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Full text of "Jacinto : zarzuela en un acto y en prosa"

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5  8  5  1 

EL    TEATRO 


COLECCIÓN  DE  OBRAS  DRAMÁTICAS  Y  ÚRICAS. 

JACINTO 

ZARZUELA 

EN  UN  ACTO  Y  EN  PROSA 

ORIGINAL   DE 

DON     LIBERTO     BERZOSA 

MÚSICA  DE 

DON  FEDERICO  REPARAZ. 


SEGUNDA  EDICIÓN. 


MADRID. 

FLORENCIO  FISCOWICH,  EDITOR. 

(Sucesor  de  Hijos  de  A.  Gullón.) 

PEZ,  40.— OFICINAS:  POZAS,— 2-2/ 

iP8d. 


JACINTO 

ZARZUELA  EN  UN  ACTO  Y  EN  PROSA 


ORIGINAL   DE 


DON     LIBERTO     BERZOSA 

MÚSICA  DE 

DON  FEDERICO  REPARAZ. 


Estrenada  con  grande  aplauso  en  el  Teati-o  del  CIRCO  el  día  25  de  Mayo 
de  1861. 


SEGUNDA    EDICÍÓN. 


MADRID. 

IMPRENTA.  DE   JOSÉ   RODRÍGUEZ. 

Atocha,  100,  principal. 
1889. 


PERSONAJES.  ACTORES. 

EMILIA,  marquesa  del  Clavel Srta.   Ramírez. 

ROSA,  su  doncella Srta.  Irarra. 

LUIS,  coronel,  Marqués  del  Clavel...  Sr.       Soler. 

PEDRO,  su  asistente Sr.       Crescj. 


Esta  obra  es  propiedad  de  Doña  María  Loieto  Gullón  de  Fiscowich, 
y  nadie  podrá,  sin  su  permiso,  reimprimirla  ni  representarla  en  España 
y  sus  posesiones  de  Ultimar,  ni  en  les  países  con  ios  cuales  haja  cele- 
brados ó  se  celebien  en  adelante  tratados  internacionales  de  propiedad 
literaria. 

La  propietaria  se  reserva  el   derecho  de  traducción. 
Les  comisionados  de    la  Galería  Lírico-Dramática,  titulada  El  Teatro, 
de  D.    FLORENCIO    FISCOWICH,    son  los   encargades    exclusivamente 
de  conceder    ó  negar  el    permiso  de    representación  y    del   cobio  de  los 
derechos  de  propiedad. 

Queda  hecho  el  depósito  que  marca  la  ley. 


LA  SEÑORITA  DOÑA  AMALIA  RAMÍREZ. 


Al  dedicarle  á  V.  esta  obra,  no  hacemos  mas  que 
cumplir  con  un  deber  que  nos  impone  la  gratitud. 

Agobiada  la  empresa  por  sus  muchos  compromisos, 
no  era  posible  su  representación,  si  no  la  hubiera  V.  aco- 
gido tan  generosamente  salvando  cuantos  inconvenientes 
se  presentaban  para  ponerla  en  escena. 

El  éxito  que  ha  obtenido  se  debe  exclusivamente  á 
V.  y  á  los  artistas  que  desempeñaron  sus  respectivos  pa- 
peles con  tanto  acierto  como  maestría,  superando  nues- 
tros deseos. 

i  Suplicamos  á  V.  admita  como  prenda  de  reconoci- 
miento este  pobre  ensayo,  que  si  bien  por  su  escaso  mé- 
rito no  es  de  importancia  ninguna,  sirve  para  darle  una 
prueba  del  verdadero  afecto  que  la  profesan  sus 


ÍUifcoteó. 


Digitized  by  the  Internet  Archive 

in  2010  with  funding  from 

University  of  North  Carolina  at  Chapel  Hill 


http://www.archive.org/details/jacintozarzuelaeOOrepa 


ACTO  ÚNICO. 


Sala  elegantemente  amueblada,  un  piano  á  la  Izquierda,  á  la  derecha  un 
•velador;  dos  puertas  á  la  izquierda  y  una  á  la  derocha.  Al  foro  otra, 
que  figuiadar  al   jardín. 


ESCENA  PRIMERA. 


Aparece  la  etcena  sola:  á  los  últimos  compases  do  la  música,  entran  por 
el  foro  LUIS  y  PEDRO  observándolo  todo  con  el  mayor  cuidado. 


Luis.  Esta  es  la  quinta,  y  éste  debe  ser  el  pabellón.  ¡Cómo 
me  palpita  el  corazón  al  pensar  que  aquí  se  encuentra 
mi  mujer!  Sin  embargo,  no  puedo  desechar  una  espe- 
cie de  temor.  Si  fuera  fea... 

Pedro.  ¡Sería  una  broma  un  poco  pesa!  ¿Pero  no  le  ha  dicho 
á  usía  la  baronesa  que  es  muy  bonita? 

Luis.  Más  no  obstante,  el  cariño  hacia  su  sobrina  la  mar- 
quesa, puede  cegarla  hasta  el  punto  de  no  dejarla  ver 
sus  defectos. 

Pedro.  Pues  ya  no  hay  remedio:  tiene  usía  que  tomarla  tal 
como  sea. 

Luis.       Eso  lo  veremos. 


—  6  — 


Pedro. 

Luis. 

Pedro. 
Luis. 


Pedro. 

Luis. 


Pedro, 
Luis. 


Pedro. 

Luis. 

Pedro. 

Luis. 


Pedro. 
Lms. 


¿Pues  qué,  mi  coronel,  piensa  usía  pedir  á  la  reina 
que  le  cambie  la  mujer? 
No  por  cierto,  pero  puedo  hacer  otra  cosa. 
¿Cuál? 

Escúchame,  Pedro.  Ya  sabes  que  este  enlace  se  veri- 
ficó por  razones  de  familia  y  conveniencias  sociales. 
Yo  era  entonces  un  chiquillo  y  accedí  á  cuanto  qui- 
sieron. Emilia,  que  se  estaba  educando  en  un  conven- 
to, me  entregó  su  mano  sin  violencia,  pues  ignoraba 
absolutamente  qué  significaba  aquello,  y  el  compro- 
miso á  que  se  ligaba.  Ya  ves,  apenas  contaría  cinco 
años. 

¡Valiente  mujer! 

Yo  tuve  que  partir  de  España  con  mi  familia  al  día 
siguiente  dal  casamiento;  de  modo,  que  ni  el  más  mí- 
nimo recuerdo  puedo  conservar  de  mi  esposa,  ni  de 
los  rasgos  de  su  fisonomía.  Diez  años  he  estado  por 
Europa  naciendo  la  guerra,  y  ni  siquiera  he  pensado 
un  momento  en  que  no  era  dueño  de  la  libertad  que 
disfrutaba. 
Dígalo  si  no... 

Pero  hace  tres  meses  recibí  una  carta  de  mi  tía  la 
baronesa,  en  la  que  me  noticiaba,  que  Emilia  acababa 
de  salir  del  convento,  é  instalarse  en  esta  quinta,  y 
que  al  cabo  de  diez  años  de  ausencia  era  ya  tiempo  de 
que  viniese  á  reunirme  con  mi  esposa,  la  que  deseaba 
conocer  á  su  marido.  Aquella  carta  me  hizo  pensar 
seriamente  y  tomar  una  resolución. 
La  de  embarcarnos  inmediatamente  para  venir  en  su 
busca. 

Justamente.  Pero  tengo  dos  ideas. 
Veamos  cuáles. 

Si  mi  esposa  es  una  de  esas  mujeres  que  tanto  pulu- 
lan por  el  mundo  y  que  se  llaman  feas,  monto  á  ca- 
ballo, y  no  paro  hasta  China. 
¡Bravo! 
La  segunda,  inspeccionar  qué  clase  de  vida  lleva;  si 


—  7  — 


Pedro. 

Luis. 

Pedro. 

Luis. 

Pedro  . 

Luis. 


Pedro. 

Luis. 

Pedro. 

Luis. 

Pedro. 

Luis. 
Pedro. 


Luis. 

Pedro. 

Luis. 

Pedro. 

Luis. 

Pedro, 

Luis. 


se  acuerda  de  mí  y  siente  mi  auseucia.  Para  ello,  he 

pedido  á  mi  tía  una  recomendación,  y  bajo  el  nombre 

de  Enrique  Alvaroz  vengo  en  clase  de  compañero  de 

armas  de  su  marido.  ¿Qué  te  parece? 

