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Full text of "La Calandria [microform], novela mexicana"

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M ÁSTER  NEGATIVE 


NO 


93-81668-7 


MICROFILMED  1 993 

COLUMBIA  UNIVERSITY  LIBRARIES/NEW  YORK 


as  part  of  the  .•      r>    •^^f» 

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would  invoive  violation  of  the  copyny 


A  UTHOR: 


DELGADO,  RAFAEL 


TITLE: 


LA  CALANDRIA,  NOVELA 
MEXICANA 


PLACE: 


MÉXICO 


DATE: 


1931 


COLUMBIA  UNIVERSITY  LIBRARIES 
PRESERVATION  DEPARTMENT 


Master  Negative  # 


BIBLIQGRAPHIC  MICROFQRM  TARGFT 


Original  Material  as  Filmed  -  Existing  Bibliographic  Record 


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Delgado,  Rafael,  185S-1914. 

...La  Calandria,  novela  mexicana.  México, 
Ediciones  de  "La  Razón",  1931. 

517  p.   (Colección  de  clásicos  mexicanoR 
agotados.  1) 


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Restrictions  on  Use: 


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T.  Title.  II .  Colección  de  clasicos  inexi 
canos  agotados.  1, 


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TECHNICAL  MICROFORM  DATA 


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FILM     SIZE: :^ _  REDUCTION     RATIO: 

IMAGE  PLACEMENT:    lA    IJA     IB     IIB 

DATE     FILMED: ll.^__^ INITIALS ^_^_ 

FILMED  BY:    RESEARCH  PUBLICATIONS.  INC  WOQDBRIDGE.  CT 


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1 1 00  Wayne  Avenue,  Suite  1 1 00 
Silver  Spring,  Maryland  20910 

301/587-8202 


Centimeter 

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BY   fiPPLIED   IMflGE,     INC. 


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AL  iniciar  Í'J  pii'^^iiCiición  de  los  ^'Clásicos  Mexi- 
canos A[iOU:dos,"  con  la  obra  máxima  de  don 
Rafael  Delgado,  la  Compuñia  Editora  "La  Razón/^ 
S.  A./ desea  realizar  el  doble  propc)sito  de  rendir  un 
merecido  bomenaie  al  más  puro  novelista  mexicano 
y  de  poner  al  alcance  de  las  nuevas  generaciones  de 
nuestro  país  una  obra  agolada  totalmente  en  sus  tres 
anteriores  ediciones. 

Esta  presente,  cuar'a  ediciá)n  de  "La  Calandria/' 
^e  publica  con  el  pernv.su  del  Lie,  D.  Miguel  Her- 
nández Jáuregui,  dueño  de  la  propiedad  literaria  de 
la  obra. 


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OBPvECíTA  ! — c>;c!amaba  dona  Manuela,  bañados  en 
lágrimas  ios  cjos,  al  apagar,  de  un  soplo,  una  larga  bujía 
de  cera,  amarillenta  y  quebrada  en  tres  pedazos,  y  extin- 
guiendo con  las  extremidades  del  índice  y  pulgar  humedeci- 
das en  saliva,  el  humeante  pábilo. — ¡Esta  noche  se  nos  va! 
¡Pero,  a  Dios  gracias,  con  todos  sus  auxilios! 

— ¿Y  qué  dijo  el  médico?— preguntó  Petrita,  la  hija  de 
la  casera,  alargando  a  su  interlocutora  otra  vela. 

—Dijo  esta  mañana  que  no  tiene  cura,  y  mandó  que  se 
disDusiera  lue^ío  luei^o  para  recibir  el  viático,  antes  de  que 
le  volvieran  las  bascas.  Y  ahí  me  tiene  usted,  mi  alma,  su- 
biendo y  bajando  para  arreglarlo  todo,  en  el  ínter  que  su 
mamá  de  usted  y  Pauliía  la  del  6  ponían  el  altar.  .  .  estoy 
rendida!  por  eso  no  entre  a  ver  el  viático. 

— Deje  usted,  doña  Manuelita:  si  yo  tam.bicn  he  estado 
apura'Jísima,  componiendo  las  boi:ellas  de  flores  y  haciendo 
los  moños  para  las  velas,  y  eso  que  Tiburcita  me  prestó 
los  que  le  sirvieron  el  año  pasado  en  el  altar  de  Dolores,  que 
si  nó,  no  acabo. 

— Y  está  el  .^Itar  que  da  gusto  verlo —  se  parece  al  que 
ponen  en  Santa  María  las  hijas  de  María; — dijo,  tomando 
parte  en  la  conversación,  una  mujer  de  prominentes  caderas 
y  marcado  bigote— come  que  el  padre  lo  ha  estado  mirando 
y  remirando,  com.o  si  d-jcra:   ¡qué  lindo  está! 

-    —¡Y    que    tan   a    tiempo   traje   la   sobrecama! — repuso  ^ 
doña  Manuela.— Con  razón  me  dijo  el  gordito  de  La  Ibe- 
ria,  cuando  saqué  ci  genero,  que  estaba  buena  hasta  para 


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un  akarl  Ya  lo  vimos.  .  .    v  está   nuevccita 


Ya  sirvió 


en  el  altar  y  no  he  de  usarla.  Ya  lo  sabe  usted,  Petrita: 
para  el  viernes  de  Dolores  ahí  la  tiene.  Yo  haré  los  sembra- 
ditos  y  las  aguas  de  color. 

— Muchas  gracias,  Manuelita;  la  Virgen  se  lo  pagará 
todo  V  no  olvidará  la  buena  voluntad. 

— Oiga  usted,  doña  Pancha: — preguntó  la  hija  de  la 
casera  a  la  quintañona  del  mostacho — ¿qué  le  dijo  a  usted 
esj  señor,  cuando  lo  fué  usted  a  ver? 

—  ¡Av,  hijita!  .  .  ¡ni  me  diga  usted!  .  .  .  ¡qué  había  de 
decir!  Me  salió  con  que  es  cierto  que  él  es  el  padre  de  Car- 
men; no,  no,  la  verdad  es  que  no  se  atrevió  a  negarlo;  pero 
me  dijo  que  él  bastante  había  hecho  por  ellas;  que  las  había 
jn'otegido  mucho;  que  les  había  dado  un  papel  para  que  les 
fiaran  ropa,  aquella  que  compraron  por  Semana  Santa.  .  . 
cuatro  tiliches,  ;se  acuerda  usted?  y  que  le  habían  pagado 
mal;  que  hoy  día  no  tiene  dinero.  .  .  pero  que  si  Guada- 
lupe se  muere  que  le  avise  yo. 

— Buen  consuelo.  Usted  dirá:   ¡un  hombre  tan  rico! 

—  ¡Dueño  de  tantas  casas! 

—  ¡Quién  lo  había  de  pensar! 

— Para  más  es  una  .  .  .  Con  todo  y  ser  pobres  hacemos 
por  la  enferma  cuanto  podemos. 

— Por  supuesto.  Ella  habrá  sido  lo  que  quieran,  ya  la 
juzgará  Dios,  yo  no  veo  eso.  Además  ya  recibió  el  Santí- 
simo   .  . 

— E,se  es  el  mejor  remedio; — replicó  doña  Pancha — eso 
vale  más  que  la  meopatía  que  le  dijo  a  usted  Tiburcita. 
\:i  verán  como  va  de  mejora;  así  pasó  con  mi  difunto.  Ya 
verán,  va  verán  como  se  alivia,  y  de  aquí  a  ocho  días,  está 
en  el  lavadero,  contando  .sus  cuentos  y  diciendo  sus  grace- 
jadas. Yo  soy  mala, -no  lo  niego,  pero  la  mera  verdá,  cuan- 
do uno  de  mi  casa  se  encama  lo  primero  que  hago  es  traer 
al  padre  para  que  se  arregle.  Luego,  cuando  ya  está  de  re- 
mate y  el  médico  manda  que  se  disponga,  empieza  aquello 
de  que  no  se  empeore  con  el  susto,  y  con  que  nadie  quiere 
decírselo  al  enfermo.  .  .   No,  mi  alma,  yo  se  los  digo,  tope 

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en  lo  que  topare;  que  se  mueran,  hija,  qué  hemos  de  hacer, 
así  lo  quedrá  Dios,  pero  que  no  se  vayan  a  la  cocina  grande. 

— Tiene  usted  razón,  doña  Pancha,  eso  mismo  digo  yo. 

— Bueno;  i>ero  yo  pregunto: — dijo  la  Petrita — y  si  se 
-muere  la  enferma,  con  quién  se  queda  Carmen?  La  pobre 
no  tiene  ni  quien  vea  por  ella!    .  . 

— Y  luego — hizo  notar  doña  Pancha — con  esa  carita  de 
manzana,  tan  coscolina  y  tan  alegre! 

— Carne  para  los  lobos,  hija .  .  . 

— Enterita  a  la  cara  de  su  hermana,  la  hija  de  ese  señor 
■  don  Eduardo.  .  .  el  vivo  retrato.  .  .  ¿no  es  verdad,  doña 
Pancha? 

— ¿No  la  conoce  usted,  Petrita?  La  que  pasó  por  aquí 
a  caballo  el  otro  día;  la  del  sombrero  alto,  como  el  del  Doc- 
tor. .  .   vaya! 

— ¡Vaya  si  la  conozco!  Póngale  usted  a  Carmen  los 
vestidos  de  la  otra,  el  peinado  alto,  el  sombrerito,  y  no  hay 
diferencia.    ¡Pobre  muchacha! 

— No  hay  cuidado,  Petrita: — dijo  dona  Pancha  conmo- 
vida al  ver  húmedos  los  ojos  de  la  chica — si  se  m^uere  Gua- 
dalupe, yo  recojo  a  la  niuchacha. 


—¿Yo? 


Cuándo! 


—  ¡Ni  yo!  ¡Cría  cuervos  para  que  te  saquen  los  ojos!    .  . 

— Pues  yo  sí — replico  agria  y  resuelta  la  del  mostacho — 
y  Dios  dirá! 

Así  hablaban  en  grupo  piadoso  y  compasivo,  en  el 
amplio  portal  del  pafio  de  San  Cristóbal,  importante  casa 
de  vecindad  de  un  barrio  extremo,  la  flor  y  nata  de  las 
lavanderas  y  planchadoras  de  la  población. 

Daban  todas  el  nombre  de  casa  de  San  Cristóbal  a  tan 
vasto  edificio,  cuyas  innumerables  habitaciones  producían 
a  su  dueño  pingüe  renta  mensual,  a  causa,  sin  duda,  de 
un  gran  cuadro  que,  presentando  a  dicho  santo,  estaba  co- 
locado en  la  parte  superior  del  portón  que  comunicaba  el 
zaeuán  con  los  anchos  corredores  que  rodeaban  el  patio,  en 
cuyo  centro,  bajo  un  techo  de  tejas  requemadas  y  entre 
una  red  de  cuerdas  v  lau/í'íicroSj  treinta  laboriosas  mujeres 


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lavaban  por  centenares,  cada  semana,  Vjl  lencería  de  toda 
vina  ciudad  veracruzana,  con  lo  cual  queda  dicho  que  no 
era  poco  productivo  el  trabajo  confiado  a  su  incomparable 
habilidad. 

Procedente  acaso  de  un  convento  derruido  por  la  Refor- 
ma, aquel  cuadro,  obra  de  malaventurado  pintor,  daba 
cierto  aspecto  religioso  a  la  vastísima  casa.  En  dorado  mar- 
co de  estilo  plateresco,  a  trechos  ennegrecido  y  desportillado, 
lucía  su  figura  colosal  y  su  musculatura  atlética  el  forti- 
simo  Cíero,  cargando,  más  cuidadoso  que  novel  nodriza,  un 
niño  Jesús,  mofletudo  y  rozagante,  de  violada  túnica  y  ca- 
bellos rizados,  de  entre  cuyos  bucles  se  destacaban,  en  trián- 
gulo isóceles,  las  tres  potencias  de  rigor,  dentro  de  un  nim- 
bo áureo  también,  que  con  sus  im.perfectos  contornos  de- 
claraban al  menos  listo  que  eran  obra  de  otro  artista  y  adi- 
tamento puesto  a  la  imagen  del  risueño  Infante  por  los 
afanes  de  un  devoto  que,  de  seguro,  no  encontraba  en  ella 
expresión  ninguna  superior  y  divina. 

El  gigantesco  santo  estaba  representado  en  el  acto  de  pa- 
sar ii;ipetuoso  y  espumante  río,  a  cuyas  márgenes,  en  las 
arenas  rojizas,  tal  vez  por  un  presentimiento  del  futuro 
naturaHsmo  en  el  arte,  no  escatimó  el  piadoso  Apeles  cara- 
coles ni  conchas.  El  bienaventurado  atleta  apoyaba  la  dies- 
tra en  un  árbol  corpulento,  escaso  de  frondas,  mientras  sos- 
tenía en  el  hombro  un  mofletudo  niño  que  llevaba  en  la 
mano  izquierda,  a  modo  de  leve  y  saltadora  pelota  de  hule, 
ura  csferita  cerúlea,  ceñida  de  doradvos  colores  y  coronada 
con  una  cruz:  símbolo  de  aqueste  misérrimo  planeta. 

Ai  otro  lado  del  torrente,  detrás  del  árbol,  cedro,  roble, 
encina  o  ^o  que  íiie-'a,  que  a  darle  figura  determinada  no 
alcanzaron  los  ingciiios  del  artista,  en  el  segundo  término 
del  cu.:dro,  un  crrni :año  de  luenga  barba,  calada  la  capu- 
cha oc  su  hábito  color  de  ocre  con  tonos  de  cliocolate  que- 
mado, miraba  absorto  y  boquiabiosrto  a  qL¡ien  tan  sereno 
iba  cruzar  do  el  vado. 

S^'r\  :a  (le  ioi^do  al  paisaje  un  liorizonle  en^rc  marítimo 
V  de  co-VuuCj.   Kbica,  al   cual  no  laliaba   la   :.i!uela   de   una 


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palmera,  dibujando  en  las  vagas  lejanía?  sus  correctas  pal- 
mas, y  un  ciclo  scmipurpiirco  y  anaranjado^,  qü^,  incen- 
diado por  los  fulgores  del  sol  poniente,  completaba  la  mís- 
tica belleza  que  a!  conji-nto  quiso  da'r  el  pintor. 

En  la  paite  biia  del  lienzo  podía  leer  cualquiera,  aun- 
que iücsc  Cíjrto  de  visn,  en  vigorosa  y  gallarda  letra  de 
Palomares,  un  tiempo  dorada  y  ya  negruzca,  la  siguiente 
cuarteta: 

''Un  poder  Uifi  í'ni  scgunJo, 
Cr'rstóhíií,    Os    diera   Dios,  • 

One  si  el  Mundo  os  carga  a  Y  os 
VossíJ^'gííi^  íí  E>ios  y  al  Mundo,'*  * 

Notábase  en  el  patio  silencioso,  inusitado  movimienta 
En  todas  las  puertas  había  grupos  de  mujcx-es  que  conversa- 
•    ban  apesaradas  de  la  gravedad  de  la  enferma.   Tna  de  ellas 
.    tenía  la  palabra:  ponderaba  los  padecimientos  y  desgracias 
.    de  la  moribunda  y  repetia  las  quejas  angustiosas  que  le  aca- 
■     baba  de  escuchar.  En  torno  de  cada  grupo  no  faltaban  sus 
chicos  haraposos  y  de  carilla  endiablada,  qtie  prestaban  oído, 
llenos   de  curiosidad   y   sorpresa,   a   la   triste   narración   que 
parecía  turbar,  un  tanto,  el  regocijo  que  les  alborotaba  la 
.'   sangre.  La  pompa  del  ^  iático,  tan  g-rave,  solemne  y  conmo- 
vedora, los  tenía  alegres  y  festivos.  Otros,  más  allá,  en  el 
corredor    más    lejano,    a    callanditas,    para    corresponder    al 
silencio   que    reinaba    en    la    casa    y    que    se   propaga    veloz 
donde  hay   \\n  moribundo,   jugaban   a   las   canicas,   no  sin 
merecer,  de  cuando  en  cuando,  si  algún  grito  de  alegría  se 
les  escapaba,  severa  reprimenda  de  la  vecina  del  4,  que  era, 
según   la  opinión  unánime  de  la  gente  menuda  de  aquella 
casa,  la  más  entremetida  y  enojona.  ^ 

El   corredor  de  la   entrada,   uno  de  los   mayores   de  la 

casa,   y   parte   del   siguiente,    húmedos   en   extremo   por   el 

'   abundante  riego  recibido  aquella  tarde,  estaban  alfombrados 

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de  liibiscos  purpúreos,  pótalos  de  rosa  bLincos  v  rojos  y  gran 
abundancia  de  hojas  de  naranjo  y  tallos  de  romero. 

la  ííorida  alfombra  llegaba  hasta  la  caUe,  donde  un 
n^ode^to  V  no  poco  estropeado  carruaje  aguardaba  la  salida 
dci  sacerdote,  quien,  entretanto,  administradcs  viáticos  y 
extretTiauncivrn  y  aplicadas  las  indulgencias  del  caso,  trataba 
de  reanimar  el  áiiimo  abatido  de  la  moribunda  con  santas 
y  consoladoras  palabras. 

1  ns  compasivas  la\  anderas  seguían  ¿c  diaria  a  la  puer- 
ta de  la  casera. 

— l'ero,  i.]oñ.\  Pancliita,  no  le  parece  a  usted  que  ese 
señor  no  tiene  entrañas? 

—  ¡Av,  mi  alma!  ¡Asi  son  los  ricos!  ;Dios  se  los  per- 
done! Criando  está  uno  en  sus  quince"  ie  oirecen  esto,  aque- 
llo, lo  de  más  allá;  se  vuelven  ima  miel,  C(^nsiguen  que  uno 
\o:>  quiera,  y  luego    .  .   yi  ve  usted  lo  que  pasa! 

— ; Quién  lo  había  de  creer! — exclamo  Petra  con  aires 
de  e\pe'*i mentada  y  prudente,  haciendo  una  mueca  por  de- 
más ridicula. — ;Un  hombre  tan  bien  puesto!  ¡Tan  rico!  .  .  . 

—  jFsos  son  ¡os  peores,  hijita!  ¡Esos  son  los  peores!.  .  . 
A  mi  no  me  extraña;  ya  sov  \ieja,  )'  más  sabe  eí  Diablo  por 
^  iejo,  que  por  Diablo  .  .  Si  Gu.idalune  se  muere,  yo  veré 
al  señ^)r  cium;  me  quedaré  con  la  muchacha,  )'  si  se  ofrece 
le  popidre  a  ese  señor  las  peras  a  catorce. 

— Usted  sabe  lo  que  liace;  pero  yo  no  me  metía  en  eso. 
Para  que  íjuiere  usted  buscarse  ruidos.  La  muchacha  es 
bonita,  [^eru  muy  alegre  de  o;os;  a  todos  les  enseña  los 
cuentes,  con  tí)d»os  se  rie,  )'  no  hace  más  que  cantar:  por 
e^u  le  piisiercMi  el  apodo. 

— No,  Petrita:  eso  sí  que  no;  bien  que  a^'udaba  a  la 
enlerma;  Liva  oue  es  un  fuisto,  v  en  cuanto  a  planciiar,  no 
ha\  per  >  que  ponerles  a  las  can^iis^is  cjue  ^.den  de  sus  manos. 
¿Que  le  gusta  cantar. \  .  .  ¡\^  c-o  que!  Píh-  eso  es  lo  del 
aocvJo  .  ;\  quicn  se  lo  puso?  i. a  b.soja  ¿c  C  .mdelari.i:  esa 
ira!v!;ta  env:J'osa  (|ue  a  todos  les  tiene  tif]:!.  (^uc  porque 
a  la  pí/bieeiti  le  gusta  cantar,  \  l,nnque  Va^xv.  la  acom- 
pañaba Cii  la  N'iíuiela,  ah'   tiene  usted,  mi  ali:.a,  (.«ue  le  puso 

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el  apodo.  ¡Como  ella  no  tiene  ni  quien  le  diga!  ¿Y  quién 
le  puse  el  apodo?  Ella,  que  lo  trae  de  herencia:  sí,  porque 
su  padre,  sus  tíos  y  sus  hermanos,  todos,  tienen  un  ojo  a 
San  Diaias  y  erro  a  Gestas.  .  .  usted  dirá!  ¡Plarta  desgracia 
tiene  cjn  lo  que  le  ha  pasado  y  con  lo  que  le  está  pasan- 
do. .  .  ¡La  calaiídrial  ¡Usted  dirá!  ¡Tia  calandrial  Porque 
canta  y  tiene  para  eso  un  aquel,  que  ni  las  del  tiatro!  Pues 
no  le  hacen  favor:  canta  mejor  que  una  calandria.  .  .  Si 
le  digo  a  usted  que  si  esa  enredadora  y  envidiosa  bizca  no 
se  ha  ido,  e!  mejor  día  le  ajusto  las  cuentas! 

En  aquel  momento  salía  el  sacerdote,  y  la  vieja  cerró 
el  picó.  El  vicario,  un  joven  de  aspecto  noble  y  hasta  aris- 
tocrático, de  pulcro  vestido  y  franca  mirada,  se  detuvo 
ante  el  grupo,  y  componiéndose  el  sombrero  de  copa  y 
arreglando  los  pliegues  de  la  anchurosa  capa,  dijo: 

— ¿Quien  es  la  casera? 

— Una  criada  de  usted,  padrecito, — contestó  dentro  una 
voz  ca^'Cada, 

— La  enícrma  está  más  tranquila.  Ya  le  apliqué  las 
indulgencias.  Si  sigue  mal  y' entra  en  agonía,  lo  que  no  tar- 
dará mucho,  que  me  avisen. 

— liágame  usted  e!  iavor  de  ir  a  mi  casa  a  las  cinco.  El 
Sacerdote  \Vj  su  reloj — una  preciosa  repetición  inglesa. — 
No,  a  Lis  c\tico  y  media  .  .  .  Hasta  luego!  Y  saludando  cor- 
tésmente  a  Lis  comadres  salió  en  busca  del  carruaje,  segui- 
do de  un  chiquillo  que,  cargado  con  la  bolsa  donde  iban  los 
ornam.ento?  sagrados,  el  maiuial  y  el  hisopo,  y  muy  orondo 
en  el  desempeño  de  sus  religiosos  oficios,  afectaba  cierta 
compostura  ¿acerdotal. 


13 


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1 


A      L      A       N      D      R      I 


RAFAEL 


DELGADO 


II 

Un  aposento  chico,  pintado  a  iiTiltaclv^n  ü-  papel 
tapiz.  Ln  el  centro,  cubierta  con  una  carpeta  de  paño  azul, 
una  mesa  de  escribir,  muy  brillante  por  el  barniz  reciente 
que  no  alcanzaba  a  disimular  la  antigüedad  del  nnieble.  Me- 
dia docena  de  billas  americanas  de  ojo  de  perdiz.  Un  sillón 
monacal  forrado  de  vaqueta.  Una  caja  de  hierro.  Un  tapete 
de  triple,  ya  muy  pálido  y  usado,  con  un  pavo  real  haciendo 
la  rueda.  Unas  escupideras.  Un  tin^ro  de  cristal  de  roca. 
Una  montaña  de  papeles  y  de  periódicos  sobre  la  mesa,  y 
entre  ellos  una  lámpara  de  petróleo,  con  pantalla.  En  la 
'  pared,  hrriba  del  asiento  principal,  un  calendario  exfoliador. 
Una  mesa  destinada  a  contar  dinero.  Una  prensa  de  copiar 
y  una  botella  de  barro  amarillo,  con  un  vaso  al  pie. 

Tal  era  el  escritorio  del  señor  don  Eduardo  Ortiz  de 
Guerra,  un  caballero  de  cuarenta  y  ocho  años,  de  noble 
apostura  y  distinguido  porte,  alto,  delgado,  de  fino  trato  e 
insinuantes  maneras,  de  grandes  ojos  negros,  que  seis  lus- 
tros atrás  debieron  ser  irresistibles,  y  de  palabra  suelta  y 
vi\  a,  con  esa  lieereza  de  los  hombres  actuales,  tan  faltos  de 
fondo  y  gravedad  como  superabundantes  de  audacia,  muy 
deseados  en  los  circuios  de  la  politica,  y  que,  por  lo  insubs- 
tancial y  versátil,  son  el  encanto  de  lo  hoy  suele  llamarse 
una  csc()'!Íí(a  sociedad. 

A  pesar  de  que  en  su  barba  de  corte  español  y  en  su 
abundante  cabello  no  habían  escaseado  los  años  argentadas^ 
hebras,  tristes  m.ensajeras  del  próximo  invierno  de  la  vida, 
don  Eduardo  estaba  bien  conservado.  Aún  tenía  algo  de  la 
gentileza  que  en  años  anteriores  le  distinguía  entre  sus  de- 
más cop.ipañeros  de  milicia,  porque  don  Eduardo  había  sido 
oficial  del  ejército  en  tiempo  de  la  Intervención  francesa. 

14 


Elabía  recorrido  medio  país  durante  aquella  época  y  termi- 
nado glcriosamente  su  carrera  en  Querétaro,  donde  peleó 
bizarramente  a  las  órdenes  de  Miranión.  Allí  cayó  prisione- 
ro. Daba  gusto  oírle  narrar  los  cpisodioí:  del  sitio,  referir 
las  diversas  surtidas  en  que  tomó  participio  y  ponderar  el 
heroísmo  cíe  sus  jefes  y  la  grandeza  del  caballeroso  príncipe 
que  bañ  »  con  su  noble  sangre  el  Cerro  de  las  Campanas. 
Su  niñez  había  sido  triste  y  miserable  y  su  juventud  no 
menos  precaria;  pero  con  aquel  su  carácter  llevadero  y 
flexible  supo  sobreponerse  a  toda  adversidad,  medrar  y  en- 
riquecer, hasta  el  punto  de  gozar,  cuando  acaecieron  los 
sucesos  que  vamos  narrando,  de  una  posición  cómoda  y 
hasta  brillante.  La  vida  no  tenía  para  nuestro  soldado  del 
Imperio  más  que  una  sola  faz  digna  de  atención:  aquella 
que  daba  hacia  los  campos  del  dinero,  para  muchos  áridos 
y  penosos  y  para  él  poéticos,  llanos,  fecundos  en  comodi- 
dades y  bienestar.  Elabía  llegado  en  todo  al  summum  de 
la  sabiduría;  todo  lo  demás  le  importaba  un  ardite. 

Las  grandes  luchas  de  la  vida  moral,  los  grandes  com- 
bates en  que  el  corazón  lidia  el  primero,  luchas  y  combates 
largos  y  terribles,  pero  gloriosos  para  el  alma,  habían  sido 
eliminados  por  Ortiz,  para  quien  todo  lo  que  no  fuera  el 
negocio  y  apenas  merecía  su  atención,  y  era  una  farsa  in- 
digna de  la  gente  juiciosa,  y  por  extremo  risible  y  despre- 
ciable, t^ 

Al  tratar  por  vez  primera  al  capitahsta  quedaba  uno 
prendado  de  su  afable  trato,  de  su  conversación  discreta, 
no  menos  que  de  su  inagotable  benevolencia.  Lo  que  ver- 
daderamente seducía  de  aquella  su  condición  apacible  y 
mansa,  estaba  en  la  indiferencia,  aparente  o  real,  atinada  y 
cuerda,  qae  tenía  para  cualquier  cosa,  y  que,  sin  tocar  el  lin- 
de de  lo  singular  y  chocante,  le  ponía  en  condiciones  de 
ver  las  ílaquczas  del  prójimo,  las  humanas  debilidades  y  las 
mil  y  mil  ciíestiones  gi\c  aullan  los  círculos  sociales  del 
modo  mis  natural,  con  ncbie  desdén,  como  si  no  parase 
mientes  en  ellas,  firme  y  seguro  como  estaba  en  el  castillo 
inexpugnable  de  su  experiencia  v  dentro  de  la  triple  mura- 


■1' 


15 


^ 


A 


C      A 


N      D      R 


A 


RAFAEL 


DELGADO 


lia  de  su  riqueza,  de  su  crédito  y  de  su  fama.  Sensible  en 
apariencia  a  todo,  de  todo  trataba  y  acerca  de  todo  daba 
opinión,  pero  como  en  frío,  con  serenidad  olímpica,  sin 
que  lo  repugnante  de  la  falsa  virtud,  ni  calores  de  partido, 
ni  la  apasionada  indignación  que  lo  injusto  despierta  en 
toda  alma  elevada  pudieran  dar  al  traste  con  aquella  su 
venturosa  paz,  haciéndola  caer  en  turbación  y  empañar  el 
cielo  siempre  límpido  de   su   tranquilidad   con  inoportuna 

somibra. 

Ni  en  los  negocios,  ni  en  ciertas  atrevidillas  combina- 
ciones mercantiles,  harto  arriesgadas  y  peligrosas,  en  que 
solía  entrar,  parecía  fijar  la  atención,  por  mucho  que  en  ellas 
estuviera  interesado  grandemente  y  jugara  no  exigua  parte 
de  su  fortuna.  Procedía  en  sus  tratos  y  transacciones  sin 
manifestar  nunca  serios  temores  de  mal  éxito,  sonriente, 
festivo,  siempre  de  buen  humor. 

Hombre  de  mundo  y  de  sociedad  con  nadie  se  dcsave- 
jiía,  ni  se  enemistaba,  no  dando  lugar  a  ello  y  calmando 
a  tiempo  las  marejadas  del  amor  propio  herido  y  las  tem- 
pestades de  la  contrariedad  en  todas  circunstancias  enojosas. 

Formaba  en  el  grupo  feliz  de  los  que  a  nadie  desagra- 
dan, con  ninguno  pugnan,  a  todos  rinden  con  lo  incoloro 
de  su  pensar,  y  saben  conquistarse  todas  las  voluntades. 

Ya  queda  dicho  que  era  rico; — no  tanto  como  suponían 
las  comadres  del  patio  de  San  Cristóbal — tenía  lo  bastante 
para  vivir  cómoda  y  holgadamente,  sobrepasando  un  tanto 
esa  áurea  medianía,  cantada  por  el  poeta,  que  no  deslumhra 
ni  ofende  a  los  demás  y  que  sir\'e  para  subir  en  el  concepto 
yjcia!  y  acrecienta  respetos  y  cariño  públicos. 

Nadie  sabía  de  cierto  el  origen  de  su  fortuna.  En  con- 
cepto de  algunos,  los  menos,  procedía  de  un  premio  gordo 
de  la  Lotería  de  la  llábana;  al  decir  de  otros,  muy  crédu- 
los, de  una  lierencia  inesperada;  en  opinión  de  muchos,  to- 
do venia  de  ahorros  v  buscas  leirales  en  una  aduana  del 
Golfo;  y  conforme  al  sentir  de  los  más, «de  hábiles  manejos 
liacendarios,  llevados  a  feliz  término  con  la  Federación  en 
una    contrata    de    vestuario   para    el    Ejército,    defensor    de 

16 


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-# 


nuestro   sagrado   territorio  y   sostén   de   nuestras   preciosas  ' 

libertrides. 

Ello  es  que  don  Eduardo  vivía  tranquilo  y  venturoso, 
chozando  de  todas  las  abundancias  de  la 'clase  alta  y  amando 
a  su  hija  Lola  con  todo  el  amor  de  que  era  capaz  aquella 
su  alma  seca  e  infecunda,   amando  a   su  hija,   gallarda  y 
elegante  señorita,  con  ese  amor  que  logran  inspirar  la  be- 
lleza y  la  debilidad  de  un  sexo,  siempre  hechicero,  a  quien 
como  don  Eduardo  tenía  cerrada  la  puerta  de  su  alma  a 
otros  afectos  y  ternuras.  Acaso  en  aquel  amor  había  no  po- 
co  de   egoísmo.    Suele   el   egoísmo   tomar   las   formas   más 
extrañas  y  singulares:  el  halago  de  la  vanidad,  la  ostenta- 
ción de  la  riqueza,  el  orgullo  de  la  hermosura,  la  vanagloria 
del  dinero,  cuanto  de  alguna  manera  da  al  espíritu  algo  que 
real  o  aparentemente  le  hace  feliz.  Para  quien  como  él  ha- 
bía sufrido  tanto  en  la  niñez,  pobrezas,  hambres  y  humilla- 
ciones; para  quien  había  pasado  los  mejores  años  de  la  vida 
arrastrado  por  el  viento  de  nuestras  luchas  civiles,  yendo 
de  aquí  para  allá,  medio  desnudo,  a  pie  o  jinete  en  pésimo 
caballo,  lidiando  con  los  famélicos  soldados  de  su  compañía, 
durmiendo  al  raso  o  en  miserable  y  abandonado  albergue, 
sufriendo  la  tiranía  de  los  jefes  y  con  la  vida  siempre  en 
peligro,  los  años  no  habían  pasado  en  vano.   ¡Cuánta  cien- 
cia le  dejaron!  El  había  sido  desinteresado,  generoso,  hasta 
llegar  al  sacrificio;  pero  ya  sabia  a  qué  atenerse;   conocía 
el  "mundo  y  estaba  siempre  en  guardia  contra  todo  lo  que 
pudiera  exponerle  a  nuevas  adversidades.  De  aquí  la  trans- 
formación de  su  carácter,  su  reserva,  y  esa  habilidad  para 
agradar  a  unos  y  a  otros,  a  extraños  y  amigos;  de  aquí  su 
discreción,  cuando  se  trataba  en  presencia  suya  de  ciertas 
cuestiones   todavía   candentes  de  la   política.   Bien  sabía  él 
que  hay  palabras  que  se  esca['an  cualquier  día  y  que  por 
sencillas  e  inofensivas  que  parezcan  siguen  rodando  y  lle- 
gan,  con  el   tiempo,   a   tener   un  valor  y   una   importancia 
tales  que  provocan  odios  y   despiertan  rencores.         Harto 
le  pesaba  ya  su  participación  en  las   guerras  del   Empeño, 
por  más  que,  allá  para  sí,  se  consideraba  muy  honrado  de 

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L 


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CALAN 


D       R 


A 


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liabcr  ser-vlJo  a  las  órdenes  del  héroe  de  la  Estancia  de  las 

\  acas.  ,      . 

Ninguno  Inibiera  sido  para  López  acusador  más  temido; 
como  que  poseía  noticias  y  datos  ac.:rca  de  la  ocupación 
de  Quetctaro  que  nadie  hubiera  puesto  en  duda;  datos  y 
noticias  de  un  valor  verdaderamente  indiscutible.  El  sabía 
cop-jO  estuvo  arreglado  todo:  y  cuando  veinte  años  después 
se  ttató  en  los  periódicos  de  la  traición  de  López,  contra 
su  habitual  trialdad  y  contra  su  característica  reserva, 
nues-:ro  hombre  se  entusiasmaba  y  enardecía,  desahaciéndose 
en  elogios  para  los  vencidos  del  hi-perio,  pura  íic/ifc  dccci}- 
ti\  conuj)  él  solía  decir,  y  hasta  llegó,  cierta  ocxsión,  a  poner 
a  los   vencedores  como  dijeran  inváÜdos  biliosos. 

Se  decía  poseedor  de  importantes  documentos,  que  na- 
die tacharía  de  falsos,  y  dueño  de  graves  secretos  acerca 
de  tan  discutida  traición,  decisivos  en  el  asunto.  Mas  cuan- 
do  sus  contertuiios,  ya  por  espíritu  de  partido,  ya  por 
amor  a  la  verdad,  le  exhortaban  a  publicarlos,  nuestro 
hombre,  salido  de  caja  hasta  aquel  punto,  entraba  repen- 
tinamente en  ella  y  hacía  notar  lo  inútil  que  sería  hacerlo, 
dadas  las  condiciones  actuales  del  país,  y  pormenorizaba 
los  odios  que  en  su  contra  despertaría  tan  inoportuna  pu- 
blicacié^i. 

la)  cierto  Q\\\  que,  como  oficial  de  noca  importancia, 
no  ^e  ^  lo  obligado,  cu.mdo  cayo  el  principe,  a  permanecer 
aleado  de  los  asunios  pubÜcos,  y,  aunque  siguió  fiel  a  su 
pariido  en  C:\:í\\i.)  a  las  ideas,  cj\iv.\.]o  estrechas  relaciones 
con  los  pr^.!:on-:[^res  del  bando  vencedor.  No  volvió  al  ser- 
\iCK)  i'iiiit.ir;  pero  pasados  algUiK>s  años,  ciumdo  los  renco- 
res se  ai.ajiinia^  ;:]  u:i  tanto,  CMino  empleado  en  una  adua- 
na C.Si  litoral  v.:el  (;(iífo.  Lo  que  se  decía  de  ¡a  contrata 
c'e  VL'>tua.¡(>  pa'.i  ei  l.jei-cíto  a  n.iJie  le  constaba.  A\  triun- 
Lir  e!  J'Kii-i  Je  íuxíepec,  o  poco  antv-s,  \\i\j  a  establecerse 
a  la  c.aJaJ  Crr.}:  r,^u::^.o  b  (Uie  vamos  a  leferir,  \iudo  \a, 
>'   '''-'    ■•--^   --''i  ^:-'-^  ^il  p.es:nt.j,  nii^vAo  ia  desdichada  ]a< 


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DELGADO 


18 


Ka  su  cscrLorio  c^^taba  aquclLi  tarde  don  Eduíirdo,  y 
allí   le  encontró  el   pacire  Cjon/ález. 

— ¿Y   a   que   debo  la  lionra   d¿   tener   a   usted   por  esta 

cay  i? 

— Un  asunto  importante,  señor  Ortiz,  me  proporciona 

la  o-^ortunjdrd  de  cun\  erizar  con  usted,  aunque  por  bre\e 

rato. 

— ííoy,  con>o  siempre,  padre,  estoy  a  sus  órdenes. 

El  sacerdote  contestó  con  cierto  aire  de  tnr.idez,  ha- 
ciendo una  leve  inclinación  de  cabeza,  mientras  se  arregla- 
ba los  pliegues  de  su  cap.i,  cu}/os  embozos  se  escapaban,  a 
caca  lado,  por  sobre  los  brazos  de  la  cómoda  silla  monacal. 

— Líe  tenido  el  gusto  de  oír  a  usted  durante  el  tiempo 
de  Cuaresma.  ¡Bien,  padre!  ¡Bien!  ¡Eso  se  íl^ma  predicar! 
¡Tiempo  ha  que  no  oía  yo  predicar  así!  ¡Ikavo,  amiigo 
mío!  ¡Bravo!  ¡Ls  usted  muy  joven  todavía,  y  hay  que 
esperar  mucho  de  su  talento! 

Ante  aquel  huracán  de  elogios  inesperados  el  clérigo 
estiba  sonrojado  y  confuso. 

— No  soy  merecedor  de  tantas  alabanzas,  señor  Ortiz. 
Mis  bujDnos  y  piadosos  oyentes  saben  bien  que  mi  humilde 
voz  no  tiene  mas  méritos  que  los  que  le  prestan  la  verdad 
de  la  doctrina  y  la  saiuidad  de  las  creencias  que  expone. 
Yo  no  hago  mas  que  trabajar  y  cumplir  alegremente  con 
mis  deberes. 

—  ¡Yo  lie  oído  a  usted,  amigo  mío!  ¡Yo!  No  es  usted 
quien  debe  juzgarse.  Tuve  oportunidad  de  oírle  una  noche, 
en  que  trató,  con  sobrada  elocuencia,  como  era  de  esperar- 
se, de  un  asunto  harto  difícil,  de  una  cuestión.  .  . 

— ;De  cuál? 

— Padre:  del  Espiritismo.  .  .  Por  cierto  que  yo  andaba 
en  esos  días  preocupado  con  la  famosa  doctiina.  .  .  Cierto 
amigo  mío .  .  .  '        - 

— Ya  entiendo.  Había  usted  leído  las  obras  de  Allan- 
Kardec*  de  Pczzani.  .  .  de  tantos  otros  cuyos  libros  tienen 
ya  en  lus  catálogos  de  las  librerías  no  escaso  número  de 
lineas.  ^ 

19 


,-fT 


LA  CALANDRIA 

> 

— La  doctrina  espiritista  es  muy  seductora,  ¿no  es  ver- 
dad? 

— Sí, — replicó  el  vicario,  casi  interrumpiendo  a  su  in- 
terlocutor, concediendo  aparentemente  para  no  exasperarle 
y  adelantando  la  adversativa; — pero  cuando,  como  usted, 
el  lector  tiene  buenos  principios,  creencias  firmes,  estudios 
Sv')!idos,  instrucción  superior  y  recto  juicio,  esas  doctrinas 
de  la  magia  moderna,  contrarias  a  los  dogmas  católicos, 
es  ilecir,  a  la  verdad,  y  hasta  en  pugna  con  el  sentido  co- 
mún, a  pocas  líneas  aparecen  como  son,  meras  fantasías, 
delirios  nocivos,  sueños  de  enfermo. 

— A  decir  verdad,  amigo  mío,  cierto  libro  de  Figuier, 
algunos  de  Flammarion,  con  ese  estilo  tan  herm.oso .  .  . 

—  ¡Flammarion!  ;Ll  novelista  de  la  astronomía,  como 
le  ha  llamado  un  sabio  francés!  ¡Con  ese  estilo  tan  lleno 
de  gracia  y  colorido  ha  contribuido  mucho  a  propagar  en- 
tre ¡as  gentes  americanas  esas  doctrinas  .  .  Ya  sabe  usted 
que  nos  pagamos  mucho  por  aquí  de  las  obras  de  ima-. 
gmaci'jn.  .  .  Cuántos  han  tomado  las  fantasías  del  astróno- 
mo como  verdaderos  axiomas! 

Fl  padre  Conzále/  que  era  joven,  conocedor  del  mundo 
y  di:  los  hombres,  y  además  instruido,  comprendió,  desde 
luego,  con  quién  tenia  que  habérselas,  y  procuró  cortar  los 
vuelos  espiritistas  a  su  interlocutor;  no  tanto,  sin  duda,  por 
temor  a  sus  disl.ues,  pues  sospechaba  hasta  donde  subían 
el  talenro,  la  erudición  y  la  malicia  del  capitahsta,  cuanto 
por  lljgar  al  asunto  que  allí  le  había  llevado.  Penetraba 
Lis  mtenciones  de  su  adversario,  quien  adulándole  primero, 
y  mostrándose  luego,  como  acaso  iba  a  hacerlo,  mal  cre- 
cente, se  preparaba  a  salvar  su  bolsillo  de  un  ataque,  caso 
de  que  el  Vicario  viniera  a  solicitar  su  ayuda  y  cooperación 
p.ua  alguna  obra  emprendida  o  por  emprender  en  alguno  de 
los   ren:p]os  de  la   ciudad. 

"T"""'^*^  ^'^^y^^-  i!sied  a  creer,  padre,  que  soy  e,spiritista; 
gra'.i.is  a  D¡o^  estoy  .lun  en  mis  cabales;  pero  me  gusta 
leerlo  toJo.  A  ir.l  cd.id  va  no  !ki\   peüero  de  que  se  extravíen 

las   K.^as  ... 


> 


20 


'  ^ 


/ 


4 


RAFAEL 


DELGADO 


—  ¡^-o,  señor!   ¡No,  señor! — murmuraba  el  vicario. 

— Mis  padres  fueron  católicos,  y  católico  soy;  así  fui 
educado,  y  si  no  estuviéramos  en  la  verdad,  eso  solamen- 
te bastaría.  Así  también  he  educado  a  mi  hija.  Créalo  us- 
ted y,  vayí,  sin  modestia  y  sin  que  parezca  hipocresía, 
hasta  exagerado  soy  en  eso.  .  .  En  mi  casa  no  permito  que 
se  lea  nada  irreligioso.  He  llegado  hasta  proscribir  de  ella 
El  lAouifoVy — y  al  decir  esto  tomó  el  periódico  que  medio 
abierto,  despidiendo  el  acre  olor  del  papel  recién  impreso, 
estaba  en  la  mesa,  y  estrujándole,  dijo:  — ¿Entrar  este  pa- 
pelucho a  mi  casa?  ¿Que  lea  esto  mj  hija?  ¡Cuándo,  padre, 
cuándo!   ¡Cuándo! 

Fl  padre  González  callaba,  mordiéndose  los  labios,  para 
dom.i na r  la  ri^a.  •  /- 

.M  fin.  tras  breve  pausa,  se  compuso  en  el  sillón,  y  pa- 
sándose los  dedos  por  el  niveo  cuello  inglés,  que  albeaba 
entre  lo  negro  inmaculado  de  su  mal  recogida  sotana, 
abordó  el  apunto.  Había  reconocido  la  posición  del  enemigo, 
si  enemigo  podía  llamarse  a  tan  excelente  persona  como  era 
el  señor  OrííZ  de  Guerra. 

— Pues  bien,  amigo  mío;  un  grave  asunto  me  ha  traído 
a  esta  crva^  ^    es  preciso  que  tratem.os  de  él. 

Aprobó  ei  capitalista  con  un  signo  y  se  dispuso  a  es- 
cucha)'. 

— IIc  ^i'.o  llamado  esta  mañana  para  prestar  los  últi- 
mos auxilio'^  de  la  religión  a  una  infeliz  mujer  que  está 
moribunda.  Pv)Co  tiempo  le  queda  de  vida.  Después  de 
oírla  en  cor.iesion  he  recibido  de  ella  un  encargo  que  me 
he  apresi'rado  a  cumplir,  tanto  porque  estos  asuntos  no 
deben  doiar'^e  para  miiñana,  cuanto  porque  se  trata  de  una 
jo\'en  que  ^.  no  es  huerf ina  ya,  no  tardará  en  serio.  .  . 

—  ¿  Muer  i  ana?    .  .    ¡No,  padre,  que  le  quedo  yo! 
— Ls:e^:-   perdone;   cjuise  decir  huéi'f  a  na   de  madre. 

—  ¡Aii!  \  ?.  sabía  que  estaba  moribunda.  Una  m.ujer 
que  ^'í\(.  cr.  A.  n^isma  casa,  \\\\o  oliciosamenle  a  decírmelo 
esta  mañana.  ^  ,  a  decir  \erdad,  la  noticia  me  tiene  desaso- 
se^aco  y  ::.>:.. 

21 


í? 


,  í 


A 


C       A       L       A       N       D       R       I 


— I,a  n-or-Ininda  n^c  h.\  dicho,  hice  mcJla  Ivj^m,  que 
buscara  \o  a  ustec!  pira  suplicarle,  en  nouibre  suyo,  que 
no  abandone  n  su  hija.  Eniien'.io  que  a  usted  le  debe  la 
\  1  Ja.  Coir/endría  ponerla  a  carleo  de  una  íamd'.a  c^'istiana 
V  resn:tab!c'.  Su  edad,  su  inexperiencia,  su  hen-vjsura,  acá- 
so  la  expondrán  a  mil  pcÜrros,  y  la  única  m,  iv-ra  de  prc- 
c^'>erla  contra  clios  es  colocarla  bajo  el  ampa:'0  de  personas 
grav's  y  de  bf^enas  costumbres.  í,a  nioiibunda  pide  a  usted 
perdían,  si  le  ha  orendido;  espera  obtenerlo  anypiio  y  gene- 
roso, y  no  duda  un  nK>mento  que  su  hija  tendrá  en  el 
hombre  a  qiiin  debe  ia  vida  un  verdadero  apo}  o  paternal. 
Hso  es  todo. 

Id  cíérÍL;o  inclinó  la  cabeza  apesarado,  mientras  apar- 
t.doa  sus  miiadas  del  capitalista  y  jugaba  con  el  embozo  de 


la  capa. 


— No  extraño  esta  pena.  Pago  con  ella  errores  juveni- 
les, faltas  lamentables  de  irreflexiva  edad.  He  subvenido 
al  n-antenimiento  de  esa  joven  desde  sus  primeros  años. 
I. leva  mi  sangre,  y  la  amo.  Esa  buena  mujer  puede  morir 
tranquila;  esté  usted  segiu'o  de  que  esa  joven  será  atendida 
dignamente.  I:n  cuanto  al  perdón  que  la  madre  me  pide.  .  . 
^d'crdonarla.'^  ¿De  qué?..  .  Yo  soy  el  c¡ue  debe  den'iandar 
ese  perdón. 

— Que  ya  está  otorgado,  señor  Ortiz. 

— Padre,  me  mor  tilica  en  extremo  que  haya  usted  te- 
nido que  tomarse  la  pena  de  venir. ... 

— ;Por  que? — murmuró  dulcemer.te  el  vicario. — Fs  mi 
deber.  .  .  v  me  felicito  de  haber  cumplido  el  encar-^o  con 
tan   Imen   é^.ito.  .  .    Asi   lo  esperaba;    \  cy^  a   comunicárselo. 

— Padre:  dígale  usted  que  me  perdone;  que  yo  velaré 
por  Carmfcn;  ci-ie  se  tranquilice  para  que  recobre  la  salud. 
;  í'endra  usted  la  bondad  de  entrcí:arle  ésto? — v  tirando 
de  uno  de  los  cajones  de  la  iiiesa  tomó  un  paquete  de  di- 
nero que  p-asj.  en  matios  del  clérigo  diciendo: 

— Usted  peruone .     .    no  rengo  billetes.  .  . 

— Cir.ieia;,  señor  Ortiz.  \''oy  a  ent^egu*  ele  dinero  a 
quien  ^ea  ^iebiJo. 

• 

22 


/ 


m 


RAFAEL 


DELGADO. 


'       El  sacerdote  se  retiró.  El  capitalista,  con  exquisita  cor- 
tesanía, le  acompañó  hasta  la  puerta. 


— -j  Quede  usted  con  Dios! 
;,\  la  orden  de  usted! 


V 


% 


%      *  \ 


23 


/ 


L      A 


CALANDRIA 


s4 


III 


Apenas    hubo    tiempo    p;ira    que    llamaran    al     padre* 
González.  A  poco  de  Ueear  éste  al  patio  de  San  Cristóbal 
exhaló  Guadalupe  el  último  suspiro. 

Expiró  a  las  siete  menos  cuarto.  Tras  los  acostumbra- 
dos rezos,  las  buenas  lavanderas  tomaron  posesión  del  cuar- 
to mortuorio.  Doña  Pancha  declaró  desde  luego,  que,  por 
expresa  recomendnción  de  Ortiz,  se  hacia  cargo  de  la  huér- 
fana; nadie  hizo  objeción  y  la  pobre  muchac!ia  fué  confi- 
nada al  departamento  más  remoto.  Doña  Pancha,  doña 
Manuela  y  Petrita  hábilmente  secundadas  por  la  casera, 
procedieron  a  tender  el  cadáver  en  el  pobre  lecho,  sobre 
una  sábana  bL;nquísima. 

Guadalupe  había  sido  m.uy  bella;  cuando  la  conoció  en 
Xalapa  don  Eduardo,  era  lo  que  se  llama  una  mujer  lucida. 
La  penosa  v  cruel  enfermedad  que  la  consumió  lentamente 
y  que  la  llevó  al  sepulcro  no  fué  bastante  poderosa  a  qui- 
tarle su  natural  hermosura.  Su  rostro,  demacrado,  inten- 
san-iente  pálido,  con  esa  palidez  del  mármol  viejo,  guardaba 
mucho  de  la  frescura  juvenil,  muy  rara  a  los  treinta  y 
cinco  años,  aun  en  las  personas  de  sana  constitución  y  de 
\  ida  menos  precaria  que  la  de  (luadalupe. 

Sobre  muelles  almoh|^as,  cedidas  durante  la  enfermedad 
de  la  difunta  por  una  ^'ecina,  descansaba  aquella  graciosa 
cabeza    ornada    de    negros    cabellos    ligeramente    ondulados. 

Doña  Magdalena,  este  era  el  nombre  de  la  caritativa 
y  generosa  vecina,  había  sido  para  Guadalupe  y  para  Car- 
men una  verdadera  fuente  de  socorros.  No  tenía  mala  cara; 
ci'd  una  m.orena  de  subido  color  y  sospechosa  conducta, 
sostenida  a  la  sazón,  con  amplitud  y  hasta  con  lujo,  por 
un  tinterillo  en  auge,  secretario  del  Juzgado  de   1'-^  Instan- 

24 


RAFAEL 


DELGADO 


cia,  muy  dado  a  la  política  e  inapreciable  factótum  para 
una  borrasca  electoral,  redactor  oportunista  de  periodiqui- 
llos  vehementes  y  hombre  muy  de  fiar  para  quien  contara 
con  el  apoyo  de  arriba,  es  decir,  para  todo  candidato  ofi- 
cial con  promesa  infalible  de  regir  los  destinos  del  Estado. 

l.x  dadivosi  Magdalena,  doña  Magdalenita,  o  Malenita, 
como  la  llamaban  en  el  pafio,  era  muy  gcnfc  con  todas  las 
vecinas.  Con  Guadalupe  se  había  portado  a  las  mil  maravi- 
llas, V  a  ella  y  a  unas  señoras  de  la  Conferencia  de  San  Vi- 
cente, se  debió  que  la  infeliz  tísica  de  nada  careciera.  Justo 
es  decir  que  tns  demás  vecinas  cooperaron  a  obra  tan  be- 
néfica con  el  ina^'or  empeño.  ^Se  necesitaba  ropa,  aunque 
fuera  usada?  Doña  Magdalena.  ¿Una  medicina  extraordi- 
naria y  costc-sa?  Doña  Magdalenita.  ¿Buen  caldo,  biftec 
jugoso  v  bien  preparado?  Malenita.  Pero  eso  sí,  apenas 
nsonn.ba  por  ti  cuarto  de  la  paciente.  .  .  ¡Les  tenía  un  as- 
co a  los  é tices!  Ella  dio  las  almohadas  en  que  reposaba  el 
cadáver,  el  cual  quedó  tendido  con  las  manos  enclavijadas 
sobre  el  pecho  v  rodeado  de  cuatro  gruesas  velas  de  cera, 
y  fué  visitado  durante  las  primeras  horas  de  la  noche  por 
todas  las  compañeras  de  lavadero  y  de  casa. 

Entre  tanto,  doña  Pancha  y  la  casera  preparaban  lo  ne- 
cesario para  el  i  dorio.  Los  preparativos  consistían  en  pro- 
veers.^  de  pan.  bizcochos,  azúcar,  café  y  de  algunas  bote- 
llas de  aguardiente  añejo,  del  mejor,  para  obsequiar,  de 
media  noche  en  adelante,  a  los  doloridos  asistentes. 

Para  nada  de  esto  fué  preciso  acudir  a  doña  Malenita, 
ni  a  los  vecinos.  Para  ello  hubo  y  bastó  con  el  dinero  que 
Ortiz  entregó  al  padre  González,  y  que  éste,  sin  declarar 
su  procedencia,  y  advirtiendo  que  no  era  suyo,  puso  en  ma- 
nos de  doña  Panchita,  mujer  seria,  formal,  muy  amiga  de 

la  muerta. 

Lina  de  las  vecinas  mandó  a  su  hijo,  el  chico  aquel  que 
acompañó  aí  vicario  a  dar  el  viático,  a  la  iglesia  próxima, 
en  la  cual  prestaba  sus  buenos  servicios  de  monaguillo,  por 
un  jnrro  de  agua  bendita,  que  por  ser  sábado  aquel  día  vino 
limpia  y  clara,  y  con  la  cual  se  hizo  una  solemne  aspersión, 

25 


í  k 


A 


A       L       A       N       D       R       I       A 


Sirviéndose  de  un  liaccci^lvo  de  fragante  romero,  producto 
cei  jardincito  que  en  cacharros  y  latas  de  petróleo  cultivaba 
en  el  traspatio  la  cascrii:  exi<:uo  v  siempre  fiorido  jardín, 
donde  lucían  sus  galas  y  primores  albahacas,  lomillos  y  ge- 
ranios de  olor,  y  donde  cada  año,  por  abril,  un  rosal  de 
largos  y  espinosos  tallos,  enfermizo  y  triste,  dab.i  dos  o  tres 
rosas  pálidas  de  anemia,  pero  eso  sí,  llenas  de  aroma. 

Ja'To  y  aspersorio  fueron  colocados  a  los  pies  del  cadá- 
ver, en  espera  de  una  mano  piadosa  que  esparciera  sobre  la 
velada  faz  de  la  difunta  e!  santo  rocío. 

Entrada  la  noche  y  en  cunera  de  la  hora  de  ánimas,  se 
fueron  juntando  las  mujeres  de  la  vecindad.  Hablaban  que- 
do y  a  cada  instan  le  suspiraban  de  lo  más  hondo  de  su 
pecho,  y  como  era  de  esperarse,  después  de  lamentar  las 
penalidades  de  la  difunta  y  de  elogiar  sus  \irtudes,  hacían 
incursión  vedada,  breve  y  como  de  paso,  en  la  vida  de  Gua- 
dalupe y  larga  y  minuciosa  en  la  de  don  Eduardo  Ortiz. 

A  las  ocho  se  rezó  el  rosario,  con  sus  correspondientes 
csfíirhh:  y  ofrcriwicnfo,  en  versos  de  rima  .'mperi'ecta,  y  un 
sinnúmero  de  preces  especiales  por  el  descanso  eterno  de  la 
muerta  y  alivio  de  las  ánirnas  benditas  del  Santo  Purgato- 
rio. A  las  diez,  en  el  corredor  y  cuartos  próximos,  mujeres 
)'  niños,  parlanchinas  las  unas,  soñolientos  los  otros,  se 
arreglaban  en  grupos  para  la  velada. 

Eos  hombres,  al  volver  del  trabajo  y  de  la  raya,  tuvieron 
noticia  del  suceso;  salieron  a  tomar  su  poco  de  aire  por 
calles  y  phizas,  y  vinieron  al  i  dorio,  antes  de  que  la  casera, 
tipo  de  rigidez  porteril,  cerrase  el  zaguán  como  de  cos- 
tumbre, aunque  po^  aquella  noche,  a  lo  que  parecía,  que- 
daban en  suspenso  las  leyes  de  clausura. 

1-n  aquellos  grupos  se  hablaba  de  todo:  de  los  trabajos 
y  cosas  del  taller;  de  si  allá  y  acullá  adeudaban  a  ésta  o 
a  la  otra  tanto  más  cuanto  de  lavado  y  planchado;  de  si 
.Malenita  había  reñido  o  no  con  el  señor  ¡iccmhulo;  de  las 
ul limas  corridas  de  Ponciano;  de  la  contribución  personal,  y 
t!e  mil  }'  mil  cosas,  no  sin  cjue  los  muy  gandules  de  los 
liiCZüS  echaran  su  cuarto  a  espadas  acerca  de  las  chicas  del 


26 


K    A     ¥    A     E     L 


DELGADO 


patio  v  de  las  gafai  y  garbanceras  que  servían  en  tal  o  cual 
casa,  y  de  si  Carmen,  la  infeliz  huérfana,  era  o  no  el  vivo 
retrato  de  doña  Lolita  Ortiz. 

Entre  los  concurrentes  se  contaba  un  mozuelo  de  veinte 
años  o  poco  menos,  garrido  si  los  hay,  oficial  de  ebanista, 
buen  mwjchacho,  económico  y  sin  vicios,  dado  a  la  buena 
ropa,  y  que,  según  maliciaban  sus  compañeros  de  taller,  y 
sobre  todo  las  vecinas,  era  el  preferido  de  la  huérfana. 

Alto,  robusto,  bien  formado,  apuesto  y  de  mucha  labia 
con  las  mujeres,  era  el  mozo  más  listo  del  taller  de  don  Pepe 
Sierra,  hábil  y  acreditado  ebanista  de  la  ciudad.  Gozaba 
el  GabrieÜlIo,  o  Grahicl,  como  !e  llamaban  casi  todas  las 
vecinas,  de  mucho  partido  entre  Xis  garbanceras  del  barrio 
y  entre  las  gatas  que  vivían  en  seis  cuadras  a  la  redonda 
de  la  carpintería  donde  trabajaba  cinco  días  a  la  semana. 
Aunque  no- era  perezoso,  hacía  san  lunes;  no  podía  resistir 
al  poder  de  la  costumbre. 

Digamos  que  Gabriel  era  hijo  de  doña  Pancha,  y  se 
comprenderá  que  desde  aquel  día  la  estopa  quedaba  junto 
al  fuego. 

A  las  doce  rezaron  el  segundo  rosario,  no  muy  cargado 
de  jaculatorias,  en  bien  del  alma  de  la  difunta;  cosa  muy 
natural  en  hora  tan  avanzada,  después  de  tanto  hablar,  y 
cuando,  por  unanimidad,  aquellos  estómagos  vacíos  suspi- 
raban por  el  café  humeante  y  oloroso,  por  los  bizcochos 
suaves  y  el  pan  azucarado  y  por  un  traguito  de  aguardiente, 
muv  eficaz  para  entonar  el  cuerpo  y  darle  fuerzas  contra 
la  destemplanza  que  produce  prolongada  vigilia. 

Después  del  café  fueron  retirándose  algunas  vecinas  y 
no  pocos  varones  de  los  que  formaban  en  el  facundo  grupo 
del  corredor,  donde,  ya  fuese  por  olvido,  por  lo  excitante 
de  la  negra  bebida  o  por  las  virtudes  oratorias  del  añejo, 
se  principiaba  a  liablar  más  alto. 

Ca  reina  de  la  noche,  muy  gordiflona  y  engestado,  iba 
a  todo  coner,  rasgando  nubes,  derramando  de  lleno  su  pla- 
teada luz  en  los  corredores,  cuyos  pilares  proyectaban  obli- 
cuamente sobre  el  piso  la  negra  sombra  de  sus  cañas.  Las 

27 


*,« 


/ 


A 


CALANDRIA 


estrellas  cintilaban  inquietas;  el  agua  parloteaba  alegremen- 
te en  los  caños  del  lavadero;  se  percibía  el  lejano  rumor 
de  los  bosques  del  valle  agitados  por  el  viento,  y  se  oía 
claro  y  sonoro  el  murmurar  del  río.  De  pronto,  una  bocana- 
da de  aire  reseco  y  ardiente  se  coló  en  el  patio,  cambiando 
de  pronto  el  estado  de  la  atmósfera,  levantando  una  nube 
de  polvo,  silbando  en  las  cuerdas  y  fcndcdcros  y  haciendo 
bailar  las  enaguas  y  calzones  pendientes  de  ellos  y  que  al- 
bcaban  a  la  luz  del  astro  melancólico,  una  danza  sacudida 


\'  í^rotesca. 


Allá  en  el  loixlo,  en  lo  interior  del  cuarto  mortuorio, 
se  \LÍa  rígido,  cubierto  el  rostro  con  un  pañolico  dj  cenefa, 
el  cadá\er  Je  Cjiíaciaiupe,  alumbrado  por  los  cirios  cuyas 
llamas  tirilalxm  agitadas  por  el  \  icnio,  despidiendo  fulgores 
roji/os  \'   niedr<.)Sos. 


'  Si 


V, 


RAFAEL 


DELGADO 


IV 


28 


— í.  cha  te   un   fósforo. 

El  compañero  de  Gabriel  hundió  las  manos  en  los  bol- 
sillos do  su" ajustado  pantalón,  y  tras  largo  buscar  sacó  un 
palillo  y  le  frotó  en  la  pared,  una,  dos,  tres,  cinco  veces, 
hasta  que  al  fin  se  incentiió  la  mixtura,  produciendo  inso- 
portable hedor.  Gabriel  hizo  un  gesto  de  repugnancia. 

— No  tengo  otros,  herma-no.  ;La  patria  no  da  para 
n-^^sl — y  presentó  al  mozo  la  flamígera  astilla,  encendiendo 
en  ella  un  cigarro  de  El  Moro, 

— Gomo  te  iba  diciendo, — prosiguió  Gabriel,  escupiendo 
la  puni:a  del  cigarrillo,  arrancada  con  los  dientes,  y  apli- 
cándole a  la  flama — como  te  iba  diciendo,  ya  mi  madre  re- 
cogió a  la  muchacha.  Fl  se  lo  cncM'^¿ó,  por  eso.  Desde  que 
cKse  casó  se  separaron;  Guadalupe  se  enojó  y  ya  no  volvie- 
ron a  juntarse. 

— Te  pechaste,  hern^ano,  ahora  sí  estás  en  la  arena.  .  . 

j quién  fuera  tú!  .  .  .  ' 

— Ya  irás  a  em.pe/ir  con  tus  guasas.  .  . 
—  ¡Ja,   ja,   ja,   ja!    Xo,   hermano;    pero   la   verdá   es   que 

va  (luisicran  otro;.  .  .    La  muchacha  te  quiere.  .  .   es  bonita, 

0i       i. 

y  lo  que  se  siente  es  la  ventaja! 

— Puede  que  sí  me  quiera.  Mi  mamá  n^e  dijo  que  cui- 
dado con  las  cosas;  que  >  .i  sabia  yo  quién  era  su  padre, 
y  Gue  bastante  tenia  la  pobre  con  ser  liuérfana*y  con  estar 

como  cejada. 

— Sí,  hermano:  todo  eso  está  en  la  razón,  pero  si  ella 
te  quiere  y  tú  a  ella.  Yo,  la  verdá,  en  Kigar  de  doña  Pan- 
cha te  corría.  Tú  eres  reata  y  taimado;  te  la  echas  de  bueno, 
y  vas  a  hacer  una  de  las  que  tu  sabes.  Acuérdate  de  la  hija 
de  tío  Marcos.  .  .  que  cuando  estaba  en  el  acomodo  de  fren- 

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/ 


*-'■ 


AND 


R      I      A 


LA  CAL 

te   al   taller,  .  .     ¡Hasta   el   maestro   te   echó  la   grande!.  .  . 
Acuérdate,  hermano,  y  no  te  hagas  jaula. 

—  ¡Palabra,  palabra,  que  no  fui  yo! 

— Pues,  ¿quién  fué? 

— La  cosa  de  allá  salió.  Para  que  veas,  no  me  faltó  opor- 
tunidá;  pero  la  verdá,  yo  no  fui. 

— Hora  dirás  que  fué  el  viejo.  .  . 

— Diceu  que  fué  el  muchacho.  Aquel  de'  los  bigotes 
cn'.;omados  .  .  . 

— ¿Ese?  ¡Qué!  Si  era  muy  pazguato.  .  . 

— Pues  esc;  ya  sabes  que  los  catrines  son  los  que  se  em- 
parejan con  las  gatas.   ¡La  ropa,  hermano,  la  ropa! 

— ¡Y  qué  bonita  estaba  la  indina! 

Gran  parte  de  los  veladores,  hombres  y  mujeres,  dis- 
traían los  fastidios  y  tristezas  del  velorio  con  animados  jue-- 
gos  de  estrado.  Al  jloróu,  juego  insulso  y  de  menos,  sucedió 
el  rorrc-cojicjü,  que  es  de  lo  más  pecaminoso.  El  de  la  hari- 
na y  el  de  la  bala  fueron  interrumpidos  graciosamente  por 
el  snr  que  seguía  soplando  con  intermitencia. 

En  otro  grupo,  el  casero,  viejo  soldado  del  47,  contaba 
lances  de  aparecidos  e  historias  de  espantos,  conversación 
obligada  c  indispensable  en  todos  los  velorios,  con  tales  fra- 
ses y  aspavientos  y  tales  rasgos  de  pavorosa  fantasía  que 
luibiera  puesto  miedo  en  el  alma  del  más  animoso  ente- 
rrador. 

A  cada  instante  el  aire  iba  siendo  más  reseco  y  pesado. 
El  viento  caldeaba  la  atmósfera,  hacía  crugir  las  vigas  y 
mover  las  puertas,  y  a  las  veces  como  irritado  y  rabioso 
contra  la  indiferencia  de  los  tertulios,  embestía  con  furia 
y  recorría  las  galerías,  alzando  una  nube  de  polvo,  barrien- 
do los  pisos  V  levantando  en  tarbcllino  los  pétalos  de  rosa, 
las  hojas  de  naranjo  y  los  tallos  de  romero  que  formaban 
la  florida  alfombra. 

L)ona  Pancha  muy  en-«b.)/ada  en  su  rebozo  coyolCy  vino 
en  busca  de  los  muchachos. 
— ¿No  quieren  más  café? 

Ambos  acudieron  en  pos  de  la  quintañona.  .^     | 


30 


I 


K    A    F 


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T 
1^ 


DELGADO 


— Vava,  tomen — lo-  dijo,  poniendo  delante  de  los  futu- 
ros maestros  de  ebanistería  sendas  tazas  de  café,  tamañas 
que  una  banadera,  y  después  de  un  plato  de  bizcochos,  otro 
de  azúcar  y  una  botcHa.  Les  annigos  se  portaron  a  las  mil 
maravillas  con  aquel  repuesto.  ^ 

— Ya  no  hay  pan  del  otro.  No  se  apliqtien  al  añejo, 
que  ^-amos  a  misa  de  alba,  y  tú,  Gabriel,  tienes  que  arre- 
glar el  entierro  para  las  cuatro.  Acuérdate  que  hay  que 
pedir  un  papel  al  médico. 

— No  tcnf-a  usted  cuidado,  doña  Panchita,  que  no  le 
entraremos  recio  al  trago. 

— Señora  madre:   ¿quién  hace  la  caja?  Es  domingo.  .  . 

y-- 

— Ustedes.  La  harán  barata. 

Los  jóvenes  convinieron  en  que  ellos  tomarían  a  su 
cargo  la  obrav  siempre  que  el  maesfro,  don  Pepe  Sierra,  les 
permitiera  trabajar  en  el  taller. 

— ¿Y  Carmen? — preguntó  Gabriel. 

— Está  durmiendo  en  casa  de  Maicnita.  La  pobre  vino  y 
se  la  llevó  a  cenar.  Arreglamos  que  pasara  allá  la  noche. 
Como  ahora  está  sola,  porque  don  Juan  se  lué  a  Veracruz.  .  . 
También  arreglamos  que  iría  a  misa  de  cuatro. 

— Pero.  .  .  ¡cón-io!  .  .  . — observó  GabricL 

— Sí,  que  vaya  a  rezar  por  la  difunta.  Ustedes  como  son 
tan  impiotes. 

— No,  pero  ni  gnnas  tendrá. 

— Pues  que  las  busque,  ¿no  es  verdá.  Tacho?  Van  tam- 
bién ias  del  15.  Voy  a  buscarlas. 

— Están  despiertas,  señora  madre.  LLin.  estado  aplanan- 
do toda  la  noche.  .  .  ¡Como  riañana  tienen  que  entregar 
la  ropa! 

— Pues  entonces  a  Carmen. 
•       — L^éjela   dorn.iir — dijo  Tache; — estará   desvelada. 

— No',  anoche  durmió  acá.  ¿Verdá,  Gabriel?  ¿Quieren 
más  café?  Si  quieren  allí  está  en  el  anafe.  ¡No  le  entren  al 
aguardiente! 


31 


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X 


Si\;uieron    departiendo    en    í;rata    conversación    los    dos 
amigos  y  haciendo  cálculos  acerca  del  ataúd. 
— Mañana  hav  baile. 
— iQué  baile? 
— El  de  Pancho  Solís. 

— Eso  es;  no  me  acordaba.  Ya  me  convido  aver. 
— ;Xo  vas? 

— Yo  tengo  mis  ganas;  pero  con  esto  de  la  difunta.  .  . 

—  ¡Y  qué  te  importa!  ¡Vayaj  Si  tu  mamá  se  opone, 
a  buena  horita  coges  el  zarape  y  te  largas.  El  baile  empieza 
a  las  ocho;  el  entierro  será  a  las  cuatro.  Va  estar  el  baile 
como  bala.  Van  las  Gómez,  las  hijas  del  cojo,  la  trigueñita 
de  La  Jarduicvíi ... 

— ¿Cuál? 

— La  hermana  de  Eernando  Pérez. 

—  ¡Ahi    ¿La   meneadorcita   aquella   que" te  habló   ayer? 

—  ;Esa!  Anímate,  chico.  Van  las  costeñitas,  las  mula- 
tonas  esas,  primas  de  Camilo,  Marcelina  y  la  altota  de  por 
la  estación  que  anda  con  ella.    ¡La  mar! 

L!  \  lento  había  cesado.  El  hermoso  cielo  de  la  madru- 
gada, puesta  ya  la  luna,  centelleaba  con  las  últimas  pom- 
pas del  invierno.  Oíase  el  ladrido  de  perros  lejanos  y,  de 
tiempo  en  tiempo,  el  quiquiriquí  agudo  de  un  gallo  joven 
que  desde  los  patios  vecinos  saludaba  el  próximo  albor  de 
hermoso  día. 

rl  reloj  de  la  plaza  dio  la  media,  y  la  campana  mayor 
del  templo  parroquial  comenzó  a  tocar  el  alba.  A  los  ecos 
solemnes  del  sagrado  bronce  iba  despertando  la  naturaleza. 
"Iodo  se  desperezaba  al  salir  del  sueño,  y  con  rumor  cre- 
ciente la  dormida  ciudad  tornaba  a  la  vida.  Presentíase  el 
inmediato  advenimiento  de  la  luz.  La  campana  llamaba  a 
misa,  }'  se  escuchaban  ya,  en  la  calle,  los  pasos  y  voces  de 
los  n^idrugadores  que  apresurados  iban  caminito  del  templo. 

Penoso  y  acongojado  llorar  vino  a  interrumpir  la  con- 
^ersación  de  los  carpinteros.  Carmen,  arrodillada,  gemía  y 
sollozaba  ante  el  cadáver  de  Guadalupe.  A  duras  penas  con- 


K    A     V    A     E     L 


DELGADO 


siguieron  doña  Pancha  y  las  dtl  15  quitarla  de  allí,  para 
llevarla  a  misa. 

Tras  ellas,  embozados  en  sus  zarapes,  iban  Gabriel  y 
su  amigo  Anastasio  Romero.  Las  vecinas  se  quedaron  a  re- 
zar el  último  rosario. 

A  las  cinco  menos  cuarto  fué  el  entierro. 

Gabriel  y  Tacho  pusieron  en  la  obra  sus  cinco  senti- 
dos. La  caja  era  de  pino  y  estaba  pintada  de  negro  y  ador- 
nada con  tiras  de  papel  dorado.  Tenía  sendas  perillas  de  la- 
tón en  los  ángulos  superiores,  y  una  en  el  centro  de  la  tapa 
que  remataba  en  un  penacho  de  plumas  negras,  apabulla- 
das y  cenicientas,  desinteresadamente  prestadas  por  don 
Pepe  Sierra,  y  descansaba  en  unas  angarillas  que  a  Gabriel 
se  le  antojaron  símbolo  de  la  niveladora  muerte,  pues  decía 
a  su  compañero  de  taller,  al  colocar  sobre  ellas  la  urna: 

— De  veras,  hermano,  que  para  la  muerte  todititos  so- 
mos iguales.  Mira:  en  estas  andas  han  llevado  a  enterrar  a 
muchos  ricos  y  a  muchos  pobres;  unas  cajas  han  sido  lujo- 
sas y  adornadas;,  otras,  peores  que  ésta,  de  brocha  gorda; 
imas  finas,  forradas  de  merino  y  hasta  de  raso;  otras,  en 
que  el  maestro  echa  leona,  no  más  embarradas;  unas  para 
viejas,  otras  para  muchachas  bonitas.  .  .  ¡Cuántos  han  ido 
en  esta  parihuela!  Ea  muerte  a  todos  nos  empareja. 

El  menestral  en  sus  melancólicas  filosofías  se  igualaba, 
aunque  en  vilísima  prosa  de  carpintero,  al  gran  poeta  clá- 
sico, en  aquello  de  la  pallida  mors .  .  . 

En  pos  del  fúnebre  cortejo,  vestidas  de  negro  y  sofo- 
cadas y  jadeantes,  iban  las  vecinas,  y  tras  ellas  no  pocos 
hombres  y  muchos  chicuelos  inquietos  y  endiantrados,  más 
alegres  y  divertidos  que  si  corrieran  libres  por  el  campo, 
y  con  ellos  el  monaguillo,  muy  grave  y  serióte,  con  el  jarro 
de  agua  bendita  y  el  consabido  aspersorio  de  romero.  Reno- 
vó en  el  temólo  la  provisión  del  santo  líquido  y  las  dolien- 
tes llenaron  también  botellas  y  jarros.  Vn  sacerdote  rezó, 
de  prisa  y  entre  dientes,  Irs  preces  por  los  difuntos,  bendijo 
el  cadáver,  echó  una  cucharada  de  tierra  sobre  el  féretro, 
y   el    cortejo    tomó   camino   del    cementerio,    buscando   las 


32 


33 


La  Coiondria,  2 


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^."c 


Siw^'Jis,    r.ira    ninr, 


cnanto   era    posible,    c!e    los 
;iviUoi    s-:l    piii^MveiMÍ    qvc    se   de^peJ.ía    cspléiíJ.iJo 


\'  -irvMrMi^v)  Jl v:ie  ii  cwv.x  de  Li  niop.taña  nróximí,  coa  to- 
cio v'   i  Li-:eo  tle  i\v<  ci'a  el:  iriLi\o  c.^kíecldo  por  c!  sur. 

Sepultado  el    c.idaxe:-,   el   nx'*^u;o   amperio   ia    íosa   hasta 


eap'^a 


r.K)^  !'ia.  tO'.M  el 


i.v>  Johetfe^  amibas  xaciaroii   sobre  ia  tierra  re- 


^enJiei  ciei  i'enuesío. 


\ ' 


M  \  .  .  " 


1  todos  ;1  ¡j';-.  (le  Sao  C^:'istv)L\il  pe/:  ios  rci'ic- 
/.;//;  V  r;.;-  i'-e>ecs  \'  hermosos,  para  i^o/ar  de  aquelíi  tar^l^ 
lü:v.ioo>a  \  c'o'-;da.  C  harlaban  las  n^iiier^s,  fuinabiu  los 
\rooe',  \  lo-^  .hicos  merodeaban  por  sinúvcs  b..ldíos  y 
al  ;e;rc.  c.;re.K!(^s.  c\\  husea  de  naraiij^'*^  tar>.iías,  apedreanao 
aeii!  V  alia  a  los  croies  tairieüev^s  \'  ladrado  es  ciue  les  csior- 
babao  el  'oaso  v  oiie  huían  r.ipidos  al  \erse  ara:er.a7.ados. 

Al  JieeM^  al  natío  se  ca;n\  ino  en  re/ar  a  ¡as  ocho  de  hi 
noche,  \'  r>or  nue\e  días,  los  acostumbrados  rosarios.  Ga- 
briel \  fa.cho  ^e  despidieron  en  el  zaí^uán,  citándose  para 
e!   Irnie  de  "^o'ís. 

i  1  enair.orado  de  la  luiérlana  entró  a  hchcr,  es  decir,  a 
tomar  <:yie\  conversó  buen  rato  con  la  afligida  dulcmca, 
^  mientras  s-  reunían  nara  e!  rezo  }'  doña  Pancha  echaba 
su  párrafo  de  conversación  con  Malenita,  se  \istió  de  gahí, 
se  caK>  L-1  gal'aneaJo  sonibrero  de  felpa,  tercióse  el  jorou [gui- 
llo multicolor,  y  alegre  )'  campante,  ¡zas!  ...  se  Largó  al 
baile. 

iba  pensativo.  Sentíase  enfermo  y  no  gozaba  de  la  ac- 
tÍNÍdad  placentera  y  feliz  del  hombre  sano,  en  él  nunca 
debilitada  y  siempre  vigorosa.  Ya  ftiera  por  consecuencia 
del  trasnoche,  ya  por  el  cansancio  del  trabajo  festinado, 
ello  es  que  nuestro  pobre  Gabriel  estaba  triste. — He  visto 
tantas  tristezas  desde  ayer, — se  dijo — que  por  eso  estoy  asi. 
¡Xo  ha\   que  hacer  caso.  .  .   Una  copa  y.  •      listo! 

Sencilh)  de  sentimientos,  inexperto  en  punto  a  juveniles 
amoríos,  no  acertaba  a  darse  cuenta  de  lo  que  le  pasaba  y 
sentía.  Ignoraba  la  causa  de  la  dulce  melancolía  que  le 
embargaba  el  ánimo.  El  anaor  había  entrado  ya  en  aquel 
corazón  que  ni  desengaños  ni  vicios  habían  debilitado  to- 


34 


RAF     A     E 


r 
1^ 


DELGADO 


davía  Y  que  se  abría  como  una  flor  campestre  rd  blando 
cefirillo  de  la  ternura. 

La  suerte  le  había  puesto  en  el  camino  de  li  huérfana, 
que  joven,  bella,  hacendosa,  parecía  como  creada  de  propó- 
sito para  él;  pero  una  sombra  empañaba  los  risueños  proyec- 
tos de  felicidad  futura. — Por  qué — se  decía — por  qué  es 
hija  de  un  rico?  Si  L)  fuera  de  un  artesano,  como,  por  ejem- 
plo, de  don  Per-e  Sierra,  para  quien  mi  honradez  y  mi  tra- 
bajo valieran  al;^o.  no  estaría  yo  tan  inquieto  y  triste.  Esc 
señor  Ortiz  no  ha  de  querernie,  estoy  cierto  de  ello.  Pen- 
sando en  esto  entró  a  la  casa  de  Solis,  donde  su  amigo 
Tacho  le  aguardaba. 

—  Qué  hacías! — Ya  llevamos  dos  piezas.  Xo  han  lle- 
gado todavía  Lis  costeñas.  .  .  Ya  me  le  apersoné  a  la  hija 
del  cojo,  que  es  la  mejor  pareja  de  la  sala,  y.  .  .  ¡me  parte 
que  es   un   gu:.to!    ¡Qué   bien   baila!.  .  .    Pero.     .    ¿qué   tie- 


nes 


Te  veo  cara  de  pichón  espantado.  .  . 


.a   V 


.rdá 


cstov  asi 


como  m 


alo 


— Lo  oue  tu  lienes  me  lo  sé  yo .  .  .    ¡Es  por  Carmen!    .  . 

— Xo,  pero,  w  vls,  apenas  hoy  enterramos  a  Guadalupe 
V  va  ando  en  bailes.  .  .  Me  parece  que  ésto  no  está  bueno. 
Aíe  an-eoiento  cié  liaber  venido. 

— No;  lo  que  jMsa  es  que  temes  que  el  tata.  .  .  No  le 
alces  pe?o,  her'V'ano,   ;que  no  es  para  tanto! 

—  :A  Dios! 

— \'en  y  t '  mate  una  copa.  No  te  apures.  .  .  iQu^¿  pien- 
sas hacer? 

— Vo  me  enil.aido  con  ella;  pero  si  ese  señor  la  recoge, 
me  ha -á  menos.  .  .   .U  fin  es  hija  de  quien  es. 

—  ¡Y  eso  que! 

— Con  otra,  \x  sabría  a  qué  atenerme;  pero  tratándose 
de  Ca'mcn  la  co-^a  es  di^ílnta. 

—  ¡Toma,  ton  a  la  copa,  que  van  a  tocar  un  \aLs! 
Tacho  puso   ante   Cjabriel    un  vasíto   de   cognac   que  el 

entristecido  muci^ach.o  apuró  de  un  soibo. 
■ — ¡Puf!  l'aaece  contrahecho.  .  . 


¡A 


Dios   con  el   lino!    ¡Desde  que  vas  a  cn^.pa rentar 


35 


.» 


A 


CALA 


N 


D 


i\. 


A 


con  ricos,  \m  nada  te  gusta.  Acuérdate  de  lo  que  ahora  te 
digo;  esc  señor  no  le  vuelve  a  hacer  c.iso.   ¡Mejor  para  tí! 

—  jQuun  sabe! 

T  .1  j-nusica  anunció  un  v:í1s  arrehaiador.  I.os  dos  amibos 
entraron  a  la  sala.  Romero  iba  diciendo  para  sí: — ;L,)e  que 
los  hay,  los  hay!  .     .    ¡el  caso  es  dar  con  ellos! 


56 


« 


RAFAEL 


DELGADO 


V 


No  [o  había  previsto,  y  el  caso  urgía.  I.a  casa  era 
r.ur-  chica:  dos  piezas  del  tamaño  de  una  nuez,  donde  ape- 
nas cabían  Ciabriel,  doña  l^ancha  y  la  maritornes,  una  ii^.dia 
tuerta  que  hacía  las  compras  y  lavaba  cazuelas  y  pu- 
che¡"os. 

La  buena  señora  no  sabía  qué  hacer.  El  cuarto  que  daba 
hacia  la  Callr,  sala  y  alcoba  al  mismo  tiempo,  era  de  Gabriel; 
en  el  otro  dormían  las  dos  mujeres. 

La  Ultima  nocl^^  se  la  compusieron  ]?*ios  sabe  cómo; 
m.as  en  lo  de  adelante  no  podía  ser  así.  Gabriel  no  había 
de  dormir  rodos  los  dias  en  casa  ajena,  }/  por  nada  de  esta 
y'iód  dejaría  su  cam.ita  amarilla  que  él  mismo  se  había  he- 
cho, tan  alegre,  tan  bonita,  con  sus  almohadas  altas,  suaves, 
con  sus  fundas  tejidas  de  gancho,  su  cobertor  colorado  y 
su  blanco  mosquitero  de  linón.  Nadie  había  de  acostarse  e:i 
ella.  ¡Guidadito!  Ni  la  misma  doña  Pancha.  ¡Con  aquel 
gemecito!  Bueno  se  puso  aquel  día  que  Malenita,  de  cuer- 
nos con  c!  licenciado,  abrumada  de  pena  y  rabiando  de  Lis 
muelas,  descansó  en  ella  un  rato!  Sólo  tratándose  de  Car- 
men no  decía  esta  boca  es  mía.  Cuántas  veces  la  muchacha 
des^^elada,  había  dormido  por  Lirgas  horas  en  el  cómodo 
lecho  del  ebanista,  y  Gabriel  llegaba,  se  conmovía  al  verla, 
v  temeroso  de  turbar  su  sueño  entraba  de  puntillas,  con- 
teniendo ei  aliento,  a  dejar  la  blusa  y  en  busca  del  zarape. 
Pero  todo  esto  no  le  gustaba  a  doña  Pancha. — Esto  me 
huele  ma!; — decía  la  vieja — tan  malmodiento  y  secóte  con 
todos,  con  Carmen  parece  de  dulce.  ¿Sí?.  .  .  Entre  santa 
y  santo  pared  de  cal  y  canto.  .  . 

En  fin,  ya  no  era  hora.  La  huérfana, — como  el  mozo 
se  lo  esperaba — ocupó  la  camita,  y  Gabrret,  al  tornar  del 

37 


I.       A 


A       L 


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N       D       R       1       A 


baiie,  durmió  muv  contento  a  los  pies  del  armario,  cerca 
Jl!  hogar,  soportando  pacientemente  el  hedor  Je  ajos  y  ce- 
bollas que  despedía  la  tabla  del  recaucio  y  oyendo  el  subir 
y  bajar  de  los  ratones  que  se  paseaban  a  sus  anchas  por  entre 
la^  tazas  y  los  platos. 

Al  día  siguiente  tomó  en  arrendamiento  el  cuarto  con- 
iíl;uo,  y  sin  acordarse  más  de  la  camita,  que  la  luiertana 
no  agept')  sin  resistencia,  compró  .un  catre  nuevo  y  se  ins- 
laK)  en  la  habitación.  Como  no^era  conveniente  que  Car- 
lU'jn  si-uiera  usar.üo  las  ropas  de  cama  que  hablan  servido 
^  la  enferma,  Gabriel  cedió  todo  el  avío. 

Doña  Pancha,  aunque  no  libre  de  temores,  estaba  con- 
tenta, se  mostraba  satisfecha,  y  Carmen  la  pasaba  bien. 
Coiando,  por  la  noche,  el  mozo  volvía  del  taller,  se  for- 
n^.aba  en  torna)  de  la  mesa  una  agradable  tCi-iulia.  Tacho 
solía    formar    parte   de   ella,    y    allí    se    con\  ersaba    que   era 


R     y\     r 


^  I 


7:  ■  •  L 


D     E     L     G     A     D     O 


Lilia  gloria. 


1.a  huer^.^iía  se  mostraba  muy  agradecida  con  doña 
ranclia,  \'  irt;  p')Co  alivio  fue  para  la  quintañona  que  Car- 
men \iniera  en  su  ayuda.  Sieinpre  estaba  h>ta  p.\r.\  lavar, 
^.)^\n.\v  \  ai-reglar  la  casa;  para  ser\  ir  al  mancebo  por  demás 
oMciosa.  la-a  ¡usio:  Gabriel  se  portaba  co.n  eíia  a  las  mil 
i,:a:-a\  illas.  \\  que  camisas  se  ponía,  \'irg.n  Sa:ita!  ;Ni  la 
i'as.na  niew  de  blancas  y  nítidasl  \\\\y:^  si  iba  guapo  el 
ebanista!  S  )bie  que  (Carmen  atendía  a  tO'Jo:  botones  c?/i' 
clo^,  deUrioi'O)  i 'lesperado^,  man.cíias,  desco^.Uuaa^.  El  sa- 
b.ido  V'OV  1 1  ¡iociie,  cuando  el  mo/.o  iba  a  aC')>ta:'>;\  se  en- 
cana aba  lodo  n-u\'  arreaiadiií)  v  muy  bien  pue -^j.  Ia\  una 
canasia,  iapa'..ía  ^on  un  pañue'o,  la  Vop.i  in.t.ri^\  ra  camisa 
co!i  lo',  eemeio-.  \'a  trabados,  \  prendida  al  cu^.>y^  !a  corbata 
l,!C:0^.i  \-  eiiSboiía.  1  n  la  silla,  el  coia-ecto  paa:i.v'^M"i  flor  de 
roi'X/o,  e!  v.o.:!vev)  blanco  \'  la  chaquetilla  gaUií.  loi  el 
cia\v),  el  s.íirbrero  de  gala,  el  lujoso  sombrero  ue  felpa  gris 
con  ealoaes  de  nbua,  t:^-Lie^a  lv);ui¡ila  y  monoL;  "a-nas,  ya 
i:Ki\-  pein.ido  y  cuco.  ¡Que  maneCitas  aqt:eil.\s  lan  hábiles 
'-■  -^  hacer  en  \\  felpa  la-,  lieuras  nías  capnehosjs  \'  elei;an- 
i.^\  Oaa,  íajás  dcci ecientes,  ;vua\LS  y  períecLa-,  q.ic  bubíaa 

5^ 


en  vdomónicis  ceñirás  !i^cia  lo  alto  de  la  copa;  ora,  sobre 
el  fondo  aH  ;oJ  -,  atrevidos  tooi-.'S  que  parecían  motas  aoa- 
bulhidas  va  círctdos  paralelos  que  iban  ciñendo  el  pi.'ón 
de  mayor  a  menor;  ya,  en  fin,  linea^  quebradas  que  imita- 
ban compileauas  ram.w'onrs,  o,  lo  que  era  más  gallardo, 
lioji^s  de  P.ünxr.i.  Al  pie  de  la  cama  los  bocines  amarillos, 
de  sue^a  ^ie!:Mcbi  ^;  a^'.uzada  punteía,  limpios,  aceitados,  co- 
mo diciendo  a  ^u  dueño:  — ¡Amigo  mío:  a  caarmir  tem- 
praao,  oue  nr.ñana  es  domingo  y  hay  que  subir  y  bajar, 
todo  el  ella,  ^- «r  jas  c^Hes  cwc  Dios  bendiga! 

Guardo  a  la  ui:a  llegaba  el  mozo,  ya  estaba  servida 
b  mc-ia:  sob-e  el  Lbinco  mantel,  el  pan  francés  de  incitante, 
dorada  v  e^roniada  corteza;  la  botella  del  pulqiie,  convidan- 
do a)  sediear  >:  las  tortillas  envueltas  en  la  servlÜeta  flecada 
cue  tra-L'da'a  toda;  los  p'atos  de  azulados  paisajes,  con-io 
ini  csnc]0.  V  i:  arroz  blanco  con  plátanos  fritos,,  que  parecía 
un  velíon  con  manchas  leonadas.  ¡Y  qué  bien  se  comía! 
•Qué  buen  apeibo  tiene  el  hombre  trabajador  ctiando  al 
volver  a  c.^.a  se  encuentra  todo  en  regla,  y  hay  en  la  mesa 
dos  oíos  neero.  que  le  miran  cariñosos  y  amantes! 

'  Sin  embar-o,  Carmen  iiO  recobraba  aún  su  canora  ale- 
gri.i.  La  Calandria  seguía  muda.  El  cierzo  del  dolor  la 
tenía  mustia.  Poco  a  poco  iban  volviendo  a  sus  labios  las 
carciones  v  los  trinos.  Primero  gorjeos  que  se  le  escapaban 
involuntariamente;  Itiego  vibrantes  notas  que  espiraban  al 
nacer,  y  mas  tarde  toda  una  melodía  lánguida  y  plañidera 
que  terminaba  con  una  cadencia  lúgubre. 

Gabriel  gustaba  de  oírla  cantar,  pero  no  se  atrevía  a 
pecirle  qu.e  Viejara  escuchar  su  hermosa  voz,  temeroso  de 
profanar  el  doliente  silencio  de  la  joven.  ¡Y  qué  voz!  Si 
hemos  de  creer  lo  que  decía  Enrique  l^ópcz,  era  de  lo  que 

ha)^  poco.  1  T 

La  guitarra,  muy  adornada  con  su  ramo  de  camelias 
de  trapo  v  su  gran  lazo  de  cintas  tricolores,  dormía  boca 
abajo  en  las  siflas  de  la  salita,  sin  esperanza  de  gozar,  en 
mucho  tientpo,  de  un  rato  de  jolgorio.  Gabriel  pensaba  al 
verla:   ¡Lástima!    ¡Se  está  ensordeciendo! 

39 


y 


\ámmmmmmmm 


^ 


L       A 


CALAN 


dría 


Un  día  de  ñoco  trabajo  para  las  vecinas,  doña  Pancha 
andaba  de  calle,  y  Carmen,  sc>la  en  el  lavadero,  jabonaba 
algunas  prendas.  El  hermoso  cielo  de  las  mañanas  estivales, 
profundamente  azul,  sembrado  allá  por  el  Oriente  de  ma- 
jestuosos cúmulos,  comunicaba  a  las  almas  esa  inefable 
alegría  que  tiene  todo  lo  inmenso  y  luminoso.  La  tarea  to- 
caba a  su  termino  y  Carmen  enjuagaba  la  última  pieza. 
Algo  sentía  dentro  del  pecho,  indefinible  y  grato,  algo  en 
que  iban  mezcladas  tristeza  y  alegría,  como  lo  que  experi- 
mcn'tan  las  almas  soñadoras  ante  las  pompas  del  crepúsculo 
vcspertnio,  cuando  la  tarde  junta,  por  singular  manera,  a 
L.s  tintas  violadas  que  anuncian  la  proximidad  de  la  noche 
ci  ígneo  fulgurar  de  la  aurora  en  los  mares:  amor,  dulce 
amor.  Y  pensaba  en  Gabriel:  — ;Dónde  estará?,  ;lin  el  ta- 
ller? No;  ese  picaro  no  pierde  la  costumbre  de  hacer  san 
lunes.   ¿Con  quién  andará?.  .  .    ¡  Y  es  muy  guapo  vaya 

que  !o  es!  .  .  .  ¡y  buen  muchacho  .  lo  que  es  buen  mucha- 
cho, trabajador,  honradote,  franco,  como  ninguno!  Mamá 
dice.  decía, — aquí  la  huérfana,  al  corregir  su  pensamien- 
to, suspiró  con  pena — decía  que  si  todos  fueran  como  él .  .  . 

Gabriel  !a  amaba,  sin  duda;  bien  clarito  se  lo  decían 
aquellas  miradas  mortecinas,  insistentes,  apasionadas;  aquel 
afán  de  agradarla,  aquel  empeño  en  mimarla.  Pero  ¿por  qué 
no  hablaba,  por  qué  no  se  lo  decía,  así  qucditOj  sin  que  na- 
die lo  overa? 

La  huérfana  levantó  al  cielo  los  ojos,  y  al  hundir  sus 
miradas  en  las  profundidades  del  éter,  respiró  como  que- 
riendo beber  las  olas  de  aquel  piélago  cerúleo.  Alegre,  como 
\\  alondra  que -descubre  desde  los  trigales  el  primer  albor  del 
alba,  principió  a  cantar  bajito,  tan  bajito  que  casi  ni  ella 
misma  se  oía. 

En  esto  entró  Gabriel,  de  pris:i,  sin  reparar  en  la  joven. 
I  sia  íe  iba  sis^uiendo  con  la  mirada  a  lo  largo  del  corredor. 
Li  ebanista  liegí)  a  la  puerta,  hallóla  cerrada  y,  con  los 
nuJiüos,  dio  en  ella  dos  golpes  sonoros,  tan,  tan,  a  los  cuales 
ijspoiidio  la  huérfana  cantando  en  alta  y  apasionada  voz: 

40 


RAFAEL 


DELGADO 


¡Tan!  ¡Tan!  Niña,  a  tu  puerta 
llamando  Avior  está.  .  . 

Al  oír  el  inesperado  canto  Gabriel  se  estremeció,  pero 
al  punto  dominó  su  emoción. 

jAh!  ¡Conque  aquí  está  la  cantadorcita! — Y  se  acer- 
có al  lavadero,  agachándose  para  pasar  bajo  los  temiederos, 
que  se  rendían  al  peso  de  las  ropas  empapadas. 

jCuidadito  con  hacer  una  diablura!  ¡Cuidado  con  esc 

mantel!  iQyxé  horas  son  estas  de  venir  a  la  casa?  Doña 
Panchita  fué  a  recoger  la  ropa  de  las  Robles,  y,  por  lo  vis- 
to, mi  don  Gabriel  hace  san  lunes.  jBueno,  bueno!  .  avi- 
saré a  la  señora. 

—Hoy  nadie  trabaja.  Hasta  don  Pepe,  con  todo  y  ser 
el  maestro,  se  pasa  el  día  platicando  con  su  vecino  el  mi- 
litar. 

|Y  eso  que,  Gabriel!   Yo  quiero  que  sea  usted  mas 

trabajador.  ¡Para  vagamundear:  el  domingo! 

Asi  se  hará.  Tiene  usted  mucha  razón;  pero  en  lunes, 

ni  las  gallinas  ponen. 

Sí  que  ponen,  y  las  lavanderas  lavan.  Aquí  estoy  yo: 

así  me  he  pasado  toda  la  mañana. 

Carmen,  que  -ni  por  un  momento  habla  dejado  el  tra- 
bajo, exprimía,  al  decir  esto,  un  lienzo  hecho  un  rollo, 
torciéndole  y  retorciéndole  con  todas  sus  fuerzas.  El  agua 
escurrió  primero  a  chorros,  luego  en  delgados  hilos  y  lím- 
pidas gotas,  hasta  que  por  fin  el  lienzo  quedó  enjuto.  La 
huérfana  hacía  esta  operación  inclinándose  hacia  adelante, 
con  la  falda  recogida  en  plegones  para  no  mojarse  enaguas 
y  pies,  luciendo  desnudos  los  brazos,  torneados  y  cubiertos 
de  finísimo  vello. 

-Lavan,   sí — replicó  el   mozo— y   cantan   que  es   un 

regalo!.  .  .  ¡Cantan  que  es  una  gloria!  ¡Tan!  ¡Tan!  Niña  a 
tu  puerta.  .  . — e  interrumpiendo  la  copla  y  riendo,  agregó: 

Esta    noche,   señorita    cantadora,    me    cantará    usted. 

Ya   la   guitarra  está   pidiendo  que  le   hagan   cosquillas.   El 

41 


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C       A       L      A 


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D       K       I 


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1 


otrn  cí.i,  :■.]  cn'.r.ir,  ]•:  oí  clccir  (Uicduo, 


cantar: 


;;]Uicro  cantar! 


WAW  c  lleca  to:    ¡qiuc- 
\'   ho>'   caiirai".^'    tendré- 
n-o^    nniM-^:    nr.    qnc    d.w^c    ;;usu).    Klla    en    pa-v)    cantará 
a.uc.L-ilo  de  !as  \'^Í')iiJr/!¡cis  y  /í/a  lUdJ.  ¡'cscl  í  as  t]ue  na)  \ol\erán. 
— Xo    c.c-iará,    Cjabriel;    no    cantará    porqae    no    tiene 


— Se   enc-ji'cara. 

(.'anncii  si^cr^áa  a¡  \a,!"eme¡ita,  ^■  Cnibnel  cia"\aba  en  ella 
i:na  n^irada  lani-uida  \'  amorosa.  Notólo  eiia  \  ;X"ira  e\ atarlo 
d!j.;,  ie\  an.ianiio  al   cielo  sus  hermosos  )'  ras¿;a^L-o  Oj:as: 

—  ¡Qii'-'  cielo  lan  a/iil! 

—  ¡Muv  lindo! — contestó  el  mancebo,  sin  saber  lo  que 
(!ecía. — Cantará  tisted,  ¿no  es  verdad?  Lsta  noche,  después 
ú:  la  cena,  cnando  Tacho  x^^r^fX-:  No,  no  quiero  que  venida. 
!.e  diré  esta  tirdie  que  no  e.^arcn-ios  aquí.  ,  .  No  cjuiero  que 
oi^an  a  usted,  ni  Tacho,  ni  nadie;  solo  yo  .  .  .    ¿no  es  cierto? 

—  ¡A  Dios!  Y  ¿por  que? 

—  ¡\'amos.  .  .  porque  no  n^íe  agrada  que  otro  la  vea  a 
t!^ted;  ni  que  dii;an  que  es  usted  bonita.  .  .  \\\\\\\  ¡no  me 
"usta!    .      :\'o  sov  asi,  como  celoso!  .  .  . 


— ;Celo 


)SO 


— No;  celoso  no.  ¿De  qué?  ¿íía  dicho  usted  ali;una  vez 
que  me  quiere?  ¿Se  lo  he  dicho  yo?  ¡La  verda  es  que  yo  la 
c]uiero  a  usted  nuicho,  pero  mucho,  mucho.  .  .  y  tampoco 
se  lo  he  dicho  hasta  ahora! 

Carmen  callaba  encendida,  trémula.  Cabriel  también 
temblaba.  Ella  no  alzaba  los  ojos,  y  él  no  ¡rubiera  podido 
resistir  una  mirada  de  aquellas  pupilas  negras  como  la  no- 
che, que  centelleaban  bajo  la  sombra  de  rizada  pestaña. 

— Hasta  hov, — continuó  Cabriel — hasta  hov  nunca  le 
dije  nada.  .  ,  Con  los  ojos  sí.  ¿No  lo  había  usted  compren- 
dido? 

— ¿Yo!       .    no  no .  .  .    más 

Cabriel.  .      Pero,   vávasc,  vayase, 
ranchita  no  tardará  en  \olver.  .  . 
no^   está   mirando   desde   allá. 

Cabriel  se  íue  paso  a  paso. 


bien  sí  .  .  .   }    \'o  también 

.  .    Nos  \.\n  a  oír.  Doña 

\Ya  usted  oue  Malenita 


i  ^... 


42 


K     A 


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1.. 


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D     E     L     G     /.     D     O 


\o 


'.'Je  usted  las  cuei'Jas!  Si  nó,  no  habrá  canto 
4'st.i    nov^he  Romanas,   ¿eh? 

Lna  Jc.::"ia  jamás  sentida  llenaba  el  alma  del  mucíia- 
cl^.o;  e!  cpsa/i'.i  se  le  salía  del  peclio.  Le  daban  ganas  de 
moi'ir. 

[d<.':^'>  ti  .v^uáiT,  y  dirigiendo  al  cielo  tma  nairada  va- 
gameaie  (.'iJce,  exclamo:    ¡Que  cielo  tan  azul! 

Adicr::.  .  i  a  raiéiiana  se>.v-ii^^  cantando: 


.  .  .  ;  V/;;í/,  a  í n  ¡uicrfd, 
¡liínnniilo  Aiut^v  cs/íÜ  .  . 


3 


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I       A 


RAFAEL 


D     E     I     G     A     D     O 


VI 


PERDONEMOS  al  pobre  muchncho  sus  vanlJosos  alar- 
des. I, a  joven  le  trataba  con  afecto  y  cariño  fraternales, 
pero,  a  decir  verdad,  nunca  liabia  dado  motivo  para  que  ' 
Oabriel  dijera  que  se  cntniJiaii.  El  ebanista  estaba  temeroso 
de  que  otro  pretendiera  conquistar  el  corazón  de  la  huen'fa- 
p.a;  sabía  que  Tacho  era  un  pillo  muy  largo,  y  juzgó  del 
caso   hacer   constar   que   el   pajarito   tenía   dueño. 

Gabriel  qvx  vanidoso.  Vanidades  pueriles  eran  las  suyas, 
pero  al  fin  vanidades.  Se  creía  i;uapo,  simpático,  elegante; 
preiendía  ser  muy  hábil  en  su  oiicio,  y  se  preciaba  de  con- 
sumado jmete. 

C^uanto  a  !o  primero,  puede  decirse  que  no  andaba  el 
mozo  lejos  de  lo  cierto.  Se  comparaba  con  sus  amigos  y 
compañeros  y  por  fuerza  tenía  que  creerlo  así.  Estos,  ce- 
losülos  y  hasta  envidiosos,  no  podían  negar  la  superioridad 
del  muchacho  y  le  otorgaban  sin  escrúpulos  la  palma  de  la 
i;'!i{x^za  obreril. 

Cierta  ocasicni,  pasando  ante  la  ventana  de  unas  seño- 
r":ia<,  muy  afamadas  por  su  riqueza,  hermosura  y  elegancia, 
(>\v>  que  unas  po'litas,  a  cual  más  linda,  se  dijeron:  ; Mírale, 
tul  ¡Mírale!  ¡que  apuesto  que  es!  ¡qué  bien  vestido  y  qué 
.-iroso! — Aquel  elogio  í.\v\q  de  tan  alto  venía,  le  n^areó;  se 
le  iuc  la  cabe/.a  oor  los  precipicios  de  la  vanidad,  v  desde 
eüionces  pus j  especial  cuidado  en  vestirse  bien;  iii)  tanto 
en  \o>  días  Je  iiMbajo  cuanto  los  doiningos,  y  días  de  iies- 
\.\  en  que  iba  siempre  hecho  un  \  einticuatro,  y  pocos  de 
i, '•  de  su  clise  alcanzaban  a  Í!;ualar!e  en  lo  majo  v  estre- 
i\uior.  Sus  aniHjTOs  solían  decirle:  — ¡Gabriel:    te  cchas  en- 


.-> 


cima  cu.mto  imanas 


■v  asi  era, 


(justaba  de  situarse  en   las  esqumas,   no  sólo   pira   lucir 
sLis   trajes  doniingueros,   sino  para   gozar  de   un  placer  casi 


44 


inían^i!.  Cuando  pasaba  por  allí  una  señorita  guapa  v  em- 
perifollada, el  mancebo  descendía  de  la  acera  y  saludaba 
corree tísimamente.  ¡Qué  brillo  el  de  aquellos  ojos,  si  el 
aristocrático  pimpollo  correspondía  al  saludo  con  una  son- 
risa y  una  palabra  de  agradecimiento! 

