COLECCIÓN GRANADA
VIAJES
^
BORROW: LA BIBLIA EN ESPAÑA
TRAD. DEL INGLÉS POR M. AZAÑA
LA BIBLIA EN ESPAÑA
POR
BORROW
TRADUCeiUN DIRECTA DEL INGLES
POR Manuel Azaña
TOMO I
COLECCIÓN GRANADA
J I M É N E Z ■ F R A ü D , E d i t o r . — M A D K 1 I)
ES PROPIEDAD
QUEDA HECHO EL DEPÓSITO QUE MARCA
LA LEY
OP
Imprenta Clásica Española. Glorieta de Chamberí. Madrid.
NOTA PRELIMINAR
Tomás Borrow, de familia de labradores esta
blecida desde muy antiguo cerca de Liskeard, en
Cornwall, se fugo de su casa, siendo todavía mozo,
por esquivar las consecuencias de una fechoría
juvenil, y sentó plaza de soldado en 1783. Diez
años más tarde, cuando era sargento, se casó con
Ana Preferment, hija de un agricultor de East
Dereham, Norfolk, de abolengo francés probable-
mente. En 1798, Tomás Borrovv^ obtuvo el grado
de capitán, del que no pasó en su carrera militar.
En 1800 le nació un hijo, Juan Tomás, que fué
pintor y soldado, y acabó por emigrar a Méjico en
busca de fortuna, muriendo en aquellas tierras
en 1834. El 5 de julio de 1803 nació en East De-
reham el hijo segundo del matrimonio Borrow,
Jorge Enrique, el cual, treinta y tres años más tar-
de, había de ser popular en' Madrid con el nom-
bre de Don Jorgito el inglés. La infancia de Jorge
transcurrió en diferentes poblaciones de Inglate-
rra y de Escocia, merced a los cambios de guarni-
ción del regimiento en que servía su padre. Viajó
primeramente por las provincias de Sussex yKent,
y en 1808 y 18 10 estuvo otra vez en su pueblo
natal. Jorge era «un niño triste, que gustaba de
permanecer horas enteras en un rincón solitario,
con la cabeza caída sobre el pecho, dominado por
un abatimiento peculiar; a veces sentía una impre-
— VI —
sion de miedo muy extraña, hasta de horror, sin
causa real>. Sus padres le dejaban vagar libre-
mente por los campos. En 1810 conoció a Ambro-
sio Smith, el gitano a quien después representó
en sus escritos con el nombre deJasperPetulengro,
y se juraron fraternidad. El desarrollo mental de
Jorge fué algo tardío. Comenzó los estudios de hu-
manidades en Dereham, y los continuó en Edim-
burgo, después en Norwich, y el año 181 5 en la
«Academia Protestante» de Clonmel (Irlanda),
adonde el regimiento de su padre fué destinado.
La vida escolar le curó de sus hábitos insociables
y de su reserva. A Jorge le gustaban los estudios,
pero no la sujeción de la escuela. Sentía inclina-
ción natural por los idiomas, y los aprendía con
desusada facilidad; su memoria era descomunal.
Amaba la vida al aire libre y ios deportes. Las
aventuras, propias o ajenas, reales o soñadas, en-
candilaban su imaginación. En Irlanda, además de
aprender la lengua del país, te había hecho gran
jinete. Terminadas las guerras napoleónicas, y li-
cenciado el regimiento, los Borrow se establecie-
ron en Norwich. Jorge leía griego en ia Grammar
School, y de un emigrado francés tomaba lecciones
de este idioma, de italiano y de español; cultivaba,
además, la caza y el pugilismo. Los gastos y las
costumbres de Jorge le hicieron antipático a su
padre; no se le parecía en nada, teníale por un
verdadero gitano, y, desentendiéndose de él en
lo posible, le dejaba hacer cuanto quería. En 1818,
Jorge se encontró de nuevo con Ambrosio Smith,
o Jasper Petulengro, y, yéndose con él a un cam-
pamento de gitanos, los acompañó por ferias y
mercados, se inició en sus costumbres y aprendió
su idioma.
Llegado el momento de adoptar una profesión
que le diese para vivir, Jorge, dudoso entre la
Iglesia y el Foro, se decidió por el último; así se
lo aconsejó un amigo, en situación semejante a la
suya, diciéndole que la abogacía «era la mejor ca-
— VII —
rrera para quienes (como ellos) no pensaban ejer-
cer ninguna». El padre de Jorge le costeó el apren-
dizaje, colocándole en 1819 de pasante en casa de
unos curiales de Norwich. Pero Jorge debía de
tener mediana afición a los pleitos. Aprendió ga-
les, danés, hebreo, árabe, armenio, y en el despa-
cho de sus maestros trabajaba en traducir de esas
lenguas al inglés; su amigo William Taylor le en-
señó el alemán. Así vivió el pobre cinco años, ama-
rrado a un oficio tan opuesto a su vocación. Quizás
la lectura de libros de viajes y aventuras le fué
entonces más gustosa y necesaria que nunca, como
desquite déla aridez de su empleo. A Jorge Borrow
le gustaban mucho Gil Blas, el Peregrmo de
Bunyan, Sterne, el Childe Harold, y, sobre todos,
De Foe. «¡Oh genio de De Foe, yo te saludo!— ex-
clama en su autobiografía — . ¡Cuánto no te debe
el mío pobrísimo!»
En 1824, el capitán Tomás Borrow murió, de
jando por heredera de sus escasas rentas a su mu-
jer. Jorge, que llegaba entonces a la mayor edad,
se marchó a Londres a buscarse la vida en cuanto
terminó su contrato de pasantía. Llevaba por todo
capital un legajo de traducciones; pero sus espe-
ranzas eran muchas. Su primera estancia en Lon-
dres fué poco placentera. Luchaba con la escasez,
con la falta de salud, con la inseguridad del tra-
bajo, y padeció además la crisis característica de
la juventud al encararse indefensa con la vida, y
las amarguras de la vocación que busca a tientas
su camino. Jorge se interrogaba acerca del valor
de la existencia y de la verdad: «¿Qué es la ver-
dad? ¿Qué es lo bueno y lo malo? ¿Para qué he
nacido? ¿Todo perecerá y será olvidado, todo es
vanidad?» Y no encontraba respuesta satisfactoria.
El futuro misionero era entonces ateo empeder-
nido; su amigo Taylor, además de enseñarle el
alemán, le inculcó la irreligión. La tristeza y el
descorazonamiento de Jorge fueron tales, que sus
amigos temieron verle poner fin a sus días. Por
— VIII —
aquella época publicó Borrow algunas traduccio-
nes de poesías extranjeras (varios romances espa-
ñoles 1 ); escribió, por encargo de un editor, una
colección de «causas célebres» ^, y tradujo para
una revista fragmentos de leyendas danesas 3. Pero
en 1825, el periódico en que escribía desapare-
ció; riñó, además, con el editor que le daba tra-
bajo, y se quedó en la calle con sus manuscritos
y un puñado de dinero. Supónese que el anuncio
de un librero le indujo a escribir, para zafarse de
sus apuros del momento, una Vida y aventuras
de José Sell, obra publicada, al paiecer, con otros
cuentos y narraciones en una colección que hoy
no se sabe cuál fué. Vendida la obra, Borrow se
marchó de Londres, abandonando la literatura, y
viajó a pie en busca de salud corporal y de paz
para su ánimo. Cuatro meses duró su vida errante.
Volvió a encontrar a Jasper Petulengro, y se fué
con él a vivir en hermandad con los gitanos, traba-
jando en hacer herraduras, y preso en las redes
honestas de una linda mo2a de la tribu. Después
compró un caballo, y recorrió Inglaterra en busca
de aventuras. Cuando estos viajes concluyeron,
Jorge Borrow tenía veintidós años. Era alto, flaco,
zanquilargo, de rostro oval y tez olivácea; tenía la
nariz encorvada, pero no demasiado larga; la boca
bien dibujada, y ojos pardos, muy expresivos.
Una canicie precoz le dejó la cabeza completa-
mente blanca. Las cejas, prominentes y espesas,
ponían en su rostro un violento trazo obscuro.
Jorge Borrow, al escribir, andando el tiempo,
^ «Bernardas Address to his army», a bailad from the Spa-
nish; «The singing Mariner», a bailad from the Spanish; «The
french Princess», a bailad from the Spanish. En «Monthly Ma-
gazine», volumen 57. (182+).
2 «Celebrated Triáis, and Reraarkable Cases of Criminal
Jurisprudence, from the earliest records to the year 1825. Seis vo-
lúmenes. Knight and Laey. London, 1825.
3 «Danish Traditions and Superstitions». En «Monthly Ma-
gazine>, vols. 58, 59, 60.
— IX —
sus narraciones autobiográficas, se empeñó en ro-
dear de misterio ciertos años de su vida (1826-
1832), y con alusiones más o menos veladas (algu-
nas encontrará el lector en La BibUa ¿n España^
quiso dar a entender que se había visto envuelto
en misteriosas aventuras y dado cima a dilatados
viajes por países como la India, China y Tartaria.
Ignórase, en efecto, lo que Borrow hizo en esos
años; pero, en sentir de sus biógrafos más autori-
zados, es excesivo tanto misterio. Probablemente,
Borrow vivió todo ese tiempo sin ocupación fija;
viajó un poco, y escribió por gusto y por encargo.
En 1826 se publicó una colección de sus traduccio-
nes del danés ^ con otras composiciones suyas.
Dos años más tarde apareció una traducción de
las Memorias de Vidocq ^, atribuida a Borrow; in-
sertó en algunas revistas trabajos de menos im-
portancia. Viajó por la Europa occidental, y pare-
ce que estuvo en Madrid, pero este viaje no pudo
entrar en el marco de La Biblia en España.
Un gran cambio sobrevino en la vida de Jorge
Borrow durante el año 1833, que decidió de su
destino. Conocía Jorge Borrow a una familia resi-
dente en Oulton Hall, cerca de Lowestoft(Suffolk),
de la que formaba parte Mrs. Mary Clarke, de
treinta y seis años, viuda de un marino. Un reve-
rendo pastor, relacionado con esa familia, indujo
a Jorge Borrow a solicitar de la Sociedad Bíblica
Británica y Extranjera un empleo donde pudiera
utilizar su conocimiento de los idiomas. Jorge se
fué a pie a Londres, y en veintidós horas recorrió
una distancia de ciento veinte millas. En su frugal
pobreza, Jorge sólo gastó en el viaje cinco peni-
ques y medio, en un litro de cerveza, medio de
1 «Roniantic Baliads», Translated froni tlie Danish and Mis-
cellaneous pieces, by George Horrow. Norwich, S. Wiikin. 182'^.
2 «Memoirs of Vidocq>, principal agent of the French pólice
until 1827. Writen by himself. Translated from the French. 4
vols. London, Whittaker, Treacher and. Arnot. 1S28-29.
— X
leche, un pedazo de pan y dos manzanas. Los se-
ñores déla Sociedad Bíblica, después de examinar-
le de lenguas orientales durante una semana, le
preguntaron si estaba dispuesto a aprender en
seis meses la lengua raanchú. Aceptó Jorge, y con
un buen viático se volvió a Norwich, ya en dili-
gencia; estudió con ahinco y a los seis meses
triunfaba en las pruebas a que sus futuros jefes le
sometieron. Por aquellos mismos días, Jorge Bo-
rrow se jetractó de su ateísmo; ya fuese por influjo
de Mrs. Clarke, o porque las ideas que le inculcó
su amigo Tayior arraigaron poco en su espíritu y
se marchitaron al acercarse la treintena, lo cierto
es que Borrow profesó un protestantismo tan fa-
nático como el ateísmo que abandonaba. No tardó
en asimilarse el «tono misionero» ni en adoptar
la jerga propia de sus patronos. Cuando aun se
hallaba en curso su nombramiento, uno de los
secretarios de la Sociedad Bíblica censuraba así
el estilo de una carta de Borrow: «Perdóneme us-
ted si, como sacerdote, y mayor que usted en años,
aunque no en talento, me atrevo, con la mejor
intención, a hacerle una advertencia que podrá
no ser inútil.» Acota una frase que ha llamado la
atención de algunos de «los excelentes miembros
de nuestro Comité»: aquella en que «habla usted
de la perspectiva de ser útil a la Divinidad, al
hombre y a usied mismo. Sin duda, quiso usted decir
la perspectiva de glorificar a Dios; pero el giro de
sus palabras nos hizo pensar en ciertos pasajes de
la Escritura, tales como Job, XXI, 2, etc.» La res-
puesta de Borrow debió de ser tal, que el mismo
reverendo le escribía: «El espíritu de su última
carta es verdaderamente cristiano, en armonía con
aque'la regla sentada por el mismo Cristo, y de
la que El dio, en cierto sentido, tan prodigioso
ejemplo, que dice: El que se humille será ensalza-
do.» Finalmente, la Sociedad Bíblica aceptó los
servicios de Borrow y le envió a Rusia, para don-
de salió sin dilación, a mediados de año, a colabo-
— XI —
rar en la transcripción y colación del manuscrito
de la Biblia traducida al manchú, y en la impi-e-
sión del Nuevo Testamento en la misma lengua.
Jorge Borrow estuvo en Rusia hasta septiembre
de 1835. Sirvió con celo y buen éxito a la Socie-
dad Bíblica; visitó Moscú y Nowgorod, y proyectó
un viaje a China, a través del Asia, para distri-
buir el Evangelio por el Oriente. El Gobierno
ruso le negó los pasaportes. Ese proyecto de
viaje fué, en opinión de uno de sus biógrafos, el
único motivo que tuvo Borrow para creer, y hacér-
selo creer a sus lectores, que había estado en el
Oriente remoto K Durante su estancia en Rusia
tradujo al ruso unas homilías de la iglesia angli-
cana, y publicó en San Petersburgo dos coleccio-
nes de poesías traducidas por él al inglés: Targutn^
y el Talismán '.
En octubre de 1835 volvió Jorge Borrow a In-
glaterra, y, apenas llevaba un mes en su país, la
Sociedad Bíblica decidió utilizar de nuevo sus
servicios, enviándole a Lisboa y Oporto con en-
cargo de acelerar la propagación de la Biblia en
Portugal. Ni la Sociedad Bíblica ni Jorge Borrow
preveían entonces que sus campañas en la Penín-
sula iban a tener la importancia que después ad-
quirieron. Para la Sociedad, el envío de Borrow a
Portugal era un empleo interino, en espera de que
se decidiese su viaje a China. Borrow ignoraba si
tendría o no en Portugal libertad suficiente para
lanzarse a una propaganda intensa, ni si el ánimo
* «;No le ha chocado a usted nunca — le escribía en una oca-
sión su amigo el danés Has''cHt — cuánto se parece usted al buen
hidalgo Don Quijote de la Mancha? A mi juicio, podría usted
pasar fácilmente por hijo suyo.» W. Knapp: Lifr, ivritings and
correspondence of George BorroW' London, Murray, 1899. V'ol. I,
pág. ig--.
2 «Targum, or Metrical translations from thirty languages
and dailects», by George Borrow. St. Petersburg, Schulz and
Beneze, 1835.
' «The Talismán», from the Kussian or Alexander Pushkin,
with other pieces. St. Petersburg, Schulz and Beneze, 1835.
— XII —
de la gente se hallaría bien dispuesto para recibir-
la. Jorge Borro w se embarcó en Londres el 6
de noviembre de 1835, y llegó a Lisboa el 13 del
mismo mes ^; visitó los alrededores de la capi-
tal, hizo una excursión por el Aleratejo, y de estos
viajes y de sus conversaciones con el represen-
tante de laSociedad Bíblica en Lisboa nació la de-
terminación de aplazar sus trabajos en Portugal.
Borrow resolvió pasar a España. Salió de Lisboa
para Badajoz el r.° de enero de 1836, cruzóla fron-
tera el día 6, detúvose en Badajoz diez días, y por
Mérida, Oropesa y Talavera llegó a Madrid. Por
el camino fué madurando su plan de campaña: le
pareció necesario, ante todo, hacer en España
una tirada de la Biblia en castellano, porque sólo
podían circular las impresas en el reino. Pero lo
difícil no era eso; lo difícil era obtener permiso
para imprimirla si7i 7iotas. Desde la invención de
la imprenta, hasta 1820, no se había impreso en
España ninguna traducción de la Biblia descarga-
da de comentarios y notas, y que fuese, por tanto,
de tamaño manual y de precio reducido, accesible
a todos. En 1790 apareció la traducción de Scio,
en diez volúmenes en folio, y en 1823, la de Amat,
en nueve volúmenes en cuarto. Al amparo de la
fugaz libertad política, instaurada por la Revolu-
ción de 1820, se imprimió en Barcelona (1820) el
Nuevo Testamento, traducción de Scio, pero sin
notas; desde entonces, hasta la llegada de Borrow
a España, nada más se había hecho. La propagan-
da de la Sociedades bíblicas no consiste, esencial-
mente, en predicar una confesión determinada,
sino en difundir la lectura de la Biblia, poniendo
al alcance del mayor número el texto genuino de
la Escritura. Como, en opinión de los cristianos
reformados, los dogmas y prácticas de la Iglesia
romana contradicen la letra y el espíritu del libro
' Fechas establecidas por Mr. Kaapp, separándose de las que
Borrow da eu La Biblia en España
— XIII —
sagrado, basta la lectura de su texto auténtico»
y la restauración del sentido propio en su inteli-
gencia e interpretación, para minar las bases de la
dominación papista. Así, Borrow, abundando en
las intenciones de sus directores, y con autoriza-
ción expresa de ellos, gestionó desde luego el
permiso que necesitaba para imprimir el Evange-
lio sin notas, y, vencidas no pocas dificultades, se
dispuso a reimprimir en Madrid la traducción del
Nuevo Testamento, de Scio, editada sin notas por
la Sociedad Bíblica en Londres, 1826. Borrow y la
Sociedad Bíblica desconocían las versiones caste-
llanas de la Biblia, hechas por los antiguos refor-
mistas españoles, libros rarísimos entonces.
Borrow se fué de Madrid a los pocos días de la
revolución de La Granja, estuvo en Granada y
Málaga (viaje no referido en La Biblia en tspaña),
se embarcó en Gibraltar, llegó a Londres el 3 de
octubre, instó en la Sociedad Bíblica la inmediata
apertura de la campaña de propaganda en España,
y, aceptados sus planes, se reembarcó el 4 de no-
viembre, llegando a Cádiz el 22 del mismo mes.
Por Sevilla y Córdoba se dirigió Borrow a Madrid,
adonde llegó el 26 de diciembre. No perdió el tiem-
po. En 14 de enero de 1837 firmaba con Andrés
Borrego el contrato para la impresión del Evan-
gelio, y en i.*^ de mayo siguiente se publicó el
libro 1. Borrow obtuvo de la Sociedad Bíblica auto-
rización para repartir en persona la obra por los
pueblos, y, dejando en Madrid encargado de sus
asuntos a don Luis de Usoz y Río, emprendió,
acompañado de su famoso criado griego, el lar-
guísimo viaje por Castilla la Vieja, Galicia, Astu-
rias y Santander, que duró desde mayo a noviem-
bre de 1837. De regreso en Madrid, imprimió dos
' El Nuevo Testamento, traducido al español de la Vulgata
Latina, por el Kmo. P. Phelipe Scio de S. Miguel, de las Kscue-
las Pías, obispo electo de Segovia. Madrid. Imprenta a cargo de
don Joaquín de la Barrera, 1837. En 8.°, 53+ págs.
— XIV —
nuevas traducciones parciales del Nuevo Testa-
mento: una traducción del Evangelio de San Lucas
al caló ^ hecha por él, y otra del mismo Evangelio
al vascuence, por un señor Oteiza 2.
La publicación del Evangelio en caló, la apertu-
ra de un Despacho de la Sociedad Bíblica en la
calle del Príncipe, los métodos empleados por Bo-
rrow para llamar la atención del público hacia su
obra y ciertas imprudencias de otros agentes de
la Sociedad en España, provocaron la intervención
de las autoridades y desencadenaron una borras-
ca, en la que naufragó la propaganda evangélica
y, a la larga, puso fin a ios trabajos de Borrow en
España; de elJa nació también un primer disenti-
miento entre la Sociedad y su agente, disentimien-
to que terminó en ruptura. En enero del 38, el
jefe político de Madrid secuestró los libros exis-
tentes en la tienda abierta por Borrow; en mayo,
fué preso Don Jorge por desacato a un agente de
la autoridad y por vender libros impresos fuera
del reino, introducidos en España con infracción
de las leyes vigentes. Borrow cuenta en La Biblia
en Espafia la historia del secuestro y de su pri-
sión; pero omite ciertos hechos que influyeron
grandemente en aquellas resoluciones del Gobier-
no, hechos que Borrow no conoció hasta después
de salir de la cárcel. Había por entonces en Espa-
ña otro agente de la Sociedad Bíblica, llamado
Graydon, que operaba principalmente en las pro-
1 Fmbeo e Majaró Lucas. Brotoboro rodado andré la chipé
griega, acána chibado andré o Romano, o chipé es Zincales
de Sesé.
fel Evangelio según S. Lucas, traducido al Romaní, o dialecto
de os gitaao; de i spaña. [Madrid], i?37. En i6.°, 177 págs.
Segunda edición: Criscoie e Majaró Lucas, chibado andré o Ro-
manó, o chipé es Zi'cales de Sesé.
Kl Kvangelio según S. Lucas, traducido al romaní. o dialecto
de los gitanos de España. I.undra. 1S72. Rn 16.**, 177 págs.
2 Evangelioa San Lucasen Guisfan. El Evangelio según S. Tru-
cas, traducido al vascuence. Madrid. Imprenta de la Compañía
Tipográfica, 1838. En 16.°, i76pags.
— XV —
vincias de Levante. Graydon, que imprimió en
Barcelona una edición del Nuevo Testamento y
otra de la Biblia (A. )' N. T.), sin notas, en 1837,
no se limitaba, como Borrow, a propagar el libro,
sino que repartía folletos, prospectos y opúsculos
atacando al Gobierno modeíado, al clero español
y a sus doctrinas. Esta conducta produjo aigunos
escándalos en Valencia, Murcia y Málaga; y como
Graydon se proclamaba, no sólo agente de la So-
ciedad Bíblica, sino íntimo colaborador y asociado
de Borrow, dio pretexto para que el Gobierno,
movido por los curas, desfogara su inquina tratan-
do a don Jorge con extremado rigor. La prisión
de Borrow y las reclamaciones del ministro britá-
nico produjeron, como puede suponerse, una reu-
nión precipitada del Consejo de ministros, un
ofrecimiento de dimisión por parte del jefe polí-
tico, e interpelaciones en las Cortes censurando al
Gobierno... por su lenidad. Excarcelado Borrow,
supo por el ministro británico la parte que la
conducta de Graydon había tenido en sus perse-
cuciones, y se le ocurrió escribir sendas cartas al
Correo Nacional y a ia Sociedad Bíblica desautori-
zando y condenando el proceder de su colega. En
la carta al Correo Nacional, publicada el 27 de
mayo, se titula «único agente autorizado en España
de ia S. B.>. Kn la carta a sus directores de Lon-
dres, luego de referir las entrevistas del ministro
británico con Ofalia, dice respecto de Graydon:
«Hasta el momento presente, ese hombre ha sido
el ángel malo de la causa de la Biblia en España,
y también el mío, y ha empelado tales procedi-
mientos y escogido de tal modo las ocasiones, que
casi siempre ha conseguido derribar los planes
hacederos trazados por mis amigos y por mí para
la propagación del Evangelio de una manera per-
manente y segura.» La respuesta de la .Sociedad
fué un cruel desengaño para Borrow: reconocíase
en ella que Graydon era tan legítimo representan-
te de la Sociedad Bíblica como él; no se accedía a
XVI —
desautorizar y condenar su proceder, y, además
se le advertía a Borrow que, en adelante, se abs
tuviese de publicar cartas como la del Correo Na
cional. Por su parte, el Gobierno español, tras al
gunos artículos oficiosos en que se le excitaba í
proceder «con mano dura» contra los escarnece
dores de la religión, prohibió de Real orden (2^
de mayo) la circulación y venta del Nuevo Testa'
mentó editado por Borrow.
En relaciones poco cordiales con sus jefes y fren-
te a la hostilidad resuelta de los gobernantes espa-
ñoles, Borrow no podía ya realizar en la Penín-
sula una obra duradera ni fructífera. Aquel verano
del 38 anduvo don Jorge por La Sagra y por tie
rras de Segovia. El 24 de agosto llegó a sus manob
^^ o^<ien de sus jefes llamándole a Inglaterra, y,
allá se fué, a través de Francia, y en tres o cuatro
meses que permaneció en su pais zanjó sus dife-
rencias^con los directores y logró que le enviaran
a España por tercera y última vez. El 31 de di-
ciembre de 1838 desembarcó en Cádiz, y, salvo
Jos tres primeros meses, que pasó en Madrid de-
dicado a la propaganda, casi todo el año 39 estuve
en í^evilla, en relativa inacción. Allí fueron a bus-
carle Mrs. Clarke y su hija, a quienes instaló en
su propia casa de la Plazuela de la Pila Seca; hizo
solo un viaje a Tánger, donde Je alcanzó la orden
del Comité de Ja Sociedad Bíblica dando por ter
minada su misión en España, y en Tánger se aca-
ba bruscamente la narración de sus aventuras De
Mr^r"? ? ^f """¿^ ^nunzió su matrimonio con
Mrs. Clarke (Ja Seña Biuda con Don Jorgiioel
&eVLTnT'í- los preparativos parí vol í^r a
^íTiJ^^t^ri^s^rdiiri/^:;:^^
tre.nta horas; todavía estuvo en Madrid gestionan
— XVII —
Cotiage (Lowestoft), propiedad de su esposa, don-
de vivió muchos años entregado a las pacíficas
tareas literarias.
Lo primero que publicó fué su obra sobre los
gitanos ^ en la que había trabajado mucho duran-
te su permanencia en España. Contiene una des-
cripción preliminar de los gitanos de diversos
países y un estudio de la historia y costumbres de
los de España, compuesto de observaciones per-
sonales y extractos de libros referentes a ellos.
Siguen una colección de poesías populares en caló,
recogidas verbalmente por Borrow, y un vocabu-
lario. En The Zincali s^ aprecia «una fuerte per-
sonalidad y una observación extraordinarias- 2;
pero cualquiera puede advertir el desorden con
que está compuesto el libro. Es importante para
conocer las costumbres de los gitanos, y completa
además algunas aventuras que en La Biblia en
España sólo están indicadas.
La publicación de T/ie Zincali puso a Borrow eri
relación con Ricardo Ford, docto en cosas hispá-
nicas, que preparaba por entonces su Manual úe
España 3. Ford aconsejó a Borrow que publicase
sus aventuras personales y se dejara de extractar
libracos españoles. Al saber que tenía entre manos
una Biblia en España, insistió en sus advertencias:
nada de vagas descripciones, nada de erudición
libresca; hechos, muchos hechos, observados di-
rectamente; arrojo para no caer en las vulgarida-
des; no preocuparse del bien decir; evitar las
gazmoñerías y la declamación. Borrow se aprove-
' The Zincali; or. An Account of the Gypsies of Spain. Whit
an original colleciion of their Songs and Poetry, and a copious
Dictionary of their Language. By George Borrow... In two
volumes. London, John Murray, 1841.
* E. Thomas: George Borrow, the man and his books. i. v.
London, Chapman and Hall, 1912.
' Hand-Book for Travellers in Spain and Readers at Home.
London, Murray, 1845. 2 vols. 8.* «Las ediciones posteriores
están abreviadas o adaptadas a los itinerarios del ferrocarril. El
verdadero «Ford» no ha vuelto a parecer.» (Knapp.)
— XVIII —
chó de esos consejos. En su retiro de Oulton
ordenó y completó los materiales de que dispo-
nía: diarios de viaje, cartas a la Sociedad Bíblica,
y en diciembre de 1842 se publicaba la obra ^ que
velozmente le llevó a la celebridad.
Su triunfo fué inmenso. En el primer año se ago-
taron seis ediciones de a mil ejemplares en tres
volúmenes, y una edición de diez mil ejemplares
en dos tomos. Dos veces reimpresa en Norteamé-
rica aquel mismo año 43, fué traducida al alemán,
al francés y al ruso; en 19 11 iban publicadas de
La Biblia e?i España más de veinte ediciones in-
glesas. Borrow saboreó la popularidad; sus escri-
tos posteriores contribuyeron poco a sostenerla.
Sus aventuras en España despertaron en el pú-
blico un deseo muy vivo de conocer otros hechos
de la vida del «héroe». Ricardo Ford le aconsejó
que escribiese su autobiografía. Don Jorge, sin le-
vantar mano, compuso el Lavengro, historia de
su niñez y juventud, continuándola años después 2,
hasta la fecha en que comienza aquel misterioso
período de su vida, de que ya se hizo mención. La
obra defraudó las esperanzas del público; los crí-
ticos, con gran indignación del autor, pronuncia-
ron sobre ella un fallo adverso; se aguardaba una
narración rigurosamente veraz, y aparecía un re-
voltijo de sucesos reales e imaginarios más que
suficiente para desorientar al lector. Borrow se
consoló difícilmente de lo que algunos llamaron su
«fracaso». La vanidad herida, no iba a contribuir
a suavizarle el humor, cada día m.ás áspero y agrio
• The Bible in Spain; or thc Journeys, Adventures, and Im-
prisonmeuts of an Englishman, in an attempt to circulatt- the
Scriptures ia the Península. By George Borrow, author of «The
Gypsies of Spain». In three volumes. London, John Murray,
184.3,
2 Lavengro; the Scholar-the Gypsy-the Priest. By George Bo-
rrow... la three volumes. London, John Murray, 1851.
The Romany Rye; a sequel to «Lavengro». By George Bo-
rrow... In two volumes. London, John Murray, 1857.
— XIX —
Llevaba con impaciencia la vida sedentaria de es-
critor. Sentía, además, inquietudes religiosas; los
antiguos tterrores» le atormentaban. Borrow que-
ría viajar y solicitó empleos fuera de su patria;
misiones literarias en Asia, el consulado de Hong-
Kong: pero sin resultado. Hizo un viaje por el
Oriente de Europa, y recogió nuevos datos acerca
de la vida y lenguaje de sus amigos los gitanos en
Hungría, Valaquia y Macedonia. Anduvo también
por su país; visitó Gales, Escocia y otros lugares,
y recogió parte del fruto de estas jornadas en un
libro 1 que fué la última obra importante que pu-
blicó. Desde 1860 residía en Londres, donde vivió
catorce años sin producir nada desde la aparición
de Wild Wales, sumido en tanta obscuridad, en
tal silencio, que algunos le creían muerto. Estimu-
lado por el deseo de conservar su antigua prima-
cía en los estudios gitanos, que otros cultivaban
ya con diferente método, se lanzó a publicar, en
1874, un vocabulario 2 del dialecto de los gitanos
ingleses, obra que, al aparecer, era ya anticuada.
En suma: Borrow se sobrevivió; tan sólo la muer-
te— observa Mr. Knapp — podía devolverle la no-
toriedad perdida. La muerte tardaba en llegar.
Borrow se marchó de Londres en 1874, y se refu-
gió en su casa de Oulton; estaba viudo desde
1869. El arriscado Don Jorge de otros tiempos era
un anciano de mal humor, que vivía triste y solo
en una casa de campo mal cuidada, y se paseaba
por el jardín enmarañado cantando poemas de su
cosecha. Su extraño continente, su soledad y
«sus conversaciones con los gitanos, a quienes
permitía acampar en la finca, crearon en torno
suyo una especie de leyenda. Los muchachos, en
viéndole pasar, le gritaban: ¡Gitano!, o ¡brujo!>
* Wild Wales: its people, Language, and Scenery. By Gcor-
ge Borrow... In three volumes. London, John Murray, 1SÓ2.
* Romano Lavo-Lil: Word-Boo!c of the Roraauy, or English
Gypsy Language... By Ceorge Bonow. LoDdon, JohH Murray,
1874.
— XX —
Muy cerca ya del fin, su hijastra fué con su mari-
do a vivir en su compañía. En la mañana del
26 de julio de 1 881, el matrimonio se fué a Lowes-
toft a sus asuntos, dejando a Borrow completamen-
te solo; mucho les rogó que no se fueran, porque
se sentía morir; pero le dijeron que ya otras veces
había expresado igual temor sin fundamento algu-
no. Cuando volvieron, a las pocas horas, se lo en-
contraron muerto.
Aunque The Bible in Spai7i no fuese, en térmi-
nos absolutos, el mejor libro de Borrow, sería en
todo caso, con enorme diferencia respecto de
sus otros escritos, el que más títulos tendría a la
atención de nuestro público. El mérito intrínseco
del libro, y la singular reputación de España, le
hicieron popular en Inglaterra y Norteamérica y
conocido en varias naciones de Europa, motivos
también valederos para su divulgación en nues-
tro país, con más el de ser los españoles, no lecto-
res distantes, sino parte interesada, actores en
las escenas y su tierra marco de aquella narra-
ción. No es muy honroso para nuestra curiosidad
que hayan transcurrido cerca de ochenta años
desde que vio la luz, sin ponerlo hasta hoy, tradu-
cido, al alcance de todos. El libro fué compuesto,
en su mayor parte, en los lugares mismos que
describe. Borrow redactaba un diario de viaje, y
remitía, además, a la Sociedad Bíblica cartas de
relación de sus aventuras y trabajos. La Sociedad
prestó a Borrow esas cartas luego de cerciorarse
de que, al aprovecharlas, no cometería ninguna
indiscreción. «¡No he revelado los secretos de la
Sociedad!», decía después Borrow; en efecto, no
mienta su desacuerdo con los directores, y tribu-
ta a Graydon, el «ángel malo» de la causa bíblica,
ardientes elogios. Las cartas de Borrow a laSocie-
dad Bíblica ^ son tan extensas como la mitad de
' «Letters of George Borrow to the Bible Society», edited by
T. H. Darlow, 1911.
— XXI —
The Bible in Spain; pero sólo aprovechó la tercera
parte de ellas en la composición del libro; lo de-
más salió de sus diarios, fundiéndose todo al calor
de su espíritu cuando recordaba y revivía a dis-
tancia las impresiones indelebles recibidas. Tres
son los temas de la obra: la difusión del Evange-
lio, Don Jorge el inglés y España. Los tres se enla-
zan en un conjunto armónico; la propaganda evan-
gélica es el propósito deliberado de que remota-
mente trae origen el libro, y constituye su ar-
mazón interior; todas las idas y venidas de Don
Jorge, todos sus pensamientos, van encauzados a
la divulgación de la palabra divina; los hombres y
las tierras de España, materia de su explicencia,
constituj'en, no sólo una decoración de fondo,
asombrosa por el relieve y color, sino el ambiente
en que se mueve y respira un personaje extraor-
dinario, algo distinto de Borrow, pero que es Bo-
rrow mismo despojado de toda vulgaridad y fla-
queza, elevado a la categoría de un semidiós. De
esos temas, el evangélico es el que nos importa
menos. España, país de misiones, España, país de
idólatras, era un punto de vista nuevo, dentro de
nuestro solar, en 1835, ^ irritante para quienes,
dueños de la religión verdadera, habíanla expor-
tado durante siglos. No será hoy menos irritante
para buen número de personas el antipapismo de
Borrow; pero es improbable que los españoles
descontentos, los no conformistas, rompan a gritar:
¡Al campo, al campo, Do?i Jorge, a propagar el Evan-
gelio de Inglaterra! En el fondo, la preocupación
de Borrow es de la misma índole que la de los
«idólatras», sus enemigos. La regeneración de
España por la lectura del Evangelio sería un pro-
grama que acaso hiciera hoy sonreír. El mayor
número seguiría la opinión de Mendizábal, que a
la insistencia con que Borrow solicitaba el per-
miso para imprimir el Testamento, salvación úni-
ca de España, respondía: «¡Si me trajese usted
cañones, si me trajese usted pólvora, si me trajese
— XXII —
usted dinero para acabar con los carlistas!» Pero
Don Jtian y Medio, y los liberales que hicieron la
desamortización eclesiástica, no se atrevían a per-
mitir que circulase el Evangelio sin notas. Aun-
que movido por un fanatismo antipático, en favor
de Borrow hablan su osadía personal, la conside-
ración de que luchaba contra un poder omnímodo,
irresponsable, y la de que, formalmente, pugnaba
por un mínimo de hospitalidad y de libertad, sin
las que los hombres en sociedad son como fieras;
y eso está siempre bien, hágase como se haga. El
libro de Borrow es un precioso documento para
la historia de la tolerancia, no en las leyes, sino
en el espíritu de los españoles.
The Bible in Spain es un libro autobiográfico. «El
principal estudio de Borrow fué él mismo, y en
todos sus mejores libros, él es el asunto principal
y el objeto principal» i. No emplea en esta obra
las confidencias, no se confiesa con el lector; su
procedimiento consiste en dejar hablar a los que
le tratan, para pintar el efecto que su persona y
sus hechos causan en el ánimo del prójimo; aso-
mándonos a ese espejo, vemos la imagen de un
Don Jorge muy aventajado: subyugaba y domaba
a los animales fieros; los gitanos le adoraban; era
la admiración de los manólos', temíanle los pica-
ros; confundía al posadero ruin y a los alcaldillos
despóticos; encendía en sus servidores devoción
sin límites; era afable y llano con los humildes;
trataba a los potentados de igual a igual y hacía
bajar los ojos al soberbio; nunca se apartaba de la
razón, ni perdía la serenidad; un prestigio miste-
rioso le envuelve; en suma: el héioe y el justo
se funden en su persona; es un apóstol que pro-
paga la palabra de Dios, pero sin el delirio de la
Cruz, sin romper el decoro; es un caballero andan-
te que se compadece de la miseria, y a cada mo-
mento cree uno verle emprender la ruta de Don
* Ed. Thomas, cap. II.
Quijote, pero sin burlas, sin yangüeses, en una
España que creyese en él y le tomase en serio.
Apóstol y caballero están bajo el amparo del pa-
bellón británico.
Borrow se colocó, o colocó a su héroe, en un
escenario sin segundo, de tal fuerza que, para
nuestro gusto, el aventurero se borra, se disuelve
en el paisaje, o queda a la zaga de la muchedum-
bre española que suscita. Es difícil encontrar otro
caso en que un escritor haya triunfado con más
brillantez de la hostil realidad presente. Borrow
lucha a brazo partido con la realidad española, la
asedia, poco a poco la domina, y con la lentitud
peculiar de su procedimiento acaba por poner en
pie una España rebosante de vida. No se atuvo
í. una realidad de «guía oficial». Lo que le impor-
taba era el carácter de los hombres, y no de todos,
sino los de la clase popular, donde los rasgos na-
cionales se conservan más puros. Labradores,
arrieros, posaderos, gitanos, curas de aldea, mon-
terillas, mendigos, pastores, pasan ante nosotros,
y al verlos gesticular y oírlos hablar, creemos en-
contrarnos con antiguos conocidos. Unos son pi-
caros, otros santos; unos son listos, otros muy
zotes; casi todos groseros, muchos con sentimien-
tos nobles, pero unidos en general por un aire de
familia inconfundible; y la verdad es que, con todas
sus picardías o su zafiedad, no puede uno dejar de
quererlos. Tuvo además Borrow una espléndida
visión del campo, y lo sintió e interpretó de un
modo enteramente moderno. Así, don Jorge des-
cubrió y pintó, en realidad, lo que quedaba de
España. Arrancados los árboles, agostado el cés-
ped, arrastrada en mucha parte la tierra vegetal,
asomaba la armazón de roca, con toda su fealdad
y su inconmovible firmeza.
El lector apreciará seguramente en La Biblia
en España, a pesar de la traducción descolorida,
el novelesco interés de algunos pasajes que pare-
cen arrancados de un libro picaresco, el movi-
XXIV —
miento de ciertos cuadros, propios de un «episo-
dio nacional.^, el sabor de otras escenas de costum-
bres, los bosquejos de tipos 5^ caracteres, con tantos
otros méritos que es innecesario señalar; pero lo
mismo ante ellos, que ante los defectos del libro,
y frente a la repulsión que ciertos juicios — expre-
sos o sobrentendidos — del autor puedan suscitar
en el ánimo de un español, conviene estar preve-
nido para no incurrir en las descarriadas aprecia-
ciones que acerca de este libro se han proferido
en nuestro país. La Biblia en España es un libro
de viajes, cierto; pero hay que entenderse acerca
de su calidad. No es un informe a la Sociedad
bíblica respecto de los progresos del Evangelio
en España, ni un «cuadro del estado político,
social, etcétera», de la nación, ni un itinerario para
recién casados, ni una reseña de las catedrales y
otros monumentos pergeñada para uso de los
snobs de ambos mundos; La Biblia en España es
una obra de arte, una creación, y con arreglo a
eso hay que juzgar de su exactitud, del pai'ecido
del retrato y de las «invenciones» del autor. Los
paisajes, los lugares, las figuras, están notados con
puntualidad; es excelente en la inteligencia de las
costumbres, y no hay en el libro caricatura ni fal-
sificación de sentimientos. Episodios compuestos,
no vistos por Borrow; personajes inventados aglu-
tinando rasgos dispersos, sin duda los ha de ha-
ber; pero eso. ¿es ilícito? Pudiera com^pararse la
creación de Borrow a una estatua de mayor
tamaño que el natural. La verdad artística del
conjunto y su efecto conmovedor son innegables.
El libro no es sólo verdadero; es, en ciertos pun-
tos, revelador.
La traducción que hoy ofrecemos ai público
está hecha siguiendo el texto de la edición de
U. R. Burke (1896); hemos aprovechado parte del
glosario que la acompaña, poniendo al pie de la
página correspondiente las equivalencias del calo
y del castellano; las notas de Burke no las repro-
— XXV —
ducimos todas, porque algunas son innecesarias
para el lector español, y otras contienen errores
de bulto. De la biografía de Borrow, por Míster
Knapp, hemos sacado algunas notas que aclaran
el texto, o placen, simplemente, a la curiosidad
del lector.
M. A.
ÍNDICES
Páginas.
Capítulo primero. — ¡Hombre al agua! — El Tajo.
Las lenguas extranjeras. — La gesti-
culación. — Calles de Lisboa. — El
acueducto. — La Biblia tolerada en
Portugal. — Cintra. — Don Sebastián.
Juan de Castro. — Conversación con
un cura. — Colhares. — Mafra. — El pa-
lacio.— El maestro de escuela. — Los
portugueses. — Su ignorancia de las
Escrituras. — Los curas rurales. — El
Alemtejo 49
Cap. II. — Boteros del Tajo. — Peligros de la co-
rriente.— Aldea gallega. — La hoste-
ría.— Ladrones. — Sabocha. — Aven-
tura de un arriero. — Estalagetn de la-
drois. — Don Gerónimo. — Vendas
Novas. — Un Sitio Real. — Los cer-
dos del Alemtejo. — Monte Moro. —
Un cabrero singular. — Los hijos de
los campos. — Infieles y saduceos.. . 68
Cap. ui. — Un comerciante de Evora. — Contra-
bandistas españoles.— El león y el
28 ÍNDICES
Páginas.
unicornio. — La fuente. — Confianza
en el Todopoderoso. — Reparto de
folletos. — La librería en Evora. — Un
manuscrito. — La Biblia como guía. —
La infame María, — El hombre de
Palmella. — El conjuro. — El régimen
frailuno. — Domingo. — Volney. — Un
auto de fe. — Hombres de España. —
Lectura de un folleto. — Nuevos via-
jeros.— La mata de romero 87
Cap. IV. — Dilaciones molestas. — El cochero bo-
rracho.— Una muía muerta. — La-
mentación.— Aventura en un des-
campado.— El miedo a la obscuri-
dad.— Un fidalgo portugués. — La
escolta. — Regreso a Lisboa 105
Cap. V. — El colegio. — El rector. — La piedra de
toque. — Prejuicios nacionales. — De-
portes juveniles. — Los judíos de Lis-
boa.— Creencias corrompidas. — Cri-
men y superstición 119
Cap. vi. — El frío en Portugal— Me libro de una
extorsión. — Sensación de soledad.
El perro. — El convento. — Un paisaje
encantador. — El castillo morisco. —
Plegaria por un enfermo 134
Cap. VII. — La piedra druídica. — Un joven espa-
ñol.— Soldados rufianes. — Los ma-
les de la guerra. — Estremoz. — La
disputa. — La atalaya en ruinas. —
Vislumbre de España. — Ayer y hoy. 147
N D I C E S 29
, Páginas,
Cap. vin.—Elvas.— Longevidad extraordinaria.—
La nación inglesa.— Ingratitud por-
tuguesa.—Las fortificaciones.— Un
mendigo español. — Badajoz. — La
aduana
161
Cap. IX.— Badajoz. —Antonio el gitano.— Una
proposición de Antonio.— Es acep-
tada.—El desayuno gitano.— Salida
de Badajoz.— El borrico del gitano.
Mérida.— La muralla en ruinas.— La
comadre.— El país del moro.— Los
hombres negros.— La vida en el de-
sierto.— La cena ^73
Cap. X.— La nieta de la gitana.— Proyecto ma-
trimonial.—El alguacil.— El ataque.
Trote largo.— Llegada a Trujillo.—
Noche de lluvia.— La selva.— El vi-
vac—iLevántate y anda!— Jaraicejo.
El Nacional.— El caballero Balmer-
son.— Entre jarales.-Una conversa-
ción seria.— ¿Qué es la verdad?—
Noticia inesperada IQ^
Cap. XI.— El puerto de Mirabete.— Lobos y pas-
t<jres.— La sutileza de las hembras.
Muerto por los lobos.— Se aclara el
misterio. — Las montañas. — La hora
tenebrosa.— Un viajero nocturno.—
Abarbanel— Los tesoros ocultos.—
El poder del oro.— El arzobispo.—
Llegada a Madrid 224
Cap. xn.— Mi alojamiento en Madrid.— La patro-
30 índices
Páginas.
na. — El embajador británico. — Men-
dizábal. — Baltasar. — Deberes de un
Nacional. — Sangre moza. — La eje-
cución.— La población de Madrid.
Las clases altas. — Las clases bajas.
Las corridas de toros. — El gitano . . . 244
Cap. xra. — Intrigas de la Corte.— Quesada y Ga-
liano. — Disolución de las Cortes. —
El secretario. — Testarudez aragone-
sa.— El Concilio de Trento. — El as-
turiano.— Los tres bandidos. — Be-
nedicto Mol. — El hombre de Lucer-
na.— El Tesoro 263
Cap. xrv. — Estado de España. — Istúriz. — Revolu-
ción de La Granja. — La revuelta. —
Síntomas alarmantes. — Los corres-
ponsales de periódicos. — Arrojo de
Quesada. — La escena final. — Fuga
de los moderados. — El café 281
Cap. XV. — El vapor. — El cabo de Finisterre. — La
tormenta. — Llegada a Cádiz. — El
Nuevo Testamento. — Sevilla. — Itáli-
ca.— El anfiteatro. — Los presos. — El
encuentro. — El barón Taylor. — La
calle y el desierto 297
Cap. XVI. — Salida para Córdoba. — Carmona. — Las
colonias alemanas. — El idioma. — Un
caballo haragán. — El recibimiento
nocturno. — El posadero carlista. —
Buen consejo. — Gómez. — El geno-
vés viejo. — Las dos «piniones 315
índices 31
Páj^inas.
Cap. XVII. — Córdoba. — Los moros de Berbería.
Los ingleses. — Un cura viejo. — El
breviario romano. — El palomar. — El
Santo Oficio. — Judaismo. — Los pa-
lomares profanados. — Propuesta del
posadero 331
Cap. xviii. — Salida de Córdoba. — El contraban-
dista.— Treta judaica. — Llegada a
Madrid 347
LA BIBLIA EN ESPAÑA
PRÓLOGO
MUY rara vez se lee el prólogo de un li^
bro,y, en realidad, la mayor parte de los
que han visto la luz en estos últimos años,
no tienen prólogo alguno. Me ha parecido,
sin embargo, conveniente escribir este pre-
facio, y sobre él llamo humildemente la
atención del benévolo lector, porque su lec-
tura contribuirá no poco a la cabal inteli-
gencia y apreciación de estos volúmenes.
La obra que ahora ofrezco al público, ti-
tulada La Biblia en España, consiste en una
narración de lo que me sucedió durante mi
residencia en aquel país, adonde me envió
la Sociedad Bíblica, como agente suyo, para
imprimir y propagar las Escrituras. No obs-
tante, comprende también algunos viajes y
aventuras en Portugal, y concluye dejando-
me en «el país de los Coralmhy ^ región a la
1 En gitano: moros del norte de África. Los
vocablos no ingleses empleados por Borrow en
The Bible in Spain se estampan en esta traducción
con letra cursiva.
36 PROLOGO
que me pareció oportuno retirarme por una
temporada, después de haber sufrido en Es-
paña considerables ataques.
Es muy probable que si yo hubiese visi-
tado España por mera curiosidad o con el
propósito de pasar uno o dos años agrada-
blemente, jamás hubiese intentado dar cuen-
ta detallada de mis actos ni de lo que vi y
oí. Yo no soy un turista ni un escritor de
libros de viajes; pero la comisión que llevé
allá era un poco extraña y me condujo ne-
cesariamente a situaciones y posiciones in-
sólitas, me envolvió en dificultades y per-
plejidades, y me puso en contacto con gen-
te de condición y categoría muy diversas;
de suerte que, en conjunto, me lisonjeo pen-
sando que el relato de mi peregrinación no
carecerá enteramente de interés para el pú-
blico, sobre todo, dada la novedad del asun-
to; pues aunque se han publicado varios li-
bros acerca de España, éste es el único, creo
yo, que trata de una obra de misiones en
aquel país.
Es verdad que en el libro se encontrarán
bastantes cosas muy poco relacionadas con
la religión o con la propaganda religiosa;
pero no tengo por qué excusarme de ha-
berlas traído aquí a colación. Desde el prin-
cipio hasta el fin fui, digámoslo así, a la de-
riva por España, tierra de antiguo renombre,
tierra de maravillas y de misterios, en con-
diciones tales para conocer sus extraños se-
PROLOGO 37
cretos y peculiaridades como quizás a nin-
gún otro individuo le hayan sido nunca da-
das, y ciertamente a ningún extranjero; y
si en muchos casos presento escenas y ca-
racteres tal vez sin precedente en una obra
de esta índole, sólo haré observar que du-
rante mi estancia en España me vi tan ine-
vitablemente mezclado con ellos, que hu-
biera sido difícil referir con fidelidad mis an-
danzas sin dar de tales cosas una referencia
tan puntual como la que aquí he puesto.
Es digno de nota que, llamado repentina
e inesperadamente a «acometer la aventura
de España», no me hallaba yo por completo
falto de preparación para tal empresa. Espa-
ña ocupó siempre un lugar considerable en
mis ensueños infantiles, y las cosas españo-
las me interesaban por modo especial, sin
presentir que, andando el tiempo, me vería
llamado a participar, si bien modestamente,
en el drama descomunal de su vida; aquel
interés me indujo, en edad temprana, a
aprender su noble idioma y a conocer su li-
teratura (apenas digna del idioma), su histo-
ria y tradiciones; de modo que al entrar por
vez primera en España me sentí más en mi
casa que lo que sin esas circunstancias me
hubiese sentido.
En España pasé cinco años, que, si no los
más accidentados, fueron, no vacilo en de-
cirlo, los más felices de mi existencia. Y
ahora que la ilusión se ha desvanecido |ayl
38 PROLOGO
para no volver jamás, siento por España
una admiración ardiente: es el país más es-
pléndido del mundo, probablemente el más
fértil y con toda seguridad el de clima más
hermoso. Si sus hijos son o no dignos dti
tal madre, es una cuestión distinta que no
pretendo resolver; me contento con obser-
var que, entre muchas cosas lamentables
y reprensibles, he encontrado también mu-
chas nobles y admirables; muchas virtudes
heroicas, austeras^ y muchos crímenes de
horrible salvajismo; pero muy poco vicio de
vulgar bajeza, al menos entre la gran masa
de la nación española, a la que concierne mi
misión; porque bueno será notar aquí que no
tengo la pretensión de conocer íntimamente
a la aristocracia española, de la que me man-
tuve tan apartado como me lo permitieron
las circunstancias; en revanche he tenido el
honorde vivir familiarmente con los campesi-
nos, pastores y arrieros de España, cuyo pan
y bacallao he comido, que siempre me tra-
taron con bondad y cortesía, y a quienes con
frecuencia he debido amparo y protección.
«La generosa conducta de Francisco Gon-
zález, y los altos hechos de Ruy Díaz el Cid
se cantan todavía entre las asperezas de Sie-
rra Morena» ^.
^ «Om Frands Gonzales, of Rodrik Cid,
End siunges i Sierra Murene!>
Krónike Riim. Por Severin Grundtvig. Copenha-
gue, 1829.
PRÓL0(70 39
El argumento más fuerte que, a mi pare-
cer, puede aducirse como prueba del vigor
y de los recursos naturales de España, y de
la buena ley del carácter de sus habitantes,
es el hecho de que, hoy en día, el país no se
halle extenuado ni agotado, y que sus hijos
sean aún, hasta cierto punto, un gran pueblo
de muy levantados ánimos. Sí; a pesar del
desgobierno de los Austrias, brutales y sen-
suales, de la estupidez de los Borbones, y,
sobre todo, de la tiranía espiritual de la cor-
te de Roma, España todavía se mantiene in-
dependiente, combate en causa propia, y los
españoles no son aun esclavos fanáticos ni
mendigos rastreros. Esto es decir mucho,
muchísimo; porque España ha sufrido lo que
Ñapóles no ha tenido nunca que sufrir, y,
sin embargo, su suerte ha sido muy diferen-
te de la de Ñapóles. Aun hay valor en As-
turias; generosidad en Aragón; honradez
en Castilla la Vieja, y las labradoras de la
Mancha pueden aún poner un tenedor de
plata y una nivea servilleta junto al plato de
su huésped. Sí; a despecho de los Austrias,
de los Borbones y de Roma, todavía media
un abismo entre España y Ñapóles.
Aunque suene a cosa rara, España no es
un país fanático. Algo sé acerca de ella, y
afirmo que ni es fanática ni lo ha sido nun-
ca: España no cambia jamás. Cierto que du-
rante casi dos siglos España fué La Verduga
de la malvada Roma, el instrumento escogi-
40 PRÓLOGO
do para llevar a efecto los atroces planes de
esa potencia; pero el resorte que impelía a
España a su obra sanguinaria no era el fa-
natismo; otro sentimiento, predominante en
ella, la excitaba: su orgullo fatal. Con hala-
gos a su orgullo fué inducida España a des-
pilfarrar su preciosa sangre y sus tesoros en
las guerras de los Países Bajos, a equipar la
armada Invencible y a otras muchas accio-
nes insensatas. El amor a Roma tenía muy
poca influencia en su política; pero halagada
por el título de Gonfalonera del Vicario de
Cristo^ y ansiosa de probar que era digna
de él, cerró los ojos y corrió a su propia
destrucción al grito de: «¡Cierra, EspañaU
Cuando sus armas fueron impotentes en
el exterior, España se recogió dentro de sí
misma. Dejó de ser instrumento de la ven-
ganza y de la crueldad de Roma, pero no la
dieron de lado. Aunque ya no servía para
blandir la espada con buen éxito contra los
luteranos, podía ser útil para algo. Aun te-
nía oro y plata, y aun era la tierra del olivo
y de la vid. Dejó de ser el verdugo y se con-
virtió en el banquero de Roma; y los pobres
españoles, que siempre estiman como un
privilegio pagar cuentas ajenas, miraron
durante mucho tiempo como una gran ven-
tura que les permitieran saciar la rapaz avi-
dez de Roma, que durante el siglo pasado
sacó, probablemente, de España más dinero
que de todo el resto de la cristiandad.
PRÓLOGO 41
Pero la guerra prendió en el país. Napo-
león y sus fieros francos invadieron España;
siguiéronse saqueos y estragos, cuyos efec-
tos se sentirán, probablemente, durante
muchas generaciones. España no pudo ya
seguir pagando a Pedro sus cuartos con la
holgura de antaño, y desde entonces, Roma,
que no respeta a ninguna nación más que en
cuanto puede hacer de ella el ministro de
su crueldad o de su avaricia, la miró con
desprecio. El español tenía aún voluntad de
pagar, dentro de lo que sus medios le per-
mitían; pero muy pronto le dieron a enten-
der que era un ser degradado, un bárbaro;
más: un mendigo. Ahora bien: a un español
podéis sacarle hasta el último cuarto con tal
que le otorguéis el título de caballero y de
hombre rico, pues la levadura antigua es tan
fuerte en él como en los tiempos de Felipe
el Hermoso; pero guardaos de insinuar que
le tenéis por pobre o que su sangre es in-
ferior a la vuestra. Al conocer, pues, la baja
estimación en que había caído, el rústico
viejo replicó: «Si soy un bestia, un bárbaro
y, además, un pordiosero, lo siento mucho;
pero como eso no tiene remedio, voy a gas-
tarme estas cuatro fanegas de cebada, que
había reservado para aliviar la miseria del
Santo Padre, en una corrida de toros y en
otras diversiones convenientes para la reina,
mi mujer, y para los príncipes, mis hijos.
¿Yo un mendigo? ¡Carajo! El agua de mi
42 PROLOGO
pueblo es mejor que el vino de Roma.»
Veo que en la última carta pastoral diri-
gida a los españoles, el obispo de Roma se
queja amargamente del trato que ha recibi-
do en España por parte de algunos hombres
inicuos. «Mis catedrales se arruinan — dice — ,
insultan a mis sacerdotes y cercenan las ren-
tas de mis obispos.» Se consuela, sin em-
bargo, con la idea de que todo esto es obra
de la malicia de unos pocos, y que la gene-
ralidad de la nación le ama, sobre todo los
campesinos, los inocentes campesinos, que
vierten lágrimas al pensar en los sufrimien-
tos de su Papa y de su religión. ¡Desengáñe-
se, Batuschca ^, desengáñese! España estaba
dispuesta a luchar por vuestra causa, en tan-
to que al obrar así acrecentase su gloria;
pero no le agrada perder batallas y más ba-
tallas en servicio vuestro. No se opone a lle-
var su dinero a vuestras arcas, en forma de
limosnas, esperando, sin embargo, verlas
aceptadas con la gratitud y la humildad pro-
pias de quien recibe una caridad. Pero al en-
contrar que no sois humilde ni agradecido,
y, sobre todo, al sospechar que tenéis a
Austria en mayor estimación, incluso como
banquero, España se encoge de hombros y
profiere unas palabras algo parecidas a las
que ya he puesto en boca de uno de sus hi-
jos: «Estas cuatro fanegas de cebada», etc.
1 Palabra rusa equivalente a padrecito. _,
PROLOGO 43
Es, en verdad, sorprendente lo poco que
a la gran masa de la nación española le
intertísó la última guerra ^, la cual, empe-
ro, ha sido llamada por quien debía estar
mejor enterado, guerra de religión y de prin-
cipios. Se admitía, generalmente, que Vizca-
ya era el reducto del carlismo, y que los viz-
caínos sentían fanático apego a su religión,
a la que creían en peligro. La verdad es que
los vascos se cuidaban muy poco de Carlos
y de Roma, y tomaron las armas tan sólo
por defender ciertos derechos y privilegios
que tenían. Por el encanijado hermano de
Fernando mostraron siempre soberano des-
precie, que su carácter, mezcla de imbecili-
dad, cobardía y crueldad, merecía de sobra.
Usaron su nombre como un cri de guerre
solamente. Casi lo mismo puede decirse de
sus partidarios españoles, al menos de los
que se lanzaron al campo por su causa. Ha-
bía, sin embargo, una gran diferencia de ca-
rácter entre éstos y los vascos, soldados va-
lerosos y hombres honrados. Los ejércitos
españoles de don Carlos se componían en-
teramente de ladrones y asesinos, casi todos
valencianos y manchegos, que, mandados
por dos forajidos, Cabrera y Palillos, se
aprovecharon de la situación perturbada del
país para robar y asesinar a la parte honra-
da de la población. Respecto de la reina re-
^ La primera guerra carlista.
44 ' PROLOGO
gente Cristina, cuanto menos se hable, me-
jor; tomó en sus manos las riendas del go-
bierno a la muerte de su marido, y con
ellas el mando del ejército. La parte respe-
table de la nación española, y por modo es-
pecial los honrados y estrujados labradores,
aborrecían y execraban a las dos facciones.
