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Full text of "La Biblia en España; traducción directa del Inglés por Manuel Azaña"

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COLECCIÓN  GRANADA 


VIAJES 


BORROW:  LA  BIBLIA  EN  ESPAÑA 
TRAD.  DEL  INGLÉS  POR  M.  AZAÑA 


Sí^LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


o  viajes,  aventuras  y  prisiones  de  un 

inglés  en  su  intento  de  difundir  las 

Escrituras  por  la  Península 


POR 


J.     BORROW 


TRADUCCIÓN      DIRECTA     DBL      INGLES 

POR    Manuel    Azaíía 


TOMO     III 


COLECCIÓN     granada 


JIMÉNEZ-FRAUD,     Editor.  — MADRID 


ES   PROPIEDAD 

QUEDA    HECHO   EL    DEPOSITO    QUE    MARCA 

LA     LEY 


Imprenta  Clásica  Española.  Glorieta  de  Chamberí.  Madrid 

i 


ÍNDICE 


Páginas. 


Capítulo  xxxvi. — Estado  de  los  asuntos  en  Ma-  j 

drid.  —  Nuevo   Ministerio.  —  El  j 

Obispo  de  Roma. — El  librero  de  ■ 

Toledo. — Las  espadas. — Las  ca-  j 

sas  de  Toledo. — La  gitana  aban-  1 

donada.  —  Diligencias  mías  en  i 

Madrid. — Otro  criado 13  ' 

I 

Caf.  xxxvn. — Euscarra. — El  vascuence  no  es  el  i 

irlandés.  —  Dialectos  del  sáns-  ^ 

crito  y  del  tártaro. — Una  lengua  ; 
de  vocales. — La  poesía  popular. 
Los  bascos. —  Sus  caracteres. — 

Las  mujeres  bascas 26         ^ 

( 

Caf.  xxxvm. — La  prohibición .  —  El  Evangelio,  ' 

perseguido.— Inculpación  de  bru-  | 

jería. —  Ofalia 38  1 

1 
Cap.    XXXIX. — Los  dos  Evangelios.— El  alguacil.  | 

La  orden  de  prisión. — María  la  \ 

buena. — El  arresto. — Me  envían  ! 

a  la  cárcel. — Reflexiones. — El  re-  j 

cibimiento. — La  celda  en  la  cár- 
cel.— Demanda  de  desagravios.        45 


6  ÍNDICK 

Páginas. 

Cap.  xl.— Ofalia. —  El  juez.  — Cárcel  de  la 
Corte. — El  domingo  en  la  cárcel. 
Vestimenta  de  ios  ladrones. — 
Padre  e  hijo.  —  Un  comporta- 
miento característico. —  El  fran- 
cés.—  La  ración  carcelaria. —  El 
valle  de  las  sombras. — Castella- 
no puro. — Balseiro. — La  cueva. 
La  gloria  del  ladrón 63 

Cap.  xli. — María  Díaz. — Reproches  del  clero. 
Visita  de  Antonio. — Antonio  en 
funciones. — Una  escena. — Bene- 
dicto Mol. —  Su  peregrinación 
por  España. — Los  cuatro  Evan- 
gelios         85 

Cap.  XLn. — Salida  de  la  cárceL — Las  excusas. 
El  corazón  humano. — La  vuelta 
del  griego. — La  iglesia  romana. 
La  luz  de  la  escritura. — El  arzo- 
bispo de  Toledo. — Una  entrevis- 
ta.— Piedras  preciosas. — Una  re- 
solución.— El  lenguaje  extranje- 
ro.— Despedida  de  Benedicto. — 
La  caza  del  tesoro  en  Compos- 
tela. — Realidad  y  ficción 97 

Cap  .  xmi. — Villa  Seca. — Una  casa  morisca. — 
La  puchera. — Un  cónclave  de 
rústicos. —  Ceremoniosa  urbani- 
dad.—  La  flor  de  España. —  El 
puente  de  Azeca. — El  castillo  en 
ruinas. — Nos  echamos  al  campo. 
Demanda  de  Testamentos. —  El 
labrador  viejo. — El  cura  y  el  he- 
rrero.— La  baratura  de  los  Tes- 
tamentos         1 16 

Cap.  xliv. — Aranjuez.  —  Una  advertencia.  — 
Aventura  nocturna. — Nueva  ex- 


índice  7 

Páginas. 


pedición. — Segovia. — Abades. —  ' 

Curas  facciosos. — López,  en  la  j 

cárcel. — Liberación  de  López. . .       136  ' 

■j 

Cap.         xlv. — Regreso  a  España. — Sevilla. — Un 

perseguidor  encarnizado .  —  La  \ 

profetisa  manchega. —  El  sueño 

de  Antonio 1 50  | 

i 

Cap.        xlvi. — Se  reanuda  la  obra  de  propagan-  ! 

da. —  Aventura  en  Cobeña. —  El 
poder  del  clero. —  Autoridades  ) 

rurales. — Fuente  la  Higuera. — El  j 

contratiempo  de  Victoriano. — 
La  cárcel  del  pueblo. — La  cuer- 
da.—  Un  recado  de  Antonio. —  ' 
Antonio,  en  misa 157  I 

Cap.  XLvn. — Término  de  nuestros  trabajos  ru- 
rales.—  Alarma  del  clero. —  Una  \ 
nueva  tentativa. — Triunfo  en  Ma-  i 
drid. —  Duende  o  alguacil.  —  El  ' 
bastón  de  mando. — El  corregí-  i 
dor, — Una  explicación. — El  Papa  ! 
en  Inglaterra.— La  exposición  del 
Evangelio. — Obras  de  Lutero .. .       171 

Cap.      XLvni. — Proyecto  de  viaje. — Una  escena  I 

sangrienta. —  El  fraile. —  Sevilla. 
Bellezas  de  Sevilla. — Naranjos  y  * 

flores. — Murillo. — El  Ángel  de  la  j 

guarda. — Dionysius. — Mis  coad-  ¡ 

yuvantes. — Demanda  de  Biblias.       186  ! 

I 

Cap.        xlix. — La  casa  solitaria. — La  Dehesa. —  ; 

Juan  Crisóstomo. — Manuel. — La  1 

librería  en  Sevilla. —  Dionisio  y  ! 
los  curas.  —  Atenas  y  Roma. — 

Proselitismo. — Embargo  de  Tes-  , 

taraentos. — Salida  de  Sevilla ....  201 


8  índice 

Páglnai. 

Cap.  L. — Noche  en  el  Guadalquivir. —  La 
luz  del  Evangelio. —  Bonanza. — 
La  playa  de  Sanlúcar. — Panora- 
ma andaluz.  —  Historia  de  una 
caja. — Cosas  de  los  ingleses. — Los 
dos  gitanos. —  El  cochero.— El 
gorro  de  dormir  encamado. — El 
vapor. — El  idioma  cristiano 2i6 

Gü».  Ll. — Cádiz. —  Las  fortificaciones. —  El 
cónsul  general. —  Anécdota  ca- 
racterística.— Un  vapor  catalán. 
Trafalgar.  —  Alonso  Guzmán. — 
Gebel  Muza. — La  fragata  Orestes. 
El  león  hostil. — Las  obras  del 
Creador. — Un  lagarto  del  Peñón. 
El  gentío. — La  reina  de  los  ma- 
res.— Oración  por  mi  país 234 

Cap.  ui. — Un  hostelero  jovial. — Los  aspiran- 
tes a  la  gloria. — Un  retrato. — Los 
Hamales. — Una  excursión. — La- 
briego y  soldado. — Las  excava- 
ciones.— Un  tirón  de  la  ropa. — 
Judas  y  su  padre. —  Peregrina- 
ción de  Judas. —  La  barba  fron- 
dosa.— Los  falsos  moros. — Judas 
y  el  hijo  del  Rey. — Vejez  prema- 
tura         257 

Cap.  Lm. — Marineros  genoveses. — La  cueva 
de  San  Miguel. — Un  abismo  te- 
nebroso.— Un  joven  americano. 
El  propietario  de  esclavos. — El 
brujo. — Un  incrédulo 281 

Cap.  liv. — Otra  vez  a  bordo. — Un  rostro  sor- 
prendente.—  El  Haji. — Nos  da- 
mos a  la  vela. — Los  dos  judíos. — 
Un  barco  americano. — Tánger. — 
Adun  Oulem.  —  La  riña.  —  Lo 
prohibido 292 


ÍNDICE  9 

Páginai. 

Cap.  lv. — El  muelle.  —  Los  dos  moros.  —  1 

Djmah  de  Tánger. — La  casa  de 
Dios. — El  cónsul  británico. — Es-  i 

pectáculo  curioso. — La  casa  mo-  i 

ra. — ^Juana  Correa. — Ave  María. .       307  i 

Cap.  lvi. — El  Mahasni. — Sin  Samani. — El  Ba-  ' 

zar. —  Santos  muros. —  (Mira  la 

ayana! — La  higuera  chumba. —  ¡ 
Sepulturas  judías. — La  mansión 

de  los  esqueletos. — El  mozo  de  ' 

cuadra .  —  Los  caballos  de  los  j 

musulmanes. — Dcu-dwag 320  ! 

Cap.         lvii. — Un  trío  singular. — ^El  mulato. — La  J 

oferta  de  paz. — Moros  de  Grana-  <| 

da. —  Vive  la  Guadeloupel — Los  ; 

moros. — Pascual  Faba. — La  ar-  \ 

gelina  ciega. — La  retreta 338           ' 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


CAPÍTULO  XXXVl 


Estado  de  los  asuntos  en  Madrid. — Nuevo  Minis- 
terio.— El  obispo  de  Roma.— El  librero  de  To- 
ledo.— Las  espadas. — Las  casas  de  Toledo. — La 
gitana  abandonada. — Diligencias  mías  en  Ma- 
drid.—Otro  criado. 


Durante  mi  viaje  por  las  provincias  del 
Norte  de  España,  que  ocupó  una  parte  con- 
siderable del  año  1837  ^j  sólo  pude  reali- 
zar una  porción  muy  pequeña  de  lo  que  en 
un  principio  me  había  propuesto  hacer.  Los 
resultados  de  los  trabajos  del  hombre  son 
insignificantes  comparados  con  los  vastos 
designios  que  su  presunción  concibe;  sin 
embargo,  algo  se  había  conseguido  con  mi 
reciente  viaje.  El  Nuevo  Testamento  de  Cris- 
to se  vendía  ya  tranquilamente  en  las  prin- 
cipales ciudades  del  Norte,  y  contaba  con  el 
amigable  concurso  de  los  libreros  de  aque- 
llas partes,  especialmente  con  el  del  viejo 
Rey  Romero,  de  Compostela,  el  más  impor- 
tante de  todos.  Además,  había  yo  repartido 

*    Regresó  a  Madrid  el  30  de  octubre  (Knapp)» 


14  B  O  R  R  O  W 

con  mis  propias  manos  un  número  conside- 
rable de  Testamentos  entre  individuos  par- 
ticulares, todos  de  las  clases  bajas,  a  saber: 
muleteros,  carreteros,  contrabandistas^  etc.; 
de  suerte  que,  en  conjunto,  tenía  motivos 
bastantes  de  reconocimiento  y  gratitud. 

Encontré  nuestros  asuntos  en  Madrid  en 
situación  nada  próspera:  en  las  librerías  se 
habían  vendido  pocos  ejemplares.  ¿Qué  otra 
cosa  podía  esperarse  racionalmente  en  unos 
tiempos  como  los  qae  acababan  de  pasar? 
Don  Carlos  había  llegado  a  las  puertas  de  la 
capital  con  un  fuerte  ejército;  ante  la  ame- 
naza del  saqueo  y  de  la  degollina  inminen- 
tes, la  gente  se  preocupó  más  de  poner  en 
salvo  vidas  y  haciendas  que  de  leer  ninguna 
clase  de  libros. 

Pero  el  enemigo  ya  se  había  retirado  a 
sus  reductos  de  Álava  y  Guipúzcoa.  Tuve, 
pues,  esperanzas  de  que  amaneciesen  días 
mejores  y  de  que  la  obra,  bajo  mi  vigilan- 
cia, prosperaría,  por  la  gracia  de  Dios,  en  la 
capital  de  España.  El  lector  verá  a  continua- 
ción cuan  lejos  estuvieron  los  hechos  de  co- 
rresponder a  mis  deseos. 

Durante  mi  viaje  al  Norte  había  sobreve- 
nido un  cambio  total  en  el  Ministerio.  En 
lugar  del  partido  liberal,  arrojado  del  Gabi- 
nete, entró  el  partido  moderado;  por  desgra- 
cia para  mis  planes,  los  nuevos  ministros 
eran  personas  a  quienes  yo  no  conocía  y  so- 
bre quienes  mis  antiguos  amigos  Istúriz  y 


LA    BIBLIA     EN    ESPAÑA      15 

Gáliano  tenían  poca  o  ninguna  influencia.  A 
estos  señores  se  les  dejó  sistemáticamente 
aparte,  y  su  carrera  política  pareció  termi- 
nada para  siempre. 

Del  nuevo  Gobierno  poco  podía  yo  espe- 
rar: casi  todos  los  hombres  que  lo  formaban 
habían  sido  cortesanos  o  funcionarios  del 
difunto  rey  Fernando,  eran  partidarios  del 
absolutismo  y  no  estaban  en  modo  alguno 
dispuestos  a  hacer  o  permitir  cosas  que  pu- 
dieran enojar  a  la  Corte  de  Roma,  a  la  que 
ansiaban  tener  contenta,  esperando  inducir- 
la quizás  a  reconocer  a  la  niña  Isabel  II,  no 
como  reina  constitucional,  sino  como  reina 
absoluta. 

Ese  partido  se  mantuvo  en  el  poder  du- 
rante lo  restante  de  mi  residencia  en  Espa- 
ña, y  me  persiguió,  menos  por  odio  y  mal- 
dad que  por  política.  Sólo  a  la  terminación 
de  la  guerra  perdió  su  preponderancia  y 
cayó  con  su  protectora,  la  reina  madre,  ante 
la  dictadura  de  Espartero. 

El  primer  paso  que  di  después  de  mi  re- 
greso, tocante  a  la  difusión  de  las  Escritu- 
ras, fué  muy  atrevido.  Consistió  ni  más  ni 
menos  que  en  abrir  una  tienda  para  vender 
los  Testamentos.  La  tienda  estaba  en  una 
calle  importante  y  animada:  la  calle  del 
Príncipe,  inmediata  a  la  plaza  de  Cervantes. 
La  amueblé  muy  bien  con  armarios  de  vi- 
drieras y  cornucopias,  y  puse  al  frente  de 
ella  a  un  gallego  listo,  de  nombre  Pepe  Cal- 


i6  B  O  R  R  O  W 

zado,  que  todas  las  semanas  me  daba  cuenta 
fiel  de  los  ejemplares  vendidos. 

Al  día  siguiente  de  abrir  el  establecimien- 
to, estaba  yo  en  la  otra  acera  de  la  calle, 
apoyado  de  espaldas  en  la  pared,  cruzado  de 
brazos,  contemplando  la  tienda,   en  cuyos 
huecos  se  leía  en  grandes  letras  amarillas: 
Despacho  de  la  Sociedad  Bíblica  y  Extranje- 
ra,  y,  sumido  en  mi  contemplación,  pensa- 
ba:   «I Qué    inesperadas    mudanzas    trae   el 
tiempol  ¡Ocho  meses  he  pasado  de  aquí  para 
allá  en  esta  vieja  España,  tan  papista,  repar- 
tiendo Testamentos  como  agente  de  una  So- 
ciedad que  los  papistas  tienen  por  herética, 
y  no  me  han  lapidado  ni  quemado!  Ahora, 
en  la  capital  hago  lo  que  a  cualquiera  le  hu- 
biera parecido  causa  bastante  para  que  to- 
dos  los  difuntos   inquisidores  y  familiares 
enterrados  dentro  de  sus  muros  se  alzaran 
de  sus  tumbas  gritando:   «|Abominación!», 
y  nadie  se  mete  conmigo.  ¡Obispo  de  Roma! 
¡Obispo  de  Roma!  Ten  cuidado.  Pueden  ce- 
rrarme la  tienda;  pero  qué  signo  de  los  tiem- 
pos es  el  hecho  de  que  la  hayan  dejado  exis- 
tir un  solo  día.  Se  me  antoja,  padre  mío,  que 
los  días  de  tu  preponderancia  en  España  es- 
tán contados,  y  que  ya  no  te  consentirán  sa- 
quearla mucho  tiempo,  ni  mofarte  de  ella,  ni 
flagelarla  con  escorpiones,  como  en  épocas 
pasadas.  Veo  ya  la  mano  que  escribe  en  el 
muro  un:   ^¡Mene,  Mene^    Tekel^    Upharsin! 
Ten  cuidado,  Battischca,^ 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         17 

Dos  horas  permanecí  apoyado  en  la  pa- 
red, contemplando  la  tienda. 

Poco  tiempo  después  de  abrir  el  Despacho 
en  Madrid,  monté  de  nuevo  a  caballo,  y,  se- 
guido de  Antonio,  fui  a  Toledo  con  propó- 
sito de  difundir  las  Escrituras,  para  lo  cual 
envié  por  delante  con  un  arriero  un  carga- 
mento de  cien  ejemplares.  Sin  tardanza  bus- 
qué al  principal  librero  de  la  ciudad,  no  sin 
temor  de  encontrarme  con  un  carlista,  o,  al 
menos,  con  un  servil^  ya  que  en  Toledo 
abundan  tanto  los  canónigos,  curas  y  frailes 
exclaustrados.  Me  llevé  el  chasco  mayor  de 
mi  vida:  al  entrar  en  la  tienda,  espaciosa  y 
cómoda,  vi  a  un  hombre  atlético,  vestido  con 
una  especie  de  uniforme  de  caballería,  cala- 
do el  morrión  y  un  sable  inmenso  en  la 
mano.  Era  el  librero  en  persona,  oficial  de 
la  Guardia  nacional  de  caballería.  Al  saber 
quién  era  yo,  me  estrechó  cordialmente  la 
mano  y  dijo  que  con  el  mayor  placer  se  ha- 
ría cargo  de  los  libros  y  procuraría  difundir- 
los por  todos  los  medios  a  su  alcance. 

— ^No  incurrirá  usted  en  el  odio  del  clero 
si  hace  eso? 

— /C<2/ —respondió — .  ^  Quién  los  hace 
caso?  Yo  soy  rico,  y  mi  padre  también  lo 
fué.  No  dependo  de  ellos.  Ya  no  pueden 
odiarme  más  de  lo  que  me  odian,  porque  no 
oculto  mis  opiniones.  Ahora  mismo  acabo 
de  regresar  de  una  expedición  de  tres  días 
con  mis  compañeros  los  nacionales;  hemos 

T.  III  % 


i8  B  O  R  R  O  W 

estado  persiguiendo  a  los  facciosos  y  ladro- 
nes de  estos  contornos;  hemos  matado  a  tres 
y  traemos  varios  prisioneros.  ^Quién  hace 
caso  de  los  curas  pusilánimes?  Yo  soy  libe- 
ral, don  J-orgey  y  amigo  de  su  compatriota 
Flinter.  Le  he  ayudado  a  cazar  muchos  cu- 
ras guerrilleros  y  frailes  salteadores  que  an- 
daban en  la  facción.  He  oído  que  le  han 
nombrado  capitán  general  de  Toledo:  me 
alegro;  cuando  llegue  se  van  a  ver  aquí  co- 
sas buenas,  don  Joige.  Le  aseguro  a  usted 
que  al  clero  le  apretaremos  las  clavijas. 

Toledo  fué  antiguamente  capital  de  Espa- 
ña. Su  población  es  ahora  de  unas  quince 
mil  almas,  aunque  en  tiempo  de  los  roma- 
nos y  también  durante  la  Edad  Media  llegó, 
según  dicen,  a  doscientos  o  trescientos  mil 
habitantes.  Está  situado  a  unas  doce  leguas 
al  Oeste  de  Madrid,  y  se  alza  sobre  un  cerro 
de  granito  que  el  Tajo  rodea  en  todo  su  pe- 
rímetro, salvo  por  el  Norte.  Encierra  todavía 
muchos  edificios  notables,  a  pesar  de  que  se 
halla  en  decadencia  hace  mucho  tiempo.  Su 
catedral,  la  más  espléndida  de  España,  es 
Sede  del  Primado.  En  la  torre  de  esta  cate- 
dral se  encuentra  la  famosa  campana  de  To- 
ledo, la  mayor  del  mundo,  con  excepción  de 
la  monstruosa  campana  de  Moscou,  que 
también  he  visto.  Pesa  1-543  arrobas;  su  so- 
nido es  desagradable,  porque  está  rajada. 
Toledo  podía  jactarse  en  otro  tiempo  de  po- 
seer los  mejores  cuadros  de  España;  pero 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      19 

durante  la  guerra  de  la  Independencia  los 
franceses  robaron  o  destruyeron  muchos,  y 
todavía  más  se  han  sacado  por  orden  del 
Gobierno.  El  más  notable  de  todos,  acaso, 
aun  se  encuentra  allí:  aludo  al  que  represen- 
ta el  entierro  del  conde  de  Orgaz,  la  obra 
maestra  de  Domenico,  el  griego,  genio  ex- 
traordinario, algunas  de  cuyas  obras  poseen 
méritos  de  altísima  calidad.  El  cuadro  a  que 
me  refiero  está  en  la  pequeña  iglesia  parro- 
quial de  Santo  Tomé,  al  fondo  de  la  nave,  a 
la  izquierda  del  altar.  Si  pudiera  comprarse, 
creo  que  en  cinco  mil  libras  sería  barato. 

Entre  las  muchas  cosas  notables  que  se 
ofrecen  en  Toledo  a  la  curiosa  mirada  del 
observador,  se  halla  la  fábrica  de  armas,  don- 
de se  elaboran  espadas,  lanzas  y  otras  armas 
destinadas  al  Ejército,  con  excepción  de  las 
de  fuego,  traídas  del  extranjero  casi  todas. 

Es  bien  sabido  que  antiguamente  las  ho- 
jas de  Toledo  eran  muy  estimadas  y  se  ha- 
cía gran  comercio  de  ellas  en  toda  la  cris- 
tiandad. La  fábrica  actual  es  un  hermoso 
edificio  moderno,  situado  extramuros  de  la 
ciudad,  en  una  planicie  contigua  al  río,  con 
el  que  se  comunica  por  un  pequeño  canal. 
Dicen  que  el  buen  temple  de  las  espadas  se 
debe  principalmente  al  agua  y  a  la  arena  del 
Tajo.  Pregunté  a  varios  maestros  de  la  fábri- 
ca si  hoy  en  día  sabían  hacer  armas  tan  bue- 
nas como  las  antiguas  y  si  el  secreto  de  la 
fabricación  se  había  perdido. 


20  B  O  R  R  O  W 

— ¡Cal — me  respondieron — .  Las  espadas 
de  Toledo  no  han  sido  nunca  tan  buenas 
como  las  que  hacemos  ahora.  Es  muy  ri- 
dículo que  los  extranjeros  vengan  a  comprar 
aquí  espadas  viejas,  pura  morralla  casi  to- 
das, no  fabricadas  en  Toledo,  por  las  que  pa- 
gan grandes  sumas,  y,  en  cambio,  les  costa- 
ría trabajo  dar  dos  duros  por  esta  joya,  he- 
cha ayer  mismo. 

Al  decir  esto,  pusieron  en  mi  mano  una 
espada  del  tamaño  ordinario. 

— Su  merced — dijeron — parece  que  tiene 
buen  brazo;  pruebe  el  temple  de  esta  espa- 
da contra  ese  muro  de  piedra.  Tire  una  es- 
tocada a  fondo  y  no  tema. 

Tengo,  en  efecto,  un  brazo  vigoroso:  con 
toda  mi  fuerza  ataqué  de  punta  contra  el  só- 
lido granito;  la  violencia  del  golpe  fué  tal, 
que  el  brazo  se  me  quedó  insensible  hasta 
el  hombro  durante  una  semana,  pero  la  es- 
pada no  se  embotó  ni  sufrió  lo  más  mí- 
nimo. 

— Mejor  espada  que  ésta — dijo  un  obrero 
antiguo,  natural  de  Castilla  la  Vieja — no 
la  ha  habido  para  matar  moros  en  la  Sagra. 

Durante  mi  estancia  en  Toledo  me  alojé 
en  la  Posada  de  los  Caballeros,  nombre  muy 
merecido  en  cierto  modo,  porque  existen 
muchos  palacios  menos  suntuosos  que  esa 
posada.  Al  hablar  así,  no  vaya  a  suponerse 
que  me  refiero  al  lujo  del  mobiliario  o  a  la 
exquisitez  y  excelencia  de  su  cocina.  Las 


LÁ    BIBLIA    EN    lESPAÍ^A 


21 


habitaciones  estaban  tan  mal  provistas  como 
las  de  todas  las  posadas  españolas  en  gene- 
ral, y  la  comida,  aunque  buena  en  su  géne- 
ro, era  vulgar  y  casera;  pero  he  visto  pocos 
edificios  tan  imponentes.  Era  de  inmenso 
grandor,  compuesto  de  varios  pisos,  de  tra- 
za algo  semejante  a  la  de  las  casas  moras, 
con  un  patio  cuadrangular  en  el  centro  y  un 
aljibe  inmenso  debajo,  para  recoger  el  agua 
llovida.  Todas  las  casas  de  Toledo  tienen  al- 
jibes parecidos,  adonde,  en  la  estación  llu- 
viosa, van  a  parar  las  aguas  de  los  tejados 
por  unas  canales.  Esta  es  la  única  agua  que 
se  emplea  para  beber;  la  del  Tajo,  conside- 
rada como  insalubre,  sólo  se  usa  para  la  lim- 
pieza, y  la  suben  por  las  empinadas  y  an- 
gostas calles  en  cántaros  de  barro  a  'omo  de 
unos  pollinos.  Como  la  ciudad  está  en  una 
montaña  de  granito,  no  tiene  fuentes.  En 
cuanto  al  agua  llovida,  después  de  sedimen- 
tarse en  los  aljibes,  es  muy  gustosa  y  pota- 
ble; los  aljibes  se  limpian  dos  veces  al  año. 
Durante  el  verano,  muy  riguroso  en  esta 
parte  de  España,  las  familias  pasan  casi  todo 
el  día  en  los  patios,  cubiertos  con  un  toldo 
de  lienzo;  el  calor  de  la  atmósfera  se  templa 
por  la  frialdad  que  sube  de  los  aljibes,  que 
responden  al  mismo  propósito  que  las  fuen- 
tes en  las  provincias  meridionales  de  Es- 
paña. 

Estuve  próximamente  una  semana  en  To- 
ledo; en  ese  tiempo  se  vendieron  algunos 


22  B  O  R  R  O  W 

ejemplares  del  Testamento  en  la  tienda  de 
mi  amigo  el  librero.  Algunos  curas  tomaron 
el  libro  del  mostrador  donde  se  encontraba 
y  lo  examinaron,  pero  sin  decir  nada;  nin- 
guno lo  compró.  Mi  amigo  me  enseñó  su 
casa;  casi  todas  las  habitaciones  estaban  fo- 
rradas de  libros  desde  el  suelo  hasta  el  te- 
chOj  y  muchos  de  ellos  eran  de  gran  valor. 
Díjome  que  su  colección  de  libros  antiguos 
de  literatura  española  era  la  mejor  del  reino. 
Estaba,  empero,  menos  orgulloso  de  su  li- 
brería que  de  su  caballeriza;  y  como  advir- 
tiera que  yo  entendía  algo  de  caballos,  su 
estimación  y  su  respeto  hacia  mí  crecieron 
por  modo  considerable. 

— Todo  lo  que  tengo — decía — está  a  la 
disposición  de  usted;  veo  que  es  usted  un 
hombre  de  los  que  a  mí  me  gustan.  Cuando 
quiera  usted  dar  un  paseo  a  caballo  por  la 
Sagra^  no  tiene  usted  más  que  avisar  a  mi 
criado  y  le  ensillará  el  famoso  cordobés  en- 
tero que  compré  en  Aranjuez  al  deshacerse 
la  yeguada  real.  Sólo  a  otro  hombre  le  de- 
jaría yo  el  caballo,  y  ese  hombre  es  Flinter. 

En  Toledo  encontré  a  una  gitana  abando- 
nada, con  un  hijo  de  unos  catorce  años  de 
edad;  no  era  toledana;  había  ido  allí  desde 
la  Mancha  en  pos  de  su  marido,  preso  bajo 
la  inculpación  de  robo  de  caballerías;  el  de- 
lito se  le  probó,  y  de  allí  a  pocos  días  iba  a 
salir  para  Málaga  con  una  cadena  de  galeo- 
tes. El  preso  carecía  en  absoluto  de  dinero, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      23 

y  su  mujer  recorría  las  calles  de  Toledo  di- 
ciendo la  buenaventura  para  ganar  unos  po- 
cos cuartos  con  que  ayudar  al  marido  en  la 
cárcel.  Me  dijo  que  se  proponía  seguirle  a 
Málaga,  donde  esperaba  poder  proporcio- 
narle medios  de  fuga.  iQué  ejemplo  de  amor 
conyugal!  Por  añadidura,  el  amor  estaba 
todo  en  un  lado  solo  de  esa  pareja,  como 
ocurre  con  frecuencia.  Su  marido  era  un  tu- 
nante despreciable,  que  la  había  abandona- 
do marchándose  a  Madrid,  donde  vivió  en 
concubinato  con  Aurora,  criminal  notoria, 
por  cuyas  instigaciones  cometió  el  robo  que 
ahora  tenía  que  expiar. 

— Y  si  tu  marido  logra  escaparse  en  Ma- 
laga, ^adonde  va  a  ir? 

— Al  chim  de  los  Corahai^  hijo  mío;  a  la 
tierra  de  los  moros,  a  ser  soldado  del  rey 
moro. 

— ^Y  qué  va  a  ser  de  ti? — pregunté — . 
^Crees  que  te  llevará  consigo? 

^— Me  dejará  en  la  costa,  hijo  mío,  y  en 
cuanto  haya  cruzado  la  pavonee  ^  negra, 
me  olvidará,  no  pensará  más  en  mí. 

— ^Por  qué  te  tomas  tantos  trabajos  por 
él,  sabiendo  lo  ingrato  que  es? 

— ^No  soy  su  romi^  hijo  mío,  y  no  estoy 
obligada  por  la  ley  de  los  Calés  a  asistirle 
hasta  lo  último?  Si  al  cabo  de  cien  años  vol- 
viera de  la  tierra  de  los  Corahai  y  me  en- 

^    Pawnee,  Pañi:  agua. 


24  B  o  R  R  o  W 

contrase  viva,  y  me  dijese:  «Tengo  hambre, 
mujercita;  vé  a  robar  o  a  decir  bajh^  iría 
sin  falta,  porque  es  el  rom  y  yo  la  romi. 

Al  regresar  a  Madrid  encontré  abierto  to- 
davía el  despacho.  Se  habían  vendido  algu- 
nos Testamentos,  aunque  en  cantidad  nada 
considerable.  La  obra  luchaba  con  grandes 
inconvenientes  para  su  difusión,  por  la  ili- 
mitada ignorancia  de  la  gente  respecto  de 
su  tenor  y  contenido.  No  era,  pues,  maiavi- 
11a  que  despertase  poco  interés.  Para  llamar 
la  atención  del  público  sobre  el  despacho^ 
imprimí  tres  mil  carteles  en  papel  amarillo, 
azul  y  carmesí,  y  los  pegué  por  las  esquinas, 
y  además  inserté  en  los  periódicos  una  in- 
formación relativa  al  caso;  el  resultado  fué 
que  en  muy  poco  tiempo  apenas  hubo  al- 
guien en  Madrid  que  no  conociera  la  exis- 
tencia de  la  tienda  y  del  libro.  En  Londres 
y  París,  estas  diligencias  habrían  asegurado, 
probablemente,  la  venta  de  la  edición  entera 
del  Nuevo  Testamento  en  pocos  días.  En 
Madrid,  el  resultado  no  fué  tan  lisonjero;  al 
cabo  de  un  mes  de  estar  abierta  la  tienda, 
sólo  se  había  vendido  un  centenar  de  ejem- 
plares. 

Este  proceder  mío  no  podía  por  menos 
de  producir  gran  sensación:  los  curas  y  sus 
secuaces  rebosaban  de  enconada  furia,  que 
durante  cierto  tiempo  tuvieron  por  conve- 
niente manifestar  sólo  con  palabras;  estaban 
en  la  creencia  de  que  el  embajador  y  el  Go- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         25 

bierno  británicos  me  protegían;  pero  su  ma- 
lignidad hacía  temer  cualquier  ataque,  por 
atroz  que  fuese;  y  si  la  comparación  no  fuese 
inadecuada  a  mí,  gusano  el  más  insignifican- 
te de  la  Tierra,  diría  que,  como  Pablo  en 
Efeso,  estaba  luchando  con  fieras  salvajes. 

El  último  día  del  año  1 837,  mi  criado  An- 
tonio me  dijo  así: 

— Mon  maitre^  no  tengo  más  remedio  que 
dejarle  a  usted  por  una  temporada.  Desde 
que  volvimos  de  nuestro  viaje  estoy  descon- 
tento de  la  casa,  de  los  muebles  y  de  doña 
Mariquita.  Por  tanto,  me  he  ajustado  de  co- 
cinero en  casa  del  conde  de...,  donde  gana- 
ré al  mes  cuatro  duros  menos  de  lo  que  su 
merced  me  da.  Me  gusta  la  variedad,  aunque 
sea  para  perder.  Adieu^  mon  maítre;  deseo 
que  encuentre  usted  un  criado  tan  bueno 
como  se  le  merece.  Sin  embargo,  si  necesi- 
tara usted  alguna  vez  con  urgencia  de  mes 
soins,  llámeme  sin  vacilar,  y  en  el  acto  me 
despediré  de  mi  nuevo  amo,  si  todavía  es- 
toy con  él,  e  iré  a  buscarle  a  usted. 

Así  me  vi  privado  de  los  servicios  de  An- 
tonio por  cierto  tiempo.  Estuve  unos  cuan- 
tos días  sin  criado,  al  cabo  de  los  cuales 
ajusté  a  cierto  cántabro  o  vasco,  natural  de 
Hernani,  en  Guipúzcoa,  que  me  habían  re- 
comendado mucho. 


CAPITULO  XXXVII 


Euscarra. — El  vascuence  no  es  el  irlandés. — Dia- 
lectos del  sánscrito  y  del  tártaro. — Una  lengua 
de  vocales. — La  poesía  popular. — Los  bascos. — 
Sus  caracteres. — Las  mujeres  bascas. 


E 


Ntramos  ahora  en  el  año  1838,  acaso  el 


más  fecundo  en  acontecimientos  de 
cuantos  pasé  en  España.  El  despacho  con- 
tinuaba todavía  abierto,  con  ligero  incre- 
mento en  la  venta.  Como  tenía  entonces 
pocas  cosas  importantes  que  hacer,  di  a  la 
estampa  dos  obras,  en  cuya  preparación  lle- 
vaba trabajando  ya  algún  tiempo.  Estas 
obras  eran  las  traducciones  del  Evangelio  de 
San  Lucas  al  vascuence  y  al  caló. 

Poco  tengo  que  decir  respecto  de  la  tra- 
dución  del  Evangelio  al  gitano,  porque  ya 
he  hablado  de  esto  en  otra  obra  ^:  lo  tra- 
duje, así  como  la  mayor  parte  del  Nuevo 
Testamento,  durante  mi  dilatada  conviven- 
cia con  los  gitanos  españoles.  Respecto  al 
Lucas  en  vascuence,  no  estará  de  más  ha- 

í     The  Zincali, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         27 

blár  con  algún  detenimiento,  y  aprovechar 
la  ocasión  que  se  me  ofrece  para  decir  unas 
palabras  acerca  del  idioma  en  que  está  es- 
crito y  del  pueblo  a  quien  iba  destinado. 

El  Euscarra:  tal  es  el  nombre  peculiar  de 
un  habla  o  idioma  que  se  supone  prevale- 
ció por  toda  España  en  otro  tiempo,  pero 
confinado  ahora  a  ciertas  comarcas  de  am- 
bas vertientes  de  los  Pirineos,  bañadas  por 
las  aguas  del  golfo  de  Cantabria  o  bahía  de 
Vizcaya.  A  este  idioma  se  le  llama  común- 
mente el  basco  o  el  bizcaíno,  palabras  que 
son  meras  modificaciones  del  vocablo  Eus- 
carra, al  que  se  ha  antepuesto  la  consonan- 
te B  por  razón  de  eufonía.  Acerca  de  esta 
lengua  se  han  dicho  muchas  cosas  vagas, 
erróneas  o  hipotéticas.  Los  bascos  afirman 
que  no  sólo  fué  la  lengua  primitiva  de  Es- 
paña, sino  de  todo  el  mundo,  y  que  de  ella 
proceden  todas  las  demás;  pero  los  bascos 
son  gente  muy  ignorante  y  no  saben  nada 
de"  filosofía  del  lenguaje.  Por  tanto,  muy 
poca  importancia  se  puede  conceder  a  sus 
opiniones  sobre  el  asunto.  Algunos  de  ellos, 
sin  embargo,  que  se  jactan  de  poseer  cierta 
instrucción,  sostienen  que  el  basco  es  ni 
más  ni  menos  que  un  dialecto  del  fenicio, 
y  que  los  bascos  descienden  de  una  colonia 
fenicia  establecida  al  pie  de  los  Pirineos  en 
edad  remota.  De  esta  teoría,  o  más  bien 
conjetura,  no  apoyada  por  la  más  ligera 
prueba,  no  hay  para  qué  ocuparse  con  de- 


aS  B  O  E  R  O  W 

tención,  limitándonos  a  observar  que  si, 
como  muchos  verdaderos  sabios  lo  han  su- 
puesto y  casi  demostrado,  el  fenicio  es  un 
dialecto  del  hebreo  o  está  emparentado  es- 
trechamente con  él,  sería  tan  poco  razona- 
ble suponer  que  el  basco  se  deriva  del  feni- 
cio como  que  la  lengua  del  Kanschatka  o  el 
iroqués  son  dialectos  del  griego  y  del 
latín. 

Existe,  sin  embargo,  otra  opinión  con 
respecto  al  basco  que  merece  más  detenido 
examen,  por  la  circunstancia  de  hallarse 
muy  extendida  entre  los  literati  de  varios 
países  de  Europa,  muy  especialmente  en  In- 
glaterra. Aludo  al  origen  céltico  de  esta  len- 
gua, y  a  su  estrecha  conexión  con  el  más 
cultivado  de  todos  los  dialectos  celtas:  el  ir- 
landés. Gente  que  presume  de  conocer  bien 
el  asunto  ha  llegado  a  afirmar  que  existe  tan 
poca  diferencia  entre  las  lenguas  basca  e 
irlandesa,  que  los  individuos  de  ambas  na- 
ciones no  encuentran  dificultad  para  enten- 
derse entre  sí,  sin  otro  medio  de  comunica- 
ción que  sus  idiomas  respectivos;  en  una 
palabra,  que  apenas  si  hay  más  diferencia 
entre  el  irlandés  y  el  basco  que  entre  el  bas- 
co francés  y  el  basco  español.  Tal  semejan- 
za, por  mucho  que  se  haya  insistido  en  ella, 
no  existe  en  la  realidad;  quizás  en  toda  Eu- 
ropa sería  difícil  encontrar  dos  lenguas  con 
menos  puntos  de  semejanza  que  el  basco  y 
el  irlandés. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      29 

El  irlandés,  como  la  mayoría  de  los  de- 
más idiomas  europeos,  es  un  dialecto  del 
sánscrito,  idioma  remoto,  como  puede  su- 
ponerse; el  apartado  rincón  del  mundo  oc- 
cidental en  que  aquel  idioma  se  conserva  es 
el  más  distante  del  lugar  en  que  nació  el 
idioma  originario.  Mas  no  por  eso  deja  de 
ser  un  dialecto  de  aquella  venerable  y  pri- 
mitiva habla,  aunque  no  se  parezca  a  ella 
ciertamente  tanto  como  el  inglés,  el  danés  y 
las  lenguas  pertenecientes  a  la  llamada  fa- 
milia gótica,  y  mucho  menos  que  las  de  la 
esclavonia,  porque  a  medida  que  se  avanza 
hacia  el  Este,  la  asimilación  de  las  lenguas 
al  tronco  paterno  es  más  clara  y  percepti- 
ble; pero  dialecto  del  sánscrito,  repito,  con- 
cordes en  la  estructura,  en  la  disposición  de 
las  palabras,  y  en  muchos  casos  en  las  pa- 
labras mismas,  en  las  que,  a  pesar  de  sus 
modificaciones,  se  reconoce  todavía  los  vo- 
cablos sánscritos.  Pero  ,jqué  es  el  basco  y  a 
qué"  familia  pertenece? 

Todos  los  dialectos  hablados  actualmente 
en  Europa  proceden  de  dos  grandes  len- 
guas asiáticas,  que  si  ya  no  se  hablan,  exis- 
ten en  libros  y  son  además  las  lenguas  de 
dos  de  las  principales  religiones  de  Oriente. 
Aludo  al  tibetano  y  al  sánscrito,  las  lenguas 
sagradas  de  los  secuaces  de  Budha  y  de 
Bramah.  Estas  lenguas,  aunque  poseen  mu- 
chas voces  comunes,  lo  que  puede  explicar- 
se por  su  estrecha  proximidad,  son  real- 


3©  B  O  R  R  O  W 

mente  distintas,  dadas  las  grandes  diferen- 
cias de  su  estructura.  No  tengo  tiempo  ni 
deseo  de  explicar  aquí  en  qué  consisten 
esas  diferencias;  baste  decir  que  los  dialec- 
tos célticos,  góticos  y  esclavones  de  Euro- 
pa pertenecen  a  la  familia  sánscrita,  así 
como  en  el  Este  el  persa,  y  en  menor  grado 
el  árabe,  el  hebreo,  etc.  ^,  mientras  que  a 
la  familia  tibetana  o  tártara  pertenecen  en 
Asia  el  mandchú  y  el  mongol,  el  calmuco  y 
el  turco  del  mar  Caspio,  y  en  Europa  el  hún- 
garo y  el  basco  parcialmente. 

Esta  última  lengua  es,  en  verdad,  una  sin- 
gular anomalía;  tanto,  que  en  general  es  me- 
nos ditícil  decir  lo  que  no  es  que  lo  que  es. 
Abundan  en  ella  los  vocablos  del  sánscrito, 
y  cubren  su  superficie.  Sería  erróneo,  sin 
embargo,  considerar  esta  lengua  como  un 
dialecto  sánscrito,  porque  en  la  ordenación 
de  las  palabras  prepondera  decididamente 
la  forma  tártara.  También  se  encuentran  en 
el  basco  palabras  tártaras  en  cantidad  nota- 
ble, aunque  no  tantas  como  las  derivadas 
del  sánscrito.  De  estas  raíces  tártaras  me  li- 
mitaré al  presente  a  citar  una  sola,  aunque 
si  fuese  necesario  podría  aducirlas  a  cente- 

í  La  ciencia  lingüística  moderna  difiere  de  tal 
modo  de  estas  teorías,  que  sería  muy  difícil  rec- 
tificarlas en  una  nota  instructiva  y  no  demasiada- 
mente larga.  Lo  mejor  será  quizás  prescindir  de 
este  capítulo  completamente.  (Nota  de  la  edición 
Burke.) 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      31 

nares.  Esta  palabra  es  Jauna  o  Khauna^  de 
uso  constante  entre  los  bascos,  y  que  es  el 
Khayí  de  los  Mongoles  y  Mandchúes,  con  la 
misma  significación:  Señor. 

Después  de  estudiar  detenidamente  el 
asunto  en  todos  sus  aspectos  y  de  pesar  lo 
que  en  pro  y  en  contra  se  alega  de  cada 
lado,  me  inclino  a  incluir  el  basco  entre  los 
dialectos  tártaros  más  bien  que  entre  los 
del  sánscrito.  Todo  el  que  tenga  ocasión  de 
comparar  la  elocución  de  los  bascos  y  de 
los  tártaros,  llegará  con  sólo  eso,  aunque  no 
los  entienda,  a  la  conclusión  de  que  sus  len- 
guas respectivas  se  han  formado  con  arre- 
glo a  iguales  principios.  En  ambas  se  suce- 
den períodos  interminables  al  parecer,  du- 
rante los  que  la  voz  sube  gradualmente  y 
luego  desciende  del  mismo  modo. 

He  hablado  del  sorprendente  número  de 
vocablos  del  sánscrito  contenidos  en  la  len- 
gua basca,  de  los  que  se  encontrará  un  ejem- 
plo más  abajo.  Es  muy  de  notar  que  en  la 
mayor  parte  de  los  derivados  del  sánscrito, 
el  basco  ha  dejado  caer  la  consonante  ini- 
cial, de  suerte  que  la  palabra  comienza  por 
una  vocal. 

El  basco  puede,  en  verdad,  llamarse  una 
lengua  de  vocales,  porque  el  número  de 
consonantes  empleadas  es  relativamente 
corto;  acaso  de  cada  diez  palabras,  ocho  em- 
piezan y  terminan  por  vocal,  y  a  esto  se 
debe  que  el  basco  sea  una  lengua  extrema- 


32 


B  o  R  R  o  W 


damente  suave  y  melodiosa,  muy  superior 
en  este  respecto  a  cualquier  otro  idioma  de 
Europa,  sin  excluir  el  italiano.  Véanse  a 
continuación  algunos  ejemplos  de  palabras 
bascas  parangonadas  con  las  raíces  sán- 
critas. 


Basco. 

Sánscrito. 

Ardoa. 

Sandhana. 

Vino. 

Arratsa. 

Ratri. 

Noche. 

Beguia. 

Akshi, 

Ojo. 

Choria. 

Chiria. 

Pájaro. 

Chacurra. 

Cucura. 

Perro. 

Erreguiña. 

Rani. 

Reina. 

Ycusi. 

Iksha. 

Ver. 

Iru. 

Treya. 

Tres. 

Jan  (Khan). 

Khana. 

Comer. 

Uria. 

Puri. 

Ciudad. 

Urruti. 

Dura. 

Lejos. 

En  esta  lengua  publiqué  el  Evangelio  de 
San  Lucas,  en  Madrid.  Adquirí  la  traducción 
hecha  por  un  médico  basco  llamado  Otei- 
za  1.  Antes  de  enviarla  a  la  imprenta, 
guardé  la  traducción  en  mi  poder  cerca  de 
dos  años,  y  durante  ese  tiempo,  y  sobre 
todo  en  mis  viajes,  no  perdí  ocasión  de  so- 
meterla a  examen  de  las  personas  que  pa- 
saban por   entendidas  en  Euscarra.  No  me 


í  Evangelio  a  San  Lucasen  Guissan.  El  Evan- 
gelio según  San  Lucas.  Traducido  al  vascuence. 
Madrid.  Imprenta  de  la  Compañía  Tipográfi- 
ca, 1838. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      33 

satisfacía  por  completo  la  traducción,  pero 
inútilmente  busqué  otra  mejor. 

Había  yo  adquirido,  siendo  muchacho, 
algunas  ligeras  nociones  de  Euscarra,  tal 
como  se  usa  en  los  libros.  Esas  nociones 
las  aumenté  considerablemente  durante  mi 
residencia  en  España,  y  gracias  a  mis  re- 
laciones con  algunos  bascos  llegué  a  enten- 
der, hasta  cierto  punto,  su  idioma  hablado, 
y  aun  lo  hablé  yo  también,  pero  siempre 
con  gran  inseguridad;  porque  para  hablar  el 
vascuence,  siquiera  regularmente,  es  necesa- 
rio haber  vivido  en  el  país  desde  muy  niño. 
Tan  grandes  son  las  dificultades  que  pre- 
senta y  tanto  se  diferencia  de  las  demás  len- 
guas, que  es  muy  raro  encontrar  un  foraste- 
ro capaz  de  hablarlo  un  poco;  los  españoles 
consideran  tan  formidables  esos  obstáculos, 
que,  según  un  proverbio  suyo,  Satanás  vivió 
siete  años  en  Vizcaya,  y  tuvo  que  marchar- 
se porque  ni  podía  entender  a  los  vizcaínos 
ni  le  entendían. 

^i  Hay  muy  pocos  alicientes  para  el  estudio 
de  esta  lengua.  En  primer  lugar,  su  adqui- 
sición es  completamente  innecesaria,  aun 
para  los  que  residen  en  el  territorio  donde 
se  habla,  porque  la  generalidad  entiende  el 
español  en  las  provincias  bascas  pertene- 
cientes a  España,  y  el  francés  en  las  que 
pertenecen  a  Francia. 

En  segundo  lugar,  ninguno  de  sus  dia- 
lectos posee  una  literatura  propia  que  re- 

T.  III  3 


34  B  O  R  R  O  W 

compense  el  trabajo  de  aprenderlo.  Existen 
algunos  libros  en  basco  francés  y  en  basco 
español,  pero  son  exclusivamente  libros  de 
devoción  papista,  y  en  su  mayoría  traduc- 
ciones. 

Se  preguntará  quizás  al  llegar  aquí  si  los 
bascos  no  poseen  una  poesía  popular,  como 
casi  todas  las  naciones,  por  pequeñas  e  in- 
significantes que  sean.  No  están  faltos,  en 
verdad,  de  canciones,  baladas  y  coplas, 
pero  de  carácter  tal,  que  no  puede  lla- 
márseles poesía.  He  puesto  por  escrito,  al 
oírlas  recitar,  una  considerable  porción  de 
lo  que  llaman  su  poesía;  pero  el  único  ejem- 
plo de  versos  tolerables  que  encontré  es  la 
siguiente  copla,  que,  después  de  todo,  no 
merece  excesivos  elogios: 

Ichasoa  urac  aundi, 
Estu  ondoric  agueii — 
Pasaco  ninsaqueni  andic 
Maitea  icustea  gatic. 

que  significa:  Las  aguas  del  mar  son  vastas, 
e  invisible  su  seno,  pero  yo  las  cruzaré  para 
ir  al  encuentro  de  mi  amor. 

Los  bascos  son  un  pueblo  cantor  más  que 
poeta.  A  pesar  de  la  facilidad  que  su  idioma 
presenta  para  la  composición  de  versos,  no 
han  producido  nunca  un  poeta  con  la  más 
leve  pretensión  de  nombradía;  pero  tienen 
muy  buenas  voces  y  son  excelentes  en  la 
composición  musical.  En  opinión  de  cierto 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      35 

autor,  el  Abbé  d'Iharce  1,  que  ha  escrito 
acerca  de  ellos,  el  nombre  de  Cantabria  que 
los  romanos  les  dieron,  se  deriva  de  Khan- 
tor-ber^  que  significa  suaves  cantores.  Po- 
seen mucha  música  original,  alguna  extre- 
madamente antigua,  según  dicen.  De  esta 
música  se  han  publicado  algunos  trozos  en 
Donostian  (San  Sebastián),  en  el  año  1 826, 
editados  por  un  tal  Juan  Ignacio  Iztueta  2. 
Consisten  en  unas  marchas  rudas  y  emocio- 
nantes, a  cuyos  sones  créese  que  los  bascos 
antiguos  tenían  la  costumbre  de  bajar  de  sus 
montañas  para  pelear  con  los  romanos  y 
después  con  los  moros.  Al  escucharlas  llega 
uno  con  facilidad  a  creerse  en  presencia  de 
un  combate  encarnizado.  Oye  uno  las  reso- 
nantes cargas  de  la  caballería,  el  ludir  de 
las  espadas  y  el  rebote  de  los  cuerpos  por 
los  barrancos  abajo. 

Esta  música  va  acompañada  de  palabras, 
pero  qué  palabras.  ¡No  puede  imaginarse 
nada  más  estúpido,  más  trivial,  más  despro- 

^  A  nadie  que  haya  leído  la  obra  de  este  Abbé 
se  le  ocurrirá  citarlo  como  una  autoridad  se- 
ria. Se  titula  L'histoire  des  cantabres  par  I' Abbé 
d'Iharce  de  Bidassotut.  París,  1825.  Según  el  autor, 
el  vascuence  fué  la  lengua  de  los  primeros  hom- 
bres; Noah,  que  en  vascaence  significa  vino,  es  el 
recuerdo  etimológico  de  la  intemperancia  del  pa- 
triarca (Burkej, 

2  Euscaldun  anciña  anciñaco,  etc.  Donostian, 
1826,  Con  una  introducción  en  español  y  muchas 
canciones  bascas,  con  notación  musical. 


36  B  O  R  R  O  W 

visto  de  interésl  Lejos  de  ser  marcial,  la  le- 
tra refiere  incidentes  cotidianOvS,  sin  co- 
nexión alguna  con  la  música.  Las  palabras 
son  evidentemente  de  fecha  moderna. 

En  lo  físico,  los  bascos  son  de  estatura 
regular,  ágiles  y  atléticos.  En  general,  tienen 
bellas  facciones  y  hermosa  tez,  y  se  parecen 
no  poco  a  ciertas  tribus  tártaras  del  Cáu- 
caso.  Su  bravura  es  indiscutible,  y  pasan  por 
ser  los  mejores  soldados  con  que  cuenta  la 
corona  de  España:  hecho  que  en  gran  parte 
corrobora  la  suposición  de  que  son  de  ori- 
gen tártaro,  la  raza  más  belicosa  de  todas,  y 
la  que  ha  producido  los  más  famosos  con- 
quistadores. Son  los  bascos  gente  fiel  y  hon- 
rada, capaz  de  adhesión  desinteresada;  bon- 
dadosos y  hospitalarios  con  los  forasteros; 
puntos  todos  que  están  muy  lejos  de  diferir 
del  carácter  tártaro.  Pero  son  un  tanto  ler- 
dos, y  su  capacidad  no  es  ni  con  mucho  de 
primer  orden,  en  lo  cual  se  parecen  también 
a  los  tártaros. 

No  hay  en  la  tierra  pueblo  más  orgulloso 
que  los  bascos;  pero  el  suyo  es  una  especie 
de  orgullo  republicano.  Carecen  de  clase 
aristocrática;  ninguno  reconoce  a  otro  por 
superior.  El  carretero  más  pobre  tiene  tanto 
orgullo    como    el    gobernador    de  Tolosa. 

«Tiene  más  poder  que  yo,  pero  no  mejor 
sangre;  andando  el  tiempo,  acaso  sea  yo 
también  gobernador».  Aborrecen  el  servicio 
doméstico,  a  lo  menos  fuera  de  su  país  na- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      37 

tal,  y  aunque  las  circunstancias  les  obligan 
con  frecuencia  a  buscar  amo,  es  muy  raro 
que  ocupen  un  puesto  de  escaleras  abajo: 
son  mayordomos,  secretarios,  tenedores  de 
libros,  etc.  Cierto  que,  por  mi  buena  suerte, 
encontré  un  criado  basco,  pero  siempre  me 
trató  más  como  a  un  igual  que  como  a  un 
amo:  se  sentaba  delante  de  mí,  me  daba  su 
opinión  sin  pedírsela  y  entraba  eñ  conver- 
sación conmigo  en  todo  momento  y  oca- 
sión. Me  guardé  muy  bien  de  refrenarle, 
porque  entonces  se  hubiera  despedido,  y  en 
mi  vida  he  visto  una  criatura  más  fiel.  Su 
destino  fué  muy  triste,  como  se  verá  más 
adelante. 

Al  decir  que  los  bascos  aborrecen  la  ser- 
vidumbre, y  que  es  muy  raro  encontrarlos 
de  criados  con  los  españoles,  me  refiero 
sólo  a  los  varones;  las  hembras,  por  el  con- 
trario, no  oponen  reparos  a  entrar  de  cria- 
das. Los  bascos  no  miran,  ciertamente,  a 
las  mujeres  con  la  estimación  debida,  y  las 
consideran  aptas  para  poco  más  que  para 
llenar  empleos  bajos,  lo  mismo  que  en 
Oriente,  donde  se  las  considera  como  sier- 
vas  y  esclavas.  El  carácter  de  las  vasconga- 
das difiere  mucho  del  de  los  hombres.  Son 
muy  despiertas  y  agudas,  y  tienen,  en  gene- 
ral, más  talento.  Son  famosas  cocineras,  y 
en  casi  todas  las  casas  importantes  de  Ma- 
drid una  vizcaína  ejerce  el  supremo  empleo 
en  el  departamento  culinario. 


CAPÍTULO  XXXVIII 


La  prohibición. — El  Evangelio,  perseguido. — In- 
culpación de  brujería. — Ofalia. 


\  mediados  de  Enero,  mis  enemigos  me 
l\  dieron  una  carga,  prohibiéndome,  de 
modo  terminante,  en  virtud  de  orden  dicta- 
da por  el  gobernador  de  Madrid,  que  siguie- 
ra vendiendo  Testamentos.  No  me  cogió  de 
susto  la  medida,  porque  desde  algún  tiem- 
po antes  esperaba  yo  algo  parecido,  en  ra- 
zón de  las  ideas  políticas  profesadas  por  los 
ministros.  Fui,  sin  dilación,  a  visitar  a  Sir 
George  Villiers,  informándole  de  lo  sucedi- 
do. Me  prometió  hacer  cuanto  pudiese  para 
obtener  la  revocación  de  la  orden.  Por  des- 
gracia, no  tenía  entonces  gran  influencia, 
porque  se  había  opuesto  con  todas  sus  fuer- 
zas al  advenimiento  del  Ministerio  modera- 
do, y  al  nombramiento  de  Ofalia  para  la  pre- 
sidencia del  Gabinete.  Sin  embargo,  no  perdí 
ni  un  momento  la  confianza  en  el  Todopo- 
deroso, en  cuyo  servicio  estaba  yo  ocupado. 
Antes  de  ese  tropiezo  las  cosas  marcha- 
ban muy  bien.  La  demanda  de  Testamentos 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         39 

aumentaba  por  modo  considerable;  tanto, 
que  el  clero  se  alarmó,  y  ese  paso  fué  la  con- 
secuencia. Pero  habían  primero  intentado 
dar  otro,  muy  propio  suyo:  pretendieron  do- 
minarme por  el  miedo.  Uno  de  los  rufianes 
de  Madrid,  llamados  Manolos^  me  salió  al 
paso  una  noche  en  una  calle  obscura,  y  me 
dijo  que  si  continuaba  vendiendo  mis  «libros 
judíos»,  me  «enhebraría  un  cuchillo  en  el  co- 
razón»; yo  le  contesté  que  se  fuese  a  su  casa, 
rezase  unas  oraciones,  y  dijera  a  los  que  le 
enviaban  que  me  daban  mucha  lástima;  con 
lo  cual  se  fué,  soltando  un  juramento.  Pocos 
días  más  tarde  recibí  orden  de  enviar  dos 
ejemplares  del  Testamento  a  las  oficinas  del 
gobernador,  y  así  lo  hice;  menos  de  veinti- 
cuatro horas  después  llegó  un  alguacil  a  la 
tienda,  y  me  notificó  la  prohibición  de  se- 
guir vendiendo  la  obra. 

Una  circunstancia  me  regocijó.  Por  raro 
que  parezca,  las  autoridades  no  tomaron 
mqdida  alguna  para  cerrarme  el  despacho^  y 
la  prohibición  sólo  se  refería  a  la  venta  del 
Nuevo  Testamento;  como  faltaba  poco  para 
que  el  Evangelio  de  San  Lucas,  en  caló  y  en 
vascuence,  estuviese  listo  para  la  venta,  es- 
peré sostener  las  cosas,  aunque  en  menor  es- 
cala, hasta  que  vinieran  mejores  tiempos. 

Me  aconsejaron  que  borrase  del  escapara- 
te de  la  tienda  las  palabras  «Despacho  de  la 
Sociedad  Bíblica  británica  y  extranjera».  Me 
negué  a  ello.  El  letrero  había  llamado  mu- 


40  B  O  R  R  O  W 

cho  la  atención,  como  yo  me  proponía.  Si 
hubiera  intentado  llevar  este  asunto  bajo 
cuerda,  apenas  habría  llegado  a  vender  en 
Madrid,  hasta  la  fecha  de  que  voy  hablando, 
treinta  ejemplares,  en  lugar  de  casi  trescien- 
tos que  tenía  vendidos.  Quien  no  me  conoz- 
ca se  inclinará  a  llamarme  temerario;  pero 
estoy  muy  lejos  de  serlo,  y  nunca  adopto 
un  camino  aventurado  mientras  me  quede 
abierto  alguno  que  no  lo  sea.  Sin  embargo, 
yo  no  soy  hombre  que  se  asuste  del  peli- 
gro, cuando  veo  que  no  hay  más  remedio 
que  arrostrarlo  para  conseguir  un  propó- 
sito. 

Los  libreros  se  negaban  a  vender  mi  libro; 
me  vi  compelido  a  establecer  por  mi  cuenta 
una  tienda.  En  Madrid  cada  tienda  tiene  su 
nombre.  ¿Cuál  podía  yo  dar  a  la  mía,  sino  el 
verdadero?  No  me  avergonzaba  de  mi  causa 
ni  de  mi  bandera.  La  enarbolé,  y  luché  a  su 
sombra,  no  sin  buen  éxito. 

Entretanto,  el  partido  clerical  en  Madrid 
no  perdonaba  esfuerzo  para  difamarme.  En 
una  publicación  suya,  llamada  El  amigo  de 
la  religión  cfistiana^  apareció  un  ataque  es- 
túpido, pero  furioso,  contra  mí,  al  cual  traté 
con  el  desprecio  merecido.  No  satisfechos 
con  eso,  intentaron  concitar  al  pueblo  en 
contra  mía,  diciendo  que  yo  era  brujo,  com- 
pañero de  gitanos  y  hechiceras;  y  así  me 
llamaban  sus  agentes  cuando  me  encontra- 
ban en  la  calle.  No  tengo  por  qué  negar  que 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      41 

yo  era  amigo  de  gitanos  y  de  adivinos.  ^Iba 
a  avergonzarme  de  su  compañía,  cuando  mi 
Maestro  se  trataba  con  publícanos  y  ladro- 
nes? Con  frecuencia  recibía  visitas  de  gita- 
nos: los  adoctrinaba,  y  les  leía  trozos  del 
Evangelio  en  su  propia  lengua;  cuando  esta- 
ban hambrientos  y  extenuados  les  daba  de 
comer  y  de  beber.  Esto  pudo  tenerse  por 
brujería  en  España,  pero  abrigo  la  espe- 
ranza de  que  en  Inglaterra  lo  apreciarán  de 
otro  modo;  y  si  hubiese  yo  perecido  por 
entonces,  creo  que  no  hubiera  faltado  al- 
guien dispuesto  a  reconocer  que  mi  vida  no 
había  sido  por  completo  inútil  (siempre 
como  instrumento  del  Altísimo),  ya  que  lo- 
gré traducir  uno  de  los  más  valiosos  libros 
de  Dios  a  la  lengua  de  sus  criaturas  más 
degradadas . 

Entré  en  negociaciones  con  el  Gobierno 
para  obtener  el  permiso  de  vender  en  Ma- 
drid el  Nuevo  Testamento,  y  anular  la  pro- 
hibición. Encontré  oposición  muy  grande, 
que  no  pude  vencer.  Varios  obispos  ultra- 
papistas,  residentes  por  entonces  en  Madrid, 
habían  denunciado  la  Biblia,  a  la  Sociedad 
Bíblica  y  a  mí.  Pero  no  obstante  sus  concer- 
tados y  poderosos  esfuerzos,  no  pudieron  con- 
seguir su  propósito  principal,  o  sea  mi  ex- 
pulsión de  Madrid  y  de  España.  El  conde 
Ofalia,  aunque  toleró  ser  instrumento,  hasta 
cierto  punto,  de  aquellas  gentes,  no  dejó 
que  le  empujaran  tan  lejos.  No  encuentro 


42  B  o  R  R  o  W 

palabras  bastante  enérgicas  para  hacer  justi- 
cia ai  celo  y  al  interés  que  en  todo  este 
asunto  desplegó  Sir  Jorge  Villiers  en  pro  de 
la  causa  del  Testamento.  Celebró  varias  en- 
trevistas con  Ofalia  sobre  esta  cuestión,  y  en 
ellas  le  significó  su  juicio  acerca  de  la  injus- 
ticia y  tiranía  con  que  en  aquel  caso  había 
sido  tratado  su  compatriota. 

Tales  quejas  hicieron  impresión  en  Ofa- 
lia, y  más  de  una  vez  prometió  hacer  cuanto 
pudiese  para  complacer  a  3ir  Jorge;  pero 
luego  los  obispos  le  asediaban,  y,  poniendo 
en  juego  sus  temores  políticos,  ya  que  no 
los  religiosos,  le  impedían  proceder  en  el 
asunto  con  justicia  y  honradez.  Por  indica- 
cación  de  Sir  Jorge  Villiers,  tracé  una  breve 
memoria  explicando  lo  que  es  la  Sociedad 
Bíblica  y  sus  propósitos,  en  especial  los  to- 
cantes a  España;  Sir  Jorge  entregó  personal- 
mente esa  memoria  al  conde.  No  cansaré  al 
lector  insertándola  aquí,  contentándome  con 
observar  que  no  intenté  adular  ni  halagar, 
y  me  expresé  con  franqueza  y  honradez, 
como  debe  hacer  un  cristiano.  Ofalia,  al  leer 
mi  escrito,  exclamó:  «¡Lástima  que  esta  So- 
ciedad sea  protestante,  y  que  no  sean  cató- 
licos todos  sus  miembrosl» 

Pocos  días  después  me  envió  un  recado 
con  un  amigo,  pidiéndome,  cosa  que  me 
asombró,  un  ejemplar  del  Evangelio  en  gi- 
tano. Permítaseme  decir  aquí  que  la  fama  de 
este  libro,  aunque  no  publicado   todavía,  se 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      43 

había  esparcido  por  Madrid  como  fuego  por 
reguero  de  pólvora,  y  todo  el  mundo  ansia- 
ba tener  un  ejemplar;  varios  grandes  de  Es- 
paña me  enviaron  recado  con  la  misma  pre- 
tensión, pero  no  les  atendí.  Al  instante  re- 
solví aprovechar  la  coyuntura  que  me  ofre- 
cía el  conde  de  Ofalia  y  me  dispuse  a  visi- 
tarle en  persona.  Mandé  encuadernar  lujo- 
samente un  ejemplar  del  Evangelio,  y,  enca- 
minándome a  Palacio,  obtuve  audiencia  en 
el  acto.  Era  un  hombre  diminuto,  mustio, 
entre  los  cincuenta  y  los  sesenta  años  de 
edad,  con  dientes  y  pelo  postizos,  pero  de 
muy  corteses  maneras.  Me  recibió  con  gran 
afabilidad  y  me  dio  las  gracias  por  el  rega- 
lo; pero  cuando  le  hablé  del  Nuevo  Testa- 
mento, me  dijo  que  el  asunto  estaba  rodea- 
do de  dificultades,  y  que  la  gran  masa  del 
clero  se  había  puesto  en  mi  contra;  me  ex- 
hortó a  que  tuviera  paciencia  y  calma,  y  en 
tal  caso  dijo  que  trataría  de  buscar  el  modo 
de  complacerme.  Entre  otras  cosas,  me  dijo 
que  los  obispos  odiaban  a  un  sectario  más 
que  a  un  ateo.  Contesté  que,  como  los  an- 
tiguos fariseos,  se  cuidaban  más  del  oro  del 
templo  que  del  templo  mismo.  Durante  to- 
da la  entrevista  dio  evidentes  señales  de  un 
gran  temor,  y  continuamente  miraba  detrás 
y  alrededor  de  sí,  como  si  temiera  que  al- 
guien le  escuchase;  esto  me  hizo  recordar  el 
dicho  de  un  amigo,  según  el  cual,  si  hay 
algo  de  verdad  en  la  metempsícosis,  el  alma 


44 


B  O  R  R  O  W 


del  conde  de  Ofalia  debió  de  pertenecer  ori- 
ginariamente a  uñ  ratón.  Nos  separamos  en 
muy  amistosos  términos,  y  me  fui  maravi- 
llado del  extraño  azar  que  ha  hecho  de  un 
pobre  hombre  como  éste  el  primer  minis- 
tro de  un  país  como  España. 


CAPÍTULO  XXXIX 


Los  dos  Evangelios. — El  alguacil. — La  orden  de 
prisión. — María  la  buena. — El  arresto. — Me  en- 
vían a  la  cárcel. — Reflexiones. — El  recibimien- 
to.— La  celda  en  la  cárcel. — Demanda  de  des- 
agravios. 


AL  cabo,  la  traducción  del  Evangelio  de 
San  Lucas  al  gitano  estuvo  lista.  Depo- 
sité cierto  número  de  ejemplares  en  el  des- 
pacho y  anuncié  su  venta.  El  Evangelio  en 
vascuence,  impreso  también  por  entonces, 
fué  igualmente  anunciado.  Hubo  poca  de- 
manda de  esta  obra.  No  así  del  San  Lucas  en 
gitano,  y  con  facilidad  hubiera  podido  ven- 
der toda  la  edición  en  menos  de  quince  días. 
Sin  embargo,  mucho  antes  de  transcurrir 
este  plazo  el  clero   se  puso  sobre  las  armas. 

«jBrujeríaU — dijo  un  obispo. 

«Aquí  hay  más  de  lo  que  a  primera  vista 
parece» — exclamó  el  segundo. 

«Va  a  convertir  a  toda  España  valiéndose 
del  lenguaje  gitano» — gritó  un  tercero. 

Y  luego  surgió  el  coro  habitual  en  esos 
casos: 

«/  Qué  infamia!  ¡  Qué  picardía! » 


46  B  O  R  R  O  W 

Al  fin,  después  de  andar  en  bureo  entre- 
sí,  corrieron  a  su  instrumento  el  corregidor ^\ 
o  jefe  político^  como  se  le  llama  ahora,  de' 
Madrid.  He  olvidado  el  nombre  de  este  per- ! 
sonaje,  a  quien  no  conocí  personalmente.  ^ 
Juzgando  por  sus  acciones  y  por  lo  que  sej 
decía  de  él,  puedo  asegurar  que  era  una^ 
criatura  estúpida,  testarudo,  y  además  gro-j 
sero,  un  wélange  de  borrico^  muía  y  lobo.! 
Como  profesaba  inveterada  antipatía  a  to-] 
dos  los  extranjeros,  prestó  oídos  benévolos' 
a  la  queja  de  mis  acusadores,  y  sin  tardanzai 
dio  orden  de  secuestrar  todos  los  ejempla- 
res del  Evangelio  en  gitano  que  hubiese  ea| 
el  despacho  ^.  La  consecuencia  fué  que  un 
nutrido  cuerpo  de  alguaciles  dirigió  sus  pa-* 
sos  a  la  calle  del  Príncipe,  y  se  apoderaron^ 
de  unos  treinta  ejemplares  del  libro  perse-i 
guido  y  de  otros  tantos  del  San  Lucas  eai 
vascuence.  Con  tales  despojos,  los  satélitesi 
volvieron  en  triunfo  a  la  jefatura  política^ 
donde  se  repartieron  entre  sí  los  ejemplares^ 
del  Evangelio  en  gitano,  vendiéndolos  des-j 
pues  casi  todos  a  buen  precio,  porque  el  li-i 
bro  era  muy  buscado,  y  así  se  convirtieroi 
sin  quererlo  en  agentes  de  una  Sociedad  he- 
rética. Pero  cada  cual  debe  vivir  de  su  tra- 
bajo— dice  esa  gente — y  no  pierde  ocasiói 
de  hacer  buenas  sus  palabras,  vendiendo  1( 

1     El  14  de  enero  de  1838  el  jefe  político,  doi 
Francisco  de  Gamboa,  ordenó  el  secuestro. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         47 

mejor  que  puede  cualquier  botín  que  cae  en 
sus  manos. 

Como  nadie  se  ocupaba  del  Evangelio  en 
vascuence,  fué  guardado  sin  tropiezo,  con 
otras  capturas  invendibles,  en  los  almacenes 
de  la  jefatura. 

Ya  estaban  secuestrados  los  Evangelios  en 
gitano,  al  menos  los  que  tenía  en  el  despa- 
cho expuestos  para  la  venta.  Pero  el  corregi- 
dor y  sus  amigos  pensaron  que  aun  podía 
conseguirse  mucho  más  mediante  una  pe- 
queña combinación.  Todos  los  días  se  pre- 
sentaban en  la  tienda  algunos  ganchos  de  la 
policía,  bajo  disfraces  diferentes,  pregun- 
tando con  gran  interés  por  los  «libros  gita- 
nos» y  ofreciendo  pagar  los  ejemplares  a 
buen  precio.  Pero  se  fueron  con  las  manos 
vacías.  Mi  gallego  estaba  sobre  aviso,  y  a 
todo  el  que  preguntaba  le  decía  que  por  el 
momento  no  se  vendían  libros  de  ninguna 
clase  en  el  establecimiento.  Y  así  era  la  ver- 
dad, .pues  le  había  dado  orden  de  no  vender 
más,  bajo  ningún  pretexto. 

A  pesar  de  mi  conducta  franca,  no  me  cre- 
yeron. El  corregidor  y  sus  aliados  no  podían 
convencerse  de  que,  bajo  cuerda,  y  por  me- 
dios misteriosos,  no  vendía  yo  diariamente 
cientos  de  aquellos  libros  gitanos  que  iban 
a  revolucionar  el  país  y  a  destruir  el  poder 
del  obispo  de  Roma.  Trazaron,  pues,  un 
plan,  mediante  el  cual  esperaban  colocarme 
en  tal  situación,   que  no  pudiese  en   algún 


48  B  O  R  R  O  W 

tiempo  trabajar  activamente  en  la  difusión 
de  las  Escrituras,  ya  estuviesen  en  gitano  o 
en  otro  idioma  cualquiera. 

El  1°  de  mayo  (1838),  por  la  mañana,  si 
no  recuerdo  mal,  un  individuo  desconocido 
se  presentó  en  mi  cuarto  cuando  me  dispo- 
nía a  tomar  el  desayuno.  Era  un  tipo  de  in- 
noble catadura,  de  mediana  talla,  con  todos 
los  estigmas  de  la  picardía  en  el  semblante. 
La  huéspeda  le  introdujo  en  mi  aposento  y 
se  retiró.  No  me  agradó  la  llegada  del  visitan- 
te; pero,  afectando  cortesía,  le  rogué  que  se^ 
sentara  y  le  pregunté  el  objeto  de  su  visita.^ 

— Vengo  de  parte  de  su  excelencia  el  jefe  : 
político  de  Madrid — respondió— y  mi  obje-  i 
to  es  decirle  a  usted  que  su  excelencia  co-  ! 
noce  perfectamente  sus  manejos,  y  cuando 
quiera  puede  demostrar  que  sigue  usted 
vendiendo  en  secreto  los  malditos  libros  : 
cuya  venta  se  le  ha  prohibido  a  usted.  i 

— <iDe  verdad? Pues  que  lo  haga  sin  tardan-  i 
za.  i^Qué  necesidad  tiene  de  avisarme?  ' 

— Puede  que  crea  usted — continuó  el  ¡ 
hombre — que  su  señoría  no  tiene  testigos;  , 
pues  los  tiene,  sépalo  usted,  y  muchos,  y  ! 
muy  respetables  además.  j 

— No  lo  dudo — repliqué—.  Dada  la  apa- ! 
riencia  respetable  de  usted,  será  usted  uno  I 
de  ellos  Pero  me  está  usted  haciendo  per-  i 
der  tiempo;  márchese,  pues,  y  diga  a  quien  , 
le  haya  enviado  que  no  tengo  una  idea  muy  ! 
alta  de  su  talento. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  49 

— Me  iré  cuando  quiera — replicó  el  otro. 
— ^Sabe  usted  con  quién  está  hablando? 
¿Sabe  usted  que  si  me  parece  conveniente 
puedo  registrarle  a  usted  el  cuarto,  hasta 
debajo  de  la  cama?  ¿Qué  tenemos  aquí? 
— continuó;  y  empezó  a  hurgar  con  el  bas- 
tón un  rimero  de  papeles  que  había  encima 
de  una  silla — .  ¿Qué  tenemos  aquí?  ¿Son  tam- 
bién papeles  de  los  gitanos? 

En  el  acto  resolví  no  tolerar  por  más  tiem- 
po su  proceder,  y,  agarrando  al  hombre  por 
un  brazo,  le  saqué  del  cuarto,  y  sin  soltarle 
le  conduje  escaleras  abajo  desde  el  tercer 
piso,  en  que  yo  vivía,  hasta  la  calle,  mirán- 
dole fijamente  a  la  cara  durante  todo  el 
tiempo. 

El  individuo  se  había  dejado  el  sombrero 
encima  de  la  mesa,  y  se  lo  envié  con  la  pa- 
trona,  que  se  lo  entregó  en  propia  mano 
cuando  aun  se  estaba  en  la  calle  el  hombre 
mirando  con  ojos  pasmados  a  mi  balcón. 

— Le  han  tendido  a  usted  una  trampa^ 
don  yo? ge — dijo  María  Díaz  cuando  subió  de 
la  calle — .'S.sq corchete  no  traía  más  intención 
que  lade  provocarle  a  usted. De  cada  palabra 
que  usted  le  ha  dicho  hará  un  mundo,  como 
acostumbra  esa  gente;  al  darle  el  sombrero 
ha  dicho  que  antes  de  veinticuatro  horas  ha- 
brá usted  visto  por  dentro  la  cárcel  de 
Madrid. 

En  efecto,  en  el  curso  de  la  mañana  supe 
que  se  había  dictado   contra  mí  orden  de 

T.  III  4 


50  B  O  R  R  O  W 

arresto  K  La  perspectiva  de  un  encarcela- 
miento no  me  atemorizó  gran  cosa;  las  aven- 
turas de  mi  vida  y  mis  inveterados  hábitos 
de  vagabundo  me  habían   ya  familiarizado 
con   situaciones   de  todo   género,   hasta   el 
punto  de   encontrarme  tan   a  gusto  en   una 
prisión  como  en  las  doradas  salas  de  un  pa- 
lacio, y  aún   más,   porque  en  aquel  lugar  I 
siempre   puedo   aumentar   mi  provisión   de 
informaciones  útiles,  mientras  que  en  el  úl- 
timo el  aburrimiento  se  apodera   de  mí  con  ! 
frecuencia.  Había  yo,  además,   pensado   al-  ' 
gún  tiempo  atrás  hacer  una  visita  a  la  car-  i 
cel,  en  parte  con  la  esperanza  de  poder  de-  [ 
cir  algunas  palabras  de  instrucción  cristiana  | 
a  los  criminales,  y  en   parte  con  la  mira  de  | 
hacer  ciertas  investigaciones  acerca  del  len- 
guaje de  los  ladrones  en  España,  asunto  que  ; 
había  excitado  en  gran   manera  mi   curiosi-  i 
dad;   y  hasta  hice   algunas   gestiones   para  ' 
conseguir  que  me  dejasen  entrar  en  la  Cdr-  J 
cel  de  la  Corte^  pero   encontré  el  asunto  ro-  ' 
deado  de  dificultades,   como  hubiese   dicho 
mi  amigo  Ofalia.  Casi  me  alegré,  pues,  de  la  ; 
oportunidad  que   iba  a  presentárseme  para  ' 
ingresar  en  la  cárcel,   no  en  calidad  de  visi-  ; 

1  Por  el  gobernador  don  Diego  de  Entena,  | 
sucesor  de  Gamboa.  La  prisión  se  decretaba:  i.°,  ■ 
por  insultos  al  alguacil;  2.°,  por  repartir  un  libro 
impreso  en  Gibraltar.  Era  el  Lucas  en  gitano  (sin  \ 
licencia  de  impresión),  pero  que  todos  sabían  im-  ; 
preso  en  Madrid  (Knapp).  \ 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  51 

tante,  sino  como  mártir,  como  víctima  de 
mi  celo  por  la  santa  causa  de  la  religión. 

Resolví,  sin  embargo,  chasquear  a  mis 
enemigos  por  aquel  día  cuando  menos,  y 
burlar  la  amenaza  del  alguacil  de  que  me 
prenderían  antes  de  veinticuatro  horas.  Con 
este  propósito  me  instalé  para  lo  restante 
del  día  en  una  famosa  fonda  francesa  de  la 
calle  del  Caballero  de  Gracia  ^  que,  por 
ser  uno  de  los  lugares  más  concurridos  y 
más  elegantes  de  Madrid,  pensé,  natural- 
mente, que  sería  el  último  adonde  al  corre- 
gidor se  le  ocurriría  buscarme. 

A  eso  de  las  diez  de  la  noche,  María  Díaz, 
a  quien  yo  había  dicho  el  lugar  de  mi  refu- 
gio, llegó  acompañada  de  su  hijo,  Juan 
López. 

—  Oh^  señor  — dijo  María  al  verme — ,  ya 
están  buscándole  a  usted;  el  alcalde  del  ba- 
rrio^ con  una  gran  comitiva  de  alguaciles  y 
gente  así,  acaba  de  presentarse  en  casa  con 
la  or.den  de  arrestarle  a  usted,  dictada  por 
el  corregidor.  Han  registrado  toda  la  casa,  y 
al  no  encontrarle  se  han  enfadado  mucho. 
|Ay  de  mí!  ^Qué  va  a  ocurrir  si  le  encuen- 
tran? 

— No  tema  usted  nada,  buena  María — dije 
yo — .  Se  le  olvida  a  usted  que  soy  inglés; 
también  se  le  olvida  al  corregidor.  Préndame 
cuando  quiera,  esté  usted  segura  de  que  se 

*     En  la  fonda  de  Genicys  (Knapp). 


52  B  o  R  R  o  W 

daría  por  muy  contento  dejándome  escapar. 
Por  ahora,  sin  embargo,  le  permitiremos  se- 
guir su  camino;  parece  que  se  ha  vuelto 
loco. 

