  deseos  que  le  daba  el  Señor  de  morir  entre  aquellos  pobres  in- 
dios en  el  Ñapo,  ya  que  no  había  sido  digno  de  regar  con  su  sangre  la 
misión  y  dar  la  vida  por  ellos.  Firme  el  superior  en  su  determinación,  no 
dio  lugar  á  la  propuesta;  y  viendo  Uriarte  ser  esta  la  voluntad  del  Se- 
ñor, que  así  quería  ser  servido,  le  entregó  enteramente  la  suya  y  rindió 
su  juicio  á  una  perfecta  obediencia.  Y  en  medio  de  haberse  visto  tantas 
veces  en  muchos  peligros  de  muerte  por  el  bien  de  los  indios,  como  he- 
mos visto,  tuvo  esta  obediencia  por  uno  de  los  vencimientos  más  difíciles 
por  el  menos  sospechoso  y  más  grato  á  su  Majestad. 

Debía  de  asistir  el  P.  Isidro  Losa  á  todo  el  partido  mientras  viniese 


464  Misiones  del  Marañón  Español 

nuevo  sacerdote,  y  viniendo  al  pueblo  del  Jesús,  hacer  sus  salidas  á  San 
Miguel,  á  Santa  María  y  á  la  Trinidad  de  Capocuí,  pueblo  distante  mu- 
chas jornadas  del  centro  de  la  misión.  Suplicó  al  P.  Pietragrasa  que  per- 
mitiese al  P.  Uriarte  residir  en  el  Jesús  hasta  que  viniese  nuevo  misio- 
nero, porque  ni  él  se  hallaba  con  fuerzas  bastantes  para  tanta  fatiga 
después  de  los  achaques  contraídos  en  aquel  país,  ni  tenía  valor  para 
quedarse  solo  entre  tantos  indios  de  tan  diferentes  genios  sin  algún  com- 
pañero sacerdote.  Vino  en  ello  el  superior,  y  dando  en  ello  sus  providen- 
cias para  que  bajase  de  Archidona  el  P.  Ars  para  asistir  al  Nombre  de 
Jesús,  se  partió  en  derechura  al  pueblo  de  San  Ignacio . 

No  se  aplicó  menos  el  P.  Uriarte  al  cultivo  de  los  indios  en  estos  pocos 
meses  de  lo  que  se  había  aplicado  en  los  años  antecedentes.  Primera- 
mente procuró  vestir  del  mejor  modo  que  pudo  con  sábanas,  sotanas  y 
otros  trapitos  viejos  á  muchos  de  sus  indios  que,  después  de  cuatro  meses 
de  monte,  habían  venido  casi  desnudos.  Entabló  después  el  rezo  y  la  doc- 
trina con  mucho  cuidado  y  aplicación,  porque  echó  de  ver  lo  que  pare- 
cía increíble:  que  hasta  los  niños  más  bien  dispuestos  en  el  catecismo  le 
habían  olvidado  en  aquellos  pocos  meses.  Tan  frágil  es  la  memoria  de 
aquellas  gentes,  que  en  dándoles  alguna  interrupción  era  necesario 
empezar  á  enseñarlas  de  nuevo.  Puso  orden  en  las  prácticas  del 
gobierno  político,  haciendo  que  los  alcaldes,  regidores,  fiscales  y  sacris- 
tanes cumpliesen  con  sus  respectivas  obligaciones,  acudiendo  cada  día  al 
misionero  á  dar  cuenta  y  á  recibir  órdenes .  Los  indios  entraban  con  gus- 
to en  todo,  así  por  verse  libres  de  tantos  viracochas  como  por  faltar  al- 
gunos de  los  que  habían  tenido  parte  en  el  atentado  y  hallarse  reconoci- 
dos los  demás. 

Seis  fueron  los  indios  principales  que  concurrieron  más  inmediata- 
mente á  la  conjuración  pasada.  Vióse  en  algunos  de  ellos  sensiblemen- 
te la  justicia  del  Señor  en  los  castigos  severos  que  padecieron  á  vista 
de  los  demás;  pero  como  Padre  de  misericordia  quiso  mostrar  su  pie- 
dad con  los  otros.  El  viejo  Miguel  Uye,  que  dio  la  señal  para  la  en- 
trada de  los  demás,  había  sido  muerto  violentamente  de  sus  amigos  por 
quitarle  las  cosillas  que  llevó  consigo  al  monte.  En  el  mismo  sitio  acabó 
desastradamente  de  enfermedad  un  hijo  del  viejo  Encenevi,  á  cuyo  in- 
flujo se  había  forjado  la  borrachera  para  la  conjuración.  Otro  indio  lla- 
mado Felipe,  que  había  tenido  mucha  parte  en  la  trama,  tuvo  después 
una  muerte  horrorosa,  dando  terribles  bramidos  invocando  al  demonio  y 
sin  querer  oir  al  misionero.  Tuvo  el  Señor  piedad  del  brujo  Tuinra  y  de 
un  tal  Bezocaba,  que  se  creyó  haber  dado  el  golpe  mortal  al  mozo  Ma- 
riano, pues  murieron  los  dos  bautizados  y  reconocidos.  Lo  mismo  sucedió 
al  cacique  Maqueye,  á  quien  bautizó  el  P.  José  Ars,  habiéndole  dejado 
3^a  instruido  el  P.  Uriarte.  Pero  dispuso  el  Señor,  para  escarmiento  de 
los  demás,  que  delante  de  todo  el  pueblo  y  sin  que  le  socorriese  ninguno, 
muriese  ahogado  en  una  laguna  tan  pequeña  que  apenas  llevaba  agua, 
y  fué  cosa  bien  singular,  que  horrorizó  á  los  vecinos,  el  no  hallarse  su 


Libro  IX.— Capítulo  XIII  465 

cuerpo  ni  vivo  ni  muerto  por  más  diligencias  que  se  hicieron  por  orden 
del  misionero  para  darle  sepultura.  Con  estos  ejemplos  y  castigos  de  la 
justicia  divina  entraron  en  juicio  los  indios  del  Jesús,  porque  por  corta 
que  sea  la  capacidad  de  aquellas  gentes  no  dejaban  de  conocer  y  publi- 
car que  Dios  los  castigaba  por  su  rebeldía  y  que  se  mostraba  enojado 
con  ellos.  Es  verdad  que  algunos  de  estos  castigos  sucedieron  después  de 
l,a  salida  del  P.  Uriarte,  pero  se  vieron  otros  antes  de  su  partida;  y  como 
estaban  yg,  reconocidos  y  desengañados  el  cacique  Maqueye  y  el  viejo 
Tuinra,  pudo  adelantar  en  estos  pocos  meses  la  reducción  aún  más  de  lo 
que  había  pensado. 

Pero  no  descansaba  su  celo  hasta  mudar  el  pueblo  á  sitio  más  estable 
y  ventajoso,  porque  robando  el  río  las  tierras  más  contiguas  á  la  reduc- 
ción, se  iba  ya  acercando  á  las  casas  y  amenazaba  á  la  iglesia  y  casa 
del  misionero.  En  peligro  tan  claro  y  tan  inminente,  comenzó  desde  lue- 
go á  disponer  las  cosas  para  la  necesaria  mudanza.  Registró  sitios,  ob- 
servó parajes  y  eligió,  finalmente,  unas  alturas  que  ofrecían  un  seguro 
establecimiento  á  los  indios,  capacidad  para  la  formación  de  iglesia  y 
casas,  y  buena  proporción  para  las  sementeras.  No  pensaba  el  misionero 
hacer  por  sí  mismo  el  transporte,  pero  un  suceso  bien  sensible  á  todos  y 
pesadísimo  al  padre  aceleró  la  mudanza.  Envió  una  mañana  á  los  dos 
portugueses  Correa  y  Pazmiño  con  todos  los  indios  del  pueblo  capaces 
de  trabajar  á  rozar,  limpiar  y  allanar  el  sitio  destinado  á  la  nueva  re- 
ducción. Salieron  en  sus  canoas,  quedando  el  padre  en  la  iglesia  hacien- 
do sus  devociones,  cuando  á  las  once  de  la  mañana  sintió  una  grande 
humareda  y  oyó  estallidos  de  fuego  no  lejos  de  la  iglesia.  Salió  exhalado 
de  ella  y  vio  que  estaba  ardiendo  el  costado  de  una  casa  y  que,  comuni- 
cándose el  fuego  á  la  otra,  del  capitán,  venía  derecho  á  prender  en  la 
iglesia  porque  el  viento  era  fuerte  y  venía  de  aquel  lado.  Clamó,  voceó, 
gritó,  hizo  lo  que  pudo;  pero  ¿qué  podía  hacer  un  hombre  solo  en  el  pue- 
blo con  las  mujeres  y  sus  criaturas?  Harto  hicieron  éstas  en  sacar  sus 
ajuarillos  de  las  casas,  persuadidas  á  que  todo  el  pueblo  se  quemaba  sin 
remedio.  El  Padre,  con  los  niños,  atendía  á  las  cosas  de  la  iglesia;  saca- 
ron algunas  alhajuelas,  y  entre  ellas  el  altar  portátil,  pero  no  pudieron 
coger  el  ara  porque,  cargando  el  fuego,  ardía  toda  la  iglesia.  Pasó  luego 
á  la  cocina,  que  estaba  distante  treinta  varas  de  la  iglesia,  y  de  la  coci- 
na á  la  casa  del  misionero,  que,  mientras  atendía  á  librar  los  baúles  de 
los  portugueses  y  á  poner  en  salvo  otros  ajuares  de  los  mismos,  perdió 
todo  lo  suyo,  hasta  la  cama  y  el  Santo  Cristo.  Sólo  pudo  sacar  con  gran 
trabajo  una  frasquera  en  donde  estaba  el  vino  y  las  hostias  para  decir 
Misa,  y  aun  esta  alhajuela  le  costó  bien  cara ,  porque  mal  clavada  la 
frasquera,  con  el  peso  y  con  la  prisa  se  le  desprendió,  bajando  por  la  es- 
calera sobre  una  rodilla,  y  le  hizo  una  buena  sangría.  No  se  podía  ya  su- 
frir el  incendio,  que,  apoderado  de  todas  las  casas,  las  redujo  en  poco 
tiempo  á  cenizas,  y  prendiendo  en  un  platanar,  se  fué  comunicando  por 
cañaverales  y  frutales  hasta  chamuscar  parte  del  monte. 

30 


466  Misiones  del  Marañón  Español 

Retiróse  el  P.  Uriarte  fatigado,  sudado  y  ensangrentado  hacia  la  par- 
te del  monte  que  cala  al  puerto.  Aquí  estaban  las  indias  dando  grandes 
risadas  (que  éstos  son  sus  cuidados),  y  diciendo:  «Con  esto  iremos  presto 
al  nuevo  pueblo.»  Ellas  habían  sacado  con  tiempo  sus  camas,  lanzas,  bo- 
degueras y  venenos  y  no  se  les  daba  nada  por  lo  demás.  Y  el  padre  tuvo  la 
fortuna  de  haber  dejado  en  Capocuí  sus  libros,  en  donde  estaban  todavía 
depositadas  las  principales  alhajas  de  la  iglesia  desde  el  viaje  que  había 
hecho  á  Santa  Rosa.  De  esta  manera,  por  particular  providencia  del  cie- 
lo, se  libraron  del  incendio.  A  poco  tiempo  de  descanso  en  este  paraje 
observó  el  padre  que  vertía  mucha  sangre  por  la  herida  de  la  rodilla  y 
que  se  iba  debilitando.  Ató  fuertemente  con  el  ceñidor  la  parte  lastima- 
da, y  acosado  del  hambre  y  rendido  de  flaqueza,  comió  algunos  plátanos 
crudos,  que  le  hicieron,  como  veremos,  bien  poco  provecho.  Preguntando 
aquí  á  las  indias  sobre  el  origen  ó  causa  del  incendio,  halló  que  un  niño 
de  cuatro  años  llamado  Fermín  (era,  dice  el  padre,  de  contrabando,  y  de 
él,  aunque  inocente,  se  valió  el  diablo  para  vengarse),  soplando  un  tizón 
con  que  quería  sacar  de  un  agujero  una  lagartija,  encendió  el  alar  del 
tejado,  y  como  la  materia  estaba  bien  dispuesta,  se  apoderó  luego  el  fue- 
go de  toda  la  casa. 

Se  iba  ya  acercando  la  noche,  cuando  viniendo  los  indios  de  su  traba- 
jo y  llegando  á  un  paraje  donde,  volviendo  el  río,  se  descubría  el  pueblo, 
se  quedaron  atónitos  no  viendo  vestigios  de  reducción,  sino  una  confusa 
humareda.— ¿Qué  es  esto?  decían  á  los  portugueses;  ¿dónde  está  la  igle- 
sia? ¿dónde  la  casa  del  padre?  ¿dónde  están  las  nuestras?  Con  esto  rema- 
ban á  toda  furia,  asustados  y  deseando  saber  lo  que  había  pasado.  Espe- 
rábales el  misionero  en  el  puerto  con  la  respuesta,  y  les  dijo  estas  pala- 
bras: «Gracias  á  Dios,  las  casas  de  ustedes,  señores  Correa  y  Pazmiño, 
se  han  salvado,  las  de  los  indios  las  sacaron  sus  mujeres.  Todo  lo  demás 
se  ha  quemado.»  Mas  luego  que  supieron  los  indios  el  origen  del  incendio 
querían  quitar  la  vida  al  padre  del  niño  Fermín,  sospechando  que  había 
sugerido  al  chico  el  pensamiento,  y  fué  necesaria  toda  la  autoridad  del 
misionero  para  quitarles  de  la  cabeza  esta  sospecha,  por  no  tener  muy 
buena  fama  entre  los  indios  mismos  el  padre  de  este  niño.  Pasóse  la  no- 
che al  descubierto  y  cenó  cada  uno  lo  que  pudo,  esperando  la  luz  del  día 
para  reconocer  mejor  las  cenizas,  en  que  pensaban  hallar  algunas  cosas 
que  faltaban. 

Entre  los  muchos  cuidados  que  ocuparon  esta  noche  la  mente  del  pa- 
dre Uriarte,  era  el  mayor  de  todos  la  falta  de  ara  y  verse  privado  de 
celebrar  la  Santa  Misa,  único  consuelo  en  sus  aflicciones  y  trabajos. 
Pero  no  quiso  el  Señor,  atendiendo  á  sus  ansias  fervorosas,  quitarle  este 
consuelo,  antes  con  particular  providencia  le  proveyó  de  todo  lo  necesa- 
rio para  el  sacrificio.  Porque  empezando  la  mañana  siguiente  á  revolver 
las  cenizas,  la  primera  cosa  que  se  encontró  fué  el  ara.  Era  ésta  de  pie- 
dra pómez,  y  por  más  fuego  que  había  caído  sobre  ella  estaba  del  todo 
entera  y  quemado  sólo  el  forro.  Luego  que  la  vio  y  reconoció  el  misione- 


Libro  IX.— Capítulo  XIII  467 

ro,  armando  un  rancho  y  disponiendo  su  altar  dijo  la  Misa,  á  que  asistie- 
ron todos,  dando  gracias  á  Dios  de  que  no  hubiese  sucedido  desgracia  al- 
guna en  el  incendio  ni  perecido  persona  alguna.  Prosiguieron  revolvien- 
do cenizas  y  hallaron  las  campanas  que  habían  caido  del  campanil,  y 
en  medio  de  haber  venido  sobre  éstas  muchos  materiales  que  se  quema- 
ron todos,  ni  se  derritieron  ni  empeoraron,  antes  quedaron  más  sonoras 
y  refinadas.  Fuera  de  estas  alhajas  tan  estimables  de  la  iglesia,  apenas 
se  encontró  cosa  alguna  de  consideración,  porque  todo  lo  había  devora- 
do y  consumido  el  fuego  y  sólo  habían  quedado  las  vigas,  estantes  y 
quintales  más  gruesos  en  las  partes  donde  no  había  cargado  tanto  el  in- 
cendio. 

Comenzaron  luego  á  tratar  de  la  mudanza  al  nuevo  sitio,  y  fué  fácil 
el  transporte  de  las  vigas  enteras  y  pies  derechos  que  habían  quedado 
enteros  y  podían  servir  á  las  nuevas  fábricas.  Hicieron  los  indios  como 
de  prestado  sus  ranchitos  en  donde  debía  cada  uno  fabricar  su  casa.  El 
misionero  la  formó  mayor,  como  de  diez  varas  de  largo,  con  su  división 
para  un  altar,  que  abierta  la  puerta  estaba  patente  á  los  indios  para  po- 
der rezar,  repetir  el  catecismo  y  oir  Misa.  De  esta  manera,  en  solos  ocho 
días,  se  formó  un  pueblo  ó  reducción  de  pabellones  en  que  se  practica- 
ban las  distribuciones  y  ejercicios  más  substanciales  de  rezo,  doctrina, 
Misa  y  rosarios,  mientras  los  indios  se  ingeniaban  á  preparar  las  cosas 
necesarias  para  sus  fábricas. 

Pero  á  poco  tiempo  de  esta  mudanza  y  desabrigo,  comenzó  el  padre 
Uriarte  á  experimentar  las  malas  resultas  del  golpe  de  la  cabeza,  de  los 
muchos  aguaceros  de  los  caminos  y  de  los  ardores,  faenas  y  trabajos  del 
día  de  la  quema.  Faltóle  en  un  todo  el  apetito,  sin  poder  arrostrar  cosa 
ninguna;  creció  la  calentura,  que  parece  haber  tenido  principio  de  la 
comida  de  los  plátanos  verdes,  y  cayó  en  una  debilidad  tan  grande  que 
pensaron  todos  ser  llegado  su  fin,  y  el  mismo  padre,  persuadido  á  que 
era  cierta  su  muerte,  se  quejaba  amorosamente  con  el  Señor  porque  no 
le  había  dejado  ó  concedido  morir  al  golpe  del  hacha.  Vino  de  Capocui 
el  P.  Isidro  Losa,  avisado  del  peligro  de  su  compañero,  y  le  administró 
el  Santo  Viático,  de  que  recibió  mucho  consuelo.  Como  iba  de  mal  en 
peor  y  ya  perdía  los  sentidos,  trataron  de  administrarle  la  Santa  Un- 
ción, cuando  el  Señor,  que  le  guardaba  para  largos  años  y  para  mayo- 
res trabajos,  dispuso  suavemente  que  diese  uno  de  los  presentes  en  la 
enfermedad  del  moribundo.  Tiene  el  Señor  contados  nuestros  días,  que 
no  serán  ni  más  ni  menos  de  los  que  ha  destinado  la  Providencia  por 
más  diligencias  que  haga  el  rico  y  por  menos  medios  que  tenga  el  pobre. 
Venda  los  ojos  al  médico  más  hábil  para  que  no  vea  el  mal  que  se  pre- 
senta á  la  vista,  y  se  los  suele  abrir  á  un  patán  ó  un  ignorante  para  que 
entienda  la  enfermedad  que  se  le  escapa  al  más  práctico  después  de  ha- 
ber estudiado  por  muchos  años  los  Hipócrates  y  los  Galenos. 

Esto  sucedió  puntualmente  con  nuestro  misionero,  á  quien  aplicando 
uno  poco  versado  en  el  arte  ciertas  calillas,  podemos  decir  que  le  restitu- 


468  Misiones  del  Marañón  Español 

yó  á  la  vida.  Prorrumpió  en  tales  evacuaciones  con  el  remedio,  que  luego 
volvió  en  sí  j  bajó  notablemente  la  calentura.  Parece  que  la  enfermedad 
hizo  crisis  en  unas  circunstancias  en  que  debía  estar  capaz  el  P.  Uñarte 
de  un  consuelo  y  de  un  sentimiento  que  le  enviaba  el  cielo.  Llegó  á  esta 
sazón  el  P.  José  Ars  para  cuidar  del  Jesús  y  de  su  partido,  y  fué  grande 
el  consuelo  del  P.  Manuel  al  ver  en  su  pueblo  un  misionero  que  había  de 
trabajar  por  muchos  años  con  aquella  gente  desechada  que  tenía  en  su 
corazón;  pero  no  fué  menor  su  sentimiento,  cuando  casi  al  misano  punto 
le  llegó  desde  los  Pevas  la  triste  nueva  de  que  los  impíos  Caumares  del 
pueblo  de  San  Ignacio  habían  muerto  bárbaramente  á  su  misionero  el 
P.  José  Casado,  varÓH  de  singular  virtud  y  conocido  antiguo  del  padre 
Uriarte.  Adoró  los  caminos  de  la  Providencia,  y  se  confundió  de  no  ha- 
ber sido  digno  por  sus  pecados  de  semejante  suerte,  habiéndola  ya  tocado 
con  la  mano. 

Traía  el  P.  Ars  una  muy  buena  canoa,  y  venía  acompañado  de  un  es- 
pañol de  calidad,  llamado  D.  Xavier  Orbe,  que  debía  pasar  al  Marañón. 
Como  el  P.  Uriarte  iba  ya  cobrando  apetito,  y  aunque  debilitado  y  sin 
fuerzas,  estaba  pronto  á  cumplir  con  la  obediencia  que  le  había  intimado 
el  superior  Pietragrasa  de  pasar  á  San  Joaquín,  creyeron  los  padres  ser 
esta  muy  buena  ocasión  de  embarcarle  en  una  camilla  y  ponerle  á  cargo 
de  este  caballero,  que  se  ofrecía  á  cuidarle  en  la  navegación  con  toda 
diligencia.  No  parecía  estar  Uriarte  en  estado  de  emprender  tan  largo 
viaje;  pero  la  ocasión  y  coyuntura  favorable  y  la  esperanza  de  que  no  se 
veía  mejor  remedio  para  su  convalecencia  que  los  aires  del  Marañón, 
vencieron  la  dificultad.  Despedido  tiernamente  de  sus  hijos,  se  embarca- 
ron con  él  dos  mozos  blancos  y  dos  indios  fieles  destinados  á  su  servicio 
en  la  canoa  de  D.  Xavier,  y  empezaron  la  navegación  río  abajo  hacia  San 
Joaquín.  El  buen  español  Orbe  se  esmeró  por  todo  el  camino  en  asistir  al 
misionero.  Cuando  salían  á  tierra  fomentaba  con  algunos  espíritus  al  pa- 
dre, que  regularmente  al  salir  quedaba  desmayado,  y  tomando  su  esco- 
peta traía  algún  pajarito  para  su  regalo.  En  una  de  estas  salidas  lleva- 
ron al  misionero  á  una  casa  donde  acababa  de  nacer  una  criatura  y  es- 
taba de  peligro.  Bautizóla  el  padre  con  mucho  consuelo  de  su  alma,  dando 
mil  gracias  al  Señor  de  tan  feliz  suceso. 

De  esta  manera,  entre  consuelos  y  trabajos,  á  los  quince  días  de  na- 
vegación llegaron  á  San  Joaquín  de  Omaguas,  cuando  ya  con  los  aires 
del  Marañón  se  sentía  el  P.  Uriarte  muy  aliviado.  Fué  llevado  en  brazos 
de  los  mozos  é  indios  hasta  la  casa  del  misionero  del  pueblo,  que  á  la  sa- 
zón era  el  P .  Martín  Iriarte.  Recibióle  con  increíble  amor  y  cariño  como 
quien  sabía  muy  bien  los  trabajos  y  fatigas  del  enfermo,  y  cuan  aprecia- 
ble  era  la  vida  de  un  sujeto  que  la  había  sacrificado  tantas  veces  por  la 
salud  espiritual  de  los  indios.  Atendió  con  singular  cuidado  á  su  cura  y  á 
su  convalecencia,  hasta  que  á  los  cuatro  meses  de  su  llegada,  estando 
perfectamente  restablecido,  fué  señalado  por  compañero  suyo  en  el  mis- 
mo pueblo  de  San  Joaquín. 


Libro  IX.— Capítulo  XIII  469 

Hemos  referido  en  este  libro  nono  una  parte  de  los  trabajos  del  padre 
Manuel  Uriarte  desde  el  año  de  1750,  en  que  vino  á  cultivar  la  viña  de 
los  Encabellados,  hasta  el  de  1754  en  que  fué  llevado  al  río  Marañón.  Y 
de  su  relación  se  dejan  entender  las  fatigas  de  los  demás  misioneros,  de 
quienes  tenemos  bien  pocas  noticias  por  no  haber  conservado  sus  papeles 
ó  por  haberlos  dejado  en  sus  respectivos  pueblos,  siendo  cierto  que  todos 
aquellos  padres,  unos  más,  otros  menos,  fuera  de  las  miserias  y  trabajos 
corporales,  experimentaban  con  frecuencia  peligros  en  el  agua,  peligros 
en  la  tierra,  peligros  de  los  hombres,  peligros  de  las  fieras,  teniendo  ju- 
gada la  vida  en  los  caminos,  montes  y  reducciones,  durmiendo,  velando, 
trabajando  y  descansando. 


IBRO  X 


CAPITULO  PRIMERO 

MATAN  Á  LANZADAS  DOS  PÉRFIDOS  CAUMARES  AL  P.  JOSÉ  CASADO  ,  EN  SAN 

IGNACIO  DE  PEVAS 

Después  de  la  muerte  del  P.  Ignacio  Francombeli,  sucedida,  como  vi- 
mos, en  el  pueblo  de  San  Ignacio  de  Pevas  por  los  años  de  1736,  hubo 
muchos  trabajos  en  aquella  reducción,  en  medio  de  haberla  dejado  bien 
floreciente  aquel  insigne  misionero.  Porque  hallándose  el  superior  de  la& 
misiones  con  poco  número  de  operarios  para  tantos  pueblos,  y  tan  dis- 
tantes entre  sí,  juzgó  que  podía  suplir  en  el  pueblo  de  Pevas  hasta  que 
llegasen  nuevos  padres,  cierto  flamenco  llamado  D.  Felipe  Maneiro,  hom- 
bre de  más  que  mediana  instrucción,  político,  de  valor,  prudencia  y  otras 
prendas,  que  hicieron  pensar  ser  uno  de  aquellos  seculares  que  por  algún 
revés  ó  accidente  adverso  se  destierran  de  sus  patrias,  y  sin  parar  en  paí- 
ses de  comercio  ni  poblaciones  grandes,  se  retiran  á  semejantes  monta- 
ñas desengañados  del  mundo.  No  daba  poco  fundamento  á  esta  conjetu- 
ra el  oirle  la  relación  de  sus  viajes  y  el  fin  de  sus  discursos,  que  paraban 
en  que  teniendo  proporción  de  acomodarse  en  Cartagena,  en  Santa  Fe  y 
en  Popayán,  había  tenido  por  mejor  el  entrar  por  Putumayo,  y  desagra- 
dándole  aquella  misión  de  Franciscanos,  venía  á  la  de  Mainas  con  el 
designio  de  arrimarse  á  algún  padre  misionero,  y  de  ayudarle  en  lo  que 
pudiese  en  su  santo  ministerio. 

El  superior  de  la  misión  no  pudiendo  echar  mano  de  sacerdote  alguno 
después  de  la  muerte  del  P.  Francombeli,  envió  á  San  Ignacio  de  Pevas 
á  nuestro  D.  Felipe,  acompañado  por  entonces  de  un  padre  misionero, 
que  en  un  par  de  meses  le  instruyese  en  el  método  de  nuestro  gobierno^ 
Como  hombre  capaz  y  desengañado,  entró  fácilmente  en  las  prácticas 
comunes  y  distribución  diaria  de  la  misión.  Pero  los  seglares,  y  más 


Libro  X.— Capítulo  I  471 

cuando  tienen  ciertos  humos  militares  como  descubrió  desde  luego  D.  Fe- 
lipe, acostumbrado  por  muchos  años  á  la  milicia,  no  se  acomodan  fácil- 
mente al  trato  suave  y  gobierno  benigno  y  paternal  con  los  indios.  Poco 
tiempo  después  de  haberse  retirado  el  misionero,  empezó  á  usar  de  algún 
rigor  con  la  gente;  mandaba  con  imperio,  hacía  obedecer  con  fuerza,  y 
empleaba  las  amenazas,  cuando  antes  todo  se  reducía  á  ruegos  y  cari- 
ños y  súplicas,  como  acostumbran  exactamente  los  padres,  hasta  que 
los  indios  conozcan  por  sí  mismos  la  necesidad  de  las  prácticas  y  ejerci- 
cios de  la  religión  cristiana. 

No  se  puede  negar  que  mantuvo  D.  Felipe  sin  novedad  la  gente  en- 
comendada, y  que  aunque  llegó  á  oler  el  superior  su  conducta  y  proce- 
der algo  imperioso  y  poco  conforme  al  sufrido  gobierno  de  los  nuestros, 
tuvo  por  bien  el  disimular,  por  parecerle  la  sujeción  y  rendimiento  de  la 
gente  menos  violento  y  forzado  de  lo  que  se  descubrió  con  el  tiempo. 
Acompañábanle  los  indios  en  los  viajes  á  sacar  gentiles  de  los  montes, 
parecían  mostrar  prontitud  bastante  en  la  asistencia  al  rezo  y  doctrina, 
y  no  faltaban  en  todo  lo  ocurrente  á  la  economía  del  pueblo. 

Pero  ausentándose  de  la  reducción  D.  Felipe  y  llegando  á  entender  los 
indios  que  pasaba  á  la  ciudad  de  Lamas  para  fijar  en  ella  su  residencia, 
empezaron  luego  á  descubrir  que  cuanto  hacían  con  el  flamenco,  todo 
era  forzado,  violento  y  á  más  no  poder.  Como  no  habían  obrado  los  indios 
por  principio  de  virtud,  y  sólo  el  temor  y  miedo  les  había  mantenido  en 
sus  prácticas,  faltando  éste,  como  debía  faltar  en  el  gobierno  de  los  mi- 
sioneros, todo  fué  por  tierra  sin  poder  enderezar  á  las  gentes.  Tres  misio- 
neros que  sucesivamente  vinieron  á  este  pueblo,  tuvieron  que  hacer  y 
que  padecer  en  la  resistencia  obstinada  de  los  indios  á  toda  buena  prác- 
tica y  ejercicio.  Nada  hacían  sino  lo  que  querían,  lo  que  les  agradaba  ó 
lo  que  era  conforme  á  su  genio.  Miraban  con  fastidio  la  Misa,  aborrecían 
el  rezo  y  la  doctrina,  despreciaban  toda  distribución  y  sólo  se  rendían 
con  dones  y  con  regalos.  Pero  como  no  podían  éstos  alcanzar  á  todos,  ni 
los  padres  los  tenían  en  todo  tiempo,  en  faltando  el  atractivo  faltaba  la 
sujeción  y  obediencia  sin  poder  esperar  de  algunos  aun  aquel  ordinario 
respeto  de  todo  indio  á  su  misionero.  No  dejaron  de  suceder  en  el  pueblo 
varios  lances  bien  arriesgados,  y  todos  estos  tres  misioneros  se  libraron, 
por  particular  providencia  del  cielo,  de  las  manos  de  muchos  ingratos,  y 
por  ventura  singular  salieron  con  la  vida. 

Últimamente  puso  el  superior  los  ojos  en  un  sujeto  del  todo  cabal, 
cuyo  carácter  era  una  caridad  ardiente  de  la  salud  espiritual  de  los  in- 
dios, y  pensando  que  con  su  amor  entrañable  vencería  por  último  la  ter- 
quedad y  pereza  de  aquellas  gentes,  le  envió  al  pueblo  de  San  Ignacio. 
Era  este  el  P.  José  Casado,  natural  de  Villanueva  de  Duero,  á  quien  no 
parecía  faltar  ninguna  de  las  partes  necesarias  para  formar  un  ministro 
evangélico.  Su  complexión  era  robusta  y  fuerte  su  ánimo,  imperturba- 
ble su  corazón,  esforzado  en  los  mayores  peligros,  pero  sobre  todo  un  re- 
ligioso de  singular  mortificación,  porque  dormía  muy  poco,  vestido  y  en 


472  Misiones  del  Marañón  Español 

el  suelo  mismo;  comía  lo  más  vil  y  despreciado  y  tan  escasamente,  que 
pasaba  de  ayuno  riguroso;  la  penitencia  era  tal,  que  se  disciplinaba  des- 
apiadadamente dos  y  más  veces  cada  noche:  no  usaba  de  calzado  por  su 
humildad  y  pobreza  si  no  es  cuando  estaba  delante  de  otros  misioneros, 
porque  entonces,  para  evitar  la  singularidad,  se  calzaba.  La  oración  se 
podía  decir  casi  continua  de  día  y  de  noche;  su  misericordia  con  los  in- 
dios le  hizo  despojar  muchas  veces  de  sus  camisas  y  ropa  usual  para  cu- 
brirlos, y  se  le  oyó  decir  no  pocas  veces  que  con  el  mismo  gusto  con  que 
daba  cuanto  tenía  á  los  indios,  daría  toda  su  sangre  y  vida  por  ellos. 

Encontró  el  P.  José  Casado  en  el  pueblo  de  San  Ignacio  cuatro  cas- 
tas de  indios  de  diferentes  naturales,  Pevas,  Zavas,  Caumares  y  Cava- 
chis,  Eran  los  Pevas  despiertos  y  robustos,  pero  en  extremo  toscos;  los 
Caumares  ladinos  y  advertidos  y  algo  más  aseados;  los  Cavachis  bron- 
cos é  inhumanos,  que  ni  lloraban  los  muertos  ni  entendían  de  policía, 
aunque  suplían  estos  defectos  con  la  constancia  que  ¡mostraban  en  el  tra- 
bajo. Finalmente,  los  Zavas  eran  de  suyo  muy  inconstantes,  iban  y  venían 
frecuentemente  de  los  montes  y  tenían  allá  sus  peleas  y  á  veces  mata- 
ban familias  enteras.  De  esta  gente  se  componía  la  reducción,  y  era  ne- 
cesario mucho  tiempo  para  manejar  tan  discordes  naturales.  Luego  que 
entró  allá  el  P.  José,  á  lo  que  pienso  por  los  años  de  1751,  y  se  hizo  bien 
cargo  de  las  diversas  condiciones  de  los  indios,  comenzó  á  ganarles  las 
voluntades,  haciéndose  en  cuanto  podía  todo  á  todos,  y  usando  de  todas 
las  industrias  que  le  sugería  su  celo.  Todo  cuanto  con  ellos  hacía,  iba 
animado  de  una  caridad  entrañable  con  que  parecía  querer  meterlos  en 
su  corazón.  Jamás  dejó  salir  hacia  fuera  la  menor  seña  de  desazón  ó  en- 
fado, teniendo  delante  de  los  ojos  tantas  cosas  que  hacía  del  que  no  en- 
tendía. Remediaba  sus  necesidades  no  sólo  con  dones  y  regalillos  que  les 
alargaba,  sino  con  sus  mismas  cosas,  hasta  darles  su  alimento  y  hasta 
quedarse  desnudo  por  alimentarlos  y  vestirlos.  Pero  ellos,  tercos,  ciegos 
y  obstinados,  supieron  burlarse  de  las  industrias  del  caritativo  misionero 
y  se  mantuvieron  en  la  misma  desobediencia,  desatención  y  desprecio 
que  habían  mostrado  á  los  demás  misioneros. 

Mas  como  si  un  proceder  tan  ingrato  fuese  mérito  para  la  mayor  apli- 
cación, inventó  y  emprendió  el  P.  José  nuevas  industrias,  aunque  de 
grande  fatiga,  no  pudiendo  aquellas  tibiezas  y  frialdades  apagar  el  in- 
cendio de  su  corazón.  Una  escuela  general  para  todos  los  niños,  y  otra 
no  menos  universal  para  las  niñas,  le  llevaban  el  mayor  cuidado  y  mu- 
cha parte  del  día,  como  quien  conocía  muy  bien,  y  no  se  engañó  en  ello, 
que  si  se  lograba  el  fruto  en  esta  tierna  edad  se  vería  en  pocos  años  la 
reducción  rendida,  dócil  y  obediente.  Sin  descuidar  de  la  doctrina  de  los 
adultos,  y  sin  perdonar  á  trabajos  y  molestias  en  instruirlos  y  ganarlos, 
juntaba  en  su  casa  mañana  y  tarde  por  seis  horas  toda  la  gente  menuda, 
y  él  en  persona  les  enseñaba  la  lengua  general  del  Inga  con  tanto  em- 
peño y  aplicación,  que  llegó  á  conseguir  en  poco  tiempo  que  toda  la  gen- 
te moza  se  gobernase  en  aquella  lengua,  no  sólo  por  lo  tocante  al  cate- 


Libro  X— Capítulo  I  473 

cismo,  pero  aun  en  el  trato  de  unos  con  otros.  Daba  gracias  al  cielo  de 
haber  conseguido  este  señalado  triunfo  en  un  pueblo  donde  la  lengua  del 
Inga  facilitaba  la  instrucción,  tan  difícil  hasta  entonces  por  la  variedad 
de  lenguas  de  tantas  naciones. 

Ya  pensaba  su  celo  en  hacer  una  entrada  en  las  tierras  de  los  Ticu- 
nas para  agregarlos  al  pueblo,  y  aun  daba  las  disposiciones  necesarias 
para  el  viaje,  cuando  el  infierno,  resentido  de  las  ventajas  que  había  con- 
seguido con  la  gente  moza,  se  armó  contra  el  caritativo  misionero  y  tiró 
á  cortar  de  un  golpe  sus  esperanzas.  Vivía  amancebado,  con  escándalo 
de  todo  el  pueblo,  un  indio  llamado  Rafael,  travieso  y  ladino,  y  no  bas- 
tando los  consejos  y  amonestaciones  amorosas  del  padre  para  apartarle 
de  la  ocasión,  vino  á  San  Ignacio  el  teniente  de  Omaguas  y  le  hizo  dar 
públicamente  algunos  azotes,  con  que  pareció  quedar  el  escándalo  re- 
mediado. Mas  el  malvado  Rafael,  que  hacía  del  reconocido  y  desengaña- 
do, tenía  dentro  de  su  corazón  encubierta  la  resolución  de  vengarse  de 
la  integridad  del  misionero,  que  no  quería  pasar  por  sus  desórdenes. 
Para  esto,  un  domingo  determinó  faltar  á  la  doctrina  y  Misa,  y  coaligán- 
dose con  otro  hermano  suyo,  se  puso  en  emboscada  en  un  camino  estre- 
cho, por  donde  había  de  pasar  el  misionero  en  busca  de  los  dos  echándo- 
los de  menos.  No  se  engañó  en  su  discurso,  porque  tomando  el  padre 
cuenta  de  los  que  faltaban  á  la  doctrina  y  Misa,  y  hallando  que  faltaba 
Rafael  y  su  hermano,  cogió  luego  su  cruz  y  con  dos  fiscales  fué  á  buscar 
á  los  dos  hermanos  para  traerlos  á  la  iglesia.  Apenas  entró  el  padre  por 
el  camino  estrecho  donde  estaban  los  pérfidos  apostados,  cuando  cerra- 
ron contra  él  llenos  de  cólera,  y  bárbaros,  le  quitaron  la  vida  atravesán- 
dolo á  lanzadas.  Quedó  el  cadáver  tendido  en  el  suelo  nadando  en  su 
propia  sangre,  y  los  fiscales  escaparon  temiendo  correr  la  misma  suerte 
que  el  misionero.  Estaba  todavía  en  el  pueblo  el  teniente  de  Omaguas,  y 
oyendo  el  atentado  fué  luego,  escoltado  de  algunos  Pevas  fieles,  al  sitio 
donde  se  hallaba  el  cadáver,  y  se  horrorizó  al  verlo  acribillado  de  heri- 
das. Tomáronle  con  reverencia,  como  á  cuerpo  de  un  mártir  del  Señor, 
y  le  sepultaron  en  la  iglesia  cerca  del  medio. 

La  desgracia  (sucedida  en  el  año  de  54)  puso  á  todo  el  pueblo  en  el 
mayor  peligro  de  perderse.  No  sólo  se  retiraron  los  Caumares,  de  cuya 
parcialidad  eran  Rafael  y  su  hermano,  sino  que  se  empeñaron  en  arras- 
trar consigo  las  demás  naciones,  valiéndose  de  los  enlaces  de  amistad  y 
parentesco  y  declarando  guerra  á  los  que  no  quisieran  seguirlos.  Siendo 
ya  común  el  alboroto,  el  temor  de  ser  todos  envueltos  en  el  castigo  del 
enorme  atentado  hizo  ausentarse  del  pueblo  la  mayor  parte  de  las  na- 
ciones. Sólo  se  mantuvieron  firmes  los  Pevas,  que,  dando  aviso  de  lo  su- 
cedido al  vicesuperior  de  Omaguas,  tomó  la  providencia  de  enviar 
luego  un  mozo  español  con  algunos  indios  bien  armados,  para  que  ampa- 
rasen á  los  Pevas  y  al  teniente  de  los  insultos  y  acometimiento  de  los 
que  estaban  en  el  monte.  Encargaba  también  al  teniente  mismo  que  pu- 
blicase inmediatamente  un  perdón  general  á  todos  los  que  no  habían 


474  Misiones  del  Marañón  Español 

concurrido  á  la  muerte  del  misionero,  advirtiendo  que  de  la  ejecución 
pronta  del  medio  que  le  insinuaba  dependía  el  que  volviesen  sin  dificul- 
tad los  indios. 

Siguió  el  consejo  el  teniente  y  expidió  prontamente  un  auto  de  per- 
dón, que  hizo  publicar  en  el  pueblo,  en  forma  de  bando,  y  procuró  que 
llegase  á  noticia  de  los  retirados  para  que  pudiesen  volver  á  la  reduc- 
ción sobre  seguro.  Esto  bastó  para  que  no  fuese  adelante  el  alboroto  y 
para  que  empezase  ya  la  gente  retirada  á  recogerse  á  la  población.  Pero 
lo  que  sobre  todo  acabó  de  aquietarle  fué  la  llegada  del  P.  José  de  Vaha- 
monde,  que,  como  tan  práctico  en  tratar  con  los  indios,  fué  señalado  por 
misionero  del  pueblo  de  San  Ignacio,  después  de  haber  vivido  por  diez 
y  siete  años  con  los  Napeanos,  cuya  reducción  dejó  tan  aventajada  en  lo 
espiritual  y  temporal  que  no  cedía  á  ninguna  de  las  más  antiguas  y  flo- 
recientes de  la  misión. 

Echó  Dios  la  bendición  á  los  esfuerzos  y  disposiciones  acertadas  del 
misionero.  Procuró  que  pasase  hasta  los  montes  más  retirados  la  noticia 
del  perdón  general  y  del  nuevo  padre,  que  estaba  ya  en  el  pueblo  no 
para  castigarlos,  sino  para  regalarlos,  atenderlos  y  cuidarlos,  como  lo 
había  hecho  por  muchos  años  con  los  Napeanos.  El  aviso  fué  tan  impor- 
tante, que  no  sólo  restableció  prontamente  el  pueblo  con  la  venida  de  los 
retirados,  sino  que  á  poco  tiempo  le  aumentó  considerablemente,  de  ma- 
nera que  no  teniendo  más  que  trescientas  almas  cuando  quitaron  la  vida 
al  bendito  P.  Casado,  cuatro  meses  después  contaba  ya  seiscientas,  y 
después  de  algunos  otros,  escribía  el  misionero,  que  arribaban  ya  las  al- 
mas de  la  reducción  á  setecientas.  No  hay  duda  sino  que  la  sangre  ino- 
cente del  P.  José,  derramada  con  tanta  voluntad,  fué  mérito  para  una 
mudanza  tan  extraordinaria,  y  el  mismo  misionero  Vahamonde  atribuía 
á  su  intercesión  la  eficacia  que  á  sus  diligencias  concedía  el  Señor.  Por- 
que desde  este  tiempo  se  logró  una  pronta  asistencia  á  la  doctrina,  una 
obediencia  regular  á  cuanto  se  mandaba,  y  el  aprecio  y  respeto  debido  al 
misionero.  Y  lo  que  más  admiraba  era,  que  la  nación  Caumara,  que  ha- 
bía tenido  más  parte  que  las  demás  en  el  atentado,  sobresaliese  desde  en- 
tonces en  todo  lo  bueno  á  las  otras  naciones,  de  manera  que  llegó  á  ser 
el  alma  del  pueblo,  la  norma  y  ejemplo  de  los  que  venían  de  nuevo,  y 
como  el  brazo  derecho  del  misionero,  para  el  entable  de  sus  disposiciones. 

Siguió  los  años  siguientes  la  reducción  en  el  mismo  estado,  no  sólo  sin 
mudanza  ni  alteración  la  más  leve,  sino  con  mayor  adelantamiento  y  per- 
fección en  el  gobierno  cristiano  político,  y  estaba  tan  lejos  de  mirarse  con 
aquel  horror  que  infundía  á  los  principios  la  barbarie,  rusticidad  y  proter- 
via de  sus  habitadores,  que  antes  se  consideró  en  el  tiempo  del  arresto  de 
los  misioneros  como  uno  de  los  pueblos  nuevos  más  apetecidos  y  deseados 
de  los  señores  clérigos  que  les  sucedieron.  Y  el  gobernador,  de  acuerdo 
con  el  señor  vicario  general,  destinó  á  San  Ignacio  de  Pevas  al  maestro 
D.  Luis  Peña  y  Herrera,  como  merecedor  de  singular  atención  por  su 
mérito  y  letras. 


Libro  X.— Capítulo  II  475 

Debióse  esta  prodigiosa  transformación  al  riego  de  la  sangre  del  pa- 
dre José  Casado,  y  á  los  esfuerzos  que  hizo  por  introducir  en  el  pueblo  la 
lengua  del  Inga.  Pero  aunque  el  santo  misionero  la  derramó  con  tanta 
voluntad,  no  dejó  el  Señor  sin  castigo  á  los  homicidas,  porque  entrando 
por  el  monte  D.  José  Castellanos,  viceteniente  del  partido,,  dio  con  los 
dos  hermanos  que  bárbara  y  alevosamente  atravesaron  al  padre  con  sus 
lanzas,  y  traídos  al  pueblo  los  mandó  azotar  públicamente,  para  escar- 
miento de  los  demás,  intimándoles  el  destierro  á  San  Xavier  de  Yavari, 
población  de  portugueses,  y  aunque  de  aquí  se  escaparon,  fué  común 
fama  que  les  quitó  la  vida  el  cacique  ó  capitán  de  la  nación  de  los  Pevas. 


CAPITULO  II 

MUERE   AHOGADO   EN   EL   RÍO   MARAÑÓN   EL   P.    FRANCISCO  BAZTERRICA,  Á 
LO   QUE  SE  SUPO  POR  MALICIA  DISIMULADA  DE  UN  INDIO 

En  el  mismo  año  de  1754  en  que  los  Caumares  alevosos  mataron 
cruelmente  en  San  Ignacio  al  P.  José  Casado,  murió  ahogado,  no  lejos  del 
pueblo  de  San  Regis  el  P.  Francisco  Bazterrica.  Parece  que  el  cielo  quiso 
premiar  al  mismo  tiempo  con  unas  muertes  gloriosas  á  esos  dos  insignes 
misioneros  que  tres  años  antes  entraron  juntos  en  una  misma  canoa  á  la 
misión  del  Marañen.  Y  no  es  de  omitir  una  cosa  bien  particular  con  que 
les  prevenía  el  cielo  y  que  les  sucedió  en  el  viaje,  pasando  por  el  pueblo 
del  Jesús  donde  se  hallaba  por  vicesuperior  del  partido  del  Ñapo  el  pa- 
dre Manuel  Uriarte.  Entregaron  á  este  misionero  una  carta  del  padre 
provincial  la  cual  venía  dirigida  al  P.  Martín  Iriarte,  visitador  de  las 
misiones;  pero  fué  fácil  la  equivocación  por  traer  el  sobrescrito  en  abre- 
viatura de  esta  manera  P.  M«.  Iriarte,  y  por  haber  poca  diferencia  así 
en  los  nombres  como  en  los  apellidos:  comenzó  á  leerla  el  P.  Manuel 
Uriarte,  y  como  leyese  la  primera  cláusula  que  decía:  Envío  dos  padres 
probados  y  fervorosos  que  podrá  poner  V.  R.  en  dos  buenos  pueblos  con 
toda  satisfacción;  suspendió  la  lectura  el  P.  Manuel,  y  volviéndose  á  los 
dos  misioneros  les  dijo:  «Gracias  á  Dios,  padres  míos.  Aquí  se  quedan. 
Uno  pasará  á  San  Miguel  y  otro  irá  al  Nombre  de  María.»  Admirados  los 
padres,  respondieron  que  iban  al  Marañen  y  que  con  este  designio  ha- 
bían salido  de  Quito,  Entonces  Uriarte  comenzó  á  ponderarles  lo  glorioso 
de  las  misiones  del  Ñapo,  concluyendo  cómo  podían  fácilmente  alcanzar 
una  muerte  gloriosa,  muriendo  mártires  por  la  fe  de  Jesucristo.  A  esto 
respondieron  unánimemente  los  dos:  «Si  Dios  nos  previene  para  tanta 
dicha,  lo  mismo  es  el  Marañen  que  el  Ñapo.»  Prosiguiendo  la  lectura  de 
la  carta  el  misionero  del  Jesús  conoció  por  el  contexto  que  iba  dirigida 
-al  visitador  de  las  misiones,  y  volviéndola  á  cerrar,  dejó  pasar  á  los  pa- 


476  Misiones  del  Marañón  Español 

dres  adelante.  Son  estas  unas  casualidades  y  equivocaciones  nuestras; 
pero  la  divina  providencia  va  siempre  derecha  á  sus  fines  y  por  medio 
de  ellas  suele  prevenir  á  sus  siervos. 

Fué  puesto  el  P.  Francisco  Bazterrica,  á  lo  que  he  podido  averiguar, 
en  el  pueblo  de  San  Francisco  de  Regis.  Por  lo  menos  cuidó  de  los  Ya- 
meos  de  esta  reducción  por  algún  tiempo,  con  tanto  celo  y  aplicación, 
que  los  adelantó  mucho  y  les  dejó  arraigados  en  los  ejercicios  de  piedad 
y  en  las  prácticas  del  gobierno  asentado  en  las  reducciones  antiguas. 
Por  el  mes  de  Agosto  del  año  1754,  fué  llamado  á  las  consultas  á  San  Joa- 
quín de  Omaguas  en  donde  ¿hizo  una  confesión  general  con  el  otro  mi- 
sionero, diciéndole  que  presentía  ser  muy  cortos  los  días  de  su  vida  y  que 
presto  moriría.  Aunque  el  P.  Francisco  era  hombre  muy  espiritual  y 
mortificado,  tenía  mucho  miedo  al  agua  como  á  quien  le  decía  el  cora- 
zón que  en  este  inconstante  elemento  había  de  ser  sepultado.  No  dañan 
estos  temores  á  los  hombres  santos,  ni  se  oponen  á  las  virtudes  sólidas  y 
macizas,  antes  los  permite  el  Señor  en  las  personas  más  puras  para  pur- 
garlas más  y  darles  materia  de  vencimiento.  Esto  le  sucedió  puntual, 
mente  al  P.  Francisco  en  el  poco  tiempo  que  se  detuvo  en  San  Joaquín. 
Salieron  todos  los  padres  que  habían  concurrido  á  las  consultas  á  visitar 
un  anejo  de  Mayorunas  distante  como  tres  cuartos  de  legua  del  pueblo 
principal.  Como  el  camino  era  corto,  se  embarcaron  todos  en  una  gari- 
tea; así  llaman  unos  barquitos  que  no  tienen  punta  ó  figura  de  proa.  La 
ida  fué  feliz,  pero  la  vuelta  muy  trabajosa,  porque  siendo  furiosa  la  co- 
rriente de  los  ríos,  y  no  pudiendo  vencerla  el  barquito,  salió  el  timón  de 
su  sitio  ó  quicio  y  dando  una  vuelta  la  garitea,  todas  se  vieron  en  peligro  de 
irse  á  fondo.  Pero  quiso  el  Señor  que  agarrándose  de  unas  ramas  que  les 
ofrecía  la  orilla,  pudiesen  detener  el  barco  y  dar  lugar  á  que  se  encaja- 
se el  timón  con  que  salieron  del  lance.  Mas  el  P.  Francisco  hizo  juicio  que 
desquiciado  el  timón,  éste  era  el  último  término  de  su  vida:  y  mientras 
los  demás  trabajaban  y  animaban  á  las  gentes,  él,  dando  el  negocio  por 
desesperado,  se  estaba  preparando  para  la  muerte  con  los  actos  propios 
de  aquella  hora. 

Aunque  por  ahora  se  engañó  el  buen  misionero,  pero  estaba  su  fin  tan 
cercano,  que  aquellos  mismos  actos  pudieron  ser  disposición  para  su 
muerte,  porque  apenas  llegó  á  San  Regis  cuando  señalado  por  misionero 
de  San  Xavier  de  Urarinas,  salió  prontamente  con  mucho  sentimiento  de 
los  indios  á  buscar  en  las  aguas  la  muerte  que  temía  ó  que  esperaba.  Em- 
barcóse con  un  donado  llamado  Andrés,  que  le  ayudaba  en  su  ministerio 
y  con  algunos  indios.  Apenas  perdieron  de  vista  el  pueblo,  cuando  levan- 
tándose una  tempestad  furiosa  no  lejos  de  la  playa  de  San  Regis,  se  vol- 
teó la  canoa  y  los  escupió  á  todos  en  el  Marañón.  Los  indios,  como  tan 
prácticos,  salieron  nadando,  y  aun  el  donado  que  no  sabía  nadar,  pudo 
salir  á  la  orilla  agarrado  de  uno  de  ellos.  Sólo  el  buen  P.  Francisco,  pi- 
diendo auxilio  y  clamando  en  medio  del  río,  no  fué  socorrido  de  ninguno. 
Dicese  que  se  mantuvo  por  algún  tiempo  con  las  manos  asido  de  la  popa. 


Libro  X.— Capítulo  III  477 

dando  lugar  á  socorro  si  le  hubiese  querido  favorecer  alguno,  hasta  que 
le  arrebató  una  ola  fuerte  y  dio  con  él  en  el  fondo. 

Tal  fué  la  relación  que  se  esparció  por  la  misión  de  la  muerte  del  pa- 
dre Francisco  Bazterrica,  pero  averiguada  mejor  de  los  misioneros  la 
cosa,  hallaron  que  no  nació  tanto  la  desgracia  de  la  tempestad  como  de 
la  mala  voluntad  y  disimulada  venganza  del  timonero  llamado  Sancho, 
á  quien  el  padre  había  reprendido  en  el  mismo  día  por  la  mala  costum- 
bre que  tenía  de  aporrear  á  su  mujer.  Creyóse  que  el  malvado  Sancho  se 
la  tuvo  guardada,  y  viendo  que  podía  ocultar  su  mal  designio  con  la  oca- 
sión y  pretexto  de  la  tempestad,  volvió  por  sí  mismo  la  canoa  y  no  quiso 
dar  socorro  á  su  buen  misionero.  Hízose  después  cargo  al  piloto  de  lo  que 
contra  él  resultaba,  y  él  se  mantuvo  firme  en  decir  que  no  había  muerto 
al  padre.  Pero  como  estaba  tan  fundada  la  sospecha,  se  le  desterró  al 
pueblo  de  Santiago  de  la  Laguna. 

Sucedió  la  muerte  del  P.  Francisco  Bazterrica  en  el  año  dicho  de  1754, 
á  30  de  Agosto,  día  consagrado  á  la  celebridad  de  Santa  Rosa  de  Lima, 
de  quien  era  muy  devoto.  Fué  natural  de  la  provincia  de  Guipúzcoa,  de 
bella  índole,  de  ingenio  claro,  y  lo  que  más  importa,  religioso  muy  peni- 
tente, humilde,  interior,  amigo  del  silencio,  dado  á  la  oración,  amado  de 
Dios  y  de  los  hombres.  Su  caridad  ardiente  con  los  prójimos  era  ya  muy 
conocida  en  el  colegio  máximo  de  Quito,  antes  que  bajase  á  las  misiones 
de  Mainas.  Díjose  que  el  P.  María  Franciscis,  siciliano,  misionero  des- 
pués del  Marañen,  oyó  de  boca  de  una  persona  santa  en  Europa,  cómo 
un  misionero  de  Mainas  moriría  en  el  tiempo  preciso  que  hemos  dicho, 
ahogado  en  el  río  Marañen,  y  que  no  se  hallaría  su  cadáver.  No  era  fá- 
cil encontrarle  en  tan  caudaloso  río,  y  no  pudiendo  los  indios  darle  se- 
pultura, se  contentaron  con  llorar  amargamente  la  muerte  de  su  buen 
padre,  que  tanto  les  había  querido  y  á  quien  amaban  tiernamente. 


CAPITULO  III 

FUNDA  EL  P .  ANDRÉS  CAMACHO  EL  PUEBLO  DE  NUESTRA  SEÑORA 
DE  LOS  DOLORES  EN  EL  PARTIDO  DE  PASTAZA 

Del  partido  bajo  del  Marañen  nos  llama  á  sus  alturas  la  fundación  de 
un  nuevo  pueblo,  formado  en  el  año  siguiente  de  55  en  el  partido  del  río 
Pastaza.  Fueron  sus  habitadores  los  Muratas,  ramo  ó  parcialidad  de  la 
nación  Andoa,  cuya  lengua  hablaban  sin  diversidad  en  la  substancia  y 
sin  diferencia  en  el  modo.  Hiciéronse  años  antes  varias  tentativas  para 
la  reducción  de  estas  gentes;  pero  se  hallaron  siempre  tantas  dificulta- 
des é  inconvenientes,  que  no  se  había  podido  lograr  nada  con  los  Mura- 
tas  hasta  que,  entrando  varias  veces  á  sus  montes  el  P.  Andrés  Cama- 
cho,  les  ganó  con  su  dulzura,  liberalidad  y  paciencia. 

Fué  señalado,  como  en  su  lugar  insinuamos,  por  los  años  de  42  como 


478  Misiones  del  Marañón  Español 

misionero  de  los  Andoas  el  P.  Enrique  Francen,  que,  habiendo  servido 
por  doce  años  el  curato  de  Archidona,  pasó  después  al  pueblo  del  Nom- 
bre de  Jesús.  Pero  alteró  tanto  sus  humores  el  temple  poco  sano  del  río 
Ñapo,  que  temiendo  perder  el  superior  tan  excelente  operario  le  trasla- 
dó luego  á  la  reducción  de  Santo  Tomé  de  Andoas.  Poco  tiempo  después 
de  su  llegada  empezaron  los  indios  á  informar  al  P.  Enrique  de  ciertos 
parientes  suyos  que  andaban  esparcidos  por  los  montes  pidiéndole  licen- 
cia para  hacer  un  descubrimiento  con  que  pensaban  aumentar  el  pue- 
blo, que  con  varias  epidemias  se  iba  disminuyendo.  Repetían  cada  día 
las  mismas  instancias,  añadiendo  que  la  entrada  seria  útil  y  ventajosa 
para  todos,  porque  al  fin  muchos  de  los  que  pensaban  encontrar  eran  sus 
parientes  y  allegados. 

Negábase  el  P.  Enrique  á  una  pretensión  que  le  parecía  muy  arries- 
gada, creyendo,  por  otra  parte,  que  no  se  lograría  el  descubrimiento, 
porque  otros  tres  misioneros  que  se  habían  empeñado  años  antes  en  el 
mismo  asunto  no  pudieron  siquiera  entablar  la  paz  con  aquellos  genti- 
les. Viendo  los  Andoas  la  firmeza  del  misionero  en  negarles  la  facultad 
deseada  y  que  se  escudaba  con  las  diligencias  repetidas  y  siempre  frus- 
tradas de  sus  antecesores,  no  por  eso  volvían  atrás  empeñados  en  la  em- 
presa. Discurrieron  otro  medio  que  le  haría  más  fuerza  que  los  pasados 
y  le  movería  á  condescender  con  ellos.  Expusieron  al  padre  los  grandes 
temores  en  que  andaban  en  sus  cacerías  y  pescas  por  el  río  Guazaga, 
y  particularmente  cuando  iban  á  formar  sus  canoas,  para  cuya  cons- 
trucción era  menester  detenerse  por  algunas  semanas.  Decían  que  en 
todo  este  tiempo  estaban  expuestos  á  una  repentina  sorpresa  que  les  cos- 
taría muy  cara,  y  que  no  podían  tener  paz,  quietud  ni  sosiego  mientras 
no  hiciesen  paz  con  sus  allegados  y  parientes,  y  que  á  ellos  mismos  los 
miraban  como  á  extraños  y  enemigos.  Tanto  hablaron,  dijeron  y  ponde- 
raron su  peligro,  que  hubo  de  ceder  finalmente  el  misionero,  el  cual,  ha- 
ciendo antes  las  advertencias  más  prudentes  sobre  la  moderación,  pre- 
vención y  cautela  que  debían  observarse,  fió  al  gobernador  del  pueblo  la 
empresa,  dándole  facultad  de  que  escogiese  los  indios  más  valientes  y 
de  mayor  satisfacción. 

La  expedición  que  parece  haberse  hecho  por  los  años  de  48,  fué  arre- 
glada en  todas  las  disposiciones,  pero  desgraciada  en  sus  efectos  para  los 
cristianos.  Llevaban  por  el  río  en  su  largo  viaje  canoas  pequeñas  de  ob- 
servación algo  avanzadas,  diligencia  del  todo  necesaria  para  no  ser  aco- 
metidos de  sorpresa,  y  por  la  noche  dormían,  por  la  misma  razón,  con 
centinelas  que  se  remudaban  hasta  el  amanecer.  Cuando  ya  llegaron  al 
sitio  que  por  rastros  seguros  sabían  no  estar  distante  délas  casas,  dejaron 
las  canoas  con  guardas,  y  saltando  los  demás  á  tierra,  empezaron  á  ca- 
minar con  guardias  avanzadas,  observando  el  orden  que  se  acostumbraba 
en  semejantes  entradas.  Mas  los  gentiles,  que  según  la  prevención  con 
que  los  esperaban  habían  descubierto  con  tiempo  á  los  Andoas,  acome- 
tieron y  cargaron  contra  los  cristianos,  de  manera  que,  por  más  que  hi- 


Libro  X.— Capítulo  III  479 

cieron  para  contener  el  primer  ímpetu  manteniéndose  unidos  y  en  la  de- 
fensa se  vieron  tan  estrechados  y  oprimidos  con  muertes  de  unos  y  heri- 
das de  otros,  que  hubieron  de  desunirse  y  tratar  sólo  de  salir  del  peligro, 
retirándose  apresuradamente  al  sitio  de  las  canoas. 

Este  lance  tan  mal  logrado  puso  en  el  mayor  cuidado  al  P.  Enrique, 
que  conocía  muy  bien  el  genio  guerrero  y  vengativo  de  los  Andoas,  y 
tuvo  hasta  que  hacer  en  contenerlos,  porque  irritados  de  la  bárbara  in- 
vasión y  furor  ciego  de  los  enemigos,  estuvieron  muchas  veces  á  punT;o 
de  ir  á  tomar  satisfacción  de  las  muertes  y  del  agravio.  No  fué  poco 
triunfo  de  sus  exhortaciones  persuadirles  un  perdón  cristiano,  á  que  como 
tales  estaban  obligados,  como  en  efecto  lo  consiguió  hasta  explicarse  los 
Andoas  en  términos  de  que  no  deseaban  otra  venganza  que  el  verlos  pa- 
cificados y  en  disposición  de  reducirse  á  la  fe  de  Jesucristo. 

Sosegados  ya  los  indios  de  Santo  Tomé,  recurrió  el  P.  Francisco  al  su- 
perior de  la  misión  y  al  teniente  de  Borja,  exponiendo  los  peligros  en  que 
vivía  su  gente  y  todo  el  partido,  el  buen  ánimo  y  resolución  de  los  An- 
doas, y  las  ventajas  que  se  podían  esperar  de  la  paz  y  reducción  de  aque- 
llos gentiles,  antes  que  se  fuesen  retirando  más  ú  ocultándose  de  manera 
que  no  se  pudiese  dar  con  ellos.  De  parte  del  teniente  no  había  dificultad 
alguna  en  ayudar  con  sus  fuerzas  á  los  Andoas,  y  se  ofrecía  gustoso  á 
cooperar  á  las  disposiciones  del  padre  superior  de  las  misiones.  Pero  la 
hubo  y  grande  de  parte  de  éste,  el  cual  era  uno  de  aquellos  misioneros 
que  tenían  siempre  á  mano  razones  de  inconvenientes  para  negarse  á  nue- 
vas empresas,  y  se  figuraban  vinculado  el  adelantamiento  de  la  misión 
en  mantenerse  con  la  conservación  de  lo  adquirido  por  sus  antecesores, 
sin  exponerse  al  riesgo  de  perderlo  todo  ó  no  asistir  bien  á  los  ya  reduci- 
dos. Errada  máxima  que  hizo  en  estos  tiempos  ver  caminar  la  misión  pre- 
cipitadamente á  su  ruina,  no  siendo  posible  mantenerse  sin  nuevos 
aumentos  de  gentiles  en  tantos  contrarios  de  pestes,  fugas  y  otros  traba- 
jos y  causas,  como  hizo  ver  la  experiencia  y  como  lloraron  en  todo  tiempo 
los  misioneros,  que  siempre  miraron  como  fin  de  su  ministerio  el  extender 
la  fe  de  .Jesucristo  por  todos  aquellos  bosques,  selvas  y  lugares  retirados 
sin  que  por  esto  corriese  algún  riesgo  lo  conquistado  ni  hubiesen  sido  me- 
nos cuidados  los  pueblos  ya  fundados. 

Entró,  finalmente  á  superior,  el  P.  Joaquín  Pietragrasa,  y  como  va- 
rón práctico  en  las  entradas  y  experimentado  en  las  misiones,  trató,  de 
acuerdo  con  el  teniente,  de  la  conveniencia  y  necesidad  de  la  empresa. 
Dio  cada  uno  sus  respectivas  disposiciones,  y  juntándose  en  el  día  acor- 
dado á  la  boca  del  río  Guazaga  doscientos  cincuenta  indios  de  Andoas 
y  otras  naciones,  con  trece  viracochas  y  un  cabo  que  gobernaba  la  ar- 
madilla,  empezaron  su  marcha.  Iba  por  capellán  de  la  armada  el  P.  An- 
drés Camacho,  compañero  del  P.  Enrique,  para  evitar  toda  violencia  y 
tropelía,  y  para  conquistar  más  antes  las  almas  con  buena  manera  y  re- 
galillos, que  los  cuerpos  con  armas.  Quince  días  navegaron  río  arriba 
con  todas  las  precauciones  necesarias,  y  dejadas  al  siguiente  las  canoas, 


480  Misiones  del  Marañón  Español 

por  no  poder  vencer  las  corrientes,  saltaron  á  tierra  y  caminaron  por  el 
monte  por  otros  ocho,  hasta  llegar  al  sitio  de  la  pasada  refrieg-a.  Conti- 
nuaron después  por  otros  observando  por  todos  lados  y  buscando  rastros 
y  huellas  de  gentiles,  mas  no  hallando  indicio  alguno  de  lo  que  preten- 
dían, se  determinaron  dar  la  vuelta,  perdida  toda  esperanza  de  lograr 
el  fin  de  la  jornada. 

Desde  esta  entrada  tan  penosa,  larga  y  arreglada  que  se  hizo  en  el 
año  de  54,  fué  juicio  común  de  los  blancos  y  de  la  mayor  parte  de  los  in- 
dios, que  el  choque  pasado  de  los  cristianos  con  los  gentiles,  había  sido 
con  los  Xívaros,  diestrísimos  en  sus  retiradas,  en  ocultar  todos  los  ras- 
tros, y  en  borrar  todas  las  señales  por  no  ser  descubiertos.  Pero  los  An- 
doas  pensaban  muy  de  otra  manera  y  con  sobrado  fundamento,  porque 
en  el  encuentro  pasado  conocieron  muy  bien  que  ni  las  armas,  ni  el  modo 
de  pelear  era  propia  de  los  Xívaros.  Fuera  de  que  por  las  voces  que  die- 
ron al  tiempo  de  acometer  conocieron  claramente  que  hablaban  su  len- 
gua, y  que  eran,  por  el  consiguiente,  de  su  nación.  Sin  embargo,  disimu- 
laron por  entonces  los  indios,  porque  no  les  tenía  cuenta  el  descubrir  la 
verdad,  que  á  poco  tiempo  descubrieron;  temían,  y  con  razón  que  si  la 
descubrían  se  les  recargase  la  culpa  de  la  expedición  mal  lograda,  y  se 
arrimaron  al  partido  de  no  declarar  que  les  hubiesen  conocido,  explicán- 
dose inclinados  á  que  serían  Xívaros,  como  por  las  señas  parecían.  De 
este  modo,  sobre  disculparse,  hacían  entrar  en  el  empeño  de  descubrir  á 
los  suyos  teniéndolos  por  Xívaros,  que  sabían  se  deseaban  con  ansias.  Así 
discurren  los  indios  en  las  cosas  que  pretenden,  y  no  siempre  los  euro- 
peos descubren  sus  sutilezas. 

Frustrada  la  expedición  por  el  río  Guazaga,  pensaron  después  de  al- 
gún tiempo  volver  por  sí  los  Andoas,  con  nuevo  artificio.  Hicieron  creer 
al  P.  Enrique  y  su  compañero,  que  en  sus  caminos  por  el  monte  en  se- 
guimiento de  la  caza,  hallaban  cada  día  nuevos  rastros  de  gente,  en  cuya 
especie  insistieron  por  seis  ó  siete  meses,  pidiendo  licencia  para  hacer 
nueva  prueba  por  sí  mismos,  y  entablar  paces  con  los  que  eran  cierta- 
mente de  la  nación.  Resistieron  los  padres  por  algún  tiempo,  oponiéndo- 
les nuevos  inconvenientes,  pero  ellos  porfiaban,  alegando  tales  motivos 
y  razones  de  que  no  eran  Xívaros  aquellos  montaraces,  sino  parientes 
suyos,  que  persuadido  el  P.  Camacho  de  la  verdad  de  los  indios,  se  resol- 
vió animosamente  á  la  entrada,  con  la  condición  expresa  de  que  todos 
debían  sujetarse  á  sus  disposiciones,  sin  menear  una  mano  sin  su  per- 
miso ó  licencia.  Porque  tenía  vivas  esperanzas  de  ganar  aquellos  genti- 
les sin  llegar  á  las  armas.  No  se  oponían  los  Andoas  á  una  condición  que 
era  muy  conforme  á  su  inclinación  y  gusto,  porque  no  trataban  ya  de 
vengarse,  sino  de  ganar  á  gente  con  quien  tenían  carne  y  sangre. 

Escogieron  los  cabos  señalados  por  el  P.  Camacho,  80  indios  los  más 
á  propósito  para  la  entrada  por  su  valor  y  por  su  capacidad,  y  enco- 
mendando la  empresa  á  Nuestro  Señor,  salieron  del  pueblo  el  día  12  de 
Mayo  de  1755.  Unos  fueron  por  agua,  llevando  las  canoas  al  puerto  de 


Libro  X.— Capítulo  III  481 

Guazaga,  y  otros  por  tierra,  de  cuatro  en  cuatro,  hasta  el  mismo  sitio. 
Emboscados  aquí  todos,  navegaron  por  el  río  14  días  sin  detenerse  en 
buscar  rastros.  Llegados  al  paraje  que  tenían  los  indios  bien  demarcado, 
hicieron  su  real,  asegurando  las  canoas.  Quedó  el  padre  en  este  sitio  con 
la  mayor  parte  de  la  gente  y  despachó  algunos  indios  en  buen  orden 
para  rastrear  por  el  monte,  con  el  orden  preciso  de  volver  atrás  si  halla- 
ban huellas  seguras.  Al  día  cuarto  volvieron  los  exploradores  con  la 
noticia  de  haber  descubierto  lo  que  se  pretendía.  Al  día  siguiente,  sin 
perder  tiempo,  determinó  el  padre  salir  con  su  gente  bien  ordenada  y  en 
mucho  silencio  hasta  acercarse  á  un  camino  ancho,  en  donde  se  dejaba 
oír  bastante  claramente  el  sonido  de  un  tamborcillo  que  tocaban  los 
gentiles  en  una  casa  no  distante.  Hízose  alto  en  este  lugar  hasta  la  ma- 
ñana, en  que,  repartidos  los  nuestros  por  uno  y  otro  lado  del  camino, 
fueron  cogiendo  las  sendas,  apostándose  de  manera  que  podían  ver  sin 
ser  vistos  á  los  que  se  fueren  acercando.  A  poco  tiempo  de  haber  estado 
en  vela  y  acechando  á  todas  partes,  divisaron  un  mocetón  que  venía  ca 
minando  hacia  donde  estaban  dispuestos.  Dejáronle  entrar  bien  en  me- 
dio de  la  emboscada,  y  cuando  tenían  tomada  la  salida  por  uno  y  otro 
extremo,  asegurados  que  era  uno  solo  hicieron  llamada,  batiendo  las  ro- 
delas con  las  lanzas  por  una  y  otra  parte.  Quiso  el  mozo  hacer  frente  á 
uno  que  hacía  el  ademán  de  acometerle,  pero  dándole  éste  prontamente 
con  la  rodela  en  el  pecho  le  derribó,  sin  lesión  alguna,  en  el  suelo.  Ro- 
deáronle los  demás,  y  al  verse  rodeado  de  rodelas  y  lanzas,  gritó  despa- 
vorido diciendo:  «No  me  matéis.»— «Nadie  te  matará  ni  hará  daño  ningu- 
no, respondió  el  principal,  que  somos  tus  paisanos.» 

Sosegado  enteramente  el  gentil  con  las  buenas  palabras  de  los  An- 
doas,  avisaron  éstos  al  P.  Andrés  Camacho,  diciéndole  muy  alegres  que 
hablaba  el  mozo  en  su  lengua  y  que  era  de  los  Muratas  Andoas,  que  por 
tantos  años  se  habían  buscado.  El  padre  le  acarició  cuanto  pudo  para 
quitar  toda  sospecha  y  miedo,  y  le  expuso  el  motivo  de  su  venida  y  cómo 
deseaba  ver  al  cacique  para  tratar  con  él  y  con  toda  la  nación  de  paz  y 
de  lo  demás  que  pretendía.  Consiguióse  sin  dificultad,  por  medio  del 
mozo,  la  entrada  pacífica  en  la  casa  donde  se  hallaba  el  cacique  para 
tratar  con  él,  y  fueron  agasajados  los  huéspedes  como  parientes,  y  éstos 
respondieron  con  los  regalillos  que  apetecen  los  gentiles.  En  dos  días 
que  aquí  se  detuvo  el  misionero  no  sólo  entabló  las  paces,  pero  les  dejó 
muy  aficionados  á  su  trato  y  al  de  los  cristianos.  Bautizó  en  este  primer 
viaje  18  párvulos,  que  le  ofrecieron  voluntariamente  en  señal  de  que  se 
juntarían  todos  los  Muratas  de  los  contornos  en  población  y  se  pondrían 
en  manos  y  á  la  dirección  de  los  misioneros.  Empezaron  á  formar  su  re- 
ducción en  otro  segundo  viaje  que  hizo  el  padre  para  más  aclarar  la  eje- 
cución, y  se  juntaron  por  entonces  en  las  cercanías  de  Guazaga,  158  Mu- 
ratas  Andoas,  poniendo  el  pueblo  bajo  el  patrocinio  de  Nuestra  Señora 
de  los  Dolores. 

Para  el  más  seguro  establecimiento  del  pueblo,  ordenó  el  P.  Enrique 

31 


482  MisiONKS  DEL  Marañón  Español 

Francen  que  pasase  á  los  Muratas  el  capitán  D.  Andrés  Guamusuri  Cu- 
charama,  y  el  alférez  D  Francisco  Mirruama  con  sus  mujeres,  á  fin  de 
dar  calor,  fomentar  y  dirigir  la  ejecución  de  la  iglesia,  casas  y  demás 
fábricas.  Pero  esta  providencia  tan  necesaria  en  los  principios  de  las  re- 
ducciones, puso  á  peligro  de  perder  ésta  cuando  apenas  empezaba  á  me- 
recer este  nombre,  por  la  muerte  violenta  y  muy  sentida  que  dio  un  Mu- 
rata  al  alférez  Mirruama.  Mas  quiso  Dios  que  tan  bárbaro  atentado  no 
tuviese  otra  resulta  que  la  retirada  del  homicida  y  sus  allegados,  los  cua- 
les no  pararon  hasta  el  río  Morona.  Para  evitar  estos  daños  y  otros  que 
fácilmente  sucedieron  en  los  pueblos  distantes,  se  tuvo  por  conveniente 
mudar  la  reducción  á  sitio  más  cercano  y  colocarla  en  la  banda  austral 
de  Guazaga,  Así  se  excusaban  los  raudales  que  hacían  largos  los  viajes. 
De  este  último  sitio  se  abrió  después  camino  para  los  Andoas,  con  sola  la 
travesía  de  tres  días,  y  en  el  año  de  61  se  descubrió  otro  de  un  solo  día 
para  los  indios  y  de  día  y  medio  para  los  misioneros.  Esta  cercanía  fué 
muy  ventajosa  al  pueblo  de  los  Dolores,  y  los  Muratas  se  fueron  civili- 
zando y  acomodando  á  los  estilos  y  prácticas  de  las  demás  reducciones. 


CAPITULO  IV 

PASA   EL  P.   MANUEL  URIARTE  Á  SAN  PABLO   DE   NAPEANOS 

Restablecido  de  sus  males  el  P.  Uriarte  en  San  Joaquín  de  Omaguas, 
y  cicatrizada  bien  la  herida  de  la  cabeza,  fué  señalado  del  padre  supe- 
rior Pietragrasa  por  misionero  de  los  Napeanos.  Había  cuidado  de  esta 
reducción  el  P.  José  de  Vahamonde  por  diez  y  siete  años,  y  como  hom- 
bre nacido  para  tratar  con  los  gentiles,  diestro  en  ganar  las  voluntades, 
y  aplicado  al  ministerio  en  que  le  había  puesto  el  cielo  con  particular 
providencia,  llegó  á  formar  un  pueblo  de  los  más  lucidos  de  toda  la  mi- 
sión. Admiraba  á  todos  el  orden  de  la  iglesia  y  casas,  la  perfección  del 
gobierno,  la  subordinación  de  los  indios,  la  asistencia  á  las  funciones  de 
la  iglesia  y  la  abundancia  de  todo  lo  necesario  para  el  sustento  de  la 
gente.  Estaba  fundada  la  reducción  en  un  sitio  alto  y  llano  sobre  una 
hermosa  laguna  que  desagua  por  el  oriente  en  el  río  Nanai.  Tenía  una 
plaza  muy  capaz  y  despejada ;  estaba  en  medio  la  iglesia  vistosa  y  de 
tres  naves,  junto  á  ella  la  casa  del  misionero  con  sus  claustros  á  modo  de 
colegio  con  tres  aposentos  altos  y  otros  tres  bajos.  La  cocina  ó  casa  de 
recogimiento  era  correspondiente  á  lo  demás.  Todo  estaba  grandemente 
alhajado,  y  hasta  las  casas  de  los  indios  fuera  de  estar  bien  formadas,  y 
colocadas  con  gusto  y  simetría,  mirando  todas  á  la  iglesia,  tenían  todos 
los  muebles  que  se  podían  desear;  tanto  se  esmeró  aquel  padre  de  fami- 
lias en  atender  á  los  Napeanos  para  que  no  les  faltase  nada  en  lo  tempo- 
ral y  acudiesen  con  gusto  á  lo  espiritual.  Y  para  que  no  se  echase  nada 
de  ¡menos,  introdujo  telares  en  el  pueblo  de  que  nacía  que  los  Napeanos 


Libro  X.— Capítulo  IV  483 

andaban  todos  bien  vestidos  y  eran  conocidos  por  el  traje  entre  los  de- 
más indios. 

Esta  reducción  cayó  en  manos  de  un  misionero  harto  diferente  del  pa- 
dre José  Vahamonde,  su  fundador.  Porque  señalado  éste,  como  vimos, 
para  San  Ignacio  de  Pevas,  á  sosegar  los  alborotos  ocasionados  de  la 
muerte  de  su  misionero,  bajó  á  los  Napeanos  otro  sacerdote,  no  sé  si  diga 
sin  vocación  del  cielo  ó  que  no  quiso  corresponder  á  ella.  No  escribo 
de  buena  gana  este  lunar  de  la  misión  de  Mainas,  pero  tampoco  puedo 
omitirlo,  así  por  no  faltar  á  la  verdad  de  la  historia,  como  porque  puede 
servir  de  documento  á  los  que  se  dignare  el  Señor  de  llamar  para  tra- 
bajar entre  gentiles,  y  para  que  ninguno  se  fíe  del  alto  puesto  ó  minis- 
terio en  que  se  halla,  antes  bien,  qui  stat  videat  ne  cadat.  El  nuevo  misio- 
nero de  San  Pablo,  en  el  cortísimo  tiempo  que  vivió  en  la  reducción,  que 
sería  un  año,  no  sirvió  de  otra  cosa  que  de  atrasar  el  pueblo.  Tomaba 
las  prácticas  de  la  misión  con  mucha  frialdad,  y  tenía  puesto  su  corazón 
en  otros  cuidados  indignos  de  su  ministerio.  íComo  á  otro  Judas  le  entró 
el  diablo  por  la  codicia,  que  hasta  en  los  puestos  más  sagrados  se  suele 
meter  este  monstruo,  y  dio  en  juntar  algunas  arrobas  de  cera  con  el  pre- 
texto que  le  sugería  el  enemigo  de  remediar  y  socorrer  á  su  padre.  Pero 
el  Señor,  que  vela  sobre  los  suyos,  dispuso  que  luego  lo  oliesen  los  supe- 
riores, y  llamado  á  Quito  el  indigno  misionero,  fué  despedido  de  la  Com- 
pañía. 

Era  preciso  enviar  á  San  Pablo  otro  sujeto  que  con  su  fervor,  desinte- 
rés y  celo  reparase  las  quiebras  del  ministro  retirado,  y  edificase  á  los 
indios  con  obras  y  palabras.  Puso  los  ojos  el  superior  en  el  P.  Manuel 
Uriarte,  que  recibió  la  asignación  con  grande  voluntad,  porque  siempre 
le  tiraba  gente  nueva,  y  esperaba  conseguir  mucho  fruto  en  la  nación 
Iquita  que  estaba  al  cargo  del  misionero  de  San  Pablo.  Previno  luego  su 
viaje,  y  salió  á  su  destino  por  el  Marañen,  de  donde  entró  en  el  Nanai  en 
que  navegó  por  nueve  días  hasta  la  reducción.  No  dejaron  de  sucederle 
en  este  largo  viaje  algunos  casos  particulares  con  que  le  consoló  Su  Ma- 
jestad en  los  peligros  del  camino.  Apenas  salieron  de  San  Joaquín, 
cuando  arrimaron  los  indios  la  canoa  á  un  monte  alto  para  comer,  y  en 
esto  descubrió  el  misionero  la  Providencia  de  Dios  en  salvar  un  alma. 
Tenía  cerca  del  rancho  su  casita  un  capitán  gentil,  Masamae,  cuya  mu- 
jer acababa  de  parir  una  criatura  delicada.  Súpolo  el  padre  y  fué  pron- 
tamente á  la  choza,  bautizó  á  la  criatura,  y  luego  voló  al  cielo  como  si 
estuviera  esperando  el  agua  del  santo  bautismo.  Por  la  tarde  se  levantó 
una  furiosa  tempestad  en  el  Marañen;  pero  los  indios,  con  destreza,  en- 
derezaron la  canoa  á  una  playa  cubierta  de  poca  agua,  y  aferrándola 
bien  con  las  tánganas  en  la  tierra,  dieron  lugar  á  que  la  tempestad  des- 
bravase. Hicieron  noche  cerca  de  este  sitio  en  una  mesa  de  tierra  que  so- 
bresalía del  agua  como  media  vara,  y  he  aquí  otra  Providencia  del  Se- 
ñor en  salvar  á  dos  niños  Amaonos  como  de  diez  á  doce  años,  los  cuales, 
habiendo  huido  de  los  Omaguas,  se  hallaban  los  pobres  aislados  sin  poder 


484  Misiones  del  Marañón  Español 

salir  de  aquel  sitio  por  haberles  llevado  el  río  la  canoa.  Recogió  el  padre 
los  niños,  y  habiendo  rezado  todos  el  rosario,  procuraron  reposar.  No  fué 
tan  cumplido  el  reposo  como  se  prometían,  porque  creciendo  el  agua  se 
anegó  toda  la  playa,  y  si  un  indio  no  lo  advierte  con  tiempo,  se  lleva  los 
ranchos  estando  todos  dormidos.  Recogiéronse  á  la  canoa,  y  comenzaron 
á  caminar  de  noche  y  evitaron  el  peligro. 

Como  los  bogas  eran  prácticos  en  aquellos  ríos,  y  sabían  bien  los  pe- 
ligros que  había  de  aquella  parte  del  Marañón,  metieron  la  canoa  por 
una  quebrada  llamada  Itayay,  y  por  ella  salieron  felizmente  al  rio  Na- 
nai,  que  aunque  profundo  y  caudaloso,  no  es  muy  ancho  ni  precipitado. 
Corre  el  Nanai  por  terreno  muy  llano,  hace  inmensos  rodeos,  vueltas  y 
caracoles,  su  agua  es  fresca  y  clara,  tiene  muchas  lagunas  y  ensena- 
das abundantes  de  pescados,  y  en  particular  sus  charapas  son  gordísi- 
mas. Las  frutas  de  sus  riberas  son  diversas  y  regaladas;  descúbrese  en 
ellas  mucha  abundancia  de  cacao,  y  de  otro  grano  muy  parecido,  algo 
más  blanco,  pero  son  tantos  los  monosque  hay  en  estos  parajes,  que  sino 
se  dan  prisa  los  indios  á  cogerlo,  lo  comen  luego  que  empieza  á  madu- 
rar. A  seis  días  de  navegación  por  el  Nanai,  no  lejos  de  la  boca  del  río 
Blanco,  hicieron  alto  en  el  pueblo  desamparado  de  Santa  María  de  la 
Luz,  de  Masamaes.  Al  ver  el  misionero  sitio  tan  hermoso,  y  considerando 
que  se  había  acabado  esta  reducción  fundada  con  grandes  fatigas  por  el 
P.  Vahamonde,  á  causa  de  haberse  consumido  los  vecinos  de  peste  y  epi- 
demia, le  dio  Dios  á  entender  el  mucho  fruto  que  se  había  de  lograr  en 
este  desierto  y  le  infundió  una  grande  confianza  de  restaurar  el  pueblo 
con  el  patrocinio  de  María  Santísima,  cuyo  nombre  había  tenido.  Dijo 
Misa  en  aquel  lugar,  encomendando  á  su  Majestad  la  restauración,  y  en 
señal  de  ella  colocó  una  gran  cruz.  Caminaron  otros  tres  días  río  arriba 
y  metiéndose  á  las  veces  por  atajos  de  varios  caños  que  sabían  los  indios, 
y  donde  corría  el  agua  rapidísimamente.  Era  cosa  que  asombraba  al  mi- 
sionero ver  la  destreza  con  que  conducían  los  indios  la  canoa  por  medio 
de  tantos  estorbos  y  malezas,  cortando  con  agilidad  y  ligereza  los  árbo- 
les atravesados  con  sus  hachas,  las  ramas  con  sus  machetes  y  las  vari- 
tas más  delgadas  con  los  dientes  tan  tiesos,  agudos  y  tajantes  que  todo  lo 
llevaban  como  si  fueran  guadañas.  Es  verdad  que  aquí  tuvieron  algunos 
sustos,  pero  el  Señor  los  sacó  á  salvo,  logrando  matar  en  estas  estrechu- 
ras un  horroroso  caimán  que  les  amenazaba  con  72  colmillos.  Tantas 
armas  presentaba  este  monstruo  contra  la  pequeña  canoa. 

Llegó,  finalmente,  el  P.Uriarte  en  la  octava  de  la  Natividad  de  Nues- 
tra Señora  á  su  destino  de  San  Pablo  de  los  Napeanos,  y  como  su  ante- 
cesor había  pensado  no  sólo  en  volver  á  Quito,  sino  en  dejar  la  sotana, 
halló  á  los  indios  algo  montaraces  y  que  habían  caído  de  aquellas  prác- 
ticas y  distribuciones  con  que  su  fundador  les  había  formado  racionales, 
cultos  y  cristianos.  Aplicóse  al  rezo,  á  la  doctrina,  á  las  confesiones  y 
pláticas.  Procuró  que  los  alcaldes,  fiscales  y  semaneros  hiciesen  con 
puntualidad  sus  oficios;  puso  en  orden  la  cocina  ó  casa  de  recogimiento 


Libro  X.— Capítulo  IV  485 

donde  una  viuda  ejemplar  y  anciana  criaba  un  buen  número  de  niñas  y 
huérfanas.  Tenía  sus  delicias  con  los  niños,  que  le  parecían  más  despier- 
tos que  en  otras  partes  y  aprendían  cuanto  se  les  enseñaba;  pero  más 
particularmente  enseñaba  á  unos  seis  chicos  que  vivían  en  su  casa  como 
en  un  seminario  y  dormían  en  su  mismo  aposento.  Hacíase  la  doctrina 
en  la  iglesia  en  tres  lenguas  diferentes,  en  Yamea,  en  Iquita  y  en  la  ge- 
neral del  Inga,  y  en  todas  ellas  encontró  catecismos  é  instrucciones  de 
que  se  valía  el  P.  Vahamonde  según  la  diversa  calidad  de  las  naciones. 
Gustóle  al  P.  Uriarte  la  distribución,  conociendo  que  este  medio  le  faci- 
litaba mucho  la  enseñanza;  pero  tuvo  que  aplicarse  con  mucho  calor  á 
á  las  dos  lenguas  Iquita  y  Yamea  que  hasta  entonces  no  había  saludado. 
Y  no  era  pequeño  trabajo  lidiar  á  un  tiempo  con  dos  nuevas  lenguas,  di- 
ferentes y  que  tienen  muy  poca  semejanza  con  las  dos  de  los  Encabella- 
dos  y  Omaguas,  que  había  aprendido  los  años  pasados.  Pero  la  caridad 
todo  lo  vence,  y  el  celo,  que  inflama  la  voluntad,  aviva  también  el  enten- 
dimiento y  despeja  la  memoria,  porque  apoderándose  del  alma  toda,  me- 
jora las  potencias  y  de  ellas  se  ayuda  admirablemente  para  el  fin  que 
pretende. 

Al  paso  que  se  iban  asentando  las  cosas  en  el  pueblo  de  San  Pablo, 
procuraba  también  el  misionero  adelantar  los  Iquitos  de  Santa  Bárbara, 
anejo  de  Napeanos,  y  distante  un  día  de  camino  de  San  Pablo.  Hizo  allí 
varios  bautismos,  proveyó  de  herramientas  y  procuró  perfeccionar  la 
iglesia  empezada,  dejando  con  los  Iquitos  su  mismo  mozo,  para  que  les 
enseilase  á  concluir  la  fábrica  é  hiciese  con  ellos  todos  los  días  la  doctri- 
na cristiana.  En  uno  de  los  viajes  que  hizo  á  Santa  Bárbara,  le  sucedió 
un  caso  particular  que  descubre  lo  que  es  la  gente  nueva.  Un  mocetón 
Iquito,  tan  alto  que  tenía  dos  varas  y  media,  y  tan  inocente  que  no  pare- 
cía haber  pecado  en  Adán,  por  no  ponerse  la  camisa  de  lienzo  que  le 
daba  el  padre,  se  huyó  á  la  heredad  diciendo  que  estaba  mejor  desnudo; 
llamóle  el  misionero,  y  viniendo  luego,  se  la  puso  porque  se  lo  mandaba. 
Pasado  algún  tiempo  se  bautizó  y  murió  como  un  ángel.  Más  gozo  causó 
al  misionero  otro  bautismo  singular  que  hizo  en  San  Pablo,  en  una  vieja 
Masamae  que  trajeron  al  monte  sus  hijos  en  una  pobre  camilla.  Habían 
escapado  al  monte  dos  años  antes,  y  como  la  madre  conociese  que  se 
acercaba  su  fin,  hizo  que  la  llevasen  al  pueblo  para  morir  bautizada. 
Luego  que  el  padre  supo  la  nueva,  fué  corriendo  á  donde  estaba  la  Ma- 
samae, que  parecía  un  esqueleto,  sin  más  movimiento  que  la  de  la  piel 
de  los  labios  para  responder  á  lo  que  le  preguntaban.  Como  la  halló  bien 
instruida,  luego  la  bautizó,  temiendo  que  por  momentos  expirase.  Reci- 
bido el  santo  bautismo,  abrió  los  ojos,  miró  al  padre  risueña,  como  agra- 
deciendo el  beneficio,  y  los  volvió  á  cerrar  con  la  muerte.  Los  hijos  se 
quedaron  en  el  pueblo,  diciendo  que  así  se  lo  había  mandado  su  madre. 


486  Misiones  del  Marañón  Español 

CAPÍTULO  V 

restauración  del  antiguo  PUEBL.')  de  santa  MARÍA  DE  LA  LUZ 

Sabiendo  los  gentiles  del  monte  el  buen  recibimiento  que  á  todos  pro^ 
metía  el  P.  Uñarte  en  el  pueblo  de  San  Pablo,  venían  varios  á  visitarle 
y  le  daban  buenas  esperanzas  de  poblarse.  Entre  otros  llegaron  al  pue- 
blo algunos  Iquitos  del  río  Chambira  y  Necamumu,  que  años  antes  se  ha- 
bían Juntado  con  el  título  del  Corazón  de  Jesús  de  Maracanos,  y  estaban 
distantes  ocho  días  de  camino  de  los  Napeanos.  Tomó  el  misionero  noti- 
cias muy  particulares  de  esta  gente,  y  se  resolvió  á  hacer  una  entrada 
por  aquellas  tierras  con  la  esperanza  de  renovar  aquella  reducción.  En 
realidad  todo  convidaba  á  que  se  hiciese  algún  esfuerzo  para  recoger 
aquellos  pobres  gentiles,  porque  le  había  ya  llegado  una  canoa  grande  y 
fuerte  que  llevó  su  antecesor,  tenía  muy  buenas  provisiones  de  lienzos, 
herramientas  y  anzuelos;  las  cosechas  estaban  ya  maduras,  y  los  man- 
tenimientos abundantes.  Habló  á  los  Iquitos  del  pueblo,  y  todos  venían 
en  que  se  hiciese  la  expedición,  ofreciéndose  á  porfía  para  acompañarle. 
Sólo  un  viejo  llamado  Siasiu  era  de  parecer  contrario  y  decía  al  misio- 
nero: «Padre,  no  vayas  allá  que  te  han  de  matar,  porque  son  alevosos^ 
y  cuando  entró  el  P.  Triarte  con  un  cabo,  los  desafiaban  á  pelear». 

El  misionero,  encomendando  á  Dios  el  negocio  por  algunos  días  y  to- 
mando por  patrona  de  la  empresa  á  Nuestra  Señora  de  la  Luz,  armó  cin- 
co canoas,  escogió  cuarenta  indios,  y  enarbolando  en  la  capitana  una 
imagen  de  Nuestra  Señora  de  la  Luz  que  había  de  ser  la  conquistadora, 
se  embarcó  con  su  mozo  y  con  un  buen  intérprete  llamado  Crisóstomo. 
Salieron  todos,  bajando  dos  días  por  el  Nanai.  De  aquí  comenzaron  á  su- 
bir por  el  río  Blanco,  en  cuya  playa  hicieron  rancho  el  día  cuarto,  dur- 
miendo los  indios  como  suelen  sobre  la  arena,  y  descansando  el  padre 
con  su  mocito  en  la  canoa.  Mas  á  dos  horas  de  noche  despertó  el  misione- 
ro por  un  golpe  fuerte  que  dio  la  canoa  en  que  dormía.  Parecióle  al  prin- 
cipio, no  estando  del  todo  despejado,  que  caminaba  la  canoa  y  que  la  se- 
guían los  demás;  pero  causándole  un  poco  de  armonía  un  golpe  tan  fuerte, 
se  levantó,  y  no  viendo  á  nadie,  observó  que  las  corrientes  llevaban  la 
canoa,  y  acabó  de  entender  que  se  había  soltado.  Gritó  luego  á  los  indios, 
cuyas  fogatas  todavía  divisaba,  y  ellos,  despavoridos  por  el  susto,  se 
echaron  luego  al  agua  y  se  dieron  tan  buena  maña,  que  alcanzando  la  ca- 
noa la  recogieron  y  ataron  mejor.  El  día  sexto,  dejando  á  la  izquierda  el 
río  Blanco,  entraron  por  el  Necamumu,  más  pequeño  pero  más  rápido  y 
lleno  de  palos  y  ramaje.  Mucho  dieron  que  hacer  tantos  estorbos  á  los  in- 
dios, y  faltó  poco  para  que  no  volvieran  atrás  acobardados  de  tanta  difi- 
cultad. Entre  otros,  encontraron  un  árbol  largo  y  grueso  atravesado,  que 
fué  menester  cortar  por  tres  veces,  apeándose  el  misionero  y  metiéndose 


Libro  X.— Capítulo  V  487 

en  el  agua  hasta  los  hombros  para  animar  á  los  indios  que  ya  desmaya- 
ban y  se  daban  por  vencidos.  Finalmente,  al  cabo  de  algún  tiempo  lo- 
graron, á  fuerza  de  brazos,  que  la  canoa  grande  resbalase  entre  los  rai- 
gones y  pasase  del  otro  lado. 

Después  de  siete  días  de  navegación  con  las  molestias  referidas,  repa- 
raron, como  á  las  tres  de  la  mañana,  en  una  canoita  con  dos  personas. 
Dijo  el  padre  á  sus  Napeanos  que  sin  hacerles  daño  ninguno  se  las  traje- 
sen. Al  punto  obedecieron,  y  cercando  á  los  de  las  canoillas  que  grita- 
ban y  pedían  socorro,  les  trajeron  á  donde  estaba  el  misionero.  Este  les 
acarició,  regaló  y  sosegó.  Era  un  indio  y  una  india.  Al  indio  le  dio  un  cal- 
zón de  rayadillo  muy  vistoso,  y  á  la  india  una  buena  pampanilla.  Fuera 
de  esto,  los  llenó  de  donecillos  y  les  envió  á  sus  parientes  diciendo  que  no 
temiesen,  que  venía  un  padre  á  verlos,  visitarlos  y  regalarlos.  Partieron 
contentísimos  con  la  buena  acogida  y  con  tantos  regalos,  é  hicieron  tan 
bien  el  encargo,  que  al  día  siguiente  por  la  mañana  en  que  tomaron  los 
nuestros  el  puerto,  encontraron  en  él  al  cacique  y  á  su  gente  que  les  es- 
taban aguardando.  Todos  estaban  pintados  y  adornados  á  su  modo;  can- 
taban, saltaban  y  brincaban  al  son  de  unos  pífanos  y  tamborcillos.  Tra- 
ían los  hombres  sus  cerquillos  como  frailes,  y  en  medio  unas  coronas  co- 
loradas de  achote,  y  muchos  de  ellos  sus  orejas  y  narigueras  de  conchas 
vistosas  y  relucientes.  Las  mujeres  estaban  con  sus  pequeñas  pampani- 
llas tejidas  de  chambira  con  flecos  de  Conchitas  entreverados  con  granos 
de  frutas  blancas  á  manera  de  gargantillas  y  con  dientes  de  monos  y  de 
puercos.  Las  arracadas  eran  de  sartas  de  frutillas  como  mijo,  y  remata- 
ban en  Conchitas  triangulares.  Los  niños  y  las  niñas,  adornados  también 
á  su  modo,  se  abalanzaban  á  la  canoa  del  padre,  y  como  eran  muchos  y 
hablaban  todos  á  un  tiempo,  no  se  entendía  qué  querían  ni  qué  pedían, 
hasta  que,  reparando  el  misionero  que  arqueaban  el  índice  y  el  llevaban 
á  la  boca,  conoció  que  pedían  anzuelos  y  dijo  que  á  todos  regalaría  por- 
que traía  consigo  muchas  cosas  que  repartir  con  ellos. 

Después  de  este  primer  encuentro,  tan  gustoso  al  misionero,  le  llevó 
el  cacique  á  una  casa  grande  que  habían  desocupado  para  los  huéspe- 
des. Trajeron  bebidas,  frutas  y  pescados  en  mucha  abundancia,  de  ma- 
nera que  sobraron  víveres  para  toda  la  comitiva  del  padre  en  el  tiempo 
que  aquí  se  detuvo  con  los  Iquitos.  Preguntáronle ,  entre  otras  cosas, 
cómo  había  llegado  á  tierras  tan  apartadas.  De  aquí  tomó  ocasión  el  pa- 
dre para  hablarles  largamente  en  esta  substancia:  «Hijos  míos,  yo,  sólo 
por  quereros  bien,  he  dejado  mis  parientes  y  hermanos  allá  donde  nace 
el  sol;  y  sabiendo  por  mis  Napeanos  cómo  estabais  sin  anzuelos,  he  ve- 
nido á  traerlos  y  aquí  los  tengo.  Tomad,  que  para  vosotros  son  (y  repar- 
tió como  300  anzuelos  á  uno  por  persona).  Pero  habéis  de'  saber  que  he 
tenido  grande  trabajo  en  este  viaje.  Se  me  soltó  la  canoa  estando  dur- 
miendo y  por  poco  no  me  ahogo;  los  palos  atravesados  en  el  río  me  hi- 
cieron meter  en  el  agua  hasta  la  garganta  y  no  sé  cómo  salí  salvo.  Yo 
os  quisiera  ver  á  menudo  y  proveeros  de  herramientas  y  vestidos ;  pero 


488  Misiones  del  Marañón  Español 

estando  aquí  vosotros  tan  distantes  de  nuestro  pueblo,  no  me  atrevo  á 
venir,  ni  mis  indios  me  dejarán.  Ved  aquí  las  hachas  que  traigo,  las 
cuales  son  bastantes  por  ahora  para  hacer  el  desmonte  en  la  boca  del 
río  Blanco.  Yo  las  dejaré  al  cacique  y  á  los  principales,  para  que  con 
ellas  comiencen  á  limpiar  el  sitio.  Mis  indios  Ñapeados  os  ayudarán  con 
mucho  gusto  á  llevar  los  trastos  en  sus  canoas  y  os  darán  plantas  y  se- 
millas para  vuestras  sementeras.  Entre  tanto  que  maduran  las  que  aquí 
tenéis,  podéis  venir  con  nosotros  é  iréis  haciendo  vuestras  casas,  y  pri- 
mero la  casa  grande  de  Dios  y  después  otra  pequeña  para  el  padre.  Ve- 
nid, que  yo  os  lo  enseñaré  todo,  y  ante  todas  cosas  el  camino  de  ir  al  cie- 
lo y  escapar  del  fuego  que  está  quemando  allá  bajo  á  los  malos.  De  co- 
mer hay  mucho  en  el  pueblo,  para  socorreros  seis  meses  y  más.  Ea,  ¿qué 
decís?  ¿Queréis  veniros  conmigo?» 

Respondió  luego  á  voz  en  grito  un  mocito  llamado  Miguel:  «Vamos 
allá,  padre;  yo  haré  el  primero  el  desmonte.»  Es  cosa  bien  singular  que 
sólo  este  mozo  estaba  vivo  de  los  que  catorce  años  antes  había  bautiza- 
do, como  vimos,  el  P.  Martín  Iriarte.  Todos  los  demás  bautizados  habían 
ya  muerto  antes  que  fuesen  capaces  de  malicia.  A  Miguelillo  siguió  lue- 
go el  cacique,  y  todos  á  una  voz  dijeron:  «Allá  vamos,  allá  vamos.»  Es 
verdad  que  ayudaron  no  poco  á  la  resolución  de  los  Iquitos  los  indios  Na- 
peanos,  y  particularmente  el  intérprete,  que  era  muy  fiel  y  expresivo. 
Tanto  importa  á  los  misioneros  llevar  consigo  en  las  entradas  indios 
probados  y  que  miren  la  entrada  como  suya. 

Tomada  ya  la  determinación,  todos  se  retiraron  á  descansar.  Al  día 
siguiente  bautizó  el  padre  50  párvulos,  á  quienes  dio  sus  medallitas  y  ca- 
misetas. Hizo  después  un  catálogo  con  toda  distinción  de  todas  las  fami- 
lias, que  eran  muchas,  como  se  deja  entender  de  tantos  niños;  y  aunque 
las  casas  eran  solamente  catorce  ó  quince,  pero  ya  el  cacique  y  los  prin- 
cipales habían  recogido  los  que  andaban  dispersos  por  los  montes.  No  se 
trataba  ya  sino  de  viaje.  Todo  era  repique  de  batanas  y  de  tambores  y 
todo  sonaba  alegría.  Viendo  las  cosas  en  tan  buen  estado,  repartió  el 
padre  las  hachas  al  cacique  y  á  los  principales,  distribuyó  machetes, 
alargó  cuchillos  y  dio  á  las  mujeres  pampanillas  largas  de  lona,  que  les 
cubrían  bien  las  rodillas.  Ellos  iban  llevando  sus  trastos  y  acomodándo- 
los en  sus  canoas  y  en  las  de  los  Napeanos  con  tal  prisa,  que  como  eran 
tantos,  casi  se  hundían  las  barcas,  como  allá  las  de  San  Pedro,  con  cuya 
memoria  se  enternecía  el  misionero  y  no  cesaba  de  dar  gracias  á  Dios 
por  tanta  pesca.  Hasta  un  pobrecito  tullido  vino  arrastrando  y  se  metió 
con  los  demás. 

Salieron  todos  por  la  mañana  después  de  haber  dicho  el  padre  la  santa 
Misa  y  encomendado  al  Señor  el  viaje.  Quiso  Su  Majestad  que  no  hubiese 
estorbos  de  travesía  por  venir  el  río  alto  y  muy  crecido,  y  que  en  po- 
cos días,  sin  novedad  ni  desgracia,  llegase  toda  la  tropa  al  antiguo  sitio 
de  Santa  María  de  la  Luz.  Desembarcados  los  trastos,  desmontaron  con 
facilidad,  como  eran  muchos,  todo  el  campo  necesario  para  un  buen 


Libro  X.— Capitulo  V  489 

pueblo  con  el  título  de  Santa  María  de  la  Luz  y  de  los  Sagrados  Corazo- 
nes. Plantóse  una  cruz  muy  grande  y  hermosa  en  la  que  había  de  ser 
plaza,  hiciéronse  de  prestado  ranchos  y  cabanas,  y  en  particular  una 
más  capaz  para  capilla,  con  su  división  para  morada  del  misionero,  en- 
tre tanto  que  se  formaba  el  pueblo.  Era  el  sitio  de  lo  más  delicioso  y  có 
modo  que  se  podía  desear,  alto,  seco  y  al  parecer  de  buenos  aires,  la  tie- 
rra firme  y  de  migajón;  al  lado  corría  un  riachuelo  de  agua  clara  y 
fresca.  Fuera  de  las  muchas  lagunas  del  contorno,  llenas  de  peces  de 
varias  especies  y  tamaños,  se  hallaba  abundancia  de  toda  pesca  á  un 
cuarto  de  hora,  donde  el  río  Blanco  desagua  en  el  Nanai.  Para  los  edifi- 
cios de  iglesia  y  casa  tenían  en  los  montes  vecinos  maderas  exquisitas,  y 
como  el  sitio  había  estado  en  otro  tiempo  poblado,  se  veían  árboles  fru- 
tales que,  limpios  de  maleza  y  cultivados,  volvieron  á  reverdecer  y  dar 
frutos  sazonados. 

Antes  de  partirse  el  misionero,  les  dejó  el  plan  de  la  reducción  que  se 
había  de  hacer,  en  esta  forma:  Un  cuadro  perfecto  con  sus  cuatro  costa- 
dos, poco  diferentes.  La  plaza  grande  y  capaz,  que  diese  lugar  á  la  ven- 
tilación del  aire.  Por  el  lado  que  miraba  al  puerto,  la  debían  cerrar  tres 
fábricas  principales,  como  eran  la  iglesia,  la  casa  de  recogimiento  y  la 
casa  del  misionero.  Las  casas  de  los  indios  habían  de  ocupar  los  otros 
tres  lados,  todas  de  una  misma  forma  y  figura,  con  puertas  á  la  plaza, 
y  con  postigos  atrás  para  sus  jardines  y  huertas  cercadas.  Para  evitar 
quemas  bien  frecuentes  en  los  pueblos,  debía  distar  una  casa  de  otra 
como  doce  varas.  Era  el  designio  hacerlas  todas  de  paredes,  y  blanquea- 
das, como  las  tenían  los  Napeanos  en  San  Pablo  y  algunos  indios  en  Santa 
Bárbara,  los  únicos  en  esta  curiosidad  por  toda  la  misión.  Formado  el 
plan  y  tomadas  las  medidas,  se  despidió  el  P.  Uriarte  de  sus  noveles  hi- 
jos. Puso  en  manos  del  cacique  un  bastón  de  palo  colorado  con  su  puño 
labrado,  y  dio  dos  varas,  una  de  alcalde  y  otra  de  fiscal,  á  otros  dos  in- 
dios de  satisfacción.  Pero  viendo  un  viejo  grave  que  á  él  no  le  daban  in- 
signia alguna,  pidió  también  un  bastón,  diciendo  que  él  había  de  cuidar 
con  esmero  de  la  iglesia.  Conocida  la  buena  voluntad,  cortó  el  padre  un 
palo  derecho  del  monte,  y  quitada  la  corteza  y  echa  una  cruz  con  el  cu- 
chillo se  lo  entregó,  haciéndole  á  la  memoria  lo  que  prometía.  Quedó  el 
viejo  más  ufano  con  su  palo  que  el  rey  con  su  cetro.  «Ahora  mandaré  yo, 
decía  muy  alegre,  en  nombre  del  padre;  y  como  los  Napeanos,  haremos 
buena  iglesia  y  nadie  me  ha  de  faltar  al  rezo.» 

Tomó  el  padre  consigo  algunos  niños  huérfanos  para  que  aprendiesen 
la  doctrina  y  la  lengua  del  Inga  en  el  pueblo  de  San  Pablo,  y  acompa- 
ñado de  algunos  Iquitos  se  embarcó  con  sus  Napeanos.  Todos  los  de  la 
nueva  reducción,  chicos  y  grandes,  daban  el  adiós  á  su  padre  con  pal- 
madas, rogándole  que  volviese  presto,  porque  habían  de  perseverar  con 
él  hasta  morir.  Fué  corto  el  viaje,  como  de  dos  días,  y  halló  sin  novedad 
la  reducción.  Dadas  gracias  á  Dios  y  á  María  Santísima  por  la  felicidad 
de  la  empresa,  volvieron  á  Santa  María  los  Iquitos  bien  agasajados  de 


490  Misiones  del  Marañón  Español 

los  Napeanos,  y  cargados  de  víveres  para  su  gente,  los  cuales  se  les  fue- 
ron suministrando  por  seis  meses  seguidos,  para  que  pudiesen  atender  á 
los  trabajos  del  nuevo  pueblo  que  empezaron  á  formar  en  el  año  de  1755. 
Fué  increíble  el  calor  con  que  emprendieron  su  formación,  y  el  empeño 
que  mostraban  en  hacer  las  sementeras,  que  como  en  tierra  virgen  y  de 
buen  migajón,  correspondieron  abundantemente.  No  paraban  ni  de  día 
ni  de  noche;  unos  iban  á  San  Pablo  por  plantas,  semillas  y  víveres;  otros 
volvían  á  su  sitio  antiguo  y  traían  en  sus  canoas  los  ajuares  y  trastillos 
que  habían  quedado.  Estos  se  ocupaban  en  plantar  y  sembrar,  aquellos 
pescaban  con  los  nuevos  anzuelos,  y  traían  abundancia  de  pescado  á  los 
que  estaban  empleados  en  otras  faenas  y  trabajos.  Finalmente,  casi  to- 
dos iban  armando  sus  casas;  pero  sobre  todas,  les  llevaba  la  atención 
una  mayor,  que  según  su  costumbre  formaban  fuera  del  pueblo  para  pa- 
rir las  mujeres,  porque  decían  que  era  indecencia  parir  la  mujer  en  la 
casa  común  á  los  demás,  y  por  otra  parte,  impiedad  dejar  ir  á  las  muje- 
res para  esto  al  monte  ó  al  río,  como  los  animales.  En  esta  casa,  distante 
un  poco  del  pueblo,  fueron  prevenidas  del  común,  camas,  pates,  ollas, 
y  todos  los  utensilios  necesarios,  y  sólo  asistía  en  ella  á  la  parturienta, 
el  marido,  el  padre  ó  la  madre. 


CAPITULO  VI 

nueva  entrada  por  el  río  nanai,— adelanta  el  p.  uriarte  los  pue- 
blos, Y  habiendo  enfermado  gravemente,  es  llevado  Á  san  JOA- 
QUÍN DE  omaguas. 

Mientras  los  Iquitos  trabajaban  con  tanto  calor  en  la  formación  de  sus 
casas,  se  aplicó  el  misionero  al  cultivo  espiritual  de  los  Napeanos,  que, 
acostumbrados  á  los  ejercicios  de  piedad  y  á  la  celebración  de  las  fies- 
tas, llenaban  de  alegría  al  padre,  y  con  su  devoción  edificaban  á  los  que 
venían  de  los  nuevos  pueblos,  para  ver  con  sus  mismos  ojos  el  orden  y 
concierto  de  San  Pablo,  que  era  como  la  capital  de  otras  reducciones. 
Como  los  Napeanos  ya  estaban  tan  arraigados  en  las  prácticas  y  distri- 
buciones diarias,  podía  el  P.  Uriarte  visitar  frecuentemente  á  los  nuevos 
y  pensar  en'nuevas  entradas.  Dióle  motivo  para  la  segunda  que  hizo  por 
el  Nanai  la  venida  de  un  donado  llamado  José  Gutiérrez,  el  cual,  con  un 
hermano  suyo,  cuidaba  de  San  Carlos  de  Alabónos,  anejo  de  San  Fran- 
cisco de  Regís.  Venía  el  donado  á  confesarse  en  el  pueblo  de  San  Pablo, 
por  estar  su  pueblecillo  más  cercano  á  esta  reducción  que  á  la  de  Regís. 
Habló  mucho  con  el  P,  Uriarte,  y  se  consoló  con  él  en  sus  trabajos,  ofre- 
ciéndose á  padecer  muchos  más  por  aquellos  pobres  indios. 

Viendo  el  padre  tan  animoso  al  donado,  le  pareció  ocasión  oportuna 
para  convidarle  á  una  empresa  que  meditaba  hacer  por  el  Nanai  en  busca 
de  un  cacique  (de  quien  tenía  noticia)  llamado  Ríame,  diciéndole  que, 


Libro  X.— Capítulo  VI  491 

como  práctico  de  aquellas  tierras,  le  podría  servir  de  mucho  en  el  viaje^ 
y  que  éste,  aunque  penoso,  no  dejaría  de  traer  mucha  utilidad  álos  Iqui- 
tos,  á  cuya  nación  pertenecía  el  cacique.  Ofrecióse  al  punto  el  buen  do- 
nado, que  con  su  mismo  hermano  se  embarcó  con  el  misionero,  siguién- 
doles los  indios  necesarios  con  víveres,  prevenciones  y  regalos.  La  nave- 
gación fué  sobremanera  trabajosa  por  venir  el  Nanai  más  rápido  de  lo 
que  se  creía,  y  porque  siendo  continuas  las  lluvias,  no  encontraban  los 
indios  cacería  ni  podían  coger  algún  pescado.  Crecieron  tanto  los  traba- 
jos, que  al  cuarto  día  de  navegación  se  desunieron  los  indios,  y  desanima- 
dos, no  tenían  corazón  para  proseguir  el  viaje.  En  particular  el  hermano 
del  donado,  decía  abiertamente:  «Aquí  vamos  á  perecer  á  ojos  abiertos. 
No  sabemos  dónde  están  los  gentiles  que  buscamos,  ni  encontramos  ras- 
tro alguno  de  habitaciones,  y  querer  pasar  adelante  contra  la  corriente 
furiosa  del  río,  contra  las  continuas  lluvias  y  contra  el  hambre,  que  por 
fuerza  ha  de  ser  mayor  cada  día,  es  una  temeridad  conocida  y  correr  en 
busca  del  precipicio.»  Viendo  el  misionero  las  quejas  y  poco  aliento  de  la 
gente,  tuvo  por  conveniente  el  desistir,  pero  no  de  manera  que  abando- 
nase la  empresa.  Envió  á  un  fiscal  más  animoso  con  una  canoa,  con  re- 
galos y  con  convite  al  cacique  Riame  y  sus  vasallos,  para  que  se  agre- 
gasen al  pueblo  de  Santa  Bárbara,  y  él,  con  toda  la  comitiva,  se  volvió 
á  esta  reducción,  algo  enfermo  por  las  muchas  aguas  que  le  habían  pasa- 
do y  por  las  otras  necesidades  que  se  habían  padecido. 

Fuéle  preciso  detenerse  quince  días  en  Santa  Bárbara  por  la  indispo- 
sición en  que  se  hallaba,  aunque  no  dejaba  por  eso  de  atender  á  las  gen- 
tes que,  como  nuevas  y  sin  propio  misionero,  estaban  bien  necesitadas 
de  instrucción  y  de  pasto  espiritual.  Y  más  en  este  tiempo  tuvo  el  con- 
suelo de  ver  concluida  la  iglesia  y  la  casa  del  padre  que  su  mismo  mozo, 
enviado  tiempo  antes  para  este  fin,  había  levantado  de  paredes  muy 
buenas  y  con  todas  las  oficinas  necesarias  de  cocina,  refectorio  y  patio, 
á  imitación  de  la  fábrica  de  San  Pablo.  Pero  si  fué  grande  su  contento 
al  ver  concluidas  estas  obras,  no  tuvo  menor  gusto  cuando  vio  volver  al 
fiscal  enviado  con  la  canoa,  después  de  haber  cumplido  con  fidelidad  y 
empeño  la  comisión  de  hablar  de  su  parte  al  cacique  Riame.  Contaba  el 
fiscal  cómo  cesando  las  lluvias  había  entrado  al  cacique  y  á  sus  subditos, 
presentándole  las  hachas  y  regalos  que  llevaba,  y  pedido,  de  parte  del 
misionero,  que  se  viniese  con  los  suyos  á  vivir  con  los  de  Santa  Bárbara, 
en  donde  nada  les  faltaría  y  serían  atendidos  en  todo  como  los  Iquitos 
sus  paisanos.  Y  que  agradeciendo  todos  los  presentes  que  se  les  hacían, 
habían  respondido  concordemente  que,  recogidas  las  sementeras,  ven- 
drían á  establecerse  en  el  pueblo  de  Santa  Bárbara  con  los  Iquitos,  pero 
con  la  condición  de  que  no  se  tratase  en  algún  tiempo  de  juntarlos  con 
los  Napeanos  ni  con  otros  Yameos.  En  efecto,  los  Riamistas  cumplieron 
su  palabra,  y  á  poco  tiempo  se  agregaron  á  la  reducción  de  Santa  Bár- 
bara; pero  demostraron  también  que  no  añadían  de  balde  la  condición 
que  ponían,  pues  como  el  sucesor  del  P.  Uriarte  les  instase  á  que  baja- 


492  Misiones  del  Marañón  Español 

sen  á  San  Pablo,  se  le  escapó  el  cacique  con  otros  muchos,  sin  poder 
atraerlos  á  reducción  ninguna.  Tanto  tiento  es  menester  con  gentes  nue- 
vas, que  no  dejan  de  un  golpe  las  aprensiones  antiguas.  Poco  á  poco  y 
con  suavidad  se  ha  de  sacar  de  ellas  lo  que  se  puede,  porque  si  todo  se 
quiere  conseguir  en  un  día  no  se  conseguirá  nada,  como  enseñó  siempre 
la  experiencia. 

Volvió,  finalmente,  á  su  pueblo  el  P.  Uriarte  algo  consolado  de  su  en- 
trada, porque  al  fin  se  había  conseguido  el  intento  principal  de  recoger  los 
Iquitos  del  cacique  Eiame,  y  echó  de  ver  la  bondad  y  constancia  de  los 
Napeanos  en  todo  el  tiempo  de  su  ausencia.  Fieles  en  la  doctrina,  asisten- 
tes al  rosario,  tenaces  en  las  prácticas  introducidas,  habían  adelantado 
notablemente,  no  sólo  sus  propias  heredades,  pero  también  las  comunes  y 
de  la  misión,  mostrando  un  celo  grande  por  el  adelantamiento  del  pueblo. 
Quisiera  el  misionero  introducir  los  mismos  sentimientos  en  los  dos  ane- 
jos de  Santa  Bárbara  y  de  Santa  María,  pero  veía  que  debía  proceder 
en  esto  con  mucho  cuidado  y  suavidad  y  sin  violentarlos.  Para  esto  el 
medio  más  oportuno  que  se  le  ofrecía  era  el  que  los  Iquitos  de  uno  y  otro 
pueb)lecillo  viesen  con  sus  mismos  ojos  lo  que  hacían  los  Napeanos,  cre- 
yendo que  sería  más  eficaz  el  ejemplo  de  los  indios  que  las  instrucciones 
y  pláticas.  Determinó  hacer  la  Semana  Santa  en  el  pueblo  de  San  Pablo 
con  toda  la  ostentación  posible,  sin  omitir  cosa  ninguna  de  lo  que  se 
acostumbra  en  Europa,  é  hizo  que  viniesen  muchos  Iquitos  de  Santa  Ma- 
ría y  Santa  Bárbara,  los  cuales  asistían  con  mucho  gusto  á  las  ceremo- 
nias sagradas  y  oficios  tiernos  de  aquellos  días.  Fuera  de  las  muchas 
confesiones  que  se  hicieron  en  aquella  semana,  se  cantaron  los  oficios 
por  la  mañana,  se  entonaron  con  ostentación  los  maitines,  á  que  se  si- 
guieron las  tinieblas,  se  armó  un  magnífico  monumento  con  abundancia 
de  luces  y  con  las  alhajas  más  proporcionadas  y  lucidas  que  se  encon- 
traron en  el  pueblo.  Hubo  procesiones  de  penitencia  con  disciplinas  y 
otras  mortificaciones,  en  que  se  cantaron  Misereres,  y  se  hacían  pláticas 
devotas  sobre  la  Pasión  y  Muerte  de  Nuestro  Señor  Jesucristo.  Pero  so- 
bre todo  se  practicó  con  la  mayor  ternura  y  devoción  de  los  indios  el 
ejercicio  de  las  tres  horas  que  estuvo  el  Señor  en  la  Cruz  el  Viernes  San- 
to. Quedó  la  gente  muy  movida  con  esta  devoción,  y  acercándose  al 
Santo  Cristo  en  el  acto  de  expirar,  decía  muy  compasiva:  Así  murió  por 
mí  mi  Señor  Jesucristo. 

De  la  misma  manera  se  celebraron  con  especial  aparato  y  con  asis- 
tencia de  Napeanos  é  Iquitos  las  fiestas  de  Resurrección,  Ascensión,  Cor- 
pus y  la  del  Corazón  Sagrado  de  Jesús,  que  iba  prendiendo  maravillosa- 
mente en  los  pueblos  de  la  misión.  Era  el  designio  de  los  misioneros  unir 
entre  sí  los  pueblos  que  estaban  á  su  cargo,  en  unos  mismos  sentimien- 
tos, y  que  los  nuevos  pueblos  Iquitos  aprendiesen  del  ejemplo  de  los  Na- 
peanos la  piedad  y  devoción  y  demás  prácticas  de  policía.  A  este  fin, 
habiendo  de  pasar  á  las  consultas  de  San  Joaquín,  con  no  menor  cuidado 
recogió  las  hachas  y  machetes  y  demás  herramientas  gastadas  de  los 


Libro  X.— Capítulo  VI  493 

Iquitos  de  los  pueblos  nuevos,  que  las  de  los  Napeanos,  para  que  viendo 
los  indios  el  amor  y  cuidado  universal  de  su  misionero  en  hacer  renovar 
los  instrumentos  de  todos,  ellos  mismos  se  uniesen  entre  sí  y  se  conside- 
rasen como  hermanos.  A  la  vuelta  de  San  Joaquín,  no  sólo  entregó  á  los 
indios  las  herramientas  renovadas,  pero  repartió  abundantemente  con 
ellos  de  las  provisiones  que  trajo,  de  lienzos,  anzuelos  y  otros  regalillos, 
para  que  conociesen  el  aprecio  que  de  ellos  hacía  y  el  amor  que  les  te- 
nía. Con  estas  industrias  del  padre  y  con  el  ejemplo  de  los  de  San  Pablo, 
iban  entrando  muy  bien  los  nuevos  Iquitos  en  el  rezo,  en  la  doctrina  y  en 
los  establecimientos  políticos  de  la  misión,  y  se  hallaba  el  misionero  con- 
tentísimo viendo  lo  mucho  que  le  ayudaban  los  Napeanos  en  desbastar 
aquellos  gentiles  y  prepararlos  á  la  vida  cristiana  y  en  adelantar  á  los 
neófitos  y  arraigarlos  en  las  prácticas  de  piedad. 

Mucha  continuación  era  ésta  de  prosperidades  y  dichas.  Ya  se  rece- 
laba el  misionero  de  que  se  mezclarían  sentimientos  y  pesares.  No  le  en- 
gañaron sus  temores,  y  dio  motivo  y  ocasión  á  muchos  males  una  cosa  li- 
gera y  al  parecer  indiferente.  Dieron  los  mozos  de  la  casa  del  padre  en 
que  habían  de  matar  el  puerco  más  gordo  de  varios  que  habían  criado  en 
ella.  Dióles  licencia  el  misionero,  que  no  les  advirtió  otra  cosa  sino  que 
se  fuesen  con  tiento  en  comer  de  la  carne  de  cerdo  casero  que  es  en 
aquellas  tierras  más  fuerte  y  más  indigesta  que  en  otras  partes.  Los  mo- 
zos, habida  esta  licencia,  hicieron  morcillas  y  mondongos,  salaron  la 
carne,  y  con  el  pretexto  de  que  con  el  calor  se  podrirían  muchas  de  las 
cosas,  alegres  con  el  buen  olor,  freían,  asaban  y  cocían,  sin  que  ninguno 
les  fuese  á  la  mano,  y  comieron  sin  reserva  cuanto  quisieron,  parecién- 
doles  que  no  podría  hacer  daño  ninguno  lo  que  tan  bien  les  sabía.  Pero 
bien  poco  tardaron  en  conocer  que  el  apetito  de  la  gula,  no  dando  lugar 
á  la  razón,  y  pasando  todas  las  medidas,  trae  consigo  más  daños  al  cuer- 
po que  placeres  al  gusto  y  paladar.  En  breve  adoleció  un  mestizo  llama- 
do Santiago,  adoleció  su  mujer,  adoleció  una  hija  suya,  y  adoleció  el 
mozo  del  padre,  llamado  Ignacio.  Todas  eran  personas  de  que  necesitaba 
el  misionero,  porque  Santiago  cuidaba  de  la  casa,  su  mujer  era  maestra 
de  las  niñas  que  estaban  en  la  casa  de  recogimiento,  en  cuyo  oficio  le 
ayudaba  su  misma  hija,  y  finalmente,  Ignacio  era  los  pies  y  las  manos 
del  misionero.  No  dio  muchas  treguas  la  enfermedad  á  los  tres  primeros, 
que  á  pocos  días  murieron  aun  antes  de  lo  que  pensaban,  y  faltó  poco 
para  qae  el  mestizo  Santiago  no  se  fuese  sin  sacramento  alguno,  creyen- 
do que  la  enfermedad  no  apuraba.  Pero  tuvo  el  Señor  providencia  de 
que  no  falleciese  sin  confesión,  porque  yendo  el  misionero  al  rosario 
como  á  las  seis  de  la  tarde,  le  ocurrió  pasar  por  el  enfermo.  Hallóle 
con  buena  calentura  y  no  le  gustando,  le  persuadió  á  que  se  confesase, 
como  lo  hizo  con  muchas  muestras  de  dolor.  Hecha  esta  diligencia,  pasó 
el  padre  á  la  iglesia,  y  dicho  el  rosario,  volvió  á  Santiago  que  le  tenía 
en  cuidado,  mas  le  halló  ya  muerto,  sentado  en  la  cama  con  los  ojos, 
abiertos  y  en  ademán  de  querer  levantarse  de  ella. 


494  Misiones  del  Marañón  Español 

Sólo  restaba  Ignacio,  que  como  más  mozo  y  fuerte,  robusto  de  com- 
plexión, resistía  á  la  enfermedad;  pero  de  manera  que  ni  se  agravaba  ni 
declinaba.  Pidió  al  padre  con  muchas  ansias  que  le  llevase  al  Marañón, 
porque  á  no  hacerlo  así  se  moría  sin  remedio.  Compadecido  el  misionero 
se  determinó  á  llevarle  por  sí  mismo,  ya  fuese  porque  temiese  que  no  le 
habían  de  cuidar  en  el  camino,  como  convenía,  los  indios,  ó  porque  tuvie- 
se que  tratar  algunos  puntos  con  el  P.  Martín  Iriarte,  vicesuperior  de 
San  Joaquín  de  Omaguas.  Lo  cierto  es,  que  el  viaje  largo  y  penoso,  que 
dio  la  salud  al  mozo  enfermo,  se  la  quitó  al  misionero,  que  volvió  á  Santa 
María  desconcertado  y  con  dolores  continuos  de  huesos,  causados  de  las 
muchas  humedades  y  de  malas  noches  del  camino.  Sin  embargo,  aguan- 
tando su  trabajo  y  disimulando,  consoló  y  animó  á  los  indios  de  este  pue- 
blo y  pasando  al  día  siguiente  á  los  Napeanos,  no  hallándose  mejor, 
antes  creciendo  la  indisposición ,  y  aumentándose  los  dolores,  colocó  el 
Santísimo  en  el  sagrario  para  medicina  y  viático  si  la  enfermedad  lo 
pidiese.  A  poco  tiempo  se  agravó  de  manera,  que  sobreviniendo  nue- 
vos males,  calenturas,  vómitos  y  cursos,  consumió  el  Sacramento  por 
viático. 

Tendido  en  su  camilla,  se  persuadió  á  que  ya  era  llegada  su  última 
hora.  No  se  pensaba  poder  hallar  algún  remedio  para  cortar  la  calentu- 
ra, vómitos  y  cursos,  que  le  deshacían,  fuera  del  transporte  al  río  Mara- 
ñón. Pero  en  tanta  debilidad  y  caimiento  de  fuerzas,  no  había  ya  resis- 
tencia para  el  largo  viaje.  Sin  embargo,  los  indios  mismos  armaron  una 
canoa,  y  metido  en  ella  en  brazos  en  una  camilla,  se  resolvieron  á  lle- 
varle con  mucho  tiento,  asistencia  y  cuidado.  Viéndose  el  padre  en  la 
canoa,  no  dudó  de  que  se  moría  sin  remedio,  y  fué  grande  su  sentimiento 
de  no  tener  un  sacerdote  que  le  administrase  la  Santa  Unción  que  ar- 
dientemente deseaba.  En  este  desamparo,  el  Señor,  que  por  este  medio 
había  determinado  darle  la  salud  del  cuerpo,  le  puso  en  el  pensamiento 
que  aunque  no  podia  recibir  la  Unción  sacramentalmente,  espiritual- 
mente  la  podía  recibir  y  ungirse  á  si  mismo  con  el  santo  óleo  como  con 
reliquia  sagrada.  Hizo  luego  que  le  trajesen  á  la  canoa  los  santos  óleos, 
ungióse  con  ellos  con  mucha  devoción,  deseando  recibir  los  frutos  del 
sacramento,  ya  que  no  podía  recibirlos  sacramentalmente.  Conoció  al 
punto  que  el  Señor  había  sido  el  autor  de  aquel  pensamiento  repentino, 
porque  al  contacto  de  los  santos  óleos,  comenzó  á  bajar  la  calentura, 
cesaron  los  vómitos  y  se  sintió  interiormente  con  nuevos  bríos  para  em- 
prender el  viaje. 

Salieron  los  indios  con  su  misionero,  que  les  mandó  arrimar  la  canoa 
por  la  noche  al  puerto  de  Santa  María,  no  lejos  del  camino.  Vinieron  luego 
los  Iquitos  á  ver  á  su  padre,  y  viéndole  tan  acabado,  le  decían  muy  com- 
padecidos: « A/i,  padre,  ¿quién  te  ha  hechizado?  Han  muerto  á  tus  viracochas,  y  á  ti 
también  te  quieren  matar.  Serán  algunos  brujos  del  monte,  pues  nosotros  te  queremos 
mucho.  No  creáis,  hijos  míos,  eso,  respondió  el  padre.  Los  viracochas  co- 
mieron mucho  puerco,  y  se  hartaron;  y  yo,  con  estos  viajes  forzados,  como 


Libro  X.— Capítulo  VII  495 

soy  enfermizo,  he  enfermado.  Dios  envía  los  males  y  la  muerte  cuando  quie- 
re, mas  los  buenos  cristianos  se  van  á  vivir  al  cielo.  Quedaron  los  Iqui- 
tos  algo  sosegados  con  estas  razones,  y  exhortándolos  á  la  perseverancia 
en  la  reducción  y  prometiendo  volver  á  verlos,  si  Dios  le  daba  salud,  se 
despidió  de  ellos.  Los  Napeanos  remaban  con  tal  empeño,  que  en  sólo 
cinco  días  hicieron  el  camino  de  diez,  y  el  misionero  con  sólo  respirar  los 
aires  del  Marafión,  se  sentía  mucho  mejor  é  iba  cobrando  fuerzas.  Lle- 
gado á  San  Joaquín,  fué  recibido  como  en  otra  ocasión  del  P.  Triarte,  cu- 
rado y  fomentado  con  la  caridad  acostumbrada  de  este  insigne  misione- 
ro. Paró  todo  el  mal  en  unas  tercianas,  que  con  quina  y  vomitivos  de  na- 
ranjas con  sal  y  agua  caliente,  fueron  faltando.  Quería  el  Señor  que  asis- 
tiese á  esta  reducción  por  algunos  años  en  tiempos  harto  críticos,  y  que 
ejercitase  una  heroica  paciencia  en  los  trabajos  que  aquí  le  prevenía,  y 
particularmente  en  aguantar  un  gobernador  ambicioso,  cruel,  desacon- 
sejado, que  dio  mucho  que  hacer  al  misionero  y  hubo  de  acabar  con  los 
pobres  Omaguas. 


CAPITULO  VII 

MASAJE   EJEMPLAR    DE    300  SOLDADOS    PORTUGUESES    POR    LOS    PUEBLOS 

DE   LA  MISIÓN 

Era  ya  entrado  el  año  de  1756  cuando  en  San  Xavier  de  Yavari,  pri- 
mer pueblo  de  la  corona  de  Portugal  y  rayano  de  San  Ignacio  de  Pevas, 
se  dejó  ver  un  sargento  portugués  con  40  granaderos,  el  cual  intimó  de 
parte  del  rey  fidelísimo  al  P.  Manuel  Santos,  misionero  de  aquella  reduc- 
ción, que  sin  sacar  más  que  su  cama  se  embarcase  con  él  hasta  el  Para 
en  la  misma  embarcación  que  traía  de  aquella  ciudad.  Obedeció  pun- 
tualmente el  misionero,  y  dejando  sus  queridas  ovejas  sin  pastor,  se  dejó 
llevar  de  la  soldadesca,  preparándose  para  mayores  trabajos,  como  en 
realidad  sucedió,  pues  fué  uno  de  los  misioneros  del  Marañen  que  mere- 
ció ser  arrojado  en  las  terribles  cárceles  de  San  Julián,  Y  en  esto  para- 
ron las  grandes  confianzas  de  D.  Juan  V,  de  gloriosa  memoria,  con  este 
jesuíta,  á  quien  escogió  para  fundador  de  San  Xavier  de  Yavari,  para 
mayor  seguridad  de  la  frontera  de  los  dominios  de  Portugal.  Pero  no  po- 
drá obscurecer  el  mérito  de  este  gran  rey,  ni  entibiar  el  agradecimiento 
de  la  Compañía  la  errada  conducta  del  perverso  ministro  de  su  sucesor. 
Dios  Nuestro  Señor  habrá  premiado  sobradamente  las  determinaciones 
de  tan  buen  monarca,  la  sinceridad  de  su  fe  y  el  encendido  deseo  de  la 
propagación  del  Evangelio. 

La  noticia  de  la  prisión  del  P.  Manuel  Santos  llegó  inmediatamente  á 
San  Joaquín  de  Omaguas,  por  medio  de  uno  de  los  granaderos  que,  deser- 
tando de  los  suyos  y  acertando  á  coger  una  canoílla,  arribó  con  seis  in- 
dios á  dicho  pueblo.  Este  refirió  á  su  misionero,  que  era  ya  á  la  sazón  el 


496  Misiones  del  Marañón  Español 

P.  Manuel  Uriarte,  tocio  lo  sucedido  en  San  Xavier  y  lo  que  se  había  eje- 
cutado sin  duda  en  las  demás  reducciones  del  Marañón  portugués  con  to- 
dos los  jesuítas.  Esta  funesta  nueva,  extendida  por  nuestra  misión,  fué 
como  un  tocar  al  arma  y  avivar  más  el  celo  de  los  misioneros,  no  porque 
entonces  se  creyese  que  á  ellos  les  pudiera  suceder  lo  mismo,  sino  por- 
que sabían  muy  bien  que  con  ocasión  del  arresto  de  los  portugueses  y  de 
las  calumnias  levantadas  contra  ellos,  se  renovarían  y  aumentarían  por 
nuestros  émulos  las  dicherías,  fábulas  y  mentiras  que  casi  en  todos  tiem- 
pos, más  ó  menos,  hicieron  valer  contra  los  misioneros  españoles.  Porque 
al  fin  no  era  ya  tan  difícil  en  las  circunstancias  hacer  creer  á  la  Europa 
que  era  una  la  causa  y  común  la  culpa  en  todos  los  jesuítas  del  Marañón. 
A  esta  causa,  nuestros  padres  se  esforzaron  en  confirmar  más  con  los  he- 
chos su  inocencia,  esperando  que,  si  no  había  servido  ésta  á  sus  herma- 
nos por  la  envidia  del  infiel  ministro,  hallarían  otra  correspondencia  en 
la  corte  de  Madrid  su  celo  y  aplicación  en  tantos  peligros,  trabajos  y  fa- 
tigas . 

En  todas  las  partes  de  la  misión  comenzaron  á  redoblar  sus  esfuerzos; 
visitaban  frecuentemente  los  pueblos  anejos  y  les  daban  nueva  perfec- 
ción y  aumento;  hicieron  repetidas  entradas  por  los  montes  para  repo- 
ner los  pueblos,  disminuidos  por  las  muchas  enfermedades  y  epidemias, 
de  manera  que  en  este  mismo  año  de  56  recibió  la  misión  de  Mainas  nue- 
vos realces  por  el  empeño  universal  de  todos  los  padres,  para  lo  cual 
ayudó  no  poco  la  venida  de  nuevos  operarios,  señalados  por  su  caridad 
con  los  gentiles  y  por  su  aplicación  al  trabajo.  Mientras  así  se  afanaban 
por  el  cultivo  de  la  viña  que  el  Señor  les  había  encomendado,  recibieron, 
entrado  ya  el  año  de  58,  una  carta  del  padre  rector  del  colegio  del  Para 
en  que  les  daba  parte  cómo  iban  desterrados  á  Lisboa  16  jesuítas  y  él  mis- 
mo entre  ellos  con  el  P.  Roque  Alemán.  Y  añadía  cómo  de  este  último  in- 
signe jesuíta  decía  expresamente  el  real  decreto  la  causa  de  su  destie- 
rro por  estas  precisas  palabras:  «Porque  ni  sirve  á  Dios,  ni  al  rey,  ni 
á  la  religión.»  Este  es  el  premio  que  da  el  mundo  ciego  á  los  mayores 
servicios,  y  si  por  él  derramaran  sus  sudores  los  misioneros,  serían  los 
hombres  más  miserables  de  la  tierra.  No  tengo  particulares  noticias 
del  P.  Roque,  que  aparece  tan  honrado  en  el  real  decreto;  sólo  sé  que 
fué  un  jesuíta  venerado  de  cuantos  le  trataron  por  sus  prendas  y  por  el 
ardiente  deseo  de  propagar  el  Evangelio;  pero  sospecho  haber  sido 
uno  de  los  jesuítas  que  con  más  resolución  y  valentía  se  opusieron  á  la 
esclavitud  de  los  indios,  y  que  por  este  su  constante  proceder  irritó  la 
cólera  de  Carballo,  que  la  vomitó  con  tanta  rabia  en  las  negras  expre- 
siones del  decreto. 

Pocos  meses  después  del  aviso  del  rector  del  Para  apareció  en  San 
Joaquín  de  Omaguas  un  granadero  portugués,  como  á  las  dos  de  la  ma- 
ñana, y  despertando  al  teniente  de  la  reducción,  le  pidió  con  atención  y 
cortesía  que  se  sirviese  de  venir  con  él  á  casa  del  misionero,  con  quien 
tenia  que  tratar  un  negocio  de  mucha  importancia.  Vino  con  gusto  en 


Libro  X.— Capítulo  VII  497 

ello  el  señor  teniente;  y  enderezándose  los  dos  á  la  casa  del  padre,  abrió 
éste  la  puerta  por  conocer  la  voz  del  uno,  y  les  dijo:  «¿Qué  hay  de  nue- 
vo, pues  vienen  ustedes  á  tal  hora?»  A  esta  pregunta,  tomando  la  mano 
el  portugués,  respondió  con  mucho  despejo  en  esta  forma:  «No  hay  por 
qué  asustarse,  mi  padre  misionero.  Todos  los  soldados  portugueses  que 
estaban  en  el  real  del  Río  Negro,  en  número  como  de  300,  se  han  levan- 
tado y  se  han  huido  de  aquel  sitio  por  el  trato  duro,  por  las  violencias 
manifiestas  y  por  la  ninguna  paga  de  los  capitanes,  y  destrozándolo 
todo,  vienen  desertores  por  los  dominios  de  España.  Yo  me  encontré  con 
ellos  en  mi  camino  para  el  Para,  y  por  justas  causas  me  he  determinado 
á  seguirlos;  y  por  ser  más  práctico  de  estas  tierras  me  envían  por  de- 
lante para  prevenir  á  V.  R.  y  pedirle  facultad  y  licencia  para  pasar  por 
los  pueblos  de  la  misión.  No  quieren  otra  cosa  que  el  paso  franco.  Todo 
lo  pagarán  y  no  harán  el  menor  daño.  Cerca  del  medio  día  llegará  el 
primer  barco  con  unos  24.  Después  irán  viniendo  sucesivamente  y  por 
partidas  los  demás.  Suplico  á  V.  R.  que  tenga  compasión  de  estos  pobres 
soldados  y  que  avise  de  su  pretensión  á  los  indios  y  á  los  demás  pueblos 
del  camino.»  Dicha  su  razón,  entregó  al  padre  una  carta  del  misionero 
de  San  Ignacio,  que  daba  testimonio  de  lo  bien  que  se  habían  portado 
los  soldados  en  su  reducción,  de  la  sujeción  que  le  habían  mostrado  y  del 
buen  ejemplo  que  habían  dado  en  su  porte  á  los  mismos  indios,  sin  haber 
hecho  con  ninguno  la  más  leve  extorsión. 

No  debía  el  misionero,  ni  podía,  aunque  quisiera,  oponerse  á  la  de- 
manda de  los  soldados  que,  puesto  que  no  hubiesen  hecho  bien  en  deser- 
tar del  real,  tenían  ya  derecho  para  pasar  por  los  dominios  de  Castilla 
y  ponerse  en  salvo.  Aplicóse  á  lo  que  convenía,  que  era  tomar  las  pro- 
videncias necesarias  para  evitar  los  desórdenes  que  se  podían  temer  en 
el  tránsito.  Luego  que  amaneció,  mandó  llamar  á  los  caciques  y  justi- 
cias del  pueblo,  y  les  avisó  que  previniesen  á  los  indios  del  arribo  de  los 
soldados,  que  no  se  asustasen  ni  escondiesen,  porque  los  blancos  caraco- 
yas  (así  llaman  á  los  portugueses),  venían  de  paz,  y  no  pretendían  otra 
cosa  que  el  tránsito  libre  por  sus  tierras;  y  que,  lejos  de  hacerles  alguna 
vejación  ó  daño,  los  regalarían  y  atenderían  con  sus  dones.  Determinó 
después  que  no  se  tocase  á  Misa  á  la  hora  señalada  por  ser  día  de  fiesta 
y  dar  tiempo  á  que  los  soldados  pudiesen  satisfacer  al  precepto  de  asis- 
tir á  la  santa  Misa.  Entrada  la  mañana,  asomó  el  barco  que  se  esperaba, 
y  como  divisasen  los  indios  la  bandera  blanca  que  traía  enarbolada  en 
señal  de  paz,  bajaron  de  tropel  alegres  y  regocijados  al  puerto  á  recibir 
los  soldados.  Estos  hicieron  muchas  salvas,  y  al  sonido  de  los  pífanos  y 
tambores  saltaban  de  contento  los  indios  á  quienes  gustan  mucho  seme- 
jantes funciones. 

Luego  que  los  portugueses  saltaron  á  tierra,  vinieron  con  sus  mismos- 
indios  que  le  servían  de  bogas,  derechos  á  la  iglesia,  besaron  la  mano  al 
misionero  y  oyeron  con  edificación  la  Misa.  Acabada  ésta,  comenzaron 
á  trabar  pláticas  los  Omaguas  con  los  soldados,  y  por  la  conversación  s  e 

32 


498  Misiones  del  Marañón  Español 

confirmaron  en  que  no  tenían  nada  que  temer  como  el  padre  les  decía. 
Dos  de  los  principales  portugueses,  de  más  razón  y  de  más  grado  al  pare- 
cer, esperaron  á  que  se  desembarazase  el  misionero,  y  viéndole  ya  libre 
de  sus  ocupaciones  de  iglesia,  le  hablaron  en  estos  términos:  «Venimos, 
padre  nuestro,  implorando  su  auxilio,  ciertos  de  que  por  estas  tierras  ha- 
llaremos caridad  cristiana.  No  podemos  negar  nuestra  deserción,  y  que 
en  el  real  del  río  Negro  nos  hemos  levantado;  mas  ha  sido  con  razones 
justas  y  sin  hacer  el  menor  daño,  cuando  pudiéramos  con  facilidad  y 
con  impunidad  haberlos  hecho  y  muy  grandes.  Un  año  entero  aguanta- 
mos sin  paga  y  hemos  sido  cruelmente  tratados  de  un  fiero  sargento  ma- 
yor y  de  otro  capitán  del  mismo  genio,  que  por  cualquiera  falta  aun  de 
ninguna  consideración,  nos.daban  luego  roda  de  paos  (castigo  á  la  inglesa 
que  consiste  en  que,  haciendo  un  círculo  en  tierra,  da  vueltas  por  él  el 
miserable  soldado,  siendo  entre  tanto  apaleado  sin  piedad),  y  nos  ponían 
á  la  golilla  por  tres  días  cargados  de  armas,  y  haciendo  entre  tanto 
nuestras  necesidades  á  vista  de  todos;  lo  que  traemos  con  nosotros  todo 
es  nuestro  y  corresponde  á  nuestras  pagas,  en  que  hemos  andado  come- 
didos porque  aún  nos  queda  debiendo  mucho  nuestro  rey.  De  todo  trae- 
mos testimonio  de  escribanos  que  podrán  hacer  fe  donde  convenga.  En 
seis  meses  de  viaje  por  el  río,  han  sido  muchos  los  trabajos  y  grandes  las 
necesidades.  Varios  han  muerto  al  rigor  de  las  desgracias;  los  demás  ve- 
nimos estropeados  y  pedimos,  por  amor  de  Dios,  que  se  nos  permita  al- 
gún descanso  y  se  dé  lugar  á  la  cura  de  los  enfermos.  Entre  tanto,  esta- 
remos sujetos  á  las  órdenes  de  V.  R.  y  le  obedeceremos  en  todo  sin  apar- 
tarnos un  punto  de  lo  que  nos  mandare.» 

A  la  relación  de  tantas  desgracias,  no  dejó  de  conmoverse  el  misione- 
ro, naturalmente  compasivo,  y  más  viendo  con  sus  mismos  ojos  aquellos 
buenos  portugueses  tan  abatidos,  humillados  y  desfigurados.  Sin  embargo, 
les  improbó  la  deserción  de  las  banderas  de  su  legítimo  soberano,  aun- 
que con  palabras  blandas,  suaves  y  cariñosas,  como  pedían  las  circuns- 
tancias. «¡Ah,  padre!  respondieron  ellos  prontamente,  excusándose  del  he- 
cho; si  no  nos  hubieran  quitado  los  padres  de  la  Compañía,  que  eran  nues- 
tro refugio  y  consuelo,  no  hubiéramos  hecho  semejante  disparate.»  Para 
que  se  vea  con  qué  fundamento  pudieron  decir  después  los  émulos  de  la 
Compañía  que  los  padres  portugueses  solicitaron  para  la  deserción  á  los 
soldados  del  Río  Negro,  habiendo  aquéllos  salido  mucho  tiempo  antes  que 
huyeran  los  soldados.  Pero  la  calumnia,  que  atropella  los  más  sagrados 
fueros,  hace  poco  caso  de  tropezar  en  los  tiempos.  «Aquí  se  les  atenderá 
á  ustedes  con  toda  caridad,  prosiguió  el  misionero,  se  buscará  lo  necesario 
para  la  cura  de  los  enfermos  y  á  todos  se  acudirá  con  el  sustento  conve- 
niente, para  que  puedan  con  menos  incomodidad  proseguir  su  viaje.  Mas 
entre  tanto  que  aquí  se  detuvieren,  observarán  lo  siguiente,  así  para  el 
buen  reglamento  de  ustedes,  como  para  la  paz  y  tranquilidad  de  mis 
indios:  1.°  Darán  ustedes  como  cristianos  viejos  buen  ejemplo  á  los 
neófitos  del  pueblo.  2.°  No  se  apartarán  de  este  recinto  entre  la  plaza  y 


Libro  X.— Capítulo  VII  499 

la  iglesia,  ni  hablarán  con  las  indias.  3.®  Se  hospedarán  en  la  casa  del 
ayuntamiento  y  en  otra  inmediata  que  es  bien  capaz  y  sirve  para  car- 
pintería, adonde  se  les  llevará  lo  necesario  por  medio  de  fiscales  ó  por 
los  ministros  de  justicia.  4.°  Oirán  Misa  cada  día,  rezarán  de  comunidad 
en  la  iglesia  el  rosario  á  María  Santísima,  y  los  que  quisieren  podrán  con- 
fesarse y  comulgar  que  los  oiré  con  gusto.»  A  órdenes  tan  prudentes  y  cris- 
tianas respondieron  concordes  todos  los  soldados  que  ya  rodeaban  al  mi- 
sionero: «Señor  padre,  todo  se  hará  sin  faltar  en  una  tilde.» 