De  tiempo  en  tiempo,  el  día  que  estaba  más  j^.cui/aJo, 
se  daba  una  pasadita  por  las  ventanas  aquellas  de  las  suso- 
dichas admiradoras,  para  darles  i^olpc,  ¡Simpleza  más  gran- 
de! Ellas,  a  las  veces,  paraban  atención  en  el  mancebo  y  se 
dejaban  decir,  entre  dientes,  im  piropo.  El  mozo,  más  an- 
cho que  un  pavo  se  volvía  todo  oídos  para  recoger  la  frase 
halagadora;  pero  de  ordinario  no  se  fijaban  en  él. 

Una  de  tantas  ocasiones,  al  verle,  se  rieron  con  mucha 
malicia.  De  fijo  que  aquello  era  una  burla.  Esto  le  pudo 
mucho,  y,  murmurando  una  insolencia,  humillado,  colérico, 
siguió  adelante,  resuelto  a  no  volver  a  pasar  por  aquella 
casa.  Este  lance  le  curó  un  poco  de  sus  achaques  de  vani- 
dad, y  desde  aquella  tarde  se  declaró  enemigo  de  mujeres 
ricas  y  emperejiladas,  por  bonitas  que  fuesen:  — ¡Caritas! 
¡Esas  catrinas  no  sirven  para  nada!  ¡Más  orguUosas  y  más 
groseras!  ^    • 

E^n  cuanto  a  sus  habilidades  de  ebanista,  don  Pene  Sie- 
rra estaba  mtiy  satisfecho  de  su  oficial.  Ya  le  fiaba  trabajos 
difíciles;  tocadores  tallados,  camas  suntuosas,  monumen- 
tales j'operos.  Gabriel  lo  hacía  todo  sin  que  nadie  pudiera 
poner  pero  a  lo  auc  salía  d.e  sus  manos.  Nada  de  ojear  ca- 
tálogos extranjeros  para  loiiiav  idea;  no,  señor;  nada  de  eso. 
El  mismo  maestro  se  quedaba  turulato  cuando  el  muchacho 
se  acercaba  con  un  dibujo  en  la  mano,  diciendo:  — Señor 
maesti'o,  vea  usted;  \'oy  a  nonerle  al  tocador  esto,  lo  otro 
y  lo  de  más  allá;  aquí,  estos  grifos;  en  la  cornisa,  un  bocc- 
lito  d'.'  dos  pulgadas;  en  el  copete,  estas  hojas  .  .  ¿le  pa- 
rece a  usted  bien?  — ¡Bueno,  bueno! — contestaba  el  maes- 
tro, reprimiendo  un  arranque  de  admiración. 

Don  Pepe  cvix  generoso.  Una  ^•ez,  al  dar  término  y  re- 
mate a  tin  elegante  mueole,  que  el  dueño  pagó  largamente, 
(tan  satisfecho   \si   ciuedo  de   la   obra),  el  maestro  decidió 

4) 


II*  III       p 


RAF    A 


L 


DELGADO 


i^ 


A 


CAL 


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iV       D 


R       I       A 


•■i".'!' :",  jir  i  'vibilisiii-»;)  c'o.inisn,  v  c¡.ír.cl:>ic  v.i  bil'otc  o:  a 
L'iicuji*-i  ^^osos,  ¡e  dijo:  — Tu  !o  rrab/ i-:^>t(.\  tu  lo  i;a!iasie: 
ti>:"!vi,  ^-^o  (.  -  tii\v):  emplcalo  bioti.  (labri.  !  po  puso  el  con- 
sejo cp.   ^::o  rolo  y  bc  cc/jo  cnciina  oucvw  pü;  te  de  los  cni- 

c  Lie  i ;  1.1  d.P'o^. 

l.K^'\  o-.nip.-iñcros  le  hroniealxin  desppjs,  ¡pxltAndoi?  a 
cop'S:  — Cop\  idaia,  iiein'^.mn;  para  es,>  y  \\\2^  te  ;\lcrpzaa 
los  eipi'.Liepi  1  criillos  del  aj^arador.  — ¡C^'iie!  ;Si  ya  no  me 
OLieiJa  p.i  Pie.dio!  — ;Pi!es  i|ue  hieiste  coo  í.oita  plata  .^  — Ale 
di   LPP.a  r-UiVita  c 


\¿  barpiz        —  Sin  einba::;!;,  iue¿^o  pagaba 
el   L^asto  sni  nie/auipdades  ni   taeañe;  las. 

dal^rie!  no  c\\\  lo  oiie  ^e  üarna  un  ¡■/'u"rr,'.  Si  Piábase  en 
la  '>i!ia  con  cierta  naturalidad  v  i;enti!e/a,  \'  nada  más.  Pa- 
ra maneiar  el  caballo  '^\\\  u\\  co!e,i;ial.  II  v  daba  humos  de 
jinete  Lxperi precipitado,  '^'  cuando  ^e  hablaba  de  rb.u'rco  sal- 
pinientab.i  la  copN'ersacion  ccmi  muchos  terroipos  dicl  arte, 
c]ue  en  boca  su\a  caían  en  !;rav  ia  }'  hasta  parecían  darle 
Cierta  autoridad  en  la  materia. —  ;Prpas!  ¡Puras  papas' — de- 
cía Pancl^o  Soíis. — Pn  l)uen  aprieto  se  \\o  acjuel  día  (jiie 
fuínu)>  a!  iierradero,  cuaruL)  el  torete  lo  acor^-ato  contra  la 


puerta...    p-ero   eso    si,    el    CL;enta    cpue    i  .'>.'ci'    y    iuair.\aiic() 


mejor   ene    roncí  a  no 


ni    los   becerrv)sl    "1'    cuando   se   lo 


cncop traba,  echándole  el  bra/o,  le  decía:  — ¡Ahora,  Pon- 
ciipo!  ;(iu .-.p.do  te  \as  para  Pspaña? — Prunto,  hermano:  — 
contentaba  dabriel — tú  serás  mí  Oropesa:  Tacho,  mí  Celso, 
}'  \a  \  eras  Ci)mo  \eiiimos  pintados  en.   /  ./   ÍJíI/j. 

r>  dos  le  querían  y  se  disputaban  su  aP'iMad.  Seco  y 
áspero  en  su  casa,  tuera  de  e!la  pecalxi  de  coimmicativo 
\  amal'ie.  Cuando  estaba  de  buen  humcr  conversaba  con 
cic'Ta  eracia  \'  donosura,  \'  no  había  poder  hupp.ano  que  le 
C()i"LPM  !a  iiebra.  Kn  el  londo  era  irascible.  Pocas  veces  se 
atuíaba;  ivas  cuando  l!ei;aba  a  montar  en  colera,  era  un 
le'')n  e\aM>erado:  ciego  por  la  ira  no  reparaba  en  nada  y 
nadie  podía  dietenerle.  Víia  tarde,  en  que  no  estaba  para 
bri)ma^,  po-r  u.na  chanza,  inoien'^i\'.i  de  por  sí,  pero  naolesta 
por  lo  rei^etiJa,  se  le  subió  la  mostaza  a  las  nances  y  arre- 
meti  ),   iorn^^e-n  en  mano,  contra   uno  de  sus  can.'iaradas  que 


-* 


por  n^álagro  escarx')  de  sus  fp-orcs.  Gracias  a  que  do:i  Pepe 
acudió  a  tioi^ipí),  í-i  no  aquella  tarde  se  hubiera  cometido 
en  d  taller  de!  nací' ico  Sierra  un  dcHio  que  hubiera  dado 
quehacer  a  lo^  j^eriodiquitos  \ocingleros  de  la  ciudad,  tan 
afectos  a  escándalos  gordos  }'  tan  amigos  de  crónicas  pa- 
tibularias. 

Til  brom.ista  fué  despedido,  v  Gabriel  amonesta,  lo  por 
do'i  Pepe,  con  una  dureza  muy  extraña  en  el  maestj'o,  que 
era  persona  de  esas  a  quienes  se  les  pasea  el  alma  por  el 
cu;:rpo.  El  oficial  so  reoortó  a  tiempo,  y  ofreció  ser  en  lo 
de  adelante  menos  ajrebatado  y  belicoso. 

iHay  en  el  primer  amor  un  sentimiento  de  lúgubre  tris- 
teza. Acaso  nroversea  de  que  el  enamorado,  en  medio  del 
éxtasis  de  la  pasión  coirespondida,  presiente  lo  fugitivo  de 
su  dicha,  rauda  como  el  paso  de  las  estrellas  errantes,  y 
acierta  a  comprender  que,  a  poco,  el  cielo  de  su  alegría 
quedará  velado  y  obscurecido  por  las  brumas  do  la  descon- 
fianza y  del  dolor. 

No  a  todos  es  dado  explicarse  el  por  qué  de  la  fúnebre 
tristeza  que  parece  enlazar  los  arrobos  del  primer  amor  con 
los  postreros  instantes  de  la  vida.  No  parece  sino  qtie  Li 
muerte  nos  acaricia  lisonjera  cuando  el  amor  suspende  en 
nuestros  labios  la  expresión  de  los  afectos,  hace  afluir  la 
sangre  a  nuestro  pecho,  y  anubla  nuestros  ojos,  con  una 
láírrima  de  felicidad.  Quién  acertará  a  declarar  las  ocultas 
y  misteriosas  relaciones  que  hay  entre  el  amor  y  la  muerte? 
Esta  vela  con  n^iisteriosa  sombra  las  alegrías  de  la  pasión 
correspondida,  y  prÓNÍmos  a  rendir  el  último  suspiro,  cuan- 
do los  pálidos  solé?  de  la  vejez  nos  recuerdan  que  estamos 
cerca  ele  la  tumba,  las  memorias  del  amor  primero,  tan  pu- 
ro, tan  noble,  y  de  ordinario  malogrado,  vienen  como  una 
oleada  de  savia  primaveral,  a  reanimar,  aunque  por  breves 
horas,  nuestro  aterido  y  desmayado  corazón. 

Este  dulce  sentimiento  de  tristeza  dominaba  a  Gabriel, 
después  de  haber  oído  de  la  huérfana  la  confesión  ingenua 
de  su  cariño;  confesión  hecha  más  bien  con  los  ojos  que 
con  la  boca  y  nacida  de  lo  más  profundo  del  alma.  Pero 

47 


•* 


46 


L       A 


A 


N 


D       R 


el  ebanista  no  entendía,  ni  se  daba  cuenta  de  estas  sutiles 
filosofías;  en  su  carácter  y  rudeza  no  cabían  delicadezas 
tales,  y  como  si  sacudiera  de  su  alma  aquel  anhelo  de  morir, 
entregó  su  mente  a  los  sueños,  su  corazón  a  la  esperanza, 
V   todo  su  espíritu  a   la   inefable   ventura   de   amar   y  ser 

amado. 

Y  hubo  canto  aquella  noche,  sí  que  lo  hubo,  a  la  luz 
de  la  luna,  en  el  corredor,  bajo  el  alero,  al  pie  de  un  pilar, 
cuando  las  vecinas  se  habían  encerrado  ya,  y  doña  Pancha, 
más  afecta  a  la  plática  y  al  chachareo  que  a  m.elancólicas 
enamoradas  trovas,  tejía  con  chismes  y  cuentos  de, todo  gé- 
nero la  trama  de  una  conversación  por  extremo  interesante 
con  la  señora  portera  y  su  esposo  el  viejo  miUtar. 

El  plañidero  instrumento,  con  su  nueva  encordadura, 
sonaba  que  parecía  una  orquesta.  En  manos  de  la  huérfana, 
muy  tañedora,  reía  y  se  querellaba:  ora  prorrumpía  en  vi- 
vísimo all  oro^  ora  discreto  y  tímido  murmuraba  amorosas 
frases  y  lloraba  y  gemía.  ■ 

Al  pie  de  un  pilar,  en  el  ancho  espacio  iluminado  por  el 
satélite,  cuyos  rayos  dibujaban  sobre  los  ladrillos  del  piso 
la  ondulada  linea  del  alero,  extendió  el  mozo  un  petate 
fino  y  nuevo,  y  colocó  contra  la  columna  una  sillita  tosca. 
En  ella  tomó  asiento  la  huérfana,  y  a  sus  pies  quedó  el  man- 
cebo, fijes  los  ojos  en  la  beldad  cantora.  El  grupo  era  bello. 
¡Cómo  no  recordar  al  verle  los  dibujos  de  las  novelas  ro- 
mánticas, en  que  de  rodillas  sobre  muelle  almohadón  fran- 
jado de  oro,  pajecillo  gentil  dice -ardientes  amores  a  una 
castellana  soñadora,  entre  cuyas  manos  vibra  con  trémulo 
canto  la  qucjumibrosa  mandolina! 

Tras  los  acordes  del  preludio,  tras  el  rasgueo  nervioso, 
al  son  de  uno  de  esos  acompañamientos  populares,  desati- 
nados c  mcorrectos,  en  que  los  bordones  hacen  el  gasto,  y 
que  provocan  la  risa  de  los  músicos  sabihondos  y  de  verdad, 
pero  en  los  cuales  palpita  la  vida  con  todas  las  ternezas 
amorosas  v  con  todos  los  arrebatos  de  la  pasión,  entonó  la 
joven,  en  sol  mcíwr,  una  rima  de  Bécquer,  lánguida  como 
las  brisas  de  los  cármenes  sevillanos,  con  una  melodía  im- 


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B.     A     F     A     E     L 


DELGADO 


portuna,  si  se  quiere  m.onstruosa,  vamos,  un  pecado  ma- 
yúsculo contra  los  cánones  del  arte,  que  pretendía  inter- 
pretar a  maravilla  las  divinas  estrofas  del  poeta. 

Gabriel  callaba  embelesado,  y  mientras  tornaban  al  bal- 
cón las  fieles  avecillas  y  se  abrían  las  madreselvas  escalando 
las  tapias,  aquellas  dos  almas  jóvenes  y  amantes  se  confun- 
dían en  una  sola,  como  dos  llamas  de  una  misma  fogata, 
como  dos  notas  de  una  misma  lira. 

Atraídas  por  la  música,  las  vecinas  fueron  abriendo  sus 
puertas  y  acercándose  a  escuchar  la  canción  que  entonces 
andaba  en  boga,  la  hermosa  canción  de  las  golondrinas,  que 
las  muchachas  del  patio  se  sabian.de  memoria,  y  que  Male- 
nita  guardaba  ííe  letra  de  imprenta,  pues  el  licenciado,  a 
ruegos  de  su  amiga,  la  había  puesto  en  El  Radical,  Magda- 
lena tenía  sus  puntas  de  letrada  y  sabidilla,  y  sus  ribetes 
de  librepensadora  y  profesfanta, 

— ¡Qué  imprudentes  y  qué  curiosas! — pensaba  Gabriel. 
— ¡Que  oiga  desde  su  puerta  cada  cual,  y  no  venga  a  ser- 
vir de  estorbo!  ¡Vaya  con  las  moscas! 

De  las  golondrinas  pasó  Carmen  a  otros  cantares.  A  pe- 
tición de  Malenita:  cosas  de  Marina  y  las  coplas  del  Boc- 
caccio; para  contentar  a  las  del  1 5 :  la  jota  de  los  ratas, 
la  mazurca  de  los  marincritos  y  el  vais  del  Caballero  de 
Grac/a,  el  hermoso  vals  del  Caballero  de  Gracia, 

Cuando  Carmen  callaba  y  reinaba  en  el  concurso  el 
silencio  del  aplauso,  oíase  a  los  pájaros  de  doña  Pancha, 
que  en  sendas  jauhtas  asistían  al  concierto,  aletear  y  gorjear 
en  lo  más  obscuro  del  corredor. 

El  portero,  dando  al  olvido  sus  bilis  y  su  reuma,  muy 
erguido  y  sentencioso,  con  una  mano  en  la  espalda,  man- 
cando el  extinto  tabaco  y  escupiendo  tinta,  escuchó  a  la 
cantora  y  celebró  su  habilidad  con  el  ¡caray!  más  entu- 
siástico de  su  adm.iración.  También  quiso  oír  sus  canciones 
favoritas:  la  Lola  y  el  No  me  mires  por  Dios  ie  lo  pido.  . 
pero  la  huérfana  no  sabía  de  esos  vejestorios. 

Gabriel  se  daba  a  los  setecientos  mil  diablos  coronados 
y  no  dejaba  de  repetir  para  su  zarape:  — ¡Gente  más  m.os- 

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^1.   nriiv.i   1.1  he  \1<Vj\   ¿Qiw^n  !cs  hd  cliJo   \'^.:\   en  el  ci- 

])i^^:ustJJo  V  nioliiao  miinifostó  ruJ^nicntc  sus  cnoíos, 
^'  con  tres  palabras,  bruscas  }'  redondas,  cIjo  ternnno  al 
eoHv.  icrio: 

Las   \ccip.as   se   retiraron    coin  rariac;  .is   y   nrurn'urando: 

— ;Quij  me  dice  u'^ted  de  l.i  Ci>lj;i'J]:iU  iVnií.i? 

—  \\\,  WA  ahn.]!  ;i  usted  que  r.ie  dice  cei  cdíiiudvio^ 
liijita?   :A\'udcnie  usted  a  seniir! 


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DELGADO 


Víí 


hNTRh  !us  adn^iradores  de  la  cantadora  estaba  el  mo- 
navrui  io  Jr:  ^.i.^ra   Marta. 

A  ii;,(liro  '..i\i  un  inuclinclio  de  trece  años,  listo,  precoz, 
malicio<^o,  rra\icso.  Procedía  de  una  honrada  y  antigua  ía- 
miha  de  arrev-:i:\s,  un  tiempo  muy  acreditados  por  su  hcí- 
biüda.l  en  el  arte  de  San  Crispín  y  sobre  todo  por  lo  pun- 
tuales y  exactos  en  el  cumplimiento  de  sus  compromisos, 
cualidad  rarísima  entonces  y  justamente  merecedora  de  los 
favores  del  publico.  Todos  los  Jiménez  eran  cristianos  a 
carta  cabai. 

Los  capric':0^  de  la  ^'ortuna  y  los  progresos  mercantiles 
dieron  ai  tia-te  con  su  f.mia  y  les  quitaron  la  parroquia; 
pero  ni  estas  J¡e\-;racias,  ni  i  as  ideas  y  usos  modernos  fueron 
parte  a  debihrar  en  ellos  la  fe  vivísima  y  la  }7Íed;^d  ardiente, 
caracrerisrica^  Je  su  antiguo  linaje,  y,  como  sus  padres  y 
abuelos,  sei:'-n-ni  alistados  entre  Terceros  y  Scriifus  y  afilia- 
dos a  la  iiermanJad  de  la  Vchi  Pcrpcfud. 

Dos  ^-.ncr.K  iones  de  Jiménez  vieron  como  cosa  propia 
la  m.a\ordoir.i.-  dtl  Señor  de  las  l^res  Caldas,  lo  mismo  an- 
tes que  dcsy^'iu-.  de  la  desamortización  de  los  bienes  de  las 
maru)>  n^uertv.  Cuando  a  otras,  harto  vivas,  pasaron  las 
casas  que  un  .r/itiguo  cosechero  de  tabacos  legó  ///  extreni/s 
para  el  culr-)  de  la  venerada  imagen,  y  la  ley  anuló  las 
expre^as  v  terina nan tes  \oluntades  del  testador,  don  Jesús 
Jiménez,  el  ri^Kstro  don.  Chucho,  comiO  entonces  le  llama- 
ban, abuelo  ninterno  de  Angelito,  no  se  dio  por  vencido  y 
decíalo  qu-  -.o  le  arredraban  las  penurias  de  la  mayordomía, 
V  que  mrenr'as  hubiera  quien  de  su  mano  se  calzara  y  no 
se  acharan  cii  el  mundo  las  pieles  y  la  suela,  no  faltarían 
a  la  imagen  -u  lampara  diaria,  su  función  clásica  el  tercer 
viernes   de   Cuaresma    y   su   procesión   lucida   y   solemne   el 

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DELGADO 


Martes  Santo.  Y  lo  cumplió.  A  1  uerza  de  cconomíiis  y  pr!- 
\\-icione.s  los  cultos  lueroii  mejores  y  más  brillantes  que  en 
otrh  tiempo.  ¡Qué  altar  y  qué  adornos!  ¡Qué  túnicas  bor- 
dadas y  ricas  estrenó  el  Nazareno!  ¡Qué  fiuicioncs  aquellas, 
tan  bien  dispuestas,  las  que  hizo  el  maestro  Chucho!  ;  Y  qué 
\).\so  aquel  del  Martes  Santo!  Con  legítimo  y  fundado 
orgullo  solía  referir  el  monaguillo  las  glorias  de  aquella 
procesión,  cu)as  magniíicencias  memorables  habían  llegado 
hasta  él,  con  otros  muchos  sucesos  conservados  por  la  tra- 
dición doméstica.  Aquella  procesión  sobrepasaba  a  las  de 
otras  mayordomías,  y  sólo  era  interior,  y  eso  no  siempre, 
a  la  que  salía  el  Viernes  del  templo  de  Santa  Marta,  cos- 
teada por  un  caballero  muy  renombrado  y  opulento.  En  la 
procesión  de  los  Jiménez  no  faltaban  los  gremios,  con  sus 
ángeles  de  largos  mantos  y  ancha  y  csponjadísima  veste,  a 
los  cuales  servían  de  caudatarios  niñas  y  niños;  las  unas  de 
palo  frías  y  envueltas  en  largos  \'elos  de  gasa,  y  ios  otros  de 
frailecitos,  muy  rapados  y  orondos,  ostentando  el  hábito 
de  todas  las  órdenes  monásticas  habidas  y  por  haber  en 
ambos  mundos. 

Aquello  sí  que  era  bueno:  tras  los  acólitos  que  llevaban 
la  cruz  alta  v  los  ciriales,  iba  el  mayordomo  con  el  estan- 
darte de  la  cofradía,  y  en  seguida,  entre  dos  hileras  de  in- 
vitados, los  ángeles  anónimos,  de  ahuecados  toneletes  cua- 
jados de  aljóíar,  piedras  y  lentejuelas,  luciendo  penígeros 
turbantes  \^  alas  salpicadas  de  moñitos  de  mil  colores.  Des- 
pués los  Arcángeles:  San  Miguel,  con  su  bastón  de  Juez 
de  lo  Civil;  San  Gabriel,  con  su  ramo  de  azucenas,  y  San 
Rafael,  que  sobre  la  rica  veste  endosaba  la  esclavina  del  pe- 
regrino, exhibiendo  un  pescado  sonante  como  una  sarta  de 
cascabeles.  Las  caudatarios  marchaban  en  formación  pro- 
miscua, pal()',}Í!:as  y  frailes.  Las  unas,  con  veíos  de  tul  y 
coronas  de  rosas;  los  otros,  luciendo  el  hábito  azul  d:l  fran- 
ciscano o  \\  capa  blanca  de  San  Juan  de  la  Cruz,  el  traje 
mixto  del  dominico  o  el  sayal  pardo  de  los  nu^nores.  Estos 
con  ramiíletes,  a(|uelios  con  [Mcheles  llenos  de  agua  de  olor; 
las   [y.iiojuds    cow    lindos   caiKistilios   de   flores   deshojadas,    y 

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al  fin,  rodeado  de  las  mu  ¡eres  más  bellas  de  los  gremios,  el 
Señor  de  las  Tres  Caí  Jas  y  en  el  cual  los  espectadores  fija- 
ban las  miradas  con  mayor  interés. 

Media  ciudad, podía  dar  testimonio  de  la  magnificencia 
de  aquella  procesión. 

Las  andas  en  que  estaba  colocada  la  imagen  pesaban  tan- 
to, que  apenas  podían  con  ellas  doce  cargadores.  Eran  de 
cedro,  magistralmente  talladas.  Ocho  columnitas  doradas, 
de  graciosa  esbeltez,  sostenían  un  palio  purpúreo,  en  cuyas 
orlas  brillaban  primorosamente  bordados  los  instrumentos 
de  la  Pasión.  A  cada  lado,  cuatro  grandes  faroles  de  hoja- 
lata, coronados  con  garzotas  de  vidrio,  azules,  amarillas, 
rojas  y  blancas,  dentro  de  los  cuales  ardían,  por  lo  menos, 
seis  codales  de  cera  purísima. 

La  peana  dorada,  simulando  una  nube,  atraía  todas  las 
miradas:  parecía  un  gigantesco  merengue  de  circunvolucio- 
nes caprichosas,  suaves  y  gallardas.  En  torno  de  ella,  los 
Jiménez,  con  mano  cuidadosa,  colocaban  grandes,  antiguos 
y  valiosos  jarrones  de  porcelana,  con  primorosos  ramilletes 
de  papel  plateado,  interpolados  con  guarda-brisas  muy  her- 
mosas que  daban  al  conjunto  un  aspecto  maravilloso.  De 
esas  gualda-brisas  ya  no  hay,  ni  para  remedio. 

La  estatua  era  obra  de  un  afamado  escultor  guatemal- 
teco, y  con  esto  queda  dicho  todo.  ¿Quién  no  tiene  noticia 
de  los  escultores  centro-americanos  que  proveyeron  de  imá- 
genes, por  mucho  tiempo,  templos  y  monasterios  de  Nueva 
España? 

El  Nazareno  había  sido  representado  de  rodillas,  ren- 
dido al  peso  de  la  cruz;  la  una  mano  apoyada  en  un  canto 
crudelísmio,  tinto  en  sangre,  mientras  con  la  otra  sostenía 
el  madero  afrentoso. 

Dulce  y  dolorido  el  rr/tro;  fisonomía  resplandeciente 
con  los  i  uigores  di  \  i  nos;  ojos  bañados  en  llanto  de  perdón; 
mirada  inefable  y  misericordiosa;  mejillas  pálidas,  con  la 
palidez  del  moribundo;  Iíjs  ps;mnlos  lastimados,  hasta  dejar 
asomar  Jrs  lu'.esos,  y  los  labios  secos  por  la  sed  y  el  dolor. 
El   art'sta   economizó   en   la    imagen    sangre   y   cardenales   e 

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DELGADO 


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\\\7o  g.il.i  CU  el  rostro  do  una  expresión  c\y.c  rno/ía  :i  peni- 
tencia y  ¡legaba  a   h^  más   íntimo  del  alma. 

¡Isa-,  sí  que  eran  procesiones!  jQué  de  gs-nte!  jTodos  los 
írremios,  todos  los  sacerdotes,  much.as  señoras  ricas  de  sava 
\  man::!!:!!  :Y  qué  n"iLisicaÍ  ¡Atiuéllas  sí  c^uc  eran  marchas 
reln'io^as!   Don  CJ.mcho  se   r-reciaba   de  cue  en   sti  naso   no 

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repetía' ■  los  íilarmijnicos  ni  una  pieza;  el  \\o  lo  permitía, 
\'  para  eso,  con  tiempo,  avenía  ^oluntades,  re^tab!ecía  la 
armonía  siempre  alterada  enti'e  los  liijos  del  divino  arte,  y 
les  pagaba  hasía  las  ^^anjs.  Con  tres  n':eses  de  anticipación 
p(Viía  en  manos  del  director  el  repertorio  de  la  cofradía, 
repertorio  antiguo,  es  cierto,  pero  muy  selecto  y  devoto, 
(seis  o  siete  marchas  sagradas)  aumentado,  a  instancias  de 
iH^'  tromiMsta  innovado'',  con  la  de  Yo^ic,  oue  no  era  m.uv 
del  gusto  de!  piadosísimo  ma)ordomo,  enemigo  de  no\  e- 
dad.es  \-  reforma^.  , 

A  tuerza  de  oír  en  casa  todas  estas  cosas,  y\n<rclito  se 
las  saoía  al  dedillo,  y  suspiraba  por  aquellos  tiempos  de 
bendita  ie  )'  tie  religioso  entusiasmo.  Entonces  sí  que  había 
SeniaiKi  Sania;  ahora  todo  era  tristeza  )'  matraqueo. 

C>on  qué  gracia,  ante  un  grupo  de  amiguitos  boquiabier- 
tos \  atcmitos,  refería  el  monaguillo  aquellas  magnificencias 
que  eran  otros  tantos  timbres  de  gloria  para  la  familia  Jinic- 
nez,  de  la  cual  había  venido  a  ser  Am^elito  el  ultimo  v  más 

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^■¡goro.o  \  astago. 


la  madre  del  cliico,  \iuda  de  un  talabartero  llamado  en 
\  ida  i\^dro  X^ízquez,  )'  después  de  niuerto  ///  [^iidrc  o  ni  di- 
fiiutn,  según  el  caso,  conser\aba  fielmente  la  tradición  reli- 
giosa de  la  íamilia,  }'  tóelo  su  anhelo  hubiera  *^ido  que  Angeli- 
to alcanzara  a  gozar  de  tiempos  tan  buenos  como  los  que 
a  eMa  le  habían  tocado,  si  más  altas  esperanzas  no  se  abri- 
gasjn  en  aquel  corazón  n^iaternal. 

Siempre  desearon  los  Jiménez  que  uno  de  !a  famiilia 
A  istiera  la  sotana,  pero  el  Señor  no  quiso  concederles  tanta 
tacha.  ;Qué  gran  á'\.\  para  ellos,  aquel  en  que  un  Jiménez 
cantara  su  primera  misa  en  el  altar  del  Nazarenol 

Algunos,  qu.e  por  su  buena  cabeza  hubieran  podido  lle- 


gar a  los   litares,  se  vieron  obligados  a  deiar  la  naveta  y  el 


roq ticte  p>,'r  la  ciíaira  y  el  cerote;  otro  abandonó  el  cirial 
por  la  espada  y  rntuió  pelear.do  a  las  órdenes  de  OsoUo: 
y  uno,  en  \ísperas  de  ser  traNquilado  por  las  episcopales 
tijeras,  en  Puebla,  y  en  pocos  días,  sucumbió  victima  de 
horreiido  cabarddlo. 

En  Angelito  estaban  curadas  las  mas  risueñas  esperan- 
zas de  la  familia  Jiménez,  ya  muy  mermada  y  en  finiquito, 
y  de  más  a  más,  pobre  y  casi  miserable.  Pero  Nuestro  Pa- 
dre Jesús,  remediaría  todo,  y  entonces,  el  ahora  solícito 
monago  sabiria  el  altar  con  planta  trémula,  para  ofrecer 
la  hostia  inmaculada. 

El  maestro  de  la  Lscuela  de  ¡a  Pnr/s/nni  Concepción  de 
Islaría  Saiifísinia,  a  cuyos  cuidados  y  ciencia  estaba  con- 
fiado el  niño,  para  que  de  sus  doctos  y^  piadosos  labios 
aprendiera  las  primeras  letras,  en  las  horas  que  le  dejaban 
libres  sus  deberes  eclesiásticos,  se  quejaba  grandemente  de 
Angelito,  y,  reclamando  por  su  impuntual  asistencia  a  la  es- 
cuela, solía  decir  a  la  madre:  — Doña  Salom.c .  .  .  el  mu- 
chacho no  es  tonto:  en  un  santiamén  se  aprende  la  lección, 
pero  con  tantas  faltas  no  sacará  buey  de  barranco. 

La  madre  no  se  descorazonaba:  volvía  a  la  casa,  ajus- 
taba cuentas  al  chico,  le  daba  una  tunda,  y  le  recordaba, 
bañada  en  llanto,  las  virtudes  de  sus  abuelos  y  su  amor  a  la 
Iglesia,  y  luego,  a  solas,  pedía  a  Dios  que  le  hiciera  entrar 
en  santa  ATreda  y  le  inspirase  vocación  religiosa.  Como  el 
padre  Conzález  distinguía  al  monago,  manifestándole  mu- 
cho afecto,  Salomé  esperaba  que,  merced  a  la  intervención 
del  vicario  y  a  vueltas  de  pocos  años,  ingresara  Angelito 
al  Seminario  de  la  Diócesis  para  salir  de  allí  hecho  un  pres- 
bítero. 

Ya  se  figuraba  la  excelente  madre  ver  al  hijo  de  sus 
entrañas,  vestida  la  sotana  de  seda  de  las  grandes  fiestas, 
predicando  en  el  pulpito  de  Santa  Marta  un  sermón  atibo- 
rrado de  latines  y  repleto  de  Santos  Padres,  o  entonando 
en  el  altar  ciel  amado  Nazareno,  un  gloria  iu  excelsis  a  cu- 
yos  ecos   j-etcmb!arían   las    bó vedáis    y    vidrios   del   sagrado 

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RAFAEL 


DELGADO 


recinto.  En  sus  piadosas  fantasías,  la  buena  madre  se  de- 
leitaba imaginándose  los  pormenores  de  la  misa  nueva,  con 
todas  sus  bellezas  y  ternuras,  al  fin  de  la  cual,  cantado  el 
Te  Dcum,  iría  ella,  con  envidia  de  todas  las  madres,  a  arro- 
dillarse delante  del  joven  levita  para  besarle  las  palmas  re- 
cientemente ungidas.  Pensando  en  esto  se  le  llenaban  los 
ojos  de  lágrimas  y  la  voz  se  le  anudaba  en  la  garganta. 
Hasta  llegaba  a  decidir,  ///  pcctorCy  quienes  serían  los  pa- 
drinos del  cantamisano;  los  seglares  se  entiende,  porque  el 
padrinazgo  eclesiástico  correspondía,  por  derechos  de  grati- 
tud y  honor,  al  padre  González,  protector  del  flamante  sa- 
cerdote, y  al  limo,  señor  Obispo  de  la  Diócesis. 

Pero  Angelito  no  llevaba  trazas  de  asentar  cabeza. 
Cuando  no  tenía  en  la  iglesia  vísperas,  misa  o  distribución, 
en  vez  de  ir  a  la  escuela,  como  lo  deseaba  el  celoso  maestro, 
íbase  calle  arriba,  hacia  ios  ejidos  próximos  y  a  los  cerros 
cercanos,  en  busca  de  inayatcs,  lindos  y  tornasolados  co- 
leópteros, si  era  tiempo  de  guayabas;  a  caza  de  nidos  de 
primaveras  y  verdmes,  en  marzo  y  abril;  a  cortar  popotes 
en  noviembre;  y  en  días  calurosos  a  la  presa  de  una  fábrica, 
para  nadar  y  zambullirse  alegremente;  o,  lo  que  era  peor, 
a  las  dehesas  de  una  hacienda  distante  a  montar  becerros 
y  sacar  vueltas  a  los  toretes,  porque  el  chico  mostraba 
más  afición  a  la  tauromaquia  que  al  estado  eclesiástico.  Y 
tal  y  tan  viva  que  muchas  veces,  revestido  con  el  manto  de 
grana  y  la  blanca  y  encarrujada  sobrepelliz,  que  a  diez  va- 
ras trascendía  a  liquidámbar,  asistiendo  de  rodillas  y  ci- 
rial en  mano  a  los  oficios  divinos,  si  con  eí  <.  aerpo  estaba  en 
el  templo,  con  la  mente  andaba  en  la  Plaza  de  Toros.  Co- 
mo el  coso  no  distaba  mucho  del  templo,  y  hasta  él  llega- 
ban, turbando  el  recogimiento  de  los  fieles  y  la  elocuencia 
del  orador,  los  alegres  ecos  de  la  música  y  el  vocerío  fre- 
nético de  la  multitud  taurófila,  más  de  una  ocasión  Ange- 
lito, a  la  hora  de  reservar,  ido  y  embobado,  no  acertaba  a 
tocar  a  tiempo  la  campanilla,  fijo  como  estaba  su  pensa- 
miento en  el  toro  muerto  y  en  el  matador  triunfante,  que 
a  paso  lento  y  donairoso,  bajos  ei  estoque  y  la  muleta,  cru- 

56 


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zaba  c!  ruedo  para  dejar  los  trastos,  saludado  por  el  entu- 
siasmado concurso,  siendo  necesaria  una  reprensión  del 
preste  para  sacarle  de  su  profundo  arrobamiento. 

Las  vecinas  del  patio  de  San  Cristóbal  le  odiaban  a 
muerte,  por  las  ir.aldades  y  fechorías  con  que  las  tenía 
acosadas.  Si  Se  descuidaban  echaba  a  volar  los  pajarillos 
que  en  jauÜtas  de  caña  alegraban  con  su  canto  el  amplio 
caserón;  maltrataba  a  los  gatos  regalones,  tomándolos  del 
rabo  v  hondeándolos  por  alto;  ataba  latas  ruidosas  a  la 
colií  de  los  falderillcs  mimados;^  manteaba  con  una  cuerda 
a  los  sabuesos  del  militar,  o  ensayaba  en  ellos,  con  las  garro- 
chas de  los  tendederos^  sus  habilidades  de  picador. 

El  sacristán  de  Santa  Marta  también  lo  detestaba.  Dia- 
riamente recibía  el  capellán  quejas  y  más  quejas  contra  el 
granuja;  pero  nada  valía.  A  todo  contestaba  compungido 
o  con  una  respuesta  aguda,  conviitiendo  en  cariñosas  risas 
los  enojos  .del  clérigo. 

Siempre,  acabada  la  misa,  se  llegaba  el  sacristán  di- 
ciendo: 

—  ¡Padre:  que  Ange!  así.  .  .  que  este  muchacho  asá! 
¡Que  hÍ20,  que  tornó! 

— Ten  paciencia,  hijo: — contestaba  el  clérigo,  un  an- 
ciano sapientísimo  y  amable, — ten  paciencia:  así  era  el  buen 
padre  Rivadeneira  y  el  santo  le  sufrió  todo  con  santa  cal- 
ma, esperanzado  en  que  el  pi Huelo  llegaría,  con  el  tiempo, 
a  ser  honra  de  la  Compañía  y  lustre  y  gloria  de  las  caste- 
llanas letras.  Así  era  también  fray  Luis  de  Granada:  un 
piilastrín  cue  traía  revueltas  calles  y  plazuelas.  Ten  pacien- 
cia, que  acaso  este  picaro  escriba  más  tarde  otro  Cisma  de 
hr^líitevra  v  o\,\:.\.Gnia  de  Pecadores. 

.     Y   volviéndose   al   chico  y  tirándole  suavemente  .de  las 
orejas  le  decía,  entre  serio  y  lisucño: 

— Sé  bueno,  muchaclio;  sé  bueno.  Mira:  hay  santos  de 
todas  clases,  profesiones  y  oficios,  hasta  soldados  y  cómicos, 
n-íenos  acólitos.  Piocura  ser  bueno  para  que  luzcas,  el  pri- 
mero, en  los  retablos,  el  manto  rojo  y  el  roquete  del  calo- 

57 


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rd.íiír.  T(^''M  '.sic  n.cJic.it  >  ni'cvc)  por  li  ni!'  i  cuc  rij  aca- 
bas cic  a\  ihli'*.  ^•   \'^^c  co\-\  1  hu^! 

♦■¡•..jjLimbro,  se 


rail,  a  ^'csar  uo 


io  su  c\ai'Kv 


a   1" 


A    :.i   v.rJad  oCv  el   cnicn  orí    Insutrihk:    ^c   mb-ba    .as 
velas  !\:;-    i':)nL'-  aluvi^as  oü  mi   ca>a;   s-  coi^^ía   hs   huscias, 
,s;,:!i    dejaba   a    nriiva   \x   cajiia,   y    ;bo'-->r' 


s  i    e 


•I     SJCi"!' 

!s:i  ¿:  inaJrü-ada,  cuando  nabía  pocos  íieíes  .,n  el  temí 


ar:    en    bi 

1   — --^pIo 


\  bi  .)b'.cin-idad  íavoiecbi  sus  üe^'-nios,  en  el  b-eve  esp^vcio 
qnc  ri  sacerdi^te  tardjba  en  ir.  después  del  lavatorio,  del 
lado  de  h.  [--isi-eb)  al  centro  del  altar,  para  decir  al  pueblo: 
"ui-iUc  ivdlcs^^  el  bribbn  dejaba  caer  el  maaotejo,  y  n^etlen- 
do  la  cabe/a  por  l)ajo  la  credencia  des;}'unab.i 


C  <^' 


el 


^  mo 


de  M  ^   \  i  na  ler'as 


Vov  io  dienrís  Ani;elito  era  bueno,  sumiso  y  servicial, 
y  el  capebián  de  Sania  Abu'ta,  lo  mismo  que  el  padre  Gon- 
yále/,  se  b.acía  lenguas  de  la  dilig>encia  y  acierto  con  que 
desempeñaba  cualquier  encar-o.  Remedaba  a  los  predicado- 
res con  pasmosa  exactitud,  y  en  sus  juegos  eclesiásticos, 
ame  un  concurso  de  -ranujas  y  pilletes,  predicaba  unos  ser- 
mones que  revelaban  talento  y  prometb^n  mucho.  Los  bue- 
nos eclesiásticos  se  encantaban  con  el  chico  cuando  le  oían 
imitar  a  cierto  orador  sa<;rado  muy  célebre  y  popular,  ex- 
clamando  con   acento   vibrante   y   atropelladas   frases: 


— '\'A  Junde  ramos  a  ¡mvcir?  .  .  r:A  dónde,  catóUco^^ 
¡Al  caos,  a  !a  disolución,  a  la  harhavicl  A  la  barharic  sabia 
cjiw  es  la  peor  de  /odas!  ¡A  la  barbarie  de  las  ihislraciones 
del  -si:^lo,  al  abismo  horrendo  en  que  caen  las  sociedades 
que  se  olvidan  de  Dios!  .  .  ¡Pero.  .  .  inioquewos  la  iníer- 
(esión  de  María,  de  su  dirino  Hijo  las  bondades,  y  del  Eter- 
no Padre  las  misericordias  infinitas! .  .  .'' 


Tos  clériíjos  celebraban  y  aplaudían  rieiidiO  a  mandí- 
bula  batiente  las  irrespetuosas  parodias  del  í;ranuja,  y  ter- 
minaban por  darle  una  sopa  de  espeso  y  irai;ante  chocolate 
y  una  docena  de  consejos. 

58 


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DELGADO 


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No  había  remedio.  Aquel  niño  era  la  piel  de  Judas. 
Ni  el  sacristán,  ni  las  vecinas,  podían  ajustarle  l:\  cuenta; 
éstas  poi"que  el  cj-iico  sabia  escapar  a  tiempo;  aquél  por 
las  ineabiicables  .tolerancias  del  bondadoso  capellán. 


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AQUL'L.LOS  an-^orcs  iban   viento  en   popa. 

í)c  nada  valieron  a  dona  l\incha  la  experiencia  y  la 
malicia  de  que  hacía  alarde  a  cada  momento.  Delante  de 
la  quitañona  ios  amantes  se  trataban  familiarmerite,  como 
dos  amibos  de  confianza,  como  dos  hermanos,  con  afecto 
desinteresado  v  natural.  Ni  una  miradilhi  apasionada,  ni 
unji   palabra   cariñosa   (jue  pudiera  delatarlos. 

La   vieja   se  decia:   — ;A    mi    no   me   la   peganl    ¡Mucho 
oj;),  I  r.incisca,  mucho  ojo!    No  estará  por  demás  que  pon- 
<j;as  en  jucí^o  tu  malicia.   No  te  la  darán;  acuérdate  de  que 
anií>r,    elinero    v    pesares    son    como    las    guayabas,    qvie    no 
pueden  estar  escondidas.  \o  no  di^o  eme  (iabriel  sea  malo, 
no;  pero,  al   íin,  es  como  todos,  de  carne  y  hueso;  tanahieii 
tiene  alma,  v  no  le  corre  atole  por  l;s  venas.  La  muchacha 
está    bonita;    lIj    rechupete,    como    dice   ese    deslenguado    de 
lacho,  y  es   natural  «pie   !e  guste  a   mi   hijo.   Que   le  guste 
e^a  bueiM\  vo  no  me  opongo;   pero  nada  de  enredos,   nada* 
de   enreditos,    no   señor,   eso   sí    que    no.    Buenas    cuentas    le 
daba  yo  a  don  b'duardo.  Y  bien   visto,  puede  que  a  Gabriel 
le   con\  enga   la   muchacha.   Ls    limpia,   trabajadora,   vamos, 
muy  mujer.   Harían   buena  pareja.   Lila  es  linda  como  una 
rosa,    y   él    muy    bien    parecido.    ¡Lástima    que   Carmen    sea 
asi,  tan  al/ada!   Sí,  porque,  eso  sí,  es  muy  alzada.  Siempre 
con  que  si  su  hermana  es  la  más  bonita;   con  que  su  padre 
es  muy  rico,  y  que  ella  es  muy  decente.  .  .    ¡y  esto  sí  que 
no  me  cuadra,  no  me  cuadra,   no  r.ve  cuadra!    ¡El  día  que 
yo  vea  algo  se  arma  la  de  Dios  es  Cristo!  .  .  .    Mas,  pensán- 
dolo bien,  con  todo  y  lo  fantasioso  que  es,  si  Gabriel  la  qui- 
siera, y  Carmen  al  muchacho,  todo  se  podía  arreglar.  Ese 
señor  es  muy  rico    .  .    ¡Yo  no  quiero  que  le  deje  herencia, 
qué  le  ha  de  dejar!   pero  podría,   si   eso  fuera,  proteger   al 

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muchacho:  Gabriel  ya  sabe  el  oficio;  como  que  se  pinta 
para  trabaj-ar,  y  don  Eduardo  podía  armarlo,  darle  trabajo,' 
protegerlo,  ponerle  una  carpintería  con  todo  lo  necesario. 
Así  Gabriel  trabajaría  en  su  casa.  Lo  que  sí  sería  muy  malo 
era  que  fuésemos  a  salir  con  una  barbaridá:  con  que  aquí 
están  las  veías.  Erancisca,  mucho  ojo,  acuérdate  de  que 
entre  santa  >■  santo  paré  de  cal  y  canto. 

Las  vecina^  tampoco  se  h.abían  dado  cata  de  ello.  Por 
más  que  observaban  con  finísima  suspicacia,  ías  accio- 
nes V  p..sos  todos  del  ebanisra  y  de  !a  huérfana,  no  habían 
podido  pescarles  ni  tanto  asi.  O  todo  era  mentira  y  calum- 
nia o  lo>  amantes  andaban  muy  listos.  Sin  embargo,  el  mo- 
naguillo aseguraba  que  una  noche,  al  volver  de  los  maiti- 
nes en  Santa  NLirta,  \\'j  A  carpintero  conversando  con  la 
Calandiia,  en  la  puerta  que  daba  a  la  calle.  —-¡Vea  usted! 
— decía  una — ;que  escándalo!  ¡Líese  usted  de  las  mosquitas 
muertas  I — Podían  s-r  embustes  del  chico  que  se  pintaba 
para  decir  mentiras  }/  cor.trapuntear  a  las  com.adres.  Para 
aclararlo  todo,  Petrita  ofreció  andar  lista:  a  ella  le  era  fá- 
cil, porcjue  \ivía  paied  de  por  medio.  Paulita  prometió  ha- 
cer otro  tanto.  Salomé  juraba  y  perjuraba  que  si  Ángel  lo 
había  dicho,  cierto  sería. 

El  monaguillo  decía  verdad.  Tna  noche,  al  llegar,  vio 
que  en  a  puerta  del  cuarto  de  Carmen  estaba  un  bulto,  un 
hombre  envuelto  en  un  Ziivá¡h'  y  con  el  sombrero  hasta  los 
ojos.  Por  ci  cuerpo:  Gabriel.  Angelito  no  afirmaba  que  fue- 
se el  ebanista:   bien  podía  ser  o/ro. 

Era  el  mancebo,  pero  esa  vez  hablaba  con  doña  Pancha, 
y  no  había  motivo  para  escándalos  y  murmuraciones. 

A  media  noche,  cuando  ya  la  quitañona  estaba  en  el 
tercer  sueño,  roncando  como  un  sochantre,  llegaba  el  mozo, 
daba  un  toquecito,  y  la  Calandria  acudía  al  llamado  del 
amartelado  doncel.  Este  no  se  recataba  de  los  transeúntes, 
salvo  en  el  rarísimo  caso  de  que  alguno  de  los  vecinos  del 
patio  no  hubiera  Yii*eito  a  casa. 

Para  evitar  un  chasco,  antes  de  ir  a  acostarse,  reco- 
rría  el   caserón,   preguntando  por   todos,   conversando   allá 

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\  -cullá,  con  este  o  aquellas,  y,  pasada  !a  revista,  que  te-r- 
n^inaba  en  el  porta!,  donde  echaba  el  ultiiViU  parral  o  con 
el  portero,  al  cual  ofrecía  un  buen  puro.  >e  üjspedta  de 
LJona  Panclva  y  de  la  huérfana. 

1  as  habitaciones  de  estas  estaban  conti-ua^  al  cuarto  de 
Ciabrieí,  de  modo  que  la  comunicación  era  nru}  tacil  para 
los  tórtoK>s  por  las  puertas  exteriores. 

Lloviera  o  tronara,  fuera  la  noche  clara  u  obscura, — y 
el  \erano  es  rnuv  pluvioso  en  aquellas  re;^:oncs  nioitano- 
v^js — no  importaba,  estaban  a  un  paso,  y  Ciab.iel  no  faltaba 
a  la  cita.  1- ntrevi',tas  si;;ilosas  y  sobresaltada-^,  idn  didces  co- 
mo llenas  de  in.quietud,  inocentes  como  ia>  jie  dos  nuios 
CiUe    jue^;an    a   los   novios. 

Idla  de  pie,  casi  en  el  umbral,  abierta  m^dia  lioja  de  la 
^n'.erta;  el,  por  de  fuera,  embozado  hasta  K;^  (..io^  como  un 
^  alan  de  l'e/'n  Contreras,  recelando  de  los  tra]r>euntes  y 
atento  a  los  menores  ruidos  ciel  in.tenor,  s;a  atreverse  si- 
vjuie-a  a  estrechar  las  mapa)>  de  la  huérlaivi,  maivjs  de  la- 
\andbra,  suaxes  \'  tersas  por  el  tiso  diario  d^  la  lejía. 

Aneldos  instantes  de  ubre  platica,  cu\^)  ivcuerdo  a!e- 
^-rab.-»    las   eLern.is   horas   del    ¿u\;    para   amb.;-    b:e\es   como 


11!  i  siisi^iro. 

—  Vete,  ("-.ibriel;  ^o  no  nuiero  que  te  \\v.  a 
oue  rijnes  c^i;e  trabajar  n^añar¡a.  í.tie^o  te  ^^:i 


plí'o  piensa 


^.'.  l; 


jean- 


C.  )  e 


n 


•;  I  lene  '  s;-cno:' 


\o.   ;  \    tu:' 


\  o  riO.  ;Sue;'.o, c^'i^^do  estoy  junto  a  i 


ciento 


las  horas!    •  >e  me  hacen   tan  chicas!   Largas.         !a>  que  paso 


en    el    trai\ijO.    "-)'    no    lucra    porque   esto)'    pci'saia.v)   en    tus 
o;iiOs    .  . 


a   ".is  doce,  \'   \'an  a  d  ir  las  Ov.;s 


No,   IV)  e^   \\A¿:.       .    creía  quc  a';^Hino   \cn:d    .  . 

—  \¡)    tcnvis  tO'.io.    c^uermen.    Si    tu    \  .eras:    tOLia   la 

i;'-Je  Lsiiv  -  pens.:ndo  en  ti.  ^'a  te  dije  quc  escap:  >.  hacen- 
dó un  '..-Jjilov  mu\-  bonito,  de  i.oy.d,  con  -u  viu^itria  tic 
niarmol   aconchado,   \    un  LspLjo.  . 


¡que   e^,v;o. 


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c:'v]o  i^ta  tarde  Pensaba  \o  en  tí.  (Jomo  el  otro  d'a  me  di- 
jiste v:;e  tenpts  ani^q;)  i.v;  un  buen  espejo,  pensaba  yo:  a'd 
qiiierí;  ;:!  ¡v)  nai'a  (  an^iehti.  Cada  ve/-  que  me  miraba  Vv) 
en  e!  p-e  r^rccía  «me  ibj  vo  a  \erte  allí.  ¡Qué  lunal  Cilara 
}'  lüV;--'  :  cop^o  el  .\::iPí  n.as  pura.  Ll  día  que  yo  trabaje  por 
]pi  crenta  tmcppts  uno  ai.  -Sípi  caros.  .  .  sobre  todo  L^s 
b!stda,!.p>:  p^ro  a:v-;*rapd-  no'li"enH>s  conqv-ar  uno,  no  mu\' 
i;r,T;ic!e  .  jpera  oué  l.pnv>!  7e  haré  im  tocadorcito,  sen- 
cillo, a:  i^Lier.;  i'uuií.. m.  eon  iPia  luna  de  esas  gruesas,  en 
que  se  \l  tii^iv»  píu\'  adiiPi'o.  Cuando  uno  quiere  a  una  per- 
sona   CPpTO   \'o   a    t!,    Lv)uv)    nos    parece   poco   para   ella.    Ya 


\'eras;  cítiopcls,  cuanao  p'ü 


SOl'plC'v-.    . 


nos  te  1 


o  e^])eres,  te  CiOy  i.\  gran 


—  "l  ha. La  !>.p-ai-é  (Je  i'u^to  al  \'erlo.  Lo  colocaré  frente 
a  mi  criPi.i  )■  Per.::  ci  me  lo  ha/o  y  por  eso  le  tengo  tanto 
carino.  Cupiere  imo  muclio  Í:"!S  cosas  que  íe  dan  las  personas 
c]ue  no.  tienen  e-timaci'ei,  ;po  es  \erdae!?  Li  guardapelo 
que  te  en^^ene  e!  otro  día  me  lo  regalé)  mi  padrino,  el  co- 
iiiandante;  por  eso  lo  quiero  mucha)  y  lo  ctiido  tanto. 

— \  eras  que  catira  te  pongo:  chiquita,  pero  muy  bien 
arregla-.ia.  :Ni  hi  d.e  íle^mon  Pérez!  ;Y  eso  qtie  él  gana  niti- 
cho!  .  .  .  Lise  oíicio  deja  hu"to.  Cada  año  va  a  la  costa; 
lleva  fíenos,  estribos,  siílas,  ¡de  pacota!  y  todo  lo  vende 
muv  bien  a  los  jarochos  que  van  a  las  fiestas.  No  creas, 
tambiér  en  !a  carpintería  se  gana  la  plata.  Ya  ves  al  maes- 
tro: está  rico,  tiene  casa  propia,  se  trata  bien,  cada  rato 
va  a  iM:.\íco.  .  .  Y  ;de  donde  sale  todo  eso?  ¡Pues  del  ta- 
ller! Para  eso  estam(:>s  allí  nosotros,  pegados  al  banco  y  al 
torno,  diuo  }'  duro  con  el  formé)n.  Yo  también  ganaré 
así  dinero  el  cba  quc  trabaje  por  mi  cuenta.  .  .  Tú,  en  tti 
casita,  cuidándolo  todo;  yo,  en  el  taller,  trabajando  recio 
para  que  nada  te  falte.  Pero,  ¿me  has  de  querer  mucho, 
niuclio,  mnicho?  ^ 

— jSí,  C-abríe!;  más,  mucho  más  que  tú  a  mí! 

—  ;Lso  sí  que  no,  Carmelita! 

— ;No?  ;A  que  sí!  No  por  interés,  sino  porque  me 
quieres  tú;  no,  ni  por  eso:  sólo,  por  quererte. 

63 


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—  ;Ay,  Carmelita!  Dicen  que  las  mujeres  olvidan  a  uno; 
que  son  muy  variables;  como  el  viento.  que  ya  sopla 
por  aquí,  ya  sopla  por  allá.  ; Ojalá  que  siempre  me  digas 
lo  mismo!  Lo  que  es  yo,  te  quedrc  siempre,  lo  mismo  que 
aiioy.  * 

— Y  yo  también,  Gabriel ...   ya  te  lo  he  dicho. 

— Si  pudiera,  mañana  me  casaba  contigo,  pero.     . 

— Mira:  ahí  viene  el  sereno. 

Sentíase  ya  el  viento  fresco  de  la  madrugada  y  se  per- 
cibían los  mil  rumores  de  la  ciudad  que  se  desperezaba.  El 
guardián  nocturno,  ocultando  la  linterna  entre  los  pliegues 
de  su  pesado  capote  azul,  pasó  lentamente,  rozando  al  eba- 
nista. Este  saludó: 

— Buenos  días,  vecino. 

— Buenos  días.  .    — contestó  el   sereno. — Ya   mero  sale 

el  sol! 

—  ¡Ya    mero,    vecino! — repücó   el    mancebo,    sonriendo 

alegremente. 

'  —  ¡Vete,    Gabriel! — dijo    la    huérfana. — Ya    empieza  .a 

amanecer. 

— Espera,  espera,  que  nadie  nos  corre.  Dimc,  Carmelita, 
;te  casarás  conmigo? 

— Sí  .        ¿P^^  <^tié  no 

— Y  tu  papá.     .    ¿te  dejará? 
•      — ¡Quién   sabe!    No  hables   de   eso,   Gabriel,   cuando  el 
d'a  oue  nos  casemos  está  tan  lejos!  No  me  hables  de  eso.     . 

— Dime:  ; verdad  que  te  gustaría  más  vivir  con  tu  her- 
mana, tratada  como  ella,  vestida  como  ella,  que  es  tan  lu- 
josa? 

— No  me  digas  esas  cosas.  .  .  ya  te  lo  he  dicho.  Si  me 
cuieres,  dame  ese  eusto. 

Gabriel  contrariado  se  mordi('^  los  labios  e  insistió: 

— ;Por  qué  siempre  que  te  hablo  de  eso  no  me  quieres 
responder?  Dime  que  sí;  que  sientes  ser  pobre  y  no  vivir 
como  ella,  y  no  tenor  esos  vestidos,  y  no  ir  a  esos  bailes  de 
los   decentes,    como  ella   va.    El   otro   día,   cuando   pasamos 

64 


;> 


ii 


por  la  casa  de  tu  papá  y  nos  detuvimos  a  curiosear  el  baile, 
me  pareció  que  te  pusiste  muy  triste  al  ver  a  tu  hermana .  .  . 

—  ¡Y  qué  bonita  estaba!  ¿Te  acuerdas  qué  vestido? 

— Di  meló,  di  meló,  di  meló;  y  no  te  vuelvo  a  hablar  de 
mi  cariño,  ni  de  mi  amor,  ni  de  nada.  .  .  Seremos  como 
antes.  Yo  acierto  a  comprender  que  cómo  vas  a  quererme, 
siendo  yo  pobre.  .  .    un  artesano.  .  . 

— No  seas  cruel.  Pobre  te  conocí,  pobre  te  quiero,  y  te 
he  de  querer.  ¡Te  debo  tantos  favores!  ¡Cómo  no  he  de 
quererte!  ¡Tú  mamá  me  ve  como  a  hija!.  .  . 

— Entonces,  me  qi;iercs  por  gratitud,  ¿no  es  eso?  Gra- 
titud no  más.  .  .  ¡Yo  no  quiero  así!  Nada  me  debes;  yo 
he  hecho  por  tí  lo  que  haría  por  cualquiera.  Lo  que  hay 
en  mi  cariño,  en  mi  amor  para  tí,  eso  no  lo  comprendes, 
ni  lo  estimas.  Mira:  yo  ha^'é  por  tí,  Carmelita,  cuanto  tú 
quieras;  todo,  todo,  hasta  dejar  a  mi  madre.  .  .  ¡Y  eso  que 
la  pobrccita  va  está  vieja  y  enferma!  Mi  padre  me  dejó 
así,  chico;  y  ella  me  crió;  me  mandó  a  ¡a  escuela;  me  puso 
en  el  taller;  me  dit)  oficio  y  me  hizo  hombre  trabajador  y 
honrado.  .  .  ¡Carmen,  tú  no  me  quieres!  No  sientes  el  mis- 
mo amor  que  yo  siento  por  tí.  Si  vieras  con  qué  alegría 
trabajo,  pensando  en  tí.  Yo  no  sé  explicarme,  porque  no 
tengo  palabras,  pero,  la  vcrdá,  desde  que  me  dijiste  que  me 
quieres  todo  es  bonico  para  mí;  hasta  la  noche  más  obscura 
me  parece  estrellada.  Si  tu  me  dieras  un  desengaño,  yo  me 
iba  de  aqui,  lejos,  muy  lejos,  me  hacía  soldado,  me  daba 
a  la  bebida.  .  .   hasta  creo  que  me  daba  un  balazo! 

—  ¡Virgen  Santísima!  ¡No,  eso  si  que  no!  ¡Dios  .nos 
libre!  Mira,  Gabriel:  con  el  tiempo  te  convencerás  de  cómo 
te  quiero  }'o;  con  toda  mi  alma;  como  yo  sé  querer.  Yo, 
si  tu  me  olvidaras,  me  moriría.  .  . 

Y  enlazando  sus  brazos  al  cuello  del  ebanista  le  estre- 
chó contra  su  pecho,   trémula,  apasionada,  ebria   de  amor. 

E!  mozo  regocijado  abrazóla  también,  y,  después  de  un 
rato  t!e  silencio,  le  dijo  cariñosamente: 


—  ¡Vete    a    dormir,    Carmelua 


Quiéreme  así  .  .  .    siempre 


así! 


6> 


Me    voy    contento. 


1  .1  C^;lj;ic!rin,  3 


i! 


L      A 


C       A 


L 


A       N       D       R 


A 


Gabriel  volvió  a  su  cuarto  y  h  Calandria  cerró  la  pu.cr- 
ta   poquito  a   poquito,   para   que   no  rechinaran  los   goznes. 

I'^.stas  entrc\iitas  eran  diari.is.  Aquellas  trasnochadas  y 
aquella  pri\'acion  del  sueño  necesario  dañaban  a  la  liuéríana. 
Tenía  la  color  quebrada,  las  rosas  de  sus  niejülas  se  iban 
]^ia rehilando,  \  en  torno  de  aquellos  ojos  iricridioriales  apa- 
lecían  cada  mañana  vioLuias  tintas  que  sólo  se  borraban^ 
nvj\'  axan/ado  el  cía. 

La  joN'en  se  mosrral)a  cansada,  displicente;  ya  no  lleva- 
ba a!  la\  adero  !a  dulce  ale^iua  prinuiveral  de  sus  canciones; 
ni,  c'ju-.o  en  ipe'.es  aiUeriores,  ci-laba  lista  para  el  trabajo. 
Pai^ecía  enteriv.a. 

— ;].!  nial  de  la  n^dre! — dcc].\  doña  P.:ncha. 

— {Que  tieite  usted,  Caiarien? — le  preguntaba  },ía!e- 
nic.i. 

— Xada. 

— L\ted  e'iá  enferma.  .  .  Yj.  se  y:.n  acabando  las  cha- 
pitas, hiiita.  Usted  tiene  cara  de  anémica.  Que  venga  el 
doctor  y  cue  lo  diga.  ¡I'sta  anemia,  hijita,  que  nos  mata! 
.Nada  de  medicinas  .  .  ;me  entiende  usted?  ^a  estoy  harta 
de  pildora ">  'v'  de  baños  de  rcL^.ulera.  De  tres  años  acá  me  lia 
caído  et^cima  toda  el  agua  de!  í)ilu\io.  Jurado  dice  que, 
pildora  d  pildora,  me  he  tomado  }\\  la  lla\e  del  cuarto. 
C'oma  usted  bien,  hijiia;  bu.en  blsté,  buena  carne,  papas, 
buen   \  ino  .  .  .   ' 

■ — ¡Si  no  tengo  apetito! 

— ;No   tiene    usted   apetito?...    Pties    un.\   copita    antes 


d. 


eí.merl 


— Tonio  pulque. 


No,  Ivijita:  coñac.  A.  mí  me  prueba  eso  mu) 


bien. 


í; 


va  se  lo  lie  dicho! 


■ — Pero  usted  toma  mucho .  . 
—  ¡Hija!    Y    me    voheré    borracha...     ¡qué    hemos    de 
hacer!    ¡Si  no  fuera  por  eso!    íurado  nic  trae  mas  botellitas 
de  coñ.ic.    ¡Sólo  así,  hijita,  sólo  así!.  .  .'Véngase  a  comer 
^^o 
Tengo    que    e?^perar    a    Gabriel:    ya    es   hora    de    que  .. 


conmigo .  . 


venga. 


66 


*      M 


1 


I' 


íii 


RAFAEL 


DELGADO 


—  ¡Que  venga  cuando  quiera,  hijita!  ¿Qué  obligación 
tiene  usted  de  esperarlo.'  ¡No  es  usted  su  mujer,  ni  su  cria- 
da ..  .    vaya! 

Y  quieras  que  no,  con  gran  disgusto  del  ebanista,  la 
huérfana  se  sentaba  a  la  mesa  del  tinterillo  y  de  su  amiga. 

Después  de  la  comida,  cuando  Jurado  estaba  ausente, 
Maleniía  sacaba  del  ropero  un  libro  de  pasta  roja  y  dorada, 
las  Poesías  de  Plaza  o  los  Xcrsos  de  Acuña,  y  principiaba 
la  sesión  literaria.  >dagdalena  leía  en  voz  alta,  con  acento 
trémulo  y  cierto  énfasis  teatral,  páginas  y  más  páginas. 
La  Ramera  y  el  Kocliiruo  merecían  siempre  los  honores  de 

la  repetición. 

— ¡Qué  alma,  hiiita:  Qy.<^  alma  la  de  estos  hombres! 

— Magdalena, — como  decía  el  portero,  entre  terno  y 
iQYno., — era  muy  IciJa  y  i'srrcb:Ja.  Habia  estudiado  cuatro 
años  en  una  escuela  superior,  y  de  allí  sacó  ciertas  aficiones 
literari.is  que  la  llevaron  derechito  a  los  brazos  del  tinte- 
rillo. No  sabía  zurcir  unos  calzones,  ni  hacer  una  taza  de 
cliocolite;  pe' o  estaba  repleta  de  Sintaxis,  de  Geografía  y 
de  Historia,  lo  cual  no  era  parte  a  librarla  de  ciertos  dis- 
paratiiios  ortográíic(>s.  No  qv.\  cipaz  de  freír  unos  frijoles, 
pero  si  de  recitar  y  declamar  cow  frenesí  \  ersos  y  más 
^ersos.  Años  atrás  le  habían  confiado  el  papel  de  Lola  en 
Vlüv  t!i'  un  íl/a,  v  desde  enionces  cobró  tal  aiición  al  teatro 
que  de  buena  gana  se  luibiei-a  metido  a  cómica.  Guando 
Knriqíe  (iuasp  \  ino  a  K.>  teatros  de  Pluviosiüa,  con  Mu- 
ñocito  \'  Goncha  Padilla,  tuvo  en  Magdalena  una  admira- 
dora apasionada.  V.n  resumen:  una  romántica  al  uso.  No  se 
sahumiba  con  jMJa,  ni  i^ebía  vinagre  para  estar  pálida; 
no  sulrui  la  nostalgii  del  cielo;  pero  suspiraba  por  otro 
a!Jj!^:rn/:'  ^  se  scnna  ■¡"••eÜz  en  medio  de  una  socied:^d  que 
no  supo  comprender  a  Acuña  v  de  la  cual  dijo  pestes  sobre 
pestes  el  destorre'-^tadi»  i'i.i/a,  en  Qu\cn  veía  la  r////;/  Mag- 
daleivi  el   /;'•//    ■'///>  de  los  noet.^s  habidos  y  por  haber. 

—  íliiiía,  me  \a  usted  a  decir  la  verdad.  .  .  Yo  soy  su 
amii;a,  amii^a  >erdadera,  :nn,i;a  del  corazón...  Nuestras 
almas  se  comprenden,  se  identifican.  .  .  Me  va  usted  a  decir 

67 


i 


V 

A 


A 


L       A 


?/ 


D 


R       I 


í\ 


lo  .;icrto.  No  desconfíe  de  mí  .  .  .    no,  hijit^.   ¡Ks  tan  dulce 
.i'iviiir  iv^cstra  alma  del  peso  de  im  secretol   Una  confiden- 


cia   ti-'.ie    \Ti 


uc'm    pces'a.    Ubted   tienj   amores   cow   Gabriel. 


— ;Yo 


¡Yo  no 


•C^onio  ciue  no:  Si,  sí;  i'^icd  es  muy  rcser"/ada,  y  liace 
Mcn  en  serlo  con  los  den^^s,  pero  co\  una  amii^a,  con  una 
'•-::  M-.;:na,  con^o  vo.  Vamos,  h.ja,  si  ya  todo  lo  he  compren- 


dui  ).  C^abriel  la  ciñiere  a   i^-ted 


:^\\>St  Y  usted  c.'^>ti  tam- 


\^^-^  ehiílada  por  el  .  .  ^no?  ;no?  ¡Si,  que  si  ¿Quiere 
L!-ud    ene   le   dii;a   lo   que   he    visto? 

;í^)i;:? — pree.unt'/)   la    ¡oven   CTieendida. 

.OiK?  A  su  tiempo    .  .   >o  !o  diré  a  su  tiempo       .   Las 

p.:->  d.s  lenen  ojo^  y  oidos  v  cuando  uno  menos  lo  pien- 


s.i . 


a 


^ lu:ta  las  piedras  hablan    .  .    1  iijita,  los  nos  ios  piensan 

.u:e  nadie  ios  ve.  \o  me  lo  niegue,  hijita.  Como  dice  Plaza: 

Cojf  que  biaccr  en  la  noche 
L¡iie  a  descaiisAV  nos  o'^i.^^ii .  .  . 

Carmen  estiba  roia  con^.o  uiia  amapola,  y  decía  para  sus 
mros:  — Isr.i  ¡ios  ha  visto.  .  . 

—  \o,   Malenita.   A   mí   me  simpatiza.     . 

—  Y   usted  a  él    .  .    ¿no  es  verdad? 

Si        — contestó  la   joven  con  voz  trémula. 

¡Y  lo  ne^,aba  usted!   ¡Eso  es  poca  confianza! 

-Poca   confianza?.  .  .    ¡No,   fvíalenita,  eso  sí   que  no! 

— ^No  le  ha  dicho  a  usted  nada? 
— Sí    .  .    oer(^    .  . 

Xo  hay  pero  que  valga,  hijita.  No  me  lo  niegue,  bi 

yo  la  vi  a  usted  la  otra  noche.  .  .   y  Ángel  también. 
— ;\le  ha   visto:' 
-Vava!    -Y  como  es  tan  pico-flojo  y  no  calla  nada! 

— ¿Qué   Vio?   ¿Algo  malo? 

Malo  no.  Vio  a  usted  hablando  con  Gabriel  en  la  puer- 
ta de  la  calle.  .  .    cuando  volvía  de  los  maitines. 

Pues  no  es  cierto,  porque  a  esa  hora  no  he  hablado 

nunca   con  Gabriel.  ^ 


—  ¡Pues  e^o  dice  I 


R     A     r     y\     E     L 


DELGADO 


j 


63 


—  Pues  dice  mal,  >'  n^iieiue.  Yo  le  diré  a  usted,  Aíale- 
niía;  .s  verdad  que  \ o  he  hablado  co;i  él,  pero  a  otra  ñora, 
nuu  urde.  Vea  usted  lo  que  son  las  gentes.  ¡Más  embuste- 
ras   -^    enredatioi-asl 

— -;Ay,  hijir.i!  ¡Qué  !cs  importa!  Cada  uno  hará  de  su 
ca'\i  un  savo.  Lo  que  usrcd  necesita  es  quien  la  aconseje 
en  e^ios  amores.  ;Ls  u-;ted  muy  niña!  No  tiene  e;;periencia, 
iiijii  {.  no  tiene  usted  experiencia.  A  mí,  con  franqueza,  no 
j-11'^  -uscan  esos  amor- s.  i^^e^c  le  ha  visto  usted,  hija,  a  ese 
rm^h^eho?  ¿Que  es  buen  mozo?  'Sb-'^<^  es  simpático?  Con- 
fornvs,  hijita,  contormes;  pero,  ¿qué  esperanza,  qué  espe- 
ran/a tiene  usted  c^^n  Cd^riel?  Ls  bueno,  trabajador,  hasta 
c!eL:.:i^:e  .  .  coníorn-e-,  liija,  confoimes;  pero  para  otra, 
no  para  usted;  para  otra,  si,  para  otra;  para  Petrita,  aun- 
que \.\  pobre  es  tan  asi,  tan  sin  gracia;  para  la  hermana  de 
AnaM..sio  Romero,  vo  para  quien  debe  y  ptiede  aspirar  a 
más.  Tiene  usted,  hiiíui,  la  dcs:r¡*acia  de  no  ser  hija  de  ma- 
trimonu),  es  lástima;  :^er/.  si  eso  no  fuera  y  viviera  usted 
coo  vu  padre,  ¿ouien  d:  eses  artesanitos  se  atrevería  a  mi- 
rarla" Oiga  usred,  Car-ien,  óigame  usted;  hay  que  salir  de 
la  estera  en  que  nacunes;  los  tiempos  ya  son  otros;  la  ilus- 
traciv-n  ^^'vAq,  N'.nvios,  manda  que  procurenacs  subir...  su- 
bir, hi|a,  subir,  ¡sea  con^o  fuere!  iQ^c^é  esperanza  tiene  us- 
ted en  Gabriel?  ¡Hija,  desengáñese:  un  carpintero  no  de- 
jará de  ser  toda  !a  vida.     .    un  carpintero! 

—  ;Por  Dios,  Mal  cok  a! 

— Pero  vamos:  por  ahora  eso  no  se  le  ha  de  quitar  a 
usted  de  la  cabeza  .  ¿Por  que  hablan  ustedes  así,  en  la 
puerta?  ¿No  ve  usted  que  están  expuestos  a  cjue  cualquiera 

los  vea  ^. 

— Pues  ¿cómo? 

— ¿Cómo?  ¡Hija!  .  ¡cosa  más  fácil¡  .  .  ¿No  están  jun- 
tas las  dos  puertas?  Pues  que  entre  Gabriel  al  cuarto  de 
usted  .  .  y  si  no  quieren  estar  con  la  zozobra  de  que  doña 
Pañería  los  oiga,  usted  se  pasa  al  de  Gabriel.  ¡Claro,  hijita! 
¡No  sean  ustedes  tontos! 

—  ;CónTo!  Eso  no.   ¡Qué  diría  mi  mamá! 

69 


/.       A 


CAL 


N 


D       R       I 


/ 


I 


— ;AliorLi  sale  usted  con  los  escrúpulos?  ¡Ranciedades! 
¡Ranciedades,  hija!  La  que  no  se  cuida  sola,  ni  bajo  todos  los 
cerrojos  del  mundo  está  segura.  ¡Tonteras!  jtonL^r.í';!  Bien 
di-o:  usted  necesita  quien  la  aconseje. 

í'sto  decían,  después  de  hi  comida,  en  torno  Oc  un  ve- 
lador, sobre  el  cual,  entre  dos  copas  de  anisete  nK^zclado 
on  coñac,  estaba  abierto  el  libio  predilecto  de  Li  ilustrada 
M  ai;  da  le  ni. 

— ]■  Si)  sería  niuv  feo    .  . 

— Sí  .  .  .    ¿sería  mu\^  feo?  Peor  es  que  estén  t'"; 


1 


c;ie   en    la   puerta,   dando   parte   de   los   chicoleos   :. 
t\is,;ii       .    \0  herrar  bien  o  quiur  el  ba'^.co! 


.  !:i  no- 
uuantos 


\ 


70 


V 


RAFAEL 


DELGADO 


IX 


11  OMA  a  cámaro..  Un  aguacero  de  agosto,  torrencial, 
intermiivible,  de  esos  cjiic  impiden  a  los  generales  ganar  las 
bat.illas  V  que  pasan  a  la  posteridad  como  una  prueba  de 
los  caprichos  de  la  veleidosa  Fortuna. 

A]vanas  pudo  (iabriel  oír,  y  eso  muv  confusas,  his 
últimas  campanadas  del  reloj  de  la  Parroquia  que  daba  las 
doce.  Cra-j  acenro  oído  esperó  la  repetición,  y  abrió  la  puer- 
ta. \'\  a-aua  rebotaba  en  ¡as  baldosas  de  la  acera  c  ip.imdaba 
el  iimbr.-.h  el  din.tel  goleaba.  \  el  arroyo,  muy  crecido,  tenia 
por  caucu  tv)da  l.i  calle.  :. 

E!  cbaivsta  aíij-mó  en.  sus  hombros  el  zarape,  se  caló  el 
javíiun  V  apovándose  en  las  i-ambas  se  asomó  a  la  calle. 

;>si  alma!  ¡Qué  noche  tan  obscura!  De  trecho  en  tre- 
cho, las  esQuinas,   la*^   linternas  de  los  serenos  que  refugia- 


dos er 


pu 


erras  resistían  el  viento,  escondiendo  el  rostro 


dentro  del  pesado  capuchón.  Los  aleros  parecían  cascadas 
V  la  inonmensiirable  serie  de  sus  chorros,  a  la  luz  de  los 
faroles,  im  irran  fleco  de  cristal  salpicado  de  amarillentos 
diarnanies.  Al  estrépito  del  agua  en  los  baldosas  juntaoa 
el  vionio  s;is  resoplidos  de  gigante  y  la  corriente  el  run- 
rún in\  iriable  y  monótono  de  sus  ondas  arrebatadas,  en 
cuvas  crestas  centelleaba  con  chispas  efímeras  el  reflejo  de 
las  luces,  bregando  con  las  sombras. 

Dj  :ir:mp:)  en  tiempo,  un  relámpago;  en  seguida,  wn 
truenu  I. ¡ano  que  resonaba  sordamente  en  la  corddlera,  don- 
de la  tormenta  fugitiva  y  ya  sni  vigor  quemaba  los  últimos 
cartuchos,    mcendiando    con    fuegos    de    hornaza    nubes    y 


curas. 


Junto  a  la  puerta,  casi  a  los  pies  del  mozo,  un  perro  va- 
gabundo, aterido  y  famélico,  roía  con  tesón  un  hueso  he- 
diondo y  descarnado.  No  dejaba  su  tarea  más  que  para 
accrc.r-^-  }   lanzar  un  quejido  penoso. 


71 


L 


CALANDRIA 


Gabriel  retrocedió  un  paso  y  con  el  mayor  cuidado  re- 
Cv^^ií)  en  dobleces  las  anchas  bocas  de  su  estrecho  pantalón 
para  preservarlas  del  fango,  y  de  puntillas  se  dirigió  a  la 
puerta  inmediata.  Allí,  echóse  atrás  el  sombrero,  vio  por  el 
ojo  de  la  llave  lo  guc  t^as.iba  en  el  aposento,  y  luego,  apli- 
cando los  labios  a  la  cerradura,  silbó  quedo,  muy  quedo, 
el  dúo  de  jiivcvucuto.  A  poco  se  entreabrió  la  puerta  y  apa- 
reció   la    iUicríana,    vesiida    de    blanco    y    envuelta    en    un 


Vibüio. 


—  ¡Qué    noclic!    Creí   que   no   vendrías.  .  .    pero,   ya   lo 
\cs,  te  espere.   ¡Jesús!   ¡Cómo  llueve! 


—  ¡Sal 


ni  quien  pase 


— Espei'a        — dijo  la  joven,  recogiendo  con  amba:>  ma- 
nos sn  blanca  y  ruidosa  falda. — C^icrra  con  mucho  cuidado. 
Ciabriel  tiro  sjavemente  de  la  hoja. 

—  ¡Ya!  ¡Pa-ia!  ¡Pegadita  a  la  pared!  Mira  bien  y  no  pises 
en  el  charco    .  .    ¡Cuidado  con  ese  perro  sarnoso! 

Fn  dos  pasos  la  eiiamorada  pareja  quedó  a  salvo  de  la 
lluvia. 

— I)is^cnsa:  se  me  olvidó  taparte  con  mi  zaraptv  .  . 
pero  no  te  mojaste.  .  .    ;verdá? 

— Apenitas    .      e!  ^alpicpae  de  las  canales.  .  . 

Mientras  la  nuichaclia  sacudía  su  vestido,  Gabriel  ce- 
nó hi  puerta,  encendió  una  cerilla,  y  con  ésta  ima  vela  que 
estaba  sobre  la  mesa,  en  una  botella  que  le  servía  de  candc- 
lero;  arroj»)  sombrero  y  abrigo  sobre  el  catre,  y  con  un 
mo\  iipJen.to  de  cabeza  llame)  a  la  jO\en.. 

— Toma;  aquí  están  estos  listones.  Después  de  la  raya 
ios   íüi   a   comprar.  }>lira   si  están  biieiios .  .  .    ¿asi   los   que- 

2- tas.'' 

— Ycvíi  — Carmen  tomó  el  paqiietito;  presa  de  ner- 
\  icsa  agitaciíío  ronipió  precipitadamente  la  envoltura  y  se 
acerco  a  la  mesa  para  examinar  el  obsequio. 

—  ¡Bonito  color!  ;No  había  azul  pálido?  Me-parcce  que 
este  tira  a  ^■erde  .  .  . 

— Azul  cs  y  pálido.  ^\t  lo  verás  ir.añana.  .  .    Ya   s.^bes 


71 


RAFAEL 


DELGADO 


que  de  noche  estos  colores  se  confunden.  Ahora  parece 
verde-nior,  como  mi  corbata  .  .  .    compáralos. 

La  huérfana  deslió  la  cinta  y  colocando  una  punta  de 
ella  en  el  pecho  de  Gabriel  observó  un  instante  el  efecto. 

— Ya  verás,  Carmehta .  .  .  ;qué  distinto  color!  Acer- 
ca la  vela. 

—  ¡Tienes  razón!...  ¡Ahora,  muchas  gracias!  ¡Mu- 
chas agracias,  señor  mío! 

._ljTe  verás  más   linda   con  esos  listones!.  .  .    ¡Lo  que 

se  llama  linda! 

Te  parece.  .  .-  A  mí  todo  me  cae  igual.  A  mi  her- 
mana. .  .    ¡Eso  es  otra  cosa!  .  .  .    ¡no  se  ve  lo  mismo  de  ne- 

g!o  que  de  azul! 

..Ipues  a  mí  tu  hermana,  digan  lo  que  quieran  los 
catrines  que  le  hacen  rueda,  no  me  gusta,  ni  de  azul,  ni  de 
negro.  Ya  quisiera  para  un  día  de  fiesta  estos  ojitos  que 
paiecen  dos  laceros,  y  esta  boquita,  y  estos  dientes  que 
parecen  granos  de  elote,  tan  parejitos  y  tan  blancos,  y  e^te 

pele  quebrado ... 

La  joven  estaba  hermosísima.  La  luz  de  la  vela  daba 
de  Heno  en  su  rostro;  el  óvalo  magnífico  de  su  cara,  rodea- 
do Din-  los  pliegues  del  rchozo,  tenía  la  palidez  del  marfil; 
sus  rasgados  ojos  centelleaban  de  alegría;  los  rizos  negros 
que  caían  sobre  la  frente  hacían  resaltar  la  blancura  pu- 
r-sima  de  las  mejillas,  y  al  sonreír  los  graciosos  y  gruesos 
labios  dejaban  ^  er  dos  medios  aros  de  perlas. 

Gabriel  había  ido  señalando  cariñosamente  con  el  dedo 
cada  una  de  las  perfecciones  de  su  am.ada,  y  al  llegar  a  los 
cabellos,  tomó  la  gentil  cabeza  de  la  doncella  entre  stis  dos 
manos  y  atrayéndola  a  su  pecho  y  acariciándola  exclanió: 

|Eres    tan   linda,    Carmelita!    ¡Como    tu...    no  Lay 

dos! 

Carmen  contestó  con  una  carcajada,  tratando  oC  apar- 
tar los  brazos  del  ebanista. 

„-Para   qué   compraste   tanto?    ¡Es   mucho!    ¡Con   dos 

varas! 

— Por  si  necesitas  más.  .      son  cuatro. 


/a 


L       A 


A      L      A      N      D      R      I 


—  ¡Cuatro!  Me  parece  que  no .  .  .  Aíira: — Y  principió 
a  niedir  la  cinta,  con  toda  la  extensión  de  su  mano  del 
pulgar  al  meñique.  Una,  dos,  tres,  cuatro...  una,  dos, 
tres,  cuatro    .  .  dos!  Una,  dos,  tres.  .  . 

Gabriel  la  interrumpió: 

—  ¡Qué  vas  a  medir  asi!  ¡Con  esas  manitas!  Aquí  está 
la  vara .  .  . 

Y  sacando  del  bolsillo  de  la  chaqueta  un  nietro  de  la- 
tu!"i    \'   desdoblándolo   pau-^atlamente   airreizó: 

— De  este  lado.  .  .   hasta  aquí.  .  .   Mira:  una,  dos,  tres.  . 
— Déjame,    yo .     .     ¿Una,    dos,    tres,    cuatro?...     ¿Tres 

— Xo,  por  el  otro  lado,  Carmelita.  .  . 
— Eso  es,  tienen  ra'/()n:  una,  ¿os,  tres,  cuatro    .  ,    y  un 
poquito  más. 

—  ¡Ya  vi^te!  ¡Ah,  tonto!  ¡Bonitas  manos  para  medir! 
¡MaLi   estás   para    tendera!    Deja   eso   y    ven;   aqui,   junto   a 

mL 

í.a  j()\en  tonv'-  asien.to  en  el  catre  que  se  quejó  con  un 
crujido  nroh)ni;ado.  (>armen,  medio  reclinada  en  las  ahiio- 
h^das,  c-.)n  tcliPiA  indolencia,  libre  de!  vcIujzo  y  dejando  ver 
ei  ln;sto  escultural,  el  airoso  cuello  v  las  í^ruevis  v  larcas 
tre.i/as  que  caían  paralelas  sobre  el  turgente  seno.  Ga- 
briel, junto  a  ella,  en  una  silla  de  pino,  tosca,  sin  barniz, 
a  horcajadas,  ])uestos  los  bra'/os  en  el  respaldar,  }'  con  el 
aima  en   los  oj^s,  contemplando  a  su  amada. 

— ¿Sabes?  Quiero  dech'te  una  cosa...  que  acaso  te 
dis-uste.  .  .  (jtiL-  tai  vez  no  te  agrade.  .  .  pero.  .  .  ¡Ya  no 
]nicdo  acallái-mela  por  más   tiempo!  .     . 

— ¿Qué  cosa?  ¿que  me  disgustará?  ¿qué? 

— \  o  creo  que  sí  .  .  .  Me  ocurre  que-  no  será  de  tu 
a^iMdo    .  . 

— ¿Cielitos  tenemos?  Como  siempre.  .  .  ¿celitos  sin  ra- 
7o!i.-'  Gabriel,  tu  \  es  visiones  .  .  Un  mosquito  lo  cjiniertes 
luego,  luego,  en  un  elefante.  Di. 

— ¿No  ha\    enojo? 

— Di.  .  ■       ■ 


74 


R    A 


A     E     L 


DELGADO 


):   primero  oí  rícenle  que  no  lo  habrá. 


motivo. 


que . . . 


lo  üue  Líenos  aue  docn-me,  que  si  no  hav 

ni  son    a. -conrian/as  que  ofendan.  .  . 

— Pu.>5  0}e;  iK)  se  por  qv-:.  tienes  unas  amigas.  . 
la  \erua    .  .    ¡la  \  erdá  no  me  gustan! 

;,\i^il'.:as   vo?    Pero...    ¿qué   amigas,   Gabnel?    Si   no 

trato  ñ-.v^  que  con  las  de  casa.  Me  dijiste  que  no  visitara 
-  1  s  Dco^íoíiuez,  v  no  he  vuelto;  vi  que  te  caían  mal  las 
Orí  era.  v  ío  mismo.  .      ¿qué  andigas:" 

—No  vayas  tan  lejos,  no  vayas  tan  lejos,  que  en  esta 
casa  ^  i'  e  ia  que  yo  no  quiero;  y  ú  las  Ortega  son  como 
5,on,  y  L  -  Domínguez  como  ya  tú  sabes,  la  que  yo  ¿v¿o  es 
peor,  SI.  Carmen,  peor,  mucho  peor. 

—  -l.^ie  quién  hab!,\s? 

— Í)c:  ru  amigota,  de  tu  gran  amigota,  de  esa  mulata 
que  m:.:  rayo  parta,  de  Magdalena    .  . 

;C;ue    te   ha    hecho,   Gabriel,   para   que   así   hables   de 

ella?  Ai.ontrario,  siempre  tiene  buenas  ausencias  de  tí .  .  . 

— ; buenas  ausciTciasI  ¡Buenas  atingencias!  ¡Lo  que  me- 
nos! H  wo  tiene  palabra  buena,  ni  obra  que  no  sea  mala; 
va  se  \e.  su  vida  lo  dice.  Yo  no  me  espanto  de  que  las 
gentes  -y.ia  asi;  ¡que  me  voy  a  espantar!  pero  no  me  gus- 
tan \:.<  hipv')cntas  .  Mira  tu:  una  mujer  como  esa,  que 
vive  eiTicdada,  sí,  Carmen,  enredada  con  ese  huizachero  de 
todos  l.j<  diablos,  porque  esa  es  la  verdá,  y  lo  cierto  se  ha 
de  deeir.  ^  o  la  conocí  cuando  vivía  con  el  gachupín  de 
La  SantanJcrijhi;  después  la  tuvo  Arriaga,  el  teniente,  un 
macuache  que  todas  las  noclies  llegaba  borracho  y  le  daba 
unas  tundas  de  Jesús  me  valga.  .  "Los  dos  la  echaron  a 
la  calle.  \'  entonces  encontró  su  pichón,  el  huizachero.  .  . 
¡si  h.i\  hombres  que  de  a  tiro  pierden  la  vergüenza!  Y  la 
pasea,' V  la  saca  del  brazo,  y  la  lleva  a  los  toros,  y  a  la  co- 
media "  V  ella  muy  ancha,  como  verdolaga  en  huerta  de 
indio,  V  ia  da  de  honrada,  y  de  rica,  cuando  no  es  más  que 
una  ^operana  .     . 

—  --abnel!  No  hables  así .  .  .   ¿que  te  ha  hecho? 


75 


A 


C       A       L       A       N 


D 


R       I       A 


— ;Qué  me  ha  hecho?  Debías  preguntarme  lo  que  te 
lia  lieeho  a  tí. 

— ;A  mi?  Nada;  ser  buena  y  cariñosa  conmií;o;  i-j^a- 
I  irme  cuanto  puede;  üevarm.e  a  comer  a  su  casa  .  No, 
dabriei;  sera  buena  o  n;ala,  }'0  no  lo  quiero  saber.  Yo  lo 
(]ue  se  es  que  con  mi  mamá  fué  muy  gente;  que  se  mapiC- 
j.^  como  pocas. 

— F.so  si  es  cierto;   a  mí   no  me  ciega  la  pasión;   vo  no 
lo  niego.  .  .    pero  así  es  ella:  una  de  cal  }    otra  de  arer.a  ,  .  . 
; Sabes  lo  que  ha  dicho?  ¿Lo  sabes? 

— Xo. 

— Pues  antier,  v  aver,  y  esta  mañana,  iué,  como  sleni- 
pre,  a%;)!ta.r  el  pico  en  casa  de  Salomé,  esa  beata  que  bien 
baila  y   tal   sería  lo  que  dijo  que  ella   le  paró  el   alto  y 

ia   liamc)  al   orden. 

— Pero  acaba,  Gabriel:   ;qué  dijo? 

— Dijo  oue  mi  señora  madre  v  vo  te  habíamos  recos^j- 
¿o  por  ínteres  del  semanario  que  tu  padre  da;  que  yo,  por 
otra  razón,  porque  .  motivado  a  que  tenía  amores  con- 
tiijo.  .  .  V  malas  intenciones;  que  así  quedaba  vo  en  la  arena 
\'  ¡unto  al  río;  oue  nu  señora  nía d re  \'  vo  teníamos  hecho 
el  plan  para  que  tú.  No  quisiera  decirlo,  Carmelita,  no 
c|uisicra  .  .  pero  es  preciso  que  te  lo  diga.  .  .  para  que  tu 
dieras    un    tropezón  ¿me    entiendes?.  .    — Gabriel    tem- 

blaba indignado,  colérico,  rabioso. — Y  entonces,  quisiera 
cjue  no  tp.iisiera,  tu  padre  te  dejara  casar  conmigo.  Que  te- 
mamos esperanza  de  que  te  dejara  algo  de  herencia,  o, 
cuando  nxnos,  que  v-v.i  \  ez  casadlos,  portjue  no  habría  otro 
remedio,  \  al  tin  eres  su  sangre,  me  pusiera  un  taller,  y 
.isí  .N.ikírlamos  de  hambres.  ¡Tu  dirás!  C^.uando  a  mí  me 
basta  \-  ir.e  sobra  con  mi  traL)ajo;  porque  no  soy  flo]>:),  ni 
l-.»rracr.o,  \  sé  el  oficio,  ¡vaya!  (aunque  me  tome  la  manj 
c:i  d.v.'io),  c:)nio  el  que  mejor;  cuaiido  con  mi  trtbajo, 
con  e^los  L);azos,  gano  más  de  lo  don  Juan  roba  cu  el 
[uzi;aL!o  a  los  oue  caen  en  slis  manos,  v  teneo  nara  ^osie- 
vxw  no  di'.;o  a  ella,  a  cuatro  mejores,  sin  deudas,  m  tráca- 
las;   cuarido    .  . — ,\o,Lii    la    \  oz    de   Gabriel   priiicijiivj    a    po- 


76 


K    A     V     A     E     L 


DELGADO 


nerse  trémula —  cuando,  tú  conoces  bien  a  mi  señora  nia- 
dre,  que  es  .  .  yo  no  lo  digo  porque  es  mi  mamá.  .  pero 
es  iniay  buena;  tiene  muy  buen  corazón,  y  es  honradota, 
y  ni  antes,  ni  ahoy,  ni  nunca,  tuvo  enredos  con  n.níie; 
cuando  vo  te  ouieío  tanto,  tanto,  tanto,  Carmelita,  como 
ninguno^  te  quedrá!  ¡Dime  si  alguna  ocasión  te  he  lalta- 
do  .  .  ¡ni  tanto  así  i  ;^erdá.^  Y  mira:  soy  hombre  como 
todos.  .  .    ¡pero  te  quiero  mucho,  mucho! 

Fn  vano  trataba  el  ebanista  de  dominar  su  pena.  La 
cóler.i  que  poco  antes  le  poseía  se  había  cambiado  en  pro- 
fundo dolo^'.  Viendo  su  dignidad  herida,  lastimado  su  amor 
filial  y  la  castidad  de  su  cariño  puesta  en  duda,  sentía  que 
se  le  desgarraba  el  corazón.  Su  indignación  vino  a  con- 
vertirse en  amargura,  )  el  acento  nervioso  y  enérgico  coa 
que  un  momento  antes  inculpaba  a  la  del  tinterillo  fue 
tomando,  por  una  serie  de  naturales  transiciones,  los  tonos 
de  la  ternura  dolorida,  melifluos  y  temblorosos,  hasta  que, 
al  fin,  no  pudo  más  y  acabó  en  un  sollozo  ahogado.  (Ga- 
briel, apoyados  los  codos  en  el  respaldar,  ocultó  el  rostro 
enire  las  manos  para  que  la  huérfana  no  viera  que  dos 
gruesas  lágrimas  rodaban  por  sus  mejillas. 

Después  de  una  larga  piusa,  durante  la  ctial  Carmen  no 
se  atrevió  a  decir  palabra,  el  muchacho  prosiguió: 

— Y  no  es  esto  todo.  Dijo  también,  qtie  ya  estaríamos 
contentos:  que  tú  \enias  cada  noche  aquí,  a  mi  cuarto.     . 

La  doncella   sintió  o,ue   la   sangre  se  le  subía  al   rostro. 

— Que  sólo  mi  ir. adre,  que  era  una  tonta,  no  se  daba 
cuenta  de  lo  que  pasalri;  que  confiaba  en  tí  de  sobra  . 
y  oue  si  en  arca  abieria  el  justo  peca.  .  .  cuanto  nías  nos- 
otros que.  .  .    no  sondas   unos  santos. 

—  ¡Lso  es  una  infaniia!  ¿Quién  te  lo  contó? 

— Quien  lo  sabe:  quien  lo  ovo  todo.  Primero,  Tacho 
me  cijo  algo,  y  c'-eí  qi'.e  eran  sus  guasas  de  siempre;  luego, 
Lnrique  López,  ahora  que  fui  a  la  barbería.  Me  preguntó 
por  :í;  me  encarg(j)  que  le  dijera  que  tenía  dos  canciones 
nuevas  que  te  iba  a  -.:, señar;  me  bromeó  contigo,  como  lo 
hace  sienmre,  v  apenas  se  Uieron  les  marchantes  v  aos  que- 


77 


A 


CALANDRIA 


V  c 


1 


r^.i  no  te  quiere! 


cij.ir.os  M)l;)s  me  lo  dijo  iodo.  Ayer,  cuaiido  SaloiTié  le  llevó 
].i  ropí,  le  Liespepitó  c!  chisme.  Después  }'ü  atrape  a  Ángel, 
le  ¡ixrí  olumas  y  yorniio  todito. 

—  jCjabiiel!   j^i'a  los  e(>T,o;:e^I   ;Xo  serán  falsos! 
— \\>;  porque   1  aclio  y  LnriqLie  son  mis  ariiJiros 

mucliteho  no  lo  habí  a  de  sacar  de  su   cabeza.  .  . 
— 1  u  no  sabes  de  i  o  que  es  c.\pa/.. 

—  ^'   tu  yo  conoces  a  Mas^oaiena  ,  .  .    ¡ 
— Conque  .^ycr   Malenita   nu^  dijo  que  para   mañana   me 

cun\ arlaba  a  comer:  que  Jurado  tenía  \  isita  .  .  .  ini  señor 
rico ... 

— Pues  no  irás. 

— ;  T'or  que?  iNo  me  b,.in  ele  Quitar  un  pedazo    .  . 

—  :C.ón^o  has  de  w  a  esa  casa,  cuando  allí  dicen  de  nos- 
otros  tocias  e  as  calumnias! 

— (iabrieí:  yo  creo  qu.e  te  lian  ení;añado.  Malenita  es 
buena  contii;o.  Ella  fue  la  que  w.c  aconsej(')  que  no  ha- 
biárairos  en  ia  ptierta,  smo  que  \'iniera  }'0  acá. 

— ;Por  qué  no  me  !o  dijiste?  Si,  te  aconsejí)  todo  esa 
para  despucs  hablar,  y  ciecir  de  todos,  y  rajar  de  tí  .  . 

— Ademas,  habló  con  tu  m.ijyiá,  y  le  dijo:  doña  Pancha: 
esos  nuichachos  se  quieren,  pues  que  se  casen.  .  Y  tu  mami 
le  contestó  que  si  mi  papá  te  armara  y  te  pusiera  una  car- 
ponería,  entonces  sí  pero  .]u.e  elia  creía  cjue  no  teníamoi 

Jiada,  que  nos  sijiTpati/ábamos  y   nada  más,   nada  n.iás! 

—  ¡Porque  \v,'\  madre  es  ima  bendita:  de  nada  le  sirven 
los  años!  .  .  ¡Tener  así  con  ríanla  con  esa  negra  que  mal 
ra\'o  parta! 

— No  hagas  caso.  Es  mejor  tenei-Ia  de  an'iiga. 

—  \Y  tu  que  le  contaste!  .  .  tanto  y  tanto  cuidarse  parí 
que  tu  lucras  a  decirle  todo! 

— No   reflejé,   Cjabriel.    iC-cno  es    tan   buena    conmigo! 

— rlUiena?  Ya  verás. 

— Y  ;qué  te  importa,  si  yo  te  quiero;  si  te  amo  coii 
todo  mi  corazón!  Siéntate  aquí,  en  el  catre,  junto  a  mí.  .  . 
Pon  este  sombrero  en  otra  parte.  .      en  su  clavo. 

Sentóse   Gabriel    al    lado   de    la   huéríana.    f^sta    trajo   U 


>:*'^ 

C-'^ 


8 


RAFAEL 


DELGADO 


cabeza  de  su  amante  hasta  descansarla  en  su  regazo,  y  prin- 
cipió a  acariciar  al  joven,  jugando  con  sus  cabellos. 

— Ten  calma,  Gabriel;  de  todo  te  acaloras.  Ya  yes,  es- 
toy tranquila.  Te  ofrecí  que  no  habría  enojo  y  no  lo  hu- 
bo   ..       ^ 

— No  me  ofreciste  nada. 
— ¿No?  Pues  es  lo  mismo.  Para  que  disgustarte  cuando 
tu  cantadorcita   está   contenta  y  te  quiere   tanto?   Ghinito 
mío,  ¿de  quién  son  estos  eres.  .  .   pos? 

— Tu  .  .  .   yos ... 

— ;Y  estos  ojitos  que  se  encienden  como  dos  brasas 
cuando  su  dueño  se  enoja?  ^^ 

— Tu  ...  yos    .  . 

— ;Y   este   bigotito   negro.. 
que  parece  seda  .N  .  . 

—  jTuyo! 

—  jTonto!  ¡Si  yo  re  quiero.  . 
mes  y  falsos  de  la  gente: 

'     — ¡Tienes  razón! 

Gabriel  cerró  los  o;^^^  como  adormecido  por  las  caricias 
y  mimos  de  la  d-jucePa. 

—  ¡Serás   mi   muier.   Carmelita,...    si   tú   quieres! 

Ea  lluvia  habói  cesado.  Eos  vientos  que  en  aquellas  r?- 
í^iones  montaños.'S  soplan  después  de  una  tormenta  ba- 
rrían el  ciclo.  Cuando  la  Calandria  volvió  a  su  nido  la 
noche  lucía  su  espléndido  manto  azul  sembrado  de  estre- 
llas, y  la  luna  creciente  ciuraba  con  pálidos  fulgores  los 
tejados  húmedos  y  las  piedras  lavadas  por  la  lluvia,  rielando 
aquí  }'  allá,  en  los  charcos,  como  en  un  reguero  de  espejos 
rotos. 


tan   lindo   y   tan   suave, 


qué  te  importan  los  chis- 


79 


A 


A      L      A      N      D 


R 


A 


RAFAEL 


DELGADO 


X 


AI  l.I,  como  en  todas  las  poblaciones  de  aquella  zona, 
es  muy  caluroso  el  estío.  Las  mañanas  son  casi  siempre  lím- 
pidas y  serenas.  las  llu\ias  nocturnas  y  vespertinas  rcfri- 
:;cran  e!  \al!e,  v  los  vientos  matinales  llc'an  a  la  ciudad 
cspaivivT^cio  ticliciosa  frescura  y  tMP.balsim.indo  el  aire  ron 
!-)s  w.ií  oloros  Je  la  cordillera.  Si  en  abril  vienen  cargado> 
de  avan.ir,  en  \erano  traen  el  aroma  de  los  musgos  y  de 
lu^  líauei-ies  oiie  hue'en  a  tierra  hum-eda. 

Ni  U'M  nubécula  que  empañe  l1  a/ul  de!  cielo.  Fn  lis 
prlnu'ras  horas  esia  la  atmósiera  tan  clara  que  desde  ias 
cal!,  s  cén'iicas  se  percibe  el  ir.CLS.inte  movimiento  de  los 
arbv)!es  y  plañías  con  que  se  arropan  las  laderas,  y  se  di>- 
ünmie;-!,  sin  conhibión,  avpjí  am.ariiientas,  allá  rojizas,  la>' 
\ei'e'.-as  que  suben   serpenteando  hasta  las  cimas. 

I  :  las  \ei"r.ientcs  e:\liiben  los  encmos  el  verde  obscuro 
dj  sus  ínantos  \  icjos,  a  par  del  \  erde  claro  de  strs  renuevos 
esfiN  ■le'^;  e!  ¡iZi  lij.i.iuitc  tremola  sus  banderines  de  oro;  los 
es:iK>5  b^a\  ios  coltnr.pun  dulcemente  sus  renuevos  pur- 
púreos; los  iresnos  cimar'-^nes,  í unitivos  del  poblado,  s.i- 
cud;n  si:s  bra/os,  dejando  caer  las  primeras  hojas;  en  lo 
más  ait')  del  monte  tiemblan  los  ocotes  envueltos  en  su 
haiMPOs.!  túnica,  y  abajo,  los  rastrojos,  Hon'Íooj  de  estrellas 
jaldes,  aiuinciaPi  \\  próxima  venida  del  otoño. 

A  las  die/,  va  qiiema  el  sol;  a  ¡as  once  abrasa;  v  a  me- 
dio día  llue\e  luego  en  el  valle.  X  i  veos  celajes  orlados  de 
'h!cMv..ia.,  l">ogan  alia  por  las  regiones  de  Oriente;  se  juntan, 
se  multiplican.,  sj  co'ií  im-den,  crecen,  se  tornan  en  gigan- 
lescos  cúmulos  que  se  \  an  eimegreciendo  poco  a  poco,  has- 
ta qtie  al  íin  eclian  el  ancla  y  se  estacionan  cerca  de  las 
cum.bres. 

Si   están  de'^pejados   los   cerros  del  Este  no  ha\'   temore"; 


de  lluvia.  Entonces  los  habitantes,  por  educación  y  costum- 
bre, retraídos  y  huraños,  dejan  el  beatifico  retiro  de  su:i 
casas  V  salen  a  tomar  fresco  por  los  callejones  cercanos,  a 
la  Siuiceda  o  al  Jardín  de  la  Plaza, 

Allí  estaba  cierto  día  la  Calandria  con  doña  Pancha  y 
Petrita;  allí  ostentaba  Magdalena  su  ataviada  beldad  y  ^Ga- 
briel andaba  luciendo  sus  lujosos  domingueros. 

El  Jardín  de  la  Plaza  no  es  grande;  pero  sí  muy  bonito. 
Un  cuadrado  limitado  por  amplias  calles  enlosadas  de  gra- 
nito rojo,  con  elegantes  y  cómodos  bancos  a  cada  lado.  En 
el  cenrro  una  fuentecilla  inglesa  con  surtidor  de  fierro  fun- 
dido: un  ángel  que  sostiene  sobre  la  cabeza,  con  ambas  ina- 
nos,  tai  platillo,  siempre  lleno  de  lamas,  del  cual  se  des- 
borda   irrcrularmcnte    el    agua    con   runaores    de    arroyuelo 

exhausto. 