Dormí  en  la  fonda,  y  en  la  mañana  del 
día  siguiente  acudí  a  la  embajada,  donde  ; 
tuve  una  entrevista  con  sir  Jorge,  a  quien  re- 
ferí detalladamente  el  suceso.  Díjome  que  le 
costaba  trabajo  creer  que  el  corregidor  abri- 
gase intenciones  serias   de  prenderme:   en 
primer  lugar,  porque  yo  no  había  cometido 
delito  alguno;  y  en  segundo,  porque  yo  no  i 
estaba  bajo  la  jurisdicción  de  aquel  funcio- 
nario, sino  bajo  la  del  capitán  general,  único  ; 
que  tenía  atribuciones  para  resolver  en  asun-  , 
tos  tocantes  a  los  extranjeros,  y  ante  quien  \ 
debía  yo  comparecer  acompañado  del  con-  ' 
sul  de  mi  país. 

— Sin  embargo  — añadió — ,  no  se  sabe  j 
hasta  dónde  son  capaces  de  llegar  los  jaques  I 
que  ocupan  el  poder.  Por  tanto,  si  tiene  us-  j 
ted  algún  temor,  le  aconsejo  que  permanez- 
ca unos  días  en  la  embajada  como  huésped  ¡ 
mío,  y  aquí  estará  usted  completamente  a 
salvo.  \ 

Le  aseguré  que  no  tenía  miedo  alguno, 
porque  estaba  ya  muy  acostumbrado  a  se-  i 
mejantes  aventuras.  Desde  la  habitación  de  | 
sir  Jorge  me  dirigí  a  la  del  primer  secreta-  \ 
rio,  Mr.  Southern,  con  quien  entré  en  con-  \ 
versación.  Apenas  llevaba  allí  un  minuto, 
cuando  Francisco,  mi  criado,  irrumpió  en  el  \ 


LÁ    BIBLIA    EN     ESPAÑA         S3 

cuarto  casi  sin  aliento  y  agitadísimo,  excla- 
mando en  vascuence: 

— Niri  jauna^  los  alguaciloac  y  los  corche- 
toac  y  los  demás  lapurrac  están  otra  vez  en 
casa.  Parecen  medio  locos;  y  como  no  le 
pueden  encontrar  a  usted,  están  registrando 
los  papeles,  en  la  creencia,  supongo  yo,  de 
que  está  usted  escondido  entre  ellos. 

Míster  Southern  nos  interrumpió,  pregun- 
tando lo  que  aquello  significaba.  Se  lo  con- 
té, y  añadí  que  me  proponía  volver  en  el 
acto  a  mi  casa. 

— Pero  entonces  esos  hombres  acaso  le 
arresten  a  usted  — dijo  Mr.  Southern —  an- 
tes de  que  podamos  intervenir  nosotros. 

— Tengo  que  afrontar  ese  riesgo  — repli- 
qué, y  un  momento  después  me  fui. 

Pero,  antrs  de  llegar  a  la  mitad  de  la  calle 
de  Alcalá,  dos  individuos  vinieron  a  mí,  y, 
diciéndome  que  era  su  prisionero,  me  man- 
daron seguirlos  a  la  oficina  del  corregidor. 

Eran  dos  alguaciles,  quienes,  sospechando 
que  podría  entrar  en  la  embajada  o  salir 
de  ella,  estaban  en  acecho  por  las  inmedia- 
ciones. 

Rápidamente  me  volví  a  Francisco  y  le 
dije  en  vascuence  que  íuese  otra  vez  a  la  em- 
bajada y  contase  al  secretario  lo  que  acaba- 
ba de  suceder.  El  pobre  muchacho  salió 
como  una  exhalación,  no  sin  volver  a  medias 
el  cuerpo  de  vez  en  cuando  para  amenazar 
con  el  puño  y  cubrir  de  improperios  en  vas- 


54  B  O  R  R  O  W 

cuence  a  los  dos  lapurrac^  como  llamaba  a 
los  alguaciles. 

Lleváronme  a  la  jefatura,  donde  está  el 
despacho  del  corregidor ^  y  me  introdujeron 
en  una  vasta  pieza,  invitándome  con  el  gesto 
a  tomar  asiento  en  un  banco  de  madera. 
Luego  se  me  puso  uno  a  cada  lado.  Aparte 
de  nosotros,  había  en  la  habitación  unas 
veinte  personas  lo  menos;  con  toda  seguri- 
dad, empleados  de  la  casa,  a  juzgar  por  su 
aspecto.  Iban  todos  bien  vestidos,  a  la  moda 
francesa  en  su  mayoría;  y,  sin  embargo,  har- 
to se  notaba  lo  que  en  realidad  eran:  algua- 
ciles^ espías  y  soplones.  Si  Gil  Blas  hubiera 
despertado  de  su  sueño  de  dos  siglos,  los 
hubiese  reconocido  sin  dificultad,  a  pesar  de 
la  diferencia  de  trajes.  Lanzábanme  ojeadas 
al  pasar,  según  recorrían  la  habitación  de 
arriba  a  abajo;  luego  se  reunieron  en  un 
corro  y  empezaron  a  cuchichear.  Le  oí  decir 
a  uno  de  ellos: 

— Entiende  los  siete  dialectos  del  gitano. 

Entonces,  otro,  andaluz  sin  género  de 
duda,  a  juzgar  por  el  habla,  dijo: 

— Es  muy  diestro;  monta  a  caballo  y  tira  el 
cuchillo  tan  bien  como  si  fuera  de  mi  tierra. 

Al  oírlo,  se  volvieron  todos  y  me  miraron 
con  interés,  mezclado,  evidentemente,  de 
respeto,  como  de  seguro  no  lo  hubieran  sen- 
tido si  hubiesen  pensado  que  yo  era  tan  sólo 
un  hombre  de  bien  que  daba  testimonio  en 
la  causa  de  la  justicia. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         55 

Esperé  pacientemente  en  el  banco  una 
hora  lo  menos,  creyendo  que  me  llamarían 
de  un  momento  a  otro  a  presencia  del  señor 
corregidor.  Pero  me  figuro  que  no  debieron 
de  juzgarme  digno  de  ver  a  tan  eminente 
personaje,  porque  al  cabo  de  ese  tiempo  un 
hombre  de  edad  provecta  — perteneciente, 
empero,  al  género  alguacil —  entró  en  el 
aposento  y  avanzó  derechamente  hacia  mí. 

— Levántese — dijo. 

Obedecí. 

— ^Cómo  es  su  nombre? — preguntó. 

Se  lo  dije. 

— Entonces  — replicó  mostrando  un  pa- 
pel que  tenía  en  la  mano — ,  señor^  su  exce- 
lencia el  corregidor  manda  que  le  llevemos 
a  usted  a  la  cárcel  sin  tardanza. 

Me  miraba  fijamente  al  hablar,  quizás  con 
la  esperanza  de  verme  caer  al  suelo  al  oír  el 
formidable  nombre  de  cárcel;  sin  embargo, 
me  limité  a  sonreír.  Entonces  entregó  el  pa- 
pel, que  supongo  sería  la  orden  de  encarce- 
lamiento, a  uno  de  mis  dos  apresadores,  y, 
obediente  a  la  seña  que  me  hicieron,  eché  a 
andar  tras  ellos. 

Supe  más  adelante  que  tan  pronto  como 
sir  Jorge  tuvo  noticia  de  mi  arresto  envió  al 
secretario  de  la  legación,  Mr.  Southern,  a  vi- 
sitar al  corregidor,  y  estuvo  haciendo  ante- 
sala la  mayor  parte  del  tiempo  que  yo  per- 
manecí en  la  jefatura.  Al  pedir  audiencia  al 
corregidor  se  proponía  darle  sus  quejas  y  se- 


56  B  O  R  R  O  W 

ñalarle  los  peligros  a  que  se  exponía  con  el  ¡i 
paso  temerario  que  acababa  de  dar.  El  co- 
rregidor, muy  terco,  se  negó  a  recibirle, 
pensando  quizás  que  avenirse  a  razones  re- 
dundaría en  menoscabo  de  su  dignidad;  pero 
su  conducta  me  favoreció  por  modo  efica- 
císimo, porque  después  de  tal  ejemplo  de 
gratuita  insolencia  nadie  puso  en  duda  la  in- 
justicia y  el  atropello  de  que  me  había  he- 
cho víctima. 

Los  alguacils  me  llevaron  por  la  Plaza 
Mayor  a  la  Cárcel  de  la  Corte,  que  así  se 
llama.  Al  cruzar  la  plaza  recordé  que,  en  los 
buenos  tiempos  pasados,  la  Inquisición  de 
España  acostumbraba  a  celebrar  allí  sus  so 
lemnes  autos  de  fe-,  y  eché  una  mirada  a  los 
balcones  de  la  Casa  de  la  Villa,  desde  donde 
presenció  el  último  rey  de  la  dinastía  aus- 
triaca  el  auto  más  solemne  que  se  recuerda, 
y,  después  de  ver  quemar  por  grupos  de 
cuatro  o  de  cinco  unos  treinta  herejes,  hom- 
bres y  mujeres,  se  enjugó  el  rostro,  sudoro- 
so por  el  calor  y  ennegrecido  por  el  humo, 
y  tranquilamente  preguntó:  «^A^í?  hay  más?>; 
ejemplar  prueba  de  paciencia  muy  aplaudi- 
da por  sus  curas  y  confesores,  que,  andando 
el  tiempo,  le  envenenaron. 

— Y  aquí  estoy  yo  — iba  yo  pensando — , 
que  he  hecho  en  contra  del  papismo  más  que 
todos  los  pobres  cristianos  martirizados  en 
esta  maldita  plaza,  enviado  simplemente  a  la 
cárcel,  de  la  que  estoy  seguro  de  salir  den- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA  57 

tro  de  pocos  días  con  buena  opinión  y  aplau- 
so. ¡Papa  de  Romal  Creo  que  sigues  siendo 
tan  maligno  como  siempre;  pero  de  tan  es- 
caso poder,  que  da  lástima.  Te  estás  que- 
dando paralítico,  Baiuschca^  y  tu  cayado  se 
ha  convertido  en  una  muleta. 

Llegamos  a  la  cárcel,  sita  en  una  calle  es- 
trecha, no  lejos  de  la  Plaza  Mayor.  Entramos 
en  un  pasadizo  obscuro,  a  cuyo  extremo  ha- 
bía una  verja.  Llamaron  mis  conductores,  y 
un  rostro  feroz  se  dejó  ver  a  través  de  la 
verja;  hubo  un  cambio  de  palabras,  y  a  los 
pocos  momentos  me  encontré  dentro  de  la 
cárcel  de  Madrid,  en  una  especie  de  corre- 
dor abierto  a  considerable  altura  sobre  un 
patio,  de  donde  subía  fuerte  rumor  de  voces 
y,  en  ocasiones,  gritos  y  clamores  salvajes. 
En  el  corredor,  que  servía  como  de  oficina, 
había  varias  personas,  una  de  ellas  sentada 
detrás  de  un  pupitre;  hacia  ella  fueron  los 
alguacils^  y,  después  de  hablar  un  rato  en 
voz  baja,  pusieron  en  sus  manos  la  orden 
de  arresto.  La  leyó  con  atención,  y,  levan- 
tándose después,  se  me  acercó.  ¡Qué  tipo! 
Tendría  unos  cuarenta  años,  y  su  estatura 
hubiera  sido  de  unos  seis  pies  y  dos  pulga- 
das a  no  ir  encorvado  en  forma  que  parecía 
una  ese.  Era  más  delgado  que  un  hilo;  diría- 
se que  un  soplo  de  aire  bastaba  para  llevár- 
selo. Su  rostro  hubiera  sido  hermoso  sin  tan 
portentosa  y  extraordinaria  delgadez.  Tenía 
la  nariz  aguileña;  los  dientes  blancos  como 


58  B  O  E  R  O  W 

el  marfil;  negros  los  ojos  — ¡oh,  qué  negru- 
ra!— ,  de  muy  extraña  expresión;  atezada  'a 
piel,  y  el  pelo  de  la  cabeza  como  las  plumas 
del  cuervo.  Sus  facciones  dilatábanse  de 
continuo  por  una  sonrisa  protunda  y  tran- 
quila, que  con  toda  su  tranquilidad  era  una 
sonrisa  cruel,  muy  propia  del  semblante 
de  un  Nerón.  <üMais  en  revanche  personne 
n * étoit  plus  ho nnete. » 

—  Caballero — dijo  — ,  permítame  usted 
que  me  presente  yo  mismo:  soy  el  alcaide 
de  esta  cárcel.  Veo  por  este  papel  que  du- 
rante cierto  tiempo,  muy  corto,  sin  duda, 
tendré  el  honor  de  que  me  haga  compañía 
bajo  este  techo;  espero  que  desechará  us- 
ted de  su  ánimo  todo  temor.  Me  encargan 
que  le  trate  a  usted  con  todo  el  respeto  de- 
bido a  la  ilustre  nación  a  que  pertenece  y  a 
que  tiene  derecho  un  caballero  de  tan  eleva- 
da condición.  La  verdad  es  que  el  encargo 
está  de  más,  pues  por  mi  propio  impulso 
hubiera  tenido  yo  gran  placer  en  colmarle 
de  atenciones  y  comodidades.  Caballero^ 
debe  usted  considerarse  aquí  más  como 
huésped  que  como  preso.  Puede  usted  co- 
rrer toda  la  casa  a  su  antojo.  Aquí  encontra- 
rá usted  cosas  no  del  todo  indignas  de  la 
atención  de  un  espíritu  reflexivo.  Le  ruego 
que  disponga  de  los  llaveros  y  empleados 
como  de  sus  criados  propios.  Ahora  voy  a 
tener  el  honor  de  llevarle  a  su  habitación,  la 
única  que  hay  vacía.  La  reservamos  siempre 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPÁÍÍÁ 


5© 


para  caballeros  distinguidos.  De  nuevo  me 
congratulo  de  que  las  órdenes  recibidas 
coincidan  con  mi  inclinación  personal.  No  se 
le  pondrá  a  usted  cuenta  ninguna,  aunque  el 
alquiler  diario  de  ese  cuarto  llega  a  veces  a 
una  onza  de  oro.  Le  ruego,  pues,  que  me 
siga,  caballero,  y  me  considere  en  todos 
tiempos  y  ocasiones  como  su  afectísimo  y 
obediente  servidor. 

Al  decir  esto,  se  quitó  el  sombrero  y  me 
hizo  una  profunda  reverencia. 

Tal  fué  el  discurso  del  alcaide  de  la  cár- 
cel de  Madrid,  discurso  pronunciado  en  puro 
y  sonoro  castellano,  con  mucho  reposo,  gra- 
vedad y  casi  dignidad;  discurso  que  hubie- 
ra hecho  honor  a  un  magnate  de  ilustre 
cuna,  a  monsieur  Bassompierre  recibiendo 
en  la  Bastilla  a  un  príncipe  italiano,  o  al  go- 
bernador de  la  Torre  de  Londres  recibiendo 
a  un  duque  inglés  acusado  de  alta  traición. 
Pues  bien:  ^quién  era  este  alcaide}  Uno  de 
los  mayores  tunantes  de  España.  Un  indivi- 
duo que  más  de  una  vez,  por  su  rapacidad 
y  avaricia,  y  por  mermar  las  miserables  ra- 
ciones de  los  presos,  había  provocado  insu- 
rrecciones en  el  patio,  sofocadas  en  sangre 
con  aj'uda  de  la  fuerza  militar;  un  tipo  de 
baja  extracción,  que  cinco  años  antes  era 
tambor  en  una  partida  de  voluntarios  realis- 
tas. Pero  España  es  el  país  de  los  caracteres 
extraordinarios. 

Seguí  al  alcaide  hasta  el  final  del  corre- 


6o  BORROW  I 

dor,  donde  había  una  verja  muy  espesa,  y  a 
cada  lado  de  ella  estaba  sentado  un  llavero, 
tipos  de  horrenda  catadura.  Se  abrió  la  ver- 
ja, y,  volviendo  a  la  derecha,  seguimos  por 
otro  corredor,  donde  había  mucha  gente 
paseándose:  presos  políticos,  según  supe 
más  tarde.  Al  final  del  corredor,  que  abar- 
caba toda  la  longitud  del  patio^  entramos 
en  otro;  la  primer  habitación  que  encontra- 
mos era  la  que  me  habían  destinado.  El  apo- 
sento, espacioso  y  alto  de  techo,  estaba  en 
absoluto  desprovisto  de  muebles,  con  excep-  j 
ción  de  una  cuba  de  madera,  destinada  a  i 
contener  mi  ración  diaria  de  agua.  '^ 

—  Caballero — dijo  el  alcaide — ,  como  us-  ■\ 
ted  ve,  el  cuarto  está  desamueblado.  Ya  son  ! 
las  tres  de  la  tarde\  por  tanto,  le  aconsejo  a  i 
usted  que,  sin  descuidarse,  envíe  a  buscar  \ 
a  su  posada  una  cama  y  las  demás  cosas  que  \ 
pueda  necesitar;  el  llavero  le  hará  a  usted  la  ; 
cama.  Caballero^  adiós,  hasta  otra  vista.  j 

Seguí  su  consejo,  y  escribí  con  lápiz  una  j 
nota  a  María  Díaz,  enviándosela  por  el  lla- 
vero; hecho  esto,  me  senté  en  la  cuba,  y  caí  j 
en  una  especie  de  ensueño  que  me  duró  mu-  \ 
cho  tiempo. 

Al  cerrar  la  noche  llegó  María  Díaz,  acom-  ) 
panada  de  dos  mozos  de  cordel  y  de  Fran-  i 
cisco,  todos  cargados.  Encendieron  una  lám-  ' 
para,  echaron  lumbre  en  el  brasero,  y  la  : 
melancolía  de  la  cárcel  se  disipó  hasta  cierto  i 
punto. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         6i 

Cuando  tuve  silla  donde  sentarme,  me  le- 
vanté de  la  cuba  y  me  puse  a  despachar  al- 
gunos manjares  que  mi  buena  patrona  no 
se  había  olvidado  de  traerme.  De  pronto, 
Mr.  Southern  entró.  Se  echó  a  reír  de  buena 
gana  al  verme  ocupado  en  la  forma  que  he 
dicho. 

— Borrow — me  dijo — ,  es  usted  hombre 
muy  a  propósito  para  correr  mundo,  por- 
que todo  lo  toma  usted  con  frialdad  y  como 
la  cosa  más  natural.  Pero  lo  que  más  me 
sorprende  en  usted  es  el  gran  número  de 
amigos  que  tiene;  no  le  falta  a  usted  en  la 
cárcel  gente  que  se  afane  por  su  bienestar. 
Hasta  su  criado  es  amigo  de  usted,  en  lugar 
de  ser,  como  en  general  ocurre,  su  peor 
enemigo.  Ese  vascongado  es  una  criatura 
muy  noble.  No  olvidaré  nunca  cómo  habló 
de  usted  cuando  llegó  corriendo  a  la  Emba- 
jada a  llevar  la  noticia  de  su  arresto.  Tanto 
a  sir  Jorge  como  a  mí,  nos  interesó  mucho; 
si  alguna  vez  desea  usted  separarse  de  él, 
avíseme,  para  tomarlo  a  mi  servicio.  Pero 
hablemos  de  otra  cosa. 

Entonces  me  contó  que  sir  Jorge  había  ya 
enviado  a  Ofalia  una  nota  oficial  pidiendo 
reparaciones  por  el  caprichoso  ultraje  co- 
metido en  la  persona  de  un  subdito  británico. 

— Estará  usted  en  la  cárcel  esta  noche  — 
dijo — ;  pero  tenga  la  seguridad  de  que  ma- 
ñana, si  lo  desea,  puede  salir  de  aquí  en 
triunfo. 


62  B  o  R  R  o  W 

— De  ningrún  modo  lo  deseo — repliqué — . 
Me  han  metido  en  la  cárcel  por  hacer  su  ca- 
pricho, y  yo  me  propongo  permanecer  en 
ella  por  hacer  el  mío. 

— Si  el  tedio  de  la  cárcel  no  puede  más 
que  usted — dijo  Mr.  Southern — ,  creo  que 
esa  resolución  es  la  más  conveniente;  el  Go- 
bierno se  ha  comprometido  de  mala  manera 
en  este  asunto,  y,  hablando  con  franqueza, 
no  lo  sentimos,  ni  mucho  menos.  Esos  se- 
ñores nos  han  tratado  más  de  una  vez  con 
excesiva  desconsideración,  y  ahora  se  nos  i 
presenta,  si  continúa  usted  firme,  una  exce-  : 
lente  oportunidad  de  humillar  su  insolencia.  ] 
Voy  al  instante  a  decir  a  sir  Jorge  la  resolu-  [ 
ción  de  usted,  y  maña.na  temprano  tendrá 
usted  noticias  nuestras.  ;i 

Con  esto  se  despidió  de  mí;  me  acosté,  y  < 
no  tardé  en  dormirme  en  la  cárcel  de  Ma-  > 
drid. 


CAPÍTULO  XL 


Ofalia. — El  juez. — Cárcel  de  la  Corte. — El  domin- 
go en  la  cárcel. — Vestimenta  de  los  ladrones. — 
Padre  e  hijo. — Un  comportamiento  característi- 
co — El  francés. — La  ración  carcelaria. — El  va- 
lle de  las  sombras. — Castellano  puro. — Balseiro. 
La  cueva. — La  gloria  del  ladrón. 


Ofalia  comprendió  en  seguida  que  la  pri- 
sión de  un  subdito  británico,  hecha  en  for- 
ma tan  ilegal,  traería  probablemente  conse- 
cuencias graves.  Si  él  en  persona  animó  al 
corregidor  en  su  conducta  respecto  de  mí, 
es  cosa  imposible  de  decidir;  probablemen- 
te, no  lo  hizo;  pero  el  corregidor  era  un  fun- 
cionario de  su  elección,  y  de  sus  actos  eran 
hasta  cierto  punto  responsables  Ofalia  y 
todo  el  Gobierno.  Sii  Jorge  había  presenta- 
do ya  una  protesta  muy  enérgica,  y  había 
llegado  a  decir  en  una  nota  oficial  que  de- 
sistiría de  toda  ulterior  comunicación  con  el 
Gobierno  español  mientras  no  se  me  dieran 
las  reparaciones  amplias  y  completas  a  que 
tenía  derecho  por  el  atropello  sufrido.  Ofa- 
lia respondió  que  iban  a  adoptarse  inmedia- 


64  B  O  R  R  O  W  f, 

tamente  las  disposiciones  necesarias  para  mi  ] 
excarcelación,  y  que  mía  sería  la  culpa  si  j 
después  continuaba  preso.  Sin  dilación  or-  \ 
denó  a  un  Juez  de  la  primera  instancia  que  . 
fuese  a  tomarme  declaración  y  me  soltara,  \ 
amonestándome  para  que  fuese  más  pruden-  i 
te  en  lo  sucesivo.  Pero  mis  amigos  de  la  Em-  i 
bajada  me  habían  aconsejado  lo  que  debía 
hacer  en  aquel  caso.  Por  consiguiente,  cuan-  \ 
do  el  juez^  en  la  segunda  noche  de  mi  en-  ¡ 
carcelamiento,  se  presentó  en  la  prisión  y  i 
me  llamó  a  su  presencia,  acudí,  en  efecto;  • 
pero  al  querer  interrogarme^  me  negué  en  '• 
redondo  a  contestar.  ' 

— No  tiene  usted  derecho  para  interrogar-  ; 
me — le  dije — .  No  quiero  faltar  al  respeto  i 
debido  al  Gobierno  y  a  usted,  caballero  juez'  ] 
pero  me  han  encarcelado  ilegalmente.  Ud; 
jurista  tan  competente  como  usted  no  pue- 
de ignorar  que,  conforme  a  las  leyes  espa- 
ñolas, yo,  por  ser  extranjero,  no  puedo  ser 
llevado  a  la  cárcel  bajo  la  inculpación  que 
se  me  ha  hecho,  sin  comparecer  previamen- 
te ante  el  capitán  general  de  esta  real  ciu- 
dad, cuyo  deber  es  proteger  a  los  extranje- 
ros y  ver  si  no  se  han  infringido  en  sus  per- 
sonas las  leyes  de  la  hospitalidad. 

Juez. — Vaya,  vaya,  Don  Jorge^  ya  veo* 
adonde  quiere  ir  a  parar;  pero  sea  usted  ra-»^ 
zonable:  no  le  hablo  como  juez^  sino  como 
un  amigo  que  desea  su  bien  y  que  siente 
profunda  reverencia  por  la  nación  británica. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         65 

Todo  este  asunto  es  baladí;  no  niego  que  el 
jefe  político  ha  procedido  con  alguna  ligere- 
za por  informes  de  una  persona  quizás  no 
muy  digna  de  crédito;  pero  no  se  le  han 
causado  a  usted  graves  daños,  y  a  una  per- 
sona de  mundo  como  usted  una  aventurilla 
de  este  género  más  le  sirve  de  diversión  que 
de  otra  cosa.  Sea  usted  razonable,  olvide  lo 
ocurrido;  ya  sabe  que  lo  propio  de  un  cris- 
tiano, y  además  su  deber,  es  perdonar.  Le 
aconsejo,  Don  Jorge,  que  saiga  de  la  cárcel 
al  momento;  me  atrevo  a  decir  que  ya  está 
usted  cansado  de  ella.  En  este  momento  es 
usted  libre  de  marcharse;  vayase  al  punto  a 
su  casa,  y  yo  le  prometo  a  usted  que  a  na- 
die se  le  permitirá  ir  a  molestarle  en  lo  su- 
cesivo. Ya  va  siendo  tarde,  y  las  puertas  de 
la  cárcel  se  cerrarán  dentro  de  poco.  /  Vamos ^ 
Don  Jorge ^  a  la  casa^  a  la  posada! 

Yo. — Pero  Pablo  les  dijo:  «Nos  han  azota- 
do públicamente  sin  oírnos  en  juicio,  siendo 
romanos,  y  nos  han  arrojado  en  la  cárcel. 
^Y  ahora  salen  con  soltarnos  en  secreto?  No 
ha  de  ser  así;  sino  que  han  de  venir  y  sol- 
tarnos ellos  mismos»  ^. 

Luego  le  hice  una  reverencia  al  juez,  que 
se  encogió  de  hombros  y  tomó  un  polvo  de 
tabaco.  Al  salir  del  aposento  me  volví  al  ¿7/- 
caide^  que  estaba  de  pie  en  la  puerta,  y  le 
dije: 

^     Hechos  de  los  Apóstoles,  XVI,  37. 

T.  III  s 


66  B  O  R  R  O  W 

— Sepa  usted  que  no  saldré  de  esta  cárcel 
hasta  que  haya  recibido  plena  satisfacción 
del  atropello  que  sufro.  Usted  puede  ex- 
pulsarme, si  quiere;  pero  cualquier  intento 
que  usted  haga  lo  resistiré  con  todas  mis 
fuerzas. 

— Usía  tiene  razón — dijo  en  voz  baja  el 
alcaide,  inclinándose. 

Sir  Jorge,  al  enterarse  de  esto,  me  escri- 
bió una  carta  alabando  mi  resolución  de  per- 
manecer por  el  pronto  en  la  cárcel,  y  rogán- 
dome que  le  dijese  qué  cosas  podrían  en- 
viarme de  la  Embajada  para  aliviar  un  poco 
mi  situación. 

Voy  a  dejar  por  un  momento  mis  asun- 
tos personales,  y  contaré  algunas  cosas  re- 
lativas a  la  cárcel  de  Madrid  y  a  sus  hués- 
pedes. 

La  Cárcel  de  la  Corte,  donde  yo  estaba,  \ 
aunque  es  la  principal  prisión  de  Madrid,  no  i 
dice  nada,  ciertamente,  en  favor  de  la  capi-  | 
tal  de  España.  No  he  tenido  ocasión  de  ave- 
riguar si  fué  construida  precisamente  para  | 
el  destino  que  hoy  tiene  i;  lo  probable  es 
que  no,  porque  la  práctica  de  levantar  edi-  j 
ficios  adecuados  para  encarcelar  a  los  delin-  i 
cuentes  no  se  ha  extendido  hasta  estos  últi-   ¡ 

I 

^     El  edificio  llamado  Cárcel  de  Corie,  en  la  Pla- 
za de  Provincia,  construido  para  prisión  en  1644»   \ 
comprendía  lo  que  es  hoy  el  ministerio  de  Estado,   \ 
más  un  anejo  a  su  espalda,  que  llegaba  hasta  la  | 
calle  de  la  Concepción  Jerónima. 


Li    BIBLIA    EN    ESPAÑA         67 

mos  años.  En  todos  los  países  ha  sido  cos- 
tumbre convertir  en  prisiones  los  castillos, 
conventos  y  palacios  abandonados,  práctica 
todavía  en  vigor  en  la  mayor  parte  del  con- 
tinente, sobre  todo  en  España  e  Italia,  y  a 
la  cual  se  debe  en  buena  parte  la  inseguri- 
dad de  las  prisiones,  y  la  miseria,  suciedad 
e  insalubridad  que  generalmente  reinan  en 
ellas. 

No  me  propongo  describir  detenidamen- 
te la  cárcel  de  Madrid:  verdad  que  sería  casi 
imposible  describir  un  edificio  tan  irregular 
y  destartalado.  Lo  más  característico  son  los 
dos  patios,  el  uno  detrás  del  otro,  destina- 
dos al  recreo  y  aireación  de  la  masa  princi- 
pal de  presos.  Tres  calabozos  abovedados 
ocupan  tres  lados  del  patio,  debajo  justa- 
mente de  las  galerías  de  que  antes  hablé. 
Esos  calabozos  tienen  capacidad  para  ciento 
o  ciento  cincuenta  presos  cada  uno,  y  en 
ellos  quedan  encerrados  por  la  noche  con 
cerrojos  y  barras;  pero  durante  el  día  pue- 
den vagar  por  los  patios  a  su  antojo.  El  se- 
gundo patio  era  mucho  más  grande  que  el 
primero;  pero  sólo  contenía  dos  calabozos, 
horriblemente  inmundos  y  repugnantes;  en 
este  segundo  patio  se  encierra  a  los  ladro- 
nes de  ínfima  categoría.  Uno  de  los  calabo- 
zos es,  si  cabe,  más  horrible  que  el  otro;  le 
llaman  la  gallinería^  y  en  él  encerraban  todas 
las  noches  la  carne  joven  del  presidio:  chi- 
cuelos  infelices  de  siete  a  quince  años  de 


68  B  O  R  R  O  W 

edad,  casi  todos  en  la  mayor  desnudez.  El 
lecho  común  de  los  huéspedes  de  estos  ca- 
labozos era  el  suelo,  sin  que  entre  él  y  sus 
cuerpos  se  interpusiese  nada,  salvo  a  veces 
una  manta  o  un  delgado  jergón;  pero  este 
último  lujo  era  rarísimo. 

Además  de  los  calabozos  que  daban  a  los 
patios,  había  otros  en  diversos  sitios  de  la 
cárcel;  algunos  completamente  en  tinieblas, 
destinados  a  recibir  a  quienes  parecía  con- 
veniente tratar  con  especial  rigor.  Había 
también  un  departamento  para  mujeres.  A 
la  galería  principal  daban  varios  aposentos 
pequeños,  donde  residían  los  presos  por 
deudas  o  por  delitos  políticos.  Por  último, 
había  una  pequeña  capilla,  donde  los  reos 
de  muerte  pasan  los  tres  últimos  días  de 
su  existencia,  en  compañía  de  sus  directores 
espirituales. 

No  se  me  olvidará  fácilmente  el  primer 
domingo  que  pasé  en  la  cárcel.  El  domingo 
es  día  de  gala  en  la  cárcel,  al  menos  en  la 
de  Madrid,  y  en  ese  día  santo  toda  la  ladro- 
nería de  la  cárcel  exhibe  sus  galas  y  primo- 
res. No  hay  en  el  mundo  gente  más  vanido- 
sa que  los  ladrones,  en  general,  ni  más  ami- 
ga de  figurar  y  de  llamar  la  atención  de  los 
camaradas  por  su  apariencia  fastuosa.  En 
tiempos  pasados,  el  célebre  Sheppard  se  re- 
creaba vistiendo  un  traje  de  terciopelo  de 
Genova,  y  cuando  se  presentaba  en  público, 
llevaba  generalmente  al  costado  una  espada 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         69 

con  guarnición  de  plata.  Vaux  y  Hayward, 
héroes  más  modernos,  eran  los  hombres 
mejor  vestidos  en  el  pavé  de  Londres.  Mu- 
chos bandidos  italianos  se  engalanan  con 
esplendidez,  y  hasta  los  ladrones  gitanos 
sienten  los  encantos  del  vestir  ricamente; 
sólo  el  gorro  de  Haram  Pasha,  jefe  de  la 
partida  de  gitanos  caníbales  que  infestó  a 
Hungría  a  fines  del  siglo  pasado,  llevaba 
adornos  de  oro  y  joyas  evaluados  en  cuatro 
mil  guilders.  ¡Vean  los  frivolos  y  vanidosos 
cuan  bien  se  armonizan  el  crimen  y  la  vani- 
dadl  Los  ladrones  españoles  son  tan  amigos 
de  este  género  de  ostentación  como  sus  her- 
manos de  otras  tierras,  y  tanto  en  la  cárcel 
como  fuera  de  ella,  su  mayor  contento  es 
lucir  su  profusión  de  ropa  blanca,  ya  recos- 
tados ai  sol,  ya  paseándose  gentilmente  de 
aquí  para  allá. 

Ropa  blanca  como  la  nieve:  tal  es  el  ras- 
go principal  de  la  vanidad  de  los  ladrones 
de  España.  No  llevan  chaqueta  encima  de 
la  camisa,  cuyas  mangas  son  anchas  y  flo- 
tantes; sólo  usan  un  chaleco  de  seda  verde 
o  azul,  con  muchos  botones  de  plata,  que 
son  más  de  adorno  que  de  uso,  pues  rara 
vez  los  abrochan.  Llevan,  además,  calzones 
anchos,  un  poco  a  la  manera  turca;  rodeada 
a  la  cintura  undi  faja  carmesí,  y  anudado  en 
torno  de  la  cabeza  un  pañuelo  de  vivos  co- 
lores, de  los  telares  de  Barcelona;  zapatos 
finos  y  medias  de  seda  completan  el  arreo 


70  B  O  R  R  O  W 

del  ladrón.  Este  vestido  es  bastante  pinto- 
resco, y  muy  apropiado  al  tiempo  soleado  y 
brillante  de  la  Península;  pero  hay  en  él  una 
chispa  de  afeminamiento,  que  cuadra  mal 
con  el  arriesgado  oficio  de  ladrón.  No  se 
crea,  sin  embargo,  que  cualquier  ladrón  pue- 
de permitirse  semejante  lujo:  hay  varias  ca- 
tegorías de  ladrones,  algunos  bastante  po- 
bres, que  apenas  tienen  un  harapo  para  cu- 
brirse. Quizás  en  la  cárcel  de  Madrid,  tan 
poblada,  no  hubiera  más  de  veinte  que  apa- 
recieran vestidos  en  la  forma  que  he  tratado 
de  describir;  eran  gente  de  reputación^  ladro- 
nes encumbrados,  casi  todos  jóvenes,  que  si 
bien  no  tenían  dinero  propio,  los  sostenían 
en  la  posición  sus  majas  y  amigas ^  mujeres 
de  cierta  clase  que  traban  amistad  con  los 
ladrones  y  cuya  mayor  gloria  y  deleite  con- 
siste en  satistacer  la  vanidad  de  sus  amigos 
con  los  gajes  de  su  propia  vergüenza  y  en- 
vilecimiento. Estas  mujeres  proveen  a  sus 
cortejos  de  ropa  nivea,  lavada  quizás  por  sus 
propias  manos  en  las  aguas  del  Manzanares, 
para  la  parada  del  domingo,  momento  en 
que  ellas,  vestidas  a  la  maja^  aparecen  en 
las  galerías  altas  y  miran  con  ojos  de  admi- 
ración a  los  ladrones  pavoneándose  en  el 
patio. 

Entre  esta  gente  de  la  ropa  nivea,  dos  ti- 
pos llamaron  especialmente  mi  atención: 
eran  padre  e  hijo.  El  primero,  de  unos  trein- 
ta años,  de  atlética  estatura,  era  ladrón  noc- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         71 

turno,  famoso  por  su  habilidad  en  el  oficio. 
Hallábase  preso  por  una  muerte  atroz,  per- 
petrada, a  favor  de  una  noche  silenciosa,  en 
una  casa  de  Carabanchel,  donde  tuvo  por 
único  cómplice  a  su  hijo,  un  niño  de  menos 
de  siete  años  de  edad.  «La  manzana — como 
dice  Dauer — no  ha  caído  lejos  del  árbol.» 
El  retoño  era  en  un  todo  un  traslado  de  su 
padre,  aunque  en  miniatura.  Llevaba  tam- 
bién las  mangas  de  seda,  el  chaleco  con  bo- 
tones de  plata  y  el  pañuelo  rodeado  a  la  ca- 
beza, como  los  ladrones,  y,  cosa  bastante 
ridicula,  un  enorme  cuchillo  manchego  en 
la  faja  carmesí.  Con  toda  evidencia,  era  el 
orgullo  del  rufián  de  su  padre,  que  atendía 
con  todos  los  cuidados  imaginables  a  aque- 
lla cría  de  la  horca;  le  columpiaba  en  sus 
rodillas,  y  a  veces  se  quitaba  el  cigarro  de 
sus  labios  bigotudos  para  ponérselo  en  la 
boca,  al  pequeñuelo.  El  chico  era  el  favorito 
del  patio,  porque  su  padre  era  uno  de  los 
valientes  de  la  cárcel,  y  los  que  temían  sus 
proezas  y  deseaban  serle  agradables  esta- 
ban siempre  mimando  a  su  hijo.  ¡Qué  enig- 
ma es  este  mundo!  ¡Qué  obscuras  y  miste- 
riosas las  fuentes  de  lo  que  llaman  crimen  y 
virtud!  Si  aquel  desventurado  niño  es,  con 
el  tiempo,  un  asesino  como  su  padre,  ^po- 
dría culpársele  por  ello?  Arrullado  por  la- 
drones, ya  vestido  de  ladrón,  hijo  de  un  la- 
drón cuya  historia  fué  quizás  igual  a  ésta, 
¿es  justo...? 


72  B  o  R  R  o  W 


i 


¡Ohhombrel  jHombrel  No  intentes  pene- 
trar en  el  misterio  del  bien  y  del  mal  mora- 
les; reconoce  que  eres  un  gusano,  arrójate  al 
suelo  y  murmura  con  los  labios  pegados  al 
polvo:  Jesúsl  Jesús! 

Lo  que  más  me  sorprendió  fué  el  buen 
comportamiento  de  los  presos;  lo  llamo  bue- 
no después  de  considerar  bien  todas  las  co- 
sas y  de  compararlo  con  el  de  la  generali- 
dad de  los  presos  en  otros  países.  Tienen 
en  ocasiones  sus  estallidos  de  alegría  salva- 
je, sus  riñas,  que  habitualmente  ventilan  en 
el  segundo  patio  cuchillo  en  mano;  el  resul- 
tado suele  ser  con  frecuencia  una  muerte,  o 
algún  desgarrón  espantoso  en  la  cara  o  en 
el  abdomen;  pero,  en  general,  su  conducta 
era  infinitamente  superior  a  lo  que  podía  es- 
perarse de  los  huéspedes  de  tal  lugar.  Sin 
embargo,  no  era  el  resultado  de  la  coacción, 
ni  de  vigilancia  alguna  especial  que  se  ejer- 
ciese sobre  ellos,  pues  quizás  en  ninguna 
parte  del  mundo  están  los  presos  tan  aban- 
donados a  sí  mismos  y  en  tan  extremado 
descuido  como  en  España:  las  autoridades 
no  se  preocupan  más  que  de  impedir  su 
fuga;  no  prestan  la  más  mínima  atención  a 
su  conducta  moral,  ni  consagran  un  solo 
pensamiento  a  su  salud,  comodidad  o  me- 
joramiento mental  mientras  los  tienen  ence- 
rrados. Con  todo,  en  esta  cárcel  de  Madrid, 
y  puede  decirse  que  en  las  prisiones  españo- 
las en  general,  pues  he  sido  huésped  de  más 


I  LA    BIBLIA    EN    ESPAtNA         7j 

de  una,  los  oídos  del  visitante  no  se  sienten 
nunca  lastimados  con  las  horrendas  blasfe- 
mias y  obscenidades  que  se  oyen  en  las  cár- 
celes de  otros  países,  especialmente  en  las 
de  la  civilizada  Francia;  ni  ofendidos  sus 
ojos  e  insultado  personalmente,  como  lo  se- 
ría de  seguro  en  Bicétre  al  querer  mirar  al 
patio  desde  las  galerías,  y  eso  que  en  la 
cárcel  de  Madrid  se  hallaban  tipos  de  lo 
más  perdido  de  España,  rufianes  que  te- 
nían a  su  cargo  atrocidades  y  crueldades 
espeluznantes.  Pero  la  gravedad  y  la  calma 
son  los  caracteres  que  predominan  en  los 
españoles;  y  hasta  el  ladrón,  salvo  en  los 
instantes  en  que  está  entregado  a  sus  faenas 
(y  entonces  no  le  hay  más  sanguinario,  más 
despiadado  ni  más  rapaz  y  ansioso  de  botín), 
puede  ser  hombre  cortés  y  afable,  que  gus- 
ta de  conducirse  con  templanza  y  decoro. 

Felizmente  para  mí,  quizás,  mi  conoci- 
miento con  los  rufianes  de  España  comenzó 
y  acabó  en  las  ciudades  por  donde  anduve 
y  en  las  prisiones  en  que  fui  arrojado  por  la 
causa  del  Evangelio,  y,  a  pesar  de  mis  fre- 
cuentes viajes,  nunca  me  los  encontré  en  los 
caminos  ni  en  despoblado. 

El  preso  de  peor  genio  en  toda  la  cárcel, 
y  también  probablemente  el  más  notable, 
era  un  francés  como  de  sesenta  años,  de  es- 
tatura regular,  pero  delgado,  como  casi  to- 
dos sus  compatriotas.  La  hechura  del  cráneo 
delataba,  para  un  frenólogo,  la  vileza  del 


74  B  O  R  R  O  W 

sujeto;  sus  facciones  tenían  muy  dañada  ex- 
presión. No  llevaba  sombrero,  y  sus  vesti- 
dos, aunque  parecían  casi  nuevos,  eran  de 
lo  más  ordinario.  Por  lo  general  manteníase 
apartado  de  los  demás,  y  se  pasaba  horas 
enteráis  de  pie  recostado  en  las  paredes,  con 
los  brazos  caídos,  mirando  con  ojos  de  mal 
humor  a  cuantos  pasaban  por  delante.  No 
figuraba  entre  los  valientes  de  profesión  de 
la  cárcel:  su  edad  no  le  permitía  ya  asumir 
tan  eminente  calidad;  pero  todos  los  demás 
presos  parecían  tratarle  con  cierto  temor: 
quizás  temían  su  lengua,  pues,  en  ocasiones, 
empleábala  en  verter  maldiciones  horrendas 
sobre  los  que  incurrían  en  su  desagrado. 
Hablaba  a  la  perfección  en  buen  español  y, 
con  gran  sorpresa  mía,  en  excelente  vas- 
cuence, y  en  esta  lengua  conversaba  con 
Francisco,  quien,  asomándose  a  la  ventana 
de  mi  cuarto,  bromeaba  con  los  presos  del 
patio,  que  le  tenían  en  gran  aprecio. 

Un  día,  estando  en  el  patio^  donde  por 
permiso  del  alcaide  podía  entrar  cuando  que- 
ría, me  acerqué  al  francés,  que  estaba,  como 
de  costumbre,  recostado  en  la  pared,  y  le 
ofrecí  un  cigarro.  Yo  no  fumo,  pero  no  debe 
uno  mezclarse  con  las  clases  bajas  de  Espa- 
ña sin  llevar  un  cigarro  que  ofrecer  llegado 
el  caso.  El  hombre  me  miró  con  ferocidad 
un  instante,  y,  al  parecer,  iba  a  rechazar  mi 
obsequio  con  una  horrible  maldición  quizás. 
Repetí  el  ofrecimiento,  sin  embargo,  llevan- 


\\  LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         75 

lome  la  mano  al  corazón,  y  en  el  acto  sus 
orvas  facciones  se  dilataron,  y  con  un  ges- 
;o  genuinamente  francés,  y  una  profunda 
cortesía,  aceptó  el  cigarro,  exclamando: 
I  — Akj  monsieur,  pardon^  mais  cest  fai?e 
'rop  d'konneurá  unpauvre  diable  comme  moi. 

—  Nada  de  eso — repliqué — .  Los  dos  es- 
tamos presos  en  tierra  extranjera  y,  por 
tanto,  debemos  protegernos  mutuamente. 
Supongo  que  siempre  que  necesite  su  ayuda 
de  usted  en  la  cárcel  podré  contar  con  ella. 

— Ah^  monsieur — exclamó  el  francés  trans- 
portado— ,  vous  avez  bie7i  raison\  il  faut  que 
les  étrangers  se  donnent  la  main  dans  ce... 
pays  de  barbares.  Tenez  —  añadió  en  voz 
baja  —  si  tiene  usted  algún  plan  para  esca- 
parse, y  necesita  de  mí,  cuente  con  un  bra- 
zo y  un  cuchillo  a  su  servicio;  puede  usted 
fiarse  de  mí:  no  espere  tanto  de  ninguna  de 
esas  s aerees  gens  d'ici — .  Al  decir  esto  echó 
una  rabiosa  mirada  sobre  sus  compañeros 
de  cárcel. 

— No  me  parece  usted  muy  amigo  de  Es- 
paña ni  de  los  españoles  -dije  yo — .  Deduz- 
co que  han  cometido  con  usted  alguna  in- 
justicia. ¿Por  qué  está  usted  en  la  cárcel? 

— Pourrien  du  tout^  cest  á  diré  pour  une 
bagatelle\  pero  ,fqué  puede  esperarse  de  es- 
tos animales?  ¿No  le  han  encarcelado  a  us- 
ted, según  he  oído,  por  brujería  y  gitanismo? 

— ¿Quizás  le  han  traído  aquí  por  sus  opi- 
niones? 


y6  B  O  R  R  O  W 

— Ah  mon  Dieu^  non;  je  ne  suis  pas  hom-  '■ 
me  á  semblable  betise.  Yo  no  tengo  opinio-  ' 
nes.  Je  faisois...  mais  ce  n  importe',  je  me^ 
trouve  id,  oüje  créve  defaim. 

—  Siento  ver  a  un  buen  hombre  en  sitúa- ^ 
ción  tan  calamitosa  —  dije  yo  — .  ^No  tiene 
usted  para  vivir  algo  más  que  la  ración  de  la^ 
cárcel?  ^No  tiene  usted  amigos? 

—  ^Amigos  en  este  país?  Se  burla  usted 
de  mí.  ¡Aquí  no  encuentra  uno  amigos,  a 
menos  que  los  compre!  ¡Reviento  de  ham- 
bre! Desde  que  entré  aquí  he  ido  vendiendo  ] 
mi  ropa,  hasta  quedarme  desnudo,  para  co-  s 
mer,  porque  la  ración  de  la  cárcel  no  basta  \ 
para  el  sustento,  y  aun  nos  roba  la  mitad  el  , 
Batu,  como  llaman  al  bárbaro  del  goberna-  \ 
dor.  Les  haillons  que  ahora  me  cubren  me  ' 
los  han  dado  unas  señoras  devotas  que  al-  ' 
gunas  veces  nos  visitan.  Los  vendería  si  va- 1 
liesen  algo.  No  tengo  un  son,  y  por  falta  dejj 
unos  cuantos  duros  me  ahorcarán  dentro  de ; 
un  mes  si  no  logro  escaparme,  aunque,  como  , 
ya  le  dije  antes,  no  he  hecho  nada:  una  sim-  i 
pie  bagatela;  pero  en  España  no  hay  peores^ 
crímenes  que  la  pobreza  y  la  miseria.  j 

—  Le  he  oído  a  usted  hablar  en  vascuen-  | 
ce.  ¿Es  usted  de  la  Vizcaya  francesa?  ^ 

—  Soy  de  Bordeaux,  monsieíir\  pero  he., 
vivido  mucho  tiempo  en  las  Landas  y  en'- 
Vizcaya,  travaillant  á  mon  metier.  Leo  en  j 
sus  ojos  que  desea  usted  conocer  mi  histo-  j 
ria;  no  se  la  cuento;  no  contiene  nada  de  i 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         77 

particular.  Vea  usted,  ya  me  he  fumado  el 
cigarro;  déme  usted  otro,  y  un  duro  de  aña- 
didura, si  me  hace  el  favor,  nous  sommes 
crevés  icis  de  faim.  A  un  español  no  le  diría 
tanto;  pero  sus  compatriotas  de  usted  me 
inspiran  respeto;  los  conozco  bien;  he  tro- 
pezado con  ellos  en  Maida  y  en  el  otro  sitio  ^. 
|Nada  de  particular  en  su  historial  Mucho 
me  engaño,  o  un  solo  capítulo  de  su  vida,  de 
haberse  escrito,  hubiera  contenido  más  pe- 
ripecias maravillosas  que  cincuenta  volúme- 
nes de  aventuras  por  tierra  y  mar  de  las  que 
más  arriesgadas  parezcan.  Había  sido  solda- 
do. ¡Qué  de  cosas  no  podría  contar  aquel 
hombre  de  marchas  y  retiradas,  de  batallas 
perdidas  y  ganadas,  de  ciudades  saqueadas, 
conventos  allanados!  Quizás  había  visto  las 
llamas  de  Moscou  subir  hasta  las  nubes,  y 
«había  medido  sus  fuerzas  con  las  de  la  Na- 
turaleza en  el  desierto  invernal»,  asaltado 
por  las  borrascas  de  nieve  y  mordido  por  el 
tremendo  frío  de  Rusia.  ^Y  qué  podía  signi- 
ficar con  lo  de  ejercer  su  oficio  en  Vizcaya 
y  en  las  Landas,  sino  que  había  sido  ladrón 
en  esas  regiones  agrestes,  la  segunda  de  las 
cuales  es,  por  los  robos  y  crímenes  que  en 
ella  se  cometen,  la  peor  reputada  de  todo  el 
territorio  francés?  ^Nada  de  particular  en  su 
historial  Entonces,  ,íqué  historia  tendrá  algo 
que  valga  la  pena  de  ser  contado? 

^     Quizás  Waterlóo.  (Nota  de  Borrow.) 


78  B  O  R  R  O  W 


I 


Di  al  preso  el  cigarro  y  el  duro.  Se  los 
guardó,  y  dejando  caer  nuevamente  los  bra- 
zos, y   recostándose  en  la  pared,   pareció 
hundirse  poco  a  poco  en  uno  de  sus  ensi- 
mismamientos. Le  miré  a  la  cara  y  le  hablé; 
pero  no  pareció  oírme  ni  verme.  Su  espíritu  \ 
erraba  quizás  en  el  pavoroso  valle  de  la  som-  ¡ 
bra,  hasta  el  que  se  abren  camino  a  veces,  t 
durante  su  vida,  los  hijos  de  la  tierra;  pavo-  f 
roso  lugar  donde  no  hay  agua,  ni   mora  la  < 
esperanza,  ni  vive  más  que  el  gusano  impe-  ^ 
recedero  del  remordimiento.  Ese  valle  es  un 
facsímil  del  inñerno,  y  quien  penetra  en  él  j 
sufre  aquí  en  la  tierra  temporalmente  lo  que  j 
las  almas  de  los  condenados  han  de  sufrir  a  j 
través  de  las  edades  sin  fin. 

El  francés  fué  ahorcado  un  mes  más  tar 
de.  La  bagatela  por  que  estaba  preso  eran 
varios  robos  y  asesinatos  cometidos  median- 
te una  singular  estratagema.  De  concierto 
con  otros  dos,  alquiló  una  vasta  casa  en  un 
barrio  poco  frecuentado,  y  a  ella  mandaba 
que  le  enviasen  géneros  de  valor  que  com- 
praba en  los  comercios  para  pagarlos  en  el 
momento  de  la  entrega,  y  los  que  iban  a  en- 
tregar pagaban  su  credulidad  con  la  pér- 
dida del  género  y  de  la  vida.  Dos  o  tres  ca- 
yeron en  el  lazo.  Tuve  vivos  deseos  de  ha- 
blar privadamente  con  aquel  hombre  tan 
arrojado,  y,  por  tanto,  rogué  al  alcaide  que 
le  permitiera  comer  conmigo  en  mi  cuarto; 
a  esto,  el  gobernador,  a  quien  me  tomaré  la 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        79 

Kbertad  de  llamar  monsieur  Bassompierre, 
por  habérseme  olvidado  su  verdadero  nom- 
bre, se  quitó  el  sombrero,  y  con  sus  habitua- 
les sonrisa  y  reverencias  me  replicó  en  el 
más  puro  castellano: 

— Caballero  inglés,  y  creo  que  puedo  aña- 
dir, amigo  mío:  perdóneme  usted,  pero  me 
es  del  todo  imposible  acceder  a  su  peti- 
ción, fundada,  no  lo  dudo,  en  los  más  ad- 
mirables sentimientos  de  filosofía.  A  otro 
cualquiera  de  estos  caballeros  que  están 
bajo  mi  custodia  se  le  permitirá,  cuando  us- 
ted lo  desee,  acompañarle  en  su  cuarto.  In- 
cluso llegaré  a  mandar  que  le  quiten  los 
grillos  al  que  haya  de  ir  con  usted,  si  tuvie- 
se grillos  puestos,  a  fin  de  que  pueda  parti- 
cipar en  la  comida  de  usted  con  la  comodi- 
dad y  holgura  convenientes;  pero  con  el  ca- 
ballero de  que  se  trata  no  puedo  consentir- 
Jo:  es  el  peor  de  toda  esta  familia,  y  segura- 
mente en  la  habitación  de  usted  o  en  la  ga- 
lería armaría  una  función  para  intentar  fu- 
garse. Caballero,  me  pesa\  pero  no  puedo 
acceder  a  lo  que  pide.  Si  se  tratase  de  otro 
caballero  cualquiera,  lo  haría  con  mucho 
gusto;  el  mismo  Baiseiro,  a  pesar  de  lo  que 
de  él  se  cuenta,  sabe  conducirse  como  es 
debido;  en  su  modo  de  proceder  hay  siem- 
pre algo  de  formalidad  y  cortesía;  si  usted 
quiere,  caballero,  irá  a  disfrutar  de  su  hos- 
pitalidad. 

Ya  he  hablado  de  Baiseiro  en  la  primera 


8o  B  O  R  R  O  W 

parte  de  esta  narración.  Hallábase  ahora  en- 
cerrado en  el  piso  más  alto  de  la  cárcel,  en 
un  calabozo  muy  seguro,  con  otros  malhe- 
chores. Había  sido  condenado,  en  unión  de 
un  Pepe  Candelas,  ladrón  de  no  corta  fama, 
por  un  audacísimo  robo  cometido,  en  pleno 
día,  nada  menos  que  en  la  persona  de  la  mo- 
dista de  la  reina,  una  francesa,  a  quien  ataron 
en  una  tienda,  robándole  dinero  y  géneros 
por  valor  de  cinco  a  seis  mil  duros.  Cande- 
las había  ya  expiado  su  crimen  en  el  patíbu- 
lo;   pero  Balseiro,    que  era,  en  opinión  co- 
mún, el  peor  de  los  dos  bandidos,  había  lo- 
grado salvar  la  vida  a  fuerza  de  dinero,  un 
aliado  con  que  su  compañero  no  contaba;  le 
conmutaron  la  pena  de  muerte,  a  que  fué 
sentenciado,  por  la  de  veinte  años  de  cade- 
na en  €í  presidio  de  Málaga.  Visité  al  héroe 
y  conversé  con  él  un  rato  a  través  de  la  reja 
del  calabozo.  Me  reconoció  y  me  hizo  recor- 
dar la  victoria   que   obtuve  sobre   él  en  la 
disputa  acerca  de  nuestros  respectivos  cono- 
cimientos en  gitano  cerrado,  en  el  que  Sevi- 
lla, el  torero,  no  tenía  par.  j 
Al  decirle  que  sentía  verle   en  tal  sitúa-   j 
ción,  me  replicó  que  el  asunto  no  tenía  im-   , 
portancia,  porque  dentro  de  seis  semanas  le  | 
llevarían  al  presidio^  y  una  vez  allí,  con  ayu-   . 
da  de  unas  onzas  bien  distribuidas  entre  sus  \ 
guardianes,  se  escaparía  cuando  quisiera.       : 
— Pero  ¿adonde  vas  a  ir? — le  pregunté.        \ 
— ¿No  puedo  irme  a  tierra  de  moros — re-   ! 


I 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      8i 

plicó  Balseiro — ,  o  con  los  ingleses  al  cam- 
po de  Gibraltar,  o,  si  lo  prefiero,  no  puedo 
volver  a  este  foro  y  vivir  como  hasta  aquí, 
choring  a  los  gachos}  ^Qué  me  cuesta  escon- 
derme? Madrid  es  grande,  y  Balseiro  tiene 
muchos  amigos,  especialmente  entre  los  lu- 
mias— añadió  con  una  sonrisa. 

Le  hablé  de  su  malhadado  cómplice  Can- 
delas, y  su  rostro  tomó  una  expresión  ho- 
rrible. 

— Supongo  que  estará  en  los  infiernos 
— exclamó  el  ladrón. 

La  amistad  del  inicuo  nunca  es  de  larga 
duración.  Los  dos  héroes  regañaron,  a  lo 
que  parece,  en  la  cárcel,  acusándole  Cande- 
las al  otro  de  haber  procedido  con  mala  fe 
y  haberse  apropiado  indebidamente,  para  su 
disfrute  personal,  el  corpus  delicti  en  varios 
robos  cometidos  en  compañía. 

No  puedo  resistir  al  deseo  de  contar  las 
aventuras  ulteriores  de  Balseiro. 

Poco  después  de  mi  salida  de  la  cárcel, 
Balseiro,  con  poca  paciencia  para  esperar  a 
que  €í  presidio  le  ofreciese  la  ocasión  de  re- 
cobrar la  libertad,  agujereó  el  techo  de  la 
cárcel,  y  en  compañía  de  otros  penados  se 
fugó.  Volvió  al  instante  a  sus  primeros  há- 
bitos, cometiendo  muchos  robos  atrevidos 
dentro  de  Madrid  y  en  los  alrededores.  Voy 
a  referir  el  último,  al  que  puedo  llamar  su 
crimen  maestro,  singular  ejemplo  de  mal- 
dad. Los  robos  callejeros  y  el  escalo  no  le 

T.  III  6 


82  B  o  R  R  o  W 

satisfacían,  y  resolvió  dar  un  gran  golpe  con 
el  que  esperaba  ganar  dinero  suficiente  para 
irse  a  vivir  con  lujo  y  esplendor  a  cualquier 
país  extranjero. 

Había  cierto  intendente  de  la  Casa  Real, 
llamado  Gabiria,  vasco  de  nacimiento  y  due- 
ño de  inmensas  riquezas,  que  tenía  dos  hi- 
jos, dos  guapos  chicos  de  doce  a  catorce 
años  de  edad,  a  quienes  yo  había  visto  a 
menudo  y  hasta  hablado  con  ellos  en  mis 
correrías  por  la  orilla  del  Manzanares,  su 
paseo  favorito.  Los  dos  muchachos  estaban 
educándose,  en  aquel  tiempo,  en  cierto  co- 
legio de  Madrid.  Balseiro,  conocedor  del 
cariño  que  su  padre  les  tenía,  determinó 
servirse  de  él  en  provecho  de  su  rapacidad. 
Trazó  un  plan,  que  consistía  ni  más  ni  me- 
nos que  en  secuestrar  a  los  chicos  y  no  de- 
volverlos sino  mediante  un  rescate  enorme. 
El  plan  fué  ejecutado  en  parte:  dos  cómpli- 
ces de  Balseiro,  bien  vestidos,  llamaron  a  la 
puerta  del  colegio  donde  estaban  los  chicos, 
y  valiéndose  de  una  carta  falsificada,  que 
dieron  como  escrita  por  el  padre,  arranca- 
ron al  director  del  colegio  el  permiso  para 
llevarse  a  los  chicos  a  pasar  un  día  de  cam- 
po. A  unas  cinco  leguas  de  Madrid,  Balsei- 
ro tenía  una  cueva,  en  un  lugar  solitario  y 
agreste,  entre  El  Escorial  y  un  pueblo  lla- 
mado Torreiodones;  allí  llevaron  a  los  mu- 
chachos, donde  quedaron  bajo  la  custodia 
de  los  dos  cómplices;  Balseiro  permaneció 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA      83 

en  Madrid  con  objeto  de  entrar  en  nego- 
ciaciones con  el  padre.  Pero  éste,  hombre 
de  notable  resolución,  en  lugar  de  acceder 
a  las  peticiones  del  bandido  formuladas  por 
carta,  adoptó  sin  perder  tiempo  medidas 
muy  enérgicas  para  recobrar  sus  hijos. 

Envióse  gente  a  pie  y  a  caballo  a  reco- 
rrer la  comarca,  y  antes  de  una  semana  des- 
cubrieron a  los  muchachos  cerca  de  la  cue- 
va, abandonados  por  sus  guardianes,  que 
cogieron  miedo  al  enterarse  de  la  resolución 
con  que  los  buscaban;  no  tardaron  en  dete- 
nerlos, sin  embargo,  y  los  muchachos  re- 
conocieron a  sus  secuestradores. 

Balseiro  comprendió  que  Madrid  se  po- 
nía inhabitable  para  él,  y  quiso  escaparse, 
no  sé  si  a  la  tierra  del  moro  o  al  Campo  de 
Gibraltar;  pero  reconocido  en  un  pueblo 
cercano  a  Madrid,  fué  preso,  y  sin  tardanza 
llevado  a  la  capital,  donde  a  poco  perdió  la 
vida  en  el  patíbulo  con  sus  dos  cómplices; 
Gabiria  y  sus  hijos  presenciaron  la  horrible 
escena  a  sus  anchas,  subidos  en  un  carruaje. 

Tal  fin  tuvo  Balseiro,  de  quien  no  hubie- 
ra hablado  tanto  a  no  ser  por  lo  del  gitano 
cerrado.  jPobre  desventurado!  Conquistó  el 
género  de  inmortalidad  a  que  aspiran  tan- 
tos ladrones  españoles,  mientras  lucen  su 
nivea  ropa  blanca  pavoneándose  en  e\  patio. 
El  rapto  de  los  hijos  de  Gabiria  le  convirtió 
de  golpe  en  ídolo  de  toda  la  cofradía.  Un 
ladrón  famoso,  con  quien  más  adelante  es- 


84  B  O  RR  O  W 

tuve  yo   encarcelado  en  Sevilla,  pronunció 
su  elogio  en  esta  forma: 

—  Balseiro  era  un  hombre  muy  cabal 
y  muy  buena  persona.  Hacía  cabeza  de 
nuestro  gremio,  Don  Jorge;  ya  no  volvere- 
mos a  verle.  ¡Lástima  que  no  pudiera  sacar 
el  parné  y  escaparse  a  tierra  de  moros,  Don 
Jorge! 


CAPÍTULO  XLI 


María  Díaz. — Reproches  del  clero. — Visita  de  An- 
tonio.— Antonio  en  funciones. — Una  escena. — 
Benedicto  Mol. — Su  peregrinación  por  España. 
Los  cuatro  Evangelios. 


—  Sepamos — dije  a  María  Díaz  tres  ma- 
ñanas después  de  mi  encarcelamiento — . 
^Qué  dice  en  Madrid  la  gente  a  propósito 
de  este  suceso? 

—  No  sé  lo  que  la  gente,  en  general,  dirá; 
probablemente  no  le  importará  esto  gran 
cosa.  La  verdad,  son  ya  cosa  tan  corriente 
las  prisiones,  que  el  público  parece  que  las 
mira  con  indiferencia;  pero  los  curas  andan 
muy  revueltos,  y  confiesan  la  imprudencia 
que  han  cometido  al  hacer  que  su  amigo  el 
corregidor  le  prenda  a  usted. 

—  ^Cómo  es  eso?  ^Temen  que  castiguen  a 
su  amigo? 

—  No  tal,  señor — replicó  María — Eso  les 
importaría  poco,  aunque  el  corregidor  se  la 
haya  buscado  buena  por  servirlos;  esa  gente 
no  tiene  afectos,  y  no  se  les  daría  un  ardite 
que  colgasen  a  todos  sus  amigos,  quedando 


86  B  O  R  R  O  W 

ellos  en  salvo.  Pero  dicen  que  han  procedi- 
do de  ligero  al  meterle  a  usted  en  la  cárcel, 
porque  al  hacer  eso  le  han  dado  a  usted 
ocasión  de  poner  en  práctica  un  plan  anti- 
guo. «Ese  individuo  es  un  <^W¿í?;í— dicen — . 
Se  ha  hecho  amigo  de  los  presos,  y  le  han 
enseñado  su  lengua,  que  ya  hablaba  casi 
tan  bien  como  si  hubiera  nacido  en  la  cár- 
cel. En  cuanto  le  pongan  en  libertad  publi- 
cará un  Evangelio  para  que  lo  lean  los  la- 
drones, y  será  mucho  más  peligroso  que  el 
Evangelio  en  gitano,  porque  los  gitanos  son 
pocos,  pero  los  ladrones...!  |Ay  de  nosotrosl 
jTodos  vamos  a  ser  luteranizados!  ¡Qué  in- 
famia, qué  picardíal  Todo  esto  ha  sido  una 
treta  suya.  Siempre  ha  tenido  ganas  de  ir  a 
la  cárcel  el  bribonazo;  en  mal  hora  le  hemos 
metido  en  ella.  España  no  estará  segura 
hasta  que  le  ahorquen;  hay  que  mandarle 
al  quinto  infierno,  y  allí  tendrá  tiempo  de 
traducir  sus  fatales  Evangelios  al  lenguaje 
de  los  demonios.» 

—  No  le  he  dicho  al  alcaide  arriba  de  tres 
palabras  acerca  de  la  jerga   de  las  cárceles. 

—  ^Tres  palabras?  Don  Jorge^  ^qué  no  se 
puede  hacer  con  esas  tres  palabras?  De  poco 
le  ha  servido  a  usted  vivir  entre  nosotros  si 
cree  que  necesitamos  más  de  tres  palabras 
para  armar  un  embrollo.  Esas  tres  palabras 
acerca  del  lenguaje  de  los  ladrones  bastan 
para  que  por  todo  Madrid  se  diga  que  anda 
entremezclado  con   ellos,  que  ha  aprendido 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         87 

sa  le.igaaje  7  ha   e3::rito  ai   lio-)  qae  va  a 
trastoraar   a  España,   a  abrir  a   los  iao^lesas 
las  puertas  de  Cádiz,  entregar  a  Mendizába7 
toda  la  plata  y  las  joyas  de  las  iglesias,  y  a 
Don  Martín  Lutero,  el  palacio  arzobispal  de 
Toledo. 

Al  caer  la  tarde  de  un  día  bastante  me- 
lancólico, y  hallándome  sentado  en  el  apo- 
sento que  el  alcaide  me  había  destinado,  oí 
un  golpe  en  la  puerta.  «¿Quién  es?»,  pre- 
gunté. «  Cest  moi^  mon  maítre-^^  gritó  una  voz 
muy  conocida,  y  al  instante  entró  Antonio 
Buchini,  vestido  como  la  vez  primera  que 
le  presenté  al  lector,  es  decir,  con  un  exce- 
lente sobretodo  francés,  ya  un  poco  ajado, 
chaqueta  y  pantalones,  y  en  una  mano,  un 
sombrero  pequeñito,  y  en  la  otra,  un  bas- 
tón largo  y  delgado. 

—  Bonjour^  mon  maítre — dijo  el  griego. 
Echando  una  mirada  en  torno,  continuó: 
— Me  alegro  de  verle  a  usted  bien  instalado. 
Si  no  recuerdo  mal,  mo?i  maitre^  en  sitios 
peores  que  éste  hemos  dormido  durante 
nuestros  viajes  por  Galicia  y  Castilla. 

—  Tiene  usted  mucha  razón,  Antonio — 
repliqué  —  .Aquí  estoy  muy  cómodamente. 
Le  agradezco  la  bondad  de  haber  venido  a 
visitar  a  su  antiguo  amo,  sobre  todo  ahora, 
que  está  pasando  trabajos.  Supongo  que  por 
venir  aquí,  no  irá  usted  a  enojar  a  su  dueño 
actual;  ya  debe  de  estar  cerca  la  hora  de  co- 
mer. ¿Cómo  ha  abandonado  usted  la  cocina? 


88  B  O  R  R  O  W 

—  ^ A  qué  amo  se  refiere  usted,  mon  m  ai- 
tre? — preguntó  Antonio. 

—  ¡De  quién  voy  a  hablar!  Del  Conde... 
por  cuyo  servicio  me  dejó  usted,  tentado 
del  ofrecimiento  de  cuatro  duros  al  mes  so- 
bre los  que  yo  le  daba. 

—  Su  merced  me  hace  recordar  un  asun- 
to que  ya  tenía  olvidado  por  completo.  Al 
presente  no  tengo  otro  amo  que  usted,  mon- 
sieur  Georges^  porque  siempre  le  considero 
a  usted  como  tal,  aunque  no  goce  de  ia  fe- 
licidad de  acompañarle. 

— ^Entonces  se  marchó  usted  de  casa  del 
Conde  a  los  tres  días  de  entrar,  según  cos- 
tumbre? 

—  A  las  tres  horas,  mon  maitre — repuso 
Antonio — .  Pero  yo  le  diré  a  usted  en  qué 
circunstancias.  A  poco  de  separarme  de  us- 
ted, fui  a  casa  de  monsieur  le  Comte;  entré 
en  la  cocina  y  miré  en  torno.  No  puedo  de- 
cir que  me  descontentase  lo  que  vi:  la  coci- 
na era  cómoda  y  espaciosa,  todo  estaba 
limpio  y  en  orden;  los  criados  parecían 
amables  y  corteses;  sin  embargo,  no  sé  có- 
mo fué,  pero  se  apoderó  de  mí  la  idea  de 
que  la  casa  no  me  convenía  en  modo  algu- 
no y  que  no  estaría  en  ella  mucho  tiempo; 
colgué  de  un  clavo  la  mochila,  y,  sentándo- 
me en  la  mesa  de  la  cocina,  empecé  a  can- 
tar una  canción  griega,  como  hago  siempre 
que  estoy  disgustado.  Rodeáronme  los  cria- 
dos, haciéndome  preguntas;  pero  yo  no  les 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         89 

contesté,  y  continué  cantando  hasta  que  se 
acercó  la  hora  de  preparar  la  comida;  en- 
tonces salté  al  suelo  de  pronto  y  los  eché 
de  la  cocina  a  todos,  diciéndoles  que  nada 
tenían  que  hacer  allí  en  tal  ocasión.  Al  mo- 
mento entré  en  funciones.  Hice  un  esfuerzo, 
tnon  mattre^  y  me  puse  a  preparar  una  co- 
mida que  me  hubiese  hecho  honor;  había 
convidados  aquel  día  y  determiné,  por  tanto, 
demostrar  a  mi  amo  que  la  capacidad  de  su 
cocinero  griego  era  insuperable.  Ek  bien, 
mon  maitre,  todo  marchaba  bastante  bien, 
y  casi  me  encontraba  ya  a  gusto  en  mi  nue- 
vo empleo,  cuando  se  precipitó  en  la  cocina 
¡fjiis  de  la  maison,  mi  señorito,  un  chiqui- 
llo de  unos  trece  años,  bastante  feo.  Lleva- 
ba en  la  mano  una  rebanada  de  pan,  y,  des- 
pués de  un  breve  reconocimiento,  la  sepul- 
tó en  una  cacerola  donde  se  guisaban  unas 
perdices.  Ya  sabe  usted,  mon  maitre,  que 
soy  muy  delicado  en  ciertas  cuestiones,  por- 
que no  soy  español,  sino  griego,  y  tengo 
principios  de  honor.  Sin  vacilar  un  momen- 
to, cogí  a  mi  señorito  por  los  hombros,  y 
empujándole  hacia  la  puerta,  le  despedí  co- 
mo merecía.  Con  gritos  clamorosos  subió 
corriendo  al  piso  alto.  Yo  continué  en  mi 
trabajo,  pero  no  habían  pasado  tres  minu- 
tos cuando  oí  un  pavoroso  estrépito  en  lo 
alto  de  la  escalera,  onfaisoit  un  horrible  tin- 
tamarre,  y  de  vez  en  cuando  oía  juramen- 
tos y  maldiciones.  Al  instante  la  puerta  se 


90  B  O  R  R  O  W 

abrió  con  violencia,  y  en  impetuosa  carrera  i 
echaron  escaleras  abajo  el  Conde,  mi  señor,  | 
su  mujer,  mi  señorito,  seguidos  de  una  re-  i 
guiar  bandada  de  mujeres  y  de  filies  de  ! 
chambre.  A  todos  los  llevaba  gran  delantera  I 
el  Conde,  mi  señor,  con  una  espada  desnu- 
da en  la  mano  y  gritando:  «^Dónde  está  elji 
malvado  que  ha  deshonrado  a  mi  hijo?  ^Dón-  j; 
de  está,  que  lo  mato  ahora  mismo?>  Yo  no  i| 
sé  cómo  ocurrió,  mon  maítre,  pero,  cabal- 
mente, en  aquel  momento  volqué  una  gran 
fuente  de  garbanzos  destinados  a  hi  puchera 
del  día  siguiente.  Estaban  crudos,  y  tan  du-i 
ros  como  piedras;  los  derramé  por  el  suelo,' 
y  la  mayur  parte  de  ellos  fué  a  parar  junto  \ 
a  la  entrada.  Eh  bien^  mon  maítre^  un  ins-  i 
tante  después  entró  el  Conde  de  un  brinco,  \ 
echando  chispas  por  los  ojos,  y  con  una  es-  \ 
pada  en  la  mano,  como  ya  he  dicho.  ^Tenez^  \ 
gueux  enragé^^  me  gritó,  tirándome  una  fu-  j 
riosa  estocada;  pero  no  había  acabado  de.j 
decir  esas  palabras,  cuando  resbaló,  y  cayó  : 
hacia  adelante  todo  lo  largo  que  era,  y  la  ^ 
espada  se  le  escapó  de  la  mano  comme  une  \ 
fi£che.  ¡Si  hubiese  usted  oído  el  alboroto  1 
que  se  armól  Hubo  una  confusión  terrible:  i 
el  Conde  yacía  en  el  suelo,  al  parecer,  atur- . 
dido  por  el  golpe.  Yo  no  hice  caso,  y  con-  i 
tinué  trabajando  con  afán.  Al  fin  le  levan-  ] 
taron,  y  con  sus  cuidados  recobró  el  senti-  \ 
do;  estaba  muy  pálido  y  agitado.  Pidió  la  \ 
espada;  todas  las   miradas  se  clavaron  en  i 


,  LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         91 

mí,  y  adiviné  que  se  preparaba  un  ataque 
general.  De  súbito,  retiré  del  fuego  una 
gran  casserole^  donde  se  freían  unos  huevos, 
y  la  mantuve  a  la  distancia  que  permitía  la 
longitud  del  brazo,  examinándola  con  afec- 
tada atención,  mientras  avanzaba  el  pie  de- 
recho y  echaba  atrás  el  izquierdo  cuanto 
podía.  Todos  se  estuvieron  quietos,  figurán- 
;dose  que  iba  a  hacer  una  operación  impor- 
¡tante,  y  así  íué,  en  efecto,  porque  adelanté 
'de  pronto  la  pierna  izquierda,  y  con  un  rá- 
pido cotip  de  pied^  lancé  la  casserole  y  su 
contenido  por  encima  de  mi  cabeza  con  tal 
fuerza,  que  fueron  volando  a  estamparse  en 
una  pared  bastante  detrás  de  mí.  Esto  lo 
hice  para  significar  que  el  trato  quedaba 
roto  y  que  sacudía  el  polvo  de  mis  zapatos; 
arrojé  sobre  el  Conde  la  mirada  peculiar  de 
los  cocineros  scirotas  cuando  se  sienten  in- 
sultados, y,  dilatando  mi  boca  por  ambos  la- 
dos hasta  cerca  de  las  orejas,  descolgué  la 
mochila  y  me  fui,  cantando  al  marcharme  la 
canción  del  antiguo  Demos,  quien,  mori- 
bundo, pedía  la  comida  y  agua  para  lavarse 
las  manos: 

Súpxs,  TcaiBict  J1.0Ü,  'otó  vspóv  <¡fiü^i  va  cpctx'  á'tíó^z. 

De  esta  manera,  mon  mailre,  salí  de  casa 
del  Conde. 

Yo. — ¡Excelente  manera  de  portarsel  Por 


92  B  o  R  R  o  W 

confesión  propia,  veo  que  su  conducta  no 
ha  podido  ser  peor.  Si  no  fuera  por  las  mu- 
chas pruebas  de  valor  y  fidelidad  que  me 
dio  usted  estando  a  mi  servicio,  desde  este 
momento  no  volveríamos  a  vernos  más. 

Antonio. — Mais  qu  est  ce  que  vous  vou- 
drieZy  mon  maitre?  ;No  soy  griego,  y  hombre 
de  honor  y  muy  susceptible?  ¿Quiere  usted 
que  los  cocineros  de  Scira  y  de  Stambul  se 
sometan  en  España  a  que  los  insulten  los 
hijos  de  los  condes,  precipitándose  en  el 
templo  con  rebanadas  de  pan?  Non^  non^ 
mon  máitre^  usted  es  demasiado  noble  y, 
sobre  todo,  demasiado  justo  para  pedir  eso. 
Pero  hablemos  de  otra  cosa.  Mon  maitre^ 
no  he  venido  solo:  en  el  corredor  espera 
una  persona  que  ansia  verle  a  usted. 

Yo. — ¿Quién  es? 

Antonio. — Uno  a  quien  ya  se  ha  encon- 
trado usted,  mon  maítre^  en  sitios  muy  ex- 
traños y  diversos. 

Yo. — Pero  ¿de  quién  se  trata? 

Antonio.  —  De  uno  a  quien  le  aguarda 
un  fin  desusado,  «porque  así  está  escrito». 
El  suizo  más  extraordinario  que  hay,  el  de 
Santiago:  der  Schatz  Gráber. 

Yo.— ¿Benedicto  Mol? 

—  Yaw^   mein  lieber  Herr — dijo  Bene- 
dicto, abriendo  del  todo  la  puerta,  que  es 
taba  entornada — .Soy  yo. Me  he  encontrado 
en  la  calle  a  Herr  Anton^  y  al  oír  que  esta- 
ba usted  aquí,  he  venido  a  visitarle. 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA         93 

'  Yo. — Pero  ¿qué  rareza  es  ésta,  y  cómo  es 
que  le  veo  a  usted  otra  vez  en  Madrid?  Yo 
creía  que  ya  estaba  usted  en  su  país. 

Benedicto. — No  tema,  lieber  Herr;  allá  he 
de  volver  a  su  debido  tiempo,  pero  no  a  pie, 
sino  en  coche  de  muías.  El  Sckatz  se  está 
todavía  en  su  escondite,  esperando  que  lo 
desentierren;  ahora  tengo  mejores  esperan- 
zas que  nunca;  muchos  amigos,  mucho  di- 
nero. ¿Ha  reparado  usted  cómo  voy  vestido, 
lieber  Herr? 

En  efecto,  llevaba  ropas  mucho  mejores 
que  nunca.  La  chaqueta  y  los  pantalones, 
de  crudillo,  eran  casi  nuevos.  Tocábase  aún 
con  un  sombrero  andaluz,  de  forma  cónica, 
pero  no  viejo  ni  raído,  sino  nuevo  y  lustro- 
so, y  de  inmensa  altura.  En  lugar  del  tosco 
palo  que  llevaba  en  Santiago  y  en  Oviedo, 
traía  ahora  una  recia  caña  de  bambú,  rema- 
tada, por  una  disforme  cabeza  de  oso  o  de 
león,  prolijamente  tallada  en  peltre. 

— Parece  usted  un  buscador  de  tesoros  al 
volver  de  una  expedición  fructífera — ex- 
clamé. 

— Más  bien  parece — interrumpió  Anto- 
nio— uno  que  ha  dejado  de  trabajar  por 
cuenta  propia  y  busca  tesoros  a  costa  ajena. 

Pregunté  detalladamente  al  suizo  por  sus 
aventuras  desde  que  le  vi  por  última  vez  en 
Oviedo,  donde  le  dejé  para  continuar  mi 
viaje  a  Santander.  De  sus  respuestas  colegí 
que  me  había  seguido    hasta   este  ultime 


94  B  O  R  R  O  W 

punto,  pero  invirtiendo  mucho  tiempo  en  el 
camino,  debilitado  por  el  hambre  y  las  pri- 
vaciones. En  Santander  me  perdió  el  rastro. 
Ya  se  le  había  agotado  el  pequeño  socorro 
que  yo  le  di.  Pensó  entonces  irse  a  Francia, 
pero  no  se  atrevió  a  aventurarse  en  las  pro- 
vincias Vascongadas,  donde  ardía  la  guerra, 
para  no  caer  en  manos  de  los  carlistas,  que 
hubieran  podido  fusilarle  por  espía.  Como 
nadie  le  socorría  en  Santander,  se  fué  pi- 
diendo limosna  por  los  caminos,  hasta  que 
se  encontró  en  Aragón,  no  podía  decir  exac 
tamente  dónde.  «Mis  calamidades  eran  tan- 
tas— dijo  Benedicto — que  estuve  a  punto  de 
perder  el  juicio.  ¡Oh,  qué  horror,  vagar  por  , 
los  agrestes  montes  y  las  vastas  planicies  de  j 
España,  sin  dinero  y  sin  esperanzal  Algunas 
veces,  encontrándome  entre  peñas  y  barran 
eos,  quizás  sin  haber  probado  alimento  des- 
de la  salida  hasta  la  puesta  del  sol,  me  en- 
furecía. Entonces  levantaba  el  palo  hacia  el 
cielo,  y,  blandiéndolo,  gritaba:  Lieber  Herr 
Gott^  ach  lieber  Herr  Gott^  ahora  más  quel 
nunca  necesito  tu  ayuda;  si  tardas  en  soco- 
rrerme estoy  perdido;  ayúdame  ahora,  aho- 
ral  Y  una  vez,  cuando  deliraba  de  ese  modo, 
me  pareció  oír  una  voz — más,  estoy  seguro 
de  haberla  oído — que  sonaba  en  la  cavidad 
de  una  peña,  muy  clara  y  muy  fuerte,  gri- 
tando: «Der  Schatz^  der  Schatz^  no  hay  que 
desenterrarlo  todavía;  a  Madrid,  a  Madrid.  El 
camino  del  Schatz  pasa  por  Madrid.»   De 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         95 

nuevo  la  idea  del  Schatz  se  apoderó  de  mi 
ánimo;  reflexioné  en  lo  feliz  que  sería  si  pu- 
diese desenterrarlo.  ¡No  más  mendigar,  no 
más  errar  por  hórridas  montañas  y  desier- 
tosl  Blandí  el  palo,  y  noté,  con  sorpresa, 
que  mi  cuerpo  y  mis  miembros  se  reanima- 
ban con  nuevas  energías;  anduve  a  buen 
paso,  y  no  tardé  en  salir  al  camino  real; 
mendigué,  y  proseguí  como  mejor  pude  has- 
ta llegar  a  Madrid. 

