M ÁSTER NEGATIVE
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MICROFILMED 1 993
COLUMBIA UNIVERSITY LIBRARIES/NEW YORK
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A UTHOR:
DELGADO, RAFAEL
TITLE:
LA CALANDRIA, NOVELA
MEXICANA
PLACE:
MÉXICO
DATE:
1931
COLUMBIA UNIVERSITY LIBRARIES
PRESERVATION DEPARTMENT
Master Negative #
BIBLIQGRAPHIC MICROFQRM TARGFT
Original Material as Filmed - Existing Bibliographic Record
86D5783
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Delgado, Rafael, 185S-1914.
...La Calandria, novela mexicana. México,
Ediciones de "La Razón", 1931.
517 p. (Colección de clásicos mexicanoR
agotados. 1)
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T. Title. II . Colección de clasicos inexi
canos agotados. 1,
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8
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AL iniciar Í'J pii'^^iiCiición de los ^'Clásicos Mexi-
canos A[iOU:dos," con la obra máxima de don
Rafael Delgado, la Compuñia Editora "La Razón/^
S. A./ desea realizar el doble propc)sito de rendir un
merecido bomenaie al más puro novelista mexicano
y de poner al alcance de las nuevas generaciones de
nuestro país una obra agolada totalmente en sus tres
anteriores ediciones.
Esta presente, cuar'a ediciá)n de "La Calandria/'
^e publica con el pernv.su del Lie, D. Miguel Her-
nández Jáuregui, dueño de la propiedad literaria de
la obra.
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I
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OBPvECíTA ! — c>;c!amaba dona Manuela, bañados en
lágrimas ios cjos, al apagar, de un soplo, una larga bujía
de cera, amarillenta y quebrada en tres pedazos, y extin-
guiendo con las extremidades del índice y pulgar humedeci-
das en saliva, el humeante pábilo. — ¡Esta noche se nos va!
¡Pero, a Dios gracias, con todos sus auxilios!
— ¿Y qué dijo el médico?— preguntó Petrita, la hija de
la casera, alargando a su interlocutora otra vela.
—Dijo esta mañana que no tiene cura, y mandó que se
disDusiera lue^ío luei^o para recibir el viático, antes de que
le volvieran las bascas. Y ahí me tiene usted, mi alma, su-
biendo y bajando para arreglarlo todo, en el ínter que su
mamá de usted y Pauliía la del 6 ponían el altar. . . estoy
rendida! por eso no entre a ver el viático.
— Deje usted, doña Manuelita: si yo tam.bicn he estado
apura'Jísima, componiendo las boi:ellas de flores y haciendo
los moños para las velas, y eso que Tiburcita me prestó
los que le sirvieron el año pasado en el altar de Dolores, que
si nó, no acabo.
— Y está el .^Itar que da gusto verlo — se parece al que
ponen en Santa María las hijas de María; — dijo, tomando
parte en la conversación, una mujer de prominentes caderas
y marcado bigote— come que el padre lo ha estado mirando
y remirando, com.o si d-jcra: ¡qué lindo está!
- —¡Y que tan a tiempo traje la sobrecama! — repuso ^
doña Manuela.— Con razón me dijo el gordito de La Ibe-
ria, cuando saqué ci genero, que estaba buena hasta para
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un akarl Ya lo vimos. . . v está nuevccita
Ya sirvió
en el altar y no he de usarla. Ya lo sabe usted, Petrita:
para el viernes de Dolores ahí la tiene. Yo haré los sembra-
ditos y las aguas de color.
— Muchas gracias, Manuelita; la Virgen se lo pagará
todo V no olvidará la buena voluntad.
— Oiga usted, doña Pancha: — preguntó la hija de la
casera a la quintañona del mostacho — ¿qué le dijo a usted
esj señor, cuando lo fué usted a ver?
— ¡Av, hijita! . . ¡ni me diga usted! . . . ¡qué había de
decir! Me salió con que es cierto que él es el padre de Car-
men; no, no, la verdad es que no se atrevió a negarlo; pero
me dijo que él bastante había hecho por ellas; que las había
jn'otegido mucho; que les había dado un papel para que les
fiaran ropa, aquella que compraron por Semana Santa. . .
cuatro tiliches, ;se acuerda usted? y que le habían pagado
mal; que hoy día no tiene dinero. . . pero que si Guada-
lupe se muere que le avise yo.
— Buen consuelo. Usted dirá: ¡un hombre tan rico!
— ¡Dueño de tantas casas!
— ¡Quién lo había de pensar!
— Para más es una . . . Con todo y ser pobres hacemos
por la enferma cuanto podemos.
— Por supuesto. Ella habrá sido lo que quieran, ya la
juzgará Dios, yo no veo eso. Además ya recibió el Santí-
simo . .
— E,se es el mejor remedio; — replicó doña Pancha — eso
vale más que la meopatía que le dijo a usted Tiburcita.
\:i verán como va de mejora; así pasó con mi difunto. Ya
verán, va verán como se alivia, y de aquí a ocho días, está
en el lavadero, contando .sus cuentos y diciendo sus grace-
jadas. Yo soy mala, -no lo niego, pero la mera verdá, cuan-
do uno de mi casa se encama lo primero que hago es traer
al padre para que se arregle. Luego, cuando ya está de re-
mate y el médico manda que se disponga, empieza aquello
de que no se empeore con el susto, y con que nadie quiere
decírselo al enfermo. . . No, mi alma, yo se los digo, tope
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V.
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en lo que topare; que se mueran, hija, qué hemos de hacer,
así lo quedrá Dios, pero que no se vayan a la cocina grande.
— Tiene usted razón, doña Pancha, eso mismo digo yo.
— Bueno; i>ero yo pregunto: — dijo la Petrita — y si se
-muere la enferma, con quién se queda Carmen? La pobre
no tiene ni quien vea por ella! . .
— Y luego — hizo notar doña Pancha — con esa carita de
manzana, tan coscolina y tan alegre!
— Carne para los lobos, hija . . .
— Enterita a la cara de su hermana, la hija de ese señor
■ don Eduardo. . . el vivo retrato. . . ¿no es verdad, doña
Pancha?
— ¿No la conoce usted, Petrita? La que pasó por aquí
a caballo el otro día; la del sombrero alto, como el del Doc-
tor. . . vaya!
— ¡Vaya si la conozco! Póngale usted a Carmen los
vestidos de la otra, el peinado alto, el sombrerito, y no hay
diferencia. ¡Pobre muchacha!
— No hay cuidado, Petrita: — dijo dona Pancha conmo-
vida al ver húmedos los ojos de la chica — si se m^uere Gua-
dalupe, yo recojo a la niuchacha.
—¿Yo?
Cuándo!
— ¡Ni yo! ¡Cría cuervos para que te saquen los ojos! . .
— Pues yo sí — replico agria y resuelta la del mostacho —
y Dios dirá!
Así hablaban en grupo piadoso y compasivo, en el
amplio portal del pafio de San Cristóbal, importante casa
de vecindad de un barrio extremo, la flor y nata de las
lavanderas y planchadoras de la población.
Daban todas el nombre de casa de San Cristóbal a tan
vasto edificio, cuyas innumerables habitaciones producían
a su dueño pingüe renta mensual, a causa, sin duda, de
un gran cuadro que, presentando a dicho santo, estaba co-
locado en la parte superior del portón que comunicaba el
zaeuán con los anchos corredores que rodeaban el patio, en
cuyo centro, bajo un techo de tejas requemadas y entre
una red de cuerdas v lau/í'íicroSj treinta laboriosas mujeres
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RAFAEL
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lavaban por centenares, cada semana, Vjl lencería de toda
vina ciudad veracruzana, con lo cual queda dicho que no
era poco productivo el trabajo confiado a su incomparable
habilidad.
Procedente acaso de un convento derruido por la Refor-
ma, aquel cuadro, obra de malaventurado pintor, daba
cierto aspecto religioso a la vastísima casa. En dorado mar-
co de estilo plateresco, a trechos ennegrecido y desportillado,
lucía su figura colosal y su musculatura atlética el forti-
simo Cíero, cargando, más cuidadoso que novel nodriza, un
niño Jesús, mofletudo y rozagante, de violada túnica y ca-
bellos rizados, de entre cuyos bucles se destacaban, en trián-
gulo isóceles, las tres potencias de rigor, dentro de un nim-
bo áureo también, que con sus im.perfectos contornos de-
claraban al menos listo que eran obra de otro artista y adi-
tamento puesto a la imagen del risueño Infante por los
afanes de un devoto que, de seguro, no encontraba en ella
expresión ninguna superior y divina.
El gigantesco santo estaba representado en el acto de pa-
sar ii;ipetuoso y espumante río, a cuyas márgenes, en las
arenas rojizas, tal vez por un presentimiento del futuro
naturaHsmo en el arte, no escatimó el piadoso Apeles cara-
coles ni conchas. El bienaventurado atleta apoyaba la dies-
tra en un árbol corpulento, escaso de frondas, mientras sos-
tenía en el hombro un mofletudo niño que llevaba en la
mano izquierda, a modo de leve y saltadora pelota de hule,
ura csferita cerúlea, ceñida de doradvos colores y coronada
con una cruz: símbolo de aqueste misérrimo planeta.
Ai otro lado del torrente, detrás del árbol, cedro, roble,
encina o ^o que íiie-'a, que a darle figura determinada no
alcanzaron los ingciiios del artista, en el segundo término
del cu.:dro, un crrni :año de luenga barba, calada la capu-
cha oc su hábito color de ocre con tonos de cliocolate que-
mado, miraba absorto y boquiabiosrto a qL¡ien tan sereno
iba cruzar do el vado.
S^'r\ :a (le ioi^do al paisaje un liorizonle en^rc marítimo
V de co-VuuCj. Kbica, al cual no laliaba la :.i!uela de una
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palmera, dibujando en las vagas lejanía? sus correctas pal-
mas, y un ciclo scmipurpiirco y anaranjado^, qü^, incen-
diado por los fulgores del sol poniente, completaba la mís-
tica belleza que a! conji-nto quiso da'r el pintor.
En la paite biia del lienzo podía leer cualquiera, aun-
que iücsc Cíjrto de visn, en vigorosa y gallarda letra de
Palomares, un tiempo dorada y ya negruzca, la siguiente
cuarteta:
''Un poder Uifi í'ni scgunJo,
Cr'rstóhíií, Os diera Dios, •
One si el Mundo os carga a Y os
VossíJ^'gííi^ íí E>ios y al Mundo,'* *
Notábase en el patio silencioso, inusitado movimienta
En todas las puertas había grupos de mujcx-es que conversa-
• ban apesaradas de la gravedad de la enferma. Tna de ellas
. tenía la palabra: ponderaba los padecimientos y desgracias
. de la moribunda y repetia las quejas angustiosas que le aca-
■ baba de escuchar. En torno de cada grupo no faltaban sus
chicos haraposos y de carilla endiablada, qtie prestaban oído,
llenos de curiosidad y sorpresa, a la triste narración que
parecía turbar, un tanto, el regocijo que les alborotaba la
.' sangre. La pompa del ^ iático, tan g-rave, solemne y conmo-
vedora, los tenía alegres y festivos. Otros, más allá, en el
corredor más lejano, a callanditas, para corresponder al
silencio que reinaba en la casa y que se propaga veloz
donde hay \\n moribundo, jugaban a las canicas, no sin
merecer, de cuando en cuando, si algún grito de alegría se
les escapaba, severa reprimenda de la vecina del 4, que era,
según la opinión unánime de la gente menuda de aquella
casa, la más entremetida y enojona. ^
El corredor de la entrada, uno de los mayores de la
casa, y parte del siguiente, húmedos en extremo por el
' abundante riego recibido aquella tarde, estaban alfombrados
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de liibiscos purpúreos, pótalos de rosa bLincos v rojos y gran
abundancia de hojas de naranjo y tallos de romero.
la ííorida alfombra llegaba hasta la caUe, donde un
n^ode^to V no poco estropeado carruaje aguardaba la salida
dci sacerdote, quien, entretanto, administradcs viáticos y
extretTiauncivrn y aplicadas las indulgencias del caso, trataba
de reanimar el áiiimo abatido de la moribunda con santas
y consoladoras palabras.
1 ns compasivas la\ anderas seguían ¿c diaria a la puer-
ta de la casera.
— l'ero, i.]oñ.\ Pancliita, no le parece a usted que ese
señor no tiene entrañas?
— ¡Av, mi alma! ¡Asi son los ricos! ;Dios se los per-
done! Criando está uno en sus quince" ie oirecen esto, aque-
llo, lo de más allá; se vuelven ima miel, C(^nsiguen que uno
\o:> quiera, y luego . . yi ve usted lo que pasa!
— ; Quién lo había de creer! — exclamo Petra con aires
de e\pe'*i mentada y prudente, haciendo una mueca por de-
más ridicula. — ;Un hombre tan bien puesto! ¡Tan rico! . . .
— jFsos son ¡os peores, hijita! ¡Esos son los peores!. . .
A mi no me extraña; ya sov \ieja, )' más sabe eí Diablo por
^ iejo, que por Diablo . . Si Gu.idalune se muere, yo veré
al señ^)r cium; me quedaré con la muchacha, )' si se ofrece
le popidre a ese señor las peras a catorce.
— Usted sabe lo que liace; pero yo no me metía en eso.
Para que íjuiere usted buscarse ruidos. La muchacha es
bonita, [^eru muy alegre de o;os; a todos les enseña los
cuentes, con tí)d»os se rie, )' no hace más que cantar: por
e^u le piisiercMi el apodo.
— No, Petrita: eso sí que no; bien que a^'udaba a la
enlerma; Liva oue es un fuisto, v en cuanto a planciiar, no
ha\ per > que ponerles a las can^iis^is cjue ^.den de sus manos.
¿Que le gusta cantar. \ . . ¡\^ c-o que! Píh- eso es lo del
aocvJo . ;\ quicn se lo puso? i. a b.soja ¿c C .mdelari.i: esa
ira!v!;ta env:J'osa (|ue a todos les tiene tif]:!. (^uc porque
a la pí/bieeiti le gusta cantar, \ l,nnque Va^xv. la acom-
pañaba Cii la N'iíuiela, ah' tiene usted, mi ali:.a, (.«ue le puso
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I
el apodo. ¡Como ella no tiene ni quien le diga! ¿Y quién
le puse el apodo? Ella, que lo trae de herencia: sí, porque
su padre, sus tíos y sus hermanos, todos, tienen un ojo a
San Diaias y erro a Gestas. . . usted dirá! ¡Plarta desgracia
tiene cjn lo que le ha pasado y con lo que le está pasan-
do. . . ¡La calaiídrial ¡Usted dirá! ¡Tia calandrial Porque
canta y tiene para eso un aquel, que ni las del tiatro! Pues
no le hacen favor: canta mejor que una calandria. . . Si
le digo a usted que si esa enredadora y envidiosa bizca no
se ha ido, e! mejor día le ajusto las cuentas!
En aquel momento salía el sacerdote, y la vieja cerró
el picó. El vicario, un joven de aspecto noble y hasta aris-
tocrático, de pulcro vestido y franca mirada, se detuvo
ante el grupo, y componiéndose el sombrero de copa y
arreglando los pliegues de la anchurosa capa, dijo:
— ¿Quien es la casera?
— Una criada de usted, padrecito, — contestó dentro una
voz ca^'Cada,
— La enícrma está más tranquila. Ya le apliqué las
indulgencias. Si sigue mal y' entra en agonía, lo que no tar-
dará mucho, que me avisen.
— liágame usted e! iavor de ir a mi casa a las cinco. El
Sacerdote \Vj su reloj — una preciosa repetición inglesa. —
No, a Lis c\tico y media . . . Hasta luego! Y saludando cor-
tésmente a Lis comadres salió en busca del carruaje, segui-
do de un chiquillo que, cargado con la bolsa donde iban los
ornam.ento? sagrados, el maiuial y el hisopo, y muy orondo
en el desempeño de sus religiosos oficios, afectaba cierta
compostura ¿acerdotal.
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DELGADO
II
Un aposento chico, pintado a iiTiltaclv^n ü- papel
tapiz. Ln el centro, cubierta con una carpeta de paño azul,
una mesa de escribir, muy brillante por el barniz reciente
que no alcanzaba a disimular la antigüedad del nnieble. Me-
dia docena de billas americanas de ojo de perdiz. Un sillón
monacal forrado de vaqueta. Una caja de hierro. Un tapete
de triple, ya muy pálido y usado, con un pavo real haciendo
la rueda. Unas escupideras. Un tin^ro de cristal de roca.
Una montaña de papeles y de periódicos sobre la mesa, y
entre ellos una lámpara de petróleo, con pantalla. En la
' pared, hrriba del asiento principal, un calendario exfoliador.
Una mesa destinada a contar dinero. Una prensa de copiar
y una botella de barro amarillo, con un vaso al pie.
Tal era el escritorio del señor don Eduardo Ortiz de
Guerra, un caballero de cuarenta y ocho años, de noble
apostura y distinguido porte, alto, delgado, de fino trato e
insinuantes maneras, de grandes ojos negros, que seis lus-
tros atrás debieron ser irresistibles, y de palabra suelta y
vi\ a, con esa lieereza de los hombres actuales, tan faltos de
fondo y gravedad como superabundantes de audacia, muy
deseados en los circuios de la politica, y que, por lo insubs-
tancial y versátil, son el encanto de lo hoy suele llamarse
una csc()'!Íí(a sociedad.
A pesar de que en su barba de corte español y en su
abundante cabello no habían escaseado los años argentadas^
hebras, tristes m.ensajeras del próximo invierno de la vida,
don Eduardo estaba bien conservado. Aún tenía algo de la
gentileza que en años anteriores le distinguía entre sus de-
más cop.ipañeros de milicia, porque don Eduardo había sido
oficial del ejército en tiempo de la Intervención francesa.
14
Elabía recorrido medio país durante aquella época y termi-
nado glcriosamente su carrera en Querétaro, donde peleó
bizarramente a las órdenes de Miranión. Allí cayó prisione-
ro. Daba gusto oírle narrar los cpisodioí: del sitio, referir
las diversas surtidas en que tomó participio y ponderar el
heroísmo cíe sus jefes y la grandeza del caballeroso príncipe
que bañ » con su noble sangre el Cerro de las Campanas.
Su niñez había sido triste y miserable y su juventud no
menos precaria; pero con aquel su carácter llevadero y
flexible supo sobreponerse a toda adversidad, medrar y en-
riquecer, hasta el punto de gozar, cuando acaecieron los
sucesos que vamos narrando, de una posición cómoda y
hasta brillante. La vida no tenía para nuestro soldado del
Imperio más que una sola faz digna de atención: aquella
que daba hacia los campos del dinero, para muchos áridos
y penosos y para él poéticos, llanos, fecundos en comodi-
dades y bienestar. Elabía llegado en todo al summum de
la sabiduría; todo lo demás le importaba un ardite.
Las grandes luchas de la vida moral, los grandes com-
bates en que el corazón lidia el primero, luchas y combates
largos y terribles, pero gloriosos para el alma, habían sido
eliminados por Ortiz, para quien todo lo que no fuera el
negocio y apenas merecía su atención, y era una farsa in-
digna de la gente juiciosa, y por extremo risible y despre-
ciable, t^
Al tratar por vez primera al capitahsta quedaba uno
prendado de su afable trato, de su conversación discreta,
no menos que de su inagotable benevolencia. Lo que ver-
daderamente seducía de aquella su condición apacible y
mansa, estaba en la indiferencia, aparente o real, atinada y
cuerda, qae tenía para cualquier cosa, y que, sin tocar el lin-
de de lo singular y chocante, le ponía en condiciones de
ver las ílaquczas del prójimo, las humanas debilidades y las
mil y mil ciíestiones gi\c aullan los círculos sociales del
modo mis natural, con ncbie desdén, como si no parase
mientes en ellas, firme y seguro como estaba en el castillo
inexpugnable de su experiencia v dentro de la triple mura-
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RAFAEL
DELGADO
lia de su riqueza, de su crédito y de su fama. Sensible en
apariencia a todo, de todo trataba y acerca de todo daba
opinión, pero como en frío, con serenidad olímpica, sin
que lo repugnante de la falsa virtud, ni calores de partido,
ni la apasionada indignación que lo injusto despierta en
toda alma elevada pudieran dar al traste con aquella su
venturosa paz, haciéndola caer en turbación y empañar el
cielo siempre límpido de su tranquilidad con inoportuna
somibra.
Ni en los negocios, ni en ciertas atrevidillas combina-
ciones mercantiles, harto arriesgadas y peligrosas, en que
solía entrar, parecía fijar la atención, por mucho que en ellas
estuviera interesado grandemente y jugara no exigua parte
de su fortuna. Procedía en sus tratos y transacciones sin
manifestar nunca serios temores de mal éxito, sonriente,
festivo, siempre de buen humor.
Hombre de mundo y de sociedad con nadie se dcsave-
jiía, ni se enemistaba, no dando lugar a ello y calmando
a tiempo las marejadas del amor propio herido y las tem-
pestades de la contrariedad en todas circunstancias enojosas.
Formaba en el grupo feliz de los que a nadie desagra-
dan, con ninguno pugnan, a todos rinden con lo incoloro
de su pensar, y saben conquistarse todas las voluntades.
Ya queda dicho que era rico; — no tanto como suponían
las comadres del patio de San Cristóbal — tenía lo bastante
para vivir cómoda y holgadamente, sobrepasando un tanto
esa áurea medianía, cantada por el poeta, que no deslumhra
ni ofende a los demás y que sir\'e para subir en el concepto
yjcia! y acrecienta respetos y cariño públicos.
Nadie sabía de cierto el origen de su fortuna. En con-
cepto de algunos, los menos, procedía de un premio gordo
de la Lotería de la llábana; al decir de otros, muy crédu-
los, de una lierencia inesperada; en opinión de muchos, to-
do venia de ahorros v buscas leirales en una aduana del
Golfo; y conforme al sentir de los más, «de hábiles manejos
liacendarios, llevados a feliz término con la Federación en
una contrata de vestuario para el Ejército, defensor de
16
\v>
-#
nuestro sagrado territorio y sostén de nuestras preciosas '
libertrides.
Ello es que don Eduardo vivía tranquilo y venturoso,
chozando de todas las abundancias de la 'clase alta y amando
a su hija Lola con todo el amor de que era capaz aquella
su alma seca e infecunda, amando a su hija, gallarda y
elegante señorita, con ese amor que logran inspirar la be-
lleza y la debilidad de un sexo, siempre hechicero, a quien
como don Eduardo tenía cerrada la puerta de su alma a
otros afectos y ternuras. Acaso en aquel amor había no po-
co de egoísmo. Suele el egoísmo tomar las formas más
extrañas y singulares: el halago de la vanidad, la ostenta-
ción de la riqueza, el orgullo de la hermosura, la vanagloria
del dinero, cuanto de alguna manera da al espíritu algo que
real o aparentemente le hace feliz. Para quien como él ha-
bía sufrido tanto en la niñez, pobrezas, hambres y humilla-
ciones; para quien había pasado los mejores años de la vida
arrastrado por el viento de nuestras luchas civiles, yendo
de aquí para allá, medio desnudo, a pie o jinete en pésimo
caballo, lidiando con los famélicos soldados de su compañía,
durmiendo al raso o en miserable y abandonado albergue,
sufriendo la tiranía de los jefes y con la vida siempre en
peligro, los años no habían pasado en vano. ¡Cuánta cien-
cia le dejaron! El había sido desinteresado, generoso, hasta
llegar al sacrificio; pero ya sabia a qué atenerse; conocía
el "mundo y estaba siempre en guardia contra todo lo que
pudiera exponerle a nuevas adversidades. De aquí la trans-
formación de su carácter, su reserva, y esa habilidad para
agradar a unos y a otros, a extraños y amigos; de aquí su
discreción, cuando se trataba en presencia suya de ciertas
cuestiones todavía candentes de la política. Bien sabía él
que hay palabras que se esca['an cualquier día y que por
sencillas e inofensivas que parezcan siguen rodando y lle-
gan, con el tiempo, a tener un valor y una importancia
tales que provocan odios y despiertan rencores. Harto
le pesaba ya su participación en las guerras del Empeño,
por más que, allá para sí, se consideraba muy honrado de
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L
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CALAN
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A
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liabcr ser-vlJo a las órdenes del héroe de la Estancia de las
\ acas. , .
Ninguno Inibiera sido para López acusador más temido;
como que poseía noticias y datos ac.:rca de la ocupación
de Quetctaro que nadie hubiera puesto en duda; datos y
noticias de un valor verdaderamente indiscutible. El sabía
cop-jO estuvo arreglado todo: y cuando veinte años después
se ttató en los periódicos de la traición de López, contra
su habitual trialdad y contra su característica reserva,
nues-:ro hombre se entusiasmaba y enardecía, desahaciéndose
en elogios para los vencidos del hi-perio, pura íic/ifc dccci}-
ti\ conuj) él solía decir, y hasta llegó, cierta ocxsión, a poner
a los vencedores como dijeran inváÜdos biliosos.
Se decía poseedor de importantes documentos, que na-
die tacharía de falsos, y dueño de graves secretos acerca
de tan discutida traición, decisivos en el asunto. Mas cuan-
do sus contertuiios, ya por espíritu de partido, ya por
amor a la verdad, le exhortaban a publicarlos, nuestro
hombre, salido de caja hasta aquel punto, entraba repen-
tinamente en ella y hacía notar lo inútil que sería hacerlo,
dadas las condiciones actuales del país, y pormenorizaba
los odios que en su contra despertaría tan inoportuna pu-
blicacié^i.
la) cierto Q\\\ que, como oficial de noca importancia,
no ^e ^ lo obligado, cu.mdo cayo el principe, a permanecer
aleado de los asunios pubÜcos, y, aunque siguió fiel a su
pariido en C:\:í\\i.) a las ideas, cj\iv.\.]o estrechas relaciones
con los pr^.!:on-:[^res del bando vencedor. No volvió al ser-
\iCK) i'iiiit.ir; pero pasados algUiK>s años, ciumdo los renco-
res se ai.ajiinia^ ;:] u:i tanto, CMino empleado en una adua-
na C.Si litoral v.:el (;(iífo. Lo que se decía de ¡a contrata
c'e VL'>tua.¡(> pa'.i ei l.jei-cíto a n.iJie le constaba. A\ triun-
Lir e! J'Kii-i Je íuxíepec, o poco antv-s, \\i\j a establecerse
a la c.aJaJ Crr.}: r,^u::^.o b (Uie vamos a leferir, \iudo \a,
>' '''-' ■•--^ --''i ^:-'-^ ^il p.es:nt.j, nii^vAo ia desdichada ]a<
\ liUe. 1 s
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íl A F A E L
DELGADO
18
Ka su cscrLorio c^^taba aquclLi tarde don Eduíirdo, y
allí le encontró el pacire Cjon/ález.
— ¿Y a que debo la lionra d¿ tener a usted por esta
cay i?
— Un asunto importante, señor Ortiz, me proporciona
la o-^ortunjdrd de cun\ erizar con usted, aunque por bre\e
rato.
— ííoy, con>o siempre, padre, estoy a sus órdenes.
El sacerdote contestó con cierto aire de tnr.idez, ha-
ciendo una leve inclinación de cabeza, mientras se arregla-
ba los pliegues de su cap.i, cu}/os embozos se escapaban, a
caca lado, por sobre los brazos de la cómoda silla monacal.
— Líe tenido el gusto de oír a usted durante el tiempo
de Cuaresma. ¡Bien, padre! ¡Bien! ¡Eso se íl^ma predicar!
¡Tiempo ha que no oía yo predicar así! ¡Ikavo, amiigo
mío! ¡Bravo! ¡Ls usted muy joven todavía, y hay que
esperar mucho de su talento!
Ante aquel huracán de elogios inesperados el clérigo
estiba sonrojado y confuso.
— No soy merecedor de tantas alabanzas, señor Ortiz.
Mis bujDnos y piadosos oyentes saben bien que mi humilde
voz no tiene mas méritos que los que le prestan la verdad
de la doctrina y la saiuidad de las creencias que expone.
Yo no hago mas que trabajar y cumplir alegremente con
mis deberes.
— ¡Yo lie oído a usted, amigo mío! ¡Yo! No es usted
quien debe juzgarse. Tuve oportunidad de oírle una noche,
en que trató, con sobrada elocuencia, como era de esperar-
se, de un asunto harto difícil, de una cuestión. . .
— ;De cuál?
— Padre: del Espiritismo. . . Por cierto que yo andaba
en esos días preocupado con la famosa doctiina. . . Cierto
amigo mío . . . ' -
— Ya entiendo. Había usted leído las obras de Allan-
Kardec* de Pczzani. . . de tantos otros cuyos libros tienen
ya en lus catálogos de las librerías no escaso número de
lineas. ^
19
,-fT
LA CALANDRIA
>
— La doctrina espiritista es muy seductora, ¿no es ver-
dad?
— Sí, — replicó el vicario, casi interrumpiendo a su in-
terlocutor, concediendo aparentemente para no exasperarle
y adelantando la adversativa; — pero cuando, como usted,
el lector tiene buenos principios, creencias firmes, estudios
Sv')!idos, instrucción superior y recto juicio, esas doctrinas
de la magia moderna, contrarias a los dogmas católicos,
es ilecir, a la verdad, y hasta en pugna con el sentido co-
mún, a pocas líneas aparecen como son, meras fantasías,
delirios nocivos, sueños de enfermo.
— A decir verdad, amigo mío, cierto libro de Figuier,
algunos de Flammarion, con ese estilo tan herm.oso . . .
— ¡Flammarion! ;Ll novelista de la astronomía, como
le ha llamado un sabio francés! ¡Con ese estilo tan lleno
de gracia y colorido ha contribuido mucho a propagar en-
tre ¡as gentes americanas esas doctrinas . . Ya sabe usted
que nos pagamos mucho por aquí de las obras de ima-.
gmaci'jn. . . Cuántos han tomado las fantasías del astróno-
mo como verdaderos axiomas!
Fl padre Conzále/ que era joven, conocedor del mundo
y di: los hombres, y además instruido, comprendió, desde
luego, con quién tenia que habérselas, y procuró cortar los
vuelos espiritistas a su interlocutor; no tanto, sin duda, por
temor a sus disl.ues, pues sospechaba hasta donde subían
el talenro, la erudición y la malicia del capitahsta, cuanto
por lljgar al asunto que allí le había llevado. Penetraba
Lis mtenciones de su adversario, quien adulándole primero,
y mostrándose luego, como acaso iba a hacerlo, mal cre-
cente, se preparaba a salvar su bolsillo de un ataque, caso
de que el Vicario viniera a solicitar su ayuda y cooperación
p.ua alguna obra emprendida o por emprender en alguno de
los ren:p]os de la ciudad.
"T"""'^*^ ^'^^y^^- i!sied a creer, padre, que soy e,spiritista;
gra'.i.is a D¡o^ estoy .lun en mis cabales; pero me gusta
leerlo toJo. A ir.l cd.id va no !ki\ peüero de que se extravíen
las K.^as ...
>
20
' ^
/
4
RAFAEL
DELGADO
— ¡^-o, señor! ¡No, señor! — murmuraba el vicario.
— Mis padres fueron católicos, y católico soy; así fui
educado, y si no estuviéramos en la verdad, eso solamen-
te bastaría. Así también he educado a mi hija. Créalo us-
ted y, vayí, sin modestia y sin que parezca hipocresía,
hasta exagerado soy en eso. . . En mi casa no permito que
se lea nada irreligioso. He llegado hasta proscribir de ella
El lAouifoVy — y al decir esto tomó el periódico que medio
abierto, despidiendo el acre olor del papel recién impreso,
estaba en la mesa, y estrujándole, dijo: — ¿Entrar este pa-
pelucho a mi casa? ¿Que lea esto mj hija? ¡Cuándo, padre,
cuándo! ¡Cuándo!
Fl padre González callaba, mordiéndose los labios, para
dom.i na r la ri^a. • /-
.M fin. tras breve pausa, se compuso en el sillón, y pa-
sándose los dedos por el niveo cuello inglés, que albeaba
entre lo negro inmaculado de su mal recogida sotana,
abordó el apunto. Había reconocido la posición del enemigo,
si enemigo podía llamarse a tan excelente persona como era
el señor OrííZ de Guerra.
— Pues bien, amigo mío; un grave asunto me ha traído
a esta crva^ ^ es preciso que tratem.os de él.
Aprobó ei capitalista con un signo y se dispuso a es-
cucha)'.
— IIc ^i'.o llamado esta mañana para prestar los últi-
mos auxilio'^ de la religión a una infeliz mujer que está
moribunda. Pv)Co tiempo le queda de vida. Después de
oírla en cor.iesion he recibido de ella un encargo que me
he apresi'rado a cumplir, tanto porque estos asuntos no
deben doiar'^e para miiñana, cuanto porque se trata de una
jo\'en que ^. no es huerf ina ya, no tardará en serio. . .
— ¿ Muer i ana? . . ¡No, padre, que le quedo yo!
— Ls:e^:- perdone; cjuise decir huéi'f a na de madre.
— ¡Aii! \ ?. sabía que estaba moribunda. Una m.ujer
que ^'í\(. cr. A. n^isma casa, \\\\o oliciosamenle a decírmelo
esta mañana. ^ , a decir \erdad, la noticia me tiene desaso-
se^aco y ::.>:..
21
í?
, í
A
C A L A N D R I
— I,a n-or-Ininda n^c h.\ dicho, hice mcJla Ivj^m, que
buscara \o a ustec! pira suplicarle, en nouibre suyo, que
no abandone n su hija. Eniien'.io que a usted le debe la
\ 1 Ja. Coir/endría ponerla a carleo de una íamd'.a c^'istiana
V resn:tab!c'. Su edad, su inexperiencia, su hen-vjsura, acá-
so la expondrán a mil pcÜrros, y la única m, iv-ra de prc-
c^'>erla contra clios es colocarla bajo el ampa:'0 de personas
grav's y de bf^enas costumbres. í,a nioiibunda pide a usted
perdían, si le ha orendido; espera obtenerlo anypiio y gene-
roso, y no duda un nK>mento que su hija tendrá en el
hombre a qiiin debe ia vida un verdadero apo} o paternal.
Hso es todo.
Id cíérÍL;o inclinó la cabeza apesarado, mientras apar-
t.doa sus miiadas del capitalista y jugaba con el embozo de
la capa.
— No extraño esta pena. Pago con ella errores juveni-
les, faltas lamentables de irreflexiva edad. He subvenido
al n-antenimiento de esa joven desde sus primeros años.
I. leva mi sangre, y la amo. Esa buena mujer puede morir
tranquila; esté usted segiu'o de que esa joven será atendida
dignamente. I:n cuanto al perdón que la madre me pide. . .
^d'crdonarla.'^ ¿De qué?.. . Yo soy el c¡ue debe den'iandar
ese perdón.
— Que ya está otorgado, señor Ortiz.
— Padre, me mor tilica en extremo que haya usted te-
nido que tomarse la pena de venir. ...
— ;Por que? — murmuró dulcemer.te el vicario. — Fs mi
deber. . . v me felicito de haber cumplido el encar-^o con
tan Imen é^.ito. . . Asi lo esperaba; \ cy^ a comunicárselo.
— Padre: dígale usted que me perdone; que yo velaré
por Carmfcn; ci-ie se tranquilice para que recobre la salud.
; í'endra usted la bondad de entrcí:arle ésto? — v tirando
de uno de los cajones de la iiiesa tomó un paquete de di-
nero que p-asj. en matios del clérigo diciendo:
— Usted peruone . . no rengo billetes. . .
— Cir.ieia;, señor Ortiz. \''oy a ent^egu* ele dinero a
quien ^ea ^iebiJo.
•
22
/
m
RAFAEL
DELGADO.
' El sacerdote se retiró. El capitalista, con exquisita cor-
tesanía, le acompañó hasta la puerta.
— -j Quede usted con Dios!
;,\ la orden de usted!
V
%
% * \
23
/
L A
CALANDRIA
s4
III
Apenas hubo tiempo p;ira que llamaran al padre*
González. A poco de Ueear éste al patio de San Cristóbal
exhaló Guadalupe el último suspiro.
Expiró a las siete menos cuarto. Tras los acostumbra-
dos rezos, las buenas lavanderas tomaron posesión del cuar-
to mortuorio. Doña Pancha declaró desde luego, que, por
expresa recomendnción de Ortiz, se hacia cargo de la huér-
fana; nadie hizo objeción y la pobre muchac!ia fué confi-
nada al departamento más remoto. Doña Pancha, doña
Manuela y Petrita hábilmente secundadas por la casera,
procedieron a tender el cadáver en el pobre lecho, sobre
una sábana bL;nquísima.
Guadalupe había sido m.uy bella; cuando la conoció en
Xalapa don Eduardo, era lo que se llama una mujer lucida.
La penosa v cruel enfermedad que la consumió lentamente
y que la llevó al sepulcro no fué bastante poderosa a qui-
tarle su natural hermosura. Su rostro, demacrado, inten-
san-iente pálido, con esa palidez del mármol viejo, guardaba
mucho de la frescura juvenil, muy rara a los treinta y
cinco años, aun en las personas de sana constitución y de
\ ida menos precaria que la de (luadalupe.
Sobre muelles almoh|^as, cedidas durante la enfermedad
de la difunta por una ^'ecina, descansaba aquella graciosa
cabeza ornada de negros cabellos ligeramente ondulados.
Doña Magdalena, este era el nombre de la caritativa
y generosa vecina, había sido para Guadalupe y para Car-
men una verdadera fuente de socorros. No tenía mala cara;
ci'd una m.orena de subido color y sospechosa conducta,
sostenida a la sazón, con amplitud y hasta con lujo, por
un tinterillo en auge, secretario del Juzgado de 1'-^ Instan-
24
RAFAEL
DELGADO
cia, muy dado a la política e inapreciable factótum para
una borrasca electoral, redactor oportunista de periodiqui-
llos vehementes y hombre muy de fiar para quien contara
con el apoyo de arriba, es decir, para todo candidato ofi-
cial con promesa infalible de regir los destinos del Estado.
l.x dadivosi Magdalena, doña Magdalenita, o Malenita,
como la llamaban en el pafio, era muy gcnfc con todas las
vecinas. Con Guadalupe se había portado a las mil maravi-
llas, V a ella y a unas señoras de la Conferencia de San Vi-
cente, se debió que la infeliz tísica de nada careciera. Justo
es decir que tns demás vecinas cooperaron a obra tan be-
néfica con el ina^'or empeño. ^Se necesitaba ropa, aunque
fuera usada? Doña Magdalena. ¿Una medicina extraordi-
naria y costc-sa? Doña Magdalenita. ¿Buen caldo, biftec
jugoso v bien preparado? Malenita. Pero eso sí, apenas
nsonn.ba por ti cuarto de la paciente. . . ¡Les tenía un as-
co a los é tices! Ella dio las almohadas en que reposaba el
cadáver, el cual quedó tendido con las manos enclavijadas
sobre el pecho v rodeado de cuatro gruesas velas de cera,
y fué visitado durante las primeras horas de la noche por
todas las compañeras de lavadero y de casa.
Entre tanto, doña Pancha y la casera preparaban lo ne-
cesario para el i dorio. Los preparativos consistían en pro-
veers.^ de pan. bizcochos, azúcar, café y de algunas bote-
llas de aguardiente añejo, del mejor, para obsequiar, de
media noche en adelante, a los doloridos asistentes.
Para nada de esto fué preciso acudir a doña Malenita,
ni a los vecinos. Para ello hubo y bastó con el dinero que
Ortiz entregó al padre González, y que éste, sin declarar
su procedencia, y advirtiendo que no era suyo, puso en ma-
nos de doña Panchita, mujer seria, formal, muy amiga de
la muerta.
Lina de las vecinas mandó a su hijo, el chico aquel que
acompañó aí vicario a dar el viático, a la iglesia próxima,
en la cual prestaba sus buenos servicios de monaguillo, por
un jnrro de agua bendita, que por ser sábado aquel día vino
limpia y clara, y con la cual se hizo una solemne aspersión,
25
í k
A
A L A N D R I A
Sirviéndose de un liaccci^lvo de fragante romero, producto
cei jardincito que en cacharros y latas de petróleo cultivaba
en el traspatio la cascrii: exi<:uo v siempre fiorido jardín,
donde lucían sus galas y primores albahacas, lomillos y ge-
ranios de olor, y donde cada año, por abril, un rosal de
largos y espinosos tallos, enfermizo y triste, dab.i dos o tres
rosas pálidas de anemia, pero eso sí, llenas de aroma.
Ja'To y aspersorio fueron colocados a los pies del cadá-
ver, en espera de una mano piadosa que esparciera sobre la
velada faz de la difunta e! santo rocío.
Entrada la noche y en cunera de la hora de ánimas, se
fueron juntando las mujeres de la vecindad. Hablaban que-
do y a cada instan le suspiraban de lo más hondo de su
pecho, y como era de esperarse, después de lamentar las
penalidades de la difunta y de elogiar sus \irtudes, hacían
incursión vedada, breve y como de paso, en la vida de Gua-
dalupe y larga y minuciosa en la de don Eduardo Ortiz.
A las ocho se rezó el rosario, con sus correspondientes
csfíirhh: y ofrcriwicnfo, en versos de rima .'mperi'ecta, y un
sinnúmero de preces especiales por el descanso eterno de la
muerta y alivio de las ánirnas benditas del Santo Purgato-
rio. A las diez, en el corredor y cuartos próximos, mujeres
)' niños, parlanchinas las unas, soñolientos los otros, se
arreglaban en grupos para la velada.
Eos hombres, al volver del trabajo y de la raya, tuvieron
noticia del suceso; salieron a tomar su poco de aire por
calles y phizas, y vinieron al i dorio, antes de que la casera,
tipo de rigidez porteril, cerrase el zaguán como de cos-
tumbre, aunque po^ aquella noche, a lo que parecía, que-
daban en suspenso las leyes de clausura.
1-n aquellos grupos se hablaba de todo: de los trabajos
y cosas del taller; de si allá y acullá adeudaban a ésta o
a la otra tanto más cuanto de lavado y planchado; de si
.Malenita había reñido o no con el señor ¡iccmhulo; de las
ul limas corridas de Ponciano; de la contribución personal, y
t!e mil }' mil cosas, no sin cjue los muy gandules de los
liiCZüS echaran su cuarto a espadas acerca de las chicas del
26
K A ¥ A E L
DELGADO
patio v de las gafai y garbanceras que servían en tal o cual
casa, y de si Carmen, la infeliz huérfana, era o no el vivo
retrato de doña Lolita Ortiz.
Entre los concurrentes se contaba un mozuelo de veinte
años o poco menos, garrido si los hay, oficial de ebanista,
buen mwjchacho, económico y sin vicios, dado a la buena
ropa, y que, según maliciaban sus compañeros de taller, y
sobre todo las vecinas, era el preferido de la huérfana.
Alto, robusto, bien formado, apuesto y de mucha labia
con las mujeres, era el mozo más listo del taller de don Pepe
Sierra, hábil y acreditado ebanista de la ciudad. Gozaba
el GabrieÜlIo, o Grahicl, como !e llamaban casi todas las
vecinas, de mucho partido entre Xis garbanceras del barrio
y entre las gatas que vivían en seis cuadras a la redonda
de la carpintería donde trabajaba cinco días a la semana.
Aunque no- era perezoso, hacía san lunes; no podía resistir
al poder de la costumbre.
Digamos que Gabriel era hijo de doña Pancha, y se
comprenderá que desde aquel día la estopa quedaba junto
al fuego.
A las doce rezaron el segundo rosario, no muy cargado
de jaculatorias, en bien del alma de la difunta; cosa muy
natural en hora tan avanzada, después de tanto hablar, y
cuando, por unanimidad, aquellos estómagos vacíos suspi-
raban por el café humeante y oloroso, por los bizcochos
suaves y el pan azucarado y por un traguito de aguardiente,
muv eficaz para entonar el cuerpo y darle fuerzas contra
la destemplanza que produce prolongada vigilia.
Después del café fueron retirándose algunas vecinas y
no pocos varones de los que formaban en el facundo grupo
del corredor, donde, ya fuese por olvido, por lo excitante
de la negra bebida o por las virtudes oratorias del añejo,
se principiaba a liablar más alto.
Ca reina de la noche, muy gordiflona y engestado, iba
a todo coner, rasgando nubes, derramando de lleno su pla-
teada luz en los corredores, cuyos pilares proyectaban obli-
cuamente sobre el piso la negra sombra de sus cañas. Las
27
*,«
/
A
CALANDRIA
estrellas cintilaban inquietas; el agua parloteaba alegremen-
te en los caños del lavadero; se percibía el lejano rumor
de los bosques del valle agitados por el viento, y se oía
claro y sonoro el murmurar del río. De pronto, una bocana-
da de aire reseco y ardiente se coló en el patio, cambiando
de pronto el estado de la atmósfera, levantando una nube
de polvo, silbando en las cuerdas y fcndcdcros y haciendo
bailar las enaguas y calzones pendientes de ellos y que al-
bcaban a la luz del astro melancólico, una danza sacudida
\' í^rotesca.
Allá en el loixlo, en lo interior del cuarto mortuorio,
se \LÍa rígido, cubierto el rostro con un pañolico dj cenefa,
el cadá\er Je Cjiíaciaiupe, alumbrado por los cirios cuyas
llamas tirilalxm agitadas por el \ icnio, despidiendo fulgores
roji/os \' niedr<.)Sos.
' Si
V,
RAFAEL
DELGADO
IV
28
— í. cha te un fósforo.
El compañero de Gabriel hundió las manos en los bol-
sillos do su" ajustado pantalón, y tras largo buscar sacó un
palillo y le frotó en la pared, una, dos, tres, cinco veces,
hasta que al fin se incentiió la mixtura, produciendo inso-
portable hedor. Gabriel hizo un gesto de repugnancia.
— No tengo otros, herma-no. ;La patria no da para
n-^^sl — y presentó al mozo la flamígera astilla, encendiendo
en ella un cigarro de El Moro,
— Gomo te iba diciendo, — prosiguió Gabriel, escupiendo
la puni:a del cigarrillo, arrancada con los dientes, y apli-
cándole a la flama — como te iba diciendo, ya mi madre re-
cogió a la muchacha. Fl se lo cncM'^¿ó, por eso. Desde que
cKse casó se separaron; Guadalupe se enojó y ya no volvie-
ron a juntarse.
— Te pechaste, hern^ano, ahora sí estás en la arena. . .
j quién fuera tú! . . . '
— Ya irás a em.pe/ir con tus guasas. . .
— ¡Ja, ja, ja, ja! Xo, hermano; pero la verdá es que
va (luisicran otro;. . . La muchacha te quiere. . . es bonita,
0i i.
y lo que se siente es la ventaja!
— Puede que sí me quiera. Mi mamá n^e dijo que cui-
dado con las cosas; que > .i sabia yo quién era su padre,
y Gue bastante tenia la pobre con ser liuérfana*y con estar
como cejada.
— Sí, hermano: todo eso está en la razón, pero si ella
te quiere y tú a ella. Yo, la verdá, en Kigar de doña Pan-
cha te corría. Tú eres reata y taimado; te la echas de bueno,
y vas a hacer una de las que tu sabes. Acuérdate de la hija
de tío Marcos. . . que cuando estaba en el acomodo de fren-
29
/
*-'■
AND
R I A
LA CAL
te al taller, . . ¡Hasta el maestro te echó la grande!. . .
Acuérdate, hermano, y no te hagas jaula.
— ¡Palabra, palabra, que no fui yo!
— Pues, ¿quién fué?
— La cosa de allá salió. Para que veas, no me faltó opor-
tunidá; pero la verdá, yo no fui.
— Hora dirás que fué el viejo. . .
— Diceu que fué el muchacho. Aquel de' los bigotes
cn'.;omados . . .
— ¿Ese? ¡Qué! Si era muy pazguato. . .
— Pues esc; ya sabes que los catrines son los que se em-
parejan con las gatas. ¡La ropa, hermano, la ropa!
— ¡Y qué bonita estaba la indina!
Gran parte de los veladores, hombres y mujeres, dis-
traían los fastidios y tristezas del velorio con animados jue--
gos de estrado. Al jloróu, juego insulso y de menos, sucedió
el rorrc-cojicjü, que es de lo más pecaminoso. El de la hari-
na y el de la bala fueron interrumpidos graciosamente por
el snr que seguía soplando con intermitencia.
En otro grupo, el casero, viejo soldado del 47, contaba
lances de aparecidos e historias de espantos, conversación
obligada c indispensable en todos los velorios, con tales fra-
ses y aspavientos y tales rasgos de pavorosa fantasía que
luibiera puesto miedo en el alma del más animoso ente-
rrador.
A cada instante el aire iba siendo más reseco y pesado.
El viento caldeaba la atmósfera, hacía crugir las vigas y
mover las puertas, y a las veces como irritado y rabioso
contra la indiferencia de los tertulios, embestía con furia
y recorría las galerías, alzando una nube de polvo, barrien-
do los pisos V levantando en tarbcllino los pétalos de rosa,
las hojas de naranjo y los tallos de romero que formaban
la florida alfombra.
L)ona Pancha muy en-«b.)/ada en su rebozo coyolCy vino
en busca de los muchachos.
— ¿No quieren más café?
Ambos acudieron en pos de la quintañona. .^ |
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I
K A F
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E
T
1^
DELGADO
— Vava, tomen — lo- dijo, poniendo delante de los futu-
ros maestros de ebanistería sendas tazas de café, tamañas
que una banadera, y después de un plato de bizcochos, otro
de azúcar y una botcHa. Les annigos se portaron a las mil
maravillas con aquel repuesto. ^
— Ya no hay pan del otro. No se apliqtien al añejo,
que ^-amos a misa de alba, y tú, Gabriel, tienes que arre-
glar el entierro para las cuatro. Acuérdate que hay que
pedir un papel al médico.
— No tcnf-a usted cuidado, doña Panchita, que no le
entraremos recio al trago.
— Señora madre: ¿quién hace la caja? Es domingo. . .
y--
— Ustedes. La harán barata.
Los jóvenes convinieron en que ellos tomarían a su
cargo la obrav siempre que el maesfro, don Pepe Sierra, les
permitiera trabajar en el taller.
— ¿Y Carmen? — preguntó Gabriel.
— Está durmiendo en casa de Maicnita. La pobre vino y
se la llevó a cenar. Arreglamos que pasara allá la noche.
Como ahora está sola, porque don Juan se lué a Veracruz. . .
También arreglamos que iría a misa de cuatro.
— Pero. . . ¡cón-io! . . . — observó GabricL
— Sí, que vaya a rezar por la difunta. Ustedes como son
tan impiotes.
— No, pero ni gnnas tendrá.
— Pues que las busque, ¿no es verdá. Tacho? Van tam-
bién ias del 15. Voy a buscarlas.
— Están despiertas, señora madre. LLin. estado aplanan-
do toda la noche. . . ¡Como riañana tienen que entregar
la ropa!
— Pues entonces a Carmen.
• — L^éjela dorn.iir — dijo Tache; — estará desvelada.
— No', anoche durmió acá. ¿Verdá, Gabriel? ¿Quieren
más café? Si quieren allí está en el anafe. ¡No le entren al
aguardiente!
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L
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N D R I
X
Si\;uieron departiendo en í;rata conversación los dos
amigos y haciendo cálculos acerca del ataúd.
— Mañana hav baile.
— iQué baile?
— El de Pancho Solís.
— Eso es; no me acordaba. Ya me convido aver.
— ;Xo vas?
— Yo tengo mis ganas; pero con esto de la difunta. . .
— ¡Y qué te importa! ¡Vayaj Si tu mamá se opone,
a buena horita coges el zarape y te largas. El baile empieza
a las ocho; el entierro será a las cuatro. Va estar el baile
como bala. Van las Gómez, las hijas del cojo, la trigueñita
de La Jarduicvíi ...
— ¿Cuál?
— La hermana de Eernando Pérez.
— ¡Ahi ¿La meneadorcita aquella que" te habló ayer?
— ;Esa! Anímate, chico. Van las costeñitas, las mula-
tonas esas, primas de Camilo, Marcelina y la altota de por
la estación que anda con ella. ¡La mar!
L! \ lento había cesado. El hermoso cielo de la madru-
gada, puesta ya la luna, centelleaba con las últimas pom-
pas del invierno. Oíase el ladrido de perros lejanos y, de
tiempo en tiempo, el quiquiriquí agudo de un gallo joven
que desde los patios vecinos saludaba el próximo albor de
hermoso día.
rl reloj de la plaza dio la media, y la campana mayor
del templo parroquial comenzó a tocar el alba. A los ecos
solemnes del sagrado bronce iba despertando la naturaleza.
"Iodo se desperezaba al salir del sueño, y con rumor cre-
ciente la dormida ciudad tornaba a la vida. Presentíase el
inmediato advenimiento de la luz. La campana llamaba a
misa, }' se escuchaban ya, en la calle, los pasos y voces de
los n^idrugadores que apresurados iban caminito del templo.
Penoso y acongojado llorar vino a interrumpir la con-
^ersación de los carpinteros. Carmen, arrodillada, gemía y
sollozaba ante el cadáver de Guadalupe. A duras penas con-
K A V A E L
DELGADO
siguieron doña Pancha y las dtl 15 quitarla de allí, para
llevarla a misa.
Tras ellas, embozados en sus zarapes, iban Gabriel y
su amigo Anastasio Romero. Las vecinas se quedaron a re-
zar el último rosario.
A las cinco menos cuarto fué el entierro.
Gabriel y Tacho pusieron en la obra sus cinco senti-
dos. La caja era de pino y estaba pintada de negro y ador-
nada con tiras de papel dorado. Tenía sendas perillas de la-
tón en los ángulos superiores, y una en el centro de la tapa
que remataba en un penacho de plumas negras, apabulla-
das y cenicientas, desinteresadamente prestadas por don
Pepe Sierra, y descansaba en unas angarillas que a Gabriel
se le antojaron símbolo de la niveladora muerte, pues decía
a su compañero de taller, al colocar sobre ellas la urna:
— De veras, hermano, que para la muerte todititos so-
mos iguales. Mira: en estas andas han llevado a enterrar a
muchos ricos y a muchos pobres; unas cajas han sido lujo-
sas y adornadas;, otras, peores que ésta, de brocha gorda;
imas finas, forradas de merino y hasta de raso; otras, en
que el maestro echa leona, no más embarradas; unas para
viejas, otras para muchachas bonitas. . . ¡Cuántos han ido
en esta parihuela! Ea muerte a todos nos empareja.
El menestral en sus melancólicas filosofías se igualaba,
aunque en vilísima prosa de carpintero, al gran poeta clá-
sico, en aquello de la pallida mors . . .
En pos del fúnebre cortejo, vestidas de negro y sofo-
cadas y jadeantes, iban las vecinas, y tras ellas no pocos
hombres y muchos chicuelos inquietos y endiantrados, más
alegres y divertidos que si corrieran libres por el campo,
y con ellos el monaguillo, muy grave y serióte, con el jarro
de agua bendita y el consabido aspersorio de romero. Reno-
vó en el temólo la provisión del santo líquido y las dolien-
tes llenaron también botellas y jarros. Vn sacerdote rezó,
de prisa y entre dientes, Irs preces por los difuntos, bendijo
el cadáver, echó una cucharada de tierra sobre el féretro,
y el cortejo tomó camino del cementerio, buscando las
32
33
La Coiondria, 2
L A
y
V L
A
N
dría
^."c
Siw^'Jis, r.ira ninr,
cnanto era posible, c!e los
;iviUoi s-:l piii^MveiMÍ qvc se de^peJ.ía cspléiíJ.iJo
\' -irvMrMi^v) Jl v:ie ii cwv.x de Li niop.taña nróximí, coa to-
cio v' i Li-:eo tle i\v< ci'a el: iriLi\o c.^kíecldo por c! sur.
Sepultado el c.idaxe:-, el nx'*^u;o amperio ia íosa hasta
eap'^a
r.K)^ !'ia. tO'.M el
i.v> Johetfe^ amibas xaciaroii sobre ia tierra re-
^enJiei ciei i'enuesío.
\ '
M \ . . "
1 todos ;1 ¡j';-. (le Sao C^:'istv)L\il pe/: ios rci'ic-
/.;//; V r;.;- i'-e>ecs \' hermosos, para i^o/ar de aquelíi tar^l^
lü:v.ioo>a \ c'o'-;da. C harlaban las n^iiier^s, fuinabiu los
\rooe', \ lo-^ .hicos merodeaban por sinúvcs b..ldíos y
al ;e;rc. c.;re.K!(^s. c\\ husea de naraiij^'*^ tar>.iías, apedreanao
aeii! V alia a los croies tairieüev^s \' ladrado es ciue les csior-
babao el 'oaso v oiie huían r.ipidos al \erse ara:er.a7.ados.
Al JieeM^ al natío se ca;n\ ino en re/ar a ¡as ocho de hi
noche, \' r>or nue\e días, los acostumbrados rosarios. Ga-
briel \ fa.cho ^e despidieron en el zaí^uán, citándose para
e! Irnie de "^o'ís.
i 1 enair.orado de la luiérlana entró a hchcr, es decir, a
tomar <:yie\ conversó buen rato con la afligida dulcmca,
^ mientras s- reunían nara e! rezo }' doña Pancha echaba
su párrafo de conversación con Malenita, se \istió de gahí,
se caK> L-1 gal'aneaJo sonibrero de felpa, tercióse el jorou [gui-
llo multicolor, y alegre )' campante, ¡zas! ... se Largó al
baile.
iba pensativo. Sentíase enfermo y no gozaba de la ac-
tÍNÍdad placentera y feliz del hombre sano, en él nunca
debilitada y siempre vigorosa. Ya ftiera por consecuencia
del trasnoche, ya por el cansancio del trabajo festinado,
ello es que nuestro pobre Gabriel estaba triste. — He visto
tantas tristezas desde ayer, — se dijo — que por eso estoy asi.
¡Xo ha\ que hacer caso. . . Una copa y. • listo!
Sencilh) de sentimientos, inexperto en punto a juveniles
amoríos, no acertaba a darse cuenta de lo que le pasaba y
sentía. Ignoraba la causa de la dulce melancolía que le
embargaba el ánimo. El anaor había entrado ya en aquel
corazón que ni desengaños ni vicios habían debilitado to-
34
RAF A E
r
1^
DELGADO
davía Y que se abría como una flor campestre rd blando
cefirillo de la ternura.
La suerte le había puesto en el camino de li huérfana,
que joven, bella, hacendosa, parecía como creada de propó-
sito para él; pero una sombra empañaba los risueños proyec-
tos de felicidad futura. — Por qué — se decía — por qué es
hija de un rico? Si L) fuera de un artesano, como, por ejem-
plo, de don Per-e Sierra, para quien mi honradez y mi tra-
bajo valieran al;^o. no estaría yo tan inquieto y triste. Esc
señor Ortiz no ha de querernie, estoy cierto de ello. Pen-
sando en esto entró a la casa de Solis, donde su amigo
Tacho le aguardaba.
— Qué hacías! — Ya llevamos dos piezas. Xo han lle-
gado todavía Lis costeñas. . . Ya me le apersoné a la hija
del cojo, que es la mejor pareja de la sala, y. . . ¡me parte
que es un gu:.to! ¡Qué bien baila!. . . Pero. . ¿qué tie-
nes
Te veo cara de pichón espantado. . .
.a V
.rdá
cstov asi
como m
alo
— Lo oue tu lienes me lo sé yo . . . ¡Es por Carmen! . .
— Xo, pero, w vls, apenas hoy enterramos a Guadalupe
V va ando en bailes. . . Me parece que ésto no está bueno.
Aíe an-eoiento cié liaber venido.
— No; lo que jMsa es que temes que el tata. . . No le
alces pe?o, her'V'ano, ;que no es para tanto!
— :A Dios!
— \'en y t ' mate una copa. No te apures. . . iQu^¿ pien-
sas hacer?
— Vo me enil.aido con ella; pero si ese señor la recoge,
me ha -á menos. . . .U fin es hija de quien es.
— ¡Y eso que!
— Con otra, \x sabría a qué atenerme; pero tratándose
de Ca'mcn la co-^a es di^ílnta.
— ¡Toma, ton a la copa, que van a tocar un \aLs!
Tacho puso ante Cjabriel un vasíto de cognac que el
entristecido muci^ach.o apuró de un soibo.
■ — ¡Puf! l'aaece contrahecho. . .
¡A
Dios con el lino! ¡Desde que vas a cn^.pa rentar
35
.»
A
CALA
N
D
i\.
A
con ricos, \m nada te gusta. Acuérdate de lo que ahora te
digo; esc señor no le vuelve a hacer c.iso. ¡Mejor para tí!
— jQuun sabe!
T .1 j-nusica anunció un v:í1s arrehaiador. I.os dos amibos
entraron a la sala. Romero iba diciendo para sí: — ;L,)e que
los hay, los hay! . . ¡el caso es dar con ellos!
56
«
RAFAEL
DELGADO
V
No [o había previsto, y el caso urgía. I.a casa era
r.ur- chica: dos piezas del tamaño de una nuez, donde ape-
nas cabían Ciabriel, doña l^ancha y la maritornes, una ii^.dia
tuerta que hacía las compras y lavaba cazuelas y pu-
che¡"os.
La buena señora no sabía qué hacer. El cuarto que daba
hacia la Callr, sala y alcoba al mismo tiempo, era de Gabriel;
en el otro dormían las dos mujeres.
La Ultima nocl^^ se la compusieron ]?*ios sabe cómo;
m.as en lo de adelante no podía ser así. Gabriel no había
de dormir rodos los dias en casa ajena, }/ por nada de esta
y'iód dejaría su cam.ita amarilla que él mismo se había he-
cho, tan alegre, tan bonita, con sus almohadas altas, suaves,
con sus fundas tejidas de gancho, su cobertor colorado y
su blanco mosquitero de linón. Nadie había de acostarse e:i
ella. ¡Guidadito! Ni la misma doña Pancha. ¡Con aquel
gemecito! Bueno se puso aquel día que Malenita, de cuer-
nos con c! licenciado, abrumada de pena y rabiando de Lis
muelas, descansó en ella un rato! Sólo tratándose de Car-
men no decía esta boca es mía. Cuántas veces la muchacha
des^^elada, había dormido por Lirgas horas en el cómodo
lecho del ebanista, y Gabriel llegaba, se conmovía al verla,
v temeroso de turbar su sueño entraba de puntillas, con-
teniendo ei aliento, a dejar la blusa y en busca del zarape.
Pero todo esto no le gustaba a doña Pancha. — Esto me
huele ma!; — decía la vieja — tan malmodiento y secóte con
todos, con Carmen parece de dulce. ¿Sí?. . . Entre santa
y santo pared de cal y canto. . .
En fin, ya no era hora. La huérfana, — como el mozo
se lo esperaba — ocupó la camita, y Gabrret, al tornar del
37
I. A
A L
/
{
N D R 1 A
baiie, durmió muv contento a los pies del armario, cerca
Jl! hogar, soportando pacientemente el hedor Je ajos y ce-
bollas que despedía la tabla del recaucio y oyendo el subir
y bajar de los ratones que se paseaban a sus anchas por entre
la^ tazas y los platos.
Al día siguiente tomó en arrendamiento el cuarto con-
iíl;uo, y sin acordarse más de la camita, que la luiertana
no agept') sin resistencia, compró .un catre nuevo y se ins-
laK) en la habitación. Como no^era conveniente que Car-
lU'jn si-uiera usar.üo las ropas de cama que hablan servido
^ la enferma, Gabriel cedió todo el avío.
Doña Pancha, aunque no libre de temores, estaba con-
tenta, se mostraba satisfecha, y Carmen la pasaba bien.
Coiando, por la noche, el mozo volvía del taller, se for-
n^.aba en torna) de la mesa una agradable tCi-iulia. Tacho
solía formar parte de ella, y allí se con\ ersaba que era
R y\ r
^ I
7: ■ • L
D E L G A D O
Lilia gloria.
1.a huer^.^iía se mostraba muy agradecida con doña
ranclia, \' irt; p')Co alivio fue para la quintañona que Car-
men \iniera en su ayuda. Sieinpre estaba h>ta p.\r.\ lavar,
^.)^\n.\v \ ai-reglar la casa; para ser\ ir al mancebo por demás
oMciosa. la-a ¡usio: Gabriel se portaba co.n eíia a las mil
i,:a:-a\ illas. \\ que camisas se ponía, \'irg.n Sa:ita! ;Ni la
i'as.na niew de blancas y nítidasl \\\\y:^ si iba guapo el
ebanista! S )bie que (Carmen atendía a tO'Jo: botones c?/i'
clo^, deUrioi'O) i 'lesperado^, man.cíias, desco^.Uuaa^. El sa-
b.ido V'OV 1 1 ¡iociie, cuando el mo/.o iba a aC')>ta:'>;\ se en-
cana aba lodo n-u\' arreaiadiií) v muy bien pue -^j. Ia\ una
canasia, iapa'..ía ^on un pañue'o, la Vop.i in.t.ri^\ ra camisa
co!i lo', eemeio-. \'a trabados, \ prendida al cu^.>y^ !a corbata
l,!C:0^.i \- eiiSboiía. 1 n la silla, el coia-ecto paa:i.v'^M"i flor de
roi'X/o, e! v.o.:!vev) blanco \' la chaquetilla gaUií. loi el
cia\v), el s.íirbrero de gala, el lujoso sombrero ue felpa gris
con ealoaes de nbua, t:^-Lie^a lv);ui¡ila y monoL; "a-nas, ya
i:Ki\- pein.ido y cuco. ¡Que maneCitas aqt:eil.\s lan hábiles
'-■ -^ hacer en \\ felpa la-, lieuras nías capnehosjs \' elei;an-
i.^\ Oaa, íajás dcci ecientes, ;vua\LS y períecLa-, q.ic bubíaa
5^
en vdomónicis ceñirás !i^cia lo alto de la copa; ora, sobre
el fondo aH ;oJ -, atrevidos tooi-.'S que parecían motas aoa-
bulhidas va círctdos paralelos que iban ciñendo el pi.'ón
de mayor a menor; ya, en fin, linea^ quebradas que imita-
ban compileauas ram.w'onrs, o, lo que era más gallardo,
lioji^s de P.ünxr.i. Al pie de la cama los bocines amarillos,
de sue^a ^ie!:Mcbi ^; a^'.uzada punteía, limpios, aceitados, co-
mo diciendo a ^u dueño: — ¡Amigo mío: a caarmir tem-
praao, oue nr.ñana es domingo y hay que subir y bajar,
todo el ella, ^- «r jas c^Hes cwc Dios bendiga!
Guardo a la ui:a llegaba el mozo, ya estaba servida
b mc-ia: sob-e el Lbinco mantel, el pan francés de incitante,
dorada v e^roniada corteza; la botella del pulqiie, convidan-
do a) sediear >: las tortillas envueltas en la servlÜeta flecada
cue tra-L'da'a toda; los p'atos de azulados paisajes, con-io
ini csnc]0. V i: arroz blanco con plátanos fritos,, que parecía
un velíon con manchas leonadas. ¡Y qué bien se comía!
•Qué buen apeibo tiene el hombre trabajador ctiando al
volver a c.^.a se encuentra todo en regla, y hay en la mesa
dos oíos neero. que le miran cariñosos y amantes!
' Sin embar-o, Carmen iiO recobraba aún su canora ale-
gri.i. La Calandria seguía muda. El cierzo del dolor la
tenía mustia. Poco a poco iban volviendo a sus labios las
carciones v los trinos. Primero gorjeos que se le escapaban
involuntariamente; Itiego vibrantes notas que espiraban al
nacer, y mas tarde toda una melodía lánguida y plañidera
que terminaba con una cadencia lúgubre.
Gabriel gustaba de oírla cantar, pero no se atrevía a
pecirle qu.e Viejara escuchar su hermosa voz, temeroso de
profanar el doliente silencio de la joven. ¡Y qué voz! Si
hemos de creer lo que decía Enrique l^ópcz, era de lo que
ha)^ poco. 1 T
La guitarra, muy adornada con su ramo de camelias
de trapo v su gran lazo de cintas tricolores, dormía boca
abajo en las siflas de la salita, sin esperanza de gozar, en
mucho tientpo, de un rato de jolgorio. Gabriel pensaba al
verla: ¡Lástima! ¡Se está ensordeciendo!
39
y
\ámmmmmmmm
^
L A
CALAN
dría
Un día de ñoco trabajo para las vecinas, doña Pancha
andaba de calle, y Carmen, sc>la en el lavadero, jabonaba
algunas prendas. El hermoso cielo de las mañanas estivales,
profundamente azul, sembrado allá por el Oriente de ma-
jestuosos cúmulos, comunicaba a las almas esa inefable
alegría que tiene todo lo inmenso y luminoso. La tarea to-
caba a su termino y Carmen enjuagaba la última pieza.
Algo sentía dentro del pecho, indefinible y grato, algo en
que iban mezcladas tristeza y alegría, como lo que experi-
mcn'tan las almas soñadoras ante las pompas del crepúsculo
vcspertnio, cuando la tarde junta, por singular manera, a
L.s tintas violadas que anuncian la proximidad de la noche
ci ígneo fulgurar de la aurora en los mares: amor, dulce
amor. Y pensaba en Gabriel: — ;Dónde estará?, ;lin el ta-
ller? No; ese picaro no pierde la costumbre de hacer san
lunes. ¿Con quién andará?. . . ¡ Y es muy guapo vaya
que !o es! . . . ¡y buen muchacho . lo que es buen mucha-
cho, trabajador, honradote, franco, como ninguno! Mamá
dice. decía, — aquí la huérfana, al corregir su pensamien-
to, suspiró con pena — decía que si todos fueran como él . . .
Gabriel !a amaba, sin duda; bien clarito se lo decían
aquellas miradas mortecinas, insistentes, apasionadas; aquel
afán de agradarla, aquel empeño en mimarla. Pero ¿por qué
no hablaba, por qué no se lo decía, así qucditOj sin que na-
die lo overa?
La huérfana levantó al cielo los ojos, y al hundir sus
miradas en las profundidades del éter, respiró como que-
riendo beber las olas de aquel piélago cerúleo. Alegre, como
\\ alondra que -descubre desde los trigales el primer albor del
alba, principió a cantar bajito, tan bajito que casi ni ella
misma se oía.
En esto entró Gabriel, de pris:i, sin reparar en la joven.
I sia íe iba sis^uiendo con la mirada a lo largo del corredor.
Li ebanista liegí) a la puerta, hallóla cerrada y, con los
nuJiüos, dio en ella dos golpes sonoros, tan, tan, a los cuales
ijspoiidio la huérfana cantando en alta y apasionada voz:
40
RAFAEL
DELGADO
¡Tan! ¡Tan! Niña, a tu puerta
llamando Avior está. . .
Al oír el inesperado canto Gabriel se estremeció, pero
al punto dominó su emoción.
jAh! ¡Conque aquí está la cantadorcita! — Y se acer-
có al lavadero, agachándose para pasar bajo los temiederos,
que se rendían al peso de las ropas empapadas.
jCuidadito con hacer una diablura! ¡Cuidado con esc
mantel! iQyxé horas son estas de venir a la casa? Doña
Panchita fué a recoger la ropa de las Robles, y, por lo vis-
to, mi don Gabriel hace san lunes. jBueno, bueno! . avi-
saré a la señora.
—Hoy nadie trabaja. Hasta don Pepe, con todo y ser
el maestro, se pasa el día platicando con su vecino el mi-
litar.
|Y eso que, Gabriel! Yo quiero que sea usted mas
trabajador. ¡Para vagamundear: el domingo!
Asi se hará. Tiene usted mucha razón; pero en lunes,
ni las gallinas ponen.
Sí que ponen, y las lavanderas lavan. Aquí estoy yo:
así me he pasado toda la mañana.
Carmen, que -ni por un momento habla dejado el tra-
bajo, exprimía, al decir esto, un lienzo hecho un rollo,
torciéndole y retorciéndole con todas sus fuerzas. El agua
escurrió primero a chorros, luego en delgados hilos y lím-
pidas gotas, hasta que por fin el lienzo quedó enjuto. La
huérfana hacía esta operación inclinándose hacia adelante,
con la falda recogida en plegones para no mojarse enaguas
y pies, luciendo desnudos los brazos, torneados y cubiertos
de finísimo vello.
-Lavan, sí — replicó el mozo— y cantan que es un
regalo!. . . ¡Cantan que es una gloria! ¡Tan! ¡Tan! Niña a
tu puerta. . . — e interrumpiendo la copla y riendo, agregó:
Esta noche, señorita cantadora, me cantará usted.
Ya la guitarra está pidiendo que le hagan cosquillas. El
41
/. /\
C A L A
N
D K I
/
1
otrn cí.i, :■.] cn'.r.ir, ]•: oí clccir (Uicduo,
cantar:
;;]Uicro cantar!
WAW c lleca to: ¡qiuc-
\' ho>' caiirai".^' tendré-
n-o^ nniM-^: nr. qnc d.w^c ;;usu). Klla en pa-v) cantará
a.uc.L-ilo de !as \'^Í')iiJr/!¡cis y /í/a lUdJ. ¡'cscl í as t]ue na) \ol\erán.
— Xo c.c-iará, Cjabriel; no cantará porqae no tiene
— Se enc-ji'cara.
(.'anncii si^cr^áa a¡ \a,!"eme¡ita, ^■ Cnibnel cia"\aba en ella
i:na n^irada lani-uida \' amorosa. Notólo eiia \ ;X"ira e\ atarlo
d!j.;, ie\ an.ianiio al cielo sus hermosos )' ras¿;a^L-o Oj:as:
— ¡Qii'-' cielo lan a/iil!
— ¡Muv lindo! — contestó el mancebo, sin saber lo que
(!ecía. — Cantará tisted, ¿no es verdad? Lsta noche, después
ú: la cena, cnando Tacho x^^r^fX-: No, no quiero que venida.
!.e diré esta tirdie que no e.^arcn-ios aquí. , . No cjuiero que
oi^an a usted, ni Tacho, ni nadie; solo yo . . . ¿no es cierto?
— ¡A Dios! Y ¿por que?
— ¡\'amos. . . porque no n^íe agrada que otro la vea a
t!^ted; ni que dii;an que es usted bonita. . . \\\\\\\ ¡no me
"usta! . :\'o sov asi, como celoso! . . .
— ;Celo
)SO
— No; celoso no. ¿De qué? ¿íía dicho usted ali;una vez
que me quiere? ¿Se lo he dicho yo? ¡La verda es que yo la
c]uiero a usted nuicho, pero mucho, mucho. . . y tampoco
se lo he dicho hasta ahora!
Carmen callaba encendida, trémula. Cabriel también
temblaba. Ella no alzaba los ojos, y él no ¡rubiera podido
resistir una mirada de aquellas pupilas negras como la no-
che, que centelleaban bajo la sombra de rizada pestaña.
— Hasta hov, — continuó Cabriel — hasta hov nunca le
dije nada. . , Con los ojos sí. ¿No lo había usted compren-
dido?
— ¿Yo! . no no . . . más
Cabriel. . Pero, vávasc, vayase,
ranchita no tardará en \olver. . .
no^ está mirando desde allá.
Cabriel se íue paso a paso.
bien sí . . . } \'o también
. . Nos \.\n a oír. Doña
\Ya usted oue Malenita
i ^...
42
K A
r
1..
L
D E L G /. D O
\o
'.'Je usted las cuei'Jas! Si nó, no habrá canto
4'st.i nov^he Romanas, ¿eh?
Lna Jc.::"ia jamás sentida llenaba el alma del mucíia-
cl^.o; e! cpsa/i'.i se le salía del peclio. Le daban ganas de
moi'ir.
[d<.':^'> ti .v^uáiT, y dirigiendo al cielo tma nairada va-
gameaie (.'iJce, exclamo: ¡Que cielo tan azul!
Adicr::. . i a raiéiiana se>.v-ii^^ cantando:
. . . ; V/;;í/, a í n ¡uicrfd,
¡liínnniilo Aiut^v cs/íÜ . .
3
«*4H
A
C
A L
/i
iV D
R
I A
RAFAEL
D E I G A D O
VI
PERDONEMOS al pobre muchncho sus vanlJosos alar-
des. I, a joven le trataba con afecto y cariño fraternales,
pero, a decir verdad, nunca liabia dado motivo para que '
Oabriel dijera que se cntniJiaii. El ebanista estaba temeroso
de que otro pretendiera conquistar el corazón de la huen'fa-
p.a; sabía que Tacho era un pillo muy largo, y juzgó del
caso hacer constar que el pajarito tenía dueño.
Gabriel qvx vanidoso. Vanidades pueriles eran las suyas,
pero al fin vanidades. Se creía i;uapo, simpático, elegante;
preiendía ser muy hábil en su oiicio, y se preciaba de con-
sumado jmete.
C^uanto a !o primero, puede decirse que no andaba el
mozo lejos de lo cierto. Se comparaba con sus amigos y
compañeros y por fuerza tenía que creerlo así. Estos, ce-
losülos y hasta envidiosos, no podían negar la superioridad
del muchacho y le otorgaban sin escrúpulos la palma de la
i;'!i{x^za obreril.
Cierta ocasicni, pasando ante la ventana de unas seño-
r":ia<, muy afamadas por su riqueza, hermosura y elegancia,
(>\v> que unas po'litas, a cual más linda, se dijeron: ; Mírale,
tul ¡Mírale! ¡que apuesto que es! ¡qué bien vestido y qué
.-iroso! — Aquel elogio í.\v\q de tan alto venía, le n^areó; se
le iuc la cabe/.a oor los precipicios de la vanidad, v desde
eüionces pus j especial cuidado en vestirse bien; iii) tanto
en \o> días Je iiMbajo cuanto los doiningos, y días de iies-
\.\ en que iba siempre hecho un \ einticuatro, y pocos de
i, '• de su clise alcanzaban a Í!;ualar!e en lo majo v estre-
i\uior. Sus aniHjTOs solían decirle: — ¡Gabriel: te cchas en-
.->
cima cu.mto imanas
■v asi era,
(justaba de situarse en las esqumas, no sólo pira lucir
sLis trajes doniingueros, sino para gozar de un placer casi
44
inían^i!. Cuando pasaba por allí una señorita guapa v em-
perifollada, el mancebo descendía de la acera y saludaba
corree tísimamente. ¡Qué brillo el de aquellos ojos, si el
aristocrático pimpollo correspondía al saludo con una son-
risa y una palabra de agradecimiento!
De tiempo en tiempo, el día que estaba más j^.cui/aJo,
se daba una pasadita por las ventanas aquellas de las suso-
dichas admiradoras, para darles i^olpc, ¡Simpleza más gran-
de! Ellas, a las veces, paraban atención en el mancebo y se
dejaban decir, entre dientes, im piropo. El mozo, más an-
cho que un pavo se volvía todo oídos para recoger la frase
halagadora; pero de ordinario no se fijaban en él.
Una de tantas ocasiones, al verle, se rieron con mucha
malicia. De fijo que aquello era una burla. Esto le pudo
mucho, y, murmurando una insolencia, humillado, colérico,
siguió adelante, resuelto a no volver a pasar por aquella
casa. Este lance le curó un poco de sus achaques de vani-
dad, y desde aquella tarde se declaró enemigo de mujeres
ricas y emperejiladas, por bonitas que fuesen: — ¡Caritas!
¡Esas catrinas no sirven para nada! ¡Más orguUosas y más
groseras! ^ •
E^n cuanto a sus habilidades de ebanista, don Pene Sie-
rra estaba mtiy satisfecho de su oficial. Ya le fiaba trabajos
difíciles; tocadores tallados, camas suntuosas, monumen-
tales j'operos. Gabriel lo hacía todo sin que nadie pudiera
poner pero a lo auc salía d.e sus manos. Nada de ojear ca-
tálogos extranjeros para loiiiav idea; no, señor; nada de eso.
El mismo maestro se quedaba turulato cuando el muchacho
se acercaba con un dibujo en la mano, diciendo: — Señor
maesti'o, vea usted; \'oy a nonerle al tocador esto, lo otro
y lo de más allá; aquí, estos grifos; en la cornisa, un bocc-
lito d'.' dos pulgadas; en el copete, estas hojas . . ¿le pa-
rece a usted bien? — ¡Bueno, bueno! — contestaba el maes-
tro, reprimiendo un arranque de admiración.
