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Full text of "La Biblia en España; traducción directa del Inglés por Manuel Azaña"

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COLECCIÓN  GRANADA 


VIAJES 


^ 


BORROW:  LA  BIBLIA  EN  ESPAÑA 
TRAD.  DEL  INGLÉS   POR  M.   AZAÑA 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


POR 


BORROW 


TRADUCeiUN     DIRECTA     DEL     INGLES 

POR    Manuel   Azaña 


TOMO  I 


COLECCIÓN        GRANADA 


J  I  M   É  N  E  Z  ■  F  R  A  ü  D ,         E  d  i  t  o  r  .  —  M  A  D  K  1  I) 


ES  PROPIEDAD 

QUEDA   HECHO   EL  DEPÓSITO    QUE  MARCA 

LA      LEY 


OP 


Imprenta  Clásica  Española.  Glorieta  de  Chamberí.  Madrid. 


NOTA     PRELIMINAR 


Tomás  Borrow,  de  familia  de  labradores  esta 
blecida  desde  muy  antiguo  cerca  de  Liskeard,  en 
Cornwall,  se  fugo  de  su  casa,  siendo  todavía  mozo, 
por  esquivar  las  consecuencias  de  una  fechoría 
juvenil,  y  sentó  plaza  de  soldado  en  1783.  Diez 
años  más  tarde,  cuando  era  sargento,  se  casó  con 
Ana  Preferment,  hija  de  un  agricultor  de  East 
Dereham,  Norfolk,  de  abolengo  francés  probable- 
mente. En  1798,  Tomás  Borrovv^  obtuvo  el  grado 
de  capitán,  del  que  no  pasó  en  su  carrera  militar. 
En  1800  le  nació  un  hijo,  Juan  Tomás,  que  fué 
pintor  y  soldado,  y  acabó  por  emigrar  a  Méjico  en 
busca  de  fortuna,  muriendo  en  aquellas  tierras 
en  1834.  El  5  de  julio  de  1803  nació  en  East  De- 
reham el  hijo  segundo  del  matrimonio  Borrow, 
Jorge  Enrique,  el  cual,  treinta  y  tres  años  más  tar- 
de, había  de  ser  popular  en'  Madrid  con  el  nom- 
bre de  Don  Jorgito  el  inglés.  La  infancia  de  Jorge 
transcurrió  en  diferentes  poblaciones  de  Inglate- 
rra y  de  Escocia,  merced  a  los  cambios  de  guarni- 
ción del  regimiento  en  que  servía  su  padre.  Viajó 
primeramente  por  las  provincias  de  Sussex  yKent, 
y  en  1808  y  18 10  estuvo  otra  vez  en  su  pueblo 
natal.  Jorge  era  «un  niño  triste,  que  gustaba  de 
permanecer  horas  enteras  en  un  rincón  solitario, 
con  la  cabeza  caída  sobre  el  pecho,  dominado  por 
un  abatimiento  peculiar;  a  veces  sentía  una  impre- 


—  VI  — 


sion  de  miedo  muy  extraña,  hasta  de  horror,  sin 
causa  real>.  Sus  padres  le  dejaban  vagar  libre- 
mente por  los  campos.  En  1810  conoció  a  Ambro- 
sio Smith,  el  gitano  a  quien  después  representó 
en  sus  escritos  con  el  nombre  deJasperPetulengro, 
y  se  juraron  fraternidad.  El  desarrollo  mental  de 
Jorge  fué  algo  tardío.  Comenzó  los  estudios  de  hu- 
manidades en  Dereham,  y  los  continuó  en  Edim- 
burgo, después  en  Norwich,  y  el  año  181 5  en  la 
«Academia  Protestante»  de  Clonmel  (Irlanda), 
adonde  el  regimiento  de  su  padre  fué  destinado. 
La  vida  escolar  le  curó  de  sus  hábitos  insociables 
y  de  su  reserva.  A  Jorge  le  gustaban  los  estudios, 
pero  no  la  sujeción  de  la  escuela.  Sentía  inclina- 
ción natural  por  los  idiomas,  y  los  aprendía  con 
desusada  facilidad;  su  memoria  era  descomunal. 
Amaba  la  vida  al  aire  libre  y  ios  deportes.  Las 
aventuras,  propias  o  ajenas,  reales  o  soñadas,  en- 
candilaban su  imaginación.  En  Irlanda,  además  de 
aprender  la  lengua  del  país,  te  había  hecho  gran 
jinete.  Terminadas  las  guerras  napoleónicas,  y  li- 
cenciado el  regimiento,  los  Borrow  se  establecie- 
ron en  Norwich.  Jorge  leía  griego  en  ia  Grammar 
School,  y  de  un  emigrado  francés  tomaba  lecciones 
de  este  idioma,  de  italiano  y  de  español;  cultivaba, 
además,  la  caza  y  el  pugilismo.  Los  gastos  y  las 
costumbres  de  Jorge  le  hicieron  antipático  a  su 
padre;  no  se  le  parecía  en  nada,  teníale  por  un 
verdadero  gitano,  y,  desentendiéndose  de  él  en 
lo  posible,  le  dejaba  hacer  cuanto  quería.  En  1818, 
Jorge  se  encontró  de  nuevo  con  Ambrosio  Smith, 
o  Jasper  Petulengro,  y,  yéndose  con  él  a  un  cam- 
pamento de  gitanos,  los  acompañó  por  ferias  y 
mercados,  se  inició  en  sus  costumbres  y  aprendió 
su  idioma. 

Llegado  el  momento  de  adoptar  una  profesión 
que  le  diese  para  vivir,  Jorge,  dudoso  entre  la 
Iglesia  y  el  Foro,  se  decidió  por  el  último;  así  se 
lo  aconsejó  un  amigo,  en  situación  semejante  a  la 
suya,  diciéndole  que  la  abogacía  «era  la  mejor  ca- 


—   VII  — 

rrera  para  quienes  (como  ellos)  no  pensaban  ejer- 
cer ninguna».  El  padre  de  Jorge  le  costeó  el  apren- 
dizaje, colocándole  en  1819  de  pasante  en  casa  de 
unos  curiales  de  Norwich.  Pero  Jorge  debía  de 
tener  mediana  afición  a  los  pleitos.  Aprendió  ga- 
les, danés,  hebreo,  árabe,  armenio,  y  en  el  despa- 
cho de  sus  maestros  trabajaba  en  traducir  de  esas 
lenguas  al  inglés;  su  amigo  William  Taylor  le  en- 
señó el  alemán.  Así  vivió  el  pobre  cinco  años,  ama- 
rrado a  un  oficio  tan  opuesto  a  su  vocación.  Quizás 
la  lectura  de  libros  de  viajes  y  aventuras  le  fué 
entonces  más  gustosa  y  necesaria  que  nunca,  como 
desquite  déla  aridez  de  su  empleo.  A  Jorge  Borrow 
le  gustaban  mucho  Gil  Blas,  el  Peregrmo  de 
Bunyan,  Sterne,  el  Childe  Harold,  y,  sobre  todos, 
De  Foe.  «¡Oh  genio  de  De  Foe,  yo  te  saludo!— ex- 
clama en  su  autobiografía — .  ¡Cuánto  no  te  debe 
el  mío  pobrísimo!» 

En  1824,  el  capitán  Tomás  Borrow  murió,  de 
jando  por  heredera  de  sus  escasas  rentas  a  su  mu- 
jer. Jorge,  que  llegaba  entonces  a  la  mayor  edad, 
se  marchó  a  Londres  a  buscarse  la  vida  en  cuanto 
terminó  su  contrato  de  pasantía.  Llevaba  por  todo 
capital  un  legajo  de  traducciones;  pero  sus  espe- 
ranzas eran  muchas.  Su  primera  estancia  en  Lon- 
dres fué  poco  placentera.  Luchaba  con  la  escasez, 
con  la  falta  de  salud,  con  la  inseguridad  del  tra- 
bajo, y  padeció  además  la  crisis  característica  de 
la  juventud  al  encararse  indefensa  con  la  vida,  y 
las  amarguras  de  la  vocación  que  busca  a  tientas 
su  camino.  Jorge  se  interrogaba  acerca  del  valor 
de  la  existencia  y  de  la  verdad:  «¿Qué  es  la  ver- 
dad? ¿Qué  es  lo  bueno  y  lo  malo?  ¿Para  qué  he 
nacido?  ¿Todo  perecerá  y  será  olvidado,  todo  es 
vanidad?»  Y  no  encontraba  respuesta  satisfactoria. 
El  futuro  misionero  era  entonces  ateo  empeder- 
nido; su  amigo  Taylor,  además  de  enseñarle  el 
alemán,  le  inculcó  la  irreligión.  La  tristeza  y  el 
descorazonamiento  de  Jorge  fueron  tales,  que  sus 
amigos  temieron  verle  poner  fin  a  sus  días.  Por 


—  VIII  — 


aquella  época  publicó  Borrow  algunas  traduccio- 
nes de  poesías  extranjeras  (varios  romances  espa- 
ñoles 1 );  escribió,  por  encargo  de  un  editor,  una 
colección  de  «causas  célebres»  ^,  y  tradujo  para 
una  revista  fragmentos  de  leyendas  danesas 3.  Pero 
en  1825,  el  periódico  en  que  escribía  desapare- 
ció; riñó,  además,  con  el  editor  que  le  daba  tra- 
bajo, y  se  quedó  en  la  calle  con  sus  manuscritos 
y  un  puñado  de  dinero.  Supónese  que  el  anuncio 
de  un  librero  le  indujo  a  escribir,  para  zafarse  de 
sus  apuros  del  momento,  una  Vida  y  aventuras 
de  José  Sell,  obra  publicada,  al  paiecer,  con  otros 
cuentos  y  narraciones  en  una  colección  que  hoy 
no  se  sabe  cuál  fué.  Vendida  la  obra,  Borrow  se 
marchó  de  Londres,  abandonando  la  literatura,  y 
viajó  a  pie  en  busca  de  salud  corporal  y  de  paz 
para  su  ánimo.  Cuatro  meses  duró  su  vida  errante. 
Volvió  a  encontrar  a  Jasper  Petulengro,  y  se  fué 
con  él  a  vivir  en  hermandad  con  los  gitanos,  traba- 
jando en  hacer  herraduras,  y  preso  en  las  redes 
honestas  de  una  linda  mo2a  de  la  tribu.  Después 
compró  un  caballo,  y  recorrió  Inglaterra  en  busca 
de  aventuras.  Cuando  estos  viajes  concluyeron, 
Jorge  Borrow  tenía  veintidós  años.  Era  alto,  flaco, 
zanquilargo,  de  rostro  oval  y  tez  olivácea;  tenía  la 
nariz  encorvada,  pero  no  demasiado  larga;  la  boca 
bien  dibujada,  y  ojos  pardos,  muy  expresivos. 
Una  canicie  precoz  le  dejó  la  cabeza  completa- 
mente blanca.  Las  cejas,  prominentes  y  espesas, 
ponían  en  su  rostro  un  violento  trazo  obscuro. 
Jorge  Borrow,  al  escribir,  andando  el  tiempo, 


^  «Bernardas  Address  to  his  army»,  a  bailad  from  the  Spa- 
nish;  «The  singing  Mariner»,  a  bailad  from  the  Spanish;  «The 
french  Princess»,  a  bailad  from  the  Spanish.  En  «Monthly  Ma- 
gazine»,  volumen  57.  (182+). 

2  «Celebrated  Triáis,  and  Reraarkable  Cases  of  Criminal 
Jurisprudence,  from  the  earliest  records  to  the  year  1825.  Seis  vo- 
lúmenes. Knight  and  Laey.  London,  1825. 

3  «Danish  Traditions  and  Superstitions».  En  «Monthly  Ma- 
gazine>,  vols.  58,  59,  60. 


—   IX  — 


sus  narraciones  autobiográficas,  se  empeñó  en  ro- 
dear de  misterio  ciertos  años  de  su  vida  (1826- 
1832),  y  con  alusiones  más  o  menos  veladas  (algu- 
nas encontrará  el  lector  en  La  BibUa  ¿n  España^ 
quiso  dar  a  entender  que  se  había  visto  envuelto 
en  misteriosas  aventuras  y  dado  cima  a  dilatados 
viajes  por  países  como  la  India,  China  y  Tartaria. 
Ignórase,  en  efecto,  lo  que  Borrow  hizo  en  esos 
años;  pero,  en  sentir  de  sus  biógrafos  más  autori- 
zados, es  excesivo  tanto  misterio.  Probablemente, 
Borrow  vivió  todo  ese  tiempo  sin  ocupación  fija; 
viajó  un  poco,  y  escribió  por  gusto  y  por  encargo. 
En  1826  se  publicó  una  colección  de  sus  traduccio- 
nes del  danés  ^  con  otras  composiciones  suyas. 
Dos  años  más  tarde  apareció  una  traducción  de 
las  Memorias  de  Vidocq  ^,  atribuida  a  Borrow;  in- 
sertó en  algunas  revistas  trabajos  de  menos  im- 
portancia. Viajó  por  la  Europa  occidental,  y  pare- 
ce que  estuvo  en  Madrid,  pero  este  viaje  no  pudo 
entrar  en  el  marco  de  La  Biblia  en  España. 

Un  gran  cambio  sobrevino  en  la  vida  de  Jorge 
Borrow  durante  el  año  1833,  que  decidió  de  su 
destino.  Conocía  Jorge  Borrow  a  una  familia  resi- 
dente en  Oulton  Hall,  cerca  de  Lowestoft(Suffolk), 
de  la  que  formaba  parte  Mrs.  Mary  Clarke,  de 
treinta  y  seis  años,  viuda  de  un  marino.  Un  reve- 
rendo pastor,  relacionado  con  esa  familia,  indujo 
a  Jorge  Borrow  a  solicitar  de  la  Sociedad  Bíblica 
Británica  y  Extranjera  un  empleo  donde  pudiera 
utilizar  su  conocimiento  de  los  idiomas.  Jorge  se 
fué  a  pie  a  Londres,  y  en  veintidós  horas  recorrió 
una  distancia  de  ciento  veinte  millas.  En  su  frugal 
pobreza,  Jorge  sólo  gastó  en  el  viaje  cinco  peni- 
ques y  medio,  en  un  litro  de  cerveza,  medio  de 


1  «Roniantic  Baliads»,  Translated  froni  tlie  Danish  and  Mis- 
cellaneous  pieces,  by  George  Horrow.  Norwich,  S.  Wiikin.  182'^. 

2  «Memoirs  of  Vidocq>,  principal  agent  of  the  French  pólice 
until  1827.  Writen  by  himself.  Translated  from  the  French.  4 
vols.  London,  Whittaker,  Treacher  and.  Arnot.  1S28-29. 


—   X 


leche,  un  pedazo  de  pan  y  dos  manzanas.  Los  se- 
ñores déla  Sociedad  Bíblica,  después  de  examinar- 
le de  lenguas  orientales  durante  una  semana,  le 
preguntaron  si  estaba  dispuesto  a  aprender  en 
seis  meses  la  lengua  raanchú.  Aceptó  Jorge,  y  con 
un  buen  viático  se  volvió  a  Norwich,  ya  en  dili- 
gencia; estudió  con  ahinco  y  a  los  seis  meses 
triunfaba  en  las  pruebas  a  que  sus  futuros  jefes  le 
sometieron.  Por  aquellos  mismos  días,  Jorge  Bo- 
rrow  se  jetractó  de  su  ateísmo;  ya  fuese  por  influjo 
de  Mrs.  Clarke,  o  porque  las  ideas  que  le  inculcó 
su  amigo  Tayior  arraigaron  poco  en  su  espíritu  y 
se  marchitaron  al  acercarse  la  treintena,  lo  cierto 
es  que  Borrow  profesó  un  protestantismo  tan  fa- 
nático como  el  ateísmo  que  abandonaba.  No  tardó 
en  asimilarse  el  «tono  misionero»  ni  en  adoptar 
la  jerga  propia  de  sus  patronos.  Cuando  aun  se 
hallaba  en  curso  su  nombramiento,  uno  de  los 
secretarios  de  la  Sociedad  Bíblica  censuraba  así 
el  estilo  de  una  carta  de  Borrow:  «Perdóneme  us- 
ted si,  como  sacerdote,  y  mayor  que  usted  en  años, 
aunque  no  en  talento,  me  atrevo,  con  la  mejor 
intención,  a  hacerle  una  advertencia  que  podrá 
no  ser  inútil.»  Acota  una  frase  que  ha  llamado  la 
atención  de  algunos  de  «los  excelentes  miembros 
de  nuestro  Comité»:  aquella  en  que  «habla  usted 
de  la  perspectiva  de  ser  útil  a  la  Divinidad,  al 
hombre  y  a  usied  mismo.  Sin  duda,  quiso  usted  decir 
la  perspectiva  de  glorificar  a  Dios;  pero  el  giro  de 
sus  palabras  nos  hizo  pensar  en  ciertos  pasajes  de 
la  Escritura,  tales  como  Job,  XXI,  2,  etc.»  La  res- 
puesta de  Borrow  debió  de  ser  tal,  que  el  mismo 
reverendo  le  escribía:  «El  espíritu  de  su  última 
carta  es  verdaderamente  cristiano,  en  armonía  con 
aque'la  regla  sentada  por  el  mismo  Cristo,  y  de 
la  que  El  dio,  en  cierto  sentido,  tan  prodigioso 
ejemplo,  que  dice:  El  que  se  humille  será  ensalza- 
do.» Finalmente,  la  Sociedad  Bíblica  aceptó  los 
servicios  de  Borrow  y  le  envió  a  Rusia,  para  don- 
de salió  sin  dilación,  a  mediados  de  año,  a  colabo- 


—  XI  — 


rar  en  la  transcripción  y  colación  del  manuscrito 
de  la  Biblia  traducida  al  manchú,  y  en  la  impi-e- 
sión  del  Nuevo  Testamento  en  la  misma  lengua. 

Jorge  Borrow  estuvo  en  Rusia  hasta  septiembre 
de  1835.  Sirvió  con  celo  y  buen  éxito  a  la  Socie- 
dad Bíblica;  visitó  Moscú  y  Nowgorod,  y  proyectó 
un  viaje  a  China,  a  través  del  Asia,  para  distri- 
buir el  Evangelio  por  el  Oriente.  El  Gobierno 
ruso  le  negó  los  pasaportes.  Ese  proyecto  de 
viaje  fué,  en  opinión  de  uno  de  sus  biógrafos,  el 
único  motivo  que  tuvo  Borrow  para  creer,  y  hacér- 
selo creer  a  sus  lectores,  que  había  estado  en  el 
Oriente  remoto  K  Durante  su  estancia  en  Rusia 
tradujo  al  ruso  unas  homilías  de  la  iglesia  angli- 
cana,  y  publicó  en  San  Petersburgo  dos  coleccio- 
nes de  poesías  traducidas  por  él  al  inglés:  Targutn^ 
y  el  Talismán  '. 

En  octubre  de  1835  volvió  Jorge  Borrow  a  In- 
glaterra, y,  apenas  llevaba  un  mes  en  su  país,  la 
Sociedad  Bíblica  decidió  utilizar  de  nuevo  sus 
servicios,  enviándole  a  Lisboa  y  Oporto  con  en- 
cargo de  acelerar  la  propagación  de  la  Biblia  en 
Portugal.  Ni  la  Sociedad  Bíblica  ni  Jorge  Borrow 
preveían  entonces  que  sus  campañas  en  la  Penín- 
sula iban  a  tener  la  importancia  que  después  ad- 
quirieron. Para  la  Sociedad,  el  envío  de  Borrow  a 
Portugal  era  un  empleo  interino,  en  espera  de  que 
se  decidiese  su  viaje  a  China.  Borrow  ignoraba  si 
tendría  o  no  en  Portugal  libertad  suficiente  para 
lanzarse  a  una  propaganda  intensa,  ni  si  el  ánimo 


*  «;No  le  ha  chocado  a  usted  nunca — le  escribía  en  una  oca- 
sión su  amigo  el  danés  Has''cHt — cuánto  se  parece  usted  al  buen 
hidalgo  Don  Quijote  de  la  Mancha?  A  mi  juicio,  podría  usted 
pasar  fácilmente  por  hijo  suyo.»  W.  Knapp:  Lifr,  ivritings and 
correspondence  of  George BorroW'  London,  Murray,  1899.  V'ol.  I, 
pág.  ig--. 

2  «Targum,  or  Metrical  translations  from  thirty  languages 
and  dailects»,  by  George  Borrow.  St.  Petersburg,  Schulz  and 
Beneze,  1835. 

'  «The  Talismán»,  from  the  Kussian  or  Alexander  Pushkin, 
with  other  pieces.  St.  Petersburg,  Schulz  and  Beneze,  1835. 


—   XII   — 


de  la  gente  se  hallaría  bien  dispuesto  para  recibir- 
la. Jorge  Borro w  se  embarcó  en  Londres  el  6 
de  noviembre  de  1835,  y  llegó  a  Lisboa  el  13  del 
mismo  mes  ^;  visitó  los  alrededores  de  la  capi- 
tal, hizo  una  excursión  por  el  Aleratejo,  y  de  estos 
viajes  y  de  sus  conversaciones  con  el  represen- 
tante de  laSociedad  Bíblica  en  Lisboa  nació  la  de- 
terminación de  aplazar  sus  trabajos  en  Portugal. 
Borrow  resolvió  pasar  a  España.  Salió  de  Lisboa 
para  Badajoz  el  r.°  de  enero  de  1836,  cruzóla  fron- 
tera el  día  6,  detúvose  en  Badajoz  diez  días,  y  por 
Mérida,  Oropesa  y  Talavera  llegó  a  Madrid.  Por 
el  camino  fué  madurando  su  plan  de  campaña:  le 
pareció  necesario,  ante  todo,  hacer  en  España 
una  tirada  de  la  Biblia  en  castellano,  porque  sólo 
podían  circular  las  impresas  en  el  reino.  Pero  lo 
difícil  no  era  eso;  lo  difícil  era  obtener  permiso 
para  imprimirla  si7i  7iotas.  Desde  la  invención  de 
la  imprenta,  hasta  1820,  no  se  había  impreso  en 
España  ninguna  traducción  de  la  Biblia  descarga- 
da de  comentarios  y  notas,  y  que  fuese,  por  tanto, 
de  tamaño  manual  y  de  precio  reducido,  accesible 
a  todos.  En  1790  apareció  la  traducción  de  Scio, 
en  diez  volúmenes  en  folio,  y  en  1823,  la  de  Amat, 
en  nueve  volúmenes  en  cuarto.  Al  amparo  de  la 
fugaz  libertad  política,  instaurada  por  la  Revolu- 
ción de  1820,  se  imprimió  en  Barcelona  (1820)  el 
Nuevo  Testamento,  traducción  de  Scio,  pero  sin 
notas;  desde  entonces,  hasta  la  llegada  de  Borrow 
a  España,  nada  más  se  había  hecho.  La  propagan- 
da de  la  Sociedades  bíblicas  no  consiste,  esencial- 
mente, en  predicar  una  confesión  determinada, 
sino  en  difundir  la  lectura  de  la  Biblia,  poniendo 
al  alcance  del  mayor  número  el  texto  genuino  de 
la  Escritura.  Como,  en  opinión  de  los  cristianos 
reformados,  los  dogmas  y  prácticas  de  la  Iglesia 
romana  contradicen  la  letra  y  el  espíritu  del  libro 


'     Fechas  establecidas  por  Mr.  Kaapp,  separándose  de  las  que 
Borrow  da  eu  La  Biblia  en  España 


—  XIII  — 


sagrado,  basta  la  lectura  de  su  texto  auténtico» 
y  la  restauración  del  sentido  propio  en  su  inteli- 
gencia e  interpretación,  para  minar  las  bases  de  la 
dominación  papista.  Así,  Borrow,  abundando  en 
las  intenciones  de  sus  directores,  y  con  autoriza- 
ción expresa  de  ellos,  gestionó  desde  luego  el 
permiso  que  necesitaba  para  imprimir  el  Evange- 
lio sin  notas,  y,  vencidas  no  pocas  dificultades,  se 
dispuso  a  reimprimir  en  Madrid  la  traducción  del 
Nuevo  Testamento,  de  Scio,  editada  sin  notas  por 
la  Sociedad  Bíblica  en  Londres,  1826.  Borrow  y  la 
Sociedad  Bíblica  desconocían  las  versiones  caste- 
llanas de  la  Biblia,  hechas  por  los  antiguos  refor- 
mistas españoles,  libros  rarísimos  entonces. 

Borrow  se  fué  de  Madrid  a  los  pocos  días  de  la 
revolución  de  La  Granja,  estuvo  en  Granada  y 
Málaga  (viaje  no  referido  en  La  Biblia  en  tspaña), 
se  embarcó  en  Gibraltar,  llegó  a  Londres  el  3  de 
octubre,  instó  en  la  Sociedad  Bíblica  la  inmediata 
apertura  de  la  campaña  de  propaganda  en  España, 
y,  aceptados  sus  planes,  se  reembarcó  el  4  de  no- 
viembre, llegando  a  Cádiz  el  22  del  mismo  mes. 
Por  Sevilla  y  Córdoba  se  dirigió  Borrow  a  Madrid, 
adonde  llegó  el  26  de  diciembre.  No  perdió  el  tiem- 
po. En  14  de  enero  de  1837  firmaba  con  Andrés 
Borrego  el  contrato  para  la  impresión  del  Evan- 
gelio, y  en  i.*^  de  mayo  siguiente  se  publicó  el 
libro  1.  Borrow  obtuvo  de  la  Sociedad  Bíblica  auto- 
rización para  repartir  en  persona  la  obra  por  los 
pueblos,  y,  dejando  en  Madrid  encargado  de  sus 
asuntos  a  don  Luis  de  Usoz  y  Río,  emprendió, 
acompañado  de  su  famoso  criado  griego,  el  lar- 
guísimo viaje  por  Castilla  la  Vieja,  Galicia,  Astu- 
rias y  Santander,  que  duró  desde  mayo  a  noviem- 
bre de  1837.  De  regreso  en  Madrid,  imprimió  dos 


'  El  Nuevo  Testamento,  traducido  al  español  de  la  Vulgata 
Latina,  por  el  Kmo.  P.  Phelipe  Scio  de  S.  Miguel,  de  las  Kscue- 
las  Pías,  obispo  electo  de  Segovia.  Madrid.  Imprenta  a  cargo  de 
don  Joaquín  de  la  Barrera,  1837.  En  8.°,  53+  págs. 


—   XIV   — 


nuevas  traducciones  parciales  del  Nuevo  Testa- 
mento: una  traducción  del  Evangelio  de  San  Lucas 
al  caló  ^  hecha  por  él,  y  otra  del  mismo  Evangelio 
al  vascuence,  por  un  señor  Oteiza  2. 

La  publicación  del  Evangelio  en  caló,  la  apertu- 
ra de  un  Despacho  de  la  Sociedad  Bíblica  en  la 
calle  del  Príncipe,  los  métodos  empleados  por  Bo- 
rrow  para  llamar  la  atención  del  público  hacia  su 
obra  y  ciertas  imprudencias  de  otros  agentes  de 
la  Sociedad  en  España,  provocaron  la  intervención 
de  las  autoridades  y  desencadenaron  una  borras- 
ca, en  la  que  naufragó  la  propaganda  evangélica 
y,  a  la  larga,  puso  fin  a  ios  trabajos  de  Borrow  en 
España;  de  elJa  nació  también  un  primer  disenti- 
miento entre  la  Sociedad  y  su  agente,  disentimien- 
to que  terminó  en  ruptura.  En  enero  del  38,  el 
jefe  político  de  Madrid  secuestró  los  libros  exis- 
tentes en  la  tienda  abierta  por  Borrow;  en  mayo, 
fué  preso  Don  Jorge  por  desacato  a  un  agente  de 
la  autoridad  y  por  vender  libros  impresos  fuera 
del  reino,  introducidos  en  España  con  infracción 
de  las  leyes  vigentes.  Borrow  cuenta  en  La  Biblia 
en  Espafia  la  historia  del  secuestro  y  de  su  pri- 
sión; pero  omite  ciertos  hechos  que  influyeron 
grandemente  en  aquellas  resoluciones  del  Gobier- 
no, hechos  que  Borrow  no  conoció  hasta  después 
de  salir  de  la  cárcel.  Había  por  entonces  en  Espa- 
ña otro  agente  de  la  Sociedad  Bíblica,  llamado 
Graydon,  que  operaba  principalmente  en  las  pro- 


1  Fmbeo  e  Majaró  Lucas.  Brotoboro  rodado  andré  la  chipé 
griega,  acána  chibado  andré  o  Romano,  o  chipé  es  Zincales 
de  Sesé. 

fel  Evangelio  según  S.  Lucas,  traducido  al  Romaní,  o  dialecto 
de    os  gitaao;  de  i  spaña.  [Madrid],  i?37.  En  i6.°,  177  págs. 

Segunda  edición:  Criscoie  e  Majaró  Lucas,  chibado  andré  o  Ro- 
manó, o  chipé  es  Zi'cales  de  Sesé. 

Kl  Kvangelio  según  S.  Lucas,  traducido  al  romaní.  o  dialecto 
de  los  gitanos  de  España.  I.undra.  1S72.  Rn  16.**,  177  págs. 

2  Evangelioa  San  Lucasen  Guisfan.  El  Evangelio  según  S.  Tru- 
cas, traducido  al  vascuence.  Madrid.  Imprenta  de  la  Compañía 
Tipográfica,  1838.  En  16.°,  i76pags. 


—   XV   — 

vincias  de  Levante.  Graydon,  que  imprimió  en 
Barcelona  una  edición  del  Nuevo  Testamento  y 
otra  de  la  Biblia  (A.  )'  N.  T.),  sin  notas,  en  1837, 
no  se  limitaba,  como  Borrow,  a  propagar  el  libro, 
sino  que  repartía  folletos,  prospectos  y  opúsculos 
atacando  al  Gobierno  modeíado,  al  clero  español 
y  a  sus  doctrinas.  Esta  conducta  produjo  aigunos 
escándalos  en  Valencia,  Murcia  y  Málaga;  y  como 
Graydon  se  proclamaba,  no  sólo  agente  de  la  So- 
ciedad Bíblica,  sino  íntimo  colaborador  y  asociado 
de  Borrow,  dio  pretexto  para  que  el  Gobierno, 
movido  por  los  curas,  desfogara  su  inquina  tratan- 
do a  don  Jorge  con  extremado  rigor.  La  prisión 
de  Borrow  y  las  reclamaciones  del  ministro  britá- 
nico produjeron,  como  puede  suponerse,  una  reu- 
nión precipitada  del  Consejo  de  ministros,  un 
ofrecimiento  de  dimisión  por  parte  del  jefe  polí- 
tico, e  interpelaciones  en  las  Cortes  censurando  al 
Gobierno...  por  su  lenidad.  Excarcelado  Borrow, 
supo  por  el  ministro  británico  la  parte  que  la 
conducta  de  Graydon  había  tenido  en  sus  perse- 
cuciones, y  se  le  ocurrió  escribir  sendas  cartas  al 
Correo  Nacional  y  a  ia  Sociedad  Bíblica  desautori- 
zando y  condenando  el  proceder  de  su  colega.  En 
la  carta  al  Correo  Nacional,  publicada  el  27  de 
mayo,  se  titula  «único  agente  autorizado  en  España 
de  ia  S.  B.>.  Kn  la  carta  a  sus  directores  de  Lon- 
dres, luego  de  referir  las  entrevistas  del  ministro 
británico  con  Ofalia,  dice  respecto  de  Graydon: 
«Hasta  el  momento  presente,  ese  hombre  ha  sido 
el  ángel  malo  de  la  causa  de  la  Biblia  en  España, 
y  también  el  mío,  y  ha  empelado  tales  procedi- 
mientos y  escogido  de  tal  modo  las  ocasiones,  que 
casi  siempre  ha  conseguido  derribar  los  planes 
hacederos  trazados  por  mis  amigos  y  por  mí  para 
la  propagación  del  Evangelio  de  una  manera  per- 
manente y  segura.»  La  respuesta  de  la  .Sociedad 
fué  un  cruel  desengaño  para  Borrow:  reconocíase 
en  ella  que  Graydon  era  tan  legítimo  representan- 
te de  la  Sociedad  Bíblica  como  él;  no  se  accedía  a 


XVI  — 


desautorizar  y  condenar  su  proceder,  y,  además 
se  le  advertía  a  Borrow  que,  en  adelante,  se  abs 
tuviese  de  publicar  cartas  como  la  del  Correo  Na 
cional.  Por  su  parte,  el  Gobierno  español,  tras  al 
gunos  artículos  oficiosos  en  que  se  le  excitaba  í 
proceder  «con  mano  dura»  contra  los  escarnece 
dores  de  la  religión,  prohibió  de  Real  orden  (2^ 
de  mayo)  la  circulación  y  venta  del  Nuevo  Testa' 
mentó  editado  por  Borrow. 

En  relaciones  poco  cordiales  con  sus  jefes  y  fren- 
te a  la  hostilidad  resuelta  de  los  gobernantes  espa- 
ñoles, Borrow  no  podía  ya  realizar  en  la  Penín- 
sula una  obra  duradera  ni  fructífera.  Aquel  verano 
del  38  anduvo  don  Jorge  por  La  Sagra  y  por  tie 
rras  de  Segovia.  El  24  de  agosto  llegó  a  sus  manob 
^^  o^<ien  de  sus  jefes  llamándole  a  Inglaterra,   y, 
allá  se  fué,  a  través  de  Francia,  y  en  tres  o  cuatro 
meses  que  permaneció  en  su  pais  zanjó  sus  dife- 
rencias^con  los  directores  y  logró  que  le  enviaran 
a  España  por  tercera  y  última  vez.  El  31  de  di- 
ciembre de  1838  desembarcó  en  Cádiz,  y,  salvo 
Jos  tres  primeros  meses,  que  pasó  en  Madrid  de- 
dicado a  la  propaganda,  casi  todo  el  año  39  estuve 
en  í^evilla,  en  relativa  inacción.  Allí  fueron  a  bus- 
carle Mrs.  Clarke  y  su  hija,  a  quienes  instaló  en 
su  propia  casa  de  la  Plazuela  de  la  Pila  Seca;  hizo 
solo  un  viaje  a  Tánger,  donde  Je  alcanzó  la  orden 
del  Comité  de  Ja  Sociedad  Bíblica  dando  por  ter 
minada  su  misión  en  España,  y  en  Tánger  se  aca- 
ba bruscamente  la  narración  de  sus  aventuras  De 
Mr^r"?  ?  ^f  """¿^  ^nunzió  su  matrimonio  con 
Mrs.  Clarke  (Ja  Seña  Biuda   con   Don   Jorgiioel 

&eVLTnT'í-  los  preparativos  parí  vol  í^r  a 

^íTiJ^^t^ri^s^rdiiri/^:;:^^ 

tre.nta  horas;  todavía  estuvo  en  Madrid  gestionan 


—  XVII  — 

Cotiage  (Lowestoft),  propiedad  de  su  esposa,  don- 
de vivió  muchos  años  entregado  a  las  pacíficas 
tareas  literarias. 

Lo  primero  que  publicó  fué  su  obra  sobre  los 
gitanos  ^  en  la  que  había  trabajado  mucho  duran- 
te su  permanencia  en  España.  Contiene  una  des- 
cripción preliminar  de  los  gitanos  de  diversos 
países  y  un  estudio  de  la  historia  y  costumbres  de 
los  de  España,  compuesto  de  observaciones  per- 
sonales y  extractos  de  libros  referentes  a  ellos. 
Siguen  una  colección  de  poesías  populares  en  caló, 
recogidas  verbalmente  por  Borrow,  y  un  vocabu- 
lario. En  The  Zincali  s^  aprecia  «una  fuerte  per- 
sonalidad y  una  observación  extraordinarias-  2; 
pero  cualquiera  puede  advertir  el  desorden  con 
que  está  compuesto  el  libro.  Es  importante  para 
conocer  las  costumbres  de  los  gitanos,  y  completa 
además  algunas  aventuras  que  en  La  Biblia  en 
España  sólo  están  indicadas. 

La  publicación  de  T/ie  Zincali  puso  a  Borrow  eri 
relación  con  Ricardo  Ford,  docto  en  cosas  hispá- 
nicas, que  preparaba  por  entonces  su  Manual  úe 
España  3.  Ford  aconsejó  a  Borrow  que  publicase 
sus  aventuras  personales  y  se  dejara  de  extractar 
libracos  españoles.  Al  saber  que  tenía  entre  manos 
una  Biblia  en  España,  insistió  en  sus  advertencias: 
nada  de  vagas  descripciones,  nada  de  erudición 
libresca;  hechos,  muchos  hechos,  observados  di- 
rectamente; arrojo  para  no  caer  en  las  vulgarida- 
des; no  preocuparse  del  bien  decir;  evitar  las 
gazmoñerías  y  la  declamación.  Borrow  se  aprove- 


'  The  Zincali;  or.  An  Account  of  the  Gypsies  of  Spain.  Whit 
an  original  colleciion  of  their  Songs  and  Poetry,  and  a  copious 
Dictionary  of  their  Language.  By  George  Borrow...  In  two 
volumes.  London,  John  Murray,  1841. 

*  E.  Thomas:  George  Borrow,  the  man  and  his  books.  i.  v. 
London,  Chapman  and  Hall,  1912. 

'  Hand-Book  for  Travellers  in  Spain  and  Readers  at  Home. 
London,  Murray,  1845.  2  vols.  8.*  «Las  ediciones  posteriores 
están  abreviadas  o  adaptadas  a  los  itinerarios  del  ferrocarril.  El 
verdadero  «Ford»  no  ha  vuelto  a  parecer.»  (Knapp.) 


—    XVIII   — 


chó  de  esos  consejos.  En  su  retiro  de  Oulton 
ordenó  y  completó  los  materiales  de  que  dispo- 
nía: diarios  de  viaje,  cartas  a  la  Sociedad  Bíblica, 
y  en  diciembre  de  1842  se  publicaba  la  obra  ^  que 
velozmente  le  llevó  a  la  celebridad. 

Su  triunfo  fué  inmenso.  En  el  primer  año  se  ago- 
taron seis  ediciones  de  a  mil  ejemplares  en  tres 
volúmenes,  y  una  edición  de  diez  mil  ejemplares 
en  dos  tomos.  Dos  veces  reimpresa  en  Norteamé- 
rica aquel  mismo  año  43,  fué  traducida  al  alemán, 
al  francés  y  al  ruso;  en  19 11  iban  publicadas  de 
La  Biblia  e?i  España  más  de  veinte  ediciones  in- 
glesas. Borrow  saboreó  la  popularidad;  sus  escri- 
tos posteriores  contribuyeron  poco  a  sostenerla. 
Sus  aventuras  en  España  despertaron  en  el  pú- 
blico un  deseo  muy  vivo  de  conocer  otros  hechos 
de  la  vida  del  «héroe».  Ricardo  Ford  le  aconsejó 
que  escribiese  su  autobiografía.  Don  Jorge,  sin  le- 
vantar mano,  compuso  el  Lavengro,  historia  de 
su  niñez  y  juventud,  continuándola  años  después  2, 
hasta  la  fecha  en  que  comienza  aquel  misterioso 
período  de  su  vida,  de  que  ya  se  hizo  mención.  La 
obra  defraudó  las  esperanzas  del  público;  los  crí- 
ticos, con  gran  indignación  del  autor,  pronuncia- 
ron sobre  ella  un  fallo  adverso;  se  aguardaba  una 
narración  rigurosamente  veraz,  y  aparecía  un  re- 
voltijo de  sucesos  reales  e  imaginarios  más  que 
suficiente  para  desorientar  al  lector.  Borrow  se 
consoló  difícilmente  de  lo  que  algunos  llamaron  su 
«fracaso».  La  vanidad  herida,  no  iba  a  contribuir 
a  suavizarle  el  humor,  cada  día  m.ás  áspero  y  agrio 


•  The  Bible  in  Spain;  or  thc  Journeys,  Adventures,  and  Im- 
prisonmeuts  of  an  Englishman,  in  an  attempt  to  circulatt-  the 
Scriptures  ia  the  Península.  By  George  Borrow,  author  of  «The 
Gypsies  of  Spain».  In  three  volumes.  London,  John  Murray, 
184.3, 

2  Lavengro;  the  Scholar-the  Gypsy-the  Priest.  By  George  Bo- 
rrow... la  three  volumes.  London,  John  Murray,  1851. 

The  Romany  Rye;  a  sequel  to  «Lavengro».  By  George  Bo- 
rrow... In  two  volumes.  London,  John  Murray,  1857. 


—  XIX  — 

Llevaba  con  impaciencia  la  vida  sedentaria  de  es- 
critor. Sentía,  además,  inquietudes  religiosas;  los 
antiguos  tterrores»  le  atormentaban.  Borrow  que- 
ría viajar  y  solicitó  empleos  fuera  de  su  patria; 
misiones  literarias  en  Asia,  el  consulado  de  Hong- 
Kong:  pero  sin  resultado.  Hizo  un  viaje  por  el 
Oriente  de  Europa,  y  recogió  nuevos  datos  acerca 
de  la  vida  y  lenguaje  de  sus  amigos  los  gitanos  en 
Hungría,  Valaquia  y  Macedonia.  Anduvo  también 
por  su  país;  visitó  Gales,  Escocia  y  otros  lugares, 
y  recogió  parte  del  fruto  de  estas  jornadas  en  un 
libro  1  que  fué  la  última  obra  importante  que  pu- 
blicó. Desde  1860  residía  en  Londres,  donde  vivió 
catorce  años  sin  producir  nada  desde  la  aparición 
de  Wild  Wales,  sumido  en  tanta  obscuridad,  en 
tal  silencio,  que  algunos  le  creían  muerto.  Estimu- 
lado por  el  deseo  de  conservar  su  antigua  prima- 
cía en  los  estudios  gitanos,  que  otros  cultivaban 
ya  con  diferente  método,  se  lanzó  a  publicar,  en 
1874,  un  vocabulario  2  del  dialecto  de  los  gitanos 
ingleses,  obra  que,  al  aparecer,  era  ya  anticuada. 
En  suma:  Borrow  se  sobrevivió;  tan  sólo  la  muer- 
te— observa  Mr.  Knapp — podía  devolverle  la  no- 
toriedad perdida.  La  muerte  tardaba  en  llegar. 
Borrow  se  marchó  de  Londres  en  1874,  y  se  refu- 
gió en  su  casa  de  Oulton;  estaba  viudo  desde 
1869.  El  arriscado  Don  Jorge  de  otros  tiempos  era 
un  anciano  de  mal  humor,  que  vivía  triste  y  solo 
en  una  casa  de  campo  mal  cuidada,  y  se  paseaba 
por  el  jardín  enmarañado  cantando  poemas  de  su 
cosecha.  Su  extraño  continente,  su  soledad  y 
«sus  conversaciones  con  los  gitanos,  a  quienes 
permitía  acampar  en  la  finca,  crearon  en  torno 
suyo  una  especie  de  leyenda.  Los  muchachos,  en 
viéndole  pasar,   le  gritaban:  ¡Gitano!,   o  ¡brujo!> 

*  Wild  Wales:  its  people,  Language,  and  Scenery.  By  Gcor- 
ge  Borrow...  In  three  volumes.  London,  John  Murray,  1SÓ2. 

*  Romano  Lavo-Lil:  Word-Boo!c  of  the  Roraauy,  or  English 
Gypsy  Language...  By  Ceorge  Bonow.  LoDdon,  JohH  Murray, 
1874. 


—  XX   — 

Muy  cerca  ya  del  fin,  su  hijastra  fué  con  su  mari- 
do a  vivir  en  su  compañía.  En  la  mañana  del 
26  de  julio  de  1 881,  el  matrimonio  se  fué  a  Lowes- 
toft  a  sus  asuntos,  dejando  a  Borrow  completamen- 
te solo;  mucho  les  rogó  que  no  se  fueran,  porque 
se  sentía  morir;  pero  le  dijeron  que  ya  otras  veces 
había  expresado  igual  temor  sin  fundamento  algu- 
no. Cuando  volvieron,  a  las  pocas  horas,  se  lo  en- 
contraron muerto. 

Aunque  The  Bible  in  Spai7i  no  fuese,  en  térmi- 
nos absolutos,  el  mejor  libro  de  Borrow,  sería  en 
todo  caso,  con  enorme  diferencia  respecto  de 
sus  otros  escritos,  el  que  más  títulos  tendría  a  la 
atención  de  nuestro  público.  El  mérito  intrínseco 
del  libro,  y  la  singular  reputación  de  España,  le 
hicieron  popular  en  Inglaterra  y  Norteamérica  y 
conocido  en  varias  naciones  de  Europa,  motivos 
también  valederos  para  su  divulgación  en  nues- 
tro país,  con  más  el  de  ser  los  españoles,  no  lecto- 
res distantes,  sino  parte  interesada,  actores  en 
las  escenas  y  su  tierra  marco  de  aquella  narra- 
ción. No  es  muy  honroso  para  nuestra  curiosidad 
que  hayan  transcurrido  cerca  de  ochenta  años 
desde  que  vio  la  luz,  sin  ponerlo  hasta  hoy,  tradu- 
cido, al  alcance  de  todos.  El  libro  fué  compuesto, 
en  su  mayor  parte,  en  los  lugares  mismos  que 
describe.  Borrow  redactaba  un  diario  de  viaje,  y 
remitía,  además,  a  la  Sociedad  Bíblica  cartas  de 
relación  de  sus  aventuras  y  trabajos.  La  Sociedad 
prestó  a  Borrow  esas  cartas  luego  de  cerciorarse 
de  que,  al  aprovecharlas,  no  cometería  ninguna 
indiscreción.  «¡No  he  revelado  los  secretos  de  la 
Sociedad!»,  decía  después  Borrow;  en  efecto,  no 
mienta  su  desacuerdo  con  los  directores,  y  tribu- 
ta a  Graydon,  el  «ángel  malo»  de  la  causa  bíblica, 
ardientes  elogios.  Las  cartas  de  Borrow  a  laSocie- 
dad  Bíblica  ^  son  tan  extensas  como  la  mitad  de 

'     «Letters  of  George  Borrow  to  the  Bible  Society»,  edited  by 
T.  H.  Darlow,  1911. 


—  XXI  — 

The  Bible  in  Spain;  pero  sólo  aprovechó  la  tercera 
parte  de  ellas  en  la  composición  del  libro;  lo  de- 
más salió  de  sus  diarios,  fundiéndose  todo  al  calor 
de  su  espíritu  cuando  recordaba  y  revivía  a  dis- 
tancia las  impresiones  indelebles  recibidas.  Tres 
son  los  temas  de  la  obra:  la  difusión  del  Evange- 
lio, Don  Jorge  el  inglés  y  España.  Los  tres  se  enla- 
zan en  un  conjunto  armónico;  la  propaganda  evan- 
gélica es  el  propósito  deliberado  de  que  remota- 
mente trae  origen  el  libro,  y  constituye  su  ar- 
mazón interior;  todas  las  idas  y  venidas  de  Don 
Jorge,  todos  sus  pensamientos,  van  encauzados  a 
la  divulgación  de  la  palabra  divina;  los  hombres  y 
las  tierras  de  España,  materia  de  su  explicencia, 
constituj'en,  no  sólo  una  decoración  de  fondo, 
asombrosa  por  el  relieve  y  color,  sino  el  ambiente 
en  que  se  mueve  y  respira  un  personaje  extraor- 
dinario, algo  distinto  de  Borrow,  pero  que  es  Bo- 
rrow  mismo  despojado  de  toda  vulgaridad  y  fla- 
queza, elevado  a  la  categoría  de  un  semidiós.  De 
esos  temas,  el  evangélico  es  el  que  nos  importa 
menos.  España,  país  de  misiones,  España,  país  de 
idólatras,  era  un  punto  de  vista  nuevo,  dentro  de 
nuestro  solar,  en  1835,  ^  irritante  para  quienes, 
dueños  de  la  religión  verdadera,  habíanla  expor- 
tado durante  siglos.  No  será  hoy  menos  irritante 
para  buen  número  de  personas  el  antipapismo  de 
Borrow;  pero  es  improbable  que  los  españoles 
descontentos,  los  no  conformistas,  rompan  a  gritar: 
¡Al  campo,  al  campo,  Do?i  Jorge,  a  propagar  el  Evan- 
gelio de  Inglaterra!  En  el  fondo,  la  preocupación 
de  Borrow  es  de  la  misma  índole  que  la  de  los 
«idólatras»,  sus  enemigos.  La  regeneración  de 
España  por  la  lectura  del  Evangelio  sería  un  pro- 
grama que  acaso  hiciera  hoy  sonreír.  El  mayor 
número  seguiría  la  opinión  de  Mendizábal,  que  a 
la  insistencia  con  que  Borrow  solicitaba  el  per- 
miso para  imprimir  el  Testamento,  salvación  úni- 
ca de  España,  respondía:  «¡Si  me  trajese  usted 
cañones,  si  me  trajese  usted  pólvora,  si  me  trajese 


—   XXII   — 

usted  dinero  para  acabar  con  los  carlistas!»  Pero 
Don  Jtian  y  Medio,  y  los  liberales  que  hicieron  la 
desamortización  eclesiástica,  no  se  atrevían  a  per- 
mitir que  circulase  el  Evangelio  sin  notas.  Aun- 
que movido  por  un  fanatismo  antipático,  en  favor 
de  Borrow  hablan  su  osadía  personal,  la  conside- 
ración de  que  luchaba  contra  un  poder  omnímodo, 
irresponsable,  y  la  de  que,  formalmente,  pugnaba 
por  un  mínimo  de  hospitalidad  y  de  libertad,  sin 
las  que  los  hombres  en  sociedad  son  como  fieras; 
y  eso  está  siempre  bien,  hágase  como  se  haga.  El 
libro  de  Borrow  es  un  precioso  documento  para 
la  historia  de  la  tolerancia,  no  en  las  leyes,  sino 
en  el  espíritu  de  los  españoles. 

The  Bible  in  Spain  es  un  libro  autobiográfico.  «El 
principal  estudio  de  Borrow  fué  él  mismo,  y  en 
todos  sus  mejores  libros,  él  es  el  asunto  principal 
y  el  objeto  principal»  i.  No  emplea  en  esta  obra 
las  confidencias,  no  se  confiesa  con  el  lector;  su 
procedimiento  consiste  en  dejar  hablar  a  los  que 
le  tratan,  para  pintar  el  efecto  que  su  persona  y 
sus  hechos  causan  en  el  ánimo  del  prójimo;  aso- 
mándonos a  ese  espejo,  vemos  la  imagen  de  un 
Don  Jorge  muy  aventajado:  subyugaba  y  domaba 
a  los  animales  fieros;  los  gitanos  le  adoraban;  era 
la  admiración  de  los  manólos',  temíanle  los  pica- 
ros; confundía  al  posadero  ruin  y  a  los  alcaldillos 
despóticos;  encendía  en  sus  servidores  devoción 
sin  límites;  era  afable  y  llano  con  los  humildes; 
trataba  a  los  potentados  de  igual  a  igual  y  hacía 
bajar  los  ojos  al  soberbio;  nunca  se  apartaba  de  la 
razón,  ni  perdía  la  serenidad;  un  prestigio  miste- 
rioso le  envuelve;  en  suma:  el  héioe  y  el  justo 
se  funden  en  su  persona;  es  un  apóstol  que  pro- 
paga la  palabra  de  Dios,  pero  sin  el  delirio  de  la 
Cruz,  sin  romper  el  decoro;  es  un  caballero  andan- 
te que  se  compadece  de  la  miseria,  y  a  cada  mo- 
mento cree  uno  verle  emprender  la  ruta  de  Don 

*    Ed.  Thomas,  cap.  II. 


Quijote,  pero  sin  burlas,  sin  yangüeses,  en  una 
España  que  creyese  en  él  y  le  tomase  en  serio. 
Apóstol  y  caballero  están  bajo  el  amparo  del  pa- 
bellón británico. 

Borrow  se  colocó,  o  colocó  a  su  héroe,  en  un 
escenario  sin  segundo,  de  tal  fuerza  que,  para 
nuestro  gusto,  el  aventurero  se  borra,  se  disuelve 
en  el  paisaje,  o  queda  a  la  zaga  de  la  muchedum- 
bre española  que  suscita.  Es  difícil  encontrar  otro 
caso  en  que  un  escritor  haya  triunfado  con  más 
brillantez  de  la  hostil  realidad  presente.  Borrow 
lucha  a  brazo  partido  con  la  realidad  española,  la 
asedia,  poco  a  poco  la  domina,  y  con  la  lentitud 
peculiar  de  su  procedimiento  acaba  por  poner  en 
pie  una  España  rebosante  de  vida.  No  se  atuvo 
í.  una  realidad  de  «guía  oficial».  Lo  que  le  impor- 
taba era  el  carácter  de  los  hombres,  y  no  de  todos, 
sino  los  de  la  clase  popular,  donde  los  rasgos  na- 
cionales se  conservan  más  puros.  Labradores, 
arrieros,  posaderos,  gitanos,  curas  de  aldea,  mon- 
terillas,  mendigos,  pastores,  pasan  ante  nosotros, 
y  al  verlos  gesticular  y  oírlos  hablar,  creemos  en- 
contrarnos con  antiguos  conocidos.  Unos  son  pi- 
caros, otros  santos;  unos  son  listos,  otros  muy 
zotes;  casi  todos  groseros,  muchos  con  sentimien- 
tos nobles,  pero  unidos  en  general  por  un  aire  de 
familia  inconfundible;  y  la  verdad  es  que,  con  todas 
sus  picardías  o  su  zafiedad,  no  puede  uno  dejar  de 
quererlos.  Tuvo  además  Borrow  una  espléndida 
visión  del  campo,  y  lo  sintió  e  interpretó  de  un 
modo  enteramente  moderno.  Así,  don  Jorge  des- 
cubrió y  pintó,  en  realidad,  lo  que  quedaba  de 
España.  Arrancados  los  árboles,  agostado  el  cés- 
ped, arrastrada  en  mucha  parte  la  tierra  vegetal, 
asomaba  la  armazón  de  roca,  con  toda  su  fealdad 
y  su  inconmovible  firmeza. 

El  lector  apreciará  seguramente  en  La  Biblia 
en  España,  a  pesar  de  la  traducción  descolorida, 
el  novelesco  interés  de  algunos  pasajes  que  pare- 
cen  arrancados  de  un  libro  picaresco,  el  movi- 


XXIV  — 


miento  de  ciertos  cuadros,  propios  de  un  «episo- 
dio nacional.^, el  sabor  de  otras  escenas  de  costum- 
bres, los  bosquejos  de  tipos 5^  caracteres,  con  tantos 
otros  méritos  que  es  innecesario  señalar;  pero  lo 
mismo  ante  ellos,  que  ante  los  defectos  del  libro, 
y  frente  a  la  repulsión  que  ciertos  juicios — expre- 
sos o  sobrentendidos — del  autor  puedan  suscitar 
en  el  ánimo  de  un  español,  conviene  estar  preve- 
nido para  no  incurrir  en  las  descarriadas  aprecia- 
ciones que  acerca  de  este  libro  se  han  proferido 
en  nuestro  país.  La  Biblia  en  España  es  un  libro 
de  viajes,  cierto;  pero  hay  que  entenderse  acerca 
de  su  calidad.  No  es  un  informe  a  la  Sociedad 
bíblica  respecto  de  los  progresos  del  Evangelio 
en  España,  ni  un  «cuadro  del  estado  político, 
social,  etcétera»,  de  la  nación,  ni  un  itinerario  para 
recién  casados,  ni  una  reseña  de  las  catedrales  y 
otros  monumentos  pergeñada  para  uso  de  los 
snobs  de  ambos  mundos;  La  Biblia  en  España  es 
una  obra  de  arte,  una  creación,  y  con  arreglo  a 
eso  hay  que  juzgar  de  su  exactitud,  del  pai'ecido 
del  retrato  y  de  las  «invenciones»  del  autor.  Los 
paisajes,  los  lugares,  las  figuras,  están  notados  con 
puntualidad;  es  excelente  en  la  inteligencia  de  las 
costumbres,  y  no  hay  en  el  libro  caricatura  ni  fal- 
sificación de  sentimientos.  Episodios  compuestos, 
no  vistos  por  Borrow;  personajes  inventados  aglu- 
tinando rasgos  dispersos,  sin  duda  los  ha  de  ha- 
ber; pero  eso.  ¿es  ilícito?  Pudiera  com^pararse  la 
creación  de  Borrow  a  una  estatua  de  mayor 
tamaño  que  el  natural.  La  verdad  artística  del 
conjunto  y  su  efecto  conmovedor  son  innegables. 
El  libro  no  es  sólo  verdadero;  es,  en  ciertos  pun- 
tos, revelador. 

La  traducción  que  hoy  ofrecemos  ai  público 
está  hecha  siguiendo  el  texto  de  la  edición  de 
U.  R.  Burke  (1896);  hemos  aprovechado  parte  del 
glosario  que  la  acompaña,  poniendo  al  pie  de  la 
página  correspondiente  las  equivalencias  del  calo 
y  del  castellano;  las  notas  de  Burke  no  las  repro- 


—  XXV  — 

ducimos  todas,  porque  algunas  son  innecesarias 
para  el  lector  español,  y  otras  contienen  errores 
de  bulto.  De  la  biografía  de  Borrow,  por  Míster 
Knapp,  hemos  sacado  algunas  notas  que  aclaran 
el  texto,  o  placen,  simplemente,  a  la  curiosidad 
del  lector. 

M.  A. 


ÍNDICES 


Páginas. 

Capítulo  primero. — ¡Hombre  al  agua! — El  Tajo. 
Las  lenguas  extranjeras. — La  gesti- 
culación. —  Calles  de  Lisboa.  —  El 
acueducto. — La  Biblia  tolerada  en 
Portugal. — Cintra. — Don  Sebastián. 
Juan  de  Castro. — Conversación  con 
un  cura. — Colhares. — Mafra. — El  pa- 
lacio.— El  maestro  de  escuela. — Los 
portugueses. — Su  ignorancia  de  las 
Escrituras. — Los  curas  rurales. — El 
Alemtejo 49 

Cap.  II. — Boteros  del  Tajo. — Peligros  de  la  co- 
rriente.— Aldea  gallega. — La  hoste- 
ría.—  Ladrones. —  Sabocha. —  Aven- 
tura de  un  arriero. — Estalagetn  de  la- 
drois.  —  Don  Gerónimo.  —  Vendas 
Novas. — Un  Sitio  Real. — Los  cer- 
dos del  Alemtejo. — Monte  Moro. — 
Un  cabrero  singular. — Los  hijos  de 
los  campos. — Infieles  y  saduceos.. .        68 

Cap.  ui. — Un  comerciante  de  Evora. — Contra- 
bandistas españoles.— El  león  y  el 


28  ÍNDICES 

Páginas. 

unicornio. — La  fuente.  —  Confianza 
en  el  Todopoderoso. — Reparto  de 
folletos. — La  librería  en  Evora. — Un 
manuscrito. — La  Biblia  como  guía. — 
La  infame  María, — El  hombre  de 
Palmella. — El  conjuro. — El  régimen 
frailuno. — Domingo. — Volney. — Un 
auto  de  fe. — Hombres  de  España. — 
Lectura  de  un  folleto. — Nuevos  via- 
jeros.— La  mata  de  romero 87 

Cap.  IV. — Dilaciones  molestas. — El  cochero  bo- 
rracho.—  Una  muía  muerta. — La- 
mentación.—  Aventura  en  un  des- 
campado.— El  miedo  a  la  obscuri- 
dad.—  Un  fidalgo  portugués. — La 
escolta. — Regreso  a  Lisboa 105 

Cap.  V. — El  colegio. — El  rector. — La  piedra  de 
toque. — Prejuicios  nacionales. — De- 
portes juveniles. — Los  judíos  de  Lis- 
boa.— Creencias  corrompidas. — Cri- 
men y  superstición 119 

Cap.  vi. — El  frío  en  Portugal— Me  libro  de  una 
extorsión. — Sensación  de  soledad. 
El  perro. — El  convento. — Un  paisaje 
encantador. — El  castillo  morisco. — 
Plegaria  por  un  enfermo 134 

Cap.  VII. — La  piedra  druídica. — Un  joven  espa- 
ñol.— Soldados  rufianes. — Los  ma- 
les de  la  guerra.  —  Estremoz.  —  La 
disputa. — La  atalaya  en  ruinas. — 
Vislumbre  de  España. — Ayer  y  hoy.      147 


N  D  I  C  E  S  29 

,  Páginas, 

Cap.  vin.—Elvas.— Longevidad  extraordinaria.— 
La  nación  inglesa.— Ingratitud  por- 
tuguesa.—Las  fortificaciones.— Un 
mendigo  español.  —  Badajoz.  —  La 
aduana 


161 


Cap.  IX.— Badajoz. —Antonio  el  gitano.— Una 
proposición  de  Antonio.— Es  acep- 
tada.—El  desayuno  gitano.— Salida 
de  Badajoz.— El  borrico  del  gitano. 
Mérida.— La  muralla  en  ruinas.— La 
comadre.— El  país  del  moro.— Los 
hombres  negros.— La  vida  en  el  de- 
sierto.— La  cena ^73 

Cap.  X.— La  nieta  de  la  gitana.— Proyecto  ma- 
trimonial.—El  alguacil.— El  ataque. 
Trote  largo.— Llegada  a  Trujillo.— 
Noche  de  lluvia.— La  selva.— El  vi- 
vac—iLevántate  y  anda!— Jaraicejo. 
El  Nacional.— El  caballero  Balmer- 
son.— Entre  jarales.-Una  conversa- 
ción seria.— ¿Qué  es  la  verdad?— 
Noticia  inesperada IQ^ 

Cap.  XI.— El  puerto  de  Mirabete.— Lobos  y  pas- 
t<jres.— La  sutileza  de  las  hembras. 
Muerto  por  los  lobos.— Se  aclara  el 
misterio. — Las  montañas. — La  hora 
tenebrosa.— Un  viajero  nocturno.— 
Abarbanel— Los  tesoros  ocultos.— 
El  poder  del  oro.— El  arzobispo.— 
Llegada  a  Madrid 224 

Cap.    xn.— Mi  alojamiento  en  Madrid.— La  patro- 


30  índices 

Páginas. 

na. — El  embajador  británico. — Men- 
dizábal. — Baltasar. — Deberes  de  un 
Nacional. — Sangre  moza. — La  eje- 
cución.— La  población  de  Madrid. 
Las  clases  altas. — Las  clases  bajas. 
Las  corridas  de  toros. — El  gitano . . .       244 

Cap.  xra. — Intrigas  de  la  Corte.— Quesada  y  Ga- 
liano. — Disolución  de  las  Cortes. — 
El  secretario. — Testarudez  aragone- 
sa.— El  Concilio  de  Trento. — El  as- 
turiano.— Los  tres  bandidos. — Be- 
nedicto Mol. — El  hombre  de  Lucer- 
na.— El  Tesoro 263 

Cap.  xrv. — Estado  de  España. — Istúriz. — Revolu- 
ción de  La  Granja. — La  revuelta. — 
Síntomas  alarmantes. — Los  corres- 
ponsales de  periódicos. — Arrojo  de 
Quesada. — La  escena  final. — Fuga 
de  los  moderados. — El  café 281 

Cap.  XV. — El  vapor. — El  cabo  de  Finisterre. — La 
tormenta.  —  Llegada  a  Cádiz.  —  El 
Nuevo  Testamento. — Sevilla. — Itáli- 
ca.— El  anfiteatro. — Los  presos. — El 
encuentro. — El  barón  Taylor.  —  La 
calle  y  el  desierto 297 

Cap.  XVI. — Salida  para  Córdoba. — Carmona. — Las 
colonias  alemanas. — El  idioma. — Un 
caballo  haragán.  —  El  recibimiento 
nocturno. — El  posadero  carlista. — 
Buen  consejo. — Gómez. — El  geno- 
vés  viejo. — Las  dos  «piniones 315 


índices  31 

Páj^inas. 

Cap.  XVII. — Córdoba. — Los  moros  de  Berbería. 
Los  ingleses. —  Un  cura  viejo. — El 
breviario  romano. — El  palomar. — El 
Santo  Oficio. — Judaismo. — Los  pa- 
lomares profanados. — Propuesta  del 
posadero 331 

Cap.  xviii. — Salida  de  Córdoba. — El  contraban- 
dista.— Treta  judaica.  —  Llegada  a 
Madrid 347 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


PRÓLOGO 


MUY  rara  vez  se  lee  el  prólogo  de  un  li^ 
bro,y,  en  realidad, la  mayor  parte  de  los 
que  han  visto  la  luz  en  estos  últimos  años, 
no  tienen  prólogo  alguno.  Me  ha  parecido, 
sin  embargo,  conveniente  escribir  este  pre- 
facio, y  sobre  él  llamo  humildemente  la 
atención  del  benévolo  lector,  porque  su  lec- 
tura contribuirá  no  poco  a  la  cabal  inteli- 
gencia y  apreciación  de  estos  volúmenes. 

La  obra  que  ahora  ofrezco  al  público,  ti- 
tulada La  Biblia  en  España,  consiste  en  una 
narración  de  lo  que  me  sucedió  durante  mi 
residencia  en  aquel  país,  adonde  me  envió 
la  Sociedad  Bíblica,  como  agente  suyo,  para 
imprimir  y  propagar  las  Escrituras.  No  obs- 
tante, comprende  también  algunos  viajes  y 
aventuras  en  Portugal,  y  concluye  dejando- 
me  en  «el  país  de  los  Coralmhy  ^  región  a  la 

1  En  gitano:  moros  del  norte  de  África.  Los 
vocablos  no  ingleses  empleados  por  Borrow  en 
The  Bible  in  Spain  se  estampan  en  esta  traducción 
con  letra  cursiva. 


36  PROLOGO 

que  me  pareció  oportuno  retirarme  por  una 
temporada,  después  de  haber  sufrido  en  Es- 
paña considerables  ataques. 

Es  muy  probable  que  si  yo  hubiese  visi- 
tado España  por  mera  curiosidad  o  con  el 
propósito  de  pasar  uno  o  dos  años  agrada- 
blemente, jamás  hubiese  intentado  dar  cuen- 
ta detallada  de  mis  actos  ni  de  lo  que  vi  y 
oí.  Yo  no  soy  un  turista  ni  un  escritor  de 
libros  de  viajes;  pero  la  comisión  que  llevé 
allá  era  un  poco  extraña  y  me  condujo  ne- 
cesariamente a  situaciones  y  posiciones  in- 
sólitas, me  envolvió  en  dificultades  y  per- 
plejidades, y  me  puso  en  contacto  con  gen- 
te de  condición  y  categoría  muy  diversas; 
de  suerte  que,  en  conjunto,  me  lisonjeo  pen- 
sando que  el  relato  de  mi  peregrinación  no 
carecerá  enteramente  de  interés  para  el  pú- 
blico, sobre  todo,  dada  la  novedad  del  asun- 
to; pues  aunque  se  han  publicado  varios  li- 
bros acerca  de  España,  éste  es  el  único,  creo 
yo,  que  trata  de  una  obra  de  misiones  en 
aquel  país. 

Es  verdad  que  en  el  libro  se  encontrarán 
bastantes  cosas  muy  poco  relacionadas  con 
la  religión  o  con  la  propaganda  religiosa; 
pero  no  tengo  por  qué  excusarme  de  ha- 
berlas traído  aquí  a  colación.  Desde  el  prin- 
cipio hasta  el  fin  fui,  digámoslo  así,  a  la  de- 
riva por  España,  tierra  de  antiguo  renombre, 
tierra  de  maravillas  y  de  misterios,  en  con- 
diciones tales  para  conocer  sus  extraños  se- 


PROLOGO  37 

cretos  y  peculiaridades  como  quizás  a  nin- 
gún otro  individuo  le  hayan  sido  nunca  da- 
das, y  ciertamente  a  ningún  extranjero;  y 
si  en  muchos  casos  presento  escenas  y  ca- 
racteres tal  vez  sin  precedente  en  una  obra 
de  esta  índole,  sólo  haré  observar  que  du- 
rante mi  estancia  en  España  me  vi  tan  ine- 
vitablemente mezclado  con  ellos,  que  hu- 
biera sido  difícil  referir  con  fidelidad  mis  an- 
danzas sin  dar  de  tales  cosas  una  referencia 
tan  puntual  como  la  que  aquí  he  puesto. 

Es  digno  de  nota  que,  llamado  repentina 
e  inesperadamente  a  «acometer  la  aventura 
de  España»,  no  me  hallaba  yo  por  completo 
falto  de  preparación  para  tal  empresa.  Espa- 
ña ocupó  siempre  un  lugar  considerable  en 
mis  ensueños  infantiles,  y  las  cosas  españo- 
las me  interesaban  por  modo  especial,  sin 
presentir  que,  andando  el  tiempo,  me  vería 
llamado  a  participar,  si  bien  modestamente, 
en  el  drama  descomunal  de  su  vida;  aquel 
interés  me  indujo,  en  edad  temprana,  a 
aprender  su  noble  idioma  y  a  conocer  su  li- 
teratura (apenas  digna  del  idioma),  su  histo- 
ria y  tradiciones;  de  modo  que  al  entrar  por 
vez  primera  en  España  me  sentí  más  en  mi 
casa  que  lo  que  sin  esas  circunstancias  me 
hubiese  sentido. 

En  España  pasé  cinco  años,  que,  si  no  los 
más  accidentados,  fueron,  no  vacilo  en  de- 
cirlo, los  más  felices  de  mi  existencia.  Y 
ahora  que  la  ilusión  se  ha  desvanecido   |ayl 


38  PROLOGO 

para  no  volver  jamás,  siento  por  España 
una  admiración  ardiente:  es  el  país  más  es- 
pléndido del  mundo,  probablemente  el  más 
fértil  y  con  toda  seguridad  el  de  clima  más 
hermoso.  Si  sus  hijos  son  o  no  dignos  dti 
tal  madre,  es  una  cuestión  distinta  que  no 
pretendo  resolver;  me  contento  con  obser- 
var que,  entre  muchas  cosas  lamentables 
y  reprensibles,  he  encontrado  también  mu- 
chas nobles  y  admirables;  muchas  virtudes 
heroicas,  austeras^  y  muchos  crímenes  de 
horrible  salvajismo;  pero  muy  poco  vicio  de 
vulgar  bajeza,  al  menos  entre  la  gran  masa 
de  la  nación  española,  a  la  que  concierne  mi 
misión;  porque  bueno  será  notar  aquí  que  no 
tengo  la  pretensión  de  conocer  íntimamente 
a  la  aristocracia  española,  de  la  que  me  man- 
tuve tan  apartado  como  me  lo  permitieron 
las  circunstancias;  en  revanche  he  tenido  el 
honorde vivir  familiarmente  con  los  campesi- 
nos, pastores  y  arrieros  de  España,  cuyo  pan 
y  bacallao  he  comido,  que  siempre  me  tra- 
taron con  bondad  y  cortesía,  y  a  quienes  con 
frecuencia  he  debido  amparo  y  protección. 
«La  generosa  conducta  de  Francisco  Gon- 
zález, y  los  altos  hechos  de  Ruy  Díaz  el  Cid 
se  cantan  todavía  entre  las  asperezas  de  Sie- 
rra Morena»  ^. 

^         «Om  Frands  Gonzales,  of  Rodrik  Cid, 

End  siunges  i  Sierra  Murene!> 
Krónike  Riim.  Por  Severin  Grundtvig.  Copenha- 
gue, 1829. 


PRÓL0(70  39 

El  argumento  más  fuerte  que,  a  mi  pare- 
cer, puede  aducirse  como  prueba  del  vigor 
y  de  los  recursos  naturales  de  España,  y  de 
la  buena  ley  del  carácter  de  sus  habitantes, 
es  el  hecho  de  que,  hoy  en  día,  el  país  no  se 
halle  extenuado  ni  agotado,  y  que  sus  hijos 
sean  aún,  hasta  cierto  punto,  un  gran  pueblo 
de  muy  levantados  ánimos.  Sí;  a  pesar  del 
desgobierno  de  los  Austrias,  brutales  y  sen- 
suales, de  la  estupidez  de  los  Borbones,  y, 
sobre  todo,  de  la  tiranía  espiritual  de  la  cor- 
te de  Roma,  España  todavía  se  mantiene  in- 
dependiente, combate  en  causa  propia,  y  los 
españoles  no  son  aun  esclavos  fanáticos  ni 
mendigos  rastreros.  Esto  es  decir  mucho, 
muchísimo;  porque  España  ha  sufrido  lo  que 
Ñapóles  no  ha  tenido  nunca  que  sufrir,  y, 
sin  embargo,  su  suerte  ha  sido  muy  diferen- 
te de  la  de  Ñapóles.  Aun  hay  valor  en  As- 
turias; generosidad  en  Aragón;  honradez 
en  Castilla  la  Vieja,  y  las  labradoras  de  la 
Mancha  pueden  aún  poner  un  tenedor  de 
plata  y  una  nivea  servilleta  junto  al  plato  de 
su  huésped.  Sí;  a  despecho  de  los  Austrias, 
de  los  Borbones  y  de  Roma,  todavía  media 
un  abismo  entre  España  y  Ñapóles. 

Aunque  suene  a  cosa  rara,  España  no  es 
un  país  fanático.  Algo  sé  acerca  de  ella,  y 
afirmo  que  ni  es  fanática  ni  lo  ha  sido  nun- 
ca: España  no  cambia  jamás.  Cierto  que  du- 
rante casi  dos  siglos  España  fué  La  Verduga 
de  la  malvada  Roma,  el  instrumento  escogi- 


40  PRÓLOGO 

do  para  llevar  a  efecto  los  atroces  planes  de 
esa  potencia;  pero  el  resorte  que  impelía  a 
España  a  su  obra  sanguinaria  no  era  el  fa- 
natismo; otro  sentimiento,  predominante  en 
ella,  la  excitaba:  su  orgullo  fatal.  Con  hala- 
gos a  su  orgullo  fué  inducida  España  a  des- 
pilfarrar su  preciosa  sangre  y  sus  tesoros  en 
las  guerras  de  los  Países  Bajos,  a  equipar  la 
armada  Invencible  y  a  otras  muchas  accio- 
nes insensatas.  El  amor  a  Roma  tenía  muy 
poca  influencia  en  su  política;  pero  halagada 
por  el  título  de  Gonfalonera  del  Vicario  de 
Cristo^  y  ansiosa  de  probar  que  era  digna 
de  él,  cerró  los  ojos  y  corrió  a  su  propia 
destrucción  al  grito  de:  «¡Cierra,  EspañaU 

Cuando  sus  armas  fueron  impotentes  en 
el  exterior,  España  se  recogió  dentro  de  sí 
misma.  Dejó  de  ser  instrumento  de  la  ven- 
ganza y  de  la  crueldad  de  Roma,  pero  no  la 
dieron  de  lado.  Aunque  ya  no  servía  para 
blandir  la  espada  con  buen  éxito  contra  los 
luteranos,  podía  ser  útil  para  algo.  Aun  te- 
nía oro  y  plata,  y  aun  era  la  tierra  del  olivo 
y  de  la  vid.  Dejó  de  ser  el  verdugo  y  se  con- 
virtió en  el  banquero  de  Roma;  y  los  pobres 
españoles,  que  siempre  estiman  como  un 
privilegio  pagar  cuentas  ajenas,  miraron 
durante  mucho  tiempo  como  una  gran  ven- 
tura que  les  permitieran  saciar  la  rapaz  avi- 
dez de  Roma,  que  durante  el  siglo  pasado 
sacó,  probablemente,  de  España  más  dinero 
que  de  todo  el  resto  de  la  cristiandad. 


PRÓLOGO  41 

Pero  la  guerra  prendió  en  el  país.  Napo- 
león y  sus  fieros  francos  invadieron  España; 
siguiéronse  saqueos  y  estragos,  cuyos  efec- 
tos se  sentirán,  probablemente,  durante 
muchas  generaciones.  España  no  pudo  ya 
seguir  pagando  a  Pedro  sus  cuartos  con  la 
holgura  de  antaño,  y  desde  entonces,  Roma, 
que  no  respeta  a  ninguna  nación  más  que  en 
cuanto  puede  hacer  de  ella  el  ministro  de 
su  crueldad  o  de  su  avaricia,  la  miró  con 
desprecio.  El  español  tenía  aún  voluntad  de 
pagar,  dentro  de  lo  que  sus  medios  le  per- 
mitían; pero  muy  pronto  le  dieron  a  enten- 
der que  era  un  ser  degradado,  un  bárbaro; 
más:  un  mendigo.  Ahora  bien:  a  un  español 
podéis  sacarle  hasta  el  último  cuarto  con  tal 
que  le  otorguéis  el  título  de  caballero  y  de 
hombre  rico,  pues  la  levadura  antigua  es  tan 
fuerte  en  él  como  en  los  tiempos  de  Felipe 
el  Hermoso;  pero  guardaos  de  insinuar  que 
le  tenéis  por  pobre  o  que  su  sangre  es  in- 
ferior a  la  vuestra.  Al  conocer,  pues,  la  baja 
estimación  en  que  había  caído,  el  rústico 
viejo  replicó:  «Si  soy  un  bestia,  un  bárbaro 
y,  además,  un  pordiosero,  lo  siento  mucho; 
pero  como  eso  no  tiene  remedio,  voy  a  gas- 
tarme estas  cuatro  fanegas  de  cebada,  que 
había  reservado  para  aliviar  la  miseria  del 
Santo  Padre,  en  una  corrida  de  toros  y  en 
otras  diversiones  convenientes  para  la  reina, 
mi  mujer,  y  para  los  príncipes,  mis  hijos. 
¿Yo   un  mendigo?  ¡Carajo!  El  agua  de  mi 


42  PROLOGO 

pueblo  es  mejor  que  el  vino  de  Roma.» 
Veo  que  en  la  última  carta  pastoral  diri- 
gida a  los  españoles,  el  obispo  de  Roma  se 
queja  amargamente  del  trato  que  ha  recibi- 
do en  España  por  parte  de  algunos  hombres 
inicuos.  «Mis  catedrales  se  arruinan — dice — , 
insultan  a  mis  sacerdotes  y  cercenan  las  ren- 
tas de  mis  obispos.»  Se  consuela,  sin  em- 
bargo, con  la  idea  de  que  todo  esto  es  obra 
de  la  malicia  de  unos  pocos,  y  que  la  gene- 
ralidad de  la  nación  le  ama,  sobre  todo  los 
campesinos,  los  inocentes  campesinos,  que 
vierten  lágrimas  al  pensar  en  los  sufrimien- 
tos de  su  Papa  y  de  su  religión.  ¡Desengáñe- 
se, Batuschca  ^,  desengáñese!  España  estaba 
dispuesta  a  luchar  por  vuestra  causa,  en  tan- 
to que  al  obrar  así  acrecentase  su  gloria; 
pero  no  le  agrada  perder  batallas  y  más  ba- 
tallas en  servicio  vuestro.  No  se  opone  a  lle- 
var su  dinero  a  vuestras  arcas,  en  forma  de 
limosnas,  esperando,  sin  embargo,  verlas 
aceptadas  con  la  gratitud  y  la  humildad  pro- 
pias de  quien  recibe  una  caridad.  Pero  al  en- 
contrar que  no  sois  humilde  ni  agradecido, 
y,  sobre  todo,  al  sospechar  que  tenéis  a 
Austria  en  mayor  estimación,  incluso  como 
banquero,  España  se  encoge  de  hombros  y 
profiere  unas  palabras  algo  parecidas  a  las 
que  ya  he  puesto  en  boca  de  uno  de  sus  hi- 
jos: «Estas  cuatro  fanegas  de  cebada»,  etc. 

1     Palabra  rusa  equivalente  a  padrecito.  _, 


PROLOGO  43 

Es,  en  verdad,  sorprendente  lo  poco  que 
a  la  gran  masa  de  la  nación  española  le 
intertísó  la  última  guerra  ^,  la  cual,  empe- 
ro, ha  sido  llamada  por  quien  debía  estar 
mejor  enterado,  guerra  de  religión  y  de  prin- 
cipios. Se  admitía,  generalmente,  que  Vizca- 
ya era  el  reducto  del  carlismo,  y  que  los  viz- 
caínos sentían  fanático  apego  a  su  religión, 
a  la  que  creían  en  peligro.  La  verdad  es  que 
los  vascos  se  cuidaban  muy  poco  de  Carlos 
y  de  Roma,  y  tomaron  las  armas  tan  sólo 
por  defender  ciertos  derechos  y  privilegios 
que  tenían.  Por  el  encanijado  hermano  de 
Fernando  mostraron  siempre  soberano  des- 
precie, que  su  carácter,  mezcla  de  imbecili- 
dad, cobardía  y  crueldad,  merecía  de  sobra. 
Usaron  su  nombre  como  un  cri  de  guerre 
solamente.  Casi  lo  mismo  puede  decirse  de 
sus  partidarios  españoles,  al  menos  de  los 
que  se  lanzaron  al  campo  por  su  causa.  Ha- 
bía, sin  embargo,  una  gran  diferencia  de  ca- 
rácter entre  éstos  y  los  vascos,  soldados  va- 
lerosos y  hombres  honrados.  Los  ejércitos 
españoles  de  don  Carlos  se  componían  en- 
teramente de  ladrones  y  asesinos,  casi  todos 
valencianos  y  manchegos,  que,  mandados 
por  dos  forajidos,  Cabrera  y  Palillos,  se 
aprovecharon  de  la  situación  perturbada  del 
país  para  robar  y  asesinar  a  la  parte  honra- 
da de  la  población.  Respecto  de  la  reina  re- 

^     La  primera  guerra  carlista. 


44  '  PROLOGO 

gente  Cristina,  cuanto  menos  se  hable,  me- 
jor; tomó  en  sus  manos  las  riendas  del  go- 
bierno a  la  muerte  de  su  marido,  y  con 
ellas  el  mando  del  ejército.  La  parte  respe- 
table de  la  nación  española,  y  por  modo  es- 
pecial los  honrados  y  estrujados  labradores, 
aborrecían  y  execraban  a  las  dos  facciones. 
Muchas  veces,  al  caer  la  noche,  compartien- 
do la  frugal  comida  de  un  labriego  de  cual- 
quiera de  las  dos  Castillas,  oíamos  el  lejano 
tiroteo  de  los  soldados  erísimos  o  de  los 
bandidos  carlistas;  con  lo  que  comenzaba 
mi  hombre  a  echar  maldiciones  a  los  dos 
pretendientes,  sin  olvidar  al  Santo  Padre  y 
a  la  diosa  de  Roma,  María  Safttísínia.  Lue- 
go, con  la  energía  de  tigre  característica  del 
español  cuando  se  excita,  levantándose  pre- 
cipitadamente exclamaba: «/  Vamos^  don  Jor- 
ge^ al  campo,  al  campol  Me  voy  con  usted  y 
aprenderé  la  ley  de  los  ingleses.  Al  campo, 
pues,  desde  mañana,  a  difundir  el  evangelio 
de  Inglaterra.» 

Entre  los  campesinos  españoles  fué  don- 
de encontré  mis  defensores  más  acérrimos; 
y  aun  supone  el  Santo  Padre  que  los  labra- 
dores de  España  son  amigos  suyos  y  le 
quieren.  ¡Desengáñese,  Batuschca^  desengá- 
ñese! 