— ^Y  qué  le  ha  sucedido  después  de  lle- 
gar a  Madrid? — pregunté — .  ¿Ha  encontrado 
usted  el  tesoro  en  las  calles? 

De  pronto,  Benedicto  se  volvió  reservado 
y  taciturno,  cosa  que  me  sorprendió  en  ex- 
tremo, porque  hasta  entonces  se  había  mos- 
trado siempre  muy  comunicativo  en  lo  to- 
cante a  sus  cuentas  y  proyectos.  Por  lo  que 
pude  sacar  de  sus  medias  palabras  e  insi- 
nuaciones, parecía  que  al  llegar  a  Madrid 
cayó  en  manos  de  ciertas  personas  que  le 
trataron  con  bondad,  proveyéndole  de  di- 
nero y  ropa;  no  por  puro  desinterés,  sino 
con  los  ojos  puestos  en  el  tesoro.  «Esperan 
mucho  de  mí — dijo  el  suizo — .  Después  de 
todo,  acaso  hubiera  sido  más  ventajoso  sa- 
car el  tesoro  sin  su  ayuda,  con  tal  que  hu- 
biese sido  posible.»  No  sabía  o  no  quiso  de- 
cirme quiénes  eran  sus  nuevos  amigos,  sal- 
vo que  tenían  muchísima  influencia.  Dijo 
algo  acerca  de  la  Reina  Cristina,  y  de  un  ju- 
ramento que  había  prestado  ante  un  obispo, 


96  B  O  R  R  O  W 

sobre  un  crucifijo  y  los  cuatro  Evangelien. 
Pensé  que  había  perdido  la  cabeza,  y  dejé 
de  preguntarle.  En  el  momento  de  marchar- 
se, me  dijo:  «Lieber  Herr^  dispénseme  usted 
si  no  le  he  hablado  con  entera  franqueza, 
debiéndole  tanto  como  le  debo,  pero  no  me 
atrevo;  ahora  no  me  pertenezco.  Además, 
siempre  es  de  mal  agüero  hablar  una  pala- 
bra acerca  de  un  tesoro  antes  de  tenerlo  en 
nuestro  poder.  Una  vez,  en  mi  país  hubo  un 
hombre  que  cavó  en  el  suelo  hasta  descu- 
brir un  caldero  de  cobre  que  contenía  un 
Sckatz.  Al  cogerlo  por  el  asa,  no  hizo  más 
que  exclamar,  en  su  entusiasmo:  «¡Ya  lo  ten- 
gol»,  y  eso  bastó:  desprendióse  la  caldera  y 
se  hundió,  quedándose  el  hombre  con  el  asa 
en  la  mano:  eso  fué  cuanto  ganó  con  tantos 
trabajos.  Adiós,  lieber  Herr\  dentro  de  poco 
me  mandarán  a  Santiago  para  desenterrar 
el  Sckatz^  pero  vendré  a  verle  a  usted  antes 
de  marcharme.  ¡Adiósl» 


CAPITULO  XLII 


Salida  de  la  cárcel.—  Las  excusas. — El  corazón  hu- 
mano.— La  vuelta  del  griego.— La  Iglesia  roma- 
na.— La  luz  de  la  Escritura. — El  arzobispo  de 
Toledo. — Una  entrevista. — Piedras  preciosas. — 
Una  resolución. — El  lenguaje  extranjero. — Des- 
pedida de  Benedicto. — La  caza  del  tesoro  en 
Compostela. — Realidad  y  ficción. 


UNAS  tres  semanas  estuve  en  la  cárcel  de 
Madrid,  y,  al  cabo  de  ese  tiempo  la 
dejé.  Si  yo  hubiese  sido  orgulloso,  o  abriga- 
do algún  rencor  contra  el  partido  que  me 
encarceló,  el  modo  como  me  devolvían  la  li- 
bertad hubiera  halagado  grandemente  esas 
malas  pasiones.  El  Gobierno,  en  un  docu- 
mento transmitido  a  sir  Jorge,  reconoció 
que  me  habían  detenido  sin  razón  bastante, 
y  que  ninguna  tacha  quedaba  sobre  mí  de 
resultas  de  la  prisión;  se  encargaba  al  propio 
tiempo  de  pagar  todos  los  gastos  que  la  tra- 
mitación del  asunto  me  originó. 

Además,  se  mostró  dispuesto  a  dejar  ce- 
sante al  individuo  por  cuyos  informes  me 
detuvieron,  es  decir,  el  corchete  que  me  vi- 
sitó en  mi  hospedaje  de  la  calle  de  Santiago 

T.    III.  7 


98  B  O  R  R  O  W 

y  se  comportó  del  modo  descrito  en  uno  de 
los  anteriores  capítulos.  Rehusé,  empero, 
aprovecharme  de  la  condescendencia  del 
Gobierno,  más  que  nada  porque  me  dijeron 
que  el  individuo  de  marras  tenía  mujer  e 
hijos,  y  si  le  dejaban  cesante,  se  quedarían 
en  la  miseria.  Consideré,  además,  que  en 
cuanto  hizo  y  dijo  se  limitó  probablemente 
a  obedecer  órdenes  secretas;  le  perdoné, 
pues,  sin  reservas,  y  si  en  el  momento  pre- 
sente no  conserva  su  plaza,  la  culpa,  cierta- 
mente, no  es  mía. 

También  rehusé  aceptar  indemnización 
por  mis  gastos,  que  fueron  de  importancia. 
Es  probable  que  muchas  personas  en  mi 
caso  hubiesen  procedido  de  muy  diferente 
modo  en  este  punto,  y  me  guardo  de  afir- 
mar que  en  ello  anduviese  yo  del  todo  dis- 
creto o  acertado.  Pero  me  repugnaba  recibir 
dinero  de  una  gente  como  la  que  componía 
el  Gobierno  de  España,  gente  a  quien,  lo 
confieso,  despreciaba  yo  cordialmente,  y  no 
quería  darle  motivo  para  decir  que  el  inglés 
a  quien  habían  apresado  injustamente  y  sin 
proceso,  accedía  a  recibir  dinero  de  sus  ma- 
nos. En  una  palabra,  confieso  mi  debilidad: 
deseaba  yo  que  continuasen  siendo  deudo-  • 
res  míos,  y  estaba  seguro  de  que  no  opon-  j 
drían  la  más  leve  objeción  a  continuar  sién- 
dolo; se  guardaron  su  dinero  y  probable-  1 
mente  se  rieron  para   su  capote  de  mi  falta    > 

de  sentido  común.  j 

-51 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         99 

La  mayor  pérdida  que  me  ocasionó  el  en- 
carcelamiento, y  por  la  que  no  podía  ofre- 
cerse ni  recibirse  indemnización,  fué  la  muer- 
te de  mi  afectuoso  y  fiel  Francisco,  el  vas- 
congado, que  por  acompañarme  durante 
todo  el  tiempo  que  duró  mi  prisión,  cogió 
el  tifus  o  fiebre  carcelaria,  que  entonces  ha- 
cía estragos  en  la  cárcel  de  la  Corte,  y  mu- 
rió a  los  pocos  días  de  mi  liberación.  Murió 
ya  entrada  la  noche.  A  la  mañana  siguiente 
estaba  yo  en  la  cama  reflexionando  sobre 
esta  pérdida,  y  me  preguntaba  de  qué  na- 
ción sería  mi  servidor  futuro,  cuando  oí  un 
ruido  al  parecer  causado  por  una  persona 
ocupada  en  limpiar  vigorosamente  zapatos  o 
botas,  y  a  intervalos  una  voz  extraña  y  dis- 
cordante que  cantaba  trozos  de  una  canción 
en  una  lengua  desconocida;  no  sabiendo  lo 
que  aquello  podría  ser,  toqué  la  campanilla. 

— ^Ha  llamado  usted,  mon  maítre} — dijo 
Antonio  asomándose  a  la  puerta  con  uno  de 
los  brazos  profundamente  sepultado  en  una 
bota. 

— Sí,  por  cierto — contesté — ;  pero  no  me 
podía  imaginar  que  fuese  usted  quien  res- 
pondiera a  la  llamada. 

— Mais  pourquoi  non^  mon  mattre? — ex- 
clamó Antonio — .  ^Quiénva  a  servirle  a  usted 
ahora  sino  yo?  N'est pas  que  le  sieur  Frangois 
est  mort}  En  cuanto  lo  supe,  me  dije:  voy  a 
volver  a  mi  puesto  chez  mon  maiire^  mon- 
sieur  Georges. 


100  B  o  R  R  o  W 

— Supongo  que  estará  usted  sin  coloca- 
ción, y  por  eso  ha  venido. 

— Au  contraire^  mon  maítre — replicó  el 
griego.  Acababa  de  ajustarme  en  casa  del 
duque  de  Frías,  donde  me  daban  al  mes 
diez  duros  más  que  su  merced;  pero  al  sa- 
ber que  se  había  usted  quedado  sin  criado, 
fui  sin  pérdida  de  tiempo  a  decir  al  duque, 
aunque  ya  estaba  muy  entrada  la  noche, 
que  no  me  convenía  servirle;   y   aquí  estoy. 

— Pues  de  esa  manera,  no  le  admito — dije 
yo—.  Vuelva  a  casa  del  duque,  preséntele  sus 
excusas  por  lo  que  ha  hecho,  y  solicite  su 
cese  en  debida  forma;  entonces,  si  su  gracia 
desea  prescindir  de  usted,  caso  bastante 
probable,  le  admitiré  con  mucho  gusto  a  mi 
servicio. 

Después  de  sufrir  una  prisión  cuya  injus- 
ticia reconocían  mis  propios  enemigos,  era 
razonable  esperar  de  sus  manos  un  trato  más 
liberal  que  el  que  hasta  allí  me  habían  dis- 
pensado. Mi  única  ambición  era  por  enton- 
ces conseguir  tolerancia  para  la  venta  del 
Evangelio  en  aquel  infortunado  y  perturba- 
do reino;  para  lograr  ese  ñn  no  sólo  hubiera 
consentido  en  sufrir,  uno  tras  otro,  veinte 
encarcelamientos  como  el  pasado,  sino  que 
hubiera  sacrificado  gustoso  la  vida  misma. 
Pronto  advertí,  sin  embargo,  que  probable- 
mente no  iba  a  ganar  nada  con  mi  encarce- 
lación; al  contrario,  desde  que  se  concluyó 
el  asunto,  fui  objeto  de  la  aversión  personal 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        loi 

del  Gobierno,  lo  que  tal  vez  no  sucedía  an- 
tes; las  concesiones  que  se  vieron  obligados 
a  hacer  para  evitar  una  ruptura  con  Inglate- 
rra humillaron  su  orgullo  y  vanidad.  Mos- 
tráronse dispuestos  a  saciar  su  aversión, 
contrariando  mis  planes  todo  lo  posible. 
Tuve  una  entrevista  con  Ofalia  acerca  del 
asunto  que  embargaba  mi  ánimo;  le  encon- 
tré desabrido  y  áspero.  «Lo  que  más  le  con- 
viene a  usted  es  permanecer  tranquilo — me 
dijo — .  ¡Cuidadol  Ya  ha  puesto  usted  una  vez 
toda  la  corte  en  confusión;  cuidado,  repito. 
Otra  vez  puede  que  no  se  escape  usted  tan 
fácilmente.» 

— Quizás  no — repliqué — y  quizás  ni  lo  de- 
seo siquiera;  es  cosa  agradable  padecer  por 
la  causa  del  Evangelio.  Ahora  me  tomaré  la 
libertad  de  preguntar  si,  en  el  caso  de  po- 
nerme a  propagar  la  Palabra  de  Dios,  me  lo 
impedirán. 

— Naturalmente  —  exclamó  Ofalia — ;  la 
Iglesia  lo  prohibe. 

— Pues,  con  todo,  voy  a  intentarlo —ex- 
clamé. 

— ¿Sabe  usted  loque  dice? — preguntó  Ofa- 
lia, arqueando  las  cejas  y  abriendo  la  boca. 

— Sí,  continué — ;  voy  a  hacer  la  prueba 
en  todos  los  pueblos  de  España  donde  me 
sea  posible  entrar. 

Durante  mi  permanencia  en  España,  la 
oposición  más  recia  que  encontré  fué  la  del 
clero;  por  instigación  suya  el  Gobierno  adop- 


I02  B  O  R  R  O  W 

taba  las  medidas  convenientes  para  impedir 
la  amplia  difusión  del  libro  sagrado  por  el 
país.  No  interrumpiré  el  cursó  de  mi  narra- 
ción con  reflexiones  acerca  de  la  situación 
de  una  Iglesia  que,  si  bien  pretende  fundar- 
se en  la  Escritura,  arrebataría  la  luz  de  la 
Escritura  a  toda  la  Humanidad,  si  pudiese. 
Pero  Roma  sabe  perfectamente  que  no  es 
una  Iglesia  cristiana,  y  como  no  tiene  deseo 
de  serlo,  obra  cuerdamente  quitando  a  sus 
secuaces  de  delante  de  los  ojos  las  páginas 
que  podrían  revelarles  las  verdades  del  Cris- 
tianismo. Sus  agentes  y  validos  en  España 
esforzábanse  cuanto  podían  por  anular  mis 
humildes  trabajos  y  difamar  la  obra  que  yo 
andaba  esparciendo.  Todo  el  clero  ignoran- 
te y  fanático  (la  gran  mayoría)  era  opuesto  a 
ella,  y  cuantos  ansiaban  estar  a  bien  con  la 
corte  de  Roma  vociferaban  su  oposición. 
Había,  empero,  una  parte  del  clero,  peque- 
ña a  la  verdad,  bien  dispuesta  en  favor  de  la 
circulación  del  Evangelio,  aunque  en  modo 
alguno  inclinada  a  hacer  el  menor  sacrificio 
individual  por  tal  fin;  éstos  eran  los  que  pro- 
fesaban el  liberalismo,  que  se  supone  impli- 
ca una  disposición  a  adoptar  cuantas  refor- 
mas, así  en  lo  civil  como  en  lo  eclesiástico, 
parezcan  conducentes  al  bien  del  país.  No 
pocos  clérigos  españoles  eran  partidarios  de 
ese  principio,  o  al  menos  se  declaraban  ta- 
les; algunos,  por  conveniencia  propia  sin 
duda,  con  la  esperanza  de  aprovechar  el  es- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


103 


píritu  de  los  tiempos  para  su  medro  perso- 
nal; otros,  hay  que  esperarlo,  por  convic- 
ción, por  puro  amor  a  las  ideas.  Entre  éstos 
se  encontraban,  por  la  época  a  que  me  re- 
fiero, varios  obispos.  Pero  es  digno  de  nota 
que  ninguno  de  ellos  debía  su  puesto  al 
Papa,  que  los  desautorizaba,  sino  a  la  Reina 
Gobernadora,  cabeza  visible  del  liberalismo 
en  España.  No  es  de  extrañar,  por  tanto, 
que  hombres  colocados  en  tales  circunstan- 
cias se  sintiesen  dispuestos  a  apoyar  cual- 
quier medida  o  plan  favorables  al  progreso 
del  liberalismo,  más  bien  que  a  contrariar- 
los; y  no  hay  duda  que  la  circulación  de  la 
Escritura  era  una  medida  de  ese  género. 
Con  todo,  su  buena  voluntad,  suponiendo 
que  la  tuvieran,  fué  para  mí  poco  valiosa, 
porque  nunca  dieron  un  paso  decisivo  ni  al- 
zaron sus  voces  para  denunciar  de  modo  po- 
sitiva y  resuelto  la  conducta  de  quienes 
pretendían  privar  al  mundo  de  la  luz  de  la 
Escritura.  En  cierta  ocasión  creí  que  iba  a 
conseguir,  por  su  medio,  algo  importante 
para  la  causa  del  Evangelio  en  España;  pero 
me  desengañé  pronto,  y  me  convencí  de  que 
descansar  en  lo  que  quisieran  hacer  era  tan- 
to como  apoyar  la  mano  en  una  caña,  que, 
sin  sostenerme,  me  desgarraría  la  carne.  Al- 
gunos de  ellos  me  enviaron  mensajes  ex- 
presando la  estimación  en  que  me  tenían  y 
asegurándome  cuan  cara  a  su  corazón  era  la 
causa  del  Evangelio.  Recibí  incluso  un  aviso 


104  B  O  R  R  O  W 

insinuándome  que  mi  visita  no  sería  des- 
agradable al  arzobispo  de  Toledo,  Primado 
de  España. 

Poco  puedo  decir  de  este  personaje,  cuya 
historia    desconozco    por   completo.    A   la 
muerte  de  Fernando  era,  creo  yo,  obispo  de 
Mallorca,  pequeña  e  insignificante  sede,  de 
muy  pobres  rentas,  que  quizás  cambió  gus- 
toso por  otra  más  rica.  Es  probable,  sin  em- 
bargo,  que   de   mostrarse   fiel  servidor  del 
Papa,  y,  por  ende,    partidario  de  los  legiti- 
mistas,  hubiera  ocupado  hasta  el  día  de  su 
muerte  la  silla  episcopal   de  Mallorca;  pero 
pasaba  por  liberal,  y  la  Reina  Gobernadora 
tuvo    a   bien  concederle  la  dignidad  de  ar- 
zobispo de  Toledo,  haciéndole  así  cabeza  de 
la  Iglesia  en   España.   Cierto  que  el  Papa  se 
negó  a  ratificar  la  designación,  razón  por  la 
que  todos  los  buenos  católicos  estaban  obli- 
gados a  seguir  considerándole  como  obispo 
de  Mallorca  y  no  como  Primado  de  España. 
Pero  el  obispo  cobraba  las  rentas  de  la  sede 
toledana,  débil  sombra  de  lo  que  fueron  an- 
taño, pero  muy  importantes  aún,  y  vivía  en 
el  palacio  del  Primado,  en  Madrid,  de  suerte 
que  si  no  era  arzobispo  de  jure  era  lo  que 
para  muchos  valía  más:  arzobispo  de  fado. 
Sabedor   de   la  amistad  personal   del  ar- 
zobispo con  Ofalia,  quien,  según  decían,  le 
consideraba  mucho,  resolví  hacerle  una  visi- 
ta, y  así  una  mañana   me  encaminé  al  pala- 
cio en  que  vivía.   Sin   dificultad  obtuve  au- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        105 

diencia:  un  lacayo,  asturiano  a  lo  que  creo, 
a  quien  hallé  sentado  en  un  banco  de  piedra 
del  portal,  me  condujo  a  su  presencia.  Cuan- 
do entré,  el  arzobispo  estaba  solo,  sentado 
detrás  de  una  mesa,  en  un  vasto  aposento, 
especie  de  sala  de  estrados.  Vestía  con  sen- 
cillez: sotana  negra  y  birrete  de  seda;  pero 
en  un  dedo  llevaba  una  amatista  soberbia, 
resplandeciente,  de  brillo  deslumbrador.  Se 
incorporó  un  momento,  al  acercarme,  y  con 
la  mano  me  indicó  una  silla.  Podía  tener  se- 
senta años;  era  muy  alto,  pero  se  encorvaba 
bastante,  por  debilidad  sin  duda;  y  la  tez 
pálida  de  sus  facciones  demacradas  denota- 
ba su  mala  salud.  Cuando  de  nuevo  se  sentó 
inclinó  la  cabeza,  como  si  contemplase  la 
mesa  que  tenía  delante. 

— Supongo  que  V.  E.  sabrá  quién  soy  — 
dije  al  cabo,  rompiendo  el  silencio. 

El  arzobispo  inclinó  la  cabeza  hacia  el 
hombro  izquierdo,  con  expresión  algo  equí- 
voca, pero  no  dijo  nada. 

— Yo  soy  el  que  los  Manolos  de  Madrid 
llaman  Don  Jorgito  el  Inglés.  Acabo  de  sa- 
lir de  la  cárcel,  donde  me  encerraron  por 
propagar  el  Evangelio  del  Señor  en  este 
reino  de  España. 

El  arzobispo  repitió  el  mismo  movimien- 
to equívoco  de  la  cabeza,  pero  aun  no  dijo 
nada. 

— He  sabido  que  V.  E.  deseaba  verme,  y 
por  esa  razón  he  venido  a  hacerle  esta  visita. 


io6  B  O  R  R  O  W 

— Yo  no  le  he  llamado  a  usted — dijo  el 
arzobispo,  alzando  de  súbito  la  cabeza,  y 
con  ojos  de  espanto. 

— Quizás  no;  pero  me  habían  dado  a  en- 
tender que  mi  presencia  sería  grata;  como 
al  parecer  no  es  así,  me  iré. 

— Puesto  que  ha  venido  usted,  me  alegro  ] 
mucho  de  verle. 

— Y  yo   celebro   mucho   oírle — dije  yo, 
volviendo  a  sentarme — .  Ya  que  estoy  aquí, 
podemos  hablar  de  un  asunto  de  la  mayor     i 
importancia:  la  difusión  de  la  Escritura.  ¿Co- 
noce  V.  E.  algún  medio  para  alcanzar  un  fin    j 
tan  deseable?  i 

—  No  —  dijo  el  arzobispo  débilmente.  • 

— ^No  cree  V.  E.  que  el  conocimiento  de  ¡ 
la  Escritura  produciría  inestimables  benefi-  I 
cios  a  estos  reinos? 

— No  lo  sé.  I 

— ^Hay  probabilidades  de  convencer  al  i 
Gobierno  para  que  consienta  su  circulación?     j 

— ¿Cómo  voy  a  saberlo? — y  el  arzobispo 
se  me  quedó  mirando  a  la  cara.  ; 

Yo  también  le  miré  a  él;  había  en  su  ros- 
tro tal  expresión  de  desvalimiento,  que  casi     i 
era    chochez.    «¡Válgame    Dios! — pensé — .     i 
^A  quién  he  venido  yo  a  contar  estas  cosas?     ^ 
¡Pobre  hombre!  No  sirves  para  representar  el     ¡ 
papel  de  Martín  Lutero,  y  en  España  menos 
que  en  otra  parte.   Me   maravilla   que  tus     | 
amigos   te  hayan   nombrado   arzobispo   de 
Toledo.  Quizás  pensaron  que  no  harías  pro- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       107 

vecho  ni  daño,  y  te  escogieron,  como  esco- 
gen a  veces  en  mi  país  a  los  primados,  en 
razón  de  tu  incapacidad.  No  pareces  muy 
contento  en  este  empleo,  ni  tu  sitial  debe  de 
ser  muy  cómodo.  Más  a  gusto  estabas  cuan- 
do eras  el  pobre  obispo  de  Mallorca;  enton- 
ces podías  saborear  la  puchera  sin  miedo  de 
que  te  la  sazonaran  con  sublimado.  No  te- 
mías entonces  que  te  ahogaran  en  el  lecho. 
La  siesta  es  cosa  agradable,  cuando  no  está 
uno  expuesto  a  verla  interrumpida  por  un 
súbito  espanto.  Me  sorprenderá  si  no  estás 
ya  envenenado»  —  continué  casi  en  voz  alta, 
según  estaba  mirándole  al  semblante,  que  a 
mi  parecer  se  cubría  de  palidez  mortal. 

— ¿Qué  decía  usted,  don  Jorge} — pregun- 
tó el  arzobispo. 

— Que  V^.  E.  lleva  un  brillante  magnífi- 
co— dije  yo. 

—  jiLe  gustan  a  usted  los  brillantes,  don 
Jorge} — dijo  el  arzobispo,  cuyas  facciones 
se  animaron — .  /  Vaya!  ¡También  a  mil  ¡Son 
muy  bonitosl  ¿Entiende  usted  de  brillantes? 

— Sí  entiendo — respondí — ,  y  no  he  visto 
nunca  otro  mejor  que  ése,  salvo  uno,  perte- 
neciente a  un  conocido  mío,  un  khan  de 
Tartana.  Pero  no  lo  llevaba  en  el  dedo;  po- 
níaselo  al  caballo  en  el  frontal,  donde  bri- 
llaba como  una  estrella.  Llamábalo  Daoud 
Scharr^  que  significa  «luz  de  guerra». 

— ¡Vaya! — dijo  el  arzobispo — .  iQué  cu- 
riosol  Me  alegro  de  que  le  gusten  a  usted 


io8  B  O  R  R  O  W 

los  brillantes,  don  Jorge.  Al  hablar  de  caba- 
llos me  ha  hecho  usted  recordar  que  le  he 
visto  con  frecuencia  a  caballo.  /  Vaya!  Qué 
modo  de  montar.  Es  peligroso  encontrársele 
a  usted  en  el  camino. 

— ^V.  E.  es  aficionado  a  la  equitación? 

— De  ninguna  manera,  don  Jorge,  No  me 
gustan  los  caballos.  En  la  Iglesia  no  es  cos- 
tumbre montar  a  caballo;  preferimos  las 
muías:  son  animales  más  tranquilos.  Los  ca- 
ballos me  dan  miedo:  ¡cocean  de  un  modol 

— La  coz  del  caballo  mata — dije  yo — si 
da  en  un  sitio  vital.  Pero  no  opino  comoV.E. 
acerca  de  las  muías;  un  buen  jinete  puede 
sostenerse  a  caballo,  por  resabiado  que  el 
animal  esté;  pero  las  muías,  ¡vayal^  cuando 
una  muía  falsa  tira  por  detrás^  no  creo  que 
ni  el  propio  Padre  de  la  Iglesia  se  sostenga 
en  la  silla  ni  un  momento,  por  muy  buen 
bocado  que  lleve. 

Al  marcharme,  le  dije:  — (jQué  puedo  es- 
perar acerca  del  Evangelio.'' 

— No  sé — dijo  el  arzobispo  inclinando  de 
nuevo  la  cabeza  hacia  el  hombro  derecho, 
mientras  sus  facciones  reasumían  la  expre- 
sión  de  vaciedad.  1 

Así  terminó  mi  entrevista  con  el  arzobis-  1 
po  de  Toledo.  ' 

— Me  parece — dije  a  María  Díaz  al  volver  i 
a  casa — ,  me  parece,  Marequita  mia^  que  si  i 
el  Evangelio,  para  ser  tolerado  en  España,  1 
ha  de  esperar  a  que  los  obispos  y  arzobis-    \ 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        109 

pos  liberales  acudan  resueltamente  en  su 
ayuda,  va  a  tener  que  aguardar  mucho 
tiempo. 

— Soy  del  mismo  parecer,señor — respon- 
dió María — .  [Bonito  sería  tener  que  esperar 
a  que  esa  gente  haga  un  esfuerzo  en  favor 
de  ustedl  ¡Ca!  Risa  me  da  pensarlo.  ^Cómo 
ha  tenido  usted  la  candidez  de  figurarse  que 
les  importa  algo  el  Evangelio?  /  Vayal^  son 
verdaderos  curas;  en  los  ofrecimientos  que 
le  han  hecho  a  usted  sólo  les  movía  su  pro- 
pio interés.  El  Santo  Padre  no  quiere  reco- 
nocerlos, y  les  gustaría  asustarle  un  poco 
para  obligarle  a  transigir;  pero  como  los  re- 
conociera, ya  vería  usted  luego  si  le  admi- 
tían en  sus  palacios  o  tenían  algún  trato  con 
usted.  «¡Fuera  ese  prójimo — dirían — ./  Vaya! 
(íNo  es  luterano?  ^No  es  enemigo  de  la  Igle- 
sia? ¡A  la  horca,  a  la  horcah  Conozco  a  esa 
familia  mejor  que  usted,  don  Jorge. 

— Es  inútil  aguardar  más — dije  yo — .Pero 
6n  Madrid  nada  puedo  hacer.  No  se  puede 
vender  la  obra  en  el  despacho^  y  acabo  de 
saber  que  todos  los  ejemplares  dejados  para 
la  venta  en  las  librerías  de  las  diversas  po- 
blaciones que  he  visitado  los  ha  secuestrado 
el  Gobierno.  Mi  decisión  está  tomada:  mon- 
taré en  mis  caballos,  que  relinchan  en  la  cua- 
dra, y  me  iré  a  recorrer  en  persona  los  pue- 
blos y  llanuras  de  la  polvorienta  España.  Al 
campo^  al  campo.  1  Camina,  avanza  próspera- 
mente y  reina  por  medio  de  la  verdad  y  de 


no  B  O  R  R  O  W 

la  mansedumbre  y  de  la  justicia;  tu  diestra 
te  conducirá  a  cosas  maravillosas.»  Camina- 
ré, pues,  María. 

— No  puede  hacer  su  merced  cosa  mejor, 
y  permítame  ahora  decirle  que,  por  cada 
libro  que  pudiera  usted  vender  en  un  despa- 
cho en  la  ciudad,  venderá  usted  ciento  en  los 
pueblos  con  tal  de  darlos  baratos,  porque 
en  el  campo  hay  poco  dinero.  /  Vaya!  ¿Sabré 
yo  lo  que  digo.^  ¿No  soy  también  de  pueblo, 
villana  de  la  Sagra?  A  caballo,  pues;  los  ca- 
ballos no  hacen  más  que  relinchar  en  la  cua- 
dra, como  usted  dice,  y  casi  podía  haber 
añadido  que  el  señor  Antonio  relincha  en  la 
casa.  Dice  que  no  tiene  nada  que  hacer, 
motivo  por  el  que  está  otra  vez  disgustado 
e  inquieto.  Todo  lo  encuentra  mal,  a  mí  en 
primer  término.  Esta  mañana  le  saludé,  y, 
en  lugar  de  contestarme,  torció  la  boca  de 
un  modo  nunca  visto  en  tierras  de  España. 

— Se  me  ocurre  una  idea — dije  yo — .  Ha 
mentado  usted  la  Sagra  ¿Por  qué  no  comen- 
zar mis  trabajos  por  los  pueblos  de  esa  co- 
marca? 

— Muy  bien  pensado — replicó  María — . 
La  recolección  termina  ahora  por  allí,  y  en- 
contrará usted  a  la  gente  relativamente  des- 
ocupada, con  vagar  para  acompañarle  a 
usted  y  oírle.  Si  quiere  seguir  mi  consejo, 
debe  usted  establecerse  en  Villaseca  en  la 
casa  que  fué  de  mis  padres,  donde  al  pre- 
sente vive  mi  señor  marido.  Vaya  usted  a 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        ni 

Villaseca  lo  primero,  y  desde  allí  puede  us- 
ted emprender  excursiones  con  el  señor  An- 
tonio. Quizás  mi  marido  les  acompañe;  si  es 
así,  les  servirá  de  mucho.  La  gente  en  Villa- 
seca  es  amable  y  cortés;  cuando  se  dirigen 
a  un  forastero  le  hablan  a  gritos  y  en  ga- 
llego. 

— |En  gallegol — exclamé. 

— Todos  saben  unas  cuantas  palabras  de 
gallego  aprendidas  de  los  que  bajan  todos 
ios  años  a  segar,  y  como  el  gallego  es  la 
única  lengua  extraña  que  conocen,  la  em- 
plean por  cortesía  al  dirigirse  a  un  extran- 
jero. /  Vaya!  No  es  mal  pueblo  Villaseca, 
ni  es  mala  gente;  la  única  persona  de  mala 
condición  que  allí  hay  es  el  reverendo  señor 
cura. 

No  fueron  largos  los  preparativos  de  mi 
empresa.  Envié  por  delante  con  un  arriero 
un  buen  repuesto  de  Testamentos,  y  yo  salí 
al  siguiente  día.  Pero  antes  de  marcharme 
recibí  la  visita  de  Benedicto  Mol. 

— Vengo  a  decirle  a  usted  adiós,  lieher 
Herr.  Mañana  me  vuelvo  a  Compostela. 

— ¿Con  qué  propósito? 

— Para  desenterrar  el  Schatz^  lieher  Herr. 
¿Cuál  otro  podía  llevar?  ¿Por  qué  he  vivido 
hasta  hoy,  sino  para  al  fin  poder  desenterrar 
el  Sckatz? 

— Pudiera  usted  haber  vivido  para  algo 
mejor — exclamé — .  Con  todo,  le  deseo  buen 
éxito.  ¿En  qué  funda  usted  sus  esperanzas? 


112  B  O  R  R  O  W 

¿Le  han  dado  permiso  para  hacer  excavacio- 
nes? Seguramente  no  se  le  habrán  olvidado 
a  usted  las  penalidades  que  sufrió  en  Galicia. 

— No  se  me  han  olvidado,  lieber  Herr^  ni 
el  viaje  a  Oviedo,  ni  las  siete  bellotas,  ni  la 
lucha  con  la  muerte  en  el  barranco.  Pero 
tengo  que  cumplir  mi  destino.  Ahora  voy  a 
Galicia  a  expensas  del  Gobierno,  como  si 
perteneciera  de  nuevo  a  la  Guardia  suiza: 
voy  en  coche  de  muías,  quiero  decir,  en  ga- 
lera. Tendré  toda  la  ayuda  necesaria,  y  pue- 
do cavar  hasta  el  centro  de  la  tierra  si  lo 
creo  conveniente.  Además...  pero  no  puedo 
decirle  más,  porque  he  jurado  sobre  los  cua- 
tro Evangelien  guardar  secreto. 

— Bien,  Benedicto,  no  tengo  nada  que 
decir,  salvo  desearle  a  usted  que  triunfe  en 
sus  excavaciones. 

— Gracias,  lieber  Herr;  gracias.  Ahora, 
adiós.  ¡Triunfaré,  triunfarél 

Aquí  se  quedó  cortado,  se  estremeció,  y, 
mirándome,  con  expresión  casi  de  loco  en  el 
semblante,  exclamó: 

— ¡Heiliger  Gottl  Me  olvido  de  una  cosa. 
Supongamos  que  al  fin  y  a  la  postre  no  en- 
cuentro el  tesoro. 

— Es  muy  sensato  lo  que  usted  dice;  ¡lás- 
tima que  hasta  ahora  no  se  le  haya  ocu- 
rridol  Le  aseguro  a  usted,  amigo  mío,  que 
se  ha  metido  en  una  empresa  desesperada. 
Verdad  que  puede  usted  encontrar  un  teso- 
ro; pero  hay  cien  probabilidades  contra  una 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       113 

de  que  no  lo  encontrará.  ^Qué  será  de  usted 
en  tal  caso?  Le  tomarán  por  un  impostor,  y 
las  consecuencias  serán  horribles.  Recuerde 
quién  es  usted  y  entre  qué  gentes  está.  Los 
españoles  son  crédulos;  pero  cuando  una 
vez  llegan  a  sospechar  que  los  han  engaña- 
do, y  sobre  todo  que  se  han  reído  de  ellos, 
su  sed  de  venganza  no  conoce  límites.  No 
crea  usted  que  su  inocencia  le  servirá  de 
algo.  Yo  estoy  convencido  de  que  no  es 
usted  un  impostor,  pero  ellos  no  lo  creerán 
jamás.  Todavía  no  es  tarde.  Devuelva  usted 
esas  ropas  tan  buenas  y  ese  elegante  bastón 
a  quien  se  lo  haya  dado.  Póngase  un  traje 
viejo,  empuñe  el  tosco  palo,  y  véngase  con- 
migo a  la  Sagra  para  ayudarme  a  difundir  el 
insigne  Evangelio  entre  los  lugareños  de  la 
ribera  del  Tajo. 

Benedicto  meditó  un  momento,  y  luego, 
sacudiendo  la  cabeza,  gritó: 

— ¡Nol  jNo!  Tengo  que  cumplir  mi  des- 
tino. El  Schatz  no  está  aún  desenterrado. 
Así  lo  dijo  la  voz  en  el  barranco.  Mañana,  a 
Compostela.  Lo  encontraré:  el  Schatz  está 
allí  aún;  «tiene»  que  estar. 

Salió  y  no  le  volví  a  ver  más.  Pero  des- 
pués oí  contar  de  él  cosas  extraordinarias. 
Resultó  que  el  Gobierno  dio  oídos  a  la  fá- 
bula de  Benedicto,  y  se  dejó  impresionar  de 
tal  modo  por  sus  exageradas  descripciones 
del  tesoro  oculto,  que  llegó  a  creer  en  la 
posibilidad  de  desenterrar  en  Santiago,  con 

T.  III.  8 


114  B  O  R  R  O  W 

poco  trabajo  y  poco  gasto,  oro  y  diamantes 
de  sobra  para  enriquecerse  y  para  extinguir 
la  deuda  nacional  de  España.  El  suizo  volvió 
a  Compostela  «como  un  duque»,  para  usar 
sus  mismas  palabras.  El  asunto,  mantenido 
al  comienzo  en  profundo  secreto,  se  divulgó 
con  rapidez.  Se  acordó  dar  a  una  explora- 
ción que  podía  tener  tan  importantes  conse- 
cuencias toda  la  publicidad  y  el  aparato 
posibles.  Acercábase  una  fiesta  muy  solem- 
ne, y  pareció  lo  más  acertado  que  la  busca 
comenzase  en  tal  día.  El  día  llegó.  Todas  las 
campanas  de  Compostela  repicaban.  El  pue- 
blo en  masa  se  lanzó  a  la  calle;  un  millar  de 
soldados  formaba  en  la  plaza;  la  expectación 
llegó  al  grado  sumo.  Una  solemne  comitiva 
se  dirigió  a  la  iglesia  de  San  Roque;  a  su 
cabeza  iban  el  capitán  general  y  el  suizo,  que 
blandía  un  mágico  bastón;  pegada  a  ellos 
iba  la  meiga^  la  bruja  gallega  que  primera- 
mente guió  al  buscador  del  tesoro;  numero- 
sos albañiles  cerraban  la  marcha,  llevando 
las  herramientas  necesarias  para  la  excava- 
ción. La  comitiva  entra  en  la  iglesia,  la  cruza 
con  paso  solemne,  y  llega  a  una  galería  abo- 
vedada. El  suizo  mira  en  torno.  «Cavad 
aquí» — dijo  de  pronto — .  «Sí,  cavad  aquí»  — 
dijo  la  meiga.  Los  albañiles  trabajan,  hora- 
dan el  piso,  espárcese  un  olor  horrible  y  fé- 
tido... 

Para  qué  más;  no  se  halló  tesoro  alguno, 
y  mis  advertencias  al  desgraciado  suizo  re- 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA       ii5 

sultaron  demasiado  proféticas.  Sin  tardanza 
le  prendieron,  arrojándole  en  la  hórrida  pri- 
sión de  Santiago,  seguido  de  las  maldiciones 
de  millares  de  personas,  que  con  gusto  le 
hubieran  despedazado. 

El  asunto  no  terminó  ahí.  Los  enemigos 
políticos  del  Gobierno  no  dejaron  escapar 
una  ocasión  tan  favorable  para  asestarle  los 
dardos  del  ridículo.  Los  moderados  fueron 
censurados  en  las  Cortes  por  su  avaricia  y 
su  credulidad,  mientras  en  alas  de  la  Prensa 
liberal  se  esparcía  por  toda  España  la  histo- 
ria del  tesoro  escondido  en  Santiago. 

— Después  de  todo,  eso  ha  sido  una  tram- 
pa de  don  Jorge — dijo  un  enemigo  mío — . 
Ese  prójimo  se  encuentra  siempre  enredado 
en  la  mitad  de  las  picardías  que  se  cometen 
en  España. 

Ansioso  por  saber  la  suerte  que  había 
corrido  el  suizo,  escribí  a  mi  antiguo  amigo 
de  Compostela,  Rey  Romero.  En  su  res- 
puesta decía:  «Vi  al  suizo  en  la  cárcel,  des- 
de donde  me  mandó  llamar,  implorando  mi 
socorro  en  nombre  de  la  amistad  que  tengo 
con  usted.  Pero  ^cómo  favorecerle?  Se  lo  lle- 
varon de  Santiago  en  seguida,  no  se  adonde. 
Dicen  que  ha  desaparecido  por  el  camino.» 

La  verdad  es  aveces  más  sorprendente  que 
la  fábula.  ^En  qué  novela  se  encontrará  nada 
más  insensato,  grotesco  y  triste  que  la  his- 
toria fácilmente  comprobable  de  Benedicto 
Mol,  el  buscador  del  tesoro  de  Santiago.? 


CAPÍTULO  XLIII 


Villa  Seca. — Una  casa  morisca. — La  puchera. — Un 
cónclave  de  rústicos. — Ceremoniosa  urbanidad. 
La  Flor  de  España. — El  puente  de  Azeca. — El 
castillo  en  ruinas. — Nos  echamos  al  campo. — 
Demanda  de  Testamentos. — El  labrador  viejo. 
El  cura  y  el  herrero. — La  baratura  de  los  Tes- 
tamentos. 


Llegué  a  Villa  Seca  uno  de  los  días  de 
más  furioso  calor  en  que  he  desafiado  los 
rayos  del  sol.  La  temperatura  debió  de  lle- 
gar a  cien  grados  a  la  sombra;  la  atmósfera 
parecía  una  ardiente  llama.  En  un  lugar  que 
dicen  Leganés,  a  seis  leguas  de  Madrid,  y 
como  a  mitad  de  camino  entre  la  capital  y 
Toledo,  nos  apartamos  de  la  carretera,  di- 
rigiéndonos al  Este.  Cabalgamos  por  lo  que 
en  España  llaman  llanuras,  que  en  cual- 
quier otro  país  del  mundo  parecería  terre- 
no quebrado  y  desigual.  Las  mieses  de  trigo 
y  cebada  habían  ya  desaparecido;  quedaban 
aquí  y  allá,  como  últimos  vestigios,  algunos 
haces  que  los  labradores  se  ocupaban  en 
recoger  para  acarrearlos  a  sus  pueblos. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        117 

Difícil  me  sería  decir  que  fuese  bello 
aquel  paisaje,  de  absoluta  desnudez,  sin  ár- 
boles ni  verdor.  No  le  faltaban,  empero, 
pretensiones  de  magnificencia  y  grandeza, 
como  no  le  faltan  a  ningún  paraje  de  Espa- 
ña. Los  objetos  más  llamativos  eran  dos 
enormes  cerros  calcáreos,  o  más  bien  uno 
rajado  en  dos,  que  se  erguía  a  gran  altura; 
la  cima  del  más  próximo  se  coronaba  con 
las  ruinas  del  antiguo  castillo  de  Villaluen- 
ga.  A  eso  de  la  una  de  la  tarde  llegamos  a 
Villa  Seca. 

Era  un  pueblo  grande,  de  unos  setecien- 
tos habitantes,  rodeado  de  un  muro  de  tie- 
rra. En  el  centro  está  la  plaza^  uno  de  cu- 
yos, lados  lo  ocupa  lo  que  llaman  un  pala- 
cio, tosco  edificio  cuadrangular,  de  dos  pi- 
sos, perteneciente  a  alguna  familia  noble, 
los  señores  de  las  tierras  del  contorno.  Es- 
taba vacío;  ocupábalo  tan  sólo  una  especie 
de  administrador,  que  encerraba  en  sus  sa- 
lones el  grano  qué  en  pago  de  las  rentas  re- 
cibía de  los  arrendatarios  y  villanos  que  la- 
braban el  término. 

El  pueblo  dista  como  un  cuarto  de  legua 
de  la  orilla  del  Tajo,  que  aun  allí,  en  el  co- 
razón de  España,  es  un  hermoso  río,  no  na- 
vegable, sin  embargo,  a  causa  de  los  bancos 
de  arena  que  en  muchos  sitios  emergen  a 
modo  de  isletas,  cubiertas  de  árboles  y  ma- 
leza. La  aldea  saca  del  río  toda  su  provisión 
de  agua,  por  carecer  de  ella,  al  menos  pota- 


ii8  B  O  R  R  O  W 

ble,  dentro  de  sus  muros;  todos  los  manan- 
tiales son  salobres,  y  de  esto  le  vendrá  pro- 
bablemente el  nombre  de  Villa  Seca.  Díce- 
se  que  sus  habitantes  son  de  origen  moro; 
y  es  la  verdad  que  aquí  se  observan  ciertas 
costumbres  que  robustecen  mucho  ese  su- 
puesto. Entre  otras,  hay  una  muy  curiosa: 
se  reputa  infamante  para  una  mujer  de  Villa 
Seca  atravesar  la  plaza,  o  ser  vista  en  ella, 
aunque  no  vacilan  en  mostrarse  en  las  calles 
y  callejas. 

Existe  una  hostilidad  profundamente  arrai- 
gada entre  los  habitantes  de  este  lugar  y 
los  de  un  pueblo  inmediato  llamado  Bar- 
gas; rara  vez  se  hablan  cuando  se  encuen- 
tran, y  nunca  se  casan  entre  sí.  Una  tradi- 
ción vaga  pretende  que  los  naturales  de  este 
último  pueblo  son  cristianos  viejos,  y  es 
harto  probable  que  los  del  vecino  fuesen 
originariamente  de  muy  otra  sangre;  los  de 
Villa  Seca  tienen  la  tez  muy  morena,  mien- 
tras los  moradores  de  Bargas  son  rubios  y 
blancos.  Así,  en  pleno  siglo  xix,  se  conser- 
va en  España  la  antigua  enemistad  de  moros 
y  cristianos. 

Empapados  en  sudor,  que  nos  corría  a 
chorros  por  la  frente,  llegamos  a  la  puerta 
de  Juan  López,  el  marido  de  María  Díaz.  Sa- 
bedor de  que  iríamos  a  visitarle,  ya  nos  es- 
peraba, y  nos  acogió  cordialmente  en  su  vi- 
vienda que,  como  una  casa  mora  auténtica, 
tenía  un  solo  piso.  Era  muy  espaciosa,  no 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        119 

obstante,  con  patio  y  establo.  Todos  los 
aposentos  eran  deliciosamente  frescos.  El 
pavimento,  de  ladrillo  o  piedra;  las  angos- 
tas ventanas,  enrejadas  y  sin  cristal,  apenas 
dejaban  pasar  un  rayo  de  sol. 

Habían  preparado  una  puchera  contando 
con  nuestra  llegada;  el  calor  no  me  quitó  el 
apetito,  y  no  pasó  mucho  tiempo  sin  que 
hiciese  cabal  justicia  al  manjar  típico  de  Es- 
paña. Mientras  yo  comía,  López  punteaba 
en  la  guitarra,  cantando  a  veces  trozos  de 
canciones  andaluzas.  Era  un  tipo  pequeño, 
de  rostro  alegre,  muy  activo,  a  quien  había 
visto  yo  con  frecuencia  en  Madrid;  buena 
muestra  del  labrador  español.  Aunque  no 
tenía,  ni  con  mucho,  la  inteligencia  ni  los 
recursos  de  María  Díaz,  su  mujer,  no  por 
eso  carecía  de  natural  despejo  ni  enten- 
dimiento. Era,  además,  honrado  y  desinte- 
resado, y  prestó  buenos  servicios  a  la  causa 
del  Evangelio,  como  se  verá  ahora. 

Acabada  la  comida,  López  me  habló  así: 
—  Señor  don  Jorge ^  su  llegada  a  este  pueblo 
ha  causado  ya  sensación,  sobre  todo,  por 
ser  los  tiempos  de  guerra  y  alborotos,  y  vi- 
vir cada  cual  temeroso  del  vecino;  aquí  es- 
tamos pegados  a  los  confines  del  país  fac- 
cioso, porque,  como  usted  bien  sabe,  la  ma- 
yor parte  de  la  Mancha  está  en  poder  de 
Carlinos  y  de  ladrones,  y  algunas  partidas 
se  asoman  a  menudo  por  la  otra  orilla  del 
río.  En  razón  de  esto,  el  alcalde  del  pueblo 


120  B  O  R  R  O  W 

y  otros  vecinos  pudientes  y  graves  desean 
ver  y  hablar  a  su  merced,  y  examinar  su 
pasaporte. 

—  Bien  está — exclamé — .  Vamos  a  visitar 
a  esos  dignos  señores. 

En  diciendo  esto,  condújome  a  través  de 
\z  plaza  a  casa  del  alcalde^  donde  hallamos 
al  rústico  dignatario  sentado  entre  puertas, 
gozando  de  la  refrigerante  frescura  de  una 
corriente  de  aire.  Era  hombre  viejo,  como 
de  sesenta  años,  sin  nada  notable  en  su  con- 
tinente ni  en  sus  facciones  plácidas,  en  las 
que  se  reflejaba  su  buen  natural.  Estaban 
con  él  otras  personas,  entre  ellas  el  barbero 
del  pueblo,  alto,  de  enorme  corpulencia, 
alavés  por  su  cuna,  nacido  en  Vitoria.  Tam- 
bién estaba  allí  un  individuo  cuya  faz  tenía 
un  pronunciado  tinte  rojizo,  con  la  nariz 
bastante  torcida:  era  el  herrero  del  lugar,  y 
le  llamaban  El  Tuerto^  por  la  circunstancia 
de  no  tener  más  que  un  ojo.  Hice  una  pro- 
funda reverencia  al  concurso,  y  manifestan- 
do mi  pasaporte,  hablé  así: 

—  Graves  señores  y  caballeros  de  esta 
ciudad  de  Villa  Seca,  como  yo  soy  un  ex- 
tranjero de  quien  no  es  posible  que  sepan 
cosa  alguna,  me  he  creído  obligado  a  pre- 
sentarme ante  vosotros  y  a  deciros  quién 
soy.  Sabed,  pues,  que  soy  inglés  de  limpia 
sangre  y  buena  familia,  que  viajo  por  estos 
países  para  diversión  y  provecho  propios,  y 
también  para  los  de  otras  personas.  Ahora 


LA    BIBLIA    EN     ESPAÑA        121 

he  venido  á  Villa  Seca,  donde  me  propongo 
estar  algún  tiempo,  dedicado  a  lo  que  me 
parezca  conveniente:  unas  veces  pasearé  a 
caballo  por  esos  campos,  otras  me  bañaré 
en  las  aguas  del  río,  cosa  buena,  según  di- 
cen, en  tiempo  de  calor.  Suplico,  por  tanto, 
que  durante  mi  estancia  en  esta  capital  sus 
gobernantes  me  concedan  la  protección  y 
el  amparo  que  habitualmente  dispensan  a 
los  que  llevan  vida  pacífica  y  bien  ordenada, 
y  están  dispuestos  a  ser  dóciles  y  obe- 
dientes a  las  costumbres  y  leyes  de  la  re- 
pública. 

—  Habla  bien — dijo  el  alcalde  mirando  en 
torno. 

—  Sí,  habla  bien — dijo  el  corpulento  ala- 
vés— .  No  hay  que  negarlo. 

—  Nunca  he  oído  hablar  mejor — exclamó 
el  herrero,  levantándose  del  taburete  en  que 
se  hallaba  sentado — .  /  Vayal  Es  hombre  recio 
y  de  buen  color,  como  yo.  Me  agrada;  ten- 
go yo  un  caballo  que  le  irá  muy  bien,  un  ca- 
ballo que  es  la  flor  de  España,  con  ocho  de- 
dos sobre  la  marca. 

Entonces,  con  nueva  inclinación  de  cabe- 
za, presenté  el  pasaporte  al  alcalde^  quien 
con  un  ligero  movimiento  de  la  mano  pare- 
ció que  se  negaba  a  recibirlo,  y  al  mismo 
tiempo  decía:  — No  es  necesario. 

—  Oh,  de  ningún  modo — exclamó  el  bar- 
bero. 

—  Los  vecinos  de  Villa  Seca — observó  el 


122  B  O  R  R  O  W 

herrero — saben  portarse  como  gente  seria. 
Vergüenza  les  daría  abrigar  sospecha  alguna 
contra  un  caballero  tan  cortés  y  bien  ha- 
blado. 

Pero  yo  sabía  que  su  negativa  no  signifi- 
caba nada,  por  ser  tan  sólo  una  parte  del  ce- 
remonial de  su  urbanidad;  presenté  por  se- 
gunda vez  el  pasaporte  y  lo  tomaron  con 
avidez;  en  un  momento,  todos  los  presentes 
clavaron  en  él  los  ojos  con  intensa  curiosi- 
dad. Lo  examinaron  de  arribk  abajo,  lo  vol- 
vieron y  revolvieron,  y  aunque  no  es  proba- 
ble que  ninguno  de  los  presentes  entendiese 
palabra  de  él,  por  estar  escrito  en  francés, 
produjo,  sin  embargo,  universal  contento; 
cuando  el  alcalde^  doblándolo  con  cuidado, 
me  lo  devolvió,  todos  observaron  que  no 
habían  visto  en  su  vida  otro  pasaporte  mejor, 
o  que  hablase  de  su  portador  en  términos 
más  elogiosos. 

^Quién  ha  escrito  que  «La  mofa  de  Cer- 
vantes ahuyentó  de  España  el  heroísmo»? 
No  lo  sé  1;  el  autor  de  esa  línea  apenas 
merece  recordación.  La  tentación  de  em- 
borronar  papel   es   tan   violenta   en    nues- 

*  Alude  a  Byron.  Borrow,  citando  de  memo- 
ria, escribe:  «Cervantes  sneered  Spain's  chivalry 
away.»  El  pasaje  de  Byron  es: 

Cervantes  smiled  Spain's  chisralry  away; 
A  single  laugb  demolish'd  the  right  arno 
Of  hir  own  country;  — seldom  since  that  day 
Has  Spaia  had  héroes. 

Z?*«>tf«,XIII-II. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        123 

tros  días,  que  muchos  se  ponen  a  escribir 
de  pueblos  y  países  de  los  que  no  saben 
nada,  o  menos  que  nada.  /  Vaya!  El  haber 
visto  una  corrida  de  toros  en  Madrid  o  en 
Sevilla,  o  gastado  un  puñado  de  onzas  en 
undi  posada  en  cualquiera  de  esos  dos  pun- 
tos, regida  acaso  por  un  genovés  o  un  fran- 
cés, no  da  competencia  para  escribir  acerca 
de  una  gente  como  los  españoles,  ni  para 
decir  al  mundo  cómo  piensan,  cómo  hablan 
y  cómo  proceden.  ¡Ahuyentar  con  burlas  el 
espíritu  caballeresco  de  España!  Cuando  to- 
das las  probabilidades  son  de  que  la  gran 
masa  de  la  nación  española  habla,  piensa 
y  vive  exactamente  como  sus  antepasados 
hace  Seis  siglos. 

Por  la  tarde,  el  herrero,  o  como  le  llama- 
ban en  el  pueblo,  El  Herrador^  se  presentó 
a  caballo  ante  la  puerta  de  López. 

—  Vamos ^  don  Jorge — exclamó  — .  Venga 
conmigo  si  su  merced  está  dispuesto  a  mon- 
tar. Voy  a  bañar  el  caballo  en  el  Tajo,  por 
el  puente  de  Azeca. 

Al  instante  ensillé  mi  jaca  cordobesa^  y 
juntos  salimos  del  pueblo,  dirigiéndonos  a 
través  de  la  llanura  hacia  el  río. 

—  ^Ha  visto  usted  alguna  vez  un  caballo 
como  el  mío,  don  Jorge} — preguntó — .  ^Ver- 
dad que  es  una  alhaja} 

El  caballo  era,  en  efecto,  un  animal  de 
gran  estampa,  garboso,  de  diez  y  seis  pal- 
mas de  alzada  cuando  menos,  ancho  de  pe- 


124  B  o  R  R  o  W  I 

chos,  pero  muy  fino   y   limpio   de   remos.   [ 
Engallaba  soberbiamente  el  cuello  y  erguía  \ 
la  cabeza   como   un   cisne.   De  pelo  alazán  | 
claro,  tenía  las  crines  y  la  cola  casi  negros.   | 
Al  expresarle  mi  admiración,  el  herrador  se 
animó,  y  apretando  con  las  rodillas  los  flan- 
cos del  caballo  y  soltándole  las  riendas,  se 
lanzó  por  el  campo  en  prodigiosa  carrera,  al 
mismo  tiempo  que  profería  el  antiguo  grito 
español:  ¡Cierra!  En  vano   quise   competir 
con  él. 

—  Le  llamo  «flor  de  España» — dijo  t\  he- 
rrador al  reunirse  conmigo — .  Cómprelo  us- 
ted, don  Jorge\  lo  doy  en  tres  mil  reals.  No 
lo  vendería  ni  por  el  doble;  pero  los  ladro- 
nes carlistas  le  han  echado  el  ojo  y  temo 
que  el  día  menos  pensado  crucen  el  río  y  se 
metan  en  Villa  Seca  para  apoderarse  de  mí 
caballo,  la  «flor  de  España». 

No  estará  de  más  hacer  notar  aquí  que, 
pasado  un  mes,  mi  amigo  el  herrador^  no 
pudiendo  hallar  un  buen  comprador  para  i 
su  corcel,  entró  en  tratos  con  los  susodi-  j 
chos  bandoleros,  y  acabó  vendiéndoselo  a  i 
su  cabecilla,  no  por  los  tres  mil  reals  que  i 
pedía,  sino  a  cambio  de  una  punta  de  gana-  \ 
do,  robada  probablemente  en  las  llanuras  8 
manchegas.  Por  ese  trato,  caso  de  alta  trai-  h 
ción,  ni  más  ni  menos,  le  metieron  en  la  | 
cárcel  de  Toledo;  pero  no  debió  de  estar  allí  "}■ 
mucho  tiempo,  porque  en  una  breve  visita  l¡ 
que  hice  a  Villa  Seca  en  la  primavera  del  si' 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        1*5 

guíente  año  me  lo  encontré   de  alcalde  de 
aquella  «república». 

Llegamos  al  puente  de  Azeca,  situado 
como  a  media  legua  de  Villa  Seca;  junto  a 
él  hay  un  gran  molino,  sobre  una  presa  que 
corta  el  río.  Apeándose  del  corcel,  el  herra- 
dor le  quitó  la  silla,  le  hizo  entrar  en  la  re- 
presa y  lo  llevó,  guiándolo  con  una  cuerda,  a 
un  sitio  dado,  donde  el  agua  le  llegaba  a  la 
mitad  del  cuello;  una  vez  allí,  ató  la  cuerda 
a  un  poste  hincado  en  la  orilla  y  dejó  al  ca- 
ballo metido  en  el  río.  Me  pareció  lo  mejor 
seguir  su  ejemplo:  pedí  una  cuerda  en  el 
molino,  y  metí  mi  caballo  en  el  agua. 

—  Esto  les  refresca  la  sangre,  don  Jorge — 
dijo  el  herrador — .  Que  se  estén  así  una 
hora;  mientras,  iremos  por  ahí  nosotros  a 
entretenernos. 

Cerca  del  puente,  en  la  orilla  donde  está- 
bamos nosotros,  había  una  especie  de  cuer- 
po de  guardia,  y  en  él  tres  carabineros  que 
cobraban  el  pontazgo.  Trabamos  conversa- 
ción con  ellos. 

—  Este  puesto,  tan  inmediato  al  campo 
faccioso — dije  a  uno  de  los  carabineros,  que 
resultó  ser  catalán  —  será  muy  peligroso. 
Con  seguridad  que  a  una  partida  de  carli- 
nas o  de  bandoleros  no  le  costaría  gran  tra- 
bajo atravesar  el  puente  y  hacerles  prisione- 
ros a  todos  ustedes. 

— Eso  puede  ocurrir  en  cualquier  momen- 
to, caballero — contestó   el   catalán — .  Pero 


126  B  o  R  R  o  W 

todos  estamos  en  manos  de  Dios,  y  hasta 
ahora  nos  ha  protegido,  y  quizás  siga  prote- 
giéndonos. Es  verdad  que  el  otro  día,  un 
compañero  nuestro  de  los  cuatro  que  está- 
bamos aquí  cayó  en  manos  de  la  canaille. 
Se  le  ocurrió  ir  a  la  otra  orilla  con  el  fusil, 
a  ver  si  mataba  algo  en  el  soto,  y  de  pronto, 
tres  o  cuatro  facciosos  cayeron  sobre  él  y  le 
dieron  una  muerte  horrible.  ¡Hay  que  tener 
paciencia!  Todos  hemos  de  morir.  Puede 
ser  que  mañana  me  degüellen  esos  malva- 
dos^ pero  eso  no  me  quitará  el  sueño  esta 
noche.  Caballero,  yo  soy  de  Barcelona,  y 
allí  he  visto  a  los  marinos  de  su  nación;  esta 
tierra  no  es  tan  buena  como  Barcelona.  \Pa- 
ciencia!  Caballero,  si  desea  un  vaso  de  agua, 
entre  en  nuestra  casa.  Tenemos  agua  fresca, 
porque  enterramos  el  cántaro  en  un  hoyo 
abierto  en  el  suelo;  está  fría,  como  le  digo; 
pero  el  agua  de  Castilla  no  es  como  la  de 
Cataluña. 

La  luna  había  salido  cuando  tomamos  los 
caballos  para  volver  al  pueblo;  los  rayos  del 
bello  luminar  rebrillaban  alegremente  en  las 
impetuosas  aguas  del  Tajo,  plateaban  la  pla- 
nicie por  donde  íbamos,  y  bañaban  en  on- 
das de  claridad  las  escarpadas  vertientes  del 
cerro  calcáreo  de  Villaluenga  y  las  ruinas 
antiguas  que  coronan  su  cumbre. 

— ^Por  qué  llaman  a  ese  sitio  el  Castillo 
de  Villaluenga? — pregunté. 

— Porque  al  otro  lado  del  cerro  hay  un 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        127 

pueblo  de  ese  nombre,  Don  Jorge — respon- 
dió el  herrador — .  Ese  castillo  es  un  lugar 
muy  raro,  ¡vaya!  Algunos  dicen  que  lo  edi- 
ficaron los  moros  en  tiempos  antiguos; 
otros,  que  los  cristianos  al  sitiar,  por  vez 
primera,  a  Toledo.  Ahora  está  deshabitado, 
salvo  por  los  conejos,  que  se  crían  en  abun- 
dancia entre  la  hierba  frondosa  y  en  las  rui- 
nas, y  por  las  águilas  y  buitres  que  anidan 
en  lo  alto  de  las  torres.  A  veces  voy  por  allí 
con  la  escopeta  a  matar  un  conejo.  En  los 
días  despejados  se  ve  desde  las  murallas 
Madrid  y  Toledo.  No  diré  que  me  agrade  el 
sitio:  lo  encuentro  demasiado  triste  y  melan- 
cólico. El  cerro  es  todo  de  greda  y  muy  pe- 
noso de  subir.  Oí  decir  a  mi  abuela  que  una 
vez  cuando  era  chica  salió  de  ese  cerro  una 
nube  de  humo  y  se  vieron  llamas,  talmente 
como  si  hubiera  ahí  un  volcán,  y  quizás  lo 
haya,  Don  Jorge. 

La  magna  obra  de  difundir  la  Escritura 
comenzó  sin  dilación  en  La  Sagra.  A  pesar 
del  sofocante  calor,  recorrí  a  caballo  todos 
aquellos  contornos.  No  fué  corta  fortuna 
que  el  calor  me  siente  bien;  en  otro  caso  no 
hubiera  podido  hacer  nada  en  aquella  esta- 
ción, pues  con  frecuencia  hasta  los  arrieros 
se  caían  de  las  muías  muertos  de  insola- 
ción. Antonio  me  prestó  excelente  ayuda; 
despreciaba  como  yo  el  calor,  y  sin  temor 
a  nada  visitó  varios  pueblos  con  éxito  nota- 
ble. <Mon  maítre — decía — tengo  empeño  en 


128  B  o  R  R  o  W 

demostrarle  que  sirvo  para  todo.»  Pero  quien 
nos  hizo  avergonzarnos  de  nuestros  trabajos 
fué  mi  huésped,  Juan  López,  a  quien  el  Se- 
ñor quiso  inclinar  a  favor  de  la  causa.  <(^Don 
Jorge — dijo — ^yo  quiero  engancharme  con 
usted]  soy  liberal,  enemigo  de  la  supersti- 
ción; voy  a  echarme  al  campo,  y,  si  es  pre- 
ciso, le  seguiré  a  usted  al  fin  del  mundo. 
/  Viva  Inglaterra^  viva  el  Evangelio!^  Así  di- 
ciendo, puso  un  buen  fardo  de  Testamentos 
en  las  aguaderas,  cargó  con  ellas  a  su  rucia 
y  gritó:  ¡Arre^  burraU  y  se  fué  a  más  andar. 
Yo  me  senté  a  escribir  mi  diario. 

Antes  de  concluir  mi  tarea  oí  a  la  burra 
roznar  en  el  corral;  suspendí  la  escritura,  fui 
allá  y  hallé  de  vuelta  a  mi  huésped.  Había 
vendido  toda  la  carga,  veinte  Testamentos, 
en  el  pueblo  de  Bargas,  distante  una  legua 
de  Villaseca.  Ocho  pobres  agosteros,  que 
se  refrigeraban  a  la  puerta  de  una  taberna, 
compraron  sendos  ejemplares,  y  el  maestro 
de  escuela  adquirió  los  restantes  para  los 
pequeñuelos  que  tenía  a  su  cuidado,  lamen- 
tándose al  propio  tiempo  de  la  dificultad 
con  que  tropezaba  para  adquirir  libros  reli- 
giosos, a  causa  de  su  rareza  y  de  su  exor- 
bitante precio.  Muchas  otras  personas  de- 
seaban también  comprar  Testamentos,  pero 
López  no  pudo  suministrárselos;  al  marchar- 
se le  rogaron  que  no  tardara  en  volver. 

Bien  sabía  yb  que  estaba  jugando  una 
partida  muy  arriesgada,  y  que,  cuando  me- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        129 

nos  lo  pensase,  podía  verme  preso,  atado  a 
la  cola  de  una  muía  y  arrastrado  a  la  cárcel 
de  Toledo  o  de  Madrid.  Tal  perspectiva  no 
me  desanimaba  lo  más  mínimo;  antes  bien, 
me  incitaba  a  perseverar;  puedo  decir,  sin 
la  más  leve  intención  de  engrandecerme, 
que  en  aquella  época  ansiaba  ofrecer  mi  vida 
en  aras  de  la  causa,  y  no  me  hubiera  im- 
portado que  la  bala  de  un  forajido  o  una 
fiebre  carcelaria  pusiesen  fin  a  mi  carrera. 
Nada  me  amedrentaba.  Mi  lema  era:  «cami- 
na con  la  palabra  de  la  verdad>. 

La  noticia  de  la  llegada  del  libro  de  vida 
corrió  por  los  pueblos  de  La  Sagra  de  To- 
ledo como  una  chispa  en  un  reguero  de 
pólvora,  y  dondequiera  que  mi  gente  o  yo 
encaminábamos  nuestros  pasos,  hallábamos 
a  los  habitantes  dispuestos  a  recibir  nuestra 
mercancía,  y  donde  no  la  mostrábamos,  nos 
la  pedían.  Una  noche,  según  estaba  bañán- 
dome y  bañando  el  caballo  en  el  Tajo,  se 
reunió  un  grupo  de  gente  en  la  orilla  y  gritó: 
«Sal  del  agua,  inglés,  y  danos  libros;  trae- 
mos el  dinero  en  la  mano».  La  pobre  gente 
extendía  hacia  mí  las  manos,  llenas  de  cuar- 
tos; pero,  desgraciadamente,  no  tenía  allí 
Testamentos  que  darles.  Sin  embargo,  An- 
tonio, que  no  andaba  lejos,  les  enseñó  uno, 
y  al  instante  se  lo  arrancaron  de  las  manos; 
luego  tuvieron  los  rústicos  un  altercado, 
disputándose  la  posesión  del  libro.  Era  cosa 
frecuente  que  los  pobres  labriegos  de  aque- 

T.  III.  « 


130  B  O  R  R  O  W 

líos  contornos,  con  deseos  de  adquirir  Tes- 
tamentos, pero  sin  dinero  para  comprarlos, 
nos  llevasen  a  casa,  para  cambiarlos  por  li- 
bros, varios  artículos  de  valor  equivalente; 
por  ejemplo,  conejos,  fruta  y  cebada;  y  yo 
tenía  por  regla  no  desairarlos  nunca,  ya  que 
nos  llevaban  cosas  útiles  para  nuestro  con- 
sumo personal  o  para  el  de  los  caballos. 

En  Villaseca  había  una  escuela  donde 
aprendían  las  primeras  letras  cincuenta  y 
siete  niños.  Una  mañana,  el  maestro,  alto  de 
cuerpo  y  flaco,  de  unos  sesenta  años,  cu- 
bierta la  cabeza  con  un  puntiagudo  sombre- 
ro andaluz,  y  embozado,  a  pesar  del  tiempo 
tan  caluroso,  en  una  larga  capa,  se  presentó 
en  mi  casa,  y  después  de  tomar  asiento,  me 
pidió  que  le  enseñara  uno  de  nuestros  li- 
bros. Le  entregué  un  ejemplar  y  estuvo  exa- 
minándolo casi  una  hora  sin  proferir  pala- 
bra. Al  cabo  lo  dejó,  dando  un  suspiro,  y 
dijo  que  le  contentaría  mucho  comprar  al- 
gunos ejemplares  para  su  escuela,  pero  que 
su  aspecto,  sobre  todo  la  calidad  del  papel 
y  la  encuademación,  le  hacían  temer  que 
estuviesen  fuera  del  alcance  de  los  medios 
de  los  padres  de  sus  alumnos,  casi  despro- 
vistos de  dinero,  por  ser  labradores  pobres. 
Entonces  comenzó  a  censurar  al  Gobierno, 
que,  decía,  instalaba  escuelas  sin  proveerlas 
de  los  libros  necesarios;  añadió  que  en  su 
escuela  sólo  había  dos  libros  para  uso  de  to- 
dos sus  alumnos,  y  ésos  contenían  poco 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        131 

bueno.  Le  pregunté  cuánto  podría  pedirse, 
en  su  opinión,  por  los  Testamentos.  «Ha- 
blando con  franqueza — dijo — ^señor  caballe- 
ro, he  pagado  otras  veces  doce  reals  por  li- 
bros muy  inferiores  al  de  usted;  pero  le  ase- 
guro que  mis  pobres  alumnos  no  pueden,  en 
modo  alguno,  pagar  ni  la  mitad  de  ese  pre- 
cio.» «Pues  yo  le  vendo  a  usted — repuse — 
todos  los  que  quiera  a  tres  reals  cada  uno. 
Ya  sé  que  el  país  es  pobre,  y  ni  mis  amigos 
ni  yo,  al  procurar  al  pueblo  medios  de  ins- 
trucción espiritual,  queremos  disminuir  su 
ya  escaso  pan.»  <í.¡ Bendito  sea  Diosh  —  repli- 
có, y  apenas  podía  dar  crédito  a  sus  oí- 
dos. Al  instante  compró  doce  ejemplares, 
gastando  en  eso,  según  me  dijo,  todo  el  di- 
nero, que  poseía,  excepto  unos  pocos  cuar- 
tos. La  introducción  de  la  palabra  de  Dios 
en  las  escuelas  rurales  de  España  estaba 
empezada,  y  humildemente  espero  que,  con 
el  tiempo,  será  ese  uno  de  los  sucesos  que 
la  Sociedad  Bíblica  podrá  con  más  razón 
recordar  con  júbilo  y  con  acciones  de  gra- 
cias al  Todopoderoso. 

Un  labriego  viejo  está  leyendo  en  el  por- 
tal. Ochenta  y  cuatro  años  han  pasado  so- 
bre su  cabeza,  y  está  casi  enteramente  sor- 
do; no  obstante,  lee  en  alta  voz  el  segundo 
capítulo  de  Mateo:  tres  días  antes  encargó 
un  Testamento,  pero  como  no  disponía  del 
dinero  no  lo  ha  pagado  hasta  este  momen- 
to. Acaba  de  traerme  treinta  cuartos.  Al 


13»  B  O  R  R  O  W 

contemplar  los  cabellos  plateados  que  co- 
ronan su  semblante  quemado  por  el  sol,  vie- 
nen a  mi  memoria  las  palabras  del  cántico 
de  Simeón:  «Ahora,  Señor,  sacas  en  paz  de 
este  mundo  a  tu  siervo,  según  tu  promesa, 
porque  mis  ojos  han  visto  tu  salvación». 

Durante  mi  estancia  en  Villaseca  recibí 
de  los  buenos  vecinos  del  pueblo  muchas 
pruebas  de  sencilla  hospitalidad  y  honesta 
fineza.  De  tal  modo  conquisté  sus  corazones 
por  la  «formalidad*  de  mi  conducta  y  de 
mis  palabras,  que  tengo  la  firme  creencia  de 
que  me  hubieran  defendido  a  cuchilladas 
contra  cualquier  intento  de  reducirme  a  pri- 
sión o  de  molestarme  de  cualquier  otro 
modo,  yuien  desee  conocer  al  español  ge- 
nuino no  debe  buscarlo  en  los  puertos  ni 
en  las  grandes  ciudades,  sino  en  los  pueblos 
solitarios  y  apartados,  como  los  de  La  Sagra. 
Allí  encontrará  la  gravedad  en  el  porte  y  la 
caballeresca  disposición  del  ánimo  que  se 
dan  como  destruidas  por  la  sátira  de  Cer- 
vantes; y  allí  oirá,  en  la  conversación  de 
cada  día,  esas  expresiones  grandiosas,  que 
son  objeto  de  mofa,  como  exageraciones  ri- 
diculas, al  encontrarlas  en  los  libros  de  ca- 
ballerías. 

Un  enemigo  tenía  yo  en  el  pueblo:  el 
cura. 

— Ese  individuo  es  un  hereje  y  un  pica- 
ro— dijo  un  día  en  la  tertulia —  .  Nunca  va 
a  la  iglesia  y  está  envenenando  el  alma  del 


I 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         133 

pueblo  con  sus  libros  luteranos.  Hay  que 
enviarlo  a  Toledo  atado  codo  con  codo,  o  a 
lo  menos  echarle  del  pueblo. 

— No  haré  nada  de  eso — dijo  el  alcalde^ 
que  pasaba  por  carlista — .  Si  tiene  sus  opi- 
niones, yo  también  tengo  las  mías.  Se  porta 
como  es  debido,  y  no  tengo  para  qué  me- 
terme en  sus  asuntos.  Ha  estado  muy  fino 
con  mi  hija  y  le  ha  regalado  un  libro.  ¡Que 
viva!  Y  si  es  o  no  luterano,  yo  tengo  oído 
que  entre  los  luteranos  hay  hijos  de  tan 
buenos  padres  como  aquí.  Me  parece  todo 
un  caballero.  Habla  muy  bien. 

— Eso  no  puede  negarse — dijo  el  barbero. 

— (iHay  quien  hable  «tan»  bien  como  él? 
— exclamó  el  herrador — .  ¿Ni  quien  tenga 
más  formalidad?  /  Vayal  Es  un  hombre  que 
aprecia  el  mérito  de  mi  caballo,  la  flor  de 
España,  y  me  ha  dicho  que  no  lo  hay  mejor 
en  Inglaterra.  Un  hombre,  además,  que  si 
tuviera  que  quedarse  en  España,  me  asegu- 
ra que  compraría  mi  caballo,  y  me  daría  por 
él  lo  que  le  pidiese.  ¡Echar  a  un  hombre 
asíl  Un  hombre  de  mi  sangre,  rubio  como 
yo.  ¿Quién  se  atrevería  a  echarlo  de  aquí, 
si  yo,  el  tuerto,  me  opongo? 

Voy  a  contar  una  anécdota,  relacionada 
con  la  circulación  de  las  Escrituras,  que  no 
deja  de  ser  rara. 

Ya  he  hablado  del  molino  del  puente  de 
Azeca.  Trabé  amistad  con  el  arrendatario, 
conocido  en  el  país  por  don  Antero.   Un 


134  B  O  R  R  O  W 

día  me  llevó  aparte,  y  con  gran  asombro 
mío  me  preguntó  si  no  querría  venderle  un 
millar  de  Testamentos,  al  mismo  precio  que 
los  daba  a  los  lugareños,  mostrándose  dis- 
puesto a  pagarlos  al  contado.  Al  decir  esto, 
hundió  una  mano  en  un  bolsillo  y  extrajo 
un  puñado  de  onzas.  Le  pregunté  qué  mo- 
tivo le  impulsaba  a  una  compra  tan  impor- 
tante; dijo  que  tenía  un  pariente  en  Toledo, 
y,  deseando  establecerlo,  le  había  parecido 
lo  mejor  alquilarle  una  tienda  en  la  ciudad 
y  que  se  dedicase  a  vender  Testamentos. 
Le  contesté  que  no  debía  pensar  en  cosa  se- 
mejante, porque  lo  más  probable  era  que 
secuestraran  los  libros  al  pretender  introdu- 
cirlos en  Toledo,  dado  lo  muy  opuestos  que 
eran  los  curas  y  canónigos  a  su  difusión. 

El  hombre  no  se  arredró.  Díjome  que  su 
pariente  podía  viajar,  lo  mismo  que  yo,  y 
vender  libros  a  los  campesinos,  con  alguna 
ganancia.  Confieso  que  al  principio  estuve 
inclinado  a  aceptar  su  ofrecimiento,  pero  al 
cabo  rehusé,  porque  no  quería  exponer  a  un 
buen  hombre  al  riesgo  de  perder  dinero  y 
bienes,  y  acaso  la  libertad  y  la  vida.  Tam- 
bién era  yo  opuesto  a  vender  los  libros  a 
precio  más  elevado,  sabiendo  que  los  cam- 
pesinos no  podían  pagarlo,  y  que  en  tal  caso 
perderían  los  libros  mucha  parte  de  la  in- 
fluencia de  que  gozaban;  su  baratura  produ- 
cía impresión  en  el  ánimo  del  pueblo,  y  casi 
la  tenían  allí  por  milagrosa,  como  los  judíos 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        135 

al  maná  que  cayó  del  cielo  cuando  perecían 
de  hambre,  o  a  la  tuente  que  brotó  súbita- 
mente de  la  dura  roca  para  saciar  su  sed  en 
el  desierto. 

Durante  todo  este  tiempo,  un  labriego 
iba  y  venía  continuamente  entre  Villaseca  y 
Madrid,  llevando  cargas  de  Testamentos  en 
un  borrico.  Proseguimos  nuestros  trabajos 
hasta  que  la  mayor  parte  de  los  pueblos  de 
La  Sagra  estuvieron  provistos  de  libros,  so- 
bre todo,  Bargas,  Cobeja,  Mocejón,  Villa- 
luenga,  Villaseca  y  Yúncler.  Supimos,  por 
último,  que  nuestras  andanzas  eran  conoci- 
das en  Toledo,  donde  producían  gran  alar- 
ma, y  regresamos  a  Madrid. 


CAPÍTULO  XLIV 


Aranjuez. — Una  advertencia.— Aventura  noctur- 
na.— Nueva  expedición. — Segovia.— Abades. — 
Curas  facciosos.  — López,  en  la  cárcel. — Libera- 
ción de  López. 


EL  buen  éxito  que  coronó  nuestros  esfuer- 
zos en  La  Sagra  de  Toledo  me  incitó 
prontamente  a  acometer  una  nueva  empre- 
sa. Determiné  encaminarme  a  La  Mancha,  y 
distribuir  la  Palabra  por  los  pueblos  de  aque- 
lla provincia.  López,  que  ya  había  prestado 
tan  importantes  servicios  en  La  Sagra,  nos 
acompañó  a  Madrid,  y  ansiaba  tomar  parte 
en  la  nueva  expedición.  Resolví  ir  por  de 
pronto  a  Aranjuez,  donde  esperaba  obtener 
algunas  noticias  útiles  para  regular  nuestros 
movimientos  ulteriores;  Aranjuez  está  a 
corta  distancia  de  la  raya  de  La  Mancha,  y 
lo  cruza  la  carretera  que  lleva  a  esa  provin- 
cia. Partimos,  pues,  de  Madrid,  y  en  cada 
pueblo  del  camino  vendimos  de  treinta  a 
cuarenta  Testamentos,  hasta  llegar  a  Aran- 
juez,  adonde  habíamos  enviado  por  delante 
un  buen  repuesto  de  libros. 


LA     BIBLIA    EN    ESPAÑA         137 

Ameno  sitio  es  Aranjuez,  aunque  abando- 
nado. Allí  el  Tajo  fluye  por  un  delicioso 
valle,  quizás  el  más  fértil  de  España;  y  allí 
surgió,  en  días  mejores  para  ese  país,  una 
pequeña  ciudad,  con  un  palacio  modesto, 
pero  muy  lindo,  sombreado  por  árboles 
enormes,  donde  los  reyes  venían  a  expla- 
yarse olvidando  los  cuidados  del  trono. 
Allí  pasó  sus  últimos  días  Fernando  VII, 
rodeado  de  señoras  guapas  y  de  toreros  an- 
daluces; pero,  como  dice  Schiller  en  una  de 
sus  tragedias:  «Los  hermosos  días  de  Aranjuez 
ya  se  acabaron.»  Cuando  el  sensual  Fernando 
rindió  su  cuenta  postrera,  la  realeza  huyó 
de  allí,  y  el  sitio  decayó  pronto.  Ya  no  se 
agolpan  en  palacio  los  intrigantes  cortesa- 
nos; su  vasto  circo,  donde  antaño  los  toros 
manchegos  bramaban  furiosos  en  la  lucha, 
está  cerrado;  y  ya  no  se  oye  el  leve  pun- 
tear de  las  guitarras  en  sus  arboledas  y  jar- 
dines. 