Don Pepe cvix generoso. Una ^•ez, al dar término y re-
mate a tin elegante mueole, que el dueño pagó largamente,
(tan satisfecho \si ciuedo de la obra), el maestro decidió
4)
II* III p
RAF A
L
DELGADO
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•■i".'!' :", jir i 'vibilisiii-»;) c'o.inisn, v c¡.ír.cl:>ic v.i bil'otc o: a
L'iicuji*-i ^^osos, ¡e dijo: — Tu !o rrab/ i-:^>t(.\ tu lo i;a!iasie:
ti>:"!vi, ^-^o (. - tii\v): emplcalo bioti. (labri. ! po puso el con-
sejo cp. ^::o rolo y bc cc/jo cnciina oucvw pü; te de los cni-
c Lie i ; 1.1 d.P'o^.
l.K^'\ o-.nip.-iñcros le hroniealxin desppjs, ¡pxltAndoi? a
cop'S: — Cop\ idaia, iiein'^.mn; para es,> y \\\2^ te ;\lcrpzaa
los eipi'.Liepi 1 criillos del aj^arador. — ¡C^'iie! ;Si ya no me
OLieiJa p.i Pie.dio! — ;Pi!es i|ue hieiste coo í.oita plata .^ — Ale
di LPP.a r-UiVita c
\¿ barpiz — Sin einba::;!;, iue¿^o pagaba
el L^asto sni nie/auipdades ni taeañe; las.
dal^rie! no c\\\ lo oiie ^e üarna un ¡■/'u"rr,'. Si Piábase en
la '>i!ia con cierta naturalidad v i;enti!e/a, \' nada más. Pa-
ra maneiar el caballo '^\\\ u\\ co!e,i;ial. II v daba humos de
jinete Lxperi precipitado, '^' cuando ^e hablaba de rb.u'rco sal-
pinientab.i la copN'ersacion ccmi muchos terroipos dicl arte,
c]ue en boca su\a caían en !;rav ia }' hasta parecían darle
Cierta autoridad en la materia. — ;Prpas! ¡Puras papas' — de-
cía Pancl^o Soíis. — Pn l)uen aprieto se \\o acjuel día (jiie
fuínu)> a! iierradero, cuaruL) el torete lo acor^-ato contra la
puerta... p-ero eso si, el CL;enta cpue i .'>.'ci' y iuair.\aiic()
mejor ene roncí a no
ni los becerrv)sl "1' cuando se lo
cncop traba, echándole el bra/o, le decía: — ¡Ahora, Pon-
ciipo! ;(iu .-.p.do te \as para Pspaña? — Prunto, hermano: —
contentaba dabriel — tú serás mí Oropesa: Tacho, mí Celso,
}' \a \ eras Ci)mo \eiiimos pintados en. / ./ ÍJíI/j.
r> dos le querían y se disputaban su aP'iMad. Seco y
áspero en su casa, tuera de e!la pecalxi de coimmicativo
\ amal'ie. Cuando estaba de buen humcr conversaba con
cic'Ta eracia \' donosura, \' no había poder hupp.ano que le
C()i"LPM !a iiebra. Kn el londo era irascible. Pocas veces se
atuíaba; ivas cuando l!ei;aba a montar en colera, era un
le'')n e\aM>erado: ciego por la ira no reparaba en nada y
nadie podía dietenerle. Víia tarde, en que no estaba para
bri)ma^, po-r u.na chanza, inoien'^i\'.i de por sí, pero naolesta
por lo rei^etiJa, se le subió la mostaza a las nances y arre-
meti ), iorn^^e-n en mano, contra uno de sus can.'iaradas que
-*
por n^álagro escarx') de sus fp-orcs. Gracias a que do:i Pepe
acudió a tioi^ipí), í-i no aquella tarde se hubiera cometido
en d taller de! nací' ico Sierra un dcHio que hubiera dado
quehacer a lo^ j^eriodiquitos \ocingleros de la ciudad, tan
afectos a escándalos gordos }' tan amigos de crónicas pa-
tibularias.
Til brom.ista fué despedido, v Gabriel amonesta, lo por
do'i Pepe, con una dureza muy extraña en el maestj'o, que
era persona de esas a quienes se les pasea el alma por el
cu;:rpo. El oficial so reoortó a tiempo, y ofreció ser en lo
de adelante menos ajrebatado y belicoso.
iHay en el primer amor un sentimiento de lúgubre tris-
teza. Acaso nroversea de que el enamorado, en medio del
éxtasis de la pasión coirespondida, presiente lo fugitivo de
su dicha, rauda como el paso de las estrellas errantes, y
acierta a comprender que, a poco, el cielo de su alegría
quedará velado y obscurecido por las brumas do la descon-
fianza y del dolor.
No a todos es dado explicarse el por qué de la fúnebre
tristeza que parece enlazar los arrobos del primer amor con
los postreros instantes de la vida. No parece sino qtie Li
muerte nos acaricia lisonjera cuando el amor suspende en
nuestros labios la expresión de los afectos, hace afluir la
sangre a nuestro pecho, y anubla nuestros ojos, con una
láírrima de felicidad. Quién acertará a declarar las ocultas
y misteriosas relaciones que hay entre el amor y la muerte?
Esta vela con n^iisteriosa sombra las alegrías de la pasión
correspondida, y prÓNÍmos a rendir el último suspiro, cuan-
do los pálidos solé? de la vejez nos recuerdan que estamos
cerca ele la tumba, las memorias del amor primero, tan pu-
ro, tan noble, y de ordinario malogrado, vienen como una
oleada de savia primaveral, a reanimar, aunque por breves
horas, nuestro aterido y desmayado corazón.
Este dulce sentimiento de tristeza dominaba a Gabriel,
después de haber oído de la huérfana la confesión ingenua
de su cariño; confesión hecha más bien con los ojos que
con la boca y nacida de lo más profundo del alma. Pero
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el ebanista no entendía, ni se daba cuenta de estas sutiles
filosofías; en su carácter y rudeza no cabían delicadezas
tales, y como si sacudiera de su alma aquel anhelo de morir,
entregó su mente a los sueños, su corazón a la esperanza,
V todo su espíritu a la inefable ventura de amar y ser
amado.
Y hubo canto aquella noche, sí que lo hubo, a la luz
de la luna, en el corredor, bajo el alero, al pie de un pilar,
cuando las vecinas se habían encerrado ya, y doña Pancha,
más afecta a la plática y al chachareo que a m.elancólicas
enamoradas trovas, tejía con chismes y cuentos de, todo gé-
nero la trama de una conversación por extremo interesante
con la señora portera y su esposo el viejo miUtar.
El plañidero instrumento, con su nueva encordadura,
sonaba que parecía una orquesta. En manos de la huérfana,
muy tañedora, reía y se querellaba: ora prorrumpía en vi-
vísimo all oro^ ora discreto y tímido murmuraba amorosas
frases y lloraba y gemía. ■
Al pie de un pilar, en el ancho espacio iluminado por el
satélite, cuyos rayos dibujaban sobre los ladrillos del piso
la ondulada linea del alero, extendió el mozo un petate
fino y nuevo, y colocó contra la columna una sillita tosca.
En ella tomó asiento la huérfana, y a sus pies quedó el man-
cebo, fijes los ojos en la beldad cantora. El grupo era bello.
¡Cómo no recordar al verle los dibujos de las novelas ro-
mánticas, en que de rodillas sobre muelle almohadón fran-
jado de oro, pajecillo gentil dice -ardientes amores a una
castellana soñadora, entre cuyas manos vibra con trémulo
canto la qucjumibrosa mandolina!
Tras los acordes del preludio, tras el rasgueo nervioso,
al son de uno de esos acompañamientos populares, desati-
nados c mcorrectos, en que los bordones hacen el gasto, y
que provocan la risa de los músicos sabihondos y de verdad,
pero en los cuales palpita la vida con todas las ternezas
amorosas v con todos los arrebatos de la pasión, entonó la
joven, en sol mcíwr, una rima de Bécquer, lánguida como
las brisas de los cármenes sevillanos, con una melodía im-
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mmm
B. A F A E L
DELGADO
portuna, si se quiere m.onstruosa, vamos, un pecado ma-
yúsculo contra los cánones del arte, que pretendía inter-
pretar a maravilla las divinas estrofas del poeta.
Gabriel callaba embelesado, y mientras tornaban al bal-
cón las fieles avecillas y se abrían las madreselvas escalando
las tapias, aquellas dos almas jóvenes y amantes se confun-
dían en una sola, como dos llamas de una misma fogata,
como dos notas de una misma lira.
Atraídas por la música, las vecinas fueron abriendo sus
puertas y acercándose a escuchar la canción que entonces
andaba en boga, la hermosa canción de las golondrinas, que
las muchachas del patio se sabian.de memoria, y que Male-
nita guardaba ííe letra de imprenta, pues el licenciado, a
ruegos de su amiga, la había puesto en El Radical, Magda-
lena tenía sus puntas de letrada y sabidilla, y sus ribetes
de librepensadora y profesfanta,
— ¡Qué imprudentes y qué curiosas! — pensaba Gabriel.
— ¡Que oiga desde su puerta cada cual, y no venga a ser-
vir de estorbo! ¡Vaya con las moscas!
De las golondrinas pasó Carmen a otros cantares. A pe-
tición de Malenita: cosas de Marina y las coplas del Boc-
caccio; para contentar a las del 1 5 : la jota de los ratas,
la mazurca de los marincritos y el vais del Caballero de
Grac/a, el hermoso vals del Caballero de Gracia,
Cuando Carmen callaba y reinaba en el concurso el
silencio del aplauso, oíase a los pájaros de doña Pancha,
que en sendas jauhtas asistían al concierto, aletear y gorjear
en lo más obscuro del corredor.
El portero, dando al olvido sus bilis y su reuma, muy
erguido y sentencioso, con una mano en la espalda, man-
cando el extinto tabaco y escupiendo tinta, escuchó a la
cantora y celebró su habilidad con el ¡caray! más entu-
siástico de su adm.iración. También quiso oír sus canciones
favoritas: la Lola y el No me mires por Dios ie lo pido. .
pero la huérfana no sabía de esos vejestorios.
Gabriel se daba a los setecientos mil diablos coronados
y no dejaba de repetir para su zarape: — ¡Gente más m.os-
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NHirMi
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^1. nriiv.i 1.1 he \1<Vj\ ¿Qiw^n !cs hd cliJo \'^.:\ en el ci-
])i^^:ustJJo V nioliiao miinifostó ruJ^nicntc sus cnoíos,
^' con tres palabras, bruscas }' redondas, cIjo ternnno al
eoHv. icrio:
Las \ccip.as se retiraron coin rariac; .is y nrurn'urando:
— ;Quij me dice u'^ted de l.i Ci>lj;i'J]:iU iVnií.i?
— \\\, WA ahn.]! ;i usted que r.ie dice cei cdíiiudvio^
liijita? :A\'udcnie usted a seniir!
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R A r A L L
DELGADO
Víí
hNTRh !us adn^iradores de la cantadora estaba el mo-
navrui io Jr: ^.i.^ra Marta.
A ii;,(liro '..i\i un inuclinclio de trece años, listo, precoz,
malicio<^o, rra\icso. Procedía de una honrada y antigua ía-
miha de arrev-:i:\s, un tiempo muy acreditados por su hcí-
biüda.l en el arte de San Crispín y sobre todo por lo pun-
tuales y exactos en el cumplimiento de sus compromisos,
cualidad rarísima entonces y justamente merecedora de los
favores del publico. Todos los Jiménez eran cristianos a
carta cabai.
Los capric':0^ de la ^'ortuna y los progresos mercantiles
dieron ai tia-te con su f.mia y les quitaron la parroquia;
pero ni estas J¡e\-;racias, ni i as ideas y usos modernos fueron
parte a debihrar en ellos la fe vivísima y la }7Íed;^d ardiente,
caracrerisrica^ Je su antiguo linaje, y, como sus padres y
abuelos, sei:'-n-ni alistados entre Terceros y Scriifus y afilia-
dos a la iiermanJad de la Vchi Pcrpcfud.
Dos ^-.ncr.K iones de Jiménez vieron como cosa propia
la m.a\ordoir.i.- dtl Señor de las l^res Caldas, lo mismo an-
tes que dcsy^'iu-. de la desamortización de los bienes de las
maru)> n^uertv. Cuando a otras, harto vivas, pasaron las
casas que un .r/itiguo cosechero de tabacos legó /// extreni/s
para el culr-) de la venerada imagen, y la ley anuló las
expre^as v terina nan tes \oluntades del testador, don Jesús
Jiménez, el ri^Kstro don. Chucho, comiO entonces le llama-
ban, abuelo ninterno de Angelito, no se dio por vencido y
decíalo qu- -.o le arredraban las penurias de la mayordomía,
V que mrenr'as hubiera quien de su mano se calzara y no
se acharan cii el mundo las pieles y la suela, no faltarían
a la imagen -u lampara diaria, su función clásica el tercer
viernes de Cuaresma y su procesión lucida y solemne el
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y"
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fv
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Martes Santo. Y lo cumplió. A 1 uerza de cconomíiis y pr!-
\\-icione.s los cultos lueroii mejores y más brillantes que en
otrh tiempo. ¡Qué altar y qué adornos! ¡Qué túnicas bor-
dadas y ricas estrenó el Nazareno! ¡Qué fiuicioncs aquellas,
tan bien dispuestas, las que hizo el maestro Chucho! ; Y qué
\).\so aquel del Martes Santo! Con legítimo y fundado
orgullo solía referir el monaguillo las glorias de aquella
procesión, cu)as magniíicencias memorables habían llegado
hasta él, con otros muchos sucesos conservados por la tra-
dición doméstica. Aquella procesión sobrepasaba a las de
otras mayordomías, y sólo era interior, y eso no siempre,
a la que salía el Viernes del templo de Santa Marta, cos-
teada por un caballero muy renombrado y opulento. En la
procesión de los Jiménez no faltaban los gremios, con sus
ángeles de largos mantos y ancha y csponjadísima veste, a
los cuales servían de caudatarios niñas y niños; las unas de
palo frías y envueltas en largos \'elos de gasa, y ios otros de
frailecitos, muy rapados y orondos, ostentando el hábito
de todas las órdenes monásticas habidas y por haber en
ambos mundos.
Aquello sí que era bueno: tras los acólitos que llevaban
la cruz alta v los ciriales, iba el mayordomo con el estan-
darte de la cofradía, y en seguida, entre dos hileras de in-
vitados, los ángeles anónimos, de ahuecados toneletes cua-
jados de aljóíar, piedras y lentejuelas, luciendo penígeros
turbantes \^ alas salpicadas de moñitos de mil colores. Des-
pués los Arcángeles: San Miguel, con su bastón de Juez
de lo Civil; San Gabriel, con su ramo de azucenas, y San
Rafael, que sobre la rica veste endosaba la esclavina del pe-
regrino, exhibiendo un pescado sonante como una sarta de
cascabeles. Las caudatarios marchaban en formación pro-
miscua, pal()',}Í!:as y frailes. Las unas, con veíos de tul y
coronas de rosas; los otros, luciendo el hábito azul d:l fran-
ciscano o \\ capa blanca de San Juan de la Cruz, el traje
mixto del dominico o el sayal pardo de los nu^nores. Estos
con ramiíletes, a(|uelios con [Mcheles llenos de agua de olor;
las [y.iiojuds cow lindos caiKistilios de flores deshojadas, y
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al fin, rodeado de las mu ¡eres más bellas de los gremios, el
Señor de las Tres Caí Jas y en el cual los espectadores fija-
ban las miradas con mayor interés.
Media ciudad, podía dar testimonio de la magnificencia
de aquella procesión.
Las andas en que estaba colocada la imagen pesaban tan-
to, que apenas podían con ellas doce cargadores. Eran de
cedro, magistralmente talladas. Ocho columnitas doradas,
de graciosa esbeltez, sostenían un palio purpúreo, en cuyas
orlas brillaban primorosamente bordados los instrumentos
de la Pasión. A cada lado, cuatro grandes faroles de hoja-
lata, coronados con garzotas de vidrio, azules, amarillas,
rojas y blancas, dentro de los cuales ardían, por lo menos,
seis codales de cera purísima.
La peana dorada, simulando una nube, atraía todas las
miradas: parecía un gigantesco merengue de circunvolucio-
nes caprichosas, suaves y gallardas. En torno de ella, los
Jiménez, con mano cuidadosa, colocaban grandes, antiguos
y valiosos jarrones de porcelana, con primorosos ramilletes
de papel plateado, interpolados con guarda-brisas muy her-
mosas que daban al conjunto un aspecto maravilloso. De
esas gualda-brisas ya no hay, ni para remedio.
La estatua era obra de un afamado escultor guatemal-
teco, y con esto queda dicho todo. ¿Quién no tiene noticia
de los escultores centro-americanos que proveyeron de imá-
genes, por mucho tiempo, templos y monasterios de Nueva
España?
El Nazareno había sido representado de rodillas, ren-
dido al peso de la cruz; la una mano apoyada en un canto
crudelísmio, tinto en sangre, mientras con la otra sostenía
el madero afrentoso.
Dulce y dolorido el rr/tro; fisonomía resplandeciente
con los i uigores di \ i nos; ojos bañados en llanto de perdón;
mirada inefable y misericordiosa; mejillas pálidas, con la
palidez del moribundo; Iíjs ps;mnlos lastimados, hasta dejar
asomar Jrs lu'.esos, y los labios secos por la sed y el dolor.
El art'sta economizó en la imagen sangre y cardenales e
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N
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E. A F A E L
DELGADO
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\\\7o g.il.i CU el rostro do una expresión c\y.c rno/ía :i peni-
tencia y ¡legaba a h^ más íntimo del alma.
¡Isa-, sí que eran procesiones! jQué de gs-nte! jTodos los
írremios, todos los sacerdotes, much.as señoras ricas de sava
\ man::!!:!! :Y qué n"iLisicaÍ ¡Atiuéllas sí c^uc eran marchas
reln'io^as! Don CJ.mcho se r-reciaba de cue en sti naso no
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repetía' ■ los íilarmijnicos ni una pieza; el \\o lo permitía,
\' para eso, con tiempo, avenía ^oluntades, re^tab!ecía la
armonía siempre alterada enti'e los liijos del divino arte, y
les pagaba hasía las ^^anjs. Con tres n':eses de anticipación
p(Viía en manos del director el repertorio de la cofradía,
repertorio antiguo, es cierto, pero muy selecto y devoto,
(seis o siete marchas sagradas) aumentado, a instancias de
iH^' tromiMsta innovado'', con la de Yo^ic, oue no era m.uv
del gusto de! piadosísimo ma)ordomo, enemigo de no\ e-
dad.es \- reforma^. ,
A tuerza de oír en casa todas estas cosas, y\n<rclito se
las saoía al dedillo, y suspiraba por aquellos tiempos de
bendita ie )' tie religioso entusiasmo. Entonces sí que había
SeniaiKi Sania; ahora todo era tristeza )' matraqueo.
C>on qué gracia, ante un grupo de amiguitos boquiabier-
tos \ atcmitos, refería el monaguillo aquellas magnificencias
que eran otros tantos timbres de gloria para la familia Jinic-
nez, de la cual había venido a ser Am^elito el ultimo v más
o j
^■¡goro.o \ astago.
la madre del cliico, \iuda de un talabartero llamado en
\ ida i\^dro X^ízquez, )' después de niuerto /// [^iidrc o ni di-
fiiutn, según el caso, conser\aba fielmente la tradición reli-
giosa de la íamilia, }' tóelo su anhelo hubiera *^ido que Angeli-
to alcanzara a gozar de tiempos tan buenos como los que
a eMa le habían tocado, si más altas esperanzas no se abri-
gasjn en aquel corazón n^iaternal.
Siempre desearon los Jiménez que uno de !a famiilia
A istiera la sotana, pero el Señor no quiso concederles tanta
tacha. ;Qué gran á'\.\ para ellos, aquel en que un Jiménez
cantara su primera misa en el altar del Nazarenol
Algunos, qu.e por su buena cabeza hubieran podido lle-
gar a los litares, se vieron obligados a deiar la naveta y el
roq ticte p>,'r la ciíaira y el cerote; otro abandonó el cirial
por la espada y rntuió pelear.do a las órdenes de OsoUo:
y uno, en \ísperas de ser traNquilado por las episcopales
tijeras, en Puebla, y en pocos días, sucumbió victima de
horreiido cabarddlo.
En Angelito estaban curadas las mas risueñas esperan-
zas de la familia Jiménez, ya muy mermada y en finiquito,
y de más a más, pobre y casi miserable. Pero Nuestro Pa-
dre Jesús, remediaría todo, y entonces, el ahora solícito
monago sabiria el altar con planta trémula, para ofrecer
la hostia inmaculada.
El maestro de la Lscuela de ¡a Pnr/s/nni Concepción de
Islaría Saiifísinia, a cuyos cuidados y ciencia estaba con-
fiado el niño, para que de sus doctos y^ piadosos labios
aprendiera las primeras letras, en las horas que le dejaban
libres sus deberes eclesiásticos, se quejaba grandemente de
Angelito, y, reclamando por su impuntual asistencia a la es-
cuela, solía decir a la madre: — Doña Salom.c . . . el mu-
chacho no es tonto: en un santiamén se aprende la lección,
pero con tantas faltas no sacará buey de barranco.
La madre no se descorazonaba: volvía a la casa, ajus-
taba cuentas al chico, le daba una tunda, y le recordaba,
bañada en llanto, las virtudes de sus abuelos y su amor a la
Iglesia, y luego, a solas, pedía a Dios que le hiciera entrar
en santa ATreda y le inspirase vocación religiosa. Como el
padre Conzález distinguía al monago, manifestándole mu-
cho afecto, Salomé esperaba que, merced a la intervención
del vicario y a vueltas de pocos años, ingresara Angelito
al Seminario de la Diócesis para salir de allí hecho un pres-
bítero.
Ya se figuraba la excelente madre ver al hijo de sus
entrañas, vestida la sotana de seda de las grandes fiestas,
predicando en el pulpito de Santa Marta un sermón atibo-
rrado de latines y repleto de Santos Padres, o entonando
en el altar ciel amado Nazareno, un gloria iu excelsis a cu-
yos ecos j-etcmb!arían las bó vedáis y vidrios del sagrado
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mék.
A
A
A N D R I A
,
RAFAEL
DELGADO
recinto. En sus piadosas fantasías, la buena madre se de-
leitaba imaginándose los pormenores de la misa nueva, con
todas sus bellezas y ternuras, al fin de la cual, cantado el
Te Dcum, iría ella, con envidia de todas las madres, a arro-
dillarse delante del joven levita para besarle las palmas re-
cientemente ungidas. Pensando en esto se le llenaban los
ojos de lágrimas y la voz se le anudaba en la garganta.
Hasta llegaba a decidir, /// pcctorCy quienes serían los pa-
drinos del cantamisano; los seglares se entiende, porque el
padrinazgo eclesiástico correspondía, por derechos de grati-
tud y honor, al padre González, protector del flamante sa-
cerdote, y al limo, señor Obispo de la Diócesis.
Pero Angelito no llevaba trazas de asentar cabeza.
Cuando no tenía en la iglesia vísperas, misa o distribución,
en vez de ir a la escuela, como lo deseaba el celoso maestro,
íbase calle arriba, hacia ios ejidos próximos y a los cerros
cercanos, en busca de inayatcs, lindos y tornasolados co-
leópteros, si era tiempo de guayabas; a caza de nidos de
primaveras y verdmes, en marzo y abril; a cortar popotes
en noviembre; y en días calurosos a la presa de una fábrica,
para nadar y zambullirse alegremente; o, lo que era peor,
a las dehesas de una hacienda distante a montar becerros
y sacar vueltas a los toretes, porque el chico mostraba
más afición a la tauromaquia que al estado eclesiástico. Y
tal y tan viva que muchas veces, revestido con el manto de
grana y la blanca y encarrujada sobrepelliz, que a diez va-
ras trascendía a liquidámbar, asistiendo de rodillas y ci-
rial en mano a los oficios divinos, si con eí <. aerpo estaba en
el templo, con la mente andaba en la Plaza de Toros. Co-
mo el coso no distaba mucho del templo, y hasta él llega-
ban, turbando el recogimiento de los fieles y la elocuencia
del orador, los alegres ecos de la música y el vocerío fre-
nético de la multitud taurófila, más de una ocasión Ange-
lito, a la hora de reservar, ido y embobado, no acertaba a
tocar a tiempo la campanilla, fijo como estaba su pensa-
miento en el toro muerto y en el matador triunfante, que
a paso lento y donairoso, bajos ei estoque y la muleta, cru-
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;i
'1
1;
zaba c! ruedo para dejar los trastos, saludado por el entu-
siasmado concurso, siendo necesaria una reprensión del
preste para sacarle de su profundo arrobamiento.
Las vecinas del patio de San Cristóbal le odiaban a
muerte, por las ir.aldades y fechorías con que las tenía
acosadas. Si Se descuidaban echaba a volar los pajarillos
que en jauÜtas de caña alegraban con su canto el amplio
caserón; maltrataba a los gatos regalones, tomándolos del
rabo v hondeándolos por alto; ataba latas ruidosas a la
colií de los falderillcs mimados;^ manteaba con una cuerda
a los sabuesos del militar, o ensayaba en ellos, con las garro-
chas de los tendederos^ sus habilidades de picador.
El sacristán de Santa Marta también lo detestaba. Dia-
riamente recibía el capellán quejas y más quejas contra el
granuja; pero nada valía. A todo contestaba compungido
o con una respuesta aguda, conviitiendo en cariñosas risas
los enojos .del clérigo.
Siempre, acabada la misa, se llegaba el sacristán di-
ciendo:
— ¡Padre: que Ange! así. . . que este muchacho asá!
¡Que hÍ20, que tornó!
— Ten paciencia, hijo: — contestaba el clérigo, un an-
ciano sapientísimo y amable, — ten paciencia: así era el buen
padre Rivadeneira y el santo le sufrió todo con santa cal-
ma, esperanzado en que el pi Huelo llegaría, con el tiempo,
a ser honra de la Compañía y lustre y gloria de las caste-
llanas letras. Así era también fray Luis de Granada: un
piilastrín cue traía revueltas calles y plazuelas. Ten pacien-
cia, que acaso este picaro escriba más tarde otro Cisma de
hr^líitevra v o\,\:.\.Gnia de Pecadores.
. Y volviéndose al chico y tirándole suavemente .de las
orejas le decía, entre serio y lisucño:
— Sé bueno, muchaclio; sé bueno. Mira: hay santos de
todas clases, profesiones y oficios, hasta soldados y cómicos,
n-íenos acólitos. Piocura ser bueno para que luzcas, el pri-
mero, en los retablos, el manto rojo y el roquete del calo-
57
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bas cic a\ ihli'*. ^• \'^^c co\-\ 1 hu^!
♦■¡•..jjLimbro, se
rail, a ^'csar uo
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A :.i v.rJad oCv el cnicn orí Insutrihk: ^c mb-ba .as
velas !\:;- i':)nL'- aluvi^as oü mi ca>a; s- coi^^ía hs huscias,
,s;,:!i dejaba a nriiva \x cajiia, y ;bo'-->r'
s i e
•I SJCi"!'
!s:i ¿: inaJrü-ada, cuando nabía pocos íieíes .,n el temí
ar: en bi
1 — --^pIo
\ bi .)b'.cin-idad íavoiecbi sus üe^'-nios, en el b-eve esp^vcio
qnc ri sacerdi^te tardjba en ir. después del lavatorio, del
lado de h. [--isi-eb) al centro del altar, para decir al pueblo:
"ui-iUc ivdlcs^^ el bribbn dejaba caer el maaotejo, y n^etlen-
do la cabe/a por l)ajo la credencia des;}'unab.i
C <^'
el
^ mo
de M ^ \ i na ler'as
Vov io dienrís Ani;elito era bueno, sumiso y servicial,
y el capebián de Sania Abu'ta, lo mismo que el padre Gon-
yále/, se b.acía lenguas de la dilig>encia y acierto con que
desempeñaba cualquier encar-o. Remedaba a los predicado-
res con pasmosa exactitud, y en sus juegos eclesiásticos,
ame un concurso de -ranujas y pilletes, predicaba unos ser-
mones que revelaban talento y prometb^n mucho. Los bue-
nos eclesiásticos se encantaban con el chico cuando le oían
imitar a cierto orador sa<;rado muy célebre y popular, ex-
clamando con acento vibrante y atropelladas frases:
— '\'A Junde ramos a ¡mvcir? . . r:A dónde, catóUco^^
¡Al caos, a !a disolución, a la harhavicl A la barharic sabia
cjiw es la peor de /odas! ¡A la barbarie de las ihislraciones
del -si:^lo, al abismo horrendo en que caen las sociedades
que se olvidan de Dios! . . ¡Pero. . . inioquewos la iníer-
(esión de María, de su dirino Hijo las bondades, y del Eter-
no Padre las misericordias infinitas! . . .''
Tos clériíjos celebraban y aplaudían rieiidiO a mandí-
bula batiente las irrespetuosas parodias del í;ranuja, y ter-
minaban por darle una sopa de espeso y irai;ante chocolate
y una docena de consejos.
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R A F A E L
DELGADO
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No había remedio. Aquel niño era la piel de Judas.
Ni el sacristán, ni las vecinas, podían ajustarle l:\ cuenta;
éstas poi"que el cj-iico sabia escapar a tiempo; aquél por
las ineabiicables .tolerancias del bondadoso capellán.
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DELGADO
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AQUL'L.LOS an-^orcs iban viento en popa.
í)c nada valieron a dona l\incha la experiencia y la
malicia de que hacía alarde a cada momento. Delante de
la quitañona ios amantes se trataban familiarmerite, como
dos amibos de confianza, como dos hermanos, con afecto
desinteresado v natural. Ni una miradilhi apasionada, ni
unji palabra cariñosa (jue pudiera delatarlos.
La vieja se decia: — ;A mi no me la peganl ¡Mucho
oj;), I r.incisca, mucho ojo! No estará por demás que pon-
<j;as en jucí^o tu malicia. No te la darán; acuérdate de que
anií>r, elinero v pesares son como las guayabas, qvie no
pueden estar escondidas. \o no di^o eme (iabriel sea malo,
no; pero, al íin, es como todos, de carne y hueso; tanahieii
tiene alma, v no le corre atole por l;s venas. La muchacha
está bonita; lIj rechupete, como dice ese deslenguado de
lacho, y es natural «pie !e guste a mi hijo. Que le guste
e^a bueiM\ vo no me opongo; pero nada de enredos, nada*
de enreditos, no señor, eso sí que no. Buenas cuentas le
daba yo a don b'duardo. Y bien visto, puede que a Gabriel
le con\ enga la muchacha. Ls limpia, trabajadora, vamos,
muy mujer. Harían buena pareja. Lila es linda como una
rosa, y él muy bien parecido. ¡Lástima que Carmen sea
asi, tan al/ada! Sí, porque, eso sí, es muy alzada. Siempre
con que si su hermana es la más bonita; con que su padre
es muy rico, y que ella es muy decente. . . ¡y esto sí que
no me cuadra, no me cuadra, no r.ve cuadra! ¡El día que
yo vea algo se arma la de Dios es Cristo! . . . Mas, pensán-
dolo bien, con todo y lo fantasioso que es, si Gabriel la qui-
siera, y Carmen al muchacho, todo se podía arreglar. Ese
señor es muy rico . . ¡Yo no quiero que le deje herencia,
qué le ha de dejar! pero podría, si eso fuera, proteger al
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muchacho: Gabriel ya sabe el oficio; como que se pinta
para trabaj-ar, y don Eduardo podía armarlo, darle trabajo,'
protegerlo, ponerle una carpintería con todo lo necesario.
Así Gabriel trabajaría en su casa. Lo que sí sería muy malo
era que fuésemos a salir con una barbaridá: con que aquí
están las veías. Erancisca, mucho ojo, acuérdate de que
entre santa >■ santo paré de cal y canto.
Las vecina^ tampoco se h.abían dado cata de ello. Por
más que observaban con finísima suspicacia, ías accio-
nes V p..sos todos del ebanisra y de !a huérfana, no habían
podido pescarles ni tanto asi. O todo era mentira y calum-
nia o lo> amantes andaban muy listos. Sin embargo, el mo-
naguillo aseguraba que una noche, al volver de los maiti-
nes en Santa NLirta, \\'j A carpintero conversando con la
Calandiia, en la puerta que daba a la calle. —-¡Vea usted!
— decía una — ;que escándalo! ¡Líese usted de las mosquitas
muertas I — Podían s-r embustes del chico que se pintaba
para decir mentiras }/ cor.trapuntear a las com.adres. Para
aclararlo todo, Petrita ofreció andar lista: a ella le era fá-
cil, porcjue \ivía paied de por medio. Paulita prometió ha-
cer otro tanto. Salomé juraba y perjuraba que si Ángel lo
había dicho, cierto sería.
El monaguillo decía verdad. Tna noche, al llegar, vio
que en a puerta del cuarto de Carmen estaba un bulto, un
hombre envuelto en un Ziivá¡h' y con el sombrero hasta los
ojos. Por ci cuerpo: Gabriel. Angelito no afirmaba que fue-
se el ebanista: bien podía ser o/ro.
Era el mancebo, pero esa vez hablaba con doña Pancha,
y no había motivo para escándalos y murmuraciones.
A media noche, cuando ya la quitañona estaba en el
tercer sueño, roncando como un sochantre, llegaba el mozo,
daba un toquecito, y la Calandria acudía al llamado del
amartelado doncel. Este no se recataba de los transeúntes,
salvo en el rarísimo caso de que alguno de los vecinos del
patio no hubiera Yii*eito a casa.
Para evitar un chasco, antes de ir a acostarse, reco-
rría el caserón, preguntando por todos, conversando allá
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\ -cullá, con este o aquellas, y, pasada !a revista, que te-r-
n^inaba en el porta!, donde echaba el ultiiViU parral o con
el portero, al cual ofrecía un buen puro. >e üjspedta de
LJona Panclva y de la huérfana.
1 as habitaciones de estas estaban conti-ua^ al cuarto de
Ciabrieí, de modo que la comunicación era nru} tacil para
los tórtoK>s por las puertas exteriores.
Lloviera o tronara, fuera la noche clara u obscura, — y
el \erano es rnuv pluvioso en aquellas re;^:oncs nioitano-
v^js — no importaba, estaban a un paso, y Ciab.iel no faltaba
a la cita. 1- ntrevi',tas si;;ilosas y sobresaltada-^, idn didces co-
mo llenas de in.quietud, inocentes como ia> jie dos nuios
CiUe jue^;an a los novios.
Idla de pie, casi en el umbral, abierta m^dia lioja de la
^n'.erta; el, por de fuera, embozado hasta K;^ (..io^ como un
^ alan de l'e/'n Contreras, recelando de los tra]r>euntes y
atento a los menores ruidos ciel in.tenor, s;a atreverse si-
vjuie-a a estrechar las mapa)> de la huérlaivi, maivjs de la-
\andbra, suaxes \' tersas por el tiso diario d^ la lejía.
Aneldos instantes de ubre platica, cu\^) ivcuerdo a!e-
^-rab.-» las eLern.is horas del ¿u\; para amb.;- b:e\es como
11! i siisi^iro.
— Vete, ("-.ibriel; ^o no nuiero que te \\v. a
oue rijnes c^i;e trabajar n^añar¡a. í.tie^o te ^^:i
plí'o piensa
^.'. l;
jean-
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•; I lene ' s;-cno:'
\o. ; \ tu:'
\ o riO. ;Sue;'.o, c^'i^^do estoy junto a i
ciento
las horas! • >e me hacen tan chicas! Largas. !a> que paso
en el trai\ijO. "-)' no lucra porque esto)' pci'saia.v) en tus
o;iiOs . .
a ".is doce, \' \'an a d ir las Ov.;s
No, IV) e^ \\A¿:. . creía quc a';^Hino \cn:d . .
— \¡) tcnvis tO'.io. c^uermen. Si tu \ .eras: tOLia la
i;'-Je Lsiiv - pens.:ndo en ti. ^'a te dije quc escap: >. hacen-
dó un '..-Jjilov mu\- bonito, de i.oy.d, con -u viu^itria tic
niarmol aconchado, \ un LspLjo. .
¡que e^,v;o.
vi coló-
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c:'v]o i^ta tarde Pensaba \o en tí. (Jomo el otro d'a me di-
jiste v:;e tenpts ani^q;) i.v; un buen espejo, pensaba yo: a'd
qiiierí; ;:! ¡v) nai'a ( an^iehti. Cada ve/- que me miraba Vv)
en e! p-e r^rccía «me ibj vo a \erte allí. ¡Qué lunal Cilara
}' lüV;--' : cop^o el .\::iPí n.as pura. Ll día que yo trabaje por
]pi crenta tmcppts uno ai. -Sípi caros. . . sobre todo L^s
b!stda,!.p>: p^ro a:v-;*rapd- no'li"enH>s conqv-ar uno, no mu\'
i;r,T;ic!e . jpera oué l.pnv>! 7e haré im tocadorcito, sen-
cillo, a: i^Lier.; i'uuií.. m. eon iPia luna de esas gruesas, en
que se \l tii^iv» píu\' adiiPi'o. Cuando uno quiere a una per-
sona CPpTO \'o a t!, Lv)uv) nos parece poco para ella. Ya
\'eras; cítiopcls, cuanao p'ü
SOl'plC'v-. .
nos te 1
o e^])eres, te CiOy i.\ gran
— "l ha. La !>.p-ai-é (Je i'u^to al \'erlo. Lo colocaré frente
a mi criPi.i )■ Per.:: ci me lo ha/o y por eso le tengo tanto
carino. Cupiere imo muclio Í:"!S cosas que íe dan las personas
c]ue no. tienen e-timaci'ei, ;po es \erdae!? Li guardapelo
que te en^^ene e! otro día me lo regalé) mi padrino, el co-
iiiandante; por eso lo quiero mucha) y lo ctiido tanto.
— \ eras que catira te pongo: chiquita, pero muy bien
arregla-.ia. :Ni hi d.e íle^mon Pérez! ;Y eso qtie él gana niti-
cho! . . . Lise oíicio deja hu"to. Cada año va a la costa;
lleva fíenos, estribos, siílas, ¡de pacota! y todo lo vende
muv bien a los jarochos que van a las fiestas. No creas,
tambiér en !a carpintería se gana la plata. Ya ves al maes-
tro: está rico, tiene casa propia, se trata bien, cada rato
va a iM:.\íco. . . Y ;de donde sale todo eso? ¡Pues del ta-
ller! Para eso estam(:>s allí nosotros, pegados al banco y al
torno, diuo }' duro con el formé)n. Yo también ganaré
así dinero el cba quc trabaje por mi cuenta. . . Tú, en tti
casita, cuidándolo todo; yo, en el taller, trabajando recio
para que nada te falte. Pero, ¿me has de querer mucho,
niuclio, mnicho? ^
— jSí, C-abríe!; más, mucho más que tú a mí!
— ;Lso sí que no, Carmelita!
— ;No? ;A que sí! No por interés, sino porque me
quieres tú; no, ni por eso: sólo, por quererte.
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RAFAEL
DELGADO
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— ;Ay, Carmelita! Dicen que las mujeres olvidan a uno;
que son muy variables; como el viento. que ya sopla
por aquí, ya sopla por allá. ; Ojalá que siempre me digas
lo mismo! Lo que es yo, te quedrc siempre, lo mismo que
aiioy. *
— Y yo también, Gabriel ... ya te lo he dicho.
— Si pudiera, mañana me casaba contigo, pero. .
— Mira: ahí viene el sereno.
Sentíase ya el viento fresco de la madrugada y se per-
cibían los mil rumores de la ciudad que se desperezaba. El
guardián nocturno, ocultando la linterna entre los pliegues
de su pesado capote azul, pasó lentamente, rozando al eba-
nista. Este saludó:
— Buenos días, vecino.
— Buenos días. . — contestó el sereno. — Ya mero sale
el sol!
— ¡Ya mero, vecino! — repücó el mancebo, sonriendo
alegremente.
' — ¡Vete, Gabriel! — dijo la huérfana. — Ya empieza .a
amanecer.
— Espera, espera, que nadie nos corre. Dimc, Carmelita,
;te casarás conmigo?
— Sí . ¿P^^ <^tié no
— Y tu papá. . ¿te dejará?
• — ¡Quién sabe! No hables de eso, Gabriel, cuando el
d'a oue nos casemos está tan lejos! No me hables de eso. .
— Dime: ; verdad que te gustaría más vivir con tu her-
mana, tratada como ella, vestida como ella, que es tan lu-
josa?
— No me digas esas cosas. . . ya te lo he dicho. Si me
cuieres, dame ese eusto.
Gabriel contrariado se mordi('^ los labios e insistió:
— ;Por qué siempre que te hablo de eso no me quieres
responder? Dime que sí; que sientes ser pobre y no vivir
como ella, y no tenor esos vestidos, y no ir a esos bailes de
los decentes, como ella va. El otro día, cuando pasamos
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;>
ii
por la casa de tu papá y nos detuvimos a curiosear el baile,
me pareció que te pusiste muy triste al ver a tu hermana . . .
— ¡Y qué bonita estaba! ¿Te acuerdas qué vestido?
— Di meló, di meló, di meló; y no te vuelvo a hablar de
mi cariño, ni de mi amor, ni de nada. . . Seremos como
antes. Yo acierto a comprender que cómo vas a quererme,
siendo yo pobre. . . un artesano. . .
— No seas cruel. Pobre te conocí, pobre te quiero, y te
he de querer. ¡Te debo tantos favores! ¡Cómo no he de
quererte! ¡Tú mamá me ve como a hija!. . .
— Entonces, me qi;iercs por gratitud, ¿no es eso? Gra-
titud no más. . . ¡Yo no quiero así! Nada me debes; yo
he hecho por tí lo que haría por cualquiera. Lo que hay
en mi cariño, en mi amor para tí, eso no lo comprendes,
ni lo estimas. Mira: yo ha^'é por tí, Carmelita, cuanto tú
quieras; todo, todo, hasta dejar a mi madre. . . ¡Y eso que
la pobrccita va está vieja y enferma! Mi padre me dejó
así, chico; y ella me crió; me mandó a ¡a escuela; me puso
en el taller; me dit) oficio y me hizo hombre trabajador y
honrado. . . ¡Carmen, tú no me quieres! No sientes el mis-
mo amor que yo siento por tí. Si vieras con qué alegría
trabajo, pensando en tí. Yo no sé explicarme, porque no
tengo palabras, pero, la vcrdá, desde que me dijiste que me
quieres todo es bonico para mí; hasta la noche más obscura
me parece estrellada. Si tu me dieras un desengaño, yo me
iba de aqui, lejos, muy lejos, me hacía soldado, me daba
a la bebida. . . hasta creo que me daba un balazo!
— ¡Virgen Santísima! ¡No, eso si que no! ¡Dios .nos
libre! Mira, Gabriel: con el tiempo te convencerás de cómo
te quiero }'o; con toda mi alma; como yo sé querer. Yo,
si tu me olvidaras, me moriría. . .
Y enlazando sus brazos al cuello del ebanista le estre-
chó contra su pecho, trémula, apasionada, ebria de amor.
E! mozo regocijado abrazóla también, y, después de un
rato t!e silencio, le dijo cariñosamente:
— ¡Vete a dormir, Carmelua
Quiéreme así . . . siempre
así!
6>
Me voy contento.
1 .1 C^;lj;ic!rin, 3
i!
L A
C A
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A N D R
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Gabriel volvió a su cuarto y h Calandria cerró la pu.cr-
ta poquito a poquito, para que no rechinaran los goznes.
I'^.stas entrc\iitas eran diari.is. Aquellas trasnochadas y
aquella pri\'acion del sueño necesario dañaban a la liuéríana.
Tenía la color quebrada, las rosas de sus niejülas se iban
]^ia rehilando, \ en torno de aquellos ojos iricridioriales apa-
lecían cada mañana vioLuias tintas que sólo se borraban^
nvj\' axan/ado el cía.
La joN'en se mosrral)a cansada, displicente; ya no lleva-
ba a! la\ adero !a dulce ale^iua prinuiveral de sus canciones;
ni, c'ju-.o en ipe'.es aiUeriores, ci-laba lista para el trabajo.
Pai^ecía enteriv.a.
— ;].! nial de la n^dre! — dcc].\ doña P.:ncha.
— {Que tieite usted, Caiarien? — le preguntaba },ía!e-
nic.i.
— Xada.
— L\ted e'iá enferma. . . Yj. se y:.n acabando las cha-
pitas, hiiita. Usted tiene cara de anémica. Que venga el
doctor y cue lo diga. ¡I'sta anemia, hijita, que nos mata!
.Nada de medicinas . . ;me entiende usted? ^a estoy harta
de pildora "> 'v' de baños de rcL^.ulera. De tres años acá me lia
caído et^cima toda el agua de! í)ilu\io. Jurado dice que,
pildora d pildora, me he tomado }\\ la lla\e del cuarto.
C'oma usted bien, hijiia; bu.en blsté, buena carne, papas,
buen \ ino . . . '
■ — ¡Si no tengo apetito!
— ;No tiene usted apetito?... Pties un.\ copita antes
d.
eí.merl
— Tonio pulque.
No, Ivijita: coñac. A. mí me prueba eso mu)
bien.
í;
va se lo lie dicho!
■ — Pero usted toma mucho . .
— ¡Hija! Y me voheré borracha... ¡qué hemos de
hacer! ¡Si no fuera por eso! íurado nic trae mas botellitas
de coñ.ic. ¡Sólo así, hijita, sólo así!. . .'Véngase a comer
^^o
Tengo que e?^perar a Gabriel: ya es hora de que ..
conmigo . .
venga.
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* M
1
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RAFAEL
DELGADO
— ¡Que venga cuando quiera, hijita! ¿Qué obligación
tiene usted de esperarlo.' ¡No es usted su mujer, ni su cria-
da .. . vaya!
Y quieras que no, con gran disgusto del ebanista, la
huérfana se sentaba a la mesa del tinterillo y de su amiga.
Después de la comida, cuando Jurado estaba ausente,
Maleniía sacaba del ropero un libro de pasta roja y dorada,
las Poesías de Plaza o los Xcrsos de Acuña, y principiaba
la sesión literaria. >dagdalena leía en voz alta, con acento
trémulo y cierto énfasis teatral, páginas y más páginas.
La Ramera y el Kocliiruo merecían siempre los honores de
la repetición.
— ¡Qué alma, hiiita: Qy.<^ alma la de estos hombres!
— Magdalena, — como decía el portero, entre terno y
iQYno., — era muy IciJa y i'srrcb:Ja. Habia estudiado cuatro
años en una escuela superior, y de allí sacó ciertas aficiones
literari.is que la llevaron derechito a los brazos del tinte-
rillo. No sabía zurcir unos calzones, ni hacer una taza de
cliocolite; pe' o estaba repleta de Sintaxis, de Geografía y
de Historia, lo cual no era parte a librarla de ciertos dis-
paratiiios ortográíic(>s. No qv.\ cipaz de freír unos frijoles,
pero si de recitar y declamar cow frenesí \ ersos y más
^ersos. Años atrás le habían confiado el papel de Lola en
Vlüv t!i' un íl/a, v desde enionces cobró tal aiición al teatro
que de buena gana se luibiei-a metido a cómica. Guando
Knriqíe (iuasp \ ino a K.> teatros de Pluviosiüa, con Mu-
ñocito \' Goncha Padilla, tuvo en Magdalena una admira-
dora apasionada. V.n resumen: una romántica al uso. No se
sahumiba con jMJa, ni i^ebía vinagre para estar pálida;
no sulrui la nostalgii del cielo; pero suspiraba por otro
a!Jj!^:rn/:' ^ se scnna ■¡"••eÜz en medio de una socied:^d que
no supo comprender a Acuña v de la cual dijo pestes sobre
pestes el destorre'-^tadi» i'i.i/a, en Qu\cn veía la r////;/ Mag-
daleivi el /;'•// ■'///> de los noet.^s habidos y por haber.
— íliiiía, me \a usted a decir la verdad. . . Yo soy su
amii;a, amii^a >erdadera, :nn,i;a del corazón... Nuestras
almas se comprenden, se identifican. . . Me va usted a decir
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lo .;icrto. No desconfíe de mí . . . no, hijit^. ¡Ks tan dulce
.i'iviiir iv^cstra alma del peso de im secretol Una confiden-
cia ti-'.ie \Ti
uc'm pces'a. Ubted tienj amores cow Gabriel.
— ;Yo
¡Yo no
•C^onio ciue no: Si, sí; i'^icd es muy rcser"/ada, y liace
Mcn en serlo con los den^^s, pero co\ una amii^a, con una
'•-:: M-.;:na, con^o vo. Vamos, h.ja, si ya todo lo he compren-
dui ). C^abriel la ciñiere a i^-ted
:^\\>St Y usted c.'^>ti tam-
\^^-^ ehiílada por el . . ^no? ;no? ¡Si, que si ¿Quiere
L!-ud ene le dii;a lo que he visto?
;í^)i;:? — pree.unt'/) la ¡oven CTieendida.
.OiK? A su tiempo . . >o !o diré a su tiempo . Las
p.:-> d.s lenen ojo^ y oidos v cuando uno menos lo pien-
s.i .
a
^ lu:ta las piedras hablan . . 1 iijita, los nos ios piensan
.u:e nadie ios ve. \o me lo niegue, hijita. Como dice Plaza:
Cojf que biaccr en la noche
L¡iie a descaiisAV nos o'^i.^^ii . . .
Carmen estiba roia con^.o uiia amapola, y decía para sus
mros: — Isr.i ¡ios ha visto. . .
— \o, Malenita. A mí me simpatiza. .
— Y usted a él . . ¿no es verdad?
Si — contestó la joven con voz trémula.
¡Y lo ne^,aba usted! ¡Eso es poca confianza!
-Poca confianza?. . . ¡No, fvíalenita, eso sí que no!
— ^No le ha dicho a usted nada?
— Sí . . oer(^ . .
Xo hay pero que valga, hijita. No me lo niegue, bi
yo la vi a usted la otra noche. . . y Ángel también.
— ;\le ha visto:'
-Vava! -Y como es tan pico-flojo y no calla nada!
— ¿Qué Vio? ¿Algo malo?
Malo no. Vio a usted hablando con Gabriel en la puer-
ta de la calle. . . cuando volvía de los maitines.
Pues no es cierto, porque a esa hora no he hablado
nunca con Gabriel. ^
— ¡Pues e^o dice I
R A r y\ E L
DELGADO
j
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— Pues dice mal, >' n^iieiue. Yo le diré a usted, Aíale-
niía; .s verdad que \ o he hablado co;i él, pero a otra ñora,
nuu urde. Vea usted lo que son las gentes. ¡Más embuste-
ras -^ enredatioi-asl
— -;Ay, hijir.i! ¡Qué !cs importa! Cada uno hará de su
ca'\i un savo. Lo que usrcd necesita es quien la aconseje
en e^ios amores. ;Ls u-;ted muy niña! No tiene e;;periencia,
iiijii {. no tiene usted experiencia. A mí, con franqueza, no
j-11'^ -uscan esos amor- s. i^^e^c le ha visto usted, hija, a ese
rm^h^eho? ¿Que es buen mozo? 'Sb-'^<^ es simpático? Con-
fornvs, hijita, contormes; pero, ¿qué esperanza, qué espe-
ran/a tiene usted c^^n Cd^riel? Ls bueno, trabajador, hasta
c!eL:.:i^:e . . coníorn-e-, liija, confoimes; pero para otra,
no para usted; para otra, si, para otra; para Petrita, aun-
que \.\ pobre es tan asi, tan sin gracia; para la hermana de
AnaM..sio Romero, vo para quien debe y ptiede aspirar a
más. Tiene usted, hiiíui, la dcs:r¡*acia de no ser hija de ma-
trimonu), es lástima; :^er/. si eso no fuera y viviera usted
coo vu padre, ¿ouien d: eses artesanitos se atrevería a mi-
rarla" Oiga usred, Car-ien, óigame usted; hay que salir de
la estera en que nacunes; los tiempos ya son otros; la ilus-
traciv-n ^^'vAq, N'.nvios, manda que procurenacs subir... su-
bir, hi|a, subir, ¡sea con^o fuere! iQ^c^é esperanza tiene us-
ted en Gabriel? ¡Hija, desengáñese: un carpintero no de-
jará de ser toda !a vida. . un carpintero!
— ;Por Dios, Mal cok a!
— Pero vamos: por ahora eso no se le ha de quitar a
usted de la cabeza . ¿Por que hablan ustedes así, en la
puerta? ¿No ve usted que están expuestos a cjue cualquiera
los vea ^.
— Pues ¿cómo?
— ¿Cómo? ¡Hija! . ¡cosa más fácil¡ . . ¿No están jun-
tas las dos puertas? Pues que entre Gabriel al cuarto de
usted . . y si no quieren estar con la zozobra de que doña
Pañería los oiga, usted se pasa al de Gabriel. ¡Claro, hijita!
¡No sean ustedes tontos!
— ;CónTo! Eso no. ¡Qué diría mi mamá!
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— ;AliorLi sale usted con los escrúpulos? ¡Ranciedades!
¡Ranciedades, hija! La que no se cuida sola, ni bajo todos los
cerrojos del mundo está segura. ¡Tonteras! jtonL^r.í';! Bien
di-o: usted necesita quien la aconseje.
í'sto decían, después de hi comida, en torno Oc un ve-
lador, sobre el cual, entre dos copas de anisete nK^zclado
on coñac, estaba abierto el libio predilecto de Li ilustrada
M ai; da le ni.
— ]■ Si) sería niuv feo . .
— Sí . . . ¿sería mu\^ feo? Peor es que estén t'";
1
c;ie en la puerta, dando parte de los chicoleos :.
t\is,;ii . \0 herrar bien o quiur el ba'^.co!
. !:i no-
uuantos
\
70
V
RAFAEL
DELGADO
IX
11 OMA a cámaro.. Un aguacero de agosto, torrencial,
intermiivible, de esos cjiic impiden a los generales ganar las
bat.illas V que pasan a la posteridad como una prueba de
los caprichos de la veleidosa Fortuna.
A]vanas pudo (iabriel oír, y eso muv confusas, his
últimas campanadas del reloj de la Parroquia que daba las
doce. Cra-j acenro oído esperó la repetición, y abrió la puer-
ta. \'\ a-aua rebotaba en ¡as baldosas de la acera c ip.imdaba
el iimbr.-.h el din.tel goleaba. \ el arroyo, muy crecido, tenia
por caucu tv)da l.i calle. :.
E! cbaivsta aíij-mó en. sus hombros el zarape, se caló el
javíiun V apovándose en las i-ambas se asomó a la calle.
;>si alma! ¡Qué noche tan obscura! De trecho en tre-
cho, las esQuinas, la*^ linternas de los serenos que refugia-
dos er
pu
erras resistían el viento, escondiendo el rostro
dentro del pesado capuchón. Los aleros parecían cascadas
V la inonmensiirable serie de sus chorros, a la luz de los
faroles, im irran fleco de cristal salpicado de amarillentos
diarnanies. Al estrépito del agua en los baldosas juntaoa
el vionio s;is resoplidos de gigante y la corriente el run-
rún in\ iriable y monótono de sus ondas arrebatadas, en
cuvas crestas centelleaba con chispas efímeras el reflejo de
las luces, bregando con las sombras.
Dj :ir:mp:) en tiempo, un relámpago; en seguida, wn
truenu I. ¡ano que resonaba sordamente en la corddlera, don-
de la tormenta fugitiva y ya sni vigor quemaba los últimos
cartuchos, mcendiando con fuegos de hornaza nubes y
curas.
Junto a la puerta, casi a los pies del mozo, un perro va-
gabundo, aterido y famélico, roía con tesón un hueso he-
diondo y descarnado. No dejaba su tarea más que para
accrc.r-^- } lanzar un quejido penoso.
71
L
CALANDRIA
Gabriel retrocedió un paso y con el mayor cuidado re-
Cv^^ií) en dobleces las anchas bocas de su estrecho pantalón
para preservarlas del fango, y de puntillas se dirigió a la
puerta inmediata. Allí, echóse atrás el sombrero, vio por el
ojo de la llave lo guc t^as.iba en el aposento, y luego, apli-
cando los labios a la cerradura, silbó quedo, muy quedo,
el dúo de jiivcvucuto. A poco se entreabrió la puerta y apa-
reció la iUicríana, vesiida de blanco y envuelta en un
Vibüio.
— ¡Qué noclic! Creí que no vendrías. . . pero, ya lo
\cs, te espere. ¡Jesús! ¡Cómo llueve!
— ¡Sal
ni quien pase
— Espei'a — dijo la joven, recogiendo con amba:> ma-
nos sn blanca y ruidosa falda. — C^icrra con mucho cuidado.
Ciabriel tiro sjavemente de la hoja.
— ¡Ya! ¡Pa-ia! ¡Pegadita a la pared! Mira bien y no pises
en el charco . . ¡Cuidado con ese perro sarnoso!
Fn dos pasos la eiiamorada pareja quedó a salvo de la
lluvia.
— I)is^cnsa: se me olvidó taparte con mi zaraptv . .
pero no te mojaste. . . ;verdá?
— Apenitas . e! ^alpicpae de las canales. . .
Mientras la nuichaclia sacudía su vestido, Gabriel ce-
nó hi puerta, encendió una cerilla, y con ésta ima vela que
estaba sobre la mesa, en una botella que le servía de candc-
lero; arroj») sombrero y abrigo sobre el catre, y con un
mo\ iipJen.to de cabeza llame) a la jO\en..
— Toma; aquí están estos listones. Después de la raya
ios íüi a comprar. }>lira si están biieiios . . . ¿asi los que-
2- tas.''
— Ycvíi — Carmen tomó el paqiietito; presa de ner-
\ icsa agitaciíío ronipió precipitadamente la envoltura y se
acerco a la mesa para examinar el obsequio.
— ¡Bonito color! ;No había azul pálido? Me-parcce que
este tira a ^■erde . . .
— Azul cs y pálido. ^\t lo verás ir.añana. . . Ya s.^bes
71
RAFAEL
DELGADO
que de noche estos colores se confunden. Ahora parece
verde-nior, como mi corbata . . . compáralos.
La huérfana deslió la cinta y colocando una punta de
ella en el pecho de Gabriel observó un instante el efecto.
— Ya verás, Carmehta . . . ;qué distinto color! Acer-
ca la vela.
— ¡Tienes razón!... ¡Ahora, muchas gracias! ¡Mu-
chas agracias, señor mío!
._ljTe verás más linda con esos listones!. . . ¡Lo que
se llama linda!
Te parece. . .- A mí todo me cae igual. A mi her-
mana. . . ¡Eso es otra cosa! . . . ¡no se ve lo mismo de ne-
g!o que de azul!
..Ipues a mí tu hermana, digan lo que quieran los
catrines que le hacen rueda, no me gusta, ni de azul, ni de
negro. Ya quisiera para un día de fiesta estos ojitos que
paiecen dos laceros, y esta boquita, y estos dientes que
parecen granos de elote, tan parejitos y tan blancos, y e^te
pele quebrado ...
La joven estaba hermosísima. La luz de la vela daba
de Heno en su rostro; el óvalo magnífico de su cara, rodea-
do Din- los pliegues del rchozo, tenía la palidez del marfil;
sus rasgados ojos centelleaban de alegría; los rizos negros
que caían sobre la frente hacían resaltar la blancura pu-
r-sima de las mejillas, y al sonreír los graciosos y gruesos
labios dejaban ^ er dos medios aros de perlas.
Gabriel había ido señalando cariñosamente con el dedo
cada una de las perfecciones de su am.ada, y al llegar a los
cabellos, tomó la gentil cabeza de la doncella entre stis dos
manos y atrayéndola a su pecho y acariciándola exclanió:
|Eres tan linda, Carmelita! ¡Como tu... no Lay
dos!
Carmen contestó con una carcajada, tratando oC apar-
tar los brazos del ebanista.
„-Para qué compraste tanto? ¡Es mucho! ¡Con dos
varas!
— Por si necesitas más. . son cuatro.
/a
L A
A L A N D R I
— ¡Cuatro! Me parece que no . . . Aíira: — Y principió
a niedir la cinta, con toda la extensión de su mano del
pulgar al meñique. Una, dos, tres, cuatro... una, dos,
tres, cuatro . . dos! Una, dos, tres. . .
Gabriel la interrumpió:
— ¡Qué vas a medir asi! ¡Con esas manitas! Aquí está
la vara . . .
Y sacando del bolsillo de la chaqueta un nietro de la-
tu!"i \' desdoblándolo pau-^atlamente airreizó:
— De este lado. . . hasta aquí. . . Mira: una, dos, tres. .
— Déjame, yo . . ¿Una, dos, tres, cuatro?... ¿Tres
— Xo, por el otro lado, Carmelita. . .
— Eso es, tienen ra'/()n: una, ¿os, tres, cuatro . , y un
poquito más.
— ¡Ya vi^te! ¡Ah, tonto! ¡Bonitas manos para medir!
¡MaLi estás para tendera! Deja eso y ven; aqui, junto a
mL
í.a j()\en tonv'- asien.to en el catre que se quejó con un
crujido nroh)ni;ado. (>armen, medio reclinada en las ahiio-
h^das, c-.)n tcliPiA indolencia, libre de! vcIujzo y dejando ver
ei ln;sto escultural, el airoso cuello v las í^ruevis v larcas
tre.i/as que caían paralelas sobre el turgente seno. Ga-
briel, junto a ella, en una silla de pino, tosca, sin barniz,
a horcajadas, ])uestos los bra'/os en el respaldar, }' con el
aima en los oj^s, contemplando a su amada.
— ¿Sabes? Quiero dech'te una cosa... que acaso te
dis-uste. . . (jtiL- tai vez no te agrade. . . pero. . . ¡Ya no
]nicdo acallái-mela por más tiempo! . .
— ¿Qué cosa? ¿que me disgustará? ¿qué?
— \ o creo que sí . . . Me ocurre que- no será de tu
a^iMdo . .
— ¿Cielitos tenemos? Como siempre. . . ¿celitos sin ra-
7o!i.-' Gabriel, tu \ es visiones . . Un mosquito lo cjiniertes
luego, luego, en un elefante. Di.
— ¿No ha\ enojo?
— Di. . ■ ■
74
R A
A E L
DELGADO
): primero oí rícenle que no lo habrá.
motivo.
que . . .
lo üue Líenos aue docn-me, que si no hav
ni son a. -conrian/as que ofendan. . .
— Pu.>5 0}e; iK) se por qv-:. tienes unas amigas. .
la \erua . . ¡la \ erdá no me gustan!
;,\i^il'.:as vo? Pero... ¿qué amigas, Gabnel? Si no
trato ñ-.v^ que con las de casa. Me dijiste que no visitara
- 1 s Dco^íoíiuez, v no he vuelto; vi que te caían mal las
Orí era. v ío mismo. . ¿qué andigas:"
—No vayas tan lejos, no vayas tan lejos, que en esta
casa ^ i' e ia que yo no quiero; y ú las Ortega son como
5,on, y L - Domínguez como ya tú sabes, la que yo ¿v¿o es
peor, SI. Carmen, peor, mucho peor.
— -l.^ie quién hab!,\s?
— Í)c: ru amigota, de tu gran amigota, de esa mulata
que m:.: rayo parta, de Magdalena . .
;C;ue te ha hecho, Gabriel, para que así hables de
ella? Ai.ontrario, siempre tiene buenas ausencias de tí . . .
— ; buenas ausciTciasI ¡Buenas atingencias! ¡Lo que me-
nos! H wo tiene palabra buena, ni obra que no sea mala;
va se \e. su vida lo dice. Yo no me espanto de que las
gentes -y.ia asi; ¡que me voy a espantar! pero no me gus-
tan \:.< hipv')cntas . Mira tu: una mujer como esa, que
vive eiTicdada, sí, Carmen, enredada con ese huizachero de
todos l.j< diablos, porque esa es la verdá, y lo cierto se ha
de deeir. ^ o la conocí cuando vivía con el gachupín de
La SantanJcrijhi; después la tuvo Arriaga, el teniente, un
macuache que todas las noclies llegaba borracho y le daba
unas tundas de Jesús me valga. . "Los dos la echaron a
la calle. \' entonces encontró su pichón, el huizachero. . .
¡si h.i\ hombres que de a tiro pierden la vergüenza! Y la
pasea,' V la saca del brazo, y la lleva a los toros, y a la co-
media " V ella muy ancha, como verdolaga en huerta de
indio, V ia da de honrada, y de rica, cuando no es más que
una ^operana . .
— --abnel! No hables así . . . ¿que te ha hecho?
75
A
C A L A N
D
R I A
— ;Qué me ha hecho? Debías preguntarme lo que te
lia lieeho a tí.
— ;A mi? Nada; ser buena y cariñosa conmií;o; i-j^a-
I irme cuanto puede; üevarm.e a comer a su casa . No,
dabriei; sera buena o n;ala, }'0 no lo quiero saber. Yo lo
(]ue se es que con mi mamá fué muy gente; que se mapiC-
j.^ como pocas.
— F.so si es cierto; a mí no me ciega la pasión; vo no
lo niego. . . pero así es ella: una de cal } otra de arer.a , . .
; Sabes lo que ha dicho? ¿Lo sabes?
— Xo.
— Pues antier, v aver, y esta mañana, iué, como sleni-
pre, a%;)!ta.r el pico en casa de Salomé, esa beata que bien
baila y tal sería lo que dijo que ella le paró el alto y
ia liamc) al orden.
— Pero acaba, Gabriel: ;qué dijo?
— Dijo oue mi señora madre v vo te habíamos recos^j-
¿o por ínteres del semanario que tu padre da; que yo, por
otra razón, porque . motivado a que tenía amores con-
tiijo. . . V malas intenciones; que así quedaba vo en la arena
\' ¡unto al río; oue nu señora nía d re \' vo teníamos hecho
el plan para que tú. No quisiera decirlo, Carmelita, no
c|uisicra . . pero es preciso que te lo diga. . . para que tu
dieras un tropezón ¿me entiendes?. . — Gabriel tem-
blaba indignado, colérico, rabioso. — Y entonces, quisiera
cjue no tp.iisiera, tu padre te dejara casar conmigo. Que te-
mamos esperanza de que te dejara algo de herencia, o,
cuando nxnos, que v-v.i \ ez casadlos, portjue no habría otro
remedio, \ al tin eres su sangre, me pusiera un taller, y
.isí .N.ikírlamos de hambres. ¡Tu dirás! C^.uando a mí me
basta \- ir.e sobra con mi traL)ajo; porque no soy flo]>:), ni
l-.»rracr.o, \ sé el oficio, ¡vaya! (aunque me tome la manj
c:i d.v.'io), c:)nio el que mejor; cuaiido con mi trtbajo,
con e^los L);azos, gano más de lo don Juan roba cu el
[uzi;aL!o a los oue caen en slis manos, v teneo nara ^osie-
vxw no di'.;o a ella, a cuatro mejores, sin deudas, m tráca-
las; cuarido . . — ,\o,Lii la \ oz de Gabriel priiicijiivj a po-
76
K A V A E L
DELGADO
nerse trémula — cuando, tú conoces bien a mi señora nia-
dre, que es . . yo no lo digo porque es mi mamá. . pero
es iniay buena; tiene muy buen corazón, y es honradota,
y ni antes, ni ahoy, ni nunca, tuvo enredos con n.níie;
cuando vo te ouieío tanto, tanto, tanto, Carmelita, como
ninguno^ te quedrá! ¡Dime si alguna ocasión te he lalta-
do . . ¡ni tanto así i ;^erdá.^ Y mira: soy hombre como
todos. . . ¡pero te quiero mucho, mucho!
Fn vano trataba el ebanista de dominar su pena. La
cóler.i que poco antes le poseía se había cambiado en pro-
fundo dolo^'. Viendo su dignidad herida, lastimado su amor
filial y la castidad de su cariño puesta en duda, sentía que
se le desgarraba el corazón. Su indignación vino a con-
vertirse en amargura, ) el acento nervioso y enérgico coa
que un momento antes inculpaba a la del tinterillo fue
tomando, por una serie de naturales transiciones, los tonos
de la ternura dolorida, melifluos y temblorosos, hasta que,
al fin, no pudo más y acabó en un sollozo ahogado. (Ga-
briel, apoyados los codos en el respaldar, ocultó el rostro
enire las manos para que la huérfana no viera que dos
gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas.
Después de una larga piusa, durante la ctial Carmen no
se atrevió a decir palabra, el muchacho prosiguió:
— Y no es esto todo. Dijo también, qtie ya estaríamos
contentos: que tú \enias cada noche aquí, a mi cuarto. .
La doncella sintió o,ue la sangre se le subía al rostro.
— Que sólo mi ir. adre, que era una tonta, no se daba
cuenta de lo que pasalri; que confiaba en tí de sobra .
y oue si en arca abieria el justo peca. . . cuanto nías nos-
otros que. . . no sondas unos santos.
— ¡Lso es una infaniia! ¿Quién te lo contó?
— Quien lo sabe: quien lo ovo todo. Primero, Tacho
me cijo algo, y c'-eí qi'.e eran sus guasas de siempre; luego,
Lnrique López, ahora que fui a la barbería. Me preguntó
por :í; me encarg(j) que le dijera que tenía dos canciones
nuevas que te iba a -.:, señar; me bromeó contigo, como lo
hace sienmre, v apenas se Uieron les marchantes v aos que-
77
A
CALANDRIA
V c
1
r^.i no te quiere!
cij.ir.os M)l;)s me lo dijo iodo. Ayer, cuaiido SaloiTié le llevó
].i ropí, le Liespepitó c! chisme. Después }'ü atrape a Ángel,
le ¡ixrí olumas y yorniio todito.
— jCjabiiel! j^i'a los e(>T,o;:e^I ;Xo serán falsos!
— \\>; porque 1 aclio y LnriqLie son mis ariiJiros
mucliteho no lo habí a de sacar de su cabeza. . .
— 1 u no sabes de i o que es c.\pa/..
— ^' tu yo conoces a Mas^oaiena , . . ¡
— Conque .^ycr Malenita nu^ dijo que para mañana me
cun\ arlaba a comer: que Jurado tenía \ isita . . . ini señor
rico ...
— Pues no irás.
— ; T'or que? iNo me b,.in ele Quitar un pedazo . .
— :C.ón^o has de w a esa casa, cuando allí dicen de nos-
otros tocias e as calumnias!
— (iabrieí: yo creo qu.e te lian ení;añado. Malenita es
buena contii;o. Ella fue la que w.c aconsej(') que no ha-
biárairos en ia ptierta, smo que \'iniera }'0 acá.
— ;Por qué no me !o dijiste? Si, te aconsejí) todo esa
para despucs hablar, y ciecir de todos, y rajar de tí . .
— Ademas, habló con tu m.ijyiá, y le dijo: doña Pancha:
esos nuichachos se quieren, pues que se casen. . Y tu mami
le contestó que si mi papá te armara y te pusiera una car-
ponería, entonces sí pero .]u.e elia creía cjue no teníamoi
Jiada, que nos sijiTpati/ábamos y nada más, nada n.iás!
— ¡Porque \v,'\ madre es ima bendita: de nada le sirven
los años! . . ¡Tener así con ríanla con esa negra que mal
ra\'o parta!
— No hagas caso. Es mejor tenei-Ia de an'iiga.
— \Y tu que le contaste! . . tanto y tanto cuidarse parí
que tu lucras a decirle todo!
— No reflejé, Cjabriel. iC-cno es tan buena conmigo!
— rlUiena? Ya verás.
— Y ;qué te importa, si yo te quiero; si te amo coii
todo mi corazón! Siéntate aquí, en el catre, junto a mí. . .
Pon este sombrero en otra parte. . en su clavo.
Sentóse Gabriel al lado de la huéríana. f^sta trajo U
>:*'^
C-'^
8
RAFAEL
DELGADO
cabeza de su amante hasta descansarla en su regazo, y prin-
cipió a acariciar al joven, jugando con sus cabellos.
— Ten calma, Gabriel; de todo te acaloras. Ya yes, es-
toy tranquila. Te ofrecí que no habría enojo y no lo hu-
bo .. ^
— No me ofreciste nada.
— ¿No? Pues es lo mismo. Para que disgustarte cuando
tu cantadorcita está contenta y te quiere tanto? Ghinito
mío, ¿de quién son estos eres. . . pos?
— Tu . . . yos ...
— ;Y estos ojitos que se encienden como dos brasas
cuando su dueño se enoja? ^^
— Tu ... yos . .
— ;Y este bigotito negro..
que parece seda .N . .
— jTuyo!
— jTonto! ¡Si yo re quiero. .
mes y falsos de la gente:
' — ¡Tienes razón!
Gabriel cerró los o;^^^ como adormecido por las caricias
y mimos de la d-jucePa.
— ¡Serás mi muier. Carmelita,... si tú quieres!
Ea lluvia habói cesado. Eos vientos que en aquellas r?-
í^iones montaños.'S soplan después de una tormenta ba-
rrían el ciclo. Cuando la Calandria volvió a su nido la
noche lucía su espléndido manto azul sembrado de estre-
llas, y la luna creciente ciuraba con pálidos fulgores los
tejados húmedos y las piedras lavadas por la lluvia, rielando
aquí }' allá, en los charcos, como en un reguero de espejos
rotos.
tan lindo y tan suave,
qué te importan los chis-
79
A
A L A N D
R
A
RAFAEL
DELGADO
X
AI l.I, como en todas las poblaciones de aquella zona,
es muy caluroso el estío. Las mañanas son casi siempre lím-
pidas y serenas. las llu\ias nocturnas y vespertinas rcfri-
:;cran e! \al!e, v los vientos matinales llc'an a la ciudad
cspaivivT^cio ticliciosa frescura y tMP.balsim.indo el aire ron
!-)s w.ií oloros Je la cordillera. Si en abril vienen cargado>
de avan.ir, en \erano traen el aroma de los musgos y de
lu^ líauei-ies oiie hue'en a tierra hum-eda.
Ni U'M nubécula que empañe l1 a/ul de! cielo. Fn lis
prlnu'ras horas esia la atmósiera tan clara que desde ias
cal!, s cén'iicas se percibe el ir.CLS.inte movimiento de los
arbv)!es y plañías con que se arropan las laderas, y se di>-
ünmie;-!, sin conhibión, avpjí am.ariiientas, allá rojizas, la>'
\ei'e'.-as que suben serpenteando hasta las cimas.
I : las \ei"r.ientcs e:\liiben los encmos el verde obscuro
dj sus ínantos \ icjos, a par del \ erde claro de strs renuevos
esfiN ■le'^; e! ¡iZi lij.i.iuitc tremola sus banderines de oro; los
es:iK>5 b^a\ ios coltnr.pun dulcemente sus renuevos pur-
púreos; los iresnos cimar'-^nes, í unitivos del poblado, s.i-
cud;n si:s bra/os, dejando caer las primeras hojas; en lo
más ait') del monte tiemblan los ocotes envueltos en su
haiMPOs.! túnica, y abajo, los rastrojos, Hon'Íooj de estrellas
jaldes, aiuinciaPi \\ próxima venida del otoño.
A las die/, va qiiema el sol; a ¡as once abrasa; v a me-
dio día llue\e luego en el valle. X i veos celajes orlados de
'h!cMv..ia., l">ogan alia por las regiones de Oriente; se juntan,
se multiplican., sj co'ií im-den, crecen, se tornan en gigan-
lescos cúmulos que se \ an eimegreciendo poco a poco, has-
ta qtie al íin eclian el ancla y se estacionan cerca de las
cum.bres.
Si están de'^pejados los cerros del Este no ha\' temore";
de lluvia. Entonces los habitantes, por educación y costum-
bre, retraídos y huraños, dejan el beatifico retiro de su:i
casas V salen a tomar fresco por los callejones cercanos, a
la Siuiceda o al Jardín de la Plaza,
Allí estaba cierto día la Calandria con doña Pancha y
Petrita; allí ostentaba Magdalena su ataviada beldad y ^Ga-
briel andaba luciendo sus lujosos domingueros.
El Jardín de la Plaza no es grande; pero sí muy bonito.
Un cuadrado limitado por amplias calles enlosadas de gra-
nito rojo, con elegantes y cómodos bancos a cada lado. En
el cenrro una fuentecilla inglesa con surtidor de fierro fun-
dido: un ángel que sostiene sobre la cabeza, con ambas ina-
nos, tai platillo, siempre lleno de lamas, del cual se des-
borda irrcrularmcnte el agua con runaores de arroyuelo
exhausto.
En el cuadrado interior, en torno de la fuente, ocho
grandes arriates de caprichosa forma, muy pretenciosos v
aristocrá cieos, aspiran a semejar un gran parque britá-
nico.
. Y en aquellos n:jí'/z(>s, ;quc de primores! En uno los
catetos y Los agaves, cenobitas barbudos del reino vegetal,
ceñidos de cihccos, erizados de púas, mostrando sus flores
air^arÜlas v sanguinolentas, maravillas de un día que na-
die aamira v ningUxio codicia. En otro las azaleas, burgue-
sas ricas, engreídas y ostentosas, que desde hace mucho
tiempo pretenden arrebatar a las camelias el cetro de la
clcí7ancia refinada. Por eso :\nó.un siempre usurpando titu-
los nobiliarios y nombres ilustres. —
7\qui, entre un círculo de piadosos bojes, las marg^t\-
tas humildes y sencillas, zagalas en traje de boda, rnuy
alegres con su corpino rosa o su faldellín blanco; allí, a
orillas de la fuente, bajo los parasoles de raso de las aroideas,
la flor de los ama:ues, la dulce myosotis, soñadora vienesa
de ojos azules, que no puede olvidar las márgenes del Da-
nubio.
Casi en el centro, a la som.bra leve de una brasilera de
noble alcurnia, naora la familia galante.de las rosas, ¡a
^^)
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/ .
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1
C A L A N D R I A
vt'ina, de petalos amoraJos; la blancay indiferente y fría;
Li julapcfj/fa, cuya corola parece una borla de gasa; la Jííc-
cpiciiíiiinf, bañada de doble múrice; la w¡el'¿a de oro, que-,
tiene palidez de tísica; la Vio Nono, ebúrnea, con bordes
carminados; la trepadora, chiquitína y caduca; la rbayofc,
(.]<: erizados sépalos, qiie hiere burlona a quienes la tocan; "
la Napolcóuy aterciopelada, como si estuviera vestida coa
un manto imperial; la de CasfiíLi, opulenta de aroma, alti-
\a, devota, n^.ísrica; la estrella de Lyon, azufrada y hín- '
-uida; y con ellas, todas sus hermanas: unas donosas, ga-
llardas, como la colosal jamaica; otras ligeras y coquetas,
C(>r.^o !a jerieó, que gusta de asomar su carita risueña por
sobre \?s tanias v vallados; muchas tímidas y modestas, de
bLLivc fragancia v sencillos briales, v todas bellas v amables,
señoras de los luiertos v soberarias de los jardmes.
A un lado verijue una araucaria su esbelto tionco con
insuperable ^rcntÜeza, y excelsa, soberbia, extiende con or-
millo ieirítinu) sus brazos ^Imeti-icos v levanta al cielo iU
j^ertiga como la aguja de im campanario gótico.
• A su pie, sirviéndole de alfombra, rindiendo jvirias a
t,-r.:a majestad, \i\en liliáceas e irideas, que en m U'o es-
rr.a'la!^ el césped con sus mil colores: la azucena con su
raanto de armiño; la c: iiz de '^í!/,/fa;;o con su habito es-
c.'.rlata; la //;';,'('./ con su apacible jubv)n rosado; la ciento
en 7i':e. con su \ iolada túnica; la jlor de un día coci su dal- •
niaiica de coior Je ina'ne^^, \ las idadiolas blandeo sus es-
padas V ¿:oi al \iento sus tiánvalas y es tanJ. artes de seda,
bordados de rojo, blan.co y gualda.
• I' nf rente las dracenas liaeen gala de su tropical follaje;
l.is magnolias brindan sus cráteras de alabastro llenas de
esjricia si!a\ ísima; las gardenias entreabren sus capullos,
elaiicos, mostrando rico traje nupcial; las adellas amargas
\ mortíferas, cortesanas impúdicas de los parques, balan-
cean sus ramilletes, y el crotón, vestido de arlequín., crece .
entre los heléchos arborescentes, muy gravedosos con sus
episcopales cayados.
La otro cuadro, los antírrinos de canino rostro \' me-
i •
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Jl /' . F A E L
DELGADO
nudas i:s;as; las trinitarias de carita grotesca, como si arru-
garan el entrecejo y sacaran la lengua para insultar a quie-
nes bis r.^iran; los crisantenios mimados y las petunias hi-
bridav, d panalillo aromático y las inmortales pajizas, la
rcse(^:. T-.v-ante y los nnrasoles inquetos.
1:^1 : n^ el sqnere es bonito y del agrado de cuantos le
A'isitan.
Lj> i^-níngos por la tarde está muy concurrido. Des-
pués .ic. -erm«')n oirece a los devotos que salen del templo
vecino sus elegantes bancos: a los pisaverdes una colección
de Imdo^ palmitos: a los niños ancho espacio para sus jue-
oo':; a ruchos inocentes recreo, a todos agradable frescura.
Los vendedores de helados y bizcochos se sitúan a la
orilla de las calles y allí pregonan su mercancía a grito
•abierro: ios niños corren y travesean de aquí para allá;
las polücas en privanza lucen sus sombrerillos floridos y
vus tra es copiados del figtirín reciente, los mancebos ini-
cian su- conquistas, mientras los viejos cachazudos y som-
bríos h.b!an de sus \ erdes años y de los negocios que tie-
nen en:!e manos.
C'arr.uMi departía con Petrita y doña Pancha se fasti-
diaba, y'.'.n¿o a un pollo tempranero que fumaba un ha-
bano d.^.omunal sin apartar los ojos de una joven vestida
de a/.ul oue se entretenía en romper el paisaje de su aba-
nico.
-Es raro que Gabriel no haya venido! — decía Petri-
tn. Xu.nca falta con sus amigotes: Tacho Romero y En-
rique L.<'pez.
— irían a los toros . . . '
T ,s toros ya se acabaron. ¿No oíste lo que dijeron
los gaerupines de La Ihcria, cuando pasaron hace }ioco?
.Iban diciendo que estuvieron malísimos. . .
— p^^es trabajó Ponclano. . . ¡dicen que es bueno!
— A mí solo nae gusta a caballo. . . A pie, ni tantito. . ,
Mata á ía primera, pero no tiene el aquel de los españole-^
tu\ sa' irosos y bien andados.
83
■Í^.V
1
CALA
N
dría
— A (jabi'iel tampoco le cuadra, pero dice que es biiCii
charro y que para eso sí se pinta.
— Hablando del rey de Roma... y él que se asoma míralo.
— ; Quién? ¿Ponciano?
— No, mujer, Gabriel. . . Vea usted, doña ranchita: allí
\ ¡ene Gabriel con sus amii^os . . . con Tacho v Enrioue.
¡Y qué plantado!
— ¿Por dc)nde?
— Por allí; por aqtiel farol; por donde están los ru-
rales ...
Doña Pancha dirigió la vista al lugar indicado v il ver
venir a su hijo sonrió satisfecha. En los ojos de la amorosa
quintañona se leía clarito que estaba contenta del mu-
chacho.
Carmen le miraba también como embobada, y Petrita
apenas podía disimular que el mancebo no era para ella un
costal de paja.