En  el   cuadrado  interior,   en   torno  de  la   fuente,   ocho 
grandes   arriates  de  caprichosa   forma,   muy  pretenciosos   v 
aristocrá cieos,    aspiran    a    semejar    un    gran    parque    britá- 
nico. 
.     Y  en  aquellos   n:jí'/z(>s,    ;quc  de  primores!   En  uno  los 

catetos  y  Los  agaves,  cenobitas  barbudos  del  reino  vegetal, 
ceñidos  de  cihccos,  erizados  de  púas,  mostrando  sus  flores 
air^arÜlas  v  sanguinolentas,  maravillas  de  un  día  que  na- 
die aamira  v  ningUxio  codicia.  En  otro  las  azaleas,  burgue- 
sas ricas,  engreídas  y  ostentosas,  que  desde  hace  mucho 
tiempo  pretenden  arrebatar  a  las  camelias  el  cetro  de  la 
clcí7ancia  refinada.  Por  eso  :\nó.un  siempre  usurpando  titu- 
los   nobiliarios   y   nombres   ilustres.  — 

7\qui,  entre  un  círculo  de  piadosos  bojes,  las  marg^t\- 
tas  humildes  y  sencillas,  zagalas  en  traje  de  boda,  rnuy 
alegres  con  su  corpino  rosa  o  su  faldellín  blanco;  allí,  a 
orillas  de  la  fuente,  bajo  los  parasoles  de  raso  de  las  aroideas, 
la  flor  de  los  ama:ues,  la  dulce  myosotis,  soñadora  vienesa 
de  ojos  azules,  que  no  puede  olvidar  las  márgenes  del  Da- 
nubio. 

Casi  en  el  centro,  a  la  som.bra  leve  de  una  brasilera  de 
noble    alcurnia,    naora    la    familia    galante.de    las    rosas,    ¡a 


^^) 


81 


/   . 


L 


1 


C      A      L      A      N      D      R      I      A 

vt'ina,  de  petalos  amoraJos;   la   blancay  indiferente  y  fría; 
Li  julapcfj/fa,  cuya  corola  parece  una  borla  de  gasa;  la  Jííc- 
cpiciiíiiinf,  bañada  de  doble  múrice;   la   w¡el'¿a  de  oro,  que-, 
tiene  palidez  de  tísica;   la  Vio  Nono,  ebúrnea,  con  bordes 
carminados;  la  trepadora,  chiquitína  y  caduca;  la  rbayofc, 
(.]<:  erizados  sépalos,  qiie  hiere  burlona   a  quienes   la   tocan;  " 
la   Napolcóuy  aterciopelada,  como  si  estuviera   vestida   coa 
un  manto  imperial;  la  de  CasfiíLi,  opulenta  de  aroma,  alti- 
\a,   devota,   n^.ísrica;    la   estrella  de  Lyon,  azufrada   y   hín- ' 
-uida;   y  con  ellas,  todas  sus  hermanas:    unas  donosas,   ga- 
llardas, como  la  colosal   jamaica;  otras  ligeras  y   coquetas, 
C(>r.^o  !a  jerieó,  que  gusta  de  asomar  su  carita   risueña  por 
sobre  \?s  tanias  v  vallados;  muchas  tímidas  y  modestas,  de 
bLLivc  fragancia  v  sencillos  briales,  v  todas  bellas  v  amables, 
señoras  de  los  luiertos  v  soberarias  de  los  jardmes. 

A  un  lado  verijue  una  araucaria  su  esbelto  tionco  con 
insuperable  ^rcntÜeza,  y  excelsa,  soberbia,  extiende  con  or- 
millo  ieirítinu)  sus  brazos  ^Imeti-icos  v  levanta  al  cielo  iU 
j^ertiga  como  la  aguja  de  im  campanario  gótico. 
•  A  su  pie,  sirviéndole  de  alfombra,  rindiendo  jvirias  a 
t,-r.:a  majestad,  \i\en  liliáceas  e  irideas,  que  en  m  U'o  es- 
rr.a'la!^  el  césped  con  sus  mil  colores:  la  azucena  con  su 
raanto  de  armiño;  la  c:  iiz  de  '^í!/,/fa;;o  con  su  habito  es- 
c.'.rlata;  la  //;';,'('./  con  su  apacible  jubv)n  rosado;  la  ciento 
en  7i':e.  con  su  \  iolada  túnica;  la  jlor  de  un  día  coci  su  dal- • 
niaiica  de  coior  Je  ina'ne^^,  \  las  idadiolas  blandeo  sus  es- 
padas  V  ¿:oi  al  \iento  sus  tiánvalas  y  es tanJ. artes  de  seda, 
bordados  de  rojo,  blan.co  y  gualda. 

•  I' nf rente  las  dracenas  liaeen  gala  de  su  tropical  follaje; 
l.is  magnolias  brindan  sus  cráteras  de  alabastro  llenas  de 
esjricia  si!a\  ísima;  las  gardenias  entreabren  sus  capullos, 
elaiicos,  mostrando  rico  traje  nupcial;  las  adellas  amargas 
\  mortíferas,  cortesanas  impúdicas  de  los  parques,  balan- 
cean sus  ramilletes,  y  el  crotón,  vestido  de  arlequín.,  crece  . 
entre  los  heléchos  arborescentes,  muy  gravedosos  con  sus 
episcopales  cayados. 

La  otro  cuadro,  los  antírrinos  de  canino  rostro  \'  me- 

i  • 

'  82 


Jl     /'    .  F     A     E     L 


DELGADO 


nudas  i:s;as;  las  trinitarias  de  carita  grotesca,  como  si  arru- 
garan el  entrecejo  y  sacaran  la  lengua  para  insultar  a  quie- 
nes bis  r.^iran;  los  crisantenios  mimados  y  las  petunias  hi- 
bridav,  d  panalillo  aromático  y  las  inmortales  pajizas,  la 
rcse(^:.  T-.v-ante  y  los  nnrasoles  inquetos. 

1:^1  :  n^  el  sqnere  es  bonito  y  del  agrado  de  cuantos  le 

A'isitan. 

Lj>  i^-níngos  por  la  tarde  está  muy  concurrido.  Des- 
pués .ic.  -erm«')n  oirece  a  los  devotos  que  salen  del  templo 
vecino  sus  elegantes  bancos:  a  los  pisaverdes  una  colección 
de  Imdo^  palmitos:  a  los  niños  ancho  espacio  para  sus  jue- 
oo':;  a  ruchos  inocentes  recreo,  a  todos  agradable  frescura. 

Los  vendedores  de  helados  y  bizcochos  se  sitúan  a  la 
orilla  de  las  calles  y  allí  pregonan  su  mercancía  a  grito 
•abierro:  ios  niños  corren  y  travesean  de  aquí  para  allá; 
las  polücas  en  privanza  lucen  sus  sombrerillos  floridos  y 
vus  tra  es  copiados  del  figtirín  reciente,  los  mancebos  ini- 
cian su-  conquistas,  mientras  los  viejos  cachazudos  y  som- 
bríos h.b!an  de  sus  \  erdes  años  y  de  los  negocios  que  tie- 
nen en:!e  manos. 

C'arr.uMi  departía  con  Petrita  y  doña  Pancha  se  fasti- 
diaba, y'.'.n¿o  a  un  pollo  tempranero  que  fumaba  un  ha- 
bano d.^.omunal  sin  apartar  los  ojos  de  una  joven  vestida 
de  a/.ul  oue  se  entretenía  en  romper  el  paisaje  de  su  aba- 
nico. 

-Es  raro  que  Gabriel  no  haya  venido! — decía  Petri- 

tn. Xu.nca  falta  con  sus  amigotes:  Tacho  Romero  y  En- 
rique L.<'pez. 

— irían  a  los  toros    .  .  .      ' 

T  ,s   toros  ya  se  acabaron.   ¿No  oíste  lo  que  dijeron 

los    gaerupines   de    La   Ihcria,   cuando   pasaron   hace   }ioco? 
.Iban  diciendo  que  estuvieron  malísimos.  .  . 

— p^^es  trabajó  Ponclano.  .  .    ¡dicen  que  es  bueno! 

— A  mí  solo  nae  gusta  a  caballo.  .  .  A  pie,  ni  tantito.  .  , 
Mata  á  ía  primera,  pero  no  tiene  el  aquel  de  los  españole-^ 
tu\  sa' irosos  y  bien  andados. 


83 


■Í^.V 


1 


CALA 


N 


dría 


— A  (jabi'iel  tampoco  le  cuadra,  pero  dice  que  es  biiCii 
charro  y  que  para  eso  sí  se  pinta. 

— Hablando  del  rey  de  Roma...    y  él  que  se  asoma  míralo. 

— ; Quién?   ¿Ponciano? 
— No,  mujer,  Gabriel.  .  .   Vea  usted,  doña  ranchita:  allí 
\  ¡ene   Gabriel    con   sus    amii^os .  .  .    con   Tacho    v    Enrioue. 
¡Y  qué  plantado! 

— ¿Por  dc)nde? 

— Por  allí;  por  aqtiel  farol;  por  donde  están  los  ru- 
rales ... 

Doña  Pancha  dirigió  la  vista  al  lugar  indicado  v  il  ver 
venir  a  su  hijo  sonrió  satisfecha.  En  los  ojos  de  la  amorosa 
quintañona  se  leía  clarito  que  estaba  contenta  del  mu- 
chacho. 

Carmen  le  miraba  también  como  embobada,  y  Petrita 
apenas  podía  disimular  que  el  mancebo  no  era  para  ella  un 
costal  de  paja. 

L,os  tres  amigos  se  detuvieron  a  corta  distancia.  Traían 
muv  animada  conversaci(')n,  \'  se  detuvieron  a  ponerse  de 
acuerdo  acerca  de  im  incidente  de  la  corrida. 

— Mira:  ¡qué  flaco  es  Pnrique  L''>pez!  fíjate.  Carmen, 
parece  de  alambre    .  . 

— Y  Tacho  tan'ibién  .  .  no  tanto.  .  pero  no  deja.  .  . 
¡\'  con  ese  sombrerote  que  se  b.a  echado! 

— No  asi  Gabriel  .  todo  le  está  ,  .  Si  als^un  día  se 
\  istiera  de  catrín,  va  verías       . 

—  ¡Dios  nos  hbre! — dijo  doña  Pancha. — Bonito  que  se 
vería  con  la  levita  y  la  bomba!  ¡Irualito  a  don  Pepe  Sierra 
cuando  saca  la  de  contestar!  Xo,  mi  hijo  no  ha  de  vestirse 
a^í.  De  char'^o  ya  lo  ven    .  .    ¿qué  pero  le  ponen? 

— ;Quién   le  parece  a    usted   mejor,   doña  Pancha:   I'ii- 


i"iuue  o 


Tac! 


.MO 


— Miji:   l(js  ílos   l)i(n\  como  decía   el   indio    .       pero  los 
dos    son    buenos    muchachos    y   amigeos    de    Gabric!. 
;  Fu   que  dices,  Carnu'n? 
—  iQu.e    preguntas    tienen! 


— ;  \   Div's!  ,Pr':  que.-^ 


>1 


^1 

I 


R     A     U     A     E     L 


-Porque   sí 


DELGADO 


>>o,  di  me  con   franqueza.  .  .    ¿quién 


■Ptícs,  con  iranquc/a 


Gabriel! 


84 


— No  dii^o  de  Gabriel,  tonta:  ;Enrjque  o  Tacho? 

— ¡Ah!  "  .  ."  ,    ' 

Petrita  en  voz  itíUv  baja  !e  dijo  al  oído:  — ¡Tii  siempre 
con  Gabriel! 

— Cvállate — contestó  la  huériana,  dando  con  el  codo  a 
su  amiga. 

— ^^amos,  responde:   ¿quién  de  los  dos? 

— Yo  no  dieo:  di  tú    .  . 

— lacho  es  simpático,  rasgadotc,  chancista;  Enrique 
bien  h;;blado,  gracioso  )'  divertido;  sabe  muchos  cuentos, 
tiene  muchos  dichos,  canta  bien.  .  .  "" 

— Eo  que  es  para  dichos,  hija.  .  .  a  Tacho  no  hay  quien 
se  la  í^,:ine. 

— Bueno;  pero  no  se  trata  de  eso.  .  .  ¿quién  es  más 
buen  mozo? 

— Enrique  tiene  bonitos  ojos;  pies  chicos.  .  .  Tacho  buen 
cuerpo.  .  .    ¡Siempre  Enrique! 

En  aquel  moiv.ento  pasaron  los  amigos  y  saludaron. 
Gabriel  retrocedió  v  dejando  a  sus  compañeros  vino  a  ha- 
blar con  las  del  grupo. 

— ¿Qué  tal  de  toro..? — dijo  doña  Pancha. 

—  Pencos.  .  ;Cóino  le  ^'a  Petrita?  Carmen,  ¿cómo  le 
va? — dijo,  tendiendo  la  mano  a  las  muchachas,  mientras 
J.iba  hi  izquierda  a  la  quintañona. — Ya  vuelvo;  guárden- 
me el  lusar.        Dov  un.i  \ULíta  v  \'ení;o. — Y  se  fué. 

— Voy  a  decirle  a  Enrique  I  ópez  que  tú  dices  que  tiene 
ojos  bonitos    .  . 

—  ¡No,  Peirita,  por  Dios  .   qué  diría  de  mi!     .  . 

—  ¡Que  iiabía  de  decir!     .  ¡Se  pondría  anchísimo! 

A  tiempo  que  esto  decían,  dos  jinenes  ocuparon'  el 
asiento  frontero.  1.1  um^  que  era  delgado,  pálido,  y  apenas 
le  pintaba  el  bozo,  xenía  jugando  con  un  bastoncillo;  el 
oci'v).  delgado  también,  de  g'Miides  ojo.s  negros  y  barba  corta- 
da en  punta,   fumaba  un  cigati-iiio   y  conversaba  con    viveza. 

85 


y 


A 


A       L       A       N      D      R 


V 


A 


— C  i-:iv.-o, — dijo  este — ;}\\   \isic? 

—No. 

— Mira  qi'ó  :<íi!.¡;  a!li,  cnív^-m:,  la  Jo  1j'>  ci^sa 


ua'=¡  s:iini- 


cia 


—  ¡Buen  bocado!       .    Pero  osa   no  es   viJÚi. 

— ;\o  es  '■ii/,:?  Si  la  comp.iñe.-a  lo  e^iá  cliciciJo.  Te 
cÜie  el  leparlo:  la  \ieia  es  la  coeinera;  la  que  cal/a  eliaiol, 
n.  an^aiei-a,  }•  la  oira,  la  nv)dnza. 

Mira  qué  pies   tan  bonitos    .  .    ;Con   b.'V.itas   broncea- 

cI;.n;    Tienen  cara  ele  ser  ^enre  honrada. 

Los  i(')\enes  di!-ii;'an  tan  in.suientes  miradas  a  las  nni- 
cbaelias,  que  estas  sc  encendieron  y  bajaron  los  oíos.  Pe- 
irica  \o!vio  !a  cara  a  otro  lado  y  Carmen  se  puso  a  jugar 
con  las  puntas  de  su  yí!''u:(),  largas,  anchísimas,  de  linisi- 
ma   malla  de  seda. 

Los   cal y¡ lies  seguían   hablando. 

—  :C:hico  .  qué  lialla/go!  Fsta  tiene  todas  las  í;enera- 
les  de  la  ley:  bonita  cara,  bonitos  ojos,  labios  rojos,  boca 
c'hK]uita,  y  ¡qué  pies,  qué  pies!  Lsta  no  es  ^^afa .  Será 
Jiij  i  de  algún  artesano,  de  algún  ranciiero  pesudo.  .  Tiene 
tod.o  el  aire  de  una  señorita.  .  .  ¿Dónde  vivirá?  .  .  Yo  em- 
prendo la  conquista! 

—  ¡Como  no  lleves  el  gran  cliasco!  .  .  .  Estas  suelen  ser 
muy  resabiosas  y  ariscas.  .  .  Al  primer  emite  se  te  pone 
josca. 

— ;Y  qué'  Wielvo  a  la  carga  .  .  Pongo  el  sitio  en  for- 
ma   .  .    ¡Pla/a   sitiada,   plaza   tomada! 

— Si  no  viene  reftierzo  y  sale  un  general  que  te  obli- 
gue a   Icwmtar  el   campo. 

— Ahí    está   el    quid.   ía   habilidad   consiste  en   eviiarlo. 

— L^a  ha  de  tener  su  novio:  \\n  charrito,  un  valiente 
que  te  pueble  dar  una  cuchillada.  ¡Ándate  con  tiento! 
¿Como  no  ha  de  tener  novio  una  muchacha  tan  guapeto- 
na?  Lsta  en  su  clase  debe  ser  como  Lola  Ortiz .  ;y  se  le 
parece  mucho! 

—  ;No! 


^^ 


S6 


K    A     F    A     E     L 


.      1)    E     L     G     A     D     O 

El  corte  de  cara,  la  nariz,  la 


— ¿No?   Fíjate  bien.  . 
barba  ... 

— Sabes  que  tienes  razón.  Si  ésta  fuera  rubia  como  Lo- 
la.  .    parecerian  hermanas. 

— No  te  lo  decía ... 

En  tanto  que  los  jóvenes  seguían  haciendo  lo  que  uno 
de  ellos  llamaba  el  estudio  anatómico  de  Carmen,  pasaba 
ante  ellos  una  parvada  de  niños,  solos  o  seguidos  de  las 
niñeras.  ¡Hermoso  conjunto  de  belleza  e  inocencia!  Yn 
poeta  de  salón  habría  dicho,  en  grilescas  quintillas,  que  las 
flores  del  jardín,  dejando  sus  tronos  de  follaje,  circulaban 
piando  como  ruiseñores  implumes,  por  las  calles  que  limi- 
taban el  squarc. 

Los  había  blondos,  con  mejillas  de  caracol;  morenos, 
con  ojos  picarescos;  formales  y  seriotes;  risueños  y  comu- 
nicativos; bulliciosos  y  desobedientes;  silenciosos  y  sumisos. 
Dos  que  parecían  gemelos,  uno  nioreno  y  otro  rubio,  ves- 
tían linílos  trajecitos  de  marinero,  con  anclas  bordadas,  y 
levantando  con  graciosa  desenvoltura  el  sombrerillo  de  paja 
de  ítalíj  lucían  la  despejada  frente.  Otros,  con  vestidos 
de  lino  blanco  con  tiras  bordadas,  gorritas  de  raso  con  ri- 
zadas plumas  y  suntuosos  lazos,  calzaban  botincitos  de  seda 
y  m.edia>  corlas  que  dejaban  ver  las  pantorrillas  mórbidas 
y  sonrosadas.  Más  allá  venía  uno  con  fantástico  traje:  cha- 
quetilla ribeteada  de  ahimares  y  sombrero  de  fieltro  con 
motas  andaluzas.  Tras  éstos,  otros,  y  otros  alegres,  festivos 
conñendo  bízcochv)s  o  chupando  caranielos.  Una  niñita  muy 
peripues:a  y  grave  embrazaba  una  niuñeca,  tan  linda  como 
su  dueña,  mientras  su  compañcrita,  enlutada  y  pálida,  aca- 
riciaba im  rorro  de  ojos  garzos  y  boquita  ristieña. 

Doñi  Pancha  se  extasiaba  contemplando  a  los  niños. 
— Me  parecen — decía — una  parvada  de  pajaritos  que  se 
escaparon  de  la  jaula! 

A  tiempo  que  Gabriel  llegaba,  doña  Pancha  logró  atra- 
par a  un  chiquitín,  muy  gracioso  y  afable,  que  iba  apresu- 
radamente en  pos  de  la  niñera,  gritando: 

— ¡Andea! 


S7 


/] 


L 


i\ 


X       D       R 


A 


— Ven  acá  mí  alma.  .  .    ¿Cómo  te  llamas,  angelito? 

El  niño  quiso  al  principio  escapar,  mas  luego,  al  ver  la 
amabilidad  con  que  le  trataban,  se  acercó  a  la  anciana. 

— ;Cómo  te  llamas,  niño? 

— Calito... — respondió  el  chiquitín,  bajos  los  ojos, 
dando  el  primer  mordizco  a  un  caballo  de  pasta  y  lleván- 
dose medio  jinete  del  primer  ataque. 

— ;Cómo?  ¿Cómo  dices? 

El  chico  tragó  apresuradamente  el   bucauo  y   contesto: 

— C^.alito. 

—  ¿Calixto?    ¡Di   chiro...    clarito!    .  . 
— CJalito      .    ¡Ca.     .    litol 

;Ah!    Cirhtos, — explico   Petriía. — ¿Carlitos   de   quéf 

Calito  &t  papá  .  .  . — E!  interrogado  se  mostraba  impa- 
ciente y  pretendía  escapar. 

Doña  Pancha  le  dio  un  beso.  Petrita  otro,  y  Cabrie!  1- 
hizo  una  caricia.  Sólo  Carmen  permaneció  muda  y  Iría  an- 
te las  gracias  y  belleza  del  niño. 

—  -Que  no  le  gustan  a  usted  los  niños,  Carmesí? — Pre- 
guntó Cabnel  a  la  huérfana,  sentándose  a  ;;u.  lado. 

— No    .  .    dan    mucha    guerra    .  .     molestan    nui-ho... 
— Pues  a  mi  si    .  .    ¡Son  tan  z.. lameros  y  agraciados! 


— A  mi  nc 


Dios  me  hbre  de  sinrirlos! 


El  mozo  hizo  un  g^sto  de  desagrado  y  se  quedó  pensa- 
tivo. 

— -/Quiénes  son  esos  jóvenes,  Cabriel?   ¿Esos  que  están 

sentados  frente  a  nosotros.' 

— Ese  de  la  barba  se  üam.a  Alberto  Rosas;  es  muy  rico 
V  muy  calavera;  dicen  que  siempre  e^.tá  borracho.  El  otro 
dia  en  los  toros  no  podía  ni  hablar.  El  otro  se  Hama  Pepe.  . 
Pepe.  .  .  ¡tiene  un  apellido  niuy  rarol  Siempre  andan  jun- 
tos; son  muy  amigos. 

—  ¡El  otro  es  muy  sin' pático! 

— ; Simpático?  ;Qué  tiene  de  simpático? 

— Bonitos  ojos,  buen  cuerpo,  í rente  grande.     . 

— Como  los  de  otro  cualquiera.  .  .    ¿Verdá,  Petrita? 

— No;  lo  que  es  simpático,  lo  e>    .  .    Será  lo  que  usted 

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DELGADO 


ouiera;  tomará,  se  emborrachará  todos  los  días,  pero  en 
cuanto  a  simpatía  .  No  se  ponga  celoso,  Gabriel.  Lo  que 
sea  cierto  ¿por  qué  no  se  ha  de  decir?  ¿No  ustedes  los  hom- 
bres, cuando  ven  una  muchacha  bonita,  y  les  gusta,  lo  di- 
cen? Pues,  ¿qué  más  tienen  que  nosotras.'' 

—No;  es  muy  distinto.  .  .  Los  hombres  no  pierden  na- 
da. .  .    ¿Y  quién  le  ha  dicho  a  usted  que  tengo  celos?. 

Dos  personas,  que  atraían  las  miradas  de  todos,  se  acer- 
caron en.  aquel  momento:  Magdalena  y  Jurado. 

Este,  contra  sus  hábitos,  iba  aseado  y  elegante:  camisa 
limpia,  clialcco  amarillo,  levita  y  pantalón  negros  y  botines 
de  charo!.  Era  jiboso  y  juanetudo,  de  pelo  recio  y  aguileña 
nariz.  AEigdalena,  muy  atacada,  reventando  el  corsé,  den- 
tro de  un  vestido  _de  gro  color  de  plomo,  adornado  de  azul; 
valiosas  joyas  en  las  orejas,  rosas  blancas  en  la  cabeza,  y 
guantes  amarillos. 

La  singular  v  feli/.  pareja  cruzó  ante  los  pisaverdes. 
^Llgdalena,  colgada  de!  brazo  del  tinterillo,  parecía  un  pa- 
vo: Jtirado,  muy  cortes,  saludó  a  Rosas  y  a  su  amigo;  su 
compañera,  con  toda  ía  majestad  de  una  reina  de  teatro, 
inclinó  la  cabeza,  acompañando  el  movimiento  con  una 
sonrisa,  y  luego,  volviéndose  hacia  la  huérfana,  di  jóle  con 
afectada  afabihdad: 

— Eíijita:  la  espero  e<ra  noche      .  -^ 

Eos  jóvenes  estaban  a  punto  de  soltar  la  carcajada,  al 
ver  la  figura  ridicula  de  la  voluminosa  trigueña  y  de  su 
escuálido  comí  pane  no. 

— Chico.  .  .    ¿que  te  parece  la  esfera  f erres f ve? 

—  ¡ja,  ja,  ja!  Tate,  tate    .  .  ya  tengo  trazado  mi  plan 
Artes   de   principiar   la    campaña   voy    a    nombrar   ministro 
plenipotenciario,    con    n^iisión    extraordinaria    cerca    de    esa 
muchacha,  a  m.i  esiin^.ado  amigo  don  Juan  Jurado. 

— ¿No  necesitas  de  un  secretario?.  .  .  Si  lo  crees  con- 
veniente. .  .  acuérdate  de  tu  amigo  Pepe,  que  es  listo  y  no 
se  mama  el  dedo,  para  conejar  a  la  luinisira  .  .  .  ¡que^ni 
mandado  hacer! 

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I      A 


—Por  ahora,  no,  chico...  No  tienes  dotes  diplomá- 
ticas. ^       ' 

rle-antc,  í;rac¡osa,  belhi,  dulce,  en  compañía  de  otras 
señoritas  tan  hermosas  como  su  amiga,  paso  una  gallarda 
JO',  en.  ante  la  cual  Alberto  y  Vcpc  se  pusieron  de  pie,  para 
corresponder  dignamente  al  saludo  más  discreto  y  anrable 
que  darse  pueda  en  labios  de  mujer.  ¥a-.\  L.olita  Ortr/.  La 
Talandria  fijo  en  ella  los  ojos  con  profunda  tristeza  y  lanzo 

v.n  .-.uspiro. 

CAiantU),  a  poco,  el  alegre  grupo  de  aristocráticas  seño- 
ritas lonv,')  a  cru/ar  pov  delante  de  ¡a  jo\  en,  la  belleza  de 
Caj-men  hamo  su  atención. 

— hoio,    bolo, — dijo     una — mira     qué     bonita     mucha- 

c^..a 

— ;Cuái,  ^Ln'^■? 

— Aquella  .'la  de  la  falda  guinda.  .  la  del  rc/'(>:o  de 
seda  .  .  Aquella,  ]j)\ó\  la  (]ue  esta  sentad.a  allí,  en  aouella 
banca,    frente  pov  frente  de  Alberto  llosas  Allí,   junto 

a   ese  jo-  en    muy   guapo,   de   ^omb'-ero  de   felpa   ^n>  .     . 

—  ;\^ue  boniía!.  .      ¡Qí-'^é  ojOs  tan  hermosos! 

— Ove,  bolo:   ese  jo\en  sera  su  no\io    .  .    ;Me  gusta  la 

parcjital 

— Ser.i  Ivjrmano  ^u\  o,  Marv. 

— C'bser\a,   o'oserva  .  .  .    jcon^io   la   mira   Alberto  Rosas! 

;\''isie? 

—  ¡Deja,  hija!  .  .  ¡Yo  no  sé  pv^r  qué  la  gente  decente 
se  oÍ\id.i  así  de  su  clase,  >  rebaja  su  dignidad  ha.sta  galan- 
tear a  esas  nobres   muchachas! 


RAF     A     E     L 


DELGADO 


XI 


>»t> 


¿QUE  trazas  se  dio  Alberto  para  entrar  en  relaciones 
con  ei  rintcrillo?  Acaso  lo  sabremos  más  tarde. 

Turado  v  su  amiea  ¡cniiin  a  comer  un  caballero:  este 
caballero  era  nuestro  conquistador,  a  quien  la  pareja  se 
pr(>nuso  obsequiar  espléndidamente. 

Desde  la  víspera  anduvo  Magdalena  muy  atareada,  y 
tanto  que  se  vio  en  el  ca^io  de  pedir  a  Tiburcita,  a  Pauhta 
y  a  Carmen  el  auxilio  de  sus  habilidades  culinarias. 

No  parecía  sino  que  en  aquella  casa  se  iba  a  repetir  el 
pro\'erbial  banquete  de  i  as  bodas  de  Camacho. 

DesiHiese  de  comer  sj  dio  principio  a  la  faena.  Aíalenira 
tenia  hedías  las  compras  óx'^ác  la  mañana;  don  Juan  vmo 
muv  cargado  de  botellas,  una  huicrici,  como  él  decía,  y 
J\ui!ita  \  Petrita  !a\  jrc;:;  cuidadosamente  la  desigual  \aji- 
11a.  Piaros  blancos,  azules,  multicolores;  unos  de  burda  imi- 
taci';n  chii^esca;  otrv)s  pintados  con  dibujos  fantásticos: 
fio'-es  imposibles  fruLis  de  otros  mundos,  juncos  mons- 
tiiK--:s  y  manda:  ines  c]ue  nní-ecían  íetos;  copas  de  md  fi- 
eiü'as,  ^■asos  impares,  cui>iertos  de  todas  formas,  clases  y 
tanrm-  s;  fuentvs  inn-;n  as  y  gánalas  disímiles,  en  fin,  to- 
do-^ los  tesoros  cA  apa/ac'v_>r. 

l'rii-ieramente  j-rocedio  Magdalena  a  ejecutar  seis  po- 
llos V  un  pavo.  í  os  p-'n^.'ros  muiieron  a  n-janos  de  Pauhta, 
en  un  samiamen,  e\n- m-uh^d  )s  brutahriente.  Ll  pavo,  un 
]iL-r;:os:)  ravo,  !.isci\o,  ^ebado  con  almendras  v  nueces, 
^wi^^K^  -e-^crvado  a  la  f.aocidad  valerosa  de  Magdalena.  ;Po- 
b-'^  <  uaiolote!  ;l>urante  lar-os  meses  íu'¿  motivo  de  disgus- 
ros  \  riñas  para  Jas  \ecinas  del  ¡^luio,  por  las  fechorías  que 
}m/o  n-as  de  ima  vez  en  la  ropa  tendida  a!  se>l,  mancliando 
ia   niv.a   blancura   de  las   sabanas   y   mantefes   con  sus   pies 


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V 


inTinnuic-,  \'  c^lLimixinJ'.)  en  las  CAnv.-as  1l->cs  y  c^trclias  do 
1.i:iv:;í>  iiLciionclo,  liasta  cnic  su.  dueño  ie  ato  cono! 

Desde  entonces,  célibe  hnr.iño  y  odiado  de  todos,  se 
p'jsí)  melancólico,  con  el  moco  caídv»;  solo  de  tarde  en  tar- 
de esponj.dxi  su  plu-najc,  lan/andt)  e!  jpi-i  ■  •  un!  ostento- 
so wie  sil:,  andantes  an!-elos,  con  una  tri^te/a  que  daba  !ás- 
tnn.i. 

Ai  soltarle  ^íai-da'ena  aouel  ¿\x  huw')  presuroso,  ere- 
\ '^ru'o  (.lue  iba  a  recobrar  su  ariKiiJ.a  liberiad,  a  dejar  la  tr'^- 
¡t'/a  de  aunel  parió,  oari  él  desierto,  v  a  correr  en  pos  de 
¡a  enai"norada  pa'eja.  ¡Ay!  Acpieílo  no  fue  sino  para  caer 
LO  i^odar  de  An;;eaU;,  que,  pe:"s¡^u¡endole  a  pedradas,  le 
r^'>rra¡é>  en  un  ao'ju'o  del  coiae<.:or,  basta  apoderarse  ^le 
:>a    vanidosa    persona. 

]  ntwii.es  \.ai:da'ena,  sin  apiadarse  de  su  ani^ustia,  ni 
(íolers.;  de  la  paÜLbr':  a/ulada  de  ^i  coligante  cresta,  le  ato 
ia^  palas  ^  le  rv)l^u(')  en  un  \-^\\:.v.  AÜi,  cuello  abajo,  asustando, 
a.'u'.;ioo,  [\'nso  en  el  supücio;,  en  la  muerte  por  extrangula- 
ci  )¡i,  de  cuie  t.int(>  le  bablara  e!  único  anciano  de  su  tnbu. 
ri  suelo  estril)a  sei^tijiuio  de  aojiellas  sirs  íiermosas  plumaN 
da  can^.l^iantes  rriecaiicos  \  tr^rri  i^oia  J.o  pa\i')n;  la  sanere 
aíiu,a  a  su  cabe'^'a,  e  los  pollos  cpie  cei'ca  vacían,  exánm^es, 
L  alientes  \  pal  pilantes  aun,  coii  el  pico  escurriendo  sangre, 
c:i:itaban  a  su  inin^o  toda  esoeran/a  de  sa!\ación. 

Lleíé)  por  fin  el  temido  instante:  acercé)5e  eí  \erdui:o, 
palpé)  las  carnes  d.e  la  víctima  mu.rmurando  un  elogio,  dejó 
e)eapar  ima  íiase  compasiva,  y  le  acarició  por  idtima  vez. 

Id  alloi-ido  irtia jolote  no  puelo  reprimir  un  irrito  de  ale- 
gría.  Acaso  aquel  cora/ón  de  granito  principiaba  x  ablan- 
tlarse;  acaso  aquella  alma  embriagada  por  el  vino  de  la 
crueldad  \^  ofuscada  por  la  jlchrc  frid  de  la  venganza,  se 
residía   a   las  dulces  e  inefables  emociones   de  la  clemencia. 

Ld  mísero  pavo  levantó  el  cuello  infectado  de  sangre, 
vo]\ió  en  torno  los  despa\oridos  ojos,  y  con  mirada  dolo- 
rida y  angustiosa  parecía  pedir  misericordia  a  su  cruel 
eiecutor. 

¿Qué   había   hecho  para   que   así   le   trataran?    ¿De   qué 

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D     E     L     G     A     D     O 


h.orrer.alos  crímenes  !e  acusaban?  Cierto  es  qtie  había  sido 
causadt:)r  de  muchos  escandalosos  desperfectos,  de  algunas 
fallas  :]ut,  por  n-iás  que  se  devanaba  los  sesos,  no  le  pare- 
cían de  tanta  gravedad;  cierto  que  había  manchado  sába- 
nas \  manteles,  enaguas  v  camisas;  pero  que  le  tuvieran  mi- 
sericor.iia,  el  no  tCiiia  conocimiento  de  aquella  ley  prohi- 
biii\a;  to^lo  pro\enia  de  su  iireílexion;  de  su  estulticia  de 
lodos  conocida;  de  su  ¡niJeza  cannpesína;  de  su  falta  abso- 
luta i\v  cultiu'd  soci  d.  ;Ouc  sabia  él  de  csoí'  ¿No  liacían 
otro  tá;:ro  los  aie''éoad(^s  lalderiüos  de  Paulita  y  los  sa- 
buesos ¿J.  po.rteríK  mas  bruscos,  ordinarios  y  despóticos 
cjue  u";  guardia  nar;o¡\d  en  campaña  contra  los  enemigos 
del  Cíobierr^)?  ¿Quicii  pens.ibi  en  devarios  a  la  horca? 

•AbomÍ!iab:e  injioricia  de  los  hombres!  Los  tales  sa- 
buesos, c;- amigos  juarados  de  todo  individuo  de  la  estirpe 
plun^ítera,  hacían  cada  despropósi-^-j  que  Dios  tocaba  a 
juicio,  y  nadie,  ru  por  pienso,  i.ntentaba  castigar  sus  auda- 
cias y   denlas ías. 

lo-  n:>mos  gatos  regalones  que,  en  apariencia,  no  eran 
capaces  de  qi'cbrar  i\n  p!at(;;  que  biipócritas  y  ad.ulones 
andaban  siempre  por  el  iogón,  dándosela  de  mansos  c  ino- 
centes, eran,  en  suma,  uríos  bandoleros  desalmados,  terror 
de  iileucrjs  v  clarines  .  v  ;quicn  era  bastante  enérgico 
para  exigirles  daños  }  perjuicios?  ¿Quién  era  bastante  osa- 
ilo  a  pedir  para  ellos  el  garrote  \  il  de  los  facinerosos?  ¿Por 
que  caía  sobre  el  todo  el   rigor  de  la  justicia? 

¡Fri  vano  levantaba  el  cuello,  antes  cadavérico,  ahora 
sanguinoienro  y  amoratado,  demandando  perdón!  .  .  .  ¡No 
había  esperanza! 

lal  verdugo  arremangaba  sus  ropas.  .  .  pero.  .  .  ¡ali!  en 
sus  ojos  se  leía  la  vacilación,  el  temor,  cierta  expresiva  con- 
dolencia. 

—  ¡Pübrecito!  ¡Qué  gordito! 

Estas  palabras  fueron  para  el  mísero  y  cautivo  guajolote 
ledas  como  las  brisas  de  los  campos  en  que  había  nacido, 
donde  dichoso  y  feliz,  bajo  el  cielo  azul,  por  entre  los  ma- 
rojos y  ios  sombríos  húmedos  cafetales,  corría,  libre  como 


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el  ,>irc,  en  pos  de  una  pavita  donosa  y  amable,  un  t.-:-.t()  mc- 
Jrosica  V  tímida,  señora  de  sus  pensamientos  y  1l::u.o  due- 
ño  de  su  vida. 

Mas,  de  pronto,  aquella  alegría  se  desvanecivS,  al  percibir 
el  asfixiante  olor  del  chile  que  Paullta  tostaba  l::  la  co- 
cina. Aquel  olor  insufrible  era  para  él,  como  pai.t  un  rey 
los  preparativos  del  enibaisaman-iiento.  Aleteó,  sj  quej(3, 
irguió  el  cuello,  pero  le  faltaron  las  fuerzas  y  -j  resignó 
a  nnoi'ir  .  No;  llegado  el  mon^MUo  lucharía  hvijicamen- 
te  con  su  \'erdugo. 

Cuando  Ma^;dalena,  va  resuelta  a  dar  térm;-.-  al  su- 
plicic),  se  acercó  al  pavo,  y  con  ella,  semejantes  a  !a  mul- 
hl'kI  que  llena  de  feroz  curiosidad  rodea  un  patíbulo,  to- 
dos los  granujas  del  ¡)íiti(}  presididos  por  Angelito,  la  víc- 
tiir.a  hizo  acopio  de  fuerzas  y  recibió  al  verdugo-  a  pico- 
tazos, aleteando  como  un  águila. 

¡\'ano  luchar!  ; Inútil  furia!  Un  chico  le  ^uku)  las 
alas,  V  Magdalena,  asiéndole  del  cuello,  se  lo  lu.-.-j  y  rc- 
t(;rcio,  íiranJt)  al  mismo  tiempo  luicia  abajo. 

/\quel!o  óiiio  un  ínstame.  i\ira  ah.ogar  la  voz  z.i  ^  con- 
ch'nadv)  no  fuieron  neco^ari';S  los  tambores  cié  r- -uerre. 
lV(ni;>  \.\  (.eílumi^a  vertebra!  ccmiio  mía  caña  qu_  :-.  quie- 
bra, \'  se  o\('*  in  oLiejic'o.  Tc:do  estaba  ternunad  >. 
•  C  i'uido  h)^  \erdug')S  separa'"on  sus  crispada-^  i:^  nos,  el 
aw.  laxo  el  ciieÜo,  y  con\'.aido  en  una  bolsa  iP.  '.jni^i'c, 
a'iea  ida  v  femüla,  quedo  balmceándcse  como  uu  eruumal 
en   í.^   iiore:,  esparciendo  le\  es  pluiuas,  blancas  \-  \.b:'^. 

[  )>  ehieos  que  durante  la  ejecuei/íu  estaban  c<;ulas;)s 
y  ape:"'ado-.  j>'"or!-imipieron  en  uívi  gnteiua  \  C'\: :.'.:. :aV.\cv\ le 
s.iU.ije  \    ^e  ol.eeierí^n  paiw  e!  desplume. 

— (.u.u\h.nu-,e  las   pluiuas   de   la   cola   x  de  la^   .na'^,-— les 
recou^endñ  Pau'ua, — ^;i:e  (Kii;r(^  hacer  vn  Na.uJi..  .:! 
'     Ca'-men   \i-v>  en  a}ud.-  de  Mu;dalena  para  Ilu 
ce  p-.  yiecto  vie    jurado:    la   c^'i\nla   insuperable,   ^ 


rada,    C'V^    su    ifeiiaute   contra    de   ca'"anKU). 


1   )  \  e  ^  i 


i-i<     '^r-'^!- 1  n* ''S      el     lUITnn     c! 


\      1 
1 


.u'as    sí}r^rai^P;s,    el 


e^  dul- 
\e,   do- 

e.    para 

'  ■  ■ '  "\  u  ■>  2 


ii 


fiestas,  rcrfumado  con  miel  virgen,  blanco,  vaporoso,  que 
parece  en  el  plato  una  nube  primaveral. 

\Ouc  íacnj.  tan  lari^a!  A  las  diez  de  la  noche  no  con- 
cluian  aun.  Id  n^ole  estaba  )^a  a  medio  condimentar,  y  en 
la  ro  a  salsa  nadaban  los  restos  del  mísero  guajolote.  Mag- 
dalena rebanaba  la  carne  fiambre;' Paulita  palotaba  !a  VíI- 
r;o/(\s  V  Carmen  espolvoreaba  de  canela  c!  nevado  turrón 
A'  derpraba  con  almendras  y  pasas  el  plato  favorito  de 
Turac  o. 

j\\  Heear  Cabriel  esa  nocJie,  vio  con  discusto  que  la 
IuLiérK:na  no  estaba  er«  casa,  y  al  oírla  cantar  en  la  de  Mag- 
d..iena  no  pudo  ocultar  su  desagrado. 

-"-Mamá: — diio  entre  colérico  y  grave, — ¿por  qué  deja 
usteu'  a  Carn:ien  que  se  trate  con  esa  mujer? 

— ;Y  eso  (lue,  hijo?' 

-~;C')ue?  r'^io  la  cnnoee  usted?  Es  una  mala  amistad. 
Una  anu^a  ptie  no  le  C(;n\iene. 

— rj^'^y  que   no  le  Cv)n\iene. 

— i':)nuíe  esi  nniLua  <-'ordiflona  no  es  buena,  ni  puede 
serlo.  ;(.  •:uo  \i\e,  señora  madre?  Mal.  Se  acuerda  usted  de 
cuando  la  tu\'o  ei  gachupín  de  iM  Saniaudcr'nia}  ¿Se  acuer- 
da  luteu.  cuando  el   teniente  la  echó  de  su  casa  a  patadas? 

— -¡C:.ibriel!   rCabriei!   ¡Que  lengua  tienes! 

— Xo,  no  es  mala  lengua.  .  .  Lo  que  yo  digo  es  la  verdá, 
¡la   punirá    verdá   pelada!    Pero,   en   fin,   usted   sabe   lo   que 


t'>ara  rpié  hablar  v 


hace;   a   mi   no  me  lle\a  ei   ínteres.  .  .    ^ 
estar  ]ioríiando!    \a  sabe  usted,  señora  madre,  que  yo  obe- 
dezco 1   u^ted  en   todo    .  .    y   que  nunca  voy  a   la   contra 


na  .  .  . 

ctunr»!! 


\   mí    me   pareció   del   caso   decírselo   a   usted,   ya 


se  acabo! 


go. 


— Me -a,  Cabriel:  puede  que  razón  no  te  falte.     .   en  al- 

r\o  en  todo.  •  ' 

— ?\o;  no  ]iable:nos  más  de  eso .  .  .    ¡Ya  cumplí!.  .  .    A 
sti  ticr.  po  lo  diré  .  .  . 

— C)^"e,  y  no  te  acalores.  .  . 

—  ;No,  no,  basta!  | 

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CALA       N 


D 


R       I       A 


Y  diü  h  vuelta.  Lo  que  después  habló  con  la  Calan- 
dria ya  lo  sabemos. 

iil  mozo  estaba  de  mal  humor,  ni  siquiera  tuvo  el  re- 
curso de  salir  a  dar  un  paseo;  llovía  a  mares  y  era  irnpo- 
iibie  poner  un  pie  fuera  de  la  casa.  Quedóse  tendido  en  el 
catre,  fumando  cigarrillos  y  meditando  en  lo  que  aquella 
tarde  le  habían  contado  y  en  la  manera  como  debía  apar- 
tar a  la  huérfana  de  la  perniciosa  amistad  de   Magdalena. 

— Seré    enérgico —    se    decía —    muy    enérgico.    Yo    no 


puedo  dejar  que  esa  inuchacha  sin  experiencia  se  trate  con 
ia  mulata.  Dejándose  de  sus  chismes  y  embustes  y  aunque 
de  su  boca  no  salieran  más  que  palabras  mansas,  debo  im- 
pedirlo. Dime  con  quién  andas  y  te  diré  quién  eres.  Los 
que  vean  a  Carmelita  con  esa  mujer,  dirán  que  es  como 
clia  .  .  .  Canas  me  dieron  de  contarle  a  mi  señora  madre 
lo  que  Magdalena  dijo  y  si  me  callé  era  porque  no  quise 
darle  un  disgusto  a  la  pobre  vieja.  Yo  ¡o  arreglaré  ahora 
todo.  Esa  muchacha  tiene  los  ojos  cerrados  y  esta  cre- 
\cndo  en  el  cariño  de  la  otra.  Yo  lo  arreglaré,  y  como  se 
di  be,  con  toda  energía. 

Pero  las  energías  de  Cabriel  dur.u'on  poco,  ya  lo  vimos, 
ante  las  ternuras  de  Carmen,  y  no  sólo  no  volvió  a  hablar 
aquella  noche  de  los  embustes  de  Magdalena,  sino  que  acce- 
dió a  que  su  amada  aceptara  la  in\  itación  de  su  amiga  y 
asistiera  al  convite.  ;Cómo  negarse  a  los  ruegos  de  Carmen, 
cuando  sabía  pedirle  todo  entre  mimos  y  caricias?  Ade- 
mas, podría  acontecer  que  la  joven  se  disgustara,  y,  quie- 
ras que  no,  hiciera  su  voluntad.  Accedió,  sí,  pero  con 
muchas  recomendaciones,  previniendo  a  Carmen  que  poco 
a. poco  fuera  dejando  aquella  anViStad,  haciéndole  ver  que 
Magdalena  no  gozaba  de  muy  buena  fama  y  que  las  gentes 
o'ie^  con  ella  la  vieran  la  juzgarían  como  a  su  amiga. — 
Quien  con  lobos  anda — agregó — a  aullar  se  enseña;  lo 
malo  se  peg.i   y   yo  no  quiero   que   seas   como   c^a   maldita 

mulata. 

Carmen  reía  a  cada  improperio  que  lanzaba  el  ebanista. 
Al   comprender  que  el  capítulo  de  las  recomendaciones  y 

5>6 


^( 


RAFAEL 


DELGADO 


consejos  no  tenía  término,  apeló  a  sus  acostumbrados  re- 
cursos amorosos.  Acarició  al  mancebo,  atusóle  el  bigote; 
le  compuso  la  corbata,  y  luego,  fijando  en  él  sus  brillantes 
ojos,  acercó,  poquito  a  poquito,  sus  labios  a  los  del  venturoso 
amante,  como  si  fuera  a  darle  un  beso.  ' 

— ;A    quién    quiero    yo    mucho,    mucho,    re .  .  .    te .  .  . 
mucho? 

Gabriel  delirante  la  estrechó  entre  sus  brazos,  con  tan- 
ta fuerza  que  la  joven  con  acento  de  fingido  disgusto, 
exc  lamió: 

—  ¡Gabriel.  .  .    por  Dios!.  .  .    ¿me  quieres  matar? 

—  ¡Matarte! — replicó  el  mancebo  sorprendido  de  que 
la  joven  hubiera  adivinado  su  pensamiento. —  ¿Matarte?  .  .  . 
Sí,  te  mataría,  si  alguna  vez  no  me  quisieras.  .  .  Antes  que 
fueras  de  otro  te  mataría!  .  .  . 

— jQué  linda  manera  de  querer! 

— ;Qué  quieres?  ;Así  soy  yo!  Di  lo  que  se  te  ocurra 
de  mí,  cuanto  quieras;  pero  reflexiona  que  te  amo  con  toda 
mi  alr.ia;  que  en  esta  xlda  eres  todo  para  mí .  .  .  ¡todito! 
Si  no  has  de  ser  mía,  no  lo  serás  de  nadie.  .  .  ¡la  verdá,  la 
purita  verdá! 

La  joven  se  estremeció  como  acometida  por  un  pensa- 
miento sombrío. 

— líasta  mañana    .      ;Te  vas  con  Tacho  a!  herradero? 

— Pues  .  .  iré.  ¡N:)  he  de  verte  en  todo  el  día!.  .  . 
¡Como   vas   a   estar   de   íestín!    ¡Tómate   una   copita   a   mi 

salud! 

— Ya  te  puse  la  ropa.  .  .  ¿no  te  falta  nada?  .  .  .  Vuelve 
tempranito.  .  .    A  las  seis. 

— Nada,  Carmelita.  No  te  olvides  de  mí;  yo  todo  el 
día  estaré  pensando  en  tus  ojitos.  Oye:  ¡cuidado  con  don 
Juan!  No  lo  dejes  que  te  enamore.  Es  muy  chirrisco.  .  .  y 
le  gustan  nuicho  las  muciiachas  bonitas.  .  .  Y  ese  día  sí 
que  Magdalena  te  arañaba.  .  .    ¡Eigúrate  tú,  se  le  acababa 


la  ganga!  . 


Entonces  sería  yo  la  l':cciic¡ada 

y 

97 


— Pues  hija.  .  .    ¡buen  provecho! 


ja.  .  .  ja 


h^ 


/ 


Ln  ColandricT,  i 


A 


CALANDRIA 


XII 


A  1.1  iPT.i  toJo  est.ib.;  arrcs'lado.  M.u;d.iL'.i.i  muy  cintila- 
na  Ja  \'  p-jripiiesti  i'coartía  alegremente  con  l'.)S  convidados 
ciuc  h.-DMíi  l!e';ac!o  va.  h'-tos  eran:  Carlot  i  Marín  i/V  Urrii- 
f/i¡,    ur..\    irallarJa    ^-    decidora    taoatía,    ca^a^ia    en    secundas 


]ii  pc¡a^,  a*^i  1 


)  (JecuT  cÜa,  con  un  íenicnte  coronjl 


don  Sa- 


tii!'!iip.o  Are\\do,  \\i\  a  icjo  ajarocliado,  o;i..lei;re  y  testivo, 
\'  Arturo  ^ínciie/,  un  poüo  relamid')  que  hacia  \  ersc^,  es- 
cribiciUc  del    |u/'vid:)  v  vuoaitei'no  de  don    íuan. 

]\vj.i!ri  \'  P'eii'ia  \i>;ilaban  adentro  sarterics  v  cace- 
rola'^,  \'  C.jnnon,  frente  a  un  espejo,  daba  el  ultimo  toque  a 
su  ^ra  p  ij  ;\'  i  i !  ,-•.  d  a  b  cid  a  d . 

I\ii;a  recibir  dignanientc  a  Rosas  y  e\itar  que  viera  los 
intei"iíM\-,  dj  aquella  casa,  luuica  correctos,  \-  ir;enos  en  aquel 
atar¡v)so  d..i,  Ab^j^dalena  dispuso  la  mesa  en  el  cuarto  prin- 
cipal, a  la  ep.tradwi,  en  e!  áu^ulo  Í7.qui.''do. 

Ja  saiita  era  típica;  un  ajuarcito  au'-ti'iaco;  sofá,  dos 
nr.^ccdv)res  y  una  docena  de  sillas,  con  sus  correspondientes 
velos  tejidos  de  gancho;  una  mesita  redonda,  de  vulgar  es- 
tirpe, con  i\n  gran  quinqué,  y  cargada  de  muñecos  y  tar- 
jctert)s  de  porcelana;  en  los  ángulos,  unas  rinconeras  anti- 
guas de  talla  que  Jurado  con^pi-ó  a  los  albaceas  de  un  fraile 
dominico:  en  cada  una  de  ellas  una  estatua  de  yeso,  can- 
delabros de  cristal  azul  y  jarrones  con  haces  de  flores  de 
caña  \'  plumeros  de  cola  de  zorni. 

hn  el  muro  de  la  derecha,  arriba  del  sofá,  en  doraclo 
marco,  un  retrato  litográfico  de  don  Benito  Juárez,  colo- 
cado entre  dos  cromos,  de  sobra  intencionados  v  malicio- 
sos: el  uno,  un  cura  francés  plácidamente  engolfado  en 
la  lectura  de  Nancí;  en  el  otro,  el  mismo  individuo,  dando 
remate  a  un  plato  de  ostras  y  a  una  botella  de  vino  blanco 
)a  muy  mermada.  Pendiente  de  la  a  iga  central  una  lám- 

98 


R     A 


F      r 


-\     E     L 


DELGADO 


\ 


para  de  globo  opaco,  que  cada  noche  prestaba  su  claridad 
lunar  a  los  raptos  poéticos  de  la  romántica  Magdalena.  ^ 

La  conversación  era  de  lo  más  animada.  El  escribien- 
tillo,  caitivo  dentro  del  círculo  brillante  de  su  cuello  de 
celuloide,  tirándose  a  cada  momento  de  los  puños  y  ju- 
gando con  la  doble  cadenilla  de  su  reloj,  escuchaba  a  Car- 
fota  que  hacía  gala  de  ingenio  y  charlaba  con  Arévalo  a 
quien  azuzaba  Magdalena  en  contra  de  su  amiga. 

Con  feliz  desgaire  y  la  entonación  dulce  y  enfática  del 
jaÜsciense  más  puro,  trasponiendo  las  palabras  y  trayendo 
a  cuento  las  ideas  más  ren^.otas,  Carlota  abrumaba  a  su 
contrincante.  Este  se  esforzaba  en  no  rendir  las  armas  y 
resista-  a  su  contraria  que  descargaba  sobre  él,  a  cada  ms- 
tante,  frases  y  sátiras  que  era  casi  imposible  resistu*. 

—Pero  señor, — decía  la  de  Urrutia — ¡con  lo  que  me 
he  encontrado!  ¡Si  todavía  los  muchachos  me  hacen  for- 
mal! Si  todavía,  cuando  me  com.pongo,  señor,  y  saco  el  de 
seda,  abren  la  boca  los  lagartijos  al  verme  pasar!  Y  ahora 
salimos  con  que  se  enamora  de  mi  ^Matusalén  y  me  recibe 
con  una  descarga  de  piropos,  pues?  ¿Se  quiere  usted  burlar 
de  mí?   ¿Burlarse?    ¡Vaya   hombre!    ¡Lo  dificulto! 

]\T(;)   es    eso^  .    — Árevalo    al    hablar    se    comía    la    ese 

y  canturreaba  las  frases  finales  con  el  dejo  singular  de  los 
^.^s^eños— no .  .  .  Carlotita.  .  .  ¡Con  razón  el  señor  coronel 
clavó  el  pico  y  rindió  la  espada!.  .  .  Ya  soy  viejo;  pero  no 
me  lo  eche  usted  en  c.ira,  quc  no  es  afrenta.  .  .  Soy  viejo, 
pero  tenv;o  el  cora/on  joven.  .  .  ¡Todavía  me  salta  en  el 
pecho  cuando  veo  un  cuerpo  así,  airoso,  y  una  hembra  tan 
^uiapetona,   como   quien    dice...    la   presen. te. 

-^-¡Gracias  por  la  galantería!  ¡Magdalenita,  qué  amigos 
tiene  ti^ed  tan  francos!  Si  vo  lo  he  sabido  no  vengo  .  . 
Vea  usted  .  .  ."v  si  le  sov  infiel  a  Urrutia?  ¿Quién  sostiene 
el  ribete?  ^'í-S  usted  iiLT.ibrecito? 

—  ;Muv  honibfc'  Como  un  Napoleón. 

—  ¡Adiós!   ¿Ls  i\..^A  general?  Pues  quejo  ocupe  el  Su- 
premo   Gobierno  .  . 
servicio .  .  . 


Un    ueneral   debe   estar   en 

o 


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-Hü..  — 


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C       A       L       A       N       D       R 


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— Yo  estoy  en  retiro.  .  .  pero  usted,  Car!otita,  va  a  ser 
c.iiis.i  de .  .  . 

— rl-íe  c|ué,  señor?  ¿De  qué? 

— ;í)e  qué;'  .  .  Dígaine  usted  en  qué  parte  está  el  se- 
ñor ürrutia,  ese  coronel  íeü/.,  dueño  de  ese  corazíju  ar- 
<.iieute,  de  esos  ojos  de  diosa  y  de  ese  cuerpo  de  palina! 

—  ¡Oii^i!  ;Me  dice  usted  con  eso  que  so}'  flaca? 
— No. 

—  ¡(-orno  las  palmas  son  altas  v  deliradas! 
— x\o,  por  !o  esbelta       .  - 


— Miichas  gracias,  señor    .  . 

— ; Dónde  está  el  señor   I   rrutia?   ¿Dónde? 


lejos 


en  Sonora. 


— Mu;.'  lejos    . 

— Pues  allá  me  voy,  a  proiumciaime  coiitri  c 

—  -Pues  qu.e  le  haga  [)ren  provecho!  .  .  .    ;.\o  es  \erdad, 


I  Gobierno. 


: cí a  1  e n 1 1 a  ?   ;  ;\  c ! i v )s  de  mi  e n a n : o ra d o ! 

—  ¡-K n\¡nde  u^;ted,  Cirlotita! 

—  ¡líombre!   ¡Que  deseos! 


-ice  que   no 


— Si,  enviude  usted 
— ;Para  une,  Aréwiio? 

— ¿Para   que?    X'amos       .    Usted   sí   que   se 
e.iriL nde    .  . 

— Sánchez,  dígaselo  usted  .  .  A  mí  nx'  h^cc  falta  el 
ulento  auc  usted  tiene,  para  decírselo  cLirito    .  . 

— Xo; — contestó  el  poetilla,  haciéndose  el  modesto — 
}o  no  tengo  tálenlo.  A  usted  le  sobra.  Para  decirle  a  la  se- 
ñora que  SI  enviudase  se  casaría  usted  con  ella,  no  se  ne- 
cesita mucho.   ¡En  dos  palabras.        ya  estaba  dicho! 

— Y  en  verso.  ¿Ko  es  verdad? — observó  la  de  Urrutia. 

—  ¡Claro!   Ln  un  joven  es  lo  más  natural,  pero  en  los 


CjLie   }'a   no  se   cuecen   de   im   hervor 


Señor:    si   va   está 


i;  ted  para  rezar  el  rosario  y  disponerse  a  bien  morir! 

—  ¡No   tanto!.  .  .    Que    usteti    no   me  quiera,   no  quiere 
decir   que   otras    no   estén    perdidas    por    mí.    El    n^iejor   día 
me  tino  las  canas  v  do\  el  'jran  í^oloe. 
^         — ¡^io^^'  i^ties  que  sea  para  bien  de  todos  y  que  forme 


100 


71     A      r     A     E     L 


DELGADO 


una  famila  tan  hv^^.x  como  la  letanía  de  los  santos.  .  .    pe- 
ro lo  dudo. 

Fn  aquel  momento  entraba  Carmen,  y,  a  decir  verdad,. 
li r,da  como  una  plata.  Su  entrada  produjo  sensación.  La 
sencillez  de  su  traje,  en  contraste  con  los  lujos  de  Carlota 
A^  Maixialena,  le  aseguraban  el  triunfo.  No  lo  sabía,  pero 
s  r.nro  que  todr-s  las  miradas  se  fijaron  en  ella  con  particu- 
L;r  \r.\cTcs.  Iba  vestida  de  negro  y  en  su  graciosa  cabeza 
lle\aba  his  cintas  azules  regalo  de  Gabriel. 

Are\  aio  )'  Sáru'xz  se  levantaron.  Carmen  saludó  a  Mag- 
dalena como  si  no  'a  hubiera  visto  en  diez  años.  Estaba  lui 
poco  avergonzada,  pero  pronto  se  repuso.  Magdalena  se 
apre'^uro  .i  ]->resentar!a. 

— La  señorita  CLu-men  .  .  .  Ortiz .  .  .  una  amiga  muy 
querida,   una  hermana    .  .    Carlotita  Marín.  . 

—  -De  Urrutia! — agregó  con  afectación  la  tapatía, 
ecliantiose  en  braz./,  de  la  huéríana,  a  la  ci!.i!  plantó  en  las 
r^jilias    un    par    de    besos    estruendosos,    mientras    la    joven 

raur:r:Liraba   con   tií-indez: 

— Servidora   d.e   usted. 

• — ])on  Saturnino  Aré\alo.  .      Carmen  Ortiz.     . 

El  T-arlanchín  ten-viió  la  mano  a  la  muchacha  cnn  una 
efüsi'^n   verdaderamente^  ¡uvenií. 

Mientras  le  tocaba  el  turr.o,  el  poeta  arregló  sus  cabe- 
llos, SL  compuso  la  corbita,  castigó  la  rebeldía  de  su  cuello, 
\  e:.ii¡'ándose  los  puños,  decididos  a  vivir  ocultos  bajo  las 
m.anea'í  de  la  les  ira,  se  inclinó  ante  la  Calandria,  con  un 
movimiento  que,  en  concepto  del  escribientillo,  era  de  la 
más  alta  corrección,  haciendo  sonar  las  suelas  de  sus  botmes 
de  charol  contra  los  almagrados  ladrillos. 

Carmen  y  CarK)ta  ocuparon  el  sofá,  Arévalo  y  Malenita 
los   ' lie ced ores.   Arturo  quedó  al  lado  de  ésta. 

— Ená  usted   vencido,  Saturnino.  Carlotita  quedó  vic- 


toriosa. 


Av,    Magdalena!    ¿Qué    quiere    usted    que    haga    un 
hombre  que  ha   pasado  la   vida  entre  jarochos,  hoy  en  los 
fuxtia-:,  maña:ia  en  Catemaco,  pasado  mañana  en  un  ran- 


101 


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A       xY 


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K     A     F     A     E     L 


DELGADO 


c!io,  siii  tratar  con  estas  tapaiías  que  son  de  lo  ':yio,  y  que 
aeiLiVi.ís  so  precia  de  cortés  con  las  damas?.  .  . 

— 1  ntonces  se  confiesa  usted.  .  . 

— W'ncido .  .  .  sí  .  .  .  ¿Quién  resiste  a  cso^  labios  que 
son  un  manantial  de  ¿;racias?  ¿Quién  no  se  ruule  a  las  mi- 
radas de  esos  ojos.'' 

— Sigue  usted  galante,  señor.  .  .  pues!  .  .  sÍl;M  usted.  . 
Aunque  no  creo  en  tantos  primores  como  ve  usted  en  mí, 
agradezco  el  favor  .  .  — Y  dirigiéndose  a  Sánchez  prosi- 
guió:— Ahora  tendremos  el  trusto  de  conocer  alguna  mués- 
tra  de  su  talento,  Arturo;  ya  Magdalena  me  ha  dicho  que 
hace  usted  muy  bonitas  composiciones.  .  . 

— Bonitas  no;  en  mis  ratos  desocupados  pulso  la  li- 
ra   .      para  hacer ...    no  versos,  diga  usted  perversos    .  . 

— Na,  Arturo: — dijo  Magdalena — no  se  deje  caer  parn 
que  lo  levante...  Hace  muy  bonitos  versos,  Carlotita. 
Arturo  es  muy  modesto.  Jtirado  dice  que  son  de  mucho 
mérito.  .  .  En  /:/  Radical  han  salido  muchos  .  Se  acuer- 
da, Arturo,  de  aquellas  décimas  .que  leyó  en  el  teatro? 

^ — ¡líe  leído  tantas!    ¿Cuáles?  .^ 

— Las  que  leyó  tisted  en  la  velada  fúnebre,  en  julio.  .  . 
las   décimas   a  Juárez.  .  .    aquellas  que  empiezan: 

Baluarte  cu  cjiíc  el  proy^rcso  , 

Detiene   al    Obscmaiitisino; 
Sol  cfne  ¡liDu'nhi  el  ahisiuo 
De  rosicler  con  un  beso.  .  . 

* 

;Xo  recuerdo  cómo  siguen.  .  .  v  las  he  ]eiu>j  mucho! 
Lo  i]Lie  no  lie  podido  olvidar  es  la  manera  como  usted  las 
ir\ /)  \con   brío,   con    una   entonación   soberbiil.  .  .    Así 

lee  Juan  de  Dios  Pe/a.  .  .  Xo  lo  digo  por  lis^^r.ja.  \\n-daJ 
cuij  la-  decimas  lo  \  alen  ;No  las  recuerda  UNtcd?   ¡Aun- 

que  la^  recuerde,  para  qué  heñios  de  molestarle!  ¡Pues  bien, 
sepa  irsted,  por  si  no  ha  llegado  a  sus  oídos.  .  que,  así  se 
lo  i^.an  as?L:L-rado  a  [uan,  Díaz  Mirón  \  Peza  alaban  mticho 
los  \  ursos  c:e  usted!  .  .  .  v  ¡va\'a,  \a\a,  si  esos  >eñores  son 
VüU»  en  la  materia! 

102  , 


\ 


Arturo  oue  era  vanidoso  y  fatuo  estaba  anchísimo,  pe- 
ro disimulaba  su  alegría  bajando  los  ojos.  Al  bajarlos  de- 
tuvo la  mirada  en  \)s  pies  de  Carmen,  primorosamente 
calzados,  cu\as  puntas  asomaban  por  bajo  la  negra  y  an- 
churosa í.Mda.  Entonces  cayó  en  ía  cuenta  de  que  había 
otros  pies  c^uc  mcrecícin  su  atenc:ón,  los  de  Carleta  y  Mag- 
dalena. Esta,  con  cierto  descoco  que  a  e!la  le  parecía  el  col- 
mo de  la  indolencia  aristocrática,  habLí  ido  descubriendo 
poco  a  poco  sus  pies,  que  no  eran  feos;  Carlota  con  natu- 
ral descuido  la  imitaba,  y  era  aquella  una  exhibición  de 
extremidao-  inferiores  en  que  el  pie  mexicano,  breve,  de- 
licado, ah.o  de  empeine,  atrevido,  seductor,  podía  emrar 
en  conmcrencia  con  iodos  los  pies  del  i^^loho  terráqueo,  co- 
mo decia   /vrc\alo  en  sus  arranques  de  elocuencia. 

•  jurado  no  \q\-\'\.\  y  el  apetito  iba  crecietido  a  cada  ms- 
tante.  Magdalena  que  a  cada  momento  se  levantaba  para 
darse  una  vuelta  por  !a  cocina,  salió  una  vez  más.  Al  vol- 
ver se  dvtuNO  junto  a  la  mesita  redonda  y  desde  allí  in\  itó 
a  Arturo  a  tomar  un  tente  en  pie.  Pronto  quedaron  ser- 
vidas las  copas,  una  docena,  que  en  una  charola  de  imita- 
ción japonesa  estaban  prevenidas  para  el  caso,  en  torno^de 
una  botella  de  cognac  y  otras  de  anisete  y  jerez.  Había 
una  de  ticjií/ia  que  era  lo  único  que  tomaba  el  tinterillo. 
No  cscasc.ban,  para  abrir  boca,  aceitunas  sevillanas,  rajitas 
de  queso  holandés  y  bizcochos  ingleses. 

Arévaio,  que  se  preciaba  de  ser  persona  de  sociedad  y 
Sánchez,  oue  por  su  juventud  florida  y  su  precoz  talento 
no  quiso  ser  menos,  circularon  los  platos;  Magdalena  se 
reservó  las  copas.  Pero  Jurado  vino  en  ayuda  de  su  amigo 
en  aquel  momento,  y  no  llegó  solo,  le  acompañaba  Alberto 
Rosas. 

:Vava!  ¡Al  fin  vinieron!  Rosas.  .  .  ya  tenía  yo  temo- 

res  de  no  ver  a  usted  por  esta  su  casa .  .  . 

Xo,  señora;— al  oírse  tratar  así,  la  de  Jurado  sonrió 

satisfecha — suele  acontecer  que  ios  amigos,  cuando  menos 
se  piensa,  \U:i:.\n,  y  \no  hay  manera  de  escapar!  Pero  aquí 

103 


/ 


L       A 


CALANDRIA 


me  tiene  usted  a  sus  órdenes,  y  con  e!  mayor  deseo  de  ob- 
secuiarla  v  servirla    .  .   Estoy  a  sus  órdenes.     . 

—  ¡A  mis  órdenes!  ;Pues  al  avío!  .  .  .  Aquí  tiene  usted 
esta  copa  que  me  hará  favor  de  aceptar. 

Alberto  tomó  la  copa  de  manos  de  Magdalena,  mien- 
tras Jurado,  aue  \'enía  de  gran  uniiorme,  con  el  susodicho 
chaleco  amarillo,  levita  cruzada,  corbata  chillona,  gruesa 
cadena  de  oro  al  cuello  y  un  gran  diamante  califórnico  en 
el  anular  izauierdo,  saludaba  con  extrema  afabilidad  a  sus 
convidados.  Jurado  lucia  siempre  buenas  alhajas:  las  que 
por  causa  de  robo  o  disputa  eran  depositadas  en  el  Juzgado. 

Magdalena  aprovechó  un  instante  de  silencio  y  dirigién- 
dose a  los  que  estaban  en  el  estrado  hizo  la  presentación  de 
ordenanza,  con  cierta  afectada  llaneza  y  airecillos  de  gran 
Señora. 

— Fl  señor  don  Alberto  Ros;is    .  .   un  buen  amigo,  muy 
fino  V  amable    .     El  señor  Arévalo         el  señor  Sánchez.  .  . 
un  poeta  de  alta  inspiración,  de  quien  ya  tendrá  usted  no- 
ticia Carmelita.     .     Ortiz,    mi    amiga    del    corazón    .  . 
Carlotita  Marín. 

— De  Urrutia  .  — se  apresuró  a  agregar  la  taparía,  a 
tiempo  que  escupía  hacia  la  derecha  un  hueso  de  aceituna. 
Carlota  no  perdía  oportunidad  de  hacer  constar  que  era  Je 

—  ;Ser\'idor  de  usted-.-s! — respondió  el  joven,  mir.uido  a 
la   muchacha   de    lal    modo   que   ésta   se   puso  roja    Cumo   la 

\'éimos!    .      :Al  traíiuito! — excKimó  Jurado,  presen- 


í 


tan.lo  a  (-arlota  Kí  charo-a,  nombrando  los  licores: —  Cog- 


} 


Si   al 


guno   vjuierc 


Ucic  cognac    con    anisete    .  .    jerez.  . 

tetjiMla  aquí  ha}'.  .  .    y  de!  mejor! 

CAiantlo  ya  todos  estaban  copa  en  mano,  don  Juan  le- 
\;. ¡no  la  su\'a,  v  moviéndola  horizontalmente  a  lo  alto  del 
pecho,  con  toda  la  destreza  adcjuiíida  en  las  temdaS  gas- 
tronómicas del  Taller  número  3  20,  dijo  en  tono  de  orador 
patnóti^cO 

104 


V 


♦. 


RAFAEL 


DELGADO 


—  ¡Señores! .  .  ¡Por  la  honra  que.  .  .  por  la  honra  que 
n^e  dispensan,  honrando  esta  casa!  ¡Salud! 

_;  Salud  ¡—contestaron  en  coro  los  concurrentes,  apu- 

raiido  el  tragtiito. 

vj,;/c — exclamó  Arturo. 

—•Ahora,  a  la  mesa!— Male.  .  que  pongan  la  sopa.  .  . 
m  bu  n  amigo  dan  Alberto  ya  tendrá  mucho  apetito. 

-Fspcre  usted;-interrumpió  Rosas,  acercándose  a  la 
C  alandria-la  señorita  no  ha  hecho  más  que  besar  la  co- 

^'  _Xo,  señor;  si  ya  tomé  poco,  es  cierto,  porque  lue- 
.>o         como  sov  débil  de  cabeza 

'  _No  importa,  señorita.  ya  va  usted  a  comer.  .  .  ^o 
c,u¡.^ro  que  beba  usted  mucho,  mas  no  tan  poco.  .  m.ite 
tisted  a  la  señora  que  no  ha  dejado  nada. 

—¡Sin  cumplidos,  Carmen!— murmuro  Magdalena,  sa- 
liendo de  la  sala.  .  T„.-oaó 

—Sí,   señorita:    este   caballero   tiene   razón.  .    —ag^e^.o 

Aréxaio. 

-Si!  ¡sí!  ¡sí! — repitieron  todos. 

— ¡Sin  miedo!  '> 

y  la  Calandria  apuró  la  copa. 

-¡Gracias!  ¡Mil  gracias!   ¡No  esperaba  yo  menos  de  la 
K^Mríi -I  de  usted,  señorita! 

Pronto  ía  so-^a  estuvo  servida  y  los  convidados  ocupa- 
ron sms  respectivos  asientos.  Alberto,  que  era  muy  listo  en 
tales  cLotusurpo  al  anfitrión  sus  derechos  y  coloco  a  ca- 
da uno  en  sitio  conveniente.  r.rln-i-  ésta 
Alberto  en  una  cabecera,  entre  Carmen  y  Carlo.a,  esta 
.,  1,  izauierda;  aquélla,  a  la  derecha;  junto  a  Carlota,  ban- 
iz  V  en  seguida  Arévalo;  en  ^  otra  cabecera,  frente  a 
Rosas  ■  Turado,  y  a!  lado  del  tinterillo  Magdalena. 

;  oú  c  nsar  con  la  narración  de  lo  que  alh  paso? 
La  ci^da  fué  alegre,  franca,  con  la  alegría  y  1^/-"^--; 
oue  reinan  donde  no  hay  que  guardar  las  leyes  de  la  corte- 
ria  Todos  satisfechos  y  expansivos.  Carlota  estuvo  fina 
y  hasta  aristocrárica  con  Alberto,  y  terrible  con  Arévalo, 

105 


A 


C       A       L      A       N       D       R       I 


a  quien  no  dejó  descansar  en  toda  la  tarde;  Magdalena  muy 
zalamera  y  dándose  aires  de  gran  señora;  Sánchez,  poético, 
literario,  elocuente;  brindó  en  prosa,  en  verso,  y  en  prosa 
y  verso;  Arévalo,  salado  y  oportuno,  contando  a  cada  paso 
cuentecillos  de  subido  color,  cantiu'reando  al  hablar  y  con 
el  dejo  adquirido  en  la  costa;  Jurado,  grave  como  un  gran 
embajador,  bebió  fuerte,  brindó  también,  y  en  sus  discur- 
sos tuvo  arranques  patrióticos  y  castelarunos.  Alberto,  que 
le  acompañó  dignamente  en  las  libaciones,  no  perdió  tiempo. 
Cármicn,  tímida  al  principio,  fué  adquiriendo  confianza 
poco  a  poco,  con  el  galanteador  lechuguino,  quien  acabó 
por  hacerle  una  declaración  clara,  terminante,  apasionada 
y  culta. 

C  uando  Gabriel  ^'o!^  ió  del  herradero,  en  el  cual,  a  de- 
cir verdad,  se  divirtió  poco,  la  fiesta  no  llegaba  a  su  tér- 
mino todavía;  oíanse  ruido  de  copas,  risas  y  aplausos,  y  la 
voz  de  la  Calandria  que  al  son  de  la  querellosa  vihuela 
caiu.'ba  dulcemente: 

Yolicvcífi  ¡w:  fu  pillas  niadvcscíias 

De  tu  balcón  las  tapias  a  escalar, 

Y  otra  i  cZy  a  la  i  arde  y  aun  más  hcriuosas 

Sus  flores  se  abrirán .  .  . 


106 


R     A      r      A      I-  L 


DELGADO 


XIII 


■  GABRIIIL  contrariado  y  maldiciendo  de  las  habilida- 
des de  la  .amadora,  entró  en  su  cuarto;  se  pasó  rápida- 
mente el  reme  por  los  desordenados  cabellos;  se  lavo  las 
manos,  ^•  echándose  al  hombro  el  ]oronguillo  salió  al  jardín. 

Al  poner  los  pies  en  el  umbral  le  detuvo  dona  Pancha: 

— ¿Nü  bebes  tu  café? 

f\o:  no  tengo  ganas.  .  .  Comí  muy  tarde.  .  . 

— ,:Te  espero?  ^ 

>^ü  Si  tengo  hambre  comeré  cualquier  cosa  en  la 

calle .  . 


¡Como  quieras^ 


Según  parece   sigue   la 


— No:    no   me   espere   usted., 
fiesta.        ;hasta  qué  hora? 

—  ¡Quien  sabe!  .  .  .    ¡Tienen  una  bulla! 

— ^Qwc  Carmen  no  ha  venido? 

—Si.  vino  por  la  guitarra.  .  .  y  trajo  unos  platos  con 
mole  y  dulce,  que  nos  mandaba  Malenita.  ¿Te  guardo  el 
mole  para  mañana?  ..  .—Kl  mancebo  hizo  un  gesto  des- 
preciativo—  jcomo  te  gusta  tanto  para  almorzar! 

— No.  -cñora.  ¿Quiénes  están  ahí.'' 

—Doña  Carlotita;  Arévalo;  el  escribiente  de  don  Juan, 
el  que  saca  versos  de  su  cabeza,  y  yn  joven  decente.  . 
Creo  que  ^e  llama  Alberto.  .  .  Uno  que  siempre  monta  bue- 
nos caballos      .   el  sobrino  de  don  Manuel  Rosas. 

—  ¡Ahí   ;Un  borracho! 

\).^^  Paulita  que  el  y  don  Juan  han  bebido  tanto, 

que  a  esta  hora  tienen  una  juma.  .  .  ^ 

—Sí,    la    tranca   es    segura...     ¡Y    Carmen    con   ellos! 

Hasta  luego.  ^^  / 

— ;T£  espero  para  darte  el  café? 
— No,  señora  madre,  no  tengo  ganas.  '  \ 

*      107 


L 


í\ 


C 


A^LAl<¡iyK\A 


Gabriel  salió  con  objeto  de  ver  lo  que  pasaba  en  la  casa 
de  M.ígd.alena,  pero  no  lo  consiguió.  La  poierta  estaba  ce- 
rrada, y  la  llave  en  la  cerradura,  de  suerte  que  nad^  vio; 
sólo  oyó  voces  y  risas,  y  sobresaliendo  entre  ellas  el  acento 
argentino  de  la  Calandria  y  las  notas  lastimeras  do  la  vi- 
huela. 

Al  llegaír  al  Jardín  sintió  que  el  sitio  le  repugnaba  y 
más  la  multitud  de  paseantes  que  iban  y  venían.  A  la  puer- 
ta del  teatro,  donde  aquella  noche  daba  su  pnirtera  función 
una  compañía  dramática,  una  banda  mal  concertada  atraía 
a  los  transeúntes  con  im  [^aso  doble  de  veneranda  antigüe- 
tiad.  C/abriel  gustaba  de  los  espectáculos  teatrales,  particu- 
larmente de  los  dramas  tirantes  que  acongojan  v  hacen 
llorar,  y  en  rara  ocasión  faltaba  a^'Hos.  Cuando  había  ///- 
(¡líeles,  como  él  acostumbraba  a  decir,  ocupaba  una  butaca 
en  la  luneta;  si  la  cosa  andaba  mal  en  punto  a  fondos,  un 
asiento  en  los  palcos  segundos,  y  si  muy  mal  en  el  paraíso. 

¡Cómo  sufría  el  mozo  con  las  desventuras  de  los 
a ma 1 1 tes    perseg uidos ! 

¡C.ómo  aborrecía  a  los  traidores,  que  a  fuerza  de  astucia, 
de  audacia  v  de  cinismo,  todo  lo  enredaban  v  salían  siem- 
prc  \ictoriosos!  Ciabriel  era  de  los  que  se  dejaban  dominar 
por  los  actores,  y  cediendo  siempre  a  los  impulsos  de  su 
noble  corazón  se  ponía  de  parte  de  los  buenos  y  de  los 
débiles;  lloraba  por  la  inocencia  perseguida  o  en  aflicción, 
y  maldecía,  con  toda  la  fuerza  de  su  alma,  del  señor  acau- 
dalado o  del  seductor  fastuoso  que  llevan  el  deshonor  y  la 
desgracia  a  ios  hogares  tranquilos  del  obrero  y  del  pobre. 
En  muchas  ocasiones,  cuando  sus  iras  Helaban  al  colmo, 
en  las  escenas  más  dramáticas  y  patéticas,  al  \'er  que  el 
seductor  era  castigado  o  que  la  mujer  infiel  caía  avereon- 
zada  ante  ej  esj:>oso  burlado,  gritaba  con  toda  la  fuerza  de 
sus  pulmones:  ¡Mátalo!  ¡Mátala!  o  silbaba  regocijado  al 
ver   morir  al   aborrecido  personaje. 

Pero  esa  vez  el  espectáculo  favorito  no  le  tentó.  .  .  La 
multitud    le   abrumaba,   le   llenaba   de   fastidio,   v   huvendo 


108 


RAFAEL 


DELGADO 


de  la  gente  y  del  interminable  paso  doble  se  alejó  de  la  plaza 
en  busca  de  las  calles  más  solitarias  y  obscuras.^ 

En  su  pena,  en  la  honda  pena  que  le  oprimía  el  pecho, 
un  recuerdo  le  aliviaba:  el  de  los  campos  desiertos  y  de  las 
pintorescas  dehesas  donde  había  pasado  la  mañana.  El  bos- 
que rumoi-oso,  el  sesgo  y  azulado  arroyuelo,  el  volar  y  sal- 
tar de  los  pajarillos,  el  querellarse  de  la  tórtola  en  la  espe- 
sura, la  sencillez  de  los  campesinos,  el  dulce, aislamiento  en 
que  allí  vivían  los  labradores,  acudían  a  su  mente,  produ- 
ciendo en  su  alma  cierta  consoladora  frescura,  y  pensaba: 

— Si  yo  pudiera  vivir  allí,  entregado  a  rudo  trabajo,  le- 
vantándome con  el  alba  para  buscar  el  lecho  tempranito! 
¡Qué  dichosos  viviríamos  allí  mi  madre  y  yo! 

Pero  la  imagen  de  la  Calandria  se  le  venía  a  los  ojos; 
el  gracioso  rostro  de  la  huérfana  se  le  aparecía  en  la  som- 
bra, allí,  donde  no  alcanzaban  los  fulgores  del  exiguo  alum- 
brado municipal,  sonriente,  cariñosa,  dejando  ver  los  me- 
nudos dientes,  bañándole  con  una  mirada  de  infinita  ter- 
nura. 

Yo  debí  haberla  llamado..  Acaso  se  le  olvidó  que  ya 

era  hora  de  que  yo  hubiera  llegado.  ¡Es  tan  fácil  eso! 
¡A  mí  me  ha  pasado  lo  mismo  cuando  estoy  de  parranda 

con  los  amJgos! 

Y  sentía  impulsos  de  volver  a  la  casa. — Tal  vez  a  esta 
hora  ya  la  frasca  habría  terminado,  y  Carmehta,  arrepentida 
de  aquel  olvido,  le  aguardaría  para  pedirle  que  la  perdonara. 
Ella  no  tenía  la  culpa  ¡Pobrecita!  Le  habían  hecho  can- 

tar una  canción,  y  luego  otra,  y  otra,  ¡como  canta  tan 
bien!  y  no  había  podido  separarse  de  allí,  así  bruscamen- 
te. .  .  ¡hubiera  sido  una  grosería!.  Ella  lo  intentó,  pero 
no   la   dejaron.  .  .    ¡Cante   usted!    ¡Vuelva   usted   a   cantar! 

¡Así  fué!  ... 

Tras  este  discurso  se  daba  a  inculpar  a  la  huérfana: 

¿Qué   la   retenía   en   casa    de   Magdalena?    ¿El    canto 

nada  más?  ¿Nada  más  el  canto?  No;  sin  duda  que  el  catrín 
la  estaría  cortejando,  alabándola,  diciéndole  piropos;  acaso 
enamorándola  formalmente.  Rosas  era  rico,  bien  parecido, 

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/I 


c 


A      ^L       A       N       D       R 


I 


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1 


K    A     V    A     E     L 


DELGADO 


Gabriel  salió  con  objeto  de  ver  lo  que  pasaba  en  la  casa 
de  Magtialena,  pero  no  lo  consiguió.  L.a  puerta  estaba  ce- 
rrada, y  la  llave  en  la  cerradura,  de  suerte  que  nad^  v;ó: 
sólo  ovó  voces  y  risas,  y  sobresaliendo  entre  ellas  el  acento 
argentino  de  la  Calandria  y  las  notas  lastimeras  do  L\  vi- 
Jiuela. 

Al  llegaír  al  Jardín  sintió  que  el  sitio  le  repugnaba  y 
más  la  multitud  de  paseantes  que  iban  y  venían.  A  la  puer- 
ta del  teatro,  donde  aquella  noche  daba  su  primera  función 
una  compañía  dramática,  una  banda  mal  concertada  atraía 
a  los  transeúntes  con  im  paso  doble  de  veneranda  antigüe- 
dad. Ciabriel  gustaba  de  los  espectáculos  teatrales,  particu- 
larmente de  los  dramas  tirantes  que  acongojan  v  hacen 
llorar,  y  en  rara  ocasión  faltaba  a. ellos.  Cuando  había  ///- 
(¡iiclcs,  como  él  acostumbraba  a  decir,  ocupaba  una  butaca 
en  la  luneta;  si  la  cosa  andaba  mal  en  punto  a  fondos,  un 
asiento  en  los  palcos  segundos,  y  si  muy  mal  en  el  paraíso. 

¡C>omo  sufría  el  mozo  coa  las  desventuras  de  los 
amantes   perseguidos! 

¡C^ómo  aborrecía  a  los  traidores,  que  a  fuerza  de  astucia, 
de  audacia  y  de  cinismo,  todo  lo  enredaban  y  salían  siem- 
pre victoriosos!  (iabriel  era  de  los  que  se  dejaban  dominar 
por  los  actores,  y  cediendo  siempre  a  los  impulsos  de  su 
noble  corazón  se  ponía  de  parte  de  los  buenos  v  de  los 
débiles;  lloraba  por  la  inocencia  perseguida  o  en  aflicción, 
y  maldecía,  con  toda  la  fuerza  de  su  alma,  del  señor  acau- 
dalado o  del  seductor  fastuoso  que  llevan  el  deshonor  y  la 
desgracia  a  los  hogares  tranquilos  del  obrero  y  del  pobre. 
En  muchas  ocasiones,  cuando  sus  iras  llegaban  al  colmo, 
en  las  escenas  más  dramáticas  y  patéticas,  al  ver  que  el 
seductor  era  castigado  o  que  !a  mujer  infiel  caía  avergon- 
zada ante  ej  esjooso  burlado,  gritaba  con  toda  la  fuerza  de 
sus  pulmones:  ¡Mátalo!  ¡Mátala!  o  silbaba  regocijado  al 
ver   morir  al   aborrecido  personaje. 

Pero  esa  vez  el  espectáculo  favorito  no  le  tentó    .  .    La 

multitud    le   abrumaba,   le   llenaba   de   fastidio,   y   hu\endo 

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de  la  gente  y  del  interminable  [niso  doble  se  alejó  de  la  plaza 
en  busca  de  las  calles  más  solitarias  y  obscuras.^ 

En  su  pena,  en  la  honda  pena  que  le  oprimía  el  pecho, 
un  recuerdo  le  aliviaba:  el  de  los  campos  desiertos  y  de  las 
pintorescas  dehesas  donde  había  pasado  la  mañana.  El  bos- 
que rumoi-oso,  el  sesgo  y  azulado  arroyuelo,  el  volar  y  sal- 
tar de  los  pajarillos,  el  querellarse  de  la  tórtola  en  la  espe- 
sura, la  sencillez  de  los  campesinos,  el  dulce  aislamiento  en 
que  allí  vivían  los  labradores,  acudían  a  su  mente,  produ- 
ciendo en  su  alma  cierta  consoladora  frescura,  y  pensaba: 

— Si  yo  pudiera  vivir  allí,  entregado  a  rudo  trabajo,  le- 
vantándome con  el  alba  para  buscar  el  lecho  tempranito! 
¡Qué  dichosos  viviríamos  allí  mi  madre  y  yo! 

Pero  la  imagen  de  la  Calandria  se  le  venía  a  los  ojos; 
el  gracioso  rostro  de  la  huérfana  se  le  aparecía  en  la  som- 
bra, allí,  donde  no  alcanzaban  los  fulgores  del  exiguo  alum- 
brado municipal,  sonriente,  cariñosa,  dejando  ver  los  me- 
nudos dientes,  bañándole  con  una  mirada  de  infinita  ter- 
nura. 

Yo  debí  haberla  llamado..  Acaso  se  le  olvidó  que  ya 

era  hora  de  que  yo  hubiera  llegado.  .  ¡Es  tan  fácil  eso! 
•A  mi   me  ha  pasado  lo  mismo  cuando  estoy  de  parranda 

con  los  amJgos! 

Y  sentía  impulsos  de  volver  a  la  casa. — Tal  vez  a  esta 
hora  ya  la  frasca  habría  terminado,  y  Carmehta,  arrepentida 
de  aqi  el  olvido,  le  aguardaría  para  pedirle  que  la  perdonara. 
Ella  no  tenía  la  culpa  ¡Pobrecita!  Le  habían  hecho  can- 

tar una  canción,  y  luego  otra,  y  otra,  ¡como  canta  tan 
bien!  y  no  había  podido  separarse  de  allí,  así  bruscamen- 
te. .  .  ¡hubiera  sido  una  grosería!.  Ella  lo  intentó,  pero 
no   la   dejaron...    ¡Cante   usted!    ¡Vuelva   usted   a   cantar! 

¡Así  íué!  ... 

Tras  este  discurso  se  daba  a  inculpar  a  la  huérfana: 

— ¿Qué   la   retenía   en   casa    de   Magdalena?    ¿El    canto 

•  nada  más?  ¿Nada  más  el  canto?  No;  sin  duda  que  el  catrín 

la  estaría  cortejando,  alabándola,  diciéndole  piropos;  acaso 

enamorándola  formalmente.  Rosas  era  rico,  bien  parecido. 


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A 


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i;k\^,into,    ¡p.T-.t   eso   rení;i   tanto  dinero!    .  .    ¡Y   iiicgo,   co- 
10  cü.i  era  decente  y  siempre  estaba  hablando  de  g^ande- 


RAFAEL 


DELGADO 


I 


n 


zas! 


(;;:b-ie!,  deNanando  este  ovillo,  seszuda  calle  arriba; 
atnrNCsu  ti  Mercado  y  clió  vueltas  y  ipás  \  ueítas  por  los 
barrios  solitarios,  sin  cKirse  cuenia  de  Lis  dibiancias,  hasta 
liei^^ar  a   ios  límites  del  alumbrado. 

Se  detuvo  en  una  esquina,  bajo  e!  último  farol,  a  las 
puertas  de  un  tendajo  donde  vendían  pan,  velas,  queso  fres- 
co, leña,  fruta  y  aguardiente,  y  donde  dos  o  tres  borraclii- 
tos.,  decidores,  necios  y  camorristas,  ante  un  vaso  de  uaraji- 
]a-í¡iiiar:^j,  tejían  eterna  plática,  mientras  la  tendera,  sen- 
tada en  v\\\  rincón,  bostezaba  de  fastidio,  y  junto  a  ella  un 
gato  negro,  echado  sobre  los  cuartos  traseros,  dormitaba 
^  encido  por  el  cansancio  de  la  veje/.. 

De  pie,  recostado  en  el  muro,  Gabriel  hundía  sus  mira- 
das eii  la  profunda  oscuridad  del  callejón,  hasta  el  cual 
subían  el  rumor  nocturno  de  los  campos,  medroso  y  dis- 
tmto,  y  el  canto  ronco  de  los  sapos  ocultos  en  las  hierbas 
del  arroyo  pantanoso  y  perdidos  en  la  espesura  de  los  cer- 
canos cafetales.  El  cielo  amenazaba  lluvia,  y  entre  el  follaje 
que  limitaba  los  lados  de!  callejón  y  en  las  cscohillas  que 
crecían  al  pie  de  las  paredes  ruinosas,  las  fugitivas  luciér- 
nagas iban  y  venían,  encendiendo  y  apagando  sus  diminu- 
tas  hnternillas. 

Distante,  muy  distante,  la  banda  del  teatro  tocaba  el 
A- ais  'Sobre  las  olas,  entonces  muv  en  bo<:a. 

C;abriel  encendía  un  puro,  a  tiempo  que  un  hombre  em- 
bozado en  un  zarapi'  y  caído  el  jarano  hasta  los  ojos,  se 
llegó  y  le  dijo: 

— ¿Qué  haces? 

— Nada        contestó  Gabriel,  sin  conocer  a  quien  le  ha- 
blaba,  deslumhrado   como  estaba  por   la   luz   de   la   cerilla. 
— Poncianillo,   ¿qué  haces  por  aquí   a  estas  horas? 
— ¡Ah,  si  eres  tú.  Tacho! 
— A   ver.         ¿que  haces  por  aquí?    .  .    Hermano,  ya  te 

110 


conozco;  no  te  me  hagas  pato.  .  .  Tú  le  andas  l---do  la 
rueda  a  la  hija  de  don  Truaidá .  .  .   Confiésalo,  chico,  con- 

^"'!1!no;  manito;  la  verdá,  no;  ni  sé  cómo  llegué  hasta 
aquí  Tú  eres  el  que  la  rute  por  este  barrio  y  ahora  te 
haces  el  pichón.  No  lo  niegues.  .  .  i  Cómo  le  había  yo  de 
pakir  a  I  hija  de  don  Trinidá,  cuando  se  que  tu  eres  el 

mero  petatero! 

— ¿Quién  te  lo  dijo? 

—Camilo.  ¿Y  qué  tal  va  eso? 

-Bien  hermano.  .  .   Al  principio  se  me  puso  josca;  pe- 
ro luego  se  fué  ablandando.  .  .    me  dio  canta.  .  .    le  hable, 
y  ya  es::oy  del  otro  lado. 
'  — ¡Dichoso  tu! 

—¿Dichoso?  Adiós!   ¡Si  tu  estas  mejor!         ^    .      ,      .  . 

—  ¡Mejor!   ¡Cada  uno  .abe  lo  que  tiene  en  el  íondo  del 

costal!  1  -11 '     1        .U'^  ^f 

—¿Qué  te  p.;sa?   ¡A  que  ya  te  chillo  el  cochino! 

— ;(,>uién? 

— ¡Eí  t.na!  ,         1  j  c. 

—No,  no  es  eso.  Ni  m¡  señora  madre  sabe  nada.  .  .    í>e 

lo  sos'vcha .  .  .  se  lo  maiicia    .  .  pero  no.  .  .  - 

-Pues  entonces.  .  .   ¿ya  estás  con  tus  poquituras?  ¡Eres 

más  pociuto!  i 

—No,  hermano;   neto  me  pasan  unas  cosas.  .  .    que  la 

verdá ...  ,        1   ^ 
,-Ya  te  estás  pandeando.-' 

— Ño;  pero.  .  .  • 

— iPero;  ¡Tú  siempre  con  tus  peros! 

-Te  diré  lo  que  me  pasa.  .  .  Estoy  triste.  .  .  El  corazón 
me  está  diciendo  unas  cosas.  .  . 

IIpu«  Vie'úi-ate.  .  .   Magdalena,  esa  maldita  mulata  que 
Dios  mande  al  infierno,  y  don  Juan  tuvieron  hoy  festín, 
y  convidaron   a  Carmen...    Yo  no  quena   que  fuera 
pero  ella,  con  sus  cariAos  y  su  kb.a .  .      me  convenció.  Yo. 
Snsider.;ndo  que  no  la  verla,  me  íuí  contigo  al  herrade- 

111 


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L 


A 


C       A       L       A       N       D 


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10  .  .  y  ya  lo  viste,  tempranito  volví,  antes  que  nadie, 
que  hasta  el  del  rancho  se  enojó.  .  .  Pues  bien,  volví  por- 
tiLie  ella  me  dijo  que  a  las  seis  me  aguardaba  .  .  Llegué, 
V  ella  ¡tocando  la  guitarra  y  cantando  allá  en  casa  de 

Magdalena! 

—  ¡Y  eso  qué! 

— ;Quc}   Y  allí  están  echando  copas.  .  . 

—  ;Y   qué! 

— Que   allí    está   don   Alberto   Rosas.. 
que  a  esta  liora   la  está  enamorando. 

—  ¡Y    que! 


)'   \o   te   juro 


— ;Cómo  y  qué? 

— 1  lermano,  no  seas  tonto 


I  íará  su  lucha       .    ¡Fstá 


que  c!  le  diga 


C'.i  su  derecho! 

—  ;I  n  su  derecho! 
— Sí  .     .    sí,  hermano       .    Una  cC'Sa  es  qi 

^    uiv.x  que  ella  le  haira  caso. 

— No;  yo  creo  que  ella  no  se  lo  hará. 

— Pues  entonces  de  que  te  apuras  .  I  lábfalc,  düe, 
échale  hartas  papas  .  .  y  ¡gánale!...  Eí  quedrá  ganarte 
Lon  su  dinero,  con  su  ropa,  con  sus  caballos  .  porque, 
^""^    '^í  ;  ^'V    buenos    caballos    no    hav   quien    le    eane! 

i^ro  tu,  al  puro  pico.  .  al  puro  pico,  hermano.  Acuér- 
date: asi  le  '^Anó  yo  al  diputado  aquel,  ¿te  acuerdas?  ¡Pues 
así   le  ga:-ins  tu  a  don  Alberto! 

—  "^1,  e'^o  quiero;  pero  como  ésta,  ya  la  conoces,  con 
esos  humos  porque  su  padre  tiene  cuatro  reales 

— Pues  en  eso  está  el  mérito,  manito.  Tu  trabajo  te  ha 
de  costar  ¡\'aya!  Tú  lo  quieres  todo  como  el  arroz 

del  Carmen:   ¡dado  y  con  ollita! 

— En  fin,  veremos  a  ver.  Yo  me  casaría  con  ella. 

— ¿De  veras? 

— De  verdá.  Y  ese  catrín  no  ha  de  ir  con  fines  bue- 
nos   .  . 

— ¿De  veras  te  casarías  con  ella? 
— De   veras. 

.  112 


<r 


RAFAEL 


DELGADO 


Pues   entonces,   hermano,   no   te   pares   en   pintas 

pídesela  al  tata  . 


— ¿Y  si  no  me  la  dá  .     .  ? 


Pues    a    ver    cómo    haces...    Si    no   lo    consigues... 

¡mejor!.  .  .  No  te  convendrá.  Anda.  .  .  yo  soy  tu  padri- 
no. .  .    ¡Verás  qué  baile  hacemos! 

—  ¡Déjate  de  bromas! 

Sí,  te  dejo  de  bromas  y  me  voy,  porque  a  esta  hora 

me  sale  a  hablar  cs.i .  .  .  Luego  llega  el  viejo,  que  va  a  verla 
a  la  Parroquia,  y  ya  no  hay  modo    .  . 

Pues  anda    .  .    ¡Dichoso  tú  que  no  tienes  penas! 

—  ¡Penas!   ¡Ah,  guaje!   ¡Ten  ánimo!   ¡Adiós! 
Y  Gabriel,  más  tranquilo,  volvió  a  su  casa. 

Al  llegar  fué  en  busca  de  la  huérfana.  Carmen  estaba 

acost.ida  }'a. 

¿Qué  tiene? — preguntó  el  ebanista  a  doña  Pancha. — - 

¿Está  enferma? 

Sí...  ¡enferma!  ¡Las  copas!...  ¡La  hicieron  to- 
mar!. .  ¡como  ellos  toman!  Jurado  cayó  también.  El 
otro,  Arévalo,  se  fué  dando  mayata/os .  .  .  El  escribiente 
se  lar^^ó  temprano.  .  .  Solo  Carlota  y  Malenita  están  bien.  .  . 
v  eso    .  .    ¡Dios  sabe  cómo! 

'  '    — Déle  usted  cafe,   señora   madre.  .  .    frío  y  muy  car- 
gado   .  . 

No.  .  .   ya  la  dejé      .    ya  se  durmió.  .  .    ¡que  duerma 

la  turca!  ...   ¡Si  yo  lo  he  sabido,  no  la  dejo  ir!  .  .  .   ¡Qué  dirá 
don  Eduardo  cuando  lo  sepa! 

Ciabriel  resignado  se  retiró  a   su  cuarto,  diciendo: 

— Si  de  aquí  no  pasa.  .  .    ¡tope  en  eso! 


113 


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A      N      D      R 


XIV 


— RUEÑOS  días,  Pctrita,  ¿cómo  pasó  usted  la  noche? 
■^ — Bien;  caí  tan  rendida  que  no  desperté  para  nada.  .  . 
^íe  dolía  la  cabeza  de  un  modo  que  parecía  que  me  clava- 
/    ban  ai; u jas ... 

— La  contada  tarde,  hija.  .  .  Ángel  me  dijo  que  estaba 
u^red  enferma,  y  \ine  a  verla;  pero  me  encontré  cou  que 
\\\  estaba  en  el  cuarto  sueño.  .  .  Hasta  pensé,  ¡Dios  me  lo 
perdone!  que  a  usted  también  se  le  había  pasado  la  mano..  . 
— No,  doña  Salomé,  si  apenas  lo  probé.  .  .  Una  copiti 
V  un  vaso  de  pulque  de  almendra.  .  .    ¡que  est.i- 


de  vino 


ba  riquísimo 


Pues   de   ahí   vino   todo! 


A   mí   no   nie   gust;T   el 


pulque  curado.  .  .  si  tomo  un  trago,  un  traguito  no  más, 
dolor  de  cabe/:a  seguro.  ¿Y  qué  tal  estuvo  el  festín?  Dicen 
que  todos  estaban  muy  alegres.  .  . 

—  ¡Ay,  mi  alma!  A  las  ocho,  cuando  yo  me  retiré  des- 
pués dj  lavar  el  último  plato,  ya  todos  estaban  más  Jan- 
guaricos  que  unas  cotorras.  .  .  El  señor  ese,  don  Aiberto. 
tiene  muy  buena  cabeza.  .  .  Si  le  digo  a  usted  que  bebió 
\    bebió  V  ni  siouiera  se  le  conocía. 

— ¿Y  don  Juan? 

— Otro  que  bien  baila.  Después  que  tomaron  el  calé 
empezíS  el  canto    .  . 

— ;Y  qué  tal  estaba  la  Calandria? 

■ — bigúrese  usted.  .  .  ¡anchísima!.  .  .  Como  ese  señor  se 
le  apersonó  desde  luego  para  arrastrarle  el  ala  ...  y  la  tra- 
taba con  tanta  exquisitez.  .  .  ¡Así  acabó!  Copa  y  copa.  .  . 
¡(|ue  por  usted!  .  .  .  ¡que  por  mí! .  .  .  ¡que  por  don  Juan! .  .  . 
;que  por  Magdalena,  y  así,  hija.  .  .   pues  tuvo  que  caer! 

—  ¡Quién  se  lo  manda,  hija!  Ya  verá  usted  el  día  que 

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DELGADO 


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^c'V^a  su  p^^.Ire  . 
'le  1.^ 


no  se  cs- 


Eo  que  es  doña  Pancha  .  . 
Cipi  tic   l.l   i  :.í     .  ■ 

— ;Y  .i  IX  dir.í  el  Cid  vidrio}  ,    .      ,     , 

_Pue-'  ;oue   h.i   de   decir?   Y.i   se  le   irán   b.ijando   ios 

[„ios    Yi  no  'se  d,u-á  el  tono  de  .mtcs .  .  .   Por  más  que  ha- 

.     ga    tiene   ouc    perder...    ¡Claro,   hijlta!...    El   otro   tiOne 

unto  dinero  oue  ni  sabe  que  hacer  con  él.  Y  a  le  puso  la 

puntería   -i    L'/ Calandria ..  .    y   lo   que   es   el   calandno    se 

quedará  como  el  que  chiflo  en  la  loma.     .  Ya  vera  usted...  . 

VI  ve'-á  u'.teJ  Y  entonces  se  podrán  poner  tablados  pa- 

'    ra  oir'a   do.Vi   Pancha...    ¡Allá   se  lo  haiga!   El  que  por 

su  -usto  pv.u.e    .  .    Yo  se  lo  dije  cuando  recogió  a  la  mu- 

•    chacha         Uncd  se  lo  dijo  y  lo  mismo  todas  las  vecinas.  .  . 

¡Ouic-n  le  mando  meterse  a  redentora  y  caritativa!  ^ 

__.Cant.niva?  No  lo  crea  usted.  .  .    Eso  parecía,  pero 

/    en  rcahd.rd.  lo  que  hubo  fué  que  creyó  q.ue    asi .  .  .    ¡vaya! 

que  el  much.K-ho  se   casarla  con  la  Calandria  y  como  la 

muchacha  e^  hija  de  ricacho.     .    dijo:    ¡aquí  sí  que  pesca- 

mos  la  platal 

.  Puede' 

—Sin  el  puede.  ¡Es  la  verdad!  Pero  lo  que  es  ahora.     . 
.     ¡ojos  que  te  vieron  ir  ya  no  te  volverán  a  ver!  Si  hubiera 
-      usted  visto  !o  que  yo  vi,  con  más  razón  lo  dina.     .    Yo  no 
cs-uve  en  l.i  s.ila .  .  .  porque  a  mí,  hijita,  como  no  me  pongo 
-    el   corsé,  ni   me  enchino  la  frente,   ni  me  compongo  con 
moños         ro  me  convidaron  más  que  por  el  punto  inte- 
rés        para  que  sirviera  en  la  cocina ...   Yo  no  estuve  en 
hx  sala,  reto  desde  la  recámara  estuve  pelando  el  Qja.    .  . 
¡E.staba  más  .mcha  la  Calandria!  Don  Arturo  le  echo  ver- 
sos        y  J^^n  Alberto  se  sentó  junto  de  ella ...  y  solo  por- 
■     que  lo  vi  lo  creo,  hija:  ¡hay  gentes  que  en  dos  por  tres  pier- 
den la  veraüen/a!  Pero  ¡silencio!  mejor  es  callar.  .  . 

No,  Petrita,  cuente  usted,  cuente  usted.  .  .   si  lo  que 

es  visto  no  es  juzgado!  .... 

Pu^,5  ^.itl., ...  que  ese  señor  al  principio  estuvo  mo- 
derado nclinándosele,  sí,  pero  no  con  franqueza:  des- 
pués, cuar-do  el  canto,  cuando  el  viejo  se  puso  a  rascarle 

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A 


las  tripas  a  la  vihuela,  entonces  como  si  nadie  lo>  viera.  .  . 
;Y   la   paloniita!    ;La  que  no  sabía   quebrar   un   plato!    ¡La 

buena! 

— rQné  hizo¡^ 

— Nada,  nada.  .  .    pero  le  partía  de  un   mojo    .  .    que, 
hija      .    la  verdad  es  que  parecía  una  perdida    .  . 

—  ¡Jesús    me    valga!    ¿Pues    cómo    decía    u^tcJ    que    no 
había  hecho  nada? 

—  ¡Por  decir!  .  .  .  Ahora,  no  crea  usted  que  fué  tanto.  .  . 
no,  pero,  vava    .  .    no  se  portó  bien. 

—  ¡Las  copas,  hija!    ¡Serían  las  copas! 