Mu  bien.  ¿Conque  si  es  fea,  nos  largamos?  j 

Al  escape. 

Dios  quiera... 

¿Qué? 

Que  sea  un  prodigio  de  hermosura. 
La  quinta  es  muy  bella,  á  lo  meaos  lo  que  hemos  po- 
dido ver.  El  jardín  delicioso.  La  vida  campestre  me 
electriza:  ya  verás  qué  buenos  ratos  pasamos  aquí.  La 
caza,  la  pesca,  los  bailes,  porque  los  domingos  estará 
abierto  mi  jardín  para  esos  sencillos  aldeanos  de  este 
pueblecillo.  ¡Calla!  un  piano:  el  complemento  de  la 
dicha.  [Qué  felicidad  me  espera  con  todos  estos  goces, 
y  una  mujer  que  tenga.  . 

Los  ojos  vizcos;  la  nariz  de  á  cuarta;  el  talle  de  col- 
chón, y  no  hay  más  que  pedir. 
Calla,  demonio;  no  me  arrebates  mis  bellas  ilusiones. 
¡Yo! 

Pero  nadie  parece.  Hemos  llegadj  hasta  este  pabellón 
sin  encontrar  alma  viviente. 

Por  los  pueblos  hay  muy  pocos  ladrones.  ¡Qué  desgra- 
cia que  se  nos  haya  muerto  Leonina! 
¡Es  verdad!  ¡lástima  de  perra! 
Después  de  llevar  siete  años  de  servicio  en  el  ejército 
y  haberse  quedado  coja  de  resultas  de  un  ba'aso,  ahora 
que  podía  haber  tomao  el  retiro,  se  ha  muerto. 
Ya  tendremos  aquí  otra,  y  también  un  par  de  galgos. 
Pero  aquella  estaba  ya  conocía,  y  eramos  casi  her- 
manos. 
¡Tunante! 

¡Ella  y  yo,  mi  coronel!  ¡Probé  Leonina! 
¡Calla!  Me  parece  que  suena  gente. 
Sí,  una  mosa  barí.  » 

¿Será  mi  mujer? 


_  8  — 
Pedro.     Me  paese  que  no.  Tiene  el  aire  de  una  doncella. 

ESCENA  11. 

LUIS,  PEDRO  y  HOSA,  por  la  puerta  segunda  de  la  izquierda. 

Rosa.      ¡Ah!  ¡Dos  forasteros! 

Pedro.     Perdone  osté,  hermosa  niña.  ¿No  vive  en  esta  vivienda 

la  marquesa  del  Clavel? 
Rosa.      Sí,  señor. 
Luis.       ¿Tendrá  usted  la  bondad  de  anunciarla  que  un  amigo 

de  su  esposo  desea  ponerse  á  sus  pies? 
Rosa.      Ahora  está  en  el  tocador.  No  puede  tardar  en  concluir. 

¿Pero  es  usted  por  casualidad  el  recomendado  de  la 

señora  baronesa? 
Luis.        El  mismo. 

Pedro.     ¡Qué  penetración  tiene  esta  chica! 
Rosa.      Mi  señora  ha  mandado  preparar  esa  habitación,  por  si 

quería  usted  quedarse  aquí  por  algunos  días.   Pero 

creo  que  le  esperaba  á  usted  ayer. 
Luis.       Debía  haber  sido  así  en  efecto;  pero  ciertas  ocupa- 
ciones... 
Pedro.     (¡Femeninas!) 
Luis.       Me  han  impedido  ponerme  á  sus  pies  tan  pronto  como 

hubiera  deseado. 
Rosa.      Pues  voy  corriendo  á  anunciárselo  á  la  señora.  ¡Qué 

contenta  se  va  á  poner!  Al  momento  saldrá,  (vasa  por 

la  puerta  primera  de  la  izquierda.) 

ESCENA  III. 

LUIS  y  PEDRO. 

Luis.        Ya  vuelve  otra  vez  á  latir  mi  corazón;  va  á  venir:  ¿qué 

te  parece? 
Pedro.     Guapa. 

LUIS.  ¿Mi  mujer?  (Volviendo  la  cora.) 

Pedro.     ¿Dónde  está?  (id.) 


-  9  — 

Luis.  ¿Qué  diablos  estás  diciendo? 

Pedro.  Si  yo  hablaba  de  la  doncella. 

Luis.  Pues  yo  de  mi  mujer. 

Pedro.  Estoy,  mi  coronel,  porque  nos  debemos  quedar. 

Luis.  ¿Cómo  has  variado  tan  pronto  de  opinión? 

Pedro.  Esa  chica  es  capaz  de  hacer  que  uno  se  meta  ermi- 
taño por  verla. 

Luis.  ¿Te  gusta? 

Pedro.  Con  el  permiso  de  mi  coronel,  diré  que  sí. 

Luis.  ¡Chist!  ¡Siento  pasos! 

Pedro.  Y  el  roce  de  un  vestido  de  seda. 

Luis.  Estoy  temblando. 

Pedro.  Ánimo,  mi  coronel;  por  fea  que  sea,  cunea  será  tanto 
como  las  negras  de  América,  y  sin  embargo... 

Luis.  ¡Calla! 

Pedro.  ¡Ya  están  aquí! 

ESCENA  IV. 


LUIS,  PEDRO,  EMILIA  y  ROSA. 

Luis.  (¡Ah!  ¡Qué  hermosa!) 

Pedro.  (Se  ganó  la  plaza.) 

Emilia.  Caballero... 

Luis.  Señora... 

Emilia.  (¡Es  muy  guapo!)  Perdone  usted  que   le  haya  hecho 

esperar. 

Luis.  ¡Oh!  Señora,  yo  soy  el  que  debo  pedirla  mil  perdones... 

por...  (¡Es  divina!) 

Rosa.  (¿Qué  le  parece  á  usted?)  (Bajo  á  Emilia.) 

Emilia.  (¡Muy  bien!)  (id.  á  Rosa.) 

Pedro.  (Se  ha  quedado  lelo.)  Coronel.  (Bajo  á  Luis.) 

Luis.  (¡Vete!)  (id.  á  él.) 

Pedro.  (Pero...)  (id.) 

Luis.  (¡Fuera,  mastuerzo!)  (id.) 

Emilia.  (¡Sal!)  (Á  Rosa.) 

PEDRO.       (BllSqiiemOS  la  COCina.)  (Vase  con  Rosa  por  la  puerta  segun- 
da de  la  izquierda.) 


—  40  — 


ESCENA  V. 

EMLIA  y  LUIS. 

Emilia.    ¿No  toma  usted  asiento? 

Luis.  Coa  su  permiso.  Creo  que  habrá  usted  recibido  una 
carta  de  su  tía  la  baronesa,  anunciándole  mi  visita. 

Emilia.  Sí,  señor;  en  ella  me  dice  que  viene  usted  en  nombre 
de  mi  esposo. 

Luís.  Hemos  sido  compañeros  de  armas,  y  me  ha  encar- 
gado... 

Emilia.    ¿Y  por  qué  no  viene  él? 

Luis.  ¡Oh!  Porque  ignoraba  que  tenía  en  usted  un  tesoro  de 
gracias  y  perfecciones,  porque  creía  que... 

Emilia.  No;  mas  bien,  porque  la  vida  militar  le  agrada:  sé  que 
se  divierte  cuanto  puede,  mientras  yo  estoy  aquí  de- 
sesperada, sin  consuelo. 

Luis.       Si  él  hubiera  podido  sospechar... 

Emilia.    No  merece  que  se  lo  defienda. 

Luis.        Sin  embargo... 

Emilia.    Mire  usted,  yo  le  quería  mucho. 

Luis.       ¿De  veras? 

Emilia.  Desde  pequeñita  me  habían  enseñado  á  quererle  y  res- 
petarle; pero  lo  que  es  ahora... 

Luis.        ¡Ahora  qué!... 

Emilia.  Conozco  que  le  quiero  bien  poco:  mejor  dicho,  nada;  y 
sentiría  que  viniera  á  mi  lado,  por  más  que  esta  vida 
solitaria  me  fastidie. 

Luis.  (¡Qué  escucho!)  Sin  embargo,  á  su  lado  disfrutaría  us- 
ted de  muchos  placeres  desconocidos;  bailes,  teatros, 
paseos;  el  lujo  y  la  magnificencia  de  la  corte. 