L,os tres amigos se detuvieron a corta distancia. Traían
muv animada conversaci(')n, \' se detuvieron a ponerse de
acuerdo acerca de im incidente de la corrida.
— Mira: ¡qué flaco es Pnrique L''>pez! fíjate. Carmen,
parece de alambre . .
— Y Tacho tan'ibién . . no tanto. . pero no deja. . .
¡\' con ese sombrerote que se b.a echado!
— No asi Gabriel . todo le está , . Si als^un día se
\ istiera de catrín, va verías .
— ¡Dios nos hbre! — dijo doña Pancha. — Bonito que se
vería con la levita y la bomba! ¡Irualito a don Pepe Sierra
cuando saca la de contestar! Xo, mi hijo no ha de vestirse
a^í. De char'^o ya lo ven . . ¿qué pero le ponen?
— ;Quién le parece a usted mejor, doña Pancha: I'ii-
i"iuue o
Tac!
.MO
— Miji: l(js ílos l)i(n\ como decía el indio . pero los
dos son buenos muchachos y amigeos de Gabric!.
; Fu que dices, Carnu'n?
— iQu.e preguntas tienen!
— ; \ Div's! ,Pr': que.-^
>1
^1
I
R A U A E L
-Porque sí
DELGADO
>>o, di me con franqueza. . . ¿quién
■Ptícs, con iranquc/a
Gabriel!
84
— No dii^o de Gabriel, tonta: ;Enrjque o Tacho?
— ¡Ah! " . ." , '
Petrita en voz itíUv baja !e dijo al oído: — ¡Tii siempre
con Gabriel!
— Cvállate — contestó la huériana, dando con el codo a
su amiga.
— ^^amos, responde: ¿quién de los dos?
— Yo no dieo: di tú . .
— lacho es simpático, rasgadotc, chancista; Enrique
bien h;;blado, gracioso )' divertido; sabe muchos cuentos,
tiene muchos dichos, canta bien. . . ""
— Eo que es para dichos, hija. . . a Tacho no hay quien
se la í^,:ine.
— Bueno; pero no se trata de eso. . . ¿quién es más
buen mozo?
— Enrique tiene bonitos ojos; pies chicos. . . Tacho buen
cuerpo. . . ¡Siempre Enrique!
En aquel moiv.ento pasaron los amigos y saludaron.
Gabriel retrocedió v dejando a sus compañeros vino a ha-
blar con las del grupo.
— ¿Qué tal de toro..? — dijo doña Pancha.
— Pencos. . ;Cóino le ^'a Petrita? Carmen, ¿cómo le
va? — dijo, tendiendo la mano a las muchachas, mientras
J.iba hi izquierda a la quintañona. — Ya vuelvo; guárden-
me el lusar. Dov un.i \ULíta v \'ení;o. — Y se fué.
— Voy a decirle a Enrique I ópez que tú dices que tiene
ojos bonitos . .
— ¡No, Peirita, por Dios . qué diría de mi! . .
— ¡Que iiabía de decir! . ¡Se pondría anchísimo!
A tiempo que esto decían, dos jinenes ocuparon' el
asiento frontero. 1.1 um^ que era delgado, pálido, y apenas
le pintaba el bozo, xenía jugando con un bastoncillo; el
oci'v). delgado también, de g'Miides ojo.s negros y barba corta-
da en punta, fumaba un cigati-iiio y conversaba con viveza.
85
y
A
A L A N D R
V
A
— C i-:iv.-o, — dijo este — ;}\\ \isic?
—No.
— Mira qi'ó :<íi!.¡; a!li, cnív^-m:, la Jo 1j'> ci^sa
ua'=¡ s:iini-
cia
— ¡Buen bocado! . Pero osa no es viJÚi.
— ;\o es '■ii/,:? Si la comp.iñe.-a lo e^iá cliciciJo. Te
cÜie el leparlo: la \ieia es la coeinera; la que cal/a eliaiol,
n. an^aiei-a, }• la oira, la nv)dnza.
Mira qué pies tan bonitos . . ;Con b.'V.itas broncea-
cI;.n; Tienen cara ele ser ^enre honrada.
Los i(')\enes di!-ii;'an tan in.suientes miradas a las nni-
cbaelias, que estas sc encendieron y bajaron los oíos. Pe-
irica \o!vio !a cara a otro lado y Carmen se puso a jugar
con las puntas de su yí!''u:(), largas, anchísimas, de linisi-
ma malla de seda.
Los cal y¡ lies seguían hablando.
— :C:hico . qué lialla/go! Fsta tiene todas las í;enera-
les de la ley: bonita cara, bonitos ojos, labios rojos, boca
c'hK]uita, y ¡qué pies, qué pies! Lsta no es ^^afa . Será
Jiij i de algún artesano, de algún ranciiero pesudo. . Tiene
tod.o el aire de una señorita. . . ¿Dónde vivirá? . . Yo em-
prendo la conquista!
— ¡Como no lleves el gran cliasco! . . . Estas suelen ser
muy resabiosas y ariscas. . . Al primer emite se te pone
josca.
— ;Y qué' Wielvo a la carga . . Pongo el sitio en for-
ma . . ¡Pla/a sitiada, plaza tomada!
— Si no viene reftierzo y sale un general que te obli-
gue a Icwmtar el campo.
— Ahí está el quid. ía habilidad consiste en eviiarlo.
— L^a ha de tener su novio: \\n charrito, un valiente
que te pueble dar una cuchillada. ¡Ándate con tiento!
¿Como no ha de tener novio una muchacha tan guapeto-
na? Lsta en su clase debe ser como Lola Ortiz . ;y se le
parece mucho!
— ;No!
^^
S6
K A F A E L
. 1) E L G A D O
El corte de cara, la nariz, la
— ¿No? Fíjate bien. .
barba ...
— Sabes que tienes razón. Si ésta fuera rubia como Lo-
la. . parecerian hermanas.
— No te lo decía ...
En tanto que los jóvenes seguían haciendo lo que uno
de ellos llamaba el estudio anatómico de Carmen, pasaba
ante ellos una parvada de niños, solos o seguidos de las
niñeras. ¡Hermoso conjunto de belleza e inocencia! Yn
poeta de salón habría dicho, en grilescas quintillas, que las
flores del jardín, dejando sus tronos de follaje, circulaban
piando como ruiseñores implumes, por las calles que limi-
taban el squarc.
Los había blondos, con mejillas de caracol; morenos,
con ojos picarescos; formales y seriotes; risueños y comu-
nicativos; bulliciosos y desobedientes; silenciosos y sumisos.
Dos que parecían gemelos, uno nioreno y otro rubio, ves-
tían linílos trajecitos de marinero, con anclas bordadas, y
levantando con graciosa desenvoltura el sombrerillo de paja
de ítalíj lucían la despejada frente. Otros, con vestidos
de lino blanco con tiras bordadas, gorritas de raso con ri-
zadas plumas y suntuosos lazos, calzaban botincitos de seda
y m.edia> corlas que dejaban ver las pantorrillas mórbidas
y sonrosadas. Más allá venía uno con fantástico traje: cha-
quetilla ribeteada de ahimares y sombrero de fieltro con
motas andaluzas. Tras éstos, otros, y otros alegres, festivos
conñendo bízcochv)s o chupando caranielos. Una niñita muy
peripues:a y grave embrazaba una niuñeca, tan linda como
su dueña, mientras su compañcrita, enlutada y pálida, aca-
riciaba im rorro de ojos garzos y boquita ristieña.
Doñi Pancha se extasiaba contemplando a los niños.
— Me parecen — decía — una parvada de pajaritos que se
escaparon de la jaula!
A tiempo que Gabriel llegaba, doña Pancha logró atra-
par a un chiquitín, muy gracioso y afable, que iba apresu-
radamente en pos de la niñera, gritando:
— ¡Andea!
S7
/]
L
i\
X D R
A
— Ven acá mí alma. . . ¿Cómo te llamas, angelito?
El niño quiso al principio escapar, mas luego, al ver la
amabilidad con que le trataban, se acercó a la anciana.
— ;Cómo te llamas, niño?
— Calito... — respondió el chiquitín, bajos los ojos,
dando el primer mordizco a un caballo de pasta y lleván-
dose medio jinete del primer ataque.
— ;Cómo? ¿Cómo dices?
El chico tragó apresuradamente el bucauo y contesto:
— C^.alito.
— ¿Calixto? ¡Di chiro... clarito! . .
— CJalito . ¡Ca. . litol
;Ah! Cirhtos, — explico Petriía. — ¿Carlitos de quéf
Calito &t papá . . . — E! interrogado se mostraba impa-
ciente y pretendía escapar.
Doña Pancha le dio un beso. Petrita otro, y Cabrie! 1-
hizo una caricia. Sólo Carmen permaneció muda y Iría an-
te las gracias y belleza del niño.
— -Que no le gustan a usted los niños, Carmesí? — Pre-
guntó Cabnel a la huérfana, sentándose a ;;u. lado.
— No . . dan mucha guerra . . molestan nui-ho...
— Pues a mi si . . ¡Son tan z.. lameros y agraciados!
— A mi nc
Dios me hbre de sinrirlos!
El mozo hizo un g^sto de desagrado y se quedó pensa-
tivo.
— -/Quiénes son esos jóvenes, Cabriel? ¿Esos que están
sentados frente a nosotros.'
— Ese de la barba se üam.a Alberto Rosas; es muy rico
V muy calavera; dicen que siempre e^.tá borracho. El otro
dia en los toros no podía ni hablar. El otro se Hama Pepe. .
Pepe. . . ¡tiene un apellido niuy rarol Siempre andan jun-
tos; son muy amigos.
— ¡El otro es muy sin' pático!
— ; Simpático? ;Qué tiene de simpático?
— Bonitos ojos, buen cuerpo, í rente grande. .
— Como los de otro cualquiera. . . ¿Verdá, Petrita?
— No; lo que es simpático, lo e> . . Será lo que usted
88
R A V A E L
DELGADO
ouiera; tomará, se emborrachará todos los días, pero en
cuanto a simpatía . No se ponga celoso, Gabriel. Lo que
sea cierto ¿por qué no se ha de decir? ¿No ustedes los hom-
bres, cuando ven una muchacha bonita, y les gusta, lo di-
cen? Pues, ¿qué más tienen que nosotras.''
—No; es muy distinto. . . Los hombres no pierden na-
da. . . ¿Y quién le ha dicho a usted que tengo celos?.
Dos personas, que atraían las miradas de todos, se acer-
caron en. aquel momento: Magdalena y Jurado.
Este, contra sus hábitos, iba aseado y elegante: camisa
limpia, clialcco amarillo, levita y pantalón negros y botines
de charo!. Era jiboso y juanetudo, de pelo recio y aguileña
nariz. AEigdalena, muy atacada, reventando el corsé, den-
tro de un vestido _de gro color de plomo, adornado de azul;
valiosas joyas en las orejas, rosas blancas en la cabeza, y
guantes amarillos.
La singular v feli/. pareja cruzó ante los pisaverdes.
^Llgdalena, colgada de! brazo del tinterillo, parecía un pa-
vo: Jtirado, muy cortes, saludó a Rosas y a su amigo; su
compañera, con toda ía majestad de una reina de teatro,
inclinó la cabeza, acompañando el movimiento con una
sonrisa, y luego, volviéndose hacia la huérfana, di jóle con
afectada afabihdad:
— Eíijita: la espero e<ra noche . -^
Eos jóvenes estaban a punto de soltar la carcajada, al
ver la figura ridicula de la voluminosa trigueña y de su
escuálido comí pane no.
— Chico. . . ¿que te parece la esfera f erres f ve?
— ¡ja, ja, ja! Tate, tate . . ya tengo trazado mi plan
Artes de principiar la campaña voy a nombrar ministro
plenipotenciario, con n^iisión extraordinaria cerca de esa
muchacha, a m.i esiin^.ado amigo don Juan Jurado.
— ¿No necesitas de un secretario?. . . Si lo crees con-
veniente. . . acuérdate de tu amigo Pepe, que es listo y no
se mama el dedo, para conejar a la luinisira . . . ¡que^ni
mandado hacer!
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r
L A
C A L A N D
i\.
I A
—Por ahora, no, chico... No tienes dotes diplomá-
ticas. ^ '
rle-antc, í;rac¡osa, belhi, dulce, en compañía de otras
señoritas tan hermosas como su amiga, paso una gallarda
JO', en. ante la cual Alberto y Vcpc se pusieron de pie, para
corresponder dignamente al saludo más discreto y anrable
que darse pueda en labios de mujer. ¥a-.\ L.olita Ortr/. La
Talandria fijo en ella los ojos con profunda tristeza y lanzo
v.n .-.uspiro.
CAiantU), a poco, el alegre grupo de aristocráticas seño-
ritas lonv,') a cru/ar pov delante de ¡a jo\ en, la belleza de
Caj-men hamo su atención.
— hoio, bolo, — dijo una — mira qué bonita mucha-
c^..a
— ;Cuái, ^Ln'^■?
— Aquella .'la de la falda guinda. . la del rc/'(>:o de
seda . . Aquella, ]j)\ó\ la (]ue esta sentad.a allí, en aouella
banca, frente pov frente de Alberto llosas Allí, junto
a ese jo- en muy guapo, de ^omb'-ero de felpa ^n> . .
— ;\^ue boniía!. . ¡Qí-'^é ojOs tan hermosos!
— Ove, bolo: ese jo\en sera su no\io . . ;Me gusta la
parcjital
— Ser.i Ivjrmano ^u\ o, Marv.
— C'bser\a, o'oserva . . . jcon^io la mira Alberto Rosas!
;\''isie?
— ¡Deja, hija! . . ¡Yo no sé pv^r qué la gente decente
se oÍ\id.i así de su clase, > rebaja su dignidad ha.sta galan-
tear a esas nobres muchachas!
RAF A E L
DELGADO
XI
>»t>
¿QUE trazas se dio Alberto para entrar en relaciones
con ei rintcrillo? Acaso lo sabremos más tarde.
Turado v su amiea ¡cniiin a comer un caballero: este
caballero era nuestro conquistador, a quien la pareja se
pr(>nuso obsequiar espléndidamente.
Desde la víspera anduvo Magdalena muy atareada, y
tanto que se vio en el ca^io de pedir a Tiburcita, a Pauhta
y a Carmen el auxilio de sus habilidades culinarias.
No parecía sino que en aquella casa se iba a repetir el
pro\'erbial banquete de i as bodas de Camacho.
DesiHiese de comer sj dio principio a la faena. Aíalenira
tenia hedías las compras óx'^ác la mañana; don Juan vmo
muv cargado de botellas, una huicrici, como él decía, y
J\ui!ita \ Petrita !a\ jrc;:; cuidadosamente la desigual \aji-
11a. Piaros blancos, azules, multicolores; unos de burda imi-
taci';n chii^esca; otrv)s pintados con dibujos fantásticos:
fio'-es imposibles fruLis de otros mundos, juncos mons-
tiiK--:s y manda: ines c]ue nní-ecían íetos; copas de md fi-
eiü'as, ^■asos impares, cui>iertos de todas formas, clases y
tanrm- s; fuentvs inn-;n as y gánalas disímiles, en fin, to-
do-^ los tesoros cA apa/ac'v_>r.
l'rii-ieramente j-rocedio Magdalena a ejecutar seis po-
llos V un pavo. í os p-'n^.'ros muiieron a n-janos de Pauhta,
en un samiamen, e\n- m-uh^d )s brutahriente. Ll pavo, un
]iL-r;:os:) ravo, !.isci\o, ^ebado con almendras v nueces,
^wi^^K^ -e-^crvado a la f.aocidad valerosa de Magdalena. ;Po-
b-'^ < uaiolote! ;l>urante lar-os meses íu'¿ motivo de disgus-
ros \ riñas para Jas \ecinas del ¡^luio, por las fechorías que
}m/o n-as de ima vez en la ropa tendida a! se>l, mancliando
ia niv.a blancura de las sabanas y mantefes con sus pies
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A
C
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\ L
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X
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71 /
/
V
inTinnuic-, \' c^lLimixinJ'.) en las CAnv.-as 1l->cs y c^trclias do
1.i:iv:;í> iiLciionclo, liasta cnic su. dueño ie ato cono!
Desde entonces, célibe hnr.iño y odiado de todos, se
p'jsí) melancólico, con el moco caídv»; solo de tarde en tar-
de esponj.dxi su plu-najc, lan/andt) e! jpi-i ■ • un! ostento-
so wie sil:, andantes an!-elos, con una tri^te/a que daba !ás-
tnn.i.
Ai soltarle ^íai-da'ena aouel ¿\x huw') presuroso, ere-
\ '^ru'o (.lue iba a recobrar su ariKiiJ.a liberiad, a dejar la tr'^-
¡t'/a de aunel parió, oari él desierto, v a correr en pos de
¡a enai"norada pa'eja. ¡Ay! Acpieílo no fue sino para caer
LO i^odar de An;;eaU;, que, pe:"s¡^u¡endole a pedradas, le
r^'>rra¡é> en un ao'ju'o del coiae<.:or, basta apoderarse ^le
:>a vanidosa persona.
] ntwii.es \.ai:da'ena, sin apiadarse de su ani^ustia, ni
(íolers.; de la paÜLbr': a/ulada de ^i coligante cresta, le ato
ia^ palas ^ le rv)l^u(') en un \-^\\:.v. AÜi, cuello abajo, asustando,
a.'u'.;ioo, [\'nso en el supücio;, en la muerte por extrangula-
ci )¡i, de cuie t.int(> le bablara e! único anciano de su tnbu.
ri suelo estril)a sei^tijiuio de aojiellas sirs íiermosas plumaN
da can^.l^iantes rriecaiicos \ tr^rri i^oia J.o pa\i')n; la sanere
aíiu,a a su cabe'^'a, e los pollos cpie cei'ca vacían, exánm^es,
L alientes \ pal pilantes aun, coii el pico escurriendo sangre,
c:i:itaban a su inin^o toda esoeran/a de sa!\ación.
Lleíé) por fin el temido instante: acercé)5e eí \erdui:o,
palpé) las carnes d.e la víctima mu.rmurando un elogio, dejó
e)eapar ima íiase compasiva, y le acarició por idtima vez.
Id alloi-ido irtia jolote no puelo reprimir un irrito de ale-
gría. Acaso aquel cora/ón de granito principiaba x ablan-
tlarse; acaso aquella alma embriagada por el vino de la
crueldad \^ ofuscada por la jlchrc frid de la venganza, se
residía a las dulces e inefables emociones de la clemencia.
Ld mísero pavo levantó el cuello infectado de sangre,
vo]\ió en torno los despa\oridos ojos, y con mirada dolo-
rida y angustiosa parecía pedir misericordia a su cruel
eiecutor.
¿Qué había hecho para que así le trataran? ¿De qué
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D E L G A D O
h.orrer.alos crímenes !e acusaban? Cierto es qtie había sido
causadt:)r de muchos escandalosos desperfectos, de algunas
fallas :]ut, por n-iás que se devanaba los sesos, no le pare-
cían de tanta gravedad; cierto que había manchado sába-
nas \ manteles, enaguas v camisas; pero que le tuvieran mi-
sericor.iia, el no tCiiia conocimiento de aquella ley prohi-
biii\a; to^lo pro\enia de su iireílexion; de su estulticia de
lodos conocida; de su ¡niJeza cannpesína; de su falta abso-
luta i\v cultiu'd soci d. ;Ouc sabia él de csoí' ¿No liacían
otro tá;:ro los aie''éoad(^s lalderiüos de Paulita y los sa-
buesos ¿J. po.rteríK mas bruscos, ordinarios y despóticos
cjue u"; guardia nar;o¡\d en campaña contra los enemigos
del Cíobierr^)? ¿Quicii pens.ibi en devarios a la horca?
•AbomÍ!iab:e injioricia de los hombres! Los tales sa-
buesos, c;- amigos juarados de todo individuo de la estirpe
plun^ítera, hacían cada despropósi-^-j que Dios tocaba a
juicio, y nadie, ru por pienso, i.ntentaba castigar sus auda-
cias y denlas ías.
lo- n:>mos gatos regalones que, en apariencia, no eran
capaces de qi'cbrar i\n p!at(;; que biipócritas y ad.ulones
andaban siempre por el iogón, dándosela de mansos c ino-
centes, eran, en suma, uríos bandoleros desalmados, terror
de iileucrjs v clarines . v ;quicn era bastante enérgico
para exigirles daños } perjuicios? ¿Quién era bastante osa-
ilo a pedir para ellos el garrote \ il de los facinerosos? ¿Por
que caía sobre el todo el rigor de la justicia?
¡Fri vano levantaba el cuello, antes cadavérico, ahora
sanguinoienro y amoratado, demandando perdón! . . . ¡No
había esperanza!
lal verdugo arremangaba sus ropas. . . pero. . . ¡ali! en
sus ojos se leía la vacilación, el temor, cierta expresiva con-
dolencia.
— ¡Pübrecito! ¡Qué gordito!
Estas palabras fueron para el mísero y cautivo guajolote
ledas como las brisas de los campos en que había nacido,
donde dichoso y feliz, bajo el cielo azul, por entre los ma-
rojos y ios sombríos húmedos cafetales, corría, libre como
\
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D E L G A D O
el ,>irc, en pos de una pavita donosa y amable, un t.-:-.t() mc-
Jrosica V tímida, señora de sus pensamientos y 1l::u.o due-
ño de su vida.
Mas, de pronto, aquella alegría se desvanecivS, al percibir
el asfixiante olor del chile que Paullta tostaba l:: la co-
cina. Aquel olor insufrible era para él, como pai.t un rey
los preparativos del enibaisaman-iiento. Aleteó, sj quej(3,
irguió el cuello, pero le faltaron las fuerzas y -j resignó
a nnoi'ir . No; llegado el mon^MUo lucharía hvijicamen-
te con su \'erdugo.
Cuando Ma^;dalena, va resuelta a dar térm;-.- al su-
plicic), se acercó al pavo, y con ella, semejantes a !a mul-
hl'kI que llena de feroz curiosidad rodea un patíbulo, to-
dos los granujas del ¡)íiti(} presididos por Angelito, la víc-
tiir.a hizo acopio de fuerzas y recibió al verdugo- a pico-
tazos, aleteando como un águila.
¡\'ano luchar! ; Inútil furia! Un chico le ^uku) las
alas, V Magdalena, asiéndole del cuello, se lo lu.-.-j y rc-
t(;rcio, íiranJt) al mismo tiempo luicia abajo.
/\quel!o óiiio un ínstame. i\ira ah.ogar la voz z.i ^ con-
ch'nadv) no fuieron neco^ari';S los tambores cié r- -uerre.
lV(ni;> \.\ (.eílumi^a vertebra! ccmiio mía caña qu_ :-. quie-
bra, \' se o\('* in oLiejic'o. Tc:do estaba ternunad >.
• C i'uido h)^ \erdug')S separa'"on sus crispada-^ i:^ nos, el
aw. laxo el ciieÜo, y con\'.aido en una bolsa iP. '.jni^i'c,
a'iea ida v femüla, quedo balmceándcse como uu eruumal
en í.^ iiore:, esparciendo le\ es pluiuas, blancas \- \.b:'^.
[ )> ehieos que durante la ejecuei/íu estaban c<;ulas;)s
y ape:"'ado-. j>'"or!-imipieron en uívi gnteiua \ C'\: :.'.:. :aV.\cv\ le
s.iU.ije \ ^e ol.eeierí^n paiw e! desplume.
— (.u.u\h.nu-,e las pluiuas de la cola x de la^ .na'^,-— les
recou^endñ Pau'ua, — ^;i:e (Kii;r(^ hacer vn Na.uJi.. .:!
' Ca'-men \i-v> en a}ud.- de Mu;dalena para Ilu
ce p-. yiecto vie jurado: la c^'i\nla insuperable, ^
rada, C'V^ su ifeiiaute contra de ca'"anKU).
1 ) \ e ^ i
i-i< '^r-'^!- 1 n* ''S el lUITnn c!
\ 1
1
.u'as sí}r^rai^P;s, el
e^ dul-
\e, do-
e. para
' ■ ■ ' "\ u ■> 2
ii
fiestas, rcrfumado con miel virgen, blanco, vaporoso, que
parece en el plato una nube primaveral.
\Ouc íacnj. tan lari^a! A las diez de la noche no con-
cluian aun. Id n^ole estaba )^a a medio condimentar, y en
la ro a salsa nadaban los restos del mísero guajolote. Mag-
dalena rebanaba la carne fiambre;' Paulita palotaba !a VíI-
r;o/(\s V Carmen espolvoreaba de canela c! nevado turrón
A' derpraba con almendras y pasas el plato favorito de
Turac o.
j\\ Heear Cabriel esa nocJie, vio con discusto que la
IuLiérK:na no estaba er« casa, y al oírla cantar en la de Mag-
d..iena no pudo ocultar su desagrado.
-"-Mamá: — diio entre colérico y grave, — ¿por qué deja
usteu' a Carn:ien que se trate con esa mujer?
— ;Y eso (lue, hijo?'
-~;C')ue? r'^io la cnnoee usted? Es una mala amistad.
Una anu^a ptie no le C(;n\iene.
— rj^'^y que no le Cv)n\iene.
— i':)nuíe esi nniLua <-'ordiflona no es buena, ni puede
serlo. ;(. •:uo \i\e, señora madre? Mal. Se acuerda usted de
cuando la tu\'o ei gachupín de iM Saniaudcr'nia} ¿Se acuer-
da luteu. cuando el teniente la echó de su casa a patadas?
— -¡C:.ibriel! rCabriei! ¡Que lengua tienes!
— Xo, no es mala lengua. . . Lo que yo digo es la verdá,
¡la punirá verdá pelada! Pero, en fin, usted sabe lo que
t'>ara rpié hablar v
hace; a mi no me lle\a ei ínteres. . . ^
estar ]ioríiando! \a sabe usted, señora madre, que yo obe-
dezco 1 u^ted en todo . . y que nunca voy a la contra
na . . .
ctunr»!!
\ mí me pareció del caso decírselo a usted, ya
se acabo!
go.
— Me -a, Cabriel: puede que razón no te falte. . en al-
r\o en todo. • '
— ?\o; no ]iable:nos más de eso . . . ¡Ya cumplí!. . . A
sti ticr. po lo diré . . .
— C)^"e, y no te acalores. . .
— ;No, no, basta! |
95
í"
V
•lí»
L
\
CALA N
D
R I A
Y diü h vuelta. Lo que después habló con la Calan-
dria ya lo sabemos.
iil mozo estaba de mal humor, ni siquiera tuvo el re-
curso de salir a dar un paseo; llovía a mares y era irnpo-
iibie poner un pie fuera de la casa. Quedóse tendido en el
catre, fumando cigarrillos y meditando en lo que aquella
tarde le habían contado y en la manera como debía apar-
tar a la huérfana de la perniciosa amistad de Magdalena.
— Seré enérgico — se decía — muy enérgico. Yo no
puedo dejar que esa inuchacha sin experiencia se trate con
ia mulata. Dejándose de sus chismes y embustes y aunque
de su boca no salieran más que palabras mansas, debo im-
pedirlo. Dime con quién andas y te diré quién eres. Los
que vean a Carmelita con esa mujer, dirán que es como
clia . . . Canas me dieron de contarle a mi señora madre
lo que Magdalena dijo y si me callé era porque no quise
darle un disgusto a la pobre vieja. Yo ¡o arreglaré ahora
todo. Esa muchacha tiene los ojos cerrados y esta cre-
\cndo en el cariño de la otra. Yo lo arreglaré, y como se
di be, con toda energía.
Pero las energías de Cabriel dur.u'on poco, ya lo vimos,
ante las ternuras de Carmen, y no sólo no volvió a hablar
aquella noche de los embustes de Magdalena, sino que acce-
dió a que su amada aceptara la in\ itación de su amiga y
asistiera al convite. ;Cómo negarse a los ruegos de Carmen,
cuando sabía pedirle todo entre mimos y caricias? Ade-
mas, podría acontecer que la joven se disgustara, y, quie-
ras que no, hiciera su voluntad. Accedió, sí, pero con
muchas recomendaciones, previniendo a Carmen que poco
a. poco fuera dejando aquella anViStad, haciéndole ver que
Magdalena no gozaba de muy buena fama y que las gentes
o'ie^ con ella la vieran la juzgarían como a su amiga. —
Quien con lobos anda — agregó — a aullar se enseña; lo
malo se peg.i y yo no quiero que seas como c^a maldita
mulata.
Carmen reía a cada improperio que lanzaba el ebanista.
Al comprender que el capítulo de las recomendaciones y
5>6
^(
RAFAEL
DELGADO
consejos no tenía término, apeló a sus acostumbrados re-
cursos amorosos. Acarició al mancebo, atusóle el bigote;
le compuso la corbata, y luego, fijando en él sus brillantes
ojos, acercó, poquito a poquito, sus labios a los del venturoso
amante, como si fuera a darle un beso. '
— ;A quién quiero yo mucho, mucho, re . . . te . . .
mucho?
Gabriel delirante la estrechó entre sus brazos, con tan-
ta fuerza que la joven con acento de fingido disgusto,
exc lamió:
— ¡Gabriel. . . por Dios!. . . ¿me quieres matar?
— ¡Matarte! — replicó el mancebo sorprendido de que
la joven hubiera adivinado su pensamiento. — ¿Matarte? . . .
Sí, te mataría, si alguna vez no me quisieras. . . Antes que
fueras de otro te mataría! . . .
— jQué linda manera de querer!
— ;Qué quieres? ;Así soy yo! Di lo que se te ocurra
de mí, cuanto quieras; pero reflexiona que te amo con toda
mi alr.ia; que en esta xlda eres todo para mí . . . ¡todito!
Si no has de ser mía, no lo serás de nadie. . . ¡la verdá, la
purita verdá!
La joven se estremeció como acometida por un pensa-
miento sombrío.
— líasta mañana . ;Te vas con Tacho a! herradero?
— Pues . . iré. ¡N:) he de verte en todo el día!. . .
¡Como vas a estar de íestín! ¡Tómate una copita a mi
salud!
— Ya te puse la ropa. . . ¿no te falta nada? . . . Vuelve
tempranito. . . A las seis.
— Nada, Carmelita. No te olvides de mí; yo todo el
día estaré pensando en tus ojitos. Oye: ¡cuidado con don
Juan! No lo dejes que te enamore. Es muy chirrisco. . . y
le gustan nuicho las muciiachas bonitas. . . Y ese día sí
que Magdalena te arañaba. . . ¡Eigúrate tú, se le acababa
la ganga! .
Entonces sería yo la l':cciic¡ada
y
97
— Pues hija. . . ¡buen provecho!
ja. . . ja
h^
/
Ln ColandricT, i
A
CALANDRIA
XII
A 1.1 iPT.i toJo est.ib.; arrcs'lado. M.u;d.iL'.i.i muy cintila-
na Ja \' p-jripiiesti i'coartía alegremente con l'.)S convidados
ciuc h.-DMíi l!e';ac!o va. h'-tos eran: Carlot i Marín i/V Urrii-
f/i¡, ur..\ irallarJa ^- decidora taoatía, ca^a^ia en secundas
]ii pc¡a^, a*^i 1
) (JecuT cÜa, con un íenicnte coronjl
don Sa-
tii!'!iip.o Are\\do, \\i\ a icjo ajarocliado, o;i..lei;re y testivo,
\' Arturo ^ínciie/, un poüo relamid') que hacia \ ersc^, es-
cribiciUc del |u/'vid:) v vuoaitei'no de don íuan.
]\vj.i!ri \' P'eii'ia \i>;ilaban adentro sarterics v cace-
rola'^, \' C.jnnon, frente a un espejo, daba el ultimo toque a
su ^ra p ij ;\' i i ! ,-•. d a b cid a d .
I\ii;a recibir dignanientc a Rosas y e\itar que viera los
intei"iíM\-, dj aquella casa, luuica correctos, \- ir;enos en aquel
atar¡v)so d..i, Ab^j^dalena dispuso la mesa en el cuarto prin-
cipal, a la ep.tradwi, en e! áu^ulo Í7.qui.''do.
Ja saiita era típica; un ajuarcito au'-ti'iaco; sofá, dos
nr.^ccdv)res y una docena de sillas, con sus correspondientes
velos tejidos de gancho; una mesita redonda, de vulgar es-
tirpe, con i\n gran quinqué, y cargada de muñecos y tar-
jctert)s de porcelana; en los ángulos, unas rinconeras anti-
guas de talla que Jurado con^pi-ó a los albaceas de un fraile
dominico: en cada una de ellas una estatua de yeso, can-
delabros de cristal azul y jarrones con haces de flores de
caña \' plumeros de cola de zorni.
hn el muro de la derecha, arriba del sofá, en doraclo
marco, un retrato litográfico de don Benito Juárez, colo-
cado entre dos cromos, de sobra intencionados v malicio-
sos: el uno, un cura francés plácidamente engolfado en
la lectura de Nancí; en el otro, el mismo individuo, dando
remate a un plato de ostras y a una botella de vino blanco
)a muy mermada. Pendiente de la a iga central una lám-
98
R A
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-\ E L
DELGADO
\
para de globo opaco, que cada noche prestaba su claridad
lunar a los raptos poéticos de la romántica Magdalena. ^
La conversación era de lo más animada. El escribien-
tillo, caitivo dentro del círculo brillante de su cuello de
celuloide, tirándose a cada momento de los puños y ju-
gando con la doble cadenilla de su reloj, escuchaba a Car-
fota que hacía gala de ingenio y charlaba con Arévalo a
quien azuzaba Magdalena en contra de su amiga.
Con feliz desgaire y la entonación dulce y enfática del
jaÜsciense más puro, trasponiendo las palabras y trayendo
a cuento las ideas más ren^.otas, Carlota abrumaba a su
contrincante. Este se esforzaba en no rendir las armas y
resista- a su contraria que descargaba sobre él, a cada ms-
tante, frases y sátiras que era casi imposible resistu*.
—Pero señor, — decía la de Urrutia — ¡con lo que me
he encontrado! ¡Si todavía los muchachos me hacen for-
mal! Si todavía, cuando me com.pongo, señor, y saco el de
seda, abren la boca los lagartijos al verme pasar! Y ahora
salimos con que se enamora de mi ^Matusalén y me recibe
con una descarga de piropos, pues? ¿Se quiere usted burlar
de mí? ¿Burlarse? ¡Vaya hombre! ¡Lo dificulto!
]\T(;) es eso^ . — Árevalo al hablar se comía la ese
y canturreaba las frases finales con el dejo singular de los
^.^s^eños— no . . . Carlotita. . . ¡Con razón el señor coronel
clavó el pico y rindió la espada!. . . Ya soy viejo; pero no
me lo eche usted en c.ira, quc no es afrenta. . . Soy viejo,
pero tenv;o el cora/on joven. . . ¡Todavía me salta en el
pecho cuando veo un cuerpo así, airoso, y una hembra tan
^uiapetona, como quien dice... la presen. te.
-^-¡Gracias por la galantería! ¡Magdalenita, qué amigos
tiene ti^ed tan francos! Si vo lo he sabido no vengo . .
Vea usted . . ."v si le sov infiel a Urrutia? ¿Quién sostiene
el ribete? ^'í-S usted iiLT.ibrecito?
— ;Muv honibfc' Como un Napoleón.
— ¡Adiós! ¿Ls i\..^A general? Pues quejo ocupe el Su-
premo Gobierno . .
servicio . . .
Un ueneral debe estar en
o
V
-Hü.. —
$9
I'
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C A L A N D R
A
— Yo estoy en retiro. . . pero usted, Car!otita, va a ser
c.iiis.i de . . .
— rl-íe c|ué, señor? ¿De qué?
— ;í)e qué;' . . Dígaine usted en qué parte está el se-
ñor ürrutia, ese coronel íeü/., dueño de ese corazíju ar-
<.iieute, de esos ojos de diosa y de ese cuerpo de palina!
— ¡Oii^i! ;Me dice usted con eso que so}' flaca?
— No.
— ¡(-orno las palmas son altas v deliradas!
— x\o, por !o esbelta . -
— Miichas gracias, señor . .
— ; Dónde está el señor I rrutia? ¿Dónde?
lejos
en Sonora.
— Mu;.' lejos .
— Pues allá me voy, a proiumciaime coiitri c
— -Pues qu.e le haga [)ren provecho! . . . ;.\o es \erdad,
I Gobierno.
: cí a 1 e n 1 1 a ? ; ;\ c ! i v )s de mi e n a n : o ra d o !
— ¡-K n\¡nde u^;ted, Cirlotita!
— ¡líombre! ¡Que deseos!
-ice que no
— Si, enviude usted
— ;Para une, Aréwiio?
— ¿Para que? X'amos . Usted sí que se
e.iriL nde . .
— Sánchez, dígaselo usted . . A mí nx' h^cc falta el
ulento auc usted tiene, para decírselo cLirito . .
— Xo; — contestó el poetilla, haciéndose el modesto —
}o no tengo tálenlo. A usted le sobra. Para decirle a la se-
ñora que SI enviudase se casaría usted con ella, no se ne-
cesita mucho. ¡En dos palabras. ya estaba dicho!
— Y en verso. ¿Ko es verdad? — observó la de Urrutia.
— ¡Claro! Ln un joven es lo más natural, pero en los
CjLie }'a no se cuecen de im hervor
Señor: si va está
i; ted para rezar el rosario y disponerse a bien morir!
— ¡No tanto!. . . Que usteti no me quiera, no quiere
decir que otras no estén perdidas por mí. El n^iejor día
me tino las canas v do\ el 'jran í^oloe.
^ — ¡^io^^' i^ties que sea para bien de todos y que forme
100
71 A r A E L
DELGADO
una famila tan hv^^.x como la letanía de los santos. . . pe-
ro lo dudo.
Fn aquel momento entraba Carmen, y, a decir verdad,.
li r,da como una plata. Su entrada produjo sensación. La
sencillez de su traje, en contraste con los lujos de Carlota
A^ Maixialena, le aseguraban el triunfo. No lo sabía, pero
s r.nro que todr-s las miradas se fijaron en ella con particu-
L;r \r.\cTcs. Iba vestida de negro y en su graciosa cabeza
lle\aba his cintas azules regalo de Gabriel.
Are\ aio )' Sáru'xz se levantaron. Carmen saludó a Mag-
dalena como si no 'a hubiera visto en diez años. Estaba lui
poco avergonzada, pero pronto se repuso. Magdalena se
apre'^uro .i ]->resentar!a.
— La señorita CLu-men . . . Ortiz . . . una amiga muy
querida, una hermana . . Carlotita Marín. .
— -De Urrutia! — agregó con afectación la tapatía,
ecliantiose en braz./, de la huéríana, a la ci!.i! plantó en las
r^jilias un par de besos estruendosos, mientras la joven
raur:r:Liraba con tií-indez:
— Servidora d.e usted.
• — ])on Saturnino Aré\alo. . Carmen Ortiz. .
El T-arlanchín ten-viió la mano a la muchacha cnn una
efüsi'^n verdaderamente^ ¡uvenií.
Mientras le tocaba el turr.o, el poeta arregló sus cabe-
llos, SL compuso la corbita, castigó la rebeldía de su cuello,
\ e:.ii¡'ándose los puños, decididos a vivir ocultos bajo las
m.anea'í de la les ira, se inclinó ante la Calandria, con un
movimiento que, en concepto del escribientillo, era de la
más alta corrección, haciendo sonar las suelas de sus botmes
de charol contra los almagrados ladrillos.
Carmen y CarK)ta ocuparon el sofá, Arévalo y Malenita
los ' lie ced ores. Arturo quedó al lado de ésta.
— Ená usted vencido, Saturnino. Carlotita quedó vic-
toriosa.
Av, Magdalena! ¿Qué quiere usted que haga un
hombre que ha pasado la vida entre jarochos, hoy en los
fuxtia-:, maña:ia en Catemaco, pasado mañana en un ran-
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A xY
D
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K A F A E L
DELGADO
c!io, siii tratar con estas tapaiías que son de lo ':yio, y que
aeiLiVi.ís so precia de cortés con las damas?. . .
— 1 ntonces se confiesa usted. . .
— W'ncido . . . sí . . . ¿Quién resiste a cso^ labios que
son un manantial de ¿;racias? ¿Quién no se ruule a las mi-
radas de esos ojos.''
— Sigue usted galante, señor. . . pues! . . sÍl;M usted. .
Aunque no creo en tantos primores como ve usted en mí,
agradezco el favor . . — Y dirigiéndose a Sánchez prosi-
guió:— Ahora tendremos el trusto de conocer alguna mués-
tra de su talento, Arturo; ya Magdalena me ha dicho que
hace usted muy bonitas composiciones. . .
— Bonitas no; en mis ratos desocupados pulso la li-
ra . para hacer ... no versos, diga usted perversos . .
— Na, Arturo: — dijo Magdalena — no se deje caer parn
que lo levante... Hace muy bonitos versos, Carlotita.
Arturo es muy modesto. Jtirado dice que son de mucho
mérito. . . En /:/ Radical han salido muchos . Se acuer-
da, Arturo, de aquellas décimas .que leyó en el teatro?
^ — ¡líe leído tantas! ¿Cuáles? .^
— Las que leyó tisted en la velada fúnebre, en julio. . .
las décimas a Juárez. . . aquellas que empiezan:
Baluarte cu cjiíc el proy^rcso ,
Detiene al Obscmaiitisino;
Sol cfne ¡liDu'nhi el ahisiuo
De rosicler con un beso. . .
*
;Xo recuerdo cómo siguen. . . v las he ]eiu>j mucho!
Lo i]Lie no lie podido olvidar es la manera como usted las
ir\ /) \con brío, con una entonación soberbiil. . . Así
lee Juan de Dios Pe/a. . . Xo lo digo por lis^^r.ja. \\n-daJ
cuij la- decimas lo \ alen ;No las recuerda UNtcd? ¡Aun-
que la^ recuerde, para qué heñios de molestarle! ¡Pues bien,
sepa irsted, por si no ha llegado a sus oídos. . que, así se
lo i^.an as?L:L-rado a [uan, Díaz Mirón \ Peza alaban mticho
los \ ursos c:e usted! . . . v ¡va\'a, \a\a, si esos >eñores son
VüU» en la materia!
102 ,
\
Arturo oue era vanidoso y fatuo estaba anchísimo, pe-
ro disimulaba su alegría bajando los ojos. Al bajarlos de-
tuvo la mirada en \)s pies de Carmen, primorosamente
calzados, cu\as puntas asomaban por bajo la negra y an-
churosa í.Mda. Entonces cayó en ía cuenta de que había
otros pies c^uc mcrecícin su atenc:ón, los de Carleta y Mag-
dalena. Esta, con cierto descoco que a e!la le parecía el col-
mo de la indolencia aristocrática, habLí ido descubriendo
poco a poco sus pies, que no eran feos; Carlota con natu-
ral descuido la imitaba, y era aquella una exhibición de
extremidao- inferiores en que el pie mexicano, breve, de-
licado, ah.o de empeine, atrevido, seductor, podía emrar
en conmcrencia con iodos los pies del i^^loho terráqueo, co-
mo decia /vrc\alo en sus arranques de elocuencia.
• jurado no \q\-\'\.\ y el apetito iba crecietido a cada ms-
tante. Magdalena que a cada momento se levantaba para
darse una vuelta por !a cocina, salió una vez más. Al vol-
ver se dvtuNO junto a la mesita redonda y desde allí in\ itó
a Arturo a tomar un tente en pie. Pronto quedaron ser-
vidas las copas, una docena, que en una charola de imita-
ción japonesa estaban prevenidas para el caso, en torno^de
una botella de cognac y otras de anisete y jerez. Había
una de ticjií/ia que era lo único que tomaba el tinterillo.
No cscasc.ban, para abrir boca, aceitunas sevillanas, rajitas
de queso holandés y bizcochos ingleses.
Arévaio, que se preciaba de ser persona de sociedad y
Sánchez, oue por su juventud florida y su precoz talento
no quiso ser menos, circularon los platos; Magdalena se
reservó las copas. Pero Jurado vino en ayuda de su amigo
en aquel momento, y no llegó solo, le acompañaba Alberto
Rosas.
:Vava! ¡Al fin vinieron! Rosas. . . ya tenía yo temo-
res de no ver a usted por esta su casa . . .
Xo, señora;— al oírse tratar así, la de Jurado sonrió
satisfecha — suele acontecer que ios amigos, cuando menos
se piensa, \U:i:.\n, y \no hay manera de escapar! Pero aquí
103
/
L A
CALANDRIA
me tiene usted a sus órdenes, y con e! mayor deseo de ob-
secuiarla v servirla . . Estoy a sus órdenes. .
— ¡A mis órdenes! ;Pues al avío! . . . Aquí tiene usted
esta copa que me hará favor de aceptar.
Alberto tomó la copa de manos de Magdalena, mien-
tras Jurado, aue \'enía de gran uniiorme, con el susodicho
chaleco amarillo, levita cruzada, corbata chillona, gruesa
cadena de oro al cuello y un gran diamante califórnico en
el anular izauierdo, saludaba con extrema afabilidad a sus
convidados. Jurado lucia siempre buenas alhajas: las que
por causa de robo o disputa eran depositadas en el Juzgado.
Magdalena aprovechó un instante de silencio y dirigién-
dose a los que estaban en el estrado hizo la presentación de
ordenanza, con cierta afectada llaneza y airecillos de gran
Señora.
— Fl señor don Alberto Ros;is . . un buen amigo, muy
fino V amable . El señor Arévalo el señor Sánchez. . .
un poeta de alta inspiración, de quien ya tendrá usted no-
ticia Carmelita. . Ortiz, mi amiga del corazón . .
Carlotita Marín.
— De Urrutia . — se apresuró a agregar la taparía, a
tiempo que escupía hacia la derecha un hueso de aceituna.
Carlota no perdía oportunidad de hacer constar que era Je
— ;Ser\'idor de usted-.-s! — respondió el joven, mir.uido a
la muchacha de lal modo que ésta se puso roja Cumo la
\'éimos! . :Al traíiuito! — excKimó Jurado, presen-
í
tan.lo a (-arlota Kí charo-a, nombrando los licores: — Cog-
}
Si al
guno vjuierc
Ucic cognac con anisete . . jerez. .
tetjiMla aquí ha}'. . . y de! mejor!
CAiantlo ya todos estaban copa en mano, don Juan le-
\;. ¡no la su\'a, v moviéndola horizontalmente a lo alto del
pecho, con toda la destreza adcjuiíida en las temdaS gas-
tronómicas del Taller número 3 20, dijo en tono de orador
patnóti^cO
104
V
♦.
RAFAEL
DELGADO
— ¡Señores! . . ¡Por la honra que. . . por la honra que
n^e dispensan, honrando esta casa! ¡Salud!
_; Salud ¡—contestaron en coro los concurrentes, apu-
raiido el tragtiito.
vj,;/c — exclamó Arturo.
—•Ahora, a la mesa!— Male. . que pongan la sopa. . .
m bu n amigo dan Alberto ya tendrá mucho apetito.
-Fspcre usted;-interrumpió Rosas, acercándose a la
C alandria-la señorita no ha hecho más que besar la co-
^' _Xo, señor; si ya tomé poco, es cierto, porque lue-
.>o como sov débil de cabeza
' _No importa, señorita. ya va usted a comer. . . ^o
c,u¡.^ro que beba usted mucho, mas no tan poco. . m.ite
tisted a la señora que no ha dejado nada.
—¡Sin cumplidos, Carmen!— murmuro Magdalena, sa-
liendo de la sala. . T„.-oaó
—Sí, señorita: este caballero tiene razón. . —ag^e^.o
Aréxaio.
-Si! ¡sí! ¡sí! — repitieron todos.
— ¡Sin miedo! '>
y la Calandria apuró la copa.
-¡Gracias! ¡Mil gracias! ¡No esperaba yo menos de la
K^Mríi -I de usted, señorita!
Pronto ía so-^a estuvo servida y los convidados ocupa-
ron sms respectivos asientos. Alberto, que era muy listo en
tales cLotusurpo al anfitrión sus derechos y coloco a ca-
da uno en sitio conveniente. r.rln-i- ésta
Alberto en una cabecera, entre Carmen y Carlo.a, esta
., 1, izauierda; aquélla, a la derecha; junto a Carlota, ban-
iz V en seguida Arévalo; en ^ otra cabecera, frente a
Rosas ■ Turado, y a! lado del tinterillo Magdalena.
; oú c nsar con la narración de lo que alh paso?
La ci^da fué alegre, franca, con la alegría y 1^/-"^--;
oue reinan donde no hay que guardar las leyes de la corte-
ria Todos satisfechos y expansivos. Carlota estuvo fina
y hasta aristocrárica con Alberto, y terrible con Arévalo,
105
A
C A L A N D R I
a quien no dejó descansar en toda la tarde; Magdalena muy
zalamera y dándose aires de gran señora; Sánchez, poético,
literario, elocuente; brindó en prosa, en verso, y en prosa
y verso; Arévalo, salado y oportuno, contando a cada paso
cuentecillos de subido color, cantiu'reando al hablar y con
el dejo adquirido en la costa; Jurado, grave como un gran
embajador, bebió fuerte, brindó también, y en sus discur-
sos tuvo arranques patrióticos y castelarunos. Alberto, que
le acompañó dignamente en las libaciones, no perdió tiempo.
Cármicn, tímida al principio, fué adquiriendo confianza
poco a poco, con el galanteador lechuguino, quien acabó
por hacerle una declaración clara, terminante, apasionada
y culta.
C uando Gabriel ^'o!^ ió del herradero, en el cual, a de-
cir verdad, se divirtió poco, la fiesta no llegaba a su tér-
mino todavía; oíanse ruido de copas, risas y aplausos, y la
voz de la Calandria que al son de la querellosa vihuela
caiu.'ba dulcemente:
Yolicvcífi ¡w: fu pillas niadvcscíias
De tu balcón las tapias a escalar,
Y otra i cZy a la i arde y aun más hcriuosas
Sus flores se abrirán . . .
106
R A r A I- L
DELGADO
XIII
■ GABRIIIL contrariado y maldiciendo de las habilida-
des de la .amadora, entró en su cuarto; se pasó rápida-
mente el reme por los desordenados cabellos; se lavo las
manos, ^• echándose al hombro el ]oronguillo salió al jardín.
Al poner los pies en el umbral le detuvo dona Pancha:
— ¿Nü bebes tu café?
f\o: no tengo ganas. . . Comí muy tarde. . .
— ,:Te espero? ^
>^ü Si tengo hambre comeré cualquier cosa en la
calle . .
¡Como quieras^
Según parece sigue la
— No: no me espere usted.,
fiesta. ;hasta qué hora?
— ¡Quien sabe! . . . ¡Tienen una bulla!
— ^Qwc Carmen no ha venido?
—Si. vino por la guitarra. . . y trajo unos platos con
mole y dulce, que nos mandaba Malenita. ¿Te guardo el
mole para mañana? .. .—Kl mancebo hizo un gesto des-
preciativo— jcomo te gusta tanto para almorzar!
— No. -cñora. ¿Quiénes están ahí.''
—Doña Carlotita; Arévalo; el escribiente de don Juan,
el que saca versos de su cabeza, y yn joven decente. .
Creo que ^e llama Alberto. . . Uno que siempre monta bue-
nos caballos . el sobrino de don Manuel Rosas.
— ¡Ahí ;Un borracho!
\).^^ Paulita que el y don Juan han bebido tanto,
que a esta hora tienen una juma. . . ^
—Sí, la tranca es segura... ¡Y Carmen con ellos!
Hasta luego. ^^ /
— ;T£ espero para darte el café?
— No, señora madre, no tengo ganas. ' \
* 107
L
í\
C
A^LAl<¡iyK\A
Gabriel salió con objeto de ver lo que pasaba en la casa
de M.ígd.alena, pero no lo consiguió. La poierta estaba ce-
rrada, y la llave en la cerradura, de suerte que nad^ vio;
sólo oyó voces y risas, y sobresaliendo entre ellas el acento
argentino de la Calandria y las notas lastimeras do la vi-
huela.
Al llegaír al Jardín sintió que el sitio le repugnaba y
más la multitud de paseantes que iban y venían. A la puer-
ta del teatro, donde aquella noche daba su pnirtera función
una compañía dramática, una banda mal concertada atraía
a los transeúntes con im [^aso doble de veneranda antigüe-
tiad. C/abriel gustaba de los espectáculos teatrales, particu-
larmente de los dramas tirantes que acongojan v hacen
llorar, y en rara ocasión faltaba a^'Hos. Cuando había ///-
(¡líeles, como él acostumbraba a decir, ocupaba una butaca
en la luneta; si la cosa andaba mal en punto a fondos, un
asiento en los palcos segundos, y si muy mal en el paraíso.
¡Cómo sufría el mozo con las desventuras de los
a ma 1 1 tes perseg uidos !
¡C.ómo aborrecía a los traidores, que a fuerza de astucia,
de audacia v de cinismo, todo lo enredaban v salían siem-
prc \ictoriosos! Ciabriel era de los que se dejaban dominar
por los actores, y cediendo siempre a los impulsos de su
noble corazón se ponía de parte de los buenos y de los
débiles; lloraba por la inocencia perseguida o en aflicción,
y maldecía, con toda la fuerza de su alma, del señor acau-
dalado o del seductor fastuoso que llevan el deshonor y la
desgracia a ios hogares tranquilos del obrero y del pobre.
En muchas ocasiones, cuando sus iras Helaban al colmo,
en las escenas más dramáticas y patéticas, al \'er que el
seductor era castigado o que la mujer infiel caía avereon-
zada ante ej esj:>oso burlado, gritaba con toda la fuerza de
sus pulmones: ¡Mátalo! ¡Mátala! o silbaba regocijado al
ver morir al aborrecido personaje.
Pero esa vez el espectáculo favorito no le tentó. . . La
multitud le abrumaba, le llenaba de fastidio, v huvendo
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RAFAEL
DELGADO
de la gente y del interminable paso doble se alejó de la plaza
en busca de las calles más solitarias y obscuras.^
En su pena, en la honda pena que le oprimía el pecho,
un recuerdo le aliviaba: el de los campos desiertos y de las
pintorescas dehesas donde había pasado la mañana. El bos-
que rumoi-oso, el sesgo y azulado arroyuelo, el volar y sal-
tar de los pajarillos, el querellarse de la tórtola en la espe-
sura, la sencillez de los campesinos, el dulce, aislamiento en
que allí vivían los labradores, acudían a su mente, produ-
ciendo en su alma cierta consoladora frescura, y pensaba:
— Si yo pudiera vivir allí, entregado a rudo trabajo, le-
vantándome con el alba para buscar el lecho tempranito!
¡Qué dichosos viviríamos allí mi madre y yo!
Pero la imagen de la Calandria se le venía a los ojos;
el gracioso rostro de la huérfana se le aparecía en la som-
bra, allí, donde no alcanzaban los fulgores del exiguo alum-
brado municipal, sonriente, cariñosa, dejando ver los me-
nudos dientes, bañándole con una mirada de infinita ter-
nura.
Yo debí haberla llamado.. Acaso se le olvidó que ya
era hora de que yo hubiera llegado. ¡Es tan fácil eso!
¡A mí me ha pasado lo mismo cuando estoy de parranda
con los amJgos!
Y sentía impulsos de volver a la casa. — Tal vez a esta
hora ya la frasca habría terminado, y Carmehta, arrepentida
de aquel olvido, le aguardaría para pedirle que la perdonara.
Ella no tenía la culpa ¡Pobrecita! Le habían hecho can-
tar una canción, y luego otra, y otra, ¡como canta tan
bien! y no había podido separarse de allí, así bruscamen-
te. . . ¡hubiera sido una grosería!. Ella lo intentó, pero
no la dejaron. . . ¡Cante usted! ¡Vuelva usted a cantar!
¡Así fué! ...
Tras este discurso se daba a inculpar a la huérfana:
¿Qué la retenía en casa de Magdalena? ¿El canto
nada más? ¿Nada más el canto? No; sin duda que el catrín
la estaría cortejando, alabándola, diciéndole piropos; acaso
enamorándola formalmente. Rosas era rico, bien parecido,
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K A V A E L
DELGADO
Gabriel salió con objeto de ver lo que pasaba en la casa
de Magtialena, pero no lo consiguió. L.a puerta estaba ce-
rrada, y la llave en la cerradura, de suerte que nad^ v;ó:
sólo ovó voces y risas, y sobresaliendo entre ellas el acento
argentino de la Calandria y las notas lastimeras do L\ vi-
Jiuela.
Al llegaír al Jardín sintió que el sitio le repugnaba y
más la multitud de paseantes que iban y venían. A la puer-
ta del teatro, donde aquella noche daba su primera función
una compañía dramática, una banda mal concertada atraía
a los transeúntes con im paso doble de veneranda antigüe-
dad. Ciabriel gustaba de los espectáculos teatrales, particu-
larmente de los dramas tirantes que acongojan v hacen
llorar, y en rara ocasión faltaba a. ellos. Cuando había ///-
(¡iiclcs, como él acostumbraba a decir, ocupaba una butaca
en la luneta; si la cosa andaba mal en punto a fondos, un
asiento en los palcos segundos, y si muy mal en el paraíso.
¡C>omo sufría el mozo coa las desventuras de los
amantes perseguidos!
¡C^ómo aborrecía a los traidores, que a fuerza de astucia,
de audacia y de cinismo, todo lo enredaban y salían siem-
pre victoriosos! (iabriel era de los que se dejaban dominar
por los actores, y cediendo siempre a los impulsos de su
noble corazón se ponía de parte de los buenos v de los
débiles; lloraba por la inocencia perseguida o en aflicción,
y maldecía, con toda la fuerza de su alma, del señor acau-
dalado o del seductor fastuoso que llevan el deshonor y la
desgracia a los hogares tranquilos del obrero y del pobre.
En muchas ocasiones, cuando sus iras llegaban al colmo,
en las escenas más dramáticas y patéticas, al ver que el
seductor era castigado o que !a mujer infiel caía avergon-
zada ante ej esjooso burlado, gritaba con toda la fuerza de
sus pulmones: ¡Mátalo! ¡Mátala! o silbaba regocijado al
ver morir al aborrecido personaje.
Pero esa vez el espectáculo favorito no le tentó . . La
multitud le abrumaba, le llenaba de fastidio, y hu\endo
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de la gente y del interminable [niso doble se alejó de la plaza
en busca de las calles más solitarias y obscuras.^
En su pena, en la honda pena que le oprimía el pecho,
un recuerdo le aliviaba: el de los campos desiertos y de las
pintorescas dehesas donde había pasado la mañana. El bos-
que rumoi-oso, el sesgo y azulado arroyuelo, el volar y sal-
tar de los pajarillos, el querellarse de la tórtola en la espe-
sura, la sencillez de los campesinos, el dulce aislamiento en
que allí vivían los labradores, acudían a su mente, produ-
ciendo en su alma cierta consoladora frescura, y pensaba:
— Si yo pudiera vivir allí, entregado a rudo trabajo, le-
vantándome con el alba para buscar el lecho tempranito!
¡Qué dichosos viviríamos allí mi madre y yo!
Pero la imagen de la Calandria se le venía a los ojos;
el gracioso rostro de la huérfana se le aparecía en la som-
bra, allí, donde no alcanzaban los fulgores del exiguo alum-
brado municipal, sonriente, cariñosa, dejando ver los me-
nudos dientes, bañándole con una mirada de infinita ter-
nura.
Yo debí haberla llamado.. Acaso se le olvidó que ya
era hora de que yo hubiera llegado. . ¡Es tan fácil eso!
•A mi me ha pasado lo mismo cuando estoy de parranda
con los amJgos!
Y sentía impulsos de volver a la casa. — Tal vez a esta
hora ya la frasca habría terminado, y Carmehta, arrepentida
de aqi el olvido, le aguardaría para pedirle que la perdonara.
Ella no tenía la culpa ¡Pobrecita! Le habían hecho can-
tar una canción, y luego otra, y otra, ¡como canta tan
bien! y no había podido separarse de allí, así bruscamen-
te. . . ¡hubiera sido una grosería!. Ella lo intentó, pero
no la dejaron... ¡Cante usted! ¡Vuelva usted a cantar!
¡Así íué! ...
Tras este discurso se daba a inculpar a la huérfana:
— ¿Qué la retenía en casa de Magdalena? ¿El canto
• nada más? ¿Nada más el canto? No; sin duda que el catrín
la estaría cortejando, alabándola, diciéndole piropos; acaso
enamorándola formalmente. Rosas era rico, bien parecido.
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i;k\^,into, ¡p.T-.t eso rení;i tanto dinero! . . ¡Y iiicgo, co-
10 cü.i era decente y siempre estaba hablando de g^ande-
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DELGADO
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n
zas!
(;;:b-ie!, deNanando este ovillo, seszuda calle arriba;
atnrNCsu ti Mercado y clió vueltas y ipás \ ueítas por los
barrios solitarios, sin cKirse cuenia de Lis dibiancias, hasta
liei^^ar a ios límites del alumbrado.
Se detuvo en una esquina, bajo e! último farol, a las
puertas de un tendajo donde vendían pan, velas, queso fres-
co, leña, fruta y aguardiente, y donde dos o tres borraclii-
tos., decidores, necios y camorristas, ante un vaso de uaraji-
]a-í¡iiiar:^j, tejían eterna plática, mientras la tendera, sen-
tada en v\\\ rincón, bostezaba de fastidio, y junto a ella un
gato negro, echado sobre los cuartos traseros, dormitaba
^ encido por el cansancio de la veje/..
De pie, recostado en el muro, Gabriel hundía sus mira-
das eii la profunda oscuridad del callejón, hasta el cual
subían el rumor nocturno de los campos, medroso y dis-
tmto, y el canto ronco de los sapos ocultos en las hierbas
del arroyo pantanoso y perdidos en la espesura de los cer-
canos cafetales. El cielo amenazaba lluvia, y entre el follaje
que limitaba los lados de! callejón y en las cscohillas que
crecían al pie de las paredes ruinosas, las fugitivas luciér-
nagas iban y venían, encendiendo y apagando sus diminu-
tas hnternillas.
Distante, muy distante, la banda del teatro tocaba el
A- ais 'Sobre las olas, entonces muv en bo<:a.
C;abriel encendía un puro, a tiempo que un hombre em-
bozado en un zarapi' y caído el jarano hasta los ojos, se
llegó y le dijo:
— ¿Qué haces?
— Nada contestó Gabriel, sin conocer a quien le ha-
blaba, deslumhrado como estaba por la luz de la cerilla.
— Poncianillo, ¿qué haces por aquí a estas horas?
— ¡Ah, si eres tú. Tacho!
— A ver. ¿que haces por aquí? . . Hermano, ya te
110
conozco; no te me hagas pato. . . Tú le andas l---do la
rueda a la hija de don Truaidá . . . Confiésalo, chico, con-
^"'!1!no; manito; la verdá, no; ni sé cómo llegué hasta
aquí Tú eres el que la rute por este barrio y ahora te
haces el pichón. No lo niegues. . . i Cómo le había yo de
pakir a I hija de don Trinidá, cuando se que tu eres el
mero petatero!
— ¿Quién te lo dijo?
—Camilo. ¿Y qué tal va eso?
-Bien hermano. . . Al principio se me puso josca; pe-
ro luego se fué ablandando. . . me dio canta. . . le hable,
y ya es::oy del otro lado.
' — ¡Dichoso tu!
—¿Dichoso? Adiós! ¡Si tu estas mejor! ^ . , . .
— ¡Mejor! ¡Cada uno .abe lo que tiene en el íondo del
costal! 1 -11 ' 1 .U'^ ^f
—¿Qué te p.;sa? ¡A que ya te chillo el cochino!
— ;(,>uién?
— ¡Eí t.na! , 1 j c.
—No, no es eso. Ni m¡ señora madre sabe nada. . . í>e
lo sos'vcha . . . se lo maiicia . . pero no. . . -
-Pues entonces. . . ¿ya estás con tus poquituras? ¡Eres
más pociuto! i
—No, hermano; neto me pasan unas cosas. . . que la
verdá ... , 1 ^
,-Ya te estás pandeando.-'
— Ño; pero. . . •
— iPero; ¡Tú siempre con tus peros!
-Te diré lo que me pasa. . . Estoy triste. . . El corazón
me está diciendo unas cosas. . .
IIpu« Vie'úi-ate. . . Magdalena, esa maldita mulata que
Dios mande al infierno, y don Juan tuvieron hoy festín,
y convidaron a Carmen... Yo no quena que fuera
pero ella, con sus cariAos y su kb.a . . me convenció. Yo.
Snsider.;ndo que no la verla, me íuí contigo al herrade-
111
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C A L A N D
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10 . . y ya lo viste, tempranito volví, antes que nadie,
que hasta el del rancho se enojó. . . Pues bien, volví por-
tiLie ella me dijo que a las seis me aguardaba . . Llegué,
V ella ¡tocando la guitarra y cantando allá en casa de
Magdalena!
— ¡Y eso qué!
— ;Quc} Y allí están echando copas. . .
— ;Y qué!
— Que allí está don Alberto Rosas..
que a esta liora la está enamorando.
— ¡Y que!
)' \o te juro
— ;Cómo y qué?
— 1 lermano, no seas tonto
I íará su lucha . ¡Fstá
que c! le diga
C'.i su derecho!
— ;I n su derecho!
— Sí . . sí, hermano . Una cC'Sa es qi
^ uiv.x que ella le haira caso.
— No; yo creo que ella no se lo hará.
— Pues entonces de que te apuras . I lábfalc, düe,
échale hartas papas . . y ¡gánale!... Eí quedrá ganarte
Lon su dinero, con su ropa, con sus caballos . porque,
^""^ '^í ; ^'V buenos caballos no hav quien le eane!
i^ro tu, al puro pico. . al puro pico, hermano. Acuér-
date: asi le '^Anó yo al diputado aquel, ¿te acuerdas? ¡Pues
así le ga:-ins tu a don Alberto!
— "^1, e'^o quiero; pero como ésta, ya la conoces, con
esos humos porque su padre tiene cuatro reales
— Pues en eso está el mérito, manito. Tu trabajo te ha
de costar ¡\'aya! Tú lo quieres todo como el arroz
del Carmen: ¡dado y con ollita!
— En fin, veremos a ver. Yo me casaría con ella.
— ¿De veras?
— De verdá. Y ese catrín no ha de ir con fines bue-
nos . .
— ¿De veras te casarías con ella?
— De veras.
. 112
<r
RAFAEL
DELGADO
Pues entonces, hermano, no te pares en pintas
pídesela al tata .
— ¿Y si no me la dá . . ?
Pues a ver cómo haces... Si no lo consigues...
¡mejor!. . . No te convendrá. Anda. . . yo soy tu padri-
no. . . ¡Verás qué baile hacemos!
— ¡Déjate de bromas!
Sí, te dejo de bromas y me voy, porque a esta hora
me sale a hablar cs.i . . . Luego llega el viejo, que va a verla
a la Parroquia, y ya no hay modo . .
Pues anda . . ¡Dichoso tú que no tienes penas!
— ¡Penas! ¡Ah, guaje! ¡Ten ánimo! ¡Adiós!
Y Gabriel, más tranquilo, volvió a su casa.
Al llegar fué en busca de la huérfana. Carmen estaba
acost.ida }'a.
¿Qué tiene? — preguntó el ebanista a doña Pancha. — -
¿Está enferma?
Sí... ¡enferma! ¡Las copas!... ¡La hicieron to-
mar!. . ¡como ellos toman! Jurado cayó también. El
otro, Arévalo, se fué dando mayata/os . . . El escribiente
se lar^^ó temprano. . . Solo Carlota y Malenita están bien. . .
v eso . . ¡Dios sabe cómo!
' ' — Déle usted cafe, señora madre. . . frío y muy car-
gado . .
No. . . ya la dejé . ya se durmió. . . ¡que duerma
la turca! ... ¡Si yo lo he sabido, no la dejo ir! . . . ¡Qué dirá
don Eduardo cuando lo sepa!
Ciabriel resignado se retiró a su cuarto, diciendo:
— Si de aquí no pasa. . . ¡tope en eso!
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A N D R
XIV
— RUEÑOS días, Pctrita, ¿cómo pasó usted la noche?
■^ — Bien; caí tan rendida que no desperté para nada. . .
^íe dolía la cabeza de un modo que parecía que me clava-
/ ban ai; u jas ...
— La contada tarde, hija. . . Ángel me dijo que estaba
u^red enferma, y \ine a verla; pero me encontré cou que
\\\ estaba en el cuarto sueño. . . Hasta pensé, ¡Dios me lo
perdone! que a usted también se le había pasado la mano.. .
— No, doña Salomé, si apenas lo probé. . . Una copiti
V un vaso de pulque de almendra. . . ¡que est.i-
de vino
ba riquísimo
Pues de ahí vino todo!
A mí no nie gust;T el
pulque curado. . . si tomo un trago, un traguito no más,
dolor de cabe/:a seguro. ¿Y qué tal estuvo el festín? Dicen
que todos estaban muy alegres. . .
— ¡Ay, mi alma! A las ocho, cuando yo me retiré des-
pués dj lavar el último plato, ya todos estaban más Jan-
guaricos que unas cotorras. . . El señor ese, don Aiberto.
tiene muy buena cabeza. . . Si le digo a usted que bebió
\ bebió V ni siouiera se le conocía.
— ¿Y don Juan?
— Otro que bien baila. Después que tomaron el calé
empezíS el canto . .
— ;Y qué tal estaba la Calandria?
■ — bigúrese usted. . . ¡anchísima!. . . Como ese señor se
le apersonó desde luego para arrastrarle el ala ... y la tra-
taba con tanta exquisitez. . . ¡Así acabó! Copa y copa. . .
¡(|ue por usted! . . . ¡que por mí! . . . ¡que por don Juan! . . .
;que por Magdalena, y así, hija. . . pues tuvo que caer!
— ¡Quién se lo manda, hija! Ya verá usted el día que
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DELGADO
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O
^c'V^a su p^^.Ire .
'le 1.^
no se cs-
Eo que es doña Pancha . .
Cipi tic l.l i :.í . ■
— ;Y .i IX dir.í el Cid vidrio} , . , ,
_Pue-' ;oue h.i de decir? Y.i se le irán b.ijando ios
[„ios Yi no 'se d,u-á el tono de .mtcs . . . Por más que ha-
. ga tiene ouc perder... ¡Claro, hijlta!... El otro tiOne
unto dinero oue ni sabe que hacer con él. Y a le puso la
puntería -i L'/ Calandria .. . y lo que es el calandno se
quedará como el que chiflo en la loma. . Ya vera usted... .
VI ve'-á u'.teJ Y entonces se podrán poner tablados pa-
' ra oir'a do.Vi Pancha... ¡Allá se lo haiga! El que por
su -usto pv.u.e . . Yo se lo dije cuando recogió a la mu-
• chacha Uncd se lo dijo y lo mismo todas las vecinas. . .
¡Ouic-n le mando meterse a redentora y caritativa! ^
__.Cant.niva? No lo crea usted. . . Eso parecía, pero
/ en rcahd.rd. lo que hubo fué que creyó q.ue asi . . . ¡vaya!
que el much.K-ho se casarla con la Calandria y como la
muchacha e^ hija de ricacho. . dijo: ¡aquí sí que pesca-
mos la platal
. Puede'
—Sin el puede. ¡Es la verdad! Pero lo que es ahora. .
. ¡ojos que te vieron ir ya no te volverán a ver! Si hubiera
- usted visto !o que yo vi, con más razón lo dina. . Yo no
cs-uve en l.i s.ila . . . porque a mí, hijita, como no me pongo
- el corsé, ni me enchino la frente, ni me compongo con
moños ro me convidaron más que por el punto inte-
rés para que sirviera en la cocina ... Yo no estuve en
hx sala, reto desde la recámara estuve pelando el Qja. . .
¡E.staba más .mcha la Calandria! Don Arturo le echo ver-
sos y J^^n Alberto se sentó junto de ella ... y solo por-
■ que lo vi lo creo, hija: ¡hay gentes que en dos por tres pier-
den la veraüen/a! Pero ¡silencio! mejor es callar. . .
No, Petrita, cuente usted, cuente usted. . . si lo que
es visto no es juzgado! ....
Pu^,5 ^.itl., ... que ese señor al principio estuvo mo-
derado nclinándosele, sí, pero no con franqueza: des-
pués, cuar-do el canto, cuando el viejo se puso a rascarle
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^.
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A L A N D
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A
las tripas a la vihuela, entonces como si nadie lo> viera. . .
;Y la paloniita! ;La que no sabía quebrar un plato! ¡La
buena!
— rQné hizo¡^
— Nada, nada. . . pero le partía de un mojo . . que,
hija . la verdad es que parecía una perdida . .
— ¡Jesús me valga! ¿Pues cómo decía u^tcJ que no
había hecho nada?
— ¡Por decir! . . . Ahora, no crea usted que fué tanto. . .
no, pero, vava . . no se portó bien.
— ¡Las copas, hija! ¡Serían las copas!
— Sí, y como dice el refrán. . . la ícente por el a^^itar^
diente . . . Luego, Malenita que estaba ayudando Ligú-
rcse usted . . Yo lo oí, yo lo oí, porque se lo dijo en la
recámara, cuai^o salió por la guitarra, y yo estaba en el
otro cuarto. . . Malenita la llamó y le dijo: Compara a
éste con el otro. Este es un joven decente, fino, elegante,
de veras elegante, bien educado y rico; el otro un triste
carpintero. Serás una tonta si no te aprovechas de la opor-
tunidad. ¿Qué más quieres! — Le digo a usted que la mona
que se pusieron fué de las buenas. Don Juan cayó; don Al-
berto se fué haciendo eses; el viejo salió Dios sabe cómo;
don Arturo se escapó a tiempo; Magdalena se contuvo nau-
cho, sí se contuvo mucho; pero charlaba como una co-
torra. La que estaba mejor era la tapatía; bien que sabe
de estas cosas . ¡como que es una liebre muy corrida! . .
— ¿Y la Calandria?
— ¿Esa? Aguantó, hija, aguantó mucho; pero al fin,
cuando don Alberto mandó a Angelito a la tienda, con un
papel, y trajeron las botellas esas, como de cerveza, que
truenan cuando las destapan , . ¿cómo se llama ese licor
íU'c hace espuma?. . . Xo es cerveza.
— ¡Ah! Sí, champaña. . .
— \\ ^o es, champaña! Entonces, a la segunda copa, fue
clavando el pico lintre Magdalena y yo \x trajimos;
Carloi.ta nc.^ ayudó . . FHÍija, si estaba como iriiicrta. 1
e
116
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DELGADO
\ ni por
se le podían tostar lia-
No más dijo: — iQ^^é
pusimos un pañuelo mojado en la cabeza y..
esas!
— ¿Y ("lué dijo doña Pancha?
— ¿Qué dijo? Pues estaba quí
bas en el lomo, pero se calló. .
dirá Gabriel!
— ¿Qué dirá el caldudrio} ¿Qué dirá don Eduardo cuan-
do sepa estos desórdenes?
— Y. . ¿qué diría Guadalupe sí viviera?
— ¡Pobrccita! ¡Vale más que se haiga muerto! ¿No le
parece a usted ^,
— ¡Por supuesto, hija, por supuesto!
— Va usted a ver: doña Pancha no se aí^uanta. LIov
habrá la de Dios es Cristo; ya lo veremos. Yo, en su lugar,
iba y le despepitaba todo a su padre, para quitarme de co-
sas . A mí me da lástima, mucha lástima la muchacha;
pero me alegro por el calaiidrio, hija; a esos pretenciosos
hay que bajarles los bríos de cuando en cuando. . . Esto
viene que ni mandado a hacer, que ni de molde ...
— ¿Qvé usted no lava hoy?
— No he ido por la ropa. Dejémonos de conversaciones,
y del prójimo; pero, hija, si las cosas pasan en las narices
de una, cómo no hablar de ellas! Hasta luego, hija; me voy
por la ropa, y a la escuela de Ángel. ¡Ya no sé qué hacer
con ese muchacho! Ayer me dijo el maestro que en toda
la semana no le ha visto la cara.
— Entregúeselo usted a alguno. . . Oiga usted, el otro
día supe (|ue el padre González se va a un curato. . . En-
tregúeselo usted. . El padrecito lo quiere. . . que lo edu-
que él . . Como Angelito le tiene respeto, acaso se logre sa-
car provecho del muchacho.
— Tiene usted razón; yo lo veré ..ya ver si Dios
quiere que esta criatura asiente cabeza. ¡Es mi cruz! Si
mi difunio viviera, ya estaría ese pillo suave como una
seda. ¡Adiós, Petrita!
— Llanta luego. ¡Cjuárdeme usted el secreto!
— Xo tenida usted cuidado.
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1 L A N D R I A
RAFAEL
DELGADO
Al nempo que !as cios ami^i;as so separaban, todas las
\;C!n;iS saliaua a las pucrias de si;s respectivos cuartos. A!i;o
cxtraorclmario pagaba eii !a casa de (jabriel. Aunque los
contep.duntes no esiabm a la \'ista, e! escándalo era ma-
yúsculo. Oíase la \o/ cascada de doña Panclia quc repren-
iÁ\.\ a la Calandria con uní diu'eza extraordinaria en la
pacilica quintañona. La nuic'iacha contestaba a todo en al-
ta \oz, y hubo v.i\ n^.oniento e:i que Lis \'ecinas, que no
perdum palabra de aquel diálo;;o ardiente, estuvieron a
pup.to de ir a prestar auxilio a las disputadoras.
]\)r instantes iba subiendo la colera de doña Pancha
y la exaltacuMi de la Calandria; se oían las reprensiones
de la una y las risas burlonas de la otra, que alegaba no
depender de la vieja, \ se creía libre sin que naclic, sólo
su padre, tuviera dereclio a gobernarla. Redoblábanse los
grito<í, las exclamaciones, los epítetos casi injuriosos y las
burlas.
— ¡A usted que le importa! ¡No es usted mí madre!
— ¡No, pero como si lo fuera! Yo me lo merezco por
tonta y compasiva. ¿Quién me mandó a mí meterme en
camisa de once varas. '^ •
— A. mí no me gusta que me ceben en cara favores.
Y estos no han sido favores. ¡Para eso mi padre le paga
a irsted!
— ;Le paga a usted? ¡ííace meses que no me da un tlaco!
— Porque usted no ha ido a verlo.
— Ni un tlaco. ;Y qué te ha faltado? Nada. Hasta pa-
ra trapos y aparejos te he dado yo. ¿Quisiste las enaguas
nuevas? Las tuviste. ¿Quisiste las botas abronzadas? Las
compraste. ¿Quisiste el corsé, ese aparejo que está ahí, y
con el que estabas ayer tan cinchada? Y lo compraste
también, con mi dinero . .
— Todo se lo pagará a usted mi padre. Vaya usted a
A erlo, y ya verá cómo le paga . . .
— Y sí que iré, y me pagará todo, ¿quién dice que no?
Lo que no me pagará son los disgustos que me das.
— ¿Disgustos?
118
— ¿Pues cómo le llamas a lo de ayer? ¿Te parece bueno
lo que ha pasado? Cuatro veces te mandé decir con Ángel
que vinieras, y no hiciste caso.
— ¡Sí le iiice a usted caso! No vine porque no me de-
jaron.
— Y ¿en que paró todo? En que veniste cayéndote me-
jor dicho, er que te trajeron porque no podías dar paso.
Dios te tenga de su mano . . . para que no te eches por la
calle de en medio. Con esas amistades no has de tener buen
fin ...
— ¡Bueno! . . . Será lo que usted quiera. . . pero a usted
no le interesa.
— ¡Desgraciada! ¡ingrata! Mientras vivas aquí, a mi
cargo, si me interesa, porque tu padre descansa en mí.
— Sí, pero no tanto. Usted quiere tratarme y repren-
derme como si fuera su hija. . .
— ¡Ingrata! Como hija te he visto. . . y te he querido.
Cuando te c[uedaste sola, casi abandonada, sin que nadie
viera por tí; cuando tu pobre madre estaba agonizando. . .
¿quién se apuró por tí? ¿quién fué a ver íi tti padre? El ni
se acordaba de que eres su hija, y por mí, sí, por mí, volvió
a darte el semanario que le quitó a tu mamá! Debías pen-
sar en quien es tu padre y en de quién vienes, para mane-
jarte de otro modo. . . Cuando sepa lo que pasó ayer. . .
¿qué dirán L.s gentes?
— ¡A mí no me importa lo que digan las gentes!
La Calandria repitió esta frase dos o tres veces, levan-
tando los hombros. Estaba sentada al borde de la cama, ba-
jos los ojos, las ptipilas húmedas, y pasando y repasando en-
tre los dedos las puntas del delantal. Doña Pancha sentada
al principio en una silla, junto a la cama, se había puesto
de pie, y recostada en la cómoda no apartaba la vista de la
huérfana.
— ¿No te importa lo que digan las gentes! ¡Malo! ¡Ma-
lo! Hija, no te conozco. ¿Dónde has aprendido esas con-
testaciones? ¿Quién te ha enseñado eso? ¿Quién? Bien lo
sé. Luego, luego se conoce quien te aconseja. . . Mira, Car-
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• '/'•'
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A
CALANDRIA
R A F A E L
DELGADO
iv.en; reflexiona; vas por mal camino. ¡Acuérdate de Gua-
dalupe! . . Si ella viviera ... y te oyera ..se caería muer-
ta. Porque la pobre, con todo y. . . lo que hubo con tu pn-
dre, era buena. . . y te crió bien . . Cuántas veces delante
de mí, dándote consejos, te dijo que la amistad de Male-
nita no te convenia. . . Vamos, dime ¿qué hablabas con esc
señor, en la puerta, ahora que entré?
— Nada.
— ¡Cómo nada!
— No estaba yo hablando con él .
— ¿No? Si yo oí al-o. . . ¿qué hablabas?
— Nada. >^
— ¡Si yo lo ol!