Muchas veces, al caer la noche, compartien-
do la frugal comida de un labriego de cual-
quiera de las dos Castillas, oíamos el lejano
tiroteo de los soldados erísimos o de los
bandidos carlistas; con lo que comenzaba
mi hombre a echar maldiciones a los dos
pretendientes, sin olvidar al Santo Padre y
a la diosa de Roma, María Safttísínia. Lue-
go, con la energía de tigre característica del
español cuando se excita, levantándose pre-
cipitadamente exclamaba: «/ Vamos^ don Jor-
ge^ al campo, al campol Me voy con usted y
aprenderé la ley de los ingleses. Al campo,
pues, desde mañana, a difundir el evangelio
de Inglaterra.»
Entre los campesinos españoles fué don-
de encontré mis defensores más acérrimos;
y aun supone el Santo Padre que los labra-
dores de España son amigos suyos y le
quieren. ¡Desengáñese, Batuschca^ desengá-
ñese!
Pero volvamos al presente libro: está con-
sagrado, como digo, a referir mis sucesos en
España mientras anduve por allá empeñado
en difundir las Escrituras. Respecto de mis
PRÓLOGO 45
modestos trabajos, he de hacer notar aquí
que lo realizado fué muy poca cosa; no ten-
go la pretensión de haber conseguido bri-
llantes triunfos; cierto que fui enviado a Es-
paña, más que nada, a explorar el país y
a comprobar hasta qué punto el espíritu del
pueblo estaba preparado para recibir las ver-
dades del cristianismo; obtuve, sin embargo,
mediante el apoyo de buenos amigos, un
permiso del Gobierno español para imprimir
en Madrid una edición del libro sagrado,
que subsiguientemente repartí por la capital
y las provincias.
Durante mi estancia en España, otras
personas prestaron muy buenos servicios a
la causa del evangelio, y en una obra de
esta índole sería injusto pasar en silencio
sus esfuerzos. Villano es el corazón que
rehusa al mérito su recompensa, y por in-
significante que sea el valor de un elogio
que brota de una pluma como la mía, no
puedo por menos de mencionar, con respe-
to y estimación, unos pocos nombres rela-
cionados con la propaganda evangélica. Un
caballero irlandés, llamado Graydon, se em-
pleó, con celo e infatigable diligencia, en
difundir la luz de la Escritura en la provin-
cia de Cataluña y a lo largo de las costas
meridionales de España; mientras, dos mi-
sioneros de Gibraltar, los señores Rule y
Lyon, predicaron la verdad evangélica du-
rante un año entero en una iglesia de Cádiz.
46 PRÓLOGO
Tan buen éxito alcanzaron los esfuerzos de
estos dos tjltimos, animosos discípulos del
inmortal Wesley, que, con razón sobrada
podemos suponerlo así, de no haber sido
reducidos al silencio y desterrados del país
por la fracción pseudo-liberal de los Modera-
dos^ no sólo Cádiz, pero la mayor parte de
Andalucía habría entonces confesado las
puras doctrinas del Evangelio y desechado
para siempre los últimos restos de la supers-
tición Papista.
Por hallarse más inmediatamente relacio-
nado con la Sociedad Bíblica y conmigo,
considero felicísima la oportunidad que se
me presenta de hablar de Luis de Usoz y
Río, vastago de una antigua y honorable
familia de Castilla la Vieja, que me ayudó
en la edición española del nuevo Testamen-
to, en Madrid. Durante mi permanencia en
España recibí toda clase de pruebas de
amistad de este caballero, que, en mis ausen-
cias por las provincias, y en mis numerosos
y largos viajes, me sustituía de buen grado
en Madrid y se empleaba cuanto podía en
adelantar las miras de la Sociedad Bíblica,
sin otro móvil que la esperanza de contri-
buir acaso con su esfuerzo a la paz, felicidad
y civilización de su tierra natal.
Para concluir, permítaseme declarar que
conozco muy bien los defectos y errores del
presente libro. Para componerlo me he va-
lido de ciertos diarios que fui escribiendo
PROLOGO 47
durante mi estancia en España y de nume-
rosas cartas escritas a mis amigos de Ingla-
terra, que han tenido después la bondad de
restituírmelas; sin embargo, la mayor parte
de él, consistente en descripciones de luga-
res y escenas, en bosquejos de caracteres,
etcétera, se la debo a mi memoria. En va-
rios casos he omitido los nombres de los lu-
gares, o por haberlos olvidado, o por no es-
tar seguro de su ortografía. La obra, tal
como hoy está, fué escrita en una aldea so-
litaria de una apartada región de Inglaterra,
donde no tenía libros de consulta, ni amigos
cuya opinión o consejo pudiera en oca-
siones serme provechoso, y con todas las
incomodidades resultantes del quebranto de
mi salud. Pero he recibido en ocasión re-
ciente tales muestras de la lenidad y genero-
sidad extremadas del público británico y
americano para conmigo, que sin temor me
someto nuevamente a su consideración, y
confío en que, si en los presentes volúme-
nes hay poco que admirar, me darán al me-
nos reputación de hombre bien intenciona-
do y que no se emplea en escribir ruin-
dades.
26 de noviembre de 1842.
CAPÍTULO PRIMERO
¡Hombre al agua! — El Tajo.— Las lenguas extran-
jeras.— La gesticulación. — Calles de Lisboa. — El
acueducto. — La Biblia tolerada en Portugal.—
Cintra. — Don Sebastián. —Juan de Castro. — Con-
versación con un cura. — Colhares. — Mafra. —El
palacio. —El maestro de escuela.— Los portu-
gueses.--Su ignorancia de las Escrituras. — Los
curas rurales. — El Alemtejo.
EN la mañana del lO de noviembre de
1835, encontrábame a la altura de la
costa de Galicia, cuyas elevadas montañas,
doradas por el sol naciente, ofrecían una
vista espléndida. Iba con destino a Lisboa;
doblamos el cabo Finisterre, y, metiéndo-
nos mar adentro, perdimos rápidamente de
vista la tierra. En la mañana del día II, es-
tando el mar muy alborotado, ocurrió un
suceso notable. Hallábame en el castillo de
proa departiendo con dos marineros; uno
de ellos, que acababa de levantarse de la
hamaca, dijo: «He tenido esta noche un
sueño extraño y muy poco agradable, por-
que— continuó señalando al mástil — he so-
50 B O R R O W
nado que me caía al mar desde la cruceta.»
Así se lo oyeron decir varios tripulantes
que estaban junto a mí. Un momento des-
pués, el capitán del barco, advirtiendo que
la borrasca iba en aumento, mandó tomar la
gavia, y en el acto, aquel marinero y otros
varios treparon a la arboladura. Estaban en
la maniobra cuando una racha de viento
hizo girar la antena, dando tal golpe a uno
de los marineros, que cayó desde la cruceta
al mar, cubierto de hirvientes espumas. El
marinero emergió en seguida; vi su cabeza
asomar en la cresta de una ola muy grande,
y en el acto reconocí en aquel desdichado
al que poco antes nos había referido su
sueño. Nunca olvidaré la mirada de agonía
que nos lanzó, mientras el barco, velozmen-
te, le dejaba atrás. Dada la voz de alarma,
hubo una gran confusión, y lo menos pasa-
ron dos minutos antes de que el barco se
parase; en ese tiempo el marinero se quedó
muy lejos a popa; sin embargo, yo no le
perdí de vista y observé que luchaba va-
lientemente con las olas. Por fin, se arrió un
bote; mas por desgracia no se halló a mano
el timón, y sólo se pudo disponer de dos
remos, con los que los tripulantes no avan-
zaban gran cosa en un mar tan alborotado.
No obstante, remaron de firme, y habían
llegado ya a diez brazas del náufrago, que
continuaba luchando por su vida, cuando le
perdí de vista; a su regreso dijeron los ma-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 51
rineros que le habían visto debajo del agua,
a intervalos, hundiéndose cada vez más, con
los brazos abiertos, y el cuerpo, al parecer,
rígido, pero que se habían encontrado en la
imposibilidad de salvarlo. Inmediatamente
después, el mar se calmó mucho, como si ya
estuviera satisfecho con la presa que acaba-
ba de hacer. El pobre muchacho que pere-
ció de tan singular manera era un apuesto
joven de veintisiete años, hijo único de una
viuda; era el mejor marinero de a bordo, y
cuantos le conocieron le querían. Este suce-
so ocurrió el II de noviembre de 1835; ^1
barco era un vapor llamado London Mer-
chant. ¡Verdaderamente admirables son los
caminos de la Providencia!
Aquella misma noche entramos en el Tajo
y echamos el ancla delante de la antigua
torre de Belem; a la madrugada siguiente
levamos anclas, y remontando el río como
cosa de una legua, anclamos de nuevo a
corta distancia del Caesodré 1, o muelle prin-
cipal de Lisboa. Allí estuvimos algunas horas
junto al enorme casco negro de la Rainha
Nao^ navio de guerra que en otros tiempos
cautivaba de tal modo los ojos de Nelson, que
de muy buena gana lo hubiera adquirido
para su país natal. Mucho después fué navio
almirante de la escuadra miguelista, y el in-
^ Caes do Sodré, ahora Praga dos Roinulares,
(Nota de U. R. Burke.)
52 B o R R o W
trépido Napier lo capturó unos tres años
antes de la fecha a que me refiero.
La Rainha Nao dícese que dio a Napier
más quehacer que todos los demás barcos
enemigos juntos, y alguien afirmó que si és-
tos se hubieran defendido con la mitad del
coraje que la vieja y belicosa «reina» des-
plegó, el resultado de la batalla que decidió
la suerte de Portugal hubiese sido por com-
pleto diferente.
Encontré por demás molesta la operación
de desembarcar en Lisboa. Los empleados
de la aduana eran extremadamente descor-
teses, y examinaron cada pieza de mi re-
ducido equipaje con irritante minuciosi-
dad.
Mi primera impresión al tomar tierra en
la Península estaba muy lejos de ser favora-
ble; apenas hacía una hora que hollaba su
suelo, y ya deseaba de corazón volverme a
Rusia, país de donde había salido un mes
antes, dejando en él amigos muy queridos y
muy vivos afectos.
Después de soportar en la aduana muchos
abusos y exacciones, procedí á buscar alo-
jamiento, y, al fin, encontré uno, pero sucio
y caro. Al siguiente día tomé un criado por-
tugués. Mi costumbre invariable al llegar a
un país consiste en valerme de los servicios
de un indígena, con la mira principal de
perfeccionarme en la lengua, y como ya co-
nozco casi todos los idiomas y dialectos im-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 53
portantes de oriente y occidente, me pongo
con prontitud en condiciones de hacerme
entender perfectamente por los naturales.
En unos quince días logré hablar en portu-
gués con mucha facilidad.
Los que desean hacerse entender de un
extranjero hablándole en su propio idioma
tienen que hablar a gritos y vociferar abrien-
do mucho la boca. ^Es de extrañar, pues,
que los ingleses sean, en general, los peores
lingüistas del mundo, ya que siguen un sis-
tema diametralmente opuesto? Por ejemplo,
cuando intentan hablar en español— la len-
gua más sonora que existe — apenas abren
los labios, y, con las manos metidas en los
bolsillos, farfullan perezosamente, en lugar
de aplicarse ai indispensable menester de
la gesticulación. Con razón los pobres espa-
ñoles exclaman: estos ingleses tienen un
hablar tan cerrado que ni el mismo Satanás
los entiende.
Lisboa es una gran ciudad ruinosa, que
aún muestra por doquiera las huellas del
terremoto, terrible visita que le hizo Dios
hace unos ochenta años. La ciudad se alza
sobre siete colinas; la más elevada de todas
la ocupa el castillo de San Jorge, punto el
más eminente que la mirada descubre al
contemplar a Lisboa desde el Tajo. Las
partes más animadas y bulliciosas de la
ciudad hállanse en la hondonada que cae al
Norte de esa colina. Allí se encuentra la Pía-
54 B O R E O W
za de la Inquisición i, la principal de Lis-
boa, desde la que corren paralelas hacia el
río tres o cuatro calles, entre las que se
cuentan la del Oro y la de la Plata, así lia-
llamadas porque en ellas viven los orífices y
los plateros, muy hábiles en su oficio; estas
ca'les son, en conjunto, muy suntuosas. Las
casas son grandes y altas como castillos. In-
mensas columnas protejen a intervalos la
calzada; pero lo que hacen más bien es es-
torbar. Estas calles son completamente lla-
nas y están bien pavimentadas, en lo cual
se diferencian de todas las demás de Lisboa.
La calle más singular es, sin embargo, la del
Alecrim, o del Romero, que desemboca en
el Caesodré. Es muy pendiente, y a ambos
lados se alzan los palacios de la más rancia
nobleza de Portugal, edificios pesados y
adustos, pero grandes y pintorescos, con
jardines colgantes aquí y allá, que se aso-
man a la calle desde gran altura.
Con toda su ruina y desolación, Lisboa
es, sin disputa, la ciudad más notable de la
Península, y acaso del Sur de Europa. No
me propongo entrar aquí en minuciosos de-
talles acerca de ella; me limitaré a notar
que es tan digna de la atención de un ar-
tista como la misma Roma. Verdad es que,
si abundan aquí las iglesias, no hay ninguna
catedral gigantesca como la de San Pedro,
1 Es el Tcrrciro do Pago.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 55
para atraer las miradas llenándolas de admi-
ración, pero me atrevo a decir que no hay en
la antigua ni en la moderna Roma una
obra del trabajo y del arte humanos que
pueda, cualquiera que sea su destino, rivali-
zar con las obras hidráulicas para el abaste-
cimiento de Lisboa. Aludo al estupendo
acueducto cuyos arcos principales cruzan el
valle al Noreste de Lisboa y vierte un arro-
yuelo de agua fría y deliciosa en una cister-
na de piedra dentro del hermoso edificio
l'amado Madre de las aguas, desde donde se
abastece toda Lisboa de linfa cristalina,
aunque el manantial está a siete leguas de
allí. Los viajeros, después de consagrar una
mañana entera a visitar los ^r<:<9j" y la Mai das
agoas^ pueden dirigirse a la iglesia y al ce-
menterio británicos; este último es un Pé^e-
la-Chaise en miniatura, donde, si se trata
de viajeros ingleses, bien podrá perdonárse-
les que estampen un beso, como hice yo,
en la fría tumba del autor de Amelia ^, el
genio más singular que nuestra isla ha produ-
cido, y cuyas obras, por pura moda, han sido
durante mucho tiempo denigradas en públi-
co y leídas en secreto. En el mismo cemente-
rio descansan los restos mortales de Dod-
dridge, otro autor inglés, de diferente cuño,
pero justamante admirado y estimado. Al
desembarcar no tenía yo intención de de-
1 H. Fielding.
56 B O R R O AV
tenerme mucho en Lisboa, ni ciertamente
en Portugal; mi destino era España, hacia
donde me proponía encaminar mis pasos
muy en breve, porque la intención de la
Sociedad Bíblica era comenzar sus trabajos
en este país, con objeto de difundir la pala-
bra de Dios, ya que España había sido has-
ta entonces una región donde la admisión de
la Biblia estaba vedada. No ocurría lo mis-
mo en Portugal, donde se permitía desde la
revolución la entrada y circulación de la Bi-
blia. Poco se había realizado, no obstante, en
este país; por tanto, ya que me hallaba en él,
determiné hacer algo, a ser posible, por la di-
fusión de aquélla, no sin cerciorarme ante
todo personalmente de hasta qué punto la
gente estaba preparada para recibirla, y de
si el estado de la educación en general le
permitiría sacar de elJa bastante provecho.
Tenía yo a mi disposición un buen repuesto
de Biblias y Testamentos; pero ¿'querría o
podría leerlas el pueblo? El amigo de la So-
ciedad a quien yo iba recomendado, estaba
ausente de Lisboa al tiempo de mi llegada; lo
sentí, porque podía haberme suministrado
algunas indicaciones útiles. Con el fin, em-
pero, de no gastar tiempo, me decidí a no
esperar su regreso, y al punto empecé a re-
coger cuantas noticias pude acerca de los ex-
tremos a que he aludido. Comencé mis in-
vestigaciones a cierta distancia de Lisboa,
por saber de sobra que me formaría una
LA BIBLIA EN ESPAÑA 57
idea muy errónea de los portugueses en ge-
neral si juzgaba de su carácter y opiniones
por lo que veía y oía en una ciudad tan sujeta
a la influencia entranjera.
Mi primera excursión fué a Cintra. Si hay
en el mundo algún lugar al que con razón
pueda llamársele país encantado, es segura-
mente Cintra. Tivoli, sitio pintoresco y bello,
se borra con rapidez de la memoria de cuan-
tos ven el Paraíso portugués. No debe su-
ponerse ni por un memento que al hablar
de Cintra se alude sólo a la pequeña ciudad
de este nombre; por Cintra debe entenderse
la región entera: ciudad, palacio, quintas^
bosques, rocas, ruinas moriscas, que brus-
camente surgen ante los ojos al bordear la
ladera de una montaña de aspecto triste,
agreste y estéril. Nada tan hosco y repe-
lente como la vista que por el lado sur-
occidental, hacia Lisboa, presenta el muro
de piedra que parece ocultar a Cintra de los
ojos del mundo; pero el otro lado es como
una decoración de mágica hermosura, don-
de la elegancia artificial y la agreste grande-
za, las cúpulas, las torres, los árboles gigan-
tescos, las flores y las cascadas se mezclan
de modo que no tiene semejante bajo el
sol. ¡Oh! Admirables y sorprendentes cosas
hay en Cintra, a las que van unidos recuer-
dos maravillosos. Aquellas ruinas sobre el
picacho, que cubren en parte la escarpada
pendiente, fueron en otro tiempo la princi-
58 B O R R O W
pal fortaleza de los moros lusitanos, y adon-
de, mucho después de su expulsión se
permitía que acudiesen, en determinada luna
de cada año, los salvajes santones del Mo-
greb a orar en la tumba de un famoso Sidi
sepultado en esas rocas. Aquel palacio gris
presenció la reunión de las últimas Cortes
celebradas por el rey-niño Sebastián antes
de partir para su romántica expedición con-
tra los moros, que tan bien supieron vengar
en Alcazarquivir el agravio hecho a su fe y
a su país. En aquella pequeña y sombría
quinta^ escondida entre los altos alcornoques^
vivió antaño Juan de Castro, virey de Goa,
viejo singular que empeñó los cabellos de la
barba de su difunto hijo para levantar dine-
ro con que rehacer los muros ruinosos de
una fortaleza amenazada por los salvajes in-
dios. Ante el portal de la quinta hay unos
fragmentos de estelas que tienen profunda-
mente grabados versos en sánscrito, saca-
dos de los vedas, tan oscuros como si estu-
viesen en caracteres rúnicos; son piedras
traidas por Castro desde Goa, brillantísimo
escenario de su gloria, antes de que Portu-
gal cayera en su profunda decadencia. Caña-
da abajo, en una abrupta elevación de las
rocas, se hallan las ruinas de la casa de un
millonario inglés que aquí daba pasto a los
caprichos de su ánimo antojadizo, tan des-
ordenado, rico y vario en matices como el
paisaje circundante. Sí; admirables cosas se
LA BIBLIA EN ESPAÑA 59
ven en Cintra, y admirables son los recuer-
dos unidos a ellas.
La ciudad de Cintra tiene unos ochocien-
tos habitantes. La mañana siguiente a mi
llegada, cuando me disponía a subir a la
montaña para visitar las ruinas moriscas,
observé que venía hacia mí una persona
que, por su traje, me pareció un eclesiásti-
co; era, en efecto, uno de los tres curas del
lugar. Al instante le abordé, y no tuve mo-
tivo para arrepentirme de ello; le encontré
afable y comunicativo.
Después de alabar la hermosura del pai-
saje, le hice algunas preguntas acerca del
grado de instrucción de sus feligreses. Res-
pondió que sentía decir que se hallaban
en la mayor ignorancia; en el pueblo bajo
había muy pocos que supieran leer o escri-
bir, y respecto a escuelas, sólo existía una
en el lugar, donde cuatro o cinco chicos
aprendían el alfabeto, pero aun esa estaba
ahora cerrada. Díjome, no obstante, que
había una escuela en Colhares, como a una
legua de allí. Entre otras cosas, me declaró
cuánto le sorprendía ver a los ingleses, el
pueblo más instruido e inteligente de la tie-
rra, visitar un sitio como Cintra, donde no
hay literatura, ciencia ni cosa alguna útil
(coisa que presta). Sospecho que las últimas
palabras del digno cura encubrían una sáti-
ra; fui, sin embargo, bastante jesuíta para
aparentar que las recibía como un fiao cum-
6o B O R R O W
plido, y, quitándome el sombrero, me des-
pedí haciéndole infinidad de reverencias.
El mismo día visité Colhares, romántica
aldea, en las inmediaciones de la montaña
de Cintra, por el lado del noroeste. A unos
campesinos que estaban en la fragua les
pregunté por la escuela, y uno de e!los se
ofreció en el acto a servirme de guía. Subí
por unas escaleras a un pequeño aposento,
donde encontré al maestro con una docena
de alumnos formados en hilera; me recibió
con urbanidad y me hizo sentar en la única
banqueta que había en la habitación. Habla-
mos un poco, y me enseñó los libros que
usaba para la instrucción de los chicos; eran
unos silabarios muy semejantes a ios usados
en las escuelas rurales de Inglaterra. Al pre-
guntarle si era costumbre poner las Escritu-
ras en manos de los chicos, me respondió
que mucho antes de adquirir capacidad sufi-
ciente para entenderlas, los padres retiraban
de la escuela a sus hijos para que los ayuda-
sen en las labores del campo; en general, los
padres no tenían el menor deseo de que sus
hijos aprendieran cosa alguna, por consi-
derar tiempo perdido el empleado en apren-
der. Dijo que, si bien las escuelas estaban
nominalmente sostenidas por el Gobierno,
era raro que los maestros cobrasen sus suel-
dos; por eso, muchos habían últimamente
renunciado sus empleos. Me declaró que
poseía un ejemplar del Nuevo Testamen-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 6i
to; quise verlo, y resultó ser tan sólo un
ejemplar de las Epístolas, traducción de Pe-
reira, con muchas notas. Le pregunté si con-
sideraba peligroso leer las Escrituras sin
notas; replicó que, ciertamente, no había
peligro alguno, pero que la gente no ins-
truida poco provecho podía sacar de la
Escritura sin el socorro de las notas, por-
que en su mayor parte la encontraría inin-
teligible. En diciendo esto nos estrechamos
la mano, y, al partir, le dije que no había
pasaje de la Biblia tan difícil de entender
como las mismas notas puestas para aclarar-
la, y que nunca hubiese sido escrita si no
bastara a iluminar por sí sola el entendi-
miento de toda clase de personas.
Uno o días después hice una excursión a
Mafra, distante de Cintra unas tres leguas.
La mayor parte del camino corre por es-
carpados cerros, a veces peligrosos para las
cabalgaduras; no obstante, llegué a mi des-
tino sin novedad.
Mafra es un pueblo grande en las inme-
diaciones de un edificio inmenso, construí-
do para convento y palacio, algo semejan-
te al Escorial por su estructura; en él se
halla la mejor biblioteca de Portugal, con
libros de todas las ciencias y en todos los
idiomas, muy apropiada a la magnitud y
esplendidez del edificio donde se encierra.
Ya no había, empero, frailes para cuidarlo,
como en otros tiempos; expulsados de allí,
62 B o R R o W
algunos mendigaban su sustento, otros ha-
bían ido a servir bajo las banderas de do a
Carlos, en España, y me dijeron que mu-
chos vivían del merodeo como bandidos.
Abandonada a dos o tres guardas, la m^an-
sión ofrece un aspecto solitario y desolado
que, en verdad, oprime el ánimo. Cuando
estaba viendo los claustros, se me acercó
un muchacho muy apuesto y de rostro inte-
ligente, y me preguntó (supongo que con la
esperanza de ganarse una propina) si le per-
mitiría enseñarme la iglesia del pueblo, muy
digna de verse, según dijo; rehusé, pero
añadí que si me guiaba a la escuela se lo
agradecería mucho. Me miró con asombro y
aseguró que en la escuela no había nada no-
table, pues sólo contaba media docena de
alumnos, entre los cuales estaba el. Al decir-
le yo, sin embargo, que no siendo a aquélla,
no me llevaría a ninguna otra parte, se deci-
dió de mala gana a acompañarme. Por el ca-
mino me contó que el maestro era uno de
los frailes recientemente expulsados del con-
vento, hombre muy instruido, que hablaba
francés y griego. Pasamos junto a una cruz
de piedra, y el muchacho se inclinó y se
persignó con mucha devoción. Menciono el
detalle porque fué el primer caso de esa ín-
dole que observé en los portugueses desde
el día de mi llegada. Cuando estuvimos cerca
de la casa donde vivía el maestro, el mucha-
cho me la indicó, y fué a esconderse detrás
LA BIBLIA EN ESPAÑA 63
de una tapia, donde esperó a que yo vol-
viera.
Al cruzar el umbral, me hallé frente a un
hombre bajo y recio, entre los sesenta y los
setenta años de edad, vestido con un jubón
azul y unos calzones grises, sin camisa ni
chaleco. Me miró con dureza y me preguntó
en francés en qué podía servirme. Me dis-
culpé por intrusarme de aquel modo, y le
dije que, enterado de que desempeñaba las
funciones de maestro, iba a ofrecerle mis
respetos y a pedirle permiso para pregun-
tarle algunas cosas referentes a la escuela.
Respondió que quien me hubiese dicho que
él era maestro de escuela, mentía, porque
era fraile del convento, y nada más.
— Entonces, ¿no es verdad — dije yo —
que todos los conventos han sido cerrados y
expulsados los frailes?
— Sí, sí — dijo suspirando — ; es verdad,
demasiado verdad.
Guardó silencio un minuto, y al cabo,
su buen natural se sobrepuso a la cólera;
extrajo una caja de rapé y me ofreció un
polvo. Rama de olivo de los portugue-
ses, quien desee estar a bien con ellos no
debe negarse a meter el índice y el pulgar
en la caja de rapé cuando se la' ofrezcan.
Tomé, pues, una buena pulgarada, aunque
aborrezco el rapé, y pronto estuvimos en la
mejor armonía posible. El fraile estaba an-
sioso de noticias, especialmente de Lisboa y
64 B O R R O W
de España, Le conté que los oficiales de la
guarnición de Lisboa, el día antes de salir
yo de la capital, se habían presentado en
masa a la reina e insistido cerca de ella para
que exonerase al ministerio, si no quería
que depusiesen las espadas; al oirlo, el fraile
frotábase las manos, asegurándome que las
cosas no permanecerían tranquilas en Lis-
boa. Cuando le dije, empero, que, en mi opi-
nión, la causa de don Carlos declinaba (ha-
cía poco de la muerte de Zumalacárregui),
se enfurruñó, exclamando que eso era im-
posible, porque Dios, en su justicia, no lo
toleraría. Me condolí del pobre hombre, ex-
pulsado del insigne convento inmediato, su
antiguo hogar, y que, vista su desguarnecida
vivienda actual, trocaba en la senectud la
abundancia y las comodidades por la esca-
sez y la miseria. Dos o tres veces intenté
hacerle hablar de la escuela, pero esquivó el
tema, o dijo en pocas palabras que no sabía
nada acerca de eso. En cuanto le dejé, salió
de su escondite el muchacho y se reunió
conmigo; se había escondido temeroso de
que su maestro supiera quién me había lle-
vado allí, pues no quería que los extraños
descubrieran que era m.aestro de escuela.
Pregunté al muchacho si él o sus padres
conocían la Escritura y si la leían alguna
vez; no pareció haberme entendido. Debo
hacer notar que era un muchacho de unos
quince años, muy despierto, con algunos
LA BIBLIA EN ESPAÑA 65
conocimientos de latín; sin embargo, no co-
nocía la Escritura ni de nombre, y no tengo
duda, por mis observaciones ulteriores, que
cuando menos los dos tercios de sus com-
patriotas, no están en asunto de tal impor-
tancia mejor instruidos que él. En las puer-
tas de las posadas lugareñas, en los hoga-
res rústicos, en los campos donde trabajan,
en las fuentes de piedra al borde de los ca-
minos, donde abrevan sus ganados, he in-
terrogado a la clase más humilde de los hi-
jos de Portugal acerca de la Escritura, de la
Biblia, del Viejo y del Nuevo Testamento, y
ni una sola vez han sabido a qué me refería
ni me han dado una respuesta racional, aun-
que en todas las demás cosas sus contesta-
ciones fuesen bastante sensatas. Nada, en
verdad, me sorprendió tanto como el des-
embarazo y soltura con que los campesinos
portugueses sostienen una conversación, y
la pureza del lenguaje en que expresan sus
pensamientos, aunque muy pocos saben leer
o escribir; mientras que los campesinos in-
gleses, cuya educación es, en general, muy
superior, son en su conversación de una
grosería y torpeza rayanas en la brutalidad,
y cometen absurdas faltas gramaticales,
aunque la lengua inglesa es, en conjunto, de
estructura más sencilla que el portugués.
Al regresar a Lisboa, encontré a nuestro
amigo, que me recibió coa mucha bondad.
Los diez días siguientes fueron extraordina-
66. B O R R O W
riamente lluviosos, impidiéndome hacer ex-
cursiones por el país; durante ese tiempo
vi con frecuencia a nuestro amigo, y exa-
minamos con mucho detenimiento los me-
jores medios de difundir los Evangelios.
En su opinión, no podíamos, por el momen-
to, hacer cosa mejor que entregar parte de
nuestras existencias de libros a los libreros
de Lisboa, y emplear al mismo tiempo al-
gunos repartidores que voceasen los libros
por las calles^ concediéndoles cierta ganan-
cia por cada ejemplar vendido. Aceptado
este plan, fué puesto en práctica sin tardan-
za, y con éxito no del todo malo. Pensé en-
viar algunos repartidores a los pueblos in-
mediatos, pero nuestro amigo se opuso a
ello. Consideraba peligroso el intento, por-
que los curas rurales, dueños aún de gran
ascendiente en sus respectivas parroquias,
y, en su mayoría, resueltamente contrarios
a l.í difusión del Evangelio, podían muy bien
ser causa de que maltrataran o asesinaran a
nuestros emisarios.
Resolví, sin embargo, antes de marchar-
me de Portugal, establecer depósitos de
Biblias en una o dos ciudades principales de
provincias. Deseaba yo visitar el Alemtejo,
nombre que significa «más allá del Tajo»,
región muy atrasada según mis noticias.
Esta provincia no es bella ni pintoresca, a
diferencia de casi todas las demás partes de
Portugal; hay en ella muy pocas colinas y
LA BIBLIA EN ESPAÑA 67
montañas. En su mayor parte se compone
de páramos cortados por alcores, por som-
brías cañadas y pinares enanos; la comarca
está infestada de bandidos. La principal ciu-
dad es Evora, de las más antiguas de Portu-
gal, sede, en otro tiempo, de una rama de la
Inquisición, todavía más cruel y mortífera
que la terrible de Lisboa. Evora está a unas
sesenta millas de Lisboa, y a Evora me re-
solví a ir, con veinte Testamentos y dos Bi-
blias. Ahora' se verá lo que allí me sucedió.
CAPITULO II
Boteros del Tajo.— Peligros de la corriente. — Al-
dea Gallega. — La hostería. — Ladrones. — Sabo-
cha. — Aventura de un arriero. — Estalagetn de
ladroes. — Don Gerónimo. — Vendas Novas. — Un
Sitio Real. — Los cerdos del Alemtejo. — Monte
Moro. — Un cabrero singular. — Los hijos de los
campos.— Infieles y saduceos.
EN la tarde del 6 de diciembre salí para
Evora en compañía de mi criado. Ei paso
del río se hace en unas lanchas o faluchos,
como les llaman, que prestan servici:» legu-
lar. Ale habían dicho que la corriente sería
favorable a eso de las cuatro, pero al llegar
a la orilla del Tajo, frente a Aldea Gallega,
punto entre el cual y Lisboa circulan las
lanchas, me encontré con que la corriente
no les permitiría salir antes de las ocho de la
noche Si esperaba hasta esa hora, desembar-
caría probablemente en Aldea Gallega hacia
la media noche, y no tenía yo muchas ganas
de hacer mi erdrée en el Alemtejo a tales
horas; por tanto, como vi varados alií algunos
pequeños botes, que podían sair en cual-
T. A BIBLIA EN ESPAÑA Gg
quier momento, resolví alquilar uno para la
travesía, aunque el costo era mucho mayor.
Pronto cerré trato con un muchacho de mi-
rar selvático que se ofreció a tomarme a
bordo de uno de aquellos botes, del que era
copropietario, según dijo. No sabía yo lo pe-
ligroso que es cruzar el Tajo por su parte
más ancha, precisamente desde enfrente de
Aldea Gallega, en cualquier tiempo, pero
sobre todo a la caída de la tarde en invier-
no; que a saberlo no me hubiera aventura-
do a tanto. El muchacho, y un camarada
suyo de aspecto miserable, cuyo único ves-
tido, a pesar de la estación, era un jubón y
unos calzones andrajosos, remaron hasta lle-
gar a media milla de la costa; entonces iza-
ron una vela muy grande, y el muchacho
que parecía ser el jefe y dirigirlo todo, em-
puñó el timón y se puso a gobernar el bote.
La tarde comenzaba a oscurecer; el sol esta-
ba ya cerca de la raya del horizonte; hacía
mucho frío, y las olas del noble Tajo co-
menzaron a coronarse de espumas. Dije al
botero que era casi imposible que el bote
llevase tanta vela sin zozobrar, y al oírme, se
echó a reír, y comenzó una charla de lo más
incoherente. Su pronunciación era la más
rápida y áspera que hasta entonces había
observado en ningún ser humano; mezclá-
banse en ella alaridos de hiena con ladridos
de perro, pero eso no era, en modo alguno,
indicio de su condición natural, alegre y
70 B O R R O W
desenvuelta y sin asomos de mala inten-
ción, según vi muy pronto. Cuando, para de-
mostrarle el poco caso que le hacía, me
puse a cantar Fm que son contrabandista^
se echó a reír con toda su alma, y dándome
palmadas en el hombro, me dijo que haría
todo lo posible por no ahogarnos. Al otro
pobrecillo no parecía repugnarle gran cosa
irse a fondo; sentado en la proa del bote,
semejaba la estatua del hambre, y cuando
las olas, rompiendo por el lado del mar, le
mojaban los escasos vestidos, sonreía. De
allí a poco me convencí de que había llega-
do nuestra última hora; el viento era cada
vez más fuerte, las olas más hirvientes, el
bote se ponía con frecuencia de través, y el
agua nos entraba a torrentes por sotavento.
A pesar de todo, aquel mozo salvaje, sin
soltar el timón, reía y parlaba, y a veces, be-
rreaba un trozo de Quando el rey chegou,
canción miguelista, que no se podía cantar
en Lisboa sin ir a la cárcel.
La corriente estaba en contra nuestra,
pero el viento nos era favorable; emprendi-
mos una carrera vertiginosa, y vi que nues-
tra única probabilidad de salvación estaba
en doblar rápidamente el saliente de la mar-
gen del Tajo, donde comienza la ensenada o
bahía en que se haila Aldea Gallega, porque
entonces ya no tendríamos que luchar con
las olas del río, encrespadas por el viento
contrario. La voluntad del Todopoderoso
LA BIBLIA EN ESPAÑA 71
nos permitió ganar prontamente aquel refu-
gio, no sin que antes el bote se llenase casi
por completo de agua, y nos calláramos hasta
los huesos. A eso de las siete de la tarde
atracamos en Aldea Gallega, tiritando de
frío, y en un estado lamentable.
Esas dos palabras españolas: Aldea Ga-
llega, son el nombre de un pueblo que po-
drá tener unos cuatro mil habitantes. Era
noche cerrada cuando desembarcamos. A
poco, comenzaron a volar cohetes aquí y
allá, iluminando el espacio en todas direc-
ciones Cuando íbamos por la calle sucia y
desempedrada que conduce al ¡arf^o o pla-
za, un estruendo horrible de tambores y
gritos nos atronó los oídos. Pregunté la cau-
sa de tanto bullicio, y me dijeron que era
la víspera de la concepción de la Virgen.
Como no era costumbre de los posaderos
proveer al sustento de sus huéspedes, vagué
por las calles en busca de provisiones; al
cabo, viendo a unos soldados que comían y
bebían en una especie de taberna, entré y
pedi al dueño que me proporcionase algo
de cena, y sin tardanza m»e satisfizo, no del
todo mal, aunque cobrándolo a buen precio.
Me acosté temprano, porque las muías
que había contratado para llevarnos a Evo-
ra, vendrían a buscarnos a las cinco de la
mañana siguiente. Mi criado dormía en la
misma habitación, única disponible en la
posada. No pude pegar los ojos en toda
72 B o R R o W
la noche. Teníamos debajo una cuadra, en
la cual dormían varios almocreves o carrete-
ros con sus muías. Detrás de nosotros, en
el corral, había una pocilga. ^iCómo dormir?
Los cerdos gruñían, resoplaban las muías, y
los almocreves roncaban ele un modo horri-
ble. Oí dar las horas en el reloj del pueblo
hasta media noche, y desde media noche
hasta las cuatro, hora en que me levanté y
comencé a vestirme, enviando a mi criado a
dar prisa al hombre de las muías, porque
estaba harto de la posada y deseaba mar-
charme cuanto antes. Un viejo huesudo y
fuerte, acompañado de un muchacho des-
calzo, llegó con las bestias, que eran bastan-
te regulares. El viejo, dueño de las muías, y
tío del muchacho, venía dispuesto a acom-
pañarnos hasta Evora.
Cuando salimos, la luna brillaba esplen-
dorosa, y el frío de la mañana era penetran-
te. Tomamos un camino hondo y arenoso,
al salir del cual pasamos ante un vasto edi-
ficio, de extraño aspecto, situado en una des-
amparada colina arenosa, a nuestra izquier-
da. Cinco o seis hombres a caballo, que
marchaban a buen paso, nos dieron rápida-
mente alcance. Todos llevaban largas esco-
petas colgadas del arzón, y la boca de los
cañones asomaba como a dos pies por de-
bajo de la panza de los caballos. Pregunté
al viejo la razón de aquel aparato guerrero.
Respondióme que los caminos estaban muy
LA BIBLIA EN ESPAÑA 73
malos (quería decir q'je abundaban los la-
drones) y que aquellos hombres iban arma-
dos así para su defensa; muy poco después
torcieron a la izquierda, en dirección de
Palmella.
Entramos en una planicie arenosa, salpi-
cada de pinos enanos; el camino era poco
más que un sendero, y conforme avanza-
mos, los árboles fueron espesándose hasta
formar un bosque, que se extendía unas
dos leguas, con espacios claros, donde pas-
taban rebaños de cabras y ovejas; las cen-
cerrillas que llevaban colgadas del cuello
sonaban con un tintineo apagado y monóto-
no. El «sol estaba empezando a salir, pero la
mañana era triste y nublada, y esto, unido
al desdado aspecto de la comarca, causaba
en mi ánimo una impres ón desagradable.
Eché pie a tierra y anduve un poco, traban-
do conversación con el viejo. Al parecer, no
sabía hablar más que de «los ladrones» y
de las atrocidades que tenían por costum-
bre cometer en los mismos sitios por donde
íbamos pasando. Las historias que contaba
eran, en verdad, horribles, y por no oírlas,
monté de nuevo y me adelanté un buen
trecho.
Al cabo de hora y media salinos del
bosque a un terreno quebrado, yermo y
bravio, cubierto de mato, o matorrales. Las
muías detuviéronse a beber en un charco de
poca hondura; y al mirar a Ja derecha, vi las
74 B O R R O W
ruinas de una pared. Aquello era, según me
dijo el guía, lo que quedaba de Vendas Vel-
has, o Ventas Viejas, antigua guarida de Sa-
bocha, ladrón famoso. Parece que el tal
Sabocha tuvo a sus órdenes, unos diez y seis
años antes, una partida de cuarenta bando-
leros, que infestaban aquellos despoblados
y vivían del robo. Durante mucho tiempo,
el ventero Sabocha ejerció su atroz oficio sin
infundir sospechas, y muchos infelices via-
jeros fueron asesinados en el silencio de la
noche dentro de la venta solitaria regentada
por él en aquel bosque; nunca he visto,
en verdad, situación más a propósito para
robar y matar. La cuadrilla tenía la cos-
tumbre de abrevar sus caballos en aquel
charco, y quizás allí se lavaban las manos
manchadas con la sangre de sus víctimas. El
secundo de la cuadrilla era hermano de Sa-
bocha, tipo íort^simo y feroz, famoso sobre
todo por su destreza en tirar el cuchillo,
con el que solía atravesar a sus enemigos
Al fin se descubrió la connivencia de Sabo-
cha y de los bandidos, y el ventero huyó con
la mayor parte de sus socios, cruzando el
Tajo para refugiarse en las provincias del
Norte; en un encuentro fortuito con la
fuerza pública, en el camino de Coimbra,
Sabocha y toda su cuadrilla perdieron la
vida. Su casa fué arrasada por orden del Go-
bierno.
Los ladrones frecuentan todavía esas rui-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 75
ñas, y en ellas comen y beben, en acecho de
una presa, porque el sitio domina un buen
trozo del camino. El viejo me aseguró que,
unos dos meses antes, al volver a Aldea Ga-
llega con sus muías de acompañar a unos
viajeros, le había derribado, desnudado y
robado un individuo que, a su parecer, salió
de aquel nido de asesinos. Díjome que
el agresor era joven y de fuerza extraordi-
naria, con inmensos bigotes y patillas, ar-
mado con una espingarda o mosquete. Unos
diez días más tarde vio al ladrón en Vendas
Novas, en donde nosotros íbamos a pasar la
noche. El individuo, al reconocer a su vícti-
ma, le llevó aparte, y con horrendas im-
precaciones le intimó que no volvería a
ver más su casa si intentaba delatarle; el
viejo se estuvo en paz, porque tenía muy
poco que ganar y sí mucho que perder ha-
ciendo que prendieran al ladrón, ya que no
hubieran tardado en soltarlo por falta de
pruebas, y entonces era inevitable su ven-
ganza si no se adelantaban sus compañeros a
tomarla.
Me apeé y fui hasta las ruinas, donde vi
los restos df^ una hoguera y una botel a rota.
Los hijos del robo habían pasado por allí
muy poco antes. Dejé un ejemplar del Nue-
vo Testamento y algunos folletos, y parti-
timos apresuradamente.
El sol había disipado las nieblas y empe-
zaba a calentar mucho. Llevaríamos próxi-
76 B O E R O W
mámente otra hora de camino, cuando sonó
un relincho a nuestra espalda, y el guía nos
dijo que venía un grupo de hombres a ca-
ballo; como nuestras muías andaban a buen
paso, tardaron lo menos veinte minutos en
alcanzarnos. El jinete que rompía la marcha
era un caballero vestido con elegante traje
de camino; un poco detrás seguían un oficial,
dos soldados y un mozo de librea. Oí al ca-
ballero que parecía principal, preguntar a mi
criado, al emparejarse con él, quién era yo,
y si francés o inglés. Le dijo que un caba-
llero inglés, de viaje. Preguntó entonces si
entendía el portugués, y el criado respondió
qué sí, pero que, a su parecer, hablaba yo
mejor el italiano y el francés. El caballero
espoleó el caballo y me abordó, pero no en
portugués, francés ni italiano, sino en el in-
glés más puro que he oído bablar a un ex-
tranjero; no había en su pronunciación ni el
más leve acento extranjero, y, a no haber
conocido en su rostro que mi intei locutor
no era inglés (como todos saben, hay en el
semblante de un inglés unaparticularidad in-
descriptible que le delata), hubiera creído
que s-e trataba de un compatriota. Continua-
mos juntos departiendo hasta llegar a Pe-
goes.
Pegóes se compone de dos o tres casas y
de una posada; hay, además, una especie de
barraca donde se alberga media docena de
soldados, No hay en todo Portugal un sitio
L A B I B L I A E N E S P A N A 77
de peor fama que éste, y la posada lleva el
apodo de Estalagem de Ladfoes^ o sea, hos-
tería de ladrones; porque los bandidos que
campan por los despoblados que se extien-
den a varias leguas a la redonda, tienen la
costumbre de venir a esta posada a gastar
el dinero y demás productos de su criminal
oficio; allí cantan y bailan, comen conejo
guisado y aceitunas, y beben el vino espeso
y fuerte del Alemtejo. Una enorme foga-
ta, alimentada por el tronco de un alcorno-
que, ardía en un fogón bajo, a la izquierda
de la entrada de la espaciosa cocina. Arri-
madas al fuego cocían varias ollas, cuyo
apetitoso olor me recordó que aún no me
había desayunado, a pesar de ser cerca de la
una y de haber hecho a caballo cinco le-
guas. Varios hombres, de aspecto siniestro,
que si no eran bandidos, fácilmente podían
ser tomados por tales, estaban sentados en
unos leños al amor de la lumbre. Ríceles
algunas preguntas indiferentes, a las que
contestaron con desembarazo y cortesía, y
uno de ellos, que dijo saber de letra, aceptó
un folleto que le ofrecí.
Mi nuevo amigo, después de encargar la
comida, o más bien almuerzo, me invitó
con gran amabilidad a participar en él, y, al
mismo tiempo, me presentó a su acompa
ñante el oficial, hermano suyo, que también
hablaba inglés, pero con menos perfección.
Mi amigo resultó ser don Jerónimo José de
78 B O R R O W
y
Azveto, secretario del Gobierno en Evora; su
hermano pertenecía a un regimiento de húsa-
res que tenía el cuartel general en aquella ciu-
dad, pero con patrullas destacadas a lo largo
del camino, por ejemplo, en el lugar donde
nos encontrábamos detenidos.
En Pegoes, el principal artículo de comer
parece que son los conejos, muy abundantes
en los páramos de las cercanías. Comimos
uno frito, con una pringue deliciosa, y luego
otro asado, que nos sirvieron entero en una
fuente; la posadera, después de lavarse las
manos, lo partió, y luego vertió sobre los
pedazos una salsa sabrosa. Comí con mucho
gusto de ambos platos, sobre todo del úl-
timo, quizás por la curiosa y para mí nue-
va manera de aderezarlo. Con unos higos
de los Algarves, excelentes, y unas manza-
nas, concluyó nuestra comida; pero el cuar-
tito reservado en que comimos era de suelo
cenagoso, y su frialdad me penetró de modo
que ni de los manjares ni de la agradable
compañía pude sacar todo el placer que en
otro caso hubiera t«nido.
Don Jerónimo se había educado en Ingla-
terra, país en que transcurrió su infancia, lo
cual explicaba en mucha parte su dominio
de la lengua inglesa, que únicamente se
puede aprender bien residiendo en el país
durante aquella etapa de la vida. Había,
además, huido a Inglaterra poco después de
la usurpación del Treno de Portugal por don
L A B I B L I A E N E S P Á N A 79
Miguel, y desde allí fué al Brasil, donde se
consagró al servicio de don Pedro, y le
acompañó en la expedición que terminó por
la caída del usurpador y el establecimiento del
Gobierno constitucional en Portugal. Nues-
tra conversación versó sobre literatura y po-
lítica, y mi conocimiento de las obras de los
escritores más famosos de Portugal fué aco-
gido son sorpresa y contento; nada tan ha-
lagüeño para un portugués como observar
que un extranjero se interesa por su litera-
tura nacional, de la que, en muchos respec-
tos, se enorgullece con justicia.
A eso de las dos cabalgamos de nuevo y
proseguimos juntos nuestro camino a través
de un país exactamente igual al que había-
mos atravesado antes, áspero y quebrado,
con grupos de pinos aquí y allá. La tarde
era muy despejada, y los brillantes rayos
del sol realzaban la desolación del paisaje.
Habríamos avanzado dos leguas, cuando per-
cibimos en lontananza un gran edificio, de
majestuosa apariencia, que era, según me
dijeron, un palacio real situado al otro ex-
tremo de Vendas Novas, pueblo donde
íbamos a pernoctar; aun nos faltaba más de
una legua para llegar a él, pero a través de
la clara y transparente atmósfera de Portu-
gal, parecía mucho más próximo.
Antes de llegar a Vendas Novas pasamos
junto a una cruz de piedra, en cuyo pedes-
tal había cierta inscripción conmemorativa
8o , B O E R O W
de un asesinato horrible cometido en aquel
lugar en la persona de un lisboeta; la cruz
parecía ya antigua y estaba cubierta de
musgo; la inscripción era, en su mayor
parte, ilegible, al menos para mí, que no
podía gastar mucho tiempo en descifrarla.
Llegados a Vendas Novas y encargada la
cena, mi nuevo amigo y yo fuimos dando un
paseo a ver el palacio. Fué edificado por el
difunto rey de Portugal, y su aspecto exte-
rior es poco notable. El edificio, largo y con
dos alas, consta de dos pisos tan sólo, aun-
que parece mucho más alto por estar situa-
do en una elevación del terreno; tiene quin-
ce ventanas en el piso alto y doce en el bajo,
con una puerta mezquina, algo así como
la puerta de un granero, a la que se llega
por un solo peldaño. El interior correspon-
de al exterior, y no hay en él nada intere-
sante para el curioso, excepto las cocinas,
magníficas en verdad, y tan grandes, que
puede condimentarse en ellas al mismo tiem-
po comida suficiente para todos los habitan-
tes del Alemtejo.
Pasé la noche con toda comodidad en
una cama limpia, lejos de todos aquellos
ruidos tan frecuentes en las posadas portu-
guesas, y a las seis de la mañana del siguien-
te día continuamos el viaje, que esperába-
mos terminar antes de ponerse el sol, por-
que Evora sólo dista diez leguas de Vendas
Novas. Si la mañana anterior había sido fría,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 8i
ésta lo era mucho más, tanto que, poco an-
tes de salir el sol, no pude resistir más a
caballo, y, echando pie a tierra, corrí y an-
duve hasta llegar a unas casuchas en el límite
de los desolados páramos. En una de aque-
llas casas se encontraron los emisarios de
don Pedro y los de don Miguel, y allí se
concertó la renuncia de este último a la co-
rona en favor de doña María de la Gloria;
Evora fué el postrer reducto del usurpador,
y las parameras del Alemtejo el último tea-
tro de las luchas que tanto tiempo agitaron
al infortunado Portugal. Contemplé, pues,
con mucho interés aquellas miserables cho-
zas, y no dejé de esparcir por los contornos
algunos de los preciosos foUetitos que, con
una corta cantidad de Testamentos^ llevaba
en mi saco de noche.
El paisaje comenzó desde allí a mejorar;
dejamos atrás los agrestes matorrales y
atravesamos colinas y valles cubiertos de al-
cornoques y de azinheiras^ las cuales pro-
ducen bellotas dulces o balotas^ tan agrada-
bles como las castañas, y principal alimento
en invierno de los numerosos cerdos que
cría el Alemtejo. Los cerdos son muy
hermosos: de patas cortas, corpulentos, de
color negro o rojo oscuro; de la excelen-
cia de su carne puedo dar testimonio, por-
que muchas veces la he saboreado con de-
leite en mis viajes por esta provincia; el
lomboy o lomo, asado en el rescoldo, es de-
82 B o R R o W
lie oso, especialmente comiéndolo con acei-
tunas.
Nos hallábamos a la vista de Monto Moro,
que, como su nombre indica, fué en otro
tiempo una fortaleza de los moros. Es una
colina alta y escarpada, en cuyas cúspide y
vertiente yacen muros y torreones en rui-
nas. Por el lado de Poniente, en un profun-
do barranco o valle, corre un delgado arroyo,
cruzado por un puente de piedra; más abajo
hay un vado, que atravesamos para subir a
la ciudad, la cual comienza casi al pie de la
montaña, por el Norte, y va faldeando hacia
el Noreste. La ciudad es sumamente pinto-
resca, con muchas casas antiquísimas, cons-
truidas a la manera morisca. Tenía gran-
des deseos de examinar los restos de la for-
taleza m-ora en la parte alta del monte; pero
el tiempo urgía, y la brevedad de nuestra es-
tada en el lugar no me consintió satisfacer
ese gusto.
Monte Moro es cabeza de una cadena de
colinas que cruza esta parte del Alemtejo, y i
que aquí se bifurca hacia el Este y el Sur-
este; en la primera dirección está el camino
directo a Elvas, Badajoz y Madrid; en la se-
gunda, el camino a Evora La tercera mon-
taña de la cadena que bordea el camino de
Elvas es muy hermosa. Se llama Monte
Almo; hállase cubierta de alcornoques hasta
la cima, y un arroyo rumoroso corre al pie.
Bajo los rayos gloriosos del sol, brillaban las,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 83
verdes praderas, donde pacían rebaños de ca-
bras, haciendo sonar alegremente sus campa-
nillas. El tout ensemble semejaba un lugar
encantado. Para que nada faltase en el
cuadro, encontré debajo de una azinheira a
un hombre, un cabrero, cuyo aspecto me
hizo recordar al pastor salvaje mencionado
en cierta balada danesa.
iSobre sus hombros tenía un jabalí ■ — en
su seno dormía un oso negro, etc.»
El cabrero tenía en un hombro un ani-
mal, que, según me dijo, era una lontra^ o
nutria, acabada de cazar en el arroyo inme-
diato; una cuerda, atada por un extremo
al brazo del cazador, la rodeaba el cuello.
A su izquierda había un saco, por cuya boca
asomaban las cabezas de dos o tres anima-
les bastante extraños; a su derecha se aga-
zapaba un lobezno gruñón que estaba do-
mesticando. Todo su aspecto era de lo más
salvaje y fiero. Tras unas pocas palabras,
como las que generalmente suelen cambiar
los que se encuentran en un camino, le
pregunté si sabía leer, y no me contestó.
Traté entonces de averiguar si tenía algu-
na idea de Dios o de Jesucristo, y mirán-
dome fijamente al rostro por un momen
to, se volvió luego hacia el sol, ya próximo
al ocaso, hízole una reverencia, y de nuevo
I clavó en mí su mirada. Creo que entendí
I bien esta muda respuesta, la cual significa-
ba, probablemente, que Dios era el autor de
84 B O R R O W
aquella gloriosa luz que alumbra y alegra
toda la creación. Satisfecho con esta creen-
cia, le dejé, y me apresuré a dar alcance a
mis compañeros, que me habían tomado
considerable delantera.
Siempre he encontrado en el ánimo de los
campesinos más determinada inclinación a
la religión y a la piedad que en los ha-
bitantes de las ciudades y villas; la razón es
obvia: aquéllos están menos familiarizados
con las obras de los hombres que con las de
Dios; sus ocupaciones, además, son senci-
llas, no requieren tanta habilidad o destreza
como las que atraen la atención del otro i
grupo de sus semejantes, y son, por tanto, \:
menos favorables para engendrar la presun- •
ción y la suficiencia propia, tan radicalmen- r
te distintas de la humildad de espíritu, fun- ■]
damento verdadero de la piedad. Los que se ¡i
burlan de la religión y la escarnecen, no sa- >
len de entre los sencillos hijos de la natura- i¡
leza; son más bien la excrecencia de un refi-
namiento recargado, y aunque su influjo
pernicioso llega ciertamente a los campos,
y corrompe en ellos a muchos hombres, la
fuente y el origen del mal está en los grandes i
centros, donde la población se apiña y donde i)
la naturaleza es casi desconocida. No soy de'|
los que van a buscar la perfección humana j
en la población rural de ningún país; la per- I
fección no existe en los hijos del pecado,!
dondequiera que residan; pero mientras el'
LA BIBLIA EN ESPAÑA 85
corazón no se corrompe, hay esperanza para
el alma, porque hasta Simón Mago se convir-
tió. Pero una vez que la incredulidad endure-
ce el corazón, y la prudencia según la carne
refuerza la incredulidad, hace falta para ablan-
darlo que la gracia 4e Dios se manifieste con
exuberancia desusada, porque en el libro sa-
grado leemos que el fariseo y el mago llega-
ron a ser receptáculos de gracia; pero en
ninguna parte se menciona la conversión del
burlón Saduceo; ^y qué otra cosa es un in-
crédulo moderno más que un Saduceo de
última hora?
La noche cerró antes que llegásemos a
Evora, y después de despedirme de mis
amigos, que amablemente me ofrecieron su
casa, me dirigí con mi criado al Largo de
San Francisco^ donde, según dijo el arrie-
ro, estaba la mejor hostería de la ciudad.
Entramos a caballo en la cocina, a continua-
ción de la cual estaba la cuadra, como es uso
en Portugal. Gobernaban la casauna vieja que
parecía gitana, y su hija, muchacha de unos
diez y ocho años, hermosa y fresca como
una flor. La casa era grande. En el piso alto
había un vasto aposento, a modo de grane-
ro, que ocupaba casi toda la longitud del
edificio; en el extremo había una divisoria
para formar una alcoba de regular comodi-
dad, pero muy fría; el piso era de baldosa,
como el de la espaciosa sala contigua, donde
los arrieros solían dormir en las mantas y
86 B O R R O W
enjalmas de sus malas. Después de cenar
me acosté, y luego de ofrecer mis devocio-
nes a Aquel que me había protegido en un
viaje tan peligroso, me dormí profundamen-
te hasta el otro día ^.
1 El Monte Moro de que habla Borrow en este
capítulo y describe después en el VI es Monte-
mór, o Mcntemayor. (Knapp).
CAPITULO III
Un comerciante de Evora. — Contrabandistas es-
pañoles.— El león y el unicornio. — La fuente.
Confianza en el Todopoderoso. — Reparto de fo-
lletos.— La librería en Evora. — Un manuscrito.
La Biblia como guía. — La infame María. — El
hombre de Palmella. — El conjuro. — El régimen
frailuno — Domingo. — Volney. — Un auto de fe.
Hombres de España. — Lectura de un folleto
Nuevos viajeros. — La mata de romero.
EVORA es u-a pequeña ciudad murada, pero
sin un sistema defensivo, y no resistí
ría un sitio de veinticuatro horas. Tiene cin-
co puertas; delante de la del Suroeste se ha-
lla el paseo principal, donde también se ce-
lebra una feria el día de San Juan. Las casas
son, en general, muy antiguas, y muchas es-
tán vacías. Cuenta unos cinco mil habitan-
tes; pero con sobrada capacidad para doble
número de gente. Los dos edificios princi-
pales son la Seo, o catedral, y el convento
de San Francisco, en la misma plaza en que,
frente a él, se hallaba mí posada. A mano
derecha, entrando por la puerta del Suroeste,
88 B O R R O W
hay un cuartel de caballería. Por el Sures-
te, a unas seis leguas de distancia, descúbre-
se una cadena de montañas azules; la más
alta, llamada Serra Dorso^ pintoresca, bella,
alberga en sus escondrijos muchos lobos y
jabalíes. Como a legua y media más allá de
esa montaña, está Estremoz.
El día siguiente a mi llegada lo empleé
principalmente en visitar la ciudad y sus cer-
canías, y ai vagar de un lado para otro,
trabé conversación con diversas personas.
Algunas eran de la clase media, comer-
ciantes o artesanos, y todos constituciona-
listas, o se llamaban tales; pero tenían muy
pocas cosas que decir, salvo unos cuantos
lugares comunes acerca de la vida de los
frailes, de su hipocresía y holgazanería. Qui-
se obtener noticias respecto del estado de la
instrucción en la localidad, y de sus res-
puestas deduje que el nivel debía de estar
muy bajo, porque, al parecer, no había
escuelas ni librerías. Si les hablaba de reli-
gión, mostraban grandísima indiferencia por
el asunto, y, haciéndome una cortés inclina-
ción de cabeza, se marchaban lo antes po-
sible.
Fui a ver a un comerciante para quien
llevaba yo una carta de presentación, y se
la entregué en su tienda, donde le encontré
detrás del mostrador. En el curso de nues-
tra conversación averigüé que le habían per-
seguido mucho durante el antiguo régimen,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 89
al que profesaba aversión sincera. Díjele que
la ignorancia del pueblo en materia de reli-
gión había sido el sostén del antiguo régi-
men, y que el mejor modo de impedir su
retorno sería llevar la luz a todos los espíri-
tus. Añadí que había llevado a Evora un pe-
queño repuesto de Biblias y Testamentos, y
deseaba entregárselos a un comerciante res-
petable para su venta, y que si él de-
seaba contribuir a extirpar las raíces de la
superstición y de la tiranía, no podía hacer
cosa mejor que encargarse de tales libros.
Se declaró dispuesto a ello, y me fui, deter-
minado a entregarle la mitad de los que te-
nía. Volví a mi posada y me senté en un
leño, debajo de la inmensa campana de la
chimenea de la sala común; dos hombres de
rostro huraño estaban arrodillados en el
suelo. Tenían ante sí un buen montón de
objetos de hierro viejo, latón y cobre, que
iban clasificando, y colocábanlos después en
sacos. Eran contrabandistas españoles de ín-
fima categoría, y ganaban miserablemente
su vida llevando de matute tales desechos
desde Portugal a España. No hablaban ni
una palabra, y cuando me dirigí a ellos en
su lengua natal, me contestaron con una
especie de gruñido. Estaban tan sucios y
mohosos como el hierro en que traficaban;
en la cuadra del piso bajo tenían cuatro mi-
serables borriquillos.