— Sí,  y  como  dice  el  refrán.  .  .    la  ícente  por  el  a^^itar^ 
diente .  .  .    Luego,  Malenita  que  estaba  ayudando  Ligú- 

rcse  usted  .  .  Yo  lo  oí,  yo  lo  oí,  porque  se  lo  dijo  en  la 
recámara,  cuai^o  salió  por  la  guitarra,  y  yo  estaba  en  el 
otro  cuarto.  .  .  Malenita  la  llamó  y  le  dijo:  Compara  a 
éste  con  el  otro.  Este  es  un  joven  decente,  fino,  elegante, 
de  veras  elegante,  bien  educado  y  rico;  el  otro  un  triste 
carpintero.  Serás  una  tonta  si  no  te  aprovechas  de  la  opor- 
tunidad. ¿Qué  más  quieres! — Le  digo  a  usted  que  la  mona 
que  se  pusieron  fué  de  las  buenas.  Don  Juan  cayó;  don  Al- 
berto se  fué  haciendo  eses;  el  viejo  salió  Dios  sabe  cómo; 
don  Arturo  se  escapó  a  tiempo;  Magdalena  se  contuvo  nau- 
cho,  sí  se  contuvo  mucho;  pero  charlaba  como  una  co- 
torra. La  que  estaba  mejor  era  la  tapatía;  bien  que  sabe 
de  estas  cosas      .    ¡como  que  es  una  liebre  muy  corrida!  .  . 

— ¿Y  la  Calandria? 

— ¿Esa?  Aguantó,  hija,  aguantó  mucho;  pero  al  fin, 
cuando  don  Alberto  mandó  a  Angelito  a  la  tienda,  con  un 
papel,  y  trajeron  las  botellas  esas,  como  de  cerveza,  que 
truenan  cuando  las  destapan  ,  .  ¿cómo  se  llama  ese  licor 
íU'c  hace  espuma?.  .  .    Xo  es  cerveza. 

—  ¡Ah!    Sí,   champaña.  .  . 


—  \\  ^o  es,  champaña!  Entonces,  a  la  segunda  copa,  fue 
clavando    el    pico  lintre    Magdalena    y    yo    \x    trajimos; 

Carloi.ta    nc.^   ayudó    .  .    FHÍija,   si   estaba    como    iriiicrta.    1 


e 


116 


A     F     A     E     L 


DELGADO 


\  ni    por 


se  le  podían  tostar  lia- 
No   más   dijo:    — iQ^^é 


pusimos    un   pañuelo    mojado   en    la    cabeza   y.. 
esas! 

— ¿Y  ("lué  dijo  doña  Pancha? 

— ¿Qué  dijo?   Pues  estaba   quí 
bas   en  el    lomo,   pero   se   calló.  . 
dirá  Gabriel! 

— ¿Qué  dirá  el  caldudrio}  ¿Qué  dirá  don  Eduardo  cuan- 
do sepa  estos  desórdenes? 

— Y.     .    ¿qué  diría  Guadalupe  sí  viviera? 

—  ¡Pobrccita!  ¡Vale  más  que  se  haiga  muerto!  ¿No  le 
parece  a  usted  ^, 

—  ¡Por  supuesto,  hija,  por  supuesto! 

— Va  usted  a  ver:  doña  Pancha  no  se  aí^uanta.  LIov 
habrá  la  de  Dios  es  Cristo;  ya  lo  veremos.  Yo,  en  su  lugar, 
iba  y  le  despepitaba  todo  a  su  padre,  para  quitarme  de  co- 
sas .  A  mí  me  da  lástima,  mucha  lástima  la  muchacha; 
pero  me  alegro  por  el  calaiidrio,  hija;  a  esos  pretenciosos 
hay  que  bajarles  los  bríos  de  cuando  en  cuando.  .  .  Esto 
viene  que  ni  mandado  a  hacer,  que  ni  de  molde ... 

— ¿Qvé  usted  no  lava  hoy? 

— No  he  ido  por  la  ropa.  Dejémonos  de  conversaciones, 
y  del  prójimo;  pero,  hija,  si  las  cosas  pasan  en  las  narices 
de  una,  cómo  no  hablar  de  ellas!  Hasta  luego,  hija;  me  voy 
por  la  ropa,  y  a  la  escuela  de  Ángel.  ¡Ya  no  sé  qué  hacer 
con  ese  muchacho!  Ayer  me  dijo  el  maestro  que  en  toda 
la  semana  no  le  ha  visto  la  cara. 

— Entregúeselo  usted  a  alguno.  .  .  Oiga  usted,  el  otro 
día  supe  (|ue  el  padre  González  se  va  a  un  curato.  .  .  En- 
tregúeselo usted.  .  El  padrecito  lo  quiere.  .  .  que  lo  edu- 
que él  .  .  Como  Angelito  le  tiene  respeto,  acaso  se  logre  sa- 
car provecho  del  muchacho. 

— Tiene  usted  razón;  yo  lo  veré  ..ya  ver  si  Dios 
quiere  que  esta  criatura  asiente  cabeza.  ¡Es  mi  cruz!  Si 
mi  difunio  viviera,  ya  estaría  ese  pillo  suave  como  una 
seda.   ¡Adiós,  Petrita! 

— Llanta  luego.   ¡Cjuárdeme  usted  el  secreto! 

— Xo  tenida  usted  cuidado. 


117 


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1       L       A       N       D       R       I       A 


RAFAEL 


DELGADO 


Al  nempo  que  !as  cios  ami^i;as  so  separaban,  todas  las 
\;C!n;iS  saliaua  a  las  pucrias  de  si;s  respectivos  cuartos.  A!i;o 
cxtraorclmario  pagaba  eii  !a  casa  de  (jabriel.  Aunque  los 
contep.duntes  no  esiabm  a  la  \'ista,  e!  escándalo  era  ma- 
yúsculo. Oíase  la  \o/  cascada  de  doña  Panclia  quc  repren- 
iÁ\.\  a  la  Calandria  con  uní  diu'eza  extraordinaria  en  la 
pacilica  quintañona.  La  nuic'iacha  contestaba  a  todo  en  al- 
ta \oz,  y  hubo  v.i\  n^.oniento  e:i  que  Lis  \'ecinas,  que  no 
perdum  palabra  de  aquel  diálo;;o  ardiente,  estuvieron  a 
pup.to  de  ir  a  prestar  auxilio  a  las  disputadoras. 

]\)r  instantes  iba  subiendo  la  colera  de  doña  Pancha 
y  la  exaltacuMi  de  la  Calandria;  se  oían  las  reprensiones 
de  la  una  y  las  risas  burlonas  de  la  otra,  que  alegaba  no 
depender  de  la  vieja,  \  se  creía  libre  sin  que  naclic,  sólo 
su  padre,  tuviera  dereclio  a  gobernarla.  Redoblábanse  los 
grito<í,  las  exclamaciones,  los  epítetos  casi  injuriosos  y  las 
burlas. 

—  ¡A  usted  que  le  importa!    ¡No  es  usted  mí  madre! 

—  ¡No,  pero  como  si  lo  fuera!  Yo  me  lo  merezco  por 
tonta  y  compasiva.  ¿Quién  me  mandó  a  mí  meterme  en 
camisa  de  once  varas. '^    • 

— A.  mí  no  me  gusta  que  me  ceben  en  cara  favores. 
Y  estos  no  han  sido  favores.  ¡Para  eso  mi  padre  le  paga 
a  irsted! 

— ;Le  paga  a  usted?    ¡ííace  meses  que  no  me  da  un  tlaco! 

— Porque  usted  no  ha  ido  a  verlo. 

— Ni  un  tlaco.  ;Y  qué  te  ha  faltado?  Nada.  Hasta  pa- 
ra trapos  y  aparejos  te  he  dado  yo.  ¿Quisiste  las  enaguas 
nuevas?  Las  tuviste.  ¿Quisiste  las  botas  abronzadas?  Las 
compraste.  ¿Quisiste  el  corsé,  ese  aparejo  que  está  ahí,  y 
con  el  que  estabas  ayer  tan  cinchada?  Y  lo  compraste 
también,  con  mi  dinero    .  . 

— Todo  se  lo  pagará  a  usted  mi  padre.  Vaya  usted  a 
A  erlo,  y  ya  verá  cómo  le  paga  .  .  . 

— Y  sí  que  iré,  y  me  pagará  todo,  ¿quién  dice  que  no? 
Lo  que  no  me  pagará  son  los  disgustos  que  me  das. 

— ¿Disgustos? 

118 


— ¿Pues  cómo  le  llamas  a  lo  de  ayer?  ¿Te  parece  bueno 
lo  que  ha  pasado?  Cuatro  veces  te  mandé  decir  con  Ángel 
que  vinieras,  y  no  hiciste  caso. 

—  ¡Sí  le  iiice  a  usted  caso!  No  vine  porque  no  me  de- 
jaron. 

— Y  ¿en  que  paró  todo?  En  que  veniste  cayéndote  me- 
jor dicho,  er  que  te  trajeron  porque  no  podías  dar  paso. 
Dios  te  tenga  de  su  mano .  .  .  para  que  no  te  eches  por  la 
calle  de  en  medio.  Con  esas  amistades  no  has  de  tener  buen 
fin ... 

— ¡Bueno!  .  .  .  Será  lo  que  usted  quiera.  .  .  pero  a  usted 
no  le  interesa. 

—  ¡Desgraciada!  ¡ingrata!  Mientras  vivas  aquí,  a  mi 
cargo,  si  me  interesa,  porque  tu  padre  descansa  en  mí. 

— Sí,  pero  no  tanto.  Usted  quiere  tratarme  y  repren- 
derme como  si  fuera  su  hija.  .  . 

— ¡Ingrata!  Como  hija  te  he  visto.  .  .  y  te  he  querido. 
Cuando  te  c[uedaste  sola,  casi  abandonada,  sin  que  nadie 
viera  por  tí;  cuando  tu  pobre  madre  estaba  agonizando.  .  . 
¿quién  se  apuró  por  tí?  ¿quién  fué  a  ver  íi  tti  padre?  El  ni 
se  acordaba  de  que  eres  su  hija,  y  por  mí,  sí,  por  mí,  volvió 
a  darte  el  semanario  que  le  quitó  a  tu  mamá!  Debías  pen- 
sar en  quien  es  tu  padre  y  en  de  quién  vienes,  para  mane- 
jarte de  otro  modo.  .  .  Cuando  sepa  lo  que  pasó  ayer.  .  . 
¿qué  dirán  L.s  gentes? 

— ¡A  mí  no  me  importa  lo  que  digan  las  gentes! 

La  Calandria  repitió  esta  frase  dos  o  tres  veces,  levan- 
tando los  hombros.  Estaba  sentada  al  borde  de  la  cama,  ba- 
jos los  ojos,  las  ptipilas  húmedas,  y  pasando  y  repasando  en- 
tre los  dedos  las  puntas  del  delantal.  Doña  Pancha  sentada 
al  principio  en  una  silla,  junto  a  la  cama,  se  había  puesto 
de  pie,  y  recostada  en  la  cómoda  no  apartaba  la  vista  de  la 
huérfana. 

— ¿No  te  importa  lo  que  digan  las  gentes!  ¡Malo!  ¡Ma- 
lo! Hija,  no  te  conozco.  ¿Dónde  has  aprendido  esas  con- 
testaciones? ¿Quién  te  ha  enseñado  eso?  ¿Quién?  Bien  lo 
sé.  Luego,  luego  se  conoce  quien  te  aconseja.  .  .  Mira,  Car- 

119 


•  '/'•' 


^1 


\ 


A 


CALANDRIA 


R     A     F     A     E     L 


DELGADO 


iv.en;  reflexiona;  vas  por  mal  camino.  ¡Acuérdate  de  Gua- 
dalupe! .  .  Si  ella  viviera  ...  y  te  oyera  ..se  caería  muer- 
ta. Porque  la  pobre,  con  todo  y.  .  .  lo  que  hubo  con  tu  pn- 
dre,  era  buena.  .  .  y  te  crió  bien  .  .  Cuántas  veces  delante 
de  mí,  dándote  consejos,  te  dijo  que  la  amistad  de  Male- 
nita  no  te  convenia.  .  .  Vamos,  dime  ¿qué  hablabas  con  esc 
señor,  en  la  puerta,  ahora  que  entré? 
— Nada. 

—  ¡Cómo  nada! 

— No  estaba   yo  hablando  con   él       . 

— ¿No?  Si  yo  oí  al-o.  .  .    ¿qué  hablabas? 

— Nada.  >^ 

—  ¡Si  yo  lo  ol! 

— Nada.  Cuando  yo  me  :\-.on-c  él  pasaba  a  caballo,  v  se 
detuvo  a  saludarme    .  .    ¡Yo  no  había  de  cerrar  la  puerta! 

— Es  que  yo  oí  que  decías  .  .  que  a  las  cuatro  lo  es- 
perabas   .  . 

— Yo  no  dije  eso. 

—  ¡Si  yo  lo  oí! 

— Pues  oyíV  usted  mah 

— Oí  bien.  Mira,  Carmelita:  no  le  hagas  caso  a  ese  se- 
ñor; piensa  que  aunque  tú  eres  de  buena  familia  no  ha  de 
casarse  contigo.  .  .  Aunque  sea  duro  te  lo  voy  a  decir,  óve- 
lo:  mírate  en  el  e^nejo  de  tu  mamá.  ¡Qué  caro  le  costó  ha- 
ber creído  en  las  promesas  de  tu  padre!  Ha)  que  conocerse, 
hija    .  .   cada  oveja  con  su  pareja. 

—  ¡Eso  es  lo  que  yo  digo! 

— Pues  entonces,  ¿por  qué  haces  lo  contrario? 

— No;    usted  dice  eso  porque   quiere   que   me   case  con 

su  hijo  de  usted    .  . 

Aquí  doña  Pancha  se  puso  primero  pálida,  y  luego  co- 
mo la  grana. 

— No;  hija.  Si  Gabriel  ha  pensado  alguna  vez  en  eso .  .  , 
lo  que  es  hoy.     .    ya  me  dijo  anoche. 

— ¿Qué  le  dijo  a  usted?  ¿Le  dijo  que  ya  no  me  quiere? 

Dígamelo  usted. 

' — Me  dijo  todo.  .  .    hasta  que  estaba  resuelto  a  hablar 

120       ) 


con  el  señor  don  Eduardo,  arreglar  sus  cosas  y  casarse  con- 
tigo        pero  lo  que  e^  a liora  .     .  yo  le  diré  lo  que  he  visto .     . 

— No  es  nada  malo. 

— No  lo  será  .  .  .    pero  yo  se  lo  diré. 
X    — ¿Me   amenaza   usted?    ;A   mí   qué   me  importan  esas 


1 


amenazas: 

— Hija,  hija.  .  .  de  todas  maneras,  no  me  conviene  que 
sieas  en  esta  casa.  .  .  Hoy  hablaré  con  tu  padre  y.  .  .  él 
dispondrá. 

— ¡Irá  usted  con  los  chismes! 

— Yo  le  diré  lo  que  ha  pasado,  para  que  vea  donde  te 
pone ...  El  es  tu  padre ...  y  yo  no  quiero  echarme  cargos 
en  la   conciencia  ... 

— No  faltará  una  casa  a  donde  yo  me  vaya.  .  .  Para  las 
mis.crias  que  hay  aquí.  .  .    Me  iré  con  mi  padrino  o  me 

iré  con  mi  padre.  .  .    ¿por  qué  no?  o  en  último  caso  con 
Malenita,  que  me  ha  ofrecido  su  casa. 

— Caro  lo  has  de  pagar.  Buenos  ejemplos  recibirías  allí! 
Mira,  Carmen:  acuérdate  ce  todo  lo  que  tu  mamá  pasó 
Era    buena,    honrada,   vivía    tranquila    en   su   casa...    Una 
vez,  por  su  mala  suerte,  se  creyó  de  tu  padre.  .  .   y  tú  sabes 
bien  lo  deraás    .  . 

La  Calandria  se  irguió  colérica  al  oír  aquella  frase  que 
parecía  un  reproche   contra  la  infeliz  mujer  que  le  había 

¿ado  la  vica. 

—  ¡Doña  Pancha,  basta! — exclamó  levantándose. — Yo 
no  puedo  sufrir  que  así  hable  usted  de  mí  mamá.  .  .  ¡P>as- 
ta!  Me  iré  de  esta  casa,  ahorita.  No  me  quedaré  ni  un  ins- 
tante, ni  por  usted,  ni  por  Gabriel,  ni  por  nadie,  aunque 
mi  padre  lo  diga.  .  .  ¿lo  oye  usted?  Vaya  usted  a  ver  a  mi 
padre,  luego,  luego    .  .   y  no  hablemos  más. 

—  ¡Eso  quiero  yo    .  .    paiM  nada  te  necesito! 
— ¡Ni  yo  a  usted! 


—  ¡Ingrata! 

—  ¡Doña  Pancha! 
■ — Sí,    ¡ingrata! 

— Ja,  j.i,  ja!    ¡Ingrata!    ¡Porque  no  quiero  casarme  con 

121 


iá 


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CAL 


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N       dría 


RAFAEL 


DELGADO 


MI    lujo    de    Uiitcd!  .  .  .     ¡Porque    se    les    escapa    a    ustedes   el 
di. "¡ero! 

— ;rÍ  diPiCro?  Xo  te  quiero  para  mi  hijo  .  Dios  nos 
libre  'Je  e:o.  Mejor  fuera  que  tu  padre  cuidara  más  de  los 
viuc  s;mi  su  saniíre  .  Mientras  tu  hermiana  irasta  en  v"^s- 
lidos  \'  i  irfaLiises,  tú  no  tienes  para  /.patos,  y  esta  pobre 
A  iCja,  una  triste  lawm^iera,  tiene  que  v!.n  te  pai'a  ellos.  .  . 


j... 


1, 


ti 


■ — -Nii  pao  re  >j  (o  pa!;ara  a  usted. 

— ;Por  c]ue  no  me  io  Íia  j^ vj;ado? 

— Poroue  usttd  no  lo  ha  \  isto. 

— -Por  cn:é  ;.o  te  recoire  /  .  .  .    j-orque  se  a^'e''eüenza  de 

.  .   de  tu  i^iacimijiuo,  de  tu    .  . 

— l).>na  P.ineiía,    ;es  ti^ted  mu\'  ordinaria!    ' 

—  ;C^aÍ!ate,  respoi^dona!  Mejor  sería  que  no  lucras  co- 
mo eres  t.iri .  ,  .  ¡Mas  de  terier  el  mismo  fin  de  Guada- 
lupe!  ¡^    si  no  \'a  lo  \er;:rr:os! 

\.i  (Calandria  no  pudo  nías  y  se  eclió  en  la  canna  aho- 
t:andí>  un  soüo/o. 

1  n  aquellos  momentos,  Mai^dalena  acertó  a  salir  al  co- 
rreJ.or,  y  al  oír  la  disputa  e  iriío»*n\u!a  poi"  las  vecinas  de 
lo  que  habían  escuchado,  acudió  en  atixilio  de  la  liuér- 
lana. 

—  ¡Creo  que  le  está  pegando!  dijo  una. 
— ¡Xo;  pero  poco  falta! — dijo  otra. 

—  ¡Yo  lo  arreglaré  todo! — exclamó  la  del  tinterillo,  y 
entró   resueltamente  en   las   habitaciones   de   la   quintañona. 


XV 


LA  Calandria  con  a>uda  de  la  maritornes  y  de  algunos 
vecinos  trasladó  sus  muebles  a  la  casa  de  Magdalena.  Pocos 
muebicb:  una  cómoda,  v.n  baúl,  un  aguamanil,  una  percibí 

y  tres  sillas. 

A  pesar  de  todo,  la  joven  no  dejaba  aquella  casa  sin 
tristeza.  El  modesto  hogar  del  ebanista  fué  para  ella,  en  los 
primeros  días  de  su  orfandad,  como  para  el  cansado  viajero 
de  las  a-rena>  líbicas  el  risueño  oasis  con  sus  palmeras 
sombrosas  y  stis  aguas  vivas,  gárrulas  y  límpidas.  Allí  ha- 
bía encontrado  afecto,  cariño,  amor;  allí,  por  vez  primera, 
tuvo  en  su  dolor  quien  ia  consolara,  quien  secara  sus  ojos, 
quien  compartiera  sus  penas  con  noble  desinterés;  allí  hubo 
para  ella  ternura,  mimos,  halagos;  en  aquella  modesta  ca- 
si, siempre  tranquila,  tan  diversa  de  las  denaás  del  paffo, 
cada  día  turbadas  por  graves  disgustos,  venenosas  rencillas 
y  hasta  proeaces  riñas,  había  vivido  en  calma,  apurando 
el  cáhz  de  su  dolor;  en  la  morada  alegre  del  ebanista  sti 
alma  sintió  las  primxras  emociones  amorosas;  allí  otra  alma 
sencilla  y  tierna,  con  sus  vagos  sueños  de  felicidad  y  sus 
placenteras  esperanzas,  despertó  en  la  suya  el  anhelo  del 
bien  y  de  lo  bello,  enseñándole  cónio  la  vida  tiene  horas 
felices  y  cómo  el  trabajo  endulza  la  existencia.  Todas  estas 
ideas  acudían  a  su  mente  indecisas,  confusas,  atropellán- 
dose  como  mariposas  que  en  ronda  instable  revoloteaban  en 
las  ramblas  ardiente^,   mientras  iba  y  Ycnia  presidiendo  la 

mudanza. 

Doña  Pancha  lloraba  y  para  que  la  huérfana  no  viera 
sus   ligrimas    fué   a   refugiarse   en   el   cuarto  de  la   portera. 

— ;Por  cpié  llora  usted  asi? — le  decía  ésta. — No  se  me- 
rece esa  cos^olina  que  usted  se  afane.  Ya  pagará  su  ingrati- 

usted,  déjela  usted.  .  .    para  ella  hace! 


tud.  Dcjeia 


2  T) 


123 


■^ 


/ 


L       A 


CAL 


A 


N       D       R      I      A 


C.irnicn  sabía  muy  bien  ijuc  su  separación  de  aquoüi. 
casa  lio  era  Indiferente  para  doña  Pancha.  I'.sto  le  causaba 
Cierta  aiegria:  como  que  se  ret;()cijaba  ile  pensar  que  aque- 
lla ruiTtura  que  hacia  llorar  a  la  anciana  era  ima  \engan- 
z.i  Pero  ;ven^ap/a  de  que?  r^iue  le  h.ibia  heclio?  Nada, 

ira  mal  cremosa,  se\era,  rei;añona,  irascible  a  veces;  mas 
e'i  el  fondo  bueria,  dulce,  cariñosa.  Ivecordaba  las  mil  oca- 
siones e!^.  que  la  buena  n-iuicr  \eiiía  \'  como  un.i  madre  la 
acariciaba,  uiciéndole  un^  alaban/a  .  Intonces  se  arre- 
|KMtía  cj  la  qu.e  a^ab.ibi  de  suiceder;  le  doha  e:i  el  alnia 
haberla  oíendido  .  Ademá>,  ofendiendo  a  !a  madre,  ofen- 
dii  a!  hiio,  a  (/abriel.  al  pv^bre  (jabí'iel,  oue  la  quería  tanto. 
rvué  J.]Vi^  el  ebanista  cuandt)  cupiera  lo  acontecido?  (la- 
bne!  la  ciuería  .  no  era  po^ibie  ne-arlo.  ;Coa  decir  OLie 
e;!j   loiM'o  que  p.o  hicera   san   limes! 

i  labia  hecho  mal,  mu)'  in.-l  en  todo;  lo  mismo  la  v is- 
pea .  .  .  ¡Como  la  \eían  las  \ecip.as!  vM^unas,  cuando  n.i- 
s.ibj,  soni'eian,  pero  no  todas.  Otras  la  mira'^an  con  OjO> 
espap.t.Klos,  como  ^\  fuera  culpa!)!e  de  u\\  \:rMi.  deüto.  .  . 
A(]u.ellas  mirad:.is  extrañas,  r^xelosas,  desconfiadas,  se  le 
da -.aban  e.i  el  cora/(')n,  le  oprimían  el  pecho,  la  torturaban, 
le  Nenian  tentacion^.s  de  llamarlas  a  toda^,  a  todas,  a  vri- 
\os,  para  decir  a  cada  una:  Si,  h.ice  mal,  vauv  mal;  tan  mal, 
qi'e  esto)'  aver^í;on/ada  .  .  .  Perdónenme;  no  reflexione;  v 
}a  no  sale.o  de  e^ta  casa,  le  pediré  percl  )n  a  doña  PanclT.i; 
así  debo  hacerlo  porque  es  muy  buena.  .  .  ha  sido  muy  bue- 
jia  conmigo! 

Peio  no,  no;  estaba  (iíendida,  había  que  sostenerse ,  . 
í)u-ían  que  con  ¡as  copas  de  la  víspera.  .  .  Nada  hubiera 
pasado  si  doña  Pancha  no  le  dice  lo  que  le  dijo.  .  .  Doa 
Albertí)  fué  quien  le  ro^ó,  le  suplicó  que  le  hablara  a  las 
oebiO-,  cuando  él  pasara  a  ca!:)ailo,  .  .  No,  no .  .  .  era  preciso 
tener  resolución  y  S(;s:enerse    .  . 

Discurriendo  así  acabó  la  mudanza.  Mas  cuando  sacó 
lo  ultmio,  un  espejito  de  marco  negro.  pensó  .  .  v  ahora, 
en  qué  duermo.^  !No  teniio  cama!  Esta  es  de  Gabriel  y  no 
he  de  llevármela  .  .  . 

124" 


R     A     r     A     E     L 


DELGADO 


I 


( 


-dijo  Magdalena — después  se  la  paga  usted 

¡Para  lo  que  valdrá! 
—contestó  la  Calandria — ¡para  qué  quie- 


— Llévesela;- 
a  doña  Pancha . 

— No,  no  .  . 
re  usted  que  luc^o  me  io  eche  en. cara! 

Doña  Pancha  lo  pensó  a  tiempo  y  le  mandó  decir  con 
una  vecina,  que  l!e\  ara  la  cama,  que  era  suya,  con  ropa 
V  todo;  que  Gabriel  se  la  había  regalado.  Al  oír  esto,  Car- 
men simio  que  el  covMon  se  !e  partía  y  que  los  ojos  se  !e 
llenaban  de  lágrimas;  pero  no  supo  qué  decir,  y  se  llevó 
la  caír^a. 

*  — ¡Hace  u'ted  bien,  hijita!  ¡Hace  usted  bien! — qcc¡:\ 
Alaedaiena. — Si  él  se  la  rei;au^  a  usted.  .  .  tiene  usted  de- 
rechc»,  c^  cl  i  sred. 

Doña  Panelea  volvió  a  la  casa,  enjugando  sus  ojos.  ¡Qué 
triste  a'^pccto  presentaba  la  Salita!  ¡Como  si  hubieran  sa- 
cado de  allí  un  cadas  erl  La  quintañona  arregló  los  muebJes 
a  la  ligera,  como  pudo:  barrió  de  prisa,  sacudió  aquí  y  allá.  . 
\  se  fue  a  la  C:i',a  de  i\^)\\  b.duardo,  todavía  con  les  ojos 
húmedos.  A!  pasar  y,oi'  el  taller  preguntó  por  Gabriel.  í Li- 
bia salido  con  unos  compañeros  a  desarmar  unos  muebles. 
Llego  a  la  ca  v,  el  cri<vJo  le  dijo  que  su  amo  estaba  de  viaje, 
en  Alexico.  Tardaría  u:i  mes.  Seria  necesario  escribirle.  .  . 
para  que  lo  supiera  todo.  Pero  el  caballerango  no  supo 
darle  la  din  ce  i  ')n.  Como  no  era  hora  todavía  de  que  Gabriel 
hubiese  vuelto,  se  dirigió  a  la  Parroquia  y  allí,  en  el  altar 
de  la  Virgen  de  los  Dolores,  rezó  y  volvió  a  rezar.  A  la 
salid.^  se  encontró  con  el  padre  González,  y  le  contó  todo 
lo  acaecido. 

Ll  clerieo  se  informó  detenidamente  del  caso;  la  inte- 
rrogo punto  por  punto  acerca  de  las  amistades  de  la  huér- 
fana.— Salve  usted  su  responsabilidad; — le  dijo — avise  us- 
ted a  ese  señor  lo  que  ha  pasado.  .  .   Escríbale  usted. 

y  allí  mismo  en  la  ante-sacristía  el  vicario  escribió  la 
carta. 

D'oña  l'anclia  se  Li  entregó  al  caballerango  y  le  reco- 
mendó que  la  remitiera  a  su  destino  porque  se  trataba  de 
un  asunto  ivAiy  urgerite.  El  criado  ofreció  ponerla  en  ma- 

125 


,r 


L 


/ 


\ 


CAL       A       N       D       R 


I 


1 


rn)s  Jol  tenedor  de  libros,  un  joven  que  en  aquellos  momen- 
tos salía  apresuradamente  con  una  bolsa  de  pila  debajo  del 
bra/o. 

'  Después,  }Tndo  para  el  taller  de  don  Pepe  Sierra,  al  fin 
de  la  calle,  so  encontró  con  Gabriel: 
— ; Sabes  lo  que  lia  pasado? 
—Ño.       . 

— Pues  Carmen  .  .  .    esta  mañana    .  . 

Y  en  dos  por  tres  refirió  al  ebanista  lo  acaecido,  menos 
que  había  sorprendido  a  la  Calandria  hablando  cow  Rosas. 
— Y  ¿ya  se  fué  .^ 

— Sí,  ya  pasó  sus  cosas.  .  . 

—  ¡Está  bien!  dijo  el  mozo  con  desprecio  e  indiferencia, 
como  si  se  tratara  de  personas  desconocidas. 

— No  diga  usted  ni  una  sola  palabra  .  .  .  Don  Eduardo 
lo  arreglará  todo  cuando  lo  sepa.  .  .  Usted  ya  cumplió 
con  avisarle  .  .  Pero  no  diga  usted  ni  una  sola  palabra.  .  . 
Asi  se  evitarán  los  chismes  y  los  disgustos  .  Yo.  .  .  por 
mi.  .  .  ¡no  me  importa! — Y  el  pobre  mudiacho,  al  decir 
esto,  sentía  un  nudo  en  la  garganta  y  que  dos  lágrimas 
n^laban  por  sus  mejillas. 

En  tanto  la  Calandria  quedaba  instalada  en  casa  de 
Magdalena.  Don  Juan  estaba  también  de  viaje:  aquella  ma- 
ñana había  salido  rumbo  a  la  Costa,  en  compañía  de  un 
abo'^ado  noníbrado  recientemente  Juez  de  Tuxil.i. 

— ;Y  ahora  t]r.é  piensa  usted  hac^r,  hijit.i? 

— No  se;   r.ablar  con  mi  padre    .  . 

— Si  Jurado  estnsÍLra  aquí!  11  arreglaría  todo  ,  .  para 
qi'C  se  quedara  Listed  con  nosotros.  ^Xijuí,  liijita,  estará  us- 
ted bien,  con  n;as  iibertad,  sin  tener  que  suirir  las  inipru- 
^'ei^^¡a>   de   esa    vi^ji. 

— Sí;  ;pei*(^  miep.rras  don  Juan  viene? 

— Pues  \'o  iré  a  \er  a  su  papá,  }o  misnia  i¡'"i:a  .  .  Verá 
i;^Led    .  .    \  era  usied,  nie  pin  lo  para  estas  cos.^sl 

.\  r.Kdio  día  Al.;.gda!ena  se  pino  de  \eir.iie!n^o  aiiileres, 
}    pa\oneándosj   )    llenando  la   acera   coa   la   iiiidosa   falda 

126 


R 


A 


F     A     E     L 


DELGADO 


de  seda,  salió  a  desempeñar  sus  deberes  de  parlamentario. 
A   poco  regresó  diciendo: 

— Habrá  que  escribirle,  porque  no  está  aquí.  Esta  no- 
che, Carmela,  esva  noche,  en  menos  que  te  lo  digo,  le  pone- 
mos una  cnrta,  como  yo  sé  ponerlas!  .  .  .    Ya  verás. 

— Será  Jjspues  que  venga  Rosas,  no  te  parece?  Ya  le 
mandé  decir  con  Ángel  que  aquí  estoy.  Lo  buscó  en  la  can- 
tina, V  allí  e-taba.  Mum  qué  bonito  ramo  de  gardenias  me 

mandó. 

■ — :C)ue    liHuo! 

i        V 

— Aquí  10  pu^e.  ,  .   en  esta  copa.  .  . 
— Hiciste  bien.  .  .   estas  en  tu  casa!  Compara,  hija,  coiv.- 
para   a   éste   coi^   el   ouo .  . 
persona  íi^ia! 


Ya   vas   viendo  lo  que  es   tuia 


1^- 


127 


CALANDRIA 


R     A     F     A     E     L 


DELGADO 


\ 


XVI 


HASTA  la  noche  no  vino  Gabriel  a  su  casa.  A  medio 
día,  un  aprendiz  avisó,  por  encargo  del  ebanista,  que  éste, 
con  Tacho  y  Enrique  López,    había   ido  a  comer  a  una  fonda. 

Durante  la  comida  estuvo  el  mozo  cabizbajo  y  triste, 
casi  sin  despegar  los  labios.  No  bastaron  a  sacarle  de  su 
abatimiento  los  chistes  de  sus  amigos,  ni  la  sempiterna 
charla  del  baibero,  que  era  una  gacetilla  por  lo  decidor  y 
parlanchín,  v  cuentan  que  no  escasearon  antes  de  sentarse 
a  la  mesa  las  copitas  de  catalán  con  anisete. 

El  pobre  muchacho,  temeroso  de  las  pullas  de  las  veci- 
nas, pues  ya  suponía  que  é!,  Carmen  y  doña  Pancha  serían 
esa  naañana  el  tema  obligado  de  todas  las  conversaciones 
\'  el  apetitoso  platillo  de  todas  las  comadres,  se  echó  calle 
arriba.  No  volvió  hasta  las  nueve  de  la  noche. 

Tuvo  miedo  a  las  alusiones,  a  las  indirectas  y  a  la  com- 
pasión malévola  de  las  lavandera^.  Ya  se  imaginaba  la  cara 
üue  al  verle  pondría  Salomé;  las  sonrisas  de  Paula  y  de 
Petra,  y  la  afectada  seriedad  de  Magdalenita.  ;Qué  haría 
("armen  cuando  el  se  le  pusiera  delante?  ¿Qué  diría?  ¿No  se 
a  ^'ergon7aría  al  recordar  la  juma  de  la  vispera?  ¿Cómo  ex- 
plicaría su  salida  de  aquella  casa?  De  seguro  que  echaría 
la  culpa  a  doña  Pancha.  Cierto  que  esta  era  dura  y  exi- 
gente; que  por  todo  se  irritaba;  que  en  ocasiones  sólo  él, 
que  era  su  hijo,  podía  sufrirle  el  mal  genio.  Y  había  para 
creerlo  asi,  porque  Carmen  era  buena,  dócil,  cariñosa.  De 
lijo  (|ue  doña  Pancha  andu\o  ligera;  sabe  Dios  qué  le  diría 
)'  con  qué  palabras.  Suelen  las  personas  n^.ayorjs  cometer, 
a  pesar  de  sus  años,  ciert  is  itnprudencias  con  \\>  cuales  to- 
do lo  echan  a  perder. — Y  quién  quita — pensaba — que  ma- 
má esté  celosa?...  Anoche,  cuando  )'o  le  conté  todo,  no  dijO 
nada;  pero  no  se  mostró  ni  alegre  ni  contenta.  No  tendría 

128 


Ala^dalena  mucha  parte  en  esa  separación? — El  corazón  le 
decía  oue  si.  Tsa  mujer  no  era  buena;  y  luego,  como  él  la 
despreciaba  siem.pre  v  nunca  !e  hacia  caso!  Bien  lo  había 
preVisto:  ¿qué  cosa  buena  podría  traerle  a  Carmen  la  amis- 
tad de  aquella  mujei  ? 

Y  cómo  se  reirían  de  él  las  vecinas.  Ninguna  le  veía  con 
buenos  ojos,  ninguna;  nunca,  pero  menos  desde  aquella  no- 
che en  que  las  despidió  con  cajas  destem.pladas.  ¡Cómo  se 
rió  él  esa  ocasión,  al  verlas  ir!  ¡Bonita  ocurrencia!  Insta- 
larse alli  para  oír  cantar  a  Carmen,   cuando  ellos  querian 

estar  solos,  solitos! 

Desenmarañando  este  ovillo  y  devanando  esta  inter- 
minable madeja,  Gabriel  se  sentó  a  la  mesa.  Tacho  no  ce- 
saba de  chariair,  bromeando  con  las  criadas  de  la  fonda,  y 
Enrique  contaba,  entre  risas,  lances  recientes  de  crónica  es- 
candalosa. Enrique  sabia  cuanto  pasaba  y  cuanto  no  pasa- 
ba; como  qtie  su  barbería  era  el  mentidero  más  activo  de 

la  ciudad. 

Ciabriel  seguía  pensativo  y  triste.  Apenas  probó  bocado. 
Ni  las  enciiiiadas  incitantes,  espolvoreadas  de  ajonjolí;  ni 
los  chiles  rellenos,  gordiflones,  envueltos  en  su  dorada  ca- 
pa; ni  los  frijoles  secos,  brillantes,  encrespados,  con  sus  to- 
topilios  frites;  ni  el  picadillo  de  sardinas  con  queso  añejo, 
alcaparras  y  cebolla  picante  y  m\c.\,  despertaron  su  apetito. 

¿Qué  tienes,  Poncianilío? — di  jóle  Tacho. — Desde  ayer 

estás  como  juli-uero  en  muda";  pierde  cuidado,  que  no  en- 
trarán mosquitos  en  tu  boca.  No  haces  más  que  mirar  y 
remirar  esos  cuadros    .  .    ¿Qué  ves  allí  con  tanta  atención? 

— Nada. 

— Nada,  ¿y  no  quitas  de  allí  los  ojos? 

— Esto\^  viendo  el  cromo. 

¡Pues  de  buena  duda  nos  sacas!  ¡Eso  ya  lo  vemos! 

Gabriel  estaba  tn:>te;  pero  no  se  daba  cuenta  de  su  tris- 


teza. 


Uno  de  los  cuadros  que  decoraban  las  no  muy  limpias 
paredes  de  la  fonda,  en  las  cuales  pululaban  las  moscas,  po- 
sadas a  millares  en  un  par  de  banderillas,  regalo  de  algún  pa- 


129 


La  Caljndric"j,  5 


L       A 


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N 


D       R       I 


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rroj¡u';ino  torero,  rcpre^jntrib.i  nri  bosque,  clibiiiaJo  Dios 
sabe  C'-n^o,  ncro  ¡'¡co  ce  ce-lorcs,  c<>ii  todos  los  tonos  de  opu- 
leni.1  \e  ..^jvivMi  aloin.i,  de' Je  el  nlv>ieiiro  de  los  criemos  y 
"   '        has:  a   el    \etde  apacible  y    ri-^i'eno  de  los  pastos 


ios 


i.  .   .    '  V-    ^ 


]Liiie*o^.  ciiai"i,io  bis  ii'er[\^^  re\:rdeeen  reii'LScadas  por  las 
l'-'io^eras  l;u\ias;  una  seí'.a  oue  dej.:ba  \er  e'i  e'  !  í)ndo,  en 
]",M'-i"i  - 1  .^(^  paí'io:' M'na,  t:¡":  \,\:\)  ^creno,  adorrneci^UN  de  i  lo- 
rbl.is    ]::ar;c  nes,   c"'    'Cu    -.^-^^   cristales    se    reüejaba   el    azul   de 

•i    v.ri.i  graiiU,   üi    v.'m  cl:o/a,   ni   i^n.i   ^]';"jra  liu- 

ajuí!  p:-';.ne.  (^::br-el  eonteivplaba  e  ;í1  snn^a 
k\S\    eivadro    ei:,  os    n-^^menoí'es    ÚMn    tomando 

e^^reio.  e>   \cv-\\  ;j:'a'.,   '.-ciwo  si  por  modo  prestí- 

■. i  \\.   '..■   r/  ;-n  ..- ;   ¡'diíJ  rb 

a   mas  \.{  a'*uo<ecia;  las 


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^¡n).  y  n":cnv;Ms 
roe."'  ^J  ¡Me-an  tanyible'^,  \  lI  n^."'netb(-  sentía  en  sn  :^rente 
eal 'ii:  i'í  lenia  -A  si>pio  "^  "eseo  de  las  montañas  emb.ilsaniac'0 
eon  e!  aroma  de  bis  eoaíteras;  cr^ia  respirar  el  an^iülcnte  vi- 
\  'tie  1  c'l  las  ladjras;  eseueiiaba  el  rumor  de  !■•-;  pinos  mo- 
^lJ(>^  por  los  \  lentos  matinales,  \'  jiuncna  su  abiia  en  las 
]^i\.;  unc'idades  de  acjuella  iin";ida  soledad,  a  la  cual  no  Uc- 
eaban las  aniar  .Tiras  de  la  vida,  ni  los  amaños  de  los  hom- 
b.es. 

[■  n  medio  de  su  pena,  en  medio  del  p'*oíundo  doior  qtie 
le  ív-:,nvia  el  corazón,  y  de  la  agitación  de  su  espíritu,  se 
complacía  en  n'!Í''ar  ios  boscajes  son^bríos  y  los  retiros  hú- 
medos, \  a  pesar  s^yo  vol\  ían.  a  sa  mente  las  apacibles 
nv'áyeiies  rúsricas,  los  bori/.ontes  dibitados,  lumin.osos,  sin 
ii libes,  los  nraderíos  desiertos,  las  cimas  altísimas  que  se  lo 
aruoj.dvíii  islas  de  salvación. 

—  ¡Y  Como  se  co!;sob;b:i  al  verlas  I  Le  parecía  que  ante 
la  ¡ni-nensidacl  de  la  naturaleza,  su  alma  iba  empeqticñecién- 
dose,  aniciuilindose  poco  a  poco,  basta  perderse  anonadada. 
\  \  cv^oAxMTí  amorosa  se  le  presentaba  atormentadora,  cruel; 
lue^o,  cbalcemejite  dolorosa,  v  al  fin  se  cambiaba  en  un 
sentin^iiento  que  tenía  mucho  de  aterrador,  mucho,  pero 
más,  sin  du(.la,   de  ¿;rato  y   delicioso;   algo  como   un  deseo 

1:0 


K    A     V     A     E     L 


D     E     L     GADO 


de  morir,  vago,  indecisj,  «^emeiantc  al  indefinible  anhelo 
que  se  apodero  de  su  alma,  cuando,  en  venturoso  dia,  oyó 
de  labios  de  la  huérfana  la  confesión  ingenua  y  franca  de 

oculto  amor. 

Estoy  mirando  esa  estampa  y  envidiando  a   los  qtic 

viven  en  los  campos;  en-idiando  la  calmea  de  los  cerros  y 
los  llanos.  .  .    ¡qué  paz  tan  dulce! 

; Adiós! — replicó  Tacho. — ¿En  qué  historia  apren- 
diste esas  cosas?  Come,  y  déjate  de  historias.  Estis  embo- 
bado .  .      ido  ,^ 

—  ¡Pensaba  que  la  vida  es  muy  triste.  .  .    penas  y  so.o 

penas !  .  .  . 

;Triste?    ;Para   los   tontos! — observó  Enrique. — Hay 

que  saber  vivir...  tomar  la^  cosas  ^omo  vienen,  como 
son.  .  .   sin  enredarlas,  ¿no  es  verdad,  Tacho? 

jEso!    ¿Sabes  ])or  qué  es  todo  eso,  Enrique?   Porque 

Gabriel  siempre  está  leyendo  novelas,  y  las  historias  esas 
ponen  a  las  gentes  como  locas.  .  .  El  áh  menos  pensado  te 
envenenas  con  f:'.sforos.  Yo  por  eso  no  leo  nada. 

—Tu  dirás.  Tacho:  el  otro  dia  llegó  éste,  bravo  como 
un  torito  de  Arenco.  .  .  ¿Sabes  por  que?  Porque  en  las  en- 
tre-as que  estaba  levendo  habla  una  muchacha  tísica  que 
se  ^amoro  de  i  n  otida!,  v  el  soldaditc  se  burló  de  ella,  la 
abandonó  después,  y.  ¡o>os  que  te  vieron  ir!^  Parecía  la 
mera  xerdad,  nnc  era  c;er.o,  y  que  la  muchacha  era  :i:go 
de  éste.  Y  estaba  f.iríc^sj  .  .  se  quería  comer  crudo  al  ofi- 
cial. 1  a  se  ve;  ésce  es  de  los  .v.ic  lloran  en  las  comedias.  ^  a 
te  vas  parecíe-ido  a  Mayo  \icna  .  .  . 

—  ¡Xo  me  (iuemes  la  sangre,  Enrique! 
Los  anillos  canfe  .t.nv>n  con  una  carcajada  cstru^?ndosa. 
A  decir  "Verdad,  Gabriel  tenia  necesidad  de  abrir  su  pe- 
cho a   los  amibos,   para  aliviar  su  a!-na  del  peso  de  sus   te- 
mores, pero  ante  la   n.c- Perada  hilaridad  de  sus  companeros 
calló,  V  fingió  que  .op^ía  y  saboreaba  los  platillos. 
Cuando^oAio  a!  tai-cy  don  Pepe  le  llamó. 

^Quiere;  ^nc:iv^;-\^i-  de  una  obra?   Es  cosa  de  tres  o 

cuatro' dias.   Dije  .p^e  l.ia  alguno  de  ustedes.  Allá,   en  la 

131 


y 


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R     y\     F     A     E 


DELGADO 


c.is.i  clci  amo,  tendrás  todo,  y  te  pagarán  bien.  Se  trata  de 
armar  unos  muebles  y  de  barnizarlos.  ¿Vas?  Puedes  saür 
temprano;  esta  noche  traerán  el  caballo.  Allá  hay  carpin- 
tería pero,  si  quieres,  lleva  ios  fierros  que  necesites. 

(jaí>riel  aceptó.  La  propuesta  de  don  Pepe  venía  a  sa- 
ca !"lo  Lie  la  difícil  situación  en  que  estaba. 

[•'1  ¡a  noche,  al  volver,  pasó  por  la  casa  de  Jurado.  Oían- 
se ri^as,  uní  animada  con\  ersación,  y  una  voz  que  no  era 
la  del  iMTterillo.  (jabriel  vió  por  el  ojo  de  la  cerradura,  y 
des-ub'i.;  a  Rosas  sentado  junto  a  Magdalena  y  a  Carmcii 
i  rente  al   catrín. 

—  ¡\o  hab^o  con  ella! — se  dijo. — Si  me  quiere  como 
dice,  \a  me  llamará. 

/\1  oii'o  d'i:\,  a  las  cinco  en  punto,  se  despidió  de  doña 
i\iiKha,  ehrii;;-')  ima  mirada  ai  departamento  donde  estaba 
la  dueña  de  su  cora/('>n,  y  montó  a  caballo,  diciendo: 

— ;  Mejor!  ;Si  es  cierto  lo  que  mi  madic  sospecha... 
cpie  ive  i.mporta! 

Cjj.r.^do  pasó  por  la  ca''«a  de  Solís  éste,  qi:e  ^alía  en  aquel 
ir.on^ento,  le  detuvo  pjra  charlar  un  rato. 

— ;  C  u  3  n  J  o  \  u  e  1  \'  e  s  ? 

—  \  iernes  o  sábado. 

— -No  ciejes  de  \enir.  h'l  domi;veo  liago  el  baile.  Cum- 
ple años  mi  hermana.   ;Te  espero?   ;vienc^? 

— SI   puedo. 

— No  te  liairas  del  roi:ar.  Te  espero  sin  falta.  Ya  verás 
c}ue  baile  I 


I 


132 


XVII 


CIN^:0  di^s  después,  domingo^pcr  la  noche,  daba 
Pandio  :-o!ís  un  baile  tan  concurrido  y  brillante  como 
ai^ucl    en    que   estuvo    el    ebanista   el    día    que   sepultaron    a 

Guadal  i:De. 

Los  bailes  de  SoÜs  gozaban  de  muclio  renombre  entre 
la   ícente  obrera.  Ln  ellos  se  juntaban,  ordinariamente  n^.^ 
a  ntes,  la  flor  v  nata  de  los  aprendices  mayores  de  don  Pepe 
Sierra.   Lo^  tales  bai'es  se  hacían  por  lo  común  a  escote  V 
■solían  ser  espléndidisimos,  gracias  al  concurso  que  para  el 
caso  prestaban  los  operarios  de  los  talleres  del  Lerrocarnl, 
todos   muchachos  a'egres  y  garbosos,  que  todas  las  tarden 
*a    bs    seis,    limpios    del    tizne   del    taller,    deponen    la    biu-i 
ozul   v  el   desastroso   fieltro  para   vestir   jacfíict/c  y   calarse 
ii  bombit-;   hábiles  y  diligentes  trabajadores,  cuyo  bienes- 
tar v  circunstancias  m.ircan  el  paso  del  obrero  antiguo  al 

(»brero  'ooderno.  ,    ,    , 

INta  vez  ncid^  se  les  debía,  la  suntuosidad  de  aquel  sarao 
,ra  una  muestra  de  !a  generosidad  del  obsequioso  y  galante 

dueño  de  la  casa.  m  i 

A  ias  diez  el  baile  había  empezado  ya;  agrupábanse  los 
curio>of:  transeúntes  en  Li  acera,  ante  las  ventanas,  para 
-ozar  un  poco,  a  través  de  las  rejas  y  de  las  entornadas 
puertns.  de  los  mnl  encantos  de  la  fiesta  obreril. 

Ar.ntro  se  contaban  hasta  treinta  parejas,  es  decu% 
treinta  muchachas  frescas,  bonitas,  ataviadas  con  sus  me- 
jores galas,  y  cuarenta  o  cincuenta  bailadores  que  a  portri 
se  mostr-ban  atentos  y  finos. 

La  decoración  de  la  sala  poco  dejaba  que  desear;  la 
música  era  insuperable;  la  que  tocaba  en  bailes  de  alto  qui- 
rio,  la  cue  gozaba  de  más  ireputación  y  fama;  tocaba  el 
maestro  Olesa,  amable  y  cariñoso  amigo,  que  tenia  prome- 

133 


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A       L       A 


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D       R       I       A 


ticií)  .it  el.'cño  CiC  b  c:isa  estrenar,  a  ]a  media  noc:^:,  una 
s^ii'  :'^li  niic\(),  de  lis  ir.ás  se!ectas  y  apasionadas,  que  vol- 
\e¡!i   lo.'os  a  los  c--)nciuTeiites, 

Ll  adorno  del  salón,  obra  de  Lir^ez  y  de  S -li^,  liábil- 
nieiT'e  :Mudados  por  Tacb.o,  niercció  a  sus  aut'j:v>  un  sui- 
jiuiv.eri;  de  felieiíaciones  y  parabienes. 

ios  nuiros  viejos  y  desconchadlos,  recicnten^orre  enjal- 
bef;ados,  ocultaban,  bajo  una  triple  mano  de  l.ciMda,  los 
esira;;os  del  tiempo  y  el  descuido  de  algunas  i:e::v:'awiones 
de  inquilinos. 

]\ira  que  resaltara  mejor  la  blancura  de  las  paredes,  fue- 
ron est.is  decoradas  por  los  dos  amigos  con  bunc!crltas  tri- 
colores de  papel  de  chii^.a,  dispuestas  en  cruzaspaJ.i.  }'  sobre 
ellas  lindas  coronas  de  dahalias  rojas  y  rama  di  tíua]a,  in- 
cüsj^ensable  follaje  de  toda  fiesta  popular  o  patii/nca. 

Para  mayor  éxito,  Enrique  [.<')pez  trajo  de  ^u  barbei^ía 
media  docena  de  cuadros  que  interpolados  simétricamente 
proviucían  un  magnílico  efecto. 

l.n  \'erdad  que  aquellos  cuadros,  dorados  nn  ti-.mpo,  con 
V  irías  cscenis  de  la  C')i¡í¡uisia  de  ^Ic.xUo  y  de  wwi  popular 
no\ela  de  Mad.  Cottin,  prestaban  a  la  decoracu;:  ciertos 
\  i-us  de  romántica  elegancia. 

I  a>  e^tan^pas  c\\\\\  ¿c  un  colorido  \  erdjderam.  n: :  ¡Mbioso. 

los  chicus,  qc.e  no  faltan  en  parte  .dguna,  s-  -j neniaban 

en  .'O  l>obos  ar.te  aquel  Ciortés  cine  endosaba  tab;..  Jo  neiiro 

con   \  L-.ekas  de  armiño,  ¡'opiÜa  \e!"de  }'  calzas  aylomjj^s,  y 

ijUc,  racimado  sol^^ru  mulli(.¡os  aimobadones,  niá^  -wo.  ía  wn. 

1(1'  ■  ^     1     • 


sn;t.; 


ue  '.:oza  c 


le  ¡a>  de'icias  cleí  naren  ^uie  un  -o 


d>n^i!';e  \  ierreo  c^.iio  el  Conqui -.ador.  A  si;.,  r^js  -lona 
Mar'na,  con  ropaje  de  odalisca  o  de  aliVioa,  pen.ic  :>  inroso 
y    ri.'s    bi'azaletes,    enire    pebeteros,    a  ni  oras    s  :■.""];■.:  ruacas, 


1 


U  1 


;s  1  Lu^eiitornies  \  uran  abu- 


nda ncla  de  iri;.. 


>s   iropi- 


ca'e-,   tañia  ei   arpa   oa;a  diNcrtir   ias   mui'riaj  de' 


A « i . 


lodo  esto  a  la  siembra  de  ¿o"^  altas  palmeras  de  '  ;s  cua- 
le*^  yeiuiía  Simuland.,;  "egio  dosel,  un  cortinaje  de  :^.\.iope¡o 
r-)¡;).  ;eco':idv)  lu  disfori'iies  abucjiados,  sujetos  cr,  gruesos 
coi\ioZies  ele  u'"o.  Las  nauxieris  parecían  doblei^ar.c  al  i:>eso 

134 


RAFAEL 


DELGADO 


lO 


del  velamen,  o  más  bien  rendidas  por  colosales  racimos  á. 

cocos  de  imnjsible  co\:)\\         "  ^       ■ 

Tn  otros  cus J-os  admiraban  !cs  niños,  y  nasta  lo'^  r^a- 
vorr-,  i  a  .--cma  de  las  naves  y  la  prisión  de  Motecuhzon^a; 
i^oui  ^1  As/ohiM^)  de  Tn-o,  con  la  cruz  roja  sobic  las  ^:^on' 
-•r;,-d-s  v..^iiuras,  o  a  S-buüno  con  turbante  irisado  y 
^ifa^ve  ier:vr;^"i::-^:  aüa,  Malci.  Adcl,  caballero  en  un  b.i- 
,lon  rii.)-^  de  pJu  anaranjado,  qa;,  a  todo  escape,  huía  l!e- 
v-at-ido  a  ;a  cv^^niavadi  Maflde,  cuyas  monjiles  tocas  no 
habian  su.:  ido  n:xc.:.  en  ¡a  ^.arrc'-a. 

Para  ¡  .nar  bi-^  ..becerss  de!  sain;-!,  1(:S  decorackv-;^  .cni- 
i-o:/r:ar  de  dos  n^a.-a^.  espontáneamente  faci^li.adcs  por 
el  d'=ño  ce  u  i.i  londa,  de  esos  mapas  que  a  bajo  pr.iio 
v^pd.n  ■)-  esoe.abidc:vs  v.mbee':;  uno  de  México,  y  fnm- 
tero  a  .^i  otro  de  los  bs^ados  Unidos,  que  ostentaba  en  i.s 
nn-uios  .  n  ictrsio  de  Yd.^sbington,  con  el  consabido  icma 
ac"^/  /^r/'^-/-  e//  li  Pci-:.  r/  prinu'io  en  la  i,u-n:u  etc.,  etc., 
otro  de  •  incoln,  uní  vista  del  I\'á-ara  y  otra  del  Cap:to- 
lio,  napa,  pregoneros  de  la  invasión 'pacifica  de  nuestros 
anahid  r-rimos  de  allende  el  Bravo.  ^  ^^ 

Cuatro  .  niconeras,  y  en  ellas  empañados  cspcjos  y  sim- 
paras c'e  r..:roieo  con  globos  opacos,  semejantes  a  los  de  la 
araña  d.-  sa.  luces  oue  adornaba  el  centro  de  la  sala.        ^ 

S.)lis  no  aui^o  Quc  sus  invitados  baibran  a  ludrulo  o//;- 
7,/o,  v  el  niss)  fue  cubierto  con  una  alfombra  formada  de 
cuatro  re;"a!es  dixersos  que  podían  dar  fe  de  cien  y  cien 
bailes  de  li  ndsma  clase  y  categoría. 

Con  ■piel aban  la  decoración  largas  cadenas  de  papel,  ver- 
Jes,  blancas  v  encarnadas,  que  partiendo  del  punto  en  que 
estaba  snsnendida  la  araña  iban  a  prenderse  a  cada  lado  en 
las  extrerñidades  de  las  vigas,  formando  una  especie  de 
ondulante  pabellón  movible  y  ligero. 

Oie<a  tocaba  con  ganas,  es  decir,  con  todo  el  ardor  de 
su  entu-a^mo  artístico,  una  habanera,  a  veces  acom.pasada 
y  lenta,  v  otras  tan  retozona  y  breve,  que  ora  arrastraba 
a  los  bailadores  en  apresurado  movimiento,  ora  los  adorme- 
cía con    Ub  dulces  y  tropicales  languideces. 

135 


\ 


^r"  i    '•    '* 


wmmmmmmmim 


L       A 


A 


L       A       N       D       R       I 


/ 


I 


RAFAEL 


DELGADO 


]■  litro  Lis  parcjaS  fi<;uraban  las  Gómez,  dos  nracliachas 
C'V'j  Al  decir  de  Ar^astasio,  cstalmii  Je  pCy  he  y  doble  n, 
n^-AY  emperejiladas  y  llenas  de  colorete;  las  Domínguez,  las 
C)rte?,a,  la  trigueñita  del  estanquillo  de  La  Jardinera,  hábil 
baüaeiora,  tan  amable  para  vender  cigarrillos  como  para 
bailar  sin  descanso  un  vals  de  tres  cuartos  de  hora;  las  cos- 
teña-, luiespedas  v  primas  de  Camilo  v  Arcvalo,  muv  am- 
l'^o'^:^-^  y  dengosas,  recogido  con  cintas  rojas  el  crespo  v  scmi- 
lanoso  pelo;  y  allí  también  la  Calandria,  y  Magdalena,  en 
cu\'a  casa  vivía  la  hucM-tana  desde  la  semana  anterior.  To- 
das ele'  intes,  atacadas  con  sus  m.eiores  '^alas,  ale^rres  \  fes- 
ti .  as. 

l-os  bailadores  habían  dado  nuicivo  v]ue  hacer  a  Enrique 
I  )pez,  quien  los  puso  como  nue\os  a  i  uerza  de  bandolina 
}  /  (>///(.>  (>•/■/('/;/. .7.  l^redominaban  el  trnje  negro  ^'  los  boti- 
nes de  charol,  americanas  y  jííí/ííc/ fiS,  y  no  escaseaban  las 
chaMjetas,  los  pantalones  ajustados  y  e!  calzado  amarillo, 
ios  aromas  vulirares  ¿c\  íí'jJih  de  Llovidu  v  de  la  liauairzcí. 
se  me/claban  audaces  con  la  fragancia  encumbrada  del 
(>¡)(>¡)(^;!íj\  y  las  emanaciones  encr\  antes  de  la  ixora. 

Carmen,  por  su  belleza,  por  la  incitante  morbidez  de  sus 
Jolinas,  por  la  palidez  de  su  rostro,  que  iba  encendiéndose 
j^'oco  a  poco  con  la  fatiga  del  baile,  }  ñor  la  gracia  v  sen- 
cilltz  de  su  carácter,  era  !a  más  linda;  iMagdalen^  üsta, 
maliciosa,  burlona,  rodeada  de  los  mozos  más  apuestos,  eri 
la  reina  del  baile.  ¡Y  qué  lujosa  que  estaba!  ;Con  razón! 
Si  la  nniv  ladina  se  gastaba  en  trapos  buena  parte  de  los 
cm^uep.ta  duros  con  que  un  gobernante,  afecto  a  sahume- 
nos  Djiiodísricos,  subvenía  a  la  publicaciíui  de  /./  iialicaJ. 
A  i.ís  once  \  media  la  temperatura  \  la  alcgrí.i,  el  en- 
tiisi.isnio  y  el  aiJor  danzantes  iban  subiendo  rápidamente, 
mereeu  a  la  espumosa  cerveza,  ai  eo^^Jiac  y  al  kcy^irnui. 
Las  parejas  estaban  como  nunca  risueñas  )'  comunicativas; 
se  íuinaba  en  la  sala  como  en  una  taberna,  y  Oksa  p-eÍM- 
áiAbA  la  schotiscii  nueva. 

A   poco  la  pieza  había  principiado.    ¡Qué  schoti-^eh!   LI 
maestro,   con   mirada   llena  de  inspiración  y  el   briílo  de  la 

136 


/ 


gloria  en  los  ojos,  a  veces  tocaba,  otras  marcaba  con  el  pis- 
tón a  guisa  de  batuta,  los  pasajes  más  tiernos  y  expresivos. 
Mucho^s,  de  pie  en  las  puertas,  gozaban  del  magnífico  as- 
pecto de  la  sala,  y  aplaudían  frenéticos  a  las  parejas  que 
iban  pasando  frente  a  los  espejos  en  giro  interminable,  ca- 
dencioso v  brillante. 

Tres  corredores  tenía  la  vetusta  casa;  tres  corredores 
casi  seculares,  bajos,  anchos,  húmedos,  con  gruesas  colum- 
nas y  pes.Kios  arcos,  ronsiruídos  para  dar  abrigo  (allá  en 
tiempo  del  Rey)  a  una  legión  de  tabaqueras,  y  almacenar 
las  pingües  cosechas  de  una  hacienda  famosa  y  los  m.iles 
de  arrobas  de  tabaco  producto  del  avío. 

Lestones  de  foílaje,  banderolas  y  farolillos  venecianos 
decoraban  el  uno.  En  el  estaban,  instalados  los  músicos,  \\o 
lejos  de  la  gran  mesa  cargada  de  botellas,  bizcochos,  tortas 
compuestas^  vasos  y  copas.  Los.  otros  dos  se  prolongaban 
paralelo,  hacia  el  fondo  del  inmenso  patio.  Obscuros  como 
boca  de  lobo,  K'igubres  y  desiertos,  convidaban  a  los  dan- 
'zan.tes  a  buscar  en  su  retiro  calm.a  y  soledad,  y  brindaban 
a  los  trisies  que  eran  pocos  y  a  los  fatigados  que  eran  mu- 
Ciios,  e!  cafe  .al  sereno,  sombrío,  entre  cuya  espesura  albea- 
ba  el  \  iejo  pozo  recien  blanqueado  y  revolaban  las  luciér- 


nagas. 


Por  uno  de  estos  corredores  iba  y  venía,  como  teme- 
roso de  la  luz  y  del  bullicio,  el  pobre  Gabriel. 

Echado  atrás  el  jarano  de  lujo,  envuelto  en  el  ]oron^2Ú' 
¡lo  galano,  revelaba  en  lo  pausado  y  tardo  de  su  andar  el 
abatimiento  de  su  alma  dolorida.  Fumaba;  a  las  veces  se 
paraba  en  e!  excremo  de  la  galería;  otras,  recostado  contra 
un  pilar,  vuelto  el  rostro  hacia  el  salón,  todo  alegría  y 
fiesta,  contemplaba  apenado,  húmedos  los  ojos,  el  paso  bri- 
llante v  st'ductor  de  los  danzantes,  la  ancha  puerta  que 
vomitaba  torrentes  de  luz. 

.  '  ¿Entraiía?  ¿Se  iría  sin  ver  a  la  huérfana,  sin  hablar  con 
ella?  Y  si  entraba,  ¿la  invitaría  a  bailar?  Por  fin  se  decidió: 
arrojó  ai  patio  el  puro,  que  como  una  ascua  quedó  brillando 
entre   las   hierbas,   dejó   caer   las   puntas   del   ]oyon¡^ud¡o,   y 

137 


1 


C      A 


A      N      D      R      I      A 


aprcsiuadamcntc  fue   a  dejar  abrigo  y  sombrero  a!   cuarto 
próximo. 

Cuando  Gabriel  entró  en  la  sala,  Magdalena  b':iilaba  con 
Pancho,  Carnten  con  Enrique  López  y  Tacho  con  Carolinrt 
Solís,  santo  de  la  fiesta. 

El  ebanista  recorrió  con  una  miraJa  el  adornado  salón, 
buscardo  a  la  huérfana,  y  al  verla  sonrió  con  iniinita  ale- 
gría. ; Hacia  más  ¿c  una  semana  que  no  miraba  aquellos 
oi(v-. I  Era  preciso  pedir  piíinauí.  Carneen  era  ur.a  pareja  co- 
di.ia'.'a  X  si  el  mo/u  no  apro\'e^iiaba  aquel  momenio  no  con- 
s.' inri  a  bailar  con  su  ama-da  en  toda  la  noche. 

Pero  E.n/K:uc  c\\\  un  buen  an^iio,  y  desde  1ucl;o,  con 
Sil  i::'vrosidad  caiMCterísiica,  sin  qi¡e  la  joven  rep.\i\ua  en 
eiiv\  ;,!  \  er  a  Cjabriel,  con  un  ademán  mu}'  expresi\'o  le 
(T  ;-v-:k'  la  pareja.  E.!  ebanisia  contestó  con  un  guiño  que 
•accf.iba,  \  cuando  los  bailadores  pasare?^.  Irer.re  a  él  se 
a^e:'^  >  res;Ktuowmer:t.:  "\^  pidió  ha'ouid.  C^armcii,  disimu- 
l.;:u'  )  su  co'.it  i  a!  iedadt,  dejó  los  brazos  de  Enrique  }'  pasó 
a  !()^  de  (labriel,  a  punto  vuie  los  concurreiues,  arrebatados 
P')i'  \ü>  apa>:üP.jdv)s  acordes  de  la  schotisch,  saludaban  con 
una  t:h>!e  saKa  de  apiau^os  al  inspirado  autor. 

— ;CAiándo  \ol\iste? 

— EEice  un  rato.  Lo  cic^'to  es  que  no  queiía  \eni:*.  .  . 
A  Li>  cinco  dije:  vov  al  baile;  y  dicho  y  hedió,  aquí  me 
tienes.  No  esper  iba  encontrarte  aquí  .  .  . 

— .l\)r  qué.-* 

como    no   hace    vm    :\ño    todavía    que    tu 


— Por<iue 

mama 


•i 


-Vo    no    quería    v'enir 


Male 


pt!C 


1. 


ne'^arme 


mita  se  ei'npen.ü,  y  no 
¡llace  tantos  días  que  no  nos  liemos 
\isto!  .  ;Por  c[ue  no  te  despediste  de  mi?  ¿Ya  no  me 
quiere.^? 

— ;Qtíe  no  te  qtiiero?  ¡Tú  eres  la  que  ya  no  ifie  quieres! 
— ;Qué   motivo  tienes  para  decirlo? 

—  Será  o  no  será;  pero  moti\os  no  me  faltan.  ¿Q^^ 
te  l:ic":r.u)s  en  mi  casa  para  que  asi,  de  esa  manera,  te  íueras 
bin  avilar,  de  golpe  y  zumbido,  sin  permiso  del  señor  don 

138 


R     A 


r 


1 

al 


E 


T 


DELGADO 


I^luarc''  ;En  quó  te  ofendimos?  ;No  cncontrab:is  allí  ca- 
riño, C'-  ■^ideracione^?  ¿No  encontraste  alU  quien  te  quisie- 
ra, com»)  ^o  te  quiero? 

— ^J  (  .abnel,  pero  va  conoces  el  carácter  de  doña  P.an- 
cliita.  Un  día  .imaneció  de  malas,  me  reprendió  con 
p.dabras  r.'uy  duras,  yo  no  pude  sufrirla.  .  .  y  sucedió  lo 
(¡ue  tu  > ;;   sabes. 

— Si  ^G  estoy  allí,  no  sales  de  la  casa;  yo  no  lo  hubiera 

perniitiv'^.'. 

— Si  :-■  mamá  me  dijo  cosas  que  me  lastimaron  y  m.e 
ofendicr<>r>! 

— Oí.b:as  de  haberla  perdonado.  Ese  es  su  genio,  ya  la 
conoce^,  es  así;  pero  en  el  fondo  es  buena.  Lo  que  hubo 
fué  quc  -Magdalena  te  aconsejó  mal;  te  obHgó,  te  compro- 
ntetio  a  que  fueras  con  ella,  y  ya  verás,  ya  lo  verás:  cuando 
don  Ed.-ardo  lo  sepa,  no  le  ha  de  gustar! 

— ;Que  había  yo  de  hacer  cuando  tu  mamá  me  echó?.  . 
^  Malenita  entonces  me  ofreció  su  casa.  .  . 

— Mira,  Carmelita:  si  tu  me  quisieras  como  me  has 
dicho,    ra   habrías   hecho  eso. 

— \o   :e   quiero    mucho;    ;pero   cómo   iba   yo   a    sutrir 

:. tanta  c^.n^a? 

— Cierro  que  mamá  te  regañó,  y  razón  tenía:  la  víspera 
en  el  convite  tomaste  más  de  lo  debido.  .  .    ¿no  es  cierto? 

Ea  Calandria  bajó  los  ojos  avergonzada  y  no  contestó 
a  la  pregunta  del  ebanista,  hasta  después  de  un  largo  rato 
de  suene :ó. 

— ;a-:)   es   cierto? — insistió  Gabriel. 

— ^\:  i^ero  no  fué  culpa  mía;  yo  me  resistí.  .  . 

— A^i  lo  creo.  .Mi  mamá  no  tuvo  en  cuenta  eso  y  te 
reprentb j    .  . 

— ^No  solo  eso;  me  regañó  .  .  .  casi  me  insultó.  .  . 

— Ex.iceraciones  tuyas!  Estabas  de  malas  y  todo  te  pa- 
recía ofensa.  Además,  ella  tenía  obligación  de  cuidarte. 
Como  \(  te  lo  había  dicho  esas  amistades  no  te  conve- 
nían Pero  tú  no  me  quisiste  oír.  .  .  Mira;  mi  mamá 
te  ha  s,.i:ido  mucho,  hasta  ha  llorado  por  tí;   yo  te  ase- 


L       A 


CALAls'DKlA 


RAFAEL 


DELGADO 


h 
i' 
u 


quio   que   está    arrepenticL;   de   lo   que   te   ciijo;    tal    vjz   no 


peiiS)  que  te  ofendid  .  .  . 

— ^'o  t.-imbién  nve  he  arrepeiuido;  pero  esto  }'a  no  tiene 
renieJio.  Mi  padre  vendrá ...  y  el  dispondrá  lo  q-.ie  se 
lia  de  hacer. 

■ — Mira,  Carnieüta;  olvida  todo.  ;Oiiieres  volv.ir  a  mi 
cas.i?  .  Yo  te  ofrezco  arreglarlo  todo,  en  dos  por  tres, 
mañana  tempranito...  No  quiero  que  estés  en  e^a  casa, 
ni  un  día  más,  ni  una  hora,  ni  un  minuto.  ¿Quieres  vol- 
^erte  con  nosotros!^  Anda,  yo  te  oi  rezco  que  lue;-;o  que 
el  señor  don  Eduardo  llegue  \  oy  a  \cilo.  .  .  y  nos  casa- 
mos pobremente,  como  se  pueda.  .  .  Mira:  en  la  hacien- 
d.i  donde  estuxe  me  ofrecen  trabajo,  casa,  y  buen  sueldo.  .  . 
¿Quieres?.  .      Respóndeme. 

Carnien  calhiba,  callaba  tenazmente;  no  quería,  no  le 
con \  en ! a  contestar.  En  aquel  momento  Tacho  que  pasaba 
cerca,   dijo,   sonriendo,   al   ebanista: 

—  ¡C.osieate  hermano!    ¡Ahora  Poncianillo!    ¡D.ue   vue- 


lo 

Ea  pieza  terminó  entre  aplausos  y  la  huérfana  no  res- 
pondía. 

— C^armelita:  voy  a  pedirte  un  favor;  tal  vez  sea  el 
iiltinio  que   te   pido  Aquí    no  es   posible   que   hablemos, 

aunque  bul.',  conmieo  todas  las  piezas  que  faltan 

—  ¡V  toJas  las  tengo  dadas!  Como  no  te  espe:-.:l>a  las 
compiometí     .  . 

— (.oncedenx^   un  fa\or.  .  . 

■ — ¿Cual .' 

---; Sales  a  hablarme  nviñana  en  la   nociré? 

---Pero  (iabrie;!    ¿Quí:   di/á    ' '.i -daie:ia? 

— ¿Sales?  ¿Si  o  r.o? — Insistió  el  mozo  con  rud.;  .:^,eriMa. 

—Si.         ^  ■ 

--;A   c]ue  h<;ra?   ;A   las  doce? 

—  I^ue no    .  . 
— C  on\  <  nido. 

^  (.i.^bn;!  !!e\.'  a  la  huérfana  a  ^-u  asiento,  'jiiio  a 
e:;a   \\n.->  a   LO¡c;ca:sj   Magdalena. 

140 


/ 


— ¿Sabes  Carmela? — dijo  esta. 

— ¿Qué? 

— Ya  vino ... 

—  'Quién! 

■ — Alberto    .  .   Míralo:  allí,  en  la  puerta  del  fondo      . 

Cabricl  salió  en  busca  de  Enriciue  y  de  Tacho  a  quie- 
nes encontró  en  el  corredor,  frente  a  la  mesa  del  repuesto. 

— Anda,  échatela  ... 

— Enrique  ofreció  al  ebanista  una  copa  de  co^inir. 

— ¿He  de  toniarme  todo  esto? 

• — ¡Eso! — replicó    Tacho    con    su    afirm.ación    favorita. 

— ¿Y  quién  me  quita  luego  la  tranca.'^ 

■ — Cárgala,  hermano,  que  no  será  la  primera. 

— ¡No,  no  quiero  tomar  mucho;  yo  sé  por  que!  Enri- 
que, lonia,  y  ven  acá.  Tengo  que  hablarte. 

— Espérame,  allá  voy.  Elevo  estas  copas  a  las  parejas 
y  luego  hablamos. 

'  Mientras  Taciio,  Solís  y  Enrique  obsequiaban  a  las  bai- 
ladoras, Gabriel  se  quedó  pascando  a  lo  largo  del  obscuro 
corredor.  Los  vientos  de  la  madrugada  iban  rasgando  el 
nublado   v   va\.\   pálida    claridad   lunar   iluminaba   el   patio. 

Eos  tres  an^Jgos,  cargados  con  sendas  bandejas  de  queso, 
bizcochos  v  copas,  recojrian  la  sala,  finos,  atentos,  hacien- 
do  ostentación  de  su  ext]uisita  cortesanía.  En  esto  taraaron 
un  cuarto  de  liora,  de  modo  que  cuando  los  músicos  apun- 
taron la  pieza  siguiente  aun  no  terminaban  la  tarea. 

Gabriel  volvió  a  la  sala  al  empezar  el  vals,  buscó  a  la 
Calandria,  y  con  dolor  profundo,  con  ira,  con  rabia,  la  vio 
pasar  cerca  de  e!,  bella  como  nunca,  en  brazos  de  Alberto. 

Era  éste  un  pol'o  tempranero,  precoz,  de  buena  casta, 
delgado,  con  la  extenuación  y  la  triste  palidez  que  carec- 
tcrizan  a  la  «uven.tud  libertina.  Mas  aquel  mismo  aspecto 
demacrado  de  su  rostro  y  la  diafan.idad  de  sus  mejillas  le 
daban  cierto  anecillo  interesante,  muy  en  tono  con  lo  dis- 
tiniU'-  do  de  sus  niod.iLs  y  la  corrección  de  sus  vestidos. 
Alberto  Rosas  se  ten.ía  pov  un  calavera,  y  fiaba,  no  sin 
ra/ón.  en  la   iícro.iosura   de  sus  ojos  negros   y   de  su   barba 

--  141 


\ 


C       A       L       A       N       D       R 


A 


n;/arcn.^  r.o  muy  tupida  ni  sedosa,  que  prestaba  a  la  dcbi- 
]i'\:J.  OL  su  rostro  a!¿;o  de  viri!  enerL:ía,  todo  el  éxito  de  sus 
tiiinv:'os  eon  las  mujeres  de  clase  superior;  pero  tratándose 
de  lu  h\]^s  del  pueblo  el  secreto  de  su  íortuixa  estaba  no 
s.MO  e:i  '\[  dinero,  sino  en  el  poder  de  su  palabra  culta, 
Li'ida/.  a  \\->  veces  llena  de  nulicia  )'  siempre  duiCe  y  hala- 

i;  uicra. 

id  aristocrático  cilncra,  con  su  ele<;ante  traje,  sus  bre- 
ves rivs  ca Izados  cuidad(  stp.  c i-.te,  sin  que  los  botines  de 
íornia  a:r:cricana  con^¡i;uieran  aleárselos,  la  palidez  de  sti 
cara,  el  refinamiento  de  sus  maneras  y  su  lenguaje  culto, 
j  i  eron  desde  el  primer  momento  poeleroso  atractivo  para 
la  hu  rtana,  v  también  para  Mai;d.ilena,  quien  de  mil  amo- 
res b.abri.i  eambiado  a  su  don  Juan  por  el  decente  pillas- 
trin-  Pero  la  cosa  no  era  nv.u^  fácil,  tanto  más,  cuanto 
c|ue  Ro^as,  lue",o  que  se  \  ió  al  lado  de  C>arm.en,  emprendió 
la  conquista  con  el  mayor  entu.siasmo,  decidido  a  todo.  1.a 
simpatía  de  Maj^daiena  tomí>  distinto  rumbo  y  Alberto 
tuvo  en  la  del  tinterillo  una  .imÍLM  resuelta  a  favorecer 
todos  sus  planes.  No  fue  para  Alberto  un  misterio  la  sim- 
patía c;e  \ía^;dalena,  pero  la  virí;inal  belleza  de  la  joven 
le  ^zvAij.  con  fuerza  irresistible  y  se  dijo: — ¡Aquí  de  las 
muís  I  Lste  me  ayudará. — La  de  Jurado  se  sintió  impelida 
a  favorecer  !a  empresa,  más  por  deseos  de  aí;radar  a  Al- 
berto que  por  favor  pedido,  conformándose  con  los  amo- 
res nacientes,  ya  que  para  ella  no  había  probabilidades  de 
buen  éxito.  Y  así  sucedió.  Alberto  tuvo  en  Magdalena  un 
auxiliar  de  los  más  diestros  y  oportunos. 

Cenando  el  calavera  llegó,  se  fué  derecho  hacia  el  lugar 
donde  estaba  la  huéríana. 

— Aquí  me  tierien .  .  .  ¡Hasta  ahora  pude  venir!  ¡Los 
amigos,  Carmen!  ¡Los  amigos!  Aquí  me  tienen  listo  para 
bailar  con  ustedes  todas  las  piezas.  Vamos,  Carmen:  usted 
me  dará  valses,  mazurkas  y  danzas;  usted,  Magdalena,  las 
demás  piezas.  Yo  no  he  de  bailar  más  que  con  ustedes.  .  . 
¡caiga  quien  cayere!  ¡Que  se  disgusten  conmigo  los  de- 
más! ¡Ya  lo  dije,  y  no  retrocedo! 

142        • 


RAFAEL 


DELGADO 


Carmen  contestó  que  sí,  sonriente,  orguüosa  de  ver- 
se preferida  por  aquel  joven  tan  elegante. — Esto  es  lo  más 
natural; — pensaba — no  hay  desigualdad  entre  nosotros;  soy 
tan  decente  como  él.  Cuántas  veces  no  habrá  bailado  con 
md  hermana  Lola  en  las  tertulias  ruidosas  del  Círculo  Mer- 
ca iir/L  ¿Qué  tengo  yo  de  m.enos?  ¡La  ropa!  ¡La  ropa  nada 
más!  ¡Ño  es  justicia  que  só<o  por  eso,  es  decir  por  el  di- 
nero, ella  aparezca  superior  a  mí!  ¡Y  entre  Alberto  y  Ga- 
briel qué  diferencia!  ¡Quien  piensa  en  Gabriel!  Si  yo  aneio 
viva,  conno  dice  Malenita,  Alberto  se  casará  conmigo.  Bien 
mirado,  esto  no  es  cosa  difícil.  Otras  ni  siquiera  pensarlo; 
yo  sí,  Lola  es  bonita,  muy  bonita,  todos  lo  dicen,  y  con  ra- 
zón, 'j^rmbién  de  mi  dicen  que  no  soy  fea.  Si  yo  vÍMera 
con  mi  padre,  si  n  istiera  ;,  o  como  mi  Ivermana,  ¿quien  de 
estos   .a-iesanitos   pobretones   se   atrevería   a  mirarme? 

Ocupada  con  e^-t(^s  pensamientos  apenas  paraba  mientes 
en  lo  que  decían  Aibcrio  y  Magdalena;  éstos  tracaban  de 
una  avenrurilia  cscan-.ialo^a,  de  la  cual  habían  sido  prota- 
í-onistás  unas  muchacl::s  que  en  aquel  momento  chacharea- 
ban Ci)n  Enrique  Lope/  y  hacían  honores  cumplidos  a  las 
copicas  de  C():^ihir  y  a  'e^  \  asos  de  cerveza. 

'  A  poco  la  0]queú>  apunió  otro  vals,  y  Carmen  dejó  su 
asiento  asida  del  bra/o  de  Alberto.  La  pareja  atrajo  todas 
las  m^r^di^:  la  CaLmdria,  bajos  los  ojos  y  encendida  al 
principio,  sonreía  saiisfecha,  animada  por  los  requiebros  de 
su  compañero.  L-^te  le  Jiabía  quitado  el  abanico  y  jugaba 
con  é!, 'fingiendo  elega!>ie  descuido.  Pocas  parejas  desafia- 
ban las  fatigas  del  vals,  y  Carmen  y  Alberto  fueron  los 
prime^-os  que  se  dejaron,   arrebatar  por  aquel   torbelhno  Je 

armorías. 

Gabriel,  el  pobre  Gabriel,  los  miraba  y  sentía  que  el 
cowr/xm  se  le  hacia  pedazos,  al  considerar  cómo  iba  desha- 
ciéndose,  hoja   por  hoja,   la   gallarda   flor   de   sus   prim.eros 

ancores. 

En  esto  llegó  Taclio. 
— ;No  bailas  esta  pieza? 
—  :Oue   \ov  a  baihi! — contesto  mohíno. 


\ 


143 


mmm 


L       A 


A       L       A       N       D       R 


A 


•Ya  se  lO  que  te  pas.i:  todo  lo  he  comprendido. 


— \cn:  necesito  hablarte. 

i  os  dos  amigos  sahcron  hacia  el  corredor  más  sohtario, 
V  allí  encendieron  un  charro. 

—  Va   ^■e"'.  lo  que  me  pasa. 

— Todo  -o  sé.  Ya  me  contaron  cómo  saÜ')  de  tu  casa. 
Xo  té  apures;  asi  son  las  niujerc^;  por  eso  yo  no  me  lio  de 
ollas.  Déjala;  mándala  a  pasear,  ésta,  .  .  ¿me  entiendes?.  .  . 
corre  un  peligro  seguro.  .  . 

—  \    yo  la  salvaré. 

—  No  te  meiMS  en  camisa  ác  once  varas.  ;>,o  te  quiere? 
Mejor.  ¡Sobran  mujeres! 

— íinionces.  .  .    ¿tu   n-'C   aconsejas   que 

—  :Kso! 


la  ohide? 


,.-,1 ; 


¡La    \eraa,    no 


— Pero   si   la   quiero   mucho,   mucho.  .  . 
puedo  \ivir  siu  ella! 

— Malo,  malísimo,  hermano. 

— Y  yo  la  salvaré,  a  todo  trance,  cueste  lo  que  costa- 
re. Me  casaré  con  ella,  de  veras,  o  me  la  robare.  .  .  Y  si  es 
preciso    .      :yo  quito  de  enmedio  a  ese!.  .  . 

Aviu!  el  charlista  a^^re^í')  una  des\'er«üenza,  con  toda  hi 
expresión  de  un  odio  terrible. 

—  ¡Oué    vas  a  hacer,  hermano! 

— No  te  rías.  Tacho    .  .    ¡Yo  lo  mato! 

—  jQu.é  va.  a  matar!  ¡Calma,  chico,  calma!  Lucido  que- 
ciabas.  A  la  de  cuadritos  ibas  a  parar  en  menos  que  canta 
un  gal'o.  Dercchito  al  Hotel  Aramberri.  Mira,  hermano: 
ni  tu  ni  yo  conocemos  esa  finca;  pero  a  lo  que  dice  Enri- 
que que  vivió  allí  dos  o  tres  semanas,  cuando  aquello  de 
la  retinta  cabos  negros,  no  es  de  lo  más  cómoda    .  . 

Quedóse  Gabriel  pensativo  y  como  asaltado  de  un  pavor 
horrible;  palpitábale  el  corazón  con  vigor  extraordinario, 
e  instincivamente  cerró  los  ojos.  Al  cerrarlos  un  velo  san- 
griento pasó  ante  su  vista.  La  ilusión  duró  un  instante;  se 
desvaneció  la  purpúrea  visión,  dejando  ver  la  fachada  som- 
bría de  la  Cárcel  Municipal,  llamada  graciosamente  en  la 
ciudad  Llotel  Aramberri,  por  el  nombre  del  Alcaide  a  cuyo 

144 


t 


í 


RAFAEL 


DELGADO 


celo  V   vi,ilanc¡.^  estuvo  confiado,  en  cierta  época,  el  es- 

"''üNr¿Sbnei:l!o,  no  hagas  tonteras.  Me  d^  Usúrna; 
pc-o,   ¡o.ue  hen.os  de  hacer!   Y  d.n.e:    ¿q-   P     eb-  -enes 
de  ou    e^e  cuna  te  ande  sonsacando  a  la  Calandiia 
.        Í!a'¿,  her,-nano:  s>  de  veras  eres  n.i  am.go,  ao  la  da- 

""Ixo  t-  ofendas,  hern.ano;-respond¡6  ^-^^^^ 

„,.  pLada  cariaosa  en  el  ^o^^<]  X^^^^^^        ^  ^- 
no  te  ofendas;  dije  eso,  porque  asi  le  u.c.n  todos.  . 

mos,  <qué  pruebas  tieiKs.- 


— Ningunas. 


-Pues,  entonces,  no  te  partas  de  hgeio. 

-Tienes  ra.oa  ¿Y  quién  convido  para  el  ba.L  a  e.e.  .  . 

^'  aqui  repitió  la  desvergüenza.  ■i^,,,..l-,o   v 

•       '_Y,  1.,  .  veri.üé;   Magdalena.   ^>e  lo  d.io  a  i  an.ho  > 

,  ..    .  ;;-,ri--    no  lo  habia  de  echar  a  la  ca- 
éste,  ccnio  deL>es  lii,aia. ...,  ^.j 

*^'   ._Tacho:    ;vo  hago  una  barbaridá! 
—No;  porque  vo  no  ¡o  permitiré. 

des?  Dicen  que  querer  es  poder ... 

X'o  es  v^osible,  'iacüo.  .  .  j       j     „,u 

r  .     c,Un-,;.  Iri7  un  poder  de  paio. 
Pues  como  dice  jalón.'.,  na/,   u.    ¿^ 

-¡Taciio!  ¡No  te  burles  de  mi  pena. 

-No  me  burlo;  siento  cuanto  te  pasa,  t-^n.o  co..o  u 
V  .l.o  daña  por  remediarlo.  Pien.a  lo  que  hac.s.  Qu.cies 
nn^d^r  tempei-unento  en  el  Motel  Arambeni? 

■^^*  ^^.^    rh\rhi   V  buena   intención,   y 
Pues   entonces:    calma   chicna   y   i^^^^ 

145 


L 


/\ 


L 


N       D       R 


/: 


1 


salón,  frente  por  frente  de  Magdalena  y  Carmen  a  quienes 
Alberto,  cortejaba. 

Alberto  y  Magdalena  habían  transformado  a  la  Calan- 
dria. Ya  no  era  aquella  joven  de  otros  días  tímida,   soña- 
dora y  sencilla;  quedaba  en  ella  todavía  algo,  como  un  re- 
flejo, de  la  regocijada  ingenuidad  de  otro  tiem.po;  ingenui- 
dad rayana  en  ligereza,  a  travJs  de  la  cual  un  observador 
profundo  habría  descubierto  fatales   tendencia.,   y  aue  era 
como   e!   encanto  principal   de   aquella   hermosura'  piüda   y 
de   aquella    juventud    siempre   fe.tivn,    iluminada    pur    unos 
o!(^>   nc^^vos,  ri.gadus,  en  cuyas  pupilas  centeileaba  a   veces 
deMun:bradcr  relámpago  de  lúbricos  anhelos.  Acaso  !a  Ca- 
laudria  e.Laba   \\\  prendada  de  Albcr:o;   mas  a   pesar  de  la 
indiK:-cnv:ia  con  cuc  empc-aba  a  \  er  al  cbaniMa!  ea  cieítos 
m<.:^v:n,>s    se    sentia    p^íi^^ro^Amcnw    arrastrada    Jiacia    el. 
^  ^'-^^'^l^^^n^enos  lo  esperaba,  advertía  que  tenia  fija  la  mira- 
''^'    '^^   ^'^   r.iar-.ebo.    y   entonces   se   entretenía    en    c..]nparar 
a  su  pnn^er  amante  con  su  rico  \'  nuevo  adorador. 

Como  se  .irraen  el  inián  v  el  accro  se  atraen  los  sexos. 
^  -y  ^"'^  -'-^'  i.itluencias  y  afinidades  secretas,  f iMCas  \  mo- 
^■-■'  ^^'^^  los  ^aproximan,  los  juntan,  los  unen,  v  que  son 
pn:-  lo  general  el  ni(;vil  arcano  de  acciones  v  sucesos  que 
'''[  ^^^■^!'¡i'ino  sorprenden  por  su  extrañe/a  y  quedan  sin  ex- 
p  ■  1 V. .;  c  i ,  i  n . 

Altura!  -c.ri.i  que  la  trep,u!;)r.)  muclic  bu^-.u-.i  •,¡cmpre 
piri  .!poxc.-sc  el  trcr.co  ro'husro  de  la  ceiba,  v  que  esta 
':■-■"''  ,^'^''  ^ '.-"'■  ^1-'  '•'■•^  -'i-cs,  creciera  y  prosperara  ea 
tierra  luVA.i;  pea.  s,  el  bejuco  leñoso  se  abra/a  al  monarca 
ele  las  sehas,  v  el  árbol  poderoso  alcan/a  tíi-antcsca  lalLi 
co  la  llanura,  también  la  enredadera  débil  v  delicada,  que  se 
r.iarchua  y  muere  estropeada  p,;r  el  viento,  se  con-place  en 
pre,..jer  -us  esniras  ea  el  tallo  de  quebradi/a  cañ.a,  y  l.i 
^■'■'^  _•'■"■■■;' '••1  y  crece,  as,da  de  las  rocas,  en  elevada,  cimas. 

.\>'  sien.'pre  It  salud,  la  Jierniosura  v  la   belie/a   i;ust>n 
de  an.  ar  un, das.  A   la,  n  eces,  por  extraño  modo,  po,'  mex-   ' 
1  i-ao.e  s,le.ci,M-,  únese  el   fuerte  al  dcbíl,  el  sano  al  enter- 
mi/o,  i.:   r.vr:i:e.ura  a  la  iealdad.  Sera  que  cnunc...  predü- 

14r 


/ 


M 


R 


\ 


A 


A     E     L 


DELGADO 


minan  .-fir.idadcs  morales?   ¿Será  que  el  alma  se  sobrepone 
a   la    matuia?   Triunfan  entonces   las   fuerzas  psicológicas, 
,      .     ^    ri;  •-!  >  n,'  e-tudio    ;'.iav  una  aparente  aberra- 
cidn   de    a   mater.a?   C.abriei   era   bello;   bello  con  esa   her- 
mosura  cv;    campesino,   producto   de    ¡^caeracones   sanas   y 
V i. '<.r>  ,•..-.    c'e    formas    correctas,   de   cüustituciou   actn  a   y 
ener-ic,-.  Aito,  fuerte,  b,en  conformado,  con  la  belleza  sm- 
.„,lV' (i  1  -'.mhre  de  lo=  campos,  ciue  se  afma  en  las  ciuoades 
a  Vi  sc..'ün:ia  v  tercera  ;;eneración,  y  que  tiene  para  la  mu- 
.-..-■cier;..  .-u-activo  indeterminado  y   vago,  que  reside   tal 
ve/,  en  \rr  ,^^^c  de  los  contornos  y  en  la  pureza  de  las  L- 
■,KM<    er^.  C:al3nel,  en  su.  clase,  un  modelo  de  vml  apostura. 
.      '  Sm  u  .:-o  no  era  noble,  a  nesar  de  la  delicadeza  de  las 
f.c'ione  ;   'xro  tenia  en  la  mirada  un  brillo  avasa  hidor  y 
no  "sé   ar.  'en  los   rojos   labios  expresivo  y   sensual.    Nariz 
fint     recí,^:    cabellos    negros    que    sombreaban    la    morena 
frente   en    -grandes   desordenados   rizos;   bocito  esfumado  y 
expresivo.  Lo  erguido  del  cuello,  lo  altivo  de  su  porte  y  el 
■  tint<^  sonr.^ado  de  las  mejillas  se  armomzaban  a  maravilla 
con  todo,  ios  movimientos  de  un  cuerpo  esbelto  y  desem- 

•    '""]'l  t.-^'  nacion.al,  el  artístico  traje  nacional,  que  Gabñel 
llevaba '"c--.    soltura    V    desenfado    naturales     correspondía 
tan^bién   :.l   donaire  de  su  dueño.   Un  pantalón  de  casimir 
claro  V  i.rero,  a  ravas,  cortado  por  manos  habilísimas,  que 
se' ajusta  %n  arte 'supremo  a  las  piernas  nerviosas  y  que 
cks    ende  estrecho  y   ceñido  para   ancharse  al  llegar  a   l.s 
!-,.s     chcos   delgados,    flexibles,    calzados   con   botines    de 
suela  dei.-aca,  amarillos,  con  ese  amarillo  obscuro  de  la  n.a- 
r  nja  que  en  el  último  punto  de  la  madvirez  se  desprende 
ol    de  ta  rama;  chaleco  blanco,  graciosamente  desabrocna- 
i;\;,r^  ci  i.n-  que  se  vea  la  nítida  pechera;  chaquetilla  ne- 
:;  cié  e-:Ínte  corte  y  curvas  leves,  baio  la  cual  se  des- 
cubría c:  ceñidor  de  grana,  cuy.as  flecxdas  puntas,  en  d.s- 
;    icé.   ..nétnca  y  n.al  recogidas,  caían  por  detras  con 
#es'udiad,o  descuido;   corbata   de  colores   vivos  que   parecía 

147 


t 


i 


/, 


A  - 


CAL 


A 


X       D       R 


V 


c>:jparse  en  caprichoso  la/O  bajo  el  cuello  m?. 
Ti. I  a.  Tal  era  el  traje  de  Gabriel. 

CuanJ.o  iba  por  aquellas  calles,  ladeado  ha 
íIa,  con 
las 


1 1 


n 


O  e 


le  1, 


A 


ca- 


las   1 
iandv\d,    t; 


a  '1  i/quier- 
paina  ^;alajiia,  ei   <;aioncado  sombrero  de  alia  copa, 


van 


tad 
•ciado 


is, 


con    ex  ni 


pres'wi   e   indescnpao 


íe    jrreeu- 


lii 


hon 


// 


bro   ci    ¡orii/r^tiJllo    pintoresco 
1, 


I 


V, 


se;^uMn  con  mirada  codiciosa  las  mujeres,  iio  solo  las   <^dfas 
y   Ví!r¡?jN(cras,  sir.o  hasta  muchas  pollas  de  althiiiio  cop' 


^Tí^ 


(.armen   también  era   bella.   Florida  juventud  que  sería 


esi 


')léndida.  s 


1  aaue! 
1^ 


hi  lozariui  de  la  joven  no  fuera  Je  1 


1  mu- 


jer iintatica  por  herericia,  que  oci 


:lta  el 


bie    enfeí*medad.    fíci-mo^o    talle:    f 


germer 


d< 


incura- 


[ 


'j  " ;  ■"  c 


.1 


onaban  sus 


hech 


i/.os  a  través 


>    abultado;    rostro  dulcemente   páhdo, 


ormas  escultóricas  que 
'  la  falda;  seno  redondo 
nariz   respi nevadilla. 


oe 
del, 


.menas    v    abiertas    í 
'   .1 


osas;    ca 


beil 


^ 


os    neeros    \    oue 


brad 


os. 


llores  oe  alírunas  i^otitas  de  samii 


i. 


lib 


ica, 


>br 


1( 


Cierta  inc 


ioh 


'ncia  leima  v  cierta  \' 


i oración  c 


iel 


ci  y  sensual.  Tal  era  la  CaKmdr 
ite  Gabriel  aquella  nociie,  co 


}    soore  todo, 
cuerpo  rítmi- 


b! 


la,  cuya  hermosura  aparecía 

bl( 


mo  nunca,  inconvpa rabie;  su- 


iiv.e 


— Aquellos   jóvenes — que  hacían  tan  linda  y 


01  ¡:) 


M 


ar\' 


.leí 


^areja  como 


Man   sentirse  atraídos  por  una   ruer/.a   noc 


Je- 


rosa;  pero  esta  ve/  la  enredadera  desdeñaba  el   c 


ronco 


de  L 


Lxd^.i  para  asirse  de 
il 

t'-.ira  lo  que 


carrizo  endeble.  Ora  fu 
noso  ¡mpulsn,  ora  porv]u.e  en  ei   i^alante  lechu'^^uino 


e^e  Por  miste- 


ncon- 


eiia  ere 


iierecer  por  su  nací  míen  ro  ^ 


e<io  e 


>       V.I 


ue 


Al 


her 


mo- 


.^erio  i! 


r.ntre  Gabriel  v  llosas 


"s  lito. 


f 


o. 


ujrte,  pero  ir 


.eniileza    enervada    de    ¡as    el 


1  ganando  la  partid.i. 
.    ¡qué  diferencial  £1  uno  b?ll 

ro,  con  la 
.ises    cultas,    estragado,    débil. 


erior  en  ciase,  y  p 


1. 


lODrc;  el  o 


a  su  enterinizo: 


Á 


^'^rio:" 


>> 


C  armen  vacilaba.  Al  f 

~-;AU 
apodero  de 

i    os     P!' 


perí^  oístinguido,  ciei^ante,  supjnor,  r 


ICO. 


in  se  decidi(')  por  Alberii 


>e 


1  1 


ijo,  y   un   terror  jne.\piicabie  s 


su   a  inri. 


eos  apuntaron   uua  mazurKa   lanei 


;  í.  <  k..  »  I  ■ 


á 


iVA.    j  ocio   era   oielia    \    aie;;ria    en    aquelj 


s    \' 


oe 


lu: 


i 


.1  ! 


a  dor- 


en a 


R    A 


A     E     L 


DELGADO 


anto. 


G: 


oncí 


í.  d 


C 


r 


en 


1 


X  puerta,  enamorado  co- 


mo nun; 


1 


V   loco  ue  celos,   mi 


la  1 


luértana,  V  a  esta  sonricn 


raba   al   caivín  rendido  ante 
te  v  feliz.  iNi  una  mirada  pa- 


ra L 


;^obre  muchacho 


f 


Cuando   Alberto   pasó    junto   al   carpintero,   nevando   a 


11< 


d( 


d 


arir.cn  entre  sus 


br. 


rzos,  ei  enamorado  nvance 


d( 


'bo 


sintió  vivo 


oío; 


1  necl 


1  el  peciio,  SI  Ti  rio  que  se 


le  li 


lacia  pedazos  ei  corazón. 


con' 


circ 


I 


tuviera    bajO 


los    d 


entes    de    poderosa    sierra 


.1< 


Todas  las  piezas  e 


ladas!  ¡Y  a  él! 


/ 


148 


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A  Lis  clüs  de  la  m.-inana  empezó  a  (lec.icr  el  c:"'t;.v"asmo: 
las -parejas  estaban  cansadas,  y  era  preciso  darles  un  rato 
de  reposo.  y\li;unos  quisieron  oír  la  voz  de  la  Calandi'ia, 
}  v.n  -i  upo  de  ale;<res  jóvenes,  presidido  por  Enrique  Ló- 
pez, pidió  a  la  huérfana  que  se  di;<nara  cantar.  Carmen  se 
negu  a  ello  por  consejo  de  Alberto,  a  quien  parccic)  tal 
preier.sion  inoportuna  y  de  mal  gusto.  Los  jóvenes  insis- 
tieron, suplicaron,  rogaron,  colmando  de  elogios  a  hi  can- 
tadora y  poniendo  por  las  nubes  las  habilidades  filarmóni- 
cas de  la  muchacha.  Todo  fué  en  vano;  ésta  no  cedió,  v 
los  <  alanés  se  retiraron  desagradados  y  corridos,  culpando 
a   Ilotas  de  aquel  incalificable  desaire. 

— Solís  tiene  la  culpa.  ¡Para  qué  convida  a  ese  roto! 

— F!  no  lo  convidó.  La  nuijer  del  Licenciado  fué  la  que 
lo  trajo    .  .  * 

—  ¡Como  que  es  el  no\io  de  la  Calandria! 
— ;  Y  Cabricl  ? 

—  ¡Vaya!  Ese  ya  no  priva.  .  .  Ya  cortaron.  .  .  Como  el 
otro  es  rico! 

Algunos  se  ponían  de  la  parte  de  Alberto. 

— Tiene  razón: — decían — ¡cantar  a  estas  horas,  cuando 
no  ha  perdido  ni  una  pieza!  Ya  estará  cansada.  Además,  no 
la  convidaron  para  que  nos  divirtiera  con  sus  canciones, 
smo  para  que  se  recreara  bailando. 

Con  este  motivo  se  formaron  dos  bandos.  En  uno,  en 
el  de  los  disgustados  y  corridos,  estaban  los  que  vestían 
chaqueta  y  gastaban  sombrero  jarano;  en  el  otro  los  oue 
endosaban  jaqucttc  y  americana,  los  artesanos  riquillos,  los 
de  olicio  mas  noble,  y  con  ellos  casi  todos  los  guapos  chicos 
de  los  talleres  del  Ferrocarril. 

Aquel  incidente  cayó  pronto  en  olvido.  Alguno  tuvo 
la   leliz  idea   de  proponer  que  bailaran   cuadrilláis.   Muclios 

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RAFAEL 


DELGADO 


se  opusieron  a  ello;  triunfaron  los  más  tenaces,  y  los  mú- 
sicos apuntaron  la  deseada  pieza.  Todo  entraba  en  la  diver- 
sión. Si  las  cuadrillas  se  curcdaban  mejor  que  mejor.  Pero 
no  fué  así:  aquellos  chicos  lo  4iícicron  admirablemente; 
hubieran  podido  dar  cartilla  a  muchos  empingorotados  la- 


«.    i»    >      <     <     I  <  /.'  . 


No  lucieron  damas  y  galanes  c\\  aquellas  cuadrillas  el 
If*      decoro,  el  señorío  y  la   refinada  elegancia  requeridas   para 

hicieron  ostentación  de  la  afectada  gallardía  de 


el  caso,  ni 

un  diplomático  y  de  una  embajadora,  pero  todas  las  figuras 

^_^iieron — como  decía  Enrique  López — que  ni  medidas  con 

un  comnás. 

7\1  concluir  la  cuadrilla  Magdalena  y  Carmen,  acompa- 
ñadas de  Alberto  se  disponían  a  retirarse.   Solís  y  su  her- 


mana 


los  detuvieron  im  rato,  un  ratito:  — ''¡Cómo  hablan 


'" — T^^'"'^  necesario  cedei. 


de  irse  antes  de  tomar  \m  ponche!" — Fué 
Circularon    los    vasos    de    ia    reanimante    bebida,    delicada- 
mente  preparada   por   Tacho,   y   el   furor   danzante   volvió 

ccii  nuevos  bríos. 

Las  dos  ami>;as  se  retiraron.  Cabricl  había  desaparecido; 
Carm-en  ie  buscó  en  vano  en  la  saia  y  por  el  corredor,  de- 
scosa de  vei-ie,  de  decirle  adiós. 

— ;Qué  buscas,  nuijer?        — preguntóle  Magdalena. 

Nada... — contesto  la  Calandria,   tomando  el   brazo 

de  Alberto. 

A  decir  lo  cierto,  en  aquel  instante  la  huérfana  suspi- 
raba por  el  mozo: — ¿Dónde  estaría?  ¡Qué  pasaría  con  Al- 
)3oi^.to? — A  este  sentimiento  amoroso  que  le  hacía  pensar  en 
el  ebanista,  se  juntaba  cierto  remordimientillo  que  le  tortu- 
raba el  corazón. 

Cuando  salieron  a  la  calle  desierta,  iluminada  por  la 
íuna,  la  Calandria  dirigió  una  mirada  ansiosa  a  las  esquinas 
próximas,  donde  suponía  que  estaba  Gabriel  esperándola 
para  verla  salir.  Y  no  se  engañaba;  allí  estaba  el  mozo, 
embozado,  bajo  el  sombrero  hasta  los  ojos,  conversando 
con  el  sereno,  de  pie  en  el  marco  de  una  puerta.  Pero  nin- 
'umo  !e  \  ió.    Hasta  para  la  irii^ma  Carmen  pasó  inadverticfo. 

151 


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—  ¡Q^i-^  n.iüc! — decía  ^ía;;dalc^a. — ;Fst.i  gente  wo  tiene 
cducaci'/)ri!  jQuerer  qtie  ésta  cantara,  con.io  si  fueranos 
jiosotro.s  de  las  que  \^\\  a  los  bailecicos  de  salterio  y  Mhuela! 

— Por  esb  me  opuse    .  . 

—  Gracia^,  Alberto!    ¡(Aiánto  se  !o  .T^radezco! 

—  i"^'  tu  novio,  qué  ^:ii\  teni.i!.  .  .  ¡.vm::o  .•:  le  clojieran 
las  muelas; 

— No  se  burlen  de  él .     . 

—  ¡\o  nos  búrlame-,  C. ármela;  pero  qué  risa  me  daba 
el  \erloí  ¡Que  cara  poníal  ¡jesús  me  \alv;a!  ;Si  tenía  e.mas 
de  C(,>nx'rsc  a  irsted  crudo,  Alberto! 