— Nada. Cuando yo me :\-.on-c él pasaba a caballo, v se
detuvo a saludarme . . ¡Yo no había de cerrar la puerta!
— Es que yo oí que decías . . que a las cuatro lo es-
perabas . .
— Yo no dije eso.
— ¡Si yo lo oí!
— Pues oyíV usted mah
— Oí bien. Mira, Carmelita: no le hagas caso a ese se-
ñor; piensa que aunque tú eres de buena familia no ha de
casarse contigo. . . Aunque sea duro te lo voy a decir, óve-
lo: mírate en el e^nejo de tu mamá. ¡Qué caro le costó ha-
ber creído en las promesas de tu padre! Ha) que conocerse,
hija . . cada oveja con su pareja.
— ¡Eso es lo que yo digo!
— Pues entonces, ¿por qué haces lo contrario?
— No; usted dice eso porque quiere que me case con
su hijo de usted . .
Aquí doña Pancha se puso primero pálida, y luego co-
mo la grana.
— No; hija. Si Gabriel ha pensado alguna vez en eso . . ,
lo que es hoy. . ya me dijo anoche.
— ¿Qué le dijo a usted? ¿Le dijo que ya no me quiere?
Dígamelo usted.
' — Me dijo todo. . . hasta que estaba resuelto a hablar
120 )
con el señor don Eduardo, arreglar sus cosas y casarse con-
tigo pero lo que e^ a liora . . yo le diré lo que he visto . .
— No es nada malo.
— No lo será . . . pero yo se lo diré.
X — ¿Me amenaza usted? ;A mí qué me importan esas
1
amenazas:
— Hija, hija. . . de todas maneras, no me conviene que
sieas en esta casa. . . Hoy hablaré con tu padre y. . . él
dispondrá.
— ¡Irá usted con los chismes!
— Yo le diré lo que ha pasado, para que vea donde te
pone ... El es tu padre ... y yo no quiero echarme cargos
en la conciencia ...
— No faltará una casa a donde yo me vaya. . . Para las
mis.crias que hay aquí. . . Me iré con mi padrino o me
iré con mi padre. . . ¿por qué no? o en último caso con
Malenita, que me ha ofrecido su casa.
— Caro lo has de pagar. Buenos ejemplos recibirías allí!
Mira, Carmen: acuérdate ce todo lo que tu mamá pasó
Era buena, honrada, vivía tranquila en su casa... Una
vez, por su mala suerte, se creyó de tu padre. . . y tú sabes
bien lo deraás . .
La Calandria se irguió colérica al oír aquella frase que
parecía un reproche contra la infeliz mujer que le había
¿ado la vica.
— ¡Doña Pancha, basta! — exclamó levantándose. — Yo
no puedo sufrir que así hable usted de mí mamá. . . ¡P>as-
ta! Me iré de esta casa, ahorita. No me quedaré ni un ins-
tante, ni por usted, ni por Gabriel, ni por nadie, aunque
mi padre lo diga. . . ¿lo oye usted? Vaya usted a ver a mi
padre, luego, luego . . y no hablemos más.
— ¡Eso quiero yo . . paiM nada te necesito!
— ¡Ni yo a usted!
— ¡Ingrata!
— ¡Doña Pancha!
■ — Sí, ¡ingrata!
— Ja, j.i, ja! ¡Ingrata! ¡Porque no quiero casarme con
121
iá
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.V
CAL
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\
N dría
RAFAEL
DELGADO
MI lujo de Uiitcd! . . . ¡Porque se les escapa a ustedes el
di. "¡ero!
— ;rÍ diPiCro? Xo te quiero para mi hijo . Dios nos
libre 'Je e:o. Mejor fuera que tu padre cuidara más de los
viuc s;mi su saniíre . Mientras tu hermiana irasta en v"^s-
lidos \' i irfaLiises, tú no tienes para /.patos, y esta pobre
A iCja, una triste lawm^iera, tiene que v!.n te pai'a ellos. . .
j...
1,
ti
■ — -Nii pao re >j (o pa!;ara a usted.
— ;Por c]ue no me io Íia j^ vj;ado?
— Poroue usttd no lo ha \ isto.
— -Por cn:é ;.o te recoire / . . . j-orque se a^'e''eüenza de
. . de tu i^iacimijiuo, de tu . .
— l).>na P.ineiía, ;es ti^ted mu\' ordinaria! '
— ;C^aÍ!ate, respoi^dona! Mejor sería que no lucras co-
mo eres t.iri . , . ¡Mas de terier el mismo fin de Guada-
lupe! ¡^ si no \'a lo \er;:rr:os!
\.i (Calandria no pudo nías y se eclió en la canna aho-
t:andí> un soüo/o.
1 n aquellos momentos, Mai^dalena acertó a salir al co-
rreJ.or, y al oír la disputa e iriío»*n\u!a poi" las vecinas de
lo que habían escuchado, acudió en atixilio de la liuér-
lana.
— ¡Creo que le está pegando! dijo una.
— ¡Xo; pero poco falta! — dijo otra.
— ¡Yo lo arreglaré todo! — exclamó la del tinterillo, y
entró resueltamente en las habitaciones de la quintañona.
XV
LA Calandria con a>uda de la maritornes y de algunos
vecinos trasladó sus muebles a la casa de Magdalena. Pocos
muebicb: una cómoda, v.n baúl, un aguamanil, una percibí
y tres sillas.
A pesar de todo, la joven no dejaba aquella casa sin
tristeza. El modesto hogar del ebanista fué para ella, en los
primeros días de su orfandad, como para el cansado viajero
de las a-rena> líbicas el risueño oasis con sus palmeras
sombrosas y stis aguas vivas, gárrulas y límpidas. Allí ha-
bía encontrado afecto, cariño, amor; allí, por vez primera,
tuvo en su dolor quien ia consolara, quien secara sus ojos,
quien compartiera sus penas con noble desinterés; allí hubo
para ella ternura, mimos, halagos; en aquella modesta ca-
si, siempre tranquila, tan diversa de las denaás del paffo,
cada día turbadas por graves disgustos, venenosas rencillas
y hasta proeaces riñas, había vivido en calma, apurando
el cáhz de su dolor; en la morada alegre del ebanista sti
alma sintió las primxras emociones amorosas; allí otra alma
sencilla y tierna, con sus vagos sueños de felicidad y sus
placenteras esperanzas, despertó en la suya el anhelo del
bien y de lo bello, enseñándole cónio la vida tiene horas
felices y cómo el trabajo endulza la existencia. Todas estas
ideas acudían a su mente indecisas, confusas, atropellán-
dose como mariposas que en ronda instable revoloteaban en
las ramblas ardiente^, mientras iba y Ycnia presidiendo la
mudanza.
Doña Pancha lloraba y para que la huérfana no viera
sus ligrimas fué a refugiarse en el cuarto de la portera.
— ;Por cpié llora usted asi? — le decía ésta. — No se me-
rece esa cos^olina que usted se afane. Ya pagará su ingrati-
usted, déjela usted. . . para ella hace!
tud. Dcjeia
2 T)
123
■^
/
L A
CAL
A
N D R I A
C.irnicn sabía muy bien ijuc su separación de aquoüi.
casa lio era Indiferente para doña Pancha. I'.sto le causaba
Cierta aiegria: como que se ret;()cijaba ile pensar que aque-
lla ruiTtura que hacia llorar a la anciana era ima \engan-
z.i Pero ;ven^ap/a de que? r^iue le h.ibia heclio? Nada,
ira mal cremosa, se\era, rei;añona, irascible a veces; mas
e'i el fondo bueria, dulce, cariñosa. Ivecordaba las mil oca-
siones e!^. que la buena n-iuicr \eiiía \' como un.i madre la
acariciaba, uiciéndole un^ alaban/a . Intonces se arre-
|KMtía cj la qu.e a^ab.ibi de suiceder; le doha e:i el alnia
haberla oíendido . Ademá>, ofendiendo a !a madre, ofen-
dii a! hiio, a (/abriel. al pv^bre (jabí'iel, oue la quería tanto.
rvué J.]Vi^ el ebanista cuandt) cupiera lo acontecido? (la-
bne! la ciuería . no era po^ibie ne-arlo. ;Coa decir OLie
e;!j loiM'o que p.o hicera san limes!
i labia hecho mal, mu)' in.-l en todo; lo mismo la v is-
pea . . . ¡Como la \eían las \ecip.as! vM^unas, cuando n.i-
s.ibj, soni'eian, pero no todas. Otras la mira'^an con OjO>
espap.t.Klos, como ^\ fuera culpa!)!e de u\\ \:rMi. deüto. . .
A(]u.ellas mirad:.is extrañas, r^xelosas, desconfiadas, se le
da -.aban e.i el cora/(')n, le oprimían el pecho, la torturaban,
le Nenian tentacion^.s de llamarlas a toda^, a todas, a vri-
\os, para decir a cada una: Si, h.ice mal, vauv mal; tan mal,
qi'e esto)' aver^í;on/ada . . . Perdónenme; no reflexione; v
}a no sale.o de e^ta casa, le pediré percl )n a doña PanclT.i;
así debo hacerlo porque es muy buena. . . ha sido muy bue-
jia conmigo!
Peio no, no; estaba (iíendida, había que sostenerse , .
í)u-ían que con ¡as copas de la víspera. . . Nada hubiera
pasado si doña Pancha no le dice lo que le dijo. . . Doa
Albertí) fué quien le ro^ó, le suplicó que le hablara a las
oebiO-, cuando él pasara a ca!:)ailo, . . No, no . . . era preciso
tener resolución y S(;s:enerse . .
Discurriendo así acabó la mudanza. Mas cuando sacó
lo ultmio, un espejito de marco negro. pensó . . v ahora,
en qué duermo.^ !No teniio cama! Esta es de Gabriel y no
he de llevármela . . .
124"
R A r A E L
DELGADO
I
(
-dijo Magdalena — después se la paga usted
¡Para lo que valdrá!
—contestó la Calandria — ¡para qué quie-
— Llévesela;-
a doña Pancha .
— No, no . .
re usted que luc^o me io eche en. cara!
Doña Pancha lo pensó a tiempo y le mandó decir con
una vecina, que l!e\ ara la cama, que era suya, con ropa
V todo; que Gabriel se la había regalado. Al oír esto, Car-
men simio que el covMon se !e partía y que los ojos se !e
llenaban de lágrimas; pero no supo qué decir, y se llevó
la caír^a.
* — ¡Hace u'ted bien, hijita! ¡Hace usted bien! — qcc¡:\
Alaedaiena. — Si él se la rei;au^ a usted. . . tiene usted de-
rechc», c^ cl i sred.
Doña Panelea volvió a la casa, enjugando sus ojos. ¡Qué
triste a'^pccto presentaba la Salita! ¡Como si hubieran sa-
cado de allí un cadas erl La quintañona arregló los muebJes
a la ligera, como pudo: barrió de prisa, sacudió aquí y allá. .
\ se fue a la C:i',a de i\^)\\ b.duardo, todavía con les ojos
húmedos. A! pasar y,oi' el taller preguntó por Gabriel. í Li-
bia salido con unos compañeros a desarmar unos muebles.
Llego a la ca v, el cri<vJo le dijo que su amo estaba de viaje,
en Alexico. Tardaría u:i mes. Seria necesario escribirle. . .
para que lo supiera todo. Pero el caballerango no supo
darle la din ce i ')n. Como no era hora todavía de que Gabriel
hubiese vuelto, se dirigió a la Parroquia y allí, en el altar
de la Virgen de los Dolores, rezó y volvió a rezar. A la
salid.^ se encontró con el padre González, y le contó todo
lo acaecido.
Ll clerieo se informó detenidamente del caso; la inte-
rrogo punto por punto acerca de las amistades de la huér-
fana.— Salve usted su responsabilidad; — le dijo — avise us-
ted a ese señor lo que ha pasado. . . Escríbale usted.
y allí mismo en la ante-sacristía el vicario escribió la
carta.
D'oña l'anclia se Li entregó al caballerango y le reco-
mendó que la remitiera a su destino porque se trataba de
un asunto ivAiy urgerite. El criado ofreció ponerla en ma-
125
,r
L
/
\
CAL A N D R
I
1
rn)s Jol tenedor de libros, un joven que en aquellos momen-
tos salía apresuradamente con una bolsa de pila debajo del
bra/o.
' Después, }Tndo para el taller de don Pepe Sierra, al fin
de la calle, so encontró con Gabriel:
— ; Sabes lo que lia pasado?
—Ño. .
— Pues Carmen . . . esta mañana . .
Y en dos por tres refirió al ebanista lo acaecido, menos
que había sorprendido a la Calandria hablando cow Rosas.
— Y ¿ya se fué .^
— Sí, ya pasó sus cosas. . .
— ¡Está bien! dijo el mozo con desprecio e indiferencia,
como si se tratara de personas desconocidas.
— No diga usted ni una sola palabra . . . Don Eduardo
lo arreglará todo cuando lo sepa. . . Usted ya cumplió
con avisarle . . Pero no diga usted ni una sola palabra. . .
Asi se evitarán los chismes y los disgustos . Yo. . . por
mi. . . ¡no me importa! — Y el pobre mudiacho, al decir
esto, sentía un nudo en la garganta y que dos lágrimas
n^laban por sus mejillas.
En tanto la Calandria quedaba instalada en casa de
Magdalena. Don Juan estaba también de viaje: aquella ma-
ñana había salido rumbo a la Costa, en compañía de un
abo'^ado noníbrado recientemente Juez de Tuxil.i.
— ;Y ahora t]r.é piensa usted hac^r, hijit.i?
— No se; r.ablar con mi padre . .
— Si Jurado estnsÍLra aquí! 11 arreglaría todo , . para
qi'C se quedara Listed con nosotros. ^Xijuí, liijita, estará us-
ted bien, con n;as iibertad, sin tener que suirir las inipru-
^'ei^^¡a> de esa vi^ji.
— Sí; ;pei*(^ miep.rras don Juan viene?
— Pues \'o iré a \er a su papá, }o misnia i¡'"i:a . . Verá
i;^Led . . \ era usied, nie pin lo para estas cos.^sl
.\ r.Kdio día Al.;.gda!ena se pino de \eir.iie!n^o aiiileres,
} pa\oneándosj ) llenando la acera coa la iiiidosa falda
126
R
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DELGADO
de seda, salió a desempeñar sus deberes de parlamentario.
A poco regresó diciendo:
— Habrá que escribirle, porque no está aquí. Esta no-
che, Carmela, esva noche, en menos que te lo digo, le pone-
mos una cnrta, como yo sé ponerlas! . . . Ya verás.
— Será Jjspues que venga Rosas, no te parece? Ya le
mandé decir con Ángel que aquí estoy. Lo buscó en la can-
tina, V allí e-taba. Mum qué bonito ramo de gardenias me
mandó.
■ — :C)ue liHuo!
i V
— Aquí 10 pu^e. , . en esta copa. . .
— Hiciste bien. . . estas en tu casa! Compara, hija, coiv.-
para a éste coi^ el ouo . .
persona íi^ia!
Ya vas viendo lo que es tuia
1^-
127
CALANDRIA
R A F A E L
DELGADO
\
XVI
HASTA la noche no vino Gabriel a su casa. A medio
día, un aprendiz avisó, por encargo del ebanista, que éste,
con Tacho y Enrique López, había ido a comer a una fonda.
Durante la comida estuvo el mozo cabizbajo y triste,
casi sin despegar los labios. No bastaron a sacarle de su
abatimiento los chistes de sus amigos, ni la sempiterna
charla del baibero, que era una gacetilla por lo decidor y
parlanchín, v cuentan que no escasearon antes de sentarse
a la mesa las copitas de catalán con anisete.
El pobre muchacho, temeroso de las pullas de las veci-
nas, pues ya suponía que é!, Carmen y doña Pancha serían
esa naañana el tema obligado de todas las conversaciones
\' el apetitoso platillo de todas las comadres, se echó calle
arriba. No volvió hasta las nueve de la noche.
Tuvo miedo a las alusiones, a las indirectas y a la com-
pasión malévola de las lavandera^. Ya se imaginaba la cara
üue al verle pondría Salomé; las sonrisas de Paula y de
Petra, y la afectada seriedad de Magdalenita. ;Qué haría
("armen cuando el se le pusiera delante? ¿Qué diría? ¿No se
a ^'ergon7aría al recordar la juma de la vispera? ¿Cómo ex-
plicaría su salida de aquella casa? De seguro que echaría
la culpa a doña Pancha. Cierto que esta era dura y exi-
gente; que por todo se irritaba; que en ocasiones sólo él,
que era su hijo, podía sufrirle el mal genio. Y había para
creerlo asi, porque Carmen era buena, dócil, cariñosa. De
lijo (|ue doña Pancha andu\o ligera; sabe Dios qué le diría
)' con qué palabras. Suelen las personas n^.ayorjs cometer,
a pesar de sus años, ciert is itnprudencias con \\> cuales to-
do lo echan a perder. — Y quién quita — pensaba — que ma-
má esté celosa?... Anoche, cuando )'o le conté todo, no dijO
nada; pero no se mostró ni alegre ni contenta. No tendría
128
Ala^dalena mucha parte en esa separación? — El corazón le
decía oue si. Tsa mujer no era buena; y luego, como él la
despreciaba siem.pre v nunca !e hacia caso! Bien lo había
preVisto: ¿qué cosa buena podría traerle a Carmen la amis-
tad de aquella mujei ?
Y cómo se reirían de él las vecinas. Ninguna le veía con
buenos ojos, ninguna; nunca, pero menos desde aquella no-
che en que las despidió con cajas destem.pladas. ¡Cómo se
rió él esa ocasión, al verlas ir! ¡Bonita ocurrencia! Insta-
larse alli para oír cantar a Carmen, cuando ellos querian
estar solos, solitos!
Desenmarañando este ovillo y devanando esta inter-
minable madeja, Gabriel se sentó a la mesa. Tacho no ce-
saba de chariair, bromeando con las criadas de la fonda, y
Enrique contaba, entre risas, lances recientes de crónica es-
candalosa. Enrique sabia cuanto pasaba y cuanto no pasa-
ba; como qtie su barbería era el mentidero más activo de
la ciudad.
Ciabriel seguía pensativo y triste. Apenas probó bocado.
Ni las enciiiiadas incitantes, espolvoreadas de ajonjolí; ni
los chiles rellenos, gordiflones, envueltos en su dorada ca-
pa; ni los frijoles secos, brillantes, encrespados, con sus to-
topilios frites; ni el picadillo de sardinas con queso añejo,
alcaparras y cebolla picante y m\c.\, despertaron su apetito.
¿Qué tienes, Poncianilío? — di jóle Tacho. — Desde ayer
estás como juli-uero en muda"; pierde cuidado, que no en-
trarán mosquitos en tu boca. No haces más que mirar y
remirar esos cuadros . . ¿Qué ves allí con tanta atención?
— Nada.
— Nada, ¿y no quitas de allí los ojos?
— Esto\^ viendo el cromo.
¡Pues de buena duda nos sacas! ¡Eso ya lo vemos!
Gabriel estaba tn:>te; pero no se daba cuenta de su tris-
teza.
Uno de los cuadros que decoraban las no muy limpias
paredes de la fonda, en las cuales pululaban las moscas, po-
sadas a millares en un par de banderillas, regalo de algún pa-
129
La Caljndric"j, 5
L A
C
j\
L
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N
D R I
/\
rroj¡u';ino torero, rcpre^jntrib.i nri bosque, clibiiiaJo Dios
sabe C'-n^o, ncro ¡'¡co ce ce-lorcs, c<>ii todos los tonos de opu-
leni.1 \e ..^jvivMi aloin.i, de' Je el nlv>ieiiro de los criemos y
" ' has: a el \etde apacible y ri-^i'eno de los pastos
ios
i. . . ' V- ^
]Liiie*o^. ciiai"i,io bis ii'er[\^^ re\:rdeeen reii'LScadas por las
l'-'io^eras l;u\ias; una seí'.a oue dej.:ba \er e'i e' ! í)ndo, en
]",M'-i"i - 1 .^(^ paí'io:' M'na, t:¡": \,\:\) ^creno, adorrneci^UN de i lo-
rbl.is ]::ar;c nes, c"' 'Cu -.^-^^ cristales se reüejaba el azul de
•i v.ri.i graiiU, üi v.'m cl:o/a, ni i^n.i ^]';"jra liu-
ajuí! p:-';.ne. (^::br-el eonteivplaba e ;í1 snn^a
k\S\ eivadro ei:, os n-^^menoí'es ÚMn tomando
e^^reio. e> \cv-\\ ;j:'a'., '.-ciwo si por modo prestí-
■. i \\. '..■ r/ ;-n ..- ; ¡'diíJ rb
a mas \.{ a'*uo<ecia; las
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roe."' ^J ¡Me-an tanyible'^, \ lI n^."'netb(- sentía en sn :^rente
eal 'ii: i'í lenia -A si>pio "^ "eseo de las montañas emb.ilsaniac'0
eon e! aroma de bis eoaíteras; cr^ia respirar el an^iülcnte vi-
\ 'tie 1 c'l las ladjras; eseueiiaba el rumor de !■•-; pinos mo-
^lJ(>^ por los \ lentos matinales, \' jiuncna su abiia en las
]^i\.; unc'idades de acjuella iin";ida soledad, a la cual no Uc-
eaban las aniar .Tiras de la vida, ni los amaños de los hom-
b.es.
[■ n medio de su pena, en medio del p'*oíundo doior qtie
le ív-:,nvia el corazón, y de la agitación de su espíritu, se
complacía en n'!Í''ar ios boscajes son^bríos y los retiros hú-
medos, \ a pesar s^yo vol\ ían. a sa mente las apacibles
nv'áyeiies rúsricas, los bori/.ontes dibitados, lumin.osos, sin
ii libes, los nraderíos desiertos, las cimas altísimas que se lo
aruoj.dvíii islas de salvación.
— ¡Y Como se co!;sob;b:i al verlas I Le parecía que ante
la ¡ni-nensidacl de la naturaleza, su alma iba empeqticñecién-
dose, aniciuilindose poco a poco, basta perderse anonadada.
\ \ cv^oAxMTí amorosa se le presentaba atormentadora, cruel;
lue^o, cbalcemejite dolorosa, v al fin se cambiaba en un
sentin^iiento que tenía mucho de aterrador, mucho, pero
más, sin du(.la, de ¿;rato y delicioso; algo como un deseo
1:0
K A V A E L
D E L GADO
de morir, vago, indecisj, «^emeiantc al indefinible anhelo
que se apodero de su alma, cuando, en venturoso dia, oyó
de labios de la huérfana la confesión ingenua y franca de
oculto amor.
Estoy mirando esa estampa y envidiando a los qtic
viven en los campos; en-idiando la calmea de los cerros y
los llanos. . . ¡qué paz tan dulce!
; Adiós! — replicó Tacho. — ¿En qué historia apren-
diste esas cosas? Come, y déjate de historias. Estis embo-
bado . . ido ,^
— ¡Pensaba que la vida es muy triste. . . penas y so.o
penas ! . . .
;Triste? ;Para los tontos! — observó Enrique. — Hay
que saber vivir... tomar la^ cosas ^omo vienen, como
son. . . sin enredarlas, ¿no es verdad, Tacho?
jEso! ¿Sabes ])or qué es todo eso, Enrique? Porque
Gabriel siempre está leyendo novelas, y las historias esas
ponen a las gentes como locas. . . El áh menos pensado te
envenenas con f:'.sforos. Yo por eso no leo nada.
—Tu dirás. Tacho: el otro dia llegó éste, bravo como
un torito de Arenco. . . ¿Sabes por que? Porque en las en-
tre-as que estaba levendo habla una muchacha tísica que
se ^amoro de i n otida!, v el soldaditc se burló de ella, la
abandonó después, y. ¡o>os que te vieron ir!^ Parecía la
mera xerdad, nnc era c;er.o, y que la muchacha era :i:go
de éste. Y estaba f.iríc^sj . . se quería comer crudo al ofi-
cial. 1 a se ve; ésce es de los .v.ic lloran en las comedias. ^ a
te vas parecíe-ido a Mayo \icna . . .
— ¡Xo me (iuemes la sangre, Enrique!
Los anillos canfe .t.nv>n con una carcajada cstru^?ndosa.
A decir "Verdad, Gabriel tenia necesidad de abrir su pe-
cho a los amibos, para aliviar su a!-na del peso de sus te-
mores, pero ante la n.c- Perada hilaridad de sus companeros
calló, V fingió que .op^ía y saboreaba los platillos.
Cuando^oAio a! tai-cy don Pepe le llamó.
^Quiere; ^nc:iv^;-\^i- de una obra? Es cosa de tres o
cuatro' dias. Dije .p^e l.ia alguno de ustedes. Allá, en la
131
y
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\ L
i\
N D R
A
R y\ F A E
DELGADO
c.is.i clci amo, tendrás todo, y te pagarán bien. Se trata de
armar unos muebles y de barnizarlos. ¿Vas? Puedes saür
temprano; esta noche traerán el caballo. Allá hay carpin-
tería pero, si quieres, lleva ios fierros que necesites.
(jaí>riel aceptó. La propuesta de don Pepe venía a sa-
ca !"lo Lie la difícil situación en que estaba.
[•'1 ¡a noche, al volver, pasó por la casa de Jurado. Oían-
se ri^as, uní animada con\ ersación, y una voz que no era
la del iMTterillo. (jabriel vió por el ojo de la cerradura, y
des-ub'i.; a Rosas sentado junto a Magdalena y a Carmcii
i rente al catrín.
— ¡\o hab^o con ella! — se dijo. — Si me quiere como
dice, \a me llamará.
/\1 oii'o d'i:\, a las cinco en punto, se despidió de doña
i\iiKha, ehrii;;-') ima mirada ai departamento donde estaba
la dueña de su cora/('>n, y montó a caballo, diciendo:
— ; Mejor! ;Si es cierto lo que mi madic sospecha...
cpie ive i.mporta!
Cjj.r.^do pasó por la ca''«a de Solís éste, qi:e ^alía en aquel
ir.on^ento, le detuvo pjra charlar un rato.
— ; C u 3 n J o \ u e 1 \' e s ?
— \ iernes o sábado.
— -No ciejes de \enir. h'l domi;veo liago el baile. Cum-
ple años mi hermana. ;Te espero? ;vienc^?
— SI puedo.
— No te liairas del roi:ar. Te espero sin falta. Ya verás
c}ue baile I
I
132
XVII
CIN^:0 di^s después, domingo^pcr la noche, daba
Pandio :-o!ís un baile tan concurrido y brillante como
ai^ucl en que estuvo el ebanista el día que sepultaron a
Guadal i:De.
Los bailes de SoÜs gozaban de muclio renombre entre
la ícente obrera. Ln ellos se juntaban, ordinariamente n^.^
a ntes, la flor v nata de los aprendices mayores de don Pepe
Sierra. Lo^ tales bai'es se hacían por lo común a escote V
■solían ser espléndidisimos, gracias al concurso que para el
caso prestaban los operarios de los talleres del Lerrocarnl,
todos muchachos a'egres y garbosos, que todas las tarden
*a bs seis, limpios del tizne del taller, deponen la biu-i
ozul v el desastroso fieltro para vestir jacfíict/c y calarse
ii bombit-; hábiles y diligentes trabajadores, cuyo bienes-
tar v circunstancias m.ircan el paso del obrero antiguo al
(»brero 'ooderno. , , ,
INta vez ncid^ se les debía, la suntuosidad de aquel sarao
,ra una muestra de !a generosidad del obsequioso y galante
dueño de la casa. m i
A ias diez el baile había empezado ya; agrupábanse los
curio>of: transeúntes en Li acera, ante las ventanas, para
-ozar un poco, a través de las rejas y de las entornadas
puertns. de los mnl encantos de la fiesta obreril.
Ar.ntro se contaban hasta treinta parejas, es decu%
treinta muchachas frescas, bonitas, ataviadas con sus me-
jores galas, y cuarenta o cincuenta bailadores que a portri
se mostr-ban atentos y finos.
La decoración de la sala poco dejaba que desear; la
música era insuperable; la que tocaba en bailes de alto qui-
rio, la cue gozaba de más ireputación y fama; tocaba el
maestro Olesa, amable y cariñoso amigo, que tenia prome-
133
/\
c
A L A
N
D R I A
ticií) .it el.'cño CiC b c:isa estrenar, a ]a media noc:^:, una
s^ii' :'^li niic\(), de lis ir.ás se!ectas y apasionadas, que vol-
\e¡!i lo.'os a los c--)nciuTeiites,
Ll adorno del salón, obra de Lir^ez y de S -li^, liábil-
nieiT'e :Mudados por Tacb.o, niercció a sus aut'j:v> un sui-
jiuiv.eri; de felieiíaciones y parabienes.
ios nuiros viejos y desconchadlos, recicnten^orre enjal-
bef;ados, ocultaban, bajo una triple mano de l.ciMda, los
esira;;os del tiempo y el descuido de algunas i:e::v:'awiones
de inquilinos.
]\ira que resaltara mejor la blancura de las paredes, fue-
ron est.is decoradas por los dos amigos con bunc!crltas tri-
colores de papel de chii^.a, dispuestas en cruzaspaJ.i. }' sobre
ellas lindas coronas de dahalias rojas y rama di tíua]a, in-
cüsj^ensable follaje de toda fiesta popular o patii/nca.
Para mayor éxito, Enrique [.<')pez trajo de ^u barbei^ía
media docena de cuadros que interpolados simétricamente
proviucían un magnílico efecto.
l.n \'erdad que aquellos cuadros, dorados nn ti-.mpo, con
V irías cscenis de la C')i¡í¡uisia de ^Ic.xUo y de wwi popular
no\ela de Mad. Cottin, prestaban a la decoracu;: ciertos
\ i-us de romántica elegancia.
I a> e^tan^pas c\\\\\ ¿c un colorido \ erdjderam. n: : ¡Mbioso.
los chicus, qc.e no faltan en parte .dguna, s- -j neniaban
en .'O l>obos ar.te aquel Ciortés cine endosaba tab;.. Jo neiiro
con \ L-.ekas de armiño, ¡'opiÜa \e!"de }' calzas aylomjj^s, y
ijUc, racimado sol^^ru mulli(.¡os aimobadones, niá^ -wo. ía wn.
1(1' ■ ^ 1 •
sn;t.;
ue '.:oza c
le ¡a> de'icias cleí naren ^uie un -o
d>n^i!';e \ ierreo c^.iio el Conqui -.ador. A si;., r^js -lona
Mar'na, con ropaje de odalisca o de aliVioa, pen.ic :> inroso
y ri.'s bi'azaletes, enire pebeteros, a ni oras s :■.""];■.: ruacas,
1
U 1
;s 1 Lu^eiitornies \ uran abu-
nda ncla de iri;..
>s iropi-
ca'e-, tañia ei arpa oa;a diNcrtir ias mui'riaj de'
A « i .
lodo esto a la siembra de ¿o"^ altas palmeras de ' ;s cua-
le*^ yeiuiía Simuland.,; "egio dosel, un cortinaje de :^.\.iope¡o
r-)¡;). ;eco':idv) lu disfori'iies abucjiados, sujetos cr, gruesos
coi\ioZies ele u'"o. Las nauxieris parecían doblei^ar.c al i:>eso
134
RAFAEL
DELGADO
lO
del velamen, o más bien rendidas por colosales racimos á.
cocos de imnjsible co\:)\\ " ^ ■
Tn otros cus J-os admiraban !cs niños, y nasta lo'^ r^a-
vorr-, i a .--cma de las naves y la prisión de Motecuhzon^a;
i^oui ^1 As/ohiM^) de Tn-o, con la cruz roja sobic las ^:^on'
-•r;,-d-s v..^iiuras, o a S-buüno con turbante irisado y
^ifa^ve ier:vr;^"i::-^: aüa, Malci. Adcl, caballero en un b.i-
,lon rii.)-^ de pJu anaranjado, qa;, a todo escape, huía l!e-
v-at-ido a ;a cv^^niavadi Maflde, cuyas monjiles tocas no
habian su.: ido n:xc.:. en ¡a ^.arrc'-a.
Para ¡ .nar bi-^ ..becerss de! sain;-!, 1(:S decorackv-;^ .cni-
i-o:/r:ar de dos n^a.-a^. espontáneamente faci^li.adcs por
el d'=ño ce u i.i londa, de esos mapas que a bajo pr.iio
v^pd.n ■)- esoe.abidc:vs v.mbee':; uno de México, y fnm-
tero a .^i otro de los bs^ados Unidos, que ostentaba en i.s
nn-uios . n ictrsio de Yd.^sbington, con el consabido icma
ac"^/ /^r/'^-/- e// li Pci-:. r/ prinu'io en la i,u-n:u etc., etc.,
otro de • incoln, uní vista del I\'á-ara y otra del Cap:to-
lio, napa, pregoneros de la invasión 'pacifica de nuestros
anahid r-rimos de allende el Bravo. ^ ^^
Cuatro . niconeras, y en ellas empañados cspcjos y sim-
paras c'e r..:roieo con globos opacos, semejantes a los de la
araña d.- sa. luces oue adornaba el centro de la sala. ^
S.)lis no aui^o Quc sus invitados baibran a ludrulo o//;-
7,/o, v el niss) fue cubierto con una alfombra formada de
cuatro re;"a!es dixersos que podían dar fe de cien y cien
bailes de li ndsma clase y categoría.
Con ■piel aban la decoración largas cadenas de papel, ver-
Jes, blancas v encarnadas, que partiendo del punto en que
estaba snsnendida la araña iban a prenderse a cada lado en
las extrerñidades de las vigas, formando una especie de
ondulante pabellón movible y ligero.
Oie<a tocaba con ganas, es decir, con todo el ardor de
su entu-a^mo artístico, una habanera, a veces acom.pasada
y lenta, v otras tan retozona y breve, que ora arrastraba
a los bailadores en apresurado movimiento, ora los adorme-
cía con Ub dulces y tropicales languideces.
135
\
^r" i '• '*
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L A
A
L A N D R I
/
I
RAFAEL
DELGADO
]■ litro Lis parcjaS fi<;uraban las Gómez, dos nracliachas
C'V'j Al decir de Ar^astasio, cstalmii Je pCy he y doble n,
n^-AY emperejiladas y llenas de colorete; las Domínguez, las
C)rte?,a, la trigueñita del estanquillo de La Jardinera, hábil
baüaeiora, tan amable para vender cigarrillos como para
bailar sin descanso un vals de tres cuartos de hora; las cos-
teña-, luiespedas v primas de Camilo v Arcvalo, muv am-
l'^o'^:^-^ y dengosas, recogido con cintas rojas el crespo v scmi-
lanoso pelo; y allí también la Calandria, y Magdalena, en
cu\'a casa vivía la hucM-tana desde la semana anterior. To-
das ele' intes, atacadas con sus m.eiores '^alas, ale^rres \ fes-
ti . as.
l-os bailadores habían dado nuicivo v]ue hacer a Enrique
I )pez, quien los puso como nue\os a i uerza de bandolina
} / (>///(.> (>•/■/('/;/. .7. l^redominaban el trnje negro ^' los boti-
nes de charol, americanas y jííí/ííc/ fiS, y no escaseaban las
chaMjetas, los pantalones ajustados y e! calzado amarillo,
ios aromas vulirares ¿c\ íí'jJih de Llovidu v de la liauairzcí.
se me/claban audaces con la fragancia encumbrada del
(>¡)(>¡)(^;!íj\ y las emanaciones encr\ antes de la ixora.
Carmen, por su belleza, por la incitante morbidez de sus
Jolinas, por la palidez de su rostro, que iba encendiéndose
j^'oco a poco con la fatiga del baile, } ñor la gracia v sen-
cilltz de su carácter, era !a más linda; iMagdalen^ üsta,
maliciosa, burlona, rodeada de los mozos más apuestos, eri
la reina del baile. ¡Y qué lujosa que estaba! ;Con razón!
Si la nniv ladina se gastaba en trapos buena parte de los
cm^uep.ta duros con que un gobernante, afecto a sahume-
nos Djiiodísricos, subvenía a la publicaciíui de /./ iialicaJ.
A i.ís once \ media la temperatura \ la alcgrí.i, el en-
tiisi.isnio y el aiJor danzantes iban subiendo rápidamente,
mereeu a la espumosa cerveza, ai eo^^Jiac y al kcy^irnui.
Las parejas estaban como nunca risueñas )' comunicativas;
se íuinaba en la sala como en una taberna, y Oksa p-eÍM-
áiAbA la schotiscii nueva.
A poco la pieza había principiado. ¡Qué schoti-^eh! LI
maestro, con mirada llena de inspiración y el briílo de la
136
/
gloria en los ojos, a veces tocaba, otras marcaba con el pis-
tón a guisa de batuta, los pasajes más tiernos y expresivos.
Mucho^s, de pie en las puertas, gozaban del magnífico as-
pecto de la sala, y aplaudían frenéticos a las parejas que
iban pasando frente a los espejos en giro interminable, ca-
dencioso v brillante.
Tres corredores tenía la vetusta casa; tres corredores
casi seculares, bajos, anchos, húmedos, con gruesas colum-
nas y pes.Kios arcos, ronsiruídos para dar abrigo (allá en
tiempo del Rey) a una legión de tabaqueras, y almacenar
las pingües cosechas de una hacienda famosa y los m.iles
de arrobas de tabaco producto del avío.
Lestones de foílaje, banderolas y farolillos venecianos
decoraban el uno. En el estaban, instalados los músicos, \\o
lejos de la gran mesa cargada de botellas, bizcochos, tortas
compuestas^ vasos y copas. Los. otros dos se prolongaban
paralelo, hacia el fondo del inmenso patio. Obscuros como
boca de lobo, K'igubres y desiertos, convidaban a los dan-
'zan.tes a buscar en su retiro calm.a y soledad, y brindaban
a los trisies que eran pocos y a los fatigados que eran mu-
Ciios, e! cafe .al sereno, sombrío, entre cuya espesura albea-
ba el \ iejo pozo recien blanqueado y revolaban las luciér-
nagas.
Por uno de estos corredores iba y venía, como teme-
roso de la luz y del bullicio, el pobre Gabriel.
Echado atrás el jarano de lujo, envuelto en el ]oron^2Ú'
¡lo galano, revelaba en lo pausado y tardo de su andar el
abatimiento de su alma dolorida. Fumaba; a las veces se
paraba en e! excremo de la galería; otras, recostado contra
un pilar, vuelto el rostro hacia el salón, todo alegría y
fiesta, contemplaba apenado, húmedos los ojos, el paso bri-
llante v st'ductor de los danzantes, la ancha puerta que
vomitaba torrentes de luz.
. ' ¿Entraiía? ¿Se iría sin ver a la huérfana, sin hablar con
ella? Y si entraba, ¿la invitaría a bailar? Por fin se decidió:
arrojó ai patio el puro, que como una ascua quedó brillando
entre las hierbas, dejó caer las puntas del ]oyon¡^ud¡o, y
137
1
C A
A N D R I A
aprcsiuadamcntc fue a dejar abrigo y sombrero a! cuarto
próximo.
Cuando Gabriel entró en la sala, Magdalena b':iilaba con
Pancho, Carnten con Enrique López y Tacho con Carolinrt
Solís, santo de la fiesta.
El ebanista recorrió con una miraJa el adornado salón,
buscardo a la huérfana, y al verla sonrió con iniinita ale-
gría. ; Hacia más ¿c una semana que no miraba aquellos
oi(v-. I Era preciso pedir piíinauí. Carneen era ur.a pareja co-
di.ia'.'a X si el mo/u no apro\'e^iiaba aquel momenio no con-
s.' inri a bailar con su ama-da en toda la noche.
Pero E.n/K:uc c\\\ un buen an^iio, y desde 1ucl;o, con
Sil i::'vrosidad caiMCterísiica, sin qi¡e la joven rep.\i\ua en
eiiv\ ;,! \ er a Cjabriel, con un ademán mu}' expresi\'o le
(T ;-v-:k' la pareja. E.! ebanisia contestó con un guiño que
•accf.iba, \ cuando los bailadores pasare?^. Irer.re a él se
a^e:'^ > res;Ktuowmer:t.: "\^ pidió ha'ouid. C^armcii, disimu-
l.;:u' ) su co'.it i a! iedadt, dejó los brazos de Enrique }' pasó
a !()^ de (labriel, a punto vuie los concurreiues, arrebatados
P')i' \ü> apa>:üP.jdv)s acordes de la schotisch, saludaban con
una t:h>!e saKa de apiau^os al inspirado autor.
— ;CAiándo \ol\iste?
— EEice un rato. Lo cic^'to es que no queiía \eni:*. . .
A Li> cinco dije: vov al baile; y dicho y hedió, aquí me
tienes. No esper iba encontrarte aquí . . .
— .l\)r qué.-*
como no hace vm :\ño todavía que tu
— Por<iue
mama
•i
-Vo no quería v'enir
Male
pt!C
1.
ne'^arme
mita se ei'npen.ü, y no
¡llace tantos días que no nos liemos
\isto! . ;Por c[ue no te despediste de mi? ¿Ya no me
quiere.^?
— ;Qtíe no te qtiiero? ¡Tú eres la que ya no ifie quieres!
— ;Qué motivo tienes para decirlo?
— Será o no será; pero moti\os no me faltan. ¿Q^^
te l:ic":r.u)s en mi casa para que asi, de esa manera, te íueras
bin avilar, de golpe y zumbido, sin permiso del señor don
138
R A
r
1
al
E
T
DELGADO
I^luarc'' ;En quó te ofendimos? ;No cncontrab:is allí ca-
riño, C'- ■^ideracione^? ¿No encontraste alU quien te quisie-
ra, com») ^o te quiero?
— ^J ( .abnel, pero va conoces el carácter de doña P.an-
cliita. Un día .imaneció de malas, me reprendió con
p.dabras r.'uy duras, yo no pude sufrirla. . . y sucedió lo
(¡ue tu > ;; sabes.
— Si ^G estoy allí, no sales de la casa; yo no lo hubiera
perniitiv'^.'.
— Si :-■ mamá me dijo cosas que me lastimaron y m.e
ofendicr<>r>!
— Oí.b:as de haberla perdonado. Ese es su genio, ya la
conoce^, es así; pero en el fondo es buena. Lo que hubo
fué quc -Magdalena te aconsejó mal; te obHgó, te compro-
ntetio a que fueras con ella, y ya verás, ya lo verás: cuando
don Ed.-ardo lo sepa, no le ha de gustar!
— ;Que había yo de hacer cuando tu mamá me echó?. .
^ Malenita entonces me ofreció su casa. . .
— Mira, Carmelita: si tu me quisieras como me has
dicho, ra habrías hecho eso.
— \o :e quiero mucho; ;pero cómo iba yo a sutrir
:. tanta c^.n^a?
— Cierro que mamá te regañó, y razón tenía: la víspera
en el convite tomaste más de lo debido. . . ¿no es cierto?
Ea Calandria bajó los ojos avergonzada y no contestó
a la pregunta del ebanista, hasta después de un largo rato
de suene :ó.
— ;a-:) es cierto? — insistió Gabriel.
— ^\: i^ero no fué culpa mía; yo me resistí. . .
— A^i lo creo. .Mi mamá no tuvo en cuenta eso y te
reprentb j . .
— ^No solo eso; me regañó . . . casi me insultó. . .
— Ex.iceraciones tuyas! Estabas de malas y todo te pa-
recía ofensa. Además, ella tenía obligación de cuidarte.
Como \( te lo había dicho esas amistades no te conve-
nían Pero tú no me quisiste oír. . . Mira; mi mamá
te ha s,.i:ido mucho, hasta ha llorado por tí; yo te ase-
L A
CALAls'DKlA
RAFAEL
DELGADO
h
i'
u
quio que está arrepenticL; de lo que te ciijo; tal vjz no
peiiS) que te ofendid . . .
— ^'o t.-imbién nve he arrepeiuido; pero esto }'a no tiene
renieJio. Mi padre vendrá ... y el dispondrá lo q-.ie se
lia de hacer.
■ — Mira, Carnieüta; olvida todo. ;Oiiieres volv.ir a mi
cas.i? . Yo te ofrezco arreglarlo todo, en dos por tres,
mañana tempranito... No quiero que estés en e^a casa,
ni un día más, ni una hora, ni un minuto. ¿Quieres vol-
^erte con nosotros!^ Anda, yo te oi rezco que lue;-;o que
el señor don Eduardo llegue \ oy a \cilo. . . y nos casa-
mos pobremente, como se pueda. . . Mira: en la hacien-
d.i donde estuxe me ofrecen trabajo, casa, y buen sueldo. . .
¿Quieres?. . Respóndeme.
Carnien calhiba, callaba tenazmente; no quería, no le
con \ en ! a contestar. En aquel momento Tacho que pasaba
cerca, dijo, sonriendo, al ebanista:
— ¡C.osieate hermano! ¡Ahora Poncianillo! ¡D.ue vue-
lo
Ea pieza terminó entre aplausos y la huérfana no res-
pondía.
— C^armelita: voy a pedirte un favor; tal vez sea el
iiltinio que te pido Aquí no es posible que hablemos,
aunque bul.', conmieo todas las piezas que faltan
— ¡V toJas las tengo dadas! Como no te espe:-.:l>a las
compiometí . .
— (.oncedenx^ un fa\or. . .
■ — ¿Cual .'
---; Sales a hablarme nviñana en la nociré?
---Pero (iabrie;! ¿Quí: di/á ' '.i -daie:ia?
— ¿Sales? ¿Si o r.o? — Insistió el mozo con rud.; .:^,eriMa.
—Si. ^ ■
--;A c]ue h<;ra? ;A las doce?
— I^ue no . .
— C on\ < nido.
^ (.i.^bn;! !!e\.' a la huérfana a ^-u asiento, 'jiiio a
e:;a \\n.-> a LO¡c;ca:sj Magdalena.
140
/
— ¿Sabes Carmela? — dijo esta.
— ¿Qué?
— Ya vino ...
— 'Quién!
■ — Alberto . . Míralo: allí, en la puerta del fondo .
Cabricl salió en busca de Enriciue y de Tacho a quie-
nes encontró en el corredor, frente a la mesa del repuesto.
— Anda, échatela ...
— Enrique ofreció al ebanista una copa de co^inir.
— ¿He de toniarme todo esto?
• — ¡Eso! — replicó Tacho con su afirm.ación favorita.
— ¿Y quién me quita luego la tranca.'^
■ — Cárgala, hermano, que no será la primera.
— ¡No, no quiero tomar mucho; yo sé por que! Enri-
que, lonia, y ven acá. Tengo que hablarte.
— Espérame, allá voy. Elevo estas copas a las parejas
y luego hablamos.
' Mientras Taciio, Solís y Enrique obsequiaban a las bai-
ladoras, Gabriel se quedó pascando a lo largo del obscuro
corredor. Los vientos de la madrugada iban rasgando el
nublado v va\.\ pálida claridad lunar iluminaba el patio.
Eos tres an^Jgos, cargados con sendas bandejas de queso,
bizcochos v copas, recojrian la sala, finos, atentos, hacien-
do ostentación de su ext]uisita cortesanía. En esto taraaron
un cuarto de liora, de modo que cuando los músicos apun-
taron la pieza siguiente aun no terminaban la tarea.
Gabriel volvió a la sala al empezar el vals, buscó a la
Calandria, y con dolor profundo, con ira, con rabia, la vio
pasar cerca de e!, bella como nunca, en brazos de Alberto.
Era éste un pol'o tempranero, precoz, de buena casta,
delgado, con la extenuación y la triste palidez que carec-
tcrizan a la «uven.tud libertina. Mas aquel mismo aspecto
demacrado de su rostro y la diafan.idad de sus mejillas le
daban cierto anecillo interesante, muy en tono con lo dis-
tiniU'- do de sus niod.iLs y la corrección de sus vestidos.
Alberto Rosas se ten.ía pov un calavera, y fiaba, no sin
ra/ón. en la iícro.iosura de sus ojos negros y de su barba
-- 141
\
C A L A N D R
A
n;/arcn.^ r.o muy tupida ni sedosa, que prestaba a la dcbi-
]i'\:J. OL su rostro a!¿;o de viri! enerL:ía, todo el éxito de sus
tiiinv:'os eon las mujeres de clase superior; pero tratándose
de lu h\]^s del pueblo el secreto de su íortuixa estaba no
s.MO e:i '\[ dinero, sino en el poder de su palabra culta,
Li'ida/. a \\-> veces llena de nulicia )' siempre duiCe y hala-
i; uicra.
id aristocrático cilncra, con su ele<;ante traje, sus bre-
ves rivs ca Izados cuidad( stp. c i-.te, sin que los botines de
íornia a:r:cricana con^¡i;uieran aleárselos, la palidez de sti
cara, el refinamiento de sus maneras y su lenguaje culto,
j i eron desde el primer momento poeleroso atractivo para
la hu rtana, v también para Mai;d.ilena, quien de mil amo-
res b.abri.i eambiado a su don Juan por el decente pillas-
trin- Pero la cosa no era nv.u^ fácil, tanto más, cuanto
c|ue Ro^as, lue",o que se \ ió al lado de C>arm.en, emprendió
la conquista con el mayor entu.siasmo, decidido a todo. 1.a
simpatía de Maj^daiena tomí> distinto rumbo y Alberto
tuvo en la del tinterillo una .imÍLM resuelta a favorecer
todos sus planes. No fue para Alberto un misterio la sim-
patía c;e \ía^;dalena, pero la virí;inal belleza de la joven
le ^zvAij. con fuerza irresistible y se dijo: — ¡Aquí de las
muís I Lste me ayudará. — La de Jurado se sintió impelida
a favorecer !a empresa, más por deseos de aí;radar a Al-
berto que por favor pedido, conformándose con los amo-
res nacientes, ya que para ella no había probabilidades de
buen éxito. Y así sucedió. Alberto tuvo en Magdalena un
auxiliar de los más diestros y oportunos.
Cenando el calavera llegó, se fué derecho hacia el lugar
donde estaba la huéríana.
— Aquí me tierien . . . ¡Hasta ahora pude venir! ¡Los
amigos, Carmen! ¡Los amigos! Aquí me tienen listo para
bailar con ustedes todas las piezas. Vamos, Carmen: usted
me dará valses, mazurkas y danzas; usted, Magdalena, las
demás piezas. Yo no he de bailar más que con ustedes. . .
¡caiga quien cayere! ¡Que se disgusten conmigo los de-
más! ¡Ya lo dije, y no retrocedo!
142 •
RAFAEL
DELGADO
Carmen contestó que sí, sonriente, orguüosa de ver-
se preferida por aquel joven tan elegante. — Esto es lo más
natural; — pensaba — no hay desigualdad entre nosotros; soy
tan decente como él. Cuántas veces no habrá bailado con
md hermana Lola en las tertulias ruidosas del Círculo Mer-
ca iir/L ¿Qué tengo yo de m.enos? ¡La ropa! ¡La ropa nada
más! ¡Ño es justicia que só<o por eso, es decir por el di-
nero, ella aparezca superior a mí! ¡Y entre Alberto y Ga-
briel qué diferencia! ¡Quien piensa en Gabriel! Si yo aneio
viva, conno dice Malenita, Alberto se casará conmigo. Bien
mirado, esto no es cosa difícil. Otras ni siquiera pensarlo;
yo sí, Lola es bonita, muy bonita, todos lo dicen, y con ra-
zón, 'j^rmbién de mi dicen que no soy fea. Si yo vÍMera
con mi padre, si n istiera ;, o como mi Ivermana, ¿quien de
estos .a-iesanitos pobretones se atrevería a mirarme?
Ocupada con e^-t(^s pensamientos apenas paraba mientes
en lo que decían Aibcrio y Magdalena; éstos tracaban de
una avenrurilia cscan-.ialo^a, de la cual habían sido prota-
í-onistás unas muchacl::s que en aquel momento chacharea-
ban Ci)n Enrique Lope/ y hacían honores cumplidos a las
copicas de C():^ihir y a 'e^ \ asos de cerveza.
' A poco la 0]queú> apunió otro vals, y Carmen dejó su
asiento asida del bra/o de Alberto. La pareja atrajo todas
las m^r^di^: la CaLmdria, bajos los ojos y encendida al
principio, sonreía saiisfecha, animada por los requiebros de
su compañero. L-^te le Jiabía quitado el abanico y jugaba
con é!, 'fingiendo elega!>ie descuido. Pocas parejas desafia-
ban las fatigas del vals, y Carmen y Alberto fueron los
prime^-os que se dejaron, arrebatar por aquel torbelhno Je
armorías.
Gabriel, el pobre Gabriel, los miraba y sentía que el
cowr/xm se le hacia pedazos, al considerar cómo iba desha-
ciéndose, hoja por hoja, la gallarda flor de sus prim.eros
ancores.
En esto llegó Taclio.
— ;No bailas esta pieza?
— :Oue \ov a baihi! — contesto mohíno.
\
143
mmm
L A
A L A N D R
A
•Ya se lO que te pas.i: todo lo he comprendido.
— \cn: necesito hablarte.
i os dos amigos sahcron hacia el corredor más sohtario,
V allí encendieron un charro.
— Va ^■e"'. lo que me pasa.
— Todo -o sé. Ya me contaron cómo saÜ') de tu casa.
Xo té apures; asi son las niujerc^; por eso yo no me lio de
ollas. Déjala; mándala a pasear, ésta, . . ¿me entiendes?. . .
corre un peligro seguro. . .
— \ yo la salvaré.
— No te meiMS en camisa ác once varas. ;>,o te quiere?
Mejor. ¡Sobran mujeres!
— íinionces. . . ¿tu n-'C aconsejas que
— :Kso!
la ohide?
,.-,1 ;
¡La \eraa, no
— Pero si la quiero mucho, mucho. . .
puedo \ivir siu ella!
— Malo, malísimo, hermano.
— Y yo la salvaré, a todo trance, cueste lo que costa-
re. Me casaré con ella, de veras, o me la robare. . . Y si es
preciso . :yo quito de enmedio a ese!. . .
Aviu! el charlista a^^re^í') una des\'er«üenza, con toda hi
expresión de un odio terrible.
— ¡Oué vas a hacer, hermano!
— No te rías. Tacho . . ¡Yo lo mato!
— jQu.é va. a matar! ¡Calma, chico, calma! Lucido que-
ciabas. A la de cuadritos ibas a parar en menos que canta
un gal'o. Dercchito al Hotel Aramberri. Mira, hermano:
ni tu ni yo conocemos esa finca; pero a lo que dice Enri-
que que vivió allí dos o tres semanas, cuando aquello de
la retinta cabos negros, no es de lo más cómoda . .
Quedóse Gabriel pensativo y como asaltado de un pavor
horrible; palpitábale el corazón con vigor extraordinario,
e instincivamente cerró los ojos. Al cerrarlos un velo san-
griento pasó ante su vista. La ilusión duró un instante; se
desvaneció la purpúrea visión, dejando ver la fachada som-
bría de la Cárcel Municipal, llamada graciosamente en la
ciudad Llotel Aramberri, por el nombre del Alcaide a cuyo
144
t
í
RAFAEL
DELGADO
celo V vi,ilanc¡.^ estuvo confiado, en cierta época, el es-
"''üNr¿Sbnei:l!o, no hagas tonteras. Me d^ Usúrna;
pc-o, ¡o.ue hen.os de hacer! Y d.n.e: ¿q- P eb- -enes
de ou e^e cuna te ande sonsacando a la Calandiia
. Í!a'¿, her,-nano: s> de veras eres n.i am.go, ao la da-
""Ixo t- ofendas, hern.ano;-respond¡6 ^-^^^^
„,. pLada cariaosa en el ^o^^<] X^^^^^^ ^ ^-
no te ofendas; dije eso, porque asi le u.c.n todos. .
mos, <qué pruebas tieiKs.-
— Ningunas.
-Pues, entonces, no te partas de hgeio.
-Tienes ra.oa ¿Y quién convido para el ba.L a e.e. . .
^' aqui repitió la desvergüenza. ■i^,,,..l-,o v
• '_Y, 1., . veri.üé; Magdalena. ^>e lo d.io a i an.ho >
, .. . ;;-,ri-- no lo habia de echar a la ca-
éste, ccnio deL>es lii,aia. ..., ^.j
*^' ._Tacho: ;vo hago una barbaridá!
—No; porque vo no ¡o permitiré.
des? Dicen que querer es poder ...
X'o es v^osible, 'iacüo. . . j j „,u
r . c,Un-,;. Iri7 un poder de paio.
Pues como dice jalón.'., na/, u. ¿^
-¡Taciio! ¡No te burles de mi pena.
-No me burlo; siento cuanto te pasa, t-^n.o co..o u
V .l.o daña por remediarlo. Pien.a lo que hac.s. Qu.cies
nn^d^r tempei-unento en el Motel Arambeni?
■^^* ^^.^ rh\rhi V buena intención, y
Pues entonces: calma chicna y i^^^^
145
L
/\
L
N D R
/:
1
salón, frente por frente de Magdalena y Carmen a quienes
Alberto, cortejaba.
Alberto y Magdalena habían transformado a la Calan-
dria. Ya no era aquella joven de otros días tímida, soña-
dora y sencilla; quedaba en ella todavía algo, como un re-
flejo, de la regocijada ingenuidad de otro tiem.po; ingenui-
dad rayana en ligereza, a travJs de la cual un observador
profundo habría descubierto fatales tendencia., y aue era
como e! encanto principal de aquella hermosura' piüda y
de aquella juventud siempre fe.tivn, iluminada pur unos
o!(^> nc^^vos, ri.gadus, en cuyas pupilas centeileaba a veces
deMun:bradcr relámpago de lúbricos anhelos. Acaso !a Ca-
laudria e.Laba \\\ prendada de Albcr:o; mas a pesar de la
indiK:-cnv:ia con cuc empc-aba a \ er al cbaniMa! ea cieítos
m<.:^v:n,>s se sentia p^íi^^ro^Amcnw arrastrada Jiacia el.
^ ^'-^^'^l^^^n^enos lo esperaba, advertía que tenia fija la mira-
''^' '^^ ^'^ r.iar-.ebo. y entonces se entretenía en c..]nparar
a su pnn^er amante con su rico \' nuevo adorador.
Como se .irraen el inián v el accro se atraen los sexos.
^ -y ^"'^ -'-^' i.itluencias y afinidades secretas, f iMCas \ mo-
^■-■' ^^'^^ los ^aproximan, los juntan, los unen, v que son
pn:- lo general el ni(;vil arcano de acciones v sucesos que
'''[ ^^^■^!'¡i'ino sorprenden por su extrañe/a y quedan sin ex-
p ■ 1 V. .; c i , i n .
Altura! -c.ri.i que la trep,u!;)r.) muclic bu^-.u-.i •,¡cmpre
piri .!poxc.-sc el trcr.co ro'husro de la ceiba, v que esta
':■-■"'' ,^'^'' ^ '.-"'■ ^1-' '•'■•^ -'i-cs, creciera y prosperara ea
tierra luVA.i; pea. s, el bejuco leñoso se abra/a al monarca
ele las sehas, v el árbol poderoso alcan/a tíi-antcsca lalLi
co la llanura, también la enredadera débil v delicada, que se
r.iarchua y muere estropeada p,;r el viento, se con-place en
pre,..jer -us esniras ea el tallo de quebradi/a cañ.a, y l.i
^■'■'^ _•'■"■■■;' '••1 y crece, as,da de las rocas, en elevada, cimas.
.\>' sien.'pre It salud, la Jierniosura v la belie/a i;ust>n
de an. ar un, das. A la, n eces, por extraño modo, po,' mex- '
1 i-ao.e s,le.ci,M-, únese el fuerte al dcbíl, el sano al enter-
mi/o, i.: r.vr:i:e.ura a la iealdad. Sera que cnunc... predü-
14r
/
M
R
\
A
A E L
DELGADO
minan .-fir.idadcs morales? ¿Será que el alma se sobrepone
a la matuia? Triunfan entonces las fuerzas psicológicas,
, . ^ ri; •-! > n,' e-tudio ;'.iav una aparente aberra-
cidn de a mater.a? C.abriei era bello; bello con esa her-
mosura cv; campesino, producto de ¡^caeracones sanas y
V i. '<.r> ,•..-. c'e formas correctas, de cüustituciou actn a y
ener-ic,-. Aito, fuerte, b,en conformado, con la belleza sm-
.„,lV' (i 1 -'.mhre de lo= campos, ciue se afma en las ciuoades
a Vi sc..'ün:ia v tercera ;;eneración, y que tiene para la mu-
.-..-■cier;.. .-u-activo indeterminado y vago, que reside tal
ve/, en \rr ,^^^c de los contornos y en la pureza de las L-
■,KM< er^. C:al3nel, en su. clase, un modelo de vml apostura.
. ' Sm u .:-o no era noble, a nesar de la delicadeza de las
f.c'ione ; 'xro tenia en la mirada un brillo avasa hidor y
no "sé ar. 'en los rojos labios expresivo y sensual. Nariz
fint recí,^: cabellos negros que sombreaban la morena
frente en -grandes desordenados rizos; bocito esfumado y
expresivo. Lo erguido del cuello, lo altivo de su porte y el
■ tint<^ sonr.^ado de las mejillas se armomzaban a maravilla
con todo, ios movimientos de un cuerpo esbelto y desem-
• '""]'l t.-^' nacion.al, el artístico traje nacional, que Gabñel
llevaba '"c--. soltura V desenfado naturales correspondía
tan^bién :.l donaire de su dueño. Un pantalón de casimir
claro V i.rero, a ravas, cortado por manos habilísimas, que
se' ajusta %n arte 'supremo a las piernas nerviosas y que
cks ende estrecho y ceñido para ancharse al llegar a l.s
!-,.s chcos delgados, flexibles, calzados con botines de
suela dei.-aca, amarillos, con ese amarillo obscuro de la n.a-
r nja que en el último punto de la madvirez se desprende
ol de ta rama; chaleco blanco, graciosamente desabrocna-
i;\;,r^ ci i.n- que se vea la nítida pechera; chaquetilla ne-
:; cié e-:Ínte corte y curvas leves, baio la cual se des-
cubría c: ceñidor de grana, cuy.as flecxdas puntas, en d.s-
; icé. ..nétnca y n.al recogidas, caían por detras con
#es'udiad,o descuido; corbata de colores vivos que parecía
147
t
i
/,
A -
CAL
A
X D R
V
c>:jparse en caprichoso la/O bajo el cuello m?.
Ti. I a. Tal era el traje de Gabriel.
CuanJ.o iba por aquellas calles, ladeado ha
íIa, con
las
1 1
n
O e
le 1,
A
ca-
las 1
iandv\d, t;
a '1 i/quier-
paina ^;alajiia, ei <;aioncado sombrero de alia copa,
van
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•ciado
is,
con ex ni
pres'wi e indescnpao
íe jrreeu-
lii
hon
//
bro ci ¡orii/r^tiJllo pintoresco
1,
I
V,
se;^uMn con mirada codiciosa las mujeres, iio solo las <^dfas
y Ví!r¡?jN(cras, sir.o hasta muchas pollas de althiiiio cop'
^Tí^
(.armen también era bella. Florida juventud que sería
esi
')léndida. s
1 aaue!
1^
hi lozariui de la joven no fuera Je 1
1 mu-
jer iintatica por herericia, que oci
:lta el
bie enfeí*medad. fíci-mo^o talle: f
germer
d<
incura-
[
'j " ; ■" c
.1
onaban sus
hech
i/.os a través
> abultado; rostro dulcemente páhdo,
ormas escultóricas que
' la falda; seno redondo
nariz respi nevadilla.
oe
del,
.menas v abiertas í
' .1
osas; ca
beil
^
os neeros \ oue
brad
os.
llores oe alírunas i^otitas de samii
i.
lib
ica,
>br
1(
Cierta inc
ioh
'ncia leima v cierta \'
i oración c
iel
ci y sensual. Tal era la CaKmdr
ite Gabriel aquella nociie, co
} soore todo,
cuerpo rítmi-
b!
la, cuya hermosura aparecía
bl(
mo nunca, inconvpa rabie; su-
iiv.e
— Aquellos jóvenes — que hacían tan linda y
01 ¡:)
M
ar\'
.leí
^areja como
Man sentirse atraídos por una ruer/.a noc
Je-
rosa; pero esta ve/ la enredadera desdeñaba el c
ronco
de L
Lxd^.i para asirse de
il
t'-.ira lo que
carrizo endeble. Ora fu
noso ¡mpulsn, ora porv]u.e en ei i^alante lechu'^^uino
e^e Por miste-
ncon-
eiia ere
iierecer por su nací míen ro ^
e<io e
> V.I
ue
Al
her
mo-
.^erio i!
r.ntre Gabriel v llosas
"s lito.
f
o.
ujrte, pero ir
.eniileza enervada de ¡as el
1 ganando la partid.i.
. ¡qué diferencial £1 uno b?ll
ro, con la
.ises cultas, estragado, débil.
erior en ciase, y p
1.
lODrc; el o
a su enterinizo:
Á
^'^rio:"
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C armen vacilaba. Al f
~-;AU
apodero de
i os P!'
perí^ oístinguido, ciei^ante, supjnor, r
ICO.
in se decidi(') por Alberii
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1 1
ijo, y un terror jne.\piicabie s
su a inri.
eos apuntaron uua mazurKa lanei
; í. < k.. » I ■
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iVA. j ocio era oielia \ aie;;ria en aquelj
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A E L
DELGADO
anto.
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en
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X puerta, enamorado co-
mo nun;
1
V loco ue celos, mi
la 1
luértana, V a esta sonricn
raba al caivín rendido ante
te v feliz. iNi una mirada pa-
ra L
;^obre muchacho
f
Cuando Alberto pasó junto al carpintero, nevando a
11<
d(
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arir.cn entre sus
br.
rzos, ei enamorado nvance
d(
'bo
sintió vivo
oío;
1 necl
1 el peciio, SI Ti rio que se
le li
lacia pedazos ei corazón.
con'
circ
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tuviera bajO
los d
entes de poderosa sierra
.1<
Todas las piezas e
ladas! ¡Y a él!
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148
1 -( o
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A
C A L A N D Pv
A
XYIÍI
A Lis clüs de la m.-inana empezó a (lec.icr el c:"'t;.v"asmo:
las -parejas estaban cansadas, y era preciso darles un rato
de reposo. y\li;unos quisieron oír la voz de la Calandi'ia,
} v.n -i upo de ale;<res jóvenes, presidido por Enrique Ló-
pez, pidió a la huérfana que se di;<nara cantar. Carmen se
negu a ello por consejo de Alberto, a quien parccic) tal
preier.sion inoportuna y de mal gusto. Los jóvenes insis-
tieron, suplicaron, rogaron, colmando de elogios a hi can-
tadora y poniendo por las nubes las habilidades filarmóni-
cas de la muchacha. Todo fué en vano; ésta no cedió, v
los < alanés se retiraron desagradados y corridos, culpando
a Ilotas de aquel incalificable desaire.
— Solís tiene la culpa. ¡Para qué convida a ese roto!
— F! no lo convidó. La nuijer del Licenciado fué la que
lo trajo . . *
— ¡Como que es el no\io de la Calandria!
— ; Y Cabricl ?
— ¡Vaya! Ese ya no priva. . . Ya cortaron. . . Como el
otro es rico!
Algunos se ponían de la parte de Alberto.
— Tiene razón: — decían — ¡cantar a estas horas, cuando
no ha perdido ni una pieza! Ya estará cansada. Además, no
la convidaron para que nos divirtiera con sus canciones,
smo para que se recreara bailando.
Con este motivo se formaron dos bandos. En uno, en
el de los disgustados y corridos, estaban los que vestían
chaqueta y gastaban sombrero jarano; en el otro los oue
endosaban jaqucttc y americana, los artesanos riquillos, los
de olicio mas noble, y con ellos casi todos los guapos chicos
de los talleres del Ferrocarril.
Aquel incidente cayó pronto en olvido. Alguno tuvo
la leliz idea de proponer que bailaran cuadrilláis. Muclios
150
a. ■
m
'.V'
fe-.'
>1
i¡
RAFAEL
DELGADO
se opusieron a ello; triunfaron los más tenaces, y los mú-
sicos apuntaron la deseada pieza. Todo entraba en la diver-
sión. Si las cuadrillas se curcdaban mejor que mejor. Pero
no fué así: aquellos chicos lo 4iícicron admirablemente;
hubieran podido dar cartilla a muchos empingorotados la-
«. i» > < < I < /.' .
No lucieron damas y galanes c\\ aquellas cuadrillas el
If* decoro, el señorío y la refinada elegancia requeridas para
hicieron ostentación de la afectada gallardía de
el caso, ni
un diplomático y de una embajadora, pero todas las figuras
^_^iieron — como decía Enrique López — que ni medidas con
un comnás.
7\1 concluir la cuadrilla Magdalena y Carmen, acompa-
ñadas de Alberto se disponían a retirarse. Solís y su her-
mana
los detuvieron im rato, un ratito: — ''¡Cómo hablan
'" — T^^'"'^ necesario cedei.
de irse antes de tomar \m ponche!" — Fué
Circularon los vasos de ia reanimante bebida, delicada-
mente preparada por Tacho, y el furor danzante volvió
ccii nuevos bríos.
Las dos ami>;as se retiraron. Cabricl había desaparecido;
Carm-en ie buscó en vano en la saia y por el corredor, de-
scosa de vei-ie, de decirle adiós.
— ;Qué buscas, nuijer? — preguntóle Magdalena.
Nada... — contesto la Calandria, tomando el brazo
de Alberto.
A decir lo cierto, en aquel instante la huérfana suspi-
raba por el mozo: — ¿Dónde estaría? ¡Qué pasaría con Al-
)3oi^.to? — A este sentimiento amoroso que le hacía pensar en
el ebanista, se juntaba cierto remordimientillo que le tortu-
raba el corazón.
Cuando salieron a la calle desierta, iluminada por la
íuna, la Calandria dirigió una mirada ansiosa a las esquinas
próximas, donde suponía que estaba Gabriel esperándola
para verla salir. Y no se engañaba; allí estaba el mozo,
embozado, bajo el sombrero hasta los ojos, conversando
con el sereno, de pie en el marco de una puerta. Pero nin-
'umo !e \ ió. Hasta para la irii^ma Carmen pasó inadverticfo.
151
<
(
^r^•"
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ae:
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L A
CALA
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D R I
I
1
— ¡Q^i-^ n.iüc! — decía ^ía;;dalc^a. — ;Fst.i gente wo tiene
cducaci'/)ri! jQuerer qtie ésta cantara, con.io si fueranos
jiosotro.s de las que \^\\ a los bailecicos de salterio y Mhuela!
— Por esb me opuse . .
— Gracia^, Alberto! ¡(Aiánto se !o .T^radezco!
— i"^' tu novio, qué ^:ii\ teni.i!. . . ¡.vm::o .•: le clojieran
las muelas;
— No se burlen de él . .
— ¡\o nos búrlame-, C. ármela; pero qué risa me daba
el \erloí ¡Que cara poníal ¡jesús me \alv;a! ;Si tenía e.mas
de C(,>nx'rsc a irsted crudo, Alberto!
— ; Pobre! — exclamo Rosas en tono de comn-asis'o des-
precio.
r.sto iban diciendo al pasar junto al L-b.mista. Xadi le
pudo a é.^e como la exclamación d^l cdlvln. ¡Pobi'e! — re-
pitió— ¡Pobre! Esta palabra encerraba x^wi é! la signitica-
cion más insuit:mLe y oiensiva. Maquinalmente cerró los
puños V se mordió !os labios, hasta sacarse s;;n^;re, pero se
rcportí).
h Cóirmen le hizo tan-ibié^^, mal aquella palabra. Ciabriel
no se n:ei"ecia aquel insu'.to, porque era bueno. Lila le ha-
bía qu.erido, y debían respetarle, ¡siquiera por eso! . . .
¡Profuiídos misterios del corazón! En aquel mome-ito
C abrid detestaba a Carmen, v ésta amaba al mozo conio
\\\\\\c\ V se sjntia tentada de decir a su nuevo amante:
— ¡Vayase usted; no le quiero; )o amo a Gabriel; pobre y to-
do, humilde y despreciado, \ale más, nuicho má^ que usted!
El ebanista pensaba en Carmen lleno de ira. Aquello era
\\\rx burla, una burla atroz. La oue aver le juraba anior v
fidelidad eternos; la que ayer cuidadosa y solícita le aten-
día y le mimaba conio a un niño; la que pocos días antes,
llena de ternura, le estrechaba entre sus brazos, le atusiba
el bocito sedoso y jugaba con sus cabellos, ya no le amaba,
y no sólo no le amaba, sino que se reía de él y stifría que
otro le ofendiera con despreciativas frases. . . Aquella mu-
jer era indigna de ser annada; ei'a una criatura despreciable.
La aborrezco — pensó — la aborrezco con toda mi alma, 'zo-
1)2
1
i
f
R A V A E L
DELGADO
mo ciia se lo merece! ¡No vuelvo a mirarla, ni a verla!. . .
¡ingrata!. . . ¡Y yo que la quería tanto! ¡Tanto! No. .
¡la ciuiero toiíavía! ¡Sin duda oí mal! Sí,' porque ella dijo:
¡no se burlen de él! ¡Eso prueba que cuando ese picaro se
mofaba de mí, a ella no le agradó! ¡Pobre Carmelita!
Dando vuelta a estos pensamientos veía cómo el grupo
se alejaba calle arriba, Ivasia que por fin se perdió al pasar
frenie a una gran edificio cuya sombra se proyectaba pro-
fundanu^n'je obscura sobre la acera. Entonces se despidió
del sereno, y paso a paso tomo el camino de su casa. Cuan-
do lleeó a ella acertó a ver a Rosas, que, hundidas las ma-
nos en los bolsillos del gabán y silbando un aire de zarzuela,
se alejaba del 7^¿;//V.> de Sai: Cristóbal. Detúvose Gabriel pa-
ra cerciorarse de que era el Cíifvífi, y segu^^o de que no se
engañaba respiró con fuerza, como si quedara libre de v.n
peso enorme. — ¡Vaya! — exclamó — ¡Se va!
A pesar de todo Albcrio estaba al otro lado, como solía
decir Tacio; esto es, que Gabriel quedaba eliminado por
infeliz y pobre, v sustituido por aquel rival afortunado
que t.Mi pronto había conseguido .reinar en el corazón de
la huérfana. Precisu es d.^cir que si el galán no anduvo
torpe en Li empresa, much;^ del éxito se debía a la de Ju-
rado, decidida a proteger ac.uellos amores con el mayor em-
peño. A-berto estaba contentísimo: aquella conquista debía
duplicar su fama )' jenoivibre de afortunado calavera.
Cuando Rosas, después de anunciar qtie al día siguiente
vendría para conversar del baile, se despidió y se fué, y
}vía.í;dalcn.^ y su protegida entraron en la casa, la joven es-
taha triste v siív-nciosa, y tanto que su amiga no pudo me-
nos ciue Ciccirle:
— ;Qi^c tienes que c^tás tan callada? ¿No te ha gustado
eí hjile.-'
— ¡Sí, cómo no!
— ¿Es el primero a que v.vs?
— No; con mi mamá fui a nmchos bailes, a casa de mi
tío, cuando estaba aquí. Le gustaban mucho los bailes . .
¡pero entonces era yo m.uy chaca!
15 3
' I
«jf*
\
y >
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.4
A L
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X D R I A
— \Ya lo v.v¡ viendo! ;Qlic t.il? ¿Qüi';;i es m<:jo:-, Al-
berro o Cí.iorie!? \'anio'^, tlí.
— Alherío. dahriel ian:i>ic!i es Inieno; no es tan decen-
te y C^no con^o Albeico, pem tiene ^niiy noble ^:ov:[yon^
\ es bie'.'í nii"eeido. . . Iiasla ele^a.iU. j Ademas la decencia
no esiá s.ilo en ^i roñal . .
— :Ou<: le dijo ^'>e. ciue estás í..n tonla, Cm'iuJ ■}
[
— .\ U"
— ;Xa:!a.' A ni í no n^e bi pechas tú. ;Qué nvjnLÍr:.s te
"ti i as con el
No '^varías
di;o^ (An^^aia. b¡)a, c(vn"'aral(^s. ;])e apnros salías con el
1
1
cuiedabv. con eso!
1
c:.^ ^[u:. n';C'-.: 'v; .naci'i, con;o !a hermana de S->bs. ¿\'¡.-te
one \vsL'd:;"' :>) o.-xce qnj se \-^ entaílaron sos n'ismos ene-
iiiieív:. \Y b) anclia ene otaba ^-.i^ si^s trapos! ;Oué t^
í
j L qiie ociiri'enc.a
ir al
db') . ' .' /^//. // •'."•" <j de 'A .iba-e!
baii j \ estivi j de cl'ian"ó!
— A>: \ y.n todir . Si él se vistiera de otro modo. . .
— Pnes bonita cSeiensa ia tu\a . . . A ii n^ere^es ñor tu
clase, po'* tn i amiba, un ho''nbre que \ioLa bien...
Ibja: -o l:^ tn lu;-!*, ni lo peirviba. ¿\\\ !e corre^poiid¡st(??
— :A, — nuiemnró bi CAdian.dria con temor — aliora cuan-
do baÜamo/Ñ la dan/ a.
— ¡ílasta (vae Íii-;iste moa cosa en su luizar! ;Xo vaTas
a sabn' n'¡añan.a cotí una tonieria!. . .
— \o: — rcpbcc'' la Cbtlandria, dulcificando la voz — no
ten-as cubiado. !o quier,), \ por eso le correspondí.
— Pues, biiita, b.as hecho muv bien.. Ya me aeradecerás
v.n dbi el empeño que be tenido para que esto se :íire;;lara.
AA) le arrej^enfris — agrei;(') bostezando. — ¿No tienes sue-
ñ^>? ^A sí. jDejen'ios la con\ersación para mañana y vamos
a dorn.iir . . Estoy rendida!
Magdalena se quitó el vestido )' le arrojó sobre una sbla.
TAi se^uicbi, ante el espejo, principió a despeinarse, tirando
rd a/ar sobre los juguetes del tocador, lazos, llores, horqui-
Ibts y peinecillos.
b)esheeho e! peinado, sueltas las rizadas trenzas, Magda-
lena acometij la empresa de quitarse el corsé. La obra era
154
R A r A E L
DEL G A D O
difícil; tan ceñido e^^iaba que c\\\ ¡imposible destrabar los
broches, )• fué menester desatar los cordones que ajustaban
la torturadora cotiüa, dentro de la cual vivía prisionero^ de
la mañana a la noche, A tronco femenil más exuberante
que se ha visto.
— ^¡ Carmela!
Ij.\ joven que estab.t cerca de su lecho, dcsni:dándose
t a m b i V. ii , :■ c u d i ó p re s u i ■ o s a .
— ; Desata aquí, hija, que \o no puedo conseguirlo, des-
ata que no puedo!
Accvcvsc la huéríana. Los cabos estaban de tal modo
añublados que en vano lucho y relucho por soltarlos, bíubo
que apelar a las tijeras.
— ¡Corta, corta, hija!
iviientras Carmen iba de aquí para allá, buscando el
instr Limen LO, Magdalena se descalzó, tiró las botinas, metió
los pies en anchas babucii;is, } luego intentó poner en orden
las pren<Jas esparcidas en torno de la cama. A^estidos dese-
chados a i.iitinia hora, que puestos en las sillas, caídas las
mangas }' el escote abici to, j^arecian mujeres atacadas de
epilepsia, fbicidos cuerpos nuiertos; corp>iños mal dobla-
dos; niccÜas de colores, listadas, que se escapaban sobre las
aluioíiadas, deslizándo.e como serpientes; prendas depuestas,
llores viejas de trapo, eintas resobadas, enaguas blancas y
tiesas que albeaban bajo b). jAiegues de un gran abrigo r^Jo;
todo i'e\uelto, con.iundido, de un modo que crisparía los
nervios al inelés más íb.niaiico.
— íAülA están! :.\! iin di con ellas!
— ;Co:"ia, corta, ^{ue no puedo jnás!
/.-rerCwSe la hiU-Lma ^■ cortó; o\'óse al punto im crugi-
ai^o como si deba¡í> de un cojín estallara tma sejiga.
v.v.
y CAW- ei corsé. Magdrden. i respiró ampliamente.
L;bre de la cota, 1.: mulata \n!v
ió al espejo, viose en éb
V a toda i^risa se paso la \ aporosa bv)r]a nor el rostro. Aliño
no^iurn:) \' emoriauante rvCLierido por una naturaleza xo-
lup; uosa.
— Lnc.ende la la nj^ariva }' apaga la vela.
155
.»•
\)
A
CALA
D
R
1 A
(^bL'Jccii'i (firmen. M,i',;(l.i!en.i tc'nú l.is coli^adur.ís do l'a
cini.i. s_inti;^uosc ci; un tris y hundió su cuerpo cmro !ns s;i-
b:\r..\s.
Aícvnciiios (lespiiós, los v.il;í.»s reflejos d: la láinp.ira
LriuiTibraban con apacible ii.z una tií;ura teiri'.'nil, scniidos-
nuJa, \' pro\'oetaban sobre ei muro una sombra e.b.^ka V
i;raciOsa c|uc se mo\ ía lenta y iriste.
(.1 filien no tcn^a sueño: de buena í;ana se hubiera ido
a \aí:ar. sui rumbo, por calles v pL;zas. Al arrebujarse en
la cama el íi'ío de la^ -^.>o- /- J
s ropas calmo un instante su a^^itacion;
luego que c^tas se en.tibiai'on xoh'ió a semirse inquieta, co-
mo si tu\ lera caler, tura. Tal \ e/ aquello sería producido por
el C(^:^!?jr con kcrnuiiDi \y:h\á\ cjue, a! (le-.¡r de la do
Jurado, '^\\\ como fuego. la pobre mucli.-'.cba daba \iieltas
y más Nueii.is sin poder conciliar el sueño. Dos o tres
\'eces \()(teo las almohadas para refrescar en e! lienzo {^'\o
las abrasadla sienes. Nadj k:\\\ bauante a miti::ar acuella
v^ * I
irritacKui. l.staba hastiad i, y más (;ue Ihistiada asustadiza.