Pero  volvamos  al  presente  libro:  está  con- 
sagrado, como  digo,  a  referir  mis  sucesos  en 
España  mientras  anduve  por  allá  empeñado 
en  difundir  las  Escrituras.  Respecto  de  mis 


PRÓLOGO  45 

modestos  trabajos,  he  de  hacer  notar  aquí 
que  lo  realizado  fué  muy  poca  cosa;  no  ten- 
go la  pretensión  de  haber  conseguido  bri- 
llantes triunfos;  cierto  que  fui  enviado  a  Es- 
paña, más  que  nada,  a  explorar  el  país  y 
a  comprobar  hasta  qué  punto  el  espíritu  del 
pueblo  estaba  preparado  para  recibir  las  ver- 
dades del  cristianismo;  obtuve,  sin  embargo, 
mediante  el  apoyo  de  buenos  amigos,  un 
permiso  del  Gobierno  español  para  imprimir 
en  Madrid  una  edición  del  libro  sagrado, 
que  subsiguientemente  repartí  por  la  capital 
y  las  provincias. 

Durante  mi  estancia  en  España,  otras 
personas  prestaron  muy  buenos  servicios  a 
la  causa  del  evangelio,  y  en  una  obra  de 
esta  índole  sería  injusto  pasar  en  silencio 
sus  esfuerzos.  Villano  es  el  corazón  que 
rehusa  al  mérito  su  recompensa,  y  por  in- 
significante que  sea  el  valor  de  un  elogio 
que  brota  de  una  pluma  como  la  mía,  no 
puedo  por  menos  de  mencionar,  con  respe- 
to y  estimación,  unos  pocos  nombres  rela- 
cionados con  la  propaganda  evangélica.  Un 
caballero  irlandés,  llamado  Graydon,  se  em- 
pleó, con  celo  e  infatigable  diligencia,  en 
difundir  la  luz  de  la  Escritura  en  la  provin- 
cia de  Cataluña  y  a  lo  largo  de  las  costas 
meridionales  de  España;  mientras,  dos  mi- 
sioneros de  Gibraltar,  los  señores  Rule  y 
Lyon,  predicaron  la  verdad  evangélica  du- 
rante un  año  entero  en  una  iglesia  de  Cádiz. 


46  PRÓLOGO 

Tan  buen  éxito  alcanzaron  los  esfuerzos  de 
estos  dos  tjltimos,  animosos  discípulos  del 
inmortal  Wesley,  que,  con  razón  sobrada 
podemos  suponerlo  así,  de  no  haber  sido 
reducidos  al  silencio  y  desterrados  del  país 
por  la  fracción  pseudo-liberal  de  los  Modera- 
dos^ no  sólo  Cádiz,  pero  la  mayor  parte  de 
Andalucía  habría  entonces  confesado  las 
puras  doctrinas  del  Evangelio  y  desechado 
para  siempre  los  últimos  restos  de  la  supers- 
tición Papista. 

Por  hallarse  más  inmediatamente  relacio- 
nado con  la  Sociedad  Bíblica  y  conmigo, 
considero  felicísima  la  oportunidad  que  se 
me  presenta  de  hablar  de  Luis  de  Usoz  y 
Río,  vastago  de  una  antigua  y  honorable 
familia  de  Castilla  la  Vieja,  que  me  ayudó 
en  la  edición  española  del  nuevo  Testamen- 
to, en  Madrid.  Durante  mi  permanencia  en 
España  recibí  toda  clase  de  pruebas  de 
amistad  de  este  caballero,  que,  en  mis  ausen- 
cias por  las  provincias,  y  en  mis  numerosos 
y  largos  viajes,  me  sustituía  de  buen  grado 
en  Madrid  y  se  empleaba  cuanto  podía  en 
adelantar  las  miras  de  la  Sociedad  Bíblica, 
sin  otro  móvil  que  la  esperanza  de  contri- 
buir acaso  con  su  esfuerzo  a  la  paz,  felicidad 
y  civilización  de  su  tierra  natal. 

Para  concluir,  permítaseme  declarar  que 
conozco  muy  bien  los  defectos  y  errores  del 
presente  libro.  Para  componerlo  me  he  va- 
lido de  ciertos  diarios  que  fui  escribiendo 


PROLOGO  47 

durante  mi  estancia  en  España  y  de  nume- 
rosas cartas  escritas  a  mis  amigos  de  Ingla- 
terra, que  han  tenido  después  la  bondad  de 
restituírmelas;  sin  embargo,  la  mayor  parte 
de  él,  consistente  en  descripciones  de  luga- 
res y  escenas,  en  bosquejos  de  caracteres, 
etcétera,  se  la  debo  a  mi  memoria.  En  va- 
rios casos  he  omitido  los  nombres  de  los  lu- 
gares, o  por  haberlos  olvidado,  o  por  no  es- 
tar seguro  de  su  ortografía.  La  obra,  tal 
como  hoy  está,  fué  escrita  en  una  aldea  so- 
litaria de  una  apartada  región  de  Inglaterra, 
donde  no  tenía  libros  de  consulta,  ni  amigos 
cuya  opinión  o  consejo  pudiera  en  oca- 
siones serme  provechoso,  y  con  todas  las 
incomodidades  resultantes  del  quebranto  de 
mi  salud.  Pero  he  recibido  en  ocasión  re- 
ciente tales  muestras  de  la  lenidad  y  genero- 
sidad extremadas  del  público  británico  y 
americano  para  conmigo,  que  sin  temor  me 
someto  nuevamente  a  su  consideración,  y 
confío  en  que,  si  en  los  presentes  volúme- 
nes hay  poco  que  admirar,  me  darán  al  me- 
nos reputación  de  hombre  bien  intenciona- 
do y  que  no  se  emplea  en  escribir  ruin- 
dades. 


26  de  noviembre  de  1842. 


CAPÍTULO   PRIMERO 


¡Hombre  al  agua!  — El  Tajo.— Las  lenguas  extran- 
jeras.— La  gesticulación. — Calles  de  Lisboa. — El 
acueducto. — La  Biblia  tolerada  en  Portugal.— 
Cintra. — Don  Sebastián.  —Juan  de  Castro. — Con- 
versación con  un  cura. — Colhares. — Mafra.  —El 
palacio. —El  maestro  de  escuela.— Los  portu- 
gueses.--Su  ignorancia  de  las  Escrituras. — Los 
curas  rurales. — El  Alemtejo. 


EN  la  mañana  del  lO  de  noviembre  de 
1835,  encontrábame  a  la  altura  de  la 
costa  de  Galicia,  cuyas  elevadas  montañas, 
doradas  por  el  sol  naciente,  ofrecían  una 
vista  espléndida.  Iba  con  destino  a  Lisboa; 
doblamos  el  cabo  Finisterre,  y,  metiéndo- 
nos mar  adentro,  perdimos  rápidamente  de 
vista  la  tierra.  En  la  mañana  del  día  II,  es- 
tando el  mar  muy  alborotado,  ocurrió  un 
suceso  notable.  Hallábame  en  el  castillo  de 
proa  departiendo  con  dos  marineros;  uno 
de  ellos,  que  acababa  de  levantarse  de  la 
hamaca,  dijo:  «He  tenido  esta  noche  un 
sueño  extraño  y  muy  poco  agradable,  por- 
que— continuó  señalando  al  mástil — he  so- 


50  B  O  R  R  O  W 

nado  que  me  caía  al  mar  desde  la  cruceta.» 
Así  se  lo  oyeron  decir  varios  tripulantes 
que  estaban  junto  a  mí.  Un  momento  des- 
pués, el  capitán  del  barco,  advirtiendo  que 
la  borrasca  iba  en  aumento,  mandó  tomar  la 
gavia,  y  en  el  acto,  aquel  marinero  y  otros 
varios  treparon  a  la  arboladura.  Estaban  en 
la  maniobra  cuando  una  racha  de  viento 
hizo  girar  la  antena,  dando  tal  golpe  a  uno 
de  los  marineros,  que  cayó  desde  la  cruceta 
al  mar,  cubierto  de  hirvientes  espumas.  El 
marinero  emergió  en  seguida;  vi  su  cabeza 
asomar  en  la  cresta  de  una  ola  muy  grande, 
y  en  el  acto  reconocí  en  aquel  desdichado 
al  que  poco  antes  nos  había  referido  su 
sueño.  Nunca  olvidaré  la  mirada  de  agonía 
que  nos  lanzó,  mientras  el  barco,  velozmen- 
te, le  dejaba  atrás.  Dada  la  voz  de  alarma, 
hubo  una  gran  confusión,  y  lo  menos  pasa- 
ron dos  minutos  antes  de  que  el  barco  se 
parase;  en  ese  tiempo  el  marinero  se  quedó 
muy  lejos  a  popa;  sin  embargo,  yo  no  le 
perdí  de  vista  y  observé  que  luchaba  va- 
lientemente con  las  olas.  Por  fin,  se  arrió  un 
bote;  mas  por  desgracia  no  se  halló  a  mano 
el  timón,  y  sólo  se  pudo  disponer  de  dos 
remos,  con  los  que  los  tripulantes  no  avan- 
zaban gran  cosa  en  un  mar  tan  alborotado. 
No  obstante,  remaron  de  firme,  y  habían 
llegado  ya  a  diez  brazas  del  náufrago,  que 
continuaba  luchando  por  su  vida,  cuando  le 
perdí  de  vista;  a  su  regreso  dijeron  los  ma- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  51 

rineros  que  le  habían  visto  debajo  del  agua, 
a  intervalos,  hundiéndose  cada  vez  más,  con 
los  brazos  abiertos,  y  el  cuerpo,  al  parecer, 
rígido,  pero  que  se  habían  encontrado  en  la 
imposibilidad  de  salvarlo.  Inmediatamente 
después,  el  mar  se  calmó  mucho,  como  si  ya 
estuviera  satisfecho  con  la  presa  que  acaba- 
ba de  hacer.  El  pobre  muchacho  que  pere- 
ció de  tan  singular  manera  era  un  apuesto 
joven  de  veintisiete  años,  hijo  único  de  una 
viuda;  era  el  mejor  marinero  de  a  bordo,  y 
cuantos  le  conocieron  le  querían.  Este  suce- 
so ocurrió  el  II  de  noviembre  de  1835;  ^1 
barco  era  un  vapor  llamado  London  Mer- 
chant.  ¡Verdaderamente  admirables  son  los 
caminos  de  la  Providencia! 

Aquella  misma  noche  entramos  en  el  Tajo 
y  echamos  el  ancla  delante  de  la  antigua 
torre  de  Belem;  a  la  madrugada  siguiente 
levamos  anclas,  y  remontando  el  río  como 
cosa  de  una  legua,  anclamos  de  nuevo  a 
corta  distancia  del  Caesodré  1,  o  muelle  prin- 
cipal de  Lisboa.  Allí  estuvimos  algunas  horas 
junto  al  enorme  casco  negro  de  la  Rainha 
Nao^  navio  de  guerra  que  en  otros  tiempos 
cautivaba  de  tal  modo  los  ojos  de  Nelson,  que 
de  muy  buena  gana  lo  hubiera  adquirido 
para  su  país  natal.  Mucho  después  fué  navio 
almirante  de  la  escuadra  miguelista,  y  el  in- 

^  Caes  do  Sodré,  ahora  Praga  dos  Roinulares, 
(Nota  de  U.  R.  Burke.) 


52  B  o  R  R  o  W 

trépido  Napier    lo  capturó  unos  tres   años 
antes  de  la  fecha  a  que  me  refiero. 

La  Rainha  Nao  dícese  que  dio  a  Napier 
más  quehacer  que  todos  los  demás  barcos 
enemigos  juntos,  y  alguien  afirmó  que  si  és- 
tos se  hubieran  defendido  con  la  mitad  del 
coraje  que  la  vieja  y  belicosa  «reina»  des- 
plegó, el  resultado  de  la  batalla  que  decidió 
la  suerte  de  Portugal  hubiese  sido  por  com- 
pleto diferente. 

Encontré  por  demás  molesta  la  operación 
de  desembarcar  en  Lisboa.  Los  empleados 
de  la  aduana  eran  extremadamente  descor- 
teses, y  examinaron  cada  pieza  de  mi  re- 
ducido equipaje  con  irritante  minuciosi- 
dad. 

Mi  primera  impresión  al  tomar  tierra  en 
la  Península  estaba  muy  lejos  de  ser  favora- 
ble; apenas  hacía  una  hora  que  hollaba  su 
suelo,  y  ya  deseaba  de  corazón  volverme  a 
Rusia,  país  de  donde  había  salido  un  mes 
antes,  dejando  en  él  amigos  muy  queridos  y 
muy  vivos  afectos. 

Después  de  soportar  en  la  aduana  muchos 
abusos  y  exacciones,  procedí  á  buscar  alo- 
jamiento, y,  al  fin,  encontré  uno,  pero  sucio 
y  caro.  Al  siguiente  día  tomé  un  criado  por- 
tugués. Mi  costumbre  invariable  al  llegar  a 
un  país  consiste  en  valerme  de  los  servicios 
de  un  indígena,  con  la  mira  principal  de 
perfeccionarme  en  la  lengua,  y  como  ya  co- 
nozco casi  todos  los  idiomas  y  dialectos  im- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  53 

portantes  de  oriente  y  occidente,  me  pongo 
con  prontitud  en  condiciones  de  hacerme 
entender  perfectamente  por  los  naturales. 
En  unos  quince  días  logré  hablar  en  portu- 
gués con  mucha  facilidad. 

Los  que  desean  hacerse  entender  de  un 
extranjero  hablándole  en  su  propio  idioma 
tienen  que  hablar  a  gritos  y  vociferar  abrien- 
do mucho  la  boca.  ^Es  de  extrañar,  pues, 
que  los  ingleses  sean,  en  general,  los  peores 
lingüistas  del  mundo,  ya  que  siguen  un  sis- 
tema diametralmente  opuesto?  Por  ejemplo, 
cuando  intentan  hablar  en  español—  la  len- 
gua más  sonora  que  existe  —  apenas  abren 
los  labios,  y,  con  las  manos  metidas  en  los 
bolsillos,  farfullan  perezosamente,  en  lugar 
de  aplicarse  ai  indispensable  menester  de 
la  gesticulación.  Con  razón  los  pobres  espa- 
ñoles exclaman:  estos  ingleses  tienen  un 
hablar  tan  cerrado  que  ni  el  mismo  Satanás 
los  entiende. 

Lisboa  es  una  gran  ciudad  ruinosa,  que 
aún  muestra  por  doquiera  las  huellas  del 
terremoto,  terrible  visita  que  le  hizo  Dios 
hace  unos  ochenta  años.  La  ciudad  se  alza 
sobre  siete  colinas;  la  más  elevada  de  todas 
la  ocupa  el  castillo  de  San  Jorge,  punto  el 
más  eminente  que  la  mirada  descubre  al 
contemplar  a  Lisboa  desde  el  Tajo.  Las 
partes  más  animadas  y  bulliciosas  de  la 
ciudad  hállanse  en  la  hondonada  que  cae  al 
Norte  de  esa  colina.  Allí  se  encuentra  la  Pía- 


54  B  O  R  E  O  W 

za  de  la  Inquisición  i,  la  principal  de  Lis- 
boa, desde  la  que  corren  paralelas  hacia  el 
río  tres  o  cuatro  calles,  entre  las  que  se 
cuentan  la  del  Oro  y  la  de  la  Plata,  así  lia- 
llamadas  porque  en  ellas  viven  los  orífices  y 
los  plateros,  muy  hábiles  en  su  oficio;  estas 
ca'les  son,  en  conjunto,  muy  suntuosas.  Las 
casas  son  grandes  y  altas  como  castillos.  In- 
mensas columnas  protejen  a  intervalos  la 
calzada;  pero  lo  que  hacen  más  bien  es  es- 
torbar. Estas  calles  son  completamente  lla- 
nas y  están  bien  pavimentadas,  en  lo  cual 
se  diferencian  de  todas  las  demás  de  Lisboa. 
La  calle  más  singular  es,  sin  embargo,  la  del 
Alecrim,  o  del  Romero,  que  desemboca  en 
el  Caesodré.  Es  muy  pendiente,  y  a  ambos 
lados  se  alzan  los  palacios  de  la  más  rancia 
nobleza  de  Portugal,  edificios  pesados  y 
adustos,  pero  grandes  y  pintorescos,  con 
jardines  colgantes  aquí  y  allá,  que  se  aso- 
man a  la  calle  desde  gran  altura. 

Con  toda  su  ruina  y  desolación,  Lisboa 
es,  sin  disputa,  la  ciudad  más  notable  de  la 
Península,  y  acaso  del  Sur  de  Europa.  No 
me  propongo  entrar  aquí  en  minuciosos  de- 
talles acerca  de  ella;  me  limitaré  a  notar 
que  es  tan  digna  de  la  atención  de  un  ar- 
tista como  la  misma  Roma.  Verdad  es  que, 
si  abundan  aquí  las  iglesias,  no  hay  ninguna 
catedral  gigantesca  como  la  de  San  Pedro, 

1     Es  el  Tcrrciro  do  Pago. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  55 

para  atraer  las  miradas  llenándolas  de  admi- 
ración, pero  me  atrevo  a  decir  que  no  hay  en 
la  antigua  ni  en  la  moderna  Roma  una 
obra  del  trabajo  y  del  arte  humanos  que 
pueda,  cualquiera  que  sea  su  destino,  rivali- 
zar con  las  obras  hidráulicas  para  el  abaste- 
cimiento de  Lisboa.  Aludo  al  estupendo 
acueducto  cuyos  arcos  principales  cruzan  el 
valle  al  Noreste  de  Lisboa  y  vierte  un  arro- 
yuelo  de  agua  fría  y  deliciosa  en  una  cister- 
na de  piedra  dentro  del  hermoso  edificio 
l'amado  Madre  de  las  aguas,  desde  donde  se 
abastece  toda  Lisboa  de  linfa  cristalina, 
aunque  el  manantial  está  a  siete  leguas  de 
allí.  Los  viajeros,  después  de  consagrar  una 
mañana  entera  a  visitar  los  ^r<:<9j"  y  la  Mai  das 
agoas^  pueden  dirigirse  a  la  iglesia  y  al  ce- 
menterio británicos;  este  último  es  un  Pé^e- 
la-Chaise  en  miniatura,  donde,  si  se  trata 
de  viajeros  ingleses,  bien  podrá  perdonárse- 
les que  estampen  un  beso,  como  hice  yo, 
en  la  fría  tumba  del  autor  de  Amelia  ^,  el 
genio  más  singular  que  nuestra  isla  ha  produ- 
cido, y  cuyas  obras,  por  pura  moda,  han  sido 
durante  mucho  tiempo  denigradas  en  públi- 
co y  leídas  en  secreto. En  el  mismo  cemente- 
rio descansan  los  restos  mortales  de  Dod- 
dridge,  otro  autor  inglés,  de  diferente  cuño, 
pero  justamante  admirado  y  estimado.  Al 
desembarcar  no  tenía  yo  intención  de  de- 

1     H.  Fielding. 


56  B  O  R  R  O  AV 

tenerme  mucho  en  Lisboa,  ni  ciertamente 
en  Portugal;  mi  destino  era  España,  hacia 
donde  me  proponía  encaminar  mis  pasos 
muy  en  breve,  porque  la  intención  de  la 
Sociedad  Bíblica  era  comenzar  sus  trabajos 
en  este  país,  con  objeto  de  difundir  la  pala- 
bra de  Dios,  ya  que  España  había  sido  has- 
ta entonces  una  región  donde  la  admisión  de 
la  Biblia  estaba  vedada.  No  ocurría  lo  mis- 
mo en  Portugal,  donde  se  permitía  desde  la 
revolución  la  entrada  y  circulación  de  la  Bi- 
blia. Poco  se  había  realizado,  no  obstante,  en 
este  país;  por  tanto,  ya  que  me  hallaba  en  él, 
determiné  hacer  algo,  a  ser  posible,  por  la  di- 
fusión de  aquélla,  no  sin  cerciorarme  ante 
todo  personalmente  de  hasta  qué  punto  la 
gente  estaba  preparada  para  recibirla,  y  de 
si  el  estado  de  la  educación  en  general  le 
permitiría  sacar  de  elJa  bastante  provecho. 
Tenía  yo  a  mi  disposición  un  buen  repuesto 
de  Biblias  y  Testamentos;  pero  ¿'querría  o 
podría  leerlas  el  pueblo?  El  amigo  de  la  So- 
ciedad a  quien  yo  iba  recomendado,  estaba 
ausente  de  Lisboa  al  tiempo  de  mi  llegada;  lo 
sentí,  porque  podía  haberme  suministrado 
algunas  indicaciones  útiles.  Con  el  fin,  em- 
pero, de  no  gastar  tiempo,  me  decidí  a  no 
esperar  su  regreso,  y  al  punto  empecé  a  re- 
coger cuantas  noticias  pude  acerca  de  los  ex- 
tremos a  que  he  aludido.  Comencé  mis  in- 
vestigaciones a  cierta  distancia  de  Lisboa, 
por   saber   de  sobra  que  me  formaría  una 


LA   BIBLIA    EN    ESPAÑA  57 

idea  muy  errónea  de  los  portugueses  en  ge- 
neral si  juzgaba  de  su  carácter  y  opiniones 
por  lo  que  veía  y  oía  en  una  ciudad  tan  sujeta 
a  la  influencia  entranjera. 

Mi  primera  excursión  fué  a  Cintra.  Si  hay 
en  el  mundo  algún  lugar  al  que  con  razón 
pueda  llamársele  país  encantado,  es  segura- 
mente Cintra. Tivoli,  sitio  pintoresco  y  bello, 
se  borra  con  rapidez  de  la  memoria  de  cuan- 
tos ven  el  Paraíso  portugués.  No  debe  su- 
ponerse ni  por  un  memento  que  al  hablar 
de  Cintra  se  alude  sólo  a  la  pequeña  ciudad 
de  este  nombre;  por  Cintra  debe  entenderse 
la  región  entera:  ciudad,  palacio,  quintas^ 
bosques,  rocas,  ruinas  moriscas,  que  brus- 
camente surgen  ante  los  ojos  al  bordear  la 
ladera  de  una  montaña  de  aspecto  triste, 
agreste  y  estéril.  Nada  tan  hosco  y  repe- 
lente como  la  vista  que  por  el  lado  sur- 
occidental,  hacia  Lisboa,  presenta  el  muro 
de  piedra  que  parece  ocultar  a  Cintra  de  los 
ojos  del  mundo;  pero  el  otro  lado  es  como 
una  decoración  de  mágica  hermosura,  don- 
de la  elegancia  artificial  y  la  agreste  grande- 
za, las  cúpulas,  las  torres,  los  árboles  gigan- 
tescos, las  flores  y  las  cascadas  se  mezclan 
de  modo  que  no  tiene  semejante  bajo  el 
sol.  ¡Oh!  Admirables  y  sorprendentes  cosas 
hay  en  Cintra,  a  las  que  van  unidos  recuer- 
dos maravillosos.  Aquellas  ruinas  sobre  el 
picacho,  que  cubren  en  parte  la  escarpada 
pendiente,  fueron  en  otro  tiempo  la  princi- 


58  B  O  R  R  O  W 

pal  fortaleza  de  los  moros  lusitanos,  y  adon- 
de,   mucho    después    de   su    expulsión     se 
permitía  que  acudiesen,  en  determinada  luna 
de  cada  año,  los  salvajes  santones  del  Mo- 
greb  a  orar  en  la  tumba  de  un  famoso  Sidi 
sepultado  en  esas  rocas.  Aquel  palacio  gris 
presenció  la  reunión  de  las  últimas  Cortes 
celebradas  por  el  rey-niño  Sebastián  antes 
de  partir  para  su  romántica  expedición  con- 
tra los  moros,  que  tan  bien  supieron  vengar 
en  Alcazarquivir  el  agravio  hecho  a  su  fe  y 
a  su  país.  En  aquella  pequeña  y  sombría 
quinta^  escondida  entre  los  altos  alcornoques^ 
vivió  antaño  Juan  de  Castro,  virey  de  Goa, 
viejo  singular  que  empeñó  los  cabellos  de  la 
barba  de  su  difunto  hijo  para  levantar  dine- 
ro con  que  rehacer  los  muros  ruinosos  de 
una  fortaleza  amenazada  por  los  salvajes  in- 
dios. Ante  el  portal  de  la  quinta  hay  unos 
fragmentos  de  estelas  que  tienen  profunda- 
mente grabados   versos  en  sánscrito,  saca- 
dos de  los  vedas,  tan  oscuros  como  si  estu- 
viesen   en   caracteres   rúnicos;   son  piedras 
traidas  por  Castro  desde  Goa,  brillantísimo 
escenario  de  su  gloria,  antes  de  que  Portu- 
gal cayera  en  su  profunda  decadencia.  Caña- 
da abajo,  en  una  abrupta  elevación  de  las 
rocas,  se  hallan  las  ruinas  de  la  casa  de  un 
millonario  inglés  que  aquí  daba  pasto  a  los 
caprichos  de  su  ánimo  antojadizo,  tan  des- 
ordenado, rico  y  vario  en  matices  como  el 
paisaje  circundante.  Sí;  admirables  cosas  se 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  59 

ven  en  Cintra,  y  admirables  son  los  recuer- 
dos unidos  a  ellas. 

La  ciudad  de  Cintra  tiene  unos  ochocien- 
tos habitantes.  La  mañana  siguiente  a  mi 
llegada,  cuando  me  disponía  a  subir  a  la 
montaña  para  visitar  las  ruinas  moriscas, 
observé  que  venía  hacia  mí  una  persona 
que,  por  su  traje,  me  pareció  un  eclesiásti- 
co; era,  en  efecto,  uno  de  los  tres  curas  del 
lugar.  Al  instante  le  abordé,  y  no  tuve  mo- 
tivo para  arrepentirme  de  ello;  le  encontré 
afable  y  comunicativo. 

Después  de  alabar  la  hermosura  del  pai- 
saje, le  hice  algunas  preguntas  acerca  del 
grado  de  instrucción  de  sus  feligreses.  Res- 
pondió que  sentía  decir  que  se  hallaban 
en  la  mayor  ignorancia;  en  el  pueblo  bajo 
había  muy  pocos  que  supieran  leer  o  escri- 
bir, y  respecto  a  escuelas,  sólo  existía  una 
en  el  lugar,  donde  cuatro  o  cinco  chicos 
aprendían  el  alfabeto,  pero  aun  esa  estaba 
ahora  cerrada.  Díjome,  no  obstante,  que 
había  una  escuela  en  Colhares,  como  a  una 
legua  de  allí.  Entre  otras  cosas,  me  declaró 
cuánto  le  sorprendía  ver  a  los  ingleses,  el 
pueblo  más  instruido  e  inteligente  de  la  tie- 
rra, visitar  un  sitio  como  Cintra,  donde  no 
hay  literatura,  ciencia  ni  cosa  alguna  útil 
(coisa  que  presta).  Sospecho  que  las  últimas 
palabras  del  digno  cura  encubrían  una  sáti- 
ra; fui,  sin  embargo,  bastante  jesuíta  para 
aparentar  que  las  recibía  como  un  fiao  cum- 


6o  B  O  R  R  O  W 

plido,  y,  quitándome  el  sombrero,  me  des- 
pedí haciéndole  infinidad  de  reverencias. 

El  mismo  día  visité  Colhares,  romántica 
aldea,  en  las  inmediaciones  de  la  montaña 
de  Cintra,  por  el  lado  del  noroeste.  A  unos 
campesinos  que  estaban  en  la  fragua  les 
pregunté  por  la  escuela,  y  uno  de  e!los  se 
ofreció  en  el  acto  a  servirme  de  guía.  Subí 
por  unas  escaleras  a  un  pequeño  aposento, 
donde  encontré  al  maestro  con  una  docena 
de  alumnos  formados  en  hilera;  me  recibió 
con  urbanidad  y  me  hizo  sentar  en  la  única 
banqueta  que  había  en  la  habitación.  Habla- 
mos un  poco,  y  me  enseñó  los  libros  que 
usaba  para  la  instrucción  de  los  chicos;  eran 
unos  silabarios  muy  semejantes  a  ios  usados 
en  las  escuelas  rurales  de  Inglaterra.  Al  pre- 
guntarle si  era  costumbre  poner  las  Escritu- 
ras en  manos  de  los  chicos,  me  respondió 
que  mucho  antes  de  adquirir  capacidad  sufi- 
ciente para  entenderlas,  los  padres  retiraban 
de  la  escuela  a  sus  hijos  para  que  los  ayuda- 
sen en  las  labores  del  campo;  en  general,  los 
padres  no  tenían  el  menor  deseo  de  que  sus 
hijos  aprendieran  cosa  alguna,  por  consi- 
derar tiempo  perdido  el  empleado  en  apren- 
der. Dijo  que,  si  bien  las  escuelas  estaban 
nominalmente  sostenidas  por  el  Gobierno, 
era  raro  que  los  maestros  cobrasen  sus  suel- 
dos; por  eso,  muchos  habían  últimamente 
renunciado  sus  empleos.  Me  declaró  que 
poseía  un   ejemplar   del   Nuevo   Testamen- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  6i 

to;  quise  verlo,  y  resultó  ser  tan  sólo  un 
ejemplar  de  las  Epístolas,  traducción  de  Pe- 
reira,  con  muchas  notas.  Le  pregunté  si  con- 
sideraba peligroso  leer  las  Escrituras  sin 
notas;  replicó  que,  ciertamente,  no  había 
peligro  alguno,  pero  que  la  gente  no  ins- 
truida poco  provecho  podía  sacar  de  la 
Escritura  sin  el  socorro  de  las  notas,  por- 
que en  su  mayor  parte  la  encontraría  inin- 
teligible. En  diciendo  esto  nos  estrechamos 
la  mano,  y,  al  partir,  le  dije  que  no  había 
pasaje  de  la  Biblia  tan  difícil  de  entender 
como  las  mismas  notas  puestas  para  aclarar- 
la, y  que  nunca  hubiese  sido  escrita  si  no 
bastara  a  iluminar  por  sí  sola  el  entendi- 
miento de  toda  clase  de  personas. 

Uno  o  días  después  hice  una  excursión  a 
Mafra,  distante  de  Cintra  unas  tres  leguas. 
La  mayor  parte  del  camino  corre  por  es- 
carpados cerros,  a  veces  peligrosos  para  las 
cabalgaduras;  no  obstante,  llegué  a  mi  des- 
tino sin  novedad. 

Mafra  es  un  pueblo  grande  en  las  inme- 
diaciones de  un  edificio  inmenso,  construí- 
do  para  convento  y  palacio,  algo  semejan- 
te al  Escorial  por  su  estructura;  en  él  se 
halla  la  mejor  biblioteca  de  Portugal,  con 
libros  de  todas  las  ciencias  y  en  todos  los 
idiomas,  muy  apropiada  a  la  magnitud  y 
esplendidez  del  edificio  donde  se  encierra. 
Ya  no  había,  empero,  frailes  para  cuidarlo, 
como  en  otros   tiempos;  expulsados  de  allí, 


62  B  o  R  R  o  W 

algunos  mendigaban  su  sustento,  otros  ha- 
bían ido  a  servir  bajo  las  banderas  de  do  a 
Carlos,  en  España,  y  me  dijeron  que  mu- 
chos vivían  del  merodeo  como  bandidos. 
Abandonada  a  dos  o  tres  guardas,  la  m^an- 
sión  ofrece  un  aspecto  solitario  y  desolado 
que,  en  verdad,  oprime  el  ánimo.  Cuando 
estaba  viendo  los  claustros,  se  me  acercó 
un  muchacho  muy  apuesto  y  de  rostro  inte- 
ligente, y  me  preguntó  (supongo  que  con  la 
esperanza  de  ganarse  una  propina)  si  le  per- 
mitiría enseñarme  la  iglesia  del  pueblo,  muy 
digna  de  verse,  según  dijo;  rehusé,  pero 
añadí  que  si  me  guiaba  a  la  escuela  se  lo 
agradecería  mucho.  Me  miró  con  asombro  y 
aseguró  que  en  la  escuela  no  había  nada  no- 
table, pues  sólo  contaba  media  docena  de 
alumnos,  entre  los  cuales  estaba  el.  Al  decir- 
le yo,  sin  embargo,  que  no  siendo  a  aquélla, 
no  me  llevaría  a  ninguna  otra  parte,  se  deci- 
dió de  mala  gana  a  acompañarme.  Por  el  ca- 
mino me  contó  que  el  maestro  era  uno  de 
los  frailes  recientemente  expulsados  del  con- 
vento, hombre  muy  instruido,  que  hablaba 
francés  y  griego.  Pasamos  junto  a  una  cruz 
de  piedra,  y  el  muchacho  se  inclinó  y  se 
persignó  con  mucha  devoción.  Menciono  el 
detalle  porque  fué  el  primer  caso  de  esa  ín- 
dole que  observé  en  los  portugueses  desde 
el  día  de  mi  llegada.  Cuando  estuvimos  cerca 
de  la  casa  donde  vivía  el  maestro,  el  mucha- 
cho me  la  indicó,  y  fué  a  esconderse  detrás 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  63 

de  una  tapia,  donde  esperó  a  que   yo  vol- 
viera. 

Al  cruzar  el  umbral,  me  hallé  frente  a  un 
hombre  bajo  y  recio,  entre  los  sesenta  y  los 
setenta  años  de  edad,  vestido  con  un  jubón 
azul  y  unos  calzones  grises,  sin  camisa  ni 
chaleco.  Me  miró  con  dureza  y  me  preguntó 
en  francés  en  qué  podía  servirme.  Me  dis- 
culpé por  intrusarme  de  aquel  modo,  y  le 
dije  que,  enterado  de  que  desempeñaba  las 
funciones  de  maestro,  iba  a  ofrecerle  mis 
respetos  y  a  pedirle  permiso  para  pregun- 
tarle algunas  cosas  referentes  a  la  escuela. 
Respondió  que  quien  me  hubiese  dicho  que 
él  era  maestro  de  escuela,  mentía,  porque 
era  fraile  del  convento,  y  nada  más. 

—  Entonces,  ¿no  es  verdad  —  dije  yo  — 
que  todos  los  conventos  han  sido  cerrados  y 
expulsados  los  frailes? 

—  Sí,  sí  —  dijo  suspirando  — ;  es  verdad, 
demasiado  verdad. 

Guardó  silencio  un  minuto,  y  al  cabo, 
su  buen  natural  se  sobrepuso  a  la  cólera; 
extrajo  una  caja  de  rapé  y  me  ofreció  un 
polvo.  Rama  de  olivo  de  los  portugue- 
ses, quien  desee  estar  a  bien  con  ellos  no 
debe  negarse  a  meter  el  índice  y  el  pulgar 
en  la  caja  de  rapé  cuando  se  la'  ofrezcan. 
Tomé,  pues,  una  buena  pulgarada,  aunque 
aborrezco  el  rapé,  y  pronto  estuvimos  en  la 
mejor  armonía  posible.  El  fraile  estaba  an- 
sioso de  noticias,  especialmente  de  Lisboa  y 


64  B  O  R  R  O  W 

de  España,  Le  conté  que  los  oficiales  de  la 
guarnición  de  Lisboa,  el  día  antes  de  salir 
yo  de  la  capital,  se  habían  presentado  en 
masa  a  la  reina  e  insistido  cerca  de  ella  para 
que  exonerase  al  ministerio,  si  no  quería 
que  depusiesen  las  espadas;  al  oirlo,  el  fraile 
frotábase  las  manos,  asegurándome  que  las 
cosas  no  permanecerían  tranquilas  en  Lis- 
boa. Cuando  le  dije,  empero,  que,  en  mi  opi- 
nión, la  causa  de  don  Carlos  declinaba  (ha- 
cía poco  de  la  muerte  de  Zumalacárregui), 
se  enfurruñó,  exclamando  que  eso  era  im- 
posible, porque  Dios,  en  su  justicia,  no  lo 
toleraría.  Me  condolí  del  pobre  hombre,  ex- 
pulsado del  insigne  convento  inmediato,  su 
antiguo  hogar,  y  que,  vista  su  desguarnecida 
vivienda  actual,  trocaba  en  la  senectud  la 
abundancia  y  las  comodidades  por  la  esca- 
sez y  la  miseria.  Dos  o  tres  veces  intenté 
hacerle  hablar  de  la  escuela,  pero  esquivó  el 
tema,  o  dijo  en  pocas  palabras  que  no  sabía 
nada  acerca  de  eso.  En  cuanto  le  dejé,  salió 
de  su  escondite  el  muchacho  y  se  reunió 
conmigo;  se  había  escondido  temeroso  de 
que  su  maestro  supiera  quién  me  había  lle- 
vado allí,  pues  no  quería  que  los  extraños 
descubrieran  que  era  m.aestro  de  escuela. 

Pregunté  al  muchacho  si  él  o  sus  padres 
conocían  la  Escritura  y  si  la  leían  alguna 
vez;  no  pareció  haberme  entendido.  Debo 
hacer  notar  que  era  un  muchacho  de  unos 
quince  años,   muy  despierto,   con   algunos 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  65 

conocimientos  de  latín;  sin  embargo,  no  co- 
nocía la  Escritura  ni  de  nombre,  y  no  tengo 
duda,  por  mis  observaciones  ulteriores,  que 
cuando  menos  los  dos  tercios  de  sus  com- 
patriotas, no  están  en  asunto  de  tal  impor- 
tancia mejor  instruidos  que  él.  En  las  puer- 
tas de  las  posadas  lugareñas,  en  los  hoga- 
res rústicos,  en  los  campos  donde  trabajan, 
en  las  fuentes  de  piedra  al  borde  de  los  ca- 
minos, donde  abrevan  sus  ganados,  he  in- 
terrogado a  la  clase  más  humilde  de  los  hi- 
jos de  Portugal  acerca  de  la  Escritura,  de  la 
Biblia,  del  Viejo  y  del  Nuevo  Testamento,  y 
ni  una  sola  vez  han  sabido  a  qué  me  refería 
ni  me  han  dado  una  respuesta  racional,  aun- 
que en  todas  las  demás  cosas  sus  contesta- 
ciones fuesen  bastante  sensatas.  Nada,  en 
verdad,  me  sorprendió  tanto  como  el  des- 
embarazo y  soltura  con  que  los  campesinos 
portugueses  sostienen  una  conversación,  y 
la  pureza  del  lenguaje  en  que  expresan  sus 
pensamientos, aunque  muy  pocos  saben  leer 
o  escribir;  mientras  que  los  campesinos  in- 
gleses, cuya  educación  es,  en  general,  muy 
superior,  son  en  su  conversación  de  una 
grosería  y  torpeza  rayanas  en  la  brutalidad, 
y  cometen  absurdas  faltas  gramaticales, 
aunque  la  lengua  inglesa  es,  en  conjunto,  de 
estructura  más  sencilla  que  el  portugués. 

Al  regresar  a  Lisboa,  encontré  a  nuestro 
amigo,  que  me  recibió  coa  mucha  bondad. 
Los  diez  días  siguientes  fueron   extraordina- 


66.  B  O  R  R  O  W 

riamente  lluviosos,  impidiéndome  hacer  ex- 
cursiones por  el  país;  durante  ese  tiempo 
vi  con  frecuencia  a  nuestro  amigo,  y  exa- 
minamos con  mucho  detenimiento  los  me- 
jores medios  de  difundir  los  Evangelios. 
En  su  opinión,  no  podíamos,  por  el  momen- 
to, hacer  cosa  mejor  que  entregar  parte  de 
nuestras  existencias  de  libros  a  los  libreros 
de  Lisboa,  y  emplear  al  mismo  tiempo  al- 
gunos repartidores  que  voceasen  los  libros 
por  las  calles^  concediéndoles  cierta  ganan- 
cia por  cada  ejemplar  vendido.  Aceptado 
este  plan,  fué  puesto  en  práctica  sin  tardan- 
za, y  con  éxito  no  del  todo  malo.  Pensé  en- 
viar algunos  repartidores  a  los  pueblos  in- 
mediatos, pero  nuestro  amigo  se  opuso  a 
ello.  Consideraba  peligroso  el  intento,  por- 
que los  curas  rurales,  dueños  aún  de  gran 
ascendiente  en  sus  respectivas  parroquias, 
y,  en  su  mayoría,  resueltamente  contrarios 
a  l.í  difusión  del  Evangelio,  podían  muy  bien 
ser  causa  de  que  maltrataran  o  asesinaran  a 
nuestros  emisarios. 

Resolví,  sin  embargo,  antes  de  marchar- 
me de  Portugal,  establecer  depósitos  de 
Biblias  en  una  o  dos  ciudades  principales  de 
provincias.  Deseaba  yo  visitar  el  Alemtejo, 
nombre  que  significa  «más  allá  del  Tajo», 
región  muy  atrasada  según  mis  noticias. 
Esta  provincia  no  es  bella  ni  pintoresca,  a 
diferencia  de  casi  todas  las  demás  partes  de 
Portugal;  hay  en  ella   muy  pocas   colinas  y 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  67 

montañas.  En  su  mayor  parte  se  compone 
de  páramos  cortados  por  alcores,  por  som- 
brías cañadas  y  pinares  enanos;  la  comarca 
está  infestada  de  bandidos.  La  principal  ciu- 
dad es  Evora,  de  las  más  antiguas  de  Portu- 
gal, sede,  en  otro  tiempo,  de  una  rama  de  la 
Inquisición,  todavía  más  cruel  y  mortífera 
que  la  terrible  de  Lisboa.  Evora  está  a  unas 
sesenta  millas  de  Lisboa,  y  a  Evora  me  re- 
solví a  ir,  con  veinte  Testamentos  y  dos  Bi- 
blias. Ahora' se  verá  lo  que  allí  me  sucedió. 


CAPITULO  II 


Boteros  del  Tajo.— Peligros  de  la  corriente. — Al- 
dea Gallega. —  La  hostería.  — Ladrones.  —  Sabo- 
cha. —  Aventura  de  un  arriero. —  Estalagetn  de 
ladroes. — Don  Gerónimo. — Vendas  Novas. — Un 
Sitio  Real. — Los  cerdos  del  Alemtejo. — Monte 
Moro. — Un  cabrero  singular.  — Los  hijos  de  los 
campos.—  Infieles  y  saduceos. 


EN  la  tarde  del  6  de  diciembre  salí  para 
Evora  en  compañía  de  mi  criado.  Ei  paso 
del  río  se  hace  en  unas  lanchas  o  faluchos, 
como  les  llaman,  que  prestan  servici:»  legu- 
lar.  Ale  habían  dicho  que  la  corriente  sería 
favorable  a  eso  de  las  cuatro,  pero  al  llegar 
a  la  orilla  del  Tajo,  frente  a  Aldea  Gallega, 
punto  entre  el  cual  y  Lisboa  circulan  las 
lanchas,  me  encontré  con  que  la  corriente 
no  les  permitiría  salir  antes  de  las  ocho  de  la 
noche  Si  esperaba  hasta  esa  hora,  desembar- 
caría probablemente  en  Aldea  Gallega  hacia 
la  media  noche,  y  no  tenía  yo  muchas  ganas 
de  hacer  mi  erdrée  en  el  Alemtejo  a  tales 
horas;  por  tanto,  como  vi  varados  alií  algunos 
pequeños   botes,  que   podían  sair  en  cual- 


T.  A    BIBLIA    EN    ESPAÑA  Gg 

quier  momento,  resolví  alquilar  uno  para  la 
travesía,  aunque  el  costo  era  mucho  mayor. 
Pronto  cerré  trato  con  un  muchacho  de  mi- 
rar selvático  que  se  ofreció  a  tomarme  a 
bordo  de  uno  de  aquellos  botes,  del  que  era 
copropietario,  según  dijo.  No  sabía  yo  lo  pe- 
ligroso que  es  cruzar  el  Tajo  por  su  parte 
más  ancha,  precisamente  desde  enfrente  de 
Aldea  Gallega,  en  cualquier  tiempo,  pero 
sobre  todo  a  la  caída  de  la  tarde  en  invier- 
no; que  a  saberlo  no  me  hubiera  aventura- 
do a  tanto.  El  muchacho,  y  un  camarada 
suyo  de  aspecto  miserable,  cuyo  único  ves- 
tido, a  pesar  de  la  estación,  era  un  jubón  y 
unos  calzones  andrajosos,  remaron  hasta  lle- 
gar a  media  milla  de  la  costa;  entonces  iza- 
ron una  vela  muy  grande,  y  el  muchacho 
que  parecía  ser  el  jefe  y  dirigirlo  todo,  em- 
puñó el  timón  y  se  puso  a  gobernar  el  bote. 
La  tarde  comenzaba  a  oscurecer;  el  sol  esta- 
ba ya  cerca  de  la  raya  del  horizonte;  hacía 
mucho  frío,  y  las  olas  del  noble  Tajo  co- 
menzaron a  coronarse  de  espumas.  Dije  al 
botero  que  era  casi  imposible  que  el  bote 
llevase  tanta  vela  sin  zozobrar,  y  al  oírme,  se 
echó  a  reír,  y  comenzó  una  charla  de  lo  más 
incoherente.  Su  pronunciación  era  la  más 
rápida  y  áspera  que  hasta  entonces  había 
observado  en  ningún  ser  humano;  mezclá- 
banse en  ella  alaridos  de  hiena  con  ladridos 
de  perro,  pero  eso  no  era,  en  modo  alguno, 
indicio  de  su   condición   natural,   alegre   y 


70  B  O  R  R  O  W 

desenvuelta  y  sin  asomos  de  mala  inten- 
ción, según  vi  muy  pronto.  Cuando,  para  de- 
mostrarle el  poco  caso  que  le  hacía,  me 
puse  a  cantar  Fm  que  son  contrabandista^ 
se  echó  a  reír  con  toda  su  alma,  y  dándome 
palmadas  en  el  hombro,  me  dijo  que  haría 
todo  lo  posible  por  no  ahogarnos.  Al  otro 
pobrecillo  no  parecía  repugnarle  gran  cosa 
irse  a  fondo;  sentado  en  la  proa  del  bote, 
semejaba  la  estatua  del  hambre,  y  cuando 
las  olas,  rompiendo  por  el  lado  del  mar,  le 
mojaban  los  escasos  vestidos,  sonreía.  De 
allí  a  poco  me  convencí  de  que  había  llega- 
do nuestra  última  hora;  el  viento  era  cada 
vez  más  fuerte,  las  olas  más  hirvientes,  el 
bote  se  ponía  con  frecuencia  de  través,  y  el 
agua  nos  entraba  a  torrentes  por  sotavento. 
A  pesar  de  todo,  aquel  mozo  salvaje,  sin 
soltar  el  timón,  reía  y  parlaba,  y  a  veces,  be- 
rreaba un  trozo  de  Quando  el  rey  chegou, 
canción  miguelista,  que  no  se  podía  cantar 
en  Lisboa  sin  ir  a  la  cárcel. 

La  corriente  estaba  en  contra  nuestra, 
pero  el  viento  nos  era  favorable;  emprendi- 
mos una  carrera  vertiginosa,  y  vi  que  nues- 
tra única  probabilidad  de  salvación  estaba 
en  doblar  rápidamente  el  saliente  de  la  mar- 
gen del  Tajo,  donde  comienza  la  ensenada  o 
bahía  en  que  se  haila  Aldea  Gallega,  porque 
entonces  ya  no  tendríamos  que  luchar  con 
las  olas  del  río,  encrespadas  por  el  viento 
contrario.    La   voluntad   del  Todopoderoso 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  71 

nos  permitió  ganar  prontamente  aquel  refu- 
gio, no  sin  que  antes  el  bote  se  llenase  casi 
por  completo  de  agua,  y  nos  calláramos  hasta 
los  huesos.  A  eso  de  las  siete  de  la  tarde 
atracamos  en  Aldea  Gallega,  tiritando  de 
frío,  y  en  un  estado  lamentable. 

Esas  dos  palabras  españolas:  Aldea  Ga- 
llega, son  el  nombre  de  un  pueblo  que  po- 
drá tener  unos  cuatro  mil  habitantes.  Era 
noche  cerrada  cuando  desembarcamos.  A 
poco,  comenzaron  a  volar  cohetes  aquí  y 
allá,  iluminando  el  espacio  en  todas  direc- 
ciones Cuando  íbamos  por  la  calle  sucia  y 
desempedrada  que  conduce  al  ¡arf^o  o  pla- 
za, un  estruendo  horrible  de  tambores  y 
gritos  nos  atronó  los  oídos.  Pregunté  la  cau- 
sa de  tanto  bullicio,  y  me  dijeron  que  era 
la  víspera  de  la  concepción  de  la  Virgen. 

Como  no  era  costumbre  de  los  posaderos 
proveer  al  sustento  de  sus  huéspedes,  vagué 
por  las  calles  en  busca  de  provisiones;  al 
cabo,  viendo  a  unos  soldados  que  comían  y 
bebían  en  una  especie  de  taberna,  entré  y 
pedi  al  dueño  que  me  proporcionase  algo 
de  cena,  y  sin  tardanza  m»e  satisfizo,  no  del 
todo  mal,  aunque  cobrándolo  a  buen  precio. 

Me  acosté  temprano,  porque  las  muías 
que  había  contratado  para  llevarnos  a  Evo- 
ra,  vendrían  a  buscarnos  a  las  cinco  de  la 
mañana  siguiente.  Mi  criado  dormía  en  la 
misma  habitación,  única  disponible  en  la 
posada.  No  pude   pegar   los   ojos   en   toda 


72  B  o  R  R  o  W 

la  noche.  Teníamos  debajo  una  cuadra,  en 
la  cual  dormían  varios  almocreves  o  carrete- 
ros con  sus  muías.  Detrás  de  nosotros,  en 
el  corral,  había  una  pocilga.  ^iCómo  dormir? 
Los  cerdos  gruñían,  resoplaban  las  muías,  y 
los  almocreves  roncaban  ele  un  modo  horri- 
ble. Oí  dar  las  horas  en  el  reloj  del  pueblo 
hasta  media  noche,  y  desde  media  noche 
hasta  las  cuatro,  hora  en  que  me  levanté  y 
comencé  a  vestirme,  enviando  a  mi  criado  a 
dar  prisa  al  hombre  de  las  muías,  porque 
estaba  harto  de  la  posada  y  deseaba  mar- 
charme cuanto  antes.  Un  viejo  huesudo  y 
fuerte,  acompañado  de  un  muchacho  des- 
calzo, llegó  con  las  bestias,  que  eran  bastan- 
te regulares.  El  viejo,  dueño  de  las  muías,  y 
tío  del  muchacho,  venía  dispuesto  a  acom- 
pañarnos hasta  Evora. 

Cuando  salimos,  la  luna  brillaba  esplen- 
dorosa, y  el  frío  de  la  mañana  era  penetran- 
te. Tomamos  un  camino  hondo  y  arenoso, 
al  salir  del  cual  pasamos  ante  un  vasto  edi- 
ficio, de  extraño  aspecto,  situado  en  una  des- 
amparada colina  arenosa,  a  nuestra  izquier- 
da. Cinco  o  seis  hombres  a  caballo,  que 
marchaban  a  buen  paso,  nos  dieron  rápida- 
mente alcance.  Todos  llevaban  largas  esco- 
petas colgadas  del  arzón,  y  la  boca  de  los 
cañones  asomaba  como  a  dos  pies  por  de- 
bajo de  la  panza  de  los  caballos.  Pregunté 
al  viejo  la  razón  de  aquel  aparato  guerrero. 
Respondióme  que  los  caminos  estaban  muy 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  73 

malos  (quería  decir  q'je  abundaban  los  la- 
drones) y  que  aquellos  hombres  iban  arma- 
dos así  para  su  defensa;  muy  poco  después 
torcieron  a  la  izquierda,  en  dirección  de 
Palmella. 

Entramos  en  una  planicie  arenosa,  salpi- 
cada de  pinos  enanos;  el  camino  era  poco 
más  que  un  sendero,  y  conforme  avanza- 
mos, los  árboles  fueron  espesándose  hasta 
formar  un  bosque,  que  se  extendía  unas 
dos  leguas,  con  espacios  claros,  donde  pas- 
taban rebaños  de  cabras  y  ovejas;  las  cen- 
cerrillas que  llevaban  colgadas  del  cuello 
sonaban  con  un  tintineo  apagado  y  monóto- 
no. El  «sol  estaba  empezando  a  salir,  pero  la 
mañana  era  triste  y  nublada,  y  esto,  unido 
al  desdado  aspecto  de  la  comarca,  causaba 
en  mi  ánimo  una  impres  ón  desagradable. 
Eché  pie  a  tierra  y  anduve  un  poco,  traban- 
do conversación  con  el  viejo.  Al  parecer,  no 
sabía  hablar  más  que  de  «los  ladrones»  y 
de  las  atrocidades  que  tenían  por  costum- 
bre cometer  en  los  mismos  sitios  por  donde 
íbamos  pasando.  Las  historias  que  contaba 
eran,  en  verdad,  horribles,  y  por  no  oírlas, 
monté  de  nuevo  y  me  adelanté  un  buen 
trecho. 

Al  cabo  de  hora  y  media  salinos  del 
bosque  a  un  terreno  quebrado,  yermo  y 
bravio,  cubierto  de  mato,  o  matorrales.  Las 
muías  detuviéronse  a  beber  en  un  charco  de 
poca  hondura;  y  al  mirar  a  Ja  derecha,  vi  las 


74  B  O  R  R  O  W 

ruinas  de  una  pared.  Aquello  era,  según  me 
dijo  el  guía,  lo  que  quedaba  de  Vendas  Vel- 
has,  o  Ventas  Viejas,  antigua  guarida  de  Sa- 
bocha,  ladrón  famoso.  Parece  que  el  tal 
Sabocha  tuvo  a  sus  órdenes,  unos  diez  y  seis 
años  antes,  una  partida  de  cuarenta  bando- 
leros, que  infestaban  aquellos  despoblados 
y  vivían  del  robo.  Durante  mucho  tiempo, 
el  ventero  Sabocha  ejerció  su  atroz  oficio  sin 
infundir  sospechas,  y  muchos  infelices  via- 
jeros fueron  asesinados  en  el  silencio  de  la 
noche  dentro  de  la  venta  solitaria  regentada 
por  él  en  aquel  bosque;  nunca  he  visto, 
en  verdad,  situación  más  a  propósito  para 
robar  y  matar.  La  cuadrilla  tenía  la  cos- 
tumbre de  abrevar  sus  caballos  en  aquel 
charco,  y  quizás  allí  se  lavaban  las  manos 
manchadas  con  la  sangre  de  sus  víctimas.  El 
secundo  de  la  cuadrilla  era  hermano  de  Sa- 
bocha,  tipo  íort^simo  y  feroz,  famoso  sobre 
todo  por  su  destreza  en  tirar  el  cuchillo, 
con  el  que  solía  atravesar  a  sus  enemigos 
Al  fin  se  descubrió  la  connivencia  de  Sabo- 
cha y  de  los  bandidos,  y  el  ventero  huyó  con 
la  mayor  parte  de  sus  socios,  cruzando  el 
Tajo  para  refugiarse  en  las  provincias  del 
Norte;  en  un  encuentro  fortuito  con  la 
fuerza  pública,  en  el  camino  de  Coimbra, 
Sabocha  y  toda  su  cuadrilla  perdieron  la 
vida.  Su  casa  fué  arrasada  por  orden  del  Go- 
bierno. 

Los  ladrones  frecuentan  todavía  esas  rui- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  75 

ñas,  y  en  ellas  comen  y  beben,  en  acecho  de 
una  presa,  porque  el  sitio  domina  un  buen 
trozo  del  camino.  El  viejo  me  aseguró  que, 
unos  dos  meses  antes,  al  volver  a  Aldea  Ga- 
llega con  sus  muías  de  acompañar  a  unos 
viajeros,  le  había  derribado,  desnudado  y 
robado  un  individuo  que,  a  su  parecer,  salió 
de  aquel  nido  de  asesinos.  Díjome  que 
el  agresor  era  joven  y  de  fuerza  extraordi- 
naria, con  inmensos  bigotes  y  patillas,  ar- 
mado con  una  espingarda  o  mosquete.  Unos 
diez  días  más  tarde  vio  al  ladrón  en  Vendas 
Novas,  en  donde  nosotros  íbamos  a  pasar  la 
noche.  El  individuo,  al  reconocer  a  su  vícti- 
ma, le  llevó  aparte,  y  con  horrendas  im- 
precaciones le  intimó  que  no  volvería  a 
ver  más  su  casa  si  intentaba  delatarle;  el 
viejo  se  estuvo  en  paz,  porque  tenía  muy 
poco  que  ganar  y  sí  mucho  que  perder  ha- 
ciendo que  prendieran  al  ladrón,  ya  que  no 
hubieran  tardado  en  soltarlo  por  falta  de 
pruebas,  y  entonces  era  inevitable  su  ven- 
ganza si  no  se  adelantaban  sus  compañeros  a 
tomarla. 

Me  apeé  y  fui  hasta  las  ruinas,  donde  vi 
los  restos  df^  una  hoguera  y  una  botel  a  rota. 
Los  hijos  del  robo  habían  pasado  por  allí 
muy  poco  antes.  Dejé  un  ejemplar  del  Nue- 
vo Testamento  y  algunos  folletos,  y  parti- 
timos  apresuradamente. 

El  sol  había  disipado  las  nieblas  y  empe- 
zaba a  calentar  mucho.  Llevaríamos  próxi- 


76  B  O  E  R  O  W 

mámente  otra  hora  de  camino,  cuando  sonó 
un  relincho  a  nuestra  espalda,  y  el  guía  nos 
dijo  que  venía  un  grupo  de  hombres  a  ca- 
ballo; como  nuestras  muías  andaban  a  buen 
paso,  tardaron  lo  menos  veinte  minutos  en 
alcanzarnos.  El  jinete  que  rompía  la  marcha 
era  un  caballero  vestido  con  elegante  traje 
de  camino;  un  poco  detrás  seguían  un  oficial, 
dos  soldados  y  un  mozo  de  librea.  Oí  al  ca- 
ballero que  parecía  principal,  preguntar  a  mi 
criado,  al  emparejarse  con  él,  quién  era  yo, 
y  si  francés  o  inglés.  Le  dijo  que  un  caba- 
llero inglés,  de  viaje.  Preguntó  entonces  si 
entendía  el  portugués,  y  el  criado  respondió 
qué  sí,  pero  que,  a  su  parecer,  hablaba  yo 
mejor  el  italiano  y  el  francés.  El  caballero 
espoleó  el  caballo  y  me  abordó,  pero  no  en 
portugués,  francés  ni  italiano,  sino  en  el  in- 
glés más  puro  que  he  oído  bablar  a  un  ex- 
tranjero; no  había  en  su  pronunciación  ni  el 
más  leve  acento  extranjero,  y,  a  no  haber 
conocido  en  su  rostro  que  mi  intei  locutor 
no  era  inglés  (como  todos  saben,  hay  en  el 
semblante  de  un  inglés  unaparticularidad  in- 
descriptible que  le  delata),  hubiera  creído 
que  s-e  trataba  de  un  compatriota.  Continua- 
mos juntos  departiendo  hasta  llegar  a  Pe- 
goes. 

Pegóes  se  compone  de  dos  o  tres  casas  y 
de  una  posada;  hay,  además,  una  especie  de 
barraca  donde  se  alberga  media  docena  de 
soldados,  No  hay  en  todo  Portugal  un  sitio 


L  A    B  I  B  L  I  A    E  N    E  S  P  A  N  A  77 

de  peor  fama  que  éste,  y  la  posada  lleva  el 
apodo  de  Estalagem  de  Ladfoes^  o  sea,  hos- 
tería de  ladrones;  porque  los  bandidos  que 
campan  por  los  despoblados  que  se  extien- 
den a  varias  leguas  a  la  redonda,  tienen  la 
costumbre  de  venir  a  esta  posada  a  gastar 
el  dinero  y  demás  productos  de  su  criminal 
oficio;  allí  cantan  y  bailan,  comen  conejo 
guisado  y  aceitunas,  y  beben  el  vino  espeso 
y  fuerte  del  Alemtejo.  Una  enorme  foga- 
ta, alimentada  por  el  tronco  de  un  alcorno- 
que, ardía  en  un  fogón  bajo,  a  la  izquierda 
de  la  entrada  de  la  espaciosa  cocina.  Arri- 
madas al  fuego  cocían  varias  ollas,  cuyo 
apetitoso  olor  me  recordó  que  aún  no  me 
había  desayunado,  a  pesar  de  ser  cerca  de  la 
una  y  de  haber  hecho  a  caballo  cinco  le- 
guas. Varios  hombres,  de  aspecto  siniestro, 
que  si  no  eran  bandidos,  fácilmente  podían 
ser  tomados  por  tales,  estaban  sentados  en 
unos  leños  al  amor  de  la  lumbre.  Ríceles 
algunas  preguntas  indiferentes,  a  las  que 
contestaron  con  desembarazo  y  cortesía,  y 
uno  de  ellos,  que  dijo  saber  de  letra,  aceptó 
un  folleto  que  le  ofrecí. 

Mi  nuevo  amigo,  después  de  encargar  la 
comida,  o  más  bien  almuerzo,  me  invitó 
con  gran  amabilidad  a  participar  en  él,  y,  al 
mismo  tiempo,  me  presentó  a  su  acompa 
ñante  el  oficial,  hermano  suyo,  que  también 
hablaba  inglés,  pero  con  menos  perfección. 
Mi  amigo  resultó  ser  don  Jerónimo  José  de 


78  B  O  R  R  O  W 

y 
Azveto,  secretario  del  Gobierno  en  Evora;  su 

hermano  pertenecía  a  un  regimiento  de  húsa- 
res que  tenía  el  cuartel  general  en  aquella  ciu- 
dad, pero  con  patrullas  destacadas  a  lo  largo 
del  camino,  por  ejemplo,  en  el  lugar  donde 
nos  encontrábamos  detenidos. 

En  Pegoes,  el  principal  artículo  de  comer 
parece  que  son  los  conejos,  muy  abundantes 
en  los  páramos  de  las  cercanías.  Comimos 
uno  frito,  con  una  pringue  deliciosa,  y  luego 
otro  asado,  que  nos  sirvieron  entero  en  una 
fuente;  la  posadera,  después  de  lavarse  las 
manos,  lo  partió,  y  luego  vertió  sobre  los 
pedazos  una  salsa  sabrosa.  Comí  con  mucho 
gusto  de  ambos  platos,  sobre  todo  del  úl- 
timo, quizás  por  la  curiosa  y  para  mí  nue- 
va manera  de  aderezarlo.  Con  unos  higos 
de  los  Algarves,  excelentes,  y  unas  manza- 
nas, concluyó  nuestra  comida;  pero  el  cuar- 
tito  reservado  en  que  comimos  era  de  suelo 
cenagoso,  y  su  frialdad  me  penetró  de  modo 
que  ni  de  los  manjares  ni  de  la  agradable 
compañía  pude  sacar  todo  el  placer  que  en 
otro  caso  hubiera  t«nido. 

Don  Jerónimo  se  había  educado  en  Ingla- 
terra, país  en  que  transcurrió  su  infancia,  lo 
cual  explicaba  en  mucha  parte  su  dominio 
de  la  lengua  inglesa,  que  únicamente  se 
puede  aprender  bien  residiendo  en  el  país 
durante  aquella  etapa  de  la  vida.  Había, 
además,  huido  a  Inglaterra  poco  después  de 
la  usurpación  del  Treno  de  Portugal  por  don 


L  A    B  I  B  L  I  A    E  N    E  S  P  Á  N  A  79 

Miguel,  y  desde  allí  fué  al  Brasil,  donde  se 
consagró  al  servicio  de  don  Pedro,  y  le 
acompañó  en  la  expedición  que  terminó  por 
la  caída  del  usurpador  y  el  establecimiento  del 
Gobierno  constitucional  en  Portugal.  Nues- 
tra conversación  versó  sobre  literatura  y  po- 
lítica, y  mi  conocimiento  de  las  obras  de  los 
escritores  más  famosos  de  Portugal  fué  aco- 
gido son  sorpresa  y  contento;  nada  tan  ha- 
lagüeño para  un  portugués  como  observar 
que  un  extranjero  se  interesa  por  su  litera- 
tura nacional,  de  la  que,  en  muchos  respec- 
tos, se  enorgullece  con  justicia. 

A  eso  de  las  dos  cabalgamos  de  nuevo  y 
proseguimos  juntos  nuestro  camino  a  través 
de  un  país  exactamente  igual  al  que  había- 
mos atravesado  antes,  áspero  y  quebrado, 
con  grupos  de  pinos  aquí  y  allá.  La  tarde 
era  muy  despejada,  y  los  brillantes  rayos 
del  sol  realzaban  la  desolación  del  paisaje. 
Habríamos  avanzado  dos  leguas, cuando  per- 
cibimos en  lontananza  un  gran  edificio,  de 
majestuosa  apariencia,  que  era,  según  me 
dijeron,  un  palacio  real  situado  al  otro  ex- 
tremo de  Vendas  Novas,  pueblo  donde 
íbamos  a  pernoctar;  aun  nos  faltaba  más  de 
una  legua  para  llegar  a  él,  pero  a  través  de 
la  clara  y  transparente  atmósfera  de  Portu- 
gal, parecía  mucho  más  próximo. 

Antes  de  llegar  a  Vendas  Novas  pasamos 
junto  a  una  cruz  de  piedra,  en  cuyo  pedes- 
tal había  cierta  inscripción  conmemorativa 


8o  ,      B  O  E  R  O  W 

de  un  asesinato  horrible  cometido  en  aquel 
lugar  en  la  persona  de  un  lisboeta;  la  cruz 
parecía  ya  antigua  y  estaba  cubierta  de 
musgo;  la  inscripción  era,  en  su  mayor 
parte,  ilegible,  al  menos  para  mí,  que  no 
podía  gastar  mucho  tiempo  en  descifrarla. 
Llegados  a  Vendas  Novas  y  encargada  la 
cena,  mi  nuevo  amigo  y  yo  fuimos  dando  un 
paseo  a  ver  el  palacio.  Fué  edificado  por  el 
difunto  rey  de  Portugal,  y  su  aspecto  exte- 
rior es  poco  notable.  El  edificio,  largo  y  con 
dos  alas,  consta  de  dos  pisos  tan  sólo,  aun- 
que parece  mucho  más  alto  por  estar  situa- 
do en  una  elevación  del  terreno;  tiene  quin- 
ce ventanas  en  el  piso  alto  y  doce  en  el  bajo, 
con  una  puerta  mezquina,  algo  así  como 
la  puerta  de  un  granero,  a  la  que  se  llega 
por  un  solo  peldaño.  El  interior  correspon- 
de al  exterior,  y  no  hay  en  él  nada  intere- 
sante para  el  curioso,  excepto  las  cocinas, 
magníficas  en  verdad,  y  tan  grandes,  que 
puede  condimentarse  en  ellas  al  mismo  tiem- 
po comida  suficiente  para  todos  los  habitan- 
tes del  Alemtejo. 

Pasé  la  noche  con  toda  comodidad  en 
una  cama  limpia,  lejos  de  todos  aquellos 
ruidos  tan  frecuentes  en  las  posadas  portu- 
guesas, y  a  las  seis  de  la  mañana  del  siguien- 
te día  continuamos  el  viaje,  que  esperába- 
mos terminar  antes  de  ponerse  el  sol,  por- 
que Evora  sólo  dista  diez  leguas  de  Vendas 
Novas.  Si  la  mañana  anterior  había  sido  fría, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  8i 

ésta  lo  era  mucho  más,  tanto  que,  poco  an- 
tes de  salir  el  sol,  no  pude  resistir  más  a 
caballo,  y,  echando  pie  a  tierra,  corrí  y  an- 
duve hasta  llegar  a  unas  casuchas  en  el  límite 
de  los  desolados  páramos.  En  una  de  aque- 
llas casas  se  encontraron  los  emisarios  de 
don  Pedro  y  los  de  don  Miguel,  y  allí  se 
concertó  la  renuncia  de  este  último  a  la  co- 
rona en  favor  de  doña  María  de  la  Gloria; 
Evora  fué  el  postrer  reducto  del  usurpador, 
y  las  parameras  del  Alemtejo  el  último  tea- 
tro de  las  luchas  que  tanto  tiempo  agitaron 
al  infortunado  Portugal.  Contemplé,  pues, 
con  mucho  interés  aquellas  miserables  cho- 
zas, y  no  dejé  de  esparcir  por  los  contornos 
algunos  de  los  preciosos  foUetitos  que,  con 
una  corta  cantidad  de  Testamentos^  llevaba 
en  mi  saco  de  noche. 

El  paisaje  comenzó  desde  allí  a  mejorar; 
dejamos  atrás  los  agrestes  matorrales  y 
atravesamos  colinas  y  valles  cubiertos  de  al- 
cornoques y  de  azinheiras^  las  cuales  pro- 
ducen bellotas  dulces  o  balotas^  tan  agrada- 
bles como  las  castañas,  y  principal  alimento 
en  invierno  de  los  numerosos  cerdos  que 
cría  el  Alemtejo.  Los  cerdos  son  muy 
hermosos:  de  patas  cortas,  corpulentos,  de 
color  negro  o  rojo  oscuro;  de  la  excelen- 
cia de  su  carne  puedo  dar  testimonio,  por- 
que muchas  veces  la  he  saboreado  con  de- 
leite en  mis  viajes  por  esta  provincia;  el 
lomboy  o  lomo,  asado  en  el  rescoldo,  es  de- 


82  B  o  R  R  o  W 

lie  oso,  especialmente  comiéndolo  con  acei- 
tunas. 

Nos  hallábamos  a  la  vista  de  Monto  Moro, 
que,  como  su  nombre  indica,  fué  en  otro 
tiempo  una  fortaleza  de  los  moros.  Es  una 
colina  alta  y  escarpada,  en  cuyas  cúspide  y 
vertiente  yacen  muros  y  torreones  en  rui- 
nas. Por  el  lado  de  Poniente,  en  un  profun- 
do barranco  o  valle,  corre  un  delgado  arroyo, 
cruzado  por  un  puente  de  piedra;  más  abajo 
hay  un  vado,  que  atravesamos  para  subir  a 
la  ciudad,  la  cual  comienza  casi  al  pie  de  la 
montaña,  por  el  Norte,  y  va  faldeando  hacia 
el  Noreste.  La  ciudad  es  sumamente  pinto- 
resca, con  muchas  casas  antiquísimas,  cons- 
truidas a  la  manera  morisca.  Tenía  gran- 
des deseos  de  examinar  los  restos  de  la  for- 
taleza m-ora  en  la  parte  alta  del  monte;  pero 
el  tiempo  urgía,  y  la  brevedad  de  nuestra  es- 
tada en  el  lugar  no  me  consintió  satisfacer 
ese  gusto. 

Monte  Moro  es  cabeza  de  una  cadena  de 
colinas  que  cruza  esta  parte  del  Alemtejo,  y  i 
que  aquí  se  bifurca  hacia  el  Este  y  el  Sur- 
este; en  la  primera  dirección  está  el  camino 
directo  a  Elvas,  Badajoz  y  Madrid;  en  la  se- 
gunda, el  camino  a  Evora  La  tercera  mon- 
taña de  la  cadena  que  bordea  el  camino  de 
Elvas  es  muy  hermosa.  Se  llama  Monte 
Almo;  hállase  cubierta  de  alcornoques  hasta 
la  cima,  y  un  arroyo  rumoroso  corre  al  pie. 
Bajo  los  rayos  gloriosos  del  sol,  brillaban  las, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  83 

verdes  praderas,  donde  pacían  rebaños  de  ca- 
bras, haciendo  sonar  alegremente  sus  campa- 
nillas. El  tout  ensemble  semejaba  un  lugar 
encantado.  Para  que  nada  faltase  en  el 
cuadro,  encontré  debajo  de  una  azinheira  a 
un  hombre,  un  cabrero,  cuyo  aspecto  me 
hizo  recordar  al  pastor  salvaje  mencionado 
en  cierta  balada  danesa. 

iSobre  sus  hombros  tenía  un  jabalí  ■ —  en 
su  seno  dormía  un  oso  negro,  etc.» 

El  cabrero  tenía  en  un  hombro  un  ani- 
mal, que,  según  me  dijo,  era  una  lontra^  o 
nutria,  acabada  de  cazar  en  el  arroyo  inme- 
diato; una  cuerda,  atada  por  un  extremo 
al  brazo  del  cazador,  la  rodeaba  el  cuello. 
A  su  izquierda  había  un  saco,  por  cuya  boca 
asomaban  las  cabezas  de  dos  o  tres  anima- 
les bastante  extraños;  a  su  derecha  se  aga- 
zapaba un  lobezno  gruñón  que  estaba  do- 
mesticando. Todo  su  aspecto  era  de  lo  más 
salvaje  y  fiero.  Tras  unas  pocas  palabras, 
como  las  que  generalmente  suelen  cambiar 
los  que  se  encuentran  en  un  camino,  le 
pregunté  si  sabía  leer,  y  no  me  contestó. 
Traté  entonces  de  averiguar  si  tenía  algu- 
na idea  de  Dios  o  de  Jesucristo,  y  mirán- 
dome fijamente  al  rostro  por  un  momen 
to,  se  volvió  luego  hacia  el  sol,  ya  próximo 
al  ocaso,  hízole  una  reverencia,  y  de  nuevo 
I  clavó  en  mí  su  mirada.  Creo  que  entendí 
I  bien  esta  muda  respuesta,  la  cual  significa- 
ba, probablemente,  que  Dios  era  el  autor  de 


84  B  O  R  R  O  W 

aquella  gloriosa  luz  que  alumbra  y  alegra 
toda  la  creación.  Satisfecho  con  esta  creen- 
cia, le  dejé,  y  me  apresuré  a  dar  alcance  a 
mis  compañeros,  que  me  habían  tomado 
considerable  delantera. 

Siempre  he  encontrado  en  el  ánimo  de  los 
campesinos  más  determinada  inclinación  a 
la   religión  y  a   la   piedad   que  en  los  ha- 
bitantes de  las  ciudades  y  villas;  la  razón  es 
obvia:  aquéllos  están   menos  familiarizados 
con  las  obras  de  los  hombres  que  con  las  de 
Dios;  sus  ocupaciones,  además,  son  senci- 
llas, no  requieren  tanta  habilidad  o  destreza 
como  las   que  atraen  la  atención   del   otro  i 
grupo  de  sus  semejantes,  y  son,  por  tanto,  \: 
menos  favorables  para  engendrar  la  presun-  • 
ción  y  la  suficiencia  propia,  tan  radicalmen-  r 
te  distintas  de  la  humildad  de  espíritu,  fun-  ■] 
damento  verdadero  de  la  piedad.  Los  que  se  ¡i 
burlan  de  la  religión  y  la  escarnecen,  no  sa-  > 
len  de  entre  los  sencillos  hijos  de  la  natura-  i¡ 
leza;  son  más  bien  la  excrecencia  de  un  refi- 
namiento   recargado,   y   aunque   su   influjo 
pernicioso  llega  ciertamente  a  los  campos, 
y  corrompe  en  ellos  a  muchos  hombres,  la 
fuente  y  el  origen  del  mal  está  en  los  grandes  i 
centros,  donde  la  población  se  apiña  y  donde  i) 
la  naturaleza  es  casi  desconocida.  No  soy  de'| 
los  que  van  a  buscar  la  perfección  humana  j 
en  la  población  rural  de  ningún  país;  la  per-  I 
fección  no   existe  en  los  hijos  del  pecado,! 
dondequiera  que  residan;  pero  mientras  el' 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  85 

corazón  no  se  corrompe,  hay  esperanza  para 
el  alma,  porque  hasta  Simón  Mago  se  convir- 
tió. Pero  una  vez  que  la  incredulidad  endure- 
ce el  corazón,  y  la  prudencia  según  la  carne 
refuerza  la  incredulidad,  hace  falta  para  ablan- 
darlo que  la  gracia  4e  Dios  se  manifieste  con 
exuberancia  desusada,  porque  en  el  libro  sa- 
grado leemos  que  el  fariseo  y  el  mago  llega- 
ron a  ser  receptáculos  de  gracia;  pero  en 
ninguna  parte  se  menciona  la  conversión  del 
burlón  Saduceo;  ^y  qué  otra  cosa  es  un  in- 
crédulo moderno  más  que  un  Saduceo  de 
última  hora? 

La  noche  cerró  antes  que  llegásemos  a 
Evora,  y  después  de  despedirme  de  mis 
amigos,  que  amablemente  me  ofrecieron  su 
casa,  me  dirigí  con  mi  criado  al  Largo  de 
San  Francisco^  donde,  según  dijo  el  arrie- 
ro, estaba  la  mejor  hostería  de  la  ciudad. 
Entramos  a  caballo  en  la  cocina,  a  continua- 
ción de  la  cual  estaba  la  cuadra,  como  es  uso 
en  Portugal.  Gobernaban  la  casauna  vieja  que 
parecía  gitana,  y  su  hija,  muchacha  de  unos 
diez  y  ocho  años,  hermosa  y  fresca  como 
una  flor.  La  casa  era  grande.  En  el  piso  alto 
había  un  vasto  aposento,  a  modo  de  grane- 
ro, que  ocupaba  casi  toda  la  longitud  del 
edificio;  en  el  extremo  había  una  divisoria 
para  formar  una  alcoba  de  regular  comodi- 
dad, pero  muy  fría;  el  piso  era  de  baldosa, 
como  el  de  la  espaciosa  sala  contigua,  donde 
los   arrieros  solían  dormir  en   las  mantas  y 


86  B  O  R  R  O  W 

enjalmas  de  sus  malas.  Después  de  cenar 
me  acosté,  y  luego  de  ofrecer  mis  devocio- 
nes a  Aquel  que  me  había  protegido  en  un 
viaje  tan  peligroso,  me  dormí  profundamen- 
te hasta  el  otro  día  ^. 

1  El  Monte  Moro  de  que  habla  Borrow  en  este 
capítulo  y  describe  después  en  el  VI  es  Monte- 
mór,  o  Mcntemayor.  (Knapp). 


CAPITULO  III 


Un  comerciante  de  Evora. — Contrabandistas  es- 
pañoles.— El  león  y  el  unicornio. —  La  fuente. 
Confianza  en  el  Todopoderoso. — Reparto  de  fo- 
lletos.— La  librería  en  Evora. — Un  manuscrito. 
La  Biblia  como  guía.  —  La  infame  María. — El 
hombre  de  Palmella. — El  conjuro. — El  régimen 
frailuno — Domingo. — Volney. — Un  auto  de  fe. 
Hombres  de  España. — Lectura  de  un  folleto 
Nuevos  viajeros. — La  mata  de  romero. 


EVORA  es  u-a  pequeña  ciudad  murada,  pero 
sin  un  sistema  defensivo,  y  no  resistí 
ría  un  sitio  de  veinticuatro  horas.  Tiene  cin- 
co puertas;  delante  de  la  del  Suroeste  se  ha- 
lla el  paseo  principal,  donde  también  se  ce- 
lebra una  feria  el  día  de  San  Juan.  Las  casas 
son,  en  general,  muy  antiguas,  y  muchas  es- 
tán vacías.  Cuenta  unos  cinco  mil  habitan- 
tes; pero  con  sobrada  capacidad  para  doble 
número  de  gente.  Los  dos  edificios  princi- 
pales son  la  Seo,  o  catedral,  y  el  convento 
de  San  Francisco,  en  la  misma  plaza  en  que, 
frente  a  él,  se  hallaba  mí  posada.  A  mano 
derecha,  entrando  por  la  puerta  del  Suroeste, 


88  B  O  R  R  O  W 

hay  un  cuartel  de  caballería.  Por  el  Sures- 
te, a  unas  seis  leguas  de  distancia,  descúbre- 
se una  cadena  de  montañas  azules;  la  más 
alta,  llamada  Serra  Dorso^  pintoresca,  bella, 
alberga  en  sus  escondrijos  muchos  lobos  y 
jabalíes.  Como  a  legua  y  media  más  allá  de 
esa  montaña,  está  Estremoz. 

El  día  siguiente  a  mi  llegada  lo  empleé 
principalmente  en  visitar  la  ciudad  y  sus  cer- 
canías, y  ai  vagar  de  un  lado  para  otro, 
trabé  conversación  con  diversas  personas. 
Algunas  eran  de  la  clase  media,  comer- 
ciantes o  artesanos,  y  todos  constituciona- 
listas,  o  se  llamaban  tales;  pero  tenían  muy 
pocas  cosas  que  decir,  salvo  unos  cuantos 
lugares  comunes  acerca  de  la  vida  de  los 
frailes,  de  su  hipocresía  y  holgazanería.  Qui- 
se obtener  noticias  respecto  del  estado  de  la 
instrucción  en  la  localidad,  y  de  sus  res- 
puestas deduje  que  el  nivel  debía  de  estar 
muy  bajo,  porque,  al  parecer,  no  había 
escuelas  ni  librerías.  Si  les  hablaba  de  reli- 
gión, mostraban  grandísima  indiferencia  por 
el  asunto,  y,  haciéndome  una  cortés  inclina- 
ción de  cabeza,  se  marchaban  lo  antes  po- 
sible. 

Fui  a  ver  a  un  comerciante  para  quien 
llevaba  yo  una  carta  de  presentación,  y  se 
la  entregué  en  su  tienda,  donde  le  encontré 
detrás  del  mostrador.  En  el  curso  de  nues- 
tra conversación  averigüé  que  le  habían  per- 
seguido mucho  durante  el  antiguo  régimen, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  89 

al  que  profesaba  aversión  sincera.  Díjele  que 
la  ignorancia  del  pueblo  en  materia  de  reli- 
gión había  sido  el  sostén  del  antiguo  régi- 
men, y  que  el  mejor  modo  de  impedir  su 
retorno  sería  llevar  la  luz  a  todos  los  espíri- 
tus. Añadí  que  había  llevado  a  Evora  un  pe- 
queño repuesto  de  Biblias  y  Testamentos,  y 
deseaba  entregárselos  a  un  comerciante  res- 
petable para  su  venta,  y  que  si  él  de- 
seaba contribuir  a  extirpar  las  raíces  de  la 
superstición  y  de  la  tiranía,  no  podía  hacer 
cosa  mejor  que  encargarse  de  tales  libros. 
Se  declaró  dispuesto  a  ello,  y  me  fui,  deter- 
minado a  entregarle  la  mitad  de  los  que  te- 
nía. Volví  a  mi  posada  y  me  senté  en  un 
leño,  debajo  de  la  inmensa  campana  de  la 
chimenea  de  la  sala  común;  dos  hombres  de 
rostro  huraño  estaban  arrodillados  en  el 
suelo.  Tenían  ante  sí  un  buen  montón  de 
objetos  de  hierro  viejo,  latón  y  cobre,  que 
iban  clasificando,  y  colocábanlos  después  en 
sacos.  Eran  contrabandistas  españoles  de  ín- 
fima categoría,  y  ganaban  miserablemente 
su  vida  llevando  de  matute  tales  desechos 
desde  Portugal  a  España.  No  hablaban  ni 
una  palabra,  y  cuando  me  dirigí  a  ellos  en 
su  lengua  natal,  me  contestaron  con  una 
especie  de  gruñido.  Estaban  tan  sucios  y 
mohosos  como  el  hierro  en  que  traficaban; 
en  la  cuadra  del  piso  bajo  tenían  cuatro  mi- 
serables borriquillos. 