— ; Pobre! — exclamo  Rosas  en  tono  de  comn-asis'o  des- 
precio. 

r.sto  iban  diciendo  al  pasar  junto  al  L-b.mista.  Xadi  le 
pudo  a  é.^e  como  la  exclamación  d^l  cdlvln.  ¡Pobi'e! — re- 
pitió—  ¡Pobre!  Esta  palabra  encerraba  x^wi  é!  la  signitica- 
cion  más  insuit:mLe  y  oiensiva.  Maquinalmente  cerró  los 
puños  V  se  mordió  !os  labios,  hasta  sacarse  s;;n^;re,  pero  se 
rcportí). 

h  Cóirmen  le  hizo  tan-ibié^^,  mal  aquella  palabra.  Ciabriel 
no  se  n:ei"ecia  aquel  insu'.to,  porque  era  bueno.  Lila  le  ha- 
bía qu.erido,  y  debían  respetarle,   ¡siquiera  por  eso!  .  .  . 

¡Profuiídos  misterios  del  corazón!  En  aquel  mome-ito 
C abrid  detestaba  a  Carmen,  v  ésta  amaba  al  mozo  conio 
\\\\\\c\  V  se  sjntia  tentada  de  decir  a  su  nuevo  amante: 
—  ¡Vayase  usted;  no  le  quiero;  )o  amo  a  Gabriel;  pobre  y  to- 
do, humilde  y  despreciado,  \ale  más,   nuicho   má^   que  usted! 

El  ebanista  pensaba  en  Carmen  lleno  de  ira.  Aquello  era 
\\\rx  burla,  una  burla  atroz.  La  oue  aver  le  juraba  anior  v 
fidelidad  eternos;  la  que  ayer  cuidadosa  y  solícita  le  aten- 
día y  le  mimaba  conio  a  un  niño;  la  que  pocos  días  antes, 
llena  de  ternura,  le  estrechaba  entre  sus  brazos,  le  atusiba 
el  bocito  sedoso  y  jugaba  con  sus  cabellos,  ya  no  le  amaba, 
y  no  sólo  no  le  amaba,  sino  que  se  reía  de  él  y  stifría  que 
otro  le  ofendiera  con  despreciativas  frases.  .  .  Aquella  mu- 
jer era  indigna  de  ser  annada;  ei'a  una  criatura  despreciable. 
La  aborrezco — pensó — la  aborrezco  con  toda  mi  alma,  'zo- 

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1 

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R     A     V     A     E     L 


DELGADO 


mo  ciia  se  lo  merece!  ¡No  vuelvo  a  mirarla,  ni  a  verla!.  .  . 
¡ingrata!.  .  .  ¡Y  yo  que  la  quería  tanto!  ¡Tanto!  No.  . 
¡la  ciuiero  toiíavía!  ¡Sin  duda  oí  mal!  Sí,' porque  ella  dijo: 
¡no  se  burlen  de  él!  ¡Eso  prueba  que  cuando  ese  picaro  se 
mofaba  de  mí,  a  ella  no  le  agradó!    ¡Pobre  Carmelita! 

Dando  vuelta  a  estos  pensamientos  veía  cómo  el  grupo 
se  alejaba  calle  arriba,  Ivasia  que  por  fin  se  perdió  al  pasar 
frenie  a  una  gran  edificio  cuya  sombra  se  proyectaba  pro- 
fundanu^n'je  obscura  sobre  la  acera.  Entonces  se  despidió 
del  sereno,  y  paso  a  paso  tomo  el  camino  de  su  casa.  Cuan- 
do lleeó  a  ella  acertó  a  ver  a  Rosas,  que,  hundidas  las  ma- 
nos  en  los  bolsillos  del  gabán  y  silbando  un  aire  de  zarzuela, 
se  alejaba  del  7^¿;//V.>  de  Sai:  Cristóbal.  Detúvose  Gabriel  pa- 
ra cerciorarse  de  que  era  el  Cíifvífi,  y  segu^^o  de  que  no  se 
engañaba  respiró  con  fuerza,  como  si  quedara  libre  de  v.n 
peso  enorme. — ¡Vaya! — exclamó — ¡Se  va! 

A  pesar  de  todo  Albcrio  estaba  al  otro  lado,  como  solía 
decir  Tacio;  esto  es,  que  Gabriel  quedaba  eliminado  por 
infeliz  y  pobre,  v  sustituido  por  aquel  rival  afortunado 
que  t.Mi  pronto  había  conseguido  .reinar  en  el  corazón  de 
la  huérfana.  Precisu  es  d.^cir  que  si  el  galán  no  anduvo 
torpe  en  Li  empresa,  much;^  del  éxito  se  debía  a  la  de  Ju- 
rado, decidida  a  proteger  ac.uellos  amores  con  el  mayor  em- 
peño. A-berto  estaba  contentísimo:  aquella  conquista  debía 
duplicar  su  fama  )'  jenoivibre  de  afortunado  calavera. 

Cuando  Rosas,  después  de  anunciar  qtie  al  día  siguiente 
vendría  para  conversar  del  baile,  se  despidió  y  se  fué,  y 
}vía.í;dalcn.^  y  su  protegida  entraron  en  la  casa,  la  joven  es- 
taha  triste  v  siív-nciosa,  y  tanto  que  su  amiga  no  pudo  me- 
nos ciue  Ciccirle: 

— ;Qi^c  tienes  que  c^tás  tan  callada?  ¿No  te  ha  gustado 

eí  hjile.-' 

—  ¡Sí,  cómo  no! 

— ¿Es  el  primero  a  que  v.vs? 

— No;  con  mi  mamá  fui  a  nmchos  bailes,  a  casa  de  mi 
tío,  cuando  estaba  aquí.  Le  gustaban  mucho  los  bailes  .  . 
¡pero  entonces  era  yo  m.uy  chaca! 

15  3 


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—  \Ya  lo  v.v¡  viendo!  ;Qlic  t.il?  ¿Qüi';;i  es  m<:jo:-,  Al- 
berro  o  Cí.iorie!?  \'anio'^,  tlí. 

—  Alherío.  dahriel  ian:i>ic!i  es  Inieno;  no  es  tan  decen- 
te y  C^no  con^o  Albeico,  pem  tiene  ^niiy  noble  ^:ov:[yon^ 
\  es  bie'.'í  nii"eeido.  .  .  Iiasla  ele^a.iU.  j Ademas  la  decencia 
no  esiá  s.ilo  en  ^i  roñal     .  . 

—  :Ou<:  le  dijo  ^'>e.  ciue  estás  í..n  tonla,  Cm'iuJ  ■} 


[ 


—  .\  U" 


—  ;Xa:!a.'   A   ni í   no  n^e  bi   pechas  tú.   ;Qué  nvjnLÍr:.s  te 

"ti  i  as   con  el 
No   '^varías 


di;o^   (An^^aia.   b¡)a,   c(vn"'aral(^s.    ;])e   apnros   salías   con  el 


1 


1 


cuiedabv.   con   eso! 

1 

c:.^  ^[u:.  n';C'-.:  'v;  .naci'i,  con;o  !a  hermana  de  S->bs.  ¿\'¡.-te 
one  \vsL'd:;"'  :>)  o.-xce  qnj  se  \-^  entaílaron  sos  n'ismos  ene- 
iiiieív:.    \Y    b)    anclia    ene    otaba    ^-.i^    si^s    trapos!    ;Oué    t^ 


í 


j  L    qiie  ociiri'enc.a 


ir  al 


db')  .  '  .'  /^//.  //    •'."•"  <j  de  'A .iba-e! 
baii  j   \  estivi  j  de  cl'ian"ó! 

— A>:   \  y.n  todir  .  Si  él  se  vistiera  de  otro  modo.  .  . 

— Pnes  bonita  cSeiensa  ia  tu\a  .  .  .  A  ii  n^ere^es  ñor  tu 
clase,  po'*  tn  i  amiba,  un  ho''nbre  que  \ioLa  bien... 
Ibja:    -o  l:^   tn  lu;-!*,  ni  lo  peirviba.   ¿\\\  !e  corre^poiid¡st(?? 

— :A, — nuiemnró  bi  CAdian.dria  con  temor — aliora  cuan- 
do baÜamo/Ñ  la  dan/ a. 

—  ¡ílasta  (vae  Íii-;iste  moa  cosa  en  su  luizar!  ;Xo  vaTas 
a  sabn'  n'¡añan.a  cotí  una  tonieria!.  .  . 

— \o: — rcpbcc''  la  Cbtlandria,  dulcificando  la  voz — no 
ten-as  cubiado.  !o  quier,),  \  por  eso  le  correspondí. 

— Pues,  biiita,  b.as  hecho  muv  bien..  Ya  me  aeradecerás 


v.n  dbi  el  empeño  que  be  tenido  para  que  esto  se  :íire;;lara. 
AA)  le  arrej^enfris — agrei;(')  bostezando. — ¿No  tienes  sue- 
ñ^>?  ^A  sí.  jDejen'ios  la  con\ersación  para  mañana  y  vamos 
a  dorn.iir    .  .    Estoy  rendida! 

Magdalena  se  quitó  el  vestido  )'  le  arrojó  sobre  una  sbla. 
TAi  se^uicbi,  ante  el  espejo,  principió  a  despeinarse,  tirando 
rd  a/ar  sobre  los  juguetes  del  tocador,  lazos,  llores,  horqui- 
Ibts  y  peinecillos. 

b)esheeho  e!  peinado,  sueltas  las  rizadas  trenzas,  Magda- 
lena acometij  la  empresa  de  quitarse  el  corsé.  La  obra  era 

154 


R     A     r     A     E     L 


DEL     G     A     D     O 


difícil;  tan  ceñido  e^^iaba  que  c\\\  ¡imposible  destrabar  los 
broches,  )•  fué  menester  desatar  los  cordones  que  ajustaban 
la  torturadora  cotiüa,  dentro  de  la  cual  vivía  prisionero^  de 
la  mañana  a  la  noche,  A  tronco  femenil  más  exuberante 
que  se  ha  visto. 

— ^¡  Carmela! 

Ij.\  joven  que  estab.t  cerca  de  su  lecho,  dcsni:dándose 
t  a  m  b  i  V.  ii ,  :■  c  u  d  i  ó  p  re  s  u  i  ■  o  s  a . 

— ; Desata  aquí,  hija,  que  \o  no  puedo  conseguirlo,  des- 
ata que  no  puedo! 

Accvcvsc  la  huéríana.  Los  cabos  estaban  de  tal  modo 
añublados  que  en  vano  lucho  y  relucho  por  soltarlos,  bíubo 
que  apelar  a  las  tijeras. 

—  ¡Corta,  corta,  hija! 

iviientras  Carmen  iba  de  aquí  para  allá,  buscando  el 
instr  Limen  LO,  Magdalena  se  descalzó,  tiró  las  botinas,  metió 
los  pies  en  anchas  babucii;is,  }  luego  intentó  poner  en  orden 
las  pren<Jas  esparcidas  en  torno  de  la  cama.  A^estidos  dese- 
chados a  i.iitinia  hora,  que  puestos  en  las  sillas,  caídas  las 
mangas  }'  el  escote  abici  to,  j^arecian  mujeres  atacadas  de 
epilepsia,  fbicidos  cuerpos  nuiertos;  corp>iños  mal  dobla- 
dos; niccÜas  de  colores,  listadas,  que  se  escapaban  sobre  las 
aluioíiadas,  deslizándo.e  como  serpientes;  prendas  depuestas, 
llores  viejas  de  trapo,  eintas  resobadas,  enaguas  blancas  y 
tiesas  que  albeaban  bajo  b).  jAiegues  de  un  gran  abrigo  r^Jo; 
todo  i'e\uelto,  con.iundido,  de  un  modo  que  crisparía  los 
nervios  al  inelés  más  íb.niaiico. 

—  íAülA  están!    :.\!  iin  di  con  ellas! 

—  ;Co:"ia,  corta,  ^{ue  no  puedo  jnás! 

/.-rerCwSe  la  hiU-Lma  ^■  cortó;  o\'óse  al  punto  im  crugi- 
ai^o  como  si  deba¡í>  de   un   cojín  estallara   tma    sejiga. 


v.v. 


y  CAW-  ei  corsé.  Magdrden.  i  respiró  ampliamente. 


L;bre  de  la  cota,  1.:  mulata  \n!v 


ió  al  espejo,  viose  en  éb 
V  a   toda  i^risa  se  paso  la  \  aporosa  bv)r]a  nor  el  rostro.  Aliño 


no^iurn:)  \'  emoriauante  rvCLierido  por  una  naturaleza  xo- 
lup;  uosa. 

— Lnc.ende  la  la  nj^ariva  }'  apaga  la  vela. 


155 


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A 


CALA 


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1       A 


(^bL'Jccii'i  (firmen.  M,i',;(l.i!en.i  tc'nú  l.is  coli^adur.ís  do  l'a 
cini.i.  s_inti;^uosc  ci;  un  tris  y  hundió  su  cuerpo  cmro  !ns  s;i- 
b:\r..\s. 

Aícvnciiios  (lespiiós,  los  v.il;í.»s  reflejos  d:  la  láinp.ira 
LriuiTibraban  con  apacible  ii.z  una  tií;ura  teiri'.'nil,  scniidos- 
nuJa,  \'  pro\'oetaban  sobre  ei  muro  una  sombra  e.b.^ka  V 
i;raciOsa  c|uc  se  mo\  ía  lenta  y  iriste. 

(.1  filien  no  tcn^a  sueño:  de  buena  í;ana  se  hubiera  ido 
a   \aí:ar.  sui  rumbo,   por  calles  v  pL;zas.   Al  arrebujarse  en 


la  cama  el  íi'ío  de  la^  -^.>o-  /- J 


s  ropas  calmo  un  instante  su  a^^itacion; 


luego  que  c^tas  se  en.tibiai'on  xoh'ió  a  semirse  inquieta,  co- 
mo si  tu\  lera  caler, tura.  Tal  \  e/  aquello  sería  producido  por 
el  C(^:^!?jr  con  kcrnuiiDi  \y:h\á\  cjue,  a!  (le-.¡r  de  la  do 
Jurado,  '^\\\  como  fuego.  la  pobre  mucli.-'.cba  daba  \iieltas 
y  más  Nueii.is  sin  poder  conciliar  el  sueño.  Dos  o  tres 
\'eces  \()(teo  las  almohadas  para  refrescar  en  e!  lienzo  {^'\o 
las    abrasadla    sienes.    Nadj    k:\\\    bauante    a    miti::ar   acuella 

v^   *  I 

irritacKui.  l.staba  hastiad  i,  y  más  (;ue  Ihistiada  asustadiza. 
Mi!  y  mil  cosa^  se  le  \enian  a  la  memoria:  primero,  su 
padre,  }\ira  C|U:en  n.o  tenia  ni  afecto  ni  cariño,  y  a  <auien 
leTiiia.  (Juadaiupe  le  hal)ia  dicho  muchas  \  eces  que  era  en 
extremo  se\Lro,  y  desde  nuiy  niña  se  acostumbró  a  \  orle 
c^n  temor.  ;Qué  diría  Aon  Eduardo  cuando  supiera  «¡ue 
est;.ba  en  aquella  casa?  ¿I. o  aprobaría."  Para  alejar  e^tas 
i'Jeas  cerri')  los  ojos,  tratando  de  ver  con  insistencia  a  través 
párpados.    Al    principio    wo    percibió    \\iá.\.    Lu.ego 


c 


r.    1 


os 


creyó  descubrir,  vaga,  informe,  como  im  faro  lejano,  la 
llama  de  la  iamnarilla,  cuyos  fulgores  so  iban  extendiendo 
rápid.imente,  hasta  que  aquella  claridad  se  perdía  en  uw 
mar  de  sombras.  De  aquel  abismo  neero  fué  suri-iendo 
una  i  ¡gura  conocida,  simpática,  amable,  la  figura  de  un 
jo\en  garrido  y  airoso:  Gabriel,  con  sti  elegante  traie 
dominguero.  Pero  luego  volvió  la  obscuridad,  y  de  los 
abismos  de  aquel  oleaje  fué  saliendo  otra  figura  distinguida, 
delgada,  pálida  como  si  fuera  do  alabastro:  !a  ima-^en  de 
Alberto,  que  pasó  como  una  relámpago  y  antes  de  des- 
hacerse  tomó  proporciones  grotescas. 


156 


K    A     T     A     L     L  DELGADO 

r.ntonct-^  Carmen  abrió  los  ojos,  fijó  la  mirada  en  el 
muro,  :.\n  cercano  que  a  poco  que  ella  se  moviera  casi 
podía  tjcark  con  la  frente,  y  dióse  a  buscar  en  las  sinuo- 
sidades V  desconchaduras  de  la  pared  figuras  regulares, 
circulo'^.  rombos,  cuadrados,  que  a  poco  se  convertían  cu 
perfiles  de  caras  burlonas,  v.ui  de  las  cuales  era  tan  seme- 
jante a  la  d<:  Salome  oue  la  muchacha  no  pudo  mencs  que 
\       sonreír. 

— S  mi  mamá, — discurría — si  mi  mamá-  viviera,  ¿c]\ié 
diría  al  verm.c  en  esta  casa?  Porque  si  es  cierto  que  Male- 
nita  es  i^nuv  buena,  y  muy  desprendida,  como  dicen  que 
no  está  casada  con  don  Juan,  y  antes  vivió  con  otro,  mamá 
no  permitiría  -ue  estuviera  yo  aquí,  ni  un  solo  día. 

Cran  tenacidad  fastidiosa  volvía  a  su  mente  el  rostro  de 
Crabricl  Sombra  de  una  ilusión  desvanecida  tornaba  cari- 
ñoso, sencillo,  enamorado  a  veces;  otras  irritado,  desdeñoso, 
insultante.  Sentíase  Carmen  arrastrada  hacia  el  mozo  por 
secretos  impulsos;  pero  ;-!  considerar  que  el  ebanista  no 
podía  darle  cuanto  ella  por  su  hernvosura  y  origen  naerecía, 
le  alejaba  de  su  mente,  v  Alberto  se  le  aparecía  aristocrá- 
tico, fino,  insinuante,  -^e  imaginaba  estar  al  lado  de  Ga- 
briel, V  le  veía  vulgar,  indiferente  y  ft'ío,  oliendo  a  madera 
recién  labrada,  a  serrín  húmedo.  Se  imaginaba  estar  al  lado 
de  Alberto,  v,  ¡qué  diferencia!  Este  abría  sus  brazos  em- 
briagándola con  el  perfume  de  sus  vestidos;  la  estrechaba 
con  pa^.ón,  con  frenesí,  con  una  fuerza  que  la  sofocaba,  y 
miraba  les  ojos  negros  de  su  ntievo  amante,  vivos,  ardien- 
tes, que  la  dominaban  mu  que  ella  pudiera  resistirlos.  De 
pronto  la  simpatía  y  el  amor  que  Rosas  le  inspiraba  se- 
cambiaron  en  desprecio,  en  odio.  ¿Por  qué?  ¡Quién  sabe! 
Ee  ocurría  rechazarle,  ofenderle,  despreciarle,  colmarle  de 
injurias.  — ;Por  qué? — se  preguntaba,  y  no  sabía  qué  res- 
ponderse. Reía,  y  fingiéndose  que  Alberto  la  abrazaba,  iba 
reclinándose  en  el  joven,  dejando  caer  desmayada  la  enso- 
ñadora cabeza  sobre  el  pecho  de  aquel  hombre  que  la  ama- 
ba profimdamente,  que  iba  a  ser  su  esposo  y  sacarla  de  la 
triste   co:idición  en   uue  \Acia,   ;Y   si  Alberto  sólo  quería 


157 


r 


L 


1 


C       A       L       A       X       D       R       / 


/• 


ai^i'sir  J.c  su  dcbiüuaJ  í'  No,  csv:)  no;  elLi  sabr'.i  triunfar 
^ii  \a  ¡iich.i.  .  .  ;Por  que  no?  í^on^.inada  por  c  tomor  se 
propon  í.i  n.o  \  cric  ir.ás,  olvidarle  para  siempre.  .  -\i  !ie^;ar 
:.C[V.i  de  tan  locos  fantaseos,  acudía  Magdalen;.  i.uv/ando 
i'ua  de  aquellas  carcajadas  burlonas  que  tan  criicii^^.citc  la-:- 
timaban  el  corazón  de  Clu'íncpM  y,  burlándole,  decía: 
—  ¡renta!  ^^Quc  más  quieres?  ; Quedarte  siendo  como  tu 
rnaniá  ima  triste  lavandera?  ¡Cácate  con  GabriL'  que  está 
uiie  rabia  por  tí!.  .  ¡Cásate  con  e!  carpinteri:o  para  que 
te  mate  de  hambre!  Es  r.iuy  elci^ante,  ¿no  lo  \'l^?     .  . 


r\ 


/.\- 


s  cíe  y  veras:  .  .  . 

Por  fin  un  sooor  dulce  ^'  i:rato  invadió  su  cerebro;  plá- 
cido  ene=;vamiento  se  apoderó  de  ella;  las  imá;4ertj>  de  cuan- 
to tenía  delan.te  fueron  acb.icáiidose  poco  a  poce,  r  se  que- 
do dormida. 

Dormida  se  \'o!vía  y  revolvía  de  mío  a  otro  Lulo,  presa 
de  penosa  fatiga.  Sufría,  sin  duda,  ima  pesadilla  c^:"varitosa 
A'  terrible.  .  Soñaba  que  despties  de  ser  la  qtieriJ.i  Je  Al- 
berto, este  la  abandonaba,  y  extenuada,  enfern\',  ¡haraposa, 
eritrab>a  en  o.ii  ¡uvsnital  para  mo!-ir  allí,  como  m.ien  esas 
de>\  enturadas  que  arrastran  su  vicia  miserable  r  ;r  e!  lie- 
dionílo  faivro  de  los  lupaiiares.  .  .  (labriel,  S"r;  Ciabriel 
lema  compasión  cié  ella  }■  !e  vela  con  ojos  coi-np.  ;;  .o>:  poro 
c'io  e:*a  muy  duro  y  peñero,  pt^rque  la  bond  la  •..::'■  n^aclia- 
(..i:o  despertaba  en  su  aima  renKírdim-entos  Iií;-:  'ib!.;  ;  a  la 
conq--asi^)n  del  ebanista  prefería  el  desprecio  )'  ;::  íj''.';Jo  de 
tocios,  fl   odio  y  la   Ncnganza  dcj   oi«MHlido  am.'.rie. 

i.staba  en  el   liO<:^!íal:   h.^bía  II. miado  e  iban  .■   ab/¡i  le  ! 
imci'ta    de    .u-uel    edií"v:io    .^v:nJ>r!0    de    dondj 


a 


;0 


!  fci  '"n  a  '< . 


^^ 


CJ^oaía  :o-it:v  v  no  po^lía:  !a   ^.  (^/  le  idtab^ 
n'iO:i"0)   [MVstaba   aierieiv'n    a    sl  >   qu'ias;    oe 


úr^ 


rar  \ 


O^    (;-:;S    e 


tabal 


1   -.eco>,  (uv-maoos  p.)r  la 


pv^r  i;n  im  e'-rucr/o  supreroo  '^mw  *j^r\iAV  v...   cv>p. 


a  Ue '  ■"* 


OA     JLO- 
:.    lliZO 


lo. 


loiÚM  bañada  en  sndoi".  bi  luz  cíe  la  lampa';  'a  \acdaba 
\'  la  o''^-:i!"idad  Üni  eiv^vñoi'eanóo': :  del  a^^oient'  . 


L:. 


n  i  as  ciiairo 


de  1: 


.1   m.i r<aiía;   s 


„  1 


o 


.;^'pes  d'ó  el 


R    A 


A     E     L 


DELGADO 


reloi  c'cspaLS  de  no^rea'-  los  cuarto*^;.  La  can-ipana  de  la  Pa- 
rroquia xdodalv-!  .li  n!!e\'o  día  y  su  acompsdo  tañido  He- 
traba  r:-isi.orcnte  a  los  oídos  de  ía  bucrfrra. 

\'-Á\]{)  ia  erra:  \\  luz  de  la  expirante  lamparilla  lanzaba 
de  IL  lo  s.iv  intLi-n^itcoíes  1  algores  sobre  la  cama  en  que 
Mapc^;'ena  dormía  prc^í  cndaioente. 

C^,'-.  as  ñor  ¡ue  aovicUa  hora  )  aquel  toque  traían  a  su 
r^>->  (va  ■■•'rarLO^>  v  v!;;lo:oo^s  recuerdos,  antoiósele  a  Car- 
Tnen  ce-  no  era  Nheci.dena  cpaien  dormía  allí  cerca,  smo 
la  po^^  --  mu--"  a  oií'an  del  i('>  la  \  ida,  que  \x  iv^';  con  toda 
el  abra,  i^o'dm-e  oír;  :e  nuo-ia  dejando  oír  el  ronquido 
fatal. 
'  I  : 
llora  ^o 

Un 


i     X     1      '. 


ÍI  *  ,    :    I -^    \    1    1    1    ■ " 


o 


LÍ5L.aC 


ecno   a 


hizo  c^k  O'  estrcn^ecida. 


;o;r  j  ^;e  music  ;i   , 
■>    '•^t''iina    nrí-viu^a    v^'esa    x   sus    músico»    tocjban, 


es^i 


En  . 

en  olve'VOi-  de  !os  b.uí.cicre';  une  salían  de  la  casa  de  Solis, 
un  \'a:s  brii'ante  \^  ar  eoatadv)r. 


¡Cuan  hermosa  subía  a  los  cielos  la  festiva  música  de 
>^^ddteióVl! 

La  ciudad  lea!,  Pluvio.illa  fecunda,  la  devota  Pluvio- 
silla,  despertaba,  (dareaba  el  día;  un  luz  opalina  mundaba 
el  cieit.:  las  estrellas  se  iban  apagando,  una  tras  otra,  como 
Ets  fupitivas  c'i:r-.pas  de  un  papel  quemado.  Los  cerros,  irra- 
diand'o  frese uiM,  dibujaban  sobre  el  azulado  firmamento  sus 
perfiirs  rudos,  las  copas  de  los  grandes  árboles  y  los  cresto- 
nes escuetos. 

Cí;'-o  la  música.  L^.comparablc  coro  de  alegres  ruidos 
Y  de  c!y-a;  notas  llenribui  los  aires,  la  madrugadora  cam- 
.panita  cu  Sar.ta  Marta  gritaba  con  voz  urgente  y  chillona, 
llamar.do  a  ndsa:  ¡\enid!  ¡venid!  \)z  allá  del  fondo  del 
valle,  z\}.^r.¿o  soplaba  e!  grato  vicntecillo,  llegaban  gorgeos, 
cantos,  ruuKjres  del  río,  susurros  de  arboledas,  y  el  eco  ma- 
jestuoso de  w-^  tren  de  carga  que,  en  los  cruceros  y  en  los 
puentes,  lanzaba  el  silbido  vibrante  y  lumínico  de  su  doble 
máquina. 


159 


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1       L       A       X 


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/'. 


RAFAEL 


DELGADO 


XIX 


A  las  piinicras  inciertas  claridades  sucedieron  rosados 
tul,^;.Mes  que  se  desvanecían  en  violadas  ondas;  el  rosa  se 
loruo  en  purpura,  y  poco  a  poco  se  hizo  más  y  más  vivo, 
i-.is  intenso,  hasta  tomar  el  color  del  fuego  y  convertu-se 
lM  un  amarilh^  deslumbrador. 

1  luyeron  ías  son^bras  que  dormitaban  en  las  vertientes 
V  en  los  mii  repliegues  de  la  cordillera;  huyeron,  desgarran- 
do s'js  capuces  en  los  picachos.  El  volcán  parecía  envuelto 
en  un.\  gasa  de  oro.  La  !u/  inundó  el  valle,  y  haciendo  es- 
peie.ir  las  vidrieras  de  los  edificios  lejanos  y  los  azulejos 
de  las  cúpulas,  centelleando  con  reflejos  de  plata  en  los 
faroles  de  las  calles,  suntuoso  v  magnífico  como  un  sobe- 
rano r-crsa,  el  sol  apareció  en  el  horizonte,  entre  dos  mon- 
t  .1  ñ  as. 

La  túrrida  Pluviosilla  cantaba  con  las  variadas  voces 
de  su.  campanarios  la  oración  matinal;  en  vavo  graves;  en 
c'  otro  a-^udas;  ac;uí  der.apacibles  v  desentonadas;  más  allá 
sordas  V  tristes.  Dispersáronse  cuantos  oían  la  música,  has- 
tiados, soñolientos,  menos  tres  que  conversaban  en  el  za- 
^^•::in  del  bafio  de  S.m  Cristubal:  Taclio,  Enrique  y  Gabriel 
cue  se  les  reuní  )  al  sjÜr  del  baile. 

— En    tu    kn^ar    Quisiera    vo    estar;- 
pico,  al  puro  pico,  como  el  gallo  de  mi  tata  don    Erini,  le 
-anabá  la  pelea.  ;Tu  la  quieres.^ 
— Sí.  ;rara  qué  negarlo? 

— ;Ia\]uieres  mucho?  ;Tanto  que  te  casarLis  con  ella? 
—  ¡Si,  henr.ano!   Ya   lo  sabes:   yo   no  he  querido   así   a 
ninguna.  He  tenido  novias,  pero  de  pura  chirla. 

' — ¡Tonto! — exclamó  Enrique. — Crees  que  no  hay  nías 
cue  esa  muier  en  el  mundo?    ¡Lo  que  sobral   No  te  cases, 

160 


dijo    Tvomero — al 


chico;  atmque  eüa  te  lo  ruegue,  aunque  te  agarre  del  bra- 
zo y  te  lleve  a  la  Parroquia. 

—  :Eso!  Mira,  Enrique:  yo  antes  animaba  a  este;  ahora 
no.  Ya  se  lo  dije  .  .  .  No  ves  que  se  ha  vuelto  alegre  y  que 
le  parte  al  roto  como  im  nopalapeño  puntal!  De  todo  lo  que 
te  pasa  tú  tienes  ¡a  culpa. 

—  [Qué  cidpa  tengo  yo  de  haberla  conocido?  Yo  hu- 
biera sido  muv  feliz  con  ella.  Así  como  ella  era,  asi  la 
deseaba  yo;  asi  quería  mí  pobre  vicjíta  una  niujer  para  mí. 
¡Tan  buena!   ¡Tan  bonita! 

— Asi  hay  otras... — advirtió  Enrique — muchas,  mu- 
chas; donde  menos  se  piensa,  al  doblar  una  esquina!  "    - 

—  Eso!  No  te  achicopales,  manito.  Te  ahogas  en  poca 
a^^ua.  Haz  como  vo;  nunca  tomo  a  lo  serio  el  amor.  .  .  Se- 
rá  porque  no  Ico  como  tú  tantas  historias.  Aprende  a  nos- 
otros: ni  éste  ni  yo  dejamos  que  se  nos  enreden  los  pies. 
Chirla  con  todas,  hermano,  y  ¡nada  más! 

— Confórmate,  chico:  enamora  a  otra;  pártele  a  la  hija 
de  don  Pepe.  Le  paras  con  m.odo,  y  verás  como  entra;  ol- 
vidas a  la  Calandria  y  te  casas  con  Chole.  El  mejor  día 
truena  el  vi^jo,  y  heredas  el  taller,  la  casa,  y  ¡cátate  tú! .  .  . 
¡ya  no  tienes  por  qué  apurarte! 

— Déjate  de  bromas  con  éste,  Enrique.  No  le  digas  el 
apodo  de  la  muchacha  porque  luego  la  repela. 

— Oye,  Poncianillo:    ¿quieres  oír  un  consejo?       ^ 

M. 

— Pues  mira  como  haces;  con  maña  le  tumbas  el  perro 
a  ese  catrín.  Alzare  a  Carmen:  como  puedas.  .  .  si  es  pre- 
ciso .  .  .    fa   fuerza!  .  .  . 

— ¡Y  me  llevan  al  Hotel  Arambcrri! 

— Pero  luego  sales,  como  yo  salí,  cuando  aquello  de  la 
retint.i  ...  -         . 

— No,  ni  siquiera  entras...  Buscamos  un  licenciado 
picudo,  ianzón,  que  hable  por  ti.  .  .  ¡y  ya  está!  Te  costará; 
eso  cuesta;,  pero  nada  máb! 

— ¡No,  yo  no  quiero  eso,  porque  la  quiero  con  toda  mi 


161 


La  Cjíjnüria,  ó 


li 


\ 


CAL       A       N       D 


ría 


alma! 


¡Cómo  voy  a  portarme  así  con  ella!  ;Si  la  he 
Oliendo  con  toJa  mi  alma;  si  la  qaiero  tanto! 

— Y  ella,  dime  ;tc  quiere?  ¿te  paga  con  el  misma  amor? 

— I  Quién  salv^! 

;Quién  sabe!  Tienes  duda.  .  .  tienes  duda,  .  .  Con  ra- 
zón, Poncianillü!  Yo  te  quiero;  eres  mi  amigo,  y  con  los 
amigos  debemos  ser  francos:  pues  bien,  no  vuehas  a  pen- 
sar en  ella,  ni  a  verla  .  .  Nosotros  seremos  reatas,  endian- 
trados,  lo  quj  tú  quieras,  pero  no  pasamos  porque  las  mu- 
jeres nos  engañen;  y  ésa,  ésa  te  está  engañando.  Aguántate, 
chinito,  como  los  hombres,  y  no  vayas  a  emprenderla  con 
don  Alberto,  ¡lil  hace  su  lucha.  .  bueno!  Está  en  su  de- 
recho. ;Tú  V  \'o  liaríamos  lo  núsmo.  .  .    Si  ella  lo  hace  fcr- 

mal.  .  .    cQ^'^'  culpa  tiene  el? 

— Entonces    .  .    ¿como  si  no  existiera? 

jEso!    Yo    tetigo    miedo    de    tu    carácter    arrebatado. 

Tienes  el  genio  muv  caloroso,  y  es  preciso  contenerte.  Quq 
\avas  al  Hotel  porque  te  robaste  a  la  palomita,  pase;  asi 
fué  éste,  y  tan  amigos  como  siempre;  pero  no  por  cuchi- 
lladas, ni  cosas  así.  ¡Cuidado,  mucho  cuidado!  Ya  lo  sa- 
bes. .  .  En  hombre  no  mata  a  otro  sino  en  ultinio  caso, 
antes  de  que  lo  maten  a  éh  ¡Adiós,  chico! 

— ¿Se  van?  i 

— Si,  a  dormir.  .  . 

—  ¡Pues   adiós! 

—  ¡Adiós! 

Romero  dio  en  el  hon>bro  una  palmadita  cariñosa  a  sti 
pobre  amigo,  y  se  fué.  A  lo*^  pocos  pasos  se  detona 
— C>}'e:   ¿nos  vemos  esta  nocne.-' 
— ¿A  que  horas? 
— A  las  siete. 
— ¿En  punto? 
— En  pimto. 
■ — ¿En  qué  parte? 
— En  la  barbería  de  éste. 
— Conformes. 
- — ¡Adiós! 

162 


R     A 


/ 


1     E     L 


DELGADO 


—  ¡yVclU/S. 


Y  los  buenos  amiiro^  ^e  aleiaron.  Gabriel  entró  en  su 
casa,  dc'::\\un6,  y  se  acusto.  El  sueño,  el  benéfico  sueño 
que  aÜvia  los  dolores  y  vuelve  la  paz  al  espíritu,  embargó 
sjs  sentidos.  El  ebanista  durmió  tranquilamente.  Al  des- 
penar se  '•intió  más  sereno  v  rcsii^nado.  Iba  en  busca  de  su 
amigo,  cuando  al  pasar  por  la  casa  de  Magdalena,  vio  a  la 
Calandria  que  estaba  en  la  puerta. 

— ¿A  dónde  vas? 

— A  buscar  a  Tacho; — contestó  con  indiferencia  y 
frialdad,  y  tan  desdeñosamente,  que  Carmen  se  sintió  ofen- 


dida— me  está  esperando. 


¿no  te  acuerdas 


— Tenemos  que  hablar  esta  noche.  . 
que  así  lo  convenimos.*  ^ 

— ¡Ah!   ¡No  m.e  acordaba! 

— ¿No  te  acordabas? 

— A  las  doce,  ;no? 
— En  punto.  No  faltes    .  . 

— No  faltaré.  Tenemos   que  hablar  mucho,   mucho . 

— ;l)e  veras.  .  .   vienen. ^    . 

— Vendré.  ^ 

— Pues,   ¡hasta  luego  I 

— ¡Hasta  luego! 

Euesc  el  mozo,  y  la  joven  se  quedó  pensando: 
ya^no  me  quiere.  ¡Tiene  razón! 


■Cjaonel 


163 


L       A 


CALANDRIA 


RAFAEL 


DELGADO 


XX 


ALBERTO,  scpún  su  costumbre,  dejó  el  hcho  ese  ¿h 
cuando  el  sol  estaba  casi  a  la  mitad  del  ciclo,  y  después  de 
apurar  en  su  gabinete  una  gran  taza  de  café  con  leche,  que 
de  ordinario  encontraba  insípido  y  detestable,  principió  la 
obra  dilatada  de  arreijlar  sus  cabellos. 

los  de  Alberto  eran  recios  e  indómitos,  y  tanto,  que  a 
pesar  d:  los  variados  cosméticos  y  exíUiisita^  pomadas  de  su 
U)cadv)r,  mds  provisto  de  esencias  y  aguas  o::;ros;s  que  el 
de  una  tiple  de  zarzuela,  neces"taba  nuestro  precoz  tenorio 
l.iriM  ima  hora  p.va  quebrantar  ccn  el  pciac*  aquel  pelo 
rjbeiJe,  v  disponerlo  sobre  la  frente  pálida  en  ond.is  suaves 
\-  sitnetrica-..  IVrmiiiada  esta  í,\vc.\,  que  parecía  interml- 
j^bL',  C'^irí'ii '.aí\i  la  no  rncnos  laboriosa  e  irr penante  de 
anuJ.ir'^e  l'-\  i;>rno  del  alto  y  niveo  cuello  in^ir'S,  que  ir^s 
tenia  de  i:^urai^a  que  de  tal,  la  fina  corbata,  en  nnto  que 
.1  p.icjvnte  criado  repasaba  el  ce^nlio,  por  coptc^ma  ^■ez, 
V  u>;-e  u;^  P'.:^U''>  ¿A  pantalón  correcto  y  del  ceñido  le\  i- 
nu  que  ci.ui  c.^iU,>  piíuados  bo'crc  el  den-.u:rado  cuerpo 
LÍc  '-u  duei-;\ 

í.nciJo  V  vX.-iu)  pÍ-n:.J  flores  salió  Alberto  rumbo  a  la 
lM.\'^  íie.uentaJ;i  cantina  í:a  la  ciudad,  en  busca  de  sus  ami- 
eos  ■c-iC¿\\''^.í'^^  <nh:  allí  se  reunía;^  sin  falta,  cada  día,  abuu- 
^f;'^:js  de  n.^'ticias  •/  tan  ucseosoo  de  charla  cor>vj  de  aperi- 
ii ,  os  V  LÍe  .i:narg(^>. 

í  1  e^tibleci::uento,  fresco  v  aseado,  pruv:ipi.iba  a  re- 
cibir a  sjs  habituales  concu/rentL".:  entristecidos  cesajites, 
nuLlaehos  Pi-ecoces,  comerciante,  en  huel^-a,  jugadores  de 
taicio.  calaveras  cansados,  lecho;.;ulnos  tardíos  y  políticos 
en  carr.pañ.u  ^>nos  leían  los  peri'jdicos;  otros  ciaban  noticia 
de  la  lucha  electora!  cu}as  recientes  escaramuzas  prcocu- 
¡  aban    a    muciios;    aígimos    turnaban   indolentes,    como   un 

164 


jefe  de  caravana  a  la  puerta  de  su  móvil  morada,  y  los 
más  referían  lances  de  crónica  escandalosa  subiditos  de 
color. 

Los  empleados  y  sirvientes,  que,  cosa  rara,  no  tomaban 
parte,  por  aquel  niomento,  en  la  conversación  de  los  parro- 
quianos, de  pie  tras  el  mostrador,  frente  a  los  quesos  inci- 
tantes y  los  fiambres  apetitosos,  o  recostados  contra  los 
escaparates  Henos  de  botellas,  conservas  y  pastas  ultrama- 
rinas, parecían  otras  tantas  estatuas  de  la  Diligencia  en 
reposo,  o,  mejor  dicho,  de  la  Quriosidad  indagadora. 

No  faltaban  alli.  detrás  de  los  cristales,  los  billetes  de 
la  Lotería  Nacional,  ni  el  retrato  litográfico  de  una  íl/ia, 
prom.etida  al  publico  filarmónico  por  una  empresa  obse- 
quiosa, junto  al  periódico  desinteresado  y  celoso  de  la  fe- 
licidad üúbiioa,  üue  acababa  de  dar  a  los  cuatro  vientos  de 
la  fama  v  de  !a  jidoria  la  IíTíí  cIí;^!C  del  candidiio  q':\  dis- 
cusión, (esj'cran/a  de  politicastros  largo  tien- po  ecliados 
en  olvido),  la  cr.r.i  SL)nrienre  de  un  Cincinato  tucuro,  pro- 
metedora v  .unabiO,  c:^ire  ios  animcíos  patnóticos  de  las 
falM•ica^  de  c!i;a::'o-^,  los  tarjeton^s  pregoneros  de  las  exce- 
lencias y  m.-riios  Cx  \o:  bizcochitos  de  OHÍKi  J  ¡- reres  v 
los  progran*.';^  voceadores  del  Cu'co  Orrin.  r_;i..:  anunciaban 
nuexos  vo\.:i\c's  \  euiiilioristas  habilidosos. 

Tres  ci% -nidac-js  tciiíui  aMi  altares  y  cuíco.  B.^co,  no 
aqiu4  que  los  ¡;inu>r.:>  J-..  antaño  coronaban  de  pinipanos, 
sino  el  mo^'e:ív:),  c!  ouj  yo  pintaíua  festí\'o  y  ri>,ueño,  pá- 
lido el  rost:-o,  calado  r\  lionguil-o  picaresco  y  arrelienado 
en  cómoda  pol'r:?u.u  apurando  im  vaso  de  cf^ck-taú  ira- 
íjauíe  V'  heiac'^j:  el  Ui^)--  de  la  gastronomía  corUjmporánea, 
refinado,  dispe^uico:  x  iju-ján,  el  ii^niortal  Birjan.  que  con- 
tra leves  v  or .!e:>:-nzas  oro!  !biti\as,  en  el  süenc-o  de  la  no- 
che, en  púMico  sec»;ete>  y  a  la  luz  del  petróleo,  er.ciende  stis 
tríoodes  V  con'2;re.:a  a  sus  pontífices  en  torriO  de  l!is  aras 
cu'oiertas  con  eí  tapete  ^  croe. 

En  aquel  smtuario  aguardaban  a  Rosas  tres  am.igos: 
Carlos  Frisler,  Alc-biades  C^orcina  y  Pepe  Muérdago,  flores 
de  la  pollería  andante  y  lustre  y  decoro  de  wni  generación 

,  165 


s. 


I       A  CALA       N       D       R       I       A 

p^O'^\■.''•'^t^  c  iiustr.uli,   lliinMcln   con   jü-ticii   ^'or  ios   ncrió- 
ciico^   ;  ,  /í/V/í/  c^pcran/A  »!c  Lx  narria. 

Coni')  Aü^crro,  Aicibiadcs  y  Ciarlos  proc:dian  de  fami- 
lias ri  ^:^  v  hrínorabks,  \  awn  r/. uchachos  finos,  simpáticos 
\  nvcr  ;n!c:-idos  v  ponular./;  ver  lo  desprendidos  y  franco- 
tesí  Muef'J.v^o  era  el  tiro  ericto  y  completo  de  esa  juven- 
tud hiilliciosa  y  arJiente  de  la  clase  media,  sin  lucro  ni 
parriir.onio,  uue  a  las  estrecheces  e  insaciables  deseos  de  la 
pobrc/a  ac'una  los  liábilos  y  refinaniientos  del  procer;  de 
c^os  ¡('nenes  inteligentes  y  de  í-iígularcs  aptitudes,  sin  amor 
al  trab.-tc),  con  todos  los  vicios  y  preocupaciones  del  poten- 
tado, que  se  volarían  la  tapa  de  los  sesos  antes  que  ponerse 
a  ganar  Ivjnradamente  el  pan  en  un  oficio  humilde;  inca- 
paces, en  su  haraganería  placentera,  de  llegar  a  conquistar- 
se por  p.iedio  de!  talento,  del  estudio  y  de  la  probidad  un 
lugar  dis.inguido  junto  al  ingeniero  prestigioso  que  horada 
las  cordilleras  para  dar  paso  a  la  locomotora,  o  al  lado  del 
médico  generoso  que  alivia  los  dolores,  o  entre  ios  juriscon- 
sultos  detensores  de  la  verdad  y  de  la  justicia;  cnatiu-as 
ineptas  para  las  combinaciones  y  negocios  mercantiles  por 
falta  de  constancia  y  sobra  de  am.bición. 

i)c  natural  y  vivo  ingenio,  de  carácter  flexible,  en  el 
cual  la  di^-nidad  y  el  decoro  se  habían  ido  aniouüando  día 
por  á\.\,  supo,  desde  sus  primeros  años  juveniles,  hacerse  de 
amigos  ricos  y  pródigos,  con  los  cuales  subía  y  bajaba, 
figurando  de  actor  o  acompañante  en  toda  aventura  es- 
caudalosa,  viviendo  a  expensas  del  bolsilio  ajeno,  sin  pare- 
cer cargante  ni  causar  molestias,  com.placiente  y  llevadero, 
amable  y  solicitado  por  todos. 

La  lucha  por  la  vida  había  llegado  a  ser  para  Pepe,  mer- 
ced a  tan  altas  prendas  de  su  maleable  condición,  una  cosa 
que  silo  podía  preocupar  a  los  bobos  y  a  los  necios.  Muér- 
dago sabía  \ivir:  comía,  bebía  y  gozaba,  a  la  sombra  de 
sus  amigos,  v  vestía  ccmio  ellos.  Quién  le  cubría  una  deuda; 
quién  le  cedía  en  el  juego,  una  noche  feliz,  parte  no  exigua 
cíe  la  ganancia;  y  frecuente  era  el  caso  en  que,  al  verle 
aicri^^'U),   como   él   acostumbraba   a   decir   con   sus   chistes 


C      .4X^\. 


166 


RAFAEL 


DELGADO 


geniales,  le  tomaran  por  el  brazo  y  le  llevaran  a  una  sas- 
rrería,  donde  el  joven  elegía  a  su  gusto  telas  y  vestidos  sin 
j'íararse  en  calidad  o  precio,  seguro  de  que  ni  Rosas,  ni 
];risler,  ni  Cortina  harían  la  más  breve  objeción.  El,  a  sil 
\ez,  pagaba  tan  fina  amistad  y  tales  muestras  de  cariño 
con  ilimitada  admii  ación,  defendiendo  a  sus  amigos  de  toda 
censiu'a,  encomiando  a  troche  y  moche,  viniera  o  no  al 
caso,  cuanto  les  pertenecía  o  se  relacionaba  con  ellos:  su 
buena  figura,  su  valor  temierario,  su  riqueza,  sus  caballos,  la 
liermosura  de  vas  queridas,  su  firme  cabeza  para  beber  y  su 
audacia  para  los  amorcdios  peligrosos  y  de  riesgo. 

Ningj.no  más  discreto  que  él  para  estos  asuntos;  nadie 
]v.2S  a  propcs'to  para  jugar  una  mala  pasada  a  quien  con 
t?A\  guapos  chicos  se  juntara,  sin  ser  de  la  hermandad,  y 
pocos  má3  hábiles  para  burlarse  de  un  muchacho  tímido 
o  de  un  anciano  irascible,  y  arreglar  en  el  fcrraiOy  o  en  la 
fonda,  una  cuestión  de  honor.  Era  ivluérdago  furibundo 
raurófüo,  por  lo  cual  le  habían  puesto  un  apodo  ilustre  en 
los  anales  del  toico.  Pepe  fué  quien  dio  principio  a  la  con- 
versación. 

— Mísier  Alberto,  ¿que  te  hiciste  anoche? 
— Me  anduve  por  esos  mundos.  Cuchares.  ' 

— ¿De  aventura? — dijo  Frisler. 
— De  parranda.  .  . — agregó  Alcibiades. 
— Ya  me  lo  imagino:  corriéndola  toda  la  noche.  .  .   Ni 
siquiera  das  parte! 

— ¡Ya  lo  saben!  Me  pierdo  algunas  veces,  y  ni  Satanás 
daría  conmigo.  El  otro  día  no  pudo  Pepe  hallarme  en  toda 
una  semana  .  .  .  <> 

i 

— ¡Cierto!  Le  busqué  por  todas  partes  y  no  pude  dar 
con  él .  .  . 

— ¡Ya  supimos  dónde  estabas! 

— Sí,  porque  yo  se  lo  dije  a  Carlos.  .  . 

— Te  vi  entrar  en  cierta  casa.  .  .  Conozco  yo  a  una  da- 
mita  de  ojos  negros  y  pies  así,  de  este  tamaño,  que  nr  bebe 
inás  que  chíi:!?  pague  y  de  la  Y  inda, 

167 


A 


CALA       N 


dría 


—  jpKicado  Je  rey! — exclamó  Pepe. —  ¡Tienes  vni  suerte 

fcnomenr»!! 

Los  cuatro  se  sentaron  alrededor  de  una  mesa.  El  cria- 
do so  acercv». 

Era  nariente  de  la  madre  de  Gabriel  y  vivía  en  el  paf/o 

de  San  Cristóbal. 

— ¿Qué  pongo?  iQi\é  toma  usted,  don  Alberto? 

— Cock-^ítii. 
— ;Y   usícccs? 

— Carlos,  cognac;  Pepe  y  yo  lo  de  siempre.     .    ajenjo. 
Pronto  los  jóvenes  quedaron  servidos. 
Alberto   se   llevó  el   vaso   a   los   labios,   bebió   un   sorbo, 
V  después  de  limpiárselos,  en  voz  baja  y  con  gran  misterio, 

dijo: 

—  jSe  me  íogró! 

— ;Que  cosa? — prorrumpieron  en  coro. 
— Calma,  chicos.  No  se  puede  decir  todo  de  un  golpe. 
Anoche  estuve  en  un  baile,  con  una  muchacha  de  pe,  pe  y 

íloblc  u. 

— ¿Carlota  /*  .  - 

— No. 
— ¿Luisa? 
— Tampoco. 

—  ¡Cuenta!    ¡Cuenta! 

La  conversación  siguió  en  voz  alta. 

— No;  \ma  que  vive  con  la  querida  de  Jurado,  el  re- 
dactor de  El  Radical. 

— .  Vl-il — exclamó  Pepe,  con  una  expresión  de  fisono- 
mía oue  daba  a  comprender  quq  estaba  en  autos. — ¿Aque- 
lla del  jardín?  ¿La  de  aquella  tarde? 

— La  mismita.  Supe,  hace  tiempo,  ¿verdad,  Pepe?  que 
alli  vivia,  \  m.e  d¡je:  ¡Ya  verás!  Me  apersone  a  mi  hombre, 
a  Jurado,  v  tramé  mi  plan.  Recuerdan  ustedes  que  hace 
poco  estuvo  aquí  el  General  Mendieta?  ¿Sí?  Pues  bien, 
busque  a  Jurado,  y,  llamándole  aparte,  con  mucho  miste- 
rio, le  dije:  que  tenía  encargo  del  General  de  fundar  un 
periódico  que  sostuviera  la   candidatura   de  un  alto  perso- 

168 


K    A    T    A    L     L 


DELGADO 


naje,  para  La  gran  silla;   que  me  parecía  mis   conveniente 
que  un  periódico,  acreditado  ya,  tomara  a  su  cargo  la  em- 
presa; que  Mendieta  estaba  dispuesto  a  soltar  la  plata;   es 
decir,  no  él,  sino  los  partidarios  del   candidato,   los   cuales 
le  darían  cincuenta  pesos  mensuales  si  trabajaba  en  favor 
de  su  amigo;   que  me  dijera  si  le  convenía   m.i  propuesta, 
para  avisarle  alGeneral;  que  si  el  asunto  quedaba  arreglado 
pusiera  desde  luego  la  candidatura.  No  olvidé  decirle,  para 
echarle  al  lienzo,  que  yo,  por  simpatías  particulares  hacia 
su  persona,  v  por  ser  parndario  de  los  santos  principios  que 
con   tanta   gloria   defendía   en  su   periódico,   daba   ese   p.iso 
y  me  dirigía  a  él,  pues  Mendieta  quería  tratar  con  el  dueño 
de  El  Conlcruponzadov  para  arreglar  el  negocio;   que,  en 
una  palabra,  no  olvidara  mi  buena  voluntad  para  con  todos 
los  hábiles  red  ictores  de  EÁ  Radical  El  caballero  me  con- 
testó:   que  rd  Contení porizador  era   el   periódico   menos   a 
propósito  oara  el  caso,  porque  en  época  no  lejana  se  había 
mostrado  hostil  a  la  reelección,  simpatizando  grandem.ente 
con  el  partido  que  se  llamó  regenerador.  Parecióle  corta  la 
cantidad  de  cincuenta  pesos,  por  ser  muy  subido  e)   gasto 
de    imprenta    y    redactores,    necesarios    para    la    proyectada 
campaña;  pero.  .      que.  .  .    en  fin.  .  .    aceptaba,  con  la  es- 
peranza de  que,  visto  el  éxito,  los  interesados  se  mostraran 
más  generosos  y  dieran  a  los  ardientes  paladines  de  El  Ra- 
dical la  recompen.sa  merecida. 

Sí: int'errumpió  Alcibiades — una  credencial  de  di- 
putado por  el  distrito  más  lejano,  donde  m  de  nombre  es 
conocido  el  joicn  literato  y  distinguido  jurisconsulto  don 

Juan  Jurado. 

£so  es;   que  El  Radical,  valiente  y  heroico  defensor 

de  las  instituciones  y  fiel  amigo  del  bien  publico,  estaba 
dispuesto,  de  antemano,  a  sostener  la  candidatura  de  que 
tratábamos;  no  por  medro,  que  sus  ilustrados  compañeros, 
lo  mismo  que  él,  no  se  vendían,  y  que  todos  eran  dignos, 
independientes  y  buenos  ciudadanos  a  carta  cabal,  y  antes 
romperían  la  pluma  y  abandonarían  el  estadio  periodístico, 
cue  combatir  por  quien  no  mereciera  el  sillón  presidencial;' 

169 


/ 


A 


C      A       L      A       N      D       R      I 


sino  porque  todos  crcK-jn,  sinceramente,  que  la  reelección 
en  tan  oportuna  como  necesaria,  y  una  garantía  de  paz 
}'  d-j  prosperidad  para  el  país.  Díjele  que  agradecía  su  defe- 
rencia y  haría  recomendación  de  él,  con  toda  eficacia;  que 
jMeP-dicta,  mi  buen  andigo  Mendieta,  era  un  hombre  franco, 
(insiero  y  scuciíii),  y  que,  con  semejante  apoyo,  no  sería 
remólo  que  en" el  período  próximo  viera  yo  a  mi  buen  ami- 
go Jurado  en  los  escaños  del  Coiagreso  Federa!. 

Ll  rostro  de  mi  hombre  resplandeció  de  júbiM, 
me  dio  las  gracias,  y  como  prueba  de  gratitud  me  convidó 
a  cóndor,  a  casa  d(¿  su  querida,  una  trigueñiía  retostada  y 
entradora  como  un  toro  de  Ateneo. 

As*',  chicos,  me  puse  en  contacto  con  la  palometa,  la 
cual  riño  con  \x  vieja  que  ia  cuidaba  por  orden  de  su  padre; 
dejó  a  su  novio,  un  cLuirrilo  elegantón,  y  ahora  vive  con 
la  querida  de  don  Juan.  Esta,  chicos,  me  hace  un  tercio 
fenomeí-ial,  y  la  cosa  a\  anza  que  es  un  gusto!.  .  .  Jurado 
está  en  Li  (.osta,  adiestrando  a  un  juez  novel  en  los  tiquis- 
miquis de  \\  justicia,  y  yo,  arreglado  con  la  muchacha! 

— Ikicno; — preguntó  Pepe,  después  de  apurar  su  vaso: — 
es  cierto  lo  de  ios  cincuenta  luorlaros? 

—  ¡Qué  cierto  lia  de  ser!  En  el  primer  número  de  /:/ 
Radic.il,  después  de  nuestra  entrevista,  apareció  la  candi- 
datura e¡  r.iismo  d'id  que  fui  a  comer  con  Jurado;  de  modo 
que  bien  puede  el  candidato  darme  a  mí  la  plata  por  ha- 
berle proporcionado  lui  defensor,  que,  aunque  valga  poco, 
siempre  de  algo  sirve,  y  un  amigo  que  no  le  cuesta  una 
peseta. 

— Y  si   m.^ñana  te  pide  los  cincuenta? 

— Le  diré,  que  el  General  varió  de  opinión,  porque  cree 
que  en  csie  Distrito,  y  en  todo  el  Estado,  la  opinión  es 
unáninie  y  lavorabíe  al  futuro  Presidente,  el  cual  hará  por 
tan  bondadoso  y  desinteresado  amigo  cuanto  pueda,  luego 
qtie  tome  posesión.  La  candidatura  sigue  saliendo;  El  Rii- 
di  cal  esiá  rompiendo  lanz;is  con  medio  mundo,  y  ya  no  le 
queda  a  mi  hombre  más  que  bebería  o  derramarla! 

170 


RAFAEL 


DELGADO 


h4-vrTf'r»n     mn     iin^     c  ^rr■^^^r.c\     q\     iní^eniO 


Los   jóvenes   celebraron    con   una    carcajada 
de  Alberto  y  chocaron  los  vasos. 

— ¡Salud!   ¡Salud! 

— ¡A  la  de  ustedes! 

— ¡Por  el  buen  éxito  de  la  empresa! 

— ¡Por  la  [nú  o  mi  tal 

— Bien; — orosijzuió  Rosas,  encendiendo  un  habano — la 
cosa  está  hecíra.  Sólo  me  falta  buscar  una  jaula  para  la  tór- 
tola ...   y  me  la  alzo! 

— ¿Quién  es  e!«a,  Aibertín?  Córrela  despacio      . 

— Una  chica  lindísima,  que  vive  con  la  querida  de  Ju- 
rado, en  el  patio  de  San  Cristóbal,  allá  frente  a  la  tienda 
de  Las  Cam[híníis  Je  Carrióii .  .  . 

— ¡Afi! 

— Una  chica,  que.  .  . — aquí  Alberto  se  chupó  los  la- 
bios— tiene  todas  las  generales  de  ley.  .  .  Una  muchacha 
que, — Rosas  volvió  a  chuparse  los  labios—- entre  paréntesis, 

es  hija  de .  .  . 

— (jDe  quién?  ¿De  quién? — preguntaron  en  coro  los  in- 
terlocutores. 

— Pues  ni  más  ni  menos,  Carlitos,  que  del  señor  don 
Eduardo  C>rtiz  .  .     y  hermana  de .  .  . 

— ¡De  Lola! — cxclanaó  Alcibiadcs. 

—  ¡De  mi  novia,  chico! — agregó  Carlos. — ¡Por  Dios, 
Alberto,  mira  lo  que  haces! 

—¿Y  que? 

— ¡Y  qué!  jQue  eso  no  es  decente! — hizo  notar  Frisler. 

—¿Por  que? 

— Porque  somos  am.igos. 
*  — ¿Y  qué  pierdes  con  eso? 

— Nada,  es  cierto;  pero  don  Eduardo.  .  . 

— Déiate  de  tonterías,  Carlos.  .  .  Si  fuera  hija  legiti- 
ma.  .  .  entonces  .  .  ¡Eso  sería  otra  cosa!.  .  .  Ademas  pue- 
de que  al  fin  .     . 

— ¡Tienes  razón! 

— ¡Vaya  si  la  tengo! 

El  criado  de  la  cantina  lo  iiabla  oído  todo. 


171 


A 


CALANDRIA 


RAFAEL 


DELGADO 


— Ove,  Cuchares.  .  .   Yoy  a  ¡uiccrte  un  cnc:u'¿.-o.  .  . 

— lo  ouc  quieras  ... 

Los  des  amigos  se  apartaron  de  la  mesa  unos  cuantos 
p.vo:>.  Allí  hablaron  en  voz  baja: 

— "ní   me  saco  a  mi  palcma;   ;a  cl)nde  me  la  llevo.'' 

— ;!  :í  Je  m^nos!  Yo  'r,.iblare  co]\ .  .  . 

Y  Pt^e  dijo  muy  quedo  un  n.)mbre,  y  dio  las  señas  de 
lüía  L.V.;  -'tuada  en  un  barrio  no  distante  del  centro  de 
la  ciüd.'d,  V  no  de  muy  buena  tama  enire  los  h.ibitantes 
de   la   p-adc)->a  iMu'.'iosiÜa. 

— ;Ye  encardas  de  eso? 

• —  \  '  •  -^  r  re  * ' !  a  re  t od  o . 

\    Alheño   volviíá   a   su   asieiito.    La    con\'ersacion    rodo 

sobre  tírr.s  v  caballo^:. 

A   pv>::o  el  seductor  sj  levante'^  y  \'iendo  e!   reloj,  d-jO  a 

sus  airiT.'/f*': 

—  .\oi.as,  cincos;  que  les  den  otia  copa.  .  .  ^'o  me  voy 
a  comer  a  casa  de  m.i  futuro  suegro;  anoche  quede  compro- 
iiKiido  a  com.c-r  allá. 

Pae/  ',]  i;asto  y  salió.  Ya  en  la  puertí,  á\]o,  dirigiéndose 
a   \íuerd.:::o: 

— ;  Cu -dado,    chicos,    con    decir    a]i;o    de   lo    que    les   he 

corrido  I 

—  ¡Por    Dios,    Míster! — exclamo    Pepe. — Xo    nos    haigas 

* 

V.       ',.  '.  /ávll  ... 


172 


(jA]'>R!LI  .  tendido  en  c!  catie  esperaba  la  hora  de  la 
ciru  ¡Qué  Ivnro  corría  el  tiempo!  ¡Qué  gratos  recuerdos 
acudían  a  Li   mente  del  mozo! 

¡"n  enrurosos  días,  dulces  noches  de  felicidad,  idos  para 
siempre!  Ella,  sincera,  cariñosa,  tierna;  el,  ebrio  de  amor, 
fija  la  mirada  en  aquellos  incomparables  ojos  negros.  Car- 
men, sentada  en  el  catre,  medio  rechnada  en  las  aliriohadas, 
jugando  con  í.>s  puntas  de  las  trenzas;  él,  lre;ite  a  ella, 
mudo,  atento  a  la  coptemplacijn  de  aquel  rostro  pálido  y 
sonriente,  de  aquellos  labios  carminados,  húmedos,  provo- 
cadoras, entre  los  cuales  palpitaba  el  primer  beso  amoroso 
como  manposilla  que  antes  de  alzar  el  primer  vuelo  orea 
sus  alas  posada  en  la  virgen  corola  de  una  rosa.  A^yer  eso; 
hoy  desdén,  frialdad,  engaño,  olvido.  .  . 

El  pobre  muchaclio  sufría  1  rs  amarguras  de  la  priinera 
pena;  luchaba  contra  los  impulsos  de  su  corazón  y  consi- 
deraba la  magnitud  de  su  desgracia.  En  vano  registraba  su 
jnemoria,  buK:ando  en  e!  recuerdo  de  las  comedias  que  había 
visto  V  de  !a:>  no\  eias  oue  había  leído  una  situación  seme- 


jante a  la  srya.  Ni  u'i  caso  parecido,  n.i  uno  solo!  ...  De 
ac]ui  eoncluia  que  su  ip.foi'tunio  era  tal  y  tan  grande  que 
no  tenía   precedente  en   el   mundo. 

Una  vela,  crecida  de  pábilo,  alumbraba  la  estancia  y 
ardía  con  llama  prolongada  y  trémula.  Las  sombras  de  los 
muebies  se  balanceaban  en  el  miu'o,  tomando  extrañas  pro- 
porciones. 

Cabriei  CTró  los  ojüs.  De  este  modo  recogía  mejor  su 
píMvsa.nienro.  En  la  obscuridad,  conio  que  se  destacaban 
ip.ás  (daro .  ios  coPitorifOs  seeiuctores  de  la  -huéríana,  cuya 
imagen  nn  <e  anart-dea  un  mon"ie]Uo  de  la  mente  del  eba- 
nista. A>i  r.-rnianeci  >  largo  rato:   al  cabo  abrió  los  ojos,  y, 

L"^3 


\ 


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C      A 


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sin  saber  por  qué,  se  puso  a  contar  las  vigas  del  techo; 
luego,  los  ángulos  de  las  paredes,  y  después  haciendo  un 
poderoso  esfuerzo  de  atenciv')n,  una  por  una,  las  casas  de  h 
callo  principal  de  Pluviosílla,  comenzando  en  el  convento 
de  San  Francisco  para  terminar  en  la  iglesita  de  la  Virgen 
de  los  Desamparados.  Tres  o  cuatro  veces  perdió  la  cuenta 
y  otras  tantas  la  comenzó  de  nuevo,  Jiasta  que  impacien- 
tado volvió  a  la  consideración  de  sus  penas. 

Engañaban  al  pobre  v\o/o  sus  buenos  deseos.  No;  todo 
era  mentira,  una  horrible  pesadilla.  Carmen  era  la  misma 
de  siempre:  buena,  cariñosa  como  antes,  como  en  los  pri- 
meros dias,  com.o  en  aquella  hermosa  mañana  en  que  vaci- 
lante, sonrojada,  dejó  escapar  de  sus  labios  la  confesión 
franca  e  ingenua  de  su  amor.  ¿Había  dicha  como  la  suya? 
?nÍ  una  nube  que  empañara  el  brillante  cielo  de  sus  ilu- 
siones y  de  sus  esperanzs,  ni  una  sombra  que  velara  el  cons- 
telado firmamento  de  su  ventura.  Y  dióse  a  soñar  con  no- 
ches serenas,  limpios  horizontes  y  auroras  de  nácar;  con 
lejanas  tierras,  morada  de  un.i  eterna  alegría.  ¡Mas  ay!  a 
tanta  belleza  sucedió  el  desencanto.  La  tristcíia,  esa  tristeza 
que  am.arga  la  vida,  que  entenebrece  el  espíritu  y  es  un 
veneno  para  el  corazón,  cayó  sobre  él  impía,  abrumadora. 
Sentía  el  pecho  oprimido,  húmedos  los  ojos.  La  terrible 
realidad  apareció  ante  él  desesperante  y  fatal. 

¿Por  qué,  por  qué  preguntó  al  monago  lo  que  había 
visto  en  casa  de  Magdalena?  ¿Por  qué  oyó  cuanto  le  dijo 
Salomé?  Y  ésta  no  quería  hablar,  no  quería,  hasta  que  él, 
empeñado  en  saberlo  todo,  le  suplicó  que  no  callara  nada, 
absolutamente  nada,  porque  tocio  lo  quería  saber,  y  enton- 
ces ella  dijo  todo,  todito.  .  .  ¿Paia  qué  confió  a  Tacho  y 
a  Lnrlque  los  temores  que  así  le  tenían  acongojado  y  que 
com.o  espinas  le  hacían  pedazos  el  corazón?  Ang:lito  con 
sus  noticias:  Salomé  con  sus  escrúpulos  de  beata,  y  sus  pro- 
nósticos; los  amigos  con  sus  proyectos  de  seducción,  sus 
consejos  y  la  insensibilidad  de  ^u  alma,  todos  le  habían  he- 
cho ma!,  mucho  mal.  Sin  duda  que  Angelito  mentía,  sí, 
porijuc  aquello  era  muy  gi"a\e,   ;qaien  iba  a  creerlo!   muy 

174 


RAFAEL 


DELGADO 


I 


grave.  Carmen  no  era  una  perdida,  una  de  tantas  como 
Ci  conocía,  que  así,  de  buenas  a  primeras,  se  dejara  besar 
de  Pvosas  en  presencia  de  Magdalena  y  del  muchacho.  Pero 
el  maldito  acólito  decía  y  repetía  que  el  catrín  abrazó  a 
la  huérfana,  y  que  ésta,  muy  alegre  y  risueña,  presentó  los 
labios  para  recibir  un  be¿o .  .  .  tronado,  sí,  tronado,  así  de- 
cía Angelito!.  .  .  La  beata,  con  mil  reticencias  y  cobar- 
días, protestando  que  no  gu;ítaba  de  quitar  créditos,  afir- 
maba cnxQ,  todo  era  verdad:  una  cosa  cierta,  tan  clara,  va- 
mos, como  la  luz  del  día  porque  la  misma  Magdalena  le 
había  dicho: — ¿Ya  sabe  usted  doña  Salo?  Le  ha  saHdo  a 
Carmela  un  novio,  que,  la  verdad,  hasta  envidia  le  tengo 
a  la  muchacha! — que  ya  eran  novios;  que  se  entendían  muy 
bien — que  se  des  pac  ¡jaban  de  lo  lindo,  con  la  cuchara  gran- 
del  Y  como  don  Alberto  no  había  de  casarse  con  la  Ca- 
landria, y  era  malo,  malísimo  de  fama,  y  a  nadie  tenía  mie- 
do, con  la  pobre  muchacha  pasaría  lo  que  con  otras;  la 
haría  su  querida.  .  y  luego.  .  .vamos,  ¿qué  más  deseaba 
saber?  jQuién  sabe  si  a  esa  hora.  .  .  !  ¿Don  Eduardo?  ¿Don 
Eduardo?  No  haría  nada.  ¿Cuánto  tiempo  hacía  ya  que 
Doña  Panchita  le  mandó  la  carta?  Por  allí  sí  que  ni  es- 
peranzas. .  .  Al  principio  Tacho  y  Enrique  se  burlaron  de 
él;  después  se  empeñaron  en  sacarle  del  enredo. 

— Una  de  dos: — decía  Tacho — o  la  dejas  para' siempre 
o  te  la  sacas ...  Lo  primero  es  lo  más  acertado.  Salte  de 
ese  lío.  ¿No  es  digna  de  tí?  jPues  claro!  déjala.  Ya  las 
pagará  todas,  ya  las  pagará;  ya  se  arrepentirá  más  tarde 
de  haberte  engañado,  de  haber  despreciado  tu  cariño,  de 
haber  pisoteado  tu  amor.  ¿Cómo  has  de  seguir  queriendo 
a  una  mujer  que  ofendió  a  tu  mamá?  ¡Una  mujer  así,  no 
es  mujüJ*,  mándala  al  tal!  .  .  . 

Enrique  decía: — ¡Sácatela!  Es  un  cacho  de  hembra  de 
lo  fino.  .  .  Después.  .  .  Dios  dirá.  No  quieres  ir  al  Hotel 
Aramberri?  ¿Te  espanta  la  de  cuadritos?  ¡De  poco  te  asus- 
tas! ¡Con  un  licenciado  picudo.  .  .  eso  se  arregla  en  dos 
patadas! 

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DELGADO 


— Eso  no: — pensaba  Gabrie! — la  he  querido  muclio; 
!.i  sigo  queriendo  y.  .  .  eso  no!  Me  ha  ofendido,  verdá;  pero 
con  eso  v  todo,  no.  ;Conio  me  porté  antes  me  portaré  aho- 
ra: como  un  caballero! 

La  única  que — a  juicio  del  ebanista — estriba  en  lo  de- 
bido, era  doña  Pancha.  Asi  hablaron  el  mancebo  y  la  an- 
ciana: 

— Mira,  muchacho, — dijo  ella — la  vida  es  larga,  y  em- 
piezas a  \i\ir;  no  te  encapriches;  eso  no  tiene  remedio,  lo 
mejor  es  dejarlo.  Carmen  no  es  para  ti.  Yo  quiero  para  mi 
(jabriel  una  mujer  buena,  sencilla,  seria,  hacendosa.  Bien 
\eni;a  el  deven^año  cuando  a  tiempo  llega!  Nos  !a  pegó.  .  . 
¡Qué  hemos  de  hacer!  ¡Tu  creiste  en  sus  promesas,  y  yo 
pensé  que  te  con  venia  para  esposa!  Oye,  Gabrielito, — sólo 
cuando  se  trataba  de  algo  m.uy  grave  le  llamaba  asi — si 
me  oaieres,  si  s.ibes  estimar  cuánto  te  quiero,  cuánto  te  he 
querido,  v  lo  que  he  trabajado  para  hacerte  hombre;  si 
eres  buen  hijo,  no  le  hagas  caso,  olvidala  para  siempre! 
¿Has  de  creer  lo  que  voy  a  decirte?  ¿Sí.^  Pues,  oye:  hasta 
hoy  no  ouise  dccirtelo  .  El  día  del  disgusto,  el  día  que 
se  ttié  con  esa  .  tapadora  de  Magdalena,  yo  la  hallé,  yo! 
vo!  hablando  en  la  puerta  con  ese  señor.  .  ¡Más  vale  que 
se  haya  ido!  ¡Dios  sena  en  lo  que  va  a  parar  todo  esto!  ¡Ya 
cumplí  con  avisar  a  don  Eduardo.  .  .  pero  él  no  da  pa- 
so! .     . 

— Xo  ha  llegado  aún — observó  el  ebanista,  viendo  una 

ren^.ota  esperanza  en  la  venida  de  Ortiz. 

—  ¡Olvídala!   ¡Olvídala,  hijo  mío! 

Doña  Pancha  dijo  esto  bañada  en  llanto.  Gabriel  la 
escuchaba  bajo  el  rostro  y  fija  la  mirada  en  el  suelo. 

— ¿Me  prometes  hacerlo  así?  En  pocas  palabras,  Ga- 
brielito: ¿me  lo  prometes? 

— Sí,  señora;  pero  la  quiero  mucho,  mucho,  tanto  co- 
mo a  usted.  Para  no  pensar  en  ella  más .  no,  eso  es  impo- 
sible! .  .  .  ¡para  olvidarla,  me  iré  de  aquí,  lejos,  muy  lejos.  .  . 
Si  yo  en  cualquier  parte  estoy  bien!  ...  En  la  liacienda  de 
don  Manuel  me  darán  trabajo.  .  .   como  les  gustó  el  mío!  Si 

176 


1 

usted  viera  qué  bien  le  caí  al  amo.  Iba  a  platicar  conmigo 
y  me  convidaba  a  tomar  cerveza.  Eso  no  lo  hace  con  los 
demás!  Lo  que  sobran  mujeres!  Y  mejores!  Ahí  está  Chole, 
la  hija  del  maestro.  No  es  echada,  señora  madre;  pero  si 
yo  le  paro  los  pies  y  le  digo.  .  .  pues.  .  .  yo  le  aseguro  a 
usted  que.  .  .   vamos,  oue  responde!.  .  . 

— Ya  se  lo  dije  a  Magdalena;  ya  le  conté  que  tú  quc^-ías 
a  Choíita,  que  es  buena,  trabajadora,  muy  mujer  de  su 
casa,  no  corno  Carmen,  tan  igualada  y  fantasiosa,  que  hasta 
apodo  tiene.  Ya  s?bes,  hijo,  lo  que  dice  el  adagio:  ¡jiujcr 
con  ujioJo,  de  ningún  modo.   •         •         ^ 

(jahriel  ofreció  a  doña  Pancha  que  aquella  misma  noche 
hablaría  con  la  huérfana,  que  le  diría  cuatro  verdade^^ 
y.  .  .  adiós  para  siempre!  Mas  luego  que  estuvo  a  solas,  al 
recordar  mejores  días,  repasando  las  mdl  y  mil  promesas 
de  la  n-iuchacha,  las  entrevistas  nocturnas  en  la  puerta 
o  en  el  cuarto,  las  canciones  melancólicas  a  la  luz  de  la 
luna,  en  el  corre.Jor,  frente  al  lavadero,  el  ebanista  vacila- 
ba .  .  .  ¡La  quería  tanto,  tanto!.  .  .  ¡Aquello  era  superior 
a  sus  fuerzas!  Pero  lo  había  prometido  y  lo  cumpliría. 

Dieron  las  doce.  Gabriel  saltó  del  catre  y  tomando  el 
sombrero  corrió  hacia  la  calle.  Fué  preciso  esperar  a  que 
se  alejara  una  pareja  de  trasnochadores  que  a  la  sazón  pa- 
saba. Dirigióse  a  la  casa  de  Magdalena;  pegó  el  oído  a  la 
cerradura,"y  nada  oyó;  dio  unos  golpes,  muy  suaves,  con 
las  uñas,  como  si  rascara  en  la  madera,  y  nadie  contestó. 
•Silbi),  quedo,  el  dúo  de  Juramento.  .  .  se  oían  pasos.  .  .  Al- 
guno se  acercaba  de  puntillas,  alguno  que  tropezó  con  la 
mesa,  porque  se  oyó  un  ruido  como  de  copas  que  chocaban. 
A  poco  la  puerta  se  abría  y  la  Calandria  apareció  en  ella. 

Vestía  de  blanco,  como  en  otro  tiempo.  No  estaba  cu- 
bierta con  aquel  rebozo  que  tan  bien  sentaba  a  su  juvenil 
hermosura  y  que  cuadraba  maravillosamente  con  la  sencilla 
condición  de  la  muchacha.  Esta  vez  venía  envuelta  en  un 
pañolón  de  merino  negro.  La  dulce  avecilla  canora  cambia- 
ba de  plumaje;   no  era  ya  la  humilde  lavandera.   La   hija 

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¿A  pueblo  aspiraba   a  parecer  una  señorita.   La   coquctuela 
no  ¿abía  que  con  aquellas  galas  estaba  menos  bella. 
— Creí  que  no  saldrías .  .  . 
— Pensé  que  me  dejabas  aguardando.  .  . 
— Aejuí  me  tienes  .  .  . 
— ¿Que  tenías  qué  decirme? 

— Sal.  .  .   \amos  a  mi  cuarto.  .  . 

— Mejor  hablaremos  aquí .  .  .  quedito,  p.ira  que  no  oiga 
!  íjirdalena. 

— Aquí  no.  Prefiero  que  no  hablemos.  ;Y  tengo  tanto 
qae  decirie!  ¿Desconfías  de  mí? 

— No,  pero  luego  las  í^entes  murmuran  y  dicen.  .  . 
— Na;tie  nos   ve.  .  .    \'amos .  .  .    ¿no  quieres  ir? 
— Vamos — contestó  la  joven,  bajando  del  umb-'al  a  la 
rj-*ra.   El  ebanisca   tiró  suavemente   de  la   hoja  }\ cerró  la 
pi:erra. 

Micntr.is  Gabriel  despabilaba  la  vela,  Carmen,  sin  de- 
]' :  el  pañolón,  tomó  asiento  en  el  catre,  reclinándose,  como 
v.!e  costumbre,  en  las  alniohadas,  tibias  aún,  hiimcdaj;,  más 
q.;e  húmedas,  mojadas. 

— ¿Qué  tiene  esta  ahiiohada,  Gabriel?  Mira  .  .  .  tienta.  .  . 
Acudió  el  mozo  y  palpó  el  lienzo.  Electivamente,  cs- 
t;ba   mojado.   Eran   lágrimas. 

— ¡Agua! — C!>ntestó  fingiendo  que  reía. — Tal  vez  cuan- 
¿j  me  lave  las  manos,  al  coger  la  toalla  que  estaba  allí.  .  . 
— Siéntate  aquí,  a  mi  lado.  .  . 
— No,  en  la  silla  estoy  bien  .  .  . 
— ;No  o^uicres  estar  junto  a  nií? 
—Ño. 

A  esta  contestación  la  muchaclia  se  quedó  pensativa. 
Gabriel  la  nairaba  de  hito  en  hití). 

— ¿Ya  no  me  quieres? — dijo  la  joven. 
—  ¡Sí,   Carmen,   como  siempre!   pero  ya    no  eres   digna 
c:  mi  cariño. 

La  Calandria  axergonzada  no  se  atrevía  a  levantar  los 


c  o>. 


— Te  entregué  mi   corazón,  pensando  qi:e  sabrías  esti- 


RAFAEL 


DELGADO 


mar  mi  cariño,  y  me  engañe;  te  ame  con  toda  mi  ahna,  7 
me  has  engañado,  me  has  ofendido,  me  has  despreciado.  .  .' 
Pon  la  mano  sobre  tu  pecho,  y  dime:  ¿Me  quieres  como  an- 
tes.'  Como  en  aquellos  días  en  que  temblando,  casi  sin 
poder  hablar,  me  dijiste:  yo  también  /«  quiero...?  Res- 
ponde. 

—Sí. 

¿Me  quieres  como  en  aquellos  días  felices  en  qtie  aquí 
mismo,  en  ese  lugar  donde  estás  ahora,  me  contabas  tus  pe- 
nas, tus  tristezas,  tus  alegrías,  tus  ilusioiies  y  tus  esperan- 
zas? 

—Sí. 

— ¿Me  quieres  como  en  aquellas  noches  en  que  los  dos, 
recordando  a  tu  mamá,  nos  poníamos  a  llorar? 

—  ¡Sí,  Gabriel! 

— ¿Me  quieres  como  antes,  cuando  deseabas  ser  mi  es- 
posa? ¿ComiO  en  aquellas  noches  en  que  soñábamos  que 
vivíamos  en  nuestra  casita,  una  casita  sencilla,  humilde, 
pobre,  pero  muy  aseadita,  muy  alegre  y  muy  Ikna  de  fe- 
licidad? 

— ¡Sí.  Gabriel,  sí! 

— Pues  entonces,  ¿por  qué  quieres  a  otro?  ¡Todo  lo  sé, 
todo;  no  puedes  negarlo,  no  lo  niegues! 

Carmen  no  osaba  levantar  los  ojos  temerosa  de  encon- 
trarse con  la  mirada  del  ebanista,  y  sólo  despegaba  los  la- 
bios para  decir:  S/,  Cabricl,  si! 

— El  air^or  no  se  da  por  fuerza.  No  mientas.  DI  que  no 
me   quieres...    ¿Qué    necesidad   tenias   de   engañarme?... 

¡  iN  inguna! 

-^¡Sí,  Gabriel;  te  quiero  y  siempre  te  he  querido! 

El  ebanista  trémulo  de  cólera  hacia  grandes  esfuerzos 
para  reprimir  su  indignación.  Al  oir  esta  réplica  llevóse  la 
mano  a  la  frente,  como  si  fuera  a  mesarse  los  cabellos,  y 
dejando  caer  los  brazos  exclamó: 

— ¡Eso  no  es  amor!  Y  si  es  amor,  lo  desprecio,  te  des- 
precio a  tí!  Si  me  quisieras  no  habrías  dado  tu  corazón 
a  ese  roto,  que  será  rico,  bien  parecido,  elegante,   cuanto 

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178 


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A 


quieras,  pero  que  no  te  aína  como  yo!  Crees  que  ese  liom- 
hrc,  que  es  un  perdido,  un  borracho,  te  ha  enamorado  coii 
buen  fin?  Piensas  que  se  ha  de  casar  contigo?  Es  rico,  sí, 
}  \'ü  soy  pobre.  .  .  Es  decente,  sí,  y  yo  soy  un  miserable 
artesano .  .  .  por  eso  lo  quieres!  Puede  darte  cuanto  le  pi- 
l'.i.,  pí)iierte  un  palacio,  \'estlrre  como  una  reina.  .  .  sí  .  .  . 
vji\)  te  ama  como  vo?  No,  v  no  se  casará  ccdti^^o.  Tú  eres 
í.ijc.nte,  de  su  misma  clase;  tu  padre  no  se  avergonzaría 
de  ese  \erno;  cierro  que  los  dos  son  iguales.  .  pero  los 
^  eos  con  jas  ricas  se  casan,  los  decentes  con  las  que  son 
(.leventes  p^^r  padre  y  mad'/e.  .  .  Tu  padre  no  se  avergonzará 
de  eí;  vero  (ion  AlbeiTo  sí  tendrá  verszüenza  cié  tí  .  .  .  Ese 
^eño;^  cuando  quiera  casarse,  buscará  una  muchacha  que 
lio  1j  reb.ije;  y  esa  infeliz,  porque  infeliz  h.i  de  ser  casán- 
df)se  con  e-^^e  borracho,  esa  catriria,  no  eres  tu!  En  tí  no  ha 
A  Mo  más  que,  como  ellos  dicen,  un.\  gata  bonita,  que  no 
t'jiie  quien  \'ea  por  ella,  abandonada  y  alegrona,  buena 
p.uM   tRierida  .  .  . 

— Cjabí  iel,  no  me  ofendas .  .  . 

— ;C)fenderte?  ¿Ofenderte  yo?  Quiero  decirte  la  verdá, 
la  punta  verdá,  y  te  la  estov  diciendo,  para  oue  senas  a 
LUie  aienerte,  para  que  no  te  engañe.  .  .  Ya  me  conoces.  .  . 
;  1  .\  i  1   po  b  1  e  c  o  p.  i  o  f  ]•  a  n  c  o ! 

—  ¡í'.res  injusto,   Gabriel!   Te  ciegan  les  cel-.js. 

— í.so  crees,  eso  es  la  verdá  .  .  y  así  lo  dice  todo  el 
i^ni'Hií).  Xo  serás  tu  la  primera  a  quien  él  engañe:  no 
"^:v!^  tLi  Ja  primera  a  quien  deshonre  para  abandonarla 
de>pues    .  .     ¡Pregup.ta,    pregunta   y    \erás   lo  que   te   dicen! 

— Si  tu  me  quisieras  como  dices.  .  . 

—  jispera!  bm  nñ  casa  estabas  bien:  allí  tenias  respe- 
to; a!lí  \i\'ias  en  unA  casa  pobi'e,  pero  hisnrada  .  .  Te 
creíste  de  esa  mulati  .  .  ¡que  liemos  de  hacer!  tu  lo  (.]ui- 
^i^ie!  ;l'.n  ni  casa  hay  pobre/a  ..  Yo  n.o  me  abochorno 
c'.j   sjr   pcjb.'-c!    jAlli    no   ¡lav   riqueza,    lú   festines,    ni    copa.s. 


PU;i;J.)  ai.,!a  deiechitol 


;\';\>  .\\  \  i   *odv;  el 

■ — .^;>  ivPuo  \o  Li  CLilí^a.   Si   ^alí  de  allá   p:0  t  ué  por  ira 


180 


RAFAEL 


DELGADO 


— Si,  mi  mamá  te  llamó  al  orden  porque  te  sorprendió 
hablando  con  ese  señor.  .  .  No  lo  niegues.  .  .  al  otro  día  de.l 
festín      . 

— ?^'o  lo  niego,  es  cierto;  pero  no  fué  por  nada  malo.  .  . 

— b'ntonces  lo  ne^asi.e .  .  . 

— No  lo  negué. 

— S..  Crciste  que  mi  mamá  por  ínteres.  .  .  por  tu  di- 
nero, porque  quería  que  )o  me  casara  contigo.  .  .  ¡Tu  di- 
nero! Xi  lo  quiero,  ni  lo  necesito.  .  .  ;estamos?  Nunca  pen- 
sé en  eso.  El  dinero  es  bueno,  pero  no  a  costa  de  la  dig- 
nidá  .  .  lo  negaste,  sí;  ahoy  ya  no  lo  negarás;  todo  se 
sabe,  todo  lo  ^é.  Anoche  en  e!  baile  todo  el  mundo  com- 
prendió !o  Quc  pasaba.  .  y  a  lo  que  fué  ese  señor.  .  .  Ta- 
cho, iiurique,  Solís,  Camilo,  toditos...  Te  olvidaste  de 
quien  eres  y  le  has  correspondido.  .  . 

— Es  cierro,  yo  no  lo  niego;  pero  fué  porque  YEdenita 
me  compromeíiéj .         ¡como  lo  quiere  mucho! 

—  ¡Mulata  maldita!  ¡Y'  hay  quien  diga  que  ese  roto  te 
abraza   v  .  .      re  besa! 

■ — ; Quién  te  ha  diciio  eso? 
— C^Hiien   ío  ha  visto. 
— ;V  quien  lo  vio?  Dimelo. 

— No  es  necesario.  .  .  Se  dice  el  milagrO;  pero  no  el 
santo 

i.:\  jo\-en  cataba  abatid.i.  a^'ergonzada. 
— ;  l's  cie.to  o  no  es  cierto?  Di.  .  .    di     .  . 

—  ¡!>j,  (;a!>r:el...  peiLÍvMiame!  ¡Perdóname!  ¡Yíi  falta 
n'ierece  perdo-^. !  ¡Yo  me  arrepiento,  perdóname! 

Ea    pobre   muchacha    .se    retorcía    las    manos   suplicante. 

—  ¡Va  lo  ves!  ;Y  dices  que  me  quieres? 

— ÍNtov  .arrepentida  Arro*.!il!ada  a  tus  pies  te  pediré 

perdón  ;S;,»¡o.  a  tí  te  quiero!  Perd/)n-anne  como  }'o  te  per- 

dono oir.'.s  cí  -sas 


A   mi,  ;(-lue 


,  >  V 


le?    Qu^    ena m.'.ii'as    a    C!";ole,    a    la    hija    (!e    don 


Pepe 


■i^.(;  es 


.1  —  1  .  - 


181 


A 


C       A 


L      A      N      D       R      I      A 


— Tu  mima  lo  ha  cUclio. 

—  ¡Puede!  Y  aunque  asi  fuera.  .  .  ¿Si  u'i  ya  no  me  quie- 
res si 'tienes  relaciones  con  otro,  no  estoy  en  rú  derecho 
para  pensar  en  otra  mujer?  ¿En  otra  que  sea  mejor  que 
tu?  Pero  no  lo  lie  heciio,  porque  te  quiero  con  toda  mi  alma. 
_^Si  i>.c  quieres,  Gabriel,  si  me  quieres  como  dices, 
perdonante!  Todo  se  puede  arre-lar.  Anoche  me  dijiste  que 
volviera  a  tu  casa.  .  .  pues  volveré.  Le  pediré  perdón  a  tu 
mamá,  de  rodillas,  como  tú  quieras;  terminaré  mañana  con 
Alberto,  romperé  con  Mak-nita;  ¡qué  me  importa  su  amis- 
tad! y  si  tú  quieres  hacerlo,  habla  con  mi  padre.  .  hoy 
llegó  de  México  .  .  habla  con  é!,  dile  cuál  es  mi  voluntad, 
y  me  casare  contigo.  .  .  pobremente,  como  se  pueda.  .  .  yo 
no  (luiero  grandezas  ^ 

Fl  ebanista  estaba  a  punto  de  ceder.  El  llanto  y  las  su- 
plicas de  la  htiérfana  le  llegaron  al  corazón.  Callaba... 
al  fin  dijo  resueltamente: 

Xo,  eso  no,  Carmen;  es  imposible.  Aquí  acabó  to- 
do. .  ¿Perdonarte?  No  puedo;  si  dijera  que  te  perdono, 
mentirla  No  me  lo  manda  el  corazón!  Te  olvidaré.  .  . 
si  puedo!  Eso  quiero,  eso  deseo.  .  .  quién  sabe  si  podré  con- 
se<;uirlo!  Xo  quiero  volser  a  verte..  Esta  ha  de  ser  la 
ultima  vez  qtie  nos  vemos.  .  .  Ayer  todavía  soñaba  yo  con- 
tigo, quería'  que  todo  se  arreglara...  ¿Te  acuerdas?... 
Asi  te  lo  dije  en  el  baile  .  Ahora  no .  .  .  Oíreci  a  mi  ma- 
dre que  esto  se  acab.n-ía  y  se  acabará.  Ella  no  quiere,  y  yo, 
como  siempre,  la  obedezco. 

¡Gabriel!   Ten  piedad  de   mi .  .  .    Perdónime.  .  .    vol- 


iell 


;  ? 


¡en  tus  manos  esta. 


vamos  a  ser  leiices.  .  .    ,~--  --- 

•PcÜces!  Como  una  rosa  que  se  marchita  asi  va  mu- 

Mendo'mi  amor.  A.l  has  ido  acabando  con  mi  dicha.  No 
tengo  té  en  tus  palabras,  ni  confianza  en  ti.  Quien  ayer 
me  engañó,  me  engañará  mañana...  Si  ahora  iueras  mi 
nu'jer,^  nuestra  vida  sena   una  vida  de  infierno.   Mi  madre 

ii'j  te  rulare  ...  , 

Tu   mamá  es  buena,   muy  btiena,  yo  la   conozco.  Si 

vv-   'V   lo   pido,   llorando,   de   rodillas,   ai   ver    ^-is   lágrimas, 

182 


RAFAEL 


DELGADO 


tendrá  compasión  de  mí,  de  esta  pobre  muchacha,  de  esta 
huérfana  que  está  coitío  abandonada  en  el  mundo,  y  que 
puede  ser  JeÜz  y  hacer  feliz  a  su  Gabriel.  .  . 

■ — No  quiero,  no  lo  quiero,  v  no  has  de  conseí?ulrIo.  Una 
vez  te  di  ni  corazón  y  tuyo  es.  Acaso  en  toda  mi  vida  no 
podré  olvidarte.  .  .  y  te  amaré,  sí,  te  amaré;  pero  no  a  la 
Carmen  de  lioy  que  se  deja  abrazar  como  una  perdida,  que 
se  deja  besar  de  quien  no  l.i  quiere,  sino  aquella  que  no  se 
desdeñaba  de  amar  a  un  pobre;  que  me  cuidoLa  corito  a  .1:11 
hermano;  que  me  acariciaba  tierna  y  enamorada;  aqtiella  a 
quien  sicnv,  re  respeté;  aquella  a  quien  no  ine  atreví  a  besar, 
ni  aun  teniendo  su  boca  cerca  de  la  mía.  .  .    ;No  es  verdá? 

— ¡Mi  (jabriel! — exclamó  la  joven  ebria  de  amor. — ¿No 
me  quieres  para  esposa? 

—-No. 

— ¿No  crees  que  pueda  yo  serte  fiel  y  vivir  a  tu  laio, 
consaerada  a  ti? 

— No. 

—  -Pues  entonces,  .  .  óyelo  bien,  Gabriel  que  en  ello  va 
mí  vida!.  .  .  ¿no  me  quieres  para  esposa?  pues  soy  tuya; 
haz  de  mí  !o  que  quieras.  .  .    ¡seré  tu  qtierida!.  .  . 

Carmen  se  abandonó  en  el  lecho,  extendiendo  los  bra- 
zos y  apartando  los  pliegues  de!  negro  pañolón.  En  sus 
pestañas  biillaban  como  diamantes  gruesas  lágrimas.  Ga- 
briel la  miraba  atónico,  mudo.  .  En  los  oídos  del  ebanista 
resonaban  las  palabras  del  barberiílo:  Es  un  cacho  de  bou- 
bra  de  lo  fino .  .  . 

La   tentación   cruzó  por  la   mente  del   mozo  como  un 
relámpago,  bañándole  en  llamas. 
•  Al  fin  liabló: 

— No,  (Jarm.en:  te  amo  demasiado  para  ser  causa  de  tu 
perdición.  ¡Pobre  de  tí!  Seamos  como  dos  amigos  que  des- 
pués de  caminar  juntos  muchos  días,  se  separan  para  no 
volverse  a  ver ... 

Al  decir  esto  se  levantó.  La  huérfana  hizo  lo  mismo  y 
se  acercó  a  él,  echóle  los  brazos  y  atusándole  el  bigote  dijo 
con  infantil  dulzura: 

1S3 


,>. 


A 


C      A      L      A      N      D       R 


/] 


Aún    es    tiempo,    Gabriel!    ¡Quicremc    como    yo    te 


quiei'o: 


Y  esperando  la  respuesta,  como  en  mejores  días,  con- 
tinuó: 

— ;Dc  quién  son  estos  oji.  .  .  tos  ne .  .  .  gros? — La  joven 
fijaba  su  mirada  en  los  üe  Gabriel,  y  al  \  cr  que  estaban 
llenos  de  lágrimas  sintió  que  la  voz  se  le  ahogaba  en  la 
irar^aüta. — Venciéndose   repitió: 

— ¿De  quién  son  estos  oji.  .    tos  ne .  .    gros. 

El  mo/o  no  respondía.  Su  energía  i  laqueaba,  vacila- 
ba. Sentía  impulsas  de  ceder,  de  abrazar  a  la  joven  y  cu- 
brir de  besos  aquel  hermoso  rostro. 

— ;üe  auién  son  esos  cabellos  rizados,  e>cos  chi .  .  .  ni .  .  . 

tos  ne .  .  .   gro'^? 

Gabriel  seguía  mudo,  baja  la  vista,  caídos  los  brazos, 
sintiendo  oue  el  corazón  se  le  salía  del  pecho.  La  muchacha 
seguía  acariciándole. 

— ;De  quién  son  estos  labios? — Y  al  decir  esto  tomó 
apasionadamente  la  entristecida  cabeza  del  mancebo,  e  iba 

a  besarle    .  . 

—  ;No — irritó  indignado  el  mozo,  dando  en  el  suelo  un 
golpe  con  el  pie,  v  apartando  a  la  huéríana. — ;Me  mata- 
rías!  ¡Todavía  tienes  en  la  boca  bcsoc  de  otro!  .     . 

Y  se  arrojó  en  el  lecho  sollozando. 

Líubo  un  largo  rato  de  silencio.  Carmen  permanecía 
inmóvil.  No  podía  llorar;  la  tigre  del  despecho  se  agitaba 
terrible  en  su  corazón. 

Incorporóse  Gabriel,  abatido,  trémulo;  se  acercó  a  la 
huérfana,  y,  tomándole  las  manos,  le  dijo  con  acento  en- 
tristecido y  blando: 

—  ¡Carmelita    .  .  vete!  ¡No  quiero  volver  a  verte  nunca! 
Cuando  la  Calandria  iba  a  salir,  Gabriel  la  detuvo: 

— ¡Oye:  si  algún  día  te  ves  pobre,  abandonada  de  to- 
dos, en  la  miseria,  llámame,  llámame,  y  yo  iré,  como  un 
hermano  fiel  y  cariñoso,  a  consolarte,  a  llorar  contigo,  y 
SI  tienes  hijos    .  .   yo  seré  como  un  padre  para  ellos! 


184 


RAFAEL 


DELGADO 


XXÍI 


EL  criado  que  oyó  en  la  cantina  la  conversación  de  los 
lechuguinos  resolvió)  contar  a  doña  Pancha  y  a  Gabriel 
cuanto  había  escuchado;  pero  el  ebanista  no  pasó  por  la 
acreditada  taberna  en  todo  el  día,  y  cuando  el  mesero  llegó 
a  la  una  y  más  de  la  madrugada,  al  patio  de  San  Cristóbal, 
todo  el  mundo  dormía. 

— Mañana. — se  dijo — antes  de  irme.  .  — y  así  lo  hizo. 
El  ebanista  estaba  ya  en  el  taller.  Era  martes,  y  como  todos 
hacían  sni  limes  había  mucho  trabajo.  No  despegó  los  la- 
bios durante  el  desayuno,  y  desayunó  mal.  Al  salir,  puesto 
ya  el  sombrero,  volvióse  a  doña  Pancha,  diciendo: 

— Señora  madre.  .  .    ;Ah!  Se  me  olvidaba.  .  .    ¡ya  vino 

don  Eduardo! 

Y   sin   aguardar  la   respuesta   salió   silbando   el   famoso 

vals   Sohrc  las   olas.  Quería   que  la   buena   anciana   creyera 

que   la   terminación  de  aquellos   amores   no   le   apenaba   ni 

afligía. 

Doña  Pancha  decidió  ver  al  capitalista  y  ponerle  al  tan- 
to de  lo  que  había  acaecido.  Iría  a  las  doce,  después  de 
echar  en  jabón  la  ropa  de  Gabriel.  Pero  luego  que  supo  los 
proyectos  de  Rosas,  y  aunque  creía  que  en  el  dicho  del 
caballerito  había  mucho  de  jactanciosa  vanidad,  pensó: 

— Hay  que  andar  listos    .  . 

Acto  continuo  se  peinó,  se  engalanó  con  las  mejores 
enaguas,  con  un  rebozo  tornasolado,  el  de  las  grandes  fies- 
ras,  y  se  fue  dercchito  al  escritorio. 

Allí  estaba  Ortiz.  Recibióla  el  capitalista  con  mucho 
afecto,  y  luego  qv^Q  se  hubo  enterado  de  todo: 

— ¿Alberto  Rosas?  Tiene  usted  razón, — respondió — eso 
es  grave;  pero  ya  le  jugaremos  una  burla  a  ese  caballerete. 
Acrradezco  a  usted  mucho,  doña  Erancisca,  lo  que  ha  he- 

185 


A 


C 


A 


L       A       N       D       R 


A 


cho  por  la  mucliacha.  Ahora  iré  a  vcrli.  ¡Si  yo  hubiera 
estado  a'.|uí!  Allá,  en  ^México,  recibí  unx  cm'ía  de  esa  doña 
Aíai^dalena,  d¿  quien  usted  me  habla.  .  .  Dígame  usted:  esa 
mujer  es  !a  que  vivía  con  el  españoíito  de  La  SLiJifandcrina} 

— La  misma  que  viste  y  calza,  señor;  la  misma.  Des- 
pués estuvo  con  un  oficial  que  le  daba  unas  tundas,  que.  .  . 
si  sig-ue  COI  él,  a  estas  horas  estaría  ya  enterrada.  Ahora, 
SI  usted  la  ve,  tamaña  de  gorda! 

— ¿Y  aflora  quién  Ki  sostiene? 

— Don  Juan  Jurado,  el  secretario.  .  ._ 

—  \\ .\\  :Ya!  lo  conozco.  .  . 

— Moy  está  en  Tierra  Caliente.  * 

— Yo   arreglaré    todo.    ¿Se   acuerda   usted   de   aquel   pa- 
drecito  qr.j  despaché)  a  Guadalupe? 
— ;Fd  j'^adre  González?  Sí. 
— ;í  n  dónde  vi\'e? 


RAFAEL 


i 
DELGADO 


— A  ia  vuelta  de  Santa  Aíarta  .  .  .  en  la  casita  nueva.  .  . 
frente  a  í^a  Iberia. 

— ;Y  no  sabe  usted?  Se  va.  .  . 
— ¿Para   dónde? 

— A  un  pueblo.  .  .  de  cura.  .  .  De  mañana  a  pasado.  .  . 
Yo  lo  sé  porque  una  vecina,  doña  Salome,  me  lo  ha  di- 
cho, como  su  hijo,  Angelito,  se  va  con  el  padre!  Ya 
doña  Salo  (así  le  decimos  los  de  la  casa),  e:.tá  arreglándole 
la  ropa  que  ha  de  llevar. .  .  . 

— Gracias,  doña  I'ranci-^ca.  Yo  le  dvbo  a  usted  alí^o, 
ino  es   verdad?.  .  .    ¿Cuánto? 

— Nada,  señor    .  .   No  se  mortifique  usted. 

— No;  es  justo...  ¡Cuentas  claras  conser\an  amista- 
des!. .  . 

A  poco  salía  doña  Pancha.  Ortiz  le  habla  pagado  cuan- 
to le  debía;  y  algo  más  que  la  anciana  no  recibió  sino 
después  de  muchas  instancias  de  don  Eduardo.  No  iba  sa- 
tisfecha: hubiera  querido  armar,  con  apoyo  de  Ortiz,  la 
de  Dios  es  Cristo,  y  referir  al  capitalista  ía   vida  y  mila- 

186 


gros  de  AÍügdakna,  con  todos  sus  pormenores.  No  íué  po- 
sible: don  Eduardo  estuvo  serio  y  coi^ciso. 

l\o  bien  saüó  la  ancijr.i,  c!  viejo  soldado  de  Miramón 
se  dirigiu  a  ¡a  casa  del  vicario.  Por  el  camino  iba  pensando 
en  el  olvido  y  alejamiento  en  que  había  tenido  a  Car- 
men, casi  en  !a  misc;ia,  cuando  Lola  gozaba  de  abundancia 
y  bienestar.  Bien  visto,  ambas  eran  hijas  suyas  y  no  había 
razón  para  que  la  una  hubiera  vivido  en  la  opulencia,  mien- 
tras la  otra  pasaba  el  día  en  el  trabajo,  ayudando  a  Gua- 
dalupe, V  luego  a  doña  .Francisca.  Aquello  no  era  justo? 
pero  no  h:/bia  modo  de  remediarlo.  Traei-la  a  su  casa,  a 
vivir  con  Lohta?  No,  cómo!  .  .  Lola  era  muy  buena,  ca- 
riñosa, compasiva,  cierto,  pero  al  lado  de  la  señorita,  Car- 
men aparecería  siempre  como  una  criada.  .  .  Ni  pensar  en 
cUo!  Carmen  carecía  de  buenos  modales.  Guadalupe  la  edu- 
có bien,  sin  duda,  para  vivir  modestamente,  pero  no  para 
tratar  con  gente  fina.  .  .  ¡Bastante  hizo  la  pobre  mujer! 
No,  ni  pensar  en  cMo.  Era  mejor  arreglar  aquello  como  lo 
había  pensado...  El  padre  González  le  ayudaría...  era 
tan  amable,  tan  obsequioso!  ... 

Cuando  lleeó  a  la  casa  del  vicario  tuvo  que  detenerse 
en  el  zaguán  para  dar  paso  a  unos  indios  que  a  la  sazón 
salían  cargando  bultos  y  muebles.  Adentro  resonaban  gol- 
pes de  martillo  y  voces  de  operarios  que  hacían  fardos  y 
arpillaban  cajones.  Era  verdad:  el  padre  González  estaba 
de  mudanza.  Ortiz  al  verle,  pensó:  — Si  este  buen  curita 
fuera  tan  bondadoso  que  quisiera  llevarse  a  Carmen! 

El  capitalista  fué  bien  recibido.  Era  natural:  el  padre 
tenía  fama  de  atento  y  cortés. 

/        — T'stod  perdone,  amigo  mío:  estoy  de  viaje,  y  no  ten- 
go ni  una  silla  cómoda  que  ofrecerle .    . 

Ortiz  refirió  al  sacerdote  cuanto  ocurría,  callando  por 
su  puesto,  lo  del  rapto  proyectado.  Al  terminar  don  Eduar- 
do, el  padre  González  conte.stó  con  una  pregunta: 

— ¿Me  pide  usted  consejo? 

—Sí,  amigo  mío.  Siempre  lo  he  necesitado,  y  principal- 

^  1S7 


/// 


L      A 


CALANDRIA 


mente  de  quien  por  su  ciencia  y  conocimientos  del  mundo 
ha  de  dármelo  con  suorcmo  acierto. 

— Pues  bien,  señor  Ortiz .  .  .  legitime  usted  a  esa  jo- 
ven .  ¿Por  qué  no?  ¿No  es  hija  de  usted?  ;Si?  Pues  re- 
cójala usted,  llévela  a  su  casa;  al  lado  de  usted  y  de  la  se- 
ñorita estará  muy  bien.  Allí  no  hay  que  temer  .  .  Mañana, 
el  dia  menos  pensado,  se  casa,  y  al  cuidado  de  usted  no 
dudo  que  hallará  un  marido  a  pedir  de  boca.     . 