Tres  días  estuve  en  Aranjuez,  durante  los 
que  Antonio,  López  y  yo  no  dejamos  en  la 
ciudad  ninguna  casa  por  visitar.  Hallamos 
entre  los  habitantes  gran  miseria  y  mucha 
ignorancia;  tropezamos  con  alguna  oposi- 
ción; sin  embargo,  plugo  al  Todopoderoso 
permitirnos  vender  unos  ochenta  Testamen- 
tos, comprados  todos  por  la  gente  más  po- 
bre; las  personas  acomodadas  no  pusieron 
atención  en  la  Palabra  de  Dios,  y  más  bien 
se  mofaban  de  ella  y  la  ridiculizaban. 


13S  B  O  R  R  O  W 

Una  circunstancia  me  agradó  y  contentó 
en  gran  manera,  a  saber:  la  prueba  ocular 
de  que  los  libros  vendidos  se  leían,  y  con 
mucha  atención,  por  los  compradores,  y  que 
otras  varias  personas  recibían  su  benéfico 
influjo.  En  las  calles  de  Aranjuez,  y  debajo 
de  los  poderosos  cedros  y  gigantescos  ála- 
mos y  plátanos  que  forman  sus  hermosos 
bosques,  vi  con  frecuencia  grupos  de  indivi- 
duos oyendo  leer  en  alta  voz  el  Nuevo  Tes- 
tamento, í 

Ks    probable    que,    de    permanecer  más   | 
tiempo  en   Aranjuez,  hubiera   vendido    mu-   \ 
chos  más  de  aquellos  Divinos  Libros;   pero    ; 
ansiaba  ganar  La   Mancha   y  sus   arenosas   ] 
planicies,  y  esconderme  por  una  temporada    | 
en  sus   apartados  pueblos,   para   huir  de  la    - 
tormenta  que  sentía  cernerse  sobre  mí.  Una 
vez  más  allá  de  Ocaña,  ciudad  fronteriza,  sa- 
bía yo  bien  que  nada  tendría  que  temer  de   ! 
las  autoridades  españolas,   cuyo  poder  ter-   ! 
minaba  allí;  el  resto  de  La  Mancha  hallábase  ; 
casi  por  completo  en  manos  de  los  carlistas, 
y  recorrido  por  pequeñas  partidas   de  ban-   [ 
didos,  de   quien   esperaba  librarme  con   la 
protección  del  Señor.  Partí,  pues,  para  Oca-   : 
ña,  distante  de  Aranjuez  tres  leguas.  j 

Antonio  y  yo  salimos  a  las  seis  de  la  tar- 
de; muy  de  mañana,  habíamos  enviado  por   i 
delante  a  López  con  doscientos  o  trescientos   I 
Testamentos.  Dejamos  la  carretera,  y  cami-   ! 
namos  por  un  atajo  a  través  de  agrestes  ce-   j 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       139 

rros,  y  por  terreno  quebrado  y  pendiente. 

Como  íbamos  bien  montados,  llegamos 
frente  a  Ocaña  cuando  acababa  de  ponerse 
el  sol;  el  pueblo  se  alza  en  un  cerro  escar- 
pado; un  valle  profundo  se  abría  entre  el 
pueblo  y  nosotros;  bajamos,  hasta  llegar  a 
un  puentecillo  por  el  que  se  cruza  un  ria- 
chuelo en  el  fondo  del  valle,  a  muy  corta 
distancia  de  una  especie  de  arrabal.  Cruza- 
mos el  puente,  y  al  pasar  junto  a  una  casa 
abandonada,  a  mano  izquierda,  un  hombre 
se  destacó  del  hueco  de  la  puerta. 

Lo  que  voy  a  decir  parecerá  incomprensi- 
ble; téngase  presente  que  anda  en  ello  un 
pueblo  harto  singular.  El  hombre  se  plantó 
delante  del  caballo,  cerrando  el  camino,  y 
dijo:  SchophoHy  que  en  hebreo  significa  co- 
nejo. Sabía  yo  que  esta  palabra  era  una  con- 
traseña de  los  judíos,  y  pregunté  al  hombre 
si  tenía  alguna  cosa  que  advertirme.  Dijo 
así:  «No  debe  usted  entrar  en  esta  ciudad, 
porque  le  han  tendido  un  lazo.  El  corregidor 
de  Toledo,  en  quien  toda  maldad  tiene  ca- 
bida, por  agradar  a  los  sacerdotes  de  María, 
a  quienes  escupo  al  rostro,  ha  ordenado  a 
los  alcaldes^  escribanos  y  corchetes  de  estas 
partes  que  le  echen  a  usted  mano  donde- 
quiera que  le  encuentren,  y  le  manden  a 
Toledo  con  sus  libros  y  con  cuanto  le  per- 
tenezca. A  su  criado  le  prendieron  esta  maña- 
na en  la  parte  alta  del  pueblo,  cuando  iba 
vendiendo  Hbros  por  la  calle,  y  ahora  le  espe- 


I40  B  O  E  R  O  W 

ran  a  usted  en  la  posada;  pero  como  yo 
le  conocía  a  usted  por  lo  que  me  han  con- 
tado mis  hermanos,  he  estado  esperándole 
aquí  unas  horas  para  darle  este  aviso^  y  que 
su  caballo  vuelva  el  rabo  a  sus  enemigos  y 
se  burle  de  ellos  con  un  relincho.  No  tema 
usted  por  su  criado;  el  alcalde  le  conoce  y 
le  pondrá  en  libertad;  pero  usted  huya,  y 
que  Dios  le  proteja».  Dicho  esto,  se  fué  co- 
rriendo hacia  el  pueblo. 

No  vacilé  un  momento  en  seguir  su  con- 
sejo, sabiendo  bien  que,  secuestrados  los  li- 
bros, ya  nada  podía  hacer  en  aquellos  luga- 
res. Retrocedimos  en  dirección  de  Aranjuez. 
Los  caballos,  a  pesar  de  la  naturaleza  del  te- 
rreno, corrían  a  todo  galope;  pero  no  ha- 
bían terminado  nuestras  aventuras.  A  mitad 
de  camino,  y  a  una  media  legua  del  pueblo 
de  Ontígola,  vimos  cerca  de  nosotros,  a  ma- 
no izquierda,  tres  hombres  sobre  un  mon 
tículo.  Hasta  donde  la  obscuridad  lo  per- 
mitía, nos  pareció  distinguir  que  estaban  al 
descubierto,  pero  llevaban  sendas  escope- 
tas. Eran  rateros^  o  salteadores  de  caminos. 
Hicimos  alto  y  gritamos: 

— ¿Quién  va? 

— ¡Qué  les   importa  a  ustedes! — respon- 
dieron— .  Sigan  adelante. 

Su  designio  era  hacernos  fuego   desde  un 
sitio  en  que  fuera  imposible  errar. 

Gritamos  de  nuevo: 

— Si  no  pasáis  ahora  mismo  a  la  derecha 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       141 

del  camino,  os  pateamos  con  los  cascos  de 
los  caballos. 

Vacilaron,  y  al  fin  obedecieron,  porque 
todos  los  asesinos  son  cobardes  y  a  la  me- 
nor señal  de  energía  se  someten. 

Cuando  pasábamos  al  galope,  gritó  uno, 
con  una  palabrota  obscena: 

— ^Tiramos? 

Pero  otro  dijo: 

—  ¡No,  no!  jHay  peligrol 

Llegamos  a  Aranjuez,  donde  se  nos  re- 
unió López  a  la  mañana  siguiente  temprano, 
y  nos  volvimos  a  Madrid. 

Pena  me  da  decir  que  en  Ocaña  secues- 
traron doscientos  Testamentos  y,  sellados, 
los  enviaron  a  Toledo.  López  me  contó  que 
los  hubiera  vendido  todos  en  dos  horas;  tan 
grande  era  la  demanda.  Así  y  todo,  vendió 
veintisiete  en  menos  de  diez  minutos. 

A  pesar  del  tropiezo  de  Ocaña  no  estába- 
mos desanimados,  ni  mucho  menos,  y  sin 
perder  tiempo  empezamos  a  preparar  otra 
expedición.  Al  volver  de  Aranjuez  a  Ma- 
drid, mis  ojos  habían  contemplado  muy  a 
menudo  la  potente  barrera  de  montañas 
que  divide  las  dos  Castillas,  y  me  dije:  «¿Por 
qué  no  cruzar  esas  montañas  y  comenzar 
mis  operaciones  al  otro  lado,  en  la  propia 
Castilla  la  Vieja?  Allí  no  me  conocen,  y 
será  difícil  que  hayan  llegado  noticias  de 
mis  trabajos.  Quizás  el  enemigo  duerme,  y 
antes  que  se  despierte  puedo  sembrar  mu- 


142  B  o  R  R  o  W 

i 

cha  buena  simiente  en   los  pueblos  de  los  ' 
castellanos  viejos.  A  Castilla,  pues;  a  Casti- 
lla la  Vieja.-»  Por  consiguiente,  el  día  des- 
pués de  mi  regreso  despaché  varias  cargas 
de  libros  a  diferentes  pueblos  que  me  pro- 
ponía visitar,  y  envié  por  delante  a  López, 
con  su  burra  bien  cargada,  y  orden  de  espe- 
rarme, en  un  día  señalado,  debajo  de  cierto 
arco  del  acueducto  de  Segovia.  También  le  ? 
di  orden  de  ajustar  a  cuantas  personas  qui-  i 
sieran  cooperar  en  la  distribución  de  las  Es- 
crituras y  pareciesen  útiles  para  el  caso.  Im- 
posible  hallar  un   colaborador  más  valioso   I 
que  López  para  una  expedición  de  ese  ge-    ! 
ñero.  No  sólo  conocía  muy  bien  el  país,  sino   " 
que  tenía  amigos,  y  hasta  parientes,  al  otro    ! 
lado  de  la  sierra,  y  me  aseguró  que  en  sus   \ 
casas  nos  recibirían  siempre  muy  bien.  Par- 
tió con  grandes  bríos,  exclamando: 

— Tenga  buen  ánimo,  don  ^orge]  antes  de  i 
que  volvamos  habremos  vendido  hasta  el  úl-  i 
timo  ejemplar  de  su  librería  evangélica.  ¡ 
¡Abajo  los  frailes!  ¡Abajo  la  superstición!  1 
/  Viva  Inglaterra!  ¡  Viva  el  Evangelio!  ¡ 

A  los  pocos  días  le  seguí  yo  con  Anto-  \ 
nio.  Subimos  a  la  sierra  por  el  puerto  que  i 
llaman  de  Peña  Cerrada,  a  unas  tres  leguas  ¡ 
al  Este  del  de  Guadarrama.  Es  muy  poco  \ 
frecuentado,  porque  la  carretera  que  une  i 
ambas  Castillas  pasa  por  Guadarrama.  Tie-  i 
ne  además  muy  mala  reputación:  todos  di-  ^ 
cen  que  se  halla  infestado  de  ladrones.  Acá-    i 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        143 

baba  de  ponerse  el  sol  cuando  llegamos  a  la 
cumbre,  y  entramos  en  un  espeso  y  som- 
brío pinar  que  cubre  enteramente  las  mon- 
tañas por  la  parte  de  Castilla  la  Vieja.  La 
bajada  no  tardó  en  hacerse  tan  rápida  y 
pendiente,  que  de  buen  grado  nos  apeamos 
de  los  caballos  y  los  obligamos  a  ir  delante. 
Cada  vez  nos  hundíamos  más  en  el  bosque; 
los  pájaros  nocturnos  empezaron  a  graznar, 
y  millones  de  grillos  dejaban  oir  su  pene- 
trante chirrido  encima,  debajo  y  alrededor 
nuestro.  A  veces  percibíamos  a  cierta  dis- 
tancia, entre  los  árboles,  unas  llamaradas 
como  de  inmensas  hogueras. 

— Son  los  carboneros,  mon  maitre — dijo 
Antonio — .  No  debemos  acercarnos  porque 
son  gente  bárbara,  medio  bandidos.  Han 
matado  y  robado  a  muchos  viajeros  en  estas 
horribles  soledades. 

Era  noche  obscurísima  cuando  llegamos 
al  pie  de  las  montañas;  aun  estábamos  entre 
pinares  y  bosques,  que  se  extendían  mu- 
chas leguas  a  la  redonda. 

—  Difícil  será  que  lleguemos  a  Segovia 
esta  noche,  mon  mattre — dijo  Antonio. 

Así  fué,  en  efecto,  porque  nos  desorienta- 
mos, y  al  llegar,  al  fin,  a  un  sitio  donde  se 
biturcaba  el  camino,  en  lugar  de  tomar  el  de 
la  izquierda,  que  nos  hubiese  llevado  a  Se- 
govia, volvimos  a  la  derecha,  en  dirección 
de  La  Granja,  adonde  llegamos  a  media 
noche. 


144  B  O  R  R  O  W 

Encontramos  en  La  Granja  mayor  deso- 
lación aún  que  en  Aranjuez.  Ambos  sitios 
han  padecido  mucho  con  la  ausencia  de  los 
reyes;  pero  el  primero  hasta  un  grado  en 
extremo  aterrador.  Los  nueve  décimos  de 
la  población  han  abandonado  el  lugar,  resi- 
dencia favorita  de  Cristina  hasta  el  último 
pronunciamiento.  Tan  grande  es  la  soledad 
de  La  Granja,  que  los  jabalíes  de  los  bos- 
ques vecinos,  y  especialmente  los  de  una 
montaña  cónica,  cubierta  por  un  hermoso 
pinar,  que  se  alza  inmediatamente  detrás  del 
palacio,  llegan  muy  a  menudo  hasta  las  ca- 
lles y  plazas,  y  dejan  la  huella  de  sus  colmi- 
llos en  los  postes  de  los  soportales. 

Entuvimos  veinticuatro  horas  en  La  Gran- 
ja y  continuamos  a  Segovia.  Llegó  el  día 
que  tenía  señalado  para  reunirme  con  Ló- 
pez. Fui  al  acueducto  y  me  senté  debajo  del 
arco  107,  donde  esperé  la  mayor  parte  del 
día;  pero  López  no  se  presentó.  Me  levanté 
y  volví  a  la  ciudad. 

Esperé  dos  días  en  Segovia  en  casa  de  un 
amigo;  tampoco  recibí  noticias  de  López.  Al 
cabo,  por  una  de  las  mayores  casualidades 
del  mundo,  oí  a  un  lugareño  que  en  las  cer- 
canías de  Abades  había  unos  hombres  ven- 
diendo libros. 

Abades  dista  de  Segovia  unas  tres  leguas, 
y  hacia  allá  me  puse  en  camino,  así  que  re- 
cibí la  noticia,  con  tres  pollinos  cargados  de 
Testamentos.   Al   anochecer   llegué  a  Aba- 


LA    BIBLIA    KN    ESPAÑA        145 

des,  y  encontré  a  López,  con  dos  campesi- 
nos que  había  contratado,  en  casa  del  bar- 
bero del  pueblo,  donde  me  alojé  también. 
Llevaba  ya  vendidos  muchosTestamentos  en 
las  cercanías,  y  había  empezado  a  venderlos 
aquel  día  en  el  mismo  Abades;  pero  dos  de 
los  tres  cwas  del  pueblo  se  lo  estorbaron: 
con  horrendas  maldiciones  condenaban  la 
obra,  y  amenazaban  a  López  con  la  muerte 
eterna  por  venderla,  y  lo  mismo  a  cualquie- 
ra otra  persona  que  la  comprase;  López,  ate- 
rrado, se  contuvo  en  espera  de  mi  llegada. 
El  tercer  cura^  sin  embargo,  se  esforzó  cuan- 
to pudo  en  persuadir  al  pueblo  que  adqui- 
riese Testamentos,  diciendo  que  sus  colegas 
eran  unos  hipócritas,  unos  malos  pastores, 
que,  por  mantenerlos  en  la  ignorancia  de  la 
palabra  y  de  la  voluntad  de  Cristo,  los  con- 
ducían al  infierno.  Oídas  estas  noticias,  me 
encaminé  a  la  plaza,  y  la  misma  noche  logré 
vender  más  de  treinta  Testamentos.  A  la 
mañana  siguiente,  los  dos  curas  facciosos  se 
me  metieron  en  casa;  pero  en  cuanto  me  le- 
vanté para  hacerles  cara  se  retiraron  y  no 
supe  más  de  ellos,  excepto  que  me  anate- 
matizaron más  de  una  vez  públicamente  en 
la  iglesia;  como  no  me  resultó  daño  alguno, 
el  suceso  me  preocupó  muy  poco. 

No  referiré  con  detalles  los  eventos  de  la 
siguiente  semana;  baste  decir  que,  distribui- 
das mis  fuerzas  del  modo  más  conveniente, 
logré,  con  la  ayuda  de  Dios,  vender  de  qui- 

T.  III  10 


146  B  O  R  R  O  W 

nisntos  a  seiscientos  Testamentos  en  los 
pueblos  enclavados  dentro  de  un  radio  de 
siete  leguas  en  torno  de  Abades.  Al  cabo  de 
ese  tiernpo,  supe  que  mis  trabajos  se  cono- 
cían ya  en  Segovia,a  cuya  provincia  pertene- 
ce Abades,  y  que  se  había  enviado  al  alcalde 
orden  de  secuestrar  cuantos  libros  hallase 
en  mi  poder.  Sabido  esto,  y  aunque  ya  era 
entrada  la  noche,  levanté  el  campo  con  mi 
gente,  llevándonos  más  de  trescientos  Tes- 
tamentos, porque  habíamos  recibido  de  Ma- 
drid, pocas  horas  antes,  nueva  provisión  de 
ellos.  Pasamos  la  noche  al  raso,  y  a  la  ma- 
ñana siguiente  llegamos  a  Labajos,  pueblo 
situado  en  la  carretera  de  Madrid  a  Vallado- 
lid.  No  vendimos  libros  en  aquel  lugar,  limi- 
tándonos a  abastecer  desde  él  de  la  Palabra 
de  Dios  a  los  pueblos  inmediatos;  también 
vendimos  libros  por  los  caminos. 

No  llevábamos  en  Labajos  una  semana, 
trabajando  con  mucho  fruto,  cuando  el  ca- 
becilla carlista  Balmaseda,  al  frente  de  su 
caballería,  hizo  su  atrevida  incursión  por  la 
parte  Sur  de  Castilla  la  Vieja,  arrojándose 
como  un  alud  desde  los  pinares  de  Soria. 
Presencié  los  horrores  que  se  siguieron:  sa 
queo  de  Arévalo;  toma  de  Martín  Muñoz. 
En  medio  de  escenas  tan  terribles  continuá- 
bamos nuestra  tarea.  De  pronto,  López  es- 
tuvo tres  días  perdido,  y  pasé  angustias 
mortales  por  su  causa,  imaginándome  que 
los  carlistas  le  habían  fusilado;  al  cabo  supe 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        147 

que  estaba  preso  en  Villalos  1,  pueblo  dis- 
tante tres  leguas  de  allí.  Los  pasos  que  di 
para  librarlo  se  encuentran  detallados  en 
una  comunicación  que  juzgué  de  mi  deber 
transmitir  a  lord  William  Hervey,  a  la  sazón 
ministro  británico  en  Madrid  en  reemplazo 
de  sir  Jorge  Villiers,  ya  conde  de  Clarendon. 

«Labajos  (provincia  de  Segovia), 

23  de  agosto  de  1838. 

Señor:  Con  su  venia  me  permito  llamar  su 
atención  sobre  los  siguientes  hechos:  El 
día  21  del  corriente  supe  que  un  dependien- 
te mío,  llamado  Juan  López,  estaba  preso  en 
la  cárcel  de  Villalos,  provincia  de  Avila,  por 
orden  del  cura  del  pueblo.  El'  crimen  de 
que  se  le  acusaba  era  la  venta  del  Nuevo 
Testamento.  Estaba  yo  a  la  sazón  en  Laba- 
jos, provincia  de  Segovia,  y  la  división  del 
cabecilla  faccioso  Balmaseda  andaba  por  las 
inmediaciones.  El  día  22  monté  a  caballo  y 
fui  a  Villalos,  distante  tres  leguas.  A  mi  lle- 
gada encontré  que  López  había  sido  trasla- 
dado desde  la  cárcel  a  una  casa  particular. 
Había  llegado  una  orden  del  corregidor  de 
Avila  mandando  poner  en  libertad  a  López 
y  retener  tan  sólo  los  libros  que  se  hallaran 
en  su  poder.  Sin  embargo,  en  abierta  oposi- 
ción a  esa  orden  (de  la  que  le  envío  copia), 
el  alcalde  de  Villalos,   por  instigación  del 

*    Velayos. 


148  B  O  R  R  O  W 

1 

cura,  no  permitió  al  dicho  López  marcharse 
del  pueblo,  ni  con  dirección  a  Avila,  ni  a 
otro  sitio  cualquiera.  A  López  le  dieron  a      ; 
entender  que,  como  se  esperaba  la  llegada 
de  los  facciosos,  se  proponían  denunciarle  a      I 
ellos  como  liberal  para  que  lo  fusilaran.  Te-     \ 
niendo  en  cuenta  estas  circunstancias  creí 
de  mi   deber,   como   cristiano   y   caballero, 
rescatar  a  mi  ir  feliz  criado  de  tan  inicuas 
manos,  y,  por  tanto,  desafiando  toda  oposi-     * 
ción,  le  saqué  de  allí,  aunque  inerme,  a  tra-      ] 
vés  de  una  turba   de  cien  lugareños  cuando 
menos.  Al  salir  del  pueblo  grité:  /  Viva  Isa-     • 
del  secunda!  i 

Como  creo  que  el  cura  de  Villalos  es  ca-     j 
paz   de   cualquier  infamia,   ruego   humilde-     j 
mente  a  V.  E.  que  haga  llegar  con  pronti- 
tud al  Gobierno  español  una  copia  del  ante-     \ 
rior  relato. 

Tengo  el  honor  de  ser,  como  siempre,  se- 
ñor, el  más  sumiso  servidor  de  V.  E. 

Jorge  Borrow. 

Al  muy  honorable  señor  William  Hervey.» 

Libertado  López,  proseguimos  la  obra  de 
distribución.  Pero  de  pronto  sentí  los  pri- 
meros síntomas  de  una  enfermedad,  que  me 
obligaron  a  volver  con  premura  a  Madrid. 
Ya  de  vuelta,  me  atacó  una  fiebre  que  me 
retuvo  en  el  lecho  unas  semanas.  Tuve  va- 
rios ataques  de  delirio;  durante  uno  de  ellos 
me  imaginé  que  estaba  en  la  plaza  de  Mar- 


I 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        149 

tín  Muñoz  empeñado  en  una  lucha  a  muer- 
te con  el  cabecilla  Balmaseda. 

Apenas  me  vi  limpio  de  fiebre,  se  apode- 
ró de  mí  una  melancolía  profunda  que  me 
imposibilitaba  para  todo  trabajo.  Me  reco- 
mendaron un  cambio  de  lugar  y  de  aires,  y 
me  volví  a  Inglaterra. 


CAPÍTULO  XLV 


Regreso  a  España. — Sevilla. — Un  perseguidor  en- 
carnizado.— La  profetisa  manchega. — El  sueño 
de  Antonio. 


EL  31  de  diciembre  de  1838  llegué  a  Es- 
paña por  tercera  vez.  Estuve  en  Cádiz 
un  par  de  días,  y  fui  a  Sevilla,  desde  donde 
pensaba  trasladarme  a  Madrid  por  la  posta. 
Detúveme  allí  una  quincena  gozando  del  cli- 
ma delicioso  de  aquel  paraíso  terrenal  y  de 
las  embalsamadas  brisas  del  invierno  anda- 
luz, como  ya  hice  dos  años  atrás.  Antes  de 
marcharme  de  Sevilla  visité  al  librero,  mi 
corresponsal,  quien  me  dijo  que  de  los  cien 
ejemplares  del  Testamento  dejados  a  su  car- 
go, el  Gobierno  había  embargado  setenta  y 
siete  el  verano  anterior,  que  se  hallaban  en 
poder  del  gobernador  eclesiástico.  Resolví, 
pues,  visitar  también  a  este  funcionario,  con 
la  mira  de  hacer  averiguaciones  respecto  de 
mis  bienes. 

Vivía  en  una  vasta  casa  en  la  Pojaría^  o 
mercado  de  la  paja.  Era  muy  viejo,  entre  los 
setenta  y  los  ochenta  años,  y,  como  la  gene- 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÍÍA        151 

ralidad  de  cuantos  visten  hábitos  sacerdota- 
les en  Sevilla,  furioso  perseguidor  papista. 
Me  figuro  que  le  costaría  trabajo  creer  a  sus 
oídos  cuando  sus  dos  sobrinos-nietos,  gua- 
pos chicos,  pelinegros,  que  estaban  jugando 
en  el  patio,  fueron  a  decirle  que  un  inglés 
deseaba  hablarle,  pues  probablemente  era 
yo  el  primer  hereje  que  se  aventuraba  en  su 
vivienda.  Hallábase  en  una  sala  abovedada, 
sentado  en  un  gran  sillón,  con  dos  secreta- 
rios de  siniestra  catadura,  también  en  hábi- 
tos clericales,  ocupados  en  escribir  en  una 
mesa  delante  de  él.  Me  trajo  con  fuerza  a  la 
memoria  la  imagen  del  torvo  y  viejo  inqui- 
sidor que  persuadió  a  Felipe  II  para  que 
matase  a  su  propio  hijo  como  enemigo  de  la 
Iglesia. 

Se  levantó  al  verme  entrar,  y  me  contem- 
pló con  semblante  ensombrecido  por  la  sos- 
pecha y  la  contrariedad.  Al  cabo  se  dignó 
señalarme  un  sofá  y  empecé  a  darle  cuen- 
ta de  mi  asunto.  Mucho  se  agitó  al  oírme  ha- 
blar de  los  Testamentos;  pero  en  cuanto 
mencioné  a  la  Sociedad  Bíblica,  y  le  dije 
quién  era  yo,  no  pudo  contenerse  más  tiem- 
po: con  lengua  balbuciente,  y  los  ojos  chis- 
peantes como  ascuas,  empezó  a  ultrajarnos 
a  la  Sociedad  y  a  mí,  diciendo  que  eran  exe- 
crables los  fines  de  la  primera,  y  que  en  lo 
tocante  a  mí,  se  sorprendía  de  que,  habién- 
dome ya  una  vez  alojado  en  la  cárcel  de  Ma- 
drid, me  hubiesen  permitido  salir  de  ella; 


152  B  o  R  R  o  W 

añadió  que  era  oprobioso  para  el  Gobierno 
permitir  que  una  persona  de  mi  condición 
vagase  en  libertad  por  un  país  inocente  y 
pacífico  para  corromper  a  las  almas  ignoran- 
tes y  confiadas.  Lejos  de  dejarme  descon- 
certar por  su  proceder  brutal,  le  repliqué 
con  toda  la  cortesía  posible,  y  le  aseguré 
que  en  aquel  caso  no  tenía  razón  para  alar- 
marse, pues  el  solo  motivo  de  reclamar  los 
libros  era  el  deseo  de  aprovechar  una  opor- 
tunidad que  entonces  se  me  presentaba  para 
enviarlos  fuera  del  país,  como,  en  efecto, 
tenía  orden  oficial  de  hacerlo.  Pero  con 
nada  se  calmó,  y  me  hizo  saber  que  no  de- 
volvería los  libros  en  ningún  caso,  salvo  por 
orden  terminante  del  Gobierno.  Como  el 
asunto  no  tenía  importancia,  juzgué  lo  más 
cuerdo  no  insistir,  y  prudente  retirarme  an- 
tes de  que  me  invitara  a  hacerlo.  Hasta  la 
calle  me  siguieron  su  sobrina  y  sus  nietos, 
que  durante  toda  la  conversación  habían  es- 
tado escuchando  en  la  puerta  de  la  sala  sin 
perder  palabra. 

Al  pasar  por  la  Mancha  nos  detuvimos 
cuatro  horas  en  Manzanares,  pueblo  grande. 
Hallábame  en  la  plaza  de  conversación  con 
un  cura,  cuando  un  ser  harapiento  y  espan- 
table se  presentó:  era  una  muchacha  de  unos 
diez  y  ocho  o  diez  y  nueve  años,  completa- 
mente ciega;  una  telilla  blanca  le  cubría  los 
ojos,  grandes,  parados.  Su  tez  era  tan  ama- 
rillenta como  la  de  una  mulata.  Al  pronto 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        153 

creí  que  sería  gitana,  y  hablan  dolé  en  gita- 
no inquirí  si  era  de  la  casta.  Me  entendió; 
pero,  moviendo  la  cabeza,  me  dijo  que  era 
algo  mejor  c^u^  gitana,  y  sabía  hablar  una 
lengua  superior  también  a  la  jerga  de  los 
hechiceros,  y  empezó  a  hacerme  preguntas 
en  un  latín  extremadamente  bueno.  Mucho 
me  sorprendí,  como  era  natural;  apelando  a 
todo  el  latín  que  sabía,  la  llamé  *  profetisa 
manchega»,  le  expresé  mi  admiración  por 
su  mucha  sabiduría,  y  le  rogué  que  me  ex- 
plicase cómo  la  había  adquirido.  Debo  ha- 
cer notar  aquí  que  al  momento  nos  rodeó  la 
multitud,  y  aunque  no  entendía  ni  palabra 
de  nuestro  diálogo,  rompía  en  aplausos  a 
cada  frase  de  la  muchacha,  enorgulleciéndo- 
se de  poseer  una  profetisa  capaz  de  contes- 
tar al  inglés. 

Díjome  que  era  ciega  de  nacimiento,  y 
que  un  padre  jesuíta,  compadecido  de  ella, 
le  enseñó,  de  niña,  la  lengua  sagrada,  para 
que  ganase  con  más  facilidad  la  atención  y 
los  corazones  de  los  cristianos.  Pronto  des- 
cubrí que  el  jesuíta  le  había  enseñado  algo 
más  que  latín,  pues  al  saber  que  yo  era  in- 
glés, dijo  que  siempre  había  profesado  gran 
afecto  a  mi  país,  cuna  en  otro  tiempo  de 
santos  y  de  sabios,  por  ejemplo:  Beda  y  Al- 
cuino,  Columbus  y  Tomás  de  Cantorbery; 
pero,  añadió,  esos  tiempos  se  acabaron  con 
la  reaparición  de  Semíramis  (Isabel).  Su  la- 
tín era  excelente  de  veras,  y  cuando  yo, 


154  B  O  R  B  O  W 

como  un  godo  auténtico,  hablé  de  Anglia 
y  Terra  Vandálica,  me  corrigió  diciéndome 
que  en  su  lengua  esos  lugares  se  llamaban 
Britannia  y  Terra  Bética.  Acabado  el  colo- 
quio, la  profetisa  hizo  una  colecta,  y  hasta 
los  más  pobres  dieron  algo. 

Tras  un  viaje  de  cuatro  dias  con  sus  no- 
ches, llegamos  a  Madrid  sin  el  menor  tro- 
piezo, aunque  es  de  estricta  justicia  hacer 
notar,  y  siempre  con  gratitud  al  Todopo- 
deroso, que  el  correo  siguiente  fué  robado. 
Momentos  después  de  la  llegada,  me  ocu- 
rrió un  caso  singular.  Al  entrar  por  el  arco 
de  la  posada  llamada  de  La  Reina,  donde 
pensaba  alojarme,  unos  brazos  me  rodearon, 
y  volviéndome  con  asombro,  reconocí  a 
Antonio,  mi  criado  griego.  Estaba  muy 
flaco,  mal  vestido;  los  ojos  parecían  saltár- 
sele de  las  órbitas. 

En  cuanto  estuvimos  solos  me  contó  que 
desde  mi  partida  había  pasado  muchas  mi- 
serias y  escaseces,  sin  poder  hallar  en  todo 
el  tiempo  amo  a  quien  servir;  tanto,  que 
casi  había  llegado  al  borde  de  la  desespera- 
ción; pero  la  noche  antes  de  mi  llegada  tuvo 
un  sueño,  y  me  vio,  montado  en  un  caballo 
negro,  llegar  a  la  puerta  de  \di  posada:  por 
esa  razón  había  estado  esperándome  allí  la 
mayor  parte  del  día.  No  pretendo  dar  una  opi- 
nión acerca  de  esta  historia,  que  se  sale  de 
los  límites  de  mi  filosofía,  y  me  contentaré 
con  decir  que  en  Madrid  sólo  dos  personas 


LA    BIBLIA    EN    E»PAÑA        155 

conocían  mi  llegada  a  España.  Con  gusto  le 
recibí  de  nuevo  a  mi  servicio,  pues,  no  obs- 
tante sus  defectos,  me  había  sido  muy  útil 
muchas  veces  en  mis  viajes  y  en  mis  traba- 
jos bíblicos. 

Tan  pronto  como  me  instalé  en  mi  anti- 
guo hospedaje,  uno  de  mis  primeros  cuida- 
dos fué  visitar  a  Lord  Clarendon.  Díjome, 
entre  otras  cosas,  que  había  recibido  una 
comunicación  oficial  del  Gobierno,  partici- 
pándole el  embargo  de  los  Testamentos  en 
Ocaña,  en  las  circunstancias  ya  contadas  por 
mí,  y  haciéndole  saber  que,  a  menos  de  to- 
mar disposiciones  urgentes  para  llevárselos 
fuera  del  reino,  serían  destruidos  en  Toledo, 
donde  estaban  depositados.  Contesté  que  no 
me  preocupaba  el  asunto;  y  que  si  las  auto- 
ridades de  Toledo,  civiles  o  eclesiásticas,  re- 
solvían quemar  los  libros,  mi  único  deseo 
era  que  los  entregasen  a  las  llamas  con  toda 
la  publicidad  posible,  porque  así  no  harían 
más  que  manifestar  su  diabólico  rencor  y 
hostilidad  a  la  Palabra  de  Dios. 

Ansioso  de  reanudar  mis  trabajos,  apenas 
llegué  a  Madrid  escribí  a  López  el  de  Villa- 
seca,  para  saber  si  se  hallaba  pronto  a  co- 
operar en  la  tarea,  como  en  otras  ocasiones. 
Me  contestó  que  estaba  muy  ocupado  en  las 
faenas  de  la  labranza;  para  llenar  su  puesto, 
empero,  me  envió  un  labriego  viejo,  llamado 
Victoriano  López,  lejano  pariente  suyo. 

¿Qué  es  un  misionero  en  el  corazón  de 


156  B  O  R  R  O  W  I 

España,  sin  caballo?  Tal  consideración  me  i 
indujo  a  comprar  uno  árabe,  de  mucha  raza,  i 
traído  de  Argel  por  un  oficial  de  la  legión  ' 
francesa.  El  corcel,  lo  mejor  que,  a  juicio  ) 
mío,  ha  producido  jamás  el  desierto,  se  * 
llamaba  Sidi  Habismilk.  \ 


CAPÍTULO  XLVI 


Se  reanuda  la  obra  de  propaganda. — Aventura  en 
Cobeña. — El  poder  del  clero. — Autoridades  ru- 
rales.— Fuente  la  Higuera.  —  El  contratiempo 
de  Victoriano.  —  La  cárcel  del  pueblo.  —  La 
cuerda. — Un  recado  de  Antonio. — Antonio,  en 
misa. 


EN  el  capítulo  anterior  he  dicho  que  in- 
mediatamente después  de  llegar  a  Ma- 
drid^  comencé  a  disponerlo  todo  para  inau- 
gurar las  operaciones  en  los  contornos  de  la 
capital;  y  no  tardé  en  acometer  efectiva- 
mente mis  trabajos.  Un  triunfo  considera- 
ble coronó  mis  débiles  esfuerzos  en  pro  de 
la  buena  causa,  por  lo  que  ahora,  transcu- 
rridos algunos  años,  todavía  al  volver  la  vista 
atrás  doy  gracias  al  Omnipotente. 

En  menos  de  una  quincena  recorrimos 
todos  los  pueblos  que  hay  dentro  de  un 
radio  de  cuatro  leguas  al  Este  de  Madrid, 
y  vendimos  cerca  de  doscientos  Testamen- 
tos. Esos  pueblos  son  casi  todos  muy  pe- 
queños; algunos  no  tienen  arriba  de  una  do- 
cena de  casas,  o  más  bien  chozas  miserables. 


15»  B  O  R  R  O  W 

Dejé  a  Antonio,  mi  griego,  en  Madrid,  en- 1 
cargado  de  nuestros  asuntos,  y  yo  salí  con 
Victoriano,  el  lugareño  de  Villaseca,  en  la  ' 
dirección  ya  mencionada.  Pero  nos  sepa-  \ 
ramos  pronto,  echando  por  caminos  dife-  i 
rentes. 

El  primer  pueblo  en  que  intenté  alguna  j 
cosa  fué  Cobeña,  a  tres  leguas  de  Madrid.  : 
Iba  yo  vestido  como  los  campesinos  de  las  \ 
cercanías  de  Segovia,  en  Castilla  la  Vieja,  a  | 
saber,  en  la  cabeza  una  especie  de  capacete 
de  piel  o  montera,  y  el  chaquetón  y  los  cal- 
zones del  mismo  material.  Esto  me  daba  el 
aspecto  de  un  hombre  entre  los  sesenta  y 
los  setenta  años;  delante  de  mí  llevaba  un 
borrico^  con  un  saco  lleno  de  Testamentos 
atravesado  en  el  lomo.  En  las  afueras  del 
pueblo  encontré  a  una  mujer  joven,  de  muy 
gentil  parecer,  que   llevaba  un  niño   de  la 
mano.  A  punto  de  cruzarme  con  ella,  diri- 
giéndole la  habitual  salutación  de  /  Vaya  us- 
ted con  Dios!^  la  mujer  se  detuvo,  y,  tras  de 
mirarme  un  momento,  dijo: 

— ¡Tío!,  ^qué  lleva  usted  en  el  boirico?  ^s 
jabón? 

—  ¡Sil — repliqué-.  ¡Jabón  para  limpiar 
las  almasl 

Me  preguntó  qué  daba  a  entender  con 
eso,  y  le  dije  que  llevaba,  para  vender,  libros 
muy  buenos  y  baratos.  Pidió  ver  uno,  y,  ma- 
nifestando un  ejemplar  que  llevaba  en  el 
bolsillo,  se  lo  entregué.  Al  instante  comenzó 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        159 

a  leerlo  en  voz  alta,  y  así  estuvo  lo  menos 
diez  minutos,  exclamando  de  vez  en  cuando: 
<^¡Qué  lectura  tan  bonita^  qué  lectura  tan 
linda!»  Por  último,  como  le  dije  que  iba  de 
prisa  y  no  podía  aguardar  más  tiempo,  ex- 
clamó: «¡Es  verdad,  es  verdadU,  y  me  pre- 
guntó el  precio  del  libro.  «Sólo  tres  reales», 
contesté.  A  esto  repuso  que,  con  ser  tan 
poco  lo  que  yo  pedía,  era  más  de  lo  que 
tenía  proporción  de  dar,  pues  en  aquellas 
partes  había  muy  poco  o  ningún  dinero. 
Dije  que  lo  sentía,  pero  que  me  era  impo- 
sible vender  los  libros  a  menos  precio,  y, 
tomando  el  que  le  había  dado,  me  despedí 
y  la  dejé.  Pero  no  había  andado  treinta 
varas  cuando  el  niño  echó  a  correr  detrás 
de  mí,  gritando,  casi  sin  aliento:  «¡Párate, 
tíol,  jel  libro,  e!  libro!»  Me  dio  alcance, 
pagó  los  tres  reales  en  monedas  de  cobre, 
y,  apoderándose  del  Testamento,  volvió  co- 
rriendo hacia  la  que  debía  de  ser  su  her- 
mana, blandiendo  el  libro  sobre  su  cabeza 
con  gran  júbilo. 

En  llegando  al  pueblo,  dirigí  mis  pasos  a 
una  casa  en  torno  de  cuya  puerta  vi  reuni- 
da alguna  gente,  mujeres  en  su  mayoría. 
Desempaqueté  los  libros,  y,  picada  al  instan- 
te su  curiosidad,  no  tardaron  en  tener  cada 
una  un  ejemplar  en  la  mano,  y  muchas  leían 
en  voz  alta;  pero  aunque  esperé  casi  una 
hora,  sólo  pude  vender  un  ejemplar,  queján- 
dose todos  amargamente  de  lo   malos  que 


i6o  B  O  R  R  O  W 

estaban  los  tiempos  y  de  la  casi  total  caren- 
cia de  dinero,  aunque,  a  la  vez,  reconocían 
que  los  libros  eran  de  maravillosa  baratura 
y,  al  parecer,  muy  buenos  y  cristianos.  Ya 
iba  a  recoger  la  mercancía  y  a  marcharme, 
cuando  de  pronto  se  presentó  el  cura  del 
pueblo.  Examinó  los  libros  un  buen  rato  con 
gran  atención,  me  preguntó  el  precio  de 
cada  ejemplar,  y,  al  saber  que  era  sólo  tres 
reales^  replicó  que  la  encuademación  valía 
más,  y  mucho  temía  que  no  los  hubiese  roba- 
do, por  lo  que  quizás  su  deber  era  enviarme 
a  la  cárcel  por  sospechoso;  pero  añadió  que 
los  libros  eran  buenos  libros,  comoquiera 
que  los  hubiese  adquirido,  y  acabó  com- 
prando dos  ejemplares.  La  pobre  gente,  en 
cuanto  oyó  al  cura  alabar  los  libros,  entró 
en  vivos  deseos  de  adquirirlos,  y  corrió  de 
aquí  para  allá  en  busca  de  dinero,  de  modo 
que  se  vendieron  de  veinte  a  treinta  ejem- 
plares casi  en  un  instante.  Esta  aventura  no 
sólo  es  un  ejemplo  del  influjo  que  en  Espa- 
ña aun  conserva  el  clero  en  el  ánimo  del 
pueblo;  pero  demuestra  que  ese  influjo  no 
siempre  se  ejerce  en  pro  del  mantenimiento 
de  la  ignorancia  y  de  la  superstición. 

En  otro  pueblo,  al  mostrar  el  Testamento 
a  una  mujer,  dijo  que  compraría  con  gusto 
un  ejemplar  para  un  hijo  que  tenía  en  la  es- 
cuela; pero  que  antes  necesitaba  saber  si  el 
libro  le  serviría.  Se  fué,  y  a  poco  volvió  con 
el  maestro,  seguido  de  todos  sus  alumnos; 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        i6i 

entonces,  enseñándole  al  maestro  el  libro, 
la  mujer  le  preguntó  si  era  a  propósito  para 
su  hijo.  El  maestro  la  llamó  necia  por  ha- 
cerle tal  pregunta,  y  dijo  que  conocía  el 
libro  muy  bien,  y  que  no  lo  había  igual  en 
el  mundo. 

Al  instante  compró  cinco  ejemplares  para 
sus  alumnos,  deplorando  no  tener  más  di- 
nero, «que  a  tenerlo  —  dijo  —  compraría 
toda  la  partida».  Oído  esto,  la  mujer  com- 
pró cuatro  ejemplares:  uno  para  su  hijo, 
otro  para  su  «difunto  marido»,  un  tercero 
para  sí,  y  el  cuarto  para  su  hermano,  a 
quien,  según  dijo,  esperaba  de  Madrid  aque- 
lla noche. 

En  esta  íorma  proseguimos,  aunque  no 
siempre  con  el  mismo  éxito.  En  algunas  al- 
deas, la  gente  estaba  tan  pobre  y  necesita- 
da, que  carecía  literalmente  de  dinero;  pero 
aun  en  tales  casos  nos  las  arreglábamos 
para  vender  algunos  ejemplares,  a  cambio 
de  cebada  y  otras  especies.  Al  entrar  en 
una  aldehuela,  Victoriano  se  vio  detenido 
por  el  cura,  quien,  enterado  de  lo  qué  ven- 
día, le  intimó  a  marcharse  en  el  acto,  ó  de 
lo  contrario  le  haría  prender  y  escribiría  a 
Madrid  denunciando  sus  idas  y  venidas.  La 
excursión  duró  unos  ocho  días.  En  cuanto 
volví,  envié  a  Victoriano  a  Caramanchel, 
pueblo  inmediato  a  Madrid,  el  único  que 
por  la  parte  Oeste  dejé  de  visitar  el  año  an- 
terior. En  una  hora  que  estuvo  allí,  vendió 

T.ni  II 


i62  B  o  R  R  o  W 

veinte  ejemplares,  y  se  volvió  a  Madrid  lue- 
go, porque  era  de  muy  pocos  ánimos  y  tuvo 
miedo  de  tropezar  con  los  ladrones  que  por 
las  noches  infestaban  el  camino. 

Poco  después  de  estes  sucesos,  ocurrió 
un  incidente  que  quizás  haga  sonreír  al  lec- 
tor inglés;  mas  no  deja  de  tener  interés 
como  muestra  de  los  sentimientos  dominan- 
tes en  algunos  de  los  apartados  pueblos  de 
España  respecto  de  cuanto  sea  novedad  o  lo 
parezca,  y  de  las  acciones  singulares  que  a 
veces  cometen  las  autoridades  rurales  y  los 
curas,  sin  el  más  leve  temor  de  que  les  lla- 
me a  cuentas;  pues  como  viven  completa- 
mente aparte  del  resto  del  mundo,  se  tienen 
por  personas  de  insuperable  importancia,  y 
apenas  sueñan  que  exista  un  poder  superior 
al  suyo  propio. 

Estaba  yo  a  punto  de  emprender  una  ex- 
cursión a  Guadalajara  y  los  pueblos  de  la 
Alcarria,  distantes  de  Madrid  unas  siete  le- 
guas; en  realidad,  sólo  aguardaba  para  salir 
el  regreso  de  Victoriano,  a  quien  había  en- 
viado con  unos  pocos  Testamentos  en  aque- 
lla dirección  a  manera  de  explorador,  a  fin 
de  conocer  por  sus  noticias  la  disposición 
de  ánimo  de  la  gente  respecto  de  la  compra 
de  libros,  y  poder  formar  una  opinión  apro- 
ximada acerca  del  número  de  ejemplares 
que  necesitaría  llevar  conmigo.  Pero  estuve 
quince  días  sin  recibir  noticias  suyas,  y  ai 
cabo,  un  campesino  me  trajo  una  carta,  fe- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        163 

chada  en  la  cárcel  de  Fuente  la  Higuera, 
pueblo  a  ocho  leguas  de  Madrid,  en  la  cam- 
piña de  Alcalá:  en  esta  carta  me  decía  Vic- 
toriano que  ya  llevaba  ocho  días  preso,  y 
que  si  yo  no  tenía  medio  de  libertarle,  per- 
manecería en  la  cárcel  hasta  que  se  muriese 
de  hambre,  lo  cual  ocurriría,  sin  duda  algu- 
na, tan  pronto  como  se  le  acabase  el  dinero. 
De  mis  averiguaciones  posteriores  resultó 
que,  pasada  la  ciudad  de  Alcalá,  empezó  a 
vender  libros  con  muy  buen  éxito.  Todo  su 
repuesto  consistía  en  sesenta  y  un  Testa- 
mentos, y  en  el  solo  pueblo  de  Arganza  1 
vendió,  sin  la  menor  dificultad  y  sin  inte- 
rrupción, veinticinco;  los  pobres  labriegos 
le  cubrían  de  bendiciones  por  proveerles  de 
libros  tan  buenos  a  tan  bajo  precio. 

Ya  sólo  le  quedaban  diez  y  ocho  libros 
cuando  tomó  el  camino  de  Fuente  la  Higue- 
ra. Este  pueblo  le  era  bastante  conocido  por 
haberlo  visitado  en  otro  tiempo  cuando  re- 
corría aquellos  términos  vendiendo  cacha- 
tras.  Sintió,  pues,  ciertas  inquietudes  en  el 
camino,  porque  el  pueblo  tuvo  siempre  mala 
fama.  A  la  llegada,  en  cuanto  dejó  su  caba- 
llejo en  \2l  posada^  fué  a  ver  al  alcalde  y  le 
pidió  permiso  para  vender  los  libros,  per- 
miso que  aquel  dignatario  otorgó  en  el  acto. 
Entró  luego  en  una  casa  y  vendió  un  ejem- 
plar, y  lo  mismo  en  otra.  Animado  por  el 

*     ¿Daganzo? 


i64  B  O  R  R  O  W 

éxito  entró  en  una  tercera,  al  parecer  la  del 
barbero  del  pueblo.  Este  personaje  acababa 
de  comer  y  estaba  en  el  zaguán  sentado  en 
un  sillón  de  brazos  cuando  se  presentó  Vic- 
toriano. Era  hombre  de  unos  treinta  y  cinco 
años,  de  aspecto  truculento  y  bárbaro.  Tomó 
un  Testamento  que  le  ofrecía  Victoriano  y  se 
puso  a  examinarlo;  pero  en  cuanto  paró  los 
ojos  en  la  portada  rompió  a  reír,  excla- 
mando: 

— iJa^ja^don  Jorge  Borrowl  ¡El  hereje  in- 
glés! |A1  fin  damos  con  él!  ¡Loados  sean  la 
Virgen  y  los  Santos!  Hace  tiempo  que  aquí 
estamos  esperándoles,  y  al  fin  han  llegado. 

Preguntó  el  precio  del  libro,  y  al  saber  que 
era  tres  reales  le  arrojó  dos  y  salió  corrien- 
do de  la  casa  con  el  Testamento  en  la  mano. 

Alarmado  Victoriano,  decidió  marcharse 
del  pueblo  lo  antes  posible.  Volvió,  pues, 
precipitadamente  a  la  posada^  P^igó  el  pien- 
so de  su  caballo,  entró  en  la  cuadra,  y  echán- 
dole el  aparejo  a  las  costillas  se  disponía  a 
salir,  cuando  de  pronto  se  presentaron  el 
alcalde  del  pueblo,  el  barbero  y  hasta  doce 
hombres  más,  algunos  armados  con  escope- 
tas. En  el  acto  prendieron  a  Victoriano,  em- 
bargáronle libros  y  caballo,  y  con  muchos 
denuestos  llevaron  al  preso  a  la  que  llama- 
ban cárcel,  cuarto  reducido  y  húmedo,  con 
una  pequeña  ventana  enrejada,  donde  le  de- 
jaron encerrado.  A  los  tres  cuartos  de  hora 
volvieron  y  se  lo  llevaron  a  casa  del  cura, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA    165 

donde  estaban  reunidos  en  cónclave;  el  cura, 
completamente  ciego,  presidía,  y  el  sacris- 
tán oficiaba  de  secretario.  El  barbero  for- 
muló su  acusación  contra  el  preso,  a  saber: 
que  le  había  sorprendido  en  el  acto  de  ven- 
der una  versión  de  las  Escrituras  en  lengua 
vulgar,  y  el  cura  interrogó  a  Victoriano,  pre- 
guntándole su  nombre  y  lugar  de  residen- 
cia. Respondió  que  se  llamaba  Victoriano 
López,  y  que  era  natural  de  Villa  Seca,  en 
la  Sagra  de  Toledo.  El  cura  le  preguntó  en- 
tonces qué  religión  profesaba,  y  si  era  ma- 
hometano o  francmasón;  el  preso  contestó 
que  católico  romano.  Debe  advertirse  que 
Victoriano,  aunque  bastante  listo,  era  un 
pobre  labrador  de  sesenta  y  cuatro  años,  y 
hasta  aquel  momento  no  había  oído  hablar 
de  mahometanos  ni  francmasones.  El  cura 
se  "enojó,  le  llamó  tunante^  y  dijo:  «Ha  ven- 
dido usted  su  alma  a  un  hereje;  hace  mucho 
tiempo  que  conocemos  su  conducta  de  us- 
ted y  la  de  su  amo.  Usted  es  el  mismo  Ló- 
pez a  quien  rescató  el  año  pasado  de  la  cár- 
cel de  Villalos,  en  la  provincia  de  Avila.  De- 
seo de  todas  veras  que  intente  hacer  aquí  la 
misma  cosa.» 

«jSí,  sí! — exclamaron  los  demás  del  cón- 
clave— :  que  se  atreva  a  venir  y  regará  con 
su  sangre  esas  piedras».  Así  estuvieron  ha- 
blando cerca  de  media  hora.  Al  cabo,  le- 
vantaron la  sesión,  llevando  de  nuevo  a  Vic- 
toriano a  su  encierro. 


i66  B  O  R  R  O  W 

Mientras  estuvo  preso  vivió  con  regular 
comodidad,  porque  llevaba  algún  dinero. 
Dos  veces  al  día  le  enviaban  la  comida  de 
\2i  posada^  donde  su  caballo  permanecía  en 
secuestro.  Una  o  dos  veces  pidió  permiso 
al  alcalde^  que  le  visitaba  a  diario  mañana  y 
noche  con  su  escolta  armada,  para  comprar 
papel  y  pluma  con  el  fin  de  escribir  a  Ma- 
drid; pero  le  negaron  en  absoluto  ese  favor, 
y  a  todos  los  habitantes  del  pueblo  se  les 
prohibió,  bajo  terribles  penas,  proveerle  de 
los  medios  de  escribir  ni  llevar  recado  suyo 
más  allá  de  las  cercas  del  lugar;  debajo  de 
la  ventana  de  su  encierro  pusieron  dos  chi- 
cos de  plantón  para  estar  a  la  mira  de  cuan- 
to le  llevasen. 

Ocurrió  un  día  que,  teniendo  Victoriano 
necesidad  de  una  almohada,  envió  a  decir  a 
la  gente  de  la  posada  que  le  mandasen  las 
alforjas.  En  ellas  había  por  casualidad  una 
cuerda  que  en  España  llaman  soga^  con  la 
que  acostumbraba  sujetarlas  al  lomo  de  la 
jaca.  Les  chicos,  al  ver  colgar  de  las  alfar 
jas  la  punta  de  la  cuerda,  corrieron  a  decír- 
selo al  alcalde. 

Ya  entrada  la  noche,  el  alcalde  visitó  al 
prisionero,  a  la  cabeza  de  sus  doce  hom- 
bres, como  de  costumbre. 

— Buenas  noches — dijo  el  alcalde. 

— Buenas  noches  tenga  usted — contestó 
Victoriano. 

— ¿Para  qué  ha  mandado  usted   buscar 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        167 

una  soga  esta  tarde? — preguntó  el  funcio- 
nario. 

— Yo  no  he  mandado  por  la  soga — res- 
pondió el  preso — .  Mandé  por  las  alforjas 
para  que  me  sirvan  de  almohada,  y  la  cuer- 
da estaba  dentro  por  casualidad. 

— Es  usted  un  bribón,  embustero,  mal 
intencionado — replicó  el  alcalde — .  Usted 
pretende  ahorcarse  para  perdernos  a  todos, 
porque  nos  echarían  la  culpa  de  su  muerte. 
Déme  la  soga.  —  'BA  mayor  insulto  que  puede 
hacerse  a  un  español  es  acusarle  de  intentar 
suicidarse.  El  pobre  Victoriano,  presa  de 
violenta  cólera,  le  disparó  al  alcalde  varios 
nombres  poco  corteses,  sacó  la  soga  de  las 
alforjas  y  se  la  tiró  a  la  cabeza,  diciéndole 
que  se  la  llevase  para  emplearla  en  su  pro- 
pio cuello. 

Al  fin,  los  dueños  de  la  posada  se  apia- 
daron del  preso,  percatándose  de  que  le 
maltrataban  sin  motivo;  resolvieron,  pues, 
darle  ocasión  de  informar  a  sus  amigos  de 
lo  que  le  sucedía,  y  le  mandaron  plumas  y 
tintero  dentro  de  un  pan,  y  un  pedazo  de 
papel  diciendo  que  este  último  era  para  ci- 
garros. 

Victoriano  escribió  la  carta;  pero  surgió 
la  dificultad  de  enviarla  a  su  destino,  por- 
que nadie  del  pueblo  quería  llevarla  a  nin- 
gún precio.  Aquella  buena  gente  convenció 
a  un  soldado  cumplido,  de  otro  pueblo,  que 
por  ventura  estaba  en  Fuente  la  Higuera  en 


i6t  B  O  R  R  O  W 

busca  de  trabajo,  para  que  se  encargase  de 
llevar  la  carta,  asegurándole  que  le  pagarían 
bien.  El  hombre,  aprovechando  una  ocasión, 
recibió  la  carta  de  Victoriano  por  la  venta- 
na, anduvo  toda  la  noche  sin  parar  y  me  la 
entregó  sin  contratiempo  en  Madrid. 

Así  quedé  libre  de  la  ansiedad  en  que  es- 
taba y  sin  ningún  temor  acerca  de  la  con- 
clusión del  asunto.  Al  instante  fui  a  ver  a 
un  amigo,  con  grandes  posesiones  en  las 
cercanías  de  Guadalajara,  provincia  a  que  per- 
tenece Fuente  la  Higuera,  quien  me  dio  car- 
tas para  el  gobernador  civil  de  Guadalajara 
y  para  las  principales  autoridades;  estas  car- 
tas se  las  entregué  a  Antonio,  que  solicitó 
encargarse  del  cometido  de  libertar  al  pre- 
so. Se  encaminó  lo  primero  a  Fuente  la  Hi- 
guera, donde,  encontrándose  en  casa  del  al- 
calde^  le  dijo  resueltamente  a  lo  que  iba.  El 
alcalde^  creyendo  que  yo  estaría  para  llegar 
con  un  ejército  inglés  a  fin  de  rescatar  al 
preso,  se  alarmó  mucho,  y  al  instante  envió 
a  su  mujer  a  convocar  la  escolta;  pero  al 
asegurarle  Antonio  que  no  había  propósito 
de  emplear  la  violencia,  se  tranquilizó  algo. 
A  poco,  Antonio  fué  citado  ante  el  cónclave 
y  su  ciego  y  sacerdotal  presidente.  Al  prin- 
cipio quisieron  asustarle  alzando  mucho  la 
voz,  y  hablando  de  la  necesidad  de  matar  a 
todos  los  extranjeros,  y  en  especial  al  abo- 
rrecido don  Jorge  y  sus  dependientes.  Pero 
Antonio,  que  no  era  hombre  para  dejarse 


LA    BIBLIA    EN     ESPAÑA        169 

intimidar  tan  fácilmente,  se  burló  de  sus 
amenazas,  y,  enseñándoles  las  cartas  que  lle- 
vaba para  las  autoridades  de  Guadalajara, 
dijo  que  pensaba  ir  allá  a  la  mañana  siguien- 
te y  denunciar  su  conducta  ilegal;  añadió 
que  era  subdito  turco,  y  que  si  se  atrevían 
a  cometer  con  él  la  más  leve  desconsidera- 
ción escribiría  a  la  Sublime  Puerta,  junto  a 
la  que  los  más  poderosos  reyes  del  mundo 
son  pobres  gusanos,  y  no  dejaría  de  vengar 
los  agravios  hechos  a  su  hijo,  dondequiera 
que  estuviese,  en  forma  demasiado  terrible 
para  mencionada.  Luego  se  volvió  a  la  po- 
sada. El  cónclave  quedó  deliberando  a  solas, 
y  resolvió  enviar  el  prisionero  a  Guadalaja- 
ra al  otro  día,  poniéndolo  en  manos  del  go- 
bernador civil. 

No  obstante,  para  conservar  una  aparien- 
cia de  autoridad,  pusieron  dos  hombres  ar- 
mados a  la  puerta  de  \2i  posada  donde  vivía 
Antonio,  como  si  también  estuviese  preso. 
Los  hombres,  cada  vez  que  el  reloj  daba  la 
hora,  exclamaban:  €¡Ave  María/  ¡Mueran  los 
herejes!»  Por  la  mañana  temprano,  el  alcalde 
se  presentó  en  \di  posada;  pero  antes  de  en- 
trar dirigió  desde  la  puerta  un  discurso  a  la 
gente  que  había  en  la  calle,  diciendo  entre 
otras  cosas:  «Hermanos,  estos  individuos 
han  venido  a  robarnos  nuestra  religión.» 
Entró  luego  en  el  aposento  de  Antonio,  y 
tras  de  saludarle  con  gran  cortesía  le  invitó 
a  ir  con  él  a  la  iglesia  a  oír  la  misa  mayor, 


I70  B  O  R  R  O  W 

que  estaba  para  empezar.  A  esto,  Antonio, 
aunque  ciertamente  no  era  un  traga-misas, 
se  levantó  y  fué  con  él,  y  permaneció  dos 
horas,  según  me  contó  luego,  de  rodillas  en 
las  frías  losas,  muy  a  disgusto;  los  fieles  no  le 
quitaron  ojo  durante  todo  el  tiempo. 

Después  de  la  misa  almorzó  y  se  fué  a 
Guadalajara.  Victoriano  había  salido  ya  con 
escolta.  En  llegando,  presentó  las  cartas  a 
las  personas  a  quien  iban  dirigidas.  Al  go- 
bernador civil  le  dio  un  ataque  de  risa  al  oír 
de  labios  de  Antonio  el  relato  de  lo  sucedi- 
do. Victoriano  fué  puesto  en  libertad,  y  los 
libros,  retenidos  bajo  secuestro  en  Guadala- 
jara; el  gobernador  declaró,  no  obstante, 
que  si  bien  su  deber  era  retenerlos  por  el 
momento,  me  los  enviarían  en  cuanto  yo 
quisiese  reclamarlos;  añadió  que  haría  lo  po- 
sible para  castigar  severamente  a  las  autori- 
dades de  Fuente  la  Higuera,  porque  en  todo 
aquel  caso  habían  procedido  en  forma  tirá- 
nica y  cruelísima,  excediéndose  de  sus  atri- 
buciones. Así  terminó  el  asunto;  uno  de  esos 
menudos  incidentes  que  alternan  en  la  vida 
del  misionero  en  España. 


CAPÍTULO  XLVII 


Término  de  nuestros  trabajos  rurales.— Alarma 
del  clero. — Una  nueva  tentativa. — Triunfo  en 
Madrid.  —  Duende  o  alguacil.  —  El  bastón  de 
mando. — El  corregidor. — Una  explicación. — El 
Papa  en  Inglaterra. — La  exposición  del  Evange- 
lio.—Obras  de  Lutero. 


Jroseguimos  la  tarea  de  repartir  las  Escri- 
turas, con  éxito  vario,  hasta  mediados 
de  marzo,  en  que  resolví  marcharme  a  Tala- 
vera  para  ver  si  era  posible  hacer  algo  en 
esa  ciudad  y  sus  cercanías.  Salí,  por  tanto, 
en  aquella  dirección  acompañado  de  Anto- 
nio y  de  Victoriano.  Al  paso  nos  detuvimos 
en  Navalcarnero,  pueblo  grande,  a  cinco  le- 
guas al  Oeste  de  Madrid,  donde  permanecí 
tres  días,  enviando  a  Victoriano  a  las  aldeas 
circunyacentes  con  pequeñas  partidas  de 
Testamentos.  La  Providencia,  que  hasta  en- 
tonces nos  favoreció  por  modo  tan  notable 
en  nuestras  expediciones  rurales,  nos  retiró 
su  apoyo,  y  nos  redujo  a  terminarlas  de  re- 
pente, porque  en  todos  los  lugares  donde 
poníamos  a  la  venta  los  escritos  sagrados 


v"? 


172  B  o  R  R  o  W 


eran  en  el  acto  embargados  por  personas      ' 
que,  al  parecer,  estaban  en  acecho;  eventos     i 
que  me  obligaron  a  variar  el  propósito  de     j 
ir  a  Tala  vera  y  a  regresar  sin  dilación  a  Ma- 
drid. 1 

Supe  posteriormente    que,  alarmado    el     ¡ 
alto  clero  por  nuestra  campaña  al  otro  lado     1 
de  Madrid,  presentó   una  queja   en   forma     ' 
ante   el   Gobierno,  quien  envió   inmediata-     ¡ 
mente  órdenes  a  los  alcaldes  de  los  pueblos,     | 
grandes  y  chicos,  de  Castilla  la  Nueva,  para 
que  secuestrasen  los  Testamentos  en  cuanto 
salieran   a  la  venta;   pero  amonestándoles,     \ 
al  mismo  tiempo,  para  que  pusieran  el  ma-     ! 
yor  cuidado  en  no  detener  ni  maltratar  a  la     ; 
persona  o  personas  que  intentasen  vender-     \ 
los.  Una  puntual  reseña  de  mi  persona  acom-     i 
pañaba  a  las  órdenes,  y  se  exhortaba  a  las     * 
autoridades,  lo  mismo  civiles  que  milita^^cs,     | 
a  tener  mucho  cuidado  conmigo  y  con  mis 
mañas  y  maquinaciones,   porque,  como   el 
documento  decía,  un  día  estaba  yo  en  un 
sitio  y  a  la  mañana  siguiente  en  otro  distan- 
te del  primero  veinte  leguas. 

Este  golpe  no  me  desalentó  mucho  ni 
realmente  me  cogió  de  sorpresa.  Resolví, 
con  todo,  variar  de  campo  de  acción  y  no 
exponer  los  libros  sagrados  a  un  secuestro 
a  cada  paso  que  diera  para  difundirlos.  En 
mis  últimas  tentativas  consagré  mi  atención 
exclusivamente  a  los  pueblos  y  a  las  ciuda- 
des pequeñas,  en  las  que  le  era  muy  fácil  al 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        173 

Gobierno  frustrar  mis  esfuerzos  mediante 
circulares  a  las  autoridades  locales,  puestas 
así  sobre  aviso,  y  cuya  vigilancia  era  impo- 
sible burlar,  pues  cualquier  novedad  ocurri- 
da en  un  pueblo  pequeño  se  esparce  sin  tar- 
danza. El  caso  sería  muy  distinto  tratándose 
de  la  muchedumbre  de  la  capital,  donde  po- 
día continuar  mis  trabajos  con  relativo  se- 
creto. Formé  el  plan  de  abandonar  los  dis- 
tritos rurales  y  ofrecer  en  Madrid  el  sagrado 
libro  de  casa  en  casa  al  mismo  reducido 
precio  que  en  los  campos.  Sin  dilación  llevé 
a  efecto  mi  plan. 

Como  tenía  muchos  conocimientos  en  el 
pueblo  bajo,  escogí  ocho  personas  inteligen- 
tes para  que  cooperasen  en  mi  tarea;  cinco 
de  ellas  eran  mujeres.  A  todos  los  proveí 
de  Testamentos  y  los  repartí  por  todos  los 
barrios  de  Madrid.  El  resultado  de  sus  es- 
fuerzos superó  mis  esperanzas.  Menos  de 
quince  días  después  de  volver  de  Navalcar- 
nero  se  habían  vendido  en  las  calles  y  ave- 
nidas de  Madrid  cerca  de  seiscientos  ejem- 
plares de  la  vida  y  palabras  del  Nazareno; 
hecho  que  se  me  permitirá  mencionar  con 
júbilo  y  con  el  regocijo  conveniente  en  el 
Señor. 

Una  de  las  calles  más  ricas  es  la  calle  de 
la  Montera,  donde  residen  los  principales 
comerciantes  y  tenderos  de  Madrid.  Es,  en 
efecto,  la  calle  del  comercio,  y  por  tal  mo- 
tivo, como  por  ser  un  lugar  favorito  de  los 


« 


174  B  O  R  R  O  W 

paseantes,  corresponde  a  la  muy  famosa 
Nefsky  de  San  Petersburgo.  Cada  casa  de 
esa  calle  recibió  un  Testamento,  y  lo  mismo 
puede  decirse  de  la  Puerta  del  Sol.  Más:  en 
algunas  ocasiones,  cada  habitante  de  la  casa, 
hombres  y  niños,  criados  y  criadas,  adqui- 
rió un  ejemplar.  Antonio,  el  griego,  hizo 
maravillas  en  ese  barrio;  es  de  justicia  decir 
que,  a  no  ser  por  su  mediación,  en  muchos 
casos  no  habría  podido  yo  dar  tan  buena 
cuenta  de  la  difusión  de  la  Biblia  en  Espa- 
ña. Hubo  un  tiempo  en  que  tenía  yo  la  cos- 
tumbre de  decir:  «tenebroso  Madrid»,  ex- 
presión que,  gracias  a  Dios,  era  ya  de  aban- 
donar, porque  sería  poco  justo  seguir  lla- 
mando tenebrosa  a  una  ciudad  en  la  que 
estaban  en  circulación  y  en  uso  diario  mil 
trescientos  Testamentos  por  lo  menos. 

Entonces  utilicé  una  partida  de  Biblias 
que  me  habían  mandado  en  rama  desde  Bar- 
celona en  los  comienzos  del  año  anterior.  La 
demanda  de  las  Escrituras  completas  era 
grande;  tanto,  que  no  podíamos  dar  abasto, 
y  los  libros  se  vendían  más  de  prisa  de  lo 
que  tardaban  en  encuadernarlos  los  hombres 
empleados  en  esta  tarea.  Un  pedido  de  vein- 
tiocho ejemplares  me  lo  pagaron  por  ade- 
lantado. Muchas  de  estas  Biblias  fueron  a 
parar  a  las  mejores  casas  de  Madrid.  El  mar- 
qués de...  tenía  una  fam.ilia  numerosa;  pero 
todos  sus  individuos,  viejos  y  jóvenes,  po- 
seían una  Biblia  y  un  Testamento,  por  reco- 


LA    BIBLIA    EN    E  S  P  A  fí  A        175 

mendación,  cosa  rara,  del  capellán  de  la 
casa.  Uno  de  mis  agentes  más  celosos  en  la 
propaganda  de  la  Biblia  fué  un  eclesiástico. 
Nunca  salía  a  la  calle  sin  un  ejemplar  debajo 
del  manteo,  y  a  la  primera  persona  que  le 
parecía  poder  comprarlo  se  lo  ofrecía.  Otro 
colaborador  excelente  fué  un  noble  de  Nava- 
rra, ya  anciano,  riquísimo,  que  continuamen- 
te adquiría  ejemplares  por  su  cuenta  para 
mandarlos,  según  me  dijeron,  a  su  provincia 
natal  y  repartirlos  entre  sus  amigos  y  los 
pobres. 

Cierta  noche  me  retiré  a  descansar  algo 
más  pronto  que  de  costumbre,  sintiéndome 
ligeramente  indispuesto.  Dormí  con  profun- 
do sueño  unas  horas,  y  de  pronto  me  desper- 
té al  sentir  abrirse  la  puerta  del  cuartito  en 
que  descansaba.  Me  incorporé,  y  vi  entrar 
en  el  cuarto  a  María  Díaz  con  una  luz  en  la 
mano.  Observé  que  sus  facciones,  notables 
^or  su  calma  y  placidez  habituales,  parecían 
un  tanto  alteradas. 

— ¿Qué  hora  es  — pregunté —  y  qué  pasa? 

— Señor  — respondió  cerrando  la  puerta 
y  acercándose  a  la  cama — ,  es  cerca  de  me- 
dia noche;  pero  acaba  de  llegar  un  policía 
que  quiere  verle  a  usted.  Le  he  dicho  que 
era  imposible,  porque  estaba  usted  en  la 
cama,  y  me  ha  contestado,  después  de  estor- 
nudar en  mi  misma  cara,  que  le  vería  a  us- 
ted aunque  estuviese  de  cuerpo  presente. 
Tiene  todo  el  aire  de  un  duende  y  me  ha 


176  B  O  R  R  O  W 

asustado.  Ya  sabe  usted  que  yo  no  soy  mie- 
dosa, don  Jorge;  pero  confieso  que  cada  vez 
que  veo  a  uno  de  esos  malvados  polizontes 
me  faltan  los  ánimos;  los  conozco  demasiado 
bien  y  sé  de  lo  que  son  capaces. 

— jBahl  — dije  yo — .  No  tenga  usted  mie- 
do; que  entre;  no  le  temo,  sea  alguacil  o 
duende.  Pero  quédese  usted  a  la  puerta  para 
ser  testigo  de  lo  que  ocurra,  porque  es  muy 
probable  que  venga  a  molestarme  a  esta  hora 
intempestiva  buscando  la  ocasión  de  dar 
malos  informes  de  mí  a  sus  jefes,  como  hizo 
aquel  otro  individuo  la  vez  pasada. 

La  patrona  salió  del  aposento,  y  oí  que 
decía  una  o  dos  palabras  a  alguien  en  el  pa- 
sillo; sonó  luego  un  estruendoso  estornudo, 
y  un  instante  después  apareció  en  la  puerta 
una  figura  rara.  Era  un  hombre  muy  viejo, 
de  largos  cabellos  blancos,  que  se  escapaban 
por  debajo  de  las  alas  de  un  sombrero  ex- 
tremadamente picudo.  Iba  muy  encorvado  y 
avanzaba  con  lentitud.  No  pude  verle  bien  la 
cara,  que,  por  hallarse  la  patrona  detrás  de 
él  con  la  luz,  quedaba  en  profunda  sombra. 
Observé,  sin  embargo,  que  sus  ojos  chispea- 
ban como  los  de  un  hurón.  Se  acercó  a  los 
pies  de  la  cama,  en  la  que  aun  permanecía 
yo  preguntándome  lo  que  tan  extraña  visita 
pudiera  significar;  allí  se  detuvo,  mirándome 
durante  un  minuto  por  lo  menos,  sin  proferir 
una  sílaba.  De  pronto  adelantó  una  mano 
seca  y  rugosa,  que  hasta  entonces  tuvo  ocul- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        177 

ta  bajo  la  capa,  y  me  apuntó  al  rostro  con 
una  especie  de  bastoncillo  con  remate  de 
metal,  como  si  fuese  a  empezar  un  exorcis- 
mo. Pareció  que  iba  a  hablar;  pero  las  pala- 
bras, si  quiso  decir  alguna,  fueron  ahogadas 
al  nacer  por  un  estornudo  que  de  pronto  se 
le  escapó,  tan  violento,  que  la  patrona  se  echó 
para  atrás,  exclamando:  «i¡Ave  María  purísi- 
mal-)»^  y  a  poco  deja  caer  la  luz  con  el  susto. 

— Buen  hombre  — dije  yo — ,  <iqué  signifi- 
ca esta  ridicula  aparición?  Si  tiene  usted  algo 
que  decirme,  despache  pronto  y  vayase  a 
sus  asuntos.  No  me  encuentro  bueno  y  está 
usted  privándome  del  descanso. 

— En  méritos  de  este  bastón  — dijo  el  vie- 
jo—  y  por  la  autoridad  que  me  confiere 
para  decir  y  hacer  lo  que  convenga,  le  man- 
do, .ordeno  y  requiero  para  que  mañana,  a 
las  once,  comparezca  en  el  despacho  de  mi 
señor  el  corregidor  de  esta  villa  de  Madrid, 
para  que  con  la  humildad  y  reverencia  debi- 
das oiga  usted  lo  que  tenga  a  bien  decirle, 
y,  si  fuese  necesario,  se  someta  a  recibir  los 
castigos  que  sus  delitos,  leves  o  enormes, 
merezcan.  Tenez^  compere  — añadió  en  per- 
verso francés — ,  voilá  mon  affaire;  voilá  ce 
que  je  viens  vous  diré. 

En  diciendo  esto,  me  miró  un  momento, 
inclinó  por  dos  veces  la  cabeza,  metió  de 
nuevo  el  bastón  dentro  de  la  capa  y  salió 
del  cuarto  y  de  la  casa,  lanzando  en  el  pasi- 
llo un  estornudo  de  despedida. 

T.  III.  » 


178  B  O  R  E  O  W 

Al  día  siguiente,  a  las  once  en  punto,  me 
presenté  en  las  oficinas  del  corregidor.  Ya 
no  ocupaba  el  cargo  el  mismo  individuo  en 
cuya  cólera  incurrí  en  otra  ocasión  y  que 
tuvo  a  bien  encarcelarme,  sino  otro  distinto, 
creo  que  catalán,  cuyo  nombre  también  he 
olvidado.  En  aquella  época,  los  cargos  se 
daban  y  se  quitaban  de  la  noche  a  la  maña- 
na, y  quien  se  sostenía  en  alguno  de  ellos 
siquiera  un  mes,  podía  considerarse  funcio- 
nario antiguo.  No  tuve  que  esperar;  en  cuan- 
to di  mi  nombre  me  llevaron  a  presencia 
del  corregidor^  personaje  de  unos  cincuenta 
años,  de  buen  parecer,  corpulento  y  bien 
vestido.  Cuando  entré  escribía  en  un  bufete; 
pero  casi  al  instante  se  levantó  y  vino  hacia 
mí.  Me  clavó  los  ojos  en  el  rostro,  y  yo,  sin 
cortarme,  puse  los  míos  en  el  suyo.  Quizás 
esperaba  una  actitud  menos  firme,  y  ver- 
me temblar  y  rebajarme  ante  él;  se  juzgó, 
pues,  desacatado  en  su  propia  madriguera,  y 
su  levadura  española  antigua  fermentó.  Se 
tiró  de  las  patillas  con  furia,  y  dirigiéndome 
una  mirada  colérica  dijo: 

—  Escuchad:  tengo  que  hacerle  a  usted 
una  pregunta. 

— Antes  de  responder  a  las  preguntas  de 
vuecencia  — dije —  voy  a  tomarme  la  liber- 
tad de  dirigirle  una:  ^Qué  ley  o  qué  razón 
hay  para  que  a  un  hombre  pacífico  y  extran- 
jero vayan  a  molestarle  a  media  noche  unos 
duendes  con  el  requerimiento  de  presentarse 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        179 

en  una  oficina  pública  como  si  fuese  un  de- 
lincuente? 

— No  dice  usted  la  verdad  — exclamó  el 
corregidor — .  La  persona  que  fué  a  requerir- 
le a  usted  no  es  un  duende^  sino  uno  de  los 
empleados  más  antiguos  y  respetables  de 
esta  casa,  y,  lejos  de  enviarle  a  media  no- 
che, faltaban  por  mi  reloj  veinticinco  minu- 
tos para  esa  hora,  y  como  usted  vive  cerca 
de  aquí,  debió  de  llegar  a  su  casa  lo  menos 
diez  minutos  antes  de  media  noche;  de  modo 
que  no  es  exacto  lo  que  usted  dice,  ni  guar- 
da usted  miramientos  con  la  verdad. 

— Esa  diferencia  no  importa  nada  —  repli- 
qué— .  A  mí  me  molesta  lo  mismo  que  me 
interrumpan  el  sueño  a  las  doce  de  la  noche 
que  a  las  doce  menos  diez.  Respecto  al  emi- 
sario, podría  no  ser  un  duende,  pero  lo  pa- 
recía, y  con  seguridad  se  propuso  asustar  a 
la  dueña  de  la  casa,  como  lo  consiguió,  has- 
ta el  punto  de  que  casi  se  desmaya,  a  fuerza 
de  muecas  horribles,  de  estornudos  y  aspa- 
vientos. 

El  corregidor. — Es  usted  un...  |No  sé  lo 
que  iba  a  decir!  ^Ignora  wsted  que  puedo 
mandarle  a  la  cárcel? 

Yo. — Tiene  usted  veinte  alguacils  que 
acudirán  a  la  primera  señal,  y,  por  tanto,  es 
claro  que  puede  usted  prenderme,  como 
hizo  su  antecesor,  que  casi  perdió  el  puesto 
por  eso;  pero  usted  sabe  perfectamente  que 
no  tiene  derecho  para  hacerlo,  porque  no 


ite  B  O  R  R  O  W 

estoy  bajo  su  jurisdicción,  sino  bajo  la  del 
capitán  general.  Si  he  obedecido  su  requeri- 
miento ha  sido  porque  tengo  mucha  curiosi- 
dad de  saber  lo  que  usted  necesita  de  mí,  y 
no  por  otra  cosa.  En  cuanto  a  lo  de  pren- 
derme, permítame  usted  decirle  que  cuenta 
con  mi  pleno  consentimiento  para  ello;  en  la 
cárcel  es  donde  se  encuentra  en  Madrid  la 
gente  más  cortés;  y  como  ahora  estoy  com- 
pilando el  vocabulario  de  los  ladrones  ma- 
drileños, tendré,  si  me  llevan  a  la  cárcel,  una 
excelente  ocasión  de  completarlo.  Hasta  en 
la  cárcel  se  puede  aprender  mucho;  porque, 
como  dicen  los  gitanos,  «perro  que  mucho 
corretea  encuentra  hueso». 

El  CORREGIDOR. — Ese  lenguaje  no  es  pro- 
pio de  un  caballero.  ¿Olvida  usted  dónde 
está  y  con  quién  habla?  ¿Es  este  un  lugar 
adecuado  para  hablar  de  gitanos  y  de  la- 
drones.? 

Yo. — No  conozco,  a  la  verdad,  otro  más 
a  propósito,  no  siendo  la  cárcel.  Pero  esta- 
mos perdiendo  el  tiempo,  y  ansio  saber  para 
qué  me  han  llamado,  si  por  delitos  leves  o 
enormes,  como  decía  el  emisario. 

Tardé  bastante  tiempo  en  arrancar  al  eno- 
jado corregidor  las  noticias  pedidas;  al  fin  las 
obtuve.  Resultaba  que  una  caja  de  Testa- 
mentos enviada  por  mí  a  Navalcarnero  fué 
embargada  por  las  autoridades  locales,  y 
después  de  retenerla  allí  unos  días  la  devol- 
vieron a  Madrid  consignada  al  corregidor. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       i8i 

Estando  la  caja  en  las  mensajerías,  entró  allí 
Antonio  para  otro  asunto;  la  reconoció,  y  en 
el  acto  la  reclamó  como  de  mi  pertenencia, 
llevándosela  a  mi  almacén  después  de  pagar 
el  porte.  Tan  poca  importancia  dio  al  suce- 
so, que  no  me  habló  de  él.  Pero  el  pobre  co- 
rregidor estaba  convencido  de  que  todo  ello 
era  una  profunda  maquinación  para  robarle 
y  burlarnos  de  él.  Dejábase  llevar  de  una 
excitación  casi  frenética,  y  pateaba  el  suelo, 
exclamando: 

— /  Qué  picar  dial  ¡  Qaé  infamia! 