Emilia.  Todo  eso  me  cansa  y  hastía;  por  lo  mismo  he  venido 
á  vivir  á  esta  deliciosa  quinta,  Y  si  le  he  de  hablar  á 
usted  con  franqueza,  desde  que  sé  que  mi  marido  está 
distraído,  he  buscado  un  entretenimiento. 

Luís.       Cómo,  señora...  ¡Un  entretenimiento! 


—  11  — 


Emilia, 

Luis. 

Emilia. 

Luis. 

Emilia. 

Luis. 

Emilia. 

Luis. 

Emilia. 

Luis. 

Emilia. 
Luis. 
Emilia. 
Luis. 

Emilia. 

Luis. 

Emilia. 

Luis. 

Emilia. 

Luis. 

Emilia. 

Luis. 


Emilia. 
Luis. 


Emilia. 

Luis. 

Emilia. 


¡Cbist!  Pero  no  lo  diga  usted  á  nadie:  si  lo  supiera  la 
baronesa  me  lo  afearía. 
Y  con  razón,  porque... 
Si  no  es  más  que  un  capricho. 
¡Un  capricho!  (Dios  mío,  ¿qué  es  esto?) 
Ya  se  lo  enseñaré  á  usted. 
¿Á  mí? 

Pero  me  tendrá  usted  que  dar  palabra  de  no  decírselo 
á  nadie. 

(¡Hay  mayor  insolencia!) 

Pero  hablemos  de  mi  marido.  ¿Usted  cree  que  no  ven- 
drá por  ahora? 

(Probemos.)  No  por  cierto.  Tardará  mucho...   quizá 
toda  la  vida. 
¡Ay  qué  gusto! 
¡Voto  al  demonio! 
¿Qué  tiene  us'ed? 

Nada,  señora.  Pues  como  iba  diciendo,  no  vendrá... 
porque... 
¿Por  qué?... 
¡Porque  ha  muerto! 
¡Pobrecillo!  ¿Y  dónde? 
En  la  guerra. 
¡Cuánto  lo  siento! 
(¡Se  conoce!  ¡Por  vida!) 
¿Se  encontró  usted  acaso  á  su  lado? 
Entre  mis  brazos  espiró,  después  de  haberme  dicho 
sus  últimas  palabras  para  que  se  las  repitiera  á  su 
esposa. 

¿Y  cuáles  son? 

«Muero  sobre  el  campo  de  batalla,  pero  con  honor. 
»Díle  á  Emilia  que  conserve  mi  apellido  sin  mancha, 
»tal  como  yo  se  lo  lego  al  morir.» 
¿Creerá  usted  que  casi  casi  me  dan  ganas  de  llorar? 
¿Para  qué?...   Si  se  murió,  buen  provecho.  (¡Estoy 
dado  á  Satanás!) 
¡Tiene  usted  razón!  Un  marido  que  abandona  á  su  mu- 


—  d2  — 

jer  por  espacio  da  diez  años,  como  él  lo  ha  hecho  con- 
migo, no  merece...  Mis  no  obstante,  para  probar  que 
soy  mejor  que  él,  no  me  casaré  hasta  pasado  el  luto. 
Luis.        ¡Señora!...  (¡Esta  mujer,  vá  á  hacer  que  yo  cometa 

una  barbaridad!) 
Emilia.     Me  parece  que  obro  bien. 

Luis.       Yo  lo  creo,  señora...  Pues  digo,  un  año,  no  es  nada... 
á  menos  que  se  pase  más  dulcemente  con  el  dichoso 
entretenimiento. 
Emilia.    Él  será  mi  único  consuelo  en  la  desesperación  que 

estoy  sumida. 
Luis.       ¡Oh,  mucho! 

Emilia.    ¿Y  piensa  usted  permanecer  aquí  algunos  días? 
Luís.       No  sé...  mis  negocios... 

Emilia.     Por  lo  menos  hasta  el  domingo...  hoy  es  jueves... 
Luis.       Veremos. 
Emilia.    Aquí  no  faltan  algunas  distraciones.  Verá  usted  qué 

buenos  ratos  pasamos. 
Luis.        Sí,  ¿eh?  (¡Prudencia!) 
Emilia.    ¿Le  agrada  á  usted  la  música? 
Luis.       Es  mi  sola  pasión. 

Emilia.    ¿De  veras?  ¡Cuánto  me  alegro!  Á  ver,  á  ver,  aquí  tengo 
algunas  piezas  que  podremos  cantar  á  dúo.  ¿Vamos? 
Luis.       Pero,  señora,  después  de  la  triste  nueva  que  he  teni- 
do el  sentimiento  de  anunciarla. 
Emilia.    Es  verdad.  Pero  aquí  no  nos  ve  nadie,  y  además  usted 
irá  divulgando  por  tocias  partes,  que  al  recibir  tan 
triste  nueva,  mi  desesperación  ha  sido  tan  grande, 
que  he  estado  á  punto  de  morir. 
Luis.       Descuide  usted.  (¡Qué  deliciosa  entrevista!) 
Emilia.    Á  ver  si  le  gusta  á  usted  este  dúo.  (lo  da  un  papel.) 

LUIS.  ¡Muy  bonito,  muy  bonito!  (Estrujándolo.) 

Emilia.  Cuidado,  que  le  rompe  usted. 

Luis.  Perdoae  usted...  una  distración... 

Emilia.  ¿Empezamos?  (Se  sienta  ai  piano.) 

Luis.  Cuando  usted  euste. 


—  4o  — 

MÚSICA. 

DÚO. 

Yo  te  adoro    .„       mía 
nina 

por  tu  encanto  seductor. 

y  no  puedo  ya  tu  amor 

ni  un  instante  desechar. 

Tú  eres  mi  vida,  mi  cielo, 

mi  luz,  mi  norte  y  encanto, 

y  te  quiero  tanto,  tanto 

como  el  pecho  puede  amar. 

prenda     , 
Ay,       ..       mía, 
J      nina 

sé  tu  claro  lucero 

de  mi  alegría. 

Ten  compasión, 
que  por  tí  pena  y  llora 

mi  corazón. 


HABLADO. 

Emilia.     ¿Qué  tal? 

Luis.        ¡Divina!  (¡Es  un  áugel  y  un  demonio!) 

Emilia.     (Já,  já...  ¡Está  aturdido!) 

ESCENA  VI. 

DICHOS,  ROSA  y  PEDRO  por  la  segunda  puerta  de  la  izquierda. 

Rosa.  Señora,  el  almuerzo  está  servido. 

Emilia,  Pues,  señor  don...  ¿cómo  es  su  gracia  di  usted? 

Luis.  Enrique  Álvarez,  señora. 

Emilia.  Pues  señor  don  Enrique  Álvarez,  pasemos  al  comedor, 


—  14  ~ 

y  le  suplico  que  no  me  hable  de  cosas  tristes  que  me 
quiten  el  apetito. 
Luis.       Descuide  usted,  señora.  (¡Ah!  Pedro,  sonsaca,  averi- 
gua y  Observa,  Observa...  (Bajoá  él  y  doprisa.) 

Emilia.    ¿Vamos? 

Luis.       Estoy  á  las  órdenes  de  usted. 

ESCENA  VIL 

ROSA  y  PEDRO. 

Pedro.  (Averigua,  sonsaca,  observa,  aquí  hay  gato  enserrao, 
procuremos  cumplir  con  la  consigna.  Oiga  osté,  niña; 
¿á  onde  se  vasté  con  paso  tan  precipitao? 

Rosa.       A  ver  si  mandan  algo  los  señores. 

Pedro.  Aguarde  osté  un  poco,  y  deje  que  platiquemos  los  dos 
un  rato. 

Rosa.       ¿Y  qué  tenemos  que  platicar  nosotros? 

Pedro.     Despasito,  arma  mia,  y  no  sea  tan  súpita  de  genio. 

Rosa.       Vamos,  ¿qué  me  quiere  usted? 

Pedro.     jVárgame  Cristo,  y  qué  cosas  le  iría  yo  asté!... 

Rosa.       Pues  ya  puede  usté  empezar. 

Pedro.     ¿Sí?  Pues  allá  voy. 


MÚSICA. 
DÚO. 


Pedro. 


Por  esos  ojos 
tan  retrecheros, 
sepasté,  prendra 
que  ^o  me  muero. 
Por  ese  talle, 
por  esa  cara, 
é  la  milicia 
yo  esertara. 


Rosa. 


—  lo  — 

¿Tan  de  repente 
le  entró  el  amor? 


Pedro. 


Rosa. 


Pedro. 