Y  á  la  verdad  lo  cumplieron  tan  á  la  letra,  que  causó  admiración  al 
mismo  misionero  la  sujeción  y  rendimiento  en  que  se  mantuvieron  cons- 
tantes cerca  de  un  mes  sin  menearse  de  la  plaza,  oyendo  Misa  cada  día, 
rezando  con  edificación  el  rosario  y  no  tratando  con  mujeres.  Pero  lo  que 
causó  admiración  y  más  edificación  al  pueblo,  fué  la  regularidad  con  que 
todos  fueron  cumpliendo  con  la  iglesia,  confesando  y  comulgando  sin  que 
faltase  uno  solo,  y  como  eran  ingeniosos  y  de  varias  habilidades,  contri- 
buyeron mucho  á  la  celebridad  de  las  fiestas  y  funciones  de  la  iglesia  con 
varias  invenciones  que  se  les  ofrecían  y  en  que  mostraban  bien  la  pie- 
dad portuguesa.  Concurrió  en  este  tiempo  la  fiesta  del  glorioso  San  Fer- 
nando, que  entre  otras  devociones  celebraron  también  á  lo  militar  con 
muchas  salvas,  gritando:  «¡Viva  Castela  y  su  rey!»  Leían  á  veces  al- 
gunos libros  espirituales,  y  mostraban  su  justicia  en  pagar  largamente 
á  los  indios  con  espejos,  cuchillos  y  agujas  que  traían,  los  bastimentos 
que  les  llevaban.  Admirábanse  mucho  de  la  simetría  y  buen  estableci- 
miento del  pueblo,  de  la  obediencia  de  la  gente,  de  la  puntualidad  y 
compostura  en  la  iglesia,  de  los  cptones  y  chupas  largas  de  los  indios  y 
de  los  anacos  ó  mantos  de  las  indias  que  les  parecían  otras  tantas  Freyras 
Agustinas. 

Como  pagaban  tan  bien  lo  que  los  indios  les  llevaban,  tuvieron  con 
abundancia  de  todo  lo  que  se  daba  en  el  país,  y  estuvieron  sobrados  de 
frutas  y  pescados,  con  que  se  fueron  curando  los  enfermos  y  reparando 
todos;  así  que,  pudieron  continuar  con  alguna  comodidad  su  viaje,  muy 
agradecidos  y  alegres  por  la  esperanza  de  ser  tratados  con  la  misma 
cortesía  y  caridad  en  los  demás  pueblos  del  camino,  adonde  había  pa- 
sado ya  aviso  del  misionero.  Fueron  viniendo  por  todo  el  año  otras  par- 
tidas de  soldados,  de  doce  á  veinte,  y  fueron  atendidos  con  la  misma  hu- 
manidad con  que  fueron  servidos  los  primeros.  Ellos  se  portaron  general- 
mente en  San  Joaquín  (y  lo  mismo  sería  en  los  demás  pueblos),  con  edifi- 
cación de  los  indios  y  sin  causarles  molestias.  Sólo  un  soldado  que  parecía 
de  los  principales,  quiso  hacer  no  sé  qué  descortesía  con  una  muchacha 
de  las  que  estaban  en  la  cocina  ó  recogimiento,  gritó  luego  ella  y  desapa- 
reció el  soldado.  Mandó  al  punto  el  misionero,  sabedor  de  lo  que  pasaba, 
que  saliese  del  pueblo  la  partida.  Al  entender  la  determinación  del  pa- 
dre, quedaron  avergonzados  los  demás  compañeros,  y  querían  castigar 
al  atrevido,  no  les  faltando  instrumentos  para  hacerlo,  pues  traían  con- 
sigo grillos  y  cadenas  si  acaso  se  desmandaba  alguno.  No  lo  permitió  el 


500  Misiones  del  Marañón  Español 

misionero,  contento  con  exhortar  á  todos  que  viviesen  cristianamente  y 
con  temor  de  Dios,  que  está  presente  en  todas  partes. 

En  las  últimas  partidas  que  pasaron  por  San  Joaquín,  venía  un  por- 
tugués fidalgo  llamado  Correa,  cabeza  principal  del  motín.  Este  dejó  al 
misionero  una  copia  autenticada  de  cuanto  habían  ejecutado  en  el  río 
Negro,  y  le  pedía  con  instancia  que  la  presentase  á  la  Real  Audiencia 
de  Quito.  No  le  pareció  conveniente  al  padre  tomar  cartas  en  un  juego 
tan  arriesgado.  Excusóse  con  buenas  palabras,  haciéndole  ver  que  á  nin- 
guno de  los  dos  tenía  cuenta  que  se  mezclase  en  el  negocio.  El  escrito  se 
reducía  á  que,  no  pudiendo  los  soldados  sufrir  los  castigos,  insultos,  falta 
de  pre  y  la  mucha  hambre,  una  mañana  como  á  las  siete,  fueron  de  con- 
suno á  casa  del  sargento  mayor,  á  quien  llevaron  á  casa  de  otro  caballe- 
ro para  que  ninguno  de  los  particulares  pudiese  hacerle  daño  alguno;  y  á 
que  llamaron  al  tesorero  y  haciéndole  sacar  todo  el  dinero,  le  mandaron 
que  diese  por  cuenta  á  cada  uno  de  los  soldados  lo  que  le  correspondía. 
Mas  como  no  alcanzase  la  plata  para  la  mitad  de  las  pagas  ya  caídas, 
cogieron  á  cuenta  de  la  deuda  bastimentos,  pólvora  y  avalorios,  y  con 
los  indios  necesarios  se  fueron  embarcando.  Esto  era  en  la  substancia  lo 
que  contenía  el  instrumento.  Grande  desengaño  para  los  que  mandan  en 
la  milicia;  en  donde  sino  es  permitido  al  pobre  soldado  errar  dos  veces 
por  las  gravísimas  consecuencias  que  pueden  originarse  del  primer  ye- 
rro, no  sé  yo  por  qué  tantas  veces  se  atrasan  las  pagas  á  los  miserables 
soldados,  ni  por  qué  son  á  las" veces  tratados  con  tanta  dureza  y  cruel- 
dad, pudiendo  ser  ocasión  estos  descuidos  y  excesos,  de  resultas  no  me- 
nos funestas  y  desgraciadas.  Y  si  los  soldados  portugueses,  no  obstante 
su  desesperación,  guardaron  algún  modo  en  su  deserción  y  atentado; 
pero  sabida  cosa  es,  que  el  despecho  no  admite  moderaciones  y  da  muy 
pocas  veces  lugar  al  comedimiento. 

La  mayor  parte  de  los  desertores  que  pasaron  por  San  Joaquín  como 
en  número  de  doscientos  sesenta,  se  enderezó  á  Lima,  por  las  ciudades  de 
Lamas  y  Moyobamba,  y  una  pequeña  parte  tomó  el  camino  de  Andoas  y 
vino  á  parar  á  Quito.  No  dieron  en  realidad  á  los  nuestros  las  molestias 
que  se  temía,  porque  entre  tantos  no  faltaban  algunos  libres  y  aun  locos, 
pero  aun  estos  estuvieron  contenidos  á  presencia  de  los  demás,  que  eran 
por  lo  común  gente  de  juicio  y  algunos  muy  buenos  cristianos.  Los  ému- 
los de  la  Compañía  levantaron  como  suelen  en  semejantes  lances  mil  co- 
sas contra  los  misioneros,  como  que  se  habían  valido  de  la  ocasión  que  se 
les  presentaba  y  que  se  habían  interesado  muy  bien  con  los  pasajeros. 
Pero  ¿quién  podrá  poner  freno  á  tantas  lenguas,  ni  dar  razón  pronta 
desde  aquellas  tierras  retiradas  del  otro  mundo  á  los  que  viven  en  la 
Europa?  Si  los  portugueses  quieren,  como  sin  duda  querrán,  pasados  los 
tiempos  de  opresión,  deshacer  las  calumnias,  pueden  decir  lo  que  les  pasó 
en  San  Joaquín  en  donde  se  detuvieron  más  tiempo,  y  cómo  el  misionero 
de  este  pueblo  no  se  interesó  con  ellos  en  un  adarme.  Sólo  recibió  de  ellos 
una  imagen  de  la  Concepción  de  yeso,  que  les  servía  de  impedimenta  en 


Libro  X.— Capítulo  VIII  501 

-el  viaje  y  corría  peligro  de  hacerse  pedazos  en  el  barco,  pero  con  la  con- 
dición de  pagarla  como  la  pagó,  aún  más  de  lo  que  valía. 


CAPITULO  VIII 

VARIAS  ENTRADAS  DE  LOS  MISIONEROS  Á  TIERRAS  DE  GENTILES,   CON   QUE 
REPONEN  LOS  PUEBLOS  DISMINUIDOS  CON  EPIDEMIAS 

Hubo  en  la  misión  de  Mainas  por  estos  años  muchas  epidemias  de  ca- 
tarros que  llevaron  á  mucha  gente  en  casi  todos  los  pueblos.  En  unos 
faltaron  cuarenta  indios,  en  otros  cincuenta,  pero  muchos  más  murieron 
en  San  Pablo  de  Napeanos,  cuya  reducción  se  disminuyó  notablemente 
con  ocasión  de  la  mudanza  que  se  hizo  de  ella  á  sitio  más  saludable. 
Mientras  se  extendía  el  contagio  por  los  pueblos  de  la  misión  baja,  no  lo 
pasaron  mejor  los  indios  de  la  misión  alta,  porque  habiendo  ido  desde 
Borja  á  Jaén  el  teniente  Domingo  Tapia  con  otros  vecinos  de  la  ciudad, 
trajeron  consigo  las  viruelas,  y  muerto  de  ellas  el  teniente  con  otros  cua- 
renta Borjeilos,  pusieron  á  los  indios  en  el  mayor  cuidado,  y  se  vieron 
precisados  á  retirarse  con  facultad  de  su  cura,  á  un  sitio  llamado  Puca 
Barranca.  Hicieron  aquí  sus  sementeras  y  se  mantuvieron  en  este  lugar 
hasta  que  pasó  el  contagio.  Con  esta  ocasión  se  dio  principio  á  la  mu- 
danza en  que  se  pensaba  de  la  ciudad  de  Borja  al  mismo  sitio  de  Puca 
Barranca  como  se  ejecutó  finalmente  por  ser  lugar  abundante  de  caza  y 
pesca,  y  por  gozar  de  un  terreno  más  ventajoso  que  el  de  la  antigua 
Borja. 

Considerando  tantas  quiebras  los  misioneros,  se  resolvieron  á  hacer 
frecuentes  entradas  á  los  montes  en  busca  de  gentiles,  y  el  superior  de 
las  misiones  Martín  Iriarte,  en  una  consulta  general,  fomentó  sus  ideas 
enviando  orden  á  todos  los  padres  de  las  reducciones  para  que  todos  los 
años  hiciesen  á  lo  menos  una  entrada  para  mantener  á  los  pueblos.  Pon- 
dremos una  suma  de  lo  que  se  trabajó  en  estos  dos  ó  tres  años  y  del  fruto 
que  cogieron  en  sus  correrías,  particularmente  en  las  misiones  nuevas. 
Hízose  entrada  desde  San  Joaquín  en  busca  de  gentiles  voluntarios  del 
Mará,  y  por  la  intercesión  de  San  Xavier,  á  quien  se  encomendó  la  em- 
presa, se  lograron  treinta  y  ocho  personas  que,  vestidas  por  el  misionero 
y  acomodadas  por  las  casas  de  los  Omaguas,  se  fueron  domesticando  y 
haciendo  á  las  costumbres  del  pueblo.  Más  numerosa  fué  otra  tropa  de 
gentiles  llamados  Cajocumas,  que  pertenecían  á  la  nación  Payagua,  los 
cuales,  á  diligencia  del  misionero  de  San  Joaquín,  se  poblaron  como  seis 
días  más  arriba  de  la  boca  del  río  Ñapo  y  formaron  una  reducción  pe- 
queña con  la  advocación  de  San  Pedro. 

En  la  misión  de  lo  alto  del  Ñapo,  se  lograron  ciento  diez  y  ocho  Abi- 
giras  Encabellados,  pero  con  la  sentida  desgracia  de  haber  muerto  en  la 
empresa  en  una  casa  de  estos  gentiles  el  hermano  Lorenzo  Rodríguez  sia 


602  Misiones  del  Marañón  Español 

poder  llegar  á  darle  socorro  el  P.  Ars,  por  más  que,  sabida  la  enferme- 
dad del  hermano,  se  apresuró  cuanto  pudo  para  administrarle  los  sacra-^ 
mentos.  Pero  tuvo  el  consuelo  de  saber  de  boca  de  los  mismos  que  asis- 
tieron á  su  tránsito,  que  había  muerto  muy  conforme  con  la  voluntad  di- 
vina. Era  el  hermano  Lorenzo  un  religioáo  muy  ajustado,  de  maduro  Jui- 
cio, de  celo  conocido  y  de  grande  prudencia  en  saber  acomodarse  al  ge- 
nio de  los  indios.  Fueron  las  misiones  del  Ñapo,  tan  abundantes  de  traba- 
jos, como  hemos  visto,  el  teatro  de  su  paciencia  y  sufrimiento  por  siete 
años,  al  cabo  de  los  cuales  se  sirvió  el  Señor  de  llevarle  para  si  como  es- 
peramos, para  darle  el  premio  merecido  á  sus  trabajos.  No  se  puede  ne- 
gar que  los  Abigiras  recientemente  sacados  de  los  montes,  fueron  bien 
poco  constantes,  y  que  al  poco  tiempo  se  huyeron  á  sus  escondrijos,  pero 
quedaron  algunos  y  con  ellos  se  consolaba  el  misionero  del  Jesús.  Más 
constante  fué  una  partida  de  gentiles  que  se  agregó  al  pueblo  de  San  Ig- 
nacio de  Pevas  á  solicitación,  como  pienso,  de  los  mismos  Pevas,  de  quie- 
nes eran  parientes. 

Pero  en  lo  que  más  se  mostró  la  amorosa  providencia  del  Señor,  fué 
en  atraer  á  los  Yetes  Omaguas,  que  mucho  tiempo  antes  se  habían  reti- 
rado á  tierras  muy  distantes  y  con  quienes  se  habían  hecho  muchas  di- 
ligencias sin  poder  hallarlos.  Porque  ellos  mismos  sin  ser  buscados  vinie- 
ron muy  de  lejos  y  después  de  una  navegación  larga  de  veinte  días  se 
presentaron  al  misionero  de  San  Joaquín,  diciendo  que  estaban  resueltos 
á  vivir  en  el  pueblo  con  sus  parientes.  Repartiólos  el  padre  por  las  ca- 
sas, y  bautizados  los  niños  los  vistió  á  todos  y  surtió  largamente  de  he- 
rramientas, acariciándolos  muy  particularmente,  todo  á  fin  de  que  hi- 
ciesen asiento  en  el  pueblo,  porque  sabía  muy  bien  su  índole  y  rusticidad. 
Eran  los  Yetes  Omaguas  extremadamente  toscos  y  de  poquísimo  entendi- 
miento, de  manera  que  los  que  venían  niños  de  las  selvas,  apenas  llega- 
ban á  discernir  á  los  diez  y  seis  años  la  malicia  del  pecado  mortal,  y  mu- 
chos de  los  viejos,  por  más  que  se  les  explicase,  no  acertaban  á  mostrar 
en  toda  su  vida  entero  discernimiento.  No  dejaron  de  lograrse  algunos  de 
estos  gentiles  bozales,  porque  fuera  de  los  niños  que  se  bautizaron,  mu- 
rieron también  algunos  adultos  con  este  sacramento,  y  muy  en  particu- 
lar una  india  llamada  María,  que  era  la  edificación  del  pueblo,  la  cual 
acabó  sus  días  haciendo  actos  fervorosos  de  fe,  esperanza  y  caridad,  con 
deseos  ardientes  de  ver  á  Dios. 

Después  que  su  Majestad  se  llevó  algunos  Yetes,  entresacando  á  sus 
predestinados  de  aquellos  brutos,  los  viejos  de  la  nación  en  medio  de  una 
vida  quieta  en  que  nada  se  les  mandaba  y  se  les  suministraba  todo,  de- 
terminaron volverse  á  sus  madrigueras.  Para  hacerlo  con  algún  disimu- 
lo, fingieron  querer  ir  al  río  Ucayale  á  una  pesca  y  caza  general  de  una 
semana  entera,  y  con  este  pretexto  llevaron  engañado  á  un  mocito  de  la 
nación,  por  nombre  Xavier,  muy  hecho  ya  á  los  estilos  del  pueblo.  Cuan- 
do el  muchacho  echó  de  ver  la  mucha  prevención  de  víveres  para  un 
viaje  que  les  parecía  corto,  les  dijo:  «¿Para  qué  son  tantas  prevenciones 


Libro  X.— Capítulo  VIII  503 

si  hemos  de  volver  á  los  ocho  días?»  «Para  volvernos,  le  respondieron  los 
viejos,  á  nuestro  río  Tiputini  en  busca  de  mujeres  y  casarnos.»  «No  ha- 
gáis eso,  respondió  Xavier,  el  padre  nos  quiere  y  nuestros  parientes  los 
Omaguas  nos  estiman.  No  faltarán  en  San  Joaquín  mujeres  con  quien 
casarnos.  No,  no  quiero  huir  á  Tiputini. — Punto  en  boca,  dijeron  los  vie- 
jos, sigúenos,  y  si  no  aquí  te  matamos.»  Disimuló  el  pobre  mozo  y  fingió 
seguirles,  pero  más  advertido  que  los  viejos,  pensó  sobre  el  modo  de  vol- 
verse sin  que  pudieran  impedírselo.  Logró  su  traza  la  noche  siguiente,  en 
que  durmiendo  los  Yetes  en  una  playa,  después  de  bien  comidos,  aunque 
para  mayor  seguridad  habían  metido  en  medio  á  Xavier  y  ellos  estaban 
puestos  alrededor  en  forma  de  círculo,  se  escapó  á  gatas  poco  á  poco 
oyéndoles  roncar,  y  cogiendo,  sin  ser  sentido,  una  pequeña  canoa,  á  todo 
bogar  se  vino  á  casa  del  misionero  sin  que  lo  notasen  los  Yetes.  Dióle 
parte  de  la  determinación  de  sus  paisanos,  pero  por  más  que  los  Oma- 
guas, diestros  en  manejar  sus  canoas,  salieron  en  varias  partidas  en 
busca  de  los  fugitivos,  no  pudieron  darles  alcance,  porque  echaron  de 
menos  al  mozo  y  la  canoa,  y  temerosos  de  que  los  seguirían  los  del  pue- 
blo, no  pararon  hasta  el  Nombre  de  Jesús,  y  de  aquí  tiraron  á  sus  tierras 
de  Tiputini.  En  esto  pararon  los  Yetes,  mala  canalla  y  de  poca  capaci- 
dad, aun  entre  aquellos  que  tenían  tan  poco  de  racionales. 

Más  esperanzas  dio  un  golpe  de  Mayorunas  que  por  este  tiempo  de  la 
huida  de  los  Yetes  se  logró  sacar  de  una  quebrada  llamada  Cuchiquina, 
no  lejos  del  pueblo  de  San  Ignacio  de  Pevas.  Noticioso  de  aquellos  genti- 
les el  misionero  de  Omaguas,  envió  al  gobernador  de  esta  nación  con  un 
capitán  Mayoruna  y  varios  indios  en  diversas  canoas  en  busca  de  aque- 
lla gente.  Encomendóse  la  empresa  á  María  Santísima  y  al  patriarca  San 
Ignacio,  por  cuya  intercesión  tocó  el  Señor  los  corazones  de  los  Mayoru- 
nas, de  manera  que  al  punto  y  sin  resistencia  alguna  se  embarcaron  con 
los  nuestros  cuantos  cupieron  en  las  canoas,  quedando  los  otros  deseosos 
de  embarcaciones  para  seguir  á  los  primeros,  por  ser  el  camino  largo 
como  de  quince  jornadas.  Llegaron  las  canoas  llenas  de  gente  nueva  á  San 
Joaquín  poco  antes  de  la  fiesta  de  San  Ignacio,  en  cuyo  día  se  bautizaron 
los  párvulos  con  mucha  alegría  y  consuelo  de  los  cristianos;  pero  cuando 
los  Omaguas,  empeñados  en  continuar  una  empresa  tan  feliz,  llegaron  á 
concebir  esperanzas  de  traer  todos  los  gentiles  que  se  hallaban  por  aque- 
llas tierras,  todo  lo  cortó  por  justos  juicios  del  Señor  la  venida  importu- 
na de  un  nuevo  gobernador  de  la  misión,  que,  no  sólo  atrasó  la  empezada 
conquista,  pero  faltó  muy  poco  para  que  no  arruinase  al  pueblo  mismo 
de  San  Joaquín,  en  medio  de  estar  tan  sólidamente  fundado  y  tan  arrai- 
gado en  la  fe.  Tales  fueron  los  procedimientos  de  este  alocado  ministro, 
mozo  vano,  cruel  y  codicioso,  como  veremos  en  los  siguientes  capítulos» 


504  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  IX 

EXCESOS  DE  UN  NUEVO   GOBERNADOR  DE  MAINAS    Y   OPRESIÓN  DE 

LOS  INDIOS 

No  podemos  menos  de  hacer  mención  en  nuestra  historia  del  extraño 
proceder  de  un  gobernador  de  la  misión,  que  por  dos  años  y  medio  afligió 
sobremanera  á  los  indios,  particularmente  á  los  Omaguas,  así  por  no  faltar 
á  la  verdad  que  profesamos,  como  para  desengaño  de  aquellos  ministros  á 
quienes  pertenece  señalar  gobernadores  y  corregidores,  especialmente  en 
tierras  de  indios  recientemente  agrega  dos  al  seno  déla  Iglesia .  Porque  como 
los  buenos  adelantan  mucho  con  su  buena  manera,  ediñcación  y  ejemplo, 
las  nuevas  plantas  de  la  viña  del  Señor,  así  los  malos  con  su  perversa  ó 
poco  edificante  conducta,  si  no  los  arrancan  del  todo,  les  quitan  el  humor 
con  que  se  nutren,  de  donde  vienen  á  marchitarse  y  secarse:  de  estos  se- 
gundos fué  el  que  llegó  á  San  Joaquín  de  Omaguas  por  Julio  de  17ó8,  cuyo 
nombre  callamos  en  la  historia  por  guardarle  algún  decoro  á  que  no  era 
ciertamente  acreedor,  por  haber  sido  sus  hechos  públicos  y  sabidos  de  la 
misión . 

Luego  que  el  nuevo  gobernador  entró  en  esta  reducción,  en  donde  fijó 
su  residencia,  acaso  en  atención  á  la  demarcación  que  se  debía  ejecutar 
en  los  términos  de  España  y  Portugal,  cautivó  los  corazones  de  los  indios 
con  una  acción  cristiana  y  edificativa,  ofreciéndose  á  ser  padrino  en  el 
bautismo  de  todos  los  niños  Mayoranas  recién  sacados  del  monte,  como 
vimos  en  el  capítulo  pasado,  Hízose  la  función  con  toda  celebridad  y  apa- 
rato, quedándole  muy  obligados  los  Mayoranas  por  haber  tomado,  como 
creían,  bajo  su  protección  á  sus  chicuelos;  pero  duró  tanto  la  obligación 
de  éstos  como  la  edificación  de  los  demás,  que  no  pasó  de  algunos  pocos 
días,  porque  luego  comenzó  á  mostrar  un  genio  altivo  y  soberbio,  y  un 
natural  inhumano,  terco  y  codicioso.  Dio  principio  á  su  altivez  mandando 
á  los  caciques  que  no  se  sentasen  en  la  iglesia,  como  era  costumbre,  con 
los  ministros  de  justicia,  y  aun  pretendió  que,  estando  ya  sentados,  se  le- 
vantasen de  los  bancos.  Viendo  el  misionero  aquel  disturbio,  advirtió  al 
gobernador  que  no  debía  mandar  en  la  iglesia  y  contra  las  costumbres 
ya  recibidas;  que  bastaba  el  que  para  otro  día  advirtiese  á  los  caciques 
lo  que  debían  ejecutar.  Mas,  acabada  la  Misa,  como  si  le  hubiesen  hecho 
un  gran  desacato,  puso  á  los  caciques  en  el  cepo  y  comenzó  á  escribir 
contra  los  pobres  una  sentencia  terrible  de  azotes  públicos  por  las  calles 
del  pueblo.  Como  los  presos  y  sentenciados  á  tan  ignominioso  castigo  eran 
gente  tan  principal,  se  alborotaron  luego  todos  los  indios,  y  tuvo  que  ha- 
cer el  misionero  aún  menos  en  sosegar  á  la  gente  amotinada  que  en  per- 
suadir al  gobernador  que  desistiese  de  aquella  su  locura,  haciéndole  ver 
claramente  que  si  no  soltaba  los  presos,  estaba  ya  la  cosa  en  términos  de 


Libro  X. — Capítulo  IX  505 

que  sin  duda  le  quitarían  la  vida  j  se  escaparían  á  los  montes .  Este  fué 
el  primero  de  sus  desatinos,  que  continuó  casi  sin  interrupción  hasta  el 
último  día  de  su  gobierno.  Dio  orden  (y  se  ejecutó  puntualmente)  para 
que  todo  el  día  estuviesen  á  la  puerta  de  su  casa,  como  de  guardia,  dos 
personas  de  justicia  con  sus  varas  en  la  mano.  Estas,  cuando  el  goberna- 
dor salía  de  casa,  iban  por  delante  quitando  todos  los  estorbos  como  si 
fuese  un  Inga.  Hizo  sus  almohadones  (contra  las  leyes  de  la  recopilación 
que  reserva  al  virrey  esta  regalía),  y  se  ponía  con  mucha  gravedad  so- 
bre ellos  en  la  iglesia,  haciendo  antes  componer  con  prolijidad  el  sitio  á 
los  indios.  Varias  veces  tenía  que  aguardar  el  sacerdote  para  que  oyesen 
Misa  los  domingos  y  días  festivos,  y  si  se  le  mandaba  recado  para  que  no 
detuviese  la  gente,  había  quejas  y  disensiones.  No  hacia  caso  de  las  ra- 
zones del  padre,  y  éste  lo  toleraba  por  amor  de  la  paz  y  con  la  esperanza 
de  ganarle,  disimulando  saber,  como  sabia  muy  bien,  que  aquel  grande 
Inga,  que  pretendía  la  adoración  del  pueblo,  escapado  de  su  casa  en  el 
reino  de  Galicia  y  enderezado  á  Madrid  á  probar  fortuna,  había  servido 
en  la  corte  de  lazarillo  de  un  ciego.  A  tanto  llegó  la  ceguedad  y  locura 
de  un  joven  de  veintitrés  años,  que,  puesto  poco  há  á  los  pies  de  los  ca- 
ballos y  colocado  ahora  en  el  gobierno  de  Mainas,  tiraba  ya  las  líneas 
para  la  presidencia  de  Quito. 

No  fué  inferior  la  codicia  á  su  loquísima  vanidad.  Hechas  como  era 
costumbre  por  año  nuevo  las  elecciones  de  alcaldes  y  demás  oficiales  del 
pueblo,  pretendía  que  le  diesen  cuatro  libras  de  cera  por  las  confirma- 
ciones y  nombramientos  que  extendía  de  capitanes,  sargentos  y  alfére- 
ces. Opúsose  el  padre  con  eficacia  diciéndole  que  ninguno  de  sus  antece- 
sores había  dado  en  semejante  pensamiento  que  era  verdaderamente  un 
delirio,  no  siendo  capaces  de  aquella  contribución  los  pobres  indios  que 
con  grandísima  dificultad  y  á  costa  de  mucho  tiempo  apenas  podían  jun- 
tar tres  libras  de  cera  para  comprar  una  hacha.  Como  no  le  saliese  bien 
el  proyecto  y  un  alférez  Omagua  le  tirase  la  insignia  del  oficio  diciendo: 
toma  tu  vara  que  más  es  el  trabajo  que  el  provecho,  inventó  un  nuevo  arbitrio  no 
menos  injusto,  y  fué  mudar  á  su  placer  los  precios  de  las  cosas,  señalan- 
do seis  libras  de  cera  por  cada  una  de  las  hachas  que  había  traído  de 
Quito,  inferiores  en  calidad  á  las  que  se  usaban  en  el  pueblo.  De  esta 
manera  enviaba  á  los  indios  al  monte  dos  ó  tres  semanas  que  apenas 
bastaban  para  recoger  la  cera  correspondiente  á  las  hachas  que  les 
daba.  Y  lo  llevaba  con  tanto  rigor  y  crueldad ,  que  á  un  pobre  Yameo 
que  le  llevó  solamente  tres  libras,  por  habérsele  muerto  su  hijo  en  el 
monte  cuando  buscaba  la  cera,  le  azotó  como  si  hubiera  cometido  un  de- 
lito gravísimo,  y  le  envió  al  monte  á  buscar  lo  demás.  Con  esto  los  indios 
venían  al  misionero  á  contar  las  vejaciones  del  gobernador,  lloraban  y 
clamaban  para  que  les  favoreciese  y  amparase  de  aquel  hombre,  que  no 
les  dejaba  respirar.  Pero  ni  el  padre  podía  recabar  nada  del  gobernador 
con  buenas  razones,  ni  tenía  otro  arbitrio  para  contenerlo.  Exhortaba  á 
los  indios  á  la  paciencia  y  á  la  obediencia  del  Apus  ó  superior,  porque  al 


606  Misiones  del  Marañón  Español 

fin  representaba  á  su  majestad  católica  y  debía  ser  respetado  mientras 
viniese  otro  gobernador  como  esperaba  bien  presto. 

Para  aumentar  las  aflicciones  de  ios  indios  y  no  dejar  de  oprimirlos  en 
todas  maneras,  señaló  seis  personas  (cuando  bastaban  dos  indios),  las 
cuales  debían  atender  solamente  á  la  caza  y  pesca,  para  la  mesa  y  sus- 
tento de  su  casa,  y  en  el  día  que  no  llevaban  caza  y  pesca,  habían  de 
presentarle  una  gallina.  Fuera  de  esto,  mandaba  cuanto  se  le  ofrecía  á 
los  nuevos  Mayorunas,  que  oprimidos  de  tanto  trabajo  se  huyeron  todos 
del  pueblo,  abominando  del  que  pensaban  hallar  protector  después  del 
padrinazgo  de  sus  hijos.  Ocupaba  á  otros  muchos  indios  en  servicio  de  su 
persona,  con  ocasión  de  haberle  regalado  el  padre,  á  insinuación  ó  peti- 
ción suya,  con  una  hermosa  canoa.  Giraba  ésta  á  todas  horas  por  el  río, 
y  no  debían  faltar  indios  prontos  á  lo  que  les  mandaba  recoger  con  ella. 
Eran  á  la  sazón  más  penosas  á  los  indios  estas  tareas,  por  la  multitud  de 
caimanes  que  se  descubrieron  en  este  año.  Sucedieron  algunas  desgracias, 
pero  no  por  eso  se  movía  á  compasión  el  corazón  duro  del  gobernador. 
Fué  muy  notable  y  sentida  en  el  pueblo  la  que  sucedió  á  D.  Diego  Yurima- . 
guas,  indio  principal  y  de  mucho  servicio  en  la  reducción  por  su  conocida 
habilidad  y  expedición  primorosa  en  varias  artes  mecánicas  de  que  se  ne- 
cesitaba. Uno  de  los  indios  señalados  por  el  gobernador  para  su  pesca  era 
dicho  D.  Diego,  sin  que  le  sirviese  de  excusa  el  estar  cargado  de  familia. 
Sucedió,  que  no  habiendo  podido  coger  desde  el  domingo  hasta  el  viernes 
más  que  tres  charapas,  grandes  como  de  cinco  arrobas,  quiso  venir  con 
ellas  por  no  encontrar  otra  pesca;  pero,  temiendo  el  castigo  de  azotes 
que  recetaba  luego  el  gobernador,  procuró  buscar  otra  cuarta,  sin  la 
cual  no  quedaría  ciertamente  satisfecho.  Estaba  el  infeliz  atisbando  des- 
de la  canoa  para  hacer  su  pesca,  cuando  un  caimán  de  un  colazo  lo  tiró 
al  agua,  y  de  una  dentellada  le  comió  parte  del  brazo  izquierdo.  Era  el 
indio  valiente  y  de  gran  ánimo  y  comenzó  á  luchar  con  el  fiero  lagarto, 
que  le  quería  tragar  todo,  dentro  del  agua  y  en  medio  de  no  tener  más 
que  el  brazo  derecho,  le  arañó  de  tal  suerte  en  los  ojos,  que  sentido  del 
vivo  dolor  el  caimán  le  soltó  la  presa  y  pudo  salir  el  indio  medio  nadando 
hacia  la  canoa,  en  que  lo  recogió  un  Mayoruna  compañero  suyo. 

Trajéronle  al  pueblo  medio  muerto  y  todo  desangrado,  con  un  brazo 
menos,  desde  más  arriba  del  codo  hasta  elhombro,  donde  colgaban  los  ten- 
dones. Confesóle  al  punto  el  padre,  y  le  previno  con  el  santo  Viático,  res- 
tañada la  sangre  con  la  copauba.  Pero  como  lo  que  le  colgaba  del  hombro 
se  le  iba  pudriendo,  instaba  el  misionero  á  que  algún  secular  cortase  el 
brazo  de  raíz,  saliendo  por  fiador  de  la  cura  como  había  curado  á  otros 
muchos,  y  acababa  de  sanar  á  la  sazón  á  uno  á  quien  había  llevado  el 
caimán  parte  del  vientre  y  de  una  nalga.  Nadie  se  atrevió  á  ejecutar  la 
operación,  ni  el  indio  hacía  rostro  á  ella,  por  lo  cual,  cundiendo  la  gan- 
grena, murió  á  los  dos  meses  con  sentimiento  de  todos.  La  última  obra 
que  había  hecho  D.  Diego  en  beneficio  de  la  iglesia,  era  pintar  unas  an- 
das; y  al  sacarlas  de  su  casa  para  llevarlas  á  la  iglesia,  preguntaron  al 


Libro  X.— Capítulo  IX  507 

misionero:  ¿quién  será  el  primero  que  las  estrenará?  Quizá,  respondió  el 
padre,  alguno  de  esta  casa  sea  el  primero,  y  así  vivir  bien.  Puso  Dios 
esta  respuesta  en  su  boca,  porque  al  amo  de  la  casa  fué  el  primero  que 
depositaron  en  las  nuevas  andas. 

No  contento  el  gobernador  con  afligir  á  los  indios  en  la  manera  dicha^ 
engordar  con  la  sangre  de  los  infelices,  destruir  el  orden  de  las  doctri- 
nas, impedir  las  distribuciones  diarias  y  mortificar  al  misionero  en  su 
misma  persona  y  en  sus  neófitos,  dio  en  otro  pensamiento  extravagante 
para  acabar  de  oprimirlos.  Había  fabricado  el  padre  para  el  hospedaje 
de  los  comisarios  reales,  que  se  esperaban  para  una  determinación 
exacta  de  los  términos  de  Castilla  y  Portugal,  una  hermosísima  casa 
nunca  vista  en  aquellos  países,  así  por  la  grandeza  y  solidez,  como  por 
el  aseo,  simetría  y  proporción.  Tenía  doce  aposentos  capaces,  entabla- 
dos con  fuertes  tarapotos  ó  tablones;  daban  luz  á  cada  uno  de  ellos  dos 
ventanas  con  barandillas  curiosamente  torneadas,  y  marcos  de  abrir  y 
cerrar  con  sus  visagras  de  hierro.  Las  camas,  sillas  de  brazos,  mesas  y 
puertas,  todas  eran  lucidas  y  vistosas,  de  madera  exquisita  de  cedro,  que 
despedía  un  olor  agradable  á  los  que  entraban  en  la  casa.  Había  en  me- 
dio un  corredor  doble  con  su  portón  bien  labrado,  y  con  su  adorno  de 
gusto  y  bien  pintado.  Por  la  parte  del  río  tenía  otro  corredor  más  grande 
y  despejado,  que  por  las  vistas  que  ofrecía  era  de  grande  gusto  á  los  que 
subían  á  él  para  registrar  el  puerto  y  reconocer  la  grande  extensión  del 
río.  La  escalera  principal  era  obra  prima,  y  no  faltaba  para  los  menes- 
teres otra  secreta  y  excusada.  El  refectorio,  que  era  capaz,  tenía  su  puer- 
ta con  escalerilla  al  patio  de  la  cocina,  desde  donde  por  un  descanso  cu- 
bierto recibían  los  hombres  la  comida  de  las  mujeres,  y  la  servían  por  sí 
mismos.  Esta  casa,  ideada  por  el  P.  Iriarte  y  fabricada  con  prolijidad  y 
con  trabajo  por  el  P.  Uriarte,  no  gustaba  á  nuestro  gobernador  por  un 
solo  motivo  que  se  le  puso  en  la  cabeza,  diciendo  que  no  era  razón  que 
los  demarcadores  reales  habitasen  en  la  casa  del  misionero  habiendo  go- 
bernador en  el  pueblo.  En  vano  le  proponía  el  padre,  viendo  el  despro- 
pósito, que  no  se  enfrascase  en  una  obra  larga,  difícil  y  costosa,  para  lo 
cual  no  tenía  comisión  alguna,  que  esto  sería  acabar  con  la  gente,  bas- 
tantemente oprimida,  y  que  sobre  todo  advirtiese  cómo  mandaba  el  rey 
en  la  Recopilación  que  las  casas  del  cura  y  del  gobernador  estuviesen 
en  la  misma  plaza,  para  que  el  uno  fuese  testigo  del  proceder  del  otro. 
Que  esta  última  razón,  aunque  no  hubiese  otras,  sería  bastante  para  que 
todo  hombre  de  juicio  desaprobase  sus  ideas. 

A  todo  se  hacía  sordo  el  gobernador,  encaprichado  en  su  proyecto  sin 
dar  lugar  á  razones,  y  sólo  pensaba  en  llevar  la  suya  adelante.  Comen- 
zó luego  sin  poder  impedirlo  el  padre  á  ocupar  toda  la  gente  del  pueblo. 
Hizo  derribar  tres  casas  de  indios  á  un  lado  de  la  iglesia  precisando  á  los 
pobres  á  que  buscasen  otro  sitio  y  á  que  fabricasen  otras  de  nuevo.  Em- 
bargó todas  las  canoas  de  la  misión  para  traer  estantes,  tablones  y  todo 
lo  necesario.  Andaban  los  hombres  como  unos  esclavos,  oprimidos  de  la 


508  Misiones  del  Marañón  Español 

grande  faena  y  las  mujeres  afligidas  cargando  tierra  y  otras  cosas,  sin 
tener  apenas  tiempo  para  traer  que  comer  alguna  cosa  de  sus  semente- 
ras, mucho  menos  para  cultivarlas  y  limpiarlas.  No  se  oían  en  el  pueblo 
sino  ayes,  clamores  y  voces  lastimosas.  Iban  y  venían  las  pobres  gentes 
al  misionero  y  le  proponían  sus  quejas,  concluyendo  que  antes  querían 
vivir  en  el  monte  sin  casas  y  desprovistos  de  todo  que  vivir  en  el  pueblo 
una  vida  tan  miserable  y  penosa.  Sosegábalos  el  padre  y  les  decía  que 
tuviesen  un  poco  de  paciencia,  que  vendría  en  breve,  como  se  esperaba, 
el  Apu  grande  ó  presidente  de  Quito,  y  lo  remediaría  todo.  Entre  tanto, 
hacía  lo  que  podía,  librándoles  de  los  azotes,  del  cepo  y  sacándoles  algu- 
nas licencias  para  que  buscasen  que  comer.  Todo  era  necesario  en  tanta 
miseria,  apretura  y  crueldad. 

Se  deja  bien  entender  cuánto  pensaría  el  misionero  para  ganar  á  este 
hombre,  corregirlo  ó  apartarlo  del  pueblo;  porque  la  doctrina  estaba 
poco  asistida,  las  prácticas  de  la  misión  iban  por  tierra,  la  gente  andaba 
oprimida,  alborotada  y  á  tumbo  de  dado,  para  escapar  al  monte.  Habló- 
le con  toda  afabilidad  y  cortesía  suplicándole  con  atención  y  rendimien- 
to que  tratase  á  la  gente  con  más  cariño  y  benignidad,  y  que  se  hiciese 
cargo  atendiendo  á  su  misma  persona,  que  una  vez  alborotada  la  gente, 
poco  servía  él  y  sus  mozos  para  defenderse  de  seiscientos  indios  irritados 
y  diestros  en  manejar  sus  armas.  No  le  hacía  fuerza  una  razón  tan  con- 
vincente, porque  la  vanidad,  el  genio  presuntuoso  y  la  ambición  le  trans- 
portaban. Escribió  el  padre  á  los  superiores,  informó  á  Quito  del  modo 
tirano,  del  trato  duro  y  de  las  vejaciones  del  gobernador,  pero  el  reme- 
dio no  podía  venir  tan  prontamente  de  aquella  ciudad  en  tan  largas  dis- 
tancias y  tan  penosos  caminos.  Ofreciósele  un  medio,  que  fué  la  ejecu- 
ción puntual  de  la  ley  de  Recopilación,  en  que  se  manda  á  los  goberna- 
dores, corregidores  y  demás  blancos  que  oigan  la  palabra  de  Dios.  Inti- 
mósela  al  gobernador,  añadiendo  que  él  y  los  demás  debían  estar  con- 
forme al  espíritu  de  la  ley,  oyendo  la  plática  ó  sermón  con  toda  compos- 
tura y  con  los  ojos  bajos  para  dar  ejemplo  de  piedad  y  de  modestia  á  los 
neóñtos.  No  se  atrevió  á  resistir  á  una  demanda  tan  justa,  porque  ya  se 
traducía  que  aunque  duro  é  imperioso,  quería  llevar  informe  de  ediflcati- 
vo.  No  dejó  de  llevar  el  misionero  algún  fruto  con  sus  pláticas  en  los  de- 
más. Mas  poco  ó  nada  consiguió  del  gobernador. 

Volvió  luego  á  sus  mañas,  de  suerte  que  no  sólo  los  indios  le  miraban 
de  mal  ojo,  pero  también  los  blancos  y  dependientes  que  debían  estar  de 
su  parte.  Kiñó  con  el  teniente  llamado  Romero,  y  le  echó  enhoramala; 
envió  á  Quito  á  su  mismo  mozo  y  metió  en  el  cepo  á  cuatro  soldados  Bor- 
jeños.  Poco  era  esto  para  su  orgullo.  Con  un  fraile  que  acertó  á  pasar 
por  San  Joaquín  á  su  misión  se  estrelló,  de  manera  que  tuvo  harto  que 
hacer  el  P.  Uriarte  en  impedir  las  malas  resultas.  La  cosa  parece  in- 
creíble, pero  sucedió  de  esta  manera:  Visitó  el  religioso  al  gobernador, 
el  cual,  oliendo  la  plata  [que  traía,  se  le  hizo  amigo,  y  con  agujas  y 
abalorios,  se  la  fué  sacando  bonitamente.  Conoció  después  el  fraile  coma 


Libro  X.— Capítulo  X  509 

el  señor  gobernador  le  había  engañado  en  los  precios,  y  se  le  quejó  dán- 
dole en  rostro  con  la  trampa  vergonzosa  é  indigna  de  un  hombre  de  bien. 
No  tenía  estos  respetos  el  que  había  sido  lazarillo  de  un  ciego,  y  lo  con- 
firmó abundantísimamente  con  el  modo  puerquísimo  y  escandaloso  que 
intentó  para  vengarse  del  fraile.  Instruyó  á  un  indio  mozo,  lindo  y  buen 
bellaco,  para  que,  vestido  de  mujer,  fuese  á  boca  de  noche,  y  mientras 
el  misionero  estaba  en  la  iglesia,  á  casa  del  religioso  á  solicitarle  por 
avalorios,  añadiendo  que  cuando  hubiese  caído  en  la  tentación  (de  que 
no  dudaba,  porque  el  corazón,  podrido  con  este  vicio,  no  acierta  á  ver 
en  los  demás  sino  entrañas  corrompidas),  huyese  con  estrépito  del  frai- 
le, gritando  por  el  pueblo  que  le  había  querido  forzar  aquel  mal  mi- 
sionero. 

Pero  la  Providencia,  que  vela  sobre  los  inocentes,  dispuso  oportuna- 
mente que  un  niño  del  pueblo,  viendo  al  indio  vestido  de  mujer  y  que  ha- 
blaba en  voz  baja  con  el  fraile,  comenzase  á  reírse  con  otros  muchachos, 
y  conociendo  éstos  la  trama,  el  mal  indio  descubierto  huyó  avergonzado. 
Luego  que  el  religioso  entendió  el  tiro  del  goi)ernador,  montando  en  có- 
lera y  cogiendo  una  lanza,  como  vivo  y  mozo  que  era,  fué  de  noche  á 
casa  del  gobernador  para  atravesarle  con  ella.  Pero  quiso  el  Señor  que, 
avisado  el  P.  Uriarte  de  lo  que  pasaba,  llegase  á  tiempo  para  impedir 
los  daños  que  se  temían.  Fué  lo  peor  del  caso  que  el  gobernador,  en  vez 
de  quedar  confundido,  hacía  gala  de  su  abominable  invención  para  ave- 
riguar, como  él  decía,  si  era  el  religioso  lo  que  parecía  ó  si  era  algún 
bandolero.  Bramaba  el  fraile  de  cólera  y  se  la  juró  que  había  de  llevar 
la  queja  al  virrey,  y  que  no  pararía  hasta  ver  aquel  hombre  desalmado 
metido  en  un  negro  calabozo  por  todos  los  días  de  su  vida.  Sosególe  al 
fin  el  P.  Uriarte,  y  dándole  todo  el  avío  necesario,  le  envió  por  San  Ig- 
nacio de  Pevas  á  su  misión.  El  indio  enmascarado  estuvo  escondido  en  el 
monte  hasta  que,  salido  el  gobernador,  se  le  castigó  á  la  puerta  de  la 
iglesia.  Mas  no  contenta  con  este  castigo  la  justicia  divina,  se  fué  secan- 
do hasta  los  huesos,  y  sin  poder  levantarse  de  la  cama  por  su  debilidad, 
vino  á  morir  mozo  de  veinticinco  años,  sin  llegar  á  la  mitad  de  su  vida, 
pero  bien  dispuesto  y  reconocido  de  su  pecado.  Así  juntó  Dios  la  miseri- 
cordia con  la  justicia  en  este  indio  humillado,  haciéndonos  ver  que  no  s& 
olvida  de  su  misericordia  cuando  de  los  hombres  se  enoja. 


CAPITULO  X 

PROSIGUE  LA  MISMA  MATERIA  DEL    CAPÍTULO   PASADO 

Sólo  respiraban  los  indios  de  San  Joaquín  cuando  el  gobernador  se 
ausentaba  del  pueblo  con  ocasión  de  algún  viaje.  Ofreciósele  uno  algo 
más  largo  á  la  ciudad  de  Borja,  y  en  este  tiempo,  bien  que  descargó  la 
tempestad  en  otros  pueblos,  gozaron  de  alguna  serenidad  los  Omaguas. 


510  Misiones  del  Marañón  Español 

Estaban  inquietos  los  vecinos  de  Bor ja  por  la  nueva  mudanza  al  sitio  ya 
dicho  de  Puca  Barranca,  viviendo  unos  en  ella  y  resistiéndose  otros  como 
suele  suceder  en  semejantes  ocasiones.  Pero  habiéndola  ya  mandado  y 
confirmado  la  Real  Audiencia  de  Quito,  era  necesaria  la  ejecución  y  el 
componer  los  ánimos  de  los  ciudadanos  discordes.  A  este  fin  salió  el  go- 
bernador de  San  Joaquín  y  partió  á  Borja,  aunque  es  verdad  que  lleva- 
ba también  la  mira  de  hacer  su  negocio  especialmente  sobre  la  sal,  y 
con  el  ánimo  de  amontonar  lienzos  y  pintados  de  la  ciudad  de  Lamas, 
todo  lo  cual  pensaba  despachar  con  muchas  ganancias.  En  el  viaje  y  en 
la  estancia  dio  bien  que  hacer  á  los  misioneros,  que  aunque  le  mostraron 
el  respeto  y  le  hicieron  el  acatamiento  que  se  le  debía;  pero  se  le  opusie- 
ron también  con  pecho  y  entereza  en  aquello  con  que  no  podían  ni  debían 
condescender.  No  les  fué  posible  remediarlo  todo,  porque  como  hombre 
furioso  y  arrebatado  de  sus  pasiones,  guardaba  poco  recato  y  daba  ma- 
lísimos ejemplos  á  los  nuevos  cristianos.  Entre  otros  ejemplos  de  su  codi- 
cia, puso  porque  quiso  en  Santiago  de  la  Laguna  una  nueva  aduana, 
donde  cuantos  indios  de  la' misión  pasaban  á  las  Salinas  de  los  Yurima- 
guas,  y  acarreaban  con  mucho  trabajo  la  sal  necesaria  para  los  pueblos, 
debían  dejar  tres  arrobas  enteras  para  el  gobernador.  A  poco  tiempo  dio 
la  vuelta  á  San  Joaquín  en  donde  apenas  se  detuvo,  diciendo  que  quería 
visitar  los  pueblos  del  Ñapo.  Pero  la  verdad  era,  que  le  llevaba  á  Santa 
Rosa  la  esperanza  de  vender  allí  la  sal,  pez  salado  y  otras  cosas  que 
había  recogido. 

Saliéronle  mal  las  cuentas  al  desdichado,  y  al  cabo  de  dos  meses  vol- 
vió sin  ganancia  alguna  á  San  Joaquín,  adonde  llegó  un  día  de  domingo 
cuando  ya  los  indios  oída  su  Misa,  dichas  las  oraciones,  y  acabada  la  doc- 
trina, habían  salido  del  pueblo  á  sus  paseos  acostumbrados.  Fatal  coyun- 
tura para  quien  quería  ser  recibido  con  la  ostentación  de  un  príncipe. 
Luego  que  el  misionero  avistó  el  barco,  avisó  á  los  indios  que  estaban  en 
el  pueblo  para  recibir  al  gobernador  y  bajó  con  ellos  al  puerto.  Dióle  la 
bienvenida  con  el  cacique  y  demás  oficiales;  pero  el  hombre,  alborotán- 
dosele más  el  mal  humor  con  que  venía  con  la  vista  de  la  poca  gente  que 
salía  á  recibirlo;  ciego,  orgulloso  y  atufado,  sin  oír  ni  hacer  caso  de  nin- 
guno, se  enderezó  al  alcalde,  que  era  un  buen  viejo,  comenzó  á  darle  de 
bastonazos  diciendo:  El  padre  tiene  la  culpa:  ¿por  qué  no  recibís  á  vuestro 
gobernador  con  marcha  y  con  tambores?  Yo  os  enseñaré,  perros,  cómo  os 
habéis  deportar.  Loco,  furioso  y  hecho  una  víbora,  no  dejó  al  pobre  viejo 
hasta  que  le  hizo  pedazos  el  bastón  en  sus  costillas.  Los  demás  indios  que 
esto  vieron,  escaparon  y  desaparecieron  todos.  Quedó  solo  el  misionero  y 
dando  un  poco  de  tiempo  á  que  volviese  en  sí  aquel  furioso  le  dijo  con  so- 
siego y  con  blandura.  Perdone  usted,  señor  gobernador,  que  les  cogió  de 
repente  su  venida.  Se  ha  hecho  lo  que  se  ha  podido.  Y  hágase  usted  cargo 
que  no  es  costumbre  recibir  á  los  gobernadores  con  marcha  y  tambores 
sino  cuando  llegan  la  primera  vez  y  se  dan  á  conocer  al  pueblo.  Mas  él 
sin  oir  ni  atender  á  razones,  se  subió  á  su  casa  echando  bravatas  por 


Libro  X.— Capitulo  X  511 

aquella  boca.  Recogió  el  padre  no  sin  trabajo  á  los  indios  y  les  encargó 
en  tantas  vejaciones  el  respeto  y  cuidado  escrupuloso  de  su  persona,  ex- 
hortándolos á  la  paciencia  de  que  tanto  necesitaban. 

Sosegada  la  cólera  del  gobernador  después  de  algunas  horas,  vino  de 
noche  al  aposento  del  misionero  y  le  dio  alguna  satisfacción  de  su  trans- 
porte. Respondióle  el  padre  que,  por  lo  que  así  tocaba,  no  se  le  daba  nada; 
pero  que  se  hiciese  cargo  que  los  indios  podian  fácilmente  levantarse  y 
escaparse  á  los  montes,  y  fuera  de  la  pérdida  de  aquel  pueblo  floreciente, 
¿quiénes  eran  ellos  para  resistir  á  tanta  gente  si  se  les  ponía  en  la  cabe- 
za, como  se  les  daba  ocasión,  de  acabar  con  todos  los  españoles?  Que  ad- 
virtiese cómo  en  el  tiempo  de  su  ausencia,  manejados  los  indios  con  buen 
modo,  con  dulzura  y  con  paciencia,  habían  adelantado  más  de  lo  que  él 
se  prometía  la  obra  del  ayuntamiento  que  se  les  había  encomendado. 
Que  no  valía  con  ellos,  como  veía  con  experiencia,  el  imperio  y  la  dureza 
ni  el  castigo,  sino  los  buenos  ruegos,  el  cariño  y  la  buena  manera.  Como 
el  gobernador  estaba  sereno,  y  era  hombre  capaz,  y  de  bastante  alcan- 
ce, le  hicieron  fuerza  estas  razones,  y  prometió  mostrar  en  adelante  ca- 
riño á  la  gente  y  dar  alguna  satisfacción  de  lo  que  inconsideradamente 
había  dicho  contra  el  misionero,  cuyos  modales  había  de  seguir  é  imitar 
con  los  Omaguas. 

No  dejó  de  quedar  consolado  el  misionero  después  de  la  conversación 
en  que  le  experimentó  tan  reconocido;  pero  en  gente  que  no  sabe  hacer- 
se violencia  ni  trata  de  vencerse  á  sí  mismo,  es  cosa  sabida  que  no  menos 
el  genio  que  la  figura  duran  hasta  la  sepultura.  Era  su  genio  inconstante 
y  su  natural  hinchado  y  cruel;  y  á  poco  tiempo  le  transportaron  á  un  ex- 
ceso, no  sé  si  diga  de  impiedad  ó  de  crueldad,  ó  de  uno  y  otro.  Sucedió 
que  un  Mayoruna  se  emborrachó  y  que  estando  fuera  de  sí  sacudió  á  su 
mujer.  Avisado  el  gobernador,  corrió  con  un  azote  de  cuero  de  vaca  ma- 
rina y  empezó  á  darle  latigazos;  el  pobre  indio,  como  le  dolían  los  golpes 
estando  todavía  borracho,  se  le  arrimaba  y  abrazaba  por  las  piernas, 
pidiendo  que  dejase  ya  de  azotarlo.  Grita  el  gobernador  á  los  suyos,  como 
si  el  tocamiento  del  indio  fuese  el  mayor  atentado,  que  luego,  luego  pon- 
gan al  Mayoruna  de  cabeza  en  el  cepo,  porque  le  había  acometido  y 
quería  que  se  hiciese  en  él  un  ejemplar  castigo.  Puesto  el  pobre  indio  de 
cabeza  en  el  cepo,  forcejeaba  el  miserable  por  sacar  del  tronco  la  cabeza, 
y  con  tal  furia  y  continuación,  que  casi  se  ahorcaba  ó  arrancaba  la  ca- 
beza. En  tan  gran  peligro,  vino  corriendo  su  mujer  con  otros  al  misione- 
ro, para  que  le  amparase  con  el  gobernador,  que  se  mataba  su  marido.» 
Estaba  á  la  sazón  el  padre  vestido  de  capa  de  coro,  para  salir  al  rosario 
y  á  la  salve  y  oyendo  lo  que  pasaba,  envió  un  recado  correo  al  goberna- 
dor diciendo  que  no  iba  en  persona  por  estar  ya  vestido  para  salir  al  al- 
tar; pero  que  le  suplicaba  que  tuviese  á  bien  sacar  al  indio  de  aquella 
apretura  porque  no  se  ahogase,  y  ponerle  de  pies  en  el  cepo.  No  hizo  ca- 
so del  recado  atento  del  misionero,  y  visto  por  los  indios,  ya  se  disponían 
á  alzarse. 


612  Misiones  del  Marañón  Español 

Acabada  la  función  de  iglesia  y  conociendo  el  misionero  el  peligro  de 
que  se  huyesen  los  indios  por  la  terquedad  del  gobernador,  fué  apresu- 
rado á  su  casa  y  le  halló  paseándose  en  su  corredor  muy  ufano,  como 
quien  hacía  una  gran  cosa  en  no  mudar  de  resolución  con  el  Mayoruna. 
Suplícale  con  los  términos  más  corteses  á  que  se  hiciese  cargo  que  un  bo- 
rracho no  está  en  sí,  y  que  con  todo  hombre  de  razón  y  de  juicio  es  excu- 
sable en  lo  que  hace,  por  no  tener  advertencia;  que  advirtiese  el  peligro 
inminente  en  que  se  hallaban,  porque  la  gente  del  pueblo  estaba  albo- 
rotada y  en  términos  de  escapar  al  monte;  que  era  preciso  sacar  al  in- 
dio la  cabeza  del  cepo  y  ponerle  de  un  pie,  que  á  la  mañana,  estando  en 
sí  el  indio,  cuando  la  corrección  sería  más  provechosa,  le  sacase  del  cepo 
con  una  buena  reprensión  y  á  intercesión  suya.  Negábase  á  todo  el  go- 
bernador, el  padre  le  apretaba,  pero  no  pudo  sacarle  otras  palabras  que 
las  que  decía  más  fuera  de  sí  que  el  borracho  mismo:  Yo  le  haré  cortar 
al  atrevido  las  manos.  No  se  dio  por  vencido  el  misionero,  y  volvió  á  su- 
plicarle por  Dios  que  se  sosegase  y  diese  lugar  á  la  razón,  que  soltase  al 
indio,  porque  á  no  hacerlo  todo  se  perdía.  A  esta  última  instancia  pro- 
rrumpió aquel  hombre  impío  y  furioso  y  ciego,  en  este  sacrilego  dispa- 
rate: Aunque  me  lo  pidiera  Jesucristo  no  lo  soltara.  Oyendo  el  misionero 
una  blasfemia  tan  horrenda,  no  pudo  ya  contenerse,  y  encarándose  con 
el  gobernador  le  dijo:  ¿Sabe  usted  lo  que  acaba  de  decir  con  esos  sacrile- 
gos labios?  ¿Ha  formado  concepto  de  la  impiísima  cláusula  que  ha  pro- 
nunciado? Jesucristo,  Rey  de  reyes,  Señor  de  señores,  ¿no  puede  en  este 
mismo  instante  arrojarle  á  los  infiernos  para  que  arda  en  ellos  eterna- 
mente, por  esa  execrabilísima  blasfemia?  ¿Cree  usted  quién  es  Jesucris- 
to? ¿No  es  su  Dios,  su  Criador,  su  Redentor,  su  Juez?  Sepa  que  me  he  es- 
candalizado con  su  dicho  sacrilego,  y  no  sólo  á  mí,  sino  también  á  los  in- 
dios que  la  han  oído  y  entienden  muchos  la  lengua  castellana.  ¡Oh,  Santo 
Dios,  y  qué  juicio  harán  estos  pobres  de  nuestra  santa  fe,  viendo  que  un 
español,  un  cristiano  viejo,  y  un  gobernador  que  representa  á  nuestro 
piísimo  y  católico  monarca,  dice  que  no  haría  lo  que  le  pidiese  Jesucristo, 
nuestro  Señor,  que  es  omnipotente,  y  que  si  le  mandase  Jesucristo  algo  y 
no  lo  hiciese,  le  puede  quitar  la  vida  en  un  momento  y  arrojarlo  á  los  in- 
fiernos! Pues  sepa  usted,  y  pongo  á  todos  por  testigos,  si  no  suelta  al  indio 
y  le  pone  de  un  pie,  que  yo  no  quiero  que  se  pierda  por  su  terquedad  in- 
justa el  pueblo  de  su  majestad  católica,  y  que  en  tan  apretadas  circuns- 
tancias yo  mismo  sacaré  del  cepo  la  cabeza  del  indio  y  daré  razón  donde 
convenga  bien,  cierto  y  seguro  de  ser  oído  en  tan  justa  causa. 

¡Quién  creyera  que  á  tan  terrible  sermón  no  se  ablandase  y  humillase 
el  corazón  de  aquel  hombre!  Mas  el  vino  de  la  dignidad  se  le  había  su- 
bido á  la  cabeza  y  trastornado  el  juicio.  Acabada  la  plática  se  metió  fu- 
rioso y  bramando  en  su  aposento,  cerrando  de  golpe  la  puerta  con  asom- 
bro de  todos.  Consoló  á  la  gente  medio  amotinada  el  misionero,  pidién- 
dola por  amor  de  Dios  que  no  hiciese  movimiento  alguno,  porque  era 
gobernador  y  estaba  bravo,  y  que  le  hablaría  después  y  todo  se  compon- 


Libro  X.— Capítulo  X  513 

dría.  Visitó  al  preso  y  le  animó  diciendo:  No  temas  hijo  mío,  ten  pacien- 
cia y  estáte  quieto,  yo  hablaré  otra  vez  al  gobernador  pasada  la  cólera, 
y  saldrás  de  ese  trabajo.  Como  no  pedía  dilación  el  remedio,  volvió  el 
padre  al  gobernador,  que  después  de  algún  tiempo  y  con  mucha  dificul- 
tad abrió  la  puerta  y  dio  asiento  al  misionero  diciendo:  Es  desvergüenza 
que  me  pierdan  el  respeto  estos  bárbaros.  Créame  usted,  le  dijo  el  padre, 
créame  usted  como  á  experimentado,  señor  gobernador.  Lo  hecho,  hecho 
se  está.  La  gente  está  alborotada,  su  vida  de  usted  peligra  mucho.  Una 
noche  da  mucho  de  sí;  tienen  tiempo  y  no  les  falta  maña  para  ejecu. 
tar  lo  que  quieren.  Lo  que  conviene  es  que  vamos  juntos  al  cepo.  Usted 
con  palabras  graves  afrenta  el  delito  al  indio,  que  está  ya  en  su  acuer- 
do, y  yo  suplicaré  por  la  Virgen  que  se  le  haga  la  gracia  de  sacarle  la 
cabeza,  quedando  asegurado  del  pie  hasta  la  mañana,  en  que  se  suelte 
para  que  vaya  á  su  trabajo,  pues  hace  falta  para  la  familia.  Quiso  Dios 
que  condescendiese,  aunque  con  repugnancia,  el  gobernador.  Hízose 
como  á  las  nueve  de  la  noche  lo  que  debía  haberse  hecho  desde  los  prin- 
cipios, y  todos  se  retiraron. 

«Sabe  Dios,  dice  el  misionero,  cuánto  tuve  que  hacer  en  esta  noche 
para  que  los  Mayorunas  no  matasen  al  gobernador  y  se  escapasen  al 
monte.»  Logró,  finalmente,  el  sosegarlos;  pero  el  gobernador,  que  había 
estado  en  tanto  peligro  sin  saber  quién  le  había  librado,  por  satisfacer  á 
su  genio  cruel  se  levantó  muy  de  mañana,  y  antes  de  soltar  al  indio  le 
dio  una  zurra  tan  desapiadada  y  descomunal,  que,  aunque  el  padre  se 
levantó  muy  de  priesa  al  sonido  de  los  golpes  y  de  los  ayes  de  aquel  mi- 
serable, le  halló  ya  hecho  una  llaga;  y  al  verle  que  venía  apresurado,  el 
fiero  gobernador  se  le  entregó  diciendo:  «Ya  está  V.  R.  servido.»  No  hay 
para  qué  ponderar  el  dolor  y  sentimiento  del  misionero  al  ver  aquel 
triste  espectáculo  y  al  oír  el  endiablado  sarcasmo  con  que  se  lo  entrega- 
ba. Ofrecióselo  á  Dios  con  las  demás  penas  y  trabajos  con  que  le  regala- 
ba por  medio  del  gobernador.  Curó  como  pudo  los  terribles  golpes  de  los 
azotes,  consoló  al  indio  y  le  pidió  por  amor  de  Dios  que  no  se  huyese, 
porque  él  mismo  había  salido  por  fiador. 

Permaneció  el  indio  en  el  pueblo  por  respeto  al  misionero,  mas  en 
otro  lance  semejante  en  que  metió  á  otro  en  el  cepo  el  señor  gobernador 
contra  el  dictamen  del  padre,  no  sólo  escapó  el  preso^  roto  el  cepo ,  sino 
que  le  siguieron  44  personas.  Fué  providencia  de  Dios  que  lo  hicieran  de 
noche  y  con  silencio,  porque  á  entenderlo  los  demás  se  hubieran  huido 
todos  del  pueblo,  dejando  solo  al  gobernador  mandando  á  las  paredes. 
Con  la  huida  de  tantos  no  dejó  de  abrir  los  ojos,  dando  la  razón  al  padre 
y  conviniendo  en  que  era  necesario  seguir  el  sistema  de  blandura  y  sua- 
vidad. Tomó  muy  á  pechos  deshacer  el  entuerto,  y  para  esto  llamó  á  un 
sargento  llamado  Xavier,  proponiéndole  un  buen  regalo  si  lograba 
traerle  la  gente  del  monte.  Era  el  sargento  un  indio  muy  ladino;  conocía 
al  gobernador  muy  bien  y  no  le  entraba.  Haciendo,  pues,  del  celoso,  lo 
prometió  todo,  y  saliendo  con  toda  su  familia,  en  vez  de  traer  á  los  reti- 

33 


614  Misiones  del  Marañón  Español 

rados  ó  persuadirles  la  vuelta,  se  quedó  con  ellos  sin  ánimo  de  volver  al 
pueblo  mientras  en  él  estuviese  semejante  flera.  Sintió  éste  altamente  la 
burla  del  sargento,  y  vino  luego  con  la  queja  al  misionero,  que  le  res- 
pondió: «Si  usted  no  me  cree,  todo  irá  en  ruina  sin  remedio.  Ahora  tene- 
mos estos  menos;  paciencia,  y  disimule.  Yo  espero  que  los  recogeré  fá- 
cilmente, pero  no  vendrán  estando  usted  en  el  pueblo  mientras  no  vean 
otra  cara,  otra  conducta,  más  humanidad  y  más  cariño.»  En  efecto;  pa- 
sados dos  mes  sin  que  pudiese  rastrear  el  gobernador  dónde  se  hallaban, 
el  misionero,  con  la  palabra  que  les  dio  de  tratarlos  con  amor  y  cariño, 
les  envió  un  recado  áUcayale,  donde  estaban  haciendo  canoas,  dicién- 
doles  que  bastaba  ya  de  vacaciones,  que  viniesen  de  noche  á  su  casa  y 
no  temiesen  al  gobernador,  que  les  trataría  con  cariño.  Vinieron  con  el 
salvoconducto  del  padre,  y  éste  les  presentó  al  juez,  á  quien  pidieron 
perdón  de  rodillas,  excusándose  de  su  tardanza  por  el  miedo  de  los 
azotes. 

Otras  pesadumbres  tuvo  que  aguantar  el  misionero  y  en  materia  más 
delicada  del  gobernador,  porque  era  poco  honesto  y  nada  recatado  dan- 
do á  los  indios  bien  mal  ejemplo  en  el  trato  con  mujeres.  Sentía  vivamen- 
te el  padre  el  escándalo  en  persona  de  tanta  autoridad,  y  apenas  tenia 
otro  remedio  ni  le  quedaba  otra  esperanza  que  el  encomendarlo  á  Dios. 
Sin  embargo,  procuró  casar  casi  todas  las  niñas  que  tenían  edad,  para 
quitar  ocasiones  y  peligros,  y  fué  la  providencia  bastantemente  oportu- 
na para  que  no  se  oyesen  por  algún  tiempo  escándalos  en  el  pueblo. 
Pero  no  se  pudo  encubrir  todo,  aunque  el  gobernador  tiraba  á  ocultarlo 
con  dos  pretextos  que  le  sugería  el  enemigo,  el  uno,  de  aprender  de  las 
Omaguas  como  más  bien  habladas,  su  propia  lengua,  y  el  otro,  de  que 
cocinasen  las  mozas  en  su  casa,  porque  las  viejas,  como  decía,  no  sabían 
cosa.  No  se  le  ocultaba  cosa  ninguna  de  cuanto  hacía,  al  misionero,  y 
como  en  una  ocasión  diese  un  castigo  ligero  á  una  india  no  de  muy  buena 
fama,  afeándola  en  general  el  vicio  sin  decirle  palabra  en  particular,  se 
acabó  el  gobernador  de  precipitar  en  su  enojo.  No  podía  caer  en  cuenta 
de  quién  avisaba  al  padre  de  cuanto  sucedía  en  su  casa,  y  le  vino  al 
pensamiento  que  un  granadero  portugués  llamado  Albres,  que  había  ser- 
vido mucho  en  las  misiones  y  vivía  en  casa  del  padre,  era  el  delator  de 
sus  desórdenes,  cuando  tenía  el  misionero  tantos  espías  como  indios  y  mu- 
chachos se  contaban  en  el  pueblo. 

Arrebatado  de  este  juicio  temerario,  hizo  llamar  al  soldado  que,  obe- 
deciendo puntualmente,  entró  en  el  aposento  del  gobernador.  Estaba 
éste  con  otros  de  su  palo,  y  luego  que  le  vio  dentro,  cerró  de  pronto  la 
puerta,  y  poniendo  dos  pistolas  al  pecho  del  granadero,  le  dijo:  ¿Usted 
avisó  al  padre  que  fulana  estuvo  de  noche  en  mi  cuarto  sola?  Dígame  la 
verdad,  que  si  no,  mire  que  aquí  le  mato.  Máteme  usted,  respondió  el  va- 
leroso portugués,  sin  retirar  el  pecho,  que  yo  no  aviso  tales  cosas.  No 
pudo  sacarle  otras  palabras  por  más  que  le  amenazaba,  pero  por  no  de- 
jar de  saciarse  en  la  sangre  del  inocente,  toma  un  azote  en  la  mano,  y 


Libro  X. — Capítulo  X  515 

por  cara,  cabeza,  cuello,  manos,  piernas  y  cuerpo,  le  dejó  lleno  de  Ha- 
gas. Aguantó  la  terrible  descarga  el  valiente  portugués,  sin  prorrumpir 
en  un  ay,  y  sin  la  menor  resistencia  en  tan  horrorosa  carnicería,  hasta 
que  satisfecho  de  sangre,  quiso  dejarle  aquel  juez  inhumano.  Vino  el 
granadero  al  misionero  y  se  le  mostró  diciendo:  Mire,  P.  Manuel,  lo  que 
ha  hecho  conmigo  ese  loco.  Por  V.  R.  no  lo  he  dejado  muerto.  Parecióme 
cordura  aguantar  y  sufrir  á  un  hombre  ciego.  Alabó  el  padre  su  pacien- 
cia, admiró  la  grandeza  de  su  corazón  y  le  exhortó  á  que  ofreciese  al  Se- 
ñor sus  penas  en  memoria  de  su  santísima  Pasión,  y  que  no  pensase  en 
venganzas.  El  buen  granadero  quedó  tal,  que  fueron  necesarios  muchos 
días  para  la  cura  de  tantas  llagas,  en  que  descubrió  su  juicio  y  su  mucha 
caridad. 

Finalmente,  después  de  tantas  opresiones,  vejaciones  y  crueldades, 
fué  S.  M.  servido  que  al  fin  del  año  1760  llegase  á  San  Joaquín  la  alegre 
noticia  de  que  venía  á  la  misión  por  nuevo  gobernador  interino  D.  Anto- 
nio de  Mena,  caballero  de  Quito,  y  que  habiendo  ya  señalado  teniente, 
lo  enviaba  delante  á  Omaguas  con  el  título  correspondiente.  Fué  grande 
el  alboroto  y  conturbación  del  gobernador  antiguo,  que  no  esperaba  tan 
presto  sucesor,  y  aun  no  quiso  recibir  al  teniente  hasta  que  fué  recibido 
«n  Borja  el  gobernador  nuevo,  cuando  todos  sabían  que  al  entrar  él  mis- 
mo por  el  Ñapo,  empezó  á  ejercitar  el  empleo  sin  resistencia  ni  oposi- 
ción ninguna.  Jamás  el  ambicioso  lleva  á  bien  el  que  le  midan  con  la  me- 
dida que  él  mide  á  los  demás.  Es  cosa  dulce  el  mandar  aunque  no  sea 
grande  el  señorío,  y  el  humo  del  incienso  que  sube  á  la  cabeza,  no  deja 
ver  las  más  monstruosas  contradicciones.  Al  fin,  viéndose  próximo  á  de- 
jar el  empleo,  y  no  pudiendo  resistir  á  fuerza  superior,  todo  su  empeño 
fué  allegar  géneros  con  que  enriquecerse  y  regalar  á  sus  amigos.  Apre- 
tó á  los  indios  para  recoger  cuanta  cera  pudieron.  Hizo  una  diversión  á 
Borja  y  á  la  Laguna,  y  amontonó  lienzos  pintados,  pilches,  venenos,  sal, 
tabacos,  azúcar,  cacao  y  vainilla.  Volviendo  á  San  Joaquín,  procuró  sa- 
lar y  freír  vacas  marinas.  Acabó  muy  aprisa,  y,  por  consiguiente,  mal 
la  obra  del  ayuntamiento,  con  el  designio  de  persuadir  á  los  que  nada 
sabían  en  Quito  que  había  hecho  un  palacio  para  los  demarcadores  rea- 
les, que  le  tenía  de  coste  ocho  mil  pesos,  sin  haberle  costado  un  cuarto 
por  ser  toda  ella  obra  de  los  sudores  de  los  indios. 

Hechas  todas  estas  prevenciones,  acomodó  los  géneros  en  una  grande 
y  hermosa  canoa,  que  mandó  hacer  en  los  Xe veros,  y  dispuso  para  sí 
otra  no  tan  grande  con  dos  mitayeros  que  le  sirviesen  caza  y  pesca  en 
el  camino.  Bajó  al  puerto  acompañado  del  misionero  y  de  todo  lo  más 
granado  del  pueblo,  con  marcha  de  tambores  y  todas  las  demás  ceremo- 
nias sin  omitir  la  más  leve,  porque  los  indios  le  hacían  con  mucho  gusto  el 
puente  de  plata,  temiendo  que  se  detuviese,  como  lo  mostraban  muy  bien 
luego  que  le  perdieron  de  vista,  porque  volvían  dando  saltos  de  contento 
de  haber  echado  de  sí  aquella  peste,  y  fué  preciso  que  el  padre  les  fuese 
á  la  mano  y  reprendiese,  porque  al  fin  había  sido  gobernador  suyo,  y  re- 


516  Misiones  del  Marañón  Español 

presentado  la  persona  de  su  rey  y  señor.  De  la  navegación  del  goberna- 
dor hasta  las  alturas  del  Ñapo,  y  del  perdimiento  de  todos  sus  géneros 
con  el  trastorno  de  la  canoa  principal,  de  su  pobreza  y  desamparo,  de 
los  informes  calumniosos  contra  los  misioneros,  y  de  los  esfuerzos  que 
hizo  en  poner  tributos  á  los  pobres  indios,  diremos  en  el  capítulo  XIII 
del  libro  XI,  donde  trataremos  de  esta  materia.  Bastan  por  ahora  y  so- 
bran acaso  las  crueldades  y  desórdenes  que  hemos  referido  en  estos 
dos  capítulos.  Dichoso  él  si  las  desgracias  le  dieron  entendimiento  y  llegó 
á  conocer,  como  diremos  á  su  tiempo,  su  errada  conducta  retractándose 
en  el  modo  que  pudo  de  las  calumnias  que  levantó  contra  los  padres. 


CAPITULO  XI 

FORMAN  LOS  TICUNAS  EL  PUEBLO  DE  NUESTRA  SEÑORA  DE  LORETO 

En  los  dos  años  y  medio  que  duró  el  gobierno  referido  en  los  anterio- 
res capítulos,  no  fué  poco  mantener  los  indios  de  San  Joaquín  con  sólo 
el  menoscabo  de  los  nuevos  Mayorunas,  que  escaparon  al  monte;  pero 
quiso  el  Señor  que  se  aumentase  la  misión  en  otras  partes,  no  sólo  con  el 
número  de  más  gente  en  las  reducciones,  sino  también  con  la  fundación 
de  nuevos  pueblos.  Uno  fué  Nuestra  Señora  de  Loreto  de  los  Ticunas. 
Bien  conocida  era  años  antes  en  la  misión  la  nación  Ticuna.  Los  Pevas, 
que  con  corta  diferencia  de  dialecto  hablaban  la  misma  lengua  y  se 
consideraban  de  una  misma  nación  con  ellos,  mantuvieron  seguida  la 
comunicación  y  amistad  que  tenían  con  los  Ticunas  en  los  montes  antes 
de  formar  el  pueblo  de  San  Ignacio.  Es  verdad  que  tardaron  en  descu- 
brir al  misionero  la  amistad  y  el  enlace,  y  cuando  lo  manifestaron  sólo 
se  explicaron  en  términos  que  hicieron  pensar  al  padre  que  aquellos  sus 
parientes  y  conocidos  eran  los  mismos  Ticunas  que  empezaban  á  juntar- 
se en  el  pueblo  de  San  Pedro  de  los  portugueses.  Y  como  no  ignoraban 
nuestros  misioneros  el  aprecio  que  esta  nación  hacía  de  los  portugueses 
y  las  veras  con  que  procuraban  tirarlos  para  sí  con  todos  los  medios, 
hasta  valerse  de  la  fuerza  y  del  rigor,  tuvieron  por  grande  inconvenien- 
te el  empeñarse  en  atraerlos  á  San  Ignacio  hasta  que  variaron  las  cir- 
cunstancias. De  este  modo  pudieron  evitar  las  discordias  y  disensiones 
que  se  tenían  con  los  reverendos  padres  carmelitas,  á  cuyo  cargo  estaba 
el  pueblo  de  San  Pablo  en  los  dominios  de  Portugal. 

No  hubieran  pensado  los  nuestros  en  tomar  á  su  cargo  la  reducción 
de  los  Ticunas,  si  ellos  por  sí  mismos  no  se  hubieran  en  cierta  manera 
entregado.  Hicieron  varios  convites  aquellos  padres  carmelitas  á  una 
numerosa  parcialidad  de  Ticunas,  que  se  hallaba  en  un  riachuelo  lla- 
mado Chiquita,  no  muy  lejos  de  su  mismo  pueblo  de  San  Pablo.  Envia- 
ron al  principio  sus  recados  con  buena  manera  y  acompañados  con  va- 
rios donecillos  para  que  hiciesen  más  fuerza.  Pero  no  les  hacía  ninguna 


Libro  X.— Capítulo  XI  517 

á  los  Ticunas,  que  estaban  bien  informados  del  trato  duro  de  los  portu- 
gueses y  tenían  por  mejor  vivir  en  los  bosques  á  su  modo ,  que  como  es- 
clavos entre  los  portugueses.  Es  verdad  que  no  descubrían  á  éstos  el 
motivo  verdadero  de  su  detención,  y  por  consiguiente ,  siempre  queda- 
ban con  las  esperanzas  de  recogerlos.  Mas  como  después  de  tantos  con- 
vites no  se  daban  efectivamente  por  entendidos  los  Ticunas,  les  envia- 
ron otra  embajada  acompañada  de  amenazas,  intimándoles  que  les  sa- 
carían y  llevarían  por  fuerza  si  no  querían  ir  ellos  mismos  de  grado.  En 
esta  ocasión  descubrieron  los  gentiles  la  causa  verdadera  de  su  resis- 
tencia, y  por  no  quedar  expuestos  á  la  dureza  que  experimentaban  sus 
parientes  en  San  Pablo,  se  determinaron  á  subir  á  San  Ignacio,  donde 
sabían  que  los  misioneros  tenían  otro  gobierno  más  suave  y  benigno  y 
que  trataban  á  los  indios  como  á  hijos.  Tomada  esta  resolución,  tuvie- 
ron modo  de  hablar  con  el  cacique  de  los  Pevas,  Zanchique,  á  quien 
dieron  cuenta  de  lo  que  les  pasaba  con  los  portugueses,  y  pidieron  que 
se  tuviese  á  bien  que  se  agregasen  al  pueblo  de  San  Ignacio.  El  cacique, 
que  era  advertido,  les  expuso  los  inconvenientes  que  habían  detenido  á 
los  padres  hasta  entonces;  pero  ellos  respondían  que  estaban  resueltos  á 
venir  á  todo  trance,  y  que  siendo  y  habiendo  nacido  libres,  se  entrega- 
ban voluntariamente  por  vasallos  del  rey  de  España,  bajo  de  cuya  pro- 
tección se  ponían;  y  que  si  el  misionero  se  detenía  en  recibirlos,  irían  al 
superior  de  las  misiones  y  al  teniente  de  Borja  para  que  los  amparasen. 
No  esperaron  más  respuesta,  y  volviendo  á  sus  tierras  intimaron  á  todos 
la  salida  para  determinado  tiempo. 

Hallábase  á  la  sazón  misionero  de  San  Ignacio  el  P.  María  Franciscis, 
que,  como  persona  capaz  de  discernir  las  circunstancias,  no  pudo  menos 
de  hacerse  cargo  de  las  que  ocurrían  ventajosas  á  nuestra  misión.  Oyó 
con  agrado  al  cacique  Peva,  y  vista  la  resolución  que  habían  tomado  de 
suyo  los  Ticunas,  determinó  que  el  mismo  cacique  de  quien  se  había  fia- 
do, con  otro  indio  ladino,  fuesen  á  visitarlos  á  sus  tierras  y  les  avisasen 
de  que  los  admitirían  en  su  pueblo.  Ejecutaron  los  Pevas  la  comisión  con 
fidelidad  y  celo,  y  volvieron  acompañados  de  un  número  más  que  me- 
diano de  Ticunas.  El  particular  agrado  que  mostró  el  misionero  prendó 
á  los  huéspedes  y  llenó  de  gozo  á  todos  ellos;  repartidos  por  las  casas 
más  capaces  de  mantenerlos,  y  encargando  á  los  dueños  el  buen  trato, 
les  proveyó  de  herramientas  necesarias  para  que  dispusiesen  campos  en 
que  sembrasen  plátanos,  yucas,  maíz,  frutas  indispensables  para  el  só- 
lido restablecimiento.  Este  fué  el  principio  de  la  reducción  de  los  Ticu- 
nas, de  los  cuales  varios  vivieron  años  antes  en  el  pueblo  de  San  Ignacio 
muy  unidos  con  los  Pevas. 

Pero  poco  después  de  haberse  agregado  á  la  nación  Peva  esta  par- 
cialidad de  Ticunas,  acertó  á  pasar  por  este  pueblo  fray  Juan  de  San 
Jerónimo,  carmelita,  de  vuelta  de  una  visita  que  hizo  al  misionero  de 
Omaguas;  reparó  en  los  nuevos  Ticunas,  é  informándose  por  medio  de 
los  indios  que  consigo  llevaba  de  los  sitios  de  donde  habían  salido,  enten- 


518  Misiones  del  Marañón  Español 

dio  que  eran  los  mismos  que  había  querido  él  tirar  á  San  Pablo.  Supo 
más;  que  en  aquella  cercanía  había  otra  parcialidad  de  Ticunas,  y  no 
corta,  dispuesta  ya  á  subir  para  juntarse  con  los  Pevas.  Valióse  de  la 
noticia,  y  haciendo  provisión  con  disimulo  y  con  diverso  pretexto,  se  en- 
derezó como  á  sitio  conocido  á  la  quebr;ida  Chiquita.  A  los  dos  días  de 
viaje  tomó  puerto,  y  quedando  con  unos  pocos  en  su  barco,  envió  á  la 
demás  gente  con  armas  de  fuego  para  que  diese  un  asalto  á  la  parciali- 
dad que  restaba,  amarrasen  á  los  hombres  y  mujeres  y  trajesen  á  sí  mis- 
mo á  las  mujeres  y  niños.  Como  el  asalto  fué  repentino,  lograron  fácil- 
mente coger  á  la  gente  de  las  casas  más  cercanas,  y  hubieran  hecha 
tiro  seguro  en  las  otras  á  no  haber  dado  aviso  en  ellas  un  Ticuna  que 
pudo  escaparse  de  las  primeras.  No  bien  le  tuvieron,  cuando  luego  de 
noche  se  ausentaron,  y  atravesando  montes  tomaron  por  Tacuarí  el 
rumbo  de  San  Ignacio,  á  donde  llegaron  hambrientos,  estropeados  y  me- 
dio muertos,  teniéndose  por  menos  infelices  ó  por  mejor  librados  que  sus^ 
parientes  desdichados  caídos  en  manos  de  portugueses,  cuyo  nombre 
aborrecían  como  la  misma  muerte.  De  tiempo  en  tiempo  se  fueron  des- 
pués agregando  varias  familias  y  llegaron  á  formar  un  barrio  aparte  en 
el  pueblo  de  San  Ignacio,  en  donde  se  mantuvieron  hasta  el  año  presen- 
te de  1760. 

Varias  veces  propusieron  los  Ticunas,  durante  su  residencia  en  este 
pueblo,  las  ganas  y  deseos  que  tenían  de  formar  un  pueblo  aparte,  ase- 
gurando al  misionero  Vahamonde  que  le  formarían  aún  mayor  que  aquel 
en  que  vivían,  con  los  demás  de  la  nación  que  se  hallaban  esparcidos 
por  los  montes.  Deteníalos  el  padre  con  varios  pretextos,  especialmente 
con  el  peligro  de  que  separándose  del  pueblo  se  ponían  á  ser  asaltados,, 
cogidos  y  llevados  de  los  portugueses.  Pero  la  idea  verdadera  del  misio- 
nero era  más  alta,  más  oculta  y  más  ventajosa  á  los  Ticunas,  que  no  es- 
taban todavía  en  estado  de  comprender  su  utilidad  é  importancia.  Que- 
ría con  la  detención  acostumbrarlos  á  vivir  en  sujeción,  y  á  que  se  hicie- 
sen á  las  prácticas  del  gobierno  político  cristiano,  que  se  establece  en  los 
pueblos  con  mucha  dificultad  cuando  la  gente  es  nueva,  y  se  entabla 
con  mucha  suavidad  cuando  se  trasplanta  de  un  pueblo  bien  formado. 

Sucedió  puntualmente  lo  que  había  pensado  el  misionero;  que  cuando 
le  pareció  que  ya  estaban  los  Ticunas  más  que  medianamente  impues- 
tos y  acostumbrados  á  los  estilos  de  la  misión,  dio  parte  al  superior,  ex- 
poniéndole sus  repetidas  instancias,  la  detención  de  que  había  usado,  el 
estado  en  que  se  hallaban,  y  el  designio  de  formar  un  pueblo  aparte  con 
la  esperanza  de  que  iría  creciendo  con  la  providencia  de  la  separación 
de  las  demás  naciones.  Enterado  el  superior  de  las  circunstancias  des- 
pués de  un  maduro  examen,  dio  su  consentimiento  y  se  empezó  á  formar 
el  pueblo  de  los  Ticunas  con  la  advocación  de  Nuestra  Señora  de  Loreto, 
al  lado  de  Tucutí  y  más  arriba  de  Chente,  ríos,  á  lo  que  pienso,  de  no  mu- 
cha consideración  en  aquellas  tierras.  Llegó  á  ser  en  poquísimo  tiempo 
un  pueblo  muy  lucido,  sin  que  (íostase  dificultad  reducir  la  gente  á  los 


Libro  X.— Capítulo  XII  519 

establecimientos  de  la  misión,  sirviendo  de  levadura  los  indios  criados 
con  los  cristianos.  Vióse  aquí  más  claramente  que  en  otros  pueblos,  cuán- 
ta es  la  ventaja  de  empezar  una  reducción  con  gente  ya  domesticada,  y 
lo  que  conduce  el  buen  ejemplo  de  los  antig-uos,  para  traer,  enderezar  y 
dar  nueva  forma  y  perseverancia  á  los  nuevos.  Pues  fué  siempre  cre- 
ciendo la  reducción  en  número,  y  perfeccionándose  en  cristiandad  y 
policía. 


CAPITULO  XII 

DE   OTRAS    ENTRADAS  DE   LOS    MISIONEROS    Á   NUEVAS  TIERRAS,    Y   DE    LA 
FUNDACIÓN  DE  NUEVOS  PUEBLOS 

Trabajaba  el  P.  ^ensque  por  el  río  Nanai  con  un  hermano  coadjutor 
llamado  Pedro  Choneman,  y  estaba  á  cargo  de  estos  operarios  la  conver- 
sión y  cristiandad  de  los  Iquitos.  Hizo  en  este  tiempo  el  padre  una  en- 
trada por  los  montes  y  trajo  consigo  al  pueblo  de  Santa  María  ciento  cin- 
co almas  con  que  se  aumentó  la  reducción.  Otra  hizo  el  hermano  llegado 
recientemente  de  San  Xavier  de  Urarinas,  de  quien  había  cuidado,  y  dio 
un  aumento  considerable  al  pueblo  de  Santa  Bárbara,  donde  residía.  Era 
el  hermano  Pedro  un  varón  de  mucho  espíritu  y  de  grande  prudencia, 
despreciador  de  los  peligros  y  en  una  salud  nada  robusta  un  operario  in- 
fatigable. Se  había  ensayado  para  el  ministerio  de  misionero  en  Holan- 
da, su  patria,  donde  había  quedado  cuidando  de  los  católicos  en  tiempo 
que  fueron  echados  los  sacerdotes  de  aquellas  provincias.  Sirvió  mucho  á 
mantener  la  cristiandad  de  los  Iquitos  un  hermano  de  tanta  práctica  y 
virtud,  y  como  de  todos  cuidaba  con  singular  agrado  y  sabía  hacerse  ad- 
mirablemente todo  á  todos,  era  muy  amado  de  la  nación  Iquita  y  trabajó 
en  ella  con  gran  fruto  hasta  el  tiempo  del  arresto  de  sus  hermanos. 

Por  ahora  sirvieron  como  de  barrera  para  el  buen  establecimiento  de 
estos  pueblos,  los  muchos  peligros  de  aguas  y  de  tierra  que  se  habían  ex- 
perimentado siempre  por  el  río  Nanai.  Porque  el  gobernador,  que  tanto 
afligió  á  los  demás  pueblos  y  tuvo  tantos  disturbios  con  los  demás  misio- 
neros, no  se  atrevió  á  penetrar  por  las  tierras  de  los  Iquitos  y  dejó  tra- 
bajar á  sus  misioneros  con  toda  la  extensión  y  libertad  de  su  celo.  Así 
convierte  y  endereza  el  Señor  los  que  nosotros  tenemos  por  males  y  por 
peligros  en  bien  de  aquellos  que  es  servido  de  llamar,  escoger  y  atraer 
por  su  misericordia.  Pues  en  lo  peligroso  del  río  Nanai,  en  lo  arriesgado 
de  la  entrada,  estuvo  la  seguridad  de  los  Iquitos  que  hubieran  sin  duda 
escapado  á  sus  montes  con  oler  sólo  la  prepotencia  del  gobernador. 

No  fué  tan  feliz  una  entrada  que  intentó  el  P.  Plendendonfer,  mi- 
sionero de  los  Xeveros,  en  busca  de  gentiles.  No  pudiendo  asistir  á  la  en- 
trada por  si  mismo,  envió  un  blanco  con  algunos  indios  á  ciertos  montes 
donde  no  ignoraba  hallarse  un  buen  golpe  de  gente.  Después  de  algunas 


520  Misiones  del  Marañón  Español 

dificultades  y  trabajos  encontraron  los  enviados  15  casas;  pero  el  poco 
orden  que  observaron  en  la  entrada  fué  ocasión  del  corto  fruto  de  la  en- 
trada, porque  los  indios  cristianos  acometiendo  desde  luego  á  los  infieles, 
mataron  á  uno  é  hirieron  á  otro,  y  los  demás  huyeron  de  manera  que 
sólo  trajeron  al  pueblo  19  personas  entre  mujeres  y  niños.  Sintió  mucho 
el  padre  esta  desgracia,  y  avisado  el  gobernador  del  exceso  azotó  y  des- 
terró á  la  ciudad  de  Borja  por  seis  años  á  12  cristianos  que  se  hallaron 
culpados. 

Harto  mejor  le  salieron  al  P.  Joaquín  Hedel,  que  cuidaba  de  los  Cha- 
ya vitas  las  entradas  que  hizo  en  busca  de  indios  Mainas.  Tuvo  la  des- 
gracia esta  nación  de  haber  sido  aplicada  desde  los  principios  por  enco- 
mienda á  los  primeros  fundadores  de  la  ciudad  de  Borja,  como  conquista- 
dores que  se  decían  de  los  Mainas.  Continuóse  la  gracia  en  sus  herederos 
y  sucesores,  hasta  una  Cédula  Real  de  Fernando  VI,  que  dio  por  feneci- 
do el  derecho  de  los  vasallos,  y  aplicó  á  la  Corona  Real  las  encomiendas 
que  hubiesen  pasado  de  dos  vidas.  En  todo  este  tiempo  nunca  permitie- 
ron los  de  Borja  á  los  misioneros  la  reducción  de  Mainas,  creyendo  que 
tanto  se  les  quitaba  de  su  derecho  cuanto  adelantasen  los  padres  en  esta 
nación.  Por  esta  causa  no  pensaron  éstos  conveniente  emprender  esta 
conquista  sin  alguna  provisión  real,  que  siempre  procuraron  embarazar 
los  borjeños. 

Llegó,  finalmente,  á  la  América  la  Real  Cédula  de  D.  Fernando  hacia 
el  año  de  58,  y  luego  se  intentó  por  medio  del  procurador  de  la  misión  un 
despacho  de  la  Real  Audiencia,  que  autorizase  á  los  misioneros  para  la 
reducción  de  los  Mainas  como  de  las  demás  naciones  del  Marañón.  Acor- 
dado el  despacho  de  su  Alteza,  se  pensó  luego  en  la  ejecución.  El  misio- 
nero de  Chayavitas,  como  más  cercano  á  los  Mainas,  envió  alguna  gente 
de  su  pueblo  con  un  viracocha,  convidándoles  á  juntarse  en  un  pueblo. 
No  tuvo  esta  primera  diligencia  otro  efecto  que  sacar  21  personas  de  la 
laguna  Rimachuma.  Pareció  conveniente  ponerlas  por  algún  tiempo  con 
los  Chayavitas  para  que  se  hiciesen  al  modo  de  la  misión  y  se  enterasen 
de  sus  estilos.  Volvió  el  mismo  misionero  á  hacer  otra  entrada  con  130  in- 
dios y  pudo  ganar  dos  caciques  Mainas,  que  estaban  á  las  orillas  del  río 
Rimachuma,  que  desagua  en  Pastaza,  y  les  animó  á  que  se  redujesen  á 
población.  Vinieron  en  ello  los  caciques,  y  por  Octubre  de  59  formaron 
un  nuevo  pueblo  de  Mainas  con  la  advocación  de  San  Juan  Evangelista, 
poco  más  abajo  del  brazo  de  Rimachuma  en  Pastaza. 

Aún  en  el  pueblo  de  San  Joaquín  pensaron  los  Omaguas,  en  nuevas 
entradas  al  monte,  luego  que  tuvieron  ocasión  de  ejecutarlas.  Comenzó  á 
respirar  esta  reducción  después  de  la  ida  del  gobernador  antiguo  y  se 
iba  reparando  bajo  la  protección  del  que  había  de  venir  de  Quito.  Vol- 
vióse á  entablar  la  doctrina  en  la  misma  forma  que  antes,  se  renovaron 
todas  las  prácticas  de  la  misión  que  habían  tenido  sus  quiebras  con  el 
sobrehueso  que  habían  aguantado  por  más  de  dos  años.  Los  indios  aten- 
dían á  sus  campos,  sembraban  sus  semillas  y  cultivaban  con  empeño  las 


Libro  X.— Capítulo  XII  521 

heredades  comunes  y  particulares;  pero  no  pudieron  evitar  una  carestía 
que  se  siguió  á  una  grande  creciente  del  Marañen  que  lo  anegó  todo. 
Llegó  á  tanto  el  hambre  y  la  miseria,  que  ni  el  padre  tenia  para  susten- 
tarse. Mas  al  fin  salieron  con  mucha  dificultad  del  año  con  platanitos  tier- 
nos y  cogollitos  de  palmas  y  con  algunos  socorros  que  enviaban  los  mi- 
sioneros de  San  Regis  y  de  San  Pablo  de  Napeanos.  Al  hambre  siguió, 
como  era  regular,  la  epidemia  de  catarros  y  de  calenturas;  pero  quiso  el 
Señor  que  la  mayor  parte  de  los  adultos  sanase  con  el  remedio  allí  usado 
de  aguardiente  de  azúcar  y  sudores  de  pimienta.  De  los  niños  se  llevó 
para  sí  Su  Majestad  la  mayor  parte  y  fué  servido  de  que  cesase  la  añic- 
ción  en  el  año  de  61. 

Tenían  ya  á  la  sazón  los  Omaguas  abundancia  de  víveres  y  empeza- 
ron á  hacer  sus  entradas  por  los  montes,  arreglándose  en  todo  á  las  ór- 
denes del  misionero;  en  una  de  ellas  se  endezaron  al  río  Mará  y  pudieron 
lograr,  á  diligencias  de  un  cacique  del  pueblo  llamado  Navacia ,  un  buen 
golpe  de  gente  lucida  y  bastantemente  blanca,  que  trajeron  consigo. 
Bautizados  los  niños,  los  distribuyó  el  padre  á  todos  por  las  casas  de  los 
que  les  habían  ganado,  para  que  con  la  comunicación  y  trato  de  los  que 
habían  conocido  en  el  camino,  se  fueran  desbastando  con  más  suavidad, 
aprendiendo  la  lengua  y  haciéndose  al  trabajo.  En  otra  que  hicieron 
hacia  la  quebrada  Cuchiquina,  vinieron  al  pueblo  80  Mayorunas  á  per- 
suasión de  un  buen  viejo  por  nombre  Cosme,  el  cual  gozaba  del  privile- 
gio de  cacique  en  San  Joaquín.  Es  creíble  que  muchos  de  éstos  fueran 
aquellos  Mayorunas  que  habían  escapado  en  tiempo  del  gobernador  an- 
tecedente, como  dijimos  en  los  años  de  58. 

Muchas  fueron  las  tentativas  de  los  misioneros  para  conquistar  á  los 
Mayorunas  como  en  cuerpo  de  nación  y  formar  de  ellas  un  pueblo  apar- 
te, porque  fué  tenida  siempre  la  nación  por  numerosa;  pero  ningún  me- 
dio de  los  que  practicaron  con  otras  naciones  fué  bastante  para  lograr  su 
reducción,  hasta  estos  últimos  años  en  que  se  formaron  en  un  pueblo,  bajo 
la  advocación  de  Nuestra  Señora  del  Carmen.  Su  innata  propensión  á 
vaguear  como  gitanos  sin  domicilio  por  las  vastas  tierras  y  bosques  que 
empiezan  desde  Guallága  hasta  Yavari,  corriendo  los  montes  que  atra- 
viesan Ucayale  y  Tapisci,  su  pereza  más  que  ordinaria  y  común  á  otras 
naciones,  la  aversión  al  trabajo  aun  del  todo  necesario  para  mantenerse 
convenientemente,  hace  como  genial  á  los  Mayorunas  la  inclinación  de 
mantenerse  de  raices  y  frutas  silvestres.  Un  corto  espacio  de  tierra  algo 
alta,  ó  que  no  sea  anegadiza,  como  admita  dos  ó  tres  y  cuando  más  cua- 
tro casas,  es  preferido  para  su  establecimiento  á  otros  terrenos  más  ex- 
tendidos de  tierra  firme.  Sólo  miran  á  que  en  sus  contornos  haya  lodaza- 
les que  abunden  de  palmas,  de  cuyos  frutos  saben  aprovecharse  con  rara 
industria.  En  lo  demás  se  contentan  con  sembrar  un  poco  de  maíz  y  al- 
gunos plátanos  de  que  poder  echar  mano  cuando  las  inundaciones  les 
impiden  el  vaguear  por  montes  y  selvas,  que  viene  á  ser  su  ordinario 
ejercicio. 


B22  Misiones  del  Marañón  Español 

Cuatro  días  ó  cinco  más  arriba  del  sitio  que  ocupa  el  pueblo  de  Gua- 
llaga,  se  hizo  en  tiempo  del  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  un  pueblo  bien 
numeroso  de  Barbudos  ó  Mayorunas,  y  tuvo  la  advocación  de  San  Igna- 
cio. No  nos  queda  memoria  del  modo  con  que  se  deshizo,  ni  del  tiempa 
en  que  se  acabó.  Sólo  sabemos,  que  nunca  después  pudo  restablecerse 
en  aquel  río.  De  tiempo  en  tiempo  se  empezaron  otros  de  la  misma  na- 
ción, y  todos  en  el  partido  de  la  misión  baja  del  Marañón.  Algunos  pare- 
cían tomar  buena  forma,  pero  todos  se  deshicieron  como  el  primero. 

Con  estas  experiencias  pensaron  los  misioneros  probar  otro  medio. 
Este  fué  el  de  procurar  agregarlos  á  otros  pueblos,  como  fueron  efecti- 
vamente juntando  unas  familias  á  unos,  otras  á  otros.  Tenían  mucho  cui- 
dado en  que  fuesen  tratados  con  especial  cariño,  excusando  todo  rigor, 
aspereza  ó  dominio,  porque  al  menor  amago  se  tenía  por  cierto  que  es- 
caparían á  sus  montes.  Procurábase  con  todo  empeño  asistirles  con 
abundancia  de  alimentos  que  fuesen  atractivos  para  la  perseverancia. 
En  ningún  otro  pueblo  tuvo  mejor  efecto  esta  industria  como  en  el  de 
los  Omaguas.  La  abundancia  de  peces,  de  caza  y  de  otros  socorros  que 
hallaban  siempre  los  Mayorunas  en  casa  de  sus  huéspedes,  y  la  liberali- 
dad que  experimentaban  constantemente  en  los  Omaguas,  hizo  que  les 
agradase  más  la  quietud  de  las  reducciones  que  aquel  continuo  vaguear 
á  que  les  precisaba  la  necesidad  de  buscar  con  qué  sustentarse;  y  como 
ésta  era  repugnante  á  su  pereza,  se  iban  acomodando  al  sosiego  venta- 
joso y  vida  social  y  fueron  perdiendo  poco  á  poco  el  amor  á  las  selvas  y 
la  inclinación  de  andar  corriendo  de  monte  en  monte. 

Encariñados  ya  mutuamente  los  nuevos  Mayorunas  con  los  Omaguas, 
lograron  éstos  tener  en  sus  casas  compañeros  para  sus  menesteres.  Las 
mujeres  Omaguas,  por  genio  aplicadas  y  laboriosas,  empezaron  á  ayu* 
darse  de  las  niñas  Mayorunas,  que,  dóciles  por  la  edad  tierna,  y  acari- 
ciadas como  á  hijas,  las  acompañaban  sin  violencia.  Lo  mismo  practi- 
caban los  Omaguas  con  los  chicos  Mayorunas,  llevándolos  en  las  canoas 
al  lado  de  sus  mismos  hijos,  y  el  mismo  ver  que  estos  muchachos  tiernos 
manejaban  el  remo  con  destreza  y  apuntaban  sin  errar  el  tiro  con  la  es- 
tolica,  despertaba  en  los  Mayorunas  el  deseo  de  imitar  á  sus  amigos  y 
compañeros,  que,  dejando  el  remo  de  la  mano,  le  cogían  luego  los  niños 
por  querer  aprender  y  no  ser  menos,  porfiando  tal  vez  sobre  quién  había 
de  manejarla  ó  disparar  la  estolica. 

De  esta  manera,  sin  pasar  de  juego  ó  de  ensayo,  esta  diversión  de  los 
niños  era  como  una  escuela  disimulada  en  que  aprendían  los  chicos  Ma- 
yorunas lo  que  había  de  servirles  para  vivir  y  sustentarse  de  por  vida. 
En  lo  cual  andaban  con  mucha  cautela  y  prudencia  los  Omaguas,  como 
gente  capaz  y  despierta  y  muy  bien  instruida  del  misionero,  porque  an- 
tes que  los  Mayorunas  llegasen  á  experimentar  fastidio  en  el  ejercicio 
que  tomaban,  les  mandaban  dejarlo  para  que  se  hiciesen  con  más  suavi- 
dad al  trabajo.  Con  esta  industria  se  hallaron  á  poco  tiempo  los  Oma- 
guas con  sirvientes  voluntarios  que,  bien  hallados  con  el  socorro  de  co- 


Libro  X.— Capítulo  XII  523 

mida,  bebida  y  vestuario,  y  prendados  del  tratamiento  que  usaban  con 
ellos,  igual  al  de  sus  hijos,  sentían  que  se  les  dijese  por  medio  de  ame- 
naza que  les  echarían  de  casa. 

De  aquí  resultó  que  se  pensase  ya  en  estrechar  y  enlazar  las  dos  na- 
ciones con  casamientos,  en  utilidad  de  unos  y  de  otros.  Los  padres  de  al- 
gunas muchachas  Omaguas,  que  vieron  ya  diestros  los  Mayorunas  en  el 
manejo  de  las  canoas,  prácticos  en  el  uso  de  la  estolica  para  cazar  y 
pescar  y  hechos  á  su  modo  de  trabajo,  tuvieron  por  más  acertado  el  ase- 
gurarlos en  casa  como  á  hijos  casándolos  con  sus  hijas,  que  el  exponerse 
á  verse  privados  de  ellos  después  de  haberlos  criado  y  de  perder  el  buen 
servicio,  que  redundaba  en  utilidad  propia.  Añadíase  que  después  de  ca- 
sados conservarían,  si  no  toda  aquella  atención  y  miramiento  que  tenían 
antes  á  sus  hijas,  á  lo  menos  tan  buena  correspondencia  que  no  las 
maltratarían.  Propusieron  el  designio  á  sus  hijas,  las  cuales  vinieron  en 
ello  sin  dificultad,  porque  el  haberse  criado  juntos  hacía  que  les  mirasen 
más  como  á  hermanos  que  como  á  extraños.  A  todos  estuvo  bien  el  pro- 
yecto, y  al  pueblo  se  siguió  el  bien  de  quedar  establemente  aumentado. 

Con  las  niñas  Mayorunas  se  tomó  otro  medio.  Había  en  la  nación  Ya- 
mea  notable  falta  de  mujeres  para  casar  á  los  mocitos  de  la  nación,  y 
aunque  algunos  casaban  con  las  Omaguas,  restaban  varios  sin  esperan- 
zas de  casarse.  Estos  admitieron  de  buena  gana  el  tomar  por  esposas  á 
las  Mayorunas.  Los  pocos  que  quedaron  en  esta  nación  sin  acomodarse 
con  los  Omaguas  ó  con  los  Yameos,  se  casaron  entre  síy  vivían  como  los. 
demás  del  pueblo.  Arraigados  así  los  Mayorunas  procuraban  traer  al 
pueblo  otros  de  sus  paisanos  y  parientes  que  se  les  fueron  juntando,  has- 
ta formar  en  San  Joaquín  barrio  aparte  con  su  capitán,  alcalde,  regi- 
dor y  fiscal. 

Esta  fué  la  suerte  de  la  nación  Mayoruna  hasta  los  años  de  1762,  en 
que  se  pensó  tirar  otro  golpe  de  gente  de  la  misma  nación  que  se  descu- 
brió no  lejos  de  San  Ignacio  de  Pevas.  Pero  cuando  en  San  Joaquín  se  to- 
maban las  medidas  para  la  expedición,  se  adelantó  á  hablarles  el  misio- 
nero de  Pevas,  y  hallándolos  en  buena  disposición,  creyéndolos  bastantes 
para  formar  por  sí  mismos  pueblo  aparte,  les  convidó  á  que  lo  hiciesen. 
Ofreciéronse  gustosos,  y  señalando  un  sitio  acomodado  en  las  cercanías 
de  sus  mismas  tierras,  empezaron  con  alegría  el  desmonte  y  se  estable- 
cieron convenientemente,  continuando  en  este  mismo  sitio  hasta  el  año 
de  1768,  en  que  les  dejaron  los  misioneros  obligados  á  salir  de  aquéllas 
tierras.  Tuvo  el  pueblo  de  Mayorunas  la  advocación  de  Nuestra  Señora 
del  Carmen  y  estaba  poco  más  arriba  del  de  Loreto  de  los  Ticunas,  á  la. 
salida  de  una  ensenada  bien  conocida  con  el  nombre  de  Camuscirri. 


524  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  XIII 

QUIEBRAS  DE  LA  MISIÓN  ALTA  DEL  MARAÑÓN  CON  OCASIÓN  DE  LAS 

VIRUELAS 

Bien  eran  necesarias  las  entradas  á  los  montes  en  busca  de  gentiles 
para  mantener  á  los  pueblos  en  número  competente  de  almas,  atendidas 
las  muchas  enfermedades  que  cundieron  por  la  misión  en  estos  últimos 
años.  Porque  apenas  se  fundaron  los  dos  nuevos  pueblos  que  dijimos  en 
el  capítulo  antecedente  de  Mainas  y  de  Mayorunas,  se  agregaron  á  los 
demás  los  nuevos  indios  montaraces  sacados  de  sus  bosques,  cuando  en 
casi  toda  la  misión  empezaron  unos  catarros  de  tan  mala  calidad  que  en 
pocos  dias  acababan  con  los  indios,  siendo  más  notable  el  estrago  en  los 
más  nuevos  que  no  estaban  hechos  á  vivir  en  tierras  limpias  y  despeja- 
das. Es  verdad  que  contribuían  mucho  á  hacer  mortal  la  enfermedad  que 
corría  los  muchos  disparates  de  los  indios,  como  el  de  bañarse  con  calen- 
tura y  otros  semejantes.  Pero  al  fin  sacó  el  Señor  de  este  trabajo  casi 
universal  muchos  predestinados,  no  sólo  en  los  niños  que  volaban  al  cielo 
con  el  santo  bautismo  y  suelen  ser  muchos  en  estas  epidemias,  pero  en 
los  grandes  que  morían  bautizados  y  por  lo  común  bien  dispuestos.  Este 
fruto  tan  visible  consolaba  á  los  misioneros  y  les  aliviaba  en  las  fatigas 
y  trabajos  que  se  les  doblaban  en  estas  ocasiones  en  que  debían  andar  en 
continuo  movimiento  por  casas,  chozas  y  montes  en  busca  de  los  enfer- 
mos para  cuidar  de  sus  almas  y  de  sus  cuerpos. 

A  los  catarros  siguieron  en  la  misión  alta  las  viruelas,  cuyo  contagio 
hizo  mucho  más  estrago  que  la  epidemia  que  había  precedido.  Entraron 
las  viruelas  en  la  ciudad  de  Borja  con  algunos  que  vinieron  de  Lamas  y 
Moyobamba,  en  donde  habían  comenzado.  Murieron  en  Borja  hasta  100 
personas,  número  bien  considerable,  atendida  la  corta  población  de  la 
ciudad.  Los  indios  Mainas  de  San  Ignacio  evitaron  el  contagio  refugián- 
dose á  su  ordinario  asilo  de  Pucabarranca.  Pasó  la  peste  de  Borja  á  San- 
tiago de  la  Laguna,  donde  murieron  más  de  200  Panos  y  Cocamillas.  Fué 
providencia  particular  del  Señor,  que  se  hallasen  como  por  particular 
casualidad  en  pueblo  tan  numeroso,  otros  dos  sacerdotes  con  el  P.  Adán 
Vidman,  misionero  ordinario  de  la  reducción,  pues  era  imposible  el  que 
un  solo  padre  atendiese  á  tanta  gente  en  tantas  necesidades  y  miserias. 
Salieron  en  esta  ocasión  mejor  librados  que  los  demás  de  Santiago,  200 
Cocamas,  los  cuales,  viendo  el  peligro,  se  resolvieron  á  pasar  á  la  misión 
baja,  y  hecha  la  cuarentena  en  el  río  Ucayale,  les  recibió  con  mucha  ca- 
ridad el  misionero  de  San  Joaquín,  y  aquí  estuvieron  cerca  de  un  año 
hospedados  en  las  casas  de  los  Omaguas,  sin  que  faltase  uno  de  ellos  ó 
se  pegase  la  enfermedad  á  los  huéspedes.  Parece  que  quiso  el  Señor  ben- 
decir y  premiar  la  caridad  de  los  Omaguas,  y  su  generosidad  en  despre- 


Libro  X.— Capítulo  XIII  526 

ciar  los  temores  de  que  se  les  pegase  la  peste,  y  aun  acaso  en  atención  á 
esta  su  benevolencia  y  humanidad  con  los  extraños  les  inspiró  el  pensa- 
miento de  que  hablaremos  después. 

En  las  tierras  de  los  Yurimag'uas,  que,  escapando  de  los  portugueses 
al  principio  del  siglo,  se  habían  establecido  finalmente  (no  he  podido  ras- 
trear el  año)  casi  en  las  fuentes  del  río  Guallaga,  fué  tan  furioso  el  es- 
trago de  las  viruelas,  que  acabó  con  la  mitad  de  la  gente;  y  su  misionero 
Leonardo  Deubler,  hombre  de  casi  ochenta  años,  no  sólo  acudía  con  apli- 
cación y  diligencia  á  todas  las  necesidades,  pero  en  tanta  fatiga  y  traba- 
Jo,  como  se  deja  entender,  parece  que  salió  renovado.  En  la  Concepción 
de  los  Xeveros,  pueblo  de  2.000  almas,  murieron  poquísimos  por  haberse 
retirado  con  tiempo  dentro  de  los  montes.  No  salieron  menos  bien  libra- 
dos los  Chamieuros,  por  una  industria  bien  particular  de  su  misionero  y 
superior  de  la  misión,  el  P.  Pedro  Esquini.  Viendo  éste  que  el  contagio  de 
las  viruelas  era  irremediable,  se  determinó  como  persona  capaz  y  de  ex- 
periencia á  ingerir  á  los  indios  viruelas  de  buena  calidad  para  evitar  las 
que  corrían  de  mala  suerte.  Logrólo  con  facilidad,  y  de  esta  manera  libró 
á  la  mayor  parte  de  la  gente  que  había  quedado  en  la  reducción.  Algu- 
nos pocos  retirados  á  los  montes,  se  volvieron  sanos,  pasado  el  contagio. 

Causó  mucha  admiración  en  esta  peste  de  viruelas  la  rara  providen- 
cia del  Señor  con  la  misión  baja,  porque  apoderadas  las  viruelas  de  la 
misión  alta  por  un  lado,  y  de  los  pueblos  de  Portugal  por  otro,  no  llega- 
ron á  entrar  en  ella,  siendo  como  barrera  el  contagio  por  la  parte  de  la 
misión  alta,  San  Xavier  de  Urarinas,  y  por  la  parte  de  Portugal,  San  Ig- 
nacio de  Pevas.  Creció  mucho  más  la  admiración  cuando  se  hizo  alto 
sobre  los  muchísimos  indios  picados  del  contagio  que  se  metieron  en  la 
misión  baja,  unos  á  escondidas  y  sin  poder  impedirlo  los  padres,  y  otros 
al  descubierto  y  con  su  consentimiento,  como  vimos  en  los  Cocamas.  To- 
dos atribuyeron  esta  gracia  á  San  Francisco  Xavier,  porque  luego  que 
se  supo  el  estrago  de  las  viruelas  en  la  misión  alta,  dieron  los  padres  de 
la  baja  y  sus  indios  en  el  pensamiento  de  escoger  á  San  Francisco  Xa- 
vier por  protector  en  el  trabajo  que  temían.  Colocóse  su  estatua  en  el 
presbiterio  de  la  iglesia  de  San  Joaquín,  cabeza  del  partido.  Se  hizo  con 
toda  la  solemnidad  posible  la  novena  del  Santo,  se  ofrecieron  muchas 
misas,  y  duraron  las  plegarias  y  rogativas  por  seis  meses  en  todos  los 
pueblos. 

En  la  misión  del  río  Ñapo  hubo  también  sus  trabajos,  no  sólo  por  ha- 
berse huido  un  gran  golpe  de  gente  nueva  á  sus  antiguos  escondrijos, 
sino  por  haber  cundido  la  epidemia  hasta  lo  más  alto  del  río.  Murieron 
del  mal  muchos  Encabellados,  y  no  perdonando  á  los  misioneros  se  vie- 
ron precisados  á  bajar  al  Marañón,  quedando  sólo  el  P.  Niclus  cuidando 
del  partido.  No  faltó  tampoco  contratiempo  á  los  Payaguas,  poblados  en 
lo  bajo  del  mismo  río,  porque  el  P.  Saltos,  misionero  de  esta  nación,  te- 
miendo ser  muerto  de  un  ladino  que  andaba  en  busca  de  ocasión  opor- 
tuna para  quitarle  la  vida,  le  previno,  asegurándole  por  medio  de  su 


526  Misiones  del  Marañón  Español 

mozo  llamado  Ponce,  y  metiéndole  en  una  canoa  vinieron  los  tres  juntos 
á  San  Ignacio  de  Pevas,  en  donde  se  le  podía  sujetar  sin  ofensión  de  los 
Payaguas.  Sintió  mucho  esta  prisión  el  vicesuperior  de  Omaguas,  te- 
miendo ya  desde  este  lance  la  huida  de  los  Payaguas.  Envió  orden  á  San 
Ignacio  para  que  luego  soltasen  al  indio  y  le  regalasen,  creyendo  ser 
éste  el  medio  más  oportuno  para  ganarle,  y  él  mismo  bajó  en  persona  al 
sitio  de  los  Payaguas  con  tanta  apresuración,  que  caminó  noche  y  día 
para  detenerlos  si  no  hubiesen  huido,  ó  volverlos  al  pueblo  si  hubiesen  es- 
capado. Llegó  al  pueblo  después  de  cuatro  días  bien  fatigado  del  viaje, 
y  le  halló  desierto,  sin  poder  tomar  lengua  de  persona  alguna  sobre  el 
destino  de  la  gente.  Pero  tuvo  por  buena  señal,  que  le  daba  esperanza 
cierta  del  regreso,  el  que  no  hubieran  puesto  fuego  ni  á  la  iglesia,  ni  á 
las  casas,  ni  á  las  heredades.  Así  sucedió,  como  veremos;  pero  por  ahora 
se  contentó  el  padre  con  dejar  colgados  en  una  cruz  grande  algunas  he- 
rramientas, en  prueba  y  señal  cierta  de  que  serían  recibidos  de  paz  siem- 
pre que  volviesen.  No  me  atrevo  á  improbar  la  resolución  del  misionero 
de  los  Payaguas,  como  la  encuentro  referida  en  las  memorias  de  aquel 
tiempo,  porque,  en  suma,  fué  un  acto  de  prudencia  cristiana  el  prevenir 
un  peligro  que  se  pinta  bastantemente  próximo  ó  inminente.  Pero  consi- 
derando el  sentimiento  y  resolución  del  vicesuperior  más  práctico  de  los 
indios  que  el  nuevo  misionero,  sospecho  que  hubo  en  éste  alguna  mayor 
aprensión  del  peligro,  que  por  no  ser  tan  próximo  se  pudo  evitar  por  me- 
dios más  suaves. 


CAPITULO  XIV 

RECIBIMIENTO  DEL  GOBERNADOR  DON  ANTONIO  DE  MENA,  SU  PORTE 
AJUSTADO  Y  PREPARACIONES  PARA  HOSPEDAR  Á  LOS  DEMARCADORES 
REALES. 

Antes  de  concluirse  el  año  de  1762,  llegó  por  vía  de  Jaén  á  Santiago 
xie  la  Laguna  el  gobernador  interino  de  la  misión,  D.  Antonio  de  Mena, 
caballero  de  mucha  cristiandad,  como  criado  desde  niño  en  toda  piedad 
y  virtud  en  el  insigne  seminario  de  San  Luis  en  la  ciudad  de  Quito.  Sin 
detenerse  en  la  Laguna  pasó  luego  á  San  Joaquín,  donde  los  indios  le  es- 
peraban con  ansia,  por  tener  noticias  bastantes  de  su  liberalidad,  benig- 
nidad y  trato  cariñoso,  prendas  bien  diferentes  de  las  que  habían  experi- 
mentado en  su  antecesor.  Recibiéronle  con  todas  las  demostraciones  de 
júbilo  y  alegría  que  cabían  en  aquellos  países,  con  marcha,  clarines, 
tambores  y  arcos  triunfales  curiosamente  formados  de  variedad  de  pal- 
mas, que  los  hacían  vistosos  Estaban  los  indios  en  el  puerto  formados 
en  dos  alas,  cada  nación  con  las  armas  de  su  uso.  Luego  que  desembarcó 
el  gobernador,  le  metieron  en  medio  y  ordenaron  su  marcha  hacia  la  igle- 
sia del  pueblo.  Iban  los  Omaguas  y  Yurimaguas  con  sus  estolicas  y  fle- 


Libro  X.— Capítulo  XIV  527 

chas,  los  Yaraeos  y  Masamaes  con  lanzas  y  rodelas,  los  Mayoranas  con 
sus  instrumentos  de  mazos  y  de  macanas,  y  otras  naciones  de  lo  más  bajo 
del  Marañón  con  arco  y  flecha. 

Precedía  á  toda  la  soldadesca  el  sargento  mayor  Omagua,  y  á  éste  se- 
guía el  alférez  con  una  hermosa  bandera  de  tafetán  blanco  y  colorado 
bien  entretejido,  en  cuyo  centro  estaba  únicamente  bordado  el  nombre 
de  Jesús,  la  cual  tremolaba  frecuentemente  con  aire  y  gracia,  haciendo 
sus  acatamientos  y  reverencias  al  señor  gobernador.  Seguíanse  después 
los  cinco  capitanes  de  las  cinco  naciones,  caminando  con  gravedad  con 
sus  bastones  de  puño  de  plata  y  con  cintas  lucidas  de  seda.  A  los  lados 
del  gobernador  y  misionero  iban  los  alcaldes  de  año  con  sus  varas  y  seis 
fiscales  de  iglesia  con  sus  insignias. 

De  esta  manera  acompañaron  los  indios  á  su  gobernador  hasta  la  igle- 
sia, en  donde  dándole  antes  agua  bendita  con  sobrepelliz  y  estola  el  pa- 
dre que  se  había  adelantado,  hicieron  todos  oración,  que  se  concluyó  con 
el  acostumbrado  canto  del  Alabado,  que  entonó  la  gente  con  mucho  gusto 
y  alegría,  dando  á  Su  Majestad  gracias  por  haber  traído  salvo  al  pueblo 
al  gobernador  que  deseaban.  Enternecido  el  Sr.  Mena  del  candor  y  simpli- 
cidad de  las  gentes,  y  observando  atentamente  la  iglesia,  que  era  cierta- 
mente capaz,  hermosa  y  de  linda  proporción,  y  estaba  adornada  con 
bello  gusto  Y  simetría,  no  pudo  contenerse  sin  exclamar,  diciendo:  «Ben- 
dito sea  Dios,  que  en  estos  montes  tiene  casas  que  podían  lucirlo  en  Qui- 
to.» Desde  la  iglesia  prosiguió  el  mismo  acompañamiento  y  en  la  misma 
forma  hasta  la  nueva  casa  del  Ayuntamiento  que  había  fabricado  tumul- 
tuariamente su  antecesor.  Mas  no  quiso  D.  Antonio  parar  allí,  y  vino  con 
toda  la  compañía  á  la  casa  del  misionero,  en  donde  sabía  tener  vivienda 
sobrada  para  su  persona  y  los  demás  que  consigo  traía.  Aquí  le  saluda- 
ron y  le  dieron  la  bienvenida  por  su  orden  los  blancos,  los  mandones  y 
los  indios,  á  que  correspondió  con  mucho  agrado  el  Sr.  D.  Antonio,  por 
saber  la  lengua  Inga,  agradeciendo  con  cariño  la  atención  que  había  ex- 
perimentado y  prometiendo  deshacer  con  su  buen  porte,  afabilidad  y 
trato  lo  que  les  había  intimidado  el  antecesor  con  su  desdén,  dureza  y 
crueldad. 

Cumplió  muy  bien  su  palabra  el  nuevo  gobernador,  pues  en  un  año 
que  se  detuvo  en  el  pueblo  se  portó  con  tanta  edificación  de  los  indios, 
que  no  vieron  en  él  sino  ejemplos  de  piedad,  cortesía  y  de  atención  con 
todos,  grandes  y  pequeños,  hombres  y  mujeres.  Vivió  siempre  en  la  casa 
del  misionero,  dejando  la  suya  para  que  el  padre  fuese  testigo  de  todas 
sus  acciones,  inclinándose  como  por  genio  á  conformarse  con  lo  que  en- 
cargan las  leyes  de  la  Recopilación.  Siempre  trató  á  los  indios  con  gran 
afabilidad,  sin  dejar  por  eso  de  hacer  justicia  cuando  lo  pedía  la  razón, 
pero  quería  que  intercediese  el  misionero  para  levantar  la  pena,  sino 
era  la  falta  muy  notable,  ó  para  mitigar  el  castigo  cuando  no  se  podía 
excusar.  No  mostró  deseos  de  recoger  géneros,  ni  se  descubrió  en  él  el 
menor  asomo  de  apego  ó  de  codicia;  antes  bien  era  muy  franco  y  rega- 


528  Misiones  del  Marañón  Español 

laba  de  sus  cosas  á  los  indios,  que  no  sólo  respiraban  en  este  gobierno, 
sino  que  estaban  contentísimos  y  le  mostraban  con  mucha  voluntad  su 
agradecimiento  y  respeto.  En  las  costumbres  fué  tenido  de  todos  por 
irreprensible,  y  añadía  muchos  ejemplos  que  atraía  á  los  demás.  Confe- 
saba y  comulgaba  á  menudo.  Hizo  los  ejercicios  de  San  Ignacio  con  todo 
rigor  en  compañía  de  todos  los  suyos,  teniendo  en  la  iglesia  tres  horas 
de  oración,  en  que  estaba  inmoble.  Entre  año  fué  siempre  con  la  gente 
de  su  servicio  á  la  iglesia  tres  veces  cada  día;  por  la  mañana  á  oír  la 
santa  Misa,  por  la  tarde  á  rezar  á  coros  el  rosario  y  por  la  noche  al 
ejercicio  del  Vía  Crucis. 

Como  en  este  tiempo  se  esperaban  en  el  pueblo  los  demarcadores  rea- 
les, con  la  asistencia  del  señor  presidente  de  Quito  ó  de  algún  oidor  en  su 
lugar,  y  con  intervención  del  padre  provincial,  que  se  había  ofrecido  á 
insinuación  de  S.  M.,  el  misionero,  de  acuerdo  con  el  gobernador,  procu- 
raba dar  las  providencias  necesarias  para  un  hospedaje  decoroso  ¿i  per- 
sonas de  tanta  calidad,  según  lo  prometían  las  circunstancias  del  país. 
Dio  más  luz  á  la  iglesia,  aseóla  con  particular  cuidado,  alargó  los  pórti- 
cos para  que  en  tiempos  de  lluvias  se  pudiesen  hacer  las  procesiones  sin 
molestia  de  las  gentes.  Compuso  el  puerto  y  terraplenó  de  arena  muerta 
la  plaza  y  calles,  quitándole  todas  las  desigualdades  y  no  dando  lugar  á 
charcas  y  lodazales.  Dióse  otra  forma  y  mejor  proporción  á  algunas  ca- 
sas que  afeaban  las  calles,  con  el  designio  de  que  todas  ellas  quedasen 
derechas,  limpias  y  despejadas.  Acudía  á  todas  las  maniobras  con  par 
ticular  cuidado  el  señor  gobernador,  que  se  esmeró  con  especial  empeño 
en  hermosear  la  calle  que  llamaban  del  Rosario,  asistiendo  él  mismo  en 
persona  á  las  faenas;  y  como  era  cortés  y  atento,  llamaba  á  las  indias 
Doñas,  de  que  no  dejaban  de  gustar,  aunque  al  oír  el  término  honorífico 
se  reían  mucho,  en  que  mostraban  ser  sinceras,  pero  también  hijas  de 
Adán.  Añadiéronse  varios  jardines  á  los  muchos  que  había  en  el  pueblo, 
de  muy  buenas  frutas,  y  se  plantó  café,  con  muchos  árboles  frutales. 
Recogiéronse  salados  de  todas  clases  de  peces  y  se  previnieron  fritos  de 
vacas  marinas.  Hallábanse  en  el  pueblo  grande  cantidad  de  harina  de 
yuca  y  de  maíz,  y  para  que  no  faltase  nada  de  lo  que  se  podía  dar  y 
conservar,  aun  con  grande  trabajo,  en  aquellas  tierras,  previnieron  y 
cuidaban  con  mucha  diligencia  varios  animales  para  el  regalo  de  los 
huéspedes,  como  eran  vacas,  cabras,  puercos  y  gallinas- 

Mientras  el  gobernador  y  el  misionero  acudían  á  otras  cosas,  no  se 
descuidaban  los  Omaguas  en  lo  que  era  facultad  suya  peculiar  de  hacer 
canoas.  Aunque  tenía  el  común  de  la  misión  muchísimas  canoas  de  su 
uso,  y  entre  ellas  cinco  ó  seis  muy  grandes  y  capaces,  pero  los  Omaguas 
trabajaron  otras  muchas  de  diversos  buques  y  todas  de  cedro,  por  tener 
la  ventaja  de  que  las  crecientes  del  río  les  traían  abundantemente  de 
estas  maderas  exquisitas,  sin  que  tuviesen  el  trabajo  de  cortarlas  y 
transportarlas  al  pueblo.  Animábanse  á  la  construcción  de  canoas  por 
la  esperanza  '.que  tenían  en  los  indios  portugueses  que  vendrían  con  los 


Libro  X.— Capítulo  XV  529 

demarcadores  por  aquella  corona.  Porque  sabían  cuánto  se  aprecian  las 
canoas  de  cedro  en  el  Marañón  portugués.  Los  Masamaes  se  empleaban 
en  hacer  fortificar  y  pulir  cerbatanas  ó  bodoqueras;  los  Yameos  preve^ 
nían  lanzas  y  rodelas  bien  entretejidas  é  impenetrables;  los  Mayorunas 
adobaban  sus  venenos,  prevenían  olletas  y  -componían  sus  canastillos. 
No  estaban  ociosas  las  mujeres,  antes  se  aplicaban  con  calor  á  sus  ofi- 
cios con  la  esperanza  de  alguna  ganancia.  Las  Omaguas  tejían  mantas 
y  hacían  loza  vistosa;  las  Yurimaguas  formaban  pates  para  sus  bebidas 
con  pinturas  y  barnices  de  todos  colores,  y  las  Masamaes  preparaban 
hamacas  ó  camas,  en  que  sobresalían  á  las  demás. 

Todo  el  pueblo  estaba  en  continuo  movimiento  y  no  respiraba  otra 
cosa  que  alegría,  gusto  y  contento,  esperando  con  ansia  á  los  señores  co- 
misarios y  á  los  demarcadores  de  las  dos  coronas.  Porque  fuera  de  los 
regalos  que  se  prometían  de  tan  grandes  señores,  estaban  los  indios  per- 
suadidos á  que  resultarían  grandes  bienes  á  la  misión  del  reconocimiento 
de  los  límites  de  España,  que  por  su  cuenta  entraban  hasta  el  río  Yupura, 
200  leguas  más  abajo  de  San  Pablo  de  Portugal.  Y  á  la  verdad,  esto  era 
lo  que  pedía  la  línea  divisoria,  conforme  á  la  cual  debía  ejecutarse  la 
demarcación.  Con  esto  creían  los  Omaguas  españoles  que  podrían  en 
adelante  comunicar  con  franqueza  con  sus  hermanos  los  Omaguas  por- 
tugueses sin  temor  alguno  de  los  blancos  de  Portugal,  que  tanto  los  ha- 
bían hostigado.  No  dejó  de  entender  el  peligro  el  carmelita  misionero  de 
San  Pablo,  el  cual,  viendo  las  preparaciones  que  se  hacían  para  las  de- 
marcaciones y  conociendo  hallarse  su  reducción  en  los  términos  de  Cas- 
tilla, mudó  el  pueblo  al  otro  lado  del  Marañón,  pensando  escapar  así  con 
más  facilidad  de  la  jurisdicción  de  España.  Reíanse  nuestros  indios  de  la 
mudanza,  porque  la  línea  y  demarcación  debía  atravesar  el  río  y  les 
parecía  inútil  que  el  fraile  ocupase  más  una  banda  que  otra,  cuando  las 
dos  igualmente  tocaban  á  la  corona  de  España. 


CAPITULO  XV 

DESVANÉCESE  EL  PROYECTO  DE  LAS  DEMARCACIONES. — NOTICIAS  DE  GUERRA 
CON    PORTUGAL   Y   CONSULTA   DE   LOS   MISIONEROS 

Estando  las  cosas  tan  bien  dispuestas  para  la  demarcación  deseada, 
prevenido  el  hospedaje  para  los  comisarios,  recogidas  las  provisiones  ne- 
cesarias, mejorado  el  pueblo,  allanado  el  puerto  é  inquietos  los  ánimos 
de  los  indios  porque  no  veían  entrar  por  él  los  nobles  huéspedes,  que  de 
día  en  día  se  esperaban,  llegó  la  noticia  de  que  el  nuevo  monarca  de  las. 
Españas,  Carlos  III,  que  había  sucedido  poco  antes  en  la  corona  á  su 
hermano  Fernando  VI,  no  sólo  no  pensaba  en  demarcaciones,  sino  que 
quería  resueltamente  que  no  se  señalase  en  el  Marañón  los  términos 
fijos  de  las  dos  coronas,  mandando  que  se  dejasen  correr  los  cosas  como 

U 


530  Misiones  del  Marañón  Español 

antes  estaban.  Consternó  la  noticia  los  ánimos  de  los  indios  que  por  tanto 
tiempo  habían  esperado  y  tragado  ya  la  división  que  les  parecía  necesa- 
ria y  les  libraba  de  una  vez  de  las  incursiones  de  los  portugueses.  Con- 
virtióse en  un  momento  la  alegría  del  pueblo  en  una  tristeza  tal,  que  se 
conocía  en  los  semblantes  de  la  gente.  En  vano  les  decían  los  misioneros 
que  no  pudieron  ocultar  la  nueva  por  muchos  días,  que  muerto  el  rey 
viejo,  no  quería  ni  aprobaba  el  rey  mozo  la  ejecución  de  un  proyecto  ex- 
puesto á  disturbios  de  las  dos  coronas,  y  que  mirándose  como  hermano 
del  de  Portugal,  evitaba  con  cuidado  las  ocasiones  más  ligeras  de  rom- 
pimiento. 

Poco  satisfacía  á  los  indios  la  razón  piadosa  de  los  misioneros,  y  más 
cuando  á  poco  tiempo  llegó  la  nueva  cierta  de  la  guerra  declarada  por 
su  majestad  católica  contra  Portugal  é  Inglaterra.  Quedaron  con  la 
nueva  mucho  más  consternados  los  indios  que  con  el  desvanecimiento  de 
la  división,  porque  no  se  trataba  ya  de  mejoras  ni  de  ganancias,  sino  de 
conservar  sus  personas,  sus  mujeres  y  sus  hijos  y  sus  haciendas.  El  go- 
bernador Mena,  algo  sobrecogido  del  susto  por  la  falta  de  soldados,  se  re- 
tiró prontamente  á  Quito,  con  el  motivo,  según  decía  á  los  indios,  de  pre- 
venir alguna  gente,  encargándoles  que  se  mantuviesen  fjonstantes,  mien- 
tras volvía  con  soldados  castellanos  para  la  defensa.  Bien  veía  el 
misionero  de  San  Joaquín  que  su  primer  cuidado  debía  ser  el  mantener 
á  los  indios  poseídos  del  temor  á  los  portugueses,  para  que  no  se  escapa- 
sen á  los  montes.  Cuánto  le  costase  detenerlos  en  el  pueblo,  animarlos  y 
sosegarlos,  sólo  pudo  entenderlo  el  que  tuvo  algún  trato  con  estos  indios 
rayanos  que  al  nombre  sólo  de  carayoa  ó  portugués,  se  estremecían,  re- 
novándose con  la  memoria  del  nombre  la  memoria  de  los  daños  que  por 
más  de  un  siglo  habían  experimentado  de  aquella  gente.  Escribió  á  los 
misioneros  del  partido  que  hiciesen  lo  posible  por  mantener  la  gente  en 
los  pueblos  hasta  que  de  cierto  se  supiese  si  por  aquellas  partes  rompía 
el  enemigo,  pero  que  entre  tanto  procurasen  alguna  guarida  segura  den- 
tro del  monte  en  caso  de  necesidad  é  hiciesen  algunas  sementeras  reti- 
radas del  río  con  que  poder  sustentarse,  mientras  pasaba  la  borrasca. 
Todos  los  misioneros  se  ajustaron  á  las  sabias  disposiciones  del  vicesupe- 
rior  y  se  previnieron  para  el  lance  conforme  á  lo  que  se  les  decía. 

Dado  este  primer  paso,  procuró  el  P.  Uriarte  informarse  bien  de  los 
movimientos  de  los  portugueses.  Entabló  correspondencia  secreta  con  un 
misionero  portugués  de  Putumayo,  á  quien  enviaba  indios  fieles,  los  cua- 
les, pasando  de  noche  por  Yavari  y  por  San  Pablo,  traían  las  noticias  que 
corrían  en  aquella  misión.  Los  primeros  enviados  vinieron  de  Putumayo 
á  San  Joaquín  con  la  noticia  de  que  nada  se  sabía  de  guerra  en  toda 
aquella  misión.  Los  segundos  trajeron  que  era  cierta  la  guerra,  mas  que 
había  orden  del  Para  para  que  no  se  intentase  novedad  alguna  contra  las 
misiones  castellanas.  Los  terceros  entregaron  una  carta  del  misionero 
portugués,  que  anunciaba,  en  suma,  cómo  habiendo  llegado  allí  unos  po- 
cos soldados,  traían  el  preciso  orden  de  estar  á  la  defensa  y  no  más,  caso 


Libro  X.— Capítulo  XV  531 

que  les  acometiesen  los  españoles.  No  eran  menos  seguras  las  espías 
del  P.  José  Vahamonde,  misionero  de  San  Ignacio,  que  como  más  cer- 
cano á  la  raya  de  Portugal,  tenía  noticias  más  frecuentes  de  lo  que  pa- 
saba en  las  misiones  de  aquella  corona.  De  todo  daba  parte  al  misionero 
de  San  Joaquín  y  éste  comunicaba  cuanto  se  sabía  á  los  misioneros  del 
partido.  De  esta  manera  todos  mantuvieron  los  indios  sin  novedad,  des- 
vaneciendo sus  temores  y  encargándoles  apretadamente  que  rogasen  á 
Dios  por  la  paz  y  concordia  entre  los  dos  reyes,  que  eran  muy  cristianos 
y  se  querían  bien,  y  que  no  duraría  mucho  la  guerra  ni  era  creíble  que  se 
extendiese  hasta  aquellas  partes.  Pero  caso  que  el  enemigo  quisiese  rom- 
per por  el  Marañen  hacia  las  tierras  de  Castilla,  no  ignoraban  que  el 
Gran  Para  estaba  distante  de  nuestras  misiones  seis  meses  de  navega- 
ción, y  que  antes  de  llegar  los  soldados  al  término  caerían  de  ánimo  por  no 
tener  esperanza  alguna  de  botín.  Además  de  que  no  se  atreverían  los 
portugueses  á  traer  á  sus  indios  por  bogas  en  la  jurisdicción  de  Castilla, 
pues  sabían  muy  bien  cuánto  deseaban  éstos  escapar  de  sus  manos  y  es 
tablecerse  en  nuestros  dominios.  Con  estas  razones  se  acabaron  de  sose- 
gar los  indios  de  la  misión  baja,  y  no  pensaron  en  hacer  movimiento 
alguno. 

Para  no  omitir  el  vicesuperior  de  San  Joaquín  ninguna  diligencia  y 
providencias  que  le  parecían  necesarias  ú  oportunas  en  las  circunstan- 
cias, envió  un  despacho  á  la  ciudad  de  Quito  con  cartas  en  que  informa- 
ba al  padre  provincial  Jerónimo  Herce,  del  estado  y  del  peligro  de  la  mi- 
sión, de  las  disposiciones  que  se  habían  hecho  en  el  partido  y  de  la  reso- 
lución de  los  misioneros  en  mantenerse  Armes  y  constantes  á  la  raya  de 
Castilla.  Suplicábale  que  recabase  de  la  Real  Audiencia  de  Quito  algún 
socorro  de  soldados  para  la  defensa  de  las  fronteras,  y  que,  en  caso  de 
no  ser  atendidos  los  pueblos  de  la  misión,  protestase  con  tiempo  en  nom- 
bre de  la  Compañía  sobre  los  daños  que  se  podrían  seguir  si  no  enviaban 
de  Quito  buenos  cabos  y  ayudaban  á  la  causa  común.  A  la  verdad,  no 
esperaba  el  P,  Uriarte  grande  ayuda  de  los  Quiteños,  los  cuales  temen 
mucho  bajar  al  Marañón,  sin  hacerse  cargo  que  no  es  poco  lo  que  peli- 
gran sus  minas  sobre  las  cuales  tienen  puesta  la  mira  no  sólo  los  portu- 
gueses sino  también  los  holandeses.  Sin  embargo  de  la  indolencia  de  los 
Quiteños,  llegó  después  de  algún  tiempo  (de  resultas  sin  duda  de  la  pro- 
testa del  provincial),  la  noticia  á  las  misiones  de  que  había  ido  á  Quito 
para  gobernador  de  la  misión  de  Mainas  D.  José  Larrazábal,  teniente 
capitán  de  infantería,  el  cual  escribió  con  grandes  ánimos  que  venía  con 
gente  española  al  socorro  de  los  indios.  Pudo  servir  la  noticia  para  alen- 
tar á  los  indios,  pero  la  detención  más  larga  de  lo  que  pedía  la  necesidad 
fué  causa  de  que  se  verificase  lo  que  anda  en  boca  de  todos  post  bellum  au- 
xilium . 

Mientras  se  tomaban  estas  providencias  en  la  misión  baja  cercana  al 
peligro,  y  expuesta  á  la  irrupción  de  los  portugueses,  la  noticia  de  los 
peligros  que  se  fueron  aumentando  de  pueblo  en  pueblo,  y  más  en  boca 


532  Misiones  del  Marañón  Español 

de  los  indios,  pusieron  en  la  mayor  consternación  á  los  padres  misione- 
ros de  la  misión  alta.  Juntáronse  luego  á  consulta  con  el  P.  Ignacio  Vei- 
g-el,  visitador  de  las  misiones,  y  como  si  todo  el  poder  del  turco  subiese 
por  el  Marañón  llevándolo  todo  á  fuego  y  sangre,  determinaron  tres  co- 
sas verdaderamente  singulares,  las  cuales  comunicaron  luego  al  vicesu- 
perior  de  la  misión  baja.  1."^  Que  los  indios  quemasen  sus  sementeras  y 
arrancasen  sus  plantas  para  que  no  hallase  nada  de  que  aprovecharse  el 
enemigo.  2.^  Que  los  indios  todos  se  retirasen  al  monte,  'ó.^  Que  los  mi- 
sioneros subiesen  á  la  misión  alta  con  todas  las  alhajas  de  la  iglesia.  Tan- 
to pudo  la  preocupación  en  hombres  graves,  de  pecho  y  de  resolución, 
que  ni  temían  los  peligros,  ni  hacían  caso  de  la  vida  tantas  veces  ex- 
puesta á  la  traición  de  aquellos  bárbaros.  Es  verdad  que  los  indios  de 
aquella  parte  de  la  misión  estaban  persuadidos  á  la  irrupción  de  los  por- 
tugueses, y  que,  como  toda  la  consulta,  se  componía  de  padres  alemanes 
poco  entendidos  de  la  fuerza  de  Portugal,  especialmente  en  aquellas  cir- 
cunstancias en  que  no  pensaban  hacer  poco  si  defendían  el  Para  de  los 
franceses  de  la  Cayana. 

No  se  puede  explicar  el  sentimiento,  admiración  j  pasmo  que  causó 
en  el  vicesuperior  de  Omaguas  la  resolución  y  mandato  del  visitador 
Veigel,  misionero  de  experiencia  como  lo  eran  los  demás  que  habían  in- 
tervenido en  la  consulta.  Más  sobrecogido  del  orden  que  se  le  daba,  que 
del  peligro  de  los  enemigos,  pensó  sobre  el  modo  de  salvar  la  misión  y  de 
no  contravenir  á  la  obediencia.  No  dudaba  que  una  resolución  tan  fuerte 
nacía  de  los  malos  informes  y  noticias  abultadas  que  en  boca  de  indios 
naturalmente  medrosos,  y  por  extremo  suspicaces,  habrían  llegado  des- 
figuradas al  pueblo  de  la  Laguna.  Pero  siendo  la  obediencia  en  la  Com- 
pañía la  virtud  más  encomendada  á  sus  hijos,  estaba  resuelto  á  obedecer 
siempre  y  cuando  le  constase  que  estaba  el  superior  bien  informado. 
Recogióse  á  la  oración,  pidiendo  luz  al  Señor  para  el  acierto  en  cosa  de 
tanta  importancia.  Dióle  á  entender  S.  M.  que  debía  representar  con  in- 
diferencia de  juicio  y  voluntad  á  las  órdenes  del  superior,  y  proseguir  en- 
tre tanto  sin  hacer  novedad  alguna  en  los  indios  ni  darse  por  entendido 
en  la  ejecución  de  cosas  que  traía  daños  irremediables.  Hízolo  así  el  mi- 
sionero, y  tomando  la  pluma,  escribió  al  visitador  una  carta  humilde  en 
que  le  representaba  las  razones  que  tenía  para  dilatar  la  ejecución  has- 
ta nueva  orden.  La  carta  se  contenía  en  estos  términos: 

«Muy  Reverendo  P.  Visitador:  Recibí  las  órdenes  de  V.  R.,  las  cuales 
»venero,  como  subdito  que  soy,  y  hubiera  puesto  luego  en  ejecución  si  no 
»viera  los  inconvenientes  y  daños  irremediables  que  de  ella  se  seguirían 
»y  tendríamos  que  llorar,  sin  haber  necesidad  al  presente  y  bastando  so  • 
»bradamente  las  providencias  que  hemos  tomado.  En  sus  cosas  los  indios 
»son,  como  sabe  muy  bien  V.  R.,  tímidos  y  medrosos,  todo  lo  abultan  y 
» desfiguran,  y  no  hay  que  contar  mucho  con  lo  que  se  va  esparciendo 
»por  sus  bocas.  Yo  estoy,  padre  mío,  cercano  al  peligro,  tengo  espías 
afieles  y  seguras,  por  quienes  sé  puntualmente  qué  hacen  y  qué  piensan 


Libro  X.— Capítulo  XV  533 

^los  portugueses.  Los  poquísimos  soldados  que  tienen  no  lejos  de  la  raya, 
»están  bien  mal  aparatados,  y  no  saldrán  del  preciso  orden  de  defensa 
»si  los  acometen  los  castellanos.  El  Para  está  muy  lejos  para  prevenir 
»armada  contra  España  y  con  ninguna  esperanza  de  botín.  No  harán  poco 
»en  fortificarse  allí  contra  los  de  la  Cayana  (en  cuyas  manos  hubieran 
»caído  si  hubiera  tardado  poco  más  en  llegar  la  noticia  de  las  paces). 
»Pero  demos  que  prevengan  armada,  y  suban  por  el  Marañón.  En  seis 
»meses  de  navegación  hay  tiempo  para  quemar  sementeras,  retirarse  los 
«indios  y  subir  los  misioneros  con  las  alhajas  de  la  iglesia. 

»¿Qué  se  diría,  padre  mío,  de  los  hijos  de  la  Compañía  y  de  los  misio- 
»neros  del  Marañón  si  sin  ser  acometidos  y  aun  sin  haber  señales  de  aco- 
» meter  los  portugueses,  desampararan  los  pueblos  que  con  tantos  sudo- 
»res  y  fatigas  habían  juntado?  ¿Qué  si  oliendo  esto  los  portugueses,  un 
»tristebarco  con  cuatro  desharrapados  soldados,  llegara  á  tomar  posesión 
»de  las  tierras  y  pueblos  de  Castilla?  ¿Cuándo  juntaríamos  otra  vez  nues- 
»tros  indios,  especialmente  los  más  nuevos,  si  nosotros  mismos  los  enviá- 
»ramos  á  sus  antiguas  madrigueras?  ¿Qué  comerían  estos  miserables  si 
«destrozadas  las  heredades  todos  se  fueran  de  repente  á  los  montes?  ¿Y 
»como  querrán  arrasarlas  aun  cuando  se  lo  mande  el  misionero,  siendo 
»el  sudor  de  su  rostro  y  quedando  sin  ellas  en  necesidad  extrema?  ¿Dónde 
»se  recogerán  tantos  viejos,  enfermos,  niños  tiernos  en  tiempos  de  aguas 
»y  aun  en  esta  misma  sazón  de  tantas  crecientes  en  que  están  los  montes 
«anegados?  Fuera  de  que  ¿cómo  es  posible  que  quieran  llevar  hacia  arri- 
»ba  á  los  padres  con  las  alhajas  de  la  iglesia  los  mismos  indios,  sorpren- 
»didos  ya  con  esta  resolución  y  creyendo,  por  consiguiente,  que  está  so- 
»bre  ellos  el  enemigo? 