—  Este  es  el  antiguo  sistema  — pensé 
yo —  de  prejuzgar  a  las  gentes  y  de  impu- 
tarles motivos  y  acciones  con  los  que  nunca 
han  soñado. 

Díjele  con  franqueza  que  ignoraba  en  ab- 
soluto el  hecho  por  que  se  sentía  agraviado; 
pero  que  si  practicadas  las  averiguaciones 
convenientes  resultaba  que,  en  efecto,  mi 
criado  se  había  llevado  la  caja  del  lugar 
adonde  la  habían  expedido,  yo  haría  que  la 
devolvieran  en  el  acto,  aunque  era  mía 
propia. 

— Tengo  un  gran  repuesto  de  Testamen- 
tos — dije  —  y  puedo  dejar  que  se  pierdan 
cincuenta  o  ciento.  Soy  hombre  de  paz  y 
deseo  no  tener  disputas  con  las  autoridades 
por  causa  de  un  cajón  viejo  y  de  una  partida 
de  libros  cuyo  valor  no  llega  por  junto  a 
cuarenta  duros. 

Me  miró  un  instante  como  si  dudase  de 


i82  B  o  R  R  o  W 

mi  sinceridad,  y  luego,  tirándose  otra  vez  de 
las  patillas,  me  atacó  en  otro  terreno: 

— Pero  ¡qué  infamia,  qué  picardía!  Venir 
a  España  a  cambiar  la  religión  del  país. 
¿•Qué  diría  usted  si  los  españoles  fuesen  a  In- 
glaterra con  propósito  de  quitar  el  luteranis- 
mo  establecido  allí? 

— Serían  muy  bien  recibidos — repliqué — , 
especialmente  si  intentaban  hacerlo  por  la 
difusión  de  la  Biblia,  el  libro  de  todos  los 
cristianos,  como  los  ingleses  hacen  en  Espa- 
ña. Pero  vuecencia  ignora  quizás  que  el  Papa 
tiene  campo  libre  y  libre  acción  en  Inglate- 
rra, y  se  le  permite  convertir  todos  los  días 
a  cuantos  luteranos  quieren  volverse  a  él.  No 
puede,  sin  embargo,  alabarse  de  grandes 
triunfos;  el  pueblo  ama  demasiado  la  luz 
para  abrazar  las  tinieblas,  y  se  reiría  de  la 
idea  de  cambiar  las  gracias  del  Evangelio 
por  las  ceremonias  y  observancias  supersti- 
ciosas de  la  Iglesia  de  Roma. 

Al  repetirle  la  promesa  de  devolver  en  se- 
guida la  caja  y  los  libros,  el  corregidor  se 
dio  por  satisfecho  y  repentinamente  se  mos- 
tró por  demás  condescendiente  y  amable: 
llegó  hasta  decirme  que  dejaba  por  comple- 
to a  mi  resolución  lo  de  devolver  los  libros 
o  no. 

— Antes  de  que  se  vaya  usted  — conti- 
nuó—  deseo  decirle  que,  en  mi  opinión  par- 
ticular, es  sumamente  recomendable  en  to- 
dos los  países  la  tolerancia  religiosa  plena,  y 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA    183 

dejar  que  cada  sistema  religioso  perezca  o  se 
sostenga  según  sus  propios  méritos. 

Tales  tueron  las  últimas  palabras  del  co- 
rregidor de  Madrid,  que  no  sé  si  expresarían 
su  opinión  particular;  pero  que,  ciertamente, 
se  fundaban  en  el  buen  sentido  y  la  razón. 
Le  saludé  respetuosamente  y  me  fui;  cumplí 
mi  promesa  respecto  de  los  libros,  y  el  asun- 
to quedó  terminado. 

Por  aquel  tiempo  llegué  casi  a  creer  que 
se  iniciaba  una  reforma  religiosa  en  España; 
y,  realmente,  llegaron  a  mi  noticia  ciertos 
hechos,  que,  si  me  los  hubieran  pronostica- 
do un  año  antes,  con  dificultad  los  hubiese 
creído. 

El  lector  quedará  sorprendido  cuando 
sepa  que  en  dos  iglesias  de  Madrid  los  res- 
pectivos curas  explicaban  regularmente  el 
Evangelio  los  domingos  por  la  tarde  a  una 
veintena  de  chicos,  provistos  de  sendos 
ejemplares  de  la  edición  hecha  por  la  Socie- 
dad Bíblica  en  Madrid  en  1 837.  Las  iglesias 
eran  las  de  San  Ginés  y  Santa  Cruz.  Creo 
modestamente  que  este  solo  hecho  pagaba 
con  creces  todas  las  expensas  causadas  a  la 
Sociedad  por  su  empeño  de  introducir  el 
Evangelio  en  España;  pero,  sea  de  ello  lo  que 
fuere,  es  lo  cierto  que  a  mí  me  recompensa- 
ba sobradamente  todos  los  afanes  y  disgus- 
tos pasados.  Sentí  entonces  que,  en  cualquier 
momento  en  que  me  viese  obligado  a  aban- 
donar mis  trabajos  en  la  Península,  lo  haría 


i84  B  O  R  R  O  W 

sin  murmurar,  lleno  el  corazón  de  gratitud 
hacia  el  Señor  por  haberme  permitido  a  mí, 
vaso  inútil,  ver,  cuando  menos,  germinar 
algo  de  la  semilla  que  durante  dos  años  ha- 
bía estado  arrojando  sobre  el  pedregoso  sue- 
lo del  interior  de  España. 

Cuando  pienso  en  las  dificultades  que 
obstruían  nuestro  camino,  me  cuesta  a  ve- 
ces trabajo  creer  todo  lo  que  el  Omnipoten- 
te nos  permitió  llevar  a  cabo  durante  el  año 
que  acababa  de  pasar.  Una  edición  copiosa 
del  Nuevo  Testamento  se  había  casi  agotado 
en  el  centro  mismo  de  España,  a  despecho 
de  la  oposición  y  del  clamor  furibundo  de 
un  clero  bárbaro  y  de  las  órdenes  de  un 
Gobierno  falaz;  y  germinaba  el  espíritu  de 
examen  en  materia  religiosa,  que  tarde  o 
temprano  llevaría,  así  lo  esperaba  yo  fer- 
vientemente, abundantísimos  irutos  de  ben- 
dición. Hasta  allí,  el  nombre  más  aborre- 
cido y  temido  en  aquellas  partes  de  Espa- 
ña era  el  de  Martín  Lutero,  a  quien  en  ge- 
neral se  le  consideraba  como  un  demonio, 
primo  hermano  de  Belial  y  Beelzebub,  que, 
bajo  la  apariencia  de  hombre,  había  es- 
crito y  predicado  blasfemias  contra  el  Al- 
tísimo; pero  ahora,  cosa  singular,  se  habla- 
ba de  ese  personaje,  execrado  en  otro. tiem- 
po, con  no  pequeñas  señales  de  respeto.  No 
pocas  veces  me  visitaban.  Biblia  en  mano, 
personas  que  con  tantas  veras  como  sim- 
plicidad me   preguntaban  por   los   escritos 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       185 

del  gran  doctor  Martín,  a  quien,  por  cierto, 
algunos  le  creían  aún  vivo. 

No  estará  de  más  hacer  notar  aquí  que  de 
todos  los  nombres  relacionados  con  la  Re- 
forma, el  único  conocido  en  España  es  el  de 
Lutero;  permítaseme  añadir  que  a  ningún 
escrito  de  controversia,  con  excepción  de 
los  suyos,  se  le  concedería  probablemente 
la  menor  fuerza  ni  autoridad,  por  grande 
que  fuese  su  mérito  intrínseco.  El  género  de 
opúsculos  que  comúnmente  se  escriben  para 
declarar  los  errores  del  papismo  no  produ- 
cirá, por  tanto,  mucho  beneficio  en  España, 
al  paso  que  podría  conseguirse  bastante  pro- 
vecho con  traducciones  bien  hechas  de  las 
obras  de  Lutero,  seleccionadas  con  tino. 


CAPÍTULO  XLVIII 


Proyecto  de  viaje. — Una  escena  sangrienta. — El 
fraile. — Sevilla. — Bellezas  de  Sevilla. — Naran- 
jos y  flores. — Murillo. — El  Ángel  de  la  guarda. 
Dionysius. — Mis  coadyuvantes.— Demanda  de 
Biblias. 


A  mediados  de  abril  llevaba  ya  vendidos 
tantos  Testamentos  como,  a  mi  pare- 
cer, podían  colocarse  en  Madrid;  retiré,  pues, 
mi  gente,  porque  temía  saturar  el  mercado, 
y  desacreditar  el  libro  haciéndolo  demasia- 
do común.  Me  quedaba  sólo  un  millar  de 
ejemplares  de  la  edición  que  saqué  dos 
años  antes;  en  cuanto  a  la  Biblia,  todos  los 
ejemplares  se  habían  vendido;  la  demanda 
era  mucha  todavía,  pero  no  me  tué  posible 
atenderla. 

Resolví  marcharme  a  Sevilla  y  llevar  los 
ejemplares  del  Testamento  que  me  queda- 
ban, porque  allí  se  había  hecho  muy  poca 
propaganda.  Pronto  estuvieron  terminados 
mis  preparativos.  Los  caminos  estaban  en- 
tonces peligrosísimos,  razón  por  la  que  pen- 
sé incorporarme  a   un  convoy  próximo  a 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       187 

partir  para  Andalucía.  Pero  dos  días  antes 
de  ponerse  en  camino,  comprendí  que  el 
número  de  personas  dispuestas  como  yo  a 
utilizar  el  convoy  sería  probablemente  muy 
grande;  pensé  en  la  lentitud  de  ese  modo 
de  viajar,  y  recordando  además  los  insultos 
que  los  paisanos  tenían  que  soportar  con 
frecuencia  de  los  soldados  y  subalternos, 
resolví  aventurarme  a  hacer  el  viaje  en  el 
coche  correo.  Llevé  a  cabo  mi  determina- 
ción. Antonio,  a  quien  conservé  a  mi  servi- 
cio, y  los  dos  caballos,  se  fueron  con  el  con- 
voy, y  yo  salí  pocos  días  después  con  el 
correo.  Hicimos  todo  el  viaje  sin  el  menor 
accidente:  una  vez  más  me  acompañó  mi 
prodigiosa  buena  suerte.  Con  razón  la  llamo 
prodigiosa,  pues  iba  recorriendo  la  madri- 
guera de  ün  león;  toda  la  Mancha,  con  ex- 
cepción de  unos  pocos  lugares  fortificados, 
estaba  una  vez  más  en  manos  de  Palillos  y 
de  sus  forajidos,  quienes,  cuando  lo  tenían 
a  bien,  detenían  el  correo,  quemaban  el  co- 
che y  las  cartas,  asesinaban  a  la  mezquina 
escolta,  y  si  por  casualidad  iba  algún  viaje- 
ro, se  lo  llevaban  al  monte,  poniéndole  lue- 
go en  la  alternativa  de  rescatarse  por  un 
precio  enorme  o  de  pegarle  cuatro  tiros  en 
la  cabeza,  como  dicen  los  españoles. 

La  parte  alta  de  Andalucía  caía  rápida- 
mente en  tan  mala  situación  como  la  Man- 
cha. La  última  vez  que  había  pasado  el  co- 
rreo, seis  ladrones  a  caballo  le  atacaron  en 


i88  B  O  R  R  O  W 

el  desfiladero  del  Rumblar;  la  escolta  se 
componía  de  otros  tantos  soldados;  pero  los 
ladrones  se  lanzaron  de  súbito  al  galope 
desde  detrás  de  una  venta  solitaria,  los  co- 
gieron de  sorpresa,  porque  los  cascos  de  los 
caballos  no  hacían  ruido  en  el  suelo  areno- 
so, y  los  arrojaron  al  suelo.  Los  soldados, 
menos  dos  que  se  escaparon  por  entre  las 
peñas,  fueron  desarmados  en  el  acto  y  ata- 
dos a  los  olivos.  Allí  los  escarnecieron  y 
atormentaron  los  ladrones,  o  más  bien  ase- 
sinos, porque  a  la  media  hora  los  fusilaron; 
al  cabo  le  volaron  la  cabeza  de  un  trabuca- 
zo. Entonces  los  ladrones  quemaron  el  co- 
che, pegando  fuego  a  las  cartas  con  la  me- 
cha de  encender  los  cigarros.  Al  correo  le 
salvó  la  vida  uno  de  la  cuadrilla,  que  había 
sido  en  otro  tiempo  postillón  suyo;  pero  le 
robaron,  dejándole  desnudo.  El  infeliz,  al 
pasar  de  nuevo  por  el  lugar  de  la  carnicería, 
lloraba,  y,  aunque  español,  maldecía  a  Espa- 
ña y  a  los  españoles,  diciendo  que  pensaba 
irse  muy  pronto  a  Morería,  confesar  a  Ma- 
homa  y  seguir  la  ley  de  los  moros,  porque 
cualesquiera  país  y  religión  eran  mejores 
que  los  suyos.  Nos  indicó  el  árbol  donde 
había  muerto  el  cabo;  a  pesar  de  lo  mucho 
que  había  llovido,  el  suelo  estaba  todo  alre- 
dedor saturado  de  sangre;  un  perro  roía  un 
pedazo  del  cráneo  de  aquel  desventurado. 
Hizo  con  nosotros  todo  el  viaje  desde  Ma- 
drid a  Sevilla  un  fraile  misionero  que  iba  a 


LA    BIBLIA    EN    E  8  P  A  N  A"   .IiSg 

las  islas  Filipinas,  para  conquistar^  tales 
eran  sus  palabras,  supongo  que  quería  decir 
para  predicar  a  los  indios.  Durante  el  viaje 
entero  dio  muestras  de  un  miedo  abyecto; 
tan  impresionado  iba,  que  se  puso  a  la 
muerte  y  tuvimos  que  detenernos  dos  veces 
en  el  camino  y  tenderlo  entre  los  verdes 
trigos.  Decía  que  si  los  facciosos  le  echaban 
mano,  era  clérigo  muerto,  pues  tras  de  ha- 
cerle decir  una  misa,  le  volarían  con  pólvo- 
ra. Había  sido,  según  me  dijo,  profesor  de 
Filosofía  en  un  convento  de  Madrid,  me  pa- 
rece que  el  de  Santo  Tomás,  antes  de  que 
los  suprimieran;  pero  estaba  en  la  mayor 
ignorancia  respecto  de  las  Escrituras,  con- 
fundiéndolas con  las  obras  de  Virgilio. 

Paramos  en  Manzanares,  como  de  cos- 
tumbre; era  la  mañana  de  un  domingo,  y  la 
plaza  estaba  llena  de  gente.  Me  reconocie- 
ron al  momento,  y  veinte  pares  de  piernas 
salieron  corriendo  en  el  acto  en  busca  de  la 
profetisa,  que  no  tardó  en  presentarse  en  la 
casa  donde  habíamos  entrado  a  almorzar. 
Nos  saludamos  con  gran  efusión,  y  luego, 
en  su  latín,  fué  dándome  cuenta  de  todo  lo 
sucedido  en  el  pueblo  desde  mi  última  visi- 
ta, y  oí  las  atrocidades  cometidas  por  los 
facciosos  en  las  cercanías.  La  convidé  a  al- 
morzar y  la  presenté  al  fraile,  a  quien  se  di- 
rigió en  estos  términos:  Anne  Domine  Re- 
ver endissime  facis  adhuc  sacriñcium?  El 
fraile  no  la  entendió,  y,  encendido  en  cólera, 


igo  B  O  R  R  O  W 

la  anatematizó  por  bruja  y  la  mandó  mar- 
charse. La  ciega  no  se  desconcertó,  y  se 
puso  a  cantar  en  versos  castellanos  impro- 
visados las  alabanzas  de  los  frailes  y  de  los 
conventos.  Al  marcharnos  le  di  undi  peseta^ 
con  lo  que  rompió  en  llanto  y  me  suplicó 
que  no  dejase  de  escribir  si  llegaba  en  salvo 
a  Sevilla. 

Llegamos  a  Sevilla  sin  novedad,  y  me 
despedí  del  fraile,  diciéndole  que  esperaba 
encontrarle  de  nuevo  en  Filipinas.  Como 
pensaba  quedarme  en  Sevilla  unos  meses, 
decidí  alquilar  una  casa,  para  vivir  con  más 
independencia  y  economía  que  en  XdiposaUa. 
No  tardé  en  encontrar  una  que  por  todos 
conceptos  me  convenía.  Estaba  en  la  pla- 
zuela de  la  Pila  Seca,  barrio  apartado,  en  las 
inmediaciones  de  la  catedral,  y  a  corta  dis- 
tancia de  la  Puerta  de  Jerez.  Pocos  días  des- 
pués llegó  Antonio  con  los  caballos  y  me 
instalé  en  mi  casa. 

Una  vez  más  me  encontraba  en  la  hermo- 
sa Sevilla,  con  tiempo  y  comodidad  bastan- 
tes para  gozar  de  sus  encantos  y  de  sus  de- 
liciosos alrededores.  Por  desgracia,  al  tiem- 
po que  llegué  y  durante  la  quincena  siguien- 
te el  cielo  de  Andalucía,  tan  radiante  de  or- 
dinario, se  cubrió  de  negras  nubes  que  des- 
cargaron chaparrones  tremendos,  tales  co- 
mo muy  pocos  sevillanos  recordaban  haber- 
los visto  nunca. 

El  temporal  causó  no  pocos  daños  en  la 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        191 

campiña,  y  el  Guadalquivir,  que  durante  la 
estación  lluviosa  es  un  río  muy  rápido  e  im- 
petuoso, se  salió  de  madre  y  amenazó  con 
una  inundación.  Es  verdad  que  a  ratos  es- 
campaba, y  el  sol,  manifestándose  en  su  ta- 
bernáculo de  nubes,  animaba  todas  las  cosas 
con  sus  rayos  de  oro  e  incitaba  a  la  mari- 
posa a  salir  de  su  madeja,  y  al  lagarto,  de  la 
cavidad  del  árbol;  yo  me  aprovechaba  sin 
falta  de  esas  claras  para  dar  un  rápido 
paseo. 

¡Oh,  cuan  placentero  es,  sobre  todo  al 
venir  la  primavera,  vagar  por  las  márgenes 
del  GuadalquivirI  No  lejos  de  la  ciudad,  río 
abajo,  hay  un  parque  llamado  Las  Delicias. 
Fórmanlo  árboles  de  varias  especies,  pero 
los  álamos  y  olivos  predominan.  Largos 
senderos  umbríos  lo  atraviesan.  Ese  parque 
es  el  paseo  favorito  de  los  sevillanos;  en  él 
se  congrega  en  ocasiones  cuanta  belleza  y 
bizarría  encierra  la  ciudad.  Allí  las  ojinegras 
damas  andaluzas  se  pasean  con  el  gracioso 
prendido  de  las  mantillas  de  encaje;  allí  los 
jinetes  andaluces  galopan  en  sus  corceles 
de  sangre  mora,  de  luenga  cola  y  espesa 
crin.  Cuando  el  sol  se  pone,  el  panorama 
que  ofrece  la  ciudad,  mirada  desde  ese  si- 
tio, es  de  inefable  hermosura.  A  lo  lejos  se 
yergue  la  corpulenta  Torre  del  Oro,  em- 
pleada ahora  como  aduana,  principal  defen- 
sa de  la  ciudad  en  tiempo  de  los  moros.  Se 
alza  al  borde  del  río,  como  gigante  centine- 


192  B  o  R  R  o  W 

la,  y  es  el  primer  edificio  que  atrae  ia  mira- 
da del  viajero  cuando  remonta  el  río  hacia 
Sevilla.  En  la  otra  margen,  frente  a  la  To- 
rre, se  halla  el  hermoso  convento  de  agus  - 
tinos,  gala  del  barrio  de  Triana,  y  entre 
ambos  edificios  fluye  el  Guadalquivir,  en 
cuyas  ondas  se  mecen  las  naves  de  Catalu- 
ña y  Valencia.  Más  lejos  se  ve  el  puente  de 
barcas  que  atraviesa  el  cauce.  El  principal 
objeto  del  panorama  es,  con  todo,  la  To- 
rre del  Oro,  donde  los  rayos  del  sol  ponien- 
te parecen  concentrarse  como  en  un  foco, 
de  modo  que  semeja  fabricada  de  oro  puro, 
y  es  probable  que  a  tal  circunstancia  deba 
su  nombre.  Yerto,  yerto  debe  de  estar  el 
corazón  que  permanezca  insensible  ante  ese 
paisaje  mágico,  al  que  apenas  podría  hacer 
justicia  el  pincel  de  Claudio  mismo.  ¡Cuán- 
tas veces  he  vertido  lágrimas  de  arroba- 
miento al  contemplarlo,  y  escuchado  a  los 
mirlos  y  ruiseñores  modular  en  la  arboleda 
sus  cantos  melodiosos,  y  respirado  las  bri- 
sas cargadas  con  el  aroma  de  los  naranjales 
de  Sevilla  I 

«Kennst  du  das  Land  wo  die  Citronen  blühen?» 

El  interior  de  Sevilla  no  corresponde  en 
casi  nada  al  exterior.  Las  calles  son  angos- 
tas, mal  pavimentadas,  llenas  de  suciedad  y 
mendigos.  Las  casas,  construidas  casi  todas 
conforme  el  patrón  moro,  tienen  en  el  cen- 
tro un  patio  cuadrangular,  donde  una  fuen- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       193 

te  de  mármol  surte  de  continuo  agua  cris- 
talina. En  la  estación  del  calor,  los  patios 
se  cubren  con  un  toldo,  bajo  el  cual  pasa  la 
familia  la  mayor  parte  del  día. 

Muchas  casas,  y  sobre  todo  las  de  los  ri- 
cos, tienen  en  el  patio  arbustos,  naranjos, 
toda  clase  de  flores,  y  a  veces  una  pajarera 
pequeña,  de  suerte  que  no  es  concebible 
mayor  delicia  que  la  de  tenderse  allí  a  la 
sombra,  oyendo  el  canto  de  los  pájaros  y  el 
rumor  de  la  fuente. 

Nada  tan  interesante  para  el  viajero  que 
vaga  por  Sevilla  como  atisbar  los  patios  des- 
de la  calle,  a  través  de  las  verjas.  Muchas  ve- 
ces me  paraba  a  contemplarlos,  y  otras  tan- 
tas lamentaba  que  mi  destino  no  me  permi- 
tiera vivir  en  tal  edén  el  resto  de  mis  días. 
Ya  he  hablado  en  otra  ocasión  de  la  cate- 
dral de  Sevilla;  pero  con  brevedad  y  a  la  li- 
gera. Es  quizás  la  catedral  más  suntuosa  de 
España,  y  aunque  de  estructura  no  tan  re 
guiar  como  las  de  Toledo  y  Burgos,  es  mu- 
cho más  digna  de  admiración  considerada 
en  conjunto.  No  es  posible  recorrer  sus  lar- 
gas naves  y  alzar  la  vista  a  la  techumbre, 
sostenida  por  columnas  colosales  y  decora- 
da con  suntuosidad,  sin  sentirse  sobrecogi- 
do de  sagrado  pavor  y  de  profundo  asom- 
bro. Cierto  que  el  interior,  como  el  de  la 
generalidad  de  las  catedrales  españolas,  es 
un  poco  obscuro  y  triste;  pero  nada  pierde 
con  eso;  al  contrario,  aumenta  la  grandio- 

T.  III.  13 


194  B  O  R  R  O  W 

sidad  del  efecto.  Nuestra  Señora  de  París  es 
un  edificio  hermoso;  pero  a  quien  ha  visto 
las  catedrales  españolas,  y  en  particular  la 
de  Sevilla,  se  le  antoja  casi  mezquino  y  sin 
importancia,  y  más  parecido  a  una  casa  con- 
sistorial que  a  un  templo  del  Eterno.  La 
catedral  de  París  está  desprovista  en  abso- 
luto de  la  solemne  obscuridad  y  sombría 
pompa,  tan  intensas  en  la  de  Sevilla,  con  lo 
que  le  falta  el  requisito  más  importante  de 
un^  catedral. 

Los  cuadros  que  adornan  la  mayoría  de 
las  capillas  son  de  los  mejores  de  la  escuela 
española;  entre  ellos  destacan  muchas  de 
las  obras  maestras  de  Murillo,  hijo  de  Se- 
villa. De  todos  los  cuadros  de  este  hombre 
extraordinario,  el  que  más  impresión  me  ha 
hecho  siempre  es  uno  de  los  menos  famo- 
sos. Aludo  al  Ángel  de  la  Guarda^  cuadrito 
colocado  al  fondo  de  la  iglesia,  mirando  a 
la  nave  principal.  El  ángel,  empuñando  con 
la  diestra  una  espada  flamígera,  guía  al  niño, 
que  es,  a  juicio  mío,  la  creación  más  prodi- 
giosa de  Murillo.  La  figura  es  como  de  un 
niño  de  cinco  años,  y  la  expresión  del  ros- 
tro, completamente  infantil;  pero  su  andar 
es  el  de  un  conquistador,  el  de  un  Dios,  el 
del  Creador  del  Universo,  y  el  globo  terrenal 
parece  temblar  bajo  tanta  majesta¿*_4 

Al  culto  de  la  catedral  asisten  muchos 
fieles,  en  especial  cuando  hay  sermón.  Los 
sermones    son    improvisados;   hay   algunos 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        195 

muy  edificantes,  fieles  a  las  Escrituras.  He 
oído  muchos  con  gusto,  aunque  me  sor- 
prendía bastante  observar  que  cuando  los 
predicadores  citaban  la  Biblia,  tomaban  las 
citas,  casi  invariablemente,  de  los  libros 
apócrifos.  Ante  los  principales  altares  no 
faltan,  por  lo  general,  fieles,  en  su  mayoría 
mujeres,  animados  muchos  de  ellos  de 
ardentísima  devoción. 

Antes  de  salir  de  Madrid  me  había  forja- 
do la  ilusión  de  encontrar  pocas  dificultades 
para  la  difusión  del  Evangelio  en  Andalu- 
cía, al  menos  por  cierto  tiempo,  ya  que  el 
campo  de  operaciones  era  nuevo,  y  mi  per- 
sona y  mis  propósitos,  menos  conocidos  y 
temidos  que  en  Castilla  la  Nueva.  Pero  re- 
sultó que  el  Gobierno  de  Madrid  había  cum- 
plido su  amenaza  y  enviado  por  toda  Espa- 
ña la  orden  de  secuestrar  los  libros  donde- 
quiera que  se  hallasen.  Los  Testamentos  lle- 
gados de  Madrid  embargáronlos  en  la  adua- 
na, adonde  se  llevan  todas  las  mercancías, 
aunque  procedan  del  interior,  para  la  exac- 
ción de  un  impuesto.  Gracias  a  los  manejos 
de  Antonio  recuperé  una  de  las  cajas,  mien- 
tras la  otra  fué  enviada  a  Sanlúcar,  para 
expedirla  fuera  del  reino  tan  pronto  como 
se  me  presentara  oportunidad  de  hacerlo. 

No  me  dejé  desanimar  por  este  ligero 
contretemps^  aunque  sentí  de  corazón  la  pér- 
dida de  los  libros  embargados,  pues  ya  no 
podría  repartirlos  por  aquella  región,  donde 


ig6  B  O  R  R  O  W 

hacían  tanta  falla;  pero  me  consolé  pensan- 
do que  aun  me  quedaban  unos  cientos  de 
ejemplares,  cuya  distribución  podía  dar, 
placiendo  a  Dios,  muy  santos  frutos. 

Tardé  algún  tiempo  en  empezar  los  traba- 
jos, porque  me  hallaba  en  terreno  descono- 
cido y  no  sabía  qué  camino  tomar.  No  con- 
taba con  más  ayuda  que  la  del  pobre  An- 
tonio, tan  ignorante  del  lugar  como  yo.  La 
Providencia,  empero,  no  tardó  en  enviarme 
un  colaborador,  en  forma  bastante  singu- 
lar. Estaba  yo  en  el  patio  de  la  Posada  de 
la  Reina,  adonde  solía  ir  a  comer  algunas 
veces,  cuando  entró  un  hombre  de  talla  gi- 
gantesca, vestido  de  un  modo  extraño.  Ex- 
citada mi  curiosidad,  pregunté  al  posadero 
quién  era  el  desconocido.  Díjome  que  un 
extranjero,  griego  a  su  parecer,  que  había 
vivido  mucho  tiempo  en  Sevilla.  Oído  esto, 
me  fui  a  él  y  le  abordé  en  griego,  pues  aun- 
que lo  hablo  muy  mal,  puedo  darme  a  en- 
tender en  ese  idioma.  Me  contestó  en  la 
misma  lengua,  y  halagado  por  el  interés  que 
un  extranjero  como  yo  demostraba  por  su 
nación,  no  tardó  en  contarme  su  propia  his- 
toria. Llamábase,  según  me  dijo,  Dionysius, 
natural  de  Cefalonia;  educado  para  hacerse 
de  iglesia,  abandonó  esa  carrera,  mal  aveni- 
da con  su  temperamento,  para  seguir  la  pro- 
fesión de  navegante,  por  la  que  había  senti- 
do temprana  inclinación.  Tras  muchas  aven- 
turas y  alternativas  de  la  fortuna,  naufragó 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA         197 

en  las  costas  de  España,  y  avergonzándose 
de  volver  pobre  a  su  país,  se  quedó  en  la 
Península,  y  residió  principalmente  en  Se- 
villa, donde  ahora  sostenía  un  modesto  co- 
mercio de  libros.  Era  de  la  religión  griega, 
y  muy  apegado  a  ella;  y  en  descubriendo 
luego  que  yo  era  protestante,  manifestó  su 
aborrecimiento  sin  límites  por  el  sistema 
papista,  y  aun  por  sus  secuaces  en  general, 
a  quienes  llamaba  latinos,  achacándoles  la 
ruina  de  Grecia,  vendida  por  ellos  al  Turco. 

En  el  acto  se  me  ocurrió  que  aquel  indi- 
viduo podía  prestarme  excelente  ayuda  en 
la  obra  que  me  había  llevado  a  Sevilla,  o  sea 
la  propagación  del  Evangelio  eterno;  por 
tanto,  tras  algo  más  de  conversación,  en  la 
que  mostró  una  instrucción  muy  sólida,  me 
franqueé  con  él.  Adoptó  mis  planes  con 
mucho  calor,  y  en  adelante  no  tuve  motivo 
para  lamentar  mi  confianza,  pues  el  griego 
repartió  gran  copia  de  Nuevos  Testamentos, 
y  aun  acertó  a  enviar  cierto  número  de 
ejemplares  a  dos  ciudades  pequeñas  a  al- 
guna distancia  de  Sevilla. 

También  me  ayudó  en  la  propagación  del 
Evangelio  un  profesor  de  música,  ya  viejo, 
muy  etiquetero  y  estirado,  pero  con  exce- 
lentes cualidades.  Este  venerable  individuo 
me  trajo,  no  más  que  a  los  tres  días  de  co- 
nocernos, el  precio  de  seis  Testamentos  y 
de  un  Evangelio  en  gitano,  vendidos  por  él 
soportando  el  candente  sol  andaluz.  ¿Qué 


igS  B  O  R  R  O  W 

motivo  le  impulsaba?  Uno  muy  cristiano. 
Decía  que  sus  infortunados  compatriotas, 
entregados  a  la  sazón  a  la  matanza  y  al  sa- 
queo recíprocos,  se  corregirían  probable- 
mente leyendo  el  Evangelio,  sin  que  en  nin- 
gún caso  pudiera  seguírseles  de  su  lectura 
daño  alguno.  Añadía  que  si  muchos  hom- 
bres han  reformado  su  vida  merced  a  las 
Escrituras,  nadie  se  ha  vuelto  todavía  la- 
drón o  asesino  por  leerlas. 

Pero  mi  agente  más  extraordinario  fué 
uno  que  en  ocasiones  empleé  para  repartir 
el  Evangelio  entre  las  clases  bajas.  Si  llego 
a  tener  mayor  cantidad  de  libros  a  mi  dis- 
posición, hubiera  podido  sacar  gran  partido 
de  los  servicios  de  aquel  individuo;  pero 
como  el  repuesto  disminuía  con  rapidez  y 
no  tenía  esperanzas  de  renovarlo,  me  mos- 
traba casi  avaro  de  los  pocos  libros  que  me 
quedaban.  El  agente  era  un  albañil  griego, 
llamado  Juan  Crisóstomo,  que  me  presentó 
Dionisio.  Nacido  en  Morea,  llevaba  más  de 
veinticinco  años  en  España,  de  suerte  que 
había  casi  olvidado  su  lengua  natal.  Con 
todo,  tenía  tal  apego  a  su  patria,  que  cuanto 
no  fuese  griego  le  parecía  malo  y  en  extre- 
mo bárbaro.  Carecía  de  toda  instrucción; 
pero  su  fuerza  de  carácter  y  cierta  ruda  elo- 
cuencia que  poseía  le  granjearon  tan  gran 
ascendiente  en  el  ánimo  de  las  clases  traba- 
jadoras de  Sevilla,  que  aceptaban  casi  todo 
lo  que  les  decía,  no  obstante  chocar  a  cada 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         199 

paso  con  sus  prejuicios.  De  tal  modo,  que, 
a  pesar  de  su  condición  de  extranjero,  hu- 
biera podido  ser  en  cualquier  momento  el 
Masaniello  de  Sevilla.  No  he  conocido  cria- 
tura más  honrada,  y  pronto  comprendí  que, 
empleándolo  a  mi  servicio,  no  obstante  sus 
rarezas,  podía  tener  plena  seguridad  de  que 
sus  actos  no  desdecirían  del  libro  que 
vendía. 

Continuamente  estaban  pidiéndome  Bi- 
blias, que  no  podíamos  servir.  Los  Testa- 
mentos gozaban,  en  comparación,  de  poca 
estima.  Por  este  tiempo  descubrí  un  hecho 
que  me  hubiera  sido  muy  útil  conocer  tres 
años  antes;  pero  viviendo  se  aprende.  Me 
refiero  a  la  inconveniencia  de  imprimir  Tes- 
tamentos, y  sólo  Testamentos,  para  los  paí- 
ses católicos.  La  razón  es  clara:  el  católico, 
sin  hábito  de  leer  la  Escritura,  encuentra 
mil  cosas  ininteligibles  en  el  Nuevo  Testa- 
mento, cuyo  fundamento  es  el  Antiguo.  «La 
Escritura  da  testimonio  de  mí»,  podría  de- 
cirse con  razón  en  este  punto.  Se  me  dirá 
que  en  Inglaterra  hay  gran  demanda  de 
Nuevos  Testamentos,  impresos  por  separa- 
do, y  prestan  infinita  utilidad;  pero  Inglate- 
rra, gracias  sean  dadas  al  Señor,  no  es  un 
país  papista;  y  de  que  un  labrador  inglés 
pueda  leer  el  Testamento  con  buen  fi'uto 
no  se  sigue  que  los  campesinos  españoles 
e  italianos  gocen  de  igual  ventaja,  porque 
encontrarán  muchas  cosas  obscuras,  que  no 


200  B  O  R  R  O  W 

lo  son  para  aquél,  versado  en  la  historia  bí- 
blica desde  la  niñez.  Confieso,  no  obstante, 
que  en  mi  campaña  del  verano  anterior  no 
hubiera  podido  hacer  con  la  Biblia  lo  que  la 
Providencia  me  permitió  realizar  con  los 
Testamentos,  porque  la  primera  es  dema- 
siado voluminosa  para  andar  con  ella  por  el 
campo. 


CAPÍTULO  XLIX 


La  casa  solitaria. — La  Dehesa. — Juan  Crisóstomo. 
Manuel. — La  librería  en  Sevilla. — Dionisio  y  los 
curas. — Atenas  y  Roma.  —  Proselitismo. —  Em- 
bargo de  Testamentos. — Salida  de  Sevilla. 


COMO  ya  he  dicho,  alquilé  en  Sevilla  una 
casa  vacía,  con  el  propósito  de  vivir  en 
ella  algunos  meses.  Ocupaba  todo  un  lado  de 
una  plazuela  solitaria.  Distribuida  al  modo 
andaluz,  tan  agradable,  tenía  un  patio  pavi- 
mentado con  pequeñas  losas  de  mármol  azu- 
les y  blancas.  En  el  centro  del  patio  había 
una  fuente  muy  abundante  en  linfa  cristali- 
na, y  al  caer  desde  una  delgada  columna  al 
estanque  octogonal,  el  agua  hacía  un  rumor 
que  se  oía  desde  todas  las  habitaciones.  La 
casa  era  vasta  y  espaciosa,  de  dos  pisos,  con 
piezas  suficientes,  por  lo  menos,  para  diez 
veces  el  número  de  personas  que  en  ella 
morábamos.  De  ordinario  pasaba  el  día  en 
las  habitaciones  bajas,  por  ser  muy  frescas. 
En  una  de  ellas  había  una  enorme  pila  de 
piedra,   siempre  rebosante  de  agua   de  la 


202  B  O  R  R  O  W 

fuente,  en  la  que  me  sumergía  todas  las  ma- 
ñanas. Tal  fué  la  vivienda  a  que  me  retiré 
con  Antonio  y  los  caballos,  luego  de  pro- 
veerme de  unos  pocos  utensilios  caseros  in- 
dispensables. 

Suerte  mía  fué  poseer  aquellos  cuadrúpe- 
dos, ya  que  así  tuve  modo  de  gozar  en  gran- 
dísima medida  las  bellezas  de  la  campiña 
circundante.  Pocas  cosas  hay  en  la  vida  más 
deliciosas  que  un  paseo  a  caballo,  en  prima- 
vera o  verano,  por  los  alrededores  de  Sevi- 
lla. Mi  excursión  favorita  eia  en  dirección 
de  Jerez,  por  la  vasta  Dehesa^  como  la  lla- 
man, que  se  extiende  desde  Sevilla  hasta  las 
puertas  de  aquella  ciudad,  casi  a  cincuenta 
millas  de  distancia,  sin  un  pueblo  apenas 
entremedias.  El  terreno  es  desigual  y  que- 
brado, en  su  mayor  parte  cubierto  de  mato- 
rrales de  ia  especie  que  llaman  carrasco^  en- 
tre los  que  corre  un  camino  de  herradura, 
no  fácil  de  discernir,  trazado  principalmente 
por  los  arrieros^  con  sus  largas  recuas  de 
muías  y  borricos.  Allí,  el  aire  embalsamado 
de  la  hermosa  Andalucía  se  respira  en  toda 
su  pureza.  Las  flores  y  hierbas  aromáticas 
que  crecen  en  abundancia,  difunden  en  tor- 
no sus  perfumes.  Allí  la  tristeza  y  la  pesa- 
dumbre huyen  del  pecho  como  por  magia, 
en  tanto  que  los  ojos  se  extasían  ante  el  pa- 
norama, iluminado  por  un  sol  esplendoroso, 
sin  igual,  en  cuya  luz  flotan  las  mariposas, 
pintadas  de  alegres  colores,  y  las  salaman- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


203 


quesos  y  venles  y  áureas,  despatarradas  en  el 
suelo,  gozan  del  voluptuoso  calor,  o  se  lan- 
zan a  veces  de  un  salto  velocísimo,  con  sus- 
to del  viajero,  a  la  madriguera  más  próxima, 
y  allí  se  le  quedan  mirando  con  sus  ojillos 
agudos  y  brillantes.  Es  imposible,  repito, 
estar  triste  en  tierras  tales,  y  con  razón  los 
antiguos  griegos  y  romanos  colocaron  aquí 
sus  Campos  Elíseos.  Son  bellísimas,  aun  en 
su  desolación  actual,  porque  la  mano  del 
hombre  no  las  cultiva  desde  el  día  funesto 
en  que  la  expulsión  de  los  moros  privó  a 
Andalucía  de  los  dos  tercios,  cuando  menos, 
de  su  población. 

Todas  las  tardes  salía  a  caballo  por  la 
Dehesa,  hasta  perder  de  vista  las  torres  más 
altas  de  Sevilla.  Entonces  volvía,  y,  apretán- 
dole las  rodillas  a  Sidi  Habismilk^  mi  caba- 
llo árabe,  tomaba  el  veloz  animal,  que  jamás 
necesitó  látigo  ni  espuela,  el  camino  de  Se- 
villa con  la  rapidez  de  un  torbellino,  devo- 
rando la  distancia  en  una  carrera  loca;  de- 
jada atrás  la  Dehesa,  se  precipitaba  poi  el 
paseo  de  las  Delicias,  sombreado  de  olmos, 
y  a  poco  el  estruendo  de  sus  cascos  resona- 
ba bajo  la  bóveda  del  arco  de  la  Puerta  de 
Jerez;  un  momento  después,  quedábase  in- 
móvil ccmo  una  piedra  ante  la  puerta  de  mi 
casa  solitaria,  en  la  silenciosa  plazuela  de  la 
Pila  Seca. 

Son  las  ocho  de  la  noche,  y,  de  vuelta  de 
la  Dehesa,  estoy  en  la  sotea  tomando  el  fres- 


204  B  o  R  R  o  W 

co.  Juan  Crisóstomo  acaba  de  llegar  del  tra- 
bajo. No  le  he  hablado;  pero  oigo  cómo, 
abajo  en  el  patio,  cuenta  a  Antonio  los  pro- 
gresos que  ha  hecho  en  los  dos  últimos  días. 
Habla  un  griego  bárbaro,  mechado  con 
abundantes  vocablos  españoles;  colijo  de  sus 
palabias  que  ya  ha  vendido  doce  Testamen- 
tos entre  sus  compañeros  de  trabajo.  Oigo 
caer  al  suelo  unas  monedas  de  cobre,  y  An- 
tonio, que  no  tiene  temple  de  verdadero 
cristiano,  le  reprocha  que  no  haya  traído  en 
plata  el  producto  de  la  venta.  Juan  Crisós- 
tomo pide  luego  quince  ejemplares  más, 
porque  la  demanda  aumenta,  según  dice,  y 
podrá  sin  dificultad  venderlos  en  todo  el  día 
siguiente,  mientras  atiende  a  sus  ocupacio- 
nes. Antonio  va  en  busca  de  los  libros,  y 
Juan  se  queda  solo  junto  a  la  fuente  de  már- 
mol, cantando  una  canción  extraña,  tal  vez 
un  himno  de  su  amada  iglesia  griega.  He  ahí 
uno  de  los  ayudantes  que  el  Señor  me  ha 
dado  en  mis  trabajos  evangélicos  a  orillas 
del  Guadalquivir. 

Todo  el  tiempo  que  pasé  en  Sevilla  viví 
muy  retirado,  gastando  la  mayor  parte  del 
día  en  estudiar,  o  en  ese  semisoñoliento  es- 
tado de  inactividad,  resultado  natural  de  los 
climas  calurosos.  El  carácter  de  la  gente  en- 
tre quien  me  hallaba  no  me  inducía  a  bus- 
car su  sociedad.  Los  andaluces  de  la  clase 
alta  son  probablemente,  en  términos  genera- 
les, los  seres  más  necios  y  vanos  de  la  espe- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        205 

cié  humana,  sin  otros  guslos  que  los  goces 
sensuales,  la  ostentación  en  el  vestir  y  las 
conversaciones  obscenas.  Su  insolencia  sólo 
tiene  igual  en  su  bajeza,  y  su  prodigalidad,  en 
su  avaricia.  Las  clases  bajas  son  un  poquito 
mejores  que  las  de  posición  elevada;  verdad 
es  que  no  puede  alabarse  el  nivel  de  su  mo- 
ralidad: son  engañosos,  camorristas  y  ven- 
gativos; pero  son  en  general  más  corteses  y, 
con  toda  seguridad,  no  más  ignorantes. 

A  los  andaluces,  en  general,  los  tienen  en 
muy  baja  estimación  los  demás  españoles,  y 
aun  los  de  mejor  posición  tropiezan  con  di- 
ficultades para  ser  admitidos  en  las  tertulias 
respetables  de  Madrid,  donde  si  logran  en- 
trar, son  invariablemente  ridiculizados  por 
los  gestos  y  ademanes  absurdos  en  que  se 
complacen,  por  su  inclinación  a  la  jactancia, 
sus  exageraciones,  su  curioso  acento  y  la 
manera  incorrecta  de  pronunciar  el  caste- 
llano. 

En  una  palabra:  los  andaluces,  en  todas 
las  cualidades  del  carácter,  se  hallan  tan  por 
debajo  de  los  otros  españoles,  como  el  país 
que  aquéllos  habitan  es  superior  en  belleza 
y  fertilidad  a  las  demás  provincias  de  Es- 
paña. 

Pero  no  vaya  a  creerse  ni  por  un  momen- 
to que  mi  intención  es  negar  que  entre  los 
andaluces  haya  individuos  estimables  y  ex- 
celentes: uno  descubrí  yo  a  quien  sin  vaci- 
lar proclamo  como  el  carácter  más  extraor- 


206  B  o  R  R  o  W 

dinario  que  he  conocido;  pero  no  era  un 
retoño  de  una  familia  noble,  ni  «portador 
de  suaves  vestidos»,  ni  personaje  lustroso  y 
perfumado,  ni  uno  de  los  románticos  que 
vagaban  por  las  calles  de  Sevilla  adoptando 
actitudes  lánguidas,  con  largas  melenas  ne- 
gras que,  en  rizos  exuberantes,  les  llegaban 
hasta  los  hombros,  sino  uno  de  aquellos  a 
quienes  los  orgullosos  y  duros  de  corazón 
llaman  la  hez  del  populacho;  un  hombre 
miserable,  sin  casa,  sin  dinero,  harapien- 
to, destrozado.  Aludo  a  Manuel,  a  quien  no 
sé  por  qué  oficio  nombrar:  si  vendedor  de 
billetes  de  lotería,  o  auriga  del  carro  de  los 
muertos,  o  poeta  laureado  en  poesía  gitana. 
Maravilla  será  que  aun  estés  vivo,  amigo 
Manuel;  tú,  de  condición  natural  tan  noble, 
honrado,  de  corazón  puro,  humilde,  pero 
digno,  ;vagas  todavía  por  los  patios  de  la 
bella  Safacoro  ^,  o  por  la  margen  del  Len 
Baro  2,  con  la  mirada  perdida  en  el  espa- 
cio y  esforzándote  por  recordar  alguna  co- 
pla de  Luis  Lobo  medio  olvidada?  ^O  des- 
cansas ya,  fuera  de  la  Puerta  de  Jerez^  en 
el  Camposanto^  adonde  en  tiempo  de  epide- 
mia acostumbrabas  llevar  a  tantos,  así  gi- 
tanos como  gentiles,  en  tu  carro  de  tinti- 
neante campanilla?  Muchas  veces  en  las 
reunions  de  los  sabios  y  escritores  de  este 


*  Nombre  gitano  de  Sevilla. 

*  ídem  id.  del  Guadalquivir. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        207 

país  de  tantas  letras,  harto  de  sus  alardes  de 
pedantería  y  egotismo,  he  recordado  gusto- 
so nuestros  recitados  de  poesías  gitanas  en  la 
casona  de  Pila  Seca.  Muchas  veces,  asquea- 
do ante  las  ostentosas  profesiones  de  fe  de 
los  que  pasean  la  cruz  en  doradas  carrozas, 
te  he  recordado  a  ti  y  tu  fe  tranquila,  sin 
pretensiones;  tu  paciencia  en  la  miseria,  tu 
fortaleza  en  la  adversidad.  Y  cuántas  veces, 
al  meditar  en  la  muerte,  que  con  rapidez  se 
aproxima,  he  deseado  poder  reunirme  con- 
tigo otra  vez,  y  que  tus  manos  ayuden  a  lle- 
varme al  campo  de  los  muertos,  allá  en  la 
soleada  planicie,  ¡oh  Manuell 

Mi  visitante  más  asiduo  era  Dionisio,  que 
por  raro  caso  dejaba  de  ir  a  verme  alguna 
tarde:  el  pobre  hombre  iba  en  busca  de  sim- 
patía y  conversación.  Es  difícil  concebir  si- 
tuación más  desamparada  y  aislada  que  la 
de  aquel  griego  en  Sevilla,  sin  un  amigo 
apenas,  pendiente,  para  subsistir,  de  la  mí- 
sera pitanza  que  podía  producirle  la  venta 
de  unos  pocos  libros,  ofrecidos  en  su  mayo- 
ría de  puerta  en  puerta. 

— ^Qué  pudo  inducirle  a  usted  en  un  prin- 
cipio a  dedicarse  a  vender  libros  en  Sevilla? 
— le  pregunté  cuando,  cierta  tarde  calurosa, 
llegó,  sofocado  y  cansado,  con  un  paquete 
de  libros  atado  con  una  correa. 

Dionisio. — A  falta  de  empleo  mejor,  Ky- 
rie,  adopté  este  oficio,  que  está  muy  despre- 
ciado y  no  da  para  vivir.  Cuántas  veces  he 


2o8  B  o  R  R  o  W 

lamentado  que  no  me  enseñasen  a  zapatero, 
o  no  haber  aprendido,  de  mozo,  cualquier 
oficio  manual  útil;  ahora  lo  hubiese  seguido 
muy  contento.  Eso  me  hubiera  procurado, 
al  menos,  el  respeto  de  mis  semejantes,  pues 
me  necesitarían;  mientras  que  ahora  todos 
me  huyen  y  me  miran  con  desprecio.  Vendo 
una  mercancía  que  aquí  no  le  importa  a  na- 
die. ¡Libros  en  Sevilla,  donde  nadie  lee, 
como  no  sean  novelas  nuevas,  traducidas 
del  francés,  y  obscenidadesl  ¡Libros!  ¡Ojalá 
fuese  gitano,  que  entonces,  vendiendo  bu- 
rros, sería  al  menos  independiente  y  más 
respetado  que  ahoral 

Yo. — ^En  qué  género  de  libros  comercia 
usted  principalmente? 

Dionisio. — En  el  menos  adecuado  al  mer- 
cado de  Sevilla,  Kyrie:  en  libros  de  valor 
substancial,  fundamentales;  muchos  en  grie- 
go viejo,  adquiridos  por  mí  al  disolverse  los 
conventos,  cuando  los  fondos  de  sus  biblio- 
tecas, arrojados  a  los  patios^  se  vendían  a 
tanto  la  arroba.  Al  principio  creí  hacer  for- 
tuna, y,  en  realidad,  con  esos  libros  la  hu 
biera  hecho  en  cualquier  otra  parte;  pero 
aquí  he  llegado  a  ofrecer  por  medio  duro  un 
Elzevir,  en  vano.  Si  no  fuera  por  los  foras- 
teros, que  me  compran  algo,  me  moriría  de 
hambre. 


LA     BIBLIA    EN    ESPAÑA        209 

Yo. — Pero  en  Sevilla  hay  una  gran  cate- 
dral con  muchos  curas  y  canónigos;  de  se- 
guro irán  a  verle  a  usted  algunos  para  com- 
prar obras  clásicas  y  libros  de  literatura 
eclesiástica. 

Dionisio. — Si  cree  usted  eso,  Kyrie^  cono- 
ce usted  mal  a  los  eclesiásticos  de  Sevilla. 
Yo  trato  a  muchos  y  puedo  asegurarle  que 
es  difícil  encontrar  una  caterva  de  gentes 
con  más  declarada  aversión  a  los  trabajos  in- 
telectuales de  toda  especie.  No  leen  más  que 
periódicos,  y  los  toman  sólo  por  la  esperan- 
za de  saber  que  su  amigo  don  Carlos  está  ya 
reinstalado  en  Madrid;  pero  prefieren  el  cho- 
colate y  los  bizcochos  y  dormir  la  siesta 
antes  de  comer  a  toda  la  filosofía  de  Platón 
y  a  la  elocuencia  de  Tulio.  Algunas  veces 
van  a  mi  casa,  pero  sólo  para  matar  una  hora 
de  aburrimiento  charlando  de  cosas  sin  sus- 
tancia. Una  vez  fueron  a  verme  tres  de  ellos 
con  la  esperanza  de  convertirme  a  la  supers- 
tición latina.  <íSignor  Donatio  (así  me  llama- 
ban), ^cómo  usted,  persona  tan  libre  de  pre- 
juicios, y  con  ciertas  pretensiones  de  saber, 
sigue  aferrado  a  una  religión  tan  absurda? 
Tras  de  residir  tantos  años  en  una  tierra  ci- 
vilizada, como  esta  de  España,  harto  tiempo 
es  ya  de  que  abandone  usted  su  culto  medio 
pagano  e  ingrese  en  el  seno  de  la  Iglesia. 
Siga  nuestro  consejo  y  no  le  irá  mal.»  «Gra- 
cias, señores — repliqué — ,  por  el  interés  que 
mi  felicidad  les  inspira;  yo  no  me  niego  a 

T.  III.  14 


210  B  O  R  R  O  W 

razones:  discutamos  el  asunto.  ^Cuáles  son 
los  puntos  de  mi  religión  que  a  ustedes  les 
parecen  mal?  Porque  claro  es  que  ustedes 
conocerán  perfectamente  nuestros  dogmas  y 
ceremonias.»  «Nada  sabemos  de  su  religión 
de  usted,  signor  Donatio^  salvo  que  es  muy 
absurda,  y,  por  tanto,  está  usted  obligado, 
ya  que  es  hombre  bien  instruido  y  sin  pre- 
juicios, a  renunciar  a  ella.»  «Pero,  señores, 
si  no  conocen  ustedes  mi  religión,  ^icómo  la 
llaman  absurda?  No  es  propio  de  personas 
imparciales  despreciar  lo  que  se  desconoce.» 
«Pero,  signor  Donatio^  la  religión  de  usted 
no  es  la  Católica,  Apostólica,  Romana,  ^ver- 
dad?» «Podría  serlo,  señores,  juzgando  por 
lo  que  ustedes  saben  de  ella;  para  que  se  en- 
teren, les  diré  que  no;  mi  religión  es  la 
Apostólica  Griega.  No  la  llamo  católica  por 
ser  absurdo  llamar  católico  a  lo  que  no  está 
admitido  universalmente.»  <(.V ero ^  signor  Do- 
natio^  ello  mismo  lo  dice:  ^jqué  va  a  entender 
de  religión  una  cuadrilla  de  griegos  bárbaros 
e  ignorantes?  Si  niegan  la  autoridad  de  Roma, 
^dónde  van  a  buscar  ideas  religiosas  razona- 
bles? ^De  dónde  les  va  a  venir  el  Evangelio?» 
«^El  Evangelio?  Señores,  permítanme  que 
les  enseñe  un  libro:  aquí  está.  ^Qué  opinan 
ustedes?»  a  Sig?ior  Donati^ ¿qué  significa  esto? 
¿Qué  son  esos  diabólicos  caracteres?  ¿Son 
moriscos?  ¿Quién  es  capaz  de  entenderlos?» 
«Supongo  que  siendo  ustedes  sacerdotes  de 
la  Iglesia  romana  sabrán  algo  de  latín;  pues 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA       211 

si  examinan  la  portada  del  libro  leerán  en  la 
lengua  de  su  Iglesia:  Evangelio  de  Nuestro 
Señor  y  Salvador  Jesucristo,  en  su  original 
griego»,  del  cual  la  Vulgata  es  una  mera  tra- 
ducción, y  no  muy  correcta  por  cierto.  Res- 
pecto a  la  barbarie  de  Grecia,  ignoran  uste- 
des, al  parecer,  que  hubo  una  ciudad,  llamada 
Atenas,  famosísima,  siglos  antes  de  que  a  la 
primera  choza  de  Roma  le  pusieran  su  techo 
de  bálago  y  de  que  los  vagabundos  que  pri- 
mero la  poblaron  se  hubieran  escapado  de 
manos  de  la  justicia.»  «Signor  Donatio^  es 
usted  un  hereje  ignorante  y,  además,  un  in- 
solente. ¡Qué  desatinos  son  esosl...»  Pero  no 
quiero  cansarle  los  oídos,  Kyrie^  con  los  ab- 
surdos que  los  pobres  papas  ^  latinos  me 
dispararon;  su  estribillo  era:  ¡qué  disparates 
son.  esos!,  muy  aplicable,  por  cierto,  a  lo 
que  ellos  decían.  Viendo  que  no  podían 
conmigo  en  la  controversia  religiosa,  deni- 
graron a  mi  país  con  rabia:  «España  es  me- 
jor país  que  Grecia» — dijo  uno.  «Antes  de 
venir  a  España  no  había  usted  probado  el 
pan» — exclamó  otro.,  «Y  bien  poco  desde 
entonces» — pensaba  yo.  «Nunca  había  us- 
ted visto  una  ciudad  como  Sevilla»  —  añadió 
el  tercero.  Pero  entonces  comenzó  lo  más 
divertido  de  la  comedia;  mis  visitantes  eran 
naturales  de  tres  puntos  diferentes:  uno  era 
de  Sevilla,  otro  de  Utrera,  y  el  tercero  de 

í    En  griego,  sacerdotes. 


212  B  O  R  R  O  W 

Miguelturra,  pueblo  miserable  de  la  Mancha. 
Al  oír  mentar  a  Sevilla,  empezaron  los  otros 
dos  a  cantar  las  alabanzas  de  sus  cunas  res- 
pectivas; surgieron  las  comparaciones,  y  el 
resultado  fué  una  disputa  violenta.  Rociá- 
ronse de  ultrajes;  mientras,  yo  me  mantuve 
apartado,  encogiéndome  de  hombros,  y  de- 
cía tipotas  1.  Al  fin,  cuando  se  marchaban, 
dije:  «¿Quién  hubiese  creído,  señores,  que  la 
polémica  de  las  iglesias  latina  y  griega  esta- 
ba tan  estrechamente  relacionada  con  los 
méritos  comparativos  de  Sevilla,  Utrera  y 
Miguelturra?» 

Yo. — ¿Hay  aquí  gran  espíritu  de  proseli- 
tismo?  ¿Qué  clase  de  gente  se  convierte? 

Dionisio. — Le  diré  a  usted,  Kyrie:  la  ge- 
neralidad de  los  conversos  se  compone  de 
protestantes  alemanes  o  ingleses,  aventure- 
ros, que  vienen  a  establecerse  aquí,  y  al  cabo 
del  tiempo  se  casan  con  españolas,  para  lo 
cual  es  necesario  el  previo  ingreso  en  la 
Iglesia  latina.  Unos  pocos  son  judíos  vaga- 
bundos de  Gibraltar  o  de  Tánger,  delincuen- 
tes huidos  a  España,  y  que  renuncian  a  su 
fe  para  no  morir  de  inanición.  Pero  a  tan 
ilustre  gente  hay  que  pagarla,  y  los  curas  Sc 
encargan  de  h\x^Q-^x\^^  padrinos^  generalmen- 
te entre  las  devotas  ricas  sometidas  a  su  in- 
fluencia, que  tienen  a  gloria  y  por  acto  me- 
ritorio cooperar  en  la  reconquista  de  almas 

»     Nada. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       213 

perdidas  para  la  Iglesia.  El  neófito  se  deja 
convencer  mediante  la  promesa  de  una  pe- 
seta diaria,  que  los  padrinos  pagan  de  ordi- 
nario durante  el  primer  año;  pero  rara  vez 
más  tiempo.  Hace  unos  cuarenta  años,  sin 
embargo,  lograron  una  conversión  más  no- 
table. En  Marruecos  se  encendió  una  guerra 
civil  por  las  opuestas  pretensiones  de  dos 
hermanos  al  Trono.  Vencido  uno  de  ellos, 
huyó  a  España,  implorando  la  protección  de 
Carlos  IV.  Pronto  le  dedicaron  los  curas 
atención  especial,  que  no  anduvieron  tardos 
en  convertirle,  y  consiguieron  que  el  rey  le 
señalase  una  pensión  de  un  duro  diario.  De 
allí  a  pocos  años  murió  en  Sevilla  hecho  un 
vago,  despreciado  de  todos.  Dejó  un  hijo, 
hoy  notario,  muy  devoto  exteriormente. 
Pero  es  el  hipócrita  y  picarón  más  grande 
que  existe.  Quisiera  que  le  viera  usted  la 
cara,  Kyrie:  es  la  de  Judas  Iscariote.  Tal  se- 
ría también,  creo  yo,  la  opinión  de  usted, 
que  es  fisonomista.  Vive  en  la  puerta  inme- 
diata a  la  mía,  y  a  pesar  de  su  religiosidad 
ostentosa,  le  dejan  vivir  en  la  mayor  po- 
breza. 

Y  nada  más  por  ahora  acerca  de  Dionisio. 

A  mediados  de  julio,  nuestros  trabajos  en 
Sevilla  llegaron  a  término  por  la  muy  eficaz 
razón  de  que  ya  no  tenía  más  Testamentos 
que  vender;  desde  mi  llegada  se  habían 
puesto  en  circulación  algo  más  de  dos- 
cientos. 


214  B  o  R  R  o  W 

Unos  diez  días  antes  de  esa  fecha  me  visita- 
ron varios  ¿^^^/tza/^acompañados  de  una  espe- 
cie de  alcalde  de  barrio,  y  se  apoderaron  de 
unos  pocos  Testamentos  y  Evangelios  en  gi- 
tano que  por  casualidad  encontraron  espar- 
cidos por  el  suelo.  La  visita  no  me  desagra- 
dó, ni  mucho  menos,  porque  era  prueba 
satisfactoria  del  efecto  de  nuestros  trabajos 
en  Sevilla. 

No  puedo  por  menos  de  referir  aquí  un 
sucedido:  Uno  o  dos  días  después  del  se- 
cuestro fui  a  casa  del  alcalde  de  barrio  con 
motivo  de  mi  pasaporte,  y  le  encontré  echa- 
do en  la  cama,  por  ser  la  hora  de  siesta^  le- 
yendo con  atención  uno  de  los  Testamentos 
que  se  llevó  de  mi  casa,  todos  los  cuales,  si 
hubiera  obedecido  las  órdenes  que  tenía, 
debió  haber  depositado  en  el  Gobierno  civil. 
Tan  absorto  estaba  en  la  lectura,  que  al 
pronto  no  se  dio  cuenta  de  mi  llegada;  cuan- 
do la  advirtió,  saltó  de  la  cama  muy  confuso 
y  guardó  el  libro  en  su  bufete;  yo,  sonrien- 
do, le  dije  que  se  tranquilizara,  pues  me  ale- 
graba verle  ocupado  en  cosa  de  tan  gran 
provecho.  Ya  más  sereno,  manifestó  que 
había  leído  casi  todo  el  libro,  sin  hallar  nada 
malo  en  él;  por  el  contrario,  todo  le  parecía 
digno  de  loa.  Añadió  que  los  curas  debían 
de  estar  endemoniados  para  perseguirlo  con 
tal  saña. 

Hicieron  el  embargo  en  domingo,  y  me 
encontraron  leyendo  la  liturgia.  Uno  de  los 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        215 

alguacils  hizo  notar  al  marcharse  el  diferen- 
te modo  que  protestantes  y  católicos  tenían 
de  guardar  las  fiestas:  los  primeros,  en  sus 
casas  leyendo  buenos  libros;  los  segundos, 
en  los  toros,  mirando  cómo  las  fieras  arran- 
can las  entrañas  ensangrentadas  a  los  pobres 
caballos.  La  plaza  de  toros  de  Sevilla  es  la 
más  hermosa  de  España,  y  todos  los  domin- 
gos (único  día  en  que  se  abre)  se  llena  inva- 
riablemente de  una  multitud  entusiasta. 

Comencé  ya  los  preparativos  para  ausen- 
tarme de  Sevilla  por  unos  meses  con  destino 
a  la  costa  de  Berbería.  Antonio,  que  no  qui- 
so salir  de  España,  donde  estaban  su  mujer 
y  sus  hijos,  se  volvió  a  Madrid  muy  con- 
tento con  una  buena  gratificación  que  le  di. 
Como  me  proponía  volver  aún  a  Sevilla,  dejé 
la -casa  y  los  caballos  al  cuidado  de  un  ami- 
go de  confianza,  y  me  marché.  En  los  capí- 
tulos siguientes  se  verán  las  razones  que 
tuve  para  visitar  Berbería. 


CAPÍTULO  L 


Noche  en  el  Guadalquivir. — La  luz  del  Evangelio. 
Bonanza, —  La  playa  de  Sanlúcar. — Panorama 
andaluz. — ^^Historia  de  una  caja. — Cosas  de  los 
ingleses. — Los  dos  gitanos. — El  cochero. — El  go- 
rro de  dormir  encarnado. — El  vapor. — El  idio- 
ma cristiano. 


EN  la  noche  del  31  de  julio  salí  de  Sevilla 
para  mi  expedición  a  bordo  de  uno  de 
los  vapores  que  navegaban  por  el  Guadal- 
quivir entre  Sevilla  y  Cádiz.  Llevaba  el  pro- 
pósito de  detenerme  en  Sanlúcar  para  reco- 
brar la  caja  de  Testamentos  retenida  allí  en 
secuestro,  mientras  llegaba  la  ocasión  opor- 
tuna de  sacarlos  fuera  del  reino  de  España. 
Destinaba  yo  esos  Testamentos  a  ser  repar- 
tidos entre  los  cristianos  que  esperaba  en- 
contrar en  las  costas  de  Berbería.  Sanlúcar 
dista  unas  quince  leguas  de  Sevilla,  y  se 
halla  a  la  entrada  de  la  bahía  de  Cádiz,  don- 
de el  Guadalquivir  junta  sus  aguas  amarillas 
con  las  ondas  saladas.  El  vapor  desatracó 
del  muelle  a  eso  de  las  nueve  y  media,  entre 
el  vocerío  con  que  los  de  a  bordo  y  los  que 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         217 

se  quedaban  en  tierra  se  despedían  de  sus 
amigos.  En  ese  tumulto  me  pareció  oír  las 
voces  de  algunos  amigos  míos  que  me  ha- 
bían acompañado  al  muelle,  y  al  instante 
me  puse  a  gritar  con  más  fuerza  que  nadie. 
La  noche  era  muy  obscura;  tanto,  que  ape- 
nas distinguíamos  los  árboles  que  pueblan 
el  borde  oriental  del  río  hasta  la  primera  re- 
vuelta. Durante  todo  aquel  día  había  reinado 
en  Sevilla  un  calmazo;  es  decir,  un  tiempo 
excesivamente  bochornoso,  sin  el  más  leve 
soplo  de  aire  que  lo  animase.  La  noche  fué 
también  pesada  y  sofocante.  Como  yo  había 
hecho  con  frecuencia  el  viaje  del  Guadalqui- 
vir, remontando  y  descendiendo  el  famoso 
río,  no  sentí  la  inquietud  y  curiosidad  que 
la  gente  experimenta  al  hallarse,  sea  con  luz 
o  a- obscuras,  en  paraje  extraño,  y  como  no 
conocía    a    ninguno   de   los   pasajeros   que 
charlaban  sobre  cubierta,  pensé  que  lo  me- 
jor sería  retirarme  a  la  cámara  y  descansar 
un  poco,  a  ser  posible.  La  cámara  estaba  de- 
sierta y  regularmente  fresca,  con  todas  las 
ventanas  de  las  dos  bandas  abiertas  para  que 
corriese  el  aire.  Tendido  en  un  diván  me 
dormí  pronto,  y  así  estuve  dos  horas,  hasta 
que  las  furiosas  picaduras  de  mil  chinches 
me  despertaron,  obligándome  a  salir  a  cu- 
bierta, donde  me  dormí  otra  vez  arropado 
con  mi  abrigo.  Me  desperté  al  rayar  el  día; 
estábamos  a  unas  dos  leguas  de  Sanlúcar. 
Me  puse  en  pie  y  miré  al  Oriente,  observan- 


2i8  B  o  R  R  o  W 

do  los  progresos  graduales  del  amanecer: 
primero  un  débil  fulgor,  luego  unas  bandas 
de  claridad,  después  un  arrebol,  un  rayo 
brillante,  y  por  fin  el  disco  de  oro  de  ese 
orbe  que  cada  día  emerge  del  inmenso  abis- 
mo; al  instante,  el  vasto  panorama  fulguró 
con  claros  resplandores;  la  tierra  reía,  chis- 
peaban las  aguas,  los  pájaros  trinaban,  y  los 
hombres  levantábanse  regocijados,  porque 
era  un  nuevo  día,  y  el  sol,  en  la  misión  que 
le  dio  su  Creador,  comenzaba  a  difundir  la 
luz  y  el  contento,  ahuyentando  la  pesadum- 
bre y  las  tinieblas. 

Ved  el  sol  matinal 
cual  inunda  su  claridad  la  tierra, 
su  camino  triunfal 
de  vida  y  luz  se  llenan. 

El  Evangelio  alumbra 
con  luz  aun  más  divina, 
saca  a  los  pecadores  de  sus  tumbas 
y  da  a  los  ciegos  vista. 

Nos  detuvimos  frente  a  Bonanza,  que  es, 
hablando  propiamente,  el  puerto  de  Sanlú- 
car,  aunque  dista  de  este  pueblo  media  le- 
gua. Llámase  Bonanza  en  razón  de  su  buen 
surgidero,  al  abrigo  de  las  borrascas  del 
Océano.  Consiste  en  varios  edificios  espacio- 
sos, blancos,  casi  todos  almacenes  del  Go- 
bierno, y  lo  habitan  carabineros,  aduaneros 
y  unos  pocos  pescadores.  Un  bote  vino  a  re- 
coger los  pasajeros  para  Sanlúcar  y  trajo  a 


LA     BIBLIA    EN    ESPAÑA        219 

r¿Jlí»  »<■•.. -í>  ■■■•a 

bordo  media  docena  de  personas  que  iban  a 
Cádiz;  yo  me  fui  con  aquéllos.  Un  joven  es- 
pañol, de  talla  diminuta,  me  hizo  en  francés 
algunas  preguntas  acerca  de  lo  que  me  pa- 
recían el  paisaje  y  el  clima  de  Andalucía. 
Díjele  que  los  admiraba  mucho,  lo  que,  evi- 
dentemente, le  causó  gran  placer.  El  botero 
llegó  entonces  pidiendo  dos  reals  por  lle- 
varme a  la  costa;  no  llevaba  yo  dinero  suel- 
to, y  le  ofrecí  un  duro  para  que  cambiase. 
Dijo  que  le  era  imposible;  le  pregunté  qué 
haríamos,  y  groseramente  me  contestó  que 
no  lo  sabía,  pero  que  no  estaba  para  perder 
tiempo  y  quería  cobrar  en  el  acto.  El  joven 
español,  al  observar  mi  apuro,  sacó  dos  reals 
y  pagó  al  hombre.  Le  di  las  gracias  de  todo 
corazón  por  tal  rasgo  de  cortesía,  y  muy  de 
veras  se  lo  agradecí,  pues  hay  pocas  situa- 
ciones tan  desagradables  como  encontrarse 
en  un  grupo  de  gente  que  no  tiene  cambio, 
y  verse  acosado  al  mismo  tiempo  para  el 
pago.  Una  persona  algo  depravada  me  decía 
una  vez  que  es  preferible  carecer  de  dinero 
en  absoluto,  pues  en  tal  caso  ya  sabe  uno  lo 
que  ha  de  hacer.  Más  tarde  encontré  en  Cá- 
diz al  joven  español  y  le  pagué,  dándole 
gracias  otra  vez. 

Cerca  del  desembarcadero  esperaban  unos 
cuantos  cabriolés,  dispuestos  a  llevarnos  a 
Sanlúcar.  Tomé  uno,  y  echamos  a  andar 
lentamente  por  la  playa.  El  sitio  es  famoso 
en  las  novelas  antiguas  españolas,  del  gene- 


S20  B  O  R  R  O  W 

ro  llamado  picaresco,  o  sea  las  consagradas 
a  las  aventuras  de  picaros  notorios;  el  mo- 
delo de  todas,  así  como  de  las  del  mismo 
género  én  cualquier  otro  idioma,  es  Lazari- 
llo de  Tormes.  El  propio  Cervantes  inmor- 
talizó esta  playa  en  la  más  divertida  de  sus 
novelas  cortas,  La  ilustre  fregona.  En  una 
palabra,  la  playa  de  Sanlúcar  era  en  los 
tiempos  antiguos,  si  no  en  los  modernos, 
punto  de  cita  de  rufianes,  contrabandistas  y 
vagabundos  de  toda  laya,  que  allí  anidaban 
en  míseras  chozas,  hoy  desaparecidas.  El 
mismo  Sanlúcar  siempre  fué  notado  por  la 
inclinación  de  sus  habitantes — los  peores  de 
Andalucía — al  robo.  Aquel  ventero  del  Qui- 
jote, tan  picaro,  perfeccionó  su  educación  en 
Sanlúcar.  Todos  estos  recuerdos  se  agolpa- 
ban en  mi  espíritu  según  íbamos  recorrien- 
do la  playa,  dorada  por  el  sol  de  Andalu- 
cía, que  todo  lo  hermosea.  Llegamos  al  fin 
a  ponernos  próximamente  frente  a  Sanlú- 
car, que  se  alza  a  cierta  distancia  de  la  ri- 
bera. Allí  se  nos  ofreció  un  espectáculo  muy 
animado:  una  multitud  de  mujeres,  vistién- 
dose o  desnudándose,  pululaba  en  la  orilla, 
mientras  (calculando  con  prudencia)  cente- 
nares de  ellas  jugaban  y  retozaban  en  el 
agua.  Algunas  estaban  tendidas  cuan  largas 
eran  al  borde  mismo  de  la  playa,  en  un  le- 
cho de  arena  y  pedrezuelas,  dejando  que  las 
minúsculas  olas  les  pasaran  sobre  el  cuer- 
po; otras  nadaban  valientemente  mar  aden- 


LA    BIBLIA     EN    ESPAÑA        221 

tro.  Había  una  confusa  batahola  de  gritos, 
chillidos  y  agudas  risas  femeninas;  oíase 
también  algunas  canciones,  cuyo  asunto  es 
fácil  de  adivinar,  pues  estábamos  en  la  so- 
leada Andalucía,  ^y  en  qué  pueden  pensar  ni 
de  qué  hablar  o  cantar  sus  ojinegras  hijas 
más  que  de  amor^  amor^  que  entonces  reso- 
naba en  la  tierra  y  en  las  aguas?  Prosiguien- 
do a  lo  largo  de  la  playa,  vimos  también  una 
multitud  de  hombres  bañándose;  no  pasa- 
mos junto  a  ellos,  pues  torcimos  a  la  iz- 
quierda y  remontamos  un  paseo  o  avenida 
que  conduce  a  Sanlúcar,  como  de  un  cuarto 
de  milla  de  longitud.  La  vista  desde  allí  era. 
en  verdad,  magnífica:  ante  nosotros  yacía  la 
ciudad,  en  la  falda  y  en  la  cúspide  de  una 
colina  de  regular  altura,  extendiéndose  de 
Este  a  Oeste;  la  población  me  pareció  bas- 
tante grande;  supe  después  que  contaba  lo 
menos  veinte  mil  habitantes.  Varios  inmen- 
sos edificios  y  murallas  la  dominaban,  de 
tanta  grandeza  que  difícilmente  puede  des- 
cribirse con  palabras;  pero  lo  principal  era 
un  castillo  antiguo,  situado  hacia  la  izquier- 
da. Las  casas  eran  blancas  del  todo,  y  hu- 
bieran brillado  esplendorosas  de  haber  as- 
tado más  alto  el  sol,  pero  en  hora  tan  tem- 
prana yacían  en  relativa  sombra.  El  tout  en- 
semble  era  oriental  y  morisco  en  extremo; 
de  hecho,  Sanlúcar  fué  antaño  una  famosa 
fortaleza  de  los  moros,  y  después  de  Alme- 
ría, la  plaza  comercial  más  frecuentada  de 


222  B  O  R  R  O  W 

España.  En  estas  partes  de  Andalucía  todo 
tiene  un  carácter  enteramente  oriental.  Ved 
los  cielos,  tan  despejados  y  de  azul  tan 
brillante  como  el  de  la  India;  el  candente 
sol,  que  en  un  momento  curte  las  más  blan- 
cas mejillas,  y  llena  el  aire  de  llameantes 
ráfagas;  y  ved  el  paisaje  y  los  productos 
vegetales.  A  cada  lado  del  paseo  por  donde 
íbamos  había  una  hilera  de  esa  mata  o  ár- 
bol, no  sé  cómo  llamarlo,  que  en  español  se 
conoce  por  pita  y  en  marroquí  por  gursean 
Alcanza  aquí  desarrollo  casi  tan  majes- 
tuoso como  en  la  costa  de  África.  Del  co- 
gollo de  verdes  hojas,  que  en  todas  direc- 
ciones brotan  desde  la  raíz,  se  alza  un  tallo 
tan  alto,  ^necesitaré  decirlo?,  como  una  pal- 
mera; ¿y  necesitaré  decir  que  las  hojas,  de 
extraordinario  espesor  en  la  base,  son  en  el 
cabo  más  agudas  que  la  punta  de  una  lan- 
za, y  que  infligirían  una  herida  terrible  a 
cualquier  animal  que  por  inadvertencia  se 
arrojase  contra  ellas? 

La  posada  donde  paramos  está  a  la  entra- 
da de  Sanlúcar.  Daba  frente,  con  algunas 
casas  más,  al  paseo  por  donde  habíamos 
ido.  Como  aún  era  muy  temprano,  me  fui  a 
descansar  unas  horas,  y  después  visité  al 
vicecónsul  británico,  Mr.  Phillipi,  quien  ya 
me  conocía  de  nombre,  pues  me  había  reco- 
mendado a  él,  por  carta,  un  pariente  suyo 
de  Sevilla.  Mr.  Phillipi  estaba  en  su  escrito- 
rio, y  me  recibió  con  gran  amabilidad  y 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       223 

cortesía.  Le  expliqué  el  motivo  de  mi  visita 
a  Sanlúcar,  y  solicité  su  ayuda  para  rescatar 
los  libros  depositados  en  la  Aduana  y  poder 
sacarlos  del  reino,  pues  bien  conocía  yo  las 
dificultades  que  encuentran  cuantos  han  de 
tratar  algún  asunto  con  las  autoridades  es- 
pañolas. El  vicecónsul  me  aseguró  que  ten- 
dría gran  placer  en  serme  útil,  y,  en  conse- 
cuencia, envió  conmigo  a  la  Aduana  a  su 
primer  oficial,  persona  muy  conocida  y  res- 
petada en  Sanlúcar. 

Lo  mejor  será  contar  aquí  de  una  vez  lo 
relativo  a  esos  libros,  para  no  entorpecer 
más  adelante  la  narración.  Consistían  en  un 
cajón  de  Testamentos  en  español  y  una  caja 
pequeña  de  Evangelios  de  San  Lucas,  en  el 
lenguaje  de  los  gitanos  españoles.  Los  retiré 
de  la  Aduana  de  Sanlúcar,  con  una  guía  para 
la  de  Cádiz.  En  Cádiz  estuve  ocupado  dos 
días,  y  otros  tantos  una  persona  que  tomé  a 
mi  servicio,  en  cumplir  todos  los  requisitos 
y  procurarme  los  papeles  necesarios.  El 
gasto  fué  grande,  pues  a  cada  paso  me  pe- 
dían dinero,  si  bien  yo  no  hacía  más  que 
cumplir  sencillamente  la  orden  del  Gobier- 
no español  de  sacar  de  España  los  libros 
prohibidos.  Esta  farsa  no  concluyó  hasta  mi 
llegada  a  Gibraltar,  donde  pagué  un  duro  al 
cónsul  español  por  certificar  al  dorso  de  la 
guía,  antes  de  devolverla  a  Cádiz,  como  era 
mi  obligación,  que  los  libros  habían  llegado 
a  aquella  plaza.  No  vio  los  libros,  es  cierto, 


224  B  O  R  R  O  W 

ni  preguntó  por  ellos;  pero  se  guardó  el  di- 
nero, objeto  único,  por  lo  visto,  de  sus  an- 
sias. 

En  la  Aduana  de  Sanlúcar  me  hicieron 
dos  o  tres  preguntas  respecto  de  los  libros 
contenidos  en  las  cajas;  y  eso  me  dio  oca- 
sión de  hablar  del  Nuevo  Testamento  y  de 
la  Sociedad  Bíblica.  Mis  palabras  llamaron 
la  atención,  y  al  instante  todos  los  oficiales 
y  dependientes  de  la  casa,  grandes  y  chicos, 
desde  el  administrador  hasta  el  portero,  se 
congregaron  en  torno  mío.  Como  hubo  que 
abrir  las  cajas  para  inspeccionar  su  conteni- 
do, salimos  todos  al  patio,  y  allí,  tomando 
en  la  mano  un  Testamento,  reanudé  mi  dis- 
curso. No  sé  a  punto  fijo  lo  que  dije;  pues 
al  recapacitar  de  qué  modo  se  perseguía  la 
palabra  de  Dios  en  tan  desventurado  reino, 
me  emocioné  mucho  y  me  dejé  llevar  de 
mis  sentimientos.  Mis  palabras  causaron 
impresión,  evidentemente;  con  gran  asom- 
bro mío,  cada  uno  de  los  presentes  me  pi- 
dió un  ejemplar.  Vendí  unos  cuantos  dentro 
de  la  misma  Aduana,  Lo  que  más  llamaba 
la  atención  era  el  Evangelio  en  gitano,  y  lo 
examinaron  con  mucho  detenimiento,  entre 
sonrisas  y  exclamaciones  de  sorpresa,  di- 
ciendo de  vez  en  cuando:  Cosas  de  los  in- 
gleses. Uno  de  los  presentes  me  preguntó  si 
sabía  hablar  el  lenguaje  gitano.  Respondí 
que  no  sólo  hablarlo,  pero  escribirlo,  y  en 
el  acto  hice  un  discurso  de  unos  cinco  mi- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        225 

ñutos  en  la  lengua  de  los  gitanos,  y  apenas 
concluí,  todos  aplaudieron  y  exclamaron: 
¡Cosas  de  Inglaterra!  ¡Cosas  de  los  ingleses \ 
Vendí  algunos  ejemplares  del  Evangelio  en 
gitano,  y  terminado  el  asunto  que  me  llevó 
a  la  Aduana,  me  despedí  de  mis  nuevos 
amigos  y  me  fui  con  mis  libros. 