— I:sc  í  uo  mi  primer  pensamiento    .  .    pero    . 

— Coir.prendido  .  .  Teme  usted  que  !a  señorita,  no  la 
reciba  con  alecto  y  cariño  de  hermaiv.i.'  TSo  ten^a  usted; 
doña  Loüta  es  niuy  buena  .  Acaso  al  principio  .  .  des- 
pués no  \  esa  jo\'en  sabe  conduciise  .  .  vis  irán  como 
debe  ser,  como  dos  hermanas. 

— Ten-io,  ami;^o  mío,  que  mi  hija  I  ola  no  reciba  a  Cnr- 
m.en  con  benex  olencia  .  .  leino  perder  -u  esii:r)  ;::ón.  Esa 
pobre  jo\C'^.,  -p  )r  quien  u^.ed  se  interesa  tanto,  l^  liii  cons- 
tante tesiiii-.o'\o  Je  mis  ras.; Jos  extr.r/ios  . 
eso  iK.  e'^  nt)s.!>lc! 


i  No,   paJre, 


—  Uiee  : 


a  j ;  í:  i  •) 


.    (perd.^ncn^e  i:s:^d  lo  bajo  Jel  esti- 
k)  i    íiLie  i(í  '-.líj   ¡u>  es  en   viue-t'-o  aro   no  es  en   niur^tro  ¿.\- 


í^  ■       1 


;;^L.'J   a   que   rceJxi   a  e>a    iO\en.   Con   ha'):- 
b'jiJ,    enn    t.'Cto.    iii\oea]X'v;   ía    nobleza    Je    s^is    seiuimien- 


tvjS 


plLdL- 


J     I 


»        ■      w    V     Vi 


it:)'.:rai  !o. 


—  \{),  se;!  v;  t'.arn^en  iiene  cns;  Ía  misi'í' a  cJaJ  que  mi 
I, ola.  Si  Vi.)  :'u;;Jc  iiJehJaJ  a  n^i  esposa..  respetaré  al 
n-enos  li   '<^^\\\^':^    v  el   co'MZÓn  Je  su   !iija!     .  , 

—  :\(^ve  pv.nsmMerio,   ana;;';»  mío!   Tien^j  usted   razwn. 
— Ac!.in.\s,  pacíi'e:  l.oKi  lia  siJt^  eJueaJí  en  la  o}nil;ncia, 

rfsi  puevi.)  ci.^iií;),  a'anque  no  soy  un  b.mquero,  p-:)rque  la 
J'e  r^ítaciJí^  ;.'  >  eonK),!iJaJes  y  oc  lujo;  lia  crecido  v  \iv  ido  en 
n^eilio  Je  i':m  sj/ieJaJ  seljctn,  tseo^iJa,  mie.itras  que  la 
í-rr,;     .  .     j\j    te:i¿;o   c|ue   Jecir    nada.  .  .     ll>I.J    !o   sabe    lo- 

"  — C  icrMinei-ite.  ;Usted  qué  desea; 
— Un.i    pjr^ona,   una   i  amiba  honradla   y  modesta,   de  la 

a    burguesía,   como   A'iuiw   se   ¿lcc,   que   la 


C;.;Se    niL-Jl^,    de 


1S8 


RAFAEL 


DELGADO. 


reciba  de  buena  voluntad    .  .    No  olvidaré  que  debo  svib- 
venir  a  todas  las  necesidades  de  esa  joven ... 

— Dudo  qu€  encuentre  usted  quien  la  reciba.  Las  cos- 
tumbres del  día  no  son  las  de  otro  tiempo.  .  .  Esos  encar- 
gos son  de  muy  grave  responsabilidad!.  .  .. 

— Algunas  buenas  señoras .  .  .   pobres,  decentes .  .  . 

— Acaso  podríamos  encontrarlas.  Siento  infinito  no  po- 
der, amigo  n-iío,  prestar  a  usied  ayuda.  .  .  Ya  usted  lo  ve .  .  . 
estoy  de  viaje.  .  ka  Sagrada  Mitra  me  manda  a  cumplir 
con  los  deberes  de  párioco  de  un  pueblo  no  lejano.  .  .  Si 
no  fuera  eso,  ya  buscaríamos;  pero,  yo  vendré,  yo  cendre, 
)    con  calma  ... 

— Ya  sabia  vo  que  iba  usted  a  salir  para  un  curato,  y 
le  felicito  por  ello  .  .  es  un  adelanto  en  la  carrera.  .  .  De 
allí  salen  los  canónigos    .  .    y  los  obispos.  .  . 

El  padre  C un'/. ale/,  sonrió,  y,  haciendo  un  gesto  de  re- 
si  g  n.\ ción ,   coTi testó : 

—  ¡Mil  gi'at-iasl  \\oY  contento,  m.as  no  por  eso.  .  .  ^  oy 
c  >  í  n  1 1  n  t  o ,  p  o  r  n  ui  c  'a  o  o  u  e  e  1  aisla  m  i  e  n  t o  no  c  u  a  d  re  c  o  a 
niis  habiios  v  niis  eustos.  .  .  Es  muv  triste  en  este  país  la 
A  ida  del  campo! 

— ¡Una  cosa  5r.e  ocurre,  amigo  mío! — cxckim.ó  Oriaz, 
llevándose  la  mano  a  la  f"enie. — Si  contando  con  la  bon- 
dad Je  u.^leJes  Carnien  puJiera  liacerles  compañía?.  .  .  1.a 
s.óora  madre  t'e  usLeJ  será  para  mi  pobre  hija  una  prudente 
direccora. 

— l^.on   p.osotros? 

— Su   con   l.i   señora   estará   mu)^  bien.   Ya   tengo   Jielio 
que  aquí,  en  ¡a  ciudad,  ha^'  mil  peligros.  .  .  En  el  campo.  .  . 
Con  el  buen  ejemplo,  a!   lado  Je  xww  Jama,  protegiJa  por 
usted.  .  .   Presieme  usic.l  L':;e  sei-\  iciO. 

— Lo  haiía  con  iiiucho  gu:^to,  señor  OrtÍ7;  pero  tenga 
usted  en  cv^cn^?,  C|Ue  ni  la  edad  de  mi  madre,  ni  mi  carácter 
eclesiástico  son  a  propósito.  .  . 

— ]\^Q  lo  creo  así.  .  .  por  lo  contrario.  .  .  No  quiero 
insistir.  .  .  pero  si  usttti  fuera  tan  bondadoso  que  aceptara 
mi  p  'opuesta  ... 

1S9 


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— Sjv  aJcnr'.s  joven.  Tía  rcflcxionulo  iisieJ  ca  lo  que 
c  ,;  mundo  n'.Aicfico  podría  pensar  y  decir  cuando  viera  en 
c!  h  )i;ar  de  un  .sacerdote,  que  no  es  viejo,  un2  rnujer  her- 
1    osa  y  jo'\en? 

—  Xo,  padre; — se  apresuró  a  contestar  Orri/,  dominan- 
c  j  una  sonrisa — el  buen  nombre  y  la  conducta  de  usted 
1j  ponen  a  salvo  de  una  calumnia  villana! 

— Xo,  ami^,o  mío;  nos  lian  tocado  tiempos  en  que  nad^ 
52  r:speta;  bien  lo  sal)e  usted.  Nadie  está  más  expuesto  a 
s.r  víctima  dj  cobardes  calumnias  que  el  sacerdote.  KI  clé- 
rigo car-a  con  nvaclios  odios  y  con  terribles  injustificados 
rjncores  .  .  Vi\'e  insultado,  escarnecido,  ultrajado;  sin  que 
la  santidad  de  su  ministerio,  ni  su  virtud,  ni  las  canas  que 
cubren  su  frente  sean  parte  a  detener  el  golpe  de  ocultos 
enemigos.  Usted  sabe  irjuy  bien  que  hay  periodistas  que 
^lven  de  ronur  caras.  Asi  dice  un  compañero  mío.  . 
bu.Mi  anciano  que  siempre  está  de  buen  humor.     . 

— Ciertamente.  .  .    pero  mi  nombre,  mi  posición.  . 
gj  valdrán  en  este  caso!  ¡No  tema  usted,  amigo  mío!  .  .  . 

— Eso  es  una  inj.usticia  .  .  .  bien  sé  que,  por  desgracia, 
t . j  faltan  clérigos  que  olvidan  sus  deberes.  .  .  \Qu¿  quiere 
u.ted!  jEstc  barro  miserable  de  que  estamos  revestidos! 
Todos  respetan  la  vida  privada  del  merrcader,  del  abogado, 
cA  gobernante  .  .  hasta  la  vida  escandalosa  de  la  mujer 
perdida,  pero  nunca  la  del  ministro  del  Altísimo.  Para  él 
lO  hay  respetos,  ni  consideraciones,  ni  justicia...  ¡Y  si 
Cijeran  la  verdad!  ¡Cada  día  somos  víctimas  de  horribles 
CAlunini  is!  .  ,  . 

— ¿Y  sabe  usted  por  qué? 
•   —No. 

— Porque  el  escándalo  es  productivo.  .  .  y  un  sacerdote 
1:0  exige  reparación  con  las  armas  en  la  mano.  .  Pero 
; dejémonos  de  considerar  tanta  miseria  y  tanta  cobardía! 
A.ceda  usted  a  mi  deseo.  .  .  ¡Aunque  sea  por  unos  cuantos 
t-eses!...  Inscribiré  a  unas  buenas  señoras,  parientas  de 
Carmen    .  .   vendrán  a  Pluviosilla,  y  el  porvenir  de  esa  jo- 


...\ 


\  e  n  q  u  e  d  a  r  a  a  •.  e  g  lU'  a 


do. 


'^1 


I 


RAFAEL  DELGADO 

— No  señor  Orti/. 
— Yo  pagaré  cuanto  sea  necesario.  .  . 
—  ¡Ah!  No  es  por  eso,  amigo  mío.  Cuido  mucho  de  n^i 
reputación  y  de  mi  crédito. 

— Padre  mío:  si  ustedes  los  sacerdotes,  los  pastores,  no 
cuidan  del  cordero,  podrá  extraviarse  en  el  monte.  .  .  ¿qué 
será  de  él  perdido  }'  expuesto  a  las  acechanzas  del  lobo? 

— Está  usted  parabólico.  Cuando  la  o'A'cja  abandona  en- 
tre los  zarzales  al  cordero,  ¿qué  culpa  tienen  los  pasto- 
res? 

— Entiendo  la  censura,  amigo  mío.  No  niego  mi  culpa. 
Acepte  usted,  padre! 

— ¡Pues  bien,  señor  Ortiz,  sea!  Dios  tenga  en  cuenta 
los  motivos  que  me  impulsan  a  íaltar  por  breve  tiempo 
a  mis  propósitos,  lie  dispuesto  que  a  las  cuatro  salgamos.  .  . 
Como  usted  ve,  poco  falta  por  recoger.  Traiga  usted  a  c£a 
joven. 

— ¡Gracias,  amigo  mío!  ¡Un  millón  de  gracias!  Es  us- 
ted la  bondad  en  persona.  Asi  gusto  de  ver  al  sacerdote; 
así  es  digno  de  las  bendiciones  del  mundo!  .  .  . 

— No  es  para  tanto,  señor  Ortiz.  Tengo  mucho  gusto 
en  servir  a  usted ... 

Don  Eduardo  no  se  tomó  el  trabajo  de  ver  a  la  huér- 
fana; escribióle  una  carta,  ordenándole  que  a  ¡as  tres  y  me- 
dia estuviera  dispuesta  para  salir  de  la  ciudad. — ''Arrcg:i 
tu  ropa; — le  decía — ¡o  indispensable;  yo  recogeré  después 
lo  demás  y  te  rciiitiré  los  muebles." — ¿A  dónde  te  llevará 
tu  padre,  Carmela? — decía  Jvíalenita. — ¿Sabes  que  tu  pa- 
dre es  muy  impolítico?.  .  .  ¡No  se  ha  dignado  contestar  a 
md  carta!  ¿No  le  a\isas  a  Alberto?  Ponle  un  papehto.  .  . 
cuatro  renglones.  .  .    para  que  va}''a  a  la  Estación. 

Así  lo  hizo  Carmen,  pero  Alberto  no  recibió  el  aviso 
a  tienipo.  Corrió  a  la  Estación.  Cuando  llegó,  el  tren  había 
par:ido. 

Don  Eduardo  fué  por  Carmen;  dio  las  gracias  a 
Magdalena  por   b  hospitalidad  que  había   disf-nsado  a  la 

191 


190 


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\       L       A       N       D       R       I       A 


jOven,  V  poco  después  la  C:il:indria  iba  en  compañía  del 
sacerdote,  de  la  madre  de  éste  y  de  Angelito,  camino  del 
ivaeblo  de  San  Andrés  Xochiapan,  un  lugarejo  situado  en 
\a  boca  de  la  Sierra.  Allí  encontraremos  a  la  protagonista 
cíe  esta  vulgar  historia. 


192 


*>• 


RAFAEL 


DELGADO 


XXÍII 


A  le'_^iia  V  modi.i  ¿^  Pluviosiila,  rumbo  al  Sud,  y  entre 
dos  d^'i'i'^'^^<-^'^''i-'^  de  ia  cordülera,  que  a  m.odo  de  contra- 
fuertes se  adelantan  hn-.ia  ia  llanura,  presentan  los  montes 
una  abra  inmensa.  A.iií  empierra  una  serie  de  valles,  iérti- 
ks  y  ricos,  que  van  a  terminar  en  una  cañada  que  a  las 
pocas  vueltas  se  convierte  en  garganta. 

Sií^uicnco  el  caprichoso  curso  de  lui  riachuelo  de  liondo 
cauce  y  silenciosas  aguas,  serpea  un  camino  de  color  de 
ladrillo,  recto  aquí,  corvo  allá,  sin  alejarse  mucho  de  las 
laderas,  asciende  gradualmente,  y,  al  fin,  decidido  a  subir, 
trepa  y  trepa  por  los  peñascos  liasta  perderse  en  los  cres- 
tones. 

En  el  último  de  estos  valles,  a  la  falda  de  una  veniente 
escueta  v  sembrada  de  piedras  calizas,  está  situado  el  pue- 
blo de  San  Aivjrés  Xociiiapan,  sobre  una  loma  desde  la  cual 
se  dominan  los  plantíos,  bosques,  dehesas,  y  A  riacliuelo, 
el  riachuelo,  que  allí,  frente  al  caserío,  sak  de  las  arbole- 
das V,  rompiendo  no:*  ciure  ios  c.irrlzales  y  la  enea,  d-ilata 
SUS  linfas  cristalino  y  i;,arruiO. 

A  la  entrada  del  \:.lle  liay  \ma  em.inencia  desde  la  cual 
se  LTO/.a  de  un  maírnii'co  ]')an.orama. 

El  sitio  es  bello:  unas  cuantas  varas  de  césped  y  cuatro 
soberbios  álamos  de  extendida  copa.  A  la  sombra  de  ellos, 
varias  rocas  cubiertas  do  m.usgo,  y  en  una,  en  la  mayor, 
tosca  cruz  de  ccjiíívuw,  ante  la  cual  se  descubren  respe- 
tuo'^os  los  caiuinantcs,  ornada  siempre  de  flores:  aniarantos, 
mJrasoles,  floripondios  y  sartas  de  \ú chiles. 

Aquella  altura  es  no  nurador.  En  el  fondo,  la  garganta 
con  sus  peñas  íziv^antescas,  vu  vereda  roja,  sus  desbordamien- 
tos  de  verdura  \   si's  \  iejos  oeotales;  a  la  izquierda,  la  aldea: 


193 


LcT  C^1i.^!u!l  ia,  7 


R     A     F     y\     E     L 


D     E     L     G 


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C       A       E       A       N       D       R       I       A 


el  tcnipU?  ruípioso,  la  casii  del  Ayuntamiento  con  su  largo 
corredor,  la^  clio/as  hiime.intes,  los  huertos  floridos  y  los 
cafetilev  ii-p.hrosos;  n  l.i  derecha,  !a  montaña  que  parece 
corral^  a  n^co,  alta,  altísima,  estéril,  casi  desnuda,  con  al- 
«'unv)^  j'u¡H>s  de  esi^inosas  bi-omelias  v  de  maí:ueyes  mon- 
iarace%:  l.v-  imas  corno  nvin'jjos  de  í leerías;  los  otros  como 
^i  fiier.:n  a  prev  ipitar  en  el  ahisnK)  sus  ro^cton.s  glaucos; 
a:,a>,  \.i\'-r-  \  valles  en  pi  oore.ca  pep;pectiva,  milpas,  so- 
tos,  rvu^er'.^s,   rastrojos   pa;i/^^s,   saba'^as   mü   termi^io,  y   a 


lo  í-ios.  '.  .rJe^,  a/iiles,  \io!áceos,  !(:s  eerros  de  Piu'-iosdla, 
y  ci   \.\A-]  v'íH  SU  l.;-iiia'"'ie  corona  ele   t»:e\e. 

i  ;^-,M  H'i:.''  pi:nt;)  el  cmiioo  es  anLiiO,  no  mu}'  qiiehra- 
J-),  \'  !c  i  "-sita-;  '¿^''.Iws  \  ca/rcKis:  prro  d.--ue  alÜ  deseien- 

i>o';:>:  se  Imi  erna  liieí')  e'^  in;.i  v\0'e  de  ároo- 
,os,  '. .  ..e  de^'iivs  pj¡\^U-lo  a  un  Wiüado  de  pi::dras  y  ent'M 
en  el  p:--.'!"':^'  '-U\-as  prii-u'^-as  ca^as  alinean   a  orioas  del  ejido. 

De  li-^  d"./   de  ia   mañana   en   adelante,   ha^ta   pasado  el 


o 
1 


•     t 

"iLi 


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iredio  di,,,  reina  ei^  aciuel  \  d!;  majesíiieso  silencio,  loe 
i-ep(>s,t  .uion^eei'Jo,  c:\cr\  j¿.)  poi'  el  ca:C'a.  I  a  c.v.ina  veía 
eon  Mo  rasjs  los  n^onies  ¡..j.mos  \'  Lis  onaraCas  iianuaas;  ei 
a'^u.:  ec>:':^'  puída,  \    cstán  inmósiles  las  i;on^  -s. 

i  ..  oe  -daiii'ar  cé-nio,  en  aque!  valle,  ti  menor  ruido 
^;¡-(.^  .  V  .  ■  d:.':"liea  repetido  por  las  montañas:  los  golpes  del 
hacha  \.:^^¿c)c^,  el  canto  de  la  chicharra,  !a  c.úd.x  de  un 
tronca  aa-\o<p^i'J(^  (iiie  se  rinde  al  peso  de  ios  bejucos  y  de 
las  ofpn ideas,  el  grito  agudo  }'  prolongado  de  los  pepes,  el 
tv')n-t  n  n^onotopo  del  t.nnbo.il,  la  queja  doliente  de  la 
clnrirnía  ^'  c!  (.sr.dlido  de  un  cohete  volador,  que  multipli- 
c^<}o  pu'-  ios  ecos  ren^eda  el  tiroteo  de  una  guerrilla  dis- 
persa (-'¡\  L"!s  alruras. 

Mas  euando  principia  a  caer  el  sol  y  a  refrescar  la  tar- 
de, sop!  rn  ¡'ápidos  vientos  (]ue  pasan  silbando  por  las  enra- 
madas, eolinp.piando  las  sonantes  hojas  de  los  plátanos  y 
aí.Mtan(io  con  rumores  armónicos  el  ílecado  follaje  de  los 
ocotcfs.  Cae  sobre  el  pueblo  grata  sombra;  ráfagas  del  sol 
AÍenen.  a  :Umn"nar  los  rincones  más  escondidos  del  valle;  el 
cielo  «c   tn~:e  de  rosa,  y  en   tanto  que  en  los  barrancos,  en 


<í- 


los  rcnhe^^nes  de  las  \-enientes  "\'  en  la  espesura  de  los  sotos, 
niirk'S  y  calandrias,  clarines  y  jilgueros  sueltan  el  canto,  a 
la  vora  del  camino,  en  ios  ccv¿:\dos  y  en  torno  de  la  iglesia, 
la  upís  apnable  de  las  idores  nocturnas,  la  maravilla,  abre 
su  ccarola,  v  los  floripondios  Inicien  a  gloria. 

.T  lacia  aqueüo:;  >iiios,  va  muy  cerca  de  los  Alamos  y  en 
un  djstartaladv)  codie  de  akuñler  iba  el  padre  Gon7áiez. 

Dentro,  en  el  fondo,  el  sacerdote  y  la  anciana;  en  la 
delantera  Carn-en  v  una  criada,  nodriza  del  Cura,  y  por 
ende  cntiwó.i  en  anos.  Afuera,  en  el  pescante,  encaramado 
sobre  una  petaca  y  chasqueando  la  fusta.  Angelito,  lí)CO  de 
alegría  al  ver  las  praderas,  los  toros  que  ramoneaban  en  los 
matorrales  o  subían  del  abrevadero,  lentos,  graves,  pacífi- 
cos, bajo  el  testu7,  naoviendo  la  cola.  La  anciana,  puestos 
en  el  re<^azo  la  caoa  de  su  hijo  v  el  breviario,  coPitemplaba 
el  paisaje  encantador  que  pasaba  ante  sus  ojos;  el  Cura,  con 
el  bastían  entre  las  piernas,  se  extasiaba  ame  las  pompas 
de  aquella  espléndida  tarde  otoñal,  y  Carmen,  meditabunda 
y  triste,  muv  fiste,  pcpiSaba  en  Guadalupe,  en  Gabriel,  en 
Alberto;  recordaba  !a  ultima  entrevista  con  el  mozo,  y  sen- 
tía en  su  ainv.i,  abrunvadora,  insufrible,  la  cahiia  de  los 
camoos,  la  soledad  de  la  a\¿eA,  el  fastidio  de  una  vida  por 
demás  serena  }  s  ;.;egada.  Doña  Mercedes — tal  era  el  nona- 
bre  de  L\  an.ciaivi — ad>\  irtió  la  tristeza  de  la  joven;  sabía 
su  origen,  sus  pesares,  su  orí  andad,  y  la  con^padecía  de  to- 
do corazón.  Acaso  la  ¡nuchacha  le  impedía,  en  acpael  mo- 
men:o,    pozar,   co'v¡o   debiera,   de   la   hermosura    de   aquellos 

cami')OS. 

— Mamá: — exclamó  el  clérigo,  apoyando  las  manos  en 
el  bastón — ;qpi  iir.Jo  río!  ¡qu.é  nubes  aqueihisl  ;m  pare- 
cen de  prana!.  .  .  Wa  uso\l.  .  .  vea  usted.  .  .  Bendito  Dios 
c}ue  crió   tañías   npn-asaiias.  .  . 

ha  anciana  iiiHno  la  cabeza  hacia  la  portezuela.  El 
Cura  seguía  r=-)sLrándo!e  las  mi!  y  mil  bellezas  del  paisaje: 
ut^.a  ^^arza  eme  a.  todo  \uelo  iba  en.  birsca  de  lagun.as  dis- 
tantjs;  un  nijndio  o!e  cabecita  roja  y  vivaracha  que  sal- 
taba de  a'^ií  r^-'^^  ^^-'^  ^^^^*^'  alegre,  y  que  posado  .n  una 

19) 


/ 


194 


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iMma,  b^Liiicoáiidosc,  dio  tres  pitidos,  .ibrió  las  alas,  y  se 
perdió  en  c\  bosque;  una  cho/a  que  allá,  en  lo  alto  del  pi- 
cacho, '.i<:!:.ba  \  er,  a  traxés  de  las  cañas  de  maíz  con  que 
e->iab.'  io,-pM(la,  las  llamas  de!  i^oi^ar;  e!  humo  que  se  fil- 
traba !"o:-  la  paja  dJ  techo,  a/iílado,  lento;  un  becerro  pin- 
to, n"iu\  sellóte  y  anguloso,  tendido  en  la  grama,  no  lejos 
de  la  \aca,  la  cual  du'is^ia  miradas  recelosas    .  . 

—  i  oJv^^  h)>  que  viven  en  estas  cabanas,  en  esas  cimas, 
\'  a  ouienL^  no  conozco  \'  oue   jamás  me  han  \  isro,  son  va 


\' 


,h 


ini>  hijrs  .  .  sí,  mis  liiios  .  .  la  vera  usted,  mama,  todos 
s..!  án  r.ir.  btienc»s.  L'os  campesiiKvs,  «'.uizá  por  su  misma 
i  -noia'Nia,  son  mu\'  tiernos,  ]-e^-petuoSv>s,  sencillos.  .  . 

II  C'ycl:e  subía  a  !a  sa/^ni  la  cuvsícciüa  de  los  Alamos. 
AnL:e!i.;^  al  desctibrir  el  caserío,  nnu.jiPij  .1  ¿gritar:  —  ;Ahí 
e^  t  1  el  nihbh)!    jA^ií  esta  ei  PueL>'oI 

—  l;;v.i'j  es  mu\'  bonito,  l'^jo  rnio;  pero,  la  Aerdad,  a 
mí  m-  parece  v.n  desierto  .  VÁ  callapo  es  agradable.  .  .  por 
la  ir:añmi  .  la  noche  en  el  cair.po  me  c.iusa  un  miedo 
iivM  ri'l^'e. 

—  ;.\o,  p^-aniál — repiicc»  el  clérii^o,  acariciadlo  la  fren- 


te de  la 


Kina, 


o;  ^a 


acostumbrará  usted. 


—  \v'iii   sci'a  pre.:isíj  no  saín'  de  casa. 

— -\'o,  \iejecita  mía:  por  la  tarde  saldremos  de  paseo; 
iremo-.  .:  ;  ■'^^  rancí^erías,  a  xer  a  ir.is  ieligreses,  y  \isítaremos 
ios  sitii-  ip.  ^.^  piptorevcos.  liará  usted  amistad  con  las  prin- 
cipales s'-r.oras  del  pueblo.  Para  ir  a  la  casa  de  la  alcaldesa 
tendrá  usted  qr.e  ponerse  los  trapos, -de  cristianar.  .  . 

Las  :r:Lijr¡-es  reían,  y  el  C  ura  prosiguió: 

" — \  por  la  noclie  .  .  ¡  Ah!  Por  ia  noche,  habrá  con- 
cierto en  la  casa  cural  .  Para  eso  vino  el  hannoniíiui. 
(anta re   \'o,  can. tara  e^e  piüastie,  que   no  cesa   de  azotar  x 


1 , 


>  mu 


las.  .  .    \'  si  fuere  necesario,   usted  también,  mamá,- 


Movio    la    cabeza    doña    Mercedes    como    diciendo: — ¡ 

nos    libie    de    eso  I — 
C  arnien : 


,Dios 
y    el    Cura    agrego,    dirigiéndose    a 


-¿í  e  :;usta  a  usted  la  mpúsica,  señorita? 
-AIuclio! 


196 


R     A     r     A     Tí     J. 


DELGADO 


;.Víabe   usted  cantar?   ; Alguna  canción  que  no  sea  \x 


CM\c\on  de  la  escoba 


— S  ,  señor;  canto  abe  unas,  toco  la  íruitarra  .  .  . 
— ;\    trajo  usted  la  \ihtíela? 

— No,    Señor;    pero    utí    padre   me   la   mandará.   Apenas 
tu\e  lienvao  de  recoger  mis  cosas.  .  . 
— {'Lies  \\\  vendrá,  \a  \  endi'á  .  .  . 
Alcío  cié  esto  ovó  el   chico,  porque  inCiinándcse,   gritó: 

—  ;(^arnaen  caiita  mu\'  bien,  padre!  jSabe  cosas  del  tea- 
tro !   ;  Z;  r z ueías !   \  C\oeras ! 

1  íal  ían  llegado  a  h^'S  .Alamos.  El  coche  no  podía  pasar 
más  alia  \'  ¿va  preciso  detenerse  allí.  Asi  lo  manitesLÓ  el  co- 
chei'o  cLsde  su  asiento. 

'>alt)  ei  monago  deí  pescante  y  sino  a  abrir  la  portezue- 
la par.'  oL:e  se  anearan  los  \ aajeros. 

Ah'í  .'guardaban  al  niie'.o  cura  los  p]-'ncipaícs  vecinos, 
el  alcalde,  d  secretario,  el  maestro  de  escuela,  el  sacristán 
v  los  /'//,/ev.  Agrupáronse  todos  en  torno  del  párroco,  salu- 
dáronle respetuosamente,  nueritras  Angelito  y  las  señor.-s 
recogían  ei  el  carruaje  ca j.is,  cestos,  bultos,  la  capa  y  el 
bre\  iarp).  Cargaron  con  todo  los  /o/?;/i::,  y  los  viajeros  y 
stis  acomp.it\antes  principiaron  a  bajar  por  una  vereda  ha- 
cia el  ejido.  Al  decir  «.leí  secretario  aquel  camino  era  más 
corto,  bl  coclie  en  que  inbían  \enido  se  alejaba  en  aquellos 
mon-ien:;ciS. 

—  jWirnos, — decía  el  Cura — conque  el  padre  Ortegal 
no  nae  esperó  I 

— \  endrá  mañana,  señor, — respondió  el  secretario. — A 
las  doce  se  fué;  pero  todo  lo  dejó  arreglado.  .  .  ; hasta  la  cena 


es 


tá  dis  ')uesta! 


;\\nal    ¡Va^a! 


El  s:)l  se  había  ocultado.  Las  sombras  bajaban  de  los 
montes  a  toda  prisa,  mas  )'  nvás  grandes.  Brillaban  luces  en 
el  caser  o;  encendían  los  cocuyos  sus  linternillas,  y  de  aquí, 
de  allá,  de  todas  partes,  solemne,  imponente,  terrífico,  se 
levantaba  el  rumor  nocturno  de  las  selvas.  En  el  límpido 
cielo,    tjdavía    iluminado    por    las    postreras    claridades    del 

197 


! 


i 


L 


C 


y 


L       A       N       D       R 


V 


I 


n 


crcp v>sciiIo,   ccn te! loaban   pálidas   las   prirner;^.^   e, trollas.   Fii 
¡a   \io¡a   U/'To  (lo  la  iclosia   sowo   una  campana   ou/o  tañido 


ropoiian   ios  ooos. 


—  :[a   (^racK'ín! — dijo  ol   páiTcKo  y  todo^    ^:  dotuvicroa 
a   v^/.w  oi  An'^cliis 


— ;  \  [  u }'  b  II o \\\  s  n  oc  líos! 
—  j  1  j  i  i  o !":  a  s  no c h o s ! 


Püoo  aospuós,  oiitro  ropiciucs  y  salvas  do 
¿•^c  Lion^-álo/.  ontraba  on  bi\  casa  ciiral. 


jh-.ios,  el  pa- 


"\ 


19S 


K    A    P    .4     £     L 


DELGADO 


^  \T 


XXÍ\ 


— cC'l-^n  ha  pasado,  Ma^daiona?  I.uoi;o  quo  rocibí  la  car- 
tita  do  C>armon  corrí  a  la  I-staci-Mi.  Cuando  !loí,ué,  el  tron 
partía;  nv^-jor  dicho  había  partido  ya.  Pregunté  a  Pepe  y 
a  Cortina.,  oiio  allí  estaban,  y  nadie  pudo  decirme.  .  .  iQ^\'^ 
ha  pasad)?  ;0^'icn  vuk)  por  olla? 

— Don   1  duardo. 

■ — Po;*o  si  vo  acabo  do  encontrarme  con  el,  hace  im  mo- 
monto,  ;il  voixor  ác  la  i  st  ación,  en  ¡a  calle  do  la  SíUWCífa! 

— ¿I  í^  ha  ^  isto  usioíl? 

— Sí.  i^or  cierto  oue  !'o\a  un   s'osiido  chu'o. 

— P'iics  entonces  Dios  sepa  el  pandero  de  Carmela.  jAv, 
Alberto!  Créaio  usted,  créalo  usted,  lágrimas  me  ha  cos- 
tado esta  inL-sperada  separaci()n.  Somos,  ya  usted  lo  lia  visto, 
como  dos  hermanas;  no  es  vieja  nuestra  amistad,  es  de 
aver,  v  .«-in  embarco  le  ton-'O  a  Carnien  un  afecto,  ¡que  ni 
a  mis  con^pañeras  de  coleoio!  .  .  . 

; Con  10  vov  a  echarla  de  menos!  Sobre  todo  ahora  que 
estoy  tan  soüta.  Figúrese  usted;  esta  mañana  recibí  carta 
de  Jurado;  no  vendrá  hasta  piincipios  de  noviembre.  ¡Ay, 
Alberto!  Créalo  usted:  esta  separación,  así,  tan  brusca,  tan 
repentina,  \a  a  costarn^e  caro.  ¡Tengo  una  jaqueca!  El  tal 
don  Ediardo,  con  su  educación,  su  dinero  y  todo,  es  un 
ordinario  de  m>arca  mayor.  Sí,  perdónemelo  su  ausencia,  un 
ordinario.  Yn  tenía  yo  noticias  de  él.  Cuando  Carmen  vino 
a  vivir  conmiíío  creí  conveniente  ponerlo  en  conocimiento 
de  ese  soñor,  y  le  escribí  una  carta  muy  amable,  muy  fina, 
como  conviene  a  una  señora.  .  .  Y  me  consta,  me  consta, 
que  la  recibí'),  porque  un  primo  mío  se  la  entregó  en  el 
Cántabro.  ;  rstod  me  coniosLÓ."  ¿Usted  me  contestó?  ¡Pues 
así  él! 

199  . 


V 


jSlmJU 


A 


C       A       L       A 


N 


D       R       I 


A 


— Pero,  v::tr:0';,  Aía<;dalcna,   ¿c.uc  lia  pasado? 
— \'a   usicJ  a  saberlo. 

A  las  doce  víp.o  el  caballei'an^o.  Preguntó  por  mí,  a 
(firmen,  pues  con  ella  se  eiicontrv).  (La  pobrecita  estaba 
cortándose  e!  vellido  que  usted  le  trajo).  Ya  sabíamos  que 
d.on  í.duardo  había  llegado;  pero,  jquién  iba  a  pensarlo! 
¡juién  iba  a  ii^urárselo!  Salí;  desde  luego  que  me  fijé  en 
e;  eaballerango,  un  muchacb.o  que  por  cierto,  tiene  muy 
buena  cara,  y  ¡o  conocí,  me  dio  un  \  uelco  el  corazón.  Co- 
mo la  carta  venía  con  e!  sobre  para  Carmela,  se  la  di  y  dije 
ai  criado:  Di%\  usted  a  su  nmo  que  ya  está  cntrj>:,ada. 

Abrió  Carmen  la  carta.  Yo,  cue  no  le  quitaba  los  ojos 
dj  en.cima,  observe  que  la  pobre  ir.uchacha  se  iba  poniendo 
j^áiida        — cQ'-^^    te   pasa? — le   pregunté. — Mira — me   dijo. 


.liaryándomc    el    papel. — ¡Y 


oue    vov    mirando 


Que 


carta!  A.quello  no  era  carta,  ni  cosa  parecida:  cuat'o  ren- 
ijones  fríos,  secos.  .  .  vamos,  hasta  con  íakas  de  orto^ra- 
lia.  Imagínese  usted  que  e>e  señor  escribe:  Sr /.''.?;.*/■'/'(',  así 
sin  la  p.  .  .  cuando  todo  el  mundo  escribe  ya  Si  h-í:c}j:'n-t'. 
1.  n.\  carta  secota,  en  que  le  mandaba  que  se  dispusiera  para 
salir  de  PKniosÜia;  tjue  recogiera  sus  cosas  e  hiciera  un 
hult')  con  lo  Uiás  necesario;  que  a  las  cuatro,  en  punto, 
\\nii:ia  por  ^l!a.  ¡A}',  Alberto!  Xi  ima  frase  cariñosa,  na- 
d.í!  Aquella  carta  parecía  escrita  la  verdad,  parecía  cs- 

c  ita  por  tm  cualquici'a.  A  mí  me  dio  tal  cólera  que  la  luce 
pe  di  a /os. 

— ;  V   Clirmen  quJ  hi/o? 

— Pu^s  lo  qi'.^  era   naitn"al:   (M'h.irse  a  llorar. 
.\1  decu"  esto,  AÍaleniía  pu^^-o  li  cara  de  lo  mas  coniptm- 
'"rJa.    No   le   era    imiiferente    l.i    se.^araci'.Mi   de   I;    huérfana; 

i. 

i^jrn  qi:er-a  !;;;Cei'  creer  a  il^)s.is  qi'..;  el  suceso  la  c>xuristaba 
V  :'o^  ii:idamen.te. 

i. 

— ;Y    cuie    düo? 


-;1  ,;x:re  r  .:e'.h  ÍKímb-'e'    ¡Déjeme  acabar! 
-Diga  i: Steel,  di;;a   usteei. 

-1  a    po-areeiila   reco^'io  el    i;cnerc\  y  llorand«" 


llorando 


200 


RAFAEL 


DELGADO 


a  lágrima  viva,  abrió  la  cómoda  y  se  puso  a  sacar  la  ro- 
pa .  .  .  í.o  poco  qtie  tiei^e.  Algo  que  compró  y  se  hrzo  en 
c.isa  de  doña  Pancha;  algo  que  Gabriel  (su  rival  de  usted) 
le  regato;  lo  que  usted  le  trajo,  y  lo  que  yo  le  di.  Tuve  que 
cederle  una  petaca,  parque  la  infeliz  no  tenía  en  que  llevar 
su  rora.  1.1  baúl,  ese  qu¿  está  allí,  es  todo  polilla  y  a  poco 
que  lo  toquen  se  desbarata.  Yo  apenas  vi  la  carta  pensé  en 
j^,^ted.  —¿No  le  avisas  a  Alberto  lo  que  pasa?  Síquica 
nara  cjue  vaya  a  verte  -i  la  Estación.  No  te  hablará,  pero 
te  dirá  adiós,  desde  !e¡itos. — Entonces  le  escnE.ió^  a  usted. 
No  a  lería  hacerlo  porque  tiene  mala  letra.  Yo  la  anime, 
diciéndole:  — jDéjate  de  cosas!  Alberto  no  verá  en  tu  car- 
ia más  ouc  tu  amor.  Le  di  papel  inglés  y  le  dicté  cuatro 
renglcaies.  ^• 

¿Ia\  qué  parte  estaba  usted,  Alberto,  que  el  cargador  no 
le  encontraba? 

Me  retiré  de  la  cantma  después  de  las  doce,  me   fui 

a  comer  con 'Alcibiades  y  al  salir,  por  fortuna,  me  en- 

conaré con  ti  cargador. 

Pues    bien,    a    las    cuatro    vino    el    don    Eduardo... 

•Hon-ibre  más  cargante-;  iVíuy  atento,  muy  político,  m.uy 
cortes  .  (así  son  icmchas  gentes,  sólo  en  apariencia  linas 
v  amables).  Me  saludo;  le  ofrecí  asiento,  y  se  sentó  ahí, 
donde  está  usted.  Me  dio  las  gracias  por  la  hospitalidad 
qtie  jurado  y  yo  habíamos  dispensado  a  la  muchacha...  ¡ju- 
rado! ¡Bueno  está  Jur.alo  para  eso!  Pero,  vaya,  pase;  así 
lo  creía.  Luego  .  ¡usted  dirá:  pretendió  pagarme  los  gas- 
tos  que   liabíamos   r.echo! 

¡Ya  se  me  iba  subiendo  la  mostaza  a  las  narices!  ¡Pa- 
garme! Si  yo  todo  lo  liico,  v  de  ello  no  me  arrepiento,  por 
el  afecto,  por  la  simpatía  que  me  inspiró  Carmela.  .  Ya 
tiene  bastante  con  sr-r  hija  de  ese  padre  sin  entrañas,  de 
ese  padre  desnaturalizado.  Carmen  estaba  deiiiro,  lavándose 
la  cara  v  poniéndose  polvo  para  que  don  Eduardo  no  ad- 
virtiera que  había  llorado.  El  santo  señor,  mientras  habla- 
ba, no  cesó  de  \  er  )'  ver  todas  las  cosas  de  la  sala:  los  cua- 


/ 


01 


L       A 


CAL 


N      D      K 


\ 


dros,  el  ajuar,  la  lámpara .  .  .  Ganas  tuve  de  decirle:  ¿No 
ha  visto  usted  nunca  una  casa  decente? — jSi  viera  usted 
que  cara  puso  al  ver  los  cromos  esos  de  los  curas!  ¡Con  ra- 
zón! Dicen  que  es  mocho,  que  fué  traidor  cuando  el  llama- 
do  Imperio ... 

(Esta  frase  la  había  aprendido  Malenita  en  los  diti- 
rambos patrióticos  de  /:/  Radical.) 

— Y  estos  morbos — continuó — no  pueden  ver  nada  así, 
sin  espantarse,  sin  que  se  les  haga  cargo  de  conciencia.  ¿Y 
al  ver  el  retrato  de  Juárez?  jPor  poquito  suelto  la  carca- 
jada!   .  . 

^'o  no  quise  darle  conversación.  Por  fin  me  dijo: 

— Y  C^arniclita  ¿estará  }'a  lista? 

— No  !e  conteste,  y  entre  a  llamarla.  ; Carmelita!  ¡Que 
cariiY)!  .  .  La  pobre  muchaciía  se  abrazó  de  mi  y  se  echó 
a  iior'ar  ohm  \  cz.  Y  vuelta  a  las  andadas,  y  vuelta  a  la- 
\  wi'sc  ios  ojos,  y  \ucita  a  darse  polvo!  No  hubo  más  que 
salir. — ;Ya  e;,Las  lista?  ¿Nada  te  íalta? — le  dijo. — Pues  des- 
pidcte  de  la  señora,  a  quien  estoy  muy  agradecido  por  la 
ÍK>spitaliJaLÍ  que  te  ha  dispensado.  .  . 

Y  toma  con  la  IjOSpUalidad .  Y ?,  no  pude  sufrir  las  hos- 
pitalidades, )'  se  la  cliampé. — No  tiene  usted  nada  que 
agradece!  ir.e,  señor; — repuse — liemos  hecho  en  bien  de  Car- 
mela cuanto  manda  la  humanidad,  cuanto  no  han  hecho 
por  ella  los  suyos .  .  . 

(hsto  de  la  humaiúdad  era  tatnbién  aprendido  en  los  ar- 
tículos í ilanLr(')picos  de  Ll  Radital.)  x. 
— ;Y  qué  contestó?  ^' 

—  \Qvc  iba  a  contestar!  Nada.  Tomó  el  sombrero  v  el 
bastón,  y  llamó  al  cochero  para  qtie  se  llevara  la  maleta  y 
la  petaca. 

Carmen  se  despidió  de  mi  casi  sin  hablar.  .  .  y  se 
1  nerón. 

• — ;Y  para  mí  no  dejó  dicho  nada? 

— Sí;  ijue  no  la  oKidar.i  usted;  que  es  muy  desgraciada; 
que    solo    usted    puede    hacerla    feliz;    que    no    sabia    a    qué 

202 


K    A    I 


E     L 


DELGADO 


al  fin  del  mundo, 


parte  la  ]!e\aría  su  pací  re;  que  asi  luera 
allí  seguiría  queriendo  a  usted. 

• — .Sospecha  usted  a  que  parte  la  manda  don  Eduardo? 

— Supoii^;o  que  a  Veracruz  porque  allí  Cai'nien  tiene 
pariente">,  \  v^orque  a  la  hora  en  que  vino  por  ella  era  hora 
de   tren. 


11 


no  se  lo  preg tmtó  usted 


,1 


1 


— ^^  i  or  ;^\;?  ¿Preguntárselo  yo,  cuando  se  lia  mostrado 
conrp.igo  :a."!  d.esconfiado?  ¿A  qué  llevarse  a  Carmen  cuan- 
tío aquí  (/^laba  bien?  Y  luego  así,  de  golpe  y  zumbido,  sin 
dar  tiempo,  de  buenas  a  primeras.  Un  hombre  decente  ha- 
bría a\  i^ado  con  anticipación.  Yo  bien  sé  lo  que  eso  quiere 
decir.  Como  no  estaba  en  casa  de  fanáticos,  ni  de  beatos; 
como  aquí  nadie  va  a  misa,  porque  no  tenenaos  preoctipa- 
cíones.  .  Diría  que  se  le  iban  a  pegar  a  Carmen  nuestras 
ideas.  .  .  Luego,  como  Jurado  con  su  periódico  no  deja  a 
los  frailes  m  a  sol  ni  a  sombra  .  .  .  Esos  retró;^rados,  esos 
sa/¡tiirroní's.  son  los  mismos  de  siempre.  .  . 

¡Cabra,  Alberto,  calma!  Ya  sabremos  el  paradero  de 
Carmeri.  La  escribirá;  así  me  lo  prometió  y  de  cumplirlo 
tiene. 

¡Cómo  me  duele  la  cabeza!  Si  le  digo  a  tisted  que  esa 
separación  me  va  a  costar  caro.  No  sé  lo  que  voy  a  hacer 
esta  noche  cuando  me  vea  yo  sólita.  .  .  Parece  que  ha  sali- 
do un  muerto  de  la  casa.  Y  Carmen  que  estaba  aquí  tan 
contenta...  -hasta  iba  engordando!  Vea  usted:  ahí  está  la 
*niitarra,  triste,  como  si  tuviera  rotas  las  cuerdas. 

Magdalena  ponía  la  cara  más  y  más  compungida.  Al- 
borto hacía  otro  tanto.  Comenzaba  a  comprender  qtie 
aquella  trigueña  parlanchína  y  sensiblera  no  dejaba  de  te- 
ner atractivo.  Sacó  una  cajetilla  y  ofreció  un  cigarro  a  su 
interlocutor.-.: 

— Un  habano. 

Magdalena,  arrellanada  en  un  mecedor,  se  abanicaba 
con  un  periódico,  viendo  con  provocativa  insistencia  al  dis- 


tinguido y  elegante  pisaverde 


le. 
203 


z' 


L 


/ 


\ 


— Gr 


C       A       L       A       X       D       R 


IC?. 


s.  Alberto.  No  qui(M'o  iuniar 


C  ^  !  C 


) 


jouec 


a.  rume  usted 


— No;  entonces  }'o  tampo^ 


•'> 


.\o,   no 


f 


ume  ust< 


ed.  A 


T. 


tsa   ciistanci.i 


i:'    I 


^la  e 


1  !: 


unio. 


N 


o,   no 


/ 


\ 


que  WiC 


lYiC  nio- 


Mbei  to  se  levan t<>  y  vino  a   >jntarse  a 


I 


j  ae  <^u  :inuv;a,  a  tiempo  que  esta 


le  d 


ecia 


-O 


i^-ra   usteJ 


o 


K 


osas 


Q 


uicre    usteel    muv. 


i 


C 


ar- 


R     A     F     A     7:     L 


DELGADO 


■1 


el   poético  azulaao 


1. 


í  a  1 


,1' 


•1- 


d 


subió   chirnando   v    ccrranno   sus 


ful 


chores  lunares  sno^c   una  pareía  enanio 


Lo    d. 


s  empre. 


Días    después,    cont; 


rada, 
ban    I 


!S    pací  ticos 


morac'ores  de  aquella  calle,  que  desde  el  día  en  que  voló  la 
Calandria,  noche  a  noche,  dada  la  una,  salía  Alberto  llosas 
de  i 


a  casa  c 


ic  su  grande  \   buen  amigo  don  Juan  Jurado. 


Maldi 


cien  tes 


? 


Ci 


tan^.o 


Carmen  estaba  allí 


f-  1  u 


)  sucedía 


\ 


lo  mi^rno 


iiien 


— ;Vor  oi 


^ »' 


;ía  quiere  usted  mucho 


■1^ 


i^or  oue 


I.    .1 


J 


— Respóndame  usted:    ;!a  quiere  usted  muc 
Albc-'-to  no  acertaba  a  comprender  1 
:ueñi.   Al   fin   contestó: 
—Sí.  ' 

— ¿De  veras? 

—  jSí,  Ma^rdal 

—  ¡Ah!— ^ 


;  *  ' . 


AS  inten^'.  .<n;s  cíe  l.i 


1; 


en  a 


í 


.^1 


exclamo   levantanc 


}o  los  hombros   CMiirariada 


— lu.es   Dien, 


viniere   u 


YO   veo  en   ella    una    amiga 

f. 


una 


1 


mana 


sted   hacerme   un    la\'or 


( 


uantos  ustec 


1   me  pida,  Magdalena, 


-Cuando   sepamos   en   que   parte  esta   C.arnid,   ya    no 


C 


1 


vjr  cl  amor  que  usted  le  tien 


sino 


a  un  vi  JO  sea  por 


•1 


(i arle  en 


L  1.. 


la  cabe/a  a  ese  ordinario  e;e  su  padre,  no  quite  us- 
J    lÍ    dedo   del    remolón,    l.ila    está    locamente    apasionada. 


\si 


lo  h 


\ 


sieuteron 


é.   ;Ya  verá  ese  señor  con  quien   trata!. 
hablando  de   Carmen,   de   Jurado,   a    quie 


n 


Milenita  cahiico  de  tonto,  v  de 


I 


J. 


otras  muchas  co  as 


L; 


co 


[ixcrsacion   íuc   haciéndose   ro.ás   y    más   viva,   mas   y    mas 


intima, 


,1 


airdalena.  aie-^ie 


1< 


rto,    a 


tabi 


cariñoso, 


festi\a,   ircmica, 
lleno    de    malicia 


[eseri\'ue!ta 


11 


trai.in- 


IV.  t 


O  üiscieía 


-nenie  a   la   tn-ucna;    esta   dejancosc   gaian- 


1; 


.f 


\  "^  <i  í  • 


Obsenrecia.    Nhu^dalena   dejo   el    asiento   y   t 


J< 


cn- 


\:\ 


J 


r   i. 


ante    lair.para.   Alberto    vino  en   su   ..;}uda,   y 


204 


20) 


V. 


>' 


I 


\       L 


A 


N       D       R       I       A 


XXV 


lK'\  \  Mc'cccics  )•  C3arnicn  empiciro!-!  i.i  semana  en 
arrollar  . ':  e.>a.  l.n  ios  j^rirncros  Jias  lawi'Oii  el  pi-^vO,  liasta 
clciarí-j  rcn  /..  rojo,  conno  si  ios  lac!n![os  lucran  iiucaos.  No 
poco  tr.-p.io  zuvo  i  a  io\'cn  para  con  se  i;  inri  o,  porqne  la  fa- 
niüia  t'Lic  .iUcriormcntc  \i\ió  allí,  la  familia  del  padre 
Or te •;.;;. i,  ^:o  ^:\\  de  las  mis  ase.ulas  \'  cuidadoras.  Las  pare- 
des c^iapui  recién  l)lanqueailas,  pero  los  sucios  pedían  a  gri- 
tos, sí  sjnnr  a  gritos,  la  ¡ergí  a  la  escobeta,  hn  seguida  se 
dio  priricipic)  a  la  obra  i"nagna  de  abrir  las  cafas,  dese'iapacar 
mLiCL^ie'^  \  libros,  y  colocar  cad  \  cosa  en  el  sitio  con\'enien- 
te  o  vUic  le  esr.iba  reservado. 

I  \  bueni  s^-ru)i"a  doña  Mercedes  no  esi.-ba  ya  para  aque- 
llos traiine-.  .\  poco  se  falieaha  v  tenía  necesidad  de  sen- 
laise  a  drscan>ar.  (^on  la  cnada  no  se  contaba;  sobrados 
queliaceres  la  abrumaban  en  la  cocma  y  en  el  lavadero. 
Allí  no  le  iiabía  y  la  pobre  ¡riujei'  se  \'eia  obligada  a  ir  al 
río,  cosa  que  la  ponía  contra'"iada  y  mohma.  F.l  padre  Gon- 
/ále/,   p.\r'{   calmarla,   solía   decirle: 

—  Xana,  ten  paciencia.  La  Santísima  \^rgen,  con  ser 
OLiien  era.  iba  tambicMi  a  lavar  al  río  .  ;No  has  visto  el 
cuadre»  oiie  hay  en  Santa  Marta,  arriba  de  hi  puerta  de  hi 
sacristía?  , 

De  ip.as  a  más  el  cura  ei'a  hombre  metódico.  No  bien 
el  cam'^ancro  daba  las  doce,  v.i  estaba  en  el  comedor,  re- 
picando iiy>  \asos  y  llamando  a  la  mesa;  así,  pues,  con  Eu- 
sebia no  'c  í^odía  contal". 

Ld  clérigo,  cuando  las  atenciones  de  la  parroquia  se 
lo  pernv. tían,  \'enía  en  ayuda  de  las  mujeres,  pero  esto  no 
Q\\\  mL:\'  frecuente.  El,  a  su  \  ez,  trabajaba  en  el  templo, 
en    la    ^ici/^tía,   en   el    coro.    Harto    necesitado   de    cuidados 

206 


RAFAEL 


DELGADO 


cstal)a  el  órgano,  un  órgano  de  abolladas  trompetas  y  per- 
didas mixturas,  con  unos  fuelles  tan  viejos  que  era  un  mi- 
lagro que  sonara.  El  padre  tenía  muchas  ocupaciones:  oír 
confesiones  en  la  iglesia  y  fuera  de  ella,  a  no  cortas  dis- 
tancias parque  la  feligresía  era  inmensa;  arreglar  matrimo- 
nios, bautizar  y  enterarse  del  estado  de  las  cofradías,  para 
lo  cual  era  necesario  soportar  con  ejemplar  paciencia  la  vi- 
sita de  los  mayordomos. 

Angelito  ayudaba,  pero,  muchacho  al  fin,  no  hacía 
nada  a  derechas.  Le  ponían  a  sacudir  los  libros,  y  a  poco 
ya  estaba  cómodamente  en  un  sillón,  subidas  las  piernas 
a  la  turca,  hojeando  la  Bihl/a  y  entretenido  con  las  estam- 
pas. Cayó  en  sus  p.ianos  e!  Oiiijofc,  y  no  hubo  poder  que 
le  hiciera  seguir  e!  tralxijo,  hasta  que  no  \\ó  el  último  gra- 
bado, aquel  en  que  aparece  el  ingenioso  hidalgo  tendido  en 
la  ca.ma,  acabado  por  los  desabrimientos  y  las  melaiiColías, 
el  n:édico  a  la  cabecera,  y  el  escudero  y  la  sobrina  llorando 
tiernamente  c^ino  *-i  ya  le  tuvieran  niiierío  delante.  A  las 
veces,  ei  tra\i-so  chiquillo  se  escapaba,  dejaba  los  clavos  y 
el  marliiio,  para  irse  a  \  agar  por  los  ejidos,  entre  las  va- 
cas, V  de  allí  i^o  volvía  ha:,ia  la  hora  de  comer,  llenos  los 
bobillos  de  guavAbas  cimarronas  }'    rara:;  t/c   líiL/n.r-). 

]\iede  decirle  qne  Carmen  lo  hizo  todo:  la\()  los  pisos, 
colgó  los  cuadros,  culuco  los  muebles,  y  ayudo  al  Cura  a 
ordenar  los  libros. 

"Y  que  bien  qu^'d/)  la  casa!  El  padre  Con.zález  decía 
i]uc  nunca,  punca,  la  había  visto  mejor.  Todo  en  orden, 
en  su  lugar.  Los  muebles  no  eran  nuevos,  ni  de  los  que  en- 
tonces se  usaban,  pero  C  armen  los  barnizó,  en  dos  pjr  tres, 
en  u.na  mañana,  }  quedaron  conio  acabaditos  de  comprar. 
En  el  fondo,  el  carado:  el  pesado  sofá  tapizado  de  cerda, 
los  sillones,  ios  villoncitos;  en  las  rinconeras  los  floreros  con 
su^  fanales;  en  la  consola  el  esixio  largo,  empañado,  con 
su  marco  dorado,  sen-;ejante  a  un  pórtico  griego;  una  pu- 
rísima d'j  talla,  obra  de  Terrazas,  ricamente  vestida  y  copia 
exaeta  de  la  afamada  Concepción  de  San  Lernando  de 
México;    a    CAdd    lado,   de   la    hern-.osa   estatua    un   pon.tíficc 

207 


L 


/ 


\ 


C      A       L      A       N      D       R 


A 


(le  carr'.ii  eMaiuecicK):  a  Li  izquierda  Pío  IX;  2  !a  derecha 
[.con  XIll;  el  uno  i;rave,  de  fisonomía  vieorosa,  con  el 
Liuciíii'j»  sobre  el  pedio;  el  orro  de  dulce  y  risueño  rostro, 
apacible,  en  actitud  de  bendecir.  Arriba  del  sofá,  ci  retrato 
del  Diocesano:  en  las  paredes,  grabados  antiguos  con  asun- 
tos re!i-:o.os:  c-1  P'^s/no  de  Sicilia  v  la  Tríinui^^^iiracfóii  de 
RafacL  !a  ('.<n}i¡i¡iio¡i  de  Su.i  Jcrou/Jiio  dci  Do,n¡uiq¡íinü  y 
ci   Di\-.í':íd/r:ÍL'i:f()  de  /l///'C'/N. 

l-fentc  a  la  puerta  principal,  el  harmonio,  cubierto  con 
su  fluida  de  bayeta  verde.  La  pieza  del  Cura,  que  era  a  la 
\c/.  r^.aínara  v  dcspac!io,  quedó  también  que  daba  gusto 
\er!a  con  su  cama  de  latón,  sin  colgaduras;  la  mcsita  de 
jioche  con  su  botella  de  crista!  azul,  regalo  de  una  hija  de 
coniesif')n;  el  reclinatorio,  que  con\  idaba  a  orar;  de  un  la- 
d,o  de  la  can^i  una  imagen  de  San  Luis  Gonzaga;  del  ot-'o 
un  C^ii.to  de  marfil  enclavado  en  una  cruz  de  ébano;  la 
mesa  de  escribir  ordenada,  serena,  sin  que  una  pluma  es- 
tuviera fi'.era  de  su  sitio,  y  los  estantes  cargad:>s  de  libros 
mu\'  bicTi  cuidaiios,  sin  que  ni  un.o  sobresaliera  de  los  otros. 

A  los  li^./.  di;is  aquella  ca-^a  parecía  una  tacita  de  plata. 
A  C^arnicn  ve  debió  que  tan  pronto  se  acabaran  el  trajinar 
y  el  ir  de  aouí  para  aÜi,  desde  que  Dios  amanecía  hasta 
o  Lie  mandaba  sus  estrellas. 

(Carmen  sabía  darse  a  querer.  La  anciana  había  llegado 
a  profesarle  gran  cariño;  el  padre  la  manifestaba  singular 
aiv.ccio,  V  hasta  Eusebia,  gruñona  y  malmodienta  con  cuan- 
tos no  eran  de  la  familia  de  su  Alfonso — así  nom.braba  al 
C^ura  algunas  veces — quería  a  Carmen,  v  la  ciuería  since- 
ramentc.  Xo  así  al  chico  de  quien  siempre  estaba  quejosa 
y  t)ara  el  cual  no  tenía  más  que  regaños  y  asperezas. 

Tol!  s  se  hacían  lenguas  de  la  bondad  y  delicadeza  de 
la  joven. 

— l\)r  qué — exclamaba  Eusebia,  en  dolorido  tono,  li.i- 
blando  con  doña  Mercedes —  ;por  qué,  señora,  no  recoge 
ese  hombre  a  Carmelita?  ¿Xo  es  su  padre?.  .  .  ;Si  la  mu- 
ch.acha  no  puede  ser  mejor  I 

—  ¡C^allate,    Eusebia,    ciÜa! — contestaba    la     anciana — ■ 

208 


h 


>'<i 


DELGADO 

C.uia  cual  en  su  casa  y  Dios  en  la 


K    A    r    A    E     L 

;ciué  sabes  tú  cío  eso.-   _ 

V.     1 

tío  tojos!  _  '  ,., 

Li  joven  no  cv.x  perezosa.  Desde  cnica   aprcncio  a   no 
estar'  n^.ano  sobre  mano,  y  además  no  gustaba  de  parecer 
una  car-a  en  casa  ajena.  Tenía  un  detecto,  nacido  acaso 
de  la  Viveza  v  fogosidad  de  su  imaginación:  todo  lo  toma- 
ba con  ansiad  con   un  eiroeño  y  un  ardor  ex'traordmanos, 
V  a  nocas  vueltas  le  entraba  cansancio  y  desaliento,  aban- 
donaba lo  emprendido,  v  en  mucho  tiempo  no  se  acordaoa 
de  ello.   Los  auehaceres  domésticos  eran  en  cüa  una  ncce- 
■■Idad     una  costumbre;   pero  tantos  afanes  mostrados  en  la 
casa   cural   de   Xochiapan,   si   bien   procedían   del   deseo  de 
hacerse  i^rata,  tenían  por  objeto  la  divagación  y  el  olvido 
de  penas  que  contristaban  aouella  su  alma  dolorida,  en  lu- 
cha con  dos  pasiones  formidables:  el  amor  y  la  ambición, 
a  las  cuales,  aunque  débil,  se  juntaba  el  despecho  provocado 
por  ia  conducta  de!  ebanista. 

]-|  recuerdo  de  C.abriel  la  perseguía  a  todas  ñoras:  de 
día,  de  noche,  en  el  trabajo,  durante  el  sueño.  Le  amaba, 
sí  le  amaba  con  toda  su  alma;  como  se  ama  en  la  edad  Ici./. 
de  l.-s  ilusiones  v  de  los  sueños  de  color  de  rosa;  como  se 
ama   en   el    minier   amor,    noble   y    desinteresavlamente,   sm 


^!, 


mas   ann. 


helo   Mue    vivir   para    quien   creemos    que   solo   vieo 


para  nosotros'.  Amor  tímido  ea  sus  manifestaciones,  casi 
muc'o,  en  apariencia  insignificante,  sin  arrebatos  ardorosos, 
sin  d.^c¡siones  enérgicas;  amor  que  pasa  raudo  por  el  alma, 
pero  aue  asegura  su  dicha  o  deja  en  ella  una  eterna  amar- 


gura. 


El  recuerdo  de  Alberto  venía  también  a  la  mente  de 
h  joven,  vago,  desvanecido,  incierto.  Rosas  aparecía  ante 
ella  distinguido,  elegante,  fino,  obsequioso;  pero  quien  an- 
tes le  narccía  a:xis¡or.ado  V  ardoroso,  era  ahora  indiferente 
y  frío."  Record.iba  sus  palabras,  sus  promesas  y  sus  nalagos, 
y  los  encontraba  m.cntidos.  Se  preguntaba:  —¿Le  amo; 
■Le  amo^— y  su  corazón  respondía  que  no,  o  permanecía 
sereno,  sin  palpitar  presuroso  como  cuando  se  trataba  de 
Gabriel.   Y   sin  embargo,  Alberto  le  era  s.mnauco:   !a  des- 

209 


A 


C      A 


A       N       D       R 


lumbraba  con  la  elegancia  de  su  traje,  con  su  aristocrático 
porte,  con  sus  maneras  cultas,  con  su  palabra  graciosa  y 
ligera,  pero  amor,  amor,  ¡no  le  inspiraba  amor!  Alberto 
era  para  ella  el  bienestar,  el  lujo,  la  vida  cómoda  y  brillan- 
te, como  ella  la  merecia,  como  correspondía  a  una  joven 
decente  y  hermosa  .  .  . 

En  Cjabricl  no  encontraría  nada  de  esto;  pero  sí  baila- 
ría cariño,  mucho  cariño,  como  el  que  ella  sentía  por  él. 
Alberto  le  luibíi  dicho:  — Conmigo,  Carmelita,  lo  tendrás 
lodo:  amor,  lujo  .  todo,  todo! — Gabriel  decía: — Verás 
qué  bonita  casita  la  nuestra,  pobre,  sencilla.  .  Todos  los 
iiuicbles  los  haré  yo,  y  tú  los  colocarás  a  tu  ma3iera.  Yo, 
en  el  taller,  dándole  al  trabajo;  tú,  en  la  casa,  esperando 
a  lu  maridito.  Y  h)s  dominicos  saldremos  a  pasear.  .  Tú, 
mu\'  eleirant^',  con  un  rcbo/o  oue  te  he  de  comprar,  de  los 
biijnos  Y  )  o,  con  un  sombrero,  que  ni  Taciio.  .  .    ¡qué 

'I  acíiol  Xi  Il.ii"¡^')n  Puro/,  con  ,scr  que  es  rico  se  los  pone 
rK'jorcs.  Tu  rniiv  alcíire;  \o  muv  comento  .  Te  asciruro 
tjuc  cuando  pasemos  yoi  la  casa  de  tu  papá,  y  \eas  a  tu 
l~''.rn~iana  con  t'.;dos  sus  perenJcngues .  .  .  ¡no  le  tendrás 
c':;\  idia ! 

Para  !^.o  pcir^^r  en  n.id.x  ¿c  e^to  se  poníi  al  trabajo. 
]  lasta  quiso  w  a.  las  ar  ai  río  con  señora  liusebia;  pero  do- 
na Mercedes   r.o  lo  nui'miiio.   lo  une  sí   liacia  era   planchar 

•  ■  ]    I  1 

■  el  pa'.ue. 


las  camisa-^  c 


■Vo  se   hacer  i 


A  ' 


michas  cosas,  seño^'a; — le  dcjix  a  doña 
■iercedos — se  txM\hr,  coser,  <;uisar,  liacer  dulces...  ribe- 
tear .  Cenando  iva  mamá  y  )o  trabajábamos  en  la  som- 
brerería apren.dí  a  planchar  sombreros...  Ha  visto  usted 
esos  jaranos  de  lelpa  con  ii^;uras  en  la  copa?  Pues  yo  sé 
h.'.cerlas.  Pso  se  hace  con  i;nos  cenillitos  de  alambre,  como 
unas  cardas. — \   pensando  en   Cjabr''e!   d:ó   u:^   susnli-o. 

Siempre  estiba  triste.  Nin;;ima  de  las  personas  de  aque- 
lla casa  le  inspiraba  C(ji-«fianz.i;  a  nadie  podía  decir  cuánto 
y  c'j.ánto  patLcía,  abrirle  su  corazón  y  pedirle  cd'vmelo.  Le 
]r;L)ian    desmoldo    un    cuariitc-,    ai    lado   de   !a    recámara    de 

sni  comunicación  con  el  corre  Jjr,  con  una 


1    --      \  f 

*..ona   :>ierc 


210 


» 


R     A     F     A     L     L 


DELGADO 


ventana  í:r:mce,  con  reja  de  hierro,  que  daba  a  la  plaza. 
Quisieron  que  ru^ebia  dnrn^iera  allí,  pero  Carmen  dijo  que 
no,   que   no  ic   daba  n^ieJo  donnir  sola. 

])u'-ante  lov  días  del  tráfago,  los  quehaceres  la  distraían, 
y  por  la  noehe  ciLi  rcr^dida  de  cansancio.  Apenas  ponía 
ía  cabeza  en  la  almohada,  se  quedaba  dormida,  y  no  dejaba 
el  lecho  hasta  que  la  luz  entraba  por  las  junturas  de  la  ven- 
tana. 

—  jDéjala  dormir,  Pusebia;  no  la  despiertes;  cayó  ren- 
dida. .  .   c^  u  e  d  e  =■■•  c  a  n  s  e ! 

Pero  cuando  dieron  término  al  arreglo  de  la  casa,  cuan- 
do se  pasaba  c\  du\  cosiendo  los  manteles  de  la  iglesia  o 
repasando  L'*^  albas  viejas,  o  lo  que  era  más  común,  yendo 
de  aqui  para  allá,  los  días  se  le  hacían  eternos  y  las  no- 
ches. .  .    \aiic  noches  tan  largas  y  tristes! 

1  uet;o  que  obscurecía  iban  todos  a  la  iglesia  a  rezar  el 
rosario.  El  padre  hacía  coro,  y  después  de  la  letanía  rezaba 
oraciones    v    mas    oraciones...    Aquello    era    interminable. 
Cuand.o  Eusebia,  que  había  dejado  la  cena  sin   sazonar,  se" 
qtiejaba   de   lo   dilatado   de   aquel   acto,   el   Cura   respondía: 

—  ¡Nana!  .  ¡Nana!  .  .  .  ¡Qué  pronto  te  cansas  de  ala- 
bar a  Dios!   ¡Deja,  deja:   mañana  será  la  cosa  más  ligerita! 

Ese  mañana  no  llegaba  nunca  y  los  rezos  seguían  tan 
larí'-os  como  siempre.  Después  del  rosario  iban  a  la  mesa; 
allí  se  con\ersaha  un  rato  antes  de  cenar,  y,  levantados  los 
manteles,  eí  v:i¿i'e  y  doña  Mercecjes  jugaban  una  mano  de 
tute.  Ans^elito  -e  quedaba  dormido  en  la  mesa,  Carmen 
bostezaba,  \iendo  a  los  jugadores,  y  aquello  era  atroz. 

A  las  nueve  y  media  el  Cura  veía  el  reloj,  se  levantaba, 
y  decía,  dejando  los  naipes: — ¡A  dormir!  ¡tengo  que  leer! 
¡A  dormir!  ¡Tengo  que  rezar  maitines! 

Dicho  v  iiC^jo:  se  retiraba  el  padre,  y.    ¡todo  el  mundo 

a  descansar! 

Las  noches  eran  horrorosas  para  la  pobre  huérfana.  Lue- 
oo  que  principiaba  a  obscurecer  se  apoderaba  de  su  alma 
una  tristeza  profunda. 

¡Con  aué  congoja   veía  apagarse    en    la    crnia    de    las 

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L       A 


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D       21       7 


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I 


montañas  las  postreras  clarleiaJcs  de!  crepúsculo!  jCon  qué 
atiicción  miraba  encenderse  las  primeras  cstieílas!  La  so- 
Ivdad  de  !a  aldea  !a  asustaba;  el  silencio  de  la  plaza  la  lle- 
naba de  espanto;  el  rumor  nocturno  de  las  s-.has,  solemne- 
nemente  pavoroso,  ia  hacía  estrenieccrse.  Le  parecía  qiic 
estaba  abandonada  en  un  desierto,  a  merced  de  salteadores 
}    asesinos. 

La  casa  cural,  unida  al  templo  pSr  la  sacristía,  tenía 
al  frente,  hacra  la  pla/a,  un  largo  corredor  aiigosto  y  ele- 
Nado;  desde  Ali  se  veía  la  casa  de!  Ayuntamiento  y  dos 
tiendas  que  permanecían  abiertas  hasta  las  nueve.  Ln  una 
dj  eüas,  el  alcaide,  el  secretario,  y  el  síndico  y  el  maestro 
t.'tuüaban  con  el  tendero;  jugaban  y  bebían  a  más  y  me- 
jor. Ln  la  otra  algunos  mozos  del  pueblo,  dus  o  tres  de  ra- 
zón y  algunos  indios  ya  limaditos,  bebían  lambién  y  se 
divertían  o\'endo  rascar  ima  jiirana. 

De  un  costado  y  de  otro  no  había  más  que  algunas 
cnozas  de  caña,  que,  a  través  del  cercado,  dejaban  ver  el 
med^roso  iulgor  del  flcciiilv  y  la  luz  rojiza  del  ocote. 

Si  la  noche  era  obscuia,  la  plaza  le  infundía  pavor;  si 
c!ua  o  iknninada  por  la  luna  llena,  una  nvjlancolía  deso- 
ladora se  apoderaba  de  ^u  alma.  Casi  deseaba  Carmen  que 
Legara  la  hora  de  ir  a  la  iglesia.  Allí  siquiera  encontraba 
el  consuelo  de  pedir  a  la  \'irgcn  que  tuviera  piedad  de  ella. 
Ln  aquel  templo  húmedo,  frío,  lóbrego,  alum.brado  por  las 
dos  \e!as  que  e!  padre  encendía  delante  del  Tabernáculo: 
ame  auuel  altar  pintado  de  mil  colores,  con  aquellas  imáee- 
ues  detormes  que  no  inspiraban  recogimiento  ni  devoción, 
>  de  las  cuales  a  espaldas  del  Cura,  por  supuesto,  se  bur- 
laba graciosamente  el  monaguillo,  la  joven  rezaba,  con  las 
lagrir.ias  en  los  ojos.  I^-dia  por  el  alma  de  su  pobre  madre 
la  cual  le  b.abía  dicho: — ¡Si  iv.c  muero,  yo  te  cuidaré 
d.sde  allá  I  Pensaba  en  Ciuadalupe;  en  la  enfermedad  que 
1.^-  arrebato,  en  la  misei'ia,  en  la  hori-ible  miiserii  en  oue  vi- 
\r)  los  últimos  días.  Repasaba  en  su  memoria  ias  palabras 
caianosas,  los  eonsejos  llenos  de  ternura,  \  ios  mimos  ha- 
a';')s    y    íacril  icios    de    la    poin^e    lavandera.    Recordaba    que 


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F     A     L     L 


D     E     L     GADO 


un 


un.i  vez,  siendo  mm  chica,  al  aproximarse  la  Semana  San- 
ta, estaban  muy  pobres;  su  padre  no  les  había  mandado 
naca,  y.  como  en  forzoso  que  la  n.iña  anduviera  guapa  los 
días  santos,  Guadalupe  buscó  costuras  entre  las  vecinas,  y 
de  día  lavaba  y  de  noclie  cosía.  Así  reunió  lo  necesario 
para  conmrar  a  la  niña  un  vesiidito  de  lana  y  unos  botm- 
citos  de  cabritilla  bronceada.  Trabajó  de  noche  para  hacer 
el  vestido,  tanto,  tanto,  que  el  Jueves,  ctiando  ella  volvió 
del  jardín  y  de  \isjtar  los  ?víonumentos,  a  los  cuales  fué 
con  unas  vecinas,  encontró  a  su  mamá  en  la  cama,  muy 
enferma,  echando  sangre  por  la  boca.  Pero  a  los  pocos  días 
ya  estaba  buena,  en  el  lavadero,  alegre  y  cantando. 

Aquella  cr.i  la  hora  de  los  recuerdos.  Se  le  venían  a  la 
memoria  todos  los  sucesos  de  su  vida;  las  personas  que  la 
habían  querido;  las  amigas  de  su  mamá;  sus  compañeritas 
de  colegio;  las  señoras  Arteaga,  sus  maestras,  que  la  ense- 
ñaron a  leer,  a  coser,  a  bordar;  que  la  coronaron  de  flores 
y  le  regalaron  un  azafate  lleno  de  dulces  el  día  que  acabó 
ia  cartilla;  doña  C:()leti  con  su  zorongo  y  su  largo  delan- 
tal, V  doña  Beatriz  con  sus  anteojos.  ¡Pobrecitas!  jCuánto 
tiempo  que  no  las  xeía!  Todavía  estaban  en  México  muy 
tri>tes,  siempre  tristes,  porque  su  hermano  el  padre  Pan- 
cii.to  se  había  hecho  protestante.  Y  Clara,  ^su  sobrina? 
Tan  bonita  muchachil.  jQué  bien  que  sabía  bordar!  ¡Y 
oué  dulces  tan  buenos  hacía  I  ¡Con  razón,  si  doña  Coieta 
la  había  enseñado! 

A  todas  las  recordaba,  y  rogaba  por  todas.  Para  que  ni 
doña  Mercedes,  n\  I  uscbia,  ni  Angelito  la  vieran  llorar  se 
colocaba  lejos,  lo  mis  lejos  que  podía,  hasta  atrás. 

Después  de  la  cena,  a  la  hora  de  dormir,  Carmen  cerra- 
ba cuidadosan>ente  la  puertecita.  De  este  modo  la  anciana 
no  la  podía  oír.  Luego,  apagaba  la  luz  y  abría  la  ventana. 
La  plaza  desierta  que  al  obscurecer  le  causaba  pavor,  ahora, 
jcue  dulcemente  se  compadecía  con  el  estado  de  su  alma! 


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213 


4 


C       A       L       A       N       D 


RAFAEL 


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V 


XXV  í 


.NlCfUNAS  \cccs,  p.UM  m.it.u*  c!  riciv.po  \  ^luiycniar 
el  LisLulio,  tomaba  A  pcñodwn,  un  periódico  c\uc.  A  (leca* 
del  pa.lre  (ion/áie/,  era  excelente,  sapientísimo:  pero  que 
a  la   joven  le  parecía  cansado,  soporífico. 

i  II  \  ano  buscaba  en  las  columnas  del  i;ra\"e  }'  discreto 
di. '.I../  cuentos  eiuretenidos,  no\eIitas  cortas,  poesías  ama- 
tonas. 

;í,a  poliantea  semanal?  ¡Cosa  más  insulsa'  jQuicn  tu- 
A  lera  a  la  mano  las  incomparables  revistas  de  Titania! 
;Vers',iS?  De  cuando  en  cuando,  y  eso  muy  l.ín^uidos  y 
fríos.  ;í.a  gacetilla?  ¡Desabrida,  insípida!  En  suma:  aquel 
periódico  estaba  bueno  para  el  jxidre  y  para  doñA  Mercedes. 
Ja  inciana  solía  pasarse  la  larde  leyendo  las  cartas  de  un 
aficionado  al  género  pintoresco,  que,  a  unes  le  septiembre, 
aun  no  terminaba  la  descripci.»n  de  las  fiestas  del  mes  de 
María,  celebradas  con  inusitada  pompa  en  una  parroquia 
del  obispado  de  Michoacán.  ^ 

l'n  día,  mientras  el  Cura  estaba  en  la  iglesia,  v  doña 
Tvíerce'.'cs  dormía,  y  Angelito  bregaba  en  el  corredor  con  la 
ind.on.ita;  logomaquia  del  Nebrija,  entróse  Carmen  a  la  re- 
cama'-; del  párroco  en  busca  de  un  libro  más  ameno  que 
aquc!  periódico.  Había  en  los  estantes  obras  en  latín,  en 
casLcüano,  en  francés,  y,  como  era  natural,  predominaban 
las  de  ciencias  eclesiásticas.  Ducn  espacio  ocupaban  los 
modernos  apologistas  por  los  cuales  tenía  el  estudioso  pá- 
ri\'C()  un3.  sin.í^ular  predilección. 

Carmen  iba  revisando  los  anaqueles:  Chiry  Marh.  .  . 

]M;//7;-/7/j:    ''St'r/;;^y/;c.v" .  .  .    '7:/   Li/Hralisuio   r<    hccacln'"    .. 
l\'ní¡:r.  ''Ld  Ve  Ciüülicir  .  .  .  Manfcrola:  ''El  S,n:fis/¡ii(/\  .  . 

214 


I  ;  ; 


i 

í '  1 

I 

I 


I  i 


'^ 


DELGADO 


Drapcr 


Mil  :  ^'Hannouía  cutre  Ja  ciencia  y  la  jc^\  . 
^'Ltí  Ihistracivn  Espirita'' .  ,  . 

En  otro  estante  gruesos  volúmenes  en  latín:  Scripturoe 
Sacra: .  .  .  En  otro:  E.  Pardo  Bazán  '/'San  Francisco  de 
As¡s'\  .  .  Poesías  de  Pesado.  .  .  Carpió.  .  .  ¡De  memoria 
de  sabia  ella  este  libro!  ¡Cómo  se  recreaban  con  él  las  se- 
ñoras Arteaga!  Con  qué  gracia  decía  Coletita  aquello  de 
'TI  Tnrcor 


'"'y  al  le^'  cine  el  mar  no  cuida  de  su  pena, 
lasc  a  lo  lar<¿()  de  la  triste  playa,  ■ 

arras/raudo  el  cdfanje  por  la  areiiaV' 

No  tocó  el  \o!umen  y  prosiguió  en  busca  de  otro  más 
nuevo.  Al  lin  dio  con  luio  elegantemientc  encuadernado. 
],e  abrió.  .  .    ¡Er..n   versos!    ¡Sí,   versos,  el   título  lo  decía! 

I  labían  caí«.io  en  manos  de  la  joven  las  poesías  bucólicas 
de  im  amable  académico,  cuyos  versos,  muy  en  boga  entre 
sen-inaristas  v  clérigos  j(')venes,  y  muy  celebrados  por  los 
per  odistas  Ü béfales,  iiacen  frimcir  el  entrecejo  a  ciertos 
pacrcs  gra\es  que  no  'lustan  de  curas  copleros,  y  no  pueden 
l'e\ar  en  pav;icnc!a  los  triunios  oraioiaos  del  Obispo  de 
San   Luis.  % 

¡Y^qué  cos.vs  t;.;;  bonitas  decía  el  poeta  de  los  ai*ro- 
A'uelos  V  de  las  flores,  de  los  rebaños  v  de  las  colinas,  de  ios 
zagales  y  de  las  arboledas! 

Jlcgocijada  con  ei  liallazgo  corrió  la  joven  a  tomar 
asiento  en  el  sofá.  No  leía,  de\'oraba  las  brillantes  y  pin- 
tori.'scas  estrofas.  Allí  la  sorprendió  el  padre  González.  Al 
\  ci"  un  libro  en  manos  de  la  mucliacha,  acercóse,  diciendo 
entre  afectuoso  y  sc\ero: 

— ^Qué  \'^^:  w^i'^d/i 

La  sobresal  La  Ja  lee  i  ora  presentó  e!  libro,  abierto  por  el 
centro. 

—  ¡Ah!  Muv  bonitol  Muv  bonito!  Siíia  usted...  si^a 
irsted.  Pero.  pero  .  .  otra  vez,  Carmen,  no  tome  usted 
;  ¡ngun  libro  sin  ixe-  permiso.  No  todas  las  obras  que  hay 

215 


V 


\ 


L       A 


\       L 


A       N       D       R       I       A 


R     A     F     A     E     L 


D     E     L     GADO 


.1  .. 


.li;__añ^eiió,  scfiaLmclo   la   recamara— sjn  a   propósito  para 

iin.x   ¡oven    .  .  .  ' 

Tales  pahbrps  paro-icroa  a  la  miichaclia  un  extraña- 
miento. Pensó  dci.ir  el  libro,  pero  los  versos  eran  tan  her- 
mosos, que,  sm  darse  cuenta  de  Ío  que  hacia,  se  engolio  de 

nue\o  en   la  lectura. 

Varios  dias  pasó  leyendo  Lis  bucólicas.  No  alcanzaba 
a  entender  muchas  cosas  de  aqueihis  poesias,  en  las  cuales 
solía  encontrar  pah.bras  d'.sconocidas,  expresiones  ro^ras; 
n^.-.  para  evitar  demoras,  ella  les  daba  oportuno  y  apropiado 

se  ni  ido. 

Acabó  el  libro,  volvió  a  leerlo  y  le  repasó  muclias  ve- 
ces.   La    erata    lectura    no   sirvió   más   que   para   agravar   el 

L-.trdo  de  su  áiiinio. 

Las  bellezas  descritas,  di^^amos  maravillosam.ente  pinta- 
das, en  aquellos  versos — y  la  pobre  hucifana  no  las  pene- 
traba todas — ;  el  sjotimiento  de  la  naturaleza  expresado  en 
cilos  con  arte  insuperable;  la  ingenuidad  campesina,  insjn- 
radora  de  aquellos  sonetos;  la  pasión  que  a  través  del  velo 
idílico  sonreia  y  cantaba;  el  plácido  contentamiento  de  la 
^ida  que  informaba  tan  dulces  y  brillantes  poesías,  aviva- 
re n  en  el  alma  de  la  entristecida  doncella  la  as^óración  a 
lo  bello,  aunnentjron  la  melancolia  que  le  hacía  pensar  en 
diclias  y  ventmas  amorosas,  y  dieron  alas  a  su  inaaginacion 
ardiente,    alas    incansabLs    para    %  olar    por   los    espacios    del 

ensueño. 

Xo, — pensaba — \.\  vida  no  ^e  limita  al  fastidio  que  aquí 
n^e  abrunía,  ni  a  la  \  ub^ar  a-itacion  que  reina  a  todas  ho- 
ras en  la  casa  de  NLiudaiena  .  ¡Con  razón  allí  me  sentía 
YO  contrariada  y  Niolenta!  ¡Con  razón  aquí  siento  que  me 
ahogo!  ¡Mi  alma  de^ea  aire,  lu^,  amor!  Magdalena  aborrece 
a  nuichas  personr.s,  sin  que  estas  la  hayan  ofendido,  ni  le 
ha  van  hecho  mal.  A  una  no  la  quiere  por  bonita;  a  la  otra 
porque  es  í^.x  o  no  es  elegante.  Todo  le  repugna,  todo  le  " 
cansa.  Es  que  Magdalena  se  paga  de  exterioridades,  es  am- 
biciosa, y  envidia  Vuanto  ve.  Xo  ha  comprendido  que  para 
ser    íeli/.    basta    poco;    una    casa    humilde    y    un    poquito    de 

216 


r. 


amor:  un  ser  qtic  nos  ame  y  por  quien  fuéramos  capaces  de 
arrostrarlo  todo,  de  dar  la  vida.  La  vida  es  triste,  desespe- 
rante, cuando  no  te:^.emos  el  alma  satisfecha,  cuando  no 
amamos  nada,  cuando  nadie  nos  ama.  Yo,  si  un  día  me 
viera  así  ...  ¡no  sé  lo  que  haría!  .  .  .  ¡preferiría  morir! 
Cuando  amamos  y  somos  amados  todo  nos  parece  herm.oso. 
Así,  la  vida  es  alegre,  risueña,  bella  como  ese  cielo  sin  nu- 
bes que  parece  una  bó\eda  asentada  sobre  los  montes.  Si 
Magdalena  supiera  esro  fuera  más  feliz.  ¡Qué  poco  basta 
para  ser  dichosa!  Yo,  en  casi  de  Gabriel,  lo  fui:  amaba  y 
era  araada.  ¡Tonta  de  mí!  Entonces  ambicionaba  lujos  y 
grandezas,  las  grandezas  y  lujos  de  mi  hermana.  Acaso  yo, 
pobre,  lavando  todo  el  dL\,  trabajando  toda  la  semana,  era 
mas  feliz  qite  Lola.  ¡P:-ra  que  nje  creí  de  Alberto!  La  culpa 
es  mía,  sí,  mía.  ALtgdalena  n-.e  dijo  tanto,  tanto  de  él .  .  . 
auc  nie  fasciné,  me  deslumbre  con  la  elegancia  de  su  traje, 
con  su  porte  aristocrático,  y  di  oído  a  sus  palabras,  pe- 
ro no  lo  quería  vo,  v  no  lo  quiero  .  .  Yo  amaba  a  Gabriel, 
al  pobre  Gabriel  que  canio  me  quiso,  que  ine  quiere  aún, 
si,  me  quiere  todavi.i.  Ll  i^^e  lo  dijo,  casi  con  Jas  lágrimas  .j»r 
en  los  ojos,  aotieila  liorribie  noche!  Y  aunque  no  me  lo 
hubiera  dicho    .  .   mi  coraz>>n  me  lo  repetía  a  cada  instante. 

Y  suspiraba  y  pasaba  largas  horas,  contemplando  el 
paisaje;  atenta  al  nuirniurio  de  las  frondas,  al  ir  y  venir  de 
las  mariposas,  al  eco  del  \alle  que  repetía  sonoro  los  acom- 
pasados golpes  del  hacha,  al  rumor  del  cercano  río,  al  arru- 
llo de  una  tórtola  ivioradora  de  las  alamedas  vecinas. 

Necesito  ser  amadi,  y  Gabriel  m.e  ha  despreciado.  Ne- 
cesito ser  feliz,  y  no  puedo,  porque  Gabriel,  mi  Gabriel, 
está  entendido.  .  Me  ha  rechizado,  ha  rehusado  mis  cari- 
cias, no  ha  cmcrido  mis  besos...  Quiero  ser  feliz  como 
esa  eorrioncita  graciosa  y  coquetueia  que  anida  en  ese  nci- 
C^ómo  r^i.\  V  agita  las  alas  cuando  ve  llegar  a  su 
!  .  .  .  No  puedo  olvidar  lo  que  pasó  aquella  no- 
cb.e.  Nunca  !c  ou.ise  utas,  nunca!  Yo  iba  a  confesarle  todo, 
arrepentida,  resuelta  a  terminar  con  Alberto,  a  decirle  a 
G.;bnel:  — Lsto  hice,  perdóname!  Lres  noble,  generoso,  me 

217 


ramo 


compañero 


\ 


■^B" 


\y 


A  * 


A       iV       D 


iv 


J       A 


I       A  CAL 

air.  is?  Perdóname!  No  ambiciono  riquezas...  ni  comocli- 
d.uios,  ni  lujo  .  Eres  pobre?  Pobre  te  quiero.  Ex-es  de  cu- 
na numilde'  Asi  te  amo!  Perdóname,  Gabriel  I  Mira  que  te 
aJoro!  ííe  faltado  te  he  ofendido.        olvidé  que  mi  co- 

razón era  tuyo  Ten  piedad  de  e^la  pobre  huériana,  que 

\\.^  iicFie  ni  quién  le  dé  un  consejo!  .  .  Perdóname!  lu 
crj>  bueno,  miiv  bueno,  no  e^  \erdiad?  C)i\' i  da  lo  todo,  ol- 
vidáis, (Gabriel'.  Mira  que  soy  di-na  de  tí!  No  amo 
a  ose  i-ombre,  no  le  amo  .  Pe  dije  que  le  amaba  porque 
tv;  s'.pe  ciu::  \\\c^x    .  .    Pe  dejé  que  me  die'-a  un  beso  porque 


!io  pude   in.peJiriv) 


Perdóname!    \   el   '-carecía  de   nierro. 


Se  !i':v)^n*')  ^;ii:n:'» 


rn:]   como  im  ti;; re 


Pero 


aici\o    .  .    y 
te.v\  ra.on;  n^ie  :n-:ab;,  y  }-o  le  iiabia  ofendido,  .  .    Un  be- 
s  ,?   <i  V  que  es   .'n  beso'    .Xnv,  naJa!     .  .    Qn^.e  ca'mar 

m:  eiM.io,  dalcem-'nie,  cun  mis  caricias  y  no  lo  c.>nse-;uí  .  .  , 
P:    nedi    llorando   qu.    me   perdv>nara,   y    se   nei^ó   a    ello.     . 
]c  Jij:       .    resuelta  a   todo.     .    que   más  pude  nacer?.     .    le 
diie:  — Aquí  nv  tienes!   So\'  tuya,  haz  de  mí  \o  <]ue  quie- 
)-,!...     V    permaneció   niuílo,   ^sombrado,   sm    mu-arme... 
;N.)  m-  \cia,  no  me  habljba,  pero  yo  leí  en  su  ¡-ostro  la  des- 
conhan/a,  el  desprecio,  la  'wx  contenida.  .      Casi  me  msul- 
to.  .  .   Si  no  me  quidera  tanto,  creo  que  me  habr\a  mataco! 
]">(•  !^v.e\-.)  inten.ie  vencerlo  con  mis  caricia^,  quise  darle  un 
l^es.)    .  .    V  me  rechazo!  Ah,  C.abnel!  Cuánto  te  engañaste! 
Que    p.-'-ado  estás   de   tu   persona!    Eres   pobre,   de   himidde 
caní,  un  artes.u^a)    .  .    y  tienes  el  orgullo  de  un  rey!  Así  te 
(UiiiTC,  asi   te  lie  querido    .  .    i^i^^n.o,  altivo,  indomable,  asi 
te  c'.'ijro  para  mí!   Yo  habría  dulcilicado  tu  carácter,  nu- 
bur.i   d(>meñado  tu  orgullo    .  .    te  hiabría   vencido  con   mis 
Ixsosl       .    Me  amas  v  no  te  conmovieron  mis  lágrimas!.     . 
Eres  fuerte,  c  hiciste  gala  de  tu  energía  con  quien  te  ado- 
ra! I- res  irenero'io,  v   no  has  sabido  perdonar  a  una  dé- 
l)il  n-ujer!  .  .  .    Y  hubieram.os  sido  dichosos.     .    L'na  paPiDra 
iu\a    \'    nada    más!...    Si    fuera    posible    todavía...     Y... 
por  C(Ue  no? 


218 


R 


V 


1 
/i 


L     L 


DELGADO 


XXVI  í 


[)P  noche,  después  de  la  cena  y  del  tute,  cuando  por 
tenor  a  la  lluvia  y  al  viento  n.o  abría  la  ventana,  Carmen 
sac.iba  una  cajira  de  cedro,  obra  y  regalo  del  ebanista,  cii 
la  cual,  cintre  cintas  de  seda  pálidas  y  mustias,  guardab.i 
un  relicario  de  oro  con  un  rizo  negro,  cortado  a  Guadalupe 
en  sus  últimos  días,  algunas  flores  secas  y  un  retrato  de 
Galn-iei.  Besaba  la  maternal  reliquia  y  se  ponía  a  contem- 
plar el  retrato  del  mancebo. 

— Sólo  le  faltaba  hablar! — decía  doña  Pancha. 

Efectivamente  era  exactísimo.  Asi  quiso  la  joven  que 
su  amante  se  retratara.  El  fotógrafo  era  un  amigo  muy  su- 
frido y  paciente,  y  el  rnozo  se  colocó  ante,  el  aparato  como 
le  dio  la  gana,  en  una  actitud  natural  y  sencilla:  de  pie, 
fumando  un  puro  que  el  ebanista  sostenia  en  la  mano  iz- 
quierda, cnt^c  el  índice  y  el  medio,  apoyada  ligeramente  la 
derecha  en  el  respaldo  de  un  banco  rústico. 

Quiso  ei  m.ozo  calarse  el  jarano,  y  el  fotógrafo  le  hizo 
notar  que  las  alas  del  sombrero  oscurecían  el  rostro,  y  las 
facciones  no  se  detajlarían  con  la  debida  claridad;  pero 
Gabri'.l  insistió  y  hubo  que  ceder. 

A  decir  verdad,  ei  retrato  resultó  excelente.  El  joven 
era  apuesto,  elegante.  En  la  tarjeta  aparecía  con  doble  gen- 
tileza. 

Eos    pies    delgadas,    finos,    cuidadosanicntc    calzados,    se 

asentaban  suaves  como  los  de  una  persona  habituada  a  pisar 
alfjmbras;  el  ceñido  pantalón  de  montar  hacía  patente  la 
vieorosa  corrección  de  ias  piernas;  las  curvas  de  la  chaquc- 
tiíla  ca'an  graciosas,  libres  y  ligeras,  y  bajo  el  cuello  ma- 
rino, niveo  y  holgado,  con  gallarda  insolencia,  pródigo  y 
deuoehand.o   ph'egi'Cs,    se    abría    como    una    flor    exótica   el 


suntuu>. 


uJ  la  coroata. 


219 


L 


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C 


Á       L 


/i 


N 


dría 


A  pcsM-  de  Li  sombra  ove  o^-sciirccía  aquell.i  tisonorníi 
cncrüicM  V  simoáiica,  h.tbilmcnte  sorprendida  por  el  ío- 
Lv>LM-:ito,  brilLib.i  la  mirada  de  aquellos  ojos  vivos  y  apasio- 
nados. Pero  n.\ÓA  i.\n  propio  con-io  el  ¡aviino  i^aloncado,  de 
alta  copa  \'  gruesa  rov|i!Íila,  iin  síMiibrero  a  la  V'jriCLir.o, 
(¡je  nuestro  personaje  sabía  11  jvar  con  singular  donaire. 
!  )aba  Cjabriel  a  los  su'.os,  a  poco  de  us.irlos,  cierto  n<)  se 
Ciüc  en  marasillosa  co:.íonnic!ad  con  la  fisonomía  y  \r:0\\- 
nneníos  de  su  dueño. 

\\\  sombrero  uíexicar.o,  el  rico  son^brero  nacioi^.al,  escollo 
¿:  i^intores  \'  dibujante^,  irrisc>ri'j  en  cabe/a  extranjera,  no 
aparecía  en  la  de  (jd^i'ie!,  dur*»,  innr'>\il,  muerto;  comuni- 
cibalc  el  mo/t)  ííexibilid.ul,  \  idi,  ca;-ácíer,  expresión.  La 
copa  ecliaila  Incia  atr.ís;  ■!  aíi  caída  'pov  delante,  liacia  la 
i.^oiherda,  y  leNantada  en  la  p.irte  nosterioi*,  de  tal  manera 
oue  sólo  en  al^un<)s  (^uadros  d^  ¡a  escuela  flamenca  podría- 
líios  hallar,  en  retratos  de  soldados  \'  galanes  españoles, 
djS'!  lire  más  hermoso. 

]•  xtasiab.Tse  (^iri^i:n  ante  la  íotograíía,  y  por  nada  del 
i-iumdo,  ni  por  u.ri  tesoro,  la  hu'oiciM  cedido.  Aquel  pi\Li/o 
de  carn'>n  e'M  iMra  ella  e!  n-is:^;o  Ciabriel.  Asi  le  \  eía  en  sue- 
ños, as!,  conn)  'í  fuera  a  hablarle  y  a  decirle:  — Carme- 
lir.i,  te  a  mol  Te  an^.o  conno  siempre! 

i..\¿A  ó\A,  c.\¿\  minuto,  jija  Ivosas  borrán.dose  en  la  me- 
mo/i a   \    en  el   C(.>ra/.')n   de  la   muchacha. 

— Aquellos  amores — pensaba — í  uei-on  una  locura,  \u\ 
delirio,  una  tontería  Creer  cuje  Alberto  se  casaría  con- 

miro! Caro  me  lia  costado! 

])c  todo  s.'  oKídaba  pepeando  en  el  ebanista,  de  todo. 
bl  garrido  carpintero  c\\\  su  alma,  su  vida       . 

Al  salir  de  la  casa  de  Magdalena,  don  Eduardo  se  m.ostró 
menos  áspero;  no  estuvo  cariñoso,  no,  pero  le  dijo,  luego 
oue  el  coche  se  puso  en  i^íton  imiePito: 

— \'as  a  salir  fuera  de  aquí,  con  la  familia  de  un  sacer- 
dote, con  un\  familia  muv  respetable.  Es  preciso  que  nadie 
lo  sepa,  nadie,  me  entiendes?...  x\o  escribas  a  ninguno, 
\'  nienos  a  esa  doña  MaiidalePia.  Lo  sj  todo;  \'a   ten^o  noti- 

220 


R    A 


4     E 


D     E     L     G     A     D     O 


cias  de  que  cijrto  jo\  en.   es   tu^p.ovio 
A  iene! 


V  eso  no  te  con- 


A 


..   tnuen  se  r( 


efer'a?  A  Cjjbriel?   A  Rosas? — decía  Car- 


j'nen 


-(A'iiién  sabe! 


— L'  d'a  o^\c  se  pre^-.n.re  un  muchacho  honrado,  tra- 
bajaccr,  que  te  quiera,  entonces  no  me  lo  ociutcs,  dimcio, 
^',  Aur^cuc  sea  pobre,  no  importa,  todo  se  arreglará.  En  esa 
casa  no  estabas  b^en;  coa  esa  gentuza  de  la  Magdalena  y 
del  don  Juan,  no  pod-as  \i\ír.  Yo  te  aseguro  que  en  la  ca- 
sa del  padre  González  estarás  contenta.  Necesitas  algo? 
Te  falta  akuua  cosa?  Dintelo,  v  te  lo  mandaré.  Me  pones 
cuatrc  letras,  v  le  ¿:^^  al  pulre  la  carta  para  que  el  me  la 
entregue.  >  a  te  dije  que  es  preciso  que  ninguno  sepa  donde 
e^tás.  Asi  cvita'vmos  cic'-t.;s  Cv:^^as  que  no  con\iencn  .  .  me 
entiendes?  Das  ror  terndnados  esos  amoríos;  no  vuelvas  a 
pensar  en  ellos.  L^.o  no  te  conviene.  Soy  tu  padre  y  tengo 
derecho  para  exigirlo.  .  .  Conque  ya  lo  sabes:  cuidado  con 
ir  a  dar  disí^usros  a  esa  familia!  Sigue  mis  consejos  y  cucnia 
conmi<-o.  Ya  s  tb.s  que  sov  de  pocas  palabras.  Una  vez  por 
todas:  si  no  hace>  lo  cpae  yo  deseo  aquí  pararnos;  no  vuelvas 
a  acoídarte  de  mí.  .  con^o  s¡  no  tuvieras  padre!.  .  .  To- 
ma. .  Yo  te  n^/mdare  toJo:  tus  muebles,  tu  ropa.  .  De- 
jaste todo  bien  arreglado?  Toma. — Y  don  Eduardo  sacó  de 
la  cartera  un  billete  que  puso  en  manos  de  la  joven.  Esta, 
al  principio  coatrariada  y  colérica,  fué  poniéndose  amable  y 
comupúcativa.  Cuando  llegaron  a  la  casa  del  Cura  de  Xo- 
chiap:  n  iba  riendo:  reía,  pero  a  poco  volvía  a  su  tristeza. 

Ofreció  a  don  Eduardu  obedecerle  en  todo,  agradarle,  y 
aun  le  mdicó  que  necesitaba  algunas  cosas:  géneros  para 
hacer  rooa  de  cama,  un  juego  de  tocador  y  cuerdas  romanas 

para  la  guitarra. 

— Si^  debo  obedecerle.  Es  mi  padre  y  mira  por  mí.  Eías- 
ta  ahora  he  cu.mplido  exactamente  con  sus  mandatos;  a 
nadie  le  lie  escrito.  Si  yo  hubiera  querido.  .  .  con  escribid 
cuatro  renglones  y  mandarlos  con  el  mozo  que  va  todas 
las  mañanas  a  Pluviosilla!  Al  principio  no  me  agradaba  el 
pueblo,  pero  }a  me  \oy  aco^tunibrando  a  esta  soledad.  Aquí 


V 


C       A       L 


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\iv!rí.-i  ^•C)  ImIí/  coiUcnra    .  .    siempre  que  Cibriol  on!uvÍ{M-.i 
.1  ni!  Licio.  Ah!  Coa  Gabriel,  en  todas  par;e>  en  !a  punta 

de  UM  cerro! 

A  decir  verdad,  vivía  menos  fastidiada;  pero  e!  en- 
cierro en  la  casa  ciiral  le  era  insulriblc.  Carmen  deseaba 
salir,  pasear  por  las  orillas  de!  rio,  por  las  pintorescas  y  ver- 
dees laderas;  ir  a  los  Abur.os,  al  sitio  ao.ivel  tan  bello,  desde 
donde  se  ve  el  camino  de  Pb/ viosilia,  rojo  como  nn  re- 
cuero de  ladrillos,  \\\\  camino  cine  después  de  atravesar  la 
sabana  se  pierde  en  la  e^;pcsiira  de  w-a  bosque.  Aüí,  en  ulti- 
mo término,  la  ciudad  iluminada  por  los  últimos  rayos  del 
Sv)K  la  ciudad  con  sus  blancos  edificios.  De>de  allí  se  des- 
cubría !a  capilla  de  la  Virgen  de  los  Desamparados;  la  cú- 
pula de  la  iglesia  de  San  Juan  de  la  Cruz,  recién  blanquea- 
da, y  que  parece  la  tapa  de  una  sopera;  la  torrecita  esbelta 
y  chillona  de  Santa  Marta,  cerca  de  la  cuaí  estaba  el  taller 
donde  trabajaba  el  ebanista,  la  carpintería  de  don  Pepe  Sie- 
rra. Allí  hacía  Ciabriel  los  hermosos  roperos  que  eran  la 
admiración  de  todos;  los  elegantes  tocadores  con  espejos  bi- 
selados   en    los    cuales    se    ven    las    persciva-    adentro,    muy 

adentro  .  .  . 

Al  recordar  el  taller  de  don  Pepe,  Carmen,  sobrecogida 
de  tristeza,  \eia  cruzar  ante  su  amante  una  iigura  de  mu- 
ier  graciosa  >'  simpática:  Chole,  la  hija  de!  maestro.  Un 
iM-esentiirdento  doloroso  opriniia  el  corazón  de  la  pobre 
dioncella. — Se' i  a  cierto  que  Gabriel  veía  Cu^  buenK)s  ojos 
a  Chole  Sierra?  Xo    .  .   que  había  de  ser  cierto! 

Y  la  jo\en  se  daba  a  soñar  divhas  y  feliculades  convu- 
.,-,¡,>s. — Sab;an  a  pasear — solía  decir  el  Cura,  cuando  señó- 
la husebia  v  doña  Mercedes  se  huncntaban  de  la  i:i\ariable 
\v\\  de  la  al.ha. — Salgan  a  pasear!  ¿Han  Iveciio  voto  de 
clausura?  Q-a:  las  lleve  e^e  pillastre  de  Ángel  que  ya  co- 
noce todos  los   •.•o-Lcones  del   pueblo! 

Pero  doña  Mercedes  no  gustaba  de  subir  >  b^jar  por 
aquellos  cai^^mos  quebrados,  ni  de  transitar  Ov;^*  las  calles 
dé  la  aldea,  resbalosas  y  llen\s  de  fango.  Aden.ás,  lo^  toros 
oi.e  Ptciaii  ei\  los  Ci'dos  le  insniíaban  un  tvi'nor  invencible. 


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K    A    V    A    E     L 


DELGADO 


No  habia  esperanza  de 'salir  a  gozar  del  aire  libre,  ni  de  co- 
rrer las  laderas  y  las  orillas  del  riachuelo. 

•  Un  dia,  Antonio  el  sacristán,  las  convidcS  a  comer  los 
últimos  jin/ciiilcs  de  un  árbol  nuevo,  que  el  mismo  habia 
sembrado  a  la  puerta  de  su  casa,  a  la  salida  de  la  aldea, 
casi  a  la  entrada  de  !a  garganta.  No  poco  trabajo  tuvieron 
Carmen,  Angelito  y  Eusebia  para  vencer  la  resistencia  y  los 
temores  de  la  :\nc\^n:\.  pero  al  ím  lo  consiguieron  a  fuerza 
de  ruc'v^ís  y  caricias. 

ElCu'-a  no  nudo  ser  de  la  partida:  quedóse  preparando 
un  sern-on.  Dobla  predicar  dos  días  después  en  Pluviosiíla, 
en  la  iiesra  de  San  Rafael,  costeada  por  el  gremio  de  alba- 

ñiles. 

:  La  'Aidc  era  espléndida.  Una  tarde  otoña!,  fresca,  ju- 
minosa.  dorada.  Ni  una  nube  que  empañara  el  azul  del  ce- 
lo; ni  tna  celaje  que  pudiera  convertirse,  a  las  pocas  hoius, 
como  suele  suceder  en  Es  regio)ies  montañosa::,  en  una  llu- 
via torreíier:!. 

Ea  anciana  iba  fe^t;\a,  sonriente;  señora  Eusebia  se 
olvidó  del  hi^jdo  que  la  trab  siempre  quejumbrosa;  el 
monaciilo,  s\^\^iO  ya  en  aquellos  dias  al  vo^u  ros.c  y  al  /c;v- 
plujj!  /r////í/// corría  y  saltaba  como  un  cabrito,  y  Carmen 
<-ozaba.  lo  'u;e  no  es  decible,  con  la  frescura  de  los  caUcjOJics 
y  la  belleza  del  paisaje. 