La  posadera  y  su  hija  me  trataban  con 


90  B  O  R  R  O  W 

amabilidad  extremada,  y  por  adularme  me 
hicieron  algunas  preguntas  respecto  de  In- 
glaterra. Un  hombre  con  traje  algo  parecido 
al  de  los  marineros  ingleses,  sentado  frente 
a  mí  debajo  de  la  campana,  dijo:  «Yo  abo- 
rrezco a  los  ingleses  porque  no  están  bauti- 
zados y  son  gente  sin  ley.»  Se  refería  a  la 
ley  de  Dios.  Me  eché  a  reír  y  le  dije  que, 
según  la  ley  inglesa,  a  nadie  sin  bautizar  po- 
día dársele  sepultura  en  tierra  sagrada;  a  lo 
cual  repuso:  «Entonces  sois  más  rigurosos 
que  nosotros.»  Luego,  añadió:  «jQué  signifi- 
can el  león  y  el  unicornio  que  vi  el  otro  día 
en  un  escudo  a  la  puerta  del  cónsul  inglés 
en  Setubal?»  Respondí  que  eran  las  armas 
de  Inglaterra.  «Sí;  pero  ;qué  representan.''» 
Dije  que  no  lo  sabía.  «Entonces — replicó — , 
no  conoce  usted  los  secretos  de  su  propio 
pa's.»  A  lo  cual:  «Supóngase — le  contesté — , 
que  le  dijese  a  usted  que  representan  el  león 
de  Bethlehem  y  la  bestia  cornuda  de  los 
abismos  ardientes,  luchando  por  el  predo- 
minio en  Inglaterra,  ^'qué  diría'»  «Diría — re- 
puso— ,  que  me  daba  usted  una  respuesta 
perfecta.»  Aquel  hombre  y  yo  llegamos  a 
ser  grandes  amigos.  Venía  de  Palmella,  no 
lejos  de  Setubal;  llevaba  unos  cuantos  caba- 
llos y  muías,  y  era  tratante  en  cebada  y  tri- 
go. De  nuevo  volví  a  pasearme  y  a  vagar 
por  los  alrededores  de  la  ciudad. 

Como  a  media  milla  de  las  murallas,  por 
el  lado  Sur,  hay  una  fuente  de  piedra,  don- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  91 

de  los  arrieros  y  demás  gentes  que  acuden 
a  la  ciudad,  acostumbran  a  dar  agua  a  sus 
bestias.  Allí  me  estaba  sentado  unas  dos  ho- 
ras, hablando  con  todo  el  que  hacía  alto  en 
la  fuente.  Hago  notar  que  durante  mi  estan- 
cia en  Evora  repetí  a  diario  esta  visita,  de- 
teniéndome en  ella  el  mismo  tiempo;  gra- 
cias a  este  plan,  creo  que  hablé,  por  lo  me- 
nos, con  unos  doscientos  portugueses  acerca 
de  asuntos  tocantes  a  su  salvación  eterna. 
Descubrí  que  muy  pocos  de  aquellos  a  quie- 
nes hablé  habían  recibido  educación  litera- 
ria, ninguno  había  leído  la  Biblia,  no  más 
de  media  docena  tenían  una  ligerísima  noti- 
cia de  lo  que  son  los  libros  santos.  Casi  to- 
dos eran  fanáticos  papistas  y  migaelistas  de 
corazón.  Por  tanto,  cuando  me  decían  que 
eran  cristianos,  negábales  yo  la  posibilidad 
de  que  lo  fueran,  pues  ignoraban  a  Cristo  y 
sus  mandamientos,  y  ponían  la  esperanza 
de  sú  salvación  en  reglas  externas  y  prácti- 
cas supersticiosas  inventadas  por  Satanás 
para  mantenerlos  en  tinieblas  y  que  al  cabo 
cayesen  en  el  abismo  que  les  tenía  prepara- 
do. Díjeles  muchas  veces  que  el  Papa,  a 
quien  reverenciaban,  era  un  insigne  impos 
tor  y  el  principal  ministro  de  Satanás  en  la 
tierra,  y  que  los  frailes  y  monjes,  cuya  au- 
sencia lamentaban,  a  quienes  estaban  acos- 
tumbrados a  confesar  sus  pecados,  eran 
agentes  subalternos  suyos.  Cuando  me  pe- 
dían pruebas,  aducía  invariablemente  la  ig- 


92  B  o  R  R  o  W 

norancia  de  mis  oyentes  respecto  de  las  Es- 
crituras, y  decía  que  si  sus  guías  espirituales 
hubiesen  realmente  sido  ministros  del  Se- 
ñor, no  hubieran  dejado  a  sus  rebaños  igno- 
rar su  palabra. 

Desde  entonces  acá,  me  ha  sorprendido 
muchas  veces  el  no  recibir  insultos  ni  malos 
tratos  de  la  gente  cu3^a  superstición  atacaba 
yo  de  ese  modo;  en  verdad,  nada  malo  me 
sucedió,  y  me  inclino  a  creer  que  la  extre- 
mada audacia  que  yo  desplegaba,  confiado 
en  la  protección  del  Todopoderoso,  puede 
haber  sido  la  causa  de  ello.  Lo  mejor  frente 
al  peligro  es  mirarlo  cara  acara,  y  así  gene- 
ralmente se  desvanece  como  las  nieblas  de 
la  mañana  a  la  luz  del  sol;  mientras  que,  des- 
animándose, el  peligro  se  hace  de  fijo  mayor. 
Abrigo  la  viva  esperanza  de  que  mis  pala- 
bras llegaron  muy  adentro  en  el  corazón  de 
algunos  de  mis  oyentes,  porque  vi  a  muchos 
de  ellos  marcharse  abstraídos  y  pensativos. 
En  ocasiones  repartía  entre  estas  gentes  al- 
gunos folletos,  pues  aunque  fuesen  incapa- 
ces de  sacar  de  ellos  personalmente  gran 
provecho,  pensé  que  servirían  de  instrumen- 
to para  que  en  lo  futuro  cayeran  en  otras 
manos  y  alguien  los  utilizara  para  su  salva- 
ción. (Cuánto  libro  abandonado  a  las  olas 
aborda  a  remotas  playas,  y  allí  sirve  de  ben- 
dición y  consuelo  a  millones  de  gentes  que 
ignoran  su  procedencia! 

Al  siguiente  día,  viernes,  fui  a  visitar  en 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  93 

su  casa  a  mi  amigo  don  Jerónimo  Azveto. 
No  le  encontré,  pero  me  dijeron  que  le  bus- 
case en  la  Seo,  o  palacio  episcopal,  en  uno 
de  cuyos  aposentos  le  hallé,  en  efecto,  escri- 
biendo con  otro  señor,  a  quien  me  presentó; 
era  el  gobernador  de  Evora,  que  me  recibió 
con  toda  bondad  y  cortesía.  Después  de  ha- 
blar un  rato  salimos  juntos  a  visitar  un  edi- 
ficio antiguo,  del  que  se  decía  que  en  tiem- 
pos pasados  fué  templo  de  Diana.  Parte  de 
él  era  evidentemente  de  construcción  roma- 
na; no  había  lugar  a  error  ante  las  bellas  y 
elegantes  columnas  que  sostenían  la  cúpula, 
bajo  la  que  probablemente  se  cumplían  los 
sacrificios  a  la  divinidad  más  poética  y  atra- 
yente  de  los  gentiles;  pero  los  antiguos  in- 
tercolumnios habían  sido  macizados  en  tiem- 
pos modernos,  y  el  resto  del  edificio  parecía 
ser  de  fines  de  la  Edad  Media.  Estaba  situa- 
do en  un  extremo  de  la  antigua  casa  de  la 
Inquisición,  y  fué  residencia  del  obispo  an 
tes  de  construirse  la  Seo  actual. 

Dentro  de  la  Seo,  donde  vive  ahora  el  go- 
bernador, hay  una  magnífica  biblioteca,  que 
ocupa  una  inmensa  pieza  abovedada,  como 
la  nave  de  una  catedral;  en  un  aposento  con- 
tiguo hay  una  colección  de  cuadros  de  au- 
tores portugueses,  principalmente  retratos, 
entre  los  que  se  halla  el  de  don  Sebastián. 
Quiero  creer  que  el  pintor  no  le  hizo  justi- 
cia, porque  le  representó  en  figura  de  un 
tosco  mancebo  como  de  diez  y  ocho  años, 


94  B  O  R  R  O  W 

abotagado  y  bebo,  con  ojos  saltones,  y  una 
golilla  en  torno  del  cuello  corto  y  apoplético. 

Me  enseñaron  varios  inisales  con  bellas 
miniaturas,  y  otros  manuscritos,  uno  de  los 
cuales  atrajo  sobre  todo  mi  atención,  por 
motivos  que  se  adivinan  con  sólo  decir  que 
su  título  era: 

<(^  Forma  sive  ordinatio  Cap  elle  iliistrissimi 
et  xianissimi  principis  Henrici  Sexti  Regís 
Aíiglie  et  Francie  am  dñi  Hibernie  des  cripta 
serenissio  principi  Alfonso  Regí  Portugalie 
illustri  per  humilen  servitore?i  sm  Willm. 
Sav.  Decanü  cap  elle  supr  adiete.^ 

¡Me  pareció  oír  la  voz  de  mi  amada  tierra 
natal  en  los  tiempos  pasados!  La  biblioteca 
y  la  colección  de  cuadros  las  formó  uno  de 
los  últimos  obispos,  varón  muy  ilustrado  y 
piadoso. 

Por  la  noche  cené  con  don  Jerónimo  y  su 
hermano;  éste  nos  dejó  en  seguida  para 
cumplir  sus  deberes  de  militar.  ]\Ii  amigo  y 
yo  hablamos  con  detenimiento  de  cosas  im- 
portantes. Empezó  lamentándose  de  la  igno- 
rancia en  que  estaban  sumidos  sus  conterrá- 
neos, y  me  dijo  que  tanto  él  como  su  amigo 
el  gobernador  se  proponían  establecer  un 
colegio  en  aquellos  contornos,  habiéndose 
dirigido  al  Gobierno  en  demanda  de  autori- 
zación para  utilizar  un  convento  vacío,  lla- 
mado el  Espwheiro^  o  el  espino,  distante  una 
legua  de  allí,  y  esperaban  ver  aceptada  su 
propuesta.  Ya  le   había  yo   dicho  a  don  Je- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  95 

rónimo  mi  calidad  y  mis  propósitos;  y  al 
manifestarle  ahora  mi  contento  por  los  pla- 
nes que  abrigaba,  le  rogué  con  las  más  vivas 
instancias  que  usase  de  su  valimiento  para 
que  la  educación  dada  a  los  muchachos  tu- 
viera por  base  el  conocimiento  de  las  Escri- 
turas, y  añadí  que  la  mitad  de  las  Biblias  y 
Testamentos  llevados  por  mí  a  Evora  la  po- 
nía gustoso  a  su  disposición.  Al  instante 
me  tendió  la  mano,  y  aceptó  mi  oferta  con 
gran  placer,  prometiéndose  hacer  cuanto  pu- 
diera en  pro  de  mis  intenciones,  también 
suyas  en  muchos  respectos.  Entonces  añadí 
que  yo  no  había  ido  a  Portugal  con  la  idea 
de  propagar  los  dogmas  de  una  secta  parti- 
cular, sino  con  la  esperanza  de  difundir  la 
B:blia,  manantial  de  cuanto  es  útil  y  condu- 
cente al  bien  de  la  sociedad;  que  no  me  im- 
portaba lo  que  la  gente  profesara,  con  tal 
que  tuviese  por  guía  la  Biblia,  porque  allí 
donde  se  leen  las  Escrituras,  ni  la  superche- 
ría clerical  ni  la  tiranía  duran  mucho;  aduje 
como  ejemplo  mi  propio  país,  cuya  libertad 
y  prosperidad  se  deben  a  la  Biblia,  y  donde 
cabalmente  el  último  perseguidor  del  libro, 
la  sanguinaria  e  infame  María  Tu  Jor,  fi:é 
también  el  último  tirano  que  se  sentó  en  el 
trono.  Me  separé  de  mi  amigo  ya  muy  en- 
trada la  noche,  y  a  la  mañana  siguiente  le 
envié  los  libros,  en  la  firme  y  confiada  espe- 
ranza de  que  una  aurora  radiante  y  gloriosa 
iba  a  disipar  las  lúgubres  sombras  de  la  no- 


96  B  O  R  R  O  VV 

che   que  durante   tanto  tiempo  habían  en- 
vuelto al  Alemtejo. 

Al  siguiente  día  de  este  interesante  su- 
ceso, sábado,  hablé  de  nuevo  con  el  hom- 
bre de  Paimella.  Le  pregunté  si  nunca  en 
sus  viajes  le  habían  atacado  los  ladrones; 
me  respondió  que  no,  pues,  en  general,  via- 
jaba acompañado.  «Sin  embargo  —  añadió 
—  cuando  viajo  solo  tampoco  tengo  miedo, 
porque  voy  bien  protegido.»  Supuse  que 
llevaría  buenas  armas,  y  así  se  lo  dije.  «No 
más  arma  que  esta»  —  repuso,  mostrándo- 
me uno  de  esos  enormes  cuchillos  de  ma- 
nufactura inglesa,  de  que  suelen  estar  pro 
vistos  los  campesinos  portugueses.  Esos  cu- 
chillos se  emplean  para  muchos  usos,  y  me 
parecen  un  arma  bastante  más  eficaz  que  el 
puñal.  «Pero  no  es  este  cuchillo  —  continuó 
el  hombre  —  lo  que  me  da  más  confianza.» 
«^Pues  qué  es?»  «Esto  —  contestó,  y  extrajo 
del  seno  un  escapulario  que  llevaba  colgado 
del  cuello  con  un  cordón  de  seda  — .  Aquí 
llevo  una  oragam,  o  plegaria,  escrita  por  una 
persona  de  virtud,  y  mientras  no  se  aparte  de 
mí  no  me  ocurrirá  nada.»  Como  la  curiosi- 
dad es  el  principal  rasgo  de  mi  carácter, 
dije  al  momento  al  hombre  aquel,  con  gran 
Chlor,  que  si  me  dejaba  leer  la  oración  me 
proporcionaría  un  placer  vivísimo.  «Bue- 
no —  contestó  — ;  somos  amigos,  y  voy  a 
hacer  por  usted  lo  que  haría  por  muy  po- 
cos.» Me  pidió  el  cortaplumas,  y  sin  deseo- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  07 

ser  el  envoltorio  sacó  un  pedazo  de  papel, 
bastante  grande,  cuidadosamente  ajustado 
a  él.  Corrí  a  mi  aposento  para  examinarlo. 
Estaba  escrito  con  garrapatos  casi  ilegibles, 
y  tan  manchado  de  sudor,  que  me  costó 
mucho  trabajo  descifrar  su  contenido;  al 
caba  conseguí  hacer  la  siguiente  transcrip- 
ción literal  del  conjuro,  escrito  en  mal  por- 
tugués, pero  que  me  impresionó  en  aquella 
ocasión,  por  tratarse  de  la  composición  más 
extraordinaria  que  había  visto: 

El  conjuro. — Justo  juez  y  divino  Hijo  de 
la  Virgen  María,  que  naciste  en  Belén,  Na- 
zareno, y  fuiste  crucificado  entre  la  muche- 
dumbre de  los  judíos,  te  suplico,  Señor,  por 
tu  sexto  día,  que  mi  cuerpo  no  sea  preso 
por  la  justicia  ni  reciba  de  sus  manos  la 
muerte,  la  paz  sea  con  nosotros,  la  paz  de 
Cristo,  venga  a  mí  la  paz,  la  paz  sea  con 
nosotros,  dijo  Dios  a  sus  discípulos.  Si  la 
maldita  justicia  recela  de  mí,  o  pone  en  mí 
sus  ojos,  para  apoderarse  de  mí  o  robarme, 
que  sus  ojos  no  puedan  verme,  que  su  boca 
no  pueda  hablarme,  que  sus  oídos  no  puedan 
oírme,  que  sus  manos  no  puedan  agarrarme, 
que  sus  pies  no  puedan  seguirme;  de  suerte 
que,  armado  con  las  armas  de  San  Jorge, 
cubierto  con  el  manto  de  Abraham  y  em- 
barcado en  el  arca  de  Noé,  no  puedan 
verme,  ni  oírme,  ni  verter  la  sangre  de  mi 
cuerpo.  Te  conjuro,  además,  Señor,  por 
aquellas  tres  benditas  cruces,    por   aquellos 


9»  B  O  R  R  O  W 

tres  benditos  cálices,  por  aquellos  tres  ber.- 
ditos  sacerdotes,  por  aquellas  tres  hostias 
consagradas,  que  me  des  aquella  dulce  com- 
pañía que  diste  a  la  Virgen  María  desde 
las  puertas  de  Belén  a  los  portales  de  Jerusa- 
lem,  para  que  pueda  yo  ir  y  venir  alegre  }' 
gustoso  con  Jesucristo,  el  Hijo  de  la  Vir- 
gen María,  madre,  y,  sin  embargo,  siempre 
virgen.» 

La  posadera  y  su  hija  llevaban  pendientes 
del  cuello  otros  escapularios  con  amuletos  se- 
mejantes, para  librarse,  según  decían,  de 
todo  maleficio.  La  creencia  en  la  brujería 
está  muy  extendida  entre  los  campesinos 
del  Alemtejo,  y  creo  que  entre  todos  los  de 
Portugal.  Esta  es  una  de  las  reliquias  del 
régimen  frailuno,  que  en  todos  los  países 
donde  ha  existido  parece  haberse  propuesto 
embotar  el  entendimiento  del  pueblo  para 
extraviarlo  con  más  facilidad.  Todos  esos 
amuletos  estaban  confeccionados  por  los 
frailes,  que  se  los  vendían  a  sus  entontecidos 
penitentes. 

Los  monjes  de  las  iglesias  griega  y  siria 
trafican  también  con  estas  cosas,  aun  sa- 
biendo que  son  nocivas,  y  anteponen  ese 
comercio  a  la  difusión  del  saludable  bálsa- 
mo del  Evangelio,  porque  de  aquél  sacan 
muy  buenas  ganancias  y  mantienen  así  el 
engaño  que  les  permite  vivir  regaladamente. 

La  mañana  del  domingo  fué  muy  hermo- 
sa, y  la  explanada  que  hay  delante  del  con- 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA  gg 

vento  de  San  Francisco  se  llenó  de  gente 
que  iba  a  misa  o  volvía  de  oírla.  Cumplidas 
mis  devociones  matinales  me  desayuné,  y 
bajé  a  la  cocina;  una  muchacha  llamada  Ge- 
rónima  estaba  sentada  al  amor  de  la  lumbre. 
Le  pregunté  si  había  oído  misa,  y  me  respon- 
dió que  ni  la  había  oído  ni  pensaba  oírla. 
Inquirí  el  motivo  y  replicó  que  desde  la  ex- 
pulsión de  los  frailes  de  sus  iglesias  y  con- 
ventos, había  dejado  de  oír  misa  y  de  confe- 
sarse, porque  los  curas  no  tenían  ental  minis- 
terio poder  espiritual,  y,  por  tanto,  se  abste- 
nía de  ir  a  molestarlos.  Dijo  que  los  frailes 
eran  unos  santos  varones,  muy  caritativos, 
que  a  diario  daban  de  comer  en  el  convento 
de  enfrente  a  cuarenta  pobres  con  las  sobras 
de  la  comida  del  día  anterior,  y  ahora  a  esa 
gente  se  la  dejaba  morirse  de  hambre.  Con- 
testé que  como  vivían  de  la  enjundia  de  la  tie- 
rra, bien  podían  permitirse  los  frailes  arrojar 
unos  pocos  huesos  a  sus  pobres,  haciéndolo 
así  por  política,  con  la  esperanza  de  ganar 
amigos  para  los  casos  de  apuro.  La  mucha- 
cha me  dijo  después  que,  como  domingo, 
tal  vez  desearía  yo  entretenerme  viendo  al- 
gún libro,  y  sin  esperar  respuesta  me  trajo 
unos  cuantos.  Eran  en  su  mayoría  narracio- 
nes populares  de  vidas  y  milagros  de  san- 
tos, pero  entre  ellos  había  una  traducción 
del  libro  de  Volney,  Las  ruinas.  Pregunté 
cómo  había  adquirido  tal  obra.  Díjome 
que  un  joven,  ardiente  constitucionalista,  se 


roo  B  O  R  R  O  W 

la  había  dado  unos  meses  antes,  con  mu- 
chas instancias  para  que  la  leyese,  ponderán- 
dosela com.o  uno  de  los  mejores  libros  del 
mundo.  Repuse  que  el  autor,  enviado  de 
Satán,  enemigo  de  Jesucristo  y  dei  alma  hu 
mana,  había  escrito  la  obra  con  el  único 
propósito  de  mofarse  de  la  religión  y  de 
inculcar  la  doctrina  de  que  no  hay  vida  fu- 
tura ni  premio  para  el  virtuoso  ni  castigo 
para  el  malo.  La  muchacha,  sin  responder 
palabra,  se  fué  a  otro  aposento,  del  que  vol- 
vió con  el  delantal  lleno  de  astillas  y  otra 
leña  menuda,  volcándola  en  la  lumbre,  que 
levantó  viva  llama.  Entonces,  tomando  de 
mis  manos  el  libro,  lo  echó  en  la  hoguera, se 
sentó,  sacó  del  bolsillo  un  rosario  y  estuvo 
rezando  hasta  que  el  volumen  quedó  consu- 
mido. Fué  esto  un  auto  de  fe  en  el  mejor 
sentido  de  la  palabra. 

El  lunes  y  el  martes  hice  mis  acostum- 
bradas visitas  a  la  fuente,  y  también  recorrí 
los  alrededores,  montado  en  una  muía,  para 
repartir  folletos.  Dejé  caer  una  buena  por- 
ción de  ellos  en  los  paseos  preferidos  por 
la  gente  de  Evora,  porque  era  dudoso  que 
los  aceptaran  si  yo  se  los  ofrecía  en  pro- 
pia mano,  mientras  que  si  los  veían  tirados 
por  el  suelo,  pensaba  yo  que  la  curiosidad 
acaso  los  indujera  a  cogerlos  y  leerlos. 

En  la  tarde  del  martes  fui  a  despedirme 
de  mi  amigo  Azveto,  pues  mi  intención  era 
salir  de  Evora  el  jueves  siguiente  y  regresar 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


101 


a  Lisboa;  con  esta  mira  alquilé  una  calesa, 
cuyo  dueño  me  dijo  que  había  servido 
como  soldado  en  \2.  gr  and  armé eA^^^V^- 
león  y  asistido  a  la  campaña  de  Rusia.  1  e- 
nía  toda  la  estampa  de  un  borracho,  bu 
rostro  era  carbuncoso,  y  su  aliento  apestaba 
a  aguardiente.  Muchos  deseos  tenía  de  ha- 
blar conmigo  en  francés,  enorgulleciéndose 
de  poseer  ese  idioma;  pero  yo  rehuse,  y 
le  dije  que  me  hablase  en  la  lengua  del 
país  o  no  cruzaría  la  palabra  con  él. 

El  miércoles  empeoró  el   tiempo  y,  a  ra- 
tos, llovió.  Al  bajar  a  la  cocina  me  encontré 
con  que  mi  amigo  el   de  Palmel'a  se  había 
marchado;  pero  habían  llegado   varios  con- 
trabandistas   de    España.    Casi   todos  eran 
muy  apuestos,  y,  a   diferencia  de   los   dos 
que  vi  la  semana  anterior,  locuaces  y  expan- 
sivos; sólo  hablaban  su  lengua  natal  y  pare- 
cían  sentir  gran  desprecio  por  el  portugués. 
La  magnífica  entonación  del   español   reso- 
naba muy  ventajosamente  junto  al  dialecto 
chillón  de  Portugal   Pronto  trabé  con  ellos 
un  grave  coloquio,  y  descubrí   con   alegría 
que  todos  sabían  leer.  Ofrecí   al  más  viejo, 
hombre  de  unos  cincuenta  años  de  edad,  un 
folleto  en  español,  y  después  de  examinarlo 
un  rato  con  mucha  atención,  se  alzo   de   su 
asiento  y,  poniéndose  en  medio  del  cuarto, 
comenzó  a   leer  en  alta  voz,  despacio  y  con 
gran   énfasis.   Sus  compañeros  le  rodearon, 
y  de  vez  en   cuando   manifestaban  su   con- 


I02  B  O  R  R  O  W 

formidad  con  lo  que  oían.  En  ocasiones,  el 
lector  acud  a  a  mí  en  demanda  de  explica- 
ción de  algún  pasaje  que  no  entendía  bien, 
por  referirse  a  determinados  textos  de  la 
Escritura,  ya  que  ninguno  de  la  cuadrilla  ha- 
bía visto  nunca  el  Antiguo  ni  el  Nuevo  Tes- 
tamento. Continuó  leyendo  más  de  una  hora, 
hasta  acabar  el  folleto;  al  concluir,  todos 
clamaron  por  otros  parecidos,  y  se  los  di 
con  mucho  gusto. 

Casi  todos  aquellos  hombres  hablaban  del 
clericalismo  y  del  régimen  frailuno  con  odio 
profundo,  hasta  preferir  la  muerte  a  some- 
terse de  nuevo  al  yugo  que  hab'a  oprimido 
sus  cuellos.  Híceles  muchas  preguntas  acer- 
ca de  la  opinión  de  sus  parientes  y  ami- 
gos sobre  ese  punto,  y  me  aseguraron  que 
en  la  parte  de  la  frontera  española  fre- 
cuentada por  ellos,  todos  eran  de  la  misma 
opinión,  importándoles  tan  poco  el  Papa  y 
sus  frailes  como  don  Carlos,  porque  éste 
era  un  chicoiito  y  un  tirano,  y  los  otros,  la- 
drones y  salteadores.  Díjeles  que  no  debían 
confundir  la  religión  con  la  superstición 
clerical,  ni  olvidar  por  odio  a  ésta  que  hay 
un  Dios  y  un  Ciisto  en  quien  hemos  de 
buscar  nuestra  salvación,  y  cuya  palabra  es- 
taban obligados  a  meditar  en  todo  momen- 
to; expresáronse,  al  oírme,  como  muy  de- 
votos creyentes  en  Cristo  y  en  la  Vir- 
gen. 

Estos  hombres  eran,  en  muchos  respectos, 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA         103 

más  ilustrados  que  los  campesinos  del  con- 
torno, pero  en  otros  se  hallaban  en  iguales 
tinieblas;  creían  en  brujerías  y  en  el  poder 
de  hechizos  y  ensalmos.  La  noche  fué  muy 
borrascosa.  A  eso  de  las  nueve  oímos  un 
galope  que  se  acercaba,  y  a  poco  llama- 
ron a  la  puerta;  abrieron,  y  se  precipitó  en 
la  cocina,  todo  azorado,  un  hombre  monta- 
do en  un  jumento;  llevaba  una  raída  cha- 
queta de  piel  de  carnero  de  las  llamadas  en 
español  zamarras^  con  calzones  de  lo  mis- 
mo; desde  las  rodillas  para  abajo  tenía  las 
piernas  desnudas.  Alrededor  del  sombrero 
llevaba  atada  una  gran  cantidad  de  la  hier- 
ba llamada  en  inglés  rosemary^  romero  en 
español,  y  en  portugués  rústico  alecrim^  pa- 
labra de  origen  escandinavo  (ellegren)^  que 
significa  planta  mágica,  llevada  probable- 
mente al  Sur  por  los  vándalos.  El  recién  lle- 
gado parecía  loco  de  terror,  y  contó  que  las 
brujas  le  habían  venido  persiguiendo  y  re- 
voloteando en  torno  de  su  cabeza  desde  ha- 
cia dos  leguas.  Aquel  hombre  traía  de  la 
frontera  de  España  harina  y  otros  ar- 
tículos; dijo  que  su  mujer  venía  tras  él  y 
estaba  a  punto  de  llegar.  Llegó,  en  efecto, 
un  cuarto  de  hora  después,  chorreando  agua 
y  montada  también  en  un  borrico.  Pregunté 
a  mis  amigos  los  contrabandistas  qué  sig- 
nificaba el  romero,  y  me  dijeron  que  era 
bueno  contra  las  brujas  y  las  desventuras 
del  camino.  No  me  entretuve  en   combatir 


104  B  O  R  R  O  W 

esta  superstición,  porque  la  calesa  iría  a 
buscarme  a  las  cinco  de  la  mañana  y  desea- 
ba yo  aprovechar  el  poco  tiempo  que  podía 
consagrar  el  sueño. 


CAPITULO  IV 


Dilaciones  molestas.— El  cochero  borracho.  — Una 
muía  muerta.— Lamentación. — Aventura  en  un 
descampado. — El  miedo  a  la  oscuridad. — Un 
fidalgo  portugués. — La  escolta.  —  Regreso  a 
Lisboa. 


ME  levanté  a  las  cuatro,  y  después  de  to- 
mar un  refrigerio,  bajé  a  la  cocina,  donde 
vi  al  hombre  que  me  había  llamado  la  aten- 
ción la  víspera  y  a  su  mujer,  durmiendo  al 
amor  de  la  lumbre  aun  encendida.  Se  des- 
pertaron en  seguida  y  comenzaron  a  pre- 
parar su  desayuno,  consistente  en  sardinhas 
saladas,  asadas  en  el  rescoldo.  Al  mismo 
tiempo,  la  mujer  cantaba  trozos  de  una  bella 
canción,  muy  conocida  en  España,  que  co- 
mienza así: 


En  Belén  tocan  a  fuego; 
Del  portal  salen  las  llamas, 
Porque  dicen  que  ha  nacido 
El  Redentor  de  las  almas. 


io6  B  O  R  R  O  W 

Al  saber  que  me  marchaba,  la  mujer  me 
dijo:  «Voy  a  darle  a  usted  un  poco  de  ro- 
mero del  de  mi  marido,  para  que  le  ampare 
contra  los  peligros  y  le  libre  de  cualquier  mal 
suceso.»  Tuve  la  debilidad  de  permitir  que 
me  pusiera  unas  ramitas  en  el  sombrero;  es- 
tando en  esto  llegó  el  calesero  con  las  muías, 
dije  adiós  a  mi  servicial  posadera,  y  subí  al 
carruaje  con  mi  criado. 

Entonces  puse  atención  en  las  muías  que 
nos  llevaban;  nunca  había  visto  otras  tan 
buenas  como  aquéllas;  la  de  más  alzada 
tendría  poco  menos  de  diez  y  seis  palmos. 
El  calesero  las  quería,  según  nos  dijo  en  de- 
testable francés,  más  que  a  su  propia  mujer 
y  a  sus  hijos.  Doblamos  la  esquina  del  con- 
vento y  seguimos  calle  abajo  hacia  la  puer- 
ta del  Suroeste.  El  cochero  hizo  alto  delante 
del  portal  de  una  casona,  y  se  apeó  dicien- 
do que  por  ser  aún  muy  temprano,  no  se 
atrevía  a  continuar,  pues  si  los  ladrones  resi- 
dentes en  la  ciudad  estaban  sobre  aviso,  nos 
robarían,  probablemente,  y  a  él  le  matarían, 
pero  que  los  moradores  de  aquella  casa 
iban  a  salir  para  Lisboa  un  cuarto  de  hora 
más  tarde,  y  esperándolos  podíamos  apro- 
vechar su  escolta  de  soldados  y  ponernos 
al  abrigo  de  todo  peligro.  Respondí  que  yo 
no  tenía  miedo,  y  le  mandé  seguir,  pero  se 
negó,  y,  dejándonos  en  la  calle,  fuese.  Una 
hora  llevábamos  esperando,  cuando  llega- 
ron dos  carruajes  a   la   puerta   de  la   casa; 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         107 

pero  como  la  familia  no  estaba,  al   parecer 
dispuesta  todavía,  el  cochero   se  apeó   tam 
bien  y  se  fué.  Pasó  otra  media  hora;  al  fin 
salió  la  familia.  Colocados  los  equipajes,  pre 
guntaron   por   el   cochero,   que   no  parecía 
por  parte  alguna.  Le  buscaron,  pero  en  vano 
más   de   otra  hora  pasó  antes  de  encontrar 
un  sustituto.  La  escolta  tampoco  había  com- 
parecido, y  fué  preciso  enviar  por  dos  veces 
un  criado  al  cuartel  en  busca  de  los  solda- 
dos. Al  fin,  todo  se  arregló,  y  la  familia  se 
puso  en  marcha. 

En  todo  ese  tiempo  no  habíamos  vuelto 
a  ver  a  nuestro  cochero,  y  ya  estaba  yo 
harto  convencido  de  que  nos  había  abando- 
nado definitivamente,  cuando,  pasados  unos 
minutos  más,  le  vi  venir  tambaleándose 
calle  arriba,  borracho,  y  empeñado  en  can- 
tar la  Marsellesa.  Sin  decirle  nada,  me  puse 
a  observarlo.  Entuvo  un  rato  mirando  fija- 
mente a  las  muías  y  mascullando  dispara- 
tes inconexos  en  francés.  Al  cabo,  dijo:  «No 
estoy  tan  borracho  que  no  pueda  guiar»;  y 
tomando  a  las  muías  por  el  ramal,  echó  a 
andar  hacia  la  puerta.  En  cuanto  salimos  de 
la  ciudad  intentó  repetidas  veces,  sin  con- 
seguirlo, montar  en  la  muía  más  pequeña, 
que  iba  ensillada;  al  fin  se  salió  con  la 
suya,  y  en  el  acto  emprendimos,  camino 
abajo,  una  carrera  desenfrenada.  Llegamos 
a  un  sitio  donde  arrancaba  un  carril  angos- 
to y  pedregoso;  echando   por  él,   nos  aho- 


io8  BORRO  W 

rrábamos  el  rodeo  que,  en  otro  caso. habría- 
mos de  dar  en  torno  de  Jos  muros  de  la 
ciudad  antes  de  salir  al  camino  de  Lisboa, 
que  cae  al  Noreste.  El  cochero  dijo:  «Voy  a 
tomar  el  carril,  y  en  un  minuto  alcanzare- 
mos a  esa  familia:^;  y  en  él  entramos,  efec- 
tivamente. Apenas  tenía  anchura  bastante 
para  dar  paso  al  carruaje,  y  era,  además, 
muy  escarpado  y  quebrado;  avanzamos  su- 
biendo y  bajando^  con  mucho  crujir  de  rue- 
das y  unas  sacudidas  tan  violentas,  que  co- 
rríamos peligro  de  vernos  lanzados  como 
por  una  honda.  Comprendí  que  de  conti- 
nuar en  el  coche,  se  haría  pedazos  con  nues- 
tro peso,  y  dirigiéndome  al  cochero  en  por- 
tugués, le  mandé  parar;  pero  el  hombre 
fustigó  y  espoleó  a  las  muías  con  más  brío. 
Entonces,  mi  criado  me  suplicó  por  el  amor 
de  Dios  que  le  hablase  en  francés,  pues  si 
algo  podía  apaciguarle,  era  eso.  Seguí  el 
consejo,  y  le  rogué  que  nos  permitiese 
apearnos  y  andar  hasta  la  salida  del  sitio  pe- 
ligroso. El  resultado  confirmó  las  previsio- 
nes de  Antonio  El  cochero  paró  instantá- 
neamente y  dijo:  «Señor,  usted  es  el  amo; 
no  tiene  usted  más  que  mandar  y  yo  obe- 
deceré.» Nos  apeamos  y  fuimos  andando 
hasta  la  carretera,  donde  volvimos  a  montar. 
Apenas  ocupamos  nuestros  asientos,  el 
cochero  lanzó  las  muías  a  galope  tendido, 
con  idea  de  alcanzar  a  la  familia,  que  nos 
llevaba  como  un  cuarto  de  milla   de   venta- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         109 

ja.  La  capa  se  le  escurrió  de  los  hombros, 
y  al  querer  ponérsela  de  nuevo,   soltó   el 
ramal  con  que  guiaba  a  la   muía   más   alta; 
la  cuerda  se  le  enredó  en  las  patas  al  po- 
bre animal,  que  cayó  pesadamente  de  ca- 
beza al  suelo;  después  de  patalear  un  poco, 
la  muía  quedó  tendida  cuan  larga  era,  atra- 
vesada en  el  camino,  con  las   varas  del  ca- 
rruaje sobre  las  costillas.   Yo   salí   despedi- 
do contra  el  lodo,  y  el  borracho  del  coche- 
ro cayó  sobre  el  cuerpo  de  la  muía  muerta. 
El  suceso  me  enfureció,  y  comencé  a  gri- 
tar:  «jBorrachol   ¡Renegado!  Que   basta  te 
avergüenzas  de  hablar  la  lengua  de  tu  país; 
ahora   que  has   destruido   d   sostén   dé  tu 
vida,  ya  puedes  morirte   de  hambre.»  «P¿z- 
ciencia»,  me  contestó,  y  empezó  a  dar  pata- 
das a  la  muía  en  la  cabeza,  para  hacerla  le- 
vantar; de  un  empellón  le  aparté  de  allí,  y 
tomando  la  navaja  que  se  le  había  caído  del 
bolsillo,  corté  los  tiros  del  carruaje,  pero  la 
vida  había  volado,   y   el  velo  de  la  muerte 
empañaba  ya  los  ojos  de  la  muía. 

El  individuo  aquel,  en  el  atolondramiento 
de  la  borrachera,  pareció  al  pronto  dispues- 
to a  despreciar  tal  pérdida,  diciendo:  «Se 
ha  matado  la  muía;  esa  era  la  voluntad  de 
Dios.  ^Qué  le  voy  a  hacer?  Paciencia.-^  Al 
mismo  tiempo  envié  a  Antonio  a  la  ciudad 
para  que  alquilase  otras  muías,  y  después 
de  descargar  mis  maletas  del  carruaje,  espe- 
ré al  borde  del  camino  su  regreso. 


no  B  O  R  R  O  W 

Los  vapores  del  alcohol  comenzaron  a  di- 
siparse en  el  cerebro  del  cochero;  entonces, 
cruzando  las  manos,  exclamó:  «Virgen  ben- 
dita, ^qué  va  a  ser  de  mí?  ^-Cómo  voy  a  ga- 
narme la  vida?  ^Dónde  podré  hacerme  con 
otra  muía?  Mi  muía,  mi  mejor  muía,  se  ha 
matado;  se  ha  caído  al  suelo  y  se  ha  muerto 
de  repente.  He  visto  muchos  animales  en 
los  países  donde  he  vivido,  pero  una  muía 
como  ésta,  no  la  he  visto  nunca;  ¡y  se  ha 
matadol  ¡Mi  muía  se  ha  matado!  Se  ha  caí- 
do y  se  ha  muerto  de  repente.»  En  este 
tono  continuó  durante  mucho  rato,  y  sus 
lamentaciones  tenían  siempre  el  mismo  es- 
tribilio:  «Mi  muía  se  ha  matado;  se  ha  caído 
y  se  ha  muerto  de  repente.»  Al  cabo,  quitó 
la  collera  a  la  muía  muerta  y  se  la  puso  a 
la  otra,  metiéndola  con  algún  trabajo  en 
vaias. 

Un  muchacho  de  unos  trece  años,  muy 
guapo,  llegó  de  la  ciudad  corriendo  como 
una  liebre;  se  detuvo  ante  la  muía  muerta, 
y  rompió  a  llorar.  Era  hijo  del  cochero, 
y  sabía  por  Antonio  lo  sucedido.  Aque- 
llo era  demasiado  para  el  pobre  hombre; 
acudió  a  su  hijo,  diciéndole:  «No  llores.  Nos 
hemos  quedado  sin  pan;  pero  Dios  lo  ha 
querido.  ¡La  muía  se  ha  matado!»  Se  dejó 
caer  después  al  suelo,  lanzando  lastimeras 
quejas:  «Yo  hubiera  sobrellevado  esta  per 
dida — decía — pero  el  ver  llorar  a  mi  hijo, 
me  vuelve  loco.i  Le  socorrí  con  algún  diñe- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         ni 

ro,  y  le  dije  algunas  palabras  de  consuelo. 
Le  aseguré  que  si  dejaba  la  bebida,  era  in- 
dudable que  Dios  se  apiadaría  de  él  y  le 
remediaría.  Por  fin  se  tranquilizó  un  poco, 
y  después  de  colocar  las  maletas  en  el  co- 
che, volvimos  a  la  ciudad,  donde  aguarda- 
ban nuestra  llegada  a  la  posada  dos  exce- 
lentes muías  de  paso.  No  vi  a  la  españo- 
la, y  por  eso  no  pude  decirle  de  cuan 
poco  me  había  servido  el  romero  en  aquel 
caso. 

Algunos  borrachos  he  conocido  en  Portu- 
gal, pero,  sin  excepción,  eran  individuos 
que,  después  de  viajar  fuera  de  su  tierra, 
como  aquel  cochero,  regresaban  llenos  de 
desprecio  hacia  su  patria  y  manchados  con 
los  peores  vicios  de  los  países  donde  habían 
vivido.  A  mis  compatriotas  que  por  acaso 
lean  estas  líneas,  les  recomiendo  vivamente 
que  si  su  destino  los  lleva  a  España  o  Por- 
tugal, no  tomen  a  su  servicio  ni  traten  in- 
dividuos de  las  clases  bajas  que  hablen  otra 
lengua  que  la  suya  materna,  porque  muy 
probablemente  serán  bandidos  desalmados 
o  borrachos.  Invariablemente,  estas  gentes 
dicen  de  su  país  natal  todo  el  mal  posible; 
y  yo  tengo  la  opinión,  fundada  en  la  expe- 
riencia, de  que  un  individuo  capaz  de  tal 
bajeza,  no  vacilará  en  cometer  cualquier  vi- 
llanía, porque  después  del  amor  a  Dios,  el 
amor  a  la  patria  es  el  mejor  preservativo 
contra  el  crimen.  Quien  se  enorgullece  de 


112  B  O  R  R  O  W 

su  patria,  tiene  especial  cuidado  en  no  ha- 
cer cosa  que  pueda  deshonrarla. 

Tomamos  el  camino  de  Lisboa,  y  llega- 
mos a  Monte  Moro  a  eso  de  las  dos.  Co- 
mimos allí  lo  que  permitían  los  recursos 
del  lugar,  y  proseguimos  el  viaje  hasta  lle- 
gar a  un  cuarto  de  legua  de  las  chozas  en- 
clavadas en  la  linde  del  despoblado  que 
habíamos  cruzado  a  la  ida.  Allí  nos  alcanzó 
un  jinete;  era  un  hombre  robusto,  de  me- 
diana estatura,  y  montaba  un  buen  caballo 
español.  Llevaba  puesto  un  sombrero  de  alas 
anchas  y  caídas,  jubón  de  paño  azul,  con 
botonadura  de  tachones  de  plata  y  broches 
del  mismo  metal,  calzón  de  cuero  amarillo 
y  botas  fuertes;  de  la  silla  llevaba  colgado 
un  trabuco.  Me  preguntó  si  pensábamos  per- 
noctar en  Vendas  Novas,  y  al  contestarle  que 
sí,  manifestó  deseos  de  seguir  en  nuestra 
compañía.  Miró  luego  al  sol,  que  ya  se  hun- 
día rápidamente  en  el  horizonte,  y  nos  rogó 
que  avivásemos  para  aprovechar  la  luz  todo 
lo  posible,  porque  el  páramo  era  lugar  te- 
meroso en  la  oscuridad.  Se  puso  a  la  cabeza 
de  todos,  y  salimos  al  trote  largo;  el  mozo 
o  arriero  que  nos  acompañaba  venía  detrás 
corriendo,  sin  dar  la  menor  señal  de  fatiga. 

Entramos  en  el  páramo,  y  apenas  había- 
mos avanzado  una  milla,  la  noche  cerró  por 
completo.  íbamos  por  un  sendero  bordeado 
de  altas  malezas,  cuando  el  jinete  me  rogó 
que  pasase  yo   delante,   y    él   me   seguiría 


I.  A    BIBLIA    EN    ESPAÑA         113 

porque  era  incapaz  de  afrontar  ¡a  oscuridad. 
Le  pregunté  el  motivo  de  su  temor,  y  me 
respondió  qu  en  otro  tiempo  no  le  causa- 
ban miedo  alguno  las  tinieblas,  pero  que 
desde  hacía  unos  años  temíalas  mucho,  so- 
bre todo  en  lugares  inhabitados.  Accedí  a 
¿US  descos,  pero  como  desconocía  el  cami- 
no y  apenas  me  veía  los  dedos  de  la  mano, 
nos  perdíamos  a  cada  paso;  impacientábase 
el  hombre,  y  acabó  por  colocarse  de  nuevo 
a  nuestra  cabeza.  Anduvimos  así  un  buen 
trecho  y  otra  vez  se  detuvo  el  miedoso,  di- 
ciendo que  no  podía  resistir  el  influjo  de  las 
tinieblas;  temb  ábanle  las  patas  al  caballo, 
contagiado,  al  parecer,  del  terror  de  su  amo. 
Le  aconsejé  que  invocara  el  nombre  de  Je- 
sús Nuestro  Señor,  capaz  de  transformar  la 
noche  en  día;  al  oírme,  lanzó  un  terrible  ala- 
rido, y  enarbolando  el  trabuco,  lo  disparó 
al  aire.  El  caballo  arrancó  a  todo  correr,  y 
mi  muía,  una  de  las  más  ligeras  de  su  casta, 
se  espantó  y  salió  disparada,  pisándole  los 
cascos  al  caballo.  Antonio  y  el  mozo  se  que- 
daron muy  atrás.  Corríamos  como  un  tor- 
bellino, iluminándose  el  sendero  con  las 
chispas  arrancadas  a  las  piedras  por  las  he- 
rraduras de  los  animales.  Yo  no  sabía  adon- 
de íbamos;  pero  las  cabalgaduras  conocían 
el  camino,  y  en  poco  tiempo  nos  pusieron 
en  Vendas  Novas,  donde  nuestros  compa- 
ñeros nos  alcanzaron. 

Me  pareció  que  el  hombre  aquel  era  un 


114  B  O  R  R  O  W 

cobarde;  opinión  injusta,  porque  durante  el 
día  era  valiente  como  un  león,  y  nada  temía. 
Unos  cinco  años  antes  le  habían  atacado 
dos  ladrones  en  el  páramo,  y  a  entrambos 
dominó,  los  ató,  y  los  entregó  a  la  justicia. 
Pero  de  noche,  el  rumor  de  una  hoja  le 
aterrorizaba.  He  conocido  casos  análogos  en 
personas  de  extraordinaria  valentía.  En 
cuanto  a  mí,  confieso  que  no  soy  hombre 
de  un  valor  inusitado,  pero  los  peligros  de 
la  noche  no  me  intimidan  más  que  los  que 
pueden  sobrevenir  en  pleno  día.  El  indivi- 
duo de  que  he  hablado  era  un  labrador  de 
Evora,  persona  de  muy  buena  posición. 

Encontré  la  posada  de  Vendas  Novas 
llena  de  gente,  y  con  alguna  diñcultad  ob- 
tuvimos alojamiento  y  cena.  Ocupaba  la  po- 
sada la  familia  de  cierto  fidalgo  de  Estre- 
moz,  el  cual  iba  a  Lisboa  custodiando  una 
gran  suma  de  dinero,  según  nos  dijeron; 
probablemente,  las  rentas  de  sus  estados. 
Llevaba  una  guardia  de  veinticuatro  servido- 
res, armados  con  sendos  rifles;  eran  sus  pas- 
tores, porqueros,  vaqueros  y  cazadores,  man- 
dados por  el  hijo  y  el  sobrino  áe\  fidalgo^  am- 
bos jóvenes,  vestido  el  último  de  uniforme.  A 
pesar  de  tan  numerosa  guardia,  z\  fidalgo  le 
apuraba  mucho,  al  parecer,  el  temor  de  que 
le  robasen  en  el  descampado,  entre  Vendas 
Novas  y  Pegoes,  porque  solicitó  del  oficial 
que  mandaba  la  tropa  destacada  en  este  pun- 
to, una   escolta  de   cuatro  soldado?.  Había 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         115 

en  el  séquito  del  hidalgo  varias  mujeres,  hi- 
jas ilegítimas  suyas,  según  averigüé;  el  hom- 
bre era  de  costumbres  depravadas  y  acérri- 
mo partidario  de  Don  Miguel.  A  poco  de 
llegar,  y  cuando  mi  compañero  de  viaje  y 
yo  estábamos  en  la  cocina,  sentados  a  la 
lumbre,  se  nos  acercó  el  hidalgo;  podía  tener 
unos  sesenta  años,  y  era  de  aventajada  es- 
tatura, pero  muy  encorvado.  Su  rostro  era 
bastante  desagradable;  tenía  la  nariz  larga 
y  ganchuda;  los  ojos,  pequeños,  penetran- 
tes y  vivos,  y  lo  que  menos  me  gustó  en 
él  fué  su  perpetua  sonrisa  burlona,  signo 
seguro,  a  mi  entender,  de  un  corazón  per- 
verso y  desleal.  Me  dirigió  la  palabra  en 
español,  idioma  que  el  hidalgo  hablaba  con 
facilidad  por  residir  no  lejos  de  la  frontera; 
pero,  contra  mi  costumbre,  me  mantuve 
reservado  y  en  slencio. 

A  la  mañana  siguiente  me  levanté  a  las 
siete,  y  hallé  que  la  familia  de  Estremoz  se 
había  puesto  en  camino  unas  horas  antes. 
Me  desayuné  con  mi  compañero  de  la  no- 
che pasada,  y  emprendimos  la  última  jor- 
nada de  aquel  viaje.  Como  había  salido  el 
sol,  sus  miedos  se  desvanecieron;  era  capaz 
de  habérselas  con  todos  los  ladrones  del 
Alemtejo.  Llevaríamos  andada  una  legua, 
cuando  al  mozo  que  nos  acompañaba  le  pa- 
reció ver  unas  cabezas  entre  los  matorrales. 
En  el  acto,  nuestro  jinete  empuñó  el  trabu- 
co, y  obligando  al  caballo  a  dar  dos  o  tres 


ii6  B  O  K  R  O  W 

brincos,  apuritó  hacia  el  sitio  indicado  por 
el  mozo;  pero  las  cabezas  no  volvieron  a 
aparecer,  y  todo  fué,  probablemente,  una 
falsa  alarma. 

Reanudamos  h  marcha,  y  Ja  conversa- 
ción giró,  como  era  de  esperar,  en  torno  de 
los  ladrones.  Mi  compañero,  que  parecía 
conocer  palmo  a  palmo  e".  terreno  por  don- 
de íbamos,  tenía  algo  que  contar  acerca  de 
cada  vericueto,  o  de  cada  grupo  de  pinos 
que  encentrábamos.  Llegamos  a  una  peque- 
ña eminencia,  en  cuya  cima  crecían  tres  ma 
jestuosos  pinos;  como  media  legua  más  lejos 
había  otra  elevación  semejante.  Estas  dos 
alturas  dominaban  una  parte  del  camino  de 
Pegoes  a  Vendas  Novas,  en  forma  que  des- 
de ellas  se  columbraba  a  cuantos  iban  y  ve- 
nían entre  estos  dos  puntos.  Al  decir  de  mi 
amigo,  aquellas  colinas  era  a  puesto^  predi- 
lectos de  los  ladrones.  Cómo  dos  años  antes, 
una  cuadrilla  de  seis  bandidos  a  caballo  es- 
tuvo allí  tres  días,  ydesvalijó  a  cuantos  ve- 
nían por  ambos  lados.  Los  caballos,  con  la  silla 
y  el  freno  puestos,  estaban  atados  al  tronco 
de  los  árboles,  y  dos  centinelas,  encarama- 
dos en  las  ramas  más  altas,  daban  el  alerta  al 
acercarse  los  viajeros.  Cuando  los  veían  a 
distancia  conveniente,  montaban  de  un  salto 
en  los  caballos,  y  a  galope  tendido  caían  so- 
bre su  pres3,  gritando:  ¡Réndete apicaro!  ¡Rén- 
dete, picaro!  Nosotros  pasamos  sin  tropiezo, 
y  a  eso  de  un  cuarto  de  legua   antes  de  Pe- 


LA    BIBLIA    KX    ESPAÑA         117 

goes,   dimo5  alcance  a  la  familia  del  fidalgo. 

Si  hubiesen  llevado  las  riquezas  de  la  In- 
dia a  través  de  los  desiertos  de  Arabia,  no 
habrían  tomado  mayores  precauciones.  El 
sobrino,  sable  en  mano,  cabalgaba  a  la  ca- 
(■eza,  con  pistolas  en  el  arzón  y  el  consabido 
trabuco  español  pendiente  de  la  silla.  Mar- 
chaban tras  él  seis  hombres  en  hilera,  fusil 
al  hombro  con  sendas  hachas  pendientes 
de  la  faja,  destinadas  probablemente  a  tajar 
a  los  bandoleros  hasta  la  cintura,  en  cuan- 
to se  aventurasen  a  luchar  cuerpo  a  cuer- 
po. Seguían  seis  vehículos,  dos  de  ellos 
calesas,  en  las  que  iban  el  fidalgo  y  sus  hi- 
jas; los  otros  eran  carros  de  toldo,  y  pare- 
cían cargados  con  el  menaje  casero.  Cada 
vehículo  llevaba  a  los  lados  un  campesino 
armado,  y  el  hij»-'  del  fidalgo^  mancebo  de 
diez  y  seis  años,  mandaba  la  retaguardia,  de 
una  fuerza  igual  a  la  vanguardia  conducida 
por  su  primo.  Los  soldados,  de  caballería 
ligera,  por  fortuna,  y  muy  bien  montados, 
galopaban  en  todas  direcciones  alrededor 
del  convoy,  con  objeto  de  descubrir  al  ene- 
migo en  su  escondite,  caso  de  estar  embos- 
cado en  las  cercanías. 

No  pude  por  menos  de  pensar,  cuando 
di  alcance  a  esta  comitiva,  en  la  impruden- 
cia de  tanto  aparato  bélico;  pues  si  bien  se 
proponía  amedrentar  a  los  ladrones,  podía 
igualmente  servir  para  atraerlos,  advirtién- 
doles   del    paso    de   imensas    riquezas    por 


ii8  B  O  R  R  O  W 

aquellos  lugares.  No  sé  cómo  se  habrían 
portado  los  soldados  y  los  campesinos  en 
caso  de  ataque,  pero  me  inclino  a  creer  que 
si  tres  hombres  como  Ricardo  Turpin  les 
hubiesen  acometido  súbitamente,  saliendo 
al  galope  de  entre  los  matorrales  que  cu- 
bren aquellas  colinas,  ni  el  número  ni  la 
resistencia  de  los  defensores  bastaran  a  im- 
pedir que  los  asaltantes  se  llevasen  el  con- 
tenido de  las  cajas  que  tintineaban  en  la 
grupa  de  los  caballos. 

Desde  aquel  momento,  nada  dig^no  de 
mención  nos  sucedió  hasta  Aldea  Gallega, 
donde  pasamos  la  noche;  a  las  tres  de  la 
mañana  siguiente,  tomamos  la  barca  para 
Lisboa,  y  llegamos  aquí  a  las  ocho.  Así  ter- 
minó mi  primera  excursión  por  el  Alemtejo. 


CAPÍTULO  V 


Fl  colceio.-El  rcctor.-La  piedra  de  toque  .- 
Preufdos  nacionales. -Deportes  Juveniles -- 
Losludíos  de  Lisboa.-Creencias  corrompidas. 
Crimen  y  superstición. 

T  Tna  tarde  me  dijo  Antonio;   .Me  parece 
U    Senhor,  que  a  su  merced  le  gustar.a  ver 
elcolegio  de  los...  ingleses»  K  «Lléveme  alia 
sin   falta» -le  contesté  yo—   Condújome 
por    varias    calles,   y   nos    detuvimos    ante 
un  edificio  situado  en   uno  de  los  puntos 
más    altos    de   Lisboa.    Llamamos,  y  un  a 
modo  de  portero  vino  en  seguida  a  pregun- 
tar lo  que  queríamos.  Antonio  se  lo  explico. 
Vaciló  un  instante  y  nos  mandó  entrar,  lle- 
vándonos a  un  lóbrego  vestíbulo  de  piedra, 
donde  nos  dejó  después  de  invitarnos  a  to- 
mar asiento.  De  allí  a  poco  salió  un  perso- 
naje  venerable,   como   de   setenta  anos  de 

1  La  palabra  suprimida  parece  ser  «católi- 
cos.. Boríow  gustaba  de  éste  al  Pf  «^"l^Jj^^^f"'" 
ficante  misterio.  (Nota  del  editor  U.  R.  Burke.) 


T20  B  O  R  R  O  vr 

edad,  vestido  con  una  r  pa  flotante  a  ma- 
nera de  sobrepelliz,  y  tocado  con  la  gorra 
colegial.  A  pesar  de  sus  años,  había  en  las 
facciones  de  aquel  hombre  un  tenue  matiz 
rojizo,  característico  del  inglés.  Se  acercó 
a  nosotros  lentamente  y  en  nuestro  idicma 
me  preguntó  en  qué  podía  servirme.  Di- 
jele  que,  como  viajero  inglés,  tendría  un 
placer  muy  vivo  en  visitar  el  colegio,  si  era 
costumbre  enseñárselo  a  los  extraños.  No 
opuso  inconveniente  alguno  a  mis  deseos, 
pero  me  declaró  que  no  llegaba  en  muy 
buena  ocasión,  por  ser  la  hora  de  la  comida. 
Me  excusé,  y  al  querer  retirarme,  el  anciano 
me  rogó  que  agíjardara  unos  minutos,  hasta 
que,  terminada  la  comida,  los  directores  del 
colegio  pudieran  tener  el  gusto  de  acompa- 
ñarme. 

Nos  sentamos  en  el  poyo  de  piedra,  y 
después  de  examinarme  atentamente  un 
poco  de  tiempo,  el  anciano  clavó  los  ojos 
en  Antonio.  «¿Qué  es  lo  que  veo.-^ — dijo  al 
fin — .  Tengo  la  seguridad  de  que  esa  cara 
no  me  es  desconocida.»  «Así  es,  reverendo 
padre — contestó  Antonio  levantándose  y 
haciendo  una  profunda  reverencia — .  «Yo 
servía  en  casa  de  la  condesa  de...,  en  Cintra, 
cuando  vuestra  reverencia  era  su  director 
espiritual  »  «Cierto,  cierto— dijo  el  anciano 
varón,  suspirando — .  Ahora  le  recuerdo  a 
usted  perfectamente.  ¡Ahí  Las  cosas  han 
cambiado  mucho  desde  entonces,  Antonio; 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         121 

nuevo  gobierno,  nuevo  sistema,  y  podría 
decir  nueva  religión.»  Entonce?,  mirándome 
de  nuevo,  me  preguntó  adonde  era  mi  viaje. 
«Voy  a  España — le  dije  —  ,  y  de  paso  me  he 
detenido  en  Lisboa.»  «¡España,  España! 
— exclamó  el  viejo — .  Ciertamente,  ha  es- 
cogido usted  una  ocasión  singular  para  ir 
a  España,  habiendo  como  hay  allí  ahora 
guerras  enconadas,  alborotos  y  efusión  de 
sangre.»  «Me  parece  que  la  causa  de  don 
Carlos  está  ya  vencida — contesté — ;  ha  per- 
dido el  único  general  capaz  de  llevar  sus 
huestes  a  Madrid.  Zumalacárregui,  que  era 
su  Cid,  ha  muerto.»  «No  se  forje  usted 
ilusiones.  Con  perdón  de  usted,  joven,  creo 
que  el  Señor  no  permitirá  que  triunfe  tan 
fácilmente  el  poder  de  las  tinieblas.  La  cau- 
sa de  don  Carlos  no  está  vencida  Su 
triunfo  no  depende  de  la  vida  de  un  frágil 
gusano  como  el  que  acaba  usted  de  nom- 
brar». Departimos  así  un  breve  rato  y  luego 
se  levantó,  dicien  o  que  ya  debía  de  haber 
concluido  la  comida. 

Aun  no  hacía  cinco  minutos  que  nos  ha- 
bía dejado  solos,  cuando  entraron  en  el  ves- 
tíbulo tres  individuos  que  se  me  acercaron 
pausadamente. — Estos  son  los  directores  del 
colegio,  dije  entre  mí;  y  lo  eran,  en  efecto. 
El  primero  de  aquellos  varones,  a  quien  los 
otros  dos  trataban  con  notable  deferencia, 
era  delgado  y  seco,  de  estatura  más  que  re- 
gular, muy  pálido  de  te7,las  facciones  dema- 


122  B  O  K  R  O  W 

cradaF,  pero  bellas,  y  de  ojos  oscuros  y  chis- 
peantes; podía  tener  unos  cincuenta  años. 
Sus  dos  compañeros  estaban  en  plena  juven- 
tud. El  uno,  más  bien  bajo,  tenía  en  su 
sombrío  semblante  aquella  expresión  dolo- 
rida tan  frecuente  en  los  [católicos]  ingleses; 
el  otro  era  un  mocetón  coloradote,  con  cara 
de  buena  persona.  Los  tres  llevaban  el  birre- 
te peculiar  del  colegio  y  sotanas  de  seda.  El 
de  más  edad  se  acercó  a  mí,  y  tomándome 
la  mano  me  dirigió,  con  voz  clara  y  de  tim- 
bre argentino,  las  siguientes  razones: 

— Bien  venido  seáis,  señor,  a  nuestra  po- 
bre casa.  Siempre  nos  alegra  mucho  recibir 
en  ella  a  los  compatriotas  que  vienen  de 
nuestro  amado  país  natal.  En  verdad,  este 
contento  se  aminora  mucho  al  considerar 
que  aquí  nada  hay  digno  de  la  atención  del 
viajero;  nada  notable  hay  en  esta  casa,  salvo, 
quizás,  su  organización:  yo  iré  explicándo- 
sela a  usted  en  el  curso  de  nuestra  visita. 
Pero  ante  todo,  permítanos  usted  que  nos 
presentemos  nosotros  mismos;  yo  soy  el 
rector  de  este  humild'í  asilo  inglés;  este  se- 
ñor es  nuestro  profesor  de  humanidades,  y 
éste  (sen ---lando  al  mocetón),  es  nuestro 
profesor  de  lenguas  sabias,  hebreo  y  si- 
riaco. 

Vo:  Saludo  a  todos  ustedes  humildemen- 
te, y  les  ruego  me  excusen  si  me  permito 
preguntar  quién  era  aquel  venerable  señor 
que  se  ha  tomado  la  molestia  de  acompa- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         123 

ñarme  hasti  que  ustedes  han  tenido  como- 
didad para  venir. 

El  rector:  ¡Ohl  Es  nuestro  limosnero, 
nuestro  capellán;  persona  digna  de  la  mayor 
admiración.  Vino  a  este  país  antes  de  nacer 
ninguno  de  nosotros,  y  aquí  ha  estado  siem- 
pre desde  entonces.  Ahora,  subamos,  si  gus- 
táis, a  visitar  nuestra  pobre  casa.  Pero,  que- 
rido señor,  ^'por  qué  permanece  usted  descu- 
bierto en  este  vestíbulo,  tan  frío  y  tan  hú- 
medo? 

Yo:  La  explicación  es  muy  fácil;  se  trata 
de  una  costumbre  ya  muy  arraigada.  Acabo 
de  llegar  de  Rusia,  donde  he  estado  algunos 
años.  Los  rusos  se  quitan  el  sombrero  inde- 
fectiblemente cuando  entran  bajo  techado, 
ya  sea  en  una  choza,  en  una  tienda  o  en  un 
palacio.  No  hacerlo  así,  parecería  grosería  o 
barbarie;  la  razón  es  que  en  cada  aposento 
de  las  casas  rusas  hay  un  cuadrito  de  la  Vir- 
gen colgado  en  un  rincón,  muy  cerca  del  te- 
cho, y  en  prueba  de  respeto,  los  que  entran 
se  quitan  el  sombrero. 

Los  tres  señores  cambiaron  rápidas  ojea- 
das de  inteligencia.  Había  tropezado  en  su 
Shibbolet,  y  descubrían  en  mí  un  Eph- 
raimita,  no  un  hijo  de  Galaad   ^.  Sin  duda. 


^  Galaad,  nieto  de  Manases,  padre  de  los  ga- 
laaditas.  Los  israelitas  de  la  tribu  de  Ephraim  se 
amotinaron  contra  los  galaaditas  y  fueron  venci- 
dos. El  modo  de  pronunciar  la  palabra  Schibbolet 


124  B  o  R  R  o  W 

hasta  aquel  momento  me  habían  tenido  por 
uno  de  los  suyos,  miembrr,  y  acaso  sacerdo- 
te, de  su  antigua,  grandiosa  e  imponente  re- 
ligión. Era  muy  natural  su  eiror,  lo  confieso. 
^Qué  motivos  podía  tener  un  protestante 
para  entrometerse  en  aquel  retiio?  ;Qué  in- 
terés podía  moverle  a  conocer  la  organización 
de  la  casar  Sin  embargo,  lejos  de  disminuir 
sus  atenciones  para  conmigo  después  de  tal 
descubrimiento,  aquellos  señores  aumenta- 
ron visiblemente  su  cortesía,  si  b  en  un  ob- 
servador escrupuloso  hubiera  quizás  percibi- 
do una  leve  sombra  en  la  cordialidad  de  sus 
maneras. 

El  rector.  ^Debajo  del  techo  en  cada  apo- 
sento.-* Creo  que  es  eso  lo  que  ha  dicho  us- 
ted. Es,  en  verdad,  muy  agradable  e  intere- 
sante: un  cuadro  de  la  «santa»  Virgen  en 
cada  aposento.  La  noticia  es  tan  inesperada 
como  agradable  Desde  este  momento  ten- 
dré de  los  rusos  una  opinión  mucho  más  ele- 
vada que  hasta  aquí.  Es  un  ejemplo  muy 
digno  de  imitación.  Quisiera  sinceramente 
que  también  nosotros  tuviéramos  la  costum- 
bre de  poner  una  «imagen»  de  la  «santa» 
Virgen  en  cada  rincón  de  nuestras  casas, 
cerca   del   techo.  ^Qué  decís  a  esto,  señor 


(espiga)  servía  a  los  galaaditas  para  descubrir  a 
los  fugitivos  de  Ephraim  que  trataban  de  ocultar 
su  origen;  y  una  vez  descubiertos,  los  degollaban. 
V.  Libro  de  los  jueces,  XII,  i  a  6.  íA'.  del  T.) 


LA    BIBLIA    EN    E  S  P  A  X  A         125 

profesor  de  humanidades,  qué  d*  cís  de  ia 
noticia  que  con  tanta  amabilidad  nos  ha 
dado  este  excelente  caballero? 

El  profesor  de  humanidades:  Digo  que  es 
placentera  y  de  grandísimo  consuelo;  pero 
declaro  que  no  me  coge  enteramente  des- 
prevenido. La  adoración  de  la  Santa  Virgen 
se  extiende  cada  día  más  por  países  donde 
estaba  olvidada  o  era  hasta  aquí  desconoci- 
da. El  doctor  W...,  cuando  paso  por  Lisboa, 
me  dio  algunos  detalles  interesantísimos  res- 
pecto de  los  trabajos  de  la  propaganda  en  la 
India.  Hasta  Inglaterra,  nuestra  amada  pa- 
tria... 

Mis  corteses  amigos  me  enseñaron  toda 
su  «pobre  casa».  Cierto,  no  parecía  ser  muy 
rica;  espaciosa,  sí,  pero  casi  en  ruinas.  La 
biblioteca  era  pequeña  y  no  poseía  nada  no- 
table. Desde  las  azoteas  se  descubría  un  vas- 
to y  hermoso  panorama  del  Tajo  y  de  la 
mayor  parte  de  Lisboa.  Pero  yo  no  había 
ido  buscando  a  tal  lugar  obras  de  arte,  ni  li- 
bros raros,  ni  hermosas  vistas;  visité  aquella 
singular  y  antigua  mansión  para  conversar 
con  sus  habitantes,  porque  mi  estudio  favo- 
rito, y  pudría  decir  ünico,  es  el  hombre. 
Aquel,  os  señores  resultaron  bastante  pare- 
cidos a  como  yo  me  los  figuraba,  pues  no 
era  la  primera  vez  que  visitaba  un  estableci- 
miento [católico]  inglés  en  tierra  extraña. 
Llenos  de  amabilidad  y  cortesía  recibieron 
al  compatriota  hereje  y  aunque  el  adelan- 


126  B  o  fi  R  o  W 

to  de  su  propia  religión  era  para  ellos  un 
objeto  de  primordial  importancia,  no  tardé 
en  observar  que,  con  una  inconsecuencia 
bastante  divertida,  conservaban  en  grado 
portentoso  algunos  prejuicios  nacionales 
casi  extinguidos  ya  en  la  madre  patria,  y 
movidos  por  ellos  llegaban  a  censurar  y  des- 
dorar a  sus  mismos  correligionarios.  Hablé 
de  los  [católicos]  ingleses,  de  su  elevada  res- 
petabilidad, y  de  la  lealtad  que  uniforme- 
mente han  guardado  a  sus  soberanos,  aun- 
que de  religión  diferente  y  no  obstante 
haber  sufrido  no  pocas  persecuciones  e  in- 
justicias. 

El  Rector:  Me  regocija  mucho  oírle  a  usted 
hablar  así,  carísimo  señor;  veo  que  conoce 
usted  bien  al  venerable  gremio  de  mis  corre- 
ligionarios ingleses;  cierto:  nunca  faltaron  a 
la  lealtad,  y  aunque  les  achacaron  conjura- 
ciones y  complots,  de  sobra  se  sabe  ya  que 
todo  eso  eran  calumnias  inventadas  por  los 
enemigos  de  su  religión.  Durante  las  guerras 
civiles  los  [católicos]  ingleses  vertieron  de 
buen  grado  su  sangre  y  prodigaron  sus  ri- 
quezas por  la  causa  del  mártir  infeliz,  aun- 
que éste  no  los  favoreció  nunca  y  los  miró 
siempre  con  desconfianza.  Actualmente,  los 
[católicos]  ingleses  son  los  subditos  más  fie- 
les de  nuestro  gracioso  soberano.  Mucho  me 
contentaría  poder  decir  otro  tanto  de  nues- 
tros hermanos  irlandeses;  pero  su  conducta 
ha  sido  detestable.  Realmente,  ¿podía  espe- 


LA    BIBLIA    EX    ESPAÑA        127 

rarse  otra  cosa?  Los  verdaderos  [católicos] 
se  avergüenzan  de  ellos.  Hay  entre  los  irlan- 
deses algunas  personas  que  son  el  oprobio 
de  la  iglesia  que  pretenden  servir.  ;De 
dónde  sacan  que  nuestros  cánones  aprueben 
su  proceder,  ni  sus  inconsideradas  expresio- 
nes respecto  de  quien  es  su  soberano  por 
derecho  divino  y  no  puede  errar?  V,  scbre 
lodo,  ^en  qué  autoridad  se  apoyan  para  in- 
flamar las  pasiones  de  una  turba  vil  contra  la 
nación  destinada  naturalmente  a  gobernarla? 

Yo:  Creo  que  hay  un  colegio  irlandés  en 
Lisboa. 

El  Rector.  Así  es;  pero  vive  lánguidamen- 
te; tiene  muy  pocos  alumnos,  o  ninguno. 

Miré  desde  una  ventana,  a  gran  altura,  y 
vi  que  en  un  patio,  debajo  de  nosotros,  esta- 
ban jugando  veinte  o  treinta  apuestos  mu- 
chachos. «Eso  me  parece  muy  bien»,  excla- 
mé; «estos  muchachos  no  dejarán  de  ser 
buenos  sacerdotes  porque  dediquen  un  rato 
a  los  deportes.  La  educación  puritana,  de- 
masiado rígida  y  seria,  no  me  gusta;  a  mi 
parecer  fomenta  el  vicio  y  la  hipocresía.» 

Fuimos  después  al  aposento  del  rector, 
donde  había  colgado,  encima  de  un  crucifi- 
jo, un  pequeño  retrato. 

Yo:  Este  fué  un  grande  hombre,  prodi- 
gioso y  sin  tacha.  En  mi  opinión,  la  compa- 
ñía que  fundó,  tan  censurada  por  muchos, 
ha  producido  infinitamente  más  beneficios 
que  daños. 


128  B  o  K  E  o  W 

El  Rector:  ¿Qué  es  lo  que  oigo?  :UsteJ, 
inglés  y  protestante,  habla  con  admiración 
de  Ignacio  de  Loyola? 

Yo:  Nada  diré  respecto  de  la  doctrina  de 
los  jesuítas,  porque,  como  acaba  usted  de 
decir,  soy  protestante;  pero  estoy  dispuesto 
a  sostener  que  no  hay  en  el  mun  \o  gente  a 
quien, en  general, pueda  encornen  dársele  con 
más  confianza  la  educación  de  la  juventud. 
Su  sistema  moral  y  su  disciplina,  son  ver- 
daderamente admirables.  Sus  discípulos, 
cuando  llegan  a  Id  edad  viril,  rara  vez  son 
viciosos  ni  licenciosos,  y,  en  general,  son 
hom.bres  instruidos  y  de  ciencia,  poseedores 
de  todas  las  prendas  de  una  educación  es- 
merada. Me  parece  execrable  la  conducta  de 
los  liberales  de  Madrid,  que  asesinaren  el 
año  pasado  a  los  indefensos  padres,  por 
cuyas  solicitud  y  sabiduría  se  han  des- 
arrollado dos  de  los  más  brillantes  talentos 
de  la  España  actual:  Toreno  y  Martínez  de 
la  Rosa,  gala  de  la  causa  liberal  y  de  la  lite- 
ratura moderna  de  su  país... 

En  la  parte  baja  de  las  calles  del  oro  y  de 
la  plata,  de  Lisboa,  puede  verse  a  diario 
cierta  caterva  de  hombres  de  extraña  catadu- 
ra, que  no  parecen  portugueses  ni  europeos. 
Congréganse  tn  pequeños  grupos  junto  a  las 
columnas  de  la  calle  a  eso  del  mediodía.  Su 
vestidura  consiste,  generalmente,  en  una  tú- 
nica azul  sujeta  a  la  cintura  por  un  ceñidor 
rojo,  anchos  calzones  o  pantalones  de  lienzo, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         129 

y  un  bonete  colorado  con  una  borlita  de 
seda  azul  en  lo  alto.  Al  pasar  entre  los  gru- 
pos se  les  oye  hablar  en  español  o  en  portu- 
gués corrompidos,  y,  a  veces,  en  una  lengua 
áspera  y  gutural^  en  la  que  cuantos  han 
viajado  por  Oriente  reconocen  el  arábigo  o 
alguno  de  sus  dialectos.  Aquellas  gentes  son 
los  judíos  de  Lisboa.  Un  día  me  metí  en  uno 
de  ios  grupos  y  pronuncié  un  beraka  o 
bendición.  En  diversas  partes  del  mundo  he 
vivido  en  contacto  con  la  raza  hebrea,  y  co- 
nozco bien  sus  maneras  y  fraseología.  Tenía 
yo  muy  vivos  deseos  de  conocer  la  situa- 
ción de  los  judíos  portugueses,  y  aproveché 
la  oportunidad  que  se  me  ofreció.  « — Este 
hombre  es  un  rabí  poderoso  —  dijo  una  voz 
en  arábigo — ;  nos  importa  tratarle  con  bon- 
dad». Diéronme  la  bienvenida,  y,  favorecien- 
do su  error,  en  pocos  días  me  enteré  de 
cuanto  a  sus  personas  y  a  su  tráfico  en  Lis^ 
boa  concernía. 

Los  judíos  de  Europa  están  al  presente 
divididos  en  dos  clases  (o  sinagogas,  como 
las  llaman  algunos):  la  portuguesa  y  la  ale- 
mana. La  más  famosa  de  las  dos  es  la  por- 
tuguesa. A  los  judíos  de  esta  clase  se  les 
considera  generalmente  más  civilizados  que 
los  otros,  mejor  educados  y  más  profunda- 
mente versados  en  la  lengua  de  la  Escritura 
y  en  las  tradiciones  de  sus  mayores. 

En  Londres  hay  un  hermoso  edificio  lla- 
mado la  sinagoga  de  los  judíos  portugueses, 


130  B  O  R  R  O  W 

donde  los  ritos  de  la  religión  hebraica  se 
cumplen  con  todo  el  esplendor  y  magnifi- 
cencia posibles.  Conociendo  estas  cosas,  era 
natural  que,  al  llegar  a  Portugual,  esperase 
uno  encontrarse  en  el  cuartel  general  de 
aquel  judaismo,  al  que  por  costumbre  se 
asociaban  en  mi  ánimo  muchas  cosas  respe- 
tables e  imponentes.  Experimenté,  pues, 
sorpresa  considerable  al  oír  a  los  seres  a 
quien  he  tratado  de  describir  más  arriba 
dar  esta  cuenta  de  sí  mismos:  «Nosotros  no 
somos  de  Portugal^  venimos  de  Berbería; 
algunos,  de  Argel;  y  otros,  de  Levante;  pero 
los  más,  de  Berbería,  allá  lejos»;  y  señalaban 
al  Suroeste. 

—  ¿Y  dónde  están  los  judíos  de  Portu- 
gal— pregunté — ,  hijos  auténticos  de  este 
país? 

—  No  conocemos  a  nadie  fuera  de  nos- 
otros— respondieron  los  berberiscos — ;  pe- 
ro hemos  oído  decir  que  aquí  hay  otros 
judíos;  si  así  es,  no  quieren  tratarse  con 
nosotros,  y  hacen  bien,  porque  somos  malí- 
sima gente,  ¡oh  Tsadik!,  todos  ladrones,  sin 
excepción.  Cada  año  viene  de  Swirah  un 
barco  cargado  de  ladrones:  es  el  que  nos 
trae  a  nosotros  a  Portugal. 

—  ¿Y  vuestras  esposas  y  familias? — dije 
yo — ;  ^dónde  están? 

—  En  Swirah,  en  Salee,  o  en  otros  luga- 
res de  donde  venimos;  nunca  traemos  a 
nuestras  mujeres  ni  a  nuestras  familias.  Mu- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         131 

chos  de  nosotros  se  han  escapado  de  allí 
con  lo  puesto  por  salvar  la  vida,  huyendo 
de  los  castigos  merecidos  por  nuestros  de 
litos.  Algunos  viven  en  pecado  con  las  hijas 
del  Nazareno,  porque  somos  una  casta  de- 
pravada, ¡oh  Tsadikly  y  no  guardamos  los 
preceptos  de  la  ley. 

—  ¿Tenéis  sinagogas  y  doctores? 

—  Sí,  ¡oh  varón  justo!;  pero  poco  puede 
decirse  de  unas  y  otros.  Nuestros  chenou- 
rain  son  lugares  infectos,  y  nuestros  docto- 
res están  como  nosotros  presos  en  el  ga- 
loot  del  pecado.  Uno  de  ellos  tiene  en  su 
casa  una  hija  del  Nazareno:  es  de  Swirah,  y 
de  tal  país  no  puede  venir  nada  bueno. 

—  ¿Y  escucháis  la  palabra  de  vuestros 
doctores,  aunque  son  tan  depravados  como 
decís.'' 

—  ¿Cómo  podríamos  vivir  si  no  lo  hicié- 
ramos así?  Nuestros  doctores  son  malísima 
gente,  y  viven  del  fraude  como  nosotros; 
con  todo,  son  nuestros  superiores  y  hay  que 
temerlos  y  obedecerlos.  Los  ángeles  están  a 
su  mandar;  disponen  de  sortilegios,  de  pala- 
bras mágicas  y  del  Shem  Hamphorash  (l). 
Si  no  diéramos  oídos  a  sus  palabras,  podrían 
sumir  nuestras  almas  en  la  cons.ernación, 
reducirlas  a  niebla,  a  fango,  como  tú  podrías 
también,  ¡oh  varón  justo! 

(i)     El  nombre  que  no  puede  pronunciarse;  es 
decir,  Jehovah  o  Yahwch.  (Nota  de  Burke.) 


132  B  o  B  B  o  W 

Tales  fueron  las  cosas  extraordinarias  que 
de  sí  mismos  me  contaron  aquellos  judíos, 
y  no  tuve  motivos  para  ponerlas  en  duda, 
pues  por  diferentes  caminos  fui  luego  com 
probándolas.  ¡Qué  buena  pareja  hacen  el 
delito  y  la  supersticiónl  Aquellos  misera- 
bles que  quebrantaban  sin  escrúpulo  los 
mandamientos  eternos  de  su  Hacedor,  no  se 
atreverían  a  comer  de  los  animales  de  uña 
indivisa  ^  ni  del  pez  sin  escamas.  Desdeñan 
las  amenazas  de  los  santos  profetas  contra  los 
hijos  del  pecado,  y  tiemblan  al  oír  una  pala- 
bra cabalística  pronunciada  por  alguno  que 
quizás  los  aventaja  en  infamia;  como  si,  se- 
gún se  ha  hecho  notar  acertadamente,  Dios 
fuese  a  delegar  el  ejercicio  de  su  poder  en 
los  fautores  de  la  iniquidad. 

Es  absolutamente  cierto  que  en  otro  tiem- 
po los  judíos  de  Portugal  gozaron  merecida 
fama  de  riqueza,  saber  y  finas  m.aneras;  pero 
la  Inquisición  hizo  en  ellos  pavoroso  estra- 
go. Los  que  se  libraron  del  auto  da  fe  sin 
convertirse  a  ia  idolatría  papista,  se  refugia- 
ron en  países  extranjeros,  sobre  to  1o  en 
Inglaterra,  donde  aun  se  los  conc  ce  con  su 
nombre  de  origen.  Actualmente,  si  bien 
todas  las  religiones  están  toleradas  en  Por- 

1  «Todo  animal  que  tiene  la  uña  hendida  en 
dos  partes  y  rumia  le  podéis  comer.  Mas  no  de- 
béis comer  de  los  que  rumian  y  no  tienen  la  uña 
hendida...  a  éstos  los  tendréis  por  inmundos». 
Deuteronomio,  XIV,  6  y  7  (N.  del  T.). 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         133 

tugal,  no  se  ve  por  parte  alguna  a  los  autén- 
ticos judíos  portugueses,  y  en  su  lugar  se  en- 
cuentra por  las  calles  de  Lisboa  a  la  ralea 
berberisca,  gente  proscrita,  que  no  oculta  su 
propia  degradación. 


CAPÍTULO  VI 


El  frío  en  Portugal, — Me  libro  de  una  extorsión. 
Sensación  de  soledad. — El  perro. — El  conven- 
to.— Un  paisaje  encantador. — El  castillo  moris- 
co.— Plegaria  por  un  enfermo. 