Todo  de  gorpe 
sale  mejó. " 

Los  militares 
van  muy  deprisa 
y  no  les  coge 
la  vicaría. 

Los  militares, 
sepasté,  niña, 
que  los  domingos 
oven  la  misa. 


Rosa. 


Pedro. 


Yo  no  soy  plaza 
que  ha  de  entregarse 
á  aquel  que  el  cura 
no  se  lo  mande. 

Ya  que  la  plasa 

no  ha  de  entregarse, 

yo  diré  ar  cura 

que  se  lo  mande. 
Pues  al  ver  de  una  serrana 
la  yrasia  y  sarandeo 
cuando  sale  de  mañana, 
¡ay  Jesús!  me  tiembla  e  cuerpo. 

Y  si  me  enseña  la  liga, 

¡ay  faitiga! 
Diera  por  una  mira, 

na... 
Que  si  es  verdad  que  la  quiero, 
¡salero! 

Y  ya  que  por  ella  muero 
si  logro  marido  ser, 


~   46    - 

cuando  la  llegue  á  coger... 
¡Ay  faitiga!...  Na...  ¡Salero! 


HABLADO. 


Rosa.       ¿Acabó  usted  ya? 

Pedro.     ¿Y  no  se  ablanda  ese  pechito? 

Rosa.       Es  muy  duro  y  se  necesita  raucbo  tiempo  para  qu?  se 

ablande. 
Pedro.     ¡Arma  mía!  Jasta  er  juisio  final  estaría  yo  aguardando. 
Rosa.      Además,  usted  se  va  con  su  amo  dentro  de  unos 

días  y... 
Pedro.     Yo...  Quiá...  deserto;  me  queo  con  la  señora,  manque 

sea  de.  cochero. 
Rosa.      Si  hiciera  usted  eso... 
Pedro.     ¡Uy!  ¡Salero! 
Rosa.      Pero  cuidado  que  no  prometo  nada  hasta  que  vea  las 

obras. 
Pedro.     Cayusté,  que  de  aquí  voy  ar  sielo  canonisao.  Ya  ve- 
rasté,  hoy  mismo  hablaré  con  la  seña  marquesa... 
¿Qué  tal  caraiter  tiene? 
Rosa.      ¡Delicioso!  Es  una  mujer,  como  hay  pocas;  ¡tan  dulce! 
¡tan  amable!...  nos  trata  á  todos  con  una  familiaridad; 
no  parece  que  somos  sus  criados. 
Pedro.     Jeso  es  bueno. 

Rosa.      Ya  lo  verá  usted,  Pedro:  pasa  la  vida  aquí  sola  cui- 
dando sus  flores  y  sus  pájaros,  ó  jugando  con  Jacinto. 
Pedro.     (¿Quién  será  este  on  Jasinto?) 
Rosa.      Hará  cuatro  meses  que  vivimos  aquí,  y  no  ha  venido  á 

verla  más  que  el  señorito  Kernando. 
Pedro.     (¡Otro!) 

Rosa.      Pero  ese  no  estuvo  más  que  doce  días;  como  es  tan 
tronera,  se  cansó  de  vivir  con  ella,  y  se  volvió  á  la 
corte. 
Pedro.     Conque  vivía  con  eya... 

Rosa.      ¡Ya  se  vé!...  Y  qué  carácter  más  alegre  tenía;  cala 
vez  que  me  encontraba,  me  daba  un  abrazo. 


—  17  — 

Pedro.     ¡Pues  me  gusta! 

Rosa.      Y  á  la  señora,  también. 

Pedro.     (¡Caracoles!)  ¿Conque  la  abrazaba? 

Rosa.  ¿Y  qué  tiene  de  particular?  ¿No  son  hijos  de  una  mis- 
ma madre? 

Pedro.  ¡Cabal!...  Y  Adán,  nuestro  padre.  (¡Esta  chica  pro- 
mete! ¡Probé  coronel!) 

Rosa.  ban  juntos  á  paseo,  á  caza,  se  internaban  en  el 
bosque. 

Pedro.     Por  el  bosque.,.  (¡Esto  es  muy  grave!) 

Rosa.  Nos  prometió  que  pronto  volvería  y  ya  han  pasado  dos 
meses,  y  nada.  Pero  suénala  campanilla.  Adiós,  Pedro. 

Pedro.     Pero  escucha... 

Rosa.      No  puedo,  que  me  llaman.  (v»se  por  la  seg-unda  puerta  de 

la  izquierda.) 

Pedro.  Adiós,  pedazo  de  gloria.  Pus  señó,  buenas  cosas  acabo 
de  saber...  el  señor  on  Jasinto  y  er  señorito  Fernando 
que  la  abrazaba  y...  magrado...  ¿y  qué  bago  yo  ahora? 
¡Qué!  Decirlo  todo  al  coronel,  montaremos  en  los  ca- 
ballos, y  á  escape.  Y  lo  siento  por  esa  chica;  es  muy 
guapa,  me  gusta  y...  pero  el  coronel  es  antes  que 
too...  le  iré  que  la  seuá  marquesa  es...  ¿Quién  viene? 
¡él!  San  José  haga  que  no  me  pregunte.  ¡Y  qué  serio!... 
cuarquiera  diría  que  conoce  toa  su  desgracia. 

ESCENA  VIII. 

PEDRO  y  LUÍS. 

Luis.        ¡Bah!  ¿eres  tú,  Pedro? 

Pedro.     Sí,  yo,  mi  coronel. 

Luis.       Tenía  deseos  de  hablarte. 

Pedro.     (Ya  pareció  aquello.) 

Luis.  Tú  me  quieres  Has  sido  mi  üel  compañero  en  los 
campos  de  batalla,  y  no  te  soy  indiferente. 

Pedro.     Por  usía  me  dejaría  hacer  cuartos. 

Luis.  Ya  lo  sé;  y  me  has  dado  más  de  una  prueba,  salván- 
dome la  vida  en  ciertas  ocasiones. 


—  18  — 


Pedro. 
Llis. 


Pedro. 

Luis. 

Pedro. 

Luis. 

Pedro. 

Luis. 


Pedro. 
Luis. 

Pedro. 
Luis. 
Pedro. 
Luis. 

Pedro. 

Luis. 

Pedro. 


Luis. 
Pedro. 
Luis. 
Pedro. 

Luis. 
Pedro. 


Dejemos  eso,  Coronel.  Me  paese  que  esa  cara  esti- 
que sé  yo  cómo. 

Sí,  es  verdad.  Me  sucede  una  cosa,  que  solo  confío  á 
tu  prudencia  y  cariño,   porque  necesito  un  corazón 
donde  pueda  desahogar  el  mío. 
Ya  escucho. 
Mi  mujer... 
¡Qué! 

¡No  es  mujer! 
¿Qué  ise  osté,  mi  coronel? 

Es  un  demonio  con  el  corazón  de  hiena.  Sabe,  que  no 
me  ama,  que  se  olvida  de  todo...  que  ha  recibido  la 
noticia  de  mi  muerte  con  la  mayor  indiferencia,  casi 
con  alegría...  y  por  último,  que  ha  tenido  la  avilantez 
de  confesarme  á  mí  ..  á  un  desconocido,  al  cual  veía 
por  primera  vez,  que  tenía...  que  tenía  un  entreteni- 
miento. 
¿Y  qué  más? 

¿Te  parece  poco?...  publicar  de  esa  manera...  ¡Oh! 
Esto  es  espantoso! 
¿Y  no  ha  dicho  na  mas? 
¡Pues  qué!...  ¿hay  algo  más  todavía? 
Yo...  no  oigo... 

Pero,  tú  sabes  algo...  habla,  yo  te  lo  mando...  pron- 
to... di  cuanto  hayas  descubierto. 
Ahí  la  doncella  ha  contao... 
¡Qué! 

Que  hace  dos  meses  estuvo  aquí   un  joven,  que  se 
llama  don  Fernando,  el  cual  vivía...  y  comía...  y 
cazaba... 
Sigue...  sigue... 

Y  aun  creo  que  sí  se  abrazaban  y... 
¡Se  abrazaban!...  ¡Oh! 

Sí  ella  estaba  cariñosa,  y  él  se  cansó  de  estar  en  esta 
casa  y  se  volvió  á  Madrid. 
¡Sería  ese  el  entretenimiento  de  que  me  hablaba! 
(Pus  la  niña,  se  entretiene  mu  dulcemente.) 


-  i9  — 

Luis.  ¿Y  ese  hombre  ea  dónde  está  ahora?  ¿Quién  es?  Tú 
debes  saberlo...  te  lo  habrán  dicho...  ¡responde! 