«¿Perdóneme  V.''^  R.^  si  le  digo  que  el  peligro  es  muy  remoto,  y  si  se 
»va  acercando,  hay  lugar  y  tiempo  para  precaverlo;  mas  las  providen- 
»cias  que  se  mandan  tomar  traen  irremediables  pérdidas,  muertes  cer- 
«tísimas  y  poco  honor  á  la  Compañía,  que  por  un  golpe  de  prudencia 
«poco  conforme  á  la  razón  y  al  peligro,  se  verá  privada  de  una  buena 
«parte  de  la  misión  y  le  dará  ocasión  al  portugués  ó  le  abrirá  la  puerta 
«para  que  se  apodere  de  las  tierras  del  rey  católico.  Sin  embargo,  de 
«todo  esto  para  mayor  seguridad  y  para  obedecer  á  V.  R.  en  lo  que  po- 
» demos  enviamos  todas  las  cosas  que  hay  de  algún  valor  en  las  iglesias, 
«quedándonos  consoló  lo  preciso  para  celebrar  la  Santa  Misa.» 

Con  esta  representación  tan  bien  fundada,  calmaron  los  temores  del 
padre  visitador,  que  mejor  informado,  dio  las  gracias  á  Nuestro  Señor  y 
al  misionero  de  San  Joaquín  de  haber  suspendido  las  órdenes  que  hubieran 
traído  tantos  daños.  Los  indios  de  la  misión  baja  no  supieron  las  provi- 
dencias que  se  mandaban  tomar  porque  hubieran  recibido  mucho  daño 
con  la  sola  noticia,  y  así  se  las  ocultaron  cuidadosamente;  mas  no  dejó  de 
pegárseles  el  miedo  con  la  comunicación  con  los  indios  de  la  misión  alta, 
los  cuales,  viendo  á  sus  misioneros  discurrir  y  hablar  tan  tristemente  de 
lo  que  naturalmente  debía  de  suceder,  intimidaron  á  varios  de  San  Joa- 


534  Misiones  del  Marañón  Español 

quin,  especialmente  á  los  Masamaes  y  Mayorunas,  que  se  fueron  ahuyen- 
tando y  escondiendo  por  los  montes. 

Otro  accidente  particular  fué  también  causa  de  que  se  retirasen  otros. 
Vino  una  noche  un  indio  despavorido  diciendo  que  estando  pescando 
en  la  quebrada  de  los  Mayorunas  halu'a  oido  un  ruido  extraordinario 
como  cuando  los  soldados  tocan  cajas  y  tambores,  y  que  por  más  que 
había  hecho  no  había  podido  descubrir  cosa  ninguna.  Alborotóse  el  pue- 
blo á  la  noticia,  y  para  sosegarlo,  el  padre  misionero  envió,  como  prác- 
tico en  los  embustes  y  aprensiones  de  indios,  algunas  personas  de  crédi- 
to para  que  se  informasen  á  fondo  de  lo  que  había  en  el  contorno,  y  he- 
cha esta  diligencia  desvanecieron  los  temores  que  se  iban  extendiendo. 
Nada  pudieron  averiguar  en  punto  de  soldados,  ni  era  posible  que  éstos 
hubieran  penetrado  hasta  el  sitio  donde  se  decía,  porque  era  necesario 
pasar  por  los  Ticunas,  por  los  Pevas  y  por  los  Napeanos,  cuyos  montes 
espesos  estaban  anegados  de  las  crecientes  de  los  ríos.  Creyóse  ser  ver- 
dad lo  que  dijo  un  viejo  de  muchos  años  de  experiencia,  que  aquel  rui- 
do era  sin  duda  causado  de  las  gamitanas,  las  cuales  en  este  tiem- 
po salían  del  río  y  se  amontonaban  á  desovar  en  la  arena  de  una  lagu- 
na cercana,  y  que  él  tenía  presente  haber  observado  esto  mismo  en  otros 
años. 

Es  muy  poderosa  la  primera  aprensión  del  mal  en  los  corazones  de 
los  indios:  no  bastó  ninguna  de  estas  diligencias  para  que  algunos  indios, 
poseídos  del  temor,  no  escapasen  á  los  montes  y  en  ellos  se  escondiesen. 
Lo  que  más  es  que,  hallándose  por  casualidad  en  el  pueblo  el  hermano 
Pedro  Choneman  y  viendo  en  aquella  primera  noche  pintado  en  el  rostro 
de  los  indios  el  terror  y  el  miedo,  tuvo  por  cierta  la  irrupción  de  los  por- 
tugueses, y  como  él  era  incapaz  de  semejante  pasión,  llevado  de  la  cari- , 
dad,  que  no  admite  temores,  se  estrechó  con  el  misionero,  diciéndole: 
V.  R.  vayase  luego  para  San  Regís  con  lo  que  pueda;  yo  enterraré  lo 
que  resta  aún  de  la  iglesia  y  me  quedaré  aquí  con  un  par  de  muchachos, 
y  enviaré  la  gente  del  pueblo  á  las  sementeras  hasta  ver  en  lo  que  para 
esto.  Así  hablaba  el  celoso  hermano,  que  ni  temía  la  muerte,  ni  suspiraba 
por  la  vida,  como  se  conservase  la  del  misionero  sacerdote.  Mas  éste, 
agradeciéndole  la  oferta,  le  respondió:  Si  alguno  había  de  quedar  en  la 
misión,  hermano  mío,  en  las  circunstancias,  era  yo,  que  soy  el  misionero 
de  esta  pobre  gente;  mas  no  tengo  cuidado  alguno  que  habrá  nada,  ni 
hay  para  qué  temer  asalto  de  portugueses,  que  están  muy  lejos. 

Así  se  fué  pasando  entre  sustos,  molestias  y  temores,  hasta  que  al  cabo- 
de  algunos  meses  llegó  á  la  misión  la  noticia  de  las  paces  entre  Castilla  y 
Portugal.  El  mismo  teniente  portugués,  que  con  bien  pocos  soldados,  des- 
calzos y  mal  vestidos,  estaba  en  Yavari  para  la  defensa,  subió  á  San  Igna- 
cio y  á  Loreto  y  dio  parte  de  las  paces  concluidas  entre  los  dos  reinos,  á 
los  misioneros  respectivos.  Con  esto  calmaron  los  sustos  y  temores  de  una 
y  otra  parte.  Avisados  los  fugitivos  de  San  Joaquín,  fueron  volviendo  al 
pueblo  bien  avergonzados  de  su  cobardía,  y  se  hallaron  con  un  chasca 


Libro  X.— Capítulo  XVI  5;i6 

que,  sin  saberlo  el  padre,  les  dieron  algunos  Omaguas  de  buen  humor. 
Encontraron  sus  casas  atestadas  de  cascos  de  charapas  ó  tiraqueyas, 
con  que  les  daban  á  entender  que  como  las  charapas,  una  vez  sueltas 
corren  sin  libertad  hacia  el  río,  así  ellos  corrían  sin  libertad  hacia  el 
monte.  Tuvieron  los  infelices  que  limpiar  las  casas  de  tan  inútiles  tras- 
tos y  de  unos  tropiezos  tan  fastidiosos,  y  aun  después  de  la  molesta  tarea 
no  les  dejaban  los  niños  en  paz,  porque  cuando  salían  de  casa  les  grita- 
ban tiraqueya,  tiraqueya,  y  tuvo  el  misionero  que  poner  remedio  serio 
para  que  no  pasase  adelante  la  burla. 

Una  providencia  bien  particular  del  Señor  se  vio  en  estos  pobres  in- 
dios, que  con  ocasión  de  la  guerra  escaparon  al  monte  como  en  número 
de  doscientos,  que  habiendo  nacido  en  las  selvas  diversos  niños  por  el 
espacio  de  cuatro  ó  cinco  meses  que  allí  se  detuvieron,  no  murió  persona 
alguna  fuera  del  pueblo,  no  sólo  de  los  adultos,  pero  aun  de  los  niños, 
hasta  que  después  de  restituidos  al  pueblo  recibieron  el  bautismo  ó  los 
otros  sacramentos.  Hízose  más  visible  esta  providencia  del  cielo,  porque 
en  este  mismo  espacio  de  tiempo  hubo  muchas  enfermedades  en  la  re- 
ducción, donde  murieron  muchos  indios,  no  sin  grande  consuelo  del  mi- 
sionero, por  ver  en  aquella  hora  la  grande  fe  con  que  morían,  de  la  re- 
surrección de  la  carne,  y  los  deseos  grandes  de  ver  la  cara  de  Dios. 


CAPITULO  XVI 

DE  VARIOS  CASOS  SINGULARES  QUE   LE  SUCEDIERON  AL    P.    URIARTE  CON 

LOS  OMAGUAS 

Muchos  sucesos  particulares  acaecieron  en  San  Joaquín  en  los  años  que 
dirigió  la  reducción  el  P.  Manuel  Uriarte.  Pondré  aquí  algunos  más  nota- 
bles y  de  mayor  instrucción,  dejando  otros  muchos  que  apunta  en  sus  co- 
mentarios el  mismo  misionero.  Avisaron  al  padre  en  un  día,  como  á  las 
cuatro  de  la  mañana,  que  había  dado  á  luz  una  india  una  criatura,  que 
estaba  muy  de  peligro.  Corrió  luego  el  misionero  á  socorrerla,  sin  ponerse 
por  la  prisa  más  que  la  sotana  y  zapatos,  y  al  bajar  por  la  escalera,  po- 
niendo el  pie  en  unas  cortezas  de  plátano,  resbaló  de  manera  que  rodó 
de  bruces  por  diez  y  seis  escalones  hasta  el  suelo.  Lastimóse  una  pierna 
con  el  golpe,  que  chorreando  sangre  ató  presto,  como  pudo,  con  el  ceñi- 
dor, y  más  lastimado  de  la  pérdida  que  temía  del  niño,  voló  sin  hacer 
caso  de  la  herida  á  socorrerle,  y  llegó  á  tiempo  para  bautizarlo.  En  la 
misma  casa  le  dieron  parte  de  otros  tres  niños  que  acababan  de  nacer  y 
se  morían  sin  remedio,  porque  endurecidas  las  quijadas,  no  les  permitían 
tomar  el  pecho.  Sin  perder  tiempo  se  enderezó  á  la  casa  inmediata,  y  de 
allí  á  las  demás,  bautizó  los  tres  niños,  y  luego  murieron  como  si  estuvie- 
ran esperando  el  santo  bautismo.  Volvió  á  casa  el  misionero  como  á  las 
seis  de  la  mañana,  dando  gracias  á  Dios  porque  el  demonio  que  (á  lo  que 


536  Misiones  del  Marañón  Español 

pensaba)  había  querido  impedir  con  la  caída  aquellos  bautismos,  no  ha- 
bía salido  con  lo  que  pretendía,  como  le  había  sucedido  en  otra  oca- 
sión, en  que  con  la  picadura  de  un  alacrán  había  intentado  lo  mismo. 

Si  á  estos  niños  le  dio  la  salud  espiritual  por  medio  del  bautismo,  á 
otro  mocito  de  trece  años  le  dio  la  temporal  por  medio  de  la  copauva,  ó 
por  la  intercesión  de  María  Santísima.  Trajeron  á  este  niño  al  pueblo  tan 
desfigurado  y  llagado,  que  causaba  horror  á  cuantos  lo  miraban;  porque 
asaltado  de  un  caimán,  le  había  comido  la  bestia  la  carne  del  hombro  y 
espalda  derecha,  y  agujereado  disformemente  el  vientre  y  una  pierna. 
Espantado  el  misionero  de  semejante  espectáculo,  adoró  la  justicia  di- 
vina que  así  castigaba  al  niño  por  haber  faltado  en  aquel  día  á  la  docr 
trina.  Pero  como  le  víó  todavía  con  vida,  no  perdió  la  esperanza  de  que 
sanase.  Ofreció  celebrar  por  él  á  la  Virgen  Santísima  del  Rosario  una 
Misa,  y  administrándole  la  Santa  Unción,  comenzó  á  curarlo  con  copauva 
con  mucha  esperanza  de  su  salud.  Renovando  cada  día  con  mucho  cui- 
dado las  hilas  y  los  mechones  en  las  heridas  profundas,  y  fomentándole 
con  vino  y  con  substancias,  llegó  el  muchacho  á  estar  conocidamente  me- 
jor al  cabo  de  treinta  días.  Pero  yendo  á  curarle  al  día  siguiente  le  halló 
mucho  peor  y  renovadas  todas  las  llagas  que  se  iban  ya  cerrando.  Pre- 
guntó á  su  madre:  «¿Qué  han  hecho  con  este  niño  que  así  le  han  puesto? 
— Nada,  padre,  respondió  la  mujer.»  Disimuló  el  misionero  por  entonces, 
y  temiendo  alguna  superstición  en  la  gente,  volvió  á  la  casa  del  enfermo 
á  hora  intempestiva  y  les  cogió  con  ei  hurto  en  las  manos.  Habían  traído 
aquellos  tontos  inhumanos  grande  porción  de  arena  de  la  playa,  y  hecho 
en  medio  de  ella  un  hoyo  muy  profundo,  y  llenándole  de  agua  fría,  tenían 
metido  en  él  hasta  el  pescuezo  al  miserable  muchacho,  que,  quitados  todos 
los  emplastos  y  en  carne  viva  y  tan  llagada,  estaba  tiritando  de  frío  y  ago- 
nizando de  dolor  con  aquel  nuevo  tormento.  Riñó  el  Padre  á  la  madre  y  á 
los  demás  de  la  casa  por  su  crueldad  y  abuso;  y  comenzando  de  nuevo  la 
cura,  aunque  tardó  más  tiempo,  quedó  finalmente  del  todo  bueno  y  sano 
el  muchacho,  habiendo  crecido  la  carne  que  le  faltaba.  Sirvióle  de  mu- 
cho para  en  adelante  este  castigo,  porque  era  muy  puntual  á  todas  las 
cosas  de  la  iglesia,  y  su  presencia  era  un  estímulo  á  los  niños  y  á  las  ni- 
ñas para  que  no  faltasen  a  la  doctrina,  y  cuando  faltaba  alguno,  aunque 
fuese  con  licencia  de  sus  padres,  luego  decían  los  otros:  «¡No  le  coja  el 
lagarto!» 

Si  el  caso  referido  ayudó  á  quitar  las  faltas  de  la  doctrina,  el  que  se 
sigue  sirvió  á  refrenar  las  borracheras.  Sucedió  en  el  día  mismo  de  San 
Francisco  Xavier,  patrón  de  la  misión,  y  hubiera  traído  consigo  un  daño 
casi  irremediable  á  todo  el  pueblo,  si  el  Señor  con  su  poderosa  intercesión 
no  hubiera  socorrido  á  los  pobres  indios,  no  sólo  atajando  el  daño,  pero 
aun  quitando  la  materia  que  podía  ser  ocasión  de  muchos  pecados.  Había 
nacido  á  una  india  principal  un  niño  por  la  intercesión  de  San  Xavier. 
Ella,  contenta  y  alegre  de  tener  un  hijo,  pues  era  ya  de  edad  avanzada, 
no  paró  hasta  conseguir  licencia  para  un  convite  general.  Acabada  la 


Libro  X.— Capítulo  XVI  537 

fiesta  de  iglesia,  que  se  hizo  con  toda  solemnidad,  Junta  ya  la  gente  como 
á  las  dos  de  la  tarde  en  la  casa  del  convite,  se  prendió  fuego,  sin  saber 
cómo,  en  el  ala  del  tejado.  Huyeron  luego  los  convidados  en  vez  de  con- 
currir á  apagar  el  incendio.  El  peligro  era  muy  grande,  porque  apagado 
el  fuego,  que  corría  por  aquella  materia  bien  dispuesta  de  la  casa,  sin 
remedio  se  comunicaba  por  el  un  lado  á  la  cocina,  casa  del  misionero,  y 
á  la  iglesia,  y  por  el  otro  al  barrio  de  los  Omaguas,  que  hubiera  todo  pe- 
recido. Un  mocito  Yurimagua  que  habia  quedado  solo,  viendo  que  se  que- 
maba la  casa  y  que  ninguno  le  ayudaba  para  apagar  el  fuego,  invocó  á 
San  Francisco  Xavier  y  le  llamó  en  su  ayuda.  Luego  le  vino  al  pensa- 
miento sacar  con  unas  grandes  calabazas  que  estaban  á  la  mano  todas 
las  bebidas  que  pudo  de  las  tinajas  prevenidas  para  el  convite,  y  echar 
sin  cesar  chicha  y  más  chicha  donde  más  ardía  la  casa.  A  este  tiempo 
salió  de  la  suya  el  misionero  á  las  voces,  ¡fuego!,  ¡fuego!,  y  halló  que  ya 
estaba  apagado,  con  solo  la  quema  del  ala  del  tejado.  Causóle  el  suceso 
grande  maravilla,  sabiendo  muy  bien  cuan  difícil  es  apagar  los  incen- 
dios en  las  casas  de  indios,  que  están  dispuestas  como  la  misma  yesca. 
Dio  muchas  gracias  al  Señor  por  haberlos  librado  de  peligro  tan  inmi- 
nente, y  agradeció  al  mocito  la  devoción  que  había  mostrado  y  la  buena 
maña  que  se  había  dado  para  cortar  el  incendio.  En  este  caso,  les  conce- 
dió también  San  Xavier  á  los  indios  otro  bien  espiritual,  porque  consumi- 
dos los  tinajones  de  chicha  impidió  las  borracheras,  y  los  indios  se  retira- 
ron temprano  á  dormir  sin  quejarse  de  la  falta  de  bebidas  que  había  sido 
tan  bien  empleada. 

Los  casos  que  acabamos  de  contar  llenaron  de  consuelo  al  misionero, 
porque  conoció  ser  todos  enderezados  al  bien  espiritual  de  los  indios; 
pero  lo  que  voy  á  referir  le  dejaron  atónito  y  espantado  de  los  juicios  de 
Dios  y  de  su  terrible  justicia.  Este  es  el  estilo  regular  del  Señor:  dar  fre- 
cuentemente á  sus  siervos  dos  géneros  de  lecciones;  una  que  les  lleva  al 
amor  de  su  bondad,  y  otra  con  que  los  encamina  al  temor  de  sus  juicios; 
con  aquéllos  los  levanta  á  la  confianza  en  S.  M.,  y  con  ésta  los  confirma 
en  la  desconfianza  propia.  Mataron  los  indios  de  San  Joaquín  un  cule- 
brón disforme  de  ocho  á  diez  varas  de  largo  y  tan  grueso  como  el  cuerpo 
de  un  hombre,  y  con  sogas  lo  llevaron  con  mucha  algazara  á  casa  del 
gobernador.  Todos  estaban  alrededor  del  monstruo  admirados  de  su 
grandeza,  y  entre  ellos  el  misionero,  cuando  un  mestizo  llamado  José 
Viter  le  dijo  á  la  oreja:  «Ya  verás,  padre,  cómo  viene  luego  una  gran 
tempestad.»— «¿Tú  también,  le  dijo  el  padre,  crees  en  supersticiones?» 
—«No  creo  en  abusos,  respondió  el  mestizo,  que  era  muy  buen  cristiano, 
pero  ello  así  sucede.  Otra  vez  que  en  los  Xeveros  mataron  otra  fiera 
semejante,  lo  experimentamos,  y  observé  que  una  niña  que  la  tocó  cayó 
luego  enferma.»  Rióse  el  padre  á  esta  simpleza,  y  el  gobernador,  co- 
giendo por  la  mano  á  una  niña  de  seis  años,  hija  del  mismo  Viter,  hizo 
que  tocase  y  manosease  muy  bien  el  culebrón  para  que  se  desengañase 
la  gente  viendo  que  nada  sucedía.   ¡Juicios  de  Dios!  Fué  la  muerte  del 


538  Misiones  del  Marañón  Español 

culebrón  á  la  una  de  la  tarde  en  día  sereno  y  cielo  raso,  y  antes  de  las 
dos  ya  estaba  entoldado  el  cielo,  con  un  viento  terrible  que  se  levantó  y 
formándose  unas  nubes  negras  que  causaban  espanto ,  comenzó  una  ho- 
rrorosa tempestad  de  truenos,  relámpagos  y  lluvia  tan  grande  que,  á  lo 
que  dice  el  misionero,  fué  una  de  las  mayores  que  había  visto  en  aque- 
llas tierras,  tan  expuestas  á  tempestades.  No  paró  en  esto  la  admiración, 
de  los  cristianos.  La  niña  que  había  manoseado  la  culebra  enfermó  en 
breve  y  se  la  estuvo  curando  por  un  mes  entero.  Quedó  confuso  y  aturdi- 
do el  misionero;  y  cosido  con  la  tierra,  adoró  profundamente  los  Juicios 
del  Señor,  que  permitió  al  demonio  estas  cosas  con  que  mantenía  sus 
supersticiones,  cuando  á  nuestro  modo  de  entender  parecía  que  debía 
acortarle  la  mano. 

No  quedó  menos  espantado  de  otro  terrible  suceso  que ,  si  llenó  de 
c;onsternación  á  los  Omaguas,  á  su  misionero  le  quedó  tan  impreso  que 
con  sólo  venirle  á  la  memoria  se  estremecía.  Vivía  en  Omaguas  un  indio 
llamado  Juanico,  indio  principal  é  hijo  de  un  cacique,  el  cual  hacía  de 
sacristán  y  cuidaba  de  la  iglesia:  trataba  mal  á  su  mujer  y  la  aporrea- 
ba. Muerta  ésta,  y  siendo  viudo,  desfogaba  su  mal  apetito,  aunque  lo 
procuraba  ocultar.  Por  más  medios  que  el  padre  puso  para  corregirle 
nada  pudo  conseguir,  porque  ni  oía  consejos  ni  escarmentaba  con  casti- 
gos. Sólo  se  esperaba  la  venida  del  superior  para  apartarle  del  pueblo, 
que  era  el  único  remedio,  cuando  los  de  la  justicia  le  llevaron  una  noche 
al  misionero,  después  de  haberle  cogido  en  la  ocasión  misma  con  una 
mujer  casada,  á  quien  había  engañado.  Fué  puesto  en  el  cepo  con  otros 
que  había  en  él  por  delitos  más  ligeros.  Al  día  siguiente  se  dio  libertad, 
por  súplicas  de  los  alcaldes,  á  cuantos  había  en  la  cárcel,  pero  encargó 
el  padre  que  no  se  soltase  á  Juanico  por  ser  más  grave  su  culpa  y  ser 
necesario  dar  alguna  satisfacción  al  marido  de  la  mujer  engañada.  El 
mismo  misionero,  conociendo  la  delicadeza  del  preso,  tuvo  cuidado  de 
que  se  le  diese  de  comer  y  beber  por  aquel  día,  y  á  la  noche  le  soltó, 
aconsejándole  lo  que  le  convenía  y  poniéndole  delante  la  ofensa  de  Dios 
y  el  infierno  en  que  iba  á  caer  si  no  se  enmendaba.  Pero  que  Dios  era 
bueno  y  le  perdonaba  si  le  pedía  perdón  de  lo  pasado  y  se  resolvía  á  la 
enmienda.  Que  haciendo  esto  él  le  buscaría  casamiento  conforme  á  su 
nobleza  y  viviría  en  paz  con  todos. 

Mostró  Juanico  agradecimiento  al  padre,  y  propuso  de  enmendarse; 
pero  en  toda  la  semana  no  parecía  en  la  iglesia,  y  aunque  lo  notaba  el 
misionero,  disimulaba  hasta  esperar  coyuntura.  Finalmente,  llegado  el 
domingo,  oyó  grandes  lamentos  de  su  madre  y  de  un  hermano  menor 
que,  preguntados  de  la  causa  de  sus  lloros,  respondieron:  «Padre,  cuatro 
días  ha  que  Juanico  faltaba  del  pueblo,  fuese  al  monte,  y  armando  una 
trampa,  se  ha  muerto  á  sí  mismo.  Hoy  por  la  mañana  le  hemos  encontra- 
do bien  dentro  del  monte  tendido  boca  arriba  con  dos  grandes  palos  de 
árboles  atravesados,  no  sólo  muerto,  sino  comido  casi  todo  de  cuervos. 
¡Ay  padre,  por  qué  no  te  oiría!  El  era  malo  y  de  mí  no  hacía  caso,  decía 


Libro  X.— Capítulo  XVI  539 

la  pobre  madre.»  Quedó  absorto  el  misionero  á  esta  relación;  mas  disimu- 
lando cuanto  pudo,  consoló  á  la  madre  y  hermano  diciéndoles  que  Dios 
era  justo  y  castigaba  á  los  pecadores,  pero  que  confiaba  en  S.  M.,  que 
hecho  ya  el  disparate,  tendría  todavía  tiempo  y  haría  actos  de  contri- 
ción porque  estaba  bien  instruido,  y  estando  inmoble  bajo  los  dos  pesados 
garrotes  que  se  dejó  caer  encima,  clamaría  á  Dios  y  él  le  ayudaría.  En 
realidad,  había  servido  muy  bien  á  la  iglesia  en  el  oficio  de  sacristán  y 
había  dado  señales  de  devoción  á  la  Virgen.  Era  pronto  al  rosario,  á  la 
Misa  y  á  la  doctrina,  y  los  disparates  que  hacía  sólo  se  notaron  en  él 
cuando  excedía  en  la  bebida.  Con  estas  razones  tiró  el  misionero  á  sua- 
vizar el  dolor  de  los  suyos.  Pero  el  pueblo  todo  quedó  asombrado  de 
este  terrible  castigo,  y  yendo  muchísimos  á  ver  por  sí  mismos  el  cadáver 
comido  de  los  cuervos,  volvían  aturdidos  de  haber  visto  el  cuerpo  de  uno 
que  tenían  por  condenado.  No  es  creíble  cuánto  sirvió  este  castigo  visible 
de  la  justicia  divina  para  la  reforma  de  las  costumbres  y  aun  para  evi- 
tar faltas  ligeras  así  en  los  mozos  y  mozas  como  en  los  viudos  y  viudas, 
á  que  ayudó  mucho  perpetuarse  la  memoria  del  caso  en  los  espantosos 
gritos  que  se  oían  por  aquella  parte  del  monte  donde  había  sucedido  el 
caso  lastimoso.  , 

No  pararon  en  esto  los  terrores  de  tan  desastrada  muerte,  porque  pa- 
sando el  misionero  de  allí  á  pocos  meses,  como  veremos,  á  Santa  Bárbara, 
la  reducción  de  Iquitos  tuvo  el  mayor  espanto  que  decir  se  puede  y  de 
que  no  hay  muchos  ejemplares  en  la  Historia.  Apenas  llegó  el  P.  Üriarte 
á  dicha  reducción,  comenzó  á  oír  por  las  noches,  ya  muy  tarde,  unos  ex- 
traordinarios golpes  como  de  hacha,  que  derribaba  árboles  en  frente  de 
su  casa.  Era  esto  de  manera  que  aun  en  noches  de  tempestades  y  lluvias 
desechas  se  sobreponía  á  todo  el  ruido  el  estruendo  de  los  golpes.  Regis- 
traba por  la  mañana  el  sitio  donde  sentía  el  estrépito  de  los  golpes,  y  no 
hallaba  cosa  cortada  ni  aun  siquiera  huella  de  gente.  Duró  la  molestia 
dos  meses  sin  saber  á  qué  atribuir  semejantes  golpes,  y  preguntando  á 
los  principales  de  este  pueblo,  si  sentían  por  las  noches  algún  estruendo 
y  quién  hacía  tanto  ruido,  respondieron:  «Padre,  ese  es  el  diablo,  y  antes 
que  vinieses  al  pueblo,  hacía  este  mismo  ruido  en  este  lado  del  pueblo,  y 
nos  tenia  espantados;  pero  ahora  que  tú  estás  aquí  no  tememos,  porque 
aunque  prosigue  el  estruendo  en  frente  de  tu  casa,  pero  no  pasa  de  esta 
banda  del  río.»  Desde  entonces  comenzó  á  conjurar  el  padre  cuando  oía 
los  golpes  y  solían  cesar.  Otras  veces  pasaban  de  repente  de  un  sitio  á 
otro  muy  distante,  y  á  las  veces  oyéndose  en  lo  interior  del  monte,  con 
sólo  hacer  cruces  el  misionero  cesaban. 

Finalmente,  una  noche  lóbrega  como  á  eso  de  las  once,  estando  el  pa- 
dre sentado  en  su  mesa  junto  á  la  ventana  que  tenía  un  lienzo  tupido  de 
algodón,  después  que  al  hacer  la  cruz  y  haber  conjurado  habían  pasado 
los  golpes,  oyó  distintamente  que  le  hablaban  detrás  de  la  ventana,  mas 
como  entre  clientes  y  en  lengua  Yamea.  Estaba  la  ventana  levantada  del 
suelo  tres  brazas  y  cercada  por  la  parte  de  afuera  de  manera  que  nin- 


540  Misiones  del  Marañón  Español 

guno  se  podía  arrimar  á  ella;  con  todo  eso,  estando  cierto  que  lehablaban, 
erizados  los  pelos  de  espanto,  hizo  la  señal  de  la  cruz  y  preguntó:  «¿Qué 
quieres?  ¿Quién  eres?»  Sólo  percibió  entre  dientes:  «Estoy  en  el  fuego  del 
diablo.»  Hizo  otra  vez,  al  oir  estas  palabras,  la  señal  de  la  cruz  y  dicien- 
do: "fugue  partes  adversae^',  se  retiró  á  la  alcoba  del  aposento,  que  estaba 
al  lado  contrario.  Comenzó  á  quitarse  los  zapatos  sin  apagar  la  luz  y  oye 
que  debajo  del  pavimento  de  la  alcoba  le  dicen  lo  mismo  que  le  habían 
dicho  del  otro  lado  de  la  ventana:  «Nada  quiero,  estoy  en  el  fuego  del 
diablo»,  pero  entre  dientes,  aunque  por  los  finales  de  la  lengua  YsCmea,: 
lára,  aule,  rabeba,  entendió  la  cláusula  toda.  Aquí  se  acordó  de  Juanico  el 
sacristán  de  Omagua  que  se  había  muerto  á  sí  mismo  malamente,  y  la  len- 
gua, voz  y  tartamudeo  le  pareció  del  mismo  porque  era  algo  impedido  de 
lengua.  Entonces,  asombrado  el  padre,  volvió  á  hacer  tres  cruces  invo  - 
cando  á  la  Scintísima  Trinidad,  y  le  dijo  con  resolución:  «Si  tú  eres  y  no 
te  puedo  ayudar,  vete  de  aquí,  y  te  lo  mando  en  nombre  de  mi  Padre 
San  Ignacio.»  Y  encomendándose  á  Dios  apagó  la  luz  y  durmió  sin  sentir 
jamás  nada  desde  entonces. 

Con  ser  este  caso,  al  parecer,  tan  decisivo  de  la  mala  suerte  del  sa- 
Kíristán  suicida,  con  todo  eso  el  misionero,  inclinado  siempre  á  la  piedad, 
añade  á  la  relación:  «Advierto  que  quizá  yo  con  el  susto  y  turbación  no 
oía  bien  lo  que  me  decía  el  aparecido  y  acaso  me  quiso  avisar  que  estaba 
en  el  purgatorio,  y  reflexionando  después  á  esta  mi  turbación,  le  enco- 
mendé y  lo  encomiendo  á  Dios  debajo  de  condición.»  Tan  altamente  sien- 
ten los  siervos  de  Dios  de  la  divina  misericordia  y  tanto  tardan  en  per- 
suadirse á  que  sea  condenada  en  particular  ésta  ó  la  otra  alma  redimida 
por  la  sangre  de  Jesucristo. 


CAPITULO  XVII 

VUELVE   URIARTE   Á   LA   MISIÓN   DEL  NANAI 

Antes  de  concluirse  el  año  de  1763,  llegó  á  la  misión  un  despacho  ex- 
traordinario en  que  venía  señalado  por  superior  de  los  misioneros  el  pa- 
dre Ignacio  Veigel,  varón  docto  y  sobremanera  celoso  de  la  salud  de  los 
indios  de  la  misión  baja  en  que  había  trabajado  por  varios  años.  Sabía 
por  experiencia  las  muchas  fatigas  y  sudores- de  los  padres  en  aquellas 
tierras  poco  sanas,  y  por  el  consiguiente  la  mudanza  necesaria  de  suje- 
tos que  no  pudiendo  perseverar  por  mucho  tiempo  ni  en  el  Ñapo  ni  en  el 
Nanai,  se  habían  visto  precisados  á  pasar  á  otras  tierras.  Por  otra  parte 
le  tiraba  mucho  la  conversión  entera  de  los  Iquitos,  nación  numerosa  y 
que  había  dado  buenas  muestras  de  constancia  no  sólo  en  el  tiempo  del 
P.  Manuel  Uriarte,  retirado  siete  años  antes  por  la  enfermedad,  al 
parecer  incurable,  sino  también  con  los  otros  misioneros  que  le  habían 
sucedido.  Pero  éstos  habían  tenido  la  misma  suerte  que  el  P.  Uriarte, 


Libro  X.— Capítulo  XVII  541 

porque  el  P.  Luis  Veroqui  enfermó  después  de  haber  trabajado  con 
singular  aplicación  en  Santa  Bárbara,  tan  gravemente,  que  sus  mismos 
neófitos,  viéndole  sin  compañía  y  sm  socorro  humano,  le  metieron  mori- 
bundo sin  habla  y  sin  sentido  con  sola  la  señal  de  vida  que  daba  la  res- 
piración, en  una  canoilla  y  con  grandísimo  tiento  y  cuidado  le  llevaron  á 
San  Ignacio  de  Pevas.  Aquí  entregaron  fielmente  al  P.  Vahamonde 
todas  las  cosas  que  pertenecían  al  enfermo,  sin  tomar  nada  para  sí.  No 
lo  pasó  mejor  el  P.  Martín  Sveina,  sucesor  de  Veroqui,  á  quien  por  pos- 
trado y  lleno  de  accidentes  retiraron  del  Nanai  con  el  conocimiento,  á  su 
parecer  cierto,  que  duraría  poco  en  tan  peligroso  temple. 

Todo  el  río  Nanai  estaba  á  cargo  del  hermano  Pedro  Choneman,  que 
era  á  la  sazón  el  único  misionero  de  los  Iquitos,  inconveniente  que  se 
pudiera  disimular  si  fuese  sacerdote:  tal  era  su  celo,  prudencia  y  madu- 
rez. Pero  era  indispensable  señalar  un  padre  para  la  administración  de 
sacramentos,  y  no  era  fácil  encontrar  uno  que  fuese  robusto,  animoso  y 
de  experiencia  como  lo  pedían  aquellas  tierras  y  como  se  requiere  en 
pueblo  nuevo,  que  como  de  día  en  día  se  va  aumentando,  así  también  se 
van  disminuyendo  por  causas  ligeras.  Pensaba  mucho  sobre  esto  el  supe- 
rior Veigel  y  no  hallaba  expediente  para  salir  del  apuro,  hasta  que  tra- 
tando una  vez  con  mucha  confianza  sobre  el  asunto  con  el  P.  Manuel 
Uriarte,  éste,  con  generosa  resolución,  se  ofreció  á  la  empresa,  diciéndo- 
le:  Ya  sabe  V.  R.  mis  repetidas  representaciones  para  dejar  esta  sombra 
de  superiorato,  en  que  no  estoy  bien  hallado,  no  porque  quiera  huir  la 
carga,  que  alguna  nos  ha  de  seguir  en  todas  partes,  sino  porque  siempre 
he  suspirado  por  gente  nueva,  y  á  su  reducción  me  llama  el  cielo  y  aun 
me  tira  la  inclinación.  No  puedo  negar  que  me  hallo  algo  enfermizo  y 
cargado  de  nemas,  pero  con  la  obediencia  nada  temo  y  nada  me  acobar- 
da. Confío  en  Su  Majestad  que,  enviado  por  mi  superior  al  Nanai,  me 
dará  fuerzas  para  cumplir  con  mi  ministerio.  Y  así,  Padre  mío,  ecce  ego 
mitte  me  al  Nanai,  que  no  habrá  para  mí  cosa  más  gustosa  que  partirme  á 
la  misión  de  los  Iquitos  con  la  bendición  de  V.  R.  Con  una  oferta  tan  ge- 
nerosa respiró  el  superior  y  calmaron  sus  temores  sobre  aquella  parte 
de  la  misión.  Dio  su  licencia  al  P.  Uriarte  para  que  pasase  al  Nanai,  y 
éste  se  previno  prontamente  para  el  viaje  porque  el  mismo  hermano  cla- 
maba en  sus  cartas  por  compañero  diciendo  que  mientras  iba  al  pueblo 
de  Santa  Bárbara  se  huían  muchos  Iquitos  de  San  Joaquín,  y  mientras 
visitaba  á  los  de  San  Joaquín  se  le  escapaban  varios  de  Santa  Bárbara. 
Muchos  indios  de  San  Joaquín  se  ofrecieron  á  seguir  á  su  misionero  que, 
haciéndose  cargo  de  lo  destemplado  del  país,  sólo  admitió  dos  mocitos; 
uno  que  había  comenzado  con  el  padre  á  leer  y  quería  perfeccionarse  en 
este  ejercicio,  y  el  otro  más  grandecito  y  huérfano  que,  como  mestizo,  era 
de  mayor  capacidad,  porque  sabía  escribir,  tocaba  decentemente  el  vio- 
lín,  entendía  de  pintura,  oficiaba  muy  bien  la  Misa  y  había  aprendido 
otras  habilidades  de  las  que  se  desean  mucho  en  misiones  nuevas.  Salió 
el  misionero  con  esta  pequeña  compañía  entrado  ya  el  año  64,  y  después 


542  Misiones  del  Marañón  Español 

de  muchos  trabajos  y  días  de  navegación  por  el  Marañón  y  Nanai,  toma- 
ron los  bogas  la  embocadura  del  río  Blanco,  donde  pudieron  saltar  á  tie- 
rra y  dormir  en  ella,  habiendo  dormido  hasta  entonces  en  la  canoa  por 
estar  anegadas  todas  las  playas. 

Con  el  aviso  que  desde  aquí  tuvieron  los  Iquitos  de  su  antiguo  misio- 
nero, venían  á  bandadas  por  el  río,  unos  en  caonillas,  otros  nadando, 
como  si  fueran  peces  nacidos  en  el  agua,  todos  gritando,  ó  silbando  de 
alegría  y  contento  por  ver  á  su  padre  y  saber  que  venia  á  vivir  entre 
ellos.  Hízoles  señal  el  misionero  que  no  se  detuviesen  y  caminasen  con 
él  río  arriba  hasta  el  pueblo  de  Santa  María.  Hiciéronlo  con  toda  celeri- 
dad, y  caminaban  en  seguimiento  de  la  canoa,  dando  de  su  chicha  á  los 
bogas,  porque  les  traían  á  su  padre,  que  les  había  sacado  de  los  montes 
y  enseñado  la  doctrina  cristiana.  Al  verse  ya  las  casas  de  la  reducción, 
empezaron  los  Iquitos  que  venían  por  el  río  á  pintarse  las  caras  con 
achiote,  y  á  formar  sus  bigoteras  á  que  correspondía  la  gente  del  pueblo 
que  estaba  ya  en  el  puerto,  con  gritería,  celebridad  y  algazara.  No  bien 
amarrada  la  canoa,  se  metió  en  el  agua  un  número  grande  de  indios, 
queriendo  todos  á  porfía  sacar  á  tierra  á  su  misionero.  Fueron  preferidos 
á  este  obsequio  que  tantos  pretendían,  el  cacique  y  otro  indio  principal, 
que  haciendo  arco  con  los  brazos,  donde  se  sentó  el  padre,  y  asidos  de 
los  dedos  de  las  manos  por  debajo  del  pecho,  le  sacaron  con  grande  ex- 
pedición sin  querer  soltarle,  por  más  que  les  decía  basta,  hasta  meterle 
en  el  pueblo.  El  buen  hermano  Pedro  le  recibió  con  su  cruz  en  la  mano, 
y  con  lágrimas  en  los  ojos  dióle  un  estrecho  abrazo,  y  rebosaba  de  con- 
suelo como  si  viese  un  ángel  del  cielo.  Cargó  tanta  gente  sobre  el  padre, 
así  de  hombres  como  de  mujeres,  de  niños  y  de  niñas,  suspirando  todos 
por  besarle  la  mano,  que  le  fué  preciso  tener  los  brazos  extendidos  por 
mucho  tiempo,  para  que  todos  lograsen  su  piadoso  deseo.  Finalmente, 
abriendo  camino  los  fiscales,  entraron  el  padre  y  el  hermano  seguidos  de 
la  gente  en  la  iglesia,  y  hecha  oración  se  cantó  en  acción  de  gracias  el 
Alabado. 

No  se  puede  explicar  el  consuelo  que  sentía  en  su  corazón  el  misio- 
nero con  aquellos  pobres.  Unos  le  decían:  ¿Por  qué  nos  has  dejado  por 
tanto  tiempo?  Tú  nos  sacastes  del  monte  y  no  nos  hemos  huido.  Ha- 
blaban otros  á  su  hermano  Pedro,  y  le  decían:  Buen  hermano  Pedro, 
y  lo  que  nos  quiere.  Es  un  santo  Padre,  dile  tú  que  no  se  vaya  de 
aquí  jamás,  y  quédate  tú  con  él,  que  tenemos  buenos  plantíos.  No  pon- 
deraban nada  los  indios  en  lo  que  decían  del  hermano  Choneman,  que 
había  trabajado  con  ellos  con  grande  empeño  por  seis  años  enteros, 
adelantándolos  así  en  lo  espiritual  como  en  lo  temporal,  porque  para 
una  y  otra  cosa  le  había  prevenido  el  cielo  con  singulares  gracias.  Con 
su  grande  ejemplo  y  porte  religioso,  tenía  edificados  á  todos  los  indios, 
que  le  miraban  como  á  un  santo.  Guardaba  una  modestia  tan  particu- 
lar, que  siempre  llevaba  los  ojos  clavados  en  el  suelo,  y  sólo  les  ha- 
blaba para  el  bien  de  las  almas  ó  de  los  cuerpos.  Cuidaba  con  sigular 


Libro  X.— Capítulo  XVII  543 

tíariño  de  los  enfermos  como  si  fuera  una  madre,  y  comiendo  él  pobrisi- 
mamente,  les  regalaba,  dándoles  cuanto  tenía.  Era  hombre  de  continua 
oración  y  presencia  de  Dios;  penitente,  humilde  é  inocente.  De  esta  ma- 
nera, con  su  grande  caridad,  llegó  á  desbastar  aquellos  brutos,  y  los  ins- 
truyó en  la  doctrina  de  tal  suerte,  que  bien  podían  los  padres  bautizar 
con  toda  satisfacción  á  los  adultos.  Los  niños  y  niñas,  como  más  asisten- 
tes al  catecismo,  estaban  aún  más  corrientes  en  la  doctrina.  Tenía  tal 
recato  con  las  mujeres,  que  nunca  las  instruía  aunque  fuesen  niñas,  sino 
en  presencia  de  muchos,  ni  permitía  que  entrase  ninguna  en  su  aposen- 
to, aun  acompañada  de  su  marido.  Celaba  con  prudencia  y  con  mucha 
paciencia  los  desórdenes  que  en  gente  nueva  suelen  ser  bien  frecuentes, 
y  se  metía  por  medio  en  sus  riñas  y  bebidas,  y  á  costa  de  descortesías  y 
aun  golpes  que  le  daban  á  las  veces,  conseguía  el  componerlos  y  sose- 
garlos. Hacía  continuos  viajes  por  montes  y  ríos  en  busca  de  los  que  se 
escapaban,  y  con  ruegos,  donecillos  y  cariños,  les  volvía  al  pueblo.  Y 
con  tener  una  llaga  en  una  pierna,  andaba,  corría  y  trepaba  con  gran 
dolor  y  paciencia,  ofreciendo  todos  sus  pasos  á  Jesús  paciente,  y  á  su 
Madre  Santísima. 

Desampararon  los  indios  el  primer  sitio  que  habían  escogido  y  eligie- 
ron otro  que  les  parecía  más  cómodo.  Siguióles  el  hermano  y  les  enseñó 
á  que  se  aprovechasen  de  los  materiales  de  las  casas  y  de  la  iglesia  y  á 
que  conservasen  las  primeras  heredades  que,  aunque  estaban  á  la  otra 
banda  del  río,  podrían  servir  para  el  nuevo  pueblo.  Hizo  con  grande  in- 
genio y  exquisito  arte  la  casa  del  misionero,  con  tan  buen  encaje  y 
ajuste  de  las  maderas,  que  ni  el  sol,  ni  las  culebrillas,  ni  las  sabandijas 
más  pequeñas  podían  pasar  por  las  junturas.  El  conservatorio  de  las  ni- 
ñas estaba  bien  distribuido,  y  sólidamente  labrado  y  fabricado.  Se  había 
esmerado,  sobre  todo,  en  la  fábrica  de  la  iglesia  capaz  para  tanta  gente, 
con  buenas  ventanas  y  luces  y  pórtico  proporcionado  y  sacristía  á  mano. 
Adornóla  con  un  retablo  vistoso  de  cedro  hermosamente  acepillado,  con 
un  remate  airoso  y  con  unas  pirámides  de  gusto  que  caían  sobre  dos  puer-. 
tas  uniformes  que  guiaban  á  la  sacristía.  En  él  tenía  colocadas  varias 
pinturas  harto  buenas  que  le  habían  enviado  los  devotos.  En  fin,  no  había 
omitido  nada  de  cuanto  le  pareció  conveniente  para  el  buen  estableci- 
miento y  policía  de  su  pueblo,  con  el  designio  de  aficionar  á  los  indios  á 
vivir  juntos  en  poblado  con  abundancia  de  víveres,  y  de  que  se  olvidasen 
de  los  montes  en  donde  no  tenían  estas  ventajas. 

Como  instaba  el  tiempo  y  debía  pasar  el  P.  Uriarte  á  la  reducción  de 
Santa  Bárbara,  que  dos  meses  había  que  estaba  sin  misionero,  previno  el 
hermano  todos  los  niños  que  debían  recibir  el  Santo  Bautismo,  los  cuales 
eran  unos  40,  parte  de  ellos  nacidos  en  el  pueblo  y  parte  traídos  del  mon- 
te. Dicha  la  Misa,  en  que  comulgó  el  hermano,  se  les  administró  el  Santo 
Sacramento,  siendo  padrinos  los  mocitos  que  acompañaban  al  P.  Uriarte. 
Pero  era  de  ver  la  bulla  y  la  inquietud  de  las  madres  cuando  se  les  ponía 
á  los  niños  la  sal  en  la  boca,  pues  por  más  que  se  les  había  explicado  el 


644  Misiones  del  Marañon  Español 

misterio  de  aquella  ceremonia,  no  cesaban  de  soplar  y  de  hacer  todas  las 
diligencias  posibles  para  limpiar  la  sal,  Al  fin  se  sosegaron  y  se  acabó  la 
función  poniendo  á  cada  bautizado  su  sarta  de  chaquiras  con  su  cruz  de 
estaño  y  dando  camisitas  de  lienzo  á  los  que  no  las  tenían. 

Al  día  siguiente  salió  el  misionero  para  Santa  Bárbara  á  donde  llegó 
en  día  y  medio,  y  fué  recibido  con  mucha  alegría  de  sus  antiguos  hijos  en 
la  misma  forma  y  aun  con  mayor  algazara  que  en  Santa  María.  Admirá- 
banse los  pobres  indios  de  que  hubiese  querido  volver  á  su  pueblo,  des- 
pués de  haber  salido  de  él  ocho  años  antes  moribundo  y  no  habiendo  po- 
dido parar  con  ellos  los  demás  padres  por  lo  poco  saludable  del  terreno. 
Decíales  el  padre:  «Dios  me  ha  guardado  la  vida  para  ayudaros  y  por  mí 
no  os  dejaré  jamás.»  Nosotros  te  queremos,  respondieron  ellos,  y  no  somos 
infieles  como  los  de  Santa  María.  Desde  que  te  fuiste,  se  han  muerto  mu- 
chos y  no  por  eso  hemos  huido,  queremos  estar  contigo  para  ir  al  cielo. 
Aquí  has  de  estar  con  nosotros  hasta  muy  viejo.  Con  esta  ocasión  el  mi- 
sionero al  dar  razón  de  su  venida,  en  una  tierna  plática  insistió  mucho, 
porque  esto  les  hacía  mucha  fuerza,  en  que  los  brujos  y  los  malos  iban  á 
quemarse  allá  abajo  con  el  diablo  sin  fin,  y  los  buenos  cristianos,  en  mu- 
riendo, iban  á  gozar  para  siempre  de  Dios  en  el  cielo. 

Desde  luego  se  aplicó  el  P.  Uriarte  á  perfeccionar  lo  que  los  Padres 
Veroqui  y  Sveina  habían  establecido,  entablado  y  promovido,  y  como  los 
Iquitos  habían  cobrado  amor  á  estos  misioneros  por  el  cariño,  blandura 
y  liberalidad  que  habían  experimentado  en  ellos,  mostraban  docilidad  y 
prontitud  á  todo.  Aseóse  la  iglesia,  limpióse  el  pueblo,  se  entabló  cons- 
tantemente el  catecismo  y  se  dio  orden  á  todas  las  prácticas  y  distribu- 
ciones de  un  pueblo  arreglado.  No  sólo  bautizó  á  los  niños,  sino  que  dio 
la  confirmación  por  facultad  que  tenía  á  varios  bautizados  que  estaban 
á  peligro  de  muerte.  A  poco  más  de  un  mes  de  la  despedida,  subió  el  her- 
mano Pedro  á  Santa  Bárbara,  y  conferenciando  con  el  padre  sobre  la 
lengua  de  los  Iquitos,  empezaron  la  grande  obra  de  corregir  el  catecismo 
•en  que  había  algunas  cosas  que  enmendar,  añadir,  quitar  y  declarar. 
Porque,  aunque  se  había  traducido  de  la  lengua  Inga  y  por  medio  de  un 
buen  intérprete,  y  los  misioneros  anteriores  habían  trabajado  muy  bien 
en  limarle  y  pulirle  y  a  justarle,  todavía  el  hermano  Pedro,  como  más 
práctico  de  la  lengua  en  que  había  formado  su  vocabulario,  descubría 
cosas  que  se  debían  corregir.  Tres  años  enteros  emplearon  en  el  penoso 
ejercicio  de  perfeccionarse  bien  en  la  lengua  para  la  corrección,  y  cada 
día  encontraban  nuevas  dificultades,  como  le  sucedió  á  San  Xavier,  ya 
en  el  ex  María  Virgine,  ya  en  el  mortuus,  porque  la  única  palabra  de  la 
lengua  significa  que  no  se  casó  la  Virgen,  y  la  otra  significa  muerte  con- 
tra voluntad,  Al  fin  todo  se  fué  enmendando,  declarando  y  ajustando. 


Libro  X.— Capítulo  XVIII  645 

CAPITULO  XVIII 

AUMÉNTANSE   DE   IQUITOS   LOS    PUEBLOS   DEL   NANAI 

Muy  contentos  los  misioneros  de  Nanai  con  las  reclutas  de  Iquitos  que 
se  iban  agregando  á  los  pueblos,  pensaban  reducir  á  la  nación  entera,  y 
se  animaban  mutuamente  á  la  ejecución  del  proyecto,  porque  los  genti- 
les recientemente  venidos  á  las  reducciones  son  como  las  olas  del  mar, 
que  mientras  tienen  parientes  y  conocidos  en  los  montes,  ya  van,  ya  vie- 
nen y  están  en  agitación  continua  si  no  se  les  quita  el  atractivo.  Pero  en 
estas  sus  esperanzas  tuvieron  desde  los  principios  sus  sinsabores,  que  no 
les  faltaron  después  en  la  prosecución  de  su  intento.  Venía  bien  cargada 
de  socorros  para  el  Nanai  una  buena  canoa  enviada  desde  San  Regis  por 
el  P.  Veroqui,  y  el  P.  Uriarte  la  esperaba  con  ansia  para  empezar  sus 
entradas  á  los  montes  en  busca  de  indios  Iquitos  y  traerlos  con  el  cebo 
de  los  regalos  y  donecillos,  que  son  el  atractivo  de  los  indios  gentiles.  Mas 
el  mozo  que  la  traía,  dejándola  mal  atada  en  un  puerto  donde  era  más 
rápida  la  corriente  del  Marañón,  la  dejó  perder  antes  de  entrar  en  el  río 
Nanai,  y  con  ella  toda  la  carga,  que  se  había  recogido  con  mucho  gasto. 
Traía  dos  rollos  de  lana  de  200  varas  cada  uno,  grande  cantidad  de  lien- 
zo, mucho  tabaco,  cuchillos,  anzuelos,  agujas  y  otras  cosillas  necesarias 
para  acariciar  á  la  gente  nueva  y  sacar  á  los  indios  á  poblado.  Bebieron 
este  trago  los  misioneros,  que  les  fué  bien  amargo,  porque  tenían  bastan- 
te gente  necesitada  de  vestido,  especialmente  en  Santa  María,  adonde 
de  una  vez  sola  se  habían  agregado  150  Iquitos  casi  desnudos  y  necesita- 
dos de  todo  socorro. 

Peores  efectos  se  pudieron  temer  de  otro  lance  bien  desabrido  que  les 
sucedió  inmediatamente.  Salió  el  P.  Uriarte,  llamado  á  las  consultas,  al 
pueblo  de  San  Joaquín,  sin  haber  acaecido  en  el  viaje  otra  cosa  particu- 
lar que  la  pérdida  del  Santo  Cristo,  de  cuyo  singular  hallazgo  haremos 
mención  á  su  tiempo.  Mas  á  la  vuelta  de  su  navegación  le  recibió  con  an- 
sias el  hermano  Pedro,  contándole  los  trabajos  y  peligros  en  que  se  había 
visto  en  el  corto  tiempo  de  su  ausencia.  Porque  se  le  habían  escapado 
varios,  y  entre  ellos  el  intérprete  mismo,  llamado  Tomás,  el  cual  había 
salido  travieso  y  de  mal  natural.  Avisó  éste  á  los  infieles  del  río  Blanco 
que  no  estaba  en  Santa  Bárbara  su  misionero,  y  que  era  ésta  muy  buena 
ocasión  de  dar  un  asalto  á  su  casa  por  la  noche  y  de  robar  á  escondidas 
cuanto  pudiesen.  Bajaron  luego  armados  de  sus  lanzas,  y  guiados  del 
perverso  intérprete,  aunque  no  con  tanta  cautela  y  silencio  que  no  los 
sintiesen  dos  mozos  que  había  dejado  el  padre  en  guarda  de  su  casa.  Uno 
de  ellos,  poseído  del  miedo,  se  huyó  en  una  canoita  y  se  escondió  en  unos 
platanares;  el  otro,  de  más  ánimo,  corazón  y  prudencia,  asegurando 
cuanto  pudo  las  puertas  de  la  casa,  se  metió  en  otra  vecina  de  un  alcalde 

35 


546  MiisiONES  DEL  MarañÓn  Español 

para  observar  mejor  á  los  ladrones  y  echarse  sobre  ellos  con  los  indios 
que  pensaba  recoger. 

Llegando  los  infieles  á  la  casa  del  misionero,  lograron  romper  las 
puertas  y  entraron  dentro  al  pillaje  de  cuanto  pensaban  hallar  en  ella, 
cuando  el  mozo,  con  el  alcalde  y  varios  Iquitos  animosos ,  acudieron  de 
tropel  á  la  defensa.  Los  gentiles ,  creyendo  que  venia  sobre  ellos  todo  el 
pueblo,  huyeron ,  no  llevando  consigo  otra  cosa  que  una  media  pieza  de 
lona,  una  sábana  y  algunas  herramientas;  pero  el  intérprete, no  pudiendo 
escapar,  se  metió  en  la  secreta,  esperando  coyuntura  para  seguir  á  sus 
amigos.  No  le  sirvió  el  sitio  inmundo  en  que  le  parecía  estar  seguro, 
porque  registrando  bien  el  mozo  y  el  alcalde  los  escondrijos  de  la  casa, 
lo  encontraron  al  fin  agazapado  y  metido  entre  las  inmundicias  del  lugar. 
Costó  mucho  al  mozo  el  recabar  de  los  indios  que  no  matasen  al  intér- 
prete, diciéndoles  que  se  enojaría  el  padre  y  le  darían  una  grandísima 
pesadumbre.  Sin  embargo,  dándole  una  buena  zurra  le  dejaron  bien 
atado  hasta  la  mañana;  pero  él,  avivado  con  los  azotes,  discurrió  tanto 
aquella  noche,  que  contra  lo  que  se  podía  esperar  de  las  fuertes  atadu- 
ras logró  escapar  al  monte  antes  de  la  mañana.  Es  creíble  que  con  los 
dientes  tronchase  las  ataduras,  pues  los  suelen  tener  tan  firmes  y  tan 
afilados  que  cortan  á  las  veces  con  ellos  palos  y  varas  con  tanta  facili- 
dad como  con  una  navaja  ó  cuchillo.  Cuando  llegó  el  padre  de  su  viaje 
halló  á  los  Iquitos  alborotados  y  deseosos  de  tomar  venganza  de  los  in- 
fieles que  habían  hecho  el  asalto.  Sosególos  como  pudo,  y  agradecién- 
doles la  fidelidad  de  no  haber  acabado  con  el  intérprete,  procuró  avisar 
á  los  del  río  Blanco,  diciéndoles  de  su  parte  que  no  temiesen  por  lo  pa- 
sado, pero  que  se  enmendasen  de  allí  en  adelante,  y  que  supiesen  que  lo 
que  había  en  el  pueblo  era  suyo,  que  viniesen  cuando  les  pareciese  y  se- 
rían recibidos  como  amigos.  Todo  esto  era  necesario  para  no  volver  atrás 
de  lo  comenzado,  y  para  reducir  á  la  nación  entera,  que,  aunque  venga- 
tiva y  bárbara,  es  también  suspicaz  y  tímida.  Tuvo  buen  efecto  el  re- 
cado del  misionero,  porque  á  poco  tiempo  vino  un  buen  golpe  de  gente 
de  lo  alto  del  Nanai  al  pueblo  de  Santa  Bárbara,  y  al  de  Santa  María  se 
agregaron  varios  gentiles  del  río  Necamumus. 

Pero  ninguna  cosa  ayudó  tanto  á  la  conquista  de  los  Iquitos  como  la 
venida  de  un  mozo  llamado  Plácido  Segura,  que  llegó  á  Santa  Bárbara 
como  á  la  mitad  del  año  de  64,  bien  provisto  de  todas  las  cosas  necesa- 
rias para  hacer  entradas  por  los  montes  y  atraer  á  los  gentiles.  Deseaba 
Plácido  entrar  en  la  Compañía  y  pensó  hacer  méritos  para  su  recibo, 
trabajando  bajo  la  dirección  del  misionero  en  las  penosas  misiones  de  los 
Iquitos.  Era  un  joven  de  corazón  grande,  de  buenas  costumbres,  de  con- 
dición afable  y  de  complexión  robusta;  y  como  traía  consigo  dos  buenos 
fardos  de  hierro,  lienzos,  cuchillos,  rosarios,  cruces  y  anzuelos,  con  otras 
varias  cosas  en  que  el  P.  Milanesi,  procurador  de  la  misión,  no  había  an- 
dado nada  escaso,  llenó  de  consuelo  y  alegría  el  corazón  del  P.  Uriarte, 
que  considerando  las  prendas  aventajadas  del  pretendiente  y  la  abundan- 


LiBUü  X.— Capítulo  XVIII  547 

<íia  de  socorros  que  traía,  concibió  grandes  esperanzas  de  la  pronta  re- 
ducción de  los  Iquitos.  Admiró  en  la  venida  de  este  mozo  la  singular  pro- 
videncia del  Señor,  que  le  traía  en  unas  circunstancias  en  que  estando 
él  achacoso,  enfermo  y  cargado  de  reumas,  lejos  de  poder  hacer  entra- 
das por  los  montes,  no  hacía  poco  en  mantenerse  en  pie,  cuidar  de  su 
pueblo  y  hacer  sus  viajes  al  de  Santa  María.  Procuró  instruirle,  desde 
luego,  sobre  el  trato  blando  y  cariñoso  que  debía  usar  con  los  indios, 
sobre  el  modo  de  hacer  las  entradas  á  los  montes  con  cautela,  con  suavi- 
dad y  sin  violencia.  Advirtióle  del  buen  ejemplo  que  debía  dar  siempre 
en  el  pueblo  y  en  los  caminos  y  cómo  había  de  evitar  todo  rigor  y  aspe- 
reza, porque  en  aquellas  tierras  no  se  podía  dar  un  paso  adelante  sin  ga- 
nar primero  la  voluntad  á  los  indios  con  dones,  atención  y  buenas  pala- 
bras. Eran  estas  circunstancias  muy  conformes  al  genio  y  costumbres 
del  pretendiente,  que  como  capaz  y  de  buena  voluntad  las  practicó  con 
mucho  cuidado,  y  aunque  padeció  grandes  trabajos  y  se  vio  en  grandes 
peligros  de  la  vida,  como  veremos,  logró  recoger  una  grande  muchedum- 
bre de  gentiles  y  reducirlos  al  seno  de  la  Iglesia. 

No  bien  había  entrado  Plácido  en  el  pueblo  de  Santa  Bárbara  cuando 
salió  por  primera  vez  con  un  indio  principal  y  algunas  canoas,  hacia  las 
alturas  del  río  Nanai;  y  se  manejó  tan  bien  en  esta  primera  entrada,  que 
trajo  consigo  un  buen  golpe  de  Iquitos  retirados,  que  acariciados,  le  si- 
guieron al  pueblo  donde  se  establecieron.  Más  larga  y  penosa  y  de  ma- 
yor fruto  fué  la  segunda  entrada  hacia  el  río  Blanco,  en  que  llevó  por 
compañeros  deja  expedición  algunos  Iquitos  de  Santa  Bárbara,  parien- 
tes y  amigos  de  los  que  habitaban  en  las  orillas  de  aquel  río.  Y  para  que 
el  fruto  fuese  más  cumplido,  se  le  juntaron  también  algunas  canoas  de 
Santa  María  con  indios  fieles  señalados  del  hermano  Pedro  para  convidar 
á  los  Necamumus,  con  quienes  tenían  parentesco.  Navegaron  juntas  am- 
bas cuadrillas  por  el  río  Nanai  hasta  la  boca  del  río  Chambira.  En  este 
paraje  se  dividieron  las  canoas  conforme  al  destino  diferente  que  lleva- 
ban. Las  de  Santa  María  tomaron  un  rumbo  hacia  las  tierras  de  los  Ne- 
camumus, por  el  mismo  Chambira,  y  las  de  Plácido  subieron  por  el  río 
Blanco.  Como  á  veinte  días  de  navegación,  escribió  éste  al  P.  Uriarte  con 
un  licor  colorado  que  le  sirvió  de  tinta,  cómo  había  hallado  infinita  gente 
y  una  casta  de  gigantes  blancos  y  rollizos  que  deseaban  poblarse,  unos 
á  las  riberas  del  río  Blanco  y  otros  en  el  mismo  pueblo  de  Santa  Bárbara. 
Añadía  que  los  mozos  fuertes  y  robustos  se  adelantarían  por  el  monte  y 
los  viejos,  mujeres  y  niños  irían  por  agua  en  las  canoas;  que  procurase 
prevenir  sitios  en  las  casas  y  disponer  vituallas  para  unas  200  almas  por 
lo  menos. 

No  tuvo  tiempo  el  padre  para  prevenir  las  cosas  como  avisaba  el 
pretendiente,  porque  al  día  siguiente  en  que  llegó  el  mensajero  con  la 
carta  fueron  asomando  tropas  de  infieles  por  el  monte  de  á  diez  y  de  á 
veinte,  y  últimamente  Plácido,  que,  aviada  por  agua  la  gente  flaca,  ve- 
nía por  tierra  con  los  postreros,  pero  tan  rendido  y  postrado,  que  en  me- 


548  Misiones  del  Marañón  Español 

dio  de  ser  bien  ligero  y  de  mucho  aguante,  no  podía  seguir  ni  aun  á  los 
últimos;  tan  hechos  estaban  los  del  río  Blanco  á  caminar  por  los  montes 
y  á  trepar  como  cabras  por  sitios  inaccesibles .  Una  semana  después- 
llegó  la  gente  de  las  canoas,  que,  bajando  algunos  días  por  el  río  Blan- 
co, habían  subido  por  algunos  más  contra  las  corrientes  del  Nanai.  Ve- 
nía guiando  la  comitiva  un  cacique  del  pueblo  llamado  Casa  ja,  india 
fiel,  capaz  y  cuidadoso,  que  á  todos  los  traía  con  salud,  sin  haber  expe- 
rimentado desgracia.  ¿Quién  podrá  explicar  el  consuelo  del  misionero  al 
ver  en  su  pueblo  tanta  gente  lucida  que,  dejando  sus  plantíos  y  semen- 
teras, que  al  ñn  ésta  es  su  hacienda,  venía,  atravesando  montes  y  sur- 
cando ríos,  á  la  menor  insinuación?  Dio  gracias  á  la  Santísima  Virgen,  á 
san  Francisco  Xavier  y  á  santa  Bárbara,  á  quienes  había  encomendado 
la  empresa.  Bautizó  á  los  niños,  vistió  á  los  desnudos,  que  no  eran  pocos, 
agasajó  á  todos  y  los  distribuyó  por  las  casas  hasta  que,  con  la  ayuda  de  ' 
los  del  pueblo,  hicieron  las  suyas. 

Igual  suceso  tuvieron,  y  aun  más  feliz,  los  indios  de  Santa  María,  que 
topando  con  los  Necamumus,  á  quienes  buscaban,  se  dieron  tan  buena 
maña  en  persuadirlos  la  venida  á  su  pueblo,  que,  atestadas  de  gente  las 
canoas,  apenas  pudieron  hacer  el  viaje.  Grozoso  el  hermano  Pedro  con  la 
vista  de  tales  indios  y  del  número  grande  de  párvulos,  avisó  luego  al  padre 
Uriarte  para  que  viniese  á  celebrar  bautismos,  que  eran  muchos,  porque 
fuera  de  la  gente  nueva,  en  que  venía  tanta  criatura,  habían  nacido 
muchos  en  el  pueblo.  Subió  luego  á  Santa  María  el  misionero,  é  hizo  en 
esta  ocasión  tantos  bautismos,  que,  como  él  mismo  escribe  en  sus  diarios, 
ya  se  le  cansaba  la  mano  y  le  faltaba  la  saliva.  ¡Oh  qué  consuelo  tan 
grande  para  el  padre  y  para  el  hermano  ver  á  tantos  niños  con  la  estola 
de  la  gracia,  sabiendo  bien  lo  que  sucedía  en  aquellos  parajes,  que,  de 
las  cuatro  partes,  las  tres  morirían  con  ella  antes  de  llegar  al  uso  de  la 
razón!  Verdaderamente,  que  aunque  en  estas  penosas  misiones  no  se 
cogiera  otro  fruto  que  el  que  se  coge  con  los  párvulos,  todo  sudor  y  fati- 
ga es  nada  en  comparación  de  tantas  dichas  y  eternas  felicidades.  No 
quiso  el  Señor  que  aquí  parase  el  contento  de  estos  celosos  operarios: 
dióles  otro  consuelo  en  que  por  entonces  no  pensaban.  Llegó  á  Santa 
María  un  gentil  con  un  Santo  Cristo  en  la  mano,  diciendo  que  lo  había 
encontrado  colgado  con  su  cordón  de  un  arbolito  en  un  sitio  que  parecía 
haber  sido  rancho  viejo.  Cogiólo  el  hermano  Pedro,  y  besándolo  con  ter- 
nura se  le  entregó  al  P.  Uriarte,  reconociendo  ser  éste  el  Crucifijo  que 
había  perdido  en  el  camino  á  San  Joaquín,  sin  saber  si  había  sido  perdi- 
do en  agua  ó  en  tierra.  Dio  gracias  á  Dios  y  á  San  Antonio  de  que  vol- 
viese á  sus  manos  lo  que  tanto  apreciaba;  y  volviéndose  al  indio  que  le 
había  topado,  le  dijo  estas  palabras:  «Ya  ves,  hijo  mío,  que  has  hallado 
á  Jesucristo,  y  que  ésta  no  ha  sido  casualidad,  sino  providencia  divina 
que  quiere  salvar  tu  alma.  Ven,  pues,  á  vivir  con  tu  familia  entre  los 
cristianos,  que  Jesucristo,  como  buen  Pastor,  te  ha  salido  al  encuen- 
tro y  te  llama  á  su  rebaño.»  No  fueron  necesarias  más  palabras.  El  in- 


Libro  X.— Capítulo  XVIII  549 

-dio  vino  á  vivir  con  los  cristianos  y  se  avecindó  en  el  pueblo  de  Santa 
liaría. 

No  pararon  aquí  los  felices  sucesos  del  Nanai,  porque  habiendo  des- 
cansado el  mozo  Plácido,  y  ayudado  por  un  poco  de  tiempo  al  misionero 
á  cortar  y  coser  camisetas  y  pampanillas  y  calzones  para  vestir  con  de- 
cencia á  la  gente  nueva,  ya  se  hallaba  dispuesto  para  hacer  otra  tenta- 
tiva por  las  alturas  del  Nanai.  Encomendóse  esta  tercera  empresa  á  San 
Francisco  Xavier,  y  el  santo  la  favoreció  de  manera  que  á  pocas  sema- 
nas volvió  acompañado  de  una  buena  parcialidad  de  g-ente  limpia  y  bi- 
zarra, pero  tan  nueva,  que  apenas  tenía  noticia  de  misioneros,  ni  había 
oído  que  los  padres  socorrían  á  los  indios  con  herramientas,  anzuelos,  ha- 
chas y  vestidos.  Al  ver  estas  cosillas  que  Plácido  les  mostraba  y  ofrecía 
con  buena  cara,  se  vinieron  luego  tras  él  dejando  sus  montes  y  queriendo 
vivir  en  pueblo  asistidos  de  los  padres.  Llegados  á  la  reducción,  se  enten- 
dió ser  esta  gente  cierta  parcialidad  que  se  había  conservado  sin  comu- 
nicación alguna  con  las  otras,  y  por  lo  mismo  pacífica  y  que  no  sabia  de 
venganzas.  Casi  toda  la  gente  era  moza  y  de  buena  edad,  por  haberse 
muerto  los  viejos  de  epidemias.  Los  hombres  trabajaban  en  los  campos  y 
las  mujeres  en  telas  de  varios  colores,  que  formaban  de  varias  raíces  y 
hierbas  puestas  en  infusión,  de  donde  nacía  que  estaban  todos  aseados  y 
curiosos.  En  particular  las  pampanillas  de  las  mujeres  estaban  muy  bien 
tejidas  y  adornadas  con  muchos  dijes  de  dientes  de  monas,  tigres  y  puer- 
cos que  les  hacían  más  largas  y  más  honestas,  y  al  caminar  sonaban 
como  cascabeles.  Traían  los  hombres  pendientes  de  la  nariz  agujereada 
unas  planchitas  triangulares  de  concha  que  relucían  como  plata  bruñida. 
No  faltaban  á  las  mujeres  sus  arracadas  ó  pendientes  que  podían  enga- 
ñar en  Europa  por  la  semejanza  que  tenían  con  perlas  y  con  plata.  To- 
dos los  ajuares  que  traían  eran  curiosos,  hasta  las  lanzas,  los  cántaros  y 
las  ollas. 

En  esta  misma  ocasión  vinieron  también  á  Santa  María  varios  genti- 
les, y  se  valió  el  Señor  para  traerlos  de  un  medio  bien  particular  en  que 
no  pensaba  el  hermano  Pedro.  Habíase  escapado  al  monte  un  indio  lla- 
mado Pablo,  á  quien  el  P.  Uriarte  había  curado  de  una  peligrosa 
picadura  de  una  culebra  en  un  ojo,  y  ya  moribundo  le  había  bau- 
tizado. No  hallaba  sosiego  en  el  monte  por  más  que  tiraba  á  espaciarse  y 
divertirse  con  otros  montaraces,  que  á  todos  los  placeres  se  sobreponía  el 
clamor  de  la  conciencia  con  una  voz  que  le  decía:  «Vuelve,  vuelve  al 
pueblo.  Allí  está  cerca  el  P.  Manuel  que  te  curó  y  bautizó;  no  te  mueras 
aquí  y  vayas  al  fuego  del  infierno  como  dicen  tantas  veces  los  padres  á 
los  cristianos  que  vuelven  al  monte.»  Con  estas  frecuentes  aldabadas  que 
sentía  en  el  corazón,  se  determinó,  finalmente,  á  volver  á  Santa  María,  y 
para  recompensar  el  mal  ejemplo  que  había  dado  con  la  fuga,  se  hizo 
conquistador  de  otros  indios.  Hízolo  á  varios  infieles  amigos  suyos  y  les 
persuadió  á  que  imitasen  á  los  Necamumus,  conocidos  suyos,  los  cuales 
perseveraban  contentos  y  atendidos  del  hermano  Pedro  en  el  pueblo  de 


550  Misiones  del  Marañón  Español 

Santa  María.  Acomodándose  todos  en  sus  canoillas  fueron  siguiendo  al 
nuevo  apóstol  y  éste  los  presentó  al  hermano  diciendo:  «Yo  soy  Pablo^ 
que  há  tiempo  que  escapé  al  monte;  ahora  vuelvo  por  tí  y  por  el  P.  Ma- 
nuel que  nos  queréis.  Y  para  que  no  te  enojes  por  mi  retirada,  te  traigo 
estos  mis  parientes,  y  advierto  que  otr  )s  quedan  esperando  canoas  para 
venir.  Recibióle  con  cariño  el  hermano  Pedro  y  dio  gracias  á  Dios  que 
asi  le  consolaba  por  donde  menos  lo  esperaba. 


CAPITULO  XIX 

CÓMO  ESTUVO  PAR\  PERDERSE  EL  PUEBLO  DE  SANTA  BÁRBARA. 
HISTORIA  DE  LOS  CHUARAS 

Mucha  prosperidad  era  ésta  en -ambas  reducciones;  era  necesario  que 
se  mezclasen  algunas  contradicciones  sin  las  cuales  no  se  establecen  sóli- 
damente las  obras  del  Señor.  Envidioso  el  demonio  de  tantas  almas  como 
se  iban  al  cielo,  y  rabioso  porque  se  las  sacaban  de  las  garras ,  inventó 
varios  ardides  para  acabar,  si  pudiese,  con  toda  la  cristiandad  de  los 
Iquitos  Movió  á  un  brujo  viejo  llamado  Parrano,  para  que  haciendo  de 
doctor  y  maestro  de  los  indios,  apartase  las  gentes  de  la  iglesia,  las  reti- 
rase de  la  doctrina  y  las  prohibiese  la  comunicación  con  el  padre,  dicien- 
do que  lo  que  llamaban  catecismo  era  una  pura  invención  de  los  blan- 
cos, muy  contraria,  como  veían,  á  los  usos  antiguos  y  costumbres  asenta- 
das de  sus  mayores.  Como  era  parlador  y  á  su  modo  elocuente  y  satisfe- 
cho, hacía  mucha  riza  en  los  pobres  indios,  no  sólo  con  las  palabras,  sino 
también  con  los  ejemplos,  enseñándoles  á  hacer  bebidas  fuertes  con  el  in- 
tento de  que  prevaleciendo  la  borrachera  se  fuesen  haciendo  cada  día 
más  brutos  sin  hacer  caso  de  la  ley  que  se  les  predicaba.  Creía  el  misio- 
nero conveniente  y  aun  necesario  oponerse  á  tantos  daños  y  pensaba 
mucho  sobre  el  modo  de  poner  remedio  á  la  raíz  de  tantos  desórdenes.  En 
realidad  era  difícil  y  peligroso,  porque  el  brujo  era  hombre  de  autoridad 
entre  los  indios  y  contaba  muchos  parientes,  y  era  de  temer  que  al  más 
ligero  castigo  se  alborotasen  todos  y  se  escandalizasen  los  nuevos  viendo 
ejecutar  alguna  pena  en  persona  de  tanto  crédito. 

Sin  embargo  de  estos  inconvenientes,  como  la  cosa  iba  adelante  y  ya 
algunos  estaban  pervertidos  del  malvado  viejo,  se  determinó  el  misionero 
antes  de  la  Misa  á  hacer  en  la  puerta  de  la  iglesia  alguna  demostración 
con  el  brujo,  la  cual  sirviese  de  escarmiento  á  los  demás.  Mandó  á  un 
fiscal  que  delante  de  todos  le  diese  algunos  azotes  sobre  la  camisa,  más 
por  ceremonia  que  por  causarle  algún  dolor.  Resistióse  el  viejo  j  se  des- 
vergonzaba. Lo  cual  visto  por  Plácido,  dijo  al  Padre:  Porque  V.  R.  le  per- 
dona tanto  y  le  trata  con  tanta  delicadeza  se  hace  este  bruto  tan  insolente. 
Yo  le  castigaré  como  merece.  Y  diciendo  y  haciendo,  le  cogió  y  le  llevó  á 
la  casa,  donde  atadas  las  manos  á  un  madero,  comenzó  á  darle  buenos 


Libro  X.— Capítulo  XIX  551 

latigazos  en  la  espalda.  Gritaba  el  indio  llamando  al  misionero,  que  acu- 
diendo pronto  y  haciendo  del  enojado  con  el  mozo  porque  le  azotaba  de- 
masiado (habiéndole  dado  ocho  golpes),  le  quitó  las  ataduras  y  soltó, 
diciéndole  compasivo:  Hijo,  tú  hiciste  mal  en  no  oir  al  padre  que  te  quie- 
re bien,  y  por  eso  feste  viracocha  se  ha  enojado.  Enmiéndate,  y  seremos, 
amigos  como  antes  Sí,  padre,  decía  el  viejo,  yo  seré  bueno  en  adelante, 
pero  éste  me  quiere  matar.  No  mato  yo  á  nadie,  dijo  Plácido,  sino  te  azoto 
porque  al  sacerdote  de  Dios  respondiste  con  desvergüenza. 

Fué  providencia  de  Dios  de  que  el  padre,  en  lance  tan  crítico,  acu- 
diese con  tanta  prontitud  á  librar  al  brujo  de  los  azotes,  á  soltarlo  y  aca- 
riciarlo, porque  ya  sus  parientes  trataban  en  la  iglesia  de  salir  á  coger 
sus  lanzas  y  matar  al  mozo,  y  quizá  después  al  misionero  y  á  los  de  su 
casa.  Pero  como  vieron  la  diligencia  en  librarlo  y  que  se  había  enojado 
por  los  azotes  con  el  blanco,  poniéndose  de  parte  de  Parrano,  se  sosega- 
ron y  dejaron  la  venganza.  Conoció  el  misionero  el  peligro  en  que  había 
estado,  y  procuró  recompensar  con  caricias,  suavidad  y  blandura,  lo 
que  acaso  se  había  excedido  en  rigor.  Tanta  condescendencia  es  necesa- 
ria en  los  pueblos  nuevos  para  no  arruinarlo  todo  en  un  solo  lance.  Vino 
Parrano  con  el  padre  y  mozo  á  la  iglesia,  donde  hizo  á  todos  el  misione- 
ro una  plática,  como  dando  satisfacción  de  lo  hecho.  Ya  veis,  hijos  míos, 
les  decía,  cómo  este  viejo  cristiano  había  dado  motivo  para  un  ligero 
castigo;  mas  porque  se  resistió  y  os  dio  mal  ejemplo,  le  ató  el  viracocha 
y  quería  darle  muchos  azotes.  Pero  yo,  que  os  quiero  mucho,  le  libré;  y 
como  él  quiera  enmendarse,  nunca  nos  enojaremos.  Sí,  padre,  respondía 
el  viejo;  ya  seré  bueno,  vendré  á  rezar  y  no  detendré  á  otros  en  bebi- 
das. Volviéndose  después  el  misionero  á  los  nuevos  que  le  daban  mucho 
cuidado,  prosiguió  la  plática  diciendo:  Yo  os  amo,  hijos  míos;  no  os  es- 
pantéis por  lo  que  ha  sucedido.  Este,  que  era  ya  cristiano,  por  ser  bauti- 
zado merecía  algún  castigo  por  sus  desórdenes.  Pero  no  temáis  vos- 
otros ni  penséis  en  volver  al  monte.  No  se  os  tocará  al  hilo  de  la  ropa,  y 
así,  estad  alegres  y  contentos  como  antes.  Al  volver  el  padre  á  casa, 
vino  también  Parrano  con  los  alcaldes,  y  muy  humilde,  le  besó  la  mano 
y  fué  despedido  alegre  y  contento  con  un  traguito  de  aguardiente  que  le 
dio  el  misionero.  Quedó  el  viejo  agradecido  á  tanta  suavidad  y  blandura 
como  había  experimentado  en  el  padre,  y  en  señal  de  su  reconocimiento 
le  trajo  una  hija  suya  única  que  tenía  de  diez  años,  para  que  se  criase 
en  la  casa  de  recogimiento.  De  esta  suerte  se  convirtió  en  bien  del  pue- 
blo lo  que  el  enemigo  común  había  inventado  para  la  ruina  de  todos. 

Otro  caso  sucedió  en  el  mismo  tiempo,  en  que  hubiera  quedado  el  mi- 
sionero sin  pueblo,  como  allá  en  el  Ñapo,  si  la  protectora  de  la  reduc- 
ción, santa  Bárbara,  no  le  hubiera  favorecido  con  particular  asistencia. 
Hacíase  un  desmonte  alrededor  del  pueblo  para  que,  despejado  el  sitio^ 
gozase  de  aire  más  limpio  y  saludable.  Encargó  apretadamente  el  padre, 
conociendo  el  peligro,  que  ninguno  diese  fuego  al  desmonte  hasta  que 
corriese  viento  hacia  la  parte  opuesta  del  pueblo  y  él  avisase.  Todos  co- 


552  Misiones  del  Makañón  Español 

nocieron  la  importancia  del  aviso,  y  como  no  querían  perecer,  ninguno 
pensó  en  contravenir  á  orden  tan  necesaria.  Cuando  un  dia,  de  repente, 
y  sin  saber  cómo,  se  prende  fuego  en  el  monte  en  ocasión  en  que  corría 
un  viento  deshecho  hacia  el  pueblo.  Estaba  la  mayor  parte  de  la  gente  á 
trabajar  en  sus  campos,  y  tomando  fuerza  la  llama,  venía  corriendo  so- 
bre el  pueblo  á  manera  de  una  nube  muy  extendida  como  de  media  le- 
^ua.  El  misionero,  dándose  por  perdido  en  lo  humano,  no  tuvo  otro  re- 
curso que  clamar  á  santa  Bárbara  bendita,  suplicándola  humildemente 
que  salvase  su  pueblo,  que  perecía  sin  remedio.  ¡Cosa  maravillosa!  Lle- 
gando ya  la  nube  del  fuego  cerca  de  la  iglesia  y  casas,  paró  de  repente 
sin  proseguir  adelante  ni  prender  en  materia  tan  dispuesta,  quedando 
todo  el  desmonte  tan  bien  quemado,  como  si  se  hubiera  hecho  de  propó- 
sito. Se  procuró  después  apagar  los  árboles  que  quedaban  humeando,  y 
tuvieron  los  indios  leña  para  más  de  un  año,  y  la  ventaja  de  hallar  mu- 
chos palos  gruesos  ya  cortados  y  curados  que  sirvieron  para  varias 
obras. 

Dieron  todos  gracias  con  mucha  devoción  á  la  santa  Patrona,  que 
había  librado  milagrosamente  del  incendio  á  la  reducción,  y  les  había 
favorecido  en  tantas  tempestades,  que  son  en  el  Nanai  terribles  y  espan- 
tosas, y  suelen  causar  muertes  é  incendios  por  los  muchos  rayos  que  des- 
piden. Sólo  haré  mención  de  uno  que  cayó  delante  de  la  casa  del  misio- 
nero, y  fué  ocasión  que  se  encontrasen  debajo  de  tierra  cosas  maravillo- 
sas. Cayó  sobre  un  cedro  hermoso  que  se  había  dejado  de  propósito  entre 
la  iglesia  y  la  casa  del  padre,  y  partiéndole  por  medio,  le  soterró.  Que- 
daron sanos  los  raigones  del  árbol,  de  que  se  hicieron  muy  buenas  tablas, 
y  para  sacar  bien  las  raíces,  dio  orden  el  misionero  de  que  se  cavase  al- 
rededor hasta  la  profundidad  de  dos  varas,  y  se  hallaron  en  lo  más  hon- 
do de  las  raíces  muchos  pedazos  de  copal  amarillo  y  transparente,  que  á 
lo  que  pensó  el  padre  era  la  célebre  resina  ó  incienso  del  cedro,  de  que 
dicen  los  naturalistas  que  extinguü  serpentes.  No  fué  ésta  la  única  cosa 
singular  que  se  encontró  en  la  hoya;  hallóse  también  un  panal  de  abejas 
más  pequeñas  que  moscas,  las  cuales  tenían  su  colmena  en  la  vecindad 
del  tronco;  su  miel  era  buena,  y  la  cera  amarilla.  La  senda  subterránea 
que  les  guiaba  á  la  casa  era  oblicua,  y  el  agujerito  por  donde  entraban 
y  salían  muy  pequeño,  y  comenzaba  por  la  parte  superior  de  un  raigón 
sobresaliente  en  la  forma  de  un  alar  de  tejado.  Descubríase  claramente 
la  divina  Providencia  en  aquellas  abejitas  á  quienes  dio  instinto  para  fa- 
bricar su  casita  debajo  de  tierra  con  tanto  resguardo  que  no  pudiese  en- 
trar en  ella  ni  el  agua  ni  otras  sabandijas  sutiles  de  que  abunda  aquella 
tierra. 

No  dio  menos  en  qué  entender  al  misionero  otro  caso  singular  y  curio- 
so que  sucedió  á  dos  indios  que  salieron  á  pescar.  No  bien  habían  cogido 
unas  charapillas,  cuando  se  vinieron  espantados  al  pueblo,  temiendo  de 
los  diablos  de  agua  que  llaman  Chuaras.  Uno  tiró  á  su  casa  sin  saber  lo 
que  le  pasaba,  y  el  otro  se  quedó  azorado  en  la  iglesia  donde  estaba  el 


Libro  X.— Capítulo  XIX  553 

misionero,  que  viéndole  tan  sobresaltado  le  llevó  á  su  aposento  para  oír- 
le y  examinar  despacio  la  causa  de  tanto  azoramiento.  Apenas  acertaba 
el  indio  á  pronunciar  palabra,  mas  al  fin  dijo:  Padre,  salimos  á  pescar 
un  compañero  y  yo,  y  estando  cerca  del  río  asando  yucas  y  peces  para 
comer,  salieron  del  río  dos  Chuaras,  como  dos  indios  desnudos,  y  nos  pi- 
dieron de  comer,  diciendo:  Vosotros  traéis  lanzas;  nosotros  no  las  tene- 
mos; no  nos  matéis  y  seamos  amigos.  Asombrados  nosotros,  les  dimos  lo 
que  teníamos.  Comieron  y  se  volvieron  á  sumergir  en  el  agua.  Viendo 
esto,  tomamos  espantados  nuestra  canoita,  y  venimos  á  toda  boga  á  de- 
cirte esto.  Nosotros  Jamás  lo  habíamos  visto,  pero  nuestros  viejos  dicen 
que  ellos  han  visto  varias  veces  estos  Chuaras  ó  diablos  de  agua.  ¿No  te 
acordaste,  dijo  el  padre,  de  hacer  la  señal  de  la  cruz?  No  me  acordé,  res- 
pondió el  indio,  con  la  turbación  y  aturdimiento,  hasta  lo  último,  y  enton- 
ces la  hice  con  disimulo  y  se  marcharon.  Después  de  la  relación  llamó  el 
padre  al  compañero  y  le  examinó  aparte,  el  cual  contestó  lo  mismo  que 
el  compañero,  protestando  que  jamás  volvería  á  aquel  paraje  porque  no 
le  cogieran  los  Chuaras. 

Despachados  los  indios,  púsose  el  padre  á  pensar  muy  despacio  sobre 
la  historia  y  sus  circunstancias.  No  le  pareció  que  aquellos  indios  tenían 
motivo  ó  causa  para  mentir  sin  fruto  ó  provecho  alguno;  ambos  estaban 
contestes  y  parece  que  hablaban  con  toda  sinceridad  descubriéndose  to- 
davía en  ellos  los  efectos  de  la  turbación  primera.  Sabía  muy  bien  que 
los  indios  rayanos  de  Portugal  contaban  varias  historias  de  Chuaras  ó 
diablos  aparecidos  en  el  agua,  y  le  parecía  cosa  dura  el  decir  ó  pensar 
que  ninguna  de  ellas  tenía  fundamento.  Por  estas  razones  se  inclinó  mu- 
cho á  creer  el  caso  como  verdadero,  pero  no  creyó  que  aquellos  indios 
desnudos  fuesen  Chuaras  ó  diablos  del  agua.  Porque  ¿á  qué  fin  el  diablo 
se  había  de  fingir  indio,  híiblar  unas  pocas  palabras,  decir  que  no  le  ma- 
tasen, comer  yuca  y  pescado  y  volver  luego  á  zambullirse?  ¿No  parece 
esto  cosa  propia  del  demonio,  que  suele  siempre  dar  malos  consejos  y  de- 
jar á  la  gente  con  un  particular  espanto?  El  mismo  padre  había  conocido 
varios  que,  después  que  el  demonio  les  había  hablado,  casi  todos  habían 
muerto  presto.  Y  suele  estar  esta  gente  muy  terca  en  recibir  el  bautismo. 
liada  de  esto  aconteció  en  estos  indios,  y  si  huyeron  los  indios  apareci- 
dos, cuando  hizo  la  señal  de  la  cruz  uno  de  los  pescadores,  era  porque 
habían  ya  comido  y  estaban  dispuestos  á  zambullirse,  y  se  hubieran  zam- 
bullido de  la  misma  manera  aunque  no  se  hubiera  hecho  tal  señal. 

Hizo,  pues,  juicio  el  misionero,  que  puede  un  hombre  acostumbrarse  á 
vivir  dentro  del  agua,  conforme  á  lo  que  escribe  el  erudito  P.  Feijóo  de 
aquel  caso  sabido  de  todos  del  mozo  de  Liérganes,  á  quien  pescaron  en 
Cádiz  después  de  haber  vivido  varios  años  en  el  mar  entre  los  peces. 
Oigo  lo  que  dicen  muchos,  que  el  caso  fué  preternatural  y  efecto  de  la 
maldición  de  su  madre.  Pero  ni  yo  creo  esta  circunstancia,  ni  pienso  que 
esté  bien  averiguada,  antes  bien  una  persona  digna  de  todo  crédito,  que 
leyó  en  Liérganes  con  toda  reflexión  y  cuidado  la  relación  del  hecho 


554  Misiones  del  Marañón  Español 

autenticada  con  la  firma  de  varios  notarios,  me  ha  dicho  y  asegurado  va- 
rias veces  que  no  consta  en  ella  de  tal  maldición,  y  que  era  el  común 
sentir  de  los  viejos  de  dicho  lugar  que  los  padres  del  hombre  pez  eran 
muy  cristianos,  y  en  particular  la  madre  incapaz  de  maldecir  á  su  hijo. 

Yo  no  hallo  dificultad  en  creer  que  algunos  Iquitos  hechos  ya  á  andar 
por  el  agua,  probasen,  ó  por  melancolía,  ó  por  temor  de  sus  enemigos,  6 
por  alguna  otra  causa,  á  vivir  en  el  río  como  los  peces,  y  que  se  saliesen 
con  ello,  llegando,  finalmente,  á  ser  como  hombres  anfibios.  Cada  día  se- 
ve  en  aquellos  ríos  que  cuando  un  indio  está  á  la  orilla  con  su  anzuelo, 
va  otro  con  disimulo  desde  lejos  y  sin  ser  sentido  viene  por  el  agua,  y 
buscando  el  anzuelo,  se  agarra  de  él  y  remeda  los  movimientos  del  pez 
que  se  desea,  Parécele  al  pescador  que  ha  caído  un  pez  muy  grande,  tira 
y  forcejea  por  sacarle  sin  poder  atraerlo,  hasta  que  el  pez  fingido  saca  la 
mano  con  el  anzuelo,  y  celebrando  el  chasco  vuelve  á  huirse  por  dentro 
del  agua  y  sale  bien  lejos  á  la  orilla.  Ayuda  mucho  á  este  modo  de  pen- 
sar el  estar  el  agua  en  estos  ríos  tibia,  y  por  lo  mismo  más  acomodada  á 
vivir  en  ella  que  no  en  el  océano,  en  donde  están  también  mucho  más^ 
distantes  las  orillas  que  en  los  ríos,  en  que  se  tienen  á  la  mano  siempre  y 
cuando  se  quieren  buscar. 

Finalmente,  en  lo  animal  conviene  el  hombre  con  las  bestias  que  tam- 
bién necesitan  para  vivir  de  alguna  respiración.  Sin  embargo  de  esto, 
hay  en  aquellas  tierras  tantos  animales  anfibios  que  en  otras  partes  no 
son  sino  terrestres,  como  el  capiguagra  ó  puerco  grande,  el  lobillo,  que  es 
como  un  perro,  la  danta,  que  es  como  una  muía,  y  el  pez  buey,  que  es 
como  una  vaca.  Pues  ¿qué  mucho  que  en  aquella  gentilidad  en  que  viven 
los  indios  como  bestias,  sin  más  pensamientos  que  comer  y  beber  y  librar- 
se de  sus  enemigos,  alguno  ó  algunos  poseídos  de  la  pasión  ó  instigados 
del  común  enemigo  hayan  tomado  el  partido  de  vivir  también  entre  Ios- 
peces? 

Estas  conjeturas  no  me  parecen  despreciables,  pero  cada  uno  juzgue 
en  esto  lo  que  mejor  le  pareciere,  ponderando  estas  razones  y  otras  mu- 
chas que  se  le  ofrecerán  por  una  y  otra  parte. 


CAPITULO  XX 

ES  señalado  el   P.   URIARTE  para   san   JOAQUÍN,  Y   OTROS  SUCESOS   QUE 
ACAECIERON  EN  LA  MISIÓN  Bí  JA 

Mientras  iba  notablemente  creciendo  por  el  río  Nanai  el  número  de  los 
neófitos  y  vivían  concordes  entre  sí  los  Necamumus,  Blancos  y  Cacuma- 
ños,  enemigos  antes  capitales  en  el  río  Tigre,  caminaba  á  su  ruina  el  pue- 
blo de  San  Xavier,  que  estaba  bien  distante  de  Santa  Bárbara.  Habíale 
fundado  poco  antes  el  P.  José  Palme,  después  de  haber  recogido  las  re- 
liquias de  unos  indios  llamados  Alabónos,  de  otro  pueblo  deshecho,  en 


Libro  X.— Capítulo  XX  555 

cuya  expedición  tuvo  que  navegar  por  veintiún  dias  en  el  río  Tigre.  Los 
trabajos  que  padeció  este  misionero  en  el  establecimiento  de  esta  novísi- 
ma reducción,  en  tanta  distancia  y  con  sola  la  compañía  de  un  mestizo, 
el  Señor  los  sabe,  y  se  los  premió,  como  espero  con  una  muerte  dichosa 
que  le  concedió  aquí  en  Bolonia  después  de  su  larga  navegación  del  otro 
mundo,  cuando  se  dividieron  los  misioneros  á  sus  antiguas  provincias. 
Muchas  veces  le  buscaron  los  indios  para  la  muerte  en  aquel  desierto  y 
le  era  necesario  pasar  las  noches  en  vela  para  que  no  lo  cogiesen  des- 
cuidado. Por  la  mucha  necesidad  y  falta  de  alimento  cayó  enfermo;  pero 
animándose  á  sí  mismo,  se  iba  reponiendo  y  con  grande  conformidad  con 
la  voluntad  del  Señor  se  ofrecía  á  mayores  trabajos  por  el  bien  y  adelan- 
tamiento de  su  pueblo,  cuando  á  poco  más  de  un  año  de  su  fundación  co- 
menzó á  picar  la  peste  en  la  reducción,  que  tomando  cuerpo  desde  luego 
arrastraba  á  los  más  á  la  sepultura.  Varios  Alabónos,  con  un  capitán 
Mauricio,  se  retiraron  á  sus  antiguas  tierras,  más  de- diez  y  ocho  días  de 
camino  río  arriba.  Al  P.  Palme,  picado  del  contagio  y  postrado  en  una 
camilla  sin  poder  menearse,  lo  llevaron  al  pueblo  de  San  Regís  algunos 
indios  enviados  del  misionero  de  esta  reducción,  el  cual  procuró  atender 
á  su  cura.  Los  demás  Alabónos  que  quedaban  en  San  Xavier  bajaron  con 
su  cacique  Nejarano  por  consejo  del  padre,  casi  moribundo,  á  Santa  Bár- 
bara, donde  los  Iquitos,  no  temiendo  peste,  los  recibieron  generosamen- 
te, sustentaron  con  abundada  y  curaron  con  mucha  caridad.  Fué  cosa 
en  la  realidad  prodigiosa  que  ninguno  de  tantos  indios  enfermos  que  vi- 
nieron con  mucho  trabajo  y  necesidad  desde  el  río  Tigre  hasta  el  Nanai 
por  camino  desastroso  muriera  en  el  viaje.  Parece  que  quiso  el  Señor  pre- 
miar la  resolución  que  tomaron  de  juntarse  los  cristianos. 

Dio  el  misionero  de  Santa  Bárbara  las  providencias  necesarias  para 
establecer  cómodamente  á  los  recién  venidos,  de  manera  que  no  extra- 
fiasen  el  trato  y  comunicación  con  los  Iquitos.  Hacíales  caricias,  les  ala- 
baba y  agasajaba  delante  de  los  suyos,  para  que  todos  se  animasen  á  tra- 
tarlos con  cariño,  y  ellos  mismos  se  alegrasen  con  el  buen  recibimiento 
y  viniesen  contentos.  Con  este  cuidado  tan  particular,  fueron  sanando 
los  enfermos  y  se  iban  acomodando  todos  á  las  prácticas  y  establecimien- 
tos del  pueblo.  Muchas  ventajas  se  prometía  el  P.  Uriarte  de  una  reduc- 
ción tan  crecida,  que  mostraba  docilidad  y  prontitud  en  cuanto  manda- 
ba, cuando  fué  llamado  en  el  año  65  á  las  consultas  acostumbradas  de 
San  Joaquín.  Partió  alegre  y  contento  por  estar  noticioso  de  varios  mi- 
sioneros venidos  de  Quito,  y  animado  de  la  esperanza  de  traer  alguno 
consigo  para  concluir  del  todo  la  conquista  de  los  Iquitos.  Mas  le  suce- 
dió todo  al  contrario  de  lo  que  había  pensado,  porque  el  nuevo  visitador, 
Pablo  Aguilar,  al  ver  en  San  Joaquín  al  padre,  le  dijo  en  las  primeras 
salutaciones:  V.  R.  padre  Manuel,  vendrá  empeñado  en  dos  cosas:  en 
volverse  presto  y  en  llevar  consigo  algunos  de  los  padres  á  su  Nanai. 
Pues,  padre  mío,  ni  uno  ni  otro  se  le  concederá.  Aquí  quedará  de  vicesu- 
perior  mientras  durare  mi  visita.  Envíe  luego  canoa  por  sus  trastos,  y  el 


556  Misiones  del  Marañón  Español 

hermano  Pedro  con  su  Plácido  cuidarán  entre  tanto  de  aquella  misión. 
Estos  padres  recién  venidos  que  aquí  están,  son  del  todo  necesarios  para 
la  misión  alta,  el  P.  José  Romei  para  los  Muratas  y  el  P.  José  Zenitagoya 
para  los  Pinches,  y  para  los  Chayavitas  el  P.  Berroeta.  Sólo  quedará 
en  la  misión  baja  el  P.  Máximo  Negri,  que  pasará  á  los  Ticunas  de  Lo- 
reto.  Paciencia,  padre  mío,  que  no  se  puede  por  ahora  disponer  otra  cosa. 

Quedó  altamente  penetrado  de  estas  disposiciones  el  P,  Uriarte,  y 
aunque  le  llegaba  al  alma  el  dejar  á  los  Iquitos  en  tan  críticas  circuns- 
tancias, conociendo  ser  inútiles  todas  las  representaciones  y  propuestas 
con  el  padre  visitador,  se  resignó  á  la  obediencia  dejando  en  mano  del 
Señor  y  encomendándole  muy  de  veras  su  querida  misión.  Pero  como 
vicesuperior  de  toda  la  misión  baja,  no  dejó  de  atender  en  cuanto  pudo  á 
los  Iquitos,  viéndolos  tan  desamparados  y  sin  sacerdote.  Envió  á  poco 
tiempo  como  de  paso  al  Nanai  al  P.  José  Palme,  ya  convalecido,  para 
bautizar  á  los  niños;  sacramentar  á  los  enfermos  y  doctrinar  á  todos, 
pero  con  el  orden  preciso  de  que  no  se  detuviese  en  cada  pueblo  más  de 
quince  días,  porque  no  enfermase.  Hízolo  con  mucha  voluntad  el  obe- 
diente padre,  sin  faltar  y  sin  exceder  un  ápice  de  lo  mandado,  y  volvió 
muy  edificado  de  las  fatigas  y  cuidados  del  hermano  Pedro,  y  alabando 
la  industria  y  diligencia  de  Plácido  en  adelantar  la  iglesia  y  en  atender 
con  gran  cuidado  é  igualdad  á  todos  los  de  Santa  Bárbara.  Con  estas  no- 
ticias se  consolaba  el  vicesuperior,  en  medio  de  las  molestias  que  le  cau- 
saba el  oficio  de  atender  aun  en  lo  temporal  á  las  necesidades  de  los  de- 
más pueblos. 

Daban  mucho  cuidado  los  Yavas  del  pueblo  de  San  Ignacio,  de  los  cua- 
les varios  habían  escapado  al  monte  y  lejos  de  volver  al  pueblo,  como  se 
creyó  en  los  principios,  no  daban  lugar  á  convites  y  estaban  empeñados 
en  cortar  toda  comunicación.  A  esta  causa  el  P.  Vaharaonde,  misionero 
de  San  Ignacio  hizo,  con  parecer  del  P.  Uriarte,  una  vigorosa  represen- 
tación al  gobernador  de  la  misión,  que  era  entonces  el  Sr.  D.  Antonio  de 
Mena,  proponiéndole  que  convenía  y  aun  parecía  necesaria  una  entrada 
con  fuerzas  respetables  en  los  montes  de  los  Yavas,  que  orgullosos  por 
la  impunidad,  traerían  mucho  daño  á  su  pueblo  si  no  se  les  contenía  de 
algún  modo.  Parecióle  buena  ocasión  al  Sr.  Mena  para  hacer  méritos,  y 
escribió  á  los  misioneros  de  la  misión  alta  que  le  enviasen  indios  bien  ar- 
mados para  la  empresa.  No  dejaron  de  venir  algunos  de  valor  y  bien 
pertrechados,  pero  como  enfermasen  de  cursos,  así  por  el  viaje  largo 
como  por  la  mudanza  de  temples  á  que  no  estaban  acostumbrados,  cayó 
al  fin  todo  el  peso  de  la  expedición  sobre  los  indios  del  partido  viejo,  y  tu- 
vieron que  hacer  los  Omaguas  la  principal  fuerza  bajo  un  teniente  enviado 
de  D.  Antonio.  Para  evitar,  en  cuanto  fuese  posible,  toda  violencia  y  no 
exasperar,  sin  necesidad,  á  los  Yavas,  tomó  el  teniente  sus  instrucciones 
del  P .  Vahamonde  como  tan  práctico  de  aquellas  tierras  y  que  conocía 
tan  bien  la  condición  de  los  Yavas. 

Tomadas  estas  precauciones,  entró  el  teniente  con  los  suyos  guar- 


Libro  X.— Capítulo  XX  657 

dando  todo  el  orden  necesario  en  estas  circunstancias,  por  el  monte  don- 
de se  habían  retirado  los  Yavas,  y  hallando  algunas  casas  se  llegó  á  ellas 
con  silencio  y  les  puso  cerco.  Luego  que  lo  notaron  los  habitadores  echa- 
ron mano  de  las  armas,  como  suelen  para  defenderse,  pero  hablándoles 
el  teniente  con  afabilidad  y  cariño,  según  la  prevención  del  padre,  y  pro- 
metiéndoles que  no  se  dada  castigo  alguno  á  los  fugitivos,  se  pusieron  los 
Yavas  en  sus  manos,  y  vencidos  más  de  la  buena  manera  que  de  retos  y 
amenazas,  vinieron  con  él  en  número  de  100  hasta  el  pueblo  de  San  Ig- 
nacio. Pero  aquí  empezaron  las  disensiones  sobre  su  destino.  Decía  el  te- 
niente tener  orden  expresa  de  su  gobernador  para  llevarlos  á  San  Joaquín, 
donde  estarían  seguros  quitándoles  la  ocasión  de  volver  á  escaparse.  Y 
los  Omaguas  mismos,  como  era  natural,  instaban  con  el  teniente  por  el 
cumplimiento  del  orden  conociendo  la  utilidad  que  se  les  seguiría  en  tener 
gente  y  muchachos  de  quienes  servirse.  Oponíase  fuertemente  á  la  trans- 
migración el  P.  Vahamonde,  porque  los  Yavas  que  quedaban  en  el  monte 
eran  muchos  más  en  número,  y  parientes  de  los  pocos  que  se  habían 
rendido,  y  con  sólo  entender  que  á  éstos  les  llevaban  á  San  Joaquín  de 
Omaguas,  corría  grande  riesgo  que  de  noche  acometiesen  al  pueblo,  le 
matasen  á  él  y  arrasasen  toda  la  cristiandad  que  estaba  á  su  cargo.  Por 
este  peligro,  que  en  realidad  era  inminente,  y  ninguno  le  conocía  mejor 
que  el  misionero  de  San  Ignacio,  no  vino  en  manera  alguna  en  que  los 
Yavas  saliesen  entonces  de  su  pueblo;  y  escribió  al  gobernador  una  car- 
ta atenta  y  convincente,  haciéndole  presente  las  razones  fuertes  que  te- 
nía para  no  permitir  el  que  los  Yavas  subiesen  á  San  Joaquín. 

Poco  práctico  el  gobernador,  instaba  y  con  buen  celo  á  que  se  pusiese 
en  ejecución  el  orden  dado  al  teniente  y  el  negocio  se  iba  poniendo  en 
malos  términos.  Pero  quiso  el  Señor  que  el  vicesuperior  de  O  magua  á 
quien  difería  no  poco  el  Sr.  Mena,  le  sosegase  y  trajese  á  la  razón  con 
una  carta  que  le  escribió  en  esta  substancia. 

«Señor  gobernador:  El  recelo  del  P.  Vahamonde  está  bien  fundado;  el 
«riesgo  es  conocido  y  el  peligro  cierto.  Ni  es  el  P.  Vahamonde  persona 
»capaz  de  dar  lugíir  á  temores  vanos.  Ha  estado  toda  su  vida  entre  dar- 
»dos  y  lanzas,  siempre  cercado  de  enemigos  y  siempre  superior  á  to- 
»dos  sin  que  le  hayan  acobardado  jamás  los  peligros  que  no  se  pueden 
«evitar  prudentemente.  Pero  en  esta  ocasión  debe  Vmd.,  pues  puede  y 
»está  obligado  á  ello,  mirar  por  su  vida  y  por  la  de  todos.  Para  hacer 
«méritos  ha  hecho  Vmd.  bastante  en  sacar  á  la  gente  de  los  montes;  con 
»esto  ha  cumplido,  ni  pienso  que  le  pueden  pedir  otra  cosa.  Mas,  ¿en  qué 
«lugar,  en  qué  sitio  ó  pueblo  se  podrán  conservar  establemente  los  trai- 
»dos?  La  larga  práctica  y  experiencia  de  los  misioneros  viejos  es  regla 
»más  cierta  y  segura  que  todas  las  especulativas.  En  realidad,  yo  me  in- 
»teresaba  mucho  en  aumentar  mi  pueblo  con  esta  gente  nueva,  pero  me 
»ha  enseñado  la  experiencia  que  teniendo  los  nuevos  caminos  abiertos  por 
»la  corriente,  ó  río  abajo,  se  huyen  los  más,  si  vienen  forzados,  pues  una 
«balsa  que  forman  con  dos  palos,  les  basta  y  sobra  para  hacer  su  viaje. 


568  Misiones  del  Marañón  Español 

»En  San  Ignacio  de  Pevas  ¡tienen  los  nuevos  Yavas  sus  conocidos  y  pa- 
»rientes,  y  con  el  buen  trato  del  P.  Vahamonde,  que  les  tiene  bien  cono- 
»cidos  y  tanteados,  es  más  creíble  que  permanecerán  y  que  quizá  trai- 
»gan  otros  de  nuevo.»  Con  estas  razones  se  aquietó  el  gobernador,  y  no 
se  pensó  más  en  sacar  á  los  Yavas  de  San  Ignacio. 


CAPITULO  XXI 

intenta   el   P.  XAVIER   VEIGEL   RESTAURAR    LA   MISIÓN    PERDIDA   DEL 

RÍO    UCAYALE 

Aunque  el  P.  Xavier  Veigel  estaba  bien  trabajado  de  los  muchos  via- 
jes, navegaciones  y  caminos  que  había  tenido  que  hacer  como  superior 
de  las  misiones,  y  muy  en  particular  del  que  en  este  año  de  66  había  he- 
cho á  Quito,  en  tiempo  de  lluvias  y  crecientes,  no  había  perdido  el  ánimo 
que  siempre  tuvo  muy  resuelto  de  restaurar  la  misión  del  río  Ucayale  en 
otro  tiempo  tan  asistido  y  floreciente.  Viene  este  caudaloso  río  desde  las 
cordilleras  del  Cuzco  por  más  de  500  leguas,  hasta  desaguar  en  el  Mara- 
ñón, media  legua  antes  del  pueblo  de  San  Joaquín,  por  dos  bocas  de  más 
de  dos  leguas.  En  tan  largo  curso  siempre  se  creyó  que  había  infinitas 
naciones  en  sus  riberas,  islas  y  montañas.  Porque  en  medio  de  haber  fun- 
dado el  P.  Rither  y  el  hermano  Heredia  nueve  pueblos  de  diversas  nacio- 
nes en  las  orillas  de  este  río,  restaba  de  conquistar  la  mayor  parte  de  los 
indios. 

Había  subido  el  P.  Veigel  los  años  pasados,  y  siendo  todavía  visitador, 
por  el  río  Ucayale,  con  el  designio  de  reparar  las  quiebras  pasadas.  Pero, 
como  otro  Moisés,  no  logró  más  que  ver  la  tierra  prometida  que  deseaba, 
porque  v^iendo  la  cobardía  de  los  indios  que  le  acompañaban  y  el  miedo 
que  mostraban  á  los  Pirres  y  Cunivos  por  haber  acabado  en  otro  tiempo 
con  su  misionero  y  deshecho  la  armada  de  los  españoles,  tuvo  por  más 
acertado  dar  la  vuelta  contento  con  enterarse  bien  de  las  tierras,  obser- 
var las  distancias  y  delinear  los  puestos.  Mas  ahora,  con  las  muchas  no- 
ticias que  halló  de  esta  misión  lucida  en  el  archivo  de  Quito  y  con  el  buen 
lado  que  le  hacía  el  provincial,  á  quien  comunicó  su  pensamiento,  se  de- 
terminó á  la  empresa  con  más  coraje,  antes  que  expirase  e]  término  de  su 
gobierno. 

Señaló  200  indios  de  las  naciones  y  pueblos  de  la  misión  alta,  como 
gente  valiente  y  esforzada  en  estas  expediciones,  trajo  como  10  mestizos 
de  la  ciudad  de  Borja,  y  por  cabezas  que  dirigiesen  la  acción,  á  un  te- 
niente y  á  un  Juan  Ponce,  hombre  de  conocida  prudencia  y  de  valor  ex- 
perimentado. Tomó  por  compañeros  de  la  empresa  al  P.  Plendendolfer, 
sujeto  de  grande  capacidad  y  de  mucha  espera,  calidad,  á  lo  que  en- 
cuentro, bien  necesaria  para  templar  los  fuegos  y  moderar  la  actividad 
del  mismo  superior,  que  aunque  hábil,  docto,  trabajador  y  celoso,  era  la 


Libro  X. — Capítulo  XXI  659 

misma  viveza,  queriendo  llevar  las  cosas  en  poco  tiempo  á  su  perfección. 
Dispuestos  con  toda  presteza  los  matalotajes  y  canoas,  salió  la  armadilla 
desde  cerca  de  Borja  en  el  raes  de  Agosto,  y  bajando  por  el  Marañón,  co- 
menzó á  subir  por  el  Ucayale  á  grandes  jornadas.  Esto  fué  ocasión  de 
que  muriendo  dos  ó  tres  indios  y  enfermando  varios,  volvieron  atrás  otros 
50  sin  poder  persuadirles  otra  cosa.  No  conviene  sacar  al  indio  de  su 
paso;  si  con  ruegos,  donecillos  y  caricias  entra  de  suyo,  suele  ser  cons- 
tante en  el  esfuerzo;  mas  si  así  no  se  le  dobla,  en  vano  serán  todos  los  de- 
más medios  de  imperios  y  de  amenazas.  Al  mes  de  navegación  no  inte- 
rrumpida llegaron  después  de  mil  trabajos  á  las  cercanías  de  los  Cuni- 
vos,  que  ya  le  parecía  al  P.  Veigel  tener  en  pocos  días  conquistados. 
Tanto  era  el  deseo  que  tenía  de  ver  restaurada  aquella  misión  y  tanta  la 
esperanza  que  sentía  en  su  corazón.  Pero  el  suceso  fué  bien  contrario  á 
lo  que  pretendía  en  su  ánimo. 

Habían  emprendido  los  franciscanos  de  Lima  reducir  desde  el  río 
Tarma,  donde  tenían  doctrinas,  alguna  gente  nueva,  y  metiéndose  en  el 
Ucayale,  que  comunica  con  su  río,  penetrado  por  él  por  muchas  leguas. 
No  ignoraban  estos  religiosos  que  el  Ucayale  había  sido  en  otro  tiempo 
misión  de  jesuítas;  pero  viendo  la  mies  desamparada  por  tantos  años, 
presentaron  un  memorial  al  virrey  de  Lima  pidiendo  facultad  y  licencia 
para  internarse  por  este  río .  Procedieron  en  esto  con  moderación  y  arre- 
glo, pero  en  tanta  distancia  no  podían  ciertamente  atender  á  los  Ucaya- 
les.  Preguntó  el  virrey  al  procurador  de  los  jesuítas,  que  á  la  sazón  era 
el  P.  Ignacio  Falcón,  si  sería  en  perjuicio  de  las  misiones  de  la  Compañía 
la  entrada  que  pretendían  los  padres  de  San  Francisco.  Respondió  el  pa- 
dre prontamente  que  podían  entrar  aquellos  religiosos,  porque  los  jesuí- 
tas tenían  harto  á  que  atender  en  las  tierras  más  bajas  y  el  número  corto 
de  misioneros  no  daba  lugar  á  subir  á  las  alturas  de  Ucayale. 

Habida  esta  licencia  dispusieron  también  los  franciscos  su  entrada 
por  el  río  Ucayale,  en  la  misma  coyuntura  en  que  Veigel  prevenía  la 
3uya.  Venían  aquéllos  por  la  banda  de  Lima  y  los  nuestros  navegaban 
de  la  banda  del  Marañón.  Como  unos  subían  y  bajaban  otros  por  el  mis- 
mo camino,  era  preciso  encontrarse  las  dos  escuadras  sin  saber  la  una  de 
la  otra.  Esta  fué  la  causa  porque  avistándose  á  poca  distancia  de  los 
montes  de  los  Cunivos  las  dos  armadillas  sin  conocerse  desde  lejos,  fuese 
grande  la  consternación  de  unos  y  otros  que  se  reputaron  enemigos. 
Creían  los  nuestros  que  venían  sobre  ellos  en  gran  número  los  Pirros  y 
Cunivos,  cuyo  poder  tenían^bien  conocido,  y  la  memoria  del  lance  pasado 
avivaba  en  las  circunstancias  el  temor.  Dio  luego  orden  el  superior  que 
se  pusiesen  las  canoas  en  media  luna  y  todos  aprontasen  las  armas  para 
la  defensa  si  fuesen  acometidos.  Los  limeños  tenían  á  los  nuestros  por 
portugueses  ú  holandeses  alzados,  y  daban  también  sus  órdenes  y  hacían 
preparativos  para  la  defensa.  Unos  y  otros  estuvieron  fijos  por  algún 
tiempo  en  el  sitio  en  donde  se  avistaron ,  recelándose  mutuamente  y  sin 
querer  entrar  en  el  peligro,  hasta  que  fueron  los  nuestros  saliendo  del 


560  Misiones  del  Marañón  Español 

ahogo  por  ciertas  señales  que  llegaran  á  observar  y  por  el  ruido  de  trom- 
petas, de  cuyo  instrumento  no  suelen  usar  los  indios  contentos  con  sus 
caracoles  y  bobonas. 

Impaciente  el  P.  Veigel  de  estarse  así  parado,  se  adelantó  con  ban- 
dera blanca  una  canoa  de  indios  fieles  y  algunos  mestizos  bien  preveni- 
dos, que  desde  alguna  distancia  preguntasen  si  podían  llegar  de  paz. 
Respondieron  los  de  Lima,  que  podían  acercarse  sin  temor  alguno  y  con 
toda  seguridad.  Perdido  ya  todo  el  miedo,  dieron  fuerza  de  remos  los  bo- 
gas á  nuestra  canoa,  acercándose  en  poco  tiempo  á  la  canoa  capitana 
de  los  de  Lima,  y  hallaron  que  se  componía  la  armada,  que  tanto  recelo 
les  había  causado,  de  unos  religiosos  franciscanos  y  de  unos  pocos  solda- 
dos gallegos  con  sus  cabos.  Dieron  entonces  los  nuestros  su  embajada 
distintamente,  diciendo  que  tenía  que  hablar  con  ellos  el  superior  de  las 
misiones  de  la  Compañía,  que  quedaba  atrás  con  sus  canoas.  Respondió 
el  comisario  de  los  frailes  con  mucha  alegría ,  como  quien  había  salido 
también  de  un  grande  apuro,  que  se  alegraba  de  tan  feliz  encuentro,  que 
avisasen  luego  al  superior  cómo  él  saltaba  á  tierra  para  abrazarle.  Vuel- 
tos los  enviados  con  la  respuesta,  aunque  le  dio  á  Veigel  un  vuelco  el  co- 
razón, por  barruntar  lo  que  era,  disimuló  la  causa  de  su  sentimiento  y 
mandó  arrimar  todas  las  canoas  á  una  playa,  en  donde  por  ser  oportuna 
para  el  desembarco,  hizo  señal  á  la  otra  armadilla  para  que  desembaí;- 
case. 

Recibió  en  tierra  el  P.  Veigel  con  tiernos  abrazos  á  los  religiosos,  sa- 
ludó cortésmente  al  cabo  y  soldados,  y  se  alegraron  entre  sí  los  indios  al 
ver  tanta  unión  entre  los  misioneros.  Después  de  estas  primeras  demos- 
traciones, como  más  provisto  de  víveres,  dio  algún  refresco  á  los  huéspe- 
des que  estaban  más  faltos  de  vituallas,  y  como  sobremesa  diese  el  co- 
misario alguna  razón  de  su  viaje  con  algún  temor  y  encogimiento,  tomó 
la  palabra  el  P.  Veigel  y  habló  de  esta  manera:  «R.  P.  Comisario,  sa- 
biendo ya  la  mucha  gentilidad  de  esta  nuestra  antigua  misión,  sus  mu- 
chos establecimientos,  el  orden  y  forma  de  cristiandad  en  que  florecie- 
ron, me  determiné  por  mí  mismo  á  restaurarla  compadeciéndome  de  tan- 
tas almas  como  perecían  por  falta  de  obreros  evangélicos.  Pocos  años 
há,  siendo  visitador  de  nuestras  misiones,  hice  la  primera  entrada  y  des- 
cubrimiento sin  lograr  otro  fruto  de  mi  viaje,  por  varios  accidentes  que 
ocurrieron,  que  el  reconocer  el  curso  del  río,  observar  las  tierras,  deli- 
near los  puestos  y  notar  las  distancias.  Ahora  volvía  la  segunda  vez  con 
más  conocimiento  de  las  tierras,  con  otras  noticias  de  lo  pasado  y  con 
más  experiencia  del  suceso.  Pero  ya  que  vuestras 'paternidades,  con  li- 
cencia y  facultad  del  señor  virrey,  se  han  encargado  de  tan  piadosa 
empresa,  volveré  contento  el  pie  atrás,  pues  no  nos  faltan  otras  varias 
naciones  y  más  vecinas  que  poder  conquistar.  Todos  somos  criados  de  un 
mismo  padre  de  familias,  y  vasallos  de  aquel  gran  Rey  á  quien  procura- 
mos traer  subditos,  vasallos  y  cristianos.  Como  este  fin  se  consiga,  no  im- 
porta más  que  sea  por  medio  de  unos  ó  por  la  industria  de  otros.  Ni  la 


Libro  X.— Capítulo  XXI  561 

Compañía  de  Jesús  intenta  otra  cosa,  antes  se  alegra  que  el  nombre  de 
Jesús  sea  conocido  y  honrado  por  todo  el  mundo,  y  que  todas  las  religio- 
nes, clases  y  personas  contribuyan  con  todas  sus  fuerzas  al  conocimien- 
to y  honra  que  se  debe  á  tan  augusto  y  sacrosanto  nombre . » 

El  padre  comisario,  que  en  su  aire,  persona  y  conversación  mostraba 
ser  gran  siervo  de  Dios,  quedó  admirado  de  este  razonamiento,  porque 
tenía  algún  recelo  de  que  los  nuestros,  que  habían  estado  en  posesión  de 
aquellas  misiones,  les  disputasen  el  derecho  de  la  conquista.  Respondió, 
con  pocas  y  muy  humildes  palabras,  que  no  podía  esperar  otra  cosa  de 
la  religiosidad,  celo  bien  entendido  y  caridad  cristiana  de  un  jesuíta  que 
huye  competencias  y,  á  ejemplo  del  gran  Padre  San  Ignacio,  sólo  busca 
la  mayor  gloria  de  Dios.  Que  él  venía  mandado  de  sus  superiores,  y 
aun  animado  á  la  empresa,  por  el  Sr.  Amat,  virrey  de  Lima,  que  había, 
hablado  de  paz  á  los  indios  que  dejaba  á  las  espaldas  y  no  eran  muchos. 
Que  pensaba  ya  en  volverse,  enfermo  como  estaba  de  calenturas,  y  con- 
taría en  la  ciudad  de  Lima  el  feliz  encuentro,  y  cómo  los  jesuítas  no  es- 
taban olvidados  de  los  Pirres  y  Cunivos,  aunque  tan  ingratos  á  sus  mi- 
sioneros. Tuvo  la  oportunidad  el  P.  Veigel  de  fomentar  la  debilidad  del 
padre  comisario  y  aliviarle  en  sus  calenturas  con  algunos  remedios  que 
consigo  llevaba,  y  habiendo  estado  juntos  en  la  playa  un  día  entero,  di- 
chas las  Misas  por  la  mañana,  tomó  cada  armadita  el  rumbo  contrario' 
con  muchas  salvas  de  amistad  y  agasajo. 

Volvía  el  P.  Veigel  por  una  parte  consolado  y  por  otra  poco  satisfe- 
cho de  su  viaje.  Érale  causa  de  consuelo  el  que  los  padres  franciscos 
hubiesen  tomado  á  su  cargo  aquella  gentilidad,  por  tanto  tiempo  olvida- 
da; mas  le  causaba  sentimiento  el  temor  bien  fundado  del  poco  fruto  que 
por  la  banda  de  Lima  se  podía  coger  en  aquellos  cerros  y  montañas,  á 
donde  no  podrían  atender  como  era  necesario  en  tan  grande  distancia. 
Al  contrario  de  nuestra  misión  baja,  se  les  podría  asistir  con  mayor  co- 
modidad por  estar  más  vecina  á  los  Cunivos  y  Pirros  y  tener  en  ella  los 
socorros  que  no  tenían  los  de  Tarma.  No  dejó  de  acerbarle  el  sentimiento 
cuando  oyó  decir  á  nuestros  Panos  que  entendían  la  lengua  de  los  indios 
de  los  frailes;  que  los  pacificados  en  el  camino  por  el  comisario  eran 
muy  pocos,  y  que  estaba  más  adentro  el  golpe  de  Ucayales,  los  cuales 
querían  antes  volver  á  sus  antiguos  padres  que  entregarse  á  los  frailes 
de  San  Francisco.  Esta  noticia  sirvió  al  P.  Veigel  para  dejar  las  co- 
sas dispuestas  de  manera  que,  por  mensajes  de  indios  con  recados  ca- 
riñosos, se  fuesen  juntando  los  Ucayales  en  lo  más  bajo  del  río  y  en  los 
sitios  más  cercanos  á  nuestra  misión,  dejando  á  los  franciscos  todo  lo 
restante  del  río,  en  que  podían  emplearse  con  más  fruto,  como  más  ve- 
cino á  sus  doctrinas. 


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562  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO    XXII 

TRISTES  NUEVAS  DEL  RÍO  NANAI,  ADONDE  PASA  LUEGO  EL  PADRE 

MANUEL  URIARTE 

No  había  estado  el  P.  Uriarte  en  el  pueblo  de  San  Joaquín  más  de 
siete  meses,  cuando  le  llegaron  de  Nanai  nuevas  muy  tristes  de  los  mu- 
chos trabajos  que  se  padecía  en  aquel  partido.  Al  mozo  Plácido,  por  im- 
pedir borracheras,  le  habían  querido  por  dos  veces  matar  los  Iquitos  de 
Santa  Bárbara,  y  en  una  de  ellas  estuvo  tan  cerca  de  la  muerte  que, 
atado  de  pies  y  manos  por  aquellos  brutos,  estaba  esperando  ya  el  golpe 
del  cuchillo.  Pero  viéndose  sin  remedio,  supo  con  palabras  blandas, 
mansas  y  cariñosas  desarmar  la  ira  de  los  vengativos.  Fuera  de  esto, 
había  entrado  con  la  ocasión  de  las  muchas  lluvias  y  crecientes,  la  epi- 
demia en  los  dos  pueblos,  y  moría  bastante  gente  sin  que  hubiese  sacer- 
dote que  los  socorriese.  Por  el  miedo  del  contagio  huían  muchos  á  los 
montes,  y  otros  se  detenían  por  no  caer,  huyendo,  en  las  garras  de  los 
tigres,  como  sucedió  á  la  madre  del  cacique  Casaja,  cuya  muerte  había 
sido  muy  diferente  de  la  de  la  madre,  porque  perseverando  en  el  pueblo, 
murió  picado  de  la  peste,  diciendo  en  aquella  hora  muchas  cosas  de 
consuelo  y  admiración  á  sus  indios.  Decíales  que  veía  con  sus  mismos 
ojos  á  la  Santísima  Virgen  y  al  Santo  Ángel  de  la  Guarda,  que  le  lleva- 
ban al  cielo,  que  no  llorasen  su  muerte  porque  había  oído  los  consejos  del 
padre;  creía  todo  lo  que  creen  los  cristianos  y  se  arrepentía  de  sus  peca- 
dos. De  esta  manera,  así  la  muerte  dichosa  del  cacique  como  la  desdi- 
chada de  la  madre,  sirvió  para  contener  á  muchos  en  el  pueblo,  en  don- 
de quedaban  unos  por  la  esperanza  del  premio  y  perseveraban  otros  por 
el  temor  del  castigo.  Pero  muchos,  sin  respeto  á  lo  uno  y  á  lo  otro,  se  es- 
capaban á  los  montes,  y  era  de  temer  que  si  procedía  la  epidemia  des- 
apareciese al  fin  la  mayor  parte.  Concluía  Plácido  la  carta  en  que  daba 
parte  y  razón  del  estado  peligroso  del  pueblo  rogando,  suplicando  y  cla- 
mando al  P.  Uriarte  que  por  amor  de  Jesucristo  pasase  allá  cuanto  an- 
tes y  sin  perder  tiempo,  antes  que  el  pueblo  se  acabase,  porque  faltan- 
do sacerdote  faltaba  confesor,  faltaba  la  Misa,  faltaban  los  Sacramen- 
tos y  faltaba  todo. 

El  hermano  Pedro  Choneman,  como  soldado  veterano  hecho  á  todo 
trabajo,  necesidad  y  miseria,  escribía  con  más  serenidad,  aunque  con  no 
menor  eficacia,  diciendo:  «Padre  Manuel,  y^  llegó  el  tiempo  en  que  por 
fuerza  lo  han  de  volver  á  su  querida  Nanai.  Ya  3^0  no  puedo  más.  Mien- 
tras voy  á  ver  á  los  de  Santa  Bárbara,  como  se  me  ha  ordenado,  desapa- 
recen de  mi  pueblo  muchos  nuevos  con  no  ser  aquí  tan  fuerte  la  epide- 
mia. Ha  subido  tanto  la  creciente  que  el  pueblo  está  anegado.  Los  indios 
han  escogido  otro  sitio  alto  y  bien  eminente  á  donde  quiera  ó  no  quiera  es 


Libro  X.— Capítulo  XXII  563 

preciso  seguirlos.  Con  que  queda  perdido  todo  el  trabajo  de  la  iglesia  y 
casa,  y  sólo  se  aprovecharán  algunos  materiales,  con  que  empezaremos 
á  trabajar  de  nuevo  valiéndonos  de  las  mismas  sementeras.  Aunque  para 
mi  son  casi  como  si  no  fuesen,  porque  es  grande  la  ingratitud  de  varios 
que,  sin  querer  parecer  á  sus  campos,  no  me  traen  un  bocado  de  comida. 
Y  cuando  los  busco,  con  cariño  me  responden:  ¿Por  qué  no  te  vas  al  Mara- 
ñen con  el  P.  Manuel?  Aquí  ya  entra  la  brujería  del  mal,  nosotros  quere- 
mos escondernos  en  el  monte.  Pero,  al  fin,  como  ovejas  los  voy  recogien- 
do, y  el  cacique  de  V.  K.  me  ayuda  y  los  anima  á  perseverar.  Véngase 
por  Dios  cuanto  antes,  que  el  Señor  nos  ayudará  para  asistir  á  tanto  po- 
bre miserable;  y  si  morimos  en  la  demanda,  vamos  bien.  Me  consuela  el 
que  viviré  desde  ahora  más  cerca  de  V.  R.  en  este  purgatorio  en  que 
Dios  me  ha  puesto.»  Esto  escribía  Pedro  al  P.  Uriarte,  y  lo  mismo  decía 
al  visitador,  que,  acabada  su  visita  y  vuelto  á  San  Joaquín,  conoció,  aun- 
que tarde,  lo  mucho  que  importaba  no  dejar  el  partido  de  Nanai  sin 
sacerdote.  Dio  luego  orden  para  que  volviese  prontamente  el  P.  Uriarte, 
que  haciendo  apresuradamente  las  prevenciones  y  recogiendo  los  soco- 
rros que  pudo,  salió  para  aquel  río  á  jornadas  tiradas  después  de  una 
ausencia  de  poco  más  de  medio  año,  término  bastantemente  largo  si  se 
consideran  las  necesidades  de  aquella  nueva  misión  de  Iquitos. 

A  pocos  días  de  navegación  tirada,  como  lo  pedían  las  circunstancias, 
llegó  el  padre  á  Santa  María,  sirviéndole  de  puerto  la  escalera  misma 
de  la  casa.  Tanto  habían  crecido  los  ríos,  que  estaba  nadando  todo  el 
pueblo,  y  desde  la  iglesia  se  pescaba  como  desde  una  embarcación.  Re- 
cibióle el  hermano  Pedro  con  los  brazos  abiertos,  lleno  el  corazón  de  con- 
suelo y  asomándole  las  lágrimas  á  los  ojos.  En  el  mismo  día  llegó  un  indio 
viejo  y  consumido  en  una  canoilla  pidiéndole,  con  muchas  ansias,  el  bau- 
tismo, y  al  punto  se  le  bautizó  por  estar  bien  instruido.  Bautizó  después  á 
los  niños  del  pueblo  y  á  varios  enfermos,  confesó  á  muchos  y  exhortó  á 
todos  á  la  perseverancia  y  á  que  no  diesen  lugar  á  supersticiones,  pues 
ya  veían  que  en  el  monte  morían  también  los  retirados.  Dos  días  se  de- 
tuvo en  Santa  María,  y  dejando  un  buen  socorro  al  hermano  Pedro  y  re- 
galando á  la  gente  nueva,  partió  al  día  tercero  á  Santa  Bárbara  que  le 
daba  cuidado. 

Fué  recibido,  según  costumbre,  con  la  gritería  y  algazara  que  mues- 
tran los  indios  en  tales  ocasiones.  Plácido  y  el  otro  mozo  no  cabían  de 
contento  teniendo  allí  su  consuelo;  pero  los  pobres  indios,  aunque  se  es- 
forzaban en  mostrar  gusto  y  en  celebrar  la  llegada,  estaban  macilentos  y 
consumidos  de  los  males  pasados,  mas  ya  iban  convaleciendo  y  no  eran 
muchos  los  que  estaban  de  cuidado.  Decían  á  su  misionero:  «Padre,  fula- 
no murió,  á  zutano  lo  consumió  la  peste,  algunos  escaparon  al  monte. 
Otros  con  sus  familias  se  han  retirado  á  sus  sementeras.  Nosotros  esta- 
mos firmes,  pero  has  de  quedar  para  siempre  con  nosotros  hasta  que 
mueras  de  viejo  sin  volverte  jamás  al  Marañen» .  Agradecía  el  padre  los 
discursos  de  aquella  pobre  gente  y  la  consolaba  y  acariciaba,  diciendo: 


564  Misiones  del  Marañón  Español 

Ya  veis,  hijos  míos,  que  vengo  á  vosotros  por  la  tercera  vez,  y  yo  por  mi 
parte  nunca  os  faltaré.  Pero  ahora  es  menester  recoger  la  gente  que  se 
ha  retirado  á  los  montes,  y  vosotros  mismos  habéis  de  ayudarme  para 
traerlos  con  toda  suavidad  y  sin  violencia  porque  son  vuestros  hermanos, 
y  quedando  en  el  monte  es  de  temer  que  en  muriendo  vayan  á  quemarse 
en  el  fuego  de  allá  abajo.  En  efecto,  los  Iquitos  que  habían  perseverado 
firmes  en  la  reducción  sirvieron  admirablemente  para  recoger  los  dis" 
persos  que,  oyendo  la  venida  de  su  misionero,  volvían  con  gusto  dando 
por  excusa  que  se  habían  apartado  de  los  demás  por  el  miedo  del  contagio. 

Entre  tanto  que  el  P.  Uriarte  se  aplicaba  á  reparar  las  quiebras  de 
su  pueblo  y  dar  asiento  á  las  cosas  alteradas,  empezó  á  tomar  cuerpo  y 
arreciarse  más  la  epidemia.  El  hermano  Pedro,  fatigado  del  trabajo,  pe- 
día socorro,  diciendo  que  no  bastaba  para  tantos  enfermos,  y  que  era 
preciso  sacramentarlos  y  fortalecerlos  en  aquella  hora.  Acudió  pronto  el 
padre  y  en  su  compañía  los  dos  mozos,  y  todos  se  emplearon  con  mucho 
fruto;  el  padre  administraba  los  Sacramentos  y  los  demás  auxiliaban  á 
los  moribundos  y  enterraban  á  los  muertos.  Era  cosa  lastimosa  cómo  mo- 
rían los  pobres  del  contagio,  cuatro  y  seis  por  día.  Había  ya  bajado  la 
creciente  y  se  enterraban  en  la  iglesia  y  cementerio.  Todo  se  llenó  de 
cadáveres,  con  ser  así  que  por  el  aprieto,  atendiendo  á  su  costumbre,  sólo 
se  hacían  unos  hoyos  redondos  como  tambores  profundos,  en  que  se  me- 
tían los  cadáveres  amarrados  los  brazos  con  las  rodillas  y  tocando  éstas 
á  la  cara.  De  esta  manera  les  encajaban  en  la  hoya  que  atacaban  des- 
pués con  tierra  gredosa. 

Como  eran  tan  bárbaros  estos  Iquitos  de  Santa  María,  hicieron  en  esta 
ocasión  cosas  que  apenas  parecen  creíbles.  Vivía  con  ellos  aquel  viejo 
que  dijimos  haber  bautizado  el  P.  Uriarte  en  el  día  de  su  entrada  en  este 
pueblo,  y  se  portaba  como  buen  cristiano.  Pero  los  Iquitos,  por  sola  la 
aprensión  de  que  era  viejo  y  que  había  venido  de  fuera,  luego  le  califica- 
ron de  brujo  y  que  podría  haber  traído  consigo  sus  hechicerías.  Esta 
vana  sospecha  pasó  tan  adelante,  que  echando  mano  del  buen  viejo,  le 
enterraron  vivo  para  quitar  de  una  vez  la  raíz  de  tantos  males.  Tuvo 
luego  noticia  de  la  bárbara  inhumanidad  el  hermano  Pedro,  que  corriendo 
á  la  sepultura  lo  desenterró  y  pudo  sacarlo  vivo.  No  paró  en  esto  la 
crueldad  de  aquellos  bárbaros,  porque  pasando  después  el  hermano  á  ver 
otros  enfermos,  volvieron  tercos  á  la  suya,  y  volviendo  al  viejo  que  ape- 
nas comenzaba  á  respirar  libremente,  le  enterraron  de  la  misma  mane- 
ra, pero  apisonando  fuertemente  la  tierra  para  que  no  pudiese  respirar 
de  modo  alguno,  y  de  esa  suerte  lo  mataron.  Pasó  más  adelante  la  fiereza 
de  aquellos  brutos  contra  el  cadáver  del  viejo,  y  vino  á  descargar  sobre 
un  indio  que  por  orden  del  hermano  Pedro  allanaba  las  sepulturas  y  en- 
tre ellas  compuso  también  la  del  viejo.  Traía  este  indio  cada  día  del 
monte  porción  de  arena  para  rellenar  las  sepulturas  que  habían  bajado; 
y  en  uno  de  estos  viajes  se  le  hizo  encontradizo  un  disfrazado,  y  levan- 
tando uno  como  sable,  comenzó  á  darle  de  cuchilladas  por  todo  el  cuerpo 


Libro  X.— Capítulo  XXII  565 

diciendo  entre  dientes:  Yo  soy  el  diablo,  toma,  toma,  porque  compusiste 
la  sepultura  del  viejo.  Escapó  como  pudo  el  infeliz  herido,  repitiendo  Je- 
sús y  María,  y  se  presentó  chorreando  sangre  al  hermano  Pedro  y  di- 
ciendo: Mira  cómo  me  ha  puesto  el  diablo.  En  realidad,  el  espectáculo 
era  lastimoso,  porque  estaba  lleno  de  heridas  en  la  cabeza,  hombros,  es- 
paldas, manos  y  piernas.  Mas  al  fin  quiso  el  Señor  que  sanase  después  de 
dos  meses  con  la  copauva,  quedando  con  las  señales  de  las  heridas.  Pen- 
sóse por  algún  tiempo  que  el  diablo  había  sido  el  autor  de  esta  desgra- 
cia, pero  se  supo  después  haber  sido  el  agresor  uno  de  los  indios  nuevos 
del  mismo  pueblo. 

Muy  semejante  á  esta  impiedad  fué  la  crueldad  que  usaron  con  otro 
viejo  llamado  Canuto,  que  venido  de  Santa  Bárbara  estaba  al  lado  del 
hermano  Pedro,  á  quien  procuraba  mantener  con  alguna  pesca  ó  caza 
que  buscaba.  Enfermó  un  indio  principal  de  Santa  María,  y  al  punto  los 
parientes,  que  eran  todavía  gentiles,  echaron  la  culpa  de  la  enfermedad 
al  viejo  Canuto,  que  conforme  á  sus  supersticiones  creían  haber  hechizado 
al  enfermo.  Con  esta  vana  aprensión  y  sin  más  examen,  van  de  tumulto 
al  bosque  ó  monte  donde  el  viejo  estaba  cazando,  y  sin  darle  tiempo  para 
nada,  gritando  aquellos  bárbaros:  aquí  has  de  morir  porque  hechizaste  al 
enfermo,  que  no  podrá  vivir  si  tú  no  mueres,  le  atravesaron  con  sus  lan- 
zas. Cayó  el  pobre  Canuto  repitiendo  Jesús  y  María,  porque  era  muy 
buen  cristiano,  puntual  á  la  iglesia  y  jamás  se  mezclaba  en  bebidas.  Pa- 
rece que  el  Señor  le  quiso  premiar  su  buena  vida  y  los  servicios  que  hacía 
voluntariamente  al  misionero,  con  esta  especie  de  martirio  y  muerte  tan 
cruel.  Se  deja  bien  entender  cuánto  fuese  el  sentimiento  del  hermano 
Pedro  por  la  muerte  de  un  indio  tan  inocente,  y  ya  que  no  había  podido 
impedir  el  atentado  procuró  enterrar  el  cadáver  con  la  pompa  y  osten- 
tación posible,  intimando  después  del  funeral  á  los  agresores  el  destierro 
del  pueblo,  pues  no  podía  ejecutar  en  ellos  otro  castigo. 

Hasta  contra  una  niña  recién  nacida  volvieron  su  crueldad  y  barba- 
rie estos  ñeros  Iquitos  de  Santa  María.  Murió  de  parto,  como  á  la  media 
noche,  una  india  llamada  Fortunata.  A  los  lamentos  que  daban  en  la  casa 
por  la  desgracia  acudió  luego  el  P.  Uriarte,  que  halló  á  todos  los  habita- 
dores consternados  y  al  marido  de  la  difunta,  que  era  muy  montaraz,  des- 
atinado y  echando  fuego  por  los  ojos  y  con  dos  lanzas  en  la  mano.  Vínole 
al  padre  al  pensamiento  registrar  todos  los  rincones  de  la  casa,  y  halló 
en  uno  de  ellos  el  parto  vivo  que  habían  tirado  sin  hacer  caso  y  como 
cosa  enfadosa.  Bautizó  la  criatura  poniéndola  por  nombre  Cecilia,  y  se  la 
entregó  á  una  india  que  la  diese  de  mamar  hasta  la  mañana  en  que  pen- 
saba tomar  sus  providencias  sobre  ella.  Mas  aquellos  bárbaros  se  la  qui- 
taron por  fuerza  á  la  buena  india,  y  atándola  viva  con  la  madre  difunta, 
ja  enterraron.  Volvió  con  el  cuidado  el  misionero  bien  temprano  y  enten- 
diendo la  inhumanidad  del  padre  y  allegados,  fué  corriendo  á  la  sepultu- 
ra y  quiso  Dios  que  la  encontrase  todavía  viva.  Quitóla  de  la  vista  de 
aquellos  brutos,  y  se  la  entregó  á  otra  india  fiel  que  la  criase  lejos  de  los 


666  Misiones  del  Marañón  Español 

suyos.  Hizolo  con  mucho  cuidado,  y  quedaba  todavía  viva  y  sana  en  San 
ta  María  la  niña  Cecilia,  en  el  año  1768  en  que  salieron  los  padres  deí 
Marañón. 


CAPITULO  XXIII 

ENTRADA  PELIGROSÍSIMA  POR   EL  RÍO  BLANCO 

Parece  que  el  misionero  de  Santa  Bárbara  adivinaba  el  poco  tiempo 
que  les  quedaba  ya  á  los  misioneros  para  trabajar  en  las  misiones  de  Mai- 
nas.  Pues  acordándose  en  este  año  de  66  de  lo  que  se  había  insinuado  en 
otro  tiempo  en  las  consultas  sobre  el  bautismo  de  los  indios  adultos  que 
hubiesen  asistido  constantemente  á  la  doctrina  y  dado  pruebas  de  perse- 
verar, se  resolvió  conforme  á  esta  insinuación  á  bautizar  á  todos  los  adul- 
tos que  le  parecieron  suficientemente  instruidos  y  entraron  en  deseos  de 
recibir  este  santo  sacramento.  Hecha  esta  diligencia  se  aplicó  á  sacar 
gente  nueva  de  los  montes,  valiéndose  del  mozo  Plácido  que  tan  bien 
había  probado  en  las  entradas  pasadas,  y  se  hallaba  práctico  en  los  ríos, 
montes  y  selvas  de  los  Iquitos.  Hizo  varias  excursiones  el  pretendiente, 
con  que  trajo  algunos  nuevos  gentiles  al  pueblo.  Pero  no  podemos  menos 
de  referir  por  extenso  una  de  ellas,  en  que  se  vio  el  celoso  mozo  en  el  úl- 
timo peligro  cercado  de  un  número  grande  de  bárbaros  armados  con  sus 
lanzas  y  sin  recurso  ninguno  en  lo  humano;  pero  le  socorrió  San  Xavier, 
á  quien  se  encomendaba  en  el  apuro,  con  un  incidente  que  no  esperaba. 

Salió  Plácido  con  otro  mozo  llamado  Moreno  y  con  30  individuos  por 
el  río  Nanai,  y  topando  con  la  boca  del  río  Blanco,  subió  por  él  como 
seis  días  de  navegación.  Iba  entre  los  indios  un  catecúmeno  de  Santa. 
Bárbara,  que  siendo  de  lo  más  alto  y  retirado  del  pueblo  del  río  Blanco, 
prometía  enseñar  á  Plácido  el  puerto  más  vecino  al  centro  de  la  gentili- 
dad de  dicho  río.  Mas  antes  de  dar  con  él  padeció  la  gente  tantos  traba- 
jos, que  se  hubiera  apurado  su  constancia  á  no  sostenerla  Plácido  con  su 
ejemplo,  palabras  y  modales.  Hallado  al  fin  el  deseado  puerto  y  escondi- 
das las  canoas,  subieron  todos  por  un  camino  abierto  que  les  guió  á  un 
grande  yucal,  que  aunque  no  había  llegado  á  su  perfección,  todavía  con 
sus  ramas  y  hojas  podía  cubrir  y  ocultar  á  los  nuestros  mientras  se  ex- 
ploraba la  tierra.  Todos  se  metieron  en  él  fuera  del  catecúmeno,  que  pro- 
siguió su  camino  para  reconocer  los  sitios  y  avisar  del  terreno  en  que  se 
hallaban.  Dentro  de  una  hora  volvió  al  sitio  de  los  nuestros  el  explorador 
con  la  noticia  de  haber  hallado  una  casa  muy  grande,  pero  sin  gente,  y 
sin  haber  descubierto  en  ella  los  instrumentos  de  pescar.  Señales  nada 
equívocas  de  que  estaban  sus  habitadores  empeñados  en  alguna  pesca 
general.  La  casa  estaba  bien  cercana  á  lo  que  decía  el  indio,  y  no  creyó 
Plácido  que  hubiese  peligro  en  ir  por  sí  mismo  con  el  otro  mozo  á  regis- 
trarla, pues  no  suelen  los  indios  volver  de  sus  pescas  hasta  el  poner  del 


LiBiio  X.— Capítulo  XXIII  567 

sol,  y  todavía  podían  contar  con  dos  horas  hasta  su  vuelta.  Entrados  en 
la  casa  hallaron  muchos  manojos  de  lanzas  muy  galanas  y  emplumadas 
al  lado  de  las  camas.  El  Moreno  se  empeñaba  en  llevarlas,  para  que 
cuando  los  gentiles  volviesen  no  les  pudiesen  hacer  daño  aunque  quisie- 
sen. Mas  Plácido  se  le  opuso  con  tesón,  haciéndole  á  la  memoria  las  ins- 
trucciones del  misionero,  que  tanto  les  había  encargado  el  desinterés  y 
buena  correspondencia.  Pero  ya  que  no  se  le  permitió  coger  las  lanzas, 
pilló  á  la  desfilada  tal  cual  libra  de  cera  que  encontró,  con  intención, 
como  él  decía,  de  pagarla  después  con  un  hacha  á  su  dueño.  Acción  in- 
digna de  un  mozo  criado  al  lado  del  padre  como  había  sido  Moreno,  y  que 
trajo  bien  malas  consecuencias. 