Mi! y mil cosa^ se le \enian a la memoria: primero, su
padre, }\ira C|U:en n.o tenia ni afecto ni cariño, y a <auien
leTiiia. (Juadaiupe le hal)ia dicho muchas \ eces que era en
extremo se\Lro, y desde nuiy niña se acostumbró a \ orle
c^n temor. ;Qué diría Aon Eduardo cuando supiera «¡ue
est;.ba en aquella casa? ¿I. o aprobaría." Para alejar e^tas
i'Jeas cerri') los ojos, tratando de ver con insistencia a través
párpados. Al principio wo percibió \\iá.\. Lu.ego
c
r. 1
os
creyó descubrir, vaga, informe, como im faro lejano, la
llama de la iamnarilla, cuyos fulgores so iban extendiendo
rápid.imente, hasta que aquella claridad se perdía en uw
mar de sombras. De aquel abismo neero fué suri-iendo
una i ¡gura conocida, simpática, amable, la figura de un
jo\en garrido y airoso: Gabriel, con sti elegante traie
dominguero. Pero luego volvió la obscuridad, y de los
abismos de aquel oleaje fué saliendo otra figura distinguida,
delgada, pálida como si fuera do alabastro: !a ima-^en de
Alberto, que pasó como una relámpago y antes de des-
hacerse tomó proporciones grotescas.
156
K A T A L L DELGADO
r.ntonct-^ Carmen abrió los ojos, fijó la mirada en el
muro, :.\n cercano que a poco que ella se moviera casi
podía tjcark con la frente, y dióse a buscar en las sinuo-
sidades V desconchaduras de la pared figuras regulares,
circulo'^. rombos, cuadrados, que a poco se convertían cu
perfiles de caras burlonas, v.ui de las cuales era tan seme-
jante a la d<: Salome oue la muchacha no pudo mencs que
\ sonreír.
— S mi mamá, — discurría — si mi mamá- viviera, ¿c]\ié
diría al verm.c en esta casa? Porque si es cierto que Male-
nita es i^nuv buena, y muy desprendida, como dicen que
no está casada con don Juan, y antes vivió con otro, mamá
no permitiría -ue estuviera yo aquí, ni un solo día.
Cran tenacidad fastidiosa volvía a su mente el rostro de
Crabricl Sombra de una ilusión desvanecida tornaba cari-
ñoso, sencillo, enamorado a veces; otras irritado, desdeñoso,
insultante. Sentíase Carmen arrastrada hacia el mozo por
secretos impulsos; pero ;-! considerar que el ebanista no
podía darle cuanto ella por su hernvosura y origen naerecía,
le alejaba de su mente, v Alberto se le aparecía aristocrá-
tico, fino, insinuante, -^e imaginaba estar al lado de Ga-
briel, V le veía vulgar, indiferente y ft'ío, oliendo a madera
recién labrada, a serrín húmedo. Se imaginaba estar al lado
de Alberto, v, ¡qué diferencia! Este abría sus brazos em-
briagándola con el perfume de sus vestidos; la estrechaba
con pa^.ón, con frenesí, con una fuerza que la sofocaba, y
miraba les ojos negros de su ntievo amante, vivos, ardien-
tes, que la dominaban mu que ella pudiera resistirlos. De
pronto la simpatía y el amor que Rosas le inspiraba se-
cambiaron en desprecio, en odio. ¿Por qué? ¡Quién sabe!
Ee ocurría rechazarle, ofenderle, despreciarle, colmarle de
injurias. — ;Por qué? — se preguntaba, y no sabía qué res-
ponderse. Reía, y fingiéndose que Alberto la abrazaba, iba
reclinándose en el joven, dejando caer desmayada la enso-
ñadora cabeza sobre el pecho de aquel hombre que la ama-
ba profimdamente, que iba a ser su esposo y sacarla de la
triste co:idición en uue \Acia, ;Y si Alberto sólo quería
157
r
L
1
C A L A X D R /
/•
ai^i'sir J.c su dcbiüuaJ í' No, csv:) no; elLi sabr'.i triunfar
^ii \a ¡iich.i. . . ;Por que no? í^on^.inada por c tomor se
propon í.i n.o \ cric ir.ás, olvidarle para siempre. . -\i !ie^;ar
:.C[V.i de tan locos fantaseos, acudía Magdalen;. i.uv/ando
i'ua de aquellas carcajadas burlonas que tan criicii^^.citc la-:-
timaban el corazón de Clu'íncpM y, burlándole, decía:
— ¡renta! ^^Quc más quieres? ; Quedarte siendo como tu
rnaniá ima triste lavandera? ¡Cácate con GabriL' que está
uiie rabia por tí!. . ¡Cásate con e! carpinteri:o para que
te mate de hambre! Es r.iuy elci^ante, ¿no lo \'l^? . .
r\
/.\-
s cíe y veras: . . .
Por fin un sooor dulce ^' i:rato invadió su cerebro; plá-
cido ene=;vamiento se apoderó de ella; las imá;4ertj> de cuan-
to tenía delan.te fueron acb.icáiidose poco a poce, r se que-
do dormida.
Dormida se \'o!vía y revolvía de mío a otro Lulo, presa
de penosa fatiga. Sufría, sin duda, ima pesadilla c^:"varitosa
A' terrible. . Soñaba que despties de ser la qtieriJ.i Je Al-
berto, este la abandonaba, y extenuada, enfern\', ¡haraposa,
eritrab>a en o.ii ¡uvsnital para mo!-ir allí, como m.ien esas
de>\ enturadas que arrastran su vicia miserable r ;r e! lie-
dionílo faivro de los lupaiiares. . . (labriel, S"r; Ciabriel
lema compasión cié ella }■ !e vela con ojos coi-np. ;; .o>: poro
c'io e:*a muy duro y peñero, pt^rque la bond la •..::'■ n^aclia-
(..i:o despertaba en su aima renKírdim-entos Iií;-: 'ib!.; ; a la
conq--asi^)n del ebanista prefería el desprecio )' ;:: íj''.';Jo de
tocios, fl odio y la Ncnganza dcj oi«MHlido am.'.rie.
i.staba en el liO<:^!íal: h.^bía II. miado e iban .■ ab/¡i le !
imci'ta de .u-uel edií"v:io .^v:nJ>r!0 de dondj
a
;0
! fci '"n a '< .
^^
CJ^oaía :o-it:v v no po^lía: !a ^. (^/ le idtab^
n'iO:i"0) [MVstaba aierieiv'n a sl > qu'ias; oe
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pv^r i;n im e'-rucr/o supreroo '^mw *j^r\iAV v... cv>p.
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loiÚM bañada en sndoi". bi luz cíe la lampa'; 'a \acdaba
\' la o''^-:i!"idad Üni eiv^vñoi'eanóo': : del a^^oient' .
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n i as ciiairo
de 1:
.1 m.i r<aiía; s
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o
.;^'pes d'ó el
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A E L
DELGADO
reloi c'cspaLS de no^rea'- los cuarto*^;. La can-ipana de la Pa-
rroquia xdodalv-! .li n!!e\'o día y su acompsdo tañido He-
traba r:-isi.orcnte a los oídos de ía bucrfrra.
\'-Á\]{) ia erra: \\ luz de la expirante lamparilla lanzaba
de IL lo s.iv intLi-n^itcoíes 1 algores sobre la cama en que
Mapc^;'ena dormía prc^í cndaioente.
C^,'-. as ñor ¡ue aovicUa hora ) aquel toque traían a su
r^>-> (va ■■•'rarLO^> v v!;;lo:oo^s recuerdos, antoiósele a Car-
Tnen ce- no era Nheci.dena cpaien dormía allí cerca, smo
la po^^ -- mu--" a oií'an del i('> la \ ida, que \x iv^'; con toda
el abra, i^o'dm-e oír; :e nuo-ia dejando oír el ronquido
fatal.
' I :
llora ^o
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ÍI * , : I -^ \ 1 1 1 ■ "
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LÍ5L.aC
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hizo c^k O' estrcn^ecida.
;o;r j ^;e music ;i ,
■> '•^t''iina nrí-viu^a v^'esa x sus músico» tocjban,
es^i
En .
en olve'VOi- de !os b.uí.cicre'; une salían de la casa de Solis,
un \'a:s brii'ante \^ ar eoatadv)r.
¡Cuan hermosa subía a los cielos la festiva música de
>^^ddteióVl!
La ciudad lea!, Pluvio.illa fecunda, la devota Pluvio-
silla, despertaba, (dareaba el día; un luz opalina mundaba
el cieit.: las estrellas se iban apagando, una tras otra, como
Ets fupitivas c'i:r-.pas de un papel quemado. Los cerros, irra-
diand'o frese uiM, dibujaban sobre el azulado firmamento sus
perfiirs rudos, las copas de los grandes árboles y los cresto-
nes escuetos.
Cí;'-o la música. L^.comparablc coro de alegres ruidos
Y de c!y-a; notas llenribui los aires, la madrugadora cam-
.panita cu Sar.ta Marta gritaba con voz urgente y chillona,
llamar.do a ndsa: ¡\enid! ¡venid! \)z allá del fondo del
valle, z\}.^r.¿o soplaba e! grato vicntecillo, llegaban gorgeos,
cantos, ruuKjres del río, susurros de arboledas, y el eco ma-
jestuoso de w-^ tren de carga que, en los cruceros y en los
puentes, lanzaba el silbido vibrante y lumínico de su doble
máquina.
159
ns
I-
. L A
C
/-
1 L A X
D
iv
í
/'.
RAFAEL
DELGADO
XIX
A las piinicras inciertas claridades sucedieron rosados
tul,^;.Mes que se desvanecían en violadas ondas; el rosa se
loruo en purpura, y poco a poco se hizo más y más vivo,
i-.is intenso, hasta tomar el color del fuego y convertu-se
lM un amarilh^ deslumbrador.
1 luyeron ías son^bras que dormitaban en las vertientes
V en los mii repliegues de la cordillera; huyeron, desgarran-
do s'js capuces en los picachos. El volcán parecía envuelto
en un.\ gasa de oro. La !u/ inundó el valle, y haciendo es-
peie.ir las vidrieras de los edificios lejanos y los azulejos
de las cúpulas, centelleando con reflejos de plata en los
faroles de las calles, suntuoso v magnífico como un sobe-
rano r-crsa, el sol apareció en el horizonte, entre dos mon-
t .1 ñ as.
La túrrida Pluviosilla cantaba con las variadas voces
de su. campanarios la oración matinal; en vavo graves; en
c' otro a-^udas; ac;uí der.apacibles v desentonadas; más allá
sordas V tristes. Dispersáronse cuantos oían la música, has-
tiados, soñolientos, menos tres que conversaban en el za-
^^•::in del bafio de S.m Cristubal: Taclio, Enrique y Gabriel
cue se les reuní ) al sjÜr del baile.
— En tu kn^ar Quisiera vo estar;-
pico, al puro pico, como el gallo de mi tata don Erini, le
-anabá la pelea. ;Tu la quieres.^
— Sí. ;rara qué negarlo?
— ;Ia\]uieres mucho? ;Tanto que te casarLis con ella?
— ¡Si, henr.ano! Ya lo sabes: yo no he querido así a
ninguna. He tenido novias, pero de pura chirla.
' — ¡Tonto! — exclamó Enrique. — Crees que no hay nías
cue esa muier en el mundo? ¡Lo que sobral No te cases,
160
dijo Tvomero — al
chico; atmque eüa te lo ruegue, aunque te agarre del bra-
zo y te lleve a la Parroquia.
— :Eso! Mira, Enrique: yo antes animaba a este; ahora
no. Ya se lo dije . . . No ves que se ha vuelto alegre y que
le parte al roto como im nopalapeño puntal! De todo lo que
te pasa tú tienes ¡a culpa.
— [Qué cidpa tengo yo de haberla conocido? Yo hu-
biera sido muv feliz con ella. Así como ella era, asi la
deseaba yo; asi quería mí pobre vicjíta una niujer para mí.
¡Tan buena! ¡Tan bonita!
— Asi hay otras... — advirtió Enrique — muchas, mu-
chas; donde menos se piensa, al doblar una esquina! " -
— Eso! No te achicopales, manito. Te ahogas en poca
a^^ua. Haz como vo; nunca tomo a lo serio el amor. . . Se-
rá porque no Ico como tú tantas historias. Aprende a nos-
otros: ni éste ni yo dejamos que se nos enreden los pies.
Chirla con todas, hermano, y ¡nada más!
— Confórmate, chico: enamora a otra; pártele a la hija
de don Pepe. Le paras con m.odo, y verás como entra; ol-
vidas a la Calandria y te casas con Chole. El mejor día
truena el vi^jo, y heredas el taller, la casa, y ¡cátate tú! . . .
¡ya no tienes por qué apurarte!
— Déjate de bromas con éste, Enrique. No le digas el
apodo de la muchacha porque luego la repela.
— Oye, Poncianillo: ¿quieres oír un consejo? ^
M.
— Pues mira como haces; con maña le tumbas el perro
a ese catrín. Alzare a Carmen: como puedas. . . si es pre-
ciso . . . fa fuerza! . . .
— ¡Y me llevan al Hotel Arambcrri!
— Pero luego sales, como yo salí, cuando aquello de la
retint.i ... - .
— No, ni siquiera entras... Buscamos un licenciado
picudo, ianzón, que hable por ti. . . ¡y ya está! Te costará;
eso cuesta;, pero nada máb!
— ¡No, yo no quiero eso, porque la quiero con toda mi
161
La Cjíjnüria, ó
li
\
CAL A N D
ría
alma!
¡Cómo voy a portarme así con ella! ;Si la he
Oliendo con toJa mi alma; si la qaiero tanto!
— Y ella, dime ;tc quiere? ¿te paga con el misma amor?
— I Quién salv^!
;Quién sabe! Tienes duda. . . tienes duda, . . Con ra-
zón, Poncianillü! Yo te quiero; eres mi amigo, y con los
amigos debemos ser francos: pues bien, no vuehas a pen-
sar en ella, ni a verla . . Nosotros seremos reatas, endian-
trados, lo quj tú quieras, pero no pasamos porque las mu-
jeres nos engañen; y ésa, ésa te está engañando. Aguántate,
chinito, como los hombres, y no vayas a emprenderla con
don Alberto, ¡lil hace su lucha. . bueno! Está en su de-
recho. ;Tú V \'o liaríamos lo núsmo. . . Si ella lo hace fcr-
mal. . . cQ^'^' culpa tiene el?
— Entonces . . ¿como si no existiera?
jEso! Yo tetigo miedo de tu carácter arrebatado.
Tienes el genio muv caloroso, y es preciso contenerte. Quq
\avas al Hotel porque te robaste a la palomita, pase; asi
fué éste, y tan amigos como siempre; pero no por cuchi-
lladas, ni cosas así. ¡Cuidado, mucho cuidado! Ya lo sa-
bes. . . En hombre no mata a otro sino en ultinio caso,
antes de que lo maten a éh ¡Adiós, chico!
— ¿Se van? i
— Si, a dormir. . .
— ¡Pues adiós!
— ¡Adiós!
Romero dio en el hon>bro una palmadita cariñosa a sti
pobre amigo, y se fué. A lo*^ pocos pasos se detona
— C>}'e: ¿nos vemos esta nocne.-'
— ¿A que horas?
— A las siete.
— ¿En punto?
— En pimto.
■ — ¿En qué parte?
— En la barbería de éste.
— Conformes.
- — ¡Adiós!
162
R A
/
1 E L
DELGADO
— ¡yVclU/S.
Y los buenos amiiro^ ^e aleiaron. Gabriel entró en su
casa, dc'::\\un6, y se acusto. El sueño, el benéfico sueño
que aÜvia los dolores y vuelve la paz al espíritu, embargó
sjs sentidos. El ebanista durmió tranquilamente. Al des-
penar se '•intió más sereno v rcsii^nado. Iba en busca de su
amigo, cuando al pasar por la casa de Magdalena, vio a la
Calandria que estaba en la puerta.
— ¿A dónde vas?
— A buscar a Tacho; — contestó con indiferencia y
frialdad, y tan desdeñosamente, que Carmen se sintió ofen-
dida— me está esperando.
¿no te acuerdas
— Tenemos que hablar esta noche. .
que así lo convenimos.* ^
— ¡Ah! ¡No m.e acordaba!
— ¿No te acordabas?
— A las doce, ;no?
— En punto. No faltes . .
— No faltaré. Tenemos que hablar mucho, mucho .
— ;l)e veras. . . vienen. ^ .
— Vendré. ^
— Pues, ¡hasta luego I
— ¡Hasta luego!
Euesc el mozo, y la joven se quedó pensando:
ya^no me quiere. ¡Tiene razón!
■Cjaonel
163
L A
CALANDRIA
RAFAEL
DELGADO
XX
ALBERTO, scpún su costumbre, dejó el hcho ese ¿h
cuando el sol estaba casi a la mitad del ciclo, y después de
apurar en su gabinete una gran taza de café con leche, que
de ordinario encontraba insípido y detestable, principió la
obra dilatada de arreijlar sus cabellos.
los de Alberto eran recios e indómitos, y tanto, que a
pesar d: los variados cosméticos y exíUiisita^ pomadas de su
U)cadv)r, mds provisto de esencias y aguas o::;ros;s que el
de una tiple de zarzuela, neces"taba nuestro precoz tenorio
l.iriM ima hora p.va quebrantar ccn el pciac* aquel pelo
rjbeiJe, v disponerlo sobre la frente pálida en ond.is suaves
\- sitnetrica-.. IVrmiiiada esta í,\vc.\, que parecía interml-
j^bL', C'^irí'ii '.aí\i la no rncnos laboriosa e irr penante de
anuJ.ir'^e l'-\ i;>rno del alto y niveo cuello in^ir'S, que ir^s
tenia de i:^urai^a que de tal, la fina corbata, en nnto que
.1 p.icjvnte criado repasaba el ce^nlio, por coptc^ma ^■ez,
V u>;-e u;^ P'.:^U''> ¿A pantalón correcto y del ceñido le\ i-
nu que ci.ui c.^iU,> piíuados bo'crc el den-.u:rado cuerpo
LÍc '-u duei-;\
í.nciJo V vX.-iu) pÍ-n:.J flores salió Alberto rumbo a la
lM.\'^ íie.uentaJ;i cantina í:a la ciudad, en busca de sus ami-
eos ■c-iC¿\\''^.í'^^ <nh: allí se reunía;^ sin falta, cada día, abuu-
^f;'^:js de n.^'ticias •/ tan ucseosoo de charla cor>vj de aperi-
ii , os V LÍe .i:narg(^>.
í 1 e^tibleci::uento, fresco v aseado, pruv:ipi.iba a re-
cibir a sjs habituales concu/rentL".: entristecidos cesajites,
nuLlaehos Pi-ecoces, comerciante, en huel^-a, jugadores de
taicio. calaveras cansados, lecho;.;ulnos tardíos y políticos
en carr.pañ.u ^>nos leían los peri'jdicos; otros ciaban noticia
de la lucha electora! cu}as recientes escaramuzas prcocu-
¡ aban a muciios; aígimos turnaban indolentes, como un
164
jefe de caravana a la puerta de su móvil morada, y los
más referían lances de crónica escandalosa subiditos de
color.
Los empleados y sirvientes, que, cosa rara, no tomaban
parte, por aquel niomento, en la conversación de los parro-
quianos, de pie tras el mostrador, frente a los quesos inci-
tantes y los fiambres apetitosos, o recostados contra los
escaparates Henos de botellas, conservas y pastas ultrama-
rinas, parecían otras tantas estatuas de la Diligencia en
reposo, o, mejor dicho, de la Quriosidad indagadora.
No faltaban alli. detrás de los cristales, los billetes de
la Lotería Nacional, ni el retrato litográfico de una íl/ia,
prom.etida al publico filarmónico por una empresa obse-
quiosa, junto al periódico desinteresado y celoso de la fe-
licidad üúbiioa, üue acababa de dar a los cuatro vientos de
la fama v de !a jidoria la IíTíí cIí;^!C del candidiio q':\ dis-
cusión, (esj'cran/a de politicastros largo tien- po ecliados
en olvido), la cr.r.i SL)nrienre de un Cincinato tucuro, pro-
metedora v .unabiO, c:^ire ios animcíos patnóticos de las
falM•ica^ de c!i;a::'o-^, los tarjeton^s pregoneros de las exce-
lencias y m.-riios Cx \o: bizcochitos de OHÍKi J ¡- reres v
los progran*.';^ voceadores del Cu'co Orrin. r_;i..: anunciaban
nuexos vo\.:i\c's \ euiiilioristas habilidosos.
Tres ci% -nidac-js tciiíui aMi altares y cuíco. B.^co, no
aqiu4 que los ¡;inu>r.:> J-.. antaño coronaban de pinipanos,
sino el mo^'e:ív:), c! ouj yo pintaíua festí\'o y ri>,ueño, pá-
lido el rost:-o, calado r\ lionguil-o picaresco y arrelienado
en cómoda pol'r:?u.u apurando im vaso de cf^ck-taú ira-
íjauíe V' heiac'^j: el Ui^)-- de la gastronomía corUjmporánea,
refinado, dispe^uico: x iju-ján, el ii^niortal Birjan. que con-
tra leves v or .!e:>:-nzas oro! !biti\as, en el süenc-o de la no-
che, en púMico sec»;ete> y a la luz del petróleo, er.ciende stis
tríoodes V con'2;re.:a a sus pontífices en torriO de l!is aras
cu'oiertas con eí tapete ^ croe.
En aquel smtuario aguardaban a Rosas tres am.igos:
Carlos Frisler, Alc-biades C^orcina y Pepe Muérdago, flores
de la pollería andante y lustre y decoro de wni generación
, 165
s.
I A CALA N D R I A
p^O'^\■.''•'^t^ c iiustr.uli, lliinMcln con jü-ticii ^'or ios ncrió-
ciico^ ; , /í/V/í/ c^pcran/A »!c Lx narria.
Coni') Aü^crro, Aicibiadcs y Ciarlos proc:dian de fami-
lias ri ^:^ v hrínorabks, \ awn r/. uchachos finos, simpáticos
\ nvcr ;n!c:-idos v ponular./; ver lo desprendidos y franco-
tesí Muef'J.v^o era el tiro ericto y completo de esa juven-
tud hiilliciosa y arJiente de la clase media, sin lucro ni
parriir.onio, uue a las estrecheces e insaciables deseos de la
pobrc/a ac'una los liábilos y refinaniientos del procer; de
c^os ¡('nenes inteligentes y de í-iígularcs aptitudes, sin amor
al trab.-tc), con todos los vicios y preocupaciones del poten-
tado, que se volarían la tapa de los sesos antes que ponerse
a ganar Ivjnradamente el pan en un oficio humilde; inca-
paces, en su haraganería placentera, de llegar a conquistar-
se por p.iedio de! talento, del estudio y de la probidad un
lugar dis.inguido junto al ingeniero prestigioso que horada
las cordilleras para dar paso a la locomotora, o al lado del
médico generoso que alivia los dolores, o entre ios juriscon-
sultos detensores de la verdad y de la justicia; cnatiu-as
ineptas para las combinaciones y negocios mercantiles por
falta de constancia y sobra de am.bición.
i)c natural y vivo ingenio, de carácter flexible, en el
cual la di^-nidad y el decoro se habían ido aniouüando día
por á\.\, supo, desde sus primeros años juveniles, hacerse de
amigos ricos y pródigos, con los cuales subía y bajaba,
figurando de actor o acompañante en toda aventura es-
caudalosa, viviendo a expensas del bolsilio ajeno, sin pare-
cer cargante ni causar molestias, com.placiente y llevadero,
amable y solicitado por todos.
La lucha por la vida había llegado a ser para Pepe, mer-
ced a tan altas prendas de su maleable condición, una cosa
que silo podía preocupar a los bobos y a los necios. Muér-
dago sabía \ivir: comía, bebía y gozaba, a la sombra de
sus amigos, v vestía ccmio ellos. Quién le cubría una deuda;
quién le cedía en el juego, una noche feliz, parte no exigua
cíe la ganancia; y frecuente era el caso en que, al verle
aicri^^'U), como él acostumbraba a decir con sus chistes
C .4X^\.
166
RAFAEL
DELGADO
geniales, le tomaran por el brazo y le llevaran a una sas-
rrería, donde el joven elegía a su gusto telas y vestidos sin
j'íararse en calidad o precio, seguro de que ni Rosas, ni
];risler, ni Cortina harían la más breve objeción. El, a sil
\ez, pagaba tan fina amistad y tales muestras de cariño
con ilimitada admii ación, defendiendo a sus amigos de toda
censiu'a, encomiando a troche y moche, viniera o no al
caso, cuanto les pertenecía o se relacionaba con ellos: su
buena figura, su valor temierario, su riqueza, sus caballos, la
liermosura de vas queridas, su firme cabeza para beber y su
audacia para los amorcdios peligrosos y de riesgo.
Ningj.no más discreto que él para estos asuntos; nadie
]v.2S a propcs'to para jugar una mala pasada a quien con
t?A\ guapos chicos se juntara, sin ser de la hermandad, y
pocos má3 hábiles para burlarse de un muchacho tímido
o de un anciano irascible, y arreglar en el fcrraiOy o en la
fonda, una cuestión de honor. Era ivluérdago furibundo
raurófüo, por lo cual le habían puesto un apodo ilustre en
los anales del toico. Pepe fué quien dio principio a la con-
versación.
— Mísier Alberto, ¿que te hiciste anoche?
— Me anduve por esos mundos. Cuchares. '
— ¿De aventura? — dijo Frisler.
— De parranda. . . — agregó Alcibiades.
— Ya me lo imagino: corriéndola toda la noche. . . Ni
siquiera das parte!
— ¡Ya lo saben! Me pierdo algunas veces, y ni Satanás
daría conmigo. El otro día no pudo Pepe hallarme en toda
una semana . . . <>
i
— ¡Cierto! Le busqué por todas partes y no pude dar
con él . . .
— ¡Ya supimos dónde estabas!
— Sí, porque yo se lo dije a Carlos. . .
— Te vi entrar en cierta casa. . . Conozco yo a una da-
mita de ojos negros y pies así, de este tamaño, que nr bebe
inás que chíi:!? pague y de la Y inda,
167
A
CALA N
dría
— jpKicado Je rey! — exclamó Pepe. — ¡Tienes vni suerte
fcnomenr»!!
Los cuatro se sentaron alrededor de una mesa. El cria-
do so acercv».
Era nariente de la madre de Gabriel y vivía en el paf/o
de San Cristóbal.
— ¿Qué pongo? iQi\é toma usted, don Alberto?
— Cock-^ítii.
— ;Y usícccs?
— Carlos, cognac; Pepe y yo lo de siempre. . ajenjo.
Pronto los jóvenes quedaron servidos.
Alberto se llevó el vaso a los labios, bebió un sorbo,
V después de limpiárselos, en voz baja y con gran misterio,
dijo:
— jSe me íogró!
— ;Que cosa? — prorrumpieron en coro.
— Calma, chicos. No se puede decir todo de un golpe.
Anoche estuve en un baile, con una muchacha de pe, pe y
íloblc u.
— ¿Carlota /* . -
— No.
— ¿Luisa?
— Tampoco.
— ¡Cuenta! ¡Cuenta!
La conversación siguió en voz alta.
— No; \ma que vive con la querida de Jurado, el re-
dactor de El Radical.
— . Vl-il — exclamó Pepe, con una expresión de fisono-
mía oue daba a comprender quq estaba en autos. — ¿Aque-
lla del jardín? ¿La de aquella tarde?
— La mismita. Supe, hace tiempo, ¿verdad, Pepe? que
alli vivia, \ m.e d¡je: ¡Ya verás! Me apersone a mi hombre,
a Jurado, v tramé mi plan. Recuerdan ustedes que hace
poco estuvo aquí el General Mendieta? ¿Sí? Pues bien,
busque a Jurado, y, llamándole aparte, con mucho miste-
rio, le dije: que tenía encargo del General de fundar un
periódico que sostuviera la candidatura de un alto perso-
168
K A T A L L
DELGADO
naje, para La gran silla; que me parecía mis conveniente
que un periódico, acreditado ya, tomara a su cargo la em-
presa; que Mendieta estaba dispuesto a soltar la plata; es
decir, no él, sino los partidarios del candidato, los cuales
le darían cincuenta pesos mensuales si trabajaba en favor
de su amigo; que me dijera si le convenía m.i propuesta,
para avisarle alGeneral; que si el asunto quedaba arreglado
pusiera desde luego la candidatura. No olvidé decirle, para
echarle al lienzo, que yo, por simpatías particulares hacia
su persona, v por ser parndario de los santos principios que
con tanta gloria defendía en su periódico, daba ese p.iso
y me dirigía a él, pues Mendieta quería tratar con el dueño
de El Conlcruponzadov para arreglar el negocio; que, en
una palabra, no olvidara mi buena voluntad para con todos
los hábiles red ictores de EÁ Radical El caballero me con-
testó: que rd Contení porizador era el periódico menos a
propósito oara el caso, porque en época no lejana se había
mostrado hostil a la reelección, simpatizando grandem.ente
con el partido que se llamó regenerador. Parecióle corta la
cantidad de cincuenta pesos, por ser muy subido e) gasto
de imprenta y redactores, necesarios para la proyectada
campaña; pero. . que. . . en fin. . . aceptaba, con la es-
peranza de que, visto el éxito, los interesados se mostraran
más generosos y dieran a los ardientes paladines de El Ra-
dical la recompen.sa merecida.
Sí: int'errumpió Alcibiades — una credencial de di-
putado por el distrito más lejano, donde m de nombre es
conocido el joicn literato y distinguido jurisconsulto don
Juan Jurado.
£so es; que El Radical, valiente y heroico defensor
de las instituciones y fiel amigo del bien publico, estaba
dispuesto, de antemano, a sostener la candidatura de que
tratábamos; no por medro, que sus ilustrados compañeros,
lo mismo que él, no se vendían, y que todos eran dignos,
independientes y buenos ciudadanos a carta cabal, y antes
romperían la pluma y abandonarían el estadio periodístico,
cue combatir por quien no mereciera el sillón presidencial;'
169
/
A
C A L A N D R I
sino porque todos crcK-jn, sinceramente, que la reelección
en tan oportuna como necesaria, y una garantía de paz
}' d-j prosperidad para el país. Díjele que agradecía su defe-
rencia y haría recomendación de él, con toda eficacia; que
jMeP-dicta, mi buen andigo Mendieta, era un hombre franco,
(insiero y scuciíii), y que, con semejante apoyo, no sería
remólo que en" el período próximo viera yo a mi buen ami-
go Jurado en los escaños del Coiagreso Federa!.
Ll rostro de mi hombre resplandeció de júbiM,
me dio las gracias, y como prueba de gratitud me convidó
a cóndor, a casa d(¿ su querida, una trigueñiía retostada y
entradora como un toro de Ateneo.
As*', chicos, me puse en contacto con la palometa, la
cual riño con \x vieja que ia cuidaba por orden de su padre;
dejó a su novio, un cLuirrilo elegantón, y ahora vive con
la querida de don Juan. Esta, chicos, me hace un tercio
fenomeí-ial, y la cosa a\ anza que es un gusto!. . . Jurado
está en Li (.osta, adiestrando a un juez novel en los tiquis-
miquis de \\ justicia, y yo, arreglado con la muchacha!
— Ikicno; — preguntó Pepe, después de apurar su vaso: —
es cierto lo de ios cincuenta luorlaros?
— ¡Qué cierto lia de ser! En el primer número de /:/
Radic.il, después de nuestra entrevista, apareció la candi-
datura e¡ r.iismo d'id que fui a comer con Jurado; de modo
que bien puede el candidato darme a mí la plata por ha-
berle proporcionado lui defensor, que, aunque valga poco,
siempre de algo sirve, y un amigo que no le cuesta una
peseta.
— Y si m.^ñana te pide los cincuenta?
— Le diré, que el General varió de opinión, porque cree
que en csie Distrito, y en todo el Estado, la opinión es
unáninie y lavorabíe al futuro Presidente, el cual hará por
tan bondadoso y desinteresado amigo cuanto pueda, luego
qtie tome posesión. La candidatura sigue saliendo; El Rii-
di cal esiá rompiendo lanz;is con medio mundo, y ya no le
queda a mi hombre más que bebería o derramarla!
170
RAFAEL
DELGADO
h4-vrTf'r»n mn iin^ c ^rr■^^^r.c\ q\ iní^eniO
Los jóvenes celebraron con una carcajada
de Alberto y chocaron los vasos.
— ¡Salud! ¡Salud!
— ¡A la de ustedes!
— ¡Por el buen éxito de la empresa!
— ¡Por la [nú o mi tal
— Bien; — orosijzuió Rosas, encendiendo un habano — la
cosa está hecíra. Sólo me falta buscar una jaula para la tór-
tola ... y me la alzo!
— ¿Quién es e!«a, Aibertín? Córrela despacio .
— Una chica lindísima, que vive con la querida de Ju-
rado, en el patio de San Cristóbal, allá frente a la tienda
de Las Cam[híníis Je Carrióii . . .
— ¡Afi!
— Una chica, que. . . — aquí Alberto se chupó los la-
bios— tiene todas las generales de ley. . . Una muchacha
que, — Rosas volvió a chuparse los labios—- entre paréntesis,
es hija de . . .
— (jDe quién? ¿De quién? — preguntaron en coro los in-
terlocutores.
— Pues ni más ni menos, Carlitos, que del señor don
Eduardo C>rtiz . . y hermana de . . .
— ¡De Lola! — cxclanaó Alcibiadcs.
— ¡De mi novia, chico! — agregó Carlos. — ¡Por Dios,
Alberto, mira lo que haces!
—¿Y que?
— ¡Y qué! jQue eso no es decente! — hizo notar Frisler.
—¿Por que?
— Porque somos am.igos.
* — ¿Y qué pierdes con eso?
— Nada, es cierto; pero don Eduardo. . .
— Déiate de tonterías, Carlos. . . Si fuera hija legiti-
ma. . . entonces . . ¡Eso sería otra cosa!. . . Ademas pue-
de que al fin . .
— ¡Tienes razón!
— ¡Vaya si la tengo!
El criado de la cantina lo iiabla oído todo.
171
A
CALANDRIA
RAFAEL
DELGADO
— Ove, Cuchares. . . Yoy a ¡uiccrte un cnc:u'¿.-o. . .
— lo ouc quieras ...
Los des amigos se apartaron de la mesa unos cuantos
p.vo:>. Allí hablaron en voz baja:
— "ní me saco a mi palcma; ;a cl)nde me la llevo.''
— ;! :í Je m^nos! Yo 'r,.iblare co]\ . . .
Y Pt^e dijo muy quedo un n.)mbre, y dio las señas de
lüía L.V.; -'tuada en un barrio no distante del centro de
la ciüd.'d, V no de muy buena tama enire los h.ibitantes
de la p-adc)->a iMu'.'iosiÜa.
— ;Ye encardas de eso?
• — \ ' • -^ r re * ' ! a re t od o .
\ Alheño volviíá a su asieiito. La con\'ersacion rodo
sobre tírr.s v caballo^:.
A pv>::o el seductor sj levante'^ y \'iendo e! reloj, d-jO a
sus airiT.'/f*':
— .\oi.as, cincos; que les den otia copa. . . ^'o me voy
a comer a casa de m.i futuro suegro; anoche quede compro-
iiKiido a com.c-r allá.
Pae/ ',] i;asto y salió. Ya en la puertí, á\]o, dirigiéndose
a \íuerd.:::o:
— ; Cu -dado, chicos, con decir a]i;o de lo que les he
corrido I
— ¡Por Dios, Míster! — exclamo Pepe. — Xo nos haigas
*
V. ',. '. /ávll ...
172
(jA]'>R!LI . tendido en c! catie esperaba la hora de la
ciru ¡Qué Ivnro corría el tiempo! ¡Qué gratos recuerdos
acudían a Li mente del mozo!
¡"n enrurosos días, dulces noches de felicidad, idos para
siempre! Ella, sincera, cariñosa, tierna; el, ebrio de amor,
fija la mirada en aquellos incomparables ojos negros. Car-
men, sentada en el catre, medio rechnada en las aliriohadas,
jugando con í.>s puntas de las trenzas; él, lre;ite a ella,
mudo, atento a la coptemplacijn de aquel rostro pálido y
sonriente, de aquellos labios carminados, húmedos, provo-
cadoras, entre los cuales palpitaba el primer beso amoroso
como manposilla que antes de alzar el primer vuelo orea
sus alas posada en la virgen corola de una rosa. A^yer eso;
hoy desdén, frialdad, engaño, olvido. . .
El pobre muchaclio sufría 1 rs amarguras de la priinera
pena; luchaba contra los impulsos de su corazón y consi-
deraba la magnitud de su desgracia. En vano registraba su
jnemoria, buK:ando en e! recuerdo de las comedias que había
visto V de !a:> no\ eias oue había leído una situación seme-
jante a la srya. Ni u'i caso parecido, n.i uno solo! ... De
ac]ui eoncluia que su ip.foi'tunio era tal y tan grande que
no tenía precedente en el mundo.
Una vela, crecida de pábilo, alumbraba la estancia y
ardía con llama prolongada y trémula. Las sombras de los
muebies se balanceaban en el miu'o, tomando extrañas pro-
porciones.
Cabriei CTró los ojüs. De este modo recogía mejor su
píMvsa.nienro. En la obscuridad, conio que se destacaban
ip.ás (daro . ios coPitorifOs seeiuctores de la -huéríana, cuya
imagen nn <e anart-dea un mon"ie]Uo de la mente del eba-
nista. A>i r.-rnianeci > largo rato: al cabo abrió los ojos, y,
L"^3
\
/
C A
N D R I A
sin saber por qué, se puso a contar las vigas del techo;
luego, los ángulos de las paredes, y después haciendo un
poderoso esfuerzo de atenciv')n, una por una, las casas de h
callo principal de Pluviosílla, comenzando en el convento
de San Francisco para terminar en la iglesita de la Virgen
de los Desamparados. Tres o cuatro veces perdió la cuenta
y otras tantas la comenzó de nuevo, Jiasta que impacien-
tado volvió a la consideración de sus penas.
Engañaban al pobre v\o/o sus buenos deseos. No; todo
era mentira, una horrible pesadilla. Carmen era la misma
de siempre: buena, cariñosa como antes, como en los pri-
meros dias, com.o en aquella hermosa mañana en que vaci-
lante, sonrojada, dejó escapar de sus labios la confesión
franca e ingenua de su amor. ¿Había dicha como la suya?
?nÍ una nube que empañara el brillante cielo de sus ilu-
siones y de sus esperanzs, ni una sombra que velara el cons-
telado firmamento de su ventura. Y dióse a soñar con no-
ches serenas, limpios horizontes y auroras de nácar; con
lejanas tierras, morada de un.i eterna alegría. ¡Mas ay! a
tanta belleza sucedió el desencanto. La tristcíia, esa tristeza
que am.arga la vida, que entenebrece el espíritu y es un
veneno para el corazón, cayó sobre él impía, abrumadora.
Sentía el pecho oprimido, húmedos los ojos. La terrible
realidad apareció ante él desesperante y fatal.
¿Por qué, por qué preguntó al monago lo que había
visto en casa de Magdalena? ¿Por qué oyó cuanto le dijo
Salomé? Y ésta no quería hablar, no quería, hasta que él,
empeñado en saberlo todo, le suplicó que no callara nada,
absolutamente nada, porque tocio lo quería saber, y enton-
ces ella dijo todo, todito. . . ¿Paia qué confió a Tacho y
a Lnrlque los temores que así le tenían acongojado y que
com.o espinas le hacían pedazos el corazón? Ang:lito con
sus noticias: Salomé con sus escrúpulos de beata, y sus pro-
nósticos; los amigos con sus proyectos de seducción, sus
consejos y la insensibilidad de ^u alma, todos le habían he-
cho ma!, mucho mal. Sin duda que Angelito mentía, sí,
porijuc aquello era muy gi"a\e, ;qaien iba a creerlo! muy
174
RAFAEL
DELGADO
I
grave. Carmen no era una perdida, una de tantas como
Ci conocía, que así, de buenas a primeras, se dejara besar
de Pvosas en presencia de Magdalena y del muchacho. Pero
el maldito acólito decía y repetía que el catrín abrazó a
la huérfana, y que ésta, muy alegre y risueña, presentó los
labios para recibir un be¿o . . . tronado, sí, tronado, así de-
cía Angelito!. . . La beata, con mil reticencias y cobar-
días, protestando que no gu;ítaba de quitar créditos, afir-
maba cnxQ, todo era verdad: una cosa cierta, tan clara, va-
mos, como la luz del día porque la misma Magdalena le
había dicho: — ¿Ya sabe usted doña Salo? Le ha saHdo a
Carmela un novio, que, la verdad, hasta envidia le tengo
a la muchacha! — que ya eran novios; que se entendían muy
bien — que se des pac ¡jaban de lo lindo, con la cuchara gran-
del Y como don Alberto no había de casarse con la Ca-
landria, y era malo, malísimo de fama, y a nadie tenía mie-
do, con la pobre muchacha pasaría lo que con otras; la
haría su querida. . y luego. . .vamos, ¿qué más deseaba
saber? jQuién sabe si a esa hora. . . ! ¿Don Eduardo? ¿Don
Eduardo? No haría nada. ¿Cuánto tiempo hacía ya que
Doña Panchita le mandó la carta? Por allí sí que ni es-
peranzas. . . Al principio Tacho y Enrique se burlaron de
él; después se empeñaron en sacarle del enredo.
— Una de dos: — decía Tacho — o la dejas para' siempre
o te la sacas ... Lo primero es lo más acertado. Salte de
ese lío. ¿No es digna de tí? jPues claro! déjala. Ya las
pagará todas, ya las pagará; ya se arrepentirá más tarde
de haberte engañado, de haber despreciado tu cariño, de
haber pisoteado tu amor. ¿Cómo has de seguir queriendo
a una mujer que ofendió a tu mamá? ¡Una mujer así, no
es mujüJ*, mándala al tal! . . .
Enrique decía: — ¡Sácatela! Es un cacho de hembra de
lo fino. . . Después. . . Dios dirá. No quieres ir al Hotel
Aramberri? ¿Te espanta la de cuadritos? ¡De poco te asus-
tas! ¡Con un licenciado picudo. . . eso se arregla en dos
patadas!
175
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L A
C A L A N D R
A
\ RAFAEL
DELGADO
— Eso no: — pensaba Gabrie! — la he querido muclio;
!.i sigo queriendo y. . . eso no! Me ha ofendido, verdá; pero
con eso v todo, no. ;Conio me porté antes me portaré aho-
ra: como un caballero!
La única que — a juicio del ebanista — estriba en lo de-
bido, era doña Pancha. Asi hablaron el mancebo y la an-
ciana:
— Mira, muchacho, — dijo ella — la vida es larga, y em-
piezas a \i\ir; no te encapriches; eso no tiene remedio, lo
mejor es dejarlo. Carmen no es para ti. Yo quiero para mi
(jabriel una mujer buena, sencilla, seria, hacendosa. Bien
\eni;a el deven^año cuando a tiempo llega! Nos !a pegó. . .
¡Qué hemos de hacer! ¡Tu creiste en sus promesas, y yo
pensé que te con venia para esposa! Oye, Gabrielito, — sólo
cuando se trataba de algo m.uy grave le llamaba asi — si
me oaieres, si s.ibes estimar cuánto te quiero, cuánto te he
querido, v lo que he trabajado para hacerte hombre; si
eres buen hijo, no le hagas caso, olvidala para siempre!
¿Has de creer lo que voy a decirte? ¿Sí.^ Pues, oye: hasta
hoy no ouise dccirtelo . El día del disgusto, el día que
se ttié con esa . tapadora de Magdalena, yo la hallé, yo!
vo! hablando en la puerta con ese señor. . ¡Más vale que
se haya ido! ¡Dios sena en lo que va a parar todo esto! ¡Ya
cumplí con avisar a don Eduardo. . . pero él no da pa-
so! . .
— Xo ha llegado aún — observó el ebanista, viendo una
ren^.ota esperanza en la venida de Ortiz.
— ¡Olvídala! ¡Olvídala, hijo mío!
Doña Pancha dijo esto bañada en llanto. Gabriel la
escuchaba bajo el rostro y fija la mirada en el suelo.
— ¿Me prometes hacerlo así? En pocas palabras, Ga-
brielito: ¿me lo prometes?
— Sí, señora; pero la quiero mucho, mucho, tanto co-
mo a usted. Para no pensar en ella más . no, eso es impo-
sible! . . . ¡para olvidarla, me iré de aquí, lejos, muy lejos. . .
Si yo en cualquier parte estoy bien! ... En la liacienda de
don Manuel me darán trabajo. . . como les gustó el mío! Si
176
1
usted viera qué bien le caí al amo. Iba a platicar conmigo
y me convidaba a tomar cerveza. Eso no lo hace con los
demás! Lo que sobran mujeres! Y mejores! Ahí está Chole,
la hija del maestro. No es echada, señora madre; pero si
yo le paro los pies y le digo. . . pues. . . yo le aseguro a
usted que. . . vamos, oue responde!. . .
— Ya se lo dije a Magdalena; ya le conté que tú quc^-ías
a Choíita, que es buena, trabajadora, muy mujer de su
casa, no corno Carmen, tan igualada y fantasiosa, que hasta
apodo tiene. Ya s?bes, hijo, lo que dice el adagio: ¡jiujcr
con ujioJo, de ningún modo. • • ^
(jahriel ofreció a doña Pancha que aquella misma noche
hablaría con la huérfana, que le diría cuatro verdade^^
y. . . adiós para siempre! Mas luego que estuvo a solas, al
recordar mejores días, repasando las mdl y mil promesas
de la n-iuchacha, las entrevistas nocturnas en la puerta
o en el cuarto, las canciones melancólicas a la luz de la
luna, en el corre.Jor, frente al lavadero, el ebanista vacila-
ba . . . ¡La quería tanto, tanto!. . . ¡Aquello era superior
a sus fuerzas! Pero lo había prometido y lo cumpliría.
Dieron las doce. Gabriel saltó del catre y tomando el
sombrero corrió hacia la calle. Fué preciso esperar a que
se alejara una pareja de trasnochadores que a la sazón pa-
saba. Dirigióse a la casa de Magdalena; pegó el oído a la
cerradura,"y nada oyó; dio unos golpes, muy suaves, con
las uñas, como si rascara en la madera, y nadie contestó.
•Silbi), quedo, el dúo de Juramento. . . se oían pasos. . . Al-
guno se acercaba de puntillas, alguno que tropezó con la
mesa, porque se oyó un ruido como de copas que chocaban.
A poco la puerta se abría y la Calandria apareció en ella.
Vestía de blanco, como en otro tiempo. No estaba cu-
bierta con aquel rebozo que tan bien sentaba a su juvenil
hermosura y que cuadraba maravillosamente con la sencilla
condición de la muchacha. Esta vez venía envuelta en un
pañolón de merino negro. La dulce avecilla canora cambia-
ba de plumaje; no era ya la humilde lavandera. La hija
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\
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L A
C A L A N D R
A
¿A pueblo aspiraba a parecer una señorita. La coquctuela
no ¿abía que con aquellas galas estaba menos bella.
— Creí que no saldrías . . .
— Pensé que me dejabas aguardando. . .
— Aejuí me tienes . . .
— ¿Que tenías qué decirme?
— Sal. . . \amos a mi cuarto. . .
— Mejor hablaremos aquí . . . quedito, p.ira que no oiga
! íjirdalena.
— Aquí no. Prefiero que no hablemos. ;Y tengo tanto
qae decirie! ¿Desconfías de mí?
— No, pero luego las í^entes murmuran y dicen. . .
— Na;tie nos ve. . . \'amos . . . ¿no quieres ir?
— Vamos — contestó la joven, bajando del umb-'al a la
rj-*ra. El ebanisca tiró suavemente de la hoja }\ cerró la
pi:erra.
Micntr.is Gabriel despabilaba la vela, Carmen, sin de-
]' : el pañolón, tomó asiento en el catre, reclinándose, como
v.!e costumbre, en las alniohadas, tibias aún, hiimcdaj;, más
q.;e húmedas, mojadas.
— ¿Qué tiene esta ahiiohada, Gabriel? Mira . . . tienta. . .
Acudió el mozo y palpó el lienzo. Electivamente, cs-
t;ba mojado. Eran lágrimas.
— ¡Agua! — C!>ntestó fingiendo que reía. — Tal vez cuan-
¿j me lave las manos, al coger la toalla que estaba allí. . .
— Siéntate aquí, a mi lado. . .
— No, en la silla estoy bien . . .
— ;No o^uicres estar junto a nií?
—Ño.
A esta contestación la muchaclia se quedó pensativa.
Gabriel la nairaba de hito en hití).
— ¿Ya no me quieres? — dijo la joven.
— ¡Sí, Carmen, como siempre! pero ya no eres digna
c: mi cariño.
La Calandria axergonzada no se atrevía a levantar los
c o>.
— Te entregué mi corazón, pensando qi:e sabrías esti-
RAFAEL
DELGADO
mar mi cariño, y me engañe; te ame con toda mi ahna, 7
me has engañado, me has ofendido, me has despreciado. . .'
Pon la mano sobre tu pecho, y dime: ¿Me quieres como an-
tes.' Como en aquellos días en que temblando, casi sin
poder hablar, me dijiste: yo también /« quiero...? Res-
ponde.
—Sí.
¿Me quieres como en aquellos días felices en qtie aquí
mismo, en ese lugar donde estás ahora, me contabas tus pe-
nas, tus tristezas, tus alegrías, tus ilusioiies y tus esperan-
zas?
—Sí.
— ¿Me quieres como en aquellas noches en que los dos,
recordando a tu mamá, nos poníamos a llorar?
— ¡Sí, Gabriel!
— ¿Me quieres como antes, cuando deseabas ser mi es-
posa? ¿ComiO en aquellas noches en que soñábamos que
vivíamos en nuestra casita, una casita sencilla, humilde,
pobre, pero muy aseadita, muy alegre y muy Ikna de fe-
licidad?
— ¡Sí. Gabriel, sí!
— Pues entonces, ¿por qué quieres a otro? ¡Todo lo sé,
todo; no puedes negarlo, no lo niegues!
Carmen no osaba levantar los ojos temerosa de encon-
trarse con la mirada del ebanista, y sólo despegaba los la-
bios para decir: S/, Cabricl, si!
— El air^or no se da por fuerza. No mientas. DI que no
me quieres... ¿Qué necesidad tenias de engañarme?...
¡ iN inguna!
-^¡Sí, Gabriel; te quiero y siempre te he querido!
El ebanista trémulo de cólera hacia grandes esfuerzos
para reprimir su indignación. Al oir esta réplica llevóse la
mano a la frente, como si fuera a mesarse los cabellos, y
dejando caer los brazos exclamó:
— ¡Eso no es amor! Y si es amor, lo desprecio, te des-
precio a tí! Si me quisieras no habrías dado tu corazón
a ese roto, que será rico, bien parecido, elegante, cuanto
179
178
A
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A N D R
A
quieras, pero que no te aína como yo! Crees que ese liom-
hrc, que es un perdido, un borracho, te ha enamorado coii
buen fin? Piensas que se ha de casar contigo? Es rico, sí,
} \'ü soy pobre. . . Es decente, sí, y yo soy un miserable
artesano . . . por eso lo quieres! Puede darte cuanto le pi-
l'.i., pí)iierte un palacio, \'estlrre como una reina. . . sí . . .
vji\) te ama como vo? No, v no se casará ccdti^^o. Tú eres
í.ijc.nte, de su misma clase; tu padre no se avergonzaría
de ese \erno; cierro que los dos son iguales. . pero los
^ eos con jas ricas se casan, los decentes con las que son
(.leventes p^^r padre y mad'/e. . . Tu padre no se avergonzará
de eí; vero (ion AlbeiTo sí tendrá verszüenza cié tí . . . Ese
^eño;^ cuando quiera casarse, buscará una muchacha que
lio 1j reb.ije; y esa infeliz, porque infeliz h.i de ser casán-
df)se con e-^^e borracho, esa catriria, no eres tu! En tí no ha
A Mo más que, como ellos dicen, un.\ gata bonita, que no
t'jiie quien \'ea por ella, abandonada y alegrona, buena
p.uM tRierida . . .
— Cjabí iel, no me ofendas . . .
— ;C)fenderte? ¿Ofenderte yo? Quiero decirte la verdá,
la punta verdá, y te la estov diciendo, para oue senas a
LUie aienerte, para que no te engañe. . . Ya me conoces. . .
; 1 .\ i 1 po b 1 e c o p. i o f ]• a n c o !
— ¡í'.res injusto, Gabriel! Te ciegan les cel-.js.
— í.so crees, eso es la verdá . . y así lo dice todo el
i^ni'Hií). Xo serás tu la primera a quien él engañe: no
"^:v!^ tLi Ja primera a quien deshonre para abandonarla
de>pues . . ¡Pregup.ta, pregunta y \erás lo que te dicen!
— Si tu me quisieras como dices. . .
— jispera! bm nñ casa estabas bien: allí tenias respe-
to; a!lí \i\'ias en unA casa pobi'e, pero hisnrada . . Te
creíste de esa mulati . . ¡que liemos de hacer! tu lo (.]ui-
^i^ie! ;l'.n ni casa hay pobre/a .. Yo n.o me abochorno
c'.j sjr pcjb.'-c! jAlli no ¡lav riqueza, lú festines, ni copa.s.
PU;i;J.) ai.,!a deiechitol
;\';\> .\\ \ i *odv; el
■ — .^;> ivPuo \o Li CLilí^a. Si ^alí de allá p:0 t ué por ira
180
RAFAEL
DELGADO
— Si, mi mamá te llamó al orden porque te sorprendió
hablando con ese señor. . . No lo niegues. . . al otro día de.l
festín .
— ?^'o lo niego, es cierto; pero no fué por nada malo. . .
— b'ntonces lo ne^asi.e . . .
— No lo negué.
— S.. Crciste que mi mamá por ínteres. . . por tu di-
nero, porque quería que )o me casara contigo. . . ¡Tu di-
nero! Xi lo quiero, ni lo necesito. . . ;estamos? Nunca pen-
sé en eso. El dinero es bueno, pero no a costa de la dig-
nidá . . lo negaste, sí; ahoy ya no lo negarás; todo se
sabe, todo lo ^é. Anoche en e! baile todo el mundo com-
prendió !o Quc pasaba. . y a lo que fué ese señor. . . Ta-
cho, iiurique, Solís, Camilo, toditos... Te olvidaste de
quien eres y le has correspondido. . .
— Es cierro, yo no lo niego; pero fué porque YEdenita
me compromeíiéj . ¡como lo quiere mucho!
— ¡Mulata maldita! ¡Y' hay quien diga que ese roto te
abraza v . . re besa!
■ — ; Quién te ha diciio eso?
— C^Hiien ío ha visto.
— ;V quien lo vio? Dimelo.
— No es necesario. . . Se dice el milagrO; pero no el
santo
i.:\ jo\-en cataba abatid.i. a^'ergonzada.
— ; l's cie.to o no es cierto? Di. . . di . .
— ¡!>j, (;a!>r:el... peiLÍvMiame! ¡Perdóname! ¡Yíi falta
n'ierece perdo-^. ! ¡Yo me arrepiento, perdóname!
Ea pobre muchacha .se retorcía las manos suplicante.
— ¡Va lo ves! ;Y dices que me quieres?
— ÍNtov .arrepentida Arro*.!il!ada a tus pies te pediré
perdón ;S;,»¡o. a tí te quiero! Perd/)n-anne como }'o te per-
dono oir.'.s cí -sas
A mi, ;(-lue
, > V
le? Qu^ ena m.'.ii'as a C!";ole, a la hija (!e don
Pepe
■i^.(; es
.1 — 1 . -
181
A
C A
L A N D R I A
— Tu mima lo ha cUclio.
— ¡Puede! Y aunque asi fuera. . . ¿Si u'i ya no me quie-
res si 'tienes relaciones con otro, no estoy en rú derecho
para pensar en otra mujer? ¿En otra que sea mejor que
tu? Pero no lo lie heciio, porque te quiero con toda mi alma.
_^Si i>.c quieres, Gabriel, si me quieres como dices,
perdonante! Todo se puede arre-lar. Anoche me dijiste que
volviera a tu casa. . . pues volveré. Le pediré perdón a tu
mamá, de rodillas, como tú quieras; terminaré mañana con
Alberto, romperé con Mak-nita; ¡qué me importa su amis-
tad! y si tú quieres hacerlo, habla con mi padre. . hoy
llegó de México . . habla con é!, dile cuál es mi voluntad,
y me casare contigo. . . pobremente, como se pueda. . . yo
no (luiero grandezas ^
Fl ebanista estaba a punto de ceder. El llanto y las su-
plicas de la htiérfana le llegaron al corazón. Callaba...
al fin dijo resueltamente:
Xo, eso no, Carmen; es imposible. Aquí acabó to-
do. . ¿Perdonarte? No puedo; si dijera que te perdono,
mentirla No me lo manda el corazón! Te olvidaré. . .
si puedo! Eso quiero, eso deseo. . . quién sabe si podré con-
se<;uirlo! Xo quiero volser a verte.. Esta ha de ser la
ultima vez qtie nos vemos. . . Ayer todavía soñaba yo con-
tigo, quería' que todo se arreglara... ¿Te acuerdas?...
Asi te lo dije en el baile . Ahora no . . . Oíreci a mi ma-
dre que esto se acab.n-ía y se acabará. Ella no quiere, y yo,
como siempre, la obedezco.
¡Gabriel! Ten piedad de mi . . . Perdónime. . . vol-
iell
; ?
¡en tus manos esta.
vamos a ser leiices. . . ,~-- ---
•PcÜces! Como una rosa que se marchita asi va mu-
Mendo'mi amor. A.l has ido acabando con mi dicha. No
tengo té en tus palabras, ni confianza en ti. Quien ayer
me engañó, me engañará mañana... Si ahora iueras mi
nu'jer,^ nuestra vida sena una vida de infierno. Mi madre
ii'j te rulare ... ,
Tu mamá es buena, muy btiena, yo la conozco. Si
vv- 'V lo pido, llorando, de rodillas, ai ver ^-is lágrimas,
182
RAFAEL
DELGADO
tendrá compasión de mí, de esta pobre muchacha, de esta
huérfana que está coitío abandonada en el mundo, y que
puede ser JeÜz y hacer feliz a su Gabriel. . .
■ — No quiero, no lo quiero, v no has de conseí?ulrIo. Una
vez te di ni corazón y tuyo es. Acaso en toda mi vida no
podré olvidarte. . . y te amaré, sí, te amaré; pero no a la
Carmen de lioy que se deja abrazar como una perdida, que
se deja besar de quien no l.i quiere, sino aquella que no se
desdeñaba de amar a un pobre; que me cuidoLa corito a .1:11
hermano; que me acariciaba tierna y enamorada; aqtiella a
quien sicnv, re respeté; aquella a quien no ine atreví a besar,
ni aun teniendo su boca cerca de la mía. . . ;No es verdá?
— ¡Mi (jabriel! — exclamó la joven ebria de amor. — ¿No
me quieres para esposa?
—-No.
— ¿No crees que pueda yo serte fiel y vivir a tu laio,
consaerada a ti?
— No.
— -Pues entonces, . . óyelo bien, Gabriel que en ello va
mí vida!. . . ¿no me quieres para esposa? pues soy tuya;
haz de mí !o que quieras. . . ¡seré tu qtierida!. . .
Carmen se abandonó en el lecho, extendiendo los bra-
zos y apartando los pliegues de! negro pañolón. En sus
pestañas biillaban como diamantes gruesas lágrimas. Ga-
briel la miraba atónico, mudo. . En los oídos del ebanista
resonaban las palabras del barberiílo: Es un cacho de bou-
bra de lo fino . . .
La tentación cruzó por la mente del mozo como un
relámpago, bañándole en llamas.
• Al fin liabló:
— No, (Jarm.en: te amo demasiado para ser causa de tu
perdición. ¡Pobre de tí! Seamos como dos amigos que des-
pués de caminar juntos muchos días, se separan para no
volverse a ver ...
Al decir esto se levantó. La huérfana hizo lo mismo y
se acercó a él, echóle los brazos y atusándole el bigote dijo
con infantil dulzura:
1S3
,>.
A
C A L A N D R
/]
Aún es tiempo, Gabriel! ¡Quicremc como yo te
quiei'o:
Y esperando la respuesta, como en mejores días, con-
tinuó:
— ;Dc quién son estos oji. . . tos ne . . . gros? — La joven
fijaba su mirada en los üe Gabriel, y al \ cr que estaban
llenos de lágrimas sintió que la voz se le ahogaba en la
irar^aüta. — Venciéndose repitió:
— ¿De quién son estos oji. . tos ne . . gros.
El mo/o no respondía. Su energía i laqueaba, vacila-
ba. Sentía impulsas de ceder, de abrazar a la joven y cu-
brir de besos aquel hermoso rostro.
— ;üe auién son esos cabellos rizados, e>cos chi . . . ni . . .
tos ne . . . gro'^?
Gabriel seguía mudo, baja la vista, caídos los brazos,
sintiendo oue el corazón se le salía del pecho. La muchacha
seguía acariciándole.
— ;De quién son estos labios? — Y al decir esto tomó
apasionadamente la entristecida cabeza del mancebo, e iba
a besarle . .
— ;No — irritó indignado el mozo, dando en el suelo un
golpe con el pie, v apartando a la huéríana. — ;Me mata-
rías! ¡Todavía tienes en la boca bcsoc de otro! . .
Y se arrojó en el lecho sollozando.
Líubo un largo rato de silencio. Carmen permanecía
inmóvil. No podía llorar; la tigre del despecho se agitaba
terrible en su corazón.
Incorporóse Gabriel, abatido, trémulo; se acercó a la
huérfana, y, tomándole las manos, le dijo con acento en-
tristecido y blando:
— ¡Carmelita . . vete! ¡No quiero volver a verte nunca!
Cuando la Calandria iba a salir, Gabriel la detuvo:
— ¡Oye: si algún día te ves pobre, abandonada de to-
dos, en la miseria, llámame, llámame, y yo iré, como un
hermano fiel y cariñoso, a consolarte, a llorar contigo, y
SI tienes hijos . . yo seré como un padre para ellos!
184
RAFAEL
DELGADO
XXÍI
EL criado que oyó en la cantina la conversación de los
lechuguinos resolvió) contar a doña Pancha y a Gabriel
cuanto había escuchado; pero el ebanista no pasó por la
acreditada taberna en todo el día, y cuando el mesero llegó
a la una y más de la madrugada, al patio de San Cristóbal,
todo el mundo dormía.
— Mañana. — se dijo — antes de irme. . — y así lo hizo.
El ebanista estaba ya en el taller. Era martes, y como todos
hacían sni limes había mucho trabajo. No despegó los la-
bios durante el desayuno, y desayunó mal. Al salir, puesto
ya el sombrero, volvióse a doña Pancha, diciendo:
— Señora madre. . . ;Ah! Se me olvidaba. . . ¡ya vino
don Eduardo!
Y sin aguardar la respuesta salió silbando el famoso
vals Sohrc las olas. Quería que la buena anciana creyera
que la terminación de aquellos amores no le apenaba ni
afligía.
Doña Pancha decidió ver al capitalista y ponerle al tan-
to de lo que había acaecido. Iría a las doce, después de
echar en jabón la ropa de Gabriel. Pero luego que supo los
proyectos de Rosas, y aunque creía que en el dicho del
caballerito había mucho de jactanciosa vanidad, pensó:
— Hay que andar listos . .
Acto continuo se peinó, se engalanó con las mejores
enaguas, con un rebozo tornasolado, el de las grandes fies-
ras, y se fue dercchito al escritorio.
Allí estaba Ortiz. Recibióla el capitalista con mucho
afecto, y luego qv^Q se hubo enterado de todo:
— ¿Alberto Rosas? Tiene usted razón, — respondió — eso
es grave; pero ya le jugaremos una burla a ese caballerete.
Acrradezco a usted mucho, doña Erancisca, lo que ha he-
185
A
C
A
L A N D R
A
cho por la mucliacha. Ahora iré a vcrli. ¡Si yo hubiera
estado a'.|uí! Allá, en ^México, recibí unx cm'ía de esa doña
Aíai^dalena, d¿ quien usted me habla. . . Dígame usted: esa
mujer es !a que vivía con el españoíito de La SLiJifandcrina}
— La misma que viste y calza, señor; la misma. Des-
pués estuvo con un oficial que le daba unas tundas, que. . .
si sig-ue COI él, a estas horas estaría ya enterrada. Ahora,
SI usted la ve, tamaña de gorda!
— ¿Y aflora quién Ki sostiene?
— Don Juan Jurado, el secretario. . ._
— \\ .\\ :Ya! lo conozco. . .
— Moy está en Tierra Caliente. *
— Yo arreglaré todo. ¿Se acuerda usted de aquel pa-
drecito qr.j despaché) a Guadalupe?
— ;Fd j'^adre González? Sí.
— ;í n dónde vi\'e?
RAFAEL
i
DELGADO
— A ia vuelta de Santa Aíarta . . . en la casita nueva. . .
frente a í^a Iberia.
— ;Y no sabe usted? Se va. . .
— ¿Para dónde?
— A un pueblo. . . de cura. . . De mañana a pasado. . .
Yo lo sé porque una vecina, doña Salome, me lo ha di-
cho, como su hijo, Angelito, se va con el padre! Ya
doña Salo (así le decimos los de la casa), e:.tá arreglándole
la ropa que ha de llevar. . . .
— Gracias, doña I'ranci-^ca. Yo le dvbo a usted alí^o,
ino es verdad?. . . ¿Cuánto?
— Nada, señor . . No se mortifique usted.
— No; es justo... ¡Cuentas claras conser\an amista-
des!. . .
A poco salía doña Pancha. Ortiz le habla pagado cuan-
to le debía; y algo más que la anciana no recibió sino
después de muchas instancias de don Eduardo. No iba sa-
tisfecha: hubiera querido armar, con apoyo de Ortiz, la
de Dios es Cristo, y referir al capitalista ía vida y mila-
186
gros de AÍügdakna, con todos sus pormenores. No íué po-
sible: don Eduardo estuvo serio y coi^ciso.
l\o bien saüó la ancijr.i, c! viejo soldado de Miramón
se dirigiu a ¡a casa del vicario. Por el camino iba pensando
en el olvido y alejamiento en que había tenido a Car-
men, casi en !a misc;ia, cuando Lola gozaba de abundancia
y bienestar. Bien visto, ambas eran hijas suyas y no había
razón para que la una hubiera vivido en la opulencia, mien-
tras la otra pasaba el día en el trabajo, ayudando a Gua-
dalupe, V luego a doña .Francisca. Aquello no era justo?
pero no h:/bia modo de remediarlo. Traei-la a su casa, a
vivir con Lohta? No, cómo! . . Lola era muy buena, ca-
riñosa, compasiva, cierto, pero al lado de la señorita, Car-
men aparecería siempre como una criada. . . Ni pensar en
cUo! Carmen carecía de buenos modales. Guadalupe la edu-
có bien, sin duda, para vivir modestamente, pero no para
tratar con gente fina. . . ¡Bastante hizo la pobre mujer!
No, ni pensar en cMo. Era mejor arreglar aquello como lo
había pensado... El padre González le ayudaría... era
tan amable, tan obsequioso! ...
Cuando lleeó a la casa del vicario tuvo que detenerse
en el zaguán para dar paso a unos indios que a la sazón
salían cargando bultos y muebles. Adentro resonaban gol-
pes de martillo y voces de operarios que hacían fardos y
arpillaban cajones. Era verdad: el padre González estaba
de mudanza. Ortiz al verle, pensó: — Si este buen curita
fuera tan bondadoso que quisiera llevarse a Carmen!
El capitalista fué bien recibido. Era natural: el padre
tenía fama de atento y cortés.
/ — T'stod perdone, amigo mío: estoy de viaje, y no ten-
go ni una silla cómoda que ofrecerle . .
Ortiz refirió al sacerdote cuanto ocurría, callando por
su puesto, lo del rapto proyectado. Al terminar don Eduar-
do, el padre González conte.stó con una pregunta:
— ¿Me pide usted consejo?
—Sí, amigo mío. Siempre lo he necesitado, y principal-
^ 1S7
///
L A
CALANDRIA
mente de quien por su ciencia y conocimientos del mundo
ha de dármelo con suorcmo acierto.
— Pues bien, señor Ortiz . . . legitime usted a esa jo-
ven . ¿Por qué no? ¿No es hija de usted? ;Si? Pues re-
cójala usted, llévela a su casa; al lado de usted y de la se-
ñorita estará muy bien. Allí no hay que temer . . Mañana,
el dia menos pensado, se casa, y al cuidado de usted no
dudo que hallará un marido a pedir de boca. .
— I:sc í uo mi primer pensamiento . . pero .
— Coir.prendido . . Teme usted que !a señorita, no la
reciba con alecto y cariño de hermaiv.i.' TSo ten^a usted;
doña Loüta es niuy buena . Acaso al principio . . des-
pués no \ esa jo\'en sabe conduciise . . vis irán como
debe ser, como dos hermanas.
— Ten-io, ami;^o mío, que mi hija I ola no reciba a Cnr-
m.en con benex olencia . . leino perder -u esii:r) ;::ón. Esa
pobre jo\C'^., -p )r quien u^.ed se interesa tanto, l^ liii cons-
tante tesiiii-.o'\o Je mis ras.; Jos extr.r/ios .
eso iK. e'^ nt)s.!>lc!
i No, paJre,
— Uiee :
a j ; í: i •)
. (perd.^ncn^e i:s:^d lo bajo Jel esti-
k) i íiLie i(í '-.líj ¡u> es en viue-t'-o aro no es en niur^tro ¿.\-
í^ ■ 1
;;^L.'J a que rceJxi a e>a iO\en. Con ha'):-
b'jiJ, enn t.'Cto. iii\oea]X'v; ía nobleza Je s^is seiuimien-
tvjS
plLdL-
J I
» ■ w V Vi
it:)'.:rai !o.
— \{), se;! v; t'.arn^en iiene cns; Ía misi'í' a cJaJ que mi
I, ola. Si Vi.) :'u;;Jc iiJehJaJ a n^i esposa.. respetaré al
n-enos li '<^^\\\^':^ v el co'MZÓn Je su !iija! . ,
— :\(^ve pv.nsmMerio, ana;;';» mío! Tien^j usted razwn.
— Ac!.in.\s, pacíi'e: l.oKi lia siJt^ eJueaJí en la o}nil;ncia,
rfsi puevi.) ci.^iií;), a'anque no soy un b.mquero, p-:)rque la
J'e r^ítaciJí^ ;.' > eonK),!iJaJes y oc lujo; lia crecido v \iv ido en
n^eilio Je i':m sj/ieJaJ seljctn, tseo^iJa, mie.itras que la
í-rr,; . . j\j te:i¿;o c|ue Jecir nada. . . ll>I.J !o sabe lo-
" — C icrMinei-ite. ;Usted qué desea;
— Un.i pjr^ona, una i amiba honradla y modesta, de la
a burguesía, como A'iuiw se ¿lcc, que la
C;.;Se niL-Jl^, de
1S8
RAFAEL
DELGADO.
reciba de buena voluntad . . No olvidaré que debo svib-
venir a todas las necesidades de esa joven ...
— Dudo qu€ encuentre usted quien la reciba. Las cos-
tumbres del día no son las de otro tiempo. . . Esos encar-
gos son de muy grave responsabilidad!. . ..
— Algunas buenas señoras . . . pobres, decentes . . .
— Acaso podríamos encontrarlas. Siento infinito no po-
der, amigo n-iío, prestar a usied ayuda. . . Ya usted lo ve . . .
estoy de viaje. . ka Sagrada Mitra me manda a cumplir
con los deberes de párioco de un pueblo no lejano. . . Si
no fuera eso, ya buscaríamos; pero, yo vendré, yo cendre,
) con calma ...
— Ya sabia vo que iba usted a salir para un curato, y
le felicito por ello . . es un adelanto en la carrera. . . De
allí salen los canónigos . . y los obispos. . .
El padre C un'/. ale/, sonrió, y, haciendo un gesto de re-
si g n.\ ción , coTi testó :
— ¡Mil gi'at-iasl \\oY contento, m.as no por eso. . . ^ oy
c > í n 1 1 n t o , p o r n ui c 'a o o u e e 1 aisla m i e n t o no c u a d re c o a
niis habiios v niis eustos. . . Es muv triste en este país la
A ida del campo!
— ¡Una cosa 5r.e ocurre, amigo mío! — cxckim.ó Oriaz,
llevándose la mano a la f"enie. — Si contando con la bon-
dad Je u.^leJes Carnien puJiera liacerles compañía?. . . 1.a
s.óora madre t'e usLeJ será para mi pobre hija una prudente
direccora.
— l^.on p.osotros?
— Su con l.i señora estará mu)^ bien. Ya tengo Jielio
que aquí, en ¡a ciudad, ha^' mil peligros. . . En el campo. . .
Con el buen ejemplo, a! lado Je xww Jama, protegiJa por
usted. . . Presieme usic.l L':;e sei-\ iciO.
— Lo haiía con iiiucho gu:^to, señor OrtÍ7; pero tenga
usted en cv^cn^?, C|Ue ni la edad de mi madre, ni mi carácter
eclesiástico son a propósito. . .
— ]\^Q lo creo así. . . por lo contrario. . . No quiero
insistir. . . pero si usttti fuera tan bondadoso que aceptara
mi p 'opuesta ...
1S9
i *
f
A
A
L A K
D
K I ■ A
un
al-
— Sjv aJcnr'.s joven. Tía rcflcxionulo iisieJ ca lo que
c ,; mundo n'.Aicfico podría pensar y decir cuando viera en
c! h )i;ar de un .sacerdote, que no es viejo, un2 rnujer her-
1 osa y jo'\en?
— Xo, padre; — se apresuró a contestar Orri/, dominan-
c j una sonrisa — el buen nombre y la conducta de usted
1j ponen a salvo de una calumnia villana!
— Xo, ami^,o mío; nos lian tocado tiempos en que nad^
52 r:speta; bien lo sal)e usted. Nadie está más expuesto a
s.r víctima dj cobardes calumnias que el sacerdote. KI clé-
rigo car-a con nvaclios odios y con terribles injustificados
rjncores . . Vi\'e insultado, escarnecido, ultrajado; sin que
la santidad de su ministerio, ni su virtud, ni las canas que
cubren su frente sean parte a detener el golpe de ocultos
enemigos. Usted sabe irjuy bien que hay periodistas que
^lven de ronur caras. Asi dice un compañero mío. .
bu.Mi anciano que siempre está de buen humor. .
— Ciertamente. . . pero mi nombre, mi posición. .
gj valdrán en este caso! ¡No tema usted, amigo mío! . . .
— Eso es una inj.usticia . . . bien sé que, por desgracia,
t . j faltan clérigos que olvidan sus deberes. . . \Qu¿ quiere
u.ted! jEstc barro miserable de que estamos revestidos!
Todos respetan la vida privada del merrcader, del abogado,
cA gobernante . . hasta la vida escandalosa de la mujer
perdida, pero nunca la del ministro del Altísimo. Para él
lO hay respetos, ni consideraciones, ni justicia... ¡Y si
Cijeran la verdad! ¡Cada día somos víctimas de horribles
CAlunini is! . , .
— ¿Y sabe usted por qué?
• —No.
— Porque el escándalo es productivo. . . y un sacerdote
1:0 exige reparación con las armas en la mano. . Pero
; dejémonos de considerar tanta miseria y tanta cobardía!
A.ceda usted a mi deseo. . . ¡Aunque sea por unos cuantos
t-eses!... Inscribiré a unas buenas señoras, parientas de
Carmen . . vendrán a Pluviosilla, y el porvenir de esa jo-
...\
\ e n q u e d a r a a •. e g lU' a
do.
'^1
I
RAFAEL DELGADO
— No señor Orti/.
— Yo pagaré cuanto sea necesario. . .
— ¡Ah! No es por eso, amigo mío. Cuido mucho de n^i
reputación y de mi crédito.
— Padre mío: si ustedes los sacerdotes, los pastores, no
cuidan del cordero, podrá extraviarse en el monte. . . ¿qué
será de él perdido }' expuesto a las acechanzas del lobo?
— Está usted parabólico. Cuando la o'A'cja abandona en-
tre los zarzales al cordero, ¿qué culpa tienen los pasto-
res?
— Entiendo la censura, amigo mío. No niego mi culpa.
Acepte usted, padre!
— ¡Pues bien, señor Ortiz, sea! Dios tenga en cuenta
los motivos que me impulsan a íaltar por breve tiempo
a mis propósitos, lie dispuesto que a las cuatro salgamos. . .
Como usted ve, poco falta por recoger. Traiga usted a c£a
joven.
— ¡Gracias, amigo mío! ¡Un millón de gracias! Es us-
ted la bondad en persona. Asi gusto de ver al sacerdote;
así es digno de las bendiciones del mundo! . . .
— No es para tanto, señor Ortiz. Tengo mucho gusto
en servir a usted ...
Don Eduardo no se tomó el trabajo de ver a la huér-
fana; escribióle una carta, ordenándole que a ¡as tres y me-
dia estuviera dispuesta para salir de la ciudad. — ''Arrcg:i
tu ropa; — le decía — ¡o indispensable; yo recogeré después
lo demás y te rciiitiré los muebles." — ¿A dónde te llevará
tu padre, Carmela? — decía Jvíalenita. — ¿Sabes que tu pa-
dre es muy impolítico?. . . ¡No se ha dignado contestar a
md carta! ¿No le a\isas a Alberto? Ponle un papehto. . .
cuatro renglones. . . para que va}''a a la Estación.
Así lo hizo Carmen, pero Alberto no recibió el aviso
a tienipo. Corrió a la Estación. Cuando llegó, el tren había
par:ido.
Don Eduardo fué por Carmen; dio las gracias a
Magdalena por b hospitalidad que había disf-nsado a la
191
190
A
C
r
\ L A N D R I A
jOven, V poco después la C:il:indria iba en compañía del
sacerdote, de la madre de éste y de Angelito, camino del
ivaeblo de San Andrés Xochiapan, un lugarejo situado en
\a boca de la Sierra. Allí encontraremos a la protagonista
cíe esta vulgar historia.
192
*>•
RAFAEL
DELGADO
XXÍII
A le'_^iia V modi.i ¿^ Pluviosiila, rumbo al Sud, y entre
dos d^'i'i'^'^^<-^'^''i-'^ de ia cordülera, que a m.odo de contra-
fuertes se adelantan hn-.ia ia llanura, presentan los montes
una abra inmensa. A.iií empierra una serie de valles, iérti-
ks y ricos, que van a terminar en una cañada que a las
pocas vueltas se convierte en garganta.
Sií^uicnco el caprichoso curso de lui riachuelo de liondo
cauce y silenciosas aguas, serpea un camino de color de
ladrillo, recto aquí, corvo allá, sin alejarse mucho de las
laderas, asciende gradualmente, y, al fin, decidido a subir,
trepa y trepa por los peñascos liasta perderse en los cres-
tones.
En el último de estos valles, a la falda de una veniente
escueta v sembrada de piedras calizas, está situado el pue-
blo de San Aivjrés Xociiiapan, sobre una loma desde la cual
se dominan los plantíos, bosques, dehesas, y A riacliuelo,
el riachuelo, que allí, frente al caserío, sak de las arbole-
das V, rompiendo no:* ciure ios c.irrlzales y la enea, d-ilata
SUS linfas cristalino y i;,arruiO.
A la entrada del \:.lle liay \ma em.inencia desde la cual
se LTO/.a de un maírnii'co ]')an.orama.
El sitio es bello: unas cuantas varas de césped y cuatro
soberbios álamos de extendida copa. A la sombra de ellos,
varias rocas cubiertas do m.usgo, y en una, en la mayor,
tosca cruz de ccjiíívuw, ante la cual se descubren respe-
tuo'^os los caiuinantcs, ornada siempre de flores: aniarantos,
mJrasoles, floripondios y sartas de \ú chiles.
Aquella altura es no nurador. En el fondo, la garganta
con sus peñas íziv^antescas, vu vereda roja, sus desbordamien-
tos de verdura \ si's \ iejos oeotales; a la izquierda, la aldea:
193
LcT C^1i.^!u!l ia, 7
R A F y\ E L
D E L G
A
D O
/
\
C A E A N D R I A
el tcnipU? ruípioso, la casii del Ayuntamiento con su largo
corredor, la^ clio/as hiime.intes, los huertos floridos y los
cafetilev ii-p.hrosos; n l.i derecha, !a montaña que parece
corral^ a n^co, alta, altísima, estéril, casi desnuda, con al-
«'unv)^ j'u¡H>s de esi^inosas bi-omelias v de maí:ueyes mon-
iarace%: l.v- imas corno nvin'jjos de í leerías; los otros como
^i fiier.:n a prev ipitar en el ahisnK) sus ro^cton.s glaucos;
a:,a>, \.i\'-r- \ valles en pi oore.ca pep;pectiva, milpas, so-
tos, rvu^er'.^s, rastrojos pa;i/^^s, saba'^as mü termi^io, y a
lo í-ios. '. .rJe^, a/iiles, \io!áceos, !(:s eerros de Piu'-iosdla,
y ci \.\A-] v'íH SU l.;-iiia'"'ie corona ele t»:e\e.
i ;^-,M H'i:.'' pi:nt;) el cmiioo es anLiiO, no mu}' qiiehra-
J-), \' !c i "-sita-; '¿^''.Iws \ ca/rcKis: prro d.--ue alÜ deseien-
i>o';:>: se Imi erna liieí') e'^ in;.i v\0'e de ároo-
,os, '. . ..e de^'iivs pj¡\^U-lo a un Wiüado de pi::dras y ent'M
en el p:--.'!"':^' '-U\-as prii-u'^-as ca^as alinean a orioas del ejido.