Pedro.  Yo  no  he  tenido  tiempo  para  preguntar  tanto,  porque 
como  me  nombró  á  on  Jacinto... 

Luis.       ¿Y  ese  quién  es? 

Pedro.  ¿Ese?...  oo  Jacinto.  No  me  han  dicho  más  ..  pero  sé 
que  la  seña  Marquesa  juega  coa  él... 

Luis.       Juega...  á...  qué...  di... 

Pedro.     Á...  ¡no  lo  sé!  pero  juega. 

Luis.  ¡Otro  nuevo  amante!  ¡Esa  conducta  es  infame!  Con- 
que es  decir  que  mi  mujer  es... 

Pedro.     Cudiao,  mi  coronel,  no  echarlo  tó  á  rodar. 

Luis.  Necesito  castigar  á  los  criminales,  y  á  ella;  á  ella  so- 
bre todo.  Vete  á  la  posada,  tráete  las  maletas,  y  mis 
armas. 

Pedro.     Pero,  coronel... 

Luis.  AdioS,  Pedro.  (Vase  por  la  puerta  del  foro  do  la   izquierda.) 

Pedro.  ¡Pus  estamos  bien!  Andar  más  de  mil  leguas  para  en- 
contrarnos con  esto...  Vaya  una  alhaja  que  es  la  niña; 
con  esa  cariya  é  Pascua  que  paese  que  en  su  vida  ha 
roto  un  plato  y...  Vamos  á  la  posada. 

ESCENA  IX. 

PEDRO    y   EMILIA. 


Emilia.  (Aquí  está.)  ¡Heng! 

Pedro.  ¡Quién!...  (¡La  coronela!) 

Emilia.  Hola,  Pedro... 

Pedro.  Señora... 

Emilia.  Tengo  que  hablar  contigo. 

Pedro.  ¿Conmigo? 

Emilia.  Sí. 

Pedro.  (¡Qué  querrá!) 

Emilia.  Don  Enrique  me  ha  dicho  que  tú  eras  el  asistente  de 

mi  esposo. 

Pedro.'  Es  verdad. 


—  20  — 

Emilia.    Sé  tu  comportamiento  con  él,  en  todas  las  ocasiones; 

que  le  salvaste  la  vida  varias  veces,  y  que  él  te  quería 

como  si  fueras  su  hermano. 
Pedro.  ¡Eso  ha  dicho!  (¡Probesiyo!) 
Emilia.    Sí  por  cierto,  y  yo  debo  á  mi  vez  darte  las  gracias  por 

esa  conducta...  ven,  siéntate. 
Pedro.     ¡Yo!  al  lado  de  usía. 
Emilia.     Yo  lo  quiero. 
Pedro.     Entonces...  (se  sienta  en  el  sofá.) 
Emilia.    Supongo  que  tú  tendrás  que  decirme  algo. 
Pedro,     ¡Yo! 

Emilia.     ¡Sí!  Vamos,  ¿qué  te  parezco? 
Pedro.     Mu  bien.  (¿Qué  diablos  significa  esto?) 
Emilia.    ¿Hubiera  yo  podido  hacer  la  felicidad  de  don  Luis? 

¿Hubiera  yo  coronado  sus  deseos? 
Pedro.     Pus  ya  lo  creo. . .  Con  esa  cara  tan  bonila,  y  esos  ojos.. . 

que...  (¡Cudiao,  Pedro,  que  te  resbalas!) 
Emilia.    Pero  ya  ves,  estoy  viuda,  y  tengo  que  buscarme  otro 

marido. 
Pedro.     ¿Otro?  (¡Pus  no  tiene  poca  prisa!) 
Emilia.     Es  necesario,  la  soledad  me  mata. 
Pedro.     ¿Y  on  Jacinto? 
Emilia.    Jacinto,  no  sirve  más  que  para  un  entretenimiento... 

Ya  ves...  Una  mujer  como  yo,  no  puede  estar  sola.  Jo- 
ven, rica,  necesita  tener  á  su  lado  un  hombre  que  la 

adore,  que  se  interese  por  ella,  que  la  haga  mns  dulce 

la  vida! 
Pedro.     Es  verdad  ..  (¡Qué  bien  se  explica!) 
Emilia.    Y  he  pensado  buscármelo  yo  misma.  Ya  he  tenido  un 

marido  por  la  voluntad  de  mis  padres,  y  ahora  es  muy 

justo  que  lo  tonga  por  la  mía. 
Pedro.     (¡Esto  se  va  enredando!) 
Emilia.    Estaba  dudosa  en  la  elección,  pero  ya  está  hecha;  sí, 

ya  le  tengo  escogido. 
Pedro.     (¡Jesucristo  y  qué  mira!) 
Emilia.    Mira,  Pedro,  necesito  de  tí. 
Pedro.     De  m;...  (¡Uy,  qué  bonita!) 


—  21  — 


Emilia. 
Pedro. 
Emilia. 
Pedro. 
Emilia. 
Pedro. 
Emilia. 
Pkdro. 

Em;lia. 
Pedro. 

Emilia. 
Pedro. 

E>¡ILIA. 

Perro. 
Emilia. 
Pedro. 
Emilia. 

Pedro. 
Emilia. 

Pedro. 
Emilia. 
Pedro. 
Emilia. 
Pedro. 
Emilia. 
Pedro. 
Emilia. 


Pedro. 
Emilia. 

Pedro. 


Pero  antes,  debo  hacer  por  tí  algo. 
¿Cómo? 

¿Tú  tendrás  que  pedirme  alguna  cosa? 
¡Yo!  (¡Qué  mona!) 
Vamos,  habla. 

(¡Mi  coronel,  vengaste  pronto,  que  avanza  el  enemigo!) 
Decías  .. 

(¡Que  ojos  más  saragaleros!...  ¡Pus  no  me  está  bailan- 
do er  cuerpo!) 
Te  estoy  esperando. 

(Me  espera.  Ná,  me  paso  al  enemigo  con  bagajes  y 
too...j 
Empieza... 

(Allá  voy...  ¡Probé  coronel!)  ¿Con  qué  usía  quiere  que 
yo  empiece? 
Sí. 

¿Y  por  dónde? 
Por  donde  quieras. 
(¡Veasté  un  hombre  comprometió!)" 
Vamos,  veo  que    será   necesario  que  yo    dé  prin- 
cipio... 

Sí,  eso  es  mejor...  principie  usía. 
Rosa  me  lo  ha  contado  todo... 
¿Eh? 

Y  por  mí  no  hay  inconveniente. 
¡Ah!  es  de  Rosa  de  quien  me  hablaba  usía. 
¿Pues  de  quién  había  de  ser?... 
¡Bah!  Eso  es  otra  cosa. 
¿Qué  te  habías  figurado? 
Yo...  ná...  (¡Qué  lástima!) 

Pues  bien,  consiento  en  vuestro  casamiento  y  os  haré 
un  buen  regalo.  Pero  me  has  de  hacer  tú  ahora  un 
favor. 
Diga  usía. 

Díme...  pero  con  verdad...  Qué  cualidades  tiene  don 
Enrique,  qué  defectos.  .  todo  quiero  saberlo... 
Sus  cualidades,  ya  las  debe  haber  conosío  usía:  es  más 