Como  apretaba  el  tiempo,  se  retiraron  otra  vez  y  se  escondieron  entre 
las  yucas,  hasta  que  volviendo  los  indios  de  su  pesca,  pudiesen  enviarles 
la  embajada  de  paz  en  que  pensaban.  Comenzaron  á  venir  á  boca  de 
noche  los  indios  en  tropas  y  cargados  de  sus  peces.  Pasaban  por  el  ca- 
mino abierto  adultos,  mujeres  y  niños,  todos  alegres  y  contentos  por  el 
buen  lance  que  habían  echado.  Cuando  ya  todo  estaba  en  silencio,  pare- 
ciéndole  á  Plácido  que  todos  habían  pasado,  levantó  la  cabeza  de  entre 
las  yucas  y  halló  en  esto  su  apresurada  curiosidad  la  mayor  desgracia. 
Porque  siguiendo  uno  de  los  indios  que  se  había  quedado  atrás  su  camino 
y  viendo  un  blanco  vestido,  dio  un  gran  grito  diciendo:  «Enemigos,  ene- 
migos, acá  todos  con  sus  lanzas.»  Al  grito  descompasado,  se  retiraron 
todos  los  nuestros  bien  lejos  del  sitio  en  donde  estaban  escondidos.  Sólo 
Plácido,  viéndose  descubierto,  tuvo  á  vileza  y  cobardía  volver  pie  atrás; 
pero  ¿qué  podía  un  hombre  solo,  entre  tanta  canalla  de  gente  bárbara  y 
orguUosa"?  En  un  momento  se  vio  lleno  el  terreno  de  indios  desnudos  con 
manojos  de  lanzas  envenenadas,  á  quienes  venía  dirigiendo  un  viejo  más 
atrevido  y  valiente,  el  cual,  disponiendo  sus  soldados  en  forma  de  cerco, 
clamaba:  «Matad  á  ese  mal  viracocha.»  Viéndose  Plácido  rodeado  de 
tantos  indios  arrestados,  se  esforzaba  á  darlos  á  entender  con  señas,  me- 
neos y  algunas  palabras  que  no  era  enemigo,  antes  amigo,  y  enviado  de 
un  padre  para  regalarlos  y  hablarlos  de  paz.  Pero  el  viejo  se  sobreponía 
con  sus  alaridos  y  entre  la  gritería  de  los  indios  nada  se  percibía.  Ya  en- 
tonces conoció  Plácido  más  claramente  el  peligro  en  que  se  hallaba,  por- 
que rodeado  de  todas  partes  de  aquellos  bárbaros  sin  atender  á  nada,  en- 
ristraban las  lanzas  para  dispararle.  Mas  acordándose  de  San  Francisco 
Xavier,  y  encomendándose  muy  de  veras  al  santo,  levantó  la  escopeta 
que  había  tenido  oculta,  y  puesta  la  llave  én  el  gatillo,  daba  vueltas 
apuntando  á  los  más  cercanos  y  diciendo:  «No  te  acerques,  que  te  mato.» 
Con  esto  gritaban  más  los  infieles,  pero  se  recelaban  y  no  pasaban  ade- 
lante por  el  temor  de  ser  heridos. 

Viendo  el  viejo  la  cobardía  de  los  suyos,  ciego  de  cólera  y  furioso,  se 
adelantó  á  todos  diciendo:  «Seguidme,  Iquitos,  y  matemos  presto  á  este 
forastero.»  Conoció  Plácido  que  iba  de  veras  el  negocio,  y  apuntando  al 
desaforado  viejo,  tiró  el  gatillo  con  la  esperanza  de  que  herido  el  capitán 


568  Misiones  del  Marañón  Español 

los  demás  huirían,  y  él  salvaría  su  vida.  Mas  no  quiso  San  Xavier  que 
diese  lumbre  la  escopeta  y  muriese  el  viejo  que  había  de  ser  ocasión  de 
la  salvación  de  muchas  almas.  De  otra  manera  pensaba  el  santo  sacar 
del  apuro  á  su  devoto  sin  daño  de  los  gentiles.  Iba  ya  el  viejo  á  embestir 
á  Plácido,  cuando  llegando  el  indio  catecúmeno  pariente  de  estos  Iquitos, 
dio  una  voz  grande  diciendo:  «Quietos,  quietos,  no  hagáis  mal  á  ese  blan- 
co, que  es  nuestro  amigo.  Yo  soy  fulano,  vuestro  pariente,  que  vengo  con 
él  de  paz,  enviado  del  padre  de  Santa  Bárbara,  á  visitaros  y  regalaros. 
Si  matáis  al  blanco,  vendrá  su  gobernador  que  está  en  el  Marañón  con 
los  demás  cristianos  y  acabará  con  nosotros.»  Quiso  Dios,  por  intercesión 
de  San  Xavier,  dar  eficacia  á  las  palabras  del  catecúmeno,  porque  al 
oírlas  se  contuvo  el  viejo,  que  con  los  demás  se  retiró  á  hablar  de  paz  al 
indio  su  pariente,  y  á  informarse  mejor  de  su  embajada. 

No  podía  Plácido  soltar  la  lengua  por  el  susto,  ni  hablar  una  palabra 
por  el  coraje.  Cuando  volvió  en  sí  y  vio  ya  serenos  y  sosegados  los  indios 
les  dio  en  cara  con  la  vileza  de  haber  acometido  todos  juntos  á  uno  solo, 
sin  haberles  dado  motivo  para  ello.  Vinieron  después  los  nuestros,  que  se 
habían  alejado  del  peligro,  y  entablada  la  paz  y  amistad  con  los  infieles 
fueron  todos  en  buena  correspondencia  á  hospedarse  en  la  casa.  Vióse 
en  esta  ocasión  cuánto  daño  hace  en  estas  entradas  la  menor  señal  de 
codicia.  Repararon  los  infieles  en  la  cera  que  les  faltaba,  y  dieron  sobre 
ello  á  los  nuestros  quejas  muy  amargas.  Hubo  de  confesar  el  Moreno  que 
la  había  tomado  con  ánimo  de  comprarla  con  una  hacha.  Indignado  Plá- 
cido hizo  luego  que  la  restituyese,  y  recelándose  todavía  de  aquella  gen- 
te, mandó  con  disimulo  á  los  nuestros  que  se  retirasen  á  las  canoas,  que 
las  pasasen  al  otro  lado  del  río.  Temía,  y  con  razón,  que  el  lance  de  la 
cera  no  avivase  el  fuego  ique  había  apagado  el  catecúmeno.  En  efecto, 
repararon  por  la  mañana  que  no  aparecían  en  el  puerto  niños  ni  muje- 
res, señal  clara  de  la  poca  confianza  que  hacían  los  gentiles.  Todos 
cuantos  aparecieron  en  él  eran  adultos,  y  prevenidos  con  sus  lanzas,  pe- 
dían hachas  y  otras  herramientas.  Plácido  les  respondía:  Venid  con  nos- 
otros al  pueblo,  ó  si  os  parece  mejor,  poblaos  aquí  y  entonces  el  padre  os 
las  dará.  No  era  conforme  esta  respuesta  á  las  instrucciones  del  misio- 
nero, que  le  había  encargado  muchas  veces  cómo  debía  en  primer  lugar 
ganar  la  voluntad  de  los  gentiles  con  algunos  regalillos.  Si  hubiera  dado 
al  cacique  su  hacha,  y  á  los  demás  algunos  anzuelos  ó  cuchillos,  hubie- 
ran creído  fácilmente  lo  que  se  les  prometía  y  se  hubieran  evitado  los 
peligros  en  que  por  la  respuesta  se  vieron. 

Oyendo  la  negativa  del  mozo,  los  gentiles  empezaron  á  gritar  y  apron- 
tar las  armas,  lo  cual  visto  de  los  nuestros,  se  embarcaron  en  las  canoas 
prevenidas,  bogando  á  toda  prisa  río  abajo.  Incitado  el  viejo  de  nuevas 
furias,  clamaba:  ¡A  ellos,  á  ellos,  que  se  nos  van!  ¡Animo  y  coraje,  Iqui- 
tos, matémoslos  y  quitémosles  las  hachas!  A  cada  vuelta  del  río,  los  es- 
peraba multitud  de  infieles,  que  arrojaban  sus  lanzas  á  las  canoas.  Viendo 
los  cristianos  la  obstinación  de  aquella  canalla,  remaban  desaforada- 


Libro  X.— Capítulo  XXIII  569 

mente  para  ponerse  fuera  de  peligro.  Quiso  Plácido  varias  veces  dispa- 
rar la  escopeta,  que  aunque  era  buena  y  estaba  corriente,  siempre  le 
faltó,  hasta  que  cansado  de  porfiar  con  ella,  trasladándola  al  brazo  iz- 
quierdo, ella  se  disparó  por  sí  misma,  sin  herir  á  ninguno.  Al  estruendo 
del  tiro,  que  resonó  en  los  montes,  y  á  los  ecos  que  respondían  á  las  vuel- 
tas del  río,  atolondrados  los  gentiles  les  dejaron,  después  de  haberlos  se- 
guido por  gran  trecho.  Dieron  los  nuestros  gracias  á  Dios  y  á  San  Xavier 
de  verse  ya  libres  de  los  peligros.  Y  en  particular  Plácido  atribuyó  al 
santo  que  no  se  hubiese  disparado  la  escopeta  cuando  apuntaba  al  viejo 
y  al  montón,  y  que  al  pasarla  de  un  brazo  á  otro  diese,  sin  daño  alguno, 
tal  estampido  que  bastase  á  sacarlos  del  apuro. 

Prosiguieron  las  canoas  navegando  felizmente,  sin  molestia  alguna  y 
ayudados  de  las  corrientes,  hasta  que,  llegada  la  noche,  haciendo  rancho 
en  una  playa,  durmieron  sin  cuidado.  Pero  por  la  mañana  se  levantó 
Plácido  con  un  pensamiento  qvie  comunicó  á  la  gente  de  esta  manera: 
«Hermanos  míos,  ¿es  posible  que  volvamos  al  pueblo,  después  de  tanto 
tiempo,  sin  llevar  al  padre  gente  nueva"?»— «Tienes  razón,  respondieron 
los  indios;  sería  mucha  vergüenza  volvernos  solos.  El  santo  Xavier,  que 
nos  ha  favorecido  hasta  ahora,  nos  la  mostrará.»  No  quería  Plácido  otra 
cosa  que  traerlos  suavemente  á  lo  que  pretendía.  Hizo  arrimar  las  ca- 
noas á  un  oculto  remanso,  bien  cubierto  de  ramas  de  árboles,  y  encomen- 
dándose á  Dios  y  á  San  Xavier,  comenzaron  á  caminar  por  el  monte,  de 
seis  en  seis,  con  buen  orden  y  cautela,  llevando  las  armas  en  la  mano  y 
sus  alforjillas  al  hombro;  pero  con  la  determinación  de  volver  todos  á  la 
noche  al  sitio  de  las  canoas.  Iban  las  partidas  por  sendas  diferentes  para 
descubrir  más  terreno,  y  Plácido,  que  se  atrasó  un  poco  á  la  suya  por 
cierta  necesidad,  oyó  silbos  á  alguna  distancia,  y  pensando  que  fuesen 
de  alguno  de  su  comitiva,  apresuró  el  paso,  por  ir  á  la  sazón  descalzó  y 
en  camiseta  como  los  demás  indios;  mas  se  encontró  con  dos  gentiles  des- 
nudos que  iban  con  sus  lanzas  en  seguimiento  de  unos  puercos  monteses 
que  habían  descubierto .  Al  ver  los  infieles  se  tragó  nuevamente  el  peli- 
gro de  morir  á  sus  manos,  y  diciendo,  por  ahí  arriba  van  los  puercos,  se 
metió  por  la  maleza  del  monte.  Los  indios  azorados  y  sin  reparar  en 
nada,  corrieron  por  la  senda  que  les  señalaba  y  salió  del  aprieto  el  pobre 
mozo.  Pudo  también  contribuir  no  poco  para  salir  del  peligro  el  vestido 
que  llevaba  de  indio ,  porque  no  es  creíble  que  le  hubieran  dejado  los 
gentiles  si  hubieran  descubierto  en  él  que  era  blanco. 

Era  ya  entrada  la  tarde  cuando  una  de  las  partidas  trajo  la  noticia 
de  haber  encontrado  algunas  casas  no  de  mucha  gente,  pero  al  parecer 
pacífica  y  que  tenía  alguna  noticia  del  misionero  de  Nanai,  cuya  comu- 
nicación deseaba.  Fué  luego  Plácido  con  algunos  indios  á  visitarla  y  re- 
galarla con  algunas  cosuelas.  Los  infieles  mostraron  desde  los  principios 
tan  buena  voluntad,  que  no  dudaron  los  nuestros  en  dormir  sin  temor  ni 
recelo  en  sus  mismas  casas.  Es  verdad  que  por  la  mañana  ponían  mucha 
dificultad  aquellos  pobres  en  dejar  sus  tierras,  yucales  y  platanares  de 


570  Misiones  del  Marañón  Español 

donde  habían  de  vivir,  mas  Plácido  les  allanó  todas  y  les  satisfizo  asegu- 
rando que  tenían  en  el  pueblo  de  Santa  Bárbara  sementeras  abundantes 
y  una  muy  grande  del  misionero  que  sería  para  ellos,  y  que  les  daría  he- 
rramientas para  trabajar  con  más  comodidad  la  tierra,  que  nada  les  fal- 
taría y  vivirían  contentos. 

«Mirad,  añadió,  cómo  andamos  nosotros  desnudos  y  ensangrentados 
de  las  espinas  por  sólo  buscaros.  Preguntad  á  éstos  cómo  los  trata  el  pa 
dre.  Pues  de  la  misma  manera  os  tratará  á  vosotros».  Con  estas  pala- 
bras, obrando  la  divina  gracia,  se  determinaron  á  venir  como  30  per- 
sonas. 

Entre  tanto  que  pasaban  estas  cosas  por  lo  alto  del  río  Blanco,  nada 
se  sabía  en  el  pueblo  de  los  mozos  y  de  los  indios  que  les  acompañaban. 
Y  como  había  pasado  mucho  tiempo  sin  la  menor  noticia  de  sus  andan- 
zas, hubo  en  el  pueblo  muchos  lloros  dándoles  por  perdidos  ó  muertos  á 
manos  de  los  gentiles.  Parece  que  el  diablo  mismo  fué  el  autor  de  las  vo- 
ces que  corrían  para  alborotar  y  desazonar  á  la  pobre  gente.  Porque  por 
más  diligencias  que  hizo  el  padre,  no  pudo  averiguar  de  dónde  habían 
salido.  Procuró  serenarlos  en  cuanto  pudo,  dándoles  buenas  esperanzas 
de  la  vuelta  y  dijo  muchas  misas  con  asistencia  del  pueblo,  encomendan- 
do todos  la  empresa  á  la  Virgen  Santísima,  á  san  Xavier  y  á  santa  Bár- 
bara. De  esta  manera  se  aquietaron  por  algún  tiempo,  hasta  quellegando 
al  pueblo  un  gentil  del  monte,  aseguró  que  habían  subido  muy  arriba  las 
canoas,  y  hallándose  en  aquel  paraje  la  mayor  parte  de  los  Iquitos  más 
valientes  habían  alanceado  sin  duda  á  los  dos  viracochas  y  muerto  á  los 
indios.  Con  este  discurso  se  renovaron  las  especies,  volvieron  los  lloros  y 
las  mujeres  se  lamentaban  de  la  pérdida  de  sus  maridos.  Ya  se  contaban^ 
como  suele  suceder  en  semejantes  ocasiones,  varios  sueños  y  visiones  de 
las  ánimas  de  Moreno  y  otros  indios  que  daban  por  muertos. 

En  esta  situación  tan  miserable  en  que  se  esforzaba  el  misionero  á 
sacarlos  de  aquella  congoja  y  animar  á  la  gente  contristada,  llegó  un 
propio  por  la  travesía  del  monte  con  una  carta  de  Plácido  en  que  decía: 
«Padre  Manuel,  Dios  nuestro  Señor  nos  ha  librado  de  grandes  peligros  de 
la  vida.  Llegaremos  dentro  de  ocho  días  por  la  vuelta  del  río  Blanco  y 
con  alguna  gente  de  la  cual  es  el  mensajero  que  lleva  ésta.  Publicada 
por  la  reducción  la  noticia,  salieron  las  mujeres  de  su  congoja  y  fué  tan 
grande  su  alegría  como  había  sido  grande  su  tristeza.  No  veían  ya  la 
hora  de  abrazar  á  sus  maridos  y  de  verlos  sanos  y  buenos  como  les  ase- 
guraba el  enviado,  que  rodeado  de  indios  y  de  indias  procuraba  satisfa- 
cer como  podía  á  mil  preguntas  que  le  hacían.  Asomaron  al  fin  las  canoas 
en  el  día  señalado  con  la  gente  nueva,  y  saltando  todos á  tierra  con  gran- 
de gritería  de  los  del  pueblo,  dijeronalpadre,quebajó  también  á  recibirlos: 
«Padre  nuestro,  Dios  y  San  Francisco  Xavier  nos  traen  vivos.»  El  padre 
los  abrazó  tiernamente  y  los  alabó  delante  de  todos.  Las  mujeres  echa- 
ban los  brazos  á  sus  maridos,  los  hijos  á  sus  padres  y  los  parientes  á  sus 
allegados,  diciendo:  Ya  os  llorábamos  por  muertos,  y  ahora  os  vemos 


LI15R0  X.— Capítulo  XXIV  671 

con  tanto  gusto  y  contento.  Subieron  todos  á  la  iglesia,  en  donde  dieron 
gracias  á  Dios,  á  San  Francisco  Xavier  y  ¿i  santa  Bárbara  por  haberlos 
librado  de  tantos  peligros  y  traido  sanos  á  la  reducción.  Pasaron  después 
á  la  casa  del  padre  con  los  nuevos,  que  estaban  encogidos  delante  de  tan- 
ta gente,  y  se  escondían  dé  vergüenza,  y  por  su  genio  corto  y  apocado. 
Mas  el  misionero  les  abrazaba  y  acariciaba,  diciéndoles  que  no  tuviesen 
miedo  que  eran  hijos  suyos  y  que  los  cuidaría  con  el  mismo  carino  que  á 
los  demás.  Hizo  que  se  diesen  vestidos  á  los  que  venían  desnudos,  porque 
ya  Plácido  había  vestido  una  buena  parte,  y  mandó  á  los  alcaldes  que  los 
repartiesen  con  orden  por  las  casas  para  que  nada  les  faltase  y  se  fue- 
sen aficionando  á  vivir  en  poblado  con  suavidad  y  experimentando  sus 
ventajas. 


CAPITULO  XXIV 

FUNDACIÓN  DE  UN  NUEVO  PUEBLO  DE  SAN  JOSÉ  DE  IQUITOS,  POR  UN 
CACIQUE  LLAMADO  ANACACHUJA 

Estaba  consolado  el  P.  Manuel  Uriarte  con  la  nueva  gente,  que  daba 
muestras  de  acomodarse  bien  á  las  costumbres  del  pueblo;  pero  tenía 
clavada  en  el  corazón  la  espina  del  mal  suceso  de  los  Iquitos  del  río  Blan- 
co, la  cera  que  había  cogido  un  mozo  y  el  escopetazo  del  otro,  que  mi- 
raba como  dos  impedimentos  para  conquistar  aquella  gente,  y  su  celo 
no  le  dejaba  sosegar  hasta  traer  al  Evangelio  toda  la  nación  Iquita. 
Para  satisfacer  á  sus  ansias  juntó  á  los  principales  y  más  prácticos  de 
la  reducción,  y  les  habló  sobre  el  modo  que  se  podría  tomar  para  aman- 
sar á  los  bárbaros  del  río  Blanco.  Un  indio  ya  avanzado  en  años,  habló 
en  primer  lugar  de  esta  manera:  «Padre  Manuel,  los  indios  de  lo  alto  del 
río  Blanco  no  son  tan  bravos  como  te  lo  pintan  tus  mozos.  Si  éstos  se  hu- 
bieran fiado  de  ellos,  se  hubiera  hecho  una  paz  bien  firme,  y  aun  hubie- 
ran, á  lo  que  entiendo,  venido  con  ellos;  el  yerro  estuvo  en  la  poca  con- 
fianza que  desde  los  principios  mostraron.  No  niego  que  el  viejo  que  más 
se  opuso  es  mala  canalla;  conózcole  muy  bien,  y  tiene  por  nombre  Ana- 
cachuja.  El  mató,  como  doce  años  há,  en  el  pueblo  de  Napeanos,  á  un 
indio,  y  puesto  en  prisión  por  orden  del  P.  Vahamonde,  logró  escaparse 
de  ella.  Por  esta  hazaña  y  otras  muertes  que  añadió,  se  levantó  con  el 
nombre  de  cacique.  No  ha  tenido  mucho  séquito,  y  le  van  dejando  varios 
de  los  que  se  le  arrimaron.  Supuesto  lo  hecho,  será  también  mejor  el  que 
le  dejemos  nosotros  y  nos  apliquemos  á  sacar  á  los  demás,  de  quienes 
podemos  esperar  con  más  razón  la  perseverancia  en  el  pueblo.  Confirmó 
el  mismo  discurso  otro  hombre  de  autoridad,  añadiendo  varios  encuen- 
tros que  había  tenido  Anacachuja  con  otros  tres  caciques  que  se  habían 
apartado  de  él,  por  no  poder  sufrir  á  hombre  tan  turbulento  y  revoltoso. 
Del  mismo  parecer  eran  los  demás  indios,  conviniendo  todos  en  que  no 


572  Misiones  del  Marañón  Español 

debían  practicarse  diligencias  para  traer  un  alborotador  que  había  que- 
rido matar  á  sus  mismos  parientes. 

No  se  apagaba  con  estas  razones  el  celo  del  misionero,  cuya  caridad 
se  extendía  á  todos  los  infieles  de  aquellos  ríos,  y  así  parló  á  sus  indios 
de  este  modo:  «Hijos  míos,  yo  he  venido  á  estas  tierras  con  el  designio  de 
que  toda  la  nación  Iquita  reciba  la  luz  del  Evangelio.  Esto  quiere  Dios 
de  mí,  y  para  esto  me  ha  llamado.  Olvidad  todos  los  agravios,  que  es  lo 
que  nos  enseña  Jesucristo.  Buscaremos  á  los  Iquitos  del  Nanai  y  del  Ti- 
gre, pero  quisiera  también  que  por  medio  de  los  gentiles  que  vienen  del 
río  Blanco,  hagáis  saber  al  cacique  Anacachuja  que  quiero  ser  amigo 
Suyo  y  que  me  olvido  de  todo  lo  pasado;  que  venga  libremente  y  sin  re- 
celo cuando  quiera,  y  que  se  pasee  por  el  pueblo.  Yo,  hijos  míos,  fuera 
en  persona  á  hacer  las  paces,  pero  ya  veis  cómo  me  veo,  enfermo  y  con 
dolores  de  huesos  y  de  cabeza,  sin  poder  emprender  ese  camino.  Decidle 
también  que  mis  mozos  le  perdonan,  que  le  perdonan  los  indios  y  los  vo- 
gas,  y  haced  lo  posible  por  quitarle  todo  temor  y  miedo.»  Los  indios,  por 
el  respeto  que  tenían  á  su  misionero,  se  ofrecieron  á  todo,  y  mientras  Plá- 
cido trajo  del  Nanai  dos  caciques  hermanos  con  todos  sus  dependientes, 
«nviaron  el  recado  cariñoso  del  padre  al  temido  Anacachuja,  que  tocán- 
dole Dios  al  corazón,  se  resolvió  á  venir  á  Santa  Bárbara  para  visitar  al 
misionero. 

Sin  embargo  de  la  resolución,  iba  dilatando  la  visita,  porque  como 
gentil  sospechaba  que  se  querían  vengar  de  él  los  viracochas,  á  quienes 
tan  mal  había  tratado.  Pero  el  Señor  dispuso  que  se  quitase  el  obstáculo 
en  que  tropezaba.  Porque  Plácido,  habiendo  trabajado  por  más  de  dos 
años  en  la  penosa  misión  del  Nanai,  fué  enviado  á  Quito  con  informes 
muy  ventajosos  que  de  él  hacía  el  misionero,  á  fin  de  que  fuese  recibido 
en  la  Compañía,  y  con  esta  ocasión  le  pareció  al  padre  enviar  también 
al  otro  mozo  al  pueblo  de  Napeanos,  en  donde  se  hallaba  su  mujer,  y  para 
hacer  alguna  demostración  de  castigo  por  la  cera  que  había  tomado  de 
los  gentiles.  Sabiendo  Anacachuja  la  salida  de  los  mozos,  se  aprovechó 
de  tan  favorable  ocasión  y  circunstancias,  y  vino  con  buen  número  de 
los  suyos  para  más  seguridad  á  visitar  al  misionero.  Parecióle  dejar  á 
sus  vasallos  cerca  del  pueblo,  como  de  retaguardia,  y  acompañado  de 
sólo  un  indio  grave  con  una  hija  suya,  entró  por  el  pueblo  á  las  diez  de 
la  mañana.  Recibióle  la  gente  de  la  reducción  con  toda  atención  y  corte- 
sía, dándole  de  comer  y  beber  abundantemente.  Luego  que  el  misionero 
tuvo  noticia  de  la  venida  del  cacique,  le  envió  recado  diciendo  que  se 
alegraba  mucho  de  su  llegada,  que  le  esperaba  en  su  casa  adonde  podía 
venir  con  toda  confianza  y  sin  recelo  alguno. 

Presentáronse  los  dos  indios  con  la  niña  cada  uno  con  sus  dos  lanzas 
en  la  mano,  y  besando  las  del  padre,  le  hicieron  una  gran  cortesía.  Este 
les  recibió  con  toda  benignidad,  acariciándoles  cuanto  pudo,  y  más  á  la 
niña  que  traían;  y  dando  orden  para  que  se  sentasen,  habló  al  cacique 
de  esta  suerte:  «Mucho  tiempo  há,  buen  Anacachuja,  que  deseaba  cono- 


Libro  X.— Capítulo  XXIV  673 

certe  y  ser  tu  amigo.  Mucho  me  alegro  verte  ahora  en  mi  pueblo  para 
que  conozcas  por  experiencia  que  te  quiero.»  «Padre,  respondió  el  cacique 
como  abochornado,  yo  te  quiero,  pero  aquel  tu  mozo  es  malo,  pues  nos. 
quiso  matar  con  la  escopeta  acechándonos  entre  las  yucas.»  Satisfizo  el 
misionero  á  sus  quejas,  diciéndole  el  fin  que  había  tenido  Plácido  en  es- 
conderse en  aquel  sitio,  y  que,  sobre  todo,  había  salido  ya  del  pueblo  á 
donde  no  volvería  más,  como  ni  el  otro  compañero  que  les  había  cogido 
la  cera.  «Lo  que  conviene  ahora,  Anacachuja,  añadió  el  padre,  es  olvi- 
dar todo  lo  pasado;  deja  esas  lanzas,  que  ya  eres  viejo,  arrepiéntete  de 
lo  pasado  y  no  lo  vuelvas  á  hacer.  Entiende  y  cree  que  hay  un  Dios  cria- 
dor de  todas  las  cosas,  que  es  juez  de  todos  los  hombres,  que  á  los  buenos 
les  da  su  cielo  y  á  los  malos  los  envía  allá  abajo  al  infierno,  donde  se 
queman  y  se  abrasan  para  siempre  con  el  diablo.  Yo  quiero  valerme  de 
ti  para  hacer  un  gran  pueblo  en  el  río  Blanco,  y  en  señal  de  que  te  lo  en- 
cargo de  veras,  toma  esta  hacha  para  que  empieces  el  desmonte.»  Aquí 
alegre  y  risueño  Anacachuja,  dijo:  «Si,  padre,  yo  te  juntaré  mucha 
gente  y  ahora  te  traigo  esta  hija  mía  para  que  la  bautices,  y  en  señal  de 
que  cumpliré  mi  palabra.»  Hízolo  el  padre  con  mucho  gusto  y  puso  por 
nombre  á  la  niña  María  Josefa,  poniendo  por  intercesores  á  la  Santísima, 
Virgen  y  á  su  castísimo  Esposo,  para  que  favoreciesen  á  aquellos  pobres 
infieles  y  protegiesen  al  nuevo  pueblo  que  pretendía  fundar  para  escala 
de  la  reducción  de  los  Iquitos  que  restaban. 

Ya  en  este  tiempo  andaban  por  el  pueblo  los  vasallos  del  cacique,  y 
recibidos  con  el  mismo  cariño  habían  perdido  el  miedo  y  dejados  sus  te- 
mores. Tomaron  más  confianza  con  las  dádivas  que  les  hacía  el  misione- 
ro, y  se  animaron  á  poblarse  con  su  cacique  en  las  riberas  del  río  Blanco. 
Partieron  todos  resueltos  á  comenzar  el  desmonte,  formar  el  pueblo 
y  plantar  un  buen  terreno  de  yucas,  plátanos  y  maíz.  Los  principios  fue- 
ron muy  buenos,  y  aun  más  de  lo  que  se  podía  esperar  de  aquella  gente.. 
Porque  al  mes  de  la  partida  ya  estaba  Anacachuja  con  grande  multitud 
de  indios  trabajando  desalado  en  cortar  árboles,  hacer  sementeras,  y- 
disponiendo  el  sitio  para  las  casas  del  pueblo,  á  quien  había  dado  el  pa- 
dre la  advocación  de  su  poderoso  intercesor  San  José.  Era  el  terreno  que 
había  escogido  alto  y  llano,  y  al  parecer  de  aires  limpios,  con  la  ventaja 
de  tener  á  la  falda  una  ensenada  cómoda  para  las  canoas.  Venían  tropas 
de  gentes  al  pueblo  de  Santa  Bárbara  pidiendo  anzuelosy  cuchillos  y  herra- 
mientas, y  decían  cómo  estaban  empleados  en  hacer  su  reducción,  que 
por  la  travesía  del  monte  sólo  distaba  día  y  medio  de  camino.  Rebosaba 
de  contento  el  misionero,  viendo  tan  buenas  disposiciones  en  hombres  y- 
mujeres,  y  alabando  su  constancia  en  las  tareas  de  hacer  un  nuevo  pue- 
blo, les  enviaba  contentos  y  más  animados  al  trabajo  con  algunos  doneci-^ 
líos  que  les  repartía.  Todas  estas  industrias  son  necesarias  para  aligerar- 
les las  fatigas,  que  suelen  ser  muy  grandes  á  los  principios,  y  no  dudaba 
el  padre  que  con  estos  atractivos  llevarían  adelante  lo  comenzado.  Pero 
la  salida  pronta  del  P.  Uriarte  de  este  partido  de  la  misión  y  mucho  más. 


574  Misiones  del  Mará  ñon  Español 

el  arresto  que  al  año  siguiente  se  hizo  de  todos  los  misioneros  del  Marañón, 
cortaron  las  bellas  esperanzas  del  numeroso  pueblo  é  hicieron  ver  que 
nuestras  providencias  son  inciertas  y  los  juicios  del  Señor  inescrutables. 


CAPITULO  XXV 

logra,    finalmente,    el    P.    ANDRÉS    CAMACHO    ABRIR   LA    PUERTA    TAN 
deseada   PARA   LA  CONVERSIÓN   DE   LOS   XÍVAROS 

A  fines  del  año  de  1766  llegó  á  San  Joaquín  de  Omaguas  un  correo  en 
que  venía  señalado  por  superior  de  las  misiones  el  P.  Francisco  Agui- 
lar,  varón  verdaderamente  docto,  y  religioso  muy  ejemplar,  pero  algo 
nimio  y  un  si  es  ó  no  es  escrupuloso,  y  por  esta  su  humildad  no  dejó  con 
muy  buena  intención  de  mortificar  á  los  demás  misioneros,  como  vere- 
mos. Quiso  entablar  en  todos  los  pueblos  de  la  misión  la  vida,  como  él 
decía,  verdaderamente  apostólica  en  los  padres,  prohibiéndoles  mezclar- 
se en  las  cosas  temporales  de  los  indios  si  no  fuesen  muy  necesarias,  y 
haciendo  que  los  mytayos  sólo  llevasen  á  sus  misioneros  lo  indispensable 
para  su  mantenimiento.  Veían  los  padres  que  si  no  cuidaban  en  lo  tem- 
poral de  los  indios  y  velaban  con  cuidado  sobre  sus  intereses,  no  era  fá- 
cil conseguir  lo  espiritual  que  se  pretendía  principalmente.  Fuera  de 
esto,  si  los  mytayos  no  llevaban  víveres  con  abundancia,  ¿quién  había 
de  surtir  de  comida  á  los  pobres,  huérfanos  y  enfermos,  de  quienes  des- 
cuidan los  indios,  dejando  todas  estas  necesidades  á  la  caridad  de  los 
padres,  que  con  su  providencia  saben  remediarlas?  Sin  embargo  de  esto, 
se  acomodaron,  en  cuanto  les  fué  posible,  á  las  órdenes  del  superior,  el 
cual  no  hubiera  ciertamente  adelantado  la  misión,  si,  desengañado  por 
la  experiencia,  no  hubiera  mudado  de  dictamen. 

Desde  el  principio  de  su  gobierno  hizo  varias  mudanzas  de  algunos 
misioneros,  enviando  á  cada  uno  al  pueblo  ó  na,ción  que  le  pareció  más 
conveniente,  y  entre  otros  sacó  del  Nanai  á  la  reducción  de  San  Regís  al 
P.  Manuel  Uriarte,  en  realidad  enfermo  y  demasiadamente  achacoso,  y 
envió  en  su  lugar  á  Santa  Bárbara  al  P.  Juan  Saltos,  por  no  dejar  sin 
sacerdote,  como  en  otro  tiempo,  el  partido  de  los  Iquitos.  El  mismo  pa- 
dre Francisco,  como  era  trabajador  y  celoso  de  las  almas,  comenzó  á  dar 
las  providencias  para  una  grande  entrada  que  pensaba  hacer  en  perso- 
na por  el  río  Curaray.  Tenía  muy  en  la  memoria  las  antiguas  noticias  de 
los  Oas,  Abigiras  y  otras  naciones,  que  por  las  muertes  de  los  PP.  Hur- 
tado y  Suárez  se  habían  retirado  y  esparcido  por  las  riberas  y  montes 
de  este  río,  y  no  le  sufría  el  corazón  dejar  de  hacer  alguna  tentativa. 
Dio  orden  de  que  para  la  empresa  se  fabricasen  buenas  canoas  y  se  alis- 
tasen los  indios  fieles  y  valientes  de  la  misión  alta,  con  quienes  determi- 
naba hacer  la  entrada. 

Mientras  el  P.  Aguilar  tomaba  sus  medidas  para  la  conquista  de  los 


Libro  X.— Capítulo  XXV  575 

Ínfleles  del  río  Curaray,  tomaba  también  las  suyas  el  P,  Andrés  Cama- 
cho  para  la  reducción  de  los  Xívaros.  Estaba  ya  este  misionero  prepa- 
rado para  entrar  á  las  tierras  de  los  gentiles  valerosos,  cuando  un  acci- 
dente sensibilísimo  le  retardó  la  partida.  Habíase  despedido  de  él  el  pa- 
dre Enrique  Francen,  misionero  de  Andoas,  para  venir  á  su  pueblo  de 
MurataS;  y  al  despedirse  le  dijo  el  buen  viejo:  «Yo,  P.  Camacho,  en  bre- 
ve moriré.  Repartirá  V.  R.  las  herramientas  que  quedaren  á  tales  y  tales 
indios  necesitados.  No  creía  Camacho  que  su  fin  estuviese  tan  cercano  y 
aun  le  disuadía  de  semejante  pensamiento.  Mas  hablaba  el  corazón  al 
P.  Enrique  y  no  se  engañaba  en  lo  que  decía.  Porque  á  pocos  días,  en  el 
de  la  Ascensión  del  Señor,  hizo  á  sus  indios  una  plática  muy  fervorosa  de 
aquel  misterio  y  de  la  gloria  de  los  bienaventurados,  como  quien  presen- 
tía algunos  indicios  de  la  próxima  felicidad  que  le  esperaba.  El  viernes 
siguiente  asistió  á  la  doctrina  según  costumbre,  y  el  sábado,  dicha  la  misa 
de  nuestra  Señora,  con  asistencia  de  los  devotos,  dijo  como  á  medio  día  á 
sus  muchachos:  «Adiós,  hijos  míos,  voy  á  descansar.»  Pasaba  una  hora, 
pasaba  otra  hora  y  no  salía  el  padre  del  aposento.  Extrañando  la  nove- 
dad un  muchacho  entró  en  él  y  le  halló  muy  compuesto  como  si  estuvie- 
ra durmiendo.  Estaba  vestido  sobre  su  camilla  cruzados  los  brazos  y  el 
Síinto  Cristo  al  cuello.  Llamóle  y  no  respondía.  Volvióle  á  llamar  y  no 
daba  señales  de  vida.  Finalmente,  acercándose  más,  vio  claramente  que 
estaba  muerto.  Corrió  lloroso  á  los  demás  con  la  nueva  triste,  y  en  un 
momento  se  juntó  todo  el  pueblo  á  llorar  la  muerte  de  su  buen  padre. 

Cuanta  razón  tuviesen  los  Andoas  para  llorar  amargamente  la  muerte 
de  su  misionero,  se  deja  bien  entender  de  lo  mucho  que  le  querían.  Porque 
les  había  criado  y  asistido  por  veinte  años  seguidos,  con  un  amor  entraña- 
ble, con  una  mansedumbre  singular,  y  con  una  liberalidad  que  cautivaba. 
Fué  cura  de  Archidona  y  misionero  de  Ñapo  el  P.  Enrique  Francen,  por 
catorce  años,  que  con  los  veintidós  que  vivió  con  los  Andoas,  llegó  á  cum- 
plir treinta  y  seis  años  en  tan  penoso  ministerio.  Murió  en  el  año  de  67 
como  soldado  veterano  de  Cristo,  con  las  armas  en  la  mano,  de  setenta 
y  cuatro  años  de  edad,  al  parecer  con  luz  que  tuvo  del  cielo  de  su  fin, 
cuando  sus  hermanos  los  jesuítas  españoles  iban  desterrados  de  su  pa- 
tria, experimentando  los  rigores  de  la  navegación.  Ciertos  ya  los  indios 
de  la  muerte  de  su  misionero,  enviaron  varios  correos  con  el  aviso  de  lo 
ocurrido  al  P.  Andrés  Camacho,  que  sintiendo  vivamente  la  falta  de  su 
buen  padre  y  maestro  en  las  misiones,  vino  á  pie  por  travesía  de  montes 
con  tanta  diligencia,  que  en  día  y  medio  anduvo  el  camino  de  tres  días. 
Halló  el  cadáver  sin  señal  de  corrupción  y  sin  vestigio  de  olor  malo,  que 
no  era  poco  en  aquellas  tierras  tan  calientes,  depositado  en  la  iglesia  por 
sus  neófitos  y  vestido  de  la  misma  manera  en  que  murió.  Hizo  con  concur- 
so de  todos  las  exequias,  con  la  solemnidad  posible  en  aquellos  desiertos, 
y  consolando  á  los  Andoas  con  esperanzas  de  otro  nuevo  padre  que  les 
atendería  como  el  P.  Enrique,  se  retiró  á  su  pueblo  de  los  Muratas. 

No  se  acobardó  el  P.  Camacho  por  verse  casi  solo  en  el  partido  de 


676  •     Misiones  del  Marañón  Español 

Pastaza  cuidando  de  tanta  gente;  antes  bien,  considerando  que  tenía  en 
el  P.  Francen  un  nuevo  protector  en  el  cielo,  se  dispuso  para  la  empresa 
de  los  Xíbaros  que  tanto  le  tiraban.  Era  esta  nación  la  que  en  tiempos  pa. 
sados  se  había  sublevado  contra  los  españoles  en  la  ciudad  de  Logroño, 
con  una  irrupción  tan  vigorosa,  que  destruida  la  ciudad  quitó  la  vida  á 
cuantos  se  le  opusieron,  sin  perdonar  más  que  á  las  mujeres  que  llevaron 
consigo  á  las  montañas,  entrando  en  el  número  de  las  miserables  cauti- 
vas hasta  las  religiosas  mismas.  Retiráronse  á  los  principios  los  Xíbaros 
á  sus  escabrosos  montes,  y  se  fueron  después  esparciendo  por  varios  si- 
tios y  en  varias  parcialidades,  pero  siempre  con  alguna  unión  y  depen- 
cia  de  unas  á  otras,  y  por  esta  estrechez,  por  su  valentía,  y  por  lo  inac- 
cesible de  los  montes,  hicieron  siempre  inútiles  los  repetidos  esfuerzos  de 
los  españoles  en  sujetarlos.  En  este  año  de  67,  habitaba  un  gran  golpe  de 
Xíbaros  las  orillas  del  río  Morona;  otro  tenía  su  asiento  en  las  cercanías 
del  rio  Santiago;  vivían  algunas  parcialidades  sobre  el  río  Guazaga,  y 
se  habían  establecido  otras  entre  el  Morona  y  Pastaza. 

No  dudaba  el  P.  Andrés  que  ganada  la  nación  délos  Xíbaros,  mudaría 
de  semblante  la  misión  de  los  Mainas,  por  haber  observado  en  ellos  cali- 
dades y  prendas  muy  diferentes  de  los  demás  indios.  Porque  no  conocían 
los  Xíbaros  el  ocio  ni  la  embriaguez,  que  fueron  siempre  los  dos  vicios 
que  á  manera  de  zizaña  sofocaron  el  grano  del  Evangelio  en  la  mayor 
parte  de  los  indios  conquistados.  Naturalmente  inclinados  al  trabajo, 
llevan  siempre  cuando  van  de  un  sitio  á  otro  su  porción  de  algodón  con 
un  huso  con  que  sin  cesar  hilan  por  el  camino,  y  casi  jamás  se  juntan 
en  las  casas  para  celebrar  fiestas  con  bebidas  fuertes,  con  bailes  y  con 
borracheras.  Con  este  conocimiento  de  la  nación  y  con  la  averiguación 
exacta  de  sus  puestos,  entró  el  misionero  con  suma  fatiga  y  trabajo  á  las 
tierras  de  estos  gentiles,  y  venciendo  montes  y  atravesando  ríos,  no  paró 
hasta  visitarlos  en  sus  propias  casas.  Como  le  vio  sólo  y  sin  español  nin 
guno,  el  gran  cacique  Masuthaca  le  recibió  con  los  suyos  con  todo  aga- 
sajo y  cortesía;  y  á  pocas  palabras  que  oyó  de  la  boca  del  padre,  obser- 
vando su  modo,  su  desinterés,  liberalidad  y  agrado,  comenzó  luego  á 
practicar  sus  diligencias,  para  que  los  demás  caciques  con  sus  gentes 
conviniesen  en  admitir  jesuítas  que,  ayudándoles  á  formar  pueblo,  les 
doctrinasen  y  dirigiesen  en  ellos. 

Llegó  á  tales  términos  la  amistad  y  correspondencia  del  cacique  Ma- 
suthaca con  el  P.  Camacho,  que  habiendo  éste  dado  la  vuelta  á  su  pue- 
blo de  los  Dolores,  le  envió  en  dos  ocasiones  indios  que  le  visitasen  de  su 
parte,  y  en  una  de  ellas  le  presentó  por  modo  de  regalo  veinte  puercos 
caseros  bien  gordos  y  cebados.  Pareció  cosa  particular  á  los  indios  un 
regalo  de  este  género,  porque  aborrecen  comúnmente  la  carne  de  puer- 
co casero;  mas  los  Xíbaros,  por  el  trato  que  habían  tenido  con  los  espa- 
ñoles, la  apreciaban  mucho  y  conservaban  en  sus  tierras  el  estilo  y  cos- 
tumbres de  varias  cosas  que  de  ellos  habían  aprendido.  Correspondió  el 
padre  como  pudo  á  los  recados  expresivos  del  cacique,  y  conociendo  su 


Libro  X.— Capítulo  XXV  677 

buena  voluntad,  se  resolvió  á  entrar  segunda  vez  con  mayor  seguridad 
pero  con  igual  fatiga  á  los  puertos  de  los  Xíbaros.  En  esta  segunda  en- 
trada ya  las  mujeres  le  ofrecían  sus  hijos  con  gusto  para  que  los  bauti- 
zase, diciendo  que  estaban  resueltas  á  vivir  bajo  la  dirección  de  los  pa- 
dres. Bautizó  el  misionero  hasta  unos  doscientos  niños,  y  con  estos  bau- 
tismos tomó  posesión  de  aquellas  tierras  para  Jesucristo,  dando  á  este 
paraje  la  advocación  del  Corazón  de  Jesús  de  los  Xíbaros.  No  demostra- 
ban los  indios  menos  ansias  de  recibir  á  los  padres  que  las  mujeres,  y 
así,  reparando  que  la  sotana  de  los  padres  era  de  algodón,  género  entre 
ellos  usado,  luego  fabricaron  una  tela  lo  más  curiosa  que  supieron  y  se 
la  entregaron  con  mucho  empeño  para  que  hiciesen  de  ella  una  sotana 
y  no  se  olvidase  de  ellos.  Recibióla  con  agradecimiento  viendo  el  gusto 
de  la  gente  y  no  queriendo  darla  ocasión  alguna  de  descontento. 

Mas  ¡oh  juicios  altísimos  del  Señor!  Esta  sotana  que  con  tanta  volun- 
tad le  dieron  aquellos  bárbaros,  no  la  había  de  gastar  viviendo  entre 
ellos  y  le  había  de  servir  para  el  destierro  que  le  preparaba  la  Provi- 
dencia en  unas  tierras  tan  apartadas,  que  mirase  como  antípodas  á  sus 
mismos  bienhechores.  Volviendo  el  misionero  de  su  penoso  viaje;  dispues- 
tas ya  las  cosas  para  una  cristiandad  numerosa,  domados  sin  armas,  su- 
jetos sin  terror  y  ganados  con  cariño  los  Xíbaros,  espanto  de  los  españo- 
les, se  halló  con  la  intimación  del  arresto  y  con  el  decreto  de  la  expul- 
sión del  río  Marañón  y  de  todos  los  dominios  del  rey  católico.  ¿Quién  po- 
drá explicar  con  palabras  el  sentimiento  del  padre  al  oir  la  funesta  nue- 
va, viendo  ya  abierta  de  par  en  par  tan  dilatada  puerta  al  Evangelio, 
después  de  haberlo  procurado  por  tantos  años  sin  perdonar  á  trabajos, 
ansias  ni  fatigas?  Se  puede  decir  con  verdad,  que  el  mayor  dolor  de  los 
misioneros  del  Marañón,  pena  que  aun  hoy  les  aflige  grandemente  y  les 
afligirá  hasta  la  muerte,  fué  sin  duda  el  haber  perdido  la  ocasión  de  tra- 
bajar en  tan  dilatado  campo,  como  se  les  ofrecía  en  el  punto  mismo  de 
su  expulsión.  No  dudaban  que  en  una  tierra  de  tan  buena  calidad  fructi- 
ficaría el  grano  del  Evangelio  mucho  más  abundantemente  que  en  otras, 
en  que  mucha  parte  de  la  semilla,  ó  no  había  echado  raíces,  ó  la  habían 
llevado  las  aves,  ó  la  habían  sofocado  las  espinas.  Quiera  su  divina  Ma- 
jestad, pues  nada  es  difícil  á  su  omnipotencia;  quiera  su  divina  Majes- 
tad, por  su  grande  piedad  y  misericordia,  y  por  la  sangre  preciosísima 
de  su  Hijo  santísimo,  tan  liberalmente  derramada,  acordarse  de  esta  nu- 
merosa nación  que  tan  buenas  disposiciones  mostraba  para  oir  el  santo 
Evangelio,  y  enviar  operarios  celosos,  que  no  mirando  á  otra  cosa  que  á 
la  gloria  de  Dios,  extiendan  el  nombre  augustísimo  de  Jesús  por  aquellos 
montes  y  ríos,  sin  que  quede  persona  alguna  que  no  alabe  á  su  Criador 
y  consiga  el  ñn  último  para  que  todos  fuimos  criados. 


37 


578  Misiones  del  Masañón  Español 

CAPITULO  XXVI 

ESTADO  DE   LAS  MISIONES  DE  MAINAS   EN   EL  AÑO  DE   1768 

Para  concluir  este  libro  décimo  y  último  de  las  conquistas  espiritua- 
les de  tantas  naciones  como  hemos  visto,  haremos  un  breve  resumen  de 
los  pueblos  que  desde  el  año  de  1638,  en  que  se  emprendió  la  conquista 
de  los  Mainas,  hasta  el  de  1768  en  que  salieron  los  padres  del  Marañón, 
se  fueron  fundando  por  el  espacio  de  ciento  treinta  años,  y  añadiremos  al 
fin  del  capítulo  los  que  perseveraban  en  el  tiempo  de  la  expulsión,  el  nú- 
mero de  almas  de  cada  uno  y  los  misioneros  que  cuidaban  de  sus  respec- 
tivas reducciones. 

Pueblos  que  se  llegaron  á  fundar  en  dichos  ciento  treinta  años. 

MISIÓN  ALTA 

Ciudad  de  San  Francisco  de  Borja,  cabeza  de  la  provincia  de  Mainas. 
San  Ignacio  de  Mainas. 
Santa  Teresa  de  Mainas. 
San  Miguel  de  Mainas. 
San  Juan  Evangelista  de  Mainas. 
La  Concepción  de  los  Xeveros. 
San  Pablo  de  Pandabeques. 
San  Xavier  de  Agúanos  y  Chamicuros. 
San  Antonio  de  Agúanos. 
Nuestra  Señora  de  las  Nieves  de  Yurimaguas. 
Santa  Ana  de  Yurimaguas. 
Laguna  Coari  de  Yurimaguas. 
Tracuatuba  de  Yurimaguas. 
San  José  de  Ataguates. 
Santo  Tomé  de  Cutinanas. 
Santa  María  de  Guallaga. 
Nuestra  Señora  de  Loreto  de  Paranapuras. 
La  Presentación  de  Chayavitas. 
La  Concepción  de  Cavapanas. 
Santa  María  de  Ucayale. 
San  Ignacio  de  Barbudos. 
San  Joaquín  de  Omaguas  en  Guerari. 
Nuestra  Señora  de  Guadalupe  de  Omaguas. 
San  Pablo  de  Omaguas. 
San  Cristóbal  de  Omaguas. 
Santiago  de  la  Laguna. 


Libro  X.— Capítulo  XXVI  579 

San  Kegis  de  Indios  Lamistas. 
San  Estanislao  de  los  Muniches. 

RÍO  PASTAZA 

Los  Angeles  de  Roamainas. 
San  Salvador  de  Zapas. 
Nombre  de  Jesús  de  Coronados. 
Santo  Tomé  de  Andoas. 
San  José  de  Pinches. 
Nuestra  Señora  de  los  Dolores  de  Muratas. 

MISIÓN  BAJA 

San  Joaquín  de  Omaguas. 
San  Fernando  de  Mayorunas. 
San  Regís  de  Yameos. ' 
San  Carlos  de  Alabónos. 
San  Simón  de  Nahuapo. 
San  Pablo  de  Napeanos. 
San  Xavier  de  Urarinas. 
San  Ignacio  de  Pebas. 
Nuestra  Señora  del  Carmen  de  Mayorunas. 
Nuestra  Señora  de  Loreto  de  Ticunas. 
San  Juan  Nepomuceno  de  Iquitos.  / 

Santa  Bárbara  de  Iquitos. 

Santa  María  de  Iquitos. 

San  Sebastián  de  Iquitos. 

Corazón  de  Jesús  de  Iquitos. 

San  Xavier  de  Iquitos. 

San  José  de  Iquitos. 

Corazón  de  María  de  Iquitos. 

MISIÓN  DEL   RÍO  ÑAPO 

La  Reina  de  los  Angeles  de  Payaguas. 
Los  Angeles  de  G-uarda  de  Payaguas. 
San  Pedro  de  Payaguas. 
San  Xavier  de  Icaguates. 
San  Juan  Bautista  de  Paratoas. 
San  José  de  Guayoya . 
La  Soledad  de  María . 
San  Bartolomé  de  Necoya. 
Nombre  de  María  de  G-uayoya. 
San  Miguel  de  Ciecoya. 
Nombre  de  Jesús  de  Maqueye. 
San  Juan  Nepomuceno  de  Tiputini, 


680  Misiones  del  Marañón  Español 


MISIÓN  DEL  RÍO  AGUARICO 

San  Pedro  á  la  boca  de  Aguarico. 
San  Estanislao  de  Yairaza. 
Corazón  de  Jesús  de  Yaso. 
Los  mártires  del  Japón. 
San  Luis  de  Guatizaya. 
Santa  Teresa  de  Pequeya. 
La  Trinidad  de  Capocui. 
Santa  Cruz  de  Zueoqueya. 
San  Luis  de  Tiriri. 

Hemos  hecho  mención  en  nuestra  historia  de  todos  estos  pueblos  y  de 
su  primera  fundación,  á  excepción  de  algún  otro  de  poca  consideración, 
cuyo  principio  no  habemos  podido  averiguar.  Hemos  visto  también  en  un 
escrito  otras  seis  reducciones  de  la  nación  Yamea ,  que  tuvieron  estos 
nombres:  La  Trinidad  de  Masamaes,  San  Miguel  de  Ucayale,  San  Juan 
Evangelista  de  Miguianos,  Santa  Ana  de  Pativas,  San  Andrés  de  Pa- 
rranos  y  San  Felipe  y  Santiago  de  Amaonos;  pero  no  sabemos  qué  mi- 
sionero las  fundase,  ni  cuánto  tiempo  duraron,  ó  cómo  se  consumieron  y 
acabaron.  Tampoco  ponemos  en  la  lista  antecedente  los  nueve  pueblos 
de  Ucayales,  Pirros  y  Cunivos...  fundados  á  lo  último  del  siglo  pasado  por 
el  P.  Enrique  Rither,  porque  hasta  los  nombres  ignoramos,  y  sólo  pode- 
mos decir  que  la  capital  ó  centro  de  dichas  reducciones  tenía  la  advoca- 
ción ó  nombre  de  la  Santísima  Trinidad. 

Es  cosa  de  admirar  que  habiendo  fundado  los  misioneros  del  Marañón 
más  de  80  reducciones  en  el  discurso  de  ciento  treinta  años  en  que  lo- 
graron trabajar  en  aquellas  dilatadísimas  tierras  y  conquistar  tantas 
naciones  diferentes,  llegando  á  predicar  el  Evangelio  en  .39  lenguas  entre 
sí  distintas;  el  número  de  almas  que  se  contaba  en  la  misión  en  el  año 
1768  no  pasase  de  15.000,  entrando  en  esta  cuenta  no  sólo  los  cristianos, 
pero  aun  los  catecúmenos.  Crecerá  la  admiración  si  se  considera  que  ya 
en  el  año  de  1656  tenían  reducidos  los  primeros  misioneros  en  solos  la 
pueblos  15.000  familias,  como  consta  de  los  autos  formados  en  aquel  año 
en  la  ciudad  de  Lima.  ¿Pues  cómo  ahora,  después  de  la  conquista  de  los 
Andoas  y  Gaes  en  el  río  Pastaza,  de  los  Omaguas  y  Yameos,  naciones 
numerosísimas  en  lo  bajo  del  Marañón,  de  los  Payaguas  é  Icaguates  en 
el  Ñapo,  de  los  Encabellados  en  el  Aguarico  y  de  los  Iquitos  en  el  Nanai, 
era  tan  corto  el  número  que  correspondía  una  sola  alma  á  una  familia 
de  las  conquistas  antiguas? 

Las  causas  de  una  diminución  tan  grande  en  los  indios  del  Marañón, 
que  no  parecían  á  los  principios  caber  en  aquellas  tierras,  á  lo  que  sien- 
ten los  misioneros  más  prácticos,  son:  1.%  porque  no  habían  entrado  en 
aquellos  países  las  epidemias  de  cursos  de  sangre,  de  catarros,  de  sa- 


Libro  X.— Capítulo  XXVI  581 

rampión  y  de  viruelas,  las  cuales,  á  manera  de  redes  barrederas,  lleva- 
ban de  cuando  en  cuando  pueblos  enteros.  En  lo  cual  se  echa  de  ver  la 
grande  misericordia  del  Señor  con  aquellas  gentes,  porque  queriendo  su 
Majestad  por  sus  ocultos  juicios  reducir  á  número  bien  corto  tantas  na- 
ciones, determinó  hacerlo  en  tal  tiempo  y  coyuntura  en  que  la  mayor 
parte  lograse  participar  de  los  Sacramentos  y  consiguiese  su  último  fin. 
Porque  fuera  de  los  infinitos  niños,  que,  como  dijimos  en  otra  parte,  vola- 
ron al  cielo  con  la  estola  de  la  gracia  recibida  en  el  bautismo,  siendo 
constante  en  el  Marañón  lo  que  dice  el  P.  Acosta,  De  Procuranda  Indorum 
salute,  que  de  cuatro  partes  de  indios  las  tres  mueren  sin  llegar  al  uso  de 
la  razón,  los  más  de  los  adultos  morían  con  estas  pestes  ó  recién  bauti- 
zados si  eran  catecúmenos,  ó  fortalecidos  con  los  demás  sacramentos  si 
eran  ya  cristianos.  Y  los  misioneros  que  los  trataban  de  cerca,  estaban 
persuadidos  á  que  los  que  acababan  en  el  pueblo  su  carrera  se  salvaban. 
Tales  y  tan  sensibles  señales  de  su  salvación  eterna  veían  en  aquella  úl* 
tima  hora. 

La  segunda  causa  de  haber  bajado  tanto  el  número  de  los  indios  fue- 
ron sin  duda  los  portugueses,  que  al  principio  de  este  siglo  fuera  de  los 
muchos  daños  que  habían  hecho  antes,  asolaron  seis  pueblos  florecientes 
de  Omaguas  y  Yurimaguas,  llevando  cautivos  á  sus  tierras  estos  misera- 
bles indios  sin  haber  fuerza  bastante  para  resistir  á  tanta  violencia. 
Sólo  el  P.  Samuel  Fritz,  que  los  había  conquistado  para  Jesucristo,  hizo, 
como  en  su  lugar  dijimos,  un  largo  y  penoso  viaje  al  Gran  Para  y  con  su 
buen  modo  y  razones  evidentes,  presentadas  al  gobernador,  contuvo  á  los 
principios  el  ímpetu  de  la  persecución  de  aquellas  gentes ;  pero  muerto 
este  insigne  misionero  rompieron  con  más  fuerza  los  diques  de  su  furor,  y 
lo  asolaron  todo  llevando  también  por  prisionero,  al  P.  Sana  que  le  suce- 
dió en  el  empleo. 

La  tercera  causa  fué  la  muerte  violenta  que  varias  naciones  de  genio 
traidor  y  de  condición  taimada  dieron  á  sus  mismos  misioneros.  Por  la 
muerte  del  P.  Pedro  Suárez  se  internaron  en  sus  montañas  del  Curaray 
los  Oas  y  los  Abigiras.  Por  la  del  P.  Nicolás  Durango  volvieron  á  sus  an- 
tiguos escondrijos  muchos  Semigayes.  Por  la  del  P.  Rither  y  del  hermano 
Heredia  se  perdió  toda  la  misión  de  Ucayale.  Por  la  del  P.  Hurtado,  bien 
que  ejecutada  por  un  bárbaro  mulato,  desaparecieron  muchos  Roamai- 
nas  y  Zapas.  ¿Y  qué  diremos  del  P.  Francisco  Real,  habiendo  perecido 
en  la  tormenta  casi  toda  la  misión  de  los  Encabellados  extendidos  en  tan- 
tos pueblos?  Y  en  estos  últimos  años  tuvo  que  trabajar  el  P.  Vahamonde 
por  tanto  tiempo  para  recoger  los  indios  huidos  de  San  Ignacio  por  la 
muerte  del  P.  José  Casado.  Estas  son  las  causas  verdaderas  de  la  dimi- 
nución de  los  indios.  Una  buena  parte  pereció  al  rigor  de  la  peste;  otra 
fué  llevada  cautiva  de  los  portugueses;  otra  escapó  al  monte  después  de 
algún  atentado,  y  la  otra,  finalmente,  subsistía  en  las  reducciones  que 
contaba  la  misión  en  el  año  de  1768,  y  eran  las  siguientes: 


582  Misiones  del  Marañón  Español 

misión  alta  del  marañón 


BEDÜCCIÓN 

ALMAS 

MISIONEROS 

Ciudad  dé  San  Borja 

328 
306 

1.600 
100 

1.500 

1.000 

300 
200 
700 

300 
100 
750 

P.  Xavier  Veigel,  alemán. 
El  mismo. 

San  Ignacio  de  Mainas 

Santiago  de  la  Laguna 

P.  Adán  Vidman  bávaro. 

San  Juan  Evangelista  de  Mainas 
La  Concepción  de  Xeveros 

San  Xavier  de  Chamicuros 

Nuestra  Señora  de  las  Nieves  de 

Yurimaguas 

San  Regis  de  Lamistas 

El  mismo. 

P.   Xavier  Plindendorfler,  ale- 
mán. 
P.  Carlos  Albrizi,  veneciano. 

P.  Leonardo  Deubler,  alemán. 
El  mismo. 

Presentación  de  Chayavitas 

Nuestra  Señora  de  Loreto  de  Pa- 
ranapuras 

P.  Dionisio  Ibáñez,  alavés. 

P.  Pedro  Berroeta,  quiteño. 

El  mismo. 

P.  Pedro  Esquini,  florentino. 

San  Estanislao  de  Muniches .... 
Concepción  de  Cavapanas 

MISIÓN  DEL  RIO 

PASTAZA 

SEDUCCIÓN 

ALMAS 

MISIONEROS 

Santo  Tomé  de  Andoa 

400 
200 

800 

200 

P.  Martín  Sveina,  bohemo. 

San  José  de  Pinches 

P.  José  Zenitagoya,  quiteño. 

P.   Andrés  Caraacho,   popaya- 

nense. 
El  mismo. 

Nuestra  Señora  de  los  Dolores  de 
Muratas 

Corazón  de  Jesús  de  los  Xívaros 

MISIÓN  BAJA  DEL 

MARAÑÓN 

REDUCCIÓN 

ALMAS 

MISIONEROS 

San  Joaquín  de  Omaguas 

San  Fernando  de  Mayorunas. . . 
San  Regis  de  Yameos 

600 
200 
500 
600 
300 
700 

100 

700 

P.  José  Palme,  alemán. 

El  mismo. 

P.  Manuel  Tlriarte  alavéc! 

San  Xavier  de  Urarinas 

San  Pablo  de  Napeanos 

San  Ignacio  de  Pevas 

P.  Mauricio  Caligari,  alemán. 

P.  José  Montes,  sardo. 

P.  José  Vahamonde,  quiteño. 

El  mismo. 

P.  Segundo  del  Castillo,  mari- 
chego. 

Nuestra  Señora  del  Carmen  de 
Mayorunas 

Nuestra  Señora  de  Loreto  de  Ti- 
cunas.   

Libro  X.— Capítulo  XXVI 

MISIÓN  DE  ÑAPO  Y  AGUARICO 


583 


EKDUCCIÓN 


Nombre  de  Jesús 

Santísima  Trinidad  de  Capocui. 

San  Miguel 

Nombre  de  María 

San  Xavier  de  Icaguates 

San  Pedro  de  Pay aguas 

Santa  Bárbara  de  Iquitos 

Nuestra  Señora  de   la  Luz  de 
Iquitos 

San  José  de  Iquitos 


MISIONEROS 


P.  José  Romei,  bolones 

P.  Juan  Ibusti,  francés. 

Los  mismos. 

Los  mismos. 

Los  mismos. 

Los  mismos. 

P.  Juan  Saltos,  americano. 

Hermano  Pedro  Choneman,  ho- 
landés. 
Los  mismos. 


Estos  eran  los  pueblos  que  se  contaban  en  los  cinco  partidos  dichos, 
cuando  los  misioneros  salieron  del  Marañen.  Los  indios  del  partido  pri- 
mero eran  todos  cristianos  á  excepción  de  unos  pocos  Mainas  reciente- 
mente agregados.  En  el  segundo  se  hallaban  varios  Muratas  y  Xívaros 
catecúmenos.  Los  Ticunas  y  Mayorunas  del  tercero,  casi  todos  eran  pre- 
tendientes del  bautismo.  En  el  cuarto,  casi  todos  estaban  bautizados.  Fi- 
nalmente, los  Iquitos  que  estaban  fundando  en  el  quinto  partido  el  pue- 
blo de  San  José,  eran  catecúmenos. 

Fuera  de  estas  reducciones,  cuidaban  dos  misioneros,  es  á  saber:  los 
PP.  Xavier  Crespo  y  Juan  Ullauri,  americanos,  de  la  ciudad  de  Santa 
Cruz  de  Lamas,  en  donde  había  dos  mil  blancos  y  mestizos  y  como  mil 
indios.  Vino  en  esto  la  Compañía  por  condescender  á  las  súplicas  del  se- 
ñor obispo  de  Trujillo,  á  cuyo  obispado  pertenece  dicha  ciudad.  De  la 
misma  manera  estaba  á  cargo  del  P.  Francisco  Zamora,  natural  de  Ta- 
cunga,  la  ciudad  del  Rosario  de  Archidona,  donde  vivían  algunos  espa- 
ñoles y  mestizos  con  seiscientos  indios.  Finalmente,  el  pueblo  de  Ñapo, 
que  es  de  indios  tributarios  con  dos  anejos  llamados  Tena  y  Misagualle, 
donde  habría  por  todo  sus  ochocientas  personas,  estaba  al  cuidado  de 
otro  misionero  del  Marañen  el  P,  José  Márchate,  alemán.  Estos  dos  últi- 
mos padres  hacían  también  sus  excursiones  á  Santa  Rosa  y  predicaban 
y  confesaban  á  los  mineros  blancos  que  con  doscientos  negros  trabaja- 
ban en  aquellas  minas  de  oro,  cercanas  al  pueblo  de  Ñapo. 


LIBRO  XI 


Antes  de  referir  la  expulsión  de  los  misioneros  jesuítas  de  sus  queri- 
das misiones,  y  declarar  los  grandes  trabajos  que  pasaron  por  mar  y 
tierra  arrastrados  á  la  Italia,  nos  ha  parecido  dar  en  este  penúltimo  li- 
bro alguna  noticia  del  gobierno  político-cristiano  de  la  misión  del  Mara- 
ñón.  Para  proceder  con  alguna  claridad  y  distinción  en  las  cosas  que 
pensamos  decir  del  gobierno  común  de  todas  las  reducciones,  y  del  par- 
ticular de  cada  pueblo,  asi  en  lo  civil  y  político,  como  en  lo  espiritual  y 
cristiano,  reduciremos  á  ciertos  capítulos  los  puntos  más  principales, 
comprendiendo  en  ellos  las  prácticas  y  establecimientos  que  se  observa- 
ban inviolablemente  en  los  pueblos  antiguos  de  la  misión  alta,  y  que  se 
seguían  é  imitaban  más  ó  menos  en  los  nuevos  que  pertenecían  á  la  mi- 
sión baja,  á  la  del  Ñapo,  y  Aguarico  y  á  la  del  Nanai. 


CAPITULO  PRIMERO 

DEL   GOBERNADOR  DE  LA  MISIÓN:    SU  JURISDICCIÓN  Y  OBEDIENCIA 

DE   LOS   INDIOS 

El  gobernador  de  la  ciudad  de  San  Francisco  de  Borja  lo  era  también 
de  todo  el  distrito  de  las  misiones  de  Mainas,  extendiéndose  su  jurisdic- 
ción por  cédula  real  del  año  de  1682  (en  que  se  expresan  los  títulos  mis- 
mos que  se  le  dan  al  conferir  el  gobierno)  á  todas  las  naciones  hasta  en- 
tonces reducidas,  y  á  las  que  después  se  fueren  reduciendo  por  la  indus- 
tria y  celo  de  los  misioneros  jesuítas  de  la  provincia  de  Quito,  en  el  gran 
río  Marañen  y  en  los  colaterales  que  desaguan  en  él,  mediata  ó  inmedia- 
tamente, como  asimismo  á  los  respectivos  montes  de  uno  y  otro  lado,  en 
que  vivían  dichas  naciones.  Su  común  residencia  era  la  ciudad  de  Borja, 
pero  debía  visitar  y  visitaba  los  pueblos  todos,  sin  excluir  los  más  distan- 
tes y  más  expuestos  á  peligros  y  novedades.  Proveía  sus  ordenanzas 
para  el  común  de  la  misión  y  para  cada  pueblo  en  particular,  proporcio- 
nadas á  la  situación  y  calidad  de  cada  uno.  Daba  el  nombramiento  de 
oficiales  de  milicia  á  los  vecinos  de  Borja,  como  de  maestres  de  campo, 
sargentos  mayores,  capitanes  y  demás  oficiales  subordinados,  y  siempre 


Libro  XI. — Capítulo  I  585 

que  salía  á  visita  llevaba  consigo  alguno  de  ellos,  con  los  soldados  que 
le  parecía,  conforme  á  la  mayor  ó  menor  necesidad  y  circunstancias  que 
ocurrían.  Desde  la  fundación  de  la  ciudad  y  desde  los  principios  del  es- 
tablecimiento del  gobierno,  se  obligaron  los  Borjeños  á  servir  de  solda- 
dos á  disposición  del  gobernador,  en  bien  y  provecho  de  la  misión;  y  en 
atención  al  servicio  que  prometieron,  se  les  repartieron  encomiendas  por 
la  nación  Maina,  las  cuales  gozaron  por  herencia  y  sucesión  sus  mismos 
hijos,  nietos  y  biznietos,  hasta  que  en  estos  últimos  años  se  agregaron  á 
la  corona  real.  Preraiábaseles  también  á  proporción  de  su  valor  y  mé- 
rito con  los  honores  y  grados  oficiales,  pasando  de  unos  á  otros,  según  el 
juicio  del  gobernador  general  de  la  ciudad  y  misiones. 

Tomaba  posesión  jurídica  y  solemne  en  forma  de  derecho,  y  á  nombre 
de  su  majestad  de  las  naciones  reducidas  y  de  los  pueblos  que  se  forma- 
ban en  ellas.  Confirmaba  las  paces  hechas  de  los  misioneros,  y  tomándo- 
los debajo  de  su  protección  real,  se  declaraba  en  la  misma  conformidad 
amigo  de  sus  amigos,  y  enemigo  de  los  que  les  perjudicaban  ó  hacían 
agravios,  protestando  que  se  valdría  de  toda  la  autoridad  real  cometida 
en  virtud  de  su  cargo,  para  reprimir  y  contener  á  las  naciones  confinantes 
que  les  molestaran  sin  causa,  ó  impidieran  el  establecimiento,  paz  y  liber- 
tad de  los  indios  que  se  reducían  -ó  querían  reducirse  á  la  fe  católica.  Asi- 
mismo intimaba  á  los  indios  reducidos  la  obediencia  á  su  majestad,  la  suje- 
ción á  sus  ministros  y  el  rendimiento  á  los  padres,  que  atendían  á  la  sal- 
vación eterna  de  sus  almas  por  los  medios  más  proporcionados  de  cariño 
y  suavidad.  Últimamente,  encargaba  á  todos  la  fidelidad  á  las  majestades 
divina  y  humana,  conminándolos  con  los  castigos  correspondientes  si  fal- 
tasen á  ella. 

En  cada  uno  de  los  pueblos  nombraba  su  gobernador,  y  le  daba  facul- 
tad de  empuñar  bastón  por  insignia  de  su  cargo,  concediéndole  las  fa- 
cultades necesarias  para  ejercer  enteramente  su  oficio,  como  pedía  el 
buen  gobierno  de  la  reducción.  En  los  pueblos  nuevos  daba  este  nombra- 
miento al  cacique  de  la  nación,  y  si  eran  dos  ó  tres,  como  solía  suceder, 
prefería  al  de  más  séquito,  ó  al  que  tenía  debajo  de  sí  más  gente,  dando 
á  los  demás  otros  cargos.  El  nombramiento  era  por  lo  regular  de  por  vida, 
aunque  el  empleo  era  de  suyo  amovible  á  la  disposición  de  su  señoría,  el 
cual,  si  el  indio  desmerecía  por  su  pereza  ó  mal  proceder  el  cargo  come- 
tido, le  privaba  de  él  y  ponía  otro  más  diligente  en  su  lugar.  En  los  pue- 
blos antiguos  seguía  comúnmente  la  sucesión  del  gobierno  por  sangre  en 
los  caciques,  prefiriéndolos  á  los  demás  en  igualdad  de  méritos  y  aptitud. 
Pero  si  no  los  había  ó  no  se  juzgaban  dignos  del  cargo,  se  daba  á  otros  el 
nombramiento.  La  elección  era  privativa  de  su  señoría;  pero  procedía  de 
acuerdo  y  consulta  con  el  padre  superior  de  la  misión,  el  cual,  de  informe 
del  misionero  inmediato,  como  más  enterado  de  las  calidades  de  sus  in- 
dios, proponía  al  que  parecía  más  á  propósito  para  ejercer  el  cargo. 

El  título  de  gobernador  del  pueblo  á  veces  era  verbal  y  otras  veces  por 
escrito,  autorizado  por  el  secretario  general  del  gobierno.  De  la  misma 


586  Misiones  del  Marañon  Español 

manera  se  daban  en  cada  pueblo  los  títulos  de  capitanes,  alférez  y  sargen- 
to, las  más  veces  por  escrito.  Alguna  otra  vez  se  premiaba  con  otros  car- 
gos mayores,  de  maestre  de  campo  ó  de  sargento  mayor,  á  los  mismos 
indios  que  se  habían  distinguido  en  alguna  expedición  ó  señalado  en  al- 
guna empresa  del  real  servicio  y  bien  común  de  la  misión.  Todos  los  años 
confirmaba  los  alcaldes,  alguaciles  y  otros  ministros  que  nombraba  el 
ayuntamiento  del  pueblo.  En  la  misión  alta  debían  presentarse  los  recién 
elegidos,  al  principio  del  año,  á  la  ciudad  de  Borja  por  la  confirmación, 
si  no  es  que  por  aviso  anticipado  del  gobernador,  que  bajaba  á  la  visita, 
se  les  excusase  el  viaje.  En  la  misión  baja  y  nueva  acudían  al  teniente 
general,  que  residía  en  el  partido,  pareciendo  necesario  dispensarles  del 
dilatado  viaje.  Túvose  por  conveniente  poner  estos  tenientes  cuando  fué 
dilatándose  la  misión  por  tantas  reducciones  de  las  naciones  del  bajo  Ma- 
rañon, del  Ñapo  y  del  Aguarico,  que,  como  distantes  tantos  centenares 
de  leguas  de  la  cabeza,  no  podían  ser  convenientemente  gobernados  sin 
el  socorro  de  subalternos.  Poníales  comúnmente  el  gobernador,  y  si  tal 
vez  la  Real  Audiencia  de  Quito  despachó  estas  provisiones,  lo  hizo  dejan- 
do  los  elegidos  subordinados  y  sujetos  al  gobernador.  No  podían  los  te- 
nientes disponer  ni  obrar  más  que  provisionalmente,  y  tenían  las  veces 
del  gobernador  en  las  ocurrencias  comunes  y  necesidades  urgentes. 

En  todos  los  pueblos  tenían  los  indios  casa  prevenida  y  alhajada  para 
cuando  fuese  el  gobernador  á  la  visita.  Esta  era  la  casa  del  concejo,  que 
allí  llaman  cabildo  y  servía  para  las  juntas  de  los  ministros  de  justicia. 
Solía  estar  en  un  sitio  cercano  á  la  iglesia,  de  manera  que  los  tres  lienzos 
de  la  plaza  principal  los  hacían  ordinariamente  la  iglesia,  la  casa  del 
misionero  con  su  cocina  que  era  como  seminario  de  niños  y  niñas,  y  la 
casa  de  ayuntamiento.  Al  gobernador  particular  del  pueblo  y  á  los  al- 
caldes de  año  tocaba  tenerla  provista  de  los  utensilios  necesarios  de  ca- 
mas, mesas  y  sillas  para  un  hospedaje  decente  en  tiempo  de  la  visita  del 
gobernador  ó  teniente,  y  los  mismos  oficiales  la  surtían  del  mantenimien- 
to conveniente  señalando  mytayes  ó  indios  semaneros,  que  se  empleaban 
en  buena  caza  y  pesca  para  que  nada  faltase.  Señalaban  también  viudas 
cocineras  para  sazonar  las  viandas,  y  algunos  muchachos  que  servían  de 
criados  al  gobernador  y  á  sus  familiares.  Un  alcalde,  por  el  pueblo,  y  un 
cabo  de  los  oficiales  menores,  por  la  milicia,  estaban  siempre  prontos  á 
cualquiera  hora  del  día  que  los  llamase  el  gobernador,  sin  poder  ausen- 
tarse del  pueblo,  por  todo  el  tiempo  de  la  visita.  En  suma,  era  obedecido, 
asistido  y  atendido  de  los  indios  con  la  más  pronta  obediencia,  con  el  cui- 
dado y  puntualidad  del  más  ñno  vasallaje,  y  con  la  fidelidad  y  rendi- 
miento que  profesaban  á  su  monarca,  cuya  persona  reconocían  en  el  go- 
bernador. 

De  aquí  es  que  no  se  limitaba  la  obediencia  de  los  indios  á  las  órdenes 
que  les  daba  el  gobernador  mismo  en  persona;  la  misma  profesaban  á  las 
insinuaciones  y  mandatos  que  se  le  intimaban  en  nombre  suyo  por  cual- 
quier oficial  y  cabo.  No  hubo  jamás  ejemplar  en  que  se  negase  el  gober- 


Libro  XI.-  Capítulo  I  587 

ñador  particular  de  algún  pueblo  ó  alguno  de  sus  ministros  á  concurrir 
con  su  gente  á  empresas  del  real  servicio,  suministrando  canoas  ó  alar- 
gando bastimentos,  según  eran  requeridos.  Al  menor  aviso  alistaban  los 
cabos  el  tercio  ó  tercios  que  se  les  pedían,  aprontaban  las  canoas  nece- 
sarias, hacían  las  provisiones  correspondientes  al  tiempo  y  salían  gusto- 
sos con  sus  armas  á  la  voz  del  rey,  cuyo  nombre  les  bastaba  para  no  re- 
parar en  gastos,  dejando  á  la  caridad  de  los  misioneros  sus  familias  y  ex- 
poniéndose generosamente  á  los  peligros  de  perder  la  salud  y  vida  con  el 
trabajo  que  se  les  añadía  en  el  viaje  de  servir  de  remeros  en  las  canoas, 
que  no  llevaban  otros  marineros  que  los  mismos,  los  cuales  servían  tam- 
bién de  soldados,  de  pescadores  y  de  cazadores.  Todo  esto  hacían  los  in- 
dios en  las  expediciones  á  que  se  les  llamaba,  ya  fuese  para  castigar  gen- 
te alzada,  ya  para  descubrir  gentiles,  ya  para  entablar  paces  con  algu- 
nos bárbaros  de  quienes  se  temía,  empleando  á  las  veces  tres,  cuatro  y 
más  meses,  en  cuyo  tiempo  solían  morir  algunos,  con  el  peso  de  tanta 
fatiga . 

Parecerá  esto  fácil  á  ciertas  personas  que  miran  como  natural  ó  como 
innata  á  las  naciones  del  Marañen  una  cobardía  ó  pusilanimidad  que  les 
quita  la  libertad  de  resistir  á  lo  que  se  les  mandaba.  Grande  engaño  que 
han  querido  hacer  valer  algunos  de  poca  práctica  y  experiencia  en 
aquellas  tierras  y  de  ningún  trato  con  los  indios.  No  hicieron  este  juicio 
los  gobernadores  desde  el  primero  hasta  el  último,  los  cuales  conocieron 
muy  bien  cómo  el  rendimiento  de  los  indios  era  un  puro  efecto  de  la  cons- 
tante aplicación  y  de  la  fatiga  de  los  misioneros  en  civilizarlos.  Y  para 
dar  algún  otro  ejemplo  de  verdad  tan  cierta,  basta  traer  á  la  memoria 
los  primeros  tiempos  en  que  el  gobernador  D.  Jerónimo  de  Vaca  y  su 
hijo,  saliendo  con  un  piquete  de  soldados  de  Borja,  de  quienes  se  sirvió 
para  ayudar  á  los  padres  Gaspar  Cujía  y  su  compañero,  se  vio  no  pocas 
veces  en  la  precisión  de  usar  de  rigor  y  de  valerse  de  las  armas,  para 
hacerse  conducir  de  los  indios  Mainas  á  las  tierras  de  los  Xeveros,  con 
ocasión  de  haber  de  procurar  los  establecimientos  y  fundación  de  los  pri- 
meros pueblos.  Viendo  después  cuánto  costaba  en  aquellos  principios  á 
los  padres  domesticar  aquellas  fieras,  amansar  aquellos  bárbaros  y 
reducir  á  sujeción  y  gobierno  tales  gentes,  dijo  más  de  una  vez:  «No 
veo  cómo  se  pueda  esperar  reducir  á  policía  tan  bárbaras  naciones , 
sin  alguno  ó  muchos  milagros. »  Acordándose  de  allí  á  algunos  años 
uno  de  sus  nietos  de  la  expulsión  de  su  abuelo,  dijo:  «Mi  abuelo  fué  do- 
tado de  un  gran  juicio,  penetración  y  prudencia,  pero  no  de  espíritu 
de  profecía;  ya  veo  que  sin  milagros  se  ha  conseguido  la  reducción  de 
estas  gentes  á  policía  y  sujeción.»  Al  oír  esto  un  vecino  de  Borja,  de  avan- 
zada edad,  volvió  por  el  gobernador  primero  diciendo:  «Vuestro  abuelo, 
señor  gobernador,  dijo  muy  bien  y  tuvo  mucha  razón  de  decirlo;  pero  de 
estos  milagros  nada  ruidosos,  hacen  los  jesuítas  misioneros  con  su  celo 
caritativo  y  con  su  constante  aplicación.» 

D .  Juan  Antonio  de  Todelo,  gobernador  de  las  misiones  por  los  años 


588  Misiones  del  Makañón  Español 

de  1542,  manifestó  el  juicio  que  hacía  en  esta  materia  á  uno  de  sus  más 
confidentes  misioneros  diciendo:  «Desde  que  entré  en  mi  gobierno  reparé 
con  mucha  complacencia  mía  en  la  obediencia  y  sujeción  de  los  indios, 
del  todo  opuesta  á  lo  que  me  informaron  en  Quito.  He  observado  que 
en  los  pueblos  antiguos  es  la  obediencia  igual,  pero  en  los  nuevos  es  más 
pronta  y  exacta  en  unos  que  en  otros,  según  y  como  los  van  domestican- 
do los  padres,  más  ó  menos.  Me  ha  enseñado  la  experiencia  que  no  me 
basta  mandar  para  hacerme  obedecer  aun  con  la  amenaza  de  hacer  va- 
ler mi  autoridad.»  El  caso  fué  que  subiendo  con  un  misionero  por  el  río 
Aguarico  se  encontró  con  una  canoa  en  que  bajaban  dos  indios  con  sus 
mujeres  y  un  muchacho.  Hízolos  llamar  el  gobernador  y  no  hicieron  caso. 
Mandó  tomarles  la  delantera,  pero  ellos  jugaban  con  todos,  haciendo 
lance  con  su  canoita  sin  poder  atajarlos.  Así  se  burlaban  del  gobernador, 
hasta  que  dejándose  ver  el  misionero,  y  llamándolos  en  su  lengua,  vol- 
vieron proa  y  se  vinieron  acercando.  Entonces  el  Sr.  Toledo,  por  medio 
de  un  intérprete,  les  dijo  quién  era  y  que  les  mandaba  volver  á  su  pue 
blo.  Los  indios  se  contentaron  con  mirarlos  fríamente  y  con  decir:  «ya 
estamos  lejos  de  nuestro  pueblo  y  cerca  de  otro,  á  donde  vamos,  y  nos 
cansaremos  si  volvemos»,  y  diciendo  y  haciendo,  volvieron  proa  hacia 
abajo. 

Al  ver  esto  quedó  inmutado  el  gobernador,  y  reparándolo  el  padre, 
gritó  á  los  indios,  que  ya  navegaban  hacia  su  destino,  y  ellos  se  pararon 
en  el  río  sin  moverse,  y  le  aguardaron.  Qué  les  dijese  el  misionero,  ni 
cómo  los  persuadiese,  yo  no  lo  sé,  decía  el  gobernador  contando  este  en- 
cuentro. Sólo  sé  que  á  poco  rato  volvió  el  buen  padre  y  me  dijo:  Prosiga- 
mos, que  los  indios  volverán  con  nosotros,  como  efectivamente  nos  siguie- 
ron hasta  el  pueblo.  Mudado  ya  el  indio  principal  en  otro  hombre,  vino 
á  buscarme  y  ábesarla  mano,  diciendo  que  no  me  enojase,  que  quería  que 
yo  fuese  su  amigo  y  él  lo  sería  mío,  y  en  prueba  de  esto  pescaría  para 
mí  por  todo  el  camino,  y  me  regalaría  con  los  frutos  de  su  heredad,  como 
lo  cumplió  puntualmente.  En  suma,  proseguía  el  gobernador,  es  para  mi 
más  que  difícil  comprender  cómo  han  podido  los  padres  meter  en  camino 
de  sujeción  j  obediencia  estas  gentes.  En  las  misiones  nuevas  voy  viendo 
la  altanería  de  unas  naciones,  que  amigas  de  su  libertad  se  sacuden  con 
abertura,  negándose  á  todo  lo  que  no  es  de  su  gusto  ó  interés.  Veo  la  in- 
sensibilidad de  otros  que  parecen  unos  leños,  porque  ni  oyen  ni  atienden 
ni  se  mueven.  Pruebo  la  dificultad  en  todos  en  dejarse  llevar  de  razones, 
de  respeto  ni  aun  del  agradecimiento  por  el  bien  que  se  les  hace.  Ver- 
daderamente ésta  es  obra  de  Dios,  y  sólo  se  debe  atribuir  al  celo  que  ani- 
ma á  los  padres,  á  su  tolerancia,  á  sus  afanes  caritativos,  á  su  constante 
aplicación  y  á  la  asistencia  con  que  el  cielo  corresponde  á  sus  fatigas.» 
Todas  estas  son  palabras  del  gobernador  Toledo,  uno  de  los  más  capaces 
y  prácticos  que  conoció  la  misión  de  Mainas,  como  atestigua  el  padre 
Martín  Iriarte  en  sus  apuntaciones  sobre  el  gobierno  de  la  misión  de 
los  Mainas. 


Libro  XI.— Capítulo  II  689 


CAPITULO  II 

DEL  SUPERIOR  DE  LA  MISIÓN  Y  DE  SU  GOBIERNO,  CUIDADO  Y  ATENCIÓN 
AL  COMÚN  DE  ELLA  Y  AL  PARTICULAR  DE  CADA  PUEBLO 

Todo  buen  gobierno  está  pidiendo  que  haya  cabeza  ó  superior  inme- 
diato en  comunidad  que  se  compone  de  varios  sujetos.  Los  misioneros  de 
Mainas,  aunque  esparcidos  por  muchos  pueblos,  hacían  también  su  co- 
munidad y  reconocían  un  inmediato  superior,  cuya  asignación  ó  nombra- 
miento fué  á  los  principios  propio  del  superior  de  la  provincia;  pero  des- 
pués de  algunos  años  se  lo  reservó  á  sí  el  general  de  toda  la  Compañía, 
el  cual  remitía  en  la  nómina  de  los  superiores  de  las  casas  y  colegios  el 
nombramiento  de  superior  de  las  misiones.  Tenía  éste  las  mismas  facul- 
tades de  que  usaban  los  superiores  locales,  y  disponía  de  los  misioneros, 
mudándoles  de  un  lugar  á  otro,  según  y  como  le  parecía  conveniente 
para  el  bien  de  la  misión.  Sólo  se  le  limitaba  la  facultad  en  orden  á  sa- 
car de  la  misión  á  la  provincia  algún  sujeto,  sin  consultar  primero  el 
provincial. 

Su  residencia  fué  por  algún  tiempo  la  ciudad  de  San  Francisco  de 
Borja;  pero  extendida  la  misión  y  fundados  pueblos  por  el  Marañen, 
Apena  y  Guallaga  y  otros  sitios,  se  determinó  que  bajase  á  vivir  más 
cerca  de  las  reducciones  establecidas,  y  fijó  su  residencia  en  el  pueblo 
de  Santiago  de  la  Laguna,  que,  como  centro  de  los  demás,  hacía  más  fá- 
cil el  recurso,  y  desde  donde  podía  atender  con  más  prontitud  y  menos 
trabajo  á  las  ocurrencias  de  los  pueblos  y  al  alivio  de  los  padres;  y  como 
después,  con  el  tiempo,  se  abriese  nuevo  campo  con  el  descubrimiento 
de  muchas  naciones  gentiles  distantes  de  la  Laguna,  y  se  hiciesen  varios 
establecimientos,  á  que  no  podía  proveer  tan  fácilmente  por  la  mucha 
distancia,  sucedió  lo  mismo  que  al  gobernador  de  Borja,  el  cual  se  vio 
precisado  á  poner  tenientes  en  los  respectivos  partidos.  Señalaba  dicho 
superior  algún  misionero  del  partido  que,  con  su  dependencia,  se  hacía 
cargo  del  gobierno  en  aquella  parte  con  el  nombre  y  con  las  facultades 
de  vicesuperior. 

Estos  eran  dos.  Residía  uno  en  el  pueblo  de  San  Joaquín  de  Omaguas 
y  se  extendía  su  cuidado  á  la  misión  baja  del  Marañen,  del  Nanai,  del 
Tigre  y  del  río  Blanco.  Otro  vivía  en  el  pueblo  del  Nombre  de  Jesús,  y 
su  gobierno  comprendía  las  reducciones  del  Ñapo  y  del  Aguarico.  No 
podían  los  vicesuperiores  mudar  sujetos  de  un  pueblo  á  otro  si  no  es  en 
caso  muy  urgente,  y  entonces  sólo  lo  hacían  provisionalmente  hasta  que 
el  superior  lo  aprobase  ó  diese  otra  providencia.  En  lo  demás  goberna- 
ban el  partido  y  daban  las  disposiciones  convenientes  para  la  buena  ad- 
ministración, de  que  avisaban  frecuentemente  al  superior.  Después  que 
se  agregó  á  la  misión  de  Mainas  el  curato  de  la  ciudad  de  Lamas,  á  pe- 


590  Misiones  del  Marañón  Español 

tición  del  obispo  de  Trujillo,  quedó  también  al  gobierno  del  superior  di- 
cho curato,  y  el  cura  ó  párroco  principal  era  también  vicesuperior. 

Aunque  el  superior  partía  sus  cuidados  en  el  gobierno  con  los  tres 
vicesuperiores,  no  por  eso  dejaba  de  cargar  sobre  sus  hombros  casi  todo 
el  peso  de  las  molestias  de  una  misión  tan  extendida,  debiendo  enterarse 
de  todas  las  circunstancias  más  notables  y  velar  sobre  los  demás  para 
la  satisfacción  de  su  cargo.  A  este  fin,  dos  veces  á  lo  menos  en  su  bienio 
visitaba  los  pueblos  así  de  la  misión  alta  como  de  la  baja  y  de  la  nueva 
del  Ñapo  y  Aguarico,  andando  por  casi  todo  el  año  de  un  pueblo  en  otro. 
En  cada  uno  examinaba  la  conducta  y  proceder  de  su  misionero,  se  ha- 
cía cargo  del  estado  de  él,  tanto  por  lo  espiritual  como  por  lo  temporal, 
observaba  el  modo  de  vivir  de  la  gente,  la  asistencia  á  la  doctrina  cris- 
tiana, el  decoro  de  las  funciones  sagradas,  la  obediencia  y  subordina- 
ción á  los  que  mandaban,  la  limpieza  del  pueblo  y  cuanto  conducía  á  la 
economía  y  adelantamiento  de  la  reducción.  Trataba  con  el  misionero, 
muy  despacio  de  los  medios  más  oportunos  en  las  circunstancias  para  el 
remedio  de  lo  que  necesitaba  enderezarse.  Y  si  resultaba  en  la  visita 
alguna  cosa  mayor  ó  digna  de  proponerse  en  las  consultas,  de  que  ha- 
blaremos á  su  tiempo,  la  notaba  para  tenerla  presente  y  examinarla  con 
más  consideración.  Otras  veces  juntaba  los  misioneros  del  partido,  y  oído 
su  parecer  y  dictamen,  determinaba  en  la  visita  misma  lo  que  le  pare- 
cía más  conveniente. 

Debía  detenerse  en  cada  pueblo  tres  ó  cuatro  días,  en  cuyo  tiempo,  á 
golpe  de  campana,  bajaba  al  confesonario  y  oía  de  confesión  á  cuantos 
querían  confesarse,  que  por  lo  regular  eran  muchos,  unos  por  necesidad, 
otros  por  novedad  y  no  pocos  por  tener  el  gusto  de  tratar  las  cosas  de  su 
alma  con  quien  sabían  que  las  había  de  recibir  con  afabilidad  y  cariño. 
Repetía  esta  distribución  mañana  y  tarde,  manteniéndose  dos  y  tres  ho- 
ras en  el  confesonario  hasta  satisfacer  á  todos ;  y  como  este  método  se 
entabló  desde  los  principios  en  las  visitas  de  los  superiores,  no  causaba 
el  ejercicio  novedad  alguna  en  la  gente  y  lograban  los  que  lo  necesita- 
ban comunicar  sus  cosas,  consultar  sus  dudas  y  tal  vez  la  oportunidad  y 
coyuntura  de  salir  de  peligros  de  condenación.  Hacía  fuera  de  esto  Q^ 
cada  pueblo  alguna  ó  algunas  pláticas  conforme  á  la  necesidad,  y  usan- 
do del  privilegio  concedido  por  la  Santidad  de  Benedicto  XIV  en  su 
Bula  Non  solum,  expedida  en  el  año  de  1751  á  favor  de  las  misiones  del 
Marañón,  confirmaba  á  los  que  no  habían  recibido  este  Santo  Sacramen- 
to. La  grande  distancia  de  las  misiones  de  Mainas  y  la  moral  imposibi- 
lidad de  que  los  obispos  de  Quito  pudiesen  bajar  á  las  visitas  regulares, 
hizo  necesario  un  privilegio  tan  señalado,  el  cual  no  sólo  se  concedió  á 
los  visitadores  en  tiempo  de  sus  visitas,  sino  que  también  se  extendía  á 
otros  misioneros  en  ciertas  circunstancias,  porque  podía  el  visitador  de- 
legar á  otro  ó  á  otros  esta  misma  facultad  de  confirmar,  si  se  hallaba 
impedido,  por  todo  el  tiempo  que  durase  el  impedimento.  Fuera  de  esto, 
podían  hacer  lo  mismo  en  cada  pueblo  los  misioneros  particulares  en 


•Libro  XI.— Capitulo  III  591 

peligro  evidente  de  muerte,  como  lo  previene  la  misma  Bula,  la  cual 
añade  que  se  han  de  entender  concedidas  estas  facultades  y  privilegios 
en  las  misiones  que  no  estaban  sujetas  á  algún  ordinario,  ó  con  la  licen- 
cia del  obispo  si  estaban  ya  aplicadas  á  determinado  obispado. 

Antes  que  partiese  de  la  visita  el  superior  se  prevenían  los  misioneros 
de  las  facultades  y  licencias  necesarias,  ó  de  las  que  les  parecían  opor- 
tunas para  el  adelantamiento  de  sus  pueblos,  porque  había  muchas  cosas 
pertenecientes  á  ésta,  que  no  podían  hacer  sin  expresa  facultad  y  con- 
sentimiento del  superior,  como  el  tratar  del  descubrimiento,  de  la  paz,  ó 
de  la  conquista  de  los  gentiles ,  mudar  la  reducción  de  una  parte  á  otra, 
hacer  nueva  iglesia ,  fabricar  otra  casa ,  ó  mudar  notablemente  el  pue- 
blo. Estas  y  otras  cosas  de  consideración  estaban  reservadas  al  superior, 
á  quien  debían  también  los  misioneros  avisar  de  los  desórdenes  extraor- 
dinarios ó  novedades  notables  no  remediadas,  sin  serles  permitido  avisar 
al  gobernador  ó  teniente  antes  de  tener  orden  del  superior  para  ello. 
Antes  bien,  por  cédula  real  expedida  el  año  de  1682,  que  referimos  á 
su  tiempo,  los  gobernadores,  tenientes  y  cabos,  debían  tomar  consejo  del 
superior  cuando  querían  hacer  algún  grave  castigo  para  evitar  los  gran- 
des inconvenientes  que  naturalmente  resultarían,  como  habían  resultado 
en  lo  pasado,  por  la  inconsideración  y  falta  de  conocimiento  de  las  gen- 
tes, ó  por  la  poca  experiencia  de  los  cabos. 


CAPITULO  III 

DE  LAS  CONSULTAS  DE  LOS  MISIONEROS 

Por  ser  las  consultas  de  los  misioneros  dirigidas  al  bien  común  y  par- 
ticular de  los  pueblos,  nos  ha  parecido  dar  alguna  noticia  de  ellas  antes 
de  empezar  á  tratar  de  la  particular  de  los  pueblos.  Fuera  de  las  con- 
sultas que  solía  tener  el  superior  en  su  visita  con  los  misioneros  del  par- 
tido, había  otras  en  la  misión  que  podemos  llamar  ordinarias  y  comunes. 
Su  uso  no  fué  tan  antiguo  como  fué  conocida  la  necesidad  y  utilidad  que 
podían  traer  á  las  misiones.  En  varios  tiempos  se  ofrecían  varias  dificul- 
tades, que  ni  los  misioneros ,  ni  el  superior,  ni  los  provinciales  pudieron 
superar,  y  se  hubieran  vencido  fácilmente  con  el  uso  de  las  consultas. 
Siendo  provincial  de  Quito  el  P.  Carlos  Brentano,  que  había  sido,  como 
vimos,  excelente  misionero  de  Mainas  y  superior  délas  misiones,  hubo 
una.dificultad  muy  grande  de  hacer  un  catecismo  que  se  debía  enseñar 
á  los  indios,  porque  atendiendo  cada  misionero  al  bien  de  su  pueblo,  no 
convenía  con  el  otro,  alegando  cada  uno  sus  razones  diferentes  conforme 
al  fin  particular  que  se  proponía ;  de  donde  resultaba  la  dificultad  grande 
de  hacer  un  catecismo  universal  que  pudiese  servir  para  todas  las  nacio- 
nes del  Marañen  de  diversos  lenguajes,  usos  y  costumbres;  porque  no  era 
fácil  que  las  traducciones  particulares  exprimiesen,  adecuadamente  sen- 


592  Misiones  del  Marañón  Español 

timientos  y  verdades  que  habían  aprendido  los  indios  y  no  les  causase 
alguna  confusión.  Sin  embargo  de  estos  inconvenientes ,  el  catecismo  se 
formó  para  mayor  uniformidad  de  las  naciones  y  se  remitió  por  orden  del 
padre  provincial  á  todas  las  reducciones . 

Los  más  de  los  misioneros  admitieron  el  catecismo  y  comenzaron  á  en- 
señarlo en  sus  pueblos;  mas  otros  representaron  que  era  éste  un  nuevo 
trabajo  bien  excusado  y  que  no  carecía  de  peligro  el  introducirlo  en  las 
reducciones  antiguas,  las  cuales  estaban  en  posesión  por  muchos  años 
de  su  doctrina.  Unos  decían  que  podía  desazonarse  fácilmente  la  gente, 
y,  lo  que  era  peor,  alborotarse,  pues  por  razones  ó  pretextos  menos  plau- 
sibles solían  dar  lugar  á  la  inconstancia.  Alegaba  otro,  que  de  la  ejecu- 
ción que  se  pretendía  se  seguirían  sin  duda  graves  inconvenientes,  y 
que  no  era  el  menor  el  que  los  ancianos  se  olvidarían  fácilmente  del  an- 
tiguo catecismo,  que  habían  aprendido  con  tanto  trabajo,  y  que  jamás 
aprenderían  el  nuevo,  expuestos  á  morir  sin  saber  la  doctrina  cristiana. 
Finalmente,  no  faltaron  algunos  misioneros  que  quisieron  hacer  ver  cómo 
en  el  nuevo  y  universal  catecismo  se  descubría  menos  naturalidad  en  al- 
gunas expresiones,  y  se  hallaban  defectos  y  redundancias  en  otras,  por 
cuya  causa  debía  reveerse,  examinarse  y  corregirse  antes  que  se  pusiese 
en  uso  en  las  reducciones. 

En  tanta  diversidad  de  pareceres,  que  podían  ocasionar  algunas  alte- 
raciones, se  tomó  por  medio  eficaz  la  práctica  de  las  consultas,  con  las 
cuales  se  logró  dar  fin  á  las  representaciones  y  cortar  las  dificultades. 
Ordenó  el  provincial  que  se  tuviesen  unas  en  Santiago  de  la  Laguna  con 
el  padre  superior,  y  otras  con  el  vicesuperior  en  Omaguas,  y  en  ellas  se 
determinase,  á  pluralidad  de  votos,  qué  catecismo  debía  seguirse  en  el 
partido.  Como  todos  los  misioneros  iban  de  buena  fe,  atentos  solamente  al 
bien  espiritual  de  los  indios,  este  medio  bastó  para  lograr  en  pocos  días 
lo  que  no  se  había  podido  conseguir  en  muchos  años.  Convinieron  los  pa- 
dres de  cada  partido  en  la  doctrina  que  debía  seguirse  en  cada  uno  de  los 
pueblos,  mirando  en  cuanto  era  posible  á  la  uniformidad,  hasta  en  las 
palabras,  y  haciéndose  cargo  de  los  ancianos  y  del  modo  de  hablar  y  de 
explicarse  de  las  diferentes  naciones. 

Con  esta  experiencia,  que  probó  tan  bien  en  uno  de  los  más  arduos 
negocios,  se  ordenó  que  se  practicase  el  medio  de  las  consultas  cada  tres 
meses,  y  N.  M.  R.  Padre  General  confirmó  lo  mismo,  aunque  después  se 
alargó  el  tiempo  de  juntarse  hasta  seis  meses,  y  éste  era  el  estilo  de  las 
misiones  por  los  años  de  1768.  Juntábanse  los  misioneros  más  antiguos,  y 
á  las  veces  todos,  en  el  pueblo  donde  residía  el  superior  ó  vicesuperior  del 
partido.  Los  de  la  misión  alta  en  la  Laguna,  los  de  la  baja  en  San  Joa- 
quín, y  los  del  Ñapo  y  Aguarico  en  el  nombre  de  Jesús  de  Tiputiní.  El 
método  solía  ser  el  mismo  que  prescribe  nuestro  Instituto,  y  que  se  obser- 
vaba en  los  colegios.  Tratábase  á  proporción  de  las  materias  acostum- 
bradas en  las  consultas,  así  por  lo  tocante  á  lo  espiritual  como  por  lo 
perteneciente  á  lo  temporal  de  los  pueblos  y  los  indios.  En  particular 


Libro  XI.— Capítulo  IV  693 

se  trataba:  1.°,  de  lo  que  ocurría  para  el  mejor  gobierno  y  adelantamien- 
to de  las  misiones  y  reducciones.  2.^  De  los  medios  más  proporcionados  y 
convenientes  para  uno  y  otro,  3."  De  las  necesidades  de  los  indios  y  del 
modo  de  remediarlas.  4."  De  las  naciones  de  gentiles  del  partido  no  descu- 
biertas ni  pacificadas,  y  si  era  conveniente  emprender  su  reducción  y  de 
qué  manera.  5."  De  los  viajes,  despachos  ú  ordinarios  y  de  la  economía 
temporal  de  los  pueblos.  6  °  De  las  prácticas  de  los  ministerios  espiritua- 
les, etc.  En  .cada  partido  había  su  libro  en  que  se  notaban  los  puntos  que 
se  ventilaban,  y  lo  que,  finalmente,  después  del  examen  se  determinaba. 
El  vicesuperior  daba  cuenta  de  lo  actuado  al  padre  superior,  y  éste  avi- 
saba de  todo  al  padre  provincial.  Rara  vez  se  dejaban  de  tratar  en  las 
consultas,  como  por  modo  de  conferencias,  algunos  puntos  morales;  por- 
que las  dificultades  que  ocurrían  en  las  misiones  eran  frecuentes  y  no 
pocas  de  ellas  bien  graves,  ni  había  en  todos  los  pueblos  autores  que  po- 
der registrar,  ni  podían  los  misioneros  cargar  de  muchos  libros.  Pero  estas 
conferencias  daban  ocasión  para  asegurar  la  decisión  de  las  dudas  con 
el  parecer  de  unos  y  otros.  Cuando  no  se  ofrecía  algún  asunto  particular 
en  estas  juntas,  se  proponían  algunos  casos  de  moral,  y  sobre  ellos  se  te- 
nían conferencias. 


CAPITULO  IV 

DEL    GOBIERNO   INMEDIATO  DEL    PUEBLO   QUE   ESTABA  Á  CARGO  DE  CADA 

MISIONERO 

Aunque  el  gobernador  de  Borja  y  el  superior  de  las  misiones  tenían 
por  lo  respectivo  á  sus  cargos  tanta  parte  en  el  gobierno  de  las  reduc- 
ciones, todavía  restaba  no  poco  como  peculiar  y  privativo  á  los  misione- 
ros particulares  en  sus  pueblos.  Porque  en  atención  á  la  calidad  de  las 
gentes  incapaces  de  gobernarse  por  sí  mismas,  les  había  cuerdamente 
concedido  y  cometido  su  majestad  católica  por  cédulas  particulares,  el 
gobierno  inmediato  con  arreglo  á  las  leyes  de  la  Recopilación  de  Indias. 
Es  bien  que  se  entiendan  estas  reales  disposiciones,  que  si  hubieran  te- 
nido presentes  algunos  genios  olvidadizos  ó  mal  informados,  no  hubieran 
mirado  como  fuera  de  la  inspección  de  los  misioneros  todo  lo  que  no  era 
catequizar,  bautizar,  predicar  y  administrar  Sacramentos,  como  si  se 
pudiesen  ejercitar  estos  ministerios  espirituales  en  aquellos  indios,  sin 
encargarse  de  su  gobierno  y  sin  atender  á  todo  lo  que  se  endereza  á  ha- 
cerlos racionales.  Es  el  genio  de  los  indios  descuidar  de  todo  y  excusar 
cuanto  puede  serles  molesto;  bien  hallados  con  su  natural  dejamiento^ 
no  se  mueven  sin  exterior  impulso,  y  sin  la  continua  dirección  del  misio- 
nero no  hacen  nada,  y  si  hacen  algo,  en  poco  aciertan  ó  todo  lo  hacen  al 
revés.  No  se  explicó  mal  quien  dijo  que  eran  como  las  ruedas  del  reloj, 
que  si  no  se  le  da  cuerda  no  se  mueven. 

38 


594  Misiones  det.  Marañón  Españoi. 

La  experiencia  enseñó  muchas  veces  cuan  necesaria  era  la  continua 
vigilancia  y  atención  del  misionero  á  todo  cuanto  se  debía  ejecutar  en  el 
pueblo;  y  se  vieron  algunos  tristes  efectos  en  algunos  pueblos  en  que, 
dando  en  rostro  á  sus  misioneros  el  cuidar  de  las  que  tenían  por  imper- 
tinencias, se  echó  bien  de  ver  que  les  salía  mal  la  cuenta  de  adelantar 
las  reducciones.  Tirábales  á  unos  el  amor  al  estudio,  en  que  se  metían  por 
todo  el  día,  hechas  las  distribuciones  diarias.  Empleaban  otros  la  mayor 
parte  del  tiempo  en  obras  de  manos,  útiles  á  la  iglesia,  como  de  retablos, 
cuadros,  cajones  de  sacristía.  Otros,  finalmente,  tomaban,  sí,  con  muchí 
simo  cuidado  todo  lo  espiritual,  como  la  enseñanza  de  la  doctrina,  admi- 
nistración de  Sacramentos  y  conversión  de  gentiles;  pero  no  acababan 
de  persuadirse  prácticamente  que  los  otros  cuidados  externos  y  la  aten- 
ción al  gobierno  de  la  gente,  era  un  medio  necesario  para  coger  el  fruto 
que  pretendían  de  su  predicación  y  enseñanza.  Así  que  á  poco  tiempo  de 
esta  omisión  se  conocía  luego  el  atraso  del  pueblo;  y  en  vez  do  aprove- 
char las  gentes  en  la  doctrina,  se  hallaban  más  ignorantes;  y  en  vez  de 
crecer  en  número  la  reducción,  se  disminuía.  Es  verdad  que  no  han  sido 
muchos  los  misioneros  á  quienes  armaba  este  modo  de  pensar,  y  que  el 
superior,  en  la  visita  tenía  muy  particular  atención  para  que  ninguno 
diese  en  aquellos  escollos,  y  si  hallaba  alguno  menos  cuiladoso  del  go- 
bierno, dejando  este  car^o  á  los  indios,  ponía  luego  conveniente  remedio 
y  lo  hacía  entrar  en  las  miras  que  debía  tener  un  misionero  de  Mainas. 

Viniendo,  pues,  al  particular  de  este  gobierno,  el  cabildo,  concejo  ó 
ayuntamiento  de  cada  pueblo,  estaba  en  todo  formado  conforme  á  las  le- 
yes de  la  Recopilación,  y  se  componía  de  un  gobernador,  dos  alcaldes, 
uno  de  primer  voto  y  otro  de  segundo,  pero  con  igual  jurisdicción;  dos  re- 
gidores y  algunos  alguaciles.  Y  cuando  en  el  pueblo  había  parcialidades 
distintas,  se  añadía  un  regidor  ó  dos,  con  un  alcalde,  atendiendo  á  sua- 
vizar el  gobierno,  porque  más  fácilmente  se  rinde  el  indio  al  de  su  par- 
cialidad que  al  de  otra  diferente.  En  algunos  pueblos  más  formados  ha- 
bía, fuera  de  los  dichos,  un  alcalde  mayor  de  por  vida,  el  cual  tenía  ju- 
risdicción de  alcalde  ordinario  sin  perjuicio  de  los  demás,  y  era  éste  un 
premio  que  solía  dar  el  gobernador  de  Borja  á  algún  indio  principal  que 
hubiese  hecho  particulares  servicios  en  bien  de  algún  pueblo  ó  de  alguna 
nación.  Al  concejo  tocaba  privativamente  elegir  los  alcaldes  ordinarios 
de  año,  y  ,efectivamente,  los  nombraba  en  el  día  de  la  Circuncisión  del 
Señor.  En  estos  nombramientos  tenía  mucha  parte  el  misionero,  que 
aunque  no  se  metía  en  la  elección  inmc  Mata,  la  cual  se  dejaba  á  la  li- 
bertad de  los  indios,  pero  iba  disponiendo  suavemente  los  ánimos  para 
que  se  acomodasen  al  modo  de  gobierno  de  la  misión,  y  conviniesen, 
finalmente,  en  elegir  los  más  cuerdos  y  proporcionados  para  el  cargo. 

No  hay  poco  que  trabajar  en  reducir  á  sujeción  y  gobierno  á  unas 
gentes  que  acaban  de  salir  de  sus  bosques,  sin  más  dependencia  ni  más 
ley  que  sus  pasiones,  gobernándose  en  todo  por  sus  bárbaras  y  gentílicas 
supersticiones,  sin  más  guía  que  la  propia  libertad,  antojo  y  gusto.  Cuan- 


Libro  XI. — Capítulo  IV  595 

«do  ya  el  misionero  á  costa  de  su  aplicación,  industria  y  paciencia  de 
varios  años  lograba  tener  á  sus  indios  como  amoldados,  y  en  cierta  mane- 
ra dispuestos  para  recibir  el  gobierno,  avisaba  al  gobernador  de  Borja  de 
la  disposición  de  su  pueblo.  Enterado  su  señoría  del  estado  de  la  reducción, 
daba  nombramiento  formal  de  gobernador,  alcaldes  y  regidores  con 
autoridad  de  concejo  ó  ayuntamiento,  y  proveía  auto  para  que  en  ade- 
lante se  siguiese  en  la  elección  el  método  común  de  los  pueblos  formados 
que  era  de  la  manera  siguiente: 

Desde  el  principio  de  Diciembre  comenzaba  el  misionero  á  hacer  á  la 
memoria  á  los  indios  que  se  iba  acercando  el  tiempo  de  pensar  en  nuevos 
alcaldes  para  el  año  siguiente.  Los  primeros  días  trataban  con  calor  en- 
tre sí  y  tenían  sus  diferencias,  pero  sin  empeñarse  todavía  remitiéndose 
al  tiempo,  que  les  parecía  largo.  Llegado  el  día  de  Navidad,  ya  se  consi- 
deraban como  estrechados  y  tenían  indefectiblemente  sus  juntas  previas 
sobre  las  personas  que  se  debían  elegir:  uno  tiraba  por  su  pariente,  otro 
por  el  compadre,  éste  pretendía  que  le  sucediese  el  indio  que  le  había 
dado  algo  que  hacer  ó  que  padecer  para  que  probase  por  sí  mismo  lo  que 
era  ser  alcalde,  aquél  buscaba  un  genio  indulgente  y  disimulador  más  de 
lo  que  convenía.  Así  se  esforzaba  cada  uno,  llevado,  por  lo  común,  de  sus 
particulares  ideas  y  lejos  de  atender  al  bien  público  y  común  del  pueblo, 
á  que  se  propusiese  el  que  le  venía  al  pensamiento. 

El  misionero,  después  de  haber  dejado  á  los  indios  usar  de  sus  dere- 
chos en  sus  primeras  propuestas,  viendo  que,  por  lo  regular,  iban  desca- 
minadas, procuraba  hacer  entender  á  cada  uno  los  inconvenientes  de  sus 
ideas,  la  necesidad  de  desnudarse  de  sus  afectos  de  parentesco  y  de  des- 
atender á  sus  particulares  inclinaciones.  Proponía  la  utilidad  común  que 
debía  procurar  ante  todas  las  cosas,  añadiendo  cómo  era  este  punto  de 
honor  y  de  conciencia  en  todos  los  electores,  acertar,  ó  á  lo  menos,  hacer 
las  diligencias  para  no  engañarse  en  el  nombramiento.  Hacía  mención 
entonces  de  alguno  ó  algunos  que,  por  su  buen  juicio  y  proceder  acerta- 
do con  otras  cualidades  que  descubrían,  podían  ser  escogidos  para  el 
cargo.  Después  de  esta  primera  instrucción  y  conferencia  del  padre  vol- 
vían los  indios  á  sus  juntas  en  casa  del  gobernador,  el  cual,  yendo  por  lo 
regular  de  acuerdo  con  el  misionero,  como  mejor  instruido,  deshacía  sus 
dificultades  y  procuraba  reducirlos  á  que  concordasen  en  la  elección  de 
los  que  eran  más  á  propósito  para  el  oficio  de  alcaldes.  Hecha  esta 
última  diligencia  el  último  día  del  año,  por  la  tarde  daban  parte  al  mi- 
sionero de  su  determinación  y  acuerdo,  y  los  alcaldes  antiguos  deposita- 
ban sus  varas  en  manos  del  gobernador,  que  ó  las  dejaba  en  su  casa  ó  en 
la  del  misionero  hasta  la  mañana  del  día  siguiente. 

Día  de  la  Circuncisión,  muy  temprano,  volvían  los  electores  á  casa 
del  gobernador,  y  juntos  en  cuerpo,  entraban  en  el  lugar  del  concejo, 
liacían  llamar  á  los  que  destinaban  para  alcaldes,  y  el  gobernador  con 
dos  regidores  pasaban  á  traer  al  misionero.  Juntos  ya  todos,  tomaban 
-asiento,  y  delante  del  padre  daban  sus  votos  y  se  publicaba  el  nombra- 


596  Misiones  del  Marañón  Español 

miento.  Entregaba  luego  el  gobernador  al  alcalde  la  vara  de  su  oficio, 
diciéndole  que  le  daba  aquella  insignia  de  su  jurisdicción  para  que  le 
ayudase  á  gobernar  el  pueblo  administrando  justicia  como  alcalde  de 
primer  voto.  Recibíala  éste  con  reverencia,  y  pasando  á  besar  la  mano 
al  misionero  tomaba  asiento  en  el  sitio  que  le  correspondía.  Lo  mismo  se 
practicaba  con  el  segundo.  Al  salir  de  su  sala  el  concejo  con  los  nueva- 
mente nombrados,  los  recibía  el  capitán  de  milicia  con  sus  subalternos, 
y  daban  los  parabienes  á  los  electos  acompañándolos  con  cajas  y  pífano» 
hasta  la  iglesia,  en  donde,  junta  la  gente  del  pueblo,  esperaba  con  curio- 
sidad á  los  nuevos  alcaldes.  Como  ya  se  les  miraba  autorizados  para  el 
gobierno,  el  padre  misionero  les  daba  agua  bendita  en  las  manos  y  ro- 
ciaba á  los  demás  con  el  hisopo  mojado  en  una  calderilla,  que  tenía  uno 
de  los  varios  niños  vestidos  de  sotanilla,  que  esperaban,  puestos  en  or- 
den á  la  entrada  de  la  iglesia,  á  los  ministros  de  justicia.  De  aquí  subían 
á  las  gradas  del  presbiterio,  y  hecha  una  breve  oración,  tomaban  pose- 
sión de  los  bancos  destinados  al  oficio. 

Al  nombramiento  de  alcaldes  se  seguía  inmediatamente  la  elección 
de  los  fiscales.  Era  ésta  privativa  del  misionero  y  la  ejecutaba  en  la. 
iglesia  misma  delante  de  todo  el  pueblo  de  la  manera  siguiente:  Sentá- 
base junto  al  presbiterio  en  una  silla  prevenida  de  los  sacristanes,  con  su 
mesa  delante,  en  donde  estaban  colocadas  las  varas  de  los  fiscales.  Lla- 
maba desde  este  asiento  al  indio  que  destinaba  para  fiscal  mayor,  el 
cual,  acercándose  con  mucho  modo  á  la  mesa,  recibía  de  rodillas  la  vara 
como  insignia  de  el  oficio,  que  tenía  por  distintivo  una  cruz  ancha  de  pla- 
ta en  la  punta  á  manera  de  la  de  los  caballeros  de  Malta.  Besaba  la  mano 
el  fiscal  al  sacerdote;  y  puesto  en  pie,  se  ponía  á  su  lado  derecho,  desde 
donde  iba  llamando  por  su  orden,  como  le  decía  el  padre,  á  los  que  habían 
de  ser  sus  compañeros  en  el  oficio,  á  quienes  se  daban  también  sus  varas 
con  una  cruz  más  pequeña.  Los  fiscales  eran  á  lo  menos  tres;  uno  el  ma- 
yor, y  los  otros  dos  ordinarios;  pero  comúnmente  eran  cinco  y  en  algu- 
nos pueblos  siete,  por  ser  mayor  el  número  de  gente.  A  imitación  y  seme- 
janza de  la  elección  de  estos  fiscales  que  correspondían  á  los  adultos,  se 
nombraban  otros  tantos  fiscalillos  á  niños  de  doctrina  que  con  el  mismo 
orden  y  método  que  los  grandes  recibían  sus  varitas.  Todos  los  fiscales 
grandes  y  pequeños  tenían  sus  particulares  asientos,  y  hecha  la  elección 
pasaban  á  ocuparlos. 

Acabada  la  función  subía  el  misionero  al  altar  mayor,  y  desde  allí 
hacía  una  breve  plática  sobre  la  autoridad  y  obligación  de  los  alcaldes 
y  fiscales,  y  les  exhortaba  al  cumplimiento  de  sus  respectivos  cargos. 
Acordaba  á  todo  el  pueblo  el  respeto  que  le  debían  tener  y  cómo  debían 
obedecerlos  en  sus  oficios,  como  que  dependía  de  esta  buena  armonía, 
sujeción  y  rendimiento,  el  buen  orden  de  la  reducción,  el  sosiego  y  paz  y 
tranquilidad  de  todos  y  el  servicio  de  Dios  Nuestro  Señor  y  de  su  rey. 


Libro  XI.— Capítulo  V  697 

CAPITULO  V 

DEL    USO   DE   LA   AUTORIDAD   Y    JURISDICCIÓN   DE   LOS   ALCALDES 

Para  reducir  á  los  indios  á  la  necesaria  dependencia  é  introducir  la 
subordinación  y  sujeción  de  algún  gobierno,  pareció  desde  luego  á  los 
padres  misioneros  que  era  indispensable  el  atender  por  sí  mismo  á  todos 
los  órdenes  y  disposiciones.  Y  la  experiencia  ha  enseñado  en  todos  los 
tiempos  y  lugares  que  no  hay  otro  medio  para  establecer  y  perfeccionar 
el  método  de  gobierno  que  prescriben  las  leyes  de  las  Indias.  No  se  pue- 
de dejar  á  los  indios  ni  á  su  discreción  el  uso  de  su  autoridad  y  jurisdic- 
<jión,  porque  se  ve  que  no  hay  en  ellos  el  mayor  discernimiento,  por  lo 
que  debe  el  misionero  suplir  por  caridad  lo  que  á  ellos  les  falta,  tomando 
á  su  cargo  el  cuidado,  la  vigilancia  y  la  disposición,  y  dejándoles  á  ellos 
la  pura  ejecución  de  lo  que  ordena. 

Todos  los  días  acudían  al  padre  los  alcaldes,  de  parte  de  tarde,  y  le 
daban  razón  de  lo  ejecutado  en  aquel  día,  según  las  disposiciones  que  ha- 
bían recibido  en  la  tarde  antecedente.  Fuera  de  esto,  avisaban  si  habían 
notado  ó  sabido  cosa  que  pidiese  remedio,  y  el  misionero  les  ordenaba  io 
que  debían  mandar  ó  avisar  á  la  gente,  y  cuando  no  ocurría  cosa  parti- 
cular que  se  debiese  poner  en  práctica,  besando  la  mano  del  padre  se  re- 
tiraban á  sus  casas.  El  gobernador  señalaba  por  turno  á  uno  de  los  mi- 
nistros de  justicia  por  juez  semanero  á  quien  tocaba  determinar,  hacer  ó 
ejecutar  lo  que  ocurría  en  su  semana.  Este  iba  poco  antes  de  la  doctrina 
é  casa  del  padre  y  conferenciaba  con  él  si  se  ofrecía  alguna  cosa,  y  no  se 
ausentaba  del  pueblo  para  que  no  faltase  recurso  á  la  gente,  y  tuviese 
pronto  el  misionero  de  quien  valerse  en  el  día.  Por  la  noche  daba  vuel- 
tas por  la  reducción,  rondando,  como  se  dice,  á  hora  determinada  para 
atajar  los  desórdenes  que  se  podían  temer  con  la  obscuridad  de  la  noche. 
Hacia  recoger  á  sus  casas  la  gente  moza  que  encontraba  por  las  calles, 
y  si  en  los  baños  ó  sitios  sospechosos  observaba  algunos  mozos  ó  mujeres 
solteras,  los  aseguraba  en  la  casa  destinada  á  los  presos.  Con  los  casa- 
dos tenía  más  atención  á  su  honor,  y  mandándoles  que  se  recogiesen  á 
sus  casas,  avisaba  al  misionero  para  que  viese  si  se  había  de  proceder  á 
otra  demostración. 

Están  los  indios  tan  subordinados  á  los  ministros  de  justicia,  que  mi- 
ran como  un  crimen  digno  de  castigo  dar  la  menor  señal  de  resistencia 
á  sus  órdenes.  Para  prender  alguno  no  necesita  el  alcalde  ú  otro  minis- 
tro de  compañía  alguna;  con  sólo  decirle  que  le  siga  á  la  casa  del  padre 
ó  del  gobernador  le  viene  siguiendo  como  un  cordero.  El  gobernador  no 
puede  por  sí  mismo  sentenciar  á  nadie  sin  dar  antes  parte  al  misionero  y 
mucho  menos  puede  dar  pena  ó  hacer  castigo  cualquiera  que  sea;  forma 
únicamente  una  sumaria  verbal,  ó  por  sí  mismo  ó  con  la  intervención  de 


598  Misiones  del  Marañón  Español 

un  alcalde  y  de  ella  avisa  al  padre.  Lo  mismo  se  practicaba  en  las  que- 
jas, acusaciones  ó  delaciones  de  unos  con  otros,  en  que  no  se  decidia  ne- 
gocio de  consideración  sin  aprobación  del  misionero. 

El  primer  paso  que  solía  dar  el  padre,  informado  bien  de  la  materia, 
era  el  hacer  comparecer  en  su  presencia  al  reo  ó  acusado;  poníale  de- 
lante la  culpa  ó  delación  que  de  él  hacían;  oía  su  razón  ó  descargo,  y  si 
no  daba  ninguno,  pasaba  á  hacerle  conocer  con  mucha  suavidad  y  dul- 
zura en  las  expresiones  la  culpa  y  delito  hasta  convencerle,  para  que  re- 
cibiese voluntariamente  la  pena  que  correspondía  al  pecado.  Por  lo  co- 
mún, estrechado  el  indio  del  buen  modo  del  misionero,  se  confesaba  de- 
lincuente y  se  ponía  en  sus  manos  aceptando  de  buena  voluntad  el  cas- 
tigo que  juzgaba  el  padre  conveniente.  Las  penas  estaban  ya  tasadas  y 
sólo  se  usaban  los  castigos  más  moderados  y  ligeros,  siguiendo  en  esto  el 
orden  de  las  leyes  reales  y  las  ordenanzas  de  la  Real  Audiencia,  que  cuer- 
damente establecen  se  trate  á  los  indios  con  más  suavidad  y  sin  aquel 
rigor  de  justicia  con  que  se  trata  á  los  españoles  y  mestizos  que,  como 
más  racionales,  obran  comúnmente  con  mayor  advertencia  y  malicia.  El 
castigo  más  ordinario  era  de  azotes,  que  pocas  veces  pasaba  de  diez  ó 
doce.  Y  si  alguno  era  convencido  de  adulterio  ú  otro  delito  de  igual  con- 
sideración, subía  el  castigo  á  veinte  ó  veinticinco  golpes. 

La  ejecución  de  esta  pena  tocaba  á  alguaciles  que  acompañaban 
siempre  á  los  alcaldes.  Oida  la  sentencia  del  castigo,  se  hacia  cargo  del 
reo  y  le  llevaba  al  sitio  destinado  sin  más  apremio  que  decirle  siga  ó  vaya, 
delante.  Llegado  el  indio  al  lugar  del  suplicio,  se  despojaba  la  espalda  y 
recibía  como  un  niño  el  castigo  sin  resistencia  ni  murmullo  do  palabras. 
Volvía  luego  á  ponerse  delante  del  padre,  y  besándole  la  mano,  decía: 
«Alabado  sea  el  Santísimo  Sacramento.  Dios  te  lo  pague  padre,  que  me 
corriges.»  Oía  después  algún  buen  consejo  ó  amonestación  breve,  y  se 
volvía  á  su  casa.  Cuando  la  pena  ó  castigo  era  de  cárcel  ó  reclusión,  lo 
llevaba  también  el  alguacil  del  mismo  modo;  pero  rara  vez  estaba  el 
preso  en  ella  más  de  veinticuatro  horas,  y  si  alguna  otra  vez  le  detenían 
por  tres  días,  era  para  ellos  la  detención  castigo  muy  grave.  Tan  aman- 
te es  el  indio  de  su  propia  libertad.  En  todo  este  tiempo  le  enviaba  de  co- 
mer el  misionero,  y  pocas  veces  impedía  que  lo  visitasen  su  mujer, 
madre  ó  hermana  y  que  le  llevasen  de  comer  ó  beber.  La  pena  de  cár- 
cel, aunque  por  poco  tiempo  y  más  si  se  juntaba  haber  de  estar  en  el 
cepo,  era  muy  sensible  á  todo  indio  y  la  temía  más  que  otras  penas  y 
castigos. 

Con  las  mujeres  culpadas  se  guardaban  escrupulosamente  todos  Ios- 
fueros  del  recato,  honestidad  y  atención  al  sexo.  Mandábaselas  ir  cuando 
se  hallaban  culpadas  á  la  casa  del  misionero,  y  el  alcalde  se  adelantaba 
á  decirle  que  traía  á  fulana  ó  á  zutana  por  tal  delación,  culpa  ó  delito 
que  merecía  castigo.  El  padre  la  esperaba  á  la  puerta  de  su  sala,  y  des- 
pués de  hacerla  cargo  de  lo  que  la  imputaban  y  oir  lo  que  tenía  que  res- 
ponder y  alegar  por  sí  misma,  ejecutaba  con  ella  lo  mismo  que  con  los 


Libro  XI.— Capítulo  V  599 

hombres.  Si  resultaba  alguna  culpa  digna  de  castigo,  lo  determinaba  á 
no  ser  que  librase  á  la  mujer  algún  embarazo,  miseria  ó  enfermedad  del 
sexo  á  que  siempre  se  atendía.  Ella  oía  humilde  la  determinación  y  la 
recibía  con  igual  humildad,  sumisión  y  rendimiento.  En  la  ejecución  se 
observaban  dos  cosas:  l.'"^  No  se  entregaba  al  alguacil  la  delincuente, 
como  se  hacía  con  los  varones,  sino  á  uno  de  los  más  ancianos  y  madu- 
ros de  justicia,  y  éste  le  aplicaba  por  sí  mismo  la  pena  de  azotes,  hacien- 
do retirar  á  los  mozos  y  sin  faltar  al  recato  y  á  la  decencia.  Fuera  de 
esto,  mitigaba  regularmente  la  pena,  dándole  alguna  corrección  perso- 
nal. 2.'''  No  se  ejecutaba  este  castigo  en  el  sitio  en  que  se  castigaba  á  los 
hombres,  á  saber,  en  la  puerta  de  la  casa  del  misionero  ó  delante  de  la 
iglesia,  sino  en  un  canto  del  corredor  de  la  casa  y  con  la  espalda  vuelta 
á  la  pared  que  hacía  ángulo  para  evitar  todo  peligro  de  ser  vista  más  que 
del  mismo  que  le  aplicaba  la  pena. 

Es  verdad  que  los  señores  gobernadores  ejecutaron  al  principio  de  las 
conquistas  castigos  capitales ,  ahorcando  tal  cual  indio  por  homici- 
dio hecho  en  los  pueblos;  pero  después  de  algún  tiempo  se  les  coartó  la 
jurisdicción  y  autoridad  en  este  particular  y  se  les  prohibió  la  ejecución 
de  esta  pena,  si  no  precedía  la  confirmación  de  la  Real  Audiencia.  Ha- 
ciéndose cargo  los  gobernadores  de  los  inconvenientes  que  llevaba  con- 
sigo esta  limitación,  y  experimentando  los  peligros  que  traía  necesaria- 
mente la  demora  en  el  curso  de  la  causa,  mientras  se  daba  parte  á  la 
Audiencia  y  volvía  la  sentencia,  empezaron  á  conmutar  en  destierros  la 
pena  de  muerte  y  lo  practicaban  haciendo  llevar  á  los  culpados  á  otros 
gobiernos  como  el  de  Lamas  al  de  Chachapoyas  y  al  de  Jaén.  Estos  actos 
de  justicia  eran  raros,  porque  lo  eran  también  los  delitos  de  esta  calid.ad. 
Otros  destierros,  menos  sensibles,  eran  más  frecuentes,  como  los  de  un 
pueblo  á  otro,  ó  de  ana  parte  de  la  misión  á  otra,  pero  todos  se  hacían 
por  decreto  del  gobernador  ó  del  teniente,  á excepción  de  tal  cual  urgen- 
te necesidad  en  que  el  misionero  con  los  alcaldes  lo  disponía  provisio- 
nalmente, dando  luego  parte  al  gobernador;  pero  de  ninguna  manera  y 
en  ningún  caso  podía  por  sí  mismo  hacerlo  el  padre  sin  dependencia  de 
dicho  señor. 

Esta  nrioderada  conducta  y  gobierno  paternal  de  los  misioneros  en 
sus  pueblos  hacía  que  los  indios  viviesen  persuadidos  á  que  no  se  les 
daba  castigo  chico  ni  grande  sin  que  diesen  ellos  motivo  más  que  sufi- 
ciente para  ello;  y  era  tan  común  el  concepto  que  tenían  de  su  integri- 
dad, amor  y  cariño  para  con  ellos,  que  si  tal  vez  observaban  alguna 
precipitación  ó  menos  cordura,  se  lamentaban  de  que  tenían  un  misione- 
ro que  no  sabía  ser  padre  y  que  no  acababa  de  dejar  los  resabios  de  vi- 
racocha, con  cuyo  nombre  apellidaban  á  todos  los  que  no  eran  indios. 
Poquísimas  veces  tuvieron  lugar  de  observar  esta  conducta;  pero  con 
ser  tan  pocos  jamás  disimularon,  y  luego  hacían  pasar  á  la  noticia  del 
superior  ó  vicesuperior  del  partido  lo  irregular  del  modo  que  tenía  con 
ellos  el  misionero,  con  la  seguridad  de  que  serían  atendidos  y  que  se  pon- 


600  Misiones  del  Makañón  Español 

dría  sin  dilación  conveniente  remedio.  De  esta  manera  se  conservaba  en 
las  misiones  del  Marañón  la  buena  armonía  de  un  gobierno  suave  y  ca- 
ritativo que  no  necesitaba  de  los  medios  fuertes  de  que  se  valen  en  otras 
partes.  Bien  lo  repararon  y  echaron  de  ver  con  admiración  y  asombro 
varias  personas  extranjeras  que  pasaron  por  las  reducciones  en  tiempos 
que  era  necesario  usar  de  algún  castigo  con  los  indios. 

Pocos  años  antes  del  arresto  de  los  misioneros,  pasando  un  caballero 
europeo  por  San  Joaquín  de  Omaguas  quiso,  por  no  estar  lejos  la  Sema- 
na Santa,  tenerla  en  este  pueblo  y  no  privarse  en  el  camino  de  asistir  á 
las  sagradas  funciones  que  practica  en  este  tiempo  la  Santa  Iglesia. 
Dos  ó  tres  días  antes  del  Domingo  de  Ramos  hizo  en  su  presencia  uno 
délos  alcaldes  cierta  delación  contra  un  indio.  Pidió  el  padre  cortesana- 
mente al  caballero  licencia  para  dar  atención  al  alcalde,  enterarse  bien 
del  punto  y  tomar  alguna  providencia.  Habida  que  la  hubo,  oyó  des- 
pacio al  alcalde  y  le  dio  orden  que  trajese  consigo  el  indio  delatado . 
Entre  tanto  previno  el  padre  á  su  huésped  que  era  necesaria  aquella 
pronta  diligencia  para  que  no  entrase  en  miedo  con  la  delación  el  acu- 
sado y  agravase  la  culpa  con  la  retirada,  por  estar  los  indios  muy  ex- 
puestos á  huir  sin  consideración  y  precipitadamente  cuando  aprenden 
inminente  algún  castigo.  A  poco  rato  asomó  el  alcalde  con  su  indio, 
que  sin  acompañamiento  ni  apremio  lo  traía  en  amigable  conversa- 
ción. Presentóse  el  reo  con  serenidad  delante  del  padre,  besóle  la  mano 
diciendo  el  Alabado,  y  saludando  al  caballero  huésped,  se  hizo  á  un  lado. 
Púsole  delante  el  misionero  su  culpa  en  el  modo  acostumbrado,  esperan- 
do su  descargo;  pero  el  indio,  á  pocas  palabras,  se  reconoció  delincuente 
y  se  mostró  dispuesto  á  recibir  la  pena  de  azotes  que  merecía  por  su 
delito.  Ejecutóse  luego  á  vista  del  mismo  caballero  que  aturdido  y  admi- 
rado de  aquella  docilidad,  repetía  parecerle  esto  que  veía  con  sus  mis- 
mos ojos  una  especie  de  milagro. 

Mayor  admiración  causó  en  dos  españoles  de  Lamas  otro  caso  que 
sucedió  en  el  pueblo  de  Santiago  por  los  años  de  1758,  en  ocasión  que 
se  hallaba  allí  como  de  visitador  de  la  reducción  el  P.  Martín  Iriarte,  de 
quien,  como  testigo  de  vista,  supe  el  suceso.  El  alcalde  de  la  nación 
Para  dio  noticia  á  su  propio  misionero  de  haber  visto  una  mujer  casada 
de  su  partido,  en  cierto  sitio  excusado  y  peligroso,  sentada  con  un  indio 
remero  que  venía  con  los  españoles.  Hizo  el  padre  comparecer  en  su 
presencia  á  la  mujer,  y  el  alcalde  repetía  la  acusación,  oyéndola  la  in- 
dia, que,  sin  disculparse  del  hecho  de  haber  estado  sentada  con  un  hom- 
bre en  el  sitio  peligroso  (en  que  confesaba  haber  dado  motivo  de  alguna 
sospecha  y  haber  caído  en  la  inconsideración  de  ofender  á  su  esposo), 
protestaba,  no  obstante,  no  haber  pasado  de  palabras  ni  llegado  á  la 
menor  acción  indecorosa  á  su  estado.  «Aun  esto  te  hace  delincuente,  re- 
plicó el  alcalde,  y  eres  merecedora  de  castigo.»  «No  lo  niego  yo,  respon- 
dió ella,  y  me  someto  á  la  pena  que  determinare  el  padre.»  No  quiso 
éste  proceder  al  castigo  sin  oir  primero  al  indio  remero,  y  suplicó  á  los 


Libro  XI.— Capítulo  VI  601 

españoles  que,  pues  era  criado  suyo,  le  llamasen.  Mientras  uno  se  apartó 
para  buscarlo  y  andaba  haciendo  esta  diligencia,  se  presentó  al  misio- 
nero un  mocito  soltero  de  nación  Para,  y  después  de  saludarle  le  dijo 
cómo  venia  á  advertirle  que  hiciese  desistir  al  español  de  la  diligencia 
de  buscar  su  remero,  porque  yo  mismo  soy,  y  no  el  que  piensan,  quien 
estuve  sentado  con  esta  mujer,  y  no  es  razón  que  pague  aquel  inocente 
la  pena,  si  es  que  merece  alguna  nuestro  hecho,  el  cual  se  reduce  todo 
á  lo  que  ha  confesado  esta  mujer.  Ibase  ya  á  ejecutar  el  castigo  de  al- 
gunos azotes,  que  determinó  el  misionero  se  diesen  á  los  dos  por  el  mal 
ejemplo  ó  motivo  que  habían  dado  de  sospechar  otra  cosa,  cuando  el  pa- 
dre Martín  Iriarte,  que  se  había  hallado  presente  á  todos  los  cargos  y 
descargos  de  los  acusados,  tuvo  por  conveniente  suplicar  al  misionero 
que  les  levantase  la  pena  por  la  acción  heroica  y  resolución  cristiana 
del  joven  Para.  Hízolo  el  padre  sin  dificultad,  y  se  contentó  con  darles 
una  paternal  amonestación.  Los  dos  españoles  presentes  á  lo  sucedido  se 
hacían  cruces  sin  acabar  de  creer  lo  que  veían  con  sus  ojos,  y  repetían: 
«Este  mozo  no  puede  menos  de  ser  un  santo.»  Y  aunque  es  verdad  que  la 
acción  era  muy  singular  y  cristiana,  pero  ayudó  mucho  para  ella  el  sa- 
ber bien  aquel  mozo  las  caritativas  entrañas  del  misionero  y  la  suavi- 
dad del  gobierno  que  se  practicaba  en  la  reducción. 


CAPITULO  VI 

DEL  OFICIO  DE  LOS  FISCALES  Y  HASTA  DÓNDE  SE  EXTENDÍA  SU  VIGILANCIA 

Y   CUIDADO 

El  oficio  de  los  fiscales  era  en  gran  parte  espiritual  y  eclesiástico,  y 
aun  por  eso,  gozaban  de  algunos  fueros  de  que  no  gozaban  los  demás  in- 
dios, pero  aunque  se  consideraban  como  ministros  de  la  Iglesia  que  ayu- 
daban en  sus  ministerios  al  misionero,  todavía,  como  contribuían  tanto  al 
gobierno  político  y  civil  de  los  pueblos,  por  estar  á  su  cargo  muchas  de 
las  cosas  que  pertenecen  al  buen  gobierno  exterior  á  que  no  podían  aten- 
der los  alcaldes,  nos  ha  parecido  poner  en  este  lugar  lo  que  era  propio 
de  los  fiscales.  El  número  de  ellos  no  era  igual  en  todos  los  pueblos  ni  le 
determina  el  sínodo  á  que  se  conformaban  en  todo  nuestras  misiones,  y 
así,  se  aumentaban  ó  disminuían,  según  era  mayor  ó  menor  el  número 
de  indios  de  las  reducciones.  Atendíase  también  á  las  naciones  distintas 
que  componían  el  pueblo,  para  señalar  algunos  fiscales  de  nación  propia 
con  quienes  se  avenían  mejor  y  se  entendían  con  más  suavidad  los  mis- 
mos nacionales.  Puédese  decir  que  los  fiscales  debían,  por  lo  menos,  ser 
tres:  uno  mayor,  y  como  superior  de  los  otros,  y  dos  ordinarios.  En  pue- 
blos medianos  se  nombraban  regularmente  cinco,  y  en  los  que  se  halla- 
ban naciones  diferentes,  como  en  Santiago,  San  Joaquín  y  San  Ignacio, 


602  Misiones  del  Marañón  Español 

«e  solían  elegir  siete,  señalando  dos  fiscales  á  cada  uno  de  los  barrios  de 
la  reducción. 

Aunque  el  fiscal  mayor  era  como  superior  de  los  demás  á  quien  acu- 
dían en  todas  las  cosas  que  se  ofrecían,  no  tenían  facultad  para  castigar 
á  ninguno.  Su  principal  cargo  era  el  atender  á  que  cumpliesen  con  su 
oficio  los  fiscales  inferiores,  y  comunicarles  las  órdenes  del  misionero,  á 
quien  acudía  todas  las  tardes  como  los  ministros  de  justicia.  Nombraba 
todas  las  semanas  un  fiscal  que  llamaban  semanero,  á  cuyo  cargo  esta- 
ba: I,**,  tocar  á  las  Ave-Marías,  al  raer  del  alba  y  al  anochecer;  2.°,  lla- 
mar á  la  gente  con  el  toque  de  campana,  á  la  hora  acostumbrada,  á  la 
doctrina  cristiana;  3.°,  hacer  la  señal  para  la  Misa,  para  que  pudiesen 
acudir  los  que  gustasen  oírla;  4.°,  celar  que  la  gente  se  mantuviese  en  la. 
iglesia  con  reverencia,  de  manera  que  si  alguno  se  descuidaba  en  esto  ó 
se  descomponía  luego,  le  amonestaba,  y  siendo  la  falta  notable  avisaba 
al  misionero  después  de  Misa,  para  que  pusiese  conveniente  remedio. 
Fuera  de  esto,  acabada  la  doctrina  y  Misa,  señalaba  todos  los  días  tres  ó 
cuatro  muchachos  de  doctrina  para  que  llevasen  agua  del  río  á  casa  del 
misionero,  pero  él  mismo  debía  esperarlos  en  la  puerta  de  la  casa,  y  sin 
permitir  que  entrasen  en  ella  recibía  los  cántaros  y  poner  el  agua  por  sí 
mismo  en  las  tinajas  destinadas.  Esto  era  lo  común  y  ordinario,  pero  te- 
nían á  su  cargo  y  cuidado  muchas  otras  cosas  los  fiscales  y  fiscalitos. 

Uno  de  los  principales  cuidados  era  el  que  tocaba  á  los  enfermos. 
Cada  uno  de  los  fiscales  tenía  la  obligación  de  avisar  al  padre,  de  los  en- 
fermos de  su  vecindad,  nación  ó  barrio.  Los  mismos  enfermos,  parientes 
ó  allegados  solían  por  si  mismos  dar  parte  al  fiscal  respectivo  de  la  in- 
disposición ó  peligro;  pero  él  sin  fiarse  de  ninguno  procuraba  informarse 
todas  las  mañanas  si  había  caído  alguno  enfermo  de  los  que  estaban  á  su 
cargo.  Durante  la  enfermedad  ó  indisposición,  avisaba  dos  veces  al  día, 
tarde  y  mañana,  al  padre  misionero  del  estado  del  enfermo.  Con  esta  di- 
ligencia y  con  las  pequeñas  visitas  que  hacía  el  padre  entre  día,  sabía 
puntualmente  casi  en  todas  las  horas  cómo  se  hallaba  el  enfermo.  Y  era 
bien  necesaria  esta  menudencia  entre  aquellas  gentes,  porque  no  pudien- 
do  fiarse  de  la  asistencia  de  los  domésticos,  por  io  común  negligentes  y 
descuidados  aun  en  los  mayores  apuros  del  enfermo,  el  mismo  misionero 
en  su  casa  les  hacía  su  pucherito  con  caldo  y  buenas  substancias,  y  le 
llevaba  por  sí  ó  enviaba  por  medio  del  fiscal.  Cuando  se  habían  de  dar 
al  enfermo  los  Santos  Sacramentos,  daban  aviso  los  fiscales  en  la  casa, 
hacían  barrer  y  asear  la  pieza  del  enfermo,  y  si  por  la  calle  por  donde 
había  de  pasar  el  Señor  había  algo  que  componer,  allanar  ó  limpiar,  avi- 
saban al  alcalde  para  que  mandase  componerlo  á  la  familia  á  quien  co- 
rrespondía. Tocaban  después  la  campana  con  ciertos  determinados  gol- 
pes, que  entendían  todos  ser  señal  de  Viático. 

A  los  primeros  dolores  de  parto  que  sentía  alguna  mujer,  lo  sabía  por 
lo  común  alguno  de  los  fiscales  y  daba  luego  parte  al  misionero,  que  con 
el  aviso  estaba  á  la  mira  si  ocurría  algún  peligro.  Si  el  fiscal  lo  llegaba 


Libro  XI.— Capítulo  VI  603 

á  entender  de  noche,  estaba  en  vela  toda  ella  por  si  acaso  había  alguna 
novedad  ó  peligro;  y  si  lo  advertía,  á  cualquiera  hora  avisaba  luego  al 
misionero  para  que  estuviese  pronto.  Con  esta  prevención,  rarísima  vez 
faltaba  el  socorro  del  padre  en  los  partos  peligrosos,  pudiendo  acudir  á 
tiempo  á  confesar  á  la  mujer  y  á  bautizar  la  criatura  en  peligro.  Aun 
cuando  por  casualidad  de  algún  paseo  sucedía  algún  parto  fuera  del 
pueblo,  lo  rastreaba  y  averiguaba  la  diligencia  de  los  fiscales,  que  sa- 
biendo el  estado  de  la  preñez  de  la  mujer,  encargaban  apretadamente  á 
los  de  la  familia  que  no  se  olvidasen  de  avisar  cuando  el  parto  estaba 
inminente.  Tanto  les  apremiaba  que  no  muriese  criatura  alguna  sin  bau- 
tismo. 

Si  bien  era  de  la  inspección  de  los  alcaldes  y  demás  ministros  de  jus- 
ticia la  vigilancia  y  cuidado  de  remediar  todos  los  desórdenes,  no  podían 
descuidar  los  fiscales  de  celar  la  observancia  de  los  mandamientos  de 
Dios  y  de  la  Iglesia,  ni  disimular  cosa  contraria  á  las  buenas  costum- 
bres, al  buen  orden  y  gobierno  de  las  familias,  y  al  servicio  de  Dios.  De 
las  desobediencias  y  faltas  de  respeto  de  los  hijos  á  sus  padres,  daban 
luego  que  las  entendían  particuhxr  aviso  al  misionero,  y  en  este  punto  se 
aventajaban  los  fiscalitos  niños  á  los  fiscales  adultos.  Sucedía  tal  vez  que 
querían  éstos  ocultar  la  falta  por  parecerles  pequeña,  contentándose 
con  dar  por  sí  mismos,  sin  avisar  al  padre,  alguna  corrección  al  que  fal- 
taba; pero  el  fiscalito  la  acriminaba  diciendo  que  no  era  pequeña,  y  por- 
fiaba en  que  debía  llegar  al  tribunal  del  misionero  para  que  la  corrigiese 
y  castigase  con  más  eficacia  y  publicidad  para  escarmiento  de  los  de- 
más, y  no  había  modo  de  ceder  el  niño  á  las  razones  del  fiscal  adulto, 
que  tenía  por  condescendencias  peligrosas  y  nada  convenientes  para 
atajar  este  género  de  faltas. 

Era  difícil  que  se  ocultase  en  un  pueblo  alguna  mala  comunicación 
por  algún  tiempo.  No  faltaba,  como  era  regular  en  todas  partes,  mozas 
inquietas  por  genio,  por  la  lozanía  de  la  edad  y  por  el  vigor  de  las  pa- 
siones; hallábanse  también  mozos  traviesos  que,  llevados  de  la  inconsi- 
deración y  brío  del  apetito,  se  desmandaban  tal  vez  en  algunos  excesos» 
pero  los  fiscales  procuraban  serlo  de  sus  acciones  observando  su  proce- 
der, y  á  poco  que  se  deslizasen  solían  ser  descubiertos;  y  llegando  todo 
al  punto  á  noticia  del  misionero,  remediaba  con  facilidad  en  sus  princi- 
pios estos  desórdenes.  Eran  también  aquí  mucho  más  de  temer  de  los  in- 
quietos los  fiscalitos,  porque  comunicándose  con  más  franqueza  y  sin- 
ceridad unos  niños  con  otros,  descubrían  luego  cuanto  oían,  veían  y  re- 
paraban, y  sin  atender  á  parentesco  ó  á  la  razón  de  allegados,  conta- 
ban al  fiscalito  todo  lo  que  sabían,  y  éste,  haciendo  del  fiel  y  celoso,  lue- 
go daba  cuenta  y  traslado  al  misionero. 

Por  este  mismo  medio  se  atajaban  algunas  violencias  que  los  padres 
y  ancianos  intentaban  á  la  libertad  de  los  jóvenes  en  sus  casamientos. 
Ajustábanlos  allá  entre  sí  sin  más  mira  que  la  de  la  conveniencia,  la  del 
gusto  y  la  del  derecho  que  suponían  tener  de  disponer  á  su  arbitrio  de  sus 


604  Misiones  del  Marañon  Español 

hijos,  y  como  tenían  poco  dicernimiento,  pensaban  bastar  su  autoridad 
para  el  consentimiento.  Los  jóvenes  temían  sus  enojos  y  no  se  atrevían  á 
manifestar  su  repugnancia,  pero  no  dejaban  de  dar  varias  veces  algunos 
indicios  de  ella,  y  esto  bastaba  para  darse  por  ofendidos  los  padres  y  los 
ancianos,  y  para  empezar  á  tratarlos  mal  y  á  mortificarlos.  Los  fiscales, 
por  sí  ó  por  algunos  de  la  familia  ó  vecindad,  reparaban  ó  descubrían  es- 
tos tratos,  y  luego  informaban  al  padre  lo  bastante  para  que  llamase  á  los 
jóvenes  y  examinase  la  libertad,  Al  principio  se  detenían  y  no  querían 
descubrir  nada  sobrecogidos  del  miedo  y  por  temor  del  enojo  de  los  ancia- 
nos, pero  al  fin  se  desahogaban  con  el  misionero,  como  con  padre,  y  des- 
cubrían su  mucha  repugnancia  y  la  opresión  en  que  se  hallaban.  Conso- 
lábalos el  padre  en  su  aflicción,  y  les  alentaba,  ofreciéndoles  proteger  su 
libertad,  librarlos  de  la  vejación  y  ayudarlos  para  salir  bien  del  trabajo. 
De  aquí  pasaba  á  practicar  las  diligencias  conducentes  para  reducir  á 
los  interesados  y  empeñados  en  el  tratado,  empezando  siempre  por  los 
medios  más  suaves  y  caritativos  con  que  solía  lograr  el  atraerlos  á  lo  que 
convenía.  Pero  si  estos  no  surtían  el  efecto  deseado,  usaba  de  los  fuertes, 
y  valiéndose  de  la  autoridad  del  alcalde,  hacía  poner  en  depósito  á  hi 
moza,  y  al  mozo  le  metía  en  su  casa  en  el  número  de  los  que  servían, 
para  que  se  casasen  á  su  gusto  y  genio,  según  la  libertad  que  tenían.  De 
esta  manera  vivían  después  pacíficos  y  contentos  en  el  estado  de  matri- 
monio que  escogían  después  sin  ser  violentados. 