UNOS  quince  días  después  de  mi  regreso  de 
Evora  y  terminados  los  indispensables 
preparativos,  emprendí  el  viaje  a  Badajoz, 
donde  pensaba  t'  mar  la  diligencia  para  Ma 
drid.  Badajoz  está  a  unas  cien  millas  de  Lis- 
boa y  es  la  principal  ciudad  fronteriza  de 
España  por  la  parte  del  Alemtejo.  Para  lle- 
gar a  ella,  tenía  que  rehacer  hasta  Monte 
Moro  el  camino  ya  recorrido  en  mi  excur- 
sión a  Evora;  por  tanto,  poca  diversión  po- 
día prometerme  de  la  novedad  de  los  sitios. 
Además  de  eso,  iba  a  hacer  el  viaje  muy 
solo,  sin  otra  compañía  que  la  del  arriero, 
porque  no  pensaba  retener  a  mi  criado  más 
que  hasta  Aldea  Gallega,  para  donde  salí 
a  las  cuatro  de  la  tarde.  Escarmentado  por 
la  primera  travesía,  no  me  embarqué  ahora 
en  un  bote,  sino  en  uno  de  los  faluchos  que 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         135 

hac^n  el  servicio  regular  de  pasajeros,  y  así 
llegué  a  Aldea  Gallega,  después  de  seis 
horas  de  viaje;  el  barco  iba  muy  cargado, 
no  había  viento,  y  los  marineros  no  pudie- 
ron soltar  los  pesados  remos  ni  un  instante. 
La  travesía  fué  el  reverso  de  la  primera — 
completamente  segura,  pero  tan  lenta  y 
fatigosa,  que  cien  veces  deseé  verme  de 
nuevo  bajo  la  conducta  de  aquel  marinerillo 
bárbaro,  galopando  sobre  las  olas  hirvientes 
impelidas  por  el  hu'^acán.  Desde  las  ocho 
hasta  las  diez  el  frío  fué  verdaderamente  te- 
rrible, y  aunque  iba  yo  empaquetado  en  un 
excelente  shoob  de  pieles,  de  mucho  abrigo, 
con  el  que  había  desafiado  los  hielos  del  in- 
vierno ruso,  tiritaba  todo  mi  cuerpo,  y  al 
pisar  de  nuevo  el  Alemtejo,  me  alegré  aun 
más  que  la  vez  primera,  cuando  desembar- 
qué luego  de  escapar  de  una  horrorosa  tem- 
pestad. 

Me  alojé  por  aquella  noche  en  una  casa 
en  que  me  había  presentado,  a  nuestro  re- 
greso de  Evora,  aquel  amigo  mío  que  se 
asustaba  de  la  oscuridad;  en  ella  se  encon- 
traba mejor  acomodo  que  en  la  posada  de 
la  Plaza,  si  bien  me  hacían  pagar  por  todo 
precios  inhumanos.  Mi  primer  cuidado  fué 
buscar  muías  que  nos  llevasen  con  el  equi- 
paje a  Elvas,  desde  donde  sólo  hay  tres  le- 
guas cortas  hasta  Badajoz.  Los  dueños  de  la 
casa  dijéronme  que  podían  poner  a  mi  dis- 
posición dos  muías  excelentes;  pero  cuando 


136  B  O  R  R  O  W 

pregunté  el  precio  tuvieron  la  desvergüen- 
za de  pedirme  cuatro  moidores.  Les  ofrecí 
tres,  que  era  ya  demasiado,  pero  no  los 
aceptaron;  sabían  que  yo  era  inglés,  y,  por 
tanto,  la  oportunidid  de  ponerme  a  contri- 
bución les  pareció  excelente;  porque  no  po- 
dían figurarse  que  una  persona  tan  rica  como 
un  inglés  «debe»  ser,  se  determinara  a  salir 
a  la  calle  en  noche  tan  fría,  sólo  por  buscar 
un  ajuste  más  razonable.  Se  equivocaron  de 
medio  a  medio,  y  díjeles  que,  antes  de  fo- 
mentar su  picardía,  me  daría  el  gusto  de  vol- 
verme a  Lisboa;  al  oírme,  rebajaron  el  pre- 
cio a  tres  moidores  y  medio;  pero  yo,  sin 
responder  palabra,  salí  con  Antonio  y  me 
dirigí  a  la  casa  del  viejo  que  nos  había  lle- 
vado !a  otra  vez  a  Evora.  Llamamos  muchas 
veces,  porque  el  hombre  estaba  acostado;  al 
fin  se  levantó  y  nos  abrió;  pero,  al  oír  nues- 
tra petición,  dijo  que  sus  muías  habían  ido 
de  nuevo  a  Evora  con  el  muchacho,  para 
traer  unas  mercancías.  Nos  recomendó,  sin 
embargo,  a  un  vecino  suyo,  alquilador  de 
muías,  y  con  él  ajustó  Antonio  dos  buenas 
caballerías  por  dos  moidores  y  medio.  Digo 
que  las  ajustó  Antonio,  porque  yo  me  estu- 
ve aparte  y  sin  hablar,  mientras  el  dueño,  a 
medio  vestir,  con  una  luz  en  la  mano  y  tiri- 
tando de  frío,  nos  llevó  a  ver  sus  bestias,  y 
el  hombre  no  se  enteró  de  que  eran  para  un 
extranjero  hasta  después  de  cerrar  el  trato 
y  de  recibir  una  cantidad  en  señal.  Me  vol- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         137 

vi  a  mi  alojamiento  muy  satisfecho,  y  des- 
pués de  cenar  un  poco  me  fui  a  acostar,  sin 
hacer  gran  caso  de  los  posaderos,  que  me 
apuñalaban  con  la  mirada  de  sus  ojillos  ju- 
daicos. 

A  las  cinco  de  la  mañana  siguiente  llega- 
ron las  muías  a  la  puerta  de  la  casa.  Con 
ellas  venía  un  muchacho  de  diez  y  nueve  o 
veinte  años.  Era  bajo,  pero  sumamente  re- 
cio, y  poseía  la  cabeza  más  grande  que  he 
visto  nunca  sobre  los  hombros  de  un  mortal; 
cuello,  no  lo  tenía;  al  menos  no  pude  descu- 
brir nada  digno  de  ese  nombre.  Era  su  ros- 
tro de  fealdad  repulsiva  y  en  cuanto  le  di- 
rigí la  palabra,  descubrí  que  era  idiota.  Tal 
iba  a  ser  mi  compañero  en  un  viaje  de  cien 
millas  y  de  cuatro  días,  a  través  de  una  de 
las  regiones  más  agrestes  y  peor  afamadas 
del  reino.  Me  despedí  de  mi  criado  casi  con 
lágrimas  en  los  ojos,  porque  siempre  me  ha- 
bía servido  con  suma  fidelidad  y  mostrado 
un  celo  y  un  deseo  de  contentarme  que  me 
llenaban  de  satisfacción. 

Partimos,  yendo  el  imbécil  del  guía  senta- 
do en  la  muía  de  carga,  encima  del  equipaje, 
con  las  piernas  cruzadas.  Acababa  de  poner- 
se la  luna.  La  mañana  era  profundamente 
oscura  y  el  frío,  como  siempre,  penetran- 
te. No  tardamos  en  llegar  al  lúgubre  bos- 
que, ya  atravesado  por  mí  otra  vez,  y  por 
él  caminamos  algún  tiempo,  lenta  y  tris- 
temente. No  se  oía  más  ruido  que  el  de  las 


138  B  O  R  R  O  W 

muías.  Ni  un  soplo  de  aire  movía  las  ramas 
desnudas.  En  los  matorrales  no  se  rebullía 
animal  alguno,  ni  volaban  sobre  nosotros  los 
pájaros,  ni  siquiera  las  lechuzas.  Todo  pare- 
cía desolado  y  muerto.  En  mis  numerosos  y 
lejanos  viajes,  nunca  he  tenido  sensación 
de  soledad  ni  deseo  de  conversar  y  de 
cambiar  ideas  tan  vivos  y  fuertes  como  en 
aquel  momento.  Era  inútil  hablar  al  arriero 
idiota;  conocía  muy  bien  el  camino,  pero 
a  cualquier  pregunta  que  se  le  hacía  no 
daba  otra  respuesta  que  una  risa  imbécil.  Al 
verme  en  tal  estado,  hice  lo  que  muchas 
personas  hacen  cuando  se  ven  privadas  de 
todo  consuelo  humano:  volví  mi  corazón  a 
Dios  y  comencé  a  comunicar  con  El  por  la 
oración,  con  lo  que  mi  alma  se  vio  pronto 
confortada  y  tranquila. 

Hicimos  nuestro  camino  sin  novedad,  ni 
tropezamos  con  ladrones,  ni  vimos  ser  vi- 
viente hasta  llegar  a  Pegoes;  desde  este  pun- 
to hasta  Vendas  Novas,  tuvimos  la  misma 
suerte.  Los  dueños  de  la  posada  de  este  lu- 
gar me  conocían  bien,  por  haber  pasado  dos 
noches  bajo  su  techo;  y  al  verme  aparecer 
de  nuevo  me  dieron  la  bienvenida  con  mu- 
cha amabilidad.  El  nombre  de  este  posade- 
ro es,  o  era,  José  Díaz  Azido,  y  a  diferencia 
de  la  generalidad  de  sus  compañeros  de  pro- 
fesión en  Portugal,  es  un  hombre  honrado; 
los  extranjeros,  al  alojarse  en  esta  posada, 
pueden  estar  seguros  de  que  no  los  saquea- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        139 

rán  ni  robarán  sin  piedad  a  la  hora  de  pa- 
gar la  cuenta,  ni  les  cobrarán  un  solo  re 
más  que  a  un  portugués  en  iguales  circuns- 
tancias. En  este  pueblo  pagué  exactamente 
la  mitad  de  lo  que  me  pidieron  en  Arroyo- 
Ios,  donde  pasé  la  noche  siguiente  con  mu- 
chas menos  comodidades  de  todo  orden. 

A  las  doce  del  siguiente  día  llegamos  a 
Monte  Moro,  y  como  no  tenía  gran  prisa, 
decidí  visitar  las  ruinas  yacentes  en  la  cima 
y  la  falda  de  la  soberbia  montaña  erguida 
sobre  ¡la  ciudad.  Después  de  pedir  algo  de 
comer  en  la  posada  donde  paramos,  subí 
cerro  arriba  hasta  llegar  a  un  ancho  muro  o 
parapeto  que,  a  cierta  altura,  ciñe  la  monta- 
ña entera.  Por  un  tosco  puente  de  piedra 
crucé  un  pequeño  foso  o  trinchera;  pasé  al 
pie  de  una  gruesa  torre,  y  atravesando  el 
arco  de  una  puerta  me  encontré  en  la  parte 
cercada  de  la  montaña.  A  mano  izquierda 
había  una  iglesia,  bien  conservada  y  desti- 
nada aún  al  caito;  pero  no  pude  verla,  por- 
que la  puerta  estaba  cerrada  con  llave  y  no 
vi  por  allí  a  nadie  que  pudiera  abrirla. 

Pronto  comprendí  que  mi  curiosidad  me 
había  llevado  a  un  lugar  verdaderamente  ex- 
traor  linario,  muy  superior  al  escaso  talento 
descriptivo  de  que  estoy  dotado.  Anduve 
dando  traspiés  sobre  las  ruinas,  y  en  un 
momento  determinado  me  di  cuenta  de  que 
caminaba  sobre  bóvedas,  deteniéndome 
de  pronto  ante  un  ancho  agujero  en  el  que 


140  B  O  R  R  O  W 

hubiera  caído  si  llego  a  dar  un  paso  más  en 
mi  distraída  marcha.  Seguí  un  buen  trecho 
a  lo  largo  del  muro  por  el  lado  orien- 
tal, cuando  de  pronto  oí  un  tremendo  ladri- 
do y  apareció  un  perrazo  como  los  que 
guardan  los  rebaños  en  aquellas  campiñas; 
dando  sa  tos  se  me  acercó,  dispuesto  a  ata- 
carme «con  los  ojos  hechos  brasas  y  ense- 
ñando los  colmillos».  Si  hubiese  huido  o 
hubiese  empleado  un  modo  de  defensa  dis- 
tinto del  que,  sin  falta  alguna,  acostumbro  a 
usar  en  tales  circunstancias,  el  perro  me  hu- 
biera mordido  probablemente;  lo  que  hice 
fué  inclinarme  hasta  casi  pegar  la  barba  con 
las  rodillas,  mirando  al  perro  fijamente  en 
los  ojos,  y  ocurrió,  como  dice  John  Leyden 
en  la  más  hermosa  balada  que  la  «Tierra 
del  Brezo»  ha  producido,  «que  el  perro  salió 
huyendo,  como  herido  por  un  conjuro  má- 
gico». 

Es  un  hecho  conocido  de  mucha  gente,  y 
comprobado  con  frecuencia,  según  creo,  que 
ningún  perro  o  animal  mayor  y  fiero,  de 
cualquier  especie  que  sea,  con  excepción 
del  toro,  que  cierra  los  ojos  y  embiste  a  cie- 
gas, se  atreve  a  atacar  a  un  hombre  que  .e 
haga  cara  con  firme  y  sereno  continente. 
Digo  un  animal  mayor  y  fiero,  porque  es 
más  fácil  repeler  a  un  sabueso  o  a  un  oso  de 
Finlandia  de  la  manera  dicha,  que  a  un  pe- 
rro sin  raza  o  a  un  perdiguero,  contra  el  que 
un  palo  o  una  piedra  son  mucho  mejor  de- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         141 

fensa.  Nada  de  esto  asombrará  a  quien  con- 
sidere que  una  serena  mirada  de  reproche 
le  basta  a  la  razón  para  mitigar  los  excesos 
de  los  hombres  fuertes  y  valerosos,  mientras 
que  ese  medio  S;  lo  sirve  para  aumentar  la 
insolencia  de  los  débiles  y  de  los  necios,  fá- 
ciles de  amansar,  en  cambio,  como  palomas 
si  se  les  infligen  castigos  que,  aplicados  a  los 
primeros,  exacerbarían  su  colera,  haciéndola 
más  terrible,  y,  como  pólvora  arrojada  en 
una  hoguera,  les  induciría,  en  loca  desesper- 
ación, a  sembrar  el  estrago  en  torno  suyo. 

A  los  ladridos  del  perro,  surgió  de  una 
especie  de  paseo  un  viejo,  su  amo,  a  mi  pa 
recer,  a  quien  hice  varias  preguntas  acerca 
del  lugar.  El  hombre,  bastante  cortés,  me 
contó  que  había  servido  como  soldado  en  el 
ejército  inglés,  al  mando  del  «gran  lord», 
durante  la  guerra  de  la  península.  Me  dijo 
que  había  un  convento  de  monjas  un  poco 
más  lejos,  y  como  se  mostrara  dispuesto  a 
llevarme  a  él,  echamos  a  andar  hacia  la  par- 
te Sureste  de  la  muralla,  donde  se  aparecía 
un  vasto  edificio  ruinoso. 

Entramos  en  cierto  lóbrego  aposento  de 
piedra,  en  uno  de  cuyos  rincones  había  una 
especie  de  ventana  cerrada  por  una  tabla 
giratoria,  por  donde  se  entregaban  y  reci- 
bían los  objetos  en  el  convento.  El  viejo  tocó 
la  campana,  y,  sin  decir  palabra,  se  retiró, 
dejándome  algo  perplejo;  pero,  un  instante 
después  oí,  sin  poder  ver  a  quien  me  habla- 


142  B  o  B  R  o  W 

ba,  una  suave  voz  femenina  preguntándome 
mi  condición  y  el  motivo  de  mi  visita.  Dime 
a  conocer  como  un  ing  és  que,  de  paso  en 
Monte  Moro,  camino  de  España,  había  subi- 
do si  cerro  a  visitar  las  ruinas.  La  voz  me 
respondió:  «Supongo  que  será  usted  militar, 
e  irá  a  pelear  contra  el  rey,  como  todos  sus 
compatriotas.»  «No  —  dije  yo  — ;  no  soy 
hombre  de  guerra,  soy  un  cristiano;  no  voy 
a  verter  sangre,  sino  a  procurar  la  difusión 
del  evangelio  de  Cristo  en  un  país  que  le 
desconoce»;  a  esto  me  respondió  una  ri- 
sita ahogada.  Pregunté  después  si  había  en 
el  convento  ejemplares  de  las  Sagradas  Es- 
crituras; aquella  voz  amigable  no  supo  dar- 
me noticias  sobre  el  particular,  y  casi  no  me 
atrevo  a  creer  que  mi  interlocutora  enten- 
diese la  pregunta.  Me  contó  que  el  oficio  de 
abadesa  era  anual;  cada  año  tenían  superiora 
nueva.  Al  preguntar  si  a  las  monjas  no  se 
les  hacía  muy  pesado  el  tiempo,  me  declaró 
que,  cuando  no  tenían  cosa  mejor  en  qué 
ocuparse,  se  entretenían  haciendo  quesadi- 
llas para  el  consumo  de  aquellos  contornos. 
Di  las  gracias  a  la  voz  por  sus  noticias,  y 
me  fui.  Según  iba  andando  pegado  al  muro 
del  convento  hacia  el  Suroeste,  sonaron 
sobre  mi  cabeza  nuevas  ymás  fuertes  risas 
ahogadas;  alcé  la  vista  y  descubrí  en  tres  o 
cuatro  ventanas  los  rostros  melancólicos  y 
los  flotantes  cabellos  negros  de  las  monjas, 
ansiosas    de    ver  al  forastero.   Me  besé  la 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        143 

mano  repetidas  veces,  y  proseguí  la  marcha; 
a  poco  llegué  al  extremo  Suroeste  de  aque- 
lla montaña  tan  fértil  en  curiosidades  Allí 
encontré  los  restos  de  un  gran  edificio, 
construido,  al  parecer,  en  forma  de  cruz. 
En  su  parte  oriental  subsiste  una  torre 
entera;  el  lado  Oeste,  todo  en  ruinas,  cae  al 
borde  de  la  colina,  mirando  al  valle  por 
cuyo  fondo  corre  el  arroyo  ya  mencionado 
en  otra  ocasión. 

El  día  era  muy  caluroso,  a  pesar  del  frío 
de  las  noches  anteriores;  el  radiante  sol  de 
Portugal  alumbraba  un  paisaje  de  arrebata- 
dora hermosura.  Bosquecillos  de  alcorno- 
ques cubrían  el  lado  opuesto  del  valle  y  las 
pendientes  lejanas,  formando  deliciosas 
perspectivas,  donde  pacían  los  rebaños;  las 
aguas  del  arroyo  se  estrellaban  en  los  pe- 
druscos  del  cauce  y  hacían  un  suave  mur- 
mullo que  llegaba  hasta  mi  oído,  bañándo- 
me el  alma  en  delicias.  Sentado  en  las  rui- 
nas del  muro  permanecí  extático,  vertiendo 
lágrimas  de  felicidad;  porque  de  todos  los 
placeres  que  por  la  bondad  de  Dios  go- 
zan sus  hijos,  ninguno  tan  caro  a  ciertos 
corazones  como  la  música  de  los  bosques  y 
de  los  arroyos  y  la  contemplación  de  las 
bellezas  de  su  gloriosa  creación.  Transcurrió 
una  hora,  y  aun  permanecía  yo  sentado  en 
la  muralla;  las  escenas  de  mi  vida  pasada 
flotaban  ante  mis  ojos  en  fantástica  e  im- 
palpable formación,  y  por  entre  ellas  aso- 


144  B  O  R  R  O  W 

maban  aquí  y  allá  los  árboles,  las  colinas  y 
demás  objetos  del  panorama  que  realmen- 
te tenía  frente  a  mí.  El  sol  me  quemaba  el 
rostro,  pero  yo  no  hacía  caso  de  ello;  hubie- 
ra permanecido  allí  hasta  la  noche,  creo  yo, 
sumido  en  una  de  esas  ensoñaciones,  bue- 
nas tan  sólo  para  debilitar  el  ánimo,  lo  con- 
fieso, y  para  malgastar  muchos  minutos  que 
podrían  emplearse  mejor,  si  el  disparo  de  la 
escopeta  de  un  cazador,  despertando  los 
ecos  de  los  bosques,  de  las  montañas  y  de 
las  ruinas,  no  me  hubiese  hecho  ponerme 
en  pie  y  recordar  que  aún  me  faltaban  tres 
leguas  para  llegar  a  la  hostería  donde  me 
proponía  pasar  la  noche. 

Guié  mis  pases  hacia  la  posada,  siguien- 
do a  lo  largo  de  una  especie  de  parapeto. 
Poco  antes  de  llegar  a  la  puerta  de  entrada, 
observé  a  mano  derecha  una  cripta  vaciada 
en  la  vertiente  del  monte;  tres  columnas  sos- 
tenían la  techumbre,  pero  había  cedido  un 
poco  hacia  el  fondo,  de  suerte  que  la  luz 
penetraba  en  el  interior  por  una  hendidura 
abierta  en  lo  alto.  Aquello  podía  haber  sido 
edificado  para  servir  de  capilla  o  de  cemen- 
terio, me  inclino  a  creer  que  de  esto  último; 
pero,  seguramente,  no  era  obra  de  moros. 
En  mis  correrías  por  aquellos  lugares,  nada 
vi  que  me  recordase  a  tan  singularísimo 
pueblo.  En  el  cerro  donde  yacen  estas  rui- 
nas hubo,  sin  duda  alguna,  un  poderoso 
castillo  de  los  moros,  quienes  al  invadir  la 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         145 

península  ocuparon  casi  todos  Jos  lugares 
altos  y  naturalmente  fuertes,  poniéndolos 
en  estado  de  defensa;  pero  es  probable  que 
perdieran  muy  pronto  el  cerro  visitado  ahora 
por  mí,  y  que  los  muros  y  edificios  cuyos 
despojos  lo  cubren,  fuesen  labrados  por  los 
cristianos  después  de  reconquistar  la  posi- 
ción del  poder  de  los  terribles  enemigos  de 
su  fe.  Monte  Moro  presenta  cierta  lejana 
semejanza  con  Cintra,  que  puede  traer  a  la 
mente  del  viajero  el  recuerdo  de  este  último 
lugar;  sin  embargo,  hay  en  Cintra  una  nota 
agreste  y  ruda  que  no  existe  en  Monte  Moro. 
Allí  los  peñascos  gigantescos  se  apilan  en 
forma  tal,  que  parecen  amenazar  con  la  des- 
trucción inminente  de  cuanto  los  rodea;  las 
ruinas  aún  adheridas  a  los  peñascos,  más 
parecen  nidos  de  águilas  que  restos  de  habi- 
taciones humanas,  incluso  de  moros;  mien- 
tras que  las  ruinas  de  Monte  Moro  están 
asentadas,  comparativamente,  con  más  hol- 
gura en  el  ancho  lomo  de  un  cerro,  grande 
y  levantado,  pero  sin  peñascos  ni  precipi- 
cios, al  que  puede  subirse  por  todos  lados 
sin  gran  dificultad.  Viva  satisfacción  me  pro- 
dujo la  visita  a  ese  monte;  muchas  cosas  he 
de  ver  en  mis  viajes  para  olvidar  la  voz  en 
el  convento  medio  derruido,  las  murallas 
entre  cuyos  escombros  divagué,  y  el  para- 
peto donde  estuve  sentado  una  hora,  sumi- 
do en  mi  arrobador  ensueño,  bajo  los  rayos 
brillantes  del  sol. 


146  B  O  R  R  O  W 

Volví  a  la  posada,  y  restauré  mis  fuerzas 
con  té  y  unas  quesadillas  muy  dulces  y  agra- 
dables, obra  de  las  monjas  del  convento.  Al 
observar  el  semblante  triste  y  preocupado 
de  la  gente  de  la  casa,  pregunté  el  motivo 
a  la  huéspeda,  sentada  casi  sin  movimiento 
en  el  suelo  junto  a  la  lumbre;  díjome  que  su 
marido  estaba  en  peligro  de  muerte  a  causa 
de  una  enfermedad,  que,  por  los  síntomas, 
debía  de  ser  una  especie  de  cólera;  el  médi- 
co no  abrigaba  esperanzas  de  salvación.  La 
animé  a  confiar  en  el  poder  de  Dios,  capaz 
de  restaurar  al  enfermo  en  pocas  horas,  tra- 
yéndole  desde  el  borde  de  la  tumba  a  la  ple- 
na salud,  y  así  debía  ella  pedírselo  fervoro- 
samente al  Todopoderoso.  Añadí  que,  si  no 
sabía  hacer  la  oración  propia  del  caso,  yo 
estaba  dispuesto  a  orar  por  ella,  con  tal  que 
se  uniese  en  espíritu  a  mi  súplica.  Entonces 
ofrecí  una  breve  plegaria  en  portugués,  pi- 
diendo al  Señor  que,  si  así  convenía,  libra- 
ra a  aquella  familia  de  la  grave  aflicción  que 
pesaba  sobre  ella.  La  mujer  escuchó  muy 
atenta,  con  las  manos  devotamente  juntas, 
hasta  el  fin  de  la  oración,  y  después  me 
miró  con  asombro,  al  parecer,  pero  sin  pro- 
nunciar palabra  por  donde  yo  pudiera  cole- 
gir si  lo  dicho  por  mí  le  había  o  no  des- 
agradado. Me  despedí  luego  de  la  familia,  y, 
montando  en  la  muía,  salí  para  Arroyólos  ^. 

*     Es  Arrayólos.  (Knapp). 


CAPÍTULO  VII 


La  piedra  druídica. — Un  joven  español.  —  Sóida 
dos  rufianes. — Los  males  de  la  guerra. — Estre- 
moz.  —  La  disputa.  —  La  atalaya  en  ruinas. — 
Vislumbre  de  España. — Ayer  y  hoy. 


LEGUAy  media  llevaríamos  andada,  cuando 
una  tromba  de  aire  se  desencadenó  por 
el  Norte,  levantando  inmensas  nubes  de  pol- 
vo; felizmente,  el  huracán  no  nos  daba  de 
cara,  pues  en  otro  caso  nos  hubiera  sido  di- 
fícil seguir  adelante,  por  su  extremada  vio- 
lencia. Habíamos  dejado  el  camino  para  uti- 
lizar un  pequeño  atajo  practicable  para  las 
caballerías,  pero  que,  como  otros  muchos, 
no  podía  recorrerse  en  carruaje. 

Cruzábamos  unos  arenales  cubiertos  de 
maleza  y  de  pedruscos  que  formaban  una 
espesa  capa  sobre  el  suelo.  Estas  son  las 
piedras  de  que  están  formadas  las  sierras  de 
España  y  Portugal;  singulares  montañas  que 
se  alzan  en  horrenda  desnudez,  como  los 
huesos  de  un  esqueleto  gigante  descarnado. 
Muchos  de  aquellos  pedruscos  emergían  del 


14»  B  O  R  R  O  W 

suelo;  muchos  yacían  sueltos  en  la  supeifi- 
cie,  removidos  acaso  de  sus  lechos  por  las 
aguas  del  diluvio.  Mientras  nos  fatigábamos 
caminando  por  tan  agrestes  lugares,  descu- 
brí, un  poco  hacia  mi  izquierda,  un  amonto- 
namiento de  piedras  de  aspecto  singular  y 
hacia  ellas  guié  mi  muía.  Era  un  altar  drui- 
da, el  más  bello  y  completo  de  cuantos 
yo  había  visto  hasta  entonces.  Era  circu- 
lar; constituíanlo  unas  piedras  sumamente 
anchas  y  recias  en  la  base,  que  se  iban 
adelgazando  hacia  el  remate,  trabajado  por 
la  mano  del  artista  en  forma  parecida  al 
festón  o  borde  de  una  concha.  Encima  esta- 
ba puesta  otra  piedra  lisa  muy  ancha,  incli- 
nada hacia  el  Sur,  donde  se  abría  una  puer- 
ta. En  el  interior,  capaz  para  tres  o  cuatro 
hombres,  crecía  un  espino  pequeño. 

Contemplé  con  veneración  y  temor  res- 
petuoso aquel  altar  donde  los  primeros  po- 
bladores de  Europa  ofrecieron  su  culto  al 
Dios  ignoto.  Los  templos  que  los  romanos, 
poderosos  y  diestros,  levantaron  en  una 
edad  comparativamente  moderna,  yacen  he- 
chos polvo  no  lejos  de  allí.  Las  iglesias  de 
los  godos  arríanos,  herederos  de  su  poder, 
no  se  encuentran  por  parte  alguna,  como  si 
se  las  hubiera  tragado  la  tierra.  ^Y  qué  ha 
sido  y  dónde  están  las  mezquitasd  el  moro, 
conquistador  de  los  godos?  Sus  ruinas  mo- 
hosas se  disipan  poco  a  poco  sobre  las  ro- 
cas. No  así  la  piedra  druídica:  allí  se  está. 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        149 

batida  por  los  vientos,  tan  firme  y  tan  aca- 
bada de  hacer  como  el  día  en  que,  hace  aca- 
so treinta  siglos,  fué  erigida  por  medios  hoy 
desconocidos.  Sacudida  por  los  terremotos, 
la  piedra  del  remate  no  se  ha  caído;  oleadas 
de  lluvia  la  han  inundado  sin  conseguir  ba- 
rrerla de  su  asiento;  el  candente  sol  rever- 
bera en  su  superficie  sin  agrietarla  ni  des- 
menuzarla; y  el  tiempo,  antiquísimo,  impla- 
cable, ha  desgastado  contra  ella  su  íérreo 
diente,  con  tan  escaso  efecto  como  pueden 
observar  cuantos  la  visiten.  Allí  permanece 
la  piedra;  quien  desee  estudiar  la  literatura, 
la  ciencia  y  la  historia  de  los  antiguos  celtas 
y  cimbrios,   puede    colegir,   contemplando 
esa  piedra  y  meditando  ante  ella,  todo  lo 
que  de  tales  hombres  se  sabe.  Los  romanos 
dejaron  tras  de  sí  sus  escritos  inmortales,  su 
historia,  su  poesía;  los  godos,  su  liturgia,  sus 
tradiciones   y   el  germen   de    instituciones 
muy  nobles;  los  moros,  su  caballerosidad, 
sus   descubrimientos  en  medicina  y  las  ba- 
ses del  comercio  moderno.  ¿Qué  memoria 
queda  de  las  razas  druídicas?  [Hela  aquí,  en 
ese  rimero  de  piedra  eternal 

Llegamos  a  Arroyólos  a  cosa  de  las  siete 
de  la  noche.  Me  instalé  en  un  espacioso 
aposento  de  dos  camas,  y  cuando  me  dispo- 
nía a  sentarme  para  cenar,  vino  la  huéspeda 
a  preguntarme  si  no  tendría  inconveniente 
en  que  un  joven  español  pasase  la  noche  en 
mi  cuarto.  Díjome  que  el  joven  acababa  de 


150  B  O  R  R  O  W 

llegar  con  unos  arrieros,  y  no  había  en  la 
casa  otro  sitio  donde  aposentarlo.  Accedí,  y 
a  la  media  hora  apareció  el  español,  después 
de  cenar  con  sus  compañeros.  Era  un  man- 
cebo de  diez  y  siete  años,  que  por  su  buena 
presencia  denotaba  ser  persona  de  distin- 
ción. Me  saludó  en  su  lengua  natal,  y  al  ver 
que  le  entendía,  comenzó  a  hablar  con  volu- 
bilidad  asombrosa.   En   cinco   minutos  me 
refirió  que,  movido  del  deseo  de  ver  mun- 
do, se  había  desgarrado  de  su  familia,  gente 
opulenta  de  Madrid,  con  ánimo  de  no  vol- 
ver hasta  haber  recorrido  varios  países.  Le 
contesté  que  si  decía  verdad  había  cometido 
una  acción  mala  e  insensata:  mala,  por  el  do- 
lor con  que  amargaba  a  las  personas  a  quie- 
nes deb:a  honrar  y  amar,  e  insensata,  pues  se 
exponía  a  inconcebibles  miserias  y  trabajos 
que  muy  pronto  le  harían  maldecir  la  reso- 
lución tomada;  hícele  ver  que  en  país  ex- 
tranjero le  recibirían  bien  mientras  tuviera 
dineros  para  gastar,  y  en  cuanto  se  le  aca- 
basen, le  tratarían  como  a  un  vagabundo,  y 
acaso  le  dejarían  morirse  de  hambre.  Repu- 
so que,  como  llevaba  consigo  una  cantidad 
considerable,  cien  duros  nada  menos,  tenía 
dinero  para  mucho  tiempo,  y  cuando  se  le 
acabara,  podría  quizás  ganar  más.  «Con  esos 
cien    duros — le   dije — apenas    podrá    usted 
vivir  tres  meses  en  este  país,  si  no  le  roban 
a  usted  antes;  y  creer  que  va  usted  a  ganar 
dinero  honradamente  es  tan  razonable  como 


LA  Biblia  en  espana      151 

si  pensara  usted  ir  a  buscarlo  en  la  cima  de 
las  montañas.»  El  muchacho  no  tenía  aún 
bastante  experiencia  para  seguir  mis  conse- 
jos. A  poco,  cambiamos  de  conversación.  A 
las  cinco  de  la  mañana  siguiente  se  me 
acercó  a  la  cama  para  despedirse  porque 
los  arrieros  hacían  ya  preparativos  de  mar- 
cha. Díjele  la  fórmula  usual  en  España: 
€Vaya  usted  con  Dios^^  y  no  le  volví  a 
ver  más. 

A  las  nueve,  después  de  pagar  un  precio 
exorbitante  por  muy  escasas  comodidades, 
salí  de  Arroyólos,  ciudad  o  lugar  gran- 
de, Situado  en  una  elevación  del  terreno  y 
visible  desde  muy  lejos.  Puede  envanecerse 
de  las  ruinas  de  un  vasto  castillo  antiguo, 
obra  de  moros,  al  parecer,  colocado  en  una 
colina,  a  la  izquierda  del  camino,  según  se 
va  a  Estremoz. 

A  una  milla  de  Arroyólos  di  alcance  a 
una  fila  de  carros  con  bastimentos  y  mu- 
niciones para  España,  escoltados  por  un  des- 
tacamento de  soldados  portugueses.  Seis  o 
siete  soldados  iban  de  avanzada,  muy  sepa- 
rados del  convoy:  eran  unos  tunantes  de 
malísima  catadura,  en  cuyes  rostros  lívidos, 
horrendos,  estaban  escritos  el  homicidio  y 
todos  los  demás  crímenes  prohibidos  por  la 
ley  de  Dios.  Al  pasar  a  su  lado,  uno  de  ellos 
comenzó  a  maldecir  a  los  extranjaros,  y  con 
voz  áspera  y  gruñona,  dijo:  «Ahí  va  ese 
francés  a  caballo  (iba  en  muía)  con  un  hom- 


152  B  o  R  R  o  W 

bre  (el  idiota)  para  cuidarle  todo  por  ser 
rico,  mientras  un  pobre  soldado  como  yo, 
tiene  que  andar  a  pie.  De  buena  gana  le 
mataría  de  un  tiro.  ^En  qué  vale  más  él  que 
yo?  Pero  es  extranjero;  el  diablo  protege  a 
los  extranjeros,  y  odia  a  los  portugueses.» 
Continuó  el  soldado  vomitando  injurias,  y 
ya  le  había  sacado  yo  lo  menos  cuarenta 
varas  de  delantera,  cuando  me  eché  a  reír, 
sin  pensar  que  lo  más  prudente  era  perma- 
necer tranquilo;  un  momento  después,  en 
efecto,  ipaf!,  ¡pafl,  dos  balas  bien  dirigidas 
me  silbaron  en  los  oídos.  Hallábame  justa- 
mente al  borde  de  un  pequeño  arroyo,  so- 
bre el  que  había  un  puente  a  muy  conside- 
rable distancia  por  mi  izquierda;  metí  es- 
puelas a  la  muía,  lanzándola  a  través  del 
cauce,  seguido  muy  de  cerca  por  el  aterro- 
rizado guía,  y  una  vez  en  la  otra  orilla  galo- 
pé por  la  planicie  arenosa  hasta  ponerme  en 
salvo. 

Aquellos  individuos,  con  aspecto  de  ban- 
didos, por  sus  acciones  mejoraban  su  facha. 
Encontrárselos  en  un  lugar  solitario,  no 
será  nunca  para  el  viajero  motivo  de  alabar 
su  buena  fortuna.  Los  carreteros  eran  espa- 
ñoles, de  las  cercanías  de  Badajoz,  enviados 
a  Portugal  para  transportar  los  bastimen- 
tos. Uno  de  ellos,  a  quien  volví  a  encontrar 
en  Badajoz,  me  contó  que  toda  la  escolta 
era  de  la  misma  calaña;  a  él  y  a  sus  com- 
pañeros   los   habían  robado  muchas  cosas, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         153 

amenazándolos  de  muerte  si  los  denun- 
ciaban. Espanta  imaginar  lo  que  sería  un 
ejército  compuesto  de  tales  seres,  enviado  a 
un  país  extranjero  para  conquistarlo  o  de- 
fenderlo; no  obstante,  cuando  escribo  estas 
páginas,  España  aguarda  el  socorro  armado 
de  Portugal.  Quiera  Dios  misericordioso  que 
las  tropas  enviadas  en  su  apoyo  sean  de 
diferente  cuño:  aun  así,  temo,  vista  la  rela- 
jación de  la  disciplina  en  el  ejército  portu- 
gués, comparado  con  el  inglés  o  el  francés, 
que  a  los  habitantes  pacíficos  de  las  provin- 
cias asoladas  por  la  guerra  les  parezca  que 
los  lobos  se  han  juntado  para  cazar  a  los 
perros  y  echarlos  del  redil.  No  quisiera  mo- 
rirme sin  ver  el  día  en  que  no  se  tolere  la 
soldadesca  en  ningún  país  civilizado,  o,  cuan- 
do meaos,  cristiano. 

Prosiguiendo  mi  camino  hacia  Estremoz, 
pasé  junto  a  Monte  Moro  Novo,  colina  alta 
y  polvorienta,  coronada  por  un  edificio  an- 
tiguo, morisco  probablemente.  El  país  era 
desolado  y  desierto,  por  más  que  de  vez  en 
cuando  se  descubría  algún  valle  pobiado  de 
alcornoques  y  azinheiras.  Después  del  me- 
diodía, el  viento,  muy  encalmado  durante  la 
noche  y  la  mañana  anteriores,  volvió  a  so- 
plar con  tal  fuerza  que  casi  me  aturdía,  aun- 
que nos  daba  de  espaldas. 

A  las  cuatro  de  la  tarde,  al  remontar  una 
cuesta,  descubrí  con  profunda  alegría  la 
ciudad  de  Estremoz,  asentada  en  una  colina, 


154  B  O  E  R  O  W 

a  menos  de  una  legua  de  distancia.  Desde 
donde  yo  estaba,  se  dominaba  un  panorama 
de  singular  belleza.  El  sol  se  ponía  entre  ro- 
jas y  tormentosas  nubes,  y  sus  rayos  rever- 
beraban en  los  pardos  muros  de  la  encum- 
brada ciudad  adonde  íbamos.  Hacia  el  Sur- 
oeste, no  muy  lejos,  alzábase  Serra  Dorso, 
la  montaña  más  hermosa  del  Alemtejo,  ya 
vista  por  mí  d<  sde  Evora. 

El  idiota  de  mi  guía  volvió  su  rostro  im- 
bécil hacia  la  sierra,  y  sintiéndose  súbita- 
mente inspirado,  abrió  la  boca  por  vez  pri* 
mera  durante  el  día.  casi  podría  decir  desde 
que  salimos  de  Aldea  Gallega,  y  comenzó  a 
explicarme  las  extrañas  cazas  que  podían 
hacerse  en  aquellos  montes.  También  me 
describió  con  gran  minuciosidad  un  perro 
maravilloso  que  había  por  allí,  adiestrado  en 
la  caza  de  lobos  y  jabalíes,  y  cuyo  dueño 
se  había  negado  a  venderlo  en  veinte  moi- 
dores. 

Al  cabo,  llegamos  a  Estremoz;  nos  aloja- 
mos en  la  posada  principal,  que  mira  a  una 
explanada  o  plaza  del  mercado,  centro  de 
la  ciudad,  y  tan  ancha,  que  a  mi  parecer 
podrían  evolucionar  en  ella  diez  mil  solda- 
dos con  toda  holgura. 

El  terrible  frío  no  me  consintió  permane- 
cer en  la  habitación  a  que  me  llevaron,  y 
entré  en  una  especie  de  cocina  abierta  a  un 
lado  del  pasadzo  abovedado  que,  en  los  ba- 
jos de  la  C9.sa,  llevaba  al  corral  y  a  las  cua- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         155 

dras.  Una  impetuosa  ráfaga  caliente  se  pre- 
cipitaba a  través  del  pasadizo,  como  el  agua 
por  el  caz  de  un  molino.  Un  enorme  tronco 
de  alcornoque  ardía  en  el  fogón,  debajo  de 
la  espaciosa  campana,  y  en  torno  de  la  lum- 
bre se  acurrucaba  una  ruidosa  turba  de 
campesinos  y  labradores  de  las  inmediacio- 
nes y  tres  o  cuatro  matuteros  españoles.  Me 
costó  trabajo  conseguir  puesto;  los  españo- 
les y  los  portugueses  rara  vez  hacen  sitio 
a  un  extraño,  y  como  no  se  les  pida  o  se 
los  empuje,  prefieren  quedársele  a  uno  mi- 
rando con  expresión  que  parece  significar: 
«sé  muy  bien  lo  que  usted  necesita,  pero 
prefiero  permanecer  donde  estoy.» 

Entonces  observé  por  vez  primera  cierto 
cambio  en  el  modo  de  hablar,  menos  sibilan- 
te y  más  gutural;  para  dirigirse  unos  a  otros 
empleábanlos  interlocutores  el  término  espa- 
ñol de  cortesía  usted^  en  lugar  del  hinchado 
vossem  se  portugués.  Esto  es  un  resultado  de 
la  comunicación  constante  con  los  naturales 
de  España,  que  nunca  consienten  en  hablar 
portugués,  ni  aun  en  Portugal,  y  persisten 
en  emplear  su  magnífico  idioma  materno, 
que  acaso  andando  el  tiempo  acabarán  por 
adoptar  todos  los  portugueses.  Esto  facili- 
taría mucho  la  unión  de  ambos  países,  se- 
parados hasta  hoy  por  la  natural  terquedad 
humana. 

Poco  tiempo  llevaba  yo  sentado  a  la  lum- 
bre, cuando  un  individuo,  montado  en  un 


156  B  o  R  R  o  W 

caballo  fino  y  nervioso,  se  precipitó  por  el 
pasadizo  desde  la  cuadra  a  la  cocina,  y  em- 
pezó a  lucir  sus  habilidades  de  caballista, 
obligando  al  animal  a  encabritarse  y  a  girar 
velozmente  sobre  las  patas,  con  manifiesto 
peligro  de  cuantos  se  hallaban  en  el  apo- 
sento. Salió  después  a  la  explanada,  donde 
se  entretuvo  galopando,  y  al  cabo  de  media 
hora  volvió,  dejó  el  caballo  en  la  cuadra  y 
vino  a  sentarse  junto  a  mí,  hablándome  en 
una  jerigonza  ininteligible,  que  a  él  se  le  an- 
tojaba francés. 

Estaba  el  hombre  medio  borracho,  y 
pronto  lo  estuvo  tres  cuartos,  a  fuerza  de 
trasegar  vaso  tras  vaso  de  aguardiente.  Vien- 
do mi  mutismo,  se  dirigió  en  mal  español  a 
uno  de  los  contrabandistas;  éste,  o  no  le  en- 
tenriió  o  no  quiso  entenderle,  pero  al  fin, 
perdiendo  la  paciencia,  le  llamó  borracho  y 
le  mandó  callarse.  Exasperado  por  tal  des- 
precio, asió  el  beodo  el  vaso  en  que  bebía, 
arrojándolo  a  la  cabeza  del  español,  quien 
brincó  como  un  tigre,  desenvainó  un  cuchi- 
llo y  tiró  de  abajo  a  arriba  un  tajo  a  las  me- 
jillas de  su  agresor;  indudablemente,  le  hu- 
biese cortado  la  cara,  de  no  haber  detenido 
yo  a  tiempo  el  brazo  del  matutero,  reducien- 
do así  el  daño  a  un  arañazo  en  la  mandíbula 
inferior,  del  que  brotó  un  poco  de  sangre. 

Los  compañeros  del  español  se  metieron 
por  medio,  y  con  gran  trabajo  se  lo  llevaron 
a  un  pequeño  aposento  en  lo  más  apartado 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         157 

de  la  casa,  donde  ellos  dormían  y  guarda- 
ban además  los  arreos  de  sus  muías.  El  bo- 
rracho comenzó  entonces  a  cantar  o  más 
bien  a  berrear  la  Marsellesa;  después  de  mo 
lestarnos  más  de  una  hora,  se  le  pudo  per- 
suadir que  montase  a  caballo  y  se  tuera, 
acompañado  por  un  vecino  suyo.  Era  el  tal 
un  tratante  en  cerdos  de  aquellos  contornos, 
pero  había  sido  antaño  soldado  en  el  ejér- 
cito de  Napoleón,  donde,  como  el  cochero 
borracho  de  Evora,  supongo  que  adquiriría 
sus  hábitos  de  embriaguez  y  su  francés  ru- 
dimentario. 

Desde  Estremoz  a  Elvas  hay  seis  leguas. 
A  las  nueve  de  la  mañana  siguiente  empren- 
dí la  marcha.  El  camino  corría  al  principio 
por  terreno  cerrado,  pero  no  tardamos  en 
salir  a  unas  llanuras  yermas  y  desabrigadas, 
en  las  que  el  viento,  que  no  dejaba  de  per- 
seguirnos, gemía  tristemente.  No  encontra- 
mos alma  viviente  en  el  camino.  El  paisa- 
je era  en  extremo  desolado.  En  el  cielo, 
gris  oscuro,  no  se  vislumbraba  ni  un  rayo 
de  sol.  A  gran  distancia  delante  de  noso- 
tros, sobre  una  elevación  del  terreno,  se  al- 
zaba una  torre,  único  objeto  que  rompía  la 
uniformidad  del  desierto.  Dos  horas  des 
pues  de  haberla  columbrado,  llegamos  al 
pie  de  la  altura  donde  estaba  la  torre;  allí 
mana  una  fuente  y  vierte  sus  aguas  trans- 
parentes y  puras  en  un  pilón  de  piedra.  Hi- 
cimos alto  para  dar  de  beber  a  las  muías. 


158  B  O  R  R  O  W 

Eché  pie  a  tierra,  y  separándome  del  guía, 
emprendí  la  subida  hacia  la  torre.  La  cuesta 
era  muy  suave,  mas  no  dejé  de  pasar  algún 
trabajo,  por  estar  el  piso  cubierto  de  piedras 
afiladas,  que,  pasándome  el  calzado,  me  hi- 
rieron dos  o  tres  veces  en  los  pies;  además, 
la  distancia  resultó  ser  mucho  mayor  de  lo 
que  yo  supuse.  Al  fin  llegué  a  las  ruinas, 
pues  no  otra  cosa  había  allí.  Me  encontré 
con  una  de  esas  torres  vigías,  llamadas  en 
portugués  atalaids]  era  cuadrada,  rodeábala 
un  muro,  derruido  en  grandes  trechos.  La 
torre,  cuya  parte  inferior  estaba  toda  maci- 
zada, no  tenía  puerta;  pero  en  una  de  sus 
caras  había  unas  hendiduras  entre  las  pie- 
dras para  apoyar  les  pies,  y  trepando  por 
tan  tosca  escalera  llegué  a  un  aposento  pe- 
queño, de  unos  cinco  pies  en  cuadro,  con  el 
techo  hundido.  Dominábase  desde  alí  una 
extensa  vista  en  todas  direcciones;  aquel  era 
evidentemente  el  alojamiento  de  los  encar- 
gados de  vigilar  la  frontera  y  de  dar  la  alar- 
ma— encendiendo  hogueras,  acaso — al  apa- 
recer los  enemigos.  Un  puñado  de  hom- 
bres resueltos  podía  defenderse  en  tan  pe- 
queña fortaleza  contra  asaltantes  numerosos, 
expuestos  en  la  subida  a  los  tiros  de  la  torre. 

Ya  iba  a  marcharme  cuando,  detrás  de 
una  parte  del  muro  no  recorrida  por  mí, 
sonó  un  grito  extraño;  acudí  presuroso  y  me 
encontré  con  una  miserable  criatura,  hara- 
pienta, sentada  en  una  piedra.  Era  un  loco, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        159 

como  de  treinta  años  de  edad,  creo  que 
sordo-mudo.  Clavado  en  su  asiento,  desva- 
riaba y  gesticulaba,  retorciendo  su  ruda  fiso- 
nomía en  espantables  contorsiones.  Solo 
aquello  faltaba  para  completar  la  escena. 
Unos  bandidos  hubieran  estado  fuera  de  lu- 
gar en  tan  melancólica  desolación.  Pero  el 
loco,  sentado  en  la  piedra  detrás  de  las  rui- 
nas batidas  por  el  viento,  contemplando  los 
marchitos  chaparrales,  sobre  los  que  gravi- 
taba un  cielo  hosco  y  pesado,  componía  un 
cuadro  de  tristeza  y  miseria  como  no  lo  ha- 
brá concebido  poeta  o  pintor  alguno  en  sus 
delirios  más  sombríos.  No  es  este  el  primer 
caso  en  que  me  ha  tocado  comprobar  que 
la  realidad  sobrepuja  a  veces  a  la  fantasía. 

Monté  de  nuevo  en  la  muía  y  caminamos 
hasta  que,  al  llegar  a  lo  alto  de  otra  colina, 
exclamó  el  guía  súbitamente:  «[Allí  está  El- 
vas!>  Miré  en  la  dirección  que  me  indicaba, 
y  vi  una  ciudad  encaramada  en  un  alto  cerro. 
Separado  de  éste  por  un  profundo  valle, 
hacia  la  izquierda,  había  otro  cerro  mucho 
más  alto,  donde  está  la  famosa  fortaleza  de 
Elvas,  reputada  por  la  más  poderosa  de 
Portugal.  Entre  ambos  cerros,  pero  muy  al 
fondo,  y  lejos,  en  dirección  de  España,  co- 
lumbré las  vertientes  sombrías  y  la  cima  ne- 
bulosa de  una  soberbia  montaña,  que,  se- 
gún más  adelante  supe,  era  Alburquerque, 
una  de  las  mayores  de  Extremadura. 

El  camino  entraba  allí  en  paraje  cultivado; 


i6o  B  O  R  R  O  W 

por  entre  setos  vivos  llegamos  a  un  sitio  don- 
de el  terreno  descendía  suavemente.  A  la  de- 
recha arrancaba  el  acueducto  que  provee  de 
agua  a  la  ciudad;  tenía  allí  escasamente  dos 
pies  de  altura,  pero  según  íbamos  descen- 
diendo, las  proporciones  de  la  fábrica  cre- 
cían, hasta  ser  colosales.  Cerca  del  íondo 
del  valle,  el  acueducto  torcía  a  la  izquier- 
da, salvando  el  camino  con  uno  de  sus  arcos: 
al  pasar  por  debajo,  alcé  los  ojos  para 
mirarlo.  El  agua  corría  a  cien  pies  de  altura 
sobre  mi  cabeza;  la  inmensidad  de  la  obra 
realizada  para  transportarla  me  llenó  de  ad- 
miración. Con  todo,  cierto  detalle  rebaja 
mucho  las  pretensiones  de  grandeza  y  mag- 
nificencia de  este  acueducto:  el  agua  no  co- 
rre, como  en  el  de  Lisboa,  sobre  un  solo  or- 
den de  arcos  gigantescos,  posados  en  el 
valle  como  piernas  de  titanes,  sino  sobre 
tres  órdenes  de  arcos  superpuestos.  El  gas- 
to y  el  trabajo  necesarios  para  levantar  tan 
insigne  máquina,  debieron  de  ser  enormes; 
y  cuando  se  piensa  en  la  relativa  facilidad 
con  que  la  industria  moderna  obtendría 
igual  resultado,  no  puede  uno  por  menos  de 
alegrarse  de  vivir  en  tiempos  en  que  es  in- 
necesario esquilmar  la  riqueza  de  una  pro- 
vincia para  proveer  a  una  ciudad,  construi- 
da en  un  cerro,  de  un  indispensable  elemen- 
to de  vida. 


CAPITULO  VIII 


Elvas. —  Longevidad  extraordinaria.  —  La  nación 
inglesa. — Ingratitud  portuguesa.  — Las  fortifica- 
ciones. —  Un  mendigo  español.  — Badajoz. — La 
aduana. 


A  mi  llegada  a  la  puerta  de  Elvas  un  oficial 
salió  de  una  especie  de  cuerpo  de  guar- 
dia, y  después  de  hacerme  varias  preguntas, 
me  envió,  acompañado  de  un  soldado,  a  la 
oficina  de  policía,  donde  mi  pasaporte  había 
de  ser  vise\  porque  en  la  fro  itera  son  muy 
exigentes  en  ese  particular.  Arreglado  el 
asunto,  me  instalé  en  una  hostería  próxima 
a  aquella  puerta;  me  la  había  recomendado 
el  posadero  de  Vendas  Novas,  y  su  dueño 
se  llamaba  José  Rosado.  Era  la  mejor  de  El- 
vas, pero  muy  inferior  en  comodidades  a 
cualquier  figón  inglés.  Acosado  por  el  frío, 
me  refugié  gustoso  en  una  cocina  interior, 
alumbrada  tan  sólo,  una  vez  cerrada  la  puer- 
ta, por  el  resplandor  del  fuego  que  ardía  dé- 
bilmente en  el  fogón.  Una  mujer  de  edad, 
sentada  en  una  silla  junto  a  la  lumbre,  pasa- 


i62  B  o  R  R  o  W 

ba  las  cuentas  de  su  rosario;  discerní  en  su  é 
rostro,  en  cuanto  la  escasa  luz  del  aposento 
me  lo  permitía,  una  expresión  singular,  ex- 
traordinaria. Hícele  algunas  preguntas  sin 
importancia,  y  me  contestó;  pero  parecía  li- 
geramente sorda.  Comenzaba  a  encanecer,  y 
le  dije  que,  si  bien  la  creía  de  más  edad 
que  yo,  no  tenía  seguramente  el  pelo  tan  f 
blanco  como  el  mío. 

— ¿Qué  edad  tiene  usted,  caballero? — pre- 
guntó, dándome  el  título  usualmente  em- 
pleado en  España  para  denotar  un  grado  de 
respeto  extraordinario — .  Respondí  que  iba 
a  cumplir  treinta  años.  «Entonces  —  dijo  — 
tenía  usted  razón  al  suponer  que  soy  más 
vieja;  tengo  más  años  que  su  madre  de  us- 
ted y  que  la  madre  de  su  madre;  hace  más 
de  cien  años  era  yo  una  chicuela,  y  jugaba 
con  otras  de  mi  edad  por  esos  campos.» 
«En  tal  caso — respondí  — se  acordará  usted, 
sin  duda,  del  terremoto.»  «Sí — contestó — ; 
si  de  algo  me  acuerdo,  es  de  eso;  cuando 
ocurrió,  estaba  yo  en  la  iglesia  de  El  vas 
oyendo  misa,  y  el  cura  se  cayó  al  suelo,  y 
dejó  también  caer  la  Hostia  de  las  manos. 
Aún  me  acuerdo  de  cómo  temblaba  el  sue- 
lo; todos  nos  mareamos;  las  casas  se  tai.nba- 
leaban  como  si  estuviesen  borrachas.  Ochen- 
ta años  han  pasado  sobre  mí  desde  el  tem- 
blor de  tierra,  y  entonces  ya  tenía  yo  más 
edad  que  usted  tiene  ahora.» 

Miré  con  asombro  a  tan  extraordinaria 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        163 

mujer,  y  apenas  podía  dar  crédito  a  sus  pa- 
labras. Sin  embargo,  me  aseguraron  que, 
positivamente,  tenía  más  de  ciento  diez  años, 
y  pasaba  por  ser  la  persona  más  vieja  de 
Portugal.  Conservaba  todas  sus  facultades 
tan  despejadas  como  la  generalidad  de  la 
gente  al  rayar  en  la  mitad  de  aquellos  años. 
Era  pariente  de  los  dueños  de  la  hostería. 

Conforme  avanzaba  la  noche,  fueron  en- 
trando varias  personas  para  calentarse  a  la 
lumbre  y  gozar  de  la  conversación;  la  casa 
era  una  especie  de  mentidero,  donde  lleva- 
ba la  voz  cantante  el  huésped,  hombre  de 
cierta  sagacidad  y  experiencia,  antiguo  sol- 
dado del  ejército  británico.  Entre  otros,  vino 
el  oficial  que  mandaba  en  la  puerta  de  la 
ciudad.  Después  de  cambiar  algunas  pala- 
bras, este  caballero,  joven  de  unos  veinticin- 
co años,  bien  parecido,  rompió  en  declama- 
ciones violentas  contra  la  nación  inglesa  y 
su  gobierno,  quienes,  si  en  todo  tiempo  ha- 
bían demostrado  su  egoísmo  y  su  falacia,  se- 
guían ahora,  respecto  de  España,  una  con- 
ducta sobremanera  ignominiosa,  pues  estan- 
do en  su  mano  acabar  de  golpe  la  guerra  ci- 
vil, enviando  un  poderoso  ejército  de  soco- 
rro, preferían  mandar  un  puñado  de  tropas, 
con  objeto  de  prolongar  la  lucha  y  aprove- 
charse de  sus  ventajas.  Después  de  cumpli- 
mentarle irónicamente  por  su  cortesía  y  ur- 
banidad, pregunté  al  oficial  si  entre  las  ac- 
ciones egoístas  de  la  nación  y  del  gobierno 


i64  B  O  R  R  O  W 

ingleses,  se  contaba  la  de  haber  derrochado 
centenares  de  millones  de  libras  esterlinas 
y  vertido  un  océano  de  preciosa  sangre  para 
sostener  la  campaña  de  la  península  contra 
Napoleón.  «Seguramente  —  dije  —  el  fuerte 
de  Elvas,  y  más  aún  el  vecino  castillo  de  Ba- 
dajoz, dicen  mucho  respecto  del  egoísmo  in- 
glés, y  cada  vez  que  los  mire  se  confirmará 
usted  en  la  opinión  que  acaba  de  exponer. 
En  cuanto  a  la  guerra  actual,  le  diré  a  usted 
que  la  gratitud  de  España  a  Inglaterra,  des- 
pués de  la  expulsión  de  los  franceses  gra- 
cias a  nuestros  ejércitos  —  gratitud  demos- 
trada en  los  estorbos  puestos  al  comercio  in- 
glés y  en  las  misas  de  acción  de  gracias 
ofrecidas  al  abandonar  las  costas  españolas 
los  herejes  británicos — ,  no  puede  inducir  a 
Inglaterra  a  arruinarse  por  el  propósito  de 
expulsar  a  don  Carlos  de  sus  montañas.  Por 
deferencia  al  superior  entendimiento  de  us- 
ted —  continué,  dirigiéndome  al  oficial  — , 
quisiera  creer  que  la  prolongación  indefini- 
da de  la  guerra  reporta  grandes  provechos 
a  mi  país;  pero  me  haría  usted  un  favor  in- 
signe explicándome  el  proceso  químico  en 
virtud  del  que  la  sangre  vertida  en  las  mon- 
tañas españolas  va  a  parar  al  tesoro  inglés 
convertida  en  monedas  de  oro.» 

Como  tardara  en  contestarme,  tomé  de 
sobre  la  mesa  un  plato  con  fruta,  y  pregun- 
té: «¿Cómo  se  llaman  estas  frutas?»  «Grana- 
das y  doíotas» — respondió — .  «Muy  bien;  un 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         165 

rústico  inglés  que  no  haya  salido  nunca  de 
su  país,  no  hubiese  podido  darme  esa  res- 
puesta, a  pesar  de  hallarse  tan  familiarizado 
con  las  granadas  y  las  balotas  como  vuestra 
señoría  con  la  línea  de  conducta  que  le  in- 
cumbe tomar  a  Inglaterra  en  su  política  in- 
terior y  exterior.» 

Esta  réplica  mía  era  impropia  de  un  cris- 
tiano, lo  confieso,  y  me  demostró  cuántas 
reliquias  de  mi  antiguo  carácter  quedaban 
en  el  fondo  de  mi  alma;  con  todo,  séame 
permitido  decir  que,  probablemente,  ningu- 
na otra  provocación  me  hubiera  inducido  a 
responder  con  tanta  cólera;  pero  no  pude 
dominarme  al  oír  tratar  con  injusticia  a  mi 
gloriosa  tierra.  Y  ;por  quién?  ¡Por  un  portu- 
guésl  Por  un  hijo  del  país  libertado  de  ho- 
rrible esclavitud  dos  veces  gracias  al  esfuer- 
zo inglés.  A  no  ser  por  Wellington  y  sus  hé- 
roes, Portugal  sería  francés  a  estas  fechas;  a 
no  ser  por  Napier  y  sus  marinos,  don  Mi- 
guel reinaría  en  Lisboa.  Volviendo  al  oficial, 
diré  que  todos  se  le  rieron,  y  un  momento 
después  se  fué. 

Al  día  siguiente  entré  en  relación  con  un 
comerciante  respetable,  llamado  Almeida, 
hombre  de  talento,  aunque  algo  brusco  de 
modales.  Manifestó  profunda  aversión  al  sis- 
tema papista  que  durante  tanto  tiempo  ha- 
bía mantenido  en  mortales  tinieblas  a  su  in- 
fortunado país;  y  apenas  supo  que  yo  era 
portador  de  cierta  cantidad  de  Testamentos, 


i66  B  O  R  R  O  W 

con  intención  de  dejarlos  allí  para  su  venta, 
expresó  vivos  deseos  de  hacerse  cargo  de 
los  libros,  y  se  ofreció  a  trabajar  cuanto  pu- 
diese para  colocarlos  entre  sus  numerosos 
parroquianos.  Al  enseñarle  un  ejemplar,  le 
dije:  «En  la  portada  va  el  nombre  de  us- 
ted.» Porque,  en  efecto,  la  edición  portugue- 
sa de  la  Sagrada  Escritura  que  la  Sociedad 
Bíblica  repartía  la  hizo  un  protestante  llama- 
do Almeida,  y  se  publicó  por  vez  primera 
en  17 12;  el  comerciante  sonrió,  y  me  dijo 
que  le  honraba  mucho  tener  alguna  relación, 
aunque  sólo  fuese  por  el  nombre,  con  el  tra- 
ductor. Echó  a  broma  la  propuesta  de  re- 
munerarle por  su  trabajo,  asegurándome  que 
el  solo  hecho  de  poder  colaborar  en  una 
obra  tan  santa  y  útil  como  la  difusión  de  la 
Escritura,  era  para  él  suficiente  recompensa. 
Terminado  este  asunto,  di  un  vistazo  a  los 
alrededores  de  Elvas,  y  subí  paseando,  ce- 
rro arriba,  hasta  el  fuerte,  al  Norte  de  la  ciu- 
dad. La  parte  baja  del  cerro  está  poblada  de 
azinheiras^  que  le  dan  amenidad;  por  unas 
piedras  varadas  en  el  cauce  crucé  el  arro- 
yuelo  que  corre  al  pie.  Al  llegar  a  la  entra- 
da del  fuerte,  un  centinela  me  cortó  el  paso; 
pero  tuvo  la  amabilidad  de  decirme  que, 
con  dar  mi  nombre  al  oficial  comandante, 
me  permitirían  visitar  el  interior.  Envié, 
pues,  mi  tarjeta  al  oficial  con  un  soldado 
que  vagaba  por  allí,  y,  sentándome  en  una 
piedra,  aguardé;  volvió  a  poco;  me  preguntó 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         167 

si  yo  era  inglés,  y  al  oír  mi  respuesta  afir- 
mativa, dijo:  «En  tal  caso,  señor,  no  puede 
usted  entrar;  no  es  costumbre  enseñar  el 
fuerte  a  los  extranjeros.»  Respondí  que  lo 
mismo  me  daba  visitarlo  o  no;  y  después  de 
contemplar  a  Badajoz  en  la  lejanía,  desde  el 
lado  oriental  del  cerro,  desanduve  el  camino 
recorrido  a  la  subida. 

Tales  son  los  provechos  que  se  obtienen 
con  proteger  a  una  nación  y  con  derrochar 
la  sangre  y  el  dinero  en  su  defensa.  Los  in- 
gleses nunca  han  estado  en  guerra  con  Por- 
tugal; se  han  batido  por  mar  y  por  tierra, 
siempre  con  buen  éxito,  en  favor  de  su  in- 
dependencia; se  han  obligado,  por  un  trata- 
do de  comercio,  a  beber  sus  vinos,  tan  or- 
dinarios y  adulterados,  que  en  ninguna  otra 
parte  los  quieren,  y,  sin  embargo,  son  los 
más  impopulares  de  cuantos  extranjeros  vi- 
sitan este  país.  Los  franceses  han  asolado 
Portugal  y  vertido  la  sangre  de  sus  hijos 
como  si  fuese  agua;  no  compran  sus  produc- 
tos; desprecian  sus  vinos;  pero  no  hay  aquí 
mala  disposición  para  los  franceses.  La  ra- 
zón de  esto  no  es  ningún  misterio;  lo  pro- 
pio, no  ya  de  los  portugueses,  sino  de  la 
corrupción  del  hombre,  es  aborrecer  a  los 
bienhechores  que  con  sus  beneficios  lasti- 
man del  modo  más  generoso  su  miserable 
vanidad. 

En  ningún  país  son  tan  populares  los  in- 
gleses como  en  Francia;  y  es  que,  si  bien 


i68  B  O  R  R  O  W 

los  franceses  han  sido  con  frecuencia  trata- 
dos rudamente  por  los  ingleses  y  ocupada 
su  capital  por  un  ejército  inglés,  nunca  han 
estado  sometidos  a  la  supuesta  ignominia  de 
recibir  de  ellos  asistencia  y  socorro. 

Las  fortificaciones  de  Elvas  son  un  mode- 
lo en  su  género;  a  primera  vista  pudiera 
creerse  que  la  ciudad,  si  estuviera  bien  guar- 
necida, sería  capaz  de  retar  a  cualquier  ene- 
migo; pero  tiene  un  punto  flaco:  un  cerro  la 
domina  por  Occidente,  a  media  milla  de  dis- 
tancia, desde  donde  un  general  experto  no 
dejaría  de  cañonearla,  probablemente  con 
buen  éxito.  Es  la  última  ciudad  de  Portugal 
por  aquella  parte,  y  apenas  si  la  separan  dos 
leguas  de  la  frontera  española.  Fué  construi- 
da, evidentemente,  para  rivalizar  con  Bada- 
joz, al  que  mira  desde  su  altura  a  través  de 
la  planicie  arenosa  por  donde  van  las  lentas 
aguas  del  Guadiana.  Pero  aunque  Elvas  es 
una  ciudad  fuerte,  apenas  tiene  valor  como 
defensa  de  la  frontera,  abierta  por  todas  par- 
tes, de  tal  modo,  que  un  ejército  invasor 
dispuesto  a  esquivar  esta  plaza,  no  tendría 
la  menor  necesidad  de  aproximarse  ni  a 
doce  leguas  de  sus  muros.  Son  tan  extensas 
sus  fortificaciones  que  no  harían  falta  me- 
nos de  diez  mil  hombres  para  guarnecerla, 
fuerza  que,  en  caso  de  invasión,  estaría  me- 
jor empleada  en  afrontar  al  enemigo  en  cam- 
po raso.  Durante  su  ocupación  de  Portugal, 
los  franceses  pusieron  en  la  plaza  una  corta 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         169 

guarnición,  que  se  retiró  al  castillo  al  acer- 
carse los  ingleses,  y  capituló  poco  después. 

Como  ya  no  me  detenía  cosa  alguna  en 
Elvas,  dispúseme  a  cruzar  la  frontera  de  Es- 
paña. El  guía  idiota  tomó  el  camino  de 
vuelta  a  Aldea  Gallega,  y  el  5  de  enero, mon- 
tado en  una  triste  muía,  sin  riendas  ni  es* 
tribos,  guiándola  con  el  ramal,  y  seguido 
por  un  muchacho  que  había  de  acompañar- 
me montado  en  otra,  bajé  presuroso  desde 
Elvas  al  llano,  con  ansia  de  llegar  a  la  ro- 
mántica, a  la  cabelleresca  y  vieja  España. 
Era  innecesario,  y  así  lo  comprendí  en  se- 
guida, azuzar  a  mi  muía,  pues  con  todas  sus 
mataduras,  reparada  de  la  vista  y  coja,  an- 
daba ligera  como  el  viento. 

En  poco  más  de  media  hora  llegamos  a 
un  arroyo,  cuyas  aguas  corrían  impetuosas 
entre  márgenes  escarpadas.  Un  hombre,  al 
borde  del  arroyo,  me  indicó  el  vado  en  el 
agrio  dialecto  de  Portugal;  y  cuando  aun  es- 
taba yo  chapoteando  en  el  agua,  una  voz  me 
saludó  desde  la  otra  orilla  en  el  espléndido 
idioma  de  España,  de  esta  manera:  ¡Oh  se- 
ñor caballero,  que  me  dé  usted  una  limosna 
por  amor  de  Dios^  una  limo  snita  para  que  yo 
me  compre  un  Iraguillo  de  vino  tinto!  Un  mo- 
mento después  pisé  suelo  español,  porque 
el  arroyo,  llamado  Acaia,  sirve  allí  de  lími- 
te a  los  dos  reinos;  arrojé  al  mendigo  una 
monedilla  de  plata,  y  gritando  ¡Santiago  y 
cierra  España!^  seguí  mi  camino  más  de  pri- 


lyo  B  O  R  R  O  W 

sa  todavía,  prestando  poca  atención,  como 
dice  Gil  Blas,  al  torrente  de  bendiciones  de- 
rramado por  el  mendigo  a  mis  espaldas;  con 
todo,  nunca  se  vio  limosna  otorgada  con 
menos  discernimiento,  porque,  según  más 
adelante  averigüé,  aquel  tipo  era  un  borra- 
cho perdido  que  se  instalaba  todas  las  ma- 
ñanas junto  al  vado  para  sacar  a  los  viajeros 
unos  cuartos  y  gastárselos  por  las  noches  en 
las  tabernas  de  Badajoz.  Pagaba  con  bendi- 
ciones a  quien  le  daba  limosna,  y  con  mal- 
diciones a  quien  se  la  negaba;  e  igual  facun- 
dia y  habilidad  tenía  en  el  empleo  de  las 
unas  que  de  las  otras. 

Badajoz  estaba  ya  a  la  vista,  a  poco  más 
de  media  legua  de  distancia.  Pronto  torci- 
mos a  la  izquierda  para  tomar  el  puente  de 
arcos  que  atraviesa  el  Guadiana,  río  muy  fa- 
moso en  romances  y  cantares,  pero  nada 
ameno  en  realidad,  poco  profundo  y  muy 
lento,  aunque  de  razonable  anchura;  sus  ori- 
llas blanqueaban  con  las  ropas  puestas  a  se- 
car al  sol,  que  lucía  resplandeciente.  Desde 
gran  distancia  oí  cantar  a  las  lavanderas,  y 
el  tema  de  sus  cánticos  parecía  ser  las  ala- 
banzas del  río  en  que  estaban  descrismándo- 
se, porque  al  acercarme  oí  distintamente: 
Guadiana^  Guadiana^  repetido  a  coro  por 
muchas  mujeres,  las  unas  mozas,  las  otras 
de  edad,  de  mejillas  tostadas,  cuyas  voces 
fuertes  y  claras,  multiplicaba  el  eco  por  to- 
das partes.  Pensé  que  había  cierta  seaiejan- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         171 

za  entre  mi  tarea  y  la  suya;  yo  estaba  en 
vías  de  curtir  mi  tez  septentrional  exponién- 
dome al  candente  sol  de  España,  movido 
por  la  modesta  esperanza  de  ser  útil  en  la 
obra  de  borrar  del  alma  de  los  españoles,  a 
quienes  conocía  apenas,  alguna  de  las  impu- 
ras manchas  dejadas  en  ella  por  el  papismo, 
así  como  las  lavanderas  se  quemaban  el  ros- 
tro en  la  orilla  del  río  para  blanquear  las  ro- 
pas de  gentes  que  desconocían.  A  mi  mente 
acudieron  con  mucha  fuerza  las  palabras  de 
un  poeta  oriental:  «Día  tras  día,  y  noche 
tras  noche,  me  fatigaré  en  socorro  de  mis 
hermanos  sin  fortuna,  como  las  lavanderas 
curten  su  faz  al  sol  por  limpiar  unas  ropas 
que  no  son  suyas.» 

Cruzado  el  puente,  llegamos  a  la  puerta 
Norte  de  Badajoz,  y  de  una  especie  de  gari- 
ta salió  a  nosotros  un  individuo  tocado  con 
un  sombrero  andaluz  de  copa  puntiaguda,  y 
embozado  en  una  de  esas  inmensas  capas, 
muy  conocidas  de  cuantos  han  viajado  por 
España,  que  sólo  un  español  sabe  llevar  en 
forma  que  sienten  bien.  Sin  pronunciar  pa- 
labra asió  del  ramal  de  la  muía,  y  entrándo- 
se por  la  puerta  de  la  ciudad,  nos  llevó  por 
una  calle  muy  sucia,  llena  de  gente  emboza- 
da también  en  largas  capas.  Pregúntele  qué 
se  proponía,  y  no  se  dignó  contestar;  pero 
el  muchacho,  mi  acompañante,  dijo  que  era 
un  guarda-puertas  y  nos  llevaba  a  la  adua- 
na, o  alfandega^  para  el  registro  del  equipa- 


172  B  o  R  R  o  W 

je.  Llegados  a  la  aduana,  el  guarda,  sin  rom- 
per su  adusto  silencio,  comenzó  a  echar  las 
maletas  desde  la  muía  de  carga  al  suelo  y  a 
desatarlas.  Ya  iba  a  reprenderle  como  su 
brutalidad  merecía;  pero  antes  de  que  pu- 
diera abrir  la  boca,  apareció  en  la  puerta  un 
personaje,  alto  y  de  edad  madura,  en  quien 
no  tardé  en  reconocer  al  jefe  de  la  aduana. 
Después  de  mirarme  un  momento,  me  pre- 
guntó en  mi  idioma  si  yo  era  inglés.  Al  oír 
mi  respuesta  afirmativa,  preguntó  al  guarda 
cómo  se  había  atrevido  a  cometer  la  inso- 
lencia de  poner  las  manos  en  el  equipaje  sin 
orden  superior,  y  severamente  le  mandó 
atar  de  nuevo  las  maletas  y  cargarlas  en  la 
muía,  como  lo  hizo,  en  efecto,  sin  pronun- 
ciar palabra.  Preguntóme  después  lo  que 
contenían  las  maletas:  ropas  de  vestir — con- 
testé yo — ,  y  pidiéndome  perdón  por  la  in- 
solencia de  su  subordinado,  me  dijo  que  era 
libre  de  ir  adonde  tuviera  por  conveniente. 
Le  di  las  gracias  por  su  extremada  cortesía, 
y  guiando  el  muchacho,  fui  directamente  a  la 
fonda  de  las  Tres  Naciones,  que  me  habían 
recomendado  en  Elvas  ^. 


*     La  fonda  estaba  en  la  calle  de  la  Moraleja, 
nóm.  30.  (Knapp). 


CAPITULO  IX 


Badajoz.- Antonio  el  gitano.— Una  proposición 
de  Antonio.-Es  aceptada.  —  El  desayuno  gita- 
no. —  Salida  de  Badajoz.  —  El  borrico  del  gita- 
no  — Mérida.— La  muralla  en  ruinas.— La  coma- 
dre.—El  país  del  moro.  —  Los  hombres  negros. 
La  vida  en  el  desierto.— La  cena. 


HALLÁBAME  ya  cn  Badajoz,  en  España,  país 
que  durante  los  cuatro  años  siguientes 
iba  a  ser  teatro  de  mis  trabajos;  pero  no  nos 
anticipemos  a  los  acontecimientos.  Los  alre- 
dedores de  Badajoz  no  me  predispusieron 
gran  cosa  en  favor  del  país  a  que  acababa 
de  llegar.  Aquellas  planicies  parduscas,  ape- 
nas producen  otra  cosa  que  el  arbusto  lla- 
mado en  español  carrasco; sin  embargo,  unas 
montañas  azuladas  se  yerguen  en  la  lejanía 
y  animan  un  poco  la  entonación  monótona 

del  paisaje. 

En  Badajoz,  capital  de  Extremadura,  fué 
donde,  por  vez  primera,  tropecé  con  los  sin- 
gularísimos Zincali,  o  gitanos  españoles. 
Allí  fué  donde  encontré  al  indómito  Paco, 


174  B  o  R  R  o  W 

hombre  que  tenía  un  brazo  seco  y  maneja 
ba  las  cachas  ^  con  la  mano  izquierda;  a  su 
astuta  mujer,  Antonia,  diestra  en  hokkano 
bar  o  ^,  o  engaño  maestro,  a  su  suegro,  el  fe- 
roz gitano  Antonio  López,  y  a  otros  muchos 
individuos  del  Errate,  o  sangre  gitana,  poco 
menos  notables  que  éstos.  Aquí  fué  donde, 
por  vez  primera,  prediqué  el  Evangelio  al 
pueblo  gitano,  y  comenzé  la  traducción  del 
Nuevo  Testamento  al  idioma  de  los  gitanos 
españoles,  traducción  que,  en  parte,  se  im- 
primió más  tarde  en  Madrid. 

Permanecí  tres  semanas  en  Badajoz,  y 
me  dispuse  a  salir  para  Madrid;  un  anocheci- 
do estaba  yo  en  mi  aposento  arreglando  mi 
escaso  equipaje,  cuando  entró  Antonio  el 
gitano,  vestido  con  su  zamarra  y  tocado 
con  el  puntiagudo  sombrero  andaluz. 

Antonio:  Buenas  noches,  hermano;  me 
han  dicho  que  callicaste  ^  te  propones  salir 
para  Madrilati  *. 

Yo\  Así  es;  no  puedo  estar  aquí  más 
tiempo. 

Antonio'.  El  camino  hasta  Madrilati  es  lar- 
go; el  país  está  en  guerra,  y  en  el  campo  abun- 
dan los  chories  ^.  ^No  te  amedrenta  el  viaje? 

1  Tijeras. 

2  Hok,  fraude.  Hokkano  (en  la  lengua  de  los 
gitanos  ingleses):  mentira;  haró,  grande. 

*  Ayer,  mañana. 

*  Madrid. 

*  Chor,  ladrón. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        175 

Yo'.  Yo  no  tengo  miedo;  ningún  hombre 
puede  eludir  su  destino;  lo  que  haya  de  ser 
de  mi  cuerpo  y  de  mi  alma,  escrito  está  en 
un  gabicoie  ^  desde  mil  años  antes  de  la  crea- 
ción del  mundo. 

Antonio:  Yo,  personalmente,  tampoco 
tengo  miedo,  hermano;  la  noche  oscura  es 
para  mí  igual  que  el  día  claro,  y  el  carrascal 
silvestre  lo  mismo  que  la  plaza  del  mercado 
o  que  el  chardi  2;  llevo  en  el  pecho  el  bar 
lachí  ^,  la  piedra  preciosa  a  que  se  pega  la 
aguja. 

Yo:  Supongo  que  te  refieres  al  imán. 
¿Crees  que  una  piedra  inerte  puede  preser- 
varte de  los  peligros  que  amenacen  tu 
vida? 

Antonio'.  Hermano,  cuento  ya  cincuenta 
años  de  edad,  y  aquí  me  tienes  vivo  y  sano. 
¿Cómo  podría  ser  eso  si  el  bar  lachí  no  tu- 
viera poder  alguno.?  He  sido  soldado  y  con- 
trabandista^ y  he  matado  y  robado  también 
a  los  Busné  *.  Las  balas  del  Gabiné  ^  y  del 
iara  canallis  ^  me  han  zumbado  en  los  oídos 
sin  tocarme  por  llevar  conmigo  el  bar  lachí. 
Veinte  veces  he  hecho  cosas  que,  según  la 


1  Libro. 

2  Feria. 

3  Lit:  piedra  buena  (talismán).  Lachó',  bueno, 
*  Busnó  (pl,  busné):  el  que  no  es  gitano. 

5  Francés. 

«  Guardas  o  empleados  del  resguardo. 


176  B  O  R  R  O  W 

ley  busné  debían  haberme  llevado  al  fílimi- 
cha  1 ;  sin  embargo,  nunca  me  há  estrujado 
el  cuello  el  frío  garrote.  Hermano,  confío  en 
el  bar  lachi,  como  los  Caloré  ^  de  otro  tiem- 
po: aunque  me  viera  en  el  golfo  de  Bombar- 
da ^  sin  una  tabla  a  qué  agarrarme,  no  ten- 
dría miedo;  porque  llevando  tan  preciosa 
piedra,  ella  me  sacaría  sano  y  salvo  a  la  cos- 
ta. El  bar  lachí  es  poderoso,  hermano. 

Yo:  No  vamos  a  discutir  por  eso,  y  me- 
nos ahora,  en  el  momento  de  marcharme  de 
Badajoz;  despidámonos  rápidamente,  y  ya 
no  volveremos  a  vernos  más. 

Antonio'.  Hermano,  ^'sabes  a  lo  que  vengo? 

Yo:  Lo  ignoro,  como  no  sea  a  desearme 
feliz  viaje;  no  soy  bastante  gitano  para  adi- 
vinar los  pensamientos  de  la  gente. 

Antonio:  Toda  la  noche  pasada  he  estado 
despierto,  pensando  en  los  asuntos  de  Egip- 
to; cuando  me  levanté  esta  mañana,  tomé  el 
bar  lachi^  y  raspándolo  con  un  cuchillo  saqué 
un  poco  de  polvo,  y  me  lo  bebí  con  aguar- 
diente^ según  tengo  costumbre  de  hacer  des- 
pués de  tomar  una  resolución.  Luego  me 
dije:  estoy  haciendo  falta  en  la  raya  de  Cas- 
tumba  ^  para  cierto  negocio.  El  Caloró  ^  fo- 

1  La  horca. 

2  Caló,  Caloró  (pl.  Calés,  Caloré):  el  que  es  del 
halo  rat,  o  sangre  negra;  un  gitano, 

3  León. 

*     Castilla. 
5     Gitano. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        177 

rastero  va  a  marcharse  a  Madrilati;  el  cami- 
no es  largo,  y  pudiera  caer  en  malas  manos, 
quizás  en  las  de  gente  de  su  propia  sangre, 
porque    he   de   decirte,   hermano,    que   los 
Calés  abandonan  ya  las  ciudades  y  aldeas  y 
se  echan   al   campo  en  cuadrillas  para  sa- 
quear a  los  Busné;  no  hay  ley  ninguna  en 
estas  tierras,  y  ahora  o  nunca  es  la  ocasión 
de  que  los  Caloré  vuelvan  a  ser  lo  que  fue- 
ron en  tiempos  pasados.  De  manera  que  me 
dije:  el  Caloró  forastero  puede  caer  en  ma- 
nos de  los  de  su  misma  sangre  y  ser  maltra- 
tado por  ellos,  que  sería  una  vergüenza.  De 
consiguiente,   iré   con  él   por   el    Chim    del 
Manró  ^  hasta  la  raya  de  Castumba,  y  des- 
de la  raya  de  Castumba  dejaré  que  el  Caloró 
de  Londres  siga  su  camino  a  Madrilati^  por- 
que hay  menos  peligro  en  Castumba  que  en 
Chim  del  Manró,  y  después  podré  ocuparme 
de   los  asuntos  de  Egipto  que  allí  me  re- 
claman. 

Yo:  Ese  plan  promete  mucho,  amigo  mío. 
^En  qué  forma  piensas  que  hagamos  el 
viaje? 

Antonio:  Te  lo  diré,  hermano.  Tengo  en 
la  cuadra  un  gras  2,  el  mismo  que  compré 
en  Olivenza,  como  te  dije  en  otra  ocasión; 
es  bueno  y  ligero,  y  me  costó,  a  mí   que 


1  Chim:   reino,   comarca;   Manró:   pan,   trigo. 
Chim  del  Manró:  tierra  del  trigo:  Extremadura. 

2  Grá,  gras,  p'aste,  gry:  caballo. 


178  B  o  R  R  o  W 

soy  gitano,  cincuenta  chulé  ^;  tú  puedes  ir 
en  el  gras;  yo  montaré  en  el  macho. 