De li-^ d"./ de ia mañana en adelante, ha^ta pasado el
o
1
• t
"iLi
:o
iredio di,,, reina ei^ aciuel \ d!; majesíiieso silencio, loe
i-ep(>s,t .uion^eei'Jo, c:\cr\ j¿.) poi' el ca:C'a. I a c.v.ina veía
eon Mo rasjs los n^onies ¡..j.mos \' Lis onaraCas iianuaas; ei
a'^u.: ec>:':^' puída, \ cstán inmósiles las i;on^ -s.
i .. oe -daiii'ar cé-nio, en aque! valle, ti menor ruido
^;¡-(.^ . V . ■ d:.':"liea repetido por las montañas: los golpes del
hacha \.:^^¿c)c^, el canto de la chicharra, !a c.úd.x de un
tronca aa-\o<p^i'J(^ (iiie se rinde al peso de ios bejucos y de
las ofpn ideas, el grito agudo }' prolongado de los pepes, el
tv')n-t n n^onotopo del t.nnbo.il, la queja doliente de la
clnrirnía ^' c! (.sr.dlido de un cohete volador, que multipli-
c^<}o pu'- ios ecos ren^eda el tiroteo de una guerrilla dis-
persa (-'¡\ L"!s alruras.
Mas euando principia a caer el sol y a refrescar la tar-
de, sop! rn ¡'ápidos vientos (]ue pasan silbando por las enra-
madas, eolinp.piando las sonantes hojas de los plátanos y
aí.Mtan(io con rumores armónicos el ílecado follaje de los
ocotcfs. Cae sobre el pueblo grata sombra; ráfagas del sol
AÍenen. a :Umn"nar los rincones más escondidos del valle; el
cielo «c tn~:e de rosa, y en tanto que en los barrancos, en
<í-
los rcnhe^^nes de las \-enientes "\' en la espesura de los sotos,
niirk'S y calandrias, clarines y jilgueros sueltan el canto, a
la vora del camino, en ios ccv¿:\dos y en torno de la iglesia,
la upís apnable de las idores nocturnas, la maravilla, abre
su ccarola, v los floripondios Inicien a gloria.
.T lacia aqueüo:; >iiios, va muy cerca de los Alamos y en
un djstartaladv) codie de akuñler iba el padre Gon7áiez.
Dentro, en el fondo, el sacerdote y la anciana; en la
delantera Carn-en v una criada, nodriza del Cura, y por
ende cntiwó.i en anos. Afuera, en el pescante, encaramado
sobre una petaca y chasqueando la fusta. Angelito, lí)CO de
alegría al ver las praderas, los toros que ramoneaban en los
matorrales o subían del abrevadero, lentos, graves, pacífi-
cos, bajo el testu7, naoviendo la cola. La anciana, puestos
en el re<^azo la caoa de su hijo v el breviario, coPitemplaba
el paisaje encantador que pasaba ante sus ojos; el Cura, con
el bastían entre las piernas, se extasiaba ame las pompas
de aquella espléndida tarde otoñal, y Carmen, meditabunda
y triste, muv fiste, pcpiSaba en Guadalupe, en Gabriel, en
Alberto; recordaba !a ultima entrevista con el mozo, y sen-
tía en su ainv.i, abrunvadora, insufrible, la cahiia de los
camoos, la soledad de la a\¿eA, el fastidio de una vida por
demás serena } s ;.;egada. Doña Mercedes — tal era el nona-
bre de L\ an.ciaivi — ad>\ irtió la tristeza de la joven; sabía
su origen, sus pesares, su orí andad, y la con^padecía de to-
do corazón. Acaso la ¡nuchacha le impedía, en acpael mo-
men:o, pozar, co'v¡o debiera, de la hermosura de aquellos
cami')OS.
— Mamá: — exclamó el clérigo, apoyando las manos en
el bastón — ;qpi iir.Jo río! ¡qu.é nubes aqueihisl ;m pare-
cen de prana!. . . Wa uso\l. . . vea usted. . . Bendito Dios
c}ue crió tañías npn-asaiias. . .
ha anciana iiiHno la cabeza hacia la portezuela. El
Cura seguía r=-)sLrándo!e las mi! y mil bellezas del paisaje:
ut^.a ^^arza eme a. todo \uelo iba en. birsca de lagun.as dis-
tantjs; un nijndio o!e cabecita roja y vivaracha que sal-
taba de a'^ií r^-'^^ ^^-'^ ^^^^*^' alegre, y que posado .n una
19)
/
194
L A
C
y
\
L A X D R
A
iMma, b^Liiicoáiidosc, dio tres pitidos, .ibrió las alas, y se
perdió en c\ bosque; una cho/a que allá, en lo alto del pi-
cacho, '.i<:!:.ba \ er, a traxés de las cañas de maíz con que
e->iab.' io,-pM(la, las llamas de! i^oi^ar; e! humo que se fil-
traba !"o:- la paja dJ techo, a/iílado, lento; un becerro pin-
to, n"iu\ sellóte y anguloso, tendido en la grama, no lejos
de la \aca, la cual du'is^ia miradas recelosas . .
— i oJv^^ h)> que viven en estas cabanas, en esas cimas,
\' a ouienL^ no conozco \' oue jamás me han \ isro, son va
\'
,h
ini> hijrs . . sí, mis liiios . . la vera usted, mama, todos
s..! án r.ir. btienc»s. L'os campesiiKvs, «'.uizá por su misma
i -noia'Nia, son mu\' tiernos, ]-e^-petuoSv>s, sencillos. . .
II C'ycl:e subía a !a sa/^ni la cuvsícciüa de los Alamos.
AnL:e!i.;^ al desctibrir el caserío, nnu.jiPij .1 ¿gritar: — ;Ahí
e^ t 1 el nihbh)! jA^ií esta ei PueL>'oI
— l;;v.i'j es mu\' bonito, l'^jo rnio; pero, la Aerdad, a
mí m- parece v.n desierto . VÁ callapo es agradable. . . por
la ir:añmi . la noche en el cair.po me c.iusa un miedo
iivM ri'l^'e.
— ;.\o, p^-aniál — repiicc» el clérii^o, acariciadlo la fren-
te de la
Kina,
o; ^a
acostumbrará usted.
— \v'iii sci'a pre.:isíj no saín' de casa.
— -\'o, \iejecita mía: por la tarde saldremos de paseo;
iremo-. .: ; ■'^^ rancí^erías, a xer a ir.is ieligreses, y \isítaremos
ios sitii- ip. ^.^ piptorevcos. liará usted amistad con las prin-
cipales s'-r.oras del pueblo. Para ir a la casa de la alcaldesa
tendrá usted qr.e ponerse los trapos, -de cristianar. . .
Las :r:Lijr¡-es reían, y el C ura prosiguió:
" — \ por la noclie . . ¡ Ah! Por ia noche, habrá con-
cierto en la casa cural . Para eso vino el hannoniíiui.
(anta re \'o, can. tara e^e piüastie, que no cesa de azotar x
1 ,
> mu
las. . . \' si fuere necesario, usted también, mamá,-
Movio la cabeza doña Mercedes como diciendo: — ¡
nos libie de eso I —
C arnien :
,Dios
y el Cura agrego, dirigiéndose a
-¿í e :;usta a usted la mpúsica, señorita?
-AIuclio!
196
R A r A Tí J.
DELGADO
;.Víabe usted cantar? ; Alguna canción que no sea \x
CM\c\on de la escoba
— S , señor; canto abe unas, toco la íruitarra . . .
— ;\ trajo usted la \ihtíela?
— No, Señor; pero utí padre me la mandará. Apenas
tu\e lienvao de recoger mis cosas. . .
— {'Lies \\\ vendrá, \a \ endi'á . . .
Alcío cié esto ovó el chico, porque inCiinándcse, gritó:
— ;(^arnaen caiita mu\' bien, padre! jSabe cosas del tea-
tro ! ; Z; r z ueías ! \ C\oeras !
1 íal ían llegado a h^'S .Alamos. El coche no podía pasar
más alia \' ¿va preciso detenerse allí. Asi lo manitesLÓ el co-
chei'o cLsde su asiento.
'>alt) ei monago deí pescante y sino a abrir la portezue-
la par.' oL:e se anearan los \ aajeros.
Ah'í .'guardaban al niie'.o cura los p]-'ncipaícs vecinos,
el alcalde, d secretario, el maestro de escuela, el sacristán
v los /'//,/ev. Agrupáronse todos en torno del párroco, salu-
dáronle respetuosamente, nueritras Angelito y las señor.-s
recogían ei el carruaje ca j.is, cestos, bultos, la capa y el
bre\ iarp). Cargaron con todo los /o/?;/i::, y los viajeros y
stis acomp.it\antes principiaron a bajar por una vereda ha-
cia el ejido. Al decir «.leí secretario aquel camino era más
corto, bl coclie en que inbían \enido se alejaba en aquellos
mon-ien:;ciS.
— jWirnos, — decía el Cura — conque el padre Ortegal
no nae esperó I
— \ endrá mañana, señor, — respondió el secretario. — A
las doce se fué; pero todo lo dejó arreglado. . . ; hasta la cena
es
tá dis ')uesta!
;\\nal ¡Va^a!
El s:)l se había ocultado. Las sombras bajaban de los
montes a toda prisa, mas )' nvás grandes. Brillaban luces en
el caser o; encendían los cocuyos sus linternillas, y de aquí,
de allá, de todas partes, solemne, imponente, terrífico, se
levantaba el rumor nocturno de las selvas. En el límpido
cielo, tjdavía iluminado por las postreras claridades del
197
!
i
L
C
y
L A N D R
V
I
n
crcp v>sciiIo, ccn te! loaban pálidas las prirner;^.^ e, trollas. Fii
¡a \io¡a U/'To (lo la iclosia sowo una campana ou/o tañido
ropoiian ios ooos.
— :[a (^racK'ín! — dijo ol páiTcKo y todo^ ^: dotuvicroa
a v^/.w oi An'^cliis
— ; \ [ u }' b II o \\\ s n oc líos!
— j 1 j i i o !": a s no c h o s !
Püoo aospuós, oiitro ropiciucs y salvas do
¿•^c Lion^-álo/. ontraba on bi\ casa ciiral.
jh-.ios, el pa-
"\
19S
K A P .4 £ L
DELGADO
^ \T
XXÍ\
— cC'l-^n ha pasado, Ma^daiona? I.uoi;o quo rocibí la car-
tita do C>armon corrí a la I-staci-Mi. Cuando !loí,ué, el tron
partía; nv^-jor dicho había partido ya. Pregunté a Pepe y
a Cortina., oiio allí estaban, y nadie pudo decirme. . . iQ^\'^
ha pasad)? ;0^'icn vuk) por olla?
— Don 1 duardo.
■ — Po;*o si vo acabo do encontrarme con el, hace im mo-
monto, ;il voixor ác la i st ación, en ¡a calle do la SíUWCífa!
— ¿I í^ ha ^ isto usioíl?
— Sí. i^or cierto oue !'o\a un s'osiido chu'o.
— P'iics entonces Dios sepa el pandero de Carmela. jAv,
Alberto! Créaio usted, créalo usted, lágrimas me ha cos-
tado esta inL-sperada separaci()n. Somos, ya usted lo lia visto,
como dos hermanas; no es vieja nuestra amistad, es de
aver, v .«-in embarco le ton-'O a Carnien un afecto, ¡que ni
a mis con^pañeras de coleoio! . . .
; Con 10 vov a echarla de menos! Sobre todo ahora que
estoy tan soüta. Figúrese usted; esta mañana recibí carta
de Jurado; no vendrá hasta piincipios de noviembre. ¡Ay,
Alberto! Créalo usted: esta separación, así, tan brusca, tan
repentina, \a a costarn^e caro. ¡Tengo una jaqueca! El tal
don Ediardo, con su educación, su dinero y todo, es un
ordinario de m>arca mayor. Sí, perdónemelo su ausencia, un
ordinario. Yn tenía yo noticias de él. Cuando Carmen vino
a vivir conmiíío creí conveniente ponerlo en conocimiento
de ese soñor, y le escribí una carta muy amable, muy fina,
como conviene a una señora. . . Y me consta, me consta,
que la recibí'), porque un primo mío se la entregó en el
Cántabro. ; rstod me coniosLÓ." ¿Usted me contestó? ¡Pues
así él!
199 .
V
jSlmJU
A
C A L A
N
D R I
A
— Pero, v::tr:0';, Aía<;dalcna, ¿c.uc lia pasado?
— \'a usicJ a saberlo.
A las doce víp.o el caballei'an^o. Preguntó por mí, a
(firmen, pues con ella se eiicontrv). (La pobrecita estaba
cortándose e! vellido que usted le trajo). Ya sabíamos que
d.on í.duardo había llegado; pero, jquién iba a pensarlo!
¡juién iba a ii^urárselo! Salí; desde luego que me fijé en
e; eaballerango, un muchacb.o que por cierto, tiene muy
buena cara, y ¡o conocí, me dio un \ uelco el corazón. Co-
mo la carta venía con e! sobre para Carmela, se la di y dije
ai criado: Di%\ usted a su nmo que ya está cntrj>:,ada.
Abrió Carmen la carta. Yo, cue no le quitaba los ojos
dj en.cima, observe que la pobre ir.uchacha se iba poniendo
j^áiida — cQ'-^^ te pasa? — le pregunté. — Mira — me dijo.
.liaryándomc el papel. — ¡Y
oue vov mirando
Que
carta! A.quello no era carta, ni cosa parecida: cuat'o ren-
ijones fríos, secos. . . vamos, hasta con íakas de orto^ra-
lia. Imagínese usted que e>e señor escribe: Sr /.''.?;.*/■'/'(', así
sin la p. . . cuando todo el mundo escribe ya Si h-í:c}j:'n-t'.
1. n.\ carta secota, en que le mandaba que se dispusiera para
salir de PKniosÜia; tjue recogiera sus cosas e hiciera un
hult') con lo Uiás necesario; que a las cuatro, en punto,
\\nii:ia por ^l!a. ¡A}', Alberto! Xi ima frase cariñosa, na-
d.í! Aquella carta parecía escrita la verdad, parecía cs-
c ita por tm cualquici'a. A mí me dio tal cólera que la luce
pe di a /os.
— ; V Clirmen quJ hi/o?
— Pu^s lo qi'.^ era naitn"al: (M'h.irse a llorar.
.\1 decu" esto, AÍaleniía pu^^-o li cara de lo mas coniptm-
'"rJa. No le era imiiferente l.i se.^araci'.Mi de I; huérfana;
i.
i^jrn qi:er-a !;;;Cei' creer a il^)s.is qi'..; el suceso la c>xuristaba
V :'o^ ii:idamen.te.
i.
— ;Y cuie düo?
-;1 ,;x:re r .:e'.h ÍKímb-'e' ¡Déjeme acabar!
-Diga i: Steel, di;;a usteei.
-1 a po-areeiila reco^'io el i;cnerc\ y llorand«"
llorando
200
RAFAEL
DELGADO
a lágrima viva, abrió la cómoda y se puso a sacar la ro-
pa . . . í.o poco qtie tiei^e. Algo que compró y se hrzo en
c.isa de doña Pancha; algo que Gabriel (su rival de usted)
le regato; lo que usted le trajo, y lo que yo le di. Tuve que
cederle una petaca, parque la infeliz no tenía en que llevar
su rora. 1.1 baúl, ese qu¿ está allí, es todo polilla y a poco
que lo toquen se desbarata. Yo apenas vi la carta pensé en
j^,^ted. —¿No le avisas a Alberto lo que pasa? Síquica
nara cjue vaya a verte -i la Estación. No te hablará, pero
te dirá adiós, desde !e¡itos. — Entonces le escnE.ió^ a usted.
No a lería hacerlo porque tiene mala letra. Yo la anime,
diciéndole: — jDéjate de cosas! Alberto no verá en tu car-
ia más ouc tu amor. Le di papel inglés y le dicté cuatro
renglcaies. ^•
¿Ia\ qué parte estaba usted, Alberto, que el cargador no
le encontraba?
Me retiré de la cantma después de las doce, me fui
a comer con 'Alcibiades y al salir, por fortuna, me en-
conaré con ti cargador.
Pues bien, a las cuatro vino el don Eduardo...
•Hon-ibre más cargante-; iVíuy atento, muy político, m.uy
cortes . (así son icmchas gentes, sólo en apariencia linas
v amables). Me saludo; le ofrecí asiento, y se sentó ahí,
donde está usted. Me dio las gracias por la hospitalidad
qtie jurado y yo habíamos dispensado a la muchacha... ¡ju-
rado! ¡Bueno está Jur.alo para eso! Pero, vaya, pase; así
lo creía. Luego . ¡usted dirá: pretendió pagarme los gas-
tos que liabíamos r.echo!
¡Ya se me iba subiendo la mostaza a las narices! ¡Pa-
garme! Si yo todo lo liico, v de ello no me arrepiento, por
el afecto, por la simpatía que me inspiró Carmela. . Ya
tiene bastante con sr-r hija de ese padre sin entrañas, de
ese padre desnaturalizado. Carmen estaba deiiiro, lavándose
la cara v poniéndose polvo para que don Eduardo no ad-
virtiera que había llorado. El santo señor, mientras habla-
ba, no cesó de \ er )' ver todas las cosas de la sala: los cua-
/
01
L A
CAL
N D K
\
dros, el ajuar, la lámpara . . . Ganas tuve de decirle: ¿No
ha visto usted nunca una casa decente? — jSi viera usted
que cara puso al ver los cromos esos de los curas! ¡Con ra-
zón! Dicen que es mocho, que fué traidor cuando el llama-
do Imperio ...
(Esta frase la había aprendido Malenita en los diti-
rambos patrióticos de /:/ Radical.)
— Y estos morbos — continuó — no pueden ver nada así,
sin espantarse, sin que se les haga cargo de conciencia. ¿Y
al ver el retrato de Juárez? jPor poquito suelto la carca-
jada! . .
^'o no quise darle conversación. Por fin me dijo:
— Y C^arniclita ¿estará }'a lista?
— No !e conteste, y entre a llamarla. ; Carmelita! ¡Que
cariiY)! . . La pobre muchaciía se abrazó de mi y se echó
a iior'ar ohm \ cz. Y vuelta a las andadas, y vuelta a la-
\ wi'sc ios ojos, y \ucita a darse polvo! No hubo más que
salir. — ;Ya e;,Las lista? ¿Nada te íalta? — le dijo. — Pues des-
pidcte de la señora, a quien estoy muy agradecido por la
ÍK>spitaliJaLÍ que te ha dispensado. . .
Y toma con la IjOSpUalidad . Y ?, no pude sufrir las hos-
pitalidades, )' se la cliampé. — No tiene usted nada que
agradece! ir.e, señor; — repuse — liemos hecho en bien de Car-
mela cuanto manda la humanidad, cuanto no han hecho
por ella los suyos . . .
(hsto de la humaiúdad era tatnbién aprendido en los ar-
tículos í ilanLr(')picos de Ll Radital.) x.
— ;Y qué contestó? ^'
— \Qvc iba a contestar! Nada. Tomó el sombrero v el
bastón, y llamó al cochero para qtie se llevara la maleta y
la petaca.
Carmen se despidió de mi casi sin hablar. . . y se
1 nerón.
• — ;Y para mí no dejó dicho nada?
— Sí; ijue no la oKidar.i usted; que es muy desgraciada;
que solo usted puede hacerla feliz; que no sabia a qué
202
K A I
E L
DELGADO
al fin del mundo,
parte la ]!e\aría su pací re; que asi luera
allí seguiría queriendo a usted.
• — .Sospecha usted a que parte la manda don Eduardo?
— Supoii^;o que a Veracruz porque allí Cai'nien tiene
pariente">, \ v^orque a la hora en que vino por ella era hora
de tren.
11
no se lo preg tmtó usted
,1
1
— ^^ i or ;^\;? ¿Preguntárselo yo, cuando se lia mostrado
conrp.igo :a."! d.esconfiado? ¿A qué llevarse a Carmen cuan-
tío aquí (/^laba bien? Y luego así, de golpe y zumbido, sin
dar tiempo, de buenas a primeras. Un hombre decente ha-
bría a\ i^ado con anticipación. Yo bien sé lo que eso quiere
decir. Como no estaba en casa de fanáticos, ni de beatos;
como aquí nadie va a misa, porque no tenenaos preoctipa-
cíones. . Diría que se le iban a pegar a Carmen nuestras
ideas. . . Luego, como Jurado con su periódico no deja a
los frailes m a sol ni a sombra . . . Esos retró;^rados, esos
sa/¡tiirroní's. son los mismos de siempre. . .
¡Cabra, Alberto, calma! Ya sabremos el paradero de
Carmeri. La escribirá; así me lo prometió y de cumplirlo
tiene.
¡Cómo me duele la cabeza! Si le digo a tisted que esa
separación me va a costar caro. No sé lo que voy a hacer
esta noche cuando me vea yo sólita. . . Parece que ha sali-
do un muerto de la casa. Y Carmen que estaba aquí tan
contenta... -hasta iba engordando! Vea usted: ahí está la
*niitarra, triste, como si tuviera rotas las cuerdas.
Magdalena ponía la cara más y más compungida. Al-
borto hacía otro tanto. Comenzaba a comprender qtie
aquella trigueña parlanchína y sensiblera no dejaba de te-
ner atractivo. Sacó una cajetilla y ofreció un cigarro a su
interlocutor.-.:
— Un habano.
Magdalena, arrellanada en un mecedor, se abanicaba
con un periódico, viendo con provocativa insistencia al dis-
tinguido y elegante pisaverde
le.
203
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s. Alberto. No qui(M'o iuniar
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— No; entonces }'o tampo^
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DELGADO
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el poético azulaao
1.
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•1-
d
subió chirnando v ccrranno sus
ful
chores lunares sno^c una pareía enanio
Lo d.
s empre.
Días después, cont;
rada,
ban I
!S pací ticos
morac'ores de aquella calle, que desde el día en que voló la
Calandria, noche a noche, dada la una, salía Alberto llosas
de i
a casa c
ic su grande \ buen amigo don Juan Jurado.
Maldi
cien tes
?
Ci
tan^.o
Carmen estaba allí
f- 1 u
) sucedía
\
lo mi^rno
iiien
— ;Vor oi
^ »'
;ía quiere usted mucho
■1^
i^or oue
I. .1
J
— Respóndame usted: ;!a quiere usted muc
Albc-'-to no acertaba a comprender 1
:ueñi. Al fin contestó:
—Sí. '
— ¿De veras?
— jSí, Ma^rdal
— ¡Ah!— ^
; * ' .
AS inten^'. .<n;s cíe l.i
1;
en a
í
.^1
exclamo levantanc
}o los hombros CMiirariada
— lu.es Dien,
viniere u
YO veo en ella una amiga
f.
una
1
mana
sted hacerme un la\'or
(
uantos ustec
1 me pida, Magdalena,
-Cuando sepamos en que parte esta C.arnid, ya no
C
1
vjr cl amor que usted le tien
sino
a un vi JO sea por
•1
(i arle en
L 1..
la cabe/a a ese ordinario e;e su padre, no quite us-
J lÍ dedo del remolón, l.ila está locamente apasionada.
\si
lo h
\
sieuteron
é. ;Ya verá ese señor con quien trata!.
hablando de Carmen, de Jurado, a quie
n
Milenita cahiico de tonto, v de
I
J.
otras muchas co as
L;
co
[ixcrsacion íuc haciéndose ro.ás y más viva, mas y mas
intima,
,1
airdalena. aie-^ie
1<
rto, a
tabi
cariñoso,
festi\a, ircmica,
lleno de malicia
[eseri\'ue!ta
11
trai.in-
IV. t
O üiscieía
-nenie a la tn-ucna; esta dejancosc gaian-
1;
.f
\ "^ <i í •
Obsenrecia. Nhu^dalena dejo el asiento y t
J<
cn-
\:\
J
r i.
ante lair.para. Alberto vino en su ..;}uda, y
204
20)
V.
>'
I
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A
N D R I A
XXV
lK'\ \ Mc'cccics )• C3arnicn empiciro!-! i.i semana en
arrollar . ': e.>a. l.n ios j^rirncros Jias lawi'Oii el pi-^vO, liasta
clciarí-j rcn /.. rojo, conno si ios lac!n![os lucran iiucaos. No
poco tr.-p.io zuvo i a io\'cn para con se i; inri o, porqne la fa-
niüia t'Lic .iUcriormcntc \i\ió allí, la familia del padre
Or te •;.;;. i, ^:o ^:\\ de las mis ase.ulas \' cuidadoras. Las pare-
des c^iapui recién l)lanqueailas, pero los sucios pedían a gri-
tos, sí sjnnr a gritos, la ¡ergí a la escobeta, hn seguida se
dio priricipic) a la obra i"nagna de abrir las cafas, dese'iapacar
mLiCL^ie'^ \ libros, y colocar cad \ cosa en el sitio con\'enien-
te o vUic le esr.iba reservado.
I \ bueni s^-ru)i"a doña Mercedes no esi.-ba ya para aque-
llos traiine-. .\ poco se falieaha v tenía necesidad de sen-
laise a drscan>ar. (^on la cnada no se contaba; sobrados
queliaceres la abrumaban en la cocma y en el lavadero.
Allí no le iiabía y la pobre ¡riujei' se \'eia obligada a ir al
río, cosa que la ponía contra'"iada y mohma. F.l padre Gon-
/ále/, p.\r'{ calmarla, solía decirle:
— Xana, ten paciencia. La Santísima \^rgen, con ser
OLiien era. iba tambicMi a lavar al río . ;No has visto el
cuadre» oiie hay en Santa Marta, arriba de hi puerta de hi
sacristía? ,
De ip.as a más el cura ei'a hombre metódico. No bien
el cam'^ancro daba las doce, v.i estaba en el comedor, re-
picando iiy> \asos y llamando a la mesa; así, pues, con Eu-
sebia no 'c í^odía contal".
Ld clérigo, cuando las atenciones de la parroquia se
lo pernv. tían, \'enía en ayuda de las mujeres, pero esto no
Q\\\ mL:\' frecuente. El, a su \ ez, trabajaba en el templo,
en la ^ici/^tía, en el coro. Harto necesitado de cuidados
206
RAFAEL
DELGADO
cstal)a el órgano, un órgano de abolladas trompetas y per-
didas mixturas, con unos fuelles tan viejos que era un mi-
lagro que sonara. El padre tenía muchas ocupaciones: oír
confesiones en la iglesia y fuera de ella, a no cortas dis-
tancias parque la feligresía era inmensa; arreglar matrimo-
nios, bautizar y enterarse del estado de las cofradías, para
lo cual era necesario soportar con ejemplar paciencia la vi-
sita de los mayordomos.
Angelito ayudaba, pero, muchacho al fin, no hacía
nada a derechas. Le ponían a sacudir los libros, y a poco
ya estaba cómodamente en un sillón, subidas las piernas
a la turca, hojeando la Bihl/a y entretenido con las estam-
pas. Cayó en sus p.ianos e! Oiiijofc, y no hubo poder que
le hiciera seguir e! tralxijo, hasta que no \\ó el último gra-
bado, aquel en que aparece el ingenioso hidalgo tendido en
la ca.ma, acabado por los desabrimientos y las melaiiColías,
el n:édico a la cabecera, y el escudero y la sobrina llorando
tiernamente c^ino *-i ya le tuvieran niiierío delante. A las
veces, ei tra\i-so chiquillo se escapaba, dejaba los clavos y
el marliiio, para irse a \ agar por los ejidos, entre las va-
cas, V de allí i^o volvía ha:,ia la hora de comer, llenos los
bobillos de guavAbas cimarronas }' rara:; t/c líiL/n.r-).
]\iede decirle qne Carmen lo hizo todo: la\() los pisos,
colgó los cuadros, culuco los muebles, y ayudo al Cura a
ordenar los libros.
"Y que bien qu^'d/) la casa! El padre Con.zález decía
i]uc nunca, punca, la había visto mejor. Todo en orden,
en su lugar. Los muebles no eran nuevos, ni de los que en-
tonces se usaban, pero C armen los barnizó, en dos pjr tres,
en u.na mañana, } quedaron conio acabaditos de comprar.
En el fondo, el carado: el pesado sofá tapizado de cerda,
los sillones, ios villoncitos; en las rinconeras los floreros con
su^ fanales; en la consola el esixio largo, empañado, con
su marco dorado, sen-;ejante a un pórtico griego; una pu-
rísima d'j talla, obra de Terrazas, ricamente vestida y copia
exaeta de la afamada Concepción de San Lernando de
México; a CAdd lado, de la hern-.osa estatua un pon.tíficc
207
L
/
\
C A L A N D R
A
(le carr'.ii eMaiuecicK): a Li izquierda Pío IX; 2 !a derecha
[.con XIll; el uno i;rave, de fisonomía vieorosa, con el
Liuciíii'j» sobre el pedio; el orro de dulce y risueño rostro,
apacible, en actitud de bendecir. Arriba del sofá, ci retrato
del Diocesano: en las paredes, grabados antiguos con asun-
tos re!i-:o.os: c-1 P'^s/no de Sicilia v la Tríinui^^^iiracfóii de
RafacL !a ('.<n}i¡i¡iio¡i de Su.i Jcrou/Jiio dci Do,n¡uiq¡íinü y
ci Di\-.í':íd/r:ÍL'i:f() de /l///'C'/N.
l-fentc a la puerta principal, el harmonio, cubierto con
su fluida de bayeta verde. La pieza del Cura, que era a la
\c/. r^.aínara v dcspac!io, quedó también que daba gusto
\er!a con su cama de latón, sin colgaduras; la mcsita de
jioche con su botella de crista! azul, regalo de una hija de
coniesif')n; el reclinatorio, que con\ idaba a orar; de un la-
d,o de la can^i una imagen de San Luis Gonzaga; del ot-'o
un C^ii.to de marfil enclavado en una cruz de ébano; la
mesa de escribir ordenada, serena, sin que una pluma es-
tuviera fi'.era de su sitio, y los estantes cargad:>s de libros
mu\' bicTi cuidaiios, sin que ni un.o sobresaliera de los otros.
A los li^./. di;is aquella ca-^a parecía una tacita de plata.
A C^arnicn ve debió que tan pronto se acabaran el trajinar
y el ir de aouí para aÜi, desde que Dios amanecía hasta
o Lie mandaba sus estrellas.
(Carmen sabía darse a querer. La anciana había llegado
a profesarle gran cariño; el padre la manifestaba singular
aiv.ccio, V hasta Eusebia, gruñona y malmodienta con cuan-
tos no eran de la familia de su Alfonso — así nom.braba al
C^ura algunas veces — quería a Carmen, v la ciuería since-
ramentc. Xo así al chico de quien siempre estaba quejosa
y t)ara el cual no tenía más que regaños y asperezas.
Tol! s se hacían lenguas de la bondad y delicadeza de
la joven.
— l\)r qué — exclamaba Eusebia, en dolorido tono, li.i-
blando con doña Mercedes — ;por qué, señora, no recoge
ese hombre a Carmelita? ¿Xo es su padre?. . . ;Si la mu-
ch.acha no puede ser mejor I
— ¡C^allate, Eusebia, ciÜa! — contestaba la anciana — ■
208
h
>'<i
DELGADO
C.uia cual en su casa y Dios en la
K A r A E L
;ciué sabes tú cío eso.- _
V. 1
tío tojos! _ ' ,.,
Li joven no cv.x perezosa. Desde cnica aprcncio a no
estar' n^.ano sobre mano, y además no gustaba de parecer
una car-a en casa ajena. Tenía un detecto, nacido acaso
de la Viveza v fogosidad de su imaginación: todo lo toma-
ba con ansiad con un eiroeño y un ardor ex'traordmanos,
V a nocas vueltas le entraba cansancio y desaliento, aban-
donaba lo emprendido, v en mucho tiempo no se acordaoa
de ello. Los auehaceres domésticos eran en cüa una ncce-
■■Idad una costumbre; pero tantos afanes mostrados en la
casa cural de Xochiapan, si bien procedían del deseo de
hacerse i^rata, tenían por objeto la divagación y el olvido
de penas que contristaban aouella su alma dolorida, en lu-
cha con dos pasiones formidables: el amor y la ambición,
a las cuales, aunque débil, se juntaba el despecho provocado
por ia conducta de! ebanista.
]-| recuerdo de C.abriel la perseguía a todas ñoras: de
día, de noche, en el trabajo, durante el sueño. Le amaba,
sí le amaba con toda su alma; como se ama en la edad Ici./.
de l.-s ilusiones v de los sueños de color de rosa; como se
ama en el minier amor, noble y desinteresavlamente, sm
^!,
mas ann.
helo Mue vivir para quien creemos que solo vieo
para nosotros'. Amor tímido ea sus manifestaciones, casi
muc'o, en apariencia insignificante, sin arrebatos ardorosos,
sin d.^c¡siones enérgicas; amor que pasa raudo por el alma,
pero aue asegura su dicha o deja en ella una eterna amar-
gura.
El recuerdo de Alberto venía también a la mente de
h joven, vago, desvanecido, incierto. Rosas aparecía ante
ella distinguido, elegante, fino, obsequioso; pero quien an-
tes le narccía a:xis¡or.ado V ardoroso, era ahora indiferente
y frío." Record.iba sus palabras, sus promesas y sus nalagos,
y los encontraba m.cntidos. Se preguntaba: —¿Le amo;
■Le amo^— y su corazón respondía que no, o permanecía
sereno, sin palpitar presuroso como cuando se trataba de
Gabriel. Y sin embargo, Alberto le era s.mnauco: !a des-
209
A
C A
A N D R
lumbraba con la elegancia de su traje, con su aristocrático
porte, con sus maneras cultas, con su palabra graciosa y
ligera, pero amor, amor, ¡no le inspiraba amor! Alberto
era para ella el bienestar, el lujo, la vida cómoda y brillan-
te, como ella la merecia, como correspondía a una joven
decente y hermosa . . .
En Cjabricl no encontraría nada de esto; pero sí baila-
ría cariño, mucho cariño, como el que ella sentía por él.
Alberto le luibíi dicho: — Conmigo, Carmelita, lo tendrás
lodo: amor, lujo . todo, todo! — Gabriel decía: — Verás
qué bonita casita la nuestra, pobre, sencilla. . Todos los
iiuicbles los haré yo, y tú los colocarás a tu ma3iera. Yo,
en el taller, dándole al trabajo; tú, en la casa, esperando
a lu maridito. Y h)s dominicos saldremos a pasear. . Tú,
mu\' eleirant^', con un rcbo/o oue te he de comprar, de los
biijnos Y ) o, con un sombrero, que ni Taciio. . . ¡qué
'I acíiol Xi Il.ii"¡^')n Puro/, con ,scr que es rico se los pone
rK'jorcs. Tu rniiv alcíire; \o muv comento . Te asciruro
tjuc cuando pasemos yoi la casa de tu papá, y \eas a tu
l~''.rn~iana con t'.;dos sus perenJcngues . . . ¡no le tendrás
c':;\ idia !
Para !^.o pcir^^r en n.id.x ¿c e^to se poníi al trabajo.
] lasta quiso w a. las ar ai río con señora liusebia; pero do-
na Mercedes r.o lo nui'miiio. lo une sí liacia era planchar
• ■ ] I 1
■ el pa'.ue.
las camisa-^ c
■Vo se hacer i
A '
michas cosas, seño^'a; — le dcjix a doña
■iercedos — se txM\hr, coser, <;uisar, liacer dulces... ribe-
tear . Cenando iva mamá y )o trabajábamos en la som-
brerería apren.dí a planchar sombreros... Ha visto usted
esos jaranos de lelpa con ii^;uras en la copa? Pues yo sé
h.'.cerlas. Pso se hace con i;nos cenillitos de alambre, como
unas cardas. — \ pensando en Cjabr''e! d:ó u:^ susnli-o.
Siempre estiba triste. Nin;;ima de las personas de aque-
lla casa le inspiraba C(ji-«fianz.i; a nadie podía decir cuánto
y c'j.ánto patLcía, abrirle su corazón y pedirle cd'vmelo. Le
]r;L)ian desmoldo un cuariitc-, ai lado de !a recámara de
sni comunicación con el corre Jjr, con una
1 -- \ f
*..ona :>ierc
210
»
R A F A L L
DELGADO
ventana í:r:mce, con reja de hierro, que daba a la plaza.
Quisieron que ru^ebia dnrn^iera allí, pero Carmen dijo que
no, que no ic daba n^ieJo donnir sola.
])u'-ante lov días del tráfago, los quehaceres la distraían,
y por la noehe ciLi rcr^dida de cansancio. Apenas ponía
ía cabeza en la almohada, se quedaba dormida, y no dejaba
el lecho hasta que la luz entraba por las junturas de la ven-
tana.
— jDéjala dormir, Pusebia; no la despiertes; cayó ren-
dida. . . c^ u e d e =■■• c a n s e !
Pero cuando dieron término al arreglo de la casa, cuan-
do se pasaba c\ du\ cosiendo los manteles de la iglesia o
repasando L'*^ albas viejas, o lo que era más común, yendo
de aqui para allá, los días se le hacían eternos y las no-
ches. . . \aiic noches tan largas y tristes!
1 uet;o que obscurecía iban todos a la iglesia a rezar el
rosario. El padre hacía coro, y después de la letanía rezaba
oraciones v mas oraciones... Aquello era interminable.
Cuand.o Eusebia, que había dejado la cena sin sazonar, se"
qtiejaba de lo dilatado de aquel acto, el Cura respondía:
— ¡Nana! . ¡Nana! . . . ¡Qué pronto te cansas de ala-
bar a Dios! ¡Deja, deja: mañana será la cosa más ligerita!
Ese mañana no llegaba nunca y los rezos seguían tan
larí'-os como siempre. Después del rosario iban a la mesa;
allí se con\ersaha un rato antes de cenar, y, levantados los
manteles, eí v:i¿i'e y doña Mercecjes jugaban una mano de
tute. Ans^elito -e quedaba dormido en la mesa, Carmen
bostezaba, \iendo a los jugadores, y aquello era atroz.
A las nueve y media el Cura veía el reloj, se levantaba,
y decía, dejando los naipes: — ¡A dormir! ¡tengo que leer!
¡A dormir! ¡Tengo que rezar maitines!
Dicho v iiC^jo: se retiraba el padre, y. ¡todo el mundo
a descansar!
Las noches eran horrorosas para la pobre huérfana. Lue-
oo que principiaba a obscurecer se apoderaba de su alma
una tristeza profunda.
¡Con aué congoja veía apagarse en la crnia de las
211
L A
CAL
A
iV
D 21 7
/
I
montañas las postreras clarleiaJcs de! crepúsculo! jCon qué
atiicción miraba encenderse las primeras cstieílas! La so-
Ivdad de !a aldea !a asustaba; el silencio de la plaza la lle-
naba de espanto; el rumor nocturno de las s-.has, solemne-
nemente pavoroso, ia hacía estrenieccrse. Le parecía qiic
estaba abandonada en un desierto, a merced de salteadores
} asesinos.
La casa cural, unida al templo pSr la sacristía, tenía
al frente, hacra la pla/a, un largo corredor aiigosto y ele-
Nado; desde Ali se veía la casa de! Ayuntamiento y dos
tiendas que permanecían abiertas hasta las nueve. Ln una
dj eüas, el alcaide, el secretario, y el síndico y el maestro
t.'tuüaban con el tendero; jugaban y bebían a más y me-
jor. Ln la otra algunos mozos del pueblo, dus o tres de ra-
zón y algunos indios ya limaditos, bebían lambién y se
divertían o\'endo rascar ima jiirana.
De un costado y de otro no había más que algunas
cnozas de caña, que, a través del cercado, dejaban ver el
med^roso iulgor del flcciiilv y la luz rojiza del ocote.
Si la noche era obscuia, la plaza le infundía pavor; si
c!ua o iknninada por la luna llena, una nvjlancolía deso-
ladora se apoderaba de ^u alma. Casi deseaba Carmen que
Legara la hora de ir a la iglesia. Allí siquiera encontraba
el consuelo de pedir a la \'irgcn que tuviera piedad de ella.
Ln aquel templo húmedo, frío, lóbrego, alum.brado por las
dos \e!as que e! padre encendía delante del Tabernáculo:
ame auuel altar pintado de mil colores, con aquellas imáee-
ues detormes que no inspiraban recogimiento ni devoción,
> de las cuales a espaldas del Cura, por supuesto, se bur-
laba graciosamente el monaguillo, la joven rezaba, con las
lagrir.ias en los ojos. I^-dia por el alma de su pobre madre
la cual le b.abía dicho: — ¡Si iv.c muero, yo te cuidaré
d.sde allá I Pensaba en Ciuadalupe; en la enfermedad que
1.^- arrebato, en la misei'ia, en la hori-ible miiserii en oue vi-
\r) los últimos días. Repasaba en su memoria ias palabras
caianosas, los eonsejos llenos de ternura, \ ios mimos ha-
a';')s y íacril icios de la poin^e lavandera. Recordaba que
R
/K
1 i
F A L L
D E L GADO
un
un.i vez, siendo mm chica, al aproximarse la Semana San-
ta, estaban muy pobres; su padre no les había mandado
naca, y. como en forzoso que la n.iña anduviera guapa los
días santos, Guadalupe buscó costuras entre las vecinas, y
de día lavaba y de noclie cosía. Así reunió lo necesario
para conmrar a la niña un vesiidito de lana y unos botm-
citos de cabritilla bronceada. Trabajó de noche para hacer
el vestido, tanto, tanto, que el Jueves, ctiando ella volvió
del jardín y de \isjtar los ?víonumentos, a los cuales fué
con unas vecinas, encontró a su mamá en la cama, muy
enferma, echando sangre por la boca. Pero a los pocos días
ya estaba buena, en el lavadero, alegre y cantando.
Aquella cr.i la hora de los recuerdos. Se le venían a la
memoria todos los sucesos de su vida; las personas que la
habían querido; las amigas de su mamá; sus compañeritas
de colegio; las señoras Arteaga, sus maestras, que la ense-
ñaron a leer, a coser, a bordar; que la coronaron de flores
y le regalaron un azafate lleno de dulces el día que acabó
ia cartilla; doña C:()leti con su zorongo y su largo delan-
tal, V doña Beatriz con sus anteojos. ¡Pobrecitas! jCuánto
tiempo que no las xeía! Todavía estaban en México muy
tri>tes, siempre tristes, porque su hermano el padre Pan-
cii.to se había hecho protestante. Y Clara, ^su sobrina?
Tan bonita muchachil. jQué bien que sabía bordar! ¡Y
oué dulces tan buenos hacía I ¡Con razón, si doña Coieta
la había enseñado!
A todas las recordaba, y rogaba por todas. Para que ni
doña Mercedes, n\ I uscbia, ni Angelito la vieran llorar se
colocaba lejos, lo mis lejos que podía, hasta atrás.
Después de la cena, a la hora de dormir, Carmen cerra-
ba cuidadosan>ente la puertecita. De este modo la anciana
no la podía oír. Luego, apagaba la luz y abría la ventana.
La plaza desierta que al obscurecer le causaba pavor, ahora,
jcue dulcemente se compadecía con el estado de su alma!
212
213
4
C A L A N D
RAFAEL
R
V
XXV í
.NlCfUNAS \cccs, p.UM m.it.u* c! riciv.po \ ^luiycniar
el LisLulio, tomaba A pcñodwn, un periódico c\uc. A (leca*
del pa.lre (ion/áie/, era excelente, sapientísimo: pero que
a la joven le parecía cansado, soporífico.
i II \ ano buscaba en las columnas del i;ra\"e }' discreto
di. '.I../ cuentos eiuretenidos, no\eIitas cortas, poesías ama-
tonas.
;í,a poliantea semanal? ¡Cosa más insulsa' jQuicn tu-
A lera a la mano las incomparables revistas de Titania!
;Vers',iS? De cuando en cuando, y eso muy l.ín^uidos y
fríos. ;í.a gacetilla? ¡Desabrida, insípida! En suma: aquel
periódico estaba bueno para el jxidre y para doñA Mercedes.
Ja inciana solía pasarse la larde leyendo las cartas de un
aficionado al género pintoresco, que, a unes le septiembre,
aun no terminaba la descripci.»n de las fiestas del mes de
María, celebradas con inusitada pompa en una parroquia
del obispado de Michoacán. ^
l'n día, mientras el Cura estaba en la iglesia, v doña
Tvíerce'.'cs dormía, y Angelito bregaba en el corredor con la
ind.on.ita; logomaquia del Nebrija, entróse Carmen a la re-
cama'-; del párroco en busca de un libro más ameno que
aquc! periódico. Había en los estantes obras en latín, en
casLcüano, en francés, y, como era natural, predominaban
las de ciencias eclesiásticas. Ducn espacio ocupaban los
modernos apologistas por los cuales tenía el estudioso pá-
ri\'C() un3. sin.í^ular predilección.
Carmen iba revisando los anaqueles: Chiry Marh. . .
]M;//7;-/7/j: ''St'r/;;^y/;c.v" . . . '7:/ Li/Hralisuio r< hccacln'" ..
l\'ní¡:r. ''Ld Ve Ciüülicir . . . Manfcrola: ''El S,n:fis/¡ii(/\ . .
214
I ; ;
i
í ' 1
I
I
I i
'^
DELGADO
Drapcr
Mil : ^'Hannouía cutre Ja ciencia y la jc^\ .
^'Ltí Ihistracivn Espirita'' . , .
En otro estante gruesos volúmenes en latín: Scripturoe
Sacra: . . . En otro: E. Pardo Bazán '/'San Francisco de
As¡s'\ . . Poesías de Pesado. . . Carpió. . . ¡De memoria
de sabia ella este libro! ¡Cómo se recreaban con él las se-
ñoras Arteaga! Con qué gracia decía Coletita aquello de
'TI Tnrcor
'"'y al le^' cine el mar no cuida de su pena,
lasc a lo lar<¿() de la triste playa, ■
arras/raudo el cdfanje por la areiiaV'
No tocó el \o!umen y prosiguió en busca de otro más
nuevo. Al lin dio con luio elegantemientc encuadernado.
],e abrió. . . ¡Er..n versos! ¡Sí, versos, el título lo decía!
I labían caí«.io en manos de la joven las poesías bucólicas
de im amable académico, cuyos versos, muy en boga entre
sen-inaristas v clérigos j(')venes, y muy celebrados por los
per odistas Ü béfales, iiacen frimcir el entrecejo a ciertos
pacrcs gra\es que no 'lustan de curas copleros, y no pueden
l'e\ar en pav;icnc!a los triunios oraioiaos del Obispo de
San Luis. %
¡Y^qué cos.vs t;.;; bonitas decía el poeta de los ai*ro-
A'uelos V de las flores, de los rebaños v de las colinas, de ios
zagales y de las arboledas!
Jlcgocijada con ei liallazgo corrió la joven a tomar
asiento en el sofá. No leía, de\'oraba las brillantes y pin-
tori.'scas estrofas. Allí la sorprendió el padre González. Al
\ ci" un libro en manos de la mucliacha, acercóse, diciendo
entre afectuoso y sc\ero:
— ^Qué \'^^: w^i'^d/i
La sobresal La Ja lee i ora presentó e! libro, abierto por el
centro.
— ¡Ah! Muv bonitol Muv bonito! Siíia usted... si^a
irsted. Pero. pero . . otra vez, Carmen, no tome usted
; ¡ngun libro sin ixe- permiso. No todas las obras que hay
215
V
\
L A
\ L
A N D R I A
R A F A E L
D E L GADO
.1 ..
.li;__añ^eiió, scfiaLmclo la recamara— sjn a propósito para
iin.x ¡oven . . . '
Tales pahbrps paro-icroa a la miichaclia un extraña-
miento. Pensó dci.ir el libro, pero los versos eran tan her-
mosos, que, sm darse cuenta de Ío que hacia, se engolio de
nue\o en la lectura.
Varios dias pasó leyendo Lis bucólicas. No alcanzaba
a entender muchas cosas de aqueihis poesias, en las cuales
solía encontrar pah.bras d'.sconocidas, expresiones ro^ras;
n^.-. para evitar demoras, ella les daba oportuno y apropiado
se ni ido.
Acabó el libro, volvió a leerlo y le repasó muclias ve-
ces. La erata lectura no sirvió más que para agravar el
L-.trdo de su áiiinio.
Las bellezas descritas, di^^amos maravillosam.ente pinta-
das, en aquellos versos — y la pobre hucifana no las pene-
traba todas — ; el sjotimiento de la naturaleza expresado en
cilos con arte insuperable; la ingenuidad campesina, insjn-
radora de aquellos sonetos; la pasión que a través del velo
idílico sonreia y cantaba; el plácido contentamiento de la
^ida que informaba tan dulces y brillantes poesías, aviva-
re n en el alma de la entristecida doncella la as^óración a
lo bello, aunnentjron la melancolia que le hacía pensar en
diclias y ventmas amorosas, y dieron alas a su inaaginacion
ardiente, alas incansabLs para % olar por los espacios del
ensueño.
Xo, — pensaba — \.\ vida no ^e limita al fastidio que aquí
n^e abrunía, ni a la \ ub^ar a-itacion que reina a todas ho-
ras en la casa de NLiudaiena . ¡Con razón allí me sentía
YO contrariada y Niolenta! ¡Con razón aquí siento que me
ahogo! ¡Mi alma de^ea aire, lu^, amor! Magdalena aborrece
a nuichas personr.s, sin que estas la hayan ofendido, ni le
ha van hecho mal. A una no la quiere por bonita; a la otra
porque es í^.x o no es elegante. Todo le repugna, todo le "
cansa. Es que Magdalena se paga de exterioridades, es am-
biciosa, y envidia Vuanto ve. Xo ha comprendido que para
ser íeli/. basta poco; una casa humilde y un poquito de
216
r.
amor: un ser qtic nos ame y por quien fuéramos capaces de
arrostrarlo todo, de dar la vida. La vida es triste, desespe-
rante, cuando no te:^.emos el alma satisfecha, cuando no
amamos nada, cuando nadie nos ama. Yo, si un día me
viera así ... ¡no sé lo que haría! . . . ¡preferiría morir!
Cuando amamos y somos amados todo nos parece herm.oso.
Así, la vida es alegre, risueña, bella como ese cielo sin nu-
bes que parece una bó\eda asentada sobre los montes. Si
Magdalena supiera esro fuera más feliz. ¡Qué poco basta
para ser dichosa! Yo, en casi de Gabriel, lo fui: amaba y
era araada. ¡Tonta de mí! Entonces ambicionaba lujos y
grandezas, las grandezas y lujos de mi hermana. Acaso yo,
pobre, lavando todo el dL\, trabajando toda la semana, era
mas feliz qite Lola. ¡P:-ra que nje creí de Alberto! La culpa
es mía, sí, mía. ALtgdalena n-.e dijo tanto, tanto de él . . .
auc nie fasciné, me deslumbre con la elegancia de su traje,
con su porte aristocrático, y di oído a sus palabras, pe-
ro no lo quería vo, v no lo quiero . . Yo amaba a Gabriel,
al pobre Gabriel que canio me quiso, que ine quiere aún,
si, me quiere todavi.i. Ll i^^e lo dijo, casi con Jas lágrimas .j»r
en los ojos, aotieila liorribie noche! Y aunque no me lo
hubiera dicho . . mi coraz>>n me lo repetía a cada instante.
Y suspiraba y pasaba largas horas, contemplando el
paisaje; atenta al nuirniurio de las frondas, al ir y venir de
las mariposas, al eco del \alle que repetía sonoro los acom-
pasados golpes del hacha, al rumor del cercano río, al arru-
llo de una tórtola ivioradora de las alamedas vecinas.
Necesito ser amadi, y Gabriel m.e ha despreciado. Ne-
cesito ser feliz, y no puedo, porque Gabriel, mi Gabriel,
está entendido. . Me ha rechizado, ha rehusado mis cari-
cias, no ha cmcrido mis besos... Quiero ser feliz como
esa eorrioncita graciosa y coquetueia que anida en ese nci-
C^ómo r^i.\ V agita las alas cuando ve llegar a su
! . . . No puedo olvidar lo que pasó aquella no-
cb.e. Nunca !c ou.ise utas, nunca! Yo iba a confesarle todo,
arrepentida, resuelta a terminar con Alberto, a decirle a
G.;bnel: — Lsto hice, perdóname! Lres noble, generoso, me
217
ramo
compañero
\
■^B"
\y
A *
A iV D
iv
J A
I A CAL
air. is? Perdóname! No ambiciono riquezas... ni comocli-
d.uios, ni lujo . Eres pobre? Pobre te quiero. Ex-es de cu-
na numilde' Asi te amo! Perdóname, Gabriel I Mira que te
aJoro! ííe faltado te he ofendido. olvidé que mi co-
razón era tuyo Ten piedad de e^la pobre huériana, que
\\.^ iicFie ni quién le dé un consejo! . . Perdóname! lu
crj> bueno, miiv bueno, no e^ \erdiad? C)i\' i da lo todo, ol-
vidáis, (Gabriel'. Mira que soy di-na de tí! No amo
a ose i-ombre, no le amo . Pe dije que le amaba porque
tv; s'.pe ciu:: \\\c^x . . Pe dejé que me die'-a un beso porque
!io pude in.peJiriv)
Perdóname! \ el '-carecía de nierro.
Se !i':v)^n*') ^;ii:n:'»
rn:] como im ti;; re
Pero
aici\o . . y
te.v\ ra.on; n^ie :n-:ab;, y }-o le iiabia ofendido, . . Un be-
s ,? <i V que es .'n beso' .Xnv, naJa! . . Qn^.e ca'mar
m: eiM.io, dalcem-'nie, cun mis caricias y no lo c.>nse-;uí . . ,
P: nedi llorando qu. me perdv>nara, y se nei^ó a ello. .
]c Jij: . resuelta a todo. . que más pude nacer?. . le
diie: — Aquí nv tienes! So\' tuya, haz de mí \o <]ue quie-
)-,!... V permaneció niuílo, ^sombrado, sm mu-arme...
;N.) m- \cia, no me habljba, pero yo leí en su ¡-ostro la des-
conhan/a, el desprecio, la 'wx contenida. . Casi me msul-
to. . . Si no me quidera tanto, creo que me habr\a mataco!
]">(• !^v.e\-.) inten.ie vencerlo con mis caricia^, quise darle un
l^es.) . . V me rechazo! Ah, C.abnel! Cuánto te engañaste!
Que p.-'-ado estás de tu persona! Eres pobre, de himidde
caní, un artes.u^a) . . y tienes el orgullo de un rey! Así te
(UiiiTC, asi te lie querido . . i^i^^n.o, altivo, indomable, asi
te c'.'ijro para mí! Yo habría dulcilicado tu carácter, nu-
bur.i d(>meñado tu orgullo . . te hiabría vencido con mis
Ixsosl . Me amas v no te conmovieron mis lágrimas!. .
Eres fuerte, c hiciste gala de tu energía con quien te ado-
ra! I- res irenero'io, v no has sabido perdonar a una dé-
l)il n-ujer! . . . Y hubieram.os sido dichosos. . L'na paPiDra
iu\a \' nada más!... Si fuera posible todavía... Y...
por C(Ue no?
218
R
V
1
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L L
DELGADO
XXVI í
[)P noche, después de la cena y del tute, cuando por
tenor a la lluvia y al viento n.o abría la ventana, Carmen
sac.iba una cajira de cedro, obra y regalo del ebanista, cii
la cual, cintre cintas de seda pálidas y mustias, guardab.i
un relicario de oro con un rizo negro, cortado a Guadalupe
en sus últimos días, algunas flores secas y un retrato de
Galn-iei. Besaba la maternal reliquia y se ponía a contem-
plar el retrato del mancebo.
— Sólo le faltaba hablar! — decía doña Pancha.
Efectivamente era exactísimo. Asi quiso la joven que
su amante se retratara. El fotógrafo era un amigo muy su-
frido y paciente, y el rnozo se colocó ante, el aparato como
le dio la gana, en una actitud natural y sencilla: de pie,
fumando un puro que el ebanista sostenia en la mano iz-
quierda, cnt^c el índice y el medio, apoyada ligeramente la
derecha en el respaldo de un banco rústico.
Quiso ei m.ozo calarse el jarano, y el fotógrafo le hizo
notar que las alas del sombrero oscurecían el rostro, y las
facciones no se detajlarían con la debida claridad; pero
Gabri'.l insistió y hubo que ceder.
A decir verdad, ei retrato resultó excelente. El joven
era apuesto, elegante. En la tarjeta aparecía con doble gen-
tileza.
Eos pies delgadas, finos, cuidadosanicntc calzados, se
asentaban suaves como los de una persona habituada a pisar
alfjmbras; el ceñido pantalón de montar hacía patente la
vieorosa corrección de ias piernas; las curvas de la chaquc-
tiíla ca'an graciosas, libres y ligeras, y bajo el cuello ma-
rino, niveo y holgado, con gallarda insolencia, pródigo y
deuoehand.o ph'egi'Cs, se abría como una flor exótica el
suntuu>.
uJ la coroata.
219
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C
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N
dría
A pcsM- de Li sombra ove o^-sciirccía aquell.i tisonorníi
cncrüicM V simoáiica, h.tbilmcnte sorprendida por el ío-
Lv>LM-:ito, brilLib.i la mirada de aquellos ojos vivos y apasio-
nados. Pero n.\ÓA i.\n propio con-io el ¡aviino i^aloncado, de
alta copa \' gruesa rov|i!Íila, iin síMiibrero a la V'jriCLir.o,
(¡je nuestro personaje sabía 11 jvar con singular donaire.
! )aba Cjabriel a los su'.os, a poco de us.irlos, cierto n<) se
Ciüc en marasillosa co:.íonnic!ad con la fisonomía y \r:0\\-
nneníos de su dueño.
\\\ sombrero uíexicar.o, el rico son^brero nacioi^.al, escollo
¿: i^intores \' dibujante^, irrisc>ri'j en cabe/a extranjera, no
aparecía en la de (jd^i'ie!, dur*», innr'>\il, muerto; comuni-
cibalc el mo/t) ííexibilid.ul, \ idi, ca;-ácíer, expresión. La
copa ecliaila Incia atr.ís; ■! aíi caída 'pov delante, liacia la
i.^oiherda, y leNantada en la p.irte nosterioi*, de tal manera
oue sólo en al^un<)s (^uadros d^ ¡a escuela flamenca podría-
líios hallar, en retratos de soldados \' galanes españoles,
djS'! lire más hermoso.
]• xtasiab.Tse (^iri^i:n ante la íotograíía, y por nada del
i-iumdo, ni por u.ri tesoro, la hu'oiciM cedido. Aquel pi\Li/o
de carn'>n e'M iMra ella e! n-is:^;o Ciabriel. Asi le \ eía en sue-
ños, as!, conn) 'í fuera a hablarle y a decirle: — Carme-
lir.i, te a mol Te an^.o conno siempre!
i..\¿A ó\A, c.\¿\ minuto, jija Ivosas borrán.dose en la me-
mo/i a \ en el C(.>ra/.')n de la muchacha.
— Aquellos amores — pensaba — í uei-on una locura, \u\
delirio, una tontería Creer cuje Alberto se casaría con-
miro! Caro me lia costado!
])c todo s.' oKídaba pepeando en el ebanista, de todo.
bl garrido carpintero c\\\ su alma, su vida .
Al salir de la casa de Magdalena, don Eduardo se m.ostró
menos áspero; no estuvo cariñoso, no, pero le dijo, luego
oue el coche se puso en i^íton imiePito:
— \'as a salir fuera de aquí, con la familia de un sacer-
dote, con un\ familia muv respetable. Es preciso que nadie
lo sepa, nadie, me entiendes?... x\o escribas a ninguno,
\' nienos a esa doña MaiidalePia. Lo sj todo; \'a ten^o noti-
220
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4 E
D E L G A D O
cias de que cijrto jo\ en. es tu^p.ovio
A iene!
V eso no te con-
A
.. tnuen se r(
efer'a? A Cjjbriel? A Rosas? — decía Car-
j'nen
-(A'iiién sabe!
— L' d'a o^\c se pre^-.n.re un muchacho honrado, tra-
bajaccr, que te quiera, entonces no me lo ociutcs, dimcio,
^', Aur^cuc sea pobre, no importa, todo se arreglará. En esa
casa no estabas b^en; coa esa gentuza de la Magdalena y
del don Juan, no pod-as \i\ír. Yo te aseguro que en la ca-
sa del padre González estarás contenta. Necesitas algo?
Te falta akuua cosa? Dintelo, v te lo mandaré. Me pones
cuatrc letras, v le ¿:^^ al pulre la carta para que el me la
entregue. > a te dije que es preciso que ninguno sepa donde
e^tás. Asi cvita'vmos cic'-t.;s Cv:^^as que no con\iencn . . me
entiendes? Das ror terndnados esos amoríos; no vuelvas a
pensar en ellos. L^.o no te conviene. Soy tu padre y tengo
derecho para exigirlo. . . Conque ya lo sabes: cuidado con
ir a dar disí^usros a esa familia! Sigue mis consejos y cucnia
conmi<-o. Ya s tb.s que sov de pocas palabras. Una vez por
todas: si no hace> lo cpae yo deseo aquí pararnos; no vuelvas
a acoídarte de mí. . con^o s¡ no tuvieras padre!. . . To-
ma. . Yo te n^/mdare toJo: tus muebles, tu ropa. . De-
jaste todo bien arreglado? Toma. — Y don Eduardo sacó de
la cartera un billete que puso en manos de la joven. Esta,
al principio coatrariada y colérica, fué poniéndose amable y
comupúcativa. Cuando llegaron a la casa del Cura de Xo-
chiap: n iba riendo: reía, pero a poco volvía a su tristeza.
Ofreció a don Eduardu obedecerle en todo, agradarle, y
aun le mdicó que necesitaba algunas cosas: géneros para
hacer rooa de cama, un juego de tocador y cuerdas romanas
para la guitarra.
— Si^ debo obedecerle. Es mi padre y mira por mí. Eías-
ta ahora he cu.mplido exactamente con sus mandatos; a
nadie le lie escrito. Si yo hubiera querido. . . con escribid
cuatro renglones y mandarlos con el mozo que va todas
las mañanas a Pluviosilla! Al principio no me agradaba el
pueblo, pero }a me \oy aco^tunibrando a esta soledad. Aquí
V
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\iv!rí.-i ^•C) ImIí/ coiUcnra . . siempre que Cibriol on!uvÍ{M-.i
.1 ni! Licio. Ah! Coa Gabriel, en todas par;e> en !a punta
de UM cerro!
A decir verdad, vivía menos fastidiada; pero e! en-
cierro en la casa ciiral le era insulriblc. Carmen deseaba
salir, pasear por las orillas de! rio, por las pintorescas y ver-
dees laderas; ir a los Abur.os, al sitio ao.ivel tan bello, desde
donde se ve el camino de Pb/ viosilia, rojo como nn re-
cuero de ladrillos, \\\\ camino cine después de atravesar la
sabana se pierde en la e^;pcsiira de w-a bosque. Aüí, en ulti-
mo término, la ciudad iluminada por los últimos rayos del
Sv)K la ciudad con sus blancos edificios. De>de allí se des-
cubría !a capilla de la Virgen de los Desamparados; la cú-
pula de la iglesia de San Juan de la Cruz, recién blanquea-
da, y que parece la tapa de una sopera; la torrecita esbelta
y chillona de Santa Marta, cerca de la cuaí estaba el taller
donde trabajaba el ebanista, la carpintería de don Pepe Sie-
rra. Allí hacía Ciabriel los hermosos roperos que eran la
admiración de todos; los elegantes tocadores con espejos bi-
selados en los cuales se ven las persciva- adentro, muy
adentro . . .
Al recordar el taller de don Pepe, Carmen, sobrecogida
de tristeza, \eia cruzar ante su amante una iigura de mu-
ier graciosa >' simpática: Chole, la hija de! maestro. Un
iM-esentiirdento doloroso opriniia el corazón de la pobre
dioncella. — Se' i a cierto que Gabriel veía Cu^ buenK)s ojos
a Chole Sierra? Xo . . que había de ser cierto!
Y la jo\en se daba a soñar divhas y feliculades convu-
.,-,¡,>s. — Sab;an a pasear — solía decir el Cura, cuando señó-
la husebia v doña Mercedes se huncntaban de la i:i\ariable
\v\\ de la al.ha. — Salgan a pasear! ¿Han Iveciio voto de
clausura? Q-a: las lleve e^e pillastre de Ángel que ya co-
noce todos los •.•o-Lcones del pueblo!
Pero doña Mercedes no gustaba de subir > b^jar por
aquellos cai^^mos quebrados, ni de transitar Ov;^* las calles
dé la aldea, resbalosas y llen\s de fango. Aden.ás, lo^ toros
oi.e Ptciaii ei\ los Ci'dos le insniíaban un tvi'nor invencible.
o ^ -)
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ti
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i:
K A V A E L
DELGADO
No habia esperanza de 'salir a gozar del aire libre, ni de co-
rrer las laderas y las orillas del riachuelo.
• Un dia, Antonio el sacristán, las convidcS a comer los
últimos jin/ciiilcs de un árbol nuevo, que el mismo habia
sembrado a la puerta de su casa, a la salida de la aldea,
casi a la entrada de !a garganta. No poco trabajo tuvieron
Carmen, Angelito y Eusebia para vencer la resistencia y los
temores de la :\nc\^n:\. pero al ím lo consiguieron a fuerza
de ruc'v^ís y caricias.
ElCu'-a no nudo ser de la partida: quedóse preparando
un sern-on. Dobla predicar dos días después en Pluviosiíla,
en la iiesra de San Rafael, costeada por el gremio de alba-
ñiles.
: La 'Aidc era espléndida. Una tarde otoña!, fresca, ju-
minosa. dorada. Ni una nube que empañara el azul del ce-
lo; ni tna celaje que pudiera convertirse, a las pocas hoius,
como suele suceder en Es regio)ies montañosa::, en una llu-
via torreíier:!.
Ea anciana iba fe^t;\a, sonriente; señora Eusebia se
olvidó del hi^jdo que la trab siempre quejumbrosa; el
monaciilo, s\^\^iO ya en aquellos dias al vo^u ros.c y al /c;v-
plujj! /r////í/// corría y saltaba como un cabrito, y Carmen
<-ozaba. lo 'u;e no es decible, con la frescura de los caUcjOJics
y la belleza del paisaje.
Desde la carita de vXntonio, una carita de rancheros
muy alegre v a-.ada, ampÜa y cómoda, con su portalón y
su huerto, se dominaba todo el valle de Xochiapan: el ca-
serío, la plaza, la iglesia, la casa cural, la cuestecilla de
los Alarnos, la cruz, y el río que cerca de allí se precipi-
taba, en ruidoso salto, de una gran peña escondida entre
carrizos y heleclios arborescentes, sombreada por viejos y
copados 'yoloMJchilcs, de cuyas ramas plagadas de orquí-
deas, colgaban sus festones, bejucos muelles y mantos de !a
Virí^en, salpicados de flores blancas, amarillas y rojas. El
río "formaba luego un remanso, y silencioso y cerúleo ga-
naba la llanura, entre dos vallados de cn^.i, oculto a trechos
por los saucedales y los álanaos.
223
7. A
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N D R I A
IZl sol, clrci'íJo do nubes írnc.vs, caía en un abismo de
oro, y, como si se despidiera de !a tierra, lanzaba rozando
las cimas d.el poniente, ráfa-as brillantísimas que iban a
i'ummar las hondonadas, y que, después de flotar un punto
sv bre los vaiíjs entenebrecidos, se desvanecían en rosados
reflejos.
Mugían los bueves en les sotos; los pájaros cantaban
en los barrancas v en los repliegues frondosos del monte;
vn.i bandada de perico*^, posada en las ramas de un árbol
muerto, charlaba sin parar; en el portalón piaban los po-
lluelos alrededor de la clueca, buscando el nido y el cesto
que debía abrigarlos duranre la noche, v las aves rapaces,
en vuelo lento v cansado, regresaban a su> peñascos.
Iii /';.'(7t- í!i' JincJ^c t<-a veendía a gloria en los cercados
del cafetal; los árboles florecidos dejaban caer embriagan-
tes aromas, y del fondo de la cuenca, apenas alumbrada
por la claridad del crepúsculo, subían oleadas de frescura,
s.lbos de serprenies, zum/bidos de insectos y el húmedo y
pavoroso aliento de las montañas )" de los bosques sumergi-
dos en la sonibra.
Desde aUí no se descularían los últin^os valles, ni las
torres de FhíMOMÜa que en \ano buscó Carmen al buscar
asiento en. el Pv^rtalon. Pero si \ ió, entre el abra ue la cor-
tiillera, un claro de cielo semejante a un golfo de aguas
Aerdes, cor:>o do ajenjo muy desleído, limitado en parte
\-y: u!va plava coila y senibrada de islotes. í.a costa y el
arc:iipieÍae;o ibm variando de color: ora rosa, ora \ loieta,
^a grises, \a a/ules.
1 a anciana, alegre como un niño, departía con Antonio
- con las nvcal-achas, unas campesinas fran^Ms y amables;
liiscbia co-taba en el huerto tontillos v mentas, nuoizani-
lia V romero; Ángel, harto de uniciiHcs, hacía provisión
de ellos Y'''^ ^"^ '^-^ sigtiiente, }• Carmen conversaba con
Abircvla, la hija menor del s:.ri.tan, gala y comento de
aeiue! i'.ogar_ dichoso, la noche ccrr.iba Ira preciso re-
ij .>ar \ emprendüeron la canMo.ata. "i a el Cura o.aoia en-
224
K
F A E L
DELGADO
ccndido su lámpara: sin duda quería dar fin a su trabajo.
Desde alli se veía la ventana iluminada.
Carmen miraba embebecida el aéreo golfo, ya muy bo-
rrado., el flotante archipiélago que se iba desvaneciendo a
gran prisa, y en el cual cintilaban como faros las estrellas
de la Osa.
El alma de la muchacha no estaba allí: había traspues-
to llanuras v cerros en busca de Gabriel.
Bajaban penosamente hacia la aldea. Un hijo de Anto-
nio las precedía, alumbrando el camino con una raja de
ocote.
Lo que la anciana sufrió en aquellas veredas no es para
contrdo, v eso que el sacristán no se apartó de ella un ins-
tante. Cada accidente de la vereda se le figuraba un abis-
mo; cada breñal de salientes ramas un toro, y el menor
ruido entre las hierbas el paso de una víbora.
Cuando entraron en las calles del pueblo el ciclo estaba
tachonado de luces. La Calandria cantaba en voz baja las
<¿oloiiJr¡ii(J^ de Bécquer.
I- i Cura, inquieto por la tardanza de la señora, había
mandado un criado en busca de ella, con una linterna y un
abrico. ,
Atravesaban la plaza. Dulce melodía hu-io sus oídos,
n harm.onio, hasta entonces mudo y olvidado, las recibía
cantando. Al entrar vio Carmen en el corredor algunos
muebles que ie eran conocidos: los suyos. En el sofá había
xin -ran paquete, y en la m.esa del cuarto la esperaba la
guitarra. Sobro esta una carta.
^ La joven se apresuró a leerla. A\ acercarse a la hermosa
láirjwra, el clérigo no pudo menos que admirar, un instan-
te, l\ belleza de "níquel rostro risueño y de aquella artística
crbezi adornada con las flores recogidas en el huerto de
Ant:)n"o y a las orillas del remanso. El padre bajó los ojos
pensativo'. Dn recuerdo doloroso, siempre vivo, cruzó p:)r
su n^icnte.
._;Qyé nos dice papá?— preguntó a la joven, a tiempo
que esta doblaba el pliego. ' " .
225
La C.>!andri.i, H
L .4
C
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N D
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I A
— Que salude 2 ustedes en riñosamente. Dice que me
n\inda los muebles, cuatro muebles viejos! im espejo, un
|uci;;() de tocador, géneros y una encordaciu»*a romana.
— Aii! Pues bien, si la cantadora no está cansada da-
remos prmcipio a los conciertos . . clásicos. El Cm'a de
3an Andrés Xochiapan abre sus salones!
Doña Mercedes, rendida y fatigada, descansaba en el
'^:lló^ más cómodo. Al oír eso se incorporó en el asiento,
A dnit;iéndosc a su hijo c<.)mo si se tratara de un muchacho
perezoso que olvidaba sus deberes escolares, le proí^untó:
— Y el sermón?
— ^'a está terminado, mamacita! — replicó el clérigo. —
Mañana, a la siesta, Ángel y }'0 saldremos para Pluviosilla.
A las dos llegará e! coche. Ahora descansaremos de las fa-
tigas del sermón, tocando y cantando. Pero, antes, — '\gí*<^-
go, dando palmadas, — a re/ar el santo rosario!
— Recen ustedes, hijo mío, que yo estoy medio muerta!
Después de la cena abric) el padre el harmonio v eje-
cuté), con la inspiración suprema de un aficionado tímido
V mediocre, vanas melodías religiosas, terminando con la
/'/( ''í//7í/ del Mn/ú's.
— Ah! — exclamó sonriendo, al dejar el banquillo. — Si
^ o pudiera tocdv el ori^ano y andar cu la proci's/óu . . . las
misas solemnes de Xochiapan serian soberbias! . . . No es
\erdad, mi señora doña Mercedes?
\' iiendo alegremente se acercó a la anciana y acaricio
los blancos cabellos de la señora. Luego, voKiéndose a la
Calandria:
— \'amos que empiece la música profana!
Carmen tomó la guitarra que ya templada esperaba su
rii''!vo, y después de un preludio caprichoso, brillante V su-
blime brot() del instrumento el vals del Cal>allcr() de Grac'u:.
Cuando la joven terminó, pidiendo perdón y murmu-
rando las excusas de rigor, el Cura, doña Mercedes, Angeli-
to, \ hasta la señora Eusebia que desde la puerta del co-
:"¡\d(jr o\.\ el concierto, prorriimpiei'on en ardiente aplaudo
wiie Ule repeflo por lo:^ curiosos del pueblo, el secretario
2Z6 ' '
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í.
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\ F A V. L
DELGADO
;,.; c' />/■/<•, quo .lUMido'i por l.i música se agolp.ib.m frente :.
la esa cura!.
Carmen sonrcia satisfecha. y\ngclito exclamaba:
— Miora. padre, que cante! que cante!
1 1 Calandria afinó otra ve?, la vihuela, se compuso nue-
vamente en la silla, tosió, y tras una introducción rud.:
^ r.is£;ueada, al son de un acompañamiento melancólico,
entonó una canción que Enrique López, el barberil lo ca-
li verun, habia populari/.aao en todos los pahoí de Pluvio-
siUa, v a la cual debía el nuevo l'ígaro m.xs de cuatro con-
quistas amorosas.
«
Li'jos de i'i, con tu pasión soínuidoy . j
paso las lloras de la noche umbría . . ¡
y entre las i^asas de la niebla fría
creo mirar tu rostro seductor.
VA tono de la canción, la dulce y fresca voz de la mu-
chacha V la expresión triste y apasionada que daba a lo>
Acrsos conmovieron a todos. Carmen ponía toda su almj.
en aciuellas estrofas.
E*a joven dejo la guitarra entre ruidosos y repetidos
a pl:^ Lisos. t 1 ' T> 1
El Cura la elogiaba; doña Mercedes decía:— Bueno.
Pnicno! — y Eusebia se atrevía a palmotear.
El monacillo, acercándose a la anciana, le dijo en voz
muv baja:
_Quc le parece a usted, señora?
— Muy bien, hijo, nuiy bien!
—Con razón! Si por eso le pusieron el apodo. . .
— Que apodo, muchacho."
— Ea Calandria, señora. . . Por lo bien que canta!
Calla, niñol Que es eso de poner moies a las per-
son ^--s ^
-/
\
L A
CALANDRIA
XXVIII
l.MPLhO Carmen las primeras horas de la mañar.a cu
l1 arreglo de !a recámara y en !a colocación de lo5 viejos
muebles recibidos la víspera. Tempranito, apenas salií^ doña
Mercedes para ir a Misa, principió la faena. La joven, en
rraje de hacer suhcu/o, iba y xcn'ui diligente v activa. Las
ena-iias viejas de percal azul y el pañuelo de hierb.i> con
.jue sj había cubierto la cabeza, despertaban en la n-jcha-
cha el ardor del aseo, la rabia de la limpieza, en tal i^rido,
*Hie era oira cuando se echaba encima tales prendas. X^da
quedaba en su sitio. Plumero en mano, limpiaba techu> v pa-
réeles, o armada con la escoba de palma ruidosa y cm: .ui:e,
Lu h)s ojos la alearía y en los labios la troica favorin, no
había telarañas que se le escaparan, ni hendiduras donde
ciuedara oculto ini átom.o de polvo. Con razón el Cura,
cuando en el pulpito discurría del examen de !a conciencia,
mdispensal^le para una buena confesión, no dejaba nunca
de comparar el acto importantísimo de limpiar el alma coa
la chana íaena mujeril.
La ventana abierta; el so! que entraba oblicuo, hacien-
do visible la nube de polvo que se revolvía en el aposento.
Ajuera, el gorjeo de las alondras, el cacare'o de Lis galhnas,
el canto estridente de las cigarras. Adentro, la polca, más
bien tarareada con el pensamiento que con la voz, la plá-
cida alegría matinal de la vida domestica.
El catre de hierro, un catre de estudiante, pintado de
rojo, fué substituido con la camita que perteneXTió a Ga-
briel, y la vettista cómoda hizo las veces del prometido
tocador. Al píe del espcjito de fina y clara luna, y delante
de el, la jofaina de porcelana, el juego de cristal cuajado:
dos frascos y una linda polvera con su borla, una borla que
parecía un copo de nieve.
228
RAFAEL
D ^ E L G A D O
A las diez ya estaba coleado el suelo y avivado el color
de los almagrados ladrillos, las blancas colgaduras recogi-
das con anchas cintas azules, y en la cómoda dos ramille-
tes de rosas frescas, fragantes, acabaditas de abrir.
Doña Mercedes guardaba cuidadosa un saquillo de ter-
ciopelo guinda, todo cordones y bordados de seda, la sotana
francesa, el galano roquete de malla y el pañuelo de batis-
ta reservado para los sermones de empeño; Eusebia vigilaba
las cacerolas y espumaba el puchero; el Cura andaba por
la sacristía, y la joven, en consulta con el monaguillo, es-
cribía una carta para ¿xon Eduardo. La pobre muchacha
no quería hacerlo, temerosa de poner disparates y faltas de
onografía. Además — esco no se atrevió a decirlo, — no sa-
bia cómo tratar a su padre: era la primera vez que le es-
cribía.
L! padre la persuadió a hacerlo. Lué preciso poner ma-
nos a Li obra.
iba la joven en los últimos párrafos, cuando dejó la
plimia, y, conao impulsada por una resolución repentina,
dito en \ oz baja al chico:
— Oye, Ángel.
]■! monaguillo levantó la cara, aquella carita moren.a,
maliciosa y siempre preguntona.
■ — Quiero hacerte \\n encargo; pero. . . antes me vas a
prometer que a nadie, nie entiendes? a nadie, ni a tu manaá,
le contarás lo que \oy a decirte.
El niño hizo una señal de aprobación y fijó la mirada
en la joven, en tanto que daba golpecitos en la mesa con la
tar>a del tintero.
— Me lo prometes i" Me das tu palabra de honor? Ya
eres hombrecito, y una hombre no falta nunca a su pa-
labra . . .
— Sí, — respondió muy serióte, con la gravedad de un
caballero. - ^
— A nadie 'e lo dirás?
— A nadie. «
— Ni a tu mamá?
229
I
A
c
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A N D R I A
— Ni a mi mamá!
— Bueno. Pues oye: no quiere mi papá que sepan en
PluMOsilla que estoy aquí. Ya verás como el Señor Cura
te dice que a nadie se lo cuentes. Voy a darte un encargo
para Gabriel: un papelito. No, mejor no. Lo buscas en el
taller, en la barberia de l^nrique López, en todas partes,
basta que des con éL Lo llamas, y, sin que nini^uno te oiga,
le dices. . . oye bien!. . que estoy muy triste, muy ape-
nada, llorando a todas horas, porque estoy muy lejos de el,
porque no lo \eo; que estoy enferma, muy delgada, muy
pálida; que lo quiero como siempre, mucho, mucho; qtie
lo adoro; que yo le ruego que olvide lo pasado y que me
perdone todo; que escriba, que yo veré cómo le contesto;
que te dé la carta para que me la traigas tú. Por eso pro-
cura verlo mañana, cuando llegue a la carpintería, a la
una. Ah! Y que si m.e quiere, que le pida un caballo a Pe-
re/. V que un domingo, vale que ese día no tiene trabajo,
un domingo, se venga a Xochiapan, tempranito, para que
llegue a la hora de misa. Le dices a qué hora es. Que venga
para que nos veamos, aunque sea en la iglesia. Dile que aquí
ninguno lo conoce, de modo que sin temor puede venir. .
Lo harás? No te olvides lo que te dije: que estoy enferma,
nui\' pálida, muv triste. La joven acariciaba al chico, pa-
sándole la mano por la frente, como si tratara de asentar
lus cabellos rebeldes \ erizados de a(|uella cabecita siempre
uKjuieta.
— A don Alberto y a Malenita, no les digo nada?
— No Dios nos libre! A nadie . No, mi papá no
(.juiere que sepan que esto}' aquí. Acuérdate que me has da-
do lu na labra de honor!
— Palabra de honor! — repitió el monaginllo, esrrecliando
Li mano de la muchacha.
— Averigua tcxlo lo que pasa allá en el patK> para
\engas a contárnielo . .
— No ten'^.is cuidado.