De  las  discordias  entre  marido  y  mujer  tenían  cuidado  por  su  oficio 
los  señores  alcaldes,  pero  no  pocas  veces  las  descubrían  los  fiscales  antes 
que  aquellos  las  diesen.  Si  era  oculta  la  causa  de  la  discordia,  avisado  el 
misionero  de  lo  que  pasaba,  amonestaba  privadamente  á  la  parte  delin- 
cuente ó  á  los  dos  consortes,  si  aquellos  tenían,  como  suele  suceder,  al- 
guna culpa  y  los  despachaba  regularmente  contentos,  encargándoles  la 
unión  y  paz  en  sí  mismos.  Pero  si  la  causa  era  pública  ó  no  se  conseguía 
con  la  amonestación  privada  el  que  viviesen  pacíficamente,  se  procu- 
raba hacerlos  pasar  á  la  casa  de  algún  pariente,  ó  de  otra  familia  de  res- 
peto, para  que  no  se  desmandasen  en  contiendas  con  la  libertad  de  ha- 
llarse solos ,  y  para  evitar  el  mismo  peligro  no  se  les  permitía  el  ir  solos 
á  sus  heredades,  ó  á  otras  partes  ó  paseos,  y  á  los  fiscales  tocaba  el  velar 
sobre  la  ejecución  de  esto. 

Últimamente,  al  oficio  de  fiscales  pertenecía  dar  aviso  á  la  gente  del 
pueblo  la  víspera  del  día  de  fiesta  con  el  repique  de  las  campanas  á  las 
dos  de  la  tarde.  Si  el  día  era  alguna  de  las  festividades  de  la  Virgen  (lo 
mismo  se  hacía  todos  los  sábados),  tocaban  también  como  una  hora  antes 
de  anochecer  á  Salve  y  Rosario,  á  que  acudían  todos,  recogiéndose  con 
tiempo  al  pueblo  los  que  estaban  en  sus  trabajos.  Tenían  también  el  cui- 
dado de  hacer  barrer  los  sábados  y  vísperas  de  fiesta  la  iglesia,  señalando 
por  la  mañana  las  solteras  y  viudas  que  les  parecían  necesarias  para 
esta  diligencia.  Esperaban  las  mujeres  destinadas  con  sus  escobas  y  cán- 
taros el  repique  de  las  campanas  de  las  dos,  y  oído  éste  entraban  en  la 


Libro  XI.— Capítulo  VII  605 

iglesia,  hacían  una  breve  oración  al  Santísimo,  y  regado  el  pavimento, 
barrían,  como  eran  repartidas ,  á  vista  de  los  fiscales,  que  procuraban  lo 
hiciesen  con  cuidado,  aseo  y  solicitud  y  limpieza. 


CAPITULO  VII 

DE   LAS   MILICIAS    DE   LOS   PUEBLOS 

No  tenían  los  pueblos  de  las  misiones  del  Marañón  otro  presidio  que  el 
de  la  ciudad  de  Borja,  cuyos  vecinos,  desde  su  primer  establecimiento, 
fueron  siempre  soldados.  En  los  principios  de  la  formación  de  la  ciudad, 
fué  bastante  numerosa  su  vecindad,  y  se  portaron  con  valor  y  coraje, 
tanto  los  oficiales  y  cabos  como  los  demás  soldados,  en  las  diferentes  su- 
blevaciones de  los  indios  Mainas  de  sus  encomiendas,  y  en  castigo  de  algu- 
nos rebeldes  ó  apóstatas  que  dieron  muerte  violenta  á  los  misioneros.  Pero 
no  fueron  necesarias  muchas  expediciones  para  conocer  que  los  soldados  de 
Borja,  aunque  de  ánimo  valeroso,  no  eran  capaces,  por  sí  solos,  de  formar 
un  cuerpo  de  tropa  que  contrarrestase  á  la  multitud  de  gentiles  que  iban 
descubriéndose  y  que  se  pretendía  poner  en  paz;  ni  eran,  por  otra  parte, 
los  Borjeños  los  más  á  propósito  para  las  entradas  y  excursiones  por 
aquellos  bosques  enredados  y  llenos  de  pantanos  y  lodazales,  como  gente 
hecha  á  andar  por  caminos  llanos,  abiertos  y  despejados.  Esto  hizo  pen. 
sar  al  señor  gobernador,  D.  Jerónimo  Vaca,  en  el  modo  de  reforzar  la 
tropa,  y  determinó,  finalmente,  después  de  varias  consultas,  que  entra- 
sen á  la  parte  los  indios  mismos  que  se  iban  reduciendo. 

Dio  orden  para  que  en  todos  Jos  pueblos  se  formasen  milicias,  y  á  este 
fin  comenzó  á  nombrar  capitanes,  alféreces  y  sargentos  y  otros  cabos, 
dándoles  sus  títulos  correspondientes,  y  declaró  á  todos  los  indios,  capaces 
de  tomar  las  armas,  soldados  milicianos,  concediéndoles  las  exenciones, 
honores  y  gracias  que  lleva  consigo  el  cargo  y  el  oficio.  Este  fué  el  prin- 
cipio de  las  milicias  de  los  pueblos,  y  no  el  capricho  de  los  padres  misio- 
neros, como  han  querido  hacer  creer  algunos  de  los  émulos  de  la  Compa- 
ñía, con  una  satisfacción  verdaderamente  admirable  y  que  causa  lástima 
y  compasión  á  las  personas  que  tienen  una  ligera  instrucción  de  lo  que 
pasa  en  las  Américas.  Pero  no  es  de  extrañar  que  ni  aun  en  esto  perdo- 
nen á  los  jesuítas  los  que  les  han  imputado  en  aquellas  tierras  todos  los 
excesos  que  sucedieron  en  ellas  desde  su  primera  entrada.  En  el  mismo 
plan  de  milicias  han  insistido  después  los  demás  gobernadores,  repitiendo 
órdenes  para  que  se  mantuviesen  en  pie,  y  dando  títulos  autorizados  por 
escrito  á  sus  secretarios  de  gobierno  y  exhortando  á  los  misioneros  á  que 
cooperasen  de  su  parte  á  mantener  y  conservar  esta  tropa  de  milicias 
respetable,  como  lo  hicieron  con  mucha  ventaja  en  las  ocasiones  en  que, 
concurriendo  los  indios,  formados  en  compañía  con  sus  oficiales,  ayuda- 
ron á  varias  empresas  de  la  gloria  de  Dios  y  de  su  majestad  católica. 


606  Misiones  del  Marañón  Español 

Como  eran  pocos  los  pueblos  cuyos  habitadores  fuesen  de  una  sola  na- 
ción, en  los  más  de  ellos  había  algunos  indios  agregados  á  la  nación  prin- 
cipal que  llevaba  el  nombre.  En  otros  había  dos  ó  tres  naciones  distintas 
en  número  bastantemente  considerable,  como  en  la  Laguna,  que  se  com- 
ponía de  Panos,  Cocamas  y  Cocamillas,  y  en  San  Joaquín,  en  donde  se 
hallaban  Omaguas,  Yameos  y  Mayorunas.  En  estas  reducciones,  más  nu- 
merosas, pareció  conveniente  ordenar  que  se  formasen  compañías  dis- 
tintas de  cada  nación,  que,  como  en  lo  civil,  se  gobernaba  también  en 
lo  militar  por  sus  propios  oficiales,  de  manera  que  sólo  el  capitán  Paño 
mandaba  á  los  Panos,  el  capitán  Cocama  á  los  Cocamas  y  el  capitán  Co- 
camilla  á  los  Cocamillas.  Así  se  hacía  el  gobierno  más  suave  y  salían  las 
disposiciones  más  acertadas,  por  entenderse  mejor  entre  sí  y  por  tener 
mayor  conveniencia  en  las  armas  ofensivas  y  defensivas- 

Todos  los  indios,  desde  diez  y  ocho  años  hasta  cincuenta,  estaban  alis- 
tados en  la  milicia,  pero  no  gastaban  más  uniforme  que  su  ordinario  ves- 
tido. Cada  uno  se  prevenía  de  las  armas  de  su  uso,  y  todos  eran  hábiles 
y  diestros  en  trabajarlas  con  curiosidad  y  aseo.  En  el  capítulo  X  del  li- 
bro 11  dijimos,  cómo  era  común  entre  las  gentes  del  Marañón  el  uso  de  la 
rodela,  mayor  ó  menor,  de  esta  ó  de  la  otra  manera,  según  la  costumbre 
de  las  varias  naciones.  Tocamos  también  en  el  mismo  lugar  algo  de  la 
calidad  de  las  armas  ofensivas,  y  del  modo  de  manejarlas  con  acierto  y 
seguridad.  Por  esto,  sólo  insinuamos  aquí  que  los  Panos,  de  quienes  era 
propio  el  arco  y  la  ñecha,  y  que  los  Omaguas  y  Cocamas  y  Yurimaguas, 
que  manejaban  la  estolica,  eran  soldados  muy  apreciables  en  los  comba- 
tes y  guerras  por  la  calidad  de  estas  armas;  porque  arrojadas  las  flechas 
con  la  pujanza  de  sus  instrumentos,  volaban  por  el  aire  con  precipitación 
y  ligereza  sobre  el  vuelo  de  las  aves  más  ligeras.  Alcanzaban  como  un 
tiro  de  fusil,  y  tenían  la  ventaja  de  que  los  indios  menudeaban  mucho 
más  con  ellas  que  los  más  diestros  soldados  con  sus  escopetas.  El  tiro  era 
tan  seguro,  que  apenas  se  hallaban  indios  que  de  siete  flechas  disparadas 
al  blanco  no  clavasen  unas  cinco. 

Los  Xeveros,  Yameos,  Masamaes,  Payaguas,  Pevas,  Ticunas  y  Cava- 
chis  se  distinguían  en  preparar  y  disponer  lancillas  envenenadas  como 
baquetas  de  escopeta,  y  para  que  el  veneno  no  perdiese  nada  de  su  fuerza 
ó  se  exhalasen,  hacían  ciertos  manojitos  de  ellas  metiendo  sus  puntas  en 
■unos  canutillos  con  que  la  conservaban  en  su  vigor  y  actividad.  Con  la 
comunicación  de  unas  naciones  con  otras,  las  que  usaban  comúnmente 
la  estolica,  sabían  también  manejar  con  acierto  las  lancitas,  y  las  que 
usaban  de  éstas  habían  entrado  sin  dificultad  en  el  manejo  de  la  estoli- 
ca. Otr¿is  naciones  tenían  por  armas  propias  dardos  y  lanzas  de  maderas 
durísimas,  cuyas  puntas  solían  ser  ya  redondas  ó  cilindricas,  ya  cuadra- 
das, ya  triangulares,  varias  de  ellas  remataban  en  dientes,  que  hacían 
presa  á  manera  de  las  lengüetas  de  las  banderillas.  El  uso  de  los  dardos 
era  á  una  sola  mano,  teniendo  en  la  otra  algunos  de  reserva.  Para  últi- 
mo recurso  llevaban  también  su  arma  corta  como  macana,  colgada  del 


Libro  XI.— Capítulo  VII  607 

liombro  al  costado,  ó  pendiente  de  la  cintura  como  espada.  Hacíanla  de 
madera  muy  fuerte  y  pesada,  y  era  fatal  su  golpe.  Imitaba  en  la  figura 
una  pala  de  jugar  á  la  pelota,  ensanchándose  por  el  puño  hasta  rematar 
en  cosa  de  un  jeme  de  ancha.  Los  Payaguas  sobresalían  en  labrarlas, 
con  más  curiosidad  que  las  demás  naciones.  El  P.  Carlos  Brentano,  vi- 
niendo de  procurador  á  Madrid  y  pasando  después  á  Roma,  presentó  una 
de  ellas  que  traía  como  cosa  de  gentiles  al  Papa  Benedicto  XIV,  que,  ad- 
mirando la  estructura,  gentileza  y  donosura  de  la  macana,  hecha  con 
tanto  primor  sin  instrumento  de  hierro,  mandó  que  se  pusiese  como  cosa 
singular  en  su  género  en  la  instituta  de  Bolonia,  donde  al  presente  se 
observa  y  los  misioneros  de  Mainas  que  pasaron  años  pasados  por  esta 
ciudad  tuvieron,  no  sé  si  diga  el  gusto  ó  el  sentimiento,  de  reconocer  es- 
tos despojos  de  sus  amados  indios.  No  faltaban,  naciones  que  en  vez  de 
macanas  ceñían  alfanjes,  sables  y  estoques,  que  jugaban  con  brío  y  con 
destreza  cuando  llegaban  á  estrecharse  con  el  enemigo  y  peleaban  cuer- 
po á  cuerpo. 

Los  oficiales  y  cabos  tenían  sus  insignias  de  espontones  y  alabardas , 
de  las  cuales  usaban  en  sus  marchas  y,  en  las  ocasiones,  las  manejaban 
con  aire  y  ligereza.  Los  alféreces  batían  con  propiedad  y  gallardía  sus 
banderas  de  tafetán  con  una  cruz  aspada  y  colorada  en  campo  blanco. 
Todos  los  capitanes  llevaban  en  sus  pueblos  un  bastón  con  puño  de  plata, 
los  alféreces  una  lancilla  corta  con  cuchillo  del  mismo  metal  y  los  sar- 
gentos y  cabos  de  escuadra  sus  bastones  regulares.  Tenían  los  oficiales 
de  guerra  su  asiento  en  los  bancos  de  justicia  por  reales  ordenanzas  que, 
á  título  de  gratificación  á  sus  servicios,  les  concedían  este  honor  y  pree- 
minencia. 

Las  milicias  del  Marañen  no  se  adiestraban  en  las  evoluciones  milita- 
res de  tropa  arreglada,  que  fueran  inútiles  en  los  intrincados  laberintos 
de  bosques  y  selvas  enmarañadas,  pero  en  el  manejo  de  las  armas  pro- 
pias se  habilitaban  desde  los  principios  tirando  al  blanco,  y  adquiriendo 
grande  tino  y  saliendo  muy  certeros.  Así  observaban  el  arte  militar  aco- 
modado á  los  campos  de  batalla  y  á  la  calidad  de  los  enemigos  con  quie- 
nes guerreaban  por  el  rey,  su  señor,  por  la  fe  católica  y  por  el  bien  y 
conservación  de  los  pueblos.  Todos  los  días  de  fiesta,  por  la  tarde,  tenían 
tiempo  destinado  para  el  ejercicio  de  armas,  que  procuraban  adelantar 
y  perfeccionar  todos  los  demás  días  con  la  caza  y  pesca,  continua  ocu- 
pación de  los  indios.  La  obediencia  al  oficial  nombrado  del  gobernador 
para  alguna  expedición  ó  entrada  á  los  montes  era  la  más  puntual  y 
exacta  que  se  podía  creer  de  semejantes  gentes.  Estaría  un  indio  horas 
enteras  con  las  armas  en  la  mano  sin  desviarse  del  sitio  que  se  le  seña- 
laba y  sin  dejar  el  puesto  de  centinela  por  más  lanzas  que  le  arrojasen, 
y  se  metía,  mandado,  en  el  peligro  con  una  intrepidez  que  pasmaba.  No 
bastaba  una  lluvia  de  saetas  que  zumbasen  por  sus  oídos  para  hacerle 
detener,  hasta  que  se  lo  impidiese  alguna  herida  grave.  Pero  en  medio 
del  mayor  valor  se  retiraba  á  la  menor  señal  que  le  hiciese  el  oficial.  Tan 


608  Misiones  del  Marañón  Español 

cieg'amente  iDendientes  se  mantenían  de  sus  cabos  que  sacrificaban  sin 
vacilación  á  la  obediencia  todos  aquellos  modos  de  mirar  por  sus  vidas 
que  alcanzaban  en  medio  de  su  cortedad. 

Vióse  esto  claramente  en  la  expedición  memorable  que  se  hizo  para 
castigar  á  los  alzados  Pirros  y  Cunivos  del  río  Ucayale,  en  que  dieron  los 
indios  cristianos  la  prueba  mayor  de  sujeción  y  de  obediencia  verdade- 
ramente ciega  al  que  la  comandaba.  Descubiertos  los  gentiles  alborota- 
dos en  la  playa  del  río,  fueron  cercados  de  improviso  de  los  indios  cristia- 
nos que,  cogiendo  todos  los  puestos  y  salidas,  podían,  con  poca  diligencia 
y  esfuerzo,  sujetarlos  fcácilmente,  porque  avisado  el  capitán  que  ve- 
nía en  la  última  canoa,  del  lance  afortunado  que  habían  hecho  los  pri- 
meros y  segundos,  se  incorporó  con  ellos  é  hizo  impenetable  el  cordón. 
Los  Cunivos  y  Pirros,  sorprendidos  de  la  multitud  de  canoas  y  del  buen 
orden  con  que  se  presentaban  los  cristianos  con  las  armas  en  la  mano, 
sin  dejarles  lugar  para  la  retirada,  cayeron  de  ánimo,  y,  viendo  que  no 
era  fácil  abrir  camino  por  fuerza,  se  valieron  de  la  industria  y  astucia. 
Afectaron,  con  la  mayor  doblez  y  fingimiento,  señales  de  arrepenti- 
miento de  sus  pasadas  maldades  y  desapareciendo  como  pudo  algún  nú- 
mero de  Cunivos  y  Pirros,  se  presentaron  los  otros  con  apariencias  de  ren- 
dimiento, pidiendo  perdón  al  cabo  y  suplicando  por  la  paz  con  los  indios 
cristianos.  Representaban  éstos  vivamente  al  oficial  ser  fingido  y  doble 
todo  aquel  rendimiento  de  los  Ucayales,  porque  habían  visto  y  observado 
algunos  indicios  que,  según  sus  estilos,  eran  pruebas  ciertas  de  corazo- 
nes doblados.  Lo  mismo  le  daba  á  entender  el  indio  intérprete,  y  todos  le 
pedían  que  no  malograse  la  ocasión  de  asegurarlos  hasta  coger  sus  ar- 
mas que  conseguirían  en  poco  tiempo. 

Negóse  á  todo  el  oficial  inexperto  y  se  cerró  en  que  dejasen  las  ar- 
mas, mandando  que  todos  saltasen  á  tierra  á  celebríir  las  paces  y 
amistad  que  pedían  los  gentiies.  Viendo  los  cristianos  el  inminente  peli- 
gro de  ser  muertos  al  arbitrio  de  los  Cunivos,  volvieron  á  representar 
con  más  viveza  que  todo  era  ficción  y  engaño.  Mas  el  oficial,  encapricha- 
do en  su  temerario  dictamen,  ordenó,  sopeña  de  la  vida,  que  todos  le  si- 
guiesen y  saltasen  con  él  sin  armas  á  cuerpo  descubierto.  Conociendo  los 
nuestros  tan  alto  desatino,  encogiéndose  de  hombros,  saltaron  á  tierra, 
diciendo:  «Vamos  á  morir,  vamos  á  morir,  que  así  lo  quiere  D.  Diego  de 
armas  (que  así  llamaban  al  cabo);  aquí  acabarán  bien  presto  con  nos- 
otros los  infieles.»  Así  sucedió,  porque  dejándoles  éstos  descuidar  con  la 
bebida  que  iban  repartiendo  á  los  huéspedes  las  mujeres,  hizo  señal  á  los 
Ucayales  su  cacique  Paceaya,  y  tomando  todos  las  armas  que  tenían  es- 
condidas en  la  arena  de  la  playa,  y  acudiendo  prontamente  otros  com- 
pañeros que  tenían  ocultos  y  prevenidos  para  el  lance  en  unos  espesos 
cañaverales,  cogieron  la  retirada  á  las  canease  hicieron  una  cruel  carni- 
cería en  los  cristianos  desarmados.  El  destrozo  fué  tan  grande,  que  ape- 
nas pudieron  ganar  las  canoas  unos  pocos  Omaguas,  que  ayudados  de  un 
capitán  mulato,  Borjeño,  el  cual  se  había  negado  abiertamente  á  saltar 


Libro  XI.— Capítulo  VIII  609 

á  tierra,  rompieron  brecha  por  medio  de  la  multitud  de  Ucayales  y  vi- 
nieron á  dar  la  noticia  del  triste  suceso. 

Para  hacer  cabal  concepto  de  la  realidad  de  estas  milicias  sería  ne- 
cesario mayor  prolijidad  de  la  que  permite  la  historia  y  traer  á  la  me- 
moria muchos  hechos  particulares  en  que  produjeron  notorias  ventajas  á 
la  conservación  y  aumento  de  los  pueblos;  basta  recordar  que  eran  el 
recurso  de  los  superiores  de  la  misión  para  las  expediciones  de  nuevas 
conquistas,   que  fueron   muchas,   aunque  no  todas    duraderas,   y  que 
eran  siempre  la  tropa  de  respeto  de  que  se  valían  los  gobernadores  para 
el  castigo  de  las  naciones  alzadas  y  rebeldes.  Y  lo  que  más  es,  ellas  so- 
las contuvieron  las  invasiones  de  los  portugueses  que  tanto  dieron  que 
hacer  á  los  nuestros  por  esta  parte  del  Maranón  y  reprimieron  el  orgullo 
con  que  amenazaron  particularmente  en  los  últimos  años,  como  sucedió 
en  el  de  1760,  ocho  años  antes  de  la  expulsión  de  los  misioneros  jesuítas. 
Retiráronse  á  la  misión  de  Mainas  ciertos  indios  de  la  frontera  del  domi- 
nio de  Portugal  y  pidieron  amparo  al  señor  gobernador,  que  tuvo  por  bien 
el  darles  acogida.  El  capitán  portugués  de  Yavari  envió  seis  soldados  y 
algunos  indios  en  seguimiento  de  los  huidos;  pero  desconfiando  de  alcan- 
zarlos, se  retiraron  á  su  presidio  de  X^vari.  Irritado  el  capitán  de  no  po- 
der haber  á  las  manos  los  que  pretendía  coger,  escribió  á  nuestro  gober- 
nador una  carta,  propia  de  su  fantasía  portuguesa  arrogante,  libre  y  al- 
tanera, pidiéndole  mandase  volver  al  punto  aquellos  indios  y  no  le  diese 
lugar  á  que  subiese  con  50  soldados  armados  de  sus  espingardas  para, 
amarrar  y  llevar  la  gente  de  aquellos  pueblos,  como  lo  haría  sin  duda, 
si  no  volvían  luego  los  indios  requeridos.  Respondió  el  gobernador  en  el 
mismo  estilo  y  remató  la  carta  diciendo  al  bravo  portugués  que  subiese 
cuando  gustase  con  buen  número  de  soldados  y  espingardas,  que  al  pri- 
mer movimiento  le  saldrían  á  saludar  y  á  dar  la  bienvenida  quinientos 
indios  y  que  él  se  quedaría  en  Omaguas  á  esperarlo  con  mil  quinientos 
que  le  presentarían  los  derechos  y  razones  de  su  modo  de  obrar  en  las 
puntas  de  sus  flechas  y  lanzas.  Como  no  lo  decía  por  tanto  el  portugués, 
y  había  ya  cumplido  con  aquello  á  que  se  extendía  su  valor,  no  se  movió 
del  presidio  y  desistió  de  su  pretensión. 


CAPITULO  VIII 

DE  LAS  ENTRADAS  QUE  SE  HACÍAN  Á  LOS  MONTES 

Debajo  de  este  título  comprendemos  las  excursiones,  expediciones  y 
viajes  que  se  hacían  por  los  montes  y  bosques  en  que  moraban  los  gen- 
tiles ó  las  gentes  alzadas  que  se  buscaban.  Las  entradas  eran  diferentes 
según  la  calidad  diversa  de  los  que  se  pretendían  hallar.  Las  que  se  or- 
denaban á  hacer  algún  castigo  ó  escarmiento  tocaban  al  señor  goberna- 
dor ó  su  teniente  de  gobierno,  el  cual  daba  todas  las  disposiciones  nece- 

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§10  Misiones  del  Marañón  Español 

sarias  sin  intervención  de  los  misioneros,  si  bien  debía  manifestar  al  su- 
perior su  designio  y  atender  á  sus  representaciones  cuando  descubría 
éste  algún  inconveniente  en  el  proyecto  ó  en  los  medios  de  que  pensaba 
valerse  su  señoría,  como  consta  de  la  cédula  tantas  veces  referida  del 
año  de  1682.  No  podía  tampoco  el  superior  negar  al  gobernador,  cuando 
lo  pedía,  algún  misionero  por  capellán  en  la  expedición.  Los  misioneros 
de  las  reducciones  únicamente  podían  hacer  entradas  á  tierras  de  genti- 
les, no  sólo  descubiertas  pero  aun  pacificadas  de  antemano,  para  tratar 
de  agregarlos  á  su  pueblo,  ó  para  formar  alguno  de  nuevo;  y  sólo  se 
valían  de  los  indios  de  sus  pueblos  anejos,  sin  poder  llamar  gente  de  los 
otros,  y  mucho  menos  pedir  soldados  al  gobernador  sin  expresa  licencia 
del  superior  de  las  misiones,  á  quien  tocaba  privativamente  disponer 
sobre  el  descubrimiento  y  pacificación  de  naciones  ocultas  ó  enemigas 
y  señalar  indios  para  las  entradas  de  esta  calidad,  que,  juntos  con  los 
soldados  enviados  del  gobernador  para  la  empresa,  servían  ce  escolta  y 
resguardo  al  misionero. 

De  las  entradas  particulares  de  los  padres  á  gentes  amigas  hemos 
dicho  mucho  en  los  libros  antecedentes,  y  no  hay  para  qué  tratar  de 
ellas  en  este  lugar,  porque  ni  requieren  soldados  ni  piden  aquella  cir- 
cunspección y  cautela  que  se  necesita  en  las  otras.  Para  las  entradas 
que  se  hacían,  ó  para  castigar  algunos  alzados,  ó  para  descubrir  genti- 
les ó  entablar  paz  con  ellos,  se  anticipaba  primeramente  el  aviso  al  pue- 
blo ó  pueblos  de  donde  había  de  salir  la  gente  señalada,  y  los  alcaldes 
mandaban  prevenir  el  bastimento  necesario  con  lo  demás  que  corres- 
pondía al  viaje.  Nombrábanse  cabos  de  milicia  que  debían  dirigir  la  ex- 
pedición, y  juntos  todos  en  un  pueblo,  oída  Misa  el  día  de  la  salida,  se 
formaban  después  de  ella  en  la  plaza,  y  al  son  de  caja  y  pífano  bajaban 
al  puerto  bien  ordenados.  Aquí  se  embarcaban  conforme  les  distribuían 
los  oficiales  en  sus  canoas,  y  salían  sucesivamente,  cerrando  la  marcha 
la  canoa  en  que  iba  el  misionero.  El  día  primero  se  navegaba  sin  deten- 
ción alguna  hasta  la  noche;  en  los  siguientes  arrimaban  á  tierra  como  á 
las  diez  de  la  mañana  y  comían  todos  á  su  tiempo.  Al  acercarse  al  sitio 
en  que  se  debía  dormir,  empezaba  el  tambor  que  iba  en  la  canoa  del  al- 
férez á  dar  señal  de  parada,  y  no  cesaba  de  tocar  hasta  que  todos  salta- 
ban á  tierra.  Limpiábase  el  sitio  de  la  mansión,  que  era  ocupación  de  to- 
dos los  días,  si  no  es  que  encontrasen  alguna  playa  ancha  y  despejada, 
y  formadas  algunas  chocitas,  cenaban  y  descansaban.  Por  la  mañana,  á 
buena  hora,  despertaba  á  todos  la  caja  militar,  y  como  el  vestido  no  era 
mucho,  pronto  la  gente  recogía  las  camas  en  poco  tiempo,  y  oída  la 
Misa  del  padre,  se  embarcaba  y  salía  con  el  mismo  orden  que  el  primer 
día.  No  solamente  oían  Misa  los  indios  en  el  viaje,  sino  que  al  acostarse 
y  levantarse  rezaban  todos  á  media  voz  el  Padre  Nuestro,  el  Ave  María, 
Salve  y  Credo,  empezando  con  la  señal  de  la  cruz  y  acabando  con  el 
acto  de  contrición.  Rezaban  también  por  lo  común  el  Rosario  todos  los 
días,  y  al  entrar  ó  salir  de  la  canoa  saludaban  siempre  al  padre  misio- 


Libro  XI.— Capítulo  VIII  611 

ñero  con  el  Alabado.  Con  estos  ejercicios  de  devoción  y  piedad  no  se 
disipaban  en  los  viajes  y  no  se  olvidaban  de  lo  principal  del  catecismo, 
que  tanto  trabajo  les  costaba  aprender  de  memoria. 

Según  era  mayor  ó  menor  el  número  de  la  gente  de  la  comitiva,  era 
también  el  numero  de  las  canoas  mytayeras,  en  que  tres  ó  cuatro  indios 
con  sus  instrumentos  pescaban  del  río  y  cazaban  en  las  playas  y  bosques 
inmediatos  lo  que  encontraban.  Todas  las  noches  debían  entregar  al  pa- 
dre misionero  lo  que  habían  recogido  entre  día,  y  solía  ser  bastante,  bien 
distribuido  por  todas  las  canoas.  Pero  si  por  lluvia  ó  algún  otro  contra- 
tiempo no  se  podía  cazar  ni  pescar,  se  suplía  con  los  salados  que  siem- 
pre se  llevaban  á  prevención  para  estas  precisiones,  y  para  los  días  en 
que,  caminando  por  los  montes,  no  daba  lugar  á  1^  caza  el  peligro  de 
alguna  sorpresa  ó  emboscada  de  gentiles. 

Cuando  ya  se  llegaba  á  formar  juicio  que  no  estaba  lejos  el  sitio  en 
que  podía  haber  algún  puerto  ó  camino  abierto  para  tierras  de  indios,  se 
daba  orden  á  los  mytayos  que  fuesen  observando  con  todo  cuidado  si 
descubrían  senda,  indicios  ó  huellas  frescas.  Hallando  puerto  ó  descu- 
biertas señales  de  pisadas  se  detenían  en  el  paraje  sin  pasar  adelante  y 
esperaban  á  las  demás  canoas.  La  primera  diligencia  era,  saltando  to- 
dos en  tierra,  formar  un  real  en  trecho  bastantemente  capaz  y  destinar 
los  indios  necesarios  para  la  guarda  de  las  canoas.  Señalaban  después 
centinelas  que,  repartidas  en  proporción  á  las  entradas  y  salidas  del 
monte,  tenían  cuidado  de  observar  atentamente  si  asomaba  gente,  remu- 
dándose por  turno  en  toda  la  noche.  Últimamente  el  oficial,  de  acuerdo 
con  el  misionero,  distribuía  la  gente  según  el  orden  con  que  debía  cami- 
nar por  el  monte. 

Cuatro  ó  cinco  indios  iban  delante  como  exploradores  ó  guardias 
avanzadas,  y  nunca  se  adelantaban  tanto  que  los  perdiesen  de  vista  los 
demás.  Observaban  con  cuidado  los  rastros  de  las  pisadas  y  las  trochas, 
que  eran  unas  ramas  de  árboles  quebradas  de  propósito  para  abrir  ca- 
mino. Bien  era  preciso  que  fuesen  hábiles  y  prácticos  estos  exploradores 
para  no  perder  el  rastro  porque  las  pisadas  desaparecían  frecuentemen- 
te por  la  industria  de  los  gentiles,  que  temían  ser  por  ellas  descubiertos. 
Y  á  esta  causa  los  Mainas  solían  caminar  hacia  atrás,  como  allá  cuenta 
Virgilio  del  ladrón  Caco,  y  de  esta  manera  engañaban  á  los  que  querían 
seguirlos.  Otras  naciones  confundían  los  rastros  en  llegando  á  algún  ria- 
chuelo, dejando  pisadas  varias,  confusas  y  multiplicadas  hacia  la  parte 
del  todo  opuesta  á  sus  casas  y  habitaciones.  Y  no  faltaban  gentiles  que 
formaban  rastros  que  hacían  laberintos  de  donde  no  era  posible  acertar 
con  la  salida. 

Fuera  de  esto,  eran  diestrísimas  las  naciones  del  Marañen  en  armar 
trampas  en  los  caminos  mismos  cuando  temían  ser  descubiertos.  Una  de 
ellas  era  la  de  las  sepulturas,  que  se  reducían  á  ciertos  pozos  hondos 
cióme  de  á  vara,  en  donde  metían  flechas  ó  lancillas  de  palo  fuerte  pun- 
tiagudas con  sus  aguijones  hacia  arriba  tan  encubiertas  con  tierra  y  tan 


612  Misiones  del  Marañón  Español 

disimuladas  al  natural  con  hojarascas,  que  sólo  se  descubría  el  engaño 
tanteando  con  las  lanzas  y  removiendo  la  tierra.  Otra  muy  frecuente 
era  el  afianzar  con  ramitas  muy  delgadas  á  manera  de  los  más  delica- 
dos juncos  algunas  lanzas  pendientes  de  los  árboles  y  que  amenazaban 
de  uno  y  otro  lado  del  camino.  Pero  las  disponían  con  tal  orden  y  artifi- 
cio, que  al  pisar  el  caminante  un  palo  atravesado  y  como  por  casualidad 
caído,  cruzaban  las  lanzas  del  uno  al  otro  lado,  despedidas  de  un  muelle 
á  quien  daba  fuerza  el  movimiento  del  palo.  A  este  modo  armaban  tam- 
bién troncos  de  algún  peso  que,  al  pasar  incautamente  por  debajo  y  tro- 
pezar en  ciertas  cuerdas  ocultas  que  los  sostenían,  descargaban  con  su 
natural  peso  sobre  el  caminante.  A  todo  debían  atender  las  guardias 
avanzadas;  y  si  en  algo  se  descuidaban,  corrían  peligro  de  perder  el  ras- 
tro ó  de  caer  en  las  trampas. 

El  cuerpo  del  ejército  seguía  de  cerca  á  los  exploradores,  caminando 
uno  después  del  otro  como  en  procesión.  Ni  era  posible  otro  modo  de  an- 
dar por  tan  espesas  arboledas .  Iba  delante  el  sargento  con  dos  ó  tres- 
indios  y  un  soldado  con  su  escopeta.  Seguíanse  después  los  indios,  repar- 
tidos entre  ellos  de  trecho  en  trecho  los  soldados  con  sus  bocas  de  fuego^ 
quedando  uno  de  estos  cerca  del  capitán,  que  cerraba  la  retaguardia  con 
cuatro  indios  armados  de  rodelas  para  escolta  de  su  persona.  El  misionera 
y  el  gobernador  ó  teniente,  si  se  hallaba  en  la  expedición,  ocupaban  el 
centro.  Con  esta  disposición  caminaban  con  alguna  seguridad  y  estaban 
menos  expuestos  á  peligros  repentinos  pudiendo  todos  acudir  á  la  defen- 
sa en  cualquiera  emboscada  ó  sorpresa  de  los  gentiles.  No  bastó  toda  esta 
precaución  en  caminar  por  aquellos  bosques  para  que  en  el  año  de  1738 
no  cogiesen  á  ochenta  indios  con  cuatro  soldados  hacia  las  cercanías  del 
Marañón  los  indios  Masamaes  que,  haciendo  cerco,  cantaban  ya  la  vic- 
toria contra  los  cristianos,  y  hubieran  sido  éstos  oprimidos  de  la  multitud 
de  bárbaros  si  con  los  tiros  de  las  escopetas  no  hubieran  logrado  cortar 
el  cerco  y  abrir  camino  para  desembarazarse  de  los  enemigos. 

Luego  que  las  postas  descubrían  camino  más  trillado  ó  algún  baño, 
daban  señal  al  sargento  que  les  seguía  más  de  cerca,  y  éste  se  paraba 
con  los  suyos  y  se  mantenía  como  en  emboscada,  mientras  las  guardias 
registraban  con  atención  el  contorno  hasta  divisar  alguna  casa  y  vol- 
vían á  dar  noticia  de  todo.  Si  la  casa  ó  casas  estaban  algo  distantes,  se 
iban  acercando  todos  con  gran  tiento  y  con  mucho  silencio  hasta  llegar 
á  sitio  de  donde  pudiesen  dar  el  asalto  al  amanecer.  Este  movimiento 
lo  ejecutaban  de  manera  que  según  se  acercaban  se  iban  ensanchando  y 
apartando  á  uno  y  otro  lado  del  camino  para  dejarle  libre  á  los  gentiles 
que  quisiesen  entrar  y  salir  por  él  sin  temor  ó  sospecha  de  peligro.  Con 
esta  disposición  se  lograba  varias  veces  el  lance  antes  de  la  noche  por- 
que los  indios,  ocupados  entre  día  en  la  pesca  y  caza  y  otros  menesteres, 
solían  volver  á  casa  entre  tres  y  cuatro  de  la  tarde,  y  como  no  venían 
regularmente  acompañados,  sino  solos  y  descuidados,  caían  fácilmente 
en  la  emboscada  sin .  poder  ser  socorridos,  pues  viendo  los  cristianos  al 


Libro  XI.— Capítulo  VIH  6Í3 

gentil  en  el  centro  del  cordón,  con  una  señal  ó  grito  se  avisaban  uiibs  á 
otros  para  que  cerrasen  con  cuidado  la  salida  por  todas  partes.  La  pri- 
mera acción  del  estrechado  gentil  era  desembarazarse  de  todo  lo  qde 
traía  consigo  y  ponerse  en  armas,  pero  le  servía  bien  poco,  porque  aco- 
metiéndole los  más  cercanos,  estando  los  demás  de  resguardo,  fácilmen- 
te le  derribaban  en  tierra  sin  hacerle  daño.  Costaba  no  poco  el  asegurar- 
lo en  que  se  ponía  mucho  cuidado  para  que  no  diese  aviso  á  sus  naciona- 
les y  se  perdiese  todo  el  fruto  de  la  expedición.  Entraba  después  el  misio- 
nero que,  con  buenas  palabras,  con  donecillos  y  regalos,  le  sosegaba  y 
solía  después,  desengañado,  ayudar  á  la  paz  y  amistad  con  los  demás. 
Si  no  se  lograba  alguna  de  estas  presas,  pasaba  toda  la  noche  él  ejér- 
cito en  las  cercanías  de  la  casa  y  no  se  omitía  precaución  ninguna  para 
no  ser  sentido  y  descubierto.  Mudábanse  á  menudo  las  centinelas  avan- 
zadas á  distancia  del  sitio  en  donde  estaba  el  cuerpo  de  las  tropas,  y  nin- 
guno dejaba  las  armas  de  la  mano  en  toda  la  noche.  Al  rayar  del  día, 
tanteando  el  tiempo  necesario  para  llegar  bien  de  mañana  á  la  casa, 
empezaban  á  caminar  con  el  mayor  orden  y  silencio,  y  al  amanecer  da- 
ban el  asalto.  Cercaban  primero  la  casa,  tomando  con  particular  cuida- 
do las  puertas  para  impedir  la  salida  de  quien  pudiese  avisar  á  los  de- 
más del  contorno.  Si  la  entrada  se  hacía  por  disposición  del  gobernador 
con  motivo  de  algún  castigo,  cercada  la  casa,  comenzaban  á  tocar  las 
cajas  y  al  mismo  tiempo  entraban  dos  ó  tres  soldados  disparando  sus  es- 
copetas, y  al  estruendo  intenso  y  repentino  de  los  fusiles  y  á  la  novedad 
del  ruido  de  las  cajas,  quedaban  por  lo  común  aturdidos  los  que  estaban 
en  la  casa.  Pero  no  por  eso  se  rendían  sin  resistencia  los  varones^  antes 
bien,  retirando  las  mujeres  y  niños  á  los  más  escondidos  retretes,  echa- 
ban mano  de  las  armas  y  se  esforzaban  á  abrir  camino  por  los  nuestros. 
Kara  vez  se  podía  excusar  algún  choque  en  que  no  quedasen  heridos  de 
una  y  otra  parte,  si  bien,  como  era  regular,  llevaban  la  peor  parte  los 
gentiles,  así  por  el  valor  de  los  indios  cristianos,  como  por  la  ventaja  de 
sus  armas,  y  particularmente  por  las  armas  de  fuego  de  los  soldados,  á 
que  tenían  horror,  y  que  acababan  de  rendirlos. 

Mas  si  la  entrada  era  dirigida  solamente  á  entablar  paces  y  amista- 
des con  alguna  gente,  se  procedía  con  más  tiento  y  con  una  manera' más 
suave.  Cercada  la  casa  y  tomadas  las  puertas,  entraban  de  repente  al- 
gunos indios  para  apoderarse  de  las  armas  y  quitar  la  acción  á  los  cer- 
cados; si  les  cogían  de  sorpresa,  ya  quedaban  acobardados  los  gentiles 
con  esta  sola  diligencia.  Sin  embargo,  levantaban  un  alboroto  y  vocin- 
glería confusa,  con  que  parece  que  querían  aterrar  á  todos.  En  esto'  en- 
traba el  misionero  diciendo  padre,  padre,  y  le  seguían  los  indios  diciendo 
amico,  amico,  términos  que  entiende  comúnmente  todo  gentil  y  los  recibe 
como  salutaíñón  de  cristianos  que  van  á  convidar  con  la  paz.  Algunas 
naciones  menos  suspicaces  ó  menos  bárbaras  se  sosegaban  á  solas  estas 
palabras  y  voces,  y  salían  todos  de  sus  retretes  á  recibir  á  los  huéspe- 
des. Con  éstos  había  bien  poco  que  haber,  y  en  breve  tiempo  se  ajustaba 


i6l4  Misiones  del  Maeañón  EJfePAÑOL 

la  p^?,  auiique  no  por  esto  levantaban  luego  el  cerco  ni  se  fiaban  los 
cristianos  que  estaban  dentro,  hasta  que  estaban  ciertos  de  haberse  apo- 
derado (^e  todas  las  armas. 

Otr,a.s  veces  tardaban  en  sosegarse,  particularmente  si  no  se  pudieron 
cpgjer  las  armas,  por  no  estar  juntas  en  un  lugar  sino  repartidas  en  varios 
sitjos  4e  la  casa,  como  es  bastantemente  común.  Su  genio  es  suspicaz,  que 
de  .na4ie  se  fía;  su  orgullo,  bárbaro,  que  no  sabe  temer  sin  escarmiento, 
y  teniendo  armas  á  que  acudir,  atiende  poco  á  las  voces  de  amistad.  Pé- 
nense luego  en  armas  los  hombres  y  no  aciertan  á  tenerlas  en  las  manos 
sin  insultar;  aunque  sean  inferiores  en  número,  no  por  eso  dejan  de  mos- 
trarse feroces  en  acometer,  bárbaros  en  resistir  y  tenacísimos  en  no  ren- 
dirse. No  hacen  poco  los  cristianos  en  contener  su  primera  furia,  porque 
al  mismo  tesón  de  mantenerse  en  sola  la  defensa,  lo  juzgan  aquéllos  co- 
bardía ó  falta  de  valor,  y  el  mismo  no  recibir  daño  de  sus  armas  les  hace 
más  atrevidos.  Entre  tanto,  mantenían  su  cerco  los  de  fuera,  y  si  algún 
niño  ó  mujer  acertaba  á  salir  de  la  casa,  los  aseguraban,  y  si  se  asoma- 
ban á  mirarlos  les  mostraban  buena  cara. 

Finalmente,  después  de  grande  rato,  viendo  los  gentiles  la  constancia 
de  los  nuestros,  fortificados  en  las  puertas  y  que  mantenían  el  puesto  con 
las  armas  en  la  mano,  sin  poder  ser  apartados  del  sitio ,  apagada  ya  la 
cólera  y  vueltos  del  susto  primero,  empezaban  á  mudar  de  tono,  parte 
por  el  temor  y  parte  por  el  cansancio,  y  cayendo  en  cuenta  de  su  peli- 
gro, hablaban  ya  más  bajo  y  daban  muestras  de  algún  sosiego  y  rendi- 
dimiento.  Entonces  se  insinuaba  el  misionero  con  señales  de  paz,  y  mos- 
trándoles algunos  regalos  y  donecillos,  daba  lugar  á  que  se  tratase  de 
paces.  Teníase  por  bien  logrado  un  viaje  de  estos,  cuando,  concluida  la 
paz,  se  conseguía  traer  á  las  misiones  algunos  muchachos  para  que 
aprendiesen  la  lengua  y  sirviesen  después  de  intérpretes  para  la  reduc- 
ción de  su  nación.  Los  mismos  caciques,  ya  sosegados,  solían  ofrecer  sus. 
hijos  al  padre  que  los  recibía  con  gusto,  y  daba  á  sus  padres  en  corres- 
pondencia y  señal  de  amistad  alguna  hacha  ó  machete,  que  era  para 
ellos  la  cosa  de  mayor  estimación.  Venían  después  á  los  pueblos  á  ver  á 
sus  muchachos,  en  donde  eran  extremadamente  agasajados  de  los  cris- 
tianos y  más  particularmente  del  P.  misionero.  Eran  muy  ventajosas 
estas  visitas,  porque  viendo  la  armonía,  orden  y  gobierno  de  los  pueblos, 
la  abundancia  de  comida,  la  multitud  de  instrumentos  para  trabajar  la. 
tierra,  para  cazar  y  pescar,  y  mucho  más  oyendo  á  sus  mismos  hijos  el 
gusto  con  que  vivían,  la  abundancia  de  que  gozaban,  y  el  cariño  y  afabi- 
lidad con  que  les  trataba  el  misionero,  como  á  hijos,  se  iban  aficionando,, 
domesticando  y  disponiendo  para  formar  reducciones. 

■íüstos  eran  los  frutos  de  una  expedición  arreglada  y  que  salía  con  fe- 
licidad. Pero  si  por  desgracia  descubrían  los  gentiles  ó  sentían  á  los 
cristianos  antes  de  tiempo,  era  perdida  la  entrada;  porque  hacían  correr 
la  voz  por  las  casas  del  contorno,  y  retirando  á  las  mujeres  y  los  niños, 
salían  al  encuentro  los  varones,  cpn  todas  sus  armas.  Ponían  celadas 


Libro  XI.— Capítulo  VIII  615 

y  emboscadas  con  el  mayor  disimulo,  en  que  cayó  varias  veces  la  tropa 
de  los  cristianos,  que  por  la  disposición  de  la  marcha,  por  la  cautela  en 
caminar  y  por  el  valor  en  hacer  cara  con  mucha  unión  á  todas  partes, 
burlaba  por  lo  común,  las  asechanzas;  pero  eran  tan  tercos  los  gentiles 
en  rendirse  cuando  descubrían  á  los  cristianos,  que  hubo  ocasión  en  que 
cercados  ya  por  todas  partes  de  los  nuestros  y  teniendo  á  la  vista  un 
cuerpo  de  tropa  más  que  mediano  de  indios  armados  de  arco  y  flecha  y 
estolica,  que  disparaban  desde  lejos  para  dar  á  entender  la  superioridad 
de  sus  armas;  con  todo  eso  bien  lejos  de  rendirse  los  gentiles,  hicieron  re- 
petidas salidas  vigorosísimas  para  hacer  levantar  el  sitio,  obligados 
siempre  á  volver  con  la  pérdida  de  algunos,  pero  sin  venir  á  partido.  Ya 
el  oñcial  y  soldados  desesperaban  de  rendirlos,  cuando  les  dijo  un  indio 
de  los  armados  de  arco  y  flecha:  «Ya  veo  que  estos  hombres,  están  obsti- 
nados en  no  darse  aunque  los  hagan  pedazos,  ó  que  acabarán  miserable- 
mente de  necesidad,  antes  que  se  entreguen.  Yo  daré  fuego  á  la  casa  con 
sartas  de  mechones  encendidos  que  arrojaré  sobre  el  techo;»  y  diciendo 
y  haciendo,  comenzó  á  dispararlas  con  tanto  tino,  que  ardiendo  á  poco 
tiempo  la  casa  y  viéndose  abrasar  los  gentiles,  dejaron  finalmente  las 
armas  y  salieron  á  entregarse. 

Otro  accidente  suele  impedir  á  las  veces  el  fruto  que  se  pretende  en 
las  entradas,  y  es,  cuando  fiados  los  exploradores  en  que  son  bastantes 
para  asegurar  algún  gentil  que  descubren,  se  empeñan  en  cogerle.  La 
resistencia  y  fuerza  que  hace  por  librarse,  es  como  de  fiera  y  propiamen- 
te desesperado  hace  el  último  esfuerzo  á  morir  antes  que  rendirse.  Pocas 
veces  consiguen  el  asegurarlo,  y  escapando  de  sus  manos,  va  corriendo  á 
dar  aviso,  junta  la  gente  que  puede  y  vuelve  á  vengarse  como  lo  suele 
conseguir,  alcanzando  á  los  exploradores,  antes  que  se  junten  á  los 
demás  de  la  tropa.  Tan  ejecutivos  son  en  tomar  la  venganza  que  á  las 
veces  no  dejan  quien  pueda  dar  aviso,  cortándoles  las  veredas  que  tienen 
bien  estudiadas.  Por  esto,  es  de  mucha  importancia  para  el  fin  que  se 
pretende,  el  que  los  centinelas  no  se  alarguen  mucho  y  el  que  no  se  en- 
frasquen en  contiendas  sin  avisar  y  antes  de  tiempo.  Cuando  sucedía  al- 
guno de  estos  accidentes,  no  se  pensaba  de  parte  de  los  cristianos  en  otra 
cosa  que  en  la  sola  defensa  y  tomando  las  precauciones  necesarias,  se 
trataba  de  volver  atrás  sin  llegar  á  las  armas,  por  evitar  choques  que  di- 
ficultaban mucho  en  adelante  la  paz  que  se  podía  procurar  con  otras 
diligencias. 

Mucho  se  pudiera  decir  de  las  penalidades  y  trabajos,  desastres  y  ne- 
cesidades que  se  padecían  en  estos  ciegos  viajes.  Ya  hemos  hablado  de 
algunos  en  nuestra  historia,  y  ahora  basta  insinuar,  que  por  los  montes 
del  Marañón  se  andaba  y  trepaba  siempre  por  espinas  punzantes  y  disi- 
muladas, por  lodazales  fastidiosos ,  por  lagos  de  leguas  enteras  con  el 
agua  en  ocasiones  hasta  la  cintura,  atravesando  ríos  y  torrentes  peligro- 
sos, con  un  palo  que  servía  de  puente,  con  la  precisión  de  no  hacer  fue- 
go por  días  enteros  por  no  ser  descubiertos  por  el  humo,  durmiendo  si«m- 


616  Misiones  del  Marañón  Español 

pre  vestidos,  sobre  hojas  mojadas,  ó  en  una  red  colgada  de  dos  palos  al 
cielo  descubierto,  sin  resguardo  de  los  malos  temporales,  de  innumera- 
bles fieras  y  de  una  infinidad  de  animales  ponzoñosos.  Pero  la  amorosa 
providencia  del  Señor,  siempre  velaba  sobre  los  misioneros  en  tan  peli- 
grosas entradas,  y  de  un  modo  tan  extraordinario  y  visible ,  que  no  hay 
memoria  que  sucediese  alguna  desgracia  en  tan  repetidas  entradas  á  al- 
guno de  los  padres  por  el  largo  espacio  de  130  años. 


CAPITULO  IX 

DE  LOS  DESPACHOS  Y  ORDINARIOS  Á  QUITO,   MOYOBAMBA  Y  LAMAS 

No  pudieran  subsistir  en  manera  alguna  los  pueblos  de  la  misión  sin 
que  les  viniesen  de  fuera  muchos  géneros  de  que  necesitaban  para  su 
establecimiento,  conservación  y  aumento.  Porque  fuera  del  vestuario  de 
los  misioneros,  vino  y  hostias  para  decir  Misa,  y  lienzos  para  cubrir  la 
gente,  eran  precisos  instrumentos  de  hierro  para  trabajar  la  tierra  y 
otras  mil  cosas  indispensables  para  la  vida  humana,  que  se  echan  de 
menos  en  aquellos  países  faltos  casi  de  todo.  A  esta  causa  se  tomó  la  dis- 
posición de  enviar  anualmente  (y  andando  el  tiempo  de  seis  en  seis  me- 
ses), un  despacho,  que  allí  llamaban,  ú  ordinario  desde  la  misión  á  la  ciu- 
dad de  Quito  para  proveerse  de  lo  necesario.  Preveníase  para  el  despa- 
cho una  ó  más  canoas  con  varios  indios  con  quienes  iba  siempre  un  mozo 
blanco,  con  el  nombre  de  conductor  del  despacho,  porque  ni  aun  esta 
diligencia  se  podía  fiar  á  la  corta  capacidad  de  los  indios.  Llevaba  con- 
sigo el  conductor  los  pocos  efectos  que  se  hallaban  en  la  misión  como 
cera  blanca,  tal  cual  resina  particular,  vainilla  y  otras  cosillas  de  poca 
entidad,  que  se  entregaban  al  procurador  de  la  misión.  Este  enviaba 
desde  Quito  por  el  mismo  ordinario  la  provisión  anual  de  vino  y  harina 
para  hostias,  de  vestido  interior  y  sotanas  para  los  misioneros,  alguna 
cantidad  de  lienzo  y  porción  de  hierro  para  herramientas,  cuchillos,  es- 
labones, anzuelos  y  otras  cosillas  usuales. 

Antes  de  extenderse  la  misión  y  tener  el  aumento  de  pueblos  que 
componía  la  parte  de  la  misión  llamada  nueva,  sólo  se  enviaba  una  canoa 
grande  con  otra  pequeña  de  indios  cazadores  y  pescadores;  pero  de  al- 
gunos años  á  esta  parte,  creciendo  el  número  de  las  reducciones  se  aña- 
dió otra  grande  con  su  pescadora  y  no  pocas  veces  se  juntaba  otra  para 
el  mozo  conductor.  Tres  ó  cuatro  meses  antes  de  la  salida  del  despacho 
se  les  anticipaba  á  los  misioneros  la  noticia  para  que  previnieran  sus 
cosas,  y  se  señalaba  el  día  de  la  partida  que  solía  ser  á  la  mitad  del  Se- 
tiembre, tiempo  más  proporcionado  para  estos  viajes.  Entregábase -al 
conductor  una  lista  ó  memoria  de  lo  que  llevaba  de  la  misión  y  asimismo 
le  entregaba  otra  de  lo  que  traía  el  procurador  de  las  misiones.  Por  al- 
gunos años  se  observó  en  esta  conducta  el  orden  que  estableció  á  los 


Libro  XI. -Capítulo  IX  617 

principios  el  P.  Hernando  Cavero,  provincial  que  fué  de  Quito,  y  era  que 
todo  el  socorro  fuese  á  manos  del  superior  de  las  misiones,  el  cual  repar- 
tía y  enviaba  lo  necesario  y  lo  que  tocaba  á  cada  uno  de  los  misioneros. 

El  P.  visitador,  Andrés  Zarate,  vio  después  los  inconvenientes  de 
esta  disposición,  no  siendo  el  menor  la  dilación  considerable  en  llegar 
las  cosas  necesarias  á  los  pueblos,  por  la  mucha  distancia  de  unos  á 
otros.  Consultó  con  el  superior  y  padres  más  antiguos  y  experimentados 
de  la  misión  lo  que  parecía  más  conveniente  en  las  circunstancias,  y  con 
acuerdo  suyo,  dejó  orden  en  la  visita  para  que  de  allí  adelante  saliesen 
desde  Quito  los  géneros  con  distinción  de  lo  que  debía  tocar  á  cada  mi- 
sionero y  en  fardo  por  de  fuera  numerado.  De  esta  manera  al  pasar  el 
despacho  por  el  Nombre  de  Jesús,  el  vicesuperior  de  este  partido  recibía 
los  fardos  pertenecientes  á  aquellos  misioneros.  En  San  Joaquín  de  Oma- 
guas hacía  lo  mismo  el  vicesuperior  de  aquella  parte ,  y  últimamente  en 
Santiago  de  la  Laguna  se  entregaba  al  superior  lo  que  pertenecía  á  la 
misión  alta.  Toda  esta  disposición  llevaba  la  buena  armonía  de  que  avi- 
saba cada  misionero  de  lo  que  necesitaba  para  su  pueblo  primeramente 
al  superior,  y  después  de  acuerdo  suyo  al  procurador  de  la  misión  en 
Quito.  Este  remitía  á  cada  uno  lo  que  pedía,  incluyendo  en  su  carta  una 
minuta  ó  lista  particular,  y  al  superior  enviaba  una  memoria  general  de 
lo  que  iba  para  todos  y  para  cada  uno.  De  esta  manera  con  poco  más 
trabajo  del  procurador  se  evitaron  las  confusiones  y  dilaciones  que  hasta 
entonces  se  habían  experimentado. 

Pero  no  alcanzaban  estas  providencias  para  el  buen  estado  de  los 
pueblos  y  subsistencia  de  la  gente  que  no  podía  tener  de  la  parte  de 
Quito  lo  necesario  para  poder  sustentarse  y  para  vestirse.  Por  esto,  co- 
nociendo los  misioneros  que  el  lienzo  que  venía  de  Quito  no  alcanzaba 
para  vestir  á  los  pobres  de  las  misiones,  y  que  había  mucha  falta  de  ve- 
neno para  dar  á  los  indios  en  su  cazas,  porque  el  único  que  se  conseguía 
de  San  Ignacio  de  Pevas  no  era  bastante,  y  de  ello  llevaban  gran  parte 
los  portugueses  rayanos,  se  vieron  precisados  á  recurrir  á  las  ciudades 
de  Lamas  y  Moyobamba  más  cercanas  á  sus  establecimientos.  Para  evi- 
tar, pues,  las  necesidades  de  muchas  familias  que  no  podían  cazar  y  pes- 
car por  falta  de  veneno,  para  vestir  muchos  desnudos,  y  en  particular 
los  que  de  nuevo  venían  de  los  montes,  para  recoger  tabaco  de  hoja  á  que 
generalmente  todo  indio  tiene  gran  pasión  y  para  tener  á  mano  algo  de 
azúcar  necesaria  en  las  muchas  enfermedades  que  ocurrían  en  los  pue- 
blos, hacían  también  los  despachos  á  aquellas  ciudades  y  procuraban 
por  medios  lícitos  y  con  religiosa  moderación  los  géneros  de  que  necesi- 
taban. 

Mas  á  poco  tiempo  experimentaron  los  buenos  misioneros  muchas  con- 
tradicciones ,  como  si  este  modo  de  procurar  lo  que  era  absolutamente 
necesario  para  los  pobres  indios,  fuese  cierta  especie  de  negociación  ú 
oliese  á  trato  prohibido  á  religiosos.  Hiciéronse  por  los  años  de  1723  y 
1724  algunas  denuncias  al  provincial  en  Quito  contra  los  padres  misione- 


618  Misiones  del  Maeañón  Español 

ros,  como  que  se  embarazaban  en  negociaciones  con  los  vecinos  de  La- 
mas y  Moyobamba.  Tanto  se  acriminaron  las  denuncias ,  que  el  provin- 
cial ,  más  celoso  y  temeroso  que  prudente  y  experimentado,  envió  á  los 
misioneros  un  precepto  de  santa  obediencia,  con  que  prohibía  aquellos 
tratos,  y  aun  cortaba  la  comunicación  con  los  vecinos  de  dichas  ciuda- 
des. Representó  el  superior  de  las  misiones  con  un  exacto  informe  las  ra- 
zones verdaderas  y  legítimas,  que  sin  la  menor  sombra  de  negación  co- 
honestaban la  adquisición  de  aquellos  géneros,  que  no  se  hacía  sino  por 
modo  de  trueque,  y  que  las  cosas  venidas  de  aquellas  ciudades  se  con- 
sumían en  limosnas  necesarias  á  la  subsistencia  de  los  pueblos.  No  aten- 
dió á  la  representación  el  provincial,  ó  por  impresionado  ya  contra  aque- 
llos tratos  ó  por  demasiadamente  cauteloso,  y  mandó  que  se  obedeciese. 
Hizolo  así  el  superior,  pero  conociendo  los  daños  que  se  seguían  de  una 
ejecución  importuna,  recurrió  con  el  mismo  informe  y  representación 
hecha  al  provincial  y  con  su  respuesta  á  N.  M.  Rdo.  P.  General,  á  quien 
escribieron  también  los  misioneros  más  autorizados.  Respondió  por  en- 
tonces su  paternidad  muy  reverenda  que  daría  las  debidas  providencias 
sobre  el  negocio.  No  se  dieron  éstas  hasta  el  año  de  1738,  en  que  visitando 
las  misiones  de  orden  y  mandato  del  P.  General  Francisco  Retz,  el  men- 
cionado P.  Andrés  de  Zarate,  y  habiendo  averiguado  bien  la  calidad 
del  negocio,  examinado  despacio  los  informes,  oído  largamente  al  pro- 
vincial que  impuso  el  precepto,  y  pesado  las  razones  del  superior  y  mi- 
sioneros y  los  inconvenientes  que  todavía  duraban,  tuvo  por  conveniente 
anular  y  revocar  el  precepto,  dejando  libre  el  recurso  para  dichos  géne- 
ros á  Moyobamba  y  á  Lamas,  y  dando  la  norma  y  método  que  debía  se- 
guirse en  adelante. 

Este  se  reducía  á  que  los  misioneros  particulares  avisasen  al  superior 
de  las  misiones  de  lo  que  necesitaban  para  sus  reducciones,  y  el  superior 
hacía  alguno  ó  algunos  despachos  comunes  en  que  procuraba  traer  á  las 
misiones  las  cosas  pedidas  conforme  á  la  necesidad  de  los  subditos.  Tam- 
bién permitía  á  las  veces  si  le  parecía  más  conveniente  al  misionero  del 
pueblo  que  él  mismo  hiciese  particular  despacho,  arreglado  en  todo  á  la 
disposición  y  facultad  que  le  daba.  En  esta  conformidad  se  practicaba  la 
economía  de  procurar  los  géneros  que  no  había  en  la  misión,  con  otros 
que  se  enviaban  para  trocar,  que  era  allí  el  único  modo  de  comprar  y  de 
vender.  Últimamente  no  se  debe  disimular  que  no  faltó  misioneroque  en- 
vió á  las  ciudades  referidas  pez  salado  por  estos  géneros.  Pero  los  supe- 
riores desde  luego  lo  improbaron  y  lo  impidieron  con  vigor  y  eficacia,  y 
sólo  se  permitía  que  se  enviase  lo  recibido  en  los  principios,  es,  á  saber: 
cera  blanca,  resina  y  vainilla.  Con  tanto  miramiento  procedieron  en  un 
negocio  que  pareció  en  algún  tiempo  escabroso  á  los  que  tienen  poco  co- 
nocimiento de  los  indios  del  Marañen. 


Libro  XI.— Capítulo  X  619 


CAPITULO  X 

DE  ALGUNAS    ECONOMÍAS  EN   BENEFICIO   DE  LOS   PUEBLOS   SOBRE   QUE 
VELABAN  LOS  MISIONEROS  Y  Á  QUE  ATENDÍAN  LOS  ALCALDES 

El  gobierno  civil  de  las  reducciones  del  Marañón  tenía  mucho  del  eco- 
nómico y  propio  de  una  familia  ó  comunidad.  Ya  hemos  dicho  cómo  al 
principio  hubieron  de  atender  por  si  mismos  á  todo  los  misioneros,  y  que 
la  experiencia  enseñó  no  haber  otro  medio  para  el  establecimiento  de  un 
pueblo.  Ahora  se  puede  añadir  que  sin  esta  atención  y  cuidado  no  pudie- 
ra subsistir  ni  llevarse  adelante  una  reducción  establecida.  Es  verdad 
que  se  hallaría  esta  diferencia,  que  al  principio  debía  ser  el  misionero  el 
padre  de  familias  y  cargar  con  todo  por  sí  mismo  hasta  que  entrasen  á 
la  parte  de  sus  afanes  algunas  de  las  familias,  pero  andando  el  tiempo 
ya  se  hacía  ayudar  el  padre  de  algunos  indios,  que  por  haber  aprendido 
á  ser  hombres,  le  podían  ayudar.  Eran  estos  los  alcaldes,  los  regidores  y 
los  demás  oficiales  que  con  el  nombre  de  varayos,  común  á  todos,  eran 
sus  ministros  para  la  buena  economía  del  pueblo. 

Al  adorno  y  aseo  de  la  reducción  conducían  algunas  disposiciones 
que  hacía  ejecutar  el  misionero  por  medio  de  los  varayos.  Estas  eran: 
1.*  Procurar  que  se  fabricasen  las  casas  con  orden  y  proporción,  de  ma- 
nera que  ni  estuviesen  pegadas  para  evitar  incendios,  ni  tan  cercanas 
que  se  embarazasen  las  comodidades,  ni  tan  distantes  que  costase  dema- 
siado trabajo  mantener  limpias  las  calles  y  los  intermedios.  2.^  No  per- 
mitir largo  tiempo  casa  alguna  sin  techos,  sin  alares  y  sin  puertas.  .3.*  No 
dejar  hacer  casas  desproporcionadas  ó  por  demasiado  grandes  ó  por  de- 
masiado pequeñas,  porque,  fuera  de  hacerse  reparar  de  las  demás  por  la 
extravagancia,  aquéllas  pedían  mucho  trabajo  para  su  conservación,  y 
éstas,  por  su  estrechez,  incomodaban  á  los  dueños.  4.*  Cuidar  atenta- 
mente de  que  los  habitadores  de  las  casas  las  compusiesen  cuando  nece- 
sitaban reparo,  porque  es  tanta  la  desidia  del  indio,  que  no  siendo  avisa- 
do del  peligro,  dejará  arruinar  la  casa  por  no  menearse. 

Fuera  de  esto,  como  un  pueblo  cercado  del  monte  casi  por  todas  par- 
tes se  infestaba  de  plagas  de  mosquitos  de  varias  castas,  de  sabandijas  y 
de  culebras,  y  por  el  aire  colado,  y  maleza,  sobre  incomodar  á  los  habita- 
dores, les  exponía  á  picaduras  venenosas  y  estaba  convidando  á  los  ti- 
gres á  que  se  paseasen  por  las  calles,  como  sucedía  varias  veces;  se  to- 
maban las  precauciones  necesarias  para  evitar  estos  peligros,  mante- 
niendo los  pueblos  abiertos  de  modo  que  se  ventilasen  bien  y  se  respirase 
aire  puro  y  saludable.  Para  esto,  cada  tres  meses  se  golpeaba  ó  cortaba 
con  prolijidad  toda  la  maleza  de  zarzales,  arbolitos  y  varias  hierbas  que 
á  poco  tiempo  crecían  extraordinariamente.  Al  justicia  semanero  tocaba 
avisar  á  todos  el  día  destinado  para  este  trabajo  con  ciertos  golpes  de 


tí!20  Misiones  del  Makañón  Español 

campana  que  entendían  todos,  y  al  punto  salía  cada  uno  con  su  instru- 
mento según  la  diversidad  de  edades  y  de  sexo,  unos  para  limpiar  y 
otros  para  recoger  la  maleza.  El  gobernador  del  pueblo  y  los  alcaldes 
repartían  la  gente  por  la  delantera  de  la  reducción  que  correspondía  al 
río,  por  los  lados  y  por  la  parte  más  cerrada  del  monte  detrás  de  las  ca- 
sas, y  manteniéndose  como  sobrestantes,  se  arrasaba  á  su  vista  toda  la 
maleza  en  una,  dos  ó  tres  mañanas. 

Las  mujeres  debían  mantener  limpia  la  plaza  principal  del  pueblo, 
que  caía  por  lo  común  á  la  puerta  de  la  iglesia.  Un  día  de  cada  mes,  eran 
llamadas  con  golpes  determinados  de  campana  á  la  puerta  de  la  iglesia, 
y  acudían  todas  prontamente  con  sus  machetes,  itupulies  ó  paletas,  y  re- 
partidas á  trechos,  iban  quitando  la  hierba,  que  recogían  dos  fiscales  ó 
ancianos  en  unos  cestos,  y  los  echaban  en  algunos  bajos,  á  la  orilla  del  río. 
Luego  seguían  cuatro  ó  seis  doncellas,  que  barrían  con  sus  escobas  el  sitio 
allanado,  dejando  á  trechos  los  montones  de  tierra,  que  recogían  los  fis- 
cales y  arrojaban  en  donde  habían  echado  la  hierba.  A  toda  la  tare¿i 
asistía  en  persona  el  gobernador  y  alcaldes,  con  cuya  presencia  se  eje- 
cutaba todo  sin  desorden,  sin  gritería  y  sin  algazara.  Acabado  el  traba- 
jo, todos  se  arrodillaban  á  la  puerta  de  la  iglesia  y  hecha  una  breve  ora- 
ción se  volvían  á  sus  casas. 

En  algunos  pueblos  no  era  necesario  este  trabajo,  por  tener  allana- 
das con  arena  muerta  las  plazas  y  las  calles,  pero  era  preciso  rellenar- 
las todos  los  años,  al  principio  del  verano,  de  que,  avisadas  las  mujeres 
por  el  justicia  de  semana,  acarreaban  la  arena  con  sus  cestos  y  la  iban 
echando  en  proporción.  Tres  ó  cuatro  hombres  las  seguían,  armados  de 
buenos  pisones,  con  que  apretando  fuertemente  la  arena  movediza,  deja- 
ban el  terreno  igual  y  sin  hondonadas.  El  mismo  cuidado  procuraban  los 
alcaldes,  que  se  tuviese  de  mantener  limpias  y  aseadas  las  portadas  de 
las  casas,  los  caminos  de  unas  á  otras,  y  particularmente  los  comunes 
que  bajaban  hacia  el  puerto.  A  este  tenor  había  otras  disposiciones  que  ti 
raban  á  que  no  se  hiciesen  huertecillos  en  las  delanteras  de  las  casas,  que 
ocuparían  ó  embarazarían  las  calles,  sino  á  la  parte  opuesta  en  que  no 
estorbaban.  Lo  mismo  se  entendía  de  los  gallineros,  pocilgas  y  charape- 
ras.  Menudencias  son  estas  al  parecer  prolijas,  pero  necesarias  para  la 
vida  civil  que  se  procuraba  entablar  en  los  pueblos,  y  para  la  salud  de 
los  indios,  á  que  atendían  con  singular  cuidado  los  misioneros.  Pero  si  el 
padre  no  insistía  con  diligencia  con  sus  ministros  en  llevarlas  adelante, 
en  poco  tiempo  se  trastornaba  el  buen  orden  y  policía,  y  todo  era  confu- 
sión y  porquería,  plagas,  insectos  y  sabandijas. 

No  bastaban  estas  disposiciones  para  la  vida  civil  de  los  indios;  otras 
providencias  había  enderezadas  á  que  los  vecinos  adquiriesen  con  algu- 
na comodidad  lo  necesario  para  el  común  del  pueblo,  y  para  lo  particu- 
lar de  sus  personas.  Por  ordenanzas  reales  tenían  mandado  los  señores 
gobernadores,  que  hubiese  siempre  en  cada  pueblo  dos  canoas  grandes 
por  lo  menos,  para  el  servicio  del  común  y  para  las  ocurrencias  déla  mi- 


Libro  XI.— Capítulo  X  621 

sión  y  otras  dos  mytayeras  que  les  acompañasen  en  los  viajes.  Para  dar  el 
debido  cumplimiento  á  tan  justas  ordenanzas,  se  repartía  el  cuidado  y  el 
trabajo  de  hacerlas  y  conservarlas  entre  el  ayuntamiento  del  pueblo  y 
entre  los  oficiales  de  milicia.  A  cada  uno  de  estos  gremios,  tocaba  una 
grande  y  otra  pequeña,  y  así  debían  reponer  una  nueva,  cuando  por 
vieja  ó  por  maltratada  no  podía  servir  la  antigua,  ó,  lo  que  sucedía  varias 
veces,  cuando  era  arrebatada  de  alguna  creciente.  Las  canoas  de  cedro 
duraban  largos  años  con  un  pequeño  cuidado  en  conservarlas,  y  á  este  fin 
procuraban  mantener  siempre  una  casa  destinada  para  guardar  en  tie- 
rra las  canoas,  debajo  de  cubierta,  defendidas  del  sol  y  del  agua.  Hacíase 
junto  al  río,  y  la  llamaban  la  casa  de  las  canoas;  debía  estar  abierta  por 
los  cuatro  costados  para  que  la  batiesen  bien  los  vientos ,  y  por  esta  ra- 
zón debía  estar  fundada  sobre  cuatro  pilares  ó  vigas  grandes  que  soste- 
nían los  estantes  del  tejado.  Cuando  los  indios  volvían  de  algún  viaje, 
arrastraban  por  tierra  la  canoa  y  la  metían  en  dicha  casa,  en  donde  se 
conservaba  hasta  que  se  ofreciese  otro.  Para  esta  maniobra  llamaba  á 
los  indios  necesarios  el  justicia  de  semana,  á  cuyo  cargo  estaba  visitar 
todas  las  tardes  las  canoas  para  averiguar  si  estaban  bien  amarradas, 
sucediendo  varias  veces  arrebatarlas  y  llevarlas  consigo  alguna  crecien- 
te repentina  por  mal  aseguradas. 

Tampoco  se  podía  dejar  enteramente  á  los  indios  el  cuidado  de  sus 
canoas  particulares,  que  tenían  casi  todos  para  su  uso,  necesidad  y  servi- 
cio. Raros  eran  los  que  no  tuviesen  frecuentes  descuidos,  ocasionados  de 
su  natural  pereza  á  incomodarse  en  visitarlas,  ó  de  la  poca  providencia 
de  sus  cosas,  ó  de  la  mucha  facilidad  de  olvidarse  en  tiempo  de  acudir  á 
lo  necesario.  Si  el  misionero  no  tenía  una  solicitud  semejante  á  la  de  un 
padre  de  familias  con  sus  hijos  en  la  minoridad,  á  cada  paso  veía  perdi- 
das las  cosas  necesarias  de  los  indios.  Por  esto  tenía  cuidado  y  velaba 
sobre  el  alcalde  semanero,  á  quien  tocaba  celar  que  todo  indio  dejase 
bien  asegurada  su  canoa  al  volver  de  la  pesca  ó  de  la  heredad. 

Además  de  estas  canoas  mayorcitas  en  que  podían  ir  los  indios  con  su 
familia  á  la  posesión,  á  la  pesca  y  al  paseo,  se  procuraba  que  todo  indio 
tuviese  otra  pequeña  que  llamaban  potrillo  y  era  ó  servía  como  de  caba- 
llo, porque  sentado  un  hombre  en  medio  de  ella,  la  manejaba  solo  con 
facilidad  y  la  enderezaba  á  su  arbitrio  con  mucha  destreza.  Entre  los 
Omaguas  era  bastantemente  común  el  haber  tantos  potrillos  en  una  casa 
cuantos  eran  ios  varones  capaces  de  manejarlos,  y  los  padres  ó  herma- 
nos mayores  procuraban  proveer  del  suyo  á  cada  uno  de  sus  hijos  ó  her- 
manos menores,  que  no  podían  haberlos  por  sí  mismos.  No  se  dejaban  en 
el  río  los  potrillos,  que  llevaban  á  espalda  ó  arrastrados  á  las  casas  y 
mantenían  á  la  sombra  debajo  del  alar  del  tejado.  Si  se  descuidaban  en 
hacer  esta  diligencia  necesaria  para  la  conservación  del  potrillo,  luego 
se  daba  aviso  al  padre  de  familias  para  que  le  recogiese.  Ponemos  estas 
memorias  tan  menudas  de  la  economía  de  los  indios,  porque  los  misione- 
ros, que  todo  lo  dirigían  y  enseñaban  á  practicar,  van  faltando  notable- 


622  Misiones  del  Marañón  Español 

mente  en  su  largo  destierro,  y  no  es  razón  que  se  sepulten  con  el  olvido 
aquellos  establecimientos  políticos,  que  á  lo  que  oigo  no  acertaron  á 
llevar  adelante  sus  sucesores,  y  su  noticia  será  quizá  ventajosa  á  otros 
operarios  (que  como  espero),  volverá  á  enviar  á  aquellas  tierras  la  Pro- 
videncia del  Señor  á  quien  nada  es  imposible  y  cuya  mano  no  está  abre- 
viada. 

CAPITULO  XI 

DE  LA  ECONOMÍA  DE  LA  SAL,  SU  DESCUBRLMIENTO  Y  SU  CALIDAD 

Otras  economías  había  en  los  pueblos,  no  menos  necesarias  para  el  ali- 
vio de  la  gente  que  las  referidas  en  el  capítulo  antecedente.  Una  de  las 
principales  era  la  provisión  de  sal,  sin  la  cual  no  pudieran  ya  subsistir  los 
indios  reducidos,  y  su  falta  les  sería  insoportable.  Es  verdad  que  á  los  prin- 
cipios ninguna  de  las  naciones  convertidas  conocía  la  sal,  ni  había  experi- 
mentado en  sus  montes  este  necesario  condimento:  de  donde  nacía  que 
los  recién  traídos  de  los  montes,  aun  cuando  estaba  ya  establecido  el  uso 
de  él,  hacían  asco  de  ella.  Y  si  por  casualidad  ó  curiosidad  aplicaban 
la  lengua  á  la  sal,  hacían  ademanes  de  lanzarla  y  estaban  escupiendo 
hasta  que  se  les  secaba  la  boca.  Sin  embargo,  estaban  ya  los  indios  tan 
hechos  en  los  pueblos  antiguos  al  uso  de  la  sal  y  entraban  tan  bien  en 
ella  en  los  más  nuevos,  que  se  miraba  como  uno  de  los  géneros  más  nece- 
sarios en  la  misión. 

Por  muchos  años  estuvieron  ocultas  las  salinas  que  se  hallaban  en  el 
distrito  de  la  misión  de  Mainas,  y  fué  la  falta  de  sal  á  los  misioneros  una 
de  las  mortificaciones  cotidianas  y  más  sensibles,  como  se  deja  enten- 
der. Cuando  se  fueron  estableciendo  algunos  pueblos  y  se  fué  abriendo  la 
comunicación  con  la  ciudad  de  Quito,  enviaba  el  procurador  de  las  mi- 
siones seis  libras  de  sal  á  cada  misionero  para  el  consumo  de  un  año; 
pero  con  la  humedad  contraída  en  el  viaje  largo,  con  la  extraordinaria 
en  el  mismo  país,  y  sobre  todo  con  el  fiar  su  uso  á  la  discreción  de  los  mu- 
chachos, que  eran  los  únicos  cocineros  y  todo  lo  desperdiciaban,  era  de 
bien  poco  al  ano  y  para  poco  tiempo  aquel  socorro.  Finalmente,  la  Pro- 
videncia divina  descubrió  unas  salinas  abundantes  en  los  cerros  del 
Pongo,  del  río  Guallaga  y  en  el  río  Paranapuras,  con  que  se  pudo  abas- 
tecer colmadamente  toda  la  misión  de  Mainas.  No  hay  memoria  que  ase- 
gure si  fué  casualidad  ó  diligencia  de  hombres  la  que  descubrió  esta  sal 
tan  deseada.  Se  sabe  solamente  que  los  indios  Cocamas  fueron  los  prime- 
ros que  dieron  á  su  misionero  la  primera  noticia  de  que  en  los  cerros  del 
Pongo,  como  á  quince  días  de  navegación  desde  el  pueblo  de  la  Laguna, 
se  hallaba  este  tesoro.  Fué  controvertido  por  algún  tiempo  entre  los  go- 
bernadores de  Borja  y  de  Lamas  á  qué  jurisdicción  pertenecían  dichos 
cerros,  pero  venció  finalmente  el  de  Borja,  declarando  el  señor  virrey  y 
la  Real  Audiencia  de  Lima  que  le  tocaban  á  éste  las  naciones  de  indios 


Libro  XI.— Capítulo  XI  623 

que  se  descubriesen  en  ellos,  y  que  tenían  derecho  á  reducirlas  los  misio- 
neros de  Mainas.  Por  consiguiente,  quedó  decidido  estar  dentro  de  su  ju- 
risdicción el  cerro  de  la  sal  de  Guallaga. 

Pasado  este  cerro,  á  poco  más  de  día  y  medio  de  navegación  se  descu- 
bre á  la  misma  orilla  del  río  por  la  banda  del  sur  un  murallón  de  peña 
viva  tan  blanca,  que  dándole  el  sol  de  frente  brilla  como  si  fuese  cristal 
de  roca.  Algunos  años  llega  á  cubrirse  de  tierra  que  se  desgaja  con  las 
aguas  del  invierno,  pero  los  indios  la  descubrían  fácilmente  sin  más  fati- 
ga que  irla  echando  en  el  río  cuya  corriente  la  llevaba  consigo.  Pocos 
años  después  de  este  primer  descubrimiento  ó  hallazgo  de  la  sal  de  Gua- 
llaga, sucedió  otro  en  el  río  Paranapuras  de  minas  de  sal  colorada,  y  es 
más  encendido  el  color  mientras  más  se  interna  en  la  mina,  pues  no  cede 
al  carmín  más  vivo.  Esta  sal  era  muy  estimada  dentro  y  fuera  de  la  mi- 
sión, así  por  su  actividad,  como  porque  sin  azafrán  ni  otra  especiería  bas- 
taba por  sí  sola  para  dar  á  las  viandas  un  color  apacible  y  agradable. 
Ambas  minas  proveían  á  la  misión  y  pudieran  proveer  con  abundancia 
provincias  y  reinos  enteros. 

A  un  gobernador  de  la  misión  de  Mainas  le  picó  la  codicia,  como  insi- 
nuamos en  el  libro  X,  de  hacer  caudal  con  este  género,  é  intentó  por  los 
años  de  1758  hacer  estanque  público  de  la  sai,  obligando  á  los  indios  y  á 
los  padres  misioneros  á  que  pagasen  un  tanto  por  arroba.  Opúsose  fuer- 
temente el  superior  de  las  misiones,  y  después  de  varios  debates  con  la 
conminación  que  le  hizo  de  recurrir  con  la  querella  contra  aquella  nove- 
dad á  tribunal  superior,  desistió  por  entonces  de  su  petición  extravagan- 
te. Y  como  en  el  mismo  afio  costase  á  los  indios  mucho  más  trabajo  y  fa- 
tiga el  descubrir  la  sal,  por  haber  caído  sobre  ella  un  pedazo  de  monte 
desgajado  del  cerro,  decían,  como  gente  sencilla,  que  por  la  codicia  del 
gobernador  había  querido  Dios  castigar  á  todos.  Ayudaba  mucho  á  esta 
su  persuasión  y  creencia  que  no  le  miraban  con  buenos  ojos  por  sus  cono- 
cidos excesos  y  crueldades,  con  que  no  era  mucho  que  atribuyesen  á  sus 
desórdenes  la  causa  de  la  desgracia.  Dos  años  después  quiso  dicho  gober- 
nador negociar  con  la  sal  á  costa  de  los  pobres  indios,  y  le  castigó  el  Se- 
ñor como  veremos,  no  permitiendo  que  llegase  al  término  de  su  navega- 
ción la  canoa,  que  volteándose  en  Rumi  Tuñisca  al  paso  que  llaman  del 
Arca  y  los  Serafines,  no  lejos  de  Santa  Rosa,  echó  á  fondo  los  géneros  que 
pensaba  vender  con  mucha  ganancia  en  este  pueblo. 

De  la  mina  del  río  Paranapuras  se  proveían  los  pueblos  de  Cavapa- 
nas,  de  Chayavitas,  de  Paranapuras  y  de  Muniches,  que  vivían  en  sus 
cercanías,  pero  los  indios  de  los  demás  pueblos  sólo  llevaban  alguna  poca 
de  esta  sal  colorada  para  mayor  aseo  y  comodidad  de  las  cocinas,  y  aun 
ésta  la  cogían  sin  visitar  las  salinas  de  aquel  río,  teniendo  por  menos  tra- 
bajo andar  seis  ú  ocho  días  más  río  arriba  hasta  las  de  Guallaga,  que 
acarrear  á  espaldas  un  día  de  camino  por  tierra  la  sal  de  Paranapuras, 
cuya  mina  distaba  ocho  ó  diez  leguas  del  sitio  en  donde  se  dejaban  las 
canoas. 


624  Misiones  del  Marañón  Español 

Sólo  por  los  meses  de  Julio,  Agosto,  Septiembre  y  parte  de  Octubre, 
se  podía  sacar  sal  de  la  mina  de  Guallaga,  cuyos  raudales,  remolinos  y 
ensenadas  no  permitían  el  curso  á  las  canoas  en  otros  meses  del  año. 
Procurábase  no  perder  la  ocasión  de  hacer  el  viaje  de  la  sal  en  esta  tem- 
porada, y  desde  fines  de  Mayo  empezaban  en  los  pueblos  á  explicarse  los 
pretendientes  para  ir  á  las  salinas.  El  gobernador  y  alcalde  avisaban  al 
misionero,  de  los  que  se  habían  presentado,  y  éste  les  apuntaba  por  en- 
tonces y  escogía  después  á  su  tiempo  los  de  más  satisfacción.  Salía  de 
cada  pueblo,  por  lo  menos,  una  canoa  bien  grande  con  quince  ó  diez  y 
seis  indios  y  otra  pequeña  con  cuatro  destinados  á  cazar  y  pescar  por  el 
camino.  Fuera  del  bastimento  de  plátanos,  yucas  y  mazato,  que  preve- 
nían por  sí  mismos,  y  del  común  que  les  daban  los  alcaldes,  para  el  largo 
viaje  en  beneficio  del  pueblo,  añadía  también  el  misionero  algunos  ces- 
tos de  fariña  (así  llamaban  la  yuca  tostada,  molida  y  prensada)  y  otros 
varios  socorros  como  eslíibones,  púas,  anzuelos  y  agujas,  con  que  com- 
praban ó  trocaban  en  los  pueblos  del  camino  y  se  surtían  de  lo  necesario. 
Es  verdad  que  en  éstos  se  socorría  y  atendía  con  caridad  cristiana  á  los 
viajantes  y  pasajeros,  pero  no  saben  los  indios  arreglarse  á  una  modera- 
ción y  economía  proporcionada  en  el  consumo  de  los  bastimentos  que  lle- 
van, ni  saben  aprovecharse  con  prudencia  y  buena  distribución  de  lo 
que  les  ofrecen.  Atendiendo  á  esta  su  corta  capacidad,  el  misionero  los 
surtía  de  aquellas  cosillas  para  que  les  sirviesen  de  algún  recurso,  en  los 
lances  apurados,  que  no  dejaban  de  ofrecerse  en  el  largo  viaje.  Los  pue- 
blos de  la  misión  alta  gastaban  por  lo  común  un  mes  en  ida  y  vuelta  de 
las  salinas;  pero  los  de  la  baja,  empleaban  dos  meses  y  más,  metiendo  en 
cuenta  el  tiempo  que  se  detenían  en  la  mina  que  solía  ser  dos  semanas. 

La  escasez  de  hierro  no  daba  lugar  á  la  prevención  de  picos,  barretas 
y  cuñas  con  que  se  pudiera  facilitar  el  corte  del  peñón  de  la  sal;  pero 
esta  falta  de  instrumentos  de  hierro,  suplía  la  industria  de  los  indios,  que 
armaban  algunos  trípodes  con  palos  clavados  al  pie  de  la  peña,  y  col- 
gando de  cada  uno  su  tinaja  grande  horadada  por  el  fondo,  lograban 
romper  las  salinas.  Porque  echando  con  cántaros  agua  sin  cesar  en  la  ti- 
naja, ésta  la  arrojaba  con  ímpetu  por  el  agujero,  sobre  unas  canales  que 
habían  abierto  con  las  hachas.  A  poco  tiempo  cundía  el  agua,  y  penetra- 
ba  tan  adentro  en  la  salina,  que  con  poco  trabajo  se  dividían  los  pedro- 
nes  de  sal,  y  los  indios  los  iban  distribuyendo  en  pedazos  de  dos  y  tres 
arrobas  con  los  cabos  de  las  hachas  y  con  tal  cual  barreta  que  á  las  ve- 
ces llevaban.  Mientras  unos  de  esta  manera  quebraban  la  sal,  otros  la 
iban  apartando  y  acomodando  en  la  canoa,  que  pasando  á  la  otra  banda 
del  río  dejaba  la  carga  en  alguna  choza  prevenida,  en  donde  junta  la 
sal  y  amontonada  estaba  libre  y  guardada  de  los  aguaceros  repentinos. 
La  sal  menuda  y  deshecha  que  quedaba  en  trozos  pequeños,  la  metían  al 
fin  en  cestos  que  á  ratos  perdidos  tejían  y  formaban  cuando  se  retiraban 
á  sus  ranchos.  Para  cuyas  obras  juntaban  los  mytayos  cada  día,  canti- 
dad de  cierta  corteza  de  árbol  que,  ablandada  por  una  noche  en  el  agua, 


Libro  XI.— Capítulo  XI  625 

se  doblaba  y  dejaba  manejar  suavemente  para  formar  con  aseo  y  soli- 
dez cestos  y  canastas. 

Recogida  ya  la  cantidad  de  sal  que  les  parecía  bastante  para  abaste- 
cer al  pueblo,  empezaban  á  cargar  la  canoa,  y  ajustaban  en  ella  la  sal 
con  tal  disposición  y  acierto,  que  asombraba,  cuando  llegaban  al  pueblo, 
por  lo  unido  y  apretado  y  seguro  de  la  carga.  Las  más  de  las  veces  les 
sobraba  sal  después  de  atestada  la  canoa,  y  si  era  poca  la  dejaban  reco- 
gida en  algún  ranchito,  á  fin  de  que  se  aprovechasen  de  ella  los  prime- 
ros que  de  otros  pueblos  viniesen  á  las  salinas.  Pero  si  les  parecía  ser  el 
residuo  carga  bastante  para  una  balsa,  la  formaban  con  poca  detención 
y  metían  en  ella  cuanto  cabía.  Debía  ser  la  balsa  corta  y  estrecha  por 
las  angosturas  y  empalizadas  peligrosas  que  se  habían  de  pasar  el  pri- 
mer día,  en  que  caminaba  con  mucho  tiento  la  balsa  tirada  de  la  canoa 
mytayesa.  En  ésta  iban  tres  indios  y  otros  dos  en  la  balsa,  montados  so- 
bre la  sal,  apartándola  de  los  peligros  con  palancas.  En  saliendo  de  es- 
tos pasos  caminaba  la  balsa  río  abajo  al  amor  del  agua ,  sin  más  necesi- 
dad de  dirección  y  sin  otro  cuidado  de  los  indios  que  el  de  sacarla  de  las 
ensenadas. 

Como  la  vuelta  á  los  pueblos  es  fácil,  ayudadas  las  canoas  de  la  co- 
rriente del  río,  descansan  y  duermen  los  indios  sin  cuidado,  con  sólo  re- 
mudarse los  precisos  para  gobernar  las  canoas.  Antes  de  llegar  al  pue- 
blo se  hacen  reparar  de  la  gente  que  les  desea,  tocando  á  alguna  distan- 
cia sus  bobonas  ó  cornetas.  Espéralos  en  el  puerto  el  alcalde  de  semana 
con  buen  número  de  indios  que  tiene  prevenidos  para  descargar  las  ca- 
noas. Cada  uno  de  los  que  vienen  con  la  sal  entrega  al  misionero  una 
piedra  grande  y  dos  canastas,  lo  cual  suele  venir  todo  en  la  balsa.  El 
cuerpo  de  la  carga  lo  reparten  entre  sí ,  entre  sus  parientes  y  entre  los 
vecinos  del  pueblo.  La  sal  entregada  al  misionero  servía  más  al  pueblo 
que  la  que  se  dividía  entre  los  indios,  porque  sabía  tener  más  providencia 
y  conservarla  mejor.  Proveíanse  de  ella  todos  los  necesitados ,  y  á  nin- 
guno se  negaba  de  cuantos  á  él  recurrían ,  y  lo  hacían  con  franqueza  y 
sin  empacho  conociendo  las  entrañas  del  padre.  Aunque  era  entable  co- 
mún en  los  pueblos,  introducido  por  composición  de  los  gobernadores,  que 
los  indios  partiesen  de  la  sal  con  los  misioneros,  porque  venía  á  parar  en 
bien  de  los  indios ,  sin  que  pudiesen  éstos  pretender  paga  ni  recompensa, 
pero  solían  regularmente  los  padres  gratificarles  con  algún  cuchillo,  cal- 
zón ,  veneno  ú  otras  cosillas ,  que  recibían  ellos  como  agasajo,  regalo  ó 
limosna.  A  los  pueblos  novísimos  del  Ñapo,  del  Tigre  y  del  Nanai  soco- 
rrían con  mucha  caridad  los  pueblos  de  la  Laguna  y  Omaguas,  que  en- 
viaban también  su  socorro  por  medio  del  ordinario  ó  despacho  á  los  curas 
de  Avila,  de  Archidona  y  del  Ñapo. 


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69,6  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  XII 

DE  LOS  TRIBUTOS  Y  POR  QUÉ  NO  LOS  PAGABAN  LOS  INDIOS 
DE  LA  MISIÓN  DE  MAINAS 

Concluimos  esta  parte  del  g-obierno  político  de  los  indios ,  exponiendo 
las  causas  y  razones  por  las  cuales  no  pagaban  á  su  majestad  católica 
tributos  ni  otras  imposiciones  pecuniarias  en  señal  de  servicio  y  vasalla- 
je. Por  ley  de  la  Recopilación  de  Indias,  deben  generalmente  los  indios 
pagar  su  tributo  en  reconocimiento  de  vasallaje  al  rey  nuestro  señor, 
después  de  veinte  años  de  su  reducción  á  la  fe  y  á  la  obediencia 
de  su  majestad,  cuyo  cumplimiento  se  encarga  á  los  gobernadores  por  lo 
respectivo  á  su  jurisdicción.  En  virtud  de  esta  ley  trató  D.  Jerónimo  de 
Vaca,  primer  gobernador  de  Borja,  de  intimar  preventivamente  y  hacer 
saber  á  los  indios  que  se  iban  reduciendo,  lo  contenido  en  ella  para  que, 
llegado  el  tiempo  señalado,  cumpliesen  suavemente  con  lo  mandado  por 
su  majestad.  Lo  mismo  practicaron  sus  sucesores  en  el  gobierno,  dispo- 
niendo de  este  modo  los  ánimos  á  una  ejecución  voluntaria.  Mas  durante 
el  tiempo  que  les  concedía  la  ley  para  la  exención,  fueron  observando 
motivos  fuertes  para  relevarlos  y  se  consideraron  en  la  precisión  de  re- 
presentarlos á  la  Real  Audiencia  y  al  señor  presidente  de  Quito,  á  fin  de 
que  se  les  prorrogase  el  término.  Examinados  los  motivos  que  se  alega- 
ban á  favor  de  los  indios ,  con  intervención  del  fiscal  de  su  majestad, 
acordó  la  Real  Audiencia  la  prorrogación  que  se  pedía  y  se  fué  renovan- 
do en  adelante  por  subsistir  siempre  con  el  mismo  vigor  los  primeros  mo- 
tivos alegados. 

Fundábase  el  primero,  en  el  acuerdo  y  real  clemencia  con  que  se  or- 
denó la  ley.  Mándase  á  los  virreyes,  presidentes  y  gobernadores,  que  en 
su  establecimiento  se  acomoden  á  la  proporción  del  país  y  á  la  calidad  de 
sus  habitadores,  así  en  la  tasación  de  la  cuota  personal,  como  en  los  efec- 
tos, que  deben  ser  precisamente  del  país,  y  de  la  manipulación  de  los  na- 
turales, con  que  puedan  satisfacer  sin  gravamen  que  dificulte  su  necesa- 
ria y  debida  subsistencia.  De  aquí  proviene  tanta  diversidad  en  pagar  sus 
tributos  los  indios  en  géneros,  ó  efectos  diversos,  aprovechándose  cada  na- 
ción, provincia  ó  parcialidad  de  los  que  cultiva  ó  maneja.  Unos  pagan 
en  tejidos  de  lana,  otros  en  tejidos  de  algodón,  éstos  en  crías  de  ganados, 
aquéllos  en  frutos  de  cosecha  de  las  tierras  que  cultivan,  como  en  hierba 
los  del  Paraguay.  Algunos  en  oro  que  recogen  en  los  lavatorios  de  su 
país,  y  varios  en  pita  torcida  y  otros  efectos  de  que  se  aprovechan,  redu- 
ciendo á  géneros  de  algún  uso  con  la  propia  industria  y  trabajo  algunas 
cosas  que  producen  sus  montes. 

Los  gobernadores  de  la  misión  del  Marañón,  queriendo  arreglarse  á 
un  orden  tan  sabio  y  á  una  disposición  tan  suave,  fueron  pensando  con 


Libro  XI.— Capítulo  XII  <)27 

madura  consideración  en  la  proporción  del  país  y  en  la  calidad  de  las 
gentes  y  géneros,  que  manipulaban,  y  se  vieron  siempre  en  la  dificultad 
y  embarazo  de  no  encontrar  cosa  en  que  fijar  ó  establecer  el  tributo.  No 
hay  género  ó  efecto  común  en  el  país,  en  que  se  pueda  establecer  esta 
carga,  ni  las  naciones  conquistadas  manejaban  cosa  con  que  poder  con- 
tribuir como  en  la  disposición  se  previene.  No  tenían  las  gentes  otro  co- 
mercio entre  sí  que  el  de  trocar  unas  cosas  con  otras,  sirviéndose  de  este 
modo  cada  nación  de  lo  que  le  faltaba  en  su  tierra.  Ni  podían  extenderse 
á  otro  trato  ó  comercio  con  los  españoles  fuera  de  la  misión,  ya  por  lo 
montuoso  del  país,  en  que  no  caben  sementeras  de  frutos,  que  pudiesen 
sacarse  fuera,  ni  se  logran  tratos  de  ganado,  que  luego  se  muere,  ya  por 
el  desvío  y  distancia  de  las  poblaciones  á  que  no  podían  llevar  las  cosas 
de  la  montaña  con  alguna  ventaja. 

Porque  ¿qué  importa  que  lleven  los  montes  del  Marañen  algún  cacao, 
que  den  en  algunas  partes  vainilla,  y  que  toda  la  tierra  abunde  en  ma- 
deras exquisitas,  y  en  resinas  de  varios  géneros,  si  después  de  recogidos 
estos  frutos  es  mayor  el  coste  en  transportarlos  á  Quito,  á  Lima,  á  Loja 
ó  á  Cuenca,  que  lo  que  puede  producir  su  venta  en  ninguna  de  estas  ciu- 
dades? Más  de  dos  veces  hicieron  los  misioneros  la  prueba  con  el  cacao, 
enviando  algunas  arrobas  de  ello  con  algún  cajón  mediano  de  vainilla 
para  que  el  procurador  de  la  misión  se  encargase  en  Quito  de  su  despa- 
cho, y  redujese  su  producto  á  beneficio  de  la  iglesia  en  cáliz,  misal  y  or- 
namentos. El  procurador  hizo  con  empeño  y  eficacia  la  diligencia,  pero 
siempre  escribió  desengañando  á  los  padres  que  no  les  tenía  cuenta  la 
remisión  de  tales  géneros  para  utilizarse  de  ellos,  aun  en  beneficio  de  sus 
iglesias. 

Es  verdad  que  el  cacao  de  las  misiones  de  Mainas  se  celebraba  en 
Quito  y  aun  en  Lima  como  mejor  que  otros,  v.  gr.,  el  de  Guayaquil  y  el 
de  la  Martinica,  por  lo  que  era  apetecido  para  la  mezcla;  pero  aunque 
valía  más  que  estos  otros,  era  el  aumento  de  solos  tres  ó  cuatro  reales  en 
arroba.  De  modo,  que  vendiéndose  en  Quito  á  20  ó  24  reales  el  cacao  de 
Guayaquil,  sólo  estimaban  el  de  las  misiones  á  24  ó  28  reales.  Y  es  de  no- 
tar que  por  tasa  del  gobernador  de  Borja,  en  el  arancel  real  que  se  ob- 
servaba en  la  misión,  se  debía  estimar  en  ella  á  razón  de  ocho  reales  de 
á  veinte  y  un  cuartos  (que  este  es  el  valor  del  real  en  aquellas  tierras), 
cada  arroba  de  cacao.  El  coste  del  trasporte  desde  Archidona  á  ¡Quito 
(que  era  camino  por  tierra)  era  de  12  reales  por  arroba;  porque  habiendo 
de  ser  á  espaldas  de  indios  que  andando  por  estos  parajes  casi  á  gatas 
no  pueden  cargar  más  que  dos  arrobas  cada  uno,  ya  importa  el  cesto  de 
dos  arrobas  la  suma  de  24  reales  que  se  deben  dar  al  conductor.  Con  este 
solo  gasto  llega  ya  el  cacao  de  coste  á  20  reales  por  arroba.  Pues  añáda- 
dase  ahora  el  coste  del  trasporte  por  los  ríos  en  canoas,  desde  la  misión 
al  puerto  de  Ñapo,  que  es  viaje  de  cuarenta  días,  y  se  verá  hasta  dónde 
sube  la  cuenta.  Porque  una  canoa  grande  en  que  fuera  del  bastimento 
necesario  para  la  navegación,  se  acomodaban  cuando  más  200  arrobas 


628  Misiones  del  Marañón  Español 

de  cacao,  pedía  14  ó  16  indios  de  bogas  con  salarios  de  12  pesos  de  ocha 
reales  cada  uno  según  arancel  real.  Este  coste  llegaba  á  168  pesos,  sien- 
Ios  bogas  14,  y  arribaba  á  192  si  eran  16.  A  la  canoa  grande  se  Juntaba 
otra  pequeña,  á  lo  menos  de  cuatro  indios,  que  debían  pescar  y  cazar  por 
el  camino,  y  con  esto  se  aumentaba  el  gasto  en  48  pesos:  de  donde  las  200 
arrobas,  que  era  la  carga  de  la  canoa,  hacían  el  coste  del  cacao  más  de 
tres  pesos  y  medio  por  arroba  puesto  en  Quito,  sumando  las  partidas  an- 
tecedentes. Véase,  pues,  la  ventaja  que  tendría  la  remisión  de  un  tal 
género. 

Vengamos  á  la  vainilla;  ésta  solo  se  hallaba  con  alguna  abundancia 
en  las  tierras  de  los  Chaya  vitas  y  C¿ivapanas;  pero  faltaba  muchos  años, 
porque  al  recogerla  los  indios,  arrancaban  toda  la  vena  ó  arbolitos  en 
que  se  criaba,  y  tardaba  muchos  años  en  crecer  para  venir  con  la  misma 
abundancia.  Su  consumo  era  en  realidad  muy  poco  en  la  América  y  de 
algunos  años  á  esta  parte,  aún  en  la  Italia  donde  era  tan  apreciada,  la 
usan  con  mucho  recelo;  por  lo  que  apenas  tenía  salida  con  alguna  utili- 
dad después  del  mucho  gasto  en  el  trasporte.  Ni  había  comerciante  que 
se  quisiese  empeñar  en  dar  salida  á  este  género,  de  que  resultaba  ó  que 
se  pudriese  la  vainilla  detenida  en  la  procuración  de  Quito,  ó  no  se  saca- 
se utilidad  por  los  fletes  de  su  condución  á  Lima  ó  Cartagena. 

En  los  montes  de  los  Andoas,  Pinches  y  Muratas,  se  daba  con  abun- 
dancia la  canela,  muy  inferior  á  la  de  Oriente.  Es  verdad  que  su  activi- 
dad era  grande,  pero  tan  babosa,  que  sólo  servía  para  el  gasto  ordinaria 
de  sazonar  las  viandas.  Apenas  había  quien  la  apreciase  para  el  choco- 
late, y  sólo  los  misioneros  se  contentaban  con  ella  por  lo  mucho  que  cos- 
taba la  del  Oriente.  Su  ñor  que  allí  llaman  espingo,  era  más  suave  y  na 
tan  babosa,  y  la  compraban  en  las  boticas,  mas  con  pocas  libras  queda- 
ban bien  provistos.  En  el  cerro  Copataza,  se  descubrió  por  los  años  1750, 
un  poco  de  canela  de  mejor  calidad,  pero  luego  la  consumieron  los  indios 
desollando  todos  los  árboles  por  sacar  la  cascara  ó  corteza,  que  se  seca- 
ron muchos  de  ellos.  Las  demás  curiosidades  ú  obritas  de  cada  nación  no 
tienen  regularmente  aprecio  ni  estimación  fuera  de  ella,  y  no  se  hallan 
en  tanta  abundancia  que  puedan  fructificar  á  los  indios.  Tales  son  el  ve- 
neno, las  cerbatanas,  las  hamacas  y  algunas  telas  de  cachivaneo  que, 
por  el  coste  excesivo  de  los  fletes,  gravarían  más  que  aprovecharían  á 
los  indios. 

No  resta  ya  otro  género  ú  efecto  ^omún  á  la  misión  que  la  cera  blan- 
ca de  que  se  pensaba  afuera  que  pudiera  utilizarse  la  misión  mucho  más 
de  lo  que  en  realidad  se  utiliza.  Oyen  algunos  que  apenas  hay  ángulo  de 
la  misión  en  que  no  abunde  y  se  admiran  de  que  los  indios  no  sacan  cuanta 
pudieran,  por  no  saber  éstos  lo  que  costaba  á  un  indio  ajustar  tres  ó  cuatro 
libras  de  cera.  Lo  menos  que  gastaba  en  recogerlas  era  tres  ó  cuatro  se- 
manas de  ausencia  de  su  pueblo,  en  cuyo  tiempo  no  asistía  á  la  doctrina 
cristiana,  no  oía  Misa,  ni  atendía  ala  familia.  La  estación  en  que  solamen- 
te se  podía  recoger  este  fruto,  eran  los  meses  de  Agosto,  Septiembre  y 


Libro  XI.— Capítulo  XII  629 

Octubre,  porque  no  labran  allí  la  cera  las  abejas  sino  por  Mayo,  Junio  y 
Julio.  Para  el  trabajo  de  buscar  cera,  era  preciso  que  se  remudasen  los 
indios  siguiendo  unos  á  otros,  por  no  dejar  los  pueblos  sin  gente.  Y  en  el 
término  de  tres  meses  de  afán  y  fatiga,  no  era  poco  que  á  cada  indio  le 
tocasen  tres  ó  cuatro  libras  de  cera,  después  de  haber  empleado  en  el 
trabajo  tres  ó  cuatro  semanas.  Las  casualidades  de  hallar  felizmente 
muchos  árboles  juntos,  que  en  poco  tiempo  ofreciesen  seis  ú  ocho  libras, 
eran  muy  raras.  Antes  bien,  como  los  indios  iban  cortando  árboles  se  iban 
también  alejando  las  abejas,  y  no  pocas  veces,  por  no  llegar  éstos  á  tie- 
rras de  infieles,  no  se  atrevían  á  proseguir  en  busca  de  la  cera. 

Pero  volvamos  al  asunto  de  los  tributos,  para  cuyo  establecimiento 
dijimos  que  no  hallaron  los  señores  gobernadores  proporción  en  el  país, 
ni  en  los  géneros  ó  efectos  que  manejaban  las  gentes.  Hiciéronse  cargo 
de  lo  que  veían  en  los  indios,  del  tiempo  y  trabajo  que  les  costaba  reco- 
ger y  sacar  una  arroba  de  cacao  maduro  y  sazonado,  y  de  ajustar  unas 
pocas  libras  de  cera,  y  tuvieron  por  precio  justo  y  proporcionado  el  de 
ocho  reales  á  una  arroba  de  aquél  y  otros  ocho  á  una  libra  de  ésta.  Ob- 
servaron también  el  coste  que  tenían  estos  géneros  puestos  en  Quito,  y 
juzgaron  prudentemente  que,  además  de  necesitar  los  indios  para  su  pre- 
cisa subsistencia  de  comprar  alguna  herramienta  y  algo  de  vestido  para 
sus  familias  (por  no  alcanzar  para  todos  lo  que  dan  de  limosna  los  misio- 
neros), sería  de  gravamen  á  la  tesorería  real  el  conducir  á  Quito  el  pro- 
ducto de  tan  escaso  tributo,  á  que  podían  obligar  á  las  gentes,  á  quienes 
sería  por  otra  parte  insoportable  y  no  les  daría  lugar  á  otras  ocupacio- 
nes á  que  estaban  precisados  en  virtud  del  vasallaje. 

El  segundo  motivo  era  la  situación  de  la  tierra.  Esta  hizo  ver  prime" 
ro  á  los  primeros  fundadores  de  la  ciudad  de  Borja  la  imposibilidad  de 
poder  criar  y  mantener  hatos  de  ganados  para  su  manutención,  y  hubie- 
ron de  reducirse  á  procurar  el  mantenimiento  con  la  caza  de  aves,  mo- 
nos y  animales  de  los  montes,  y  con  la  pesca  de  los  ríos  y  lagunas.  Este 
fué  también  el  motivo  de  proveer  el  señor  gobernador  por  ordenanza 
real,  que  los  indios  atendiesen  á  la  manutención  del  misionero,  incapaz 
de  buscar  el  sustento  por  sí  mismo,  si  había  de  atender  á  su  ministerio. 
Aprobó  y  confirmó  la  ordenanza  con  vista  de  su  fiscal,  el  Consejo  de  In- 
dias en  cédula  real,  expedida  para  este  efecto,  en  donde  se  declara  que 
el  mytayazgo  que  está  á  cargo  de  los  indios  con  su  misionero,  equivale  á 
tributo  que  debe  considerarse  como  real  servicio,  eximiéndose  por  este 
motivo  el  real  Erario  del  coste  que  había  de  tener  en  cualquiera  otra 
providencia  que  se  tomase,  siendo  inexcusable  alguna  para  la  manuten- 
ción de  los  misioneros  que  con  tanta  fidelidad  y  celo  trabajaban  en  aque- 
llas conquistas.  Y  es  de  notar,  que  el  parecer  del  fiscal  se  extendió  á  que 
nunca  se  pensase  en  poner  tributos  á  los  neófitos  del  Marañen,  por  la  in- 
capacidad de  la  tierra,  por  la  distancia  de  ella  y  por  los  servicios  de  los 
indios  en  viajes,  expediciones  y  manutención  de  misioneros. 


630  MisiONFs  DEL  Marañón  Español 

CAPITULO  XIII 

PROSIGUE  LA  MISMA  MATERIA  DE  LOS  TRIBUTOS 

Hubo  también  otras  consideraciones  en  razón  á  las  cuales  parecía, 
justo  y  conveniente,  eximir  aquellos  pobres  indios  de  toda  cuota  perso- 
nal ó  tributo.  Porque  todos  en  la  misión  se  obligaban  al  real  servicio  de 
su  majestad  en  calidad  de  soldados  milicianos.  En  cada  pueblo  había  un 
cuerpo  de  milicia  con  sus  respectivos  cabos  y  oficiales,  á  quienes  daba 
sus  nombramientos  y  títulos  el  señor  gobernador  de  la  misión,  ni  había 
otro  presidio  en  toda  aquella  vasta  jurisdicción,  que  el  que  formaba  este 
cuerpo,  si  bien  extendido  por  los  pueblos,  pronto  siempre  á  juntarse  al 
primer  aviso.  Con  él,  se  contuvo  el  bárbaro  furor  de  los  gentiles,  que  na 
pocas  veces  intentaron  destruir  las  poblaciones  como  lo  pretendieron  los 
Masamaes,  y  los  Auves  del  río  Curaray.  Con  él  se  reprimió  la  licencia  y 
se  hizo  rostro  á  las  violencias  de  los  portugueses,  que  á  no  tenerlos  en 
respeto  las  milicias  de  la  misión,  hubieran  acabado  con  toda  ella,  llevan- 
do cautivos  los  indios,  como  lo  hicieron  al  principio  de  este  siglo,  arrui- 
nando poblaciones,  infestando  con  sus  correrías  los  países  más  cercanos, 
y  arrastrando  á  sus  dominios  para  venderlos  por  esclavos,  tantos  Oma- 
guas y  Yurimaguas. 

Del  mismo  cuerpo  se  valía  el  gobernador  para  cuantas  expediciones 
se  ocurrían,  ó  en  el  descubrimiento  de  naciones  gentiles,  ó  en  la  pacifica- 
ción de  otras,  ó  en  los  tratos  de  reducción  ó  establecimiento  de  pueblos, 
en  las  orillas  de  los  ríos.  Con  el  mismo  se  hacían  otras  entradas  en  el 
monte,  á  buscar  y  hacer  volver  á  los  pueblos  á  los  que  llamaban  cima- 
rrones, que  una  vez  retirados,  no  había  esperanza  de  que  por  sí  mismos 
volviesen.  Ni  había  otra  fuerza  para  sosegarlos  alborotos,  atajar  suble- 
vaciones y  castigar  las  muertes  de  los  misioneros.  En  todas  estas  expedi- 
ciones, se  prevenían  los  indios  de  armas  ofensivas  y  defensivas,  que  la- 
braban por  sí  mismos,  sin  gravamen  alguno  del  real  Erario ,  hacían  Ios- 
viajes  por  ríos,  en  canoas,  sirviendo  de  bogas  y  marineros,  fabricaban  las 
embarcaciones,  empleando  días,  semanas  y  aun  meses,  en  buscar  árbo- 
les del  tamaño  necesario  para  las  canoas,  que  todas  debían  ser  de  uno 
solo,  y  en  formarlas,  labrarlas  y  perfeccionarlas.  Tampoco  gravaban  al 
real  Erario  en  el  mantenimiento  de  tan  largos  viajes,  que  á  veces  se  lle- 
vaban los  cinco  y  los  seis  meses.  Todo  lo  sacaban  de  sus  mismas  casas, 
del  que  tenían  prevenido  para  sus  familias. 

Demás  de  esto  servían  al  común,  conduciendo  sin  jornal  ni  recompensa 
al  señor  gobernador  en  sus  visitas  y  le  servían  y  atendían  con  todo  lo 
necesario  en  los  pueblos  en  donde  le  tenían  prevenida  la  mejor  casa,  de- 
centemente alhajada  para  su  mansión  y  hospedaje.  En  la  misma  había 
también  habitación  conveniente  para  los  soldados  de  Bor  ja,  que  solía  lie- 


Libro  XI.— Capítulo  XITI  631 

var  en  su  compañía,  y  á  todos  mantenía  á  su  costa  con  el  trabajo  de  sus 
manos  y  con  el  sudor  de  su  rostro.  Podían,  fuera  de  lo  dicho,  contarse  en 
el  servicio  del  común  los  viajes  continuos  del  superior  de  las  misiones, 
que  habiendo  de  visitar  por  su  oficio  la  misión  toda,  enterarse  por  sí  mismo 
del  estado  de  los  pueblos  y  atender  á  las  respectivas  necesidades ,  no  lo 
podía  ejecutar  sin  el  ayuda  de  muchos  indios ,  los  cuales  por  esta  parte 
contribuían  no  poco  á  la  conservación,  adelantamiento  y  al  común  de  la 
misión. 

En  atención  á  estos  servicios  que  hacían  los  indios  al  rey  nuestro  se- 
ñor, en  tantas  expediciones  y  viajes,  en  atención  al  trabajo  á  que  se  obli- 
ííaban  como  soldados,  como  marineros,  como  constructores  de  las  canoas 
y  como  fabricadores  de  todas  sus  armas ,  y  en  atención ,  finalmente,  á  lo 
que  gastaban  en  mantenerse  y  vestirse  sin  "ocasionar  gasto  alguno  á  su 
majestad ,  tuvieron  no  sólo  por  justo,  pero  aun  por  necesario  los  señores 
gobernadores,  continuar  en  la  prorrogación  sin  intentar  novedad,  y  aun 
hicieron  algunos  de  ellos,  como  D.  Juan  Antonio  de  Toledo,  D.  José  de 
Mena  y  Bermúdez,  y  el  que  lo  era  en  tiempo  de  la  expulsión  de  los  jesuí- 
tas D.  José  de  Peña,  vigorosas  representaciones  á  su  majestad  de  las  ra- 
zones concluyentes  que  fundaban  la  situación  del  gobierno,  la  calidad  de 
los  géneros  y  frutos  del  país,  la  suma  distancia,  que  embarazaba  toda  co- 
municación con  la  provincia  de  Quito,  y  el  servicio  continuo  que  hacían 
los  indios  á  la  corona,  para  la  continuación  de  exención  de  tributos,  ase- 
gurando al  rey  que  sería  muy  gravoso  á  su  real  Erario  el  sólo  costear 
tantos  viajes  pagando  á  los  indios  los  jornales  correspondientes.  Y  aun 
por  esta  causa  los  mismos  gobernadores  solían  gratificar  á  los  indios  en 
sus  viajes  y  entradas,  viendo  su  grande  trabajo,  desinterés  y  fidelidad. 

Sólo  un  gobernador,  en  los  últimos  tiempos,  presumió  ganar  crédito 
de  celoso  del  real  servicio  y  de  fiel  á  su  majestad ,  arbitrando  proyectos, 
para  establecer  los  tributos  con  informes  enviados  á  la  Real  Audiencia 
en  que  soñaba  medios  que  facilitaban  la  ejecución.  No  fué  tan  atendido 
como  esperaba  de  la  Real  Audiencia,  que  le  pidió  mayor  claridad,  soli- 
dez y  seguridad  en  las  ideas  que  proponía.  Hizo  recurso  al  señor  virrey 
de  Santa  Fe,  quejándose  de  la  tibieza,  como  él  decía,  y  lentitud  de  los 
señores  oidores  y  presidente  de  Quito;  pero  su  excelencia  le  mandó  apo- 
yar el  proyecto  con  informaciones  mejor  fundadas,  y  en  todo  caso  auto- 
rizadas con  el  pase  y  aprobación  de  la  Real  Audiencia,  á  quien  competía 
examinar  y  juzgar  de  la  verdad  para  que  fuesen  admitidas  y  atendidas^ 
añadiendo  que  hecho  ésto  diese  fianzas  de  sus  ofertas  para  la  seguridad 
del  proyecto. 

Esta  respuesta  cortó  de  golpe  las  esperanzas  de  salir  con  su  intento 
en  aquel  superior  gobierno  de  Santa  Fe,  porque  ni  tenía  caudal  para 
fiar  con  lo  suyo,  ni  esperanzas  de  encontrar  quien  saliese  á  darle  fianzas 
en  donde  le  faltaban  créditos.  Temiendo  por  la  desconfianza  que  mos- 
traba la  Real  Audiencia  de  Quito  y  virrey  de  Santa  Fe,  quedar  entera- 
mente burlado,  puso  la  mira,  después  de  muchas  reflexiones ,  en  mayor 


632  Misiones  del  Marañón  Español 

distancia,  alentado  con  la  dificultad  de  descubrirse  su  artificio,  y  mucho 
más  de  la  no  mala  disposición  y  buena  coyuntura  que  se  traslucía  hasta 
en  la  América  de  la  corte  de  Madrid,  para  recibir  informes  contra  la 
Compañía.  Dirigió  á  dicha  corte  un  extendido  informe,  lleno  de  impostu- 
ras, calumnias  y  falsedades  contra  los  misioneros  de  Mainas,  y  después 
de  infamarlos  enormemente,  los  culpaba  más  que  en  otros  asuntos  en  la 
exención  de  tributos  de  los  indios ,  en  que  atendían  á  sus  propios  intere- 
ses, asegurando  que  se  utilizaban  los  padres  con  inmensos  caudales,  que 
sacaban  de  los  frutos  y  efectos  de  aquel  rico  país. 

Para  dar  algún  colorido  á  sus  proyectos  y  para  hacer  ver  con  alguna 
apariencia  en  la  misma  ciudad  de  Quito,  que  no  faltaban  en  la  misión 
géneros  y  efectos  para  un  comercio  ventajoso  á  los  indios  y  útil  á  la  pro- 
vincia, sino  celo  del  bien  común  en  los  misioneros,  en  quienes  había  sobra 
de  codicia,  con  que  todo  lo  reducían  á  su  propio  interés,  mandó  comprar 
en  la  ciudad  de  Lamas  y  pasar  de  cuenta  suya  á  la  misión  muchos  pin- 
tados, algunas  sobrecamas  y  varios  paños  de  algodón;  hizo  recoger  en 
Chayavitas  y  Cavapanas  porción  de  vainilla,  acarreó  mucha  sal  blanca 
en  piedras  de  la  mina  de  Guallaga,  con  alguna  poca  por  muestra  de  la 
colorada  de  Paranapuras;  ocupó  por  mucho  tiempo  á  los  Omaguas  y  Yu- 
rimaguas  en  pintar  pilches  ó  vasos  para  bebida;  obligó  con  mucha  fuer- 
za á  los  indios  á  buscar  cera  blanca,  de  que  llegó  á  formar  varios  quin- 
tales, y  recogió,  finalmente,  cuanto  veneno,  cerbatanas,  hamacas  ó  ca- 
mas halló  entre  los  Yameos,  Iquitos  y  Encabellados,  y  añadiendo  algu- 
nos Adorotes  (así  llaman  á  unos  como  fardos,  de  seis  á  ocho  arrobas  cada 
uno),  de  peces  salados  y  cántaros  de  manteca  de  vaca  marina,  y  de  hue- 
vos de  charapas,  amontonó  de  todos  estos  géneros  carga  sobrada  para 
dos  grandes  canoas,  que  estaban  esperando  en  Quito  sus  amigos,  noticio- 
sos de  su  resolución. 

Mas  los  pobres  indios,  en  todas  partes  de  la  misión  se  quejaban  de  las 
violencias  con  que  les  obligaba  el  gobernador  á  deshacerse  de  los  géneros 
que  necesitaban,  á  precio  muy  inferior  á  lo  establecido  en  el  arancel  real 
por  sus  antecesores,  siendo  también  gravados  en  viajes  de  sólo  interés  y 
ganancia  del  gobernador,  que  les  dejaba  sin  paga  ni  recompensa.  Clama- 
ban á  los  misioneros  que  los  librasen  de  tantas  vejaciones;  pero  aunque  los 
padres  hacían  su  deber,  haciéndole  repetidas  representaciones  y  aun 
afeándole  sus  injusticias,  nada  pudieron  conseguir  de  aquel  hombre,  cie- 
go del  interés  y  engreído  con  el  empleo,  porque  desatendiendo  á  sus  ra- 
zones á  todo  respondía:  «Esto  es  servicio  del  rey,  á  quien  estoy  obligado 
por  mi  oficio.»  ¡Pobres  monarcas,  y  qué  figura  tan  contraria  á  vuestras 
piadosas  intenciones  os  hacen  representar  en  los  pueblos  vuestros  malos 
ministros!  Mandó  últimamente  nuestro  gobernador  aprontar  dos  grandes 
canoas,  con  otras  dos  mytayeras,  y  señalando  indios  correspondientes 
para  unas  y  otras,  usando  como  se  supone,  del  mismo  rigor  y  fuerza  de 
que  había  usado  en  recoger  sus  mercaderías,  salió  amenazando  á  los  pa- 
dres que  con  aquel  viaje  haría  mudar  en  Quito  el  concepto  que  se  había 


Libro  XI.— Capítulo  XIII  633 

tenido  del  desinterés  de  los  misioneros,  descubriendo  con  los  efectos  que 
llevaba  y  con  la  prueba  perentoria  de  hecho  en  la  venta  de  los  géneros, 
su  infidelidad  al  rey,  su  codicia  insaciable  y  su  conducta  perniciosa.  Es- 
tas mismas  amenazas  iba  repitiendo  por  el  camino  en  los  pueblos  del  río 
Ñapo,  asegurando  en  todas  partes  á  los  indios  (que  se  reían  de  su  teme- 
ridad), que  en  breve  tiempo  se  les  proporcionaría  modo  de  aprovecharse 
de  sus  efectos,  y  le  serían  deudores  de  este  beneficio. 

Mas  ¿qué  pueden  las  trazas  torcidas  de  los  hombres,  aun  cuando  les 
parece  tener  ya  en  la  mano  el  fin  de  sus  depravados  intentos?  Dios, 
Nuestro  Señor,  que  le  sufrió  para  ejercicio  de  los  padres  y  de  los  pobres 
indios  de  la  misión,  hasta  salir  de  ella  con  su  canoa,  le  confundió  al  pri- 
mer paso  que  dio  en  la  jurisdicción  de  Quijos,  y  le  hizo  callar,  echando 
A  fondo  la  inicua  carga  que  con  tanto  afán  había  recogido,  sin  perdonar 
á  violencias,  robos,  injusticias  y  vejaciones.  Vióse  manifiestamente  cómo 
le  cegó  su  mismo  empeño,  para  que  no  viese  el  peligro,  por  más  que  se 
le  proponían  los  indios,  queriendo  en  tiempos  de  creciente  atravesar  el 
peligroso  paso  de  los  Serafines.  El  los  instó,  los  obligó,  los  forzó  con  ame- 
nazas á  que  se  metiesen  en  un  manifiesto  naufragio,  y  pagó  el  justo  cas- 
tigo de  su  temeridad,  perdiendo  todo  lo  que  había  acumulado  injusta- 
mente, con  el  trastorno  de  la  canoa  mayor  en  que  iba  casi  toda  la  carga, 
pero  saliendo  á  la  orilla  la  gente  por  especial  favor  del  cielo,  que  no 
permitió  que  fuesen  sepultados  con  la  carga  tantos  inocentes  como  le 
acompañaban.  Cuantos  supieron  el  trágico  suceso,  le  tuvieron  por  cono- 
cido castigo  de  Dios  en  pena  de  las  injusticias  contra  los  indios,  y  de  los 
informes  calumniosos  contra  los  misioneros.  El  mismo,  como  no  era  ton- 
to, parece  que  lo  conoció  también,  porque  desde  aquel  día  mudó  de  es- 
tilo, y  hacía  particular  estudio  de  cortar  conversaciones  cuando  se  tra- 
taba del  asunto,  ni  sus  amigos  de  Quito  le  sacaron  otras  respuestas  de 
las  riquezas  de  la  misión,  sino  que  conocía  que  no  eran  sus  proyectos  del 
agrado  de  Dios,  cuya  poderosa  mano  se  le  había  hecho  sensible  para  el 
desengaño,  después  de  haberle  quitado  lo  poco  que  había  adquirido  en 
su  gobierno,  sin  haber  sacado  la  utilidad  de  un  vestido.  Vióse  en  Quito  en 
bastante  miseria,  como  se  deja  entender,  y  en  algunas  aflicciones  y  tra- 
bajos en  que  le  dio  la  mano  y  ayudó  á  salir  de  ellos  el  P.  Milanesi.  Que 
esta  es  la  venganza  que  tomaba  de  sus  mayores  émulos  la  Compañía, 
siguiendo  el  consejo  de  su  capitán  Jesús:  Benefacüe  iis  qui  oderunt  vos.  El 
cual  practicó  repetidas  veces  aquel  insigne  jesuíta,  por  hallarse  frecuen- 
temente en  ocasiones  semejantes,  siendo  la  ciudad  de  Quito  testigo  de 
sus  nobles  generosidades,  y  de  la  caridad  heroica  con  que  á  todos  reme- 
diaba en  cuanto  le  era  posible,  ricos,  pobres,  amigos  y  enemigos.  De  ma- 
nera que  siendo  el  oráculo  de  la  ciudad  por  su  sabiduría  y  prudencia,  era 
también  el  padre  de  todos  por  sus  caritativas  entrañas. 

Como  la  desgracia  del  perdimiento  de  sus  bienes  había  dado  entendi- 
miento al  gobernador,  y  le  remordía  frecuentemente  la  conciencia  del  in- 
forme calumnioso  que  había  enviado  á  la  corte  contra  los  misioneros,  se 


634  Misiones  del  Marañón  Español 

resolvió  á  enviar  otro  informe  contrario,  retractando  cuanto  decía  en  el 
primero.  Cinco  puntos  principales  contenía  este  segundo  escrito:  I.**  Que 
los  padres  misioneros  celaban  con  mucha  caridad  y  con  la  misma  fideli- 
dad la  enseñanza  de  los  indios  y  la  obediencia  á  su  majestad  católica; 
2.°  Que  en  nada  de  este  mundo  se  interesaban  en  la  misión;  3.°  Que  de  los 
200  pesos  que  les  daba  la  caja  real  para  su  subsistencia,  socorrían  á  la 
gente  y  alhajaban  las  iglesias;  4.°  Que  tenían  precepto  de  sus  superiores 
para  no  comerciar  con  los  portugueses  y  que  le  guardaban  exactamen- 
te; 5.°  Que  eran  fieles  y  obedecían  sin  réplicas  á  todas  las  órdenes  del 
gobierno.  Pero  como  se  anticipó  el  primer  informe,  la  corte,  ya  preveni- 
da, hizo  bien  poco  caso  del  segundo,  acaso  por  pensar  que  en  éste  se  ha- 
bían mezclado  los  jesuítas.  Lo  cierto  es  que  desatendido  el  sincero  y  ver- 
dadero escrito,  tuvo  á  pocos  años  su  efecto  el  falso  y  calumnioso,  porque 
en  méritos  de  la  fidelidad  del  informante  y  en  atención  á  los  servicios  en 
su  gobierno  de  Mainas,  se  le  hizo  una  merced  de  hábito  y  fué  provisto 
para  corregidor  de  uno  de  los  más  pingües  corregimientos  de  la  jurisdic- 
ción de  Lima,  sin  que  lo  pudiese  embarazar  el  informe  de  su  sucesor  don 
Antonio  de  Mena  y  Bermúdez,  que  pasmado  de  la  malignidad  y  falsedad 
de  las  calumnias  que  había  levantado,  informó  todo  lo  contrario,  protes- 
tando desde  los  principios  este  cristiano  caballero,  que  no  le  quedaría 
esperanza  de  su  salvación  eterna,  si  quisiese  disimular  sin  hacer  paten- 
tes al  real  Consejo  las  injusticias  de  su  antecesor  en  la  adquisición  de  sus 
efectos,  las  violencias  con  los  pobres  indios  y  las  calumnias  y  testimo- 
nios falsos  contra  los  misioneros. 

Otro  tanto  practicó  el  que  siguió  al  Sr.  Mena  en  el  gobierno,  D.  Anto- 
nio de  la  Peña  que  en  el  tiempo  mismo  del  arresto  de  los  padres,  hizo  no- 
tar los  fundamentos  de  su  informe  al  juez  comisionado  para  la  expulsión 
de  los  jesuítas,  y  al  señor  canónigo  y  doctor  Echeverría,  vicario  nombra- 
do por  el  limo.  Sr.  Carrasco,  obispo  de  Quito,  para  hacer  por  su  medio  en- 
trega de  la  misión  á  los  señores  clérigos  enviados  á  suceder  en  los  pue- 
blos. Citólos  D.  Antonio  á  todos  por  testigos,  para  que  constase  la  verdad 
al  señor  presidente  y  Real  Audiencia,  en  cualquiera  novedad  que  resulta- 
se, de  querer  establecer  tributos  como  se  empezaba  ya  á  temer  con  la  sa- 
lida de  los  jesuítas,  y  para  que  no  se  le  culpase  en  las  fatales  y  necesa- 
rias consecuencias  y  resultas  que  se  preveían  de  semejante  disposición. 


CAPITULO  XIV 

DEL  GOBIERNO  ECLESIÁSTICO  Y  EN  PARTICULAR  DE  LA  DOCTRINA 
CRISTIANA  DE  LOS  ADULTOS 

Habiendo  ya  tratado  el  gobierno  político  de  las  misiones,  en  cuanto 
abraza  el  civil,  el  militar  y  el  económico,  diremos  en  los  siguientes  capí- 
tulos lo  que  pertenecía  propiamente  al  espiritual  y  eclesiástico,  con  lo 


Libro  XI.— Capítulo  XIV  685 

cual  abarcaremos  todos  los  establecimientos  introducidos  en  las  misiones 
de  su  gobierno  político-cristiano.  Todo  el  distrito  del  gobierno  de  Mainas 
que  abrazaba  las  reducciones  españolas  del  Marafión,  pertenecía  al  obis- 
pado de  Quito,  que  se  extendía  por  esta  parte  cuanto  se  alargaban  los  lí- 
mites de  aquel  gobierno.  En  tan  dilatado  espacio  no  había  más  que  dos 
curatos,  á  saber:  el  de  Archidona  y  el  de  la  ciudad  de  San  Francisco  de 
Borja.  Uno  y  otro,  después  del  establecimiento  de  las  misiones,  estuvie- 
ron á  cargo  de  la  Compañía,  aunque  hubo  alguna  interrupción,  como  insi- 
nuamos á  su  tiempo,  en  el  de  Archidona.  Ll  P.  Provincial  de  Quito,  pre- 
sentaba al  presidente  de  aquella  Real  Audiencia,  tres  sujetos  y  á  uno  de 
ellos  daba  el  nombramiento  en  nombre  de  su  majestad,  y  el  señor  obispo 
le  daba  la  colación  canónica,  como  á  los  demás  curatos  del  obispado.  En 
los  últimos  años,  se  agregó  á  la  misión  el  curato  de  [la  ciudad  de  Lamas, 
á  petición  del  señor  obispo  de  Trujillo,  adonde  pertenecía.  Todas  las  de- 
más poblaciones,  eran  reducciones  de  indios,  en  donde  asistía  por  lo  co- 
mún un  misionero  como  ministro  eclesiástico,  que  destinaba  el  superior 
(ie  las  misiones  y  podía  mudar  á  su  arbitrio,  según  las  circunstancias  y 
necesidades  ocurrentes. 

La  inmensa  distancia  y  fragosidad  de  los  caminos,  no  permitían  á  los 
señores  obispos,  que  visitasen  por  sí  mismos  los  pueblos  de  la  misión,  y 
sólo  se  vio  en  una  ocasión,  un  visitador  que  se  internase  en  ella.  Este  fué 
el  doctor  D.  José  Río  Frío,  que  nombrado  para  este  efecto  por  el  limo,  se- 
ñor D.  Andrés  de  Paredes,  visitó  en  su  pasaje  al  Para  ad  visitanda  limina, 
Apostolorum,  parte  de  la  misión  de  Mainas,  como  consta  de  su  informe  pre- 
sentado en  el  real  Consejo  de  Indias,  en  Madrid.  Los  señores  obispos  des- 
pachaban desde  Quito,  las  disposiciones  y  edictos  que  tenían  por  conve- 
niente formar  por  sí  mismos,  ó  los  que  les  venían  de  Roma,  y  los  padres 
misioneros  los  ponían  en  ejecución,  con  toda  obediencia  y  sumisión.  Y 
siempre  que  se  les  pedía  razón  del  estado  de  la  misión,  la  dieron  puntual 
y  exacta,  de  manera  que  los  señores  obispos,  manifestaron  siempre  con 
elogios  muy  subidos ,  la  satisfacción  que  tenían  del  celo,  aplicación  y 
acertada  conducta  de  los  padres  misioneros. 

Desde  los  principios  de  la  misión,  se  procuró  establecer  en  ella  el  go- 
bierno eclesiástico  y  espiritual  que  prescriben  los  sínodos  del  obispado, 
en  cuanto  permitía  el  país,  y  podía  llevar  la  calidad  de  las  gentes  redu- 
cidas, y  éste  después  se  fué  siguiendo  uniformemente  en  todos  los  pueblos. 
De  aquí  vino  el  estilo  introducido  ya  con  los  indios  en  el  obispado  de 
nombrar  fiscales,  que  á  distinción  de  los  alcaldes,  que  sólo  servían  en  lo 
político,  ayudasen  también  particularmente  al  misionero  en  el  gobierno 
eclesiástico  y  espiritual,  dependiendo  inmediatamente  de  él  por  sínodo 
en  el  uso  de  su  jurisdicción,  bien  que  con  recurso,  si  pareciese  convenien- 
te, al  ordinario,  y  con  alguna  inhibición  de  la  justicia  seglar,  pues  goza- 
ban en  ciertos  puntos  el  fuero  de  inmunidad  eclesiástica. 

Una  de  las  principales  prácticas  que  prescribe  el  sínodo  sobre  los 
indios,  es  la  doctrina  cristiana  en  ciertos  días  de  la  semana.  Y  este  mi- 


636  Misiones  del  Marañón  Español 

nisterio  espiritual  se  miraba  como  el  más  esencial  y  característico  de 
todo  misionero,  porque,  además  de  ser  el  medio  necesario  para  disponer 
á  los  gentiles  al  santo  bautismo,  era  el  principal  para  formar  poco  á  poco 
una  cristiandad  florida,  conservarla  y  perfeccionarla.  Verdad  es  que  por 
sí  solo  no  bastaba  para  tanto,  y  se  practicaban  también  otros  medios, 
como  veremos,  pero  á  todos  ellos  daba  vigor  y  eficacia  la  continuación 
de  la  doctrina ,  y  sin  ella  fuera  poco  menos  que  trabajar  en  vano  con  los 
indios.  Porque  era  de  tal  calidad  aquella  gente,  que  no  bastaba  catequi- 
zarla una  vez,  instruirla  ni  enseñarla;  era  menester  catequizar  continua- 
mente al  catequizado,  instruir  al  instruido,  y  enseñar,  venciendo  el  tedio 
y  fastidio,  lo  que  mil  veces  se  había  enseñado. 

Esta  era  la  razón  y  motivo  de  observarse  invariablemente  en  toda  la 
misión  un  mismo  orden  de  días  de  doctrina  y  un  mismo  método  en  su  prác- 
tica. Miércoles,  viernes  y  domingos  eran  los  días  señalados  para  la  doc- 
trina de  los  adultos,  y  fuera  de  estos  días  en  que  asistían  también  los 
párvulos,  tenían  éstos  sus  doctrina  todos  los  demás  días  por  mañana  y 
tarde,  como  se  dirá  en  el  capítulo  siguiente.  En  éste  trataremos  de  la 
instrucción  de  los  grandes. 

El  método  que  se  observaba  era  el  siguiente  :  los  miércoles  y  viernes 
(que  de  los  domingos,  como  días  festivos,  se  hablará  en  otro  lugar),  to- 
caba el  fiscal  la  campana,  cuando  empezaba  á  amanecer,  llamando  á  la 
doctrina.  Al  primer  golpe  de  ella  estaba  ya  el  misionero  en  la  iglesia  y 
se  mantenía  de  rodillas  en  las  gradas  del  presbiterio,  si  no  le  parecía 
más  conveniente,  como  á  las  veces  lo  practicaba,  el  observar  la  modes- 
tia con  que  entraba  la  gente  en  la  iglesia.  Todos  tomaban  su  agua  ben- 
dita, se  santiguaban,  hacían  genuflexión  al  altar  mayor,  y  diciendo  á 
media  voz  alabado  sea  el  Santísimo  Sacramento  del  altar  y  la  Virgen 
Señora  nuestra,  iban  á  sus  respectivos  asientos,  donde  puestos  de  rodi- 
llas se  persignaban,  hacían  el  acto  de  contrición,  y  después  de  una  ora- 
ción breve  se  sentaban.  No  se  mezclaban  hombres  con  mujeres  en  los 
asientos  ó  hileras :  para  aquéllos  había  escaños  y  bancos  atravesados 
por  los  dos  costados  de  la  iglesia,  con  bastante  vacío  para  dos  órdenes  de 
asientos  bajos  á  la  larga  para  los  niños;  y  aun  todavía  quedaba  capaci- 
dad para  que  pudiese  andar  por  medio,  ya  arriba,  ya  abajo,  el  misionero 
con  su  cruz  en  la  mano.  Las  mujeres  tenían  su  lugar  cerca  de  las  gradas 
del  presbiterio  en  unos  pueblos  :  en  otros ,  detrás  de  los  asientos  de  los 
hombres. 

Como  los  indios  tardaban  poco  en  vestirse  y  tenían  sus  habitaciones 
poco  distantes  de  la  iglesia,  en  menos  de  media  hora  del  primer  toque  de 
la  campana,  estaba  ya  junta  toda  la  gente  en  ella.  Luego  tomaba  el  mi- 
sionero razón  y  cuenta  de  los  que  faltaban,  porque  aun  en  los  más  flori- 
ridos  pueblos  no  dejaba  de  haber  tal  cual  menos  aficionado  á  la  doctrina, 
y  que  si  podía  excusar  la  asistencia  no  lo  procurase,  al  modo  que  un  mu- 
chacho de  escuela  que  la  frecuenta  sin  aplicación  ni  gusto,  hace,  si  pue- 
de, sus  hurtadillas.  Pero  la  falta  se  descubría  fácilmente,  y  sin  perder 


Libro  XI.— Capítulo  XIV  637 

tiempo  el  misionero,  no  sólo  por  el  orden  de  los  asientos  en  que  estaban 
repartidos,  sino  también  por  el  cuidado  y  vigilancia  de  los  fiscales,  prác- 
ticos en  conocer  el  indio  que  solía  caer  en  esta  falta.  De  cuando  en 
cuando  llamaba  también  el  padre,  especialmente  si  era  nuevo  en  el  pue- 
blo, por  la  tabla  ó  lista  á  unos  ó  á  otros  sin  orden  de  antigüedad ,  ni  dis- 
tinción de  asientos,  ya  de  un  sexo,  ya  de  otro  ;  y  esto  bastaba  para  que 
estuviesen  con  cuidado,  persuadidos  que  si  faltaban  serían  descubiertos. 
Dejábase  para  después  de  la  doctrina  la  averiguación  de  la  causa  por  la 
cual  se  faltaba,  y  la  corrección  que  correspondía  si  resultaba  culpa,  des- 
cuido ó  pereza. 

Antes  de  empezar  las  oraciones  y  el  catecismo,  prevenía  el  misionero 
en  pocas  palabras,  que  atendiesen  todos  y  pusiesen  cuidado  al  rezar, 
acordándoles  el  respeto  y  reverencia  con  que  se  había  de  hablar  con 
Dios  y  con  María  Santísima,  sin  divertirse  á  otra  cosa.  Luego  decía  en  len- 
gua del  inga  ó  en  la  propia  de  los  indios.  Alabemos,  hijos,  á  Dios,  diíndole 
las  primicias  del  día:  recemos  con  devoción  las  oraciones  acostumbradas, 
repitamos  la  doctrina  cristiana,  para  aprenderla  unos  y  para  no  olvidar- 
la otros,  pidiendo  á  Su  Majestad,  nos  libre  de  caer  en  pecado  y  que  nos 
asista  con  su  gracia,  para. ir  al  cielo.  Dicho  esto,  entonaba  en  alta  voz, 

«Por  la  señal  de  la  santa  cruz y  repitiendo  todos  por  el  mismo  tono, 

cláusula  por  cláusula,  decían  el  Por  la  Señal,  Padrenuestro,  Ave  María, 
Credo,  Salve,  los  Mandamientos  de  la  Ley  de  Dios,  los  de  la  Santa  Madre 
Iglesia  y  los  Sacramentos,  ó  en  lengua  del  inga,  ó  en  la  peculiar  de  la 
nación:  y  si  eran  varios,  en  líi  principal  y  más  común  según  el  padre  juz- 
gaba más  conveniente,  porque  en  todas  las  lenguas  que  eran  muchas 
tenían  los  misioneros  sus  traducciones.  Del  mismo  modo  se  repetía  el  res- 
to de  la  doctrina  respondiendo  el  pueblo  á  las  preguntas  del  catecismo, 
que  era  un  compendio  claro,  cabal  y  acomodado  á  los  indios,  de  los  pun- 
tos principales  de  nuestra  santa  fe  y  de  la  religión  cristiana. 

Aunque  regularmente,  comenzaba  el  misionero  á  entonar  la  doctrina 
por  sí  mismo,  hacía  proseguir  frecuentemente  á  dos  fiscales  que,  puestos 
en  pie  en  medio  de  la  iglesia,  llevaban  la  voz,  respondiendo  todo  el  pue- 
blo. A  las  veces  mandaba  el  padre  á  dos  hombres,  que  dejando  sus  asien- 
tos ocupasen  el  lugar  de  los  fiscales,  é  hiciesen  lo  que  ellos,  llevando  la 
voz  en  las  oraciones  y  en  el  catecismo.  Este  medio,  practicado  sin  orden 
de  turno  ó  sucesión  seguida  de  unos  á  otros,  y  al  arbitrio  del  misionero, 
hacía  más  atentos  y  cuidadosos  á  los  que  podían  ser  nombrados,  que  eran 
todos,  sin  que  los  eximiese  la  edad,  el  sexo,  la  condición  ó  el  empleo.  No 
había  ninguno  á  quien  no  causase  sumo  rubor  y  vergüenza  el  errar  en 
alguna  cosa,  y  aun  le  solía  durar  por  muchos  días  la  confusión  y  sonrojo 
de  esta  falta  pública.  En  algunos  pueblos,  después  de  rezar  las  oraciones 
al  modo  dicho,  se  hacía  la  doctrina,  diciendo  las  preguntas  todos  los  de 
un  lado,  y  dando  las  respuestas  los  del  otro.  Este  método  parecía  toma- 
do de  los  pueblos  de  otros  indios  del  obispado,  pero  era  de  pocos  de  la 
misión. 


638  Misiones  del  Marañón  Español 

Varios  días  interrumpía  el  misionero  el  catecismo  y  hacía  pausa  en 
alguna  pregunta  ó  respuesta,  v.  gr.,  ¿Para  qué  crió  Dios  al  hombre?,  para 
conocerle,  servirle  y  amarle,  en  esta  vida  y  gozarle  en  la  otra.  Explica- 
ba por  partes  la  respuesta,  y  daba  á  entender  el  fin  del  hombre  con  sími- 
les acomodados  á  la  capacidad  de  los  indios.  Otras  veces  se  detenía  en 
las  preguntas  y  respuestas  del  misterio  de  la  Santísima  Trinidad;  otras 
en  la  de  la  Encarnación,  Pasión  y  muerte  de  Nuestro  Señor  Jesucristo. 
Lo  mismo  hacía  sobre  las  partes  de  la  confesión,  sobre  la  disposición 
para  la  sagrada  Comunión,  y  sobre  la  real  presencia  de  Jesucristo  en  el 
sacramento  del  altar,  tocando  ya  un  punto,  ya  otro,  y  así  lograba  ir  ex- 
plicando entre  semana  mucha  parte  del  catecismo. 

No  correspondiera  el  aprovechamiento  de  los  indios  al  trabajo,  apli- 
cación y  tesón  del  más  fervoroso  misionero,  si  éste  se  contentara  en  ha- 
cer la  doctrina  al  modo  dicho.  La  imaginación  del  indio  se  divierte  muy 
fácilmente,  y  para  fijar  la  atención  á  lo  mismo  que  oyen,  necesitan  de 
algún  freno  que  le  precise  á  violentarse.  Conocieron  los  padres  por  la 
mucha  práctica  que  el  medio  más  eficaz  de  poner  á  los  indios  en  cuidado 
era  el  temor  de  que  se  descubriese  su  descuido  siendo  examinados  en 
público.  Hacía  el  misionero  este  examen  al  fin  de  la  doctrina  con  pre- 
guntas sueltas  y  salteadas,  así  con  los  hombres  como  con  las  mujeres. 
Los  hombres  se  ponían  en  pie  para  dar  la  respuesta;  las  mujeres  no  se 
levantaban,  pero  se  ponían  de  rodillas  para  responder,  y  así  éstas  como 
aquéllos  se  mantenían  en  aquelM  postura  hasta  que  el  misionero  pasaba 
á  otro  ú  otra,  ó  los  mandaba  sentar.  Era  tan  eficaz  este  medio  para  te- 
nerlos atentos,  que  sin  más  corrección  que  el  rubor  que  les  causaba  el 
no  acertar  con  la  respuesta,  trataban  seriamente  de  aprenderla.  Sucedía 
no  pocas  veces  que  haciendo  el  padre  la  misma  pregunta,  á  que  no  res- 
pondía bien  el  adulto  ó  adulta,  á  un  niño  tierno  ó  niña  de  pocos  años, 
daban  puntualmente  éste  ó  ésta  la  respuesta  del  catecismo.  Hacíala  re- 
petir en  voz  más  alta,  le  obedecía  el  niño  con  gracia,  como  que  se  com- 
placía en  ser  oído  de  todos.  Celebraba  al  párvulo  el  misionero,  y  con 
esto  quedaba  corregido  el  que  no  había  sabido  responder  teniendo  más 
edad  y  más  obligación.  Era  cosa  graciosa  cómo,  después  de  la  doctrina, 
hacía  allá  en  su  casa  el  chico  ó  chica  de  maestro  ó  maestra  con  sus  pa- 
dres, hermanos  mayores  y  parientes,  y  éstos  de  discípulos,  no  sólo  con 
agrado,  pero  con  provecho,  quedando  todos  enseñados  casi  sin  estudios. 

Para  dar  fin  á  la  doctrina  hincábase  el  misionero  de  rodillas  en  las 
gradas  del  presbiterio,  y  haciendo  lo  mismo  todos  en  sus  puestos,  empe- 
zaba en  alta  voz  el  acto  de  contrición,  y  respondía  el  pueblo  cláusula 
por  cláusula.  Acabado  éste,  se  seguía  el  Alabado  sea  el  Santísimo  Sacra- 
mento del  altar  y  la  Virgen  Santísima,  etc.,  que  se  cantaba  en  castella- 
no, y  á  una  voz,  tan  acordes  todos,  que  era  delicia  oírlo.  Acabado  el  can- 
to, se  ponían  todos  de  pie  á  un  tiempo.  Los  primeros  que  debían  salir  de 
la  iglesia  eran  los  cabildantes  ó  de  justicia,  que  antes  de  apartarse  de 
sus  bancos  decían  ellos  solos  en  alta  voz  el  Alabado  sea  el  Santísimo  Sa- 


Libro  XL— Capítulo  XV  639 

cramento  del  Altar,  y  se  iban  siguiendo  unos  á  otros,  con  el  gobernador 
que  era  el  último,  haciendo  su  genuflexión  al  pasar  por  el  altar  mayor  y 
tomando  agua  bendita  antes  de  salir  de  la  iglesia.  Después  del  ayunta- 
miento, sallan  de  la  misma  manera  los  varones  del  lado  derecho,  y  á  éstos 
seguían  los  del  lado  izquierdo.  Las  mujeres,  entre  tanto,  se  mantenían  en 
pie  y  salían  las  últimas,  primero  las  de  una  banda  y  después  las  de  otra, 
cantando  y  haciendo  lo  mismo  que  los  hombres. 