22  

bueno,  que  er  pan;  generoso,  como  ninguno;  valiente, 

como  er  primero. 
Emilia.    Mucho  me  agrada.  Y  dime...  supongo,  que   habrá  te- 
nido algunos  compromisos... 
Pedro.     Ya  lo  creo. 
Emilia.     ¿De  veras? 
Pedro.     Hará  un  año,  y  al  dar  una  carga  con  su  regimiento,  se 

vio  en  uno,  que  de  milagro  escapó  con  pellejo. 
Emilia.    No  me  refiero  á  esos,  sino  á  relaciones  amorosas. 
Pedro.      ¡Pst! 
Emilia.    ¿Sí,  eh?  (¡Ah,  infame!)  Me  figuro  que  ha  sido  algún 

tanto  calavera. 
Pedro.     Poco:  siempre  ha  estao  estudiando  ó  dando  sablazos. 
Emilia.     ¿Y  vivía  siempre  solo? 
Pedro.     Con  el  asistente  y  Leonina. 
Emilia.     ¡Leonina!  (¡Una  mujer,  traidor!) 
Pedro.     ¡Probecilla,  cómo  le  quería! 
Emilia.     ¿Y  él,  á  ella? 
Pedro.     Por  supuesto.  Lo  que  es  eso,  toos  la  queríamos,  era 

tan  mansa  y  liel,  la  alhaja  del  regimiento. 
Emilia.     Le  acompañaría  á  todas  partes. 
Pedro.     ¡Toma!  ¡ya  lo  creo!  Cuando  estábamos  en  campaña 

dormía  en  la  tienda  con  el  coronel. 
Emilia.    Con  él...  (¡Qué  escándalo!) 
Pedro      Hacía  progresos  ..  se  ponía  derecha  y  con  un  palo  á 

guisa  de  fusil  imitaba  ar  sentinela. 
Emilia.    ¿Y  cuánto  tiempo  ha  estado  en  su  compañía? 
Pedro.     Siete  años. 
Emilia.    Y  dices  que  él  la  quería... 
Pedro.     Con  delirio.  Facilito  era  que  nadie  la  hubiera  tocao,  sin 

exponerse  á  que  el  coronel  le  hubiera  roto  las  costiyas. 
Emilia.     (Segúa  eso,  él  la  adoraba...) 
Pedro.     En  la  última  acción  que  estuvimos  se  queó  coja  de  un 

balaso. 
Emilia.    ¿Iba  con  él  al  fuego? 
Pedro.     La  primerita;  bailando  de  contenta...  y  hasta  que  él 

volvía  á  la  tienda,  Leonina  á  su  lado. 


—  23  — 

Emilia,  (jlnfame!  Conque  tenía  una  querida  mientras  que  yo... 

¡Ah!  ¡me  vengaré!) 

Pedro.  Pus  como  iba  diciendo,  era... 

Emilia.  ¡Déjame! 

Pedro.  Yo... 

Emilia.  He  dicho  que  ta  vayas. 

Pedro.  Usía  perdone.  (¡Esta  señora  está  loca!) 

Emilia.  ¿Te  vas? 

Pedro.  Á  galope.  (¡Voy  por  las  maletas:  probé  coronel!) 

ESCENA  X. 

EMILIA. 

¡Qué  infamia!  ¡qué  picardía!  Esto  no  se  puede  sufrir... 
mi  marido  corriendo  el  mundo,  divirtiéndose...  y  yo 
mientras,  esperándole  soñando  con  su  amor.,.  Y  hoy 
cuando  le  he  visto,  apenas  he  podido  dominar  mi  emo- 
ción... Casi  había  completado  mis  deseos...  quizá  le 
amaba,  pero  ya,  le  aborrezco,  le  desprecio...  ¡Dios 
mío!  ¡qué  desgiaciada  soy!... 


MUSSCA. 

ARIA. 

Ayer  tan  solo  vivía 
en  una  ilusión  soñada, 
hoy  la  miro  desgarrada 
por  la  triste  realidad. 
Aspiraba  con  encanto 
un  perfume  seductor... 
Era  el  aura  del  amor 
en  mi  triste  soledad. 
Esa  esperanza, 
en  lontananza 
vino  á  alumbrar 


_  u  — 

mi  porvenir. 
¡Hermosa  y  pura 
fué  mi  ventura, 
mas  hoy  la  muerte 
me  deja  aquí! 


Rosa. 

Emilia. 

Rosa. 

Emilia. 

Rosa. 

Emilia. 


Rosa. 
Emilia. 


Rosa. 
Emilia. 


Rosa. 

Emilia. 

Rosa. 


ESCENA  XI. 

EMILIA    y   RUSA   con  una  carta. 

HABLADO. 

¡Señora! 

¡Ah!  Rosa,  ven  aquí.  ¿No  sabes  lo  que  me  sucedo? 
¡Qué!  ¿Se  ha  descubierto  ya? 
No  se  trata  de  eso. 
Pues  entonces  ¿qué  ha  sucedido? 
¡Que  mi  marido  es  un  infid!  Un-  traidor;  que  no  se  ha 
acordado  nunca  de  mí;  y  lo  que  es  más  espantoso,  que 
ha  tenido  á  su  lado  por  espacio  de  siete  años  á  una 
mujer  llamada  Leonina. 
¿Será  verdad? 

Su  mismo  asistente  me  lo  ha  dicho;  y  no  es  eso  lo 
peor,  sino  que  él  la  ama,  que  quizá  ahora  mismo  es- 
tará pensando  en  ella. 
¡Está  hueno  el  lancel 

Yo  que  hace  tres  días,  cuando  recibí  la  carta  de  mi 
t¡a  la  baronesa  anunciándome  los  designios  de  mi  es- 
poso y  su  próxima  llegada  no  podía  dominar  mi  ale- 
gría, é  inocentemente  decidí  hacerle  rabiar  un  poco- 
para  que  fuíwa  después  mayor  su  felicidad.  ¡Y  ahora! 
¡Pero  yo  me  vengaré!  Le  he  de  hacer  sufrir  horrible- 
mente, y  cuando  él  me  ame,  cuando  me  suplique  de 
rodillas,  entonces  yo  le  diré  que  le  detesto. 
Aquí  viene. 

Me  alegro.  (Luis  aparece  al  foro  y  escucha.) 

¡Ah!  Señora,  se  me  había  olvidado  darle  á  usted  esta 
carta  que  han  traído. 


—  25  — 

Emilia.    Es  de  Fernando;  déjame. 


ESCENA  Xil. 

EMILIA  y  LUIS. 

Luis.       (¡Una  carta!  ¡y  de  Fernando!  ¡Ahora  veremos!)  Se- 
ñora... 
Emilia.    Caballero... 

Luis.       Perdone  usted  si  la  distraigo  de  su  grata  ocupación. 
Emilia.    Es  igual 

Luis.        Acabo  de  recorrer  el  jardín.  Á  fé  mía  que  es  delicioso. 
Emilia.    ¿Le  agrada  á  usted? 
Luis.       Mucho. 
Emilia.    Es  lástima  que  no  pueda  usted  disfrutar  de  él  por  algún 

tiempo. 
Luis.       ¿Por  qué,  señora? 
Emilia.    ¿No  me  ha  dicho  usted  en  la  mesa  que  sus  ocupaciones 

no  le  permitirían  permanecer  aquí  más  que  un  día... 

ó  dos? 
Luis.       Ciertamente.  (Me  echa.  Es  claro,  la  estorbo.) 
Emilio.    Pero  yo  espero  que  volverá  usted  á  verme  al  cabo  de 

tres  ó  cuatro  años. 
Luis.       (Cuatro  años.)  Es  probable  que  no  me  sea  posible 

volver. 
Emilia.    Lo  siento. 
Luis.        (¡Esa  frialdad  me  desespera,  y  sin  embargo,  la  amo 

como  un  necio!) 
Emilia.    Con  su  permiso,  (se  pono  á  leer.) 
Luis.        (Otra  vez,  la  carta  de  su  amante:  ya  no  hay  paciencia. 

Señora.   (Gritando.) 

Emilia.    Caballero. 

Luis.       Noto  que  la  interesa  mucho  ese  papel. 

Emilia.    No  es  extraño.  Como  que  es  de  la  persona  que  más 

amo  en  este  mundo. 
Luis.       (¡Y  me  lo  dice  á  mí,  á  su  marido!  ¡Voto  al  infierno!) 

Déme  usted  esa  carta,  señora,  démela  usted. 


—  26  — 

Emilia.    ¿Qué  está  usted  diciendo? 

Luis.  Necesito  ese  papel  que  la  ha  escrito  á  usted  un  hom- 
bre, abusando  de  su  candor. 

Emilia.  ¡Caballero!  Este  hombre  me  escribe  porque  puede  ha- 
cerlo; porque  tiene  derecho  para  ello. 

Luis.        ¿Qué  tiene  derecho? 

Emilia.    Si,  señor. 

Luis.       Lo  veremos.  Déme  usted  esa  carta. 

Emilia.  ¿Olvida  usted,  caballero,  que  está  en  mi  casa  y  que 
aquí  nadie  da  órdenes  más  que  yo? 

Luis.       Puedo  pedirle  á  usted  cuentas  de  sus  acciones. 

Emilia.    ¿Usted,  por  qué? 

Luis.  ¡Porque...  ya  es  imposible  callar  por  mas  tiempo!  Yo 
soy  don  Luis  de  Mendoza,  su  esposo  de  usted! 

Emilia.    Está  usted  equivocado, 

Llis.        ¿Cómo? 

Emilia.  Don  Luis  ha  muerto.  Soy  viuda,  libre,  dueña,  en  fio, 
de  mi  albedno. 