La posadera y su hija me trataban con
90 B O R R O W
amabilidad extremada, y por adularme me
hicieron algunas preguntas respecto de In-
glaterra. Un hombre con traje algo parecido
al de los marineros ingleses, sentado frente
a mí debajo de la campana, dijo: «Yo abo-
rrezco a los ingleses porque no están bauti-
zados y son gente sin ley.» Se refería a la
ley de Dios. Me eché a reír y le dije que,
según la ley inglesa, a nadie sin bautizar po-
día dársele sepultura en tierra sagrada; a lo
cual repuso: «Entonces sois más rigurosos
que nosotros.» Luego, añadió: «jQué signifi-
can el león y el unicornio que vi el otro día
en un escudo a la puerta del cónsul inglés
en Setubal?» Respondí que eran las armas
de Inglaterra. «Sí; pero ;qué representan.''»
Dije que no lo sabía. «Entonces — replicó — ,
no conoce usted los secretos de su propio
pa's.» A lo cual: «Supóngase — le contesté — ,
que le dijese a usted que representan el león
de Bethlehem y la bestia cornuda de los
abismos ardientes, luchando por el predo-
minio en Inglaterra, ^'qué diría'» «Diría — re-
puso— , que me daba usted una respuesta
perfecta.» Aquel hombre y yo llegamos a
ser grandes amigos. Venía de Palmella, no
lejos de Setubal; llevaba unos cuantos caba-
llos y muías, y era tratante en cebada y tri-
go. De nuevo volví a pasearme y a vagar
por los alrededores de la ciudad.
Como a media milla de las murallas, por
el lado Sur, hay una fuente de piedra, don-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 91
de los arrieros y demás gentes que acuden
a la ciudad, acostumbran a dar agua a sus
bestias. Allí me estaba sentado unas dos ho-
ras, hablando con todo el que hacía alto en
la fuente. Hago notar que durante mi estan-
cia en Evora repetí a diario esta visita, de-
teniéndome en ella el mismo tiempo; gra-
cias a este plan, creo que hablé, por lo me-
nos, con unos doscientos portugueses acerca
de asuntos tocantes a su salvación eterna.
Descubrí que muy pocos de aquellos a quie-
nes hablé habían recibido educación litera-
ria, ninguno había leído la Biblia, no más
de media docena tenían una ligerísima noti-
cia de lo que son los libros santos. Casi to-
dos eran fanáticos papistas y migaelistas de
corazón. Por tanto, cuando me decían que
eran cristianos, negábales yo la posibilidad
de que lo fueran, pues ignoraban a Cristo y
sus mandamientos, y ponían la esperanza
de sú salvación en reglas externas y prácti-
cas supersticiosas inventadas por Satanás
para mantenerlos en tinieblas y que al cabo
cayesen en el abismo que les tenía prepara-
do. Díjeles muchas veces que el Papa, a
quien reverenciaban, era un insigne impos
tor y el principal ministro de Satanás en la
tierra, y que los frailes y monjes, cuya au-
sencia lamentaban, a quienes estaban acos-
tumbrados a confesar sus pecados, eran
agentes subalternos suyos. Cuando me pe-
dían pruebas, aducía invariablemente la ig-
92 B o R R o W
norancia de mis oyentes respecto de las Es-
crituras, y decía que si sus guías espirituales
hubiesen realmente sido ministros del Se-
ñor, no hubieran dejado a sus rebaños igno-
rar su palabra.
Desde entonces acá, me ha sorprendido
muchas veces el no recibir insultos ni malos
tratos de la gente cu3^a superstición atacaba
yo de ese modo; en verdad, nada malo me
sucedió, y me inclino a creer que la extre-
mada audacia que yo desplegaba, confiado
en la protección del Todopoderoso, puede
haber sido la causa de ello. Lo mejor frente
al peligro es mirarlo cara acara, y así gene-
ralmente se desvanece como las nieblas de
la mañana a la luz del sol; mientras que, des-
animándose, el peligro se hace de fijo mayor.
Abrigo la viva esperanza de que mis pala-
bras llegaron muy adentro en el corazón de
algunos de mis oyentes, porque vi a muchos
de ellos marcharse abstraídos y pensativos.
En ocasiones repartía entre estas gentes al-
gunos folletos, pues aunque fuesen incapa-
ces de sacar de ellos personalmente gran
provecho, pensé que servirían de instrumen-
to para que en lo futuro cayeran en otras
manos y alguien los utilizara para su salva-
ción. (Cuánto libro abandonado a las olas
aborda a remotas playas, y allí sirve de ben-
dición y consuelo a millones de gentes que
ignoran su procedencia!
Al siguiente día, viernes, fui a visitar en
LA BIBLIA EN ESPAÑA 93
su casa a mi amigo don Jerónimo Azveto.
No le encontré, pero me dijeron que le bus-
case en la Seo, o palacio episcopal, en uno
de cuyos aposentos le hallé, en efecto, escri-
biendo con otro señor, a quien me presentó;
era el gobernador de Evora, que me recibió
con toda bondad y cortesía. Después de ha-
blar un rato salimos juntos a visitar un edi-
ficio antiguo, del que se decía que en tiem-
pos pasados fué templo de Diana. Parte de
él era evidentemente de construcción roma-
na; no había lugar a error ante las bellas y
elegantes columnas que sostenían la cúpula,
bajo la que probablemente se cumplían los
sacrificios a la divinidad más poética y atra-
yente de los gentiles; pero los antiguos in-
tercolumnios habían sido macizados en tiem-
pos modernos, y el resto del edificio parecía
ser de fines de la Edad Media. Estaba situa-
do en un extremo de la antigua casa de la
Inquisición, y fué residencia del obispo an
tes de construirse la Seo actual.
Dentro de la Seo, donde vive ahora el go-
bernador, hay una magnífica biblioteca, que
ocupa una inmensa pieza abovedada, como
la nave de una catedral; en un aposento con-
tiguo hay una colección de cuadros de au-
tores portugueses, principalmente retratos,
entre los que se halla el de don Sebastián.
Quiero creer que el pintor no le hizo justi-
cia, porque le representó en figura de un
tosco mancebo como de diez y ocho años,
94 B O R R O W
abotagado y bebo, con ojos saltones, y una
golilla en torno del cuello corto y apoplético.
Me enseñaron varios inisales con bellas
miniaturas, y otros manuscritos, uno de los
cuales atrajo sobre todo mi atención, por
motivos que se adivinan con sólo decir que
su título era:
<(^ Forma sive ordinatio Cap elle iliistrissimi
et xianissimi principis Henrici Sexti Regís
Aíiglie et Francie am dñi Hibernie des cripta
serenissio principi Alfonso Regí Portugalie
illustri per humilen servitore?i sm Willm.
Sav. Decanü cap elle supr adiete.^
¡Me pareció oír la voz de mi amada tierra
natal en los tiempos pasados! La biblioteca
y la colección de cuadros las formó uno de
los últimos obispos, varón muy ilustrado y
piadoso.
Por la noche cené con don Jerónimo y su
hermano; éste nos dejó en seguida para
cumplir sus deberes de militar. ]\Ii amigo y
yo hablamos con detenimiento de cosas im-
portantes. Empezó lamentándose de la igno-
rancia en que estaban sumidos sus conterrá-
neos, y me dijo que tanto él como su amigo
el gobernador se proponían establecer un
colegio en aquellos contornos, habiéndose
dirigido al Gobierno en demanda de autori-
zación para utilizar un convento vacío, lla-
mado el Espwheiro^ o el espino, distante una
legua de allí, y esperaban ver aceptada su
propuesta. Ya le había yo dicho a don Je-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 95
rónimo mi calidad y mis propósitos; y al
manifestarle ahora mi contento por los pla-
nes que abrigaba, le rogué con las más vivas
instancias que usase de su valimiento para
que la educación dada a los muchachos tu-
viera por base el conocimiento de las Escri-
turas, y añadí que la mitad de las Biblias y
Testamentos llevados por mí a Evora la po-
nía gustoso a su disposición. Al instante
me tendió la mano, y aceptó mi oferta con
gran placer, prometiéndose hacer cuanto pu-
diera en pro de mis intenciones, también
suyas en muchos respectos. Entonces añadí
que yo no había ido a Portugal con la idea
de propagar los dogmas de una secta parti-
cular, sino con la esperanza de difundir la
B:blia, manantial de cuanto es útil y condu-
cente al bien de la sociedad; que no me im-
portaba lo que la gente profesara, con tal
que tuviese por guía la Biblia, porque allí
donde se leen las Escrituras, ni la superche-
ría clerical ni la tiranía duran mucho; aduje
como ejemplo mi propio país, cuya libertad
y prosperidad se deben a la Biblia, y donde
cabalmente el último perseguidor del libro,
la sanguinaria e infame María Tu Jor, fi:é
también el último tirano que se sentó en el
trono. Me separé de mi amigo ya muy en-
trada la noche, y a la mañana siguiente le
envié los libros, en la firme y confiada espe-
ranza de que una aurora radiante y gloriosa
iba a disipar las lúgubres sombras de la no-
96 B O R R O VV
che que durante tanto tiempo habían en-
vuelto al Alemtejo.
Al siguiente día de este interesante su-
ceso, sábado, hablé de nuevo con el hom-
bre de Paimella. Le pregunté si nunca en
sus viajes le habían atacado los ladrones;
me respondió que no, pues, en general, via-
jaba acompañado. «Sin embargo — añadió
— cuando viajo solo tampoco tengo miedo,
porque voy bien protegido.» Supuse que
llevaría buenas armas, y así se lo dije. «No
más arma que esta» — repuso, mostrándo-
me uno de esos enormes cuchillos de ma-
nufactura inglesa, de que suelen estar pro
vistos los campesinos portugueses. Esos cu-
chillos se emplean para muchos usos, y me
parecen un arma bastante más eficaz que el
puñal. «Pero no es este cuchillo — continuó
el hombre — lo que me da más confianza.»
«^Pues qué es?» «Esto — contestó, y extrajo
del seno un escapulario que llevaba colgado
del cuello con un cordón de seda — . Aquí
llevo una oragam, o plegaria, escrita por una
persona de virtud, y mientras no se aparte de
mí no me ocurrirá nada.» Como la curiosi-
dad es el principal rasgo de mi carácter,
dije al momento al hombre aquel, con gran
Chlor, que si me dejaba leer la oración me
proporcionaría un placer vivísimo. «Bue-
no — contestó — ; somos amigos, y voy a
hacer por usted lo que haría por muy po-
cos.» Me pidió el cortaplumas, y sin deseo-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 07
ser el envoltorio sacó un pedazo de papel,
bastante grande, cuidadosamente ajustado
a él. Corrí a mi aposento para examinarlo.
Estaba escrito con garrapatos casi ilegibles,
y tan manchado de sudor, que me costó
mucho trabajo descifrar su contenido; al
caba conseguí hacer la siguiente transcrip-
ción literal del conjuro, escrito en mal por-
tugués, pero que me impresionó en aquella
ocasión, por tratarse de la composición más
extraordinaria que había visto:
El conjuro. — Justo juez y divino Hijo de
la Virgen María, que naciste en Belén, Na-
zareno, y fuiste crucificado entre la muche-
dumbre de los judíos, te suplico, Señor, por
tu sexto día, que mi cuerpo no sea preso
por la justicia ni reciba de sus manos la
muerte, la paz sea con nosotros, la paz de
Cristo, venga a mí la paz, la paz sea con
nosotros, dijo Dios a sus discípulos. Si la
maldita justicia recela de mí, o pone en mí
sus ojos, para apoderarse de mí o robarme,
que sus ojos no puedan verme, que su boca
no pueda hablarme, que sus oídos no puedan
oírme, que sus manos no puedan agarrarme,
que sus pies no puedan seguirme; de suerte
que, armado con las armas de San Jorge,
cubierto con el manto de Abraham y em-
barcado en el arca de Noé, no puedan
verme, ni oírme, ni verter la sangre de mi
cuerpo. Te conjuro, además, Señor, por
aquellas tres benditas cruces, por aquellos
9» B O R R O W
tres benditos cálices, por aquellos tres ber.-
ditos sacerdotes, por aquellas tres hostias
consagradas, que me des aquella dulce com-
pañía que diste a la Virgen María desde
las puertas de Belén a los portales de Jerusa-
lem, para que pueda yo ir y venir alegre }'
gustoso con Jesucristo, el Hijo de la Vir-
gen María, madre, y, sin embargo, siempre
virgen.»
La posadera y su hija llevaban pendientes
del cuello otros escapularios con amuletos se-
mejantes, para librarse, según decían, de
todo maleficio. La creencia en la brujería
está muy extendida entre los campesinos
del Alemtejo, y creo que entre todos los de
Portugal. Esta es una de las reliquias del
régimen frailuno, que en todos los países
donde ha existido parece haberse propuesto
embotar el entendimiento del pueblo para
extraviarlo con más facilidad. Todos esos
amuletos estaban confeccionados por los
frailes, que se los vendían a sus entontecidos
penitentes.
Los monjes de las iglesias griega y siria
trafican también con estas cosas, aun sa-
biendo que son nocivas, y anteponen ese
comercio a la difusión del saludable bálsa-
mo del Evangelio, porque de aquél sacan
muy buenas ganancias y mantienen así el
engaño que les permite vivir regaladamente.
La mañana del domingo fué muy hermo-
sa, y la explanada que hay delante del con-
LÁ BIBLIA EN ESPAÑA gg
vento de San Francisco se llenó de gente
que iba a misa o volvía de oírla. Cumplidas
mis devociones matinales me desayuné, y
bajé a la cocina; una muchacha llamada Ge-
rónima estaba sentada al amor de la lumbre.
Le pregunté si había oído misa, y me respon-
dió que ni la había oído ni pensaba oírla.
Inquirí el motivo y replicó que desde la ex-
pulsión de los frailes de sus iglesias y con-
ventos, había dejado de oír misa y de confe-
sarse, porque los curas no tenían ental minis-
terio poder espiritual, y, por tanto, se abste-
nía de ir a molestarlos. Dijo que los frailes
eran unos santos varones, muy caritativos,
que a diario daban de comer en el convento
de enfrente a cuarenta pobres con las sobras
de la comida del día anterior, y ahora a esa
gente se la dejaba morirse de hambre. Con-
testé que como vivían de la enjundia de la tie-
rra, bien podían permitirse los frailes arrojar
unos pocos huesos a sus pobres, haciéndolo
así por política, con la esperanza de ganar
amigos para los casos de apuro. La mucha-
cha me dijo después que, como domingo,
tal vez desearía yo entretenerme viendo al-
gún libro, y sin esperar respuesta me trajo
unos cuantos. Eran en su mayoría narracio-
nes populares de vidas y milagros de san-
tos, pero entre ellos había una traducción
del libro de Volney, Las ruinas. Pregunté
cómo había adquirido tal obra. Díjome
que un joven, ardiente constitucionalista, se
roo B O R R O W
la había dado unos meses antes, con mu-
chas instancias para que la leyese, ponderán-
dosela com.o uno de los mejores libros del
mundo. Repuse que el autor, enviado de
Satán, enemigo de Jesucristo y dei alma hu
mana, había escrito la obra con el único
propósito de mofarse de la religión y de
inculcar la doctrina de que no hay vida fu-
tura ni premio para el virtuoso ni castigo
para el malo. La muchacha, sin responder
palabra, se fué a otro aposento, del que vol-
vió con el delantal lleno de astillas y otra
leña menuda, volcándola en la lumbre, que
levantó viva llama. Entonces, tomando de
mis manos el libro, lo echó en la hoguera, se
sentó, sacó del bolsillo un rosario y estuvo
rezando hasta que el volumen quedó consu-
mido. Fué esto un auto de fe en el mejor
sentido de la palabra.
El lunes y el martes hice mis acostum-
bradas visitas a la fuente, y también recorrí
los alrededores, montado en una muía, para
repartir folletos. Dejé caer una buena por-
ción de ellos en los paseos preferidos por
la gente de Evora, porque era dudoso que
los aceptaran si yo se los ofrecía en pro-
pia mano, mientras que si los veían tirados
por el suelo, pensaba yo que la curiosidad
acaso los indujera a cogerlos y leerlos.
En la tarde del martes fui a despedirme
de mi amigo Azveto, pues mi intención era
salir de Evora el jueves siguiente y regresar
LA BIBLIA EN ESPAÑA
101
a Lisboa; con esta mira alquilé una calesa,
cuyo dueño me dijo que había servido
como soldado en \2. gr and armé eA^^^V^-
león y asistido a la campaña de Rusia. 1 e-
nía toda la estampa de un borracho, bu
rostro era carbuncoso, y su aliento apestaba
a aguardiente. Muchos deseos tenía de ha-
blar conmigo en francés, enorgulleciéndose
de poseer ese idioma; pero yo rehuse, y
le dije que me hablase en la lengua del
país o no cruzaría la palabra con él.
El miércoles empeoró el tiempo y, a ra-
tos, llovió. Al bajar a la cocina me encontré
con que mi amigo el de Palmel'a se había
marchado; pero habían llegado varios con-
trabandistas de España. Casi todos eran
muy apuestos, y, a diferencia de los dos
que vi la semana anterior, locuaces y expan-
sivos; sólo hablaban su lengua natal y pare-
cían sentir gran desprecio por el portugués.
La magnífica entonación del español reso-
naba muy ventajosamente junto al dialecto
chillón de Portugal Pronto trabé con ellos
un grave coloquio, y descubrí con alegría
que todos sabían leer. Ofrecí al más viejo,
hombre de unos cincuenta años de edad, un
folleto en español, y después de examinarlo
un rato con mucha atención, se alzo de su
asiento y, poniéndose en medio del cuarto,
comenzó a leer en alta voz, despacio y con
gran énfasis. Sus compañeros le rodearon,
y de vez en cuando manifestaban su con-
I02 B O R R O W
formidad con lo que oían. En ocasiones, el
lector acud a a mí en demanda de explica-
ción de algún pasaje que no entendía bien,
por referirse a determinados textos de la
Escritura, ya que ninguno de la cuadrilla ha-
bía visto nunca el Antiguo ni el Nuevo Tes-
tamento. Continuó leyendo más de una hora,
hasta acabar el folleto; al concluir, todos
clamaron por otros parecidos, y se los di
con mucho gusto.
Casi todos aquellos hombres hablaban del
clericalismo y del régimen frailuno con odio
profundo, hasta preferir la muerte a some-
terse de nuevo al yugo que hab'a oprimido
sus cuellos. Híceles muchas preguntas acer-
ca de la opinión de sus parientes y ami-
gos sobre ese punto, y me aseguraron que
en la parte de la frontera española fre-
cuentada por ellos, todos eran de la misma
opinión, importándoles tan poco el Papa y
sus frailes como don Carlos, porque éste
era un chicoiito y un tirano, y los otros, la-
drones y salteadores. Díjeles que no debían
confundir la religión con la superstición
clerical, ni olvidar por odio a ésta que hay
un Dios y un Ciisto en quien hemos de
buscar nuestra salvación, y cuya palabra es-
taban obligados a meditar en todo momen-
to; expresáronse, al oírme, como muy de-
votos creyentes en Cristo y en la Vir-
gen.
Estos hombres eran, en muchos respectos,
LÁ BIBLIA EN ESPAÑA 103
más ilustrados que los campesinos del con-
torno, pero en otros se hallaban en iguales
tinieblas; creían en brujerías y en el poder
de hechizos y ensalmos. La noche fué muy
borrascosa. A eso de las nueve oímos un
galope que se acercaba, y a poco llama-
ron a la puerta; abrieron, y se precipitó en
la cocina, todo azorado, un hombre monta-
do en un jumento; llevaba una raída cha-
queta de piel de carnero de las llamadas en
español zamarras^ con calzones de lo mis-
mo; desde las rodillas para abajo tenía las
piernas desnudas. Alrededor del sombrero
llevaba atada una gran cantidad de la hier-
ba llamada en inglés rosemary^ romero en
español, y en portugués rústico alecrim^ pa-
labra de origen escandinavo (ellegren)^ que
significa planta mágica, llevada probable-
mente al Sur por los vándalos. El recién lle-
gado parecía loco de terror, y contó que las
brujas le habían venido persiguiendo y re-
voloteando en torno de su cabeza desde ha-
cia dos leguas. Aquel hombre traía de la
frontera de España harina y otros ar-
tículos; dijo que su mujer venía tras él y
estaba a punto de llegar. Llegó, en efecto,
un cuarto de hora después, chorreando agua
y montada también en un borrico. Pregunté
a mis amigos los contrabandistas qué sig-
nificaba el romero, y me dijeron que era
bueno contra las brujas y las desventuras
del camino. No me entretuve en combatir
104 B O R R O W
esta superstición, porque la calesa iría a
buscarme a las cinco de la mañana y desea-
ba yo aprovechar el poco tiempo que podía
consagrar el sueño.
CAPITULO IV
Dilaciones molestas.— El cochero borracho. — Una
muía muerta.— Lamentación. — Aventura en un
descampado. — El miedo a la oscuridad. — Un
fidalgo portugués. — La escolta. — Regreso a
Lisboa.
ME levanté a las cuatro, y después de to-
mar un refrigerio, bajé a la cocina, donde
vi al hombre que me había llamado la aten-
ción la víspera y a su mujer, durmiendo al
amor de la lumbre aun encendida. Se des-
pertaron en seguida y comenzaron a pre-
parar su desayuno, consistente en sardinhas
saladas, asadas en el rescoldo. Al mismo
tiempo, la mujer cantaba trozos de una bella
canción, muy conocida en España, que co-
mienza así:
En Belén tocan a fuego;
Del portal salen las llamas,
Porque dicen que ha nacido
El Redentor de las almas.
io6 B O R R O W
Al saber que me marchaba, la mujer me
dijo: «Voy a darle a usted un poco de ro-
mero del de mi marido, para que le ampare
contra los peligros y le libre de cualquier mal
suceso.» Tuve la debilidad de permitir que
me pusiera unas ramitas en el sombrero; es-
tando en esto llegó el calesero con las muías,
dije adiós a mi servicial posadera, y subí al
carruaje con mi criado.
Entonces puse atención en las muías que
nos llevaban; nunca había visto otras tan
buenas como aquéllas; la de más alzada
tendría poco menos de diez y seis palmos.
El calesero las quería, según nos dijo en de-
testable francés, más que a su propia mujer
y a sus hijos. Doblamos la esquina del con-
vento y seguimos calle abajo hacia la puer-
ta del Suroeste. El cochero hizo alto delante
del portal de una casona, y se apeó dicien-
do que por ser aún muy temprano, no se
atrevía a continuar, pues si los ladrones resi-
dentes en la ciudad estaban sobre aviso, nos
robarían, probablemente, y a él le matarían,
pero que los moradores de aquella casa
iban a salir para Lisboa un cuarto de hora
más tarde, y esperándolos podíamos apro-
vechar su escolta de soldados y ponernos
al abrigo de todo peligro. Respondí que yo
no tenía miedo, y le mandé seguir, pero se
negó, y, dejándonos en la calle, fuese. Una
hora llevábamos esperando, cuando llega-
ron dos carruajes a la puerta de la casa;
LA BIBLIA EN ESPAÑA 107
pero como la familia no estaba, al parecer
dispuesta todavía, el cochero se apeó tam
bien y se fué. Pasó otra media hora; al fin
salió la familia. Colocados los equipajes, pre
guntaron por el cochero, que no parecía
por parte alguna. Le buscaron, pero en vano
más de otra hora pasó antes de encontrar
un sustituto. La escolta tampoco había com-
parecido, y fué preciso enviar por dos veces
un criado al cuartel en busca de los solda-
dos. Al fin, todo se arregló, y la familia se
puso en marcha.
En todo ese tiempo no habíamos vuelto
a ver a nuestro cochero, y ya estaba yo
harto convencido de que nos había abando-
nado definitivamente, cuando, pasados unos
minutos más, le vi venir tambaleándose
calle arriba, borracho, y empeñado en can-
tar la Marsellesa. Sin decirle nada, me puse
a observarlo. Entuvo un rato mirando fija-
mente a las muías y mascullando dispara-
tes inconexos en francés. Al cabo, dijo: «No
estoy tan borracho que no pueda guiar»; y
tomando a las muías por el ramal, echó a
andar hacia la puerta. En cuanto salimos de
la ciudad intentó repetidas veces, sin con-
seguirlo, montar en la muía más pequeña,
que iba ensillada; al fin se salió con la
suya, y en el acto emprendimos, camino
abajo, una carrera desenfrenada. Llegamos
a un sitio donde arrancaba un carril angos-
to y pedregoso; echando por él, nos aho-
io8 BORRO W
rrábamos el rodeo que, en otro caso. habría-
mos de dar en torno de Jos muros de la
ciudad antes de salir al camino de Lisboa,
que cae al Noreste. El cochero dijo: «Voy a
tomar el carril, y en un minuto alcanzare-
mos a esa familia:^; y en él entramos, efec-
tivamente. Apenas tenía anchura bastante
para dar paso al carruaje, y era, además,
muy escarpado y quebrado; avanzamos su-
biendo y bajando^ con mucho crujir de rue-
das y unas sacudidas tan violentas, que co-
rríamos peligro de vernos lanzados como
por una honda. Comprendí que de conti-
nuar en el coche, se haría pedazos con nues-
tro peso, y dirigiéndome al cochero en por-
tugués, le mandé parar; pero el hombre
fustigó y espoleó a las muías con más brío.
Entonces, mi criado me suplicó por el amor
de Dios que le hablase en francés, pues si
algo podía apaciguarle, era eso. Seguí el
consejo, y le rogué que nos permitiese
apearnos y andar hasta la salida del sitio pe-
ligroso. El resultado confirmó las previsio-
nes de Antonio El cochero paró instantá-
neamente y dijo: «Señor, usted es el amo;
no tiene usted más que mandar y yo obe-
deceré.» Nos apeamos y fuimos andando
hasta la carretera, donde volvimos a montar.
Apenas ocupamos nuestros asientos, el
cochero lanzó las muías a galope tendido,
con idea de alcanzar a la familia, que nos
llevaba como un cuarto de milla de venta-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 109
ja. La capa se le escurrió de los hombros,
y al querer ponérsela de nuevo, soltó el
ramal con que guiaba a la muía más alta;
la cuerda se le enredó en las patas al po-
bre animal, que cayó pesadamente de ca-
beza al suelo; después de patalear un poco,
la muía quedó tendida cuan larga era, atra-
vesada en el camino, con las varas del ca-
rruaje sobre las costillas. Yo salí despedi-
do contra el lodo, y el borracho del coche-
ro cayó sobre el cuerpo de la muía muerta.
El suceso me enfureció, y comencé a gri-
tar: «jBorrachol ¡Renegado! Que basta te
avergüenzas de hablar la lengua de tu país;
ahora que has destruido d sostén dé tu
vida, ya puedes morirte de hambre.» «P¿z-
ciencia», me contestó, y empezó a dar pata-
das a la muía en la cabeza, para hacerla le-
vantar; de un empellón le aparté de allí, y
tomando la navaja que se le había caído del
bolsillo, corté los tiros del carruaje, pero la
vida había volado, y el velo de la muerte
empañaba ya los ojos de la muía.
El individuo aquel, en el atolondramiento
de la borrachera, pareció al pronto dispues-
to a despreciar tal pérdida, diciendo: «Se
ha matado la muía; esa era la voluntad de
Dios. ^Qué le voy a hacer? Paciencia.-^ Al
mismo tiempo envié a Antonio a la ciudad
para que alquilase otras muías, y después
de descargar mis maletas del carruaje, espe-
ré al borde del camino su regreso.
no B O R R O W
Los vapores del alcohol comenzaron a di-
siparse en el cerebro del cochero; entonces,
cruzando las manos, exclamó: «Virgen ben-
dita, ^qué va a ser de mí? ^-Cómo voy a ga-
narme la vida? ^Dónde podré hacerme con
otra muía? Mi muía, mi mejor muía, se ha
matado; se ha caído al suelo y se ha muerto
de repente. He visto muchos animales en
los países donde he vivido, pero una muía
como ésta, no la he visto nunca; ¡y se ha
matadol ¡Mi muía se ha matado! Se ha caí-
do y se ha muerto de repente.» En este
tono continuó durante mucho rato, y sus
lamentaciones tenían siempre el mismo es-
tribilio: «Mi muía se ha matado; se ha caído
y se ha muerto de repente.» Al cabo, quitó
la collera a la muía muerta y se la puso a
la otra, metiéndola con algún trabajo en
vaias.
Un muchacho de unos trece años, muy
guapo, llegó de la ciudad corriendo como
una liebre; se detuvo ante la muía muerta,
y rompió a llorar. Era hijo del cochero,
y sabía por Antonio lo sucedido. Aque-
llo era demasiado para el pobre hombre;
acudió a su hijo, diciéndole: «No llores. Nos
hemos quedado sin pan; pero Dios lo ha
querido. ¡La muía se ha matado!» Se dejó
caer después al suelo, lanzando lastimeras
quejas: «Yo hubiera sobrellevado esta per
dida — decía — pero el ver llorar a mi hijo,
me vuelve loco.i Le socorrí con algún diñe-
LA BIBLIA EN ESPAÑA ni
ro, y le dije algunas palabras de consuelo.
Le aseguré que si dejaba la bebida, era in-
dudable que Dios se apiadaría de él y le
remediaría. Por fin se tranquilizó un poco,
y después de colocar las maletas en el co-
che, volvimos a la ciudad, donde aguarda-
ban nuestra llegada a la posada dos exce-
lentes muías de paso. No vi a la españo-
la, y por eso no pude decirle de cuan
poco me había servido el romero en aquel
caso.
Algunos borrachos he conocido en Portu-
gal, pero, sin excepción, eran individuos
que, después de viajar fuera de su tierra,
como aquel cochero, regresaban llenos de
desprecio hacia su patria y manchados con
los peores vicios de los países donde habían
vivido. A mis compatriotas que por acaso
lean estas líneas, les recomiendo vivamente
que si su destino los lleva a España o Por-
tugal, no tomen a su servicio ni traten in-
dividuos de las clases bajas que hablen otra
lengua que la suya materna, porque muy
probablemente serán bandidos desalmados
o borrachos. Invariablemente, estas gentes
dicen de su país natal todo el mal posible;
y yo tengo la opinión, fundada en la expe-
riencia, de que un individuo capaz de tal
bajeza, no vacilará en cometer cualquier vi-
llanía, porque después del amor a Dios, el
amor a la patria es el mejor preservativo
contra el crimen. Quien se enorgullece de
112 B O R R O W
su patria, tiene especial cuidado en no ha-
cer cosa que pueda deshonrarla.
Tomamos el camino de Lisboa, y llega-
mos a Monte Moro a eso de las dos. Co-
mimos allí lo que permitían los recursos
del lugar, y proseguimos el viaje hasta lle-
gar a un cuarto de legua de las chozas en-
clavadas en la linde del despoblado que
habíamos cruzado a la ida. Allí nos alcanzó
un jinete; era un hombre robusto, de me-
diana estatura, y montaba un buen caballo
español. Llevaba puesto un sombrero de alas
anchas y caídas, jubón de paño azul, con
botonadura de tachones de plata y broches
del mismo metal, calzón de cuero amarillo
y botas fuertes; de la silla llevaba colgado
un trabuco. Me preguntó si pensábamos per-
noctar en Vendas Novas, y al contestarle que
sí, manifestó deseos de seguir en nuestra
compañía. Miró luego al sol, que ya se hun-
día rápidamente en el horizonte, y nos rogó
que avivásemos para aprovechar la luz todo
lo posible, porque el páramo era lugar te-
meroso en la oscuridad. Se puso a la cabeza
de todos, y salimos al trote largo; el mozo
o arriero que nos acompañaba venía detrás
corriendo, sin dar la menor señal de fatiga.
Entramos en el páramo, y apenas había-
mos avanzado una milla, la noche cerró por
completo. íbamos por un sendero bordeado
de altas malezas, cuando el jinete me rogó
que pasase yo delante, y él me seguiría
I. A BIBLIA EN ESPAÑA 113
porque era incapaz de afrontar ¡a oscuridad.
Le pregunté el motivo de su temor, y me
respondió qu en otro tiempo no le causa-
ban miedo alguno las tinieblas, pero que
desde hacía unos años temíalas mucho, so-
bre todo en lugares inhabitados. Accedí a
¿US descos, pero como desconocía el cami-
no y apenas me veía los dedos de la mano,
nos perdíamos a cada paso; impacientábase
el hombre, y acabó por colocarse de nuevo
a nuestra cabeza. Anduvimos así un buen
trecho y otra vez se detuvo el miedoso, di-
ciendo que no podía resistir el influjo de las
tinieblas; temb ábanle las patas al caballo,
contagiado, al parecer, del terror de su amo.
Le aconsejé que invocara el nombre de Je-
sús Nuestro Señor, capaz de transformar la
noche en día; al oírme, lanzó un terrible ala-
rido, y enarbolando el trabuco, lo disparó
al aire. El caballo arrancó a todo correr, y
mi muía, una de las más ligeras de su casta,
se espantó y salió disparada, pisándole los
cascos al caballo. Antonio y el mozo se que-
daron muy atrás. Corríamos como un tor-
bellino, iluminándose el sendero con las
chispas arrancadas a las piedras por las he-
rraduras de los animales. Yo no sabía adon-
de íbamos; pero las cabalgaduras conocían
el camino, y en poco tiempo nos pusieron
en Vendas Novas, donde nuestros compa-
ñeros nos alcanzaron.
Me pareció que el hombre aquel era un
114 B O R R O W
cobarde; opinión injusta, porque durante el
día era valiente como un león, y nada temía.
Unos cinco años antes le habían atacado
dos ladrones en el páramo, y a entrambos
dominó, los ató, y los entregó a la justicia.
Pero de noche, el rumor de una hoja le
aterrorizaba. He conocido casos análogos en
personas de extraordinaria valentía. En
cuanto a mí, confieso que no soy hombre
de un valor inusitado, pero los peligros de
la noche no me intimidan más que los que
pueden sobrevenir en pleno día. El indivi-
duo de que he hablado era un labrador de
Evora, persona de muy buena posición.
Encontré la posada de Vendas Novas
llena de gente, y con alguna diñcultad ob-
tuvimos alojamiento y cena. Ocupaba la po-
sada la familia de cierto fidalgo de Estre-
moz, el cual iba a Lisboa custodiando una
gran suma de dinero, según nos dijeron;
probablemente, las rentas de sus estados.
Llevaba una guardia de veinticuatro servido-
res, armados con sendos rifles; eran sus pas-
tores, porqueros, vaqueros y cazadores, man-
dados por el hijo y el sobrino áe\ fidalgo^ am-
bos jóvenes, vestido el último de uniforme. A
pesar de tan numerosa guardia, z\ fidalgo le
apuraba mucho, al parecer, el temor de que
le robasen en el descampado, entre Vendas
Novas y Pegoes, porque solicitó del oficial
que mandaba la tropa destacada en este pun-
to, una escolta de cuatro soldado?. Había
LA BIBLIA EN ESPAÑA 115
en el séquito del hidalgo varias mujeres, hi-
jas ilegítimas suyas, según averigüé; el hom-
bre era de costumbres depravadas y acérri-
mo partidario de Don Miguel. A poco de
llegar, y cuando mi compañero de viaje y
yo estábamos en la cocina, sentados a la
lumbre, se nos acercó el hidalgo; podía tener
unos sesenta años, y era de aventajada es-
tatura, pero muy encorvado. Su rostro era
bastante desagradable; tenía la nariz larga
y ganchuda; los ojos, pequeños, penetran-
tes y vivos, y lo que menos me gustó en
él fué su perpetua sonrisa burlona, signo
seguro, a mi entender, de un corazón per-
verso y desleal. Me dirigió la palabra en
español, idioma que el hidalgo hablaba con
facilidad por residir no lejos de la frontera;
pero, contra mi costumbre, me mantuve
reservado y en slencio.
A la mañana siguiente me levanté a las
siete, y hallé que la familia de Estremoz se
había puesto en camino unas horas antes.
Me desayuné con mi compañero de la no-
che pasada, y emprendimos la última jor-
nada de aquel viaje. Como había salido el
sol, sus miedos se desvanecieron; era capaz
de habérselas con todos los ladrones del
Alemtejo. Llevaríamos andada una legua,
cuando al mozo que nos acompañaba le pa-
reció ver unas cabezas entre los matorrales.
En el acto, nuestro jinete empuñó el trabu-
co, y obligando al caballo a dar dos o tres
ii6 B O K R O W
brincos, apuritó hacia el sitio indicado por
el mozo; pero las cabezas no volvieron a
aparecer, y todo fué, probablemente, una
falsa alarma.
Reanudamos h marcha, y Ja conversa-
ción giró, como era de esperar, en torno de
los ladrones. Mi compañero, que parecía
conocer palmo a palmo e". terreno por don-
de íbamos, tenía algo que contar acerca de
cada vericueto, o de cada grupo de pinos
que encentrábamos. Llegamos a una peque-
ña eminencia, en cuya cima crecían tres ma
jestuosos pinos; como media legua más lejos
había otra elevación semejante. Estas dos
alturas dominaban una parte del camino de
Pegoes a Vendas Novas, en forma que des-
de ellas se columbraba a cuantos iban y ve-
nían entre estos dos puntos. Al decir de mi
amigo, aquellas colinas era a puesto^ predi-
lectos de los ladrones. Cómo dos años antes,
una cuadrilla de seis bandidos a caballo es-
tuvo allí tres días, ydesvalijó a cuantos ve-
nían por ambos lados. Los caballos, con la silla
y el freno puestos, estaban atados al tronco
de los árboles, y dos centinelas, encarama-
dos en las ramas más altas, daban el alerta al
acercarse los viajeros. Cuando los veían a
distancia conveniente, montaban de un salto
en los caballos, y a galope tendido caían so-
bre su pres3, gritando: ¡Réndete apicaro! ¡Rén-
dete, picaro! Nosotros pasamos sin tropiezo,
y a eso de un cuarto de legua antes de Pe-
LA BIBLIA KX ESPAÑA 117
goes, dimo5 alcance a la familia del fidalgo.
Si hubiesen llevado las riquezas de la In-
dia a través de los desiertos de Arabia, no
habrían tomado mayores precauciones. El
sobrino, sable en mano, cabalgaba a la ca-
(■eza, con pistolas en el arzón y el consabido
trabuco español pendiente de la silla. Mar-
chaban tras él seis hombres en hilera, fusil
al hombro con sendas hachas pendientes
de la faja, destinadas probablemente a tajar
a los bandoleros hasta la cintura, en cuan-
to se aventurasen a luchar cuerpo a cuer-
po. Seguían seis vehículos, dos de ellos
calesas, en las que iban el fidalgo y sus hi-
jas; los otros eran carros de toldo, y pare-
cían cargados con el menaje casero. Cada
vehículo llevaba a los lados un campesino
armado, y el hij»-' del fidalgo^ mancebo de
diez y seis años, mandaba la retaguardia, de
una fuerza igual a la vanguardia conducida
por su primo. Los soldados, de caballería
ligera, por fortuna, y muy bien montados,
galopaban en todas direcciones alrededor
del convoy, con objeto de descubrir al ene-
migo en su escondite, caso de estar embos-
cado en las cercanías.
No pude por menos de pensar, cuando
di alcance a esta comitiva, en la impruden-
cia de tanto aparato bélico; pues si bien se
proponía amedrentar a los ladrones, podía
igualmente servir para atraerlos, advirtién-
doles del paso de imensas riquezas por
ii8 B O R R O W
aquellos lugares. No sé cómo se habrían
portado los soldados y los campesinos en
caso de ataque, pero me inclino a creer que
si tres hombres como Ricardo Turpin les
hubiesen acometido súbitamente, saliendo
al galope de entre los matorrales que cu-
bren aquellas colinas, ni el número ni la
resistencia de los defensores bastaran a im-
pedir que los asaltantes se llevasen el con-
tenido de las cajas que tintineaban en la
grupa de los caballos.
Desde aquel momento, nada dig^no de
mención nos sucedió hasta Aldea Gallega,
donde pasamos la noche; a las tres de la
mañana siguiente, tomamos la barca para
Lisboa, y llegamos aquí a las ocho. Así ter-
minó mi primera excursión por el Alemtejo.
CAPÍTULO V
Fl colceio.-El rcctor.-La piedra de toque .-
Preufdos nacionales. -Deportes Juveniles --
Losludíos de Lisboa.-Creencias corrompidas.
Crimen y superstición.
T Tna tarde me dijo Antonio; .Me parece
U Senhor, que a su merced le gustar.a ver
elcolegio de los... ingleses» K «Lléveme alia
sin falta» -le contesté yo— Condújome
por varias calles, y nos detuvimos ante
un edificio situado en uno de los puntos
más altos de Lisboa. Llamamos, y un a
modo de portero vino en seguida a pregun-
tar lo que queríamos. Antonio se lo explico.
Vaciló un instante y nos mandó entrar, lle-
vándonos a un lóbrego vestíbulo de piedra,
donde nos dejó después de invitarnos a to-
mar asiento. De allí a poco salió un perso-
naje venerable, como de setenta anos de
1 La palabra suprimida parece ser «católi-
cos.. Boríow gustaba de éste al Pf «^"l^Jj^^^f"'"
ficante misterio. (Nota del editor U. R. Burke.)
T20 B O R R O vr
edad, vestido con una r pa flotante a ma-
nera de sobrepelliz, y tocado con la gorra
colegial. A pesar de sus años, había en las
facciones de aquel hombre un tenue matiz
rojizo, característico del inglés. Se acercó
a nosotros lentamente y en nuestro idicma
me preguntó en qué podía servirme. Di-
jele que, como viajero inglés, tendría un
placer muy vivo en visitar el colegio, si era
costumbre enseñárselo a los extraños. No
opuso inconveniente alguno a mis deseos,
pero me declaró que no llegaba en muy
buena ocasión, por ser la hora de la comida.
Me excusé, y al querer retirarme, el anciano
me rogó que agíjardara unos minutos, hasta
que, terminada la comida, los directores del
colegio pudieran tener el gusto de acompa-
ñarme.
Nos sentamos en el poyo de piedra, y
después de examinarme atentamente un
poco de tiempo, el anciano clavó los ojos
en Antonio. «¿Qué es lo que veo.-^ — dijo al
fin — . Tengo la seguridad de que esa cara
no me es desconocida.» «Así es, reverendo
padre — contestó Antonio levantándose y
haciendo una profunda reverencia — . «Yo
servía en casa de la condesa de..., en Cintra,
cuando vuestra reverencia era su director
espiritual » «Cierto, cierto— dijo el anciano
varón, suspirando — . Ahora le recuerdo a
usted perfectamente. ¡Ahí Las cosas han
cambiado mucho desde entonces, Antonio;
LA BIBLIA EN ESPAÑA 121
nuevo gobierno, nuevo sistema, y podría
decir nueva religión.» Entonce?, mirándome
de nuevo, me preguntó adonde era mi viaje.
«Voy a España — le dije — , y de paso me he
detenido en Lisboa.» «¡España, España!
— exclamó el viejo — . Ciertamente, ha es-
cogido usted una ocasión singular para ir
a España, habiendo como hay allí ahora
guerras enconadas, alborotos y efusión de
sangre.» «Me parece que la causa de don
Carlos está ya vencida — contesté — ; ha per-
dido el único general capaz de llevar sus
huestes a Madrid. Zumalacárregui, que era
su Cid, ha muerto.» «No se forje usted
ilusiones. Con perdón de usted, joven, creo
que el Señor no permitirá que triunfe tan
fácilmente el poder de las tinieblas. La cau-
sa de don Carlos no está vencida Su
triunfo no depende de la vida de un frágil
gusano como el que acaba usted de nom-
brar». Departimos así un breve rato y luego
se levantó, dicien o que ya debía de haber
concluido la comida.
Aun no hacía cinco minutos que nos ha-
bía dejado solos, cuando entraron en el ves-
tíbulo tres individuos que se me acercaron
pausadamente. — Estos son los directores del
colegio, dije entre mí; y lo eran, en efecto.
El primero de aquellos varones, a quien los
otros dos trataban con notable deferencia,
era delgado y seco, de estatura más que re-
gular, muy pálido de te7,las facciones dema-
122 B O K R O W
cradaF, pero bellas, y de ojos oscuros y chis-
peantes; podía tener unos cincuenta años.
Sus dos compañeros estaban en plena juven-
tud. El uno, más bien bajo, tenía en su
sombrío semblante aquella expresión dolo-
rida tan frecuente en los [católicos] ingleses;
el otro era un mocetón coloradote, con cara
de buena persona. Los tres llevaban el birre-
te peculiar del colegio y sotanas de seda. El
de más edad se acercó a mí, y tomándome
la mano me dirigió, con voz clara y de tim-
bre argentino, las siguientes razones:
— Bien venido seáis, señor, a nuestra po-
bre casa. Siempre nos alegra mucho recibir
en ella a los compatriotas que vienen de
nuestro amado país natal. En verdad, este
contento se aminora mucho al considerar
que aquí nada hay digno de la atención del
viajero; nada notable hay en esta casa, salvo,
quizás, su organización: yo iré explicándo-
sela a usted en el curso de nuestra visita.
Pero ante todo, permítanos usted que nos
presentemos nosotros mismos; yo soy el
rector de este humild'í asilo inglés; este se-
ñor es nuestro profesor de humanidades, y
éste (sen ---lando al mocetón), es nuestro
profesor de lenguas sabias, hebreo y si-
riaco.
Vo: Saludo a todos ustedes humildemen-
te, y les ruego me excusen si me permito
preguntar quién era aquel venerable señor
que se ha tomado la molestia de acompa-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 123
ñarme hasti que ustedes han tenido como-
didad para venir.
El rector: ¡Ohl Es nuestro limosnero,
nuestro capellán; persona digna de la mayor
admiración. Vino a este país antes de nacer
ninguno de nosotros, y aquí ha estado siem-
pre desde entonces. Ahora, subamos, si gus-
táis, a visitar nuestra pobre casa. Pero, que-
rido señor, ^'por qué permanece usted descu-
bierto en este vestíbulo, tan frío y tan hú-
medo?
Yo: La explicación es muy fácil; se trata
de una costumbre ya muy arraigada. Acabo
de llegar de Rusia, donde he estado algunos
años. Los rusos se quitan el sombrero inde-
fectiblemente cuando entran bajo techado,
ya sea en una choza, en una tienda o en un
palacio. No hacerlo así, parecería grosería o
barbarie; la razón es que en cada aposento
de las casas rusas hay un cuadrito de la Vir-
gen colgado en un rincón, muy cerca del te-
cho, y en prueba de respeto, los que entran
se quitan el sombrero.
Los tres señores cambiaron rápidas ojea-
das de inteligencia. Había tropezado en su
Shibbolet, y descubrían en mí un Eph-
raimita, no un hijo de Galaad ^. Sin duda.
^ Galaad, nieto de Manases, padre de los ga-
laaditas. Los israelitas de la tribu de Ephraim se
amotinaron contra los galaaditas y fueron venci-
dos. El modo de pronunciar la palabra Schibbolet
124 B o R R o W
hasta aquel momento me habían tenido por
uno de los suyos, miembrr, y acaso sacerdo-
te, de su antigua, grandiosa e imponente re-
ligión. Era muy natural su eiror, lo confieso.
^Qué motivos podía tener un protestante
para entrometerse en aquel retiio? ;Qué in-
terés podía moverle a conocer la organización
de la casar Sin embargo, lejos de disminuir
sus atenciones para conmigo después de tal
descubrimiento, aquellos señores aumenta-
ron visiblemente su cortesía, si b en un ob-
servador escrupuloso hubiera quizás percibi-
do una leve sombra en la cordialidad de sus
maneras.
El rector. ^Debajo del techo en cada apo-
sento.-* Creo que es eso lo que ha dicho us-
ted. Es, en verdad, muy agradable e intere-
sante: un cuadro de la «santa» Virgen en
cada aposento. La noticia es tan inesperada
como agradable Desde este momento ten-
dré de los rusos una opinión mucho más ele-
vada que hasta aquí. Es un ejemplo muy
digno de imitación. Quisiera sinceramente
que también nosotros tuviéramos la costum-
bre de poner una «imagen» de la «santa»
Virgen en cada rincón de nuestras casas,
cerca del techo. ^Qué decís a esto, señor
(espiga) servía a los galaaditas para descubrir a
los fugitivos de Ephraim que trataban de ocultar
su origen; y una vez descubiertos, los degollaban.
V. Libro de los jueces, XII, i a 6. íA'. del T.)
LA BIBLIA EN E S P A X A 125
profesor de humanidades, qué d* cís de ia
noticia que con tanta amabilidad nos ha
dado este excelente caballero?
El profesor de humanidades: Digo que es
placentera y de grandísimo consuelo; pero
declaro que no me coge enteramente des-
prevenido. La adoración de la Santa Virgen
se extiende cada día más por países donde
estaba olvidada o era hasta aquí desconoci-
da. El doctor W..., cuando paso por Lisboa,
me dio algunos detalles interesantísimos res-
pecto de los trabajos de la propaganda en la
India. Hasta Inglaterra, nuestra amada pa-
tria...
Mis corteses amigos me enseñaron toda
su «pobre casa». Cierto, no parecía ser muy
rica; espaciosa, sí, pero casi en ruinas. La
biblioteca era pequeña y no poseía nada no-
table. Desde las azoteas se descubría un vas-
to y hermoso panorama del Tajo y de la
mayor parte de Lisboa. Pero yo no había
ido buscando a tal lugar obras de arte, ni li-
bros raros, ni hermosas vistas; visité aquella
singular y antigua mansión para conversar
con sus habitantes, porque mi estudio favo-
rito, y pudría decir ünico, es el hombre.
Aquel, os señores resultaron bastante pare-
cidos a como yo me los figuraba, pues no
era la primera vez que visitaba un estableci-
miento [católico] inglés en tierra extraña.
Llenos de amabilidad y cortesía recibieron
al compatriota hereje y aunque el adelan-
126 B o fi R o W
to de su propia religión era para ellos un
objeto de primordial importancia, no tardé
en observar que, con una inconsecuencia
bastante divertida, conservaban en grado
portentoso algunos prejuicios nacionales
casi extinguidos ya en la madre patria, y
movidos por ellos llegaban a censurar y des-
dorar a sus mismos correligionarios. Hablé
de los [católicos] ingleses, de su elevada res-
petabilidad, y de la lealtad que uniforme-
mente han guardado a sus soberanos, aun-
que de religión diferente y no obstante
haber sufrido no pocas persecuciones e in-
justicias.
El Rector: Me regocija mucho oírle a usted
hablar así, carísimo señor; veo que conoce
usted bien al venerable gremio de mis corre-
ligionarios ingleses; cierto: nunca faltaron a
la lealtad, y aunque les achacaron conjura-
ciones y complots, de sobra se sabe ya que
todo eso eran calumnias inventadas por los
enemigos de su religión. Durante las guerras
civiles los [católicos] ingleses vertieron de
buen grado su sangre y prodigaron sus ri-
quezas por la causa del mártir infeliz, aun-
que éste no los favoreció nunca y los miró
siempre con desconfianza. Actualmente, los
[católicos] ingleses son los subditos más fie-
les de nuestro gracioso soberano. Mucho me
contentaría poder decir otro tanto de nues-
tros hermanos irlandeses; pero su conducta
ha sido detestable. Realmente, ¿podía espe-
LA BIBLIA EX ESPAÑA 127
rarse otra cosa? Los verdaderos [católicos]
se avergüenzan de ellos. Hay entre los irlan-
deses algunas personas que son el oprobio
de la iglesia que pretenden servir. ;De
dónde sacan que nuestros cánones aprueben
su proceder, ni sus inconsideradas expresio-
nes respecto de quien es su soberano por
derecho divino y no puede errar? V, scbre
lodo, ^en qué autoridad se apoyan para in-
flamar las pasiones de una turba vil contra la
nación destinada naturalmente a gobernarla?
Yo: Creo que hay un colegio irlandés en
Lisboa.
El Rector. Así es; pero vive lánguidamen-
te; tiene muy pocos alumnos, o ninguno.
Miré desde una ventana, a gran altura, y
vi que en un patio, debajo de nosotros, esta-
ban jugando veinte o treinta apuestos mu-
chachos. «Eso me parece muy bien», excla-
mé; «estos muchachos no dejarán de ser
buenos sacerdotes porque dediquen un rato
a los deportes. La educación puritana, de-
masiado rígida y seria, no me gusta; a mi
parecer fomenta el vicio y la hipocresía.»
Fuimos después al aposento del rector,
donde había colgado, encima de un crucifi-
jo, un pequeño retrato.
Yo: Este fué un grande hombre, prodi-
gioso y sin tacha. En mi opinión, la compa-
ñía que fundó, tan censurada por muchos,
ha producido infinitamente más beneficios
que daños.
128 B o K E o W
El Rector: ¿Qué es lo que oigo? :UsteJ,
inglés y protestante, habla con admiración
de Ignacio de Loyola?
Yo: Nada diré respecto de la doctrina de
los jesuítas, porque, como acaba usted de
decir, soy protestante; pero estoy dispuesto
a sostener que no hay en el mun \o gente a
quien, en general, pueda encornen dársele con
más confianza la educación de la juventud.
Su sistema moral y su disciplina, son ver-
daderamente admirables. Sus discípulos,
cuando llegan a Id edad viril, rara vez son
viciosos ni licenciosos, y, en general, son
hom.bres instruidos y de ciencia, poseedores
de todas las prendas de una educación es-
merada. Me parece execrable la conducta de
los liberales de Madrid, que asesinaren el
año pasado a los indefensos padres, por
cuyas solicitud y sabiduría se han des-
arrollado dos de los más brillantes talentos
de la España actual: Toreno y Martínez de
la Rosa, gala de la causa liberal y de la lite-
ratura moderna de su país...
En la parte baja de las calles del oro y de
la plata, de Lisboa, puede verse a diario
cierta caterva de hombres de extraña catadu-
ra, que no parecen portugueses ni europeos.
Congréganse tn pequeños grupos junto a las
columnas de la calle a eso del mediodía. Su
vestidura consiste, generalmente, en una tú-
nica azul sujeta a la cintura por un ceñidor
rojo, anchos calzones o pantalones de lienzo,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 129
y un bonete colorado con una borlita de
seda azul en lo alto. Al pasar entre los gru-
pos se les oye hablar en español o en portu-
gués corrompidos, y, a veces, en una lengua
áspera y gutural^ en la que cuantos han
viajado por Oriente reconocen el arábigo o
alguno de sus dialectos. Aquellas gentes son
los judíos de Lisboa. Un día me metí en uno
de ios grupos y pronuncié un beraka o
bendición. En diversas partes del mundo he
vivido en contacto con la raza hebrea, y co-
nozco bien sus maneras y fraseología. Tenía
yo muy vivos deseos de conocer la situa-
ción de los judíos portugueses, y aproveché
la oportunidad que se me ofreció. « — Este
hombre es un rabí poderoso — dijo una voz
en arábigo — ; nos importa tratarle con bon-
dad». Diéronme la bienvenida, y, favorecien-
do su error, en pocos días me enteré de
cuanto a sus personas y a su tráfico en Lis^
boa concernía.
Los judíos de Europa están al presente
divididos en dos clases (o sinagogas, como
las llaman algunos): la portuguesa y la ale-
mana. La más famosa de las dos es la por-
tuguesa. A los judíos de esta clase se les
considera generalmente más civilizados que
los otros, mejor educados y más profunda-
mente versados en la lengua de la Escritura
y en las tradiciones de sus mayores.
En Londres hay un hermoso edificio lla-
mado la sinagoga de los judíos portugueses,
130 B O R R O W
donde los ritos de la religión hebraica se
cumplen con todo el esplendor y magnifi-
cencia posibles. Conociendo estas cosas, era
natural que, al llegar a Portugual, esperase
uno encontrarse en el cuartel general de
aquel judaismo, al que por costumbre se
asociaban en mi ánimo muchas cosas respe-
tables e imponentes. Experimenté, pues,
sorpresa considerable al oír a los seres a
quien he tratado de describir más arriba
dar esta cuenta de sí mismos: «Nosotros no
somos de Portugal^ venimos de Berbería;
algunos, de Argel; y otros, de Levante; pero
los más, de Berbería, allá lejos»; y señalaban
al Suroeste.
— ¿Y dónde están los judíos de Portu-
gal— pregunté — , hijos auténticos de este
país?
— No conocemos a nadie fuera de nos-
otros— respondieron los berberiscos — ; pe-
ro hemos oído decir que aquí hay otros
judíos; si así es, no quieren tratarse con
nosotros, y hacen bien, porque somos malí-
sima gente, ¡oh Tsadik!, todos ladrones, sin
excepción. Cada año viene de Swirah un
barco cargado de ladrones: es el que nos
trae a nosotros a Portugal.
— ¿Y vuestras esposas y familias? — dije
yo — ; ^dónde están?
— En Swirah, en Salee, o en otros luga-
res de donde venimos; nunca traemos a
nuestras mujeres ni a nuestras familias. Mu-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 131
chos de nosotros se han escapado de allí
con lo puesto por salvar la vida, huyendo
de los castigos merecidos por nuestros de
litos. Algunos viven en pecado con las hijas
del Nazareno, porque somos una casta de-
pravada, ¡oh Tsadikly y no guardamos los
preceptos de la ley.
— ¿Tenéis sinagogas y doctores?
— Sí, ¡oh varón justo!; pero poco puede
decirse de unas y otros. Nuestros chenou-
rain son lugares infectos, y nuestros docto-
res están como nosotros presos en el ga-
loot del pecado. Uno de ellos tiene en su
casa una hija del Nazareno: es de Swirah, y
de tal país no puede venir nada bueno.
— ¿Y escucháis la palabra de vuestros
doctores, aunque son tan depravados como
decís.''
— ¿Cómo podríamos vivir si no lo hicié-
ramos así? Nuestros doctores son malísima
gente, y viven del fraude como nosotros;
con todo, son nuestros superiores y hay que
temerlos y obedecerlos. Los ángeles están a
su mandar; disponen de sortilegios, de pala-
bras mágicas y del Shem Hamphorash (l).
Si no diéramos oídos a sus palabras, podrían
sumir nuestras almas en la cons.ernación,
reducirlas a niebla, a fango, como tú podrías
también, ¡oh varón justo!
(i) El nombre que no puede pronunciarse; es
decir, Jehovah o Yahwch. (Nota de Burke.)
132 B o B B o W
Tales fueron las cosas extraordinarias que
de sí mismos me contaron aquellos judíos,
y no tuve motivos para ponerlas en duda,
pues por diferentes caminos fui luego com
probándolas. ¡Qué buena pareja hacen el
delito y la supersticiónl Aquellos misera-
bles que quebrantaban sin escrúpulo los
mandamientos eternos de su Hacedor, no se
atreverían a comer de los animales de uña
indivisa ^ ni del pez sin escamas. Desdeñan
las amenazas de los santos profetas contra los
hijos del pecado, y tiemblan al oír una pala-
bra cabalística pronunciada por alguno que
quizás los aventaja en infamia; como si, se-
gún se ha hecho notar acertadamente, Dios
fuese a delegar el ejercicio de su poder en
los fautores de la iniquidad.
Es absolutamente cierto que en otro tiem-
po los judíos de Portugal gozaron merecida
fama de riqueza, saber y finas m.aneras; pero
la Inquisición hizo en ellos pavoroso estra-
go. Los que se libraron del auto da fe sin
convertirse a ia idolatría papista, se refugia-
ron en países extranjeros, sobre to 1o en
Inglaterra, donde aun se los conc ce con su
nombre de origen. Actualmente, si bien
todas las religiones están toleradas en Por-
1 «Todo animal que tiene la uña hendida en
dos partes y rumia le podéis comer. Mas no de-
béis comer de los que rumian y no tienen la uña
hendida... a éstos los tendréis por inmundos».
Deuteronomio, XIV, 6 y 7 (N. del T.).
LA BIBLIA EN ESPAÑA 133
tugal, no se ve por parte alguna a los autén-
ticos judíos portugueses, y en su lugar se en-
cuentra por las calles de Lisboa a la ralea
berberisca, gente proscrita, que no oculta su
propia degradación.
CAPÍTULO VI
El frío en Portugal, — Me libro de una extorsión.
Sensación de soledad. — El perro. — El conven-
to.— Un paisaje encantador. — El castillo moris-
co.— Plegaria por un enfermo.
UNOS quince días después de mi regreso de
Evora y terminados los indispensables
preparativos, emprendí el viaje a Badajoz,
donde pensaba t' mar la diligencia para Ma
drid. Badajoz está a unas cien millas de Lis-
boa y es la principal ciudad fronteriza de
España por la parte del Alemtejo. Para lle-
gar a ella, tenía que rehacer hasta Monte
Moro el camino ya recorrido en mi excur-
sión a Evora; por tanto, poca diversión po-
día prometerme de la novedad de los sitios.