Yo:  Antes  de  responder  desearía  que  me 
dijeses  qué  asuntos  son  esos  que  te  obligan 
a  ir  a  Castumba;t\i  yerno  Paco  me  tiene  dicho 
que  los  gitanos  no  acostumbran-  ya  a  viajar. 

Antonio:  Es  un  asunto  de  Egipto,  herma- 
no, y  no  puedo  decirte  más.  Acaso  se  trata 
de  un  caballo  o  de  un  borrico,  acaso  de  una 
muía  o  de  un  tnacho;  lo  que  sea,  no  se  refiere 
a  ti;  por  tanto,  te  aconsejo  que  no  pregun- 
tes nada.  Dosta  ^.  Volviendo  a  lo  de  antes: 
eres  libre  de  rechazar  mi  ofrecimiento;  hay 
un  drungruje  ^  de  aquí  a  Madrilati^  y  pue- 
des viajar  en  el  birdoche  *  o  con  los  drama- 
lis  ^;  pero  te  advierto,  como  hermano,  que 
hay  chories  en  el  drun^  y  algunos  de  ellos 
son  del  Errate. 

La  verdad  es  que  pocas  personas  en  mi 
situación  hubiesen  aceptado  la  propuesta  del 
singular  gitano.  Sin  embargo,  el  plan  no  de- 
jaba de  tener  atractivos  para  mí.  Dada  mi 
afición  a  las  aventuras,  no  podía  satisfacerla 
de  mejor  ni  más  fácil  modo  que  poniéndo- 
me en  manos  de  tal  guía.  Otros  en  mi  caso 
hubiesen  recelado  una  traición,  pero  yo  es- 

1  ChuH  {-^l.  Chulé):  un  ÚMTO. 

2  Basta. 

3  Drun,  drom:  camino.  Drungruje  o  drunji:  ca- 
mino real. 

*     Galera. 
5     Arrieros. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         179 

taba  tranquilo  sobre  ese  punto,  y  no  creía 
que  el  gitano  abrigcse  la  más  ligera  mala  in- 
tención en  contra  mía;  le  vi  plenamente  con- 
vencido de  que  yo  era  uno  de  los  del  Erra- 
te^  y  los  rasgos  más  fuertes  de  su  carácter 
eran  el  amor  a  su  raza  y  el  odio  a  los  Busné. 
Deseaba  yo,  además,  aprovechar  todas  las 
ocasiones  de  conocer  a  fondo  las  costum- 
bres de  los  gitanos  españoles,  y  allí  se  me 
presentaba  una  excelente,  apenas  llegado  a 
España.  Total:  que  resolví  acompañar  al  gi- 
tano. «Iremos  juntos — le  dije — .  Mi  equipa- 
je lo  mandaré  a  Madrid  po  el  birdoche. 
«Muy  bien  hecho,  hermano— contestó  —  ,  y 
así  el  gras  andará  más  ligero.  La  verdad  es 
que  para  nada  necesitas  llevar  equipaje. 
jCómo  se  reirían  los  Busné  si  se  encontra- 
ran en  el  camino  a  dos  Calés  viajando  con 
equipaje!» 

Durante  mi  estancia  en  Badajoz,  tuve 
poco  trato  con  los  españoles;  lo  más  del 
tiempo  se  lo  consagré  a  los  gitanos,  raza  ya 
conocida  y  tratada  por  mí  en  diversas  par- 
tes del  mundo,  y  con  quienes  me  encontra- 
ba más  a  mis  anchas  que  con  los  silenciosos 
y  reservados  hombres  de  España;  medio  si- 
glo puede  estar  un  extranjero  entre  españo- 
les sin  que  le  dirijan  media  docena  de  pala- 
bras, a  no  ser  que  partan  de  él  los  primeros 
pasos  para  intimar,  y  aun  así,  puede  verse 
rechazado  con  un  encogimiento  de  hombros 
y  un  no  entiendo^  porque  entre  los  muchos 


:8o  B  O  R  R  O  vr 

prejuicios  profundamente  arraigados  en  este 
pueblo  se  cuenta  la  singular  idea  de  que 
ningún  extranjero  es  capaz  de  aprender  su 
lengua,  idea  a  que  siguen  aferrados  aunque 
le  oigan  hablar  en  ella  corrientemente;  todo 
lo  más  que  en  tal  caso  conceden,  es  esto: 
Habla  cuatro  palabras^  y  nada  más. 

Una  mañana  temprano,  antes  de  salir  el 
sol,  me  encontré  frente  a  la  casa  de  Anto- 
nio, pequeña  y  mísera  construcción,  situada 
en  una  calle  sucia.  La  mañana  era  profunda- 
mente oscura;  la  calle  estaba,  sin  embargo, 
parcialmente  iluminada  por  un  montón  de 
paja  ardiendo,  en  torno  del  que  dos  o  tres 
hombres  parecían  muy  ocupados  en  soste- 
ner un  objeto  sobre  la  llama.  Un  instante 
después  se  abrió  la  puerta  de  la  casa  del  gi- 
tano, y  apareció  Antonio.  Echó  una  mirada 
en  dirección  de  la  hoguera,  y  exclamó:  «El 
puerco  ha  dado  muerte  a  su  hermano.  Que 
todo  Busné  corra  la  misma  suerte.  Entre- 
mos, hermano,  y  comeremos  el  corazón  del 
puerco.»  No  entendí  bien  estas  palabras, 
pero  siguiendo  al  gitano,  llegamos  a  un  apo- 
sento bajo,  donde  había  un  brasero  encen- 
dido, a  su  lado  una  tosca  mesa  cubierta  con 
grosero  mantel,  y  sobre  ella  un  pan  y  un 
puchero  que  despedía  agradable  olor.  «En 
e^tdi  puchera — dijo  Antonio — ,  está  el  cora- 
zón del  balicho  ^\  comimos.»  Nos  sentamos 

1    Cerdo. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         i8i 

a  la  mesa  y  comimos,  Antonio  vorazmente. 
Cuando  terminó,  se  puso  en  pie  y  me  dijo; 
«^Has  traido  el  li?')>  ^.  «Aquí  está — contesté, 
enseñándole  mi  pasaporte — .  «Bueno;  pue- 
des necesitarlo — repuso — .  Yo  no  lo  nece- 
sito; mi  pasaporte  es  el  bar  lachí.  Ahora  un 
vaso  de  repañi  2,  y  al  camino.» 

Salimos  del  cuarto;  Antonio  cerró  la  puer- 
ta con  llave,  que  escondió  luego  debajo  de 
una  baldosa,  en  un  rincón  del  pasillo.  «Es- 
pérame en  la  calle,  hermano,  mientras  voy 
a  la  cuadra  a  buscar  las  caballerías.-»  Le 
obedecí.  El  sol  no  había  salido  aún;  el  frío 
era  cortante;  pero  la  luz  grisácea  del  alba 
me  permitía  ya  distinguir  los  objetos  con 
suficiente  claridad.  No  tardé  en  oír  las  pisa- 
das de  los  animales,  y  un  momento  después 
apareció  Antonio  llevando  el  caballo  por  la 
brida;  el  macho  iba  detrás.  Miré  al  caballo  y 
no  pude  contener  un  .novimiento  de  asom- 
bro. Hasta  donde  ni  o  lué  posible  examinar- 
lo, me  pareció  el  bicho  más  raro  que  había 
visto  en  mi  vida.  Era  de  espectral  blancura, 
muy  corto  de  cuerpo,  pero  con  unas  patas 
de  desmesurada  longitud,  y  altísimo  de 
cruz.  «Estás  mirando  el  grasti — dijo  Anto- 
nio— .  Tiene  diez  y  ocho  años,  pero  es  el 
mejor  de  Chim  del  Manró^  ni  más  ni  menos; 
hace  mucho  tiempo  que  le  tenía  echado  el 


'     Lio  Lil:  papel,  carta,  libro. 
'     Aguardiente. 


i82  B  o  R  R  o  W 

ojo,  y  le  compré  para  emplearlo  en  los  ne- 
gocios de  Egipto.  Monta,  hermano,  monta, 
y  dejemos  ]os  foros  i;  ya  van  a  abrir  la  puer- 
ta de  la  ciudad  >> 

Cerró  la  de  su  casa^  y  se  guardó  la  llave 
en  la  faja.  Menos  de  un  cuarto  de  hora  des- 
pués, habíamos  dejado  Badajoz  a  nuestra 
espalda.  «No  me  parece  rruy  bueno  este  ca- 
ballo—  dije  a  Antonio,  cuando  íbamos  ya 
por  el  campo — .  Apenas  si  puedo  hacerle 
andar.» 

«Fs  el  caballo  más  ligero  que  hay  en 
Ckim  del Manró,  hermano — dijo  Antonio — . 
Lo  mismo  al  galope  que  al  trote  largo  nin- 
guno le  aventaja;  pero  tiene  diez  y  ocho 
años  y  las  co /unturas  entumecidas,  sobre 
todo  por  la  mañana;  pero  deja  que  entre  en 
calor  y  que  el  genio  del  viejo  reviva,  y  no 
podrás  contenerlo  con  el  freno  ni  con  la  bri- 
da. Ese  caballo  lo  compré  para  los  asuntos 
de  Egipto,  hermano.» 

A  eso  del  mediodía  llegamos  a  una  aldea, 
en  las  inmediaciones  de  un  cerro  pedregoso. 
«Aquí  no  hay  casa  Calo — dijo  Antonio — ; 
tenemos  que  ir  a  la  posada  de  los  Busne\ 
donde  comeremos  todos,  hombres  y  bes- 
tias.» Entramos  en  la  cocina,  nos  sentamos 
a  la  mesa  y  pedimos  pan  y  vino.  Había  en 
la  cocina  dos  individuos  de  mala  catadura, 
fumando  unos  cigarros;  y  como  se  me  ocu- 

1     Foro:  pueblo,  ciudad. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         183 

rriera  decir  no  sé  qué  cosa  a  Antonio  en 
caló^  uno  de  aquellos  tipos,  notable  por  sus 
inmensos  bigotes,  exclamó:  «^Qué  es  lo  que 
oigo?  ^Te  atreves  a  hablar  en  caló  delante  de 
mí,  que  soy  chalan  y  nacional?  Malditos  gi- 
tanos, ^cómo  os  atrevéis  a  entrar  en  esta/í>- 
sada  y  a  hablar  en  esa  lengua  delante  de  mí^" 
^No  está  prohibida  por  la  ley,  como  os  está 
prohibido  entrar  en  el  mercado)  Amigo, 
como  vuelva  yo  a  oír  de  tu  boca  una  pala- 
bra en  caló  te  muelo  los  huesos  a  palos,  y 
de  un  puntapié  vas  volando  al  tejado.» 

«Haría  usted  muy  bien — dijo  su  compa- 
ñero— ,  porque  la  insolencia  de  estos  gita- 
nos es  ya  inaguantable.  Estando  en  Mérida 
o  Badajoz,  voy  al  mercado,  y  allí  me  veo  en 
un  rincón  a  los  malditos  gitanos  charlando 
en  una  lengua  ininteligible.  «Señor  gitano 
— le  digo  a  uno  de  ellos — ,  ¿cuánto  quiere 
usted  por  ese  burro?»  «Diez  duros.  Caballe- 
ro nacional^  me  responde.  Es  el  mejor  burro 
de  toda  España.»  «Quisiera  verlo  andar» 
—  replico  yo  —  .  «Ahora  mismo»  —  con- 
testa— ,  y  salta  sobre  el  burro  y  le  hace 
salir  andando,  no  sin  haberle  murmurado 
antes  al  oído  no  sé  qué  cosas  en  caló\  el 
burro  tenía  un  paso  magnífico,  como  yo  no 
había  visto  otro.  «Creo  que  me  conviene» 
— digo  al  fin,  y  después  de  examinarlo  un 
rato,  saco  el  dinero  y  le  pago — .  «Me  voy  a 
mi  casa» — dice  el  gitano,  y  desaparece  rápi- 
damente— .  «Y  yo  a  mi  pueblo» — contesto 


i84  B  O  R  R  O  W 

yo — ,  y  montado  en  el  burro,  le  digo:  Va- 
monos^ pero  el  burro  se  está  quieto.  En  vano 
le  arreo  con  una  varita.  «,jQué  significa  esto?> 
— exclamo — ;  y  me  pongo  a  darle  espola- 
zos. Pero  el  maldito,  apenas  siente  la  pica- 
dura, al  primer  corcovo  me  tira  por  las  orejas 
en  medio  del  fango.  Me  pongo  en  pie  y  veo 
al  burro  contemplándome  atentamente,  y  a 
la  canaille  gitana  mirándome  de  través  con 
sus  ojos  velados.  «^Dónde  está  el  tunan- 
te que  me  ha  vendido  esta  alhaja?» — grito — . 
«Se  ha  ido  a  Granada» — dice  uno — .  <Se  ha 
ido  a  ver  a  su  familia  de  Morería» — añade 
otro — .  «Le  acabo  de  ver  corriendo  por  el 
campo  en  dirección  de...  perseguido  muy 
de  cerca  por  el  diablo»  —  exclama  un  terce- 
ro— .  En  suma,  me  han  robado.  Quiero  des- 
hacerme del  burro,  pero  no  hay  quien  lo 
compre;  es  un  burro  caló^  y  todos  le  hu- 
yen. Al  cabo,  los  gitanos  me  ofrecen  trein- 
ta reals  por  él;  y  después  de  regatear  mu- 
cho, me  doy  por  contento  vendiéndoselo 
en  dos  duros.  Todo  ello  es  una  pura  estafa; 
el  burro  vuelve  a  su  dueño  y  la  cuadrilla  se 
reparte  la  ganancia;  es  una  infamia  que  se 
evitaría,  a  mi  parecer,  con  sol©  prohibir  ha- 
blar el  caló\  porque,  ,jqué  otra  cosa  sino  las 
palabras  en  caló  dichas  a  su  oído,  pudo  in- 
ducir al  jumento  a  portarse  de  tan  inconce- 
bible manera?» 

Ambos  parecían  completamente  conven- 
cidos de  la  exactitud  de  es^a  conclusión,  y 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         185 

continuaron  fumando  hasta  consumir  los 
cigarros;  entonces  se  levantaron,  se  atusa- 
ron las  patillas,  nos  miraron  con  fiero  des- 
den, y  arrojando  ál  suelo  las  puntas  de  los 
cigarros,  salieron  de  la  habitación  a  paso 
largo. 

—  Esta  gente  no  me  parece  muy  amiga 
de  los  gitanos  ni  del  lenguaje  caló — dije  a 
Antonio  cuando  los  dos  matones  se  fueron. 

—  Malos  muermos  les  cojan  los  hocicos 
—dijo  Antonio — .  Ya  se  ve  que  algunos  de 
los  nuestros  los  han  jonjabadoed  ^.  Sin  em- 
bargo, has  hecho  mal,  hermano,  en  hablar- 
me en  caló  en  estdi  posada;  es  lenguaje  pro- 
hibido, porque,  como  ya  te  he  dicho,  el  rey 
ha  destruido  la  ley  de  los  Calés  ^.  Vamonos 
de  aquí,  hermano,  antes  que  esos j'uníuríes  ^ 
nos  echen  encima  a  la  Justicia. 

Al  atardecer  llegábamos  cerca  de  un  pue- 
blo grande. 

—  Esta  es  Mérida — dijo  Antonio — ,  que, 
según  cuentan  los  busne\  fué  antaño  una 
gran  ciudad  de  los  corahai  ^;  pasaremos 
aqu''  la  noche,  y  quizás  dos  o  tres  días,  por- 
que tengo  que  arieglar  algunos  asuntos  de 
Egipto.  Ahora,  hermano,  échate  a  un  lado 

1  Engañado.  Terminación  inglesa  añadida  a  la 
terminación  española  de  la  palabra  romaniyc;í/'a- 
bary  engañar.  Jojana:  engaño. 

2  El  crallis  ha  nicobado  la  liri  de  los  Calés. 

3  Juntuno:  espía. 
*     Los  moros. 


i86  B  O  R  R  O  W 

del  camino  con  el  caballo,  y  espera  junto  a 
esa  tapia  hasta  mi  vuelta.  Tengo  que  adelan- 
tarme para  ver  cómo  están  las  cosas. 

Me  apeé  del  caballo  y  me  senté  en  una 
piedra,  junto  a  la  pared  en  ruinas  indicada 
por  Antonio.  El  sol  declinaba  y  el  viento 
era  muy  sutil;  me  arropé  bien  en  una  capa 
de  gitano,  andrajosa  y  vieja,  que  Antonio 
me  dio,  y  como  sentía  algún  cansancio,  caí 
en  un  sopor  que  duró  casi  una  hora. 

—  ^Es  su  merced  el  Caloró  de  Londres? — 
dijo  muy  cerca  de  mí  una  voz  desconocida. 

Me  desperté  sobresaltado;  vi  un  rostro  de 
mujer  casi  debajo  del  ala  de  mi  sombrero. 
A  pesar  de  la  poca  luz,  observé  que  sus  fac- 
ciones eran  horriblemente  feas,  casi  negras; 
pertenecían  a  una  gitana  vieja,  lo  menos  de 
setenta  años,  que  se  apoyaba  en  un  palo. 

—  ^Es  su  merced  el  Caloró  de  Londres? — 
repitió. 

—  Yo  soy  el  que  usted  busca.  ^Y  An- 
tonio? 

—  Curelando,  curelando;  baribustres  cú- 
relos terela  i  — dijo  la  vieja—.  Venga  con- 
migo. Caloró  de  mi  garlochín  2,  venga  con- 
migo a  mi  ker  3;  en  seguida  llegamos. 

Eché  por  el  camino,  detrás  de  la  gitana, 


1  Negociando,  negociando;  tiene  muchos  ne- 
gocios que  hacer. 

2  Corazón. 

3  O  Quer:  Casa. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         187 

hasta  llegar  a  la  ciudad,  ruinosa  y  medio 
desierta;  remontamos  una  calle,  torcimos 
luego  por  una  callejuela  angosta  y  lóbrega, 
y,  a  poco,  mi  guía  abrió  la  puerta  de  una 
casa  bastante  capaz  y  muy  estropeada. 

—  Entra — me  dijo. 

—  ^Y  el  gras? — pregunté. 

—  Hazle  entrar  también,  chabó  ^  mío;  en 
la  cuadra,  aunque  pequeña,  hay  sitio  para 
el  gras. 

Atravesamos  un  vasto  patio,  y  nos  de- 
tuvimos ante  una  puerta  muy  ancha. 

—  -  Entra,  hijo  de  Egipto — dijo  la  bruja  —; 
entra;  esa  es  la  cuadra. 

—  Esto  está  más  negro  que  la  pez — dije 
yo — ,  y  es  muy  a  propósito  para  lo  que  yo 
me  sé;  trae  una  luz,  o  no  entro. 

—  Dame  el  solabarri  2 — respondió  la  vie- 
ja— ,  y  yo  encerraré  el  caballo,  chabó  de 
Epipto,  y  le  ataré  al  pesebre. 

Entró  con  él  en  la  cuadra,  y  la  oí  trajinar 
en  la  oscuridad;  no  tardé  en  oír  rebullirse 
también  al  caballo. 

—  Grasti  terelamos  3— dijo  la  gitana,  al 
reaparecer  con  la  brida  en  la  mano — .  El 
caballo  se  ha  soltado  él  solo;  a  pesar  del 
viaje  no  se  ha  resentido.  Ahora,  Caloró  mío, 
vamos  a  mi  casita. 


'     Chabó,  chabé,  chaboró:  mozo,  joven,  individuo. 

»    Brida. 

*     Terciar:  atar. 


i88  B  O  R  R  O  W 

Entramos  en  la  casa,  en  un  aposento  muy 
capaz  y  tenebroso,  donde  no  había  otra  luz 
que  el  débil  resplandor  de  un  brasero,  pues- 
to al  fondo,  junto  ai  que  se  acurrucaban  dos 
bultos  oscuros. 

—  Estas  son  callees  ^ — dijo  la  gitana  vie- 
ja— .  Una  es  mi  hija;  la  otra  es  su  chahi  ^. 
Siéntate,  Caloró  de  Londres,  y  que  te  oiga- 
mos el  metal  de  la  voz. 

Miré  en  busca  de  una  silla,  pero  no  la 
había;  cerca  de  mí,  empero,  descubrí  en  el 
suelo  el  remate  de  una  columna  rota;  ro- 
dándolo, lo  acerqué  al  brasero^  y  me  senté. 

—  Esta  caí^a  es  muy  hermosa,  madre  de 
los  gitanos — dije  yo,  por  satisfacer  su  dese^'> 
de  oírme  hablar — .  Es  muy  hermosa,  pero 
algo  fría  y  húmeda;  por  lo  grande  puede 
servir  de  sobra  para  alojar  a  los  hundu- 
nares  ^. 

—  Hay  muchas  casas  de  sobra  en  estos 
foros^  muchas   casas   de   sobra   en   Mériaa, 

Caloró  de  Londres,  algunas  tal  como  las  de- 
jaron los  corakanós  •^.  ¡Ah!  Qué  gran  pueblo 
son  ios  corakanós.  Muchas  veces  me  entran 
ganas  de  volver  otra  vez  a  su  chim. 

—  ¡Cómo!  Madre — dije  yo — ,  ^has  estado 
en  tierra  de  moros? 


1  Callee,  calli,  fem.  de  caló. 

2  Muchacha;  fem.  de  chabd. 

3  Soldados. 

*  Corahano:  moro;  fem.  corahani. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         189 

—  Dos  veces,  Caloró  mío,  dos  veces  he 
estado  en  la  tierra  de  los  Corahai.  La  prime- 
ra vez,  hace  más  de  cincuenta  años;  enton- 
ces estaba  yo  con  los  sesé  1,  porque  mi  ma- 
rido era  soldado  del  Crallis  de  España,  y 
Oran  pertenecía  en  aquellos  tiempos  a  Es- 
paña. 

—  Entonces  no  estuviste  con  los  verda- 
deros moros,  sino  con  ios  españoles  que 
ocupaban  una  parte  de  su  país. 

—  Estuve  con  los  verdaderos  moros,  mi 
Caloró  de  Londres.  ¿Quién  conoce  a  los 
moros  mejor  que  yo.í*  Hace  unos  cuarenta 
años  estaba  yo  con  mi  ro  2,  en  Ceuta,  por- 
que era  soldado  del  rey,  cuando  un  día  me 
dijo:  «Estoy  cansado  de  vivir  aquí,  que  no 
hay  pan,  y  agua  menos  aún;  he  decidido  es- 
caparme y  volverme  corahanó;  esta  noche 
mataré  al  sargento  y  huiré  al  campo  moro.> 

—  Hazlo — respondí — ,  chahó  mío,  y  en 
cuanto  pueda  te  seguiré  y  me  haré  corahani. 

Aquel  a  misma  noche  mató  a  su  sargen- 
to, que  cinco  años  antes  le  había  llamado 
Caló,  y  le  había  maldecido;  echó  a  correr, 
saltó  por  la  muralla,  y  sin  que  le  tocaran  los 
tiros  que  le  tiraron,  se  puso  en  salvo  en  la 
tierra  de  los  corahai.  Yo   me  quedé  en  el 


^     Pl.  de  seso:  español. 

2  Ro^  ro7n:  marido;  un  gitano  casado.  Roma,  los 
maridos,  nombre  genérico  del  pueblo  gitano,  o 
Romani. 


ijo  B  o  R  R  o  W 

presidio  de  Ceuta,  de  cantinera,  vendiendo 
vino  y  repañi  a  los  soldados.  Dos  años  pa- 
saron sin  tener  noticias  de  mi  ro.  Un  día 
entró  en  mi  cachimani  ^  un  desconocido;  iba 
vestido  como  un  cotahanó^  pero  más  pare- 
cía un  callardó  2;  y,  sin  embargo,  tampoco 
era  un  callardó^  a  pesar  de  ser  casi  negro; 
según  estaba  mirándole,  pensé  que  se  pare- 
cía un  poco  a  los  del  Errate^  y  me  dijo: 
*.Zincali  ^;  chachipé^t  *;  luego,  en  una  lengua 
tan  rara  que  apenas  le  pude  entender,  me 
dijo  al  oído.  «Tu  marido  está  esperándote; 
ven  conmigo,  hermanita,  y  te  llevaré  con 
él.»  «^Dónde  está?» — pregunté — .  Y  seña- 
lando hacia  el  Poniente,  dijo:  «Está  por  allá, 
muy  lejos;  ven  conmigo;  tu  ro  te  espera.» 
Tuve  un  poco  de  miedo,  pero  me  acordé  de 
mi  marido,  y  ya  deseé  verme  en  la  tierra  de 
los  corahai;  tomé,  pues,  el  poco  parné  ^  que 
tenía,  eché  la  llave  al  cachimani  y  me  fui 
con  el  desconocido.  En  la  puerta  nos  dio  el 
alto  el  centinela;  pero  le  convidé  a  repañi^  y 
nos  dejó  pasar;  en  un  instante  llegamos  a 
la  tierra  de  los  corahai.  A  una  legua  de  la 
ciudad,  al  pie  de  un  cerro,  encontramos  a 
cuatro   personas,   hombres   y  mujeres,  tan 

^     Taberna. 

2  Mulato. 

3  Gitanos. 

*     La  verdad. 

5     Partió:  blanco;  parné:  moneda  de  plata.  En 
general:  dinero. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


191 


negros  como  mi  desconocido  guía,  y  se 
unieron  á  nosotros,  saludándome,  y  llamán- 
dome hermanita.  Eso  fué  lo  único  que  en- 
tendí de  toda  su  habla,  que  era  muy  cerra- 
da. Quitáronme  las  ropas  que  llevaba  y  me 
dieron  otras,  con  las  que  me  vestí  como  una 
corahani;  y  luego  emprendimos  la  marcha, 
que  duró  muchos  días,  por  desiertos  y  al- 
deas; más  de  una  vez  me  pareció  encontrar- 
me entre  los  del  Errate^  porque  sus  cos- 
tumbres eran  las  mismas;  los  hombres  que 
rían  hokkawar  con  mulos  y  burros;  las  mu- 
jeres decían  bají  ^.  Al  cabo  llegamos  a  una 
ciudad  grande,  y  el  hombre  negro  que  me 
había  ido  a  buscar,  dijo;  «Entra  ahí,  herma- 
nita, y  encontrarás  a  tu  ro.-*  Me  llegué  a  la 
puerta,  y  vi  estar  dentro  un  co r a hanó  dirmdi- 
mado;  le  miré  a  la  cara,  y  reconocí  a  mi 
marido. 

Era  aquella  una  ciudad  muy  extraña,  lle- 
na de  gentes  que  habían  sido  antes  cando- 
ré  2,  pero  renegadas  y  convertidas  en  cora- 
hai.  Había  allí  sesé  y  laloré  ^  y  hombres  de 
otras  naciones,  y  entre  ellos  algunos  del 
Errate  de  mi  mismo  país;  todos  eran  sóida- 
dos  del  Crallis  de  los  corahai^  y  le  servían 
en  sus  guerras.  Mucho  tiempo  estuve  con 
mi  ro  en  aquella  ciudad,  yendo  a  veces  con 


^     Fortuna.  Penar  baji:  decir  la  buena  ventura. 

2  Pl.  de  Candory:   cristiano. 

3  Portugueses. 


1^2  B  O  R  R  O  W 

él  a  las  guerras;  muchas  veces  le  pregunté 
acerca  de  los  hombres  negros  que  me  ha- 
bían llevado  hasta  allí,  y  me  dijo  que  había 
tenido  algunos  tratos  con  ellos,  y  los  creía 
del  Et'rate.  En  fin,  hermano,  para  no  alar 
gar,  a  mi  marido  le  mataron  en  la  guerra, 
delante  de  una  ciudad  sitiada  por  el  rey  de 
los  corahai^  yo  quedé  piulí  i,  y  volví  a  la 
ciudad  de  los  renegados,  como  la  llamaban, 
y  me  gané  la  vida  como  pude.  Un  día,  es- 
tando yo  sentada,  llorando,  se  me  plantó 
delante  el  mismo  hombre  negro  a  quien  no 
había  vuelto  a  ver  desde  el  día  que  me  llevó 
a  juntarme  con  mi  r¿>,  y  me  dijo:  «Ven  con- 
migo, hermanita,  ven  conmigo;  el  ro  está 
muy  cerca.»  Fui  con  él,  y  fuera  de  la  ciu- 
dad, en  el  desierto,  estaban  los  mismos 
hombres  y  mujeres  negros  que  la  otra  vez 
había  visto.  «^Dónde  está  mi  ro}> — pregun- 
té.—  «Aquí  está,  hermanita — dijo  el  hom- 
bre negro — ,  aquí  está;  desde  hoy  yo  soy 
el  ro^  y  tú  la  romi  2.  Ven,  y  vamonos  de 
aquí,  que  no  faltan  quehaceres.» 

Me  marché  con  él,  y  fué  mi  r¿?,  y  vivimos 
por  los  desiertos  y  hokkawared  y  choried,  y 
dije  bají;  yo  pensaba:  «Esto  me  gusta;  se 
guramente  estoy  entre  los  del  Errate^  en  un 
país  mejor  que  el  mío.»  Muchas  veces  les 
pregunté  si  eran  del  Errate^  y  se  reían,  di- 


1  Viuda. 

2  Gitana  casada. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         193 

ciéndome  que  muy  bien  podía  ser  por- 
que no  eran  corakai;  pero  nunca  me  dieron 
más  clara  cuenta  de  sí. 

Bueno;  esto  duró  unos  cuantos  años,  y 
tuve  del  hombre  negro  tres  chai  ^;  dos,  mu- 
rieron; pero  la  más  joven,  vive;  es  la  Calli 
que  estás  viendo  al  lado  del  brasero.  Así 
vivíamos  errantes,  y  choried^  y  decíamos 
bají.  Ocurrió  que  una  vez,  en  tiempo  de  in- 
vierno, nuestra  pandilla  intentó  atravesar  un 
río  muy  ancho  y  muy  profundo,  como  mu- 
chos otros  que  hay  en  Chim  del  Corahai^  y 
el  bote  volcó  con  la  rapidez  de  la  corriente, 
y  todos  se  ahogaron  menos  yo  y  mi  chabi, 
a  quien  llevaba  en  el  seno.  Ya  no  me  que- 
daba ningún  amigo  entre  los  corahai;  fui 
errante  por  los  despoblados^  implorando  y 
llorando  hasta  quedarme  casi  lili  2.  De  este 
modo  llegué  a  la  costa;  allí  hice  amistad  con 
el  capitán  de  un  barco,  y  volví  a  esta  tierra 
de  España.  Ahora  que  estoy  aquí,  deseo 
muchas  veces  volver  a  vivir  con  los  corahai.^* 

Al  llegar  aquí,  rompió  a  reír  a  carcajadas, 
y  así  estuvo  un  rato  largo;  cuando  se  cansó, 
les  llegó  el  turno  de  reír  a  su  hija  y  a  su 
nieta;  y  tanto  rieron,  que  las  tuve  a  todas 
por  locas. 

Horas  y  horas  fueron  pasando,  y  aun  es- 
tábamos acurrucados  junto  al  brasero^  del 


^     Pl.  irreg.  de  chabó. 

2     Fem.  de  liló:  tonto,  loco. 


13 


194  B  O  R  R  O  W 

que  todo  calor  había  volado  mucho  tiempo 
hacía;  el  leve  fulgor  que  iluminaba  el  apo- 
sento también  desapareció;  sólo  quedaba 
en  el  brasero  un  rescoldo  moribundo.  La 
habitación  estaba  en  las  más  densas  tinie- 
blas; las  tres  mujeres  permanecían  inmóviles 
y  en  silencio;  sentí  un  escalofrío,  y  empecé 
a  encontrarme  a  disgusto. 

—  ^Vendrá  aquí  Antonio  esta  noche? — 
pregunté  al  fin. 

—  No  tenga  usted  cuidao^  mi  Caloró  de 
Londres — dijo  la  gitana  vieja  con  tono  de- 
sabrido— .  Pepindorio  ^  ha  estado  aquí  al- 
guna vez. 

Ya  iba  a  levantarme,  con  intención  de 
huir  de  la  casa,  cuando  sentí  posarse  una 
mano  en  mi  hombro,  y  oí  la  voa  de  Anto* 
nio,  que  decía: 

—  No  te  asustes,  hermano;  soy  yo.  Pron- 
to traerán  luz,  y  cenaremos. 

La  cena  fué  bastante  frugal:  pan,  queso  y 
aceitunas;  Antonio,  empero,  sacó  una  bota 
de  excelente  vino.  Despachamos  los  man- 
jares a  la  luz  de  una  lámpara  de  barro  pues- 
ta en  el  suelo. 

—  Ahora — dijo  Antonio  a  la  más  joven 
de  las  tres  mujeres  —  tráeme  el  pajandi  ^^ 
que  voy  a  cantar  una  gachapla  ^ 


^  Antonio. 
'  Guitarra. 
•     Copla. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        195 

La  muchacha  trajo  la  guitarra,  y  el  gita- 
no, después  de  templarla  con  cierto  trabajo, 
rascó  vigorosamente  las  cuerdas  y  se  puso 
a  cantar; 

— Gitano,  ipor  qué  vas  preso? 
— Señor,  por  cosa  ninguna: 
Porque  he  cogió  un  rama 
Y  etrás  se  bino  una  muía. 

Caminito  de  Antequera 
Preso  llevan  a  un  gitano. 
Porque  se  encontró  una  capa 
Antes  de  perderla  el  amo. 

El  canto  y  la  música  duraron  mucho  tiem- 
po. Las  dos  mujeres  jóvenes  no  se  cansaban 
de  bailar,  mientras  la  vieja  hacía  a  veces 
restallar  sus  dedos  o  medía  el  compás  gol- 
peando en  el  suelo  con  el  palo.  Al  fin,  An- 
tonio, soltó  bruscamente  la  guitarra,  y  dijo: 

—  Veo  que  el  Caloró  de  Londres  está 
cansado;  basta,  basta;  mañana  continuare- 
mos. Ahora  vamonos  al  charipé  ^. 

—  Con  muchísimo  gusto  —  dije  yo  — . 
¿Dónde  vamos  a  dormir? 

—  En  la  cuadra,  en  el  pesebre.  Aunque 
en  la  cuadra  haga  frío,  estaremos  bastante 
abrigados  en  el  bufa  2.  * 


*  Borrow  se  detuvo  en  Mérida  por  la  boda 
gitana  descrita  en  Th&  Zincali.  (Knapp). 

*  Cama. 

*  Pesebre. 


CAPÍTULO  X 

La  nieta  de  la  gitana.  —Proyecto  matrimonial. — 
El  alguacil. — El  ataque. — Trote  largo. — Llegada 
a  Trujillo. — Noche  de  lluvia. — La  selva. — El  vi- 
vac.—  ¡Levántate  y  anda! — Jaraicejo.  —  El  Na- 
cional.— El  caballero  Balmerson. — Entre  jara- 
les.— Una  conversación  seria. — ¿Qué  es  la  ver- 
dad?— Noticia  inesperada. 

TRES  días  estuvimos  en  casa  de  las  gitanas. 
Todas  las  mañanas,  muy  temprano, 
Antonio  se  marchaba,  montado  en  el  ma- 
cho, y  volvía  ya  muy  entrada  la  noche.  La 
casa  era  grande  y  estaba  ruinosa;  la  única 
parte  habitable,  además  de  la  cuadra,  era 
aquella  especie  de  zaguán  donde  cenamos, 
y  en  el  que  dormían  las  gitanas,  en  unos 
felpudos  y  colchonetas  puestos  en  un  rin- 
cón. Una  mañana,  cuando  Antonio  ensilla- 
ba el  macho  y  se  disponía  a  partir,  supuse 
yo,  por  los  negocios  de  Egipto,  le  dije: 

—  Esta  casa  es  muy  extraña,  y  no  lo  es 
menos  la  gente  que  vive  en  ella.  La  gitana 
abuela  tiene  todo  el  aspecto  de  una  sowanee^. 

1    Hechicera. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        197 

—  ¿Cómo  el  aspecto?  —  exclamó  Anto- 
nio— .  ¿Pues  acaso  no  lo  es?  Más  cosas 
ocultas  y  más  palabras  misteriosas  sabe 
que  todo  el  Errate  de  aquí  y  de  Cataluña. 
Ha  vivido  en  tierra  de  moros,  y  sabe  hacer 
más  draos  1,  venenos  y  filtros  que  ninguna 
persona  viviente.  Una  vez  hizo  una  especie 
de  pasta,  y  me  convenció  de  que  la  proba- 
ra; poco  después  sentí  como  si  el  alma  se 
me  separase  del  cuerpo,  y  estuve  una  noche 
entera  vagando  por  montes  y  selvas  horri- 
bles, entre  monstruos  y  duendes.  En  la  tierra 
de  los  corahai  aprendió  muchas  cosas  que 
ya  quisiera  yo  saber. 

—  ¿Hace  mucho  tiempo  que  la  conoces? 
Estás  en  esta  casa  como  en  la  tuya. 

—  ¿Que  si  la  conozco?  Mi  hermano  se 
casó  con  la  hija,  la  Callí  negra,  de  quien 
tuvo  esa  chabí  hace  diez  y  seis  años,  poco 
antes  de  ser  ahorcado  por  los  busné. 

Por  la  tarde,  hallándome  sentado  en  el 
zaguán  con  la  gitana  vieja,  mientras  las  dos 
Callees  andaban  por  la  ciudad  y  sus  cerca- 
nías diciendo  la  buenaventura,  su  principal 
ocupación,  me  dijo  la  vieja: 

—  ¿Estás  casado,  mi  caloró  de  Londres? 
¿Eres  un  ró} 

Yo:  ¿Por  qué  me  lo  preguntas,  o  Dai  de 
los  Calés?  2. 

í     Venenos. 


2 


Oh  madre  de  los  gitanos! 


igS  B  O  R  R  O  W 

La  gitana  vieja:  Porque  ya  es  tiempo  de 
que  la  chabí  pierda  su  lacha  ^  y  tenga  un  ró. 
Lo  mejor  que  puedes  hacer  es  tomarla  por 
romi^  mi  caloró  de  Londres. 

Yo:  Soy  extranjero  en  estas  tierras,  oh 
madre  de  los  gitanos,  y  apenas  puedo  ganar 
para  mí,  menos  aun  para  una  romí. 

La  gitana:  No  necesita  que  nadie  la  man- 
tenga, mi  caloró  de  Londres;  siempre  que 
quiera  puede  ganar  para  ella  y  su  ró.  Sabe 
hokkawar^  decir  hají,  y  pocos  la  igualan  en 
robar  a  paste sas  2.  Una  vez  en  Madrilati^ 
adonde,  según  me  han  dicho,  vas  tú,  ganaría 
mucho  dinero;  debes  llevarla  allá,  porque  en 
estos  foros  está  nahi  ^,  no  se  puede  ganar 
nada;  pero  en  los  foros  baró  ^  sería  otra 
cosa:  iría  vestida  de  lachipe  ^  y  sonacai  ^,  y 
tú  tendrías  un  buen  gra  negro  para  montar; 
después  de  ganar  mucho  dinero  podríais 
volver  aquí  y  vivir  como  Crallis  y  todo  el 
Errate  de  Ckim  del  Manró^  doblaría  ante 
vosotros  la  cabeza.  ^Qué  dices,  mi  caloró  de 
Londres,  qué  dices  de  este  plan? 

Yo:  Me  parece  muy  acertado,  madre;  al 
menos,  no  faltarán  gentes  que  lo  encuentren 
tal;  pero  yo  soy  de  otro  ckim^  ya  lo  sabes, 

1  Doncellez. 

*  Con  las  manos. 
8  Perdida? 

*  Grande. 
"  Seda. 

«     Oro. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         199 

y  no  me  siento  inclinado  a  pasar  toda  mi 
vida  en  este  país. 

La  gitana'.  Entonces  vuelve  a  tu  tierra, 
Caloró  mío,  la  chabí  puede  cruzar  el  paíií  ^, 
^No  puede  hacer  negocio  en  Londres  con  los 
otros  Caloré}  ^  por  qué  no  os  vais  a  la  tie- 
rra de  los  Corahai?  En  tal  caso,  yo  os  acom- 
pañaba; yo  y  mi  hija,  la  madre  de  la  chabí. 

Yo:  ¿Y  qué  íbamos  a  hacer  en  la  tierra  de 
los  Corahai}  Creo  que  es  un  país  pobre  y 
salvaje. 

La  gitana:  ¡El  Caloró  á^  Londres  me  pre- 
gunta lo  qu=i  íbamos  a  hacer  en  la  tierra  de 
los  Corahai!  ¡Aromalil  2.  Empiezo  a  creer 
que  estoy  hab  ando  con  un  lilipeyídi  ^.  ^'Es 
que  no  hay  allí  caballos  para  chore}  Sí,  los 
hay,  y  mejores  que  los  de  esta  tierra,  y 
asnos  y  muías.  En  la  tierra  de  los  Corahai 
puedes  hokkawar  y  chore  tanto  como  aquí  o 
en  tu  tierra,  o  no  eres  Caloró.  ^No  podéis 
uniros  a  la  gente  negra  que  vive  en  los  des- 
poblados? Sí  que  podéis,  y  muy  contentos 
que  se  pondrían  teniendo  con  ellos  unos 
Errate  de  España  y  de  Londres.  Tengo  se- 
tenta años,  pero  no  quiero  morirme  en  este 
Chim^  sino  allá  lejos,  donde  duermen  mis 
dos  roms.  Llévate  a  la  chabí  a  Madrilati  a 
ganar  el  parne\  y  cuando  lo  hayáis  ganado, 

*  Agua. 

*  Verdaderamente. 
'     Simple. 


20O  B  O  R  R  O  W 

vuelve  aquí  y  daremos  un  banquete  a  todos 
los  Busné  de  Mérida  y  les  echaré  drao  en  la 
comida  y  reventarán  como  perros...  En 
cuanto  hayan  comido,  los  dejaremos,  para 
ir  a  la  tierra  del  Moro,  mi  Caloró  de  Lon- 
dres. 

Durante  todo  el  tiempo  que  estuve  en 
Mérida,  no  me  moví  de  casa  de  las  gitanas, 
ateniéndome  al  parecer  de  Antonio,  que  me 
aconsejó  esa  conducta  como  la  más  conve- 
niente. El  tiempo  se  me  hacía  un  poco  pe- 
sado, pues  mi  única  diversión  era  conversar 
con  las  mujeres,  y  con  Antonio  cuando  vol- 
vía por  la  noche.  En  estas  tertulias^  la  abuela 
era  la  oradora  principal,  y  me  llenaba  de 
asombro  narrándome  maravillosas  historias 
de  la  tierra  del  moro,  fugas  de  presidio, 
robos  y  una  o  dos  aventuras  de  envenena- 
miento, en  las  que  se  había  visto  complica- 
da, según  me  dijo,  en  su  primera  juventud. 

Había,  a  veces,  en  sus  ademanes  y  moda- 
les algo  muy  singular;  en  más  de  una  oca- 
sión observé  que,  en  lo  más  animado  de  su 
charla,  se  callaba  de  pronto,  quedábase  mi- 
rando fijamente  al  espacio,  y  extendía  las 
manos  como  si  quisiera  rechazar  a  un  ser 
invisible;  girábanle  horriblemente  los  ojos 
en  las  órbitas,  y  una  vez  cayó  de  espaldas, 
con  fuertes  convulsiones,  sin  que  su  hija  y 
su  nieta  hicieran  gran  caso  de  ello,  limitán- 
dose a  decir  que  estaba  lili  y  que  pronto 
volvería  en  su  acuerdo. 


LA    BIBLIA   EN    ESPAÑA        201 

Al  anochecer  del  tercer  día,  cuando  las 
tres  mujeres  y  yo  estábamos  sentados  en 
torno  del  brasero  conversando  según  cos- 
tumbre, entró  en  la  habitación  un  tipo  de 
miserable  aspecto,  envuelto  en  una  capa 
mugrienta.  Fué  derecho  al  sitio  donde  está- 
bamos, sacó  un  cigarro  de  papel,  lo  encen- 
dió en  las  ascuas,  y,  después  de  tirarle  un 
par  de  chupadas,  me  miró,  y  dijo: 

—  Carracho^  ¿quién  es  este  nuevo  com- 
pañero? 

En  el  acto  comprendí  que  el  recién  llega- 
do no  era  gitano;  las  mujeres  no  dijeron 
nada,  pero  oí  a  la  abuela  rezongar  como  un 
gato  viejo  cuando  le  incomodan.  El  indivi- 
duo repitió: 

—  Carracho^  ^cómo  ha  venido  aquí  este 
compañero? 

—  No  le  pénela  chi^  min  chahoró — me  dijo 
en  voz  baja  la  Callee  negra — ;  sin  un  balicho 
de  los  ckineles  ^.  Y,  volviéndose  al  pregun- 
tante, continuó  en  voz  alta:  Es  uno  de  los 
nuestros  que  viene  con  matute  de  Portugal 
y  a  ver  a  sus  hermanos  de  aquí. 

—  Entonces  me  dará  algo  de  tabaco  — 
respondió  el  individuo — .  Supongo  que  ha- 
brá  traído. 

—  No  tiene  tabaco — dijo  la  Callee  ne- 
gra— .  No  ha  traído  más  que  hierro  viejo.  El 


'     No  le  digas  nada,  mozo  mío;  es  un  perro 
alguacil. 


202  B  O  R  R  O  W 

único  tabaco  que  hay  en  casa  es  este  ciga- 
rro; tómalo,  te  lo  fumas,  y  te  vas. 

Al  decir  esto,  se  sacó  un  cigarro  del  za- 
pato y  se  lo  ofreció  al  alguazil, 

—  No  me  voy — dijo  éste  guardándose  el 
cigarro — .  Tenéis  que  darme  algo  mejor. 
Hace  ya  tres  meses  que  no  me  dais  nada. 
El  último  regalo  fué  un  pañuelo  inservible; 
por  tanto,  o  me  dais  algo  que  sea  bueno,  o 
vais  todos  a  la  cárcel. 

—  ¡El  Busnó  quiere  prendernos! — dijo  la 
Callee  negra — .  ¡Ja,  ja,  ja! 

—  ¡El  Chinel  quiere  prendernos!  —  dijo 
con  fisga  la  más  joven — .  ¡Je,  je,  jel 

—  ¡El  Bengui  ^  quiere  llevarnos  al  esíari- 
peí!  2 — refunfuñó  la  abuela — .  ¡Jo,  jo,  jo! 

Las  tres  mujeres  se  levantaron  y  dieron 
muy  despacio  una  vuelta  en  torno  del  algua- 
cil, mirándole  fijamente  a  la  cara;  el  hom- 
bre pareció  muy  asustado,  y  pensó  en  la 
fuga.  De  pronto,  las  dos  más  jóvenes  le 
agarraron  por  las  manos,  y  mientras  él  for- 
cejeaba para  soltarse,  la  vieja  le  decía: 

—  Necesitas  tabaco,  kijo^  y  vienes  a 
casa  de  los  gitanos  para  asustar  a  las  Callees 
y  al  Caloró  forastero,  que  no  tienen  más 
plako  2;  la  verdad,  hijo,  no  podemos  darte 
tabaco,  y  lo  siento  mucho;  pero,  en  cam- 


í     Beng;  Bengui:  el  diablo. 
*     Cárcel. 
3    Tabaco. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        203 

bio,  tenemos  polvo  abundante  a  tu  servicio, 
Al  decir  esto,  se  metió  la  mano  en  un  bol 
sillo,  y,  sacando  un  puñado  de  una  especie 
de  polvo  de  tabaco,  se  lo  arrojó  a  los  ojos  al 
alguacil;  pateaba  éste  y  bramaba,  pero  las 
dos  Callees  le  sujetaban  fuertemente.  Al  fin, 
consiguió  soltarse,  y  trató  de  desenvainar 
un  cuchillo  que  llevaba  en  la  faja;  pero  las 
hembras  jóvenes  se  arrojaron  sobre  él  como 
furias,  mientras  la  vieja  le  sacudía  con  el 
palo  en  la  cara;  pronto  cedió  de  buen  grado 
el  campo,  y  se  retiró  abandonando  el  som- 
brero y  la  capa,  que  la  chahi  recogió  y  tiró 
a  la  calle  detrás  de  él. 

—  Este  es  un  mal  asunto — dije  yo — .  El 
tipo  ese  irá,  naturalmente,  a  buscar  a  los 
demás  de  \2.  justicia,  y  vendrán  para  meter- 
nos en  el  estaripel. 

_  -^Cal — dijo  la  Callee  negra  mordiéndose 
la  uña  del  dedo  pulgar — .  Tiene  más  moti- 
vos para  temernos  que  nosotras  a  él.  Pode- 
mos mandarle  a  la  filimicha,  y,  sobre  todo, 
tenemos  aquí  amigos,  muchos,  muchos. 

—  Sí — murmuró  la  vieja — .  Las  hijas  del 
baji  tienen  amigos,  mi  Caloró  de  Londres, 
entre  los  Busné,  barihutre,  haribú  ^. 

Ninguna  otra  cosa  digna  de  mención  me 
ocurrió  en  la  casa  de  los  gitanos.  Al  día  si- 
guiente, Antonio  y  yo  cabalgamos  de  nue- 
vo. Lo  menos  recorrimos  trece  leguas  antes 

í     Mucho,  abundante. 


204  B  o  E  R  o  W 

de  llegar  a  la  venta^  donde  dormimos.  Al 
otro  día  madrugamos  mucho,  porque,  según 
dijo  Antonio,  teníamos  que  hacer  una  jor- 
nada muy  larga.  «¿Adonde  vamos  hoy.f* — 
pregunté — .»  «A  Trujlllo.» 

Cuando  el  sol  salió,  tristemente,  entre  nu- 
bes que  amenazaban  lluvia,  nos  hallábamos 
en  las  inmediaciones  de  una  cadena  de  mon- 
tañas que  corría  a  nuestra  izquierda,  llama- 
da, según  me  dijo  Antonio,  Sierra  de  San 
Selvan.  El  camino  atravesaba  vastas  llanu- 
ras, donde  crecían  arbustos  raquíticos.  De 
vez  en  cuando  veíamos  alguna  triste  aldea, 
con  su  iglesia  antigua  y  destrozada.  Casi 
todo  el  día  estuvo  lloviznando;  el  polvo 
de  los  caminos  se  hizo  barro,  y  nuestra 
marcha  fué  más  penosa.  Al  atardecer  sa- 
limos a  un  yermo  sembrado  de  enormes 
peñas  y  pedruscos.  El  sitio  era  muy  agreste. 
A  cierta  distancia  se  elevaba  ante  nosotros 
una  colina  de  forma  cónica,  muy  escabrosa, 
que  parecía  ser  ni  más  ni  menos  que  un  gi- 
gantesco rimero  de  piedras  de  igual  clase 
que  las  esparcidas  por  el  yermo.  La  lluvia 
cesó,  pero  un  viento  muy  fuerte  se  a'zó  ge- 
mebundo a  nuestra  espalda.  Mucho  trabajo 
me  había  costado  durante  todo  el  viaje 
marchar  al  mismo  compás  que  la  muía  de 
Antonio;  mi  caballo  era  de  paso  lento,  y  no 
descubrí  ni  el  menor  vestigio  del  genio  que, 
según  el  gitano,  dormitaba  en  él.  Al  llegar  a 
un  sitio  bastante  despejado,  dije: 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         205 

—  Voy  a  probar  si  este  caballo  tiene  al- 
guna de  las  cualidades  que  me  has  dicho. 

—Está  bien— contestó  Antonio—;  y,  arrean- 
do a  la  muía,  rápidamente  me  dejó  atrás. 

Tiré  del  freno  al  caballo,  por  buscarle  el 
genio,  y  el  animal  se  detuvo,  se  puso  de 
manos,  y  se  negó  a  seguir  adelante.  «Suél- 
tale las  riendas  y  tócale  con  el  látigo»— me 
gritó  Antonio — .  Así  lo  hice,  y  en  el  acto  el 
caballo  salió  al  trote,  que  paulatinamente 
fué  aumentando  en  rapidez  hasta  convertir- 
se en  un  frenético  trote  largo;  sus  remos  re- 
cobraron toda  su  agilidad,  y  meneaba  las 
manos  de  un  modo  maravilloso.  La  muía  de 
Antonio,  de  genio  y  ligera,  trató  de  seguir- 
le por  un  momento;  pero,  en  un  abrir  y 
cerrar  de  ojos,  se  quedó  muy  atrás.  Aquel 
tremendo  trote  duraba  ya  una  milla,  cuan- 
do el  caballo,  entrando  cada  vez  más  en  ca- 
lor, salió  de  pronto  al  galope.  ¡Vival  Co- 
rríamos más  impetuosos  y  ciegos  que  una 
liebre;  iba  el  caballo,  literalmente,  ventre  a 
terre^  y  me  costó  mucho  trabajo  guiarle  en- 
tre los  pedruscos,  contra  los  que  nos  hubié- 
ramos hecho  pedazos  los  dos  si  llega  a  dar 
un  tropezón  en  su  furiosa  carrera. 

Así  me  llevó  hasta  el  pie  del  cerro,  donde 
aguardé  a  que  el  gitano  me  alcanzara.  Deja- 
mos a  nuestra  derecha  el  cerro,  que  parecía 
inaccesible,  y  pasamos  por  una  aldehuela 
mísera.  Se  puso  el  sol;  la  noche  nos  envol- 
vió en  tinieblas,  pero  nosotros  continuamos 


206  B  o  R  R  o  W 

la  marcha  casi  tres  horas  más,  hasta  que 
oímos  ladrar  perros  y  percibimos  dos  o  tres 
luces  a  lo  lejos. 

—  Este  es  Trujillo — dijo  Antonio,  que 
llevaba  largo  rato  sin  hablar. 

—  Me  alegro  mucho — contesté — .  Estoy 
muy  cansado  y  dormiré  bien  en  Trujillo. 

—  Eso  será  si  podemos — dijo  el  gitano, 
avivando  el  paso  de  la  muía. 

No  tardamos  en  entrar  en  la  ciudad,  muy 
triste  y  oscura.  Sin  saber  adonde  íbamos, 
seguí  los  pasos  del  gitano,  que  me  guió  por 
calles  y  plazas  lóbregas,  donde  maullaban 
los  gatos.  «Esta  es  la  casa» — dijo  al  fin, 
apeándose  ante  una  humilde  choza — .Llamó, 
y  no  le  contestaron;  volvió  a  llamar,  y  tam- 
poco hubo  respuesta;  sacudió  la  puerta,  y 
trató  de  abrirla,  pero  estaba  cerrada  con 
llave  y  bien  atrancada.  *(~\Caratnbal — excla- 
mó— .  No  están;  ya  me  lo  temía  yo.  ^Qué 
vamos  a  hacer  ahora?» 

—  En  eso  no  hay  gran  dificultad.  Si  tus 
amigos  no  están,  vamonos  a  la  posada. 

—  No  sabes  lo  que  dices — replicó  el  gi- 
tano— .  Yo  no  me  atrevo  a  ir  a  la  mesuna  ^ 
ni  a  entrar  en  más  casa  de  Trujillo  que  ésta. 
Bueno,  no  hay  remedio,  seguiremos  el  viaje, 
y,  entre  nosotros,  cuanto  antes  mejor;  a  mi 
planoró  2  le  ahorcaron  en  Trujillo». 

^     Posada. 

2    Plan,  Planoró,  Pial:  Hermamo,  camarada 


LA   BIBLIA    EN    ESPAÑA        207 

Echó  yesca^  encendió  un  cigarro,  montó 
en  la  muía,  y  anduvimos  por  calles  y  calle- 
juelas tan  tristes  como  las  que  ya  habíamos 
atravesado,  no  tardando  en  vernos  de  nuevo 
fuera  de  poblado. 

No  me  hizo  mucha  gracia  la  resolución 
del  gitano,  lo  confieso;  tenía  yo  muy  poca 
gana  de  marcharme  de  Trujillo  y  aventurar- 
me por  sitios  desconocidos,  de  noche,  con 
lluvia  y  niebla,  porque  el  viento  se  había 
echado  y  el  agua  caía  otra  vez  con  fuerza. 
Estaba,  sobre  todo,  cansadísimo,  y  lo  que 
más  me  apetecía  era  tumbarme  en  un  abri- 
gado pesebre  y  entregarme  al  sueño  arru- 
llado por  el  agradable  rumor  de  caballos  y 
muías  comiéndose  el  pienso.  Pero,  como 
viajero  experimentado,  me  guardé  muy  bien 
de  disputar  con  mi  guía  en  tales  circunstan 
cias,  y  una  vez  que  me  había  puesto  en  sus 
manos,  le  seguí  sin  replicar,  pegado  a  la 
grupa  de  su  cabalgadura,  alumbrados  tan 
sólo  por  el  fulgor  del  cigarro  del  gitano; 
cuando  Antonio  escupió  la  colilla  en  un  lo- 
dazal, quedamos  en  profundas  tinieblas. 

Mucho  tiempo  caminamos  de  ese  modo: 
el  gitano,  en  silencio;  yo,  callado;  y  la  lluvia, 
cada  vez  más  densa.  Algunas  veces  me  pa- 
recía oír  gritos  lúgubres,  algo  así  como  el 
silbido  de  la  lechuza.  «Hace  una  noche  poco 
a  propósito  para  andar  por  el  campo» — dije 
por  fin  a  Antonio — .  «Así  es,  hermano — 
me  contestó — .  Pero  prefiero  andar  por  es- 


2o8  B  o  R  R  o  W 

tos  sitios  en  noches  como  ésta  a  verme  en  el 
estaripel  de  Trujillo». 

Otra  legua  por  lo  menos  llevaríamos  an- 
dada cuando  me  pareció  que  debíamos  de 
estar  cerca  de  un  bosque  i,  porque  de  vez  en 
cuando  distinguía  grandes  troncos  de  árbo- 
les. Súbitamente,  Antonio  detuvo  la  muía. 
«Hermano — me  dijo — ,  mira  hacia  la  iz- 
quierda y  dime  si  ves  una  luz;  tus  ojos  ven 
más  que  los  míos.»  Hice  como  me  orde- 
naba, y,  al  pronto,  nada  vi;  pero,  adelan- 
tándome un  poco,  percibí  claramente  a 
cierta  distancia  entre  los  árboles  un  fuerte 
resplandor.  «Lo  que  veo  no  puede  ser  una 
luz — dije — ,  sino  la  llama  de  una  hoguera.» 
«Es  lo  más  probable» — respondió  Anto- 
nio— .  «Por  aquí  no  hay  queres  ^\  se  trata, 
sin  duda,  de  una  hoguera  encendida  por 
durotunes  ^.  Vamos  a  buscarlos,  porque, 
como  dices  tú,  es  lastimoso  andar  de  noche 
con  lluvia  y  lodo.» 

Nos  apeamos,  entrándonos  por  el  bosque, 
guiando  con  cuidado  a  las  caballerías  por 
entre  los  árboles  y  matorrales.  A  los  cinco 
minutos  llegamos  a  una  plazoleta,  en  la  que, 
en  el  lado  opuesto  al  de  nuestra  llegada, 
ardía  una  hoguera,  y  en  pie,  o  sentadas  junto 
a  ella,  estaban  dos  o  tres  personas;  nos  ha- 

1  Estaba  en  Las  Gamas,  cerca  de  Carrascal. 
(Knapp). 

2  Pueblos. 
5    Pastores. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         209 

bían  oído  acercarnos,  y  una  de  ellas  gritó: 
M.^Quien  vive}-^  «Yo  conozco  esa  voz»  — dijo 
Antonio — ;  y,  dejándome  allí  con  el  caballo, 
avanzó  rápidamente  hacia  la  hoguera.  Al 
instante  oí  un  ¡hola!  y  una  risotada,  y,  poco 
después,  la  voz  de  Antonio  llamándome.  Me 
acerqué  a  la  hoguera,  y  encontré  a  dos 
mozos  muy  atezados  y  una  mujer,  como  de 
cuarenta  años,  aun  más  negruzca,  sentada  en 
las  mantas  y  enjalmas  de  las  muías.  Vi  tam- 
bién un  caballo  y  dos  burros  atados  a  los 
árboles.  Aquello  era,  en  efecto,  un  vivac  gi- 
tano... «Adelante,  hermano,  y  déjate  ver»  — 
me  dijo  Antonio — .  Estás  entre  amigos.  Es- 
tos son  del  Errate,\os  que  yo  buscaba  enTru- 
jillo,  y  en  cuya  casa  hubiéramos  dormido.» 

—  ^Y  por  qué  r2Li6n  se  han  marchado  de 
Trujillo  y  se  han  venido  al  monte  a  pasar 
una  noche  como  esta? 

—  Por  los  asuntos  de  Egipto,  hermano; 
no  lo  dudes — replicó  Antonio — .  Y  esos 
asuntos  no  nos  importan;  ¡calla  [la]  boca!  Ha 
sido  una  suerte  que  los  encontremos  aquí, 
porque  en  otro  caso  no  hubiéramos  tenido 
cena  nosotros  ni  pienso  los  caballos. 

—  Mi  ró  está  preso  en  un  pueblo  que  hay 
ahí — dijo  la  mujer,  señalando  con  la  mano 
en  una  dirección  determinada — .  Está  preso 
por  choring  una  maílla  1.  Hemos  venido  a 
ver  qué  podemos  hacer  por  él;  ^y  dónde  íba- 

*     Maílla,  burra. 

14 


210  B  O  R  R  O  W 

mos  a  alojarnos  mejor  que  en  el  monte,  que 
no  se  paga  nada?  Me  figuro  que  no  será  la 
primera  vez  que  el  Caloré  ha  dormido  al  pie 
de  un  árbol. 

Uno  de  los  muchachos  trajo  cebada  para 
las  caballerías  en  un  talego,  que  colgamos 
sucesivamente  de  la  cabeza  del  caballo  y  de 
la  muía;  en  él  metieron  el  hocico  los  pobres 
animales,  y  los  dejamos  regalarse  hasta  que 
nos  pareció  que  habían  saciado  el  hambre. 
Arrimado  a  la  lumbre  borbotaba  un  puche- 
ro^ medio  lleno  de  \.oz\tíq^  garbanzos  y  otras 
sustancias;  vaciáronlo  en  una  escudilla  de 
madera,  y  Antonio  y  yo  cenamos.  Los  otros 
gitanos  se  negaron  a  acompañarnos,  dándo- 
nos a  entender  que  habían  comido  antes 
que  llegásemos;  pero  hicieron  cumplido  ho- 
nor a  la  bota  de  Antonio,  que  tuvo  la  pre- 
caución de  llenarla  antes  de  salir  de  Mé- 
rida. 

Estaba  yo  a  tales  horas  completamente 
rendido  de  cansancio  y  de  sueño.  Antonio 
me  arrojó  una  inmensa  manta  de  caballo 
que  llevaba,  con  otras  varias,  debajo  del  al- 
bardón  de  la  muía;  me  arropé  bien,  y  me 
eché  en  el  suelo,  con  la  cabeza  apoyada  en 
un  lío  de  ropa,  y  los  pies  todo  lo  cerca  que 
pude  ponerlos  de  la  lumbre. 

Antonio  y  los  otros  gitanos  se  quedaron 
sentados  y  hablando  alrededor  de  la  hogue- 
ra. Escuché  un  poco;  pero  no  los  entendía 
bien,  y  lo  que  entendía  no  me  importaba. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        211 

La  llovizna  continuaba;  pero  no  hice  gran 
caso  de  ello,  y  no  tardé  en  dormirme. 

Estaba  saliendo  el  sol  cuando  me  desper- 
té. Me  costó  bastante  trabajo  ponerme  en 
pie;  tenía  los  miembros  entumecidos,  y  la 
cabeza  cubierta  de  escarcha;  durante  la  no- 
che había  cesado  de  llover,  y  la  helada  era 
bastante  fuerte.  Miré  en  torro,  y  no  vi  a 
Antonio  ni  a  los  otros  gitanos.  Las  caballe- 
rías de  estos  últimos  habían  desaparecido,  y 
también  el  caballo  que  montaba  yo;  pero  la 
muía  de  Antonio  permanecía  aún  atada  al 
árbol.  Esta  circunstancia  disipó  ciertos  te- 
mores que  empezaban  a  surgir  en  mi  áni- 
mo. «Se  habrán  ido  a  los  asuntos  de  Egip- 
to— me  dije — ,  y  no  tardarán  en  volver.» 
Recogí  como  pude  los  rescoldos  de  la  ho- 
guera, y,  amontonando  un  poco  de  leña, 
pronto  se  alzó  viva  llama,  a  la  que  arrimé  el 
puchero  con  los  restos  de  la  cena  de  la  no- 
che pasada.  Mucho  tiempo  estuve  esperando 
a  que  volviesen  mis  compañeros;  pero  como 
no  asomaban  por  parte  alguna,  me  senté  y 
me  puse  a  comer.  No  había  terminado,  cuan- 
do oí  el  ruido  de  un  caballo  que  se  acercaba 
rápidamente,  y,  un  momento  después,  apa- 
reció Antonio  entre  los  árboles  dando 
muestras  de  agitación.  Se  tiró  del  caballo, 
y  al  instante  se  puso  a  desatar  la  muía. 
«¡Monta,  hermano,  montab — dijo  mostrán- 
dome el  caballo — .  «Iba  con  la  Callee  y  los 
chabés  al  pueblo  donde  su   ró  está  preso; 


212  B  O  R  R  O  W 

pero  el  chinobaró  ^  los  ha  cogido,  con  las 
caballerías,  y  me  hubiera  echado  mano  a  mí 
también;  pero  metí  espuelas  üígrasti^  le  sol- 
té las  riendas  y  escapé.  Monta,  hermano, 
monta,  o  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos  ten- 
dremos aquí  a  toda  la  canaille  rústica.» 

Hice  como  me  ordenaba;  en  seguida  sali- 
mos al  camino  del  día  anterior,  y  corrimos 
por  él  a  toda  prisa;  el  caballo  sacó  su  trote 
más  veloz,  y  la  muía,  con  Jas  orejas  tiesas, 
galopaba  intrépidamente  a  su  lado. 

— (jQué  pueblo  es  aquel  que  hay  allí? — 
pregunté  señalando  a  un  cerro,  cuando  llevá- 
bamos una  hora  de  camino,  y  al  disponernos 
a  entrar  en  un  valle  profundo. 

— Es  Jaraicejo — dijo  Antonio — .  Un  sitio 
que  ha  sido  siempre  malo  para  la  gente  Caló, 

— Pues,  si  es  malo,  supongo  que  no  pasa- 
remos por  él. 

— No  tenemos  más  remedio  que  pasar, 
por  varias  razones:  primera,  porque  el  cami- 
no atraviesa  Jaraicejo;  y  segunda,  porque 
recesitamos  comprar  provisiones  para  noso- 
tros y  las  bestias;  al  otro  lado  de  Jaraicejo 
hay  un  despoblado  donde  no  encontraría- 
mos nada. 

Cruzamos  el  valle,  subimos  el  cerro,  y, 
cuando  estábamos  cerca  del  pueblo,  el  gita- 
no dijo: 

— Hermano,  lo  mejor  es  pasar  por  el  pue- 

1     Una  autoridad.       *- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        213 

blo  separados.  Yo  iré  delante;  sigúeme  poco 
a  poco,  y,  una  vez  en  Jaraicejo,  compras  pan 
y  cebada;  tú  no  tienes  nada  que  temer.  En 
el  despoblado  te  espero. 

Sin  aguardar  mi  respuesta  arrancó  presu- 
roso, y  no  tardé  en  perderle  de  vista.  Seguí 
mi  camino  muy  despacio,  y  entré  en  el  pue- 
blo, asaz  viejo  y  ruinoso;  apenas  tenía  más 
que  una  calle,  y  al  avanzar  por  ella,  vino  a  mí 
corriendo  un  hombre  con  una  sucia  gorra 
de  cuartel  en  la  cabeza  y  un  fusil  en  la  mano. 

— ^Quién  es  usted?-  -me  dijo  en  tono  algo 
desapacible — .  ^De  dónde  viene  usted? 

— Vengo  de  Badajoz  y  Trujülo — respon- 
dí— .  ^Por  qué  me  lo  pregunta  usted? 

— Soy  de  la  guardia  nacional — contestó 
el  hombre — ,  y  estoy  encargado  de  vigilar 
a  los  forasteros;  me  han  dicho  que  un  gita- 
no acaba  de  pasar  a  caballo  por  el  pueblo; 
su  suerte  ha  sido  que  en  aquel  momento  ha- 
bía entrado  yo  en  mi  casa.  ^Viene  usted 
con  él? 

— ¿Tengo  yo  aspecto  de  viajar  en  compa- 
ñía de  gitanos? 

El  nacional  me  miró  de  pies  a  cabeza,  y 
luego  me  clavó  los  ojos  en  el  rostro,  con 
una  expresión  que  parecía  querer  decir:  «Sí, 
señor; bastante.» Realmente,  mi  atavío  no  era 
muy  a  propósito  para  disponer  a  la  gente  en 
mi  favor.  Llevaba  un  sombrero  andaluz  muy 
viejo,  que,  por  su  estado,  parecía  como  si  le 
hubiesen    pisoteado;   una   capa    mugrienta, 


214  B  o  R  R  o  W 

que  acaso  había  servido  a  doce  generacio- 
nes, me  cubría  el  cuerpo;  lo  demás  de  mi 
atueiido  no  era  de  mejor  calidad,  y  todo  lo 
que  de  él  parecía  estaba  manchado  de  barro, 
y  de  barro  llevaba  también  salpicado  el  ros- 
tro, sombreado  además  por  una  barba  de 
ocho  días. 

— ¿Tiene  usted  pasaporte? — me  preguntó 
al  fin  el  nacional. 

Recordé  haber  leído  que  el  mejor  modo 
de  conquistar  la  voluntad  de  un  español  es 
tratarle  con  ceremoniosa  cortesía.  Eché, 
pues,  pie  a  tierra,  y,  quitándome  el  som- 
brero, hice  una  profunda  reverencia  al  sol- 
dado constitucional,  diciéndole: 

— Señor  nacional^  ha  de  saber  usted  que 
yo  soy  un  caballero  inglés  que  viaja  por  su 
gusto.  Tengo  pasaporte,  y,  en  cuanto  usted 
lo  examine^  verá  que  se  halla  perfectamenle 
en  regla;  está  expedido  por  el  gran  Lord 
Palmerston,  ministro  de  Inglaterra,  de  quien 
naturalmente  habrá  usted  oído  hablar;  al 
pie  del  pasaporte  está  su  firma  manuscrita; 
véala  y  regocíjese,  porque  acaso  no  vuel- 
va a  presentársele  a  usted  otra  ocasión  de 
verla.  Como  yo  tengo  ilimitada  confianza  en 
el  honor  de  todos  los  caballeros,  dejaré  el 
pasaporte  en  manos  de  usted  mientras  voy 
a  comer  a  la  posada.  Cuando  le  haya  usted 
revisado,  será  usted  seguramente  tan  ama- 
ble que  vaya  a  devolvérmelo.  Caballero, 
beso  a  usted  la  mano. 


LA   BIBLIA    EN    ESPAÑA        215 

Le  hice  una  nueva  reverencia,  que  él  me 
pagó  con  otra  más  profunda  todavía,  y, 
mientras  miraba  tan  pronto  al  pasaporte 
como  a  mi  persona,  me  fui  a  la  posada^ 
guiado  por  un  mendigo  que  hallé  al  paso. 

Di  un  pienso  al  caballo  y  me  proveí 
de  pan  y  de  cebada,  como  el  gitano  me 
aconsejó;  compré  también  tres  hermosas 
perdices  a  un  cazador  que  estaba  bebiendo 
vino  en  X^l  posada.  Quedó  muy  contento  con 
el  precio  que  le  pagué,  y  me  invitó  a  tomar 
una  copita;  acepté,  y  hablando  estábamos, 
sentados  a  la  mesa,  cuando  llegó  el  nacional 
con  mi  pasaporte  en  la  mano,  sentándose  a 
nuestro  lado. 

Nacional:  ¡Caballero!  Le  devuelvo  a  us- 
ted el  pasaporte;  está  completamente  en  re- 
gla. Me  alegro  mucho  de  haberle  conocido, 
y  espero  que  me  dará  usted  ciertas  noticias 
acerca  de  la  guerra. 

Yo:  Tendré    mucho   gusto   en   dar  a  un 
caballero  tan  cortés  y  tan  honrado  como  us 
ted  todas  las  noticias  que  sepa. 

Nacional:  ^Qué  hace  Inglaterra?  ^Va,  al 
fin,  a  prestar  ayuda  a  mi  país?  Si  ella  quisie- 
ra, podía  acabar  la  guerra  en  tres  meses. 

Yo:  No  se  preocupe,  señor  nacional.  La 
guerra  se  acabará,  sin  duda  ninguna.  ¿Ha 
oído  usted  hablar  de  la  legión  inglesa  que 
milord  Palmerston  ha  enviado  a  España? 
Pues  deje  usted  el  asunto  en  sus  manos,  y 
no  tardará  en  ver  los  resultados. 


2i6  B  o  R  R  o  W 

Nacional:  Me  parece  a  mí  que  ese  Caha' 
llero  Balmerson  debe  de  ser  un  hombre  muy 
cabal. 

Yo:  Eso  no  tiene  duda. 

Nacional:  He  oído  decir  que  es  un  gran 
general. 

Yo:  Tampoco  eso  tiene  duda.  En  algunas 
cosas  ni  Napoleón  ni  El  Serrador  pueden 
medirse  con  él.  Es  mucho  hombre. 

Nacional:  Me  agrada  oírlo.  ^Vendrá  a 
mandar  la  legión  en  persona? 

Yo:  Creo  que  no;  pero  ha  enviado  para 
mandarla  a  un  amigo  suyo  que  pasa  por  ser 
casi  tan  versado  en  cosas  militares  como  él. 

Nacional'.  Mucho  me  complace  oírlo.  Veo 
que  la  guerra  acabará  pronto.  Caballero.^  le 
agradezco  su  cortesía  y  las  noticias  que  me 
ha  dado.  Le  deseo  un  viaje  feliz.  Confieso 
que  me  sorprende  ver  a  un  caballero  de  su 
país  de  usted  viajar  solo  y  de  esa  manera 
por  estas  regiones.  Los  caminos  están  muy 
poco  seguros,  y  han  ocurrido,  no  hace  mu- 
cho, varios  accidentes  y  más  de  dos  muer- 
tes en  las  cercanías.  El  despoblado  tiene  ma- 
lísima fama;  vaya  usted  prevenido,  Caballe- 
ro Siento  que  el  gitano  ese  haya  podido 
pasar;  si  se  le  encuentra  usted,  al  menor 
gesto  sospechoso  pegúele  un  tiro  o  atravié- 
sele sin  vacilar;  es  un  ladrón  muy  conocido, 
contrabandista  y  asesino;  más  muertes  ha 
hecho  que  dedos  tiene  en  las  manos.  Caba- 
llero^ si  usted  me  lo  permite,  le  proporcio- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        217 

naremos  una  escolta  hasta  la  bajada  del 
puerto.  ^No  quiere  usted?  Entonces,  ¡adiósl 
Un  momento:  antes  de  marcharme,  deseo 
ver  de  nuevo  la  firma  del  Caballero  Bal- 
merson. 

Otra  vez  le  mostré  la  firma,  que  estuvo 
contemplando  con  profunda  reverencia,  y 
hasta  le  hizo  un  rápido  saludo  con  la  gorra. 
Después,  nos  dimos  un  abrazo  y  nos  sepa- 
ramos. 

Monté  a  caballo  y  guié  hacia  el  despobla- 
do, marchando,  al  principio,  muy  despacio. 
Pero,  en  cuanto  me  vi  en  el  campo,  puse  el 
caballo  al  trote  largo,  y,  durante  cierto  tiem- 
po, anduve  con  tremendo  compás,  esperan- 
do alcanzar  al  gitano  de  un  momento  a  otro; 
sin  embargo,  no  le  veía  por  ninguna  parte, 
ni  me  encontré  a  un  solo  ser  humano.  El 
camino,  angosto  y  arenoso,  serpenteaba 
entre  las  espesas  retamas  y  chaparros  que 
cubrían  el  despoblado^  tan  altos,  a  veces, 
como  un  hombre.  Al  fondo,  en  la  dirección 
que  yo  llevaba,  había  un  cerro  alto  y  desnu- 
do. El  despoblado  tenía  lo  menos  tres  le 
guas;  lo  atravesé  casi  todo,  acercándome  ya 
al  pie  del  cerro,  y,  cuando  empezaba  a  sen- 
tirme muy  intranquilo,  pensando  que  acaso 
me  había  dejado  atrás  al  gitano,  metido  en- 
tre los  chaparros,  oí  súbitamente  un  ¡Hola! 
muy  conocido,  y  vi  aparecer  en  medio  de 
unas  matas  de  retama  una  cabeza  ruda  y  ate- 
zada, y  unos  ojos  que  me  miraban  con  fijeza. 


2i8  B  o  R  R  o  W 

—  Mucho  has  tardado,  hermano  —  me 
dijo — .  Casi  he  creído  que  me  habías  enga- 
ñado. 

Me  rogó  que  me  apease,  y  llevó  el  caba- 
llo detrás  de  un  espesar,  donde  estaba  la 
muía  atada  a  una  estaquilla.  Entregué  a  An- 
tonio el  pan  y  la  cebada,  y  le  referí  lo  suce- 
dido con  el  nacional. 

— Quisiera  tenerle  aquí — exclamó  el  gita- 
no al  oír  los  epítetos  que  el  otro  le  había 
prodigado — para  que  mi  chulí  ^  y  su  carió  ^ 
se  conociesen  mejor. 

— ^Y  qué  haces  aquí,  en  este  desierto,  en- 
tre estas  matas? 

— Estoy  esperando  un  emisario  que  ha  de 
venir  de  muy  lejos,  y  hasta  que  pase  no 
puedo  seguir  adelante  ni  retroceder.  Es- 
toy aquí  por  los  asuntos  de  Egipto,  her- 
mano. 

Como  esta  era  la  expresión  que  invaria- 
blemente empleaba  para  esquivar  mis  pre- 
guntas, guardé  silencio.  Dimos  pienso  a  los 
animales,  y  luego  hicimos  nosotros  una  fru- 
gal colación  de  pan  y  vino. 

— ¿"Por  qué  no  guisamos  esas  perdices? — 
pregunté — .  Aquí  hay  de  sobra  con  qué  en- 
cender lumbre. 

— El  humo  podría  descubrirnos,  herma- 
no— dijo  Antonio — .  Me  interesa  estar  es- 


^     Cuchillo. 
2    Corazón. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         219 

condido  aquí  hasta  que  llegue  el  emisario. 

Era  ya  muy  entrada  la  tarde.  El  gitano, 
echado  detrás  de  un  matorral,  se  levantaba 
a  veces  para  mirar  afanosamente  a  la  colina 
que  teníamos  delante;  al  cabo,  lanzando  una 
exclamación  de  contrariedad  y  de  impacien- 
cia, se  dejó  caer  al  suelo,  y  en  él  estuvo  ten- 
dido mucho  rato,  absorto,  al  parecer,  en  sus 
reflexiones;  por  último,  levantó  la  cabeza  y 
me  miró  a  la  cara. 

Antonio:  Hermano,  no  puedo  adivinar  los 
asuntos  que  te  traen  a  esta  tierra. 

Yo:  Quizás  los  mismos  que  te  traen  a  este 
despoblado;  asuntos  de  Egipto. 

Antonio:  No  tal,  hermano.  Es  verdad  que 
hablas  la  lengua  de  Egipto;  pero  ni  tus  ma- 
neras ni  tus  palabras  son  las  de  un  Calo  ni 
de  un  Biisné. 

Yo:  ^No  me  oíste  hablar  en  \q^  foros  acer- 
ca de  Dios  y  Tebleque?  ^  He  venido  a  tierras 
de  España  para  explicar  la  palabra  divina  a 
los  Cales  y  a  los  gentiles. 

Antonio:  ^Y  quién  te  envía  con  esa  mi- 
sión.»^ 

Yo:  No  me  entenderías  aunque  te  lo  dije- 
se. Has  de  saber,  sin  embargo,  que  muchas 
gentes  de  países  extranjeros  lamentan  las  ti- 
nieblas en  que  yace  España,  y  las  cruelda- 
des, robos  y  muertes  que  la  afean. 

Antonio'.  Esas  gentes,  ^son  Caloré  o  Btisné? 

^     El  Salvador,  Jesús. 


220  B  O  R  R  O  W 

Yo:  iQué  más  da?  Los  Caloré  y  los  Btisne 
son  hijos  del  mismo  Dios. 

Antonio'.  Mientes,  hermano;  ni  vienen  del 
mismo  padre  ni  son  del  mismo  Errate.  Ha- 
blas de  robos,  crueldades  y  muertes;  pero 
es  que  hay  demasiados  Busné,  hermano;  si 
no  hubiera  Busne\  no  habría  ni  robos  ni 
muertes.  Los  Caloré  no  se  roban  ni  se  ma- 
tan unos  a  otros;  los  Busné,  sí;  ni  son  crue- 
les con  los  animales,  porque  su  ley  se  lo 
prohibe.  Un  día,  siendo  yo  chico,  pegué  a 
una  burra;  pero  mi  padre  me  sujetó  la  mano, 
y,  reprendiéndome,  dijo:  «¡No  hagas  daño  a 
ese  animal,  porque  dentro  de  él  está  el  alma 
de  tu  propia  hermana!» 

Yo:  ¿Es  posible  que  creas  en  una  doctrina 
tan  bárbara^  Antonio.'' 

Antonio'.  A  veces,  sí;  a  veces,  no.  Algunos 
hay  que  no  creen  en  nada,  ni  siquiera  en 
que  viven.  Hace  mucho  tiempo,  conocí  yo 
a  un  Caloré  viejo,  muy  viejo,  tenía  más  de 
cien  años,  y  una  vez  le  oí  decir  que  todo  lo 
que  creemos  ver  es  mentira;  que  no  hay 
mundo,  ni  hombres,  ni  mujeres,  ni  caballos, 
ni  muías,  ni  olivos.  Pero  ^adonde  vamos  a 
parar  por  este  camino?  Te  he  preguntado 
por  qaé  vienes  a  este  país,  y  me  dices  que 
por  la  gloria  de  Dios  y  Tebleque.  ¡Dispara- 
te! Eso  se  lo  cuentas  a  los  Busné.  No  hay 
duda  que  tendrás  muy  buenas  razones  para 
venir  aquí,  porque,  en  otro  caso,  no  habrías 
venido.  Algunos  dicen  que  eres  un  espía  de 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         221 

\os  Londoné  ^.  Tal  vez;  pero  no  me  importa. 
Levántate,  y  di  me,  hermano,  si  ves  a  alguien 
bajar  del  puerto. 

—  Veo  una  cosa  a  lo  lejos  —  repliqué  — 
como  una  mancha  en  la  vertiente  del  cerro. 