Desde  la  carita  de  vXntonio,  una  carita  de  rancheros 
muy  alegre  v  a-.ada,  ampÜa  y  cómoda,  con  su  portalón  y 
su  huerto,  se  dominaba  todo  el  valle  de  Xochiapan:  el  ca- 
serío, la  plaza,  la  iglesia,  la  casa  cural,  la  cuestecilla  de 
los  Alarnos,  la  cruz,  y  el  río  que  cerca  de  allí  se  precipi- 
taba, en  ruidoso  salto,  de  una  gran  peña  escondida  entre 
carrizos  y  heleclios  arborescentes,  sombreada  por  viejos  y 
copados  'yoloMJchilcs,  de  cuyas  ramas  plagadas  de  orquí- 
deas, colgaban  sus  festones,  bejucos  muelles  y  mantos  de  !a 
Virí^en,  salpicados  de  flores  blancas,  amarillas  y  rojas.  El 
río  "formaba  luego  un  remanso,  y  silencioso  y  cerúleo  ga- 
naba la  llanura,  entre  dos  vallados  de  cn^.i,  oculto  a  trechos 
por  los  saucedales  y  los  álanaos. 


223 


7.       A 


A       L 


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N      D       R      I      A 


IZl  sol,  clrci'íJo  do  nubes  írnc.vs,  caía  en  un  abismo  de 
oro,  y,  como  si  se  despidiera  de  !a  tierra,  lanzaba  rozando 
las  cimas  d.el  poniente,  ráfa-as  brillantísimas  que  iban  a 
i'ummar  las  hondonadas,  y  que,  después  de  flotar  un  punto 
sv  bre  los  vaiíjs  entenebrecidos,  se  desvanecían  en  rosados 
reflejos. 

Mugían  los  bueves  en  les  sotos;  los  pájaros  cantaban 
en  los  barrancas  v  en  los  repliegues  frondosos  del  monte; 
vn.i  bandada  de  perico*^,  posada  en  las  ramas  de  un  árbol 
muerto,  charlaba  sin  parar;  en  el  portalón  piaban  los  po- 
lluelos  alrededor  de  la  clueca,  buscando  el  nido  y  el  cesto 
que  debía  abrigarlos  duranre  la  noche,  v  las  aves  rapaces, 
en  vuelo  lento  v  cansado,  regresaban  a  su>  peñascos. 

Iii  /';.'(7t-  í!i'  JincJ^c  t<-a veendía  a  gloria  en  los  cercados 
del  cafetal;  los  árboles  florecidos  dejaban  caer  embriagan- 
tes aromas,  y  del  fondo  de  la  cuenca,  apenas  alumbrada 
por  la  claridad  del  crepúsculo,  subían  oleadas  de  frescura, 
s.lbos  de  serprenies,  zum/bidos  de  insectos  y  el  húmedo  y 
pavoroso  aliento  de  las  montañas  )"  de  los  bosques  sumergi- 
dos en  la  sonibra. 

Desde  aUí  no  se  descularían  los  últin^os  valles,  ni  las 
torres  de  FhíMOMÜa  que  en  \ano  buscó  Carmen  al  buscar 
asiento  en.  el  Pv^rtalon.  Pero  si  \  ió,  entre  el  abra  ue  la  cor- 
tiillera,  un  claro  de  cielo  semejante  a  un  golfo  de  aguas 
Aerdes,  cor:>o  do  ajenjo  muy  desleído,  limitado  en  parte 
\-y:  u!va  plava  coila  y  senibrada  de  islotes.  í.a  costa  y  el 
arc:iipieÍae;o  ibm  variando  de  color:  ora  rosa,  ora  \  loieta, 
^a   grises,   \a   a/ules. 

1  a  anciana,  alegre  como  un  niño,  departía  con  Antonio 
-  con  las  nvcal-achas,  unas  campesinas  fran^Ms  y  amables; 
liiscbia  co-taba  en  el  huerto  tontillos  v  mentas,  nuoizani- 
lia  V  romero;  Ángel,  harto  de  uniciiHcs,  hacía  provisión 
de  ellos  Y'''^  ^"^  '^-^  sigtiiente,  }•  Carmen  conversaba  con 
Abircvla,  la  hija  menor  del  s:.ri.tan,  gala  y  comento  de 
aeiue!   i'.ogar_  dichoso,   la   noche  ccrr.iba  Ira   preciso  re- 

ij  .>ar  \  emprendüeron  la  canMo.ata.   "i  a  el   Cura   o.aoia  en- 


224 


K 


F     A     E     L 


DELGADO 


ccndido  su  lámpara:  sin  duda  quería  dar  fin  a  su  trabajo. 
Desde  alli  se  veía  la  ventana  iluminada. 

Carmen  miraba  embebecida  el  aéreo  golfo,  ya  muy  bo- 
rrado., el  flotante  archipiélago  que  se  iba  desvaneciendo  a 
gran  prisa,  y  en  el  cual  cintilaban  como  faros  las  estrellas 

de  la  Osa. 

El  alma  de  la  muchacha  no  estaba  allí:  había  traspues- 
to llanuras  v  cerros  en  busca  de  Gabriel. 

Bajaban  penosamente  hacia  la  aldea.  Un  hijo  de  Anto- 
nio las  precedía,   alumbrando  el  camino   con  una  raja   de 

ocote. 

Lo  que  la  anciana  sufrió  en  aquellas  veredas  no  es  para 
contrdo,  v  eso  que  el  sacristán  no  se  apartó  de  ella  un  ins- 
tante. Cada  accidente  de  la  vereda  se  le  figuraba  un  abis- 
mo; cada  breñal  de  salientes  ramas  un  toro,  y  el  menor 
ruido  entre  las  hierbas  el  paso  de  una  víbora. 

Cuando  entraron  en  las  calles  del  pueblo  el  ciclo  estaba 
tachonado  de  luces.  La  Calandria  cantaba  en  voz  baja  las 
<¿oloiiJr¡ii(J^  de  Bécquer. 

I- i  Cura,  inquieto  por  la  tardanza  de  la  señora,  había 
mandado  un  criado  en  busca  de  ella,  con  una  linterna  y  un 

abrico.  , 

Atravesaban  la  plaza.  Dulce  melodía  hu-io  sus  oídos, 
n  harm.onio,  hasta  entonces  mudo  y  olvidado,  las  recibía 
cantando.  Al  entrar  vio  Carmen  en  el  corredor  algunos 
muebles  que  ie  eran  conocidos:  los  suyos.  En  el  sofá  había 
xin  -ran  paquete,  y  en  la  m.esa  del  cuarto  la  esperaba  la 
guitarra.  Sobro  esta  una  carta. 

^  La  joven  se  apresuró  a  leerla.  A\  acercarse  a  la  hermosa 
láirjwra,  el  clérigo  no  pudo  menos  que  admirar,  un  instan- 
te, l\  belleza  de  "níquel  rostro  risueño  y  de  aquella  artística 
crbezi  adornada  con  las  flores  recogidas  en  el  huerto  de 
Ant:)n"o  y  a  las  orillas  del  remanso.  El  padre  bajó  los  ojos 
pensativo'.   Dn  recuerdo  doloroso,   siempre  vivo,   cruzó  p:)r 

su  n^icnte. 

._;Qyé  nos  dice  papá?— preguntó  a  la  joven,  a  tiempo 

que  esta  doblaba  el  pliego.  '  "  . 


225 


La  C.>!andri.i,  H 


L       .4 


C 


A 


L 


1 


N       D 


R 


I       A 


— Que  salude  2  ustedes  en  riñosamente.  Dice  que  me 
n\inda  los  muebles,  cuatro  muebles  viejos!  im  espejo,  un 
|uci;;()  de  tocador,  géneros  y  una  encordaciu»*a  romana. 

— Aii!  Pues  bien,  si  la  cantadora  no  está  cansada  da- 
remos prmcipio  a  los  conciertos  .  .  clásicos.  El  Cm'a  de 
3an  Andrés  Xochiapan  abre  sus  salones! 

Doña  Mercedes,  rendida  y  fatigada,  descansaba  en  el 
'^:lló^  más  cómodo.  Al  oír  eso  se  incorporó  en  el  asiento, 
A  dnit;iéndosc  a  su  hijo  c<.)mo  si  se  tratara  de  un  muchacho 
perezoso   que   olvidaba    sus    deberes    escolares,    le   proí^untó: 

—  Y  el  sermón? 

—  ^'a  está  terminado,  mamacita! — replicó  el  clérigo. — 
Mañana,  a  la  siesta,  Ángel  y  }'0  saldremos  para  Pluviosilla. 
A  las  dos  llegará  e!  coche.  Ahora  descansaremos  de  las  fa- 
tigas del  sermón,  tocando  y  cantando.  Pero,  antes, — '\gí*<^- 
go,  dando  palmadas, — a  re/ar  el  santo  rosario! 

— Recen  ustedes,  hijo  mío,  que  yo  estoy  medio  muerta! 

Después  de  la  cena  abric)  el  padre  el  harmonio  v  eje- 
cuté), con  la  inspiración  suprema  de  un  aficionado  tímido 
V  mediocre,  vanas  melodías  religiosas,  terminando  con  la 
/'/(  ''í//7í/  del  Mn/ú's. 

— Ah! — exclamó  sonriendo,  al  dejar  el  banquillo. — Si 
^  o  pudiera  tocdv  el  ori^ano  y  andar  cu  la  proci's/óu  .  .  .  las 
misas  solemnes  de  Xochiapan  serian  soberbias!  .  .  .  No  es 
\erdad,  mi  señora  doña  Mercedes? 

\'  iiendo  alegremente  se  acercó  a  la  anciana  y  acaricio 
los  blancos  cabellos  de  la  señora.  Luego,  voKiéndose  a  la 
Calandria: 

— \'amos  que  empiece  la  música  profana! 

Carmen  tomó  la  guitarra  que  ya  templada  esperaba  su 
rii''!vo,  y  después  de  un  preludio  caprichoso,  brillante  V  su- 
blime brot()  del  instrumento  el  vals  del  Cal>allcr()  de  Grac'u:. 

Cuando  la  joven  terminó,  pidiendo  perdón  y  murmu- 
rando las  excusas  de  rigor,  el  Cura,  doña  Mercedes,  Angeli- 
to, \  hasta  la  señora  Eusebia  que  desde  la  puerta  del  co- 
:"¡\d(jr  o\.\  el  concierto,  prorriimpiei'on  en  ardiente  aplaudo 
wiie   Ule  repeflo  por  lo:^   curiosos  del   pueblo,   el   secretario 

2Z6  '        ' 


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í. 


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\     F     A     V.     L 


DELGADO 


;,.;  c' />/■/<•,  quo  .lUMido'i  por  l.i  música  se  agolp.ib.m  frente  :. 

la  esa  cura!. 

Carmen  sonrcia  satisfecha.  y\ngclito  exclamaba: 

—  Miora.  padre,  que  cante!  que  cante! 

1  1  Calandria  afinó  otra  ve?,  la  vihuela,  se  compuso  nue- 
vamente en  la  silla,  tosió,  y  tras  una  introducción  rud.: 
^  r.is£;ueada,  al  son  de  un  acompañamiento  melancólico, 
entonó  una  canción  que  Enrique  López,  el  barberil  lo  ca- 
li verun,  habia  populari/.aao  en  todos  los  pahoí  de  Pluvio- 
siUa,  v  a  la  cual  debía  el  nuevo  l'ígaro  m.xs  de  cuatro  con- 
quistas amorosas. 

« 

Li'jos  de  i'i,  con  tu  pasión  soínuidoy  .    j 

paso  las  lloras  de  la  noche  umbría  .    .  ¡ 

y  entre  las  i^asas  de  la  niebla  fría 
creo  mirar  tu  rostro  seductor. 

VA  tono  de  la  canción,  la  dulce  y  fresca  voz  de  la  mu- 
chacha  V  la  expresión  triste  y  apasionada  que  daba  a  lo> 
Acrsos  conmovieron  a  todos.  Carmen  ponía  toda  su  almj. 
en  aciuellas  estrofas. 

E*a    joven   dejo   la    guitarra   entre   ruidosos   y   repetidos 

a  pl:^  Lisos.  t        1     '         T>  1 

El    Cura    la    elogiaba;    doña    Mercedes    decía:— Bueno. 

Pnicno! — y   Eusebia  se  atrevía  a  palmotear. 

El  monacillo,  acercándose  a  la  anciana,  le  dijo  en  voz 

muv  baja: 

_Quc  le  parece  a  usted,  señora? 

— Muy  bien,  hijo,  nuiy  bien! 

—Con  razón!  Si  por  eso  le  pusieron  el  apodo.  .  . 

— Que   apodo,   muchacho." 

— Ea  Calandria,  señora.  .  .    Por  lo  bien  que  canta! 

Calla,    niñol    Que   es   eso   de   poner   moies   a   las    per- 
son  ^--s  ^ 


-/ 


\ 


L       A 


CALANDRIA 


XXVIII 


l.MPLhO  Carmen  las  primeras  horas  de  la   mañar.a  cu 
l1   arreglo  de  !a   recámara  y  en  !a  colocación  de  lo5   viejos 
muebles  recibidos  la  víspera.  Tempranito,  apenas  salií^  doña 
Mercedes  para  ir  a  Misa,   principió  la   faena.   La  joven,   en 
rraje  de  hacer  suhcu/o,  iba  y  xcn'ui  diligente  v  activa.   Las 
ena-iias   viejas  de  percal  azul  y  el   pañuelo  de  hierb.i>  con 
.jue  sj  había  cubierto  la  cabeza,  despertaban  en  la  n-jcha- 
cha  el  ardor  del  aseo,  la  rabia  de  la  limpieza,  en  tal   i^rido, 
*Hie  era  oira  cuando  se  echaba  encima  tales  prendas.  X^da 
quedaba  en  su  sitio.  Plumero  en  mano,  limpiaba  techu>  v  pa- 
réeles, o  armada  con  la  escoba  de  palma  ruidosa  y  cm: .ui:e, 
Lu   h)s  ojos  la  alearía  y  en  los  labios  la  troica  favorin,  no 
había    telarañas   que   se   le   escaparan,    ni    hendiduras   donde 
ciuedara    oculto   ini    átom.o   de   polvo.    Con    razón   el    Cura, 
cuando  en  el  pulpito  discurría  del  examen  de  !a  conciencia, 
mdispensal^le   para   una    buena   confesión,   no   dejaba    nunca 
de  comparar  el  acto  importantísimo  de  limpiar  el  alma  coa 
la  chana  íaena  mujeril. 

La  ventana  abierta;  el  so!  que  entraba  oblicuo,  hacien- 
do visible  la  nube  de  polvo  que  se  revolvía  en  el  aposento. 
Ajuera,  el  gorjeo  de  las  alondras,  el  cacare'o  de  Lis  galhnas, 
el  canto  estridente  de  las  cigarras.  Adentro,  la  polca,  más 
bien  tarareada  con  el  pensamiento  que  con  la  voz,  la  plá- 
cida alegría  matinal   de  la   vida  domestica. 

El  catre  de  hierro,  un  catre  de  estudiante,  pintado  de 
rojo,  fué  substituido  con  la  camita  que  perteneXTió  a  Ga- 
briel, y  la  vettista  cómoda  hizo  las  veces  del  prometido 
tocador.  Al  píe  del  espcjito  de  fina  y  clara  luna,  y  delante 
de  el,  la  jofaina  de  porcelana,  el  juego  de  cristal  cuajado: 
dos  frascos  y  una  linda  polvera  con  su  borla,  una  borla  que 
parecía  un  copo  de  nieve. 

228 


RAFAEL 


D  ^  E     L     G     A     D     O 


A  las  diez  ya  estaba  coleado  el  suelo  y  avivado  el  color 
de  los  almagrados  ladrillos,  las  blancas  colgaduras  recogi- 
das con  anchas  cintas  azules,  y  en  la  cómoda  dos  ramille- 
tes de  rosas  frescas,  fragantes,  acabaditas  de  abrir. 

Doña  Mercedes  guardaba  cuidadosa  un  saquillo  de  ter- 
ciopelo guinda,  todo  cordones  y  bordados  de  seda,  la  sotana 
francesa,  el  galano  roquete  de  malla  y  el  pañuelo  de  batis- 
ta reservado  para  los  sermones  de  empeño;  Eusebia  vigilaba 
las  cacerolas  y  espumaba  el  puchero;  el  Cura  andaba  por 
la  sacristía,  y  la  joven,  en  consulta  con  el  monaguillo,  es- 
cribía una  carta  para  ¿xon  Eduardo.  La  pobre  muchacha 
no  quería  hacerlo,  temerosa  de  poner  disparates  y  faltas  de 
onografía.  Además — esco  no  se  atrevió  a  decirlo, — no  sa- 
bia cómo  tratar  a  su  padre:  era  la  primera  vez  que  le  es- 
cribía. 

L!  padre  la  persuadió  a  hacerlo.  Lué  preciso  poner  ma- 
nos a  Li  obra. 

iba  la  joven  en  los  últimos  párrafos,  cuando  dejó  la 
plimia,  y,  conao  impulsada  por  una  resolución  repentina, 
dito  en  \  oz  baja  al  chico: 

— Oye,  Ángel. 

]■!  monaguillo  levantó  la  cara,  aquella  carita  moren.a, 
maliciosa  y  siempre  preguntona. 

■  — Quiero  hacerte  \\n  encargo;  pero.  .  .  antes  me  vas  a 
prometer  que  a  nadie,  nie  entiendes?  a  nadie,  ni  a  tu  manaá, 
le  contarás  lo  que  \oy  a  decirte. 

El  niño  hizo  una  señal  de  aprobación  y  fijó  la  mirada 
en  la  joven,  en  tanto  que  daba  golpecitos  en  la  mesa  con  la 

tar>a  del  tintero. 

— Me  lo  prometes  i"  Me  das  tu  palabra  de  honor?  Ya 
eres  hombrecito,  y  una  hombre  no  falta  nunca  a  su  pa- 
labra .  .  . 

— Sí, — respondió  muy  serióte,   con  la  gravedad  de  un 

caballero.  -    ^ 

— A  nadie  'e  lo  dirás? 

— A  nadie.  « 

— Ni  a  tu  mamá? 


229 


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A       N       D       R       I       A 


— Ni  a  mi  mamá! 

— Bueno.  Pues  oye:  no  quiere  mi  papá  que  sepan  en 
PluMOsilla  que  estoy  aquí.  Ya  verás  como  el  Señor  Cura 
te  dice  que  a  nadie  se  lo  cuentes.  Voy  a  darte  un  encargo 
para  Gabriel:  un  papelito.  No,  mejor  no.  Lo  buscas  en  el 
taller,  en  la  barberia  de  l^nrique  López,  en  todas  partes, 
basta  que  des  con  éL  Lo  llamas,  y,  sin  que  nini^uno  te  oiga, 
le  dices.  .  .  oye  bien!.  .  que  estoy  muy  triste,  muy  ape- 
nada, llorando  a  todas  horas,  porque  estoy  muy  lejos  de  el, 
porque  no  lo  \eo;  que  estoy  enferma,  muy  delgada,  muy 
pálida;  que  lo  quiero  como  siempre,  mucho,  mucho;  qtie 
lo  adoro;  que  yo  le  ruego  que  olvide  lo  pasado  y  que  me 
perdone  todo;  que  escriba,  que  yo  veré  cómo  le  contesto; 
que  te  dé  la  carta  para  que  me  la  traigas  tú.  Por  eso  pro- 
cura verlo  mañana,  cuando  llegue  a  la  carpintería,  a  la 
una.  Ah!  Y  que  si  m.e  quiere,  que  le  pida  un  caballo  a  Pe- 
re/.  V  que  un  domingo,  vale  que  ese  día  no  tiene  trabajo, 
un  domingo,  se  venga  a  Xochiapan,  tempranito,  para  que 
llegue  a  la  hora  de  misa.  Le  dices  a  qué  hora  es.  Que  venga 
para  que  nos  veamos,  aunque  sea  en  la  iglesia.  Dile  que  aquí 
ninguno  lo  conoce,  de  modo  que  sin  temor  puede  venir.  . 
Lo  harás?  No  te  olvides  lo  que  te  dije:  que  estoy  enferma, 
nui\'  pálida,  muv  triste.  La  joven  acariciaba  al  chico,  pa- 
sándole la  mano  por  la  frente,  como  si  tratara  de  asentar 
lus  cabellos  rebeldes  \  erizados  de  a(|uella  cabecita  siempre 
uKjuieta. 

— A  don  Alberto  y  a  Malenita,  no  les  digo  nada? 

— No  Dios  nos  libre!   A   nadie       .    No,   mi  papá   no 

(.juiere  que  sepan  que  esto}'  aquí.  Acuérdate  que  me  has  da- 
do lu  na  labra  de  honor! 

— Palabra  de  honor! — repitió  el  monaginllo,  esrrecliando 
Li   mano  de  la   muchacha. 

— Averigua   tcxlo  lo  que  pasa  allá  en  el  patK>  para 
\engas  a  contárnielo    .  . 

—  No  ten'^.is   cuidado. 

— Bueno.  Al'n)ra   \  anu)s  a  acabar  la  cana 

I 
•  ^-^  '■    ^ 

.      23U 


^ly 


I 


RAFAEL 


DELGADO 


A  las  tres  de  la  tarde,  Eusebia,  Carmen  y  Antonio  des- 
pedían al  padre  González  en  lo  alto  de  los  Alamos. 

Sentados  sobre  una  alfombra  de  hojas  amarillentas,  bajo 
los  copudos  álamos  que  al  soplo  de  los  vientos  de  octubre 
com.enzaban  a  perder  sus  frondas,  vieron  el  carruaje  que 
se  alejaba  por  el  rojo  camino,  hasta  que  le  perdieron  de 
vista.  Carm.en  no  apartaba  los  ojos  de  la  distante  Pluviosilla, 
cuyas  torres,  iluminadas  por  un  sol  sin  nubes,  asomaban 
allá  detrás  de  las   tupidas  arboledas. 

:  —Señora  Eusebia,  Antonio.  .  .  Mientras  el  padre  vuel- 
ve .  .  vendremos  todas  las  tardes  a  esperarlo.  no  les  pa- 
rece? .  .-TI- 

Si    la    señora    me    da    permiso    .    — contesto    husebia. 

En  aouel  momento  el  carruaje  salía  de  una  espesura  y 
atntvesaba  un  llanlto  que,  visto  desde  los  Alamos,  parecía 
un  pedazo  de  felpa  verde  salpicado  de  pajillas  de  oro  que 
centelleaban  con  el  sol. 

Angelito  en  el  pescante  iba  agitando  el  pañuelo  como 
si  dijera:  — Adiusl   Adiós!  Hasta  el  sábado  próximo! 


.s^ 


A 


C       A       L       A       N       D       R 


RAFAEL 


DELGADO 


XXIX 


NO  hubo  concierto  esa  noche  en  h  casa  cura!.  Un  ines 
h.\ci.i  que  estaban  en  la  aldea,  y  la  señora  no  conseguía 
habituarse  a  la  soledad  pavorosa  de  Xoehiapan.  Durante 
la  noche  siempre  estaba  temorosa  de  un  asalto  y  pensando 
en  bandoleros  y  asesinos,  impresionada,  sin  duda,  por  el 
recuerdo  de  un  suceso  Gy.c  años  atrás  consterno  a  los  bue- 
nos liabitañtes  de  Pluviosilla:  el  asesinato  del  cura  de  Metz- 
tirlipan,  un  pueblo  de  indios  viciosos  y  haraganes  situado 
a  le^nia  y  media  de  la  ciudad. 

A  la  oración  rezaron  el  rosario  en  la  sala,  y  luego  la 
señora  cerró  todas  Ins  puertas.  Antonio,  por  súolicas  y  rue- 
gos de  doña  Mercedes,  vino  a  dormir  a  la  saci-istía.  A  las 
nueve  todos  cataban  recogidos  y  entregados  al  sueño,  menos 
Carmen  que  encerrada  en  su  cuartito  hilvanaba  un  vestid(^. 
Ira  preciso  disponerse  para  estar  guapa.  7\caso  el  domingo 
pruxim.o  vendría  Gabriel  y  convenía  que  la  viera  elegante 
\   mis  bonita  oue  nunca. 

Al  volver  de  los  Alamos  se  instaló  en  el  comedor  y 
dc'^p'jLS  de  consultar  con  !a  anciana  cuál  de  todos  los  per- 
cales remitidos  por  don  l.duavdo  le  parecía  más  apropiado 
pa:\;  vn.x  bata,  eligió  u.no  aniarülo  bajo,  sembrado  de  par- 
c!;rs  v(v,.i.  Sacó  uu  roÜo  de  natrones,  y  el  vestido  quedó 
Cv^riaHo  en  dos  por  tres.  ^Án  tomarse  un  momento  de  re- 
]vjs.)  se  puso  a  la  labor,  prometiéndose  darle  término  antes 
de  "sLintiCuarro  lioras.  Lsa  nv)che  lo  dejaría  hilvanado,  y  al 
otro  día,  en  la  máquina,  rnir .  .  .  ya  hacer  ojales  y  a  po- 
jier  botones! 

Qué  rápida  \\\\  la  agiija  uniend.-^  piezas,  mientras  la 
mente  de  la  joven,  nunca  quieta,  soñaba  con  el  mozo! 

Que  estaría  hiiciendo  a  estas  horas?  Paseando  con  sus 
ami-or^s,  con  Tadio,  con  el  simpático  Tacho,  y  con  el  par- 

232 


lanchín  r  calaverón  de  Enrique  López.  Qué  amables  y  bue- 
nos eran  los  amigos  de  Gabriel!  Le  quería  mucho,  y  por 
eso  ella  ios  quería  también.  A  esa  hora  andaría  el  ebanista 
paseando  con  sus  amigos,  sí,  porque  había  fiesta  en  Plu- 
viosilla. .  .    maitines  en  la  Iglesia  de  San  Rafael,  Uumnia- 
cion  en  todo  el  barrio,  fuegos  artificiales .  .  .    Cómo  esta- 
rian  aouellas  calles  con  los  puestos  y  las  fogatas!  Los  pues- 
tos de  buñuelos;  las  mesas  llenas  de  tortas  compuestas;  las 
montañas  de  cacahuates  tostados  y  nueces  frescas,  y  al  lado, 
las  canastas  de  perones,  colocados  en  un  nido  de  paja  ver- 
desa.  Ese  día  ponían  a  la  venta  los  piñones  frescos.  A  ella 
lo  que  más  se  le  antvojaba  de  todas  aquellas  golosinas  eran 
los  cascos  de  coco,  blancos,  como  fragmentos  de  mármol. 
Por  allí,  por  aquellas  calles  estaría  Gabriel.  Bien  que  le  veía 
ella.  Qué  guapo!  Qué  bien  lleva  el  sombrero!  Con  qué  gra- 
cia  se  ha\erciado  el   ]orouguH¡o,  aquel   ]orongiiiUo   cuyas 
puntas  ella  tejió.  Y  como  si  estuviera  en  Pluviosilla,  y  fuera 
un  pos  del  mozo,  le  seguía  con  la  imaginación  por  el  dédalo 
de  los  puestos  cue  llenaban  la  plaza  de  San  Rafael,^  entre 
el  humo  de  las  hogueras  de  ocoic,  deteniéndose  aquí,  tro- 
pezando allá,  aturdida  por  los  gritos  de  los  vendedores,  asus- 
tada con  el  estallido  de  los  cohetes  y  el  paso  de  los  corredi- 
zos. Y  no  sólo  veía  a  Gabriel  y  a  sus  amigos,  sino  también 
a  los  paseantes,  y  los  farolillos  con  que  estaban  decoradas 
las   ca¡as:   globos  de  papel  y  lámparas  de  petróleo  en  las 
ventanas  de  los  ricos;   candilejas  de  aceite  de  nabo  en  las 
puertas  de  los  nobres.  El  tablado  lleno  de  banderas  tricolo- 
res V  festoncillos  de  rama  de  tinaja,  y  el  templo,  con  su'; 
vidrieras  iluminadas,  y  a  través  de  ellas  los  purpúreos  cor- 
tinajes del  altar.  Y  no  sólo  ésto,  que  hasta  creía  escuclur, 
cuando  cesaba  el  vocear  de  los  vendedores  y  el  ijr.terio  de 
los  granujas  que  jugaban  al  toro,  la  salmodia  nasal  y  monó- 
tona de  los  clérigos,  y  los  acordes  de  la  orquesta. 

La  viva  imaginación  de  la  muchacha  corría  en  pos  de 
(nibriel.  Taclio  y  Enrique  que  le  acompañaban  charlaban 
y  reían;  pero  el  mozo  iba  desalentado  y  pensativo.  Ah! 
Pronto  aquella   tristeza   se  cambiaría  en  regocijo.   El  eba- 

233 


Il       •• 


L 


/ 


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C       A       L 


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X       D       R       I       A 


nista  V  sus  comn.iñeíos  se  habían  apartado  de  la  multitud 
para  admirar,  desde  el  puente  inmediato,  la  pintoresca  ilu- 
minación del  molino  de  Lci  Eslh'raniiiy  que,  perdido  entre 
las  arboL'das  del  río,  lucía  en  sus  arcos  los  colores  de  la 
bandera  de  Castilla.  Allí  está  Angelito,  allí,  compr^vudo 
cacahuates,  y  ya  \  ló  a  los  tres  amigos,  ya  los  vio.  Ya  corre 
i\na  darles  alcance  ,  Ali,  muchacho,  qué  bien  te  portas! 
Ahora  \  eren":os  si  sabes  cumplir  con  un  encargol  Ya  diabla 


con 


(rab 


3nel,    \'    esto    se 


.xácl. 


inta    irnos    cuantos   pasos,    aca- 


nciar.do  al  monaguillo. 


Carmen  prendió  maquinalmente  la  aguja  en  la  tela,  co- 
mo SI  en  realidad  íuera  a  oír  la  conversación  del  ebanista 
\'  el  muchacho.  Un  ligero  ruido  a  su  espalda  la  hí/o  volver 
la  ^'."ira. 

— i^\.\<c  ruido  e'>  ese?  Me  parece  que  alguien  llama  en  los 
cristales. —  Iseucho   atenta.    Una    \'o/,   de   intento   recatada, 


dcc  la : 


— Sí  fiord    .  .    s/ñf/fíi    .  .  , 

la  ¡oven  aparto  la  costura,  se  restregó  los  ojos,  a^  acer- 
cándose a  la  \eiuana  al/o  la  cortina.  Percibió  entre  la  obs- 
curidad de  la  pl a/a  un  bulto  blanco,  que  se  mo\'ía  ense- 
ñando algo  como   un   papel,   y   diciendo: 

—  .'\/>rt\  s/íioFii       .    íi/rrc! 

Abrió  sin  iemt)r,  con  gran  estrépito. 

— Que    quieres? 

— Si  ñora  .  .  .    1:1  siñor  luc  lu  Jiú  in¡  pupcl/fu  para  tí, 

— Quién? 

— ()//  s/ñor.  : 

[ M  a   mi  .  . 

— S/,  si  ñora. 

— Dónde? 

—P 


os  cu.  .  — Kl  indizuclo  contestó  de  un  modo  dis- 
paratado, pero  la  joven  pudo  comprender  que  en  Plu- 
viosilla. — Será  de  Gabriel?  pensó,  y  tomé)  la  carta. 

— Míííiíi/ia  lo  licúes  por  el  rcspncstíi    .  . 

(.armen  cerró  poquito  a  poquito  la  vidriera,  y  se  acercó 
a  la  lámpara.  r'n\  uelta  en  un  peda/o  de  peiiódico  venia  una 

234 


iv 


A     F     A     E     L 


DELGADO 


¿vrútx  muv  n^oná,  que  en  la   nema  tenía  dos  letras  a/ules 
enhizadas   con    mucho   arte:    A.   R.,   que   la   doncella   leyó: 

R.  A.  •  '      ,  . 

Rompió  la  cubierta,  desdobló  el  pliego,  que  tenia  escri- 
tas Luatro  carillas,  y  vio  la  firma.  Era  de  Alberto. 

La  joven  recorrió  precipitadamente  las  cuatro  planas, 
aspiro  el  aroma  de  que  estaba  impregnado  el  papel,  y  luego 
arrojo  con  desden  la  carta  sobre  la  mesa,  y  siguió  cosiendo. 


235 


X 


1 


C       A 


N      D       R 


A 


XXX 


AQUKLLA  horrible  no.hc,  c!  cbanistii  supo  nnostrar- 
sc  c!¡-no,  cncrgico,  altivo;  C()nsii;uió  acallar  la  voz  del  co- 
i'2/i\n  y  resistir  los  impulsos  generosos  del  alma. 

Mudo,  inmó'víl,  como  petrificado  por  un  hechizo,  pcr- 
mvieció  en  el  centro  de  la  pieza,  siguiendo  con  mirada  ató- 
r,!La  a  la  doncella  oue  salía  a\'ci  <;()n/ada  y  llorosa.  Lucro 
cuic  la  Mí)  desaparecer  dio  unos  cuanios  pasos  Í:acia  la  ca- 
lic,  \    cerro  de  un  i:;^lpe  la  nucrta. 

í-1  dv.'lor  llanta  entonces  contenido  estalló  terrible.  G\- 
biiil  .luiso  Irritar,  v  no  pudo,  le  aho-aban  los  soHozos;  qui- 
so andar,  v  le  i  laquearon  las  piernas;  se  apoyó  contra  el  mu- 
ro, y  después  de  un  instante  de  horrible  am^ustia,  de  su- 
píxnu  con<.;o¡.i,  rompi(')  a  llorar  coir.o  vn.}  débil  mujer.  Así 
permaneció  Íar-o  rato.  A  poco  su  iuente  ofuscada  principió 
a  d;.snejarse.  Id  cora/'Mi  le  palpitaba  más  tranquilo. 

Al  tm  consi<;uio  andar  y  fue-  a  sentarse  al  borde  del 
catr.  has  alm-.jhadas  cor,ser\aban  tocíavía  en  sus  depresio- 
nes las  huchas  de!  cue¡-no  de  li  joven.  I'l  mozo  las  contem- 
pn)  con  trisieza,  )■,  como  si  \()i\iera  tie  un  desmayo,  paseó 
hi  \is:a  en  lorn;)  su)o,  reCv)n()c¡endu)  e!  sitio.  La  xdi  bri- 
llaba con  luz  medi-osi,  rremiiia,  rojiza,  como  v.n  cirio  mor- 
t'j;:'c).  Respn-.)  í'iabrieí  c'onu)  si  se  \  iera  libre  de  enorme 
p.v;.   lom'';  el   s)n')b;-e!o,  y  sah(')  de  la  estancia. 

.\  i.l>ndj  i;-:  a  cuahjiiier  parte.  Al  punto  más  lejano, 
po:-  A  cabe  i- :s  ob.;;i-a,  i  donde  no  hubiera  más  (yac  ti- 
uilÍL^s.   Quería    iuiir  de   aquel    siiio,   como  si   allí   dei^ra   su 

LiOr.':. 

i  i\\  muy  :^v:^ni}c  el  de  Gabriel.  Aln-ia  sencilla  v  buena 
que  M\n  no  probaba  las  amar^^urns  de  la  viclx,  el  dolor  le 
e!V-on traba  desapercibido  par.  el  combate.  Nunca  había 
sLiiiiJo   un   de:..nr,ir:^;   su  existencia,   no   luibada  hasta   en- 

2'^6 


RAFAEL 


DELGADO 


tonc.^  por  graves  y  profundos  pesares,  había  corrido,  gá- 
rrula V  dichosa,  como  la  de  un  arroyuelo  que  ni  crece  con 
Lis  Uevias,  ni  se  agota  con  los  fuegos  del  Estío,  siempre 
bordndiO  de  flores,  alegre  y  feliz. 

La  miseria  y  el  lianibre  no  llamaron  nunca  a  su  puerta; 
la  n-uerte  no  había  enlutado,  desde  los  primeros  años  del 
mancebo,    aquel    hogar    tranquilo.    El    taller,   el    trabajo,    el 
■paseo,  el  vestir  bien,  los  teatros,  los  toros,  consumían  aque- 
lla  ex.srencia  libre   de   cuidados   y   exenta   de  otras   aspira- 


ciones^. 

]  i  riLs  amoríos,  castos  v  sin  objeto,  eran  los  únicos  que 

ocupaon  el  coraz('>n  del  ebanista  hasta  que  se  prendó  de 
la  hccrfana;  amores  pasajeros  e  instables,  cuyo  encanto 
con^í-.ia  en  hablar  de  ellos  en  el  taller;  en  rendar  por  la 
noch.  una  casa;  en  pasar  cien  veces  y  cien  nras  por  la  mis- 
ma c:lle,  atisbando,  por  una  ventana  o  por  el  postigo  de 
una  PLícrta,  la  silueta  de  una  joven  simpática  o  la  cabecita 
ensüñ/idora  y  sin  adornos  de  la  hija  de  un  artesano;  amores 
cuvo  principal  atractivo  estaba  cifrado  en  una  señal  de  in- 
teÜ-e -icia,  hecha  al  pasar  o  desde  la  esquina  inmediata; 
en  la  conversación  sabrosa  y  recatada,  interrumpida  a  cada 
monitPto   por   los   traposo  un  tes   o   Dor   una   madre   vieil 


ere) 


los  trappyjuntes  o  por  una  madre  vigilante, 
^o  no  era  amor;  era  más  bien  un  juego,  un  entrete- 
nin-!K  tío,  un  pretexto  para  lucir  los  domingos,  en  misa  de 
doce,  las  corridas  de  ALiteíto  o  de  Ponciano,  en  las  calles 
del  /.;•■; ''//7  o  bajo  los  fresnos  de  la  Sauceda,  un  sombrero 
gaíar\i'>  v   un  ]"-an talón  correcto. 

r  -1  las  crápulas  v  d.sórdenes,  a  los  cuales  se  veía  arras- 
trado por  sus  appígos,  especialmente  por  Enrique  López 
que  é  -a  muy  dado  a  \\  gente  del  bronce  y  a  pecaminosas 
a\ep:uras,  el  mozo,  sin  pretender  pasar  por  tímido  y  mori- 
gerado, se  mostraba  siem.pre  reservado  y  cauteloso.  Jamás 
emprendió  conquista  alguna  con  la  intención  premeditada 
de  i^var  la  deshonra  v  la  vergüenza  al  hogar  tranquilo  del 
aiTe^-.^o  V  del  bracero,  v  la  mujer  ajena  le  mereció  siempre 
los  pavores  respetos,  liasta  en  ciertos  casos  y  particulares 
cire.,  .^tancias.  en  los  cuales  sólo  una  gran  fuerza  de  volun- 

237 


ss^faijfc; 


.1 


C       A       L       A       N       D 


R 


I 


z?.¿  V  nm  recrirud  a  tocli  prueba  podrían  vencer  la  ten- 
:Aeiv)n.  Tenia  sobre  sus  pasiones  un  dominio  ral  }'  tan  sei;u- 
:•(),  que,  una  vez  decidido  a  sojuzgarlas,  ni  livianas  pro\o- 
.Aciones,  ni  segura  impunidad  conseguían  vencerle. 

A  la  formación  de  ese  carácter,  de  por  sí  bueno  y  gene- 
roso, contribuyó,  y  no  poco,  el  celo  maternal.  Doña  Pan- 
cha, aunque  vulgar  e  ignara,  supo  inculcar  en  su  hijo,  desde 
muv  niño,  profundo  respeto  a  todo,  tan  profundo,  que 
rawiba  en  timidez,  e  inspirar  en  aquella  alma,  de  suyo  tier- 
na \'  calinosa,  un  an^.or  sin  límites.  Gabriel  qued(')  sin  padre 
cuando  apenas  contaba  pocos  años,  y  creció  en  la  pobreza 
Je  im  hogar  entristecido  por  dolorosas  memorias  y  rudos 
tiabajos,  siempre  anhelando  llegar  a  ser  hombre  para  sub- 
\cnir  a  las  necesidades  de  la  buena  n^.ujer  a  quien  debía  la 
\ida.  Apenas  fué  joven,  doña  Pancha  le  dijo:  — Yci  eres  a 
íi/c  lír  fu  cciSí!.  Kl  muchacho  tonu)  a  lo  serio  su  papel  \' 
NUpo  desempeñarle  a  maravilla,  siempre  grave  y  circuns- 
pecto. Era  irascible,  acaso  porque  nunca  provocaba  a  na- 
die, V  ante  un.\  injusticia  no  podía  callar.  Cuando  se  enco- 
lerizaba aparecía  terrible,  pero  un  instante  de  reflexión 
bastaba   para  que  entrara   en   calma. 

Ni  las  amistades  contraídas  en  el  taller,  en  la  calle  y 
en  los  bailes,  fueron  parte  a  debilitar  en  él  tan  buenas  pren- 
das, antes  por  el  contrario  las  robustecieron  y  vigorizaron. 
i)oña  Pancha  tuvo  la  debilidad,  muy  disculpable  en  una 
Tiiadre,  de  mimarle  demasiado;  cierto  es  que  el  muchacho 
!o  merecía,  pero  ella  solía  elogiarle  más  de  lo  debido.  Ac.:- 
so  por  eso  resultó  vanidosillo  y  pagado  de  su  persona,  de 
>u  habilidad  en  el  oficio,  de  su  apostura  y  de  su  elegancia. 

Cuan  duro  110  sería  para  Gabriel,  siempre  dichoso,  aquel 
desengaño  causado  por  Carmen,  en  quien  había  puesto  ^u 
\  ida,  a  quien  amaba  de  todo  corazón! 

Al  saber  las  pretensiones  de  Rosas,  al  ver  que  éste  cor- 
tejaba a  la  huérfana,  tu\o  calma,  espero  a  conocer  la  con- 
ducta de  la  jo\en,  la  observó,  y  concedió  a  su  rival  el  de- 
echo  de  pretenderla,  por  mucho  que  sabía  hasta  donde 
iban  las  intenciones  del  catrín, 

23  S 


K     A     T     A     E     L 


DELGADO 


No  creía,  no  podía  creer  que  Carmen  le  fuera  infiel. 
Cómo  creerlo,  cuando  sabia  que  la  muchacha  era  sincera, 
cariñosa,  tierna!  Eso  no  era  posible!  Cómo  iba  a  serle  infiel 
aquella  joven  que  tanto  le  quería,  que  le  había  hecho  tantos 
v  tan  solemnes  juramentos!  Todo  aquello  del  festín  y  de  la 
con\ersación  con  Alberto,  de  que  Salomé  y  doña  Pancha 
le  hiíbían  hablado,  era  una  ligereza  y  una  cosa  muy  natural. 
Alberto  la  pretendía?  Pues  ella  no  había  de  contestar  a  sus 
requiebros  con  una  pdabrota.  Eso  lo  harían  Pctrita,  Pau- 
lita,  cualquiera  otra  que  no  fuese  como  Carmen,  fma  y 
amable.  Aquello  de  la  jania?  Muy  natural.  No  estaba  acos- 
tumbrada a  beber,  bebió  mucho  y  se  le  subió  el  vino. 

]^cro  cuando  ovo  de  boca  de  Angelito  que  Carmen  co- 
rrespondía a  los  galanteos  de  Rosas:  cuando  el  monago 
le  refirió  la  escena  que  había  presenciado,  y  en  la  cual,  ce- 
diendo a  los  deseos  de  Alberto,  la  huérfana  se  dejó  besar, 
el  cielo  se  le  vino  encima,  rugió  colérico  al  ver  su  amor 
burlado  v  luindido  en  el  lodo,  y  corrió  a  contar  a  doña 
Pancha  cuanto  acababa  de  saber.  La  anciana  logró  calmarle: 
le  hizo  reflexiones  justísimas  acerca  del  origen  de  Carmen, 
ad virtiéndole  (¿ue  esta  podía  heredar  el  mal  de  la  madre, 
y  (o  que  era  peor,  la  tendencia  al  lujo  que  fué  su  perdi- 
ción; le  pidió  que  prescindiera  de  la  huérfana,  y  temerosa 
de  cue  el  mancebo,  pasada  la  impresión  que  lo  referido  por 
Ani:élito  le  había  causado,  se  viera  enredado  en  humillantes 
amoríos  y  expuesto  tal  vez  a  grandes  peligros,  que  ella  en 
su  corazón  de  madre  presentía,  apeló  a  los  sentimientos 
-enerosos  v  de  su  hijo  para  que  no  volviera  a  pensar  en  la 
muchacha.  Y  lo  consiguió. 

Gabriel  se  armó  de  valor  y  cumplió  exactamente  lo 
prometido.  Dura,  crudelísima  fué  la  entrevista:  el  corazón 
le  decía:  hcvílmialal  La  dignidad  lastimada  le  gritaba:  des- 
bvcciala.  El  amor  le  repetía:  te  ama,  está  arrepefitiila,  ten 
piedad  de  ella;  ¡a ira  que  ras  in-ando  fus  ilusiones  luás  que- 
ridas, tus  es'peraiizas  todas;  pero  en  sus  oídos  resonaba  la 
voz  maternal,  tiernisima,  empapada  en  lágrimas,  suplicante, 
dolorida:  (hií>rielilln,  si  me  quieres,  si  sabes  a!^radecer  todo 
cuanto  he  Ih'c/)o  por  ti,  si  eres  buen  hijo,  oUídala!  La  ama- 

239 


A 


C      A       L      A       N       D       R 


A 


ba   y   no   debía   amarla...    Quería   despreciarla,   ofenderla, 
y  no  podía.  .  .    La  quería  tanto.  !  El  amor  pro- 


ultrajar' 


.a, 


pío  herido  le  decía  con  acento  sordo  e  imperioso:   Jé  jala! 

Cuando  el  ebanista  salió  esa  noche  de  su  casa,  querien- 
do huir  de  su  dolor,  casi  arrepentido  de  lo  que  había  he- 
cho, vagando  sin  rumbo,  al  acaso,  caminó  calles  y  calles, 
sin  darse  cuenta  de  las  distancias.  La  calle  Principal  de  la 
ciudad,  ancha,  sin  término,  apareció  delante  de  el,  con  sus 
tortuosas  filas  de  faroles  a  cada  lado,  en  el  fondo  obscura 
}'  lúgubre.  Así  miramos  lo  porvenir  cuando  somos  vícti-. 
v^J.  de  uno  de  esos  desenlíanos  dolorosos  que  conmueven  el 
alma  como  un  cataclismo,  y  no  descubrimos  en  el  horizonte 
tenebroso  ni  una  luz  de  consuelo,  ni  un  ravo  de  esperanza. 

Llegó  hasta  el  fin  de  la  ciudad,  y  al  ver  el  amplio  ca- 
nino carretero  que  allí  comiejiza,  pasada  una  puente,  al 
pie  de  un  cerro  histórico,  sintióse  tentado  de  emprender  un 
A  laje  sin  término,  a  lejanas  tierras,  a  donde  nadie  le  cono- 
ciera; huir  para  siempre  de  Pluviosilla,  de  aquella  ciudad 
fatal  para  su  dicha  .  .  .   Pero  pensó:  — Y  mi  madre .^ 

Ll  rio  corría  sereno;  silencioso.  El  ebanista,  de  codos  en 
el  pretil,  contemplaba  la  negra  corriente  del  río;  la  llanura 
se  perdió  en  la  sombra  pavorosa  de  los  campos.  Un  senti- 
miento de  dulce  tristeza,  consolador  y  plácido,  se  iba  apo- 
derando de  su  alnia.  Mientras  más  consideraba  su  infortu- 
nio, más  desolado  encontraba  el  horizonte  de  su  vida,  y  aleo 
como  aquella  liigubre  nostalgia  que  sintió  en  el  alma  cuan- 
do la  joven  le  dijo  por  primera  vez:  — ¡Te  amo! — pasó  por 
su  corazón  como  una  oleada  de  frescura.  El  abismo  abierto 
a  sus  pies  le  atraía,  le  llamaba.  .  .  Qué  pensó  Gabriel  en 
aquel  instante?  Quién  sabe!!  — No!.  .  . — murmuró,  dando 
la  vuelta  y  tomando  el  camino  de  la  ciudad. 

Al  siguiente  día  dijo  a  doña  Pancha  unas  cuantas  pa- 
labras acerca  de  lo  ocurrido,  y  no  habló  más  del  caso.  En 
\  ano  Tacho,  Solís  y  López  le  interrogaron  algunas  veces. 
No  volvió  a  mentar  a  Carmen.  Supo  que  había  salido  de 
I  luviosilla,  pero  no  trató  de  saber  hacia  dónde.  Y  no  por- 
que se  hubiera  ol\  idado  de  la  joven,  sino  porque  había  re- 


240 


RAFAEL 


DELGADO 


suelto  no  hablar  de  ella  jamás.  Refirióle  el  mesero,  y  tam- 
bién doña  Pancha,  la  conversación  de  Alberto  y  de  sus  ami- 
gos, cuanto  dijeron  acerca  del  rapto  proyectado,  y  apenas 
se  dignó  escucharlos  y  les  contestó  con  una  sonrisa  des- 
preciativa y  profvm-da mente  dolorosa. 

Cuando  Angelillo  le  llamó  y  le  dio  noticias  de  que  Car- 
men estaba  en  Xochiapan,  repitiéndole  cuanto  la  doncella 
le  decía,  bajó  la  cabeza,  como  si  buscara  en  el  suelo  la  res- 
puesta, y  exclamó: 

— I)í  que  no  me  has  visto.  .  .  No,  .  dile  que  yo  le 
suplico  que  no  vuelva  a  pensar  en  mi! 

Y  dio  la  vuelta  desdeñoso  y  sombrío. 


241 


A     F    A    E     L 


DELGADO 


A 


C 


1 


Jw 


A       A' 


D 


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4 


XXXI 

PROPUSOSK  el  padre  Cjon/á!e/,  desde  el  pj'imer  Ji: 
que  paso  (>arrp.eii  a  Xochiapan,  ohsei'N  ar  la  conducta  de  b. 
|(>\en  \'  e^iiKliar  su  carácter  e  inclinacioneN,  para  dar  perio- 
ciicauíeiue  a  dou  l.duardo  noticias  de  su  hija. 

(,re\()  e!  C.in'a  que  era  deber  su\o  hacerlo  así,  y  come 
jamás  echaba  en  olvido,  por  desidia  o  negli^^encia,  una  obÜ- 
í^acion,  CA^A  ^c-UAnA,  con  toda  exaclitud  recibía  el  capitalis- 
ta   u:\A   carta   del   clérigo  extensa   y  expresisa. 

Los  inlori-nes  v  noticias  ciue  venían  de  Xoclíiapan  no 
podían  ser  n^ás  satisfactorios.  "\o  me  arrepiento,  amii;;o 
mío, — decía  el  C^ura  en  su  ultin^a  cana, — no  me  arrepien- 
iv)  de  haber  accedido  a  los  deseos  de  \'md.;  todos  estamos 
sati^techos  de  la  conducta  de  Carmehia.  la  señora  nii 
madre  ya  no  sabe  como  elogiar  las  prendas  \  cualidades  de 
ia  )o\en;  le  ha  lomado  mu\'  grande  cariño,  A'  cada  dít 
Llescubre  en  ella  r,Lie\'os  moti\os  de  estimación,  iiusebia, 
mi  iiodn/a.  la  quiere  entrañableip.ente,  de  lo  cual  puede 
decirse  ^jLie  es   tener   un   peda/o  de  la   turnea   de  Jesucristo.'' 

'(.omo  yo  n^c  lo  esperaba,  se  acabaron  triste/as  \'  me- 
Lmcolias:  C.a:"mclita  se  \a  habiiLiando  a  la  soledad  de  este 
[Hieblo;  nianitiesta  ijue  \  i\e  contenta  a  nuestro  lado,  cosa 
«.)ue  nos  place  sobremanera,  y  a  todos  nos  regocija  con  su 
tranca  alei;ria.  Parece  un  pajaro  primaveral  o.ue  anda  siem- 
pre de  aqu!  paiM  allá,  alei^MMndo  la  casa  con  sus  í^orjeos. 
iiien  hará  \  ir.d.  si  le  manda  la  ij,jitarra;  ser\  irá  para  en- 
tretener las  hoiMs  de  íastidio  \  hacer  menos  lari;a  la  jor- 
jiada."  .  -  . 

W)  observo  en  Carmen  ini]uietud  nmi;una;  en  s^s 
con\  ers.iciones  no  he  podido  eiicontrar  nada  ([ue  me  revele 
que  esta  enamoi'adilla.  Sií;o  creyendo  que  cuanto  en  este 
sentido  le  contaron  a  N^iui.  es  pura  calumnia  y  falsedad. 
ÍÁ  amor,  an.i¿;o  mío,  es  cosa  q^ue  ík)  puede  estar  escondida; 

24: 


;:   cada   palabra   se   revela,   v   yo   no   descubro   en  Carmelita 
:^.ida  vuie  confiíme  la  sospecha  de  Vmd." 

"CÍarmelita  es  bien  educada,  fina  y  amable;  tiene  el  ins- 
-mto  de  !a  distinci/)n.  y   da  gusto  verla  servir  en  la   mesa. 
A  poco  de  A  ivir  al  lado  de  \'md.  será  una  señorita  irrepro- 
chable. Ahora  se  resiente  un  poco  dd'incílio  en  que  ha  vi- 
vido   .  .    (no  se  dice  así  en  la  jerga  de  los  pseudo-filósofos?) 
-ero,  a  juicio  mío,  todo  es  cuestión  de  tiempo  y  de  medio, 
Vmd.  y  la  señorita  Lola  harán  lo  demás.  Carmelita    (así  lo 
;-,e  coníprcndido  por  sus  conversaciones)    tiene  una  u-resis- 
iibte  inclinación  a!  lujo  y  al  brillo.  Estoy  seguro  de  no  caer 
en  error  al  afirmar  que  ve  con  tristeza  la  sencillez  y  mo- 
í^esria  de  sus  \estidos,  y  que  desea  disfrutar  de  cuanto  por 
]a  clase  a  que  pertenece  y  la  brillante  posición  de  Vmd.  le 
corre.M>onde.  Todo  esto  es  muy  natural,  y  no  debemos  echar 
^n  saco  roto  el  consejo  de  San  Francisco  de  Sales  a  propósito 
:X'  esta  inclinación  al   lujo;   pero  conviene  irse  con  tiento; 
lio  por  escapar  de   un   peligro  caigamos  en   otro.   El   amor 
,\  Lis   galas  suele  ser  para   las  jóvenes  a  quienes  la  fortuna 
no  ha^isto  con  buenos  ojos,  la  causa  de  Lmientables  extra- 
víos, y  no  pocas  veces  motivo  de  perdición.  Que  cosa  mas 
natural  que  la  primavera  quiera  flores.^  Hay  que  satisfacer 
^prudentemente  ese  deseo.   Cada  edad   tiene  sus  juegos,   de- 
cían los  antiguos;  la  juventud  gusta  de  aparecer  bien,  ama 
lo  bello  y  sueña  con  las  galas." 

"Vmd.  es  rico,  y  por  tanto  no  puede  decirse  que  Car- 
men sea  pobre;  pero  como  tal  viste,  y  esto,  a  la  larga,  puede 
iraer  fatales  resultados.  La  prudencia  aconseja  preverlos  y 

evitarles.'' 

"Creo  de  todo  punto  conveniente  que  Vmd.  lleve  a  Car- 
men al  lado  de  la  señorita  Lola.  Qué  necesidad  tiene  de  vivir 
en  casa  ajena,  con  extraños  que  no  sabrán,  como  nosotros, 
isrlmar  sus  nobles  cualidades?" 

"He  considerado  atentamente  las  razones  que  usted  ha 
Tenido   en   cuenta    para    no   dar   este   paso,   y    me   parecen 
.icbíles,   muy    débiles.    Creo  que   los    temores   de   Vmd.    son 
j.^f  uudados." 

243 


L      A 


C      A       L       A       N       D       R> 


A 


"Dado  d  carácter  de  la  señorita  Lola,  no  hay  que  temer. 
l'I  día  que  \'nui.  se  decida  a  tratar  con  ella  de  este  asuPito, 
se  \erá  C(')nio  esco}'  en  lo  cierto.  Al  primer  momento,  es 
iriiiv  natural,  se  entristecerá,  acaso  rehuse;  pero  luego  re- 
cibirá a  CJarmehta  con  los  bra/os  abiertos.  Ten^.e  \^md,  per- 
der la  estimaciv'^n  de  su  hija?  No  sucederá  así;  y  aun  cuando 
asi  fi'cra,  eso  seria  mil  \  cees  prefe!-ible  a  que  el  mejor  día 
M- jalera  c|ue  \'md.,  que  es  para  ella  \'\\o  modelo  de  amor 
pat-.rnal,  tiene  ot'M  hija,  la  cual  no  go/a  de  los  bienes  y 
Cv)nuvjidades  que  por  derecho  le  corresponden.  Tal  vez  nñ 
pupila,  \i\iendo  como  vi\'e,  no  satislecha  del  frato  y  con- 
sider.iCiones  de  \'md.,  para  poner  termino  a  la  situación  en 
Lii'.e  su  irregular  nacimiento  la  h.i  colocado,  se  prende  de 
ur  h'.mbre  que  no  la  inere/ca,  del  primero  que  le  diga: 
'\'ue  bonitos  oíos  tienes!"  n'  haira  una  locura.  í  ía^o  me- 
n:o:ia  de  muchos  casos  scpiíejanies  que  siempre  fueron  de 
I  a i ales  consec uencias. " 

"Conque,  a.migo  n^lo,  no  x'acile  \^nd.,  y  decídase  cuan- 
to antes,  a  reco;;er  a  esta  jo\'en,  digna  por  md  títulos  de 
niei^r  suerte,  Uios  que  \'e  los  corazones  le  dará  a  \'nnd. 
Mi  IvjndiCHjn." 

"Me  dice  \':^i~!d.  i]ue  (lirmoliía  no  ama  a  su  padre  como 
debiera.*  ()uién  tiene  tie  ello  la  culpa?  Vmd.  que  no  es  con 
ei'a  vr.n  anialr-le  como  con\iene.  C)bséc'!  uiela,  amigo  itiío; 
n^MvJeie  cualquier  eos.  ,  una  de  esas  baratijas  de  que  tariii) 
i^:li  i.m  Lis  mujeres;  escríbale  \^nd.  que  yo  me  encargo  de 
que   ella    coiiteste,    aunqu.e   sean   cuatro   renglones." 

"\\\  la  lista,  l'.p.  concepto  de  la  sei~iora  mi  madre  esto 
es  lo  c^ue  n\.is  necesita  nuestra  pobre  Carmen." 

"l'róxiniairiente  nos  veremos.  Debo  predicar  en  San  Vk.\- 
fjei  el  día  24.  No  tenido  muclias  iianas  de  abandonar,  ni 
yi>i-  u.!  diA,  a  mis  teligreses;  pero  el  padre  Onza  me  ha  in- 
\  ii;..[vj,  V  no  he  podido  nc^irnie  a  la  soÜcituel  de  mi  buen 
iP.ie^iro.   Saidie  ele  aquí   el   2}   después  de   meclio  día." 

i.l  vuiM  no  re>^M'es  >  a  su  curato  sin  \isi:ar  a  don  i.duar- 
d.-.  i  -.le,  n-u\'  agruleci'J.o  a  bv.  b(;ndades  del  clérigo,  le  oi  re- 
ci(''  peo-ai"  de  i;U''\o  eri  el  asumo.  Si  no  \  ariaba  de  opipio^i, 

244  ^ 


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iii 


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f-     A     E     L 


DELGADO 


VI 


hablar. 'a  con  su  hija,  }'  Carmen  iría  a  vivir  a  la  casa  de  su 
padj\. 

P;r;t  lecibir  al  padre  C^onzález  se  hacían  grandes  pre- 
párate os  en  Xochiapan.  Por  deseo  dé  Carmen  se  dispuso 
un:^  mc.ienda:  tamales  y  atole  de  leche.  Irían  todos  al  alto 
de  los  A;amos,  y  allí,  bajo  los  hermosos  árboles,  sobre  las 
h(^¡as  -;cis,  tenderían  el  mantel.  Carmen  llevaría  la  irtiita- 
rra,  \  pasarían  la  tarde  alegreme^ite.  Doña  Mercedes  pre- 
fería quc  la  merienda  íuese  en  la  casa,  pero  la  joven  con- 
.sigtiio  c¡ue  se  aceptara  su  propuesta.  Fn  los  Alamos,  sí,  aquel 
sitio  era  e'ocantador!  Desde  allí  \erían  aproximarse  el  co- 
che. .'\:iropJO  traería  algunos  cohetes,  y  la  sorpresa  sería 
comph  V  Carmen  preparaba  los  tamales,  con  el  mayor  cui- 
dado, V  ]  usebia  y  doña  Ivlercedes  colocaban  la  leclie,  cuando 
aigUi^r.  llamó  a  la  puerta.  i,a  jo\en  acudió:  era  el  mdizuelo 
de  la  carta. 

—  \;f¡orj,  vir  Jas  cl  nsl^HiS/j. 

—  -"nc; — contes'o)  la  ivu;u;pacha — di  que  no  ha}'  respues- 
ta ?.le  entiendes?    .  .    \'ete. 

\\  iTijio  se  fue.  C^arivien  no  liabía  contestado  la  carta 
de  Alb.r:o,  ni  quería  hacerlo.  La  carta  de!  tenorio,  atmoue 
escrita  con  biabilidad  y  en  extremo  apasionada,  no  agrad(') 
a  la  Caia  idna.  }il  jo\en,  en  la  creencia  de  que  Carmen  es- 
taría .;i  Xochiapan  desespe'-ada  y  deseosa  de  salir  de  a'lí, 
le  pror-"'ía,  después  de  muchas  promesas  y  juramentos,  ir 
una  n-fciie  al  pueblo,  a  luva  hv-ra  con\  envida,  con  el  fin  de 
que,  ^'   ia  jo\'en  le  quería,  luisera  de  aquella  casa. 

"Xi)  tei"nas, — de^í.i — ^oy  \\\\  caballero,  bien  me  cono- 
cí te  e\'í taras  ciisgustos.  Te  amo,  te  adoro,  }"  por  eso 
.'-ngo  esto.  No  es  lí r.a  tuga;  eso  seria  indigno  de 
•.  Ire  por  -í,  te  ti*,  ere  a  r!u\"Íosilla,  te  pondré  en 
i  respetable.  Seremos  leüces,  alma  mía.  Si  eí  destino 
e  a  nuestra  ci.clri,  seamos  rpiás  inertes  que  el  des- 
XW'O.  *.^^'ue  pueden,  coiv.  ra  el  amor  la  crueldad  de  ww  padre 
}'  la  -.  cridad  de  un  clérigo'''  Te  separan  de  mí,  te  alejan? 
l'\!es  L  .:r!emos  !a  maldad  ác  (ojienes  asi,  envidiosos  tal  vez 
c!e   iii:;-:ia   dicha,   señaran   dos   almas   nacidas   para   amarse, 

245  ' 


ees,  \' 

te    pv.. 

nosotr 

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todavía    resuena   t 


iul 


cemente   en    niis    vhC.os   e 


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co 


J, 


de  tus  palaoras  v  la  sentida 

'1 


me 


lodía  de  tus  cancí^ 


)p. 


<j^ 


Ámame  como  te  an^o. 


Carmela  mía,  ámame 


:ia 


b 


i\\  tu^  a,  V  ei  sueno  q 


oue  acariciamos  sera  una  rea 


U 

liJaJ 


P' 


la- 


ja   V 


uiertana    levo   v   rele\()   esta    carta 


-Oír 


.1 


Alt 


3er to  que   esraoa   en 


Xocl 


11 


ap 


\n 


?    Sin   duda   el   s^ 


san  i  a 
'taño. 


1 


.|ue  era  ariiigo  c 


le  Magdalena  v  de  Jurado  y  que  ibi   todos 


os  )ue\es  a 


m 


U\'10SI 


lia   'había  llevado  la  noticia, 


Las  f 


rases  c 


le  Alberto  no  le  lle-aron  al  cora/on.   ivesoU 


vio  no  contestarlas  y  rompió  la  carta 


1, 


La  Ueí^ula  del  padre  González  i  ué  de  lo  mas  drertic 


d: 


J. 


A  1 


is  cuatro  salieron  camino  cíe 


le  los  Alamos,  con   Antonio 


\    sus  hijas 


1 


is  cua 


les  fueron  invitadas  por  doña  M-. 


"Cedes 


Se  V 


1 


11 /o   una    hoi;uera    para    ca 


lentar   el   atole,   y   ^Lu•cela   y 


C'armen  tendieron  el  mante 


'I.  El 


d< 


ron,  / 


sacristán  quedo  ene  a  ri;acio 

•1  carruaje.  Apenas  le  coUimbra- 

\ntonio  V  su  hijo,  tizón  en  mano,  principiaron  a  arro- 


de  avisar  cuando  apareciera  e 


J 


1. 


ir  los  colieies,  uno 


tras  otro,  sin  cesar.  Las  montañ;.>  repe- 


tían !Os  e 


los  Alamos. 


stalhdos,  V  entre  vivas  y  aplausos 


0l: 


11 


eiio  e 


1 


ura 


m  a  s 


1) 

b 


espues 


de    1 


a    me  ríen 


onitas,  ^'  a 


.1    la    casa   cura 


1  ob 
1.    D 


scurecer,  a 


ona 


da    cantó   Carmen    sus    canciones 
la  luz  de  las  teas,  volMcron 

1 


Mercedes    bajaba    apoyándo>e    en   e 


bi 


d 


razo  de  su  lujo 


C 


.irmen  conversa 


-Q 

'd 


ue  te  contesto 


ndo  con  el  mona^ 

il 


Dime,  dlme,  ahora  que  n.u^ie  nos 


uede  oír 


L!  chico  callaba,  temeroso  del  efecto  qtie  iban 


leí  ef 


ausar 


sus  pa 


labr 


is, 


Responde,   bobito,    responde 


— Me   diio, — contesto 


•I 


muc 


hacl 


10,    trabando    >;.iiva- 


rne  dijo  muy  contrariado  y  mollino 


1( 


A^ 


oue 


q 


I) 


acaba,  por  Dios 


— Me  dijo:  dile  que  yo  le  suplico  que 


.li 


no 


uc! 


r»ensar  en  mi 


— b 

— s 


so  te  dijo 


N 


il     A     F     A     E     L 

—  Aada    mas.-' 


DELGADO 


alia, 
pe. 


—  Nada 
:1 


mas 


íu 


se  Tue  sin  quererme  oír 


D 


icen 


1  el  patio,  que  se  quiere  casar  con  la  hija  de  don  Pe- 


c  Olí 


Chol 


— Quién  te  lo  dijo? 
— Pauhta  se  lo  cont 


o  a  mi  mama. 


en  ti  ras 


le  esa  enrec 


Jad 


ora 


f 


Al 

-Pero  )'o  creo  que  Cabrie!  viene  man 


nana 


,  poi'que  ano- 


che me  piegunto  que  si  la  misa  era  muy  tarde.  Ahora  qu 
pasamos   estaba   en   casa   de   R 
a  pedirle  el  caballo! 


amon  Pere 


z.   Se 


ro  que  iué 


El 


rostro  c 


le   1 


1   mucliac 


ha,  al 


d 


to  por  la  luz  de  la 


u morado  en  aquel  momen- 


1 


cercana  tea,  res 


Ah:  L 


pland 


ecio 


le  ju 


bil 


o. 


ntonccs  m.iñana  \  iene,  An^^eHt 


,>' 


:o,  mañana  viene 


^.1 


246 


24i 


/ 


\ 


C      A       L      A      N      D 


R       I      A 


R    A     r    A    E     L 


DELGADO 


'     XXXII 

ALBERTO  siguió  cultivando  l\  amistad  de  Magdale- 
na, 'i'üdas  las  noches  iba  a  visitarla,  y  no  se  retiraba  de  allí 
antes  de  las  doce.  Algunas  veces  le  acompañaban  sus  ami- 
gos. De  todos  ellos,  el  más  smipático  para  la  mulata  fué 
Pepe  Muérdago.  Qué  bien  que  congeniaron  la  sabidilla  y  el 
parásitol  las  crudezas  y  malicias  del  uno  eran  el  encanto 
de  la  otra;  las  cursilerías  v  e!  furor  lírico  de  la  de  Jurado 
ciaban  al  muchacho  mucho  que  hacer  y  de  qué  reír.  Mag- 
dalena estaba  muy  pagada  de  la  amistad  de  Pepe.  Este  no 
tenía  escrúpulos,  ni  se  paraba  en  pelillos.  Estaba  Esto  para 
todo,  siempre  que  se  trataba  de  su  amiga;  la  sufría  con 
paciencia,  la  llevaba  al  teatro  y  a  los  toros,  con  el  mayor 
gusto,  ^'a  los  concurrentes  y  parroquianos  de  la  cantina  le 
decían,  en  son  de  chanza,  que  había  heredado  la  encomien- 
da, y  hasta  suÜan  llamarle  con  el  apellido  del  director  xle 
7:7  F\aJ¡CLi¡.  Pepe  contestaba  con  una  sonrisa,  y  no  se  le 
daba  un  ardite  cuanto  dijeran  en  su  contra.  El  sabía  adonde 
iba.  XEigdalena  pecaba  de  generosa,  y  frecuentemente,  en 
calidad  de  préstamo,  recibi(S  el  parásito  algunos  duros  de 
mano  d;  su  amiga.  "Los  préstan^.os  del  Gobierno! — murmu- 
raba ésta. — Pero,  como  negar  un  favor  a  tan  amable  jo- 
\en?"  Cuando  el  bolsillo  de  Pepe  estaba  exhausto,  y  el  mo- 
zo quería  ir  al  teatro.  .  .   qué  hacer?  Cosa  más  fácil  I 

— -Mdel  Vas  esta  noclie  a  la  zarzuela? 

— Iría  Si  tuxiera  con  quien.     . 

— Manda  buscar  los  billetes.  .  .    \o  te  llevaré. 

Y  la  llevaba.  Al  terminar  el  primer  acto  ahí  tenían  us- 
tedes a  Merdago,  haciendo  su  entrada  triunfal,  emre  ios 
saludos  maliciosos  y  equívocos  de  los  amigos  y  la  nsa  disi- 
mulada de  ¡as  pollas  que,  desde  los  palcos  primeros,  medio 

•  248 


s 


/ 


velado  el  rostro  con  el  abanico,  no  perdían  nada  de  cuanto 
pasaba  en  el  salón.  Pene  llevaba  a  la  casa  de  Mai^dalena  las 
noticias  cj  la  crónica  escandalosa  de  Pluviosilla,  el  periódico 
con  los  últimos  versos  de  Peza  o  con  la  revista  de  un  baile 
famoso,  y  las  novelas  de  Paul  de  Kock,  amén  de  algunos 
otros  libritos  de  altísima  temperatura  y  subido  color. 

Cuanco  los  cuatro  amigos  se  reunían  en  casa  de  Jurado, 
en  torno  de  la  botella  de  cognac  y  a  la  luz  de  aquella  lám- 
para .susodicha,  se  alborotaba  el  cotarro.  Malenita  en  el  sofá, 
puesto  un  pie  en  e!  escabel,  cruzada  la  pierna  y  fumando 
indolentemente  un  cigarrillo;  Alberto  con  el  aire  de  Byron 
cansado  y  abtuTÍdo;  Pepe,  charlando  por  los  codos,  y  Alci- 
biades  y  Ciarlos,  oyendo  aquel  mentir  asqueroso,  aquel  ha- 
blar de  todo  el  mundo,  viniera  o  no  a  cuento,  y  siempre 
jnal.  Ivluerdago  Jio  respetaba  el  buen  nombre  de  nadie,  y 
hubiera  sido  capaz  de  calumniar  a  su  propia  madre,  siem- 
pre que  de  ello  resultara  que  los  que  le  oían  dijeran  que 
tenía  cliiste  y  que  a  nadie  le  perdonaba  una  falta. 

— Xo  lo  creen? — decía — Pues  no  lo  crean;  pero  el  que 
me  lo  dijo  lo  sabe  de  buer.a  fuente.  Llegó  el  marido,  y  mi 
hombre  que  no  tu\ o  por  donde  escapar  se  escondió  en  el 
baño,  \'  alíí  ^y^^ó  la  noche!  ... 

— Pepe!  No  mientas! — exclamó  Carlos.— ;rEsa  señora  es 
toda  una  dama.  Sólo  tú  puedes  hablar  mal  de  ella! 

— L^o  crees? — Bien  se  conoce  que  se  te  pasea  el  alma 
por  c!  cuerno!  De  qué  le  NÍr\en  los  ojos?  La  otra  noche,  en 
el  te  uro,  ,*Ójo  los  ciegos  no  \  ieron  lo  que  pasó.  Pero,  bien, 
si  tu  K.  quieres  no  sjrá,  no  es,  no  es  nada!  Mentiras  de  Cu- 
chares! ^'  oye,  Alberiíü:  \\  supiste  dónde  anida  hoy 
El  Cai.;r¡dria  ''. 

— Necesitaré  que   tú   nu^   lo  digas!   Tu   sí   que  no  sabes 

j '     '  ' 

Cl'.Wl;.iC    C^-  L  a  .    .    . 


~N 


V^*^    I"iO  sé? 

lo  sabes 


/■i",, 


-NO    Jo    o. 


— Eío}'  me  dijeron  que  !a  han  \  isto  en  Veracrtiz . 

—  Ja,  ja,  ]x\  Tienes  mojados  ios  papeles.  .  .   Ahora  sales 


249 


I       A 


A 


A       N 


D       R 


I 


A 


con  eso?    .  .    Yo  lo  i>t'  hace  ocho  días.  El  otro  día  que  sa- 
limos a  rcpcvcntivla      .     . 

Que   quiere  decn'  eso? — preguntó  Magdalena,   con  el 

ínteres  de  un  filólogo. 

Correrla,   Male,    correrla  ..    —respondió   Pep^\    despe- 
rezándose en  la  mecedora. 

—La  orra  ncKhe  que  salimos  a  ycpcycHtivld,  o  a  correr- 
la, como  ustedes  gusten,  con  un  :>alÍito,  se  nos  junto  un 
ami'H),  V  e>te,  por  casuahdad,  cuando  menos  lo  esperaba 
yo,  contó  que  en ...  x 

.    — Dónde? 

Qué  te  nnporta,  Ciirlnircsl  Deja  hablar  que  en       . 

(donde  ustedes  quieran!)  íuera  de  aquí,  en  el  campo,  va- 
mos, en  un  pueblo,  en  la  casa  del  cura,  .vive  una  muchacha 
que  CAnxx  v  toca  la  guitarra  Chicos!  Mi  hembra,  que 
dejando  las  pompas  v  vanidades  del  mundo,  se  ha  retirado, 
de  orden  superior,  a  la  soledad! 
— l\)drá  ser  otra 
Xo,  Ciu-híiVi's,  la  misn^ta.  La  paloma  no  ha  escrito; 

ni  a  mí,  ni  a  Male 

—  Ingrata! — exclamo  la  de  Jurado— Alberto:  no  vuelva 
usted  a  pensar  en  ella.  Asi  son  todas  esas  alzadas  y  vanido- 
sas. A  mí  me  debe  favores.  .  .  No  lo  digo  por  echárselos 
en  cara;  pero  la  verdad  es  que  me  debe  favores  y  conside- 
raciones, 'v  no  ha  sido  la  muy  ingrata  para  escnbirmc  si- 
quiera cuatro  líneas,  dicléndonu':  cujui  isfoy!  Tomen  us- 
tedes carifio  v  protejan  a  quien  no  se  lo  merece!  Alberto, 
déme  usted  ,su  palabra  de  honor  de  que  no  volverá  a  pensar 

en  ella    . 

— Sí,  Male,  por  qué  no! 

- — Bueno,  me  io  pronu-te  usted? 

—Sí,  Male.  '  .       ,     . 

Carlos  V  Alcibiades,  que  asistían  a  esta  escena  sm  decir 
palabra,  se'  hicieron  una  señal  de  inteligencia,  como  di- 
ciendo:— l-sta  tiene  celos! 

Kstá  bien — piosiguió  Pepe — y  qué  has  heclio? 

Xada.  .  .    No  haVe   nada.  Acabo  de  prometer  a   ^Lde 


2)0 


K 


i 

I 


r     A     R     L 


D     E     L     Cr     A     D     O 


que  no  \  oh'eré  a  pensar  en  la  encantadora,  no  lo  has  oidor 
— Al  c!i'cir  esto  Alberto,  para  que  Pepe  callara,  le  hizo  un 
guiño  que  Muérdago  entendió  ai  instante. 
^ — Ah!   Entonces.  .  .    negocio  concluido! 

A  poco  se  levantaron  los  amigos.  Magdalena  se  quedó 
contrariada.  Ya  no  quería  que  Alberto  siguiera  en  la  con- 
quista. 

Ln  a  calle,  luego  que  L'risler  y  Cortina  se  despidieron, 
Rosas  k   dijo  a  Muérdago: 

—  Imbécil!  Con  lo  que  me  has  ido  a  salir  delante  de 
^Lií'daltna! 

— Perdona,   chico  ¡Yo   no   sabía! 

— Figúrate  que  antes,  cuando  se  llevaron  a  Carmen,  me 
pidió  que  le  siguiera  yo  el  bulto  a  la  tórtola  ...   Y  ahora  .  .  . 
se  espanta!  .  .  .    No  se  espanta;   lo   que   sucede   es   que  está 
celosa. 
'  ,       — ^    tú  qtic  piensas  hacer? 

— Ir  niañana  al  pueblo.  Carmen  está  en  Xochiapan,  en 
la  casa  del  cura.  El  secretario  fué  quien  me  lo  dijo.  Yo  lo 
tomé  por  mi  cuenta,  le  di  unas  cuantas  copas  y  nie  contó 
cuanto  sabía.  Carmen  no  sale  para  nada  de  la  casa  cura!. 
El  secretario  es  un  buen  chico,  y,  como  desea  que  lo  reco- 
miende \o  a  Mendieta,  para  que  éste  le  consiga  un  empleo, 
me  oí  recio  que  haría  llegar  un-.x  carta  a  manos  de  mi  hem- 
bra.  Lo  llevé  a  casa,  puse  una  carta,  como  hala,  y  se  la  di. 
Eloy  recibí,  hace  un  \\\Xx),  al  llegar  a  la  casa  de  Magdalena, 
wnx  caria  del  secretario,  en  la  cual  me  dice  que  mi  epístola 
fué  entregada  en  presencia  suya,  pero  que  Carmen  no  hi 
contestado,  ni  ha\  esperanzas  de  que  lo  haga,  porque  al 
criado  que  él  mandó  por  la  respuesta,  mi  tortolilla,  que  se 
me  está  poniendo  arisca,  lo  despachó  con  cajas  destempla- 
das. \x  .ves  que  es  pieci>o  ir  a  Xochiapan  para  explorar 
el  terrero.  A  mí  esta  no  se  me  escapa.  Ya  esto}'  cansado 
lie  Magdalena  y  de  ,  que  me  lea  las  poesías  de  Acuña.  . 
Jurado  liega  de  un  ¿'\.\  a  otro,  y  es  preciso  dejarle  su  tesoro. 
^^lmov  mañana  a  Xochiapan? 
— Iremos. 


2)1 


/ 


p 


A 


C      A       L       A       N       D 


R       T 


— Tienes   cabLillo?    Si    no   tienes    te   prestaré   el    tordillo. 
No  le  tencas  miedo:  es  un  caballo  para  cachalotes  cuir.o  tú. 
— C^ómo  te  explicas  el  cambio  de  la  muchacha? 
— No  me  lo  explico.  No  te  he  dicho  que  estaba  yo  al 

pelo! 

— Pues  vo  sí  me  lo  explico.  Y\  curita  ese  la  tiene  en  un 
puño.  Para  eso  se  pintan  los  1  ralles    .  .    Ni  duda   t.   quepa! 

— Crees? 

— \\ival  Lo  que  conviene  es  s;icar  a  Carmen  dj  v\\    .  . 

— Ya  le  propuse  en  mi  carta  que  iria  por  ella 

— Es  con. veniente  aburrir  al  fraile  para  que  a-:,  por 
cuitarse!.^   de  encima,   se  la   mande   al   tata.   Aquí    }-    \  ere- 


mos 


— ConíoriTíes,  pero  eso  c.';mo  lo  con^icguimos.^ 
— len-o  un  plan.   L'n   p.irraMto  en  ¡i¡  Rüdica..   c. cien- 
do  lu  que   tu  quieras,   cualquier  cosa   (]ue  hav^i    -^.r   las 
estrellas  .il  cura,  y  ya  verás  el   resultado. 

h\<:o.  chico,  eres  hon^bre  de  talento,  no  c:-l  :  Jud:)! 


V 

W'nte   a    cen.ar   conmuto  I 
— A::dui¡Ui), 


\\ 


K 


A 


F     A     E     L 


DELGADO 


252 


XXXIII 

DÜRANTP  la  cena  estuvo  Carmen  silenciosa  y  pen- 
sativa. Ni  la  afabilidad  del  padre  González  ni  el  buen  hu- 
mor ce  Angelito  la  hicieron  sonreír,  y  eso  que  el  monago, 
ah'co  de  tamales,  no  prol)o  un  solo  platillo,  y  pasó  el  tiem- 
po chu'lando  como  una  cotorra  y  remedando  al  sacerdote 
que  htbia  cantado  ¡a  n^iisa  el  día  de  San  Rafael.  Imicaha 
los  gestos  y  la  voz  del  clérigo  de  tal  modo,  que  el  Cura  no 
pudo  menos  que  confesar  la  exactitud  de  aquella  irrespe- 
tuosa imitación,  y  hasta  olvidj  reprender  al  píllete,  como 
tema  costumbre  de  hecerlo  siempre  que  éste  se  permiiia 
tales  faltas  en  la  mesa.     - 

Carmien,  siempre  dispuesta  a  celebrar  al  chico,  pcrr.ia- 
neció  sin  despegar  los  labios,  y  luego  que  el  Cura  recibía 
la  oración  por  los  dííuntus,  se  despidió  de  todos  y  se  retiró 
a  su  cuarto. 

—  Vendrá  Gabriel, — cavilaba — vendrá.  A  qué  preguntar 
la  hora  de  la  nusa?  Sin  duda  que  cuando  Ángel  lo  vio  en 
la  talabartería  de  Pérez  había  ido  a  pedirle  un  caballo  pa- 
ra  venir  a  Xochiapan.   Ramón  es   buen  amigo:   le  prestará 
el   Gai/liín,  un  colorado  s.ingre-linda,  que  da  gusto  verlo! 
Mañana  cuando  den  el   segundo  repique  ya   vendrá  por  el 
llano,  pensando  en  mí.  Hace  tanto  tiempo  que  no  me  ve! 
Ya  me  parece  que  lo  tengo  delante,  muy  plantado  y  muy 
guapo;  ya  me  parece  que  lo  veo  atravesar  la  plaza,  hacien- 
do caracolear  el  caballo.  De  buena  gana  me  iría  tempranito 
a   los  Alamos  para   columbrarlo  desde  allí;   y  cuando  em- 
pezara  a   subir  la   cuestecüla,   me  escondería   yo  entre   las 
matas  ])ara  mirarlo  a  mi  gusto,  sin  que  él  me  viera,  y  desde 
mi  escondrijo  gritarle:  Gabriel!  Gabriel!  A  que  no  espera- 
bas encontrarme  aqu!  O  cuando  él  pasara,  cantarle: 

25} 


<* 


R     A     F     A     E     L 


D     E     L     G     A     D     O 


JA  C       A       L       A       X       D       X       !        '. 

T.ni!  T.nil  Niini.  a  I ii  ¡utnia, 
Haiiiíindo    Aiuor   ísfJ    .  . 

Pero  no,  eso  es  imposible.  Vamos  a  dormir,  a  dormir, 
p.u\x  lev  anearse  lue-o  que  Dios  mande  su  luz.  Si  me  duermo, 
ouo  no  me  dormu-é,  m.e  despertará  el  toque  de  alba.  Es  ne- 
cesario andar  de  prisa.  Temprano  arreglare  la  casa  para  qu' 
a  la  hora  de  almorzar  no  quede  nada  por  hacer.  No  ire  i 
la  i-lesia  hasta  ouc  dejen  la  misa.  Instalada  en  el  corred-r; 
veiL^  llegar  a   Ciabriel.   Ah,  señor  mío!   Hasta   que   nos   vol- 

\imos  a  ver! 

la  joven  se  durmió  dulcemente,  soñando  con  el  ebanis- 
ra.  Y  dicho  v  hecho:  antes  del  alba  ya  estaba  en  pie.  A  la> 
luieve  saco  aí  corredor  una  mecedora,  y  en  ella  tomó  asiente 

para  esperar  al  mozo. 

La   plaza  de  Xochiapan,  solitaria   como  un   páramo  du- 
rante  la   semana,   se   ve   muy   concurrida   los   domingos.   F>.¿ 
¿[a  es  el  t/cin;;nis,  y  de  la  Sierra,  y  de  las  cercanas  ranche- 
rías, acude  mucha  -ente:  unos  a  vender  y  casi  todos  a  com- 
prar, los  indios  traen  frutas,  semillas,  le-umbres,  y  hdvl'j- 
iiHi;  al-unos  ponen  a  la  venta  pañuelos  y   -eneros  de  .xVc^O'^ 
áon;    Otros,   luciendo  oficio   de   buhoneros,   andan   de   aqu' 
^^Mvx  allá,  ofreciendo  sus  baratijas:  espejos,  cuchillos,  collares 
d-:  cuentas  azo-adas,  estampas  de  santos,  agujas,  organillos. 
l\>do  pregonado  al   son   de   una   nausica  plañidera   y   monó- 
tona,  al   son   de   un   violín  de  apagadas  y   gemidoras   voce>. 
Los  rancheros  vienen  generalmente  a  caballo,  muy  afea- 
dos,   vestidos    de    blanco,  \on    sombrero    de    palma    y    bota> 
de  vaqueta  amarilla.  Llegan  a  ultima  hora,  oyen  misa,  hacer 
sus   compras,   v   después   de  echar   un   trago   con   sus   ami-o:^ 
V    compadres   en    la    tienda   mejor   surtida,   se    vuelven   a    su^ 
ranchos,  a  sus  ganados   y   a  sus  cafetales. 

Los  indios  levantan  el  campi>  a  medio  día.  Algunos  s- 
quedan  a  beber  aguardiente,  v  -c  retiran  al  caer  la  tarJ.v, 
en  completo  esi.uio  de  ebriedad'.  Asombra  ver  como  ixo  pa- 
recen d.-peñados  en  los  precipicios  por  cuyos  bordes  pa-ar. 
\acilaiues  \    rendido:»  al   peso  de  la   carga. 


1^ 


» I 


La  campana  llamaba  con  urgente  clamor:  cerrábanse  las 
riendas,  y  los  vendedores  dejaban  sus  puestos  al  cuidado  de 
.os  niños,  para  acudir  al  templo,  y  sólo  el  secretario  y  el 
maestro  de  escuela,  los  cshívitiis  fitcvti's  de  Xochiapan,  que- 
daban en  el  portal  de  la  casa  del  Ayuntamiento,  cuando 
apareció  en  la  plaza,  jinete  en  el  colorado  sangre-linda,  el 
ta.n  esperado  mancebo.  Apenas  pudo  verle  Carmen  que  a  la 
sazón  entraba  en  el  templo;  viole,  y  el  corazón  le  dio  un 
vuelco,  y  sin  cuidarse  de  que  alguno  la  observara  salude) 
al  ebanista,  agitando  el  pañuelo;  pero  Gabriel  que  no  ad- 
virtió el  saludo,  sigui(')  a!  paso  hasta  la  tienda  más  cercana. 
Cuando  Gabriel  entro  en  la  iglesia  llena  de  fieles,  la 
misa  había  empezado.  Una  murga  infernal  ensordecía  el 
recmto.  )•  el  Cura  entonaba  con  \  oz  Aibrante  y  sonora: 
¡Gloviíi  in  cxcclsis  Dcol 

Colocóse  el  mancebo  en  buen  lugar,  resuelto  a  oír  la 
misa  con  la  ma}'or  devoción;  pero  no  pudo  conseguirlo. 
Allí  cerca  estaba  (Carmen;  allí  estaba  la  mujer  por  quien 
hubiej-a  dado  cuanto  tenia,  hasta  la  \ida.  No  quería  verla, 
^  sm  e  nbar«;o  no  hacía  otra  cosa.  \'olvía  el  rostro  hacia 
el  altar,  y  sm  saber  como,  cuando  menos  lo  pensaba,  ya  te- 
nía los  ojos  fijos  en  la  doncella,  cu)m  linda  cabeza,  cubier- 
ta con  el  vci^ozo,  no  permanecía  quieta  un  solo  instante, 
\oIviéndose  a  todos  lados  en  busca  del  ebanista.  Gabriel 
procuraba  permanecer  oculto  detrás  de  la  estatua  de  San 
Isidro,  .]ue  colocada  en  una  mesa,  rodeada  de  velas  y  ác 
ZVAnács  ramilletes  de  rosas  de  papel,  le  servía  de  biombo. 
;A  qué  había  ido.^  1  staba  resuelto  a  reanudar  los  In- 
teirumpidos  amores?  C^edía  a  los  deseos  de  Carmen?  Había 
ido  a  mirarla,  no  qtieriendo  verla;  había  ido  a  Xochiapan 
arrastrado  por  unA  fuerza  irresistible;  pero  no  cedería.  Có- 
:-no  apartar  de  su  menioria  aquel  beso,  aquel  beso  tronado, 
qtie  él  no  había  oído  y  que,  sin  embargo,  para  él  resonaba 
como  una  injuria,  como  una  palabra  insultante  que  piílc 
-an-^re?  Y  va  la  JLibía  \  isto;  allí  estaba,  cerca  de  él,  bella 
como  nunca. 

Al   termina''  el   olicioj   al  ¡te   mise  cv/^  salió  Gabriel   de 

2)5 


2>4 


>  1 


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A       N      D      R      I 


V, 


prisa,  de  modo  que  cuando  los  fieles  volvían  al  mercado  ya 
el  estaba  a  punto  de  montar.  Al  cruzar  la  plaza  se  encon- 
tró con  unos  rancheros  amigos  suyos,  muy  amables,  los 
cuales  le  invitaron  a  tomar  una  copa,  y  luego  a  comer,  al 
rancho  que  no  estaba  distante.  Accedió;  necesitaba  dis- 
traerse. 

Para  salir  de  la  plaza,  rumbo  a  la  casa  de  sus  amigos, 
era  preciso  pasar  por  el  costado  de  la  iglesia,  casi  entre  las 
illas  de  los  vendedores. 

II  Cura,  doña  Mercedes,  Angelito  y  Carmen  estaban 
en  el  cementerio.  Gabriel  no  quiso  ni  se  atrevió  a  saludar 
a  su  amada;  volvió  el  rostro  a  otro  lado,  pero  pudo  observar 
V  sentir  la  mirada  de  aquellos  ojos  ardientes  fija  en  él,  una 
mirada  profundamente  triste,  que  le  llegó  al  corazón. 

Después  de  la  comida  regresó  al  pueblo  para  tomar  el 
ca!nÍ!io  de  Pluviosilla.  Los  rancheros  quisieron  hacerle  com- 
pañía; pero  él  no  la  aceptó.  Quería  estar  solo,  solo,  para 
meditar  en  un  pensamiento  que  hacia  varias  horas  le  per- 
se.i^uía. 

— Me  ama  I — iba  pensando  al  entrar  en  el  pueblo — Me 
nmal  Pobrecil'a!  He  sido  cruel  con  ella  .  Debo  perdo- 
narla por  qué  no?  Seré  generoso,  lo  olvidaré  todo.  . 
Las  encrgicas  resoluciones  del  mancebo  se  tornaron  en 
un  scinin:ier;to  de  tierna  compasié)n.  La  dignidad  y  la  alti- 
\c/,  de  las  cuales  diera  un  nvjs  antes  tan  nobles  muestras, 
cedían  ahora  a  los  inunilsos  del  corazón.  x\'o  podía  más. 
C  ar;ian  fiun (aba;  triunfaba  el  amor. 

— Líab^-aré  con  ella,  sí,  le  hablaré;  le  diré  que  la  amo 
c.i  toda  v.ú  :i\n^A\  aue  no  puedo  olvidarla;  que  no  puedo 
Mvir  sin  eiL.I  Le  dné  que  la  perdono;  que  volvereirxos  a 
ser  f jilees.  Pobre. ita!  í'siá  pAHda,  enferma.  .  .  Yo  no  quie- 
ro aiinxMU.ir  su  des-racia. 

Al  fin  de  la  calle,  por  doivJe  a  la  sazón  caminaba,  \  ió 
e^  ebanista  dos  de  a  caballo:  uno  a  ¡a  inglesa:  el  otro  en 
silLi  vaouera.  Por  el  aspecto,  gente  de  Pluviosilla. 

Los  jinetes  se  detu\  ieron  a  una  cuadra  de  la  casa  cural. 


256 


RAFAEL 


DELGADO 


El  que  vestía  de  charro  se  bajó  del  caballo,  y  recatándose 
avanró  a  lo  largo  de  la  cerca. 

Una  horrible  sospecha  pasó  por  la  mente  del  mancebo. 
No  tardó  en  conocer  al  cauteloso. 

Mientras  éste  seguía  en  acecho,  como  esperando  una 
seña  para  acercarse,  Gabriel  tomó  por  el  callejón  de  la  de- 
recha, luego  volvió  bridas  hacia  la  izquierda,  y  cruzó,  paso 
a  naso,  frente  a  las  ventanas  de  la  casa  cural,  a  tiempo  que 
Rosas  hablaba  con  Carmen  en  la  reja. 

Su  primera  idea  fué  matar  a  su  rival,  como  a  un 
perro,  y  luego  a  la  infame  que  le  engañaba  de  ese  modo.  .  . 
pero    .      estaba  desarmado! 

Maldijo  de  su  mala  stierte,  vaciló  un  instante  entre  que- 
darse o  irse,  y  por  fin,  azotando  al  caballo,  siguió  casi  a 
galope,  por  el  camino  de  Pluviosilla. 


257 


la  C.-:Kindri.i,  s> 


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XXXIV 


ROSAS  V  Muérdago  pasaron  el  resto  de  la  tarJe  trin- 
cando con  er  secretario  y  el  maestro  en  la  casa  municipal  de 
Xochiapan.  Al  obscurecer  entraban  en   Pluviosilla. 

Chico: — decía    Pepe — hicimos    el    viaje    inútilmente. 

^'  wiya  si  hav  terreno  de  aquí  a  Xochiapan!  No  te  quepa 
la  uKMior  duda:  el  clerizonte  ha  cambiado  a  la  muchacha. 
Desengáñate,  Míster:  esas  aves  nei;ras  del  romanismo  do- 
minan el  mundo  desde  el  confesonario.  Tu  no  quieres  creer- 
lo porque  tienes  sangre  de  mocho.  No  puedes  olvidar  que 
tu  padre  fué  Comisario  Imperial.  Eres  rico,  y  los  ricos  son 
por  instinto  aristócratas,  de  trono  y  altar.  Aunque  no  lo 
quieras  confesar  tienes  todavía  los  resabios  del  cole-io  . 
\    sobre   todo,   Albertín,   eres   rico  Si   yo   lo   fuera! 

— Serías  monarquista!  La  palomita  está  vanada;  pero 
yo  no  creo,  como  tu,  que  ese  cambio  sea  debido  a  las  m- 
fluencias  del  cura. 

— Ese  clérigo  es  hombre  listo!  No  lo  has  oído  predi- 
car.' Pues,  chico,  es  hombre  que  lo  entiende;  habla  bien. 
I  s.q  iiente  de  corona  sabe  de  qué  color  es  el  aircl  No  lo 
Judes,  tiene  fanatizada  a  tu  Dulcinea. 

— Para  tí  todo  lo  malo  que  pasa  en  el  mundo  es  causado 
por  los  clériiTOS.  .  .  Ya  te  vas  pareciendo  a  tu  amigo  Ju- 
rado  Desde    que    heredaste   la    enrouüeJiila,    como    dice 

Cortina,  te  has  puesto  insufrible.  El  mejor  día  te  haces  re- 
dactor de  Fl  RadicaL 

— Alto  el  fueiro,  Míster!  Unos  son  los  de  la  lama,  y 
otros  .  .  Todos  me  hacen  cuco;  todos  se  burlan  de  mí: 
dicen  que  jurado  me  dejó  la  carga  y  tú  eres  el  apro- 


>  echado.  Tú  rompes  los  platos,  y  yo  los  pago,  tú  er 


.->  el  de 


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\     E 


DELGADO 


2)8 


los  lío^.  '/  yo  el  de  la  fama.  Bueno!  Bueno!  Para  eso  está 
A   sufrxio  de   Pepe!    Para   eso   sirve   el   pobre   de  Cuchares! 

—  la.  ja,  ja,  ja! — prorrumpió  Alberto,  riendo  a  carca- 
jadas. 

l-a^:a  aquel  punto  las  cabalgaduras  iban  apareadas.  El 
camino  principiaba  a  ser  pedregoso,  como  en  todos  los  arra- 
bales Ce  Pluviosilla,  y  Muérdago  se  atrasó  unas  cuantas 
\  aras.  A   poco  logró  alcanzar  a  su  compañero. 

— Si  mañana, — continuó  Pepe,  reanudando  la  conver- 
sación— si  mañana  Carmen  levanta  el  vuelo  y  se  escapa 
contigo,  ya  verás  lo  que  dicen  todos:  Muérdago!  Muér- 
dago ;E1  tenía  que  ser!  ;No  saben  ustedes  lo  que  ha  hecho? 
^•No?  Pues  sedujo  a  una  joven;  asaltó  la  casa  del  Cura  de 
Xochiapan.  .  .    y  se  llevó  la  [neiidal 

— Ja.  ja,  ja,  ja!  Y  tú,  que  eres  un  buen  amigo,  cierras 
el  pico,  y  no  dices  ni  sí,  ni  no! 

— "1    pierdo  sin  jugar.  Todo  por  mis  amigos!  Valientes 

amigos  ü 

— Por  eso  te  queremos  todos.  Y  no  te  hagas  el  inocente, 
que  bien  sabemos  tus  fechorías.  Tú  sabes  la  Biblia,  chico, 
íiencí  n^undo,  experiencia,  y  nadie  te  engaña.     . 

1  o^  jóvenes  detuvieron  los  caballos  para  dar  paso  a  un 
coche  ce  alquiler,  que  a  la  sazón  venía  avanzando  lenta- 
mente por  el  centro  de  la  calle  desempedrada  y  lodosa. 

— Y  dime,  Albertín, — prosiguió  Pepe,  luego  que  pasó 
el  carruaje — abandonas  el  campo? 

— Qué  hacer!  Está  muy  arisca.  Ya  lo  viste:  si  no  es 
por  el   muchacho  ni   siquiera   la  veo.   Muchacho  más  listo! 

— Pero  vamos.  Que  te  dijo  Carmen? 

— Me  despachó  con  cajas  destempladas,  y  hasta  me  ame- 
i\az(')  con  llamar  al   cura. 

—  /Entonces   a    qué    salió?  * 

— Xo  salió.  Estaba  en  la  reja.  El  chico  me  hizo  una 
seña,  ^  me  acerqué.  No  hubo  manera  de  escapar.  Estaba 
mirando  un  retrato 

— El  retrato  del  clerizonte!  Aquí  hay  intríngulis,  Mís- 
icr .        Ese  fraile  sabe  a  su  casa.  .  . 

259 


^ 


V 


CALA 


•»    T 


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D       R       I 


I'. 


— Tienes  una  lengua  de  víbora,  Cíí chaves! 

— lengua  de  víbora?  Sigue    .  . 

— Xo  tuvo  escapatoria  .  .  Y,  chico:  que  no.  y  que  no; 
que  no  volviera  yo;  que  lo  pasado,  pasado;  que  ya  no  me 
euiería,  y  que  no  volviera  \o  a  molestarla;  que  ib.i  yo  a  cau- 
sar disgustos  al  cura.  .  . 

— Siem.pre  el  cura!  ,  '         . 

— Insistí,  rogué,  suplique;   pero  ella,  en  sus  trece!   Vá- 
AMse  usted!  Vávase  usted!  ...  .  decía.  Y  para  remaro  de  cuen- 
tas, a!  \  er  oue  no  qui^e  irme,  me  dio  el  portazo. 
-Chico,  no  le  des  vueltas  al  asunt 


o .  .  .  En  L;:o  sí  pue- 
de decirse  como  en  la  comedia:  aquí  .\n¿.\  la  m.ip.o  «.le  cloii- 
Wiicaiiii!  Aquí,  anda  la  mano  del  clérigo! 

— \o,  Cnclhivcs.  Yo  así  lo  dije  en  la  carta,  puro  r.o  lo 
crea^.  Lo  que  pasa  es  que  la  muchacha  comprende.  .  .  (y 
tiene    ra/onj    que   yo   no   lie   de   casarme    con   elíi  Olió 

ei  queso,  }'  dice:   nones! 

— \  as  a  levantar  el  campo? 

— Pues  lo  dejare.  .  .  l.l  gusto  será  para  Carlos  .  .  No 
\\\s  obsersad'j  que  no  está  por  el  artículo?  Cue>t;    n  de  fa- 


nulia. 


-0\e,  Míster:  qué  apue^t.;<^  a  que  si  Q-ycn^.cw  sale  de 
la  ca^.i  de!  i  ralle,  se  ablanda,  )'  entra  al  qmcrof 

— Crees?  ' 

— Que   ."¡puestas? 

— Ya  y'io  claro,  chico,  y  no  traga  el  anzuelo,  li^tá  en  su 
derecho. 

— Qué  apuestas  a  ciuc  si  sale  de  allí  se  ablanda? 

— l:n  eso  está  el  busilis!  La  env^^resa  me  parece  difici- 
hlla... 

— Qué!  Ls  de  lo  más  fácil'  \''amos,  apuesta:  un  al- 
muerzo? 

— Apostado. 

— ;(^on  cLuíiu pa^iic? 

— Como  til  gustes. 

— Corriente.  Yo  te  respondo  que  dentro  de  — y  casi 
entre  dientes  hizo  una  cuenta  de  días. — Yo  respondo  que 

260 


R     A     ¥     /\     L     L  DELGADO 

antes  del  quince  de  no\  iembre  la  Calandria  está  en  Plu- 
viosilla. 

— Y  laego? 

— Almorzaremos  espléndidamente. 

— Y  Lici^o? 

— Fso  es  cuenta  tu\a.  Sólo  me  comprometo  a  que  salga 
de  Xochi.ipan! 

— Cómo? 

— Ese  es  mi  secreto. 

— Ah!  Un  pcirraíito  en  el  periódico.  .  .  no  es  eso?  Ra- 
zón tengo  para  decir  qu ,'  acabarás,  en  redactor  de  El  Radi- 
cal. C^uidado  con  lo  oue  vas  a  decir.  Cuchares! 


¿: 


-No    tenidas    cuidado 


ibre 


1  j.-. 


que   tu   nombre   no   saiura   a 


.inzar. 


— Así   lo  entiendo;   pero  tú  eres  muy  capaz  de  calum- 
niar al  cu'a    .  .   \'  e-,o  sería  luia  iniquidad,  una  cobardía.  .  . 


-Eso  va  de  mi  ciien.ta, 


— Sí,  eso  sería   villano    .  . 

— Temes  perder  la  apuesta.^  El  trato  es  trato.  .  . 

— Y  no  lo  desato.  Lo  dich.o,  dicho! 

Los  jiiK'tes  se  apearon  en  la  casa  de  Rosas,  y  niienrras 
el  caballeri^igo  paseaba  las  cabalgaduras,  los  jóvenes  se  iue- 
ron  a  pasar  el  tiempo  a  la  cantma.  Allí  ios  aguardaban  Al- 
cibiades  y  C.ii  '-os. 


261 


y 


L      A 


A       X      D       R       1      A 


R     A     F     A     E     L 


DELGADO 


XXXV 


rSl-  di.i  llegó  fuiMclo  de  la  Cost.i.  Kl  Juez  de  Tuxtla 
quedaba  amaestrado  en  ios  tiquismiquis  de  la  tramitación, 
y  el  tinterillo  tornaba  a  sus  lares,  al  romántico  amor  de 
Malenita,  a  los  trabajos  del  empleo,  y  a  las  brillantes  y  glo- 
riosas labores  del  periodismo. 

Ya  los  amables  lectores  de  Rl  Radical  echaban  de  me- 
nos las  lucubraciones  de  don  Juan.  Aunque  muchacho  de 
porvenir,  y  digno  y  aprovechado  discípulo  de  su  jefe  in- 
mediato, Arturito  Sánchez  no  había  sabido  mantener  el 
interés  del  semanario.  El  escribientillo,  que  había  dejado  los 
estudios  para  meterse  poeta,  no  servía  para  escribir  un 
periódico  serio.  Hacia  sueltos  y  gacetillas,  pero  débiles  e 
insulsos.  Su  fuerte  eran  los  versos,*  las  décimas  rimbom- 
bantes y  las  odas  sibilinas;  los  hemistiquios  hiperbólicos  y 
las  sandeces  nebulosas  que  tan  bien  se  adunan  al  patriotismo 
rimado  El  periódico,  falto  de  artículos  de  fondo  y  so- 

brado de  coplas,  iba  decayendo.  Diez  personas  habían  deja- 
do la  subscripción  en  Pluviosilla,  y  otras  tantas  de  fuera 
respaldaron  las  libranzas  postales,  alegando  que  no  habían 
lleeado  a  sus  manos  muchos  números.  Esto  era  muy  grave: 
a  ese  paso  el  periódico  moriría  en  pocos  meses.  Los  amigos 
de  jurado  v  sus  compañeros  de  monipodio  se  quejaban  de 
que  lílRadical  no  publicara,  como  en  otro  tiempo,  con  au- 
xilio de  un  pastor  protestante,  anicricanizaJo  de  pies  a  ca- 
beza, y  furibundo  roedor  de  encíclicas  papales,  aquellos 
célebres  artículos,  levantados  y  briosos,  elocuentes  y  terri- 
bles, a  los  cuales  debía  el  semanario  la  fama  y  el  renombre 
de  que  gozaba  en  la  República,  particularmente  en  ciertos 
Estados  de  la  frontera. 

262 


Si  la  pluma  del  tinterillo  corría  sin  tropiezo,  asentando 
declaraciones  y  comparecencias,  redactando  exhortos  y  expi- 
diendo citas,  a  la  hora  de  escribir  un  editorial,  suelta,  lige- 
ra, envidiable,  ni  la  verdad  la  detenía,  ni  la  gramática  le 
marcaba  el  alto. 