Además de eso, iba a hacer el viaje muy
solo, sin otra compañía que la del arriero,
porque no pensaba retener a mi criado más
que hasta Aldea Gallega, para donde salí
a las cuatro de la tarde. Escarmentado por
la primera travesía, no me embarqué ahora
en un bote, sino en uno de los faluchos que
LA BIBLIA EN ESPAÑA 135
hac^n el servicio regular de pasajeros, y así
llegué a Aldea Gallega, después de seis
horas de viaje; el barco iba muy cargado,
no había viento, y los marineros no pudie-
ron soltar los pesados remos ni un instante.
La travesía fué el reverso de la primera —
completamente segura, pero tan lenta y
fatigosa, que cien veces deseé verme de
nuevo bajo la conducta de aquel marinerillo
bárbaro, galopando sobre las olas hirvientes
impelidas por el hu'^acán. Desde las ocho
hasta las diez el frío fué verdaderamente te-
rrible, y aunque iba yo empaquetado en un
excelente shoob de pieles, de mucho abrigo,
con el que había desafiado los hielos del in-
vierno ruso, tiritaba todo mi cuerpo, y al
pisar de nuevo el Alemtejo, me alegré aun
más que la vez primera, cuando desembar-
qué luego de escapar de una horrorosa tem-
pestad.
Me alojé por aquella noche en una casa
en que me había presentado, a nuestro re-
greso de Evora, aquel amigo mío que se
asustaba de la oscuridad; en ella se encon-
traba mejor acomodo que en la posada de
la Plaza, si bien me hacían pagar por todo
precios inhumanos. Mi primer cuidado fué
buscar muías que nos llevasen con el equi-
paje a Elvas, desde donde sólo hay tres le-
guas cortas hasta Badajoz. Los dueños de la
casa dijéronme que podían poner a mi dis-
posición dos muías excelentes; pero cuando
136 B O R R O W
pregunté el precio tuvieron la desvergüen-
za de pedirme cuatro moidores. Les ofrecí
tres, que era ya demasiado, pero no los
aceptaron; sabían que yo era inglés, y, por
tanto, la oportunidid de ponerme a contri-
bución les pareció excelente; porque no po-
dían figurarse que una persona tan rica como
un inglés «debe» ser, se determinara a salir
a la calle en noche tan fría, sólo por buscar
un ajuste más razonable. Se equivocaron de
medio a medio, y díjeles que, antes de fo-
mentar su picardía, me daría el gusto de vol-
verme a Lisboa; al oírme, rebajaron el pre-
cio a tres moidores y medio; pero yo, sin
responder palabra, salí con Antonio y me
dirigí a la casa del viejo que nos había lle-
vado !a otra vez a Evora. Llamamos muchas
veces, porque el hombre estaba acostado; al
fin se levantó y nos abrió; pero, al oír nues-
tra petición, dijo que sus muías habían ido
de nuevo a Evora con el muchacho, para
traer unas mercancías. Nos recomendó, sin
embargo, a un vecino suyo, alquilador de
muías, y con él ajustó Antonio dos buenas
caballerías por dos moidores y medio. Digo
que las ajustó Antonio, porque yo me estu-
ve aparte y sin hablar, mientras el dueño, a
medio vestir, con una luz en la mano y tiri-
tando de frío, nos llevó a ver sus bestias, y
el hombre no se enteró de que eran para un
extranjero hasta después de cerrar el trato
y de recibir una cantidad en señal. Me vol-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 137
vi a mi alojamiento muy satisfecho, y des-
pués de cenar un poco me fui a acostar, sin
hacer gran caso de los posaderos, que me
apuñalaban con la mirada de sus ojillos ju-
daicos.
A las cinco de la mañana siguiente llega-
ron las muías a la puerta de la casa. Con
ellas venía un muchacho de diez y nueve o
veinte años. Era bajo, pero sumamente re-
cio, y poseía la cabeza más grande que he
visto nunca sobre los hombros de un mortal;
cuello, no lo tenía; al menos no pude descu-
brir nada digno de ese nombre. Era su ros-
tro de fealdad repulsiva y en cuanto le di-
rigí la palabra, descubrí que era idiota. Tal
iba a ser mi compañero en un viaje de cien
millas y de cuatro días, a través de una de
las regiones más agrestes y peor afamadas
del reino. Me despedí de mi criado casi con
lágrimas en los ojos, porque siempre me ha-
bía servido con suma fidelidad y mostrado
un celo y un deseo de contentarme que me
llenaban de satisfacción.
Partimos, yendo el imbécil del guía senta-
do en la muía de carga, encima del equipaje,
con las piernas cruzadas. Acababa de poner-
se la luna. La mañana era profundamente
oscura y el frío, como siempre, penetran-
te. No tardamos en llegar al lúgubre bos-
que, ya atravesado por mí otra vez, y por
él caminamos algún tiempo, lenta y tris-
temente. No se oía más ruido que el de las
138 B O R R O W
muías. Ni un soplo de aire movía las ramas
desnudas. En los matorrales no se rebullía
animal alguno, ni volaban sobre nosotros los
pájaros, ni siquiera las lechuzas. Todo pare-
cía desolado y muerto. En mis numerosos y
lejanos viajes, nunca he tenido sensación
de soledad ni deseo de conversar y de
cambiar ideas tan vivos y fuertes como en
aquel momento. Era inútil hablar al arriero
idiota; conocía muy bien el camino, pero
a cualquier pregunta que se le hacía no
daba otra respuesta que una risa imbécil. Al
verme en tal estado, hice lo que muchas
personas hacen cuando se ven privadas de
todo consuelo humano: volví mi corazón a
Dios y comencé a comunicar con El por la
oración, con lo que mi alma se vio pronto
confortada y tranquila.
Hicimos nuestro camino sin novedad, ni
tropezamos con ladrones, ni vimos ser vi-
viente hasta llegar a Pegoes; desde este pun-
to hasta Vendas Novas, tuvimos la misma
suerte. Los dueños de la posada de este lu-
gar me conocían bien, por haber pasado dos
noches bajo su techo; y al verme aparecer
de nuevo me dieron la bienvenida con mu-
cha amabilidad. El nombre de este posade-
ro es, o era, José Díaz Azido, y a diferencia
de la generalidad de sus compañeros de pro-
fesión en Portugal, es un hombre honrado;
los extranjeros, al alojarse en esta posada,
pueden estar seguros de que no los saquea-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 139
rán ni robarán sin piedad a la hora de pa-
gar la cuenta, ni les cobrarán un solo re
más que a un portugués en iguales circuns-
tancias. En este pueblo pagué exactamente
la mitad de lo que me pidieron en Arroyo-
Ios, donde pasé la noche siguiente con mu-
chas menos comodidades de todo orden.
A las doce del siguiente día llegamos a
Monte Moro, y como no tenía gran prisa,
decidí visitar las ruinas yacentes en la cima
y la falda de la soberbia montaña erguida
sobre ¡la ciudad. Después de pedir algo de
comer en la posada donde paramos, subí
cerro arriba hasta llegar a un ancho muro o
parapeto que, a cierta altura, ciñe la monta-
ña entera. Por un tosco puente de piedra
crucé un pequeño foso o trinchera; pasé al
pie de una gruesa torre, y atravesando el
arco de una puerta me encontré en la parte
cercada de la montaña. A mano izquierda
había una iglesia, bien conservada y desti-
nada aún al caito; pero no pude verla, por-
que la puerta estaba cerrada con llave y no
vi por allí a nadie que pudiera abrirla.
Pronto comprendí que mi curiosidad me
había llevado a un lugar verdaderamente ex-
traor linario, muy superior al escaso talento
descriptivo de que estoy dotado. Anduve
dando traspiés sobre las ruinas, y en un
momento determinado me di cuenta de que
caminaba sobre bóvedas, deteniéndome
de pronto ante un ancho agujero en el que
140 B O R R O W
hubiera caído si llego a dar un paso más en
mi distraída marcha. Seguí un buen trecho
a lo largo del muro por el lado orien-
tal, cuando de pronto oí un tremendo ladri-
do y apareció un perrazo como los que
guardan los rebaños en aquellas campiñas;
dando sa tos se me acercó, dispuesto a ata-
carme «con los ojos hechos brasas y ense-
ñando los colmillos». Si hubiese huido o
hubiese empleado un modo de defensa dis-
tinto del que, sin falta alguna, acostumbro a
usar en tales circunstancias, el perro me hu-
biera mordido probablemente; lo que hice
fué inclinarme hasta casi pegar la barba con
las rodillas, mirando al perro fijamente en
los ojos, y ocurrió, como dice John Leyden
en la más hermosa balada que la «Tierra
del Brezo» ha producido, «que el perro salió
huyendo, como herido por un conjuro má-
gico».
Es un hecho conocido de mucha gente, y
comprobado con frecuencia, según creo, que
ningún perro o animal mayor y fiero, de
cualquier especie que sea, con excepción
del toro, que cierra los ojos y embiste a cie-
gas, se atreve a atacar a un hombre que .e
haga cara con firme y sereno continente.
Digo un animal mayor y fiero, porque es
más fácil repeler a un sabueso o a un oso de
Finlandia de la manera dicha, que a un pe-
rro sin raza o a un perdiguero, contra el que
un palo o una piedra son mucho mejor de-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 141
fensa. Nada de esto asombrará a quien con-
sidere que una serena mirada de reproche
le basta a la razón para mitigar los excesos
de los hombres fuertes y valerosos, mientras
que ese medio S; lo sirve para aumentar la
insolencia de los débiles y de los necios, fá-
ciles de amansar, en cambio, como palomas
si se les infligen castigos que, aplicados a los
primeros, exacerbarían su colera, haciéndola
más terrible, y, como pólvora arrojada en
una hoguera, les induciría, en loca desesper-
ación, a sembrar el estrago en torno suyo.
A los ladridos del perro, surgió de una
especie de paseo un viejo, su amo, a mi pa
recer, a quien hice varias preguntas acerca
del lugar. El hombre, bastante cortés, me
contó que había servido como soldado en el
ejército inglés, al mando del «gran lord»,
durante la guerra de la península. Me dijo
que había un convento de monjas un poco
más lejos, y como se mostrara dispuesto a
llevarme a él, echamos a andar hacia la par-
te Sureste de la muralla, donde se aparecía
un vasto edificio ruinoso.
Entramos en cierto lóbrego aposento de
piedra, en uno de cuyos rincones había una
especie de ventana cerrada por una tabla
giratoria, por donde se entregaban y reci-
bían los objetos en el convento. El viejo tocó
la campana, y, sin decir palabra, se retiró,
dejándome algo perplejo; pero, un instante
después oí, sin poder ver a quien me habla-
142 B o B R o W
ba, una suave voz femenina preguntándome
mi condición y el motivo de mi visita. Dime
a conocer como un ing és que, de paso en
Monte Moro, camino de España, había subi-
do si cerro a visitar las ruinas. La voz me
respondió: «Supongo que será usted militar,
e irá a pelear contra el rey, como todos sus
compatriotas.» «No — dije yo — ; no soy
hombre de guerra, soy un cristiano; no voy
a verter sangre, sino a procurar la difusión
del evangelio de Cristo en un país que le
desconoce»; a esto me respondió una ri-
sita ahogada. Pregunté después si había en
el convento ejemplares de las Sagradas Es-
crituras; aquella voz amigable no supo dar-
me noticias sobre el particular, y casi no me
atrevo a creer que mi interlocutora enten-
diese la pregunta. Me contó que el oficio de
abadesa era anual; cada año tenían superiora
nueva. Al preguntar si a las monjas no se
les hacía muy pesado el tiempo, me declaró
que, cuando no tenían cosa mejor en qué
ocuparse, se entretenían haciendo quesadi-
llas para el consumo de aquellos contornos.
Di las gracias a la voz por sus noticias, y
me fui. Según iba andando pegado al muro
del convento hacia el Suroeste, sonaron
sobre mi cabeza nuevas ymás fuertes risas
ahogadas; alcé la vista y descubrí en tres o
cuatro ventanas los rostros melancólicos y
los flotantes cabellos negros de las monjas,
ansiosas de ver al forastero. Me besé la
LA BIBLIA EN ESPAÑA 143
mano repetidas veces, y proseguí la marcha;
a poco llegué al extremo Suroeste de aque-
lla montaña tan fértil en curiosidades Allí
encontré los restos de un gran edificio,
construido, al parecer, en forma de cruz.
En su parte oriental subsiste una torre
entera; el lado Oeste, todo en ruinas, cae al
borde de la colina, mirando al valle por
cuyo fondo corre el arroyo ya mencionado
en otra ocasión.
El día era muy caluroso, a pesar del frío
de las noches anteriores; el radiante sol de
Portugal alumbraba un paisaje de arrebata-
dora hermosura. Bosquecillos de alcorno-
ques cubrían el lado opuesto del valle y las
pendientes lejanas, formando deliciosas
perspectivas, donde pacían los rebaños; las
aguas del arroyo se estrellaban en los pe-
druscos del cauce y hacían un suave mur-
mullo que llegaba hasta mi oído, bañándo-
me el alma en delicias. Sentado en las rui-
nas del muro permanecí extático, vertiendo
lágrimas de felicidad; porque de todos los
placeres que por la bondad de Dios go-
zan sus hijos, ninguno tan caro a ciertos
corazones como la música de los bosques y
de los arroyos y la contemplación de las
bellezas de su gloriosa creación. Transcurrió
una hora, y aun permanecía yo sentado en
la muralla; las escenas de mi vida pasada
flotaban ante mis ojos en fantástica e im-
palpable formación, y por entre ellas aso-
144 B O R R O W
maban aquí y allá los árboles, las colinas y
demás objetos del panorama que realmen-
te tenía frente a mí. El sol me quemaba el
rostro, pero yo no hacía caso de ello; hubie-
ra permanecido allí hasta la noche, creo yo,
sumido en una de esas ensoñaciones, bue-
nas tan sólo para debilitar el ánimo, lo con-
fieso, y para malgastar muchos minutos que
podrían emplearse mejor, si el disparo de la
escopeta de un cazador, despertando los
ecos de los bosques, de las montañas y de
las ruinas, no me hubiese hecho ponerme
en pie y recordar que aún me faltaban tres
leguas para llegar a la hostería donde me
proponía pasar la noche.
Guié mis pases hacia la posada, siguien-
do a lo largo de una especie de parapeto.
Poco antes de llegar a la puerta de entrada,
observé a mano derecha una cripta vaciada
en la vertiente del monte; tres columnas sos-
tenían la techumbre, pero había cedido un
poco hacia el fondo, de suerte que la luz
penetraba en el interior por una hendidura
abierta en lo alto. Aquello podía haber sido
edificado para servir de capilla o de cemen-
terio, me inclino a creer que de esto último;
pero, seguramente, no era obra de moros.
En mis correrías por aquellos lugares, nada
vi que me recordase a tan singularísimo
pueblo. En el cerro donde yacen estas rui-
nas hubo, sin duda alguna, un poderoso
castillo de los moros, quienes al invadir la
LA BIBLIA EN ESPAÑA 145
península ocuparon casi todos Jos lugares
altos y naturalmente fuertes, poniéndolos
en estado de defensa; pero es probable que
perdieran muy pronto el cerro visitado ahora
por mí, y que los muros y edificios cuyos
despojos lo cubren, fuesen labrados por los
cristianos después de reconquistar la posi-
ción del poder de los terribles enemigos de
su fe. Monte Moro presenta cierta lejana
semejanza con Cintra, que puede traer a la
mente del viajero el recuerdo de este último
lugar; sin embargo, hay en Cintra una nota
agreste y ruda que no existe en Monte Moro.
Allí los peñascos gigantescos se apilan en
forma tal, que parecen amenazar con la des-
trucción inminente de cuanto los rodea; las
ruinas aún adheridas a los peñascos, más
parecen nidos de águilas que restos de habi-
taciones humanas, incluso de moros; mien-
tras que las ruinas de Monte Moro están
asentadas, comparativamente, con más hol-
gura en el ancho lomo de un cerro, grande
y levantado, pero sin peñascos ni precipi-
cios, al que puede subirse por todos lados
sin gran dificultad. Viva satisfacción me pro-
dujo la visita a ese monte; muchas cosas he
de ver en mis viajes para olvidar la voz en
el convento medio derruido, las murallas
entre cuyos escombros divagué, y el para-
peto donde estuve sentado una hora, sumi-
do en mi arrobador ensueño, bajo los rayos
brillantes del sol.
146 B O R R O W
Volví a la posada, y restauré mis fuerzas
con té y unas quesadillas muy dulces y agra-
dables, obra de las monjas del convento. Al
observar el semblante triste y preocupado
de la gente de la casa, pregunté el motivo
a la huéspeda, sentada casi sin movimiento
en el suelo junto a la lumbre; díjome que su
marido estaba en peligro de muerte a causa
de una enfermedad, que, por los síntomas,
debía de ser una especie de cólera; el médi-
co no abrigaba esperanzas de salvación. La
animé a confiar en el poder de Dios, capaz
de restaurar al enfermo en pocas horas, tra-
yéndole desde el borde de la tumba a la ple-
na salud, y así debía ella pedírselo fervoro-
samente al Todopoderoso. Añadí que, si no
sabía hacer la oración propia del caso, yo
estaba dispuesto a orar por ella, con tal que
se uniese en espíritu a mi súplica. Entonces
ofrecí una breve plegaria en portugués, pi-
diendo al Señor que, si así convenía, libra-
ra a aquella familia de la grave aflicción que
pesaba sobre ella. La mujer escuchó muy
atenta, con las manos devotamente juntas,
hasta el fin de la oración, y después me
miró con asombro, al parecer, pero sin pro-
nunciar palabra por donde yo pudiera cole-
gir si lo dicho por mí le había o no des-
agradado. Me despedí luego de la familia, y,
montando en la muía, salí para Arroyólos ^.
* Es Arrayólos. (Knapp).
CAPÍTULO VII
La piedra druídica. — Un joven español. — Sóida
dos rufianes. — Los males de la guerra. — Estre-
moz. — La disputa. — La atalaya en ruinas. —
Vislumbre de España. — Ayer y hoy.
LEGUAy media llevaríamos andada, cuando
una tromba de aire se desencadenó por
el Norte, levantando inmensas nubes de pol-
vo; felizmente, el huracán no nos daba de
cara, pues en otro caso nos hubiera sido di-
fícil seguir adelante, por su extremada vio-
lencia. Habíamos dejado el camino para uti-
lizar un pequeño atajo practicable para las
caballerías, pero que, como otros muchos,
no podía recorrerse en carruaje.
Cruzábamos unos arenales cubiertos de
maleza y de pedruscos que formaban una
espesa capa sobre el suelo. Estas son las
piedras de que están formadas las sierras de
España y Portugal; singulares montañas que
se alzan en horrenda desnudez, como los
huesos de un esqueleto gigante descarnado.
Muchos de aquellos pedruscos emergían del
14» B O R R O W
suelo; muchos yacían sueltos en la supeifi-
cie, removidos acaso de sus lechos por las
aguas del diluvio. Mientras nos fatigábamos
caminando por tan agrestes lugares, descu-
brí, un poco hacia mi izquierda, un amonto-
namiento de piedras de aspecto singular y
hacia ellas guié mi muía. Era un altar drui-
da, el más bello y completo de cuantos
yo había visto hasta entonces. Era circu-
lar; constituíanlo unas piedras sumamente
anchas y recias en la base, que se iban
adelgazando hacia el remate, trabajado por
la mano del artista en forma parecida al
festón o borde de una concha. Encima esta-
ba puesta otra piedra lisa muy ancha, incli-
nada hacia el Sur, donde se abría una puer-
ta. En el interior, capaz para tres o cuatro
hombres, crecía un espino pequeño.
Contemplé con veneración y temor res-
petuoso aquel altar donde los primeros po-
bladores de Europa ofrecieron su culto al
Dios ignoto. Los templos que los romanos,
poderosos y diestros, levantaron en una
edad comparativamente moderna, yacen he-
chos polvo no lejos de allí. Las iglesias de
los godos arríanos, herederos de su poder,
no se encuentran por parte alguna, como si
se las hubiera tragado la tierra. ^Y qué ha
sido y dónde están las mezquitasd el moro,
conquistador de los godos? Sus ruinas mo-
hosas se disipan poco a poco sobre las ro-
cas. No así la piedra druídica: allí se está.
LÁ BIBLIA EN ESPAÑA 149
batida por los vientos, tan firme y tan aca-
bada de hacer como el día en que, hace aca-
so treinta siglos, fué erigida por medios hoy
desconocidos. Sacudida por los terremotos,
la piedra del remate no se ha caído; oleadas
de lluvia la han inundado sin conseguir ba-
rrerla de su asiento; el candente sol rever-
bera en su superficie sin agrietarla ni des-
menuzarla; y el tiempo, antiquísimo, impla-
cable, ha desgastado contra ella su íérreo
diente, con tan escaso efecto como pueden
observar cuantos la visiten. Allí permanece
la piedra; quien desee estudiar la literatura,
la ciencia y la historia de los antiguos celtas
y cimbrios, puede colegir, contemplando
esa piedra y meditando ante ella, todo lo
que de tales hombres se sabe. Los romanos
dejaron tras de sí sus escritos inmortales, su
historia, su poesía; los godos, su liturgia, sus
tradiciones y el germen de instituciones
muy nobles; los moros, su caballerosidad,
sus descubrimientos en medicina y las ba-
ses del comercio moderno. ¿Qué memoria
queda de las razas druídicas? [Hela aquí, en
ese rimero de piedra eternal
Llegamos a Arroyólos a cosa de las siete
de la noche. Me instalé en un espacioso
aposento de dos camas, y cuando me dispo-
nía a sentarme para cenar, vino la huéspeda
a preguntarme si no tendría inconveniente
en que un joven español pasase la noche en
mi cuarto. Díjome que el joven acababa de
150 B O R R O W
llegar con unos arrieros, y no había en la
casa otro sitio donde aposentarlo. Accedí, y
a la media hora apareció el español, después
de cenar con sus compañeros. Era un man-
cebo de diez y siete años, que por su buena
presencia denotaba ser persona de distin-
ción. Me saludó en su lengua natal, y al ver
que le entendía, comenzó a hablar con volu-
bilidad asombrosa. En cinco minutos me
refirió que, movido del deseo de ver mun-
do, se había desgarrado de su familia, gente
opulenta de Madrid, con ánimo de no vol-
ver hasta haber recorrido varios países. Le
contesté que si decía verdad había cometido
una acción mala e insensata: mala, por el do-
lor con que amargaba a las personas a quie-
nes deb:a honrar y amar, e insensata, pues se
exponía a inconcebibles miserias y trabajos
que muy pronto le harían maldecir la reso-
lución tomada; hícele ver que en país ex-
tranjero le recibirían bien mientras tuviera
dineros para gastar, y en cuanto se le aca-
basen, le tratarían como a un vagabundo, y
acaso le dejarían morirse de hambre. Repu-
so que, como llevaba consigo una cantidad
considerable, cien duros nada menos, tenía
dinero para mucho tiempo, y cuando se le
acabara, podría quizás ganar más. «Con esos
cien duros — le dije — apenas podrá usted
vivir tres meses en este país, si no le roban
a usted antes; y creer que va usted a ganar
dinero honradamente es tan razonable como
LA Biblia en espana 151
si pensara usted ir a buscarlo en la cima de
las montañas.» El muchacho no tenía aún
bastante experiencia para seguir mis conse-
jos. A poco, cambiamos de conversación. A
las cinco de la mañana siguiente se me
acercó a la cama para despedirse porque
los arrieros hacían ya preparativos de mar-
cha. Díjele la fórmula usual en España:
€Vaya usted con Dios^^ y no le volví a
ver más.
A las nueve, después de pagar un precio
exorbitante por muy escasas comodidades,
salí de Arroyólos, ciudad o lugar gran-
de, Situado en una elevación del terreno y
visible desde muy lejos. Puede envanecerse
de las ruinas de un vasto castillo antiguo,
obra de moros, al parecer, colocado en una
colina, a la izquierda del camino, según se
va a Estremoz.
A una milla de Arroyólos di alcance a
una fila de carros con bastimentos y mu-
niciones para España, escoltados por un des-
tacamento de soldados portugueses. Seis o
siete soldados iban de avanzada, muy sepa-
rados del convoy: eran unos tunantes de
malísima catadura, en cuyes rostros lívidos,
horrendos, estaban escritos el homicidio y
todos los demás crímenes prohibidos por la
ley de Dios. Al pasar a su lado, uno de ellos
comenzó a maldecir a los extranjaros, y con
voz áspera y gruñona, dijo: «Ahí va ese
francés a caballo (iba en muía) con un hom-
152 B o R R o W
bre (el idiota) para cuidarle todo por ser
rico, mientras un pobre soldado como yo,
tiene que andar a pie. De buena gana le
mataría de un tiro. ^En qué vale más él que
yo? Pero es extranjero; el diablo protege a
los extranjeros, y odia a los portugueses.»
Continuó el soldado vomitando injurias, y
ya le había sacado yo lo menos cuarenta
varas de delantera, cuando me eché a reír,
sin pensar que lo más prudente era perma-
necer tranquilo; un momento después, en
efecto, ipaf!, ¡pafl, dos balas bien dirigidas
me silbaron en los oídos. Hallábame justa-
mente al borde de un pequeño arroyo, so-
bre el que había un puente a muy conside-
rable distancia por mi izquierda; metí es-
puelas a la muía, lanzándola a través del
cauce, seguido muy de cerca por el aterro-
rizado guía, y una vez en la otra orilla galo-
pé por la planicie arenosa hasta ponerme en
salvo.
Aquellos individuos, con aspecto de ban-
didos, por sus acciones mejoraban su facha.
Encontrárselos en un lugar solitario, no
será nunca para el viajero motivo de alabar
su buena fortuna. Los carreteros eran espa-
ñoles, de las cercanías de Badajoz, enviados
a Portugal para transportar los bastimen-
tos. Uno de ellos, a quien volví a encontrar
en Badajoz, me contó que toda la escolta
era de la misma calaña; a él y a sus com-
pañeros los habían robado muchas cosas,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 153
amenazándolos de muerte si los denun-
ciaban. Espanta imaginar lo que sería un
ejército compuesto de tales seres, enviado a
un país extranjero para conquistarlo o de-
fenderlo; no obstante, cuando escribo estas
páginas, España aguarda el socorro armado
de Portugal. Quiera Dios misericordioso que
las tropas enviadas en su apoyo sean de
diferente cuño: aun así, temo, vista la rela-
jación de la disciplina en el ejército portu-
gués, comparado con el inglés o el francés,
que a los habitantes pacíficos de las provin-
cias asoladas por la guerra les parezca que
los lobos se han juntado para cazar a los
perros y echarlos del redil. No quisiera mo-
rirme sin ver el día en que no se tolere la
soldadesca en ningún país civilizado, o, cuan-
do meaos, cristiano.
Prosiguiendo mi camino hacia Estremoz,
pasé junto a Monte Moro Novo, colina alta
y polvorienta, coronada por un edificio an-
tiguo, morisco probablemente. El país era
desolado y desierto, por más que de vez en
cuando se descubría algún valle pobiado de
alcornoques y azinheiras. Después del me-
diodía, el viento, muy encalmado durante la
noche y la mañana anteriores, volvió a so-
plar con tal fuerza que casi me aturdía, aun-
que nos daba de espaldas.
A las cuatro de la tarde, al remontar una
cuesta, descubrí con profunda alegría la
ciudad de Estremoz, asentada en una colina,
154 B O E R O W
a menos de una legua de distancia. Desde
donde yo estaba, se dominaba un panorama
de singular belleza. El sol se ponía entre ro-
jas y tormentosas nubes, y sus rayos rever-
beraban en los pardos muros de la encum-
brada ciudad adonde íbamos. Hacia el Sur-
oeste, no muy lejos, alzábase Serra Dorso,
la montaña más hermosa del Alemtejo, ya
vista por mí d< sde Evora.
El idiota de mi guía volvió su rostro im-
bécil hacia la sierra, y sintiéndose súbita-
mente inspirado, abrió la boca por vez pri*
mera durante el día. casi podría decir desde
que salimos de Aldea Gallega, y comenzó a
explicarme las extrañas cazas que podían
hacerse en aquellos montes. También me
describió con gran minuciosidad un perro
maravilloso que había por allí, adiestrado en
la caza de lobos y jabalíes, y cuyo dueño
se había negado a venderlo en veinte moi-
dores.
Al cabo, llegamos a Estremoz; nos aloja-
mos en la posada principal, que mira a una
explanada o plaza del mercado, centro de
la ciudad, y tan ancha, que a mi parecer
podrían evolucionar en ella diez mil solda-
dos con toda holgura.
El terrible frío no me consintió permane-
cer en la habitación a que me llevaron, y
entré en una especie de cocina abierta a un
lado del pasadzo abovedado que, en los ba-
jos de la C9.sa, llevaba al corral y a las cua-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 155
dras. Una impetuosa ráfaga caliente se pre-
cipitaba a través del pasadizo, como el agua
por el caz de un molino. Un enorme tronco
de alcornoque ardía en el fogón, debajo de
la espaciosa campana, y en torno de la lum-
bre se acurrucaba una ruidosa turba de
campesinos y labradores de las inmediacio-
nes y tres o cuatro matuteros españoles. Me
costó trabajo conseguir puesto; los españo-
les y los portugueses rara vez hacen sitio
a un extraño, y como no se les pida o se
los empuje, prefieren quedársele a uno mi-
rando con expresión que parece significar:
«sé muy bien lo que usted necesita, pero
prefiero permanecer donde estoy.»
Entonces observé por vez primera cierto
cambio en el modo de hablar, menos sibilan-
te y más gutural; para dirigirse unos a otros
empleábanlos interlocutores el término espa-
ñol de cortesía usted^ en lugar del hinchado
vossem se portugués. Esto es un resultado de
la comunicación constante con los naturales
de España, que nunca consienten en hablar
portugués, ni aun en Portugal, y persisten
en emplear su magnífico idioma materno,
que acaso andando el tiempo acabarán por
adoptar todos los portugueses. Esto facili-
taría mucho la unión de ambos países, se-
parados hasta hoy por la natural terquedad
humana.
Poco tiempo llevaba yo sentado a la lum-
bre, cuando un individuo, montado en un
156 B o R R o W
caballo fino y nervioso, se precipitó por el
pasadizo desde la cuadra a la cocina, y em-
pezó a lucir sus habilidades de caballista,
obligando al animal a encabritarse y a girar
velozmente sobre las patas, con manifiesto
peligro de cuantos se hallaban en el apo-
sento. Salió después a la explanada, donde
se entretuvo galopando, y al cabo de media
hora volvió, dejó el caballo en la cuadra y
vino a sentarse junto a mí, hablándome en
una jerigonza ininteligible, que a él se le an-
tojaba francés.
Estaba el hombre medio borracho, y
pronto lo estuvo tres cuartos, a fuerza de
trasegar vaso tras vaso de aguardiente. Vien-
do mi mutismo, se dirigió en mal español a
uno de los contrabandistas; éste, o no le en-
tenriió o no quiso entenderle, pero al fin,
perdiendo la paciencia, le llamó borracho y
le mandó callarse. Exasperado por tal des-
precio, asió el beodo el vaso en que bebía,
arrojándolo a la cabeza del español, quien
brincó como un tigre, desenvainó un cuchi-
llo y tiró de abajo a arriba un tajo a las me-
jillas de su agresor; indudablemente, le hu-
biese cortado la cara, de no haber detenido
yo a tiempo el brazo del matutero, reducien-
do así el daño a un arañazo en la mandíbula
inferior, del que brotó un poco de sangre.
Los compañeros del español se metieron
por medio, y con gran trabajo se lo llevaron
a un pequeño aposento en lo más apartado
LA BIBLIA EN ESPAÑA 157
de la casa, donde ellos dormían y guarda-
ban además los arreos de sus muías. El bo-
rracho comenzó entonces a cantar o más
bien a berrear la Marsellesa; después de mo
lestarnos más de una hora, se le pudo per-
suadir que montase a caballo y se tuera,
acompañado por un vecino suyo. Era el tal
un tratante en cerdos de aquellos contornos,
pero había sido antaño soldado en el ejér-
cito de Napoleón, donde, como el cochero
borracho de Evora, supongo que adquiriría
sus hábitos de embriaguez y su francés ru-
dimentario.
Desde Estremoz a Elvas hay seis leguas.
A las nueve de la mañana siguiente empren-
dí la marcha. El camino corría al principio
por terreno cerrado, pero no tardamos en
salir a unas llanuras yermas y desabrigadas,
en las que el viento, que no dejaba de per-
seguirnos, gemía tristemente. No encontra-
mos alma viviente en el camino. El paisa-
je era en extremo desolado. En el cielo,
gris oscuro, no se vislumbraba ni un rayo
de sol. A gran distancia delante de noso-
tros, sobre una elevación del terreno, se al-
zaba una torre, único objeto que rompía la
uniformidad del desierto. Dos horas des
pues de haberla columbrado, llegamos al
pie de la altura donde estaba la torre; allí
mana una fuente y vierte sus aguas trans-
parentes y puras en un pilón de piedra. Hi-
cimos alto para dar de beber a las muías.
158 B O R R O W
Eché pie a tierra, y separándome del guía,
emprendí la subida hacia la torre. La cuesta
era muy suave, mas no dejé de pasar algún
trabajo, por estar el piso cubierto de piedras
afiladas, que, pasándome el calzado, me hi-
rieron dos o tres veces en los pies; además,
la distancia resultó ser mucho mayor de lo
que yo supuse. Al fin llegué a las ruinas,
pues no otra cosa había allí. Me encontré
con una de esas torres vigías, llamadas en
portugués atalaids] era cuadrada, rodeábala
un muro, derruido en grandes trechos. La
torre, cuya parte inferior estaba toda maci-
zada, no tenía puerta; pero en una de sus
caras había unas hendiduras entre las pie-
dras para apoyar les pies, y trepando por
tan tosca escalera llegué a un aposento pe-
queño, de unos cinco pies en cuadro, con el
techo hundido. Dominábase desde alí una
extensa vista en todas direcciones; aquel era
evidentemente el alojamiento de los encar-
gados de vigilar la frontera y de dar la alar-
ma— encendiendo hogueras, acaso — al apa-
recer los enemigos. Un puñado de hom-
bres resueltos podía defenderse en tan pe-
queña fortaleza contra asaltantes numerosos,
expuestos en la subida a los tiros de la torre.
Ya iba a marcharme cuando, detrás de
una parte del muro no recorrida por mí,
sonó un grito extraño; acudí presuroso y me
encontré con una miserable criatura, hara-
pienta, sentada en una piedra. Era un loco,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 159
como de treinta años de edad, creo que
sordo-mudo. Clavado en su asiento, desva-
riaba y gesticulaba, retorciendo su ruda fiso-
nomía en espantables contorsiones. Solo
aquello faltaba para completar la escena.
Unos bandidos hubieran estado fuera de lu-
gar en tan melancólica desolación. Pero el
loco, sentado en la piedra detrás de las rui-
nas batidas por el viento, contemplando los
marchitos chaparrales, sobre los que gravi-
taba un cielo hosco y pesado, componía un
cuadro de tristeza y miseria como no lo ha-
brá concebido poeta o pintor alguno en sus
delirios más sombríos. No es este el primer
caso en que me ha tocado comprobar que
la realidad sobrepuja a veces a la fantasía.
Monté de nuevo en la muía y caminamos
hasta que, al llegar a lo alto de otra colina,
exclamó el guía súbitamente: «[Allí está El-
vas!> Miré en la dirección que me indicaba,
y vi una ciudad encaramada en un alto cerro.
Separado de éste por un profundo valle,
hacia la izquierda, había otro cerro mucho
más alto, donde está la famosa fortaleza de
Elvas, reputada por la más poderosa de
Portugal. Entre ambos cerros, pero muy al
fondo, y lejos, en dirección de España, co-
lumbré las vertientes sombrías y la cima ne-
bulosa de una soberbia montaña, que, se-
gún más adelante supe, era Alburquerque,
una de las mayores de Extremadura.
El camino entraba allí en paraje cultivado;
i6o B O R R O W
por entre setos vivos llegamos a un sitio don-
de el terreno descendía suavemente. A la de-
recha arrancaba el acueducto que provee de
agua a la ciudad; tenía allí escasamente dos
pies de altura, pero según íbamos descen-
diendo, las proporciones de la fábrica cre-
cían, hasta ser colosales. Cerca del íondo
del valle, el acueducto torcía a la izquier-
da, salvando el camino con uno de sus arcos:
al pasar por debajo, alcé los ojos para
mirarlo. El agua corría a cien pies de altura
sobre mi cabeza; la inmensidad de la obra
realizada para transportarla me llenó de ad-
miración. Con todo, cierto detalle rebaja
mucho las pretensiones de grandeza y mag-
nificencia de este acueducto: el agua no co-
rre, como en el de Lisboa, sobre un solo or-
den de arcos gigantescos, posados en el
valle como piernas de titanes, sino sobre
tres órdenes de arcos superpuestos. El gas-
to y el trabajo necesarios para levantar tan
insigne máquina, debieron de ser enormes;
y cuando se piensa en la relativa facilidad
con que la industria moderna obtendría
igual resultado, no puede uno por menos de
alegrarse de vivir en tiempos en que es in-
necesario esquilmar la riqueza de una pro-
vincia para proveer a una ciudad, construi-
da en un cerro, de un indispensable elemen-
to de vida.
CAPITULO VIII
Elvas. — Longevidad extraordinaria. — La nación
inglesa. — Ingratitud portuguesa. — Las fortifica-
ciones. — Un mendigo español. — Badajoz. — La
aduana.
A mi llegada a la puerta de Elvas un oficial
salió de una especie de cuerpo de guar-
dia, y después de hacerme varias preguntas,
me envió, acompañado de un soldado, a la
oficina de policía, donde mi pasaporte había
de ser vise\ porque en la fro itera son muy
exigentes en ese particular. Arreglado el
asunto, me instalé en una hostería próxima
a aquella puerta; me la había recomendado
el posadero de Vendas Novas, y su dueño
se llamaba José Rosado. Era la mejor de El-
vas, pero muy inferior en comodidades a
cualquier figón inglés. Acosado por el frío,
me refugié gustoso en una cocina interior,
alumbrada tan sólo, una vez cerrada la puer-
ta, por el resplandor del fuego que ardía dé-
bilmente en el fogón. Una mujer de edad,
sentada en una silla junto a la lumbre, pasa-
i62 B o R R o W
ba las cuentas de su rosario; discerní en su é
rostro, en cuanto la escasa luz del aposento
me lo permitía, una expresión singular, ex-
traordinaria. Hícele algunas preguntas sin
importancia, y me contestó; pero parecía li-
geramente sorda. Comenzaba a encanecer, y
le dije que, si bien la creía de más edad
que yo, no tenía seguramente el pelo tan f
blanco como el mío.
— ¿Qué edad tiene usted, caballero? — pre-
guntó, dándome el título usualmente em-
pleado en España para denotar un grado de
respeto extraordinario — . Respondí que iba
a cumplir treinta años. «Entonces — dijo —
tenía usted razón al suponer que soy más
vieja; tengo más años que su madre de us-
ted y que la madre de su madre; hace más
de cien años era yo una chicuela, y jugaba
con otras de mi edad por esos campos.»
«En tal caso — respondí — se acordará usted,
sin duda, del terremoto.» «Sí — contestó — ;
si de algo me acuerdo, es de eso; cuando
ocurrió, estaba yo en la iglesia de El vas
oyendo misa, y el cura se cayó al suelo, y
dejó también caer la Hostia de las manos.
Aún me acuerdo de cómo temblaba el sue-
lo; todos nos mareamos; las casas se tai.nba-
leaban como si estuviesen borrachas. Ochen-
ta años han pasado sobre mí desde el tem-
blor de tierra, y entonces ya tenía yo más
edad que usted tiene ahora.»
Miré con asombro a tan extraordinaria
LA BIBLIA EN ESPAÑA 163
mujer, y apenas podía dar crédito a sus pa-
labras. Sin embargo, me aseguraron que,
positivamente, tenía más de ciento diez años,
y pasaba por ser la persona más vieja de
Portugal. Conservaba todas sus facultades
tan despejadas como la generalidad de la
gente al rayar en la mitad de aquellos años.
Era pariente de los dueños de la hostería.
Conforme avanzaba la noche, fueron en-
trando varias personas para calentarse a la
lumbre y gozar de la conversación; la casa
era una especie de mentidero, donde lleva-
ba la voz cantante el huésped, hombre de
cierta sagacidad y experiencia, antiguo sol-
dado del ejército británico. Entre otros, vino
el oficial que mandaba en la puerta de la
ciudad. Después de cambiar algunas pala-
bras, este caballero, joven de unos veinticin-
co años, bien parecido, rompió en declama-
ciones violentas contra la nación inglesa y
su gobierno, quienes, si en todo tiempo ha-
bían demostrado su egoísmo y su falacia, se-
guían ahora, respecto de España, una con-
ducta sobremanera ignominiosa, pues estan-
do en su mano acabar de golpe la guerra ci-
vil, enviando un poderoso ejército de soco-
rro, preferían mandar un puñado de tropas,
con objeto de prolongar la lucha y aprove-
charse de sus ventajas. Después de cumpli-
mentarle irónicamente por su cortesía y ur-
banidad, pregunté al oficial si entre las ac-
ciones egoístas de la nación y del gobierno
i64 B O R R O W
ingleses, se contaba la de haber derrochado
centenares de millones de libras esterlinas
y vertido un océano de preciosa sangre para
sostener la campaña de la península contra
Napoleón. «Seguramente — dije — el fuerte
de Elvas, y más aún el vecino castillo de Ba-
dajoz, dicen mucho respecto del egoísmo in-
glés, y cada vez que los mire se confirmará
usted en la opinión que acaba de exponer.
En cuanto a la guerra actual, le diré a usted
que la gratitud de España a Inglaterra, des-
pués de la expulsión de los franceses gra-
cias a nuestros ejércitos — gratitud demos-
trada en los estorbos puestos al comercio in-
glés y en las misas de acción de gracias
ofrecidas al abandonar las costas españolas
los herejes británicos — , no puede inducir a
Inglaterra a arruinarse por el propósito de
expulsar a don Carlos de sus montañas. Por
deferencia al superior entendimiento de us-
ted — continué, dirigiéndome al oficial — ,
quisiera creer que la prolongación indefini-
da de la guerra reporta grandes provechos
a mi país; pero me haría usted un favor in-
signe explicándome el proceso químico en
virtud del que la sangre vertida en las mon-
tañas españolas va a parar al tesoro inglés
convertida en monedas de oro.»
Como tardara en contestarme, tomé de
sobre la mesa un plato con fruta, y pregun-
té: «¿Cómo se llaman estas frutas?» «Grana-
das y doíotas» — respondió — . «Muy bien; un
LA BIBLIA EN ESPAÑA 165
rústico inglés que no haya salido nunca de
su país, no hubiese podido darme esa res-
puesta, a pesar de hallarse tan familiarizado
con las granadas y las balotas como vuestra
señoría con la línea de conducta que le in-
cumbe tomar a Inglaterra en su política in-
terior y exterior.»
Esta réplica mía era impropia de un cris-
tiano, lo confieso, y me demostró cuántas
reliquias de mi antiguo carácter quedaban
en el fondo de mi alma; con todo, séame
permitido decir que, probablemente, ningu-
na otra provocación me hubiera inducido a
responder con tanta cólera; pero no pude
dominarme al oír tratar con injusticia a mi
gloriosa tierra. Y ;por quién? ¡Por un portu-
guésl Por un hijo del país libertado de ho-
rrible esclavitud dos veces gracias al esfuer-
zo inglés. A no ser por Wellington y sus hé-
roes, Portugal sería francés a estas fechas; a
no ser por Napier y sus marinos, don Mi-
guel reinaría en Lisboa. Volviendo al oficial,
diré que todos se le rieron, y un momento
después se fué.
Al día siguiente entré en relación con un
comerciante respetable, llamado Almeida,
hombre de talento, aunque algo brusco de
modales. Manifestó profunda aversión al sis-
tema papista que durante tanto tiempo ha-
bía mantenido en mortales tinieblas a su in-
fortunado país; y apenas supo que yo era
portador de cierta cantidad de Testamentos,
i66 B O R R O W
con intención de dejarlos allí para su venta,
expresó vivos deseos de hacerse cargo de
los libros, y se ofreció a trabajar cuanto pu-
diese para colocarlos entre sus numerosos
parroquianos. Al enseñarle un ejemplar, le
dije: «En la portada va el nombre de us-
ted.» Porque, en efecto, la edición portugue-
sa de la Sagrada Escritura que la Sociedad
Bíblica repartía la hizo un protestante llama-
do Almeida, y se publicó por vez primera
en 17 12; el comerciante sonrió, y me dijo
que le honraba mucho tener alguna relación,
aunque sólo fuese por el nombre, con el tra-
ductor. Echó a broma la propuesta de re-
munerarle por su trabajo, asegurándome que
el solo hecho de poder colaborar en una
obra tan santa y útil como la difusión de la
Escritura, era para él suficiente recompensa.
Terminado este asunto, di un vistazo a los
alrededores de Elvas, y subí paseando, ce-
rro arriba, hasta el fuerte, al Norte de la ciu-
dad. La parte baja del cerro está poblada de
azinheiras^ que le dan amenidad; por unas
piedras varadas en el cauce crucé el arro-
yuelo que corre al pie. Al llegar a la entra-
da del fuerte, un centinela me cortó el paso;
pero tuvo la amabilidad de decirme que,
con dar mi nombre al oficial comandante,
me permitirían visitar el interior. Envié,
pues, mi tarjeta al oficial con un soldado
que vagaba por allí, y, sentándome en una
piedra, aguardé; volvió a poco; me preguntó
LA BIBLIA EN ESPAÑA 167
si yo era inglés, y al oír mi respuesta afir-
mativa, dijo: «En tal caso, señor, no puede
usted entrar; no es costumbre enseñar el
fuerte a los extranjeros.» Respondí que lo
mismo me daba visitarlo o no; y después de
contemplar a Badajoz en la lejanía, desde el
lado oriental del cerro, desanduve el camino
recorrido a la subida.
Tales son los provechos que se obtienen
con proteger a una nación y con derrochar
la sangre y el dinero en su defensa. Los in-
gleses nunca han estado en guerra con Por-
tugal; se han batido por mar y por tierra,
siempre con buen éxito, en favor de su in-
dependencia; se han obligado, por un trata-
do de comercio, a beber sus vinos, tan or-
dinarios y adulterados, que en ninguna otra
parte los quieren, y, sin embargo, son los
más impopulares de cuantos extranjeros vi-
sitan este país. Los franceses han asolado
Portugal y vertido la sangre de sus hijos
como si fuese agua; no compran sus produc-
tos; desprecian sus vinos; pero no hay aquí
mala disposición para los franceses. La ra-
zón de esto no es ningún misterio; lo pro-
pio, no ya de los portugueses, sino de la
corrupción del hombre, es aborrecer a los
bienhechores que con sus beneficios lasti-
man del modo más generoso su miserable
vanidad.
En ningún país son tan populares los in-
gleses como en Francia; y es que, si bien
i68 B O R R O W
los franceses han sido con frecuencia trata-
dos rudamente por los ingleses y ocupada
su capital por un ejército inglés, nunca han
estado sometidos a la supuesta ignominia de
recibir de ellos asistencia y socorro.
Las fortificaciones de Elvas son un mode-
lo en su género; a primera vista pudiera
creerse que la ciudad, si estuviera bien guar-
necida, sería capaz de retar a cualquier ene-
migo; pero tiene un punto flaco: un cerro la
domina por Occidente, a media milla de dis-
tancia, desde donde un general experto no
dejaría de cañonearla, probablemente con
buen éxito. Es la última ciudad de Portugal
por aquella parte, y apenas si la separan dos
leguas de la frontera española. Fué construi-
da, evidentemente, para rivalizar con Bada-
joz, al que mira desde su altura a través de
la planicie arenosa por donde van las lentas
aguas del Guadiana. Pero aunque Elvas es
una ciudad fuerte, apenas tiene valor como
defensa de la frontera, abierta por todas par-
tes, de tal modo, que un ejército invasor
dispuesto a esquivar esta plaza, no tendría
la menor necesidad de aproximarse ni a
doce leguas de sus muros. Son tan extensas
sus fortificaciones que no harían falta me-
nos de diez mil hombres para guarnecerla,
fuerza que, en caso de invasión, estaría me-
jor empleada en afrontar al enemigo en cam-
po raso. Durante su ocupación de Portugal,
los franceses pusieron en la plaza una corta
LA BIBLIA EN ESPAÑA 169
guarnición, que se retiró al castillo al acer-
carse los ingleses, y capituló poco después.
Como ya no me detenía cosa alguna en
Elvas, dispúseme a cruzar la frontera de Es-
paña. El guía idiota tomó el camino de
vuelta a Aldea Gallega, y el 5 de enero, mon-
tado en una triste muía, sin riendas ni es*
tribos, guiándola con el ramal, y seguido
por un muchacho que había de acompañar-
me montado en otra, bajé presuroso desde
Elvas al llano, con ansia de llegar a la ro-
mántica, a la cabelleresca y vieja España.
Era innecesario, y así lo comprendí en se-
guida, azuzar a mi muía, pues con todas sus
mataduras, reparada de la vista y coja, an-
daba ligera como el viento.
En poco más de media hora llegamos a
un arroyo, cuyas aguas corrían impetuosas
entre márgenes escarpadas. Un hombre, al
borde del arroyo, me indicó el vado en el
agrio dialecto de Portugal; y cuando aun es-
taba yo chapoteando en el agua, una voz me
saludó desde la otra orilla en el espléndido
idioma de España, de esta manera: ¡Oh se-
ñor caballero, que me dé usted una limosna
por amor de Dios^ una limo snita para que yo
me compre un Iraguillo de vino tinto! Un mo-
mento después pisé suelo español, porque
el arroyo, llamado Acaia, sirve allí de lími-
te a los dos reinos; arrojé al mendigo una
monedilla de plata, y gritando ¡Santiago y
cierra España!^ seguí mi camino más de pri-
lyo B O R R O W
sa todavía, prestando poca atención, como
dice Gil Blas, al torrente de bendiciones de-
rramado por el mendigo a mis espaldas; con
todo, nunca se vio limosna otorgada con
menos discernimiento, porque, según más
adelante averigüé, aquel tipo era un borra-
cho perdido que se instalaba todas las ma-
ñanas junto al vado para sacar a los viajeros
unos cuartos y gastárselos por las noches en
las tabernas de Badajoz. Pagaba con bendi-
ciones a quien le daba limosna, y con mal-
diciones a quien se la negaba; e igual facun-
dia y habilidad tenía en el empleo de las
unas que de las otras.
Badajoz estaba ya a la vista, a poco más
de media legua de distancia. Pronto torci-
mos a la izquierda para tomar el puente de
arcos que atraviesa el Guadiana, río muy fa-
moso en romances y cantares, pero nada
ameno en realidad, poco profundo y muy
lento, aunque de razonable anchura; sus ori-
llas blanqueaban con las ropas puestas a se-
car al sol, que lucía resplandeciente. Desde
gran distancia oí cantar a las lavanderas, y
el tema de sus cánticos parecía ser las ala-
banzas del río en que estaban descrismándo-
se, porque al acercarme oí distintamente:
Guadiana^ Guadiana^ repetido a coro por
muchas mujeres, las unas mozas, las otras
de edad, de mejillas tostadas, cuyas voces
fuertes y claras, multiplicaba el eco por to-
das partes. Pensé que había cierta seaiejan-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 171
za entre mi tarea y la suya; yo estaba en
vías de curtir mi tez septentrional exponién-
dome al candente sol de España, movido
por la modesta esperanza de ser útil en la
obra de borrar del alma de los españoles, a
quienes conocía apenas, alguna de las impu-
ras manchas dejadas en ella por el papismo,
así como las lavanderas se quemaban el ros-
tro en la orilla del río para blanquear las ro-
pas de gentes que desconocían. A mi mente
acudieron con mucha fuerza las palabras de
un poeta oriental: «Día tras día, y noche
tras noche, me fatigaré en socorro de mis
hermanos sin fortuna, como las lavanderas
curten su faz al sol por limpiar unas ropas
que no son suyas.»
Cruzado el puente, llegamos a la puerta
Norte de Badajoz, y de una especie de gari-
ta salió a nosotros un individuo tocado con
un sombrero andaluz de copa puntiaguda, y
embozado en una de esas inmensas capas,
muy conocidas de cuantos han viajado por
España, que sólo un español sabe llevar en
forma que sienten bien. Sin pronunciar pa-
labra asió del ramal de la muía, y entrándo-
se por la puerta de la ciudad, nos llevó por
una calle muy sucia, llena de gente emboza-
da también en largas capas. Pregúntele qué
se proponía, y no se dignó contestar; pero
el muchacho, mi acompañante, dijo que era
un guarda-puertas y nos llevaba a la adua-
na, o alfandega^ para el registro del equipa-
172 B o R R o W
je. Llegados a la aduana, el guarda, sin rom-
per su adusto silencio, comenzó a echar las
maletas desde la muía de carga al suelo y a
desatarlas. Ya iba a reprenderle como su
brutalidad merecía; pero antes de que pu-
diera abrir la boca, apareció en la puerta un
personaje, alto y de edad madura, en quien
no tardé en reconocer al jefe de la aduana.
Después de mirarme un momento, me pre-
guntó en mi idioma si yo era inglés. Al oír
mi respuesta afirmativa, preguntó al guarda
cómo se había atrevido a cometer la inso-
lencia de poner las manos en el equipaje sin
orden superior, y severamente le mandó
atar de nuevo las maletas y cargarlas en la
muía, como lo hizo, en efecto, sin pronun-
ciar palabra. Preguntóme después lo que
contenían las maletas: ropas de vestir — con-
testé yo — , y pidiéndome perdón por la in-
solencia de su subordinado, me dijo que era
libre de ir adonde tuviera por conveniente.
Le di las gracias por su extremada cortesía,
y guiando el muchacho, fui directamente a la
fonda de las Tres Naciones, que me habían
recomendado en Elvas ^.
* La fonda estaba en la calle de la Moraleja,
nóm. 30. (Knapp).
CAPITULO IX
Badajoz.- Antonio el gitano.— Una proposición
de Antonio.-Es aceptada. — El desayuno gita-
no. — Salida de Badajoz. — El borrico del gita-
no — Mérida.— La muralla en ruinas.— La coma-
dre.—El país del moro. — Los hombres negros.
La vida en el desierto.— La cena.
HALLÁBAME ya cn Badajoz, en España, país
que durante los cuatro años siguientes
iba a ser teatro de mis trabajos; pero no nos
anticipemos a los acontecimientos. Los alre-
dedores de Badajoz no me predispusieron
gran cosa en favor del país a que acababa
de llegar. Aquellas planicies parduscas, ape-
nas producen otra cosa que el arbusto lla-
mado en español carrasco; sin embargo, unas
montañas azuladas se yerguen en la lejanía
y animan un poco la entonación monótona
del paisaje.
En Badajoz, capital de Extremadura, fué
donde, por vez primera, tropecé con los sin-
gularísimos Zincali, o gitanos españoles.
Allí fué donde encontré al indómito Paco,
174 B o R R o W
hombre que tenía un brazo seco y maneja
ba las cachas ^ con la mano izquierda; a su
astuta mujer, Antonia, diestra en hokkano
bar o ^, o engaño maestro, a su suegro, el fe-
roz gitano Antonio López, y a otros muchos
individuos del Errate, o sangre gitana, poco
menos notables que éstos. Aquí fué donde,
por vez primera, prediqué el Evangelio al
pueblo gitano, y comenzé la traducción del
Nuevo Testamento al idioma de los gitanos
españoles, traducción que, en parte, se im-
primió más tarde en Madrid.
Permanecí tres semanas en Badajoz, y
me dispuse a salir para Madrid; un anocheci-
do estaba yo en mi aposento arreglando mi
escaso equipaje, cuando entró Antonio el
gitano, vestido con su zamarra y tocado
con el puntiagudo sombrero andaluz.
Antonio: Buenas noches, hermano; me
han dicho que callicaste ^ te propones salir
para Madrilati *.
Yo\ Así es; no puedo estar aquí más
tiempo.
Antonio'. El camino hasta Madrilati es lar-
go; el país está en guerra, y en el campo abun-
dan los chories ^. ^No te amedrenta el viaje?
1 Tijeras.
2 Hok, fraude. Hokkano (en la lengua de los
gitanos ingleses): mentira; haró, grande.
* Ayer, mañana.
* Madrid.
* Chor, ladrón.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 175
Yo'. Yo no tengo miedo; ningún hombre
puede eludir su destino; lo que haya de ser
de mi cuerpo y de mi alma, escrito está en
un gabicoie ^ desde mil años antes de la crea-
ción del mundo.
Antonio: Yo, personalmente, tampoco
tengo miedo, hermano; la noche oscura es
para mí igual que el día claro, y el carrascal
silvestre lo mismo que la plaza del mercado
o que el chardi 2; llevo en el pecho el bar
lachí ^, la piedra preciosa a que se pega la
aguja.
Yo: Supongo que te refieres al imán.
¿Crees que una piedra inerte puede preser-
varte de los peligros que amenacen tu
vida?
Antonio'. Hermano, cuento ya cincuenta
años de edad, y aquí me tienes vivo y sano.
¿Cómo podría ser eso si el bar lachí no tu-
viera poder alguno.? He sido soldado y con-
trabandista^ y he matado y robado también
a los Busné *. Las balas del Gabiné ^ y del
iara canallis ^ me han zumbado en los oídos
sin tocarme por llevar conmigo el bar lachí.
Veinte veces he hecho cosas que, según la
1 Libro.
2 Feria.
3 Lit: piedra buena (talismán). Lachó', bueno,
* Busnó (pl, busné): el que no es gitano.
5 Francés.
« Guardas o empleados del resguardo.
176 B O R R O W
ley busné debían haberme llevado al fílimi-
cha 1 ; sin embargo, nunca me há estrujado
el cuello el frío garrote. Hermano, confío en
el bar lachi, como los Caloré ^ de otro tiem-
po: aunque me viera en el golfo de Bombar-
da ^ sin una tabla a qué agarrarme, no ten-
dría miedo; porque llevando tan preciosa
piedra, ella me sacaría sano y salvo a la cos-
ta. El bar lachí es poderoso, hermano.
Yo: No vamos a discutir por eso, y me-
nos ahora, en el momento de marcharme de
Badajoz; despidámonos rápidamente, y ya
no volveremos a vernos más.
Antonio'. Hermano, ^'sabes a lo que vengo?
Yo: Lo ignoro, como no sea a desearme
feliz viaje; no soy bastante gitano para adi-
vinar los pensamientos de la gente.
Antonio: Toda la noche pasada he estado
despierto, pensando en los asuntos de Egip-
to; cuando me levanté esta mañana, tomé el
bar lachi^ y raspándolo con un cuchillo saqué
un poco de polvo, y me lo bebí con aguar-
diente^ según tengo costumbre de hacer des-
pués de tomar una resolución. Luego me
dije: estoy haciendo falta en la raya de Cas-
tumba ^ para cierto negocio. El Caloró ^ fo-
1 La horca.
2 Caló, Caloró (pl. Calés, Caloré): el que es del
halo rat, o sangre negra; un gitano,
3 León.
* Castilla.
5 Gitano.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 177
rastero va a marcharse a Madrilati; el cami-
no es largo, y pudiera caer en malas manos,
quizás en las de gente de su propia sangre,
porque he de decirte, hermano, que los
Calés abandonan ya las ciudades y aldeas y
se echan al campo en cuadrillas para sa-
quear a los Busné; no hay ley ninguna en
estas tierras, y ahora o nunca es la ocasión
de que los Caloré vuelvan a ser lo que fue-
ron en tiempos pasados. De manera que me
dije: el Caloró forastero puede caer en ma-
nos de los de su misma sangre y ser maltra-
tado por ellos, que sería una vergüenza. De
consiguiente, iré con él por el Chim del
Manró ^ hasta la raya de Castumba, y des-
de la raya de Castumba dejaré que el Caloró
de Londres siga su camino a Madrilati^ por-
que hay menos peligro en Castumba que en
Chim del Manró, y después podré ocuparme
de los asuntos de Egipto que allí me re-
claman.
Yo: Ese plan promete mucho, amigo mío.
^En qué forma piensas que hagamos el
viaje?
Antonio: Te lo diré, hermano. Tengo en
la cuadra un gras 2, el mismo que compré
en Olivenza, como te dije en otra ocasión;
es bueno y ligero, y me costó, a mí que
1 Chim: reino, comarca; Manró: pan, trigo.
Chim del Manró: tierra del trigo: Extremadura.