El  ejercicio  de  la  doctrina  no  pasaba  por  lo  común  de  tres  cuartos  de 
hora,  ni  podía  detener  más  á  los  indios  el  misionero  sin  incomodarlos  mu- 
cho, porque  todos  volvían  á  sus  trabajos  y  necesitaban  lograr  lo  más 
templado  de  la  mañana  en  país  tan  ardiente,  por  lo  que  se  procuraba 
que  al  salir  el  sol  ó  poco  después  volviesen  á  sus  casas.  El  gobernador 
del  pueblo  con  los  alcaldes  esperaba  á  la  puerta  de  la  iglesia  al  misione- 
ro, que  salida  la  gente,  les  daba  las  órdenes  del  día,  y  el  gobernador  en- 
cargaba á  los  alcaldes  que  intimasen  á  las  gentes  lo  dispuesto  por  el  pa- 
dre, que  mandaba  después  al  fiscal  mayor  que  averiguase  las  causas  ó 
motivos  de  las  faltas  á  la  doctrina  y  diese  á  su  tiempo  razón  de  lo  averi- 
guado. 

Desembarazado  el  misionero  de  los  adultos  comenzaba  la  Misa  á  la 
que  asistían  los  párvulos  que  quedaban  en  la  iglesia.  Muchos  de  los  adul- 
tos asistían  también  los  viernes  por  su  devoción,  especialmente  desde  que 
se  entabló  en  los  pueblos  la  devoción  al  Sagrado  Corazón  de  Jesús.  En 
tiempo  de  Misa  se  tocaban  en  el  coro  los  instrumentos  de  arpa  y  de  vio- 
lín,  y  los  cantorcitos  de  que  hablaremos  á  su  tiempo,  cantaban  algunas 
coplitas  de  la  Pasión  de  Jesucristo,  de  los  dolores  de  María  Santísima  ó 
del  Sagrado  Corazón  de  Jesús.  Al  fin,  se  rezaban  en  propio  idioma  las 
oraciones  de  la  buena  muerte,  ó  las  del  Corazón  de  Jesús,  repitiendo,  por 
último,  sus  preces  y  concluyendo  el  misionero  con  la  oración  sabida.  Con- 
cede quaesumus  Omnipotens  Deus,  ut  qui  in  Sanctissimo  dilecti  FUii  tui  Gorde  glo- 
riantes, etc. 


CAPITULO  XV 

DE    LA   DOCTRINA   DE   NIÑOS   Y   NIÑAS    Y   DE   LA    EXTRAORDINARIA 
Á  LOS  ADULTOS  PARA  RECIBIR  LOS  SACRAMENTOS. 

Como  los  párvulos,  fuera  de  los  días  que  asistían  á  la  doctrina  con  los 
adultos,  debían  tenerla  también  los  demás  días,  mañana  y  tarde,  es  bien 
dar  alguna  particular  razón  del  modo  con  que  practicaban  estas  distri- 
buciones. En  la  clase  de  párvulos  de  doctrina  entraban  todos  los  niños  y 
niñas  de  seis  años  arriba,  y  no  salían  de  ella  hasta  que  se  casasen.  Tocá- 
base, por  la  mañana,  la  campana  como  media  hora  más  tarde  que  en 
los  días  de  doctrina  de  los  adultos.  En  lo  demás,  se  observaba  con  pro- 
porción el  mismo  orden  y  método  de  entrar  en  la  iglesia,  de  buscar  sus 


640  Misiones  del  Marañon  Español 

asientos  y  de  averiguar  las  faltas.  Sólo  había  la  particularidad  de  hacer 
la  doctrina  por  lo  común  el  mismo  misionero,  por  la  experiencia  de  que 
su  voz  animaba  más  y  excitaba  más  la  atención  en  aquella  tierna  edad, 
que  oían  con  más  gusto,  cariño  y  cuidado  á  quien  hablaba  con  ternura  de 
verdadero  padre. 

Rara  vez  se  les  dispensaba  en  la  asistencia  á  la  Misa,  que  se  seguía 
siempre  á  la  doctrina,  y  la  oían  todos  de  rodillas,  repitiendo  las  oracio- 
nes acostumbradas  y  el  catecismo.  Su  postura  y  exterior  composición 
edificaba  á  los  adultos.  Se  mantenían  con  los  brazos  cruzados  al  pecho, 
tan  quietos  y  sosegados,  que  movían  á  devoción,  y  más  de  una  vez  á  ad- 
miración á  los  pasajeros.  Baste  por  todos  la  expresión  del  reverendo  pa- 
dre Manuel  de  los  Santos,  fundador  y  primer  misionero  del  pueblo  rayano 
de  portugueses  de  San  Xavier,  de  Yavarí,  que  habiendo  subido  al  pueblo 
de  San  Joaquín  de  Omaguas,  el  año  de  1752,  observando  la  quietud  y 
compostura  con  que  oían  Misa  los  niños,  y  reparando  en  la  uniformidad 
y  prontitud  con  que  respondían  todos  á  un  tiempo  sin  discrepar  uno  de 
otro,  exclamó  admirado:  «Aquí  veo  unos  niños  con  apariencias  de  viejos 
juiciosos  y  les  oigo  responder  á  la  doctrina  como  muy  ancianos.  Dichosas 
ñores  que  se  equivocan  con  frutos  sazonados.» 

Sin  alguna  exterior  aplicación  fuera  difícil  contener  la  inquietud  y 
travesura  de  aquella  edad,  y  siendo  su  genio,  por  lo  común,  inclinado  á 
cantar  y  acomodarse  fácilmente  á  soltar  la  voz,  por  el  gusto  de  ser  oídos, 
esto  hizo  que -los  misioneros  tomasen  el  medio  de  hacerles  repetir  en 
tiempo  de  Misa  las  oraciones  y  el  catecismo  medio  cantado.  A  los  flsca- 
litos  tocaba  por  su  oficio  llevar  la  voz,  y  por  esto,  ninguno  era  admitido 
al  cargo  que  no  supiese  bien  el  catecismo  entero  por  preguntas  y  res- 
puestas. Sin  embargo,  solía  también  el  misionero  señalar  á  otros,  sustitu- 
yendo ya  unos  ya  otros  sin  orden  de  antigüedad  ó  sucesión,  como  se  dijo 
en  la  doctrina  de  los  adultos. 

Al  tiempo  de  llegar  el  padre  al  presbiterio  para  empezar  su  Misa  en- 
tonaban los  fiscales:  por  la  señal  de  la  Santa  Cruz,  6  en  lengua  del  inga  ó  en 
la  particular  del  pueblo,  y  proseguían  hasta  que  se  acababa  la  Misa. 
Desde  el  principio  soltaban  los  niños  la  voz  cuanto  aguantaba  su  pecho, 
y  guardaban  el  mismo  tenor  á  que  correspondían  los  demás,  y  siempre 
con  igualdad.  Al  alzar  la  Hostia  consagrada,  decían  todos  á  un  tiempo  y- 
en  el  mismo  tono.  Alabado  sea  el  Santísimo  Sacramento  del  altar,  que  re- 
petían también  á  la  elevación  del  cáliz.  Como  había  bellísimos  metales 
de  voz,  y  como  hasta  crecer  en  edad  la  conservaban  limpia  y  sonora, 
resonaba  el  eco  por  todo  el  pueblo,  con  no  poco  gusto  de  los  que  oían  las 
alabanzas  de  Dios  de  la  boca  de  tantos  inocentes,  como  había  en  aquella 
clase  de  cantores,  que  eran  ciertamente  los  más,  por  ser  raros  los  que 
perdían  la  gracia  del  bautismo  hasta  muy  adultos. 

En  los  pueblos  nuevos,  se  seguía  á  la  doctrina  y  á  la  Misa  otra  nueva 
distribución  que  se  mantenía  también  en  algunos  antiguos.  Acabada  la 
Misa  se  esparcían  todos  por  la  iglesia,  distribuidos  de  diez  á  doce,  por  cen- 


Libro  XI.— Capítulo  XV  641 

turia,  guardando  el  orden  de  separarse  los  niños  á  un  lado  de  la  iglesia  y 
las  niñas  al  otro.  En  cada  partida  había  uno  como  maestro,  ó  prefecto  de 
los  demás,  al  cual  pertenecía  el  cuidado  de  que  se  ejecutase  fielmente  la 
práctica  que  se  pretendía.  Tenía  este  ejercicio  alguna  semejanza  con  el 
de  las  escuelas  de  doctrina  de  San  Carlos  Borromeo,  y  se  lograba  con  él 
un  fruto  nada  inferior  al  grande  que  produjeron  aquéllos. 

Distribuidos  los  niños  por  centurias,  en  cada  una  de  ellas  enseñaba 
uno  á  otro  que  se  le  encomendaba,  de  suerte  que  sentados  de  dos  en  dos, 
el  que  más  sabía  enseñaba  al  que  sabía  menos.  En  las  partidas  inferiores 
estaban  los  niños  y  niñas  tiernas  que  empezaban  á  venir  á  la  doctrina, 
y  los  párvulos  de  los  gentiles  recién  venidos  del  monte.  En  esta  clase  se 
enseñaba  á  persignar  y  santiguar,  el  Padre  Nuestro  y  el  Ave  María.  En 
las  partidas  ó  cuadrillas  que  se  seguían,  entraban  los  que  habiendo  to- 
mado de  memoria  el  Padre  Nuestro  y  el  Ave  María,  coreaban  las  de- 
más oraciones  que  se  rezaban  en  la  doctrina  común.  En  las  otras  que  po- 
demos llamar  superiores,  se  enseñaban  las  preguntas  y  respuestas  del 
catecismo  por  su  orden,  y  las  aprendían  los  más  hábiles,  en  que  se  seña- 
laban varios  niños  y  niñas  que  sabían  todo  el  catecismo  por  entero.  Era 
de  mucha  estimación  y  crédito  entre  ellos  subir  á  esta  última  clase. 

Los  fiscalitos,  y  especialmente  el  semanero,  observaban  con  cuidado 
cómo  se  portaban  en  su  ejercicio  de  aprender  y  de  enseñar  en  las  cen  - 
turias,  mientras  el  padre  daba  gracias,  el  cual,  luego  que  acababa  su 
ejercicio,  iba  dando  vueltas  por  las  centurias  y  examinaba  por  sí  mismo 
á  los  que  aprendían,  deteniéndose  ya  en  una,  ya  en  otra,  según  le  pare- 
cía, animando  y  enderezando  á  los  maestros  y  discípulos.  De  cuando  en 
cuando  repartía  algunos  donecillos  á  los  que  se  esmeraban  en  aprender 
y  se  distinguían  en  enseñar.  Y  era  para  los  niños  de  singular  aprecio 
cualquiera  cosilla  que  se  les  diese  por  este  motivo,  y  la  miraban  como 
premio  que  habían  merecido.  Vueltos  á  sus  casas,  hacían  alta  vanidad 
entre  los  suyos  de  haber  sido  distinguidos  con  el  premio,  y  le  guardaban, 
y  mostraban  como  prueba  y  testimonio  de  su  aprovechamiento  en  la  doc- 
trina cristiana.  Más  de  dos  horas  duraba  por  lo  común  esta  función  dia- 
ria de  la  doctrina  por  la  mañana;  pero  la  variedad  de  sus  distribuciones 
hacía  menos  pesada  á  los  niños  esta  tarea,  á  que  de  suyo  se  inclinaban 
poco  sin  el  atractivo  de  los  premios,  y  sin  la  complacencia  de  ser  aplau- 
didos. Al  acabar  la  doctrina  de  la  mañana  se  practicaba  lo  mismo  que 
dijimos  de  los  adultos. 

Por  la  tarde  volvía  á  tocar  á  la  doctrina  el  mismo  fiscalito  que  tocaba 
por  la  mañana,  y  duraba  por  lo  menos  otras  dos  horas,  desde  las  cuatro 
hasta  las  seis.  Dichas  las  oraciones  y  repetido  el  catecismo  en  la  misma 
forma  que  se  hacía  por  la  niañana,  había  después  un  remedo  de  escuela 
común.  Unos  días  enseñaba  el  misionero  á  contestar  en  castellano  ó  en 
lengua  del  inga,  sirviendo  esta  diligencia  para  la  explicación  del  nú- 
mero de  los  pecados  en  la  confesión,  y  para  entenderse  con  otras  gentes 
en  su  corto  comercio.  Otros  se  destinaban  para  algunas  coplitas  de  los 

41 


642  Misiones  del  Marañón  Español 

novísimos,  de  la  Pasión  del  Señor  y  de  los  dolores  de  María  Santísima, 
que  se  cantaban  por  su  turno,  y  de  esta  manera  las  conservaban  bien  en 
la  memoria.  También  se  les  sugerían  algunas  veces  ciertas  frases  y  mo- 
dos de  hablar  más  usuales  en  la  lengua  del  inga,  para  que  no  les  fuese 
tan  extraña  y  pudiesen  tratar  con  gentes  de  otras  naciones  en  cosas 
necesarias. 

Restan  aún  de  insinuarse  otras  prácticas  de  doctrina  no  menos  nece- 
sarias que  las  pasadas,  aunque  no  tan  comunes  y  generales.  De  cuando 
en  cuando  solían  admitirse  á  la  primera  confesión  á  los  niños  y  niñas,  y 
había  también  algunos  catecúmenos  que  bautizar  ó  solteros  que  casar. 
El  misionero  debía  instruirlos  á  todos  respectivamente.  La  instrucción 
de  los  niños  que  por  obligación  tocaba  á  sus  padres,  no  se  les  podía  fiar 
y  dejarla  á  su  cuidado,  porque  eran  pocos  los  que  podían  hacerla  á  sa- 
tisfacción, y  ninguno  se  aplicaba  á  instruir  á  sus  hijos  A  esta  causa,  el 
misionero  tomaba  para  esto  dos,  tres  ó  más  semanas,  y  les  hacía  asistir 
cada  día  á  ciertas  horas  á  la  iglesia,  en  donde  les  explicaba  la  necesidad 
de  la  confesión,  la  disposición  que  debía  preceder,  y  las  partes  de  que  se 
compone  este  sacramento,  haciéndoles  ver  el  fruto  que  habían  de  sacar 
de  la  confesión.  Asegurado  ya  el  padre  de  que  estaban  ya  bien  instruí- 
dos,  los  disponía  por  sí  mismo  y  confesaba  por  día  uno  de  los  que  tenía 
prevenidos. 

La  instrucción  y  disposición  de  un  gentil  adulto  para  recibir  el  bau- 
tismo, era  obra  de  muchos  días  y  que  pedía  mucha  paciencia  y  modo. 
No  costaba  por  lo  común,  mucho  el  reducirlos  á  que  pidiesen  este  sacra- 
mento, aunque  se  encontraba  tal  cual  terco  y  obstinado,  pero  era  mu- 
chísimo el  trabajo  que  se  experimentaba  en  disponerlos  á  satisfacción. 
Eran  grandes  las  amarguras  en  que  solía  hallarse  un  misionero  con  un 
bárbaro  moribundo,  en  quien  no  entraba  la  razón  ni  labraba  la  persua- 
sión más  viva  y  eficaz;  nada  movía  el  temor  del  infierno  ó  esperanza  de 
la  gloria,  porque  nada  llegaba  á  entender  ó  concebir,  sino  lo  que  veía 
con  sus  mismos  ojos.  Este  conocimiento  práctico  hacía  tomar  á  los  misio- 
neros con  tiempo  y  muy  de  atrás,  el  instruirlos  y  disponerlos.  En  los  pue- 
blos que  se  iban  formando  era  mayor  el  afán  y  más  pesado  el  trabajo, 
porque  los  no  bautizados  eran  todos  los  adultos,  y  no  sabiendo  la  lengua 
les  era  preciso  valerse  de  intérpretes,  que  á  las  veces  no  eran  fieles,  y  si 
lo  eran,  no  acertaban  á  explicarse  debidamente.  Era  necesario  que  un 
pobre  misionero  diese  muchas  vueltas  y  revueltas  á  una  sola  cláusula,  y 
después  de  infinita  molestia  la  dejaba  el  intérprete  sin  sentido. 

Para  habilitar,  pues,  el  padre  á  los  gentiles  al  bautismo,  ó  por  sí  mismo 
si  sabía  la  lengua,  ó  por  alguna  instrucción  que  hubiese  formado  otro  in- 
teligente de  ella,  ó  finalmente  por  medio  de  intérprete,  distribuía  los 
adultos  en  partidas  de  cuatro  ó  seis  por  turno,  empezando  siempre  por 
los  enfermos  ó  más  ancianos.  Todos  los  días  gastaba  largos  ratos  por  la 
mañana  ó  por  la  tarde,  si  bien  con  la  atención  y  cuidado  de  no  molestar- 
los tanto,  que  cobrasen  hastío  ó  se  cansasen  de  la  distribución.  La  tarea 


LiiBRO  XI.— Capítulo  XV  ,§4p 

penosa  era  necesariamente  de  semanas,  aún  para  unos  mismos,  porque 
^olo  á  fuerza  de  repetirles  muchas  veces  y  de  proponerles  los  misterios 
en  el  modo  más  claro  y  perceptible,  se  conseguía  el  que  aprendiesen  las 
cosas,  formasen  concepto  de  ellas  y  quedasen  instruidos  á  satisfacción. 
Esta  diligencia  era  á  prevención  de  poder  bautizarlos  con  seguridad  en 
•el  artículo  de  la  muerte,  y  aun  después  de  instruidos,  era  necesario  reno- 
var frecuentemente  la  instrucción  para  que  no  se  olvidasen  de  ella. 

A  los  que  habían  de  casarse,  aunque  cristianos  desde  niños,  era  menes- 
ter también,  por  lo  menos  era  muy  conveniente,  prevenirlos  con  instruc- 
<3ión  particular,  la  cual  empezaba  desde  la  primera  amonestación.  El 
misionero  les  explicaba  á  ciertas  horas,  mañana  y  tarde,  el  fin  del  sacra- 
mento del  matrimonio  y  las  obligaciones  de  los  casados.  Dispuestos  ya, 
por  lo  que  tocaba  al  sacramento,  se  añadía  otra  instrucción  para  confe- 
sarse, á  fin  de  que  recibiesen  las  gracias  del  sacramento  precediendo  la 
<3onfesión. 

Para  cumplir  con  el  precepto  de  la  confesión  y  comunión  anual  no 
podía  el  misionero  omitir  la  diligencia  de  instruirlos,  y  disponerlos  con 
todo  cuidado.  Por  concesión  de  los  sumos  pontífices  se  extendía  á  los  in- 
dios el  tiempo  de  satisfacer  á  este  precepto,  desde  la  dominica  de  Sep- 
tuagésima hasta  después  del  Corpus.  Acordaba  el  padre  en  general  á  to- 
dos la  obligación  del  precepto  en  las  pláticas  comunes,  y  algunas  sema- 
nas antes  repetía  en  los  días  de  doctrina  mucho  de  lo  que  había  explica- 
do entre  año  de  la  confesión.  Pero  no  bastaba  esto  y  era  preciso  desde  la 
primera  dominica  de  Cuaresma,  empezar  á  disponerlos  con  una  instruc- 
ción inmediata  en  la  forma  siguiente. 

Todos  los  domingos  nombraba  el  misionero  los  que  debían  confesarse 
en  la  semana  siguiente,  repartíalos  en  número  de  seis,  ocho,  ó  más,  si  le 
parecía;  y  á  toque  de  campana,  concurrían  para  ser  instruidos.  En  esta 
doctrina  privada  se  les  explicaba:  1.°  La  necesidad  y  modo  de  hacer  el 
«xamen  antes  de  llegar  á  confesarse;  2.°  El  dolor  de  atrición  y  contri- 
ción; 3.*^  El  propósito  de  la  enmienda;  4.''  La  confesión,  su  integridad  y 
la  satisfacción.  Después  de  esta  explicación  bien  repetida,  hasta  asegu- 
rarse el  misionero  que  estaban  ya  bien  enterados  de  las  dichas  cosas,  ha- 
cía con  ellos  mismos,  para  empezar  á  confesarlos  los  actos  de  fe,  espe- 
ranza y  caridad,  de  dolor  y  de  propósito,  repitiéndolos  varias  veces- 
Luego  iban  llegando  al  confesonario,  uno  después  de  otro,  sin  atrepellar- 
se, ni  mezclarse  hombres  con  mujeres.  Esta  era  la  carga  indispensable 
de  los  misioneros  con  los  pobres  indios,  siempre  que  habían  de  cumplir 
con  el  precepto  de  la  confesión.  Es  verdad  que  se  hallaban  algunos,  en 
particular  de  los  que  habían  criado  los  padres  en  su  casa  desde  niños, 
que  no  necesitaban  de  tan  prolijas  instrucciones,  y  no  faltaba  tal  cual 
que  se  explicaba  en  la  confesión  con  tal  precisión,  claridad  y  entereza, 
que  causaba  admiración  á  los  directores  mismos. 


644  Misiones  del  Marañón  Español 

CAPITULO  XVI 

DE  LOS   sacristanes,    SU  NOMBRAMIENTO   Y   OBLIGACIONES 

El  cuidado  de  la  iglesia  y  de  las  alhajas  y  de  los  ornamentos  sagrados, 
era  uno  de  los  más  principales  que  se  tenían  en  los  pueblos  de  la  misión. 
En  los  curatos  de  indios  del  obispado,  fuera  de  las  montañas  del  Mara- 
ñen, suele  haber  por  lo  común  un  español  ó  mestizo  con  nombre  de  ma- 
yordomo ó  síndico  de  la  iglesia,  á  quien  pertenece  el  cuidado  de  todo  lo 
tocante  á  la  iglesia,  y  los  señores  obispos  ó  sus  visitadores  en  las  visitas 
le  toman  cuentas  y  él  es  responsable  á  cualquiera  cargo  legítimo  que  le 
hagan.  Pero  en  las  misiones  de  Mainas,  en  que  por  ley  asentada  de  la  Re- 
copilación de  Indias  y  por  repetidas  ordenanzas  de  los  gobernadores  no 
podía  establecerse  español  alguno  ni  mestizo  viviendo  como  vecino  del 
pueblo,  ni  pudo  seguirse  aquella  práctica,  y  fué  necesario  que  se  encar- 
gase el  misionero  de  este  cuidado,  y  no  pudiendo  atender  á  todo  por  sí 
solo,  tenía  otros  como  ministros  de  la  iglesia  que  le  ayudaban  con  el  nom- 
bre y  oficio  de  sacristanes. 

Su  nombramiento  le  tocaba  al  padre,  que  podía  mudarlos  cuando  no 
cumplían  con  su  obligación,  ó  cuando  por  su  proceder  descuidado  des- 
merecían la  estimación  y  distinción  de  que  gozaban  en  los  pueblos  como 
sirvientes  inmediatos  al  altar.  Tenían  en  la  iglesia  por  su  oficio  lugar 
destinado  para  sentarse  en  dos  escaños  á  uno  y  otro  lado  del  altar  ma- 
yor para  estar  más  prontos  á  lo  que  se  ofrecía  en  el  altar.  Solían  gozar 
la  exención  del  mytayazgo,  y  no  podían  los  de  justicia  precisarlos  á  via- 
je alguno  si  ellos  por  sí  mismos  y  con  consentimiento  del  padre,  no  se 
ofrecían  á  él.  Aun  á  las  obras  comunes,  como  de  hacer  canoas,  siembras 
del  común,  iglesia,  casa  de  ayuntamiento  ó  del  misionero,  no  podía  ser 
obligado  el  sacristán  de  seriíana,  por  ser  precisa  su  asistencia  en  la  igle- 
sia por  la  mañana,  y  porque  á  la  tarde  podía  ofrecerse  otra  cosa  del  ofi- 
cio, como  hacer  hostias,  formar  velas  ó  ayudar  y  acompañar  al  misione- 
ro en  la  administración  de  sacramentos.  Concedíaseles  una  corta  exen- 
ción ó  privilegio,  que  aprobaban  los  gobernadores,  en  recompensa  del 
trabajo  de  su  oficio,  que  no  tenía  otra  gratificación  ó  correspondencia. 

El  número  de  los  sacristanes  no  era  igual  en  todos  los  pueblos;  en  los 
más  cortos  eran  tres,  en  otros  cinco,  y  en  tal  cual,  por  mayor  concurren- 
cia de  sacerdotes,'  como  en  San  Joaquín  y  en  la  Laguna,  llegaban  hasta 
siete.  En  cada  pueblo,  había  un  sacristán  mayor,  que  era  como  superior 
de  los  demás  en  cuanto  al  servicio  de  la  iglesia.  A  éste  tociiba  señalar  por 
turno  á  los  demás  semaneros,  avisarlos  cómo  y  cuándo  habían  de  adornar 
la  iglesia,  componer  el  altar  para  alguna  fiesta,  cuidar  del  cajoncíto  de 
los  santos  óleos  y  conservar  siempre  agua  bendita  en  alguna  tinaja  para 
el  uso  de  la  gente.  El  oficio  de  sacristán  mayor,  solía  ser  como  vitalicio,  y 


Libro  XI.— Capítulo  XVI  646 

sólo  se  daba  á  quien  por  su  antigüedad,  conocida  aptitud,  diligencia  y 
cuidado  se  hacía  digno  de  suceder  al  que  había  muerto  ó  se  había  inha- 
bilitado por  enfermedad.  Los  demás  entraban  en  estos  oficios,  escogidos 
por  el  misionero,  entre  los  que  habían  sido  criados  desde  niños  en  su  casa 
y  se  habían  ido  instruyendo  como  ayudantes  de  sacristanes. 

Todos  los  sábados  después  de  la  Misa  de  Nuestra  Señora,  sacudían  el 
polvo  de  las  paredes  de  la  iglesia,  limpiaban  los  retablos  y  recorrían  los 
altares  con  plumeros  que  tenían  prevenidos  para  este  efecto.  Cuidaban 
que  las  mujeres  señaladas  de  los  fiscales,  regasen  y  barriesen  con  decen- 
cia y  con  compostura  la  iglesia  y  sacristía  sin  permitirles  hablar  en 
voz  alta  ó  descomponerse  de  modo  alguno  dentro  de  la  iglesia,  y  á  dos  ó 
tres  de  ellas  mandaba  el  sacristán  mayor  que  limpiasen  y  llenasen  de 
nuevo  la  tinaja  de  agua  que  había  de  bendecir  al  día  siguiente  el  misio- 
nero antes  de  Misa.  Después  hacían  traer  flores  y  armaban  ramilletes 
vistosos,  que  puestos  en  jarras  destinadas  á  esto,  adornaban  y  hermosea- 
ban el  altar  de  Nuestra  Señora  para  la  Salve  y  rosario  á  que  concu- 
rría toda  la  gente  del  pueblo  al  ponerse  el  sol. 

Los  domingos  hacían  otro  tanto  con  el  altar  mayor,  antes  que  entrase 
la  gente  en  la  iglesia  y  ponían  sus  ramilletes  y  jarrillas  en  el  nicho  del 
patrón  y  sobre  el  altar.  Antes  de  salir  el  misionero  de  la  sacristía  para 
decir  Misa,  le  ponían  delante  la  tinaja  de  agua  para  bendecirla  y  hecho 
esto,  llenaban  las  piletas  de  la  iglesia  y  daban  de  la  misma,  á  los  que  la 
pedían  para  ilevar  á  sus  casas.  En  todo  día  de  fiesta,  daba  el  sacristán 
mayor  la  paz  á  los  de  justicia,  que  besaban  el  portapaz  uno  después  de 
otro,  y  si  se  hallaba  presente  algún  sacerdote,  tomaba  otro  sacristán  una 
patena  con  un  velo,  y  llegando  á  donde  estaba  el  sacerdote,  la  descubría 
para  que  la  besase,  haciéndole  al  acercarse  y  al  apartarse  una  reve- 
rencia. 

El  domingo,  después  de  Misa,  señalaba  el  sacristán  mayor  al  que  to- 
caba asistir  en  aquella  semana.  Estaba  á  cargo  de  éste,  sacar  las  llaves 
de  la  iglesia  y  sacristía  del  aposento  del  padre  misionero,  abrir  las  puer- 
tas de  la  iglesia,  tocar  la  campana  á  la  doctrina  y  volver  á  llevarlas  al 
mismo  sitio  después  de  Misa.  Prevenía  en  la  sacristía  el  ornamento  que 
correspondía  al  día  con  lo  demás  necesario  para  la  Misa;  la  servía  por  sí 
mismo  y  si  ayudaba  algún  niño  de  los  que  vivían  en  la  casa  del  padre, 
debía  estar  cerca  del  altar  para  observar  si  faltaba  en  algo,  ó  si  se  ofre- 
cía alguna  cosa.  Limpiaba  y  aderezaba  la  lámpara  del  Santísimo,  en  los 
pueblos  donde  estaba  depositado,  que  solían  ser  los  más  formados.  A  cual- 
quiera hora  del  día  ó  de  la  noche,  en  que  oyese  la  señal  de  la  campana 
para  administrar  los  sacramentos,  acudía  prontamente  á  la  casa  del  pa- 
dre, y  tomando  las  llaves  de  la  iglesia  prevenía  todo  lo  necesario,  para 
su  administración. 

Si  había  de  administrar  el  Santo  Viático,  llevaba  á  la  casa  misma  del 
enfermo,  el  adorno  necesario  para  una  ^nesita  limpia  y  aseada  que  ya  los 
fiscales  tenían  prevenida,  después  de  barrida  y  compuesta  del  mejor 


646  Misiones  del  Marañón  Español 

modo  la  casa  del  enfermo.  Acomodado  todo  lo  que  pertenecía  á  la  decen- 
cia del  sitio  en  donde  se  había  de  administrar  el  Sacramento,  volvía  el 
sacristán  á  la  iglesia  y  entregaba  las  varas  del  palio  á  los  indios  más  res- 
petables del  pueblo,  daba  el  guión  al  gobernador  ó  en  su  falta  á  algunos 
de  los  alcaldes  ó  capitanes,  y  repartía  ontre  los  niños  vestidos  de  sotani- 
llas  y  roquetillos,  faroles,  incensarios,  naveta,  cruz  y  manual.  Estando 
ya  todo  al  orden  hacía  señal  con  una  campanilla  y  empezaban  todos  á 
encender  las  velas,  que  se  les  habían  dado.  De  esta  manera  acompaña- 
ban todos  al  Señor,  sirviendo  el  sacristán  al  sacerdote  con  la  mayor  pun- 
tualidad, hasta  que  vueltos  á  la  iglesia  y  reservado  el  Santísimo,  volvía 
á  reponer  en  sus  respectivos  cajones  lo  que  había  sacado  de  ellos,  para 
la  decente  administración  del  Viático. 

En  la  administración  de  la  Santa  Unción,  repartía  también  entre  los 
niños  las  cosas  necesarias,  y  tomando  él  en  un  cajoncito  los  Santos  Óleos 
con  un  platillo,  en  el  que  llevaba  algodón  escarmenado  para  secar  las 
unciones,  acompañaba  de  cerca  al  sacerdote  para  servirle  en  la  admi- 
nistración. Desde  que  se  daba  al  enfermo  este  último  Sacramento,  se  de- 
jaba un  Santo  Cristo  puesto  al  lado  de  la  cama,  y  le  visitaban  frecuen- 
temente el  sacristán  y  los  fiscales,  que  avisaban  al  padre  siempre  que 
había  novedad,  aún  en  aquellos  ratos  en  que  se  retiraba  á  descansar,  ó 
á  cualquiera  otra  cosa  ó  ministerio;  y  cuando  se  le  decía  la  recomenda  • 
ción  del  alma,  asistía  el  sacristán  al  lado  del  sacerdote  respondiendo  á 
todo. 

Todos  los  pueblos  estaban  surtidos  de  hierros  é  instrumentos  para  ha- 
cer hostias,  y  los  sacristanes  nuevos  aprendían  de  los  antiguos  á  formar- 
las. Era  bien  necesario  hacerlas  á  menudo,  porque  la  humedad  y  calor 
del  país,  no  daban  lugar  á  que  durasen  mucho  tiempo  sin  corromperse. 
Al  sacristán  semanero  pertenecía  el  hacerlas,  y  para  cada  vez  se  le  daba 
de  casa  del  misionero  la  harina  correspondiente.  Por  no  hallarse  este  gé- 
nero en  Mainas,  era  preciso  que  viniese  de  Quito,  de  donde  la  enviaba 
florida,  el  procurador  de  la  misión.  Dirigía  para  cada  misionero  seis  ú 
ocho  libras  en  un  saquillo  bien  tupido,  pero  en  llegando  dicha  cantidad 
al  pueblo,  era  necesario  secarla  al  sol,  y  segunda  vez  cernida,  guardar- 
la en  frascos  ó  cantaritos  de  barro  con  tapas  bien  ajustadas  y  cerradas, 
por  los  cantos  de  las  cubiertas,  con  cera  negra.  En  medio  de  esto,  eran 
tan  hábiles  y  diestros  los  sacristanes  en  hacer  las  hostias  con  solo  lo  pre- 
ciso, que  con  esta  corta  cantidad  había  lo  bastante  para  todo  el  año  y  se 
lograban  hostias  de  tal  blancura,  que  sólo  se  deseaba  saber  el  secreto  de 
las  hostias  de  los  portugueses,  más  duraderas  para  excusar  el  hacerlas 
tan  á  menudo.  Pero  por  más  diligencias  que  se  hicieron,  jamás  se  pudo 
descubrir  de  los  portugueses  el  secreto  de  la  poco  menos  que  incorrupti- 
bilidad  de  sus  hostias.  En  todo  el  estado  del  país  no  gastan  otras  que  las 
que  llevan  de  Lisboa,  en  donde  las  hacen  ciertas  monjas  y  no  llegan  más 
de  una  vez  al  año  en  que  se  conservan  frescas  y  sin  el  menor  asomo  de 
corrupción.  Algunas  pasaron  por  mucho  favor  á  la  misión  de  Mainas  y 


Libro  XL— Capítulo  XVI  647 

se  observó  que  en  un  bote  de  hoja  de  lata  se  conservaron  por  más  de  un 
año  como  recién  hechas. 

Entre  los  varios  efectos  de  que  abundaban  los  bosques  del  Marañón,  el 
más  aprovechado  (como  dijimos  en  otro  lugar),  es  el  de  la  cera  blanca, 
que  se  halla  más  ó  menos  en  los  montes,  islas,  ríos  y  quebradas.  La  cali- 
dad es  diversa  así  en  el  color  como  en  la  mayor  ó  menor  blancura.  En  al- 
gunos sitios  labran  las  abejas  cera  tan  blanca,  que  á  poco  beneficio  que 
se  la  haga,  no  cede  en  nada  á  la  cera  veneciana  más  rica.  En  otros  es 
enteramente  amarilla,  y  en  otros  sale  entre  amarilla  y  blanca,  pero  to- 
das se  blanqueaban  cuando  se  quería  hacer  la  diligencia.  Hubiera  sido 
muy  apreciable  el  modo  de  poder  darla  alguna  dureza,  pero  siendo  su- 
mamente blanda,  ni  aun  sacada  á  temples  fríos  llegaba  á  tener  la  con- 
sistencia de  la  de  Europa,  si  bien  mezclada  con  ésta  quedaba  en  un  me- 
diano temple.  Sin  embargo  de  tanta  blandura,  se  usaba  de  esta  cera  en 
toda  la  misión,  y  los  indios  sacristanes,  habían  aprendido  de  algunos  mi- 
sioneros curiosos  á  labrarla,  y  hacían  de  ellas  velas  tan  iguales,  pulidas 
y  bruñidas,  como  las  pudiera  hacer  el  más  hábil  y  práctico  cerero  de 
Europa. 

En  el  año  de  1751,  D.  Manuel  Acosta,  ñdalgo  portugués,  con  ocasión 
de  haberse  acercado  á  la  embocadura  del  río  Ñapo  en  busca  de  algunos 
efectos  de  aquellas  montañas,  quiso  tener  la  semana  santa  en  uno  de  los 
pueblos  de  la  misión.  Asistió  á  todas  las  funciones  en  San  Joaquín  de 
Omaguas  con  la  mayor  devoción,  piedad  y  ejemplo.  Parecióle  al  misio- 
nero cortejar  á  tan  piadoso  caballero,  poniéndole  al  pecho  la  llave  del 
depósito  del  jueves  santo  como  se  usa  en  España.  Quiso  el  fidalgo  co- 
rresponder con  generosidad  y  galantería  de  genio  portugués  haciendo  á 
la  iglesia  un  regalo  de  valor  de  algunos  pesos.  Desechóle  con  cortesía, 
pero  con  eficacia,  el  padre  misionero,  representándole  el  riesgo  y  peligro 
de  alguna  calumnia  contra  la  misión  si  quedase  en  ella  alguna  prenda 
que  pudiese  tener  alguna  apariencia  de  comercio.  Hízose  cargo  de  la  ra- 
zón el  caballero,  y  dándose  por  convencido,  hizo  sacar  de  su  barco  me- 
dia docena  de  velas  de  á  libra  de  cera  de  Venecia  y  mandó  que  se  entre- 
gasen al  sacristán  mayor,  para  que  luego  al  punto  las  pusiese  en  el  al- 
tar mayor  de  San  Joaquín,  diciendo  que  era  devoción  suya  que  ardiesen 
delante  de  la  estatua  del  Santo  Patrón  del  pueblo,  y  que  como  á  católi- 
co, y  en  pais  de  católicos,  le  era  libre  el  uso  de  su  devoción. 

Con  esta  ocasión,  preguntó  de  dónde  era  la  cera  que  había  visto  arder 
en  la  semana  santa,  y  en  dónde  habían  sido  labradas  las  velas.  Respon- 
diéronle, que  la  cera  era  del  país  y  que  las  velas,  las  hacían  los  sacrista- 
nes del  pueblo.  Dificultaba  en  creerlo,  hasta  que  poniéndole  delante  al- 
gunos cabos,  los  tomó  en  las  manos  y  palpó  la  blandura  de  la  cera.  Ad- 
miróse de  ver  de  tan  blando  y  tierno  material  unas  velas  tan  iguales,  tan 
tersas  y  tan  bruñidas,  y  pidió  un  par  de  las  menos  gastadas  para  mos- 
trarlas en  las  misiones  de  Portugal  y  en  el  gran  Para  en  prueba  de  la  cu- 
riosidad y  habilidad  de  los  indios.  Discúlpese  esta  digresión,  como  indicia 


648  Misiones  del  Marañón  Español 

de  la  destreza  de  los  sacristanes  y  por  la  memoria  de  un  caballero  devo- 
to y  bizarro,  que  después  de  algunos  años  en  que  mostró  esta  su  piedad 
y  generosidad  en  las  misiones,  tomó  la  sotana  de  la  Compañía  de  Jesús 
en  la  vice  provincia  del  Para,  y  en  la  tragedia  de  la  Compañía  en  Por- 
tugal, tuvo  la  suerte  envidiable  de  quedar  con  otros  en  las  cárceles  de 
Lisboa, 

A  otras  muchas  cosas  se  extendía  el  cuidado  de  los  sacristanes,  y  de- 
bía estar  muy  advertido  el  misionero,  para  que  no  se  descuidasen,  si  no 
quería  que  se  pudriesen  los  ornamentos,  se  desmejorase  la  ropa  blanca  y 
las  alhajas  de  plata  se  tomasen,  obscureciesen  y  desgastasen.  La  hume- 
dad del  país  era  suma  y  solían  criarse  entre  las  telas  algunos  animalillos 
que  las  roían  y  maltrataban  fuera  de  la  misma  humedad,  que  todo  lo  con- 
sumía si  no  se  prevenía  el  daño.  El  mayor  y  más  común  enemigo  era  una 
hormiguilla  llamada  comején,  de  tan  extraño  corte,  que  en  una  noche 
sola  acababa  de  maltratar,  si  se  introducía,  cuanto  encontraba  en  un  ca- 
jón, y  de  la  noche  á  la  mañana  dejaba  un  recado  de  decir  Misa  sin  que 
pudiese  servir,  todo  horadado  y  hecho  enteramente  un  arnero.  Para  pre- 
caver estos  daños  y  conservar  los  ornamentos,  no  bastaba  tener  los  ca- 
jones muy  ajustados;  era  indispensable  otra  providencia.  De  tiempo  en 
tiempo,  en  que  no  había  regla  general  por  ser  los  países  más  húmedos 
que  otros  y  por  criarse  más  insectos  donde  el  aire  era  más  craso,  más 
húmedo  y  más  caluroso,  en  un  día  sereno  se  ponían  los  ornamentos  al 
aire  con  sogas  prendidas  de  canto  á  canto,  pero  á  la  sombra  y  por  solo 
tres  ó  cuatro  horas,  cuidando  los  sacristanes  que  no  les  tocase  el  sol,  que 
acabaría  presto  con  ellos.  Por  el  contrario,  la  ropa  blanca  de  los  altares, 
las  albas,  amitos,  sobrepellices  y  roquetillos  se  debían  poner  al  sol  por  un 
par  de  horas.  Fuera  de  esto,  los  cajones  donde  se  guardaba  la  ropa  se 
limpiaban  de  todo  polvo  y  tamo,  y  si  habían  cogido  algún  mal  olor,  se 
perfumaban  con  copa  de  incienso  y  se  dejaban  refrescar  por  algún  tiem- 
po sobre  las  mesas  de  los  altares  ó  sobre  los  asientos  de  la  iglesia.  Hecha 
esta  diligencia,  cuidaba  el  sacristán  mayor  de  que  á  su  presencia  se  do- 
blase todo  con  limpieza  y  con  aseo,  y  de  que  se  ajustase  muy  bien  en  los 
cajones  respectivos. 

La  plata  labrada  perdía  también  fácilmente  su  brillo,  si  no  se  tenía  un 
prolijo  cuidado  en  conservarla.  El  medio  que  se  experimentó  más  opor- 
tuno era  mantener  cada  pieza  en  su  saquillo  de  lienzo  de  algodón,  hecha 
á  su  figura,  del  cual  se  sacaba  cuando  había  de  servir  para  alguna  fies- 
ta. Para  limpiarla,  blanquearla  y  bruñirla  se  observaba  el  método  de 
que  usan  los  plateros  de  Quito,  el  cual  aprendieron  los  indios  y  le  prac- 
ticaban con  esmero  los  sacristanes.  No  fiaba  enteramente  el  misionero  á 
los  indios  estas  economías  para  la  conservación  de  las  cosas  de  la  igle- 
sia; antes  observaba  hallándose  presente  á  todo,  cómo  las  practicaban, 
y  les  enmendaba  si  en  algo  faltaban,  y  se  lo  agradecían  cuando  lo  ha- 
cían bien.  Por  falta  de  esta  presencia  del  padre,  se  vieron  en  algún  otro 
pueblo  daños  bien  considerables. 


Libro  XI.— Capítulo  XVII  649 

CAPITULO  XVII 

DE  LOS  CANTORES,  MÚSICOS  Y  TAÑEDORES  DE  INSTRUMENTOS 

Siendo  la  verdad  una  parte  tan  esencial  de  la  Historia,  en  esta  mate- 
ria del  establecimiento  de  la  música  en  las  misiones  es  preciso  confesar 
que  no  se  puede  disculpar  enteramente  el  descuido  de  algún  misionero, 
así  en  introducirla  como  en  llevarla  adelante,  tanto  por  lo  respectivo  á 
los  instrumentos,  cuanto  por  lo  que  pertenece  al  canto.  Pero  tampoco  se 
debe  pasar  por  la  censura  de  algunos  que,  sin  haber  pisado  los  umbra- 
les de  la  misión,  y  lo  que  más  es,  sin  tener  á  lo  que  parece  noticias  de  lo 
que  se  ha  practicado  en  ella  sobre  el  asunto,  se  han  desahogado  en  ex- 
presiones de  poco  aprecio  contra  los  misioneros,  tomándose  la  licencia 
de  atribuir  el  poco  adelantamiento  de  la  música  en  la  misión  á  la  vida 
holgazana  y  afrentosa  ociosidad  de  los  padres.  Una  y  otra  cosa  se  cono- 
cerá claramente  de  lo  que  diremos  en  este  capitulo,  en  que  daremos 
una  noticia  real  y  verdadera  de  lo  que  sucedió  en  esta  materia,  y  se 
verá  claramente  que  ni  son  enteramente  disculpables  algunos  misione- 
ros que  descuidaron  de  la  música  por  motivos  á  su  parecer  honestos,  ni 
dejaron  otros  de  introducirla,  promoverla  y  adelantarla  con  singular 
empeño. 

La  razón  de  la  disculpa  de  algunos  misioneros  se  fundaba  en  tres 
causas:  1.*,  la  imposibilidad  moral  que  alegaban  de  introducir  la  policía 
de  la  música  en  los  genios  bárbaros  de  aquellas  gentes  que  les  habían 
tocado  en  suerte,  porque  su  rusticidad  cerraba  la  puerta  á  todas  estas 
civilidades  y  pulideces,  y  no  era  poco  sacar  de  ellas  el  que  aprendiesen 
el  catecismo,  cuyo  estudio  era  más  necesario  y  aun  indispensable.  Y  en 
buena  razón  se  debía  preferir  lo  necesario  á  lo  que  solamente  sería  útil 
á  los  pueblos,  cuyos  indios,  por  su  mucha  cortedad,  no  podían  abarcar 
las  dos  cosas;  2.''^,  la  distancia  y  desvío  de  los  países  de  las  ciudades  de 
españoles,  por  lo  cual  se  hacía  mucho  más  difícil  que  en  otras  misiones 
introducir  quienes  enseñasen  á  cantar  ó  á  tocar  instrumentos  á  los  in- 
dios; 3.'"^,  las  precisas  ocupaciones  de  más  importancia  que  debían  llevar 
la  atención  de  un  misionero,  sin  divertirse  á  estos  establecimientos,  que, 
aunque  loables,  no  eran  ciertamente  necesarios  para  lo  substancial  de 
un  misionero.  Y  esta  razón  la  tenían,  por  tanto,  más  fuerte  cuanto  era 
cierto  y  evidente  que  lo  que  sería  pura  diversión  entre  gente  menos  rús- 
tica ó  más  despejada,  debía  ser  estudio  muy  tirado  y  de  mucho  tiempo 
con  los  indios  del  Marañón.  Aunque  no  parecen  mal  fundadas  las  refe- 
ridas razones,  pero  las  pruebas  más  fuertes  y  convincentes  contra  la 
fuerza  de  ellas,  y  contra  una  plena  disculpa,  son  las  pruebas  de  hecho 
de  otros  misioneros,  de  las  cuales  propondremos  algunas. 

El  P.  Bernardo  Zurmillén,  siendo  misionero  del  pueblo  de  la  Laguna, 


650  Misiones  del  Marañón  Español 

habilitó  á  ocho  ó  diez  muchachos  para  cantar  Misas  de  cantos  tan  armo- 
niosos y  bien  ordenados,  que  á  juicio  de  algunos  padres  acostumbrados  á 
oír  en  Europa  Misas  de  buenos  conciertos,  no  tenían  en  qué  ceder  á  los 
más  armoniosos  y  arreglados  de  una  capilla  de  música  completa.  Man- 
tuvo aquel  misionero  la  música  mientras  lo  fué  de  aquel  pueblo  y  la  fo- 
mentó siendo  superior  de  las  misiones.  Faltando  los  cantores  después  de 
su  muerte,  los  misioneros  que  le  sucedieron  ó  no  supieron  sustituir  otros 
cantores  ó  dejándose  llevar  del  modo  de  pensar  arriba  insinuado,  des- 
cuidaron mucho  tan  loable  práctica.  Sin  embargo  de  esto,  en  el  tiem- 
po del  arresto  de  los  misioneros  se  conservaban  en  la  Laguna  cantores 
que,  á  tres  voces,  entonaban  con  armonía,  orden  y  buen  gusto  todo  lo 
tocante  á  una  Misa  bien  arreglada,  señalándose  entre  todos  un  primo- 
roso contrapunto  por  su  elevación  y  dulzura,  que  seguían  dos  tiples  de 
niños  muy  agradables,  á  quienes  daban  mayor  gracia  tenor  y  bajo  de 
cuatro  indios  bien  acordes.  Estos  mismos  cantaban  con  suavidad,  dulzu- 
ra y  consonancia  la  Salve  y  Letanías,  según  el  método  del  P.  Zurmillén. 

En  la  reducción  de  Santo  Tomás  de  Andoas,  había  todavía  vestigios 
y  reliquias  de  la  celosa  industria  del  P.  Wenceslao  Brayer,  que  enseñó  á 
cantar  la  Misa  á  media  docena  de  niños,  hizo  aprender  á  tocar  el  arpa  en 
Quito  á  un  mozo  Andoa,  costeándole  todo  lo  necesario  desde  la  misión, 
enseñó  por  sí  mismo  á  tocar  el  violín,  en  que  era  eminente,  á  varios  in- 
diecitos  y  de  esta  manera,  mantuvo  un  coro  muy  lucido  durante  su  resi- 
dencia en  aquel  pueblo,  que  tuvo  la  desgracia  de  otros,  porque  aflojando 
los  sucesores  en  este  cuidado,  se  fué  casi  olvidando  la  práctica,  que  ha- 
bía costado  tanta  aplicación  y  trabajo. 

En  el  pueblo  de  los  Yurimaguas,  se  introdujo  desde  Lamas  el  canto  en 
que  son  singulares  los  mestizos  de  esta  ciudad,  así  por  el  metal  celebra- 
do de  sus  voces,  como  por  la  aplicación  y  afición  á  cantar,  que  sin  enten- 
der de  notas,  aprenden  al  oído  cuanto  quieren.  Algunos  misioneros  hicie- 
ron pasar  desde  Lamas,  varios  de  los  más  diestros  en  cantar  la  Misa,  y  en- 
tregándoles algunos  niños  para  la  enseñanza,  lograron  en  varios  tiempos 
cantores  bien  hábiles.  En  los  últimos  anos,  hacía  de  maestro  de  música 
un  indio,  capitán  de  los  Azuares,  que  enseñado  á  leer  y  escribir  por  el 
P.  Alvelda,  tomó  á  su  cargo,  imponer  en  el  canto  á  varios  niños,  que  sa- 
lieron insignes  en  el  arte,  y  hubiera  adelantado  mucho  más  la  música  en 
el  pueblo,  si  el  último  misionero,  Leonardo  Deubler,  operario  de  mucha 
autoridad  y  de  casi  cuarenta  años  de  ministerio,  no  hubiese  sido  de  pare- 
cer que  no  convenía  molestar  á  los  indios,  como  él  decía,  por  estos 
accidentes. 

En  la  reducción  de  los  Xeveros,  introdujo  el  P.  Francisco  Xavier  Ze- 
firis,  un  coro  de  clarines,  cornetines  y  flautas,  y  enseñó  á  12  muchachos 
escogidos  y  de  buenas  voces,  á  cantar  la  Misa  á  dos  coros,  y  repartiendo 
los  instrumentos  por  uno  y  otro,  logró  que  se  estableciese  una  Misa  can- 
tada, aplaudida  y  celebrada  de  cuantos  la  oían,  por  no  esperada  y  por  el 
singular  acompañamiento  y  nueva  armonía,  pero  solemne  devota  y  agrá- 


Libro  XI.— Capítulo  XVII  651 

dable.  La  aplicación  y  genio  curioso  de  este  misionero,  logró  también  ex- 
tender por  toda  la  misión,  una  obra  devota  y  llena  de  afectos  de  piedad, 
que  compuso  en  diversos  metros  en  lengua  del  inga.  La  obra  era  singular 
en  su  idea,  cabal  en  su  línea  y  de  un  estilo  natural  y  expresivo.  En  varios 
metros  acomodados  á  la  materia,  explicaba  la  confesión  con  sus  partes, 
la  disposición  para  comulgar,  los  afectos  para  la  acción  de  gracias ;  en 
otras  poesías  declaraba  los  novísimos,  muerte,  juicio,  infierno  y  gloria. 
Eran  sobremanera  devotas  las  del  Santísimo  Sacramento,  las  de  la  Pasión 
del  Señor,  las  de  la  devoción  á  María  Santísima  y  las  de  las  penas  del 
purgatorio.  De  esta  manera  con  la  dulzura  del  metro,  y  con  la  armonía 
del  canto,  se  aprendían  insensiblemente  las  verdades  esenciales  de  nues- 
tra santa  fé  y  se  promovían  las  devociones  más  propias  de  ella.  En  el 
pueblo  de  los  Xeveros,  se  cantaban  todas  en  sus  diversos  tonos,  al  cabo 
de  una  semana,  proporcionando  los  instrumentos  y  distribuyéndolas  por 
los  días  de  la  semana.  En  el  domingo,  se  cantaban  las  poesías  de  la  glo- 
ria; lunes,  las  del  purgatorio;  martes  y  miércoles,  las  de  los  novísimos; 
jueves,  las  del  Sacramento;  viernes,  las  de  la  Pasión  y  el  sábado,  las  de 
la  Virgen  Santísima. 

Parecióle  al  superior  de  las  misiones,  que  lo  era  entonces  el  P.  Carlos 
Brentano,  trasladar  al  P.  Zeñris  á  la  reducción  de  San  Regís  para  que  in- 
trodujese en  los  Yameos  el  uso  de  la  música  y  del  canto  que  había  intro- 
ducido en  los  Xeveros.  Logróse  el  ñn  que  se  pretendía,  porque  llevando 
el  padre  consigo  cuatro  indiecitos  de  los  suyos,  dos  tañidores  y  dos  can- 
tores enseñó  con  ellos  á  los  Yameitos  de  San  Regís,  los  cuales  entraron 
prontamente  en  el  manejo  de  los  instrumentos  y  aún  con  mayor  facilidad 
en  el  canto,  á  que  tiene  singular  disposición  la  juventud  de  esta  nación 
cuyas  voces  son  generalmente  buenas  y  algunas  de  metal  muy  sobresa- 
liente. Ideaba  ya  el  mismo  P.  Zefiris  comunicar  á  otros  el  mismo  benefi- 
cio, y  el  superior  le.  animaba  á  la  ejecución,  cuando  al  año  y  medio  los 
dos  fueron  mandados  salir  á  la  provincia,  el  superior  para  secretario  del 
provincial  y  el  P.  Zefiris  para  rector  y  maestro  de  novicios.  El  nuevo  su- 
perior de  la  misión  no  entendía  de  estos  establecimientos  de  música  que 
tenía  por  excusada,  y  el  misionero  que  sucedió  en  San  Regís,  reciente- 
mente llegado  de  Quito,  de  natural  tímido  y  de  genio  abstraído  de  las 
gentes,  se  negó  á  la  comunicación  franca  con  los  indios  y  no  pensó  más 
que  en  atender  á  las  precisas  y  substanciales  distribuciones  de  su  minis- 
terio. Sin  embargo  de  esto,  volvieron  otros  sucesores  á  tomar  con  empeño 
la  idea  del  P.  Zefiris,  y  por  su  aplicación  volvió  después  de  algunos  años 
á  revivir  la  música,  que  se  comunicó  á  los  pueblos  de  San  Joaquín  de 
Omaguas,  de  Napeanos,  y  á  otras  varias  reducciones,  que  mantuvieron 
singularmente  las  canciones  de  lengua  inga  por  todos  los  días  de  la 
semana. 

En  San  Joaquín  de  Omaguas  empezó  á  florecer  la  música  desde  los 
años  de  1723,  en  que  tomó  mejor  forma  el  pueblo  con  la  mudanza  que 
de  él  se  hizo  al  sitio  donde  existía  el  año  del  arresto.  Su  primer  misionero 


652  Misiones  del  Marañón  Español 

el  P.  Zurmillén,  empezó  desde  luego  á  enseñar  á  algunos  jóvenes  la  céle- 
bre Misa  cantada,  que  había  establecido  en  el  pueblo  de  la  Laguna,  y 
tuvo  la  fortuna  de  que  sus  sucesores  no  se  descuidasen  en  los  años  si- 
guientes de  llevar  adelante  tan  lindo  establecimiento  para  atraer  á  las 
gentes.  Baste  para  prueba,  que  los  Yameos,  poco  antes  pacificados  por  los 
contornos  del  pueblo,  salían  á  bandadas  de  sus  bosques,  por  sólo  oir  can- 
tar á  los  chicos  Omaguas  en  la  iglesia,  y  después  de  fundados  sus  pue- 
blos, repetían  viajes  á  San  Joaquín,  así  hombres  como  mujeres,  por  el 
gusto  que  hallaban  en  el  canto.  Hubo  también  un  indio  Omagua  á  quien 
los  misioneros  hicieron  aprender  en  Quito  á  tocar  el  arpa,  que  con  un  ra- 
belista  enseñado  por  el  P.  Brayer  acompañaba  el  canto  con  gracia,  real- 
ce y  consonancia. 

Pero  una  peste  de  sarampión,  que  por  los  años  de  1749  hizo  grande 
estrago  en  este  pueblo,  reduciéndole  á  la  mitad  de  la  gente,  acabó  con 
los  mejores  cantores  y  con  los  que  sabían  tocar  varios  instrumentos.  Sólo 
quedaron  vivos  tres  que  mantenían  el  estilo  de  la  Misa  cantada,  y  un 
violinista  que,  aunque  tocaba  con  aire  y  con  destreza,  no  servía  de  mu- 
cho para  la  Misa,  á  cuyo  canto  no  se  acomodaba  bien  la  calidad  del 
instrumento,  y  sólo  se  servía  de  él  para  que  acompañase  en  el  canto  de 
las  coplas  de  la  lengua  inga.  Era  misionero  del  pueblo  de  San  Joaquín, 
en  el  tiempo  de  tanto  estrago,  el  P.  Martín  Iriarte  que  como  aficionado  á 
la  música,  inteligente  en  ella  y  como  quien  conocía  bien  por  la  mucha 
práctica  cuánto  conducía  su  uso  para  atraer  á  los  gentiles  y  para  con- 
firmar á  los  recién  sacados  del  monte,  tuvo  mucho  sentimiento  por  la 
falta  de  sus  cantores  y  tañedores  de  instrumentos.  No  pudo  remediar  el 
daño  tan  presto  como  quisiera,  porque  en  la  ausencia  que  habían  hecho 
los  indios  de  algunos  pocos  meses,  á  causa  de  la  peste,  habían  quedado 
las  casas  casi  del  todo  arruinadas,  y  le  fué  preciso  aplicarse  á  formar  de 
nuevo  el  pueblo,  como  lo  hizo,  tirando  las  casas  á  cordel,  y  sacándole  con 
tan  buen  aire  y  tan  buena  planta,  que  mereció  los  aplausos,  y  aun  se  lle- 
vaba la  admiración  de  los  que  le  vieron.  Había  también  el  viento  derri- 
bado la  iglesia  antigua  bien  ordinaria  y  algo  estrecha,  y  logró  en  esta 
misma  ocasión  hacer  de  tapias  otra  lucida  y  hermosa,  que  era  sin  com 
petencia  la  mejor  de  toda  la  misión  de  Mainas. 

La  nueva  iglesia  pedía  nuevos  cantores  y  desembarazado  el  padre  de 
tantas  tareas,  tomó  con  singular  empeño  la  ocupación  de  imponer  en  la 
música  á  algunos  jóvenes.  La  aplicación  fué  continua  por  más  de  dos 
años,  en  que  con  la  ayuda  de  un  mocito  español  de  la  ciudad  de  Lamas 
de  bellísima  voz,  y  muy  diestro  en  cantar  Misas,  unas  en  tono  más  solem- 
ne que  otras,  enseñó  á  los  niños  y  mozos  Omaguas  á  cantar  con  aire,  dul- 
zura y  gracia  cuanto  se  podía  desear,  así  en  la  iglesia  como  en  procesio- 
nes y  viáticos.  Sólo  faltaba  el  acompañamiento  de  buenos  instrumentos, 
porque  los  clarines  y  cornetillas  que  habían  aprendido  ya  los  Omaguas, 
no  eran  del  gusto  ni  agradaban  al  oído  delicado  del  misionero,  el  cual, 
pasando  después  al  pueblo  de  la  Laguna  por  superior  de  las  misiones,  lo- 


Libro  XI. -Capítulo  XVII  663 

gró  el  introducir  arpas  y  violines  que  decían  mejor  con  el  canto,  y  eran 
más  dulces  y  agradables  á  cuantos  asistían  á  las  funciones  de  iglesia. 

Fué  de  mucha  importancia  haber  enseñado  el  P.  Martín  Triarte  á  los 
Omaguas  á  leer  y  escribir,  para  la  inteligencia  precisa  de  notas  y  del 
tiempo  de  la  música,  y  para  aprender  á  tocar  y  cantar  por  punto  en  pa- 
peles que  se  les  diesen,  porque  con  esta  inteligencia  y  su  mucha  aplica- 
ción aprendieron  en  poco  tiempo  dos  mocitos  Omaguas,  enviados  á  Lima, 
á  tocar  con  habilidad  y  destreza,  arpa  y  violín,  de  manera  que  iguala- 
ban á  sus  mismos  maestros,  concediéndoles  éstos  más  aire,  gracia  y  pu- 
lidez en  el  manejo  de  los  instrumentos  y  no  menor  inteligencia  en  tocar- 
los. Perfeccionados  ya  en  el  ejercicio  de  tocar  arpa  y  violín,  volvieron  de 
Lima  á  los  dos  años  y  medio  á  su  patria  de  San  Joaquín,  y  empezaron  á 
servir  con  admiración  y  aplauso  de  sus  paisanos  en  la  iglesia.  El  genio 
alegre,  jovial,  y  naturalmente  inclinado  á  oír  instrumentos  de  la  nación, 
recibió  con  mucho  gusto  á  sus  naturales,  dándose  los  parabienes  de  tener 
ya  en  su  pueblo  gentes  de  su  mismo  gremio  proporcionadas  para  tocar 
instrumentos  correspondientes  al  hermoso  templo,  y  quisieron  tener  el 
gusto,  tan  natural  á  su  genio,  de  oírlos  tocar  á  todas  horas;  pero  no  per- 
mitiendo el  misionero  que  tocasen  (sino  rarísima  vez  por  particular  fa- 
vor y  gracia)  fuera  de  la  iglesia  ó  en  pieza  señalada  en  casa  del  mismo 
padre,  que  servía  para  escuela  de  música,  los  mismos  padres  y  madres  á 
porfía  llevaban  al  misionero  sus  hijos ,  que  se  aficionaban  é  inclinaban  á 
la  música,  queriendo  aprender  el  canto  y  á  tocar  los  instrumentos. 

No  perdió  esta  ocasión  tan  oportuna  el  misionero,  que  residía  á  la  sa- 
zón en  San  Joaquín,  que  era  el  P.  Manuel  Uriarte.  Este  misionero,  que 
por  su  ardiente  celo  de  las  almas,  por  el  amor  de  la  misión  y  por  el  deseo 
de  su  mayor  lustre,  se  aplicó  tanto  en  todas  partes  á  los  ministerios  de 
un  varón  apostólico,  como  vimos  en  los  libros  antecedentes,  no  tuvo  por 
ajena ,  antes  juzgó  por  muy  propia  de  su  ministerio  la  ejecución  de  un 
medio  tan  proporcionado  para  los  progresos  de  la  misión.  Promovió 
eficazmente  en  este  pueblo,  como  cabeza  de  la  misión  baja,  los  ejercicios 
de  la  música,  animando  continuamente  á  los  niños  y  atendiendo  con  la 
mayor  vigilancia  á  que  se  hiciese  bien  la  escuela,  y  á  que  se  formasen  y 
adelantasen  en  la  música,  tanto  los  niños  de  su  pueblo,  como  varios  otros 
que  le  enviaban  de  Pevas,  de  Napeanos  y  de  San  Regís,  para  aprender 
de  los  Omaguas.  Cuidaba  con  mucho  esmero  de  todos  estos  niños  escola- 
res, y  los  sustentaba  y  proveía  de  todo  lo  necesario,  como  si  fuese  un  se- 
minario puesto  á  su  cargo  y  dirección.  De  manera  que  al  celo,  vigilancia 
y  aplicación  de  este  misionero,  y  sobre  todo  al  talento  singular  y  bellí- 
simo de  que  le  dotó  el  cielo  en  criar  niños,  y  manejarlos  con  suavidad  y 
dulzura,  se  debió  en  la  mayor  parte  que  volviesen  muchos  niños  habili- 
tados á  sus  pueblos,  y  que  se  extendiese  la  música  y  se  pusiesen  instru- 
mentos en  muchas  reducciones,  dejando  en  los  Omaguas  buen  número 
de  cantores,  cuatro  violinistas  y  dos  que  tocaban  el  arpa,  todos  escogi- 
dos, cuando  fué  mandado  pasar  al  Nanai  á  la  conquista  de  los  Iquitos. 


651  MlSlOA'ES   DlíL    MaKAÑÓN    IvtíPAÑOL 


Con  esta  ocasión  se  perfeccionó  la  música  del  pvieblo  de  S^,n  Regia, 
que,  con  la  falta  y  mudanza  del  P.  Zefiris  había  casi  caído,  y  el  P.  Jaiípe 
de  Torres  la  hizo  revivir  con  el  socorro  de  los  nifios  amaestrados  entre 
los  Omaguas;  pero  la  adelantó  mucho  más  el  P.  Xavier  Veigel,  que  con 
su  industria  logró  cantores  excelentes,  y  teniendo  también  arpa  y  violín 
en  los  seminaristas  de  Omaguas,  no  le  faltaba  nada  para  un  coro  lleno  y 
completo.  El  clérigo  que  sucedió  á  los  misioneros  en  este  pueblo,  decía 
no  haber  pensado  jamás  hallar  niños  ni  mozos  tan  hábiles  y  diestros  en 
la,  música. 

En  San  Pablo  de  Yameos,  Napeanos,  dejó  su  primer  misionero  y  fun- 
dador Vahamonde,  enseñados  por  sí  mismo,  y  por  medio  de  un  mozo  es- 
pañol, varios  mocitos  que  cantaban  muy  decentemente  la  Misa.  Adelan- 
táronlos después  otros  sucesores ,  y  en  el  tiempo  del  arresto  había  ya  en 
el  pueblo  arpa  y  violín  para  el  acompañamiento  del  coro.  Lo  mismo  ha- 
llaron los  señores  clérigos  en  San  Xavier  de  Urarinas,  en  donde  se  can- 
taba con  instrumentos  la  Misa  con  arreglo,  solemnidad  y  decoro. 

No  se  puede  negar  que  en  San  Ignacio  de  Pevas  se  tardó  en  introdu- 
cir la  práctica  de  la  música,  no  tanto  por  descuido  ó  falta  de  aplicación 
en  los  misioneros ,  como  por  la  dificultad  que  siempre  se  experimentó  de 
entablar  allí  otras  prácticas  comunes  de  la  misión,  á  que  resistía  el  or- 
gullo, barbarie  y  falta  de  sujeción  de  aquellas  gentes  indómitas ,  la  cual 
echó  el  sello  á  su  ferocidad  con  la  muerte  cruel  y  bárbara  de  su  angeli- 
cal misionero,  P.  .José  Casado,  como  vimos  en  el  Lib.  X,  Cap.  I.  Sin  em- 
bargo de  este  atentado,  domesticadas  al  fin  aquellas  fieras  y  reducidas  á 
alguna  sujeción  por  el  celo,  paciencia  y  experiencia  del  P.  Vahamonde, 
entraron  también  en  la  policía  de  la  música,  y  en  el  año  1768  se  hallaban 
ya  en  el  pueblo  buenos  cantores  y  tocadores  de  arpa  y  violín  para  las 
funciones  de  iglesia. 

Pero  lo  más  es,  que  en  los  grandes  contratiempos  que  padeció  la  mi- 
sión de  Ñapo,  como  hemos  visto  en  la  historia,  supieron  hallar  tiempo  y 
tuvieron  modo  los  misioneros  de  entablar  Misas  cantadas  los  domingos  y 
fiestas,  y  de  cantar  salves  y  letanías  en  los  sábados,  y  de  entonar  en  al- 
gunos días  de  la  semana  las  coplitas  de  la  lengua  inga,  recibidas  en  las 
demás  partes  de  la  misión.  En  el  Nombre  del  Jesús  tuvieron  un  buen  ar- 
pista venido  de  Quito,  para  enseñar  á  los  jóvenes  que  se  fueren  efecti- 
vamente aficionando  y  disponiendo  para  la  música.  Pero  el  rigor  de 
aquel  temple  que  probó  siempre  muy  mal  á  los  forasteros,  le  ocasionó 
unas  calenturas  pestilentes  que  al  fin  le  quitaron  la  vida. 

Por  lo  dicho  hasta  aquí  en  todo  este  capítulo,  se  deja  entender  bien 
claramente  lo  que  insinuamos  al  principio,  que  no  es  enteramente  dis- 
culpable la  falta  de  aplicación  de  algunos  misioneros  en  procurar  intro- 
ducir ó  llevar  adelante  el  establecimiento  del  canto  y  de  la  música  en  los 
pueblos,  y  que  no  se  debe  pasar  por  la  injusta  nota  ó  censura  de  los  que 
han  querido  tratar  á  los  misioneros  de  universalmente  flojos  y  descuida- 
dos en  esta  materia,  y  mucho  menos  de  los  que  se  atrevieron  á  pronun- 


Libro  XI.— Capítulo  XVIII  656 

ciar  que  estaban  ociosos  ó  eran  unos  holgazanes,  por  no  haber  introdu- 
cido la  música  en  las  reducciones.  La  prueba  de  uno  y  otro  es  convin- 
cente, y  de  hecho  incontestable.  Misioneros  hubo  en  todos  tiempos,  y  los 
había  en  el  tiempo  del  arresto,  que  supieron  vencer  las  dificultades  con 
que  querían  algunos  disculparse:  y  las  vivas  diligencias  que  practicaron 
para  introducir  la  policía  de  la  música  en  la  mayor  parte  de  la  misión, 
como  lo  consiguieron,  hicieron  ver  que  no  era  imposible  este  estableci- 
miento. El  celo  y  aplicación  de  aquellos  que  no  miraban  la  música  como 
tan  necesaria  á  su  ministerio,  y  su  laboriosidad  en  la  instrucción  de  los 
indios,  y  en  que  se  zanjasen  bien  las  demás  prácticas  indispensables,  des- 
cubren con  evidencia  la  sinrazón  y  mucha  libertad  en  el  hablar  de  al- 
gunos que  vivieron  lejos  del  Marañón. 


CAPITULO  XVIII 

DEL  CULTO  DIVINO  Y  DE  LA  SANTIFICACIÓN  DE  LAS  FIESTAS 

Años  há  qtie  se  tiene  por  bien  averiguado  que  las  más  de  las  naciones 
bárbaras  que  se  descubrieron  en  nuestras  misiones  de  la  América,  no 
daban  culto  á  deidad  alguna,  ni  al  demonio  como  tal,  aunque  no  se  puede 
negar  que  le  tenían  algunas.  De  las  naciones  que  cultivaban  los  misio- 
neros Mainas,  era  persuasión  común  de  los  misioneros,  que  no  había  una 
siquiera  que  diese  culto  semejante  antes  de  su  reducción,  ni  aquella  tal 
cual  honra  que  se  descubrió  dar  algunos  á  la  luna  como  madre,  según 
se  figuraban,  tenía  apariencias  de  culto.  De  aquí  nació  la  novedad  y  ex- 
trañeza  que  les  causaba  al  oír  que  debían  adorar  á  un  Dios  verdadero, 
y  hubo  de  vencerse  no  la  oposición,  sino  la  novedad  y  extrañeza,  hacién- 
doles concebir  alguna  idea  de  la  Majestad  Divina,  parte  por  razones 
convincentes  y  motivos  de  credibilidad,  propuestos  en  una  manera  aco- 
modada á  su  corto  modo  de  entender,  y  parte  por  objetos  visibles  y  ma- 
teriales. 

Nada  conduce  tanto  á  este  fin  como  las  iglesias  ó  templos  dedicados 
al  Señor.  Un  misionero  nuevo  que  emprendía  la  reducción  de  una  nación, 
miraba  como  principal  cuidado,  el  de  fabricar  desde  luego,  tal  cual  lo 
permitían  las  circunstancias,  una  iglesia  decente.  Verdad  es  que  debía 
acomodarse  en  la  fábrica  á  la  natural  pereza  y  desidia  de  los  indios,  para 
que  no  se  les  hiciese  pesada  la  nueva  ley  con  la  obra  material  del  tem- 
plo. Siempre  se  dibujaba  pequeña,  porque  debiendo  proporcionarse 
á  la  calidad  de  la  gente,  no  podía  ser  grande  la  iglesia.  Sin  embargo, 
siempre  sobresalía  entre  las  casas,  y  en  su  hechura  y  construcción  ha- 
llaban novedad  los  indios.  Reparaban  mucho  en  que  se  levantaban  las 
paredes  de  los  lados,  siendo  costumbre  entre  ellos  el  hacer  llegar  los 
alares  de  sus  casas  hasta  el  suelo  mismo.  Notaban  la  formación  propor- 
cionada de  ventanas,  y  celebraban  la  claridad  que  daban  al  cuerpo  de 


656  Misiones  del  Marañón  Español 

la  iglesia.  Llegando  después  á  la  distribución  de  asientos  para  párvulos 
y  adultos,  con  distinción  de  sexos,  á  la  colocación  ordenada  de  altares, 
al  aseo,  hermosura  y  adorno  de  las  imágenes  y  pinturas,  crecía  mucho 
más  su  novedad. 

Reparaban  que  después  de  acabada  esta  fábrica,  dejándola  el  misio- 
nero limpia,  vistosa  y  desembarazada,  se  metía  en  una  casa  pequeña  é 
incómoda  semejante  á  las  suyas,  y  no  acababan  de  entender  por  qué  no 
ocupaba  la  otra  tan  grande  y  tan  buena,  pasándose  á  vivir  en  ella.  Ha- 
cíanle mil  preguntas  á  este  propósito,  y  respondiéndoles  el  misionero  que 
aquella  era  la  casa  de  Dios,  en  que  se  había  de  decir  Misa,  y  ellos  debían 
rezar  y  aprender  la  doctrina  y  adorar  y  reverenciar  á  Dios,  empezaban 
á  concebir  que  había  un  Dios  y  que  el  padre  les  quería  dar  á  entender 
con  aquella  fábrica  grande,  lo  que  no  alcanzaban  verificándose  en  ellos 
aquella  sentencia  de  San  Gregorio:  «Los  templos  materiales  son  libros  en 
que  estudia  el  pueblo  que  no  sabe  leer.» 

Con  la  repetición  que  hacía  el  misionero  en  la  explicación  de  los  mis- 
terios de  nuestra  santa  fe,  con  un  continuo  inculcar  en  las  doctrinas  so- 
bre la  obligación  de  creer  en  Dios,  de  adorarle  y  de  reverenciarle,  se  de- 
jaban llevar  insensiblemente  á  una  compostura  exterior  modesta  y  á  un 
silencio  respetuoso  en  todas  las  cosas  de  la  iglesia,  y  mostraban  atención 
á  lo  que  se  les  enseñaba.  La  asistencia  á  la  doctrina  que  á  los  principios 
les  parecía  molesta,  se  les  iba  haciendo  llevadera,  gustosa  y  agradable, 
y  crecía  la  reverencia,  el  respeto  y  la  atención  conforme  se  iban  instru- 
yendo en  los  misterios  de  la  fe  y  creciendo  en  el  conocimiento  del  Ser 
divino.  Mostrábanse  en  especial  conmovidos,  cuando  se  repetía  el  acto  de 
contrición  al  fin  de  la  doctrina,  daban  sus  golpes  de  pecho  con  muestras 
sensibles  de  dolor  interior,  y  no  pocas  veces  se  veía  que  derramaban  lá- 
grimas de  arrepentimiento  y  de  dolor  de  haber  ofendido  á  Dios.  Muchas 
veces  decían  abiertamente  los  recién  sacados  del  monte,  que  en  entrando 
en  la  iglesia  se  hallaban  mudados  y  no  se  atrevían  á  hablar,  atentos  sola- 
mente con  el  mayor  encogimiento  y  humildad  á  lo  que  el  padre  enseñaba. 
Cuanto  veían  en  la  iglesia,  altar,  ornamentos,  santos  y  sacerdote  que  de- 
cía Misa,  todo  les  servía  de  lección  para  hacer  algún  concepto  de  Dios  y 
de  su  ley  santa. 

Después  de  bien  instruidos  en  los  misterios  de  la  fe,  bautizados  y 
acostumbrados  á  los  establecimientos  comunes  de  la  misión,  crecía  la 
devoción  y  el  fervor  de  espíritu  de  aquellos  pobres  indios,  que  por  no  dis- 
gustar ni  enojar  á  su  Dios,  antes  por  agradarle  y  servirle,  se  mostraban 
resueltos  y  determinados  á  sufrir  cualquiera  trabajo  y  á  perderlo  todo,  no 
hallando  gusto  ni  contento  sino  en  servir  á  su  Majestad  y  en  contribuir 
de  alguna  manera  á  su  santo  culto.  Es  verdad  que  no  ofrecían  oro  ni 
plata  para  las  iglesias  porque  no  lo  tenían,  pero  concurrían  gustosos  con 
su  trabajo  personal,  siempre  que  se  trataba  de  hacer  alguna  iglesia  nue- 
va más  decente  ó  hermosa,  y  hacían  vanidad  de  tener  parte  con  su  su- 
dor en  la  fábrica,  en  el  aseo  y  en  el  adorno  de  la  iglesia.  No  podían  su- 


Libro  XI.— Capítulo  XVIII  657 

frir  que  la  de  su  pueblo  fuese  inferior  ó  menos  decente  que  otras  que 
veían  en  los  demás  pueblos.  Luego  se  ofrecían  por  sí  mismos  al  misionero 
á  mejorarla,  y  por  más  inconvenientes  que  éste  les  propusiese,  siempre 
insistían  alegando  que  también  ellos  eran  cristianos  como  los  otros,  y  no 
querían  ser  menos,  que  les  daba  vergüenza  tener  iglesia  más  pequeña  ó 
menos  decente.  Solía  crecer  el  empeño  de  manera  que,  no  viniendo  en  ello 
el  misionero,  por  justas  razones  que  á  las  veces  descubría  y  no  penetra- 
ban los  indios,  recurrían  al  padre  superior  de  las  misiones  para  que  obli- 
gase á  su  propio  misionero  á  que  condescendiese  á  la  insistencia  del  pue- 
blo. Los  mismos  deseos  mostraban  en  el  adorno  y  aparato,  y  á  trueque  de 
procurarlo  ofrecían  varias  veces  cierta  contribución,  que  llamaban  de- 
rrama, concurriendo  cada  uno  según  su  posibilidad,  con  media,  una  ó  dos 
libras  de  cera,  que  buscaban  por  los  bosques,  para  que  con  el  producto 
se  hiciese  en  Quito  alguna  alhaja  para  el  culto  divino  en  la  iglesia,  y  era 
á  las  veces  bien  necesario  que  el  padre  les  contuviese  en  estas  ofertas. 

La  santificación  de  las  fiestas,  que  es  una  clara  prueba,  ejercicio  y 
práctica  del  culto  divino,  era  bien  exacta  en  aquellas  gentes.  Tenían 
grande  concepto  y  hacían  un  aprecio  singular  de  la  santa  Misa.  Rarísima 
vez  se  oía  que  dejase  de  oír  Misa  en  el  día  de  fiesta  algún  adulto,  estando 
en  el  pueblo,  y  sucedía  muchas  veces,  que  estando  ausentes  caminaban 
por  tierra  ó  andaban  por  el  río  día  y  noche,  por  llegar  al  pueblo  el  sába- 
do ó  víspera  de  fiesta,  para  poder  asistir  á  la  Misa  en  el  día  siguiente. 
Vivían  en  la  persuasión,  comprobada  de  larga  experiencia,  que  el  oír 
Misa  era  un  medio  eficaz  para  preservarse  de  desgracias,  y  tenían  por 
mal  agüero  el  dejarla.  Parece  que  el  Señor  se  agradaba  de  esta  persua- 
sión de  los  indios  por  los  muchos  ejemplos  y  castigos  de  tigres  y  caima- 
nes en  que  caían  los  que  dejaban  la  Misa. 

Pondré,  entre  otros  muchos,  dos  que  en  poco  tiempo  sucedieron  á  la 
presencia  del  P.  Martín  Triarte,  como  él  mismo  los  refiere,  el  uno  en  San 
Pablo  de  Napeanos,  y  el  otro  en  San  Joaquín  de  Omaguas.  Un  domingo 
por  la  tarde,  avisaron  los  Napeanos  al  padre,  que  un  tigre  había  muerto 
á  un  indio  en  el  monte  y  comido  la  mitad  de  su  cuerpo.  Añadió  otro  indio 
de  la  nación  que  estaba  al  lado  del  misionero:  «Padre,  ese  hombre  no  ha- 
bía oído  la  Misa.»  Así  es,  respondió  el  padre.  Pues,  ¿qué  hay  que  extrañar, 
repuso  el  indio  y  cómo  no  había  de  tener  desgracia,  si  dejó  de  oír  Misa  en 
día  de  fiesta?  Con  más  misericordia  trató  el  Señor  á  un  mocito  de  San 
Joaquín,  que  yendo  de  mañana  á  pescar  en  día  de  fiesta,  apenas  había 
cogido  una  gamitana  y  metídola  en  la  canoa,  se  vio  acometido  de  un  fie- 
ro caimán.  A  gran  fortuna  pudo  escapar  con  la  vida,  después  de  varias 
dentelladas,  con  que  le  dejó  muy  lastimado  y  herido,  y  arrastrando  pudo 
llegar  al  pueblo  para  que  todos  viesen  aquel  espectáculo  de  la  divina 
justicia.  Acertó  á  entrar  en  su  casa  cuando  su  misma  ñiadre  con  otras  de 
la  vecindad  venía  de  Misa,  y  llamando  dolorida  al  misionero,  le  dijo: 
«Venga,  padre,  y  vea  cómo  Dios  ha  castigado  á  este  muchacho  que  sin 
querer  oirme  esta  mañana,  salió  á  pescar  dejando  la  Misa.»  Volviéndose 

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668  Misiones  del  Marañón  Español 

«después  al  hijo  medio  muerto,  le  decía:  Con  esto  escarmentarán  otros  en 
tí,  y  tú,  si  vivieres,  aprenderás  á  no  dejar  la  Misa.» 

Era  motivo  de  consuelo  á  los  misioneros  el  ver  cómo  procuraban  los 
indios  mostrar,  aun  en  sus  vestidos  pobres,  la  distinción  y  aprecio  que  ha- 
cían del  día  de  fiesta,  y  cómo  en  la  decencia  posible  de  sus  personas 
querían  significar  en  la  iglesia,  la  reverencia  y  el  respeto  que  debían  al 
Señor  de  aquella  santa  casa.  Fuera  del  cuidado  muy  particular  de  las 
madres,  en  hacer  lavar  á  sus  hijos  las  manos  y  rostro,  y  de  peinarlos 
para  ir  á  la  iglesia  el  día  de  fiesta,  les  prevenían  la  ropita  más  aseada, 
encargándoles  que  se  mudasen  antes  de  salir  de  casa.  El  mismo  cuidado 
tenían  las  mujeres  con  sus  maridos,  y  era  motivo  de  riña  si  el  marido  ó 
el  hijo  salía  de  su  casa  á  Misa  con  el  vestido  ordinario  y  sin  el  vestido 
destinado  para  el  día  de  fiesta.  Aunque  las  mujeres  solían  andar  por  la 
vecindad  con  el  vestido  regular  de  pampanilla  ó  tonelete  y  un  juboncillo 
corto,  pero  por  ningún  caso  dejaban  de  ponerse  para  ir  á  la  iglesia  su 
anaco  ó  manta  larga,  que  ceñida  curiosamente  con  una  faja,  y  prendidos 
los  extremos  de  los  hombros,  hacía  buena  figura.  Además  de  esto  dejaban 
el  pelo  abierto  bien  peinado  y  tendido  sobre  la  espalda.  «Muy  vanas  sois, 
dijo  un  español  en  cierto  pueblo  á  una  india.»  ¿Por  qué  lo  dices,  respondió 
ella?»  «Porque  os  aliñáis  tanto  para  salir  de  casa.»  «No  me  aliño  yo,  prosi- 
guió la  india,  ni  se  aliñan  mis  parientes  para  salir  de  casa  ni  para  andar 
por  el  pueblo,  como  vuestras  mujeres:  nos  ponemos  con  la  mayor  decen- 
cia en  medio  de  nuestra  pobreza,  por  haber  de  entrar  en  la  casa  de  Dios 
que  no  es  cosa  de  ir  allá  con  andrajos.» 

Poco  probaría  este  exterior  aliño  si  no  le  acompañaran  otras  prácti- 
cas que  anima  más  inmediatamente  el  espíritu  interior.  Ya  dijimos,  tra- 
tando de  la  doctrina,  la  compostura  exterior  y  el  silencio  respetuoso  con 
que  estaban  en  la  iglesia,  y  la  modestia  y  devoción  con  que  se  mante- 
nían mientras  rezaban  las  oraciones  y  repetían  el  catecismo.  Aquella 
poca  devoción  que  cuando  iban  á  Quito  ú  otra  ciudad  notaban  en  algu- 
nos españoles  que  buscaban  la  Misa  más  breve  para  satisfacer  el  pre- 
cepto, y  la  morosa  detención  á  la  puerta  que  observaban  en  sus  pueblos 
de  algunos  pasajeros  sin  acabar  de  entrar  en  la  iglesia  hasta  el  mismo 
punto  de  empezar  la  Misa,  les  daba  tanto  en  rostro,  que  si  tal  vez  trata- 
ban con  ellos  de  la  Misa,  les  decían  que  se  parecían  á  los  gentiles  y  que 
no  sabían  estar  en  la  iglesia  sino  por  fuerza. 

En  los  días  de  fiesta  tenían  una  distribución  muy  larga  en  la  iglesia  y 
se  mantenían  con  gusto  sin  dar  señales  de  querer  salir  de  ella;  primero, 
se  averiguaba  quiénes  y  por  qué  causa  faltaban,  que  en  pueblos  numero- 
sos llevaba  un  rato  más  que  mediano;  segundo,  seguíanse  las  oraciones 
en  tono  á  medio  canto,  y  después  se  repetía  el  catecismo  entero  por  pre- 
guntas y  respuestas;  tercero,  acabada  la  doctrina  hacía  el  misionero  una 
plática,  que  por  lo  común  era  de  media  hora,  y  á  veces  de  más  tiempo; 
cuarto,  después  de  la  plática  se  hacían  los  casamientos,  que  rara  vez 
faltaban  en  reducciones  grandes.  Últimamente  se  decía  la  Misa,  siempre 


Libro  XI.— Capítulo  XIX  659 

cantada  y  con  la  solemnidad  que  cabía.  En  todo  este  tiempo  se  mante- 
nía la  gente  de  rodillas  á  tiempos  y  á  tiempos  sentada  en  sus  respectivos 
bancos,  pero  con  sumo  silencio,  con  mucha  compostura  y  con  una  modes- 
tia que  edificaba,  particularmente  en  tiempo  de  Misa,  que  oían  todos  de 
rodillas  hasta  la  última  bendición. 

Por  la  tarde  todos  ios  domingos  se  rezaba  el  rosario  por  las  calles, 
que  barrían  y  limpiaban  los  fiscales  desde  la  mañana.  Al  primer  repique 
para  él,  se  vestían  todos  con  la  ropita  más  aseada,  como  para  Misa,  y 
acudían  puntualmente  á  la  iglesia.  Causaba  devoción  el  orden  con  que 
caminaban  en  dos  filas,  primero  los  niños  y  niñas,  y  luego  loa  adultos,  se- 
parados los  hombres  de  las  mujeres.  Solía  comúnmente  acabarse  el  rosa- 
rio al  volver  á  la  iglesia,  y  colocada  en  el  presbiterio  la  imagen  de  Nues- 
tra Señora,  que  se  había  llevado  en  procesión  por  el  pueblo,  se  cantaban 
solemnemente  las  letanías,  respodiendo  la  gente  con  tanta  uniformidad, 
que  mostraba  bien  la  misma  unión  de  las  voces  la  atención,  gusto  y 
devoción  con  que  se  cantaba. 

La  otra  parte  del  precepto  que  prohibe  trabajar  en  el  día  de  fiesta  la 
cumplían  generalmente  con  escrupulosa  exactitud.  Lo  más  á  que  se  ex- 
tendía la  libertad  de  algunos  era  tomar  estos  días  por  entretenimiento  y 
diversión,  el  componer  y  asear  sus  instrumentos  para  cazar  y  pescar,  y 
preguntaban  repetidas  veces  al  misionero  si  sería  pecado  ocuparse  en 
esto  por  algún  rato.  No  había  nación  alguna  de  las  descubiertas  en  nues- 
tras misiones  que  tuviese  el  uso  del  juego  desde  su  gentilidad.  Toda  la 
diversión  de  los  varones  se  reducía  á  la  caza  y  á  la  pesca,  mas  en  los 
días  de  fiesta  no  salían  del  pueblo  sin  pedir  antes  licencia  para  pescar  ó 
cazar  en  el  tiempo  que  mediaba  entre  la  Misa  y  el  rosario.  Las  mujeres 
tomaban  por  diversión  salir  al  monte  ó  pasearse  por  el  río  en  canoas  en 
busca  de  frutas.  En  lo  demás  que  les  restaba  del  día  de  fiesta  se  visitaban 
unas  á  otras;  y  cuando  había  enfermos  en  el  pueblo  los  iban  á  ver,  ó  por 
razón  de  parentesco  ó  por  otra  relación,  y  no  pocas  veces  se  juntaban  en 
la  vecindad  á  conversaciones  inocentes. 


CAPITULO  XIX 

DE  LA  FIESTA  DEL  CORPUS,  DEL  SAGRADO  CORAZÓN  DE  JESÚS 
Y  DEL  PATRONO  DEL  PUEBLO 

Los  aparatos  propios  de  un  país  en  el  festejo  ó  demostración  de  júbilo 
á  la  llegada  y  presencia  de  su  príncipe,  muestran  el  humilde  reconoci- 
miento de  los  subditos  á  la  soberanía  del  Señor,  y  la  fidelidad,  aprecio  y 
estima  que  les  mueven  á  celebrar  su  presencia.  Bien  puede  ser  que  en 
los  indios  del  Marañón  no  brillase  el  oro,  ni  la  plata,  ni  las  piedras  pre- 
ciosas en  los  aparatos  que  prevenían  para  celebrar  á  su  modo  por  las  ca- 
lles la  presencia  de  su  Señor  Sacramentado,  porque  nada  de  esto  tenían, 


660  MisioNKS  DEL  Marañón  Español 

ni  el  país  lo  llevaba;  pero  cabía  muy  bien  en  sus  rústicos  aparatos  una 
fineza  de  fidelidad,  estimación  y  amor  á  su  príncipe,  que  no  cedía  á  las 
demostraciones  de  otras  tierras  más  ricas  y  poderosas.  Pobres  eran  los 
adornos  de  iglesia  y  calles,  pero  ricos  en  el  valor  que  les  daba  la  devo- 
ción ardiente  con  que  celebraban  la  fiesta  del  Corpus  en  sus  pueblos.  Na 
había  tapicerías  de  seda,  ni  ricas  colgaduras  por  las  calles,  ni  sacaban 
espejos,  láminas  ó  pinturas;  todo  el  adorno  se  reducía  á  ramos  de  flores 
bien  colocados,  á  palmas  de  diferentes  especies,  á  flores  de  diversas  fi- 
guras, á  multitud  de  hierbas  olorosas,  y  á  cantidad  de  animales  vivos,, 
pájaros  vistosos  y  peces  de  varias  suertes  y  figuras.  A  esto  se  añadía  el 
ingenio  con  que  de  estas  cosas  formaban  varios  artificios,  que  hacían  ob- 
sequio á  su  Criador  y  divertían  con  su  variedad  á  las  gentes.  Por  lo  de- 
más, la  piedad  y  devoción  con  que  se  empeñaban  en  manifestar  el  gozo 
y  alegría  de  ver  andar  por  sus  calles,  haciendo  bien  á  todos,  la  Majestad 
de  Nuestro  Dios  y  Señor  encarnado  que  adoraban  en  el  Sacramento,, 
daba  todo  el  valor  y  precio  á  sus  pobres  aparatos. 

Era  el  primer  cuidado  el  asear  y  componer  la  iglesia,  cuya  disposi- 
ción pertenecía  inmediatamente  á  los  sacristanes,  que  ayudados  de  los 
fiscales  y  de  los  niños  de  la  doctrina  en  recoger  ramos,  palmas,  flores  y 
hierbas  olorosas,  formaban  en  el  pórtico  mismo  de  la  iglesia  una  grande 
y  vistosa  portada,  maravillosamente  entretejida  con  variedad  de  flores 
y  con  tan  buena  disposición  de  colores,  que  hacía  una  vistosa  perspec- 
tiva. De  la  misma  variedad  vestían  los  pilares  de  la  iglesia,  y  añadiendo 
de  trecho  en  trecho  algunas  velas  puestas  en  orden  y  simetría,  daban 
nueva  gracia  al  adorno.  De  pilar  á  pilar  tiraban  un  arco  figurado  con 
ramos,  y  palmas  abiertas  y  extendidas.  Las  ventanas  aparecían  también 
vistosas,  entalladas  por  el  contorno  de  ramos  frondosos  y  de  flores  agra- 
díibles.  Lo  mismo  hacían  con  los  altares,  fuera  del  mayor,  cuyo  retablo 
quedaba  del  todo  descubierto,  pero  hermoseado  con  las  mejores  flores  y 
más  lucidas  palmas  por  los  lados  y  en  los  nichos  de  los  santos.  Si  no  te- 
nía retablo  el  altar  mayor,  como  sucedía  en  algunos  pueblos,  le  forma- 
ban de  aquellos  materiales  y  armaban  un  trono  correspondiente  al  viril, 
con  gradas  desde  la  mesa  del  altar,  todas  adornadas  de  tiestos  de  hierbas 
olorosas  y  de  jarrillas  bien  pintadas,  llenas  de  flores  entreverando  can- 
déleros  de  plata  con  mallas  del  mismo  metal.  Daba  nuevo  realce  un  buen 
número  de  velas  de  cera  blanca  que  ardían  en  el  altar,  en  las  gradas  y 
en  el  trono.  Finalmente,  el  pavimento  de  la  iglesia,  y  más  particular- 
mente el  presbiterio,  estaba  regado  de  flores  y  de  hierbas,  que  esparcían 
un  olor  agradable  por  toda  ella. 

Saliendo  del  aparato  de  la  iglesia,  propio  de  los  sacristanes,  venga- 
mos á  otras  prevenciones  que  tocaban  también  á  otros.  Algunos  días  an- 
tes de  la  flesta  se  empezaban  á  componer  y  allanar  las  calles,  que  para 
la  víspera  debían  estar  aseadas  y  barridas.  En  la  tarde  de  este  día  unos 
iban  al  monte  y  otros  á  las  orillas  de  los  ríos  por  cantidad  de  ramos,  pal- 
mas, árboles,  flores  y  hierbas,  para  el  adorno  de  las  calles  y  para  la  cons- 


Libro  XI.— Capítulo  XIX  661 

trucción  de  enrejados  y  castillos,  procurando  traer  el  que  podía  algún 
íinimal  vivo  ó  pájaro  vistoso,  para  colocarlo  en  los  castillos.  El  día  del 
Corpus,  muy  de  mañana,  repartía  la  gente  el  gobernador  y  alcaldes,  y 
todos  iban  armando  á  un  tiempo,  conforme  al  orden  que  habían  recibi- 
do, arcos  de  palmas  por  uno  y  otro  lado  de  las  calles  por  donde  había  de 
dar  la  vuelta  la  procesión.  De  trecho  en  trecho  se  levantaban  castillos 
ú  otros  ingenios,  en  que  se  colocaban  los  animales  vivos,  como  monos, 
pájaros,  charapas  y  otros  peces,  con  muchas  frutas  y  varios  géneros  de 
comestibles.  Armaban  los  sacristanes  sus  capillas  y  altares  para  las 
pausas  que  había  de  hacer  la  procesión,  en  donde  colocado  el  viril  ó  cus- 
todia, entonaban  los  cantores,  acompañados  de  instrumentos,  algún  him- 
no ó  canción  devota  del  Misterio.  Disponíanse  de  modo  las  capillas,  que 
desde  ellas  podía  el  misionero  echar  la  bendición  á  todas  las  partes  del 
pueblo.  En  algunas  reducciones  más  adelantadas  no  faltaban  algunas 
mantas  de  gusto,  por  la  pintura  y  labor  delicada  de  los  indios,  con  que 
formaban  sus  capillas,  y  en  otros  pueblos  las  solían  hacer  de  mantas  ó 
cubiertas  de  lamas,  las  cuales  eran  vistosas  y  lucidas  por  la  pintura  y 
variedad. 

Para  evitar  la  fuerza  del  sol  en  la  procesión,  se  procuraba  en  cuanto 
€ra  posible  anticipar  la  Misa  á  la  hora  acostumbrada  en  los  otros  días 
de  fiesta,  y  acabadas  las  reconciliaciones  de  los  que  tenían  la  devoción 
de  comulgar,  se  cantaba  con  la  mayor  solemnidad  y  aparato.  Ordenába- 
se inmediatamente  la  procesión  con  toda  la  ostentación  que  cabía.  Un 
sacristán  iba  delante  con  una  cruz  alta,  y  á  sus  lados  dos  niños  con  sota- 
nillas  y  roquetes  limpios  que  llevaban  los  ciriales.  Seguían  á  éstos  los 
niños  de  doctrina  que  eran  muchos,  en  dos  filas  y  con  los  brazos  cruza- 
dos; con  el  mismo  orden  y  con  la  misma  compostura  caminaban  las  ni- 
ñas, á  quienes  seguían  las  mujeres  adultas.  Se  dejaban  después  ver  los 
varones,  con  las  armas  de  su  nación,  formando  una  ó  dos  compañías  con 
sus  cabos,  clarines,  cajas  y  pífanos.  Iba  el  alférez  en  el  centro  con  su 
bandera,  el  cual  atrasándose  un  poco,  batía  con  aire  y  curiosidad  su 
insignia  al  salir  y  entrar  el  Sacramento  en  la  iglesia.  Nadie  se  excusaba 
de  asistir  á  la  procesión,  fuera  de  los  enfermos,  y  todos  iban  con  tal  com- 
postura, modestia  y  silencio,  que  nadie  se  desmandaba  en  cosa  que  des- 
dijese algo  de  la  reverencia  debida  al  Sacramento,  á  que  ayudaban  tam- 
bién los  fiscales,  que  repartidos  de  trecho  en  trecho,  celaban  la  reveren- 
cia, modestia  y  compostura. 

El  sacerdote,  con  capa  de  coro  y  con  el  viril  en  las  manos,  iba  dando 
«jemplo  á  todos  debajo  del  palio,  cuyas  varas  llevaban  los  más  autoriza- 
dos del  pueblo.  Precedían  cuatro  niños,  dos  incensando  continuamente  y 
otros  dos  sembrando  por  la  tierra  flores,  todos  con  gran  reverencia  y  con 
sotanas  y  roquetillos.  Los  cantores  y  tañedores  de  instrumentos  acom- 
pañaban de  cerca  al  Señor  y  cantaban  por  toda  la  procesión,  ya  el  Pan- 
ge  lingua ,  ya  el  Sacris  Solemniis.  A  distancia  de  seis  á  ocho  pasos  del 
sacerdote,  iba  por  delante  el  estandarte  ó  pendón  que  llevaba  uno  de  los 


662  Misiones  del  Marañón  Español 

principales  (el  cual  solía  nombrarse  cada  año  como  mayordomo  de  la 
fiesta),  y  dos  companeros  recogiendo  las  borlas  y  cordón  por  uno  y  otro 
lado.  Cerca  del  estandarte  hacía  sus  habilidades  una  turba  de  danzan- 
tes, que  bien  ensayados  de  antemano,  danzaban  con  garbo  y  gracia  al 
son  de  una  flauta  y  tamborcillo  que  tocaba  un  indio.  El  sacerdote  coloca- 
ba en  cada  una  de  las  capillas  el  Santísi.no,  y  daba  lugar  á  que  se  toca- 
se algo  de  arpa  y  violín  y  se  cantasen  algunas  coplillas  devotas,  y  dicha, 
la  oración  del  Sacramento,  daba  la  bendición  con  el  venerable. 

Con  este  orden  daba  la  vuelta  la  procesión  por  todo  el  pueblo ,  y  lle- 
gando á  la  iglesia  se  daba  la  última  bendición  desde  el  altar  mayor  y  se 
reservaba  en  el  sagrario  el  Santísimo,  con  que  se  daba  fin  A  la  función  de 
iglesia.  En  algunos  pueblos  se  detenía  la  gente  cerca  de  la  iglesia ,  las 
mujeres  en  la  plazuela  de  ella,  y  los  hombres  en  el  corredor  de  la  casa 
del  misionero,  mientras  los  fiscales  recogían  lo  que  estaba  dentro  de  los 
castillos  y  enrejados,  y  lo  traían  al  padre,  el  cual  delante  de  todos,  los 
repartía  á  los  más  pobres  del  lugar.  Seguíase  el  saqueo  de  uno  de  los  cas- 
tillos que  se  reservaba  á  este  fin,  y  se  alargaba  á  la  discreción  y  habili- 
dad de  los  muchachos.  Era  función  divertida  por  el  tropel  con  que  em- 
bestían y  por  la  porfía  en  adelantarse  unos  á  otros.  Este  caía,  aquél  res-^ 
balaba,  uno  llevaba  un  empujón,  otro  quedaba  con  la  rama  en  las  manos. 
Allegálbase  á  esto  la  diligencia  de  los  animales  en  no  dejarse  coger  de 
los  muchachos,  porque  atados  con  cuerdas  largas  se  burlaban  de  los  que 
ya  casi  los  tenían  en  las  manos,  y  venían  á  parar  en  las  de  aquellos  que 
por  la  poca  fuerza  ó  menor  habilidad  no  podían  subir  por  las  ramas  y^ 
estaban  muy  atrás,  sin  esperanza  de  coger  ni  mono,  ni  pájaro,  ni  otra  cosa 
alguna  de  las  encerradas  en  el  castillo.  Esta  inocente  diversión  daba  fin 
á  la  función  de  aquella  mañana. 

La  fiesta  del  Corazón  de  Jesús  seguía  á  la  novena  que  se  hacía  desde 
el  día  del  Corpus  hasta  el  viernes  después  de  la  octava.  Toda  la  gente 
del  pueblo  asistía  indefectiblemente  á  ella,  oía  la  Misa,  rezaba  las  ora- 
ciones é  intervenía  al  canto  de  los  gozos  en  la  novena.  En  la  solemnidad 
de  este  día,  consagrado  al  Corazón  de  Jesús,  se  observaba  el  mismo  mé- 
todo y  orden  de  la  fiesta  del  Corpus  con  el  aparato  y  procesión  por  las 
calles  que  acabamos  de  decir,  con  sólo  la  diferencia  que  salía  más  tarde 
la  procesión,  porque  detenían  al  misionero  las  confesiones,  que  eran  más- 
en  número  que  el  día  del  Corpus.  Había  prendido  tan  bien  esta  devoción 
en  algunos  pueblos  de  la  misión,  que  se  había  entablado  su  ejercicio  en 
todos  los  viernes  del  año  con  asistencia  voluntaria  de  la  mayor  parte  del 
pueblo,  y  en  el  primer  viernes  de  cada  mes  se  hacía  con  mayor  solemni- 
dad y  devoción.  Confesaban  en  este  día  y  comulgaban  varios,  se  toca- 
ban los  instrumentos  á  ratos  y  se  cantaba  con  celebridad  la  Misa.  Mas  el 
día  destinado  á  la  fiesta  le  guardaban  como  uno  de  los  más  clásicos  del 
año,  sin  salir  á  su  trabajo  ni  emplearse  en  cosa  que  desdijese  de  una 
fiesta  de  precepto. 

A  proporción  de  su  devoción  era  la  confianza  que  tenían  en  este  Sa- 


Libro  XI.— Capítulo  XIX  663 

Gratísimo  corazón,  y  el  Señor  que  les  infundía  tanta  confianza,  les  dis- 
pensaba repetidos  y  singulares  favores.  Pondremos  entre  varios  dos  ca- 
sos bien  públicos  y  bien  notados.  En  el  año  de  1757  se  hallaba  la  misión 
rodeada  por  todas  partes  de  una  epidemia  de  viruelas  que  hacía,  como 
suele  suceder  en  aquellas  partes,  grandes  estragos  en  los  contornos.  Te- 
men extremamente  los  indios  este  contagio,  que  como  peste  cunde  y  aca- 
ba con  pueblos  enteros.  Veíanse  los  pobres  de  la  misión  en  grande  conster- 
nación, y  ya  trataban  de  abandonar  los  pueblos  y  de  retirarse  á  los  mon- 
tes, que  es  su  ordinario  y  acostumbrado  asilo,  hasta  que  se  acabase  el 
mal.  Detuviéronse  á  las  instancias  de  los  misioneros  que  los  exhortaron 
al  recurso  á  Dios  con  Misas,  triduos  y  otras  devociones,  y  especialmente 
á  la  confianza  en  el  santísimo  Corazón  de  Jesús.  Tomaron,  pues,  la 
resolución  los  padres  de  una  y  otra  misión,  esto  es,  los  de  la  alta  y  baja, 
de  ponerla  bajo  la  protección  de  este  benditísimo  Corazón,  y  con  pare- 
cer unánime  le  tomaron  por  patrón  sin  inmutar  nada  del  patrón  principal 
de  toda  ella,  y  entablaron  en  todos  los  pueblos  la  devoción  que  estaba  ya 
en  práctica  en  los  más  adelantados,  empezando  en  todos  á  un  mismo  tiem- 
po una  novena  general.  Su  Majestad  atendió  misericordioso  á  las  oracio- 
nes y  plegarias  de  la  afligida  y  temerosa  misión,  preservando  á  los  indios 
de  las  viruelas  que  azotaron  los  contornos  y  cercanías. 

No  fué  menos  notado  el  favor  y  gracia  que  experimentaron  en  San 
Joaquín  de  Omaguas,  donde  cargó  tanto  la  plaga  de  mosquitos  zancudos 
el  año  de  1758,  que  se  hallaba  la  gente  en  grandísima  inquietud  sin  poder 
comer  ni  dormir,  ni  mucho  menos  trabajar,  porque  no  había  lugar  exento 
de  aquella  molesta  plaga.  Duró  algunos  días  el  trabajo,  y  el  día  de  la  fiesta 
del  Corazón  de  Jesús  se  dijo  y  se  oyó  la  Misa  con  la  mayor  mortificación, 
que  continuó  por  toda  la  procesión.  Compadecido  el  misionero,  que  lo  era 
el  P.  Martín  Triarte,  de  tan  penoso  tormento,  se  paró  con  el  Sacramento 
en  las  manos  á  la  puerta  de  la  iglesia,  animó  á  la  gente  á  que  confiase 
en  aquel  Señor  á  quien  todas  las  criaturas  obedecen,  y  después  de  una 
breve  exhortación  hizo  un  coloquio  con  el  Sagrado  Corazón,  que  repitie- 
ron todos,  y  echando  una  bendición  con  el  Sacramento,  entraron  todos 
en  la  iglesia.  ¡Cosa  maravillosa!  Toda  la  plaga  de  mosquitos  que  tanto 
les  había  molestado  y  mortificado  aquella  mañana,  hasta  dar  la  vuelta 
la  procesión  á  la  iglesia,  desapareció  repentinamente  de  manera  que  sa- 
liendo la  gente  de  la  iglesia  para  volver  á  sus  casas,  halló  limpio  el  pue- 
blo de  aquellos  insectos  sin  sentir  ni  en  las  calles  ni  en  las  casas  zancu- 
dos que  les  molestasen. 

La  devoción  al  patrón  del  pueblo  era  general  en  toda  la  misión,  y  su 
día  era  el  más  festivo  y  más  solemne  para  la  gente.  Ocho  días  antes  em- 
pezaba el  sargento  á  dar  vuelta  por  el  pueblo,  con  cajas,  clarines  y  pí- 
fanos, repitiendo  cada  noche  este  paseo  La  víspera  de  la  fiesta  daban 
aviso  las  campanas,  á  medio  día,  con  un  largo  repique,  á  que  acompaña- 
ban á  la  puerta  de  la  iglesia  con  tambores  y  pífanos,  y  con  el  disparo  en 
algunos  pueblos  de  camaretas  y  fusiles.  Dábase  la  señal  á  vísperas  como 


664  Misiones  del  Marañón  Español 

á  las  tres  de  la  tarde,  y  todo  el  ayuntamiento  formado  con  su  goberna- 
dor, acudía  á  la  casa  del  misionero,  llevando  por  delante  una  buena  dan- 
za, que  hacía  sus  mudanzas  cerca  del  estandarte  que  llevaba  el  mayor- 
domo de  la  fiesta.  De  la  casa  del  padre  salían  todos  en  orden  á  la  iglesia, 
en  donde  se  cantaban  por  primeras  vísperas  la  Salve  Regina  y  la  Leta- 
nía con  toda  solemnidad.  Acabada  esta  función  volvían  á  llevar  al  sa- 
cerdote á  su  casa  de  la  misma  manera  que  le  habían  traído. 

En  la  celebridad  de  este  día  no  había  cosa  particular,  en  cuanto  á  la 
Misa  cantada  y  procesión  en  que  sacaban  la  estatua  del  patrón,  ni  en 
cuanto  al  adorno  y  disposición  de  las  calles;  sólo  había  de  peculiar  en 
esta  fiesta  la  ofrenda  que  hacía  la  gente  en  la  Misa  después  del  ofertorio; 
sentado  el  sacerdote  en  una  silla  á  la  última  grada  del  presbiterio,  iban 
llegando  los  indios  á  besar  el  manípulo  y  dejar  su  ofrenda.  Los  hombres 
ofrecían  por  lo  común  una  marquetilla  ó  panecillo  de  cera  negra,  mayor 
ó  menor,  según  la  devoción  ó  posibilidad  de  cada  uno.  Las  mujeres  pre- 
sentaban algún  hilado  de  algodón,  ollas  de  barro  cocido,  cazuelas  ó  pla- 
tos, que  formaban  ellas  mismas.  Las  Omaguas  que  formaban  estas  cosas 
con  más  pulidez  y  hermosura,  solían  ofrecer  piezas  que  servían  á  la  igle- 
sia, como  macetas  y  jarrillos  bien  pintados  y  vidriados,  para  flores  y  ra- 
milletes. Las  Yurimaguas  ofrecían  pilches  ó  pates  muy  bien  formados  y 
pintados,  como  diestras  en  hacer  este  género  de  vasos,  de  no  poca  esti- 
mación dentro  y  fuera  de  la  misión.  Algunas  naciones  ofrecían  hilo  tor- 
cido de  palma  sutil  que  se  decía  chambira,  ó  de  otra  más  basta  que  lla- 
maban cachibanco.  El  misionero  repartía  de  limosna  la  ofrenda  entre 
los  pobres  del  pueblo,  ó  si  se  podían  hacer  algunos  tejidos  y  lienzos  hacía 
que  se  trabajasen  para  huérfanos  y  huérfanas.  Otras  veces  solía  enviar 
algunas  de  estas  cosas  á  los  misioneros  de  las  misiones  nuevas,  cuyos 
pueblos  estaban  por  lo  regular  más  necesitados  de  telas  para  vestirse. 


CAPITULO  XX 

DE   LA   SEMANA   SANTA,    OFICIOS   Y   PROCESIONES 

Entre  las  ceremonias  y  ritos  de  nuestra  Santa  Madre  Iglesia,  parece 
que  ningunas  decían  tanto  con  el  modo  de  concebir  de  los  indios,  ni  conge- 
niaban tanto  con  ellos  como  las  que  usa  en  la  Semana  Santa.  De  aquí 
nacía  la  facilidad  con  que  entraban  en  practicarlas,  no  sólo  después  de 
instruidos  y  bautizados,  sino  aun  siendo  todavía  catecúmenos  y  tal  vez 
recién  salidos  del  monte,  haciendo  concebir  á  los  misioneros,  particular- 
mente nuevos,  grandes  esperanzas  de  aquella  bella  disposición  para  los 
ejercicios  de  piedad  y  religión.  Esta  buena  inclinación  dejó  apuntada  en 
sus  manuscritos  el  P.  Pablo  Maroni,  que  por  los  años  de  1741  vio  con 
asombro  suyo  en  el  nuevo  pueblo  de  San  Pedro  apóstol,  á  la  boca  del  río 
Aguarico,  la  emulación  de  los  Encabellados,  en  hacer  por  Semana  Santa 


Libro  XI.— Capítulo   XX  665 

unas  cruces  para  cargar  con  ellas  en  la  procesión:  otros  coronas  de  es- 
pinas para  ponérselas,  otros  azotes  ó  disciplinas  de  chambira  para  azo- 
tarse, imitando  á  tres  mocitos  y  á  dos  indios  cristianos  de  otros  pueblos, 
que  salían  cada  uno  con  su  distinta  mortificación  y  penitencia.  Lo  mismo 
observaron  otros  misioneros  del  Ñapo,  y  de  los  Yameos,  Iquitos  y  otras 
gentes  nuevas  contaban  lo  mismo  los  padres  que  les  redujeron. 

Pero  sea  lo  que  se  quiera  de  esta  disposición  de  los  gentiles,  no  se  pue- 
de dudar  que  después  de  algunos  años,  cuando  ya  tenían  la  necesaria  ins- 
trucción, provenían  de  la  buena  raíz  de  la  fe  y  religión  los  ejercicios  que 
practicaban  por  este  tiempo  con  singulares  muestras  de  devoción  y  pie- 
dad. En  los  más  de  los  pueblos  se  hacían  los  oficios  de  la  Semana  Santa 
que  prescribe  la  Iglesia,  empezando  desde  el  domingo  de  Ramos,  con  la 
procesión  acostumbrada  á  que  concurrían  los  indios,  llevando  en  sus  ma- 
nos palmas  benditas,  las  cuales  guardaban  después  con  mucho  cuidado 
en  sus  casas.  El  Jueves  Santo  se  depositaba  el  Santísimo  en  un  monu- 
mento vistoso  que  se  disponía  en  el  presbiterio  y  se  empezaba  á  formar 
algunos  días  antes,  porque  viendo  por  experiencia  los  misioneros  que 
esto  exterior  y  visible  movía  mucho  á  los  indios,  se  esmeraban  en  hacer 
un  monumento  majestuoso  y  respetable.  Su  construcción  no  era  uniforme 
en  la  figura  por  ser  diversos  los  gustos  de  los  hombres,  pero  sí  en  los 
adornos.  La  idea  más  común  era  la  siguiente. 

Desde  la  barandilla  del  comulgatorio  hasta  la  mesa  del  altar  mayor 
se  formaba  de  ramos  y  palmas  una  capilla,  á  manera  ó  con  figura  de  bó- 
veda bien  arqueada,  y  se  vestía  de  lienzos  blancos  ,  así  por  los  lados  ó 
paredes ,  como  por  el  cielo.  Desde  la  entrada  de  la  capilla  hasta  el  altar 
ó  plan  de  la  mesa  seguía  una  grada  de  doce  ó  catorce  escalones,  que  ve- 
nía á  terminar  sobre  el  altar  mayor,  en  el  cual,  añadiendo  otros  escalo- 
nes que  daban  más  elevación,  se  formaba  un  trono  magnífico  para  la 
colocación  del  Santísimo.  A  uno  y  otro  lado  de  la  grada  corría  al  sesgo 
un  pasamano  de  tres  palmas  de  enrejado,  con  sus  asientos  para  los  can- 
deleros,  jarros  de  flores  y  otros  adornos ,  que  se  distribuían  por  ellos  y 
por  los  escalones,  con  gusto  y  proporción.  Las  gradas  estaban  tan  fir- 
mes, que  subían  y  bajaban  por  ellas  los  sacristanes  con  toda  seguridad, 
y  se  cubrían  con  una  especie  de  alfombra  ó  mantas  azules  ó  de  otro  co- 
lor que  ofrecían  los  indios  á  porfía,  y  como  estaban  delicadamente  ma- 
tizados con  listas  de  flores  de  varios  colores,  hacían  un  agradable  as- 
pecto. El  trono  se  disponía  con  frontales  de  color  ó  de  otras  piezas  de  co- 
lores gratos,  curiosamente  tejidos.  Es  verdad  que  en  todo  este  adorno 
apenas  había  cosa  de  valor  ;  pero  el  orden,  variedad  y  proporción  con 
que  se  disponían  los  ramilletes  de  flores  en  sus  jarras  pintadas,  las  hier- 
bas olorosas ,  y  algunas  piezas  curiosamente  matizadas  de  plumas  de 
aves  de  diversos  colores ,  hacían  el  monumento  tan  lucido  y  vistoso,  que 
pudiera  parecer  bien  decente  aun  en  Europa.  Así  se  explicó  un  caballero 
europeo  de  buen  juicio  que  concurrió  por  la  Semana  Santa  del  año  1757 
á  celebrar  los  oficios  en  el  pueblo  de  San  Joaquín  de  Omaguas. 


QQ6  Misiones  del  Marañón  Español 

Otras  ideas  seguían  otros  misioneros  en  formar  sus  monumentos,  pero 
todas  acomodadas  al  fin  que  pretendían  de  hacer  concebir  á  los  indios 
por  el  mismo  exterior  aparato  no  común  y  ordinario,  alguna  distinción 
de  la  gran  solemnidad  del  día;  y,  en  efecto,  lo  habían  conseguido,  por- 
que el  nombre  que  daban  los  indios  al  Jueves  Santo  era  el  de  día  grande, 
en  que  nadie  pensaba  en  ir  al  trabajo  ni  en  salir  á  cazar  ó  pescar  para 
mantenerse,  procurando  proveerse  para  este  día  en  los  antecedentes, 
creyendo  que  el  día  grande  se  debía  dar  enteramente  á  la  iglesia. 

La  mañana  del  Jueves  Santo  era  una  de  las  más  ocupadas  para  el 
misionero  en  las  confesiones  y  reconciliaciones  de  los  que  habían  de 
cumplir  con  la  iglesia.  Una  hora  antes  de  amanecer  entraba  en  ella,  y 
ya  encontraba  un  gran  golpe  de  gente  que  le  esperaba.  No  eran  las  con- 
fesiones largas,  porque  no  se  oía  comúnmente  de  confesión  en  este  día, 
sino  á  los  que  se  habían  confesado  antes.  Sin  embargo,  era  tanta  la  mul- 
titud de  reconciliaciones,  que  duraban  hasta  medio  día.  Acabadas  éstas, 
se  hacía  señal  para  la  Misa,  y  antes  de  empezarla  exponía  el  padre  á  la 
gente  la  institución  del  Santísimo  Sacramento,  que  celebraba  la  iglesia 
en  aquel  día  y  exhortaba  á  todos  á  dar  gracias  por  tan  singular  benefi- 
cio, y  encargaba  una  devota  asistencia  á  los  divinos  oficios  y  procesio- 
nes. Daba  en  la  Misa  la  santa  comunión  á  los  que  estaban  dispuestos 
para  cumplir  con  la  iglesia,  y  siguiendo  las  rúbricas  de  ella  colocaba  el 
Sacramento  en  el  sitio  prevenido,  acomodándose  á  lo  demás  que  se  prac- 
tica en  Europa. 

Pero  no  son  de  omitir  algunas  prácticas  que  se  estilaban  en  los  pue- 
blos en  este  día.  Antes  de  la  procesión,  que  se  hacía  por  la  iglesia,  de- 
jaban el  gobernador  y  capitanes  de  milicia  los  bastones,  y  los  alcaldes  y 
fiscales  sus  varas  debajo  de  los  bancos  de  ayuntamiento,  y  no  volvían  á 
tomar  sus  insignias  hasta  que  en  Sábado  Santo  se  cantaban  las  aleluyas. 
Luego  que  el  padre  colocaba  el  Sacramento  en  el  sitio  preparado,  en- 
traban á  velar  al  pie  del  monumento  cuatro  ó  seis  indios  decentemente 
vestidos  y  armados  de  rodelas  y  de  las  otras  armas  propias  de  la  na- 
ción; manteniéndose  en  píe  con  modestia  y  compostura,  hasta  que  en- 
traban otros  que  se  mudaban  sucesivamente  de  hora  en  hora  por  todo  el 
tiempo  que  el  monumento  duraba.  En  las  ciudades  de  Borja  y  de  Lamas 
hacían  lo  mismo  los  indios  en  sus  velas,  pero  se  añadía  una  ronda  de  es- 
pañoles que  de  día  y  de  noche  daban  vueltas  á  la  iglesia  y  discurrían 
por  la  ciudad  armados  con  escopetas  y  sables.  En  Borja,  en  donde  no 
hay  caballos,  era  de  á  pie  la  ronda  ó  patrulla;  pero  en  Lamas  se  hacía  á 
caballo,  con  un  oficial  por  cabo  en  ambas  ciudades.  El  motivo  de  estas 
rondas  era  el  ser  ciudadanos  de  frontera  de  gentiles,  y  á  prevención  de 
excusar  algún  desacato  que  pudieran  hacer  los  gentiles,  como  hay  me- 
moria de  haberlo  ejecutado  en  otras  partes ,  como  los  Charciaies  en  Mo- 
ceas. 

La  gente  del  pueblo  repetía  sus  visitas  á  la  iglesia  con  un  silencio, 
compostura  y  devoción  que  era  de  grande  consuelo  á  los  padres  por  ver 


Libro  XI.— Capítulo  XX  667 

unas  muestras  tan  claras  de  piedad  en  gentes  antes  tan  brutales  y  bár- 
baras, que  depuesta  la  ferocidad  del  gentilismo,  emulaban  la  piedad,  fe 
y  religión  de  pueblos  católicos  fervorosos.  A  los  Oficios  de  la  tarde  acu- 
dían todos,  chicos  y  grandes,  y  en  las  noches  del  Jueves  y  Viernes  Santo 
á  las  procesiones.  En  ellas  se  veía  un  número  crecido  de  penitentes,  de 
los  cuales  unos  llevaban  sobre  los  hombros  desnudos  cruces  pesadas, 
otros  coronas  de  espinas  en  las  cabezas,  varios  caminaban,  como  suele 
decirse,  á  gatas,  deteniéndose  á  las  veces  hincados  de  rodillas  para  azo- 
tarse con  disciplinas  secas,  aunque  era  más  común  picarse  primero  con 
rosetas  de  acero  ó  pelotones  de  cera  armados  con  puntas  de  vidrio,  y  pro- 
seguir después  llamando  la  sangre  con  madejas  de  hilo  de  algodón.  Al- 
gunos hacían  estas  penitencias  con  tanta  inhumanidad,  que  era  necesa- 
rio hacerlos  retirar  á  sus  casas  á  que  se  curasen. 

El  Viernes  Santo  se  predicaba  el  sermón  de  Pasión,  exponiéndoles  sen- 
cillamente los  pasos  de  ella,  y  no  pocas  veces  se  acababa  con  una  ave- 
nida copiosa  de  lágrimas  en  que  se  deshacían  los  indios.  A  la  adoración 
de  la  cruz,  que  se  practica  en  este  día,  no  eran  admitidas  las  mujeres, 
pero  entraban  todos  los  hombres  de  dos  en  dos,  empezando  los  de  justi- 
cia y  acabando  los  niños.  Aunque  no  era  todavía  común,  se  iba  introdu- 
ciendo en  los  pueblos  de  la  misión  la  hermosísima  y  tierna  devoción  de 
las  tres  horas  de  agonía  de  Jesucristo  en  la  Cruz.  Empezó  á  introducir 
esta  devoción  en  Quito  por  los  años  de  1739  el  P.  Baltasar  Moneada,  pro- 
vincial de  aquella  provincia,  y  de  aquí  había  pasado  á  las  misiones  del 
Marañen.  Practicábase  el  Viernes  Santo  con  un  ejercicio  largo  de  tres 
horas,  empezando  á  las  doce  en  punto  y  acabando  á  las  tres  de  la  tarde. 
Explicábase  á  ratos  las  siete  Palabras,  y  á  ratos  se  meditaba  sobre  ellas; 
rezábanse  algunas  oraciones  vocales  y  tercios  del  rosario,  y  últimamen- 
te se  daba  fin  al  ejercicio  con  una  exhortación  y  devoto  coloquio  con 
Cristo  moribundo,  hasta  el  paso  de  la  muerte.  El  ejercicio  de  la  Agonía 
es  de  los  más  tiernos,  útiles  y  patéticos  que  pueden  practicarse,  y  se  han 
visto  maravillosos  efectos. 

A  proporción  de  la  devoción  dolorosa  y  compasión  del  Viernes  Santo, 
era  la  festiva  del  Sábado  Santo.  Al  entonar  el  sacerdote  el  Gloria  in  excel- 
sis  en  la  Misa  cantada,  se  abrían  de  repente  las  ventanas  de  la  iglesia, 
llenándose  toda  de  luz  y  alegría,  la  cual  se  aumentaba  con  el  repique  de 
las  campanas,  y  con  el  sonido  repentino  de  cajas  y  pífanos  y  clarines 
que  las  acompañaban  desde  fuera.  Dentro  de  la  iglesia  revoloteaban  pa- 
jaritos vistosos  de  varios  colores  que  se  soltaban  por  todas  partes,  y  al 
mismo  tiempo  caían  sobre  la  gente  estampitas  y  vitelas  que  con  idea  y 
artificio  tenían  prevenidas  los  sacristanes  en  el  techo  de  la  iglesia  y  las 
iban  dejando  caer  con  tanto  disimulo,  que  rara  vez  entendía  la  geaite  el 
arte  y  la  tramoya. 

Acabada  la  Misa,  se  hacía  la  procesión  de  la  Resurrección,  que  lla- 
maban los  indios  el  encuentro.  Mientras  se  disponía  á  salir  de  la  iglesia 
con  un  Niño  Jesús,  bien  vestido  y  con  el  Santísimo  Sacramento,  iban  las 


668  Misiones  del  Marañón  Español 

mujeres  todas  á  sacar  y  acompañar  una  imagen  de  Nuestra  Señora  que 
tenían  prevenida  en  la  sacristía  ó  en  una  casa  inmediata.  Traíanla  en 
unas  andas  vistosamente  adornadas,  con  un  velo  tendido  y  desplegado 
que  la  cubría  el  rostro,  y  al  salir  la  procesión  de  la  puerta  principal  de 
la  iglesia,  se  dejaban  ver  las  mujeres  en  alguna  distancia  con  la  imagen. 
Venían  caminando  en  dos  filas  al  encuentro,  y  al  acercarse  inclinaban 
las  andas,  haciendo  reverencia  la  imagen  de  María  Santísima  á  su  Hijo, 
la  cual  ceremonia  se  repetía  por  tres  veces.  Al  juntarse  el  Hijo  con  su 
Madre,  una  de  las  mujeres  quitaba  con  una  vara  el  velo  á  Nuestra  Seño- 
ra, hincándose  á  este  tiempo  de  rodillas  así  las  que  cargaban  con  las  an- 
das como  las  demás  que  las  acompañaban.  Manteníanse  de  rodillas  has- 
ta que  pasaba  por  medio  la  procesión,  y  luego  que  pasaba  el  Santísimo 
Sacramento,  se  levantaban  y  ponían  al  lado  izquierdo  fuera  de  las  qufe 
llevaban  la  imagen,  las  cuales  iban  siguiendo  la  procesión  detrás  del  sa- 
cerdote, y  después  de  la  imagen  seguían  el  gobernador,  alcaldes,  regi- 
dores, capitanes,  y  últimamente  las  mujeres  hasta  entrar  en  la  iglesia, 
donde  se  acababa  la  función  con  la  bendición  del  Santísimo.  Hemos  es- 
tado prolijos  en  describir  el  gobierno  político  y  eclesiástico  de  los  indios 
del  Marañón,  y  bajado  á  menudencias  que  no  parecerían  á  todos  necesa- 
rias. Yo  lo  confieso  y  pido  excusa  á  los  lectores,  á  quienes  suplico  que  se 
hagan  cargo  de  una  cosa  que  me  aflige  no  poco,  y  es,  el  temor  gran- 
de en  que  estoy  de  que  al  presente,  cuando  esto  escribo,  apenas  haya 
vestigio  en  aquellas  tierras  del  gobierno,  cuyo  establecimiento  costó  á 
los  misioneros  el  trabajo  de  ciento  treinta  años.  Y  no  serán  inútiles  estas 
advertencias  para  los  varones  celosos,  que  ha  de  levantar  de  nuevo 
(como  espero),  la  Divina  Providencia  y  enviar  al  Marañón  á  restablecer 
las  misiones. 


LIBRC>  XU 


CAPITULO  PRIMERO 

LLEGA  Á  NOTJCIA  DE  LOS  MISIONEROS  EL  ARRESTO  HECHO  EN  LA  PRO- 
VINCIA DE  QUITO  DE  SUS  HERMANOS.— VARIOS  CASOS  PARTICULARES 
QUE  ANUNCIABAN   LOS  GRANDES   TRABAJOS  QUE  LES  ESPERABAN. 

Hallábase  por  los  años  de  1767  la  misión  de  los  Mainas  en  el  estado 
que  acabamos  de  describir  en  los  dos  antecedentes  libros.  El  gobierno  ci- 
vil y  político  estaba  ya  muy  arraigado,  y  el  eclesiástico  y  espiritual  pa- 
recía haber  llegado  á  la  perfección  debida.  Los  misioneros  repartidos  por 
los  pueblos  trabajaban  con  tanto  celo  y  empeño  en  adelantar  sus  con- 
quistas espirituales,  que  acaso  nunca  se  vieron  ni  más  ansias  en  procu- 
rarlas ni  más  esperanzas  de  conseguirlas.  El  P.  Xavier  Veigel  tenía  pues- 
ta la  mira  y  tendida  ya  la  red  sobre  los  campos  vastos  de  los  Pirres  y 
Cunivos  de  Ucayale.  El  superior  de  las  misiones,  Aguilar,  tenía  ya  pre- 
venidas embarcaciones  fuertes  y  bien  fabricadas  con  un  número  res- 
petable de  indios  para  la  expedición  del  río  Curaray  y  para  las  paces 
que  pensaba  entablar  con  los  Oas  y  Abigiras,  naciones  numerosas. 
Por  los  ríos  Blanco  y  Nanai  se  descubrían  parcialidades  nuevas  de 
Iquitos,  que  se  agregaban  cada  día  á  los  reducidos,  y  daban  esperan- 
zas de  una  florida  cristiandad  en  aquellas  tierras.  Pero  sobre  todo,  la 
grande  nación  de  los  Xíbaros  estaba  ya  ganada  y  determinada  á  poblar- 
se á  esfuerzos  y  fatigas  del  misionero  de  los  Muratas,  que  á  costa  de  pe- 
ligros de  la  vida  y  de  una  heroica  paciencia,  había  vencido  el  imposible. 
Todos  los  misioneros  sentían  nuevos  esfuerzos  con  la  nueva  puerta  que 
se  les  abría,  persuadidos  á  que  sólo  la  nación  de  Xíbaros  bastaba  para 
hacer  un  cuerpo  tan  crecido  de  neófitos,  que  igualase  ó  excediese  á  todo 
el  cuerpo  de  la  misión  de  los  Mainas. 

Mas,  ¡oh  falaces  esperanzas  de  los  mortales!  Era  ya  llegado  el  tiempo 


670  Misiones  del  Makañón  Español 

en  que  por  juicios  inexcrutables  de  la  divina  Providencia  se  habia  de 
cortar  el  hilo  de  tan  fundadas  esperanzas,  deshacerse  la  rica  tela  y  per- 
der el  trabajo  de  ciento  treinta  años  con  solo  un  golpe  de  política  mal  en- 
tendida, de  pasión  arrebatada  y  de  ceguedad  increíble,  sin  entenderlo  el 
piadoso  monarca,  sin  conocerlo  el  rey  católico  y  sin  saberlo  Carlos  III, 
incapaz  de  una  resolución  tan  bárbara,  medianamente  informado  de  los 
servicios  de  la  Compañía  en  sus  reinos,  y  más  particularmente  en  las  mi- 
siones, las  cuales,  como  debían  su  fundación  á  los  jesuítas,  así  no  podían 
subsistir  sin  ellos  en  unas  tierras  donde  el  celo  encendido  de  las  almas, 
el  desprecio  de  la  vida,  la  mansedumbre  apostólica,  la  pobreza  en  el  ves- 
tido, la  escasez  en  la  comida,  el  destierro  de  los  nacionales  y  la  falta  de 
todo  emolumento  y  comodidad,  han  de  acompañar  necesariamente  á  los 
que  quieran  vivir  en  ellas  y  llevar  adelante  las  conquistas  con  tanta  glo- 
ria comenzadas.  Pero  la  negra  calumnia  prevalece,  la  siniestra  informa- 
ción se  oye,  es  escuchada  la  mentira  más  vergonzosa  y  se  consigue  ca- 
llando la  verdad,  y  forjando  mentir¿is  á  montones,  una  firma  y  un  decre- 
to de  expulsión  de  todos  los  jesuítas  de  todos  los  dominios  de  uno  y  otro 
mundo  del  rey  católico. 

En  el  día  20  de  Septiembre  del  año  de  1767  llegó  á  lo  interior  de  las 
misiones  del  Marañón  la  noticia  de  la  ejecución  de  este  decreto  en  los 
padres  de  la  Compañía  de  la  provincia  de  Quito,  que  vivían  en  sus  cole- 
gios, con  el  aviso  de  que  se  haría  lo  mismo  con  los  misioneros  de  Mainas. 
Verificóse  en  esta  ocasión  lo  que  se  suele  decir  comúnmente:  que  corren 
á  paso  más  acelerado  las  nuevas  funestas  que  las  noticias  alegres.  Pues 
siendo  constante  que  al  centro  de  las  misiones  tardaba,  por  lo  regular, 
en  llegar  dos  meses  cualquier  aviso  desde  la  ciudad  de  Quito,  el  arresto 
de  los  jesuítas  llegó  tan  apresuradamente  que,  al  mes  cabal  de  la  ejecu- 
ción funesta,  se  extendió  por  la  mayor  parte  de  los  pueblos.  Bien  se  deja 
entender  lo  sensible  que  sería  tan  tremendo  golpe  á  los  misioneros;  pero 
como  hombres  apostólicos  hechos  á  contrastes,  persecuciones  y  trabajos, 
adoraron  los  designios  y  juicios  del  Señor,  y  no  queriendo  dejar  pasar 
los  pocos  días  en  que  podían  ayudar  á  sus  pobres  indios,  prosiguieron 
con  el  cuidado  de  los  pueblos  sin  hacer  novedad  alguna,  atentos  sola- 
mente á  ocultar  á  sus  feligreses  la  fatal  mudanza.  Consiguieron  tener 
oculta  la  noticia  por  tres  meses,  hasta  que,  á  la  vuelta  de  algunos  indios 
enviados  al  Ñapo  con  canoas  para  transporte  de  los  señores  clérigos  su- 
cesores de  los  padres,  se  empezó  á  divulgar  la  cosa  con  visos  bien  dife- 
rentes, porque  venía  tan  mudada  la  realidad  de  lo  que  había  determina- 
do la  corte,  que  se  llegaron  á  persuadir  los  indios  que  venícin  soldados 
de  Quito  para  quitar  la  vida  á  los  misioneros  y  para  hacerlos  á  ellos 
mismos  esclavos. 

Fué  tanta  la  turbación  de  los  indios,  que  no  pensaban  en  otra  cosa 
que  en  retirarse  á  sus  selvas,  ojeando  ya  desde  entonces  los  sitios  más 
escabrosos  é  inaccesibles  y  convidando  á  los  padres  á  que  les  siguiesen 
y  se  pusiesen  én  salvo  de  las  violencias,  porque  ellos  les  asistirían  y 


LiBKü  XII.— Capítulo  I  671 

mantendrían,  agradecidos  al  bien  que  por  tantos  años  y  con  tanto  cari- 
ño les  habían  hecho.  ¿Quién  podrá  contar  las  diligencias,  exhortaciones 
y  medios  de  que  usaron  los  misioneros  para  contener  á  la  gente,  sose- 
garla y  desengañarla?  Consiguiéronlo  al  fin  con  el  favor  del  cielo,  aun- 
que no  con  todos.  Ni  es  de  extrañar  que  en  gente  tan  suspicaz  hubiese 
algunos  que,  sordos  á  las  cotidianas  amonestaciones  de  perseverancia 
en  los  pueblos,  escapasen  á  los  montes  temiendo  mudanzas,  opresiones, 
tributos  y  aun  acaso  una  dura  esclavitud,  tan  contraria  á  su  libertad. 
Como  no  vinieron  los  clérigos  hasta  el  Abril  del  año  siguiente,  tuvieron 
mucho  que  hacer  los  padres  en  circunstancias  tan  críticas  y  en  un  inter- 
medio tan  largo,  prosiguiendo  con  las  distribuciones  regulares,  celebran- 
do las  fiestas  con  la  misma  solemnidad  que  solían  y  aplicándose  cada 
uno  con  singular  empeño  á  dejar  su  reducción  sólidamente  establecida 
y  arraigada  en  los  ejercicios  de  la  religión  y  prácticas  cristianas. 

No  dejaron  de  suceder  en  este  tiempo  algunos  casos  bien  particulares 
con  que  parecía  dar  á  entender  el  cielo  á  los  misioneros  los  muchos  tra- 
bajos que  por  mar  y  tierra  y  en  el  mismo  destierro  les  esperaban.  Pon- 
dré dos  de  ellos  que  tengo  bien  averiguados.  Estaba  un  misionero  en  ora- 
ción por  la  noche  delante  de  un  devoto  crucifijo  que  tenía  en  su  aposen- 
to, y  avivándosele  la  horrible  persecución  que  por  todas  partes  padecía 
su  madre,  la  Compañía,  y  los  muchos  daños  que  de  ella  se  seguirían  en 
Francia,  Portugal  y  España,  rogaba  á  S.  M.  que  la  protegiese  y  ampa- 
rase y  pusiese  término  á  tantos  trabajos  volviendo  por  su  causa  ¿Qué  es 
esto,  vSeñor?,  decía.  ¿Cómo  permitís  que  triunfe  el  demonio  y  que  se  pier- 
dan tantas  almas?  Llegó  á  tanto  con  sus  quejas  (que  aunque  santas  y  de 
buena  intención,  deben  ir  siempre  conformes  con  la  voluntad  divina), 
que  pareciéndole  ya  poca  conformidad  con  las  disposiciones  del  Señor,  y 
que  la  oración  declinaba  en  impaciencia  y  perturbación  de  ánimo,  se  le- 
vantó y  abrió  un  libro  en  la  mesa  para  divertir  el  pensamiento  fatigado 
de  los  males  que  se  le  proponían.  Luego  leyó  en  el  principio  de  la  página 
por  donde  abrió  escritas  con  letras  mayúsculas  estas  palabras:  Desine  me 
rogare  ciim  tanta  animi  perturba tioiie,  quia  voló  sangaíne  Sodietatis  nohilitare  eccle- 
siam  meam.  Herido  como  de  un  rayo  con  estas  palabras,  se  postró  en  tie- 
rra delante  del  Santo  Cristo  diciendo:  Señor,  hágase  en  todo  vuestra  san- 
tísima voluntad.  Aquí  está  mí  sangre,  aquí  mi  vida,  aquí  cuanto  soy  y 
tengo  de  V.  M,,  y  prosiguió  su  oración  en  este  afecto  de  sumisión,  resig- 
nación y  rendimiento  á  las  divinas  disposiciones. 

Conforme  ya  del  todo  con  la  voluntad  del  Señor,  se  levantó  de  la  ora- 
ción y  buscó  en  el  libro  las  palabras  que  había  leído,  pero  no  era  fácil 
encontrarlas  porque  no  habían  sido  escritas  por  manos  de  hombres.  Mas 
como  le  habían  quedado  tan  impresas,  volvió  y  revolvió  por  la  mañana 
cuantos  libros  tenía  en  el  aposento  y  no  pudo  hallarlas  en  ninguno,  ni  se 
acordaba  haber  leído  jamás  en  libro  alguno  semejantes  cláusulas.  El 
caso  estuvo  oculto  entre  algunos  misioneros,  pero  muerta  ya  la  persona 
á  quien  se  dijeron,  me  ha  parecido  publicarlas  para  nuestro  consuelo. 


672  Misiones  del  Mará  ñon  Español 

Porque,  ¿qué  mayor  gloria  para  los  hijos  de  la  Compañía  ni  qué  mayor 
gracia  les  puede  hacer  su  Capitán  Jesús  que  escoger  del  mundo  estos  sus 
inútiles  siervos,  para  rubricar  y  hermosear  su  iglesia  con  su  sangre  por 
medio  del  fuego  de  la  persecución  presente?  Sea  el  Señor  bendito  para 
siempre,  que  no  permitirá  tantos  males  sino  para  sacar  de  ellos  mayores 
bienes. 

Más  público  y  más  auténtico  fué  el  estupendo  prodigio  que  sucedió  en 
San  Xavier  de  Urarinas  delante  de  su  misionero,  el  P.  Mauricio  Caligari, 
y  en  presencia  de  todos  los  indios  del  pueblo,  no  sólo  en  un  día,  sino  en 
dos  seguidos  y  á  la  misma  hora.  Miércoles  de  ceniza  del  año  de  1768,  como 
á  las  nueve  de  la  mañana,  avisaron  los  niños  al  P.  Mauricio  que  tembla- 
ba y  se  movía  notablemente  la  cruz  grande  de  la  plaza  delante  de  la 
iglesia.  Era  costumbre  de  todos  los  pueblos  poner  en  la  plaza  una  cruz 
.  alta  y  gruesa  y  bien  encajada  en  la  tierra  para  que  resistiese  á  los  malos 
temporales  y  vientos  furiosos  con  el  designio  de  que  los  indios,  divisán- 
dola desde  lejos,  la  adorasen  y  saludasen  á  la  vuelta  de  sus  viajes.  Salió 
el  padre  al  aviso  de  los  niños  con  un  mozo  llamado  Mariano,  y  hallando 
ser  verdad  lo  que  se  le  decía,  quedó  atónito  viendo  temblar  y  bambolear 
aquella  gran  mole,  cuando  todo  lo  demás  estaba  inmoble.  Juntáronse  á 
la  novedad  los  indios  de  todo  el  pueblo,  pasmados  del  prodigio,  viendo 
que  ni  había  terremoto,  ni  temblaba  la  iglesia  ni  se  movían  las  casas,  y 
que  sola  la  santa  cruz  se  movía  de  un  lado  á  otro  y  se  cimbraba  como  si 
fuese  una  caña.  Duró  el  movimiento  como  un  cuarto  de  hora,  para  que 
todos  fuesen  testigos  del  singular  prodigio.  Paró,  finalmente,  la  cruz, 
quedando  derecha  como  antes,  y  el  P.  Mauricio,  con  los  alcaldes  y  gente 
más  respetable,  se  acercó  con  toda  reverencia  á  ella  para  observar  con 
cuidado  si  estaba  bien  fija,  ó  si  había  algún  hueco  ó  hendidura  en  la  tie- 
rra. Hallaron  la  cruz  firme,  la  tierra  unida,  por  todas  partes  tan  tiesa  y 
tan  fuerte,  que  abrazándose  muchos  con  el  santo  leño  y  haciendo  cuanta 
fuerza  pudieron  juntos  y  á  un  impulso,  estuvieron  muy  lejos  de  poder  me- 
nearla. Mas  asombrado  el  misionero,  hizo  que  todos  se  pusiesen  de  rodi- 
llas y  rezasen  delante  de  la  cruz  las  oraciones  que  le  dictó  su  fervor  y 
devoción.  Después  todos  se  volvieron  á  sus  casas  atónitos  y  pasmados 
de  un  prodigio  que  habían  visto  con  sus  mismos  ojos  y  no  acababan  de 
creer. 

Jueves  siguiente,  á  la  misma  hora,  comienza  de  repente  la  cruz  á  me- 
nearse con  más  fuerza  que  en  el  día  antecedente,  balanceando  hacia  los 
dos  lados  con  mucho  ímpetu.  La  gente,  ya  prevenida  con  lo  que  acababa 
de  suceder  el  miércoles,  estaba  atenta  y  asombrada  de  una  cosa  tan  sin- 
gular, no  acabando  de  entender  tan  prodigioso  estremecimiento.  Mandó 
el  padre  que  todos  se  hincasen  de  rodillas,  grandes  y  pequeños,  hombres 
y  mujeres,  y  que  adorasen  la  santa  cruz,  hizo  el  acto  de  contrición,  que 
repetían  los  indios  en  voz  alta,  y  por  último,  ordenó  que,  viniendo  con 
mucha  humildad  y  reverencia  por  su  orden,  adorasen  y  besasen  el  santo 
leño  que  estaba  inmoble,  explicándoles  cómo  en  otra  cruz  semejante  ha- 


Libro  XII.— Capítulo  I  673 

bía  muerto  por  nosotros  Nuestro  Señor  Jesucristo.  «Ya  veis,  les  decía, 
cómo  sin  haber  terremoto  ha  sucedido  este  prodigio  dos  dias  seguidos  á  la 
misma  hora.  El  madero  no  tiene  sentido  para  hacer  por  si  mismo  ese  mo- 
vimiento. Luego  sólo  por  mandato  del  gran  Dios,  á  quien  obedecen  sus 
criaturas,  se  ha  obrado  esta  maravilla,  que  nos  avisa  del  arrepentimiento 
de  nuestros  pecados,  y  nos  previene  para  trabajos  y  aun  quizá  nos  anun- 
cia muertes  cercanas  de  algunos  de  los  presentes.»  Dados  á  los  hijos  tan 
saludables  consejos,  repitió  la  diligencia  del  día  antecedente,  observó 
bien  toda  la  tierra  alrededor  de  la  cruz,  reconoció  los  maderos,  y  se  hizo 
la  fuerza  posible  para  menearla;  mas  la  tierra  estaba  dura,  la  madera 
sin  raya,  hendedura  ó  división,  y  la  cruz  inmoble,  alta  y  derecha  como 
si  no  hubiera  sucedido  movimiento  alguno. 

Retiráronse  los  indios  á  sus  casas,  espantados  del  suceso,  por  dos  ve- 
ces repetidas;  y  el  P.  Mauricio,  temiendo  ser  este  aviso  de  su  cercana 
muerte  y  prenuncio  de  los  grandes  trabajos  de  la  misión ,  escribió  al  mi- 
sionero de  San  Regís,  que  era  á  la  sazón  el  P.  Manuel  Uriarte,  todo  lo 
sucedido  en  los  dos  días,  pidiéndole  que  le  dijese  su  sentir  sobre  cosa  tan 
singular  y  prodigiosa.  Respondióle  el  P.  Uriarte  en  estos  términos  :  «No 
soy  profeta,  padre  mío,  y  el  tiempo  aclarará  las  cosas.  Pero  pienso  que 
Dios  nuestro  Señor,  en  su  pueblo  de  San  Xavier,  nos  quiere  avisar  que 
la  Compañía  será  combatida  una  y  otra  vez;  mas  así  como  la  cruz  quedó 
firme,  volverá  á  afirmarse  la  Compañía  en  las  misiones.  Conque  ánimo, 
padre  mío,  á  padecer.  Muchas  cruces  cargaron  sobre  San  Xavier,  y  las 
abrazó  todas;  abracemos  nosotros  ésta  que  se  nos  presenta.  El  santo  vio 
en  Europa,  entre  sueños,  un  indio  atezado  que  le  oprimía  con  su  peso, 
mas  se  animó  con  la  divina  gracia  á  soportarlo ;  nosotros  veremos  en  las 
Indias,  estando  despiertos,  que  nos  quitan  por  fuerza  la  dulce  carga  de 
los  indios,  y  que  nos  esperan  más  pesadas  cruces  en  caminos,  mares  y 
en  laEuropa.  Esperemos,  y  abracémoslas  con  resolución  y  coraje,  que  la 
cruz  de  su  pueblo  que  queda  firme,  alta  y  derecha,  nos  augura  fortaleza 
de  la  misma,  superabundante  gracia  para  padecer  constantes,  y  quizá 
volver  otra  vez  á  nuestra  amada  misión.»  Así  se  animaban  estos  varones 
apostólicos  á  padecer  cruces  y  trabajos  por  Jesucristo,  el  cual  les  pre- 
venía para  los  muchos  que  les  esperaban  en  el  prodigio  referido,  que 
parece  haberse  repetido  dos  veces,  y  la  segunda  vez  más  sensiblemente 
que  la  primera,  para  significar,  á  lo  que  yo  pienso,  enseñado  por  el 
tiempo,  no  sólo  la  expulsión  de  la  Compañía  de  los  dominios  de  nuestros 
soberanos,  pero  aun  la  extinción  de  la  misma  religión,  golpe,  sin  duda, 
más  terrible  y  más  sensible  sin  comparación  á  sus  hijos,  los  cuales  en 
silencio  y  esperanza  mantienen  su  fortaleza ,  repitiendo  entre  tanto,  fiat 
voluntas  tua  sicut  in  coelo  et  in  térra. 