Volví  a  casa  de  Mr.  Phillipi,  quien,  al  co- 
nocer mi  intención  de  proseguir  el  viaje  a 
Cádiz  en  el  vapor  de  la  mañana  siguiente, 
que  tocaría  en  Bonanza  a  las  cuatro,  envió  a 
este  pueblo  mis  cajas  y  mi  ligero  equipaje, 
aconsejándome  que  fuese  yo  también  a  dor- 
mir allí  para  poder  embarcar  en  hora  tan 
temprana.  Me  presentó  después  a  su  mujer, 
que  era  inglesa,  y  a  su  hija,  muchacha  de 
unos  diez  y  ocho  años,  amable  y  linda,  a 
quien  ya  había  visto  en  Sevilla;  había  allí  de 
visita  otros  tres  o  cuatro  señores,  que  ha- 
bían ido  desde  Sevilla  a  tomar  baños  de 
mar.  La  señora  de  la  casa  y  yo  cambiamos 
unas  pocas  palabras  en  inglés,  y  luego  em- 
pezamos todos  a  charlar  en  español,  único 
idioma  que  al,  parecer,  entendían  o  aprecia- 
ban los  demás  presentes;  en  verdad,  sería 
poco  razonable  esperar  que  los  españoles 
hablen  un  idioma  distinto  del  suyo,  pues  tan 
arnionioso  y  flexible  como  es  (mucho  más,  a 
mi  juicio,  que  ningún  otro),  se  antoja,  en 
ocasiones,  del  todo  insuficiente  para  expre- 
sar los  arranques  impetuosos  de  su  exube- 
rante imaginación.  Dos  horas  volaron  rápi- 

T.  III.  1$ 


2t6  B  o  R  R  o  W 

damente  en  coloquios,  interrumpidos  de  vez 
en  cuando  por  la  música  y  el  canto,  hasta 
que  me  despedí  de  tan  deleitosa  compañía, 
y  me  fui  a  curiosear  por  la  ciudad. 

Era  ya  más  de  medio  día,  y  el  calor  en 
extremo  fuerte;  apenas  vi  alma  viviente  por 
las  calles;  las  piedras  del  pavimento  me 
quemaban  los  pies  a  través  de  las  suelas  de 
las  botas.  Crucé  la  plaza  de  la  Constitución, 
que  nada  de  particular  ofrece  a  los  ojos  del 
viajero,  y  remonté  la  colina  para  ver  el  cas- 
tillo desde  más  cerca.  Es  un  edificio  de  pie- 
dra, fuerte  y  pesado,  con  cubos,  y  en  regu- 
lar estado  de  conservación,  a  pesar  de  ha- 
llarse abandonado. 

Me  cansé  de  mirar,  y  ya  desandaba  el  ca- 
mino, cuando  me  abordaron  dos  gitanos, 
que  se  habían  enterado  de  mi  llegada.  Cam- 
biamos unas  palabras  en  gitano^  pero  cono- 
cían muy  mal  el  dialecto  y  eran  incapaces 
de  sostener  una  conversación  en  él.  Clama- 
ban por  un  gabicote^  o  libro  en  lengua  gita- 
na. Se  lo  negué,  diciendo  que  no  sacarían 
de  él  provecho  alguno;  pero  en  vista  de  que 
sabían  leer,  les  prometí  sendos  Testamen- 
tos en  español.  Con  desdén  rechazaron  la 
oferta,  diciendo  que  no  se  curaban  de  nada 
escrito  en  la  lengua  de  los  Busné  o  gentiles. 
Insistieron  en  su  demanda,  a  laque  por  fin  me 
sometí,  no  pudiendo  resistir  sus  importuna- 
ciones; así  que  me  acompañaron  a  la  posada 
y  recibieron  lo  que  con  tanto  ardor  deseaban. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       227 

Por  la  tarde  me  visitó  Mr.  Phillipi;  me 
dijo  que  por  encargo  suyo  un  cabriolé  iría 
a  buscarme  a  la  posada  al  ser  las  once  para 
llevarme  a  Bonanza,  y  allí,  un  individuo, 
dueño  de  una  tabernucha,  a  quien  de  ante- 
mano se  habían  remitido  mis  cajas  y  otros 
bártulos,  me  alojaría  por  aquella  noche,  si 
bien  tendría  probablemente  que  dormir  en 
el  suelo.  Fuimos  después  de  paseo  a  la  pla- 
ya, donde  había  muchos  bañistas,  todos  va- 
rones. Algunos  eran  muy  buenos  nadadores, 
en  particular  dos,  que  se  habían  metido  muy 
adentro  en  el  abra  del  Guadalquivir,  una 
milla  cuando  menos.  Al  decirme  que  eran 
frailes,  me  pregunté  asombrado  en  qué  épo- 
ca de  su  vida  habrían  podido  adquirir  tanta 
destreza  en  la  natación.  Supuse  que  no  sería 
en  los  tiempos  en  que,  conforme  a  sus  votos, 
sólo  podían  vivir  para  la  oración,  el  ayuno 
y  las  mortificaciones.  La  natación  es  un 
ejercicio  muy  bueno,  pero  en  manera  algu- 
na encaminado  a  la  mortiíicación  de  la  car- 
ne ni  del  espíritu.  Al  anochecer  volvimos  a 
la  ciudad,  y  mi  amigo  se  despidió  de  mí 
con  mucho  cariño.  Me  retiré  después  a  mi 
aposento,  y  pasé  unas  horas   en  meditación. 

Se  hizo  de  noche;  dieron  las  diez,  las 
once;  el  cabriolé  se  detuvo  a  la  puerta.  Mon- 
té, y  echamos  paseo  abajo  y  luego  a  lo  largo 
de  la  playa,  desierta.  Las  olas  resonaban 
tristemente;  todo  parecía  cambiado  desde 
por  la  mañana.  Hasta  me  pareció  que  las  pi- 


228  ^B  o  R  R  o  W| 

sadas  de  ¡los  caballos  sonaban  de  ''distinto 
modo  al  avanzar  al  trote  corto  por  la  arena 
compacta  y  húmeda.  Pero  el  cochero  no  es- 
taba triste,  ni  mucho  menos,  ni  con  ganas 
de  permanecer  callado  mucho  tiempo:  no 
tardó  en  empezar  a  hacerme  una  infinidad  de 
preguntas  respecto  de  mi  procedencia  y  de 
mi  destino.  Le  respondí  lo  que  me  pareció 
oportuno,  y,  en  cambio,  le  pregunté  si  no  le 
daba  miedo  pasar  con  el  coche  a  tales  ho- 
ras por  un  sitio  de  tan  mala  fama  como 
aquella  playa.  Oído  esto,  miró  en  torno,  y 
al  no  ver  a  nadie,  soltó  una  exclamación 
burlona,  y  dijo  que  un  hombre  con  tales  pa- 
tillas como  las  suyas  no  se  asustaba  de  to- 
dos los  ladrones  de  la  playa  juntos,  y  que 
ni  doce  hombres  de  Sanlúcar  se  atreverían  a 
dar  el  alto  a  un  viajero  sabiendo  que  iba 
bajo  su  protección.  Era  un  buen  ejemplar  de 
andaluz  fanfarrón.  A  poco  percibimos  el  dé- 
bil fulgor  de  una  o  dos  luces  delante  de 
nosotros:  eran  las  de  unas  lanchas  y  otros 
barquichuelos  embarrancados  en  la  arena, 
debajo  y  muy  cerca  de  Bonanza;  entre  los 
barcos  percibí  la  obscura  silueta  de  dos  o 
tres  hombres.  Estábamos  al  fmal  del  viaje  y 
nos  detuvimos  ante  la  puerta  de  la  casa 
donde  había  de  albergarme  por  aquella  no- 
che. Se  apeó  el  cochero  y  llamó  fuerte  un 
buen  rato,  hasta  que  un  hombre,  como  de 
sesenta  años,  de  extraordinaria  corpulencia, 
abrió  la  puerta;  llevaba  en  la  mano  una  luz 


;la  biblia  en  espana     229 

mortecina,  e  iba  vestido  con  una  camisa  de 
rayas,  sucia,  y  gorro  de  dormir  encarnado. 
Sin  proferir  palabra  nos  dejó  entrar  en  una 
pieza  muy  vasta,  con  piso  de  tierra.  A  un 
lado,  cerca  de  la  puerta,  se  alzaba  una  es- 
pecie de  mostrador;  detrás,  un  par  de  ba- 
rriles, y  en  anaqueles,  contra  la  pared,  fras- 
cos de  diversos  tamaños.  Había  un  olor  muy 
fuerte  a  vino  y  licores.  Arreglé  la  cuenta 
con  el  cochero  y  le  di  una  propina;  luego  me 
pidió  para  echar  un  trago  a  mi  salud.  Díjele 
que  pidiera  lo  que  quisiese,  y  pidió  una  copa 
de  aguardiente,  que  el  amo  de  la  casa,  plan- 
tado detrás  del  mostrador,  le  sirvió  sin  pro- 
nunciar palabra.  El  cochero  se  la  echó  al  co- 
leto de  un  trago,  pero  hizo  una  porción  de 
muecas  después  de  bebería,  y,  tosiendo,  dijo 
que  sin  duda  alguna  el  aguardiente  era  bue- 
no, porque  le  abrasaba  el  gaznate  de  un  modo 
terrible.  Luego  me  abrazó,  salió  de  la  casa 
y,  montando  en  el  cabriolé,  fuese. 

El  viejo  del  gorro  colorado  se  acercó  en- 
tonces muy  despacio  a  la  puerta,  echó  el  ce- 
rrojo y  la  atrancó;  después,  empujó  dos  ban- 
cos y  los  juntó,  señalándomelos  con  el  ges- 
to, como  para  notificarme  que  allí  tenía  la 
cama;  sopló  la  luz  y  se  retiró  al  fondo  de  la 
habitación,  donde  le  oí  tumbarse  con  mu- 
chos suspiros  y  resoplidos.  No  quedó  más 
luz  que  la  de  una  cazuelilla  de  barro  puesta 
en  el  suelo,  llena  de  agua  y  aceite,  donde  flo- 
taba un  pedacito  de  cartón  con  un  pábilo 


230  B  o  K  R  o  W 

encendido  en  el  centro:  esta  lámpara  tan 
sencilla  se  llama  mariposa.  Puse  mi  saco  de 
noche  sobre  el  banco,  a  modo  de  almohada, 
y  me  eché;  me  hubiese  dormido  en  el  acto, 
a  no  ser  porque  el  del  gorro  colorado  em- 
pezó a  roncar  de  modo  pavoroso;  esto  me 
hizo  recordar  que  aun  no  me  había  enco- 
mendado a  mi  Amigó  y  Redentor:  hice, 
pues,  mis  oraciones,  y  luego  me  sumí  en  el 
descanso . 

Mas  de  una  vez  durante  la  noche  me  des- 
pertaron los  gatos,  y  creo  que  también  las 
ratas,  al  saltar  sobre  mi  cuerpo.  Al  desper- 
tar la  última  vez,  me  levanté  y,  acercándome 
a  la  mariposa,  consulté  el  reloj:  eran  las  tres 
y  media  de  la  mañana.  Abrí  la  puerta  y  salí 
a  mirar;  entraron  unos  pescadores  pidiendo 
el  aguardiente;  el  viejo  se  levantó  en  seguida 
a  servirlos.  Uno  de  aquellos  hombres  me 
dijo  que  si  pensaba  marcharme  en  el  vapor, 
debía  mandar  cuanto  antes  mis  equipajes  al 
embarcadero,  porque  había  sentido  el  ruido 
del  barco  que  venía  río  abajo.  Expedí  los 
bultos  y  pregunté  al  del  gorro  colorado 
cuánto  debía.  Un  real^  respondió;  tales  fue- 
ron las  dos  únicas  palabras  que  oí  de  su 
boca;  en  verdad,  era  hombre  apegado  al 
silencio,  y  acaso  a  la  filosofía,  poco  cultiva- 
dos en  Andalucía.  Me  fui  presuroso  al  em- 
barcadero. Aun  no  había  llegado  el  vapor, 
pero  el  fragor  de  su  marcha  por  el  río  oíase 
cada  vez  más  cerca.  La  niebla  cubría  la  faz 


LA     BIBLIA    EN     ESPAÑA       231 

tenebrosa  de  las  aguas,  y  sentí  cierto  pavor 
al  oír  aproximarse  al  invisible  monstruo  ru- 
giendo en  el  silencio  de  la  noche.  Al  fin  es- 
tuvo a  la  vista,  se  adelantó  revolviendo  el 
agua,  se  detuvo,  y  a  poco  me  encontré  á 
bordo.  Era  el  Península^  el  mejor  barco  del 
Guadalquivir. 

iQué  prodigiosa  obra  de  la  industria  hu- 
mana es  el  barco  de  vaporl  Sin  embargo, 
^cómo  llamarla  prodigiosa  si  se  toma  en  con- 
sideración su  historia?  Han  pasado  más  de 
quinientos  años  desde  que  surgió  por  vez 
primera  la  idea  de  construirlo,  y  sólo  a  fines 
del  siglo  pasado  se  logró  por  completo  el 
intento,  surcando  las  aguas  de  un  río  escocés 
el  primer  vapor  digno  de  tal  nombre.  Du- 
rante ese  largo  período  de  tiempo,  inteli- 
gencias perspicaces  y  hábiles  manos  se  em- 
pleaban de  vez  en  vez  en  el  intento  de  corre- 
gir aquellas  imperfecciones  de  la  maquina- 
ria que  eran  el  único  obstáculo  que  se  opo- 
nía a  que  el  barco  fuese  su  propio  propulsor 
contra  las  olas  y  el  viento.  Esos  inten- 
tos, abandonados  unos  tras  otros,  perdida  la 
esperanza,  no  fueron  por  completo  estériles: 
cada  inventor  dejaba  tras  de  sí  alguna  nue- 
va mejora,  fruto  de  sus  trabajos,  y  sus  con- 
tinuadores la  aprovechaban,  hasta  que  sólo 
faltó  encontrar  dos  o  tres  ideas  felices,  y  un 
artilugio  más  perfecto.  Llegaron  los  tiem- 
pos, y,  por  fin,  ahora  surcan  el  mismo  Atlán- 
tico arrogantes  vapores.  Mucho  se  ha  pon- 


i32  B  o  R  R  o  W 

derado,  en  mi  opinión  con  justicia,  la  utili- 
dad del  vapor  para  difundir  por  doquiera  la 
civilización.  Cuando  los  primeros  barcos 
de  vapor  aparecieron  en  el  Guadalquivir 
hará  unos  diez  años,  los  sevillanos  corrieron 
a  las  orillas  del  río,  gritando  ¡brujería!  ¡bru- 
jería!, idea  robustecida  por  el  hecho  de  ser 
inglesa  la  Compañía,  y  de  llevar  los  barcos, 
construidos  en  Inglaterra,  maquinistas  ingle- 
ses, como  todavía  los  llevan;  porque  no  se 
encontró  ningún  español  capaz  de  entender 
la  maquinaria.  Sin  embargo,  no  tardaron  en 
habituarse  a  los  vapores,  que  van  general- 
mente abarrotados  de  pasajeros.  Fanáticos 
y  vanidosos  como  son  todavía,  y  apegados 
con  pasión  a  sus  costumbres  antiguas,  los 
sevillanos  saben  que,  en  un  caso  al  menos, 
puede  venir  algo  bueno  de  tierra  extranjera, 
y  de  herejes  por  añadidura;  sus  prejuicios 
inveterados  han  sufrido  un  rado  golpe,  y  es 
de  esperar  que  éste  sea  el  alborear  de  su 
civilización. 

Mientras  surcábamos  la  bahía  de  Cádiz, 
iba  yo  reclinado  en  uno  de  los  bancos  de  la 
cubierta,  cuando  acertó  a  pasar  el  capi- 
tán en  compañía  de  otro  hombre;  se  detu- 
vieron cerca  de  mí,  y  oí  al  capitán  pregun- 
tarle al  otro  cuántas  lenguas  sabía  hablar. 
cUna  tan  sólo»,  replicó.  «Esa  única — dijo  el 
capitán — es,  claro  está,  el  «cristiano»,  nom- 
bre que  los  españoles  dan  a  su  propio  idio- 
ma, para  contraponerlo  a  todos  los  demás. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       233 

Ese  individuo  —  continuó  el  capitán  —  que 
va  echado  en  el  banco,  habla  también  el 
cristiano,  cuando  le  conviene;  pero  habla 
además  otros  que  no  son  el  cristiano,  ni 
mucho  menos:  sabe  hablar  inglés,  y  le  he 
oído  charlotear  gitano  con  los  de  Triana; 
ahora  va  a  tierra  de  moros,  y  si  fuese  usted 
allí,  le  oiría  hablar  con  ellos  en  su  jerigonza 
con  tanta  facilidad  como  en  cristiano^  y  aun 
mejor,  porque  él  tampoco  es  cristiano.  Le 
he  tenido  ya  muchas  veces  a  bordo,  pero  el 
sujeto  me  gusta  poco,  porque  lleva  consigo 
una  cosa  nada  buena.»  Tan  digna  persona 
me  había  estrechado  la  mano  a  mi  llegada  a 
bordo,  diciéndome  lo  mucho  que  le  conten- 
taba verme  de  nuevo. 


CAPÍTULO  LI 


Cádiz. — Las  fortificaciones. — El  cónsul  general. — 
Anécdota  característica. — Un  vapor  catalán. — 
Trafalgar. — Alonso  Guzmán. — Gebel  Muza. — La 
fragata  Orestes. — El  león  hostil. — Las  obras  del 
Creador. — Un  lagarto  del  Peñón. — El  gentío. — 
La  reina  de  los  mares. — Oración  por  mi  país. 


CÁDIZ  se  alza,  como  es  bien  sabido,  en  una 
larga  y  angosta  lengua  de  tierra  que  se 
adentra  en  el  mar,  de  cuyo  seno  parece  sa- 
lir la  ciudad;  las  ondas  salinas  bañan  sus 
muros  por  todos  lados,  menos  por  el  Este, 
donde  un  istmo  de  arena  la  une  con  la  costa 
de  España.  La  ciudad,  en  su  estado  actual, 
es  de  construcción  moderna,  y,  a  diferencia 
de  todas  las  demás  ciudades  de  la  Península, 
está  edificada  con  gran  regularidad  y  sime- 
tría. Muchas  son  sus  calles,  y  se  cortan,  por 
lo  general,  en  ángulo  recto.  Son  muy  estre- 
chas, en  comparación  de  la  altura  de  las  ca- 
sas, y,  por  tanto,  impenetrables  a  los  rayos 
del  sol,  excepto  en  la  hora  del  mediodía.  Pero 
la  calle  principal  es  una  excepción,  y  tiene 
cierta  anchura.  En  esta  calle  está  la  Bolsa^ 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        235 

las  casas  de  los  comerciantes  más  fuertes  y 
de  la  nobleza,  y  es,  durante  la  primera  parte 
del  día,  punto  de  reunión  de  los  ociosos  y  de 
los  hombres  de  negocios,  por  lo  que  recuer- 
da a  la  Puerta  del  Sol  de  Madrid.  Desemboca 
en  la  plaza  principal,  no  muy  grande,  pero 
con  muchas  pretensiones  de  magnificencia: 
circüyenla  grandes  edificios  de  aspecto  im- 
ponente, y  está  plantada  de  hermosos  árbo- 
les, a  cuyo  pie  hay  bancos  de  mármol,  para 
comodidad  del  público.  Pocos  edificios  pú- 
blicos hay  en  Cádiz  dignos  de  gran  aten- 
ción: cierto  que  la  catedral  pasaría  en  otros 
países  por  un  monumento  hermoso;  pero  en 
España,  tierra  de  catedrales  gigantescas, 
magníficas,  sólo  puede  ser  considerada  como 
lugar  de  culto  decoroso;  todavía  está  sin  aca- 
bar. Hay  un  paseo  público,  o  alameda,  en 
las  murallas  del  Norte,  atestado  de  gente, 
por  lo  general,  las  tardes  de  verano:  el  ver- 
dor de  los  árboles,  mirados  desde  la  bahía, 
presta  agradable  descanso  a  los  ojos,  des- 
lumbrados  por  el  resplandor  del  caserío, 
todo  blanco,  porque  Cádiz  es  también  una 
ciudad  radiante.  En  otro  tiempo  fué  la  más 
rica  de  España,  pero  ha  decaído  malamente 
de  su  prosperidad  en  estos  últimos  años,  y 
sus  habitantes  lamentan  de  continuo  la  ruina 
de  su  comercio;  por  tal  razón,  a  diario  emi- 
gran muchos  a  Sevilla,  donde,  al  menos,  es 
más  barato  vivir.  Aun  hay,  sin  embargo, 
mucha  vida  y  mucho  ruido  en  sus  calles, 


236  B  o  R  R  o  W  '; 

1 

adornadas    con    numerosas    y  espléndidas  i 
tiendas,  bastantes  de  ellas  en  el  estilo  de  las  j 
de  París  y  Londres.  Su  población  actual  se 
calcula  en  80.000  habitantes. 

No  sin  razón  tiene  Cádiz  nombre  de  plaza 
fuerte;  las  fortificaciones  por  el  lado  de  tie-i 
rra,  en  parte  obra  de  los  franceses  durante  j 
el  imperio  napoleónico,  son  muy  dignas  del 
admiración,  y  parecen  inexpugnables;  por] 
el  lado  del  mar,  la  naturaleza  la  defiende  j 
tanto  como  el  arte,  porque  el  agua  y  las  ro-  • 
cas  sumergidas  no  son  parapetos  desprecia- 
bles. Con  todo,  las  defensas  de  la  ciudad,! 
salvo  las  del  lado  de  tierra,  ofrecen  tristes  | 
pruebas  de  la  apatía  y  abandono  españoles,  | 
aun  teniendo  en  cuenta  las  circunstancias,] 
harto  desfavorables,  en  que  ahora  se  halla j 
el  país.  En  las  fortificaciones,  que  van  arrui-1 
nándose  con  rapidez,  apenas  se  ve  un  ca-i 
ñon,  excepto  unos  pocos  desmontados;  así! 
esa  fortaleza  aislada  se  halla  hoy  casi  a  mer-- 
ced  de  cualquier  nación  extranjera  que,  coni 
un  pretexto,  o  sin  pretexto  alguno,  preten-- 
diese  arrancarla  del  poder  de  sus  legítimos  1 
dueños  y  convertirla  en  colonia. 

A  las  pocas  horas  de  llegar,  visité  ai 
Mr.  B.  ^,  cónsul  general  británico  en  Cádiz., 
Su  casa,  muy  vasta  y  suntuosa,  hace  esqui-- 
na  a  la  entrada  de  la  alameda^  y  tiene  her-- 
mosas  vistas  sobre  la  bahía.  Por  de  conta-J 

I 
1    Mr.  John  Brackenbury. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        237 

do,  de  tiempo  atrás  conocía  yo  de  oídas 
a  Mr.  B.  Sabía  que  llevaba  bastantes  años 
desempeñando  con  provecho  para  su  país 
natal  y  no  poca  honra  suya  el  cargo,  tan  se- 
ñalado como  lleno  de  responsabilidades, 
que  ocupaba  en  España.  Conocíale  también 
por  cristiano  bueno  y  pío,  y,  además,  como 
amigo  seguro  e  inteligente  de  la  Sociedad 
Bíblica.  Sabía  yo  eso,  pero  no  se  me  había 
presentado  nunca  ocasión  de  conocerle  per- 
sonalmente. Le  vi  entonces  por  vez  primera, 
y  su  aspecto  exterior  me  causó  gran  im- 
presión. Es  un  hombre  alto,  atlético,  muy 
bien  formado,  entre  cuarenta  y  cinco  y  cin- 
cuenta años;  la  grave  dignidad  de  su  sem- 
blante se  dulcifica  por  una  expresión  de 
buen  humor  muy  atractiva.  Sus  modales 
son  abiertos  y  afables  en  extremo.  No  en- 
traré a  referir  con  detalles  nuestra  entre- 
vista, para  mí  asaz  interesante.  Conocía 
Mr.  B.  los  puntos  capitales  de  mi  historia 
desde  mi  llegada  a  España,  y  sobre  ellos 
hizo  diversos  comentarios  que  demostraban 
un  conocimiento  íntimo  de  la  situación  del 
país,  tocante  a  los  asuntos  eclesiásticos,  y 
del  estado  de  la  opinión  respecto  a  innova- 
ciones religiosas. 

Me  agradó  descubrir  que  sus  ideas  coin- 
cidían en  muchos  puntos  con  las  mías;  am- 
bos teníamos  la  opinión  decidida  de  que  a 
pesar  de  las  persecuciones  y  el  alboroto 
promovidos  últimamente  contra  el  Evange- 


258  B  O  R  R  O  W  i 

i 
lio,  la  batalla  no  estaba,   ni   mucho   menos,] 

perdida,  y  que   la  santa  causa   aun  podía i 

triunfar  en  España  si  los  llamados  a  defen-* 

derla  desplegaban,  junto  con  su  celo,  discre-, 

ción,  y  humildad  cristiana. 

La  mayor  parte  de  aquel  día  y  del  si-i 
guíente  estuve  ocupado  en  la  Aduana,  tra- 
tando de  obtener  los  documentos  necesarios^ 
para  exportar  los  Testamentos.  El  sábado^ 
por  la  tarde  comí  con  Mr.  B.  y  su  familia,; 
grupo  interesante  formado  por  su  esposa,¡ 
sus  hijas,  muy  bellas,  y  su  hijo,  joven 
apuesto  e  inteligente.  A  la  siguiente  maña-j 
na,  temprano,  el  vapor  Balear  zarpaba  de; 
Cádiz  con  rumbo  a  Marsella,  y  escalas  eni 
Algeciras,  Gibraltar  y  otros  puertos  de  Es-i 
paña.  Tomé  pasaje  a  su  bordo  hasta  Gibral-! 
tar,  pues  ya  nada  tenía  que  hacer  en  Cádiz;; 
mis  asuntos  en  la  aduana  estaban  al  cabo 
concluidos  gracias  a  Mr.  B.,  sin  cuya  bon-| 
dadosa  asistencia  creo  que  nunca  los  hu-i 
biera  dado  fin.  Ya  tarde,  me  despedí  conj 
pesar  de  hombre  tan  excelente  y  de  miaS 
otros  encantadores  amigos;  creo  que  susj 
votos  más  fervientes  me  acompañaron,  y' 
en  cualquier  lugar  del  mundo  donde,  pobre 
peregrino  por  la  causa  del  Evangelio,  pueda: 
encontrarme,  no  dejaré  de  ofrecer  a  menudo^ 
sinceras  oraciones  por  su  ventura  y  bien-! 
estar. 

Antes  de  despedirme  de  Cádiz,  referiré 
una  anécdota  del  cónsul  británico,  que  1¿ 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       239 

caracteriza,  y  pinta  también  su  feliz  manera 
de  cumplir  los  más  penosos  deberes  del 
cargo.  Estaba  yo  de  conversación  con  él 
en  una  sala  de  su  casa,  cuando  nos  inte- 
rrumpió la  llegada  de  dos  visitantes  inespe- 
rados: eran  el  capitán  de  un  barco  mercan- 
te de  Liverpool  y  uno  de  la  tripulación,  rudo 
marinero  del  país  de  Gales,  que  apenas  sa- 
bía expresarse  en  inglés.  Ambos  se  miraban 
con  indecible  desconfianza  y  rencor.  Resul- 
tó que  el  marinero  se  había  negado  a  traba- 
jar, y  se  obstinaba  en  abandonar  el  barco; 
su  jefe  llevábale  a  presencia  del  cónsul,  a 
fin  de  que,  si  persistía  en  su  actitud,  le  noti- 
ficasen las  consecuencias,  o  sea  la  pérdida 
de  sus  sueldos  y  ropas.  Así  se  hizo;  pero 
el  marinero  mostrábase  cada  vez  más  aris- 
co, negándose  a  volver  a  pisar  la  misma  cu- 
bierta que  el  capitán,  quien  le  había  llama- 
do «griego,  griego  poltrón  y  holgazán»,  y 
eso  no  podía  tolerarlo.  La  palabra  «griego» 
se  le  había  enconado  al  marinero  en  el  áni- 
mo y  le  lastimaba  el  corazón.  Mr.  B.,  buen 
conocedor,  por  lo  visto,  del  carácter  de  los 
galeses  en  general — cuya  testarudez,  cuan- 
do se  les  lleva  la  contraria,  es  proverbial— 
y  que  desde  luego  vio  los  motivos  triviales 
y  necios  de  donde  la  disputa  había  surgido, 
le  dijo  sonriendo  al  marinero  que,  para  sa- 
lirse con  la  suya  frente  a  todos  y  conservar 
sus  sueldos  y  ropas,  había  un  medio:  irse  a 
bordo  de  un  barco  de  guerra  de  su  majes- 


240  B  o  R  R  o  W 

tad,  anclado  a  la  sazón  en  la  bahía.  No  lo 
ignoraba  el  marinero,  según  dijo,  y  así  se 
proponía  hacerlo.  Con  todo,  su  torvo  sem- 
blante se  dilató  un  poco,  y  miró  con  menos 
fiereza  al  capitán.  Entonces,  Mr.  B.,  dirigién- 
dose al  último,  hizo  algunas  observaciones 
sobre  la  inconveniencia  de  llamar  cgriego» 
a  un  marinero  británico,  sin  olvidarse  de 
mencionar  al  propio  tiempo  la  absoluta  ne- 
cesidad de  disciplina  y  obediencia  a  bordo. 
Sus  palabras  produjeron  tal  efecto,  que  muy 
poco  tiempo  después  el  marinero  tendía  la 
mano  al  capitán,  mostrándose  dispuesto  a 
volver  con  él  a  bordo  y  a  cumplir  sus  obli- 
gaciones, añadiendo  que  el  capitán,  después 
de  todo,  era  el  hombre  mejor  del  mundo. 
Así  se  separaron  contentos  unos  de  otros; 
habiéndoles  arrancado  el  cónsul  la  promesa 
de  asistir  al  día  siguiente  al  oficio  divino  en 
su  casa. 

Llegó  la  mañana  del  domingo,  y  a  las  seis 
me  encontraba  a  bordo.  Al  trepar  por  la 
escala,  me  hirió  los  oídos  el  áspero  acento 
del  dialecto  catalán.  El  barco  era,  en  efecto, 
de  construcción  catalana,  y  el  capitán  y  los 
tripulantes  pertenecían  a  aquel  pueblo;  la 
mayor  parte  de  los  pasajeros  ya  a  bordo,  o 
llegados  después,  eran  catalanes,  y  parecían 
rivalizar  unos  con  otros  en  emitir  sonidos 
desagradables.  Pero  quien  con  toda  eviden- 
cia se  llevaba  la  palma  era  un  comerciante 
gordo,  de  rostro  colorado,  barba  en  punta, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        241 

ojos  penetrantes  y  nariz  corva;  hablaba  con 
asombrosa  vehemencia  por  los  motivos  al 
parecer  más  fútiles,  o  sin  motivo  alguno;  el 
sonido  de  su  voz  hubiese  sido  exactamente 
igual  al  ruido  de  un  molinillo  de  café,  a  no 
ser  por  cierta  nasalidad  gangosa;  no  cesó  de 
eyacular  su  catalán  en  todo  el  trayecto  has- 
ta Gibraltar.  Esas  gentes  no  se  marean 
nunca,  aunque  con  frecuencia  producen  o 
aumentan  el  mareo  de  los  demás. 

No  zarpamos  hasta  después  de  las  ocho, 
en  espera  del  gobernador  de  Algeciras,  y 
en  cuanto  llegó  a  bordo  nos  pusimos  en 
marcha;  era  hombre  de  unos  setenta  años, 
alto,  delgado,  rígido,  de  rostro  grave,  alar- 
gado y  rugoso;  en  suma,  la  propia  imagen 
de  un  antiguo  grande  de  España.  Nos  echa- 
mos- fuera  de  la  bahía  rodeando  el  ingente 
faro  erguido  sobre  el  arrecife,  e  hicimos 
después  rumbo  al  Sur,  en  dirección  de  los 
estrechos.  La  mañana  era  esplendorosa;  el 
cielo  y  el  mar,  de  un  azul  radiante,  o  más 
bien,  como  en  ocasión  análoga  hizo  notar 
mi  amigo  Oehlenschlaeger  1,  parecían  dos 
cielos  y  dos  soles,  uno  arriba  y  otro  abajo. 

Aunque  el  tiempo  era  bueno,  el  barco 
andaba  poco,  tal  vez  por  sernos  contraria  la 
corriente.  A  las  dos  horas  pasamos  frente 
al  castillo  de  Santa  Petra,  y  al  mediodía  es- 
tábamos a  la  vista  de  Trafalgar.  El  viento 

1    Poeta  danés.  1779-1850. 

T.  III  16 


242  B  O  R  R  O  W 

refrescó  y  nos  daba  de  proa;  nos  arrimamos 
mucho  a  la  costa  para  evitar  en  lo  posible 
el  duro  y  fuerte  mar  que  desembocaba  del 
estrecho.  Pasamos  a  muy  corta  distancia  del 
Cabo,  escarpado  promontorio  de  no  muy 
considerable  altura. 

No  hay  inglés  que  pase  por  tales  lugares 
— teatro  de  la  batalla  naval  más  famosa  que 
se  recuerda — sin  emoción.  Allí  las  flotas  de 
Francia  y  España,  unidas,  fueron  aniquila- 
das por  una  fuerza  muy  inferior;  pero  era 
una  fuerza  británica  y  la  dirigía  uno  de 
los  hombres  más  notables  de  su  época, 
quizás  el  héroe  más  grande  de  todos  los 
tiempos. 

Enormes  despojos  de  naufragios  emer- 
gen aún  con  frecuencia  del  golfo,  cuyas  olas 
se  estrellan  contra  las  rocas  de  Trafalgar: 
son  reliquias  de  las  gigantescas  naves  incen- 
diadas y  hundidas  en  aquel  día  terrible, 
cuando  el  heroico  campeón  de  Bretaña,  con- 
cluida su  obra,  murió.  A  un  solo  individuo 
le  he  oído  aventurar  palabras  en  desdoro 
de  la  gloria  de  Nelson:  era  un  americano 
insolente,  quien  reputaba  por  demás  exage- 
rada la  fama  del  almirante  británico. 

— ^Cabe  exagerar  el  aprecio  de  un  hom- 
bre— replicó  un  desconocido — cuyos  pen- 
samientos todos  se  encaminaron  al  honor 
de  su  país,  que  apenas  combatió  una  vez 
sin  dejar  un  pedazo  de  su  cuerpo  en  la  re- 
friega, y,  para  no  hablar  de  otros  triunfos 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        243 

menores,  vencedor  en  dos  batallas  tales  co- 
mo Abukir  y  Trafalgar? 

Poco  después  estábamos  a  la  vista  de  la 
costa  de  África.  El  cabo  Esparte!  se  dibu- 
jaba borrosamente  entre  la  niebla  por  nues- 
tra derecha.  El  Levante  comenzó  a  soplar, 
y  el  barco  cabeceaba  mucho;  sin  embargo, 
el  gobernador  y  yo  resistimos  valientemen- 
te; sentados  en  un  banco,  entramos  en  con- 
versación acerca  de  los  moros  y  de  su  país. 
El  propio  Torquemada  no  habría  hablado 
de  ellos  con  más  aborrecimiento.  Me  dijo 
que  había  estado  bastantes  veces  en  las 
principales  ciudades  moras  de  la  costa,  des- 
cribiéndomelas como  montones  de  ruinas; 
a  los  moros  los  llamaba  cafres  y  bestias  fe- 
roces. Siempre,  aun  en  Tánger,  donde  la 
gente  está  más  civilizada,  le  habían  insulta- 
do: tan  grande  es  el  odio  de  los  moros  a 
cuanto  huele  a  cristiano.  Sin  embargo,  a  los 
ingleses  ios  trataban  con  relativa  cortesía, 
y  circulaba  entre  ellos  un  dicho  según  el 
cual  ingleses  y  mahometanos  son  unos  y  lo 
mismo;  el  semblante  del  gobernador  tomó 
por  un  momento  una  expresión  más  grave; 
el  hombre  se  santiguó  y  guardó  silencio. 
Adiviné  lo  que  pasaba  por  su  ár  imo: 

«De  bárbaros  herejes, 
turcos  y  moros, 
Estrella  del  mar 
Dulce  María, 
ampárame!» 


244  B  O  R  R  O  W 

A  eso  de  las  tres  cruzamos  frente  a  Tari- 
fa, tantas  veces  mencionada  en  la  historia 
de  moros  y  cristianos.  ¿Quién  no  ha  oído 
hablar  de  Alonso  de  Guzmán  el  Bueno  i, 
que  dejó  sacrificar  a  su  hijo  único  delante 
de  los  muros  de  la  ciudad  por  no  sufrir  la 
ignominia  de  entregar  las  llaves  al  monarca 
marroquí,  quien,  con  su  ejército,  muy  cer- 
cano, según  cuentan,  a  medio  millón  de 
hombres,  había  desembarcado  en  las  costas 
de  Andalucía  y  amenazaba  poner  de  nuevo 
a  España  bajo  el  yugo  musulmán?  Pues,  en 
verdad,  si  hay  un  país  y  un  lugar  donde 
apenas  se  nombre  a  tan  buen  patriota,  ni  se 
canten  sus  proezas,  ese  país  y  ese  lugar  son 
España  y  Tarifa  modernas. 

He  oído  cantar  en  danés  el  romance  de 
Alonso  Guzmán  a  un  pastor  en  las  soleda- 
des de  Jutlandia;  pero  una  vez  hablé  del 
«Fiel»  a  unos  habitantes  de  Tarifa,  y  me  di- 
jeron que  nunca  habían  oído  mentar  a  Guz- 
mán el  Fiel  de  Tarifa,  pero  que  conocían  a 
Alonso  Guzmán  el  tuerto^  uno  de  los  más 
miserables  arrieros  del  camino  de  Cádiz. 

El  viaje  por  aquellos  angostos  mares  no 
puede  por  menos  de  interesar  al  más  apá- 
tico, dado  el  panorama  que  por  uno  y  otro 
lado  se  presenta  ante  los  ojos.  Las  costas 
son  muy  bravas  y  altas  en  extremo,  sobre 
todo  la  de  España,  que  parece  dominar  a 

*    Borrow  le  llama  tht  Faithful,  el  Fiel. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        245 

la  de  África;  pero  frente  a  Tarifa,  el  conti- 
nente africano,  girando  hacia  el  Suroeste, 
toma  un  aspecto  de  grandeza  sublime.  Una 
montaña  blanquecina  horada  las  nubes  con 
su  cumbre:  es  monte  Abyla,  llamado  en 
lengua  mora  Gibil  Muza,  o  montaña  de  Mu- 
za, porque  en  ella  está  el  sepulcro  de  un 
profeta  de  ese  nombre.  Es  una  de  las  dos 
excrecencias  naturales  llamadas  en  la  anti- 
güedad columnas  de  Hércules;  sus  vertien- 
tes y  estribaciones  ocupan  muchas  leguas 
de  la  costa  marroquí  en  varias  direcciones; 
pero  su  parte  más  ancha  y  escarpada  mira 
de  frente  al  punto  del  continente  europeo 
donde  yace  Gibraltar  como  un  enorme 
monstruo  tendido  en  las  aguas.  De  las  dos 
montañas,  o  columnas,  la  más  notable,  vis- 
tas desde  lejos,  es  la  africana,  Gibil  Muza. 
Es  la  más  alta,  la  más  corpulenta  y  se  ve 
desde  mayor  distancia;  pero  miradas  desde 
cerca,  la  columna  de  Europa  absorbe  nues- 
tra admiración.  Gibil  Muza  es  una  inmensa 
masa  informe,  un  amontonamiento  de  ro- 
cas agrestes,  con  algunos  pocos  árboles  y 
arbustos  aquí  y  allá  asomados  a  los  bordes 
de  los  precipicios;  sus  únicos  moradores  son 
los  lobos,  jabalíes  y  monos,  a  los  que  debe 
su  nombre  español  áe.  Montaña  de  las  monas. 
Gibraltar,  por  el  contrario — y  sin  hacer 
cuenta  de  la  extraña  ciudad  que  en  parte  lo 
cubre,  habitada  por  hombres  de  todas  las 
naciones  y  lenguas,  ni  de  sus  baterías  y  ex- 


246  B  O  R  R  O  W 

cavaciones,  todas  prodigios  de  arte — ,  es 
la  montaña  de  más  insólita  apariencia  del 
mundo,  indescriptible  por  el  pincel  ni  por 
la  pluma,  que  los  ojos  no  se  hartan  de 
mirar. 

Cerca  ya  del  anochecer,  cruzábamos  la 
bahía  de  Gibraltar.  Habíamos  tocado  en  Al- 
geciras,  en  la  costa  española,  para  des- 
embarcar al  viejo  gobernador  y  tomar  y  de- 
jar cartas. 

Algeciras  es  una  antigua  ciudad  mora, 
como  denota  su  nombre,  palabra  árabe 
que  significa  «el  lugar  de  las  islas».  Hállase 
al  borde  del  mar,  con  una  cadena  de  altas 
montañas  a  la  espalda.  Hasta  donde  puede 
juzgarse  a  la  distancia  de  media  milla,  el  lu- 
gar me  pareció  triste  y  abandonado.  Sin 
embargo,  en  la  bahía  estaban  una  fragata 
española  y  un  bergantín  francés.  Al  pasar 
junto  a  aquélla,  algunos  españoles  a  bordo 
de  nuestro  vapor  empezaron  a  echar  roncas 
a  costa  de  los  ingleses.  Parece  que  pocas 
semanas  antes,  un  barco  inglés,  sospechoso 
de  contrabandista,  fué  visto  por  la  fragata 
española,  abrigada  en  una  bahía  de  la  costa 
andaluza,  junto  con  una  fragata  inglesa,  el 
Orestes.  La  fragata  española  estuvo  en  ace- 
cho, y  una  mañana,  al  observar  que  el  Ores- 
tes  había  desaparecido,  arboló  los  colores 
ingleses  e  hizo  señales  al  mercante  para 
que  se  acercara;  engañado  por  la  bandera 
británica,  el  mercante  se  acercó  y  al  instan- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        247 

te  fué  cañoneado  y  abordado:  resultó  ser, 
en  efecto,  barco  contrabandista,  y  fué  lle- 
vado a  un  puerto,  donde  lo  entregaron  a  las 
autoridades  españolas.  A  los  pocos  días  el 
capitán  del  Orestes  se  enteró  del  caso,  e, 
irritado  por  el  injustificable  empleo  del  pa- 
bellón británico,  destacó  un  bote  con  un 
mensaje  para  la  fragata  española,  pidiendo 
la  devolución  inmediata  del  barco  apresado, 
o,  de  lo  contrario,  lo  rescataría  por  la  fuer- 
za; añadiendo  que  llevaba  40  cañones  a  bor- 
do. El  capitán  de  la  fragata  española  res- 
pondió que  el  mercante  estaba  ya  en  poder 
de  los  empleados  de  la  Aduana  y  no  dispo- 
nía de  él;  pero  que  el  capitán  del  Orestes  era 
muy  dueño  de  proceder  a  su  antojo,  y  que 
si  tenía  40  cañones,  él  llevaba  44;  el  Orestes 
tuvo  a  bien  responder  marchándose.  Tal 
fué,  al  menos,  el  relato  que  apareció  en  los 
periódicos  españoles.  Al  observar  cuánto 
les  regocijaba  a  los  españoles  la  idea  de  que 
un  compatriota  suyo  hubiese  amedrentado 
a  un  inglés,  exclamé:  «Señores,  si  algunos 
de  ustedes  suponen  que  un  capitán  inglés 
ha  desistido  de  atacar  a  un  buque  español, 
temiendo  una  superioridad  de  cuatro  caño- 
nes, recuerden,  si  lo  tienen  a  bien,  la  suerte 
áé[  Santísima  Trinidad,  y  no  olviden  tam- 
poco, se  lo  ruego,  que  casi  resuenan  toda- 
vía los  cañonazos  de  Trafalgar.» 

Era  cerca  del  obscurecer,  repito,  y  cruzá- 
bamos la  bahía  de  Gibraltar.  De  pie  en  la 


248  B  O  R  R  O  W 

proa  del  barco,  llevaba  los  ojos  clavados  en 
la  montaña-fortaleza;  no  obstante  haberla  ya 
visto  viadas  veces,  me  interesaba  mucho, 
llenándome  de  admiración.  Desde  donde 
yo  la  contemplaba,  si  se  parece  a  algún  ser 
de  la  naturaleza  animada,  es  a  un  león  acu- 
rrucado, terrible,  cuya  estupenda  cabeza 
amenaza  a  España.  En  alas  del  ensueño, 
quizás  habría  llegado  a  la  conclusión  de  que 
el  Genio  del  África,  bajo  la  forma  de  aquel 
monstruo,  el  más  poderoso  de  cuantos  cría, 
había  cruzado  de  un  salto  el  mar,  desde  el 
país  de  la  arena  y  del  sol,  con  ánimo  de  des- 
truir el  continente  rival;  imagen  robustecida 
por  el  color  de  sus  flancos  de  roca,  del  es- 
pinazo y  de  la  cerviz,  tan  curtidos  como  la 
piel  del  rey  del  desierto.  Y  en  realidad  ese 
monte  ha  sido  casi  siempre  para  España  un 
león  enemigo,  al  menos  desde  que  empezó 
a  sonar  en  la  historia,  o  sea  cuando  Tarik  lo 
tomó  y  fortificó.  La  mayor  parte  del  tiempo 
ha  estado  en  poder  de  extranjeros:  primero, 
en  poder  de  los  hombres  del  turbante,  de 
los  atezados  moros;  ahora,  en  el  de  una  raza 
pelirrubia  venida  de  una  isla  lejana.  Aunque 
es  parte  de  España,  parece  renegar  toda  co- 
nexión con  ella;  colocado  al  final  de  un  lar- 
go y  angosto  istmo  de  arena,  casi  a  nivel 
con  el  mar,  yergue  verticalmente  su  abrasa- 
da cima  para  denunciar  los  crímenes  que 
afean  la  historia  de  una  tierra  tan  bella  y 
majestuosa. 


LA     BIBLIA     EN     ESPAÑA      249 

Era  ya  cerca  del  obscurecer,  por  tercera 
vez  lo  digo,  y  atravesábamos  la  bahía  de  Gi- 
braltar.  ]La  bahíal  No  semejaba  tal,  sino  un 
mar  interior,  rodeado  por  todas  partes  de 
mágicas  barreras:  tan  sorprendente,  tan  pro- 
digioso era  el  aspecto  de  las  costas.  Delante 
de  nosotros,  la  inexpugnable  montaña;  a  la 
derecha,  el  continente  africano,  con  su  Gibil 
Muza,  gris,  y  el  derrumbadero  de  Ceuta,  ha- 
cia el  que  llevaba  rumbo  una  barca  solita- 
ria; detrás  de  nosotros,  el  pueblo  que  aca- 
bábamos de  dejar  y  su  barrera  montañosa; 
a  la  izquierda,  la  costa  de  España.  Ni  una 
ola  rizaba  la  superficie  del  mar,  y  como  nos 
deslizábamos  sobre  ella  velozmente,  el  sin- 
gularísimo objeto  a  que  íbamos  acercándo- 
nos se  hacía  a  cada  momento  más  visible  y 
distinto.  Al  pie  de  la  montaña,  y  en  una  pe- 
queña porción  de  la  falda,  yace  la  ciudad, 
con  las  murallas  guarnecidas  de  cañones  ne- 
gruzcos, asestados  de  modo  significativo 
contra  las  dársenas  y  muelles;  encima,  en 
cada  risco,  en  cada  hueco  útiles  para  la  de- 
fensa y  el  estrago,  asoman  las  baterías,  apa- 
rición siniestra  y  sepulcral,  como  presagio 
ominoso  de  la  suerte  que  aguarda  a  cual- 
quier enemigo  intruso;  mientras,  al  Este  y 
al  Oeste,  hacia  África  y  España,  en  los  pun- 
tos elevados,  se  alzan  castillos,  torres  o  ata- 
layas ^  que  dominan  el  conjunto,  y  toda  la 
región  circunyacente,  por  tierra  y  por  mar. 
Las  fortificaciones  son  fuertes,  amenazado- 


250  B  o  R  R  o  W 

ras  y,  vistas  en  cualquier  otro  sitio,  ellas  so- 
las embargarían  el  ánimo  y  absorberían  la 
admiración;  pero  la  montaña,  la  pasmosa 
montaña,  reaparecía  por  todas  partes  y  so- 
brepujaba su  efecto  como  espectáculo. 
¿Quién,  al  contemplar  un  elefante  enorme 
que,  blandiendo  la  trompa,  se  arroja  impe- 
tuosamente en  la  pelea,  mira  el  castillete  le- 
vantado en  su  lomo,  o  teme  las  jabalinas  de 
sus  ocupantes,  por  diestros  y  valerosos  que 
sean?  Nunca  se  nos  representa  mejor  el  po- 
der y  la  grandeza  de  Dios  que  al  contrastar 
las  obras  de  sus  manos  con  los  trabajos  del 
hombre.  Contemplad  El  Escorial:  es  una 
obra  soberbia,  pero  no  sé  si  podréis  admi- 
rarla en  viendo  la  montaña  que  se  mofa  de 
él  a  sus  espaldas;  contemplad  aquel  orgullo 
de  los  reyes  moros,  contemplad  a  Granada 
desde  la  vega;  pero  no  sé  si  podréis  admi- 
rarla, pues  veréis  detrás,  mofándose,  las  Al- 
pujarras.  ¡Ohl  ¿Qué  son  las  obras  del  hom- 
bre comparadas  con  las  del  Señor?  Lo  que 
el  hombre  comparado  con  su  Creador.  El 
hombre  construye  pirámides;  también  Dios 
las  construye:  las  pirámides  del  hombre  son 
montones  de  cascote,  mezquinos  montícu- 
los en  una  planicie  arenosa;  las  pirámi- 
des del  Señor  son  los  Andes  y  las  mon- 
tañas de  la  India.  El  hombre  construye  mu- 
rallas; también  su  Dueño;  pero  las  murallas 
de  Dios  son  los  negros  precipicios  de  Gi- 
braltar  y  de  Horneel,  eternos,  indestructi- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        251 

bles,  inaccesibles;  las  del  hombre  se  escalan 
o  las  destruyen  las  olas,  o  el  rayo  o  la  pól- 
vora las  pulverizan.  Si  el  hombre  quiere 
desplegar  victoriosamente  su  poder  o  su 
grandeza,  ha  de  ser  lejos  de  las  montañas; 
sobre  sus  cimas  flotan  las  nubes,  enseña  del 
Creador;  allí  es  más  patente  la  majestad  de 
Dios.  Llámese,  si  se  quiere,  a  Gibraltar  mon- 
taña de  Tarik  o  de  Hércules;  pero  contem- 
pladla un  instante,  y  la  llamaréis  montaña 
de  Dios.  Tarik  y  el  semidiós  antiguo  pueden 
haber  edificado  sobre  ella;  pero  ni  todo 
aquel  pueblo  de  bronceada  tez  de  que  Ta- 
rik era  retoño,  ni  todos  los  gigantes  en  lo 
antiguo  famosos,  entre  los  que  se  contaba 
Hércules,  hubieran  podido  construir  sus  ris- 
cos ni  cincelar  en  su  enorme  masa  la  forma 
que  ahora  tiene. 

Echamos  el  ancla  no  lejos  del  muelle. 
Como  esperábamos  oír  de  un  momento  a 
otro  el  cañonazo  vespertino,  después  del 
cual  no  se  permite  a  nadie  entrar  en  la  ciu- 
dad, estaba  yo  sobresaltado,  temiendo  ver- 
me obligado  a  pernoctar  en  el  sucio  vapor 
catalán,  que,  pues  ya  no  había  de  proseguir 
en  él  mi  viaje,  sentía  mucha  prisa  por  aban- 
donar. Se  nos  acercó  un  bote,  con  dos  indi- 
viduos en  la  popa,  y  uno  de  ellos,  puesto  en 
pie,  preguntó  con  tono  autoritario  el  nom- 
bre del  barco,  su  destino  y  carga.  Dada  res- 
puesta, subieron  a  bordo.  Hablaron  un  poco 
con  el  capitán,  y  se  disponían  a  partir,  cuan- 


252  B  O  R  R  O  W 

do  pregunté  si  podía  acompañarlos  a  tierra. 
La  persona  a  quien  interrogué  era  un  joven 
alto,  con  levita  de  fustán.  Era  carilargo,  y 
larga  su  nariz,  ancha  la  boca,  los  ojos  gran- 
des, vivarachos.  Guiñaba  el  rostro  con  una 
mueca  al  parecer  imborrable,  y  si  no  hubie- 
se sido  por  su  tez  bronceada,  le  hubiera  to- 
mado por  un  vagabundo  de  las  calles  de 
Londres.  Pero  no  era  tal,  sino  lo  que  llaman 
«un  lagarto  del  Peñón»,  o  sea  una  persona 
nacida  en  Gibraltar  de  padres  ingleses.  Al 
oír  mi  pregunta,  hecha  en  español,  gesticuló 
aún  más  que  de  ordinario  y,  con  extraño 
acento,  me  preguntó  si  era  hijo  de  Gibral- 
tal.  Respondí  que  no  tenía  tal  honor,  pero 
que  era  subdito  británico;  luego  se  mostró 
dispuesto  a  desembarcarme.  Entramos  en 
el  bote,  tomaron  los  remos  cuatro  marine- 
ros genoveses  y  nos  impelieron  velozmente 
hacia  tierra.  Mis  dos  compañeros  charlaban 
en  un  español  muy  raro;  el  de  la  levita  de 
fustán  volvía  hacia  mí  la  cara  de  cuando  en 
cuando,  y  cada  vez  su  mueca  era  más  des- 
agradable. No  tardamos  en  llegar  al  muelle; 
exhibí  el  pasaporte,  anotaron  mi  nombre  y 
me  dejaron  pasar. 

Era  ya  noche  cerrada,  y  sin  perder  tiem- 
po crucé  el  puente  levadizo  y  entré  en  el 
largo  corredor  abovedado  que  por  debajo 
de  las  fortificaciones  comunica  con  la  ciu- 
dad. En  el  pasadizo,  dos  centinelas  de  casa- 
ca roja  iban  y  venían,  fusil  al  hombro,  mar- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        253 

cando  el  paso.  No  se  detenían  un  momento, 
no  ganduleaban,  no  reían  ni  bromeaban 
con  los  transeúntes;  su  porte  era  el  propio 
de  soldados  británicos,  conscientes  de  los 
deberes  de  su  situación.  ¡Diferencia  va  de 
ellos  a  ios  abandonados  haraganes  que  mon- 
tan la  guardia  a  la  puerta  de  cualquier  ciu- 
dad española  con  guarniciónl 

Remonté  la  calle  principal,  que  corre  en 
suave  pendiente  a  lo  largo  de  la  base  de  la 
montaña.  Acostumbrado  desde  hacía  varios 
meses  al  melancólico  silencio  de  Sevilla,  el 
ruido  y  la  animación  reinantes  en  torno  mío 
casi  me  ensordecieron.  Era  noche  de  sába- 
do, y  todos  los  negocios  estaban,  claro  es, 
interrumpidos;  pero  arriba  y  abajo  pasaba 
un. copioso  gentío.  Allí  avanzaba  un  pelotón 
de  guardias,  aquí  se  paseaba  un  grupo  de 
oficiales,  más  allá  un  corro  de  soldados  ha- 
blaba y  reía.  Casi  todos  los  paisanos  eran 
españoles,  pero  había  una  buena  rociada  de 
judíos,  vestidos  como  los  de  Berbería,  y  al- 
gún que  otro  moro  con  turbante.  También 
había  bandas  de  marineros,  genoveses,  a  juz- 
gar por  su  «patois»,  si  bien  percibía  alguna 
vez  el  sonido  tou  logousas^  que  me  reveló  la 
proximidad  de  griegos,  y  dos  o  tres  veces 
vislumbré  el  gorro  encarnado  y  las  chaque- 
tillas de  seda  azul  de  los  marineros  de  las 
islas  romaicas.  Continué  presuroso  hasta  lle- 
gar a  cierta  hostería  muy  nombrada,  inme- 
diata a  una  plazuela  donde  está  la  Bolsa  de 


254  B  O  R  R  O  W 

Gibraltar.  Me  precipité  en  la  hostería,  pedí 
habitación,  y  el  geniecillo  del  lugar,  que  es- 
taba en  pie  detrás  del  mostrador,  me  dio 
alegremente  la  bienvenida;  quizás  tendré 
ocasión  de  describirlo  más  adelante.  Todas 
las  habitaciones  del  piso  bajo  estaban  llenas 
de  gente  del  Peñón,  hombres  corpulentos 
por  lo  general,  de  tez  morena  y  facciones 
inglesas,  con  sombreros  blancos  y  trajes  de 
cutí,  también  blancos.  Fumaban  pipas  y  ci- 
garros, bebían  cerveza,  vino  y  otros  líqui- 
dos, y  hablaban  en  español  del  Peñón  o  en 
inglés  del  Peñón,  según  les  tomaba  la  fanta- 
sía. Muy  denso  era  el  humo  del  tabaco,  y 
grande  el  ruido  de  las  voces;  con  mucho 
gusto  subí  presuroso  a  un  cuarto  desocupa- 
do, donde  me  sirvieron  un  retrigerio  que 
me  estaba  haciendo  mucha  falta. 

Al  poco  rato,  los  sones  de  una  música 
militar,  muy  próxima  a  mis  ventanas,  atra- 
jeron mi  atención.  Bajé,  y  me  asomé  a  la 
puerta.  Una  banda  militar,  en  la  plazoleta 
delante  de  la  Bolsa,  se  preparaba  para  tocar 
retreta.  Después  del  preludio,  admirable- 
mente ejecutado,  el  mayor,  un  buen  mozo, 
hizo  unos  floreos  con  el  bastón  y  echó  calle 
arriba,  seguido  de  toda  la  banda,  tan  airosa 
y  apuesta,  y  de  una  multitud  de  oyentes  ad- 
miradores. Batían  los  platillos,  lanzaban  las 
trompetas  su  alarido,  los  timbales  emitían 
su  nota  grave  y  solemne;  despertábanse  los 
ecos  del  Peñón,  y  las  escalonadas  azoteas  de 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        255 

la  ciudad  retumbaban  con   aquel   estrépito 
conmovedor. 

¡Plánl  ¡Rataplán!  Así  hacen  los  tambores. 
¡Tra!  ¡Tralará!  ¡Ya  vienen  los  ingleses! 

jOh  Ingláterral  ¡Mucho  tiempo  ha  de  pasar 
aún  antes  de  que  el  sol  de  tu  gloria  se 
abisme  en  las  ondas  tenebrosas!  Aunque 
sobre  ti  se  amontonan  nubes  sombrias,  pa- 
vorosas, todavía,  todavía  querrá  el  Omnipo- 
tente dispersarlas,  y  concederte  un  porvenir 
de  más  duración,  y  más  brillante  aún,  que 
tu  pasado!  ¡Y  si  tu  fin  está  próximo,  que  sea 
un  fin  noble,  digno  de  la  renombrada  Reina 
de  los  mares!  ¡Húndete,  si  has  de  hundirte, 
entre  sangre  y  llamas,  con  pavoroso  estruen- 
do., arrastrando  a  más  de  una  nación  en  tu 
caída!  {Plegué  al  Señor  preservarte,  sobre 
todo,  de  una  decadencia  lenta  y  oprobiosa, 
en  la  que  serías,  antes  de  extinguirte,  la  mo- 
fa y  escarnio  de  aquellos  mismos  enemigos 
que  ahora  te  envidian  y  aborrecen,  pero  te 
temen;  más  aún,  te  admiran  y  respetan  con- 
tra su  voluntad!  ¡Álzate,  mientras  es  tiempo 
aún,  y  disponte  para  un  combate  a  vida  o 
muerte!  ¡Arroja  de  ti  la  inmunda  costra  que 
llevas  pegada  a  tus  robustos  miembros,  que 
amortigua  tu  fuerza,  y  la  entorpece  y  debi- 
lita! (Arroja  de  ti  a  tus  falsos  filósofos,  que 
con  tanto  gusto  desacreditan  lo  que,  des- 
pués del  amor  a  Dios,  se  ha  tenido  hasta 
aquí  por  más  sagrado,  el  amor  a  la  tierra 


256  B  O  R  R  O  W 

maternal  Arroja  de  ti  a  ios  falsos  patriotas, 
que,  so  pretexto  de  enderezar  los  entuertos 
que  sufren  los  pobres  y  los  débiles,  tratan 
de  suscitar  discordias  internas,  de  suerte  que 
tu  poder  sólo  sea  terrible  para  ti  mismal 
¡Expulsa  a  los  falsos  profetas,  que  divinizan 
la  mentira;  que  han  puesto  en  tus  muros 
argamasa  que  no  fragua,  y  se  caerán;  que 
ven  visiones  de  paz,  donde  la  paz  no  existe; 
que  han  robustecido  los  brazos  de  los  mal- 
vados y  entristecido  el  corazón  de  los  jus- 
tosl  ¡Oh,  hazlo,  y  no  temas  el  resultado, 
porque  o  tu  fin  será  grandioso  y  envidia- 
ble, o  Dios  perpetuará  tu  reinado  sobre  los 
mares,  ¡oh  tú,  su  ya  antigua  Reina! 

Lo  que  antecede  es  parte  de  una  plega- 
ria por  mi  país  natal,  que,  después  de  mi 
acción  de  gracias  habitual,  balbucí,  ofre- 
ciéndosela al  Todopoderoso  antes  de  entre- 
garme al  descanso,  aquel  sábado  por  la  no- 
che en  Gibraltar. 


CAPÍTULO  LII 


Un  hostelero  jovial. — Los  aspirantes  a  la  gloria. 
Un  retrato. — Los  Hamales. — Una  excursión. — 
Labriego  y  soldado. — Las  excavaciones.  —Un 
tirón  de  la  ropa. — Judas  y  su  padre.  —  Pere- 
grinación de  Judas. — La  barba  frondosa. — Los 
falsos  moros. — Judas  y  el  hijo  del  Rey. — Vejez 
prematura. 


Q 


uizÁs  fuera  imposible  escoger  lugar  más 
apropiado  para  observar  con  toda  hol- 
gura a  Gibraltar  y  sus  moradores  que  aquel 
en  que  me  hallé  a  eso  de  las  diez  de  la  ma- 
ñana siguiente.  Sentado  en  un  banquillo 
frente  por  frente  del  mostrador,  pegado  a 
la  puerta,  en  el  zaguán  de  la  hostería  donde 
me  hallaba  alojado  temporalmenta,  abarca- 
ba con  la  vista  la  plaza  de  la  Bolsa  y  cuanto 
en  ella  entraba,  y  con  sólo  alzar  los  ojos, 
contemplaba  a  placer  la  estupenda  montaña 
que  se  yergue  sobre  la  ciudad  hasta  unos 
mil  pies  de  altura.  Observaba  también  a 
cuantas  personas  entraban  en  la  casa  o  sa- 
lían de  ella,  muy  concurrida,  por  hallarse 
situada  en  el  punto  más  frecuentado  de  la 

T,  III  ti 


258  B  O  R  R  O  W 

principal  arteria  de  la  ciudad.  Harta  ocupa- 
ción tenían  mis  ojos,  no  menos  que  mis  oí- 
dos. Junto  a  mí  estaba  en  pie  mi  excelente 
amigo  Griffiths,  el  jovial  hostelero,  de  quien 
diré  algunas  palabras,  aprovechando  la  opor- 
tunidad presente,  si  bien  ha  sido  ya  descri- 
to con  frecuencia  y  por  plumas  mucho  me- 
jores. Figúrense  los  que  no  le  conozcan,  un 
hombre  de  unos  cincuenta  años,  lo  menos 
de  seis  pies  de  alto,  de  unas  diez  arrobas  de 
peso,  de  semblante  muy  fresco,  facciones 
regulares  y  ojos  vivos  y  sagaces,  pero  al 
mismo  tiempo  expresivos  de  un  buen  natu- 
ral. Lleva  pantalones  blancos,  levita  blanca, 
sombrero  blanco;  todo  en  él  es  blanco,  ex- 
cepto sus  cuidadas  patillas  y  su  rubicunda 
faz.  Debajo  del  brazo  lleva  ün  látigo,  con 
que  se  aumenta  prodigiosamente  lo  que 
para  nosotros  hay  de  familiar  en  su  aspecto, 
más  parecido  al  de  un  caballero  que  tiene 
una  posada  en  el  camino  de  New-market, 
«simplemente  por  amor  de  los  viajeros  y 
del  dinero  que  llevan  consigo»,  que  al  de  un 
natural  del  Peñón.  Sin  embargo,  él  mis- 
mo se  confesará  lagarto  del  Peñón,  y  ape- 
nas les  cabrá  a  ustedes  duda  de  ello  cuan- 
do además  del  inglés  vernáculo  e  impu- 
ro que  habla,  le  oigan  expresarse  en  es- 
pañol o,  si  es  necesario,  incluso  en  geno- 
vés,  y  no  es  juego  de  niños  hablar  este  idio- 
ma, que  nunca  he  podido  dominar.  Es  muy 
entendido  en  caballos,  y  cuando  la  ocasión 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        259 

llega,  le  vende  un  «bocado  de  casta»  a  cual- 
quier aficionado  joven,  aunque  no  se  niega 
tampoco  a  tratar  con  viejos;  porque  entre 
todos  esos  judíos  de  Fez,  flacos,  catarrosos, 
lívidos,  de  ojos  de  lince,  no  hay  ninguno  ca- 
paz de  engañarlo  en  un  trato  ni  de  estafarle 
una  sola  de  las  cincuenta  mil  libras  esterli- 
nas que  posee;  pero  téngase  presente  que  es 
hombre  franco  y  liberal  con  quienes  se  por- 
tan con  él  honradamente,  y  sépase  también 
que  si  es  usted  un  caballero  cumplido  le 
prestará  dinero,  si  lo  necesita;  bien  entendi- 
do que,  si  se  lo  niega,  es  que  hay  algo  en 
su  conducta  de  usted  que  no  es  del  todo 
correcto,  porque  Griffiths  conoce  «su  mun- 
do» y  no  se  deja  tomar  por  tonto. 

Durante  la  hora  escasa  que  estuve  en  el 
banco  de  la  hostería  del  Peñón  se  consu- 
mió en  mi  presencia  una  prodigiosa  canti- 
dad de  cerveza.  Delante  del  mostrador  se 
agolpaban  los  oficiales,  en  demanda  de  un 
refresco,  asaz  gustoso,  cuando  no  necesario 
con  un  tiempo  de  tan  sofocante  calor;  algu- 
nos llegaban  galopando  hasta  la  puerta  en  ja- 
cas berberiscas,  que  abundan  mucho  en  Gi- 
braltar.  Todos  parecían  muy  amigos  del  hos- 
telero, con  quien  discutían  a  veces  los  mé- 
ritos de  tal  o  cual  caballo,  y  cuyas  burlas 
acogían  invariablemente  con  ilimitada  apro- 
bación. El  aspecto  y  los  modales  de  aque- 
llos jóvenes,  porque,  en  efecto,  en  su  mayor 
parte,  eran  muy  jovencitos,  me  parecieron 


26o  B  o  R  R  o  W 

interesantes  y  agradables  en  sumo  grado.  En 
verdad,  creo  que  los  oficiales  ingleses  en 
general,  por  su  buena  presencia  y  por  la  ur- 
banidad de  sus  modales,  se  llevan  la  palma 
entre  todos  los  de  igual  clase  en  el  mundo. 
Es  verdad  que  los  oficiales  de  la  Guardia 
real  de  Rusia,  especialmente  los  de  los  tres 
hermosos  regimientos  llamados  Priberjens- 
ky^  Simeonsky  y  Finlansky  polks^  pueden, 
en  casi  todos  los  puntos,  entrar  sin  miedo 
en  comparación  con  la  flor  del  ejército  bri- 
tánico; pero  es  de  recordar  que  la  oficiali- 
dad de  esos  regimientos  la  forman  los  más 
selectos  individuos  de  la  nobleza  eslavona, 
jóvenes  escogidos  expresamente  por  sus 
prendas  personales  y  por  la  superioridad  de 
sus  dotes  intelectuales,  mientras  que,  entre 
los  jóvenes  y  rubios  anglo-sajones  a  la  sazón 
reunidos  junto  a  mí,  no  había  quizás  uno 
solo  de  descendencia  noble  ni  de  nombre 
encumbrado  y  soberbio,  y  lejos,  por  cierto, 
de  haberlos  escogido  para  halagar  el  orgu- 
llo y  aumentar  la  pompa  de  un  déspota,  ha- 
bíanlos sacado  indistintamente  de  una  masa 
de  ardientes  aspirantes  a  la  gloria  militar,  y 
enviádolos,  en  servicio  de  su  país,  a  una  co- 
lonia remota  e  insalubre.  No  obstante,  eran 
tales,  que  su  país  podía  enorgullecerse  vién- 
dolos tan  sanos  y  bellos  de  rostro,  pintados 
el  valor  en  el  semblante  y  la  inteligencia  en 
sus  ojos  azules. 

¿Quién  se  detiene  ahora  frente  a  la  puer- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        261 

ta,  sin  entrar,  y  hace  una  pregunta  al  hoste- 
lero, que  se  acerca  saludándole  respetuoso? 
No  es  hombre  vulgar,  o  mucho  engaña  su 
aspecto.  Va  vestido  con  bastante  sencillez: 
sombrero  español,  de  copa  puntiaguda  y 
anchas  alas  sombrosas — el  verdadero  som- 
brero— ,  pantalones  de  cutí  y  chaquetilla 
azul  de  húsar;  pero  ¡qué  bien  le  sienta  ese 
vestido  a  su  dueño,  uno  de  los  hombres 
de  más  noble  apostura  que  he  vistol  Le  con- 
templé con  insólito  respeto  y  admiración, 
mientras  bondadosamente  sonreía  y  bro- 
meaba en  buen  español  con  un  descarado 
pilluelo  del  Peñón,  empeñado  en  venderle 
un  enorme  bogamante  o  langosta  ordinaria, 
ya  en  putrefacción,  que  llevaba  en  la  mano. 

Aquel  hombre  era  de  estatura  casi  gigan- 
tesca, y  sobresalía  cerca  de  tres  pulgadas 
por  encima  del  corpulento  hostelero;  pero 
bien  conformado,  como  un  atleta,  y  derecho 
como  un  pino  de  Dovrefeld.  Podía  tener 
once  lustros,  y  eso  añadía  cierta  expresión 
de  madura  dignidad  a  su  rostro,  que  se  di- 
jera cincelado  por  un  escultor  griego;  sus 
cabellos  eran  aún  negros  como  la  pluma  del 
cuervo  de  Noruega,  y  negro  también  el  bigo- 
te que  se  rizaba  sobre  su  bien  dibujado  la- 
bio. Con  atavío  griego,  y  en  el  campamen- 
to frente  a  Troya,  le  hubiera  tomado  por 
Agamenón. 

— Ese  hombre  ^es  un  general? — dije  a  un 
individuo  bajito,  de  extraña  catadura,  que. 


262  B  O  R  R  O  W 

sentado  junto  a  mí,  se  empapaba  en  la  lec- 
tura de  un  periódico. 

— Ese  caballero — susurró  con  acento  ce- 
ceoso— es  el  gobernador  de  Gibraltar. 

A  cada  lado  de  la  puerta,  por  la  parte  de 
afuera,  tendidos  en  el  suelo  o  apoyados  in- 
dolentemente contra  las  paredes,  había  me- 
dia docena  de  hombres  de  aspecto  bastante 
raro.  La  prenda  principal  de  su  vestido  era 
una  especie  de  túnica  azul,  algo  parecida  a 
la  blusa  que  llevan  los  campesinos  del  Nor- 
te de  Francia,  pero  menos  larga;  llevábanla 
ceñida  a  la  cintura  por  una  correa  y  les  caía 
hasta   la  mitad   de  los   muslos.  Tenían  las 
piernas  desnudas,  lo  que  me  permitió  ob- 
servar la  anchura  descomunal  de  sus  pan- 
torrillas.   Tocábanse    con   gorritos    de   lana 
negra.    Al    más    atlético    de    todos,    tipo 
de  atezado  rostro,  de  unos  cuarenta  años, 
le    pregunté     quiénes    eran.  — Hamáles  — 
me   respondió. — Esta    palabra    es   árabe  y 
significa  porteador;  en  efecto,   un   instante 
después  vi  atravesar  la  plaza  a  un  individuo 
semejante  tambaleándose  bajo  una  inmensa 
carga,  suficiente  casi  para  romperle  el  espi- 
nazo a  un  camello.  Me  dirigí  otra  vez  a  mi 
amigo  el  negro,  y  preguntándole  de  dónde 
procedía,  me  respondió  que  era  natural  de 
Mogador,  en  Berbería,  pero  había  pasado  la 
mayor  parte  de  su  vida  en  Gibraltar.  Añadió 
que  era  capataz  de  los  hamáles  que  estaban 
a  la  puerta.  Entonces  le  hablé  en  árabe  de 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        263 

Oriente,  aunque  con  pocas  esperanzas  de 
hacerme  entender,  sobre  todo  por  el  mucho 
tiempo  que  el  hombre  había  estado  fuera  de 
su  país.  Me  respondió,  empero,  muy  atina- 
damente, chispeantes  los  ojos  de  alegría  y 
temblándole  los  labios  de  ansia,  aunque  con 
facilidad  se  percibía  que  el  árabe,  o  más 
bien  el  marroquí,  no  era  la  lengua  en  que 
acostumbraba  hablar  o  pensar.  Sus  cama- 
radas  se  agruparon  en  torno  nuestro  y  es- 
cucharon con  avidez;  a  veces,  cuando  de- 
cíamos algo  que  merecía  su  aprobación,  ex- 
clamaban: Wakhud  rajil  shereef  hada^  min 
heled  del  scharki.  Por  último,  les  enseñé  el 
«shekel»  que  invariablemente  llevo  en  el 
bolsillo,  y  pregunté  al  capataz  si  había  visto 
nunca  aquella  moneda.  Estuvo  un  buen  rato 
examinando  el  incensario  y  el  ramo  de  oli- 
va, con  señales  evidentes  de  no  saber  lo  que 
era;  al  fin,  se  le  ocurrió  examinar  los  carac- 
teres que  por  ambos  lados  rodean  la  mone- 
da, y  lanzando  un  grito  exclamó  dirigiéndo- 
se a  los  otros  hamáles:  «Hermanos,  herma- 
nos, éstas  son  las  letras  de  Salomón.  Esta 
plata  está  bendita.  Besemos  la  moneda.» 
Púsola  sobre  su  cabeza,  la  apretó  contra  sus 
labios  y,  por  último,  la  besó  con  entusias- 
mo; lo  mismo  hicieron  sucesivamente  sus 
hermanos.  Luego,  recuperando  la  moneda, 
me  la  devolvió,  con  una  profunda  reveren- 
cia. Después  supe  por  Griffiths  que  durante 
el  resto  del  día  el  individuo  aquél  se  negó  a 


264  B  O  R  R  O  W 

trabajar,  y  no  hizo  más  que  sonreír,  reír  y 
hablar  solo. 

— Permítame  usted  ofrecerle  un  aperitivo, 
señor — dijo  aquel  tipo  raro  antes  menciona- 
do: era  un  hombre  corpulento,  muy  pe- 
queño, con  las  piernas  extremadamente  cor- 
tas. Vestía  una  grasicnta  casaca  de  color  de 
tabaco,  calzón  blanco,  bastante  sucio,  y  me- 
dias más  sucias  todavía.  Llevaba  un  sombre- 
ro de  copa  alta,  cuyas  alas  tendían  a  levan- 
tarse por  delante  y  por  detrás  de  la  cabeza. 
Había  yo  observado  que  durante  mi  conver- 
sación con  los  hamáles^  aquel  hombre  alza- 
ba repetidas  veces  los  ojos  del  periódico 
que  leía,  y  al  exhibir  la  moneda  sonrió  de 
un  modo  significativo  y  la  examinó  cuando 
estaba  en  manos  del  capataz. 

— Permítame  usted  que  le  ofrezca  un  ape- 
ritivo— dijo — .  Ya  sospechaba  que  era  us- 
ted de  los  nuestros,  antes  de  oírle  hablar 
con  los  hamdles.  Señor,  me  llena  de  alegría 
ver  a  un  caballero  tan  bien  portado  como 
usted,  que  no  tiene  a  menos  hablar  con  sus 
hermanos  pobres.  Así  lo  hago  yo  también  no 
pocas  veces,  y  que  Dios  borre  mi  nombre, 
que  es  Salomón,  si  alguna  vez  ios  despre- 
cio. No  tengo  pretensiones  de  saber  mucho 
árabe,  pero  le  entendí  a  usted  bastante  bien 
y  me  gustó  en  extremo  lo  que  dijo.  Debe 
usted  de  estar  muy  fuerte  en  shillam  eidri; 
pero  me  dejó  usted  parado  cuando  le  pre- 
guntó al  hamál  si  había  leído  la  Torah\  por 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        265 

supuesto,  querría  usted  decir  con  los  mefor- 
shim\  siendo  tan  pobre,  no  le  creo  bastante 
becoresh  para  leer  la  lorah  sin  comentarios. 
Usted  dirá  si  acierto:  me  parece  que  usted 
ha  de  ser  un  judío  de  Salamanca;  he  oído 
que  aun  quedan  por  allí  algunas  de  nuestras 
familias  antiguas.  Y  en  Tudela,  no  lejos  de 
Salamanca,  a  lo  que  creo,  ^verdad?  Un  pa- 
riente mío  vivió  allí  en  otros  tiempos:  era 
gran  viajero,  como  usted,  señor;  recorrió 
todo  el  mundo  en  busca  de  judíos,  y  estuvo 
hasta  en  la  cima  del  Sinaí.  ^Puedo  hacer  algo 
por  usted  en  Gibraltar?  ^Algún  encargo?  Lo 
haré  tan  bien  y  más  de  prisa  que  nadie.  Me 
llamo  Salomón.  Soy  bastante  conocido  en 
Gibraltar,  y  en  Crooked  Friars,  y  en  la  Neuen 
Stein  Steg  de  Hamburgo.  Pero  sáqueme  de 
una  duda:  creo  que  le  he  visto  a  usted  otra 
vez  en  la  feria  de  Brema.  ¿Habla  usted  ale- 
mán? Por  supuesto,  sí  lo  habla.  Permítame 
que  le  ofrezca  unos  aperitivos.  Quisiera  que 
por  ser  para  usted  fuesen  mayin  hayim;  no 
lo  dude,  señor,  quisiera  que  fuesen  aguas 
vivas.  Y  ahora  dígame  su  opinión  acerca  de 
este  asunto  (añadió  bajando  la  voz  y  gol- 
peando el  periódico).  ¿No  le  parece  a  us- 
ted muy  fuerte  cosa  que  un  Yudken  haga 
traición  a  otro?  Cuando  pongo  un  secretito 
en  beyad  peluni  ^  — ¿me  entiende  usted? — ; 


1     En  manos  de  alguno.  Peluni  es  fulano  en 
árabe.  (Nota  de  Burke.) 


266  B  O  R  R  O  W 

cuando  entrego  un  pobre  secreto  mío  a  la 
custodia  de  un  individuo,  y  ese  individuo 
es  judío,  Yudken^  no  quiero,  ni  espero,  ver- 
me engañado.  En  una  palabra,  ^qué  piensa 
usted  de  este  robo  de  polvo  de  oro,  y  qué 
le  harán  a  esa  infortunada  gente  que,  según 
veo,  está  convicta? 

Aquel  mismo  día  me  puse  a  buscar  los 
medios  de  trasladarme  a  Tánger,  pues  aun- 
que Gibraltar  ofrece  sumo  interés  al  viajero 
observador,  no  quería  prolongar  mi  estancia 
en  un  lugar  donde  ningún  asunto  especial 
me  retenía.  Por  la  tarde  fué  a  verme  un  ju- 
dío, natural  de  Berbería,  y  me  dijo  que  era 
secretario  del  patrón  de  una  barca  genovesa 
que  hacía  el  viaje  entre  Tánger  y  Gibraltar. 
Afirmó  que  el  barco  partiría  sin  taita  a  la 
tarde  siguiente  para  Tánger,  y  ajusté  con  él 
mi  pasaje.  Dijo  que  como  el  viento  soplaba 
de  Levante,  la  travesía  sería  muy  rápida. 
Deseoso  de  aprovechar  del  mejor  modo  po- 
sible el  corto  tiempo  que  esperaba  perma- 
necer aún  en  Gibraltar,  resolví  visitar  las  ex- 
cavaciones, que  nunca  había  visto,  al  día  si- 
guiente por  la  mañana,  para  lo  cual  pedí  y 
obtuve  con  facilidad  el  permiso  necesario. 

A  eso  de  las  seis  de  la  mañana  del  martes 
partí  para  esta  expedición  acompañado  de 
un  muchacho  judío,  de  rostro  inteligente, 
que  con  su  hermano  desempeñaba  en  la  hos- 
tería el  oficio  de  valet  de  place. 