El  gitano  se  puso  en  pie,  y  ambos  mira- 
mos con  atención,  pero  la  distancia  no  nos 
permitió  al  principio  ver  claramente  si  aquel 
objeto  se  movía  o  no.  Un  cuarto  de  hora 
después  se  disiparon  nuestras  dudas,  por- 
que el  objeto  que  observábamos  había  lle- 
gado al  pie  del  cerro  y  columbramos  una 
persona  montada  en  un  animal,  cuya  espe- 
cie aun  no  pudimos  reconocer. 

—  Es  una  mujer  —  dije  yo  al  cabo  — 
montada  en  un  asno  rucio. 

—  Entonces  es  mi  emisario  —  dijo  Anto- 
nio — ;  no  puede  ser  otro. 

La  mujer  y  el  burro  llegaron  al  llano,  y 
por  un  rato  desaparecieron  a  nuestra  vista 
entre  las  leñas  y  malezas  del  monte.  No  tar- 
daron en  aparecer  a  una  distancia  como  de 
cien  varas.  El  burro  era  un  hermoso  animal, 
de  pelo  gris  plateado,  que  venía  retozando, 
moviendo  el  rabo,  y  con  paso  tan  ligero 
que  parecía  no  tocar  el  suelo  con  las  patas. 
En  cuanto  nos  vio,  se  paró  en  seco,  dio  me- 
dia vuelta,  e  intentó  marcharse  por  donde 
había  venido;  pero  al  sentirse  dominado,  se 
puso   de  manos,  y  hubiera   concluido   por 

^     Ingleses. 


222  B  O  R  R  O  W 

tirar  al  suelo  a  la  mujer,  si  ella  misma  no 
se  apea  con  ligereza.  La  mujer  traía  el  cuer- 
po enteramente  envuelto  en  los  amplios 
vuelos  de  una  capa  de  hombre.  Corrí  a  pres- 
tarle a>  uda,  cuando,  al  volver  hacia  mí  su 
rostro,  reconocí  en  el  acto  las  finas  y  co- 
rrectas facciones  de  Antonia,  hija  de  mi 
guía,  a  quien  yo  había  visto  en  Badajoz. 
Sin  dirigiirme  la  palabra,  se  acercó  a  su  pa- 
dre y  le  dijo  en  voz  baja  algo  que  no  pude 
percibir.  Antonio  se  echo  atrás,  con  un  es- 
tremecimiento, y  vociferó:  «[TodosU  «Sí», 
respondió  ella  en  voz  más  alta,  repitiendo 
probablemente  las  palabras  que  antes  no 
pude  cazar:  «A  te  dos  los  han  cogido.» 

El  gitano  se  quedó  consternado,  al  pare- 
cer; ycomo  yo  no  tenía  ninguna  gana  de 
asistir  a  una  conversación  que,  probable- 
mente, iba  a  versar  sobre  los  asuntos  de 
Egipto,  me  aparté  de  allí,  metiéndome  entre 
los  matorrales.  Estuve  solo  un  buen  rato;  a 
veces  llegaban  hasta  mí  exclamaciones  y  ju- 
ramentos. A  la  media  hora  volví;  los  gita- 
nos se  habían  salido  del  camino,  y  estéban 
sentados  en  el  suelo,  detrás  de  las  mismas 
retamas  que  ocultaban  a  las  caballerías. 
Torvo  el  semblante,  el  gitano  empuñaba 
un  cuchillo  desnudo,  y  de  vez  en  cuando 
clavábalo  en  la  tierra,  exclamando:  ¡Todosl 
¡Todos! 

—  Hermano  —  dijo  al  fin  —  no  puedo  ir 
ya  más  lejos  contigo;  el  asunto  que  me  lie- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        223 

vaba  a  Castumba  está  ya  arreglado.  Des- 
de ahora  viajarás  solo  y  entregado  a  tu 
baji. 

—  Confío  en  Undevel'^  —  contesté —  que 
escribió  mi  destino  mucho  tiempo  ha.  Pero, 
¿cómo  voy  a  arreglarme  sin  caballo?  Porque, 
sin  duda,  tu  necesitarás  el  tuyo. 

El  gitano  pareció  reflexionar. 

—  Es  verdad,  necesito  el  caballo,  herma- 
no —  me  dijo  —  y  también  el  macho^  pero 
como  no  vas  a  ir  en  pindré"^^  le  compras  a 
Antonia  la  burra  que  yo  le  di  cuando  la  en- 
vié a  esta  expedición. 

—  Me  parece  que  la  burra  está  sin  domar 
y  resabiada. 

—  Así  es,  hermano,  y  por  eso  la  compré; 
las  caballerías  resabiadas  y  mal  domadas 
suelen  tener  muy  buenos  pies.  Tu  eres  Caló^ 
hermano,  y  podrás  montarla.  Así  que,  le 
das  a  mi  hija  Antonia  un  baria^  de  oro  por 
la  burra^  y  si  te  parece  conveniente,  vén- 
dela en  lalavera  o  en  Madrid,  porque  las 
bestias  extremeñas  son  muy  apreciadas  en 
Castumba. 

Menos  de  una  hora  después,  iba  yo  por 
la  otra  vertiente  del  puerto,  montado  en  la 
burra  cerril. 


1  Dios. 

2  Pinró,  Pindró  (pl.  Pindré):  pie. 
'     Onza. 


CAPÍTULO  XI 


El  puerto  de  Mirabete. — Lobos  y  pastores. — La 
sutileza  de  las  hembras. — Muerto  por  los  lobos. 
Se  aclara  el  misterio. — Las  montañas. — La  hora 
tenebrosa. — Un  viajero  nocturno. — Abarbanel. 
Los  tesoros  ocultos. — El  poder  del  oro. — El  ar- 
zobispo.— Llegada  a  Madrid. 


BAJABA  yo  del  puerto  de  Mirabete  pensan- 
do a  ratos  en  el  propósito  que  me  ha- 
bía llevado  a  España,  y  admirando  otros 
uno  de  los  más  hermosos  panoramas  del 
mundo.  Ante  mí  se  extendían  inmensas 
planicies  limitadas  en  la  lejanía  por  monta- 
ñas gigantescas,  y  a  mis  pies  serpenteaba 
entre  márgenes  escarpadas  la  vena  angosta  y 
profunda  del  Tajo.  El  sol  poniente  dora- 
ba el  paisaje.  El  día,  aunque  frío  y  ventoso, 
era  despejado,  brillante.  En  una  hora  llegué 
al  río  por  junto  a  los  restos  de  un  magnífi- 
co puente  volado  en  la  guerra  de  la  Inde- 
pendencia, y  no  reconstruido. 

Crucé  el  Tajo  en  una  barca;  el  paso  fué 
un  poco  difícil  por  la  rapidez  de  la  corrien- 
te, engrosada  con  las  últimas  lluvias. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        225 

—  ^Estoy  ya  en  Castilla  la  Nueva?  —  pre- 
gunté ai  barquero  al  llegar  a  la  otra  orilla. 

—  La  raya  está  a  unas  cuantas  leguas  de 
aquí  —  contestó  — .  Usted  parece  extran- 
jero. ^De  dónde  viene  usted? 

—  De  Inglaterra. 

Y  sin  aguardar  otra  respuesta,  monté  en 
la  burra  y  seguí  mi  camino.  La  burra  me- 
neó los  remos  con  presteza,  y  poco  después 
de  cerrar  la  noche  llegué  a  una  aldea  dis- 
tante unas  dos  leguas  de  la  orilla  del  río. 

Me  alojé  en  una  venta.  Ardía  en  la  coci- 
na una  buena  fogata,  en  la  que  se  quemaba 
un  tronco  de  olivo  casi  entero.  Allí  me  sen- 
té, y  me  entretuve  en  examinar  la  diversa 
catadura  de  los  presentes.  Había  un  cazador 
con  su  escopeta;  un  par  de  pastores,  con 
enormes  perros,  de  los  famosos  de  Extre- 
madura; un  soldado  licenciado  que  volvía 
de  la  guerra,  y  un  mendigo,  que  después  de 
pedir  una  limosna  por  las  siete  llagas  de 
María  Santísima^  se  sentó  con  nosotros  y 
se  instaló  muy  a  sus  anchas.  La  ventera  era 
una  mujer  activa  y  servicial,  que  se  ocupó 
en  aderezarme  la  cena,  consistente  en  las 
perdices  compradas  en  Jaraicejo,  que  el  gi- 
tano, al  despedirse  de  mí,  me  aconsejó  que 
me  llevara.  Mientras  las  guisaban  estuve  al 
amor  de  la  lumbre  oyendo  la  conversación 
de  aquella  gente. 

—  Más  quisiera  ser  lobo  —  dijo  uno  de 
los  pastores  —  u  otra  cosa  cualquiera,  que 

»5 


226  B  O  R  R  O  W 

pastor.  Bonita  vida  la  nuestra,  siempre  en 
el  campo ^  entre  carrascales^  pasando  frío  y 
hambre  por  una  peseta  diaria.  Un  lobo  se 
da  mejor  vida  y  es  más  temido  que  un  mí- 
sero pastor. 

—  Pero  muchas  veces  —  dije  yo  —  lo 
pasa  muy  mal,  y  cuando  los  pastores  y  los 
perros  caen  sobre  él,  paga  con  la  cabeza  to- 
das sus  hazañas. 

—  Eso  ocurre  muy  pocas  veces,  señor 
viajero  —  dijo  el  pastor  — .  El  lobo  acecha 
las  ocasiones,  y  es  muy  raro  que  se  meta 
en  un  mal  paso.  Y  lo  que  es  atacarle,  crea 
usted  que  es  muy  poco  agradable.  Tiene  ga- 
rras y  dientes,  y  al  hombre  o  al  perro  que 
los  prueban  una  vez,  les  quedan  muy  pocas 
ganas  de  ponerse  nuevamente  a  su  alcance. 
Estos  perros  míos  se  atreverían,  uno  a  uno, 
con  un  oso,  aunque  es  un  animal  mucho 
más  fuerte,  y  en  cambio  los  he  visto  yo  huir 
del   lobo,   a  pesar   de  que  los  azuzábamos. 

—  El  lobo  es  muy  peligroso,  y,  además, 
muy  astuto.  Sabe  más  que  nadie  y  conoce 
el  punto  vulnerable  de  cada  animal.  Vea  us- 
ted, pongo  por  caso,  cómo  ataca  a  los  ter- 
neros: saltándoles  al  cuello  y  desgarrándo- 
les las  venas  con  uñas  y  dientes.  Pero  pata- 
ca así  a  un  caballo?  Me  figuro  que  no. 

—  En  efecto  —  dijo  el  otro  pastor  — 
sabe  muy  bien  lo  que  hace,  y  a  los  caballos 
se  les  sube  de  un  brinco  en  las  ancas  y  los 
desjarreta  en  seguida.   ¡Qué  miedo   siente 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        227 

un  caballo  al  pasar  cerca  de  la  madriguera 
del  lobo!  Mi  amo  iba  el  otro  día  al  despo- 
blado por  lo  alto  del  puerto,  en  el  trotón 
andaluz,  que  le  ha  costado  quinientos  du- 
ros; de  pronto,  el  caballo  se  paró  y  se  puso 
a  sudar  y  a  temblar  como  una  mujer  a  pi- 
que de  desmayarse.  Mi  amo  no  podía  adi- 
vinar el  motivo,  hasta  que  oyó  unos  gruñi- 
dos entre  las  matas;  disparó  la  escopeta  y 
espantó  a  los  lobos,  que  salieron  huyendo; 
pero  me  ha  dicho  que  al  caballo  aun  no  se 
le  ha  pasado  el  susto. 

—  Sin  embargo,  las  yeguas  saben,  cuando 
llega  el  caso,  chasquear  al  lobo  —  replicó 
su  compañero  — .  Las  yeguas,  como  todas 
las  hembras,  son  muy  astutas  y  maliciosas. 
Si  están,  pongo  por  caso^  pastando  en  el 
campo  con  sus  crías,  y  se  da  la  señal  de  que 
viene  el  lobo,  se  asustan  y  corren  un  poco, 
pero  al  momento  se  reúnen  y  se  forman  en 
corro,  poniendo  dentro  a  los  potros.  Llega 
el  lobo,  esperando  darse  un  banquete  de 
carne  de  caballo,  pero  se  lleva  chasco;  las 
yeguas  son  tan  listas  como  éL  Todas  le  ha- 
cen cara,  esconden  la  grupa,  y  cuando  el 
lobo  se  pone  a  dar  vueltas  trotando  y  au- 
llando alrededor  del  corro,  se  alzan  de  ma- 
nos dispuestas  a  aplastarlo  contra  el  suelo, 
en  cuanto  intente  hacerles,  a  ellas  o  a  su 
cría^  el  menor  daño. 

—  Peor  que  el  lobo  —  dijo  el  soldado  — 
es  la  loba;  porque  como  ha  dicho  muy  bien 


228  B  O  R  R  O  W 

el  señor  pastor^  las  hembras  tienen  más  ma- 
licia que  los  machos.  Es  cosa  sorprendente 
ver  a  una  de  esas  diablas  dirigir  una  mana- 
da de  machos.  Van  tras  ella,  repitiendo 
todo  lo  que  hace;  parecen  embrujados  y 
no  tienen  más  remedio  que  imitarla.  Una 
vez  viajaba  yo  con  un  compañero  por  las 
montañas  de  Galicia,  cuando  de  pronto  oí- 
mos un  aullido.  «Son  los  lobos  —  dijo  mi 
compañero  — .  Echémonos  fuera  del  cami- 
no.» Así  lo  hicimos,  y  remontamos  un  poco 
la  falda  del  cerro,  liasta  llegar  a  una  expla- 
nada plantada  de  vides,  como  se  usa  en  Ga- 
licia. A  poco  apareció  una  loba  muy  gran- 
de, de  pe! o  gris,  deshonesta^  guiando  a  den- 
telladas y  gruñidos  una  manada  de  demo- 
nios que  la  seguían  muy  pegados  a  ella,  con 
el  rabo  enhiesto  y  los  ojos  como  brasas. 
¿Qué  creerán  ustedes  que  hizo  el  maldito 
animal?  En  lugar  de  seguir  por  el  camino, 
echó  hacia  donde  nosotros  estábamos,  y 
como  ya  no  había  remedio,  nos  estuvimos 
quietos  y  en  silencio.  Yo  estaba  el  primero, 
y  la  loba  me  pasó  tan  cerca,  que  me  rozó 
con  el  pelo  las  piernas;  no  me  hizo  caso,  sin 
embargo,  y  siguió  adelante,  sin  mirar  a  de- 
recha ni  izquierda,  y  todos  los  demás  lobos 
pasaron  trotando  junto  a  mí,  sin  hacerme 
el  menor  daño  y  sin  mirarme  siquiera.  No 
puedo  decir  lo  mismo  de  mi  pobre  com- 
pañero, que  estaba  un  poco  más  lejos,  y,  a 
mi  parecer,  no  tan  en  la  dirección  de  los  lo- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        229 

bos  como  yo.  Después  de  pasar  muy  cerca 
de  él,  bruscamente  la  loba  dio  media  vuelta 
y  le  mordió.  Nunca  olvidaré  lo  que  ocurrió 
luego;  en  un  instante  doce  lobos  se  arroja- 
ron sobre  él  y  le  despedazaron,  aullando  de 
un  modo  horrible.  En  un  santiamén  le  devo- 
raron, y  sólo  quede  de  él  la  calavera  y  unos 
cuantos  huesos;  después,  los  lo'^os  se  fue- 
ron como  habían  venido.  Tengo  motivo 
para  agradecer  a  mi  señora  la  loba,  que 
hiciese  menos  caso  de  mí  que  de  mi  com- 
pañero. 

Oyendo  esta  y  otras  conversaciones  por 
el  estilo,  me  adormilé  al  amor  de  la  lumbre, 
y  así  estuve  gran  rato,  hasta  que  me  desper- 
tó una  voz  que  decía  muy  alto:  «Los  han 
cogido  a  todos*.  Eran  las  mismas  palabras 
que  tanta  confusión  produjeron  a  Antonio 
el  gitano  cuando  se  las  oyó  a  su  hija  en  el 
despoblado.  Miré  en  torno  mío,  y  vi  que  se- 
guían allí  los  mismos  individuos  a  cuya  con- 
versación asistí  antes  de  amodorrarme;  pero 
ahora  el  orador  era  el  mendigo,  y  hablaba 
con  mucho  calor. 

—  Dispense  usted,  caballero  —  dije  yo — , 
pero  no  he  oído  lo  que  ha  dicho  usted  al 
principio.  ¿Quiénes  son  esos  que  han  co- 
gido? 

—  Una  cuadrilla  de  malditos  gitanos^  ca- 
ballero —  replicó  el  mendigo,  devolviéndo- 
me el  título  que  yo  cortésmente  le  había 
dado  — .  Más  de  quince  días  han  tenido  in- 


230  B  o  R  R  o  W 

festada  la  raya  de  Castilla,  y  han  robado  y 
matado  a  muchos  señores  viajeros  como  us 
ted.  Parece  que  la  canaille  gitana  trata  de 
aprovechar  los  disturbios  de  estos  tiempos, 
y  se  ha  constituido  en  facción.  Dicen  que 
a  esa  cuadrilla  iban  a  juntársele  muchos  de 
sus  hermanos  de  raza,  y  lo  creo,  porque  to- 
dos los  gitanos  son  ladrones;  pero,  gracias 
a  Dios,  han  acabado  con  ellos  antes  de  que 
llegaran  a  ser  demasiado  temibles.  Yo  mis 
mo  los  he  visto  llevar  a  la  cárcel  de...  ¡Gra- 
cias a  Dios!  Todos  están  presos. 

—  Está  aclarado  el  misterio  —  me  dije,  y 
me  puse  a  despachar  la  cena,  ya  servida. 

La  jornada  siguiente  me  llevó  a  una  ciu- 
dad de  cierta  importancia,  la  primera  en- 
trando en  Castilla  la  Nueva  por  aquella  par- 
te, cuyo  nombre  he  olvidado  ^.  Pasé  la  no- 
che, como  de  costumbre,  en  la  misma  cua 
dra  que  mi  caballería,  echado  cerca  de  ella 
en  el  pesebre.  Como  viajaba  en  borrico,  juz- 
gué necesario  contentarme  con  un  lecho 
proporcionado  a  mis  medios  de  locomo- 
ción, para  no  suscitar  en  la  gente  con  quien 
trababa,  la  sospecha,  viéndome  demasiado 
exigente  o  delicado,  de  que  yo  fuese  hom- 
bre más  principal  de  lo  que  mi  atavío  y 
equipaje  permitían  suponer.  Me  levanté  an- 
tes del  alba  y  continué  mi  camino,  esperan- 


^     Oropesa,  sin  duda  alguna,  anota  Burke.  La 
Calzada  de  Oropesa,  según  Knapp. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        231 

do  llegar  con  luz  del  sol  a  Talayera,  de  la 
que  me  separaban,  según  me  dijeron,  diez 
leguas.  El  camino  seguía  una  planicie  inin- 
terrumpida, plantada  casi  toda  de  olivares. 
A  pocas  leguas  de  distancia  por  la  izquier- 
da, se  alzaban  las  grandes  montañas  que  ya 
he  mencionado.  Corrían  hacia  el  Este,  for- 
mando una  cordillera  al  parecer  intermina- 
ble, paralela  al  camino;  las  cumbres  y  ver- 
tientes estaban  cubiertas  de  nieve  deslum- 
bradora, barrida  por  el  viento  que  llegaba 
hasta  mí,  a  través  de  la  vasta  y  melancólica 
planicie,  en  ráfagas  cruelmente  frías. 

—  ¿Qué  montañas  son  esas? — pregunté  a 
un  barbero-sangrador,  que,  montado  en  una 
burra  del  mismo  pelo  que  la  mía,  emparejó 
conmigo  a  eso  del  mediodía, y  me  acompañó 
durante  unas  cuantas  leguas — .  «Se  llaman 
de  diverso  modo,  caballero  —  respondió  el 
barbero — ,  según  los  nombres  de  los  luga- 
res inmediatos.  Aquellas  de  allá  lejos  son  la 
serranía  de  Plasencia;  las  que  hay  frente  a 
Madrid  son  las  montañas  de  Guadarrama, 
por  un  río  de  este  nombre  que  en  ellas  nace. 
La  cordillera  es  muy  grande,  caballero^  y  se- 
para los  dos  reinos;  del  lado  de  allá  está  Cas- 
tilla la  Vieja.  Son  magníficas  estas  montañas, 
y  aunque  nos  mandan  muchísimo  frío,  a  mí 
me  agrada  contemplarlas,  cosa  que  no  es 
de  extrañar,  pues  he  nacido  en  ellas,  aunque 
ahora,  por  mis  pecados,  vivo  en  un  pueblo 
del  llano.  No  hay  en  toda  España  cordille- 


232  B  O  R  R  O  W 

ra  como  ésta,  caballero;  tiene  sus  secretos, 
sus  misterios.  Muchas  cosas  singulares  se 
cuentan  de  esas  montañas  y  de  lo  que  ocul- 
tan en  sus  profundos  escondrijos,  porque  ha 
de  saber  usted  que  la  cordillera  es  muy  an- 
cha, y  se  puede  andar  por  ella  días  y  días 
sin  llegar  a  término.  Muchos  se  han  perdido 
en  ella  y  no  ha  vuelto  a  saberse  nada  de  su 
paradero.  Entre  otras  rarezas,  cuentan  que 
en  ciertos  sitios  hay  profundas  lagunas  ha- 
bitadas por  monstruos,  tales  como  serpien- 
tes corpulentas,  más  largas  que  un  pino,  y 
caballos  de  agua  que  a  veces  salen  de  allí  y 
cometen  mil  estropicios.  Es  cosa  averigua- 
da que,  allá  lejos,  hacia  el  Oeste,  en  el  co- 
razón de  la  montaña,  hay  un  valle  maravi- 
lloso, tan  estrecho,  que  en  él  sólo  se  le  ve  la 
cara  al  sol  en  pleno  mediodía.  Este  valle  per 
maneció  desconocido  durante  miles  de  años; 
nadie  soñaba  su  existencia.  Pero,  al  cabo, 
hace  mucho  tiempo,  unos  cazadores  entra- 
ron en  él  casualmente,  y,  ¿sabe  usted  lo  que 
encontraron,  caballero}  Encontraron  una  pe- 
queña nación  o  tribu  de  gente  desconoci- 
da, que  hablaba  una  lengua  ignorada  y  que 
acaso  vivía  allí  desde  la  creación  del  mundo 
sin  tratarse  con  las  otras  criaturas  humanas, 
y  sin  saber  de  la  existencia  de  otros  seres 
cerca  de  ellos.  Caballero.,  ¿no  ha  oído  usted 
hablar  nunca  del  valle  de  las  Batuecas?  Se 
han  escrito  muchos  libros  acerca  de  este  va- 
lle y  de  sus  habitantes.  A  mí  me  enorguUe- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         233 

cen  esas  montañas,  caballero;  si  yo  fuera 
hombre  independiente,  sin  mujer  y  sin  hi- 
jos, compraría  una  burra  como  la  de  usted 
— excelente,  por  lo  que  veo,  y  mucho  mejor 
que  la  mía — y  me  iría  a  recorrer  esas  monta- 
ñas hasta  descubrir  todos  sus  misterios  y 
haber  visto  las  maravillas  que  contienen.» 

No  cesé  en  todo  el  día  de  avivar  el  paso 
de  la  burra,  y  sólo  me  detuve  una  vez  para 
echarle  un  pienso;  pero,  aunque  el  animalito 
se  portó  muy  bien,  llegó  la  noche  y  aun  fal- 
taban dos  leguas  hasta  Talavera.  Al  ponerse 
el  sol  arreció  el  frío;  me  arropé  lo  mejor  po- 
sible con  la  capa  vieja  del  gitano,  que  aun 
traía  conmigo;  pero  resultó  escasa  defen- 
sa contra  la  inclemente  noche.  El  camino, 
siempre  por  terreno  llano,  estaba  medio 
borrado,  y  en  la  oscuridad  era  a  veces  difí- 
cil encontrarlo,  sobre  todo  por  los  muchos 
atajos  y  veredas  que  lo  cruzaban.  Seguí  ade- 
lante, empero,  como  pude,  y  cuando  duda- 
ba de  la  dirección  que  debía  tomar,  me 
abandonaba  al  instinto  de  mi  cabalgadura. 
Salió  al  fin  la  luna,  y  a  su  débil  luz  dis- 
tinguí de  pronto  un  bulto  que  se  movía 
a  muy  corta  distancia  delante  de  mí.  Ali- 
geré el  paso  de  la  burra^  y  no  tardé  en  po- 
nerme a  su  lado.  El  bulto  continuó  sin  al- 
terar su  marcha  un  momento  ni  mirar.  La 
silueta  era  de  hombre,  el  más  alto  y  corpu- 
lento que  hasta  entonces  había  yo  encontra- 
do en  España,  vestido  también  de  un  modo 


234  B  O  R  R  O  W 

desusado  en  el  país.  Llevaba  un  sombrero 
bajo  de  copa  y  ancho  de  alas,  muy  semejan- 
te al  de  los  carreteros  ingleses;  envolvíase  el 
cuerpo  en  una  especie  de  túnica  larga  y 
suelta,  de  cutí  ordinario,  abierta  por  delan- 
te, lo  que  permitía  ver,  en  ocasiones,  el  res- 
to de  su  traje,  compuesto  de  un  jubón  y 
unos  calzones  de  pana.  Como  he  dicho,  el 
ala  de  su  sombrero  era  ancha;  pero,  aun 
siéndolo,  no  bastaba  para  cubrir  un  inmen- 
so matorral  de  pelo  negro  como  el  carbón, 
espeso  y  rizado,  que  se  desbordaba  por  to- 
dos lados.  Colgadas  del  hombro  izquierdo 
llevaba  unas  alforjas,  y  en  la  mano  derecha 
una  pértiga. 

Había  algo  extraño  en  todo  su  conti- 
nente; pero  lo  más  chocante  era  la  tranqui- 
lidad con  que  seguía  andando  sin  ocuparse 
de  mí,  aunque,  naturalmente,  se  daba  cuen- 
ta de  mi  proximidad;  miraba  con  ñjeza  al 
camino  delante  de  sí,  salvo  cuando  alzaba 
su  ancha  faz  y  clavaba  sus  grandes  ojos  en 
la  luna,  que  ya  brillaba  con  fuerza  en  el 
cielo. 

—  Está  fría  la  noche— díjele  al  fin  —  .  ¿Es 
este  el  camino  de  Talavera? 

— Este  es  el  camino  de  Talavera,  y  la  no- 
che está  fría. 

— Yo  voy  a  Talavera — añadí — ;  supongo 
que  usted  también. 

—  Allí  voy  yo;  usted  también  va,  bueno. 
La  entonación   con   que  pronunció  estas 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         235 

palabras  era,  en  su  línea,  tan  extraña  y  singu- 
lar, como  el  aspecto  del  hombre  que  las  de- 
cía; no  era  exactamente  la  de  una  voz  españo- 
la, y,  sin  embargo,  había  algo  en  ellas  que  a 
duras  penas  podía  ser  extranjero;  la  pronun- 
ciación era  también  correcta,  y  el  lenguaje, 
aunque  insólito,  sin  faltas.  Me  chocó,  sobre 
todo,  la  manera  como  había  dicho  la  pala- 
bra bufno\  algo  parecido  había  oído  yo  en 
otra  oca«=ión,  pero  no  podía  recordar  cuándo 
ni  dónde.  Hubo  una  pausa.  El  desconocido 
andaba  con  paso  arrogante  y  con  perfecta 
indiferencia;  al  parecer  estaba  dispuesto  a 
no  buscar  ni  esquivar  la  conversación. 

— ;No  le  da  a  usted  miedo  viajar  por  es- 
tos caminos,  de  noche.^ — le  pregunté — .  Di- 
cen que  están  llenos  de  ladrones. 

—  ;Y  no  le  debía  dar  a  usted  más  miedo 
viajar  por  estos  caminos,  de  noche.^  ;A  usted, 
que  desconoce  el  país?  ;A  usted  que  es  un 
extranjero,  un  inglés.^ 

—  :Cómo  sabe  usted  que  soy  inglés.^ — 
pregunté  lleno  de  sorpresa. 

— No  es  cosa  difícil;  se  lo  he  conocido  en 
el  acento. 

— Va  que  habla  usted  de  eso — dije  yo — , 
^y  si  su  acento  me  descubriese  también 
quién  es  usted.' 

—  No  puede  ser  —  replicó  mi  compañe- 
ro — ;  usted  no  sabe  nada  de  mí,  ni  puede 
saberlo. 

—  No  lo  diga  usted  con  tanta  seguridad, 


236  B  O  R  R  O  W 

amigo  mío;  yo  estoy  enterado  de  muchas 
más  cosas  de  las  que  usted  se  figura. 

— {Por  ejemplo} — dijo  el  desconocido. 

—  Por  ejemplo — repliqué — ;  usted  habla 
dos  idiomas. 

El  hombre  anduvo  un  poco  en  actitud  re- 
flexiva, y  luego  dijo  en  voz  baja:  Bueno. 

— Usted  tiene  dos  nombres  —  continué — : 
uno,  para  el  interior  de  su  casa,  y  otro,  para 
la  calle.  Ambos  son  buenos;  pero  el  del  ho- 
gar es  el  que  usted  más  quiere  de  los  dos. 

Anduvo  otros  cuantos  pasos  en  la  misma 
actitud  que  antes;  de  pronto,  se  volvió,  y  to- 
mando nuevamente  las  riendas  de  la  burra^ 
la  detuvo.  Entonces  contemplé  de  lleno  su 
rostro  y  toda  su  persona;  aun  se  me  apare- 
cen a  veces  en  sueños  sus  formas  hercúleas 
y  sus  facciones  desmesuradas.  Le  vi  planta- 
do ante  mí,  bañado  por  la  luz  de  la  luna,  mi- 
rándome a  la  cara  con  sus  profundos  y  tran- 
quilos ojos.  Al  cabo  me  dijo:  «¿Es  usted  uno 
de  los  nuestros?» 


Era  ya  muy  entrada  la  noche  cuando  lle- 
gamos a  Talavera.  Fuimos  a  una  casona  ló- 
brega, la  posada  principal  de  la  ciudad,  se- 
gún me  dijo  mi  compañero.  Entramos  en  la 
cocina,  en  uno  de  cuyos  extremos  ardía  una 
buena  lumbre.  «Pepita — dijo  mi  compañero 
a  una  linda  muchacha  que  salió  a  nuestro  en- 
cuentro sonriendo — ,  un  brasero  y  un  cuarto 


\ 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        237 

reservado.  Este  caballero  es  un  amigo  mío  y 
cenaremos  juntos.»  Pronto  estuvo  dispuesta 
Ja  habitación,  en  la  que  había  dos  alcobas 
con  sendas  camas.  Después  de  una  cena 
que,  por  encargo  de  mi  compañero,  fué  ex- 
celentísima, nos  sentamos  junto  al  brasero  y 
comenzamos  a  hablar. 

Vo:  Claro  está  que  usted  ha  hablado  con 
otros  ingleses,  porque  en  otro  caso  no  me 
hubiera  reconocido  por  el  tono  de  la  voz. 

Abarbanel  ^:  Cuando  estalló  la  guerra  de 
la  Independencia,  siendo  yo  un  muchacho, 
vino  al  lugar  en  que  yo  vivía  con  mi  familia 
un  oficial  inglés,  encargado  de  instruir  a  los 
reclutas;  se  alojó  en  casa  de  mi  padre  y  me 
cobró  gran  afecto.  Al  marcharse  me  fui  con 
él,  con  permiso  de  mi  padre,  y  le  acompa- 
ñé por  ambas  Castillas  como  camarada  y 
criado  a  la  vez.  Juntos  estuvimos  casi  un 
año,  y  cuando,  súbitamente,  le  mandaron 
volver  a  su  país,  quiso  llevarme  consigo; 
pero  mi  padre  no  lo  consintió  en  modo  al- 
guno. Veinticinco  años  han  pasado  sin  ver 
ningún  inglés;  a  pesar  de  ello,  le  he  conoci- 
do a  usted  en  plena  oscuridad. 

Yo:  ¿Y  qué  género  de  vida  hace  usted,  y 
cuáles  son  sus  medios  de  subsistencia? 

Abarbanel'.  Vivo  sin  dificultad  alguna, 
como  creo  que  vivieron  mis  antepasados,  y 

^  Este  es  un  nombre  puesto  a  capricho  por 
Borrow  a  su  interlocutor.  (Nota  de  Burke.) 


238  B  O  R  R  O  W 

como  vivió,  con  toda  certeza,  mi  padre,  cuya 
misma  ruta  he  seguido.  A  su  muerte,  tomé 
posesión  de  la  herencia;  era  yo  hijo  único, 
los  bienes,  muchos;  hubiera  podido  vivir  sin 
trabajar;  pero  a  fin  de  no  llamar  la  atención, 
seguí  el  oficio  de  mi  padre,  que  era  longani- 
cero.  A  veces  he  tratado  también  en  lana; 
pero  sin  gran  empeño  por  falta  de  estímulo. 
Con  todo,  he  tenido  buena  suerte;  en  oca- 
siones, una  suerte  extraordinaria,  y  he  ga- 
nado más  que  muchos  otros  entregados  por 
completo  al  comercio  y  que  se  matan  a  tra- 
bajar. 

Yo\  ^Tiene  usted  hijos?  ^Está  usted  ca- 
sado? 

Abarbanel:  Soy  casado,  pero  sin  hijos. 
Tengo  mujer  y  una  amiga^  o,  más  bien,  dos 
mujeres,  porque  con  ambas  estoy  casado; 
pero  a  una  le  llamo  amiga  por  guardar  las 
apariencias;  quiero  vivir  tranquilo,  y  no  ten- 
go gana  de  ofender  los  prejuicios  de  la  gen- 
te que  me  rodea. 

Yo:  Dice  usted  que  es  rico.  ^jEn  qué  con- 
sisten sus  riquezas? 

Abarbanel:  En  oro,  plata  y  piedras  pre- 
ciosas, pues  he  heredado  todo  lo  que  mis 
abuelos  atesoraron.  La  mayor  parte  está  es- 
condido debajo  de  tierra;  la  verdad  es  que 
ni  siquiera  he  visto  la  décima  parte  de  ello. 
Tengo  monedas  de  oro  y  plata  anteriores  al 
tiempo  de  Fernando  el  Maldito  y  Jezabel; 
también  tengo  sumas  importantes  dadas  a 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        239 

préstamo.  Vivimos  muy  apartados,  sin  em- 
bargo, y  nos  hacemos  pasar  por  pobres,  in- 
cluso por  miserables;  pero  en  ciertas  ocasio- 
nes, en  nuestras  fiestas,  una  vez  cerradas  y 
atrancadas  las  puertas,  y  después  de  soltar 
los  perros  fieros  en  el  corral,  comemos  en 
vajillas  como  ya  las  quisiera  para  sí  la  Reina 
de  España,  y  hacemos  las  abluciones  en  sal- 
villas de  plata  modeladas  y  repujadas  antes 
del  descubrimiento  de  América,  aunque  va- 
yamos siempre  groseramente  vestidos  y 
nuestras  comidas  sean  de  ordinario  muy 
modestas. 

Yo:  Además  de  usted  y  de  sus  mujeres, 
^hay  en  su  casa  alguna  otra  persona  de  su 
gremio? 

Abarbanel:  Mis  dos  criados  son  también 
de  los  nuestros;  uno  es  joven,  y  pronto  se 
marchará  a  casarse  lejos  de  aquí;  el  otro  es 
viejo,  y  viene  por  este  mismo  camino  detrás 
de  mí  con  un  carro  y  una  muía. 

Yo:  ¿Y  adonde  se  dirige  usted  ahora? 

Abarbanel:  A  Toledo,  donde  a  veces  tra- 
fico como  longanicero.  Me  gusta  viajar,  aun- 
que sin  alejarme  mucho  de  mi  casa.  Desde 
que  me  separé  del  inglés  no  he  vuelto  a  sa- 
lir de  Castilla  la  Nueva.  Me  gusta  ir  a  Tole- 
do y  pensar  allí  en  los  tiempos  que  fueron; 
acabaría  por  establecerme  en  esa  ciudad,  si 
no  hubiera  en  ella  tantos  malditos  que  me 
miran  con  malos  ojos. 

Yo:  ^Le  conocen  a  usted  por  lo  que  real- 


240  B  o  R  R  o  W 

mente  es?  ^Le  molestan  las  autoridades? 
Abarbaneh  La  gente  sospecha,  natural- 
mente, lo  que  yo  soy,  pero  como  en  casi 
todo  me  acomodo  a  sus  costumbres,  no  se 
mezclan  en  mis  asuntos.  Es  verdad  que  al- 
gunas veces,  cuando  entro  en  la  iglesia  a  oír 
misa,  me  miran  por  encima  del  hombro, 
como  diciendo:  «^jA  qué  vienes  aquí?»  Algu- 
nas veces  se  santiguan  al  pasar  a  mi  lado; 
pero  como  se  limitan  a  eso,  no  me  preocu- 
po gran  cosa  de  ellos.  Con  las  autoridades 
estoy  en  muy  buenas  relaciones.  Muchos  de 
los  que  desem.peñan  puestos  elevados  tienen 
dinero  mío  prestado,  de  modo  que  hasta 
cierto  punto  los  tengo  en  mi  poder;  y  la  gen- 
te menuda,  alguaciles  y  corchetes,  está  siem- 
pre dispuesta  a  favorecerme,  en  considera- 
ción a  unos  cuantos  duros  que  reparto  de 
vez  en  cuando  entre  ellos;  de  modo  que,  en 
conjunto,  las  cosas  no  pueden  ir  mejor.  Cier 
to  que  antiguamente  no  ocurría  así;  sin  em- 
bargo, yo  no  sé  por  qué  sería,  pero  aunque 
otras  familias  lo  pasaron  muy  mal,  la  nues- 
tra disfrutó  siempre  de  relativa  tranquilidad. 
La  verdad  es  que  mi  familia  ha  sabido  con- 
ducirse siempre  por  modo  maravilloso.  Pue- 
do decir  que  hay  en  ella  una  sagacidad  pa- 
recida a  la  de  la  serpiente.  Siempre  hemos 
tenido  amigos;  con  respecto  a  los  enemigos, 
es  la  verdad  que  nunca  nos  han  hecho  daño 
impunemente,  porque  es  regla  de  mi  casa 
no  olvidar  las  injurias  y  no  escatimar  esfuer- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        241 

zos  ni  gastos  para  arruinar  y  destruir  al  que 
nos  perjudica. 

Vo:  (¡Se  meten  con  usted  los  curas? 

Abarbanel:  Los  curas  me  dejan  en  paz, 
sobre  todo  en  nuestro  mismo  pueblo.  Poco 
después  de  la  muerte  de  mi  padre,  uno 
muy  exaltado  trató  de  jugarme  una  mala 
pasada;  pero  yo  me  las  arreglé  para  pagarle 
en  la  misma  moneda,  y  logré  que  le  encar- 
celaran acusado  de  blasfemia,  y  en  la  cárcel 
estuvo  mucho  tiempo,  hasta  que  se  volvió 
loco  y  murió. 

Yo\  ^Tienen  ustedes  en  España  alguna 
persona  que  haga  cabeza,  investida  de  la  su- 
prema autoridad? 

Abarbanel:  Tanto  como  eso,  no.  Hay,  sin 
embargo,  ciertas  familias  virtuosas  que  go- 
zan de  mucha  consideración:  la  mía  es  una 
de  ellas — la  principal,  puedo  decir — .  Espe- 
cialmente, mi  abuelo  era  un  varón  justo;  y 
oí  contar  a  mi  padre  que  una  noche  un  ar- 
zobispo fué  secretamente  a  nuestra  casa,  sólo 
para  tener  el  gusto  de  besar  la  mano  a  mi 
abuelo. 

Yo:  (iCómo  es  posible  eso?  ¿Qué  venera- 
ción puedesentir  un  arzobispo  por  uno  como 
usted  o  como  su  abuelo? 

Abarbanel:  Más  de  lo  que  usted  se  figura. 
El  arzobispo  era  de  los  nuestros,  o  por  lo 
menos  lo  había  sido  su  padre,  y  él  no  podía 
olvidar  lo  que  aprendió  a  reverenciar  en 
la  infancia.   Dijo  que   había  intentado  inú- 

16 


242  B  O  R  R  O  W 

tilmente  .olvidarlo;  que  el  ruáis  se  cernía 
siempre  sobre  él,  y  que  desde  la  niñez  los 
terrores  conturbaban  su  ánimo,  hasta  llegar 
al  punto  de  no  poder  sufrirse  a  sí  mismo. 
Por  esto  fué  a  ver  a  mi  abuelo,  con  quien 
permaneció  toda  una  noche,  y  luego  se  vol- 
vió a  su  diócesis,  donde  murió  poco  des- 
pués, en  gran  opinión  de  santo. 

Yo:  Me  sorprende  lo  que  usted  dice.  ^Tie- 
ne usted  algún  motivo  para  suponer  que  en- 
tre el  clero  católico  hay  muchos  de  los 
vuestros? 

Abarbaneh  No  lo  supongo,  lo  sé.  Hay 
muchos  como  yo  en  el  clero,  y  no  de  rango 
inferior  tan  sólo.  Algunos  de  los  más  sabios 
y  famosos  clérigos  de  España  han  sido  de 
los  nuestros,  o  al  menos  de  nuestra  sangre, 
y  muchos  de  ellos,  hoy  en  día,  piensan 
como  yo.  Hay  una  fiesta  especial  en  el  año, 
en  la  cual,  cuatro  dignatarios  eclesiásticos 
vienen  sin  falta  a  visitarme;  y  cuando,  toma- 
das las  necesarias  precauciones,  se  cumplen 
las  ceremonias  preparatorias,  se  sientan  en 
el  suelo  y  blasfeman. 

Yo:  ¿-Son  ustedes  muchos  en  las  ciudades 
importantes? 

Abaj'banel:  De  ningún  modo;  rara  vez  vi- 
vimos en  las  ciudades  grandes;  sólo  vamos  a 
ellas  para  nuestros  negocios,  y  preferimos 
vivir  en  los  pueblos.  Cierto  que  no  somos 
mucha  gente;  en  pocas  provincias  de  Espa- 
ña contaremos  más  de  veinte  familias.  Nin- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        345 

guno  de  los  nuestros  es  pobre.  Los  que  sir- 
ven, lo  hacen  por  conveniencia  más  que  por 
necesidad,  porque  sirviendo  unos  en  casa 
de  otros,  se  adiestran  en  tráficos  diferen- 
tes. No  es  raro  tampoco  que  el  tiempo  que 
se  sirve  sea  el  del  noviazgo,  y  los  criados  se 
casan  a  veces  con  las  hijas  de  sus  amos. 

Continuamos  hablando  casi  toda  la  noche; 
a  la  mañana  siguiente  me  dispuse  a  partir, 
pero  mi  compañero  me  aconsejó  que  me 
quedase  allí  todo  el  día.  «Y  si  quiere  usted 
hacerme  caso—  añadió — ,  no  debe  usted  ir 
más  lejos  de  ese  modo.  Esta  noche  pasará 
por  aquí  la  diligencia  de  Extremadura  a 
Madrid.  Vayase  en  ella;  es  el  modo  más  rá- 
pido y  seguro  de  viajar.  Yo  le  compraré  a 
usted  la  burra.  Mi  criado,  que  ya  ha  venido, 
la  ha  visto  y  me  dice  que  puede  sernos  útil. 
Pasaremos  el  día  juntos,  como  hermanos,  y 
luego  nos  iremos  cada  uno  por  nuestro 
lado.»  Así  lo  hicimos.  Cuando  llegó  la  dili- 
gencia me  metí  en  ella,  y  en  la  mañana  del 
segundo  día  llegué  a  Madrid. 


CAPÍTULO  XII 


Mi  alojamiento  en  Madrid. — La  patrona. — El  em- 
bajador británico.  —  Mendizábal.  —  Baltasar. — 
Deberes  de  un  Nacional. — Sangre  moza. — La 
ejecución.  —La  población  de  Madrid. — Las  clases 
altas. — Las  clases  bajas. — Las  corridas  de  toros. 
El  gitano. 


UEGué  a  Madrid  en  los  comienzos  de  fe- 
brero de  1837.  listuve  breves  días  en 
undi  posada,  y  me  mudé  a  la  habitación  que 
alquilé  en  el  núm.  3  de  la  calle  de  la  Zarza  \ 
calle  oscura  y  sucia,  no  obstante  hallarse 
pegada  a  la  Puerta  del  Sol,  punto  céntrico 
de  Madrid,  donde  desembocan  cuatro  o  cin- 
co de  las  vías  principales,  y  sitio  de  reunión, 
en  todas  las  épocas  del  año,  de  los  vagos  de 
la  capital,  pobres  o  ricos. 

La  casa  en  que  me  alojé,  era  bastante  sin- 
gular. Ocupaba  yo  la  parte  delantera  del 


í  Iba  desde  la  de  Preciados  a  la  del  Arenal; 
desde  la  calle  de  la  Zarza  salía  a  la  Puerta  del  Sol 
el  callejón  del  Cofre,  o  de  Cofreros.  Desaparecie- 
ron al  ensanchar  la  Puerta  del  Sol. 


LA   BIBLIA    EN    ESPAÑA        245 

primer  piso;  mis  habitaciones  consistían  en 
una  sala  inmensa  con  un  cuarto  pequeño  al 
lado,  para  dormir.  La  sala,  a  pesar  de  su  ta- 
maño, ten'a  muy  pocos  muebles:  unas  cuan- 
tas sillas,  una  mesa  y  un  sofá  componían 
todo  su  ornamento.  Era  muy  fría  y  aireada, 
gracias  a  las  corrientes  que  se  colaban  por 
tres  grandes  ventanas  y  por  diversas  puer- 
tas. La  señora  de  la  casa,  acompañada  por 
sus  dos  hijos,  me  condujo  a  mi  aposento. 
«^Ha  visto  usted  nunca — me  preguntó — un 
cuarto  tan  hermoso  como  éste?  ^Verdad  que 
es  digno  de  un  príncipe?  El  invierno  pasado 
vivió  aquí  el  gran  general  Espartero.» 

La  patrona  era  una  mujer  de  desmesurada 
gordura,  natural  de  Valladolid,  en  Castilla 
la  Vieja.  «^Tiene  usted  alguna  otra  familia 
además  de  estas  hijas?»  — le  pregunté — . 
«Dos  hijos.  Uno  es  oficial  del  ejército,  y 
padre  de  este  niño» — me  contestó  señalando 
a  un  muchacho  de  unos  doce  años,  con  cara 
de  travieso  pero  listo,  que  brincaba  por  el 
aposento;  «el  otro  es  el  nacional  más  famoso 
de  Madrid.  Es  sastre  de  oficio  y  se  llama  Bal- 
tasar. Tiene  gran  influencia  con  los  otros  na« 
clónales  por  el  liberalismo  de  sus  opiniones, 
y  a  una  palabra  suya  toman  las  armas  y  acu- 
den furiosos  a  la  Puerta  del  Sol.  Al  presente, 
guarda  cama;  hace  una  vida  muy  desarre- 
glada, y  es  muy  amigo  de  toreros  y  de  gen- 
tes peores  aún.» 

Como  el  principal  motivo  de  mi  visita  a 


«46  B  O  R  R  O  W 

la  capital  de  España  era  el  deseo  de  obtener 
permiso  del  Gobierno  para  imprimir  en  cas- 
tellano el  Nuevo  Testamento  y  difundirlo 
por  el  país,  comencé,  sin  pérdida  de  tiem- 
po, a  dar  los  pasos  que  me  parecieron  ne- 
cesarios. 

Era  yo  completamente  desconocido  en 
Madrid,  y  no  llevaba  cartas  de  presentación 
para  ninguna  persona  influyente  que  pudie- 
ra valerme  en  mi  empresa,  de  suerte  que,  si 
bien  abrigaba  esperanzas  de  buen  éxito, 
confiando  en  la  protección  del  Omnipotente, 
esas  esperanzas  sufrían  pasajeros  desmayos 
y  las  oscurecían  con  frecuencia  las  nubes 
del  desaliento. 

Por  entonces  era  primer  ministro  en  Es- 
paña Mendizábal,  y  se  le  tenía  por  hombre 
de  poder  casi  ilimitado^  en  cuyas  manos  es- 
taban los  destinos  del  país.  Consideré,  pues, 
que  si  lograba  por  cualquier  medio  poner 
de  mi  parte  a  hombre  tan  poderoso,  no  ten- 
dría que  temer  molestia  alguna  por  otro 
lado,  y  resolví  acudir  a  él. 

Antes  de  dar  ese  paso,  me  pareció  pru- 
dente avistarme  con  Mister  Villiers,  emba- 
jador de  Inglaterra  en  Madrid,  y,  con  la  li- 
bertad aneja  a  mi  condición  de  subdito  bri- 
tánico, pedirle  consejo  en  el  asunto.  Me  re- 
cibió con  mucha  bondad,  y  tuvimos  una 
conversación  agradable  acerca  de  varios  te- 
mas antes  de  abordar  el  que  a  mí  me  pre- 
ocupaba hondamente.  Díjome  que  si  yo  de- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        247 

seaba  una  entrevista  con  Mendizábal,  él  se 
ofrecía  a  procurármela,  pero  al  mismo  tiem- 
po me  advirtió  con  franqueza  que  no  espera- 
ba de  ella  ningún  resultado  bueno,  porque 
le  constaba  la  violenta  predisposición  de 
Mendizábal  contra  la  Sociedad  Bíblica  Bri- 
tánica y  Extranjera,  y  era  lo  más  probable 
que  en  lugar  de  favorecerlo,  contrariase 
cualquier  intento  de  )a  Sociedad  para  intro- 
ducir el  Evangelio  en  España.  Resolví,  a  pe- 
sar de  todo,  hacer  la  prueba,  y  antes  de  se- 
pararme del  embajador  obtuve  una  carta  de 
presentación  para  Mendizábal. 

Una  mañana,  temprano,  acudí  a  Palacio, 
en  una  de  cuyas  alas  estaba  el  despa- 
cho del  primer  ministro.  El  frío  era  cruel; 
el  Guadarrama,  sobre  el  que  hay  una  her- 
mosa vista  desde  la  explanada  del  Palacio, 
estaba  cubierto  de  nieve.  Casi  tres  horas 
estuve  tiritando  de  frío  en  una  antecáma- 
ra, con  varias  personas  más  que,  como  yo, 
aguardaban  audiencia  del  poderoso.  Al  cabo 
se  presentó  el  secretario  particular,  y  des- 
pués de  hacer  diversas  preguntas  a  los 
otros,  se  dirigió  a  mí,  interrogándome  acer- 
ca de  mi  calidad  y  mis  pretensiones.  Dí- 
jele  que  yo  era  un  inglés,  portador  de  una 
carta  del  ministro  británico.  «Si  usted  no  se 
opone,  yo  se  la  entregaré  personalmente  a 
su  excelencia» — me  dijo  — .  En  oyendo 
esto,  le  alargué  la  carta  y  desapareció.  En- 
traron antes  que   yo   varias  personas,    pero 


248  B  O  R  R  O  VV 

me  llegó  el  turno,  al  fin,  y  me  introdujeron 
en  el  despacho  de  Mendizábal. 

El  ministro  estaba  detrás  de  una  mesa 
cubierta  de  papeles,  examinándolos  con  in- 
tensa atención.  No  se  enteró  de  mi  presen- 
cia, y  tuve  tiempo  suficiente  para  contem- 
plarlo. Era  un  hombre  corpulento,  atlé- 
tico,  un  poco  más  alto  que  yo,  que  mido 
descalzo  seis  pies  y  dos  pulgadas;  de  tez 
sonrosada,  facciones  finas  y  correctas,  na- 
riz aguileña  y  dientes  de  espléndida  blan- 
cura; aunque  apenas  frisaba  en  los  cincuen- 
ta años,  tenía  el  pelo  muy  canoso.  Vestía 
una  lujosa  bata  de  mañana,  con  una  cade- 
na de  oro  alrededor  del  cuello,  y  calzaba 
chinelas  de  tafilete. 

Su  secretario,  hombre  de  buena  presen- 
cia y  de  expresión  inteligente,  que,  según 
supe  después,  se  había  conquistado  un  nom- 
bre en  la  literatura  española  y  en  la  inglesa, 
permanecía  en  pie  junto  a  la  mesa,  con  pa- 
peles en  las  manos. 

Después  de  hacerme  esperar  en  pie 
un  cuarto  de  hora,  Mendizábal  alzó  súbita- 
mente sus  ojos  penetrantes  y  clavó  en  mí 
una  mirada  escrutadora,  poco  común.  «He 
visto  un  mirar  muy  parecido  a  ese  entre  los 
Beni-Israel  —  dije  entre  mí... 

Nuestra  entrevista  duró  casi  una  hora;  la 
conversación  fué  de  singular  interés.  Men- 
dizábal, como  ya  me  habían  advertido,  era, 
en  efecto,  ardiente  enemigo  de  la  Sociedad 


LA    BIBLIA   EN    ESPAÑA        249 

Bíblica,  de  la  que  hablaba  con  odio  y  des- 
precio; estaba  también  muy  lejos  de  ser  un 
amigo  de  la  religión  cristiana,  con  quien  me 
fuese  fácil  contar.  Sin  desanimarme  por  eso, 
le  insté  mucho  en  favor  del  asunto  que  allí 
me  llevaba,  y  tuve  tanta  fortuna,  que  ofre- 
ció permitirme  imprimir  las  Escrituras  si, 
como  esperaba,  de  allí  a  unos  meses  el  país 
estaba  más  tranquilo. 

Cuando  ya  me  marchaba,  me  dijo:  «No 
es  esta  la  primera  petición  de  ese  género 
que  me  hacen.  Desde  que  estoy  en  el  go- 
bierno, no  se  harta  de  importunarme  con 
esas  cosas  una  bandada  de  ingleses,  despa- 
rramados hace  poco  por  España,  que  se 
llaman  a  sí  mismos  cristianos  evangélicos. 
Todavía  la  semana  pasada,  un  individuo  jo- 
robado se  abrió  paso  hasta  mi  despacho, 
donde  yo  trataba  asuntos  importantes,  y 
me  dijo  que  Cristo  estaba  para  llegar  de  un 
momento  a  otro...  y  ahora  viene  usted  y 
casi  me  convence,  para  indisponerme  aun 
más  con  el  clero,  como  si  todavía  no  me 
odiase  bastante.  ¿Qué  singular  desvarío  les 
impulsa  a  ustedes  a  ir  por  mares  y  tierras 
con  la  Biblia  en  la  mano.''  Lo  que  aquí  nece- 
sitamos, mi  buen  señor,  no  son  Biblias,  sino 
cañones  y  pólvora  para  acabar  con  los  fac- 
ciosos, y,  sobre  todo,  dinero  para  pagar  a 
las  tropas.  Siempre  que  venga  usted  con 
esas  tres  cosas,  se  le  recibirá  con  los  brazos 
abiertos;  si  no,  habrá  usted  de  permitirnos 


250  B  o  R  R  o  W 

prescindir  de  sus  visitas,  por  mucho  honor 
que  nos  dispense  con  ellas. 

Yo:  Los  disturbios  de  este  infortunado 
país  no  acabarán  hasta  que  el  Evangelio  cir- 
cule libremente. 

Mendizábal:  Esperaba  la  respuesta,  por- 
que he  vivido  trece  años  en  Inglaterra  y  co- 
nozco algo  la  fraseología  de  sus  buenos  co- 
rreligionarios. Ahora,  déjeme,  se  lo  ruego; 
como  ve  usted,  estoy  muy  ocupado.  Vuel- 
va cuando  quiera,  pero  no  antes  de  tres 
meses.» 

Una  mañana,  mientras  me  desayunaba 
con  los  pies  encima  del  brasero,  entró  la 
patrona  en  mi  aposento  y  me  dijo:  ^Don 
jforge,  aquí  está  mi  hijo  Baltasarito,  el  na- 
cional. Ya  se  levanta  de  la  cama,  y  al  saber 
que  teníamos  un  inglés  en  casa,  me  ha  pe- 
dido que  le  presente,  porque  tiene  mucha 
afición  a  los  ingleses  por  sus  ideas  liberales. 
Aquí  le  tiene  usted,  ,3qué  le  parece? 

Me  guardé  de  decir  a  su  madre  mi  opi- 
nión. A  mi  parecer,  hacía  muy  bien  en  Ha 
marle  Baltasarito,  porque  jamás  el  anti- 
guo y  sonoro  nombre  de  Baltasar  se  habría 
dado  a  sujeto  tan  exiguo.  Podría  tener  has- 
ta cinco  pies  y  una  pulgada  de  altura,  y  era 
más  bien  corpulento  para  su  talla;  el  rostro 
amarillento  y  enfermizo,  pero  con  cierta  ex- 
presión de  fanfarronería;  los  ojos  pardos, 
muy  oscuros,  eran  vivos  y  brillantes.  Iba 
vestido,  o  más  bien  desvestido,  malamente, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        251 

con  una  gorra  de  cuartel  y  un  capote  de 
reglamento,  viejo  y  muy  holgado,  que  hacía 
las  veces  de  bata. 

—  Celebro  mucho  conocerle,  señor  nacio- 
nal —  le  dije  en  cuanto  su  madre  se  retiró, 
y  así  que  Baltasar  se  hubo  sentado  y  encen- 
dido, claro  está,  un  cigarro  de  papel  en  el 
brasero  — .  Me  alegro  mucho  de  haberle  co- 
nocido, sobre  todo  porque,  según  me  ha  di- 
cho su  señora  madre,  tiene  usted  gran  in- 
fluencia con  los  nacionales.  Yo,  como  ex- 
tranjero, puedo  tener  necesidad  de  un  ami- 
go; la  fortuna  me  favorece  al  proporcionar- 
me uno  que  es  miembio  de  tan  poderoso 
cuerpo. 

Baltasar:  Sí,  tengo  bastante  mano  con 
los  otros  nacionales;  en  Madrid  no  hay 
ninguno  más  conocido  que  Baltasar,  ni  más 
temido  por  los  carlistas.  ^Dice  usted  que 
puede  hacerle  falta  un  amigo?  Pues  ya  sabe 
que  dispone  de  mí  para  cuanto  se  le  ofrezca. 
Tanto  yo,  como  los  demás  nacionales,  nos 
enorgulleceremos  sirviéndole  a  usted  de  pa- 
drinos^ si  tiene  entre  manos  algún  lance  de 
honor.  Pero,  ^por  qué  no  se  hace  usted  de 
los  nuestros?  Le  recibiríamos  a  usted  con 
mucho  gusto  en  el  cuerpo. 

Yo:  ^Son  muy  duras  las  obligaciones  de 
un  nacional? 

Baltasar:  Nada  de  eso.  Estamos  de  ser- 
vicio una  vez  cada  quince  días,  y  luego 
suele  haber  alguna   revista  de   poca   dura- 


252  B  O  R  R  O  W 

ción.  Las  obligaciones  son  ligeras  y  los 
privilegios  grandes.  Por  ejemplo:  yo  he  vis- 
to a  tres  compañeros  míos  pasearse  un  do- 
mingo por  el  Prado,  armados  de  estacas,  y 
apalear  a  cuantos  les  parecían  sospechosos. 
Más  aún;  tenemos  la  costumbre  de  rondar 
de  noche  por  las  calles,  y  cuando  tropeza- 
mos con  alguien  que  nos  desagrada,  caemos 
sobre  él,  y  a  cuchilladas  o  bayonetazos,  le 
dejamos,  por  lo  común,  en  el  suelo  revol- 
cándose en  su  sangre.  Sólo  a  un  nacional  se 
le  permitiría  hacer  tales  cosas. 

Yo:  Supongo  que  todos  los  nacionales  se- 
rán de  opinión  liberal. 

Baltasar:  ¡Así  debiera  serl  Pero  hay  al- 
gunos, don  !}orge,  que  no  nos  parecen  muy 
de  fiar.  Son  pocos,  sin  embargo,  y  a  casi  to- 
dos los  conocemos.  La  vida  que  llevan  es 
poco  envidiable,  porque  cuando  están  de 
guardia,  nos  burlamos  de  ellos,  y  con  fre- 
cuencia los  damos  de  palos.  La  ley  obliga  a 
todos  los  hombres  de  cierta  edad  a  servir 
en  el  ejército  o  a  alistarse  en  la  guardia  na- 
cional; por  eso  hay  en  nuestras  filas  algunos 
de  esos  godos. 

Yo:  ^Hay  muchos  carlistas  en  Madrid? 

Baltasar:  Entre  la  gente  joven,  no;  la 
mayor  parte  de  los  carlistas  madrileños  ca 
paces  de  llevar  las  armas,  se  fueron  hace 
tiempo  a  la  facción.  Los  que  quedan  son 
casi  todos  viejos  o  curas,  buenos  tan  sólo 
para  reunirse  en  algún  café  apartado  y  pro- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        253 

yectar  fantásticos  complots.  ¡Que  hablen, 
do7t  Jorge,  que  hablen!  Los  destinos  de  Es- 
paña no  dependen  de  los  deseos  de  oja- 
lateras y  pasteleros,  sino  de  las  manos  de 
los  nacionales,  intrépidos  y  firmes,  como  yo 
y  mis  amigos,  don  Jorge. 

Yo:  Por  su  señora  madre  he  sabido,  con 
pena,  que  hace  usted  una  vida  muy  desor- 
denada. 

Baltasar:  ¡Cómol  ^Se  lo  ha  dicho  a  us- 
ted, don  Jorge}  ¡Qué  quiere  usted,  don  Jor- 
ge\  Soy  joven,  y  la  sangre  joven  hierve  en 
las  venas.  Los  nacionales  me  llaman  el  ale- 
gre Baltasar,  y  mi  popularidad  se  funda  en 
la  jovialidad  de  mi  carácter  y  en  mis  ideas 
liberales.  Cuando  estoy  de  guardia,  llevo 
siempre  la  guitarra,  y  si  viera  usted  qué 
función  se  arma!  Mandamos  por  vino,  y  los 
nacionales  se  pasan  la  noche  bebiendo  y 
bailando,  mientras  Baltasarito  toca  la  guita- 
rra y  canta  canciones  de  Germania. 

Una  romí  sin  pachí 
le  penó  a  su  chindomar;  etc. 

Esto  es  gitano,  don  Jorge,  Me  lo  han  en- 
señado los  toreros  de  Andalucía;  todos  ha- 
blan gitano,  y  muchos  lo  son  de  raza.  Mon- 
tes, Sevilla,  Poquito  Pan  son  amigo  míos. 
No  \i2Ly  función  de  toros,  don  Jorge,  en  que 
no  esté  Baltasar  con  su  amiga.  En  el  invier- 
no no  se  dan  corridas  de  toros,  don  Jorge^ 


254  B  O  R  R  O  W 

que  si  no,  le  llevaría  a  usted  a  una;  por 
suerte,  mañana  hay  una  ejecución;  una/un- 
ción de  la  horca^  e  iremos  a  verla,  don  Jorge. 
Fuimos  a  ver  la  ejecución,  que  no  se  me 
olvidará  en  mucho  tiempo.  Los  reos  eran  dos 
jóvenes,  dos  hermanos,  culpables  de  haber 
escalado  de  noche  la  casa  de  un  anciano  y 
asesinádole  cruelmente  para  robarle.  En  Es- 
paña estrangulan  a  los  reos  de  muerte  con- 
tra un  poste  de  madera  en  lugar  de  colgar- 
los, como  en  Inglaterra,  o  de  guillotinarlos, 
como  en  Francia.  Para  ello,  los  sientan  en 
una  especie  de  banco,  con  un  palo  detrás, 
al  que  se  fija  un  coliar  de  hierro^  provisto 
de  un  tornillo;  con  el  collar  se  le  abarca  el 
cuello  al  reo,  y  a  una  señal  dada,  se  aprieta 
con  el  tornillo  hasta  que  el  paciente  expira. 
Mucho  tiempo  llevábamos  ya  esperando  en- 
tre la  multitud,  cuando  apareció  el  primer 
reo,  montado  en  un  asno,  sin  silla  ni  estri- 
bos, de  modo  que  las  piernas  casi  le  arras- 
traban por  el  suelo.  Vestía  una  túnica  de 
color  amarillo  azufre,  con  un  gorro  encarna- 
do, alto  y  puntiagudo,  en  la  rapada  cabeza. 
Sostenía  entre  las  manos  un  pergamino,  en 
el  que  había  escrito  algo,  supongo  que  la 
confesión  de  su  delito.  Dos  curas  llevaban 
al  borrico  por  el  ramal;  otros  dos  camina- 
ban a  cada  lado,  cantando  letanías,  en  las 
que  percibí  palabras  de  paz  y  tranquilidad 
celestiales;  el  delincuente  se  había  reconci- 
liado con  la  iglesia,  confesado  sus  culpas  y 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         255 

recibido  la  absolución,  con  promesa  de  ser 
admitido  en  el  cielo.  Sin  mostrar  el  más 
leve  temor,  el  reo  se  apeó,  y  subió  sin  ayuda 
al  cadalso,  donde  le  sentaron  en  el  banqui- 
llo y  le  echaron  al  cuello  el  corbatín  fatal. 
Uno  de  los  curas  comenzó  entonces  a  decir 
el  Credo  en  voz  alta,  y  el  reo  repetía  las  pa- 
labras. De  pronto,  el  ejecutor,  colocado  de- 
trás de  él,  dio  vueltas  al  tornillo,  de  prodi- 
giosa fuerza,  y  casi  instantáneamente  aquel 
desdichado  murió.  A  tiempo  que  el  tornillo 
giraba,  el  cura  comenzó  a  gritar, /¿2;i  et  mise- 
ricordia et  ranquillitas,  y  gritando  conti- 
nuó, en  voz  cada  vez  más  recia,  hasta  hacer 
retemblar  los  altos  muros  de  Madrid.  Luego 
se  inclinó,  puso  la  boca  junto  al  oído  del 
reo,  y  de  nuevo  clamó,  como  si  quisiera 
perseguir  a  su  alma  en  su  marcha  hacia  la 
eternidad  y  consolarla  en  el  camino.  El 
efecto  era  tremendo.  Yo  mismo  me  excité 
tanto,  que  involuntariamente  exclamé:  ¡Mi- 
sericordia! Y  lo  mismo  hicieron  otros  mu- 
chos. Nadie  pensaba  allí  en  Dios  ni  en  Cris- 
to; todos  los  pensamientos  se  concentraban 
en  el  cura,  que  en  tal  momento  parecía  el 
más  importante  de  todos  los  seres  vivos, 
con  poder  suficiente  para  abrir  y  cerrar 
las  puertas  del  cielo  o  del  infierno,  según 
lo  tuviese  a  bien;  pasmoso  ejemplo  del 
sistema  papista  imperante,  cuyo  principal 
designio  fué  siempre  mantener  el  ánimo  del 
pueblo  todo  lo  apartado  de  Dios  que  po- 


256  B  O  R  R  O  W 

día,  y  en  concentrar  en  el  clero  sus  espe- 
ranzas y  temores.  La  ejecución  del  segundo 
reo,  fué  enteramente  igual;  subió  al  patíbu- 
lo a  los  pocos  minutos  de  haber  expirado  su 
hermano. 

He  visitado  casi  todas  las  capitales  impor- 
tantes del  mundo;  pero,  en  conjunto,  ningu- 
na me  ha  interesado  tanto  como  la  villa  de 
Madrid,  donde  a  la  sazón  me  hallaba.  No 
hablo  de  sus  calles  ni  edificios,  de  sus  plazas 
ni  de  sus  fuentes,  aunque  algo  de  esto  hay 
Madrid  digno  de  nota;  Petersburgo  tiene 
en  calles  más  hermosas;  París  y  Edimburgo, 
edificios  más  suntuosos;  Londres,  plazas 
más  bellas,  y  Shiraz  puede  alabarse  de  po- 
seer fuentes  más  lujosas,  aunque  no  aguas 
más  frescas.  ¡Pero  la  poblaciónl...  Cercados 
por  un  muro  de  tierra  que  apenas  mide  le- 
gua y  media  a  la  redonda,  se  agolpan  dos- 
cientos mil  seres  humanos,  que  forman,  con 
toda  seguridad,  la  masa  viviente  más  ex- 
traordinaria del  mundo  entero;  y  no  se  ol- 
vide nunca  que  esta  masa  es  estrictamente 
española.  La  población  de  Constantinopla 
es  harto  singular,  pero  han  contribuido  a 
formarla  veinte  naciones  —  griegos,  arme- 
nios, persas,  polacos,  judíos;  estos  últimos 
de  origen  español,  dicho  sea  de  paso,  y  que 
aun  hablan  entre  sí  el  castellano  antiguo. 
Pero  la  población  de  Madrid,  en  su  totali- 
dad, sin  otra  excepción  que  un  puñado  de 
extranjeros,  principalmente  sastres,  guante- 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        257 

ros  y  perruquiers  franceses,  es  española 
neta,  aunque  buena  parte  de  ella  no  haya 
nacido  en  la  capital.  Aquí  no  hay  colonias 
de  alemanes,  como  en  San  Petersburgo;  ni 
factorías  inglesas,  como  en  Lisboa;  ni  multi- 
tudes de  yanquis  insolentes  callejeando, 
como  en  la  Habana,  con  un  aire  que  parece 
decir:  «Este  país  será  nuestro  en  cuanto 
queramos  apoderarnos  de  él»;  sino  una  po- 
blación inculta,  sorprendente,  formada  por 
muy  varios  elementos,  pero  española,  y  que 
lo  seguirá  siendo  mientras  la  ciudad  exista. 
I  Salud ,  aguadores  de  Asturias ,  que,  con 
vuestro  grosero  vestido  de  muletón  y  vues- 
tras monteras  de  piel,  os  sentáis  por  cente- 
nares al  lado  de  las  fuentes,  sobre  las  cubas 
vacías,  o  tambaleándoos  bajo  su  peso,  una 
vez  llenas,  subís  hasta  los  últimos  pisos  de 
las  casas  más  altasl  (Salud,  caleseros  de  Va- 
lencia, que,  recostados  perezosamente  en 
vuestros  carruajes,  picáis  tabaco  para  liar 
un  cigarro  de  papel,  en  espera  de  parro- 
quianos! (Salud,  mendigos  de  la  Mancha, 
hombres  y  mujeres  que,  embozados  en  bur- 
das mantas,  imploráis  la  caridad  indistinta- 
mente a  las  puertas  de  los  palacios  o  de  las 
cárceles!  (Salud,  criados  montañeses,  mayor- 
domos y  secretarios  de  Vizcaya  y  Guipúzcoa, 
toreros  de  Andalucía,  reposteros  de  Galicia, 
tenderos  de  Cataluña!  ¡Salud,  castellanos, 
extremeños  y  aragoneses,  de  cualquier  ofi- 
cio que  seáis!  Y,  en  fin,  vosotros,  los  veinte 

«7 


258  B  O  R  R  O  W 

mil  manólos  de  Madrid,  hijos  genuinos  de  la 
capital,  hez  de  la  villa,  que  con  vuestras  te- 
rribles navajas  causasteis  tal  estrago  en  las 
huestes  de  Murat  el  día  Dos  de  Mayo,  saludl 
Y  a  las  clases  más  elevadas  —  a  los  caballe- 
ros, a  las  señoras — ,  ^las  pasaré  en  silencio? 
En  verdad  tengo  poco  que  decir  de  ellos. 
Apenas  los  traté,  y  lo  que  vi  de  sus  costum- 
bres no  era  muy  a  propósito  para  sublimar- 
les en  mi  imaginación.  Yo  no  soy  de  los 
que,  vayan  donde  vayan,  siguen  la  invete- 
rada práctica  de  vilipendiar  a  las  clases  altas 
y  de  exaltar  a  su  costa  al  populacho.  En 
muchas  capitales,  la  parte  más  notable  e  in- 
teresante de  la  población  es  precisamente 
la  aristocracia.  Tal  ocurre  en  Viena,  y  más 
especialmente  en  Londres.  jQuién  puede 
rivalizar  con  el  aristócrata  inglés  en  prestan- 
cia, fuerza  y  valentía?  ¿Quién  monta  mejores 
caballos?  ¿Quién  goza  de  posición  más  sóli- 
da? ¿Quién  más  amable  que  su  esposa,  su 
hermana  o  su  hija?  Pero  tratándose  de  la 
aristocracia  española,  así  de  las  señoras  como 
de  los  caballeros,  cuanto  menos  se  diga  en 
cada  uno  de  los  puntos  aludidos,  será  me- 
jor. Sin  embargo,  sé  muy  poco  acerca  de 
ellos,  lo  conñeso;  quizás  tengan  sus  admira- 
dores, a  los  que  cedo  la  tarea  de  escribir  su 
panegírico.  Le  Sage  los  describió  tales  como 
eran  hace  casi  dos  siglos;  sus  rasgos  son 
poco  seductores,  y  no  creo  que  hayan  me- 
jorado desde  que  el  inmortal  francés  los  re- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        259 

trató.  Hablaré,  pues,  con  más  gusto  de  las 
clases  bajas,  no  sólo  de  Madrid,  pero  de 
toda  España.  Un  español  de  la  clase  baja, 
sea  manólo^  labriego  o  arriero,  me  parece 
mucho  más  interesante  que  un  aristócrata. 
Es  un  ser  poco  común,  un  hombre  extraor- 
dinario. Le  faltan,  es  cierto,  la  amabilidad  y 
la  generosidad  del  mujik  ruso,  capaz  de  dar 
su  único  rouble  antes  que  el  forastero  pase 
necesidad;  tampoco  tiene  su  tranquilo  va- 
lor, que  le  hace  invulnerable  al  miedo  y  le 
impulsa,  al  mando  de  su  zar,  a  arrostrar 
cantando  una  muerte  cierta.  En  el  carácter 
español  hay  menos  abnegación  y  más  dure- 
za; le  anima,  en  cambio,  un  sentimiento  de 
altiva  independencia  que  roba  la  admira- 
ción. Es  ignorante,  por  supuesto;  pero,  cosa 
singular,  invariablemente  he  encontrado  en 
las  clases  más  bajas  y  peor  educadas,  mayor 
generosidad  de  sentimientos  que  en  las  al- 
tas. Mucho  tiempo  ha  sido  moda  hablar  del 
fanatismo  de  los  españoles  y  de  su  mezqui- 
no recelo  de  los  extranjeros.  Esto  es  verdad 
hasta  cierto  punto;  pero  es  verdad,  princi- 
palmente, respecto  de  las  clases  altas.  Si  el 
valor  o  el  talento  de  los  extranjeros  nunca 
han  alcanzado  en  España  el  premio  mereci- 
do, la  gran  masa  de  los  españoles  no  tiene 
la  culpa  de  ello.  He  oído  calumniar  a  We- 
Uington  en  el  mismo  soberbio  teatro  de  sus 
triunfos;  pero  nunca  por  los  soldados  viejos 
de  Aragón  y  de  Asturias,  que  le  ayudaron 


26o  B  o  R  R  o  W 

a  vencer  a  los  franceses  en  Salamanca  y  en 
los  Pirineos.  He  oído  criticar  el  modo  de 
montar  de  un  jockey  inglés;  pero  el  crítico 
era  el  necio  heredero  de  los  Medinaceli,  no 
un  picador  de  la  plaza  de  Madrid. 

A  propósito  de  picadores:  un  día,  poco 
después  de  mi  llegada  a  Madrid,  estuve  un 
par  de  horas  callejeando,  en  viaje  de  explo- 
ración, por  un  barrio  famoso  a  causa  de  los 
robos  y  muertes  que  en  él  se  cometían,  y,  al 
sentirme  cansado,  entré  en  un  tabernucho  a 
refrigerarme.  Había  muchos  parroquianos, 
todos  con  cara  de  bandidos;  a  mi  saludo 
contestaron  quitándose  los  sombreros  con 
mucha  ceremonia  y  abriéndome  calle  hasta 
el  mostrador.  Vacié  un  vaso  di^  val  de  peñas, 
y  ya  iba  a  pagar  y  a  marcharme,  cuando  un 
individuo  de  horrible  catadura,  vestido  con 
un  coleto  de  ante  fuerte,  zajones  y  botas  de 
montar  que  le  pasaban  de  las  rodillas,  y  to- 
cado con  un  sombrero  claro,  cuyas  alas  te- 
nían lo  menos  vara  y  media  de  circunferen- 
cia, se  abrió  paso  entre  la  gente,  y,  encarán- 
dose conmigo,  dijo  con  voz  de  trueno: 

— ¡Otra  copita! }  Vamos ^  inglesito^  otra  co- 
pital 

— Gracias,  mi  buen  señor;  es  usted  muy 
amable.  Parece  que  me  conoce  usted;  pero 
yo  no  tengo  el  honor  de  conocerle. 

— ^No  me  conoce?— replicó  el  tal — .  ¡Soy 
Sevilla,  el  torero!  Yo  le  conozco  a  usted  mu- 
cho; usted  es  el  amigo  de  Baltasarito,    el 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        261 

nacional,  que  es  amigo  mío  y  muy  buena 
persona. 

Volviéndose  entonces  a  la  compañía,  dijo 
con  voz  sonora,  arrastrando  la  última  sílaba 
de  cada  palabra,  según  costumbre  de  la 
gente  rufianesca  en  toda  España: 

— Caballeros  valientes:  Este  caballero  es 
amigo  de  un  amigo  mío.  Es  mucho  hombre. 
No  hay  en  España  quien  le  iguale.  Aunque 
es  inglesito^  habla  gitano  cerrado. 

— No  lo  creemos — replicaron  varias  voces 
graves — .  No  es  posible. 

— ^Decís  que  no  es  posible?  Pues  yo  os 
digo  que  sí.  Ven  acá,  Balseiro;  tú,  que  te 
has  pasado  la  vida  en  presidio  y  te  estás 
alabando  siempre  de  hablar  el  gitano  cerra- 
do, aunque  no  sabes  palabra,  ven  acá  y  ha- 
bla con  su  merced  en  gitano  cerrado. 

Un  hombre  pequeño,  enclenque,  pero  vi- 
varacho, se  adelantó.  Iba  en  mangas  de  ca- 
misa y  llevaba  una  montera;  era  guapo,  pero 
con  cara  de  demonio. 

Habló  unas  pocas  palabras  en  la  corrom- 
pida jerga  gitana  de  las  cárceles,  preguntán- 
dome si  había  estado  alguna  vez  en  el  cala- 
bozo, y  si  sabía  lo  que  era  una  gitana  ^. 

— Vamos,  inglesito — gritó  Sevilla  con  voz 
tonante — ,  respóndele  al  monró  2  en  gitano 
cerrado. 

í     Doce  onzas  de  pan,  o  libra  corta,  ración  de  la 
cárcel.  — (Nota  de  Borrow.) 
2     Amigo. 


262  B  O  R  R  O  W 

Contesté  al  ladrón,  porque  lo  era  en 
efecto,  y  de  los  que  han  dejado  nombre  du- 
radero en  la  historia  de  la  picardía  madrileña; 
le  contesté  con  alguna  extensión  en  el  dia- 
lecto de  los  gitanos  extremeños. 

— Creo  que  es  gitano  cerrado  —  musitó 
Balseiro — ,  o  si  no,  será  inglés,  porque  no 
entiendo  ni  una  palabra. 

— ^No  te  decía  yo — exclamó  el  picador — 
que  no  sabes  ni  palabra  del  gitano  cerrado? 
Pero  el  inglesito  sí  lo  sabe,  y  yo  entiendo 
todo  lo  que  dice;  vaya^  no  hay  nadie  como 
él  para  el  gitano  cerrado.  Además,  es  muy 
huQn  jinete;  después  de  mí,  no  hay  quien  le 
iguale;  sólo  él  sabe  montar  con  las  acciones 
de  los  estribos  muy  cortas.  Inglesito^  si  ne- 
cesitas dinero,  dispon  de  mi  bolsillo;  todo 
cuanto  tengo  está  a  tu  servicio,  y  no  creas 
que  es  poco:  acabo  de  ganar  cuatro  mil  chu- 
lés a  la  lotería.  Animo,  inglés,  otra  copa;  yo 
lo  pago  todo;  yo,  Sevilla. 

Y  se  golpeaba  una  y  otra  vez  el  pecho 
con  la  mano,  mientras  repetía:  <¡Yo,  Sevi- 
llal  ¡Yo...!> 


CAPÍTULO  XIII 


Intrigas  de  la  Corte. — Quesada  y  Galiano. — Diso- 
lución de  las  Cortes. — El  secretario. — Testaru- 
dez aragonesa. — El  concilio  de  Trento. — El  astu- 
riano.—Los  tres  bandidos. — Benedicto  Mol. — 
El  hombre  de  Lucerna. — El  Tesoro. 


MENDizÁBAL  me  había  dicho  que  volviera 
a  verle  pasados  tres  meses,  dándome  es- 
peranzas de  no  oponerse  personalmente  a  la 
publicación  del  Nuevo  1  estamento;  pero  an- 
tes de  que  transcurrieran  los  tres  meses 
cayó  en  desgracia,  y  dejó  de  ser  primer  mi- 
nistro. 

Para  derribarlo  se  urdió  una  intriga,  diri- 
gida por  Istúriz  y  Alcalá  Galiano,  gaditanos 
como  Mendizábal,  de  quien  hasta  entonces 
se  llamaron  amigos.  Ambos  habían  sido  li- 
berales egregios,  y  miembros  importantes 
de  aquellas  Cortes  que,  huyendo  de  la  inva- 
sión de  Angulema,  se  llevaron  a  Fernando 
desde  Madrid  a  Cádiz,  y  le  tuvieron  preso 
hasta  que  esta  ciudad  inexpugnable  tuvo  por 
conveniente  rendirse;  los  dos  personajes  se 


264  B  O  R  R  O  W 

refugiaron  en  Inglaterra,  donde  pasaron 
considerable  número  de  años. 

Por  el  tiempo  a  que  me  refiero,  hallában- 
se Istúriz  y  Galiano  sumamente  pobres,  sin 
que  del  apoyo  a  Mendizábal  pudiesen  espe- 
rar mejoras  inmediatas;  y  considerándose, 
además,  tan  buenos  y  capaces  como  él  para 
gobernar  a  España  en  las  circunstancias 
dadas,  resolvieron  separarse  del  partido  de 
su  amigo,  a  quien  habían  apoyado  hasta  allí, 
y  levantar  bandera  propia. 

En  consecuencia,  formaron  en  las  Cortes 
una  oposición  contra  Mendizábal;  los  miem- 
bros de  esa  oposición  tomaron  el  nombre 
de  moderados  para  distinguirse  de  Mendizá- 
bal y  sus  secuaces,  ultraliberales.  Los  mode- 
rados contaban  con  el  apoyo  de  la  reina  re- 
gente Cristina,  deseosa  de  un  poder  algo 
mayor  que  el  que  los  liberales  parecían  dis- 
puestos a  concederle,  y,  además,  enemiga 
personal  del  ministro.  Veíanse  también  apo- 
yados por  Córdova,  que  entonces  mandaba 
el  ejército  y  estaba  descontento  de  Mendi- 
zábal, porque  el  ministro  no  servía  con  su- 
ficiente presteza  las  demandas  pecuniarias 
del  general,  aunque  se  decía  que  la  mayor 
parte  del  dinero  enviado  para  pagar  a  las 
tropas  no  se  empleaba  en  eso,  sino  en  fon- 
dos públicos  franceses,  a  nombre  y  para  uso 
y  provecho  del  nombrado  Córdova. 