2 Grá, gras, p'aste, gry: caballo.
178 B o R R o W
soy gitano, cincuenta chulé ^; tú puedes ir
en el gras; yo montaré en el macho.
Yo: Antes de responder desearía que me
dijeses qué asuntos son esos que te obligan
a ir a Castumba;t\i yerno Paco me tiene dicho
que los gitanos no acostumbran- ya a viajar.
Antonio: Es un asunto de Egipto, herma-
no, y no puedo decirte más. Acaso se trata
de un caballo o de un borrico, acaso de una
muía o de un tnacho; lo que sea, no se refiere
a ti; por tanto, te aconsejo que no pregun-
tes nada. Dosta ^. Volviendo a lo de antes:
eres libre de rechazar mi ofrecimiento; hay
un drungruje ^ de aquí a Madrilati^ y pue-
des viajar en el birdoche * o con los drama-
lis ^; pero te advierto, como hermano, que
hay chories en el drun^ y algunos de ellos
son del Errate.
La verdad es que pocas personas en mi
situación hubiesen aceptado la propuesta del
singular gitano. Sin embargo, el plan no de-
jaba de tener atractivos para mí. Dada mi
afición a las aventuras, no podía satisfacerla
de mejor ni más fácil modo que poniéndo-
me en manos de tal guía. Otros en mi caso
hubiesen recelado una traición, pero yo es-
1 ChuH {-^l. Chulé): un ÚMTO.
2 Basta.
3 Drun, drom: camino. Drungruje o drunji: ca-
mino real.
* Galera.
5 Arrieros.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 179
taba tranquilo sobre ese punto, y no creía
que el gitano abrigcse la más ligera mala in-
tención en contra mía; le vi plenamente con-
vencido de que yo era uno de los del Erra-
te^ y los rasgos más fuertes de su carácter
eran el amor a su raza y el odio a los Busné.
Deseaba yo, además, aprovechar todas las
ocasiones de conocer a fondo las costum-
bres de los gitanos españoles, y allí se me
presentaba una excelente, apenas llegado a
España. Total: que resolví acompañar al gi-
tano. «Iremos juntos — le dije — . Mi equipa-
je lo mandaré a Madrid po el birdoche.
«Muy bien hecho, hermano— contestó — , y
así el gras andará más ligero. La verdad es
que para nada necesitas llevar equipaje.
jCómo se reirían los Busné si se encontra-
ran en el camino a dos Calés viajando con
equipaje!»
Durante mi estancia en Badajoz, tuve
poco trato con los españoles; lo más del
tiempo se lo consagré a los gitanos, raza ya
conocida y tratada por mí en diversas par-
tes del mundo, y con quienes me encontra-
ba más a mis anchas que con los silenciosos
y reservados hombres de España; medio si-
glo puede estar un extranjero entre españo-
les sin que le dirijan media docena de pala-
bras, a no ser que partan de él los primeros
pasos para intimar, y aun así, puede verse
rechazado con un encogimiento de hombros
y un no entiendo^ porque entre los muchos
:8o B O R R O vr
prejuicios profundamente arraigados en este
pueblo se cuenta la singular idea de que
ningún extranjero es capaz de aprender su
lengua, idea a que siguen aferrados aunque
le oigan hablar en ella corrientemente; todo
lo más que en tal caso conceden, es esto:
Habla cuatro palabras^ y nada más.
Una mañana temprano, antes de salir el
sol, me encontré frente a la casa de Anto-
nio, pequeña y mísera construcción, situada
en una calle sucia. La mañana era profunda-
mente oscura; la calle estaba, sin embargo,
parcialmente iluminada por un montón de
paja ardiendo, en torno del que dos o tres
hombres parecían muy ocupados en soste-
ner un objeto sobre la llama. Un instante
después se abrió la puerta de la casa del gi-
tano, y apareció Antonio. Echó una mirada
en dirección de la hoguera, y exclamó: «El
puerco ha dado muerte a su hermano. Que
todo Busné corra la misma suerte. Entre-
mos, hermano, y comeremos el corazón del
puerco.» No entendí bien estas palabras,
pero siguiendo al gitano, llegamos a un apo-
sento bajo, donde había un brasero encen-
dido, a su lado una tosca mesa cubierta con
grosero mantel, y sobre ella un pan y un
puchero que despedía agradable olor. «En
e^tdi puchera — dijo Antonio — , está el cora-
zón del balicho ^\ comimos.» Nos sentamos
1 Cerdo.
LA BIBLIA EN ESPAÑA i8i
a la mesa y comimos, Antonio vorazmente.
Cuando terminó, se puso en pie y me dijo;
«^Has traido el li?')> ^. «Aquí está — contesté,
enseñándole mi pasaporte — . «Bueno; pue-
des necesitarlo — repuso — . Yo no lo nece-
sito; mi pasaporte es el bar lachí. Ahora un
vaso de repañi 2, y al camino.»
Salimos del cuarto; Antonio cerró la puer-
ta con llave, que escondió luego debajo de
una baldosa, en un rincón del pasillo. «Es-
pérame en la calle, hermano, mientras voy
a la cuadra a buscar las caballerías.-» Le
obedecí. El sol no había salido aún; el frío
era cortante; pero la luz grisácea del alba
me permitía ya distinguir los objetos con
suficiente claridad. No tardé en oír las pisa-
das de los animales, y un momento después
apareció Antonio llevando el caballo por la
brida; el macho iba detrás. Miré al caballo y
no pude contener un .novimiento de asom-
bro. Hasta donde ni o lué posible examinar-
lo, me pareció el bicho más raro que había
visto en mi vida. Era de espectral blancura,
muy corto de cuerpo, pero con unas patas
de desmesurada longitud, y altísimo de
cruz. «Estás mirando el grasti — dijo Anto-
nio— . Tiene diez y ocho años, pero es el
mejor de Chim del Manró^ ni más ni menos;
hace mucho tiempo que le tenía echado el
' Lio Lil: papel, carta, libro.
' Aguardiente.
i82 B o R R o W
ojo, y le compré para emplearlo en los ne-
gocios de Egipto. Monta, hermano, monta,
y dejemos ]os foros i; ya van a abrir la puer-
ta de la ciudad >>
Cerró la de su casa^ y se guardó la llave
en la faja. Menos de un cuarto de hora des-
pués, habíamos dejado Badajoz a nuestra
espalda. «No me parece rruy bueno este ca-
ballo— dije a Antonio, cuando íbamos ya
por el campo — . Apenas si puedo hacerle
andar.»
«Fs el caballo más ligero que hay en
Ckim del Manró, hermano — dijo Antonio — .
Lo mismo al galope que al trote largo nin-
guno le aventaja; pero tiene diez y ocho
años y las co /unturas entumecidas, sobre
todo por la mañana; pero deja que entre en
calor y que el genio del viejo reviva, y no
podrás contenerlo con el freno ni con la bri-
da. Ese caballo lo compré para los asuntos
de Egipto, hermano.»
A eso del mediodía llegamos a una aldea,
en las inmediaciones de un cerro pedregoso.
«Aquí no hay casa Calo — dijo Antonio — ;
tenemos que ir a la posada de los Busne\
donde comeremos todos, hombres y bes-
tias.» Entramos en la cocina, nos sentamos
a la mesa y pedimos pan y vino. Había en
la cocina dos individuos de mala catadura,
fumando unos cigarros; y como se me ocu-
1 Foro: pueblo, ciudad.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 183
rriera decir no sé qué cosa a Antonio en
caló^ uno de aquellos tipos, notable por sus
inmensos bigotes, exclamó: «^Qué es lo que
oigo? ^Te atreves a hablar en caló delante de
mí, que soy chalan y nacional? Malditos gi-
tanos, ^cómo os atrevéis a entrar en esta/í>-
sada y a hablar en esa lengua delante de mí^"
^No está prohibida por la ley, como os está
prohibido entrar en el mercado) Amigo,
como vuelva yo a oír de tu boca una pala-
bra en caló te muelo los huesos a palos, y
de un puntapié vas volando al tejado.»
«Haría usted muy bien — dijo su compa-
ñero— , porque la insolencia de estos gita-
nos es ya inaguantable. Estando en Mérida
o Badajoz, voy al mercado, y allí me veo en
un rincón a los malditos gitanos charlando
en una lengua ininteligible. «Señor gitano
— le digo a uno de ellos — , ¿cuánto quiere
usted por ese burro?» «Diez duros. Caballe-
ro nacional^ me responde. Es el mejor burro
de toda España.» «Quisiera verlo andar»
— replico yo — . «Ahora mismo» — con-
testa— , y salta sobre el burro y le hace
salir andando, no sin haberle murmurado
antes al oído no sé qué cosas en caló\ el
burro tenía un paso magnífico, como yo no
había visto otro. «Creo que me conviene»
— digo al fin, y después de examinarlo un
rato, saco el dinero y le pago — . «Me voy a
mi casa» — dice el gitano, y desaparece rápi-
damente— . «Y yo a mi pueblo» — contesto
i84 B O R R O W
yo — , y montado en el burro, le digo: Va-
monos^ pero el burro se está quieto. En vano
le arreo con una varita. «,jQué significa esto?>
— exclamo — ; y me pongo a darle espola-
zos. Pero el maldito, apenas siente la pica-
dura, al primer corcovo me tira por las orejas
en medio del fango. Me pongo en pie y veo
al burro contemplándome atentamente, y a
la canaille gitana mirándome de través con
sus ojos velados. «^Dónde está el tunan-
te que me ha vendido esta alhaja?» — grito — .
«Se ha ido a Granada» — dice uno — . <Se ha
ido a ver a su familia de Morería» — añade
otro — . «Le acabo de ver corriendo por el
campo en dirección de... perseguido muy
de cerca por el diablo» — exclama un terce-
ro— . En suma, me han robado. Quiero des-
hacerme del burro, pero no hay quien lo
compre; es un burro caló^ y todos le hu-
yen. Al cabo, los gitanos me ofrecen trein-
ta reals por él; y después de regatear mu-
cho, me doy por contento vendiéndoselo
en dos duros. Todo ello es una pura estafa;
el burro vuelve a su dueño y la cuadrilla se
reparte la ganancia; es una infamia que se
evitaría, a mi parecer, con sol© prohibir ha-
blar el caló\ porque, ,jqué otra cosa sino las
palabras en caló dichas a su oído, pudo in-
ducir al jumento a portarse de tan inconce-
bible manera?»
Ambos parecían completamente conven-
cidos de la exactitud de es^a conclusión, y
LA BIBLIA EN ESPAÑA 185
continuaron fumando hasta consumir los
cigarros; entonces se levantaron, se atusa-
ron las patillas, nos miraron con fiero des-
den, y arrojando ál suelo las puntas de los
cigarros, salieron de la habitación a paso
largo.
— Esta gente no me parece muy amiga
de los gitanos ni del lenguaje caló — dije a
Antonio cuando los dos matones se fueron.
— Malos muermos les cojan los hocicos
—dijo Antonio — . Ya se ve que algunos de
los nuestros los han jonjabadoed ^. Sin em-
bargo, has hecho mal, hermano, en hablar-
me en caló en estdi posada; es lenguaje pro-
hibido, porque, como ya te he dicho, el rey
ha destruido la ley de los Calés ^. Vamonos
de aquí, hermano, antes que esos j'uníuríes ^
nos echen encima a la Justicia.
Al atardecer llegábamos cerca de un pue-
blo grande.
— Esta es Mérida — dijo Antonio — , que,
según cuentan los busne\ fué antaño una
gran ciudad de los corahai ^; pasaremos
aqu'' la noche, y quizás dos o tres días, por-
que tengo que arieglar algunos asuntos de
Egipto. Ahora, hermano, échate a un lado
1 Engañado. Terminación inglesa añadida a la
terminación española de la palabra romaniyc;í/'a-
bary engañar. Jojana: engaño.
2 El crallis ha nicobado la liri de los Calés.
3 Juntuno: espía.
* Los moros.
i86 B O R R O W
del camino con el caballo, y espera junto a
esa tapia hasta mi vuelta. Tengo que adelan-
tarme para ver cómo están las cosas.
Me apeé del caballo y me senté en una
piedra, junto a la pared en ruinas indicada
por Antonio. El sol declinaba y el viento
era muy sutil; me arropé bien en una capa
de gitano, andrajosa y vieja, que Antonio
me dio, y como sentía algún cansancio, caí
en un sopor que duró casi una hora.
— ^Es su merced el Caloró de Londres? —
dijo muy cerca de mí una voz desconocida.
Me desperté sobresaltado; vi un rostro de
mujer casi debajo del ala de mi sombrero.
A pesar de la poca luz, observé que sus fac-
ciones eran horriblemente feas, casi negras;
pertenecían a una gitana vieja, lo menos de
setenta años, que se apoyaba en un palo.
— ^Es su merced el Caloró de Londres? —
repitió.
— Yo soy el que usted busca. ^Y An-
tonio?
— Curelando, curelando; baribustres cú-
relos terela i — dijo la vieja—. Venga con-
migo. Caloró de mi garlochín 2, venga con-
migo a mi ker 3; en seguida llegamos.
Eché por el camino, detrás de la gitana,
1 Negociando, negociando; tiene muchos ne-
gocios que hacer.
2 Corazón.
3 O Quer: Casa.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 187
hasta llegar a la ciudad, ruinosa y medio
desierta; remontamos una calle, torcimos
luego por una callejuela angosta y lóbrega,
y, a poco, mi guía abrió la puerta de una
casa bastante capaz y muy estropeada.
— Entra — me dijo.
— ^Y el gras? — pregunté.
— Hazle entrar también, chabó ^ mío; en
la cuadra, aunque pequeña, hay sitio para
el gras.
Atravesamos un vasto patio, y nos de-
tuvimos ante una puerta muy ancha.
— - Entra, hijo de Egipto — dijo la bruja —;
entra; esa es la cuadra.
— Esto está más negro que la pez — dije
yo — , y es muy a propósito para lo que yo
me sé; trae una luz, o no entro.
— Dame el solabarri 2 — respondió la vie-
ja— , y yo encerraré el caballo, chabó de
Epipto, y le ataré al pesebre.
Entró con él en la cuadra, y la oí trajinar
en la oscuridad; no tardé en oír rebullirse
también al caballo.
— Grasti terelamos 3— dijo la gitana, al
reaparecer con la brida en la mano — . El
caballo se ha soltado él solo; a pesar del
viaje no se ha resentido. Ahora, Caloró mío,
vamos a mi casita.
' Chabó, chabé, chaboró: mozo, joven, individuo.
» Brida.
* Terciar: atar.
i88 B O R R O W
Entramos en la casa, en un aposento muy
capaz y tenebroso, donde no había otra luz
que el débil resplandor de un brasero, pues-
to al fondo, junto ai que se acurrucaban dos
bultos oscuros.
— Estas son callees ^ — dijo la gitana vie-
ja— . Una es mi hija; la otra es su chahi ^.
Siéntate, Caloró de Londres, y que te oiga-
mos el metal de la voz.
Miré en busca de una silla, pero no la
había; cerca de mí, empero, descubrí en el
suelo el remate de una columna rota; ro-
dándolo, lo acerqué al brasero^ y me senté.
— Esta caí^a es muy hermosa, madre de
los gitanos — dije yo, por satisfacer su dese^'>
de oírme hablar — . Es muy hermosa, pero
algo fría y húmeda; por lo grande puede
servir de sobra para alojar a los hundu-
nares ^.
— Hay muchas casas de sobra en estos
foros^ muchas casas de sobra en Mériaa,
Caloró de Londres, algunas tal como las de-
jaron los corakanós •^. ¡Ah! Qué gran pueblo
son ios corakanós. Muchas veces me entran
ganas de volver otra vez a su chim.
— ¡Cómo! Madre — dije yo — , ^has estado
en tierra de moros?
1 Callee, calli, fem. de caló.
2 Muchacha; fem. de chabd.
3 Soldados.
* Corahano: moro; fem. corahani.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 189
— Dos veces, Caloró mío, dos veces he
estado en la tierra de los Corahai. La prime-
ra vez, hace más de cincuenta años; enton-
ces estaba yo con los sesé 1, porque mi ma-
rido era soldado del Crallis de España, y
Oran pertenecía en aquellos tiempos a Es-
paña.
— Entonces no estuviste con los verda-
deros moros, sino con ios españoles que
ocupaban una parte de su país.
— Estuve con los verdaderos moros, mi
Caloró de Londres. ¿Quién conoce a los
moros mejor que yo.í* Hace unos cuarenta
años estaba yo con mi ro 2, en Ceuta, por-
que era soldado del rey, cuando un día me
dijo: «Estoy cansado de vivir aquí, que no
hay pan, y agua menos aún; he decidido es-
caparme y volverme corahanó; esta noche
mataré al sargento y huiré al campo moro.>
— Hazlo — respondí — , chahó mío, y en
cuanto pueda te seguiré y me haré corahani.
Aquel a misma noche mató a su sargen-
to, que cinco años antes le había llamado
Caló, y le había maldecido; echó a correr,
saltó por la muralla, y sin que le tocaran los
tiros que le tiraron, se puso en salvo en la
tierra de los corahai. Yo me quedé en el
^ Pl. de seso: español.
2 Ro^ ro7n: marido; un gitano casado. Roma, los
maridos, nombre genérico del pueblo gitano, o
Romani.
ijo B o R R o W
presidio de Ceuta, de cantinera, vendiendo
vino y repañi a los soldados. Dos años pa-
saron sin tener noticias de mi ro. Un día
entró en mi cachimani ^ un desconocido; iba
vestido como un cotahanó^ pero más pare-
cía un callardó 2; y, sin embargo, tampoco
era un callardó^ a pesar de ser casi negro;
según estaba mirándole, pensé que se pare-
cía un poco a los del Errate^ y me dijo:
*.Zincali ^; chachipé^t *; luego, en una lengua
tan rara que apenas le pude entender, me
dijo al oído. «Tu marido está esperándote;
ven conmigo, hermanita, y te llevaré con
él.» «^Dónde está?» — pregunté — . Y seña-
lando hacia el Poniente, dijo: «Está por allá,
muy lejos; ven conmigo; tu ro te espera.»
Tuve un poco de miedo, pero me acordé de
mi marido, y ya deseé verme en la tierra de
los corahai; tomé, pues, el poco parné ^ que
tenía, eché la llave al cachimani y me fui
con el desconocido. En la puerta nos dio el
alto el centinela; pero le convidé a repañi^ y
nos dejó pasar; en un instante llegamos a
la tierra de los corahai. A una legua de la
ciudad, al pie de un cerro, encontramos a
cuatro personas, hombres y mujeres, tan
^ Taberna.
2 Mulato.
3 Gitanos.
* La verdad.
5 Partió: blanco; parné: moneda de plata. En
general: dinero.
LA BIBLIA EN ESPAÑA
191
negros como mi desconocido guía, y se
unieron á nosotros, saludándome, y llamán-
dome hermanita. Eso fué lo único que en-
tendí de toda su habla, que era muy cerra-
da. Quitáronme las ropas que llevaba y me
dieron otras, con las que me vestí como una
corahani; y luego emprendimos la marcha,
que duró muchos días, por desiertos y al-
deas; más de una vez me pareció encontrar-
me entre los del Errate^ porque sus cos-
tumbres eran las mismas; los hombres que
rían hokkawar con mulos y burros; las mu-
jeres decían bají ^. Al cabo llegamos a una
ciudad grande, y el hombre negro que me
había ido a buscar, dijo; «Entra ahí, herma-
nita, y encontrarás a tu ro.-* Me llegué a la
puerta, y vi estar dentro un co r a hanó dirmdi-
mado; le miré a la cara, y reconocí a mi
marido.
Era aquella una ciudad muy extraña, lle-
na de gentes que habían sido antes cando-
ré 2, pero renegadas y convertidas en cora-
hai. Había allí sesé y laloré ^ y hombres de
otras naciones, y entre ellos algunos del
Errate de mi mismo país; todos eran sóida-
dos del Crallis de los corahai^ y le servían
en sus guerras. Mucho tiempo estuve con
mi ro en aquella ciudad, yendo a veces con
^ Fortuna. Penar baji: decir la buena ventura.
2 Pl. de Candory: cristiano.
3 Portugueses.
1^2 B O R R O W
él a las guerras; muchas veces le pregunté
acerca de los hombres negros que me ha-
bían llevado hasta allí, y me dijo que había
tenido algunos tratos con ellos, y los creía
del Et'rate. En fin, hermano, para no alar
gar, a mi marido le mataron en la guerra,
delante de una ciudad sitiada por el rey de
los corahai^ yo quedé piulí i, y volví a la
ciudad de los renegados, como la llamaban,
y me gané la vida como pude. Un día, es-
tando yo sentada, llorando, se me plantó
delante el mismo hombre negro a quien no
había vuelto a ver desde el día que me llevó
a juntarme con mi r¿>, y me dijo: «Ven con-
migo, hermanita, ven conmigo; el ro está
muy cerca.» Fui con él, y fuera de la ciu-
dad, en el desierto, estaban los mismos
hombres y mujeres negros que la otra vez
había visto. «^Dónde está mi ro}> — pregun-
té.— «Aquí está, hermanita — dijo el hom-
bre negro — , aquí está; desde hoy yo soy
el ro^ y tú la romi 2. Ven, y vamonos de
aquí, que no faltan quehaceres.»
Me marché con él, y fué mi r¿?, y vivimos
por los desiertos y hokkawared y choried, y
dije bají; yo pensaba: «Esto me gusta; se
guramente estoy entre los del Errate^ en un
país mejor que el mío.» Muchas veces les
pregunté si eran del Errate^ y se reían, di-
1 Viuda.
2 Gitana casada.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 193
ciéndome que muy bien podía ser por-
que no eran corakai; pero nunca me dieron
más clara cuenta de sí.
Bueno; esto duró unos cuantos años, y
tuve del hombre negro tres chai ^; dos, mu-
rieron; pero la más joven, vive; es la Calli
que estás viendo al lado del brasero. Así
vivíamos errantes, y choried^ y decíamos
bají. Ocurrió que una vez, en tiempo de in-
vierno, nuestra pandilla intentó atravesar un
río muy ancho y muy profundo, como mu-
chos otros que hay en Chim del Corahai^ y
el bote volcó con la rapidez de la corriente,
y todos se ahogaron menos yo y mi chabi,
a quien llevaba en el seno. Ya no me que-
daba ningún amigo entre los corahai; fui
errante por los despoblados^ implorando y
llorando hasta quedarme casi lili 2. De este
modo llegué a la costa; allí hice amistad con
el capitán de un barco, y volví a esta tierra
de España. Ahora que estoy aquí, deseo
muchas veces volver a vivir con los corahai.^*
Al llegar aquí, rompió a reír a carcajadas,
y así estuvo un rato largo; cuando se cansó,
les llegó el turno de reír a su hija y a su
nieta; y tanto rieron, que las tuve a todas
por locas.
Horas y horas fueron pasando, y aun es-
tábamos acurrucados junto al brasero^ del
^ Pl. irreg. de chabó.
2 Fem. de liló: tonto, loco.
13
194 B O R R O W
que todo calor había volado mucho tiempo
hacía; el leve fulgor que iluminaba el apo-
sento también desapareció; sólo quedaba
en el brasero un rescoldo moribundo. La
habitación estaba en las más densas tinie-
blas; las tres mujeres permanecían inmóviles
y en silencio; sentí un escalofrío, y empecé
a encontrarme a disgusto.
— ^Vendrá aquí Antonio esta noche? —
pregunté al fin.
— No tenga usted cuidao^ mi Caloró de
Londres — dijo la gitana vieja con tono de-
sabrido— . Pepindorio ^ ha estado aquí al-
guna vez.
Ya iba a levantarme, con intención de
huir de la casa, cuando sentí posarse una
mano en mi hombro, y oí la voa de Anto*
nio, que decía:
— No te asustes, hermano; soy yo. Pron-
to traerán luz, y cenaremos.
La cena fué bastante frugal: pan, queso y
aceitunas; Antonio, empero, sacó una bota
de excelente vino. Despachamos los man-
jares a la luz de una lámpara de barro pues-
ta en el suelo.
— Ahora — dijo Antonio a la más joven
de las tres mujeres — tráeme el pajandi ^^
que voy a cantar una gachapla ^
^ Antonio.
' Guitarra.
• Copla.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 195
La muchacha trajo la guitarra, y el gita-
no, después de templarla con cierto trabajo,
rascó vigorosamente las cuerdas y se puso
a cantar;
— Gitano, ipor qué vas preso?
— Señor, por cosa ninguna:
Porque he cogió un rama
Y etrás se bino una muía.
Caminito de Antequera
Preso llevan a un gitano.
Porque se encontró una capa
Antes de perderla el amo.
El canto y la música duraron mucho tiem-
po. Las dos mujeres jóvenes no se cansaban
de bailar, mientras la vieja hacía a veces
restallar sus dedos o medía el compás gol-
peando en el suelo con el palo. Al fin, An-
tonio, soltó bruscamente la guitarra, y dijo:
— Veo que el Caloró de Londres está
cansado; basta, basta; mañana continuare-
mos. Ahora vamonos al charipé ^.
— Con muchísimo gusto — dije yo — .
¿Dónde vamos a dormir?
— En la cuadra, en el pesebre. Aunque
en la cuadra haga frío, estaremos bastante
abrigados en el bufa 2. *
* Borrow se detuvo en Mérida por la boda
gitana descrita en Th& Zincali. (Knapp).
* Cama.
* Pesebre.
CAPÍTULO X
La nieta de la gitana. —Proyecto matrimonial. —
El alguacil. — El ataque. — Trote largo. — Llegada
a Trujillo. — Noche de lluvia. — La selva. — El vi-
vac.— ¡Levántate y anda! — Jaraicejo. — El Na-
cional.— El caballero Balmerson. — Entre jara-
les.— Una conversación seria. — ¿Qué es la ver-
dad?— Noticia inesperada.
TRES días estuvimos en casa de las gitanas.
Todas las mañanas, muy temprano,
Antonio se marchaba, montado en el ma-
cho, y volvía ya muy entrada la noche. La
casa era grande y estaba ruinosa; la única
parte habitable, además de la cuadra, era
aquella especie de zaguán donde cenamos,
y en el que dormían las gitanas, en unos
felpudos y colchonetas puestos en un rin-
cón. Una mañana, cuando Antonio ensilla-
ba el macho y se disponía a partir, supuse
yo, por los negocios de Egipto, le dije:
— Esta casa es muy extraña, y no lo es
menos la gente que vive en ella. La gitana
abuela tiene todo el aspecto de una sowanee^.
1 Hechicera.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 197
— ¿Cómo el aspecto? — exclamó Anto-
nio— . ¿Pues acaso no lo es? Más cosas
ocultas y más palabras misteriosas sabe
que todo el Errate de aquí y de Cataluña.
Ha vivido en tierra de moros, y sabe hacer
más draos 1, venenos y filtros que ninguna
persona viviente. Una vez hizo una especie
de pasta, y me convenció de que la proba-
ra; poco después sentí como si el alma se
me separase del cuerpo, y estuve una noche
entera vagando por montes y selvas horri-
bles, entre monstruos y duendes. En la tierra
de los corahai aprendió muchas cosas que
ya quisiera yo saber.
— ¿Hace mucho tiempo que la conoces?
Estás en esta casa como en la tuya.
— ¿Que si la conozco? Mi hermano se
casó con la hija, la Callí negra, de quien
tuvo esa chabí hace diez y seis años, poco
antes de ser ahorcado por los busné.
Por la tarde, hallándome sentado en el
zaguán con la gitana vieja, mientras las dos
Callees andaban por la ciudad y sus cerca-
nías diciendo la buenaventura, su principal
ocupación, me dijo la vieja:
— ¿Estás casado, mi caloró de Londres?
¿Eres un ró}
Yo: ¿Por qué me lo preguntas, o Dai de
los Calés? 2.
í Venenos.
2
Oh madre de los gitanos!
igS B O R R O W
La gitana vieja: Porque ya es tiempo de
que la chabí pierda su lacha ^ y tenga un ró.
Lo mejor que puedes hacer es tomarla por
romi^ mi caloró de Londres.
Yo: Soy extranjero en estas tierras, oh
madre de los gitanos, y apenas puedo ganar
para mí, menos aun para una romí.
La gitana: No necesita que nadie la man-
tenga, mi caloró de Londres; siempre que
quiera puede ganar para ella y su ró. Sabe
hokkawar^ decir hají, y pocos la igualan en
robar a paste sas 2. Una vez en Madrilati^
adonde, según me han dicho, vas tú, ganaría
mucho dinero; debes llevarla allá, porque en
estos foros está nahi ^, no se puede ganar
nada; pero en los foros baró ^ sería otra
cosa: iría vestida de lachipe ^ y sonacai ^, y
tú tendrías un buen gra negro para montar;
después de ganar mucho dinero podríais
volver aquí y vivir como Crallis y todo el
Errate de Ckim del Manró^ doblaría ante
vosotros la cabeza. ^Qué dices, mi caloró de
Londres, qué dices de este plan?
Yo: Me parece muy acertado, madre; al
menos, no faltarán gentes que lo encuentren
tal; pero yo soy de otro ckim^ ya lo sabes,
1 Doncellez.
* Con las manos.
8 Perdida?
* Grande.
" Seda.
« Oro.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 199
y no me siento inclinado a pasar toda mi
vida en este país.
La gitana'. Entonces vuelve a tu tierra,
Caloró mío, la chabí puede cruzar el paíií ^,
^No puede hacer negocio en Londres con los
otros Caloré} ^ por qué no os vais a la tie-
rra de los Corahai? En tal caso, yo os acom-
pañaba; yo y mi hija, la madre de la chabí.
Yo: ¿Y qué íbamos a hacer en la tierra de
los Corahai} Creo que es un país pobre y
salvaje.
La gitana: ¡El Caloró á^ Londres me pre-
gunta lo qu=i íbamos a hacer en la tierra de
los Corahai! ¡Aromalil 2. Empiezo a creer
que estoy hab ando con un lilipeyídi ^. ^'Es
que no hay allí caballos para chore} Sí, los
hay, y mejores que los de esta tierra, y
asnos y muías. En la tierra de los Corahai
puedes hokkawar y chore tanto como aquí o
en tu tierra, o no eres Caloró. ^No podéis
uniros a la gente negra que vive en los des-
poblados? Sí que podéis, y muy contentos
que se pondrían teniendo con ellos unos
Errate de España y de Londres. Tengo se-
tenta años, pero no quiero morirme en este
Chim^ sino allá lejos, donde duermen mis
dos roms. Llévate a la chabí a Madrilati a
ganar el parne\ y cuando lo hayáis ganado,
* Agua.
* Verdaderamente.
' Simple.
20O B O R R O W
vuelve aquí y daremos un banquete a todos
los Busné de Mérida y les echaré drao en la
comida y reventarán como perros... En
cuanto hayan comido, los dejaremos, para
ir a la tierra del Moro, mi Caloró de Lon-
dres.
Durante todo el tiempo que estuve en
Mérida, no me moví de casa de las gitanas,
ateniéndome al parecer de Antonio, que me
aconsejó esa conducta como la más conve-
niente. El tiempo se me hacía un poco pe-
sado, pues mi única diversión era conversar
con las mujeres, y con Antonio cuando vol-
vía por la noche. En estas tertulias^ la abuela
era la oradora principal, y me llenaba de
asombro narrándome maravillosas historias
de la tierra del moro, fugas de presidio,
robos y una o dos aventuras de envenena-
miento, en las que se había visto complica-
da, según me dijo, en su primera juventud.
Había, a veces, en sus ademanes y moda-
les algo muy singular; en más de una oca-
sión observé que, en lo más animado de su
charla, se callaba de pronto, quedábase mi-
rando fijamente al espacio, y extendía las
manos como si quisiera rechazar a un ser
invisible; girábanle horriblemente los ojos
en las órbitas, y una vez cayó de espaldas,
con fuertes convulsiones, sin que su hija y
su nieta hicieran gran caso de ello, limitán-
dose a decir que estaba lili y que pronto
volvería en su acuerdo.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 201
Al anochecer del tercer día, cuando las
tres mujeres y yo estábamos sentados en
torno del brasero conversando según cos-
tumbre, entró en la habitación un tipo de
miserable aspecto, envuelto en una capa
mugrienta. Fué derecho al sitio donde está-
bamos, sacó un cigarro de papel, lo encen-
dió en las ascuas, y, después de tirarle un
par de chupadas, me miró, y dijo:
— Carracho^ ¿quién es este nuevo com-
pañero?
En el acto comprendí que el recién llega-
do no era gitano; las mujeres no dijeron
nada, pero oí a la abuela rezongar como un
gato viejo cuando le incomodan. El indivi-
duo repitió:
— Carracho^ ^cómo ha venido aquí este
compañero?
— No le pénela chi^ min chahoró — me dijo
en voz baja la Callee negra — ; sin un balicho
de los ckineles ^. Y, volviéndose al pregun-
tante, continuó en voz alta: Es uno de los
nuestros que viene con matute de Portugal
y a ver a sus hermanos de aquí.
— Entonces me dará algo de tabaco —
respondió el individuo — . Supongo que ha-
brá traído.
— No tiene tabaco — dijo la Callee ne-
gra— . No ha traído más que hierro viejo. El
' No le digas nada, mozo mío; es un perro
alguacil.
202 B O R R O W
único tabaco que hay en casa es este ciga-
rro; tómalo, te lo fumas, y te vas.
Al decir esto, se sacó un cigarro del za-
pato y se lo ofreció al alguazil,
— No me voy — dijo éste guardándose el
cigarro — . Tenéis que darme algo mejor.
Hace ya tres meses que no me dais nada.
El último regalo fué un pañuelo inservible;
por tanto, o me dais algo que sea bueno, o
vais todos a la cárcel.
— ¡El Busnó quiere prendernos! — dijo la
Callee negra — . ¡Ja, ja, ja!
— ¡El Chinel quiere prendernos! — dijo
con fisga la más joven — . ¡Je, je, jel
— ¡El Bengui ^ quiere llevarnos al esíari-
peí! 2 — refunfuñó la abuela — . ¡Jo, jo, jo!
Las tres mujeres se levantaron y dieron
muy despacio una vuelta en torno del algua-
cil, mirándole fijamente a la cara; el hom-
bre pareció muy asustado, y pensó en la
fuga. De pronto, las dos más jóvenes le
agarraron por las manos, y mientras él for-
cejeaba para soltarse, la vieja le decía:
— Necesitas tabaco, kijo^ y vienes a
casa de los gitanos para asustar a las Callees
y al Caloró forastero, que no tienen más
plako 2; la verdad, hijo, no podemos darte
tabaco, y lo siento mucho; pero, en cam-
í Beng; Bengui: el diablo.
* Cárcel.
3 Tabaco.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 203
bio, tenemos polvo abundante a tu servicio,
Al decir esto, se metió la mano en un bol
sillo, y, sacando un puñado de una especie
de polvo de tabaco, se lo arrojó a los ojos al
alguacil; pateaba éste y bramaba, pero las
dos Callees le sujetaban fuertemente. Al fin,
consiguió soltarse, y trató de desenvainar
un cuchillo que llevaba en la faja; pero las
hembras jóvenes se arrojaron sobre él como
furias, mientras la vieja le sacudía con el
palo en la cara; pronto cedió de buen grado
el campo, y se retiró abandonando el som-
brero y la capa, que la chahi recogió y tiró
a la calle detrás de él.
— Este es un mal asunto — dije yo — . El
tipo ese irá, naturalmente, a buscar a los
demás de \2. justicia, y vendrán para meter-
nos en el estaripel.
_ -^Cal — dijo la Callee negra mordiéndose
la uña del dedo pulgar — . Tiene más moti-
vos para temernos que nosotras a él. Pode-
mos mandarle a la filimicha, y, sobre todo,
tenemos aquí amigos, muchos, muchos.
— Sí — murmuró la vieja — . Las hijas del
baji tienen amigos, mi Caloró de Londres,
entre los Busné, barihutre, haribú ^.
Ninguna otra cosa digna de mención me
ocurrió en la casa de los gitanos. Al día si-
guiente, Antonio y yo cabalgamos de nue-
vo. Lo menos recorrimos trece leguas antes
í Mucho, abundante.
204 B o E R o W
de llegar a la venta^ donde dormimos. Al
otro día madrugamos mucho, porque, según
dijo Antonio, teníamos que hacer una jor-
nada muy larga. «¿Adonde vamos hoy.f* —
pregunté — .» «A Trujlllo.»
Cuando el sol salió, tristemente, entre nu-
bes que amenazaban lluvia, nos hallábamos
en las inmediaciones de una cadena de mon-
tañas que corría a nuestra izquierda, llama-
da, según me dijo Antonio, Sierra de San
Selvan. El camino atravesaba vastas llanu-
ras, donde crecían arbustos raquíticos. De
vez en cuando veíamos alguna triste aldea,
con su iglesia antigua y destrozada. Casi
todo el día estuvo lloviznando; el polvo
de los caminos se hizo barro, y nuestra
marcha fué más penosa. Al atardecer sa-
limos a un yermo sembrado de enormes
peñas y pedruscos. El sitio era muy agreste.
A cierta distancia se elevaba ante nosotros
una colina de forma cónica, muy escabrosa,
que parecía ser ni más ni menos que un gi-
gantesco rimero de piedras de igual clase
que las esparcidas por el yermo. La lluvia
cesó, pero un viento muy fuerte se a'zó ge-
mebundo a nuestra espalda. Mucho trabajo
me había costado durante todo el viaje
marchar al mismo compás que la muía de
Antonio; mi caballo era de paso lento, y no
descubrí ni el menor vestigio del genio que,
según el gitano, dormitaba en él. Al llegar a
un sitio bastante despejado, dije:
LA BIBLIA EN ESPAÑA 205
— Voy a probar si este caballo tiene al-
guna de las cualidades que me has dicho.
—Está bien— contestó Antonio—; y, arrean-
do a la muía, rápidamente me dejó atrás.
Tiré del freno al caballo, por buscarle el
genio, y el animal se detuvo, se puso de
manos, y se negó a seguir adelante. «Suél-
tale las riendas y tócale con el látigo»— me
gritó Antonio — . Así lo hice, y en el acto el
caballo salió al trote, que paulatinamente
fué aumentando en rapidez hasta convertir-
se en un frenético trote largo; sus remos re-
cobraron toda su agilidad, y meneaba las
manos de un modo maravilloso. La muía de
Antonio, de genio y ligera, trató de seguir-
le por un momento; pero, en un abrir y
cerrar de ojos, se quedó muy atrás. Aquel
tremendo trote duraba ya una milla, cuan-
do el caballo, entrando cada vez más en ca-
lor, salió de pronto al galope. ¡Vival Co-
rríamos más impetuosos y ciegos que una
liebre; iba el caballo, literalmente, ventre a
terre^ y me costó mucho trabajo guiarle en-
tre los pedruscos, contra los que nos hubié-
ramos hecho pedazos los dos si llega a dar
un tropezón en su furiosa carrera.
Así me llevó hasta el pie del cerro, donde
aguardé a que el gitano me alcanzara. Deja-
mos a nuestra derecha el cerro, que parecía
inaccesible, y pasamos por una aldehuela
mísera. Se puso el sol; la noche nos envol-
vió en tinieblas, pero nosotros continuamos
206 B o R R o W
la marcha casi tres horas más, hasta que
oímos ladrar perros y percibimos dos o tres
luces a lo lejos.
— Este es Trujillo — dijo Antonio, que
llevaba largo rato sin hablar.
— Me alegro mucho — contesté — . Estoy
muy cansado y dormiré bien en Trujillo.
— Eso será si podemos — dijo el gitano,
avivando el paso de la muía.
No tardamos en entrar en la ciudad, muy
triste y oscura. Sin saber adonde íbamos,
seguí los pasos del gitano, que me guió por
calles y plazas lóbregas, donde maullaban
los gatos. «Esta es la casa» — dijo al fin,
apeándose ante una humilde choza — .Llamó,
y no le contestaron; volvió a llamar, y tam-
poco hubo respuesta; sacudió la puerta, y
trató de abrirla, pero estaba cerrada con
llave y bien atrancada. *(~\Caratnbal — excla-
mó— . No están; ya me lo temía yo. ^Qué
vamos a hacer ahora?»
— En eso no hay gran dificultad. Si tus
amigos no están, vamonos a la posada.
— No sabes lo que dices — replicó el gi-
tano— . Yo no me atrevo a ir a la mesuna ^
ni a entrar en más casa de Trujillo que ésta.
Bueno, no hay remedio, seguiremos el viaje,
y, entre nosotros, cuanto antes mejor; a mi
planoró 2 le ahorcaron en Trujillo».
^ Posada.
2 Plan, Planoró, Pial: Hermamo, camarada
LA BIBLIA EN ESPAÑA 207
Echó yesca^ encendió un cigarro, montó
en la muía, y anduvimos por calles y calle-
juelas tan tristes como las que ya habíamos
atravesado, no tardando en vernos de nuevo
fuera de poblado.
No me hizo mucha gracia la resolución
del gitano, lo confieso; tenía yo muy poca
gana de marcharme de Trujillo y aventurar-
me por sitios desconocidos, de noche, con
lluvia y niebla, porque el viento se había
echado y el agua caía otra vez con fuerza.
Estaba, sobre todo, cansadísimo, y lo que
más me apetecía era tumbarme en un abri-
gado pesebre y entregarme al sueño arru-
llado por el agradable rumor de caballos y
muías comiéndose el pienso. Pero, como
viajero experimentado, me guardé muy bien
de disputar con mi guía en tales circunstan
cias, y una vez que me había puesto en sus
manos, le seguí sin replicar, pegado a la
grupa de su cabalgadura, alumbrados tan
sólo por el fulgor del cigarro del gitano;
cuando Antonio escupió la colilla en un lo-
dazal, quedamos en profundas tinieblas.
Mucho tiempo caminamos de ese modo:
el gitano, en silencio; yo, callado; y la lluvia,
cada vez más densa. Algunas veces me pa-
recía oír gritos lúgubres, algo así como el
silbido de la lechuza. «Hace una noche poco
a propósito para andar por el campo» — dije
por fin a Antonio — . «Así es, hermano —
me contestó — . Pero prefiero andar por es-
2o8 B o R R o W
tos sitios en noches como ésta a verme en el
estaripel de Trujillo».
Otra legua por lo menos llevaríamos an-
dada cuando me pareció que debíamos de
estar cerca de un bosque i, porque de vez en
cuando distinguía grandes troncos de árbo-
les. Súbitamente, Antonio detuvo la muía.
«Hermano — me dijo — , mira hacia la iz-
quierda y dime si ves una luz; tus ojos ven
más que los míos.» Hice como me orde-
naba, y, al pronto, nada vi; pero, adelan-
tándome un poco, percibí claramente a
cierta distancia entre los árboles un fuerte
resplandor. «Lo que veo no puede ser una
luz — dije — , sino la llama de una hoguera.»
«Es lo más probable» — respondió Anto-
nio— . «Por aquí no hay queres ^\ se trata,
sin duda, de una hoguera encendida por
durotunes ^. Vamos a buscarlos, porque,
como dices tú, es lastimoso andar de noche
con lluvia y lodo.»
Nos apeamos, entrándonos por el bosque,
guiando con cuidado a las caballerías por
entre los árboles y matorrales. A los cinco
minutos llegamos a una plazoleta, en la que,
en el lado opuesto al de nuestra llegada,
ardía una hoguera, y en pie, o sentadas junto
a ella, estaban dos o tres personas; nos ha-
1 Estaba en Las Gamas, cerca de Carrascal.
(Knapp).
2 Pueblos.
5 Pastores.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 209
bían oído acercarnos, y una de ellas gritó:
M.^Quien vive}-^ «Yo conozco esa voz» — dijo
Antonio — ; y, dejándome allí con el caballo,
avanzó rápidamente hacia la hoguera. Al
instante oí un ¡hola! y una risotada, y, poco
después, la voz de Antonio llamándome. Me
acerqué a la hoguera, y encontré a dos
mozos muy atezados y una mujer, como de
cuarenta años, aun más negruzca, sentada en
las mantas y enjalmas de las muías. Vi tam-
bién un caballo y dos burros atados a los
árboles. Aquello era, en efecto, un vivac gi-
tano... «Adelante, hermano, y déjate ver» —
me dijo Antonio — . Estás entre amigos. Es-
tos son del Errate,\os que yo buscaba enTru-
jillo, y en cuya casa hubiéramos dormido.»
— ^Y por qué r2Li6n se han marchado de
Trujillo y se han venido al monte a pasar
una noche como esta?
— Por los asuntos de Egipto, hermano;
no lo dudes — replicó Antonio — . Y esos
asuntos no nos importan; ¡calla [la] boca! Ha
sido una suerte que los encontremos aquí,
porque en otro caso no hubiéramos tenido
cena nosotros ni pienso los caballos.
— Mi ró está preso en un pueblo que hay
ahí — dijo la mujer, señalando con la mano
en una dirección determinada — . Está preso
por choring una maílla 1. Hemos venido a
ver qué podemos hacer por él; ^y dónde íba-
* Maílla, burra.
14
210 B O R R O W
mos a alojarnos mejor que en el monte, que
no se paga nada? Me figuro que no será la
primera vez que el Caloré ha dormido al pie
de un árbol.
Uno de los muchachos trajo cebada para
las caballerías en un talego, que colgamos
sucesivamente de la cabeza del caballo y de
la muía; en él metieron el hocico los pobres
animales, y los dejamos regalarse hasta que
nos pareció que habían saciado el hambre.
Arrimado a la lumbre borbotaba un puche-
ro^ medio lleno de \.oz\tíq^ garbanzos y otras
sustancias; vaciáronlo en una escudilla de
madera, y Antonio y yo cenamos. Los otros
gitanos se negaron a acompañarnos, dándo-
nos a entender que habían comido antes
que llegásemos; pero hicieron cumplido ho-
nor a la bota de Antonio, que tuvo la pre-
caución de llenarla antes de salir de Mé-
rida.
Estaba yo a tales horas completamente
rendido de cansancio y de sueño. Antonio
me arrojó una inmensa manta de caballo
que llevaba, con otras varias, debajo del al-
bardón de la muía; me arropé bien, y me
eché en el suelo, con la cabeza apoyada en
un lío de ropa, y los pies todo lo cerca que
pude ponerlos de la lumbre.
Antonio y los otros gitanos se quedaron
sentados y hablando alrededor de la hogue-
ra. Escuché un poco; pero no los entendía
bien, y lo que entendía no me importaba.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 211
La llovizna continuaba; pero no hice gran
caso de ello, y no tardé en dormirme.
Estaba saliendo el sol cuando me desper-
té. Me costó bastante trabajo ponerme en
pie; tenía los miembros entumecidos, y la
cabeza cubierta de escarcha; durante la no-
che había cesado de llover, y la helada era
bastante fuerte. Miré en torro, y no vi a
Antonio ni a los otros gitanos. Las caballe-
rías de estos últimos habían desaparecido, y
también el caballo que montaba yo; pero la
muía de Antonio permanecía aún atada al
árbol. Esta circunstancia disipó ciertos te-
mores que empezaban a surgir en mi áni-
mo. «Se habrán ido a los asuntos de Egip-
to— me dije — , y no tardarán en volver.»
Recogí como pude los rescoldos de la ho-
guera, y, amontonando un poco de leña,
pronto se alzó viva llama, a la que arrimé el
puchero con los restos de la cena de la no-
che pasada. Mucho tiempo estuve esperando
a que volviesen mis compañeros; pero como
no asomaban por parte alguna, me senté y
me puse a comer. No había terminado, cuan-
do oí el ruido de un caballo que se acercaba
rápidamente, y, un momento después, apa-
reció Antonio entre los árboles dando
muestras de agitación. Se tiró del caballo,
y al instante se puso a desatar la muía.
«¡Monta, hermano, montab — dijo mostrán-
dome el caballo — . «Iba con la Callee y los
chabés al pueblo donde su ró está preso;
212 B O R R O W
pero el chinobaró ^ los ha cogido, con las
caballerías, y me hubiera echado mano a mí
también; pero metí espuelas üígrasti^ le sol-
té las riendas y escapé. Monta, hermano,
monta, o en un abrir y cerrar de ojos ten-
dremos aquí a toda la canaille rústica.»
Hice como me ordenaba; en seguida sali-
mos al camino del día anterior, y corrimos
por él a toda prisa; el caballo sacó su trote
más veloz, y la muía, con Jas orejas tiesas,
galopaba intrépidamente a su lado.
— (jQué pueblo es aquel que hay allí? —
pregunté señalando a un cerro, cuando llevá-
bamos una hora de camino, y al disponernos
a entrar en un valle profundo.
— Es Jaraicejo — dijo Antonio — . Un sitio
que ha sido siempre malo para la gente Caló,
— Pues, si es malo, supongo que no pasa-
remos por él.
— No tenemos más remedio que pasar,
por varias razones: primera, porque el cami-
no atraviesa Jaraicejo; y segunda, porque
recesitamos comprar provisiones para noso-
tros y las bestias; al otro lado de Jaraicejo
hay un despoblado donde no encontraría-
mos nada.
Cruzamos el valle, subimos el cerro, y,
cuando estábamos cerca del pueblo, el gita-
no dijo:
— Hermano, lo mejor es pasar por el pue-
1 Una autoridad. *-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 213
blo separados. Yo iré delante; sigúeme poco
a poco, y, una vez en Jaraicejo, compras pan
y cebada; tú no tienes nada que temer. En
el despoblado te espero.
Sin aguardar mi respuesta arrancó presu-
roso, y no tardé en perderle de vista. Seguí
mi camino muy despacio, y entré en el pue-
blo, asaz viejo y ruinoso; apenas tenía más
que una calle, y al avanzar por ella, vino a mí
corriendo un hombre con una sucia gorra
de cuartel en la cabeza y un fusil en la mano.
— ^Quién es usted?- -me dijo en tono algo
desapacible — . ^De dónde viene usted?
— Vengo de Badajoz y Trujülo — respon-
dí— . ^Por qué me lo pregunta usted?
— Soy de la guardia nacional — contestó
el hombre — , y estoy encargado de vigilar
a los forasteros; me han dicho que un gita-
no acaba de pasar a caballo por el pueblo;
su suerte ha sido que en aquel momento ha-
bía entrado yo en mi casa. ^Viene usted
con él?
— ¿Tengo yo aspecto de viajar en compa-
ñía de gitanos?
El nacional me miró de pies a cabeza, y
luego me clavó los ojos en el rostro, con
una expresión que parecía querer decir: «Sí,
señor; bastante.» Realmente, mi atavío no era
muy a propósito para disponer a la gente en
mi favor. Llevaba un sombrero andaluz muy
viejo, que, por su estado, parecía como si le
hubiesen pisoteado; una capa mugrienta,
214 B o R R o W
que acaso había servido a doce generacio-
nes, me cubría el cuerpo; lo demás de mi
atueiido no era de mejor calidad, y todo lo
que de él parecía estaba manchado de barro,
y de barro llevaba también salpicado el ros-
tro, sombreado además por una barba de
ocho días.
— ¿Tiene usted pasaporte? — me preguntó
al fin el nacional.
Recordé haber leído que el mejor modo
de conquistar la voluntad de un español es
tratarle con ceremoniosa cortesía. Eché,
pues, pie a tierra, y, quitándome el som-
brero, hice una profunda reverencia al sol-
dado constitucional, diciéndole:
— Señor nacional^ ha de saber usted que
yo soy un caballero inglés que viaja por su
gusto. Tengo pasaporte, y, en cuanto usted
lo examine^ verá que se halla perfectamenle
en regla; está expedido por el gran Lord
Palmerston, ministro de Inglaterra, de quien
naturalmente habrá usted oído hablar; al
pie del pasaporte está su firma manuscrita;
véala y regocíjese, porque acaso no vuel-
va a presentársele a usted otra ocasión de
verla. Como yo tengo ilimitada confianza en
el honor de todos los caballeros, dejaré el
pasaporte en manos de usted mientras voy
a comer a la posada. Cuando le haya usted
revisado, será usted seguramente tan ama-
ble que vaya a devolvérmelo. Caballero,
beso a usted la mano.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 215
Le hice una nueva reverencia, que él me
pagó con otra más profunda todavía, y,
mientras miraba tan pronto al pasaporte
como a mi persona, me fui a la posada^
guiado por un mendigo que hallé al paso.
Di un pienso al caballo y me proveí
de pan y de cebada, como el gitano me
aconsejó; compré también tres hermosas
perdices a un cazador que estaba bebiendo
vino en X^l posada. Quedó muy contento con
el precio que le pagué, y me invitó a tomar
una copita; acepté, y hablando estábamos,
sentados a la mesa, cuando llegó el nacional
con mi pasaporte en la mano, sentándose a
nuestro lado.
Nacional: ¡Caballero! Le devuelvo a us-
ted el pasaporte; está completamente en re-
gla. Me alegro mucho de haberle conocido,
y espero que me dará usted ciertas noticias
acerca de la guerra.
Yo: Tendré mucho gusto en dar a un
caballero tan cortés y tan honrado como us
ted todas las noticias que sepa.
Nacional: ^Qué hace Inglaterra? ^Va, al
fin, a prestar ayuda a mi país? Si ella quisie-
ra, podía acabar la guerra en tres meses.
Yo: No se preocupe, señor nacional. La
guerra se acabará, sin duda ninguna. ¿Ha
oído usted hablar de la legión inglesa que
milord Palmerston ha enviado a España?
Pues deje usted el asunto en sus manos, y
no tardará en ver los resultados.
2i6 B o R R o W
Nacional: Me parece a mí que ese Caha'
llero Balmerson debe de ser un hombre muy
cabal.
Yo: Eso no tiene duda.
Nacional: He oído decir que es un gran
general.
Yo: Tampoco eso tiene duda. En algunas
cosas ni Napoleón ni El Serrador pueden
medirse con él. Es mucho hombre.
Nacional: Me agrada oírlo. ^Vendrá a
mandar la legión en persona?
Yo: Creo que no; pero ha enviado para
mandarla a un amigo suyo que pasa por ser
casi tan versado en cosas militares como él.
Nacional'. Mucho me complace oírlo. Veo
que la guerra acabará pronto. Caballero.^ le
agradezco su cortesía y las noticias que me
ha dado. Le deseo un viaje feliz. Confieso
que me sorprende ver a un caballero de su
país de usted viajar solo y de esa manera
por estas regiones. Los caminos están muy
poco seguros, y han ocurrido, no hace mu-
cho, varios accidentes y más de dos muer-
tes en las cercanías. El despoblado tiene ma-
lísima fama; vaya usted prevenido, Caballe-
ro Siento que el gitano ese haya podido
pasar; si se le encuentra usted, al menor
gesto sospechoso pegúele un tiro o atravié-
sele sin vacilar; es un ladrón muy conocido,
contrabandista y asesino; más muertes ha
hecho que dedos tiene en las manos. Caba-
llero^ si usted me lo permite, le proporcio-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 217
naremos una escolta hasta la bajada del
puerto. ^No quiere usted? Entonces, ¡adiósl
Un momento: antes de marcharme, deseo
ver de nuevo la firma del Caballero Bal-
merson.
Otra vez le mostré la firma, que estuvo
contemplando con profunda reverencia, y
hasta le hizo un rápido saludo con la gorra.
Después, nos dimos un abrazo y nos sepa-
ramos.
Monté a caballo y guié hacia el despobla-
do, marchando, al principio, muy despacio.
Pero, en cuanto me vi en el campo, puse el
caballo al trote largo, y, durante cierto tiem-
po, anduve con tremendo compás, esperan-
do alcanzar al gitano de un momento a otro;
sin embargo, no le veía por ninguna parte,
ni me encontré a un solo ser humano. El
camino, angosto y arenoso, serpenteaba
entre las espesas retamas y chaparros que
cubrían el despoblado^ tan altos, a veces,
como un hombre. Al fondo, en la dirección
que yo llevaba, había un cerro alto y desnu-
do. El despoblado tenía lo menos tres le
guas; lo atravesé casi todo, acercándome ya
al pie del cerro, y, cuando empezaba a sen-
tirme muy intranquilo, pensando que acaso
me había dejado atrás al gitano, metido en-
tre los chaparros, oí súbitamente un ¡Hola!
muy conocido, y vi aparecer en medio de
unas matas de retama una cabeza ruda y ate-
zada, y unos ojos que me miraban con fijeza.
2i8 B o R R o W
— Mucho has tardado, hermano — me
dijo — . Casi he creído que me habías enga-
ñado.
Me rogó que me apease, y llevó el caba-
llo detrás de un espesar, donde estaba la
muía atada a una estaquilla. Entregué a An-
tonio el pan y la cebada, y le referí lo suce-
dido con el nacional.
— Quisiera tenerle aquí — exclamó el gita-
no al oír los epítetos que el otro le había
prodigado — para que mi chulí ^ y su carió ^
se conociesen mejor.
— ^Y qué haces aquí, en este desierto, en-
tre estas matas?
— Estoy esperando un emisario que ha de
venir de muy lejos, y hasta que pase no
puedo seguir adelante ni retroceder. Es-
toy aquí por los asuntos de Egipto, her-
mano.
Como esta era la expresión que invaria-
blemente empleaba para esquivar mis pre-
guntas, guardé silencio. Dimos pienso a los
animales, y luego hicimos nosotros una fru-
gal colación de pan y vino.
— ¿"Por qué no guisamos esas perdices? —
pregunté — . Aquí hay de sobra con qué en-
cender lumbre.
— El humo podría descubrirnos, herma-
no— dijo Antonio — . Me interesa estar es-
^ Cuchillo.
2 Corazón.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 219
condido aquí hasta que llegue el emisario.
Era ya muy entrada la tarde. El gitano,
echado detrás de un matorral, se levantaba
a veces para mirar afanosamente a la colina
que teníamos delante; al cabo, lanzando una
exclamación de contrariedad y de impacien-
cia, se dejó caer al suelo, y en él estuvo ten-
dido mucho rato, absorto, al parecer, en sus
reflexiones; por último, levantó la cabeza y
me miró a la cara.
Antonio: Hermano, no puedo adivinar los
asuntos que te traen a esta tierra.
Yo: Quizás los mismos que te traen a este
despoblado; asuntos de Egipto.
Antonio: No tal, hermano. Es verdad que
hablas la lengua de Egipto; pero ni tus ma-
neras ni tus palabras son las de un Calo ni
de un Biisné.
Yo: ^No me oíste hablar en \q^ foros acer-
ca de Dios y Tebleque? ^ He venido a tierras
de España para explicar la palabra divina a
los Cales y a los gentiles.
Antonio: ^Y quién te envía con esa mi-
sión.»^
Yo: No me entenderías aunque te lo dije-
se. Has de saber, sin embargo, que muchas
gentes de países extranjeros lamentan las ti-
nieblas en que yace España, y las cruelda-
des, robos y muertes que la afean.
Antonio'. Esas gentes, ^son Caloré o Btisné?
^ El Salvador, Jesús.
220 B O R R O W
Yo: iQué más da? Los Caloré y los Btisne
son hijos del mismo Dios.
Antonio'. Mientes, hermano; ni vienen del
mismo padre ni son del mismo Errate. Ha-
blas de robos, crueldades y muertes; pero
es que hay demasiados Busné, hermano; si
no hubiera Busne\ no habría ni robos ni
muertes. Los Caloré no se roban ni se ma-
tan unos a otros; los Busné, sí; ni son crue-
les con los animales, porque su ley se lo
prohibe. Un día, siendo yo chico, pegué a
una burra; pero mi padre me sujetó la mano,
y, reprendiéndome, dijo: «¡No hagas daño a
ese animal, porque dentro de él está el alma
de tu propia hermana!»
Yo: ¿Es posible que creas en una doctrina
tan bárbara^ Antonio.''
Antonio'. A veces, sí; a veces, no. Algunos
hay que no creen en nada, ni siquiera en
que viven. Hace mucho tiempo, conocí yo
a un Caloré viejo, muy viejo, tenía más de
cien años, y una vez le oí decir que todo lo
que creemos ver es mentira; que no hay
mundo, ni hombres, ni mujeres, ni caballos,
ni muías, ni olivos. Pero ^adonde vamos a
parar por este camino? Te he preguntado
por qaé vienes a este país, y me dices que
por la gloria de Dios y Tebleque. ¡Dispara-
te! Eso se lo cuentas a los Busné. No hay
duda que tendrás muy buenas razones para
venir aquí, porque, en otro caso, no habrías
venido. Algunos dicen que eres un espía de
LA BIBLIA EN ESPAÑA 221
\os Londoné ^. Tal vez; pero no me importa.
Levántate, y di me, hermano, si ves a alguien
bajar del puerto.
— Veo una cosa a lo lejos — repliqué —
como una mancha en la vertiente del cerro.