El  P.  Mauricio  abrazó  su  cruz  constante  y  la  llevó  con  ejemplar  tesón 
por  cuatro  años  que  le  duró  la  vida,  en  cuyo  tiempo  fué  participante  con 
los  demás  misioneros  de  las  estrecheces  de  la  navegación,  de  las  cárce- 
les del  Para  y  de  las  reclusiones  en  el  Palacio  de  Azeitao,  y  en  el  pueblo 

43 


674  Misiones  del  Marañón  Español 

de  Santa  María,  y  de  todas  las  demás  miserias  y  calamidades,  que  refe- 
riremos en  este  último  libro,  hasta  que  coronó  gloriosamente  su  carrera 
en  Augusta  el  ano  de  1772.  Su  mozo,  llamado  Mariano,  que  asistió  con  el 
padre  al  estremecimiento  de  la  cruz,  murió  á  poco  tiempo  antes  de  la 
salida  de  los  misioneros  del  Marañón.  Por  lo  cual  parece  que  no  engañó 
el  pensamiento  al  P.  Mauricio  cuando  sospechaba  que  también  el  tem- 
blor de  la  cruz,  anunciaba  la  muerte  cercana  de  algunos  de  los  presentes. 
Dejo,  por  no  ser  más  largo  en  este  capítulo,  los  terribles  estruendos  y 
bramidos  que  se  oyeron  en  la  misión  en  las  alegrías  de  la  Pascua  de  Re- 
surrección, en  que  quiso  el  Señor  acordar  á  los  misioneros,  como  dijo  á 
los  discípulos  de  Emaús,  que  convenía  padecer.  Fueron  tan  espantosos  y 
terribles,  que  los  indios,  atónitos,  no  sabían  qué  decirse;  y  aterrados,  se 
miraban  unos  á  otros,  temiendo  perecer  todos,  y  el  gobernador  mismo  de 
la  misióii,  casi  fuera  de  sí  por  la  vehemencia  de  los  truenos  y  estampidos, 
escribía  aun  misionero  que  le  parecía  llegarse  el  fin  del  mundo.  Todos 
estos  asombros  los  causó  la  erupción  terrible  del  cerro  Cotopaxi,  distante 
de  la  misión  casi  trescientas  leguas.  ¿Qué  se  sentiría  á  su  falda  y  en  sus 
cercanías?  Como  los  clérigos  y  comisionados  estaban  ya  en  camino  para 
la  misión,  no  pudieron  dar  á  los  |)adres  razón  particular  de  los  estragos 
de  aquel  Etna  ó  Vesubio.  Pero  se  ha  sabido  por  cartas  que  las  ruinas, 
daños  y  estragos  fueron  inmensos,  arrasando  el  ímpetu  de  la  materia 
bituminosa,  casas,  molinos,  haciendas  y  cuanto  encontraba,  de  manera 
que  hubo  particular  que  perdió  sesenta  mil  ovejas.  Dijese  que  en  Quito 
y  en  Tacunga ,  hubo  tres  días  de  noche  por  la  mucha  ceniza  de  que  se 
cubrió  la  atmósfera,  y  que  los  habitadores  del  contorno  de  Cotopaxi,  de- 
jando sus  propias  tierras  y  haciendas,  se  habían  ido  á  establecer  lejos  de 
este  monstruo. 


CAPITULO  II 

llegan  al  marañón  los  comisionados  para  la  intimación  del  real 
decreto,  con  los  clérigos  destinados  á  suceder  á  los  padres 

El  Sr.  D.  José  Bazave,  comisario  de  la  ejecución  del  decreto  de  su 
majestad  católica,  entró  con  los  primeros  clérigos  en  el  gran  río  Mara- 
ñón á  fines  de  Abril  de  1768 ,  y  á  poco  tiempo  llegaron  los  restantes  con 
el  señor  vicario  y  visitador  D.  Manuel  Echeverría,  canónigo  de  la  santa 
iglesia  catedral  de  Quito.  Debía  el  primero  intimar  á  los  padres  la  expul- 
sión de  las  misiones  y  prevenir  su  viaje  ;  el  segundo,  traía  la  incumben- 
cia de  repartir  á  los  clérigos  por  los  pueblos  de  la  misión,  y  dejar,  de 
acuerdo  con  los  padres,  asentadas  las  cosas  de  manera  que  no  echasen 
de  menos  los  indios  á  sus  antiguos  misioneros  y  se  acomodasen  con  los 
nuevos,  los  cuales  debían  gobernar  á  la  gente  sobre  el  mismo  plan  que 
sus  antecesores.  Y  para  que  se  extrañase  menos  la  mudanza,  venía  ves- 


Libro  XII.— Capítulo  II  675 

tida  la  mayor  parte  de  los  clérigos  de  sotanas  de  jesuítas,  tomándolas  de 
las  que  tenía  prevenidas  el  procurador  de  la  misión  para  enviar  á  su 
tiempo  á  los  padres  misioneros. 

Empezaron  su  comisión  estos  dos  señores  por  el  pueblo  más  bajo  del 
Marañón,  y  prosiguieron  sin  más  detención  que  la  precisa  por  los  demás 
pueblos  de  este  río,  intimando  á  cada  misionero  en  particular,  el  decreto 
real  de  expulsión  de  los  dominios  de  España  ;  y  haciendo  un  inventario 
de  las  alhajas  de  la  iglesia  y  casa  del  misionero,  tomaban  después  pose- 
sión de  la  reducción  los  nuevos  misioneros;  pero  de  un  modo  particular 
que  no  creo  haberlo  practicado  ninguno  de  los  vireyes,  presidentes,  go- 
bernadores ni  comisionados  del  arresto.  Intimábase  á  los  señores  cléri- 
gos en  el  acto  de  posesión,  un  orden  estrecho  del  señor  obispo  j  presi- 
dente de  Quito,  de  que  en  medio  de  ser  ya  curas  de  los  nuevos  pueblos, 
tuviesen  entendido  que  hasta  la  salida  de  los  jesuítas,  les  debían  dejar  el 
gobierno  espiritual  y  económico  de  la  misma  manera  que  si  ellos  no  se 
hallasen  en  las  reducciones.  Porque  en  tanto  que  perseverasen  los  pa- 
dres ,  á  ellos  sólo  tocaba  atender  con  diligencia  y  observar  con  cuidado 
el  método  que  tenían  los  misioneros  en  la  doctrina,  dirección  y  gobierno 
de  los  indios,  el  cual  debían  practicar  después  generalmente  en  todos  los 
pueblos  sin  mudar  un  ápice  de  lo  establecido  en  las  misiones.  Este  con- 
cepto tan  ventajoso  se  habían  merecido  los  padres,  y  en  su  misma  ruina 
y  destrucción  se  aprueba  su  acertada  conducta  con  los  indios ,  y  se  da 
testimonio  claro  de  su  gobierno  paternal,  de  su  desinterés  y  de  su  fideli- 
dad al  monarca. 

En  tan  extraña  mudanza  fué  grande  la  confusión  y  consternación  de 
todos.  El  gobernador  de  la  ciudad  de  Borja,  como  práctico,  de  aquellas 
tierras,  y  que  conocía  mejor  que  otros  la  calidad  de  los  indios,  estaba  re- 
suelto á  dejar  el  empleo.  «Todo  se  pierde  sin  remedio,  decía  á  los  comi- 
sionados; ni  son  los  clérigos,  hechos  á  sus  comodidades,  para  mantener, 
no  digo  llevar  adelante,  unos  establecimientos  que  se  han  fundado  á  costa 
de  continuas  fatigas  y  de  increíbles  trabajos  con  peligros  de  la  vida  en 
agua  y  tierra,  con  extrema  pobreza  y  con  un  desinterés  generoso;  ni  los 
han  conservado  los  padres  sino  dando  á  los  indios  cuanto  les  viene  á  las 
manos,  tratando  con  cariño,  mansedumbre  y  fidelidad  á  gentes  de  tan 
corto  entendimiento  y  de  una  natural  desidia,  y  no  se  mueven  de  un  sitio 
sino  á  costa  de  ruegos,  acompañados  de  regalos  y  donecillos,  en  que  cier- 
tamente no  serán  pródigos  los  sacerdotes  que  vienen  en  la  persuasión 
firme  de  las  riquezas,  que  abrigan  en  sus  entrañas  estas  tierras  faltas 
casi  de  todo,  fuera  de  unas  pocas  yucas,  plátanos  y  granos  de  maíz.  Yo 
no  quiero  ser  responsable  á  la  pérdida  que  veo,  ni  conservar  los  títulos  y 
nombramiento  de  mi  gobierno.» 

Los  indios  hablaban  sin  temor  ni  respeto,  diciendo  abiertamente  que 
en  el  punto  mismo  en  que  saliesen  los  padres  de  sus  pueblos,  escaparían 
á  los  montes  sin  querer  admitir  otros  misioneros  que  los  padres  de  la 
Compañía  que  los  habían  criado,  y  cuya  humanidad  y  buen  trato  tenían 


676  Misiones  del  Marañón  Español 

conocido  y  experimentado.  Y  como  vieron  en  algún  otro  clérigo,  desde 
los  principios,  ciertas  señales  de  codicia  y  un  modo  imperioso  de  mandar 
y  hacerse  obedecer,  se  confirmaban  en  su  primera  resolución.  Los  indios 
Panos,  como  tan  antiguos  en  la  misión,  recibieron  el  golpe  con  alguna 
moderación,  y  prevenían  los  ímpetus  de  los  más  nuevos,  diciéndoles: 
«Esperemos  á  que  nuestro  misionero  salga  del  pueblo,  pues  no  lo  pode- 
mos impedir,  y  él  mismo  nos  exhorta  á  la  paciencia  y  conformidad.  Pero 
después  iremos  á  Quito  con  estos  clérigos  que  dan  señales  bien  claras  de 
no  querer  estar  con  nosotros,  y  suplicaremos  al  señor  presidente  de  parte 
de  todos  los  nacionales  de  la  misión,  que  nos  vuelva  presto  el  rey  nuestro 
señor  nuestros  amados  padres.  Si  esto  se  consigue,  proseguiremos  como 
hasta  aquí,  mas  si  no  vienen  en  la  demanda,  entonces  es  el  tiempo  de  es- 
capar todos.  Poco  fruto  hacían  los  Panos  con  estos  discursos,  ni  podían 
apartar  de  su  determinación  á  los  demás  indios  naturalmente  tímidos  y 
por  extremo  suspicaces. 

Pero  qué  diremos  de  la  mayor  parte  de  aquellos  buenos  clérigos ,  que 
hallándose  burlados  y  sin  la  esperanza  de  adelantar  en  sus  intereses, 
como  muchos  se  habían  figurado,  «¿dónde  están,  decían  las  minas  de  oro 
tan  cacareadas  en  Quito?  ¿Dónde  la  cera  blanca  que  se  recoge  á  quintales? 
¿Dónde  el  cacao,  el  azúcar  y  la  canela?  ¿Dónde  los  tesoros  de  las  ricas  mi- 
siones? ¿Dónde  la  plata,  dónde  el  oro,  dónde  las  riquezas  traídas  de  Portu- 
gal? No  se  ve  sino  miseria,  necesidad  y  hambre.  Las  casas  pobres  y  es- 
trechas, los  alimentos  estirados,  el  terreno  estéril,  sin  más  compañía  que 
las  de  unas  peñas  escabrosas  y  de  una  gente  brutal  y  sin  entendimiento. 
¿Quién  nos  sacará  de  este  infierno?  Ninguno  sin  duda,  sino  nosotros  mis- 
mos, que  usando  del  derecho  natural  de  conservación  de  nuestra  vida, 
nos  volveremos  como  pudiéremos  á  Quito,  para  evitar  una  muerte  cierta 
á  que  no  tenemos  obligación  ninguna  de  exponernos.  Sólo  una  cosa  se 
encuentra  que  pueda  llevar  la  atención,  y  es  la  fábrica  de  las  iglesias, 
su  adorno  y  los  preciosos  ornamentos,  que  han  recogido  los  padres  tra- 
tándose con  estrechez  y  pobreza,  y  empleando  en  el  culto  divino  los  pe- 
sos que  les  alargaba  su  majestad.  Pero  esto  lo  pueden  ejecutar  unos 
hombres  apostólicos  escogidos  de  Dios  y  desterrados  voluntariamente 
de  sus  tierras ,  para  plantar  y  extender  el  Evangelio  en  un  país  lleno 
de  peligros  de  la  vida,  ya  de  parte  de  estos  hombres  montaraces,  ya  de 
parte  de  tantas  fieras  y  animales  venenosos,  y,  finalmente,  del  agua,  del 
temple  y  de  la  tierra». 

Con  una  experiencia  tan  contraria  á  lo  que  hubieran  pensado,  no  ex- 
trañará ninguno  que  de  treinta  clérigos,  ordenados  los  más  de  ellos  tu- 
multuariamente con  el  fin  de  suceder  en  el  empleo  á  los  misioneros  del 
Marañón,  diez  de  ellos  se  volvieron  inmediatamente  desde  la  misma  en- 
trada de  la  misión  á  la  ciudad  de  Quito,  conociendo  desde  luego  que  no 
podían  soportar  los  trabajos  del  ministerio  en  una  soledad  y  destierro 
lleno  de  penalidades,  miserias  y  peligros.  Los  otros  veinte, se  fueron  dis- 
tribuyendo por  los  pueblos,  para  que  aprendiesen  de  los  padres  el  modo 


Libro  XII.— Capítulo  II  677 

de  tratar  con  los  indios,  y  el  gobierno  político  y  cristiano  que  debían  lle- 
var adelante.  Mas,  ¿cómo  era  posible  hacerse  de  repente  á  las  fatigas  de 
tan  penoso  empleo,  que  sólo  hace  suaves  y  llevaderas  la  unción  del  Espí- 
ritu Santo,  unos  sacerdotes  sin  vocación  del  cielo,  y  que  venían  con  dis- 
posiciones tan  contrarias  al  oficio  en  que  les  ponían? 

No  sólo  el  gobernador,  los  indios  y  los  clérigos  se  hallaban  tan  cons- 
ternados y  confusos,  pero  aun  los  padres  mismos,  estremecidos  al  terrible 
golpe,  necesitaban  de  esfuerzo  y  de  consuelo.  Halláronle  en  el  Señor,  á 
quien  se  volvieron,  y  adorando  los  juicios  de  su  providencia  se  pusieron 
en  manos  de  su  divina  Majestad,  y  se  esforzaron  á  cumplir  de  su  parte 
con  todo  lo  que  les  pareció  necesario  para  la  perseverancia  de  unos  pue- 
blos que  tantos  sudores  habían  costado.  Su  principal  cuidado  en  esos  seis 
meses  fué,  no  sólo  atender  á  los  indios,  mantenerles  en  el  pueblo  y  exhor- 
tarlos á  la  perseverancia  después  de  su  partida,  sino  también  consolar  á 
los  clérigos,  esforzarlos,  animarlos  y  enseñarlos.  Y  como  los  indios  esta- 
ban tan  inquietos  y  deseosos  de  escapar  á  los  montes ,  y  los  clérigos  tan 
tristes  y  melancólicos  á  la  vista  del  peso  y  carga  que  les  esperaba,  ya  se 
deja  entender  cuáles  fuesen  los  cuidados  y  fatigas  de  los  misioneros,  que 
reprimiendo  en  su  pecho  el  vivísimo  dolor  de  haber  de  dejar  á  sus  indios 
y  el  temor  demasiadamente  fundado  de  la  ruina  de  las  reducciones,  acu- 
dían á  todas  partes  y  se  valían  de  mil  invenciones,  así  para  aficionar  á 
los  indios  á  los  nuevos  padres  espirituales,  como  para  aligerar  la  carga 
á  éstos  para  que  no  se  acobardasen  con  el  peso. 

Basta  para  prueba  lo  que  hizo  el  misionero  de  San  Regís,  pueblo  res- 
petable, con  un  clérigo  antiguo,  como  de  cincuenta  años,  que  pusieron 
en  esta  reducción.  Moríase  este  buen  sacerdote  de  tristeza  y  de  melanco- 
lía. «¡Ay  de  mí,  desdichado!  decía  hablando  con  el  padre;  ¡ay  de  mí ;  yo 
no  puedo  vivir  en  estos  desiertos  solo!  Me  muero,  padre  mío,  de  melanco- 
lía. No  hay  para  mí  consuelo,  no  hay  alivio.»  Y  diciendo  esto  se  ponía  á 
llorar  como  si  fuese  un  niño.  Animábale  el  padre,  y  le  exhortaba  á  que  se 
emplease  en  alguna  cosa,  y  á  que  divirtiese  el  pensamiento,  porque  den- 
tro de  dos  años  le  sacaría  el  obispo,  comohabíaprometido,  y  le  atendería 
en  la  oposición  á  otros  lugares  ó  curatos,  como  se  portase  bien  en  las  mi- 
siones. Dos  años,  le  decía,  presto  se  pasan,  y  ya  van  algunos  meses:  ofrezca 
á  Dios  estos  trabajos,  y  apliqúese  á  cuidar  de  estos  pobres  indios  con  ca- 
riño como  yo  lo  hago.  Repase  el  Moral,  porque  pueda  entrar  con  se- 
guridad en  los  exámenes,  que  yo  le  ayudaré  mientras  esté  en  el  pueblo. 
«¡Ay,  padre,  respondía  el  buen  clérigo;  Dios  le  pague  tanta  caridad, 
pero  estoy  muy  olvidado  del  latín  para  entender  los  cánones  del  sínodo 
de  Lima,  y  mucho  más  los  del  Concilio  de  Trento.  Para  el  Moral  ya  tengo 
Larraga,  y  éste  me  basta  por  ahora  en  castellano.»  Viendo  esto  el  misio- 
nero, se  determinó  en  hacer  escuela  con  el  clérigo,  y  en  una  hora  por  la 
mañana  y  en  otra  por  la  tarde,  le  fué  diciendo  en  castellano  los  cánones 
de  uno  y  otro  concilio  para  que  los  entendiese. 

En  las  prácticas  de  la  misión  y  en  el  modo  de  tratar  con  los  indios,  ha- 


678  Misiones  del  Marañón  Español 

liaba  mucha  dificultad  el  buen  clérigo ;  porque  hecho  á  vivir  á  su  modo^ 
no  sabía  ni  acertaba  á  disimular  con  los  indios  y  á  pasar  por  sus  groserías: 
dábale  en  rostro  la  comida  pobre,  y  no  podía  entrar  en  la  tarea  penosa 
de  instruir  rudos,  visitar  enfermos  y  hacerse  todo  á  todos  para  ganarles 
las  voluntades.  Hacía  cuanto  podía  el  misionero  con  razones,  palabras 
afables  y  con  ejemplos,  para  que  entrase  suaA^emente  en  el  oficio,  y  viese 
con  sus  ojos  que  no  era  imposible,  sino  hacedero,  lo  que  se  le  figuraba  tan 
dificultoso.  Y  á  la  verdad,  si  no  pudo  conseguirlo  todo,  dejó  á  lo  menos- 
las  cosas  asentadas,  al  clérigo  medianamente  instruido  y  á  los  indios  pa- 
cíficos y  sosegados,  con  alguna  esperanza  de  firmeza  y  perseverancia  de- 
aquella reducción.  Esto  mismo  practicaron  otros  misioneros  en  sus  pue- 
blos con  los  clérigos ,  cuya  instrucción  tomaron  muy  á  pechos  deseosos^ 
de  adelantar  la  obra  de  Dios  y  de  que  se  hiciesen  á  los  indios  aquellos 
sacerdotes.  Mas  según  las  noticias  que  de  aquellas  remotísimas  regio- 
nes y  tierras  hemos  tenido  en  Italia,  poco  asiento  hicieron  en  los  ¡pue- 
blos los  nuevos  misioneros,  y  no  parece  que  probaron  mucho  mejor  los 
religiosos  que  les  sucedieron,  quedando  el  extendidísimo  campo  de  las  mi- 
siones un  erial  horroroso  y  sin  cultivo.  Estos  fueron  los  frutos  y  ventajas 
de  la  mudanza  de  los  padres,  el  abandono  de  tantos  indios  y  la  pérdida 
de  una  cristiandad,  que  tantos  años  de  cultivo,  aplicación  y  trabajo  ha- 
bía costado  á  la  Compañía  de  Jesús. 


CAPITULO  III 

SALEN  LOS  PADRES  DE  SUS  PUEBLOS  Y  ENTRAN  EN  EL  DOMINIO  DE  PORTUGAL. 
PARA  HACER  SU  VIAJE  BAJO  LA  DIRECCIÓN  DE  LOS  PORTUGUESES 

No  había  concluido  el  arresto  de  los  misioneros  D.  José  Bazave  en  las 
reducciones  más  remotas,  cuando  recibió  en  San  Joaquín  de  Omaguas  en 
el  31  de  Julio  de  sesenta  y  ocho,  día  consagrado  á  San  Ignacio  de  Lo- 
yola,  padre  y  fundador  de  la  Compañía,  un  pliego  enviado  del  presidente- 
de  Quito  en  que  le  comunicaba  el  orden  que  acababa  de  recibir  de  la 
corte,  para  que  los  misioneros  del  Marañón  fuesen  enviados  á  la  Europa 
por  la  vía  de  Portugal.  La  razón  de  esta  resolución  de  parte  de  los  minis- 
tros de  España,  parecía  ser  que  haciendo  los  padres  su  viaje  por  agua,, 
sería  más  cómodo  y  se  excusarían  los  muchos  gastos,  peligros  y  trabajos- 
en  que  incurrirían  necesariamente  por  cualquiera  otro  camino.  Pero  le- 
vantando más  la  consideración ,  quería  también  su  padre  San  Ignacio 
que  los  misioneros  del  Marañón  español,  bebiesen  algo  del  cáliz  que  esta- 
ban apurando  hasta  las  heces  los  misioneros  del  Marañón  portugués,  en 
las  cárceles  tenebrosas  de  San  Julián.  Para  dar  el  comisionado  entero- 
cumplimiento  al  orden  que  se  le  daba,  se  determinó  á  concluir  con  apre- 
suración  el  auto  y  ejecutar  la  mudanza  de  misioneros  con  la  brevedad 
posible.  Envió  á  los  pueblos  más  distantes  y  retirados  que  no  había  co- 


Libro  XII.— Capítulo  III  079 

rrido,  á  los  clérigos  mismos  con  cartas  en  que  al  mismo  tiempo  que  orde- 
naba á  los  padres  la  entrega  de  los  pueblos,  les  señalaba  también  el  día 
preciso  en  que  debían  venir  á  San  Joaquín  de  Omaguas ,  y  estar  ¡prontos 
para  pasar  á  los  dominios  de  Portugal. 

Obedecieron  puntualmente  los  misioneros,  y  como  tenían  ya  preveni- 
dos los  indios  y  bien  amonestados  sobre  la  obediencia  que  debían  tener  á 
su  majestad  católica  que  mandábala  mudanza,  hicieron  con  mucha  paz 
la  entrega  de  las  reducciones  á  los  nuevos  clérigos,  encargando  á  los  in- 
dios con  especial  cuidado  la  obediencia  y  rendimiento  á  sus  padres  espi- 
rituales que  miraban  por  ellos  y  los  cuidarían  de  la  misma  manera  que 
habían  sido  atendidos  de  los  Jesuítas.  Todos  tuvieron  el  consuelo  de  dejar 
quietos  y  sosegados  á  los  indios,  bajo  la  dirección  y  cuidado  de  sus  suce  - 
sores.  Solo  el  P.  Andrés  Camacho  tuvo  el  dolor  y  sentimiento  de  ver  con 
sus  mismos  ojos,  arder  las  casas  de  los  Muratas,  que  no  pudiendo  disimu- 
lar la  pena  de  que  les  quitasen  su  misionero  pusieron  fuego  al  pueblo  y 
escaparon  á  los  montes. 

Hecha  ya  la  entrega  de  las  reducciones,  salieron  de  ellas  los  padres, 
unos  después  de  otros,  según  las  diferentes  distancias,  y  enderezándose 
al  pueblo  de  la  reseña  nombrado  del  comisario,  tomaron  también  sus  me- 
didas ,  que  por  una  especie  de  prodigio  llegaron  á  San  Joaquín  los  doce 
que  se  esperaban  en  el  mismo  día  de  28  de  Octubre  y  á  la  misma  hora  de 
la  mañana.  Hallaron  en  el  pueblo  otros  tres  sujetos,  que  con  otros  cuatro 
padres  que  se  debían  juntar  en  el  camino  antes  de  la  entrega  en  Portu- 
gal, cumplían  el  número  de  diez  y  nueve  misioneros,  y  eran  los  siguientes: 

P.  Francisco  Aguilar,  superior  de    P.  Pedro  Berroeta, 

los  misioneros.  P.  Francisco  Xavier  Plindendorffer. 

P.  Leonardo  Deubler.  P.  Martín  Schoveina. 

P.  Adán  Vidman.  P.  Andrés  Camacho. 

P.  Xavier  Veigel.  P.  Mauricio  Caligari. 

P.  Manuel  Uriarte.  P.  José  Vahamonde. 

P.  José  Palme.  P.  José  Montes. 

P.  Carlos  Albrízi.  P.  Juan  Saltos. 

P.  Dionisio  Ibáñez.  P.  Segundo  del  Castillo. 

P.  Pedro  Esquini.  P.  Pedro  Shonemán. 

Los  Padres  Xavier  Crespo  y  P.  Juan  Ullauri  que  cuidaban  de  la  ciu- 
dad de  Lamas,  los  PP.  Francisco  Zamora  y  José  Marchat,  que  aten- 
dían á  los  de  Archidona  y  del  puerto  de  Ñapo,  y  finalmente  los  PP.  José- 
Romey  y  Juan  Ibusti,  misioneros  de  los  Encabellados,  habían  pasado  á 
Quito  antes  que  llegase  el  orden  del  señor  presidente,  y  por  el  consi- 
guiente no  pudieron  ser  comprendidos  en  la  nueva  determinación  que 
se  tomaba. 

Después  de  un  corto  viaje  desde  San  Joaquín  á  San  Ignacio  de  Pevas. 
se  hallaban  ya  en  este  pueblo  los  19  referidos  padres.  Fué  necesario  déte- 


680  Misiones  del  Marañón  Español 

nerseen  esta  reducción  por  algunos  días,  para  recoger  víveres  y  hacer  al- 
gunas provisiones  hasta  la  entrega  en  los  dominios  de  Portugal ,  porque 
solos  los  indios  empleados  en  manejar  diez  y  ocho  canoas  que  llevaban  á 
los  padres,  y  un  barquito  en  que  iba  el  comisionado,  pasaban  de  doscientos 
hombres.  Recogidos  los  bastimentos  que  se  pudieron  haber  en  aquellas  tie- 
rras miserables,  salió  la  armada  naval  de  San  Ignacio  en  el  día  7  de  No- 
viembre, y  á  dos  días  de  navegación  tomó  el  puerto  de  Nuestra  Señora 
de  Loreto,  último  pueblo  de  la  misión  y  rayano  de  Portugal.  ¿  Quién  po- 
drá explicar  con  palabras  los  vivos  sentimientos  de  los  misioneros  al  de- 
jar atrás  el  río  Ñapo  y  al  arrancarse  de  sus  amadas  misiones?  Allí  deja- 
ban su  corazón  adonde  tenían  su  tesoro,  y  les  llevaban  el  alma  aquellos 
pobres  indios  que  habían  sido  sus  delicias.  No  pudo  menos  de  ser  ésta 
una  división  dolorosísima,  y  ya  que  no  acierto  á  decirla,  dígala  por  todos 
ellos  el  P.  Manuel  Uriarte,  que  así  la  pinta  en  sus  apuntaciones. 

«Bañado  en  lágrimas,  dice,  extendía  cuanto  podía  la  vista  por  el  Ñapo 
arriba,  y  me  desahogaba  diciendo:  ¡Adiós,  adiós  Ñapo,  primicias  de  mi 
mi  apostolado,  y  por  qué  no  me  dejaste  sepultado  en  tus  orillas  en  el 
tiempo  de  tus  rebeliones,  ó  á  lo  menos  sepultado  en  tus  aguas  de  San  Mi- 
guel y  de  Rumituñisca!  ¡Oh  mil  veces  dichoso  venerable  P.  Francisco 
Real,  que  mereciste  dejar  á  la  violencia  de  las  macanas  tu  mismo  cuerpo 
por  firme  columna  de  la  misión!  ¿Quién  me  diese  que  el  mío  quedara  en 
tu  compañía  sin  salir  jamás  del  lugar  que  escogí  para  mi  descanso!  ¡Adiós, 
adiós  riquezas  mías,  más  que  las  minas  de  oro  que  arriba  tributas?  ¡Adiós 
mis  hijos  primogénitos  Aguaricos,  Guayoyas,  Uncuyes,  Ancuteres,  Paya- 
guas  y  Tiriries !  Veo  mis  grandes  pecados  por  los  que  os  he  de  dejar,  y  qui- 
zá no  os  volveré  á  ver  en  ningún  tiempo.  ¡Oh  cruda,  oh  durísima  separa- 
ción! ¡Oh  Nombre  Santísimo  de  Jesús,  mi  primer  pueblo!  ¡Oh  Nombre  de 
María,  el  segundo!  ¡Oh  San  Luis  Gonzaga,  el  tercero!  ¡Oh  San  Javier  de 
Icaguates,  el  cuarto!  ¡Oh  San  Miguel,  mi  anejo,  que  fuistes  el  quinto,  y  tú 
San  Pedro  de  Pay aguas,  el  sexto!  Interceded  ahora  más  que  nunca  con 
todos  los  ángeles  custodios  por  estos  desamparados,  redimidos  con  la  san- 
gre del  Cordero,  y  reprimid  las  furias  de  los  demonios  que  no  vuelvan  á 
tomar  posesión  de  tantas  almas,  libres  ya  de  esclavitud  y  cautiverio.» 
Así  se  explicaba  este  celoso  misionero,  que  miraba  con  más  pena  aquella 
terrible  división  de  sus  indios,  que  si  el  alma  se  le  separase  del  cuerpo. 

Mandó  hacer  alto  el  comisionado  en  las  tierras  hasta  que  llegasen  del 
río  Negro  los  barcos  portugueses,  en  que  debíaru  bajar  los  misioneros 
hasta  el  gran  Para ;  pero  no  viniendo  noticia  de  su  arribo,  tuvo  después 
por  conveniente  acercarse  á  la  Villa  Real  de  San  José,  de  Yavari,  pri- 
mer pueblo  de  Portugal,  adonde  entraron  las  canoas  el  día  12  de  Noviem- 
bre. En  esta  Real  Villa,  frontera  de  España,  sin  muralla  y  sin  castillo,  y 
sin  una  pieza,  tenían  los  portugueses  como  unos  quince  soldados,  que  por 
turno  hacían  guardia  en  el  cuartel  y  centinela  en  el  puerto.  Era  de  ad- 
mirar los  pocos  indios  que  se  hallaban  en  el  pueblo,  tan  bien  poblado  an- 
tes, cuando  con  nombre  de  San  Javier  (pues  le  mudaron  hasta  el  nom- 


Libro  XII.— Capítulo  III  681 

bre),  le  regía,  instruía  y  gobernaba  su  primer  fundador  el  P.  Manuel  de 
Santos.  Pero  arrestado  el  año  de  59,  y  sepultado  ahora  en  las  cárceles  de 
Lisboa,  estaba  el  lugar  hecho  un  esqueleto,  sin  mc\s  alma  que  los  pocos 
soldados  y  otros  tantos  indios,  que  no  tenían  de  que  sustentarse  sino  de 
lo  que  les  venía  de  San  Pablo.  Debieron  nuestros  misioneros  muchas 
atenciones  á  la  poca  gente  que  hallaron  en  la  Villa,  y  señaladamente  al 
capitán  europeo  y  al  vicario  criollo,  el  cual  les  franqueó  la  iglesia  para 
decir  Misa,  única  pretensión  de  los  padres  y  para  decir  en  ella  las  leta- 
nías acostumbradas  en  la  Compañía. 

La  fábrica  de  la  iglesia  estaba  levantada  de  prestado,  por  haber  de- 
jado arruinar  la  que  había  fabricado  el  P.  Santos.  No  habían  quedado  en 
ella  sino  dos  estatuas  de  San  Ignacio  y  San  Xavier,  y  sin  diademas,  acaso 
por  ser  de  plata  las  que  tenían.  Con  estar  dedicada  al  Patriarca  San 
José,  no  se  veía  en  ella  ni  estatua,  ni  pintura  del  glorioso  Santo.  Lasti- 
mado de  tanto  descuido  y  abandono,  uno  de  los  padres  misioneros  se  en- 
tretuvo en  estos  días  de  detención  en  formar  de  cartón  y  de  papel  dorado 
que  por  casualidad  llevaba  en  un  libro,  diademas  á  los  santos,  que  en  tanta 
pobreza  agradecieron  el  afecto  y  buena  voluntad  de  su  hijo.  Fuera  de 
de  esto,  halló  entre  los  compañeros  una  estampa  del  gloriosísimo  Pa- 
triarca San  José,  y  la  colocó  con  mucho  gusto  y  devoción  en  su  iglesia. 
Parece  que  los  santos  se  dieron  por  agradecidos  á  esta  buena  obra  del 
misionero,  pues  por  su  medio  se  impidió  la  violación  de  la  iglesia  y 
se  socorrió  á  una  pobre  india.  Estaba  dicho  padre  una  noche  en  la  igle- 
sia, y  sin  lámpara,  porque  no  había  Sacramento,  encomendándose  á 
su  Majestad,  cuando  un  desaforado  soldado  entró  en  ella  arrastrando 
por  fuerza  á  una  india  que  se  resistía  cuanto  podía  á  su  mal  deseo.  No- 
tólo el  padre,  que,  arrastrado  del  celo  de  la  casa  de  Dios,  dio  un  gran 
grito  al  soldado,  diciéndole:  ¡Oh  perverso,  qué  haces!  A  esta  voz,  como 
si  fuese  un  trueno,  huyó  espantado  el  sacrilego  soldado,  y  quedó  libre  la 
pobrecita  india  de  aquel  desalmado.  Avisó  al  vicario  de  la  desvergüenza, 
y  éste  se  excusó  diciendo  haber  dejado  abierta  la  iglesia  en  atención  á 
los  padres  que  hallaban  en  ella  su  consuelo ;  y  que  por  haber  querido  su 
antecesor  carmelita,  atajar  un  desorden  de  un  soldado,  le  había  éste 
puesto  un  puñal  á  los  pechos,  y  el  fraile  se  había  retirado  al  Para.  Es- 
taba en  realidad  el  vicario  desazonadísimo  con  los  soldados,  y  repetía: 
«Soldado  y  diablo,  todo  es  uno.  Sólo  los  padres  jesuítas,  añadía ,  tenían 
arte  y  maña  para  contenerlos  y  echados  éstos  en  las  cárceles  por  traido- 
res á  la  corona  ha  descubierto  el  ministro  en  esta  prisión  la  mayor  trai- 
ción al  rey  fidelísimo.» 

Como  no  hubiese  noticia  alguna  de  los  barcos  que  se  esperaban ,  des- 
pués de  diez  días  de  detención  en  la  villa,  hubo  sus  diferencias  entre  el 
comandante  de  la  plaza  y  el  señor  Bazave.  Quería  éste  pasar  al  pue- 
blo de  San  Pablo  como  más  principal  en  donde  debía  hacerle  la  entrega 
de  los  padres.  Pero  se  oponía  con  tesón  el  portugués  diciendo  que  nunca 
vendría  en  ello  mientras  no  le  constase  del  permiso  de  su  gobernador 


682  Misiones  del  Marañón  Español 

inmediato,  que  residía  en  el  río  Negro.  Desatinado  Bazave  por  la  cons- 
tancia del  comandante,  lo  amenazaba  con  volver  á  los  misioneros  por  la 
vía  de  Quito,  añadiendo  que  sabría  muy  bien  dar  cuenta  de  su  proceder 
y  exponer  las  quejas  en  la  corte  de  Lisboa.  En  medio  de  estas  alterca- 
ciones, llegó  en  el  día  23  la  noticia  de  que  las  barcas  deseadas  venían  á 
toda  prisa  Marañón  arriba,  y  que  llegarían  á  la  villa  de  Olivenza  ó  San 
Pablo  en  el  día  4  ó  5  de  Diciembre;  con  esta  nueva  se  dejó  doblar  el  por- 
tugués, y  vino  en  que  bajasen  los  padres  á  dicha  villa,  donde  entraron 
en  el  28  de  Noviembre  antes  de  ponerse  el  sol. 

Fueron  recibidos  los  misioneros  con  mucha  urbanidad  de  los  portu- 
gueses, pero  notaron  mucho  el  recato  que  observaron  eu  este  pueblo  con 
ellos,  de  manera  que  un  religioso  carmelita  que  estaba  cura  de  otra  po- 
blación más  abajo,  habiendo  subido  á  San  Pablo  con  el  pretexto,  coma 
decía,  de  reconciliarse,  aunque  en  realidad  había  venido  para  ver,  hablar 
y  abrazar  á  los  padres,  procuró  visitarlos  de  noche  y  con  mucha  reserva. 
Al  abrazarlos  este  buen  religioso,  sin  poder  contener  las  lágrimas  que  le 
caían  de  sus  ojos,  decía  al  oído  de  cada  uno  de  los  padres  estas  palabras: 
«Padres  de  la  Compañía  de  Jesús.»  No  caían  en  cuenta  los  misioneros 
por  qué  repetía  tanto  aquellas  palabras  ;  pero  el  religioso  daba  á  enten- 
der en  ellas  que  de  ninguna  manera  asentía  á  las  órdenes  de  un  oidor,, 
que  con  título  de  visitador,  había  corrido  aquella  provincia  y  fijado  en 
las  puertas  de  las  iglesias  un  edicto,  que,  entre  otras  cosas,  prohibía  á 
los  subditos  de  su  majestad  fidelísima  dar  el  nombre  de  padres  de  la 
Compañía  de  Jesús  á  los  hijos  de  San  Ignacio.  Leyeron  después  los  jesuí- 
tas este  decreto  fijo  en  la  puerta  de  la  iglesia ,  en  el  cual  se  prohibía  á 
todo  portugués  tratar  directa  ó  indirectamente  con  algunos  de  los  llama- 
dos de  la  Compañía  de  Jesús,  sopeña  de  ser  tenidos  y  juzgados  por  reos- 
de  lesa  majestad,  por  ser  dichos  padres  enemigos  declarados  de  la  co- 
rona. Leído  tan  infamatorio  decreto,  se  acordaron  de  los  apóstoles  que 
ibant  gaudentes  a  conspectu  concüii :  y  alegres  y  alentados  con  este  recuerdo, 
se  animaban  á  padecer  algo  por  Jesucristo,  que  se  dignaba  hacerlos  en 
algo  semejantes  á  sus  apóstoles.  El  director  de  la  villa,  que  era  como  co- 
rregidor, hospedó  á  los  misioneros  en  su  propia  casa,  y  se  fué  á  vivir  en- 
tretanto á  una  fragua  miserable  de  un  herrero,  pareciéndole  justo  hacer 
este  obsequio  á  los  padres,  á  quienes  estimaba  de  corazón.  Y  como  debía 
correr  con  su  agasajo,  por  razón  del  empleo,  tuvo  muchas  ocasiones  de 
tratar  con  ellos  en  que  mostraba  siempre  singular  agrado,  ternura  y  ca- 
riño que  daban  bien  á  entender  el  afecto  que  les  tenía.  Los  demás  por- 
tugueses conocían  muy  bien  la  inocencia  de  la  causa,  pero  solo  se  expli- 
caban con  acciones  y  medias  palabras. 

Llegaron,  por  fin,  los  barcos  el  día  después  de  San  Juan,  coii  un  des- 
tacamento de  granaderos,  que  se  reducía  á  doce  soldados,  un  cabo,  un 
alférez  y  un  capitán,  el  cual  venía  con  todos  los  poderes  de  comisario  de 
parte  de  Portugal  para  hacerse  cargo  de  la  entrega  de  los  misioneros 
hasta  el  Para.  Dirigióse  el  capitán  con  sus  soldados  á  la  casa  del  direc- 


Libro  XII.— Capítulo  IV  683 

tor,  y  salieron  los  padres  á  la  puerta  para  recibirle  con  sumisión  y  de- 
coro. Reconocido  el  padre  superior,  á  quien  hicieron  un  grande  cumpli- 
miento, pronunció  con  marcialidad  y  despejo  una  larga  y  estudiada 
arenga,  cuya  suma  era  que  venía  con  los  suyos  á  ofrecer  á  los  misione- 
ros lo  que  necesitasen  y  pidiesen,  asegurándoles  que  ésta  era  la  mente 
de  su  rey  fidelísimo,  y  que  ellos  estaban  allí  prontos  á  servirles  en  todo. 
Advirtiólos  también  en  que  si  alguno  se  desmandase  en  hacerles  la  veja- 
ción más  mínima,  ya  fuese  de  los  soldados,  ya  délos  indios,  le  diesen  pronto 
aviso  para  poner  el  remedio  con  el  castigo  de  los  delincuentes.  Agradeció 
el  superior,  en  nombre  de  todos,  las  ofertas  del  capitán,  el  cual,  al  des- 
pedirse con  sus  soldados,  hizo  que  el  cabo  de  escuadra  fijase  su  alabarda 
en  la  puerta  de  los  padres  en  señal  de  posesión.  Dióse  por  ofendido,  como 
era  razón,  el  comisario  español  de  una  demostración  tan  fuera  de  tiempo, 
y  además  de  echíir  por  tierra  por  medio  de  un  indio  la  insignia  de  la  pre- 
tendida posesión ,  se  quejó  amargamente  con  el  capitán ,  diciéndole  que 
si  empezaba  antes  de  tiempo  con  aquellas  demostraciones  ó  pensaba  lle- 
var á  los  padres  como  presos  y  con  centinelas,  se  volvería  con  ellos  por 
las  montañas  de  Quito,  lo  que  haría  muy  fácilmente  atenta  la  docilidad 
y  obediencia  que  había  experimentado  en  ellos,  pues  sin  escolta  de  ba- 
yonetas y  sin  ayuda  de  soldadesca  les  había  conducido  á  todos  á  aquel 
lugar.  Y  sobre  todo,  que  tuviese  entendido  que  no  sufriría  en  manera  al- 
guna que  se  pusiesen  centinelas  á  los  padres,  ó  se  practicase  con  ellos  la 
menor  señal  de  prendimiento,  particularmente  antes  de  una  entrega  for- 
mal y  legítima,  sin  la  cual  no  estaban  autorizados  los  portugueses  para 
disponer  de  los  padrea.  Con  estas  palabras  dichas  del  comisario  español 
con  resolución  y  valentía ,  se  retiró  el  capitán  y  no  pensó  en  hacer  cosa 
alguna  con  los  misioneros  hasta  que  legalmente  se  le  entregaron. 


CAPITULO  IV 

ENTREGA    DE    LOS  MLSIONEROS    AL    CAPITÁN    PORIUGUÉS    Y    NAVEGACIÓN 

HASTA   EL   GRAN   PARA 

Mientras  los  padres  se  hallaban  en  un  estado  de  indiferencia,  que  ni 
bien  pertenecían  al  comisario  español  ni  estaban  todavía  al  cargo  y  cui- 
dado del  capitán  portugués,  no  dejaban  de  tener  sus  cuidados  y  recelos 
por  las  muchas  cosas  que  les  venían  al  pensamiento,  sobre  lo  sucedido  en 
Portugal  con  sus  hermanos.  Más  solícito  que  todos  el  superior  Aguilar  te- 
miéndolo todo,  y  no  se  fiando  de  ninguno,  se  informó  por  sí  mismo  de  lo 
que  llevaban  sus  subditos  y  dio  un  orden  cerrado  para'  que  se  quemasen 
cuantos  papeles  traían.  Ellos  eran  en  realidad  inocentes  y  se  reducían  á 
las  apuntaciones  de  los  padres  sobre  los  sucesos  de  sus  pueblos,  ó  á  cosas, 
tocantes  á  las  diversas  lenguas  de  la  Misión.  Pero  el  orden  se  ejecutó 


684  Misiones  del  Marañón  Español 

puntualmente,  y  nosotros  nos  vemos  privados  de  varias  noticias  que  no 
hemos  podido  encontrar  por  más  que  las  hemos  solicitado. 

Llegó  finalmente,  el  día  8  de  Diciembre,  consagrado  á  la  celebridad 
de  la  Purísima  Concepción  de  María  Santísima,  en  el  cual  debía  hacerse 
la  entrega  de  los  jesuítas  á  los  señores  portugueses.  Dispusieron  los  comi- 
sionados por  la  tarde  un  gran  circo  de  bancos,  en  que  hicieron  sentar 
por  su  antigüedad  á  los  diez  y  nueve  misioneros:  en  la  testera  se  puso  una 
mesa,  á  la  cual  se  sentó  en  primer  lugar  el  capitán  portugués,  el  comi- 
sario español  enfrente,  y  á  los  lados  el  cabo  de  escuadra  que  hacía  de  es- 
cribano y  los  testigos  de  la  entrega,  que  venían  á  ser  dos  mestizos  y  otros 
tantos  indios.  Todo  el  teatro  estaba  rodeadode  soldados,  puestos  atrechos, 
con  sus  bayonetas  caladas.  Dispuestas  asilas  cosas,  mostraron  los  comisio- 
nados los  poderes  de  enviados,  uno  para  entregar  á  los  padres  y  otro  para 
recibirlos  á  su  cuenta,  y  conducirlos  hasta  el  Para.  Fueron  después  lla- 
mando por  su  nombre  á  cada  uno  de  los  misioneros  y  leyendo  en  público 
una  lista  de  su  ropa,  trapos  y  trastecitos,  le  despedían  del  congreso,  hasta 
que  recogiendo  las  cosuelas  de  los  demás  concluyeron  con  todos.  Quedóse 
el  español  con  los  portugueses  para  formar  los  papeles  y  hacer  los  testi- 
monios de  su  entrega.  Hízose  uno  en  lengua  portuguesa  y  otro  en  lengua 
castellana,  firmados  ambos  así  de  los  dos  comisionados  como  de  los  cua- 
tro testigos  que,  al  fin,  sabían  formar  las  letras  de  sus  respectivos  nom- 
bres y  apellidos . 

En  el  día  siguiente,  fueron  acomodando  el  bagaje  en  los  barcos  pre- 
venidos, y  como  á  medio  día  fueron  bajando  los  padres  al  puerto  para, 
embarcarse,  acompañados  del  director  de  la  villa,'  que  se  deshacía  en  lá- 
grimas y  del  vicario  que  había  mostrado  con  ellos  varias  atenciones. 
Seguíanle  los  demás  portugueses  é  indios  con  gran  silencio,  que  sólo  in- 
terrumpían las  muchas  lágrimas  que  derramaban,  al  ver  en  aquel  esta- 
do unos  hombres,  tan  venerables. por  sus  años  y  por  sus  empleos  de  misio- 
neros. El  señor  Bazave,  pretendía  embarcarse  con  los  padres,  y  acom- 
pañarlos hasta  el  Para  con  el  título  de  asistir  á  algunos  de  ellos  que  iban 
enfermos.  Más  los  portugueses  celosos  en  esta  materia,  estuvieron  tan 
lejos  de  venir  en  ello,  que  ni  aun  le  permitieron  detenerse  un  día  en  el 
pueblo,  por  orden  que  tenían  de  no  consentir  en  el  dominio  del  rey  fide- 
lísimo á  ninguno  de  los  conductores.  Lloraba,  el  buen,  señor  sin  consuelo 
y  volviéndose  á  los  padres,  cuya  piedad  y  moderación  había  experimen- 
tado en  el  viaje,  les  suplicaba  humildemente  que  rogasen  á  Dios  por  él 
para  que  le  diese  gracia  para  hacer  una  confesión  general.  Parece  que 
el  corazón  le  anunciaba  la  muerte  repentina  que  le  aguardaba,  pues  se 
supo  después  por  cartas  de  Quito,  que  no  mucho  después  de  su  vuelta,  le 
habían  quitado  la  vida  de  una  estocada.  Volviéronse  los  indios  de  la  mi- 
sión con  el  señor  JBazave  y  dejaron  de  oír  los  padres  el  nombre  de  Pa- 
drecunapae  con  que  le  apellidaban,  que  quiere  decir  ladrón  de  padres. 

Repartieron  á  los  misioneros  en  tres  barcos,  diez  en  uno,  seis  en  otro, 
y  en  el  tercero,  en  que  iba  el  alférez,  otros  tres.  El  capitán  caminaba  solo 


Libro  XII.— Capítulo  IV  6S5 

en  su  barco,  á  quien  seguían  siempre  una  barca  grande  con  fogón  y  co- 
cina, donde  se  guisaba  la  comida,  que  se  sirvió  siempre  en  abundancia  y 
bien  aderezada,  hasta  el  Para.  Admirilbanse  los  padres  de  las  pocas  y  pe- 
queñas poblaciones  que  descubrían  en  su  navegación,  cuando  pocos  años 
antes,  eran  un  hormiguero  de  gentes  las  riberas  del  Marañón;  que  estas 
ventajas  trajo  también  á  la  corona  de  Portugal  su  ministro  con  la  pri- 
sión de  sus  antiguos  misioneros.  Acercábanse  ios  barcos  á  estos  pequeños 
pueblecitos,  y  sólo  se  detenían  en  sus  puertos  el  corto  tiempo  que  era  ne- 
cesario para  meter  en  ellos  las  provisiones  de  víveres  prevenidos  por  or- 
den del  gobernador  del  río  Negro.  A  ninguno  le  era  permitido  salir  de  las 
embarcaciones,  aun  en  parajes  despoblados.  Una  vez  sola  dio  permiso 
el  capitán  para  que  saliesen  los  padres  de  los  barcos,  mas  sucedió  un 
contratiempo  que  cerró  la  puerta  para  la  segunda.  Dióle  mientras  esta- 
ban los  padres  en  las  riberas,  mal  de  corazón  á  un  soldado,  sujeto  á  este 
trabajo  y  con  las  convulsiones  fuertes  que  lo  agitaban,  se  arrojó  al  río, 
en  que  hubo  de  perecer  miserablemente.  Sacáronlo  finalmente  casi  aho- 
gado, y  quiso  el  Señor  que  volviese  en  sí  con  el  humo  de  tabaco  aplicado 
á  las  narices.  Con  este  caso  desgraciado,  quedó  el  capitán  tan  arrepenti- 
do de  la  facultad  que  había  dado,  que  llamando  al  superior,  le  intimó 
aunque  con  mucha  mesura  en  el  modo,  que  en  adelante  ninguno  saliese 
de  su  puesto,  si  no  fuese  por  alguna  necesidad'corporal,  y  esto,  en  el  tiem- 
po solo,  en  que  los  barcos  aportasen  para  recibir  la  comida,  y  no  en  otro 
alguno  y  con  la  condición  de  que,  volviese  puntualmente  á  su  sitio  el  que 
por  semejante  causa  se  viese  precisado  á  salir.  De  esta  manera  preten- 
día el  capitán  una  cosa  bien  dificultosa,  queriendo  reducir  á  arte,  tiempo 
y  hora  la  necesidad  indispensable  de  la  naturaleza,  que  llama  cuando 
quiere  y  avisa  cuando  le  parece,  según  la  calidad  de  alimentos  y  las  di- 
versas facultades  nutritivas. 

En  las  molestias  de  la  navegación,  no  experimentaron  los  Padres  el 
trabajo  de  los  mosquitos  que  la  suelen  hacer  bien  penosa  en  aquellos 
ríos.  Admirábanse  los  soldados  y  los  indios  que  jamás  habían  experimen- 
tado aquel  alivio,  y  atribuían  esta  gracia  á  la  carga  que  llevaban  en  los 
barcos.  Pero  si  el  cielo  se  mostraba  con  ellos  tan  benigno  y  les  quitaba 
esta  carga,  á  la  verdad,  penosa,  el  padre  superior  les  puso  otra  sin  com- 
paración más  pesada.  Esta  fué  la  distribución  diaria  que  entabló  en  los 
barcos  por  todo  el  tiempo  de  la  navegación.  En  cuarenta  días  y  cuarenta 
noches,  que  duró  el  viaje  hasta  el  Para,  bogando  los  indios  á  toda  furia  y 
ayudados  los  barcos  de  las  corrientes,  observaron  siempre  los  misioneros 
las  distribuciones  siguientes:  Al  mismo  apuntar  el  día,  y  antes  de  las 
cinco  de  la  mañana,  se  daba  aviso  con  una  campanilla  para  levantarse. 
Pasada  media  hora,  se  hacía  señal  para  la  oración  mental,  que  duraba 
conforme  á  nuestra  costumbre  una  hora  entera.  Concluida  ésta,  se  rezaba 
de  comunidad  el  Itinerario,  y  el  superior  celebraba  la  Misa,  que  no  omi- 
tió día  ninguno,  y  gozaban  de  ella  nueve  misioneros,  que  iban  en  su  mismo 
barco;  los  demás  tenían  á  bien  oírla  mentalmente  y  de  memoria,  fuera  de 


686  Misiones  del  Marañón  Español 

los  días  de  fiesta  en  que  juntos  los  barcos,  oían  la  misa  todos  los  de  la  co- 
mitiva. 

A  la  refección  del  alma,  seguía  la  del  cuerpo,  que  se  reducía  á  una  ji- 
cara de  chocolate  con  su  tortita  de  harina  de  yuca  brava.  Hácense  estos 
panecillos  de  cierta  raíz  que,  podrida  en  ag'ua,  seca,  y  molida  y  reducida 
á  polvo,  da  una  especie  de  harina  de  que  se  forman  unas  tortillas  bastan- 
temente buenas.  Llámanla  yuca  brava,  por  ser  muy  diferente  de  la  otra 
yuca  común  que  servía  como  de  pan  en  toda  la  misión,  con  sola  la  dili- 
gencia de  asarla  conforme  se  sacaba  de  la  tierra.  Lo  que  no  se  puede  eje- 
cutar con  la  yuca  brava,  por  ser  un  finísimo  veneno  el  que  se  saca  de  ella 
podrida  y  exprimida,  mas  reducida  á  polvo  y  bien  molida  pierde  inde- 
fectiblemente todas  las  malas  cualidades.  Después  de  este  desayuno  que 
tomaba  cada  padre  en  el  sitio  destinado  para  descansar,  rezar  y  estu- 
diar, se  decían  las  horas  y  se  oraba,  ó  se  leía,  ó  se  estudiaba  según  la  de- 
voción de  cada  uno,  sin  ser  permitido  á  ningún  misionero  hablar  la  más 
mínima  palabra  aun  entre  ellos  mismos.  Tan  riguroso  silencio  se  guarda- 
ba, que  jamás  le  observaban  con  mayor  estrechez  los  cartujos  más  ajus- 
tados. Media  hora  antes  de  comer,  se  hacía  señal  con  la  campana  para 
las  letanías  de  todos  los  santos,  y  se  empleaba  el  último  cuarto  en  el 
examen  de  conciencia.  En  tiempo  de  comer  se  juntaban  los  barcos,  de 
manera  que,  los  sirvientes  pudiesen  pasar  fácilmente  de  uno  á  otro  y  lle- 
var las  raciones  correspondientes  á  los  padres,  los  cuales  estaban  atados 
á  su  purgatorio,  sin  serles  permitido  levantarse  del  sitio  y  proseguían  con 
su  candado  en  la  boca,  aun  cuando  la  abrían  para  comer,  leyendo  entre 
tanto  la  Biblia  uno  de  los  misioneros,  entretanto  que  duraba  la  comida- 
Dicha  la  acción  de  gracias  se  saludaban  los  padres  unos  á  otros  y  se  des- 
ahogaban por  una  hora,  según  la  costumbre  de  los  colegios.  Más  á  la 
hora  puntual  se  hacía  señal  de  retiro  á  silencio,  que  servía  de  siesta  ó  de 
descanso. 

A  poco  tiempo  se  tocaba  á  levantar  de  descansar,  lo  que  se  ha  de  en- 
tender i^er  fictionem  juris  porque  todo  el  descanso,  se  reducía  á  estar  en  si- 
lencio, y  guardar  su  puesto  cada  uno,  sin  estudiar,  leer  ó  rezar  entre  tanto. 
Dada  la  señal,  se  empezaba  la  lección,  el  rezo  y  el  estudio  como  por  la 
mañana  hasta  ponerse  el  sol,  que  era  el  tiempo  señalado  para  rezar  el 
rosario  de  comunidad  y  de  rodillas.  Acabada  esta  santa  distribución  se 
servía  la  cena  en  la  misma  forma  que  la  comida,  y  después  de  la  hora 
de  quiete,  se  leía  la  meditación  para  el  día  siguiente,  por  un  cuarto  de 
hora  y  en  el  siguiente  se  hacía  el  examen  de  la  conciencia.  No  dejaba  de 
ser  pesada  una  distribución  tan  seguida,  un  silencio  tan  desacostumbra- 
do y  una  aligación  tan  precisa  á  un  pequeño  sitio  á  aquellos  buenos  mi- 
sioneros, viejos  unos,  otros  enfermos  y  casi  todos  cascados  de  los  traba- 
jos y  achaques  contraídos  en  las  misiones  por  diez,  veinte  y  treinta 
y  aun  cuarenta  años.  Parecía  bastante  el  que  guardasen  en  tanta  mise- 
ria y  apretura,  las  distribuciones  más  sustanciales,  de  oración,  exámenes, 
etcétera,  pero  al  superior  le  pareció  conveniente  entablar  el  orden  dicho 


Libro  XII.— Capítulo  IV  687 

y  los  buenos  viejos  se  acomodaron  á  ello,  cargando  con  esta  nueva  cruz 
que  su  superior  les  ponía,  sin  hacerse  cargo  que  es  máxima  poco  acerta- 
da en  el  gobierno,  querer  el  superior  medir  por  sus  fuerzas  á  una  comu- 
nidad entera  donde  nunca  faltan  subditos  flacos,  enfermos  ó  achacosos. 

Pero  si  la  distribución  de  entre  día  era  penosa,  en  llegando  la  noche, 
se  puede  decir  con  toda  verdad  que  empezábanlos  apuros,  las  aflicciones 
y  desconsuelos;  porque  en  un  clima  tan  ardiente  como  es  el  del  Maranón, 
que  lleva  su  curso  entero  á  pocos  grados  paralelo  con  la  línea,  el  único 
tiempo  en  que  se  puede  respirar  y  tomar  un  poco  de  ambiente  fresco,  es 
«1  de  la  noche;  pero  era  necesario  sacriflcar  este  corto  alivio  y  tan  nece- 
sario en  las  circunstancias  á  la  obediencia  que  no  permitía  la  más  mí- 
nima dilación  ó  demora.  Dada  la  señal  para  salir  del  examen,  metíanse 
al  punto  los  misioneros  debajo  de  una  toldilla,  compuesta  de  bejucos, 
mimbres  y  hojas,  y  comenzaban  á  sudar  las  entrañas  en  esta  cárcel  con 
el  mutuo  fomento  de  los  cuerpos  y  por  la  estrechez  del  sitio,  habiendo  de 
estar  no  sólo  contiguos,  pero  aun  pegados  unos  á  otros,  y  estrujados  como 
sardinas  en  banasta,  de  manera  que  les  era  preciso  á  algunos  dormir  en- 
cogidos, sin  serles  absolutamente  posible  el  extenderse  á  lo  que  pedía  su 
natural  estatura.  Grande  miseria,  por  cierto,  hallar  tanto  tormento  en  lo 
que  puso  la  naturaleza  el  descanso.  Allegábase  á  esto  los  gritos  descom- 
pasados de  los  miserables  indios  que  bogaban  día  y  noche  sin  cesar;  y 
para  divertir  los  infelices  el  sueño  de  que  andaban  siempre  alcanzados, 
pues  no  dormían  más  de  dos  horas,  ó  á  lo  más  tres,  se  veían  precisados  á 
gritar  para  avivarse  unos  á  otros. 

Quebraba  el  corazón  de  los  padres  el  ímprobo  trabajo  de  estos  desdi- 
chados remeros ,  á  quienes  se  daba  un  trato  duro  y  cruel ,  según  la  cos- 
tumbre de  los  portugueses.  Debían  los  miserables  remar  sin  interrupción 
alguna  con  solo  el  descanso  de  pasar  de  un  lado  á  otro  después  de  dos 
horas,  para  que  hallase  algún  alivio  el  brazo  que  hacía  más  fuerza,  y 
como  eran  los  remos  á  manera  de  los  que  se  usan  en  Europa,  sino  en  for- 
ma de  palancas  anchas  y  largas ,  como  de  seis  cuartas ,  y  debían  entrar 
en  el  agua  casi  hasta  el  puño,  era  mucho  el  empuje  que  pedían  y  grande 
la  violencia  que  se  hacían  los  indios ,  los  cuales  sudaban  con  la  fatiga  á 
chorros  por  los  cuerpos  desnudos  y  por  las  cabezas  casi  descubiertas  á 
los  rayos  del  ardentísimo  sol,  de  que  les  defendían  poco  unos  peque- 
ños sombreros  que  no  siempre  tenían  puestos.  Su  comida,  en  tanta  faena 
y  contorsión  de  miembros  era  miserabilísima  y  de  muy  poca  substancia. 
Dos  puños  de  fariña  de  mandiota,  que  echaban  en  un  calabazo  lleno  de 
agua  les  servía  de  comida  y  de  bebida.  Viendo  los  padres  tanta  escasez 
y  miseria  en  tanto  trabajo,  quisieron,  compadecidos  de  la  necesidad,  dar 
algo  de  su  comida  y  bebida  á  gente  tan  hambrienta  y  estropeada ;  pero 
ni  podían  tratar  con  ellos,  ni  daban  lugar  á  eso  los  soldados,  que,  como 
camaleones ,  traían  siempre  las  bocas  abiertas  á  las  sobras  de  comida  y 
cena.  Lo  más  penoso  á  los  infelices  remeros  era  el  tiempo  de  la  noche, 
en  que  debían  remar  incesantemente  sin  tener  más  reposo  que  el  de  recli- 


688  Misiones  del  Marañón  Español 

nar  por  turno  sus  cabezas,  sentados  en  el  banco,  y  pasado  un  rato,  ya  un 
soldado  con  su  rebenque  les  despertaba,  diciendo:  «Levantaos  canes.» 
Tan  cruel  y  tan  inhumano  era  el  trato  que  les  daban,  como  si  no  fuesen 
hombres  de  la  misma  especie,  sino  bestias,  perros  ó  cerdos.  Ni  es  de  ex- 
trañar que  con  tan  inicuo  tratamiento,  por  más  vigilancia  que  tuviesen 
los  soldados,  se  escapasen  varios  echándose  al  agua  y  nadando,  metidas 
en  ella  las  cabezas,  cuando  sabían  que  no  estaba  lejos  de  la  orilla  algún 
pueblo,  y  no  es  fácil  determinar  si  se  ahogaron  algunos  desesperados. 

Pasados  algunos  días  de  navegación  se  encontraron  con  un  barco  que 
venía  del  gran  Para,  enviado  de  su  gobernador  con  víveres  y  refrescos, 
todos  de  muy  buena  calidad  y  traídos  de  Europa.  Con  el  encuentro  se  ale- 
graron todos  y  los  padres  comenzaron  á  respirar,  pareciéndoles  que  po- 
dían ya  salir  de  un  cuidado  que  los  traía  muy  solícitos,  y  era  el  recibi- 
miento que  les  esperaba  en  el  Para.  Porque  viendo  esta  demostración  tan 
cuidadosa,  hacían  cuenta  que  tendrían  buena  acogida  y  hospedaje  de 
aquel  gobernador.  En  el  día  de  Navidad,  en  atención  á  una  solemnidad 
tan  grande,  se  detuvieron  los  barcos  por  toda  la  mañana  en  una  bellísi- 
ma ensenada  enfrente  del  río  Negro,  tan  caudaloso  que  á  no  ser  tan  des- 
mesurado el  Marafión  pudiera  disputarle  la  grandeza.  Fué  este  día  más 
espléndida  la  comida,  y  los  soldados  comieron  en  la  playa,  echando  sus 
brindis  acompañados  de  salvas  de  fusil,  á  la  salud  del  rey  fidelísimo  y  de 
su  capitán.  Continuóse  el  viaje  por  la  tarde  con  el  mismo  tesón  que  en 
los  días  antecedentes,  y  desde  este  pasaje  cuando  se  pasaba  á  la  vista  de 
alguna  población,  se  ponían  centinelas  en  los  barcos,  con  uniforme,  fusil 
y  bayoneta,  y  el  alférez  levantaba  su  bandera,  á  que  correspondían  con 
la  suya  los  pueblos  que  tenían  castillo.  Sólo  en  una  fortaleza  que  llaman 
de  Topaos,  bien  fabricada  á  la  moderna,  por  más  que  en  los  barcos  se 
puso  bandera,  y  se  hicieron  salvas  con  la  fusilería,  no  correspondió  un 
oidor  que  la  gobernaba,  y  reconvenido,  respondió  que  con  los  presos  de 
estado  no  se  hacían  semejantes  demostraciones.  Parecía  plausible  al  le- 
trado la  disculpa  y  hubo  de  pasar  por  ella  el  capitán  diciendo:  «pocas 
leyes  son  necesarias  para  conocer  que  tan  capitán  soy  yo  de  su  majes- 
tad, como  el  oidor  puede  ser  gobernador  de  Topaos.  Otra  cosa  observa- 
ron los  misioneros  en  estos  últimos  pueblos,  y  era  que  en  el  tiempo  de  la 
comida  jamás  pasaban  los  barcos  á  la  banda  de  las  poblaciones,  sino  al 
lado  opuesto,  dejando  el  río  entre  medio.  Conocieron  por  varias  señales 
que  daba  ocasión  á  esta  providencia  el  temor  y  recelo  que  tenía  el  capi- 
tán de  los  indios  que  habitaban  en  aquellas  orillas,  por  haber  sido  feli- 
greses de  los  misioneros  jesuítas.  Mas  el  temor  parecía  bien  vano,  é  in- 
útil tanta  cautela  porque  aquellos  numerosos  pueblos  eran  ya  unos  esque- 
letos sin  vecinos  bastantes  para  traer  refrescos  prevenidos  á  los  direc- 
tores. 

Pocos  días  antes  de  llegar  al  Para  notaron  los  padres  hacia  la  forta- 
leza llamada  Pauxis  cierto  flujo  y  reflujo  del  Marañen  parecido  al  del 
océano  el  cual  fué  creciendo  los  dos  días  siguientes  de  manera  que  em- 


Libro  XII.— Capítulo  V  689 

pezaron  á  recelarse  de  las  embarcaciones  cuya  hechura  y  construcción 
no  parecía  capaz  de  aguantar  una  marejada  fuerte.  Mas  luego  salieron 
del  cuidado  porque  al  día  siguiente  metieron  los  barcos  por  un  caño  es- 
trecho del  mismo  Marañón,  que  á  un  día  de  navegación  se  junta  con  otro 
río  grande  por  nombre  Tocantino,  el  cual  es  tan  ancho  que  para  haiberlo 
de  pasar  de  un  lado  á  otro,  como  es  necesario  para  tomar  el  Para,  fué 
preciso  esperar  por  un  día  entero  á  que  estuviese  en  calma,  para  lograr 
atravesarlo  sin  detenerse  mucho.  Hízose  con  facilidad  bogando  los  indios 
por  dos  horas  con  la  mayor  valentía,  y  sin  aflojar  en  los  remos.  Descu- 
brieron en  estos  vecindarios  del  Para  muchas  embarcaciones  pequeñas 
que,  á  lo  que  decían  á  los  padres  los  soldados,  iban  al  negocio  en  cuyo 
nombre  entendían  el  comercio  de  zarzaparrilla,  cacao,  azúcar  y  varias 
maderas  exquisitas,  á  que  se  reduce  todo  el  tráfico  del  Para. 


CAPITULO  V 

ENTRAN  LOS  PADRES  EN  EL  PARA  Y  SU  RECIBIMIENTO 

Cuando  ya  las  embarcaciones  se  iban  acercando  á  la  ciudad  del  Para, 
despachó  el  capitán  un  soldado  al  excelentísimo  señor  Ataide,  goberna- 
dor de  la  plaza,  en  que  daba  parte  cómo  en  el  día  siguiente,  hacia  las 
doce,  llegarían  los  misioneros  al  puerto.  Viendo  los  padres  esta  preven- 
ción, se  confirmaron  en  la  persuasión  en  que  estaban  de  que  serían  reci- 
bidos con  atención  y  agasajo.  Porque  además  del  refresco  que  habían 
recibido  tan  á  tiempo  antes  de  llegar  al  río  Negro,  habían  entendido  tam- 
bién de  un  sargento  del  Para  que  se  estaban  disponiendo  para  el  hospe- 
daje y  recibimiento  de  los  misioneros  castellanos  las  mejores  casas  de  la 
ciudad.  No  duraron  mucho  las  buenas  esperanzas  con  que  se  lisonjeaban 
de  ser  benignamente  acogidos,  y  comenzaron  presto  las  sospechas,  temo- 
res y  recelos,  por  lo  que  fueron  observando  mientras  más  se  acercaban 
á  su  destino.  Al  amanecer  del  día  19  de  Enero  volvió  con  cartas  del  go- 
bernador el  soldado  enviado  del  capitán ,  á  quien  daba  orden  estrecha 
su  excelencia  de  que  no  introdujese  de  modo  alguno  en  día  claro  á  los 
padres  en  la  ciudad,  y  que  tomase  sus  medidas  para  llegar  al  puerto  al 
principio  de  la  noche.  Como  los  arrestos  y  cárceles  de  los  jesuítas  eran 
negocio  de  tinieblas,  parece  que  en  todas  partes  andaban  los  ejecutores 
huyendo  de  la  luz.  Disimuló  el  capitán  la  orden  recibida,  y  como  no  co- 
municaba su  resolución  á  los  padres  que  creían  haberse  de  entrar  por  la 
mañana,  se  admiraban  de  ver  cómo  de  industria  detenían  los  barcos  en 
un  recodo  en  donde  no  podían  ser  vistos  de  los  navegantes. 

En  este  sitio  estuvieron  los  misioneros  inquietos  y  solícitos  desde  las 
seis  de  la  mañana  esperando  la  determinación  del  comandante.  Llegó  el 
medio  día,  y  como  no  se  había  pensado  en  la  comida,  se  dispuso  arreba- 
tadamente alguna  cosa  que  estaba  más  á  mano,  y  el  mayordomo  recogió 

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690  Misiones  del  Marañón  Español 

todos  los  utensilios  de  mesa  creyendo  no  ser  necesarios.  Pero  como  se  po- 
níaya  el  sol,  entró  al  capitán  para  saber  si  se  debía  servir  alguna  cosa  á  los 
padres.  Sí,  respondió  el  capitán,  ni  yo  he  dado  orden  en  contrario.  Salió 
el  buen  mayordomo,  retando  por  el  trabajo  que  le  esperaba,  en  realidad 
no  muy  grande,  de  volver  á  repartir  platos,  cubiertos,  servilletas  y  las 
demás  cosas  que  había  recibido  con  cuenta  y  razón  y  tenía  encajonadas. 
Acabada  la  cena,  que  por  precisión  fué  muy  ligera,  prosiguieron  los 
padres  en  sus  distribuciones  acostumbradas,  y  estando  leyendo  el  punto 
de  meditación  del  día  siguiente,  les  intimó  el  capitán  la  orden  que  tenía 
de  meterlos  de  noche  en  la  ciudad.  En  efecto,  poco  rato  después  empe- 
zaron los  barcos  á  caminar  hacia  el  muelle,  que  estaba  como  dos  horas 
de  camino.  Al  acercarse  las  embarcaciones,  gritó  el  centinela:  «¿Quién 
vive?  ¿Qué  gente?  Respondióse  desde  los  barcos:  Prisioneros  del  rey. 
Esta  respuesta,  aunque  no  fué  dada  del  capitán,  no  hizo  buen  estómago 
á  los  misioneros,  que  ya  desde  entonces  conocieron  claramente  que  no 
entraban  á  descansar  del  viaje,  sino  á  padecer  nuevos  trabajos.  Levan- 
taron el  corazón  á  Dios  nuestro  Señor,  y  se  ofrecieron  á  cargar  nuevas 
cruces  que  les  esperaban  en  Portugal. 

Luego  que  se  entendió  el  arribo  de  los  padres  castellanos,  apareció  el 
muelle,  que  era  de  madera  fuerte  y  bien  trabajada,  coronado  de  solda- 
dos bien  armados.  Saltó  á  tierra  el  señor  capitán,  y  pasado  un  breve 
rato,  dio  orden  á  los  misioneros  de  que  fuesen  saliendo.  Obedecieron 
pronto,  y  subidas  las  gradas  del  muelle,  se  hallaron  entre  dos  filas  de 
soldados  puestos  sobre  las  armas,  con  sus  bayonetas  caladas.  En  esta  dis- 
posición se  mantuvieron  mientras  se  buscaba  y  traía  una  red  ó  hamaca 
para  transportar  en  ella  al  P.  Leonardo  Deubler,  que  por  su  ancianidad 
de  más  de  ochenta  años  y  por  las  fatigas  de  la  navegación,  no  se  podía 
menear  del  sitio  adonde  por  cuarenta  días  había  estado  reducido.  No 
dejó  de  pasar  un  rato  bien  notable  hasta  que  trajeron  el  instrumento  de 
la  conducción  del  buen  viejo,  y  en  este  intermedio  tuvieron  no  poco  que 
merecer  los  misioneros,  porque  con  estar  cercados  de  soldados,  los  con- 
tarían uno  por  uno  diez  ó  doce  veces;  pues  no  llegaba  oficial  de  nuevo, 
para  incorporarse  en  la  tropa  que  no  los  contase  como  cosa  que  le  to- 
caba privativamente;  pero  más  en  particular  el  capitán  que  los  había 
conducido,  habiendo  de  hacer  la  entrega,  andaba  más  solícito  y  cuida- 
doso en  la  cuenta.  No  se  satisfacía  por  más  que  siempre  la  hallase  cabal. 
Contaba,  volvía  á  contar  y  recontaba,  y  si  hubiera  durado  más  el  inter- 
medio, hubiera  estado  siempre  contando.  Tanto  era  el  miedo  que  le  cau- 
saba la  aprensión  sola  de  que  podía  suceder  que  alguno  faltase.  Y  á  la 
verdad,  sola  la  posibilidad  le  inquietaba,  porque  sabía  muy  bien  la  fide- 
lidad de  los  padres  y  no  había  experimentado  en  ellos  en  toda  la  nave- 
gación sino  docilidad,  p]'ontitud  y  rendimiento. 

Puesto  finalmente  en  orden  con  los  demás  misioneros  el  venerando 
anciano,  tendido  en  su  red  y  sostenido  como  en  andas  de  algunos  hom- 
bres, dio  orden  uno  de  los  ministros  que  por  allí  andaba  que  le  siguiesen. 


Libro  XII.— Capítulo  V  691 

Comenzaron  al  punto  á  caminar  los  padres,  y  á  su  movimiento,  toda  la 
comitiva  de  soldados,  guardando  siempre  sus  dos  filas ,  de  modo  que  pa- 
recía un  remedo  de  la  procesión  del  prendimiento,  y  más  propiamente  la 
del  sepulcro,  pues  no  faltaba  el  paso  que  suele  ir  en  ella,  pareciendo  que 
llevaban  á  enterrar  al  P.  Deubler.  Después  de  una  carrera  bien  larga, 
por  reducirse  todo  el  Piírá  á  una  calle  seguida  y  espaciosa,  llegó  la  pro- 
cesión á  la  casa  del  gobernador,  que  estaba  por  la  parte  de  dentro  espe- 
rando á  los  padres  á  la  puerta;  pero  como  ni  estos  le  conocían  ni  él  se 
descubrió,  sin  hacerle  especial  acato  ó  reverencia,  prosiguieron  adelante, 
siguiendo  su  conductor  y  tomando  una  escalera,  llegaron  á  cierta  vi- 
vienda que  al  parecer  era  la  más  grande  y  espaciosa  de  toda  la  casa. 
Subió  al  punto  el  gobernador,  y  declarando  quién  era,  les  saludó  con  ca- 
riño y  les  hizo  varias  preguntas  pertenecientes  á  la  arenga  que  había 
hecho  el  capitán  al  superior  en  la  villa  de  Olivenza,  deseando  saber  por 
menudo  cómo  se  habían  portado  con  ellos,  particularmente  en  los  pri- 
meros pueblos,  qué  trato  les  había  dado  y  qué  comida,  y  si  habían  echado 
de  menos  algunas  de  sus  cosas.  Como  respondiesen  los  padres  abonando 
al  capitán  y  demás  portugueses,  tomó  el  gobernador  en  la  mano  la  lista 
de  los  misioneros,  y  según  el  orden  con  que  estaban  apuntados,  se  fué  in- 
formando de  cada  uno,  quién  era,  qué  grado  tenía  cada  uno  en  la  reli- 
gión y  si  era  ya  profeso.  Todos  fueron  respondiendo  con  sinceridad, 
aunque  bien  conocían  que  eran  inútiles  las  preguntas;  pero  era  ne- 
cesario que  el  juez  diese  á  entender  que  en  ellas  había  misterio ,  porque 
poco  antes  habían  interceptado  los  portugueses  la  copia  de  la  profesión 
de  un  sujeto,  y  no  acababan  de  entender  ó  disimulaban  saber  el  sentido 
de  aquellas  palabras  Vice  Patris  Generalis  locum  Dei  tenentis,  para  confirmar 
el  despotismo  imputado  al  general.  Estaban  entre  tanto  los  misioneros  en 
pie,  no  pudiendo  ya  los  viejos  mantenerse  por  su  fiaqueza  y  cansancio; 
pues  ni  les  mandaban  sentarse  ni  lo  pudieran  hacer  sino  en  el  suelo  por 
no  descubrir  en  toda  la  pieza  más  alhajas  que  una  pequeña  silleta  de 
paja  y  una  mesita  baja  donde  estaba  ardiendo  un  velón  para  reconocer 
á  la  gente. 

Acabado  el  examen,  que  fué  bien  largo,  se  despidió  el  gobernador  sin 
volver  jamás  á  aparecer,  pero  encargó  á  los  padres  al  teniente  coronel 
y  al  teniente  capitán  á  quienes  debían  acudir  en  cuanto  se  les  ofreciese, 
porque  estaban  en  darles  gusto  y  lo  harían  con  mucha  voluntad  y  deseo. 
Siguieron  al  gobernador  los  que  le  hacían  la  corte,  y  solícitos  los  misione- 
ros de  saber  hasta  dónde  se  extendía  su  habitación,  entraron  por  la  puer- 
ta de  una  grande  alcoba  que  tenía  la  sala,  pensando  que  por  allí  se  pasa- 
ría á  lo  interior  de  la  casa;  pero  viendo  que  estaba  todo  tapiado  y  que  no 
había  otra  salida  del  cuarto  sino  la  puerta,  por  donde  habían  entrado,  ca- 
yeron en  cuenta  de  que  aquella  era  su  verdadera  cárcel;  porque  aunque  la 
puerta  no  estaba  cerrada,  pero  la  guardaba  ya  un  centinela.  Estos  pensa- 
mientos pasaban  en  todos  por  la  mente,  cuando  llegaron  las  camas  y  con 
ellas  una  tropa  de  ministriles  que,  poniéndose  alrededor  de  la  mesita,  en 


692  Misiones  del  Maeañón  Español 

donde  se  sentó  el  más  condecorado,  fueron  notando  menudamente  y  escri- 
biendo en  un  papel,  cuanto  traían  aquellos  pobres  estropeados  sin  perdo- 
nar al  trapo  más  despreciable,  que  desenvolvían  con  desvergüenza  y 
enarbolaban  diciendo:  Esto  es  del  P.  Fulano,  esto  del  P.  Citano.  Estaban 
los  padres,  entretanto,  avergonzados  y  corridos,  viendo  la  prolijidad  y  al- 
gazara con  que  aquella  gente  descocada  celebraba  los  tesoros  y  riquezas 
que  encontraban,  aunque  no  faltaron  algunos  que  les  habían  pedido, 
como  suele  suceder  en  estos  lances,  el  dinero  que  traían  con  el  título  de 
guardarlo  con  seguridad,  en  que  estuvieron  bien  molestos,  por  más  que 
los  padres  respondían  que  no  tenían  dinero  ni  le  podían  tener  por  el  pre- 
cepto de  santa  obediencia  que  les  prohibía  su  retención  en  las  misio- 
nes. No  dejaron  aquellos  corchetes  de  llevar  también  su  chasco  con  un 
fardillo  envuelto  en  una  estera  que  á  duras  penas  pudieron  desenvolver 
después  de  mucho  rato,  porque  se  hallaron  por  precio  de  sus  fatigas  con 
un  servicio  miserable  de  palo  que  traía  un  achacoso,  y  como  no  oliese 
muy  bien  lo  tiraron  á  un  lado  tapándose  las  narices  y  renegando  del 
fardo. 

Concluido  el  ridículo  y  moslesto  entremés  del  registro,  no  pensaron  en 
otra  cosa  los  padres  que  en  dejarse  caer  sobre  las  camas  ó  esteras  rendi- 
dos del  trabajo  y  cansados  de  estar  en  pie,  pues  eran  ya  las  tres  de  la 
mañana  y  habían  pasado  por  muchos  recuentos  y  registros  sin  tener  ali- 
vio y  descanso  en  ninguno  de  ellos.  Preguntóles  el  teniente  coronel,  al 
ver  su  desmayo,  si  querían  tomar  alguna  cosa,  por  lo  menos  un  poco  de 
chocolate,  que  se  les  serviría  con  gusto  y  prontitud.  Agradecieron  la  ofer- 
ta los  misioneros  y  sólo  le  pidieron  que  les  permitiese  descansar  por  al- 
gún tiempo,  porque  más  que  el  hambre  les  afligía  la  fatiga  de  una  noche 
tan  larga,  y  porque  se  hallaban  varios  enfermos  y  con  calentura,  de  las 
incomodidades  padecidas  en  los  barcos.  A  esta  humilde  representación 
se  despidió  el  teniente  prometiendo  traerles  por  la  mañana  el  desayuno, 
y  quedaron  solos  los  misioneros  sin  esperanza  de  lograr  más  habitación 
para  su  alivio  y  ensanche,  en  especial  cuando  vieron  que  cerraban  la 
puerta  con  dos  llaves  y  les  dejaban  de  la  parte  de  dentro  su  centinela  de 
vista. 


CAPITULO  VI 

TRABAJOS  DE  LOS  MISIONEROS  EN  LA  CÁRCEL  DEL  PARA 

Cansados  y  rendidos  los  pobres  jesuítas  del  prendimiento,  caminos  y 
recibimiento,  reclusos  en  su  prisión,  se  echaron  donde  primero  se  ofrecía 
con  deseo  de  descansar  un  rato,  mas  el  cuidado  y  sobresalto  con  que  se 
recogían  no  les  permitió  mucho  alivio.  Bien  presto  empezaron  á  esperar 
desvelados  la  luz  del  día,  que  suele  con  su  claridad  aliviar  los  corazones 
oprimidos  de  pesares.  Mas  aun  este  consuelo  les  faltó;  porque  oyendo  las 


Libro  XIL— Capítulo  VI  693 

seis  de  la  mañana,  en  cuya  hora  se  descubre  el  sol  en  aquellas  regiones, 
estaba  la  sala  tan  obscura  como  á  la  media  noche,  y  entraron  en  temores 
de  pasar  en  aquel  calabozo  una  noche  más  larga  de  lo  que  habían  pen- 
sado. 

Estos  pensamientos  revolvían  en  su  ánimo  cuando  sucedió  una  cosa 
que  pedía  más  ánimo  y  resolución  á  padecer;  ellos  se  ofrecieron  pronta" 
mente  á  beber  aquel  nuevo  cáliz  aunque  el  Señor,  que  así  lo  disponía  se 
dio  por  satisfecho  de  la  buena  voluntad  de  sus  siervos.  Poco  después  de 
las  seis  sintieron  que  subía  por  la  escalera  alguna  gente  con  mucho  ruido 
de  grillos  y  cadenas:  sobresaltados  del  ruido  de  los  hierros,  aplicaron  el 
oído  para  observar  si  venía  la  gente  hacia  ellos,  y  oyendo  que  en  efecto, 
abrían  las  cerraduras  de  su  cárcel,  se  persuadieron  todos  que  venían  á 
cargarlos  de  prisiones,  única  circunstancia  que  faltaba  á  los  encarcela- 
dos. Sea  Dios  bendito,  dijeron  y  hágase  su  santísima  voluntad.  Abierta  la 
puerta,  echaron  luego  la  vista  con  disimulo  á  los  que  iban  entrando  y  se 
confirmó  su  pensamiento  viendo  que  algunos  indios  que  traían  por  la  cin- 
tura y  brazos  gruesas  cadenas,  se  enderezaban  al  sitio  donde  estaba 
echado  el  superior,  creyendo  que  empezaban  por  él  á  encadenarlos.  Mas 
salieron  del  susto  cuando  oyeron  que  los  indios  pedían  los  vasos  que  ha- 
bía para  los  menesteres  necesarios.  Entonces  cayeron  en  cuenta  que  eran 
estos  los  presos  destinados  para  cuidar  de  la  pieza  y  observaron  más  de 
cerca  que  aquellas  cadenas  las  tenían  sujetas  por  el  pie,  aunque  para 
andar  con  más  desembarazo,  las  ceñían  ellos  á  la  cintura  y  mantenían 
su  peso  en  los  brazos. 

Luego  que  los  presos  y  siervos  de  la  limpieza  ♦hicieron  su  oficio,  sirvie- 
ron otros  criados  más  civiles  el  chocolate  á  los  padres.  Este  fué  de  muy 
buena  calidad,  como  todas  las  demás  cosas  que  en  el  tiempo  de  su  encie- 
rro trajeron  á  los  misioneros.  Porque  en  la  abundancia  de  comida  y  de 
bebida  y  en  lo  exquisito  de  los  géneros  que  se  servían,  se  esmeró  el  go- 
bernador. Tomado  este  refuerzo,  persuadidos  los  jesuítas  que  aquella  se- 
ría su  prisión  por  el  tiempo  que  le  pareciese  al  señor  alcaide  y  que  no  ve- 
rían la  luz  del  cielo  hasta  que  fuesen  trasladados  á  otra,  pensaron  aco- 
modarse con  algún  orden  y  lo  mejor  que  pudiesen  en  su  habitación.  Re- 
ducíase la  sala  á  seis  ó  siete  varas  en  cuadro  incluida  una  grande  alcoba 
que  ocupaba  mucha  parte  de  la  pieza.  Tenía  tres  grandes  ventanas  bien 
rasgadas,  pero  tan  bien  cerradas  con  trancas  y  aseguradas  con  barreto- 
nes de  madera,  clavados  con  gruesos  clavos,  que  no  se  hubiera  tomado 
mayor  cautela  para  la  seguridad  de  los  mayores  facinerosos.  En  lo  más 
alto  de  las  ventanas  habían  abierto  unas  tronerillas  de  tres  dedos  de  al- 
tura y  de  una  cuarta  de  anchura.  A  estas  cortaduras  estaba  reducido 
todo  el  respiradero  de  la  cárcel,  y  aun  siendo  tan  pequeñas  estaban  atra- 
vesadas con  tres  hierros  clavados  para  más  seguridad  y  resguardo.  Poco 
servían  estas  rendijas  para  respiradero  de  la  sala  ocupada  por  tantos 
hombres,  pero  menos  servía  para  dar  alguna  luz  por  lo  grueso  de  las  pa- 
redes que  en  aquel  país,  á  falta  de  piedras  son  de  tapias  muy  gruesas» 


694  Misiones  del  Marañón  Español 

Ni  había  en  todo  el  Para  otro  edificio  de  piedra  fuera  de  la  catedral, 
magnífica  y  suntuosa  que  fundó  el  gran  rey  D.  Juan  V  de  gloriosa  me- 
moria, enviando  desde  Lisboa,  con  increíble  coste,  varios  navios  carga- 
dos de  este  material  para  la  fábrica  que  concluyó. 

En  una  sala  de  esta  calidad  se  acomodaron  los  misioneros  de  esta 
suerte:  pusieron  once  sus  camillas  en  ci  cuerpo  de  ella,  y  los  ocho  res- 
tantes en  la  alcoba;  fuera  de  la  mesilla  pequeña  de  que  hablamos,  y  la 
silleta  de  pajas,  no  había  alhaja  que  embarazase,  sino  un  retablo  que  so- 
bresalía á  unas  puertas  que  cerraban  á  un  oratorio,  al  parecer  harto 
bueno,  y  como  ocupaba  el  sitio  que  correspondía  á  una  cama,  se  puso 
ésta  en  el  centro  mismo  de  la  sala,  y  su  dueño  estaba  con  más  anchura  y 
despejo  que  los  demás.  La  mayor  parte  de  los  misioneros  no  tenían  más 
cama  que  una  esterita  tendida  en  el  suelo,  porque  sólo  traían  entre  todos 
siete  colchones,  y  esos  muy  ruines,  á  causa  de  que  en  las  misiones  del 
Marañón  dura  bien  poco  semejante  alhaja,  y  se  pudre  luego  la  lana  por 
las  grandes  humedades  de  tan  ardiente  clima.  Entre  tanto  que  cada  uno 
tomaba  posesión  de  su  sitio,  comenzaron  los  ministriles  por  la  parte  de 
afuera  á  registrar  á  su  placer  los  cajoncillos  que  traían  los  padres.  Para 
esto,  iban  pidiendo  las  llaves  uno  por  uno;  y  hecho  el  primer  registro  del 
primer  cajón,  le  metían  dentro  y  llevaban  la  llave  del  segundo,  pero  te- 
nían siempre  la  precaución  de  cerrar  la  puerta  con  sus  dos  llaves,  aun- 
que hubiesen  de  entrar  inmediatamente  en  la  sala.  Tal  era  el  empeño 
que  tenían  de  que  no  estuviese  jamás  abierta  la  puerta.  Dos  días  duró  el 
molesto  registro,  que  se  pudiera  haber  concluido  en  un  cuarto  de  hora,  y 
los  padres  sacaron  de  él  la  ventaja  de  que  con  los  cajones  quedase  más 
embarazada  la  pieza. 

En  este  mismo  tiempo  en  que  se  hacía  pesquisa  de  las  cosillas  que 
traían  consigo  los  misioneros,  el  superior,  recelándose  de  que  habría  su 
reparo  de  parte  de  los  portugueses  en  la  celebración  de  la  Misa  en  su 
prisión,  insinuó  este  cuidado  al  teniente  coronel,  proponiendo  á  su  seño- 
ría que  tenían,  como  habría  observado,  todo  lo  necesario  para  celebrar  el 
Santo  Sacrificio,  y  que  su  comunidad  hallaría  el  mayor  contento  y  con- 
suelo en  que  se  dijese  una  Misa.  El  señor  teniente,  que  en  realidad  era  de 
buen  corazón  y  en  todo  mostraba  atención  y  respeto,  se  encogió  de  hom- 
bros al  oir  la  propuesta,  y  respondió  no  estar  en  su  mano  el  concederlo, 
mas  que  no  por  eso  dejaría  de  pasar  al  señor  general  y  de  hacerle  la  sú- 
plica de  parte  del  superior  y  de  la  comunidad.  Hízolo  con  diligencia, 
porque  como  á  un  cuarto  de  hora  entraron  dos  soldados  en  la  sala  con 
esta  respuesta:  «Dice  el  señor  gobernador,  que  los  presos  no  oyen  Misa»; 
y  diciendo  y  haciendo,  se  llevaron  el  altar  portátil  para  quitar  la  tenta- 
ción de  repetir  la  demanda.  Muy  contristados  los  padres  con  esta  res- 
puesta, por  faltarles  el  único  consuelo  y  esfuerzo  que  deseaban,  se  hicie- 
ron cargo  que  estaban  en  estado  de  padecer,  y  volviéndose  á  Su  Majes- 
dad  se  conformaron  con  su  voluntad  santísima  en  este  trabajo,  que  no 
fué  el  menor  que  tuvieron  en  aquella  cárcel  trabajada.  En  el  mismo  día 


Libro  XII.— Capítulo  VI  695 

tomaron  con  los  padres  otra  providencia,  que  fuera  de  serles  muy  mo- 
lesta, perjudicó  grandemente  á  la  salud  de  casi  todos.  No  había  habido 
otra  luz  en  la  sala  que  la  de  un  velón,  que  procuraban  cebar  con  cuida- 
do, y  pareciendo  á  los  oficiales  que  estaba  la  pieza  muy  obscura,  y  que 
era  necesaria  alguna  mayor  claridad  para  unos  sacerdotes  que  debían 
rezar  el  oficio  divino,  si  ya  por  presos  no  dispensaban  en  esto  con  ellos 
como  en  la  Misa,  pusieron  ocho  lamparillas  altas,  llenas  de  aceite  de 
charapa  ó  de  tortuga,  que  sobre  servir  de  mucha  incomodidad  para  dor- 
mir de  noche,  hicieron  por  el  vaho  espeso  y  fétido  que  despedían,  mucha 
impresión  en  aquellos  pobres,  que  buscaban  aire  que  respirar,  y  no  le  en- 
contraban en  toda  la  pieza  apestada  de  aquel  humo  espeso  y  hediondo. 
La  distribución  que  observaron  los  misioneros  en  esta  dura  prisión  fué 
casi  la  misma  que  habían  observado  en  los  barcos,  sin  haber  más  dife- 
rencia que  el  hablar  algunas  palabras  en  voz  baja,  y  no  ser  el  silencio 
tan  riguroso.  Como  estaba  cerca  la  catedral  y  oían  los  toques  de  las  Mi- 
sas, hacían  intención  de  oirías  como  mejor  podían,  y  entre  día,  desde  la 
misma  cárcel,  visitaban  el  Santísimo  y  negociaban  con  estas  visitas  con- 
formidad y  paciencia  en  su  reclusión.  No  dejaban  de  tener  su  molestia 
en  el  rezo,  porque  las  lámparas  estaban  muy  altas  y  la  luz  venía  muy 
cansada  por  medio  del  ambiente  de  la  pieza  que  impedía  la  transmisión 
de  las  especies,  y  así  se  veían  precisados  á  rezar  por  turnos  alrededor 
de  la  mesita,  en  donde  perseveraba  ardiendo  el  velón  de  que  hablamos- 
No  correspondía  á  tanta  miseria  y  apretura  la  comida  tan  abundante  y 
espléndida  que,  atenta  la  escasez  de  la  ciudad,  con  dificultad  se  adelan- 
taría más  en  el  hospedaje  de  un  príncipe.  Ordinariamente  servían  á  me- 
dio día  cinco,  seis  y  aún  siete  platos,  todos  exquisitos,  y  bien  sazonados. 
Pero  casi  todo  les  sobraba  porque  el  imponderable  calor  que  sentían  diez 
y  nueve  hombres  con  su  centinela  en  una  pieza  sin  respiradero,  con  tan- 
tas luces  y  debajo  de  la  línea,  no  daba  lugar  al  apetito  y  los  tenía  des- 
virtuados, y  aun  á  poco  tiempo  les  puso  en  estado  de  no  poder  valerse 
de  los  dientes  y  muelas,  que  se  les  meneaban,  sin  poder  hacer  fuerza  con 
ellos,  ni  comer  sin  mucha  dificultad  el  pan  reciente  que  siempre  les  sir- 
vieron á  mediodía  y  por  la  noche.  Cosa,  en  realidad,  bien  extraordina- 
ria en  el  Para,  donde  sólo  usaban  del  pan  tres  personas,  el  gobernador, 
el  obispo  y  un  oidor.  Bien  lo  daba  á  entender  el  teniente  capitán,  que  re- 
cogía, con  mucha  diligencia,  las  sobras  de  pan  sin  hacer  caso  de  todo  lo 
demás,  que  remitía  sin  reserva  al  cuerpo  de  guardia  de  los  soldados.  El 
servicio  de  mesa  era  fino,  limpio  y  muy  proporcionado  á  lo  exquisito  de 
las  viandas,  sin  haber  más  descomodidad  que  la  de  extender  las  serville- 
tas sobre  las  rodillas  para  recibir  los  platos  que  repartían  los  tenientes. 
Hecha  la  repartición,  se  cerraba  la  sala  con  las  dos  llaves  acostumbra- 
das, y  dentro  de  algún  tiempo  entraban  unos  negros  con  sus  bandejas  y 
lo  recogían  todo. 


696  Misiones  del  Marañón  Español 

CAPÍTULO  VII 

SUBEN  DE  PUNTO  LOS   TRABAJOS   Y  MISERIAS  DE  LA  PRISIÓN 

No  parecía  á  los  principios  á  los  padres  misioneros  tan  duro  y  traba- 
joso este  encerramiento,  que  les  quitase  la  alcarria  exterior  y  brío  que 
traían  de  las  misiones,  especialmente  que  tenían  en  su  corazón  la 
esperanza  de  una  pronta  embarcación  para  España.  Era  esto  de 
manera  que,  los  soldados  admirados  de  lo  que  veían,  celebraban  aquel 
gusto,  alegría  y  contento  con  que  estaban  unidos,  encerrados  y  apreta- 
dos en  tan  fétido  calabozo,  cuando  los  centinelas  no  podían  aguantar  el 
calor  y  vaho  espeso  que  les  sofocaba,  de  suerte  que  si  pasada  la  hora  no 
se  remudaba  prontamente  la  centinela  interior,  solían  gritar  diciendo: 
que  me  ahogo,  que  me  ahogo.  Pero  cuando  vieron  los  padres  que  se  pasaba 
una  y  otra  semana  y  fueron  experimentando  en  sus  cuerpos  los  efectos 
del  excesivo  calor,  de  la  espesura  del  ambiente  y  del  fetor  reconcentra- 
do en  la  pieza,  entonces,  apagado  ya  el  primer  brío  y  faltándoles  la  ale- 
gría, clamaban  al  verdadero  Dios  pidiendo  paciencia  y  conformidad.  El 
Señor  que  les  ponía  en  esta  prueba,  fué  servido  de  darles  abundante- 
mente lo  que  pedían,  porque  dándoles  el  gobernador  á  lo  último,  cuando 
estaban  en  mayor  altura  los  trabajos,  la  facultad  de  subir  algunos  á  otra 
pieza  para  que  no  se  sofocasen  todos  en  aquel  horno,  clamaron  todos  á 
una  voz,  que  puesto  que  los  retirados  á  otro  cuarto  no  habían  de  gozar 
de  la  luz  del  sol,  ni  tener  comunicación  alguna  con  los  demás,  querían 
más  estar  juntos  en  un  sitio  con  mayor  trabajo,  fomentándose  con  mutua 
caridad,  y  renovando  en  su  memoria  las  apreturas  y  estrecheces  de  las 
cárceles  del  Japón  y  de  Inglaterra. 

Los  centinelas  debían  mudarse  de  cuatro  en  cuatro  horas,  y  no  les  era 
á  los  principios  á  los  soldados  molesto  el  perseverar  dentro  de  la  pieza, 
pero  como  se  fué  caldeando  de  día  en  día,  se  les  hacía  insufrible  la  guar- 
dia, y  consiguieron  del  superior  licencia  para  entrar  á  la  ligera  quitán- 
dose el  uniforme  que  les  sofocaba.  En  este  tiempo  se  tomó  también  otra 
nueva  providencia  que  sirvió  para  que  por  la  noche  se  calentase  más  la 
sala,  porque  debiendo  de  asistir  alguno  de  los  tenientes  á  la  mudanza  de 
la  centinela,  por  ser  necesario  abrir  y  cerrar  la  puerta  y  haciéndoseles 
duro  levantarse  por  la  noche,  hallaron  el  medio  de  meter  dentro  tres  sol- 
dados al  principio  de  la  noche,  para  que  ellos  mismos  se  remudasen  sin 
intervención  de  los  tenientes.  De  donde  nacía  que  dormían  en  la  cárcel 
otras  tres  personas,  y  era  mayor  el  calor  que  se  sentía. 

Para  llegar  á  entender  en  alguna  manera  el  insufrible  bochorno  de 
aquel  lugar,  baste  decir  que  á  pocos  días  de  reclusión  cesó  en  los  padres 
el  sudor  común  natural  y  fluido  de  los  cuerpos,  y  se  siguió  otro  más  craso 


Libro  XII.— Capítulo  VII  697 

pegajoso  y  pestilente,  de  modo  que  la  ropa  quedaba  al  tacto  mantecosa, 
y  después  de  seca  al  sol  tan  dura  y  tiesa  como  una  tabla  ú  hoja  de  lata. 
Como  era  tanto  el  sudor  y  estaban  los  misioneros  tan  ligeros  de  ropa,  tu- 
vieron que  pasar  por  increíbles  miserias.  Porque  todas  las  mañanas  era 
preciso  dar  á  enjugar  la  ropa  y  en  tanta  falta  de  vestiduras  uno  andaba 
con  sola  la  sotana  á  la  raíz  de  las  carnes,  otro  con  un  mal  jubón  y  sotana 
sin  camisa,  éste  se  vestía  con  una  sobrecama  y  aquél  tenía  por  túnica  una 
manta  agujereada  para  sacar  la  cabeza.  ¿Qué  diré  del  pestífero  hedor 
de  los  vasos  inmundos?  Porque  aunque  es  verdad  que  los  negros  presos 
venían  todas  las  noches  para  llevarlos,  pero  ellos  por  no  hacer  más  que 
dos  viajes  lo  hacían  tan  puercamente,  que  dejaban  las  reliquias  en  la 
pieza,  las  cuales,  juntas  con  el  mal  olor  de  los  mismos  vasos,  corrompían 
más  el  vaho  ya  pestilente  y  hacían  más  penosa  la  estancia.  Uno  de  los  te- 
nientes, movido  á  compasión  de  los  padres  por  esta  miseria,  trajo,  pen- 
sando hacerles  servicio  un  sahumerio  de  alhucema  para  purificar  la  sala; 
pero  como  á  ésta  le  faltaba  respiradero,  quedó  por  muchas  horas  una 
nube  tan  espesa  de  humo,  que  temieron  morir  los  pobres  encarcelados,  y 
así  le  suplicaron  por  amor  de  Dios,  que  no  volviese  á  repetir  aquella 
diligencia,  que  una  vez  practicada  les  había  puesto  en  tanto  cuidado. 

Antes  de  cumplir  los  cuarenta  días  de  cárcel,  cesó  en  todos  el  segundo 
sudor  craso  y  mantecoso  de  que  hablamos,  y  entró  en  su  lugar  otra  es 
pecie  no  tanto  de  sudor  como  de  roña,  sarna  ó  lepra  pegajosa.  Todos 
creían  que  ya  sudaban  la  misma  substancia  corpórea  según  la  flaqueza 
y  debilidad  que  experimentaban  con  esa  especie  de  efluvios  ó  evacuacio- 
nes que  veían  salir  de  sus  cuerpos,  los  cuales  raían  con  navajas  ó  con  las 
uñas  para  aliviarse  algún  tanto  de  aquella  espesa  vascosidad.  Uno  de 
los  efectos  que  causó  este  maligno  sudor,  fué  la  diversidad  de  granos  y 
de  manchas  por  todo  el  cuerpo,  con  una  picazón  tan  universal  y  conti- 
nua, que  les  parecía  tener  puesta  una  camisa  de  ortigas.  En  tantos 
apuros,  trabajos  y  miserias,  no  es  de  extrañar  que  el  buen  viejo  P.  Leo- 
nardo Deubler  llegase  á  verse  tan  postrado,  consumido  y  sin  movimien- 
to, que  no  se  contase  con  su  vida.  Visitándole  el  médico,  avisado  del  pe- 
ligro, mandó  que  luego  prontamente  se  le  administrasen  los  sacramen- 
tos de  Viático  y  Extremaunción,  diciendo  que  no  podía  durar  por  mucho 
tiempo  en  estado  tan  deplorable.  Ejecutólo  con  puntualidad  el  párroco, 
adonde  pertenecía  el  alojamiento;  y  no  es  de  omitir  el  consuelo  grande 
que  tuvieron  los  presos  con  la  visita  de  su  Señor,  á  quien  adoraron  con 
lágrimas  de  ternura  y  devoción  en  aquella  cárcel  en  que  por  tantos  días 
habían  estado  privados  de  su  presencia.  Quiso  este  benignísimo  Señor 
dar  la  salud  á  su  siervo,  reservándole  para  otra  prisión  acaso  más  dura, 
y  comenzó  á  mejorar  con  buenos  caldos  que  le  traían  los  tenientes  con 
mucha  caridad,  de  modo  que  pudo  llegar  á  Portugal,  como  veremos. 

Con  la  ocasión  de  ver  los  misioneros  el  médico  en  su  reclusión,  se  deter- 
minaron á  descubrirse  con  él  sobre  los  trabajos  y  miserias  que  experi- 
mentaban en  sus  cuerpos;  y  más  en  particular  el  P.  José  Palme,  que  ade- 


698  Misiones  del  Mar\ñón  Español 

más  de  tener  calentura  y  de  molestarle  una  quebradura  disimulada,  pa- 
decía ciertos  ahogos  y  no  podía  arrostrar  cosa  ninguna.  Preguntóle  el 
médico  qué  era  lo  que  apetecía.  «Ver  la  luz  del  cielo»  respondió  el  en- 
fermo con  un  candor  singular  que  era  parte  de  su  carácter.  «Si  abren 
esas  ventanas  estaremos  todos  buenos  y  no  tendremos  necesidad  de  mé- 
dico. Calló  el  doctor  á  la  propuesta,  pues  no  podía  aplicar  aquel  remedio, 
y  con  una  sangría  se  fué  aliviando  el  misionero.  Bien  enterado  el  médico 
de  lo  que  padecían  los  demás  umversalmente,  enderezándose  á  los  tenien- 
tes que  se  hallaban  presentes,  les  dijo  con  resolución.  «Aquí,  señores,  se 
necesita  de  pronto  remedio.»  Primeramente,  á  ninguno  de  los  padres, 
aunque  estemos  en  Cuaresma,  darán  ustedes  comida  de  pescado.  Todos, 
todos  comerán  de  carne,  y  si  es  posible,  desde  el  día  de  hoy.  Además  de 
esto,  pueden  ustedes  permitir  á  los  padres  que  apaguen  esas  luces  cuando 
no  las  necesiten;  basta  la  luz  del  velón  en  habitación  tan  estrecha.  Últi- 
mamente, ustedes  que  son  testigos  y  saben  muy  bien  el  modo  y  la  miseria 
en  que  se  hallan  estos  religiosos,  tendrán  á  bien  el  venir  conmigo  á  casa 
de  su  excelencia,  á  quien  voy  en  derechura  á  dar  parte  de  una  necesidad 
que  no  admite  dilación. 

Diciendo  estas  últimas  palabras,  se  despidió  de  aquel  hospital,  y  como 
era  hombre  de  veras,  activo  y  eficaz,  se  fué  derecho  al  señor  goberna 
dor,  y  le  expuso  el  estado  de  los  encerrados,  concluyendo  su  discurso  con 
asegurarle  que  no  tenía  la  menor  duda,  en  que  no  les  sacando  cuanto  an- 
tes de  aquella  reclusión,  perecerían  t9dos.  Entró  en  cuidado  el  goberna- 
dor con  el  atestado  del  médico,  y  comenzó  á  pensar  en  el  modo  de  aliviar 
á  los  misioneros.  Al  principio  halló  un  medio  que  le  pareció  bastante- 
mente oportuno,  el  cual  se  reducía  á  dividir  á  los  padres  y  ponerlos  en 
dos  estancias,  pero  de  modo  que  no  tuviesen  comunicación  entre  sí,  y  que 
estuviesen  igualmente  cerrados  y  sin  luz  del  día.  Pero  como  no  viniesen 
en  esto  los  padres,  como  arriba  dijimos,  y  pidiesen  por  favor  que  les  de- 
jasen á  todos  juntos,  porque  con  la  unión  se  les  hacía  más  tolerable  el 
encerramiento,  se  aplicó  su  excelencia  á  disponer  las  cosas  para  enviar- 
los cuanto  antes  á  Lisboa. 


CAPITULO   VIII 

SACAN  Á  LOS  PADRES  DE  LA  CÁRCEL  Á  LOS  CUARENTA  Y  OCHO  DÍAS  DE 
PRISIÓN,  Y  LOS  EMBARCAN  EN  UNA  CORBETA  PARA  LISBOA 


Era  el  designio  del  gobernador  del  Para  enviar  á  los  misioneros  á 
á  Portugal  en  un  navio  grande  que  se  estaba  componiendo  en  el  puerto, 
pero  como  iba  larga  la  composición  del  navio,  y  apretaba  la  necesidad 
de  los  padres,  mudó  de  resolución,  y  se  vio  precisado  á  echar  mano  de 
una  corbeta  de  dos  palos,  que  por  ser  nueva  parecía  bastantemente  se- 


Libro  XII.— Capítulo  VIII  699 

gura,  aunque  fuese  bien  incómoda,  para  tanta  gente.  Dio  luego  las  dispo- 
siciones necesarias  para  el  trasporte,  en  el  pequeño  vaso,  sin  embargo 
de  faltarle  la  carga  que  pretendía  recoger  su  capitán,  llamado  Silva. 
Era  este  muy  práctico  en  navegaciones,  y  había  conducido  algunos  años 
antes  otros  misioneros  á  Portugal.  Por  esta  causa  no  quiso  perder  la  oca- 
sión el  señor  Ataide,  viendo  que  se  le  podía  fiar  el  empeño  de  conducir 
á  los  padres  castellanos.  Mientras  se  daban  estas  disposiciones,  de  que 
estaban  ignorantes  en  un  todo  los  misioneros,  llegó  el  día  4  da  Marzo  en 
que  se  suele  dar  principio  á  la  novena  de  San  Francisco  Xavier.  Empe- 
záronla los  padres,  en  su  reclusión  encomendándose  á  sí  y  á  sus  indios  al 
glorioso  sanio,  Apóstol  de  las  Indias  y  protector  de  misioneros. 

La  salida  de  los  Padres  estaba  más  cerca  de  lo  que  pensaban,  porque 
en  el  día  10  de  Marzo  y  séptimo  de  la  novena  estuvo  ya  pronta  la  cor- 
beta para  darse  á  la  vela.  Pero  antes  de  salir  de  su  prisión  habían  de  pa- 
sar por  una  reseña  particular  como  disposición  previa  para  el  embarque 
y  entrega  que  se  pensaba  hacer  de  ellos  al  capitán  Silva.  Dos  días  antes 
del  embarque,  como  á  las  diez  de  la  mañana,  abrieron  de  repente  las 
puertas  de  la  sala  de  par  en  par,  metieron  con  apresuración  una  mesa 
redonda,  y  poniéndola  en  medio  de  la  pieza,  acomodaron  alrededor  de 
ella  cuatro  sillas.  Extrañaron  los  presos  la  novedad  y  esperaban  con  an- 
sia ver  en  qué  paraba  ó  á  qué  se  dirigía  esta  prevención,  cuando  entra- 
ron por  la  puerta  los  dos  tenientes  con  sus  candeleros  que  pusieron  á  los 
dos  extremos  de  la  mesa,  y  detrás  de  ellos  venía  un  notario  cojo  y  tan 
descomunal,  que  se  llevó  tras  sí  los  ojos  de  los  presos,  porque  de  un  tranco 
solo  medía  la  mitad  de  la  sala;  tan  largas  eran  sus  zancas,  las  cuales  no 
le  permitía  recoger  la  cojera.  Tomaron  los  tres  sus  asientos,  y  llamando, 
en  primer  lugar,  al  superior,  empezaron  á  describirle  y  divisarle  con  sus 
pelos  y  señales,  notando  el  color,  la  fisonomía,  el  aire  y  la  estatura.  Lo 
mismo  hicieron  con  los  demás,  apuntando  prolijamente  lo  que  les  pareció 
peculiar  de  cada  uno,  sin  omitir  al  viejo  Deubler  que  estaba  inmoble  ten- 
dido en  su  camita  en  que  más  parecía  un  cadáver  que  persona  viviente, 
aplicándole  una  candela  por  acá  y  por  allá,  para  sacar  á  su  gusto  la 
figura  de  aquel  cadáver.  Por  más  diligencias  que  hicieron  para  sacar  las 
descripciones  cumplidas  y  cabales,  y  por  más  que  aplicaban  las  luces  á 
los  sujetos  para  reconocerlos  bien  y  para  que  no  se  les  escapase  una 
pinta,  los  buenos  hombres  se  engañaron  notablemente  en  la  demarcación 
de  aquellos  padres.  Ni  es  de  extrañar  que  al  notario,  que  por  muy  prác- 
tico que  fuese,  no  se  habría  hallado  en  muchas  demarcaciones  üe  esta 
calidad,  se  le  pasasen  las  señas  verdaderas  y  pusiese  en  su  lugar  otras 
que  no  había  por  qué;  porque  siendo  ya  el  día  cuarenta  y  ocho  de  la  pri- 
sión y  estando  el  aire  tan  espeso  en  la  pieza,  que  como  niebla  cerrada 
impedía  las  especies  visuales,  no  pudo  reconocer  distintamente  las  per- 
sonas. De  donde  nació,  como  celebraron  después  los  misioneros,  que  al 
blanco  de  rostro  le  pusieron  la  nota  de  bien  moreno,  y  al  que  era  notable- 
mente bermejo  le  aplicaron  el  distintivo  de  pelo  y  barba  negra.  Hecha 


700  Misiones  del  Marañón  Español 

la  descripción,  se  despidieron  á  la  francesa  y  quedaron  los  padres  solos 
celebrando  el  pasaje. 

Parece  que  con  las  terribles  unciones  de  aquella  noche  tan  larga,  ha- 
bían mudado  de  tez  y  de  color  como  sucedió  en  el  retablo.  Pues  cuando 
entraron  en  la  pieza  resaltaba  mucho  el  dorado  y  despedía  unos  brillos 
que  parecía  reciente,  mas  ahora'estaba  su  viveza  tan  muerta  y  apagada 
que  no  se  distinguía  lo  dorado  de  lo  que  estaba  sin  dorar,  por  más  que  con 
toda  atención  miraban  el  retablo.  Los  pestillos  y  pasadores  de  hierro  es- 
taban, no  sólo  tomados,  sino  llenos  de  moho  y  chorreando  vapores  y  hu- 
medad. Lo  mismo  sucedía  en  el  pavimento  que,  en  medio  de  estar  en  alto 
y  ser  de  tablas,  estaba  tan  húmedo  y  empapado  en  podredumbre,  que  se 
se  comunicaba  á  las  demás  cosas.  Pues  ¿qué  maravilla  que  en  los  cuerpos 
humanos  liubiese  causado  aquel  espeso  vaho  y  continuado  por  tanto 
tiempo  algunos  efectos  semejantes  especialmente  que  los  sudores  inter- 
nos contribuían  no  poco  á  mudar  la  piel  con  las  manchas  y  vascosidades 
que  dejaban? 

Llegado  finalmente  el  término  destinado  para  la  embarcación  de  los 
padres,  sirvieron  la  colación  por  la  noche  más  temprano  délo  acostum- 
brado, y  entonces  comenzaron  los  misioneros  á  persuadirse  que  era  ver- 
dadera la  noticia  que  uno  de  los  centinelas  más  compasivo  y  cariñoso 
les  había  dado,  es  á  saber,  que  les  estaban  esperando  en  un  navio  preve- 
nido para  su  transporte  á  Europa.  Sin  embargo  de  esta  noticia,  no  que- 
riendo dar  á  entender  que  sabían  algo,  se  mantuvieron  quietos,  y  sin  ha- 
cer hatillos  ni  recoger  las  ropillas ,  prosiguieron  con  sus  distribuciones 
acostumbradas,  esperando  á  los  avisos  de  los  tenientes,  que  eran  el  canal 
seguro  por  donde  el  gobernador  comunicaba  sus  órdenes.  No  duró  mucho 
tiempo  la  expectación  y  disimulo,  porque  á  eso  de  las  siete  de  la  noche 
entró  el  teniente  coronel,  vestido  de  ceremonia,  con  su  uniforme,  bastón 
y  peluca,  é  intimó  con  toda  formalidad  al  padre  superior  que  al  punto 
y  sin  detención  alguna  se  dispusiesen  los  padres  á  marchar,  mientras  él 
iba  á  llamar  á  los  indios  para  que  cargasen  con  los  trastos  hasta  el 
puerto,  y  que  luego  inmediatamente  le  seguirían  ellos.  Poco  tiempo  les 
bastó  á  los  misioneros  para  hacer  sus  hatilfos  y  prevenir  las  cosas,  que 
no  eran  muchas ,  y  como  á  las  ocho  los  sacaron  y  llevaron  al  puerto,  no 
les  perdiendo  de  vista  el  teniente  coronel. 

Quedó  la  pieza  de  la  prisión  desembarazada,  como  la  habían  encon- 
trado, pero  bien  diferente  en  la  hermosura,  en  el  aseo  y  limpieza;  porque 
el  suelo  estaba  hediondo,  las  paredes  y  el  techo,  retablo  y  cornisas,  obs- 
curecido con  el  humo  de  las  lámparas  y  con  los  vapores  que  habían  exha- 
lado tantos  cuerpos.  vSentados  algunos  padres  en  el  suelo,  y  paseando  los 
demás,  esperaban  por  momentos  el  punto  deseado  de  salir  de  su  prisión. 
Mas  hasta  en  la  despedida  de  su  cárcel  hubieron  de  tener  paciencia, 
porque  aguardaron  por  tres  horas  y  media ,  hasta  que  casi  á  la  mitad  de 
la  noche  abrieron  por  la  última  vez  la  puerta  para  conducirlos  al  navio. 
Púsose  en  el  umbral  un  notario  con  la  lista  de  los  sujetos,  y  llamando- 


Libro  XIL— Capitulo  IX  701 

los  por  sus  nombres,  uno  á  uno,  fueron  saliendo  como  otros  tantos  corde- 
ros á  la  antesala.  Cuatro  indios  sacaron  al  P.  Deubler,  que  no  estaba  si- 
quiera para  mantenerse  de  pie,  en  una  estera  y  lo  bajaron  por  la  esca- 
lera, siguiendo  aquel  doloroso  espectáculo  los  demás  padres,  hasta  salir 
todos  á  la  calle.  Formada  la  procesión  en  la  misma  forma  que  á  la  ve- 
nida, fueron  caminando,  entre  dos  filas  de  soldados,  hasta  el  muelle, 
cincuenta  dias  después  que  desembarcados  en  él  pasaron  tantos  recuen- 
tos, cuantos  habían  sido  los  oficiales  que  concurrieron  á  su  recibimiento. 
Mas  ahora,  cuando  estaba  la  noche  más  obscura,  y  por  consiguiente  más 
á  propósito  para  que  desapareciese  alguno  de  ellos,  no  tuvieron  por  tan 
necesario  repetir  esta  diligencia. 

Después  de  una  corta  detención  en  el  muelle,  entraron  en  un  barco 
para  pasar  al  navio  destinado.  Tenía  el  barco,  aunque  pequeño,  su  tol- 
dilla  de  madera  con  sus  ventanillas  abiertas  á  los  dos  lados,  y  uno  de  los 
misioneros,  pensando  ser  ésta  la  embarcación  prevenida  para  el  trans- 
porte á  Europa,  muy  alegre  por  ver  abiertas  las  ventanillas,  puesto 
junto  á  una  de  ellas,  dijo  en  voz  alta:  «Nadie  piense  en  quitarme  de  aquí 
ni  en  pretender  este  sitio,  que  aunque  incómodo,  yo  le  escojo  desde  ahora 
hasta  llegar  á  Lisboa.»  No  es  de  extrañar  de  que  se  explicase  en  estos 
términos  el  que  después  de  cincuenta  días  de  ahogos  y  de  tinieblas,  lo- 
graba finalmente  respirar  aire  y  mirar  al  cielo.  Mas  duró  poco  su  con- 
tento, pues  pasó  luego  con  los  demás  á  la  corbeta  prevenida ,  y  cayó  en 
otra  cárcel,  si  no  peor,  ciertamente,  nada  mejor  que  la  pasada.  En  todos 
estos  viajes  fueron  acompañando  á  los  padres  los  dos  tenientes,  á  quienes 
dieron  muy  de  corazón  las  gracias  por  el  grande  cuidado  y  solícita  caridad 
con  que  les  habían  asistido  en  sus  aprietos.  Y  á  la  verdad,  á  no  haber  in- 
tervenido el  cariño,  respeto  y  compasión  de  estos  oficiales ,  no  hubieran 
acaso  salido  vivos  de  la  prisión  los  misioneros,  atendidas  las  órdenes  es- 
trechas y  rigurosas  del  Sr.  Ataide.  A  la  buena  conducta  y  compasión 
que  habían  experimentado  en  ellos  en  su  cárcel,  correspondieron  las  mu- 
chas lágrimas  que  derramaron  al  despedirse  de  los  padres ,  los  cuales  en 
ésta ,  y  en  otras  muchas  ocasiones ,  miraban  la  singular  providencia  del 
Señor,  que  si  aflige  á  los  suyos  con  una  mano,  con  otra  les  da  socorro  y 
alivio. 


CAPITULO  IX 

NAVEGACIÓN  DE  LOS  MISIONEROS  DEL  MARAÑÓN  HASTA  PORTUGAL 

Después  de  haber  subido  todos  los  padres  al  navio  dispuesto  para  la 
conducción,  apareció  en  el  combés  un  notario  con  otros  ministros,  que 
hicieron  la  entrega  al  capitán.  Leía  el  notario  los  nombres  de  cada  uno, 
y  el  capitán,  que  estaba  á  la  boca  de  la  escotilla,  los  iba  recibiendo  uno 
por  uno,  poniéndoles  la  mano  sobre  la  espalda,  y  tomando  posesión  de 


702  Misiones  del  Marañón  Español 

esta  suerte,  les  dirigíii  á  un  alojamiento  estrecho  que  tenía  prevenido  en 
el  entrepuente.  Luego  que  aqui  se  vieron  los  misioneros,  hicieron  la 
cuenta  de  ir  en  esta  segunda  cárcel  hasta  Lisboa,  y  no  se  engañaron  en 
este  su  pensamiento,  porque  metidos  los  cajoncitos  de  sus  ajuares,  sintie- 
ron correr  una  puerta  que  habían  visto  á  la  entrada  y  asegurarla  bien 
con  su  candado.  Vino  el  día  aun  antes  que  les  cogiese  el  sueño,  de  que 
parece  estaban  olvidados,  con  el  tal  cual  gozo  que  tenían  de  poder  ver  la 
luz  del  cielo  por  una  ventanilla  muy  estrecha  de  la  reclusión,  acordán- 
dose de  la  noche  larga  de  mil  trescientas  horas  en  el  encerramiento  del 
Para.  Por  esta  ventanilla,  que  era  como  de  una  cuarta  de  alt;i  y  como 
un  jeme  de  ancha,  entraba  la  principal  Juz  á  su  estancia,  porque  aun- 
que en  las  tablas  puestas  alrededor  de  la  escotilla  habían  dejado  dos  tro- 
nerillas,  pero  estaban  casi  cerradas  con  la  lancha  colocada  en  la  misma 
boca.  No  les  costó  mucho  trabajo  conformarse  con  la  escasa  luz  que  en- 
traba por  la  pequeña  ventana,  porque  hechos  á  vivir  sin  luz  del  cielo 
por  tanto  tiempo,  les  parecía  ésta  bastante  en  medio  de  tener  algún  tra- 
bajo en  rezar  el  oficio  divino.  Más  armonía  les  causó  cuando  conocieron 
que  quitaban  la  escalera  por  donde  habían  bajado  á  su  destino,  pues 
perdieron  de  todo  punto  la  esperanza  de  subir  algún  día  á  lo  alto  del  na- 
vio, por  todo  el  tiempo  de  la  navegación.  Pero  se  ofrecieron  á  este  tra- 
bajo y  prepararon  los  corazones  á  otros  muchos,  que  suponían  esperar- 
les en  el  largo  viaje. 

En  este  primero  día  trajeron  la  comida  á  los  padres  desde  el  Para,  la 
cual  concluida,  el  capitán  que  había  prevenido  sus  cosas,  por  la  mañana 
mandó  levar  anclas  y  se  comenzó  á  caminar  buscando  el  Marañón,  á 
donde  era  preciso  volver  para  tomar  rumbo.  Por  seis  noches  seguidas  se 
echó  ancla  á  causa  de  las  muchas  islas  que  se  hallan  en  aquel  paraje,  y 
sólo  excusa  esta  diligencia  á  los  que  por  allí  navegan,  la  luna  clara  y 
despejada  que  asegure  del  peligro  de  cafer  en  las  islas.  No  se  tocó  al 
agua  que  llevaban  de  provisión  por  una  semana  entera,  porque  con  solo 
echar  el  cubo  al  mar  se  encontraba  agua  dulce.  Tanto  lugar  se  hace  en 
el  mar  mismo  el  río  Marañón,  que  conserva  sus  aguas  por  tanto  trecho. 

Libre  ya  la  corbeta  de  las  muchas  islas  y  entrando  en  alta  mar,  en 
donde  no  podía  ser  observado,  el  capitcín  Silva,  bajó  por  la  primera  vez 
á  saludar  á  los  padres  y  les  dijo  con  mucha  afabilidad  y  muestras  de  ca- 
riño: «Perdoen  per  Dio  padres,  que  os  ordees  del  genérale  son  molte  for- 
tes.» Hecha  esta  primera  salva,  prosiguió  diciendo  que  el  venir  así  ence- 
rrados era  orden  expresa  de  la  corte,  que  él  en  cuanto  estuviese  en  su 
mano  les  daría  los  alimentos  que  pudiese,  los  cuales  no  serían  tantos  ni 
tan  cumplidos  como  deseaba  su  corazón,  por  ser  muy  rigurosas  las  órde- 
nes del  gobernador,  y  por  peligrar  su  vida  en  caso  de  transgresión.  Que 
por  entonces  dejaba  abierta  la  ventanilla  de  la  reclusión  para  que  logra- 
sen alguna  luz,  pero  que  tuviesen  paciencia  las  veces  que  los  marineros 
hubiesen  de  bajar  á  la  bodega,  porque  era  indispensable  en  estas  ocasio- 
nes el  cerrarlas,  por  no  dejar  fácil  la  comunicación  que  á  todos  estaba 


Libro  XII.— Capítulo  IX  703 

severamente  prohibida,  y  á  unos  y  á  otros  traía  cuenta  quitar  este  tro- 
piezo. Que  sentía  mucho  tener  poca  provisión  de  boca  para  las  contin- 
gencias del  mar,  pero  que  supliría  con  su  pobreza,  caso  que  faltare  lo 
que  se  había  metido  para  su  sustento,  y  que  por  lo  que  tocaba  al  agua  la 
tendrían  con  mucha  abundancia.  Agradecieron  los  misioneros  la  buena 
voluntad  y  sinceras  intenciones  del  capitán,  á  quien  dijeron  cómo  esta- 
ban preparados  y  dispuestos  con  la  gracia  de  Dios  para  pasar  por  todo 
lo  que  se  ejecutase  con  ellos,  y  el  buen  hombre  enternecido  de  ver  tanta 
conformidad,  se  fué  diciendo:  «¡Pobres  sacerdotes!» 

Bien  se  conoció  que  las  provisiones  que  de  orden  del  gobernador  me- 
tieron en  la  corbeta  eran  cortas,  como  decía  el  capitán,  porque  la  co- 
mida de  los  padres  por  toda  la  navegación  fué  bien  escasa,  y  nada  co. 
rrespondiente  á  los  desperdicios  del  Para.  Comúnmente  se  redujo  á  carne 
salada  y  bizcocho  bien  duro,  fuera  de  algún  otro  día  en  que  sirvieron  ga- 
llina. Pero  apreciaron  mucho  el  grande  alivio  que  tuvieron  con  el  agua, 
la  cual  se  les  alargaba  á  discreción,  de  manera  que  aun  cuando  la  daban 
desde  la  mitad  del  viaje  con  tasa  y  medida  á  los  pasajeros  y  marineros, 
lograban  de  ella  con  abundancia  los  padres  en  seis  cántaros  de  agua  que 
les  metieron  en  su  estancia  y  renovaban  á  sus  tiempos,  sin  ser  parte  para 
escasearles  este  consuelo  el  haberse  derramado  siete  pipas  grandes  de 
las  que  se  habían  introducido  en  el  navio  por  orden  del  gobernador  del 
Para.  Todos  los  que  venían  en  la  corbeta  tenían  tan  estrecha  prohibición 
de  tratar  con  los  padres,  que  la  pena  de  semejante  transgresión  no  era 
menos  que  la  muerte  aun  por  la  más  mínima  comunicación,  como  se  lo 
aseguró  á  los  misioneros  mismos  el  mayordomo,  que  en  una  ocasión  y  á 
escondidas  y  con  muchísima  reserva  pudo  hablar  por  poco  tiempo  con 
ellos.  Para  quitar  á  los  padres  toda  comunicación  con  las  gentes,  aun  en 
las  cosas  más  necesarias,  y  para  que  no  pudiesen  saber  ni  informarse  de 
las  cosas  del  reino,  había  dado  orden  el  gobernador  de  que  toda  la  asis- 
tencia inmediata  de  los  misioneros  se  redujese  á  dos  grumetillos,  sin  que- 
rer venir  en  modo  alguno  en  conceder  al  capitán  dos  soldados  que  pe- 
dia para  su  cuidado,  servicio  y  asistencia.  Estos  dos  niños  llevaban  la  co- 
mida, les  proveia;i  de  agua,  limpiaban  los  vasos  inmundos,  y  hacían  to- 
dos los  demás  menesteres,  de  manera  que  no  vieron  los  padres  todo  el 
tiempo  de  la  navegación  la  cara  de  hombre  alguno,  fuera  de  la  del  capi- 
tán, que  una  vez  por  semana  y  alguna  otra  vez  extraordinaria,  bajaba  á 
visitarlos,  la  de  un  cirujano  que  trajo  consigo  en  una  ocasión,  y  la  del 
mayordomo  que  les  habló  á  hurtadillas.  Tanto  celaba  el  capitán,  que  en 
esta  materia  pudiera  haber  motivo  ni  pretexto  de  acusación  contra  los 
misioneros. 

La  gente  del  navio  venía  bien  arreglada  y  no  se  oían  en  él  ios  jura- 
mentos, ni  las  malas  palabras  que  suelen  ser  tan  comunes  en  marineros 
y  grumetes.  Rezaban  todas  las  noches  su  rosario,  y  por  la  mañana  oían 
todos  la  Misa  que  celebraba  un  capellán  recoleto  franciscano.  No  se 
permitía  á  los  misioneros  que  guardaban  sus  acostumbradas  distribueio- 


704  Misiones  del  Makañón  Español 

nes,  asistir  á  ella,  pero  como  se  decía  en  el  combés,  y  en  parte  que  caía 
sobre  su  reclusión  y  oían  las  señales  de  la  campanilla,  oíanla  del  mejor 
modo  que  podían.  Desearon  entrañablemente  comulgar  el  día  de  Jueves 
Santo,  y  movido  de  este  deseo  el  padre  superior,  hizo  la  súplica  con  todo 
rendimiento  al  capitán  en  un  día  de  la  semana  antecedente  que  bajó  á 
visitarlos,  diciéndole  que  ya  que  había  tanta  dificultad  atento  los  órdenes 
estrechos  del  gobernador  en  que  un  padre  dijese  Misa  y  comulgase  á  los 
demás,  pero  que  ellos  no  tenían  ninguna,  antes  deseaban  con  muchas 
ansias  el  comulgar  de  mano  del  padre  capellán.  Que  este  sería  para  ellos 
el  mayor  fíivor  del  mundo  del  que  no  se  olvidarían  por  todos  los  días  de 
su  vida.  Aquí  fué  donde  dando  un  gran  suspiro  el  capitán  y  lamentándo- 
se más  que  nunca  dijo:  Ah  padres,  este  es  uno  de  los  principales  capítu- 
los estrechamente  encargados  del  gobernador.  Perdonen  ustedes,  padres, 
que  no  está  en  mi  mano,  y  tengo  muchos  testigos  de  mis  acciones.  Procu- 
ró después  consolar  á  los  misioneros,  añadiendo,  que  mucho  peor  aloja- 
dos y  tratados  habían  venido  los  padres  portugueses,  encerrados  en  la 
misma  bodega,  sin  luz  ninguna,  mal  comidos  y  soterrados,  bajo  la  direc- 
ción de  unos  oficiales  duros,  sin  piedad  y  sin  misericordia,  por  cuya  causa 
habían  enfermado  muchos  y  muerto  varios.  Diciendo  estas  últimas  pala- 
bras el  buen  hombre  cruzaba  con  sentimiento  las  manos  y  exclamaba: 
¡Oh  insignes  padres  portugueses!  Con  estas  razones  quedaron  los  misione- 
ros desengf»  nados  y  concluyeron  que  no  sólo  les  habían  suspendido ,  sino 
también  excomulgado  los  ministros  seculares. 

Era  preciso  que  los  padres,  hallándose  en  estado  de  padecer,  proba- 
sen también  de  los  peligros  y  trabajos  de  tempestades  y  borrascas.  Ex- 
perimentaron una  de  estas  en  el  día  .3  de  Abril  que  fué  para  ellos  el  más 
triste  y  más  penoso  de  toda  la  navegación.  Como  á  las  dos  de  la  mañana 
se  comenzó  á  sentir  un  viento  fuerte  que  se  fué  arreciando  conforme  se 
iba  acercando  el  día,  de  suerte  que  al  amanecer  estaban  ya  en  gran  cui- 
dado el  capitán  y  marineros.  Ocurriendo  á  todos  los  peligros,  cerraron 
las  ventanillas  de  la  prisión  á  golpes  de  mazo,  y  clavaron  un  buen  ence- 
rado á  la  puerta  de  la  escotilla  quedando  los  presos  en  espesas  tinieblas 
sin  esperanza  de  humano  socorro.  No  sentían  otra  cosa  en  aquella  obs- 
curidad sino  los  silbos  del  viento  enfurecido,  la  fuerza  y  violencia  de  las 
olas  que  daban  en  el  costado  del  navio,  los  vaivenes  y  balances  de  la 
corbeta  y  las  carreras,  pisadas  y  golpes  de  los  marineros.  Los  trastos  y 
cajones  de  la  estancia  andaban  rodando  de  un  lado  al  otro  sin  que  bas- 
tasen los  cordeles  con  que  habían  procurado  amarrarlos  de  antemano; 
el  único  cántaro  que  á  la  sazón  tenían  lleno  de  agua,  hecho  pedazos  á 
los  balances  del  navio,  les  quitó  la  esperanza  de  probar  el  agua  en  todo 
el  día,  y  los  vasos  inmundos  derramados  por  la  reclusión,  difundían  un 
hedor  intolerable.  Allegóse  á  esto,  que  habiendo  llegado  á  entrar  como 
media  vara  de  agua  en  el  combés  del  navio,  no  se  pudo  evitar  por  dili- 
gencias que  se  hicieron  que  buena  parte  de  ella  no  penetrase  hasta  en  el 
sitio  de  los  padres,  y  así  ésta,  con  la  inmundicia  ya  derramada,  llevaban 


LiBKO  XII.— Capítulo  IX  705 

consigo  á  la  parte  más  honda  de  la  pieza  libros,  bollos  de  chocolate,  ta- 
baco y  otras  cosillas  que  se  pudrieron  y  apestaron.  Pero  lo  que  en  aque- 
lla obscuridad  hacía  parecer  mayor  la  tempestad  de  lo  que  era  en  reali- 
dad y  que  consternaba  á  los  más  animosos,  eran  las  voces  lastimeras  y 
el  llanto  de  dos  ó  tres  misioneros  que  sumamente  tímidos  se  daban  ya 
por  perdidos  y  sin  remedio  alguno.  Todos  se  confesaron  mutuamente,  y 
se  dispusieron  para  morir  viendo  el  peligro  inminente,  pero  no  por  eso  se 
serenaban  ni  aquietaban  los  más  medrosos,  que  por  momentos  temían 
ser  sepultados  en  las  aguas. 

Duró  la  aflicción  y  trabajo  hasta  el  medio  día  en  que,  amainando  el 
viento,  se  pudo,  aunque  con  alguna  dificultad,  volver  á  tomar  el  rumbo, 
de  donde  la  fuerza  de  la  tempestad  había  arrebatado  el  navio.  Tuvo  el 
capitán  la  atención  de  enviar  luego  á  los  misioneros  uno  de  los  grumeti- 
llos  para  que  les  asegurase  que  estaban  fuera  de  peligro  y  les  pidiese 
de  su  parte  que  tuviesen  un  poco  de  paciencia,  porque  no  se  había  po- 
dido encender  fuego  y  no  tenían  cosa  alguna  fuera  del  bizcocho  que  po- 
der darles  de  comer.  Respondieron  los  padres  que  se  hacían  cargo  de  la 
imposibilidad  de  gustar  cosa  caliente,  y  que  sólo  pedían  un  poco  de  biz- 
cocho y  un  cántaro  de  agua.  Envió  lo  primero  el  capitán  excusándose  de 
no  poder  enviar  lo  segundo,  por  estar  todavía  el  mar  alborotado  y  no  dar 
lugar  á  que  se  sacase  agua  de  la  bodega.  No  esperaban  los  padres  mejor 
cena  por  la  noche,  mas  el  cocinero,  á  instancias  del  capitán,  se  dio  tan 
buena  maña,  que  previno  para  la  noche,  contra  toda  esperanza,  una 
buena  taza  de  caldo  y  media  gallina  para  cada  misionero,  con  que  se  re- 
cobraron muy  bien  y  quedaron  satisfechos,  aunque  hubieron  de  pasar 
por  la  sed  que  no  les  afligía  poco  hasta  el  día  siguiente. 

En  este  tiempo  había  entrado  ya  el  navio  en  los  30  grados  al  norte,  y 
como  venían  los  padres  hechos  á  un  temperamento  no  sólo  cálido,  pero 
aun  ardiente,  empezaron  á  sentir  más  de  lo  que  decir  se  puede  el  frío  que 
siguió  á  la  borrasca.  Ayudaba  mucho  á  que  les  fuese  más  molesto  el  ve- 
nir tan  rotos,  desabrigados  y  casi  desnudos.  Porque,  aunque  el  señor  pre- 
sidente había  prevenido  ropa  en  abundancia,  atento  siempre  á  darles  el 
alivio  que  podía  á  los  extrañados  de  los  dominios  de  su  majestad  católi- 
ca, no  pudo  llegar  este  socorro  tan  oportuno  á  la  misión  por  estar  rotos  y 
cerrados  los  caminos  con  la  continuación  de  las  aguas.  No  teniendo  efecto 
esta  providencia,  escribió  con  mucha  solicitud  al  gobernador  del  Para 
una  carta  muy  atenta  y  cumplida  (cuyo  extracto  remitió  también  al  su- 
perior) pidiéndole  que  vistiese  del  todo  á  los  misioneros,  en  la  seguridad 
de  que  se  le  satisfaría  prontamente  de  los  gastos  poniendo  el  dinero  en  el 
Marañen  ó  en  Lisboa,  como  gustase  su  excelencia.  No  se  dio  por  enten- 
dido el  Sr.  Ataide  á  una  carta  tan  cortés  y  tan  atenta,  ni  pensó  en  repar- 
tir á  los  misioneros  la  menor  parte  de  vestuario,  á  pesar  de  haber  éstos 
declarado  su  necesidad.  Esta  fué  la  causa  de  haber  venido  los  padres 
tan  faltos  de  ropa  que  no  traían  sobre  la  camisa  más  que  una  sotana  de 
lienzo  teñido  y  algún  otro  jubón  blanco  por  no  permitir  otra  ropa  el 

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706  Misiones  del  Marañón  Español 

temple  ardiente  y  húmedo  de  las  misiones.  Grecia  de  punto  el  frió  y  su 
impresión  en  los  cuerpos,  cuando  llegaron  á  entrar  en  44  grados  de  altu- 
ra para  tomar  el  rumbo  cá  Lisboa.  Empezaron  desde  este  paraje  á  sentir 
continuos  y  terribles  corrimientos,  hinchazones,  dolores  de  muelas,  flu- 
xiones y  otras  varias  indisposiciones. 

Pero  los  que  padecían  mucho  más  con  la  mudanza  del  temple  y  esta- 
ban esperando  la  muerte  por  momentos,  eran  los  dos  viejos  venerables, 
Leonardo  Deubler  y  Adán  Vidraan.  Su  vida  estaba  ya  pendiente  de  un 
hilo,  sin  que  bastasen  sustancias  y  buenos  caldos  con  que  se  les  fomenta- 
ba. Eran  más  sensibles  las  molestias  y  trabajos  de  la  enfermedad  al 
P.  Vidman  por  estar  muy  en  sí,  que  al  P.  Leonardo,  que  empezaba  á 
chochear;  y  como  era  Vidman  hombre  de  singular  espíritu,  dio  en  estos 
últimos  días  singulares  ejemplos  de  obediencia,  humildad  y  paciencia. 
Padecía  una  total  inapetencia,  sin  poder  arrostrar  cosa  ninguna;  pero 
mandándole  el  superior  que  comiese  esto  ó  aquello,  luego  lo  comía,  ven- 
ciéndose heroicamente.  Significó  un  día  al  capitán  que  comería  un  poco 
de  dulce  que  se  le  había  antojado,  y  el  superior  le  reprendió  pública- 
mente diciendo  que-á  él  y  no  á  otro  debía  avisar  de  lo  que  se  le  ofrecía. 
Oyó  la  reprensión  con  humildad  y  paciencia  el  P.  Vidman,  sin  dar  el 
más  leve  indicio  de  resentimiento.  Fué  empeorando  notablemente,  y  sin- 
tiendo que  estaba  cerca  su  fin,  pidió  licencia  al  superior  para  hablar  á 
los  padres  y  despedirse  de  ellos.  Habida  la  facultad,  se  incorporó  con 
mucho  comedimiento  en  su  lecho,  y  pidió  con  humildad  y  sentimiento 
perdón  á  todos  de  sus  faltas  y  de  la  poca  edificación,  cuando  por  tantos 
años  les  había  edificado  con  su  porte  ajustado,  con  su  paciencia  y  apli- 
cación al  trabajo.  Luego  añadió  con  una  sencillez  propia  suya,  en  prue- 
ba del  testimonio  de  su  conciencia:  «Ya  me  parece,  padres,  que  está  cer- 
cana mi  muerte,  y  espero  de  la  infinita  misericordia  de  Dios  ir  al  cielo. 
Allí  les  encomendaré  al  Señor  á  todas  vuestras  reverencias.»  Sin  embar- 
go de  su  gran  debilidad,  duró  por  algunos  días,  y  quiso  el  Señor  conser- 
varle para  que  descansasen  sus  huesos  con  los  de  sus  hermanos  portu- 
gueses que  habían  muerto  en  el  palacio  ó  cárcel  de  Azeitao. 


CAPITULO  X 

LLEGAN  LOS  PADRES  Á  LISBOA  Y  SON  CONDUCIDOS  AL  PALACIO  DE  AZEITÁO 

Día  7  de  Mayo  de  17G9,  dio  fondo  el  navichuelo  en  la  bahía  de  Lisboa, 
cuya  hermosura  y  magnificencia  divisaron  no  sin  admiración  los  misio- 
neros por  la  ventanilla  de  su  reclusión.  Dio  luego  parte  el  capitán  de  su 
arribo  y  de  la  carga  que  le  había  encomendado  el  gobernador  del  Para. 
Era  preciso  que  la  corte  hiciese  las  demostraciones  acostumbradas,  apa- 
rentando misterios  para  imponer  á  las  gentes.  Vino  al  punto  orden  del 
ministerio,  de  que  ninguno  de  los  pasajeros  ni  de  los  marineros  de  la  cor- 


Libro  XIF.— Capítulo  X  707 

beta  saliese  de  ella,  con  una  prohibición  estrechísima  al  capitán  de  que 
no  dejase  ó  permitiese  por  caso  alguno,  llegar  á  su  navio  cualquier  barco 
hasta  nueva  orden.  Permanecieron  los  padres  en  esta  suspensión  hasta 
el  día  11  en  que  supieron  finalmente  su  destino,  que  se  reducía  á  otra  cár- 
<íel  como  las  pasadas,  en  el  palacio  de  Azeitao  del  célebre  duque  de 
Aveiro.  Para  dar  lugar  á  los  misioneros  en  este  sitio,  habían  sacado  de  él 
en  el  día  6  de  Mayo  á  treinta  y  un  jesuítas  que  allí  estaban,  y  los  habían 
trasladado  á  las  cárceles  de  Belén,  no  lejos  del  lugar  donde  reside  la 
corte  la  mayor  parte  del  año.  En  el  mismo  día  en  que  se  hizo  esta  funesta 
traslación  de  los  padres  á  las  sepulturas  de  Belén,  parece  que  el  cielo 
mismo  quiso  dar  á  los  portugueses  algunas  señales  de  su  indignación, 
pues  vieron  arder  y  consumirse  con  el  fuego  su  nueva,  magnifica  y  sun- 
tuosa patriarcal  en  Lisboa,  sin  ser  parte  para  apagar  y  atajar  la  voraci- 
dad del  fuego,  la  industria  y  diligencia  de  los  ciudadanos,  que  tuvieron  el 
grande  sentimiento  de  ver  consumirse  en  pocas  horas  el  suntuosísimo 
templo  que  tanto  les  había  costado,  y  que  estimaban  como  una  de  las  ma- 
ravillas de  la  ciudad. 

Desocupado  el  palacio  de  Azeitao  y  hecha  aquella  especie  de  cuaren- 
tena de  los  misioneros  castellanos,  el  día  11  de  Mayo,  como  á  las  tres  de 
la  tarde,  abordaron  al  navio  algunos  ministros  reales,  que  allí  llaman 
desembargadores  y  debían  asistir  á  la  apertura  de  la  cárcel  de  los  misio- 
neros. Salieron  éstos  de  la  escotilla,  en  donde  habían  estado  encerrados 
por  más  de  dos  meses,  y  les  pareció  entrar  en  un  mundo  nuevo,  adornado 
de  mejores  árboles  y  plantas,  cercado  de  un  cielo  más  claro  y  hermo- 
seado de  un  sol  más  resplandeciente.  Cerraban  los  ojos  por  no  poder  su- 
frir tanta  luz  y  claridad,  hasta  que  poco  á  poco,  pestañeando  frecuente- 
mente, se  fueron  haciendo  á  tanta  luz.  Entonces  cayeron  en  cuenta  de  la 
obscuridad  en  que  habían  venido,  bien  que  les  había  parecido  tolerable 
por  el  confronto  de  la  lobreguez  del  Para.  Tratáronlos  con  atención  y  cor- 
tesía los  señores  portugueses,  que  viéndolos  tan  rotos,  desabrigados  y 
desnudos,  no  sólo  sin  capotes  y  manteos,  pero  aun  casi  sin  sotana,  dieron 
luego  orden  de  que  al  menos  los  cubriesen  con  unas  como  cortinas  de 
de  paño  azul  que  traían  en  sus  barcos  para  formar  toldillas  y  librarse  de 
las  aguas  ó  de  los  ardores  del  sol.  El  traje,  aunque  ajeno,  desproporcio- 
nado y  ridículo,  más  propio  de  locos  que  de  unos  sacerdotes ,  no  dejó  de 
bacer  al  caso  á  los  pobres  misioneros,  que  se  agarraban  de  él  por  pasar- 
los  el  viento  frío  que  á  la  sazón  corría.  El  vestido  extraordinario  y  la 
vista  que  con  él  hacían,  dio  motivo  á  las  voces  que  corrieron  por  Lisboa 
y  su  comarca,  de  que  venían  en  la  corbeta  unos  hombres  cazados  de  los 
portugueses,  y  pudo  dar  ocasión  á  que  divulgaran  las  gacetas  de  que  ha- 
bían padecido  naufragio.  Echaban  la  culpa  de  tanta  desnudez  los  des- 
embargadores portugueses  á  los  ministros  españoles,  como  que  habían 
descuidado  de  los  padres  en  parte  tan  principal;  pero  otros  les  disculpa- 
ban como  era  razón,  y  declararon  abiertamente  por  amor  de  la  verdad, 
la  carta  cortés  y  atenta  que  al  señor  Ataide,  gobernador  del  Para,  había 


708  Misiones  del  Marañón  Español 

escrito  el  señor  presidente  de  Quito,  para  que  vistiese  de  pies  á  cabeza,. 
sin  reparar  en  gastos,  á  los  misioneros  del  Marañón.  Oyendo  esto  los  seño- 
res desembargadores,  recogieron  velas  y  mudaron  de  conversación. 

Trasladados  los  misioneros  á  unos  barcos,  andiívieron  como  dos  ó  tres 
leguas,  hasta  una  casa  de  campo  puesta  al  fin  de  la  bahía  de  Lisboa.  Y 
para  que  se  vean  los  sentimientos  de  la  gente  plebeya,  sobre  las  cosas- 
que  pasaban  entonces,  quiero  insinuar  la  conversación  que  tenían  entre- 
sí,  pero  con  deseo  de  que  lo  oyesen  los  remeros  de  uno  de  los  barcos.  Iba 
un  oficial  en  la  proa,  como  en  los  demás,  celando  que  no  hablase  con  Ios- 
padres  la  gente  de  remo.  Sin  embargo  de  esta  precaución,  decía  uno  d& 
los  remeros:  «Acábase  de  quemar  la  gran  Patriarcal  nueva  que  se  hizo  á 
tanta  costa,  con  todo  lo  que  había  dentro,  y  dicen  que  sube  la  pérdida  á 
dos  millones.  Así  castiga  Dios  lo  que  hacen  con  los  padres  de  la  Compa- 
ñía de  Jesús.  También  los  prenden  en  Castilla.  Esto  es  cosa  del  diablo. 
Dios  les  dé  paciencia.»  Decía  otro  con  mucho  pasmo  y  admiración,  cla- 
vando los  ojos  en  los  misioneros:  «Jesús,  .Jesús,  padres,  ustedes  no  pueden 
menos  de  ser  mártires.  Rueguen  á  Dios  por  nosotros.  Oía  esto  el  oficial  y 
ponía  el  dedo  en  la  boca,  pero  de  una  manera  que  daba  á  entender  que 
aprobaba  lo  que  decían,  y  que  no  le  disgustaba  la  conversación.  En  estas- 
pláticas  sin  contestar  los  padres  una  sola  palabra,  llegaron  á  la  casa  de 
campo,  adonde  se  enderezaban  los  barcos. 