Pero  no  voy  a  escribir  una  historia  de  los 
sucesos  políticos   que  presencié  entonces; 


LA   BIBLIA   EN    ESPAÑA        265 

baste  decir  que  Mendizábal,  viéndose  con- 
trariado en  todos  sus  proyectos  por  la  Go- 
bernadora, que  no  aceptaba  ninguna  de  las 
medidas  propuestas][por  el  ministro,  y  por  el 
general,  que  permanecía  inactivo  y  se  negaba 
a  atacar  al  enemigo,  ya  repuesto  del  con- 
tratiempo que  le  causó  la  muerte  de  Zuma- 
lacárregui  y  en  considerable  auge  sus  ar- 
mas, dimitió,  abandonando  por  el  momento 
el  campo  a  sus  adversarios,  aunque  contaba 
en  las  Cortes  con  inmensa  mayoría,  y  aunque 
la  opinión  del  país,  al  menos  en  su  parte 
liberal,  le  era  favorable. 

Se  constituyó  un  gabinete  presidido  por 
Istúriz,  en  el  que  Galiano  fué  ministro  de 
Marina,  y  un  cierto  duque  de  Rivas  minis- 
tro de  lo  Interior.  Estos  eran  los  jefes  del 
gobierno  moderado',  pero,  impopulares  en 
IVIadrid,  y  temerosos  de  los  nacionales,  bus- 
caron el  concurso  de  un  hombre  llamado 
Quesada,  aborrecedor  de  la  milicia  nacional 
y  que  a  nada  temía;  hombre  asaz  estúpi- 
do, pero  gran  guerrero,  que  en  cierta  épo- 
ca de  su  vida  mandó  una  legión  llamada 
Ejército  de  la  Fe,  cuyas  hazañas  en  ambas 
vertientes  del  Pirineo  son  harto  conocidas 
para  que  necesite  recordarlas.  Quesada  fué 
nombrado  capitán  general  de  Madrid. 

El  más  inteligente  de  los  nuevos  ministros 
era,  con  mucho,  Galiano,  a  quien  me  presen- 
taron poco  después  de  mi  llegada  a  Madrid. 
Hombre  de  muchas  letras,  conocía  a  fondo 


266  B  O  R  R  O  W 

las  de  su  país.  Orador  ante  todo,  de  pa- 
labra fácil,  elegante  e  impetuoso,  era  para 
el  partido  moderado^  dentro  de  las  Cortes, 
lo  que  Quesada  fuera  de  ellas;  es  decir,  el 
hombre  de  combate.  Difícil  sería  decir  por 
qué  le  hicieron  ministro  de  Marina,  ya  que 
España  no  tiene  ninguna;  acaso  lo  fué  por 
3u  dominio  del  inglés,  idioma  que  hablaba 
y  escribía  tan  bien  como  el  suyo  propio,  ha- 
biéndose ganado  la  vida  durante  su  estancia 
en  Inglaterra,  principalmente,  escribiendo 
artículos  para  los  periódicos  y  revistas;  ocu- 
pación muy  honrosa,  pero  que  pocos  de 
los  extranjeros  desterrados  en  Inglaterra  son 
capaces  de  desempeñar. 

Galiano  era  hombre  muy  pequeño  e  irrita- 
ble, enemigo  encarnizado  de  cuantos  se  atra- 
vesaban en  el  camino  de  su  prosperidad. 
Odiaba  a  Mendizábal  con  rencor  no  disimu- 
lado, y  siempre  hablaba  de  él  con  infinito 
desprecio.  «Temo  que  me  cueste  bastante 
trabajo  arrancar  a  Mendizábal  el  permiso  de 
imprimir  el  Nuevo  Testamento» — le  dije  un 
día — .  «Mendizábal  es  un  asno  — replicó  Ga- 
liano— .  Calígula  hizo  cónsul  a  su  caballo,  y 
creo  que  esto  es  lo  que  ha  inducido  a  lord... 
a  enviarnos  a  ese  burro  de  la  Bolsa  de  Lon- 
dres para  que  sea  nuestro  ministro.»  ,^r.^^ 

Sería  mucha  ingratitud  de  mi  parte  no 
confesar  aquí  cuánto  debo  a  Galiano,  que 
me  ayudó  con  todo  su  poder  en  el  asunto 
que  me  llevaba  a  España.  Poco  después  de 


LÁ    BIBLIA   EN    ESPAÑA        267 

formarse  el  ministerio  moderado  fui  a  ver- 
le, y  le  dije  que  «entonces  o  nunca  era  la 
ocasión  de  hacer  un  esfuerzo  en  favor  mío», 
«Lo  haré  —  me  respondió  con  tono  áspero, 
porque  siempre  habla  con  aspereza,  lo  mis- 
mo a  los  amigos  que  a  los  enemigos — ;  pero 
tenga  usted  paciencia  unos  cuantos  días;  es- 
tamos ahora  muy  ocupados.  Nos  han  derro- 
tado en  las  Cortes,  y  esta  tarde  intentare- 
mos disolverlas.  Dicen  que  esos  canallas  se 
negarán  a  marcharse;  pero  Quesada  estará 
a  la  puerta  para  arrojarlos  a  la  calle  si  opo- 
nen alguna  resistencia.  Vaya  usted  por  allí, 
y  acaso  vea  una  Junción.  > 

Después  de  un  debate  de  una  hora,  fue- 
ron disueltas  las  Cortes  sin  necesidad  de  re- 
currir a  la  ayuda  del  temible  Quesada.  Ga- 
liano,  sin  nuevas  dilaciones,  me  dio  una  car- 
ta para  su  colega  el  duque  de  Rivas,  a  cuyo 
departamento  incumbía,  según  me  dijo,  con- 
ceder o  negar  el  permiso  para  imprimir  el 
libro.  El  duque  era  un  hombre  joven  y 
apuesto,  de  unos  treinta  años,  andaluz  por 
su  cuña,  como  sus  dos  colegas  ya  nombra- 
dos. Había  publicado  varias  obras  —  trage- 
dias, según  creo — ,  y  gozaba  de  cierta  repu- 
tación literaria.  Me  recibió  con  suma  afabili- 
dad, y  enterado  de  mi  pretensión,  respon- 
dió, haciéndome  una  cortesía  seductora  y 
con  un  gesto  genuinamente  andaluz:  «Vea 
a  mi  secretario;  vea  a  mi  secretario;  e¿  hará 
por  usted  el  gusto. » 


268  B  O  R  R  O  W 

Fui  a  ver  al  secretario,  un  aragonés  llama- 
do Oliban,  que  no  era  guapo,  ni  de  elegan- 
tes maneras,  ni  afable.  «¿Desea  usted  un  per- 
miso para  imprimir  el  Nuevo  Testamento?» 
«Sí,  señor.»  «¿Y  le  ha  hablado  usted  de  esto 
a  su  excelencia?»  «En  efecto.»  «Supongo 
que  intenta  usted  imprimirlo  sin  notas», 
— continuó  Oliban — .  «Sí.»  «Entonces,  su 
excelencia  no  puede  darle  a  usted  el  permi- 
so— dijo  el  secretario  aragonés — ;  el  Conci- 
lio de  Trento  ordenó  que  en  ningún  país 
cristiano  pueda  imprimirse  parte  alguna  de 
la  Escritura  sin  las  notas  de  la  iglesia.» 
«¿Cuántos  años  hace  de  eso?» — pregunté  yo. 
«No  sé  cuántos  años  hace  —  repuso  Oli- 
ban— ;  pero  tal  es  el  decreto  del  Concilio.» 
«¿Es  que  en  España  rigen  ahora  los  decre- 
tos del  Concilio  de  Trento?»  —  inquirí — . 
«Rigen  en  algunos  puntos,  y  este  es  uno  de 
ellos — respondió  el  aragonés — ;  pero,  díga- 
me, quién  es  usted?  ¿Le  conoce  el  embaja- 
dor de  su  país?»  «¡Oh!,  sí,  y  tiene  mucho 
interés  por  este  asunto.»  «¿De  veras?  —  dijo 
Oliban — ;  entonces,  el  caso  varía.  Si  puede 
usted  demostrarme  que  su  excelencia  se  in- 
teresa por  el  asunto,  yo  no  pondré  dificul- 
tades.» 

El  ministro  británico  hizo  cuanto  yo  po- 
día desear,  y  mucho  más  de  lo  que  me  atre- 
vía a  esperar.  Tuvo  una  entrevista  con  el  du- 
que de  Rivas,  y  hablaron  detenidamente  de 
mi  asunto;  el  duque  fué  todo  sonrisas  y  cor- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        269 

tesía.  Escribió,  además,  una  carta  particular 
al  duque  y  me  la  dio,  encargándome  que  yo 
mismo  se  la  entregase  la  primera  vez  que 
fuese  a  verle;  y  para  remate  de  todo,  me  es- 
cribió y  dirigió  otra  carta  en  la  que  me  dis- 
pensaba el  honor  de  decirme  que  me  tenía 
eñ  gran  aprecio,  y  que  su  mayor  placer  se- 
ría que  yo  obtuviese  el  permiso  tan  buscado. 
Fui  a  ver  al  duque,  y  le  entregué  la  carta;  es- 
tuvo diez  veces  más  bondadoso  y  afable  aún 
que  antes;  leyó  la  carta,  sonrió  con  la  ma- 
yor dulzura,  y  luego,  como  poseído  de  sú- 
bito entusiasmo,  extendió  los  brazos  de  un 
modo  casi  teatral,  exclamando:  ^Al  secreta- 
rio; él  hará  por  usted  el  gusto .•*  De  nuevo  me 
precipité  al  secretario,  que  me  recibió  con 
frialdad  glacial.  Le  referí  las  palabras  de  su 
jefe,  y  le  entregué  la  carta  que  me  había 
escrito  el  ministro  británico.  El  secretario  la 
leyó  con  atención,  y  me  dijo  que,  evidente- 
mente, su  excelencia  se  «había»  tomado  in- 
terés en  el  asunto.  Me  preguntó  después  mi 
nombre,  y,  tomando  una  hoja  de  papel,  se 
sentó  como  si  fuese  a  escribir  el  permiso. 
Yo  estaba  en  mis  glorias.  De  pronto,  el  se- 
cretario se  detuvo,  alzó  la  cabeza,  pareció  re- 
flexionar un  momento,  y  poniéndose  la  plu- 
ma detrás  de  la  oreja,  dijo:  «Entre  los  de- 
cretos del  Concilio  de  Trento,  se  cuenta 
uno...» 

— |0h  Dios  mío!  —exclamé. 

— Es  un  hombre  singular  ese  Oliban — dije 


270  B  o  R  R  o  W 

un  día  a  Galiano — ;  no  puede  usted  imagi- 
narse lo  me  está  haciendo  pasar;  no  se  cansa 
de  hablarme  del  Concilio  de  Trento. 

— En  el  Trento  quisiera  yo  verle  metido 
hasta  la  cintura  por  decir  tales  tonterías.  Sin 
embargo,  procuraremos  no  desagradar  a 
Oliban;  es  de  los  nuestros  y  nos  ha  presta- 
do buenos  servicios;  es,  además,  hombre  in- 
teligente; pero,  como  buen  aragonés,  si  se 
le  mete  una  idea  en  la  cabeza,  cuesta  mucho 
trabajo  arrancársela.  No  obstante,  iremos  a 
verle;  es  antiguo  amigo  mío,  y  no  dudo  que 
le  haremos  entrar  en  razón. 

Al  día  siguiente  fui  a  buscar  a  Galiano  al 
Ministerio  de  Marina  o  Almirantazgo  (^cómo 
se  debe  decir?),  y  desde  allí  fuimos  al  Mi- 
nisterio de  lo  interior,  instalado  en  un  edifi- 
cio magnífico,  antigua  casa  de  la  Inquisi- 
ción. Nos  avistamos  con  Oliban.  Galiano 
se  lo  llevó  al  hueco  de  una  ventana,  y  habla- 
ron detenidamente,  pero  en  voz  muy  baja, 
y  como  la  habitación  era  inmensa,  no  pude 
oír  palabra.  Al  cabo,  Galiano  se  me  acercó 
y  dijo:  «Hay  alguna  dificultad  para  resolver 
el  asunto  de  usted;  pero  ya  sabe  Oliban  que 
es  usted  amigo  mío,  y  dice  que  eso  le  bas- 
ta; quédese  aquí  con  él,  y  hará  cuanto  sea 
necesario  en  favor  de  usted.  Es  asunto  arre- 
glado. ¡AdiósU  En  diciendo  esto,  se  mar- 
chó, dejándome  con  Oliban.  El  secretario 
comenzó  acto  seguido  a  escribir  no  sé  qué 
cosa,  y,  al  terminar,  sacó  una  caja  de  ciga- 


LA   BIBLIA   EN    ESPAÑA        271 

rros,  encendió  uno,  después  de  ofrecerme 
otro  que  rehusé,  porque  no  fumo,  y  apoyan- 
do los  pies  en  la  mesa  me  dirigió  en  francés 
el  siguiente  discurso: 

— Me  alegro  mucho  de  ver  a  usted  en 
esta  capital,  y  aun  de  verle  trabajar  en  ese 
asunto.  Considero  un  oprobio  para  Es- 
paña que  no  circule  ninguna  edición  del 
Evangelio,  al  menos  en  condiciones  tales 
que  puedan  adquirirla  los  más  ricos  y  los 
más  pobres;  una  edición  descargada  de  no- 
tas de  invención  humana,  que  aumentan  el 
volumen  del  libro  hasta  hacerlo  inmaneja- 
ble. Para  mí  es  indudable  que  una  edición 
como  la  que  usted  intenta  imprimir,  ejerce- 
ría una  influencia  muy  beneficiosa  en  el  es- 
píritu del  pueblo,  que,  entre  nosotros,  no 
conoce  la  religión  a  fondo  ni  en  su  pureza. 
^Cómo  va  a  conocerla,  visto  que  le  han  man- 
tenido siempre  cuidadosamente  apartado 
del  Evangelio,  como  si  la  civilización  pudie- 
ra existir  donde  la  luz  evangélica  se  apaga? 
La  regeneración  moral  de  España  depende 
de  la  libre  circulación  de  la  Escritura,  tarea 
en  que  sólo  Inglaterra,  su  afortunada  patria 
de  usted,  puede  empeñarse,  por  el  nivel  ele- 
vado de  su  civilización  y  la  prosperidad  sin 
rival  de  que  al  presente  goza.  La  razón  me 
obliga,  en  efecto,  a  reconocer  todo  esto, 
pero... 

— «Ahora  es  ella» — pensé  yo. 

«Pero...»  Y  una  vez  más  comenzó  a  ha- 


272  B  O  R  R  O  W 

blarme  del  fastidioso  concilio  de  Trento;  me 
pareció,  pues,  que  lo  de  escribir  en  un  pa- 
pel, la  oferta  del  cigarro,  y  la  enojosa  y  lar- 
ga arenga  no  eran  sino — ^cómo  lo  llamaré? — 
mera  OXuapia. 

Andaba  ya  por  entonces  muy  entrada  la 
primavera;  las  vertientes,  aunque  no  las  cum- 
bres, del  Guadarrama  estaban  desde  tiempo 
atrás  limpias  de  nieve;  los  árboles  del  Prado 
lucían  ya  su  verde  pompa,  y  toda  la  campiña 
de  los  alrededores  de  Madrid  mostrábase 
alegre  y  risueña.  Aún  no  habían  llegado  los 
calores  estivales,  y  el  tiempo  era,  en  verdad, 
delicioso. 

Hacia  el  Oeste,  al  pie  de  la  colina  en  que 
se  alza  Madrid,  un  canal  corre  durante  unas 
cuantas  leguas  paralelo  al  Manzanares,  del 
que  le  separan  fértiles  y  amenas  praderas. 
Las  márgenes  del  Canal,  empezado  por  Car- 
los III  y  no  concluido  hasta  el  día,  están 
plantadas  de  hermosos  árboles  y  constitu- 
yen el  paseo  más  ameno  de  las  inmediacio- 
nes de  la  capital.  Allí  iba  yo  a  perder  horas 
y  horas,  mirando  los  bancos  de  peces  dora- 
dos y  plateados  que  emergían  al  sol  en  la 
superficie  de  las  aguas  verdosas,  o  escuchan- 
do, no  el  trinar  de  los  pájaros — porque  no 
es  España  la  tierra  de  esos  cantores  ala- 
dos— ,  sino  la  charla  de  un  naranjero.,  que, 
además  de  naranjas,  vendía  agua  junto  a 
una  casilla  de  registro  abandonada,  frontera 
precisamente  al  puente  de  tablas  que  cruza- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        273 

ba  el  canal;  allí  había  instalado  su  tenducho 
el  naranjero  por  parecerle  la  posición  favo- 
rable para  su  comercio.  Era  asturiano,  como 
de  cincuenta  años,  y  de  unos  cinco  pies  de 
alto.  Yo  le  compraba  muchas  naranjas,  y  no 
tardó  en  sentir  gran   amistad   por  mí  ni  en 
contarme  su  historia;  ninguna  cosa  notable 
había  en  ella;  el  suceso  más  importante  era 
una  aventura  que  le  ocurrió  en  la  sierra  de 
Granada,  donde  cayó  en  poder  de  unos  gita- 
nos  que    le  dejaron  en  cueros  y  luego  le 
despidieron  dándole  de  palos.  «He  corrido 
toda  España— me  dijo—,  y  en  conclusión 
opino  que  sólo  hay  dos  sitios  donde  se  pue- 
de  vivir:   Málaga  y  Madrid.  En  Málaga  va 
todo  muy  barato,  y  hay  tal  abundancia  de 
pescado,    que    muchas    veces    lo    he   visto 
amontonado  en  la  orilla  del  mar;  en  Madrid, 
como  está  la  corte,  corre  el  dinero,  y  nun- 
ca me  acuesto  sin  cenar.  Lo  único  que   me 
importa    es   vender    naranjas,    y   mi   único 
deseo  es  que,  cuando  muera,  me  entierren 
allí.>  Al   decir  esto,  señalaba   al   otro   lado 
del  Manzanares,  donde,  en  el  declive  de  una 
suave  colina,  como  a  una  legua  de  distan- 
cia,  brillaban  al  sol  los  blancos   muros   del 
Campo  Santo. 

El  asturiano  era  un  individuo  muy  zum- 
bón, y  aunque  apenas  sabía  leer  ni  escribir, 
nada  ignorante  de  las  cosas  del  mundo;  te- 
nía muchas  y  exactas  noticias  de  infinito 
número  de  personas,  y  poca  gente  pasaba 


iS 


274  B  O  R  R  O  W 

junto  a  su  puesto  de  quien  él  no  conociese 
los  nombres,  el  carácter  y  la  historia.  «Esos 
dos   son   gente  muy  principal — decía  seña- 
lando a  un  caballero  y  una  dama  magnífica- 
mente ataviados,  que  se  apearon  de  un  co- 
che,  y  pasaron   cogidos   del  brazo   por  el 
puente  de  madera,  seguidos  de  dos  sirvien- 
tes— ;    son  el    Infante  Francisco  Paulo  y 
su  mujer  la  Napolitana,  hermana  de  nuestra 
Cristina.  El  es  una  buena  persona;  pero  su 
mujer,  vaya,  es  la  de  peor  genio  de  Madrid; 
sabe  decir  carrajo  tan  bien  y  con  tan  exce- 
lente entonación  como   el   carretero  de  la 
Mancha  de  peor  temple.  No  la  salude  usted, 
amigo;  no  tiene  educación  ni  guarda  la  eti- 
queta; una  vez  la  saludé  y  no  me  hizo  caso 
alguno,  como  si  yo  no  fuese  asturiano  y  no- 
ble,  de    mejor   sangre   que   ella...   ¡Buenos 
días,  señor  don  Francisco!  (Qué  tal?  Hace 
un  tiempo  hermoso.    Vaya  su  merced  con 
Dios...   Esos  tres  individuos  que  han  bebi- 
do   agua    son    tres    bandidos,    tres    verda- 
deros   hijos    del    presidio.    Los    trato    con 
amabilidad  y  me  pagan  o  no,  según  les  pa- 
rece; no  se  puede  uno  poner  a  malas  con 
ellos.  He  tenido  ya  algún  disgusto  por  cau- 
sa suya:  figúrese  usted  que  hará  cosa  de  un 
año  robaron  a  un  señor  un  poco  más  abajo 
del  segundo  puente;  y,  dicho  sea  de  paso,  le 
aconsejo  a  usted,  hermano,  que  no  vaya  por 
allí,  como  creo  que  va  muy  a  menudo;  es  un 
sitio  peligroso.  Pues,  como  digo,  robaron  y 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        275 

maltrataron  a  un  señor;  pero  un  hermano 
suyo,  escribano^  se  puso  pronto  sobre  la  pis- 
ta, y  los  prendió  a  todos.  Necesitaba  que  al- 
guien los  identificara,  y  quiso  la  casualidad 
que  el  día  del  robo  estuviesen  en  mi  puesto 
bebiendo  agua,  como  acaban  de  hacer  aho- 
ra. En  cuanto  el  escribano  lo  supo  me  llamó 
a  la  cárcel  para  carearme  con  ellos.  Dema- 
siado bien  los  conocí,  pero  como  he  apren- 
dido en  mis  viajes  a  cerrar  los  ojos  o  a  abrir- 
los según  convenga,  dije  al  escribano  que 
no  me  era  posible  afirmar  que  hubiese  visto 
a  tales  hombres  anteriormente.  El  escriba- 
no, furioso,  me  amenazó  con  el  calabozo; 
pero  yo  le  dije  que  hiciera  su  gusto,  que  no 
me  importaba.  Vaya^  no  era  cosa  de  expo- 
nerme a  la  venganza  de  los  tres  presos  y  a 
la  de  sus  amigos;  vivo  demasiado  cerca  de 
la  Plaza  de  la  Cebada  para  eso...  {Buenos 
días,  señoritosl  Naranjas  de  Murcia,  como 
ustedes  ven:  la  verdadera  sangre  del  dra- 
gón... {Agua  frescal  Estos  dos  jóvenes  son 
los  hijos  de  Gabiria,  intendente  de  la  reina, 
el  hombre  más  rico  de  Madrid;  son  guapos 
chicos  y  me  compran  mucha  fruta.  Su  padre 
los  quiere  más  que  a  todas  sus  riquezas,  se- 
gún dicen.  Aquella  vieja  que  está  tirada  de- 
bajo de  un  árbol  es  la  tía  Lucila',  ha  hecho 
varias  muertes,  y  como  me  debe  dinero,  es- 
pero que  algún  día  la  veré  ahorcar.  Este 
hombre  fué  de  la  guardia  walona;  <i señor  don 
Benito  Mol,  ¿cómo  está  usted?» 


276  B  O  R  R  O  W 

El  personaje  últimamente  nombrado,  ab 
sorvió  en  el  acto  mi  atención.  Era  un  ancia 
no  corpulento,  de  más  que  mediana  estatu 
ra,  con  el  cabello  blanco  y  las  faccione 
algo  encendidas;  tenía  los  ojos  grandes  ; 
azules,  y  siempre  había  en  ellos,  cuando  lo 
clavaba  en  alguien,  una  expresión  de  ansie 
dad,  como  si  esperase  recibir  noticias  im 
portantes.  Iba  modestamente  vestido,  coi 
chaqueta  y  pantalón  de  paño  vasto,  de  tint 
rojizo.  Tocábase  con  un  sombrero  inmenso 
pero  tan  maltratado,  que  el  borde  de  la 
alas  tenía  tantos  dentellones  como  una  sie 
rra.  Contestó  al  saludo  del  naranjero,  hizo 
me  una  cortesía,  y  luego  exhibió  dos  pasti 
lias  de  jabón  de  olor  que  trató  de  vender 
nos;  hablaba  una  jerga  áspera  y  destem 
piada  que  quería  ser  español,  pero  que  s< 
parecía  más  al  valenciano  o  al  catalán.  Pre 
guntéle  quien  era,  y  pasó  entre  los  dos  t 
siguiente  coloquio: 

— Soy  suizo,  de  Lucerna;  me  llamó  Ben( 
dicto  Mol,  y  fui  soldado  en  la  guardia  walc 
na;  ahora  soy  jabonero,  para  servirle. 

— Habla  usted  bastante  mal  el  español - 
dije  yo — .  ^Cuánto  tiempo  lleva  usted  aqu 

— Cuarenta  y  cinco  años — repuso  Bene 
dicto — ;  pero  cuando  licenciaron  la  guardi 
me  fui  a  Menorca,  donde  olvidé  el  españc 
sin  aprender  el  catalán. 

— ¿Le  gustaba  a  usted  servir  al  rey  d 
España?  , 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        277 

— No  tanto,  que  no  me  hubiera  alegrado 
dejarlo  hace  cuarenta  años;  nos  pagaban  mal 
y  nos  trataban  peor.  Pero,  si  no  me  equivo- 
co, usted  es  alemán;  le  hablaré  a  usted  en 
mi  lengua  natal...  Hubiera  abandonado  el 
servicio  de  España,  como  abandoné  el  del 
Papa,  a  quien  serví  antes  de  venir  a  este 
país,  siendo  muy  joven;  pero  me  casé  con 
una  mujer  de  Menorca,  de  quien  tuve  dos 
hijos;  esto  fué  lo  que  me  retuvo  tanto  tiem- 
po por  allá;  antes  de  salir  de  Menorca  mi 
mujer  murió,  y  mis  hijos  se  fueron  cada 
uno  por  su  lado  y  no  sé  qué  ha  sido  de 
ellos.  Mi  intención  es  volver  pronto  a  Lucer- 
na y  vivir  allí  a  lo  duque. 

— Por  lo  visto,  ha  reunido  usted  un  buen 
capital  en  España — dije  yo,  mirando  a  su 
sombrero  y  a  lo  demás  de  su  atavío. 

— Ni  un  cuarta  ni  un  ctiart;  estas  pastillas 
de  jabón  son  todo  lo  que  poseo. 

— Quizás  sea  usted  de  buena  familia  y 
piense  vivir  de  sus  rentas. 

— Ni  un  heller,  ni  un  heller.  Mi  padre  era 
el  verdugo  de  Lucerna;  cuando  se  murió,  em- 
bargaron su  cadáver  para  pagar  sus  deudas. 

— Entonces — dije  yo — se  propone  usted, 
sin  duda,  dedicarse  a  la  fabricación  de  jabo- 
nes en  Lucerna.  Hará  usted  muy  bien,  ami- 
go mío,  no  conozco  ocupación  más  honrosa 
y  útil. 

— No  tengo  la  menor  intención  de  dedi- 
carme a  eso  en  Lucerna — replicó  Benedic- 


278  B  O  R  R  O  W 

to — .  Y  como  veo  que  es  usted  alemán,  HB' 
ber  Herr^  y  me  agrada  su  aspecto  y  su  modo 
de  expresarse,  le  diré  a  usted  en  confianza 
que  apenas  si  conozco  el  oficio,  y  ya  me  han 
despedido  de  varias  fábricas  por  mi  imperi- 
cia; las  dos  pastillas  de  jabón  que  llevo  en 
el  bolsillo  no  las  he  fabricado  yo.  In  kur- 
zem^  tan  mal  enterado  estoy  del  oficio  de' 
jabonero,  como  del  de  sastre,  albeitar  o  za- 
patero  que  también  he  desempeñado. 

— Pues  no  comprendo  por  qué  espera  us- 
ted vivir  hecho  un  Herzog  en  su  país,  como 
no  crea  usted  que  los  habitantes  de  Lucerna 
le  mantendrán  con  esplendor  a  expensas 
del  tesoro  público,  en  consideración  a  los 
servicios  prestados  al  Papa  y  al  Rey  de  Es- 
paña. 

— Lieber  Herr — dijo  Benedicto — los  ha- 
bitantes de  Lucerna  no  gustan  de  mantener 
a  sus  expensas  a  los  soldados  del  Papa  ni  a 
los  del  rey  de  España.  Muchos  de  la  antigua 
guardia  que  han  vuelto  allá,  piden  limosna 
por  las  calles.  Pero  yo  iré  en  un  coche  tira- 
do por  seis  muías,  con  un  tesoro,  un  gran 
Schatz^  que  hay  en  la  iglesia  de  Santiago  de 
Compostela. 

— Supongo  que  no  se  propondrá  usted 
robar  la  iglesia — dije  yo — ,  pero  si  lo  hace, 
creo  que  sufrirá  usted  un  desengaño.  Men- 
dizábal  y  los  liberales  le  han  ganado  a  usted 
por  la  mano.  Según  me  dicen,  ya  no  que- 
dan en  las  catedrales  españolas  más  tesoros 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        279 

que  unos  pocos  ornamentos   mezquinos  y 
unos  cuantos  utensilios  de  plata. 

— Mi  buen  Herr  alemán — dijo  Benedic- 
to— ,  no  se  trata  del  Schatz  de  a  iglesia, 
sino  de  otro,  cuya  existencia  sólo  yo  conoz- 
co. Pronto  hará  treinta  años  que,  entre  otros 
soldados  enviados  por  enfermos  a  Madrid, 
vino  uno  de  mis  compañeros  de  la  guardia 
walona,  que  había  ido  con  los  franceses  a 
Portugal;  estaba  muy  enfermo  y  no  tardó 
en  morir.  Pero  antes  de  exhalar  el  último 
suspiro  me  mandó  llamar,  y  en  su  lecho  de 
muerte  me  dijo  que  él,  con  otros  dos  solda- 
dos, ya  muertos,  había  enterrado  en  cierta 
iglesia  de  Compostela  un  gran  botín  traído 
de  Portugal.  Consistía  en  moidores  de  oro  y 
en  un  paquete  de  diamantes  del  Brasil,  muy 
gruesos,  encerrado  todo  ello  en  una  olla  de 
cobre.  Le  escuché  con  avidez,  y  puedo  decir 
que  desde  aquel  momento  no  he  dejado  de 
pensar,  ni  de  día  ni  de  noche,  en  el  Schatz. 
Es  muy  fácil  de  encontrar,  pues  el  moribun- 
do me  hizo  una  descripción  tan  minuciosa 
del  escondite,  que,  una  vez  en  Compostela, 
sin  dificultad  alguna  pondría  la  mano  en  él; 
muchas  veces  he  estado  ya  a  punto  de  em- 
prender el  viaje,  pero  siempre  ha  venido 
algo  imprevisto  a  estorbármelo.  Cuando  mi 
mujer  murió,  salí  de  Menorca  decidido  a  ir 
a  Santiago,  pero  al  llegar  a  Madrid,  caí  en 
manos  de  una  vascongada  que  me  persuadió 
a  que  viviese  con  ella,  y  así  lo  he  hecho  du- 


28o  B  o  R  R  o  W 

ránte  varios  años.  Es  una  Hax  i  muy  gran- 
de, y  dice  que  si  la  abandono,  me  echará  un 
sortilegio  del  que  no  me  libraré  nunca.  Dem 
Gottsev  Dank^  ahora  está  en  el  hospital, 
para  morirse  de  un  día  a  otro.  Tal  es  mi 
historia,  lieber  Herr. 

He  referido  con  todo  cuidado  la  anterior 
conversación,  porque  en  el  curso  de  este  re- 
lato haré  frecuente  mención  del  suizo;  sus 
aventuras  subsiguientes  fueron  de  lo  más 
extraordinario,  y  la  última  de  todas  causó 
gran  sensación  en  España. 

í     Bruja.  En  alemán,  Hexe.  (Nota  de  Borrow.) 


CAPÍTULO  XIV 


Estado  de  España. — Istúriz. — Revolución  de  La 
Granja. — La  revuelta. — Síntomas  alcirmantes. — 
Los  corresponsales  de  periódicos. — Arrojo  de 
Quesada. — La  escena  final. — Fuga  de  los  mode- 
rados.— El  café. 


ENTRETANTO,  las  COSES  no  iban  bien  para 
los  moderados\  impopulares  en  Madrid, 
lo  eran  aún  más  en  las  otras  ciudades  impor- 
tantes de  España;  en  la  mayor  parte  de  ellas 
se  constituyeron  juntas  administrativas  lo- 
cales que  se  declararon  independientes  de 
la  reina  y  de  sus  ministros  y  rehusaron  pa- 
gar las  contribuciones,  no  tardando  en  verse 
el  Gobierno  muy  apurado  de  dinero.  No  se 
pagaba  al  ejército  y  la  guerra  languidecía, 
quiero  decir  por  parte  de  los  cristinos^  por- 
que los  carlistas  la  proseguían  con  mucho 
vigor;  sus  guerrillas^  en  partidas,  recorrían 
el  país  en  todas  direcciones,  mientras  una 
fuerza  importante,  al  mando  del  famoso  Gó- 
mez, daba  la  vuelta  a  España  entera.  Para 
remate  de  todo,  se  esperaba  una  insurrec- 


282  B  O  R  R  O  W 

ción  en  Madrid  de  un  día  para  otro,  y,  por 
precaución,  fueron  desarmados  los  naciona- 
les, medida  que  aumentó  enormemente  su 
odio  al  Gobierno  moderado^  y,  sobre  todo, 
a  Quesada,  a  quien  se  atribuyó  esa  iniciativa. 
Con  respecto  a  mis  asuntos,  no  desperdi- 
ciaba yo  ocasión  de  adelantar  mis  preten- 
siones; pero  el  secretario  aragonés  seguía 
machacando  en  el  Concilio  de  Trento,  y 
consiguió  frustrar  todos  mis  esfuerzos.  Por 
las  muestras,  había  contagiado  a  su  jefe  sus 
ideas  personales  sobre  el  asunto,  porque  el 
duque,  al  verme  en  sus  audiencias,  no  me 
hacía  más  caso  que  dedicarme  una  mirada 
desdeñosa;  y  en  cierta  ocasión,  como  me 
adelantase  hacia  él  para  hablarle,  se  escapó 
por  la  puerta  más  próxima.  No  le  volví  a  ver 
desde  entonces;  me  disgustó  su  modo  de 
tratarme,  y  me  abstuve  de  hacer  nuevas  vi- 
sitas a  la  Casa  de  la  Inquisición.  El  pobre 
Galiano  continuaba  dándome  pruebas  de  su 
inquebrantable  amistad;  pero  me  confesó 
francamente  que  no  había  ya  esperanza  de 
conseguir  nada  en  las  altas  esferas.  «El  du- 
que—  me  dijo  —  opina  que  no  puede  acce- 
derse  a  su  petición;  el  otro  día  suscité  el 
asunto  en  Consejo,  y  sacó  a  relucir  los  de- 
cretos de  Trento,  y  habló  de  usted  como  de 
un  individuo  enfadoso  e  importuno;  le  res- 
pondí yo  con  cierta  acritud  y  hubo  entre 
nosotros  su  poquito  de  función^  de  lo  que 
se  rió   mucho   Istúriz.   Y  entre   paréntesis 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        283 

— continuó — ,  ^qué  necesidad  tiene  usted 
de  un  permiso  en  regla  que,  al  parecer,  na- 
die puede  otorgar?  Lo  mejor  que  puede  us- 
ted hacer,  dadas  las  circunstancias,  es  impri- 
mir la  obra,  en  la  inteligencia  de  que  nadie 
le  molestará  a  usted  cuando  intente  repar- 
tirla. Le  aconsejo  a  usted  encarecidamente 
que  hable  con  Istúriz  acerca  del  asunto.  Yo 
le  prepararé,  y  respondo  de  que  le  recibirá 
cortésmente. » 

Pocos  días  después,  en  efecto,  tuve  una 
entrevista  con  Istúriz  en  su  despacho  de  Pa- 
lacio; para  ser  breve,  sólo  diré  que  le  hallé 
muy  bien  dispuesto  en  favor  de  mis  planes. 
«He  vivido  mucho  tiempo  en  Inglaterra 
— dijo  — ;  la  Biblia  es  allí  libre,  y  no  veo  ra- 
zón para  que  no  lo  sea  en  España.  No  quie- 
ro aventurarme  a  decir  que  Inglaterra  debe 
su  prosperidad  al  conocimiento  que,  más  o 
menos,  todos  sus  hijos  tienen  de  la  Sagrada 
Escritura;  pero  estoy  cierto  de  una  cosa,  y 
es  que  la  Biblia  no  ha  causado  daño  en  aquel 
país,  ni  creo  que  pueda  producirlo  en  Espa- 
ña. No  deje  usted,  pues,  de  imprimirla,  y 
difúndala  por  España  todo  lo  posible.»  Me 
retiré  muy  satisfecho  de  la  entrevista;  si  no 
un  permiso  escrito  de  imprimir  el  libro  sa- 
grado, había  obtenido  algo  que,  en  cuales- 
quiera circunstancias,  consideraba  yo  casi 
equivalente:  el  tácito  convenio  de  que  mis 
empeños  bíblicos  serían  tolerados  en  Espa- 
ña; abrigaba  la  firme  esperanza  de  que,  cual- 


284  B  O  R  R  O  W 

quiera  que  fuese  la  suerte  del  Ministerio, 
ningún  otro,  y  menos  uno  liberal,  se  atreve- 
ría a  ponerme  obstáculos,  sobre  todo  por- 
que el  embajador  inglés  era  amigo  mío  y 
conocía  todos  los  pasos  dados  per  mí  en  el 
asunto. 

Dos  o  tres  cosas  relacionadas  con  mi  en- 
trevista con  Istúriz  me  impresionaron  como 
muy  dignas  de  nota.  Primero,  la  extrema- 
da facilidad  con  que  obtuve  audiencia  del 
primer  ministro  de  España.  El  portero  me 
hizo  pasar  de  buenas  a  primeras,  sin  nece- 
sidad de  anunciarme  y  sin  hacerme  esperar. 
Segundo,  la  soledad  reinante  en  aquel  lu- 
gar, tan  distinta  del  bullicio,  ruido  y  acti- 
vidad observados  por  mí  mientras  aguar- 
daba a  ser  recibido  por  Mendizábal.  Ya  no 
había  allí  afanosos  pretendientes  en  espera 
de  una  entrevista  con  el  grande  hombre;  si 
se  exceptúa  a  Istúriz  y  al  empleado,  a  nadie 
vi.  Pero  lo  que  me  produjo  impresión  más 
profunda  fué  la  actitud  del  ministro,  quien, 
cuando  yo  entré,  estaba  sentado  en  un  sofá 
con  los  brazos  cruzados  y  los  ojos  clavados 
en  el  suelo.  Era  extremada  la  depresión  del 
tono  de  su  voz,  melancólico  el  aire  de  sus 
morenas  facciones,  y,  en  general,  tenía  todo 
el  aspecto  de  una  persona  que,  para  librarse 
de  las  miserias  de  esta  vida,  medita  el  acto 
de  suma  desesperanza:  el  suicidio. 

Pocos  días  bastaron  para  demostrar  que, 
en  efecto,  a  Istúriz  le  sobraban  motivos  para 


LA    BIBLIA   EN    ESPAÑA        285 

entristecerse:  menos  de  una  semana  después 
estalló  la  llamada  revolución  de  La  Granja. 
La  Granja  es  un  sitio  real  enclavado  en  los 
pinares  de  la  vertiente  Norte  del  Guadarra- 
ma, a  unas  doce  leguas  de  Madrid.  La  reina 
gobernadora  Cristina  se  había  ido  a  La  Gran- 
ja, por  apartarse  del  descontento  de  la  capi- 
tal y  gozar  del  aire  campestre  y  de  las  deli- 
cias de  aquel  famoso  retiro,  monumento  del 
gusto  y  de  la  magniñcencia  del  primer  Bor- 
bón  que  ocupó  el  trono  de  España.  Pero  no 
la  dejaron  tranquila  mucho  tiempo;  sus  mis- 
mos guardias  estaban  descontentos,  incli- 
nándose a  los  principios  de  la  Constitución 
de  1823  (sic),  y  no  a  los  del  gobierno  monár- 
quico absoluto,  que  los  moderados  intenta- 
ban resucitar  en  España.  Una  madrugada, 
un  grupo  de  soldados  de  la  guardia,  capita- 
neados por  cierto  sargento  García,  entraron 
en  las  habitaciones  de  la  reina  y  le  pidieron 
que  suscribiese  aquella  Constitución  y  jura- 
se solemnemente  mantenerla.  Cristina,  mu- 
jer de  mucho  temple,  rehusó  complacerlos 
y  los  mandó  marcliarse.  Siguió  una  escena 
violenta  y  tumultuosa;  pero  como  la  reina  se 
mantenía  firme,  lleváronla  los  soldados  a 
uno  de  los  patios  del  palacio,  donde  estaba 
Muñoz,  su  amante,  atado  y  con  los  ojos  ven- 
dados. «Jura  la  Constitución,  bribona>,  vo- 
ciferaba el  atezado  sargento.  «Jamás»,  excla- 
mó la  animosa  hija  de  los  Borbones  de  Ña- 
póles. «Entonces  morirá  tu  cortejo -f^  repli- 


286  B  O  R  R  O  W 

Cü  el  sargento.  «Adelante,  muchachos;  pre- 
parad las  armas,  y  metedle  cuatro  balas  en 
la  cabeza  a  ese  individuo.»  Sin  tardanza  pu- 
sieron a  i\Iuñoz  junto  al  muro,  le  obligaron 
a  arrodillarse,  alzaron  los  soldados  los  fusi- 
les, y  un  momento  después  hubieran  envia- 
do al  infeliz  a  la  eternidad,  si  la  reina,  olvi- 
dándose de  todo,  menos  de  los  sentimientos 
de  su  corazón  de  mujer,  no  se  hubiera  ade- 
lantado dando  un  chillido  y  gritando:  cjAlto, 
altoi  Firmaré... > 

Al  día  siguiente  de  este  suceso  entraba 
yo  en  la  Puerta  del  Sol  a  eso  del  mediodía. 
Siempre  hay  allí  a  tales  horas  gran  gentío, 
pacífico  e  inmóvil  de  ordinario,  compuesto 
de  desocupados  que  fuman  tranquilamente, 
o  escuchan  o  comentan  las  noticias — casi 
siempre  insípidas — de  la  capital;  pero  el  día 
de  que  hablo  la  multitud  no  estaba  tranqui- 
la. La  gente  vociferaba  y  gesticulaba,  y  mu- 
chos corrían  gritando:  /  Viva  la  Constitución!; 
grito  que  se  hubiera  pagado  con  la  vida  al- 
gunos días  antes,  porque  la  ciudad  había  es- 
tado unas  cuantas  semanas  sometida  a  los 
rigores  de  la  ley  marcial.  A  veces  oíanse  es- 
tas palabras:  «-¡La  Granja!  ¡La  Granja!^. 
seguidas  siempre  del  grito  de:  «/  Viva  la 
Constitución!-^  Frente  a  la  Casa  de  Postas 
estaban  formados  en  línea  hasta  doce  dra- 
gones a  caballo,  algunos  de  los  cuales  arro- 
jaban continuamente  sus  gorras  al  aire,  su- 
mándose a  las  aclamaciones  generales,  ani- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        287 

mados  por  el  ejemplo  de  su  comandante, 
oficial  joven  y  guapo,  que  blandía  la  espada 
y  gritaba  con  júbilo:  «¡Viva  la  reina  consti- 
tucional! ¡Viva  la  Constitución!» 

La  multitud  engrosaba  por  momentos; 
varios  nacionales,  de  uniforme,  pero  sin  ar- 
mas, porque,  como  ya  he  dicho,  se  las  ha- 
bían quitado,  aparecieron.  De  pronto,  des- 
cubrí entre  los  grupos  a  Baltasar,  vestido 
como  la  primera  vez  que  le  vi:  con  un  gran 
capote  de  regimiento,  ya  viejo,  y  la  gorra 
de  cuartel.  «(jQué  ha  sido  del  Gobierno  mo- 
derado}— le  pregunté — .  ^Han  destituido  y 
reemplazado  ya  a  los  ministros?»  «Aun  no, 
don  Jorge — dijo  el  soldadito  y  sastre — ,  aun 
no;  esos  picaros  se  sostienen  todavía  apoya- 
dos en  Quesada,  que  es  un  toro  bravo,  y  en 
un  poco  de  infantería  que  les  sigue  fiel.  Pero 
no  hay  que  temer,  don  Jorge;  la  reina  es 
nuestra,  gracias  al  valor  de  mi  amigo  García; 
y  si  el  toro  bravo  se  presenta  aquí,  johí,  don 
yorge^  verá  usted  entonces  lo  que  es  bueno; 
vengo  prevenido...»  Al  decir  esto  entreabrió 
el  capote  y  me  dejó  ver  un  retaco  que  lle- 
vaba oculto,  pendiente  de  una  correa;  y,  ha- 
ciendo un  guiño  con  los  ojos,  y  con  la  cabeza 
un  movimiento  significativo,  se  perdió  entre 
la  multitud. 

Un  instante  después  vi  avanzar  un  peque- 
ño pelotón  de  soldados  por  la  calle  Mayor ^ 
o  calle  principal  que  corre  desde  la  Puerta 
del  Sol  en  dirección  a  Palacio;  podían  ser 


288  B  O  R  R  O  W 

unos  veinte  hombres,  y  a  su  cabeza  marcha- 
ba un  oficial  con  la  espada  desnuda.  Debían 
de  haberlos  reunido  con  gran  precipitación, 
porque  muchos  de  ellos  llevaban  traje  de 
faena  y  gorra  de  cuartel.  Conforme  avanza- 
ban, marchando  lentamente,  ni  el  oficial  ni 
los  soldados  hacían  el  menor  caso  de  los  gri- 
tos de  la  multitud,  que,  agolpándose  en  torno 
suyo,  no  cesaba  de  vociferar:  «¡Viva  la  Cons- 
titución!»; todo  lo  más  respondían  con  algu- 
na ojeada  hostil;  y  marcharon,  fruncidas  las 
cejas  y  apretados  los  dientes,  hasta  llegar 
frente  al  pelotón  de  caballería,  donde  hicie- 
ron alto  y  formaron  las  filas. 

—  Estos  hombres  no  traen  buenas  inten- 
ciones— dije  a  mi  amigo  D...,  del  Morning 
Chronicle^  que  acababa  de  reunirse  conmi- 
go— .  Y  tenga  usted  por  seguro  que  si  se 
lo  mandan,  empezarán  a  hacer  fuego  sin 
mirar  dónde  dan.  Pero  ^en  qué  están  pen- 
sando esos  dragones,  que  evidentemente 
son  del  bando  contrario,  a  juzgar  por  sus 
gritos.?  ^Por  qué,  estando  detrás  de  los  in- 
fantes, no  les  dan  una  carga  y  los  desbara- 
tan? En  seguida  la  gente  les  quitaría  los  fu- 
siles. Yo  no  soy  liberal,  pero  ya  que  usted 
lo  es,  ^cómo  no  se  acerca  al  inexperto  joven 
que  manda  los  caballos,  y  le  da  usted  a 
tiempo  un  buen  consejo? 

D...  volvió  hacia  mí  su  ancho  semblante, 
coloradote  y  placentero  como  de  buen  in- 
glés, y  dirigiéndome  una  mirada  maliciosa, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         ¿89 

que  parecía  significar  ..  (lo  que  el  amable 
lector  crea  más  del  caso),  me  agarró  del 
brazo  y  dijo:  «Salgamos  de  esta  baraúnda, 
y  a  ver  si  se  encuentra  una  ventana  donde 
instalarnos,  y  desde  donde  yo  pueda  des- 
cribir lo  que  suceda  en  la  plaza,  porque  creo 
como  usted  que  va  a  pasar  algo  grave.»  En 
el  último  piso  de  una  casa  bastante  grande, 
frente  por  frente  a  la  de  Correos,  habíapa- 
peles  en  señal  de  que  se  alquilaban  habita- 
ciones; subimos  al  instante,  ycontratamos 
con  la  inquilina  del  éiage  el  uso  de  la  habi- 
tación de  la  calle  por  aquel  día;  atrancamos 
la  puerta,  y  el  repórter  requirió  cuaderno  y 
lápiz,  dispuesto  a  tomar  notas  de  los  suce- 
sos que  ya  se  cernían  sobre  la  plaza. 

¡Qué  hombres  tan  extraordinarios  son 
por  lo  general  los  corresponsales  de  los  pe- 
riódicos inglesesl  De  seguro  que  si  hay  algu- 
na clase  de  hombres  que  mere'^ca  llamarse 
cosmopolita,  es  ésta,  formada  por  gente 
que  ejerce  su  profesión  en  cualquier  país 
indistintamente,  y  se  acomoda  a  voluntad  a 
los  usos  de  todas  las  clases  sociales;  a  cuya 
fluidez  de  estilo  como  escritores  sólo  supe- 
ra su  facilidad  de  palabra  en  la  conversa- 
ción, y  a  su  conocimiento  de  las  letras  clá- 
sicas, su  experiencia  del  mundo,  adquirida 
por  una  temprana  iniciación  en  el  bullicioso 
teatro  de  la  vida.  La  actividad,  energía  y 
valor  que  a  veces  han  de  desplegar  en  sus 
tareas  informativas,  son  en  verdad  notables. 

19 


ago  b  O  R  R  O  W 

En  París,  durante  los  tres  días  ^,  los  vi  mez- 
clados con  la  canaille  y  los  gamins  detrás 
de  las  barricadas,  mientras  la  metralla  llovía 
por  todas  partes  y  los  desesperados  cora- 
ceros estrellaban  sus  fogosos  caballos  con- 
tra unos  parapetos  tan  débiles  en  aparien- 
cia. Allí  permanecían,  tomando  notas  en  un 
cuaderno  con  tanta  tranquilidad  como  si 
estuvieran  haciendo  información  en  un  mi- 
tin de  Covent  Garden  o  de  Finsbury  Squa- 
re.  En  España,  varios  de  ellos  acompañan  a 
¡as  guen  illas  de  los  cristinos  o  de  los  carlis- 
tas en  algunas  de  sus  expediciones  más 
arriesgadas,  exponiéndose  al  peligro  de  las 
balas  enemigas,  a  las  inclemencias  del  in- 
vierno y  a  los  rigores  del  sol  estival. 

Apenas  llevábamos  cinco  minutos  en  la 
ventana,  cuando  oímos  de  pronto  el  ruido 
de  los  cascos  de  unos  caballos  que  bajaban 
corriendo  por  la  calle  de  Carretas.  La  casa 
en  que  estábamos  se  hallaba,  como  ya  he 
dicho,  enfrente  de  la  de  Correos,  por  cuya 
izquierda,  mirando  desde  el  Norte,  desem- 
boca aquella  vía  en  la  Puerta  del  Sol\  a  me- 
dida que  el  ruido  se  acercaba,  apagábase  el 
griterío  de  la  multitud,  como  si  un  temor  pá- 
nico se  apoderase  de  ella;  una  o  dos  veces, 
sin  embargo,  percibí  estas  palabras  «¡Que- 
sada!  jQuesadal»  Los  soldados  de  Infantería 
permanecieron  en  calma  e  inmóviles,  pero 

*     Los  de  la  Revolución  de  julio  de  1830. 


LA    BIBLIA    £N    ESPAÑA         tgi 

los  de  caballería,  y  el  joven  oficial  que  los 
mandaba,  mos  raron  confusión  y  miedo  a 
la  vez,  cambiando  unos  con  otros  palabras 
precipitadas. 

De  pronto,  la  gente  que  estaba  hacia  la 
desembocadura  de  la  calle  de  Carretas,  re- 
trocedió en  desorden,  dejando  un  vasto 
espacio  libre,  en  el  que  al  instante  se  pre- 
cipitó Quesada  a  galope  tendido,  espada  en 
mano  y  con  uniforme  de  general,  monta- 
do en  un  pura  sangre  inglés,  bayo  claro, 
con  tal  ímpetu,  que  recordaba  a  un  toro 
manchego  lanzándose  al  redondel  al  ver 
de  súbito  abierta  la  puerta  del  toril. 

Seguíanle  muy  de  cerca  dos  oficiales  a 
caballo,  y,  a  corta  distancia,  otros  tantos 
dragones.  Casi  en  menos  tiempo  que  se 
emplea  en  contarlo,  unos  cuantos  alborota- 
dores rodaron  por  el  suelo  á  los  pies  de 
los  caballos  de  Quesada  y  de  sus  dos  ami- 
gos, porque  los  dragones  hicieron  alto  en 
cuanto  entraron  en  la  Puerta  del  Sol.  Era 
un  hermoso  espectáculo  ver  a  tres  hombres, 
a  fuerza  de  valor  y  de  maestría  en  la  equita- 
ción, sembrar  el  terror  en  otros  tantos  miles, 
cuando  menos.  Vi  a  Quesada  meterse  a  ca- 
ballo por  entre  la  densa  multitud  y  luego 
desembarazarse  de  ella  por  modo  magistral; 
el  populacho  estaba  completamente  atemo- 
rizado, y  retrocedía,  retirándose  por  la  calle 
del  Comercio  y  la  calle  de  Alcalá.  Le  vi  tam- 
bién lanzarse  de  golpe  contra  dos  naciona- 


292  B  O  R  R  O  W 

les  que  intentaban  escaparse,  separarlos  de 
la  multitud,  envolverlos,  y  empujarlos  en 
otra  dirección,  golpeándolos  despreciativa- 
mente con  el  sable  de  plano.  El  general  gri- 
taba |Viva  la  reina  absoluta!  cuando,  preci- 
samente debajo  de  mí,  en  medio  de  unos 
grupos  que  aún  no  habían  cedido  el  campo, 
acaso  porque  no  tenían  por  dónde  escapar, 
vi  brillar  por  un  instante  el  cañón  de  un 
trabuco,  sonó  luego  una  detonación  aguda, 
y  una  bala  estuvo  a  punto  de  enviar  a  Que- 
sada  al  otro  mundo:  tan  cerca  le  pasó  que  le 
rozó  el  sombrero.  Percibí  fugazmente,  hacia 
el  sitio  de  donde  partió  el  tiro,  una  gorra 
de  cuartel  muy  conocida,  luego  la  gente 
echó  a  correr,  y  el  tirador,  quienquiera  que 
íuese,  desapareció  favorecido  por  la  confu- 
sión que  se  movió. 

Quesada  mostró  inmenso  desprecio  ante 
el  peligro  que  acababa  de  correr.  Echó  en 
torno  suyo  una  mirada  fiera  y  rápida,  y  de- 
jando a  los  dos  nacionales,  que  se  fueron 
cabizbajos,  como  perros  azotados  por  su 
amo,  se  dirigió  al  joven  cficial  que  mandaba 
la  caballería  y  que  tan  activo  se  había  mos- 
trado dando  gritos  en  favor  de  la  Constitu- 
ción; díjole  unas  pocas  palabras  con  gesto 
amenazador,  y  el  oficial  evidentemente  se 
sometió,  pues,  obedeciendo  tal  vez  sus  órde- 
nes, resignó  el  mando  del  pelotón  y  se  fué 
muy  abatido;  hecho  esto,  Quesada  se  apeó, 
y  estuvo  paseándose  arriba  y  abajo  delante 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         293 

de  la  Casa  de  Postas,  con  un  aire  que  pare- 
cía retar  a  toda  la  humanidad. 

Aquél  fué  el  día  glorioso  de  la  vida  de 
Quesada,  y  también  su  día  postrero.  Digo 
ésto,  porque  nunca  se  había  producido  en 
forma  tan  brillante,  y  porque  ya  no  debía 
ver  el  ocaso  de  otro  sol.  No  se  recuerda 
acción  de  conquistador  o  de  héroe  alguno 
que  pueda  compararse  con  esta  escena  ñnal 
de  la  vida  de  Quesada.  ^Quién,  por  sólo 
su  impetuosidad  y  su  desesperado  valor  ha 
detenido  una  revolución  en  plena  marcha? 
Quesada  lo  hizo;  contuvo  la  revolución  en 
Madrid  un  día  entero,  y  restituyó  las  turbas 
hostiles  y  alborotadas  de  una  gran  ciudad  al 
orden  y  a  la  quietud  perfectos.  Su  irrupción 
en  la  Puerta  del  Sol  fué  de  un  arrojo  tan  tre- 
mendo y  oportuno  que  no  tiene  par.  Tanta 
admiración  me  produjo  el  valor  del  «toro 
bravo»,  que  durante  su  acometida  grité  mu- 
chas veces:  *¡Viva  Quesada!»,  y  le  deseé 
buena  fortuna  Esto  no  quiere  decir  que  yo 
pertenezca  a  ningún  partido  o  sistema  políti- 
co. jNol  ¡No!  He  vivido  tanto  tiempo  con 
Romany  Chals^  y  Petulengres'^  que  no  puedo 

í     Romano  Chai,  gitano. 

»  Palabra  compuesta  del  griego  moderno  ícáta- 
Xov  y  del  sánscrito  kara\  signiíica  literalmente  «óí- 
ñor  de  la  herradura»,  o  sea  el  hacedor  de  ellas;  es 
una  de  las  denominaciones  secretas  de  «Los  forja- 
dores», tribu  de  los  gitanos  ingleses.  (Nota  de  Bo- 
rrow).  Petulengro  y  Petalengro  (en  gitano  inglés) 
forjador  de  herraduras.  (Glosario  de  Burke). 


a94  B  O  R  R  O  W 

tener  más  política  que  la  política  de  los  gita- 
nos,y  bien  sabido  es  que  al  llegar  las  eleccio- 
nes, los  hijos  de  Roma  se  declaran  por  los 
dos  bandos  opuestos,  mientras  el  resultado  es 
dudoso,  augurando  el  triunfo  a  los  dos;  y 
cuando  la  pelea  concluye  y  la  batalla  está 
ganada,  se  alistan  sin  falta  en  las  filas  del 
vencedor.  Pero,  lo  repito,  mi  interés  por  Que- 
sada  nació  al  contemplar  la  firmeza  de  su 
corazón  y  su  maestría  de  jinete.  La  tranquili- 
dad quedó  restablecida  en  Madrid  para  el 
resto  del  día;  el  pelotón  de  infantes  vivaqueó 
en  la  Puerta  del  Sol.  No  se  oyeron  más  gri- 
tos de  viva  la  Constitución;  la  revuelta  pare- 
cía efectivamente  dominada  en  la  capital.  Els 
lo  más  probable  que  si  los  jefes  del  partido 
moderado  llegan  a  tener  confianza  en  sí  mis- 
mos por  cuarenta  y  ocho  horas  más,  su  causa 
hubiera  triunfado  y  los  soldados  revolucio- 
narios de  La  Granja  se  hubieran  dado  por 
contentos  devolviendo  a  la  reina  su  libertad 
y  aceptando  una  avenencia,  porque  se  sabía 
que  varios  regimientos  leales  se  acercaban  a 
Madrid. 

Pero  los  moderados  no  tuvieron  confian- 
za; aquella  misma  noche  sus  corazones  des- 
fallecieron y  huyeron  en  varias  direcciones: 
Istúriz  y  Galiano,  a  Francia;  el  duque  de  Ri- 
vas,  a  Gibraltar.  El  pánico  de  los  colegas 
contagió  al  mismo  Quesada,  que  huyó  ves- 
tido de  paisano.  Pero  no  tuvo  tanta  suerte 
como  los  otros:  reconocido  en  una  aldea,  a 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÍÍA        295 

tres  leguas  de  Madrid,  fué  preso  por  unos 
amigos  de  la  Constitución.  En  el  acto  se  envió 
a  la  capital  noticia  de  la  captura,  y  una  copiosa 
turba  de  nacionales,  los  unos  a  pie,  los  otros 
a  caballo,  algunos  en  carruajes,  se  puso  en 
marcha  al  instante.  «Vienen  los  naciona- 
les» — dijo  un  paisano  a  Ouesáda.  «Enton- 
ces— respondió  — estoy  perdido»;  y  luego  se 
preparó  para  la  muerte. 

Hay  en  la  calle  de  Alcalá,  de  Madrid,  un 
café  famoso  *  capaz  para  varios  cientos  de 
personas.  En  la  tarde  de  aquel  mismo  día 
estaba  yo  sentado  en  el  café  consumiendo 
una  taza  del  obscuro  brebaje,  cuando  sona- 
ron en  la  calle  ruidos  y  clamores  estruendo- 
sos; causábanlos  los  nacionales,  que  volvían 
de  su  expedición.  A  los  pocos  minutos  en- 
tró en  el  café  un  grupo  de  ellos;  iban  de  dos 
en  dos,  cogidos  del  brazo,  y  pisaban  recio  a 
compás.  Dieron  la  vuelta  al  espacioso  local, 
cantando  a  coro  con  fuertes  voces  la  siguien- 
te bárbara  copla: 

¿Qué  es  lo  que  abaja 
por  aquel  cerro? 
Ta  ra  ra  ra  ra. 
Son  los  huesos  de  Quesada, 

que  los  trae  un  perro. 
Ta  ra  ra  ra  ra. 

Pidieron  después  un  gran  cuenco  de  café, 
y,  colocándolo  sobre  una  mesa,  los  naciona- 
les se  sentaron  en  torno.  Hubo  un  momento 

*     Era  el  Café  Nuevo  (Knapp). 


296  B  O  R  R  O  W 

de  silencio,  interrumpido  por  una  voz  te- 
nante: €¡El  pañuelo!:^  Sacaron  un  pañuelo 
azul,  en  el  que  llevaban  algo  envuelto;  lo 
desataron,  y  aparecieron  una  mano  ensan- 
grentada y  tres  o  cuatro  dedos  seccionados, 
con  los  que  revolvían  el  contenido  del  cuen- 
co. «¡Tazas,  tazasl» — gritaron  los  naciona- 
les. . 

—  ¡Eh!  Don  Jorge  gritó  Baltasarito,  vi- 
niendo hacia  mí  con  una  taza  de  café — ,  há- 
game usted  el  obsequio  de  beber  por  este 
suceso  glorioso.  Hoy  es  un  día  afurtunado 
para  España  y  para  los  valientes  nacionales 
de  Madrid.  He  visto  más  de  undi  función  de 
toros,  pero  ninguna  me  ha  causado  tanto 
placer  como  ésta.  Ayer  el  toro  hizo  de  las 
suyas,  pero  hoy  los  toreros  han  podido  más, 
como  usted  ve,  don  Jorge.  Hágame  el  favor 
de  beber;  ahora  voy  a  ir  en  una  carrera  a  mi 
casa  a  buscar  mi  pajandi  para  divertir  a  los 
compañeros  tocando  y  cantar  una  copla. 
¿Qué  copla?  ¿Una  copla  en  gitano} 

Una  noche  sinava  en  tucue  ^ 

¿Mueve  usted  la  cabeza,  don  Jorge}  ¡Ja,  ja, 
jal  Soy  joven,  y  la  juventud  es  la  edad  de 
las  diversiones.  Bueno,  bueno;  en  obsequio 
a  usted,  que  es  ingles  y  vionró  2,  no  cantaré 
eso,  sino  una  canción  liberal  patriótica:  el 
himno  de  Riego.  ¡Hasta  después ^  don  Jorgel 

1    Una  noche,  estando  contigo. 
•    Amigo. 


CAPITULO  XV 


El  vapor. — El  cabo  de  Finisterre. — La  tormenta. 
Llegada  a  Cádiz. — El  Nuevo  Testamento. — Sevi- 
lla.—Itálica. —  El  anfiteatro. — Los  presos. —  El 
encuentro. — El  barón  Taylor. — La  calle  y  el  de- 
sierto. 

En  los  primeros  días  de  noviembre  ^  sur- 
qué de  nuevo  el  mar  con  rumbo  a  Espa- 
ña. Había  vuelto  a  Inglaterra  poco  después^ 
de  los  sucesos  referidos  en  el  capítulo  ante- 
rior, con  objeto  de  consultar  a  mis  amigos 
y  trazar  el  plan  de  mi  campaña  bíblica  en 
España.  Resolvimos  imprimir  en  Madrid  el 
Nuevo  Testamento  lo  antes  posible,  y  se  con- 
vino que  yo  me  encargaría  de  la  tarea  un 
tanto  ardua  de  distribuirlo.  Breve  fué  mi  es- 
tancia en  Inglaterra;  el  tiempo  era  precioso 
y  ansiaba  yo  encontrarme  de  nuevo  en  el 
campo  de  acción.  Me  embarqué  en  el  Tá- 
mesis,  a  bordo  del  vapor  M.,.  La  travesía 
hasta  Falmouth  fué  muy  desagradable.  El 
barco  iba  atestado  de  pasajeros,  pobres  tísi- 
cos en  su  mayoría  o  gente  valetudinaria  que 

'     1836. 


w^  B  o  R  R  o  W 

huía  de  las  frías  celliscas  invernales  de  In- 
glaterra a  las  costas  soleadas  de  Portugal  y 
Madeira.  Nanea  me  ha  cabido  en  suerte  via- 
jar en  un  barco  más  incómodo,  sobre  todo 
de  vapor.  Los  camarotes  eran  muy  peque- 
ños y  faltos  de  ventilación;  el  mío  era  de  los 
peores,  porque  los  demás  estaban  tomados 
desde  antes  de  llegar  yo  a  bordo;  para  evi- 
tar la  asñxia  que  me  amenazaba  en  cuanto 
entraba  en  él,  hice  el  viaje  echado  en  el  sue- 
lo de  una  de  las  cámaras.  Estuvimos  en 
Falmouth  veinticuatro  horas,  haciendo  car- 
bón y  reparando  la  máquina,  que  tenía  des- 
perfectos importantes. 

El  lunes  7  zarpamos  con  rumbo  al  golfo 
de  Vizcaya.  Había  mar  gruesa,  el  viento  era 
fuerte  y  contrario;  sin  embargo,  en  la  ma- 
ñana del  cuarto  día  teníamos  a  la  vista  las 
rocas  de  la  costa  Norte  del  cabo  de  Finiste- 
rre.  Debo  hacer  notar  aquí  que  este  viaje 
era  el  primero  que  el  capitán  hacía  a  bordo 
de  nuestro  barco  y  que  conocía  muy  poco  o 
nada  la  costa  a  que  nos  dirigíamos.  Le  bus- 
caron a  última  hora,  apresuradamente,  por- 
que su  predecesor  renunció  el  mando,  fun- 
dándose en  que  el  barco  no  podía  aguantar 
la  mar  y  en  las  frecuentes  averías  de  la  má- 
quina. Si  yo  hubiera  sabido  todo  esto  al  ver 
que  el  barco  se  acercaba  cada  vez  más  a  la 
costa,  hasta  colocarse  a  unos  cientos  de  va- 
ras de  distancia  de  ella,  mi  alarma  hubiese 
sido  mucho  mayor  de  lo  que  fué.  No  dejé, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        agp 

€on  todo,  de  sentir  profunda  sorpresa,  pues 
como  las  dos  veces  que  había  cruzado  por 
allí  en  barco  de  vapor,  había  visto  el  cuidado 
con  que  los  capitanes  se  mantenían  lejos  de 
la  costa,  no  pude  adivinar  la  razón  de  apro- 
ximarnos tanto  á  una  zona  peligrosísima.  El 
viento  soplaba  con  fuerza  hacia  la  costa,  si 
puede  llamarse  así  a  los  abruptos  y  escar- 
pados precipicios  en  que  rompía  la  mareja- 
da con  fragor  de  trueno,  alzando  nubes  de 
espuma  y  de  agua  pulverizada  a  la  altura  de 
una  catedral.  Fuimos  costeando  lentamente, 
y  doblamos  varios  elevados  promontorios, 
apilados  algunos  por  la  mano  de  la  natura- 
leza en  formas  muy  fantásticas.  Al  anoche- 
cer, teníamos  cerca  por  la  proa  el  cabo  de 
Finisterre,  escarpada  y  sombría  montaña  de 
granito,  cuya  ceñuda  cima  pueden  ver  des- 
de muy  lejos  cuantos  atraviesan  el  Océano. 
La  corriente  en  aquellos  parajes  era  terri- 
ble, y  aunque  las  máquinas  trabajaban  con 
toda  su  fuerza  avanzábamos  poco  o  nada. 

A  eso  de  las  ocho  de  la  noche,  el  viento 
se  convirtió  en  huracán,  el  trueno  retumbó 
pavorosamente,  y  la  única  luz  que  alumbra- 
ba nuestro  camino  era  la  de  las  rojas  cule- 
brinas expelidas  a  intervalos  de  su  seno  por 
las  nubes  gruesas  y  negras  que  rodaban  a 
poca  altura  sobre  nuestras  cabezas.  Hacía- 
mos los  mayores  esfuerzos  para  doblar  el 
cabo,  que  a  la  luz  de  los  relámpagos  surgía 
a  sotavento,  iluminado   por  las   frecuentes 


3»  B  O  R  R  O  W 

exhalaciones  que  vibraban  en  torno  de  su  ci- 
ma, cuando, de  súbito,  la  máquina  se  rompió 
con  un  gran  crujido,  y  las  palas  de  que  pen- 
día nuestra  existencia  dejaron  de  funcionar. 
No  intentaré  pintar  la  escena  de  horror  y 
confusión  que  se  produjo;  puede  ser  imagi- 
nada, pero  no  descrita.  El  capitán — justo 
es  reconocerlo  —  desplegó  la  mayor  frialdad 
e  intrepidez;  tanto  él  como  la  tripulación 
hicieron  todo  lo  imaginable  por  arreglar  la 
máquina,  y  cuando  vieron  la  inutilidad  de 
sus  esfuerzos  izaron  las  velas  y  realizaron 
todas  las  maniobras  posibles  para  salvar  el 
barco  de  una  destrucción  inminente.  Pero 
nada  aprovechaba;  por  desgracia,  teníamos 
la  costa  a  sotavento,  y  hacia  ella  nos  impe- 
lía la  rugiente  tempestad.  Me  hallaba  yo  en 
tales  instantes  cerca  del  timón  y  pregunté 
al  timonel  si  había  alguna  esperanza  de  sal- 
var el  barco,  o  al  menos  nuestras  vidas.  «La 
situación  es  apurada,  señor — me  respon- 
dió— .  Con  esta  mar  los  botes  zozobrarán  en 
un  minuto;  antes  de  una  hora  el  barco  cho- 
cará contra  el  Finisterre,  donde  el  buque  de 
guerra  más  fuerte  del  mundo  se  haría  peda- 
zos instantáneamente.  Ninguno  de  nosotros 
verá  el  día  de  mañana.»  De  igual  modo,  el 
capitán  informó  a  los  demás  pasajeros  del 
peligro  que  corríamos  y  les  dijo  que  se  pre- 
parasen; ordenó  luego  cerrar  las  escotillas  y 
que  no  se  permitiese  a  nadie  permanecer 
sobre  cubierta;  yo  seguí  en  mi  puesto,  no 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


ÍOI 


obstante,  casi  ahogado  por  el  agua  de  las 
inmensas  olas  que  rompían  contra  el  barco 
por  barlovento  y  lo  anegaban.  Las  pipas  de 
agua  potable  se  soltaron  de  sus  amarras,  y 
una  de  ellas  me  tiró  al  suelo  y  aplastó  un 
pie  al  desdichado  timonel,  cuyo  puesto  ocu- 
pó en  el  acto  el  capitán.  Estábamos  ya  cer- 
ca de  las  rocas,  cuando  los  elementos  entra- 
ron en  hórrida  convulsión.  Los  relámpagos 
nos  envolvían  con  sus  resplandores;  los  true- 
nos retumbaban  con  el  fragor  de  un  millón 
de  cañones;  el  Océano  parecía  vomitar  sus 
heces  más  profundas,  cuando,  en  medio  de 
tal  desquiciamiento,  el  vendaval  saltó  súbi- 
tamente de  cuadrante  y  nos  apartó  de  la 
horrible  costa  aún  más  de  prisa  que  nos  ha- 
bía empujado  hacia  ella. 

Los  marineros  más  viejos  de  a  bordo  re- 
conocieron que  nunca  se  habían  librado  de 
la  muerte  por  modo  tan  providencial.  Des- 
de el  fondo  de  mi  corazón  dije:  «Padre  nues- 
tro, santificado  sea  tu  nombre.» 

Al  día  siguiente  estuvimos  a  punto  de 
naufragar,  porque  con  la  gran  marejada 
nuestro  barco,  no  destinado  para  navegar  a 
la  vela,  trabajaba  mucho  y  hacía  agua.  Las 
bombas  funcionaron  sin  cesar.  También  tu- 
vimos fuego  a  bordo,  pero  se  logró  sofocar- 
lo.  Por  la  tarde,  la  máquina  de  vapor  quedó 
parcialmente  arreglada,  y  el  día  1 3  llegamos 
a  Lisboa,  donde  en  pocos  días  se  terminaron 
las  reparaciones  necesarias. 


302  B  o  E  R  o  W 

En  Lisboa  encontré  a  mi  excelente  ami- 
go W.  1  bueno  y  sano.  Durante  mi  ausencia 
había  trabajado  lo  posible  para  fomentar  la 
venta  del  libro  sagrado  en  portugués;  su 
celo  y  apiicación  eran,  en  verdad,  admira- 
bles. Por  desgracia,  las  perturbaciones  su- 
fridas por  el  país  en  los  seis  últimos  meses 
bebían  estorbado  sus  esfuerzos.  Los  ánimos 
de  las  gentes  estaban  tan  preocupados  con 
la  política,  que  no  les  quedaba  apenas  tiem- 
po para  pensar  en  su  salvación.  La  historia 
política  de  Portugal  presenta  en  estos  últi- 
mos tiempos  un  sorprendente  paralelo  con 
la  del  país  vecino.  En  ambos,  la  corte  y  el 
partido  democrático  han  luchado  por  la  su- 
premacía; en  ambos  ha  triunfado  el  último, 
y  dos  personas  de  viso  han  caído  víctimas 
del  furor  popular:  Freiré,  en  Portugal,  y 
Quesada,  en  España.  Las  noticias  de  este 
país,  que  recibí  en  Lisboa,  eran  pésimas. 
Las  hordas  de  Gómez  devastaban  Andalu- 
cía, que  yo  estaba  a  punto  de  visitar  de  paso 
para  Madrid;  los  carlistas  habían  saqueado 
a  Córdoba,  y  ocupádola  tres  días,  abando- 
nándola después.  Me  dijeron  que  si  persis- 
tía en  entrar  en  España  por  donde  me  ha- 
bía propuesto,  caería  probablemente  en  ma« 
nos  de  los  facciosos  en  Sevilla.  No  me  arre- 
dré, a  pesar  de  todo,  con  plena  conñanza 

*     Era  un  comerciante,  John  Wilby,  represen- 
tante de  la  Sociedad  Bíblica  (Knapp). 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


305 


en  que  el  Señor  me  abriría  camino  hasta 
Madrid. 

Reparadas  las  averías  del  barco,  subimos 
de  nuevo  a  bordo,  y  en  dos  días  llegamos 
sin  novedad  a  Cádiz.  Reinaba  en  la  ciudad 
gran  confusión.  Decíase  que  por  los  alrede- 
dores campaban  numerosas  partidas  carlis- 
tas. Era  de  temer  un  ataque  y  acababa  de 
proclamarse  en  la  ciudad  el  estado  de  sitio. 
Me  alojé  en  el  hotel  Francés,  en  la  calle  de 
fa  Niveña^  ^  y  me  dieron  para  dormir  una 
especie  de  desván  o  guardilla^  pues  la  casa, 
famosa  por  su  excelente  táble  d'hóte^  estaba 
llena  de  huéspedes.  Me  vestí  y  salí  a  dar  una 
vuelta  por  la  ciudad.  Entré  en  varios  cafés; 
el  ruido  de  las  conversaciones  era  en  todos 
ensordecedor.  En  uno  de  ellos,  seis  orado- 
res nada  menos  hablaban  al  mismo  tiempo; 
el  tema  era  la  situación  del  país  y  las  pro- 
babilidades de  una  intervención  franco-in- 
glesa. De  pronto,  el  orador  a  quien  yo  es- 
cuchaba, me  pidió  mi  opinión  por  ser  ex- 
tranjero y,  al  parecer,  recién  llegado.  Con- 
testé que  no  podía  aventurarme  a  adivinar 
los  planes  de  aquellos  Gobiernos  en  tales 
circunstancias;  pero  que,  en  mi  opinión,  no 
sería  malo  que  los  españoles  se  esforzasen 
algo  más  por  su  parte  y  llamasen  menos  a 
Júpiter  en  su  ayuda.  Como  no  tenía  ganas 

*  Se  alojó  en  la  Posada  Francesa,  en  la  calle 
de  San  Francisco  y  de  la  Nevería,  hoy  Hotel  de 
París  (Knapp). 


304  B  O  R  K  O  W 

de  hablar  de  política  me  fui  en  seguida  del 
café,  en  busca  de  los  barrios  donde  vive 
principalmente  la  clase  baja. 

Entré  en  conversación  con  varios  indivi- 
duos; pero  a  todos  los  encontré  muy  igno- 
rantes; ninguno  sabía  leer  ni  escribir,  y  sus 
ideas  religiosas  no  eran  nada  satisfactorias; 
los  más  profesaban  un  indiferentismo  com- 
pleto. Fui  después  a  una  librería,  e  hice  al- 
gunas preguntas  acerca  de  la  demanda  de 
libros  de  literatura;  dijéronme  que  era  muy 
escasa.  Mostré  un  ejemplar  de  una  edición 
londinense  del  Nuevo  Testamento  en  espa- 
ñol, y  pregunté  al  librero  si,  en  su  opinión, 
un  libro  de  tal  especie  tendría  venta  en  Cá- 
diz; respondió  que  el  papel  y  la  impresión 
eran  magníficos;  pero  que  era  un  libro  nada 
buscado  y  muy  poco  conocido.  No  prose- 
guí mis  averiguaciones  en  otras  librerías, 
pensando  que,  probablemente,  ningún  libre- 
ro me  daría  buenos  informes  de  una  publi- 
cación en  que  no  estaba  interesado.  Ade- 
más, yo  sólo  tenía  dos  o  tres  ejemplares  del 
Nuevo  Testamento,  y  no  hubiera  podido 
servir  ningún  pedido,  aunque  me  lo  hubie- 
sen hecho. 

El  día  24,  muy  temprano,  me  embarqué 
para  Sevilla  en  el  vaporcito  español  Betis. 
La  mañina  era  húmeda,  y  la  densa  niebla 
que  envolvía  el  paisaje  me  impidió  observar 
aquellos  contornos.  A  las  seis  leguas  de  re- 
corrido llegamos  a  la  punta  Noreste  de  la 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


305 


bahía  de  Cádiz  y  pasamos  junto  a  Sanlú- 
car,  ciudad  antigua,  próxima  a  la  desembo* 
dura  del  Guadalquivir.  De  pronto  la  niebla 
se  deshizo,  y  el  sol  de  España  fulguró  ra- 
diante, animándolo  todo,  y  en  especial  a 
mí,  que  yacía  sobre  cubi  rta  en  lánguido  y 
melancólico  estupor.  Entramos  en  «El  gran 
río»,  que  tal  es  la  traducción  de  Wady  al 
Kebir^  nombre  dado  por  los  moros  al  anti- 
guo Betis.  Anclamos  durante  unos  minutos 
en  Bonanza,  pueblecito  situado  en  la  termi- 
nación del  primer  brazo  del  río;  tomamos 
varios  pasajeros  y  continuamos  el  viaje.  El 
Guadalquivir  no  ofrece  nada  de  gran  interés 
a  los  ojos  del  viajero:  las  márgenes  son  ba- 
jas, sin  árboles;  el  país  adyacente,  raso;  sólo 
a  gran  distancia  se  columbra  la  cadena  azul 
de  unas  sierras  altas.  El  agua  es  turbia  y 
fangosa,  muy  parecida  por  el  color  a  la  de 
un  cenagal.  La  anchura  media  del  cauce  es 
de  150  a  200  varas.  Pero  es  in  posible  via- 
jar por  este  río  sin  recordar  que  por  él  na- 
vegaron romanos,  vándalos  y  árabes,  y  que 
ha  presenciado  sucesos  de  universal  reso- 
nancia, cantados  en  poesías  inmortales.  Fuí 
repitiendo  versos  latinos  y  fragmentos  de 
romances  viejos  españoles  hasta  que  llega- 
mos a  Sevilla,  a  eso  de  las  nueve  de  una 
hermosa  noche  de  luna. 

Sevilla  encierra  noventa  mil  habitantes,  y 
está  situada  en  la  orilla  oriental  del  Guadal- 
quivir, a  unas  diez  y  ocho  leguas  de  la  des- 


506  B  O  R  K  O  W 

embocadura;  la  cercan  elevadas  murallas 
moriscas  bien  conservadas,  y  tan  sólidamen- 
te construidas,  que  probablemente  desafia- 
rán aún  por  muchos  siglos  las  injurias  del 
tiecnpo.  Los  edificios  más  notables  son  la  ca- 
tedral y  el  Alcázar,  o  palacio  de  los  reyes 
moros.  La  torre  de  la  catedral,  llameada  La 
Giralda,  pertenece  a  la  época  de  los  moros, 
y  formó  parte  de  la  gran  mezquita  de  Sevi- 
lla; se  calcula  su  altura  en  unos  ciento  quin- 
ce metros,  y  se  sube  hasta  el  remate,  no 
por  escalera,  sino  por  una  rampa  abovedada 
a  manera  de  plano  inclinado.  La  rampa  es 
muy  poco  empinada,  de  suerte  que  puede 
subirse  por  ella  a  caballo,  proeza  cumplida, 
según  dicen,  por  Fernando  VIL  Desde  lo 
alto  de  la  torre  se  descubre  una  vista  muy 
extensa,  y  en  días  claros  se  columbra  la  Sie- 
rra de  Ronda,  aunque  dista  más  de  veinte 
leguas.  La  catedral,  insigne  monumento  gó- 
tico, pasa  por  ser  el  más  hermoso  de  su  gé- 
nero en  España.  En  las  capillas  dedicadas  a 
diferentes  santos  están  algunos  de  los  cua- 
dros más  espléndidos  que  el  arte  español  ha 
producido;  la  catedral  de  Sevilla  es  ahora 
más  rica  en  pinturas  de  primer  orden  que 
nunca  lo  fué,  porque  han  llevado  a  ella  mu- 
chos lienzos  de  los  conventos  suprimidos, 
especialmente  de  Capuchinos  y  San  Fran- 
cisco. 

Todo  el  que  visite  Sevilla  debe  dedicar 
especial   atención   al   Alcázar,    espléndido 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         jo; 

ejemplar  de  la  arquitectura  mora.  Contiene 
muchos  salones  magníficos,  especialmente 
el  llamado  de  Embajadores,  superior  en  to- 
dos aspectos  al  del  mismo  nombre  de  la 
Alhambra  de  Granada.  Este  palacio  fue  la 
residencia  favorita  de  Pedro  el  Cruel,  quien 
lo  restauró  con  cuidado  sin  alterar  su  carác- 
ter ni  disposición  moriscos.  Probablemente 
permanece  en  un  estado  poco  distinto  del 
que  tenía  a  la  muerte  de  aquel  rey. 

En  la  orilla  derecha  del  río  se  halla  Tria- 
na,  importante  arrabal  que  se  comunica  con 
Sevilla  por  un  puente  de  barcas,  porque  a 
causa  de  las  violentas  inundaciones  a  que 
está  sujeto  el  río  no  hay  puente  permanen- 
te sobre  el  Guadalquivir.  En  el  arrabal  vive  la 
hez  de  la  población,  y  abundan  los  gitanos. 
Como  a  legua  y  media  hacia  el  Noroeste  se 
encuentra  el  pueblo  de  Santiponce;  a  los 
pies  y  en  la  ladera  de  una  colina  que  hay 
más  arriba,  se  ven  las  ruinas  de  la  antigua 
Itálica,  cuna  de  Silio  Itálico  y  de  Trajano, 
de  quien  el  barrio  de  Triana  deriva  su 
nombre. 