Luis.        ¡Señora! 

Emilia.  Usted  es  un  compañero  de  armas  de  mi  esposo,  encar- 
gado de  repetirme  sus  últimas  palabras.  Lo  ha  hecho 
usted,  y  le  doy  infinitas  gracias  por  baber  cumplido  tan 
sagrado  encargo 

Luis.  ¡Esto  es  borrible!  ¿Sabe  usted,  señora,  lo  que  está  di- 
ciendo en  este  momento? 

Emilia.  Usted  se  llama  Enrique  Alvarez,  y  tengo  tan  buen  con- 
cepto de  su  persona  y  sentimientos,  que  me  desagra- 
daría esa  transformación. 

Luis.        ¿Por  qué,  señora? 

Emilia.  Aunque  separada  de  mi  esposo,  le  conozco  lo  bastante 
y  estoy  perfectamente  informada  de  él.  Sé  que  es  un 
libertino  que  no  reconoce  freno  de  ninguna  especie.  Un 
hombre  que  se  ha  lanzado  á  la  vida  desordenada;  que 
acostumbrado  á  la  existencia  militar,  sólo  encuentra 
goces  en  ella;  que  ha  seducido  á  infiriitas  mujeres,  lle- 
gando su  descaro  hasta  el  extremo  de  llevarlas  á  cam- 
paña. 


—  27  — 

Luis.        ¡Yo! 

Emilia.  ¡Sé,  por  último,  que  nunca  lia  dedicado  un  recuerdo  á 
su  infeliz  esposa,  que  le  amaba,  que  esperaba  su  vuelta 
con  impaciencia,  devorando  en  sdencio  sus  lágrimas  al 
saber  su  conducta.  Que  hoy  se  alegra  de  encontrarse 
viuda,  porque  si  hubiera  venido  á  su  lado  fingiéndose 
un  amigo  para  espiarla,  era  la  última  ofeasa  que  podía 
hacerle,  á  la  que  ella  contestaría  con  el  desprecio! 
¡Beso  á  usted  la  mano,  caballero! 

ESCENA   XLI. 

LUIS,  á  poco  PEDRO    con  maleta  y  pistolas. 

Luis.  ¡Voto  á  cien  legiones  de  demonios!  ¡Pues  esta  es  bue- 
na! ahora  salimos  conque  yo  soy  el  culpado...  ella  la 
inocente.  Vengo  loco  de  amor  en  su  busca;  la  encuen- 
tro en  esta  quinta,  oigo  hablar  de  un  Jacinto,  de  un 
Fernando,  y  según  se  ve,  no  tengo  derecho  de  que- 
jarme... ¡Rayos  y  truenos! 

Pedro.     ¿Descargó  la  tormenta? 

Luis.  Pedro,  ven  acá;  mi  mujer  reniega  de  mí;  rompe  todos 
los  compromisos,  se  declara  independiente. 

Pedro.     ¿Como  Italia? 

Luis.       ¿Qué  opinas  de  todo  esto? 

Pedro.  Yo  qué  sé...  pero  la  seña  marquesa  me  parece  un 
poco  ancha  da  conciencia. 

Luís.  ¡Oh!  Pero  no  crea  que  esto  lo  voy  á  dejar  así...  no  por 
cierto...  Entre  los  dos  hay  un  abismo...  La  separación, 
y  en  cuanto  á  esos  rivales,  los  mataré. 

Pedro.     Pero,  coronel... 

Luis.  Espérame  aquí.  Voy  á  escribir  una  carta  á  su  tía  la  ba- 
ronesa, para  que  venga  por  ella,  y  enseguida  partire- 
mos... Es  preciso. 

ESCENA   XiV. 

PEDRO  y  EMILIA. 
Pedro.     ¡Buen  cipizap-3  se  va  á  armar.  Está  visto  que  la  seña 


—  28  — 

marquesa  es  una  pájara,  que  ya! 
Emilia.     (¡No  está!)  ¿Cómo  no  ha  venido  á  echarse  á  mis  pies? 

¡Ingrato!) 
Pedro.     (¡Hola!  otra  vez  po  aquí.  Pus  lo  que  es  ahora  no  me 

engaña  como  antes.) 
Emilia.     ¿Y  tu  amo,  Pedro? 
Pedro.     Ha  dio  á  escribir  una  carta. 
Emilia.     Y  tú  ¿qué  haces  ahí  con  eso? 
Pedro.     Son  las  maletas. 

Emilia.    Pues  llévalas  al  cuarto  que  está  destinado  á  don  Luis. 
Pedro.     No  hay  para  qué. 
Emilia.     ¿Por  qué  razón? 
Pedro.     Porque  nos  vamos. 
Emilia.    ¿Os  vais?  ¿Adonde? 
Pedro.     Tanto  no  sé,  pero  creo  que  es  muy  lejos. 
Emilia.     ¿Más  por  qué  es  esa  partida? 
Pedro.     ¿Qué  quiere  usía?  El  coronel  está  desesperao,  y  creo 

que  intenta  que  le  lleven  los  demonios  cuanto  antes. 
Emilia.     ¡Pero  Dios  mío!  ¿Qué  le  sucede? 
Pedro.     Er  probé  sufre  mucho. 
Emilia.     ¿Por  mí? 
Pedro.     Pus  es  claro.  La  quiere  á  usía  más  que  á  las  ninas  de 

sus  ojos,  y  como  usía... 
Emilia.    Pues  bien,  Pedro,  yo  le  perdono,  todo  lo  olvido.  Que 

no  se  vaya. 
Pedro.     ¿Usía  le  perdona? 
Emilia.     Sí,  corre,  clíselo... 

Pedro.     ¡Yo!...  ¡Pa  que  me  eslome  de  un  trancaso! 
Emilia.     ¿Pero  por  qué? 
Pedro.     Porque  mi  señó  sabe  que  usía  quiere  mucho  á  on 

Jasinto. 
Emilia.     ¿Y  qué  importa? 
Pedro.     ¡Ah!  ¡vamos,  ná! 
Emilia.    Él  también  le  querrá  con  el  tiempo. 
Pedro.    ¡Él!...  ¡í'acilito  es  eso!  Si  lo  piya,  lo  estreya. 
Emilia.    Eso  es  una  inhumanidad  que  yo  no  consentiré. 
Pedro.     Cudiao,  seña  marquesa,  con  lo  que  hace. 


—  29  — 

Emilia.    ¡Matarle!...  Pobreciüo...   ¡híwe  poco  me  estaba  abra- 
zando con  un  cariño!... 
Pedro.     ¡Sopla!  Si  lo  oye  el  coronel... 
Emilia.     ¡Yo  le  defenderé  contra  todos! 

ESCENA  XV. 


DICHOS  y  LUIS. 

Luis.       Así:  pocas  frases  y  sentidas. 

Emilia.     Luis. 

Luis.       ¿Qué  quiere  usted,  señora? 

Emilia.  Por  Pedro  acabo  de  saber  los  motivos  que  tienes  de 
enojo  contra  mí. 

Luís.       Pedro... 

Pedro.     Mi  coronel... 

Emilia.  No  le  riñas;  yo  le  he  obligado  á  que  me  lo  diga...  Per- 
dón y  olvidemos  lo  pasado. 

Luis.        Hay  cosas  que  no  se  pueden  olvidar. 

Emilia.    Pero  siendo  tan  naturales... 

Luis.        Señora... 

Pedro.     (¡Atiza') 

Emilia.     ¡Pero  Luis! 

Luis.  ¿Cómo  tiene  usted  atrevimiento  de  rogar  por  él  de- 
lante de  mí? 

Emilia.    ¿Y  por  qué  no,  si  le  quiero  tanto? 

Luis.        Marquesa  .. 

Pedro.     (¡Ya  escampa!) 

Emilia.  Si  le  hubieras  visto  esta  mañana  con  qué  cariño  me 
besaba... 

Pedro.     (¡Agua  va!) 

Luis.  ¡Rayos  y  centellas!  Esa  osadía  es  espantosa,  y  sufrirá 
usted  las  consecuencias  de  ello. 

Emilia.     ¡Luis,  por  Dios! 

Luis.        ¿Dónde  está?  Pronto...  ¡Hable  usted! 

Emilia.    ¡Aunque  me  mates  no  lo  diré! 

Luis.        Señora... 

Emilia.    ¡Y  á  pesar  tuyo,  le  salvaré! 


—  30  — 


Luis,        ¡Infame! 
Pedro.     ¡Mi  coronel! 