El gitano se puso en pie, y ambos mira-
mos con atención, pero la distancia no nos
permitió al principio ver claramente si aquel
objeto se movía o no. Un cuarto de hora
después se disiparon nuestras dudas, por-
que el objeto que observábamos había lle-
gado al pie del cerro y columbramos una
persona montada en un animal, cuya espe-
cie aun no pudimos reconocer.
— Es una mujer — dije yo al cabo —
montada en un asno rucio.
— Entonces es mi emisario — dijo Anto-
nio — ; no puede ser otro.
La mujer y el burro llegaron al llano, y
por un rato desaparecieron a nuestra vista
entre las leñas y malezas del monte. No tar-
daron en aparecer a una distancia como de
cien varas. El burro era un hermoso animal,
de pelo gris plateado, que venía retozando,
moviendo el rabo, y con paso tan ligero
que parecía no tocar el suelo con las patas.
En cuanto nos vio, se paró en seco, dio me-
dia vuelta, e intentó marcharse por donde
había venido; pero al sentirse dominado, se
puso de manos, y hubiera concluido por
^ Ingleses.
222 B O R R O W
tirar al suelo a la mujer, si ella misma no
se apea con ligereza. La mujer traía el cuer-
po enteramente envuelto en los amplios
vuelos de una capa de hombre. Corrí a pres-
tarle a> uda, cuando, al volver hacia mí su
rostro, reconocí en el acto las finas y co-
rrectas facciones de Antonia, hija de mi
guía, a quien yo había visto en Badajoz.
Sin dirigiirme la palabra, se acercó a su pa-
dre y le dijo en voz baja algo que no pude
percibir. Antonio se echo atrás, con un es-
tremecimiento, y vociferó: «[TodosU «Sí»,
respondió ella en voz más alta, repitiendo
probablemente las palabras que antes no
pude cazar: «A te dos los han cogido.»
El gitano se quedó consternado, al pare-
cer; ycomo yo no tenía ninguna gana de
asistir a una conversación que, probable-
mente, iba a versar sobre los asuntos de
Egipto, me aparté de allí, metiéndome entre
los matorrales. Estuve solo un buen rato; a
veces llegaban hasta mí exclamaciones y ju-
ramentos. A la media hora volví; los gita-
nos se habían salido del camino, y estéban
sentados en el suelo, detrás de las mismas
retamas que ocultaban a las caballerías.
Torvo el semblante, el gitano empuñaba
un cuchillo desnudo, y de vez en cuando
clavábalo en la tierra, exclamando: ¡Todosl
¡Todos!
— Hermano — dijo al fin — no puedo ir
ya más lejos contigo; el asunto que me lie-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 223
vaba a Castumba está ya arreglado. Des-
de ahora viajarás solo y entregado a tu
baji.
— Confío en Undevel'^ — contesté — que
escribió mi destino mucho tiempo ha. Pero,
¿cómo voy a arreglarme sin caballo? Porque,
sin duda, tu necesitarás el tuyo.
El gitano pareció reflexionar.
— Es verdad, necesito el caballo, herma-
no — me dijo — y también el macho^ pero
como no vas a ir en pindré"^^ le compras a
Antonia la burra que yo le di cuando la en-
vié a esta expedición.
— Me parece que la burra está sin domar
y resabiada.
— Así es, hermano, y por eso la compré;
las caballerías resabiadas y mal domadas
suelen tener muy buenos pies. Tu eres Caló^
hermano, y podrás montarla. Así que, le
das a mi hija Antonia un baria^ de oro por
la burra^ y si te parece conveniente, vén-
dela en lalavera o en Madrid, porque las
bestias extremeñas son muy apreciadas en
Castumba.
Menos de una hora después, iba yo por
la otra vertiente del puerto, montado en la
burra cerril.
1 Dios.
2 Pinró, Pindró (pl. Pindré): pie.
' Onza.
CAPÍTULO XI
El puerto de Mirabete. — Lobos y pastores. — La
sutileza de las hembras. — Muerto por los lobos.
Se aclara el misterio. — Las montañas. — La hora
tenebrosa. — Un viajero nocturno. — Abarbanel.
Los tesoros ocultos. — El poder del oro. — El ar-
zobispo.— Llegada a Madrid.
BAJABA yo del puerto de Mirabete pensan-
do a ratos en el propósito que me ha-
bía llevado a España, y admirando otros
uno de los más hermosos panoramas del
mundo. Ante mí se extendían inmensas
planicies limitadas en la lejanía por monta-
ñas gigantescas, y a mis pies serpenteaba
entre márgenes escarpadas la vena angosta y
profunda del Tajo. El sol poniente dora-
ba el paisaje. El día, aunque frío y ventoso,
era despejado, brillante. En una hora llegué
al río por junto a los restos de un magnífi-
co puente volado en la guerra de la Inde-
pendencia, y no reconstruido.
Crucé el Tajo en una barca; el paso fué
un poco difícil por la rapidez de la corrien-
te, engrosada con las últimas lluvias.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 225
— ^Estoy ya en Castilla la Nueva? — pre-
gunté ai barquero al llegar a la otra orilla.
— La raya está a unas cuantas leguas de
aquí — contestó — . Usted parece extran-
jero. ^De dónde viene usted?
— De Inglaterra.
Y sin aguardar otra respuesta, monté en
la burra y seguí mi camino. La burra me-
neó los remos con presteza, y poco después
de cerrar la noche llegué a una aldea dis-
tante unas dos leguas de la orilla del río.
Me alojé en una venta. Ardía en la coci-
na una buena fogata, en la que se quemaba
un tronco de olivo casi entero. Allí me sen-
té, y me entretuve en examinar la diversa
catadura de los presentes. Había un cazador
con su escopeta; un par de pastores, con
enormes perros, de los famosos de Extre-
madura; un soldado licenciado que volvía
de la guerra, y un mendigo, que después de
pedir una limosna por las siete llagas de
María Santísima^ se sentó con nosotros y
se instaló muy a sus anchas. La ventera era
una mujer activa y servicial, que se ocupó
en aderezarme la cena, consistente en las
perdices compradas en Jaraicejo, que el gi-
tano, al despedirse de mí, me aconsejó que
me llevara. Mientras las guisaban estuve al
amor de la lumbre oyendo la conversación
de aquella gente.
— Más quisiera ser lobo — dijo uno de
los pastores — u otra cosa cualquiera, que
»5
226 B O R R O W
pastor. Bonita vida la nuestra, siempre en
el campo ^ entre carrascales^ pasando frío y
hambre por una peseta diaria. Un lobo se
da mejor vida y es más temido que un mí-
sero pastor.
— Pero muchas veces — dije yo — lo
pasa muy mal, y cuando los pastores y los
perros caen sobre él, paga con la cabeza to-
das sus hazañas.
— Eso ocurre muy pocas veces, señor
viajero — dijo el pastor — . El lobo acecha
las ocasiones, y es muy raro que se meta
en un mal paso. Y lo que es atacarle, crea
usted que es muy poco agradable. Tiene ga-
rras y dientes, y al hombre o al perro que
los prueban una vez, les quedan muy pocas
ganas de ponerse nuevamente a su alcance.
Estos perros míos se atreverían, uno a uno,
con un oso, aunque es un animal mucho
más fuerte, y en cambio los he visto yo huir
del lobo, a pesar de que los azuzábamos.
— El lobo es muy peligroso, y, además,
muy astuto. Sabe más que nadie y conoce
el punto vulnerable de cada animal. Vea us-
ted, pongo por caso, cómo ataca a los ter-
neros: saltándoles al cuello y desgarrándo-
les las venas con uñas y dientes. Pero pata-
ca así a un caballo? Me figuro que no.
— En efecto — dijo el otro pastor —
sabe muy bien lo que hace, y a los caballos
se les sube de un brinco en las ancas y los
desjarreta en seguida. ¡Qué miedo siente
LA BIBLIA EN ESPAÑA 227
un caballo al pasar cerca de la madriguera
del lobo! Mi amo iba el otro día al despo-
blado por lo alto del puerto, en el trotón
andaluz, que le ha costado quinientos du-
ros; de pronto, el caballo se paró y se puso
a sudar y a temblar como una mujer a pi-
que de desmayarse. Mi amo no podía adi-
vinar el motivo, hasta que oyó unos gruñi-
dos entre las matas; disparó la escopeta y
espantó a los lobos, que salieron huyendo;
pero me ha dicho que al caballo aun no se
le ha pasado el susto.
— Sin embargo, las yeguas saben, cuando
llega el caso, chasquear al lobo — replicó
su compañero — . Las yeguas, como todas
las hembras, son muy astutas y maliciosas.
Si están, pongo por caso^ pastando en el
campo con sus crías, y se da la señal de que
viene el lobo, se asustan y corren un poco,
pero al momento se reúnen y se forman en
corro, poniendo dentro a los potros. Llega
el lobo, esperando darse un banquete de
carne de caballo, pero se lleva chasco; las
yeguas son tan listas como éL Todas le ha-
cen cara, esconden la grupa, y cuando el
lobo se pone a dar vueltas trotando y au-
llando alrededor del corro, se alzan de ma-
nos dispuestas a aplastarlo contra el suelo,
en cuanto intente hacerles, a ellas o a su
cría^ el menor daño.
— Peor que el lobo — dijo el soldado —
es la loba; porque como ha dicho muy bien
228 B O R R O W
el señor pastor^ las hembras tienen más ma-
licia que los machos. Es cosa sorprendente
ver a una de esas diablas dirigir una mana-
da de machos. Van tras ella, repitiendo
todo lo que hace; parecen embrujados y
no tienen más remedio que imitarla. Una
vez viajaba yo con un compañero por las
montañas de Galicia, cuando de pronto oí-
mos un aullido. «Son los lobos — dijo mi
compañero — . Echémonos fuera del cami-
no.» Así lo hicimos, y remontamos un poco
la falda del cerro, liasta llegar a una expla-
nada plantada de vides, como se usa en Ga-
licia. A poco apareció una loba muy gran-
de, de pe! o gris, deshonesta^ guiando a den-
telladas y gruñidos una manada de demo-
nios que la seguían muy pegados a ella, con
el rabo enhiesto y los ojos como brasas.
¿Qué creerán ustedes que hizo el maldito
animal? En lugar de seguir por el camino,
echó hacia donde nosotros estábamos, y
como ya no había remedio, nos estuvimos
quietos y en silencio. Yo estaba el primero,
y la loba me pasó tan cerca, que me rozó
con el pelo las piernas; no me hizo caso, sin
embargo, y siguió adelante, sin mirar a de-
recha ni izquierda, y todos los demás lobos
pasaron trotando junto a mí, sin hacerme
el menor daño y sin mirarme siquiera. No
puedo decir lo mismo de mi pobre com-
pañero, que estaba un poco más lejos, y, a
mi parecer, no tan en la dirección de los lo-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 229
bos como yo. Después de pasar muy cerca
de él, bruscamente la loba dio media vuelta
y le mordió. Nunca olvidaré lo que ocurrió
luego; en un instante doce lobos se arroja-
ron sobre él y le despedazaron, aullando de
un modo horrible. En un santiamén le devo-
raron, y sólo quede de él la calavera y unos
cuantos huesos; después, los lo'^os se fue-
ron como habían venido. Tengo motivo
para agradecer a mi señora la loba, que
hiciese menos caso de mí que de mi com-
pañero.
Oyendo esta y otras conversaciones por
el estilo, me adormilé al amor de la lumbre,
y así estuve gran rato, hasta que me desper-
tó una voz que decía muy alto: «Los han
cogido a todos*. Eran las mismas palabras
que tanta confusión produjeron a Antonio
el gitano cuando se las oyó a su hija en el
despoblado. Miré en torno mío, y vi que se-
guían allí los mismos individuos a cuya con-
versación asistí antes de amodorrarme; pero
ahora el orador era el mendigo, y hablaba
con mucho calor.
— Dispense usted, caballero — dije yo — ,
pero no he oído lo que ha dicho usted al
principio. ¿Quiénes son esos que han co-
gido?
— Una cuadrilla de malditos gitanos^ ca-
ballero — replicó el mendigo, devolviéndo-
me el título que yo cortésmente le había
dado — . Más de quince días han tenido in-
230 B o R R o W
festada la raya de Castilla, y han robado y
matado a muchos señores viajeros como us
ted. Parece que la canaille gitana trata de
aprovechar los disturbios de estos tiempos,
y se ha constituido en facción. Dicen que
a esa cuadrilla iban a juntársele muchos de
sus hermanos de raza, y lo creo, porque to-
dos los gitanos son ladrones; pero, gracias
a Dios, han acabado con ellos antes de que
llegaran a ser demasiado temibles. Yo mis
mo los he visto llevar a la cárcel de... ¡Gra-
cias a Dios! Todos están presos.
— Está aclarado el misterio — me dije, y
me puse a despachar la cena, ya servida.
La jornada siguiente me llevó a una ciu-
dad de cierta importancia, la primera en-
trando en Castilla la Nueva por aquella par-
te, cuyo nombre he olvidado ^. Pasé la no-
che, como de costumbre, en la misma cua
dra que mi caballería, echado cerca de ella
en el pesebre. Como viajaba en borrico, juz-
gué necesario contentarme con un lecho
proporcionado a mis medios de locomo-
ción, para no suscitar en la gente con quien
trababa, la sospecha, viéndome demasiado
exigente o delicado, de que yo fuese hom-
bre más principal de lo que mi atavío y
equipaje permitían suponer. Me levanté an-
tes del alba y continué mi camino, esperan-
^ Oropesa, sin duda alguna, anota Burke. La
Calzada de Oropesa, según Knapp.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 231
do llegar con luz del sol a Talayera, de la
que me separaban, según me dijeron, diez
leguas. El camino seguía una planicie inin-
terrumpida, plantada casi toda de olivares.
A pocas leguas de distancia por la izquier-
da, se alzaban las grandes montañas que ya
he mencionado. Corrían hacia el Este, for-
mando una cordillera al parecer intermina-
ble, paralela al camino; las cumbres y ver-
tientes estaban cubiertas de nieve deslum-
bradora, barrida por el viento que llegaba
hasta mí, a través de la vasta y melancólica
planicie, en ráfagas cruelmente frías.
— ¿Qué montañas son esas? — pregunté a
un barbero-sangrador, que, montado en una
burra del mismo pelo que la mía, emparejó
conmigo a eso del mediodía, y me acompañó
durante unas cuantas leguas — . «Se llaman
de diverso modo, caballero — respondió el
barbero — , según los nombres de los luga-
res inmediatos. Aquellas de allá lejos son la
serranía de Plasencia; las que hay frente a
Madrid son las montañas de Guadarrama,
por un río de este nombre que en ellas nace.
La cordillera es muy grande, caballero^ y se-
para los dos reinos; del lado de allá está Cas-
tilla la Vieja. Son magníficas estas montañas,
y aunque nos mandan muchísimo frío, a mí
me agrada contemplarlas, cosa que no es
de extrañar, pues he nacido en ellas, aunque
ahora, por mis pecados, vivo en un pueblo
del llano. No hay en toda España cordille-
232 B O R R O W
ra como ésta, caballero; tiene sus secretos,
sus misterios. Muchas cosas singulares se
cuentan de esas montañas y de lo que ocul-
tan en sus profundos escondrijos, porque ha
de saber usted que la cordillera es muy an-
cha, y se puede andar por ella días y días
sin llegar a término. Muchos se han perdido
en ella y no ha vuelto a saberse nada de su
paradero. Entre otras rarezas, cuentan que
en ciertos sitios hay profundas lagunas ha-
bitadas por monstruos, tales como serpien-
tes corpulentas, más largas que un pino, y
caballos de agua que a veces salen de allí y
cometen mil estropicios. Es cosa averigua-
da que, allá lejos, hacia el Oeste, en el co-
razón de la montaña, hay un valle maravi-
lloso, tan estrecho, que en él sólo se le ve la
cara al sol en pleno mediodía. Este valle per
maneció desconocido durante miles de años;
nadie soñaba su existencia. Pero, al cabo,
hace mucho tiempo, unos cazadores entra-
ron en él casualmente, y, ¿sabe usted lo que
encontraron, caballero} Encontraron una pe-
queña nación o tribu de gente desconoci-
da, que hablaba una lengua ignorada y que
acaso vivía allí desde la creación del mundo
sin tratarse con las otras criaturas humanas,
y sin saber de la existencia de otros seres
cerca de ellos. Caballero., ¿no ha oído usted
hablar nunca del valle de las Batuecas? Se
han escrito muchos libros acerca de este va-
lle y de sus habitantes. A mí me enorguUe-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 233
cen esas montañas, caballero; si yo fuera
hombre independiente, sin mujer y sin hi-
jos, compraría una burra como la de usted
— excelente, por lo que veo, y mucho mejor
que la mía — y me iría a recorrer esas monta-
ñas hasta descubrir todos sus misterios y
haber visto las maravillas que contienen.»
No cesé en todo el día de avivar el paso
de la burra, y sólo me detuve una vez para
echarle un pienso; pero, aunque el animalito
se portó muy bien, llegó la noche y aun fal-
taban dos leguas hasta Talavera. Al ponerse
el sol arreció el frío; me arropé lo mejor po-
sible con la capa vieja del gitano, que aun
traía conmigo; pero resultó escasa defen-
sa contra la inclemente noche. El camino,
siempre por terreno llano, estaba medio
borrado, y en la oscuridad era a veces difí-
cil encontrarlo, sobre todo por los muchos
atajos y veredas que lo cruzaban. Seguí ade-
lante, empero, como pude, y cuando duda-
ba de la dirección que debía tomar, me
abandonaba al instinto de mi cabalgadura.
Salió al fin la luna, y a su débil luz dis-
tinguí de pronto un bulto que se movía
a muy corta distancia delante de mí. Ali-
geré el paso de la burra^ y no tardé en po-
nerme a su lado. El bulto continuó sin al-
terar su marcha un momento ni mirar. La
silueta era de hombre, el más alto y corpu-
lento que hasta entonces había yo encontra-
do en España, vestido también de un modo
234 B O R R O W
desusado en el país. Llevaba un sombrero
bajo de copa y ancho de alas, muy semejan-
te al de los carreteros ingleses; envolvíase el
cuerpo en una especie de túnica larga y
suelta, de cutí ordinario, abierta por delan-
te, lo que permitía ver, en ocasiones, el res-
to de su traje, compuesto de un jubón y
unos calzones de pana. Como he dicho, el
ala de su sombrero era ancha; pero, aun
siéndolo, no bastaba para cubrir un inmen-
so matorral de pelo negro como el carbón,
espeso y rizado, que se desbordaba por to-
dos lados. Colgadas del hombro izquierdo
llevaba unas alforjas, y en la mano derecha
una pértiga.
Había algo extraño en todo su conti-
nente; pero lo más chocante era la tranqui-
lidad con que seguía andando sin ocuparse
de mí, aunque, naturalmente, se daba cuen-
ta de mi proximidad; miraba con ñjeza al
camino delante de sí, salvo cuando alzaba
su ancha faz y clavaba sus grandes ojos en
la luna, que ya brillaba con fuerza en el
cielo.
— Está fría la noche— díjele al fin — . ¿Es
este el camino de Talavera?
— Este es el camino de Talavera, y la no-
che está fría.
— Yo voy a Talavera — añadí — ; supongo
que usted también.
— Allí voy yo; usted también va, bueno.
La entonación con que pronunció estas
LA BIBLIA EN ESPAÑA 235
palabras era, en su línea, tan extraña y singu-
lar, como el aspecto del hombre que las de-
cía; no era exactamente la de una voz españo-
la, y, sin embargo, había algo en ellas que a
duras penas podía ser extranjero; la pronun-
ciación era también correcta, y el lenguaje,
aunque insólito, sin faltas. Me chocó, sobre
todo, la manera como había dicho la pala-
bra bufno\ algo parecido había oído yo en
otra oca«=ión, pero no podía recordar cuándo
ni dónde. Hubo una pausa. El desconocido
andaba con paso arrogante y con perfecta
indiferencia; al parecer estaba dispuesto a
no buscar ni esquivar la conversación.
— ;No le da a usted miedo viajar por es-
tos caminos, de noche.^ — le pregunté — . Di-
cen que están llenos de ladrones.
— ;Y no le debía dar a usted más miedo
viajar por estos caminos, de noche.^ ;A usted,
que desconoce el país? ;A usted que es un
extranjero, un inglés.^
— :Cómo sabe usted que soy inglés.^ —
pregunté lleno de sorpresa.
— No es cosa difícil; se lo he conocido en
el acento.
— Va que habla usted de eso — dije yo — ,
^y si su acento me descubriese también
quién es usted.'
— No puede ser — replicó mi compañe-
ro — ; usted no sabe nada de mí, ni puede
saberlo.
— No lo diga usted con tanta seguridad,
236 B O R R O W
amigo mío; yo estoy enterado de muchas
más cosas de las que usted se figura.
— {Por ejemplo} — dijo el desconocido.
— Por ejemplo — repliqué — ; usted habla
dos idiomas.
El hombre anduvo un poco en actitud re-
flexiva, y luego dijo en voz baja: Bueno.
— Usted tiene dos nombres — continué — :
uno, para el interior de su casa, y otro, para
la calle. Ambos son buenos; pero el del ho-
gar es el que usted más quiere de los dos.
Anduvo otros cuantos pasos en la misma
actitud que antes; de pronto, se volvió, y to-
mando nuevamente las riendas de la burra^
la detuvo. Entonces contemplé de lleno su
rostro y toda su persona; aun se me apare-
cen a veces en sueños sus formas hercúleas
y sus facciones desmesuradas. Le vi planta-
do ante mí, bañado por la luz de la luna, mi-
rándome a la cara con sus profundos y tran-
quilos ojos. Al cabo me dijo: «¿Es usted uno
de los nuestros?»
Era ya muy entrada la noche cuando lle-
gamos a Talavera. Fuimos a una casona ló-
brega, la posada principal de la ciudad, se-
gún me dijo mi compañero. Entramos en la
cocina, en uno de cuyos extremos ardía una
buena lumbre. «Pepita — dijo mi compañero
a una linda muchacha que salió a nuestro en-
cuentro sonriendo — , un brasero y un cuarto
\
LA BIBLIA EN ESPAÑA 237
reservado. Este caballero es un amigo mío y
cenaremos juntos.» Pronto estuvo dispuesta
Ja habitación, en la que había dos alcobas
con sendas camas. Después de una cena
que, por encargo de mi compañero, fué ex-
celentísima, nos sentamos junto al brasero y
comenzamos a hablar.
Vo: Claro está que usted ha hablado con
otros ingleses, porque en otro caso no me
hubiera reconocido por el tono de la voz.
Abarbanel ^: Cuando estalló la guerra de
la Independencia, siendo yo un muchacho,
vino al lugar en que yo vivía con mi familia
un oficial inglés, encargado de instruir a los
reclutas; se alojó en casa de mi padre y me
cobró gran afecto. Al marcharse me fui con
él, con permiso de mi padre, y le acompa-
ñé por ambas Castillas como camarada y
criado a la vez. Juntos estuvimos casi un
año, y cuando, súbitamente, le mandaron
volver a su país, quiso llevarme consigo;
pero mi padre no lo consintió en modo al-
guno. Veinticinco años han pasado sin ver
ningún inglés; a pesar de ello, le he conoci-
do a usted en plena oscuridad.
Yo: ¿Y qué género de vida hace usted, y
cuáles son sus medios de subsistencia?
Abarbanel'. Vivo sin dificultad alguna,
como creo que vivieron mis antepasados, y
^ Este es un nombre puesto a capricho por
Borrow a su interlocutor. (Nota de Burke.)
238 B O R R O W
como vivió, con toda certeza, mi padre, cuya
misma ruta he seguido. A su muerte, tomé
posesión de la herencia; era yo hijo único,
los bienes, muchos; hubiera podido vivir sin
trabajar; pero a fin de no llamar la atención,
seguí el oficio de mi padre, que era longani-
cero. A veces he tratado también en lana;
pero sin gran empeño por falta de estímulo.
Con todo, he tenido buena suerte; en oca-
siones, una suerte extraordinaria, y he ga-
nado más que muchos otros entregados por
completo al comercio y que se matan a tra-
bajar.
Yo\ ^Tiene usted hijos? ^Está usted ca-
sado?
Abarbanel: Soy casado, pero sin hijos.
Tengo mujer y una amiga^ o, más bien, dos
mujeres, porque con ambas estoy casado;
pero a una le llamo amiga por guardar las
apariencias; quiero vivir tranquilo, y no ten-
go gana de ofender los prejuicios de la gen-
te que me rodea.
Yo: Dice usted que es rico. ^jEn qué con-
sisten sus riquezas?
Abarbanel: En oro, plata y piedras pre-
ciosas, pues he heredado todo lo que mis
abuelos atesoraron. La mayor parte está es-
condido debajo de tierra; la verdad es que
ni siquiera he visto la décima parte de ello.
Tengo monedas de oro y plata anteriores al
tiempo de Fernando el Maldito y Jezabel;
también tengo sumas importantes dadas a
LA BIBLIA EN ESPAÑA 239
préstamo. Vivimos muy apartados, sin em-
bargo, y nos hacemos pasar por pobres, in-
cluso por miserables; pero en ciertas ocasio-
nes, en nuestras fiestas, una vez cerradas y
atrancadas las puertas, y después de soltar
los perros fieros en el corral, comemos en
vajillas como ya las quisiera para sí la Reina
de España, y hacemos las abluciones en sal-
villas de plata modeladas y repujadas antes
del descubrimiento de América, aunque va-
yamos siempre groseramente vestidos y
nuestras comidas sean de ordinario muy
modestas.
Yo: Además de usted y de sus mujeres,
^hay en su casa alguna otra persona de su
gremio?
Abarbanel: Mis dos criados son también
de los nuestros; uno es joven, y pronto se
marchará a casarse lejos de aquí; el otro es
viejo, y viene por este mismo camino detrás
de mí con un carro y una muía.
Yo: ¿Y adonde se dirige usted ahora?
Abarbanel: A Toledo, donde a veces tra-
fico como longanicero. Me gusta viajar, aun-
que sin alejarme mucho de mi casa. Desde
que me separé del inglés no he vuelto a sa-
lir de Castilla la Nueva. Me gusta ir a Tole-
do y pensar allí en los tiempos que fueron;
acabaría por establecerme en esa ciudad, si
no hubiera en ella tantos malditos que me
miran con malos ojos.
Yo: ^Le conocen a usted por lo que real-
240 B o R R o W
mente es? ^Le molestan las autoridades?
Abarbaneh La gente sospecha, natural-
mente, lo que yo soy, pero como en casi
todo me acomodo a sus costumbres, no se
mezclan en mis asuntos. Es verdad que al-
gunas veces, cuando entro en la iglesia a oír
misa, me miran por encima del hombro,
como diciendo: «^jA qué vienes aquí?» Algu-
nas veces se santiguan al pasar a mi lado;
pero como se limitan a eso, no me preocu-
po gran cosa de ellos. Con las autoridades
estoy en muy buenas relaciones. Muchos de
los que desem.peñan puestos elevados tienen
dinero mío prestado, de modo que hasta
cierto punto los tengo en mi poder; y la gen-
te menuda, alguaciles y corchetes, está siem-
pre dispuesta a favorecerme, en considera-
ción a unos cuantos duros que reparto de
vez en cuando entre ellos; de modo que, en
conjunto, las cosas no pueden ir mejor. Cier
to que antiguamente no ocurría así; sin em-
bargo, yo no sé por qué sería, pero aunque
otras familias lo pasaron muy mal, la nues-
tra disfrutó siempre de relativa tranquilidad.
La verdad es que mi familia ha sabido con-
ducirse siempre por modo maravilloso. Pue-
do decir que hay en ella una sagacidad pa-
recida a la de la serpiente. Siempre hemos
tenido amigos; con respecto a los enemigos,
es la verdad que nunca nos han hecho daño
impunemente, porque es regla de mi casa
no olvidar las injurias y no escatimar esfuer-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 241
zos ni gastos para arruinar y destruir al que
nos perjudica.
Vo: (¡Se meten con usted los curas?
Abarbanel: Los curas me dejan en paz,
sobre todo en nuestro mismo pueblo. Poco
después de la muerte de mi padre, uno
muy exaltado trató de jugarme una mala
pasada; pero yo me las arreglé para pagarle
en la misma moneda, y logré que le encar-
celaran acusado de blasfemia, y en la cárcel
estuvo mucho tiempo, hasta que se volvió
loco y murió.
Yo\ ^Tienen ustedes en España alguna
persona que haga cabeza, investida de la su-
prema autoridad?
Abarbanel: Tanto como eso, no. Hay, sin
embargo, ciertas familias virtuosas que go-
zan de mucha consideración: la mía es una
de ellas — la principal, puedo decir — . Espe-
cialmente, mi abuelo era un varón justo; y
oí contar a mi padre que una noche un ar-
zobispo fué secretamente a nuestra casa, sólo
para tener el gusto de besar la mano a mi
abuelo.
Yo: (iCómo es posible eso? ¿Qué venera-
ción puedesentir un arzobispo por uno como
usted o como su abuelo?
Abarbanel: Más de lo que usted se figura.
El arzobispo era de los nuestros, o por lo
menos lo había sido su padre, y él no podía
olvidar lo que aprendió a reverenciar en
la infancia. Dijo que había intentado inú-
16
242 B O R R O W
tilmente .olvidarlo; que el ruáis se cernía
siempre sobre él, y que desde la niñez los
terrores conturbaban su ánimo, hasta llegar
al punto de no poder sufrirse a sí mismo.
Por esto fué a ver a mi abuelo, con quien
permaneció toda una noche, y luego se vol-
vió a su diócesis, donde murió poco des-
pués, en gran opinión de santo.
Yo: Me sorprende lo que usted dice. ^Tie-
ne usted algún motivo para suponer que en-
tre el clero católico hay muchos de los
vuestros?
Abarbaneh No lo supongo, lo sé. Hay
muchos como yo en el clero, y no de rango
inferior tan sólo. Algunos de los más sabios
y famosos clérigos de España han sido de
los nuestros, o al menos de nuestra sangre,
y muchos de ellos, hoy en día, piensan
como yo. Hay una fiesta especial en el año,
en la cual, cuatro dignatarios eclesiásticos
vienen sin falta a visitarme; y cuando, toma-
das las necesarias precauciones, se cumplen
las ceremonias preparatorias, se sientan en
el suelo y blasfeman.
Yo: ¿-Son ustedes muchos en las ciudades
importantes?
Abaj'banel: De ningún modo; rara vez vi-
vimos en las ciudades grandes; sólo vamos a
ellas para nuestros negocios, y preferimos
vivir en los pueblos. Cierto que no somos
mucha gente; en pocas provincias de Espa-
ña contaremos más de veinte familias. Nin-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 345
guno de los nuestros es pobre. Los que sir-
ven, lo hacen por conveniencia más que por
necesidad, porque sirviendo unos en casa
de otros, se adiestran en tráficos diferen-
tes. No es raro tampoco que el tiempo que
se sirve sea el del noviazgo, y los criados se
casan a veces con las hijas de sus amos.
Continuamos hablando casi toda la noche;
a la mañana siguiente me dispuse a partir,
pero mi compañero me aconsejó que me
quedase allí todo el día. «Y si quiere usted
hacerme caso— añadió — , no debe usted ir
más lejos de ese modo. Esta noche pasará
por aquí la diligencia de Extremadura a
Madrid. Vayase en ella; es el modo más rá-
pido y seguro de viajar. Yo le compraré a
usted la burra. Mi criado, que ya ha venido,
la ha visto y me dice que puede sernos útil.
Pasaremos el día juntos, como hermanos, y
luego nos iremos cada uno por nuestro
lado.» Así lo hicimos. Cuando llegó la dili-
gencia me metí en ella, y en la mañana del
segundo día llegué a Madrid.
CAPÍTULO XII
Mi alojamiento en Madrid. — La patrona. — El em-
bajador británico. — Mendizábal. — Baltasar. —
Deberes de un Nacional. — Sangre moza. — La
ejecución. —La población de Madrid. — Las clases
altas. — Las clases bajas. — Las corridas de toros.
El gitano.
UEGué a Madrid en los comienzos de fe-
brero de 1837. listuve breves días en
undi posada, y me mudé a la habitación que
alquilé en el núm. 3 de la calle de la Zarza \
calle oscura y sucia, no obstante hallarse
pegada a la Puerta del Sol, punto céntrico
de Madrid, donde desembocan cuatro o cin-
co de las vías principales, y sitio de reunión,
en todas las épocas del año, de los vagos de
la capital, pobres o ricos.
La casa en que me alojé, era bastante sin-
gular. Ocupaba yo la parte delantera del
í Iba desde la de Preciados a la del Arenal;
desde la calle de la Zarza salía a la Puerta del Sol
el callejón del Cofre, o de Cofreros. Desaparecie-
ron al ensanchar la Puerta del Sol.
LA BIBLIA EN ESPAÑA 245
primer piso; mis habitaciones consistían en
una sala inmensa con un cuarto pequeño al
lado, para dormir. La sala, a pesar de su ta-
maño, ten'a muy pocos muebles: unas cuan-
tas sillas, una mesa y un sofá componían
todo su ornamento. Era muy fría y aireada,
gracias a las corrientes que se colaban por
tres grandes ventanas y por diversas puer-
tas. La señora de la casa, acompañada por
sus dos hijos, me condujo a mi aposento.
«^Ha visto usted nunca — me preguntó — un
cuarto tan hermoso como éste? ^Verdad que
es digno de un príncipe? El invierno pasado
vivió aquí el gran general Espartero.»
La patrona era una mujer de desmesurada
gordura, natural de Valladolid, en Castilla
la Vieja. «^Tiene usted alguna otra familia
además de estas hijas?» — le pregunté — .
«Dos hijos. Uno es oficial del ejército, y
padre de este niño» — me contestó señalando
a un muchacho de unos doce años, con cara
de travieso pero listo, que brincaba por el
aposento; «el otro es el nacional más famoso
de Madrid. Es sastre de oficio y se llama Bal-
tasar. Tiene gran influencia con los otros na«
clónales por el liberalismo de sus opiniones,
y a una palabra suya toman las armas y acu-
den furiosos a la Puerta del Sol. Al presente,
guarda cama; hace una vida muy desarre-
glada, y es muy amigo de toreros y de gen-
tes peores aún.»
Como el principal motivo de mi visita a
«46 B O R R O W
la capital de España era el deseo de obtener
permiso del Gobierno para imprimir en cas-
tellano el Nuevo Testamento y difundirlo
por el país, comencé, sin pérdida de tiem-
po, a dar los pasos que me parecieron ne-
cesarios.
Era yo completamente desconocido en
Madrid, y no llevaba cartas de presentación
para ninguna persona influyente que pudie-
ra valerme en mi empresa, de suerte que, si
bien abrigaba esperanzas de buen éxito,
confiando en la protección del Omnipotente,
esas esperanzas sufrían pasajeros desmayos
y las oscurecían con frecuencia las nubes
del desaliento.
Por entonces era primer ministro en Es-
paña Mendizábal, y se le tenía por hombre
de poder casi ilimitado^ en cuyas manos es-
taban los destinos del país. Consideré, pues,
que si lograba por cualquier medio poner
de mi parte a hombre tan poderoso, no ten-
dría que temer molestia alguna por otro
lado, y resolví acudir a él.
Antes de dar ese paso, me pareció pru-
dente avistarme con Mister Villiers, emba-
jador de Inglaterra en Madrid, y, con la li-
bertad aneja a mi condición de subdito bri-
tánico, pedirle consejo en el asunto. Me re-
cibió con mucha bondad, y tuvimos una
conversación agradable acerca de varios te-
mas antes de abordar el que a mí me pre-
ocupaba hondamente. Díjome que si yo de-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 247
seaba una entrevista con Mendizábal, él se
ofrecía a procurármela, pero al mismo tiem-
po me advirtió con franqueza que no espera-
ba de ella ningún resultado bueno, porque
le constaba la violenta predisposición de
Mendizábal contra la Sociedad Bíblica Bri-
tánica y Extranjera, y era lo más probable
que en lugar de favorecerlo, contrariase
cualquier intento de )a Sociedad para intro-
ducir el Evangelio en España. Resolví, a pe-
sar de todo, hacer la prueba, y antes de se-
pararme del embajador obtuve una carta de
presentación para Mendizábal.
Una mañana, temprano, acudí a Palacio,
en una de cuyas alas estaba el despa-
cho del primer ministro. El frío era cruel;
el Guadarrama, sobre el que hay una her-
mosa vista desde la explanada del Palacio,
estaba cubierto de nieve. Casi tres horas
estuve tiritando de frío en una antecáma-
ra, con varias personas más que, como yo,
aguardaban audiencia del poderoso. Al cabo
se presentó el secretario particular, y des-
pués de hacer diversas preguntas a los
otros, se dirigió a mí, interrogándome acer-
ca de mi calidad y mis pretensiones. Dí-
jele que yo era un inglés, portador de una
carta del ministro británico. «Si usted no se
opone, yo se la entregaré personalmente a
su excelencia» — me dijo — . En oyendo
esto, le alargué la carta y desapareció. En-
traron antes que yo varias personas, pero
248 B O R R O VV
me llegó el turno, al fin, y me introdujeron
en el despacho de Mendizábal.
El ministro estaba detrás de una mesa
cubierta de papeles, examinándolos con in-
tensa atención. No se enteró de mi presen-
cia, y tuve tiempo suficiente para contem-
plarlo. Era un hombre corpulento, atlé-
tico, un poco más alto que yo, que mido
descalzo seis pies y dos pulgadas; de tez
sonrosada, facciones finas y correctas, na-
riz aguileña y dientes de espléndida blan-
cura; aunque apenas frisaba en los cincuen-
ta años, tenía el pelo muy canoso. Vestía
una lujosa bata de mañana, con una cade-
na de oro alrededor del cuello, y calzaba
chinelas de tafilete.
Su secretario, hombre de buena presen-
cia y de expresión inteligente, que, según
supe después, se había conquistado un nom-
bre en la literatura española y en la inglesa,
permanecía en pie junto a la mesa, con pa-
peles en las manos.
Después de hacerme esperar en pie
un cuarto de hora, Mendizábal alzó súbita-
mente sus ojos penetrantes y clavó en mí
una mirada escrutadora, poco común. «He
visto un mirar muy parecido a ese entre los
Beni-Israel — dije entre mí...
Nuestra entrevista duró casi una hora; la
conversación fué de singular interés. Men-
dizábal, como ya me habían advertido, era,
en efecto, ardiente enemigo de la Sociedad
LA BIBLIA EN ESPAÑA 249
Bíblica, de la que hablaba con odio y des-
precio; estaba también muy lejos de ser un
amigo de la religión cristiana, con quien me
fuese fácil contar. Sin desanimarme por eso,
le insté mucho en favor del asunto que allí
me llevaba, y tuve tanta fortuna, que ofre-
ció permitirme imprimir las Escrituras si,
como esperaba, de allí a unos meses el país
estaba más tranquilo.
Cuando ya me marchaba, me dijo: «No
es esta la primera petición de ese género
que me hacen. Desde que estoy en el go-
bierno, no se harta de importunarme con
esas cosas una bandada de ingleses, despa-
rramados hace poco por España, que se
llaman a sí mismos cristianos evangélicos.
Todavía la semana pasada, un individuo jo-
robado se abrió paso hasta mi despacho,
donde yo trataba asuntos importantes, y
me dijo que Cristo estaba para llegar de un
momento a otro... y ahora viene usted y
casi me convence, para indisponerme aun
más con el clero, como si todavía no me
odiase bastante. ¿Qué singular desvarío les
impulsa a ustedes a ir por mares y tierras
con la Biblia en la mano.'' Lo que aquí nece-
sitamos, mi buen señor, no son Biblias, sino
cañones y pólvora para acabar con los fac-
ciosos, y, sobre todo, dinero para pagar a
las tropas. Siempre que venga usted con
esas tres cosas, se le recibirá con los brazos
abiertos; si no, habrá usted de permitirnos
250 B o R R o W
prescindir de sus visitas, por mucho honor
que nos dispense con ellas.
Yo: Los disturbios de este infortunado
país no acabarán hasta que el Evangelio cir-
cule libremente.
Mendizábal: Esperaba la respuesta, por-
que he vivido trece años en Inglaterra y co-
nozco algo la fraseología de sus buenos co-
rreligionarios. Ahora, déjeme, se lo ruego;
como ve usted, estoy muy ocupado. Vuel-
va cuando quiera, pero no antes de tres
meses.»
Una mañana, mientras me desayunaba
con los pies encima del brasero, entró la
patrona en mi aposento y me dijo: ^Don
jforge, aquí está mi hijo Baltasarito, el na-
cional. Ya se levanta de la cama, y al saber
que teníamos un inglés en casa, me ha pe-
dido que le presente, porque tiene mucha
afición a los ingleses por sus ideas liberales.
Aquí le tiene usted, ,3qué le parece?
Me guardé de decir a su madre mi opi-
nión. A mi parecer, hacía muy bien en Ha
marle Baltasarito, porque jamás el anti-
guo y sonoro nombre de Baltasar se habría
dado a sujeto tan exiguo. Podría tener has-
ta cinco pies y una pulgada de altura, y era
más bien corpulento para su talla; el rostro
amarillento y enfermizo, pero con cierta ex-
presión de fanfarronería; los ojos pardos,
muy oscuros, eran vivos y brillantes. Iba
vestido, o más bien desvestido, malamente,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 251
con una gorra de cuartel y un capote de
reglamento, viejo y muy holgado, que hacía
las veces de bata.
— Celebro mucho conocerle, señor nacio-
nal — le dije en cuanto su madre se retiró,
y así que Baltasar se hubo sentado y encen-
dido, claro está, un cigarro de papel en el
brasero — . Me alegro mucho de haberle co-
nocido, sobre todo porque, según me ha di-
cho su señora madre, tiene usted gran in-
fluencia con los nacionales. Yo, como ex-
tranjero, puedo tener necesidad de un ami-
go; la fortuna me favorece al proporcionar-
me uno que es miembio de tan poderoso
cuerpo.
Baltasar: Sí, tengo bastante mano con
los otros nacionales; en Madrid no hay
ninguno más conocido que Baltasar, ni más
temido por los carlistas. ^Dice usted que
puede hacerle falta un amigo? Pues ya sabe
que dispone de mí para cuanto se le ofrezca.
Tanto yo, como los demás nacionales, nos
enorgulleceremos sirviéndole a usted de pa-
drinos^ si tiene entre manos algún lance de
honor. Pero, ^por qué no se hace usted de
los nuestros? Le recibiríamos a usted con
mucho gusto en el cuerpo.
Yo: ^Son muy duras las obligaciones de
un nacional?
Baltasar: Nada de eso. Estamos de ser-
vicio una vez cada quince días, y luego
suele haber alguna revista de poca dura-
252 B O R R O W
ción. Las obligaciones son ligeras y los
privilegios grandes. Por ejemplo: yo he vis-
to a tres compañeros míos pasearse un do-
mingo por el Prado, armados de estacas, y
apalear a cuantos les parecían sospechosos.
Más aún; tenemos la costumbre de rondar
de noche por las calles, y cuando tropeza-
mos con alguien que nos desagrada, caemos
sobre él, y a cuchilladas o bayonetazos, le
dejamos, por lo común, en el suelo revol-
cándose en su sangre. Sólo a un nacional se
le permitiría hacer tales cosas.
Yo: Supongo que todos los nacionales se-
rán de opinión liberal.
Baltasar: ¡Así debiera serl Pero hay al-
gunos, don !}orge, que no nos parecen muy
de fiar. Son pocos, sin embargo, y a casi to-
dos los conocemos. La vida que llevan es
poco envidiable, porque cuando están de
guardia, nos burlamos de ellos, y con fre-
cuencia los damos de palos. La ley obliga a
todos los hombres de cierta edad a servir
en el ejército o a alistarse en la guardia na-
cional; por eso hay en nuestras filas algunos
de esos godos.
Yo: ^Hay muchos carlistas en Madrid?
Baltasar: Entre la gente joven, no; la
mayor parte de los carlistas madrileños ca
paces de llevar las armas, se fueron hace
tiempo a la facción. Los que quedan son
casi todos viejos o curas, buenos tan sólo
para reunirse en algún café apartado y pro-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 253
yectar fantásticos complots. ¡Que hablen,
do7t Jorge, que hablen! Los destinos de Es-
paña no dependen de los deseos de oja-
lateras y pasteleros, sino de las manos de
los nacionales, intrépidos y firmes, como yo
y mis amigos, don Jorge.
Yo: Por su señora madre he sabido, con
pena, que hace usted una vida muy desor-
denada.
Baltasar: ¡Cómol ^Se lo ha dicho a us-
ted, don Jorge} ¡Qué quiere usted, don Jor-
ge\ Soy joven, y la sangre joven hierve en
las venas. Los nacionales me llaman el ale-
gre Baltasar, y mi popularidad se funda en
la jovialidad de mi carácter y en mis ideas
liberales. Cuando estoy de guardia, llevo
siempre la guitarra, y si viera usted qué
función se arma! Mandamos por vino, y los
nacionales se pasan la noche bebiendo y
bailando, mientras Baltasarito toca la guita-
rra y canta canciones de Germania.
Una romí sin pachí
le penó a su chindomar; etc.
Esto es gitano, don Jorge, Me lo han en-
señado los toreros de Andalucía; todos ha-
blan gitano, y muchos lo son de raza. Mon-
tes, Sevilla, Poquito Pan son amigo míos.
No \i2Ly función de toros, don Jorge, en que
no esté Baltasar con su amiga. En el invier-
no no se dan corridas de toros, don Jorge^
254 B O R R O W
que si no, le llevaría a usted a una; por
suerte, mañana hay una ejecución; una/un-
ción de la horca^ e iremos a verla, don Jorge.
Fuimos a ver la ejecución, que no se me
olvidará en mucho tiempo. Los reos eran dos
jóvenes, dos hermanos, culpables de haber
escalado de noche la casa de un anciano y
asesinádole cruelmente para robarle. En Es-
paña estrangulan a los reos de muerte con-
tra un poste de madera en lugar de colgar-
los, como en Inglaterra, o de guillotinarlos,
como en Francia. Para ello, los sientan en
una especie de banco, con un palo detrás,
al que se fija un coliar de hierro^ provisto
de un tornillo; con el collar se le abarca el
cuello al reo, y a una señal dada, se aprieta
con el tornillo hasta que el paciente expira.
Mucho tiempo llevábamos ya esperando en-
tre la multitud, cuando apareció el primer
reo, montado en un asno, sin silla ni estri-
bos, de modo que las piernas casi le arras-
traban por el suelo. Vestía una túnica de
color amarillo azufre, con un gorro encarna-
do, alto y puntiagudo, en la rapada cabeza.
Sostenía entre las manos un pergamino, en
el que había escrito algo, supongo que la
confesión de su delito. Dos curas llevaban
al borrico por el ramal; otros dos camina-
ban a cada lado, cantando letanías, en las
que percibí palabras de paz y tranquilidad
celestiales; el delincuente se había reconci-
liado con la iglesia, confesado sus culpas y
LA BIBLIA EN ESPAÑA 255
recibido la absolución, con promesa de ser
admitido en el cielo. Sin mostrar el más
leve temor, el reo se apeó, y subió sin ayuda
al cadalso, donde le sentaron en el banqui-
llo y le echaron al cuello el corbatín fatal.
Uno de los curas comenzó entonces a decir
el Credo en voz alta, y el reo repetía las pa-
labras. De pronto, el ejecutor, colocado de-
trás de él, dio vueltas al tornillo, de prodi-
giosa fuerza, y casi instantáneamente aquel
desdichado murió. A tiempo que el tornillo
giraba, el cura comenzó a gritar, /¿2;i et mise-
ricordia et ranquillitas, y gritando conti-
nuó, en voz cada vez más recia, hasta hacer
retemblar los altos muros de Madrid. Luego
se inclinó, puso la boca junto al oído del
reo, y de nuevo clamó, como si quisiera
perseguir a su alma en su marcha hacia la
eternidad y consolarla en el camino. El
efecto era tremendo. Yo mismo me excité
tanto, que involuntariamente exclamé: ¡Mi-
sericordia! Y lo mismo hicieron otros mu-
chos. Nadie pensaba allí en Dios ni en Cris-
to; todos los pensamientos se concentraban
en el cura, que en tal momento parecía el
más importante de todos los seres vivos,
con poder suficiente para abrir y cerrar
las puertas del cielo o del infierno, según
lo tuviese a bien; pasmoso ejemplo del
sistema papista imperante, cuyo principal
designio fué siempre mantener el ánimo del
pueblo todo lo apartado de Dios que po-
256 B O R R O W
día, y en concentrar en el clero sus espe-
ranzas y temores. La ejecución del segundo
reo, fué enteramente igual; subió al patíbu-
lo a los pocos minutos de haber expirado su
hermano.
He visitado casi todas las capitales impor-
tantes del mundo; pero, en conjunto, ningu-
na me ha interesado tanto como la villa de
Madrid, donde a la sazón me hallaba. No
hablo de sus calles ni edificios, de sus plazas
ni de sus fuentes, aunque algo de esto hay
Madrid digno de nota; Petersburgo tiene
en calles más hermosas; París y Edimburgo,
edificios más suntuosos; Londres, plazas
más bellas, y Shiraz puede alabarse de po-
seer fuentes más lujosas, aunque no aguas
más frescas. ¡Pero la poblaciónl... Cercados
por un muro de tierra que apenas mide le-
gua y media a la redonda, se agolpan dos-
cientos mil seres humanos, que forman, con
toda seguridad, la masa viviente más ex-
traordinaria del mundo entero; y no se ol-
vide nunca que esta masa es estrictamente
española. La población de Constantinopla
es harto singular, pero han contribuido a
formarla veinte naciones — griegos, arme-
nios, persas, polacos, judíos; estos últimos
de origen español, dicho sea de paso, y que
aun hablan entre sí el castellano antiguo.
Pero la población de Madrid, en su totali-
dad, sin otra excepción que un puñado de
extranjeros, principalmente sastres, guante-
LÁ BIBLIA EN ESPAÑA 257
ros y perruquiers franceses, es española
neta, aunque buena parte de ella no haya
nacido en la capital. Aquí no hay colonias
de alemanes, como en San Petersburgo; ni
factorías inglesas, como en Lisboa; ni multi-
tudes de yanquis insolentes callejeando,
como en la Habana, con un aire que parece
decir: «Este país será nuestro en cuanto
queramos apoderarnos de él»; sino una po-
blación inculta, sorprendente, formada por
muy varios elementos, pero española, y que
lo seguirá siendo mientras la ciudad exista.
I Salud , aguadores de Asturias , que, con
vuestro grosero vestido de muletón y vues-
tras monteras de piel, os sentáis por cente-
nares al lado de las fuentes, sobre las cubas
vacías, o tambaleándoos bajo su peso, una
vez llenas, subís hasta los últimos pisos de
las casas más altasl (Salud, caleseros de Va-
lencia, que, recostados perezosamente en
vuestros carruajes, picáis tabaco para liar
un cigarro de papel, en espera de parro-
quianos! (Salud, mendigos de la Mancha,
hombres y mujeres que, embozados en bur-
das mantas, imploráis la caridad indistinta-
mente a las puertas de los palacios o de las
cárceles! (Salud, criados montañeses, mayor-
domos y secretarios de Vizcaya y Guipúzcoa,
toreros de Andalucía, reposteros de Galicia,
tenderos de Cataluña! ¡Salud, castellanos,
extremeños y aragoneses, de cualquier ofi-
cio que seáis! Y, en fin, vosotros, los veinte
«7
258 B O R R O W
mil manólos de Madrid, hijos genuinos de la
capital, hez de la villa, que con vuestras te-
rribles navajas causasteis tal estrago en las
huestes de Murat el día Dos de Mayo, saludl
Y a las clases más elevadas — a los caballe-
ros, a las señoras — , ^las pasaré en silencio?
En verdad tengo poco que decir de ellos.
Apenas los traté, y lo que vi de sus costum-
bres no era muy a propósito para sublimar-
les en mi imaginación. Yo no soy de los
que, vayan donde vayan, siguen la invete-
rada práctica de vilipendiar a las clases altas
y de exaltar a su costa al populacho. En
muchas capitales, la parte más notable e in-
teresante de la población es precisamente
la aristocracia. Tal ocurre en Viena, y más
especialmente en Londres. jQuién puede
rivalizar con el aristócrata inglés en prestan-
cia, fuerza y valentía? ¿Quién monta mejores
caballos? ¿Quién goza de posición más sóli-
da? ¿Quién más amable que su esposa, su
hermana o su hija? Pero tratándose de la
aristocracia española, así de las señoras como
de los caballeros, cuanto menos se diga en
cada uno de los puntos aludidos, será me-
jor. Sin embargo, sé muy poco acerca de
ellos, lo conñeso; quizás tengan sus admira-
dores, a los que cedo la tarea de escribir su
panegírico. Le Sage los describió tales como
eran hace casi dos siglos; sus rasgos son
poco seductores, y no creo que hayan me-
jorado desde que el inmortal francés los re-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 259
trató. Hablaré, pues, con más gusto de las
clases bajas, no sólo de Madrid, pero de
toda España. Un español de la clase baja,
sea manólo^ labriego o arriero, me parece
mucho más interesante que un aristócrata.
Es un ser poco común, un hombre extraor-
dinario. Le faltan, es cierto, la amabilidad y
la generosidad del mujik ruso, capaz de dar
su único rouble antes que el forastero pase
necesidad; tampoco tiene su tranquilo va-
lor, que le hace invulnerable al miedo y le
impulsa, al mando de su zar, a arrostrar
cantando una muerte cierta. En el carácter
español hay menos abnegación y más dure-
za; le anima, en cambio, un sentimiento de
altiva independencia que roba la admira-
ción. Es ignorante, por supuesto; pero, cosa
singular, invariablemente he encontrado en
las clases más bajas y peor educadas, mayor
generosidad de sentimientos que en las al-
tas. Mucho tiempo ha sido moda hablar del
fanatismo de los españoles y de su mezqui-
no recelo de los extranjeros. Esto es verdad
hasta cierto punto; pero es verdad, princi-
palmente, respecto de las clases altas. Si el
valor o el talento de los extranjeros nunca
han alcanzado en España el premio mereci-
do, la gran masa de los españoles no tiene
la culpa de ello. He oído calumniar a We-
Uington en el mismo soberbio teatro de sus
triunfos; pero nunca por los soldados viejos
de Aragón y de Asturias, que le ayudaron
26o B o R R o W
a vencer a los franceses en Salamanca y en
los Pirineos. He oído criticar el modo de
montar de un jockey inglés; pero el crítico
era el necio heredero de los Medinaceli, no
un picador de la plaza de Madrid.
A propósito de picadores: un día, poco
después de mi llegada a Madrid, estuve un
par de horas callejeando, en viaje de explo-
ración, por un barrio famoso a causa de los
robos y muertes que en él se cometían, y, al
sentirme cansado, entré en un tabernucho a
refrigerarme. Había muchos parroquianos,
todos con cara de bandidos; a mi saludo
contestaron quitándose los sombreros con
mucha ceremonia y abriéndome calle hasta
el mostrador. Vacié un vaso di^ val de peñas,
y ya iba a pagar y a marcharme, cuando un
individuo de horrible catadura, vestido con
un coleto de ante fuerte, zajones y botas de
montar que le pasaban de las rodillas, y to-
cado con un sombrero claro, cuyas alas te-
nían lo menos vara y media de circunferen-
cia, se abrió paso entre la gente, y, encarán-
dose conmigo, dijo con voz de trueno:
— ¡Otra copita! } Vamos ^ inglesito^ otra co-
pital
— Gracias, mi buen señor; es usted muy
amable. Parece que me conoce usted; pero
yo no tengo el honor de conocerle.
— ^No me conoce?— replicó el tal — . ¡Soy
Sevilla, el torero! Yo le conozco a usted mu-
cho; usted es el amigo de Baltasarito, el
LA BIBLIA EN ESPAÑA 261
nacional, que es amigo mío y muy buena
persona.
Volviéndose entonces a la compañía, dijo
con voz sonora, arrastrando la última sílaba
de cada palabra, según costumbre de la
gente rufianesca en toda España:
— Caballeros valientes: Este caballero es
amigo de un amigo mío. Es mucho hombre.
No hay en España quien le iguale. Aunque
es inglesito^ habla gitano cerrado.
— No lo creemos — replicaron varias voces
graves — . No es posible.
— ^Decís que no es posible? Pues yo os
digo que sí. Ven acá, Balseiro; tú, que te
has pasado la vida en presidio y te estás
alabando siempre de hablar el gitano cerra-
do, aunque no sabes palabra, ven acá y ha-
bla con su merced en gitano cerrado.
Un hombre pequeño, enclenque, pero vi-
varacho, se adelantó. Iba en mangas de ca-
misa y llevaba una montera; era guapo, pero
con cara de demonio.
Habló unas pocas palabras en la corrom-
pida jerga gitana de las cárceles, preguntán-
dome si había estado alguna vez en el cala-
bozo, y si sabía lo que era una gitana ^.
— Vamos, inglesito — gritó Sevilla con voz
tonante — , respóndele al monró 2 en gitano
cerrado.
í Doce onzas de pan, o libra corta, ración de la
cárcel. — (Nota de Borrow.)
2 Amigo.
262 B O R R O W
Contesté al ladrón, porque lo era en
efecto, y de los que han dejado nombre du-
radero en la historia de la picardía madrileña;
le contesté con alguna extensión en el dia-
lecto de los gitanos extremeños.
— Creo que es gitano cerrado — musitó
Balseiro — , o si no, será inglés, porque no
entiendo ni una palabra.
— ^No te decía yo — exclamó el picador —
que no sabes ni palabra del gitano cerrado?
Pero el inglesito sí lo sabe, y yo entiendo
todo lo que dice; vaya^ no hay nadie como
él para el gitano cerrado. Además, es muy
huQn jinete; después de mí, no hay quien le
iguale; sólo él sabe montar con las acciones
de los estribos muy cortas. Inglesito^ si ne-
cesitas dinero, dispon de mi bolsillo; todo
cuanto tengo está a tu servicio, y no creas
que es poco: acabo de ganar cuatro mil chu-
lés a la lotería. Animo, inglés, otra copa; yo
lo pago todo; yo, Sevilla.
Y se golpeaba una y otra vez el pecho
con la mano, mientras repetía: <¡Yo, Sevi-
llal ¡Yo...!>
CAPÍTULO XIII
Intrigas de la Corte. — Quesada y Galiano. — Diso-
lución de las Cortes. — El secretario. — Testaru-
dez aragonesa. — El concilio de Trento. — El astu-
riano.—Los tres bandidos. — Benedicto Mol. —
El hombre de Lucerna. — El Tesoro.
MENDizÁBAL me había dicho que volviera
a verle pasados tres meses, dándome es-
peranzas de no oponerse personalmente a la
publicación del Nuevo 1 estamento; pero an-
tes de que transcurrieran los tres meses
cayó en desgracia, y dejó de ser primer mi-
nistro.
Para derribarlo se urdió una intriga, diri-
gida por Istúriz y Alcalá Galiano, gaditanos
como Mendizábal, de quien hasta entonces
se llamaron amigos. Ambos habían sido li-
berales egregios, y miembros importantes
de aquellas Cortes que, huyendo de la inva-
sión de Angulema, se llevaron a Fernando
desde Madrid a Cádiz, y le tuvieron preso
hasta que esta ciudad inexpugnable tuvo por
conveniente rendirse; los dos personajes se
264 B O R R O W
refugiaron en Inglaterra, donde pasaron
considerable número de años.
Por el tiempo a que me refiero, hallában-
se Istúriz y Galiano sumamente pobres, sin
que del apoyo a Mendizábal pudiesen espe-
rar mejoras inmediatas; y considerándose,
además, tan buenos y capaces como él para
gobernar a España en las circunstancias
dadas, resolvieron separarse del partido de
su amigo, a quien habían apoyado hasta allí,
y levantar bandera propia.
En consecuencia, formaron en las Cortes
una oposición contra Mendizábal; los miem-
bros de esa oposición tomaron el nombre
de moderados para distinguirse de Mendizá-
bal y sus secuaces, ultraliberales. Los mode-
rados contaban con el apoyo de la reina re-
gente Cristina, deseosa de un poder algo
mayor que el que los liberales parecían dis-
puestos a concederle, y, además, enemiga
personal del ministro. Veíanse también apo-
yados por Córdova, que entonces mandaba
el ejército y estaba descontento de Mendi-
zábal, porque el ministro no servía con su-
ficiente presteza las demandas pecuniarias
del general, aunque se decía que la mayor
parte del dinero enviado para pagar a las
tropas no se empleaba en eso, sino en fon-
dos públicos franceses, a nombre y para uso
y provecho del nombrado Córdova.