Una  hermosa  mañana  me  encaminé  allá, 
y  después  de  subir  a  la  colina  dirigí  mis  pa- 
sos hacia  el  Norte.  No  tardé  en  llegar  a  los 
que  en  otro  tiempo  fueron  los  baños,  y  an- 
dando un  poco  más  al  anfiteatro,  enclavado 
entre  las  suaves  laderas  de  una  especie  de 
hondonada.  El  anfiteatro  es,  con  mucho,  la 
reliquia  más  importante  dd  Itálica;  es  de  for* 


308  B  O  B  R  O  W 

ma  oval,  y  tiene  sendas  puertas  de  entrada 
al  Este  y  al  Oeste. 

Vense  por  todas  partes  restos  de  la  gra- 
dería de  piedra  gastada  por  el  tiempo,  des- 
de la  que  millares  de  seres  humanos  con- 
templaban antaño  la  arena  donde  los  gladia- 
dores clamaban  y  los  leones  y  leopardos  ru- 
gían; todo  alrededor,  debajo  de  la  gradería, 
hay  una  excavación  abovedada  desde  la  que, 
por  diversas  puertas,  los  hombres  y  las  fie- 
ras se  lanzaban  al  combate.  Muchas  horas 
pasé  en  sitio  tan  singular,  abriéndome  paso 
a  través  de  las  hierbas  y  arbustos  silvestres 
para  llegar  a  Jas  cavernas,  albergue  ahora  de 
víboras  y  otros  reptiles,  cuyos  silbidos  oí. 

Satisfecha  mi  curiosidad,  dejé  las  ruinas, 
y  volviendo  por  otro  camino  llegué  a  un  si- 
tio donde  yacía  un  caballo  muerto  medio 
devorado;  sobre  él  se  posaba  un  buitre  enor- 
me de  ojos  brillantes,  que,  al  acercarme,  alzó 
pausadamente  el  vuelo  y  fué  a  posarse  en  la 
puerta  oriental  del  anfiteatro,  donde  lanzó 
un  grito  ronco,  como  de  cólera,  por  haberle 
interrumpido  el  festín  de  carroña. 

Gómez  no  había  atacado  aún  a  Sevilla; 
cuando  yo  llegué  decíase  que  andaba  por  los 
alrededores  de  Ronda.  La  ciudad  estaba  so- 
bre las  armas;  tapiáronse  varias  puertas,  se 
abrieron  trincheras,  se  levantaron  reductos; 
pero  estoy  convencido  de  que  la  ciudad  no 
hubiera  resistido  seis  horas  un  ataque  vigo- 
roso. Gómez  había  mostrado  ser  un  hombre 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


309 


de  lo  más  extraordinario;  con  su  pequeño 
ejército  de  aragoneses  y  vascos  dio,  en  las 
últimos  cuatro  meses,  la  vuelta  a  España. 
Muchas  veces  se  vio  rodeado  por  fuerzas  tri- 
ples en  número  que  las  suyas  y  en  lugares 
donde  se  tenía  por  imposible  que  pud  ese 
escapar;  pero  siempre  había  chasqueado  a 
sus  enemigos,  de  los  que  parecía  reírse.  La 
Prensa  de  Sevilla  publicaba  continuamente 
noticias  absurdas  de  victorias  ganadas  con- 
tra Gómez;  entre  otras  cosas  se  dijo  que  su 
ejército  había  sido  exterminado,  muerto  el 
mismo  Gómez,  y  que  mil  doscientos  prisio- 
neros estaban  en  camino  de  Sevilla.  Yo  vi 
a  los  prisioneros:  en  lugar  de  mil  doscientos 
desesperados,  vi  pasar  una  veintena  de  mi- 
serables, aspeados,  harapientos,  muchos  de 
ellos  mozalbetes  de  catorce  a  diez  y  seis 
años.  Eran,  evidentemente,  merodeadores 
que,  no  pudiendo  seguir  al  ejército,  se  ha- 
bían dejado  coger  desperdigados  por  mon- 
tes y  llanos.  Luego  se  supo  que  no  se  había 
dado  batalla  alguna  contra  Gómez,  y  que  su 
muerte  era  una  fantasía.  El  gran  defecto  de 
Gómez  era  no  saber  aprovecharse  de  las  cir- 
cuntancias;  después  de  derrotar  a  López 
pudo  haber  marchado  sobre  Madrid  y  pro- 
clamar allí  a  don  Carlos;  después  del  sa- 
queo de  Córdoba  pudo  haberse  apoderado 
de  Sevilla. 

Había  en  Sevilla  varias  librerías,  en  dos 
de  las  cuales  encontré  ejemplares  del  Nuevo 


3IO  B  O  R  R  O  W 

Testamento  en  español,  traídos  de  Gibraltar 
dos  años  antes,  habiéndose  vendido  en  ese 
lapso  de  tiempo  seis  ejemplares  en  una  de 
las  librerías,  y  cuatro  en  la  otra.  En  mis  pa- 
seos por  la  ciudad  y  sus  cercanías  me  acom- 
pañaba generalmente  un  genovés  de  edad 
provecta  que  desempeñaba  en  la  Posada  del 
Turco,  donde  yo  vivía,  algo  así  como  las 
funciones  de  valet  de  place.  Al  saber  que  yo 
me  proponía  imprimir  en  Madrid  el  Nuevo 
Testamento,  díjome  que  en  Andalucía  po- 
dría colocarse  buen  número  de  ejemplares. 
«Conozco  el  comercio  de  libros  —  conti- 
nuó— .  En  otros  tiempos  tuve  en  Sevilla  una 
pequeña  librería.  En  un  viaje  que  hice  a  Gi- 
braltar adquirí  varios  ejemplares  de  la  Es- 
critura, y  aunque  parte  de  ellos  me  los  con- 
fiscaron los  empleados  de  la  Aduana,  pude 
vender  los  otros  a  buen  precio  y  me  quedó 
una  ganancia  considerable.» 

Volvía  yo  de  cierta  excursión  por  el  cam- 
po, una  gloriosa  y  radiante  mañana  del  in- 
vierno andaluz,  y  me  dirigía  a  la  posada, 
cuando  al  pasar  junto  al  portal  de  una  ca- 
sona lóbrega,  cerca  de  la  puerta  de  Jerez, 
dos  individuos,  vestidos  con  zamarras^  sa- 
lieron  de  la  casa  a  la  calle;  ya  iban  a  cruzar- 
se conmigo,  pero  uno  de  ellos,  mirándome 
a  la  cara,  retrocedió  vivamente,  y  en  un 
francés  purísimo  y  armonioso  exclamó: 
«¿Qué  es  lo  que  veo?  Si  mis  ojos  no  me  en- 
gañan es  él;  sí,  el  mismo  a  quien  vi  por  vez 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         311 

primera  en  Bayona,  y  mucho  tiempo  des- 
pués bajo  los  muros  de  ladrillo  de  Novogo- 
rod;  luego  junto  al  Bosforo,  y  más  tarde 
en...  en...  Mi  querido  y  respetable  amigo: 
¿dónde  tuve  yo  la  fortuna  de  ver  úitimamen* 
te  su  inolvidable  y  singular  fisonomía?» 

Yo.  Fué  en  el  Sur  de  Irlanda,  si  no  me 
engaño.  Allí  le  presenté  a  usted  al  brujo  que 
domaba  potros  con  sólo  murmularles  unas 
palabras  al  oído.  Pero  ¿qué  le  trae  a  usted 
por  Andalucía?  Aquí  es  donde  menos  podía 
yo  esperar  encontrarle  a  usted. 

El  barón  Taylor.  Y¿por  qué  razón,  mi  res- 
petable amigo?  ¿No  es  España  la  tierra  del 
arte?  Y  dentro  de  España,  ¿no  es  Andalucía 
la  región  donde  el  arte  ha  producido  sus  mo- 
numentos más  bellos  e  inspirados?  Ya  me 
conoce  usted  lo  bastante  para  saber  que  mi 
pasión  son  las  artes,  y  que  no  concibo  pla- 
cer más  elevado  que  el  de  contemplar  con 
arrobamiento  un  hermoso  cuadro.  Venga 
usted  conmigo,  puesto  que  usted  tiene  tam- 
bién un  alma  noble  y  sensible  capaz  de  apre- 
ciar lo  bello;  venga  usted  conmigo  y  le  en- 
señaré un  cuadro  de  Murillo  que...  Pero  an- 
tes permítame  usted  que  le  presente  a  un 
compatriota  suyo.  Querido  señor  W.  —  dijo 
volviéndose  a  su  compañero,  un  caballero 
inglés  que,  como  toda  su  familia,  me  colmó 
más  adelante  de  infinitas  atenciones  y  obse- 
quios en  mis  diversos  viajes  a  Sevilla — :  per- 
mítame usted  que  le  presente  a  mi  amigo 


3t2  B  o  R  R  o  W 

más  querido  y  respetado,  hombre  que  cono- 
ce las  costumbres  de  los  gitanos  mejor  que 
el  Chef  des  Bohémiens  á  Triana^  consumado 
caballista,  y  que,  lo  digo  en  honor  suyo, 
maneja  el  martillo  y  las  tenazas,  y  hierra  un 
caballo  como  el  mejor  herrero  de  la  Alpu- 
jarra.  ^ 

En  el  curso  de  mis  viajes  he  adquirido 
muchas  amistades  y  relaciones;  pero  ningu- 
na tan  interesante  como  la  del  barón  Taylor; 
por  nadie  siento  yo  consideración  ni  estima 
más  altas.  A  sus  relevantes  prendas  perso- 
nales y  a  sus  cultivados  talentos,  reúne  un 
corazón  de  tan  rara  bondad  que  continua- 
mente le  induce  a  buscar  las  ocasiones  de 
hacer  bien  a  sus  semejantes  y  de  contribuir 
a  su  felicidad;  acaso  no  existe  quien  conoz- 
ca mejor  que  él  la  vida  y  el  mundo  en  sus 
múltiples  aspectos.  Sus  hábitos  y  modales 
son  de  la  más  exquisita  elegancia  y  fina  cor- 
tesía; pero  su  condición  es  tan  flexible  que 


*  El  amigo  del  barón  Taylor  era  John  Wethe- 
rell,  hijo  de  un  famoso  curtidor  de  pieles  de  igual 
nombre.  En  1874  el  gobierno  español  indujo  a 
John  Wetherell  a  establecer  en  Sevilla  una  manu- 
factura de  curtidos  finos,  concediéndole  para  su 
instalación  el  convento  de  Jesuítas  y  una  exten- 
sión de  terreno;  le  aseguró  además  ciertos  privi- 
legios y  contratas  para  el  ejército.  Wetherell  llevó 
a  Sevilla  máquinas  y  obreros  ingleses;  pero  la  em- 
presa se  hundió  porque  el  gobierno  no  pagó  las 
contratas  y  retiró  la  protección  ofrecida.  Wethe- 
rell murió  arruinado.  (Knapp). 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         513 

se  acomoda  de  buen  grado  a  todo  genero 
de  compañía,  por  lo  que  es  acogido  donde- 
quiera con  predilección.  Hay  un  misterio  en 
su  vida  que  aumenta  en  no  pequeño  grado 
la  impresión  que  sus  méritos  personales  pro- 
ducen en  todas  partes. 

Nadie  puede  decir,  con  positivo  funda- 
mento, quién  es  el  barón  Taylor;  se  sosurra 
que  es  un  retoño  de  sangre  real;  y  ^iquién 
puede,  en  efecto,  contemplar  por  un  mo- 
mento su  graciosa  figura,  su  rostro  inteli- 
gente y  de  líneas  tan  características,  sus 
ojos  grandes  y  expresivos,  sin  convencerse 
de  que  no  es  un  hombre  vulgar  ni  de  vul- 
gar linaje?  Aunque  por  su  talento  y  elocuen- 
cia hubiera  podido  alcanzar  rápidamente  una 
elevada  posición  en  el  Estado,  se  ha  conten- 
tado hasta  ahora,  quizás  sabiamente,  con 
una  relativa  obscuridad,  dedicándose  por 
modo  principal  al  estudio  de  las  artes  y  de 
la  literatura,  de  las  que  es  liberal  protector. 
Con  todo,  la  ilustre  casa  a  que,  según  se 
dice,  pertenece,  le  ha  mandado  con  misiones 
importantes  y  delicadas  a  diferentes  países, 
y  en  todas  ha  visto  sus  esfuerzos  coronados 
por  el  buen  éxito  más  completo.  Cuando  yo 
le  encontré  en  Sevilla  estaba  coleccionando 
obras  maestras  de  pintura  española  para 
adornar  los  salones  de  las  Tullerías. 

El  barón  Taylor  ha  visitado  la  mayor  par- 
te del  globo,  y  es  cosa  notable  que  siempre 
estamos  encontrándonos  en  los  lugares  más 


314  B  O  R  R  O  W 

imprevistos  y  en  circunstancias  singulares. 
Dondequiera  que  me  encuentra,  sea  en  la 
cal'e  o  en  el  desierto,  sea  en  un  salón  bri- 
llante o  entre  las  haimas  de  los  beduinos, 
sea  en  Novogorod  o  en  Stambul,  exclama, 
alzando  los  brazos:  «/O  «>// ¡Otra  vez  tengo 
la  fortuna  de  ver  a  mi  querido  y  respetabi- 
lísimo amigo  Borrow!» 


CAPÍTULO  XVI 


Silida  para  Córdoba.— Carmona.— Las  colonias 
alemanas.— El  idioma.— Un  caballo  haragán.— 
El  recibimiento  nocturno.— El  posadero  carlis- 
ta.—Buen  consejo.— Gómez.— El  genovés  viejo. 
Las  dos  opiniones. 


Después  de  estar  unos  quince  días  en  Se- 
villa salí  para  Córdoba.  Hacía  ya  algún  tiem- 
po que  no  circulaba  la  diligencia,  debido  al 
turbulento  estado  de  la  provincia.  No  tuve, 
pues,  más  remedio  que  hacer  el  viaje  a  caba- 
llo. Tomé  dos  en  alquiler  y  ajusté  al  geno- 
vés  viejo,  de  quien  ya  he  hablado,  para  que 
me  acompañase  hasta  Córdoba  y  se  volviera 
después  con  las  cabalgaduras.  Aunque  es- 
tábamos en  pleno  invierno, el  tiempo  era  des- 
pejado, los  días  soleados  y  radiantes,  si  bien 
por  las  noches  se  dejaba  sentir  el  frío.  Pasa- 
mos  por  Alcalá,    ciudad   pequeña,  famosa 
por  las  ruinas  de  un  inmenso  castillo  moro, 
que  desde  lo  alto  de  una  colina  rocosa  do- 
mina un  río  pintoresco.  La  primera  noche 
dormimos  en  Carmona,  otra  ciudad  mora,  a 
siete  leguas  de  Sevilla.  Muy  de  mañana  mon- 


316  BOBEO  W 

tamos  de  nuevo  y  partimos.  Acaso  no  haya 
en  toda  España  un  monumento  de  los  an- 
tiguos moros  tan  hermoso  como  el  lado 
oriental  de  esta  ciudad  de  Carmona,  sita  en 
la  cima  de  un  alto  cerro,  mirando  a  una  ex- 
tensa vega^  inculta  leguas  y  leguas,  donde 
sólo  se  crían  jaras  y  carrasco.  Por  aquella 
parte  se  levantan  unas  sombrías  murallas, 
muy  altas,  con  torres  cuadradas  a  muy  cor- 
tos intervalos,  y  de  tan  sólida  estructura  que 
parecen  desafiar  las  injurias  del  tiempo  y  de 
los  hombres.  En  la  época  de  los  moros  esta 
ciudad  era  considerada  como  la  llave  de  Se- 
villa, y  no  se  sometió  a  las  armas  cristianas 
sin  sufrir  un  largo  y  desesperado  asedio;  la 
toma  de  Sevilla  siguió  poco  después.  La 
vega,  en  que  a  la  sazón  entrábamos,  forma 
parte  del  gran  despoblado  de  Andalucía,  an- 
taño risueño  jardín,  transformado  en  lo  que 
ahora  es  desde  que  por  la  expulsión  de  los 
moros  de  España  fué  sangrada  esta  tierra  de 
la  mayor  parte  de  su  población.  Desde  aquí 
hasta  Sierra  Morena,  que  separa  la  Mancha 
y  Andalucía,  las  ciudades  y  pueblos  son  es- 
casos, muy  apartados  unos  de  otros,  y  aun 
algunos  de  ellos  datan  sólo  de  mediados  del 
pasado  siglo,  cuando  un  ministro  español 
intentó  poblar  este  desierto  con  hijos  de  un 
país  extranjero. 

A  eso  de  mediodía  llegamos  a  un  sitio  lla- 
mado Moncloa,  donde  hay  una  venta  y  un 
edificio  de  aspecto  desolado  con  cierta  apa- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        317 

rienda  de  chateau;  una  palmera  solitaria 
yergue  su  cabeza  por  encima  del  muro  ex- 
terior. Entramos  en  la  veuta^  atamos  los  ca- 
ballos al  pesebre,  y  después  de  mandar  que 
los  echaran  un  pienso  fuimos  a  sentarnos  a 
la  lumbre.  El  ventero  y  su  mujer  vinieron 
también  a  sentarse  a  nuestro  lado.  «Esta 
gente  es  muy  mala — me  dijo  el  viejo  ge- 
novés  en  italiano — ;  como  la  casa,  nido  de 
ladrones;  algunas  muertes  se  han  cometido 
en  ella,  si  es  verdad  todo  lo  que  se  cuenta». 
Miré  con  atención  a  los  venteros:  eran  jóve- 
nes; el  marido  representaba  veinticinco 
años;  era  un  patán  de  corta  estatura,  muy 
recio,  sin  duda  alguna  de  prodigiosa  fuerza; 
tenía  correctas  facciones,  pero  de  expresión 
sombría,  y  en  sus  ojos  brillaba  un  fuego  ma- 
ligno. Su  mujer  se  le  asemejaba  un  poco, 
pero  su  semblante  era  más  abierto  y  parecía 
de  mejor  humor;  lo  que  más  me  chocó  en 
la  ventera  fué  el  color  de  sa  pelo,  castaño 
claro,  y  su  tez,  blanca  y  sonrosada,  tan  di- 
ferentes del  pelo  negro  y  atezado  rostro 
que  en  general  distinguen  a  los  naturales  de 
la  provincia.  «;Es  usted  andaluza? — pregunté 
a  la  ventera — .  Casi  estoy  por  decir  que  me 
parece  usted  alemana». 

La  ventera.  No  se  equivocaría  mucho 
su  merced.  Es  verdad  que  soy  española, 
pues  en  España  he  nacido;  pero  también  es 
verdad  que  soy  de  sangre  alemana,  puesto 
que  mis  abuelos  vinieron  de  Alemania,  así 


3i8  B  O  R  R  O  W 

como  la  de  este  caballero,  mi  señor  y  ma- 
rido. 

Yo.  ¿Y  cómo  fué  venir  sus  abuelos  de 
usted  a  este  país? 

La  ventera.  ^No  ha  oído  nunca  su  mer- 
ced hablar  de  las  colonias  alemanas?  Hay 
bastantes  por  estas  partes.  En  tiempos  an- 
tiguos el  país  estaba  casi  desierto,  y  era 
muy  peligroso  viajar  por  él,  debido  a  los 
muchos  ladrones.  Hará  cien  años,  un  señor 
muy  poderoso  envió  mensajeros  a  Alema- 
nia para  decir  a  la  gente  de  allá  que  estas 
tierras  tan  buenas  estaban  sin  cultivo  por 
falta  de  brazos,  y  prometiendo  a  cada  labra- 
dor que  quisiera  venir  a  labrarlas  una  casa  y 
una  yunta  de  bueyes,  con  lo  necesario  para 
vivir  un  año.  De  resultas  de  esta  invitación 
muchas  familias  pobres  de  Alemania  vinie- 
ron a  establecerse  en  ciertos  pueblos  y  ciu- 
dades prevenidos  para  el  caí  o,  que  aun  lle- 
van el  nombre  de  Colonias  Alemanas, 

Yo,     ^Cuantas  habrá? 

La  ventera.     Varias.  Unas  por  este  lado 
de  Córdoba  y  otras  al  otro.  La  más  próxi 
ma  es  Luisiana,  que  está  de  aquí  dos  leguas 
de  allá  venimos  mi  marido  y  yo.  La  siguien 
te  es  Carlota,  a  unas  diez  leguas  de  distan 
cia;  esas  son  las  dos  únicas  que  yo  he  visto; 
pero  hay  otras  más  lejos,  y  algunas,  según 
he  oído  decir,  están  en  el  riñon  de  la  sierra. 

Yo.  ^Hablan  todavía  los  colonos  el  idio- 
ma de  sus  antepasados? 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         319 

La  ventera.  Sólo  hablamos  español,  o 
más  bien  andaluz.  Verdad  que  algunos,  muy 
viejos,  saben  unas  pocas  palabras  de  alemán 
aprendidas  de  sus  padres,  nacidos  en  aquella 
tierra;  pero  la  última  persona  de  la  colonia 
capaz  de  entender  una  conversación  en  ale- 
mán fué  la  tía  de  mi  madre,  porque  vino 
aquí  de  muy  joven.  Siendo  yo  una  chica,  re- 
cuerdo haberla  oído  hablar  con  un  viajero, 
compatriota  suyo,  en  una  lengua  que  me  di- 
jeron era  el  alemán;  se  entendían,  pero  la 
vieja  confesaba  que  se  le  habían  olvidado 
muchas  palabras;  ya  hace  años  que  se  ha 
muerto. 

Yo  ^De  qué  religión  son  los  colonos? 
La  vertiera.  Son  cristianos,  como  los  es- 
pañoles, como  antes  lo  fueron  sus  padres. 
Por  cierto  he  oído  decir  que  venían  de  unas 
partes  de  Alemania  donde  la  religión  se 
practica  mucho  más  que  en  la  misma  España. 
Yo.  Los  alemanes  son  el  pueblo  más 
honrado  de  la  tierra,  y  como  ustedes  son 
sus  legítimos  descendientes  claro  está  que 
los  robos  serán  aquí  desconocidos. 

La  ventera  me  echó  una  rápida  mirada, 
miró  después  a  su  marido  y  sonrió;  el  ven- 
tero, que  hasta  entonces  había  estado  fu- 
mando sin  proferir  palabra,  aunque  con 
semblante  singularmente  adusto  y  descon- 
tento, arrojó  la  punta  del  cigarro  a  la  lum- 
bre, se  puso  en  pie  y,  murmurando:  ¡Dista- 
ratel  ¡conversación!^  se  marchó. 


320  B  o  R  R  o  W 

«Ha  ido  usted  a  poner  el  dedo  en  la  llaga, 
signare — dijo  el  geno  vés  cuando  ya  había- 
mos dejado  atrás  Moncloa — .  Si  fueran  gen- 
te honrada  no  podrían  tener  esa  venta.  Yo 
no  sé  cómo  serían  los  colonos  cuando  llega- 
ron aquí;  pero  lo  que  es  ahora,  sus  costum- 
bres no  son  ni  pizca  mejores  que  las  de  los 
andaluces,  y  acaso  sean  algo  peores,  si  es 
que  hay  entre  ellos  alguna  diferencia». 

A  los  tres  días  de  salir  de  Sevilla,  ya  cer- 
ca de  anochecer,  llegamos  a  la  Cuesta  del  Es- 
pinaly  a  unas  dos  leguas  de  Córboba,  desde 
donde  pudimos  columbrar  los  muros  de  la 
ciudad,  bañados  por  los  últimos  rayos  del 
sol  poniente.  Como  aquellos  contornos  es- 
taban, según  me  dijo  el  guía,  infestados  de 
bandidos,  hicimos  lo  posible  por  llegar  a  la 
población  antes  de  cerrar  la  noche.  No  lo 
conseguimos,  empero,  y  antes  de  recorrer 
la  mitad  de  la  distancia  nos  envolvieron 
densas  tinieblas.  La  ruindad  de  los  caballos 
nos  había  retrasado  considerablemente  du- 
rante el  viaje;  sobre  todo,  el  ca Dallo  de  mi 
guía  era  insensible  al  látigo  y  a  la  espuela; 
además,  el  genovés  no  era  jinete,  y  acabó 
por  confesar  que  hacía  treinta  años  no  mon- 
taba a  caballo.  Los  caballos  conocen  en  se- 
guida las  facultades  de  quien  los  monta,  y  el 
del  genovés  resolvió  aprovecharse  de  la  ti- 
midez y  debilidad  del  pobre  viejo.  Pero  casi 
todo  tiene  remedio  en  este  mundo.  Cansa- 
do de  andar  a  paso  de  tortuga,  até  las  rien- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


321 


das  del  caballo  remolón  a  la  grupa  del  mío, 
y  sin  escatimar  espolazos  ni  palos  le  obligué 
a  salir  al  trote  o  cosa  así,  y  el  otro  no  tuvo 
más  remedio  que  aligerar  los  remos.  Por 
dos  veces  intentó  arrojarse  al  suelo,  con 
gran  espanto  de  su  anciano  jinete,  que  me 
suplicaba  una  y  otra  vez  que  hiciese  alto  y 
le  permitiera  apearse;  pero  yo,  sin  hacerle 
caso,  continué  dando  espolazos  y  palos  con 
infatigable  energía  y  tan  buen  éxito  que  en 
menos  de  media  hora  vimos  unas  luces  muy 
cerca  de  nosotros,  y  al  instante  llegamos  a 
un  río,  cruzamos  un  puente,  encontrándonos 
a  la  puerta  de  Córdoba  sin  habernos  roto  la 
nuca  ni  haberse  perniquebrado  los  caballos. 
Atravesamos  toda  la  ciudad  para  llegar  a 
la  posada;  las  calles  estaban  oscuras  y  casi 
desiertas,  h^.  posada  era  un  vasto  edificio,  de 
cuyas  ventanas,  bien  defendidas  con  rejas^ 
no  se  escapaba  el  menor  rayo  de  luz;  el  si- 
lencio de  la  muerte  parecía  envolver  no  sólo 
la  casa,  sino  la  calle  entera.  Largo  rato  gol- 
peamos la  puerta  sin  obtener  contestación; 
entonces  comenzamos  a  llamar  a  voces.  Al 
cabo  alguien  nos  preguntó  desde  dentro  lo 
que  queríamos.  «Abra  usted  la  puerta  y  lo 
verá»,  respondí.  «No  haré  tal — replicó  el 
de  dentro — hasta  no  saber  quiénes  son  us- 
tedes». «Somos  viajeros  de  Sevilla».  «^Son 
ustedes  viajeros?  ^Por  qué  no  lo  han  dicho 
antes?  No  estoy  aquí  de  portero  para  dejar 
a  los  viajeros  en  la  calle,  ¡yesús^  María!  Ni 


322  B  O  R  R  O  W 

hay  tantos  en  la  casa  que  no  podamos  admi- 
tir alguno  más.  Entre,  caballero,  y  sean  bien- 
venidos usted  y  su  compañía.» 

Abrió  la  puerta,  dándonos  entrada  a  un 
espacioso  patio;  en  seguida  afianzó  nueva- 
mente la  puerta  con  cerrojos  y  trancas.  «¿Por 
qué  toma  usted  tantas  precauciones?  —  le 
pregunté — .  ¿'Teme  usted  que  los  carlistas 
le  hagan  una  visita?»  «Los  carlistas  no  nos 
dan  miedo — respondió  el  portero  — .  Ya 
han  estado  aquí  y  no  nos  han  hecho  daño 
alguno.  A  quien  tememos  es  a  ciertos  pica- 
ros de  esta  ciudad,  que  están  reñidos  con  el 
amo,  y  le  asesinarían  con  toda  su  familia  si 
se  les  presentase  ocasión.» 

Iba  yo  a  preguntar  la  razón  de  esta  ene- 
miga, cuando  un  hombre  corpulento  bajó 
corriendo,  con  una  luz  en  la  mano,  la  esca- 
lera de  piedra  que  conducía  al  interior  de  la 
casa.  Dos  o  tres  mujeres  también  con  luces, 
le  seguían.  Detúvose  en  el  último  escalón,  y 
exclamó:  «^Quién  ha  venido?»  Luego  ade- 
lan  ó  la  lámpara  hasta  que  la  luz  me  dió  de 
lleno  en  el  rostro. 

«///(9/í2/  — exclamó — .  jEs  usted?  ¡Quién 
iba  a  pensar — dijo  volviéndose  a  la  mujer 
que  estaba  a  su  lado,  tan  recia  como  él,  de 
atezado  rostro,  y  próximamente  de  su  mis- 
ma edad,  rayana,  al  parecer,  en  los  cincuen- 
ta— que  en  el  preciso  momento  de  suspirar 
por  un  huésped  se  detendría  a  nuestras 
puertas  un  inglés  ;  porque  a  un  inglés  le  re- 


LA    BIBLIA   EN    ESPAÑA        323 

conozco  yo  a  una  milla  de  distancia,  hasta  en 
la  obscuridad.  Juanito — gritó  al  portero — 
esta  noche  no   abras  la  puerta  a  nadie  más 
sea  quien  sea.  Si  los  nacionales  vienen  a  al 
borotar,  diles  que  está  aquí  el  hijo  de  Be 
lington  dispuesto  a  caer  sobre  ellos  espada 
en  mano  si  no  se  retiran,  y  si  llegan  más 
viajeros,  cosa  que  no  es  de  esperar,  porque 
desde  hace  más  de  un  mes  no  ha  venido 
ninguno,  les  dices  que  no  hay  cuartos  porque 
los  ocupa  todos   un   caballero   inglés  y  su 
acompañamiento.» 

Descubrí  sin  tardanza  que  mi  amigo  el 
posadero  era  un  insigne  carlista.  No  había  yo 
concluido  de  cenar — mientras  él  y  toda  su 
familia,  alrededor  de  la  mesita  a  que  me  sen- 
té, observaban  mis  movimientos,  sobre  todo 
la  manera  de  usar  el  cuchillo  y  el  tenedor  y 
de  llevarme  los  manjares  a  la  boca — cuando 
se  puso  a  hablarme  de  política.  «Yo  no  soy 
de  un  partido  determinado,  don  Jorge — 
dijo,  pues  me  había  preguntado  mi  nombre 
con  el  fin  de  darme  el  tratamiento  debido — ; 
yo  no  soy  de  un  partido  determinado,  y  no 
estoy  por  el  rey  Carlos  ni  por  la  chica  Isa- 
bel; sin  embargo,  llevo  en  este  maldito  pue- 
blo Cristina  una  vida  de  perro,  y  hace  mucho 
tiempo  que  me  habría  marchado  si  no  fuese 
porque  he  nacido  aquí  y  porque  no  sé  adon- 
de ir.  Desde  que  empezaron  estos  desórde- 
nes, me  da  miedo  salir  a  Ja  calle,  porque  en 
cuanto  la  canaille  de  Córdoba  me  ve  doblar 


324  B  O  R  R  O  W 

una  esquina,  empiezan  a  gritar:  «¡A  ése,  al 
carlista!»,  y  corren  detrás  de  mí  vociferando 
y  me  amenazan  con  piedras  y  palos;  de  ma- 
nera que,  si  no  me  pongo  en  salvo  metién- 
dome en  casa,  empresa  difícil  con  mis  diez 
y  pico  arrobas,  puedo  perder  la  vida  en  la 
calle,  y  esto,  lo  reconocerá  usted  don  Jorge^ 
no  es  ni  agradable  ni  decente.  Ese  mozo  que 
ve  usted  ahí — continuó,  señalando  a  un  jo- 
ven moreno  que  estaba  detrás  de  mi  silla, 
empleado  en  servirme — es  mi  cuarto  hijo; 
está  casado,  y  no  vive  con  nosotros,  sino 
cien  varas  más  abajo  en  esta  calle.  Le  hemos 
llamado  de  prisa  y  corriendo  para  servir  a  su 
merced,  como  es  su  obügación;  pues  bien: 
ha  estado  a  punto  de  perecer  en  el  camino. 
Antes  de  marcharse  tendrá  que  escudriñar 
la  calle  para  ver  si  hay  moros  en  la  costa,  y 
entonces  irse  volando  a  su  casa.  ¡Carlistas! 
;De  dónde  sacan  que  mi  familia  y  yo  somos 
carlistas?  Cierto  que  mi  hijo  mayor  era  frai- 
le, y  cuando  la  supresión  de  los  conventos 
se  refugió  en  las  filas  realistas,  y  en  ellas  ha 
estado  peleando  más  de  tres  años.  ¿Podía  yo 
evitarlo?  Tampoco  tengo  yo  la  culpa  de  que 
mi  segundo  hijo  se  alistara  con  Gómez  y  los 
realistas  cuando  entraron  en  Córdoba.  jDíos 
le  proteja!  Pero  yo  no  le  mandé  alistarse. 
Tan  lejos  estoy  de  ser  carlista,  que  gracias  a 
mí  ese  mozo  que  está  presente  no  se  marchó 
con  su  hermano,  aunque  tenía  muy  buenas 
^aias  de  hacerlo,  porque  es  valiente  y  buen 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        325 

cristiano.  Quédate  en  casa— le  dije — ,  por- 
que ¿cómo  me  voy  a  arreglar  si  os  vais  to- 
dos? ¿Quién  va  a  servir  a  los  huésoedes,  si 
Dios  quiere  enviarnos  alguno?  Quédate  por 
lo  menos  hasta  que  tu  hermano,  mi  hijo  ter- 
cero, vuelva;  porque  ha  de  saberse,  y  para 
vergüenza  mía  lo  digo,  don  Jorge,  que  yo 
tencro  un  hijo  sargento  en  el  ejército  cristi- 
no,  muy  en  contra  de  la  inclinación  personal 
del  pobre  muchacho,  que  no  gusta  de  la  vida 
militar;  años  llevo  solicitando  su  licencia,  y 
he  llegado  a  aconsejarle  que  se  haga  una 
mutilación  para  que  le  libren  en  seguida.  Así 
que  le  dije  a  éste:  quédate  en  casa,  hijo  mío, 
hasta  que  tú  hermano  venga  a  ocupar  tu 
puesto  y  no  se  nos  coma  el  pan  un  extraño, 
que  además  podría  venderme  y  hacerme 
traición;  de  modo  que,  como  usted  ve,  don 
Jorge,  mi  hijo  se  quedó  en  casa  a  petición 
mía,  y  aun  me  llaman  carlista.» 

—  ¿Cómo  se  portaron  Gómez  y  sus  parti- 
das cuando  estuvieron  en  Córdoba?  Porque 
usted  habrá  visto,  claro  es,  todo  lo  sucedido. 

—  ¡Admirablemente  bien!  Lo  que  yo  qui- 
siera es  que  aun  estuviesen  aquí.  Como  ya  le 
he  dicho  a  usted,  don  Jorge,  yo  no  soy  de 
ningún  partido;  pero  confieso  que  nunca  en 
mi  vida  he  sentido  placer  mayor  que  cuando 
se  ncs  entraron  por  las  puertas.  ¡Entonces 
había  que  ver  a  esos  perros  de  nacionales 
correr  por  las  calles  para  ponerse  en  salvo! 
jl-Iabía  que  verlo,  don  Jorge!  ¡Los  que  me 


3t6  B  O  R  R  O  W 

encontraban  a  la  vuelta  de  una  esquina  se 
olvidaban  de  gritar:  ¡Hola^  carlista^  y  de  sus 
amenazas  de  apalearme.  Algunos  saltaron 
las  murallas  y  huyeron  no  se  sabe  adonde; 
otros  se  refugiaron  en  la  casa  de  la  Inquisi- 
ción, que  tenían  fortificada,  y  se  encerraron 
en  ella.  Ha  de  saber  usted,  don  Jorge^  que 
todos  los  jefes  carlistas:  Gómez,  Cabrera  y 
el  Serrador,  se  alojaron  en  esta  casa;  y 
ocurrió  que,  estando  yo  de  conversación 
con  Gómez  en  este  mismo  cuarto  donde 
estamos  ahora,  entró  Cabrera  hecho  una 
íuna;  Cabrera  es  menudo  de  cuerpo,  pero 
tan  vivo  y  valiente  como  un  gato  mon- 
tes. «Esa  canaille — dijo  al  entrar — de  la 
casa  de  la  Inquisición  no  quiere  rendirse;  si 
me  da  usted  .a  orden,  general,  escalo  la  casa 
con  mi  gente  y  paso  a  cuchillo  a  los  que  es- 
tán dentro.»  Pero  Gómez  dijo:  «No;  debe- 
mos ahorrar  sangre  siempre  que  sea  posible. 
Que  les  disparen  unes  cuantos  tiros  de  fusil, 
y  eso  bastará.»  Así  fué,  en  efecto,  don  Jor- 
ge^ porque  a  las  pocas  descargas  su  corazón 
desfalleció  y  se  rindieren  a  discreción;  des 
pues  de  cesarmarks,  se  les  permitió  volver 
a  sus  casas  Pero  en  cuanto  se  fueron  los 
carlistas,  todos  esos  individuos  volvieron  a 
ser  tan  valientes  como  antes,  y  de  nuevo,  en 
cuanto  me  ven  doblar  una  esquina,  me  gri- 
tan: ¡Hola,  carlista!  Para  guardarse  de  ellos, 
mi  hijo,  ahora  que  ya  ha  terminado  de  ser- 
vir a  su  merced,  tendrá  que  ir  desde  aquí  a 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        327 

SU  casa  volando  como  una  perdiz,  no  sea  que 
se  los  encuentre  en  la  calle  y  le  cosan  a  pu- 
ñaladas. > 

—  Usted  que  ha  visto  a  Gómez,  dígame: 
^qué  clase  de  hombre  es? 

—  Es  de  estatura  regular,  grave  y  som- 
brío. El  más  notable  de  todos  por  su  aspec- 
to es  el  Serrador,  especie  de  gigante,  tan 
alto,  que  cuando  entraba  por  la  puerta  del 
po  tal  siempre  daba  con  la  cabeza  en  el  din- 
tel. El  que  menos  me  gusta  es  Palillos,  ban- 
dido feroz  y  tétrico,  a  quien  conocí  de  pos- 
tillón. En  otro  tiempo  vena  muchas  veces 
a  mi  casa;  ahora  es  capitán  de  los  ladrones 
de  la  Mancha,  pues  aunque  se  intitula  rea- 
lista, es  un  bando  ero,  ni  más  ni  menos.  Es 
una  deshonra  para  la  causa  que  se  permita  a 
tales  hombres  mezcla  se  con  la  gente  honra- 
da. Yo  le  od  o,  doit  Jorge;  debido  a  él,  vie- 
nen a  mi  casa  tan  poces  parroquianos.  Los 
viajeros  temen  ahora  atravesar  la  Mancha, 
no  sea  que  caigan  en  su  poder.  ¡Así  le  ahor- 
quen, don  yorge^  sean  los  cristinos  o  los 
realistas;  lo  mismo  me  da! 

—  Cuando  llegué  conoció  usted  al  mo- 
mento que  era  inglés.  ^Es  que  vienen  a  Cór- 
doba muchos  compatr  otas  mios.^ 

—  ¡Toma! — resp  ndió  ti  posidero — ,  son 
mis  mejore-  parroquianos;  he  tenido  en  casa 
ingleses  de  todas  categorías,  desde  el  hijo  de 
Be  lington  hasta  un  médico  joven  que  curó  a 
esta   chica  y  hija    mía,    del   dolor   de   oídos. 


328  B  O  R  R  O  W 

¿Cómo  no  he  de  reconocer  a  un  inglés?  Con 
Gómez  vinieron  dos  que  servían  como  vo- 
luntaiños.  j  Vaya,  gué gente!  ¡Qué  magníficos 
caballos  montaban,  y  cómo  desparramaban 
el  orol  Venía  con  ellos  un  portugués  muy 
noble,  pero  pobrísimo,  un  miguelista;  según 
me  dijeron,  los  dos  ingleses  le  sostenían  por 
devoción  a  la  causa  realista.  El  portugués 
estaba  siempre  cantando: 

El  rey  chegou,  el  rey  chegou, 
E  en  Belem  desembarcou. 

Fueron  unos  días  magníficos,  don  yorge. 
Y  entre  paréntesis,  se  me  ha  olvidado  pre- 
guntar de  qué  partido  es  su  merced. 

A  la  siguiente  mañana,  cuando  estaba  vis- 
tiéndome, el  viejo  genovés  entró  en  mi  cuar- 
to:— Signore — me  dijo — ,  vengo  a  decirle 
adiós.  Ahora  mismo  me  vuelvo  a  Sevilla  con 
los  caballos. 

— ¿Por  qué  tanta  prisa.^ — respondí — .  Me- 
jor sería  que  se  quedase  usted  aquí  hasta 
mañana;  usted  y  los  caballos  necesitan  re- 
poso. Descanse  usted  hoy,  y  yo  pagaré  el 
gasto. 

—  Gracias,  signare;  pero  me  voy  inmedia- 
tamente; no  puedo  quedarme  en  esta  casa. 

— ¿Qué  le  ocurre  a  la  casa.^ — pregunté. 

— De  la  casa  nada  tengo  que  decir — re- 
plicó el  genovés — ;  de  quien  me  quejo  es  de 
sus  dueños.  Hace  cosa  de  una  hora  bajé  a 
desayunarme,  y  me  encontré  en  la  cocina  al 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         329 

posadero  y  a  toda  su  familia.  Bueno:  me 
senté  y  pedí  un  chocolate,  que  me  trajeron; 
pero,  antes  de  tomármelo,  el  posadero  em- 
pezó a  hablar  de  política.  Al  principio  me 
dijo  que  no  estaba  con  ninguno  de  los  dos 
bandos;  pero  es  tan  furibundo  carlista  como 
el  mismo  Carlos  V,  porque,  en  cuanto  se 
enteró  de  que  yo  soy  del  bando  contrario, 
me  echó  unas  miradas  de  bestia  salvaje.  Ha 
de  saber  usted,  signore,  que,  en  tiempos  de 
lá  anterior  Constitución,  tuve  yo  un  café  en 
Sevilla,  al  que  concurrían  los  liberales  más 
notorios,  y  fué  causa  de  mi  ruina,  pues 
como  admirador  de  sus  opiniones,  abrí  a 
mis  parroquianos  el  crédito  que  se  les  anto- 
jó, lo  mismo  en  café  que  en  licores,  y,  de 
esta  suerte,  al  tiempo  de  ser  derrocada  la 
Constitución  y  restaurado  el  despotismo  ya 
les  había  fiado  cuanto  tenía.  Es  posible  que 
muchos  de  ellos  me  hubiesen  pagado,  por- 
que no  creo  que  abrigasen  malas  intencio- 
nes contra  mí;  pero  llegó  la  persecución,  los 
liberales  se  dieron  a  la  fuga,  y,  cosa  bastan- 
te natural,  pensaron  en  su  propia  seguridad 
más  que  en  pagarme  los  cafés  y  los  licores; 
a  pesar  de  eso,  soy  partidario  de  sus  ideas, 
y  nunca  vacilo  en  proclamarlo  así.  En  cuan- 
to el  posadero,  como  ya  he  dicho  a  su  mer- 
ced, se  enteró  de  mis  opiniones,  me  miró 
como  una  fiera  y  «Salga  usted  de  mi  casa 
— exclamó — ;  no  quiero  espías  en  ella»;  aña- 
diendo   algunas    expresiones    irrespetuosas 


33©  B  O  R  R  O  W 

para  la  joven  reina  Isabel  y  para  Cristina,  a 
quien  considero  compatriota  mía,  a  pesar  de 
ser  napolitana.  Perdí  la  calma  al  oírle  y  le 
devolví  el  cumplido  diciendo  que  Carlos  es 
un  pillo  y  la  princesa  de  Beira  otra  que  tal. 
Me  dispuse  a  ingerir  el  chocolate;  pero,  an- 
tes de  llevármelo  a  los  labios,  la  posadera, 
más  furibunda  carlista  aún  que  su  marido, 
si  cabe,  se  abalanzó  a  mí,  me  arrebató  la  ji- 
cara y,  tirándola  por  el  aire,  que  casi  dio  con 
ella  en  el  techo,  exclamó:  «¡Fuera  de  aquí, 
perro  negro!  ¡En  mi  casa  no  vuelves  a  catar 
cosa  ninguna!  ¡Colgado  como  un  cerdo  te 
vea  yo!»  Comprenderá  su  merced  que  no 
puedo  estar  aquí  más  tiempo.  Se  me  olvida- 
ba decir  que  el  bribón  del  posadero  asegura 
que  usted  le  ha  confesado  ser  de  su  misma 
opinión,  pues  en  otro  caso  no  le  hubiera 
hospedado  a  usted. 

— Mire,  buen  hombre — respondí — :  yo 
soy,  invariablemente,  de  la  misma  opinión 
política  de  la  gente  a  cuya  mesa  me  siento 
o  bajo  cuyo  techo  duermo,  o,  por  lo  menos, 
jamás  dio^o  cosa  alguna  que  pueda  inducirles 
a  sospechar  lo  contrario,  (jracias  a  este  sis- 
tema me  he  librado  más  de  una  vez  de  re- 
posar en  almohadas  sangrientas  o  de  que 
me  sazonasen  el  vino  con  sublimado. 


CAPÍTULO  XVII 


Córdoba. — Los  moros  de  Berbería. — Los  ingle- 
ses.—Un  cura  viejo. — El  breviario  romano. — El 
palomar. —  El  Santo  Oficio. —  Judaismo. — Los 
palomares  profanados. —  Propuesta  del  posa- 
dero. 

Poco  hay  que  decir  de  Córdoba,  ciudad 
pobre,  sucia  y  triste,  llena  de  angostas  calle- 
juelas, sin  plazas  ni  edificios  públicos  dignos 
de  atención,  salvo  y  excepto  su  Catedral, 
dondequiera  lamosa;  su  emplazamiento  es, 
sin  embargo,  bello  y  pintoresco.  Corre  por 
un  lado  el  Guadalquivr,  que,  si  bien  poco 
profundo  en  estos  lugares  y  lleno  de  bancos 
de  arena,  no  deja  de  ser  un  río  deleitoso; 
por  el  otro  se  alzan  las  escarpadas  vertientes 
de  Sierra  Morena,  plantadas  de  olivares  has- 
ta la  cima.  La  ciudad  está  rodeada  de  altas 
murallas  moriscas,  que  pueden  tener  hasta 
tres  cuartos  de  legua  de  desarrollo;  a  dife- 
rencia de  Sevilla  y  de  la  mayoría  de  las  ciu- 
dades de  España,  carece  de  arrabales. 

La  Catedral,  único  edificio  notable  de 
Córdoba,  como  ya  he  dicho,  es  acaso  el 
templo  más  extraordinario  del  mundo.  Fué 


33*  B  O  R  R  O  W 

en  su  origen,  como  todos  saben,  una  mez- 
quita, erigida  en  los  días  más  brillantes  de 
la  dominación  árabe  en  España.  Era  de 
planta  cuadrangular  y  de  teche  bajo,  soste- 
nido por  infinidad  de  redondas  columnas  de 
mármol,  pequeñas  y  finas,  muchas  de  las 
cuales  subsisten  aún,  y  ofrecen  al  primer 
golpe  de  vista  la  apariencia  de  un  bosque 
de  mármol;  la  mayor  parte  de  ellas,  sin  em- 
bargo, fueron  quitadas  cuando  los  cristianos, 
después  de  expulsar  a  los  muslimes,  quisie- 
ron transformar  la  mezquita  en  catedral, 
como,  en  efecto,  la  transformaron  parcial- 
mente, levantando  una  cúpula  y  despejando 
en  el  interior  un  cierto  espacio  para  hacer 
el  coro.  Tal  como  hoy  está  el  templo,  pare- 
ce pertenecer  en  parte  a  Mahoma,  y  en  par- 
te al  Nazareno;  y  aunque  la  mezcla  de  la  pe- 
sada arquitectura  gótica  con  el  aéreo  y  deli- 
cado estilo  de  los  árabes  produce  un  efecto 
algo  raro,  todavía  el  edificio  es  magnífico  y 
grandioso,  y  muy  adecuado  para  suscitar  el 
respeto  y  la  veneración  en  el  ánimo  del  vi- 
sitante. 

Los  moros  de  Berbería  parecen  cuidarse 
muy  poco  de  las  hazañas  de  sus  antepasa- 
dos: sólo  piensan  en  las  cosas  del  día  pre- 
sente, y  únicamente  hasta  donde  esas  cosas 
les  conciernen  de  un  modo  personal.  El  en- 
tusiasmo desinteresado  y  la  admiración  por 
cuanto  es  grande  y  bueno,  señales  verdade- 
ras e  inconfundibles  de  un  alma  noble,  son 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


333 


sentimientos  que  en  absoluto  desconocen. 
Asombra  la  indiferencia  con  que  cruzan 
ante  los  restos  de  la  antigua  grandeza  mora 
en  España.  Ni  se  exaltan  ante  las  pruebas 
de  lo  que  en  otro  tiempo  fueron  los  moros, 
ni  la  conciencia  de  su  situación  actual  les 
entristece.  Vienen  a  Andalucía  a  vender 
perfumes,  babuchas,  dátiles  y  sedas  de  Fez 
y  Marruecos;  eso  es  lo  que  más  les  interesa, 
aun  cuando  la  mayor  parte  de  estos  hom- 
bres estén  lejos  de  ser  unos  ignorantes  y 
hayan  oído  y  leído  lo  que  ocurría  en  España 
en  los  antiguos  tiempos.  Una  vez  hablaba  yo 
en  Madrid  con  un  moro  bastante  amigo  mío 
acerca  de  su  visita  a  la  Alhambra  de  Grana- 
da. «^'No  lloró  usted — le  pregunté — ,  al  pa- 
sar por  aquellos  patios,  al  acordarse  de  los 
Abencerrajes.?»  «No — respondió — .  ^Por  qué 
había  de  llorar?»  «¿Y  por  qué  fué  usted  a 
ver  la  Alhambra.*** — pregunté.  «Fui  a  verla 
porque  estando  en  Granada  para  asuntos 
míos  un  compatriota  de  usted  me  rogó  que 
le  acompañase  a  la  Alhambra  y  le  tradujese 
unas  inscripciones.  Es  seguro  que  espontá- 
neamente no  se  me  hubiese  ocurrido  ir,  por- 
que la  subida  es  penosa.»  El  hombre  que  me 
hablaba  así  compone  versos  y  no  es  en 
modo  alguno  un  poeta  despreciable.  Otra 
vez,  estando  yo  en  la  catedral  de  Córdoba, 
entraron  tres  moros  y  la  atravesaron  pausa- 
damente, dirigiéndose  a  la  puerta  situada  en 
el  lado  frontero.  Todo  su  interés  por  aquel 


334  B  O  R  R  O  W 

lugar  se  tradujo  en  dos  o  tres  ojeadas  lige- 
ras a  las  columnas,  diciendo  uno  de  ellos: 
^.Huáje  del  Mselmeen^  huáje  del  Mselmeen» 
(Cosas  de  los  moros,  cosas  de  los  moros);  y 
la  única  muestra  de  respeto  que  dieron  por 
el  templo  donde  en  su  tiempo  se  prosterna- 
ba Abderrahman  el  Grande  fué  que,  al  lie 
gar  a  la  puerta,  se  volvieron  de  cara  y  salie- 
ron andando  hacia  atrás;  sin  embargo, 
aquellos  hombres  eran  kajis  y  talibs^  hom- 
bres asimismo  de  grandes  riquezas,  que  ha- 
bían leído  y  viajado,  que  habían  estado  en 
la  Meca  y  en  la  gran  ciudad  de  la  Ni- 
gricia  ^. 

Me  detuve  en  Córdoba  mucho  más  de  lo 
primeramente  calculado,  porque  no  cesaba 
de  recibir  noticias  acerca  de  la  inseguridad 
del  camino  de  Madrid.  En  poco  tiempo  es- 
cudriñé todos  los  rincones  y  escondrijos  de 
aquella  antigua  ciudad  y  adqu  rí  algunas 
amistades  entre  la  gente  del  pueblo,  que  es 
mi  modo  de  proceder  habitual  cuando  llego 
a  una  población  desconocida.  Varias  veces 
subí  a  Sierra  Morena,  acompañado  por  el 
hijo  del  posadero,  aquel  buen  mozo  de  quien 
ya  he  hablado.  Los  posaderos,  convencidos 
de  que  yo  participaba  de  sus  opiniones,  me 
trataban  con  extremada  cortesía;  cierto  que, 
en  cambio,  hube  de  prestar  oídos  a  vastos 
planes  carlistas,  verdaderas  traiciones  contra 

*  Alude,  probablemente,  a  Khartum,  capital 
del  Sudán.— fA^íJ/a  de.  Burkt.) 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         33S 

los  poderes  constituidos   en   España;   pero 
todo  lo  llevé  con  paciencia. 

— Don  Jorgito — díjome  un  día  el  posade- 
ro— ,  yo  quiero  mucho  a  los  ingleses;  son 
mis  mejores  parroquianos.  Es  una  lástima 
que  no  haya  más  unión  entre  España  e  In- 
glaterra y  que  no  vengan  más  ingleses  a  vi- 
sitarnos. ¿"No  se  podría  hacer  un  casorio?  El 
rey  entraría  en  seguida  en  Madrid.  ^Por  qué 
no  se  hacen  las  bodas  del  hijo  de  don  Carlos 
con  la  heredera  de  Inglaterra? 

—  De  esa  manera — respondí — vendrían 
seguramente  muchos  ingleses  a  España,  y 
no  sería  la  primera  vez  que  el  hijo  de  un 
Carlos  se  casa  con  una  princesa  de  Ingla- 
terra. 

El  huésped  meditó  un  momento,  y  luego 
exclamó: 

—  Carracho^  Don  Jorgito^  sí  se  hiciera  ese 
matrimonio,  el  rey  y  yo  tendríamos  motivo 
para  tirar  el  sombrero  al  aire. 

La  casa  o  posada  en  que  yo  vivía  era  su- 
mamente espaciosa,  con  infinidad  de  habi- 
taciones grandes  y  chicas,  pero  desamue- 
bladas en  su  mayoría.  Mi  cuarto  estaba  al 
final  de  un  corredor  inmensamente  largo, 
como  el  que  por  modo  admirable  se  descri- 
be en  la  leyenda  maravillosa  de  Udolfo  ^. 
Durante  uno  o  dos  días  creí  que  era  yo  el 
único  huésped  en  la  casa.  Pero  una  mañana 

^  Tht  mystery  of  üdolpho,  por  Mrs.  Radcliffe 
(1 764-1823). —('A^í7/a  de  Burke,) 


336  B  O  R  R  O  W 

vi  sentado  en  el  corredor,  junto  a  una  ven- 
tana, a  un  anciano  de  singular  aspecto,  que 
leía  con  atención  en  un  pequeño  y  abultado 
volumen.  Sus  vestidos  eran  de  grosera  te'a 
azul,  y  llevaba  un  amplio  sobretodo  encima 
de  un  chaleco  adornado  con  varias  filas  de 
botoncitos  de  nácar;  tenía  calados  los  espe- 
juelos. Aunque  le  veía  sentado,  me  di  cuen- 
ta de  que  su  estatura  rayaba  en  lo  gigan- 
tesco. 

— jOuién  es   ese  hombre.^  —  pregunté  al 
posadero,  al    encontrarle  poco   después — . 
^Es  otro  huésped  de  la  casa? 

—No  puedo  decir  que  sea  precisamente 
un  huésped,  Don  Jorge  de  mi  alma  —  repli- 
có— ;  pues,  aunque  para  en  mi  casa,  no  me 
da  nada  a  ganar.  Ha  de  saber  usted,  Don 
Jorge^  que  éste  es  uno  de  dos  curas  que  ha- 
bía en  un  pueblo  bastante  grande  ^  no  le 
jos  de  aquí.  Al  entrar  en  el  pueblo  las  tro- 
pas de  Gómez,  su  reverencia  salió  a  su  en- 
cuentro revestido,  con  un  libro  en  la  mano, 
y,  a  petición  de  los  soldados,  proclamó  a 
Carlos  Quinto  en  la  plaza  del  mercado.  El 
otro  cura  era  un  liberal  violento,  un  fiegro 
rematado,  y  los  realistas  le  echaron  mano, 
disponiéndose  a  ahorcarlo.  Intervino  su  re- 
verencia y  obtuvo  gracia  para  su  colega,  a 
condición  de  que  gritase  /  Viva  Ca?'Ios  Quin- 
tal^ y  así  lo  hizo  para  salvar  la  vida.  Bueno; 

1     Puente.— CiV!?/a  de  Burke.) 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        337 

pues  en  cuanto  los  realistas  se  fueron,  el  cura 
negro  montó  en  una  muía,  vino  a  Córdoba 
y  delató  a  su  reverencia,  a  pesar  de  deberle 
la  vida.  Prendieron  a  su  reverencia,  trajéron- 
le  a  Córdoba,  y  seguramente  le  habrían  me- 
tido en  la  cárcel  común  por  carlista  si  yo  no 
hubiera  salido  fiador  suyo,  poniendo  que  no 
se  marcharía  de  aquí  y  se  presentaría  cuan- 
do le  llamaran  a  responder  de  los  cargos 
aportados  contra  él;  y  en  mi  casa  está,  aun- 
que no  pueda  llamarle  mi  huésped,  pues  no 
gano  nada  con  él:  toda  su  comida,  que  se 
reduce  a  unos  pocos  huevos,  un  poco  de  le- 
che y  pan,  se  la  traen  a  diario  del  pueblo. 
En  cuanto  a  su  dinero,  no  sé  de  qué  color 
es,  aunque,  según  dicen,  tiene  buenas  pese 
tas.  Con  todo,  es  un  santo;  siempre  está  le- 
yendo y  rezando,  y  es,  además,  del  partido 
de  los  buenos.  Por  eso  le  tengo  en  mi  casa, 
y  saldría  fiador  suyo  aunque  fuese  veinte 
veces  más  avaro  de  lo  que  parece. 

Al  siguiente  día,  al  pasar  otra  vez  por  el 
corredor,  vi  al  viejo  sentado  en  el  mismo  si- 
tio, y  le  saludé.  Me  devolvió  el  saludo  con 
mucha  cortesía  y  cerró  el  libro,  colocándolo 
en  sus  rodillas,  como  si  quisiera  trabar  con- 
versación. Después  de  cambiar  breves  pala- 
bras, tomé  el  libro  para  examinarlo. 

— No  podrá  usted  sacar  mucho  provecho 
de  este  libro,  Don  Jorge — dijo  el  viejo — .  No 
puede  usted  entenderlo,  porque  no  está  es- 
crito en  inglés. 


338  B  O  R  R  O  W 

— Ni  en  español — repliqué — .  Pero,  res- 
pecto a  poder  entenderlo  o  no,  ^qué  dificul- 
tad puede  haber  en  una  cosa  tan  sencilla? 
Este  es  el  breviario  romano  escrito  en  latín. 

— ^Pero  entienden  los  ingleses  el  latín? — 
exclamó — .  ¡Vaya!  ¿Quién  iiubiera  pensado 
que  los  luteranos  pudiesen  entender  la  len- 
gua de  la  Iglesia?  /  Vaya!  Cuanto  más  vive 
uno,  más  aprende. 

— ¿Cuántos  años  tiene  vuestra  reveren- 
cia? —pregunté. 

— Ochenta,  Don  Jorge;  ochenta  años 
largos. 

Esta  fué  la  primera  conversación  que  tu- 
vimos su  reverencia  y  yo.  No  tardó  en  sen- 
tir notable  inclinación  por  mí,  y  me  hacía  el 
favor  de  acompañarme  no  pocos  ratos.  A 
diferencia  de  nuestro  amigo  el  posadero,  el 
cura  no  gustaba  de  hablar  de  política,  cosa 
que  no  dejó  de  sorprenderme,  conociendo 
yo,  como  conocía,  la  resuelta  y  peligrosa 
parte  que  había  tomado  en  la  última  irrup- 
ción carlista  en  las  cercanías.  En  cambio,  le 
gustaba  mucho  platicar  acerca  de  asuntos 
eclesiásticos  y  de  los  escritos  de  los  Padres. 

— He  formado  en  mi  casa  una  pequeña 
librería,  Don  Jorge^  con  todos  los  escritos 
de  los  Padres  que  me  ha  sido  dable  encon- 
trar; su  lectura  me  sirve  de  entretenimiento 
y  de  consuelo.  Cuando  pasen  estos  tristes 
días,  Don  Jorge^  espero  que,  si  continúa  us- 
ted por  estas  partes,  irá  a  visitarme,  y  le 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        339 

enseñaré  mi  modesta  colección  de  los  Pa- 
dres, y  también  un  palomar,  donde  crío  mu- 
chas palomas,  que  me  producen  no  pequeño 
solaz  y  algún  provecho. 

— Supongo  que  al  hablarme  de  su  palo* 
mar — repuse — ,  alude  usted  a  su  parroquia, 
y  que  por  la  cría  de  las  palomas  representa 
usted  el  cuidado  que  toma  por  las  almas  de 
sus  feligreses,  inculcándoles  el  temor  de 
Dios  y  la  obediencia  a  la  ley  revelada,  ocu- 
pación que,  naturalmente,  le  produce  a  us- 
ted muchos  solaces  y  consuelos  espirituales. 

— Hablaba  sin  metáfora,  Don  Jorge — re- 
plicó mi  interlocutor  — .  Al  decir  que  crío 
muchas  palomas,  no  pretendo  significar  sino 
que  yo  proveo  de  pichones  el  mercado  de 
Córdoba,  y  a  veces  el  de  Sevilla;  mis  aves 
son  muy  apreciadas,  y  creo  que  no  hay  en 
todo  el  reino  otras  más  gordas  ni  mejor  ce- 
badas. Si  fuera  usted  a  mi  pueblo,  Don  Jor- 
ge^ tendría  que  hacer  alto  en  una  venta  don- 
de las  probaría  seguramente,  porque  en  mi 
jurisdicción  no  consiento  más  palomares 
que  el  mío.  Respecto  de  las  almas  de  mis 
feligreses,  creo  que  cumplo  con  mi  deber  en 
cuanto  está  de  mi  parte.  Las  cosas  espiri- 
tuales me  deleitan  sobremanera,  y  por  esta 
razón  me  incorporé  a  la  Santa  Casa  de  Cór- 
doba, en  la  que  he  servido  durante  muchos 
años. 

— ¿Vuestra  reverencia  ha  sido  inquisidor? 
—exclamé  un  poco  asombrado. 


34©  B  O  R  R  O  W 

— Desde  los  trece  años  hasta  que  se  supri- 
mió el  Santo  Oficio  en  estos  desventurados 
reinos. 

— Me  sorprende  y  me  alegra  el  saberlo — 
repuse  yo — .  Nada  taa  placentero  para  mí 
como  hablar  con  un  sacerdote  que  pertene- 
ció antaño  a  la  Santa  Casa  de  Córdoba. 

El  viejo,  mirándome  fijamente,  contestó: 

— Ya  le  comprendo  a  usted,  Don  Jorge. 
He  adivinado  hace  rato  que  usted  es  de  los 
nuestros.  Es  usted  un  santo  varón  y  muy 
instruido;  aunque  crea  conveniente  hacerse 
pasar  por  inglés  y  luterano,  he  penetrado 
su  verdadera  condición.  Ningún  luterano  se 
tomaría  por  las  cosas  de  la  Iglesia  el  interés 
que  usted  demuestra;  y  a  lo  de  ser  inglés, 
digo  que  ninguno  de  esa  nación  puede  ha- 
blar el  castellano,  y  menos  el  latín.  Creo  que 
usted  es  de  los  nuestros:  un  sacerdote  mi- 
sionero; y  me  confirmo  en  esta  idea,  sobre 
todo,  porque  le  veo  a  usted  en  frecuente  con- 
versación con  los  gitanos;  parece  que  hace 
usted  propaganda  entre  ellos.  Pero  viva  us- 
ted prevenido,  Don  Jorge;  desconfíe  de  la 
fe  de  Egipto;  son  malos  penitentes  y  me 
gustan  poco.  No  le  aconsejaría  yo  a  usted 
que  se  fiara  de  ellos. 

— No  lo  intento  siquiera — repliqué — ;  so- 
bre todo  en  lo  tocante  al  dinero.  Pero,  vol- 
viendo a  cosas  más  importantes,  dígame:  ^de 
qué  delitos  conocía  la  Santa  Casa  de  Cór- 
doba? 


LÁ    BIBLIA    KN    ESPAÑA         341 

Supongo  que  sabrá  usted  cuáles  eran 

los  asuntos  propios  de  la  función  del  Santo 
Oficio;  por  tanto,  no  necesito  decirle  que 
los  delitos  en  que  entendíamos  eran  los  de 
brujería,  judaismo  y  ciertos  descarríos  car- 
nales. 

— ^Qué  opinión  tiene  usted  de  la  brujería? 
^Existe  en  realidad  ese  delito? 

— ¡Qué sé  yo! — dijo  el  viejo  encogiéndose 
de  hombros—.  La  Iglesia  tiene,  o  al  menos 
tenía, el  poder  de  castigar  por  algo,  fuese  real 
o  irreal,  Don  Jorge;  y  como  era  necesario 
castigar  para  demostrar  que  tenía  el  poder 
de  hacerlo,  ¿qué  importaba  si  el  castigo  se 
imponía  por  brujería  o  por  otro  delito? 

¿Ocurrieron  en  su  tiempo  de  usted  mu- 
chos casos  de  brujería? 

—  Uno  o  dos,  Don  Jorge;  eran  poco  fre- 
cuentes. El  último  caso  que  recuerdo  ocu- 
rrió en  un  convento  de  Sevilla.  Cierta  n^onja 
tenía  la  costumbre  de  salir  volando  por  la 
ventana  al  jardín  y  de  revolotear  en  él  sobre 
los  naranjos.  Se  tomó  declaración  a  varios 
testigos,  y  en  el  proceso,  instruido  con  toda 
formalidad,  quedaron,  a  mi  entender,  bas- 
tante bien  probados  los  hechos.  Pero  de  lo 
que  sí  estoy  cierto  es  de  que  la  monja  fué 
castigada. 

—¿Les  daba  a  ustedes  mucho  que  hacer 
el  judaismo  en  estas  partes? 

— jOhl  Lo  que  más  trabajo  daba  a  la  San- 
ta Casa  era,  en  efecto,  el  judaismo;  sus  bro- 


342  B  O  R  R  O  W 

tes  y  ramificaciones  son  numerosos,  no  sólo 
por  aquí,  sino  en  toda  España;  lo  más  sin- 
gular es  que  hasta  en  el  clero  descubríamos 
continuamente  casos  de  judaismo  de  ambas 
especies  que,  por  obligación,  teníamos  que 
castigar. 

— ¿Hay  más  de  una  especie  de  judaismo? 
— pregunté. 

— Siempre  he  dividido  el  judaismo  en  dos 
clases:  negro  y  blanco;  por  judaismo  negro 
entiendo  la  observancia  de  la  ley  de  Moisés 
con  preferencia  a  los  preceptos  de  la  Igle- 
sia; en  el  judaismo  blanco  entra  todo  géne- 
ro de  herejía,  como  luteranismo,  francmaso- 
nería y  otros  por  el  estilo. 

—  Comprendo  fácilmente — dije  yo — que 
muchos  sacerdotes  acepten  los  principios 
de  la  Reforma,  y  que  no  pocos  se  hayan  de- 
jado extraviar  por  las  engañosas  luces  de  la 
filosofía  moderna;  pero  es  casi  inconcebible 
que  dentro  del  clero  haya  judíos  que  sigan 
en  secreto  los  ritos  y  prácticas  de  la  ley  an- 
tigua, aunque  ya  antes  de  ahora  me  han  ase- 
gurado que  el  hecho  es  cierto. 

—  Crea  usted,  Don  Jorge,  que  en  el  clero 
hay  abundancia  de  judaismo,  lo  mismo  del 
negro  que  del  blanco.  Recuerdo  que  una 
vez  estábamos  registrando  la  casa  de  un 
eclesiástico  acusado  de  judiísmo  negro,  y, 
después  de  buscar  mucho,  encontramos  de- 
bajo del  piso  una  caja  de  madera,  y  en  ella 
un  pequeño  relicario  de  plata,  donde  había 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         343 

guardados  tres  libros  forrados  de  negra  piel 
de  cerdo;  los  abrimos,  y  resultaron  libros 
devotos  judíos,  escritos  en  caracteres  he- 
breos, antiquísimos;  al  ser  interrogado,  no 
negó  su  culpa  el  reo;  antes  bien,  se  vanaglo- 
rió de  ella,  diciendo  que  no  había  más  que 
un  Dios,  y  atacando  el  culto  a  María  Santí- 
sima como  una  idolatría  grosera. 

— Y  aquí  entre  nosotros,  ^qué  opina  us- 
ted de  esa  adoración  a  María  Santísima? 

— ^Qué  opino  yo?  ¡Qué  sé  yo! — dijo  el  vie- 
jo, encogiéndose  de  hombros  aun  más  que 
la  vez  primera — .  Pero  le  diré  a  usted  que, 
bien  mirado,  me  parece  justa  y  natural. 
¿Por  qué  no?  Cualquiera  que  vaya  a  visitar 
mi  iglesia,  y  la  contemple  tal  como  en  ella 
está,  tan  bonita^  tan  guapita^  tan  bien  vesti- 
da y  gentil,  con  aquellos  colores,  blanco  y 
carmín,  tan  lindos,  no  necesitará  preguntar 
por  qué  se  adora  a  María  Santísima.  Y,  so- 
bre todo,  Don  Jorgito  mío^  eso  es  cosa  de 
la  Iglesia  y  forma  parte  importante  de  su 
sistema. 

— ^Y  tuvo  usted  que  entender  en  muchos 
casos  de  delitos  carnales? 

— Entre  los  seglares,  no  muchos;  sobre 
los  clérigos  ejercíamos  una  rigurosa  vigilan- 
cia. Pero,  en  general,  éramos  tolerantes  en 
estas  materias,  conociendo  las  muchas  fla- 
quezas de  la  naturaleza  humana.  Rara  vez 
castigábamos,  salvo  en  los  casos  en  que  la 
gloria  de  la  Iglesia  y  la  lealtad  a  María  San- 


344  B  O  R  R  O  W 

tísima  hacían  absolutamente  inexcusable  el 
castigo. 

— ^Cuáles  eran  esos  casos? — pregunté. 

— Aludo  a  la  profanación  de  los  paloma- 
res, don  Jorge^  y  a  la  introducción  en  ellos 
de  carne  de  contrabando  para  fines  que  no 
eran  ni  apropiados  ni  decentes. 

— Vuestra  reverencia  me  perdonará;  pero 
no  acabo  de  entender. 

— Me  refiero,  don  Jorge^  a  ciertos  actos 
de  perversión  practicados  por  algunos  clé- 
rigos en  apartados  y  lejanos  palomares^  en 
olivares  y  huertos;  actos  condenados,  si  no 
recuerdo  mal,  por  San  Pablo  en  su  primera 
carta  al  Papa  Sixto.  Ahora  me  habrá  usted 
entendido,  don  Jorge^  porque  es  usted  hom- 
bre versado  en  cosas  de  iglesia. 

— Creo  que  le  he  entendido  a  usted — re- 
pliqué. 

Después  de  permanecer  unos  cuantos 
días  más  en  Córdoba,  resolví  continuar  mi 
viaje  a  Madrid,  aunque  seguían  diciéndome 
que  los  caminos  estaban  muy  inseguros.  Me 
pareció  inútil  quedarme  allí  más  tiempo  en 
espera  de  que  se  restableciera  la  normali- 
dad, cosa  que  podía  no  ocurrir  nunca.  Con- 
sulté, pues,  con  el  posadero  respecto  del 
mejor  modo  de  hacer  el  viaje.  tDon  Jorgi- 
to — respondió — ,  creo  que  puedo  darle  a  us- 
ted un  buen  consejo.  Usted  tiene  ganas  de 
marcharse,  según  me  dice,  y  yo  no  acos- 
tumbro a  retener  a  mis  huéspedes  más  tiem- 


LÁ    BIBLIA    EN    E8PÁÍÍÁ         345 

po  del  que  buenamente  quieren  estar  en  mi 
casa;  proceder  de  otro  modo  sería  impropio 
de  un  posadero  cristiano;  eso  se  queda  para 
los  moros,  los  cristinos  y  los  negros.  Para 
facilitarle  a  usted  el  viaje,  don  Jorge,  tengo 
un  plan  en  la  cabeza,  y  ya,  antes  de  que  me 
preguntase,  había  resuelto  proponérselo  a 
usted.  Mi  cuñado  tiene  dos  caballos,  y  cuan- 
do se  le  ofrece  los  da  en  alquiler;  usted  pue- 
de alquilarlos,  don  Jorge,  y  mi  cuñado  en 
persona  le  acompañará  para  servirle  y  darle 
conversación,  por  lo  que  le  pagará  usted 
cuarenta  duros.  Pero,  y  esto  es  lo  importan- 
te, como  en  el  camino  hay  muchos  ladrones 
y  malos  sujetos,  tales  como  Palillos  y  su  gen- 
te, hará  usted  una  obligación,  don  Jorge, 
comprometiéndose,  si  los  roban  y  desvali- 
jan a  ustedes,  y  si  los  ladrones  se  quedan 
con  los  caballos  de  mi  cuñado,  a  hacerle 
bueno,  en  cuanto  lleguen  a  Madrid,  todo  lo 
que  por  seguirle  a  usted  haya  perdido.  Este 
es  mi  plan,  don  Jorge,  y  no  dudo  que  su 
merced  lo  apruebe,  porque  está  trazado  para 
favorecerle,  y  no  con  miras  de  lucro  para 
mí  ni  los  míos.  En  mi  cuñado  tendrá  usted 
un  gran  compañero  de  viaje;  es  un  hombre 
muy  formal,  pertenece  al  partido  de  los  bue- 
nos, y  ha  viajado  también  mucho;  porque, 
entre  nosotros,  don  Jorge,  es  un  poco  con- 
trabandista, y  con  frecuencia  trae  de  con- 
trabando diamantes  y  piedras  preciosas  de 
Portugal  a  España,  para  colocarlas  en  Cor- 


346  B  O  H  R  O  W 

doba  o  en  Madrid.  Conoce  todos  los  atajos^ 
don  Jorge^  y  le  respetan  mucho  en  las  ven- 
tas y  posadas  del  camino.  Ahora  venga  esa 
mano  para  cerrar  el  trato,  y  en  seguida  iré 
a  buscar  a  mi  cuñado  para  decirle  que  se 
disponga  a  salir  con  su  merced  pasado  ma- 
ñana. 


CAPITULO  XVIII 


Salida  de  Córdoba.  —  El  contrabandista.  —  Treta 
judaica. — Llegada  a  Madrid. 

Salí  de  Córdoba  una  radiante  mañana  en 
compañía  del  contrabandista^  que  iba  mon- 
tado en  un  hermoso  caballo  de  media  alza- 
da, MTi'i.jaca^  de  la  renombrada  casta  cordo- 
besa; era  el  animal  de  color  bayo  claro,  lu- 
cero, de  remos  fuertes,  pero  elegantes,  y  con 
una  larga  cola  negra  que  le  arrastraba  por 
el  suelo.  El  otro  caballo,  destinado  a  llevar- 
me a  Madrid,  era  de  muy  diferente  estam- 
pa, que  no  predisponía  en  favor  suyo.  Por 
muchos  rasgos  se  parecía  sumamente  a  un 
cerdo,  sobre  todo  por  la  curvatura  del  lomo, 
por  la  cortedad  del  cuello  y  por  la  manera 
de  llevar  siempre  la  cabeza  junto  al  suelo;  su 
perpetuo  husmear  y  su  rabo  eran  también 
enteramente  los  de  un  cerdo.  Su  piel  más 
parecía  cubierta  de  ásperas  cerdas  que  de 
pelo;  y  en  cuanto  al  tamaño,  muchos  cerdos 
de  Westfalia  he  visto  tan  altos  como  él.  No 
me  agradaba  mucho  la  idea  de  exhibirme  a 
lomos  de  tan  singularísimo  cuadrúpedo,  y 


34»  B  O  R  B  O  W 

me  puse  a  mirar  fijamente  al  excelente  ani- 
mal en  que  mi  guía  había  tenido  por  conve- 
niente instalarse.  El  hombre  interpretó  mis 
miradas,  y  me  dio  a  entender  que  por  lie 
var  el  equipaje  le  correspondía  el  mejor  ca- 
ballo, alegación  que  me  pareció  harto  bien 
fundada  para  oponerle  reparo  alguno. 

Resultó  que  el  contrabandista  no  era,  ni 
con  mucho,  un  compañero  de  camino  tan 
agradable  como  las  manifestaciones  del  po- 
sadero de  Córdoba  me  habían  hecho  supo- 
ner. Durante  el  día,  cabalgaba  taciturno  y 
en  silencio,  y  apenas  respondía  a  mis  pre- 
guntas más  que  con  monosílabos;  por  las 
noches,  empero,  después  de  comer  bien  y 
beber  en  proporción  a  mis  expensas,  con- 
sentía en  mostrarse  a  veces  más  sociable  y 
comunicativo.  «Me  he  quitado  del  contra- 
bando— me  dijo  en  una  de  estas  ocasiones — 
a  causa  de  una  estafa  que  me  hicieron  en 
Lisboa:  un  judío,  a  quien  conocía  yo  desde 
mucho  tiempo  atrás,  me  encajó  por  bueno 
un  brillante  falso.  Lo  hizo  con  una  habilidad 
extraordinaria,  porque  no  soy  yo  tan  nova- 
to que  no  sepa  conocer  las  piedras  buenas; 
al  parecer,  el  judío  tenía  dos,  y  las  cambió 
con  mucha  destreza,  guardándose  la  buena, 
comprada  por  mí,  y  substituyéndola  con 
otra,  muy  bien  imitada,  pero  que  no  valía 
cuatro  duros.  Descubrí  la  estafa  cuando  ha- 
bía cruzado  ya  la  frontera,  y  aunque  volví 
allá  a  escape,  no  pude  dar  con  el  bandido; 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         349 

uno  de  sus  rabinos  me  dijo  que  el  tal  había 
muerto  y  que  acababan  de  enterrarle;  pero 
bien  conocí  que  mentía,  porque  al  decírme- 
lo le  retozaba  la  risa  en  los  ojos.  Desde  en- 
tonces renuncié  al  contrabando.)» 

No   intentaré    describir    minuciosamente 
los  varios  incidentes  de  este  viaje.  Dejando 
a  nuestra  derecha  las  montañas  de  Jaén,  pa- 
samos por  Andújar  y  Bailen,  y  al  tercer  día 
llegamos  a  La  Carolina,  pequeña  pero  hnda 
ciudad  en  las  faldas  de  Sierra  Morena,  habi- 
tada por  los  descendientes  de  los  colonos 
alemanes.  A  dos  leguas  de  este  lugar  entra- 
mos en  el  desfiladero   de  Despeñaperros, 
que  aun   en  tiempos   normales  tiene   muy 
mala  fama  por  los  robos  que  continuamen- 
te se  perpetran  en  sus  escondrijos,  y  que  en 
la  época  de  que  voy  hablando  era,  según  de- 
cían, un  hormiguero  de  bandidos.  Creíamos, 
pues,  que  nos  robarían,  o  que  quizás  nos  de- 
jarían desnudos  en  el  monte  o  nos  maltrata- 
rían de  cualquier  otro  modo;  pero  la  Provi- 
dencia intervino  en  favor  nuestro.  Al  pare- 
cer, el  día  antes  de  nuestra  llegada  los  ban- 
didos habían  cometido  una  espantosa  muer- 
te y  robado  hasta  cuarenta  mil  reales,  botín 
que  probablemente  los  satisfacía  por  algún 
tiempo;  lo  cierto  es  que  nadie  nos  molestó. 
A  nadie  vimos  en  el  desfiladero,  aunque  a 
ratos  llegaban  hasta  nosotros  voces  y  silbi- 
dos. Entramos  en  la  Mancha,   donde^  temía 
yo  caer  en  manos  de  Palillos  y  Orejita.  La 


350  B  O  R  R  O  W 

Providencia  me  protegió  de  nuevo.  El  tiem- 
po había  sido  hasta  entonces  deHcioso;  sú- 
bitamente, el  Señor  sopló  un  viento  helado, 
tan  riguroso  que  era  casi  irresistible.  Nin- 
gún ser  humano,  salvo  nosotros,  se  aventu- 
raba a  salir.  Atravesamos  llanuras  cubiertas 
de  nieve,  y  pasamos  por  ciudades  y  pueblos 
que  parecían  desiertos.  Los  ladrones  se  es- 
tuvieron encerrados  en  sus  cuevas  y  chozas; 
pero  el  frío  a  poco  nos  mata.  Llegamos  a 
Aranjuez  el  día  de  Navidad,  ya  tarde,  y  fui 
a  casa  de  un  inglés,  donde  ingerí  casi  un 
cuartillo  de  aguardiente:  no  me  hizo  más 
efecto  que  si  fuese  agua  tibia, 

Al  siguiente  día  llegamos  a  Madrid,  y  tuve 
la  fortuna  de  encontrarlo  todo  tranquilo 
y  en  orden.  El  contrabandista  estuvo  con- 
migo dos  días  más,  al  cabo  de  los  cuales  se 
volvió  a  Córdoba  montado  en  el  grotesco 
animal  que  me  había  traído  a  mí  todo  el  via- 
je; \dijaca  se  la  compré  yo,  porque  en  el  ca- 
mino aprecié  sus  facultades,  y  pensé  que 
podría  utilizarla  en  mis  excursiones  futuras. 
El  contrabandista  quedó  tan  contento  del 
precio  que  le  pagué  por  el  caballo,  y  del 
trato  que  en  general  había  recibido  de  mí 
mientras  me  acompañó,  que  de  muy  buena 
gana  se  hubiera  quedado  a  servirme  como 
criado,  y  así  me  lo  pidió,  asegurándome  que 
si  yo  consentía  en  ello,  dejaría  a  su  mujer  y 
a  sus  hijos,  y  me  seguiría  por  el  mundo  en- 
tero. No  quise  acceder  a  su  petición,  aun- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        35i 

que  necesitaba  un  criado;  le  hice,  pues,  vol- 
ver a  Córdoba,  donde,  según  supe  más  tar- 
de, murió  repentinamente  a  la  semana  de 
haber  llegado. 

Su  muerte  ocurrió  de  singular  manera: 
un  día  tomó  el  hombre  la  bolsa  de  su  dine- 
ro, y  después  de  contarlo  le  dijo  a  su  mu- 
jer; «Con  el  viaje  del  inglés  y  la  venta  de 
\dijaca  he  hecho  noventa  y  cinco  duros;  a 
poca  suerte  que  tenga,  puedo  doblarlos 
arriesgándolos  en  el  contrabando.  Mañana 
me  voy  a  Lisboa  a  comprar  diamantes.  Va- 
mos a  ver  si  hay  que  herrar  el  caballo.»  Se 
levantó,  encaminándose  a  la  puerta  con  in- 
tención de  ir  a  la  cuadra;  pero  antes  de  tras- 
poner el  dintel,  cayó  muerto  al  suelo.  Así 
son  las  cosas  de  este  mundo.  Bien  dice  el 
sabio:  «Nadie  está  seguro  del  mañana.» 


FIN  DEL  TOMO  PRIMERO 


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UNIVERSITY  OF  TORONJO  LIBRARY 


DP 

Al 
B618 

1921 

t.l 


Borrow,  Cxeorge  Henry^ 
La  Biblia  en  España