ESCENA  XVL 


DICHOS,    y    ROSA 


Rosa.  ¡Señora!  ¡Señora! 

Luis.  ¿Qué  hay? 

Emilia.  ¿Qué  sucede? 

Rosa.  ¡Jacinto  no  quiere  almorzar,  creo  que  está  malo!' 

Luis.  ¡Cielos! 

Emilia.  ¡Ah! 

Pedro.  (¡Pues  señó,  ya  se  arregló!) 

Luis.  ¿En  dónde  está? 

Rosa.  En... 

Emilia.  ¡Calla,  por  Dios! 

Luis.  ¡Habla,  ó  no  respondo  de  mí!  (cogiéndola.) 

Rosa.  Que  me  hace  usted  daño. 

Emilia.  ¡Luis! 

Luís.  ¡Habla! 

Rosa.  ¡En  el  sofá!...  ¡Echado! 

LUIS.  ¡Infame!  (Corre  á  coger  las  pistolas.) 

EMILIA.  ¡Ay  mi  Jacinto!  (Huye  por  la  puerta  primera  do  la  izquierda 
y  cierra.) 

Pedro.  ¡Coronel! 

Rosa.  ¡Señor! 

Luis.  ¡Ha  cerrado!  ¡No  importa!  ¡Yo  abriré! 

Pedro.  ¡Buen  lío  has  armado! 

Rosa.  ¿Yo? 

Luís.  ¡Ah!  ¡Ya  cede! 

Pedro.  ¡Pero,  coronel! 

Luís.  ¡Dejadme!  ¡No  escaparán  de  mi  venganza!  (vase  por  !a 

puerta  primera  de  la  izquierda.) 

Rosa.  ¿Pero  qué  es  esto? 

Pedro.  ¡Ná!  Toca  á  desuello. 


—  31 


ESCENA   XVÍÍ. 


PEDRO,  ROSA,  EMÍLIA,  JACINTO  y  LUIS. 

Em;lu.  ¡Toma!  ¡Pedro,  sálvale! 

Pedro.  ¿Pero  qué  es  jesto? 

Emilia.  ¡Chits!  ¡Calla! 

Luis.  ¿Dónde  está?... 

Emilia.  ¡Perdón!  ¡lerdón!  (De  rodillas  las  dos  mujeres.) 

Luis.  ¡Nunca! 

Emilia.  ¡Dios  mío! 

Rosa.  ¡Señor! 

Luís.  Yo  le  encontraré. 

Pedro.  ¡Mi  coronel!  Aquí  está  on  Jasinto.)  (Piesenta  el  mon» 

agarrado  por  el  cuello,  por  cima  de  las  mujeres  que  suplican    á 
don  Luis.) 

Emilia.  ¡Ah! 

Luis.  ¡Un  mono! 

Pedro.  Según  paese. 

Emilia.  ¡No  le  mates,  Luis! 

Luis.  ¿Este  es  Jacinto? 

Emilia.  ¡El  mismo! 

Luis.  ¡Ah! 

Emilia.  ¿Qué  es  eso? 

Luis.;  ¡Nada,   esposa  mía!  He  estado  loco,  no  sé  lo  que  he 

dicho. 

Pedro.  Er  demonio  del  avechucho,  y  qué  susto  nos  ha  dado. 

Rosa.  ¿Pero  á  qué  ha  venido  esto? 

Luis.  ¿Y  Fernando? 

Pedro.  ¿Es  otro  mono? 

Emilia.  Es  mi  hermano,  oficial  de  ingenieros. 

Luís.  ¡Tu  hermano!  He  sido  un  infame,  he  dudado  de  tí. 

Perdóname. 

Emilia.  ¡Sí!  todo  lo  olvido.  Hasta  tus  amores  con  Leonina. 

Luis.  ¿Con  Leonina? 

Pedro.  ¡Ah!  ¡La  perra!  ¡Ya  se  murió! 


s<a 


Emilia.    Era  tal  vez... 

Luis.       Sí,  querida.  Ambos  hemos  sido  injustos;  olvido  á  lo 

pasado  y  seamos  felices. 
Emilia.     ¡Oh!  sí,  sí. 


MÚSICA. 

Luis.  Pues  ya  que  tu  inocencia 

se  muestra  como  el  sol, 
yo  te  ofrezco,  vida  mía, 
mi  cariño  abrasador. 

Pedro.  Si  nos  hemos  de  casar, 

díme  pronto,  vive  Dios, 
si  á  otro  mono  tú  también 
entregaste  el  corazón. 

Emilia.  Olvidemos  lo  pasado, 

y  en  sueño  seductor, 
te  daré  con  mi  ventura 
mi  cariño  abrasador. 

Rosa.  Pues  si  ya  te  tengo  á  tí, 

no  preguntes  más,  por  Dios, 
que  tú  soio  serás  dueño 
de  mi  amante  corazón. 

FIN  DE  LA  ZARZUELA. 


Habiendo  examinado  esta  zarzuela,  no  hallo  inconve- 
niente en  que  su  representación  sea  autorizada,  á  condi- 
ción de  que  se  indique  desde  los  principios  en  el  diálogo 
lo  que  baste  para  poner  al  público  en  vía  de  comprender 
que  la  conducta  ae  la  protagonista  no  es  pecaminosa. 

Madrid  29  de  Abril  de  1861. 

El  Censor  de  Teatros, 
Antonio  Febbe¡i  del  Rio. 

Está  hecha  la  aclaración  que  pide  la  censura. 


AUMENTO  AL  CATÁLOGO  DE  i.°  DE  JUNIO  DE  1888. 


COMEDIAS  Y  DRAMAS. 

TÍTULOS.  ACTOS.  AUTORES. 


Propiedad 

que 

corresponde. 


Heridos  y  contosos 1  Sres.  Larra  y  Gullón 

Leonor  I  de  Aragón 1        Pedro  Navarro. 

Olas  de  sangre 1 

Por  un  sombrero 1 

Clown 5 

El  molino  del  Carmen 5 

Lo  sublime  en  lo  vulgar 5 

Mar  y  cielo 5 

Teresa 5 


Todo. 


Manuel  Izquierdo 

J.  Guijarro  y  F.  Olona... 

José  Fola 

José  Fola 

José  Ecb<?garay 

E.  Gaspar  y  A.  Guimara.. 
José  Fola 


ZARZUELAS. 


¡Aquello! 

Certamen  nacional 

Despacho  parroquial 

El  golpe  de  gracia ...  - 

En  la  plaza  de  Oriente 

Epílogo 

La  cruz  blanca 

La  verdad  desnuda 

Pepa,  Pepe  y  Pepín 

Perder  la  pista 

Plan  de  estudios 

Por  Espafla 

Quedarse  ioalbis 

Timos  conyugales 

El  rey  reina 2 

Nanón «.    2 

Una  broma  en  Carnaval 2 

Sustos  y  enredos 5 


Tomás  Gómez 

Perrin  y  Palacio* 

Tomás  Calamita 

Seüá,  Hurtado  y  Caballero 

Cuevas 

Rojas,  Ruiz  v  San  losé  ... 

ferrin  y  Palacios 

Arniches  y  Cantó 

Rafael  M.  Liern 

Luis  Larra 

Calixto  Navarro 

Varas,  Rojas  y  San  José. . 

Rafael  Taboada 

Luis  Arnedo 

M.  E.  Tormo  y  ¡M.  Nieto  . . 
Olona,  Ferrer  y  G.  l'aboada 
Casademunt  y  Strauss,  .. . 
Juan  García  Cátala 


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ARCHIVO  Y  C0P1STERIA  MUSICAL 

PARA     GRANDE     Y     PEQUEÑA     ORQUESTA 
PROPIEDAD    DE 

FLORENCIO  F1SC0WICH,  EDITOR. 

Habiendo  adquirido  de  un  gran  número  de  nuestrros  me- 
jores Maestros  Compositores,  la  propiedad  del  derecho  de 
reproducir  los  papeles  de  orquesta  necesarios  á  la  represen- 
tación y  ejecución  de  sus  obras  musicales,  hay  un  completo 
surtido  de  instrumentales  que  se  detallan  en  Catálogo  sepa- 
rado, á  disposición  de  las  Empresas. 


PUNTOS  DE  VENTA. 


En  casa  de  los  corresponsales  y  principales  librerías  de  Es- 
paña y  Extranjero. 

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tamente  al  EDITOR,  acompañando  su  importe  en  sellos   de 
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