La  mañana  era  obscura  y  brumosa,  pero 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        267 

hacía  algo  de  calor.  Subimos  una  calle  en 
pendiente,  y  siguiendo  en  dirección  al  Este 
no  tardamos  en  llegar  a  las  proximidades 
de  lo  que  generalmente  se  conoce  con  el 
nombre  de  Castillo  Moro,  vasta  torre,  tan 
maltratada  por  las  balas  de  cañón  disparadas 
contra  ella  en  el  famoso  asedio,  que  al  pre- 
sente es  poco  más  que  una  ruina.  Centena- 
res de  boquetes  redondos  se  ven  en  sus  mu- 
ros, donde  aun  están  incrustadas,  a  lo  que 
se  dice,  las  balas.  Allí,  en  una  especie  de 
choza,  se  unió  a  nosotros  un  sargento  de  ar- 
tillería, que  iba  a  servirnos  de  guía.  Después 
de  saludarnos  nos  llevó  a  una  enorme  roca, 
donde  abrió  la  puerta  de  entrada  a  un  pasa- 
dizo abovedado  y  obscuro,  que  corría  por 
debajo  del  peñasco,  y  al  salir  del  corredor 
nos  encontramos  en  un  escarpado  sendero, 
o  más  bien  escalera,  con  muros  a  cada  lado. 
Subimos  muy  despacio,  porque  en  tal  lugar 
de  nada  hubiese  servido  apresurarse,  como 
no  fuese  para  quedarnos  sin  aliento  en  un 
minuto.  El  soldado,  perfecto  conocedor  del 
terreno,  avanzaba  con  paso  uniforme,  pues- 
tos los  ojos  en  el  suelo. 

Miraba  yo  tanto  a  ese  hombre  como  el 
insólito  lugar  donde  a  la  sazón  nos  hallába- 
mos, y  que  a  cada  momento  era  más  sor- 
prendente. El  guía  era  un  hermoso  ejemplar 
del  labrador  transformado  en  soldado;  el 
Cuerpo  a  que  pertenecía  está  compuesto, 
casi  enteramente,  de  esa  clase.  Hele  ahí,  con 


268  B  O  R  R  O  W 

SU  mesurado  andar,  alto,  fuerte,  colorado, 
de  pelo  castaño,  inglés  hasta  la  coronilla; 
contempladle  en  su  marcha,  silencioso,  gra- 
ve y  cortés:  un  soldado  inglés  auténtico. 
Aprecio  la  obstinación  del  escocés;  me  gus- 
tan la  osadía  y  el  ímpetu  del  irlandés;  admi- 
ro todas  las  diversas  razas  que  constituyen 
la  población  de  las  Islas  Británicas;  pero  he 
de  decir  que,  en  general,  los  mejor  dotados 
para  desempeñar  el  duro  oficio  de  soldado 
son  los  hijos  del  campo  de  la  vieja  Inglate- 
rra, tan  fuertes,  tan  fríos;  pero,  al  propio 
tiempo,  animados  por  tanto  fuego  oculto. 
Recórrase  la  historia  de  Inglaterra,  y  se  pon- 
drá de  manifiesto  lo  que  son  capaces  de  ha- 
cer tales  hombres;  aun  en  los  remotos  y 
obscuros  tiempos  de  la  batalla  de  Hastings, 
contra  todas  las  desventajas  posibles,  debi- 
litados por  un  conflicto  reciente  y  terrible, 
sin  disciplina,  comparativamente  hablando, 
e  inferiores  en  armamento,  estuvieron  a 
punto  de  vencer  a  la  caballería  normanda. 
Trazad  sus  hazañas  en  Francia,  dos  veces 
subyugada;  y  seguidlos  hasta  España,  don- 
de vibrando  las  ballestas  y  empuñando  el 
hacha  de  armas,  dejaron  tras  sí  un  nombre 
glorioso  en  Inglés  Mendi,  nombre  que  ha  de 
durar  hasta  que  el  fuego  consuma  los  montes 
cántabros.  Y  en  los  tiempos  modernos,  se- 
guid las  hazañas  de  esos  bravos  por  todo  el 
mundo,  especialmente  en  Francia  y  España, 
y  admiradlos,  como  yo  admiré  a  aquel  hom- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        269 

bre,  tan  grave,  tan  silencioso,  tan  marcial, 
que  iba  enseñándome  las  maravillas  de  una 
montaña  fortaleza  enclavada  en  tierra  ex- 
tranjera, arrancada  por  sus  compatriotas 
más  de  un  siglo  antes  a  una  nación  podero- 
sa y  altiva,  y  de  la  que  era  él  a  la  sazón  efi- 
caz y  fiel  guardián. 

Llegamos  al  borde  del  estupendo  precipi- 
cio que  se  alza  abrupto  sobre  el  istmo  lla- 
mado zona  neutral  y  hace  una  vista  pavorosa 
y  fatídica  por  la  parte  de  España,  e  inme- 
diatamente entramos  en  las  excavaciones. 
Consisten  en  galerías  talladas  en  la  roca 
viva,  a  unos  doce  pies  de  distancia  del 
borde  exterior,  detrás  del  cual  recorren 
toda  la  anchura  de  la  montaña  por  aquel 
lado.  En  esas  galerías,  a  cortas  distancias, 
hay  boquetes  abiertos  por  la  mano  del  hom- 
bre, donde  está  el  cañón,  sobre  un  limpio 
basamento  de  pedrezuelas  de  pedernal,  li- 
geramente elevado,  cada  uno  con  su  pirá- 
mide de  balas  a  un  lado,  y  al  otro  una  caja 
donde  se  guardan  los  útiles  que  el  artillero 
necesita  para  ejercer  su  oficio.  Cada  cosa 
estaba  en  su  sitio,  en  hermosísimo  orden 
inglés,  todo  dispuesto  para  desbaratar  y  do- 
minar en  pocos  momentos  a  toda  hueste, 
por  numerosa  y  soberbia  que  sea,  que  por 
el  lado  de  tierra  aparezca  marchando  en  son 
de  guerra  contra  esa  singular  fortaleza. 

El  sitio  es  poco  variado,  ya  que  una  gru- 
ta se  parece  a  otra,  y  un  cañón  a  otro.  Los 


270  B  o  R  R  o  W 

i 

cañones  no  eran  de  gran  calibre,  por  cierto;    ¡ 
aquí  no  se  necesitan,  pues  un  guijarro  dis-    I 
parado  desde  tan  gran  altura  bastaría  para 
dar  la  muerte.  Sin  embargo,  al  descender  a 
una  profunda  cueva,  observé  en  una  cavidad    i 
de  importancia    excepcional    dos    enormes    j 
carroñadas,  asestadas  con  notable  malicia  y    i 
picardía  contra  una  roca  en  pendiente,  que    i 
acaso,  pero  no  sin  dificultad  tremenda,  po- 
día ser  escalada.  El  simple  rebufo  de  aque-    I 
líos  gruesos  cañones  bastaba  para  barrer  a    I 
un  millar  de  hombres.  ¡Qué  impresión  de    \ 
miedo  y  horror  se  ha  de  despertar  en  el  pe-    I 
cho  del  enemigo  cuando  esta  montaña  hue- 
ca,  en  días  de  asedio,  emite  llamas,  humo  y    i 
truenos  por  un  millar  de  bocas;  horror  igual    ¡ 
al  que  siente  el  campesino  de  las  inmedia-    : 
clones  cuando  Mongibello  ^  expele  por  to- 
dos sus  orificios  llamaradas  sulfúreas! 

Al  salir  de  las  excavaciones  visitamos  al- 
gunas baterías.  Pregunté  al  sargento  si,  tan- 
to él   como  sus  compañeros,   estaban  dies- 
tros en  el  uso  de  los  cañones.  Replicó  que 
los  cañones  eran  para  ellos  lo  que  la  esco- 
peta para  el  cazador,  que  los  manejaban  con    i 
igual  facilidad,  y,  a  su  parecer,  los  apunta-    i 
ban  con  mayor  precisión,  pues  rara  vez,  o    i 
nunca,   marraban  un  blanco  al  alcance  del    ¡ 
tiro.  El  hombre  aquél  no  hablaba  si  no  se  le    ] 
preguntaba,  y  sus  respuestas  estaban  llenas    j 

^    Nombre  popular  del  Etna.  .; 

•  i 
i 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       271 

de  buen  sentido,  y  en  general  bien  dichas. 
Terminada  la  excursión,  que  duró  lo  menos 
dos  horas,  le  hice  un  pequeño  regalo  y  me 
despedí  con  un  cordial  apretón  de  manos. 

Por  la  tarde  me  preparaba  para  ir  a  bordo 
del  barco  destinado  a  Tánger,  confiando  en 
lo  que  el  judío  secretario  me  había  dicho 
respecto  de  su  salida.  Pero  habiéndole  en- 
contrado por  casualidad  en  la  calle,  me  dijo 
que  hasta  la  mañana  siguiente  no  saldría, 
aconsejándome  al  mismo  tiempo  que  estu- 
viese a  bordo  desde  muy  temprano.  Enton- 
ces vagué  por  las  calles  hasta  que  fué  ha- 
ciéndose de  noche,  y  al  sentirme  cansado 
me  disponía  a  enderezar  mis  pasos  hacia  la 
posada,  cuando  sentí  que  me  tiraban  suave- 
mente de  la  ropa.  Estaba  entre  un  golpe  de 
gente  reunida  en  torno  de  unos  soldados  ir- 
landeses que  disputaban,  y  no  hice  caso; 
pero  me  dieron  otro  tirón  más  fuerte  que  el 
anterior,  y  oí  que  me  hablaban  en  un  idio- 
ma que  tenía  medio  olvidado,  y  que  casi  no 
esperaba  volver  a  oír  jamás.  Miré  en  torno 
y  vi  junto  a  mí  un  individuo  alto  que  me 
miraba  a  la  cara,  de  hito  en  hito,  con  ojos 
escrutadores  y  ansiosos.  Tocábase  con  el 
kauk^  o  gorro  de  pieles  de  Jerusalén;  pen- 
diente de  los  hombros,  y  casi  arrastrando 
por  tierra,  llevaba  un  ancho  manto  azul; 
mientras  una  kandrisa^  o  calzones  turcos, 
envolvían  sus  remos  inferiores.  Le  escudri- 
ñé con  tanta  atención  como  él  me  miraba  a 


272  B  O  R  R  O  W 

mí.  Ai  pronto  sus  facciones  me  parecieron 
totalmente  desconocidas,  y  ya  iba  a  excla- 
mar: «No  le  conozco  a  usted»,  cuando  uno 
o  dos  rasgos  me  hirieron,  y  grité,  no  sin 
cierta  vacilación:  cDe  seguro  es  Judas  Lib.» 

Hallábame  en  un  vapor  en  el  Báltico,  el 
año  1834,  si  no  me  equivoco.  Lloviznaba, 
había  mar  gruesa,  cuando  observé  que  un 
joven,  de  unos  veintidós  aaos,  estaba  recos- 
tado en  melancólica  actitud  contra  la  borda 
del  barco.  Por  su  rostro  conocí  que  era  de 
raza  hebrea,  no  obstante  lo  cual  había  en  su 
aspecto  algo  muy  singular,  algo  que  rara 
vez  se  encuentra  en  esa  casta:  un  cierto  aire 
de  nobleza  que  me  interesó  grandemente. 
Me  acerqué  a  él,  y  a  los  pocos  minutos  es- 
tábamos en  animada  conversación.  Habla- 
ba polaco  y  judeo-alemán,  indistintamente. 
La  historia  que  me  contó  era  extraordinaria 
en  sumo  grado;  pero  rendí  crédito  a  todas 
sus  palabras,  que  salían  de  su  boca  con  tal 
acento  de  sinceridad  que  prevenía  toda 
duda,  y,  sobre  todo,  ningún  motivo  tenía 
para  engañarme.  Una  idea,  un  objeto,  le  ab- 
sorbía enteramente. 

—  Mi  padre  —  dijo  con  un  modo  de  ha- 
blar que  denotaba  fuertemente  su  raza — , 
natural  de  Galatia,  era  un  judío  de  elevado 
rango,  un  sabio,  pues  conocía  el  Zohar,  y 
era  también  experto  en  medicina.  Siendo  yo 
un  niño  de  unos  ocho  años  dejó  Galatia,  y 
tomando  consigo  a  su  mujer,  que  era  mi 


LA    BIBLIA    EN     ESPAÑA       273 

madre,  y  a  mí,  se  puso  en  camino  hacia 
Oriente,  hasta  Jerusalén;  allí  se  estableció  de 
mercader,  porque  era  versado  en  el  comer- 
cio y  en  las  artes  de  ganar  dinero.  Los  ra- 
binos de  Jerusalén    le   respetaban    mucho 
porque  era  polaco,  y  conocía  mejor  el  Zo- 
har  y  más  secretos  que  el  más  sabio  de  to- 
dos ellos.  Hacía  frecuentes  viajes,  y  estaba 
ausente  unas  semanas  o  unos  meses;  pero 
nunca  más  de  seis  lunas.  Mi  padre  me  que- 
ría, y  en  los  momentos  de  ocio  me  enseñó 
parte  de  lo  que  sabía.  Yo  le  ayudaba  en  el 
comercio;  pero  no  me  llevó  consigo  en  sus 
viajes.   Teníamos   una   tienda  en  Jerusalén 
donde  vendíamos  las  mercancías  de  los  naza- 
renos, y  mi  madre  y  yo,  y  hasta  una  herma- 
nita  que  había  nacido  poco  después  de  nues- 
tra llegada  a  Jerusalén,  ayudábamos  a  mi 
padre  en  su  tráfico.  Sucedió  que  en  cierta 
ocasión  nos  dijo  que  se  iba  de  viaje,  y  nos 
abrazó  y  se  despidió,  continuando  nosotros 
en  Jerusalén,  después  de  su  partida,  al  cui- 
dado de  los  negocios.  Esperábamos  su  re- 
greso; pero  pasaron  meses,  hasta  seis,  y  no 
vino,   y  nos   maravillamos;  y  pasaron  más 
meses,  otros  seis,  y  tampoco  vino,  ni  nos 
llegaron  noticias  suyas,  y  nuestros  corazo- 
nes se   llenaron   de  tristeza  y   abatimiento. 
Cuando  ya  habían  pasado  dos  años  le  dije  a 
mi  madre:   «Iré  y  buscaré  a  mi  padre.»  Y 
ella  me  dijo:    «Vé.»   Dióme  la  bendición; 
besé  a  mi  hermanita,  y  poniéndome  en  ca- 

T.  III  18 


274  B  O  R  R  O  W 

mino  llegué  a  Egipto,  donde  tuve  nuevas  de 
mi  padre,  pues  alguien  me  dijo  que  había 
estado  allí  y  en  qué  tiempo,  y  que  había  pa- 
sado después  a  tierra  de  turcos;  de  manera 
que  proseguí  también   a  tierra  de  turcos, 
hasta  Constantinopla.  Y  cuando  llegué  allá 
otra  vez  supe  de  mi  padre,  pues  era  muy  co- 
nocido  entre  los  judíos,   y   me   dijeron  el 
tiempo  de  su  estancia  allí,  añadiendo  que 
había  especulado  y  prosperado,  y  marchá- 
dose  de  Constantinopla;  pero  no  sabían  dón- 
de. Consideré  el  caso  y  me  dije  que  quizás 
se  hubiese  ido  al  país  de  sus  padres,  hasta 
la  propia  Galatia,  a  visitar  a  sus  parientes; 
determiné  ir  yo  también  allá,  y  allí  fui,  y 
hallé  a  nuestros  parientes,  y  me  di  a  cono- 
cer, y  se  alegraron  mucho  al  verme;  pero 
cuando  les  pregunté  por  mi  padre,  movie-  '. 
ron  la  cabeza  y  no  supieron  darme  noticia  j 
alguna;  hubiera  sido  su  gusto  que  me  demo- ' 
rase  con  ellos,  pero  yo  no  quise,  porque  el , 
recuerdo  de  mi  padre  me  trabajaba  con  fuer- 
za y  no  podía  tener  reposo.  Partí,  pues,  para  ! 
otras  tierras;  llegué  a  Rusia  y  me  interné 
mucho  en   este  país,   no   menos   que  hasta 
Kazan,  y  a  todos  cuantos  topé,  judíos,  ru-  I 
sos  o  tártaros,  les  pregunté  por  mi  padre; ; 
pero  ninguno  le  conocía  ni  había  oído  ha-! 
blar  de  él.  Volví  sobre  mis  pasos  y  aquí  me  i 
ves;  ahora  me  propongo  recorrer  Alemania ; 
y  Francia,  más  aún,  el  mundo  entero,  hasta : 
que  adquiera  noticias  de  mi  padre,  pues  no  I 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        275 

puedo  descansar  hasta  saber  lo  que  ha  sido 
de  él;  su  imagen  arde  en  mi  cerebro  como 
fuego,  igual  que  fuego  del  jehinnim  ^. 

Tal  era  el  individuo  a  quien  a  la  sazón 
veía  de  nuevo,  tras  un  lapso  de  cinco  años, 
en  la  calle  deGibraltar,  entre  las  sombras  del 
crepúsculo. 

—  Sí  —  replicó  — ;  soy  Judá,  apodado  el 
Lid  2.  Tú  no  me  conocías;  pero  yo  te  cono- 
cí al  punto.  Te  hubiese  reconocido  entre  un 
millón,  y  no  ha  pasado  día,  desde  que  nos 
conocimos,  que  no  haya  pensado  en  ti. 

Iba  a  responderle;  pero  me  sacó  de  entre 
la  multitud  y  me  condujo  a  una  tienda  don- 
de, sentados  en  el  suelo,  seis  o  siete  judíos 
cortaban  cuero;  les  dijo  algo  que  no  enten- 
dí, con  lo  que  inclinaron  la  cabeza  y  prosi- 
guieron su  tarea  sin  ocuparse  de  nosotros. 
Un  individuo  singular  nos  había  seguido 
hasta  la  puerta:  era  un  hombre  vestido  con 
traje  europeo  sumamente  raído,  pero  con 
señales  de  haberlo  cortado  un  buen  sastre. 
Podría  tener  cincuenta  años;  el  rostro,  muy 
ancho  y  bronceado;  las  facciones,  toscas, 
pero  varoniles  en  extremo,  y  aunque  eran 
facciones  de  judío,  no  se  reflejaba  en  ellas 
la  astucia,  sino,  al  contrario,  mucho  candor 
y  un  natural  excelente.  Su  talla  era  superior 
a  la  estatura  media,  y  tremendamente  atléti- 


*  Infierno. 

*  Corazón. 


276  B  O  R  R  O  W  I 

co;  los  brazos  y  el  tronco  eran,  a  la  letra,  los| 
de  un  Hércules  aprisionado  en  un  sobreto- 
do moderno;  la  parte  inferior  del  rostro  lie-; 
vábala  cubierta  por  una  frondosa  barba  que 
le  llegaba  a  la  mitad  del  pecho.  Este  indivi-! 
dúo  permaneció  en  la  puerta  sin  apartar  Ios- 
ojos  de  Judá  ni  de  mí. 

La  primera  pregunta  que  le  hice  fué:  ;Ha: 
tenido  usted  noticias  de  su  padre?  — Sí  tal — 
respondió — .  Cuando  nos  separamos,  prose-l 
guí  mis  viajes  por  diversas  tierras,  y  donde- 1 
quiera  que  iba  preguntaba  por  mi  padre;' 
pero  me  respondían  con  un  movimiento  dei 
cabeza,  hasta  que  llegué  a  tierra  de  Túnez;; 
allí  fui  a  ver  al  rabino  principal,  y  me  dijo; 
que  conocía  muy  bien  a  mi  padre,  y  que' 
había  estado  en  el  propio  Túnez,  y  me  dijo  i 
en  qué  tiempo,  y  que  desde  allí  se  había  idoj 
a  tierras  de  Fez;  me  habló  mucho  de  mi  pa-i 
dre,  de  su  saber,  y  mencionó  el  Zohar,; 
aquel  obscuro  libro  que  mi  padre  amaba! 
tanto;  y  todavía  me  habló  más  de  las  rique- 
zas de  mi  padre  y  de  sus  especulaciones,  en 
todas  las  cuales  parece  que  había  prospera-í 
do.  Partí,  pues,  y,  metiéndome  en  un  barco,] 
abordé  la  tierra  de  Berbería  y  llegué  hasta  | 
Fez,  y,  una  vez  allí,  recogí  muchas  noticias ¡ 
de  mi  padre;  pero  eran  noticias  peores  qui-l 
zas  que  la  ignorancia.  Porque  los  judíos  me' 
dijeron  que  mi  padre  había  estado  allí  y  ha-! 
bía  especulado  y  prosperado,  y  que  desde  i 
allí  se  había  ido  a  Tafilaltz,  país  natal  del| 

i 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        277 

emperador,  del  propio  Muley  Adderrahmán; 
y  también  allí  había  prosperado,  y  sus  ri- 
quezas en  oro  y  plata  eran  muy  grandes;  y 
deseoso  de  ir  a  otra  ciudad  no  muy  distan- 
te, contrató  a  ciertos  moros,  dos  en  número, 
para  que  le  acompañaran  y  le  defendiesen  a 
él  y  sus  tesoros;  y  los  moros  eran  hombres 
muy  fuertes,  makhasniak,  es  decir,  solda- 
dos e  hicieron  un  pacto  con  mi  padre  y  se 
estrecharon  la  mano  derecha,  comprome- 
tiéndose, bajo  juramento,  a  derramar  su  san- 
gre en  defensa  de  la  de  mi  padre.  Alentado 
con  esto,  mi  padre  intrépidamente  partió  en 
compañía  de  los  moros,  de  aquellos  dos  fal- 
sos moros.  Y  cuando  llegaron  a  un  lugar 
inhabitado,  cayeron  sobre  mi  padre  y  pu- 
dieron más  que  él,  y  derramaron  su  sangre 
en  el  camino  y  le  despojaron  de  cuanto  lle- 
vaba, de  sus  sedas  y  mercaderías,  del  oro  y 
la  plata  ganados  en  sus  especulaciones,  y  se 
fueron  a  su  aldea  y  allí  se  establecieron, 
compraron  casas  y  tierras,  muy  regocijados 
y  triunfantes,  y  se  hacían  un  mérito  de  aque- 
lla muerte  diciendo:  «Hemos  muerto  a  un 
infiel,  a  un  maldito  judío»;  estas  cosas  eran 
notorias  en  Fez.  Y  al  oír  tales  nuevas,  mi 
corazón  se  entristeció,  y  lloré  como  un  niño; 
pero  el  fuego  del  jehinnim  dejó  de  arder 
en  mi  cerebro,  porque  ya  sabía  lo  que  había 
sido  de  mi  padre.  Al  cabo  me  alivié,  y,  dis- 
curriendo sobre  el  caso,  decía  entre  mí:  «¿No 
sería  cuerdo  ir  en  busca  del  rey  moro  y  pe- 


278  B  O  R  R  O  W 

dirle  venganza  por  la  muerte  de  mi  padre,  y 
que  sus  expoliadores  sean  a  su  vez  expolia- 
dos, y  el  tesoro,  el  propio  tesoro  de  mi  pa- 
dre, sea  arrancado  de  sus  manos  y  se  me 
entregue  a  mí,  que  soy  su  hijo?»  En  aquel 
tiempo  el  rey  de  los  moros  no  estaba  en 
Fez,  estaba  ausente  en  sus  guerras;  y,  le- 
vantándome, le  seguí  hasta  Arbat  ^,  que  es 
puerto  de  mar,  y  cuando  allí  llegué  no  le  en- 
contré; pero  su  hijo  sí  estaba,  y  dijéronme 
que  hablar  al  hijo  era  como  hablar  al  rey,  al 
propio  Muley  Adderrahmán;  fui,  pues,  a  ver 
al  hijo  del  rey,  y  me  eché  a  sus  plantas  y 
elevé  mi  voz,  y  le  dije  lo  que  tenía  que 
decirle,  y  me  miró  benignamente  y  dijo: 
«En  verdad  tu  historia  es  lastimosa  y  me 
entristece;  y  eso  que  pides  yo  lo  otorgo, 
y  la  muerte  de  tu  padre  será  vengada  y  sus 
expoliadores  expoliados;  te  escribiré  una 
carta  de  mi  puño  para  el  pacha,  el  propio 
pacha  de  Tafilaltz,  y  le  ordenaré  que  averi- 
güe el  caso,  y  esa  carta  tú  mismo  la  llevarás 
para  entregársela.»  Y  al  oír  esas  palabras, 
mi  corazón  se  moría  de  miedo  dentro  dei 
pecho,  y  contesté:  «No  tal,  señor;  bien  está 
que  escribas  una  carta  al  pacha,  al  propio 
pacha  de  Tafilaltz;  pero  esa  carta  yo  no  la 
tomaré,  ni  iré  a  Tafilaltz,  pues  apenas  llega- 
se, y  conocido  mi  mandado,  los  moros  se 
levantarían  contra  mí  y  me  darían  muerte,  o 

Rabat. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       279 

pública  o  secretamente,  porque  ^no  eran 
moros  los  asesinos  de  mi  padre?  ^Y  soy  yo 
algo  más  que  un  judío,  aunque  judío  pola- 
co?» Y  con  rostro  benigno,  dijo:  *En  ver- 
dad, hablas  cuerdamente;  escribiré  esa  car- 
ta, pero  no  la  llevarás  tú,  la  mandaré  por 
otras  manos;  por  tanto,  tranquiliza  tu  cora- 
zón y  no  dudes  que,  si  la  historia  es  cierta, 
la  muerte  de  tu  padre  será  vengada,  y  el  te- 
soro o  su  equivalente  se  recobrará  y  te  será 
entregado;  dime,pues,  ahora:  ^dónde  piensas 
vivir  hasta  entonces?»  Y  yo  le  dije:  «Señor, 
iré  al  país  de  Suz,  y  alíí  esperaré. :í>  Y  repli- 
có: «Sea,  y  no  tardarás  en  saber  de  mí.»  Me 
levanté,  pues,  y  salí,  y  me  fui  al  país  de  Suz 
hasta  Swirah,  que  los  nazarenos  llaman  Mo- 
gador,  y  allí,  con  turbado  corazón,  esperé 
noticias  del  hijo  del  rey  moro;  pero  las  no- 
ticias no  llegaron,  y  nunca  más  desde  tal  día 
he  vuelto  a  saber  de  él,  y  ya  hace  tres  años 
que  estuve  en  su  presencia.  Y  me  establecí 
en  Mogador,  y  me  casé  con  una  dueña,  de 
nuestra  raza,  y  escribí  a  mi  madre  al  propio 
Jerusalén  y  me  envió  dinero,  y  con  eso  me 
dediqué  al  comercio,  igual  que  mi  padre 
había  hecho,  y  trafiqué;  pero  no  tuve  suerte 
en  mis  especulaciones,  y  en  poco  tiempo  lo 
perdí  todo.  Y  ahora  he  venido  a  Gibraltar  a 
negociar  por  cuenta  de  otro,  un  mercader 
de  Mogador;  pero  no  me  gusta  el  empleo; 
me  ha  engañado;  voy  a  volver,  y  en  cuanto 
consiga  otra  vez  verme  en  presencia  del  hijo 


28d  B  o  R  R  o  W 

del  rey  moro,  pediré  que  el  tesoro  de  mi 
padre  sea  arrancado  a  sus  expoliadores  y  se 
me  entregue  a  mí,  su  hijo.» 

Escuché  con  mucha  atención  el  singular 
relato  de  aquél  hombre  singular,  y  cuando 
concluyó  permanecí  un  rato  largo  sin  profe- 
rir palabra.  Al  cabo  me  preguntó  qué  me 
había  llevado  a  Gibraltar.  Le  dije  que  estaba 
allí  simplemente  de  paso,  camino  de  Tánger, 
para  donde  esperaba  salir  embarcado  a  la 
mañana  siguiente.  A  esto  observó  que  den- 
tro de  una  o  dos  semanas  contaba  encon- 
trarse allí  también  y  esperaba  que  nos  ve- 
ríamos, pues  aun  tenía  mucho  más  qué  de- 
cirme. «Acaso — añadió — pueda  usted  darme 
un  consejo  provechoso,  porque  es  usted 
una  persona  de  experiencia,  versada  en  los 
usos  de  muchas  naciones;  y  cuando  le  veo  a 
usted  el  rostro,  parece  que  el  cielo  se  abre 
para  mí,  porque  creo  ver  el  rostro  de  un 
amigo,  el  de  un  hermano.»  Entonces  se  des- 
pidió de  mí,  y  se  fué;  aquel  hombre  raro, 
tan  bien  barbado,  que  durante  nuestra  con- 
versación aguardó  pacientemente  en  la  puer- 
ta, le  siguió.  Noté  que  su  expresión  era  mu- 
cho menos  violenta  que  en  nuestro  anterior 
encuentro;  pero,  al  propio  tiempo,  más  me- 
lancólica, y  tenía  las  facciones  arrugadas 
como  las  de  un  viejo,  aunque  no  había  pa- 
sado aún  de  la  primera  juventud. 


CAPÍTULO  Lili 


Marineros  genoveses. — La  cueva  de  San  Miguel. 
Un  abismo  tenebroso. — Un  joven  americano. — 
El  propietario  de  esclavos. — El  brujo. — Un  in- 
crédulo. 


DURANTE  toda  la  noche  el  viento  sopló 
con  fuerza;  pero  como  era  Levante,  no 
tuve  temor  de  verme  obligado  a  permane- 
cer más  tiempo  en  Gibraltar  por  ese  mo- 
tivo. Fui  a  bordo  muy  temprano  y  encontré 
a  la  tripulación  en  la  tarea  de  levar  el  ancla 
y  en  otros  preparativos  de  marcha.  Dijéron- 
me  que  probablemente  saldríamos  dentro 
de  una  hora.  Transcurrió  ese  tiempo,  empe- 
ro, y  aun  permanecíamos  donde  estábamos, 
y  el  capitán  continuaba  en  tierra.  Formába- 
mos parte  de  una  reducida  flotilla  de  barcas 
genovesas,  cuyas  tripulaciones,  en  sus  mo- 
mentos de  ocio,  parecían  no  tener  mejor 
modo  de  diversión  que  cambiar  palabras  in- 
juriosas; un  furioso  tiroteo  de  ese  género 
empezó  a  la  sazón,  en  el  cual  se  distinguió 
especialmente  él  piloto  de  nuestro  barco; 
era  un  genovés  sesentón,  canoso.  Aunque 


282  B  O  R  R  O  W 

no  hablo  su  «patois»  entendí  mucho  de  lo 
que  decían.  Era  por  demás  desvergonza- 
do, y  como  gritaban  tanto,  de  la  violencia  de 
sus  ademanes  y  lo  descompuesto  de  sus  fac- 
ciones se  hubiese  deducido  que  se  trataba 
de  enconados  enemigos.  No  eran  tal,  sin 
embargo,  sino  excelentes  amigos  a  toda 
hora,  y  seguramente,  en  el  fondo,  sujetos  de 
buena  índole.  ¡Oh  miserias  de  la  naturaleza 
humanal  ¿"Cuándo  aprenderá  el  hombre  a  ser 
verdaderamente  cristiano? 

En  general  tengo  en  mucha  estima  a  los 
genoveses;  cierto  que  son  groseros  y  vicio- 
sos; pero  también  caballerescos  y  valientes, 
y  lo  han  sido  siempre,  y  sólo  he  recibido  de 
ellos  pruebas  de  hospitalidad  y  de  bondad. 

Transcurridas  otras  dos  horas,  el  secreta- 
rio judío  llegó  y  dijo  algo  al  anciano  piloto, 
que  refunfuñó  mucho;  después  se  me  acercó, 
y,  quitándose  el  sombrero,  me  hizo  saber 
que  ya  no  saldríamos  aquel  día,  y  al  mismo 
tiempo  dijo  que  era  una  vergüenza  desper- 
diciar un  viento  tan  hermoso,  que  podía  lle- 
varnos a  Tánger  en  tres  horas.  «Paciencia»  — 
dije,  y  me  volví  a  tierra. 

Fui  dando  un  paseo  hacia  la  cueva  de  San 
Miguel  en  compañía  del  muchacho  judío  que 
ya  he  mencionado. 

El  camino  no  sigue  la  misma  dirección 
que  el  de  las  excavaciones;  éstas  miran  a 
España,  mientras  la  cueva  se  abre  de  cara  al 
África.  Se  encuentra  cerca  de  la  cúspide  del 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         283 

monte,  a  muchos  cientos  de  yardas  sobre  el 
mar.  Pasamos  por  los  paseos  públicos,  don- 
de hay  hermosos  árboles,  y  también  por 
junto  a  muchas  casitas,  agradablemente  co- 
locadas entre  jardines  y  ocupadas  por  los 
oficiales  de  la  guarnición.  Es  erróneo  supo- 
ner que  Gibraltar  es  meramente  una  roca 
desnuda  y  estéril;  no  carece  de  lugares  ame- 
nos, como  los  ya  mentados,  frescos,  vivifi- 
cantes, cubiertos  de  brillante  follaje  verde. 

El  sendero  no  tardó  en  hacerse  escarpado, 
y  dejamos  a  nuestra  espalda  las  moradas 
del  hombre.  El  viento  de  la  noche  anterior 
había  cesado  por  completo,  y  no  se  movía 
ni  un  soplo  de  aire;  el  sol  del  mediodía  bri- 
llaba en  todo  su  esplendor,  y  las  rocas  por 
donde  trepábamos  se  mojaban  no  pocas 
veces  con  las  gotas  del  sudor  que  llovía  de 
nuestras  sienes;  al  cabo  llegamos  a  la  ca- 
verna. 

La  boca  es  una  hendidura  abierta  en  el 
flanco  del  monte,  como  de  doce  pies  dé  alto 
y  otros  tantos  de  ancho;  dentro  hay  una 
bajada  muy  rápida  y  pendiente,  como  de 
cincuenta  yardas,  yendo  a  terminar  la  ca- 
verna en  un  abismo  que  lleva  a  profundida- 
des desconocidas.  Lo  más  notable  de  la  ca- 
verna es  una  columna  natural,  que  se  alza 
como  tronco  de  enorme  roble,  cual  si  estu- 
viese puesto  allí  para  sostener  el  techo;  se 
halla  a  corta  distancia  de  la  entrada,  y  da  a 
la  parte  visible  de  la  cueva  cierto  aspecto 


284  B  O  R  R  O  W 

bravio  y  raro,  que  de  otro  modo  no  tendría. 
El  piso  es  resbaladizo  en  extremo,  pues  las 
continuas  filtraciones  del  techo  lo  han  satu- 
rado, y  son  necesarias  no  pocas  precau- 
ciones para  andar  por  él.  Es  muy  peligroso 
entrar  allí  sin  un  guía  buen  conocedor  del 
lugar,  porque,  además  del  negro  abismo  que 
hay  al  final,  se  abren  aquí  y  allí  otras  cavi- 
dades nunca  sondeadas,  y  el  osado  que  cae 
en  ellas  se  hace  pedazos.  Digan  los  hombres 
lo  que  se  les  antoje  a  propósito  de  esta 
cueva,  una  cosa  hay  que  la  cueva  misma  pa- 
rece decir  a  cuantos  a  ella  se  aproximan;  a 
saber:  que  la  mano  del  hombre  no  ha  traba- 
jado allí  nunca.  Hay  muchas  cavernas  de 
formación  natural,  tan  viejas  como  la  tierra 
en  que  vivimos,  que  muestran,  no  obstante, 
señales  de  haber  sido  utilizadas  por  el  hom- 
bre y  de  haber  estado  más  o  menos  sujetas 
a  su  acción  transformadora.  No  así  la  cueva 
de  Gibraltar;  pues,  si  se  juzga  por  su  aspec- 
to, no  hay  lá  más  leve  razón  para  suponer 
que  haya  servido  de  otra  cosa  que  de  nido 
de  aves  nocturnas,  reptiles  y  animales  de 
rapiña.  Algunos  han  dicho  que  la  cueva  fué 
usada  en  los  tiempos  del  paganismo  como 
templo  del  dios  Hércules,  quien,  según  la 
tradición  antigua,  levantó  la  singular  masa 
de  rocas  llamada  ahora  Gibraltar,  y  la  mon- 
taña que  hay  enfrente,  en  las  costas  de  Áfri- 
ca, como  dos  columnas  que  anunciasen  a  los 
tiempos  venideros  que  había  estado  allí  sin 


LA     BIBLIA     EN    ESPAÑA       285 

pasar  más  adelante.  Baste  observar  que  en 
la  caverna  no  hay  nada  que  permita  adoptar 
tal  opinión,  ni  siquiera  una  plataforma  sobre 
la  que  pudiese  haber  estado  el  ara,  mientras 
un  angosto  sendero  pasa  por  delante,  que 
conduce  a  la  cúspide  del  monte.  Como  no 
he  penetrado  en  sus  senos,  no  tengo  la  pre- 
tensión de  describirlos.  Numerosas  perso- 
nas, movidas  por  la  curiosidad,  se  han  aven- 
turado en  sus  inmensas  profundidades  con 
la  esperanza  de  descubrir  su  término,  y  lo 
cierto  es  que  apenas  transcurre  una  semana 
sin  que  se  hagan  intentos  análogos  por  los 
oficiales  o  por  los  soldados  de  la  guarnición; 
pero  todos  hasta  hoy  han  resultado  estéri- 
les. No  se  ha  alcanzado  término  alguno,  ni 
se .  ha  descubierto  nada  que  compense  el 
trabajo  y  los  pavorosos  peligros  corridos; 
los  precipicios  suceden  a  los  precipicios,  y 
los  abismos  a  los  abismos  en  sucesión  apa- 
rentemente inacabable,  con  unos  salientes 
de  vez  en  cuando  que  permiten  a  los  intré- 
pidos exploradores  reposar  y  fijar  las  esca- 
las de  cuerda  para  descender  más  hondo. 
Pero  lo  que  más  confunde  y  desazona  es  ob- 
servar que  esos  abismos  no  se  abren  sólo 
delante  del  observador,  sino  detrás  y  a  cada 
lado;  pegada  a  la  entrada  de  la  caverna,  a  la 
derecha,  hay  una  sima  casi  tan  tenebrosa  y 
amenazadora  como  la  del  extremo  inferior, 
y  quizás  contiene  también  otras  tantas  simas 
y  hórridas  cavernas,  ramificándose  en  todas 


86  B  O  R  R  O  W 

direcciones.  De  lo  que  he  oído  he  sacado  la 
opinión  de  que  el  interior  de  la  montaña  de 
Gibraltar  es  como  un  panal,  y  apenas  me 
cabe  duda  de  que  si  la  tajaran  aparecería 
llena  de  abismos  tan  infernales  como  las  ga- 
lerías de  la  cueva  de  San  Miguel.  Muchas 
vidas  valiosas  se  pierden  todos  los  años  en 
tan  horribles  lugares;  pocas  semanas  antes 
de  mi  visita  dos  sargentos,  hermanos,  pere- 
cieron en  la  sima  del  lado  derecho  de  la  ca- 
verna por  haber  resbalado  a  un  precipicio 
cuando  estaban  a  gran  profundidad. 

El  cuerpo  de  uno  de  aquellos  hombres  te- 
merarios aun  está  pudriéndose  en  las  entra- 
ñas del  monte,  devorado  por  los  ciegos  y 
asquerosos  gusanos;  al  otro  le  sacaron.  In- 
mediatamente después  de  tan  horrible  acci- 
dente, pusieron  una  puerta  en  la  boca  de  la 
caverna  para  impedir  que  la  gente,  y  sobre 
todo  los  imprudentes  soldados,  se  abandona- 
sen a  tan  extravagante  curiosidad.  Pero  la 
cerradura  no  tardó  en  ser  forzada,  y  en  la 
época  de  mi  visita  la  puerta  se  balanceaba 
perezosamente  sobre  sus  goznes. 

Al  dejar  aquellos  lugares  pensaba  yo  que 
acaso  fué  semejante  a  esa  la  cueva  de  Horeb, 
donde  vivía  Elias,  cuando  oyó  una  voz, 
al  principio  débil,  y  después  un  viento  gran- 
de y  poderoso  que  cuarteaba  las  montañas  y 
pulverizaba  las  rocas  delante  del  Señor,  cue- 
va a  cuya  puerta  salió  y  se  paró,  con  el  ros- 
tro envuelto  el  en  manto,  cuando  oyó  la  voz 


LA     BIBLIA    EN    ESPAÑA        287 

que  decía  junto  a  él  «dQué  haces  aquí,  Elias?» 
— ^Y  qué  estoy  haciendo  yo  aquí? — me 
preguntaba  a  mí  mismo  cuando,  contrariado 
por  la  detención  del  viaje,  bajaba  hacia  la 
ciudad. 

Aquella  tarde  comí  en  compañía  de  un 
americano  joven,  natural  de  Carolina  del 
Sur;  ya  le  había  visto  frecuentemente,  por- 
que estaba  alojado  en  la  fonda  desde  algún 
tiempo  antes  de  mi  llegada  a  Gibraltar.  Su 
porte  era  muy  notable:  bajo  de  estatura,  en 
extremo  débil  de  confrrmación,  facciones 
pálidas,  pero  muy  correctas;  poseía  una  ca- 
beza magnífica,  de  negro  cabello  crespo,  y 
un  par  de  patillas  del  mismo  color,  las  más 
soberbias  que  hasta  entonces  había  visto. 
Llevaba  sombrero  blanco,  de  anchas  alas 
y  copa  excepcionalmente  baja,  y  vestía  un 
ligero  sobretodo  de  tela  amarilla,  y  amplios 
calzones  de  indiana.  En  una  palabra,  su  ex- 
terior era  verdaderamente  raro  y  particu- 
lar. Al  regresar  de  mi  excursión  a  la  cueva, 
me  encontré  con  que  también  él  acababa  de 
bajar  del  monte,  cuyas  maravillas  había 
estado  explorando  desde  muy  temprano. 

Uno  del  Peñón  le  preguntó  si  le  gusta- 
ban las  excavaciones.  «^Si  me  gustan? — res- 
pondió— .  Lo  mismo  podría  usted  pregun- 
tar a  una  persona  que  acabase  de  ver  las  ca- 
taratas del  Niágara,  si  le  gustaban  mucho; 
gustar  no  es  la  palabra,  señor.» 

El  calor  era  sofocante,  como  casi  invaria- 


288  B  O  R  R  O  W 

blemente  ocurre  en  Gibraltar,  donde  rara 
vez  sopla  un  poco  de  aire,  abrigado  como 
está  de  todos  los  vientos.  Eso  indujo  a  otro 
individuo  a  preguntarle  si  no  encontraba  ex- 
cesivo el  calor. 

— ¿Calor? — replicó — ;  de  ningún  modo. 
El  tiempo  más  hermoso  para  recoger  algo- 
dón que  se  puede  desear.  No  lo  tenemos 
mejor  en  Carolina  del  Sur,  señor. 

— ¿Vive  usted  en  Carolina  del  Sur?  Su- 
pongo, señor,  que  no  será  usted  propietario 
de  esclavos — dijo  aquel  judío  gordo  y  pe- 
queño con  levita  de  color  de  tabaco,  que  en 
otra  ocasión  me  había  invitado  a  tomar  un 
aperitivo  — ;  es  cosa  terrible  esclavizar  a 
unos  pobres  hombres,  tan  sólo  por  el  hecho 
de  ser  negros;  ¿no  le  parece  a  usted,  señor? 

— ¿Que  si  me  parece?  No,  señor;  no  opi- 
no así.  Me  glorío  de  ser  propietario  de  es- 
clavos: tengo  cuatrocientos  negros  nigeria- 
nos  en  mi  hacienda,  cerca  de  Charleston,  y 
por  las  mañanas,  antes  de  desayunarme, 
azoto  a  media  docena,  por  vía  de  ejercicio. 
Los  nigerianos  están  para  ser  azotados;  a 
veces  intentan  escaparse:  suelto  los  sabuesos 
en  su  rastro,  y  los  cogen  en  un  abrir  y  ce- 
rrar de  ojos;  antes  tenían  la  costumbre  de 
ahorcarse,  porque  los  nigerianos  pensaban 
que  era  el  camino  más  seguro  para  volver  a 
su  país  y  librarse  de  mí;  no  tardé  en  poner 
término  a  eso:  les  dije  que  si  se  ahorcaba 
alguno  más,  yo  me  ahorcaría  también,  para 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       289 

no  separarme  de  ellos,  y  azotarlos  en  su 
país  natal  diez  veces  más  que  en  el  mío.  ¿Qué 
opina  usted  de  esto,  amigo? 

Era  fácil  comprender  que  había  más  chan- 
za que  malicia  en  aquel  excéntrico  y  exiguo 
sujeto,   pues   sus  grandes   ojos  grises  chis- 
peaban de  buen   humor  mientras  profería 
tales  atrocidades.  Era  dadivoso  en  extremo; 
y  a  una  irlandesa  sórdida,  viuda  de  un  sol- 
dado, que  entró  con  una  banasta  llena  de 
cajitas  y  baratijas  hechas  de  pedazos  de  roca 
de  Gibraltar,  le  compró  la  mayor  parte  de 
lo  que  llevaba,  dándole  por  cada  artículo  el 
precio,  nada  desdeñable,  que  le  pidió.  Me 
había  mirado  diferentes  veces,  y  al  cabo  le 
vi  inclinarse  y  murmurar   algo  al  oído  del 
judío,  quien  replicó   a  media   voz,   aunque 
con  mucha  viveza:  «¡Oh,  no,  señorl  Está  us- 
ted muy  equivocado,  señor;  no  es  america- 
no, señor;  de  Salamanca,  señor;  ese  caballe- 
ro es  un  español  de  Salamanca».  El  criado, 
al  fin,  nos  dijo  que  había  puesto  la  mesa,  y 
que  acaso  nos   agradaría  comer  juntos:   al 
instante  asentimos.  En  aquel  nuevo  conoci- 
do hallé,  por  diversos  motivos,  un  agrada- 
bilísimo compañero;  no  tardó  en  contarme 
su  historia.  Era  plantador  y,  por  lo  que  daba 
a  entender,  propietario  muy  reciente.  Era 
condueño  de  un  gran  barco  que  comerciaba 
entre  Charleston  y  Gibraltar,  y  como  la  fie- 
bre amarilla  acababa  de  estallar  en  aquella 
ciudad,  decidió  hacer  un  viaje  (el  primero) 

T.  III  i« 


290  B  o  R  R  o  W 

a  Europa  en  su  barco;  pues,  según  decía,  to- 
dos los  estados  de  la  Unión  los  tenía  ya  vi- 
sitados, y  visto  todo  cuanto  en  ellos  hay 
digno  de  verse.  Me  describió,  de  un  modo 
tan  original  como  ingenuo,  sus  impresiones 
al  pasar  frente  a  Tarifa,  la  primera  ciudad 
murada  que  veía.  Le  conté  la  historia  de  esa 
ciudad,  que  oyó  con  gran  atención.  Diver- 
sos intentos  hizo  para  saber  de  mí  quién  era 
yo,  pero  los  eludí,  por  más  que  parecía  ple- 
namente convencido  de  mi  condición  de 
americano;  entre  otras  cosas,  me  preguntó 
si  mi  padre  no  había  sido  cónsul  en  Sevilla. 
Lo  que,  no  obstante,  le  confundía  mucho 
era  mi  conocimiento  del  marroquí  y  del 
gaelico,  que  me  había  oído  hablar  respecti- 
vamente con  los  hamáles  y  la  irlandesa,  la 
cual  le  había  dicho,  según  me  declaró  el 
americano,  que  yo  era  brujo.  Por  último, 
tocó  el  tema  de  la  religión,  y  habló  con 
gran  desprecio  de  la  revelación,  declarándo- 
se deísta;  tenía  vehementes  deseos  de  cono- 
cer mis  opiniones;  pero  le  esquivé  de  nue- 
vo, contentándome  con  preguntarle  si  ha- 
bía leído  la  Biblia.  Dijo  que  no,  pero  que 
conocía  muy  bien  los  escritos  de  Volney  y 
Mirabeau.  No  respondí,  y  entonces  añadió 
que  no  era  su  costumbre,  ni  mucho  menos, 
plantear  tales  cuestiones,  y  que  a  muy  po- 
cas personas  les  hubiese  hablado  con  tanta 
franqueza;  pero  que  yo  le  había  interesado 
mucho,  aunque  nuestro  conocimiento  fuese 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        291 

tan  reciente.  Repuse  que  difícilmente  habría 
hablado  en  Boston  de  la  misma  manera  que 
acababa  de  hablarme  a  mí,  y  que  bien  se 
conocía  que  no  era  de  Nueva  Inglatera.  «Le 
aseguro  a  usted — dijo — que  tampoco  se  me 
hubiese  ocurrido  hablar  así  en  Charleston, 
pues,  con  tal  conversación,  no  hubiese  tar- 
dado en  tener  que  hablar  para  mí  solo.» 

Si  hubiese  conocido  yo  menos  deístas  de 
los  que  mi  fortuna  me  ha  hecho  conocer, 
quizás  hubiera  intentado  convencer  a  aquel 
joven  de  lo  erróneo  de  las  ideas  que  había 
adoptado;  pero  yo  conocía  todo  lo  que  se 
habría  apresurado  a  replicar,  y  como  el  cre- 
yente no  tiene  en  tales  materias  argumentos 
carnales  que  dirigir  a  la  razón  carnal,  pensé 
que  era  lo  mejor  evitar  discusiones  que  se- 
guramente no  podían  dar  fruto  de  prove- 
cho. La  fe  es  libre  don  de  Dios,  y  no  creo 
que  haya  habido  aún  ningún  incrédulo  con- 
vertido mediante  polémicas  de  sobremesa. 
Aquella  fué  la  última  tarde  que  pasé  en  Gi- 
braltar. 


CAPÍTULO  LIV 


Otra  vez  a  bordo. — Un  rostro  sorprendente. — El 
Haji. — Nos  damos  a  la  vela. — Los  dos  judíos. — 
Un  barco  americano. —Tánger. — Adun  Oulem. 
La  riña. — Lo  prohibido. 


EL  jueves  8  de  agosto  me  encontré  de 
nuevo  a  bordo  de  la  barca  genovesa,  a 
hora  tan  temprana  como  el  día  anterior.  No 
obstante,  después  de  aguardar  dos  o  tres 
horas  sin  que  se  hiciese  ningún  preparativo 
de  marcha,  me  disponía  ya  a  volver  otra  vez 
a  tierra;  pero  el  viejo  piloto  genovés  me 
aconsejó  que  me  quedara,  asegurándome 
que,  sin  duda  alguna,  íbamos  a  partir  en  se- 
guida, pues  toda  la  carga  estaba  a  bordo  y 
no  teníamos  ya  por  qué  detenernos.  Estaba 
descansando  en  la  camareta,  cuando  oí  cho- 
car un  bote  contra  el  costado  de  nuestro 
barco,  y  alguna  gente  subir  a  bordo.  Al  ins- 
tante apareció  en  la  abertura  un  rostro  sin- 
gular, feroz.  Estaba  yo  medio  dormido,  y  al 
pronto  creí  que  soñaba,  pues  aquella  faz 
más  parecía  de  gato  montes  o  de  ogro  que 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       293 

de  ser  humano;  su  larga  barba  casi  me 
rozaba  la  cara,  hallándome  tendido  en  una 
especie  de  hamaca.  Pero  al  incorporarme 
sobresaltado,  reconocí  la  insólita  catadura 
del  judío  a  quien  había  visto  en  compañía 
de  Judah  Lib.  También  él  me  reconoció, 
y,  moviendo  la  cabeza,  plegó  sus  desmedi- 
das facciones  en  una  sonrisa.  Me  levanté 
y  subí  a  cubierta,  y  allí  le  hallé  junto  con 
otro  judío,  joven,  vestido  a  lo  berberisco. 
Acababan  de  llegar  en  el  bote.  Pregunté  a 
mi  amigo  el  de  la  barba  quién  era,  de  dónde 
venía  y  adonde  iba.  Respondió,  en  portu- 
gués corrompido,  que  regresaba  de  Lisboa, 
adonde  había  ido  a  sus  negocios,  a  Moga- 
dor,  su  ciudad  natal.  Me  miró  luego  al  ros- 
tro y  sonrió,  y  sacando  del  bolsillo  un  libro 
en  caracteres  hebraicos,  se  puso  a  leerlo; 
viéndolo,  un  marinero  español  de  a  bordo 
dijo,  que  con  tales  barba  y  libro  tenía  que 
ser  un  sabio.  Su  compañero  era  de  Mequi- 
nez,  y  sólo  hablaba  arábigo. 

Una  barcaza  se  aproximaba,  cuya  popa 
aparecía  llena  de  moros;  serían  unos  doce, 
y  la  mayor  parte  eran  evidentemente  perso- 
nas de  calidad,  pues  iban  vestidos  con  toda 
la  pompa  y  galanura  del  Oriente:  turbantes 
de  nivea  hXd^ncurdi^  jabadores  de  seda  verde 
o  tela  escarlata,  y  bedeyas  adornadas  con 
galones  de  oro.  Algunos  eran  tipos  en  ex- 
tremo arrogantes,  y  dos  de  ellos,  jóvenes,  de 
sorprendente  hermosura,  y  lejos  de  mos- 


294  B  O  R  R  O  W 

trar,  como  es  general  entre  moros,  semblan- 
te negruzco  o  moreno,  su  tez  era  delicada, 
sonrosada  y  blanca.  El  personaje  principal, 
a  quien  los  demás  trataban  con  mucho  res- 
peto, era  hombre  de  talla  atlética^  de  unos 
cuarenta  años.  Llevaba  túnica  de  algodón 
blanco  acolchado,  y  kandrissa  blanca,  y  lia- 
do con  gracia  al  cuerpo,  envolviéndole  la 
parte  alta  de  la  cabeza,  el  haik^  o  capa  de  fla- 
nela  blanca,  tenida  siempre  en  mucha  estima 
por  los  moros,  desde  las  épocas  más  remo- 
tas de  su  historia.  Iba  desnudo  de  piernas,  y 
los  pies  pr.^tegidos  tan  sólo  del  suelo  por 
babuchas  amarillas.  No  ostentaba  más  gala 
que  un  largo  zarcillo  de  oro,  del  que  pendía 
una  perla,  evidentemente  de  gran  valor.  Una 
hermosa  barba  negra,  como  de  un  pie  de  lar- 
ga, se  esparcía  por  su  musculoso  tórax.  Sus 
facciones  eran  correctas,  excepto  los  ojos,  un 
poco  pequeños;  su  expresión,  empero,  era 
torcida;  su  mirar,  duro;  la  malignidad  y  la 
mala  índole  se  pintaban  en  cada  rasgo  de  su 
semblante,  donde  no  parecía  haber  brillado 
jamás  una  sonrisa.  El  marinero  español  de 
quien  ya  he  tenido  ocasión  de  hablar  me 
dijo  por  lo  bajo  que  era  un  santurrón^  y  que 
regresaba  del  viaje  a  la  Meca;  añadió  que 
era  un  mercader  de  inmensa  riqueza.  Pronto 
vimos  que  los  otros  moros  le  habían  acom- 
pañado a  bordo  solamente  por  amistosa  cor- 
tesía, pues  uno  tras  otro  fueron  despidién- 
dose de  él,  con   excepción   de  dos   negros, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        295 

sus  acompañantes.  Observé  que  los  negros, 
cuando  los  moros  les  tendían  la  mano  al 
n.archarse,  se  esforzaban  invariablemente 
por  llevársela  a  los  labios,  esfuerzo  que  siem- 
pje  se  frustraba,  pues  los  moros,  en  cada 
caso,  por  un  movimiento  rápido  y  gracioso, 
retiraban  la  mano  presa  en  la  del  negro  y 
!a  oprimían  contra  su  corazón;  que  era  tanto 
como  decir:  «aunque  negro  y  esclavo  eres 
nusulmán,  y,  por  serlo,  eres  nuestro  herma- 
no; Alá  no  hace  distinciones».  El  botero  se 
acercó  entonces  al  hají^  pidiendo  su  paga, 
y  le  dijo  que  había  ido  tres  veces  a  bordo 
jjor  su  servicio,  a  llevarle  el  equipaje.  La 
suma  que  pidió  le  pareció  exorbitante  al 
haji^  quien,  olvidándose  de  su  condición 
de  santo  y  de  recién  venido  de  la  Meca,  fu- 
maba atrozmente,  y  en  mal  español  le  llamó 
ladrón  al  botero.  El  improperio  que  más 
irrita  a  un  español  (el  botero  lo  era)  es  ése; 
y  apenas  aquel  prójimo  se  oyó  tratar  así, 
cuando,  chispeantes  de  furor  sus  ojos,  asestó 
el  puño  a  la  nariz  del  haji^  y  pagó  el  voca- 
blo injurioso  lo  menos  con  otros  diez  tan 
malos  o  peores.  Quizás  habría  pasado  a  ac- 
tos de  violencia,  si  no  le  hubieran  arrancado 
de  allí  a  la  fuerza  los  otros  moros,  que  se  le 
llevaron  aparte,  y  supongo  que  le  dirían  o  le 
darían  algo  para  calmarle,  pues  no  tardó  en 
volver  al  bote  y  regresó  con  todos  ellos  a 
tierra.  El  capitán  llegó  entonces  con  su  se- 
cretario judío,  y  se  dieron  las  órdenes  para 


296  B  O  R  R  O  W 

hacerse  a  la  vela.  Poco  después  de  las  docá 
zarpábamos   de  la  bahía  de    Gibraltar.   £1 
viento  soplaba  favorable,  pero  durante  cier- 
to tiempo  no  avanzamos  mucho,   pues   cssi 
yacíamos  en   calma  a  sotavento  del  Peñón; 
poco  a  poco,  no  obstante,   nuestra   marcha 
fué  haciéndose  más  rápida,  y   pasada  como 
una  hora  corríamos  velozmente  hacia  Tarifc. 
El   secretario  judío  permanecía  en  el   t- 
món,  y  en   realidad   resultó   ser  la   persora 
que  mandaba  el  barco,  y  quien  daba  las  ór- 
denes necesarias, ejecutadas  bajo  la  superia- 
tendencia  del  viejo  piloto   genovés.  Hice  al- 
gunas preguntas  al  haji,   pero   me  miró   ce 
soslayo  con  sus  adustos  ojos,  hizo  un  mohín 
con  los  labios,  y  siguió  en  silencio;  era  como 
decir:  «No  me  hables;  soy  más  santo   que 
tú».  Sus  negros  fueron  mucho  más  comuni- 
cativos. Uno  era  viejo  y  feísimo;  el  otro,  ce 
unos  veinte  años,  era  tan  bien  parecido  como 
puede  serlo   un   negro.   De  puro   color   de 
ébano,  tenía  las  facciones  en  extremo   bien 
formadas  y  delicadas,  con  excepción  de  los 
labios,  demasiado  gruesos.  La  forma  de  sus 
ojos  era  muy  particular:  oblongos  más   que 
redondos,  como  los  de  las  figuras   egipcias. 
Tenía  aire   pensativo,  meditabundo.  Era,  en 
todo,  distinto  de  su  compañero,  incluso   en 
el  color  (aunque  ambos  eran  negros)  y  des- 
cendía,   sin   duda,  de  alguna   raza  superior 
poco  conocida.   Sentado   al  pie  del   mástil, 
contemplando   el  mar,  hallábase,  a  juicio 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        297 

mío,  fuera  de  su  sitio  natural;  mejor  hubiera 
parecido  en  los  arenales  sin  límites,  al  pie 
de  una  palmera,  y  habría  podido  pasar  en- 
tonces por  un  yin  ^.  Le  pregunté  de  dón- 
de procedía;  díjome  que  era  natural  de  Fez, 
pero  que  no  había  conocido  nunca  a  sus 
padres;  se  crió  en  la  casa  de  su  amo  actual, 
a  quien  había  seguido  en  la  mayor  parte  de 
sus  viajes,  y  acompañádole  tres  veces  a  la 
Meca.  Le  pregunté  si  le  gustaba  ser  esclavo. 
A  eso  me  respondió  que  ya  no  lo  era,  pues 
en  razón  de  sus  fieles  servicios  le  habían 
dado  libertad  tiempo  atrás,  así  como  a  su 
compañero.  Muchas  más  cosas  me  habría 
dicho,  pero  el  haji  le  llamó,  y  le  entretuvo 
en  otras  ocupaciones,  probablemente  para 
impedir  que  yo  le  contaminase. 

Esquivado  por  los  musulmanes,  recurrí  a 
los  judíos,  quienes  en  modo  alguno  se  mos- 
traron remisos  en  cultivar  la  familiaridad. 
El  sabio  barbudo  me  contó  su  historia,  en 
muchos  puntos  semejante  a  la  de  Judah  Lib, 
pues,  según  parece,  dos  o  tres  años  antes 
había  salido  de  Mogador  en  busca  de  su 
hijo,  que  se  había  íugado  a  Portugal.  Pero 
al  llegar  el  padre  a  Lisboa,  averiguó  que  po- 
cos días  antes  el  fugitivo  se  había  embar- 
cado para  el  Brasil.  Al  contrario  de  Judah, 
en  busca  de  su  padre,  se  cansó  de  su  de- 
manda y  la  abandonó.  El  judío  de  Mequi- 

I     Genio. 


298  B  O  R  R  O  W 

nez,  más  joven,  se  animó  y  alegró  en  extre- 
mo al  darse   cuenta  de  que  yo  entendía  su  i 
lengua,  y   me  hizo   reír  con  su  humorística 
descripción  de  la  vida  cristiana,  tal  como  la 
había  observado  en  Gibraltar,  donde  acaba- 
ba de  residir  cerca   de  un   mes.   Me   habló 
después  de  Mequinez,  un  yennut^  o  paraíso, 
según  decía,  comparado  con  el  cual,  Gibral- 
tar  era  una  pocilga.  Tan  grande,  tan  univer- 
sal es  el  amor  a  la  tierra  nativa.  Pronto   me 
di  cuenta  de  que  ambos  judíos  me  creían  de 
su  raza,  y  el  joven,   mucho  más   expansivo 
que  el  otro,  me   calificó  de  tal,   y  habló   de 
la  infamia  de  negar  mi   propia  sangre.  Poco 
antes  de  llegar  frente  a  Tarifa,  el  hambre  se 
apoderó  de  todos  nosotros.  El  kajiy  sus  ne- 
gros manifestaron  su  repuesto  y  se  regala- 
ron con  pollos  asados;  los  judíos  comieron 
uvas  y  pan,  y  yo,  pan  y  queso,  en  tanto  que 
la  tripulación  preparaba  un  plato  de  boque- 
rones.   Dos    marineros  acudieron    solícitos 
con  una  buena  ración  y  me  la  ofrecieron  con  i 
afecto  fraternal;  no  vacilé  en  aceptar  su  ob-J 
sequío,  y  los  boquerones  me  parecieron  de- 1 
liciosos.  Como  me  hallaba  sentado  entre  los ; 
judíos,  les  ofrecí  algunos,  pero   volvieron  eL 
rostro   con    repugnancia,  exclamando:   Ha-] 
loof  ^.   Pero,   al  propio  tiempo,  me   estre-j 
charon  la  mano  y,  sin  que  yo  se  lo  brinda-, 
se,  tomaron  un  pedacito  de  mi  pan.   Tenía' 

*     ¡Qué  porquería!  ' 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        299 

yo  una  botella  de  coñac,  que  había  llevado 
como  prevención  contra  el  mareo,  y  tam- 
bién se  la  ofrecí;  pero  rehusaron  otra  vez,  y 
exclamaron:  Haram  1.  Yo  no  dije  nada. 

Estábamos  entonces  junto  al  faro  de  la- 
rifa,  y,  poniendo  la  proa  al  Oeste,  hicimos 
rumbo  en  derechura  hacia  la  costa  de  Áfri- 
ca. El  viento  había  refrescado  mucho,  y 
como  soplaba  casi  de  popa,  corríamos  con 
tremenda  velocidad,  amenazándonos  las 
grandes  velas  latinas  con  sepultarnos  a  cada 
momento  bajo  las  olas  que  la  corriente  con- 
traria levantaba  frente  a  nosotros.  En  esta 
veloz  carrera,  pasamos  pegados  a  la  popa  de 
un  barco  grande  con  bandera  americana;  iba 
a  tomar  el  Estrecho  y  avanzaba  lentamente 
contra  el  levante  impetuoso.  Al  pasar  junto 
a  él  vimos  la  popa  llena  de  gente  que  nos 
observaba:  la  verdad  es  que  debíamos  de 
ofrecer  un  espectáculo  singular  a  los  pasaje- 
ros que,  como  mi  joven  amigo  el  americano 
de  Gibraltar,  vinieran  al  Viejo  Mundo  por 
vez  primera.  En  el  timón  iba  el  judío;  todo 
él  envuelto  en  una  gabardina,  cuya  capucha, 
echada  sobre  la  cabeza,  le  daba  casi  el  as 
pecto  de  un  aparecido  con  su  mortaja;  en 
tanto  que,  sobre  cubierta,  mezclados  con 
europeos,  todos,  menos  yo,  pintorescamente 
vestidos,  iban  los  moros  con  sus  turbantes, 
flotando  suelto  al  viento  el  haik  del  haji.  Fu- 

*    Prohibido. 


30»  B  O  R  R  O  W  ] 

i 
gaz  tuvo  que  ser,  empero,  la  visión  que  de 
nosotros  alcanzaron,  puesto  que  nos  cruza- ' 
mos  con  la  velocidad  de  un  caballo  de  ca-  \ 
rreras,  y  a  eso  de  una  hora  más  tarde,  sólo  i 
distábamos  una  milla  del  promontorio  en  i 
que  se  asienta  el  castillo  de  Alminar,  extre- 1 
mo  límite  oriental  de  la  bahía  de  Tánger,  i 
Allí  el  viento  cayó,  y  avanzamos  de  nuevo  i 
con  lentitud.  ! 

Hacía  ya  mucho  tiempo   que  Tánger   es-j 
taba  a  la  vista.   Poco  después  de  empezar  ai 
alejarnos  de  Tarifa,  le  habíamos  columbrado; 
en  la  lejanía,  semejante  a  una  paloma  blanca; 
empollando  en  su  nido.  El  sol   se  ocultaba 
detrás  de  la  ciudad  cuando  echamos  el  ancla 
en  la  bahía,  entre  media  docena  de  barcas  y 
faluchos,  del  porte  de  Ja  nuestra,  únicos  bar- 
cos que  vimos.  Tánger  se  hallaba  ante  nos- ' 
otros,  pintoresca  ciudad  que  ocupa  las  ver- 
tientes y  la  cima  de  dos  colinas,  una  de  las 
cuales,  brava  y  escarpada,  se  mete  en  el  mar] 
allí   donde  la   costa   forma   de  pronto   una  i 
abrupta  revuelta.  Amenazadores  parecen  sus 
almenados  muros,   encaramados  en  la   cus- ; 
pide  de  empinadas   rocas,   cuya  base  lavan ' 
las  ondas  del  mar,  o  surgiendo  de  la  angos-  i 
ta  playa  que  separa  la  colina  del  Océano. 

Allí  hay  dos  o  tres   órdenes  de   baterías, 
armadas  con  gruesos  cañones,  que  dominan 
la  bahía;  encima   se  ven  los   terrados  de  la  i 
ciudad,  que  se  alzan  escalonados,  como  peí- ; 
daños  para  gigantes.  Todo  es  blanco,  de  per-  j 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        301 

fecta  blancura,  de  suerte  que  el  conjunto  pa- 
rece tallado  en  un  inmenso  bloque  de  yeso; 
bien  es  verdad  que  aquí  y  allí  emergen  de 
la  blancura  altos  árboles  verdes:  acaso  per- 
tenezcan a  jardines  moros,  y  tal  vez  ahora 
estarán  reclinadas  a  su  sombra  muchas  Lei- 
las  ojinegras,  hermanas  de  las  huríes.  Frente 
por  frente  a  nosotros  se  levanta  una  gran 
torre  o  alminar,  no  blanca,  sino  pintada  cu- 
riosamente; pertenece  a  la  mezquita  prin- 
cipal de  Tánger;  sobre  ella  ondeaba  una 
bandera  negra,  por  ser  la  fiesta  de  Ashor. 
Una  hermosa  playa  de  blanca  arena  bordea 
la  bahía  desde  la  ciudad  hasta  el  promonto- 
rio del  Alminar.  Al  Este  se  alzan  portento- 
sas colinas  y  montañas:  son  el  Gebel  Muza 
y  sü  cadena;  y  aquel  su  compañero  que  se 
levanta  a  lo  lejos  es  el  pico  de  Tetuán;  las 
brumas  grises  de  la  tarde  envuelven  sus 
flancos.  Tal  era  Tánger,  tales  sus  cercanías, 
como  se  me  aparecieron  al  contemplarlas 
desde  la  barca  genovesa. 

Arriaron  un  bote  del  barco,  y  el  capitán, 
que  traía  a  su  cargo  el  correo  de  Gibraltar, 
el  secretario  judío,  y  el  haji^  con  sus  acom- 
pañantes negros,  se  fueron  a  tierra.  Yo  hu- 
biera querido  ir  con  ellos,  pero  me  dijeron 
que  no  podría  desembarcar  aquella  noche, 
pues  antes  de  que  examinasen  mi  pasaporte 
y  mi  patente  de  sanidad  se  cerrarían  las 
puertas  de  la  ciudad;  así  es  que  permanecí 
a  bordo  con  la  tripulación  y  los  dos  judíos. 


302  B  o  R  R  o  W 

Los  marineros  prepararon  su  cena,  que  con- 
sistía simplemente  en  una  ensalada  de  toma- 
tes^ habiéndose  consumido  las  demás  pro- 
visiones. El  genovés  viejo  me  trajo  una  ra- 
ción, excusándose  al  propio  tiempo  por  la 
frugalidad  de  la  comida.  Acepté  agradecido, 
y  le  dije  que  un  millón  de  hombres  mejores 
que  yo  tenían  peor  cena.  Nunca  he  comido 
con  mejor  apetito.  Al  entrar  la  noche,  los 
judíos  cantaron  himnos  hebreos,  y  cuando 
concluyeron  me  preguntaron  por  qué  per- 
manecía en  silencio;  alcé  la  voz  y  canté 
Adun  Oulem  ^. 

Las  tinieblas  envolvían  ya   por  completo 
tierra  y  mar;  ningún  ruido  se  oía,  salvo,  de 
vez  en  cuando,  el  lejano  ladrido  de  un  perro 
en  la  costa,  o   alguna  quejumbrosa  canción 
genovesa,  que  se  alzaba  de  una  barca  próxi-' 
ma.  La  ciudad   parecía   sepultada  en   lobre- 
guez y  silencio;  ni  siquiera  la  luz  de  una  bu- 
jía se  columbraba.  Pero  volviendo  la  vista  a 
España,  percibimos  un  fuego  magnífico,  que 
al  parecer  envolvía  la  vertiente  y  la  cima  de 
una  de  las   montañas   más  altas  al  Norte  de 
Tarifa.  El  incendio  arrancaba  destellos  roji- 
zos a  las  aguas  del  Estrecho.  O  las  leñas  del  i 
monte  ardían,  o  los  carboneros  se  aplicaban  1 
a  sus  sombrías  faenas.  Los  judíos  se  queja- 
ron de  cansancio,  y  el  más  joven,  desatando] 
una  colchoneta,  la  tendió  sobre  cubierta  y  i 

1 

*     Señor  del  mundo.  < 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        303 

trató  de  descansar.  El  sabio  bajó  a  la  cama- 
reta; pero  apenas  había  tenido  tiempo  de 
echarse  cuando  el  viejo  piloto,  lanzándose 
en  pos  de  él,  bajó  también  y  le  sacó  fuera 
por  los  talones,  porque  la  cámara  estaba 
muy  poco  profunda,  y  no  había  más  que 
bajar  dos  o  tres  peldaños.  Hecho  eso,  le  di- 
rigió muchos  improperios,  y  le  amenazó  con 
el  pie,  mientras  permanecía  tendido  sobre 
cubierta  «^Cree  usted  —  le  dijo  —  que  un 
perro  judío  como  usted,  y  que  paga  como 
un  perro  judío,  va  a  dormir  en  la  cámara? 
Desengáñese,  bestia:  en  la  cámara  no  duer- 
me esta  noche  nadie  más  que  este  caballero 
cristiano.»  El  sabio,  sin  replicar,  se  alzó  de 
sobre  cubierta  y  se  acarició  la  barba,  en 
tanto  el  viejo  genovés  proseguía  su  filípica. 
Si  el  judío  hubiese  sido  dado  a  ello,  habría 
podido  estrangular  a  su  insultador  en  un 
momento,  o  espachurrarlo  entre  sus  mem- 
brudos brazos,  pues  no  recuerdo  haber  visto 
jamás  un  individuo  tan  fuerte  y  musculoso; 
pero,  evidentemente,  era  tardo  en  encoleri- 
zarse, y  muy  paciente.  No  se  le  escapó  ni 
una  palabra  de  resentimiento,  y  sus  faccio- 
nes conservaron  su  habitual  expresión  de 
benigna  placidez. 

Entonces  le  aseguré  al  piloto  que  el  judío 
podía  compartir  la  cámara  conmigo  sin  la 
más  leve  objeción  por  mi  parte,  y  que,  al 
contrario,  más  bien  lo  deseaba,  pues  había 
sitio  de  sobra  para  ambos. 


304  B  O  R  R,0  W 

— Dispense  usted,  señor  caballero — repli- 
có el  genovés — ;  pero  le  juro  que  no  permi- 
tiré tal  cosa:  usted  es  joven  y  no  conoce  a 
esta  canaille  como  yo  la  conozco,  que  llevo 
veinte  años  yendo  y  viniendo  entre  estas 
costas.  Si  esa  bestia  tiene  frío,  que  duerma 
en  el  sollado,  como  yo  y  los  demás;  pero  en 
la  cámara  no  entra. 

Conociendo  que  era  testarudo,  me  retiré, 
y  a  los  pocos  minutos  caí  en  profundo  sue- 
ño, que  duró  hasta  el  alba.  Cierto  que  dos  o 
tres  veces  me  pareció  que  se  peleaban  cerca 
de  mí;  pero  estaba  tan  abrumado  de  cansan- 
cio, tan  borracho  de  sueño,  que  no  pude 
despertarme  lo  bastante  para  enterarme  de 
lo  que  sucedía.  El  hecho  fué  que,  en  el  trans- 
curso de  la  noche,  el  sabio,  hallándose  incó- 
modo al  aire  libre,  junto  a  su  compañero, 
intentó  por  tres  veces  meterse  en  la  cámara, 
y  otras  tantas  le  arrojó  de  ella  su  incansable 
enemigo,  que,  sospechando  sus  intenciones, 
no  le  quitó  ojo  en  toda  la  noche. 

A  eso  de  las  cinco  me  levanté;  el  radiante 
sol  brillaba  esplendoroso  sobre  la  ciudad,  la 
bahía  y  la  montaña;  la  tripulación  ya  estaba 
ocupada  sobre  cubierta  en  reparar  una  vela 
desgarrada  por  el  viento  el  día  anterior.  Los 
judíos,  sentados  en  la  popa  con  aire  descon- 
solado, se  quejaban  mucho  del  frío  que  ha- 
bían sufrido  en  aquel  lugar  abierto.  Sobre  el 
ojo  izquierdo  del  sabio  vi  una  cortadura  en- 
sangrentada, que,  según  me  dijo,  le  había 


LÁ    BIBLIA     EN    ESPAÑA 


305 


hecho  el  viejo  genovés  después  de  sacarle  de 
la  cámara  por  última  vez.  Entonces  manifes- 
té mi  botella  de  coñac,  rogando  que  la  tri- 
pulación participase  en  ella,  como  leve  co- 
rrespondencia a  su  hospitalidad.  Me  dieron 
las  gracias,  y  la  botella  fué  circulando;  al 
cabo  llegó  a  manos  del  viejo  piloto,  quien, 
tras  de  mirar  un  instante  al  sabio,  se  la  llevó 
a  los  labios,  donde  la  mantuvo  mucho  más 
tiempo  que  ninguno  de  sus  compañeros; 
después  me  la  devolvió,  haciéndome  una 
profunda  reverencia.  El  sabio  preguntó  en- 
tonces qué  contenía  la  botella.  Le  dije  que 
coñaCj  o  aguardiente^  y  al  oírlo,  rogó,  no 
sin  cierta  ansia,  que  le  permitiese  beber  un 
trago. 

— ^^Cómo  es  eso?  — dije  yo — .  Ayer  me 
dijo  usted  que  era  una  cosa  prohibida,  una 
abominación. 

— Ayer  — respondió —  no  sabía  que  fue- 
se aguardiente;  creí  que  era  vino,  que  es, 
ciertamente,  una  abominación,  cosa  prohi- 
bida. 

— ¿Está  prohibido  en  la  Torah?  — pregun- 
té— .  ¿Está  prohibido  por  la  ley  de  Dios? 

— No  lo  sé  — replicó — ;  lo  que  sé  es  que 
los  sabios  lo  han  prohibido. 

— Sabios  como  usted  — exclamé  con  ca- 
lor— ;  sabios  como  usted,  de  barba  larga  y 
entendimiento  corto.  Permitido  está  el  uso 
de  ambas  bebidas;  pero  más  peligro  se  es- 
conde en  esta  botella  que  en  una  cuba  de 

T.  III.  ao 


3o6  B  O  R  R  O  W 

vino.  Bien  dijo  mi  Señor  el  Nazareno:  «Vos- 
otros apartáis  un  mosquito  y  os  tragáis  un 
camello»;  pero,  puesto  que  tiene  usted  frío 
y  tirita,  tome  la  botella  y  reanímese  con  un 
traguito  de  su  contenido. 

Se  la  acercó  a  los  labios,  y  no  encontró  ni 
gota.  El  viejo  genovés  reía  con  sorna. 

— Bestia  — dijo — ,  le  conocí  en  los  ojos 
que  deseaba  beber  un  trago,  y  me  dije:  aun- 
que me  ahogue,  no  dejaré  que  un  caballero 
cristiano  malgaste  ni  gota  del  aguardiente  en 
ese  judío,  ¡mal  rayo  caiga  sobre  su  cabezal 

*Ahora,  señor  caballero  — continuó — , 
puede  usted  bajar  a  tierra;  esos  dos  marine- 
ros le  llevarán  al  muelle  y  transportarán  su 
equipaje  adonde  tenga  por  conveniente;  la 
Virgen  le  bendiga  por  donde  vaya. 


CAPÍTULO  LV 


El  muelle. — Los  dos  moros  — Djmah  de  Tánger. — 
La  casa  de  Dios. — El  cónsul  británico.— Espec- 
táculo curioso. — La  casa  mora. — Juana  Correa. 
Ave  María. 


BOGAMOS,  pues,  hacia  el  muelle,  y  desem" 
barcamos.  El  muelle  no  consiste  actual- 
mente más  que  en  un  inmenso  rimero  de 
grandes  piedras  sueltas,  que  corre  como 
unas  quinientas  yardas  bahía  adentro:  son 
parte  de  las  ruinas  de  un  magnífico  espigón 
que  los  ingleses,  último  pueblo  extranjero 
que  ocupó  a  Tánger,  destruyeron  al  evacuar 
la  plaza.  Los  moros  no  han  intentado  nunca 
repararlo:  en  las  mareas  altas,  el  mar  rompe 
contra  él  furioso.  Fué  tarea  difícil  abrirme 
camino  entre  las  resbaladizas  piedras,  y  dos 
o  tres  veces  me  hubiera  caído  a  no  ser  por 
la  buena  voluntad  de  los  marineros  genove- 
ses.  Al  fin  alcanzamos  la  playa,  y  nos  enca- 
minábamos hacia  la  puerta  de  la  ciudad, 
cuando  dos  moros  vinieron  a  nosotros.  Casi 
nos  asustamos  al  ver  al  primero:  era  un  bár- 
baro corpulento  y  viejo,   con   aborrascada 


3o8  B  O  R  R  O  W 

barba  blanca,  turbante,  kaik  y  caliones  su- 
cios, desnudas  las  piernas  e  inmensos  y 
aplastados  pies,  cuyos  talones  sobresalían 
lo  menos  un  par  de  pulgadas  por  detrás  de 
sus  viejas  y  negras  babuchas. 

— Este  es  el  capitán  del  puerto  — dijo  uno 
de  los  genoveses — .  Trátele  con  respeto. 

Me  quité,  pues,  el  sombrero  y  exclamé: 

— Sba  alkheir  a  sidi. 

— ¿Sois  ingleses? — vociferó  el  horroroso  y 
gigantesco  vejestorio. 