— Bueno. Al'n)ra \ anu)s a acabar la cana
I
• ^-^ '■ ^
. 23U
^ly
I
RAFAEL
DELGADO
A las tres de la tarde, Eusebia, Carmen y Antonio des-
pedían al padre González en lo alto de los Alamos.
Sentados sobre una alfombra de hojas amarillentas, bajo
los copudos álamos que al soplo de los vientos de octubre
com.enzaban a perder sus frondas, vieron el carruaje que
se alejaba por el rojo camino, hasta que le perdieron de
vista. Carm.en no apartaba los ojos de la distante Pluviosilla,
cuyas torres, iluminadas por un sol sin nubes, asomaban
allá detrás de las tupidas arboledas.
: —Señora Eusebia, Antonio. . . Mientras el padre vuel-
ve . . vendremos todas las tardes a esperarlo. no les pa-
rece? . .-TI-
Si la señora me da permiso . — contesto husebia.
En aouel momento el carruaje salía de una espesura y
atntvesaba un llanlto que, visto desde los Alamos, parecía
un pedazo de felpa verde salpicado de pajillas de oro que
centelleaban con el sol.
Angelito en el pescante iba agitando el pañuelo como
si dijera: — Adiusl Adiós! Hasta el sábado próximo!
.s^
A
C A L A N D R
RAFAEL
DELGADO
XXIX
NO hubo concierto esa noche en h casa cura!. Un ines
h.\ci.i que estaban en la aldea, y la señora no conseguía
habituarse a la soledad pavorosa de Xoehiapan. Durante
la noche siempre estaba temorosa de un asalto y pensando
en bandoleros y asesinos, impresionada, sin duda, por el
recuerdo de un suceso Gy.c años atrás consterno a los bue-
nos liabitañtes de Pluviosilla: el asesinato del cura de Metz-
tirlipan, un pueblo de indios viciosos y haraganes situado
a le^nia y media de la ciudad.
A la oración rezaron el rosario en la sala, y luego la
señora cerró todas Ins puertas. Antonio, por súolicas y rue-
gos de doña Mercedes, vino a dormir a la saci-istía. A las
nueve todos cataban recogidos y entregados al sueño, menos
Carmen que encerrada en su cuartito hilvanaba un vestid(^.
Ira preciso disponerse para estar guapa. 7\caso el domingo
pruxim.o vendría Gabriel y convenía que la viera elegante
\ mis bonita oue nunca.
Al volver de los Alamos se instaló en el comedor y
dc'^p'jLS de consultar con !a anciana cuál de todos los per-
cales remitidos por don l.duavdo le parecía más apropiado
pa:\; vn.x bata, eligió u.no aniarülo bajo, sembrado de par-
c!;rs v(v,.i. Sacó uu roÜo de natrones, y el vestido quedó
Cv^riaHo en dos por tres. ^Án tomarse un momento de re-
]vjs.) se puso a la labor, prometiéndose darle término antes
de "sLintiCuarro lioras. Lsa nv)che lo dejaría hilvanado, y al
otro día, en la máquina, rnir . . . ya hacer ojales y a po-
jier botones!
Qué rápida \\\\ la agiija uniend.-^ piezas, mientras la
mente de la joven, nunca quieta, soñaba con el mozo!
Que estaría hiiciendo a estas horas? Paseando con sus
ami-or^s, con Tadio, con el simpático Tacho, y con el par-
232
lanchín r calaverón de Enrique López. Qué amables y bue-
nos eran los amigos de Gabriel! Le quería mucho, y por
eso ella ios quería también. A esa hora andaría el ebanista
paseando con sus amigos, sí, porque había fiesta en Plu-
viosilla. . . maitines en la Iglesia de San Rafael, Uumnia-
cion en todo el barrio, fuegos artificiales . . . Cómo esta-
rian aouellas calles con los puestos y las fogatas! Los pues-
tos de buñuelos; las mesas llenas de tortas compuestas; las
montañas de cacahuates tostados y nueces frescas, y al lado,
las canastas de perones, colocados en un nido de paja ver-
desa. Ese día ponían a la venta los piñones frescos. A ella
lo que más se le antvojaba de todas aquellas golosinas eran
los cascos de coco, blancos, como fragmentos de mármol.
Por allí, por aquellas calles estaría Gabriel. Bien que le veía
ella. Qué guapo! Qué bien lleva el sombrero! Con qué gra-
cia se ha\erciado el ]orouguH¡o, aquel ]orongiiiUo cuyas
puntas ella tejió. Y como si estuviera en Pluviosilla, y fuera
un pos del mozo, le seguía con la imaginación por el dédalo
de los puestos cue llenaban la plaza de San Rafael,^ entre
el humo de las hogueras de ocoic, deteniéndose aquí, tro-
pezando allá, aturdida por los gritos de los vendedores, asus-
tada con el estallido de los cohetes y el paso de los corredi-
zos. Y no sólo veía a Gabriel y a sus amigos, sino también
a los paseantes, y los farolillos con que estaban decoradas
las ca¡as: globos de papel y lámparas de petróleo en las
ventanas de los ricos; candilejas de aceite de nabo en las
puertas de los nobres. El tablado lleno de banderas tricolo-
res V festoncillos de rama de tinaja, y el templo, con su';
vidrieras iluminadas, y a través de ellas los purpúreos cor-
tinajes del altar. Y no sólo ésto, que hasta creía escuclur,
cuando cesaba el vocear de los vendedores y el ijr.terio de
los granujas que jugaban al toro, la salmodia nasal y monó-
tona de los clérigos, y los acordes de la orquesta.
La viva imaginación de la muchacha corría en pos de
(nibriel. Taclio y Enrique que le acompañaban charlaban
y reían; pero el mozo iba desalentado y pensativo. Ah!
Pronto aquella tristeza se cambiaría en regocijo. El eba-
233
Il ••
L
/
\
C A L
/i
X D R I A
nista V sus comn.iñeíos se habían apartado de la multitud
para admirar, desde el puente inmediato, la pintoresca ilu-
minación del molino de Lci Eslh'raniiiy que, perdido entre
las arboL'das del río, lucía en sus arcos los colores de la
bandera de Castilla. Allí está Angelito, allí, compr^vudo
cacahuates, y ya \ ló a los tres amigos, ya los vio. Ya corre
i\na darles alcance , Ali, muchacho, qué bien te portas!
Ahora \ eren":os si sabes cumplir con un encargol Ya diabla
con
(rab
3nel, \' esto se
.xácl.
inta irnos cuantos pasos, aca-
nciar.do al monaguillo.
Carmen prendió maquinalmente la aguja en la tela, co-
mo SI en realidad íuera a oír la conversación del ebanista
\' el muchacho. Un ligero ruido a su espalda la hí/o volver
la ^'."ira.
— i^\.\<c ruido e'> ese? Me parece que alguien llama en los
cristales. — Iseucho atenta. Una \'o/, de intento recatada,
dcc la :
— Sí fiord . . s/ñf/fíi . . ,
la ¡oven aparto la costura, se restregó los ojos, a^ acer-
cándose a la \eiuana al/o la cortina. Percibió entre la obs-
curidad de la pl a/a un bulto blanco, que se mo\'ía ense-
ñando algo como un papel, y diciendo:
— .'\/>rt\ s/íioFii . íi/rrc!
Abrió sin iemt)r, con gran estrépito.
— Que quieres?
— Si ñora . . . 1:1 siñor luc lu Jiú in¡ pupcl/fu para tí,
— Quién?
— ()// s/ñor. :
[ M a mi . .
— S/, si ñora.
— Dónde?
—P
os cu. . — Kl indizuclo contestó de un modo dis-
paratado, pero la joven pudo comprender que en Plu-
viosilla. — Será de Gabriel? pensó, y tomé) la carta.
— Míííiíi/ia lo licúes por el rcspncstíi . .
(.armen cerró poquito a poquito la vidriera, y se acercó
a la lámpara. r'n\ uelta en un peda/o de peiiódico venia una
234
iv
A F A E L
DELGADO
¿vrútx muv n^oná, que en la nema tenía dos letras a/ules
enhizadas con mucho arte: A. R., que la doncella leyó:
R. A. • ' , .
Rompió la cubierta, desdobló el pliego, que tenia escri-
tas Luatro carillas, y vio la firma. Era de Alberto.
La joven recorrió precipitadamente las cuatro planas,
aspiro el aroma de que estaba impregnado el papel, y luego
arrojo con desden la carta sobre la mesa, y siguió cosiendo.
235
X
1
C A
N D R
A
XXX
AQUKLLA horrible no.hc, c! cbanistii supo nnostrar-
sc c!¡-no, cncrgico, altivo; C()nsii;uió acallar la voz del co-
i'2/i\n y resistir los impulsos generosos del alma.
Mudo, inmó'víl, como petrificado por un hechizo, pcr-
mvieció en el centro de la pieza, siguiendo con mirada ató-
r,!La a la doncella oue salía a\'ci <;()n/ada y llorosa. Lucro
cuic la Mí) desaparecer dio unos cuanios pasos Í:acia la ca-
lic, \ cerro de un i:;^lpe la nucrta.
í-1 dv.'lor llanta entonces contenido estalló terrible. G\-
biiil .luiso Irritar, v no pudo, le aho-aban los soHozos; qui-
so andar, v le i laquearon las piernas; se apoyó contra el mu-
ro, y después de un instante de horrible am^ustia, de su-
píxnu con<.;o¡.i, rompi(') a llorar coir.o vn.} débil mujer. Así
permaneció Íar-o rato. A poco su iuente ofuscada principió
a d;.snejarse. Id cora/'Mi le palpitaba más tranquilo.
Al tm consi<;uio andar y fue- a sentarse al borde del
catr. has alm-.jhadas cor,ser\aban tocíavía en sus depresio-
nes las huchas de! cue¡-no de li joven. I'l mozo las contem-
pn) con trisieza, )■, como si \()i\iera tie un desmayo, paseó
hi \is:a en lorn;) su)o, reCv)n()c¡endu) e! sitio. La xdi bri-
llaba con luz medi-osi, rremiiia, rojiza, como v.n cirio mor-
t'j;:'c). Respn-.) í'iabrieí c'onu) si se \ iera libre de enorme
p.v;. lom''; el s)n')b;-e!o, y sah(') de la estancia.
.\ i.l>ndj i;-: a cuahjiiier parte. Al punto más lejano,
po:- A cabe i- :s ob.;;i-a, i donde no hubiera más (yac ti-
uilÍL^s. Quería iuiir de aquel siiio, como si allí dei^ra su
LiOr.':.
i i\\ muy :^v:^ni}c el de Gabriel. Aln-ia sencilla v buena
que M\n no probaba las amar^^urns de la viclx, el dolor le
e!V-on traba desapercibido par. el combate. Nunca había
sLiiiiJo un de:..nr,ir:^; su existencia, no luibada hasta en-
2'^6
RAFAEL
DELGADO
tonc.^ por graves y profundos pesares, había corrido, gá-
rrula V dichosa, como la de un arroyuelo que ni crece con
Lis Uevias, ni se agota con los fuegos del Estío, siempre
bordndiO de flores, alegre y feliz.
La miseria y el lianibre no llamaron nunca a su puerta;
la n-uerte no había enlutado, desde los primeros años del
mancebo, aquel hogar tranquilo. El taller, el trabajo, el
■paseo, el vestir bien, los teatros, los toros, consumían aque-
lla ex.srencia libre de cuidados y exenta de otras aspira-
ciones^.
] i riLs amoríos, castos v sin objeto, eran los únicos que
ocupaon el coraz('>n del ebanista hasta que se prendó de
la hccrfana; amores pasajeros e instables, cuyo encanto
con^í-.ia en hablar de ellos en el taller; en rendar por la
noch. una casa; en pasar cien veces y cien nras por la mis-
ma c:lle, atisbando, por una ventana o por el postigo de
una PLícrta, la silueta de una joven simpática o la cabecita
ensüñ/idora y sin adornos de la hija de un artesano; amores
cuvo principal atractivo estaba cifrado en una señal de in-
teÜ-e -icia, hecha al pasar o desde la esquina inmediata;
en la conversación sabrosa y recatada, interrumpida a cada
monitPto por los traposo un tes o Dor una madre vieil
ere)
los trappyjuntes o por una madre vigilante,
^o no era amor; era más bien un juego, un entrete-
nin-!K tío, un pretexto para lucir los domingos, en misa de
doce, las corridas de ALiteíto o de Ponciano, en las calles
del /.;•■; ''//7 o bajo los fresnos de la Sauceda, un sombrero
gaíar\i'> v un ]"-an talón correcto.
r -1 las crápulas v d.sórdenes, a los cuales se veía arras-
trado por sus appígos, especialmente por Enrique López
que é -a muy dado a \\ gente del bronce y a pecaminosas
a\ep:uras, el mozo, sin pretender pasar por tímido y mori-
gerado, se mostraba siem.pre reservado y cauteloso. Jamás
emprendió conquista alguna con la intención premeditada
de i^var la deshonra v la vergüenza al hogar tranquilo del
aiTe^-.^o V del bracero, v la mujer ajena le mereció siempre
los pavores respetos, liasta en ciertos casos y particulares
cire., .^tancias. en los cuales sólo una gran fuerza de volun-
237
ss^faijfc;
.1
C A L A N D
R
I
z?.¿ V nm recrirud a tocli prueba podrían vencer la ten-
:Aeiv)n. Tenia sobre sus pasiones un dominio ral }' tan sei;u-
:•(), que, una vez decidido a sojuzgarlas, ni livianas pro\o-
.Aciones, ni segura impunidad conseguían vencerle.
A la formación de ese carácter, de por sí bueno y gene-
roso, contribuyó, y no poco, el celo maternal. Doña Pan-
cha, aunque vulgar e ignara, supo inculcar en su hijo, desde
muv niño, profundo respeto a todo, tan profundo, que
rawiba en timidez, e inspirar en aquella alma, de suyo tier-
na \' calinosa, un an^.or sin límites. Gabriel qued(') sin padre
cuando apenas contaba pocos años, y creció en la pobreza
Je im hogar entristecido por dolorosas memorias y rudos
tiabajos, siempre anhelando llegar a ser hombre para sub-
\cnir a las necesidades de la buena n^.ujer a quien debía la
\ida. Apenas fué joven, doña Pancha le dijo: — Yci eres a
íi/c lír fu cciSí!. Kl muchacho tonu) a lo serio su papel \'
NUpo desempeñarle a maravilla, siempre grave y circuns-
pecto. Era irascible, acaso porque nunca provocaba a na-
die, V ante un.\ injusticia no podía callar. Cuando se enco-
lerizaba aparecía terrible, pero un instante de reflexión
bastaba para que entrara en calma.
Ni las amistades contraídas en el taller, en la calle y
en los bailes, fueron parte a debilitar en él tan buenas pren-
das, antes por el contrario las robustecieron y vigorizaron.
i)oña Pancha tuvo la debilidad, muy disculpable en una
Tiiadre, de mimarle demasiado; cierto es que el muchacho
!o merecía, pero ella solía elogiarle más de lo debido. Ac.:-
so por eso resultó vanidosillo y pagado de su persona, de
>u habilidad en el oficio, de su apostura y de su elegancia.
Cuan duro 110 sería para Gabriel, siempre dichoso, aquel
desengaño causado por Carmen, en quien había puesto ^u
\ ida, a quien amaba de todo corazón!
Al saber las pretensiones de Rosas, al ver que éste cor-
tejaba a la huérfana, tu\o calma, espero a conocer la con-
ducta de la jo\en, la observó, y concedió a su rival el de-
echo de pretenderla, por mucho que sabía hasta donde
iban las intenciones del catrín,
23 S
K A T A E L
DELGADO
No creía, no podía creer que Carmen le fuera infiel.
Cómo creerlo, cuando sabia que la muchacha era sincera,
cariñosa, tierna! Eso no era posible! Cómo iba a serle infiel
aquella joven que tanto le quería, que le había hecho tantos
v tan solemnes juramentos! Todo aquello del festín y de la
con\ersación con Alberto, de que Salomé y doña Pancha
le hiíbían hablado, era una ligereza y una cosa muy natural.
Alberto la pretendía? Pues ella no había de contestar a sus
requiebros con una pdabrota. Eso lo harían Pctrita, Pau-
lita, cualquiera otra que no fuese como Carmen, fma y
amable. Aquello de la jania? Muy natural. No estaba acos-
tumbrada a beber, bebió mucho y se le subió el vino.
]^cro cuando ovo de boca de Angelito que Carmen co-
rrespondía a los galanteos de Rosas: cuando el monago
le refirió la escena que había presenciado, y en la cual, ce-
diendo a los deseos de Alberto, la huérfana se dejó besar,
el cielo se le vino encima, rugió colérico al ver su amor
burlado v luindido en el lodo, y corrió a contar a doña
Pancha cuanto acababa de saber. La anciana logró calmarle:
le hizo reflexiones justísimas acerca del origen de Carmen,
ad virtiéndole (¿ue esta podía heredar el mal de la madre,
y (o que era peor, la tendencia al lujo que fué su perdi-
ción; le pidió que prescindiera de la huérfana, y temerosa
de cue el mancebo, pasada la impresión que lo referido por
Ani:élito le había causado, se viera enredado en humillantes
amoríos y expuesto tal vez a grandes peligros, que ella en
su corazón de madre presentía, apeló a los sentimientos
-enerosos v de su hijo para que no volviera a pensar en la
muchacha. Y lo consiguió.
Gabriel se armó de valor y cumplió exactamente lo
prometido. Dura, crudelísima fué la entrevista: el corazón
le decía: hcvílmialal La dignidad lastimada le gritaba: des-
bvcciala. El amor le repetía: te ama, está arrepefitiila, ten
piedad de ella; ¡a ira que ras in-ando fus ilusiones luás que-
ridas, tus es'peraiizas todas; pero en sus oídos resonaba la
voz maternal, tiernisima, empapada en lágrimas, suplicante,
dolorida: (hií>rielilln, si me quieres, si sabes a!^radecer todo
cuanto he Ih'c/)o por ti, si eres buen hijo, oUídala! La ama-
239
A
C A L A N D R
A
ba y no debía amarla... Quería despreciarla, ofenderla,
y no podía. . . La quería tanto. ! El amor pro-
ultrajar'
.a,
pío herido le decía con acento sordo e imperioso: Jé jala!
Cuando el ebanista salió esa noche de su casa, querien-
do huir de su dolor, casi arrepentido de lo que había he-
cho, vagando sin rumbo, al acaso, caminó calles y calles,
sin darse cuenta de las distancias. La calle Principal de la
ciudad, ancha, sin término, apareció delante de el, con sus
tortuosas filas de faroles a cada lado, en el fondo obscura
}' lúgubre. Así miramos lo porvenir cuando somos vícti-.
v^J. de uno de esos desenlíanos dolorosos que conmueven el
alma como un cataclismo, y no descubrimos en el horizonte
tenebroso ni una luz de consuelo, ni un ravo de esperanza.
Llegó hasta el fin de la ciudad, y al ver el amplio ca-
nino carretero que allí comiejiza, pasada una puente, al
pie de un cerro histórico, sintióse tentado de emprender un
A laje sin término, a lejanas tierras, a donde nadie le cono-
ciera; huir para siempre de Pluviosilla, de aquella ciudad
fatal para su dicha . . . Pero pensó: — Y mi madre .^
Ll rio corría sereno; silencioso. El ebanista, de codos en
el pretil, contemplaba la negra corriente del río; la llanura
se perdió en la sombra pavorosa de los campos. Un senti-
miento de dulce tristeza, consolador y plácido, se iba apo-
derando de su alnia. Mientras más consideraba su infortu-
nio, más desolado encontraba el horizonte de su vida, y aleo
como aquella liigubre nostalgia que sintió en el alma cuan-
do la joven le dijo por primera vez: — ¡Te amo! — pasó por
su corazón como una oleada de frescura. El abismo abierto
a sus pies le atraía, le llamaba. . . Qué pensó Gabriel en
aquel instante? Quién sabe!! — No!. . . — murmuró, dando
la vuelta y tomando el camino de la ciudad.
Al siguiente día dijo a doña Pancha unas cuantas pa-
labras acerca de lo ocurrido, y no habló más del caso. En
\ ano Tacho, Solís y López le interrogaron algunas veces.
No volvió a mentar a Carmen. Supo que había salido de
I luviosilla, pero no trató de saber hacia dónde. Y no por-
que se hubiera ol\ idado de la joven, sino porque había re-
240
RAFAEL
DELGADO
suelto no hablar de ella jamás. Refirióle el mesero, y tam-
bién doña Pancha, la conversación de Alberto y de sus ami-
gos, cuanto dijeron acerca del rapto proyectado, y apenas
se dignó escucharlos y les contestó con una sonrisa des-
preciativa y profvm-da mente dolorosa.
Cuando Angelillo le llamó y le dio noticias de que Car-
men estaba en Xochiapan, repitiéndole cuanto la doncella
le decía, bajó la cabeza, como si buscara en el suelo la res-
puesta, y exclamó:
— I)í que no me has visto. . . No, . dile que yo le
suplico que no vuelva a pensar en mi!
Y dio la vuelta desdeñoso y sombrío.
241
A F A E L
DELGADO
A
C
1
Jw
A A'
D
R ■ í
4
XXXI
PROPUSOSK el padre Cjon/á!e/, desde el pj'imer Ji:
que paso (>arrp.eii a Xochiapan, ohsei'N ar la conducta de b.
|(>\en \' e^iiKliar su carácter e inclinacioneN, para dar perio-
ciicauíeiue a dou l.duardo noticias de su hija.
(,re\() e! C.in'a que era deber su\o hacerlo así, y come
jamás echaba en olvido, por desidia o negli^^encia, una obÜ-
í^acion, CA^A ^c-UAnA, con toda exaclitud recibía el capitalis-
ta u:\A carta del clérigo extensa y expresisa.
Los inlori-nes v noticias ciue venían de Xoclíiapan no
podían ser n^ás satisfactorios. "\o me arrepiento, amii;;o
mío, — decía el C^ura en su ultin^a cana, — no me arrepien-
iv) de haber accedido a los deseos de \'md.; todos estamos
sati^techos de la conducta de Carmehia. la señora nii
madre ya no sabe como elogiar las prendas \ cualidades de
ia )o\en; le ha lomado mu\' grande cariño, A' cada dít
Llescubre en ella r,Lie\'os moti\os de estimación, iiusebia,
mi iiodn/a. la quiere entrañableip.ente, de lo cual puede
decirse ^jLie es tener un peda/o de la turnea de Jesucristo.''
'(.omo yo n^c lo esperaba, se acabaron triste/as \' me-
Lmcolias: C.a:"mclita se \a habiiLiando a la soledad de este
[Hieblo; nianitiesta ijue \ i\e contenta a nuestro lado, cosa
«.)ue nos place sobremanera, y a todos nos regocija con su
tranca alei;ria. Parece un pajaro primaveral o.ue anda siem-
pre de aqu! paiM allá, alei^MMndo la casa con sus í^orjeos.
iiien hará \ ir.d. si le manda la ij,jitarra; ser\ irá para en-
tretener las hoiMs de íastidio \ hacer menos lari;a la jor-
jiada." . - .
W) observo en Carmen ini]uietud nmi;una; en s^s
con\ ers.iciones no he podido eiicontrar nada ([ue me revele
que esta enamoi'adilla. Sií;o creyendo que cuanto en este
sentido le contaron a N^iui. es pura calumnia y falsedad.
ÍÁ amor, an.i¿;o mío, es cosa q^ue ík) puede estar escondida;
24:
;: cada palabra se revela, v yo no descubro en Carmelita
:^.ida vuie confiíme la sospecha de Vmd."
"CÍarmelita es bien educada, fina y amable; tiene el ins-
-mto de !a distinci/)n. y da gusto verla servir en la mesa.
A poco de A ivir al lado de \'md. será una señorita irrepro-
chable. Ahora se resiente un poco dd'incílio en que ha vi-
vido . . (no se dice así en la jerga de los pseudo-filósofos?)
-ero, a juicio mío, todo es cuestión de tiempo y de medio,
Vmd. y la señorita Lola harán lo demás. Carmelita (así lo
;-,e coníprcndido por sus conversaciones) tiene una u-resis-
iibte inclinación a! lujo y al brillo. Estoy seguro de no caer
en error al afirmar que ve con tristeza la sencillez y mo-
í^esria de sus \estidos, y que desea disfrutar de cuanto por
]a clase a que pertenece y la brillante posición de Vmd. le
corre.M>onde. Todo esto es muy natural, y no debemos echar
^n saco roto el consejo de San Francisco de Sales a propósito
:X' esta inclinación al lujo; pero conviene irse con tiento;
lio por escapar de un peligro caigamos en otro. El amor
,\ Lis galas suele ser para las jóvenes a quienes la fortuna
no ha^isto con buenos ojos, la causa de Lmientables extra-
víos, y no pocas veces motivo de perdición. Que cosa mas
natural que la primavera quiera flores.^ Hay que satisfacer
^prudentemente ese deseo. Cada edad tiene sus juegos, de-
cían los antiguos; la juventud gusta de aparecer bien, ama
lo bello y sueña con las galas."
"Vmd. es rico, y por tanto no puede decirse que Car-
men sea pobre; pero como tal viste, y esto, a la larga, puede
iraer fatales resultados. La prudencia aconseja preverlos y
evitarles.''
"Creo de todo punto conveniente que Vmd. lleve a Car-
men al lado de la señorita Lola. Qué necesidad tiene de vivir
en casa ajena, con extraños que no sabrán, como nosotros,
isrlmar sus nobles cualidades?"
"He considerado atentamente las razones que usted ha
Tenido en cuenta para no dar este paso, y me parecen
.icbíles, muy débiles. Creo que los temores de Vmd. son
j.^f uudados."
243
L A
C A L A N D R>
A
"Dado d carácter de la señorita Lola, no hay que temer.
l'I día que \'nui. se decida a tratar con ella de este asuPito,
se \erá C(')nio esco}' en lo cierto. Al primer momento, es
iriiiv natural, se entristecerá, acaso rehuse; pero luego re-
cibirá a CJarmehta con los bra/os abiertos. Ten^.e \^md, per-
der la estimaciv'^n de su hija? No sucederá así; y aun cuando
asi fi'cra, eso seria mil \ cees prefe!-ible a que el mejor día
M- jalera c|ue \'md., que es para ella \'\\o modelo de amor
pat-.rnal, tiene ot'M hija, la cual no go/a de los bienes y
Cv)nuvjidades que por derecho le corresponden. Tal vez nñ
pupila, \i\iendo como vi\'e, no satislecha del frato y con-
sider.iCiones de \'md., para poner termino a la situación en
Lii'.e su irregular nacimiento la h.i colocado, se prende de
ur h'.mbre que no la inere/ca, del primero que le diga:
'\'ue bonitos oíos tienes!" n' haira una locura. í ía^o me-
n:o:ia de muchos casos scpiíejanies que siempre fueron de
I a i ales consec uencias. "
"Conque, a.migo n^lo, no x'acile \^nd., y decídase cuan-
to antes, a reco;;er a esta jo\'en, digna por md títulos de
niei^r suerte, Uios que \'e los corazones le dará a \'nnd.
Mi IvjndiCHjn."
"Me dice \':^i~!d. i]ue (lirmoliía no ama a su padre como
debiera.* ()uién tiene tie ello la culpa? Vmd. que no es con
ei'a vr.n anialr-le como con\iene. C)bséc'! uiela, amigo itiío;
n^MvJeie cualquier eos. , una de esas baratijas de que tariii)
i^:li i.m Lis mujeres; escríbale \^nd. que yo me encargo de
que ella coiiteste, aunqu.e sean cuatro renglones."
"\\\ la lista, l'.p. concepto de la sei~iora mi madre esto
es lo c^ue n\.is necesita nuestra pobre Carmen."
"l'róxiniairiente nos veremos. Debo predicar en San Vk.\-
fjei el día 24. No tenido muclias iianas de abandonar, ni
yi>i- u.! diA, a mis teligreses; pero el padre Onza me ha in-
\ ii;..[vj, V no he podido nc^irnie a la soÜcituel de mi buen
iP.ie^iro. Saidie ele aquí el 2} después de meclio día."
i.l vuiM no re>^M'es > a su curato sin \isi:ar a don i.duar-
d.-. i -.le, n-u\' agruleci'J.o a bv. b(;ndades del clérigo, le oi re-
ci('' peo-ai" de i;U''\o eri el asumo. Si no \ ariaba de opipio^i,
244 ^
w
iii
}l
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»
R
Á
f- A E L
DELGADO
VI
hablar. 'a con su hija, }' Carmen iría a vivir a la casa de su
padj\.
P;r;t lecibir al padre C^onzález se hacían grandes pre-
párate os en Xochiapan. Por deseo dé Carmen se dispuso
un:^ mc.ienda: tamales y atole de leche. Irían todos al alto
de los A;amos, y allí, bajo los hermosos árboles, sobre las
h(^¡as -;cis, tenderían el mantel. Carmen llevaría la irtiita-
rra, \ pasarían la tarde alegreme^ite. Doña Mercedes pre-
fería quc la merienda íuese en la casa, pero la joven con-
.sigtiio c¡ue se aceptara su propuesta. Fn los Alamos, sí, aquel
sitio era e'ocantador! Desde allí \erían aproximarse el co-
che. .'\:iropJO traería algunos cohetes, y la sorpresa sería
comph V Carmen preparaba los tamales, con el mayor cui-
dado, V ] usebia y doña Ivlercedes colocaban la leclie, cuando
aigUi^r. llamó a la puerta. i,a jo\en acudió: era el mdizuelo
de la carta.
— \;f¡orj, vir Jas cl nsl^HiS/j.
— -"nc; — contes'o) la ivu;u;pacha — di que no ha}' respues-
ta ?.le entiendes? . . \'ete.
\\ iTijio se fue. C^arivien no liabía contestado la carta
de Alb.r:o, ni quería hacerlo. La carta de! tenorio, atmoue
escrita con biabilidad y en extremo apasionada, no agrad(')
a la Caia idna. }il jo\en, en la creencia de que Carmen es-
taría .;i Xochiapan desespe'-ada y deseosa de salir de a'lí,
le pror-"'ía, después de muchas promesas y juramentos, ir
una n-fciie al pueblo, a luva hv-ra con\ envida, con el fin de
que, ^' ia jo\'en le quería, luisera de aquella casa.
"Xi) tei"nas, — de^í.i — ^oy \\\\ caballero, bien me cono-
cí te e\'í taras ciisgustos. Te amo, te adoro, }" por eso
.'-ngo esto. No es lí r.a tuga; eso seria indigno de
•. Ire por -í, te ti*, ere a r!u\"Íosilla, te pondré en
i respetable. Seremos leüces, alma mía. Si eí destino
e a nuestra ci.clri, seamos rpiás inertes que el des-
XW'O. *.^^'ue pueden, coiv. ra el amor la crueldad de ww padre
}' la -. cridad de un clérigo''' Te separan de mí, te alejan?
l'\!es L .:r!emos !a maldad ác (ojienes asi, envidiosos tal vez
c!e iii:;-:ia dicha, señaran dos almas nacidas para amarse,
245 '
ees, \'
te pv..
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todavía resuena t
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cemente en niis vhC.os e
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co
J,
de tus palaoras v la sentida
'1
me
lodía de tus cancí^
)p.
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Ámame como te an^o.
Carmela mía, ámame
:ia
b
i\\ tu^ a, V ei sueno q
oue acariciamos sera una rea
U
liJaJ
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uiertana levo v rele\() esta carta
-Oír
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3er to que esraoa en
Xocl
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? Sin duda el s^
san i a
'taño.
1
.|ue era ariiigo c
le Magdalena v de Jurado y que ibi todos
os )ue\es a
m
U\'10SI
lia 'había llevado la noticia,
Las f
rases c
le Alberto no le lle-aron al cora/on. ivesoU
vio no contestarlas y rompió la carta
1,
La Ueí^ula del padre González i ué de lo mas drertic
d:
J.
A 1
is cuatro salieron camino cíe
le los Alamos, con Antonio
\ sus hijas
1
is cua
les fueron invitadas por doña M-.
"Cedes
Se V
1
11 /o una hoi;uera para ca
lentar el atole, y ^Lu•cela y
C'armen tendieron el mante
'I. El
d<
ron, /
sacristán quedo ene a ri;acio
•1 carruaje. Apenas le coUimbra-
\ntonio V su hijo, tizón en mano, principiaron a arro-
de avisar cuando apareciera e
J
1.
ir los colieies, uno
tras otro, sin cesar. Las montañ;.> repe-
tían !Os e
los Alamos.
stalhdos, V entre vivas y aplausos
0l:
11
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1)
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espues
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a me ríen
onitas, ^' a
.1 la casa cura
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1. D
scurecer, a
ona
da cantó Carmen sus canciones
la luz de las teas, volMcron
1
Mercedes bajaba apoyándo>e en e
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razo de su lujo
C
.irmen conversa
-Q
'd
ue te contesto
ndo con el mona^
il
Dime, dlme, ahora que n.u^ie nos
uede oír
L! chico callaba, temeroso del efecto qtie iban
leí ef
ausar
sus pa
labr
is,
Responde, bobito, responde
— Me diio, — contesto
•I
muc
hacl
10, trabando >;.iiva-
rne dijo muy contrariado y mollino
1(
A^
oue
q
I)
acaba, por Dios
— Me dijo: dile que yo le suplico que
.li
no
uc!
r»ensar en mi
— b
— s
so te dijo
N
il A F A E L
— Aada mas.-'
DELGADO
alia,
pe.
— Nada
:1
mas
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se Tue sin quererme oír
D
icen
1 el patio, que se quiere casar con la hija de don Pe-
c Olí
Chol
— Quién te lo dijo?
— Pauhta se lo cont
o a mi mama.
en ti ras
le esa enrec
Jad
ora
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Al
-Pero )'o creo que Cabrie! viene man
nana
, poi'que ano-
che me piegunto que si la misa era muy tarde. Ahora qu
pasamos estaba en casa de R
a pedirle el caballo!
amon Pere
z. Se
ro que iué
El
rostro c
le 1
1 mucliac
ha, al
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to por la luz de la
u morado en aquel momen-
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cercana tea, res
Ah: L
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ntonccs m.iñana \ iene, An^^eHt
,>'
:o, mañana viene
^.1
246
24i
/
\
C A L A N D
R I A
R A r A E L
DELGADO
' XXXII
ALBERTO siguió cultivando l\ amistad de Magdale-
na, 'i'üdas las noches iba a visitarla, y no se retiraba de allí
antes de las doce. Algunas veces le acompañaban sus ami-
gos. De todos ellos, el más smipático para la mulata fué
Pepe Muérdago. Qué bien que congeniaron la sabidilla y el
parásitol las crudezas y malicias del uno eran el encanto
de la otra; las cursilerías v e! furor lírico de la de Jurado
ciaban al muchacho mucho que hacer y de qué reír. Mag-
dalena estaba muy pagada de la amistad de Pepe. Este no
tenía escrúpulos, ni se paraba en pelillos. Estaba Esto para
todo, siempre que se trataba de su amiga; la sufría con
paciencia, la llevaba al teatro y a los toros, con el mayor
gusto, ^'a los concurrentes y parroquianos de la cantina le
decían, en son de chanza, que había heredado la encomien-
da, y hasta suÜan llamarle con el apellido del director xle
7:7 F\aJ¡CLi¡. Pepe contestaba con una sonrisa, y no se le
daba un ardite cuanto dijeran en su contra. El sabía adonde
iba. XEigdalena pecaba de generosa, y frecuentemente, en
calidad de préstamo, recibi(S el parásito algunos duros de
mano d; su amiga. "Los préstan^.os del Gobierno! — murmu-
raba ésta. — Pero, como negar un favor a tan amable jo-
\en?" Cuando el bolsillo de Pepe estaba exhausto, y el mo-
zo quería ir al teatro. . . qué hacer? Cosa más fácil I
— -Mdel Vas esta noclie a la zarzuela?
— Iría Si tuxiera con quien. .
— Manda buscar los billetes. . . \o te llevaré.
Y la llevaba. Al terminar el primer acto ahí tenían us-
tedes a Merdago, haciendo su entrada triunfal, emre ios
saludos maliciosos y equívocos de los amigos y la nsa disi-
mulada de ¡as pollas que, desde los palcos primeros, medio
• 248
s
/
velado el rostro con el abanico, no perdían nada de cuanto
pasaba en el salón. Pene llevaba a la casa de Mai^dalena las
noticias cj la crónica escandalosa de Pluviosilla, el periódico
con los últimos versos de Peza o con la revista de un baile
famoso, y las novelas de Paul de Kock, amén de algunos
otros libritos de altísima temperatura y subido color.
Cuanco los cuatro amigos se reunían en casa de Jurado,
en torno de la botella de cognac y a la luz de aquella lám-
para .susodicha, se alborotaba el cotarro. Malenita en el sofá,
puesto un pie en e! escabel, cruzada la pierna y fumando
indolentemente un cigarrillo; Alberto con el aire de Byron
cansado y abtuTÍdo; Pepe, charlando por los codos, y Alci-
biades y Ciarlos, oyendo aquel mentir asqueroso, aquel ha-
blar de todo el mundo, viniera o no a cuento, y siempre
jnal. Ivluerdago Jio respetaba el buen nombre de nadie, y
hubiera sido capaz de calumniar a su propia madre, siem-
pre que de ello resultara que los que le oían dijeran que
tenía cliiste y que a nadie le perdonaba una falta.
— Xo lo creen? — decía — Pues no lo crean; pero el que
me lo dijo lo sabe de buer.a fuente. Llegó el marido, y mi
hombre que no tu\ o por donde escapar se escondió en el
baño, \' alíí ^y^^ó la noche! ...
— Pepe! No mientas! — exclamó Carlos.— ;rEsa señora es
toda una dama. Sólo tú puedes hablar mal de ella!
— L^o crees? — Bien se conoce que se te pasea el alma
por c! cuerno! De qué le NÍr\en los ojos? La otra noche, en
el te uro, ,*Ójo los ciegos no \ ieron lo que pasó. Pero, bien,
si tu K. quieres no sjrá, no es, no es nada! Mentiras de Cu-
chares! ^' oye, Alberiíü: \\ supiste dónde anida hoy
El Cai.;r¡dria ''.
— Necesitaré que tú nu^ lo digas! Tu sí que no sabes
j ' ' '
Cl'.Wl;.iC C^- L a . . .
~N
V^*^ I"iO sé?
lo sabes
/■i",,
-NO Jo o.
— Eío}' me dijeron que !a han \ isto en Veracrtiz .
— Ja, ja, ]x\ Tienes mojados ios papeles. . . Ahora sales
249
I A
A
A N
D R
I
A
con eso? . . Yo lo i>t' hace ocho días. El otro día que sa-
limos a rcpcvcntivla . .
Que quiere decn' eso? — preguntó Magdalena, con el
ínteres de un filólogo.
Correrla, Male, correrla .. —respondió Pep^\ despe-
rezándose en la mecedora.
—La orra ncKhe que salimos a ycpcycHtivld, o a correr-
la, como ustedes gusten, con un :>alÍito, se nos junto un
ami'H), V e>te, por casuahdad, cuando menos lo esperaba
yo, contó que en ... x
. — Dónde?
Qué te nnporta, Ciirlnircsl Deja hablar que en .
(donde ustedes quieran!) íuera de aquí, en el campo, va-
mos, en un pueblo, en la casa del cura, .vive una muchacha
que CAnxx v toca la guitarra Chicos! Mi hembra, que
dejando las pompas v vanidades del mundo, se ha retirado,
de orden superior, a la soledad!
— l\)drá ser otra
Xo, Ciu-híiVi's, la misn^ta. La paloma no ha escrito;
ni a mí, ni a Male
— Ingrata! — exclamo la de Jurado— Alberto: no vuelva
usted a pensar en ella. Asi son todas esas alzadas y vanido-
sas. A mí me debe favores. . . No lo digo por echárselos
en cara; pero la verdad es que me debe favores y conside-
raciones, 'v no ha sido la muy ingrata para escnbirmc si-
quiera cuatro líneas, dicléndonu': cujui isfoy! Tomen us-
tedes carifio v protejan a quien no se lo merece! Alberto,
déme usted ,su palabra de honor de que no volverá a pensar
en ella .
— Sí, Male, por qué no!
- — Bueno, me io pronu-te usted?
—Sí, Male. ' . , .
Carlos V Alcibiades, que asistían a esta escena sm decir
palabra, se' hicieron una señal de inteligencia, como di-
ciendo:— l-sta tiene celos!
Kstá bien — piosiguió Pepe — y qué has heclio?
Xada. . . No haVe nada. Acabo de prometer a ^Lde
2)0
K
i
I
r A R L
D E L Cr A D O
que no \ oh'eré a pensar en la encantadora, no lo has oidor
— Al c!i'cir esto Alberto, para que Pepe callara, le hizo un
guiño que Muérdago entendió ai instante.
^ — Ah! Entonces. . . negocio concluido!
A poco se levantaron los amigos. Magdalena se quedó
contrariada. Ya no quería que Alberto siguiera en la con-
quista.
Ln a calle, luego que L'risler y Cortina se despidieron,
Rosas k dijo a Muérdago:
— Imbécil! Con lo que me has ido a salir delante de
^Lií'daltna!
— Perdona, chico ¡Yo no sabía!
— Figúrate que antes, cuando se llevaron a Carmen, me
pidió que le siguiera yo el bulto a la tórtola ... Y ahora . . .
se espanta! . . . No se espanta; lo que sucede es que está
celosa.
' , — ^ tú qtic piensas hacer?
— Ir niañana al pueblo. Carmen está en Xochiapan, en
la casa del cura. El secretario fué quien me lo dijo. Yo lo
tomé por mi cuenta, le di unas cuantas copas y nie contó
cuanto sabía. Carmen no sale para nada de la casa cura!.
El secretario es un buen chico, y, como desea que lo reco-
miende \o a Mendieta, para que éste le consiga un empleo,
me oí recio que haría llegar un-.x carta a manos de mi hem-
bra. Lo llevé a casa, puse una carta, como hala, y se la di.
Eloy recibí, hace un \\\Xx), al llegar a la casa de Magdalena,
wnx caria del secretario, en la cual me dice que mi epístola
fué entregada en presencia suya, pero que Carmen no hi
contestado, ni ha\ esperanzas de que lo haga, porque al
criado que él mandó por la respuesta, mi tortolilla, que se
me está poniendo arisca, lo despachó con cajas destempla-
das. \x .ves que es pieci>o ir a Xochiapan para explorar
el terrero. A mí esta no se me escapa. Ya esto}' cansado
lie Magdalena y de , que me lea las poesías de Acuña. .
Jurado liega de un ¿'\.\ a otro, y es preciso dejarle su tesoro.
^^lmov mañana a Xochiapan?
— Iremos.
2)1
/
p
A
C A L A N D
R T
— Tienes cabLillo? Si no tienes te prestaré el tordillo.
No le tencas miedo: es un caballo para cachalotes cuir.o tú.
— C^ómo te explicas el cambio de la muchacha?
— No me lo explico. No te he dicho que estaba yo al
pelo!
— Pues vo sí me lo explico. Y\ curita ese la tiene en un
puño. Para eso se pintan los 1 ralles . . Ni duda t. quepa!
— Crees?
— \\ival Lo que conviene es s;icar a Carmen dj v\\ . .
— Ya le propuse en mi carta que iria por ella
— Es con. veniente aburrir al fraile para que a-:, por
cuitarse!.^ de encima, se la mande al tata. Aquí }- \ ere-
mos
— ConíoriTíes, pero eso c.';mo lo con^icguimos.^
— len-o un plan. L'n p.irraMto en ¡i¡ Rüdica.. c. cien-
do lu que tu quieras, cualquier cosa (]ue hav^i -^.r las
estrellas .il cura, y ya verás el resultado.
h\<:o. chico, eres hon^bre de talento, no c:-l : Jud:)!
V
W'nte a cen.ar conmuto I
— A::dui¡Ui),
\\
K
A
F A E L
DELGADO
252
XXXIII
DÜRANTP la cena estuvo Carmen silenciosa y pen-
sativa. Ni la afabilidad del padre González ni el buen hu-
mor ce Angelito la hicieron sonreír, y eso que el monago,
ah'co de tamales, no prol)o un solo platillo, y pasó el tiem-
po chu'lando como una cotorra y remedando al sacerdote
que htbia cantado ¡a n^iisa el día de San Rafael. Imicaha
los gestos y la voz del clérigo de tal modo, que el Cura no
pudo menos que confesar la exactitud de aquella irrespe-
tuosa imitación, y hasta olvidj reprender al píllete, como
tema costumbre de hecerlo siempre que éste se permiiia
tales faltas en la mesa. -
Carmien, siempre dispuesta a celebrar al chico, pcrr.ia-
neció sin despegar los labios, y luego que el Cura recibía
la oración por los dííuntus, se despidió de todos y se retiró
a su cuarto.
— Vendrá Gabriel, — cavilaba — vendrá. A qué preguntar
la hora de la nusa? Sin duda que cuando Ángel lo vio en
la talabartería de Pérez había ido a pedirle un caballo pa-
ra venir a Xochiapan. Ramón es buen amigo: le prestará
el Gai/liín, un colorado s.ingre-linda, que da gusto verlo!
Mañana cuando den el segundo repique ya vendrá por el
llano, pensando en mí. Hace tanto tiempo que no me ve!
Ya me parece que lo tengo delante, muy plantado y muy
guapo; ya me parece que lo veo atravesar la plaza, hacien-
do caracolear el caballo. De buena gana me iría tempranito
a los Alamos para columbrarlo desde allí; y cuando em-
pezara a subir la cuestecüla, me escondería yo entre las
matas ])ara mirarlo a mi gusto, sin que él me viera, y desde
mi escondrijo gritarle: Gabriel! Gabriel! A que no espera-
bas encontrarme aqu! O cuando él pasara, cantarle:
25}
<*
R A F A E L
D E L G A D O
JA C A L A X D X ! '.
T.ni! T.nil Niini. a I ii ¡utnia,
Haiiiíindo Aiuor ísfJ . .
Pero no, eso es imposible. Vamos a dormir, a dormir,
p.u\x lev anearse lue-o que Dios mande su luz. Si me duermo,
ouo no me dormu-é, m.e despertará el toque de alba. Es ne-
cesario andar de prisa. Temprano arreglare la casa para qu'
a la hora de almorzar no quede nada por hacer. No ire i
la i-lesia hasta ouc dejen la misa. Instalada en el corred-r;
veiL^ llegar a Ciabriel. Ah, señor mío! Hasta que nos vol-
\imos a ver!
la joven se durmió dulcemente, soñando con el ebanis-
ra. Y dicho v hecho: antes del alba ya estaba en pie. A la>
luieve saco aí corredor una mecedora, y en ella tomó asiente
para esperar al mozo.
La plaza de Xochiapan, solitaria como un páramo du-
rante la semana, se ve muy concurrida los domingos. F>.¿
¿[a es el t/cin;;nis, y de la Sierra, y de las cercanas ranche-
rías, acude mucha -ente: unos a vender y casi todos a com-
prar, los indios traen frutas, semillas, le-umbres, y hdvl'j-
iiHi; al-unos ponen a la venta pañuelos y -eneros de .xVc^O'^
áon; Otros, luciendo oficio de buhoneros, andan de aqu'
^^Mvx allá, ofreciendo sus baratijas: espejos, cuchillos, collares
d-: cuentas azo-adas, estampas de santos, agujas, organillos.
l\>do pregonado al son de una nausica plañidera y monó-
tona, al son de un violín de apagadas y gemidoras voce>.
Los rancheros vienen generalmente a caballo, muy afea-
dos, vestidos de blanco, \on sombrero de palma y bota>
de vaqueta amarilla. Llegan a ultima hora, oyen misa, hacer
sus compras, v después de echar un trago con sus ami-o:^
V compadres en la tienda mejor surtida, se vuelven a su^
ranchos, a sus ganados y a sus cafetales.
Los indios levantan el campi> a medio día. Algunos s-
quedan a beber aguardiente, v -c retiran al caer la tarJ.v,
en completo esi.uio de ebriedad'. Asombra ver como ixo pa-
recen d.-peñados en los precipicios por cuyos bordes pa-ar.
\acilaiues \ rendido:» al peso de la carga.
1^
» I
La campana llamaba con urgente clamor: cerrábanse las
riendas, y los vendedores dejaban sus puestos al cuidado de
.os niños, para acudir al templo, y sólo el secretario y el
maestro de escuela, los cshívitiis fitcvti's de Xochiapan, que-
daban en el portal de la casa del Ayuntamiento, cuando
apareció en la plaza, jinete en el colorado sangre-linda, el
ta.n esperado mancebo. Apenas pudo verle Carmen que a la
sazón entraba en el templo; viole, y el corazón le dio un
vuelco, y sin cuidarse de que alguno la observara salude)
al ebanista, agitando el pañuelo; pero Gabriel que no ad-
virtió el saludo, sigui(') a! paso hasta la tienda más cercana.
Cuando Gabriel entro en la iglesia llena de fieles, la
misa había empezado. Una murga infernal ensordecía el
recmto. )• el Cura entonaba con \ oz Aibrante y sonora:
¡Gloviíi in cxcclsis Dcol
Colocóse el mancebo en buen lugar, resuelto a oír la
misa con la ma}'or devoción; pero no pudo conseguirlo.
Allí cerca estaba (Carmen; allí estaba la mujer por quien
hubiej-a dado cuanto tenia, hasta la \ida. No quería verla,
^ sm e nbar«;o no hacía otra cosa. \'olvía el rostro hacia
el altar, y sm saber como, cuando menos lo pensaba, ya te-
nía los ojos fijos en la doncella, cu)m linda cabeza, cubier-
ta con el vci^ozo, no permanecía quieta un solo instante,
\oIviéndose a todos lados en busca del ebanista. Gabriel
procuraba permanecer oculto detrás de la estatua de San
Isidro, .]ue colocada en una mesa, rodeada de velas y ác
ZVAnács ramilletes de rosas de papel, le servía de biombo.
;A qué había ido.^ 1 staba resuelto a reanudar los In-
teirumpidos amores? C^edía a los deseos de Carmen? Había
ido a mirarla, no qtieriendo verla; había ido a Xochiapan
arrastrado por unA fuerza irresistible; pero no cedería. Có-
:-no apartar de su menioria aquel beso, aquel beso tronado,
qtie él no había oído y que, sin embargo, para él resonaba
como una injuria, como una palabra insultante que piílc
-an-^re? Y va la JLibía \ isto; allí estaba, cerca de él, bella
como nunca.
Al termina'' el olicioj al ¡te mise cv/^ salió Gabriel de
2)5
2>4
> 1
A
A
A N D R I
V,
prisa, de modo que cuando los fieles volvían al mercado ya
el estaba a punto de montar. Al cruzar la plaza se encon-
tró con unos rancheros amigos suyos, muy amables, los
cuales le invitaron a tomar una copa, y luego a comer, al
rancho que no estaba distante. Accedió; necesitaba dis-
traerse.
Para salir de la plaza, rumbo a la casa de sus amigos,
era preciso pasar por el costado de la iglesia, casi entre las
illas de los vendedores.
II Cura, doña Mercedes, Angelito y Carmen estaban
en el cementerio. Gabriel no quiso ni se atrevió a saludar
a su amada; volvió el rostro a otro lado, pero pudo observar
V sentir la mirada de aquellos ojos ardientes fija en él, una
mirada profundamente triste, que le llegó al corazón.
Después de la comida regresó al pueblo para tomar el
ca!nÍ!io de Pluviosilla. Los rancheros quisieron hacerle com-
pañía; pero él no la aceptó. Quería estar solo, solo, para
meditar en un pensamiento que hacia varias horas le per-
se.i^uía.
— Me ama I — iba pensando al entrar en el pueblo — Me
nmal Pobrecil'a! He sido cruel con ella . Debo perdo-
narla por qué no? Seré generoso, lo olvidaré todo. .
Las encrgicas resoluciones del mancebo se tornaron en
un scinin:ier;to de tierna compasié)n. La dignidad y la alti-
\c/, de las cuales diera un nvjs antes tan nobles muestras,
cedían ahora a los inunilsos del corazón. x\'o podía más.
C ar;ian fiun (aba; triunfaba el amor.
— Líab^-aré con ella, sí, le hablaré; le diré que la amo
c.i toda v.ú :i\n^A\ aue no puedo olvidarla; que no puedo
Mvir sin eiL.I Le dné que la perdono; que volvereirxos a
ser f jilees. Pobre. ita! í'siá pAHda, enferma. . . Yo no quie-
ro aiinxMU.ir su des-racia.
Al fin de la calle, por doivJe a la sazón caminaba, \ ió
e^ ebanista dos de a caballo: uno a ¡a inglesa: el otro en
silLi vaouera. Por el aspecto, gente de Pluviosilla.
Los jinetes se detu\ ieron a una cuadra de la casa cural.
256
RAFAEL
DELGADO
El que vestía de charro se bajó del caballo, y recatándose
avanró a lo largo de la cerca.
Una horrible sospecha pasó por la mente del mancebo.
No tardó en conocer al cauteloso.
Mientras éste seguía en acecho, como esperando una
seña para acercarse, Gabriel tomó por el callejón de la de-
recha, luego volvió bridas hacia la izquierda, y cruzó, paso
a naso, frente a las ventanas de la casa cural, a tiempo que
Rosas hablaba con Carmen en la reja.
Su primera idea fué matar a su rival, como a un
perro, y luego a la infame que le engañaba de ese modo. . .
pero . estaba desarmado!
Maldijo de su mala stierte, vaciló un instante entre que-
darse o irse, y por fin, azotando al caballo, siguió casi a
galope, por el camino de Pluviosilla.
257
la C.-:Kindri.i, s>
<^'
I A
C
A L
A y
y
R
\
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XXXIV
ROSAS V Muérdago pasaron el resto de la tarJe trin-
cando con er secretario y el maestro en la casa municipal de
Xochiapan. Al obscurecer entraban en Pluviosilla.
Chico: — decía Pepe — hicimos el viaje inútilmente.
^' wiya si hav terreno de aquí a Xochiapan! No te quepa
la uKMior duda: el clerizonte ha cambiado a la muchacha.
Desengáñate, Míster: esas aves nei;ras del romanismo do-
minan el mundo desde el confesonario. Tu no quieres creer-
lo porque tienes sangre de mocho. No puedes olvidar que
tu padre fué Comisario Imperial. Eres rico, y los ricos son
por instinto aristócratas, de trono y altar. Aunque no lo
quieras confesar tienes todavía los resabios del cole-io .
\ sobre todo, Albertín, eres rico Si yo lo fuera!
— Serías monarquista! La palomita está vanada; pero
yo no creo, como tu, que ese cambio sea debido a las m-
fluencias del cura.
— Ese clérigo es hombre listo! No lo has oído predi-
car.' Pues, chico, es hombre que lo entiende; habla bien.
I s.q iiente de corona sabe de qué color es el aircl No lo
Judes, tiene fanatizada a tu Dulcinea.
— Para tí todo lo malo que pasa en el mundo es causado
por los clériiTOS. . . Ya te vas pareciendo a tu amigo Ju-
rado Desde que heredaste la enrouüeJiila, como dice
Cortina, te has puesto insufrible. El mejor día te haces re-
dactor de Fl RadicaL
— Alto el fueiro, Míster! Unos son los de la lama, y
otros . . Todos me hacen cuco; todos se burlan de mí:
dicen que jurado me dejó la carga y tú eres el apro-
> echado. Tú rompes los platos, y yo los pago, tú er
.-> el de
\
R
A
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\ E
DELGADO
2)8
los lío^. '/ yo el de la fama. Bueno! Bueno! Para eso está
A sufrxio de Pepe! Para eso sirve el pobre de Cuchares!
— la. ja, ja, ja! — prorrumpió Alberto, riendo a carca-
jadas.
l-a^:a aquel punto las cabalgaduras iban apareadas. El
camino principiaba a ser pedregoso, como en todos los arra-
bales Ce Pluviosilla, y Muérdago se atrasó unas cuantas
\ aras. A poco logró alcanzar a su compañero.
— Si mañana, — continuó Pepe, reanudando la conver-
sación— si mañana Carmen levanta el vuelo y se escapa
contigo, ya verás lo que dicen todos: Muérdago! Muér-
dago ;E1 tenía que ser! ;No saben ustedes lo que ha hecho?
^•No? Pues sedujo a una joven; asaltó la casa del Cura de
Xochiapan. . . y se llevó la [neiidal
— Ja. ja, ja, ja! Y tú, que eres un buen amigo, cierras
el pico, y no dices ni sí, ni no!
— "1 pierdo sin jugar. Todo por mis amigos! Valientes
amigos ü
— Por eso te queremos todos. Y no te hagas el inocente,
que bien sabemos tus fechorías. Tú sabes la Biblia, chico,
íiencí n^undo, experiencia, y nadie te engaña. .
1 o^ jóvenes detuvieron los caballos para dar paso a un
coche ce alquiler, que a la sazón venía avanzando lenta-
mente por el centro de la calle desempedrada y lodosa.
— Y dime, Albertín, — prosiguió Pepe, luego que pasó
el carruaje — abandonas el campo?
— Qué hacer! Está muy arisca. Ya lo viste: si no es
por el muchacho ni siquiera la veo. Muchacho más listo!
— Pero vamos. Que te dijo Carmen?
— Me despachó con cajas destempladas, y hasta me ame-
i\az(') con llamar al cura.
— /Entonces a qué salió? *
— Xo salió. Estaba en la reja. El chico me hizo una
seña, ^ me acerqué. No hubo manera de escapar. Estaba
mirando un retrato
— El retrato del clerizonte! Aquí hay intríngulis, Mís-
icr . Ese fraile sabe a su casa. . .
259
^
V
CALA
•» T
i\
D R I
I'.
— Tienes una lengua de víbora, Cíí chaves!
— lengua de víbora? Sigue . .
— Xo tuvo escapatoria . . Y, chico: que no. y que no;
que no volviera yo; que lo pasado, pasado; que ya no me
euiería, y que no volviera \o a molestarla; que ib.i yo a cau-
sar disgustos al cura. . .
— Siem.pre el cura! , ' .
— Insistí, rogué, suplique; pero ella, en sus trece! Vá-
AMse usted! Vávase usted! ... . decía. Y para remaro de cuen-
tas, a! \ er oue no qui^e irme, me dio el portazo.
-Chico, no le des vueltas al asunt
o . . . En L;:o sí pue-
de decirse como en la comedia: aquí .\n¿.\ la m.ip.o «.le cloii-
Wiicaiiii! Aquí, anda la mano del clérigo!
— \o, Cnclhivcs. Yo así lo dije en la carta, puro r.o lo
crea^. Lo que pasa es que la muchacha comprende. . . (y
tiene ra/onj que yo no lie de casarme con elíi Olió
ei queso, }' dice: nones!
— \ as a levantar el campo?
— Pues lo dejare. . . l.l gusto será para Carlos . . No
\\\s obsersad'j que no está por el artículo? Cue>t; n de fa-
nulia.
-0\e, Míster: qué apue^t.;<^ a que si Q-ycn^.cw sale de
la ca^.i de! i ralle, se ablanda, )' entra al qmcrof
— Crees? '
— Que ."¡puestas?
— Ya y'io claro, chico, y no traga el anzuelo, li^tá en su
derecho.
— Qué apuestas a ciuc si sale de allí se ablanda?
— l:n eso está el busilis! La env^^resa me parece difici-
hlla...
— Qué! Ls de lo más fácil' \''amos, apuesta: un al-
muerzo?
— Apostado.
— ;(^on cLuíiu pa^iic?
— Como til gustes.
— Corriente. Yo te respondo que dentro de — y casi
entre dientes hizo una cuenta de días. — Yo respondo que
260
R A ¥ /\ L L DELGADO
antes del quince de no\ iembre la Calandria está en Plu-
viosilla.
— Y laego?
— Almorzaremos espléndidamente.
— Y Lici^o?
— Fso es cuenta tu\a. Sólo me comprometo a que salga
de Xochi.ipan!
— Cómo?
— Ese es mi secreto.
— Ah! Un pcirraíito en el periódico. . . no es eso? Ra-
zón tengo para decir qu ,' acabarás, en redactor de El Radi-
cal. C^uidado con lo oue vas a decir. Cuchares!
¿:
-No tenidas cuidado
ibre
1 j.-.
que tu nombre no saiura a
.inzar.
— Así lo entiendo; pero tú eres muy capaz de calum-
niar al cu'a . . \' e-,o sería luia iniquidad, una cobardía. . .
-Eso va de mi ciien.ta,
— Sí, eso sería villano . .
— Temes perder la apuesta.^ El trato es trato. . .
— Y no lo desato. Lo dich.o, dicho!
Los jiiK'tes se apearon en la casa de Rosas, y niienrras
el caballeri^igo paseaba las cabalgaduras, los jóvenes se iue-
ron a pasar el tiempo a la cantma. Allí ios aguardaban Al-
cibiades y C.ii '-os.
261
y
L A
A X D R 1 A
R A F A E L
DELGADO
XXXV
rSl- di.i llegó fuiMclo de la Cost.i. Kl Juez de Tuxtla
quedaba amaestrado en ios tiquismiquis de la tramitación,
y el tinterillo tornaba a sus lares, al romántico amor de
Malenita, a los trabajos del empleo, y a las brillantes y glo-
riosas labores del periodismo.
Ya los amables lectores de Rl Radical echaban de me-
nos las lucubraciones de don Juan. Aunque muchacho de
porvenir, y digno y aprovechado discípulo de su jefe in-
mediato, Arturito Sánchez no había sabido mantener el
interés del semanario. El escribientillo, que había dejado los
estudios para meterse poeta, no servía para escribir un
periódico serio. Hacia sueltos y gacetillas, pero débiles e
insulsos. Su fuerte eran los versos,* las décimas rimbom-
bantes y las odas sibilinas; los hemistiquios hiperbólicos y
las sandeces nebulosas que tan bien se adunan al patriotismo
rimado El periódico, falto de artículos de fondo y so-
brado de coplas, iba decayendo. Diez personas habían deja-
do la subscripción en Pluviosilla, y otras tantas de fuera
respaldaron las libranzas postales, alegando que no habían
lleeado a sus manos muchos números. Esto era muy grave:
a ese paso el periódico moriría en pocos meses. Los amigos
de jurado v sus compañeros de monipodio se quejaban de
que lílRadical no publicara, como en otro tiempo, con au-
xilio de un pastor protestante, anicricanizaJo de pies a ca-
beza, y furibundo roedor de encíclicas papales, aquellos
célebres artículos, levantados y briosos, elocuentes y terri-
bles, a los cuales debía el semanario la fama y el renombre
de que gozaba en la República, particularmente en ciertos
Estados de la frontera.
262
Si la pluma del tinterillo corría sin tropiezo, asentando
declaraciones y comparecencias, redactando exhortos y expi-
diendo citas, a la hora de escribir un editorial, suelta, lige-
ra, envidiable, ni la verdad la detenía, ni la gramática le
marcaba el alto.
!Qué aplomo para tratar de los asuntos más difíciles!
Qué suficiencia la suya para desmenuzar los dogmas y las
ínstitucioies católicas! Que pasmosa erudición cuando to-
maba por su cuenta a los Papas! Citaba hechos y autores;
hacía los paralelos históricos, al volar de la péñola, y pe-
netraba, con audacia de benedictino, hasta lo más hondo
de la historia eclesiástica, siempre lleno Je brío, siempre
declamando.
Y qué estilo! Aquello sí que era estilo! Galano, flo-
rido, brillante! Malenita contaba en el patio que Jurado le
había bebido los alientos a Castelar. Para el tinterillo no te-
nía escollos el idioma, ni arcanidades la ciencia, ni obscu-
ridades la historia, ni había libros, ni era necesario estudiar.
Libros? Quiá! No tenía tiempo de leerlos! Su biblioteca
estaba en los periódicos, en el cambio, en el cambio inmenso
con que todos sus colegas del país y del extranjero favore-
cían a El Radical. Para Jurado no había dificultades: fingía
comunicados, fraguaba correspondencias, inventaba redac-
tores incógnitos y colaboradores asiduos.
Como polemista no tenía rival. En eso había que verle:
enérgico, altivo, sin conceder a sus contrarios lo más míni-
mo, tratándolos con desdén olímpico, sin rendirse jamás.
A(juí quedamos; — escribía siempre al terminar una con-
troversia,— aquí quedamos, en la brecha, alta la sien y mu-
cbo más alta nuestra hermosa bandera!
Ordinariamente la tomaba con los clérigos, y contra
ellos desahogaba todas sus iras, máxime ctiando empuñaba
la pluma después de una reyerta con su romántica compa-
ñera. Entonces escribía por estilo jocoso unos sueltos con
mucha sal y pimienta; párrafos que eran una delicia para
^Llgdale^.a.
263
A
C A
N D R
RAFAEL
DELGADO
Trabajaba don Juan en la redacción cuando se presentó
Muérdago. Arturito, paseándose a lo largo de la pieza, en-
cendidos los ojos, revuelto el cabello, húmeda la frente con
el sudor de la inspiración, buscaba consonantes.
— Se puede? — dijo Pepe, asomándose por la puerta.
Nadie respondió. El alma del vate, poseída del Numen,
vagaba por los espacios siderales en busca de rimas astronó-
micas, y don Juan ponía en tortura su talento para de-
mostrar que San Pedro no estuvo nunca en Roma.
F.n las primeras cuartillas lanzaba una tremenda filí-
pica contra el Vaticano, v luego, tras de muchos pcfrin/s-
jiios \ Ihiiil/iiisiJios, y después de citar los nombres de Baur
V de Mcverhoff, de Schewegler y de Zeller, aprendidos ese
mismo á'\:\ en no sé qué folleto protestante, quiso entrar en
materia. Y allí empezaron los aprietos )' dificultades. Es-
cribía un párrafo, y le tachaba; volvía a escribirle, y le
\oi\'ia a tachar.
— So puede? — repitió en vano Muérdago; ninguno le
oía. Id poeta andaba en aquel momento por el Can mavor,
empeñado en robarse a Sirio para encajarle en un.\ décima.
I! peri«)dista, alta la pluma y fruncido el entrecejo, decla-
maba en \ oz baja un periodo majestuoso y punticomado.
— Caballeros. . . buenas noches!
— Adentro! — contestó el tinterillo, dejando la pluma
impacientado y poniéndose la mano sobre las cejas, para
\cr quien ci'j. el impofruno que \'enía a interrumpirle en
si!s LU^orj^ dj crítico. — Que se ofrece?
— Acaso lie.ro a mala hora. . Está usted ocupado v. .
— Aii! Si eres tú, Pepillo! Tanto gusto de v-jrte! Ya
Male n^<' clió anoche tus recuerdos . . Acerca esa silla . .
— '.i^nio haber llegado en momentos en c|ue, sin duda,
esta i:-íed procurando uno de esos artículos de sensación
que K)s luctc^res de 1.1 RíU¡/(íí! saboreamos alegremente. A
su tíentpo tendré el placer Je felicitar al autor. Ya \eiemos
qué novc;lades nos trae usted de la Costa.
— Gracias, Pepillo, gracias! Eres muy amable! . . . Es-
264
toy escribiendo un editorial, que. . . ya verás!. . . ya ve-
ras:
— No, amigo mío: a cada cual lo suyo y justicia para
todos. Qué tal fué de viaje? ^
^ — Bien, Pepillo, bien! Tuve que trabajar con el abogacro
lo que no es decible. . . Estaba a raja!. . . Pero. . . que
quieres, chico! Me lo recomendaron del Tribunal. . . Vamos,
vamos. . . qué se te ofrece!
Muérdago volvió la cara, temeroso de que alguien es-
cuchara lo que iba a decir. El poerílla estaba en la acera, pi-
diendo a las constelaciones una palabra terminada en irio.
Ya Sirio fulguraba en el séptimo verso de la espinela.
Aquí le traigo a usted — dijo el parásito, quedo y con
sonrisa maliciosa,— un parrafejo para el periódico del do-
mingo. Se trata de un asunto que me interesa. . .
— Veamos! — exclamó el tmterillo, tomando un papel
que le presentaba Pepe.
— Eo Que en él se dice es rigurosamente exacto.
.Jurado leyó hasta el fin, y exclamó:
Es posible.' Esto es atroz! Quién es ese fraile?
— Un tal González. Uno de tantos!
— Ah! El predicador! Buenas ganas que le tengo. Es
audaz como pocos!
— Así son todos esos pájaros!
— Déjate, Pepillo! Hasta que le pesqué una!
" ' Don Juan volvió a leer el pliego.
De suerte que ese fraile tiene la culpa de que la jo-
ven no se case?
Ki más ni menos. El novio es amigo mío, ya no sabe
qué hacer, y le dije: Calma! Calma! Yo veré al amigo Ju-
rado, V ya verás
\ 'sí que vera! — interrumpió el tinterillo. — Esto vie-
ne que ni de molde. Eigúrate que, durante mi ausencia, Ar-
turillo no ha hecho más que publicar coplas y más coplas .
Eos am.o^os y los subscriptores están descontentos. . Con-
viene da^rle al periódico mayor interés. Saldrá tu suelto,
265
m
L A
C A L A X D R I
A
saldrá. \'o\' a hacerle unas cuantas correcciones, de estilo
Ya verá el predicadorcito que le sabemos todis sus picar-
días . .
Xo le quedarán g?,n.\<; de volver a sus cofifcvcuc'uu, ni
a citar latines, ni a decir tantas necedades de los libres
pensadores. \'a a caer tu suelto entre los fanáticos. . . co-
jno ima bomba!
— Quiere usted que lo firme \'o?
— No, Pepillo, no es necesario. Tu suelto no trata de
política. Además, ya sabes que cuando yo acepto un escri-
to }'o respondo!
— Pues mil gracias, amigo mío. . -. y adiós! No quiero
quitar a usted su tiempo. . .
— Espera.
Don Juan leyó otra ve/ el suelto. y\l concluir, dijo ma-
liciosamente a. su oficioso colaborador:
— Y la chica . es guapa .^
— Que si es guapa! De lo que hay poco! Un palmito
de ¡H\ pe, y doble u.
— Usted la conoce bien! Se trata de Carmen, de la Ca-
¡íUidria, la hija de . .
—No me digas más, Pepillo. Algo de eso me contó ano-
che Male No te parece que será bueno arreglarle al-
go algo así, como de un conato de seducción?"
— Lo que usted quiera. El objeto es que el curíta ese,
asustado con la grita que se levante, no retenga más a la
muchacha, y la deje volver a Pluviosilla.
— Comprendo! Comprendo!
—Pues gracias, don Juan, gracias y hasta más ver!
— Que te vaya bien, Pepillo! Ya sabes que el periódico
está a tu disposición . Lo que tú quieras. . . Eres de los
nuestros!
Salía el parásito, cuando don Juan le gritó:
—Dispensa. Oye: si vas por allá, dile a ésa que no
me aguarde a cenar . .
•" — Con mucho susto!
266 * ■
*íi
R A V A L L . DELGADO
Retiróse Muérdago, y el tiiucrillo volvió a su artículo.
Siquio escribiendo, y tachando, volviendo a escribir y vol-
viendo a tachar. Por fin, plagió escandalosamente los di-
chos del folleto metodista, en que había leído lo del pcfri'
}i!Siiiü y lo del pJiilifJismo, y ni así consiguió lo que quería,
esto es, probar que San Pedro no cstu\o nunca en Roma.
■ifi'
'^ ¿L "
y
L A
CALANDRIA
XXXVI
1-STABA Carmen en la Plaza con doña Mercedes,
¡naciendo las compras, cuando los dos amiiros Ucearon a Xo-
c'iiapan. ios jóvenes fueron directamente a la Casa Mu-
nicipal en busca del secretario. Allí dejaron las cabaiira-
cíuras, V salieron Kiecro rumbo a la ii^lesia.
i..\ )oven, que no esperaba a(]ueila visita, sintióse al
verlos sobrecogida de súbito e inexplicable miedo, v pre-
textando no se qué cosa se volvií) a la casa.
1 os caLneras entraron en el templo, y a poco andaban
recorriendo el mercado, deteniéndose en cada puesto, y
dirigiendo a las indígenas vendedoras, preguntas inútiles y
bromas de mal gusto, Al pasar junto a doña Mercedes la
saludaron atentos y respetuosos. Atrajeron la atención de
la ai-iciana, a la cual, por lo amables y comedidos, le pare-
cieron un dechado de iinura y cortesanía, iban y venían
de avjuí para allá, sin perder de vista la casa cura!. Como
no \ier,^.n a la joven, renegaban del encierro a que la te-
nía condenada el cura de Xochiaoan.
Doña Mercede- no reparo en que rondaban ¡a casa, y al
\()I\ei- de compras, cuando \aciaba en la mesa del comedor
Ía cesi.i del recaudo, di jóle a C^armen:
— \ isie a esos jóvenes qtie lian llegado?
— Si, señora.
■ — 1 (>s conoces?
— bos he \isto en Pluxiosilla, pero no sé su noir.bre.
— ficnen aspecto d^^ ser muy am;.b!es y íir.os
— Sí, señora.
I. a ¡osen se retir(') a los departamentos intei-iores. Tíuía
de Alb. rto. i.e conocía; sabía que era decidido v audaz,
} ']L!¡sj e\itar que hablara con ella. Wilid más permanecer
268
R A F
A E L
DELGADO
en el comedor; allí estaba segura, hasta allí no podía pene-
trar la importuna mirada de aquel liombrc, a quien c^!a
— así lo pensaba Carmen en aquel momento — había amado
un día, ni im día, una sola noche, con olvido del bueno y
cariñoso de Gabriel. Pero la curiosidad femenil es invenci-
ble. 1 a muchacha se dijo:
— PücJo verlos sin que ellos me vean. . .
— Y se fué a su cuartito, cerró la vidriera, y allí, de-
trás de la cortinilla, sin peligro de ser vista, se puso a obser-
var a los dos amigos que, refugiados a la sombra de un fres-
no, niir.ihan sin cesar liacia la casa, conversaban y reíaii.
— Qui:n será ese jv)ven? Yo recuerdo haber visto esa
cara . En qué parte? En casa de Magdalena? No, porque
allí el úni.o de los amigos "de Alberto a quien traté, era el
escribicnnlio, el que hace versos. En el baile de Solis? Tam-
poco.
Quien sabe! Pero ella le conocía. Y" por cierto que era
nun antipático. Guapo y elegante: Alberto. Qué bien le
sentaba ci traje de charro! No tanto como a Gabriel. Este
sí que tenía cuerpo para lucir un pantalón de montar con
rica botonadura de piala. Alberto era muy delgado, y a los
hombres .->>! no les va bien ese vestido. Pero, en cambio
era biun r.^ozo. Ikicnos ojos, barba negra, buen tipo, bonita
fÍLiuri. Realmente Alberto la quería? Era un calavera, un
perdido . Gabriel lo había dicho, y Gabriel sabría por
qué.
Mientras Carmen pensaba en todo esto, los jóvenes can-
sados de observar lo que pasaba en la casa del Cura, se
fueron paso a paso hacia la tienda. AJlí estaba el secretario
en esj^era de ellos.
Tomaron unas copas, — Carmen los vio muy bien desde
la ventana — y luego pasaron a! Juzgado. Allí, sin duda,
iban a cerner, porque c! conocido indizticlo entraba y salía,
llevando platos )' botj'ias. .
C¿ivrin seguía eji la ventana, pero ya no pensaba en
A.lberto. No podía ol\ idar al ebanista.
— \ :':;:■ — decía para sí — \ino, pero valía más que no
269
/\
A L
A X D R
j
i
A
K A 7 A E L
DELGADO
\
auc
luibiciM vcniJo. \ cndría sin duda por curiosidad, porque
no puedo convencerme de que lo ha}'a hecho por el afár¿
de hablar conmigo. Pobrecillo! l'stará enojado toJ.wía. .
Xo cjuiso \erme. Bien pudo hacerlo sni que nadie I.j notara.
Lo*- que le acompañaban saludaron al Cura, pero el no ^c
loco el sombrero, ni siquiera volvi('> la cara. Ah, Gabriel!
"Migues con tu ori^ullo? Sigues con tu soberbia.^ Sé ^enero^o
una ve/, ui^ia vez sola, con tu pobre Carmen, que no puede
\i\ir sin ti! Sé generoso esta \ez, y luego como quieras
altivo, despótico, como un re\'. Asi te quiero, aM
\ miste si no era para verme?
Llamaban a comer. Oíase el repique de los ^ j
el cual anunciaba el Cura que era hoi'a de scnt
mesa.
C^armen acudió al llamado. Al entrar se cnconrró con
Angelillo que venia en busca de ella. La joven le recibió
con una caricia. Estaba agradecida, muy agradecida, a l.i
jlicacia de! muchacho para cumplir con el encargo ci\c cU.i
le dió para el ebanista.
— Oye, — dijo el chico cautelosamente, volvieno;» el ros-
tro hacia la puerta del comedor, temeroso de que e Cura o
doña Mercedes le oyeran — viste \'a quién está ahí-
— Kn dónde?
— En el íuzí^ado.
i>:)s, copí
AiNe a 1^
—No
qujen
— Adiós! Alberto!
—No.
— Ahí está. LLice un rato, cuando pasé por .;. tiend.i
de don Roque, me llamó y me dijo: que te dijer ■ vo que
deseaba hablarte; que te avisara; que a eso habí;, venido
jiada más . . Qué le digo?
■ — Nada. Que no has podido decirme n¡ una :\ilabr.>,
porque no me has encontrado sola Que delante c.c\ padre
y de doña Mercedes no me lo habías de decir. . . Cuidado
con lo c¡ue haces! Viste a Gabriel?
— Si; se fue con los Llernández.
270
Ángel quería seguir hablando, pero la joven le hizo
a un l.do, y entró en el comedor.
Al terminar la comida, Carmen, contra su costumbre,
no se levantó, sino que se quedó conversando con el Cura,
V con doña Mercedes. Angelito no hizo otro tanto; luego
que el sacerdote rezo la oración por los difuntos echó a
correr hacia la calle.
Carmen recibió m.al las súplicas y ruegos de su adora-
dor. Era tal su angustia al ver la irritante insistencia de
Alberto, y tal la congoja que le causaba pensar que doña
Mercedes, que estaba en la sala, podía sorprenderla hablando
con Rosas, que no reparó en Gabriel. Cerró la vidriera, y
llena de miedo tomó asiento al borde de la cama. Allí per-
maneció largo rato, y hubo de ser preciso que la llamara
Eusebia para que saliera del aposento. Cuando Rosas apare-
ció al pie de la ventana, la joven estaba mirando el retrato
del ebanista.
Gabriel! Era su amor, su esperanza, su vida. — Gabriel
es bueno, — decía — y me perdonará. Volveremos a ser feli-
ces, y si él lo quiere, que sí lo querrá, nos casaremos. Cía-
rito, muy clarito me lo dijo mi papá: ''Si mañana se pre-
senta un joven bueno, honrado, trabajador, aunque sea po-
bre, di meló, no importa, todo se arreglará." Que yo consiga
ver a Gabriel contento, satisfecho como antes, y todo, todo
se lo digo a mi papá. Esta noche, cuando todos estén reco-
gidos^, le escribiré a Gabriel una carta. Si yo supiera escribir
y redactar como Malenita. No importa: le diré lo que siento
y eso basta. El no verá más que el cariño que le tengo.
Vale que tampoco él escribe bien!
Efectivamente. Esa noche, al volver de la iglesia fué a
la recamara del Cura, sacó del cajón de la mesa un pliego
de papel, le pidió al monaguillo tintero y pluma, y con el
mayor cuidado escribió una carta.
Pobre Carmen! Puso en aquella carta su alma, su vida.
No sólo decía al ebanista que le amaba, que le adoraba, sino
que después de recordarle que sólo a su lado había vivido
dichosa, le contaba, una vez más, y del modo más sencillo
271
L A
C A L A N D R
A
RAFAEL
DELGADO
i;
V conmovedor, la triste historia de su vida: cómo la des-
gracia la perseguía desde la cuna, en la cual, antes que los
besos benditos de su buena madre, tuvo las lágrimas de
una mujer desventurada. Le recordaba que, a pesar de ser
hi'y.i de quien era, había vivido siempre en lucha con la po-
breza, con la miseria, con el hambre; trabajando siempre
y siempre vestida como las hijas de los jornaleros, sobre
todo desde que Guadalupe, irritada por el casamiento de
don Eduardo, cortó con él toda clase de relaciones. Traía
a la memoria del ebanista la muerte de Guadalupe que, aca-
bada por el trabajo diario y penoso, víctima de espantosa
indigencia, murió en la miseria, v apelaba a los sentimientos
generosos del joven. Le pedía perdón, evocando el dulce
recuerdo de m.ejores días, de aquel tiempo en que Gabriel,
tierno y enamorado, — así, a la letra lo decía — ^í^nsuil?a de
i crsc en los ojos de su aiuada coiuo en un espejo, eu acjue-
líos ojos que ahora no resalgan de llorar por él, Y para con-
cluir, con todo el fuego de una pasión profunda, con toda
la expresión de un alma enamorada hasta el delirio, con la
ternura dolorida de los desheredados de la suerte, de los
desgraciados y de los infelices, para quienes la vida es un
camino sembrado de espinas, un cielo siempre obscuro, con
la elocuencia admirable y sencilla de los pobres, para los
cuales no hay, por larga que sea su vida, más que un solo
momento en que puedan asegurar la felicidad, le pedía per-
don, le llamaba e implorando compasión le rogaba por cuan-
to fuera para é\ más querido y más santo, por doña Pan-
cha, por su padre que le había dejado niño, que tornara,
amoroso y reanudara aquellos lazos, rotos por una locura
juvenil. La carta estaba empapada en lágrimas, si así puede
decirse de la que ha sido escrita por una joven tan dolorida
como Carmen, la cual puso en ella la suprema y última es-
peranza de su vida, viendo que la felicidad se le escapaba
j^ara siempre.