Pero no voy a escribir una historia de los
sucesos políticos que presencié entonces;
LA BIBLIA EN ESPAÑA 265
baste decir que Mendizábal, viéndose con-
trariado en todos sus proyectos por la Go-
bernadora, que no aceptaba ninguna de las
medidas propuestas][por el ministro, y por el
general, que permanecía inactivo y se negaba
a atacar al enemigo, ya repuesto del con-
tratiempo que le causó la muerte de Zuma-
lacárregui y en considerable auge sus ar-
mas, dimitió, abandonando por el momento
el campo a sus adversarios, aunque contaba
en las Cortes con inmensa mayoría, y aunque
la opinión del país, al menos en su parte
liberal, le era favorable.
Se constituyó un gabinete presidido por
Istúriz, en el que Galiano fué ministro de
Marina, y un cierto duque de Rivas minis-
tro de lo Interior. Estos eran los jefes del
gobierno moderado', pero, impopulares en
IVIadrid, y temerosos de los nacionales, bus-
caron el concurso de un hombre llamado
Quesada, aborrecedor de la milicia nacional
y que a nada temía; hombre asaz estúpi-
do, pero gran guerrero, que en cierta épo-
ca de su vida mandó una legión llamada
Ejército de la Fe, cuyas hazañas en ambas
vertientes del Pirineo son harto conocidas
para que necesite recordarlas. Quesada fué
nombrado capitán general de Madrid.
El más inteligente de los nuevos ministros
era, con mucho, Galiano, a quien me presen-
taron poco después de mi llegada a Madrid.
Hombre de muchas letras, conocía a fondo
266 B O R R O W
las de su país. Orador ante todo, de pa-
labra fácil, elegante e impetuoso, era para
el partido moderado^ dentro de las Cortes,
lo que Quesada fuera de ellas; es decir, el
hombre de combate. Difícil sería decir por
qué le hicieron ministro de Marina, ya que
España no tiene ninguna; acaso lo fué por
3u dominio del inglés, idioma que hablaba
y escribía tan bien como el suyo propio, ha-
biéndose ganado la vida durante su estancia
en Inglaterra, principalmente, escribiendo
artículos para los periódicos y revistas; ocu-
pación muy honrosa, pero que pocos de
los extranjeros desterrados en Inglaterra son
capaces de desempeñar.
Galiano era hombre muy pequeño e irrita-
ble, enemigo encarnizado de cuantos se atra-
vesaban en el camino de su prosperidad.
Odiaba a Mendizábal con rencor no disimu-
lado, y siempre hablaba de él con infinito
desprecio. «Temo que me cueste bastante
trabajo arrancar a Mendizábal el permiso de
imprimir el Nuevo Testamento» — le dije un
día — . «Mendizábal es un asno — replicó Ga-
liano— . Calígula hizo cónsul a su caballo, y
creo que esto es lo que ha inducido a lord...
a enviarnos a ese burro de la Bolsa de Lon-
dres para que sea nuestro ministro.» ,^r.^^
Sería mucha ingratitud de mi parte no
confesar aquí cuánto debo a Galiano, que
me ayudó con todo su poder en el asunto
que me llevaba a España. Poco después de
LÁ BIBLIA EN ESPAÑA 267
formarse el ministerio moderado fui a ver-
le, y le dije que «entonces o nunca era la
ocasión de hacer un esfuerzo en favor mío»,
«Lo haré — me respondió con tono áspero,
porque siempre habla con aspereza, lo mis-
mo a los amigos que a los enemigos — ; pero
tenga usted paciencia unos cuantos días; es-
tamos ahora muy ocupados. Nos han derro-
tado en las Cortes, y esta tarde intentare-
mos disolverlas. Dicen que esos canallas se
negarán a marcharse; pero Quesada estará
a la puerta para arrojarlos a la calle si opo-
nen alguna resistencia. Vaya usted por allí,
y acaso vea una Junción. >
Después de un debate de una hora, fue-
ron disueltas las Cortes sin necesidad de re-
currir a la ayuda del temible Quesada. Ga-
liano, sin nuevas dilaciones, me dio una car-
ta para su colega el duque de Rivas, a cuyo
departamento incumbía, según me dijo, con-
ceder o negar el permiso para imprimir el
libro. El duque era un hombre joven y
apuesto, de unos treinta años, andaluz por
su cuña, como sus dos colegas ya nombra-
dos. Había publicado varias obras — trage-
dias, según creo — , y gozaba de cierta repu-
tación literaria. Me recibió con suma afabili-
dad, y enterado de mi pretensión, respon-
dió, haciéndome una cortesía seductora y
con un gesto genuinamente andaluz: «Vea
a mi secretario; vea a mi secretario; e¿ hará
por usted el gusto. »
268 B O R R O W
Fui a ver al secretario, un aragonés llama-
do Oliban, que no era guapo, ni de elegan-
tes maneras, ni afable. «¿Desea usted un per-
miso para imprimir el Nuevo Testamento?»
«Sí, señor.» «¿Y le ha hablado usted de esto
a su excelencia?» «En efecto.» «Supongo
que intenta usted imprimirlo sin notas»,
— continuó Oliban — . «Sí.» «Entonces, su
excelencia no puede darle a usted el permi-
so— dijo el secretario aragonés — ; el Conci-
lio de Trento ordenó que en ningún país
cristiano pueda imprimirse parte alguna de
la Escritura sin las notas de la iglesia.»
«¿Cuántos años hace de eso?» — pregunté yo.
«No sé cuántos años hace — repuso Oli-
ban— ; pero tal es el decreto del Concilio.»
«¿Es que en España rigen ahora los decre-
tos del Concilio de Trento?» — inquirí — .
«Rigen en algunos puntos, y este es uno de
ellos — respondió el aragonés — ; pero, díga-
me, quién es usted? ¿Le conoce el embaja-
dor de su país?» «¡Oh!, sí, y tiene mucho
interés por este asunto.» «¿De veras? — dijo
Oliban — ; entonces, el caso varía. Si puede
usted demostrarme que su excelencia se in-
teresa por el asunto, yo no pondré dificul-
tades.»
El ministro británico hizo cuanto yo po-
día desear, y mucho más de lo que me atre-
vía a esperar. Tuvo una entrevista con el du-
que de Rivas, y hablaron detenidamente de
mi asunto; el duque fué todo sonrisas y cor-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 269
tesía. Escribió, además, una carta particular
al duque y me la dio, encargándome que yo
mismo se la entregase la primera vez que
fuese a verle; y para remate de todo, me es-
cribió y dirigió otra carta en la que me dis-
pensaba el honor de decirme que me tenía
eñ gran aprecio, y que su mayor placer se-
ría que yo obtuviese el permiso tan buscado.
Fui a ver al duque, y le entregué la carta; es-
tuvo diez veces más bondadoso y afable aún
que antes; leyó la carta, sonrió con la ma-
yor dulzura, y luego, como poseído de sú-
bito entusiasmo, extendió los brazos de un
modo casi teatral, exclamando: ^Al secreta-
rio; él hará por usted el gusto .•* De nuevo me
precipité al secretario, que me recibió con
frialdad glacial. Le referí las palabras de su
jefe, y le entregué la carta que me había
escrito el ministro británico. El secretario la
leyó con atención, y me dijo que, evidente-
mente, su excelencia se «había» tomado in-
terés en el asunto. Me preguntó después mi
nombre, y, tomando una hoja de papel, se
sentó como si fuese a escribir el permiso.
Yo estaba en mis glorias. De pronto, el se-
cretario se detuvo, alzó la cabeza, pareció re-
flexionar un momento, y poniéndose la plu-
ma detrás de la oreja, dijo: «Entre los de-
cretos del Concilio de Trento, se cuenta
uno...»
— |0h Dios mío! —exclamé.
— Es un hombre singular ese Oliban — dije
270 B o R R o W
un día a Galiano — ; no puede usted imagi-
narse lo me está haciendo pasar; no se cansa
de hablarme del Concilio de Trento.
— En el Trento quisiera yo verle metido
hasta la cintura por decir tales tonterías. Sin
embargo, procuraremos no desagradar a
Oliban; es de los nuestros y nos ha presta-
do buenos servicios; es, además, hombre in-
teligente; pero, como buen aragonés, si se
le mete una idea en la cabeza, cuesta mucho
trabajo arrancársela. No obstante, iremos a
verle; es antiguo amigo mío, y no dudo que
le haremos entrar en razón.
Al día siguiente fui a buscar a Galiano al
Ministerio de Marina o Almirantazgo (^cómo
se debe decir?), y desde allí fuimos al Mi-
nisterio de lo interior, instalado en un edifi-
cio magnífico, antigua casa de la Inquisi-
ción. Nos avistamos con Oliban. Galiano
se lo llevó al hueco de una ventana, y habla-
ron detenidamente, pero en voz muy baja,
y como la habitación era inmensa, no pude
oír palabra. Al cabo, Galiano se me acercó
y dijo: «Hay alguna dificultad para resolver
el asunto de usted; pero ya sabe Oliban que
es usted amigo mío, y dice que eso le bas-
ta; quédese aquí con él, y hará cuanto sea
necesario en favor de usted. Es asunto arre-
glado. ¡AdiósU En diciendo esto, se mar-
chó, dejándome con Oliban. El secretario
comenzó acto seguido a escribir no sé qué
cosa, y, al terminar, sacó una caja de ciga-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 271
rros, encendió uno, después de ofrecerme
otro que rehusé, porque no fumo, y apoyan-
do los pies en la mesa me dirigió en francés
el siguiente discurso:
— Me alegro mucho de ver a usted en
esta capital, y aun de verle trabajar en ese
asunto. Considero un oprobio para Es-
paña que no circule ninguna edición del
Evangelio, al menos en condiciones tales
que puedan adquirirla los más ricos y los
más pobres; una edición descargada de no-
tas de invención humana, que aumentan el
volumen del libro hasta hacerlo inmaneja-
ble. Para mí es indudable que una edición
como la que usted intenta imprimir, ejerce-
ría una influencia muy beneficiosa en el es-
píritu del pueblo, que, entre nosotros, no
conoce la religión a fondo ni en su pureza.
^Cómo va a conocerla, visto que le han man-
tenido siempre cuidadosamente apartado
del Evangelio, como si la civilización pudie-
ra existir donde la luz evangélica se apaga?
La regeneración moral de España depende
de la libre circulación de la Escritura, tarea
en que sólo Inglaterra, su afortunada patria
de usted, puede empeñarse, por el nivel ele-
vado de su civilización y la prosperidad sin
rival de que al presente goza. La razón me
obliga, en efecto, a reconocer todo esto,
pero...
— «Ahora es ella» — pensé yo.
«Pero...» Y una vez más comenzó a ha-
272 B O R R O W
blarme del fastidioso concilio de Trento; me
pareció, pues, que lo de escribir en un pa-
pel, la oferta del cigarro, y la enojosa y lar-
ga arenga no eran sino — ^cómo lo llamaré? —
mera OXuapia.
Andaba ya por entonces muy entrada la
primavera; las vertientes, aunque no las cum-
bres, del Guadarrama estaban desde tiempo
atrás limpias de nieve; los árboles del Prado
lucían ya su verde pompa, y toda la campiña
de los alrededores de Madrid mostrábase
alegre y risueña. Aún no habían llegado los
calores estivales, y el tiempo era, en verdad,
delicioso.
Hacia el Oeste, al pie de la colina en que
se alza Madrid, un canal corre durante unas
cuantas leguas paralelo al Manzanares, del
que le separan fértiles y amenas praderas.
Las márgenes del Canal, empezado por Car-
los III y no concluido hasta el día, están
plantadas de hermosos árboles y constitu-
yen el paseo más ameno de las inmediacio-
nes de la capital. Allí iba yo a perder horas
y horas, mirando los bancos de peces dora-
dos y plateados que emergían al sol en la
superficie de las aguas verdosas, o escuchan-
do, no el trinar de los pájaros — porque no
es España la tierra de esos cantores ala-
dos— , sino la charla de un naranjero., que,
además de naranjas, vendía agua junto a
una casilla de registro abandonada, frontera
precisamente al puente de tablas que cruza-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 273
ba el canal; allí había instalado su tenducho
el naranjero por parecerle la posición favo-
rable para su comercio. Era asturiano, como
de cincuenta años, y de unos cinco pies de
alto. Yo le compraba muchas naranjas, y no
tardó en sentir gran amistad por mí ni en
contarme su historia; ninguna cosa notable
había en ella; el suceso más importante era
una aventura que le ocurrió en la sierra de
Granada, donde cayó en poder de unos gita-
nos que le dejaron en cueros y luego le
despidieron dándole de palos. «He corrido
toda España— me dijo—, y en conclusión
opino que sólo hay dos sitios donde se pue-
de vivir: Málaga y Madrid. En Málaga va
todo muy barato, y hay tal abundancia de
pescado, que muchas veces lo he visto
amontonado en la orilla del mar; en Madrid,
como está la corte, corre el dinero, y nun-
ca me acuesto sin cenar. Lo único que me
importa es vender naranjas, y mi único
deseo es que, cuando muera, me entierren
allí.> Al decir esto, señalaba al otro lado
del Manzanares, donde, en el declive de una
suave colina, como a una legua de distan-
cia, brillaban al sol los blancos muros del
Campo Santo.
El asturiano era un individuo muy zum-
bón, y aunque apenas sabía leer ni escribir,
nada ignorante de las cosas del mundo; te-
nía muchas y exactas noticias de infinito
número de personas, y poca gente pasaba
iS
274 B O R R O W
junto a su puesto de quien él no conociese
los nombres, el carácter y la historia. «Esos
dos son gente muy principal — decía seña-
lando a un caballero y una dama magnífica-
mente ataviados, que se apearon de un co-
che, y pasaron cogidos del brazo por el
puente de madera, seguidos de dos sirvien-
tes— ; son el Infante Francisco Paulo y
su mujer la Napolitana, hermana de nuestra
Cristina. El es una buena persona; pero su
mujer, vaya, es la de peor genio de Madrid;
sabe decir carrajo tan bien y con tan exce-
lente entonación como el carretero de la
Mancha de peor temple. No la salude usted,
amigo; no tiene educación ni guarda la eti-
queta; una vez la saludé y no me hizo caso
alguno, como si yo no fuese asturiano y no-
ble, de mejor sangre que ella... ¡Buenos
días, señor don Francisco! (Qué tal? Hace
un tiempo hermoso. Vaya su merced con
Dios... Esos tres individuos que han bebi-
do agua son tres bandidos, tres verda-
deros hijos del presidio. Los trato con
amabilidad y me pagan o no, según les pa-
rece; no se puede uno poner a malas con
ellos. He tenido ya algún disgusto por cau-
sa suya: figúrese usted que hará cosa de un
año robaron a un señor un poco más abajo
del segundo puente; y, dicho sea de paso, le
aconsejo a usted, hermano, que no vaya por
allí, como creo que va muy a menudo; es un
sitio peligroso. Pues, como digo, robaron y
LA BIBLIA EN ESPAÑA 275
maltrataron a un señor; pero un hermano
suyo, escribano^ se puso pronto sobre la pis-
ta, y los prendió a todos. Necesitaba que al-
guien los identificara, y quiso la casualidad
que el día del robo estuviesen en mi puesto
bebiendo agua, como acaban de hacer aho-
ra. En cuanto el escribano lo supo me llamó
a la cárcel para carearme con ellos. Dema-
siado bien los conocí, pero como he apren-
dido en mis viajes a cerrar los ojos o a abrir-
los según convenga, dije al escribano que
no me era posible afirmar que hubiese visto
a tales hombres anteriormente. El escriba-
no, furioso, me amenazó con el calabozo;
pero yo le dije que hiciera su gusto, que no
me importaba. Vaya^ no era cosa de expo-
nerme a la venganza de los tres presos y a
la de sus amigos; vivo demasiado cerca de
la Plaza de la Cebada para eso... {Buenos
días, señoritosl Naranjas de Murcia, como
ustedes ven: la verdadera sangre del dra-
gón... {Agua frescal Estos dos jóvenes son
los hijos de Gabiria, intendente de la reina,
el hombre más rico de Madrid; son guapos
chicos y me compran mucha fruta. Su padre
los quiere más que a todas sus riquezas, se-
gún dicen. Aquella vieja que está tirada de-
bajo de un árbol es la tía Lucila', ha hecho
varias muertes, y como me debe dinero, es-
pero que algún día la veré ahorcar. Este
hombre fué de la guardia walona; <i señor don
Benito Mol, ¿cómo está usted?»
276 B O R R O W
El personaje últimamente nombrado, ab
sorvió en el acto mi atención. Era un ancia
no corpulento, de más que mediana estatu
ra, con el cabello blanco y las faccione
algo encendidas; tenía los ojos grandes ;
azules, y siempre había en ellos, cuando lo
clavaba en alguien, una expresión de ansie
dad, como si esperase recibir noticias im
portantes. Iba modestamente vestido, coi
chaqueta y pantalón de paño vasto, de tint
rojizo. Tocábase con un sombrero inmenso
pero tan maltratado, que el borde de la
alas tenía tantos dentellones como una sie
rra. Contestó al saludo del naranjero, hizo
me una cortesía, y luego exhibió dos pasti
lias de jabón de olor que trató de vender
nos; hablaba una jerga áspera y destem
piada que quería ser español, pero que s<
parecía más al valenciano o al catalán. Pre
guntéle quien era, y pasó entre los dos t
siguiente coloquio:
— Soy suizo, de Lucerna; me llamó Ben(
dicto Mol, y fui soldado en la guardia walc
na; ahora soy jabonero, para servirle.
— Habla usted bastante mal el español -
dije yo — . ^Cuánto tiempo lleva usted aqu
— Cuarenta y cinco años — repuso Bene
dicto — ; pero cuando licenciaron la guardi
me fui a Menorca, donde olvidé el españc
sin aprender el catalán.
— ¿Le gustaba a usted servir al rey d
España? ,
LA BIBLIA EN ESPAÑA 277
— No tanto, que no me hubiera alegrado
dejarlo hace cuarenta años; nos pagaban mal
y nos trataban peor. Pero, si no me equivo-
co, usted es alemán; le hablaré a usted en
mi lengua natal... Hubiera abandonado el
servicio de España, como abandoné el del
Papa, a quien serví antes de venir a este
país, siendo muy joven; pero me casé con
una mujer de Menorca, de quien tuve dos
hijos; esto fué lo que me retuvo tanto tiem-
po por allá; antes de salir de Menorca mi
mujer murió, y mis hijos se fueron cada
uno por su lado y no sé qué ha sido de
ellos. Mi intención es volver pronto a Lucer-
na y vivir allí a lo duque.
— Por lo visto, ha reunido usted un buen
capital en España — dije yo, mirando a su
sombrero y a lo demás de su atavío.
— Ni un cuarta ni un ctiart; estas pastillas
de jabón son todo lo que poseo.
— Quizás sea usted de buena familia y
piense vivir de sus rentas.
— Ni un heller, ni un heller. Mi padre era
el verdugo de Lucerna; cuando se murió, em-
bargaron su cadáver para pagar sus deudas.
— Entonces — dije yo — se propone usted,
sin duda, dedicarse a la fabricación de jabo-
nes en Lucerna. Hará usted muy bien, ami-
go mío, no conozco ocupación más honrosa
y útil.
— No tengo la menor intención de dedi-
carme a eso en Lucerna — replicó Benedic-
278 B O R R O W
to — . Y como veo que es usted alemán, HB'
ber Herr^ y me agrada su aspecto y su modo
de expresarse, le diré a usted en confianza
que apenas si conozco el oficio, y ya me han
despedido de varias fábricas por mi imperi-
cia; las dos pastillas de jabón que llevo en
el bolsillo no las he fabricado yo. In kur-
zem^ tan mal enterado estoy del oficio de'
jabonero, como del de sastre, albeitar o za-
patero que también he desempeñado.
— Pues no comprendo por qué espera us-
ted vivir hecho un Herzog en su país, como
no crea usted que los habitantes de Lucerna
le mantendrán con esplendor a expensas
del tesoro público, en consideración a los
servicios prestados al Papa y al Rey de Es-
paña.
— Lieber Herr — dijo Benedicto — los ha-
bitantes de Lucerna no gustan de mantener
a sus expensas a los soldados del Papa ni a
los del rey de España. Muchos de la antigua
guardia que han vuelto allá, piden limosna
por las calles. Pero yo iré en un coche tira-
do por seis muías, con un tesoro, un gran
Schatz^ que hay en la iglesia de Santiago de
Compostela.
— Supongo que no se propondrá usted
robar la iglesia — dije yo — , pero si lo hace,
creo que sufrirá usted un desengaño. Men-
dizábal y los liberales le han ganado a usted
por la mano. Según me dicen, ya no que-
dan en las catedrales españolas más tesoros
LA BIBLIA EN ESPAÑA 279
que unos pocos ornamentos mezquinos y
unos cuantos utensilios de plata.
— Mi buen Herr alemán — dijo Benedic-
to— , no se trata del Schatz de a iglesia,
sino de otro, cuya existencia sólo yo conoz-
co. Pronto hará treinta años que, entre otros
soldados enviados por enfermos a Madrid,
vino uno de mis compañeros de la guardia
walona, que había ido con los franceses a
Portugal; estaba muy enfermo y no tardó
en morir. Pero antes de exhalar el último
suspiro me mandó llamar, y en su lecho de
muerte me dijo que él, con otros dos solda-
dos, ya muertos, había enterrado en cierta
iglesia de Compostela un gran botín traído
de Portugal. Consistía en moidores de oro y
en un paquete de diamantes del Brasil, muy
gruesos, encerrado todo ello en una olla de
cobre. Le escuché con avidez, y puedo decir
que desde aquel momento no he dejado de
pensar, ni de día ni de noche, en el Schatz.
Es muy fácil de encontrar, pues el moribun-
do me hizo una descripción tan minuciosa
del escondite, que, una vez en Compostela,
sin dificultad alguna pondría la mano en él;
muchas veces he estado ya a punto de em-
prender el viaje, pero siempre ha venido
algo imprevisto a estorbármelo. Cuando mi
mujer murió, salí de Menorca decidido a ir
a Santiago, pero al llegar a Madrid, caí en
manos de una vascongada que me persuadió
a que viviese con ella, y así lo he hecho du-
28o B o R R o W
ránte varios años. Es una Hax i muy gran-
de, y dice que si la abandono, me echará un
sortilegio del que no me libraré nunca. Dem
Gottsev Dank^ ahora está en el hospital,
para morirse de un día a otro. Tal es mi
historia, lieber Herr.
He referido con todo cuidado la anterior
conversación, porque en el curso de este re-
lato haré frecuente mención del suizo; sus
aventuras subsiguientes fueron de lo más
extraordinario, y la última de todas causó
gran sensación en España.
í Bruja. En alemán, Hexe. (Nota de Borrow.)
CAPÍTULO XIV
Estado de España. — Istúriz. — Revolución de La
Granja. — La revuelta. — Síntomas alcirmantes. —
Los corresponsales de periódicos. — Arrojo de
Quesada. — La escena final. — Fuga de los mode-
rados.— El café.
ENTRETANTO, las COSES no iban bien para
los moderados\ impopulares en Madrid,
lo eran aún más en las otras ciudades impor-
tantes de España; en la mayor parte de ellas
se constituyeron juntas administrativas lo-
cales que se declararon independientes de
la reina y de sus ministros y rehusaron pa-
gar las contribuciones, no tardando en verse
el Gobierno muy apurado de dinero. No se
pagaba al ejército y la guerra languidecía,
quiero decir por parte de los cristinos^ por-
que los carlistas la proseguían con mucho
vigor; sus guerrillas^ en partidas, recorrían
el país en todas direcciones, mientras una
fuerza importante, al mando del famoso Gó-
mez, daba la vuelta a España entera. Para
remate de todo, se esperaba una insurrec-
282 B O R R O W
ción en Madrid de un día para otro, y, por
precaución, fueron desarmados los naciona-
les, medida que aumentó enormemente su
odio al Gobierno moderado^ y, sobre todo,
a Quesada, a quien se atribuyó esa iniciativa.
Con respecto a mis asuntos, no desperdi-
ciaba yo ocasión de adelantar mis preten-
siones; pero el secretario aragonés seguía
machacando en el Concilio de Trento, y
consiguió frustrar todos mis esfuerzos. Por
las muestras, había contagiado a su jefe sus
ideas personales sobre el asunto, porque el
duque, al verme en sus audiencias, no me
hacía más caso que dedicarme una mirada
desdeñosa; y en cierta ocasión, como me
adelantase hacia él para hablarle, se escapó
por la puerta más próxima. No le volví a ver
desde entonces; me disgustó su modo de
tratarme, y me abstuve de hacer nuevas vi-
sitas a la Casa de la Inquisición. El pobre
Galiano continuaba dándome pruebas de su
inquebrantable amistad; pero me confesó
francamente que no había ya esperanza de
conseguir nada en las altas esferas. «El du-
que— me dijo — opina que no puede acce-
derse a su petición; el otro día suscité el
asunto en Consejo, y sacó a relucir los de-
cretos de Trento, y habló de usted como de
un individuo enfadoso e importuno; le res-
pondí yo con cierta acritud y hubo entre
nosotros su poquito de función^ de lo que
se rió mucho Istúriz. Y entre paréntesis
LA BIBLIA EN ESPAÑA 283
— continuó — , ^qué necesidad tiene usted
de un permiso en regla que, al parecer, na-
die puede otorgar? Lo mejor que puede us-
ted hacer, dadas las circunstancias, es impri-
mir la obra, en la inteligencia de que nadie
le molestará a usted cuando intente repar-
tirla. Le aconsejo a usted encarecidamente
que hable con Istúriz acerca del asunto. Yo
le prepararé, y respondo de que le recibirá
cortésmente. »
Pocos días después, en efecto, tuve una
entrevista con Istúriz en su despacho de Pa-
lacio; para ser breve, sólo diré que le hallé
muy bien dispuesto en favor de mis planes.
«He vivido mucho tiempo en Inglaterra
— dijo — ; la Biblia es allí libre, y no veo ra-
zón para que no lo sea en España. No quie-
ro aventurarme a decir que Inglaterra debe
su prosperidad al conocimiento que, más o
menos, todos sus hijos tienen de la Sagrada
Escritura; pero estoy cierto de una cosa, y
es que la Biblia no ha causado daño en aquel
país, ni creo que pueda producirlo en Espa-
ña. No deje usted, pues, de imprimirla, y
difúndala por España todo lo posible.» Me
retiré muy satisfecho de la entrevista; si no
un permiso escrito de imprimir el libro sa-
grado, había obtenido algo que, en cuales-
quiera circunstancias, consideraba yo casi
equivalente: el tácito convenio de que mis
empeños bíblicos serían tolerados en Espa-
ña; abrigaba la firme esperanza de que, cual-
284 B O R R O W
quiera que fuese la suerte del Ministerio,
ningún otro, y menos uno liberal, se atreve-
ría a ponerme obstáculos, sobre todo por-
que el embajador inglés era amigo mío y
conocía todos los pasos dados per mí en el
asunto.
Dos o tres cosas relacionadas con mi en-
trevista con Istúriz me impresionaron como
muy dignas de nota. Primero, la extrema-
da facilidad con que obtuve audiencia del
primer ministro de España. El portero me
hizo pasar de buenas a primeras, sin nece-
sidad de anunciarme y sin hacerme esperar.
Segundo, la soledad reinante en aquel lu-
gar, tan distinta del bullicio, ruido y acti-
vidad observados por mí mientras aguar-
daba a ser recibido por Mendizábal. Ya no
había allí afanosos pretendientes en espera
de una entrevista con el grande hombre; si
se exceptúa a Istúriz y al empleado, a nadie
vi. Pero lo que me produjo impresión más
profunda fué la actitud del ministro, quien,
cuando yo entré, estaba sentado en un sofá
con los brazos cruzados y los ojos clavados
en el suelo. Era extremada la depresión del
tono de su voz, melancólico el aire de sus
morenas facciones, y, en general, tenía todo
el aspecto de una persona que, para librarse
de las miserias de esta vida, medita el acto
de suma desesperanza: el suicidio.
Pocos días bastaron para demostrar que,
en efecto, a Istúriz le sobraban motivos para
LA BIBLIA EN ESPAÑA 285
entristecerse: menos de una semana después
estalló la llamada revolución de La Granja.
La Granja es un sitio real enclavado en los
pinares de la vertiente Norte del Guadarra-
ma, a unas doce leguas de Madrid. La reina
gobernadora Cristina se había ido a La Gran-
ja, por apartarse del descontento de la capi-
tal y gozar del aire campestre y de las deli-
cias de aquel famoso retiro, monumento del
gusto y de la magniñcencia del primer Bor-
bón que ocupó el trono de España. Pero no
la dejaron tranquila mucho tiempo; sus mis-
mos guardias estaban descontentos, incli-
nándose a los principios de la Constitución
de 1823 (sic), y no a los del gobierno monár-
quico absoluto, que los moderados intenta-
ban resucitar en España. Una madrugada,
un grupo de soldados de la guardia, capita-
neados por cierto sargento García, entraron
en las habitaciones de la reina y le pidieron
que suscribiese aquella Constitución y jura-
se solemnemente mantenerla. Cristina, mu-
jer de mucho temple, rehusó complacerlos
y los mandó marcliarse. Siguió una escena
violenta y tumultuosa; pero como la reina se
mantenía firme, lleváronla los soldados a
uno de los patios del palacio, donde estaba
Muñoz, su amante, atado y con los ojos ven-
dados. «Jura la Constitución, bribona>, vo-
ciferaba el atezado sargento. «Jamás», excla-
mó la animosa hija de los Borbones de Ña-
póles. «Entonces morirá tu cortejo -f^ repli-
286 B O R R O W
Cü el sargento. «Adelante, muchachos; pre-
parad las armas, y metedle cuatro balas en
la cabeza a ese individuo.» Sin tardanza pu-
sieron a i\Iuñoz junto al muro, le obligaron
a arrodillarse, alzaron los soldados los fusi-
les, y un momento después hubieran envia-
do al infeliz a la eternidad, si la reina, olvi-
dándose de todo, menos de los sentimientos
de su corazón de mujer, no se hubiera ade-
lantado dando un chillido y gritando: cjAlto,
altoi Firmaré... >
Al día siguiente de este suceso entraba
yo en la Puerta del Sol a eso del mediodía.
Siempre hay allí a tales horas gran gentío,
pacífico e inmóvil de ordinario, compuesto
de desocupados que fuman tranquilamente,
o escuchan o comentan las noticias — casi
siempre insípidas — de la capital; pero el día
de que hablo la multitud no estaba tranqui-
la. La gente vociferaba y gesticulaba, y mu-
chos corrían gritando: / Viva la Constitución!;
grito que se hubiera pagado con la vida al-
gunos días antes, porque la ciudad había es-
tado unas cuantas semanas sometida a los
rigores de la ley marcial. A veces oíanse es-
tas palabras: «-¡La Granja! ¡La Granja!^.
seguidas siempre del grito de: «/ Viva la
Constitución!-^ Frente a la Casa de Postas
estaban formados en línea hasta doce dra-
gones a caballo, algunos de los cuales arro-
jaban continuamente sus gorras al aire, su-
mándose a las aclamaciones generales, ani-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 287
mados por el ejemplo de su comandante,
oficial joven y guapo, que blandía la espada
y gritaba con júbilo: «¡Viva la reina consti-
tucional! ¡Viva la Constitución!»
La multitud engrosaba por momentos;
varios nacionales, de uniforme, pero sin ar-
mas, porque, como ya he dicho, se las ha-
bían quitado, aparecieron. De pronto, des-
cubrí entre los grupos a Baltasar, vestido
como la primera vez que le vi: con un gran
capote de regimiento, ya viejo, y la gorra
de cuartel. «(jQué ha sido del Gobierno mo-
derado}— le pregunté — . ^Han destituido y
reemplazado ya a los ministros?» «Aun no,
don Jorge — dijo el soldadito y sastre — , aun
no; esos picaros se sostienen todavía apoya-
dos en Quesada, que es un toro bravo, y en
un poco de infantería que les sigue fiel. Pero
no hay que temer, don Jorge; la reina es
nuestra, gracias al valor de mi amigo García;
y si el toro bravo se presenta aquí, johí, don
yorge^ verá usted entonces lo que es bueno;
vengo prevenido...» Al decir esto entreabrió
el capote y me dejó ver un retaco que lle-
vaba oculto, pendiente de una correa; y, ha-
ciendo un guiño con los ojos, y con la cabeza
un movimiento significativo, se perdió entre
la multitud.
Un instante después vi avanzar un peque-
ño pelotón de soldados por la calle Mayor ^
o calle principal que corre desde la Puerta
del Sol en dirección a Palacio; podían ser
288 B O R R O W
unos veinte hombres, y a su cabeza marcha-
ba un oficial con la espada desnuda. Debían
de haberlos reunido con gran precipitación,
porque muchos de ellos llevaban traje de
faena y gorra de cuartel. Conforme avanza-
ban, marchando lentamente, ni el oficial ni
los soldados hacían el menor caso de los gri-
tos de la multitud, que, agolpándose en torno
suyo, no cesaba de vociferar: «¡Viva la Cons-
titución!»; todo lo más respondían con algu-
na ojeada hostil; y marcharon, fruncidas las
cejas y apretados los dientes, hasta llegar
frente al pelotón de caballería, donde hicie-
ron alto y formaron las filas.
— Estos hombres no traen buenas inten-
ciones— dije a mi amigo D..., del Morning
Chronicle^ que acababa de reunirse conmi-
go— . Y tenga usted por seguro que si se
lo mandan, empezarán a hacer fuego sin
mirar dónde dan. Pero ^en qué están pen-
sando esos dragones, que evidentemente
son del bando contrario, a juzgar por sus
gritos.? ^Por qué, estando detrás de los in-
fantes, no les dan una carga y los desbara-
tan? En seguida la gente les quitaría los fu-
siles. Yo no soy liberal, pero ya que usted
lo es, ^cómo no se acerca al inexperto joven
que manda los caballos, y le da usted a
tiempo un buen consejo?
D... volvió hacia mí su ancho semblante,
coloradote y placentero como de buen in-
glés, y dirigiéndome una mirada maliciosa,
LA BIBLIA EN ESPAÑA ¿89
que parecía significar .. (lo que el amable
lector crea más del caso), me agarró del
brazo y dijo: «Salgamos de esta baraúnda,
y a ver si se encuentra una ventana donde
instalarnos, y desde donde yo pueda des-
cribir lo que suceda en la plaza, porque creo
como usted que va a pasar algo grave.» En
el último piso de una casa bastante grande,
frente por frente a la de Correos, habíapa-
peles en señal de que se alquilaban habita-
ciones; subimos al instante, ycontratamos
con la inquilina del éiage el uso de la habi-
tación de la calle por aquel día; atrancamos
la puerta, y el repórter requirió cuaderno y
lápiz, dispuesto a tomar notas de los suce-
sos que ya se cernían sobre la plaza.
¡Qué hombres tan extraordinarios son
por lo general los corresponsales de los pe-
riódicos inglesesl De seguro que si hay algu-
na clase de hombres que mere'^ca llamarse
cosmopolita, es ésta, formada por gente
que ejerce su profesión en cualquier país
indistintamente, y se acomoda a voluntad a
los usos de todas las clases sociales; a cuya
fluidez de estilo como escritores sólo supe-
ra su facilidad de palabra en la conversa-
ción, y a su conocimiento de las letras clá-
sicas, su experiencia del mundo, adquirida
por una temprana iniciación en el bullicioso
teatro de la vida. La actividad, energía y
valor que a veces han de desplegar en sus
tareas informativas, son en verdad notables.
19
ago b O R R O W
En París, durante los tres días ^, los vi mez-
clados con la canaille y los gamins detrás
de las barricadas, mientras la metralla llovía
por todas partes y los desesperados cora-
ceros estrellaban sus fogosos caballos con-
tra unos parapetos tan débiles en aparien-
cia. Allí permanecían, tomando notas en un
cuaderno con tanta tranquilidad como si
estuvieran haciendo información en un mi-
tin de Covent Garden o de Finsbury Squa-
re. En España, varios de ellos acompañan a
¡as guen illas de los cristinos o de los carlis-
tas en algunas de sus expediciones más
arriesgadas, exponiéndose al peligro de las
balas enemigas, a las inclemencias del in-
vierno y a los rigores del sol estival.
Apenas llevábamos cinco minutos en la
ventana, cuando oímos de pronto el ruido
de los cascos de unos caballos que bajaban
corriendo por la calle de Carretas. La casa
en que estábamos se hallaba, como ya he
dicho, enfrente de la de Correos, por cuya
izquierda, mirando desde el Norte, desem-
boca aquella vía en la Puerta del Sol\ a me-
dida que el ruido se acercaba, apagábase el
griterío de la multitud, como si un temor pá-
nico se apoderase de ella; una o dos veces,
sin embargo, percibí estas palabras «¡Que-
sada! jQuesadal» Los soldados de Infantería
permanecieron en calma e inmóviles, pero
* Los de la Revolución de julio de 1830.
LA BIBLIA £N ESPAÑA tgi
los de caballería, y el joven oficial que los
mandaba, mos raron confusión y miedo a
la vez, cambiando unos con otros palabras
precipitadas.
De pronto, la gente que estaba hacia la
desembocadura de la calle de Carretas, re-
trocedió en desorden, dejando un vasto
espacio libre, en el que al instante se pre-
cipitó Quesada a galope tendido, espada en
mano y con uniforme de general, monta-
do en un pura sangre inglés, bayo claro,
con tal ímpetu, que recordaba a un toro
manchego lanzándose al redondel al ver
de súbito abierta la puerta del toril.
Seguíanle muy de cerca dos oficiales a
caballo, y, a corta distancia, otros tantos
dragones. Casi en menos tiempo que se
emplea en contarlo, unos cuantos alborota-
dores rodaron por el suelo á los pies de
los caballos de Quesada y de sus dos ami-
gos, porque los dragones hicieron alto en
cuanto entraron en la Puerta del Sol. Era
un hermoso espectáculo ver a tres hombres,
a fuerza de valor y de maestría en la equita-
ción, sembrar el terror en otros tantos miles,
cuando menos. Vi a Quesada meterse a ca-
ballo por entre la densa multitud y luego
desembarazarse de ella por modo magistral;
el populacho estaba completamente atemo-
rizado, y retrocedía, retirándose por la calle
del Comercio y la calle de Alcalá. Le vi tam-
bién lanzarse de golpe contra dos naciona-
292 B O R R O W
les que intentaban escaparse, separarlos de
la multitud, envolverlos, y empujarlos en
otra dirección, golpeándolos despreciativa-
mente con el sable de plano. El general gri-
taba |Viva la reina absoluta! cuando, preci-
samente debajo de mí, en medio de unos
grupos que aún no habían cedido el campo,
acaso porque no tenían por dónde escapar,
vi brillar por un instante el cañón de un
trabuco, sonó luego una detonación aguda,
y una bala estuvo a punto de enviar a Que-
sada al otro mundo: tan cerca le pasó que le
rozó el sombrero. Percibí fugazmente, hacia
el sitio de donde partió el tiro, una gorra
de cuartel muy conocida, luego la gente
echó a correr, y el tirador, quienquiera que
íuese, desapareció favorecido por la confu-
sión que se movió.
Quesada mostró inmenso desprecio ante
el peligro que acababa de correr. Echó en
torno suyo una mirada fiera y rápida, y de-
jando a los dos nacionales, que se fueron
cabizbajos, como perros azotados por su
amo, se dirigió al joven cficial que mandaba
la caballería y que tan activo se había mos-
trado dando gritos en favor de la Constitu-
ción; díjole unas pocas palabras con gesto
amenazador, y el oficial evidentemente se
sometió, pues, obedeciendo tal vez sus órde-
nes, resignó el mando del pelotón y se fué
muy abatido; hecho esto, Quesada se apeó,
y estuvo paseándose arriba y abajo delante
LA BIBLIA EN ESPAÑA 293
de la Casa de Postas, con un aire que pare-
cía retar a toda la humanidad.
Aquél fué el día glorioso de la vida de
Quesada, y también su día postrero. Digo
ésto, porque nunca se había producido en
forma tan brillante, y porque ya no debía
ver el ocaso de otro sol. No se recuerda
acción de conquistador o de héroe alguno
que pueda compararse con esta escena ñnal
de la vida de Quesada. ^Quién, por sólo
su impetuosidad y su desesperado valor ha
detenido una revolución en plena marcha?
Quesada lo hizo; contuvo la revolución en
Madrid un día entero, y restituyó las turbas
hostiles y alborotadas de una gran ciudad al
orden y a la quietud perfectos. Su irrupción
en la Puerta del Sol fué de un arrojo tan tre-
mendo y oportuno que no tiene par. Tanta
admiración me produjo el valor del «toro
bravo», que durante su acometida grité mu-
chas veces: *¡Viva Quesada!», y le deseé
buena fortuna Esto no quiere decir que yo
pertenezca a ningún partido o sistema políti-
co. jNol ¡No! He vivido tanto tiempo con
Romany Chals^ y Petulengres'^ que no puedo
í Romano Chai, gitano.
» Palabra compuesta del griego moderno ícáta-
Xov y del sánscrito kara\ signiíica literalmente «óí-
ñor de la herradura», o sea el hacedor de ellas; es
una de las denominaciones secretas de «Los forja-
dores», tribu de los gitanos ingleses. (Nota de Bo-
rrow). Petulengro y Petalengro (en gitano inglés)
forjador de herraduras. (Glosario de Burke).
a94 B O R R O W
tener más política que la política de los gita-
nos,y bien sabido es que al llegar las eleccio-
nes, los hijos de Roma se declaran por los
dos bandos opuestos, mientras el resultado es
dudoso, augurando el triunfo a los dos; y
cuando la pelea concluye y la batalla está
ganada, se alistan sin falta en las filas del
vencedor. Pero, lo repito, mi interés por Que-
sada nació al contemplar la firmeza de su
corazón y su maestría de jinete. La tranquili-
dad quedó restablecida en Madrid para el
resto del día; el pelotón de infantes vivaqueó
en la Puerta del Sol. No se oyeron más gri-
tos de viva la Constitución; la revuelta pare-
cía efectivamente dominada en la capital. Els
lo más probable que si los jefes del partido
moderado llegan a tener confianza en sí mis-
mos por cuarenta y ocho horas más, su causa
hubiera triunfado y los soldados revolucio-
narios de La Granja se hubieran dado por
contentos devolviendo a la reina su libertad
y aceptando una avenencia, porque se sabía
que varios regimientos leales se acercaban a
Madrid.
Pero los moderados no tuvieron confian-
za; aquella misma noche sus corazones des-
fallecieron y huyeron en varias direcciones:
Istúriz y Galiano, a Francia; el duque de Ri-
vas, a Gibraltar. El pánico de los colegas
contagió al mismo Quesada, que huyó ves-
tido de paisano. Pero no tuvo tanta suerte
como los otros: reconocido en una aldea, a
LA BIBLIA EN ESPAÍÍA 295
tres leguas de Madrid, fué preso por unos
amigos de la Constitución. En el acto se envió
a la capital noticia de la captura, y una copiosa
turba de nacionales, los unos a pie, los otros
a caballo, algunos en carruajes, se puso en
marcha al instante. «Vienen los naciona-
les» — dijo un paisano a Ouesáda. «Enton-
ces— respondió — estoy perdido»; y luego se
preparó para la muerte.
Hay en la calle de Alcalá, de Madrid, un
café famoso * capaz para varios cientos de
personas. En la tarde de aquel mismo día
estaba yo sentado en el café consumiendo
una taza del obscuro brebaje, cuando sona-
ron en la calle ruidos y clamores estruendo-
sos; causábanlos los nacionales, que volvían
de su expedición. A los pocos minutos en-
tró en el café un grupo de ellos; iban de dos
en dos, cogidos del brazo, y pisaban recio a
compás. Dieron la vuelta al espacioso local,
cantando a coro con fuertes voces la siguien-
te bárbara copla:
¿Qué es lo que abaja
por aquel cerro?
Ta ra ra ra ra.
Son los huesos de Quesada,
que los trae un perro.
Ta ra ra ra ra.
Pidieron después un gran cuenco de café,
y, colocándolo sobre una mesa, los naciona-
les se sentaron en torno. Hubo un momento
* Era el Café Nuevo (Knapp).
296 B O R R O W
de silencio, interrumpido por una voz te-
nante: €¡El pañuelo!:^ Sacaron un pañuelo
azul, en el que llevaban algo envuelto; lo
desataron, y aparecieron una mano ensan-
grentada y tres o cuatro dedos seccionados,
con los que revolvían el contenido del cuen-
co. «¡Tazas, tazasl» — gritaron los naciona-
les. .
— ¡Eh! Don Jorge gritó Baltasarito, vi-
niendo hacia mí con una taza de café — , há-
game usted el obsequio de beber por este
suceso glorioso. Hoy es un día afurtunado
para España y para los valientes nacionales
de Madrid. He visto más de undi función de
toros, pero ninguna me ha causado tanto
placer como ésta. Ayer el toro hizo de las
suyas, pero hoy los toreros han podido más,
como usted ve, don Jorge. Hágame el favor
de beber; ahora voy a ir en una carrera a mi
casa a buscar mi pajandi para divertir a los
compañeros tocando y cantar una copla.
¿Qué copla? ¿Una copla en gitano}
Una noche sinava en tucue ^
¿Mueve usted la cabeza, don Jorge} ¡Ja, ja,
jal Soy joven, y la juventud es la edad de
las diversiones. Bueno, bueno; en obsequio
a usted, que es ingles y vionró 2, no cantaré
eso, sino una canción liberal patriótica: el
himno de Riego. ¡Hasta después ^ don Jorgel
1 Una noche, estando contigo.
• Amigo.
CAPITULO XV
El vapor. — El cabo de Finisterre. — La tormenta.
Llegada a Cádiz. — El Nuevo Testamento. — Sevi-
lla.—Itálica. — El anfiteatro. — Los presos. — El
encuentro. — El barón Taylor. — La calle y el de-
sierto.
En los primeros días de noviembre ^ sur-
qué de nuevo el mar con rumbo a Espa-
ña. Había vuelto a Inglaterra poco después^
de los sucesos referidos en el capítulo ante-
rior, con objeto de consultar a mis amigos
y trazar el plan de mi campaña bíblica en
España. Resolvimos imprimir en Madrid el
Nuevo Testamento lo antes posible, y se con-
vino que yo me encargaría de la tarea un
tanto ardua de distribuirlo. Breve fué mi es-
tancia en Inglaterra; el tiempo era precioso
y ansiaba yo encontrarme de nuevo en el
campo de acción. Me embarqué en el Tá-
mesis, a bordo del vapor M.,. La travesía
hasta Falmouth fué muy desagradable. El
barco iba atestado de pasajeros, pobres tísi-
cos en su mayoría o gente valetudinaria que
' 1836.
w^ B o R R o W
huía de las frías celliscas invernales de In-
glaterra a las costas soleadas de Portugal y
Madeira. Nanea me ha cabido en suerte via-
jar en un barco más incómodo, sobre todo
de vapor. Los camarotes eran muy peque-
ños y faltos de ventilación; el mío era de los
peores, porque los demás estaban tomados
desde antes de llegar yo a bordo; para evi-
tar la asñxia que me amenazaba en cuanto
entraba en él, hice el viaje echado en el sue-
lo de una de las cámaras. Estuvimos en
Falmouth veinticuatro horas, haciendo car-
bón y reparando la máquina, que tenía des-
perfectos importantes.
El lunes 7 zarpamos con rumbo al golfo
de Vizcaya. Había mar gruesa, el viento era
fuerte y contrario; sin embargo, en la ma-
ñana del cuarto día teníamos a la vista las
rocas de la costa Norte del cabo de Finiste-
rre. Debo hacer notar aquí que este viaje
era el primero que el capitán hacía a bordo
de nuestro barco y que conocía muy poco o
nada la costa a que nos dirigíamos. Le bus-
caron a última hora, apresuradamente, por-
que su predecesor renunció el mando, fun-
dándose en que el barco no podía aguantar
la mar y en las frecuentes averías de la má-
quina. Si yo hubiera sabido todo esto al ver
que el barco se acercaba cada vez más a la
costa, hasta colocarse a unos cientos de va-
ras de distancia de ella, mi alarma hubiese
sido mucho mayor de lo que fué. No dejé,
LA BIBLIA EN ESPAÑA agp
€on todo, de sentir profunda sorpresa, pues
como las dos veces que había cruzado por
allí en barco de vapor, había visto el cuidado
con que los capitanes se mantenían lejos de
la costa, no pude adivinar la razón de apro-
ximarnos tanto á una zona peligrosísima. El
viento soplaba con fuerza hacia la costa, si
puede llamarse así a los abruptos y escar-
pados precipicios en que rompía la mareja-
da con fragor de trueno, alzando nubes de
espuma y de agua pulverizada a la altura de
una catedral. Fuimos costeando lentamente,
y doblamos varios elevados promontorios,
apilados algunos por la mano de la natura-
leza en formas muy fantásticas. Al anoche-
cer, teníamos cerca por la proa el cabo de
Finisterre, escarpada y sombría montaña de
granito, cuya ceñuda cima pueden ver des-
de muy lejos cuantos atraviesan el Océano.
La corriente en aquellos parajes era terri-
ble, y aunque las máquinas trabajaban con
toda su fuerza avanzábamos poco o nada.
A eso de las ocho de la noche, el viento
se convirtió en huracán, el trueno retumbó
pavorosamente, y la única luz que alumbra-
ba nuestro camino era la de las rojas cule-
brinas expelidas a intervalos de su seno por
las nubes gruesas y negras que rodaban a
poca altura sobre nuestras cabezas. Hacía-
mos los mayores esfuerzos para doblar el
cabo, que a la luz de los relámpagos surgía
a sotavento, iluminado por las frecuentes
3» B O R R O W
exhalaciones que vibraban en torno de su ci-
ma, cuando, de súbito, la máquina se rompió
con un gran crujido, y las palas de que pen-
día nuestra existencia dejaron de funcionar.
No intentaré pintar la escena de horror y
confusión que se produjo; puede ser imagi-
nada, pero no descrita. El capitán — justo
es reconocerlo — desplegó la mayor frialdad
e intrepidez; tanto él como la tripulación
hicieron todo lo imaginable por arreglar la
máquina, y cuando vieron la inutilidad de
sus esfuerzos izaron las velas y realizaron
todas las maniobras posibles para salvar el
barco de una destrucción inminente. Pero
nada aprovechaba; por desgracia, teníamos
la costa a sotavento, y hacia ella nos impe-
lía la rugiente tempestad. Me hallaba yo en
tales instantes cerca del timón y pregunté
al timonel si había alguna esperanza de sal-
var el barco, o al menos nuestras vidas. «La
situación es apurada, señor — me respon-
dió— . Con esta mar los botes zozobrarán en
un minuto; antes de una hora el barco cho-
cará contra el Finisterre, donde el buque de
guerra más fuerte del mundo se haría peda-
zos instantáneamente. Ninguno de nosotros
verá el día de mañana.» De igual modo, el
capitán informó a los demás pasajeros del
peligro que corríamos y les dijo que se pre-
parasen; ordenó luego cerrar las escotillas y
que no se permitiese a nadie permanecer
sobre cubierta; yo seguí en mi puesto, no
LA BIBLIA EN ESPAÑA
ÍOI
obstante, casi ahogado por el agua de las
inmensas olas que rompían contra el barco
por barlovento y lo anegaban. Las pipas de
agua potable se soltaron de sus amarras, y
una de ellas me tiró al suelo y aplastó un
pie al desdichado timonel, cuyo puesto ocu-
pó en el acto el capitán. Estábamos ya cer-
ca de las rocas, cuando los elementos entra-
ron en hórrida convulsión. Los relámpagos
nos envolvían con sus resplandores; los true-
nos retumbaban con el fragor de un millón
de cañones; el Océano parecía vomitar sus
heces más profundas, cuando, en medio de
tal desquiciamiento, el vendaval saltó súbi-
tamente de cuadrante y nos apartó de la
horrible costa aún más de prisa que nos ha-
bía empujado hacia ella.
Los marineros más viejos de a bordo re-
conocieron que nunca se habían librado de
la muerte por modo tan providencial. Des-
de el fondo de mi corazón dije: «Padre nues-
tro, santificado sea tu nombre.»
Al día siguiente estuvimos a punto de
naufragar, porque con la gran marejada
nuestro barco, no destinado para navegar a
la vela, trabajaba mucho y hacía agua. Las
bombas funcionaron sin cesar. También tu-
vimos fuego a bordo, pero se logró sofocar-
lo. Por la tarde, la máquina de vapor quedó
parcialmente arreglada, y el día 1 3 llegamos
a Lisboa, donde en pocos días se terminaron
las reparaciones necesarias.
302 B o E R o W
En Lisboa encontré a mi excelente ami-
go W. 1 bueno y sano. Durante mi ausencia
había trabajado lo posible para fomentar la
venta del libro sagrado en portugués; su
celo y apiicación eran, en verdad, admira-
bles. Por desgracia, las perturbaciones su-
fridas por el país en los seis últimos meses
bebían estorbado sus esfuerzos. Los ánimos
de las gentes estaban tan preocupados con
la política, que no les quedaba apenas tiem-
po para pensar en su salvación. La historia
política de Portugal presenta en estos últi-
mos tiempos un sorprendente paralelo con
la del país vecino. En ambos, la corte y el
partido democrático han luchado por la su-
premacía; en ambos ha triunfado el último,
y dos personas de viso han caído víctimas
del furor popular: Freiré, en Portugal, y
Quesada, en España. Las noticias de este
país, que recibí en Lisboa, eran pésimas.
Las hordas de Gómez devastaban Andalu-
cía, que yo estaba a punto de visitar de paso
para Madrid; los carlistas habían saqueado
a Córdoba, y ocupádola tres días, abando-
nándola después. Me dijeron que si persis-
tía en entrar en España por donde me ha-
bía propuesto, caería probablemente en ma«
nos de los facciosos en Sevilla. No me arre-
dré, a pesar de todo, con plena conñanza
* Era un comerciante, John Wilby, represen-
tante de la Sociedad Bíblica (Knapp).
LA BIBLIA EN ESPAÑA
305
en que el Señor me abriría camino hasta
Madrid.
Reparadas las averías del barco, subimos
de nuevo a bordo, y en dos días llegamos
sin novedad a Cádiz. Reinaba en la ciudad
gran confusión. Decíase que por los alrede-
dores campaban numerosas partidas carlis-
tas. Era de temer un ataque y acababa de
proclamarse en la ciudad el estado de sitio.
Me alojé en el hotel Francés, en la calle de
fa Niveña^ ^ y me dieron para dormir una
especie de desván o guardilla^ pues la casa,
famosa por su excelente táble d'hóte^ estaba
llena de huéspedes. Me vestí y salí a dar una
vuelta por la ciudad. Entré en varios cafés;
el ruido de las conversaciones era en todos
ensordecedor. En uno de ellos, seis orado-
res nada menos hablaban al mismo tiempo;
el tema era la situación del país y las pro-
babilidades de una intervención franco-in-
glesa. De pronto, el orador a quien yo es-
cuchaba, me pidió mi opinión por ser ex-
tranjero y, al parecer, recién llegado. Con-
testé que no podía aventurarme a adivinar
los planes de aquellos Gobiernos en tales
circunstancias; pero que, en mi opinión, no
sería malo que los españoles se esforzasen
algo más por su parte y llamasen menos a
Júpiter en su ayuda. Como no tenía ganas
* Se alojó en la Posada Francesa, en la calle
de San Francisco y de la Nevería, hoy Hotel de
París (Knapp).
304 B O R K O W
de hablar de política me fui en seguida del
café, en busca de los barrios donde vive
principalmente la clase baja.
Entré en conversación con varios indivi-
duos; pero a todos los encontré muy igno-
rantes; ninguno sabía leer ni escribir, y sus
ideas religiosas no eran nada satisfactorias;
los más profesaban un indiferentismo com-
pleto. Fui después a una librería, e hice al-
gunas preguntas acerca de la demanda de
libros de literatura; dijéronme que era muy
escasa. Mostré un ejemplar de una edición
londinense del Nuevo Testamento en espa-
ñol, y pregunté al librero si, en su opinión,
un libro de tal especie tendría venta en Cá-
diz; respondió que el papel y la impresión
eran magníficos; pero que era un libro nada
buscado y muy poco conocido. No prose-
guí mis averiguaciones en otras librerías,
pensando que, probablemente, ningún libre-
ro me daría buenos informes de una publi-
cación en que no estaba interesado. Ade-
más, yo sólo tenía dos o tres ejemplares del
Nuevo Testamento, y no hubiera podido
servir ningún pedido, aunque me lo hubie-
sen hecho.
El día 24, muy temprano, me embarqué
para Sevilla en el vaporcito español Betis.
La mañina era húmeda, y la densa niebla
que envolvía el paisaje me impidió observar
aquellos contornos. A las seis leguas de re-
corrido llegamos a la punta Noreste de la
LA BIBLIA EN ESPAÑA
305
bahía de Cádiz y pasamos junto a Sanlú-
car, ciudad antigua, próxima a la desembo*
dura del Guadalquivir. De pronto la niebla
se deshizo, y el sol de España fulguró ra-
diante, animándolo todo, y en especial a
mí, que yacía sobre cubi rta en lánguido y
melancólico estupor. Entramos en «El gran
río», que tal es la traducción de Wady al
Kebir^ nombre dado por los moros al anti-
guo Betis. Anclamos durante unos minutos
en Bonanza, pueblecito situado en la termi-
nación del primer brazo del río; tomamos
varios pasajeros y continuamos el viaje. El
Guadalquivir no ofrece nada de gran interés
a los ojos del viajero: las márgenes son ba-
jas, sin árboles; el país adyacente, raso; sólo
a gran distancia se columbra la cadena azul
de unas sierras altas. El agua es turbia y
fangosa, muy parecida por el color a la de
un cenagal. La anchura media del cauce es
de 150 a 200 varas. Pero es in posible via-
jar por este río sin recordar que por él na-
vegaron romanos, vándalos y árabes, y que
ha presenciado sucesos de universal reso-
nancia, cantados en poesías inmortales. Fuí
repitiendo versos latinos y fragmentos de
romances viejos españoles hasta que llega-
mos a Sevilla, a eso de las nueve de una
hermosa noche de luna.
Sevilla encierra noventa mil habitantes, y
está situada en la orilla oriental del Guadal-
quivir, a unas diez y ocho leguas de la des-
506 B O R K O W
embocadura; la cercan elevadas murallas
moriscas bien conservadas, y tan sólidamen-
te construidas, que probablemente desafia-
rán aún por muchos siglos las injurias del
tiecnpo. Los edificios más notables son la ca-
tedral y el Alcázar, o palacio de los reyes
moros. La torre de la catedral, llameada La
Giralda, pertenece a la época de los moros,
y formó parte de la gran mezquita de Sevi-
lla; se calcula su altura en unos ciento quin-
ce metros, y se sube hasta el remate, no
por escalera, sino por una rampa abovedada
a manera de plano inclinado. La rampa es
muy poco empinada, de suerte que puede
subirse por ella a caballo, proeza cumplida,
según dicen, por Fernando VIL Desde lo
alto de la torre se descubre una vista muy
extensa, y en días claros se columbra la Sie-
rra de Ronda, aunque dista más de veinte
leguas. La catedral, insigne monumento gó-
tico, pasa por ser el más hermoso de su gé-
nero en España. En las capillas dedicadas a
diferentes santos están algunos de los cua-
dros más espléndidos que el arte español ha
producido; la catedral de Sevilla es ahora
más rica en pinturas de primer orden que
nunca lo fué, porque han llevado a ella mu-
chos lienzos de los conventos suprimidos,
especialmente de Capuchinos y San Fran-
cisco.
Todo el que visite Sevilla debe dedicar
especial atención al Alcázar, espléndido
LA BIBLIA EN ESPAÑA jo;
ejemplar de la arquitectura mora. Contiene
muchos salones magníficos, especialmente
el llamado de Embajadores, superior en to-
dos aspectos al del mismo nombre de la
Alhambra de Granada. Este palacio fue la
residencia favorita de Pedro el Cruel, quien
lo restauró con cuidado sin alterar su carác-
ter ni disposición moriscos. Probablemente
permanece en un estado poco distinto del
que tenía a la muerte de aquel rey.
En la orilla derecha del río se halla Tria-
na, importante arrabal que se comunica con
Sevilla por un puente de barcas, porque a
causa de las violentas inundaciones a que
está sujeto el río no hay puente permanen-
te sobre el Guadalquivir. En el arrabal vive la
hez de la población, y abundan los gitanos.
Como a legua y media hacia el Noroeste se
encuentra el pueblo de Santiponce; a los
pies y en la ladera de una colina que hay
más arriba, se ven las ruinas de la antigua
Itálica, cuna de Silio Itálico y de Trajano,
de quien el barrio de Triana deriva su
nombre.