— Ingleses,  señor  — y  adelantándome  le 
tendí  la  mano,  que  casi  aplastó  con  su  tre- 
íhenda  zarpa.  Entonces  el  otro  moro  me  ha- 
bló en  una  jerga  compuesta  de  inglés,  espa- 
ñol y  árabe.  También  era  un  personaje  raro; 
pero  muy  diferente  de  su  compañero,  que  le 
llevaba,  por  lo  poco,  la  cabeza,  y  menos 
completo  de  un  ojo,  pues  el  globo  de  visión 
izquierdo  teníalo  cerrado,  y  era,  como  los 
españoles  dicen,  tuerto]  pero  excedía  con 
mucho  al  otro  en  la  limpieza  del  turbante, 
haik  y  calzones.  De  lo  que  farfulló  colegí 
que  era  el  mahasni  o  soldado  del  cónsul  in- 
glés; que  el  cónsul,  sabedor  de  mi  llegada, 
le  había  enviado  para  acompañarme  a  su 
casa.  Me  propuso  que  le  siguiese,  y  así  lo 
hice,  acompañándonos  el  viejo  capitán  del 
puerto  hasta  la  entrada  de  la  ciuda  i,  donde 
dio  media  vuelta  y  se  metió  en  un  edificio 
que,  a  mi  parecer,  sería  la  aduana,  por  los 
fardos  y  cajas  de  toda  índole  apilados  delan- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         309 

te.  Traspusimos  la  puerta  de  la  ciudad  y  re- 
montamos una  pendiente  tortuosa.  A  nues- 
tra izquierda  había  una  batería  llena  de  ca- 
ñones, apuntando  al  mar,  y  a  nuestra  derecha 
un  recio  muro,  tallado  en  parte  en  la  misma 
montaña:  un  poco  más  arriba  llegamos  a  un 
sitio  abierto,  donde  se  alza  la  mezquita  que 
ya  he  mencionado.  Al  contemplar  la  torre, 
me  dije:  «Seguramente  tenemos  aquí  una 
hermana  menor  de  la  Giralda  de  Sevilla.» 
Ignoro  si  alguien  ha  notado  ya  el  pare- 
cido entre  ambos  edificios,  y  quizás  habrá 
algunos  que  nieguen  tal  semejanza,  sobre 
todo  si,  al  formar  opinión,  se  dejan  influir 
mucho  por  el  tamaño  y  el  color:  la  Gi- 
ralda es  de  color  rojo,  o  más  bien  berme- 
llón, mientras  que  en  el  Djmah  de  Tánger 
predomina  el  verde  por  estar  hecha  de  ladri- 
llos de  ese  color;  pero  entre  ellos,  con  cier- 
tos intervalos,  hay  colocados  otros  de  un 
leve  tinte  rojo,  de  suerte  que  la  torre  pre- 
senta una  bella  variedad  de  tonos.  Respecto 
ai  tamaño,  comparado  con  la  gigantesca 
maga  sevillana,  el  Djmah  tangerino  parece- 
ría lo  que  un  arboliJlo  nuevo  al  lado  de  un 
cedro  del  Líbano,  cuyo  tronco  ha  resistido 
las  tormentas  de  quinientos  años.  Pues  con 
todo  eso,  afirmo  que,  en  otros  respectos, 
ambas  torres  son  una  y  la  misma,  y  que  en 
ambas  se  manifiestan  el  mismo  espíritu, 
igual  designio;  su  forma  es  igual,  y  tienen 
en  sus  muros  las  mismas  señales,  incluso 


310  B  OR  RO  W 

aquellos  misteriosos  arcos  grabados  en  los 
ladrillos,  emblema  de  no  sé  qué.  Sin  violen- 
cia puede  decirse  que  los  dos  monumentos 
están  entre  sí  en  la  misma  relación  que  los 
antiguos  moros  con  los  modernos.  La  Giral- 
da es  una  maravilla  del  mundo,  y  el  antiguo 
moro  fué  casi  conquistador  del  mundo.  Al 
moderno  moro  apenas  se  le  conoce,  y  ^quién 
ha  oído  nunca  hablar  de  la  torre  de  Tánger.^ 
Pero  examinadla  atentamente,  y  hallaréis  en 
ella  mucho,  muchísimo  que  admirar;  y  si  se 
os  presenta  la  oportunidad  de  observar  con 
detención  a  los  moros  modernos,  de  seguro 
descubriréis  en  sus  personas  y  en  sus  accio- 
nes, junto  a  muchos  rasgos  grotescos,  incul- 
tos y  bárbaros,  no  pocos  que  compensarán 
con  amplitud  una  investigación  laboriosa. 

Al  pasar  por  delante  de  la  mezquita,  me 
detuve  a  la  puerta  un  momento  y  miré  al 
interior;  no  vi  más  que  un  patio  cuadrangu- 
lar  pavimentado  con  baldosas  de  colores,  a 
cielo  abierto.  En  los  lados,  sendas  galerías 
con  arcos  o  piazzas^  y  en  el  centro  ura  fuen- 
te, donde  varios  moros  cumplían  sus  ablu- 
ciones. Miré  en  torno,  en  busca  del  objeto 
abominable,  y  no  lo  hallé.  El  pecado  habi- 
tual de  la  iglesia  pseudo-cristiana  no  estaba 
allí  en  cada  rincón  para  herirme  en  los 
ojos. 

—  Venid  acá,  papistas — dije — y  tomad 
esta  lección:  aquí  hay  una  casa  de  Dios,  en 
lo  exterior  al  menos,  tal  como  una  casa  de 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        311 

Dios  debe  ser:  cuatro  muros,  una  fuente,  y 
eícima  el  eterno  firmamento,  donde  se  es- 
pejí  su  gloria.  ^Qué  casas  edificáis  al  Dios 
que  ha  dicho:  «No  grabarás  tu  imagen»?  In- 
sensato, tus  muros  están  poblados  de  ído- 
los; a  una  piedra  le  llamas  tu  Padre,  y  a  un 
pedazo  de  madera  carcomida.  Reina  de  los 
Cielos.  Insensato,  no  conoces  siquiera  al  An- 
ciano de  días,  y  del  mismo  moro  tienes  algo 
que  aprender.  Al  menos,  el  moro  conoce  al 
Anciano  de  días,  que  ha  dicho:  «No  tendrás 
más  dioses  que  yo.» 

Cuando  decía  estas  palabras,  oí  un  grito 
como  rugido  de  león,  y  una  temerosa  voz 
exclamaba  a  lo  lejos:  KapuL  Udbagh. 

Volvimos  luego  hacia  la  izquierda  por  un 
pasadizo  que  atravesaba  por  debajo  de  la 
torre,  y  apenas  habíamos  dado  unos  pasos, 
oí  un  prodigioso  tumulto  de  voces  intanti- 
les;  escuché  un  instante  y  distinguí  versícu- 
los del  Corán;  era  una  escuela. 

Otra  lección  para  ti,  papista.  Te  llamas 
cristiano,  pero  persigues  el  libro  de  Cristo. 
Le  acosas  hasta  la  orilla  del  mar,  obligándo- 
le a  buscar  refugio  en  las  olas. 

Insensato,  aprende  esa  lección  del  moro, 
que  enseña  a  su  hijo,  apenas  empieza  a 
hablar,  los  pasajes  más  importantes  del 
libro  de  su  ley,  y  se  tiene  por  sabio  o  ne- 
cio según  está  o  no  versado  en  tal  libro; 
mientras  que  tú,  esclavo  ciego,  no  sabes  lo 
que  el  libro  de  tu  ley  contiene,  ni  deseas  sa- 


312  B  o  R  R  o  W 

berlo;  pero  ¿acaso  no  te  han  de  juzgar  por  tu 
ley  propia?  Traficante  en  ídolos,  aprende  de) 
moro  a  ser  consecuente:  dice  que  será  jua- 
gado según  su  ley,  y,  por  tanto,  estima  y 
sabe  de  memoria  todo  el  libro  de  su  le/. 

Llegamos  a  casa  del  cónsul  inglés,  grande 
y  espaciosa  vivienda,  construida  se^^ún  el 
gusto  inglés.  El  soldado  me  llevó  a  través 
de  un  patio  hasta  un  amplio  vestíbulo,  col- 
gado con  pieles  de  animales  feroces  de  toda 
especie,  desde  el  majestuoso  león  hasta  el 
chacal  ladrador.  Allí  me  recibió  un  criado 
judío,  y  me  condujo  al  punto  a  la  biblio- 
teca, donde  estaba  el  cónsul.  Me  recibió 
con  suma  llaneza  y  sincero  afecto,  y  me  dijo 
que  habiendo  recibido  una  carta  de  su  exce- 
lente amigo  Mr.  B.,  en  la  que  me  recomen- 
daba vivamente,  tenía  ya  tomado  para  mí 
alojamiento  en  casa  de  una  mujer  española, 
pero  subdito  británico,  donde  me  encontra- 
ría, a  su  parecer,  todo  lo  bien  instalado  que 
era  posible  en  un  lugar  como  Tánger.  Me 
preguntó  después  si  tenía  algún  motivo  es- 
pecial para  visitar  esa  ciudad,  y  sin  vacila- 
ción le  dije  que  llevaba  el  propósito  de  re 
partir  cierto  número  de  ejemplares  del  Nue- 
vo Testamento  en  lengua  española  entre  los 
cristianos  residentes  en  la  localidad.  Sonrió, 
y  me  recomendó  que  procediese  con  extre- 
mada cautela,  y  así  se  lo  prometí.  Departi- 
mos luego  acerca  de  otros  temas,  y  no  tardé 
en  descubrir  que  me  hallaba  en  compañía 


LA^    BIBLIA     EN    ESPAÑA        313 

de  un  hombre  de  letras  instruidísimo,  sobre 
todo  en  los  clásicos  griegos  y  latinos;  tam- 
bién conocía  a  fondo  el  imperio  berberisco 
y  el  carácter  moro. 

Tras  de  media  hora  de  conversación,  en 
extremo  agradable  e  instructiva  para  mí, 
manifesté  el  deseo  de  marcharme  a  mi  alo- 
jamiento; tocó  la  campanilla,  entró  el  mismo 
criado  judío  que  me  había  recibido,  y  el 
cónsul  le  dijo  en  inglés: 

—  Acompañe  a  este  caballero  a  casa  de 
Juana  Correa,  la  viuda  mahonesa,  y  encar- 
gúele de  mi  parte  que  le  cuide  bien  y  atien- 
da a  su  regalo;  si  lo  hace  así,  me  confirmará 
en  la  buena  opinión  que  tengo  de  ella  y  au- 
mentará mi  inclinación  a  favorecerla. 

Así,  acompañado  por  el  judío,  enderecé 
mis  pasos  al  alojamiento  preparado  para  mí. 
Tras  de  remontar  la  calle  en  que  estaba  la 
casa  del  cónsul,  entramos  en  una  placita 
que  se  halla  como  a  media  ladera  de  la  co- 
lina. Díjome  mi  acompañante  que  aquello 
era  el  soc^  o  plaza  del  mercado.  Ofrecíase 
allí  un  espectáculo  curioso.  Todo  alrededor 
de  la  plaza  había  unas  barracas  de  madera 
pequeñas,  muy  parecidas  a  cajas  grandes 
volcadas  sobre  un  costado,  con  la  tapa  man- 
tenida en  alto  por  una  cuerda.  Delante  de 
cada  caja  había  una  especie  de  mostrador, 
o  más  bien  un  largo  mostrador  corría  frente 
a  toda  la  línea,  sobre  el  cual  yacían  uvas, 
dátiles,  pequeños  barriles  de  azúcar,  jabón, 


314  B  O  R  R  O  W 

manteca  y  otros  artículos  varios.  Dentro  de 
cada  caja,  frente  al  mostrador,  y  a  unos  tres 
pies  del  suelo,  se  ocultaba  un  ser  humano 
con  una  manta  sobre  los  hombros,  un  sucio 
turbante  en  la  cabeza,  y  calzones  andrajo- 
sos, que  les  llegaban  hasta  la  rodilla,  aun- 
que me  parece  que  algunos  prescindían  por 
completo  de  ellos.  Enpuñaban  sendos  pa- 
los con  un  manojo  de  hojas  de  palma  en  la 
punta,  agitándolos  sin  cesar  como  abani- 
co, a  fin  de  espantar  de  sus  géneros  el  mi- 
llón de  moscas  que,  engendradas  por  el  sol 
berberisco,  trataban  de  posarse  en  ellos. 
Detrás,  y  a  cada  lado  de  las  casetas,  había 
pilas  de  mercancías  de  la  misma  clase.  Los 
vendedores  clamaban  sin  cesar:  Shrit  hinai^ 
shrit  hinai  ^.  Tales  son  los  tenderos  de  Tán- 
ger, tales  sus  tiendas. 

En  medio  del  soCy  sobre  las  piedras,  había 
pirámides  de  melones  y  sandías^  y  también 
banastas  llenas  de  otras  clases  de  frutas,  ex- 
puestas para  la  venta,  en  tanto  las  redondas 
hogazas  yacían  en  el  suelo  acá  y  allá,  y  a  su 
lado,  sentados  sobre  las  piernas  cruzadas, 
los  seres  de  más  extraña  apariencia  que  una 
imaginación  descarriada  puede  concebir, 
cubierta  la  cabeza  con  un  enorme  sombrero 
de  paja,  lo  menos  de  dos  yardas  de  circun- 
ferencia, cuyas  alas  caídas  ocultaban  por 
completo  el  rostro,  mientras  el  tronco  apa- 

^     Compre  aquí,  compre  aquí. 


ILA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       315 

recia  envuelto  en  una  manta,  de  la  que  a 
veces  salían  unos  dedos  y  brazos  descarna- 
dos. Eran  mujeres  moras,  todas,  a  lo  que 
creo,  viejas  y  feas,  si  he  de  juzgar  por  las 
ojeadas  que  pude  echar  sobre  sus  semblan- 
tes cuando  levantaban  las  alas  de  los  som- 
breros para  mirarme  al  pasar,  o  maldecirme 
por  pisarles  el  pan.  Todo  el  soc  estaba  lleno 
de  gente  y  abundaban  los  gritos,  bullicios 
y  vociferaciones,  y  como  el  sol,  aunque  era 
todavía  muy  temprano,  brillaba  con  grandí- 
simo esplendor,  pensaba  yo  que  escena  tan 
animada  rara  vez  la  habría  visto  nunca. 

Cruzando  el  soc^  entramos  en  una  angosta 
calle  con  el  mismo  género  de  cajas-tiendas 
a  cada  lado,  algunas  de  las  cuales,  empero, 
o  estaban  desocupadas  o  no  habían  abierto 
aún,  pues  la  tapa  permanecía  echada.  Casi 
inmediatamente  volvimos  hacia  la  izquierda, 
remontando  una  calle  algo  parecida,  y  al 
instante  mi  guía  se  entró  por  la  puerta  de 
una  casa  baja,  situada  en  la  esquina  de  una 
caiJecita  arbolada,  que  era,  según  me  dijo, 
la  morada  de  Juana  Correa.  Pronto  estuvi- 
mos en  el  centro  de  la  vivienda.  Digo  en  el 
centro  porque  todas  las  casas  moras  están 
construidas  con  un  pequeño  patio  en  medio. 
El  de  aquella  casa  no  tenía  más  de  diez  pies 
en  cuadro.  Abierto  por  arriba,  en  torno  es- 
taban las  habitaciones,  por  tres  lados;  en 
el  cuarto  lado,  una  escalerilla  que  comunica- 
ba con  el  piso  superior,  la  mitad  del  cual 


3i6  B  O  R  R  O  W 

consistía  en  un  terrado  con  vistas  al  patio; 
por  encima  de  sus  bajos  muros  se  descu- 
bría un  panorama  del  mar  y  gran  parte  de 
la  ciudad.  Lo  restante  del  piso  ocupábalo 
una  vasta  pieza,  reservada  para  mí,  y  que 
comunicaba  con  el  terrado  por  dos  puertas. 
En  cada  extremo  del  cuarto  había  una  cama, 
atravesada  a  lo  ancho  de  la  habitación,  con 
el  pabellón  pegado  al  techo.  Una  mesa  y  dos 
o  tres  sillas  concluían  el  mobiliario. 

Estaba  tan  ocupado  en  examinar  la  casa 
de  Juana  Correa,  que  al  pronto  puse  poca 
atención  en  la  señora  misma.  Pero  vino  lue- 
go al  terrado  donde  mi  guía  y  yo  permane- 
cíamos. Era  una  mujer  como  de  cuarenta  y 
cinco  años,  de  facciones  regulares,  que  en 
otros  tiempos  habrían  sido  hermosas,  pero 
en  las  que  los  años,  y  más  aún  quizás  las 
penas,  habían  hecho  muchos  estragos.  Le 
faltaban  dos  dientes,  pero  aun  era  negro  su 
magnífico  pelo.  Mirando  su  rostro,  dije  para 
mí:  si  es  verdad  la  ciencia  fisonómica,  tú,  ¡oh 
Juana!,  eres  buena  y  apacible.  En  efecto:  las 
finezas  que  de  Juana  recibí  durante  las  seis 
semanas  que  pasé  bajo  su  techo,  me  hubie- 
ran convertido  a  esa  ciencia,  si  antes  hubie- 
se dudado  de  ella. 

No  creo  que  en  ningún  pecho  humano 
haya  latido  nunca  corazón  más  afectuoso  y 
ardiente  que  el  de  Juana  Correa,  la  viuda 
mahonesa,  y  así  lo  denotaban  sus  facciones, 
radiantes  de  benevolencia  y  buen  natural. 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        317 

tuñque   algo   nubladas   por  la  melancolía. 

Díjome  que  había  estado  casada  con  un 
genovés,  patrón  de  un  falucho  que  recorría 
la  ruta  entre  Gibraltar  y  Tánger,  quien,  al 
morir,  hacía  unos  cuatro  años,  la  dejó  con 
cuatro  de  familia,  el  mayor  de  los  cuales 
era  un  mozo  de  trece;  que  había  tropezado 
con  graves  dificultades  para  proveer  a  su 
sustento  y  al  de  los  suyos  desde  la  muerte 
de  su  marido;  pero  que  la  Providencia  le  ha- 
bía suscitado  unos  pocos  amigos  excelen- 
tes, sobre  todo  el  cónsul  britáíiico;  que, 
además  de  alquilar  habitaciones  a  viajeros 
tales  como  yo,  amasaba  pan,  muy  estimado 
por  los  moros,  y  tenía  sociedad  con  un  ge- 
novés viejo  para  la  venta  de  licores.  Añadió 
que  este  último  vivía  en  una  de  las  habita- 
ciones bajas;  que  era  hombre  muy  dispues- 
to y  de  gran  saber,  pero  que  a  veces  le  pa- 
recía algo  tocado  de  aquí,  dijo  llevándose 
un  dedo  a  la  frente,  y  esperaba  que  yo  sa- 
bría disimular  las  rarezas  de  su  lenguaje  o 
de  su  conducta.  Entonces  me  dejó,  para  dis- 
poner, según  dijo,  mi  desayuno;  y  con  esto, 
el  criado  judío  que  me  había  acompañado 
desde  casa  del  cónsul,  viéndome  ya  instala- 
do, fuese. 

Pronto  me  senté  a  desayunar  en  una  ha- 
bitación a  la  izquierda  del  minúsculo  wus- 
tuddur\  el  trato  era  excelente:  te,  pescado 
frito,  huevos  y  uvas,  sin  olvidar  el  famoso 
pan  de  Juana   Correa.   Me  servía  un  mozo 


3i8  B  O  R  R  O  W 

judío,  alto,  de  unos  veinte  años;  díjome  que  i 
se  llamaba  Hayin  Ben  Attar,  y  que  era  na-  \ 
tural  de  Fez,  de  donde  sus  padres  le  habían  ¡ 
llevado  siendo  muy  niño  a  Tánger,  y  aquí 
había  pasado  la  mayor  parte  de  su  vida  prin-  i 
cipalmente  al  servicio  de  Juana  Correa,  asis-  I 
tiendo  a  los  que,  como  yo,  se  alojaban  en  ¡ 
la  casa.  Terminada  la  comida,  hallábame  i 
sentado  en  el  patinillo,  cuando  oí  en  la  ha-  < 
bitación  opuesta  a  la  en  que  me  había  des-  ' 
ayunado  varios  suspiros,  seguidos  de  mu-  ] 
chos  lamentos;  luego  vino  un  Ave  María,  i 
gratid  plena,  ora  pro  me^  y  finalmente  una  ¡ 
voz  como  un  graznido  cantó: 

Gentem  auferte  perfidam  ! 

Credentium  de  finibus, 
Ut  Christo  laudes  debitas  i 

Persolvamus  alacriter.  i 

i 
—  Ese  es  el  genovés  viejo — susurró  Ha-  \ 
yim  Ben  Attar — que  está  rezando  a  su  Dios;  ! 
lo  hace  con  mucha  devoción  siempre  que  i 
la  noche  antes  se  ha  ido  a  la  cama  un  poco  j 
bebido.  Tiene  en  el  cuarto  una  imagen  de  ! 
María Buckra'^^á€í'^Ti\.t.  de  la  que  suele  poner  ! 
un  cirio  encendido,  y  por  ella  no  me  permite 
nunca  entrar  en  la  habitación.  Una  vez  me  ; 
sorprendió  contemplándola,  y  creí  que  me  ■ 
mataba;  desde  entonces,  cierra  siempre  el 
cuarto  con  llave,  que  se  guarda  en  el  bolsillo 

*    La  Virgen  María. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        319 

al  marcharse.  Odia  a  los  judíos  y  a  los  mo- 
ros, y  dice  que  sus  pecados  le  han  traído  a 
vivir  entre  nosotros. 

—  No  ponen  cirios  delante  de  las  imá- 
genes— dije  yo,  y  salí  a  visitar  las  curiosida- 
des del  país. 


CAPÍTULO  LVI 


El  Mahasni.— Sin  Samani. — El  Bazar. — Santos  mo- 
ros.— |Mira  la  ayana! — La  higuera  chumba. — Se- 
pulturas judías. — La  mansión  de  los  esqueletos. 
El  mozo  de  cuadra. — Los  caballos  de  los  musul- 
manes.— Dar-dwag. 


Hallábame  en  la  plaza  del  mercado,  con- 
templando una  escena  muy  parecida  a  la 
que  ya  he  descrito,  cuando  se  me  acercó 
un  moro  y  trató  de  proferir  unas  pocas  pa- 
labras en  español.  Era  un  viejo  alto,  de 
facciones  enjutas,  pero  un  poco  extrañas, 
y  habría  podido  llamársele  bien  parecido 
a  no  faltarle  un  ojo,  deformidad  muy  co- 
mún en  el  país.  Llevaba  envuelto  el  cuerpo 
en  un  inmenso  kaik.  Al  ver  que  yo  enten- 
día el  marroquí,  rompió  a  hablar  con  in- 
mensa volubilidad,  y  no  tardé  en  saber  que 
era  mahasni.  Ponderó  largamente  las  belle- 
zas de  Tánger,  de  donde  era  natural,  según 
dijo,  y  al  cabo  exclamó:  «Ven  conmigo, 
sultán  mío,  y  te  enseñaré  muchas  cosas  que 
alegren  tus  ojos  y  llenen  tu  corazón  de  cla- 
ridad; fuera   una  vergüenza  para  mí,   que 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       J2i 

tengo  la  ventaja  de  ?er  hijo  de  Tánger,  per- 
mitir que  un  extranjero,  llegado  de  una  isla 
del  gran  mar,  como  dices  tú  que  vienes, 
con  propósito  de  ver  esta  bendita  tierra,  se 
estuviese  aquí  en  el  soc  sin  nadie  que  le 
guíe.  |Por  Alá,  no  será  asíl  Hagan  sitio  a  mi 
sultán,  hagan  sitio  a  mi  señor»,  prosiguió, 
abriéndose  camino  a  empellones  a  través 
de  una  turba  de  hombres  y  chicos  reunida 
en  torno  nuestro;  «a  su  alteza  le  place  venir 
conmigo;  por  aquí,  mi  señor,  por  aquí»;  y 
emprendió  el  camino  colina  arriba,  andando 
con  tremendo  compás,  y  hablando  aún  más 
de  prisa. 

—  Esta  calle — dijo — es  el  Siarrin,  y  no 
hay  en  Tánger  otra  que  se  le  parezca;  ob- 
serv-a  qué  ancha  es,  casi  como  la  mitad  del 
mismo  soc\  aquí  están  las  tiendas  de  los 
mercaderes  más  importantes,  donde  se  ven- 
de toda  clase  de  artículos  preciosos.  Obser- 
va a  esos  dos  hombres:  son  argelinos,  y 
buenos  musulmanes;  huyeron  de  Zair^  cuan- 
do lo  conquistaron  los  nazarenos,  no  por 
fuerza  de  armas,  no  por  su  valor,  como  ya 
puedes  suponer,  sino  con  oro;  los  nazarenos 
sólo  conquistan  con  oro.  El  moro  es  bueno, 
el  moro  es  fuerte,  ^quién  tan  bueno  ni  tan 
fuelle  como  élr;  pero  no  pelea  con  oro,  y 
por  eso  perdió  a  Zair.  Repara  en  esos  dos 
hombres  sentados   en  los  bancos  junto  a 

*    Argel. 

T.  III  31 


322  B  O  R  R  O  W 

esos  porches:  son  makhasniah^  cofrades 
míos.  Mira  la  blancura  de  sus  haiks^  la  blan- 
cura de  sus  turbantes.  ¡Oh,  si  pudieras  ver 
sus  espadas  en  día  de  gueria,  qué  brillo, 
qué  brillo  el  suyo!  Ahora  no  llevan  espadas. 
^Para  qué  llevarlas.?  ^No  está  la  tierra  en 
paz.f'  ¿Ves  a  ese  de  la  tienda  de  enfrente?  Es 
el  Pacha  de  Tánger,  el  Hamed  Sin  Samani, 
sotapachá  de  Tánger;  el  primer  pacha,  mi 
señor,  está  de  viaje;  que  Alá  le  otorgue  un 
feliz  regreso.  Sí;  ese  es  Hamed;  ahí  está  en 
su  hanutz^  como  si  no  fuera  nada  más  que 
un  comerciante;  sin  embargo,  la  vida  y  la 
muerte  están  en  su  mano.  Ahí  distribuye 
justicia,  al  mismo  tiempo  que  vende  esencia 
de  rosa  y  cochinilla,  pólvora  de  cañón  y 
azufre;  pero  estos  últimos  los  vende  por 
cuenta  de  Abderrahman,  el  sultán,  mi  se- 
ñor, pues  nadie  puede  vender  en  esta  tierra 
pólvora  y  azufre  en  polvo  más  que  el  sultán. 
Si  deseas  comprar  attar  del  mar,  si  deseas 
comprar  esencia  de  rosas,  debes  ir  al  hanutz 
de  Sin  Samani,  pues  sólo  allí  la  encontrarás 
pura;  no  te  la  venderá  cualquier  moro,  sino 
sólo  Hamed.  ¡Que  Alá  le  bendiga!  Mis  her- 
manos los  rnakhasniah  esperan  sus  órde- 
nes, porque  dondequiera  que  el  Pacha  se 
instala,  hay  sala  de  justicia.  Mira,  ahora  es- 
tamos enfrente  del  bazar;  más  abajo  de  esa 
puerta  que  ves,  está  el  patio  del  bazar;  ¿qué 

»    Tienda. 


LA    BIBILIA    EN    ESPAÑA        32^, 

no  encontrarás  en  el  bazar?  Sedas  de  Fez, 
ahí  las  tienes;  y  si  deseas  sibat^  si  deseas 
babuchas  para  los  pies,  búscalas  ahí,  donde 
también  se  venden  cosas  muy  curiosas  que 
vienen  de  las  ciudades  de  los  nazarenos.  En 
esas  casas  grandes  a  nuestra  izquierda,  vi- 
ven los  cónsules  nazarenos;  ya  has  visto 
muchas  así  en  tu  tierra;  por  tanto,  ¿para  qué 
pararse  a  mirarlas?  ¿No  te  admira  esta  calle 
del  Siarrin?  Cuanto  entra  o  sale  de  Tánger 
por  el  lado  de  tierra,  pasa  por  esta  calle. 
¡Oh,  las  riquezas  que  por  ella  pasanl  Mira 
qué  larga  hilera  de  camellos:  veinte,  treinta, 
una  cáfila  completa  que  baja  la  calle.  Wu- 
llahl  '  Conozco  estos  camellos,  conozco  al 
conductor.  Buenos  días,  ¡oh  Sidi  Hassiml 
¿Cuántos  días  habéis  tardado  desde  Fez? 
Ahora  hemos  Degado  a  la  muralla,  vamos  a 
pasarla  por  esta  puerta.  Esta  puerta  se  llama 
Bab  del  Faz;  ahora  estamos  en  el  Soc  de 
Barra. 

El  Soc  de  Barra  es  un  espacio  abierto, 
fuera  de  la  muralla  de  Tánger,  en  su  parte 
más  elevada,  sobre  la  falda  de  la  colina.  El 
terreno  es  irregular  y  escarpado;  pero  hay 
algunos  sitios  regularmente  nivelados.  En 
aquel  sitio  se  celebra  todos  los  jueves  y  lu- 
nes por  la  mañana  una  especie  de  feria,  en 
razón  de  lo  cual  es  llamado  Soc  de  Barra  o 
mercado  de  afuera.  Aquí  y  allá,  cerca  del 

»    ¡Por  DiosI 


324  B  O  R  R  O  W 

foso  de  la  ciudad,  hay  unas  cavidades  sub- 
terráneas, con  pequeños  orificios,  aproxi- 
madamente como  el  del  cañón  de  una  chi- 
menea, cubiertos  de  ordinario  con  una  losa, 
o  rellenos  con  paja.  Son  los  graneros,  don- 
de se  guarda  el  trigo,  la  cebada  y  otros  gra- 
nos destinados  a  la  venta.  A  una  mano  hay 
dos  o  tres  toscas  chozas,  o  más  bien  cober- 
tizos, debajo  de  los  cuales  vigilan  los  guar- 
dianes del  trigo.  Es  muy  peligroso  pasar 
por  aquella  colina  de  noche,  una  vez  cerra- 
das las  puertas  de  la  ciudad,  pues  a  esa 
hora  se  da  suelta  a  muchos  perros,  fieros  y 
grandes,  que  con  toda  seguridad  derribarían 
y  quizá  destrozarían  a  cualquier  descono- 
cido que  se  acercase  por  allí.  A  la  mitad  de 
la  subida  de  la  colina,  se  ven  cuatro  muros 
blancos,  que  cierran  un  espacio  como  de 
diez  pies  cuadrados,  donde  descansan  los 
huesos  de  Sidi  Mokhfidh,  famoso  santo  que 
murió  hará  unos  quince  años.  Allí  termina 
el  soc\  lo  restante  del  monte  se  llama  El 
Kawar,  o  lugar  de  las  tumbas,  porque  es  el 
sitio  donde  comúnmente  se  entierra;  los  si- 
tios donde  reposan  los  muertos  están  cuida- 
dosamente señalados  por  unas  pocas  pie- 
dras que  torman  un  circuito  oblongo.  Cerca 
de  Mokhfidh  duerme  Sidi  Gali;  pero  el  san- 
to principal  de  Tánger  yace  enterrado  en 
lo  alto  del  monte,  en  el  centro  de  una  breve 
explanada.  Una  linda  capilla  o  mezquita, 
con  su  cúpula,  se  alza  allí  en  su  honor,  ador- 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


3*5 


nada  generalmente  con  banderas  de  varios 
colores.  El  nombre  de  este  santo  es  Moham- 
med  el  Hají^  y  en  Tánger  y  sus  cercanías  se 
tiene  sü  memoria  en  la  mayor  veneración. 
Su  muerte  acaeció  en  los  comienzos  de  este 
siglo. 

Estos  detalles  los  recogí  en  aquel  mo- 
mento o  en  subsiguientes  ocasiones.  En  el 
lado  r\orte  del  soc^  cerrado  por  la  ciudad, 
hay  un  muro  con  una  puerta. 

—  Ven  — dijo  el  viejo  mahasni  haciendo 
una  indicación  con  la  mano  — ,  ven  y  te  en- 
señaré el  Jardín  de  un  cónsul  nazareno. 

Crucé  la  puerta  en  su  seguimiento,  y  me 
hallé  en  un  espacioso  jardín,  dispuesto  al 
modo  europeo,  y  plantado  de  limoneros, 
perales  y  diversos  géneros  de  arbustos  olo- 
rosos. Era  visible,  no  obstante,  que  el  prin- 
cipal orgullo  del  propietario  eran  las  flores, 
de  que  había  muchos  macizos.  La  casa  de 
verano  era  muy  buena;  el  arte  había  ago- 
tado sus  recursos  para  que  allí  no  faltara 
nada. 

Una  cosa,  empero,  se  echaba  de  menos,  y 
su  ausencia  era  singularmente  notable  en 
un  jardín  en  tal  época  del  año:  apenas  se 
veía  una  hoja.  La  plaga  más  espantosa  de 
las  que  devastaron  a  Egipto,  se  cebaba  enton- 
ces en  estas  partes  de  África:  la  langosta 
hacía  su  obra,  y  en  ningún  lugar  con  tanta 
furia  como  en  el  sitio  donde  yo  me  hallaba. 
Todo  estaba  arrasado  en  torno.   Los  árbo- 


326  B  O  R  R  O  W  ^ 

] 
¡ 

les,  pelados  y  negruzcos  como  en  invierno.  ' 
No  había  nada  verde,  salvo  las  frutas,  sobre  \ 
todo  las  uvas,  que  en  bravos  racimos  colga-  | 
ban  de  las  parras;  porque  la  langosta  no  I 
toca  los  frutos  mientras  queda  una  hoja  por  i 
devorar.  Conforme  recorríamos  los  paseos, 
los  horribles  insectos,  volando  en  todas  di-  ' 
recciones,  tropezaban  con  nosotros,  y  pere-  \ 
cían  a  centenares  bajo  nuestros  pies.  | 

—  Mira  las  ayanas—<X\]o  el   viejo  mahas-  ! 
ni — y  óyelas  comer.  Poderosa  es  la  ayana^  \ 
más  poderosa  que  el  sultán  y  que  el  cónsul.  ^ 
Todos  sus  makhasniah  que  el  sultán  enviase  , 
contra  la  ayana^  y  a  mí  con  ellos,  la  ayana  i 
diría   ¡ja,  ja!   Poderosa   es  la  ayana.  No  se  ¡ 
asusta  del  cónsul.   Hace   pocas   semanas  el 
cónsul  dijo:  «Yo  puedo  más  que  la  ayana^y  '• 
voy  a  extirparla  del  país.»  Así,   fué   procla-  i 
mando  por  la  ciudad:    «Tangerinos,  apresu-  i 
raos  a  luchar  contra  la  ayana^  destruidla  en  \ 
el  huevo;  sabed  que  a  todo  el  que  me  traiga  j 
una  libra  de  huevos  de  ayana  le  daré  hasta  : 
cinco  reals  de  España;   este  año   no   habrá ' 
ayanas.y>  Así,   todo   Tánger   se  precipitó  a  | 
luchar  contra  la  ayana^  y  a  recoger  los  hue-  ¡ 
vos  que  la  ayana  había  dejado  a  incubar  de-  i 
bajo  de  la  arena   en    las   vertientes   de  los 
montes,  y  en  los  caminos,  y  en  el  llano.  Mi 
propio  hijo,  que  tiene  siete  años,  fué  a  com- 
batir la  ayana^  y  él  solo  recogió  cinco  libras 
de  huevos,  huevos  que  la  ayana  había  deja- ! 
do  bajo  la  arena,  y  se  los  llevó  al  cónsul,  yi 


LA    BIBLIA    EN     ESPAÑA        327 

el  cónsul  pagó  el  precio.  Centenares  de  per- 
sonas llevaban  huevos  al  cónsul,  quién  más, 
quién  menos,  y  el  cónsul  pagaba  el  precio, 
y  en  menos  de  tres  días  la  caja  de  caudales 
del  cónsul  se  quedó  exhausta.  Entonces  ex- 
clamó: «Cesad,  tangerinos;  quizás  hemos 
destruido  la  ayana^  quizás  hemos  acabado 
con  ellas.»  ¡Ja,  jal  Mira  alrededor,  y  encima 
de  ti,  y  debajo,  y  dime  si  el  cónsul  ha  des- 
truido la  ayana.  ¡Oh!  ¡Es  muy  fuerte  la  aya- 
nal  Más  que  el  cónsul,  más  fuerte  que  el  sul- 
tán y  todos  sus  ejércitos. 

No  estará  de  más  hacer  notar  que  de  allí 
a  una  semana  todas  las  langostas  desapare- 
cieron, nadie  sabía  cómo,  y  sólo  quedaron 
unas  pocas  rezágalas.  A  no  ser  por  esa  li- 
beración providencial,  los  campos  y  huertos 
de  los  alrededores  de  Tánger  habrían  que- 
dado por  completo  devastados.  Los  insec- 
tos eran  de  inmenso  tamaño  y  de  aspecto  re- 
pulsivo. 

Pasamos  después  al  otro  lado  del  soc^ 
donde  están  las  chozas  de  los  guardianes. 
Allí  se  abre  una  especie  de  calleja  que  des- 
ciende hasta  la  orilla  del  mar;  es  muy  pen- 
diente y  escarpada,  y  parece  una  rambla  o 
barranco.  Sus  dos  márgenes  están  cubiertas 
por  el  árbol  que  produce  el  higo  espinoso, 
llamado  en  marroquí  kerrnous  del  Ynde.  En 
el  aspecto  de  ese  árbol  o  planta,  pues  no  sé 
cómo  llamarlo,  hay  algo  de  grotesco  y  agres- 
te. Su  tronco,  aunque  a  menudo  alcanza  el 


328  B  O  R  R  O  W 

grosor  del  cuerpo  humano,  no  tiene  copa, 
pues  a  muy  corta  distancia  del  suelo  se  di- 
vide en  muchas  ramas  retorcidas  que  se  es- 
parcen en  todas  direcciones,  y  echan  hojas 
verdes  muy  extrañas,  con  pulgada  y  media 
de  espesor,  que  si  se  parecen  a  algo  es  a  las 
aletas  anteriores  de  una  foca,  y  se  compo- 
nen de  muchas  fibras.  El  fruto,  que  se  pare- 
ce un  poco  a  la  pera,  tiene  un  áspero  tegu- 
mento cubierto  de  menudas  espinas,  que  pe- 
netran instantáneamente  en  la  mano  que  las 
toca  y  con  dificultad  se  extraen.  No  recuer- 
do haber  visto  nunca  vegetación  de  más  vi- 
gorosa lozanía  que  la  de  aquellas  higueras, 
ni,  en  conjunto,  un  lugar  más  extraño. 

—  Sigúeme — dijo  el  mahasni — y  te  ense- 
ñaré una  cosa  que  te  va  a  gustar. 

Volvimos  hacia  la  izquierda  caminando 
por  un  angosto  sendero,  cuesta  arriba,  has- 
ta llegar  a  la  cúspide  de  un  cerrillo,  separa- 
do por  un  profundo  foso  de  la  muralla  de 
Tánger.  El  terreno  estaba  densamente  cu- 
bierto por  los  arboles  ya  descritos,  que  es- 
parcían sus  singulares  ramas  por  la  superfi- 
cie, y  cuyas  gruesas  hojas  aplastábamos  con 
los  pies  al  andar.  Entre  ellas  descubrí  gran 
número  de  piedras  mohosas  tendidas  hori- 
zontalmente,  y  con  tosquedad  grabados  en 
ellas  unos  caracterts  extraños  que  me  bajé 
a  contemplar. 

—  ¿Eres  bastante  talib  para  leer  esos  sig- 
nos?—  exclamó  el  viejo  moro  — .  Son  letras 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


329 


de  los  malditos  judíos;  este  es  su  mearrah^ 
como  ellos  lo  llaman,  y  aquí  entierran  a  sus 
muertos.  Los  insensatos  confían  en  Muza  en 
lugar  de  creer  en  Mohammed;  sus  muertos 
arderán  perdurablemente  ^n  jehinnim.  Mira, 
sultán  mío,  qué  fértil  es  el  suelo  del  mearrah 
de  los  judíos;  mira  qué  kermotis  se  crían 
aquí.  Siendo  yo  chico  venía  muchas  veces  al 
mearrah  de  los  judíos  a  comer  kermous 
cuando  estaban  maduros.  A  los  chicos  mu- 
sulmanes de  Tánger  les  gustan  los  kermous 
del  mearrah  de  los  judíos;  pero  los  judíos 
no  los  cogen.  Dicen  que  el  agua  de  los  ma- 
nantiales que  alimentan  las  raíces  de  estos 
árboles  pasa  entre  los  cuerpos  de  sus  muer- 
tos, y  que  por  ese  motivo  es  una  abominación 
comer  esa  fruta.  Sea  verdad  o  no,  lo  cierto 
es  que,  aliméntense  de  lo  que  se  quiera,  bue- 
nos son  los  kermous  que  se  crían  en  el 
mearrah  de  los  judíos. 

Volvimos  a  la  calleja  por  el  mismo  sende- 
ro que  habíamos  traído;  según  bajábamos 
dijo  el  moro: 

—Has  de  saber,  sultán  mío,  que  este  sitio 
donde  estamos,  y  que  tanto  te  gusta,  se  lla- 
ma Dar-sinah  ^  Me  preguntarás  por  qué 
lleva  tal  nombre,  pues  no  ves  aquí  ni  casa 
ni  ser  humano,  musulmán,  nazareno  o  ju- 
dío, fuera  de  nosotros  dos;  yo  te  lo  diré, 
sultán   mío;   ¿quién  mejor?  Sabe,   si  no  lo 

1     Casas  de  oñcios. 


330  B  O  R  R  O  W 

llevas  a  mal,  que  no  siempre  ha  sido  Tán- 
ger lo  que  es  ahora,  ni  ha  ocupado  el  lugar 
que  ahora  ocupa.  Estuvo  allá  lejos  (señalan- 
do hacia  el  Este),  en  aquellos  cerros  sobre 
la  costa,  y  aun  se  ve  allí  ruinas  de  casas,  y 
el  sitio  se  llama  Tánger  la  Vieja.  De  suerte 
que  en  tiempos  antiguos,  según  tengo  oído 
contar,  este  Dar-sinah  era  una  calle,  no  hace 
al  caso  si  dentro  o  fuera  de  ios  muros,  don- 
de residía  gente  de  todos  los  oficios:  orífi- 
ces, plateros,  herreros,  hojalateros  y  artesa- 
nos de  todas  clases.  Si  deseabas  encargar 
una  obra,  no  tenías  más  que  ir  al  Dar-sinah 
y  al  instante  encontrabas  un  maestro  del 
oficio  que  buscabas.  Dice  mi  sultán  que  le 
gusta  la  vista  de  Dar-sinah  tal  como  hoy 
está;  no  sé  por  qué,  la  verdad,  sobre  todo 
no  estando  maduros  todavía  los  kermotis^ 
que  no  se  pueden  comer.  Si  ahora  le  gusta 
Dar-sinah^  ¿cómo  le  hubiera  gustado  a  mi 
sultán  en  otros  tiempos,  cuando  esto  estaba 
lleno  de  oro  y  plata,  de  hierro  >  estaño,  del 
estruendo  de  los  martillos  y  de  maestros  y 
gentes  entendidas  en  sus  oficios?  Ahora  lle- 
gamos al  Chali  del  Bahar  ^.  Ten  cuidado, 
mi  sultán;  andamos  sobre  huesos. 

Habíamos  salido  del  Dar  sinah  y  tenía- 
mos delante  la  costa;  en  un  instante  nos  ha- 
llamos en  medio  de  una  multitud  de  huesos 
de  toda  clase  de  animales,  y  aparentemente 

^    La  orilla  del  mar. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       331 

de  todas  fechas;  algunos  blanqueados  por  el 
tiempo  y  la  exposición  al  sol  y  al  aire,  mien- 
tras otros  conservaban  aún  carne  fresca 
adherida;  había  allí  esqueletos  enteros,  ca- 
ballos, asnos,  y  hasta  los  restos,  menos  co- 
nocidos, de  un  camello.  Perros  flacos  anda- 
ban allí  atareados  gruñendo,  royendo,  des- 
garrando; en  medio  de  ellos,  sin  intimidar- 
se, avanzaba  con  majestad  el  buitre,  cebán- 
dose, ansioso,  en  los  despojos,  y  hasta  dis- 
putándoselos a  las  bestias;  mientras  los  cuer- 
vos revoloteaban  sobre  ellos  y  graznaban 
ávidamente,  o  se  posaban  a  veces  sobre  al- 
guna costilla  enhiesta. 

—  Mira  —  dijo  el  mahasni  —  el  kawar  de 
los  animales.  Mi  sultán  ha  visto  el  kawar  de 
los  musulmanes  y  el  mearrah  de  los  judíos,  y 
aquí  ve  el  kawar  de  los  animales.  Todos  los 
animales  que  mueren  en  Tánger  por  mano 
de  Dios — caballo,  perro  o  camello — se  traen 
a  este  sitio,  y  aquí  se  pudren  o  los  devoran 
las  aves  del  cielo  y  los  animales  fieros  que 
merodean  en  el  chali.  Ven,  sultán  mío;  no 
es  bueno  detenerse  en  este  lugar. 

Nos  disponíamos  a  marcharnos  cuando 
oímos  un  galope  por  el  Dar-sinah^  y  al  mo- 
mento un  caballo  y  un  jinete  se  precipita- 
ron a  toda  velocidad  de  la  boca  de  la  calle- 
ja y  aparecieron  en  la  playa;  el  caballero, 
cuando  nos  vio,  refrenó  con  trabajo  el  cor- 
cel y  vino  a  nosotros.  El  caballo  era  peque- 
ño, pero  bonito:  alazán,  con  crines  y  cola  lar- 


33«  B  O  R  R  O  W 


5 


gas;  si  le  hubiesen  tenido  con  los  ojos  venda-  '■ 
dos,  quizás  se  le  hubiera  confundido  con  una  | 
Jaca  cordobesa;   era   ancho   de  pechos,  re-  \ 
dondo  de  grupa,  tan  corpulento  y  lustroso 
como  los  caballos  de  esa  raza;  pero  bastaba  ^ 
mirarle  a  los  ojos  para  salir  al  instante  del  , 
error;  sus  inquietas  pupilas  despedían  impe-  , 
tuoso  e  indómito  fuego,  y  lejos  de  mostrar 
la  docilidad  de  aquel  noble  y  leal  animal, 
manoteaba  a  veces  furiosamente,  y  apenas 
si  el  duro  freno  y  un  brazo  recio  bastaban 
para  impedir  que  emprendiese  de  nuevo  su 
precipitada  carrera.   El  jinete  era  un  joven  ! 
de  unos  diez  y  ocho  años,  vestido  a  la  eu-  : 
ropea,  con  una  gorra  de  montero  en  la  ca-  j 
beza;  era  de  constitución  atlética,  pero  con  i 
extremidades    en    exceso    largas,    pues    tal  \ 
como  iba  a  caballo,  sin  estribos  ni  silla,  los 
pies  casi  le  llegaban  al  suelo;  su  tez  era  casi  ; 
tan  morena  como  la  de  un   mulato,  y  her-  \ 
mosas  sus   facciones,   sobre  todo   los   ojos,  i 
pero  llenos  de  una  expresión  audaz  y  per-  \ 
versa,  y  había  en  su  boca  una  desagradable  i 
mueca  sensual.  Dirigió  algunas  palabras  al  \ 
mahasvi^  a  quien  parecía  conocer  mucho,  \ 
preguntándole  quién  era  yo.   El  viejo  res-  i 
pondió:  i 

—  Oh,  judío:  mi  sultán  entiende  nuestra  i 
lengua;  lo  mejor  será  que  te  dirijas  a  él.         \ 

Entonces  el  joven  me  habló  en  árabe;  i 
pero  casi  al  momento  abandonó  esa  lengua  ; 
y  pasó  a  hablar  en  regular  francés.  i 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA 


333 


— Supongo  que  será  usted  francés — dijo 
con  mucha  familiaridad  — .  ¿Estará  usted 
mucho  tiempo  en  Tánger? 

Oída  mi  respuesta,  continuó: 

—  Siendo  usted  inglés,  tendrá,  sin  duda, 
afición  a  los  cal)allos;  por  tanto,  cuando  de- 
see dar  un  paseo  yo  le  acompañaré  a  usted 
y  le  procuraré  caballos.  Me  llamo  Ephraim 
Fragey;  soy  mozo  de  cuadra  del  cónsul  na- 
politano, que  se  jacta  de  poseer  los  mejores 
caballos  de  Tánger;  montará  usted  el  que 
más  le  guste.  ¿Le  gustaría  a  usted  probar 
este  pequeño  aoud?  ^ 

Le  di  las  gracias;  pero  rehusé  su  oferta 
por  el  momento,  y  le  pregunté  cómo  había 
adquirido  el  idioma  francés,  y  por  qué,  sien- 
do judío,  no  vestía  como  sus  hermanos. 

— Estoy  al  servicio  de  un  cónsul — dijo — , 
y  mi  amo  obtuvo  permiso  para  que  pudiera 
vestirme  de  este  modo;  y  en  cuanto  a  ha- 
blar el  francés,  he  estado  en  Marsella  y  en 
Ñapóles  en  un  viaje  que  hice  a  esta  última 
ciudad  para  llevar  unos  caballos  regalo  del 
sultán.  Además  del  francés  hablo  el  italiano. 

Entonces  se  apeó,  y  teniendo  el  caballo 
firmemente  por  la  brida  con  una  mano,  em- 
pezó a  desnudarse,  y,  habiéndolo  hecho, 
montó  de  nuevo  y  se  metió  a  caballo  en  el 
agua.  La  piel  de  su  cuerpo  era  de  color  muy 
semejante  a  la  de  una  rana  o  de  un  sapo; 

1     Según  Borrow,  un  caballo  padre. 


334  B  O  R  R  OS  W 


pero  su  forma  era  la  de  un  joven  titán.  El  ' 
caballo  entró  en  el  agua  de  muy  mala  gana,  I 
y  a  corta  distancia  de  la  orilla  empezó  a  lu- 
char con  el  jinete,  a  quien  tiró  dos  veces;  i 
pero  el  mozo,  agarrado  a  la  brida,  retuvo  al  j 
animal.  Como  todos  sus  esfuerzos  resultaban  j 
inútiles  para  llevarlo  más  adentro,  se  puso  a  i 
lavarlo  vigorosamente  con  sus  propias  ma- 
nos, y  después,  guiándolo  a  tierra,  se  vistió  ; 
y  tuése  por  el  camino  que  había  traído.  ■ 

— Los  caballos  de  los  musulmanes  son  ' 
buenos — dijo  mi  amigo  el  viejo — .  ¿Dónde  ' 
los  encontrarás  iguales?  Son  capaces  de  ba-  ^ 
jar  al  galope  por  una  montaña  pedregosa  ! 
sin  caer  ni  tropezar;  pero  has  de  ser  preca-  i 
vido  con  los  caballos  de  los  musulmanes  y  ; 
tratarlos  con  bondad,  porque  los  caballos  de  j 
los  musulmanes  son  orgullosos,  y  no  les  gus-  ] 
ta  ser  esclavos.  De  potros,  al  montarlos  por  i 
primera  vez,  no  los  maltrates  la  boca  con  el 
freno,  pues  si  tal  haces,  de  seguro  te  mata- ; 
rán;  tarde  o  temprano  perecerás  bajo  sus  cas- 1 
COS.  Buenos  son  nuestros  caballos  y  buenos ' 
nuestros  jinetes;  sí  por  cierto;  excelentes  son  j 
los  musulmanes  montando  a  caballo.  ¿Quién  i 
hay  que  se  les  parezca?  Una  vez  vi  yo  a  unj 
jinete  franco  competir  con  un  musulmán  en 
esta  playa,  y  a  lo  primero  el  franco  sacó  mu- 1 
cha  ventaja  y  pasó  al  musulmán;  pero  la  ca- ! 
rrera  era  larga,  muy  larga,  y  el  caballo  del  | 
franco,  que  era  franco  también,  jadeaba:  ; 
pero  el  caballo  del  musulmán  no  jadeaba, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         335 

porque  era  también  musulmán,  y  al  cabo  el 
jinete  musulmán  lanzó  un  grito  y  el  caballo 
se  lanzó  adelante  y  alcanzó  al  caballo  fran- 
co, y  entonces  el  jinete  musulmán  se  puso 
cabeza  abajo  sobre  la  silla,  que  en  verdad  es- 
tos ojos  lo  vieron,  y  cabeza  abajo  sobre  la 
silla  iba  al  pasar  al  jinete  franco,  y  gritaba  |ja, 
jal  cuando  pasaba  al  jinete  franco,  y  el  caba- 
llo musulmán  gritaba  ¡ja,  jal  al  pasar  al  cor- 
cel franco,  y  el  franco  perdió  por  mucha  dis- 
tancia. Buenos  son  los  francos,  buenos  sus 
caballos;  pero  mejores  son  los  musulmanes 
y  mejores  los  caballos  de  los  musulmanes. 

Dirigimos  después  nuestros  pasos  hacia 
la  ciudad;  pero  no  por  el  sendero  que  ha- 
bíamos traído;  volviendo  hacia  la  izquierda, 
por  .bajo  de  la  colina  del  mearrah^  y  a  lo 
largo  de  la  playa,  no  tardamos  en  llegar  a 
un  camino  toscamente  empedrado,  de  áspe- 
ra subida,  que  costeaba  los  muros  de  la  ciu- 
dad hasta  llegar  a  una  puerta,  delante  de  la 
cual,  a  un  lado,  había  algunos  hoyos  peque- 
ños, como  tumbas,  llenos  de  agua  o  cal. 

— Este  es  el  Dar-dw^ag  ^  — dijo  el  mokas- 
ni — ;  esta  es  la  casa  de  la  corteza,  y  a  esta 
casa  se  traen  las  pieles;  todas  las  que  se 
preparan  para  usarlas  en  Tánger  se  traen  a 
esta  casa,  y  aquí  las  curten  con  cal,  corteza  y 
hierbas.  En  este  Dar-dwag  hay  ciento  cua- 
renta fosas;  yo  mismo  las  he  contado;  y  ha- 

*    La  tenería. 


336  B  O  R  B  O  W 

bía  más,  que  ya  no  existen,  porque  esto  es 
muy  antiguo.  Estas  fosas  las  alquila,  no  una 
ni  dos  personas,  sino  mucha  gente,  y  todo 
el  que  se  pone  en  lista  puede  arrendar  una 
de  las  fosas  y  curtir  las  pieles  que  necesite; 
pero  el  propietario  de  todo  es  un  hombre 
solo,  llamado  Cado  Ableque  Y  ahora,  sul- 
tán mío,  que  has  visto  la  casa  de  la  corteza, 
no  te  enseñaré  nada  más  por  hoy,  porque 
hoy  es  Youm  al  jumal^  ^  y  las  puertas  van  a  . 
cerrarse  dentro  de  un  momento,  mientras 
los   musulmanes   cumplen   sus    devociones. 
De  modo  que  acompañaré  a  mi  sultán  a  su  j 
alojamiento,  y  allí   le    dejaré    por   el  mo-  j 
mentó.  I 

Traspusimos,  por  consiguiente,  una  puer- 
ta, y,  remontando  una  calle,  nos  encontra-  | 
mos  ante  la  mezquita  junto  a  la  que  yo  ha- 
bía estado  por  la  mañana;  y  uno  o  dos  mi- 
nutos más  tarde  estábamos  a  la  puerta  de 
Juana  Correa.  Entonces  le  ofrecí  a  mi  guía  j 
una  moneda  de  plata  en  pago  de  sus  servi-  j 
cios;  pero,  irguiéndose,  exclamó:  • 

— No  tomaré  la  plata  de  mi  sultán,  por-  \ 
que  considero  que  no  he  hecho  nada  que  lo  ; 
merezca.  Aun  no  hemos  visitado  todas  las 
maravillas  de  esta  bendita  ciudad.  En  un  día  i 
futuro  llevaré  a  mi  sultán  al  palacio  del  go-  j 
bernador,  y  a  otros  sitios  que  mi  sultán  se  \ 
alegrará   de  ver;  y   cuando   hayamos   visto  \ 


í     Viernes. 

j 
i 


LÁ    BIBLIA    EN    ESPAÑA        337 

todo  lo  que  se  puede  ver,  y  mi  sultán  esté 
contento  de  mí,  si  alguna  vez  me  ve  en  el  soc 
una  mañana  con  la  canasta  en  la  mano,  y  no 
ve  nada  en  la  canasta,  entonces  mi  sultán 
estará  en  libertad,  como  amigo,  para  poner 
en  mi  canasta  unas  uvas,  o  pan,  o  pescado, 
o  carne  en  mi  canasta.  Eso  no  lo  rehusaré 
de  mi  sultán  cuando  haya  hecho  por  él  más 
de  lo  que  hasta  ahora  he  hecho.  Pero  la 
plata  de  mi  sultán  no  la  tomaré  ahora  ni 
nunca. 

Luego  me  hizo  un  gracioso  saludo  con  la 
mano,  y  fuese. 


T.  III 


CAPITULO  LVII 


Un  trío  singular. — El  mulato. — La  oferta'  de  paz. 
Moros  de  Granada. —  Vive  la  Guadeloupef—'Los 
moros. — Pascual  Fava. — La  argelina  ciega. — La 
retreta. 


Cuando  entré  había  tres  hombres  senta- 
dos en  el  wustuddur  de  Juana  Correa,  todos 
de  insólita  catadura,  aunque  quizás  nunca 
se  habían  juntado  otros  tres  más  diferentes 
entre  sí  en  todos  sentidos.  El  primero  a 
quien  le  eché  la  vista  era  un  hombre  de  unos 
sesenta  años,  vestido  con  una  casaca  de  ca- 
chemira gris,  de  faldones  cortos;  chaleco 
amarillo,  y  calzones  anchos  de  tela  basta;  se 
tocaba  con  un  sombrero  de  paja  ancho  y 
muy  sucio,  y  en  la  mano  tenía  un  recio  bas- 
tón con  puño  de  marfil;  eran  sus  ojos  lega- 
ñosos, bizcos;  la  faz  rubicunda,  y  la  nariz 
carbuncosa.  Junto  a  él  estaba  un  negro  de 
buen  parecer,  que  acaso  resultaba  más  ne- 
gro de  lo  que  realmente  era  por  la  circuns- 
tancia de  ir  vestido  con  chaqueta,  chaleco  y 
pantalón  de  lienzo  de  inmaculada  blancura. 
Tocábase  con  una  gorra  de  montero^  azul. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA       339 

Sus  ojos  chispeaban  como  brillantes,  y  en 
su  rostro  había  una  indescriptible  expresión 
de  buen  humor  y  burla.  El  otro  individuo 
era  mulato,  y,  con  mucho,  el  tipo  más  no- 
table del  grupo;  podía  estar  entre  los  trein- 
ta y  los  cuarenta;  largo  de  cuerpo,  y  aunque 
mal  proporcionado,  con  todas  las  aparien- 
cias de  ser  fuerte  y  vigoroso.  Envolvíase  en 
unferíoul  de  lana  roja,  especie  de  vestidura 
que  llega  hasta  más  abajo  de  las  caderas. 
Sus  brazos,  largos,  velludos,  musculosos, 
mostrábanse  desnudos  desde  el  codo,  donde 
las  mangas  del  ferioul  terminan;  sus  extre- 
midades inferiores  eran  cortas,  en  compara- 
ción con  el  cuerpo  y  los  brazos;  cubríase  en 
parte  las  piernas  con  una  kandrisa  azul  que 
le  llegaba  a  las  rodillas;  sus  facciones  eran 
muy  feas,  de  extremada  y  repulsiva  fealdad, 
y  tuerto  de  un  ojo,  velado  por  una  telilla 
blanca.  A  su  lado  yacía  en  el  suelo  una  cuba 
grande,  de  las  de  llevar  agua;  y  a  veces,  sos- 
teniéndola con  el  índice  y  el  pulgar,  la  hacía 
dar  vueltas  sobre  su  cabeza  como  si  fuera 
un  cuartillo.  Tal  era  el  trío  que  ocupaba  el 
wustuddur  de  Juana  Correa;  y  apenas  había 
tenido  tiempo  de  observar  lo  que  dejo  re- 
cordado, cuándo  la  buena  mujer  entró,  de 
vuelta  del  corral  de  la  casa,  con  su  doncella 
Johar,  o  la  perla,  muchacha  judía,  gorda  y 
fea,  con  un  inmenso  lunar  en  la  mejilla. 

— Que  Dios  remate  tu  nombre — exclamó 
el  mulato — ,  Juana,  y  también  el  de  tu  sir- 


340  B  O  R  R  O  W 

viente  Johar.  Hace  más  de  quince  minutos 
que  estoy  sentado  aquí,  después  de  verter 
en  la  tinaja  el  agua  que  he  traído  de  la  fuen- 
te, y  en  vano  he  esperado  una  palabra  ama- 
ble de  parte  de  usted  o  de  Johar.  Usted  no 
tiene  modo^  ni  Johar  tampoco.  Esta  es  la  úni- 
ca casa  de  Tánger  donde  no  se  me  recibe 
con  el  cariño  y  respeto  debidos,  a  pesar  de 
que  he  hecho  por  ustedes  lo  que  por  ningu- 
na otra  persona.  ^No  os  he  llenado  de  agua 
la  tinaja^  cuando  otros  se  han  quedado  sin 
una  gota?  ¿No  tenéis  agua  bastante  para  fre- 
gar el  wustuddur^  mientras  el  cónsul  y  su 
intérprete  no  la  tienen  para  apagar  la  sed? 
Y  ¿qué  pago  se  me  da?  Cuando  liego  aquí, 
a  la  hora  de  más  calor,  no  tienen  para  mí 
una  palabra  amistosa,  ni  siquiera  me  ofrecen 
una  copa  de  makhía.  ¿Necesito  recordar  todo 
lo  que  hago  por  usted?  Sí,  por  cierto;  ya  que 
usted  no  tiene  modo.  ¿No  vengo  todas  las 
mañanas,  a  las  tres  en  punto,  y  llamo  a  la 
puerta,  y  usted  se  levanta  y  me  abre,  y  ama- 
so luego  el  pan  a  su  presencia,  mientras  us- 
ted sigue  acostada,  y  no  tiene  fama  el  pan 
de  usted  de  ser  el  mejor  de  Tánger  porque 
lo  amaso  yo?  ¿No  soy  el  hombre  más  forzudo 
de  Tánger  y  también  el  más  noble? 

Al  decir  esto,  blandió  la  cuba  sobre  su  ca- 
beza y  su  rostro  tomó  una  expresión  casi 
demoníaca. 

— Óyeme,  Juana  —  continuó — ;  ya  sabes 
que  soy  el  hombre  más  forzudo  de  Tánger, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        341 

y  por  milésima  vez  te  repito  que  soy  el  más 
noble.  ^Quiénes  son  los  cónsules?  ¿Quién  es 
el  pacha?  Ahora  son  cónsules  y  pacha;  pero 
jiquiénes  fueron  sus  padres?  Yo  no  lo  sé,  ni 
ellos  tampoco.  ¡Pero  no  ignoro  quiénes  fue- 
ron los  míos!  ¿No  eran  moros  de  Garnata,  y 
no  soy,  merced  a  eso,  el  hombre  más  consi- 
derable de  Tánger?  Sí;  desciendo  de  los  an- 
tiguos moros  de  Granada;  mi  familia  vivió 
allí  hasta  que  los  nazarenos  ganaron  la  ciu- 
dad, y  ahora  soy  el  único  de  esa  casta  que 
queda  en  esta  tierra,   y  más  noble  que  el 
sultán,  porque  el  sultán  no  tiene  sangre  de 
los  moros  de  Garnata.  ¿Se  ríe  usted,  Juana? 
¿También  se  ríe  Johar?  ¿No  soy  yo  Hammin 
Widdir,  el  hombre  más  valido  de  Tánger} 
¿No  es  verdad  que  llevo  sangre  de  los  moros 
de  Garnata?  [Niégalo,  y  os  mato  a  las  dosl 
— Has  comido  hsheesh  ^  y  majoon^  2  Ham- 
mun — dijo  Juana  Correa — y  tienes   el  Shai- 
tan  3  en  el  cuerpo,  como  te  ocurre  dema- 
siadas veces.  He   tenido   mucho  que   hacer, 
y  Johar  también;  por  eso   no  hemos  venido 
a  hablarte  antes;   pero  ma  ydoorshee  *,  ya 
sé  cómo  tranquilizarte;  ¿quieres  un  poco  de 
ginebra  compuesta  o  un  vaso  de  makhiah  ^ 
corriente? 

*  O  hashish,  preparación  de  cáñamo. 
2     Al  parecer,  otra  droga. 

8     Satán. 

*  Eso  no  importa. 

*  O  ma'iyya:  aguardiente  de  higos. 


342  B  O  R  R  O  W 

— [Así  rebose  tu  vida,  oh  Juana — dijo  el 
mulato—,  y  también  la  de  Joharl  Digo  que 
ojalá  vivas  muchos  años,  sin  trabajos  ni 
amarguras.  Tomaré  la  ginebra,  Juana,  que  es 
más  fuerte  que  el  makhiah^  que  siempre  me 
parece  agua;  no  me  gusta  el  agua,  aunque 
la  porteo.  Muchas  gracias,  Juana.  A  tu  salud 
y  a  la  de  esta  buena  compañía. 

Tomó  un  gran  vaso,  lleno  hasta  los  bor- 
des, que  le  alargó  Juana;  se  lo  acercó  a  las 
nai-ices,  aspiró  el  aroma,  y  aplicándoselo  a 
la  boca,  no  lo  despegó  de  ella  hasta  apurar 
la  última  gota.  Sus  facciones  poco  a  poco 
se  dilataron,  perdiendo  la  expresión  coléri- 
ca, y  miró  con  especial  ternura  a  Juana.  Al 
cabo,  dijo: 

— Espero  que  dentro  de  poco  tiempo,  oh 
Juana,  te  convencerás  de  que  soy  el  hom- 
bre de  más  fuerza  de  todo  Tánger,  y  vasta- 
go de  los  moros  de  Garnata,  y  que  ya  ni  tú 
ni  Johar  os  negaréis  a  tomarme  por  marido 
ya  haceros  moras.  jQué  gloria  para  ti,  des- 
pués de  haber  estado  casada  con  un  geno- 
vi  "^  y  dado  a  luz  unos  cuantos  genovillos^ 
recibir  por  marido  a  un  moro  como  yo  y 
darle  hijos  de  la  sangre  de  Garnatal  ¡Y  qué 
gloria,  además,  para  Joharl  Cuánto  mejor 
que  casarse  con  un  vil  judío,  aun  como  Ha- 
yim  Ben  Attar,  o  como  Sabio,  vuestro  coci- 
nero, a  quienes  puedo  estrangular  con  dos 

1     Genovés, 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        343 

dedos:  para  algo  soy  Hammin  Widdir,  moro 
de  (jarnata^  el  hombre  más  valido  de  Tánger! 

Dicho  esto,  se  echó  la  cuba  al  hombro  y 
fuese. 

— ^Es  verdad  lo  que  dice  ese  mulato? — 
pregunté  a  Juana — .  ^Desciende  de  los  mo- 
ros de  Granada? 

- — Siempre  que  está  \.om.2iAo  adaguar  diente 
o  de  majoon  habla  de  los  moros  de  Grana- 
da— interrumpió,  en  francés  bastante  malo, 
el  viejo  antes  descrito,  y  con  la  misma  voz 
de  rana  que  por  la  mañana  oí  cantar — .  Sin 
embargo,  puede  que  sea  verdad;  si  no  hu- 
biera oído  decir  algo  de  eso  a  sus  padres,  a 
él  no  se  le  hubiera  ocurrido  tal  cosa,  por- 
que es  muy  bestia.  Como  digo,  no  es  im- 
posible: muchas  familias  granadinas  se  esta- 
blecieron aquí  cuando  los  cristianos  se  apo- 
deraron de  la  ciudad,  pero  la  mayoría  se 
fué  a  Túnez.  Cuando  estuve  allí,  me  alojé  en 
casa  de  un  moro  que  se  llamaba  Zegrí,  y 
no  hacía  más  que  hablar  de  Granada  y  de 
las  cosas  que  sus  antepasados  habían  hecho 
allí.  Además  se  pasaba  horas  enteras  can- 
tando romances,  de  los  que,  alabada  sea  la 
Madre  de  Dios,  yo  no  entendía  palabra,  pe- 
ro, a  creerle,  se  referían  todos  a  su  familia; 
personas  de  ese  nombre  las  había  en  Túnez 
a  centenares;  ^por  qué,  pues,  ese  Hammin, 
ese  aguador  borracho,  no  podría  ser  un  moro 
granadino?  ¡Es  lo  bastante  feo  para  ser  em- 
perador de  toda  la  moreríal  ¡Oh,   canaille 


344  B  O  R  R  O  W 

maldita!  Por  mal  de  mis  pecados,  he  vivido 
con  ellos  ocho  años,  en  Oran  y  aquí.  Mon- 
sieuTy  ^no  le  parece  a  usted  muy  dura  suerte 
para  un  viejo  como  yo,  que  soy  cristiano, 
tener  que  vivir  con  una  raza  que  no  conoce  a 
Dios,  ni  a  Cristo,  ni  ninguna  cosa  santa? 

— ¿Qué  significa  eso  de  que  los  moros  no 
conocen  a  Dios? — exclamé — .  No  hay  pue- 
blo en  el  mundo  que  tenga  nociones  más 
sublimes  acerca  del  Dios  eterno  e  increado 
que  el  pueblo  moro;  ni  que  haya  mostrado 
mayor  celo  por  Su  honor  y  gloria;  su  mis- 
mo celo  por  la  gloria  de  Dios  ha  sido  y  es 
el  principal  obstáculo  para  su  conversión  al 
cristianismo.  Temen  comprometer  Su  dig- 
nidad admitiendo  que  Dios  haya  accedido 
nunca  a  hacerse  hombre.  Y  sus  ideas  con 
respecto  al  mismo  Cristo  son  mucho  más 
justas  que  la  de  los  papistas:  dicen  los  mo- 
ros que  es  un  profeta  poderoso,  mientras, 
según  los  papistas,  o  es  un  pedazo  de  pan  o 
un  niño  desvalido.  En  muchos  puntos  de  re- 
ligión, los  moros  yerran,  yerran  pavorosa- 
mente; pero  los  papistas,  ^yerran  menos? 
Una  de  sus  prácticas  los  coloca  inmensura- 
blemente por  debajo  de  los  moros,  a  ojos 
de  cualquier  persona  sin  prejuicios:  adoran 
los  ídolos,  ídolos  cristianos  si  usted  quiere, 
pero  ídolos  al  fin,  objetos  esculpidos  en 
madera,  o  piedra,  o  metal;  y  a  esos  objetos, 
que  no  pueden  oír,  ni  hablar,  ni  sentir,  acu- 
den esperanzados  en  demanda  de  favor. 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA         345 

—  Vive  la  France^  vive  la  Guadeloupel — 
dijo  el  negro,  con  buen  acento  francés.  En 
Francia  y  en  Guadalupe  no  hay  supersti- 
ción, y  se  hace  tanto  caso  de  la  Biblia  como 
del  Koran;  ahora  estoy  aprendiendo  a  leer, 
para  poder  entender  los  escritos  de  Voltai- 
re,  quien,  según  dicen,  ha  probado  que  am- 
bos libros  fueron  escritos  con  la  sola  inten- 
ción de  engañar  a  la  humanidad.  O,  vive  la 
Francel  ^Dónde  va  usted  a  encontrar  país 
más  ilustrado  que  Francia?  ^Ni  más  abun- 
dante en  todo?  No  hay  más  que  otro  en  el 
mundo:  la  Guadalupe.  ^No  es  así,  Monsieur 
Pascual?  ^Ha  estado  usted  alguna  vez  en 
Marsella?  Ok^  quel  bon  pays  est  celui  la  pour 
les  vivreSy  pour  les  petits  poulets^  pour  les 
poulnrdes^  pour  les  perdrix^  pour  les  per- 
dreaux.  pour  les  alouettes,  pour  les  bécasses^ 
pour  les  becassines^  enfin^  pour  tout. 

— Dispense,  señor,  ^es  usted  cocinero? — 
pregunté. 

— Monsieur,  je  le  suis  pour  vous  rendre 
service^  mon  nom  c'est  Gerard,  et  fai  Vhon- 
neur  détre  chef  de  cuisine  chez  monsieur  le 
cónsul  Hollandais.  A  present  je  prie  per- 
mission  de  vous  saluer;  il  faut  que  faille  á 
la  maison  poúr  faire  le  díner  de  mon  maitre. 

A  las  cuatro  fui  a  comer  con  el  cónsul 
británico.  Otros  dos  caballeros  ingleses  es- 
taban presentes,  llegados  a  Tánger  desde 
Gibraltar  unos  diez  días  antes  para  una  ex- 
cursión breve,  y  que  se  veían  detenidos  más 


346  B  O  R  R  O  W 

de  lo  que  deseaban  por  el  viento  Levante. 
Conocían  ya  las  principales  ciudades  de  Es- 
paña, y  se  proponían  pasar  el  invierno  en 
Sevilla  o  Cádiz.  Uno  de  ellos,  Mr.  — ,  me 
produjo  la  impresión  de  ser  uno  de  los  hom- 
bres más  notables  con  quien  había  hablado 
en  mi  vida;  no  viajaba  por  divertirse,  ni  mo- 
vido por  la  curiosidad,  sino  meramente  con 
la  esperanza  de  hacer  el  bien,  sobre  todo 
mediante  la  conversación.  El  cónsul  me  pre- 
guntó en  seguida  mi  parecer  sobre  los  mo- 
ros y  el  país.  Díjele  que  cuanto  llevaba  visto 
de  unos  y  otro  me  agradaba  en  extremo.  Re- 
puso que  si  viviera  diez  años  entre  ellos,  como 
él  había  vivido,  ya  cambiaría  de  opinión;  que 
no  había  en  el  mundo  pueblo  más  falso  ni 
cruel,  ni  Gobierno  más  abyecto,  con  quien  era 
casi  imposible  que  ninguna  Potencia  extran- 
jera mantuviese  relaciones  amistosas,  por  la 
constante  mala  fe  de  su  proceder  y  su  des- 
precio de  los  Tratados  más  solemnes;  que 
las  propiedades  e  intereses  británicos  sufrían 
a  diario  expoliaciones  y  destrozos,  y  los 
subditos  británicos  vejaciones  inauditas,  sin 
la  más  ligera  esperanza  de  satisfacción  como 
no  se  recurriese  a  la  guerra,  único  argumen- 
to asequible  a  los  moros.  Añadió  que  a  fines 
del  año  anterior  se  perpetró  en  Tánger  un 
asesinato  horrible:  una  familia  genovesa, 
compuesta  de  tres  individuos,  subditos  bri- 
tánicos, y  con  derecho  a  la  protección  de  la 
bandera  inglesa,  fué  exterminada.  Fueron 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        347 

descubiertos  los  asesinos,  y  el  principal  de 
todos  estaba  preso;  pero  todos  los  esfuerzos 
hechos  para  que  se  le  impusiera  el  castigo 
correspondiente  habían  sido  hasta  entonces 
inútiles,  porque  era  moro,  y  las  víctimas, 
cristianos.  Por  último,  me  advirtió  que  no 
saliera  de  la  ciudad  sin  que  me  acompañase 
un  soldado,  y  se  ofreció  a  proporcionarme 
uno  cuando  lo  deseara,  porque  de  otro 
modo  corría  grave  peligro  de  ser  maltrata- 
do o  asesinado  por  los  moros  del  interior; 
me  citó  el  ejemplo  de  un  oficial  británico 
asesinado  en  la  playa,  no  mucho  tiempo  an- 
tes, por  la  sola  razón  de  ser  nazareno  y  de 
ir  vestido  a  la  europea.  Al  cabo,  llevó  la 
conversación  a  la  propaganda  del  Evangelio, 
y  oí  con  satisfacción  que,  durante  su  perma- 
nencia en  Tánger,  había  distribuido  conside- 
rable cantidad  de  Biblias  entre  los  naturales 
que  hablaban  árabe,  y  que  muchos  hombres 
doctos,  o  talibs^  habían  leído  con  gran  inte- 
rés el  volumen  sagrado,  y  que  esa  propagan- 
da, hecha,  es  cierto,  con  mucha  precaución, 
no  había  suscitado  ningún  sentimiento  de 
disgusto  ni  enojo.  Me  preguntó,  finalmente, 
si  me  proponía  difundir  la  Biblia  entre  los 
moi'os. 

Contesté  que  no  tenía  medio  de  hacerlo, 
porque  no  poseía  ni  un  solo  ejemplar  de  la 
Biblia  en  lengua  o  en  caracteres  árabes,  y 
que  los  pocos  Testamentos  que  llevaba  con- 
migo estaban  en  español  y  los  destinaba  a 


348  B  O  R  R  O  W 

los  cristianos  de  Tánger,  a  quienes  podían 
ser  útiles,  porque  todos  entendían  ese 
idioma. 

Por  la  noche  estuve  sentado  en  el  wus- 
tuddur  de  Juana  Correa  en  compañía  de 
Pascual  Fava,  el  genovés.  El  tema  favorito 
de  la  conversación  del  viejo  era  la  religión; 
profesaba  amor  sin  límites  al  Salvador,  y 
profunda  gratitud  por  su  milagrosa  expia- 
ción de  las  culpas  de  la  Humanidad.  Le  hu- 
biera escuchado  con  gusto  a  no  ser  porque 
olía  mucho  a  alcohol,  y  porque  ciertas  in- 
coherencias de  lenguaje  y  violencia  en  las 
maneras  denotaban  que  era  víctima  de  la 
bebida.  De  pronto  aparecieron  en  la  puerta 
dos  individuos:  uno  era  un  muchacho  moro, 
como  de  diez  años  de  edad,  desnudas  las 
piernas  y  la  cabeza,  vestido  con  una  gelaba. 
Guiaba  por  la  mano  a  un  viejo,  en  quien  re- 
conocí en  el  acto  a  uno  de  los  argelinos,  uno 
de  los  musulmanes  buenos  que  el  mahasni  ^ 
había  elogiado  tanto  aquella  misma  mañana 
mientras  remontábamos  la  calle  de  Siarrin. 
Era  muy  bajito,  y  sucio  en  el  vestir;  hirsuta 
barba  blanca  cubríale  la  parte  inferior  del 
rostro;  usaba  gafas,  muy  anchas,  que  debían 
de  serle  poco  útiles,  pues  no  podía  dar  un 
paso  sin  la  ayuda  del  guía.  Ambos  avanza- 
ron un  poco  en  el  wusiuddur^  y  se  detuvie- 
ron. En  cuanto  los  vio  Pascual  Fava  se  le- 

*    Soldado. 


LÁ    BIBLIA     EN     ESPAÑA        349 

vantó  con  presteza  y  aire  jovial,  y  apoyán- 
dose en  el  bastón,  porque  tenía  una  pierna 
impedida,  se  acercó  cojeando  a  un  anaquel, 
tomó  una  botella  y  llenó  un  vaso  de  vino, 
mientras  cantaba  en  el  español  corrompido 
que  usan  los  moros  de  la  costa: 

Argelino, 
moro  fino. 
No  beber  vino, 
ni  comer  tocino. 

Alargó  después  el  vaso  al  moro  viejo, 
quien  se  lo  bebió,  y  luego,  conducido  por  el 
muchacho,  se  fué  hacia  la  puerta  sin  profe- 
rir palabra. 

— Hade  mushe  halal  ^ — dije  con  fuer- 
te voz. 

—  Cul  shee  halal  2 — dijo  el  moro  viejo 
volviendo  sus  ojos  ciegos  y  con  antiparras 
hacia  donde  había  sonado  la  voz — .  De  todo 
lo  que  Dios  da  pueden  participar  sus  hijos 
legítimamente. 

— ^ Quién  es  ese  viejo? — pregunté  a  Pas- 
cual Fava  cuando  el  ciego  y  su  lazarillo  se 
fueron. 

—  [Quién  esl — dijo  Pascual — .  ¡Quién  es! 
Ahora  es  comerciante  y  tiene  una  tienda  en 
el  Siarrin,  pero  en  otros  tiempos  fué  el  pi- 
rata más  sanguinario  de  Argel.  Ese  viejo, 

í     Eso  no  es  lícito. 
2    Todo  es  lícito. 


350  B  O  R  R  O  W 

ciego  y  desvalido,  ha  cortado  más  pescuezos 
que  pelos  tiene  en  la  cabeza.  Antes  de  que 
los  franceses  se  apoderasen  de  la  ciudad,  era 
rais  o  capitán  de  una  fragata,  y  muchos  po- 
bres barcos  de  Cerdeña  cayeron  en  sus  ma- 
nos. Tomada  Argel,  huyó  a  Tánger,  y  se 
dice  que  trajo  consigo  una  gran  parte  del 
botín  que  había  reunido  en  tiempos  ante- 
riores. Otros  muchos  moros  argelinos  vinie- 
ron aquí  también,  o  a  Tetuán,  pero  éste  es 
el  más  notable  de  todos.  Anda  a  veces  en 
compañías  verdaderamente  extraordinarias 
para  un  moro,  y  mantiene  intimidad  algo 
excesiva  con  los  judíos.  Bueno,  a  mí  eso  no 
me  importa;  pero  que  se  ande  con  tiento.  Si 
se  hace  sospechoso  a  los  moros,  [pobre  de 
él!  [Moros  y  judíos,  judíos  y  morosl  ¡Oh! 
¡Mal  de  mis  pecados,  que  me  trajeron  a  vi- 
vir entre  ellosl 

Ave  maris  stella, 
Dei  mater  alma, 
Atque  semper  virgo, 
Félix  coeli  porta! 

Proseguía  en  su  charla,  cuando  el  ruido 
de  un  disparo  de  fusil  le  estremeció. 

— Es  la  retreta — dijo  Pascual  Fava — .  To- 
das las  noches,  a  las  ocho  y  media,  hacen  un 
disparo  en  el  soc\  es  la  señal  de  cesar  los 
trabajos  y  de  recogerse.  Voy  a  cerrar  la 
puerta,  y,  si  alguien  llama,  no  abriré  si  no  le 
conozco  por  la  voz.  Desde  la  muerte  del  po- 


LA    BIBLIA    EN    ESPAÑA        351 

bre  genovés  el  año    pasado  vivimos  muy 
prevenidos. 

Así  transcurrió  el  primer  viernes,  día  sa- 
grado de  los  musulmanes,  que  pasé  en  Tán- 
ger. Observé  que  los  moros  proseguían  sus 
ocupaciones  como  si  el  día  no  tuviese  nada 
de  particular.  Entre  doce  y  una,  hora  de 
rezo  en  la  mezquita,  se  cerraban  las  puertas 
de  la  ciudad  y  a  nadie  se  le  permitía  entrar 
ni  salir.  Es  tradición  entre  ellos  corriente 
que  un  viernes,  a  esa  hora,  sus  eternos  ene- 
migos, los  nazarenos,  se  apoderarán  del  país; 
por  lo  cual  se  mantienen  apercibidos  contra 
una  sorpresa. 


FIN    DEL    TOMO    TERCERO    Y    ULTIMO 


ACABÓSE      DE     IMPRIMIR     ESTE      LIBRO 

EN   LA    IMPRENTA    CLÁSICA    ESPAÑOLA, 

DE  MADRID,  A  DIEZ  Y  OCHO  DÍAS 

DEL    MES     DE    ENERO 

DE    MIL    NOVECIENTOS 

VEINTIUNO 


r 


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UNIVERSITY  OF  TORONJO  LIBRARY 


DP^      Borrow,  George  Henry 

1^1  La  Biblia  en  España 

B618 

1921 

t.3