Al cerrar la carta, un pensamiento sombrío, aterrador
co'iio la muerte, cruzó por la mente de la joven. Pensó que
Gabriel no se conmovería al leer aquellas lineas; que no tcn-
27 Z
dría para ella, a quien tanto había amado, más que injurias
V ultrajes, y se vio sola en el mundo, sin ilusiones, sm es-
peranzas, cuando hubiera podido ser feliz, tan fehz!
Carmen enjugó sus ojos y cerró la carta. Con quien la
mandaría a Pluviosilla? Con quién? El criado que iba toda.s
las mañanas a traer el pan la llevaría.
Al día siguiente se levantó primero que nadie. \ ino el
mozo a recibir órdenes de señora Eusebia, y Carmen con-
siguió que el buen hombre se comprometiera a dejar la
carta en la carpintería de don Pepe Sierra.
El criado cumplió exactamente con el encargo; pero
Gabriel no contesto sino hasta dos días después.
273
A
A L
X
D R [ A
J\
1 r Á E L
DELGADO
XXXVI I
A la una, cuando salían a comer, llamó don Pepe al
ebanista, y alargándole una carta le dijo:
— Si ayer no hubieras hecho sa/i hnics, ya esta cartí
estaría en tu poder . Toma, la trajo un mozo, y encargo
que te dijeran que mañana vendría por la contestación.
Ustedes sólo piensan en correrla, y en sacar gallitos. Anoche
conocí tu voz; pasabas con otros calaveras como tu. Vn
buen artesano no se desvela noche a noche . Cómo han
de trabajar a las derechas, si no han dormido más que tres o
cuatro horas! Es preciso que te cases . . Asi entrarás en
juicio. Vete a comer. , ,
El mancebo escuchó avergonzado y con los ojos bajos
la reprensión de su maestro.
Ciertamente: desde que la Calandria se fué a vivir a la
casa de Magdalena, Gabriel se había vuelto de lo más tras-
nochador, y rara noche no la corría con Enrique o con otros
amigos de las mismas costumbres y aficiones. Acaso el in-
feliz muchacho buscaba el bullicio y la charla para olvidar
sus penas.
Salió de la carpintería a cuya puerta le aguardaban los
compañeros para tomar la copa.
— Anda, vamos a caldearla . .
— Vamos — respondió el mancebo, guardándose la
carta en el bolsillo de la blusa, sin atreverse a leerla en pre-
sencia de sus amigos, temeroso, sin duda, de que éstos qui-
sieran enterarse de quiénes, cómo, de dónde y por qué le
escribían. Para los compañeros d<í taller todas las carras
contenían un secreto amoroso.
No pudo resistir el deseo de saber de quién era la que
tenía en el bolsillo y mientras los jóvenes pedían su co'^x,
2-4
i/
%
UPO»; tequila y otros anisete con catalán, abrió la carta, y
VIO en sorpresa que era de Carmen. Aquel papel que venía
cuando menos se le esperaba, era una prueba del cmismo y
de la desvergüenza de la joven. El ebanista ansiaba saber
]o que la muchacha pretendía, pero fué preciso esperar a
que cada cual cogiera su camino. .. j "
•Al fin se halló solo, y andando, ancLmdo, deteniéndose
-^.quí volviéndose a detener allá, levantado el sombrero,
con emoción visible, trémulo de cólera, de asombro en
.^sombro, se l^yó las cuatro cuartillas.
La maldad de Carmen no tenía nombre! Quien lo hu-
biera creído! Ni una palabra para disculparse de lo acae-
cido la víspera, de lo que él mismo había visto en Xo-
chiapan!
Colérico, rabioso, sin que la sentida carta de la ¡oven
calmara en lo más mínimo su justa indignación, estrujó el
papel, exclamando: . .
—Contestaré, sí, contestaré, para decirle cuanto se me-
rece
\
Entró en la casa, dejó el sombrero, y sin decir palabrí
se sentó a la mesa. Durante la comida no despegó los labios,
iln vano doña Pancha procuró inquirir la causa del mal
"humor de su hijo. El muchacho a todo respondía i/ o no.
La anciana no consiguió que dijera más.
Al ver que Gabriel salía pensativo y violento, dijolc,
riendo y como en son de broma:
—Quieres algo para Carmen? Salomé va mañana al
pueblo? ...
Yo? IQué voy a querer! Y sí, sí quiero. que 1
íleve una carta.— Y presentando a doña Pancha la de Car-
men, agregó:— Lea usted No, mejor no. Oiga usted:
Y guardóse el papel, y en pocas palabras, sin poder ocul-
tar su "disgusto, ni lograr que una que otra lágrima dejara
¿c :somar\a sus ojos, refirió a su madre lo ocurrido en Xo-
chiapan, los deseos que le llevaron al pueblo, y lo que aili
- vccidió hacer.
275
e
/\
C A L A N D R
A
lad:
iucli
— I 1 quiero mucho, señora madre, mucho, mucho; no
puedo vivir sin ella!
— Pues has lo que quieras, hijo mío. Yo no quiero; pero
si en eso está tu dicha. .
— Xo, mamaciía. Llegué a tiempo, muy a tiempo. Déle
usted gracias a Dios que iba yo sin arma, porque si no a es-
tas horas estaría )'o en la cárcel, y él y ella. . . en la eter-
niciad! No hablemos más de eso. Contestaré esta noche, y
en !a carta le diré Ío que la otra vez no quise decir, . . Lo
que debo decir! — Y dio la vuelta, y se fué derecho al cuar-
to de Salomé.
— Oiga, doña Salo: es cierto que mañana va usted a
Xochiapan?
— Si. Vov a ver a Ancrel^ , . a llevarle esta rooa nueva
que estoy aplanando.
— En Xochiapan está Carmen . .
— Xo sé. . . — interrumpió la mojigata, ínigiendo que
no tenia noticia de ello.
— Sí, allá está. Lo sé mu}' bien; lo sé porque ayer me
escribí j esta carta. L'igurese. . . que pretende que nos arre-
dilemos otra vez. Como si no tu\iera vo veri^üenza! Ya es-
to\ harto de sus mentiras, de sus embustes y de sus . . An-
tier mismo, en Xochiapan. . pero, para qué hablar de
eso! . . Es preciso que esto se acabe para siempre. . . Me
quiere usted hacer el favor de llevarle una carta?
— Yo? Y si el padre González lo llega a saber? . . .
— Le dice usted que es cierto, y le enseña usted la carta,
para que vea lo que tiene en su casa. . . No impo/ta! Ya
no tenemos nada, se lo juro a usted!
— Ay, hijo, no jures!
— Me hace usted ese favor?
— Pero, Gabriel . -
— Me lo hace usted?
- — Si no me con-'.pronietes . .
■ — Qué voy a comprometer a usted, doña Salo!
— B
ueno
\
.1)
ues esta n.oche se la traeré, y de palabra le dice us
9
/
R A F A E L
DELGADO
tcd que Ii aborrezco, que la odio; que si ayer cuando pase
^ la vi hablando con ese señor, llevo la pistola, de seguro
que la maro, y a él primero. . . Que esto ya es mucho; que
ni la más perdida sj burla así de un hombre que como yo
la (]uiso Mnío, tanto! Q^iic la odio, que la aborrezco! Así
se lo dice \;sred, así, doña Salo! Que voy a buscar una mu-
jer que valga más que ella; sí, porque ella no vale nada;
que en ell.i . . sólo la carita! . . . Que }'0 encontraré una
mujer co:r*o la busco y la deseo, y me casaré, sin pensarlo,
luego Iiieg\':;o! Así, como lo digo, se lo repite usted.
parece, — hizo. notar la mojigata, en tono dulzarrón
\'
que contiasraba con la energía dolorosa de Gabriel — que
ya la enjí^ntraste, no es cierto? Todo el mundo dice que
Chole Sieir.i te trae perdido. . . Y como don Pepe te c^uiere
mucho, Ls asunto arreglado! ... Le digo también eso?
— Cono usted quiera. Yo en mi carta le diré cuanto
hay que decir, pero no estará de mas. Eso y cuanto usted
quiera se .^lerece!
En ac¿;j! momento daban las dos en el reloj de la Pa-
rroquia. Era la hora de volver al taller.
— Me ^ oy, doña Salo. . — dijo el carpintero, levantán-
dose.— Esra noche le traeré la carta.
— Ttrrr.^rano, hijo. Quiero oír misa de seis y media en
Santa Marta, y de allí coger caminito . .
— Bueno. Si vengo tarde, por ahí, por debajo de la puer-
ta, meteré la carta . . No se le olvide a usted recogerla,
doña Salo.
277
4
C
A L A
V
n
\
R I
XXXVIII
COXTINUARON en Xochi.ipan los .inciertos. 1 !
CuiM adelantaba sus rezos, cenaba a las sieu. v luego e!
harmonio entonaba sus cantos graves y solemncN y sus me-
iodías relii^iosas. Doña Mercedes oía desde el >otá; Angelí-
:o bostezaba en una mecedora, y Carmen tejía a la luz de
Li lámpara, esperando su turno. Cuando el padre González,
cansado de tocar, vcniA a ocupar un asiento junto a la
inciana, la entristecida tañedora dejaba el ovillo y las agu-
jas para tomar la guitarra.
Xo estaba su ánimo para canciones, pero como negarse
a los deseos del clérigo, que gustaba de oírla y de escuchar
la música de la («rí/// Vid y de Toros Je Viiut.n, a la saz,ón
en boira. Carmen tañía v cantaba. De cuantas canciones ha-
bía oído el Cura, ninguna tan bella como las ijolonJriuds.
Ün día suplicó ;i la joven que le dictara los \ ersos. Hízolo
esta, v pronto el padre González se los aprendió de memo-
ria, v se complacía en repetir las apasionada^ estrofas del
poeta sevillano.
Carmen principiaba a cantar de mal humor, pero luego
que el sacerdote, con su bondad genial, pedia la canción
favorita, aquella canción que tan bien se compadecía con
las penas amorosas de la doncella, la fresca voz de la Ca-
landria vibraba llena de inspiración y recorría querellosa
todos los tonos de la elegía, hasta conmover a los oyentes.
El buen Padre Alfonso había amado profundamente
allá en los alegres años juveniles, vio malogradas sus espe-
ranzas, y renunció a las felicidades del mundo: pero ni los
i:raves estudios eclesiásticos, ni los trabajos de! ^acerdocio,
ni la santidad de su vida, fueron parte a borrar de su me-
r.^.ona el recuerdo de aquello hermosa y discr^ia señorita,
27 S
R A F A E L
DELGADO
bella como la primavera, y rubia como la mies recién se-
gada, a la cual quiso consagrar todos los instantes de una
existencia dichosa. Las estrofas de Bécquer, a pesar de que
tenían en algún verso algo que al piadoso clérico le parecía
poco cristiano, interpretaban a naaravilla el sentimiento de
xin amor malogrado, cuyo rectierdo se hacía con los años
más y más \'ivo en el alma tierna y sencilla del virtuoso le-
\itA, Por eso, sin duda, le gustaban tanto.
Todas las tardes Angelito y Carmen salían de paseo.
Iban a visitar a la familia de Antonio, a vagar por las ori-
llas del riachuelo, y casi siempre a los Alamos, que era el
sitio predilecto de la joven. Mientras el travieso chiquillo
saltaba aquí, brincaba allá, trepando a los árboles en busca
de nidos de gorriones, o, con gran susto de su compañera,
se plantaba delante de un toro, con una rama de espino en
cada mano, citando al bicho como el banderillero más ga-
. rrido y experto, la doncella caminaba a lo largo de los va-
llados, volviendo a cada momento los ojos hacia Pluviosilla,
y pensando en Gabriel. ^
Esa tarde salieron temprano. El criado, al llegar, dijo
.^^ue Salomé se había quedado a medio camino, en el rancho
de unos compadres suyos, y que estaría en Xochiapan a las
cinco y media. El monaguillo saltando de gozo, salió coa
Carmen al encuentro de la mojigata, portadora de la carta
de Gabriel. La joven, que lo presentía, fué la primera que
llegó a los Alamos.
Sentóse en la peña más alta, desde la cual se vela el rojo
camino, la pintoresca serie de los valles, la corriente cerúlea
del riachuelo que a tal hora brillaba como un espejo, las
arboledas, las dehesas, y allá, en el fondo, la túrrida ciudad,
albeando al pie de sus verdes colinas, bañada en los últimos
rayos del sol.
— Mira — decíale al niño, señalando hacia Pluviosilla,—
ves la torre de la Parroquia? Mira, mira, cómo brilla la es-
fera dorada de la veleta! Aquello, que parece la tapa de un
cofre pintado de gris, es el teatro. . . Aquel campanario es-
belto, es el de Santa Marta. . . Detrás de aquellos árboles
279
A
CALA
N
dría
nsomi la media naranja de San Juan de la Cruz. Se me fi-
\;u\'A la tapa de una mantequillera. Cerca de allí está la ca-
sa de Gabriel. Como si estuviera yo viendo el zaguán! Mira,
m.ira, la torre de Santa Marta. . . Cómo se ve con el sol!
Como si estuviera dorada.
A poco descubrieron a Salom.é. Salía de! bosque y em-
pezaba a atravesar el llano. Fd chico saltó de la piedra para
ir al encuentro de la mojigata.
— Kspera, — le gritó Carmen — que yo voy también!
Y erchico y la joven orincipiaron a bajar precipitada-
mente la quebrada cuestecilla, siguiendo las verecas casi
cerradas por las zarzas, en las cuales se enganchaba a cada
momento la falda de la joven.
No tardaron en llegar a la llanura. Allí encontraron a
Salomé, descansando al pie de un hiuiuchc de aparasolada
y florida copa.
Después de un rato de conversación emprendieron la
marcha. Cargó el muchacho con la maletilla, v, doseoso de
avisar cuanto antes al Cura que Salomé estaba ya en Xo-
chiapan, tomó camino por el bosque.
— Que noticias me trae usted, doña Salo?
— Mahis, hijita.
-MaL
xsi
— Muy malas, mi alir.a!
— De quién?
— De quien tú sabes. . . \\\.\ cartita . .
—De Gabriel!
— Una carta que va en la maleta y que ahora te daré
— Sí, pero cuando estemos solas.
— Se entiende. Y muy malas noticias.
— Malas noticias! No me asuste usted, doña Salo!
— Malas no, hij^i; para tí no lo son. . . Qué le escribiste
a Gabriel, que está que chilla? El dice. pero ya lo cono-
ces . . tan orgulloso, tan pcgadote de sí . . . tan amigo de
sobajar a todos! La soberbia, hijita, la soberbia! Tú dirás. . .
perdiv) a lo^ ángeles, cuanti más a Gabriel! Está que trina . .
A\er se le nodian tostar habas en el lomo. El dice que tú
280
RAFAEL
DELGADO
quieres arreglarte de nuevo con él . . . pero yo m.e reí . . .
Qué le iba ^o a creer! Como si no lo conociera yo! Está
furioso . le quería matar. . . quería matar también a ese
señor ...
— A quien?
— Adiós! fLaztc guaje! La palomita! Quieres que te en-
dulcen el okio, no es esc? Piensas que allá no sabemos nada?
— De que?
— D'el o:ro. . . de don Alberto. . .
— Pero . . qué saben.'^
— Hazte, hwizte, hijita. . . Eres reservada. . . está bueno,
haces bien! Es rico. decente. . . Tú eres también de bue-
na familia, y . . no h^s de casarte con un carpinterito. Eso
se queda para nosotros, para Petrita, para Paula, para mí,
no para tí. ^ ni eso . . Yo no me casaría con él. Que se
cas;', que se c.ise, y que te deje a tí en paz, que tú bien sabes
lo cue haces! .
— Pues qué se va a casar?
— fiasta ahora lo sabes! ...
— Angelito me contó. . .
— A)', hita! Qué atrasada estás de noticias! En Pluvio-
silla liasta io^ gallos lo cantan! . . .
— Y con quién?"
— No 1'^ adivin.as?. . . Con Chole, con la hija de don
Pepo! . , •-
— De \l:\\<}
Como re io estov diciendo. Cosa arrei^Iada! Gabriel ha
s:ilido bueno p.ira el oficio, y don Pepe lo quiere mucho. . .
AllA, en el ;\nio, cuer\tan que ya está haciendo la cama. . .
La io\cn no podía hablar, sentía que las palabras la
nliO'^aban, v ^us oiv)s estaban llenos de lái^rimas.
— Y l1 c -le dice cic eso? — preguntó la joven, casi sollo-
zando.
— No i:í coniie^.i, pero tampoco lo niegn. Adiós! Ya
cstá> lloran.:^ ? Adiu^: V por que?
Salo. . . No me hai^a usted caso! Dé-
-Por v.?A^, 00 ña
jen
^"le US tea.
281
C A L A X D R I A
si-ulcron mh hablar. Casi a la entrada del pueblo hay
un nianantial cuya corriente, límpida y fresca, atraviesa
el camino. Allí Carmen se lavo los ojos para que vio advir-
tieran oue había llorado.
— r)oña Salo — di|0 la ¡oven, al llegar a la casa— no dn^a
uv:ed nada de lo que me ha contado. . .
No, hijita; no te apures por eso, no tengas c
Lue-^o que lleguemos me da usted la carta. -
s,,^ \u\.\, sí. en cuanto desate la maleta.
uidado.
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R A r A E
D E L G A D O
XXXIX
LA joven, pretextando que tenía jaqueca, se retirvS
a su cuarto antes de que terminara la cena, cerró la puerta,
y con ansia febril leyó la carta del ebanista. Una parte de
eüa, corregidas las faltas de ortografía, que no eran pocas,
decía así:
*^\o te creo, ni puedo creerte. Estoy convencido de que
no vales n.i¿.\ y de que no eres digna del amor de un hom-
bre de bien. La Carmen de hoy no es la Carmen a quien yo
quise con toda mi alma, y por la cual hubiera yo dado
hasta mi vida. Ya no eres la que vi a mi lado cariñosa v
tierna, la joven con quien yo soñé. Ya no te amo, casi te
aborrezco. Xo te conformaste con ser infiel a tus pro-
mesas, dejándome por uno que no te quiere, y que, como
te lo dije aquella noche en mi casa, en tí no ve más que
vina gata bonita, entradora y buena para querida; sino que
todavía pretendes engañarme, y a mi vista, a la vista de
todos, te burlas de mi amor. . . Qué delito he cometido
para que aM te portes conmigo? Quererte como nadie te
Iva de querer! Quererte con toda mi alma!"
"Cómo te habrás reído de mí! No tengo palabras para
calificar tu conducta. Se necesita tener un corazón tan ne-
cro como el tuyo, y una alma tan negra como la tuya, para
manejarse asi, con quien te ha querido tanto como yo. Si
)'a no me amas, para qué llamarme, y decirme todo lo que
ine dices en tu carta. No parece sino que has querido ven-
darte de mi. por lo que te dije aquella noche. Yo lo hice
por tu bien, pero tú ni siquiera me lo has agradecido."
*'Me anepiento un millón de veces de haberte conocido
y de haberte dicho que te qtiería. Te 'quise, por mi des-
cracia, sí. t. quise mucho, pero ahora ya veo claro. Ni una
283
Zlí
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.t.
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Vir,
•^ i acido
1
poro
no
de ios
\ .1
o ves.
pcrJicii, ni una desgraciada de esas que andan por las calles
causando verírüenzas v dando lástimas, sería capaz de ¡lacer
lo ouc haces conmigo. F.starás creyendo que todavía estoy
enamorado de tí, que todavía te quiero, que surro por ti,
\ Le pegas el \^jdn chasco, lis cierto que te he ciiendo, que
te quise, que a todas horas pensaba yo en tí, -.n tus ojos
negros; pero eso era de anees. Alioy te desprecio. Te habrá^-
fii^urado que } o, pv^r tal de casarme contigo, porque eres
¡lija de rico, v yo un triste carpintero, iba a r:*vir por to-
cio . eso sí cuie no! Auníiue te amara n.-jucho, :^vjclio, más
qu.e a mi vida, más que a mi madre; aunque no h.ilve'a ^>\ e!
ro Lindo más i-i-iiqer que tu, x tueras más bonit: o.e lo oue
cre>, U'), V no\ Priniero me daba un tiro! Arii,
están la di^;n¡dad \' la vergüen/a."
"Me has i^iecho ped i/os el corazón; te lias •.
en xejarme, en burlarte de w.i amor, en reírte d. ;
eso r>a¡*i tí es nada! Te gi-'-sta jugar con el ca:
lu;rn.bres, te gusia jugar con. dos barajas . . perú
n;> me dejo, >'a le conozco. V luego, haciéndote i a mócente,
nre íl.uVia^, \ ouieres que nos arrei^lemos otra •- ^.r rara
c}Lie.' Aid tiLTit-S a ese >eríor qvc es rico, buen rr.o/o, eíe-
gapiie, coiViO a tí te gusta, igual a tí. Que se case contigo,
que se case! ^ si no quiere, enrédate con él, )' O.- ¡ame tran-
qLiiio Con mi ir^adre, en mi trabajo. No vuelvas r u^iisar en
n^', ni para bicn ni para mal, ni te acuereles de: anior que
te tuve."
'Yo encontraré una muchacha buena. . . lo o.ue sobran
así! \' nie casu'é con ella, y ella sabrá corresponder a mi
cariño. Yo trabajaré para ella, v ella \ivirá contenía v feliz
en su casita, sin qtie nadie le ponga tacha en su conducta."
'Si te cuentan que pronto me voy a casar, no creas que
son mentiras. Ya verás que, pobre como so\ , no íaltará
quien quiera a este infeliz carpintero."
"Me duele mi corazón al escribir todo esto: me Áx pena
que creas qtie quiero ofenderte, porque al fin te he querido
mucho, ( el ebanista estuvo a punto de poner aquí; te ciuic-
2S4 .
R A ¥ A E L
DELGADO
ro) te he amado con toditita mi alma, ñero eso te mereces
ahov."
"Olvídame: Itaz de cuenta que no existo, y olvida
tambicn lo que te llevo dicho; pero acuérdate de que yo,
cuando prometo una cosa, sé • cumplirla. Rectierda lo que
una vez te dije; que si algún día te veías abandonada, yo
haría por tí, Carmelita, cuanto pudiera; que para tí seré
como un hermano, como un padre. Llámame entonces, y
\'a lo verás."
La Calandria, bañada en llanto, acabó de leer la carta
sin saber cómo. Soltó el papel, y ocultó el rostro cnivc las
manos, soüozanilo con desesperacfa ar.gustia. No tenía m
el consuelo de llorar libremente; podían oírla. Tiróse en el
lecho, \ esrondu) !a íre'Tie en las almohadas.
De aüá, del interior de la casa, entrando por las Ivendc-
duras (ie la puerta, bajando del techo, llegaba una dulce y
querellosa melodía. Id Cura tocaba en el harmonio la can-
ción de las Goloihlviiias, la canción predilecta de Gabriel.
Cai'men permaneció así varias horas, sin darse cuenta
del tiempo ^\v]q pasaba. le dolía horriblemente la cabeza,
como SI la ti; viera atr.uesada por un alfiler, como si a cada
rato una mano encarnizada removiera la herida.
La primera impresión que recibió la joven al leer aque-
lla car:a, dura, cruel, dictada por la cólera, inspirada por
los celos, a la vez que delatora de un amor inmenso, fue
de proiunda pena, de terrible dolor. El hombre a quien ella
amaba, a quien había amado desde el primer día con todo
el fuego de la juventud, y de una juventud dolorida; el
único que podía hacerla feliz, la despreciaba, la ultrajaba.
Gabriel, tan bueno, tan generoso siempre, la trataba como a
la más vi! y dcspreciabl<: de las mujeres, como acaso no tra-
taría a una de esas infelices que hacen mercadería de su
belleza y de su degradación. Y como si todo esto no bas-
tara, ni fpera suficiente a satisfacer las iras del mancebo,
para humillarla hasta lo último, le decía, con despreciativa
y ultrajante vanidad, que iba a casarse, como jactándose
2S5
/\
A
A y D K I
A
do haber dado su corazón a otra mejor que ella, divina v.^
ser amada, tal vez más hermosa.
— Chole Sierra? — se preguntaba la Calandria. — Bah!
Soledad es una trigueñita graciosa, simpática, y nada más; ,
Por qué tanto rencor? Qué le había hecho a Gabriel?
En qué había vuelto a ofenderle? Carmen no sabía qué con-
testar a esas preguntas. Lloraba, — y volvía a llorar. El do-
lor de cabeza aumentaba, crecía a cada minuto. Antes,
sentía como si una aguja gruesa le atravesara las sienes;
ahora, como si le abrieran el cráneo. Necesitaba leer otr.^.
vez la carta. Acaso la engañaron sus ojos; acaso había sido
presa de una espantosa pesadilla. Dejó el lecho y se acercó»
a la cómoda, desdoblando el pliego que había mantemdo
oculto bajo las coberturas. La luz de la bujía hirió doloro-
samente sus pupilas. Carmen temía que le faltara el valor
para acabar la lectura, hizo un esfuerzo, y leyó hasta el fin.
Todo era verdad!
Cuando volvió al lecho, advirtió que la almohada estaba
empapada en lágrimas, como la de Gabriel, aquella noche
en aue el mancebo casi la arrojó de su casa. La doncelLíi
recordó esta circunstancia, pensando que el ebanista la ha-
bía querido mucho. Esta idea fué para la joven dulce y
consoladora.
Desnudóse de prisa, esquivando la luz, se metió en b
cama, y de un soplo apagó la vela.
Era ya muy tarde, sin duda, porque en aquel instante se
oyó el aleteo de un gallo que en seguida dejó escuchar su
canto, anunciando el día, canto que fue repetido de corral
en corral, como en un campamento el grito de alerta de loí
centinelas. Cuando todo quedó en silencio, solió un grilb
su voz centellante, estridente, fría.
El amor v el oreuUo, atropellados, impacientes, querier-
do triunfar a toda costa uno del otro, luchaban en el cor.v-
zón de la doncella.
"Sé buena, paciente, sufrida; prueba con tu conducti
que eres dii^na del amor de un hombre honrado. Ama a Gi-
briel hasta" morir; ámale cow toda tu alma, aunque el no
R
, t
I' A E L
DELGADO
\ ides, que
tí :raic; — le ¿cc\.\ el amor — mira que así todos tendrán
compasión de tu desgracia y afearán ¡a crueldad y la injus-
ticia de quien así te trata. Es un amor sin esperanza?. .
V que? Una pasión así ennoblece las almas. Ama por la
iücha de amar, sin la ambición de ser amada. Si no eres bas-
tante fuerte para ello, olvida a ese muchacho. . pero pien-
sa, pobre niña, que Ciabrie! te quiere . . No te lo está di-
ciendo claro esa terrible carta? Alguien que no te quiere te
habrá calumniado, le habrá dicho que amas a Rosas, que
has hablado con él. No temas. . . eso pasa todos los días!"
El oriiullo hablaba de otro modo: "No basta que le ol-
le desprecies; — repetía — es preciso tomar vengan-
za, devolver ofensa por ofensa, insulto por insulto, ultraje
por ultraje. No aparezcas como víctima, no, prefiere siem-
pre, siempre, el papel de verdugo. Quién es Gabriel para
que así desprecie tu cariño? Harto hacías y hacías mal, de-
jando tu clase y bajando hasta él! ELi querido humillarte. .
Sabes por qué? Porque quien está abajo odia siempre al de
arriba. Te niega su amor.-" Qué te importa! Hay quien te
ame! No lo has pensado? Si hoy no te ama, te amará ma-
ñana . . No te ha dicho Alberto que te adora? Una de dos:
el desorecio de Gabriel o el amor de Rosas. Elige."
L.i joven se revolvía en la cama sin poder conciliar el
sueño. Le palpitaban las sienes, el dolor destrozaba su cabe-
za, v sus ojos ardían. Lj frío de la madrugada vino grato
y benéfico.
— ^{\ — murmuró la joven, abrigándose y encogiendo el
cuerpo. — Sí! Es,i será mi venganza!
Murmuró otras palabras, ininteligibles, y se quedó dor-
j^iida. * -
El grillo seguía cantando alegremente: crí! crí! crí!
:.S7
A
A
A 'N D K I A
K A F A E L
DELGADO
p »
XL
MUY tristes para Carmen y muy alegres para Salom.é
pasaron los últimos días de aquella semana. La joven tra-
bajaba, y la mojigata paseaba por el pueblo, en compañía
del monaguillo. Carmen, cabizbaja y sombría no paraba de
coser. De la mañana a la noche se oía en la casa cural el
ruido de la máquina.
— Carmelita: — le decía doña Mercedes — cualquiera di-
ría, al ver ese afán, que está usted en vísperas de casarse!
— Sí, señora; — contestaba con tristeza — así parece...
ts necesario acabar ...
En vez de salir a la sala, luego que la señora Eusebia
recogía el mantel, después de cenar, la Calandria sacaba los
patrones, los géneros y las tijeras. ..ya cortar! El sábado
a medio día todo estaba terminado: dos batas de percal, seis
camisones y media docena de enaguas. A la siesta, mientras
dormía doña Mercedes, se instaló delante de la cómoda y
arreglo todo cuanto allí tenía, en varios paquetes, con los
cuales pudiera hacerse fácilmente uno solo. En el mayor
puso la cajita con el relicario y el retrato de Gabriel. Al
colocar entre dos corpinos la fotografía, no quiso verla. —
Para que? — dijo, más con el pensamiento que con los labios,
lanzando un suspiro desconsolador.
Cuando acabó de arreglar todo, pensó viendo los obje-
tos qn
1 1 ¡ <^
estaban encima:— Y la polvera, y el espejo, y los
frascos?
AlíTuien líec^aba y fué preciso levantarse. Echo la llave
y sahu al encuentro del importuno. Eran Salomé y su hijo
que Venían por su amiga para salir a pasear.
Anda, Carmen; — dijo el muchacho — ya acabaste las
costuras . .
ahora sí irás!
*
La joven por única respuesta tomó el rebozo, y, cubrién-
dose, salió de la nieza.
El tiempo estaba triste. En octubre suelen ser las tardes
nebulosas grises, frías, como si la naturaleza se preparara
con sus languideces otoñales y con sus nieblas de color de
plomo a recibir al brumoso y lúgubre noviembre, el mes
de los difuntos y de las memorias dolorosas.
En octubre, hasta en aquellas cálidas y fértiles reglones
de Xochiapan, el aspecto de los campos produce una dulce
melancolía. Las álamos y los fresnos están semi -des nudos,
las hierbas como vestidas con ropajes viejos, y por vallados
y laderas, en los rastrojos de la llanura y de las vertientes,
brotan, de un día para otro, como por encanto, las flores
amarillas, las flores sepulcrales. El cielo se entolda, bajan
las nubes, los picachos parece que se arropan con las nieblas.
La tarde era triste, fría, tediosa, desalentada. La luz cre-
puscular llegaba a los valles como a trayés de un velo ceni-
ciento.
Las mujeres y el chico vagaron largo rato por las már-
genes del riachuelo. Después subieron, a lo largo de la arbo-
leda, hasta la cascada. Estaban a corta distancia de la casita
de Antonio. Carmen quiso ver a Marcela y mandó al mo-
naguillo en busca de su amiga. Mientras el chico volvía
tomó asiento en una piedra, desde la cual se veía la espu-
mante caída de las aguas. La campesina no se hizo esperar;
llegó a poco, trayendo para la desgraciada doncella un mag-
nífico ramo de nardos.
—Tome usted, Carmelita . . . Hoy se abrieron los pri-
meros. Yo pensaba llevárselos a usted mañana a la hora de
misa ...
Qué lindos! — exclamó la Calandria, aspirando el aro-
ma de las fragantes flores, niveas, inmaculadas como un
velo nupcial. , . , i i • -ir-
La inííenua v franca alegría de la aldeana y la signiti-
cativa sencillez de aquel presente, lastimaron el corazón de
la doncella, oue veía con envidia la olvidada felicidad de
Marcela. Era tan dichosa!
2S8
289
La Calandria, 10
1
A L
N D R
A
Se con\'ers() un rato. T.a noche venía que volaba; era
preciso regresar a Xochiapan. Carmen ciió la señal de parti-
a.\. La joven les hizo compañía hasta la entrada del camino.
Allí Carmen dijo adiós a su amiga con tales muestras de
cariño que parecía que jamás se volverían a ver.
Al entrar en los primeros callejones del pueblo, acerta-
ron a pasar frente al camposanto. Los cocu\os fulguraban
aquí y allá entre las hierbas . . . Las cruces semejaban es-
pectros que salían de los sepulcros, abriendo los brazos. El
Sitio causaba terror. Salomé se santií^uó. El chico se abarró
de los vestidos de su madre. La joven se detuvo un instante
y contempló con mirada envidiosa el fúnebre recinto.
Después de la cena cantó y volvió a cantar. — Nunca!
exclamba elogiándola el padre González. — Nunca ha can-
tado usted con tanta expresión como ahora! Pero ni las
alabanzas la hacían sonreír. Dejó la guitarra y volvió \
quedarse pensativa. Salomé que la observaba murmuró al
oído de la muchacha: — Te has puesto triste por la carta
de Gabriel? No le hagas caso . . Ya lo conoces!
— Yo triste? No, doña Salo; no lo crea usted. Qué me
importa a mí lo qiW diga Gabriel!
— El lunes me voy. . quieres contestarle? .
— Yo? Ni lo piense usted! Dígale que se case pronto,
que nie alegraré que sea muy feliz; que el mejor día me
caso yo también!
— Y que lo convidarás a la boda. ^No es eso?
— Y a la tornaboda. . . y al baile, por supuesto! Tene-
mos que bailar el primer vals!
Acabó el concierto. El Cura se fué a rezar su breviario,
y cada mochuelo a su olivo.
Carmen entró en su cuarto, cerró la puerta y echó la
aldaba.
Cuando calculó que doña Mercedes se había recogido ya,
.^.brió la cómoda e hizo un paquete con los bultos arreglados
en la tarde; pero, comprendiendo que no cabría por los hie-
rros de la ventana, le desbarató y formó tres más chicos. A
-"^oco llamaron suavemente en los cristales. Carmen abrió
290
K A V A E L
DELGADO
la vidriera con mil precauciones. Era el criado a quien es-
peraba, el mozo del secretario.
— Aguarda . . . voy a leer la carta, .=
Momentos después el indizuelo recibía los bultos.
— A qué hora te vas? — preguntóle.
— A las seis, s/íjora.
Bueno; te llevas todo esto. . . a la casa. a la casa
grande, me entiendes?
Ya te lo dijo el siíior, a la casa grande .
_S] te da carta, me la traes ( ya lo sabes, a esta hor?.,
sin aue nadie te vea ...
— Si, si ñora.
El indio se fué, y Carmen después de cerrar la ventana
volvió a leer la tarjeta, que estaba escrita con lápiz:
'' entrega todo al criado; no temas, es muy listo aun-
que no lo parece. El lunes a las doce en punto estaré alia»
Arréglate de modo que nada nos contraríe, ¡Ahora ú ci->x,
que me amas!"
:^i
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I A
CALA N dría
R A F A EL
U F. L G A D O
.-^
XLI
LA misa, e! sermón, el rosarlo, el t¡aj:':^:Ls y un corto
paseo vespertino por las calles del pueblo, entretuvieron
pata y devotamente a los moradores de la casa cura!. Xo
iuibo concierto; era obligatorio guardar las fiestas, como
buenos cristianos, y además el Cura tenía que rezar laudes
v despachar su correspondencia. Acabada la cena, el padre
(.(;n/á!ez se encerró en su pieza, encendió su lámpara de
naba jo, una hermosa lampara niquelada, de pantalla verde,
y se puso a la obra. Escribió al Obispo, al Provisor, a su
yraiide y buen amigo el Cura de Pluviosilla, y a don Eduar-
do, persuadiéndole a lo que tanto deseaba, esto es, a que
recogiera a Carmen, y haciéndole ver la necesidad de que
hi doncella i uera a vivir al lado de su hermana. A punto
estaba de termmar la carta, cuando oyó pas^^s en el corre-
dor. Alguien venía; sin duda a llamarle para que fuera a
o¡r de confesión a un moribundo. El solícito sacerdote le- •
\antó la cara, disponiéndose a oír al que llegaba, en mo-
nu^ntoi en que cayó sobre la mesa algo que rebotando
contra la lámpara a poco la derriba: un periódico dirigido:
.1/ rara Je Xochiapan. ¡Gallarda letra la del misterioso re-
mitente! ¡Vaya! ¡Muérdago escribía com.o el más aventa-
jado pendolista!
— ¿Qué será esto?— se dijo alarmado e! padre Alfonso.
— cQué será esto que viene de las tinieblas de la noche í*
Sin tratar d^ averiguar de dónde procedía, rompió la
faja y desplegó el papel.
—Bah!— agregó, continuando el monólogo,— £/ Radical.
El famoso y nunca bien escrito periódico! Veamos. . . qué
viejas impiedades vendrá repitiendo? qué traerá contra el
292
H
pobre cura de Xochiapan— Y sin precipitarse recorrió la
primera olana.
En ella estaba el consabido articulo de ios pctrinismos
y paiilnmwos, que costó al tinterillo más sudores que a
Sancho Panza el bálsamo de marras. El clérigo no quiso mal-
gastar el tiempo, y pasó adelante. Seguían las espínelas e.^o-
tico-síderales de Arturito, redondas, sonoras, grandilocuen-
tes, e>:plosivas. . . con un galicismo en cada verso.
' Como para calmar el á-nmo de los lectores turbados por
la lírica, iban en segunda plana dos capítulos de las }Ácmo-
rias hciiras de jurado; severa y enjuta narración de insig-
nificantes sucesos; cat^ilogo minucioso de los triunfos y vic-
torias de su autor; una nueva ílíada escrita por tróvanos.
Ni un enemigo que consiguiera escapar de la chamusquina!
Ni una derrota ni un dcs;,stre! Eo único que aili quedaba
con vida era ía gramática, pidiendo a grito el socorro de
Rodríguez y Cos.
Muérdago que a nadie perdonaba, y que por decir un
chiste desollaría vivo a su mejor amigo, solía decir de los
anales bélicos de Clon Juan auc eran las memorias postumas
de un coronel /// parfihns, A saber este dicho, como hubiera
reído el buen padre González.
Jurado no'quería morirse sin que la nación tuviera no-
ticias de sus méritos y servicios, y sin duda que estaba en
su derecho Para pregonar tamtas glorias a los cuatro vientos
de la tierra.' Cómo había de ignorar la Humanidad, que el
periodista fué compañero de armas de aquel c.impcón ilus-
tre, que le sacó de una escuela rural para llevarle a los
campos de batalla, de aquel Don Jacoho Vaca, cuyas faza-
ñas y proezas historió el inimitable Facundo! Cómo callar
y guardarse el tesoro de los recuerdos íntimos, que había
militado a las órdenes del General de Diihión Don Mateo
Cabezudo, inmortalizado en romances por la discretísima
pluma de Sancho Polo!
El clérigo, perdido en las escabrosidades de la prosa
olímpica del tinterillo, olvidaba que algo y no almíbar,
traía para su persona aquel periódico.
293
L A
C
A N
D
R I A
Leyó hnsta el fin la crónica del milite, y sonriendo coa
serena alegría, al terminar el último párrafo, que era una
protesta vigorosa contra las injusticias de los gobiernos que
no saben premiar, como es debido, a los defensores de 'as
instituciones patrias, el padre Alfonso recordó, sin quererlo,
los Comentarios de César, y el Memorial de Santa Elena,
Mas jay! pronto aquella alegría inofensiva y dulce se
tornó en honda pena. Había llegado al suelto susodicho.
Aquello era atroz! Si Muérdago mintió al escribirle, a
lo menos no salió de los límites señalados al periodista por
los respetos sociales y la estimación de si propio; pero Ju-
rado al corregirle dio puerta franca a sus malas pasiones,
desahogó sus iras contra el aplaudido y elocuente orador de
las confereiniüs cuaresmales^ que tanto le escocieron aun-
que no asistió a ninguna de elhis, e hizo del articulejo del
parásito un calumnioso papasal. Exornóle con frases equívo-
cas y picantes alusiones a la elocuencia del clérigo, a quien
acusaba de seducción y mancebía. No mentaba al Cura, ni
a Carmen, pero tan claras eran las indicaciones, las señas
tan exactas, que no cabía duda de que se trataba del padre
González. Así lo dijo en Pluviosilla todo el mundo, luego
que circuló el periódico. El articulista abogaba por un
joien traba']aJor, honrado y y modelo de ciudadanos patrio-
tas y víctima de las arterías del eclesiástico.
Este sinti(') que la sangre le ahogaba, que la vergüenza
le encendía el rostro, y apartó el papel con profundo des-
precio. Aquello era como si viéndole indefenso le escupieran
la cara.
— Menguados! — exclamó, dando un golpe en la mesa. —
Canallas! En que os h^ ofendido? Por qué no insultáis al sol-
dado, al duelista de oficio, al joven que busca riñas en ga-
ritos v tabernas;^ Por qué caliunniais como unos malsines
a quien tiene atados los brazos por las manos sagradas de
un pontífice! Por qué calumniáis así, a quien no olvida que
la lev de Dios le prohibe matar? Cobardes! Tomáis con osa-
día la nluma del escritor; reservada a los sabios v a los
caballeros, }' os metéis a periodistas . . . Languidecen vues-
294
K A t A E
DELGADO
tros periódicos por falta Je ciencia, y para dar mteres a lo
que no puede tenerle, porque no es posible que le tenga,
y sin temor a Dios ni a los hombres, blasfemáis como re-
probos., mentís como rufianes, apeláis a la calumnia y al
escánd.ilo para -anar dinero, y hacéis mercadería de la hon-
ra ajena, comodina meretriz de su belleza! Tiene razón don
Eduardo. . . Como los clérigos no pedimos reparación con
las armas en la mano ! Dios mío! Dios misericordioso,
perdónales! Hágase ru voluntad!
El padre González cruzó los brazos sobre la mesa, y es-
condió el rostro.
Después de largo rato se levantó tranquilo, sereno, casi
sonriente, v cerró la ventana, diciendo para si:
Carmen debe salir de esta casa. . Mañana la llevaré
a Plu\ losilla. No! No! Eso no! Seria tanto como confirmar
el dicho de esa gente! Saldrá Carmen de aquí, pero no aho-
ra, cuando pasen algunos meses. . . y su padre y su her-
mana vendrán por ella. Asi lo necesita mi buen nombre.
Y quién me devolverá el crédito perdido? Los tribunales?
Quién piensa en ello! Para castigar estos delitos no hay le-
yes ni justicia. Cómo probaria yo que hablan de mí?
Y de rodillas delante del crucifijo oró largo rato. Al
siguiente día, muv temprano, en un caballejo prestado por
A^íitonio, salló el padre González para Pluviosilla. El sacris-
tán y doña Salo emprendieron la jornada dos horas des-
pués.
L A
CALANDRIA
XLII
— AMIGO mió: — decía el pacire Alfonso, tomando
asiento en la cómoda silla monacal y arreglando los plie-
gues de la capa, — siento haber venido a molestarle, pero
hay cosas aue no deben dejarse para el día siguiente, y la
que me trac es una de ellas. Supongo que ya tendrá usted
noticia dj
— De que? — interrumpióle sobresaltado el capitalista,
sintiendo que le daba un vuelco el corazón.
Cómo! No ha leído usted El Radical de ayer?
— E! pcriodiquilio de Jurado? No . Alguna vez ha
caído en mis manos, y por cierto que no he tenido paciencia
de leerlo hasta cl fin.
— Yo no recordaba que todavía ese papelucho hiciera
sudar los tórculos, cuando anoche una mano invisible arro-
jó por la ventana, sobre la mesa, en que a la sazón escri-
bía yo, el numero de ayer, y tuve que leerlo. . .
— Y que trae? No acierto a comprender. .
— Va usrcd a saberlo. — Ll Cura se entreabrió la sotana,
y sacando cl periódico le puso en manos del capitalista, di-
ciendo:— Lea usted. . .
Chti/ dejo cl papel sobre otros que había en la mesa,
y ofreció un cigarro a su interlocutor.
— Gracias! — murmuró el clérigo.
Don Eduardo encendió tranquilamente un puro, se com-
puso en c! asiento, calóse los lentes, haciendo un gesto y en-
arcando las cejas, dio una fumada, y luego desdobló el
pcrióciico.
— En la tercera plana. . . un suelto intitulado: Yirtiidcs
ch
vqui esta
Mil gracias:
f
Ortl.
i/, leía para si, sm que en su rostro se mam restara
, . 29b
RAFAEL
DELGADO
la impresión que aquello le causaba. El sacerdote, bajos los
ojos, encendido por la vergüenza, jugaba con los pliegues de
la capa, dirigiendo, de cuando en cuando, curiosas miradas
al capitahsta. Este, al concluir la lectura, no pudo reprimir
la indignación, y volviéndose al clérigo exclamó:
— Ésto es infame! Estos son los frutos de la libertad de
la prensa? Esto es inicuo.
— Que debcm.os hacer en este caso?
— \'er todo con el mayor desprecio.
— Considere usted, amigo mío. . .
— Nadie leerá en Pluviosilla este inmundo libelo, y aun-
que así no fuera . . ;va usted a descender hasta el fango en
que gustan arrastrarse los que así calumnian a quienes es-
tán muy alto para que hasta ellos lleguen las críticas y los
ataques de esos llamados periodistas? No, amigo mío, no!
— No quiero tal . .
— Qué importa lo que diga ese papelucho! Y'o, señor
Cura, no he dudado un instante de la honradez de usted.
Como yo, la gente que algo vale y que en algo se estima
relegará al olvido esa caium.nia.
— Gracias, amigo mío! Estaba yo seguro de ello, como
lo estov de aue esc jorcn bourado y trabajador de quien se
habla en cl suelto no existe -
— Recuerda usted que un día le hablé de un caballerito,
que, al decir de las vecinas de la casa de San Cristóbal, era
novio (
ieC
armen
-Sí; pero estoy seguro también de que esa pobre joven
vive contenta en Xochiapan y a nuestro lado. El amor, ami-
go mío, no puede estar oculto mucho tiempo; nosotros no
descubrimos en Carmelita nada que indique o haga sospe-
char que está enamorada ... Sin embargo, la manera como
ese papel llegó a mis manos . .
l_J]\To sospecha usted quién será el que lo arrojó? . .
— Sospechas? Sí . . . sospecho que el secretario, o el maes-
tro, que, aunque se muestran conmigo afables y respetuosos,
como la dan de cspir/fus fuertes son enemigos implacables
de todos los curas de Xochiapan. . . Buena guerra le dieron
297
I
/i
C A L A X D R I
a m! antecesor el padre Ortegal! Pero el padre Ortegal es
un gallego enérgico y bravo, y no pudieron dominarle!
La cosa iba en Xochiapan con tan malos pasos, que fué pre-
ciso que el I^'elado, para evitar disgustos, me ordenara que
fuera a relevar a m.i compañero. . .
— Creo que en todo esto anda la mano del caballerito
de marras No le conviene que Carmen esté lejos de
aquí, v recurrió a la calumnia para conseguir lo que desea,
esto es, que mi hija vuelva a Pluviosilla. No hay tal joven
honrado y tvíihajador . . Si esto íuera verdad, y Carmen
deseara casarse, me lo habría dicho, se lo habría dicho a us-
ted o a la señora. . . Ya mi hija lo sabe; claramente se lo
dije: que si algún día quería casarse, y el hombre que hu- ^
biera puesto los ojos en ella era positivamente honrado y
bueno, aunque fuera pobre, no temiera nada. El día que
tal suceda los casaremos. . . no es verdad? Aquí anda la
mano de ese caballerete. . . Usted sabe, y mejor que yo,
quién es Alberto Rosas! Pero no conseguirá lo que desea.
Carmen no saldrá de Xochiapan.
— Bien me lo decía el corazón, amigo mío! Ya usted
lo ve. Ni el buen nombre de usted nos ha calido!
— Si usted lo quiere, hoy mismo iré por Carmen . . No
quiero que por causa mía la lama de usted sea destrozada
en los periódicos . .
— No, amiro mío; me ha entendido usted mal. . . Hov
más que nunca conviene que no salga de allí. Si Carmelita
saliera de mi casa en estos momentos, todo el mundo daría
crédito a los dichos de El Radical. No; otra cosa deseo en
bien de mi fama, en favor de mi reputación de caballero y
de sacerdote .
— lo oue usted guste, amigo mío.
— Si mañana los habitantes de Pluviosilla ven a Car-
men en la casa de usted, y saben de quién es hija, por mu-
cho oue griten los calumniadores de /:/ Radical, sean quie-
nes fueren, todo el mundo vendrá en acuerdo de que soy
inocente, de que todo ha sido una intri>^a diabólica, porque
usted no traería a su casa, ni presentaría ^omo su hija a
R A r A E L
DELGADO
quien no fuera digna de ello. Señor Ortiz, amigo mío: ape-
lo a los sentimientos generosos de un caballero: dígnese
usted hacer de manera que, hoy mismo, mañana, la socie-
dad de Pluviosilla vea a Carmen con la hija de usted. Es-
tará aquí unos cuantos días, volverá después a Xochiapan,
y cuando nadie recuerde lo que ha dicho el periódico, Car-
men, como es de justicia, vendrá definitivamente a vivir
a esta casa.
— Padre!. . . Así se hará. Hablaré con Lola ahora mis-
mo, y mañana iremos por mi hija . . . Cuándo piensa usted
regresar a su curato?
— Dentro de tres horas.
— Aguarde usted a mañana; iremos los tres.
— Gracias! Gracias, don Eduardo, gracias! Dios bendi-
sra a usted! Esa resolución generosa salva mi buena fama!
:v^
299
N D P.
RAFAEL
DELGADO
XLIII
ESPEPvANDO que llegara la noche, inquieta, impa-
ciente, ciisiraída, nerviosa como nunca, sin darse cuenta
de nada, orcsi de contrarios deseos, pasó Carmen el día. ^
A l.i siesta, según costumbre, doña Mercedes se retiró a
dormir; Angelito, aprovechándose de la ausencia del Cura,
salió a VI -ar con sus amigos por las orillas del riachuelo,
en busca de niayafcs, muy abundantes ya en los guayabales,
y señora Lusebia, acabadas las faenas culinarias, se sentó
a coser en e! corredor. Carmen permaneció en la sala. Aque-
lla cabecira era una devanadera; el pensamiento, instable
como la fronda que en lo alto de la rama lucha solitaria
con el viento, iba de un lado para otro, tornaba y volvía
sin descansar en nada. La joven para aquietar su espíritu
buscó un periódico. A poco rato le arrojó, fastidiada de no
poder fijar !a atención en lo que leía. Levantóse, fué a traer
un libro de la recámara del padre, y sucedió lo mismo.
— Ah! Me olvidaba de ver cómo está la puerta,
y salió a los patios. Ln el primero, un jardincillo re-
cién plantado, se detuvo delante de un viejo rosal cargado
de flores. Cortó algunas, las más frescas y bonitas, y visitó,
casi maqüinalmentt\ un cuadro de violetas por ella sembra-
do, cuvab primeras hojas, de un verde claro, torcidas como
un cucurucho, alegraban la tierra negra y húmeda. Qué hn-
das estarían en diciembre aquellas matasl Cerca de allí,
pendiente de las ramas granujosas de un viejo saúco, estaba
el loro d: Eusebia, en su jaula esférica; un loro cascado y
dprmilón, oc cabeza amarilla y mirada curiosa. La joven le
habló, repitiéndole sus frases favoritas .El pájaro despertó,
se movió tartamudeando palabras ininteligibles, y siguió
durmienco.
300
Ai llegar al segundo patio, vinieron a su encuentro los
gansos, de andar torpe, muy listos para hartarse de granza,
balanceándose atropelladamente, graznando hasta* aturdir.
En el fondo estaba la puerta. Carmen quitó la tranca,
probó .ibrir con la mohosa llave, y abrió. Súbito e inmoti-
vado temor le asaltó en aquel momento, como si fueran
a sorprenderla en el acto de cometer un crimen; sintió frío,
que el corazón le palpitaba como queriendo salírsele del pe-
cho, que las piernas le flaqueaban. Pero pronto pasó aque-
llo, y para darse valor contra lo que así le asustaba, princi-
pió a cantar, aspirando al mismo tiempo el aroma de las
rosas. Asomóse a la calle: la hierba crecía lozana al pie del
umbral e invadía los muros, a lo largo de los cuales huye-
ron unas lagarrijas que tomaban sol en las grietas de las
ruinosas jambas y en las aberturas pobladas de heléchos.
Como >i alguno, que hubiera adivinado el pensamiento que
en aquel instanre la dominaba, fuera a sorprenderla, Car-
men miró a todos lados y cerró la puerta con precipitación,
quitó h llave, sm pasar antes el pestillo, y colocó la tranca,
bien anovada v firme en apariencia, pero en realidad sólo
reclinada conrr¿ el batiente. En esta operación, sin que la
joven reparara en ello, las rosas se le cayeron de la mano.
Guardóse la llave en el bolsillo de la bata, y cantando, se-
guida de los <:ansos, tornó al jardín. Los dos patios estaban
separácos por una tapia muy baja, con una puerta de reji-
lla lig'era que impedía el paso a las aves, las cuales solían
cscanarse v hacer mil fechorías en el hucrtecillo, provocan-
do los enojos de Eusebia.
Aún no dejaba el lecho doña Mercedes. Carmen, co-
lumpiándose erK- una mecedora, pensaba en el grandísimo
disgusto que iba a causar a los pacíficos moradores de aque-
lla casa.
— Qué dirán de mí? Pobrecillos! Me han querido tanto!
Si no viniera . . . pero sí vendrá, sí . . .
La doncella se complacía en recordar minuciosamente
su vidi\ en Xochiapan: los trabajos para arreglar la casa en
los primeros días; las bondades del padre Alfonso, el ca-.
.^-01
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RAFAEL
DELGADO
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nño V los mimos casi maternales de doña Mercedes, b es-
imiací^ con que la trataba señora Eusebia, siempre mal-
humorada y descontenta de todos los que no eran de la
familia.
— Pobres! Lo que dirán de mí!... Pero si supieran
cuánto he llorado; si yo les contara lo que he padecido bajo
este hospitalario techo Tode pasará, y entonces yo ven-
dré con Alberto a pedirles perdón, y si el quiere, aquí en
la i'.zlesia . .
A la sazón salía de la recámara doña Mercedes.
— Sabe usted? — díjole acariciándola por sobre el respal-
dar de la mecedora, — sabe usted, Carmelita, lo que he so-
ñado?
— Qué? — respondió la joven, temerosa, como si la buen.i
señora fuera a decirle que había descubierto los preparativos
te la fuga — qué ha soñado usted?
— Que se casaba usted aquí, en Xochiapan .
' —Yo? . .
—Sí.
— Y con quién? — preguntó, riendo con una risa triste
V dolorosa. — Con el hijo de Antonio?. .
— No; con un joven muy guapo, como aquel que vimos
hace ocho días en la plaza, muy guapo, Carmen!
' Esta se puso pálida; pero consiguió dominar su emoción.
— Ojalá! No son de mi gusto los hombres feos. Si yo he
de casarme será con un joven guapo y elegante
- Por su mente cruzó la imagen de Gabriel, y agregó:
— Aunque sea pobre!
— No basta eso, niña. Antes que todo, uno que sea bien
educado, de buenas costumbres. . .
— Por supuesto, señora.
Al decir ésto sintió que el rostro se le encendía.
La anciana habló de otras cosas.
— Alfonso vendrá mañana. Si a esta hora no ha llegado,
no debemos esperarlo ya . .
En esto entró Antonio.
— Y el padre?
302
— Que vendrá mañana. Me dijo: — "Vete, y di que pi-
ra mañana dispongan comida muy buena porque van con-
migo un señor y una señorita."
— Viene usted a dormir? — dijo Carmen.
— Si la señora lo dispone ...
— Sí, ven. . . cómo vamos a quedarnos solas esta noche?
— Está bien, señora; vov a mi casa a dejar los caba-
llos ...
— Te esperamos para el rezo ...
— Sí, señora.
— Y doña Salomé?
— Bien, señora. Nos fuimos recio... Ella en el rosi-
llo, y yo . . .
— Tu, a patita.
— Pero no le hace. Estoy hecho a andar a pie. A la una
llegamos. . . Euí a ver al señor Cura, me despachó, comí, v
me vine al trote. Doña Salomé ya estaré durmiendo a estas
horas. Cuando se apeó del caballo no podía ni andar.
Rieron todos, considerando a la beata. Obscurecía. Eu-
sebia tr¿ijo la lámpara y la colocó en la mesa redonda.
— Vete, Antonio, que ya es muy tarde, y tienes que vol-
ver. Dales memorias nuestras a tu mujer y a tus hijas.
— Recibirán el favor de usted... — respondió el campesi-
no, saliendo. Montaba éste cuando Carmen salió a la puer-
ta: "
— A Marcela, de mi parte, que le mando un abrazo muy
apretado y un beso!
Y Antonio, dando las gracias, azotó el caballo y tomó
el camino de su casa.
A las once de la noche todos dormían profundamente,
menos Carmen que de codos en la ventana miraba hacia la
plaxa, negra, aterradora, llena de zumbidos de insectos, y
de tiempo en tiempo alumbrada, cuando las nubes se abrían,
por una tenue claridad lunar.
— Vendrá? — ¡pensaba. — Quiera Dios que no venga! Ten-
go miedo; me da pena dejar así esta casa; me duele el cora-
zón al separarme de estas personas, tan buenas, tan sencí-
^
L A
CAL
N D R I A
RAFAEL
DELGADO
Has, tan cariñosas; de doña Mercedes que es un ángel; del
padre Alfonso aue es un santo; de Eusebia, tan afectuosa
conmigo, V hasta de Ángel... Hice mal en escribirle a Al-
berto; si, muv mal; pero ya no hay remedio... toda mi ropa
está allá. Cuando el padre Alfonso sepa que me hui de
su casa, qué dirá? Que soy una ingrata! Y mi padre?. . .
Pero yo les escribiré contentándolos, pidiéndoles perdón, y
conio son muy buenos, me perdonarán. A qué casa me lle-
vará Alberto? Yo, si no es una casa decente no he de acep-
tar; lo obligaré a aue me Heve a otra, a cualquiera, con tal
que sea honrada. Si el me quiere lo hará asi: no se ha de
enojar conmigo por eso. Y mañana, cuando Gabriel sepa
todo, cuando ^le digan lo que ha pasado, porque estas cosas
luego s.^ saben, y hasta dicen de ellas los periódicos. hará
una" cólera que va me parece que lo veo, jalándose los ca-
bellos V pateando el suelo. Vas a arrepentirte de lo que has
hecho! Vas a verte humillado! Tú tienes la culpa. Te queria
con toda m.i alma, mucho, mucho, m.ucho, más que tú a
mi, como ninguna te querrá, y despreciaste mi cariño, mis
besos, mi amor . . Mañana te contará Salomé el desprecio
con que recibi tu carta y tus insultos, y luego sabrás, por-
que allá en el patio se sabe todo, y yo se lo diré a Malenita,
y a Paula, y a Petra, para que te lo digan, que soy de otro,
que amo a otro, que estoy depositada en una casa muy de-
cente, y que me voy a casar con Alberto. Y me verás; sí,
me verás elegante, lujosa, muy bien vestida, sin que me
falte nada, dichosa, feliz, casada con un hombre igual a mi!
Dicen que es calavera, que es un perdido? No importa!
Yo, con mi cariño, con mi ternura, haré que sea bueno y lo
sjrá. Dicen que el que no la corre antes la corre después.
Pues, mejor, llevo esa ventaja. Alberto ño vivirá sino p^a
mi ' Por mi dejará a sus amigos: a ese Pepe Muérdago
que es tan repugnante, y a Frisler, y a Cortma . . Ah, Ga-
briel, como voy a vengarme de ti!
Pero a poco la asaltaba el miedo; le parecía que
iban a sorprenderla en el momento de salir, que daban voces,
V oue hasta tocarían la campana, pidiendo auxilio. Luego,
304
•1 J .1 r>^cr. nuc d^ba el pesar inmenso que causa-
considerando el paso que c\^^d.i, ^^ P Fduardo
1 /^ M ., ^ ^l/^fi-í Mercedes V a don nauaiviu,
rí-í il nadre Gonzaie/, a dona iNierctuc:» y
ca/L resol.i, . decric a Ro,«. Ve. vete! No ™c >o;.
;t,» "„:':;;<.: .,:ScL, c„ipan.n . Aib.™
" vc?A,cl; pero , ís.c nada le importaría eso. ts neo, , a
los ricos todo se les perdona ...
Crci.^ ver en la pl-r.a baleos que estaban en acecho <^
se n^ovían, que se alejaban, que luego volvían. No ei.. na
da- los vallados, las sombras. Oía ru.do de pasos. . .-Se.a
pJ-pensaba, escuchando atenta.-No, el v.cnto, algún
anuní que atraviesa corriendo entre las escobd as . .
Sonhba un viento írío. Cómo se oía el ru.do del bos-
que Un tsurro suave, lejano, que se ¡^a acercando^ c.^-
oendo y que lueeo se alejaba rumbo a Pluv.osil a. Cant
elgali;, y después todos los gallos del pueblo, y los de l..s
casas de la montaña. , - ,, ,-„.,.
-Estará dormida doña Mercedes?-preguntose , ■ u,
quedo se acercó a la puerta y puso el o.do en la cc.auu-
ri Duerme profundamente!
• Cuando voIvkS a la reja oyó que allá -"Y ^^¿^^f^
Ins oerros Un ladrido tenaz, furioso, que al cabo de un
"o'cesaba. Por que tenia tanto -icdo> Por que senu.
que el corazón le palpitaba de un modo horrible? No ei..
/ j ^ K, 1 rnnvrrsar con el ebanista,
as cuando salía a con\cisai ^^^n
_Qué hará a estas horas Gabriel?-Y lanzo un suspiro
^vieron a oírse los ladridos, ya mas arcano Al ^n o
'. \ ñoco fueron ya menos distantes; pcio esta ^ez s-
"oTonearo'n - cho tiempo, y al fin cesaron, poco a poco,
como ;! loTcanes se fueran aquietando. El viento siguió so-
Indo más V más fuerte. La joven tuvo necesidad de abu-
sarse; tomó el rebozo, y se cubrió.
^ En la cómoda, en un vaso, la vara de naidos de Ma,
305
T
A
C A
A X D R I
/'.
i
cela abría sus postreras flores, llenando la estancia con si:
penetrante aroma.
Una sombra cruzó por la plaza. Sí, era un hombre, un
hombre en traje de charro, envuelto en un poncho. Se acer-
caba cautelosamente, muy despacio. Oíase, apenas percep-
tible, el sonido metálico de las espuelas, como si el que venii
caminara de puntillas. Era ell Carmen se estremeció.
— Alberto
— ¿Estás lista? . . ^ ' '•
—Sí ...
— Sal; no hay que perder tiempo . La ronda 2n¿^ por
allá arriba.
— Tengo miedo . .
— Miedo? De que? A quién}
— No sé . . . pero tengo miedo . . Esrov temblando! , . .,
— Tontuela . Tienes algo que darme .^
— Sí, pero oye. , . )' .si nos sorprenden?
— No temas.
— Habla quedo! por Dios! que en la orra pieza due:-^
doña Mercedes ...
— No tardes, Carmelita.
— Espera, un instante . 0\'e.
—Di.
— Me ofreces hacerme tu esposa?
— Antes de ahora te lo he prometido nnicha.^ veeev
Dudas de mí?
— Me lo ofreces por lo que más quieres? Me das :;: ':^:.
labra de honor de que te casarás conmigo?
La muchacha sentía ganas de llorar. Sentía un nirdo :.-:
la ^ar^anta.
— Te lo juro! No tardes
Voy. . . — y dióle un paquete que a dur;- penas cu.v^-
por entre las barras de la reía.
— Hija: este bulto es www grartde . pero no imrcrr;.!
— Habla quedo, poi* Dios! habla quedo. Da L: vuelti,.
}' aguárdame en la nueiTa aue e>:a detrás .le "^ .^^^:^ v -,v
\
R A
F
\ t i-
DELGADO
— No tardes. • j t
Ciimcn cenó la ventana, y vacilante, conteniendo I.i
respiración, abrió poquito a poquito la pucrtecilla del cuar-
to conti-uo, V le atravesó sin volver el rostro hacia la ca-
ma hasta que estuvo en el otro aposento. De la sala paso al
comedor. Cómo olían las frutas que había en la mesa! An-
-cl que dormía en el cuartlto cercano, roncaba.^.
* La joven tropezó en una silla, pero el chiquillo no des-
^ La pesada puerta del patio no hizo el menor ruido. El
,. porro reconoció a Carmen y vino a su encuentro, haciéndole
' fiestas. . , ,
El ciclo comenzaba a despejarse; los vientos de la ma-
- drugada barrían las nubes hacia el Sud; la creciente luna
alumbraba el jardín con pálida y triste claridad.
' Al atravesar el traspatio, los ánades se movieron y graz-
naron alarmados, alargando los cuellos.
La fugitiva quitó la tranca y abrió.
—Tengo miedo!— murmuró, abrazándose de Alberto.
Iste la estrechó y le dio un beso en la frente.
—Vamos, apóyate en mi brazo. . Tiemblas como un
í.zogado. No tengas miedo, que vas conmigo!
La joven sonrió, y levantando los pliegues del poncho
buscó el brazo de su amante.
Cerca de allí estaban los caballos.
—Quién es e^e hombre?— preguntó, deteniéndose al ver
'il criado.
—No tengas cuidado, chiquita... es el caballeran-
go un buen muchacho. . . .i
" Poco después llegaban a los Alamos, y seguían por el
crimino de Pluviosilla.
V
a salir.
307
\
A
A
D R
RAFAEL
DELGADO
XLIV
EL carruaje estaba a la puerta.
Don Eduardo y el clérigo departían en el despacho,
aguardando a la hermosa y elegante señorita que ya tardaba
demasiado en el tocador, y que a la sazón engalanaba su
hnda cabeza rubia con im sombrerillo de paja coronado de
llores silvestres.
— Así era de esperarse! — exclamaba el Cura. — Recuerda
usred que repetidas veces le dije que la señorita Lola acce-
dería con gusto?
— Sm embargo, amigo mío, fue duro el paso: se encen-
dió, bajó el rostro entristecida, y dos gruesas lágrimas ro-
daron por sus mejillas. Dos lágrimas que sentí caer en mi
c-jvi/ón como dos gotas de plomo derretido!
— Era natural . . .
—Pero luego, un instante después, vino hacia mí, son-
rionro y cariñosa, y me abrazó diciendo: "Con mucho gus-
to, papacito! Por qué no? No es también hija tuya? No es
hermana mía? Si quieres vamos por ella. . ." Y desde ano-
che no piensa en otra cosa, y hace mil proyectos para lo
futuro con respecto a Carmen. Temprano puso a la servi-
dumbre en movimiento, y dispuesta, queda una elegante al-
coba al lado de Li suya. Estoy contento de mi hija! Así era
la madre generosa hasta el sacrificio!
— Siempre una obra buena trae consigo la recompen-
^ —Ya era tiempo de dar este paso, amigo mío! Cuánto
se a^M:ide/Cü a usted su empeño!
—A mi.'' No, don Eduardo. . . Esto y todo se merece
e>.i joven!
Un criado avisó desde la puerta que un individuo, que
3 OS
decía llamarse Antonio, y que \enÍA de Xochiapan, pre-
guntaba por el padre González.
— Que pase! — dijo el capitahsta.
El sacristán entró en el despacho.
— Qué se ofrece? está enferma la señora?
Dios nos libre! Afligida, acongojada, sin saber lo que
hará. Me dio esta carta para usted.
— Qué ha sucedido?
Antonio no respondió. Don Eduardo no acertaba a ex-
plicarse la reserva del mensajero.
El Cura, ya más tranquilo, abrió la carta.
— Con permiso de usted . . .
— Usted !o tiene!
E! padre González conforme leía se iba demudando. El
capitaHsta alarmado no pudo menos que preguntarle:
— Alguna desgracia de famiha?
El ciérigo no contestó. En aquel momento leía una
tarjeta que Venía dentro de la carta. Sonrió tristemente y
con un movimiento de cabeza hizo salir al sacristán.
Sí; una desgracia de familia, porque como de la nues-
tra hemos visto siempre a Carmelita! Lea usted.
Levó Ortiz la carta y la tarjeta, sereno, inmutable, co-
mo si se tratara de un asunto insignificante.
Rosas! — prorrumpió en todo despreciativo. — Me lo
temía! El fue ^in duda, el autor del suelto. . . '
Xo puedo explicarme cómo ha sido esto... Qué
piensa usted hacer." *
—Nada.
— Nada?
Padre: hnv co-as que no tienen remedio... y ésta
es ima de tantas.
— Pero
Cada uno .ibre a sus pies el abismo de su propia des-
gracia . . . Carmen no ha sido la excepción de la regla. . .
Para mí... como si hubiera muerto!
En vano tratab.t el capitahsta de ocultar su vergüenza
y su dolor; lucho por conseguirlo, lucho enérgicamente,
309
/-
RAFAEL DELGADO
A
CAL
N D R 1 A
y
pero fueron inútiles sus esfuerzos. El padre González ob-
servó que los ojos de su amigo estaban llenos de lágrimas.
— Padre, — dijo al fin, después de \m\o% segundos de si-
lencio,— esto parece un castigo de Dios
Disponíase a contestar el sacerdote, cuando alegre, fes-
tiva, bulliciosa, calzándose los guantes e inundando de aro-
mas el aoosento, entró Lolita.
— Cuando ustedes gusten . . .
El Cura se había levantado. Don Eduardo con mirada
dolorida contemplaba a su hija.
— Cuando gustes, papá.
— Hija mía. . — r-respondió, acercándose a la joven y
abrazándola, — vuelve a tus habitaciones .
— Pues qué no vamos?
No, hija mía.
— Señor. — tornó a preguntar, dirigiéndose al clérigo,
— qué ya no vamos.'^
— No, señorita.
— Por qué?
— Ya lo sabrás — contestó don Eduardo, acariciando 2 su
hija que sonreía satisfecha y feliz.
K?".
Ü^'''
XLV
HACIA cuatro meses que no le veía. La última vez
fué el 7 de junio. Llegó a media noche, con Muérdago, en
tal estado de embriaguez que no podía tenerse. Se acostó y
no dio cuenta de su persona hasta el día siguiente.
Muérdago era un mal amigo. Ya ella le había despedido
varias veces. Esa noche, Carmen estuvo a punto de dar vo-
ces y de llamar al sereno para librarse de él.
— Bien se conoce que está usted acostumbrado a tratar
con gente perdida! — le dijo— Es usted un insolente! Se
conduce usted así porque me ve sola. . . Si Alberto no es-
tuviera en ese miserable estado, se guardaría usted de ello. .
Pepe contestaba a todo riendo a carcajadas. Al fin se
fué. A los pocos días volvió; no venía borracho, pero si
más desvergonzado y atrevido que nunca. Se detuvo en la
ventana, pero Carmen, para que no entrara, cerró la puer-
ta y !c dejó con la palabra en la boca.
Aquello no era vivir. . . Encerrada entre cuatro pare-
des, con nadie trataba, a nadie veía, y no iba a ninguna
parte. ¿Para qué? Para que todos la despreciaran y la vieran
con mirada recelosa y ofensiva, como reprochándole su con-
ducta? ^, ■
Cuando pasaba salían a la puerta todas las vecinas, a
verla y a murmurar de ella:
— Quién es?
— La Calandria! ... La que ahora tiene don Alberto Ro-
sas.. . Vaya! No la conoce usted?
— Muchacha m.ás tonta!
' — Tan bien que estaba en la casa del padre Gonzálezl
— En qué vendrá a parar?. . . El ¿'\x menos pensado la
deja ese señor y . • .
311
L A
C
N D R I
— Parará en lo que todas. . . ya usted sabe!
Era preferible no salir. Y ni en la casa estaba tranquila:
a media noche veían a llamar en su puerta, diciéndole, en-
tre risas y desvergüenzas:
Abre! Abrel Ahora que no está Rosas abre!
Ella callaba temblando de miedo y . de cólera.
— Abre! — repetían, y sonaban dinero, hasta que, can-
sados de porfiar, se iban, insultándole y diciéndole apodos.
Dos otros veces tuvo necesidad de echar de allí a una
vieja que, bajo pretexto de vender alhajas y vestidos usa-
dos, le hizo proposiciones de esas que ofenden horriblemente
a una mujer que se estima. Y no fué la única: con otras
tuvo que hacer lo mismo. Aquello no se podía sufrir.
Alberto no venía. No estaba enfermo, ni ausente, no,
porque ella le había visto pasar a caballo. Le escribió; Ro-
sas no se dignó contestar; volvió a escribirle, y ni siquiera
quiso recibir la carta.
Los recursos se iban agotando. Fué preciso empeñar la
ropa: hoy esto, mañana aquello, así todo. Trabajaba, cosía,
lavaba, tejía; pero poco. Nadie le daba quehacer porque
desconfiaban de ella. Apeló a sus amigas, y en vano. Magda-
lena se hizo la desconocida; Paula y Petrita perdieron la
ca!le por no hablarle. La única que solía visitarla era Car-
lotita Marín, y eso de cuando en cuando; le daba costuras
y le prestaba dinero . . Enrique López no había variado;
pero luego que ella le dijo que Alberto era raro y celoso
no volvió.
— No quiero que tengas disgustos por causa mía. No
tengas cuidado, no volveré!
Y lo cumplió. Carmen quiso preguntarle por Gabriel,
pero no se atrevió. La criada le contó que no era cierto,
como decían, que iba a casarse con Chole Sierra. El novio
era Ramón Pérez, y el día de la boda estaba próximo, por-
que ya el modisto de la calle de la Sauceda estaba haciendo
las donas.
Una noche vino Muérdago, con Arturito el poeta.
Cuando ella los vio ya habían entrado. Carmen los trató
312
í
RAFAEL
DELGADO
con mucha seriedad v les conversó de cosas indiferentes.
Sánchez se retiró, y quedóse Pepe. Luego que se vio solo
con ella hizo ademán de abrazarla. Muérdago, al ver la
manera despreciativa con que la joven le trató, le dijo, tu-
teándola:
— Todavía estás pensando en Alberto? No esperes que
venga, siéntate, y aguárdalo sentada . . . Ese anda ahora
por otra parte . .
Y no mentía. Ya Carmen tenía noticia de ello; pero
quiso desengañarse por sus propios oj<os. Una noche salió
con la criada y fué a espiarle; le halló en casa de la Curra,
una española muy bonita, que vestía con mucho lujo.
Carmen volvió llorando a su casa, resuelta a todo. Qué
esperanzas le quedaban? Ya lo había pensado muchas veces:
en Xochiapan, aquella noche, cuando volviendo de la casa
de Antonio, pasaron por el cam.posanto; en Pluviosilla
también, pero siempre tuvo miedo; ahora ya estaba cansa-
da de padecer.
Ese día, antes de ir a cerciorarse de lo que le habían
contado, leyó en E! Contemporizador la historia de una jo-
ven de Chihuahua, que así lo hizo. Sería una infeliz como
ella, sin ilusiones y sin esperanzas, abandonada, y prefirió
morí]'. Carmen leyó el periódico otra vez.
— Pobre muchacha! Qué simpática! Tuvo razón. . . era
preferible morir . . El periódico dice que tomó el veneno
en c.ifé con aiiuardiente . . . Así no sabrá tan mal. . .
y
"* < ^
A
A
A N D R I A
XLVI
CUANDO Li ci-Kuli vino la puerta estaba cerraaa.
De fijo que la joven dormía.
Stí desvelaría, como todas las noches. Mejor, así ten-
dré tiempo de hacer lo que me encargó. La cajita en la car-
pmtería de don Pepe Sierra. . . y la llave^ . aquí está,
vaya! Lsa cartita para don Alberto: esta otra para don
Lduardo Ortiz
A las ocho volvió. Carmen no se había levantado aun.
Se le pegarían las sábanas. . . pobre! La pobrecíta no
loí;ra dormir nunca hasta la madrugada .
Sin embargo fué preciso llamar. Golpeó fuertemente,
pero en vano; no contestaba. La llave estaba en la cerradura,
■y por un agujero de la madera vio que la puerta del patio
tenía puesta la tranca. En la recámara había luz.
Alarmada la pobre mujer llamó a un vecino.
—Vea usted, no ha salido, porque la llave está pega-
da . . Y la puerta de la cocina mire usted por
aquí ve usted la tranca?. . . Algo le ha sucedido.
— Pues qué se quedó sola?
Sí; yo, con licencia suya, me fui ayer, a las cuatro
de la tarde, a mi casa. '' Vayase, me dijo, yo me arreglaré
aquí como pueda. . Para lo que hay que hacer!"
— Tooue usted fuerte!
— Si ya me canso de tocar!
El vecino cogió una piedra. Dio tremendos golpes. No
respondía. c- i t,
Vea usted. . . la lámpara está ardiendo. . . Si le ha-
brá pasado algo!
—Pues llamaremos a un herrero, o a un carpintero,
para que abra.
314
B. A F A E L
DELGADO
— Y quien le pnga el trabajo?
— Ya veremos, por eso no se apure usted. Lo que impor-
ta es entrar. Quién sabe si estará con un ataque, y ni ha-
blar podrá . . Vamos a dejarla morir como un perro, sin
confesión ni nada? Vaya usted a llamar un carpintero. . .
Aiíuárdese usted, voy vo!
El servicial vecino regresó a poco acompañado de Ga-
briel. El mancebo venía inquieto y desconcertado.
— Qué ha sucedido? — preguntó. — No responde?
— No.
— Usted fué la que dejó en la carpintería una cajita
para mi?
— Sí; como usted estaba adentro se la di a don Pepe,
— No hay más que romper la puerta. . . — dijo el vecino
con insistencia. — Abra usted!
— Si yo lo he sabido traigo los fierros . .
— Iré por ellos. Iba yo a llamar a un carpintero cuando
me encontré con usted . . .
— No; estas chapas son de pacota. . . no resisten un en-
vión. Va usted a ver cómo la rompo . . '
El ebanista empujó la puerta dos o tres veces, haciendo
crujir la madera. A la cuarta oyóse el ruido de la cerradura
que cedía al impulso del vigoroso mancebo. Repitió el es-
fuerzo y la puerta se abrió.
— Ya! — dijo, dando un puntapié a la hoja.
— Gracias a I^io'^! — murmuró la criada.
— Cómo huele a petróleo quemado! — observó el vecino.
— Qué hace usted que no entra, señora? — dijo impa-
ciente el ebanista temeroso, sobresaltado, como si esperara
una gran desgracia.
La buena mujer no tardó en salir, azorada, con espanto
patente en los ojos.
— Está muerta!
— Muerta? — exclamó Gabriel, apoyándose en el muro.
— Eso no es posible!
— Sí! Y tirada al pie de la cama, y ya fría!
Entraron. La criada abrió la ventana. El sol iluminó
315
V
A
CAL
A
N D R I A
con sus rayos de oro el cadáver de la infeliz muchacha. Las
coberturas estaban en el suelo. Sin duda, ya con las ansias
de la muerte, quiso levantarse y pedir socorro, y al asentar
el pie cavó para siempre.
El joven, trémulo, erizado el cabello, mudo por el es-
panto, contempló a la que fué la más dulce esperanza de
su vida, a la que tanto amó, a la que murió pensando en
cK pidiéndole perdón.
Que poco quedaba de tanta belleza! Estaba amarilla,
con manchas rojas y amoratadas. Eos ojos tenían un cerco
violáceo, casi ne^M'o. Ea boca, contraida horriblemente, pa-
recía quj dc)aba escapar un grito de desesperación. Una li-
gera espuma escurría de los labios.
Vean; — dijo el vecino, señalando ia mesa. — Yo creo
que se enveneno, como la muchacha e^a de que habla el
perioiiico . . .
En la mesa había una taza con cafe y una botella de
ai;uardiente, \ en el suelo, y en un plato, fósio.os, muchos
los loros
Puede sc'v . — respondió el ebanista, que apenas po-
día hablar — pero cállenselo para no tener que andar con
?\o lo dn.^ui. — Sería mayor la vergüenza para su
jueces . . ,
lamilla
estar a^í!
Wimos a levantar el cadáver cómo
ha de
316
RAFAEL
DELGADO
XLVII
EAS vecinas del pafif) de San Cristóbal, luego que tu-
vieron noticia del suceso^ acudieron a prestar sus servicios.
Con don Eduardo no se ,'*udo contar porque hacia ocho me-
ses que estaba en México; pero aquellas buenas gentes lo
arreglaron todo. Malenita se portó con la generosidad acos-
tumbrada: oí recio pagar el entierro, el carro fúnebre y los
tranvías. Al fin no hizo más gasto que el de cuatro car-
gadores. A pesar de las recomendaciones del ebanista inter-
vino en el asunto el Juez de E- Instancia, prohibió la inhu-
mación solemne, y orden(í) que el cadáver fuera llevado al
hospital. Allí, después de analizar las materias contenidas en
el estómago, conlirmaron los médicos las sospechas del ve-
cino, y estudiaron en el destrozado cuerpo de la infeliz
muchacha no sé cuántas cosas, por las cuales un practi-
cante charlatán, amigo de Jurado, explicaba aquel suicidio
coiTio la cosa más n.atural del mundo.
Muérdago y Rosas almorzaron juntos ese día. Disputa-
ban acerca de quién había ganado la apuesta. Cortina, cons-
tituido en arbitro, decretó que uno pagaría el almuerzo y
otro el champagne.
Después de la ionuvnta, en la cual Pepe bebió del cspn-
vioso hasta no poder más, Alberto fué a pasar la noche en
los salones del Círculo Mcvcaniil.
Mientras el seductor gozaba allí de los encantos de bri-
llante íiesta, en el taller de don Pepe Sierra, torturado por
el dolor y entenebrecido de espíritu, labraba el carpintera
el ataúd de la Calandria.
Orizaba, Enero-Agosto de 1890.
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