Una hermosa mañana me encaminé allá,
y después de subir a la colina dirigí mis pa-
sos hacia el Norte. No tardé en llegar a los
que en otro tiempo fueron los baños, y an-
dando un poco más al anfiteatro, enclavado
entre las suaves laderas de una especie de
hondonada. El anfiteatro es, con mucho, la
reliquia más importante dd Itálica; es de for*
308 B O B R O W
ma oval, y tiene sendas puertas de entrada
al Este y al Oeste.
Vense por todas partes restos de la gra-
dería de piedra gastada por el tiempo, des-
de la que millares de seres humanos con-
templaban antaño la arena donde los gladia-
dores clamaban y los leones y leopardos ru-
gían; todo alrededor, debajo de la gradería,
hay una excavación abovedada desde la que,
por diversas puertas, los hombres y las fie-
ras se lanzaban al combate. Muchas horas
pasé en sitio tan singular, abriéndome paso
a través de las hierbas y arbustos silvestres
para llegar a Jas cavernas, albergue ahora de
víboras y otros reptiles, cuyos silbidos oí.
Satisfecha mi curiosidad, dejé las ruinas,
y volviendo por otro camino llegué a un si-
tio donde yacía un caballo muerto medio
devorado; sobre él se posaba un buitre enor-
me de ojos brillantes, que, al acercarme, alzó
pausadamente el vuelo y fué a posarse en la
puerta oriental del anfiteatro, donde lanzó
un grito ronco, como de cólera, por haberle
interrumpido el festín de carroña.
Gómez no había atacado aún a Sevilla;
cuando yo llegué decíase que andaba por los
alrededores de Ronda. La ciudad estaba so-
bre las armas; tapiáronse varias puertas, se
abrieron trincheras, se levantaron reductos;
pero estoy convencido de que la ciudad no
hubiera resistido seis horas un ataque vigo-
roso. Gómez había mostrado ser un hombre
LA BIBLIA EN ESPAÑA
309
de lo más extraordinario; con su pequeño
ejército de aragoneses y vascos dio, en las
últimos cuatro meses, la vuelta a España.
Muchas veces se vio rodeado por fuerzas tri-
ples en número que las suyas y en lugares
donde se tenía por imposible que pud ese
escapar; pero siempre había chasqueado a
sus enemigos, de los que parecía reírse. La
Prensa de Sevilla publicaba continuamente
noticias absurdas de victorias ganadas con-
tra Gómez; entre otras cosas se dijo que su
ejército había sido exterminado, muerto el
mismo Gómez, y que mil doscientos prisio-
neros estaban en camino de Sevilla. Yo vi
a los prisioneros: en lugar de mil doscientos
desesperados, vi pasar una veintena de mi-
serables, aspeados, harapientos, muchos de
ellos mozalbetes de catorce a diez y seis
años. Eran, evidentemente, merodeadores
que, no pudiendo seguir al ejército, se ha-
bían dejado coger desperdigados por mon-
tes y llanos. Luego se supo que no se había
dado batalla alguna contra Gómez, y que su
muerte era una fantasía. El gran defecto de
Gómez era no saber aprovecharse de las cir-
cuntancias; después de derrotar a López
pudo haber marchado sobre Madrid y pro-
clamar allí a don Carlos; después del sa-
queo de Córdoba pudo haberse apoderado
de Sevilla.
Había en Sevilla varias librerías, en dos
de las cuales encontré ejemplares del Nuevo
3IO B O R R O W
Testamento en español, traídos de Gibraltar
dos años antes, habiéndose vendido en ese
lapso de tiempo seis ejemplares en una de
las librerías, y cuatro en la otra. En mis pa-
seos por la ciudad y sus cercanías me acom-
pañaba generalmente un genovés de edad
provecta que desempeñaba en la Posada del
Turco, donde yo vivía, algo así como las
funciones de valet de place. Al saber que yo
me proponía imprimir en Madrid el Nuevo
Testamento, díjome que en Andalucía po-
dría colocarse buen número de ejemplares.
«Conozco el comercio de libros — conti-
nuó— . En otros tiempos tuve en Sevilla una
pequeña librería. En un viaje que hice a Gi-
braltar adquirí varios ejemplares de la Es-
critura, y aunque parte de ellos me los con-
fiscaron los empleados de la Aduana, pude
vender los otros a buen precio y me quedó
una ganancia considerable.»
Volvía yo de cierta excursión por el cam-
po, una gloriosa y radiante mañana del in-
vierno andaluz, y me dirigía a la posada,
cuando al pasar junto al portal de una ca-
sona lóbrega, cerca de la puerta de Jerez,
dos individuos, vestidos con zamarras^ sa-
lieron de la casa a la calle; ya iban a cruzar-
se conmigo, pero uno de ellos, mirándome
a la cara, retrocedió vivamente, y en un
francés purísimo y armonioso exclamó:
«¿Qué es lo que veo? Si mis ojos no me en-
gañan es él; sí, el mismo a quien vi por vez
LA BIBLIA EN ESPAÑA 311
primera en Bayona, y mucho tiempo des-
pués bajo los muros de ladrillo de Novogo-
rod; luego junto al Bosforo, y más tarde
en... en... Mi querido y respetable amigo:
¿dónde tuve yo la fortuna de ver úitimamen*
te su inolvidable y singular fisonomía?»
Yo. Fué en el Sur de Irlanda, si no me
engaño. Allí le presenté a usted al brujo que
domaba potros con sólo murmularles unas
palabras al oído. Pero ¿qué le trae a usted
por Andalucía? Aquí es donde menos podía
yo esperar encontrarle a usted.
El barón Taylor. Y¿por qué razón, mi res-
petable amigo? ¿No es España la tierra del
arte? Y dentro de España, ¿no es Andalucía
la región donde el arte ha producido sus mo-
numentos más bellos e inspirados? Ya me
conoce usted lo bastante para saber que mi
pasión son las artes, y que no concibo pla-
cer más elevado que el de contemplar con
arrobamiento un hermoso cuadro. Venga
usted conmigo, puesto que usted tiene tam-
bién un alma noble y sensible capaz de apre-
ciar lo bello; venga usted conmigo y le en-
señaré un cuadro de Murillo que... Pero an-
tes permítame usted que le presente a un
compatriota suyo. Querido señor W. — dijo
volviéndose a su compañero, un caballero
inglés que, como toda su familia, me colmó
más adelante de infinitas atenciones y obse-
quios en mis diversos viajes a Sevilla — : per-
mítame usted que le presente a mi amigo
3t2 B o R R o W
más querido y respetado, hombre que cono-
ce las costumbres de los gitanos mejor que
el Chef des Bohémiens á Triana^ consumado
caballista, y que, lo digo en honor suyo,
maneja el martillo y las tenazas, y hierra un
caballo como el mejor herrero de la Alpu-
jarra. ^
En el curso de mis viajes he adquirido
muchas amistades y relaciones; pero ningu-
na tan interesante como la del barón Taylor;
por nadie siento yo consideración ni estima
más altas. A sus relevantes prendas perso-
nales y a sus cultivados talentos, reúne un
corazón de tan rara bondad que continua-
mente le induce a buscar las ocasiones de
hacer bien a sus semejantes y de contribuir
a su felicidad; acaso no existe quien conoz-
ca mejor que él la vida y el mundo en sus
múltiples aspectos. Sus hábitos y modales
son de la más exquisita elegancia y fina cor-
tesía; pero su condición es tan flexible que
* El amigo del barón Taylor era John Wethe-
rell, hijo de un famoso curtidor de pieles de igual
nombre. En 1874 el gobierno español indujo a
John Wetherell a establecer en Sevilla una manu-
factura de curtidos finos, concediéndole para su
instalación el convento de Jesuítas y una exten-
sión de terreno; le aseguró además ciertos privi-
legios y contratas para el ejército. Wetherell llevó
a Sevilla máquinas y obreros ingleses; pero la em-
presa se hundió porque el gobierno no pagó las
contratas y retiró la protección ofrecida. Wethe-
rell murió arruinado. (Knapp).
LA BIBLIA EN ESPAÑA 513
se acomoda de buen grado a todo genero
de compañía, por lo que es acogido donde-
quiera con predilección. Hay un misterio en
su vida que aumenta en no pequeño grado
la impresión que sus méritos personales pro-
ducen en todas partes.
Nadie puede decir, con positivo funda-
mento, quién es el barón Taylor; se sosurra
que es un retoño de sangre real; y ^iquién
puede, en efecto, contemplar por un mo-
mento su graciosa figura, su rostro inteli-
gente y de líneas tan características, sus
ojos grandes y expresivos, sin convencerse
de que no es un hombre vulgar ni de vul-
gar linaje? Aunque por su talento y elocuen-
cia hubiera podido alcanzar rápidamente una
elevada posición en el Estado, se ha conten-
tado hasta ahora, quizás sabiamente, con
una relativa obscuridad, dedicándose por
modo principal al estudio de las artes y de
la literatura, de las que es liberal protector.
Con todo, la ilustre casa a que, según se
dice, pertenece, le ha mandado con misiones
importantes y delicadas a diferentes países,
y en todas ha visto sus esfuerzos coronados
por el buen éxito más completo. Cuando yo
le encontré en Sevilla estaba coleccionando
obras maestras de pintura española para
adornar los salones de las Tullerías.
El barón Taylor ha visitado la mayor par-
te del globo, y es cosa notable que siempre
estamos encontrándonos en los lugares más
314 B O R R O W
imprevistos y en circunstancias singulares.
Dondequiera que me encuentra, sea en la
cal'e o en el desierto, sea en un salón bri-
llante o entre las haimas de los beduinos,
sea en Novogorod o en Stambul, exclama,
alzando los brazos: «/O «>// ¡Otra vez tengo
la fortuna de ver a mi querido y respetabi-
lísimo amigo Borrow!»
CAPÍTULO XVI
Silida para Córdoba.— Carmona.— Las colonias
alemanas.— El idioma.— Un caballo haragán.—
El recibimiento nocturno.— El posadero carlis-
ta.—Buen consejo.— Gómez.— El genovés viejo.
Las dos opiniones.
Después de estar unos quince días en Se-
villa salí para Córdoba. Hacía ya algún tiem-
po que no circulaba la diligencia, debido al
turbulento estado de la provincia. No tuve,
pues, más remedio que hacer el viaje a caba-
llo. Tomé dos en alquiler y ajusté al geno-
vés viejo, de quien ya he hablado, para que
me acompañase hasta Córdoba y se volviera
después con las cabalgaduras. Aunque es-
tábamos en pleno invierno, el tiempo era des-
pejado, los días soleados y radiantes, si bien
por las noches se dejaba sentir el frío. Pasa-
mos por Alcalá, ciudad pequeña, famosa
por las ruinas de un inmenso castillo moro,
que desde lo alto de una colina rocosa do-
mina un río pintoresco. La primera noche
dormimos en Carmona, otra ciudad mora, a
siete leguas de Sevilla. Muy de mañana mon-
316 BOBEO W
tamos de nuevo y partimos. Acaso no haya
en toda España un monumento de los an-
tiguos moros tan hermoso como el lado
oriental de esta ciudad de Carmona, sita en
la cima de un alto cerro, mirando a una ex-
tensa vega^ inculta leguas y leguas, donde
sólo se crían jaras y carrasco. Por aquella
parte se levantan unas sombrías murallas,
muy altas, con torres cuadradas a muy cor-
tos intervalos, y de tan sólida estructura que
parecen desafiar las injurias del tiempo y de
los hombres. En la época de los moros esta
ciudad era considerada como la llave de Se-
villa, y no se sometió a las armas cristianas
sin sufrir un largo y desesperado asedio; la
toma de Sevilla siguió poco después. La
vega, en que a la sazón entrábamos, forma
parte del gran despoblado de Andalucía, an-
taño risueño jardín, transformado en lo que
ahora es desde que por la expulsión de los
moros de España fué sangrada esta tierra de
la mayor parte de su población. Desde aquí
hasta Sierra Morena, que separa la Mancha
y Andalucía, las ciudades y pueblos son es-
casos, muy apartados unos de otros, y aun
algunos de ellos datan sólo de mediados del
pasado siglo, cuando un ministro español
intentó poblar este desierto con hijos de un
país extranjero.
A eso de mediodía llegamos a un sitio lla-
mado Moncloa, donde hay una venta y un
edificio de aspecto desolado con cierta apa-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 317
rienda de chateau; una palmera solitaria
yergue su cabeza por encima del muro ex-
terior. Entramos en la veuta^ atamos los ca-
ballos al pesebre, y después de mandar que
los echaran un pienso fuimos a sentarnos a
la lumbre. El ventero y su mujer vinieron
también a sentarse a nuestro lado. «Esta
gente es muy mala — me dijo el viejo ge-
novés en italiano — ; como la casa, nido de
ladrones; algunas muertes se han cometido
en ella, si es verdad todo lo que se cuenta».
Miré con atención a los venteros: eran jóve-
nes; el marido representaba veinticinco
años; era un patán de corta estatura, muy
recio, sin duda alguna de prodigiosa fuerza;
tenía correctas facciones, pero de expresión
sombría, y en sus ojos brillaba un fuego ma-
ligno. Su mujer se le asemejaba un poco,
pero su semblante era más abierto y parecía
de mejor humor; lo que más me chocó en
la ventera fué el color de sa pelo, castaño
claro, y su tez, blanca y sonrosada, tan di-
ferentes del pelo negro y atezado rostro
que en general distinguen a los naturales de
la provincia. «;Es usted andaluza? — pregunté
a la ventera — . Casi estoy por decir que me
parece usted alemana».
La ventera. No se equivocaría mucho
su merced. Es verdad que soy española,
pues en España he nacido; pero también es
verdad que soy de sangre alemana, puesto
que mis abuelos vinieron de Alemania, así
3i8 B O R R O W
como la de este caballero, mi señor y ma-
rido.
Yo. ¿Y cómo fué venir sus abuelos de
usted a este país?
La ventera. ^No ha oído nunca su mer-
ced hablar de las colonias alemanas? Hay
bastantes por estas partes. En tiempos an-
tiguos el país estaba casi desierto, y era
muy peligroso viajar por él, debido a los
muchos ladrones. Hará cien años, un señor
muy poderoso envió mensajeros a Alema-
nia para decir a la gente de allá que estas
tierras tan buenas estaban sin cultivo por
falta de brazos, y prometiendo a cada labra-
dor que quisiera venir a labrarlas una casa y
una yunta de bueyes, con lo necesario para
vivir un año. De resultas de esta invitación
muchas familias pobres de Alemania vinie-
ron a establecerse en ciertos pueblos y ciu-
dades prevenidos para el caí o, que aun lle-
van el nombre de Colonias Alemanas,
Yo, ^Cuantas habrá?
La ventera. Varias. Unas por este lado
de Córdoba y otras al otro. La más próxi
ma es Luisiana, que está de aquí dos leguas
de allá venimos mi marido y yo. La siguien
te es Carlota, a unas diez leguas de distan
cia; esas son las dos únicas que yo he visto;
pero hay otras más lejos, y algunas, según
he oído decir, están en el riñon de la sierra.
Yo. ^Hablan todavía los colonos el idio-
ma de sus antepasados?
LA BIBLIA EN ESPAÑA 319
La ventera. Sólo hablamos español, o
más bien andaluz. Verdad que algunos, muy
viejos, saben unas pocas palabras de alemán
aprendidas de sus padres, nacidos en aquella
tierra; pero la última persona de la colonia
capaz de entender una conversación en ale-
mán fué la tía de mi madre, porque vino
aquí de muy joven. Siendo yo una chica, re-
cuerdo haberla oído hablar con un viajero,
compatriota suyo, en una lengua que me di-
jeron era el alemán; se entendían, pero la
vieja confesaba que se le habían olvidado
muchas palabras; ya hace años que se ha
muerto.
Yo ^De qué religión son los colonos?
La vertiera. Son cristianos, como los es-
pañoles, como antes lo fueron sus padres.
Por cierto he oído decir que venían de unas
partes de Alemania donde la religión se
practica mucho más que en la misma España.
Yo. Los alemanes son el pueblo más
honrado de la tierra, y como ustedes son
sus legítimos descendientes claro está que
los robos serán aquí desconocidos.
La ventera me echó una rápida mirada,
miró después a su marido y sonrió; el ven-
tero, que hasta entonces había estado fu-
mando sin proferir palabra, aunque con
semblante singularmente adusto y descon-
tento, arrojó la punta del cigarro a la lum-
bre, se puso en pie y, murmurando: ¡Dista-
ratel ¡conversación!^ se marchó.
320 B o R R o W
«Ha ido usted a poner el dedo en la llaga,
signare — dijo el geno vés cuando ya había-
mos dejado atrás Moncloa — . Si fueran gen-
te honrada no podrían tener esa venta. Yo
no sé cómo serían los colonos cuando llega-
ron aquí; pero lo que es ahora, sus costum-
bres no son ni pizca mejores que las de los
andaluces, y acaso sean algo peores, si es
que hay entre ellos alguna diferencia».
A los tres días de salir de Sevilla, ya cer-
ca de anochecer, llegamos a la Cuesta del Es-
pinaly a unas dos leguas de Córboba, desde
donde pudimos columbrar los muros de la
ciudad, bañados por los últimos rayos del
sol poniente. Como aquellos contornos es-
taban, según me dijo el guía, infestados de
bandidos, hicimos lo posible por llegar a la
población antes de cerrar la noche. No lo
conseguimos, empero, y antes de recorrer
la mitad de la distancia nos envolvieron
densas tinieblas. La ruindad de los caballos
nos había retrasado considerablemente du-
rante el viaje; sobre todo, el ca Dallo de mi
guía era insensible al látigo y a la espuela;
además, el genovés no era jinete, y acabó
por confesar que hacía treinta años no mon-
taba a caballo. Los caballos conocen en se-
guida las facultades de quien los monta, y el
del genovés resolvió aprovecharse de la ti-
midez y debilidad del pobre viejo. Pero casi
todo tiene remedio en este mundo. Cansa-
do de andar a paso de tortuga, até las rien-
LA BIBLIA EN ESPAÑA
321
das del caballo remolón a la grupa del mío,
y sin escatimar espolazos ni palos le obligué
a salir al trote o cosa así, y el otro no tuvo
más remedio que aligerar los remos. Por
dos veces intentó arrojarse al suelo, con
gran espanto de su anciano jinete, que me
suplicaba una y otra vez que hiciese alto y
le permitiera apearse; pero yo, sin hacerle
caso, continué dando espolazos y palos con
infatigable energía y tan buen éxito que en
menos de media hora vimos unas luces muy
cerca de nosotros, y al instante llegamos a
un río, cruzamos un puente, encontrándonos
a la puerta de Córdoba sin habernos roto la
nuca ni haberse perniquebrado los caballos.
Atravesamos toda la ciudad para llegar a
la posada; las calles estaban oscuras y casi
desiertas, h^. posada era un vasto edificio, de
cuyas ventanas, bien defendidas con rejas^
no se escapaba el menor rayo de luz; el si-
lencio de la muerte parecía envolver no sólo
la casa, sino la calle entera. Largo rato gol-
peamos la puerta sin obtener contestación;
entonces comenzamos a llamar a voces. Al
cabo alguien nos preguntó desde dentro lo
que queríamos. «Abra usted la puerta y lo
verá», respondí. «No haré tal — replicó el
de dentro — hasta no saber quiénes son us-
tedes». «Somos viajeros de Sevilla». «^Son
ustedes viajeros? ^Por qué no lo han dicho
antes? No estoy aquí de portero para dejar
a los viajeros en la calle, ¡yesús^ María! Ni
322 B O R R O W
hay tantos en la casa que no podamos admi-
tir alguno más. Entre, caballero, y sean bien-
venidos usted y su compañía.»
Abrió la puerta, dándonos entrada a un
espacioso patio; en seguida afianzó nueva-
mente la puerta con cerrojos y trancas. «¿Por
qué toma usted tantas precauciones? — le
pregunté — . ¿'Teme usted que los carlistas
le hagan una visita?» «Los carlistas no nos
dan miedo — respondió el portero — . Ya
han estado aquí y no nos han hecho daño
alguno. A quien tememos es a ciertos pica-
ros de esta ciudad, que están reñidos con el
amo, y le asesinarían con toda su familia si
se les presentase ocasión.»
Iba yo a preguntar la razón de esta ene-
miga, cuando un hombre corpulento bajó
corriendo, con una luz en la mano, la esca-
lera de piedra que conducía al interior de la
casa. Dos o tres mujeres también con luces,
le seguían. Detúvose en el último escalón, y
exclamó: «^Quién ha venido?» Luego ade-
lan ó la lámpara hasta que la luz me dió de
lleno en el rostro.
«///(9/í2/ — exclamó — . jEs usted? ¡Quién
iba a pensar — dijo volviéndose a la mujer
que estaba a su lado, tan recia como él, de
atezado rostro, y próximamente de su mis-
ma edad, rayana, al parecer, en los cincuen-
ta— que en el preciso momento de suspirar
por un huésped se detendría a nuestras
puertas un inglés ; porque a un inglés le re-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 323
conozco yo a una milla de distancia, hasta en
la obscuridad. Juanito — gritó al portero —
esta noche no abras la puerta a nadie más
sea quien sea. Si los nacionales vienen a al
borotar, diles que está aquí el hijo de Be
lington dispuesto a caer sobre ellos espada
en mano si no se retiran, y si llegan más
viajeros, cosa que no es de esperar, porque
desde hace más de un mes no ha venido
ninguno, les dices que no hay cuartos porque
los ocupa todos un caballero inglés y su
acompañamiento.»
Descubrí sin tardanza que mi amigo el
posadero era un insigne carlista. No había yo
concluido de cenar — mientras él y toda su
familia, alrededor de la mesita a que me sen-
té, observaban mis movimientos, sobre todo
la manera de usar el cuchillo y el tenedor y
de llevarme los manjares a la boca — cuando
se puso a hablarme de política. «Yo no soy
de un partido determinado, don Jorge —
dijo, pues me había preguntado mi nombre
con el fin de darme el tratamiento debido — ;
yo no soy de un partido determinado, y no
estoy por el rey Carlos ni por la chica Isa-
bel; sin embargo, llevo en este maldito pue-
blo Cristina una vida de perro, y hace mucho
tiempo que me habría marchado si no fuese
porque he nacido aquí y porque no sé adon-
de ir. Desde que empezaron estos desórde-
nes, me da miedo salir a Ja calle, porque en
cuanto la canaille de Córdoba me ve doblar
324 B O R R O W
una esquina, empiezan a gritar: «¡A ése, al
carlista!», y corren detrás de mí vociferando
y me amenazan con piedras y palos; de ma-
nera que, si no me pongo en salvo metién-
dome en casa, empresa difícil con mis diez
y pico arrobas, puedo perder la vida en la
calle, y esto, lo reconocerá usted don Jorge^
no es ni agradable ni decente. Ese mozo que
ve usted ahí — continuó, señalando a un jo-
ven moreno que estaba detrás de mi silla,
empleado en servirme — es mi cuarto hijo;
está casado, y no vive con nosotros, sino
cien varas más abajo en esta calle. Le hemos
llamado de prisa y corriendo para servir a su
merced, como es su obügación; pues bien:
ha estado a punto de perecer en el camino.
Antes de marcharse tendrá que escudriñar
la calle para ver si hay moros en la costa, y
entonces irse volando a su casa. ¡Carlistas!
;De dónde sacan que mi familia y yo somos
carlistas? Cierto que mi hijo mayor era frai-
le, y cuando la supresión de los conventos
se refugió en las filas realistas, y en ellas ha
estado peleando más de tres años. ¿Podía yo
evitarlo? Tampoco tengo yo la culpa de que
mi segundo hijo se alistara con Gómez y los
realistas cuando entraron en Córdoba. jDíos
le proteja! Pero yo no le mandé alistarse.
Tan lejos estoy de ser carlista, que gracias a
mí ese mozo que está presente no se marchó
con su hermano, aunque tenía muy buenas
^aias de hacerlo, porque es valiente y buen
LA BIBLIA EN ESPAÑA 325
cristiano. Quédate en casa— le dije — , por-
que ¿cómo me voy a arreglar si os vais to-
dos? ¿Quién va a servir a los huésoedes, si
Dios quiere enviarnos alguno? Quédate por
lo menos hasta que tu hermano, mi hijo ter-
cero, vuelva; porque ha de saberse, y para
vergüenza mía lo digo, don Jorge, que yo
tencro un hijo sargento en el ejército cristi-
no, muy en contra de la inclinación personal
del pobre muchacho, que no gusta de la vida
militar; años llevo solicitando su licencia, y
he llegado a aconsejarle que se haga una
mutilación para que le libren en seguida. Así
que le dije a éste: quédate en casa, hijo mío,
hasta que tú hermano venga a ocupar tu
puesto y no se nos coma el pan un extraño,
que además podría venderme y hacerme
traición; de modo que, como usted ve, don
Jorge, mi hijo se quedó en casa a petición
mía, y aun me llaman carlista.»
— ¿Cómo se portaron Gómez y sus parti-
das cuando estuvieron en Córdoba? Porque
usted habrá visto, claro es, todo lo sucedido.
— ¡Admirablemente bien! Lo que yo qui-
siera es que aun estuviesen aquí. Como ya le
he dicho a usted, don Jorge, yo no soy de
ningún partido; pero confieso que nunca en
mi vida he sentido placer mayor que cuando
se ncs entraron por las puertas. ¡Entonces
había que ver a esos perros de nacionales
correr por las calles para ponerse en salvo!
jl-Iabía que verlo, don Jorge! ¡Los que me
3t6 B O R R O W
encontraban a la vuelta de una esquina se
olvidaban de gritar: ¡Hola^ carlista^ y de sus
amenazas de apalearme. Algunos saltaron
las murallas y huyeron no se sabe adonde;
otros se refugiaron en la casa de la Inquisi-
ción, que tenían fortificada, y se encerraron
en ella. Ha de saber usted, don Jorge^ que
todos los jefes carlistas: Gómez, Cabrera y
el Serrador, se alojaron en esta casa; y
ocurrió que, estando yo de conversación
con Gómez en este mismo cuarto donde
estamos ahora, entró Cabrera hecho una
íuna; Cabrera es menudo de cuerpo, pero
tan vivo y valiente como un gato mon-
tes. «Esa canaille — dijo al entrar — de la
casa de la Inquisición no quiere rendirse; si
me da usted .a orden, general, escalo la casa
con mi gente y paso a cuchillo a los que es-
tán dentro.» Pero Gómez dijo: «No; debe-
mos ahorrar sangre siempre que sea posible.
Que les disparen unes cuantos tiros de fusil,
y eso bastará.» Así fué, en efecto, don Jor-
ge^ porque a las pocas descargas su corazón
desfalleció y se rindieren a discreción; des
pues de cesarmarks, se les permitió volver
a sus casas Pero en cuanto se fueron los
carlistas, todos esos individuos volvieron a
ser tan valientes como antes, y de nuevo, en
cuanto me ven doblar una esquina, me gri-
tan: ¡Hola, carlista! Para guardarse de ellos,
mi hijo, ahora que ya ha terminado de ser-
vir a su merced, tendrá que ir desde aquí a
LA BIBLIA EN ESPAÑA 327
SU casa volando como una perdiz, no sea que
se los encuentre en la calle y le cosan a pu-
ñaladas. >
— Usted que ha visto a Gómez, dígame:
^qué clase de hombre es?
— Es de estatura regular, grave y som-
brío. El más notable de todos por su aspec-
to es el Serrador, especie de gigante, tan
alto, que cuando entraba por la puerta del
po tal siempre daba con la cabeza en el din-
tel. El que menos me gusta es Palillos, ban-
dido feroz y tétrico, a quien conocí de pos-
tillón. En otro tiempo vena muchas veces
a mi casa; ahora es capitán de los ladrones
de la Mancha, pues aunque se intitula rea-
lista, es un bando ero, ni más ni menos. Es
una deshonra para la causa que se permita a
tales hombres mezcla se con la gente honra-
da. Yo le od o, doit Jorge; debido a él, vie-
nen a mi casa tan poces parroquianos. Los
viajeros temen ahora atravesar la Mancha,
no sea que caigan en su poder. ¡Así le ahor-
quen, don yorge^ sean los cristinos o los
realistas; lo mismo me da!
— Cuando llegué conoció usted al mo-
mento que era inglés. ^Es que vienen a Cór-
doba muchos compatr otas mios.^
— ¡Toma! — resp ndió ti posidero — , son
mis mejore- parroquianos; he tenido en casa
ingleses de todas categorías, desde el hijo de
Be lington hasta un médico joven que curó a
esta chica y hija mía, del dolor de oídos.
328 B O R R O W
¿Cómo no he de reconocer a un inglés? Con
Gómez vinieron dos que servían como vo-
luntaiños. j Vaya, gué gente! ¡Qué magníficos
caballos montaban, y cómo desparramaban
el orol Venía con ellos un portugués muy
noble, pero pobrísimo, un miguelista; según
me dijeron, los dos ingleses le sostenían por
devoción a la causa realista. El portugués
estaba siempre cantando:
El rey chegou, el rey chegou,
E en Belem desembarcou.
Fueron unos días magníficos, don yorge.
Y entre paréntesis, se me ha olvidado pre-
guntar de qué partido es su merced.
A la siguiente mañana, cuando estaba vis-
tiéndome, el viejo genovés entró en mi cuar-
to:— Signore — me dijo — , vengo a decirle
adiós. Ahora mismo me vuelvo a Sevilla con
los caballos.
— ¿Por qué tanta prisa.^ — respondí — . Me-
jor sería que se quedase usted aquí hasta
mañana; usted y los caballos necesitan re-
poso. Descanse usted hoy, y yo pagaré el
gasto.
— Gracias, signare; pero me voy inmedia-
tamente; no puedo quedarme en esta casa.
— ¿Qué le ocurre a la casa.^ — pregunté.
— De la casa nada tengo que decir — re-
plicó el genovés — ; de quien me quejo es de
sus dueños. Hace cosa de una hora bajé a
desayunarme, y me encontré en la cocina al
LA BIBLIA EN ESPAÑA 329
posadero y a toda su familia. Bueno: me
senté y pedí un chocolate, que me trajeron;
pero, antes de tomármelo, el posadero em-
pezó a hablar de política. Al principio me
dijo que no estaba con ninguno de los dos
bandos; pero es tan furibundo carlista como
el mismo Carlos V, porque, en cuanto se
enteró de que yo soy del bando contrario,
me echó unas miradas de bestia salvaje. Ha
de saber usted, signore, que, en tiempos de
lá anterior Constitución, tuve yo un café en
Sevilla, al que concurrían los liberales más
notorios, y fué causa de mi ruina, pues
como admirador de sus opiniones, abrí a
mis parroquianos el crédito que se les anto-
jó, lo mismo en café que en licores, y, de
esta suerte, al tiempo de ser derrocada la
Constitución y restaurado el despotismo ya
les había fiado cuanto tenía. Es posible que
muchos de ellos me hubiesen pagado, por-
que no creo que abrigasen malas intencio-
nes contra mí; pero llegó la persecución, los
liberales se dieron a la fuga, y, cosa bastan-
te natural, pensaron en su propia seguridad
más que en pagarme los cafés y los licores;
a pesar de eso, soy partidario de sus ideas,
y nunca vacilo en proclamarlo así. En cuan-
to el posadero, como ya he dicho a su mer-
ced, se enteró de mis opiniones, me miró
como una fiera y «Salga usted de mi casa
— exclamó — ; no quiero espías en ella»; aña-
diendo algunas expresiones irrespetuosas
33© B O R R O W
para la joven reina Isabel y para Cristina, a
quien considero compatriota mía, a pesar de
ser napolitana. Perdí la calma al oírle y le
devolví el cumplido diciendo que Carlos es
un pillo y la princesa de Beira otra que tal.
Me dispuse a ingerir el chocolate; pero, an-
tes de llevármelo a los labios, la posadera,
más furibunda carlista aún que su marido,
si cabe, se abalanzó a mí, me arrebató la ji-
cara y, tirándola por el aire, que casi dio con
ella en el techo, exclamó: «¡Fuera de aquí,
perro negro! ¡En mi casa no vuelves a catar
cosa ninguna! ¡Colgado como un cerdo te
vea yo!» Comprenderá su merced que no
puedo estar aquí más tiempo. Se me olvida-
ba decir que el bribón del posadero asegura
que usted le ha confesado ser de su misma
opinión, pues en otro caso no le hubiera
hospedado a usted.
— Mire, buen hombre — respondí — : yo
soy, invariablemente, de la misma opinión
política de la gente a cuya mesa me siento
o bajo cuyo techo duermo, o, por lo menos,
jamás dio^o cosa alguna que pueda inducirles
a sospechar lo contrario, (jracias a este sis-
tema me he librado más de una vez de re-
posar en almohadas sangrientas o de que
me sazonasen el vino con sublimado.
CAPÍTULO XVII
Córdoba. — Los moros de Berbería. — Los ingle-
ses.—Un cura viejo. — El breviario romano. — El
palomar. — El Santo Oficio. — Judaismo. — Los
palomares profanados. — Propuesta del posa-
dero.
Poco hay que decir de Córdoba, ciudad
pobre, sucia y triste, llena de angostas calle-
juelas, sin plazas ni edificios públicos dignos
de atención, salvo y excepto su Catedral,
dondequiera lamosa; su emplazamiento es,
sin embargo, bello y pintoresco. Corre por
un lado el Guadalquivr, que, si bien poco
profundo en estos lugares y lleno de bancos
de arena, no deja de ser un río deleitoso;
por el otro se alzan las escarpadas vertientes
de Sierra Morena, plantadas de olivares has-
ta la cima. La ciudad está rodeada de altas
murallas moriscas, que pueden tener hasta
tres cuartos de legua de desarrollo; a dife-
rencia de Sevilla y de la mayoría de las ciu-
dades de España, carece de arrabales.
La Catedral, único edificio notable de
Córdoba, como ya he dicho, es acaso el
templo más extraordinario del mundo. Fué
33* B O R R O W
en su origen, como todos saben, una mez-
quita, erigida en los días más brillantes de
la dominación árabe en España. Era de
planta cuadrangular y de teche bajo, soste-
nido por infinidad de redondas columnas de
mármol, pequeñas y finas, muchas de las
cuales subsisten aún, y ofrecen al primer
golpe de vista la apariencia de un bosque
de mármol; la mayor parte de ellas, sin em-
bargo, fueron quitadas cuando los cristianos,
después de expulsar a los muslimes, quisie-
ron transformar la mezquita en catedral,
como, en efecto, la transformaron parcial-
mente, levantando una cúpula y despejando
en el interior un cierto espacio para hacer
el coro. Tal como hoy está el templo, pare-
ce pertenecer en parte a Mahoma, y en par-
te al Nazareno; y aunque la mezcla de la pe-
sada arquitectura gótica con el aéreo y deli-
cado estilo de los árabes produce un efecto
algo raro, todavía el edificio es magnífico y
grandioso, y muy adecuado para suscitar el
respeto y la veneración en el ánimo del vi-
sitante.
Los moros de Berbería parecen cuidarse
muy poco de las hazañas de sus antepasa-
dos: sólo piensan en las cosas del día pre-
sente, y únicamente hasta donde esas cosas
les conciernen de un modo personal. El en-
tusiasmo desinteresado y la admiración por
cuanto es grande y bueno, señales verdade-
ras e inconfundibles de un alma noble, son
LA BIBLIA EN ESPAÑA
333
sentimientos que en absoluto desconocen.
Asombra la indiferencia con que cruzan
ante los restos de la antigua grandeza mora
en España. Ni se exaltan ante las pruebas
de lo que en otro tiempo fueron los moros,
ni la conciencia de su situación actual les
entristece. Vienen a Andalucía a vender
perfumes, babuchas, dátiles y sedas de Fez
y Marruecos; eso es lo que más les interesa,
aun cuando la mayor parte de estos hom-
bres estén lejos de ser unos ignorantes y
hayan oído y leído lo que ocurría en España
en los antiguos tiempos. Una vez hablaba yo
en Madrid con un moro bastante amigo mío
acerca de su visita a la Alhambra de Grana-
da. «^'No lloró usted — le pregunté — , al pa-
sar por aquellos patios, al acordarse de los
Abencerrajes.?» «No — respondió — . ^Por qué
había de llorar?» «¿Y por qué fué usted a
ver la Alhambra.*** — pregunté. «Fui a verla
porque estando en Granada para asuntos
míos un compatriota de usted me rogó que
le acompañase a la Alhambra y le tradujese
unas inscripciones. Es seguro que espontá-
neamente no se me hubiese ocurrido ir, por-
que la subida es penosa.» El hombre que me
hablaba así compone versos y no es en
modo alguno un poeta despreciable. Otra
vez, estando yo en la catedral de Córdoba,
entraron tres moros y la atravesaron pausa-
damente, dirigiéndose a la puerta situada en
el lado frontero. Todo su interés por aquel
334 B O R R O W
lugar se tradujo en dos o tres ojeadas lige-
ras a las columnas, diciendo uno de ellos:
^.Huáje del Mselmeen^ huáje del Mselmeen»
(Cosas de los moros, cosas de los moros); y
la única muestra de respeto que dieron por
el templo donde en su tiempo se prosterna-
ba Abderrahman el Grande fué que, al lie
gar a la puerta, se volvieron de cara y salie-
ron andando hacia atrás; sin embargo,
aquellos hombres eran kajis y talibs^ hom-
bres asimismo de grandes riquezas, que ha-
bían leído y viajado, que habían estado en
la Meca y en la gran ciudad de la Ni-
gricia ^.
Me detuve en Córdoba mucho más de lo
primeramente calculado, porque no cesaba
de recibir noticias acerca de la inseguridad
del camino de Madrid. En poco tiempo es-
cudriñé todos los rincones y escondrijos de
aquella antigua ciudad y adqu rí algunas
amistades entre la gente del pueblo, que es
mi modo de proceder habitual cuando llego
a una población desconocida. Varias veces
subí a Sierra Morena, acompañado por el
hijo del posadero, aquel buen mozo de quien
ya he hablado. Los posaderos, convencidos
de que yo participaba de sus opiniones, me
trataban con extremada cortesía; cierto que,
en cambio, hube de prestar oídos a vastos
planes carlistas, verdaderas traiciones contra
* Alude, probablemente, a Khartum, capital
del Sudán.— fA^íJ/a de. Burkt.)
LA BIBLIA EN ESPAÑA 33S
los poderes constituidos en España; pero
todo lo llevé con paciencia.
— Don Jorgito — díjome un día el posade-
ro— , yo quiero mucho a los ingleses; son
mis mejores parroquianos. Es una lástima
que no haya más unión entre España e In-
glaterra y que no vengan más ingleses a vi-
sitarnos. ¿"No se podría hacer un casorio? El
rey entraría en seguida en Madrid. ^Por qué
no se hacen las bodas del hijo de don Carlos
con la heredera de Inglaterra?
— De esa manera — respondí — vendrían
seguramente muchos ingleses a España, y
no sería la primera vez que el hijo de un
Carlos se casa con una princesa de Ingla-
terra.
El huésped meditó un momento, y luego
exclamó:
— Carracho^ Don Jorgito^ sí se hiciera ese
matrimonio, el rey y yo tendríamos motivo
para tirar el sombrero al aire.
La casa o posada en que yo vivía era su-
mamente espaciosa, con infinidad de habi-
taciones grandes y chicas, pero desamue-
bladas en su mayoría. Mi cuarto estaba al
final de un corredor inmensamente largo,
como el que por modo admirable se descri-
be en la leyenda maravillosa de Udolfo ^.
Durante uno o dos días creí que era yo el
único huésped en la casa. Pero una mañana
^ Tht mystery of üdolpho, por Mrs. Radcliffe
(1 764-1823). —('A^í7/a de Burke,)
336 B O R R O W
vi sentado en el corredor, junto a una ven-
tana, a un anciano de singular aspecto, que
leía con atención en un pequeño y abultado
volumen. Sus vestidos eran de grosera te'a
azul, y llevaba un amplio sobretodo encima
de un chaleco adornado con varias filas de
botoncitos de nácar; tenía calados los espe-
juelos. Aunque le veía sentado, me di cuen-
ta de que su estatura rayaba en lo gigan-
tesco.
— jOuién es ese hombre.^ — pregunté al
posadero, al encontrarle poco después — .
^Es otro huésped de la casa?
—No puedo decir que sea precisamente
un huésped, Don Jorge de mi alma — repli-
có— ; pues, aunque para en mi casa, no me
da nada a ganar. Ha de saber usted, Don
Jorge^ que éste es uno de dos curas que ha-
bía en un pueblo bastante grande ^ no le
jos de aquí. Al entrar en el pueblo las tro-
pas de Gómez, su reverencia salió a su en-
cuentro revestido, con un libro en la mano,
y, a petición de los soldados, proclamó a
Carlos Quinto en la plaza del mercado. El
otro cura era un liberal violento, un fiegro
rematado, y los realistas le echaron mano,
disponiéndose a ahorcarlo. Intervino su re-
verencia y obtuvo gracia para su colega, a
condición de que gritase / Viva Ca?'Ios Quin-
tal^ y así lo hizo para salvar la vida. Bueno;
1 Puente.— CiV!?/a de Burke.)
LA BIBLIA EN ESPAÑA 337
pues en cuanto los realistas se fueron, el cura
negro montó en una muía, vino a Córdoba
y delató a su reverencia, a pesar de deberle
la vida. Prendieron a su reverencia, trajéron-
le a Córdoba, y seguramente le habrían me-
tido en la cárcel común por carlista si yo no
hubiera salido fiador suyo, poniendo que no
se marcharía de aquí y se presentaría cuan-
do le llamaran a responder de los cargos
aportados contra él; y en mi casa está, aun-
que no pueda llamarle mi huésped, pues no
gano nada con él: toda su comida, que se
reduce a unos pocos huevos, un poco de le-
che y pan, se la traen a diario del pueblo.
En cuanto a su dinero, no sé de qué color
es, aunque, según dicen, tiene buenas pese
tas. Con todo, es un santo; siempre está le-
yendo y rezando, y es, además, del partido
de los buenos. Por eso le tengo en mi casa,
y saldría fiador suyo aunque fuese veinte
veces más avaro de lo que parece.
Al siguiente día, al pasar otra vez por el
corredor, vi al viejo sentado en el mismo si-
tio, y le saludé. Me devolvió el saludo con
mucha cortesía y cerró el libro, colocándolo
en sus rodillas, como si quisiera trabar con-
versación. Después de cambiar breves pala-
bras, tomé el libro para examinarlo.
— No podrá usted sacar mucho provecho
de este libro, Don Jorge — dijo el viejo — . No
puede usted entenderlo, porque no está es-
crito en inglés.
338 B O R R O W
— Ni en español — repliqué — . Pero, res-
pecto a poder entenderlo o no, ^qué dificul-
tad puede haber en una cosa tan sencilla?
Este es el breviario romano escrito en latín.
— ^Pero entienden los ingleses el latín? —
exclamó — . ¡Vaya! ¿Quién iiubiera pensado
que los luteranos pudiesen entender la len-
gua de la Iglesia? / Vaya! Cuanto más vive
uno, más aprende.
— ¿Cuántos años tiene vuestra reveren-
cia? —pregunté.
— Ochenta, Don Jorge; ochenta años
largos.
Esta fué la primera conversación que tu-
vimos su reverencia y yo. No tardó en sen-
tir notable inclinación por mí, y me hacía el
favor de acompañarme no pocos ratos. A
diferencia de nuestro amigo el posadero, el
cura no gustaba de hablar de política, cosa
que no dejó de sorprenderme, conociendo
yo, como conocía, la resuelta y peligrosa
parte que había tomado en la última irrup-
ción carlista en las cercanías. En cambio, le
gustaba mucho platicar acerca de asuntos
eclesiásticos y de los escritos de los Padres.
— He formado en mi casa una pequeña
librería, Don Jorge^ con todos los escritos
de los Padres que me ha sido dable encon-
trar; su lectura me sirve de entretenimiento
y de consuelo. Cuando pasen estos tristes
días, Don Jorge^ espero que, si continúa us-
ted por estas partes, irá a visitarme, y le
LA BIBLIA EN ESPAÑA 339
enseñaré mi modesta colección de los Pa-
dres, y también un palomar, donde crío mu-
chas palomas, que me producen no pequeño
solaz y algún provecho.
— Supongo que al hablarme de su palo*
mar — repuse — , alude usted a su parroquia,
y que por la cría de las palomas representa
usted el cuidado que toma por las almas de
sus feligreses, inculcándoles el temor de
Dios y la obediencia a la ley revelada, ocu-
pación que, naturalmente, le produce a us-
ted muchos solaces y consuelos espirituales.
— Hablaba sin metáfora, Don Jorge — re-
plicó mi interlocutor — . Al decir que crío
muchas palomas, no pretendo significar sino
que yo proveo de pichones el mercado de
Córdoba, y a veces el de Sevilla; mis aves
son muy apreciadas, y creo que no hay en
todo el reino otras más gordas ni mejor ce-
badas. Si fuera usted a mi pueblo, Don Jor-
ge^ tendría que hacer alto en una venta don-
de las probaría seguramente, porque en mi
jurisdicción no consiento más palomares
que el mío. Respecto de las almas de mis
feligreses, creo que cumplo con mi deber en
cuanto está de mi parte. Las cosas espiri-
tuales me deleitan sobremanera, y por esta
razón me incorporé a la Santa Casa de Cór-
doba, en la que he servido durante muchos
años.
— ¿Vuestra reverencia ha sido inquisidor?
—exclamé un poco asombrado.
34© B O R R O W
— Desde los trece años hasta que se supri-
mió el Santo Oficio en estos desventurados
reinos.
— Me sorprende y me alegra el saberlo —
repuse yo — . Nada taa placentero para mí
como hablar con un sacerdote que pertene-
ció antaño a la Santa Casa de Córdoba.
El viejo, mirándome fijamente, contestó:
— Ya le comprendo a usted, Don Jorge.
He adivinado hace rato que usted es de los
nuestros. Es usted un santo varón y muy
instruido; aunque crea conveniente hacerse
pasar por inglés y luterano, he penetrado
su verdadera condición. Ningún luterano se
tomaría por las cosas de la Iglesia el interés
que usted demuestra; y a lo de ser inglés,
digo que ninguno de esa nación puede ha-
blar el castellano, y menos el latín. Creo que
usted es de los nuestros: un sacerdote mi-
sionero; y me confirmo en esta idea, sobre
todo, porque le veo a usted en frecuente con-
versación con los gitanos; parece que hace
usted propaganda entre ellos. Pero viva us-
ted prevenido, Don Jorge; desconfíe de la
fe de Egipto; son malos penitentes y me
gustan poco. No le aconsejaría yo a usted
que se fiara de ellos.
— No lo intento siquiera — repliqué — ; so-
bre todo en lo tocante al dinero. Pero, vol-
viendo a cosas más importantes, dígame: ^de
qué delitos conocía la Santa Casa de Cór-
doba?
LÁ BIBLIA KN ESPAÑA 341
Supongo que sabrá usted cuáles eran
los asuntos propios de la función del Santo
Oficio; por tanto, no necesito decirle que
los delitos en que entendíamos eran los de
brujería, judaismo y ciertos descarríos car-
nales.
— ^Qué opinión tiene usted de la brujería?
^Existe en realidad ese delito?
— ¡Qué sé yo! — dijo el viejo encogiéndose
de hombros—. La Iglesia tiene, o al menos
tenía, el poder de castigar por algo, fuese real
o irreal, Don Jorge; y como era necesario
castigar para demostrar que tenía el poder
de hacerlo, ¿qué importaba si el castigo se
imponía por brujería o por otro delito?
¿Ocurrieron en su tiempo de usted mu-
chos casos de brujería?
— Uno o dos, Don Jorge; eran poco fre-
cuentes. El último caso que recuerdo ocu-
rrió en un convento de Sevilla. Cierta n^onja
tenía la costumbre de salir volando por la
ventana al jardín y de revolotear en él sobre
los naranjos. Se tomó declaración a varios
testigos, y en el proceso, instruido con toda
formalidad, quedaron, a mi entender, bas-
tante bien probados los hechos. Pero de lo
que sí estoy cierto es de que la monja fué
castigada.
—¿Les daba a ustedes mucho que hacer
el judaismo en estas partes?
— jOhl Lo que más trabajo daba a la San-
ta Casa era, en efecto, el judaismo; sus bro-
342 B O R R O W
tes y ramificaciones son numerosos, no sólo
por aquí, sino en toda España; lo más sin-
gular es que hasta en el clero descubríamos
continuamente casos de judaismo de ambas
especies que, por obligación, teníamos que
castigar.
— ¿Hay más de una especie de judaismo?
— pregunté.
— Siempre he dividido el judaismo en dos
clases: negro y blanco; por judaismo negro
entiendo la observancia de la ley de Moisés
con preferencia a los preceptos de la Igle-
sia; en el judaismo blanco entra todo géne-
ro de herejía, como luteranismo, francmaso-
nería y otros por el estilo.
— Comprendo fácilmente — dije yo — que
muchos sacerdotes acepten los principios
de la Reforma, y que no pocos se hayan de-
jado extraviar por las engañosas luces de la
filosofía moderna; pero es casi inconcebible
que dentro del clero haya judíos que sigan
en secreto los ritos y prácticas de la ley an-
tigua, aunque ya antes de ahora me han ase-
gurado que el hecho es cierto.
— Crea usted, Don Jorge, que en el clero
hay abundancia de judaismo, lo mismo del
negro que del blanco. Recuerdo que una
vez estábamos registrando la casa de un
eclesiástico acusado de judiísmo negro, y,
después de buscar mucho, encontramos de-
bajo del piso una caja de madera, y en ella
un pequeño relicario de plata, donde había
LA BIBLIA EN ESPAÑA 343
guardados tres libros forrados de negra piel
de cerdo; los abrimos, y resultaron libros
devotos judíos, escritos en caracteres he-
breos, antiquísimos; al ser interrogado, no
negó su culpa el reo; antes bien, se vanaglo-
rió de ella, diciendo que no había más que
un Dios, y atacando el culto a María Santí-
sima como una idolatría grosera.
— Y aquí entre nosotros, ^qué opina us-
ted de esa adoración a María Santísima?
— ^Qué opino yo? ¡Qué sé yo! — dijo el vie-
jo, encogiéndose de hombros aun más que
la vez primera — . Pero le diré a usted que,
bien mirado, me parece justa y natural.
¿Por qué no? Cualquiera que vaya a visitar
mi iglesia, y la contemple tal como en ella
está, tan bonita^ tan guapita^ tan bien vesti-
da y gentil, con aquellos colores, blanco y
carmín, tan lindos, no necesitará preguntar
por qué se adora a María Santísima. Y, so-
bre todo, Don Jorgito mío^ eso es cosa de
la Iglesia y forma parte importante de su
sistema.
— ^Y tuvo usted que entender en muchos
casos de delitos carnales?
— Entre los seglares, no muchos; sobre
los clérigos ejercíamos una rigurosa vigilan-
cia. Pero, en general, éramos tolerantes en
estas materias, conociendo las muchas fla-
quezas de la naturaleza humana. Rara vez
castigábamos, salvo en los casos en que la
gloria de la Iglesia y la lealtad a María San-
344 B O R R O W
tísima hacían absolutamente inexcusable el
castigo.
— ^Cuáles eran esos casos? — pregunté.
— Aludo a la profanación de los paloma-
res, don Jorge^ y a la introducción en ellos
de carne de contrabando para fines que no
eran ni apropiados ni decentes.
— Vuestra reverencia me perdonará; pero
no acabo de entender.
— Me refiero, don Jorge^ a ciertos actos
de perversión practicados por algunos clé-
rigos en apartados y lejanos palomares^ en
olivares y huertos; actos condenados, si no
recuerdo mal, por San Pablo en su primera
carta al Papa Sixto. Ahora me habrá usted
entendido, don Jorge^ porque es usted hom-
bre versado en cosas de iglesia.
— Creo que le he entendido a usted — re-
pliqué.
Después de permanecer unos cuantos
días más en Córdoba, resolví continuar mi
viaje a Madrid, aunque seguían diciéndome
que los caminos estaban muy inseguros. Me
pareció inútil quedarme allí más tiempo en
espera de que se restableciera la normali-
dad, cosa que podía no ocurrir nunca. Con-
sulté, pues, con el posadero respecto del
mejor modo de hacer el viaje. tDon Jorgi-
to — respondió — , creo que puedo darle a us-
ted un buen consejo. Usted tiene ganas de
marcharse, según me dice, y yo no acos-
tumbro a retener a mis huéspedes más tiem-
LÁ BIBLIA EN E8PÁÍÍÁ 345
po del que buenamente quieren estar en mi
casa; proceder de otro modo sería impropio
de un posadero cristiano; eso se queda para
los moros, los cristinos y los negros. Para
facilitarle a usted el viaje, don Jorge, tengo
un plan en la cabeza, y ya, antes de que me
preguntase, había resuelto proponérselo a
usted. Mi cuñado tiene dos caballos, y cuan-
do se le ofrece los da en alquiler; usted pue-
de alquilarlos, don Jorge, y mi cuñado en
persona le acompañará para servirle y darle
conversación, por lo que le pagará usted
cuarenta duros. Pero, y esto es lo importan-
te, como en el camino hay muchos ladrones
y malos sujetos, tales como Palillos y su gen-
te, hará usted una obligación, don Jorge,
comprometiéndose, si los roban y desvali-
jan a ustedes, y si los ladrones se quedan
con los caballos de mi cuñado, a hacerle
bueno, en cuanto lleguen a Madrid, todo lo
que por seguirle a usted haya perdido. Este
es mi plan, don Jorge, y no dudo que su
merced lo apruebe, porque está trazado para
favorecerle, y no con miras de lucro para
mí ni los míos. En mi cuñado tendrá usted
un gran compañero de viaje; es un hombre
muy formal, pertenece al partido de los bue-
nos, y ha viajado también mucho; porque,
entre nosotros, don Jorge, es un poco con-
trabandista, y con frecuencia trae de con-
trabando diamantes y piedras preciosas de
Portugal a España, para colocarlas en Cor-
346 B O H R O W
doba o en Madrid. Conoce todos los atajos^
don Jorge^ y le respetan mucho en las ven-
tas y posadas del camino. Ahora venga esa
mano para cerrar el trato, y en seguida iré
a buscar a mi cuñado para decirle que se
disponga a salir con su merced pasado ma-
ñana.
CAPITULO XVIII
Salida de Córdoba. — El contrabandista. — Treta
judaica. — Llegada a Madrid.
Salí de Córdoba una radiante mañana en
compañía del contrabandista^ que iba mon-
tado en un hermoso caballo de media alza-
da, MTi'i.jaca^ de la renombrada casta cordo-
besa; era el animal de color bayo claro, lu-
cero, de remos fuertes, pero elegantes, y con
una larga cola negra que le arrastraba por
el suelo. El otro caballo, destinado a llevar-
me a Madrid, era de muy diferente estam-
pa, que no predisponía en favor suyo. Por
muchos rasgos se parecía sumamente a un
cerdo, sobre todo por la curvatura del lomo,
por la cortedad del cuello y por la manera
de llevar siempre la cabeza junto al suelo; su
perpetuo husmear y su rabo eran también
enteramente los de un cerdo. Su piel más
parecía cubierta de ásperas cerdas que de
pelo; y en cuanto al tamaño, muchos cerdos
de Westfalia he visto tan altos como él. No
me agradaba mucho la idea de exhibirme a
lomos de tan singularísimo cuadrúpedo, y
34» B O R B O W
me puse a mirar fijamente al excelente ani-
mal en que mi guía había tenido por conve-
niente instalarse. El hombre interpretó mis
miradas, y me dio a entender que por lie
var el equipaje le correspondía el mejor ca-
ballo, alegación que me pareció harto bien
fundada para oponerle reparo alguno.
Resultó que el contrabandista no era, ni
con mucho, un compañero de camino tan
agradable como las manifestaciones del po-
sadero de Córdoba me habían hecho supo-
ner. Durante el día, cabalgaba taciturno y
en silencio, y apenas respondía a mis pre-
guntas más que con monosílabos; por las
noches, empero, después de comer bien y
beber en proporción a mis expensas, con-
sentía en mostrarse a veces más sociable y
comunicativo. «Me he quitado del contra-
bando— me dijo en una de estas ocasiones —
a causa de una estafa que me hicieron en
Lisboa: un judío, a quien conocía yo desde
mucho tiempo atrás, me encajó por bueno
un brillante falso. Lo hizo con una habilidad
extraordinaria, porque no soy yo tan nova-
to que no sepa conocer las piedras buenas;
al parecer, el judío tenía dos, y las cambió
con mucha destreza, guardándose la buena,
comprada por mí, y substituyéndola con
otra, muy bien imitada, pero que no valía
cuatro duros. Descubrí la estafa cuando ha-
bía cruzado ya la frontera, y aunque volví
allá a escape, no pude dar con el bandido;
LA BIBLIA EN ESPAÑA 349
uno de sus rabinos me dijo que el tal había
muerto y que acababan de enterrarle; pero
bien conocí que mentía, porque al decírme-
lo le retozaba la risa en los ojos. Desde en-
tonces renuncié al contrabando.)»
No intentaré describir minuciosamente
los varios incidentes de este viaje. Dejando
a nuestra derecha las montañas de Jaén, pa-
samos por Andújar y Bailen, y al tercer día
llegamos a La Carolina, pequeña pero hnda
ciudad en las faldas de Sierra Morena, habi-
tada por los descendientes de los colonos
alemanes. A dos leguas de este lugar entra-
mos en el desfiladero de Despeñaperros,
que aun en tiempos normales tiene muy
mala fama por los robos que continuamen-
te se perpetran en sus escondrijos, y que en
la época de que voy hablando era, según de-
cían, un hormiguero de bandidos. Creíamos,
pues, que nos robarían, o que quizás nos de-
jarían desnudos en el monte o nos maltrata-
rían de cualquier otro modo; pero la Provi-
dencia intervino en favor nuestro. Al pare-
cer, el día antes de nuestra llegada los ban-
didos habían cometido una espantosa muer-
te y robado hasta cuarenta mil reales, botín
que probablemente los satisfacía por algún
tiempo; lo cierto es que nadie nos molestó.
A nadie vimos en el desfiladero, aunque a
ratos llegaban hasta nosotros voces y silbi-
dos. Entramos en la Mancha, donde^ temía
yo caer en manos de Palillos y Orejita. La
350 B O R R O W
Providencia me protegió de nuevo. El tiem-
po había sido hasta entonces deHcioso; sú-
bitamente, el Señor sopló un viento helado,
tan riguroso que era casi irresistible. Nin-
gún ser humano, salvo nosotros, se aventu-
raba a salir. Atravesamos llanuras cubiertas
de nieve, y pasamos por ciudades y pueblos
que parecían desiertos. Los ladrones se es-
tuvieron encerrados en sus cuevas y chozas;
pero el frío a poco nos mata. Llegamos a
Aranjuez el día de Navidad, ya tarde, y fui
a casa de un inglés, donde ingerí casi un
cuartillo de aguardiente: no me hizo más
efecto que si fuese agua tibia,
Al siguiente día llegamos a Madrid, y tuve
la fortuna de encontrarlo todo tranquilo
y en orden. El contrabandista estuvo con-
migo dos días más, al cabo de los cuales se
volvió a Córdoba montado en el grotesco
animal que me había traído a mí todo el via-
je; \dijaca se la compré yo, porque en el ca-
mino aprecié sus facultades, y pensé que
podría utilizarla en mis excursiones futuras.
El contrabandista quedó tan contento del
precio que le pagué por el caballo, y del
trato que en general había recibido de mí
mientras me acompañó, que de muy buena
gana se hubiera quedado a servirme como
criado, y así me lo pidió, asegurándome que
si yo consentía en ello, dejaría a su mujer y
a sus hijos, y me seguiría por el mundo en-
tero. No quise acceder a su petición, aun-
LA BIBLIA EN ESPAÑA 35i
que necesitaba un criado; le hice, pues, vol-
ver a Córdoba, donde, según supe más tar-
de, murió repentinamente a la semana de
haber llegado.
Su muerte ocurrió de singular manera:
un día tomó el hombre la bolsa de su dine-
ro, y después de contarlo le dijo a su mu-
jer; «Con el viaje del inglés y la venta de
\dijaca he hecho noventa y cinco duros; a
poca suerte que tenga, puedo doblarlos
arriesgándolos en el contrabando. Mañana
me voy a Lisboa a comprar diamantes. Va-
mos a ver si hay que herrar el caballo.» Se
levantó, encaminándose a la puerta con in-
tención de ir a la cuadra; pero antes de tras-
poner el dintel, cayó muerto al suelo. Así
son las cosas de este mundo. Bien dice el
sabio: «Nadie está seguro del mañana.»
FIN DEL TOMO PRIMERO
PLEASE DO NOT REMOVE
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DP
Al
B618
1921
t.l
Borrow, Cxeorge Henry^
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