Esperaban  en  este  sitio  á  los  misioneros  con  un  refresco  magnífico,  y 
convite  verdaderamente  ostentoso.  Sirviéronles  muchos  helados,  diver- 
sos platos  de  aves,  varios  géneros  de  dulces,  muchos  condimentos  de  le- 
che y  todo  género  de  frutas  del  tiempo  con  un  vino  generoso.  Con  la  co- 
mida y  bebida  que  no  habían  gustado  en  tanto  tiempo,  tomaron  aliento  y 
se  reforzaron  para  el  viaje  que,  acabado  el  banquete  como  al  ponerse  el 
sol,  emprendieron  para  el  palacio  de  Aveiro.  Montaron  en  unos  borricos 
que  estaban  prevenidos  y  aparejados  con  tan  anchas  enjalmas,  que  mos- 
traban bien  no  estar  hechas  para  cabalgar  personas,  sino  para  cargar 
banastas  ó  cubetos.  Para  los  dos  viejos  enfermos  y  de  peligro,  dispusie- 
ron una  carreta  con  sus  bueyes,  y  como  debían  girar  por  el  camino  de 
ruedas,  diferente  del  camino  de  bestias,  tuvieron  la  atención  los  desem- 
bargadores de  permitir  que  otros  dos  padres  les  acompañasen  en  la  mis- 
ma carreta  para  cualquier  acontecimiento  que  pudiese  ocurrir  en  el  via- 
je. De  esta  manera,  unos  por  un  lado  y  otros  por  el  otro,  comenzaron  á 
caminar  casi  de  noche.  Los  ministros  del  rey,  iban  en  sus  buenos  caba- 
llos, en  seguimiento  de  los  que  caminaban  en  los  borricos,  cuidando  de 
que  fuesen  con  toda  comodidad,  como  lo  mostraban  en  las  continuas,  mo- 
lestas é  importunas  preguntas  si  iban  con  gusto,  si  les  molestaba  alguna 
cosa,  si  echaban  de  menos  algo.  Disimulaban  los  padres  la  incomodidad 
y  dolores  que  les  causaba  el  ir  tan  abiertos  de  piernas,  con  tan  perversos 
aparejos,  porque  sobre  esto  que  era  bien  patente  á  los  ministros  no  cae- 
rían las  preguntas,  y  respondían  que  les  iba  bien  y  que  no  necesitaban  de 
nada.  Un  mozuelo  de  los  que  guiaban  los  borricos  quiso  subir  á  las  ancaa 


Libro  XII.— Capítulo  X  709 

de  uno  de  ellos,  y  se  lo  impidió  uno  de  los  ministros  diciendo  que  no  era 
digno  de  atar  la  correa  del  zapato  del  misionero  que  iba  montado  en  la 
bestia.  También  los  hombres  de  mundo  saben  el  lenguaje  de  los  hombres 
espirituales  cuando  se  presenta  la  oportunidad  ó  les  hace  al  caso. 

Caminaron  los  padres  molestados  del  frío  que  sentían  mucho  y  morti- 
ficados por  la  postura  trabajosa  en  que  les  llevaban  las  anchísimas  al- 
bardas,  hasta  las  once  de  la  noche  en  que  llegaron  al  palacio  destinado. 
Luego  que  los  soldados  los  divisaron,  despacharon  desde  su  cuartel,  que 
estaba  en  una  casa  inmediata  al  palacio,  un  buen  piquete  que  se  formó 
€on  fusil  y  bayoneta  calada  á  las  puertas  por  donde  debían  entrar  los 
misioneros.  Apeáronse  éstos  de  sus  borricos,  sin  poder  enderezarse,  y  con 
ayuda  de  costa  subieron  por  una  escalera  magnífica  y  espaciosa,  hasta 
•entrar  en  una  sala  capaz,  que  había  servido  á  los  padres  portugueses  de 
refectorio,  y  en  donde  estaban  aún  puestas  las  mesas  con  sus  manteles  y 
demás  utensilios  necesarios.  Aquí  tomaron  asiento  porque  lo  necesitaban, 
y  los  ministros  les  hicieron  las  preguntas  que  les  parecieron,  concernien- 
tes todas  al  viaje  desde  las  misiones  del  Marañón.  Poco  después,  habiendo 
llegado  los  de  la  carreta,  apareció  un  notario,  que  de  éstos  encontraban 
algunos  en  todas  partes,  y  tomó  la  nota  de  los  nombres  y  patrias  de  los 
misioneros,  sin  darles  más  molestias,  sin  hacer  examen  y  sin  dar  orden 
para  el  registro  de  las  cosas  que  traían. 

Hecha  esta  breve  formalidad  por  el  notario,  dijo  uno  de  los  embarga- 
dores  á  los  padres:  «La  casa  queda  toda  á  la  disposición  de  Vs.  Rs.,  pue- 
den muy  libremente  acomodarse  donde  más  les  agrade,  ó  en  la  vivienda 
^Ita  ó  en  la  habitación  baja,  que  una  y  otra  es  bien  capaz.  Tienen  buena 
capilla  surtida  de  todo  lo  necesario  para  decir  Misa,  y  si  gustan  de  verla 
desde  luego,  síganme,  que  no  les  desagradará.»  Llenos  de  alegría  y  de 
consuelo  los  misioneros  con  esta  noticia,  se  levantaron  todos  á  una,  y 
mostrando  ser  ésta  la  cosa  de  mayor  gusto  para  ellos,  le  siguieron  pron- 
tos, casi  atrepellándose  unos  á  otros.  Tantas  eran  las  ansias  que  tenían 
de  ver  los  altares  en  que  podían  decir  Misa,  después  de  haber  estado  por 
tanto  tiempo  ¡Drivados  del  santo  sacrificio.  Mas  ¿quién  dirá  la  consolación 
de  su  alma  y  las  dulces  lágrimas  que  derramaban  por  sus  ojos  al  ver  una 
hermosa  y  extendida  capilla  con  cinco  altares  bien  dispuestos  y  adorna- 
dos decentemente,  con  todo  lo  necesario  para  decir  Misa  á  un  mismo  tiempo 
cinco  sacerdotes?  No  podían  contenerse  sin  mostrar  el  gusto  que  tenían 
en  saber  que  podían  celebrar  el  santo  sacrificio  de  la  Misa,  y  en  conside- 
rar que  ya  estaba  á  su  disposición  aquella  pequeña  iglesia,  tan  linda  y  tan 
bien  provista  de  todo  lo  necesario.  El  superior,  en  nombre  de  todos,  dio 
las  gracias  de  tanto  bien  como  les  concedían,  así  al  ministro  que  les  ha- 
bía<^uiado  como  á  los  demás  que  estaban  ya  juntos  en  la  capilla.  Mas 
ellos  respondieron  con  aire  de  novedad:  «Pues  qué,  ¿no  les  han  permitido 
decir  Misa  en  las  Indias?— Los  padres,  dijo  el  superior,  no  la  han  cele- 
brado desde  el  día  9  de  Diciembre  del  año  de  1768,  y  yo  celebré  la  última 
en  el  19  de  Enero  del  69.»  Empezaron  á  esta  respuesta  á  mirarse  los  mi- 


710  Misiones  del  Marañon  Español 

nistros  unos  á  otros,  como  quienes  se  admiraban  de  la  determinación  del 
gobernador  del  Para  en  aquella  materia,  y  finalmente,  prorrumpió  el 
principal  en  estas  palabras:  «Los  portugueses  de  esas  tierras,  ¿no  son  tam- 
bién católicos?  ¿Pues  qué  tiene  que  ver  lo  que  está  pasando  á  Vs.  Es.  con 
el  impedirles  celebrar  la  santa  Misa?  Por  donde  se  ve  claramente  que 
muchos  de  los  ejecutores  inmediatos  de  los  arrestos  de  los  jesuítas,  pasa- 
ron los  límites  de  las  órdenes  que  recibieron  de  la  corte,  interpretando 
cada  uno,  según  la  disposición  en  que  se  hallaban,  los  mandatos  superio- 
res, como  sucedió  en  España  y  ahora  se  vio  también  en  Portugal.» 

Mientras  que  los  misioneros  estaban  con  los  ministros  en  estos  discur- 
sos embelesados  de  ver  el  aseo  de  la  capilla  y  el  buen  orden  de  los  alta- 
res, y  alegres  en  extremo  por  la  esperanza  y  seguridad  de  poder  celebrar 
todos  los  días,  les  vino  un  aviso  apresurado  que  les  aguó  parte  del  con- 
tento, y  se  reducía  á  que  el  P.  Leonardo  Deubler  estaba  expirando.  Fue- 
ron todos  los  padres  corriendo  á  donde  estaba  echado  el  pobre  viejo  para 
leerle  la  recomendación  del  alma,  y  dar  orden,  si  fuese  posible,  de  admi- 
nistrarle los  Sacramentos;  mas  al  entrar  por  la  puerta  del  aposento  don- 
de le  habían  puesto,  dio  su  alma  al  Señor,  á  los  ochenta  y  cuatro  años  de 
edad,  y  cuarenta  de  misionero  en  la  misma  camilla  en  que  le  habían 
sacado  del  navio  y  traído  á  la  carreta.  Los  padres  sólo  pensaron  en 
amortajar  al  difunto,  á  quien  se  dio  sepultura  en  el  día  siguiente;  los  mi- 
nistros en  volverse  á  sus  casas,  y  el  oficial,  á  cuyo  cargo  estaba  el  pala- 
cio, á  retirarse  á  su  cuartel,  después  de  cerradas  bien  las  puertas. 


CAPITULO  XI 

trabajos  de  los  padres  misioneros  en  el  palacio  del  duque  de 
aveiro  y  en  las  cárceles  de  lisboa 

Cerrados  los  misioneros  en  el  palacio  que  había  de  ser  su  cárcel,  por 
algunas  semanas  y  aun  meses,  tuvieron  el  consuelo  de  hallar  en  este 
retiro  á  dos  padres  portugueses,  que  por  inválidos  é  incapaces  de  poder 
hacer  camino,  no  habían  seguido  á  sus  hermanos  á  las  cárceles  lóbregas- 
en  que  los  sepultaron.  Llamábase  uno  Manuel  de  Reyes,  que  fuera  de  la 
edad  avanzada  en  que  se  hallaba,  estaba  del  todo  ciego  y  baldado  de 
todo  el  cuerpo,  sin  poder  menearse  de  un  sitio.  Pero  con  .estar  tan  acaba- 
do, tenía  una  cara  de  bienaventurado  é  infundía  consuelo  y  alegría  en 
los  nuevos  huéspedes  que  le  miraban  con  atención,  y  se  recreaban  con 
su  vista.  Pasaba  su  vida  este  buen  viejo  en  oir  por  la  mañana  casi  veinte 
misas,  que  celebraban  sus  hermanos  en  la  capilla  adonde  le  llevaban  en 
un  carretoncillo,  y  á  medio  día  lo  volvían  á  su  lecho,  donde  estaba  hecho 
un  Job  de  paciencia,  edificando  á  todos  con  su  heroica  conformidad.  El 
otro  portugués  tenía  por  nombre  Manuel  López,  y  era  sujeto  de  mucho 
mérito,  como  maestro  que  había  sido  por  muchos  años,  procurador  de  la 


Libro  XII.— Capítulo  XI  711 

misión  del  Marañón  portugués  y  confesor  del  P.  Gabriel  Malagrida, 
Si  bien  este  insigne  jesuíta  no  estaba  tan  postrado  como  el  primero,  se  ha- 
llaba baldado  del  lado  izquierdo,  y  estribando  en  un  bordón  se  ingeniaba 
para  andar  arrastrando  y  pasar  el  día  en  la  capilla,  donde  tenía  su  con- 
suelo. Con  estos  dos  padres  habían  dejado  en  el  palacio  dos  mozos,  los 
cuales  habían  servido  á  los  jesuítas  sacados  á  las  cárceles,  en  aquellas 
cosas  en  que  no  alcanzaban  á  satisfacer  los  hermanos  coadjutores.  Estas 
eran  las  personas  que  encontraron  en  su  encierro  los  jesuítas  españoles. 

Venían  casi  ignorantes  allá  del  Marañón  de  lo  que  pasaba  en  Portu- 
gal y  deseosos  de  saber  de  la  suerte  de  sus  hermanos;  mas  oyeron  de  la 
boca  de  los  dos  padres  portugueses  tales  cosas,  que  quedaron  con  su  re- 
lación sorprendidos,  y  echaron  bien  de  ver  que  era  nada  lo  que  habían 
padecido  ellos  mismos,  comparado  con  lo  que  pasaba  en  aquel  reino  bajo 
el  gobierno  de  un  ministro  impío,  cruel  y  despótico.  Supieron  las  muchas 
y  terribles  prisiones  de  los  nuestros,  las  nuevas  cárceles  ó  sepulturas  fa- 
bricadas para  atormentarlos,  la  larga  duración  de  sus  miserias  y  la  nin- 
guna esperanza  de  salir  de  aquellos  obscuros  calabozos  ó  cavernas  tantas 
personas  de  bien,  que  del  Marañón,  de  Goa  y  de  Portugal  estaban  sepul- 
tadas en  las  entrañas  de  la  tierra. 

Sobre  la  cárcel  de  Azeitáo  decían,  en  particular,  que  los  años  antes 
habían  metido  en  ella  50  misioneros,  traídos  unos  del  oriente,  y  los  otros 
del  occidente,  y  que  habían  vivido  juntos  y  retirados  de  toda  compañía 
y  comunicación  humana  con  grande  humildad,  austeridad  y  pobreza; 
dando  á  todos  ejemplo  en  el  fervor,  ayunos  y  penitencias,  el  superior 
mismo,  que  en  medio  de  llegar  á  la  edad  avanzada  de  noventa  años,  pare- 
cía el  más  robusto  de  todos.  Añadían  que  después  de  los  primeros  años 
en  que  la  prisión  había  sido  muy  rigurosa,  les  habííin  dado  algún  ensan- 
che los  oficiales  de  guardia,  y  permitido  salir  á  la  puerta  y  dar  las  sobras 
de  su  exigua  comida  á  los  pobres  que  venían  á  ella.  Pero  que  de  allí  les 
había  venido  el  mismo  trabajo  y  persecución,  porque  teniendo  ya  modo 
de  escribir  al  padre  general  sobre  algunas  cosas  que  deseaban  y  habiendo 
recibido  respuesta  suya  en  que  señalaba  superiores  en  caso  de  muerte  y 
les  comunicaba  la  facultad  que  había  recibido  del  Papa  para  tener  Sa- 
cramento en  su  capilla  para  consuelo  de  todos;  un  Judas  que  se  halló  en- 
tre los  50,  hecho  del  bando  del  ministro,  les  había  vendido  con  ingratitud 
y  alevosía  avisando  á  la  corte  de  lo  que  pasaba.  La  materia  de  las  car- 
tas no  podía  ser  más  inocente,  pues  no  contenían  cosa  que  no  fuese  justa 
y  debida  á  unos  pobres  afligidos  que  buscaban  la  dependencia  de  sus  su- 
periores y  el  esfuerzo  del  alma  para  llevar  con  paciencia  y  alegría  tan- 
tos trabajos.  Pero  la  comunicación  estaba  severamente  prohibida  y  era 
necesario  hacer  un  escarmiento  ruidoso.  Luego  que  llegó  el  aviso  á  la 
corte,  vinieron  comisionados  é  hicieron  un  registro  riguroso  y  sacaron 
ocho  padres  á  las  Torres  (así  se  dijo  por  entonces  aunque,  en  realidad,  no 
se  sabe  aún  á  dónde  los  llevaron),  y  pusieron  á  los  demás  en  más  estrecha 
reclusión.  Por  último,  dijeron  que  habían  muerto  en  esta  prisión  como  3Q. 


712  Misiones  del  Marañón  Español 

jesuítas  y  que  otros  31  habían  sido  trasladados  á  cárceles  más  estrechas, 
para  dar  lugar  á  los  padres  castellanos.  Por  donde  se  deja  entender  que 
á  los  primeros  50  misioneros,  fueron  juntando  en  el  mismo  palacio  otros 
muchos,  por  orden  de  la  corte. 

No  sabían  los  dos  padres  portugueses  decir,  en  particular,  qué  mise- 
rias padecían  sus  hermanos  en  las  cárceles  de  Belén  y  de  San  Julián,  ni 
cuántos  eran  los  que  allí  estaban  sepultados,  y  sólo  habían  llegado  á  en- 
tender que  eran  muchos  en  número  y  que  era  grande  la  miseria  y  ex- 
tremo el  abandono.  Pero  lo  que  aquellos  entonces  ignoraban,  lo  dirá  con 
bastante  individualidad  una  carta  de  los  mismos  interesados  que,  al  cabo 
de  algunos  años  de  prisión,  pudo  escribir  al  provincial  del  Rheno  infe- 
rior y  que,  por  providencia  del  Señor  ha  llegado  á  mis  manos.  La  carta 
está  escrita  en  idioma  latino  y  traducida  al  castellano  es  como  sigue: 


«12  de  Diciembre  de  1766. 

»Reverendo  en  Cristo  padre  provincial:  Estando  casi  al  fin  del  año  oc- 
tavo de  mi  cautiverio,  he  hallado  el  modo  de  enviar  á  V.  R.  esta  carta 
por  medio  de  cierto  jesuíta  francés  que  pasa  de  estas  cárceles  á  su  patria 
por  la  benignidad  y  clemencia  del  rey  de  Francia,  que  se  ha  servido  de 
sacar  á  los  suyos  de  tanta  estrechez  y  miseria.  Preso  en  el  año  de  1759,  y 
llevado  entre  treinta  soldados  parte  de  á  pie  y  parte  de  á  caballo,  todos 
con  sus  espadas  desenvainadas,  fui  echado  en  una  horrible  y  oscura  pri- 
sión ó  cárcel  de  una  fortaleza  llamada  Almeida  en  los  confines  de  Por- 
tugal y  Castilla,  aunque  tuve  por  compañeros  tantos  y  tan  importunos 
ratones  que  ni  en  la  cama  ni  en  la  mesa  me  dejaban  de  día  ni  de  noche, 
y  era  tanto  su  atrevimiento  y  su  familiaridad,  que  comían  conmigo  en  la 
misma  escudilla,  sin  poderlo  impedir  yo  por  la  obscuridad  del  lugar.  Es- 
tábamos en  esta  cárcel,  pero  cada  uno  en  su  calabozo  separado,  20  jesuí- 
tas. Fué  bastante  la  comida  en  los  cuatro  meses  primeros,  más  nos  mo- 
ríamos de  hambre  en  los  siguientes.  Cumplido  un  año,  nos  quitaron  por 
fuerza  hasta  los  Breviarios,  imágenes,  monedas,  medallas,  reliquias  de 
los  santos,  y  llegaron  á  tanto  que  quisieron  arrancar  á  uno  la  imagen  de 
un  Santo  Cristo  que  tenía  pendiente  del  cuello.  Pero  como  éste  que  era  el 
primero  se  resistiese  fuertemente  á  tanta  desvergüenza,  no  se  atrevieron 
á  intentar  otro  tanto  con  los  demás. 

«Después  de  tres  años  de  hambre  y  de  miseria  (porque  ni  á  enfermos  ni 
á  moribundos  era  permitido  que  entrase  persona  alguna),  fuimos  sacados 
de  esta  penosa  cárcel  sin  esperarlo  nosotros  (con  ocasión  de  la  guerra  en- 
tre España  y  Portugal),  diez  y  nueve  jesuítas  por  haber  muerto  uno  en  la 
prisión.  Atravesamos  casi  todo  el  reino  de  Portugal  entre  soldados  de  á 
caballo  bien  armados,  y  siempre  con  sus  espadas  desenvainadas,  y  vini- 
mos á  parar  á  las  cárceles  de  Lisboa,  no  sin  grave  daño  de  los  tres  úni- 
cos alemanes,  que  todos  nos  desmayamos  notablemente.  Después  de  ha- 


Libro  XIL— Capítulo  XI  713 

ber  hecho  aquí  noche  en  la  cárcel  de  los  ladrones  públicos,  fuimos  traídos 
el  día  siguiente  á  esta  torre  presidiaría  de  San  Julián,  puesta  en  la  ribera 
del  Tajo,  más  abajo  de  Lisboa  y  cerca  del  mar,  donde  estoy  con  los  de- 
más en  un  calabozo  harto  más  horroroso  que  el  pasado ,  obscuro,  subte- 
rráneo, lleno  de  mal  olor,  adonde  ni  penetra  el  aire  ni  entra  casi  luz   al- 
guna por  no  tener  más  que  una  rendija  de  tres  dedos  de  ancha  y  tres 
palmos  de  larga.  Para  alumbrarnos  se  nos  da  un  poco  de  aceite,  la  co- 
mida escasa  y  grosera,  el  agua  peor,  muchas  veces  podrida  y  llena  de 
gusanos.  La  ración  diaria  de  pan  es  de  media  libra,  y  esta  misma  dan  y  no 
más  á  los  enfermos  con  una  quinta  parte  de  una  gallina.  Si  con  esto  sana, 
bien;  y  si  no  que  se  muera.  Los  sacramentos  de  la  Iglesia  sólo  se  nos  con- 
ceden en  el  artículo  de  la  muerte,  cuyo  peligro  ha  de  afirmar  con  jura- 
mento un  cirujano  que  hace  de  médico,  y  á  falta  de  éste,  que  por  vivir 
fuera  del  presidio  no  puede  venir  de  noche,  no  hay  que  esperar  ni  mé- 
dico ni  sacerdote.  A  los  principios  nos  trataban  con  más  rigor  á  los  ex- 
traños que  á  los  naturales;  mas  ahora  todos  somos  iguales  y  nos  llevan 
por  un  rasero.  En  tanta  miseria  y  desnudez  que  casi  todos  estaraos  des- 
pojados de  lo  que  teníamos  sobre  nosotros ,  esperamos  la  caridad  de  los 
que  todavía  tienen  alguna  camisa;  y  yo  estuviera  ya  tiempo  há  en^  un 
todo  desnudo  y  en  carnes,  si  no  se  me  hubiese  por  compasión  socorrido. 
»Está  el  agua  continuamente  entrando  en  gran  copia  por  las  puertas 
y  paredes  de  estas  cavernas  salitrosas,  húmedas,  apestadas  de  fetor  y 
llenas  de  gusanos,  moscas  y  otros  insectos  asquerosos,  de  donde  nace,  que 
así  el  vestido  como  cualquiera  otra  cosa  luego  se  deshace,  se  pudre  y  se 
consume.  Es  esto  de  manera  que  el  mismo  gobernador  del  presidio  no  há 
muchos  días  que  prorrumpió  en  estas  palabras  que  le  sacó  la  fuerza  de 
la  verdad.  Cosa  bien  rara  es  ésta,  todas  las  cosas  se  pudren  luego  y 
sólo  los  padres  se  mantienen.  Ello  parece  un  milagro  el  que  vivamos 
para  poder  padecer.  El  buen  cirujano,  que  conoce  bien  su  ignorancia,  se 
maravilla  muchas  veces  cómo  convalecen  los  padres  de  sus  enfermeda- 
des y  él  mismo  confiesa  que  muchos  se  han  puesto  sanos  no  por  industria 
suya,  sino  por  especial  providencia  ó  virtud  divina. 

»Hay  algunos  que  han  convalecido  haciendo  algunos  votos.  Uno  que 
estaba  ya  para  dar  la  última  boqueada,  sanó  poco  há  de  repente  con  un 
poco  de  harina  de  San  Luis  Gonzaga.  Otro  que  por  estar  loco  y  furioso  á 
todos  nos  aturdía  con  clamores  descompasados,  y  con  gritos  horrorosos 
nos  atormentaba,  púsose  mucho  mejor  con  sólo  rezar  un  jesuíta  sobre 
él  una  oración.  Otro,  finalmente,  que  ha  estado  muchas  veces  á  los  últi- 
mos, recibido  el  santo  Viático  comienza  luego  á  mejorar,  de  suerte  que 
el  cirujano  suele  decir  con  gracia:  «Ya  sé  el  remedio  de  éste:  dadle  el 
Santísimo,  que  no  morirá».  Hubo  también  uno  que  después  de  muerto 
quedó  mucho  más  hermoso  que  cuando  estaba  vivo.  La  novedad  sor- 
prendió á  los  soldados  y  circunstantes  que  decían  maravillados  de  lo  que 
veían:  «Esta  es  la  cara  de  un  bienaventurado.» 

»Viendo  nosotros  esto,  y  experimentando  que  el  cielo  nos  da  fortaleza, 


714  Misiones  del  Marañón  Español 

nos  alegramos  con  los  que  mueren,  y  les  envidiamos  su  dichosa  suerte,  y 
no  porque  se  les  acaben  los  trabajos,  sino  por  la  gloriosa  victoria  que 
consiguen.  Y  es  cierto  que  los  más  están  deseando  y  tienen  por  grande- 
dicha  caer  con  gloria  en  esta  batalla,  Y  así,  los  tres  padres  franceses,  á 
quienes  se  ha  dado  licencia  de  salir  de  sus  cárceles  y  de  pasar  á  su  pa- 
tria, miran  con  ojos  tristes  esta  su  suerte,  y  tienen  la  nuestra  por  más 
feliz  que  la  suya.  Cierto  que  parecemos  afligidos,  pero  estamos  siempre 
alegres,  aunque  casi  desnudos  y  llenos  de  dolores  y  molestias.  Pocos  hay 
que  tengan  algún  pedazo  de  sotana,  y  apenas  alcanzamos  con  que  cu- 
brirnos decentemente.  Sírvenos  de  cobertor  una  especie  de  silicio,  hecho 
de  no  sé  qué  cerdas  agudas  y  asperísimas.  Un  trozo  de  jerga  viene  á  ser 
la  cama,  y  aun  estas  dos  cosas,  como  luego  se  pudren,  nos  faltan  muchas 
veces  y  no  se  consiguen  sin  dificultad.  Hablar  con  alguno,  dicho  se  está 
que  no  se  puede,  y  á  nadie  le  es  permitido  el  hablar,  pedir  ó  interceder 
por  nosotros.  El  carcelero,  hombre  de  durísima  condición  y  verdadero 
verdugo  de  los  padres,  rara  vez  nos  dice  una  palabra  con  paz  y  con  buen 
modo,  y  varias  veces  nos  arranca  y  quita  por  fuerza  lo  que  necesitamos. 

«El  que  viniere  en  abjurar  de  la  Compañía,  tiene  por  premio  su  liber- 
tad, la  gracia  de  la  corte  y  lo  necesario  para  vivir.  Dícese  que  se  cuen- 
tan más  de  mil  encarcelados  en  el  reino,  y  que4os  más,  ó  á  lo  menos  mu- 
chísimos, están  por  causa  de  los  jesuítas.  No  caben  ya  las  personas  en  las 
torres  y  fortalezas,  y  se  van  haciendo  cada  día  nuevas  cárceles.  Han 
sido  también  traídos  á  este  lugar  los  jesuítas  de  Macao,  de  los  cuales  ya 
muchos  han  padecido  gloriosamente  por  la  fe  entre  aquellos  gentiles  cár- 
celes, cadenas  y  otros  muchos  tormentos.  Pero  parece  más  agrado  de 
Dios  que  aquí  padezcan  mucho  con  inocencia,  que  el  que  mueran  allá 
por  la  fe  de  Jesucristo.  Se  están  esperando  d-e  día  en  día  los  del  Malabar 
y  la  China,  que  con  arte  y  engaño  han  podido  prender,  y  esto  para  que 
aquí  reciban  el  martirio  que  no  encontraron  allá. 

»Vivimos  todavía  en  este  lugar,  porque  Dios  quiere  conservarnos,  76 
jesuítas  de  los  92  que  entramos : 

De  la  provincia  de  Goa 27 

De  la  del  Malabar 1 

De  la  de  Portugal 10 

De  la  del  Brasil 9 

De  la  del  Marañón 23 

De  la  del  Japón 10 

De  la  de  la  China 12 

»Han  muerto  13  y  han  salido  3,  con  que  quedamos  76.  Viven  todavía 
los  viejos  y  venerables  de  Portugal,  del  Brasil  y  del  Marañón,  que  son  el 
P.  Juan  Enríquez,  el  P.  Juan  Honorato  y  el  P.  Francisco  Toledo.  De 
nuestra  provincia  están  aquí  los  padres  Graff,  Hund,  Meisterbug  y  el  ca- 
rísimo hermano  Muller.  Los  demás  estarán  en  las  demás  torres,  y  no  he 


Libro  XI.— Capítulo  XI  716 

podido  saber  quiénes  y  cuántos  son.  Dará  más  noticia  de  esta  nuestra 
prisión  el  plan,  forma  y  diseño  que  hice  de  estas  cárceles  y  envié  á 
Roma.  En  ésta  no  puedo  decir  más  que,  si  fuese  mayor,  no  cabría  por  la 
rendija  por  donde  se  debe  echar. 

»Rueguen  á  Dios  por  nosotros  los  padres  y  hermanos  de  la  provincia,, 
mas  no  como  por  miserables  y  desdichados,  que  nosotros  nos  tenemos  por 
felices  y  dichosos;  y  ciertamente  que  yo,  aunque  á  mis  compañeros  deseo 
mejor  suerte,  no  trocaría  la  mía  con  las  de  vuestras  reverencias.  Pásenlo 
bien  y  trabajen  gloriosamente  para  que  crezca  tanto  en  esas  tierras  la 
gloria  de  Dios  cuanto  se  ha  disminuido  en  estas  otras. 

»De  vuestra  reverencia  siervo, 

«Lorenzo  Kaulen,  cautivo  de  Cristo.» 


Esta  es  la  carta  que  escribió  este  verdadero  mártir  de  Jesucristo  á  su 
antiguo  provincial  de  Rheno  Inferior,  la  cual  llegó  á  mis  manos  algunos 
años  después  de  haber  sido  escrita  en  las  cavernas  tenebrosas  de  San 
Julián.  En  ella  se  leen  distintamente  los  exquisitos  tormentos  que  pade- 
cieron 92  jesuítas  en  la  torre  de  San  Julián.  Pero  no  se  habla  de  los  demás 
padres  que  estaban  gimiendo  en  otras  cárceles.  Por  buen  conducto  he 
sabido  en  Bolonia,  que  los  padres  sepultados  en  los  calabozos  más  hon- 
dos de  Portugal,  fueron  por  lo  menos  138,  y  que  en  diez  y  siete  años 
de  prisión  murieron  82,  es,  á  saber:  26  en  las  torres  de  San  Julián,  31 
en  el  palacio  de  Azeitao,  y  14  en  otras  prisiones,  con  otros  11  que  mu- 
rieron en  varias  de  ellas  después  de  la  extinción  de  la  Compañía.  No  en- 
tran en  este  número  23  que  murieron  en  el  camino  de  Goa  á  Lisboa, 
con  el  trato  duro  y  por  la  estrechez  del  navio  en  que  venían,  ni  tampoco 
aquellos  ocho  que  sacaron  de  Azeitao  y  de  que  no  hemos  tenido  noti- 
cia alguna. 

Mejorados  los  tiempos  y  abiertas  las  cárceles  tenebrosas  por  la  justi-. 
cia  que  comenzó  á  ejecutar  la  reina  fidelísima,  se  hallaron  algunos  vi- 
vos en  las  entrañas  de  la  tierra,  que  juntos  con  los  que  antes  habían  sa- 
lido, cumplieron  el  número  de  56.  Además  de  éstos,  salió  también  libre 
de  la  Inquisición  y  con  sentencia  muy  honorífica,  otro  padre  que  estaba 
en  ella  por  sectario  del  P.  Malagrida.  Esto  es  cuanto  ha  llegado  á  nues- 
tra noticia  en  este  año  de  1786,  de  los  padres  portugueses,  italianos,  ale- 
manes, franceses  y  españoles  que  quedaron  en  el  reino  de  Portugal  y 
que  no  permitió  el  ministro  Carballo  que  pasasen  á  Italia  con  sus  her- 
manos. Me  ha  parecido  justo  dar  aquí  alguna  razón  de  lo  que  padecie- 
ron éstos  por  tantos  años,  ya  que  los  misioneros  del  Marañen  español  tu- 
vieron alguna  parte  en  sus  trabajos,  y,  si  no  apuraron  el  cáliz  amarga 
de  sus  hermanos,  no  dejaron  de  probar  de  sus  amarguras. 


716  Misiones  del  Marañón  Español 


CAPITULO  XII 


DESPUÉS  DE  DOS  MESES  DE  PENOSA  DETENCIÓN  EN  EL  PALACIO  DE 
AZEITÓN,  SE  EMBARCAN  LOS  MISIONEROS  PARA  EL  PUERTO  DE  SANTA 
MARÍA. 

Asombrados  los  misioneros  de  Quito  de  los  excesivos  trabajos  que  pa- 
decían en  Portugal  sus  hermanos,  no  les  parecía  haber  padecido  nada 
por  Jesucristo  ni  en  el  Marañón,  ni  en  el  Para,  ni  en  el  viaje  que  acaba- 
ban de  hacer.  Inciertos  de  su  suerte,  se  ofrecían  á  mayores  trabajos  sa- 
biendo que  estaban  en  poder  de  un  ministro  despótico  que,  como  por  as- 
tucia y  maña  había  traído  del  oriente  jesuítas  que  no  pertenecían  á  la 
tjorona  de  Portugal,  así  también  podía  hacer  con  ellos  algún  juego  de  ma- 
nos, sin  embargo  de  ser  españoles  y  de  que  había  convenido  con  los  mi- 
nistros de  España  en  dejarlos  pasar  á  su  destino.  En  estos  temores  que 
no  eran  del  todo  vanos,  se  aplicaron  á  establecerse  en  su  reclusión  del 
mejor  modo  posible  y  á  entablar  sus  acostumbradas  distribuciones,  de- 
jando el  éxito  de  sus  cosas  á  la  divina  Providencia. 

Aunque  era  magnífico  el  palacio  donde  se  hallaban  encerrados,  pero 
era  bien  poco  á  propósito  para  habitaciones  de  religiosos.  Todas  sus  sa- 
las eran  grandes,  las  piezas  altas  y  las  viviendas  extendidas,  y  á  esta 
causa  los  padres  portugueses,  por  librarse  siquiera  del  registro  y  de  la 
vista  de  unos  y  otros,  habían  hecho  una  especie  como  de  cancelas  en  que 
acomodaban  las  camas  con  una  manta.  Aquí  se  retiraban  para  dormir  ó 
estudiar,  y  á  la  práctica  de  sus  devociones.  Aunque  las  divisiones  no 
eran  de  mucha  solidez,  como  formadas  de  sábanas  ó  cobertores  colgados 
de  sus  cuerdas,  pero  parecieron  bastantemente  oportunas  á  los  misione- 
ros para  sus  ordinarios  ejercicios  y  se  acomodaron  fácilmente  en  estos 
aposentillos.  Era  dificultoso  que  en  aquella  opresión  y  miseria  hubiera  la 
limpieza  necesaria  en  una  casa  de  comunidad,  no  pudiendo  barrerse  bien 
y  con  la  debida  frecuencia  tantos  retretes  y  escondrijos  atestados  de  las 
cosas  de  los  colegios  que  por  orden  de  la  corte  habían  metido  en  el  pala- 
cio. Y  esta  era  la  causa  de  que  hubiesen  cundido  tanto  las  pulgas  por  to- 
dos los  parajes,  que  en  parte  ninguna  se  veían  libres  los  padres  de  las 
molestias  que  les  daban.  Hicieron  cuanto  pudieron  por  verse  á  lo  menos 
libres  en  parte  de  semejante  plaga,  pero  era  la  posesión  tan  antigua  y 
tan  arraigada,  que  lograron  bien  poco,  sin  poder  desalojarlas  de  su  anti- 
guo sitio.  Aun  en  el  santo  sacrificio  de  la  Misa  se  dejaban  sentir  tan  vi- 
vamente, que  no  era  pequeña  incomodidad  el  celebrarlo. 

Las  oficinas  comunes,  como  menos  desfiguradas,  eran  verdaderamen- 
te magníficas  y  propias  de  un  palacio  tan  celebrado,  pero  las  demás  es- 
taban notablemente  afeadas  con  las  obras  propias  de  cárcel  que  se  ha- 
bían añadido  cuando  las  destinaron  á  este  efecto.  En  particular  tiraron 


LiBKO  XII.— Capítulo  XII  717 

á  quitar  las  hermosas  vistas  que  tenía  y  á  privar  á  los  presos  de  la  luz 
que  por  las  hermosas  y  rasgadas  ventanas  bañaba  y  alegraba  todos  los 
rincones  del  palacio.  Tapiadas  éstas,  sólo  habían  dejado  unos  pequeños 
postigos,  y  esos  muy  altos,  que  daban  una  luz  bien  escasa  é  impedían  á 
los  padres  asomarse  por  ellas.  En  algunas  piezas  ni  aun  esto  se  hallaba, 
y  entraba  solamente  una  pequeña  luz  por  unas  troneras  estrechas  del 
mismo  techo.  Pero  acordándose  los  misioneros  del  Marañón  de  las  cárce- 
les antecedentes,  miraban  á  ésta  como  á  una  casa  de  recreación,  en  que 
comenzaban  á  respirar,  y  no  les  causaba  molestia  alguna  la  luz  escasa, 
por  haberse  hallado  en  tanta  obscuridad.  Así  que  esta  circunstancia  da 
su  prisión  poco  les  afligía. 

Algo  más  penosa  les  pareció  la  asistencia  que  les  dieron  por  todo  el 
tiempo  que  perseveraron  en  el  palacio,  porque  era  la  misma  que  habían 
entablado  con  los  padres  portugueses,  la  cual  era  muy  escasa  en  reali- 
dad y  miserable,  de  manera  que  nunca  llegaron  los  nuestros  á  satisfacer 
el  hambre.  Dábanles  por  desayuno  media  onza  de  mantequilla,  con  cuyo 
bocado  se  ingeniaban  á  hacer  una  sopita  en  un  pedacito  muy  pequeño 
de  pan  que  conservaban  desde  la  noche,  en  que  les  ponían  cuatro  onzas 
y  comían  tres  por  dejar  una  para  la  mañana.  No  era  mayor  la  cantidad 
de  pan  que  ponían  al  medio  día,  porque  estaba  ya  asentado  que  por  testa 
bastaban  ocho  onzas  de  pan  al  día.  Este  principio  se  pudiera  tolerar  si 
sirviesen  las  demás  cosas  con  abundancia,  pero  al  principio  correspon- 
dían los  medios  y  los  fines.  Porque  la  carne  apenas  se  divisaba  en  el  cal' 
do,  y  la  podían  servir  cómodamente  en  los  platillos  pequeños  que  usaban 
comúnmente  en  los  colegios  para  los  postres.  Esto  con  un  medio  vaso  de 
vino  poco  sano,  y  ya  podrido,  era  toda  la  comida  y  bebida  que  servían  á 
medio  día  y  por  la  noche.  Ni  es  de  extrañar  que  fuese  tan  estirado  el  tra- 
to de  los  padres  portugueses,  porque  su  pensión  era  tan  corta  que  no  pa- 
saba de  dos  reales  de  vellón,  y  de  ella  se  sacaba  la  mitad  para  ornamen- 
tos de  la  capilla,  oblata  de  las  Misas,  leña  y  aceite,  fuera  de  un  par  de 
zapatos  que  se  debía  suministrar  cada  año  á  cada  religioso,  con  que  sólo 
quedaba  un  real  por  testa  para  comer,  cenar  y  beber.  Con  medida  tan 
escasa  trataron  también  á  los  padres  castellanos,  y  se  acomodaron  á 
ella  sin  hablar  palabra,  pues  no  pensaban  ser  mejores  que  sus  hermanos. 
Es  verdad  que  cuando  el  juez  de  la  villa  venía  á  pagar  las  pensiones  por 
los  castellanos,  encargaba  mucho  que  no  reparasen  en  gastar  con  ellos, 
porque  era  intención  del  rey  fidelísimo  que  se  les  tratase  con  toda  osten- 
tación, pero  jamás  se  atrevieron,  por  varios  pretextos,  á  salir  de  lo  acos- 
tumbrado. Acaso  los  que  manejaban  la  pensión,  se  quedarían,  como  sue- 
le suceder,  con  parte  de  lo  que  entregaba  el  juez  de  la  villa  para  los 
padres,  ó  acaso  el  mismo  juez,  que  no  es  tampoco  increíble,  era  muy  li* 
beral  en  palabras  y  estrecho  de  manos.  No  sé  si  tan  cumplida  asistencia 
aceleró  la  muerte  del  P.  Adán  Vidman,  que  á  los  ocho  días  de  mansión 
en  el  palacio  dio  su  espíritu  al  Señor,  cumplidos  los  setenta  años  de  edad, 
y  fué  llorado  universalmente  de  todos.  Su  cuerpo  fué  enterrado  con  eí 


718  Misiones  del  Marañón  Español 

del  P.  Leonardo  Deubler  en  el  sepulcro  de  los  padres  portugueses  que 
habían  muerto  los  años  antecedentes,  el  cual,  á  lo  que  entiendo,  estaba 
en  una  iglesia  puesta  al  cuidado  de  los  padres  dominicos. 

Poco  sabían  nuestros  misioneros  de  las  cosas  de  Europa,  porque  el 
encerramiento  era  riguroso.  Las  puertas  del  palacio  estaban  siempre 
cerradas  con  dos  gruesos  cerrojos,  cuyas  llaves  estaban  siempre  en  ma- 
nos del  oficial  de  guardia,  que  venía  en  persona  con  un  piquete  de  solda- 
dos todas  las  veces  que  debía  abrirse  el  palacio.  Fuera  de  esto,  en  la  pla- 
zuela, había  continuamente  centinela  de  día  y  de  noche,  de  manera  que 
cuanto  se  metía  ó  sacaba,  pasaba  por  un  registro  vigilante,  y,  en  par- 
ticular, la  ropa  sucia  que  se  desenvolvía  y  examinaba  con  mucho  cuida- 
do. Libres  los  padres  de  todo  pensamiento  de  cosas  de  afuera,  en  este  re- 
tiro se  aplicaban  á  las  distribuciones  espirituales  que  habían  practicado 
por  tantos  años  los  padres  portugueses  con  edificación  del  contorno,  á 
que  añadieron  el  juntarse  de  comunidad  en  la  capilla  todas  las  tardes  á 
oír,  por  media  hora,  la  lección  espiritual,  y  á  tener  otra  media  hora  de 
oración  mental.  Empleaban  el  tiempo  que  les  sobraba  de  sus  ejercicios 
espirituales,  unos  en  leer  cosas  útiles  y  provechosas,  y  otros  en  hacer 
algunas  cosas  mecánicas  á  que  tenían  inclinación,  y  los  más  de  ellos  en 
remendar  ropillas  que,  aunque  pocas,  estaban  muy  destrozadas.  En  esta 
misma  prisión  adelantó  mucho  el  P.  Xavier  Veigel  el  mapa  de  las  misiones 
del  Marañón,  que  ya  antes  había  comenzado,  y  su  trabajo  fué  muy  fácil 
y  útil  para  nosotros,  que  nos  hemos  aprovechado  de  su  industria  y  apli- 
cación en  la  copia  que  presentamos  al  fin  de  la  Historia  para  mejor  inte- 
ligencia de  las  misiones  de  Maii:as. 

Teniendo  los  padres  tan  bien  distribuidas  las  horas  de  todo  el  día ,  no 
les  parecía  dura  la  prisión ,  antes  miraban  con  buenos  ojos  aquel  ence- 
rramiento tan  estrecho,  y  estando  ya  á  los  últimos  de  Junio  sin  tener  to- 
davía noticia  alguna  de  su  destino,  trataron,  atenta  la  calidad  del  sitio  y 
lugar  solitario  que  á  ello  convidaba,  de  hacer  los  ejercicios  acostumbra- 
dos de  San  Ignacio  y  de  retirarse  más,  si  no  del  mundo,  de  los  pensa- 
mientos de  la  tierra.  Hecha  con  mucho  fervor  la  primera  semana,  según 
la  forma  que  prescribe  en  su  breve  librito  el  Santo  Patriarca,  propuso  el 
superior  á  todos  en  el  último  día  si  querían  hacer  otra  semana ,  y  acom- 
pañarle, porque  él  estaba  resuelto  á  emplear  en  los  santos  ejercicios  un 
mes  entero.  Bastó  la  insinuación  del  superior  para  que  todos  aceptasen 
un  convite  tan  ventajoso,  y  prosiguieron  con  él  en  las  meditaciones  de  la 
segunda  semana. 

No  tuvieron  tiempo  para  concluir  esta  nueva  semana,  porque  en  el 
día  segundo  por  la  noche,  después  de  haber  tomado  su  parca  cena ,  oye- 
ron de  repente  el  ruido  de  los  cerrojos,  que  como  tan  grandes  resonaban 
siempre  por  todo  el  palacio  cuando  se  corrían.  Era  la  hora  excusada,  y 
desde  luego  excitaba  en  los  ánimos  varios  pensamientos  aquella  nove- 
dad ,  aunque  los  más  entraron  en  esperanzas  de  buen  anuncio,  persua- 
diéndose de  que  los  querían  aviar  para  España  después  de  dos  meses  de 


Libro  XII.— Capítulo  XII  719 

<ietención.  No  se  engañaron  en  ello,  porque  entrando  en  donde  estaban 
los  padres,  el  juez  de  la  villa  les  intimó  de  parte  del  rey  fidelísimo  que  se 
previniesen  para  salir  del  palacio  á  las  tres  de  la  mañana ,  y  que  ha- 
biendo de  ir  delante  los  trastos  y  las  camas,  las  tuviesen  prevenidas  para 
cargarlas  en  dicha  hora ,  y  que  ellos  les  seguirían  adonde  su  majestad 
dispusiese.  Hecha  la  intimación  se  despidió  el  juez,  y  los  padres  no  to- 
maron un  rato  de  descanso  en  toda  la  noche  por  el  recelo  que  no  les  co- 
giese desprevidos  y  sin  atar  las  camas  á  la  hora  señalada,  que  deseaban 
con  ansia.  Pasó  estaen  inquietud,  cuando  apareciendo  en  laplazuela,como 
á  las  cuatro  de  la  mañana  varrias  carretas  y  algunas  caballerías,  ng  se 
atrevieron  los  mozos  á  cargar  los  hatillos  preparados,  porque  el  juez  no 
aparecía.  Vino,  finalmente,  después  de  haber  amanecido,  el  que  tanta 
prisa  había  dado  para  la  prevención  de  las  cosas.  Y  haciendo  cargar  el 
bagaje,  dejó  á  los  misioneros  en  la  misma  expectación  en  que  estaban 
antes  de  su  llegada,  diciéndoles  que  á  él  no  tocaba  la  conducción  de  las 
personas. 

Llegó,  por  fin,  á  las  nueve  de  la  mañana  otro  personaje  de  mayor  re- 
presentación, y  era  corregidor  de  otra  villa  cercana,  á  cuya  disposición 
estaba  el  viaje  de  los  misioneros.  Pero  por  ser  ya  hora  tan  incómoda  y 
calentar  mucho  el  sol ,  circunstancia  que  imposibilitaba  bien  poco  á  los 
padres,  deseosos  de  salir  cuanto  antes  de  su  prisión,  determinó  dilatar  la 
partida  hasta  después  de  comer.  Habíase  descuidado  de  prevenir  lo  que 
no  se  tenía  por  necesario,  y  así  se  tomó  alguna  cosilla  de  lo  que  se  en- 
contró á  mano,  pero  se  suplió  la  falta  con  dar  á  los  padres  un  poco  de 
vino  bueno,  de  lo  que  días  antes  habían  recogido  para  el  gasto  de  los  cas- 
tellanos. Pero  éstos  ni  le  habían  probado  hasta  entonces,  ni  habían  sa- 
lido de  la  tasa  señalada  á  los  portugueses  que  se  reducía ,  como  dijimos, 
á  medio  vaso  por  el  medio  día  y  otro  medio  por  la  noche.  No  dejaba  de 
conocer  el  señor  gobernador,  ó  corregidor,  las  ganas  que  tenían  de  salir 
los  presos,  así  por  la  apresuración  con  que  comieron  lo  poco  que  se  les 
presentó,  como  por  el  semblante  y  por  el  aire  de  inquietud  que  en  ellos  des- 
cubría. Sin  embargo  de  esto,  no  resolvió  el  salir  hasta  las  tres  de  la  tarde, 
cuando  ya  el  sol  comenzaba  á  caer  y  no  se  dejaban  sentir  tanto  los  ardo- 
res de  sus  rayos.  Hecha  la  señal  de  montar  después  de  tanta  nema,  unos 
cogieron  caballos,  otros  muías,  y  los  más  cuerdos  echaron  mano  de  bo- 
rricos, así  por  no  ser  grandes  caballeros ,  como  por  huir  de  las  enjalmas 
que  tenían  en  vez  de  sillas  las  caballerías  mayores.  De  esta  manera  em- 
prendieron su  viaje,  deseando  dejar  cuanto  antes  un  reino  en  que  no  se 
consideraban  muy  seguros. 

Fué  muy  diferente  la  salida  del  palacio,  que  había  sido  la  entrada  dos 
meses  antes.  Porque  entonces  los  desembargadores  habían  mostrado  al- 
gún cuidado  en  que  los  arrieros  tratasen  á  los  padres  con  atención  y  cor- 
tesía. Mas  ahora  el  corregidor  sólo  pensó  en  apresurarse  por  llegar  á  su 
destino  cuanto  antes  en  su  buen  caballo,  dejándoles  á  la  discreción  de  la 
canalla,  que  debía  atender  á  las  bestias.  Hartos  de  esperar  los  arrieros 


720  Misiones  del  Marañón  Español 

por  el  espacio  de  doce  horas,  estaban,  como  suele  suceder  en  esta  gente, 
de  muy  mal  humor,  y  tiraron  á  descargar  su  furia  y  á  desquitarse  del 
tiempo  perdido  á  costa  de  la  paciencia  y  sufrimiento  de  los  padres.  Co- 
menzaron, desde  luego,  sin  el  menor  reparo,  á  dar  latigazos  y  picar  á  las 
bestias  y  hostigarlas  de  manera  que  no  perdonaban  á  los  jinetes,  á  quie- 
nes alcanzaban  también  los  latigazos  y  aun  tal  cual  golpe  de  varapalo. 
Clamaban  los  misioneros  pidiendo  misericordia,  y  les  suplicaban  que  usa- 
sen de  alguna  moderación;  pero  ellos,  fieros,  sordos  y  sin  vergüenza,  lle- 
vaban las  bestias  á  todo  trote,  y  cuando  los  pobres  animales,  agitados  de 
tanta  bulla  y  golpes,  daban  sus  corcovos  ó  echaban  al  suelo  algún  jesuí- 
ta, lo  celebraban  con  grandes  risadas  y  algazara,  como  si  fuese  un  triun- 
fo. Pero  quiso  el  Señor  que  en  medio  de  tantas  caídas,  como  era  preciso 
que  sucediese  en  personas  poco  hechas  á  caminar  de  esta  manera,  nin- 
guna de  ellas  fuese  desgraciada.  Arrastrados  de  esta  suerte  por  aque- 
lla vil  canalla,  llegaron,  por  último,  al  sitio  desde  donde  debían  em- 
barcarse. Como  la  comida  había  sido  tan  escasa,  esperaban  algún  re- 
fresco para  tomar  aliento,  y  no  les  disgustaba  ya  que  se  hubiese  ade- 
lantado el  corregidor,  porque  al  fin  habría  tenido  tiempo  para  preve- 
nir alguna  cosa.  Esta  la  dispuso  para  sí,  descuidando  de  los  que  venían 
detrás.  Metidos  los  padres  en  una  taberna  pública  entre  borrachos  y  ju- 
gadores, tuvieron  la  bella  ocasión  de  ejercitar  la  paciencia  por  dos  ho- 
ras enteras  entre  aquella  chusma,  mientras  el  corregidor,  en  el  cuarto 
alto  de  la  taberna,  merendaba  á  su  satisfacción  y  sin  testigos,  según  los 
varios  platos  que  iba  llevando  un  criado  desde  la  cocina  que  alcanzaban 
á  ver  los  misioneros. 

Al  ponerse  el  sol  bajó  el  conductor  bien  comido,  y  condujo  á  los  pa- 
dres á  tres  botes  que  tenían  prevenidos  para  pasar  al  navio.  El  viento 
era  bien  recio  y  daba  de  proa  la  marea,  con  que  se  adelantaba  bien  poco 
por  más  fuerza  que  se  hacía  de  remos.  Costó  mucho  trabajo  vencer  la 
travesía,  y  no  fué  menos  el  peligro  á  la  desembocadura  del  Tajo,  porque 
arreciándose  más  el  viento  y  empeñados  los  marineros  en  pasarlo,  no 
obstante  el  riesgo  que  suele  haber  en  estas  ocasiones,  pusieron  á  todos 
á  punto  de  naufragar,  como  ellos  mismos  lo  confesaron  metidos  en 
el  empeño.  Pues  titubeando  los  demás,  dijo  el  piloto  principal,  á  quien 
obedecían  todos;  «No  hay  que  temer;  adelante,  que  no  querrá  Dios  que 
perezcamos,  aunque  no  sea  más  que  por  los  que  llevamos.»  Conocía  muy 
bien  esta  gente  la  inocencia  de  los  jesuítas,  como  lo  daban  á  entender 
bastantemente  por  las  palabras  que  soltaban  con  alguna  reserva.  Y  aun 
uno  de  los  marineros,  llegándose  al  oído  del  superior,  le  dijo:  «Padre,  en- 
comiéndeme mucho  á  Dios,  que  no  puede  menos  su  Majestad  de  oír  á  vues- 
tras reverencias.»  Abordaron  al  navichuelo  destinado  al  transporte  cer- 
ca de  la  media  noche,  después  de  haber  abordado  á  otros  dos  que  estaban 
en  la  misma  bahía.  Tan  informado  estaba  el  corregidor  de  la  comisión 
que  debía  ejecutar,  que  ni  sabía  á  qué  capitán  había  de  entregar  á  los 
misioneros.  A  este  modo  hizo  también  la  entrega  de  los  padres,  porque 


LiBEO  XIL— Capítulo  XIII  721 

bajando  á  la  escotilla  en  busca  del  capitán,  y  viéndose  embarazado  con 
él  por  no  entenderse  los  dos  en  lengua  ninguna,  por  señas  le  encomendó 
la  carga,  y  dejando  las  cartas  que  llevaba,  se  volvió  á  meter  en  su  bote 
sin  hablar  á  los  padres  una  palabra. 


CAPITULO  XIII 

VIAJE  DE  LOS  PADRES  AL  PUERTO   DE  CÁDIZ:    SON  LLEVADOS  AL  HOSPICIO 
QUE  TUVIERON  EN  SANTA  MARÍA 

Q.uedaron  los  misioneros  en  lo  alto  del  navio,  donde  los  habían  metido, 
mirándose  unos  á  otros  y  sin  que  ninguno  les  hablase  una  sola  x)alabra.  El 
conductor  había  escapado,  el  capitán  no  salía  de  la  escotilla  y  los  misio- 
neros pasados  de  frío,  que  era  tan  grande,  que  no  se  acordaban  haber 
experimentado  otro  mayor  en  todos  los  días  de  su  vida.  Cosa  bien  nota- 
ble, en  la  estación  más  calurosa  del  año,  j)ero  muy  creíble,  atendiendo  á 
que  el  viento  había  refrescado  extraordinariamente  desde  la  tarde,  á  que 
los  pobres  misioneros  apenas  habían  comido  ni  dormido  en  la  noche  an- 
tecedente, y  á  que  no  tenían  sobre  sus  personas  más  que  unas  malas  ca- 
misas y  unas  sotanas  desastradas  de  lienzo  teñido.  Deseaban  bajar  á  la 
escotilla  por  librarse  de  tanta  molestia  que  les  hacía  tiritar  y  dar  diente 
con  diente,  pero  el  superior,  cuya  entereza  demasiada  tenían  bien  cono- 
cida en  otras  ocasiones,  no  lo  permitía,  diciendo  que  habiéndose  ido  el  co- 
rregidor debían  estar  en  todo  sujetos  al  capitán  del  navio  y  no  menearse 
del  sitio  sin  su  mandato;  que  ya  subiría  y  les  señalaría  lugar  correspon- 
diente. No  subía  el  capitán,  y  el  frío  proseguía  molestándoles  no  poco,  lo 
que  fué  causa  para  que  un  ode  los  misionefros  que  sabía  varias  lenguas  ba- 
jase abajo  para  informarse  de  las  intenciones  del  capitán.  Mas  luego  su- 
bió diciendo  que  el  buen  capitán  era  tan  cerrado,  que  no  entendía  nada 
de  cuanto  le  había  dicho  en  varias  lenguas,  y  que  él  mismo  no  le  había 
percibido  sino  tal  cual  palabra  á  su  parecer  inglesa  por  la  semejanza 
que  tiene  esta  lengua  con  la  alemana.  Helados  los  misioneros  y  deseosos 
de  tomar  alguna  cosilla,  porque  también  estaban  hambrientos,  todo  lo 
dieron  por  perdido,  y  sólo  pensaron  ver  si  podían  doblar  la  integridad  ó 
dureza  del  superior  para  que  les  permitiese  bajar  y  guarecerse  del  viento 
que  casi  desnudos  y  sin  comer  los  mataba .  En  vano  se  cansaban  con  sus 
instancias,  porque  firme  en  su  resolución  á  nada  se  daba  por  entendido. 
Finalmente,  cansado  uno  de  los  padres  de  esperar  por  tanto  tiempo  al 
capitán  que  no  debía  pensar  en  los  padres,  y  no  pudiendo  aguantar  más 
el  rigor  del  frío,  tuvo  la  flaqueza,  harto  perdonable  en  las  circunstancias, 
de  bajarse  con  disimulo,  cuyo  ejemplo  fueron  siguiendo  los  demás.  Aco- 
modáronse para  dormir  en  unos  catres  muy  estrechos  donde  entraron  por 
los  pies,  bajando  las  cabezas  á  manera  de  culebras,  que  para  renovar  la 
camisa  entran  por  agujeros  estrechos;  tan  pequeños  eran  los  catres,  por- 

46 


72-2  Misiones  del  Marañón  Español 

que  no  permitía  más  la  embarcación  en  que,  fuera  del  capitán,  el  piloto 
y  dos  grumetes,  sólo  iban  tres  personas  de  tripulación. 

Antes  de  amanecer  el  día  11  de  Julio  se  dieron  á  la  vela  y  en  medio 
de  ser  tan  pocos  los  marineros,  hacían  con  admirable  destreza  las  manio- 
bras ocurrentes.  Siete  días  tardaron  en  la  navegación  hasta  Cádiz,  y  en 
ella  padecieron  los  padres  no  pequeñas  incomodidades.  En  particular, 
les  afligió  más  que  medianamente  el  hambre,  por  no  haber  otra  comida 
que  la  que  ponían  para  sí  las  siete  personas  del  navio,  y  ahora  debía  ser- 
vir sin  aíladir  nada  para  otras  diez  y  siete.  Como  las  raciones  eran  tan 
escasas,  pedían  los  padres  al  capitán  mismo  de  comer;  pero  él,  levan- 
tando las  manos  al  cielo,  les  quería  dar  á  entender  que  ni  podía  ni  tenía 
cosa;  ni  en  el  navio  se  habían  metido  provisiones  algunas  para  los  pa- 
dres. La  bebida  se  reducía  á  pura  agua,  muy  bastante  para  digerir  la  ra- 
ción, fuera  de  dos  ó  tres  veces  en  que,  por  modo  de  extraordinario,  pro- 
baron el  vino  que,  bebido  diariamente  en  aquellas  circunstancias,  no  les 
hubiera  sido  de  mucho  provecho,  y  hubiera  acaso  desecado  el  poco  hú- 
medo natural  que  les  había  quedado ,  después  de  tantos  sudores  en  el 
Para. 

Dieron  vista  á  Cádiz  el  día  16,  al  fin  de  la  tarde,  y  echaron  áncora  en 
su  bahía  en  el  día  siguiente  por  la  mañana.  Sabida  la  noticia  del  gobier- 
no, envió  luego,  como  suele,  visita  de  sanidad  al  navichuelo.  Saludaron 
los  jueces  con  atención  y  cortesía  á  los  padres  del  Marañón,  que  viendo 
más  franqueza  en  los  españoles ,  que  la  que  habían  experimentado  en 
Portugal,  tuvieron  mucho  gusto  en  tratar  con  sus  paisanos.  Aquí  supie- 
ron lo  que  no  habían  entendido  en  tanto  retiro  y  encerramiento,  que  había 
muerto  ya  Clemente  XIII,  de  buena  memoria,  y  la  elección  que  se  había 
hecho  al  Pontificado,  en  la  persona  del  cardenal  Lorenzo  Ganganelli, 
religioso  antes  franciscano.  No  les  agradó  la  primera  nueva,  porque  al 
fin  tenían  ya  conocidas  las  paternales  entrañas  de  aquel  buen  Pontífice, 
para  con  su  madre  la  Compañía,  y  no  ignoraban  la  necesidad  que  tenían 
en  tiempos  tan  revueltos  de  su  protección  y  amparo.  En  cuanto  á  la  se- 
gunda nueva,  se  echaron  en  manos  de  la  Providencia,  que  acaso  había 
levantado  al  Pontificado  un  pobre  religioso,  para  que,  con  valor,  pecho 
y  constancia,  defendiese  la  causa  común  de  las  religiones,  como  tan  unida 
con  los  intereses  de  la  Iglesia.  Al  despedirse  los  jueces  de  sanidad,  pro- 
metieron á  los  padres  que  se  les  sacaría  cuanto  antes  de  aquel  triste  al- 
bergue, porque  habían  visto  con  sus  mismos  ojos  la  necesidad  y  miseria. 
Mas  como  habían  de  venir  del  Puerto  de  Santa  María  los  que  debían  ha- 
cerse cargo  de  los  misioneros,  no  pudo  llegar  hasta  el  día  siguiente  un 
barco  capaz  con  algunos  comisionados,  en  que  cupieron  con  desahogo  los 
padres  y  acomodaron  el  bagaje. 

No  dejaban  de  ir  los  jesuítas  con  algún  cuidado  sobre  la  suerte  y  des- 
tino, y  más  cuando  supieron  que  estaban  otros  muchos  hermanos  suyos 
repartidos  por  varios  conventos,  siendo  su  principal  deseo  estar  juntos 
aunque  fuese  en  alguna  prisión.  Salieron  luego  del  cuidado,  porque  ape- 


Libro  XII.— Capítulo  XIV  723 

ñas  pisaron  tierra,  cuando  conocieron  que  les  conducían  á  la  casa  que 
era  antes  hospicio  de  jesuitas,  y  al  presente  de  su  majestad  católica, 
como  lo  daban  á  entender  bastantemente  las  armas  reales,  puestas  sobre 
la  puerta  en  donde  estaba  el  nombre  de  Jesús.  Era  ya  bien  entrado  el 
día,  cuado  caminaban  los  padres  acompañados  de  los  ministros  á  la  casa 
del  hospicio,  y  la  gente  del  pueblo  viendo  á  su  satisfacción  á  los  misio- 
neros, se  admiraban  mucho  de  ver  unos  hombres  del  otro  mundo  tan  ex- 
haustos, ennegrecidos  y  derrotados,  que  no  tenían  sobre  sí  nnís  que  unas 
sotanas  destrozadas,  mal  calzados  y  peor  cubiertos  con  unos  sombreros  de 
juncos  y  con  unos  bordones  en  las  manos.  La  visión  era,  en  realidad,  bien 
extraña  y  pocas  veces  vista,  sino  es  que  acaso  los  de  la  Sonora,  que  esta- 
ban á  la  sazón  bien  custodiados  en  el  mismo  hospicio,  desembarcasen, 
que  no  es  increíble,  en  la  misma  figura  y  desnudez. 

Entrados  nuestros  misioneros  en  la  casa  que  les  había  de  servir  de 
prisión,  los  detuvieron  en  el  patio,  donde  se  hizo  la  formalidad  acostum- 
brada de  tomar  los  nombres  particulares  de  cada  uno  por  medio  de  un 
notario,  y  después  los  guiaron  al  primer  alto,  sitio  destinado  para  su  ha- 
bitación. El  que  los  conducía  iba  señalando  los  aposentos,  y  á  cada  uno 
de  ellos  intimaba,  de  parte  de  S.  M.,  que  no  tratase  en  manera  alguna  ni 
comunicase  mediata  ó  inmediatamente  con  los  padres  de  la  Sonora  que 
estaban  en  la  misma  casa,  pero  tan  distantes  que  vivían  en  el  cuarto 
alto,  mediando  el  tercero  entre  unos  y  otros.  Siguióse  á  ésto  el  registro 
de  los  trastos  que  traían,  el  cual  se  hizo  delante  de  los  mismos  padres, 
pero  con  tanto  descaro  y  desvergüenza  de  los  ministriles,  que  mostraban 
mucho  el  interés  en  cosas  de  bien  poca  consideración.  El  tabaco  de  hoja 
y  de  polvo  que  traían  para  su  consumo,  dijeron  que  era  contrabando  y 
se  lo  llevaron,  y  encontrando  uno  de  ellos  un  cajón  de  chocolate,  no  muy 
provisto,  se  iba  metiendo  los  bollos  en  el  bolso,  diciendo:  Hola,  esto  es  es- 
tomacal. No  sabía  el  infeliz  que  el  chocolate  era  de  calidad  bien  baja,  y 
sin  canela.  Así  que  la  maldad  no  suele  percibir  el  fruto  que  su  atrevi- 
miento se  figura.  Por  último,  sabiendo  uno  de  los  principales  que  los  pa- 
dres venían  en  ayunas  y  traspillados  de  hambre,  trajo  una  buena  por- 
ción de  bizcochos  y  un  frasco  de  vino,  mas  como  el  hambre,  aun  en  las 
personas  más  contenidas  respeta  poco  los  fueros  de  la  decencia,  atención 
y  policía,  fué  preciso  traer  unos  pocos  más  porque  los  picados  de  atentos 
y  corteses,  no  llegaron  á  probar  los  primeros. 


CAPITULO  XIV 

INTERROGATORIO   HECHO  Á  LOS  MISIONEROS   DEL  MARAÑÓN 
DE  PARTE  DE  LA  CORTE 

Las  noticias  del  arribo  de  los  padres  á  Portugal,  llegaron  de  Lisboa 
á  Madrid,  muy  atrasadas,  y  á  esta  causa  cogió  su  venida  muy  de  impro- 


724  Misiones  del  Marañón  Español 

viso  á  los  comisarios  del  rey  de  España,  los  cuales,  en  el  mismo  día  en 
que  aparecieron  los  misioneros,  recibieron  pliegos  en  Cádiz  con  el  aviso- 
de  que  venían,  y  con  el  orden  y  modo  que  se  debía  observar  en  su  hospe- 
daje. Como  no  estaban  hechas  las  divisiones  que  prevenía  la  corte,  como 
cosa  sumamente  necesaria,  empezaron  á  toda  prisa  á  cerrar  puertas  y 
ventanas  por  un  lado,  y  salidas  por  otro,  para  que  debajo  de  una  llave 
quedase  libre  la  comunicación  del  cuadro  de  aposentos  destinados  á  los 
nuevos  padres,  y  por  otra  parte  se  cortase  toda  comunicación  á  los  que 
moraban  en  otras  habitaciones  y  andaban  por  la  casa. 

Al  principio  todo  se  hizo  de  prestado,  clavando  tablas  donde  lo  juzga- 
ron necesario  para  el  fin  que  se  pretendía  en  la  reclusión,  mas  después 
con  el  tiempo  las  idearon  mejor,  haciendo  tabiques  aseados  y  bastante- 
mente sólidos.  Permitían  á  los  misioneros  celebrar  su  Misa  en  la  capilla 
del  hospicio,  adonde  iban  por  un  camino  que  formaron  desde  su  depar- 
tamento. A  la  vuelta  encontraban  ya  en  su  estancia  todo  lo  necesario 
para  hacer  chocolate,  suponiendo  que  ellos  lo  harían  mejor  y  se  sabrían 
servir  más  á  su  modo  de  este  desayuno.  En  todo  el  tiempo  que  aquí  estu- 
vieron, que  pasó  de  un  año,  experimentaron  una  asistencia  cumplida  y 
un  trato  muy  honrado.  Tiraban  á  darles  gusto  en  todo,  y  sólo  ponían  su 
cuidado  y  vigilancia  en  que  estuviesen  cerrados.  Para  esto,  tenían  dis- 
tribuidas cuatro  centinelas.  Una  en  la  escalera  principal,  otra  en  el 
patio,  la  tercera  en  la  puerta  de  la  calle  que  sólo  se  cerraba  de  noche,  y 
la  cuarta  debajo  de  las  ventanas  que  miraban  al  campo,  no  obstante  que 
así  estas  como  las  que  miraban  á  lo  interior  de  la  casa,  estaban  fuerte- 
mente clavadas,  y  sólo  habían  dejado  libres  unos  pequeños  cuarte- 
rones. 

Aun  no  se  habían  acabado  de  acomodar  los  padres  en  la  casa,  cuando 
el  superior,  no  contento  con  las  distribuciones  acostumbradas,  acordándo- 
se de  que  en  la  prisión  antecedente  se  le  habían  frustrado  sus  ideas  del 
mes  entero  de  ejercicios,  comenzó  á  promover  el  mismo  pensamiento  vi- 
sitando en  sus  aposentos  á  todos  los  padres  y  convidándolos  á  tener  una. 
semana  de  ejercicios  en  honra  de  San  Ignacio ,  para  disponerse  á  cele- 
brar su  fiesta.  No  se  negó  ninguno  á  tan  piadosa  demanda  é  hicieron  los 
santos  ejercicios  según  el  método  y  disposición  dada  por  el  superior,  el 
cual  no  pudo  continuar  aquí  hasta  el  mes  que  deseaba,  por  lo  que  diremos 
después,  pero  continuó  á  lo  que  pienso  en  otra  parte,  según  era  su  fervor 
y  espíritu.  En  uno  de  los  días  que  estaban  los  misioneros  en  el  santo  reti- 
ro de  los  ejercicios,  vino  el  señor  Terri,  marqués  de  la  Cañada,  y  tomó  de 
parte  de  su  majestad,  la  naturaleza  como  él  decía,  que  se  redujeron  á  pre- 
guntar á  cada  uno  de  los  misioneros  por  su  nombre ,  y  el  de  sus  padres, 
por  su  patria  y  obispado,  por  el  lugar  de  su  noviciado  y  estudios,  en  qué 
parte  se  había  ordenado  de  sacerdote,  y  en  qué  año  (si  era  europeo),  ha- 
bía pasado  á  las  Indias;  en  dónde  había  tenido  su  tercera  probación,  en 
qué  grado  se  hallaba  en  la  religión,  y  finalmente  qué  cargos  había  teni- 
do por  todo  el  tiempo  que  había  vivido  en  ella.  Bien  conocían  los  padres 


Libro  XII.-Capítulo  XIV  725 

que  las  preguntas  se  hacían  para  dar  á  entender  los  misterios  á  los  igno- 
rantes, pero  todos  respondieron  con  sinceridad  y  verdad  y  sin  faltar  en 
un  solo  punto.  Con  esta  ocasión  observó  el  señor  marqués  la  desnudez  de 
los  misioneros  y  dio  orden  para  que  cuanto  antes  se  los  proveyese  de  ropa, 
como  se  hizo  en  bien  pocos  dias,  trayendo  á  cada  jesuíta  un  vestuario 
completo,  pero  tan  mal  cortado,  que  antes  de  poder  usarlo,  se  ingenió 
cada  uno  á  componerlo  con  sus  manos,  y  á  proporcionarlo  á  su  cor- 
poratura. 

No  bien  se  había  dado  fin  á  este  primer  examen,  cuíindo  en  el  mismo 
día  3  de  Agosto  tuvieron  orden  del  mismo  marqués  para  que  al  día  si- 
guiente, á  las  siete  de  la  mañana,  estuviesen  todos  prontos  á  recibir  cier- 
tas órdenes  que  tenía  que  comunicarles  de  parte  de  la  corte.  El  cuidado 
con  que  se  recogieron  después  de  la  propuesta,  no  les  dejó  tomar  mucho 
sueño  en  toda  la  noche,  por  las  muchas  reñexiones  que  suelen  hacerse  en 
semejantes  lances.  Madrugaron  muy  bien,  y  celebradas  sus  Misas,  estu- 
vieron desocupados  á  la  hora  señalada.  Llegó  á  poco  el  señor  marqués,  y 
juntando  á  los  diez  y  siete  padres,  les  habló  en  esta  forma:  «Me  ha  ve- 
nido orden  de  la  corte  para  tomar  declaración  á  vuestras  reverencias  se- 
paradamente, y  he  determinado,  según  las  instrucciones  que  tengo,  lle- 
var á  vuestras  reverencias  á  la  galería,  donde  estarán  por  ahora  en  los 
aposentillos  que  se  hallan  en  ella.  Y  según  se  vaya  despachando  en  las 
declaraciones,  así  se  irán  volviendo  á  los  aposentos  en  que  ahora  viven. 
Procuraré  que  el  interrogatorio  se  haga  con  la  posible  brevedad,  para 
librarlos  de  la  incomodidad  del  alojamiento  que  no  es  bueno.  Pero  esti- 
maré que  tengan  presente  que  su  majestad  encarga  apretadamente,  que 
por  ningún  caso  hablen  ni  traten  con  los  padres  de  la  Sonora.» 

Diciendo  esto,  mandó  á  los  padres  que  le  siguiesen,  y  pasaron  por  dos 
tránsitos  de  cuatro  que  ocupaban  los  misioneros  de  la  Sonora.  No  vieron 
á  ninguno,  porque  de  antemano  les  habían  intimado  que  se  recogiesen  á 
sus  aposentos.  Esta  era  una  diligencia  de  mucha  importancia  que  se  prac- 
ticaba siempre  que  los  del  Marañen  salían  á  comer,  avisando  á  los  de  la 
Sonora  con  una  campanilla  para  que  no  saliesen  de  sus  cuartos  y  tuviesen 
ocasión  de  hablar  con  otros  padres.  Mas  al  subir  los  nuestros  con  el  mar- 
qués á  la  galería,  hallaron  que  era  bien  inútil  la  advertencia  tan  encar- 
gada de  no  tratar  con  los  otros  misioneros,  porque  observaron  un  tabique 
con  su  puerta  bien  cerrada  que  cortaba  toda  comunicación  por  más  que 
se  procurase.  Puestos  en  el  nuevo  alojamiento,  se  llevó  consigo  el  mar- 
qués al  padre  superior,  á  la  habitación  antigua  para  empezar  por  él  las 
declaraciones. 

Quedaron  pensativos  con  la  novedad  los  demás  padres,  ignorando  los 
puntos  del  interrogatorio,  y  más  viendo  que  solo  el  superior  se  llevaba 
toda  la  mañana.  Crecía  el  cuidado  y  se  aumentaba  la  curiosidad  de  sa- 
ber cuanto  antes  á  qué  se  reducía  un  examen  tan  prolijo,  pero  no  podían 
barruntar  cosa  alguna,  hasta  que  á  cada  uno  le  llegase  su  vez,  porque 
los  llamados  y  examinados  no  volvían  á  verse  con  los  que  quedaban  en 


726  Misiones  del  Marañón  Español 

la  azotea.  A  las  tres  de  la  tarde  llamaron  á  otro  padre,  y  la  llevó  toda 
quedando  los  otros  quince  enjaulados  en  siete  aposentillos  muy  estrechos, 
y  en  otros  rincones  donde  se  dejaba  sentir  muy  bien  el  calor  de  la  esta- 
ción. En  el  día  siguiente,  que  era  sábado,  examinaron  á  tres  por  la  ma- 
ñana y  dos  por  la  tarde,  y  se  hallaron  los  otros  con  algún  ensanche  hasta 
el  lunes,  en  que  volviendo  con  nuevo  fervor  á  proseguir  lo  comenzado, 
examinaron  á  siete,  y  el  martes  por  la  mañana  á  los  tres  últimos.  Con 
esto  salieron  todos  del  cuidado,  que  tanto  les  había  mortificado,  vienda 
que  todo  el  misterio  se  reducía  á  una  grandísima  j^atarata,  que  ella  por 
sí  sola  daba  á  entender  bastantemente  que  no  se  hacían  los  exámenes 
sino  para  deslumhrar  el  pueblo,  con  el  titulo  ó  pretexto  de  que  se  toma- 
ban largas  declaraciones  á  los  misioneros  del  Marafión,  presos  en  el  hos- 
picio real,  en  donde  estaban  los  misioneros  de  la  Sonora,  con  grande  re- 
clusión para  aparentar  también  que  eran  culpables. 

Las  declaraciones  se  redujeron  á  siete  respuestas  que  dieron  los  mi- 
sioneros á  otras  tantas  preguntas,  á  que  debían  responder  bajo  de  jura- 
mento, iii  verbo  sacerdotis :  1,^  ¿Qué  año  había  entrado  en  la  Compañía  el 
interrogado?  ¿Con  licencia  de  quién  y  á  qué  costa  había  sido  aviado  á 
las  misiones?  Después  de  haber  señalado  cada  uno  el  año  de  su  entrada 
en  la  religión ,  todos  respondieron  con  uniformidad ,  á  la  segunda  parte, 
diciendo  cómo  desde  el  mismo  punto  en  que  un  sujeto  era  destinado  por 
el  provincial  á  las  misiones  del  Marañen,  tenía  asignados  200  pesos  anuales 
en  las  cajas  reales  de  Quito,  por  varias  cédulas  de  su  majestad  católica, 
que  así  lo  ordenaban.  Que  con  este  socorro  se  les  aviaba  y  se  costeaba 
el  largo  viaje  á  la  misión.  Respondían  los  misioneros  según  los  tiempos- 
que  habían  alcanzado,  porque  la  mayor  parte  del  tiempo  en  que  cultiva- 
ron los  jesuítas  las  misiones  de  Mainas,  no  tuvieron  asignación  alguna,  y 
todo  se  hizo  á  costa  de  la  provincia,  siendo  el  primer  monarca,  cuya 
liberalidad  experimentaron  las  misiones,  el  piadosísimo  rey  Felipe  V,  por 
los  años  de  1725. 

2  a  Pregunta.  ¿En  qué  pueblos  estuvo  el  misionero,  cuánto  tiempo  en 
cada  uno,  y  quién  era  el  que  señalaba  los  padres  para  el  pueblo?  Fuera 
de  las  respuestas  respectivas  de  cada  uno,  añadieron,  conformes  todos, 
que  al  superior  de  las  misiones  señalado  por  el  general,  pertenecía  seña- 
lar á  cada  uno  el  pueblo  en  que  debía  doctrinar.  Porque  debía  por  su 
oficio  el  superior  cuidar  del  buen  orden  y  concierto  de  la  misión ,  y  de 
que  los  misioneros  subordinados  cumpliesen  con  su  obligación ,  á  cuya 
causa  visitaba  de  cuando  en  cuando  los  pueblos,  sin  dejar  el  más  nueva 
ni  el  más  retirado  ó  expuesto  á  peligros,  mudando,  si  le  parecía  conve- 
niente, los  padres  de  una  á  otra  parte. 

3.*^  ¿En  qué  cosas  empleaban  la  pensión  señalada  por  su  majestad,  y 
si  había  plata  ó  dinero  en  las  misiones?  Respondieron  que  el  procurador 
de  las  misiones,  residente  en  Quito,  les  enviaba  á  costa  de  la  pensión  el 
vestuario,  así  de  ropa  interior  como  exterior,  un  frasquito  de  vino  á 
cada  uno  para  las  Misas,  un  taleguito  de  harina  para  hostias,  cuatro  do- 


Libro  XII.— Capítulo  XIV  727 

cenas  de  cuchillos,  una  ó  dos  de  tijeras,  algunos  anzuelos,  uno  ó  dos  ma- 
zos de  abalorios,  cuatro  ó  cinco  papeles  de  agujas,  cien  varas  de  lienzo 
ordinario  para  cubrir  á  los  indios ,  con  otras  treinta  de  bayeta  y  un  quin- 
tal de  hierro  para  hacer  hachas  y  otros  instrumentos  necesarios  en  los 
pueblos.  Añadieron  que  estas  cosas  eran  el  dinero  ó  moneda  que  corria 
en  la  misión,  donde  no  conocían  los  indios  oro  ni  plata,  y  con  ella  se  su- 
plía la  moneda  de  que  carecían.  Y  para  este  efecto  los  gobernadores 
reales  de  la  provincia,  con  mucho  acuerdo  y  atención  á  las  circunstan- 
cias, habían  tasado  el  valor  de  cada  cosa,  v.  gr.,  un  cuchillo  tenía  el  va- 
lor de  un  peso,  como  constaba  de  aranceles  reales  que  dichos  gobernado- 
res habían  publicado  en  la  provincia. 

A.^  ¿Cómo  se  ^manejaban  y  de  qué  medio  se  valían  para  ganar  á 
los  gentiles,  formar  nuevos  pueblos  y  mantener  en  ellos  la  gente  reco- 
gida? La  respuesta  fué  larga,  así  por  las  muchas  dificultades  que  encie- 
rra ,  como  por  la  grande  prudencia  que  pide  semejante  obra ,  como  una 
de  las  más  gloriosas  y  trabajosas  del  ministerio.  Respondieron  que  se 
hacían  estas  tentativas  á  tierras  de  gentiles  con  la  mayor  cautela,  orde- 
nando las  entradas  el  superior  ó  alguno  de  los  misioneros  con  su  licen- 
cia, según  lo  que  dijimos  largamente  en  el  cap.  VIII  del  lib.  XI.  Vi- 
niendo más  al  particular,  dijeron  primeramente  que  si  se  tenía  noticia  de 
algunos  gentiles  no  distantes  de  algún  pueblo  ya  formado,  se  valía  el  mi- 
sionero para  procurar  su  amistad  de  dos  ó  tres  indios  los  más  capaces  ó 
de  mayor  satisfacción  del  mismo  pueblo.  Con  éstos  enviaba  á  los  caci- 
ques gentiles  algún  regalo  de  hachas,  cuchillos  y  otras  cosillas  que  apre- 
cian ellos ,  instruyéndolos  primero  sobre  las  cosas  que  les  debían  propo- 
ner, y  en  especial  la  amistad  que  deseaba  el  misionero  tener  con  ellos.  Si 
esta  primera  diligencia  no  surtía  el  efecto  que  se  pretendía,  se  repetían 
otras  y  se  multiplicaban  regalos ,  y  si  era  necesario  se  repartían  buje- 
rías y  abalorios  á  sus  mujeres  é  hijos,  porque  la  experiencia  hizo  ver  que 
esto  les  movía  mucho,  y  que  así  se  amansaban  aquellas  fieras ,  hechas  á 
vivir  entre  selvas  y  montes  cerrados.  De  esta  manera  se  iba  madurando 
el  negocio  ;  y  cuando  el  misionero  conocía  que  se  iban  inclinando  á  los 
indios  cristianos,  que  los  recibían  bien  y  que  no  desecharían  su  visita,  iba 
en  persona  á  verlos  llevando  consigo  buena  porción  de  regalillos  por  no 
dejar  á  ninguno  descontento.  Este  era  el  modo  de  abrir  el  camino  á  la  pre- 
dicación, es  á  saber:  la  paciencia,  la  mansedumbre,  la  liberalidad  y  el 
cariño,  y  así  prevenidos  los  gentiles,  oían  hablar  con  gusto  de  Dios,  Cria- 
dor de  cielo  y  tierra,  de  la  bienaventuranza  eterna  que  está  reservada  á 
los  buenos,  y  del  fuego  eterno  del  infierno  en  que  venían  á  parar  los  ma- 
los. Con  esto  entraban  en  ganas  de  agregarse  á  un  pueblo  ya  formado,  ó 
de  hacer  alguno  nuevo,  persuadidos  á  que  serían  asistidos  de  los  padres 
en  todo  lo  necesario  para  sembrar  los  campos  y  vivir  en  orden  y  policía 
como  los  demás  cristianos.  No  era  este  negocio  de  un  día,  sino  de  muchos 
años,  aunque  á  las  veces  el  Señor  que  los  llamaba  á  la  luz  del  Evange- 
lio, les  daba  todo  hecho,  y  quitaba  con  suavidad  las  dificultades  de  dejar 


728  Misiones  del  Marañón  Español 

sus  tierras ,  abandonar  sus  sembrados ,  y,  por  consiguiente,  perder  todas 
sus  haciendas. 

Dijeron  en  primer  lugar  que  otras  veces,  y  era  lo  más  común  en  estos 
últimos  tiempos  en  que  apenas  se  tenía  noticia  de  gentiles  cercanos  á  los 
pueblos,  se  disponían  con  una  prudente  prevención  de  víveres,  con  un 
buen  número  de  indios  cristianos  y  con  alguno  ó  algunos  blancos,  ciertas 
armadillas  de  canoas,  en  que  iba  también  el  superior  ú  otro  misionero  en 
su  lugar,  y  algún  jefe  de  la  ejecución,  á  quien  todos  obedecían  en  el  modo 
de  caminar,  de  entrar  en  los  bosques  y  de  volver  á  las  embarcaciones. 
En  estas  entradas  se  atendía  principalmente  á  dos  cosas ,  la  primera  á 
caminar  por  los  bosques  con  grandísima  cautela,  con  orden  y  bien  ar- 
mados, para  evitar  las  muchas  trampas  de  los  gentiles  ó  no  ser  cogidos 
de  sorpresa;  la  segunda,  á  no  hacer  violencia  alguna  á  los  gentiles  que 
se  hallaban ,  para  lo  cual  procuraban  los  misioneros  dirigir  las  marchas 
y  entretener  á  los  indios,  naturalmente  inclinados  á  tropelías:  cómo 
cuándo,  y  en  qué  coyuntura  se  hacía  sin  violencia  la  sorpresa  de  los  in- 
dios, y  se  introducía  á  hablarles  el  misionero,  lo  dijimos  en  el  capítulo 
citado,  á  que  por  evitar  prolijidad  nos  remitimos,  porque  conforme  á  lo 
que  allí  escribimos,  respondieron  á  este  punto  los  misioneros. 

5.^  ¿Qué  medios,  al  juicio  y  parecer  de  los  interrogados,  eran  los  más 
útiles  y  convenientes  para  la  conservación  y  aumento  de  las  misiones  del 
Marañón?  Respondieron  en  pocas  palabras,  y  casi  las  mismas,  que  el  me- 
jor medio  sería  enviar  ministros  celosos  de  la  gloria  de  Dios  y  servicio 
real,  y  tan  desinteresados  que  en  vez  de  pretender  sacar  de  los  indios 
alguna  cosa  temporal,  ellos  les  diesen  de  lo  suyo  cuanto  pudiesen  ;  por- 
que los  indios,  aunque  se  contentan  con  poco,  son  sumamente  interesa- 
dos, y  no  se  mueven  á  cosa  alguna  sin  la  esperanza  del  galardón. 

6.*  ¿Cuál  era  su  principal  empleo  en  los  pueblos,  y  cómo  se  habían 
en  lo  tocante  al  gobierno  de  los  indios?  Respondieron  que  por  estableci- 
miento uniforme  en  toda  la  misión,  fuera  de  las  obligaciones  propias  de 
un  párroco,  tenían  á  su  cargo  muchas  otras  cosas  que,  aunque  de  supere- 
rogación al  oficio  no  eran  menos  necesarias  para  la  perfecta  enseñanza 
de  aquellos  neófitos.  Estas  eran  juntar  á  toque  de  campana  á  todos  los 
niños,  muchachos  y  solteros  de  ambos  sexos  dos  veces  al  día,  una  bien 
de  mañana  y  otra  al  ponerse  el  sol ,  para  rezar  las  oraciones  y  repetir 
el  catecismo  de  la  doctrina  cristiana,  de  la  que  cada  día  se  les  explicaba 
algo,  y  se  concluía  con  el  Alabado.  Esta  misma  diligencia  se  practicaba 
con  los  casados  y  adultos  tres  veces  á  la  semana,  y  en  el  domingo,  fuera 
de  lo  dicho,  á  todos  se  hacía  una  plática  moral  sobre  el  Evangelio. 

Por  lo  que  tocaba  al  gobierno  político  y  civil,  se  escogían  entre  los  in- 
dios los  más  capaces  y  juiciosos ,  para  el  oficio  de  alcaldes,  que  todos  los 
años  se  nombraban  en  el  día  1.®  de  Enero.  Después  de  la  elección,  les 
hacía  el  misionero  un  razonamiento  sobre  la  obligación  que  tenían  todos 
de  obedecer  y  respetar  á  las  justicias  seculares,  cuyos  derechos  y  fueros 
se  les  explicaba,  y  con  esta  ocasión  se  les  trataba  después  de  la  suprema 


Libro  XIL— Capítulo  XV  729 

dignidad  y  señorío  del  rey  nuestro  señor,  cuyos  subditos  y  vasallos 
eran.  En  orden  á  la  forma  y  elección  de  alcaldes,  añadieron  que  el 
gobernador  real  de  la  provincia  los  elegía  por  sí  mismo  en  el  pueblo 
en  donde  se  hallaba  en  dicho  día.  Mas  en  los  demás  pueblos  pertenecía 
la  elección  á  los  indios  principales,  como  eran  el  cacique  y  los  capitanes 
nombrados  auténticamente  por  el  gobernador,  los  cuales  procedían  en  esto 
con  la  dirección  del  misionero.  Hecha  ya  la  elección  de  alcaldes  en  los 
pueblos  distantes,  se  daba  luego  parte  al  señor  gobernador,  y  su  señoría  los 
confirmaba;  pero  los  alcaldes  de  los  pueblos  cercanos  se  presentaban  en 
persona  para  recibir  de  su  mano  la  confirmación. 

7^  ¿En  qué  lugar  ó  pueblo  se  había  intimado  al  preguntado  la  cédula 
real  de  expulsión,  y  por  qué  causa  había  venido  por  la  vía  de  Portugal? 
Habiendo  respondido  cada  uno  respectivamente  á  la  primera  parte,  res- 
pondieron todos  á  la  segunda  que  por  habérselo  mandado  así  de  parte  del 
rey  nuestro  señor,  y  por  haberlo  ejecutado  de  esta  suerte  Tos  ministros 
comisionados  para  la  ejecución  de  las  órdenes  de  su  majestad.  Estas  fue- 
ron las  preguntas  que  hicieron  á  los  padres  de  parte  de  la  corte,  y  ellos 
quedaron  consolados  por  una  parte  y  admirados  por  otra.  Consolábales 
el  que  varias  de  ellas  iban  enderezadas  á  mantener  sólidamente  y  au- 
mentar si  fuese  posible  el  número  de  los  neófitos  que  dejaban  en  el  Ma- 
rañen, y  se  pudiera  esperar  tan  buen  efecto  si  se  pusiesen  en  ejecución 
los  medios  que  insinuaban  en  sus  respuestas.  ¿Pero  dónde  se  hallarían 
operarios  tales,  tan  celosos,  humanos  y  desinterados  como  era  necesario 
para  el  empleo  trabajosísimo  de  misionero  de  Mainas?  No  les  causaba  me- 
nos admiración  la  última  pregunta  que  les  hicieron  deseando  saber,  ¿por 
qué  habían  venido  por  la  vía  de  Portugal?  Y  no  acababan  de  entender 
cómo  se  habían  olvidado  tan  presto  en  la  corte  de  Madrid  del  orden  en- 
viado al  presidente  de  Quito,  para  que  los  aviase  por  los  dominios  de 
Portugal,  como  camino  más  practicable  y  menos  incómodo  á  los  padres 
que  se  hallaban  en  las  riberas  del  Marañen.  Si  no  es  que  digamos  que 
interviniendo  muchos  ministros  en  el  negocio  de  la  expulsión  de  los  jesuí- 
tas, unos  tenían  á  su  cargo  un  ramo  y  otros  otro,  y  que  despachaban  sus 
órdenes  sin  comunicarlas  entre  sí,  de  donde  pudo  nacer  el  encontrarse  y 
oponerse  en  las  providencias,  como  en  otras  varias  ocasiones  lo  notaron 
los  jesuítas  expatriados. 


CAPITULO  XV 

RESULTA  DEL  EXAMEN  Y  DECLARACIÓN  DE  LOS  PADRES 

Quedaron  en  expectación  los  misioneros  del  efecto  que  surtiría  el  largo 
proceso  que,  como  contenía  las  declaraciones  de  diez  y  siete  presos  y  á 
tantas  preguntas,  llegaba  á  formar  un  tomo  en  folio.  El  Sr.  Terri  y  los 
demás  oficiales  que  se  habían  hallado  al  examen  de  los  padres,  y  que 


730  Misiones  del  Marañón  Español 

habían  oído  no  sin  lágrimas  y  señales  de  ternura  ,'as  candidas  y  sinceras 
respuestas  de  los  misioneros,  se  persuadían,  y  varias  veces  se  lo  dieron  á 
entender  que  por  lo  menos  vendría  orden  de  la  corte  para  levantarle  la 
reclusión.  Pero  la  disposición  de  la  corte,  en  vista  de  las  declaraciones,  no 
fué  menos  singular  que  la  habían  sido  algunas  de  las  preguntas.  Al  cabo 
de  dos  meses  se  escribió  de  Madrid  al  Sr.  Terri  en  estos  términos:  «Los 
misioneros  del  Marañón  pertenecientes  á  lo  que  fué  provincia  de  Quito, 
sean  tenidos  como  lo  declara  el  rey  nuestro  señor  por  fieles  vasallos  de  su 
majestad,  y,  por  tanto,  luego  que  se  verifique  embarque  de  Jesuítas  para 
Italia,  se  tengan  presentes  á  dichos  misioneros  para  que  se  embarquen, 
con  los  primeros.»  Haga  cada  uno  reflexión  sobre  la  consecuencia  de 
aquél ,  por  tanto;  que  no  quiero  yo  detenerme  en  averiguar,  si  de  ser  uno 
fiel  vasallo  de  su  majestad,  se  sigue  legítimamente  el  que  sea  cuanto  an- 
tes expatriado  y  desposeído  de  los  derechos  de  subdito  fiel  y  de  verdadero 
vasallo. 

Lo  cierto  es  que,  aunque  después  de  las  declaraciones  fueron  absuel- 
tos  al  parecer  de  culpa  y  pena,  ó,  por  mejor  decir,  fueron  declarados 
inocentes,  y  mandado  que  fuesen  tenidos  por  tales,  ellos  prosiguieron  en 
la  reclusión  ó  cárcel  por  todo  el  tiempo  que  estuvieron  en  España ,  sin 
que  en  este  punto  se  les  diese  alivio  alguno  ó  se  les  disimulase  en  el  en- 
cerramiento. Tiraron  en  esta  pena,  y  el  superior  para  aligerarla  como 
pensaba,  tuvo  por  conveniente  añadir  á  las  distribuciones  acostumbra- 
das otra  nueva  ocupación  que  no  era  en  realidad  del  gusto  de  todos  los 
misioneros,  y  no  dejaba  de  ser  notada  de  los  seculares.  Determinó  que 
en  un  corredor  que  caía  á  la  contaduría  de  los  oficiales  se  tuviesen  con- 
ferencias morales,  y  se  empezó  por  la  materia  de  rúbricas  del  Misal, 
leyendo  uno  de  los  padres  y  explicando  el  superior  el  sentido  de  la 
rúbrica  y  notando  las  faltas  que  se  debían  evitar.  Oían  los  misioneros 
con  humildad  y  silencio,  pero  á  los  seculares  que  veían  esto  les  daba 
notable  golpe  y  les  causaba  mucha  novedad. 

Juntóse  á  esto  que  algunos  oficiales  de  guardia,  deseosos  de  obsequiar 
á  los  padres,  venían  en  tiempo  de  mesa  á  darles  algún  rato  de  conversa- 
ción, porque  en  sólo  este  tiempo  podían  hablarlos  y  gozar  de  su  trato. 
Notaban  que  el  superior,  por  quien  no  había  ciertamente  de  romperse  la 
clausura,  ni  quebrantarse  el  silencio  no  quería  responder,  ni  contestar  á 
lo  que  le  decían,  porque  le  tiraba  más  la  lectura  de  la  Sagrada  Escritura 
y  de  otros  libros  devotos  que  se  leían  en  tiempo  de  mesa,  y  no  gustaba  de 
que  los  seculares  pusiesen  impedimento  á  tan  piadosa  práctica.  Ofendié- 
ronse algo  los  oficiales  de  este  desvío  del  superior,  que  tenían  por  rustici- 
dad, indiscreción  y  severidad,  y  avisaron  al  señor  marqués  de  lo  que  pa- 
saba, ponderando  como  suele  suceder  en  personas  de  calidad,  la  severi- 
dad del  rector  y  la  opresión  de  los  padres.  Parecióle  al  Sr.  Terri  adver- 
tirle que  remitiese  algo  de  aquella  integridad  inexorable  y  que  permi- 
tiese algún  desahogo  á  los  misioneros,  los  cuales,  después  de  tantas  fati- 
gas y  trabajos  por  mar  y  tierra ,  parecían  acreedores  á  algún  alivio  y 


Libro  XII.— Capitulo  XV  731 

conversación  después  de  tantos  días  de  silencio.  No  salió  de  su  paso  el 
superior  por  este  aviso  ni  mudó  de  conducta,  aunque  entendía  que  no 
aprobaban  los  seglares  su  modo  de  proceder.  Viendo  el  Sr.  Terri  tanto 
empeño,  y  que  no  sería  fácil  apartarle  de  la  resolución  en  que  estaba,  se 
determinó  á  echar  mano  de  un  medio  que  le  vino  al  pensamiento  verda- 
deramente extraordinario,  pero  acaso  el  único  y  eficaz  para  conseguir  el 
fin  que  pretendía. 

Vino  una  mañana  al  hospicio,  y  sin  dar  parte  de  su  resolución  á  los. 
demás  padres,  se  llevó  consigo  al  superior  al  convento  de  San  Diego  de 
Recoletos,  y  encargó  mucho  al  superior  y  á  los  religiosos  el  buen  trato, 
y  que  se  le  sirviese  con  todo  cuidado,  porque  era  en  realidad  un  hom- 
bre santo;  pero  que  siendo  superior  de  los  misioneros  del  Marañón,  y  que- 
riendo medir  á  todos  por  sus  fuerzas ,  no  le  gustaba  tanta  santidad  en  el 
gobierno.  Después  de  acomodado  el  P.  Aguilar  en  dicho  convento,  volvió 
el  marqués  al  hospicio,  y  juntando  á  los  padres  ignorantes  de  lo  suce- 
dido, les  habló  de  esta  manera:  «He  puesto,  padres  míos,  al  padre  supe- 
rior en  el  convento  de  San  Diego,  porque  es  muy  rígido.  Vuestras  reve- 
rencias elijan  entre  sí  superior  que  los  trate  con  más  suavidad  y  les  rija 
y  gobierne  con  menos  seriedad  y  con  algún  más  ensanche.»  Extrañaron 
la  resolución  los  misioneros,  porque  estimaban  al  superior  y  respetaban 
su  virtud,  y  aunque  no  dejaban  de  conocer  que  era  entereza,  no  quisie- 
ron verse  privados  de  su  compañía.  Pero  como  vieron  puesto  en  ejecu- 
ción el  pensamiento  del  marqués,  y  que  no  sería  fácil  el  que  volviese  atrás 
después  de  un  paso  tan  avanzado,  le  respondieron  que  no  tendrían  que 
hacer  nada  en  la  elección  de  superior,  porque  ya  el  P.  Francisco,  en  falta 
suya,  tenía  nombrado  al  P.  Manuel  Uriarte,  á  quien  todos  reconocían 
por  superior  con  ínucho  gusto.  «Eso  no,  repuso  el  marqués  con  gran  vi- 
veza; eso  no  :  no  le  haya  puesto  de  antemano  algún  precepto  de  rigor 
con  vuestras  reverencias.  Y  si  insisten  en  ello,  me  llevaré  conmigo  á 
ese  padre  y  le  pondré  en  otro  convento.»  Entonces  el  P.  Uriarte,  lejos  de 
querer  mandar  á  ninguno,  le  dijo:  «Señor  marqués,  ni  á  mí  me  ha  dicho 
nada  el  padre  superior,  ni  yo  he  nacido  para  mandar  á  otros ;  no  haré 
ciertamente  poco  en  cuidar  de  mí  mismo.»  A  estas  palabras  se  despidió  el 
comisionado,  diciendo:  «Pues  elijan  ustedes  á  su  gusto.» 

Hubo  varios  dictámenes  entre  los  misioneros  sobre  lo  que  debían  hacer 
en  las  circunstancias ,  y  después  de  una  larga  consulta  convinieron  en 
hacer  las  diligencias  para  que  se  les  volviese  el  superior,  alegando  al 
comisionado  cuantas  razones  se  le  ofrecían  para  que  viniese  á  partido  y 
no  se  diese  esta  especie  de  escándalo  en  el  lugar.  Pero  como  fuesen  in- 
útiles todos  sus  esfuerzos,  y  el  Sr.  Terri  se  mantuviese  firme  en  la  resolu- 
ción que  había  tomado,  se  echaron  sobre  el  P.  Uriarte  para  que  usase 
de  las  facultades  de  superior,  lo  cual  se  podía  hacer  con  alguna  cautela 
sin  que  lo  entendiesen  los  de  fuera,  porque  al  fin  esta  creían  ser  la  volun- 
tad del  superior  ausente.  Resistióse  Uriarte  tan  constantemente  que  no 
pudiendo  doblarle,  se  aplicaron  á  otro  partido  que  fué  nombrar  por  su- 


732  Misiones  del  Marañón  Español 

perior  al  P.  Xavier  Veig-el,  como  profeso  más  antiguo  y  que  había  sido 
superior  en  las  misiones.  No  se  resistió  menos  á  tomar  el  cargo  el  P.  Vei- 
gel  que  se  había  resistido  el  P.  Uriarte.  Por  lo  cual  vino  á  caer  la  elec- 
ción sobre  el  P.  Esquini,  que  más  dócil  que  los  anteriores  tomó  el  oficio 
de  superior,  que  había  ejercido  pocos  años  antes  en  el  Marañón.  Así  cal- 
maron aquellas  inquietudes  que  podemos  llamar  felices,  pues  al  fin  se 
reducían  á  quien  debía  ser  menor  entre  sus  hermanos. 

Prosiguieron  los  misioneros  en  su  retiro  por  quince  meses  sin  especial 
novedad.  El  trato  fué  siempre  igual  y  constante,  la  comida  sobrada  y  la 
asistencia  cumplida.  En  todo  tiraban  á  complacerlos  los  comisionados,  y 
fuera  del  punto  de  la  reclusión,  que  se  celaba  con  cuidado,  todo  lo  demás 
estaba  franco  y  no  se  les  ocultaba  cosa  alguna.  No  dejó  de  causar  alguna 
novedad  el  temple  tan  diferente  en  los  misioneros,  hechos  por  tantos  años 
al  temple  calurosísimo  de  los  Mainas,  pero  aunque  cayeron  algunos  en- 
fermos por  la  impresión  del  clima  que  miraban  como  extraño,  mediante 
la  buena  asistencia  que  tuvieron  sanaron  todos  perfectamente.  Sólo  el 
P.  Juan  Ibusti,  que,  con  los  otros  de  que  hablamos  en  el  cap.  III,  había 
venido  por  la  vía  de  Quito,  y  llegado  á  Cádiz  pocos  días  después  del 
arribo  de  los  nuestros,  comenzó  á  enfermar  tan  gravemente  de  ahogo  de 
pecho,  y  no  cediendo  el  mal  á  la  eficacia  de  la  medicina,  dio  con  mucha 
edificación  de  todos  los  presentes  su  espíritu  al  Señor  en  una  casa  particu- 
lar, en  donde  estaba  alojado  con  sus  cinco  compañeros.  Dichoso  él  por  ha- 
ber trabajado  gloriosamente  en  las  riberas  del  Ñapo,  y  por  haber  muerto 
en  la  Europa  desterrado  de  sus  indios,  pero  con  unos  deseos  ardentísi- 
mos de  volver  á  sus  amadas  misiones,  á  donde  no  le  tiraban  las  conve- 
niencias de  aquel  campo,  únicamente  sembrado  de  cruces  y  de  trabajos, 
sino  la  gloria  de  Dios,  el  celo  de  aquellas  almas  desamparadas  y  la  pro- 
pagación de  nuestra  santa  fe. 


CAPITULO  ULTIMO 

EMBÁRCANSE  LOS   MISIONEROS  DEL  MARAÑÓN    PARA  ITALIA  Y    SE    JUNTAN 
LOS  ESPAÑOLES  i  SU  PROVINCIA  DE  QUITO  EN  LA  CIUDAD  DE  RAVENA 

Llegó  ya  el  tiempo  destinado  del  cielo  para  que  los  padres  del  Mara- 
ñón se  juntasen  con  sus  hermanos,  establecidos  ya  en  la  legación  de  Ra- 
vena.  Habían  suspirado  mucho  por  esta  unión  con  su  provincia,  pero  la 
navegación  larga  del  Marañón,  la  detención  en  el  Para,  el  viaje  para^ 
Portugal,  la  reclusión  en  el  palacio  de  Azeitao  y  la  demora  no  esperada 
en  el  hospicio  de  Santa  María,  así  como  les  habían  ofrecido  una  co- 
secha bien  abundante  de  molestias  y  trabajos  ,  así  también  habían 
mortificado  sus  ansias  y  dado  tormento  á  sus  corazones  deseosos  de  ha- 
llar su  centro  y  de  vivir  con  sus  hermanos.  En  el  día  13  de  Octubre  de 


Libro  XII.— Capítulo  XVI  733 

1770  trajo,  á  boca  de  noche,  al  padre  superior  el  marqués  de  la  Cañada 
después  de  haber  edificado  con  su  retiro  y  oración,  con  su  silencio  y  con 
su  paciencia  á  los  padres  de  San  Diego,  los  cuales  le  tuvieron  en  grande 
veneración  luego  que  llegaron  á  conocerle,  haciéndose  lenguas  del  padre 
misionero  que  les  habían  encomendado.  Luego  que  los  padres  vieron  á 
su  superior  en  el  hospicio,  se  persuadieron  á  que  saldrían  inmediata- 
mente para  su  destino  de  Italia.  Porque  no  era  creíble  que  después  de 
tantos  meses  cambiase  de  resolución  el  comisionado  y  quisiese  permitir 
la  junta  que  tan  determinadamente  había  deshecho.  En  efecto,  en  esta 
misma  noche  intimó  á  los  misioneros  la  salida  del  hospicio  y  la  embarca- 
ción para  Italia  al  día  siguiente. 

Alegres  los  padres  con  la  noticia  del  embarco  se  previnieron  con  tiem- 
po diciendo  sus  Misas  á  buena  hora  y  disponiendo  sus  hatillos.  Salieron  del 
hospicio  después  de  haber  comido,  no  como  habían  entrado  acompañados 
de  soldados  y  á  manera  de  prisioneros,  sino  conducidos  por  el  señor  mar- 
qués y  de  otras  personas  respetables.  Pidióles  éste  en  el  camino,  con  mu- 
cha caridad,  perdón  de  las  faltas  que  habrían  observado  como  era  regu- 
lar en  el  trato,  alegando  por  excusa  el  no  haber  hecho  más  con  ellos  por 
las  órdenes  de  la  corte,  á  que  debía  acomodarse.  Agradecieron  los  misio- 
neros su  buen  corazón  porque  conocían  muy  bien  que  había  hecho  en  su 
favor  cuanto  había  podido,  y  creían  faltar  á  la  justicia  en  no  mostrarle 
un  sincero  reconocimiento.  Todos,  uno  por  uno,  le  abrazaron  tierna- 
mente en  la  despedida,  y  el  señor  marqués  se  encomendaba  á  las  oracio- 
nes de  todos.  Acabada  esta  última  demostración  de  amor  y  cariño,  se 
metieron  en  un  barco  que  estaba  dispuesto,  y  en  la  misma  tarde  llegaron 
á  Cádiz  y  subieron  á  una  hermosa  fragata  holandesa  de  buen  buque  que 
montaba  de  40  á  50  cañones  y  era  la  embarcación  destinada  para  el  viaje 
á  Italia. 

No  es  fácil  decir  el  contento  que  tuvieron  los  misioneros  cuando  se  vie. 
ron  en  el  navio  con  toda  la  provincia  de  Filipinas,  con  algunos  sujetos  de 
la  del  Perú  y  con  dos  padres  de  la  Cochinchina,  que  volviendo  con  algu- 
nas limosnas  que  habían  recogido  para  sus  necesitadas  misiones  fueron 
arrestados  ellos  y  sus  mismas  limosnas,  antes  de  salir  de  los  dominios 
de  España.  Hasta  tanto  llegaron  las  tropelías  de  los  ministros  que  se 
creían  autorizados  para  violar  impunemente  los  más  sagrados  derechos. 
Entre  otros  jesuítas  respetables  por  sus  virtudes,  literatura  y  canas,  es- 
taba un  anciano  venerable  de  muchos  años  llamado  el  P.  Juan  Laso  y 
Vega,  el  cual  había  pasado  de  Andalucía  á  la  provincia  de  Chile,  por  los 
años  de  11  y  misionado  por  mucho  tiempo;  y  como  los  ejecutores  de  la  ex 
pulsión  le  dejasen  en  la  América  por  viejo  é  incapaz  de  hacer  viaje  á  la 
Europa,  él  mismo,  aunque  hecho  tierra,  tuvo  valor  para  hacerse  meter 
en  un  navio  y  venir  en  busca  de  sus  hermanos  dando  la  vuelta  por  el  cabo 
de  Hornos.  Quiso  el  Señor  darle  una  navegación  próspera  y  apareció 
una  mañana  en  Cádiz  con  asombro  de  cuantos  supieron  el  suceso  y  admi- 
rados de  tanta  resolución  en  un  cuerpo  que  parecía  cadáver. 


734  Misiones  del  Marañón  Español 

Con  la  vista  de  tantos  hermanos  en  Jesucristo,  y  con  los  tiernos  abra- 
zos que  se  dieron,  se  olvidaron  los  misioneros  del  Marañón  de  todos  los 
trabajos  pasados,  y  no  les  cabía  el  corazón  en  el  pecho  al  ver  tanta  con- 
formidad, unión  y  concordia  entre  tantos  jesuítas  y  de  naciones  tan  dife- 
rentes. A  la  verdad,  esta  entrada  les  pareció  un  remedo  de  la  gloria, 
porque  á  la  medida  de  las  ansias  de  hallarse  con  los  suyos  fué  ahora  el 
gusto,  satisfacción  y  contento  de  estar  en  su  compañía.  Acomodáronse 
buenamente  entre  los  entrepuentes  que  como  de  embarcación  bastan- 
temente crecida  daban  mucho  de  sí,  reservando  la  segunda  popa  por 
más  cómoda  para  los  enfermos  y  viejos. 

Tres  días  estuvieron  á  bordo  esperando  viento  fresco.  En  el  tercero, 
que  era  el  18  de  Octubre,  se  dieron  á  la  vela  con  viento  favorable,  echan- 
do los  ojos  hacia  el  oriente  y  occidente,  y  rogando  á  Dios  que  mirase  por 
todos  los  estados  y  dominios  del  rey  de  España  y  muy  particularmente 
por  sus  misiones,  ya  que  por  altos  juicios  de  su  Majestad  salían  desterra 
dos  de  un  reino  tan  católico  y  de  su  misma  patria,  sin  saber  la  causa  de 
su  destierro  después  de  tantos  exámenes  impertinentes  y  de  tantas  y  tan 
repetidas  prisiones.  Al  entrar  en  el  Mediterráneo  se  les  renovaron  más 
vivamente  á  los  misioneros  de  Mainas,  las  especies  de  sus  misiones,  por 
ser  este  mar  en  muchas  partes  muy  parecido  al  Marañón  y  asomándose 
las  lágrimas  á  los  ojos,  encomendaban  con  el  corazón  al  Señor  aquellos 
pobres  indios  con  quienes  habían  vivido  tantos  días  serenos. 

La  distribución  que  se  entabló  en  el  navio  por  el  tiempo  del  viaje,  era 
como  de  religiosos  que  viven  en  sus  colegios,  señalando  las  horas  y  lla- 
mando á  las  distribuciones  con  toque  de  campana.  En  los  días  de  fiesta 
se  permitía  decir  una  Misa,  á  que  asistían  todos  en  la  cámara  del  capitán 
que,  aunque  se  retiraba  en  este  tiempo  como  hereje  á  su  camarote,  no 
impedía  que  la  oyesen  los  demás  de  la  tripulación,  que  casi  todos  eran 
católicos.  Los  comisarios  españoles  cuidaban  del  mantenimiento  de  los 
padres,  á  quienes  dieron  siempre  su  chocolate  por  la  mañana,  comida  de- 
cente á  medio  día  y  cena  razonable  por  la  noche.  Con  tan  buen  orden  no 
causaba  molestia  la  navegación,  porque  de  parte  de  los  hombres  estaba 
todo  bien  arreglado,  y  de  parte  del  cielo  tenían  el  viento  tan  en  su  favor, 
que  al  séptimo  día  de  viaje  se  hallaron  ya  entre  las  costas  de  Córcega  y 
de  Genova,  y  fué  constante  parecer  de  todos  que  en  el  mismo  día  hubie- 
sen anclado  en  la  bahía  de  Puerto  Spezia  á  no  haberles  faltado  el  viento 
que  les  había  acompañado  en  toda  la  navegación.  Sin  embargo,  consi- 
guieron tomar  el  puerto  á  los  once  días  después  de  haber  salido  de  Cádiz, 
y  no  es  de  omitir  la  reflexión  que  hacían  el  capitán  y  piloto  del  navio, 
con  ser  ambos  herejes.  «Yo  no  me  admiro,  decía  el  uno  al  otro,  de  viaje 
tan  feliz,  pues  traemos  aquí  á  tantos  que  únicamente  vienen  por  amor  de 
Dios.» 

Una  sola  cosa  sucedió  en  la  navegación,  que  por  lo  pronto  turbó  no 
poco  los  ánimos,  y  con  el  alboroto  y  azoramiento,  pensaron  morir  que- 
mados. Oyóse  gritar  en  el  navio,  ¡fuego,  fuego  hacia  la  despensa!  Corrió  luego 


Libro  XII.— Capítulo  XVI  736 

el  capitán  y  las  gentes  con  hachas  y  otros  instrumentos,  y  por  más  que 
registraron,  no  sólo  la  despensa,  sino  el  navio  todo  de  arriba  abajo,  sin 
<Hnitir  escondrijo,  nada  descubrieron.  No  se  supo  de  cierto  de  dónde  ha- 
bía salido  la  primera  voz,  que  había  causado  tanto  susto  en  los  navegan- 
tes. Creyóse  que  alguno  de  los  jesuítas,  porque  entre  tantos  nunca  falta 
algún  medroso  que  con  sus  aprensiones  incomode  á  los  demás,  viendo  en- 
trar por  una  rendija  del  navio  los  rayos  del  sol,  prorrumpió  en  aquellas 
voces,  figurándosele  que  era  fuego  y  que  estaba  ardiendo  ya  el  navio. 
Pero  aunque  el  susto  paró  por  esta  vez  en  solo  chasco,  pudo  ser  un  pre- 
nuncio verdadero  de  lo  que  sucedió  poco  después.  Porque  dejados  los  pa- 
dres en  Puerto  Spezia  y  vuelta  la  fragata  al  puerto  de  Genova,  se  que- 
mó desgraciadamente  en  el  mismo  sitio  cargada  de  géneros,  y  estando 
para  partir  á  España,  como  lo  trajeron  las  públicas  Gacetas.  Estaba  ya 
la  fragata  comprada  por  España,  pero  con  la  condición  que  antes  de  la 
entrega  debía  hacer  la  navegación  á  Italia.  De  esta  suerte,  el  daño  cayó 
sobre  los  mismos  holandeses,  que  habían  recibido  sobre  sí  los  daños  y  con- 
tingencias de  la  navegación  que  servía  como  de  prueba. 

El  día  30  de  Octubre  el  comisario  español  que  venía  cuidando  de  los 
padres,  entregó  á  los  jesuítas  nacionales  la  pensión  de  50  pesos  para 
la  manutención  de  seis  meses,  y  dio  á  los  extranjeros  un  socorro  razo- 
nable para  que  se  aviasen  á  sus  tierras.  Los  jesuítas,  con  el  permiso 
del  gobernador  del  puerto,  comenzaron  á  salir  en  el  mismo  día  del  navio 
sin  tener  ya  dependencia  de  los  españoles.  Grande  fué  la  porfía  de  los 
italianos  que,  oliendo  los  pesos  duros  de  España,  se  desvivía  cada  uno  en 
ser  preferido  para  sacar  á  los  padres  en  su  barco:  andaban  tcín  codicio- 
sos, que  no  se  podía  impedir,  por  más  que  se  procuraba,  el  que  no  subie- 
sen al  navio  sin  ser  llamados;  hubo  sus  moquetes,  aun  entre  las  mujeres, 
que  con  el  ojo  á  la  ganancia,  no  reparaban  en  dimes  y  diretes. 

Los  Padres  del  Marañón  se  juntaron  todos  en  una  posada,  y  comieron 
en  paz  y  sin  testigos  de  vista  unos  malos  macarrones,  que  no  podían 
arrostrar  por  no  estar  hechos  á  este  género  de  pastas;  pero  la  libertad 
en  que  se  veían,  hizo  que  los  comiesen  sin  echar  de  menos  las  comidas 
opíparas  del  Para.  Fué  correspondiente  á  la  mala  pasta  el  vino  que  les 
sirvieron,  porque  les  parecía  aloja  sin  faltarle  la  circunstancia  de  picar 
como  suele  esta  bebida.  El  superior,  que  se  contentaba  con  todo  y  nada 
le  parecía  mal,  antes  alababa  cuanto  le  ponían  delante,  decía:  «pues  á 
mí  no  me  parece  tan  malo,  y  lo  que  creo  es  que  todo  el  vino  nuevo  de 
este  país  es  de  esta  calidad.  No  hay  más  que  hacerse  á  ello,  que  con  el 
tiempo  irá  sabiendo  bien.»  Sucedióles  á  estos  padres  lo  que  pasó  también 
á  los  demás  jesuítas  españoles,  que  hechos  á  beber  los  vinos  generosos  de 
España,  parecíales  beber  agua  cuando  probaban  los  vinos  de  Italia;  mas 
después  se  fueron  haciendo  á  él,  sin  echar  de  menos  los  vinos  de  su  tierra. 
De  esta  manera  lo  que  empieza  la  necesidad,  suaviza  la  costumbre,  y  se 
suele  hacer  dulce  con  los  años.  En  estas  conversaciones  y  otras  semejan- 
tes estaban  divertidos  los  misioneros  por  el  tiempo  que  duró  la  mesa,  pero 


736  Misiones  del  Makañón  Español 

apenas  se  acabó,  les  asaltó  otro  pensamiento  más  serio  y  que  les  causaba 
mucha  pena. 

Habíanse  de  dividir  entre  si  los  misioneros  del  Marañón  y  apartarse 
unos  de  otros,  cada  uno  para  su  destino,  porque  los  ocho  eran  españoles 
y  debían  pasar  á  Ravena  y  los  otros  nueve  eran  italianos  y  alemanes. 
Bien  quisieran  vivir  juntos  por  todos  los  días  de  su  vida,  acordándose  de 
la  paz  con  que  habían  vivido  en  Mainas,  y  de  la  concordia  y  caridad  que 
había  tenido  tan  unidos  los  ánimos,  y  estrechados  los  corazones  en  las 
cárceles  y  prisiones;  pero  la  separación  era  necesaria  y  los  términos  de 
su  viaje  muy  diferentes.  El  paso  fué  muy  tierno  y  doloroso,  porque  al 
abrazarse  y  arrancarse  unos  de  otros  se  renovaron  los  sentimientos  de 
aquellos  pobres  indios  que  dejaban  en  el  otro  mundo,  al  cuidado  de  unos 
clérigos  enviados  tumultuariamente  y  sin  vocación  especial,  al  minis- 
terio. Más  que  con  palabras  se  hizo  la  despedida  con  lágrimas,  que  les 
caían  de  los  ojos,  y  con  ellas  protestaban  todos  el  encendido  deseo  de 
volver  á  la  misión  de  Mainas,  si  la  divina  Providencia  les  abría  el  camino 
en  algún  tiempo  para  vivir  con  sus  indios. 

El  superior  de  los  españoles  determinó  pasar  por  mar  hasta  Liorna, 
donde  fueron  bien  tratados  de  los  guardas  por  los  buenos  oficios  y  dili- 
gencias del  P.  Jerónimo  Durazu,  y  agasajados  y  festejados  en  el  colegio 
por  la  caridad  del  rector.  De  aquí  pasaron  por  Florencia  á  la  ciudad  de 
Bolonia,  desde  donde  ordenaron  su  viaje  á  la  ciudad  de  Ravena,  que  era 
el  término  de  su  destino.  Entraron  en  ella  el  día  17  de  Noviembre  de  1770, 
casi  dos  años  después  de  haber  sido  arrestados  en  el  Marañón.  El  gusto, 
alegría  y  contento  que  tuvieron  al  verse  ya  incorporados  en  su  provincia 
de  Quito,  después  de  tan  largo  viaje,  de  tantos  desastres,  necesidades  y 
reclusiones,  no  es  fácil  decirlo  con  palabras.  Veían  la  luz  del  cielo,  de 
que  por  tanto  tiempo  habían  estado  privados,  respiraban  aire  puro,  des- 
pués de  tantos  ahogos,  andaban  libres  y  por  su  pie  después  de  tantos  en- 
cerramientos, visitaban  iglesias  y  decían  sus  Misas  después  de  tantas  sus- 
pensiones, reconocían,  trataban  y  conversaban  con  sus  queridos  herma- 
nos, y  lograban  de  todas  aquellas  ventajas  espirituales  y  temporales  que 
lleva  la  vida  religiosa  en  una  provincia  bien  arreglada,  que  aunque  des- 
terrada y  fuera  de  su  centro,  no  dejaba  por  esto  de  vivir  unida  y  alojada 
en  casas  particulares,  bajo  el  gobierno  de  sus  respectivos  superiores,  y 
según  las  leyes,  constituciones  y  estatutos  que  guardaba,  respetaba  y 
observaba  en  la  otra  parte  del  mundo,  donde  había  sido  fundada,  exten- 
dida y  aumentada. 


A.  M.  D.  G. 


índice 


Páginas. 

Prólogo : .  V 

Noticias  acerca  del  autor vii 

Dedicatoria  del  autor ix 

Prólogo  del  autor xi 

LIBRO  I 

Capítulo  I. — Del  tiempo  y  de  la  ocasión  en  que  los  españoles  entraron  en  América. .  1 

Cap.  II. — Fundación  de  la  ciudad  de  San  Francisco  de  Quito 4 

Cap.  III. — Sale  D.  Gonzalo  Pizarro  con  buen  ejército  de  españoles  é  indios  á  la 

conquista  del  Marañón 7 

Cap.  IV. — Forma  Pizarro  un  puente  y  hace  bergantín  con  que  el  capitán  Orellana  se 

viene  á  España  dejando  á  los  españoles  en  gran  necesidad 11 

Cap.  V. — Sigue  D.  Gonzalo  su  viaje  cada  vez  más  desgraciado,  y  por  no  acabar  con 

el  ejército  vuelve  á  Quito,  adonde  llegan  muy  pocos 15 

Cap.  VI. — ^De  otras  entradas  que  se  intentaron  sin  fruto  en  el  río  Marañón 18 

Cap.  VII. — Fundan  los  religiosos  de  la  Compañía  un  colegio  en  la  ciudad  de  Quito. .  21 

Cap.  VIII. — Fundación  del  ilustre  seminario  de  San  Luis 24 

Cap.  IX.— Reduce  el  P.  Rafael  Ferrer  á  los  indios  Cofanes,  baja  hasta  el  río  Mara- 
ñón y  muere  ahogado  de  los  bárbaros  en  otro  río  caudaloso 27 

Cap.  X.— Descubrimiento  casual  de  la  provincia  de  los  indios  Mainas 31 

Cap.  XI. — Notable  resolución  de  la  venerable  virgen  Mariana  de  Jesús,  dicha  co- 
múnmente la  Azucena  de  Quito,  de  bajar  por  sí  misma  á  predicar  á 

los  Mainas 34 

Cap.  XII.— Presenta  el  colegio  de  Quito  un  memorial  al  rey  Felipe  IV  pidiendo  su 

favor  para  la  conversión  de  los  gentiles 36 

Cap.  XIII. — Prosigue  el  memorial  y  se  responde  á  una  razón  contraria  que  impedía 

su  despacho 39 

Cap.  XIV.— Fundan  los  jesuítas  un  colegio  en  la  ciudad  de  Cuenca 42 

Cap.  XV.— Bajan  dos  padres  de  la  Compañía  al  río  Marañón 4.5 

Cap.  XVI.— Célebre  demarcación  del  Marañón  por  do3  jesuítas 49 

Cap.  XVII.— Descripción  del  río  Marañón 54 

Cap.  XVIII.— Del  modo  de  pasar  loa  ríos 57 

47 


738  ÍNDICE 

P&g'inas. 

LIBRO  II  " 

Capítulo  I.— Términos  de  las  misiones  de  Mainas  y  número  do  naciones  que  se  con-  ' 

tenían  en  ellas 59 

Cap.  II.— Del  talle,  figura,  vestidos  y  adornos  de  estas  gentes 62 

Cap.  IÍL— Cómo  vivían  entre  sí,  de  su  gobierno  y  de  la  autoridad  de  los  caciques.. . .  66 

Cap.  IV.— De  sus  casamientos 70 

Cap.  V. — De  los  gemelos,  contrahechos  y  defectuosos 73 

Cap.  VI.— De  la  superstición  más  perjudicial  de  estas  gentes,  de  los  hechiceros,  adivi- 
nos y  curanderos 77 

Cap.  VII. — Prosigue  la  misma  materia  del  capítulo  antecedente 79 

Cap.  VIII. — Del  modo  que  observan  en  declarar  la  nobleza 83 

Cap.  IX. — De  sus  armas  y  guerras 86 

Cap.  X. — De  la  diversidad  de  lenguas  de  la  misión  de  Mainas 90 

Cap.  XI.— Dol  clima  de  la  misión,  de  la  calidad  de  la  tierra  y  de  los  frutos  más  co- 
munes de  ella ; 94 

Cap.  XII. — De  la  cera,  resina,  maderas  y  minerales 98 

Cap.  XIII. — De  la  caza  y  aves .  101 

Cap.  XIV.— De  los  peces  del  Marañón  y  demás  ríos 105 

Cap.  XV. — De  las  fieras  é  insectos 110 

Cap.  XVI— Si  los  indios  de  las  misiones  de  Mainas  tenían  algún  culto  público  ó  ado- 
ración   115 

LIBRO  III 

Capítulo  I.— Dase  principio  á  la  misión  del  Marañón  por  la  reforma  de  los  vecinos  de 

Borja  y  por  la  instrucción  de  los  indios  Mainas 118 

Cap.  II.— Entra  el  P.  Lucas  de  la  Cueva  á  los  indios  Xeveros 121 

Cap.  III.— Pasa  á  vivir  con  los  Xeveros  el  P.  Cueva , 124 

Cap.  IV. — Sublevación  general  de  los  Mainas  contra  los  españoles  de  Borja 129 

Cap.  V.— Estado  lastimoso  en  que  hallan  al  P.  Lucas  de  la  Cueva  unos  moros  envia- 
dos de  Borja 132 

Cap.  VI. — Son  señalados  para  la  misión  los  PP.  Bartolomé  Pérez  y  Francisco  de  Pi- 
gueroa,  y  empiezan  á  trabajar  con  gran  celo  en  las  naciones  descU' 

biertas 135 

Cap.  VII. — Asienta  paces  con  los  indios  Cocamas  el  P.  Gaspar  Cujía 139 

Cap.  VIII. — Fundación  de  nuevos  pueblos  y  descripción  de  la  nación  Xevera 141 

Cap.  IX.— Entra  el  P.  Bartolomé  Pérez  por  los  ríos  Guallaga  y  Ucayale,  y  reduce  al- 
gunos Cocamas 144 

Cap.  X. — Sube  á  la  ciudad  de  Quito  el  P.  Gaspar  Cujía  y  trae  consigo  á  las  misiones 

tres  operarios 146 

Cap.  XI.— Es  señalado  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  para  Santa  María  de  Guallaga, 
donde  trabaja  infatigablemente  y  consigue  mudar  el  pueblo  á  sitio 
más  saludable 149 


ÍNDICE  739 

Páginas. 


Cap.  XII.— Reduce  á  los  Barbudos,  Agúanos,  Muniches,  Chayavitas  y  Paranapuras . .        153 

Cap.  XIII.— Casos  singulares  con  que  consuela  el  Señor  al  P.  Santa  Cruz 156 

Cap.  XIV.— Estado  de  la  misión  de  Mainas  por  los  años  1653 159 

LIBRO  IV 

Capítulo  I.— Es  llamado  el  superior  de  las  misiones  para  el  gobierno  de  la  provincia.        161 

Cap.  II.— Emprende  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  buscar  salida  de  las  misiones  á 

Quito 163 

Cap.  III.— Entrada  gloriosa  de  Santa  Cruz  con  sus  indios  en  la  ciudad  de  Quito 166 

Cap.  17.— Adminístrase  á  los  indios  con  toda  celebridad  el  sacramento  de  la  Confir- 
mación, y  trata  el  padre  Raimundo  de  su  vuelta 171 

Cap.  V.— Sale  Santa  Cruz  de  Quito  con  tres  compañeros  y  con  sus  indios  á  las  mi- 
siones          174: 

Cap.  VI.— Entra  el  P.  Raimundo  con  el  general  D.  Martín  de  la  Ri va  á  la  conquis- 
ta de  los  Gí varos  y  de  lo  que  padeció  en  esta  empresa .        176 

Cap.  vil — Viaje  del  superior  de  las  misiones  á  la  ciudad  de  Lima  á  negocios  del  bien 

de  la  misión 181 

Cap.  VIIL— Vuelve  el  P.  Lucas  á  sus  misiones. — Reducción  de  los  Roamainas,  Zapa- 
ras, Agúanos  y  Chamicuros 185 

Cap.  IX. — Intenta  el  P.  Cueva  descubrir  nuevo  camino  más  derecho  á  Quito. — Nue- 
vos misioneros  que  bajan  á  la  misión  por  Archidona 189 

Cap.  X. — Peligro  grande  de  arruinarse  en  que  se  vio  Quito  con  la  espantosa  erup- 
ción del  volcán  Pichinche  por  los  años  de  1660 193 

Cap.  XI.— Dase  el  curato  de  Archidona  á  la  Compañía,  y  estado  de  la  misión  del  Ma- 
rañen en  el  año  de  1660 198 

LIBRO  V 

Capítulo  I. — Trabajos  apostólicos  y  muerte  gloriosa  del  P.  Lucas  Majano 203 

Cap.  II. — Viaje  al  Marañón  del  P.  Jerónimo  Alvarez;  su  muerte  ejemplar  á  la  en- 
trada de  Borja,  y  breve  elogio  de  sus  singulares  virtudes 207 

Cap.  III.— De  los  trabajos  apostólicos  que  sabemos  del  P.  Tomás  Majano  y  de  su 

muerte  por  los  años  de  1663 211 

Cap.  IV. — Sale  el  P.  Raimundo  de  Santa  Cruz  en  busca  de  camino  más  fácil  y  más 

derecho  hacia  Quito 214 

Cap.  V.— Segunda  salida  del  P.  Santa  Cruz  en  busca  del  camino  deseado 216 

Cap.  VI.— Sale  tercera  vez  el  P.  Raimundo  en  busca  de  nuevo  camino  y  lo  consigue.  218 

Cap.  Vil.— Muere  ahogado  Santa  Cruz  en  el  río  Bohono 221 

Cap.  VIII.— Alzamiento  de  algunos  Cocamas  en  Santa  María  de  Guallaga 224 

Cap.  IX.— Muere  el  P.  Francisco  Figueroa  á  manos  de  los  Cocamas  apóstatas 228 

Cap.  X.— Elogio  de  la  vida  y  virtudes  del  P.  Francisco  Figueroa 231 

Cap.  XI.— Castigo  que  se  hace  en  los  apóstatas  y  propagación  del  Evangelio  por  va- 
rias naciones  hacia  el  río  Ñapo 234 


740  ÍNDICE 

Pesetas. 


Cap  .  XII^— Muerte  del  P,  Pedro  Suárez,  alanceado  de  los  indios  Abigiras 237 

Cap.  XIII.— Averiguase  el  modo  de  la  muerte  del  P.  Suárez.  Castigo  hecüo  en  los  agre- 
sores con  especiales  providencias  de  Dios 242 

Cap.  XIV  —Elogio  del  P .  Pedro  Suárez 247 

Cap  .  XV.— Fundación  de  San  Xavier  de  los  Gayes  y  del  célebre  pueblo  de  Santiago 

do  la  Laguna 249 

Cap.  XVI. — Cédula  Real  en  que  se  confirma  el  nombramiento  del  curato  de  AicLiJo- 

na  á  favor  de  la  Compañía 252 

Cap.  XVII. — Deja  voluntariamente  la  Compañía  dicho  curato  por  no  guardarse  en 

la  colación  las  condiciones  que  prescribe  la  cédula 255 

Cap.  XVIII.— Muerte  del  P.  Lucas  de  la  Cueva  y  de  otros  varios  misioneros 258 

LIBRO  VI 

Capítulo  I.— Estado  de  las  misiones  en  el  año  1672    262 

Cap.  II.  -  Cose  á  puñaladas  un  desalmado  mulato  al  P.  Agustín  Hurtado 266 

Cap.  III.— Cuidados  y  empleos  del  P.  Juan  Fernández  en  el  pueblo  de  los  Gayes  ....  270 
Cap.  IV. — Informe  exacto  del  P.  Lorenzo  Lucero  al  padre  vieoprovincial  de  Quito 

sobre  el  estado  de  las  misiones  y  relación  sincera  de  la  peste  de  Gua- 

llaga  en  el  año  de  1681 273 

Cap.  V.— De  los  grandes  bienes  que  sacó  el  Señor  de  la  peste  referida  y  del  nombre 

de  los  pueblos  de  la  misión 278 

Cap.  VI. — Previdencias  que  toma  el  P.  Lorenzo  Lucero  para  la  conquista  de  varias 

naciones 281 

Cap.  VII. — Vienen  nuevos  misioneros  de  Europa.  Carta  notable  de  uno  de  ellos  á  su 

provincia  de  Ñapóles 285 

Cap.  VIII. — Entran  nuevos  misioneros  en  el  Marañón  y  se  trata  de  las  reducciones 

que  hizo  el  P.  Enrique  Rither  en  el  río  Ucayale  292 

Cap.  IX. — Pasa  el  P.  Samuel  Fritz  á  los  Omaguas  y  hace  varias  reducciones  de  esta 

nación 296 

Cap.  X.— Descubrimiento  de  los  Cavapanas  y  Conchos.  Reducción  primera  de  los 

Yameos  ; 300 

Cap.  XI.— Hácese  nueva  entrada  á  las  tierras  de  los  Xívaros  por  orden  de  la  corte. .  303 
Cap.  XII.— Trabajos  del  P.  Nicolás  Durango  en  el  partido  del  río  Pastaza,  donde  mue- 
re gloriosamente  atravesado  á  lanzadas 307 

Cap.  XIII.— Mudanza  de  los  indios  Cavapanas  é  irrupción  que  hacen  los  portugueses 

del  Para  en  los  pueblos  de  Omaguas  y  de  Yurimaguas 312 

LIBRO  VII 

Capítulo  I.— Cédula  Real  en  que  se  funda  el  derecho  de  los  misioneros  de  la  Com- 
pañía á  las  conquistas  espirituales  de  las  naciones  del  Ñapo  y  del 
Aguarico 316 


índice  741 

Páginas. 


Cap.  II.— Reducción  de  los  indios  Payaguas  y  de  los  Icaguates  en  las  cercanías  del 

Ñapo 320 

Cap.  in. — Nuevos  sucesos  que  pasaron  con  los  Payaguas  é  Icaguates 324 

Cap.  IV. — Reducción  sólida  de  los.  Yameos  por  medio  de  los  Omaguas 329 

Cap.  V.— Fundación  del  pueblo  de  San  Ignacio  de  Pevas,  Caumares,  Yavas  y  Cava- 
chis ^33 

Cap.  VI.— Extiende  sus  conquistas  el  P.  Carlos  Brentano  por  la  nación  Yamea  y  fun- 
da nuevos  establecimientos 337 

Cap.  Vn.— Pasa  á  visitar  las  misiones  el  P.  Andrés  Zarate  y  reducción  de  los  indios 

Napeauos 339 

Cap.  VIII.— Trabajos  y  fatigas  de  D.  José  Vahamonde,  y  cómo  logra  la  reducción  de 

los  Iquitos 343 

Cap.  IX.— Funda  el  P.  José  Alvelda  el  pueblo  de  San  Javier  de  los  Urarinas 349 

Cap.  X.— Fúndase  la  reducción  de  San  José  de  Guayoya,  que  fué  el  pueblo  primero 

de  los  Encabellados 351 

Cap.  XI.— Nuevas  fundaciones  de  pueblos  de  la  nación  Encabellada  hacia  la  boca  del 

río  Aguarico 355 

Cap.  XII. — Prosiguen  las  fundaciones  por  el  río  Aguarico  y  otros  ríos  inmediatos.. .        358 
Cap.  XIII.— Principios  de  las  reducciones  de  San  Estanislao  de  Zairaza  y  de  San 

Luis  Gonzaga  de  Guaritaya 361 

LIBRO  VIII 

Capítulo  I.— Nueva  reducción  de  loa  Payagues  huidos 365 

Cap.  II. — Pasa  el  P.  Martín  Iriarte  á  cultivar  la  nación  de  los  Encabellados 369 

Cap.  III. — Parte  Iriarte  al  pueblo  de  San  Estanislao,  y  mudándole  á  mejor  sitio,  fun- 
da otros  nuevos  pueblecitos 372 

Cap.  rV.— De  la  fundación  de  Santa  Teresa  en  el  río  Puequeya  y  del  pueblo  de  San- 
ta Cruz  de  los  Mumus  en  el  río  Zeoqueya 374 

Cap.  V.— Forma  tres  pueblos  hacia  el  río  Guayoya  el  P.  Miguel  Bastida 379 

Cap.  VI. — Visita  que  hace  el  gobernador  Toledo  de  los  pueblos  recientemente  forma- 
dos en  la  nación  Encabellada 382 

Cap.  VII. — Reduce  el  P.  Martín  Iriarte  á  los  Iquitos  Maracanos 386 

Cap.  VIII.— Es  nombrado  el  P.  Francisco  Real  para  el  partido  de  San  Miguel  de  Cie- 

coya  y  empieza  á  trabajar  con  infatigable  celo 390 

Cap.  IX. — Muerte  gloriosa  del  P,  Francisco  Real  á  manos  del  indio  Curazaba,  y  le 

acompañan  en  la  muerte  dos  mozos  que  le  ayudaban  en  el  pueblo. . .        391 

Cap.  X.— Resultas  de  la  muerte  del  P.  Francisco  Real 395 

Cap.  XI.— Vuelve  el  P.  Martín  Iriarte  á  los  Encabellados,  y  recoge  mucha  gente  es- 
condida en  los  montes 398 

Cap.  XII.— Invasión  que  hacen  unos  gentiles  en  el  puebio  de  San  Juan  Bautista  de  los 

Paratoas '. 400 

Cap.  Xin.— Quiebras  de  la  misión  en  Aguarico  y  Ñapo 405 


742  índice 

Páginas. 


Cap.  XIV.— Varios  sucesos  que  acaecieron  por  este  tiempo  en  loa  demás  partidos  de 

la  misión 407 

LIBRO  IX 

Capítulo  I.— Vienen  de  Quito  nuevos  misioneros  al  líapo,  en  donde  comienza  á  tra- 
bajar el  P .  Manuel  Uriarte 412 

Cap  .  II.— Visita  el  P.  Uriarte  el  pueblo  de  San  Miguel,  y  trae  nueva  gente  al  pueblo 

del  Nombre  de  Jesús 416 

Cap.  III.— Nuevos  establecimientos  en  el  pueblo  del  Jesús  y  mudanza  del  pueblo  de 

San  Miguel 419 , 

Cap.  IV.— Estado  de  los  pueblos  de  Santa  María  y  de  San  Luis  de  Tiriri 422 

Cap.  V. — Suerte  varia  y  estado  poco  constante  del  pueblo  de  la  Trinidad 425 

Cap    VI. — Conjuración  de  algunos  malos  indios  contra  la  vida  del  P.  Uriarte 429 

Cap.  VIL — Orden  del  provincial  de  Quito  para  que  los  misioneros  del  Ñapo  se  reti- 
ren al  curato  de  Avila,  y  obediencia  del  vicesuperior  el  P.  Manuel 
Uriarte 434 

Cap.  VIII. — Viene  por  teniente  de  la  misión  de  Ñapo  un  catalán  llamado  D.  José  Pas- 
cual         438 

Cap.  IX. — Alborotos  que  causan  en  la  misión  cuatro  indios  Payaguas 443 

Cap.  X. — Disensiones  en  el  pueblo  del  Nombre  de  Jesús,  y  nuevas  tramas  de  los  in- 
dios          446 

Cap.  XI. — El  cacique  Maqueye,  con  un  golpe  de  hacha,  hiere  profundamente  en  la 
cabeza  al  misionero  del  Jesús;  mata  un  indio  al  mozo  Mariano,  y  es- 
capa el  teniente  como  puede 451 

Cap.  XII.— Sube  el  P.  Uriarte  al  puerto  de  Ñapo  y  vuelve  al  Jesús,  donde  halla  su 

gente  recogida  por  el  hermano  Lorenzo 457 

Cap.  XIIL — Quémase  la  reducción  del  Nombre  de  Jesús  y  es  trasladada  á  otro  sitio. 
Cae  con  la  fatiga  gravemente  enfermo  el  misionero  y  es  llevado  al 
Marañón 463 

LIBRO  X 

Capítulo  I— Matan  á  lanzadas  dos  pérfidos  Caumares  al  P.  José  Casado  en  San  Ig- 
nacio de  Pevas 470 

Cap.  II  — Muere  ahogado  en  el  río  Marañón  el  P.  Francisco  Bazterrica,  á  lo  que  se 

supo  por  malicia  disimulada  de  un  indio 475 

Cap.  III. — Funda  el  P.  Andrés  Camacho  el  pueblo  de  Nuestra  Señora  de  los  Dolores 

en  el  partido  de  Pastaza 477 

Cap.  ÍV.  — Pasa  el  P.  Manuel  Uriarte  á  San  Pablo  de  Napeanos 482 

Cap.  V. — Restauración  del  antiguo  pueblo  de  Santa  María  de  la  Luz 486 

Cap.  VL— Nueva  entrada  por  el  rio  Nanay .  Adelanta  el  P.  Uriarte  los  pueblos,  y  ha- 
biendo enfermado  gravemente,  es  llevado  á  San  Joaquín  de  Oma- 
guas         490 


ÍNDICE  743 

P&ginas. 


Cap.  Vn.— Pasaje  ejemplar  de  300  soldados  portugueses  por  los  pueblos  de  la  mi- 
sión    495 

Cap.  VIII. — Varias  entradas  de  los  misioneros  á  tierras  de  gentiles,  con  que  reponen 

los  pueblos  disminuidos  con  epidemias 501 

Cap.  IX.— Excesos  de  un  nuevo  gobernador  de  Mainas  y  opresión  de  los  indios 504 

Cap.  X.— Prosigue  la  misma  materia  del  capítulo  pasado 509 

Cap.  XI. — Forman  los  Ticunas  el  pueblo  de  Nuestra  Señora  de  Loreto 516 

Cap.  XII. — De  otras  entradas  de  los  misioneros  á  nuevas  tierras  y  de  la  fundación  de 

nuevos  pueblos 519 

Cap.  XTII.— Quiebras  de  la  misión  alta  del  Marañón  con  ocasión  de  las  viruelas 524 

Cap.  XIV. — Recibimiento  del  gobernador  D.  Antonio  de  Mena;  su  porte  ajustado  y 

preparaciones  para  hospedar  á  los  demarcadores  reales 526 

Cap.  XV. — Desvanécese  el  proyecto  de  las  demarcaciones:  noticias  de  guerra  con  Por- 
tugal y  consulta  de  los  misioneros 529 

Cap.  XVI.— De  varios  casos  singulares  que  le  sucedieron  al  P.  Uriarte  con  los 

Omaguas 535 

Cap.  XVII. — Vuelve  Uriarte  á  la  misión  del  Nanai 540 

Cap.  XVIII. — Auméntanse  de  Iquitos  los  pueblos  del  Nanai 545 

Cap.  XIX. — Cómo  estuvo  para  perderse  el  pueblo  de  Santa  Bárbara.  Historia  de  los 

Chuaras 550 

Cap.  XX. — Es  señalado  el  P.  Uriarte  para  San  Joaquín,  y  otros  sucesos  que  acaecieron 

en  la  misión  baja 554 

Cap.  XXI. — Intenta  el  P.  Xavier  Veigel  restaurar  la  misión  perdida  del  río  Ucayale.  558 

Cap.  XXII.— Tristes  nuevas  del  río  Nanai,  adonde  pasa  luego  el  P.  Manuel  Uriarte. .  562 

Cap.  XXIII. — Entrada  peligrosísima  por  el  río  Blanco 566 

Cap.  XXIV. — Fundación  de  un  nuevo  pueblo  de  San  José  de  Iquitos  por  un  cacique 

llamado  Anacaehuja 571 

Cap.  XXV. — Logra  finalmente  el  P.  Andrés  Caraacho  abrir  la  puerta  tan  deseada  para 

la  conversión  de  los  Xí varos 574 

Cap.  XXVI. — Estado  de  las  misiones  de  Mainas  en  el  año  de  1768 578 

LIBRO  XI 

Capítulo  I. — Del  gobernador  de  la  misión.  Su  jurisdicción  y  obediencia  de  los  indios.  585 
Cap.  II. — Del  superior  de  la  misión  y  de  su  gobierno ,  cuidado  y  atención  al  común  de 

ella  y  al  particular  de  cada  pueblo 589 

Cap.  III.— De  las  consultas  de  los  misioneros 591 

Cap.  IV. — Del  gobierno  inmediato  del  pueblo  que  estaba  á  cargo  de  cada  misionero..  593 

Cap.  V. — Del  uso  de  la  autoridad  y  jurisdicción  de  los  alcaldes 597 

Cap.  VI. — Del  oficio  de  los  fiscales  y  hasta  dónde  se  extendía  su  vigilancia  y  cuidado.  601 

Cap.  VII.— De  las  milicias  de  los  pueblos 605 

Gap.  VIII.— De  las  entradas  que  se  hacían  á  los  montes 609 

Cap.  IX. — De  los  despachos  ordinarios  á  Quito,  á  Moyobamba  y  Lamas 617 


744  ÍNDICE 

Página. 

Cap.  X  — De  algunas  economías  en  beneficio  de  los  pueblos  sobre  que  velaban  los  mi- 
sioneros y  á  que  atendían  los  alcaldes 619 

Cap.  IX. — De  la  economía  de  la  sal,  su  descubrimiento  y  su  calidad 622 

Cap.  XII. — De  los  tributos  y  por  qué  no  los  pagaban  los  indios  de  la  misión  de  Mainas.  626 

Cap.  XIII. — Prosigue  la  misma  materia  de  los  tributos 630 

Cap.  XIV.— Del  gobierno  eclesiástico  y  en  particular  de  la  doctrina  cristiana  de  los 

adultos 634 

Cap.  XV.— De  la  doctrina  de  niños  y  niñas  y  de  la  extraordinaria  á  los  adultos  para  re- 
cibir los  sacramentos 639 

Cap.  XVI. — De  los  sacristanes,  su  nombramiento  y  obligaciones 644 

Cap.  XVII. —De  los  cantores,  músicos  y  tañedores  de  instrumentos 649 

Cap.  XVIII. — Del  culto  divino  y  de  la  santificación  de  las  fiestas 655 

Cap.  XIX. — De  las  fiestas  del  Corpus,  del  Sagrado  Corazón  de  Jesús  y  del  Patrono  del 

pueblo 659 

Cap.  XX.— De  la  Semana  Santa,  Oficios  y  procesiones 664 

LIBRO  XII 

Capítulo  I — Llega  á  noticia  de  los  misioneros  el  arresto  hecho  en  la  provincia  de 
Quito  de  sus  hermanos.  Varios  casos  particulares  que  anunciaban  los 

grandes  trabajos  que  les  esperaban 669 

Cap.  II. — Llegan  al  Marañón  los  comisionados  para  la  intimación  del  real  decreto  con 

los  clérigos  destinados  á  suceder  á  los  padres 674 

Cap.  III. — Sale.i  los  padres  de  sus  pueblos  y  entran  en  el  dominio  de  Portugal  para 

hacer  su  viaje  bajo  la  dirección  de  los  portugueses 678 

Cap.  IV.— Entrega  de  los  misioneros  al  capitán  portugués  y  navegación  hasta  el  Gran 

Para 683 

Cap.  V. — Entran  los  padres  en  el  Para  y  su  recibimiento 689 

Cap.  VI. —Trabajos  de  los  misioneros  en  la  cárcel  del  Para 692 

Cap.  VII. — Suben  de  punto  los  trabajos  y  miserias  de  la  prisión 696 

Cap.  VIII.— Sacan  á  los  padres  de  la  cárcel  á  los  cuarenta  y  ocho  días  de  prisión  y  los 

meten  en  una  corbeta  para  Lisboa  698 

Cap.  IX.— Navegación  de  los  misioneros  del  Marañón  para  Portugal 701 

Cap.  X.— Llegan  los  padres  á  Lisboa,  y  son  conducidos  al  palacio  de  Aceitao 706 

Cap.  XI. — Trabajos  de  los  padres  misioneros  en  el  palacio  del  duque  de  Aveiro  y  en 

las  cárceles  de  Lisboa 710 

Cap.  XII.^Después  de  dos  meses  de  penosa  detención  en  el  palacio  de  Azeitao  se  em- 
barcan los  misioneros  para  el  Puerto  de  Santa  María 716 

Cap.  XIII.— -Viaje  de  los  padres  al  puerto  de  Cádiz:  son  llevados  al  hospicio  que  tu- 
vieron en  Santa  María 721 

Cap.  XIV. — Interrogatorio  hecho  á  los  misioneros  del  Marañón  de  parte  de  la  corte..        723 

Cap.  XV.— Resulta  del  examen  y  declaración  de  los  padres 729 

Cap.  XVI. — Embárcanse  los  misioneros  para  Italia  y  los  españolea  se  incorporan  con 

su  provincia  de  Quito  en  la  ciudad  de  Ravena 732 


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