!Qué  aplomo  para  tratar  de  los  asuntos  más  difíciles! 
Qué  suficiencia  la  suya  para  desmenuzar  los  dogmas  y  las 
ínstitucioies  católicas!  Que  pasmosa  erudición  cuando  to- 
maba por  su  cuenta  a  los  Papas!  Citaba  hechos  y  autores; 
hacía  los  paralelos  históricos,  al  volar  de  la  péñola,  y  pe- 
netraba, con  audacia  de  benedictino,  hasta  lo  más  hondo 
de  la  historia  eclesiástica,  siempre  lleno  Je  brío,  siempre 
declamando. 

Y  qué  estilo!  Aquello  sí  que  era  estilo!  Galano,  flo- 
rido, brillante!  Malenita  contaba  en  el  patio  que  Jurado  le 
había  bebido  los  alientos  a  Castelar.  Para  el  tinterillo  no  te- 
nía escollos  el  idioma,  ni  arcanidades  la  ciencia,  ni  obscu- 
ridades la  historia,  ni  había  libros,  ni  era  necesario  estudiar. 
Libros?  Quiá!  No  tenía  tiempo  de  leerlos!  Su  biblioteca 
estaba  en  los  periódicos,  en  el  cambio,  en  el  cambio  inmenso 
con  que  todos  sus  colegas  del  país  y  del  extranjero  favore- 
cían a  El  Radical.  Para  Jurado  no  había  dificultades:  fingía 
comunicados,  fraguaba  correspondencias,  inventaba  redac- 
tores incógnitos  y  colaboradores  asiduos. 

Como  polemista  no  tenía  rival.  En  eso  había  que  verle: 
enérgico,  altivo,  sin  conceder  a  sus  contrarios  lo  más  míni- 
mo,  tratándolos  con  desdén  olímpico,  sin  rendirse  jamás. 
A(juí  quedamos; — escribía  siempre  al  terminar  una  con- 
troversia,— aquí  quedamos,  en  la  brecha,  alta  la  sien  y  mu- 
cbo  más  alta  nuestra  hermosa  bandera! 

Ordinariamente  la  tomaba  con  los  clérigos,  y  contra 
ellos  desahogaba  todas  sus  iras,  máxime  ctiando  empuñaba 
la  pluma  después  de  una  reyerta  con  su  romántica  compa- 
ñera. Entonces  escribía  por  estilo  jocoso  unos  sueltos  con 
mucha  sal  y  pimienta;  párrafos  que  eran  una  delicia  para 


^Llgdale^.a. 


263 


A 


C       A 


N       D       R 


RAFAEL 


DELGADO 


Trabajaba  don  Juan  en  la  redacción  cuando  se  presentó 
Muérdago.  Arturito,  paseándose  a  lo  largo  de  la  pieza,  en- 
cendidos los  ojos,  revuelto  el  cabello,  húmeda  la  frente  con 
el  sudor  de  la  inspiración,  buscaba  consonantes. 

— Se  puede? — dijo  Pepe,  asomándose  por  la  puerta. 

Nadie  respondió.  El  alma  del  vate,  poseída  del  Numen, 
vagaba  por  los  espacios  siderales  en  busca  de  rimas  astronó- 
micas, y  don  Juan  ponía  en  tortura  su  talento  para  de- 
mostrar que  San  Pedro  no  estuvo  nunca  en  Roma. 

F.n  las  primeras  cuartillas  lanzaba  una  tremenda  filí- 
pica contra  el  Vaticano,  v  luego,  tras  de  muchos  pcfrin/s- 
jiios  \  Ihiiil/iiisiJios,  y  después  de  citar  los  nombres  de  Baur 
V  de  Mcverhoff,  de  Schewegler  y  de  Zeller,  aprendidos  ese 
mismo  á'\:\  en  no  sé  qué  folleto  protestante,  quiso  entrar  en 
materia.  Y  allí  empezaron  los  aprietos  )'  dificultades.  Es- 
cribía un  párrafo,  y  le  tachaba;  volvía  a  escribirle,  y  le 
\oi\'ia  a  tachar. 

— So  puede? — repitió  en  vano  Muérdago;  ninguno  le 
oía.  Id  poeta  andaba  en  aquel  momento  por  el  Can  mavor, 
empeñado  en  robarse  a  Sirio  para  encajarle  en  un.\  décima. 
I!  peri«)dista,  alta  la  pluma  y  fruncido  el  entrecejo,  decla- 
maba en  \  oz  baja  un  periodo  majestuoso  y  punticomado. 

— Caballeros.  .  .    buenas  noches! 

— Adentro! — contestó  el  tinterillo,  dejando  la  pluma 
impacientado  y  poniéndose  la  mano  sobre  las  cejas,  para 
\cr  quien  ci'j.  el  impofruno  que  \'enía  a  interrumpirle  en 
si!s  LU^orj^  dj  crítico. — Que   se  ofrece? 

— Acaso  lie.ro  a  mala  hora.  .      Está  usted  ocupado  v.     . 

— Aii!  Si  eres  tú,  Pepillo!  Tanto  gusto  de  v-jrte!  Ya 
Male  n^<'  clió  anoche  tus  recuerdos    .  .   Acerca  esa  silla    .  . 

— '.i^nio  haber  llegado  en  momentos  en  c|ue,  sin  duda, 
esta  i:-íed  procurando  uno  de  esos  artículos  de  sensación 
que  K)s  luctc^res  de  1.1  RíU¡/(íí!  saboreamos  alegremente.  A 
su  tíentpo  tendré  el  placer  Je  felicitar  al  autor.  Ya  \eiemos 
qué  novc;lades  nos  trae  usted  de  la  Costa. 

— Gracias,   Pepillo,   gracias!    Eres   muy   amable!  .  .  .    Es- 

264 


toy  escribiendo  un  editorial,  que.  .  .    ya  verás!.  .  .    ya  ve- 


ras: 


— No,  amigo  mío:  a  cada  cual  lo  suyo  y  justicia  para 
todos.  Qué  tal  fué  de  viaje?  ^ 

^  — Bien,  Pepillo,  bien!  Tuve  que  trabajar  con  el  abogacro 
lo  que  no  es  decible.  .  .  Estaba  a  raja!.  .  .  Pero.  .  .  que 
quieres,  chico!  Me  lo  recomendaron  del  Tribunal.  .  .  Vamos, 
vamos.  .  .  qué  se  te  ofrece! 

Muérdago  volvió  la  cara,  temeroso  de  que  alguien  es- 
cuchara lo  que  iba  a  decir.  El  poerílla  estaba  en  la  acera,  pi- 
diendo a  las  constelaciones  una  palabra  terminada  en  irio. 
Ya  Sirio  fulguraba  en  el  séptimo  verso  de  la  espinela. 

Aquí  le  traigo  a  usted — dijo  el  parásito,  quedo  y  con 
sonrisa  maliciosa,— un  parrafejo  para  el  periódico  del  do- 
mingo. Se  trata  de  un  asunto  que  me  interesa.  .  . 

— Veamos! — exclamó  el  tmterillo,  tomando  un  papel 
que  le  presentaba  Pepe. 

— Eo  Que  en  él  se  dice  es  rigurosamente  exacto. 
.Jurado  leyó  hasta  el  fin,  y  exclamó: 

Es  posible.'  Esto  es  atroz!  Quién  es  ese  fraile? 

— Un  tal  González.        Uno  de  tantos! 
— Ah!  El  predicador!  Buenas  ganas  que  le  tengo.        Es 
audaz  como  pocos! 

— Así  son  todos  esos  pájaros! 
— Déjate,  Pepillo!  Hasta  que  le  pesqué  una! 
"  '    Don  Juan  volvió  a  leer  el  pliego. 

De  suerte  que  ese  fraile  tiene  la  culpa  de  que  la  jo- 
ven no  se  case? 

Ki  más  ni  menos.  El  novio  es  amigo  mío,  ya  no  sabe 

qué  hacer,  y  le  dije:  Calma!  Calma!  Yo  veré  al  amigo  Ju- 
rado, V  ya   verás 

\  'sí  que  vera! — interrumpió  el  tinterillo. — Esto  vie- 
ne que  ni  de  molde.  Eigúrate  que,  durante  mi  ausencia,  Ar- 
turillo  no  ha  hecho  más  que  publicar  coplas  y  más  coplas  . 
Eos  am.o^os  y  los  subscriptores  están  descontentos.  .  Con- 
viene  da^rle    al    periódico    mayor   interés.    Saldrá    tu    suelto, 

265 


m 


L       A 


C       A       L       A       X       D       R       I 


A 


saldrá.  \'o\'  a  hacerle  unas  cuantas  correcciones,  de  estilo 
Ya   verá  el  predicadorcito  que  le  sabemos   todis  sus  picar- 
días   .  . 

Xo  le  quedarán  g?,n.\<;  de  volver  a  sus  cofifcvcuc'uu,  ni 
a  citar  latines,  ni  a  decir  tantas  necedades  de  los  libres 
pensadores.  \'a  a  caer  tu  suelto  entre  los  fanáticos.  .  .  co- 
jno  ima  bomba! 

— Quiere  usted  que  lo  firme  \'o? 

— No,  Pepillo,  no  es  necesario.  Tu  suelto  no  trata  de 
política.  Además,  ya  sabes  que  cuando  yo  acepto  un  escri- 
to }'o  respondo! 

— Pues  mil  gracias,  amigo  mío.  . -.  y  adiós!  No  quiero 
quitar  a  usted  su  tiempo.     .         . 

— Espera. 

Don  Juan  leyó  otra  ve/  el  suelto.  y\l  concluir,  dijo  ma- 
liciosamente  a.  su  oficioso  colaborador: 
— Y  la  chica    .      es  guapa  .^ 

— Que  si  es  guapa!  De  lo  que  hay  poco!  Un  palmito 
de  ¡H\  pe,  y  doble  u. 

— Usted  la  conoce  bien!  Se  trata  de  Carmen,  de  la  Ca- 
¡íUidria,  la  hija  de    .  . 

—No  me  digas  más,  Pepillo.  Algo  de  eso  me  contó  ano- 
che Male  No  te  parece  que  será  bueno  arreglarle  al- 
go        algo  así,  como  de  un  conato  de  seducción?" 

— Lo  que  usted  quiera.  El  objeto  es  que  el  curíta  ese, 
asustado  con  la  grita  que  se  levante,  no  retenga  más  a  la 
muchacha,  y  la  deje  volver  a  Pluviosilla. 

— Comprendo!  Comprendo! 

—Pues  gracias,  don  Juan,  gracias  y  hasta  más  ver! 

— Que  te  vaya  bien,  Pepillo!  Ya  sabes  que  el  periódico 
está  a  tu  disposición  .  Lo  que  tú  quieras.  .  .  Eres  de  los 
nuestros! 

Salía  el  parásito,  cuando  don  Juan  le  gritó: 
—Dispensa.        Oye:   si   vas  por  allá,  dile  a  ésa  que  no 
me  aguarde  a  cenar    .  . 
•" — Con  mucho  susto! 

266  *     ■ 


*íi 


R     A     V     A     L     L     .  DELGADO 

Retiróse  Muérdago,  y  el  tiiucrillo  volvió  a  su  artículo. 
Siquio  escribiendo,  y  tachando,  volviendo  a  escribir  y  vol- 
viendo a  tachar.  Por  fin,  plagió  escandalosamente  los  di- 
chos del  folleto  metodista,  en  que  había  leído  lo  del  pcfri' 
}i!Siiiü  y  lo  del  pJiilifJismo,  y  ni  así  consiguió  lo  que  quería, 
esto  es,  probar  que  San  Pedro  no  cstu\o  nunca  en  Roma. 


■ifi' 


'^  ¿L    " 


y 


L       A 


CALANDRIA 


XXXVI 


1-STABA  Carmen  en  la  Plaza  con  doña  Mercedes, 
¡naciendo  las  compras,  cuando  los  dos  amiiros  Ucearon  a  Xo- 
c'iiapan.  ios  jóvenes  fueron  directamente  a  la  Casa  Mu- 
nicipal en  busca  del  secretario.  Allí  dejaron  las  cabaiira- 
cíuras,  V  salieron  Kiecro  rumbo  a  la  ii^lesia. 

i..\  )oven,  que  no  esperaba  a(]ueila  visita,  sintióse  al 
verlos  sobrecogida  de  súbito  e  inexplicable  miedo,  v  pre- 
textando no  se  qué  cosa  se  volvií)  a  la  casa. 

1  os  caLneras  entraron  en  el  templo,  y  a  poco  andaban 
recorriendo  el  mercado,  deteniéndose  en  cada  puesto,  y 
dirigiendo  a  las  indígenas  vendedoras,  preguntas  inútiles  y 
bromas  de  mal  gusto,  Al  pasar  junto  a  doña  Mercedes  la 
saludaron  atentos  y  respetuosos.  Atrajeron  la  atención  de 
la  ai-iciana,  a  la  cual,  por  lo  amables  y  comedidos,  le  pare- 
cieron un  dechado  de  iinura  y  cortesanía,  iban  y  venían 
de  avjuí  para  allá,  sin  perder  de  vista  la  casa  cura!.  Como 
no  \ier,^.n  a  la  joven,  renegaban  del  encierro  a  que  la  te- 
nía condenada  el  cura  de  Xochiaoan. 

Doña  Mercede-  no  reparo  en  que  rondaban  ¡a  casa,  y  al 
\()I\ei-  de  compras,  cuando  \aciaba  en  la  mesa  del  comedor 
Ía  cesi.i  del  recaudo,  di  jóle  a  C^armen: 

— \  isie  a  esos  jóvenes  qtie  lian  llegado? 

— Si,   señora. 


■ — 1  (>s  conoces? 


— bos  he  \isto  en  Pluxiosilla,  pero  no  sé   su   noir.bre. 

—  ficnen  aspecto  d^^  ser  muy  am;.b!es  y  íir.os 

— Sí,   señora. 

I. a  ¡osen  se  retir(')  a  los  departamentos  intei-iores.  Tíuía 
de  Alb.  rto.  i.e  conocía;  sabía  que  era  decidido  v  audaz, 
}    ']L!¡sj  e\itar  que  hablara  con  ella.   Wilid   más  permanecer 

268 


R     A     F 


A     E     L 


DELGADO 


en  el  comedor;  allí  estaba  segura,  hasta  allí  no  podía  pene- 
trar la  importuna  mirada  de  aquel  liombrc,  a  quien  c^!a 
— así  lo  pensaba  Carmen  en  aquel  momento — había  amado 
un  día,  ni  im  día,  una  sola  noche,  con  olvido  del  bueno  y 
cariñoso  de  Gabriel.  Pero  la  curiosidad  femenil  es  invenci- 
ble. 1  a  muchacha  se  dijo: 

— PücJo  verlos  sin  que  ellos  me  vean.  .  . 

— Y  se  fué  a  su  cuartito,  cerró  la  vidriera,  y  allí,  de- 
trás de  la  cortinilla,  sin  peligro  de  ser  vista,  se  puso  a  obser- 
var a  los  dos  amigos  que,  refugiados  a  la  sombra  de  un  fres- 
no,  niir.ihan   sin   cesar  liacia   la   casa,   conversaban  y  reíaii. 

— Qui:n  será  ese  jv)ven?  Yo  recuerdo  haber  visto  esa 
cara  .  En  qué  parte?  En  casa  de  Magdalena?  No,  porque 
allí  el  úni.o  de  los  amigos  "de  Alberto  a  quien  traté,  era  el 
escribicnnlio,  el  que  hace  versos.  En  el  baile  de  Solis?  Tam- 
poco. 

Quien  sabe!  Pero  ella  le  conocía.  Y"  por  cierto  que  era 
nun  antipático.  Guapo  y  elegante:  Alberto.  Qué  bien  le 
sentaba  ci  traje  de  charro!  No  tanto  como  a  Gabriel.  Este 
sí  que  tenía  cuerpo  para  lucir  un  pantalón  de  montar  con 
rica  botonadura  de  piala.  Alberto  era  muy  delgado,  y  a  los 
hombres  .->>!  no  les  va  bien  ese  vestido.  Pero,  en  cambio 
era  biun  r.^ozo.  Ikicnos  ojos,  barba  negra,  buen  tipo,  bonita 
fÍLiuri.  Realmente  Alberto  la  quería?  Era  un  calavera,  un 
perdido      .    Gabriel    lo   había   dicho,   y   Gabriel   sabría   por 

qué. 

Mientras  Carmen  pensaba  en  todo  esto,  los  jóvenes  can- 
sados de  observar  lo  que  pasaba  en  la  casa  del  Cura,  se 
fueron  paso  a  paso  hacia  la  tienda.  AJlí  estaba  el  secretario 
en  esj^era  de  ellos. 

Tomaron  unas  copas, — Carmen  los  vio  muy  bien  desde 
la  ventana — y  luego  pasaron  a!  Juzgado.  Allí,  sin  duda, 
iban  a  cerner,  porque  c!  conocido  indizticlo  entraba  y  salía, 
llevando  platos  )'  botj'ias.  . 

C¿ivrin  seguía  eji  la  ventana,  pero  ya  no  pensaba  en 
A.lberto.  No  podía  ol\  idar  al  ebanista. 

— \  :':;:■ — decía    para    sí — \ino,   pero   valía   más   que   no 

269 


/\ 


A       L 


A       X       D       R 


j 

i 


A 


K    A     7    A    E     L 


DELGADO 


\ 


auc 


luibiciM  vcniJo.  \  cndría  sin  duda  por  curiosidad,  porque 
no  puedo  convencerme  de  que  lo  ha}'a  hecho  por  el  afár¿ 
de  hablar  conmigo.  Pobrecillo!  l'stará  enojado  toJ.wía.  . 
Xo  cjuiso  \erme.  Bien  pudo  hacerlo  sni  que  nadie  I.j  notara. 
Lo*-  que  le  acompañaban  saludaron  al  Cura,  pero  el  no  ^c 
loco  el  sombrero,  ni  siquiera  volvi('>  la  cara.  Ah,  Gabriel! 
"Migues  con  tu  ori^ullo?  Sigues  con  tu  soberbia.^  Sé  ^enero^o 
una  ve/,  ui^ia  vez  sola,  con  tu  pobre  Carmen,  que  no  puede 
\i\ir  sin  ti!  Sé  generoso  esta  \ez,  y  luego  como  quieras 
altivo,  despótico,  como  un  re\'.  Asi  te  quiero,  aM 
\ miste  si  no  era  para  verme? 

Llamaban   a   comer.   Oíase  el    repique  de  los   ^  j 
el    cual    anunciaba   el   Cura    que   era    hoi'a    de   scnt 
mesa. 

C^armen  acudió  al  llamado.  Al  entrar  se  cnconrró  con 
Angelillo  que  venia  en  busca  de  ella.  La  joven  le  recibió 
con  una  caricia.  Estaba  agradecida,  muy  agradecida,  a  l.i 
jlicacia  de!  muchacho  para  cumplir  con  el  encargo  ci\c  cU.i 
le  dió  para  el  ebanista. 

— Oye, — dijo  el  chico  cautelosamente,  volvieno;»  el  ros- 
tro hacia  la  puerta  del  comedor,  temeroso  de  que  e  Cura  o 
doña  Mercedes  le  oyeran — viste  \'a  quién  está  ahí- 

— Kn  dónde? 

— En  el    íuzí^ado. 


i>:)s,   copí 
AiNe    a    1^ 


—No 


qujen 


— Adiós!  Alberto! 
—No. 

— Ahí  está.  LLice  un  rato,  cuando  pasé  por  .;.  tiend.i 
de  don  Roque,  me  llamó  y  me  dijo:  que  te  dijer  ■  vo  que 
deseaba  hablarte;  que  te  avisara;  que  a  eso  habí;,  venido 
jiada  más    .  .    Qué  le  digo? 

■ — Nada.  Que  no  has  podido  decirme  n¡  una  :\ilabr.>, 
porque  no  me  has  encontrado  sola  Que  delante  c.c\  padre 

y  de  doña  Mercedes  no  me  lo  habías  de  decir.  .  .  Cuidado 
con  lo  c¡ue  haces!  Viste  a  Gabriel? 

— Si;  se  fue  con  los  Llernández. 

270 


Ángel  quería  seguir  hablando,  pero  la  joven  le  hizo 
a  un  l.do,  y  entró  en  el  comedor. 

Al  terminar  la  comida,  Carmen,  contra  su  costumbre, 
no  se  levantó,  sino  que  se  quedó  conversando  con  el  Cura, 
V  con  doña  Mercedes.  Angelito  no  hizo  otro  tanto;  luego 
que  el  sacerdote  rezo  la  oración  por  los  difuntos  echó  a 
correr  hacia  la  calle. 

Carmen  recibió  m.al  las  súplicas  y  ruegos  de  su  adora- 
dor. Era  tal  su  angustia  al  ver  la  irritante  insistencia  de 
Alberto,  y  tal  la  congoja  que  le  causaba  pensar  que  doña 
Mercedes,  que  estaba  en  la  sala,  podía  sorprenderla  hablando 
con  Rosas,  que  no  reparó  en  Gabriel.  Cerró  la  vidriera,  y 
llena  de  miedo  tomó  asiento  al  borde  de  la  cama.  Allí  per- 
maneció largo  rato,  y  hubo  de  ser  preciso  que  la  llamara 
Eusebia  para  que  saliera  del  aposento.  Cuando  Rosas  apare- 
ció al  pie  de  la  ventana,  la  joven  estaba  mirando  el  retrato 

del  ebanista. 

Gabriel!  Era  su  amor,  su  esperanza,  su  vida. — Gabriel 
es  bueno, — decía — y  me  perdonará.  Volveremos  a  ser  feli- 
ces, y  si  él  lo  quiere,  que  sí  lo  querrá,  nos  casaremos.  Cía- 
rito,  muy  clarito  me  lo  dijo  mi  papá:  ''Si  mañana  se  pre- 
senta un  joven  bueno,  honrado,  trabajador,  aunque  sea  po- 
bre, di  meló,  no  importa,  todo  se  arreglará."  Que  yo  consiga 
ver  a  Gabriel  contento,  satisfecho  como  antes,  y  todo,  todo 
se  lo  digo  a  mi  papá.  Esta  noche,  cuando  todos  estén  reco- 
gidos^, le  escribiré  a  Gabriel  una  carta.  Si  yo  supiera  escribir 
y  redactar  como  Malenita.  No  importa:  le  diré  lo  que  siento 
y  eso  basta.  El  no  verá  más  que  el  cariño  que  le  tengo. 
Vale  que  tampoco  él  escribe  bien! 

Efectivamente.  Esa  noche,  al  volver  de  la  iglesia  fué  a 
la  recamara  del  Cura,  sacó  del  cajón  de  la  mesa  un  pliego 
de  papel,  le  pidió  al  monaguillo  tintero  y  pluma,  y  con  el 
mayor  cuidado  escribió  una  carta. 

Pobre  Carmen!  Puso  en  aquella  carta  su  alma,  su  vida. 
No  sólo  decía  al  ebanista  que  le  amaba,  que  le  adoraba,  sino 
que  después  de  recordarle  que  sólo  a  su  lado  había  vivido 
dichosa,  le  contaba,  una  vez  más,  y  del  modo  más  sencillo 

271 


L       A 


C      A       L       A       N       D       R 


A 


RAFAEL 


DELGADO 


i; 


V  conmovedor,  la  triste  historia  de  su  vida:  cómo  la  des- 
gracia la  perseguía  desde  la  cuna,  en  la  cual,  antes  que  los 
besos  benditos  de  su  buena  madre,  tuvo  las  lágrimas  de 
una  mujer  desventurada.  Le  recordaba  que,  a  pesar  de  ser 
hi'y.i  de  quien  era,  había  vivido  siempre  en  lucha  con  la  po- 
breza, con  la  miseria,  con  el  hambre;  trabajando  siempre 
y  siempre  vestida  como  las  hijas  de  los  jornaleros,  sobre 
todo  desde  que  Guadalupe,  irritada  por  el  casamiento  de 
don  Eduardo,  cortó  con  él  toda  clase  de  relaciones.  Traía 
a  la  memoria  del  ebanista  la  muerte  de  Guadalupe  que,  aca- 
bada por  el  trabajo  diario  y  penoso,  víctima  de  espantosa 
indigencia,  murió  en  la  miseria,  v  apelaba  a  los  sentimientos 
generosos  del  joven.  Le  pedía  perdón,  evocando  el  dulce 
recuerdo  de  m.ejores  días,  de  aquel  tiempo  en  que  Gabriel, 
tierno  y  enamorado, — así,  a  la  letra  lo  decía — ^í^nsuil?a  de 
i  crsc  en  los  ojos  de  su  aiuada  coiuo  en  un  espejo,  eu  acjue- 
líos  ojos  que  ahora  no  resalgan  de  llorar  por  él,  Y  para  con- 
cluir, con  todo  el  fuego  de  una  pasión  profunda,  con  toda 
la  expresión  de  un  alma  enamorada  hasta  el  delirio,  con  la 
ternura  dolorida  de  los  desheredados  de  la  suerte,  de  los 
desgraciados  y  de  los  infelices,  para  quienes  la  vida  es  un 
camino  sembrado  de  espinas,  un  cielo  siempre  obscuro,  con 
la  elocuencia  admirable  y  sencilla  de  los  pobres,  para  los 
cuales  no  hay,  por  larga  que  sea  su  vida,  más  que  un  solo 
momento  en  que  puedan  asegurar  la  felicidad,  le  pedía  per- 
don,  le  llamaba  e  implorando  compasión  le  rogaba  por  cuan- 
to fuera  para  é\  más  querido  y  más  santo,  por  doña  Pan- 
cha, por  su  padre  que  le  había  dejado  niño,  que  tornara, 
amoroso  y  reanudara  aquellos  lazos,  rotos  por  una  locura 
juvenil.  La  carta  estaba  empapada  en  lágrimas,  si  así  puede 
decirse  de  la  que  ha  sido  escrita  por  una  joven  tan  dolorida 
como  Carmen,  la  cual  puso  en  ella  la  suprema  y  última  es- 
peranza de  su  vida,  viendo  que  la  felicidad  se  le  escapaba 
j^ara  siempre. 

Al  cerrar  la  carta,  un  pensamiento  sombrío,  aterrador 
co'iio  la  muerte,  cruzó  por  la  mente  de  la  joven.  Pensó  que 
Gabriel  no  se  conmovería  al  leer  aquellas  lineas;  que  no  tcn- 

27  Z 


dría  para  ella,  a  quien  tanto  había  amado,  más  que  injurias 
V  ultrajes,  y  se  vio  sola  en  el  mundo,  sin  ilusiones,  sm  es- 
peranzas, cuando  hubiera  podido  ser  feliz,  tan  fehz! 

Carmen  enjugó  sus  ojos  y  cerró  la  carta.  Con  quien  la 
mandaría  a  Pluviosilla?  Con  quién?  El  criado  que  iba  toda.s 
las  mañanas  a  traer  el  pan  la  llevaría. 

Al  día  siguiente  se  levantó  primero  que  nadie.  \  ino  el 
mozo  a  recibir  órdenes  de  señora  Eusebia,  y  Carmen  con- 
siguió que  el  buen  hombre  se  comprometiera  a  dejar  la 
carta  en  la  carpintería  de  don  Pepe  Sierra. 

El  criado  cumplió  exactamente  con  el  encargo;  pero 
Gabriel  no  contesto  sino  hasta  dos  días  después. 


273 


A 


A      L 


X 


D       R       [      A 


J\ 


1     r     Á     E     L 


DELGADO 


XXXVI I 


A  la  una,  cuando  salían  a  comer,  llamó  don  Pepe  al 
ebanista,  y  alargándole  una  carta  le  dijo: 

— Si  ayer  no  hubieras  hecho  sa/i  hnics,  ya  esta  cartí 
estaría  en  tu  poder  .  Toma,  la  trajo  un  mozo,  y  encargo 
que  te  dijeran  que  mañana  vendría  por  la  contestación. 
Ustedes  sólo  piensan  en  correrla,  y  en  sacar  gallitos.  Anoche 
conocí  tu  voz;  pasabas  con  otros  calaveras  como  tu.  Vn 
buen  artesano  no  se  desvela  noche  a  noche  .  Cómo  han 
de  trabajar  a  las  derechas,  si  no  han  dormido  más  que  tres  o 
cuatro  horas!  Es  preciso  que  te  cases  .  .  Asi  entrarás  en 
juicio.  Vete  a  comer.  ,  , 

El  mancebo  escuchó  avergonzado  y  con  los  ojos  bajos 
la   reprensión  de  su   maestro. 

Ciertamente:  desde  que  la  Calandria  se  fué  a  vivir  a  la 
casa  de  Magdalena,  Gabriel  se  había  vuelto  de  lo  más  tras- 
nochador, y  rara  noche  no  la  corría  con  Enrique  o  con  otros 
amigos  de  las  mismas  costumbres  y  aficiones.  Acaso  el  in- 
feliz muchacho  buscaba  el  bullicio  y  la  charla  para  olvidar 
sus  penas. 

Salió  de  la  carpintería  a  cuya  puerta  le  aguardaban  los 
compañeros  para  tomar  la  copa. 

— Anda,   vamos  a  caldearla    .  . 

— Vamos  — respondió  el  mancebo,  guardándose  la 
carta  en  el  bolsillo  de  la  blusa,  sin  atreverse  a  leerla  en  pre- 
sencia de  sus  amigos,  temeroso,  sin  duda,  de  que  éstos  qui- 
sieran enterarse  de  quiénes,  cómo,  de  dónde  y  por  qué  le 
escribían.  Para  los  compañeros  d<í  taller  todas  las  carras 
contenían  un  secreto  amoroso. 

No  pudo  resistir  el  deseo  de  saber  de  quién  era  la  que 
tenía  en  el  bolsillo  y  mientras  los  jóvenes  pedían  su  co'^x, 

2-4 


i/ 

% 


UPO»;  tequila  y  otros  anisete  con  catalán,  abrió  la  carta,  y 
VIO  en  sorpresa  que  era  de  Carmen.  Aquel  papel  que  venía 
cuando  menos  se  le  esperaba,  era  una  prueba  del  cmismo  y 
de  la  desvergüenza  de  la  joven.  El  ebanista  ansiaba  saber 
]o  que  la  muchacha  pretendía,  pero  fué  preciso  esperar  a 
que   cada   cual   cogiera   su   camino.  ..     j     " 

•Al  fin  se  halló  solo,  y  andando,  ancLmdo,  deteniéndose 
-^.quí  volviéndose  a  detener  allá,  levantado  el  sombrero, 
con  emoción  visible,  trémulo  de  cólera,  de  asombro  en 
.^sombro,  se  l^yó  las  cuatro  cuartillas. 

La  maldad  de  Carmen  no  tenía  nombre!  Quien  lo  hu- 
biera creído!  Ni  una  palabra  para  disculparse  de  lo  acae- 
cido la  víspera,  de  lo  que  él  mismo  había  visto  en  Xo- 
chiapan! 

Colérico,  rabioso,  sin  que  la  sentida  carta  de  la  ¡oven 
calmara  en  lo  más  mínimo  su  justa  indignación,  estrujó  el 
papel,  exclamando:  .  . 

—Contestaré,  sí,  contestaré,  para  decirle  cuanto  se  me- 


rece 


\ 


Entró  en  la  casa,  dejó  el  sombrero,  y  sin  decir  palabrí 
se  sentó  a  la  mesa.  Durante  la  comida  no  despegó  los  labios, 
iln  vano  doña  Pancha  procuró  inquirir  la  causa  del  mal 
"humor  de  su  hijo.  El  muchacho  a  todo  respondía  i/  o  no. 
La  anciana  no  consiguió  que  dijera  más. 

Al  ver  que  Gabriel  salía  pensativo  y  violento,  dijolc, 
riendo  y  como  en  son  de  broma: 

—Quieres   algo   para    Carmen?    Salomé    va    mañana    al 

pueblo?  ... 

Yo?    IQué  voy   a   querer!  Y  sí,  sí   quiero.        que  1 

íleve  una  carta.— Y  presentando  a  doña  Pancha  la  de  Car- 
men,  agregó:— Lea    usted  No,   mejor   no.    Oiga   usted: 

Y  guardóse  el  papel,  y  en  pocas  palabras,  sin  poder  ocul- 
tar su  "disgusto,  ni  lograr  que  una  que  otra  lágrima  dejara 
¿c  :somar\a  sus  ojos,  refirió  a  su  madre  lo  ocurrido  en  Xo- 
chiapan,  los  deseos  que  le  llevaron  al  pueblo,  y  lo  que  aili 
-  vccidió  hacer. 

275 


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C      A       L       A       N      D       R 


A 


lad: 


iucli 


— I  1  quiero  mucho,  señora  madre,  mucho,  mucho;  no 
puedo  vivir  sin  ella! 

— Pues  has  lo  que  quieras,  hijo  mío.  Yo  no  quiero;  pero 
si  en  eso  está  tu  dicha.     . 

— Xo,  mamaciía.  Llegué  a  tiempo,  muy  a  tiempo.  Déle 
usted  gracias  a  Dios  que  iba  yo  sin  arma,  porque  si  no  a  es- 
tas horas  estaría  )'o  en  la  cárcel,  y  él  y  ella.  .  .  en  la  eter- 
niciad!  No  hablemos  más  de  eso.  Contestaré  esta  noche,  y 
en  !a  carta  le  diré  Ío  que  la  otra  vez  no  quise  decir,  .  .  Lo 
que  debo  decir! — Y  dio  la  vuelta,  y  se  fué  derecho  al  cuar- 
to de  Salomé. 

— Oiga,  doña  Salo:  es  cierto  que  mañana  va  usted  a 
Xochiapan? 

— Si.  Vov  a  ver  a  Ancrel^  ,  .  a  llevarle  esta  rooa  nueva 
que  estoy  aplanando. 

— En  Xochiapan  está  Carmen    .  . 

— Xo  sé.  .  . — interrumpió  la  mojigata,  ínigiendo  que 
no  tenia  noticia  de  ello. 

— Sí,  allá  está.  Lo  sé  mu}'  bien;  lo  sé  porque  ayer  me 
escribí  j  esta  carta.  L'igurese.  .  .  que  pretende  que  nos  arre- 
dilemos otra  vez.  Como  si  no  tu\iera  vo  veri^üenza!  Ya  es- 
to\  harto  de  sus  mentiras,  de  sus  embustes  y  de  sus  .  .  An- 
tier mismo,  en  Xochiapan.  .  pero,  para  qué  hablar  de 
eso!  .  .  Es  preciso  que  esto  se  acabe  para  siempre.  .  .  Me 
quiere  usted  hacer  el  favor  de  llevarle  una  carta? 

—  Yo?  Y  si  el  padre  González  lo  llega  a  saber? .  .  . 

— Le  dice  usted  que  es  cierto,  y  le  enseña  usted  la  carta, 
para  que  vea  lo  que  tiene  en  su  casa.  .  .  No  impo/ta!  Ya 
no  tenemos  nada,  se  lo  juro  a  usted! 

— Ay,  hijo,  no  jures! 

— Me  hace  usted  ese  favor? 

— Pero,  Gabriel    .  - 

— Me  lo  hace  usted? 

- — Si  no  me  con-'.pronietes    .  . 

■ — Qué  voy  a  comprometer  a  usted,  doña  Salo! 


— B 


ueno 


\ 


.1) 


ues  esta  n.oche  se  la  traeré,  y  de  palabra  le  dice  us 


9 


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R    A     F     A     E     L 


DELGADO 


tcd  que  Ii  aborrezco,  que  la  odio;  que  si  ayer  cuando  pase 
^  la  vi  hablando  con  ese  señor,  llevo  la  pistola,  de  seguro 
que  la  maro,  y  a  él  primero.  .  .  Que  esto  ya  es  mucho;  que 
ni  la  más  perdida  sj  burla  así  de  un  hombre  que  como  yo 
la  (]uiso  Mnío,  tanto!  Q^iic  la  odio,  que  la  aborrezco!  Así 
se  lo  dice  \;sred,  así,  doña  Salo!  Que  voy  a  buscar  una  mu- 
jer que  valga  más  que  ella;  sí,  porque  ella  no  vale  nada; 
que  en  ell.i  .  .  sólo  la  carita!  .  .  .  Que  }'0  encontraré  una 
mujer  co:r*o  la  busco  y  la  deseo,  y  me  casaré,  sin  pensarlo, 
luego  Iiieg\':;o!  Así,  como  lo  digo,  se  lo  repite  usted. 

parece, — hizo. notar  la  mojigata,  en  tono  dulzarrón 


\' 


que  contiasraba  con  la  energía  dolorosa  de  Gabriel — que 
ya  la  enjí^ntraste,  no  es  cierto?  Todo  el  mundo  dice  que 
Chole  Sieir.i  te  trae  perdido.  .  .  Y  como  don  Pepe  te  c^uiere 
mucho,  Ls  asunto  arreglado!  ...    Le  digo  también  eso? 

— Cono  usted  quiera.  Yo  en  mi  carta  le  diré  cuanto 
hay  que  decir,  pero  no  estará  de  mas.  Eso  y  cuanto  usted 
quiera  se  .^lerece! 

En  ac¿;j!  momento  daban  las  dos  en  el  reloj  de  la  Pa- 
rroquia. Era  la  hora  de  volver  al  taller. 

— Me  ^  oy,  doña  Salo.  . — dijo  el  carpintero,  levantán- 
dose.— Esra  noche  le  traeré  la  carta. 

— Ttrrr.^rano,  hijo.  Quiero  oír  misa  de  seis  y  media  en 
Santa  Marta,  y  de  allí  coger  caminito    .  . 

— Bueno.  Si  vengo  tarde,  por  ahí,  por  debajo  de  la  puer- 
ta,  meteré  la   carta  .     .    No  se  le  olvide  a   usted   recogerla, 

doña  Salo. 


277 


4 


C 


A       L       A 


V 


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R       I 


XXXVIII 


COXTINUARON  en  Xochi.ipan  los  .inciertos.  1  ! 
CuiM  adelantaba  sus  rezos,  cenaba  a  las  sieu.  v  luego  e! 
harmonio  entonaba  sus  cantos  graves  y  solemncN  y  sus  me- 
iodías  relii^iosas.  Doña  Mercedes  oía  desde  el  >otá;  Angelí- 
:o  bostezaba  en  una  mecedora,  y  Carmen  tejía  a  la  luz  de 
Li  lámpara,  esperando  su  turno.  Cuando  el  padre  González, 
cansado  de  tocar,  vcniA  a  ocupar  un  asiento  junto  a  la 
inciana,  la  entristecida  tañedora  dejaba  el  ovillo  y  las  agu- 
jas para  tomar  la  guitarra. 

Xo  estaba  su  ánimo  para  canciones,  pero  como  negarse 
a  los  deseos  del  clérigo,  que  gustaba  de  oírla  y  de  escuchar 
la  música  de  la  («rí///  Vid  y  de  Toros  Je  Viiut.n,  a  la  saz,ón 
en  boira.  Carmen  tañía  v  cantaba.  De  cuantas  canciones  ha- 
bía  oído  el  Cura,  ninguna  tan  bella  como  las  ijolonJriuds. 
Ün  día  suplicó  ;i  la  joven  que  le  dictara  los  \  ersos.  Hízolo 
esta,  v  pronto  el  padre  González  se  los  aprendió  de  memo- 
ria,  v   se  complacía  en   repetir  las  apasionada^   estrofas   del 

poeta  sevillano. 

Carmen  principiaba  a  cantar  de  mal  humor,  pero  luego 
que  el  sacerdote,  con  su  bondad  genial,  pedia  la  canción 
favorita,  aquella  canción  que  tan  bien  se  compadecía  con 
las  penas  amorosas  de  la  doncella,  la  fresca  voz  de  la  Ca- 
landria vibraba  llena  de  inspiración  y  recorría  querellosa 
todos  los  tonos  de  la  elegía,  hasta  conmover  a   los  oyentes. 

El  buen  Padre  Alfonso  había  amado  profundamente 
allá  en  los  alegres  años  juveniles,  vio  malogradas  sus  espe- 
ranzas, y  renunció  a  las  felicidades  del  mundo:  pero  ni  los 
i:raves  estudios  eclesiásticos,  ni  los  trabajos  de!  ^acerdocio, 
ni  la  santidad  de  su  vida,  fueron  parte  a  borrar  de  su  me- 
r.^.ona   el   recuerdo  de   aquello  hermosa   y   discr^ia    señorita, 

27  S 


R    A    F    A     E     L 


DELGADO 


bella  como  la  primavera,  y  rubia  como  la  mies  recién  se- 
gada, a  la  cual  quiso  consagrar  todos  los  instantes  de  una 
existencia  dichosa.  Las  estrofas  de  Bécquer,  a  pesar  de  que 
tenían  en  algún  verso  algo  que  al  piadoso  clérico  le  parecía 
poco  cristiano,  interpretaban  a  naaravilla  el  sentimiento  de 
xin  amor  malogrado,  cuyo  rectierdo  se  hacía  con  los  años 
más  y  más  \'ivo  en  el  alma  tierna  y  sencilla  del  virtuoso  le- 
\itA,  Por  eso,  sin  duda,  le  gustaban  tanto. 

Todas  las  tardes  Angelito  y  Carmen  salían  de  paseo. 
Iban  a  visitar  a  la  familia  de  Antonio,  a  vagar  por  las  ori- 
llas del  riachuelo,  y  casi  siempre  a  los  Alamos,  que  era  el 
sitio  predilecto  de  la  joven.  Mientras  el  travieso  chiquillo 
saltaba  aquí,  brincaba  allá,  trepando  a  los  árboles  en  busca 
de  nidos  de  gorriones,  o,  con  gran  susto  de  su  compañera, 
se  plantaba  delante  de  un  toro,  con  una  rama  de  espino  en 
cada  mano,  citando  al  bicho  como  el  banderillero  más  ga- 
.  rrido  y  experto,  la  doncella  caminaba  a  lo  largo  de  los  va- 
llados, volviendo  a  cada  momento  los  ojos  hacia  Pluviosilla, 
y  pensando  en  Gabriel.  ^ 

Esa  tarde  salieron  temprano.  El  criado,  al  llegar,  dijo 
.^^ue  Salomé  se  había  quedado  a  medio  camino,  en  el  rancho 
de  unos  compadres  suyos,  y  que  estaría  en  Xochiapan  a  las 
cinco  y  media.  El  monaguillo  saltando  de  gozo,  salió  coa 
Carmen  al  encuentro  de  la  mojigata,  portadora  de  la  carta 
de  Gabriel.  La  joven,  que  lo  presentía,  fué  la  primera  que 
llegó  a  los  Alamos. 

Sentóse  en  la  peña  más  alta,  desde  la  cual  se  vela  el  rojo 
camino,  la  pintoresca  serie  de  los  valles,  la  corriente  cerúlea 
del  riachuelo  que  a  tal  hora  brillaba  como  un  espejo,  las 
arboledas,  las  dehesas,  y  allá,  en  el  fondo,  la  túrrida  ciudad, 
albeando  al  pie  de  sus  verdes  colinas,  bañada  en  los  últimos 
rayos  del  sol. 

— Mira — decíale  al  niño,  señalando  hacia  Pluviosilla,— 
ves  la  torre  de  la  Parroquia?  Mira,  mira,  cómo  brilla  la  es- 
fera dorada  de  la  veleta!  Aquello,  que  parece  la  tapa  de  un 
cofre  pintado  de  gris,  es  el  teatro.  .  .  Aquel  campanario  es- 
belto, es  el  de  Santa  Marta.  .  .    Detrás  de  aquellos  árboles 

279 


A 


CALA 


N 


dría 


nsomi  la  media  naranja  de  San  Juan  de  la  Cruz.  Se  me  fi- 
\;u\'A  la  tapa  de  una  mantequillera.  Cerca  de  allí  está  la  ca- 
sa de  Gabriel.  Como  si  estuviera  yo  viendo  el  zaguán!  Mira, 
m.ira,  la  torre  de  Santa  Marta.  .  .  Cómo  se  ve  con  el  sol! 
Como  si  estuviera  dorada. 

A  poco  descubrieron  a  Salom.é.  Salía  de!  bosque  y  em- 
pezaba a  atravesar  el  llano.  Fd  chico  saltó  de  la  piedra  para 
ir  al  encuentro  de  la  mojigata. 

— Kspera, — le  gritó  Carmen — que  yo  voy  también! 

Y  erchico  y  la  joven  orincipiaron  a  bajar  precipitada- 
mente  la  quebrada  cuestecilla,  siguiendo  las  verecas  casi 
cerradas  por  las  zarzas,  en  las  cuales  se  enganchaba  a  cada 
momento  la  falda  de  la  joven. 

No  tardaron  en  llegar  a  la  llanura.  Allí  encontraron  a 
Salomé,  descansando  al  pie  de  un  hiuiuchc  de  aparasolada 

y  florida  copa. 

Después  de  un  rato  de  conversación  emprendieron  la 
marcha.  Cargó  el  muchacho  con  la  maletilla,  v,  doseoso  de 
avisar  cuanto  antes  al  Cura  que  Salomé  estaba  ya  en  Xo- 
chiapan,  tomó  camino  por  el  bosque. 

— Que  noticias  me  trae  usted,  doña  Salo? 

— Mahis,  hijita. 


-MaL 


xsi 


— Muy  malas,  mi  alir.a! 

— De  quién? 

— De  quien  tú  sabes.  .  .   \\\.\  cartita  .     . 

—De  Gabriel! 

— Una  carta  que  va  en  la  maleta  y  que  ahora  te  daré 

— Sí,  pero  cuando  estemos  solas. 

— Se  entiende.  Y  muy  malas  noticias. 

— Malas  noticias!   No  me  asuste  usted,  doña  Salo! 

— Malas  no,  hij^i;  para  tí  no  lo  son.  .  .  Qué  le  escribiste 
a  Gabriel,  que  está  que  chilla?  El  dice.  pero  ya  lo  cono- 
ces .  .  tan  orgulloso,  tan  pcgadote  de  sí  .  .  .  tan  amigo  de 
sobajar  a  todos!  La  soberbia,  hijita,  la  soberbia!  Tú  dirás.  .  . 
perdiv)  a  lo^  ángeles,  cuanti  más  a  Gabriel!  Está  que  trina  .  . 
A\er  se  le  nodian  tostar  habas  en  el  lomo.  El  dice  que  tú 


280 


RAFAEL 


DELGADO 


quieres  arreglarte  de  nuevo  con  él .  .  .    pero  yo  m.e  reí .  .  . 
Qué  le  iba  ^o  a  creer!  Como  si  no  lo  conociera  yo!  Está 
furioso    .      le  quería  matar.  .  .   quería  matar  también  a  ese 
señor ... 

— A   quien? 

— Adiós!  fLaztc  guaje!  La  palomita!  Quieres  que  te  en- 
dulcen el  okio,  no  es  esc?  Piensas  que  allá  no  sabemos  nada? 

— De  que? 

— D'el  o:ro.  .  .    de  don  Alberto.  .  . 

— Pero    .  .    qué  saben.'^ 

— Hazte,  hwizte,  hijita.  .  .  Eres  reservada.  .  .  está  bueno, 
haces  bien!  Es  rico.  decente.  .  .  Tú  eres  también  de  bue- 
na familia,  y  .  .  no  h^s  de  casarte  con  un  carpinterito.  Eso 
se  queda  para  nosotros,  para  Petrita,  para  Paula,  para  mí, 
no  para  tí.  ^  ni  eso  .  .  Yo  no  me  casaría  con  él.  Que  se 
cas;',  que  se  c.ise,  y  que  te  deje  a  tí  en  paz,  que  tú  bien  sabes 
lo  cue  haces!       . 

— Pues  qué  se  va  a  casar? 

— fiasta  ahora  lo  sabes!  ... 

— Angelito  me  contó.  .  . 

— A)',  hita!  Qué  atrasada  estás  de  noticias!  En  Pluvio- 
silla  liasta  io^  gallos  lo  cantan!  .  .  . 

— Y  con  quién?" 

— No  1'^  adivin.as?.  .  .  Con  Chole,  con  la  hija  de  don 
Pepo!    .  ,      •- 

— De  \l:\\<} 

Como  re  io  estov  diciendo.  Cosa  arrei^Iada!  Gabriel  ha 
s:ilido  bueno  p.ira  el  oficio,  y  don  Pepe  lo  quiere  mucho.  .  . 
AllA,  en  el  ;\nio,  cuer\tan  que  ya  está  haciendo  la  cama.  .  . 

La  io\cn  no  podía  hablar,  sentía  que  las  palabras  la 
nliO'^aban,  v  ^us  oiv)s  estaban  llenos  de  lái^rimas. 

— Y  l1  c -le  dice  cic  eso? — preguntó  la  joven,  casi  sollo- 
zando. 

— No  i:í  coniie^.i,  pero  tampoco  lo  niegn.  Adiós!  Ya 
cstá>  lloran.:^  ?  Adiu^:  V  por  que? 

Salo.  .  .   No  me  hai^a  usted  caso!  Dé- 


-Por  v.?A^,  00 ña 


jen 


^"le  US  tea. 


281 


C       A       L      A       X       D       R      I       A 

si-ulcron  mh  hablar.  Casi  a  la  entrada  del  pueblo  hay 
un  nianantial  cuya  corriente,  límpida  y  fresca,  atraviesa 
el  camino.  Allí  Carmen  se  lavo  los  ojos  para  que  vio  advir- 
tieran oue  había  llorado. 


— r)oña  Salo  — di|0  la  ¡oven,  al  llegar  a  la  casa— no  dn^a 
uv:ed  nada  de  lo  que  me  ha  contado.  .  . 

No,  hijita;  no  te  apures  por  eso,  no  tengas  c 

Lue-^o  que  lleguemos  me  da  usted  la  carta. - 

s,,^  \u\.\,  sí.        en  cuanto  desate  la  maleta. 


uidado. 


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XXXIX 


LA  joven,  pretextando  que  tenía  jaqueca,  se  retirvS 
a  su  cuarto  antes  de  que  terminara  la  cena,  cerró  la  puerta, 
y  con  ansia  febril  leyó  la  carta  del  ebanista.  Una  parte  de 
eüa,  corregidas  las  faltas  de  ortografía,  que  no  eran  pocas, 

decía  así: 

*^\o  te  creo,  ni  puedo  creerte.  Estoy  convencido  de  que 
no  vales  n.i¿.\  y  de  que  no  eres  digna  del  amor  de  un  hom- 
bre de  bien.  La  Carmen  de  hoy  no  es  la  Carmen  a  quien  yo 
quise  con  toda  mi  alma,  y  por  la  cual  hubiera  yo  dado 
hasta  mi  vida.  Ya  no  eres  la  que  vi  a  mi  lado  cariñosa  v 
tierna,  la  joven  con  quien  yo  soñé.  Ya  no  te  amo,  casi  te 
aborrezco.  Xo  te  conformaste  con  ser  infiel  a  tus  pro- 
mesas, dejándome  por  uno  que  no  te  quiere,  y  que,  como 
te  lo  dije  aquella  noche  en  mi  casa,  en  tí  no  ve  más  que 
vina  gata  bonita,  entradora  y  buena  para  querida;  sino  que 
todavía  pretendes  engañarme,  y  a  mi  vista,  a  la  vista  de 
todos,  te  burlas  de  mi  amor.  .  .  Qué  delito  he  cometido 
para  que  aM  te  portes  conmigo?  Quererte  como  nadie  te 
Iva  de  querer!   Quererte  con  toda  mi  alma!" 

"Cómo  te  habrás  reído  de  mí!  No  tengo  palabras  para 
calificar  tu  conducta.  Se  necesita  tener  un  corazón  tan  ne- 
cro  como  el  tuyo,  y  una  alma  tan  negra  como  la  tuya,  para 
manejarse  asi,  con  quien  te  ha  querido  tanto  como  yo.  Si 
)'a  no  me  amas,  para  qué  llamarme,  y  decirme  todo  lo  que 
ine  dices  en  tu  carta.  No  parece  sino  que  has  querido  ven- 
darte de  mi.  por  lo  que  te  dije  aquella  noche.  Yo  lo  hice 
por  tu  bien,  pero  tú  ni  siquiera  me  lo  has  agradecido." 

*'Me  anepiento  un  millón  de  veces  de  haberte  conocido 
y  de  haberte  dicho  que  te  qtiería.  Te  'quise,  por  mi  des- 
cracia,  sí.  t.  quise  mucho,  pero  ahora  ya  veo  claro.  Ni  una 

283 


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Vir, 

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poro 

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de   ios 

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o  ves. 

pcrJicii,  ni  una  desgraciada  de  esas  que  andan  por  las  calles 
causando  verírüenzas  v  dando  lástimas,  sería  capaz  de  ¡lacer 
lo  ouc  haces  conmigo.  F.starás  creyendo  que  todavía  estoy 
enamorado  de  tí,  que  todavía  te  quiero,  que  surro  por  ti, 
\  Le  pegas  el  \^jdn  chasco,  lis  cierto  que  te  he  ciiendo,  que 
te  quise,  que  a  todas  horas  pensaba  yo  en  tí,  -.n  tus  ojos 
negros;  pero  eso  era  de  anees.  Alioy  te  desprecio.  Te  habrá^- 
fii^urado  que  }  o,  pv^r  tal  de  casarme  contigo,  porque  eres 
¡lija  de  rico,  v  yo  un  triste  carpintero,  iba  a  r:*vir  por  to- 
cio .  eso  sí  cuie  no!  Auníiue  te  amara  n.-jucho,  :^vjclio,  más 
qu.e  a  mi  vida,  más  que  a  mi  madre;  aunque  no  h.ilve'a  ^>\  e! 
ro Lindo  más  i-i-iiqer  que  tu,  x  tueras  más  bonit:  o.e  lo  oue 
cre>,  U'),  V  no\  Priniero  me  daba  un  tiro!  Arii, 
están  la  di^;n¡dad  \'  la  vergüen/a." 

"Me  has  i^iecho  ped  i/os  el  corazón;  te  lias  •. 
en  xejarme,  en  burlarte  de  w.i  amor,  en  reírte  d.  ; 
eso  r>a¡*i  tí  es  nada!  Te  gi-'-sta  jugar  con  el  ca: 
lu;rn.bres,  te  gusia  jugar  con.  dos  barajas  .  .  perú 
n;>  me  dejo,  >'a  le  conozco.  V  luego,  haciéndote  i  a  mócente, 
nre   íl.uVia^,  \  ouieres  que   nos  arrei^lemos  otra    •- ^.r  rara 

c}Lie.'  Aid  tiLTit-S  a  ese  >eríor  qvc  es  rico,  buen  rr.o/o,  eíe- 
gapiie,  coiViO  a  tí  te  gusta,  igual  a  tí.  Que  se  case  contigo, 
que  se  case!  ^  si  no  quiere,  enrédate  con  él,  )'  O.- ¡ame  tran- 
qLiiio  Con  mi  ir^adre,  en  mi  trabajo.  No  vuelvas  r  u^iisar  en 
n^',  ni  para  bicn  ni  para  mal,  ni  te  acuereles  de:  anior  que 
te  tuve." 

'Yo  encontraré  una  muchacha  buena.  .  .  lo  o.ue  sobran 
así!  \'  nie  casu'é  con  ella,  y  ella  sabrá  corresponder  a  mi 
cariño.  Yo  trabajaré  para  ella,  v  ella  \ivirá  contenía  v  feliz 
en  su  casita,  sin  qtie  nadie  le  ponga  tacha  en  su  conducta." 

'Si  te  cuentan  que  pronto  me  voy  a  casar,  no  creas  que 
son  mentiras.  Ya  verás  que,  pobre  como  so\ ,  no  íaltará 
quien  quiera  a  este  infeliz  carpintero." 

"Me  duele  mi  corazón  al  escribir  todo  esto:  me  Áx  pena 
que  creas  qtie  quiero  ofenderte,  porque  al  fin  te  he  querido 
mucho,  (  el  ebanista  estuvo  a  punto  de  poner  aquí;  te  ciuic- 

2S4       . 


R     A     ¥     A     E     L 


DELGADO 


ro)   te  he  amado  con  toditita  mi  alma,  ñero  eso  te  mereces 
ahov." 

"Olvídame:  Itaz  de  cuenta  que  no  existo,  y  olvida 
tambicn  lo  que  te  llevo  dicho;  pero  acuérdate  de  que  yo, 
cuando  prometo  una  cosa,  sé  •  cumplirla.  Rectierda  lo  que 
una  vez  te  dije;  que  si  algún  día  te  veías  abandonada,  yo 
haría  por  tí,  Carmelita,  cuanto  pudiera;  que  para  tí  seré 
como  un  hermano,  como  un  padre.  Llámame  entonces,  y 
\'a  lo  verás." 

La  Calandria,  bañada  en  llanto,  acabó  de  leer  la  carta 
sin  saber  cómo.  Soltó  el  papel,  y  ocultó  el  rostro  cnivc  las 
manos,  soüozanilo  con  desesperacfa  ar.gustia.  No  tenía  m 
el  consuelo  de  llorar  libremente;  podían  oírla.  Tiróse  en  el 
lecho,  \   esrondu)  !a  íre'Tie  en  las  almohadas. 

De  aüá,  del  interior  de  la  casa,  entrando  por  las  Ivendc- 
duras  (ie  la  puerta,  bajando  del  techo,  llegaba  una  dulce  y 
querellosa  melodía.  Id  Cura  tocaba  en  el  harmonio  la  can- 
ción de  las  Goloihlviiias,  la   canción  predilecta  de  Gabriel. 

Cai'men  permaneció  así  varias  horas,  sin  darse  cuenta 
del  tiempo  ^\v]q  pasaba.  le  dolía  horriblemente  la  cabeza, 
como  SI  la  ti; viera  atr.uesada  por  un  alfiler,  como  si  a  cada 
rato  una   mano  encarnizada   removiera   la   herida. 

La  primera  impresión  que  recibió  la  joven  al  leer  aque- 
lla car:a,  dura,  cruel,  dictada  por  la  cólera,  inspirada  por 
los  celos,  a  la  vez  que  delatora  de  un  amor  inmenso,  fue 
de  proiunda  pena,  de  terrible  dolor.  El  hombre  a  quien  ella 
amaba,  a  quien  había  amado  desde  el  primer  día  con  todo 
el  fuego  de  la  juventud,  y  de  una  juventud  dolorida;  el 
único  que  podía  hacerla  feliz,  la  despreciaba,  la  ultrajaba. 
Gabriel,  tan  bueno,  tan  generoso  siempre,  la  trataba  como  a 
la  más  vi!  y  dcspreciabl<:  de  las  mujeres,  como  acaso  no  tra- 
taría a  una  de  esas  infelices  que  hacen  mercadería  de  su 
belleza  y  de  su  degradación.  Y  como  si  todo  esto  no  bas- 
tara, ni  fpera  suficiente  a  satisfacer  las  iras  del  mancebo, 
para  humillarla  hasta  lo  último,  le  decía,  con  despreciativa 
y  ultrajante  vanidad,  que  iba  a   casarse,   como  jactándose 

2S5 


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A 


A      y      D      K      I 


A 


do  haber  dado  su  corazón  a  otra  mejor  que  ella,  divina  v.^ 
ser  amada,  tal  vez  más  hermosa. 

— Chole    Sierra? — se    preguntaba    la    Calandria. — Bah! 
Soledad  es  una  trigueñita  graciosa,  simpática,  y  nada  más;    , 

Por  qué  tanto  rencor?  Qué  le  había  hecho  a  Gabriel? 
En  qué  había  vuelto  a  ofenderle?  Carmen  no  sabía  qué  con- 
testar a  esas  preguntas.  Lloraba, — y  volvía  a  llorar.  El  do- 
lor de  cabeza  aumentaba,  crecía  a  cada  minuto.  Antes, 
sentía  como  si  una  aguja  gruesa  le  atravesara  las  sienes; 
ahora,  como  si  le  abrieran  el  cráneo.  Necesitaba  leer  otr.^. 
vez  la  carta.  Acaso  la  engañaron  sus  ojos;  acaso  había  sido 
presa  de  una  espantosa  pesadilla.  Dejó  el  lecho  y  se  acercó» 
a  la  cómoda,  desdoblando  el  pliego  que  había  mantemdo 
oculto  bajo  las  coberturas.  La  luz  de  la  bujía  hirió  doloro- 
samente  sus  pupilas.  Carmen  temía  que  le  faltara  el  valor 
para  acabar  la  lectura,  hizo  un  esfuerzo,  y  leyó  hasta  el  fin. 

Todo  era  verdad! 

Cuando  volvió  al  lecho,  advirtió  que  la  almohada  estaba 
empapada  en  lágrimas,  como  la  de  Gabriel,  aquella  noche 
en  aue  el  mancebo  casi  la  arrojó  de  su  casa.  La  doncelLíi 
recordó  esta  circunstancia,  pensando  que  el  ebanista  la  ha- 
bía querido  mucho.  Esta  idea  fué  para  la  joven  dulce  y 
consoladora. 

Desnudóse  de  prisa,  esquivando  la  luz,  se  metió  en  b 
cama,  y  de  un  soplo  apagó  la  vela. 

Era  ya  muy  tarde,  sin  duda,  porque  en  aquel  instante  se 
oyó  el  aleteo  de  un  gallo  que  en  seguida  dejó  escuchar  su 
canto,  anunciando  el  día,  canto  que  fue  repetido  de  corral 
en  corral,  como  en  un  campamento  el  grito  de  alerta  de  loí 
centinelas.  Cuando  todo  quedó  en  silencio,  solió  un  grilb 
su  voz  centellante,  estridente,  fría. 

El  amor  v  el  oreuUo,  atropellados,  impacientes,  querier- 
do  triunfar  a  toda  costa  uno  del  otro,  luchaban  en  el  cor.v- 

zón  de  la  doncella. 

"Sé  buena,  paciente,  sufrida;  prueba  con  tu  conducti 
que  eres  dii^na  del  amor  de  un  hombre  honrado.  Ama  a  Gi- 
briel  hasta" morir;   ámale  cow  toda   tu   alma,   aunque   el    no 


R 


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I'     A     E     L 


DELGADO 


\  ides,  que 


tí  :raic; — le  ¿cc\.\  el  amor — mira  que  así  todos  tendrán 
compasión  de  tu  desgracia  y  afearán  ¡a  crueldad  y  la  injus- 
ticia de  quien  así  te  trata.  Es  un  amor  sin  esperanza?.  . 
V  que?  Una  pasión  así  ennoblece  las  almas.  Ama  por  la 
iücha  de  amar,  sin  la  ambición  de  ser  amada.  Si  no  eres  bas- 
tante fuerte  para  ello,  olvida  a  ese  muchacho.  .  pero  pien- 
sa, pobre  niña,  que  Ciabrie!  te  quiere  .  .  No  te  lo  está  di- 
ciendo claro  esa  terrible  carta?  Alguien  que  no  te  quiere  te 
habrá  calumniado,  le  habrá  dicho  que  amas  a  Rosas,  que 
has  hablado  con  él.  No  temas.  .  .    eso  pasa  todos  los  días!" 

El  oriiullo  hablaba  de  otro  modo:  "No  basta  que  le  ol- 
le  desprecies; — repetía — es  preciso  tomar  vengan- 
za, devolver  ofensa  por  ofensa,  insulto  por  insulto,  ultraje 
por  ultraje.  No  aparezcas  como  víctima,  no,  prefiere  siem- 
pre, siempre,  el  papel  de  verdugo.  Quién  es  Gabriel  para 
que  así  desprecie  tu  cariño?  Harto  hacías  y  hacías  mal,  de- 
jando tu  clase  y  bajando  hasta  él!  ELi  querido  humillarte.  . 
Sabes  por  qué?  Porque  quien  está  abajo  odia  siempre  al  de 
arriba.  Te  niega  su  amor.-"  Qué  te  importa!  Hay  quien  te 
ame!  No  lo  has  pensado?  Si  hoy  no  te  ama,  te  amará  ma- 
ñana .  .  No  te  ha  dicho  Alberto  que  te  adora?  Una  de  dos: 
el  desorecio  de  Gabriel  o  el  amor  de  Rosas.  Elige." 

L.i  joven  se  revolvía  en  la  cama  sin  poder  conciliar  el 
sueño.  Le  palpitaban  las  sienes,  el  dolor  destrozaba  su  cabe- 
za, v  sus  ojos  ardían.  Lj  frío  de  la  madrugada  vino  grato 

y  benéfico. 

— ^{\ — murmuró  la  joven,  abrigándose  y  encogiendo  el 

cuerpo. — Sí!  Es,i  será  mi  venganza! 

Murmuró  otras  palabras,  ininteligibles,  y  se  quedó  dor- 

j^iida.  *  - 

El  grillo  seguía  cantando  alegremente:  crí!  crí!  crí! 


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A       'N       D       K      I       A 


K    A    F    A    E     L 


DELGADO 


p » 


XL 


MUY  tristes  para  Carmen  y  muy  alegres  para  Salom.é 
pasaron  los  últimos  días  de  aquella  semana.  La  joven  tra- 
bajaba, y  la  mojigata  paseaba  por  el  pueblo,  en  compañía 
del  monaguillo.  Carmen,  cabizbaja  y  sombría  no  paraba  de 
coser.  De  la  mañana  a  la  noche  se  oía  en  la  casa  cural  el 
ruido  de  la  máquina. 

— Carmelita: — le  decía  doña  Mercedes — cualquiera  di- 
ría, al  ver  ese  afán,  que  está  usted  en  vísperas  de  casarse! 

— Sí,  señora; — contestaba  con  tristeza — así  parece... 
ts  necesario  acabar ... 

En  vez  de  salir  a  la  sala,  luego  que  la  señora  Eusebia 
recogía  el  mantel,  después  de  cenar,  la  Calandria  sacaba  los 
patrones,  los  géneros  y  las  tijeras.  ..ya  cortar!  El  sábado 
a  medio  día  todo  estaba  terminado:  dos  batas  de  percal,  seis 
camisones  y  media  docena  de  enaguas.  A  la  siesta,  mientras 
dormía  doña  Mercedes,  se  instaló  delante  de  la  cómoda  y 
arreglo  todo  cuanto  allí  tenía,  en  varios  paquetes,  con  los 
cuales  pudiera  hacerse  fácilmente  uno  solo.  En  el  mayor 
puso  la  cajita  con  el  relicario  y  el  retrato  de  Gabriel.  Al 
colocar  entre  dos  corpinos  la  fotografía,  no  quiso  verla. — 
Para  que? — dijo,  más  con  el  pensamiento  que  con  los  labios, 
lanzando  un  suspiro  desconsolador. 

Cuando  acabó  de  arreglar  todo,  pensó  viendo  los  obje- 


tos  qn 


1 1  ¡  <^ 


estaban  encima:— Y  la  polvera,  y  el  espejo,  y  los 

frascos? 

AlíTuien  líec^aba  y  fué  preciso  levantarse.  Echo  la  llave 
y  sahu  al  encuentro  del  importuno.  Eran  Salomé  y  su  hijo 
que  Venían  por  su  amiga  para  salir  a  pasear. 

Anda,  Carmen; — dijo  el  muchacho — ya  acabaste  las 

costuras .  . 


ahora  sí  irás! 


* 


La  joven  por  única  respuesta  tomó  el  rebozo,  y,  cubrién- 
dose, salió  de  la  nieza. 

El  tiempo  estaba  triste.  En  octubre  suelen  ser  las  tardes 
nebulosas  grises,  frías,  como  si  la  naturaleza  se  preparara 
con  sus  languideces  otoñales  y  con  sus  nieblas  de  color  de 
plomo  a  recibir  al  brumoso  y  lúgubre  noviembre,  el  mes 
de  los  difuntos  y  de  las  memorias  dolorosas. 

En  octubre,  hasta  en  aquellas  cálidas  y  fértiles  reglones 
de  Xochiapan,  el  aspecto  de  los  campos  produce  una  dulce 
melancolía.  Las  álamos  y  los  fresnos  están  semi -des nudos, 
las  hierbas  como  vestidas  con  ropajes  viejos,  y  por  vallados 
y  laderas,  en  los  rastrojos  de  la  llanura  y  de  las  vertientes, 
brotan,  de  un  día  para  otro,  como  por  encanto,  las  flores 
amarillas,  las  flores  sepulcrales.  El  cielo  se  entolda,  bajan 
las  nubes,  los  picachos  parece  que  se  arropan  con  las  nieblas. 
La  tarde  era  triste,  fría,  tediosa,  desalentada.  La  luz  cre- 
puscular llegaba  a  los  valles  como  a  trayés  de  un  velo  ceni- 
ciento. 

Las  mujeres  y  el  chico  vagaron  largo  rato  por  las  már- 
genes del  riachuelo.  Después  subieron,  a  lo  largo  de  la  arbo- 
leda, hasta  la  cascada.  Estaban  a  corta  distancia  de  la  casita 
de  Antonio.  Carmen  quiso  ver  a  Marcela  y  mandó  al  mo- 
naguillo en  busca  de  su  amiga.  Mientras  el  chico  volvía 
tomó  asiento  en  una  piedra,  desde  la  cual  se  veía  la  espu- 
mante caída  de  las  aguas.  La  campesina  no  se  hizo  esperar; 
llegó  a  poco,  trayendo  para  la  desgraciada  doncella  un  mag- 
nífico ramo  de  nardos. 

—Tome  usted,  Carmelita  .  .  .  Hoy  se  abrieron  los  pri- 
meros. Yo  pensaba  llevárselos  a  usted  mañana  a  la  hora  de 

misa ... 

Qué  lindos! — exclamó  la  Calandria,  aspirando  el  aro- 
ma de  las  fragantes  flores,   niveas,  inmaculadas  como  un 

velo  nupcial.  ,     .       ,  i  i       •      -ir- 

La  inííenua  v  franca  alegría  de  la  aldeana  y  la  signiti- 
cativa  sencillez  de  aquel  presente,  lastimaron  el  corazón  de 
la  doncella,  oue  veía  con  envidia  la  olvidada  felicidad  de 
Marcela.  Era  tan  dichosa! 


2S8 


289 


La  Calandria,  10 


1 


A      L 


N       D       R 


A 


Se  con\'ers()  un  rato.  T.a  noche  venía  que  volaba;  era 
preciso  regresar  a  Xochiapan.  Carmen  ciió  la  señal  de  parti- 
a.\.  La  joven  les  hizo  compañía  hasta  la  entrada  del  camino. 
Allí  Carmen  dijo  adiós  a  su  amiga  con  tales  muestras  de 
cariño  que  parecía  que  jamás  se  volverían  a  ver. 

Al  entrar  en  los  primeros  callejones  del  pueblo,  acerta- 
ron a  pasar  frente  al  camposanto.  Los  cocu\os  fulguraban 
aquí  y  allá  entre  las  hierbas .  .  .  Las  cruces  semejaban  es- 
pectros que  salían  de  los  sepulcros,  abriendo  los  brazos.  El 
Sitio  causaba  terror.  Salomé  se  santií^uó.  El  chico  se  abarró 
de  los  vestidos  de  su  madre.  La  joven  se  detuvo  un  instante 
y  contempló  con  mirada  envidiosa  el  fúnebre  recinto. 

Después  de  la  cena  cantó  y  volvió  a  cantar. — Nunca! 
exclamba  elogiándola  el  padre  González. — Nunca  ha  can- 
tado usted  con  tanta  expresión  como  ahora!  Pero  ni  las 
alabanzas  la  hacían  sonreír.  Dejó  la  guitarra  y  volvió  \ 
quedarse  pensativa.  Salomé  que  la  observaba  murmuró  al 
oído  de  la  muchacha: — Te  has  puesto  triste  por  la  carta 
de  Gabriel?  No  le  hagas  caso    .  .    Ya  lo  conoces! 

— Yo  triste?  No,  doña  Salo;  no  lo  crea  usted.  Qué  me 
importa  a  mí  lo  qiW  diga  Gabriel! 

— El  lunes  me  voy.  .      quieres  contestarle?       . 

— Yo?  Ni  lo  piense  usted!  Dígale  que  se  case  pronto, 
que  nie  alegraré  que  sea  muy  feliz;  que  el  mejor  día  me 
caso  yo  también! 

— Y  que  lo  convidarás  a  la  boda.  ^No  es  eso? 

— Y  a  la  tornaboda.  .  .  y  al  baile,  por  supuesto!  Tene- 
mos que  bailar  el  primer  vals! 

Acabó  el  concierto.  El  Cura  se  fué  a  rezar  su  breviario, 
y  cada  mochuelo  a  su  olivo. 

Carmen  entró  en  su  cuarto,  cerró  la  puerta  y  echó  la 
aldaba. 

Cuando  calculó  que  doña  Mercedes  se  había  recogido  ya, 
.^.brió  la  cómoda  e  hizo  un  paquete  con  los  bultos  arreglados 
en  la  tarde;  pero,  comprendiendo  que  no  cabría  por  los  hie- 
rros de  la  ventana,  le  desbarató  y  formó  tres  más  chicos.  A 
-"^oco  llamaron  suavemente  en   los   cristales.   Carmen   abrió 


290 


K    A    V    A    E    L 


DELGADO 


la  vidriera  con  mil  precauciones.  Era  el  criado  a  quien  es- 
peraba, el  mozo  del  secretario. 

— Aguarda  .  .  .  voy  a  leer  la  carta,  .= 

Momentos  después  el  indizuelo  recibía  los  bultos. 

— A  qué  hora  te  vas? — preguntóle. 

— A  las  seis,  s/íjora. 

Bueno;  te  llevas  todo  esto.  .  .   a  la  casa.        a  la  casa 

grande,  me  entiendes? 

Ya  te  lo  dijo  el  siíior,  a  la  casa  grande      . 

_S]  te  da  carta,  me  la  traes  (  ya  lo  sabes,  a  esta  hor?., 
sin  aue  nadie  te  vea  ... 

— Si,  si  ñora. 

El  indio  se  fué,  y  Carmen  después  de  cerrar  la  ventana 
volvió  a  leer  la  tarjeta,  que  estaba  escrita  con  lápiz: 

''  entrega  todo  al  criado;  no  temas,  es  muy  listo  aun- 
que no  lo  parece.  El  lunes  a  las  doce  en  punto  estaré  alia» 
Arréglate  de  modo  que  nada  nos  contraríe,  ¡Ahora  ú  ci->x, 
que  me  amas!" 


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I       A 


CALA       N       dría 


R     A     F     A     EL 


U     F.     L     G     A     D     O 


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XLI 


LA   misa,  e!  sermón,  el  rosarlo,  el  t¡aj:':^:Ls  y  un  corto 
paseo    vespertino   por    las    calles    del   pueblo,    entretuvieron 
pata  y  devotamente  a  los  moradores  de  la  casa  cura!.  Xo 
iuibo   concierto;    era   obligatorio   guardar  las   fiestas,    como 
buenos  cristianos,  y  además  el  Cura  tenía  que  rezar  laudes 
v  despachar  su  correspondencia.  Acabada  la  cena,  el  padre 
(.(;n/á!ez   se  encerró  en   su   pieza,   encendió  su    lámpara   de 
naba  jo,  una  hermosa  lampara  niquelada,  de  pantalla  verde, 
y   se  puso  a   la  obra.  Escribió  al  Obispo,   al   Provisor,   a  su 
yraiide  y  buen  amigo  el  Cura  de  Pluviosilla,  y  a  don  Eduar- 
do,  persuadiéndole   a   lo  que   tanto  deseaba,   esto  es,   a  que 
recogiera   a  Carmen,  y  haciéndole  ver  la   necesidad  de  que 
hi  doncella  i  uera  a   vivir  al  lado  de  su  hermana.  A  punto 
estaba  de  termmar  la  carta,  cuando  oyó  pas^^s  en  el  corre- 
dor. Alguien  venía;   sin  duda  a   llamarle  para  que  fuera  a 
o¡r  de  confesión  a  un   moribundo.  El  solícito  sacerdote  le- • 
\antó  la  cara,  disponiéndose  a  oír  al  que  llegaba,  en  mo- 
nu^ntoi    en    que    cayó    sobre    la    mesa    algo    que    rebotando 
contra  la  lámpara  a  poco  la  derriba:  un  periódico  dirigido: 
.1/  rara  Je  Xochiapan.   ¡Gallarda  letra  la  del  misterioso  re- 
mitente!  ¡Vaya!    ¡Muérdago  escribía  com.o  el  más  aventa- 
jado pendolista! 

— ¿Qué  será  esto?— se  dijo  alarmado  e!  padre  Alfonso. 
— cQué  será  esto  que  viene  de  las   tinieblas  de  la  noche í* 

Sin   tratar  d^  averiguar  de  dónde  procedía,  rompió  la 
faja  y  desplegó  el  papel. 

—Bah!— agregó,  continuando  el  monólogo,— £/  Radical. 
El  famoso  y  nunca  bien  escrito  periódico!  Veamos.  .  .  qué 
viejas  impiedades   vendrá   repitiendo?   qué   traerá   contra  el 

292 


H 


pobre  cura  de  Xochiapan— Y  sin  precipitarse  recorrió  la 

primera  olana. 

En  ella  estaba  el  consabido  articulo  de  ios  pctrinismos 
y  paiilnmwos,  que  costó  al  tinterillo  más  sudores  que  a 
Sancho  Panza  el  bálsamo  de  marras.  El  clérigo  no  quiso  mal- 
gastar el  tiempo,  y  pasó  adelante.  Seguían  las  espínelas  e.^o- 
tico-síderales  de  Arturito,  redondas,  sonoras,  grandilocuen- 
tes, e>:plosivas.  .  .    con  un  galicismo  en  cada  verso. 

'  Como  para  calmar  el  á-nmo  de  los  lectores  turbados  por 
la  lírica,  iban  en  segunda  plana  dos  capítulos  de  las  }Ácmo- 
rias  hciiras  de  jurado;  severa  y  enjuta  narración  de  insig- 
nificantes sucesos;  cat^ilogo  minucioso  de  los  triunfos  y  vic- 
torias de  su  autor;  una  nueva  ílíada  escrita  por  tróvanos. 
Ni  un  enemigo  que  consiguiera  escapar  de  la  chamusquina! 
Ni  una  derrota  ni  un  dcs;,stre!  Eo  único  que  aili  quedaba 
con  vida  era  ía  gramática,  pidiendo  a  grito  el  socorro  de 
Rodríguez  y  Cos. 

Muérdago  que  a  nadie  perdonaba,  y  que  por  decir  un 
chiste  desollaría  vivo  a  su  mejor  amigo,  solía  decir  de  los 
anales  bélicos  de  Clon  Juan  auc  eran  las  memorias  postumas 
de  un  coronel  ///  parfihns,  A  saber  este  dicho,  como  hubiera 
reído  el  buen  padre  González. 

Jurado  no'quería  morirse  sin  que  la  nación  tuviera  no- 
ticias de  sus  méritos  y  servicios,  y  sin  duda  que  estaba  en 
su  derecho  Para  pregonar  tamtas  glorias  a  los  cuatro  vientos 
de  la  tierra.'  Cómo  había  de  ignorar  la  Humanidad,  que  el 
periodista  fué  compañero  de  armas  de  aquel  c.impcón  ilus- 
tre, que  le  sacó  de  una  escuela  rural  para  llevarle  a  los 
campos  de  batalla,  de  aquel  Don  Jacoho  Vaca,  cuyas  faza- 
ñas  y  proezas  historió  el  inimitable  Facundo!  Cómo  callar 
y  guardarse  el  tesoro  de  los  recuerdos  íntimos,  que  había 
militado  a  las  órdenes  del  General  de  Diihión  Don  Mateo 
Cabezudo,  inmortalizado  en  romances  por  la  discretísima 

pluma  de  Sancho  Polo! 

El  clérigo,  perdido  en  las  escabrosidades  de  la  prosa 
olímpica  del  tinterillo,  olvidaba  que  algo  y  no  almíbar, 
traía  para  su  persona  aquel  periódico. 

293 


L       A 


C 


A       N 


D 


R      I      A 


Leyó  hnsta  el  fin  la  crónica  del  milite,  y  sonriendo  coa 
serena  alegría,  al  terminar  el  último  párrafo,  que  era  una 
protesta  vigorosa  contra  las  injusticias  de  los  gobiernos  que 
no  saben  premiar,  como  es  debido,  a  los  defensores  de  'as 
instituciones  patrias,  el  padre  Alfonso  recordó,  sin  quererlo, 
los  Comentarios  de  César,  y  el  Memorial  de  Santa  Elena, 

Mas  jay!  pronto  aquella  alegría  inofensiva  y  dulce  se 
tornó  en  honda  pena.  Había  llegado  al  suelto  susodicho. 

Aquello  era  atroz!  Si  Muérdago  mintió  al  escribirle,  a 
lo  menos  no  salió  de  los  límites  señalados  al  periodista  por 
los  respetos  sociales  y  la  estimación  de  si  propio;  pero  Ju- 
rado al  corregirle  dio  puerta  franca  a  sus  malas  pasiones, 
desahogó  sus  iras  contra  el  aplaudido  y  elocuente  orador  de 
las  confereiniüs  cuaresmales^  que  tanto  le  escocieron  aun- 
que no  asistió  a  ninguna  de  elhis,  e  hizo  del  articulejo  del 
parásito  un  calumnioso  papasal.  Exornóle  con  frases  equívo- 
cas y  picantes  alusiones  a  la  elocuencia  del  clérigo,  a  quien 
acusaba  de  seducción  y  mancebía.  No  mentaba  al  Cura,  ni 
a  Carmen,  pero  tan  claras  eran  las  indicaciones,  las  señas 
tan  exactas,  que  no  cabía  duda  de  que  se  trataba  del  padre 
González.  Así  lo  dijo  en  Pluviosilla  todo  el  mundo,  luego 
que  circuló  el  periódico.  El  articulista  abogaba  por  un 
joien  traba']aJor,  honrado  y  y  modelo  de  ciudadanos  patrio- 
tas  y  víctima  de  las  arterías  del  eclesiástico. 

Este  sinti(')  que  la  sangre  le  ahogaba,  que  la  vergüenza 
le  encendía  el  rostro,  y  apartó  el  papel  con  profundo  des- 
precio. Aquello  era  como  si  viéndole  indefenso  le  escupieran 
la  cara. 

— Menguados! — exclamó,  dando  un  golpe  en  la  mesa. — 
Canallas!  En  que  os  h^  ofendido?  Por  qué  no  insultáis  al  sol- 
dado, al  duelista  de  oficio,  al  joven  que  busca  riñas  en  ga- 
ritos v  tabernas;^  Por  qué  caliunniais  como  unos  malsines 
a  quien  tiene  atados  los  brazos  por  las  manos  sagradas  de 
un  pontífice!  Por  qué  calumniáis  así,  a  quien  no  olvida  que 
la  lev  de  Dios  le  prohibe  matar?  Cobardes!  Tomáis  con  osa- 
día la  nluma  del  escritor;  reservada  a  los  sabios  v  a  los 
caballeros,  }'  os  metéis  a  periodistas  .  .  .    Languidecen  vues- 


294 


K    A    t     A    E 


DELGADO 


tros  periódicos  por  falta  Je  ciencia,  y  para  dar  mteres  a  lo 
que  no  puede  tenerle,  porque  no  es  posible  que  le  tenga, 
y  sin  temor  a  Dios  ni  a  los  hombres,  blasfemáis  como  re- 
probos., mentís  como  rufianes,  apeláis  a  la  calumnia  y  al 
escánd.ilo  para  -anar  dinero,  y  hacéis  mercadería  de  la  hon- 
ra ajena,  comodina  meretriz  de  su  belleza!  Tiene  razón  don 
Eduardo.  .  .  Como  los  clérigos  no  pedimos  reparación  con 
las  armas  en  la  mano  !  Dios  mío!  Dios  misericordioso, 
perdónales!  Hágase  ru  voluntad! 

El  padre  González  cruzó  los  brazos  sobre  la  mesa,  y  es- 
condió el  rostro. 

Después  de  largo  rato  se  levantó  tranquilo,  sereno,  casi 
sonriente,  v  cerró  la  ventana,  diciendo  para  si: 

Carmen  debe  salir  de  esta  casa.     .   Mañana  la  llevaré 

a  Plu\  losilla.  No!  No!  Eso  no!  Seria  tanto  como  confirmar 
el  dicho  de  esa  gente!  Saldrá  Carmen  de  aquí,  pero  no  aho- 
ra, cuando  pasen  algunos  meses.  .  .  y  su  padre  y  su  her- 
mana vendrán  por  ella.  Asi  lo  necesita  mi  buen  nombre. 
Y  quién  me  devolverá  el  crédito  perdido?  Los  tribunales? 
Quién  piensa  en  ello!  Para  castigar  estos  delitos  no  hay  le- 
yes ni  justicia.  Cómo  probaria  yo  que  hablan  de  mí? 

Y  de  rodillas  delante  del  crucifijo  oró  largo  rato.  Al 
siguiente  día,  muv  temprano,  en  un  caballejo  prestado  por 
A^íitonio,  salló  el  padre  González  para  Pluviosilla.  El  sacris- 
tán y  doña  Salo  emprendieron  la  jornada  dos  horas  des- 
pués. 


L      A 


CALANDRIA 


XLII 


— AMIGO  mió: — decía  el  pacire  Alfonso,  tomando 
asiento  en  la  cómoda  silla  monacal  y  arreglando  los  plie- 
gues de  la  capa, — siento  haber  venido  a  molestarle,  pero 
hay  cosas  aue  no  deben  dejarse  para  el  día  siguiente,  y  la 
que  me  trac  es  una  de  ellas.  Supongo  que  ya  tendrá  usted 
noticia  dj 

— De  que? — interrumpióle  sobresaltado  el  capitalista, 
sintiendo  que  le  daba  un  vuelco  el  corazón. 

Cómo!  No  ha  leído  usted  El  Radical  de  ayer? 

— E!  pcriodiquilio  de  Jurado?  No  .  Alguna  vez  ha 
caído  en  mis  manos,  y  por  cierto  que  no  he  tenido  paciencia 
de  leerlo  hasta  cl  fin. 

— Yo  no  recordaba  que  todavía  ese  papelucho  hiciera 
sudar  los  tórculos,  cuando  anoche  una  mano  invisible  arro- 
jó por  la  ventana,  sobre  la  mesa,  en  que  a  la  sazón  escri- 
bía yo,  el  numero  de  ayer,  y  tuve  que  leerlo.  .  . 

— Y  que  trae?  No  acierto  a  comprender.     . 

— Va  usrcd  a  saberlo. — Ll  Cura  se  entreabrió  la  sotana, 
y  sacando  cl  periódico  le  puso  en  manos  del  capitalista,  di- 
ciendo:— Lea  usted.  .  . 

Chti/  dejo  cl  papel  sobre  otros  que  había  en  la  mesa, 
y  ofreció  un  cigarro  a  su  interlocutor. 

— Gracias! — murmuró  el  clérigo. 

Don  Eduardo  encendió  tranquilamente  un  puro,  se  com- 
puso en  c!  asiento,  calóse  los  lentes,  haciendo  un  gesto  y  en- 
arcando las  cejas,  dio  una  fumada,  y  luego  desdobló  el 
pcrióciico. 

— En  la  tercera  plana.  .  .   un  suelto  intitulado:  Yirtiidcs 

ch 


vqui  esta 


Mil  gracias: 


f 


Ortl. 


i/,  leía  para  si,  sm  que  en  su  rostro  se  mam  restara 

,       .        29b 


RAFAEL 


DELGADO 


la  impresión  que  aquello  le  causaba.  El  sacerdote,  bajos  los 
ojos,  encendido  por  la  vergüenza,  jugaba  con  los  pliegues  de 
la  capa,  dirigiendo,  de  cuando  en  cuando,  curiosas  miradas 
al  capitahsta.  Este,  al  concluir  la  lectura,  no  pudo  reprimir 
la  indignación,  y  volviéndose  al  clérigo  exclamó: 

— Ésto  es  infame!  Estos  son  los  frutos  de  la  libertad  de 
la  prensa?  Esto  es  inicuo. 

— Que  debcm.os  hacer  en  este  caso? 

— \'er  todo  con  el  mayor  desprecio. 

— Considere  usted,  amigo  mío.  .  . 

— Nadie  leerá  en  Pluviosilla  este  inmundo  libelo,  y  aun- 
que así  no  fuera  .  .  ;va  usted  a  descender  hasta  el  fango  en 
que  gustan  arrastrarse  los  que  así  calumnian  a  quienes  es- 
tán muy  alto  para  que  hasta  ellos  lleguen  las  críticas  y  los 
ataques  de  esos  llamados  periodistas?  No,  amigo  mío,  no! 

— No  quiero  tal    .  . 

— Qué  importa  lo  que  diga  ese  papelucho!  Y'o,  señor 
Cura,  no  he  dudado  un  instante  de  la  honradez  de  usted. 
Como  yo,  la  gente  que  algo  vale  y  que  en  algo  se  estima 
relegará  al  olvido  esa  caium.nia. 

— Gracias,  amigo  mío!  Estaba  yo  seguro  de  ello,  como 
lo  estov  de  aue  esc  jorcn  bourado  y  trabajador  de  quien  se 
habla  en  cl  suelto  no  existe  - 

— Recuerda  usted  que  un  día  le  hablé  de  un  caballerito, 
que,  al  decir  de  las  vecinas  de  la  casa  de  San  Cristóbal,  era 


novio  ( 


ieC 


armen 


-Sí;  pero  estoy  seguro  también  de  que  esa  pobre  joven 
vive  contenta  en  Xochiapan  y  a  nuestro  lado.  El  amor,  ami- 
go mío,  no  puede  estar  oculto  mucho  tiempo;  nosotros  no 
descubrimos  en  Carmelita  nada  que  indique  o  haga  sospe- 
char que  está  enamorada  ...  Sin  embargo,  la  manera  como 
ese  papel  llegó  a  mis  manos    .  . 

l_J]\To  sospecha  usted  quién  será  el  que  lo  arrojó?  .     . 

— Sospechas?  Sí .  .  .  sospecho  que  el  secretario,  o  el  maes- 
tro, que,  aunque  se  muestran  conmigo  afables  y  respetuosos, 
como  la  dan  de  cspir/fus  fuertes  son  enemigos  implacables 
de  todos  los  curas  de  Xochiapan.  .  .   Buena  guerra  le  dieron 

297 


I 


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C      A      L      A       X      D       R      I 


a  m!  antecesor  el  padre  Ortegal!  Pero  el  padre  Ortegal  es 
un  gallego  enérgico  y  bravo,  y  no  pudieron  dominarle! 
La  cosa  iba  en  Xochiapan  con  tan  malos  pasos,  que  fué  pre- 
ciso que  el  I^'elado,  para  evitar  disgustos,  me  ordenara  que 
fuera  a  relevar  a  m.i  compañero.  .  . 

— Creo  que  en  todo  esto  anda  la  mano  del  caballerito 
de   marras  No   le   conviene   que   Carmen   esté    lejos    de 

aquí,  v  recurrió  a  la  calumnia  para  conseguir  lo  que  desea, 
esto  es,  que  mi  hija  vuelva  a  Pluviosilla.  No  hay  tal  joven 
honrado  y  tvíihajador .  .  Si  esto  íuera  verdad,  y  Carmen 
deseara  casarse,  me  lo  habría  dicho,  se  lo  habría  dicho  a  us- 
ted o  a  la  señora.  .  .  Ya  mi  hija  lo  sabe;  claramente  se  lo 
dije:  que  si  algún  día  quería  casarse,  y  el  hombre  que  hu-  ^ 
biera  puesto  los  ojos  en  ella  era  positivamente  honrado  y 
bueno,  aunque  fuera  pobre,  no  temiera  nada.  El  día  que 
tal  suceda  los  casaremos.  .  .  no  es  verdad?  Aquí  anda  la 
mano  de  ese  caballerete.  .  .  Usted  sabe,  y  mejor  que  yo, 
quién  es  Alberto  Rosas!  Pero  no  conseguirá  lo  que  desea. 
Carmen  no  saldrá  de  Xochiapan. 

— Bien  me  lo  decía  el  corazón,  amigo  mío!  Ya  usted 
lo  ve.  Ni  el  buen  nombre  de  usted  nos  ha  calido! 

— Si  usted  lo  quiere,  hoy  mismo  iré  por  Carmen  .  .  No 
quiero  que  por  causa  mía  la  lama  de  usted  sea  destrozada 
en  los  periódicos .     . 

— No,  amiro  mío;  me  ha  entendido  usted  mal.  .  .  Hov 
más  que  nunca  conviene  que  no  salga  de  allí.  Si  Carmelita 
saliera  de  mi  casa  en  estos  momentos,  todo  el  mundo  daría 
crédito  a  los  dichos  de  El  Radical.  No;  otra  cosa  deseo  en 
bien  de  mi  fama,  en  favor  de  mi  reputación  de  caballero  y 
de  sacerdote . 

— lo  oue  usted  guste,  amigo  mío. 

— Si  mañana  los  habitantes  de  Pluviosilla  ven  a  Car- 
men en  la  casa  de  usted,  y  saben  de  quién  es  hija,  por  mu- 
cho oue  griten  los  calumniadores  de  /:/  Radical,  sean  quie- 
nes fueren,  todo  el  mundo  vendrá  en  acuerdo  de  que  soy 
inocente,  de  que  todo  ha  sido  una  intri>^a  diabólica,  porque 
usted  no  traería  a  su  casa,   ni  presentaría   ^omo   su  hija   a 


R     A     r     A     E     L 


DELGADO 


quien  no  fuera  digna  de  ello.  Señor  Ortiz,  amigo  mío:  ape- 
lo a  los  sentimientos  generosos  de  un  caballero:  dígnese 
usted  hacer  de  manera  que,  hoy  mismo,  mañana,  la  socie- 
dad de  Pluviosilla  vea  a  Carmen  con  la  hija  de  usted.  Es- 
tará aquí  unos  cuantos  días,  volverá  después  a  Xochiapan, 
y  cuando  nadie  recuerde  lo  que  ha  dicho  el  periódico,  Car- 
men, como  es  de  justicia,  vendrá  definitivamente  a  vivir 

a  esta  casa. 

— Padre!.  .  .   Así  se  hará.  Hablaré  con  Lola  ahora  mis- 
mo, y  mañana  iremos  por  mi  hija .  .  .   Cuándo  piensa  usted 


regresar  a  su  curato? 


— Dentro  de  tres  horas. 
— Aguarde  usted  a  mañana;  iremos  los  tres. 
— Gracias!  Gracias,  don  Eduardo,  gracias!  Dios  bendi- 
sra  a  usted!  Esa  resolución  generosa  salva  mi  buena  fama! 


:v^ 


299 


N       D       P. 


RAFAEL 


DELGADO 


XLIII 


ESPEPvANDO  que  llegara  la  noche,  inquieta,  impa- 
ciente, ciisiraída,  nerviosa  como  nunca,  sin  darse  cuenta 
de  nada,  orcsi  de  contrarios  deseos,  pasó  Carmen  el  día.  ^ 

A  l.i  siesta,  según  costumbre,  doña  Mercedes  se  retiró  a 
dormir;  Angelito,  aprovechándose  de  la  ausencia  del  Cura, 
salió  a  VI -ar  con  sus  amigos  por  las  orillas  del  riachuelo, 
en  busca  de  niayafcs,  muy  abundantes  ya  en  los  guayabales, 
y   señora   Lusebia,   acabadas   las   faenas   culinarias,   se   sentó 
a  coser  en  e!  corredor.  Carmen  permaneció  en  la  sala.  Aque- 
lla  cabecira   era   una   devanadera;   el   pensamiento,   instable 
como  la  fronda  que  en  lo  alto  de  la  rama  lucha  solitaria 
con  el  viento,  iba  de  un  lado  para  otro,  tornaba  y  volvía 
sin  descansar  en  nada.   La   joven  para   aquietar  su  espíritu 
buscó  un  periódico.  A  poco  rato  le  arrojó,  fastidiada  de  no 
poder  fijar  !a  atención  en  lo  que  leía.  Levantóse,  fué  a  traer 
un  libro  de  la  recámara  del  padre,  y  sucedió  lo  mismo. 
— Ah!  Me  olvidaba  de  ver  cómo  está  la  puerta, 
y   salió  a  los  patios.  Ln  el  primero,  un  jardincillo  re- 
cién plantado,  se  detuvo  delante  de  un  viejo  rosal  cargado 
de  flores.  Cortó  algunas,  las  más  frescas  y  bonitas,  y  visitó, 
casi  maqüinalmentt\  un  cuadro  de  violetas  por  ella  sembra- 
do, cuvab  primeras  hojas,  de  un  verde  claro,  torcidas  como 
un  cucurucho,  alegraban  la  tierra  negra  y  húmeda.  Qué  hn- 
das   estarían   en   diciembre   aquellas    matasl    Cerca   de   allí, 
pendiente  de  las  ramas  granujosas  de  un  viejo  saúco,  estaba 
el  loro  d:  Eusebia,  en  su  jaula  esférica;  un  loro  cascado  y 
dprmilón,  oc  cabeza  amarilla  y  mirada  curiosa.  La  joven  le 
habló,  repitiéndole  sus  frases  favoritas  .El  pájaro  despertó, 
se    movió    tartamudeando    palabras    ininteligibles,    y    siguió 
durmienco. 

300 


Ai  llegar  al  segundo  patio,  vinieron  a  su  encuentro  los 
gansos,  de  andar  torpe,  muy  listos  para  hartarse  de  granza, 
balanceándose   atropelladamente,   graznando   hasta*  aturdir. 

En  el  fondo  estaba  la  puerta.  Carmen  quitó  la  tranca, 
probó  .ibrir  con  la  mohosa  llave,  y  abrió.  Súbito  e  inmoti- 
vado temor  le  asaltó  en  aquel  momento,  como  si  fueran 
a  sorprenderla  en  el  acto  de  cometer  un  crimen;  sintió  frío, 
que  el  corazón  le  palpitaba  como  queriendo  salírsele  del  pe- 
cho, que  las  piernas  le  flaqueaban.  Pero  pronto  pasó  aque- 
llo, y  para  darse  valor  contra  lo  que  así  le  asustaba,  princi- 
pió a  cantar,  aspirando  al  mismo  tiempo  el  aroma  de  las 
rosas.  Asomóse  a  la  calle:  la  hierba  crecía  lozana  al  pie  del 
umbral  e  invadía  los  muros,  a  lo  largo  de  los  cuales  huye- 
ron unas  lagarrijas  que  tomaban  sol  en  las  grietas  de  las 
ruinosas  jambas  y  en  las  aberturas  pobladas  de  heléchos. 
Como  >i  alguno,  que  hubiera  adivinado  el  pensamiento  que 
en  aquel  instanre  la  dominaba,  fuera  a  sorprenderla,  Car- 
men miró  a  todos  lados  y  cerró  la  puerta  con  precipitación, 
quitó  h  llave,  sm  pasar  antes  el  pestillo,  y  colocó  la  tranca, 
bien  anovada  v  firme  en  apariencia,  pero  en  realidad  sólo 
reclinada  conrr¿  el  batiente.  En  esta  operación,  sin  que  la 
joven  reparara  en  ello,  las  rosas  se  le  cayeron  de  la  mano. 
Guardóse  la  llave  en  el  bolsillo  de  la  bata,  y  cantando,  se- 
guida de  los  <:ansos,  tornó  al  jardín.  Los  dos  patios  estaban 
separácos  por  una  tapia  muy  baja,  con  una  puerta  de  reji- 
lla lig'era  que  impedía  el  paso  a  las  aves,  las  cuales  solían 
cscanarse  v  hacer  mil  fechorías  en  el  hucrtecillo,  provocan- 
do los  enojos  de  Eusebia. 

Aún  no  dejaba  el  lecho  doña  Mercedes.  Carmen,  co- 
lumpiándose erK-  una  mecedora,  pensaba  en  el  grandísimo 
disgusto  que  iba  a  causar  a  los  pacíficos  moradores  de  aque- 
lla casa. 

—  Qué  dirán  de  mí?  Pobrecillos!  Me  han  querido  tanto! 
Si  no  viniera  .  .  .  pero  sí  vendrá,  sí .  .  . 

La  doncella  se  complacía  en  recordar  minuciosamente 
su  vidi\  en  Xochiapan:  los  trabajos  para  arreglar  la  casa  en 
los  primeros  días;   las  bondades  del  padre  Alfonso,  el  ca-. 

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RAFAEL 


DELGADO 


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nño  V  los  mimos  casi  maternales  de  doña  Mercedes,  b  es- 
imiací^  con  que  la  trataba  señora  Eusebia,  siempre  mal- 
humorada  y   descontenta   de   todos  los  que   no  eran  de  la 

familia. 

— Pobres!  Lo  que  dirán  de  mí!...  Pero  si  supieran 
cuánto  he  llorado;  si  yo  les  contara  lo  que  he  padecido  bajo 
este  hospitalario  techo  Tode  pasará,  y  entonces  yo  ven- 
dré con  Alberto  a  pedirles  perdón,  y  si  el  quiere,  aquí  en 

la  i'.zlesia    .  . 

A  la  sazón  salía  de  la  recámara  doña  Mercedes. 

— Sabe  usted? — díjole  acariciándola  por  sobre  el  respal- 
dar de  la  mecedora, — sabe  usted,  Carmelita,  lo  que  he  so- 
ñado? 

— Qué? — respondió  la  joven,  temerosa,  como  si  la  buen.i 
señora  fuera  a  decirle  que  había  descubierto  los  preparativos 
te  la  fuga — qué  ha  soñado  usted? 

— Que  se  casaba  usted  aquí,  en  Xochiapan      . 
'  —Yo?    .  . 

—Sí. 

— Y  con  quién? — preguntó,  riendo  con  una  risa  triste 

V  dolorosa. — Con  el  hijo  de  Antonio?.     . 

— No;  con  un  joven  muy  guapo,  como  aquel  que  vimos 
hace  ocho  días  en  la  plaza,  muy  guapo,  Carmen! 
'    Esta  se  puso  pálida;  pero  consiguió  dominar  su  emoción. 

— Ojalá!  No  son  de  mi  gusto  los  hombres  feos.  Si  yo  he 
de  casarme  será  con  un  joven  guapo  y  elegante 
-  Por  su  mente  cruzó  la  imagen  de  Gabriel,  y  agregó: 

— Aunque  sea  pobre! 

— No  basta  eso,  niña.  Antes  que  todo,  uno  que  sea  bien 
educado,  de  buenas  costumbres.  .  . 

— Por  supuesto,  señora. 

Al  decir  ésto  sintió  que  el  rostro  se  le  encendía. 

La  anciana  habló  de  otras  cosas. 

— Alfonso  vendrá  mañana.  Si  a  esta  hora  no  ha  llegado, 
no  debemos  esperarlo  ya    .  . 

En  esto  entró  Antonio. 

— Y  el  padre? 

302 


— Que  vendrá  mañana.  Me  dijo:  — "Vete,  y  di  que  pi- 
ra mañana  dispongan  comida  muy  buena  porque  van  con- 
migo un  señor  y  una  señorita." 

— Viene  usted  a  dormir? — dijo  Carmen. 

— Si  la  señora  lo  dispone  ... 

— Sí,  ven.  .  .  cómo  vamos  a  quedarnos  solas  esta  noche? 

— Está  bien,  señora;  vov  a  mi  casa  a  dejar  los  caba- 
llos ... 

— Te  esperamos  para  el  rezo ... 

— Sí,  señora. 

— Y  doña  Salomé? 

— Bien,  señora.  Nos  fuimos  recio...  Ella  en  el  rosi- 
llo, y  yo . .  . 

— Tu,  a  patita. 

— Pero  no  le  hace.  Estoy  hecho  a  andar  a  pie.  A  la  una 
llegamos.  .  .  Euí  a  ver  al  señor  Cura,  me  despachó,  comí,  v 
me  vine  al  trote.  Doña  Salomé  ya  estaré  durmiendo  a  estas 
horas.  Cuando  se  apeó  del  caballo  no  podía  ni  andar. 

Rieron  todos,  considerando  a  la  beata.  Obscurecía.  Eu- 
sebia tr¿ijo  la  lámpara  y  la  colocó  en  la  mesa  redonda. 

— Vete,  Antonio,  que  ya  es  muy  tarde,  y  tienes  que  vol- 
ver. Dales  memorias  nuestras  a  tu  mujer  y  a  tus  hijas. 

— Recibirán  el  favor  de  usted... — respondió  el  campesi- 
no, saliendo.  Montaba  éste  cuando  Carmen  salió  a  la  puer- 
ta: " 

— A  Marcela,  de  mi  parte,  que  le  mando  un  abrazo  muy 
apretado  y  un  beso! 

Y  Antonio,  dando  las  gracias,  azotó  el  caballo  y  tomó 
el  camino  de  su  casa. 

A  las  once  de  la  noche  todos  dormían  profundamente, 
menos  Carmen  que  de  codos  en  la  ventana  miraba  hacia  la 
plaxa,  negra,  aterradora,  llena  de  zumbidos  de  insectos,  y 
de  tiempo  en  tiempo  alumbrada,  cuando  las  nubes  se  abrían, 
por  una  tenue  claridad  lunar. 

— Vendrá? — ¡pensaba. — Quiera  Dios  que  no  venga!  Ten- 
go miedo;  me  da  pena  dejar  así  esta  casa;  me  duele  el  cora- 
zón al  separarme  de  estas  personas,  tan  buenas,  tan  sencí- 


^ 


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N      D       R      I      A 


RAFAEL 


DELGADO 


Has,  tan  cariñosas;  de  doña  Mercedes  que  es  un  ángel;  del 
padre  Alfonso  aue  es  un  santo;  de  Eusebia,  tan  afectuosa 
conmigo,  V  hasta  de  Ángel...  Hice  mal  en  escribirle  a  Al- 
berto; si,  muv  mal;  pero  ya  no  hay  remedio...  toda  mi  ropa 
está   allá.   Cuando  el   padre  Alfonso  sepa   que   me   hui   de 
su  casa,  qué  dirá?  Que  soy  una  ingrata!  Y  mi  padre?.  .  . 
Pero  yo  les  escribiré  contentándolos,  pidiéndoles  perdón,  y 
conio  son  muy  buenos,  me  perdonarán.  A  qué  casa  me  lle- 
vará Alberto?  Yo,  si  no  es  una  casa  decente  no  he  de  acep- 
tar; lo  obligaré  a  aue  me  Heve  a  otra,  a  cualquiera,  con  tal 
que  sea  honrada.  Si  el  me  quiere  lo  hará  asi:   no  se  ha  de 
enojar  conmigo  por  eso.   Y   mañana,  cuando  Gabriel   sepa 
todo,  cuando ^le  digan  lo  que  ha  pasado,  porque  estas  cosas 
luego  s.^  saben,  y  hasta  dicen  de  ellas  los  periódicos.        hará 
una"  cólera  que  va  me  parece  que  lo  veo,  jalándose  los  ca- 
bellos V  pateando  el  suelo.  Vas  a  arrepentirte  de  lo  que  has 
hecho!  Vas  a  verte  humillado!  Tú  tienes  la  culpa.  Te  queria 
con  toda  m.i  alma,  mucho,  mucho,  m.ucho,  más  que  tú  a 
mi,  como  ninguna  te  querrá,  y  despreciaste  mi  cariño,  mis 
besos,  mi  amor    .  .    Mañana  te  contará  Salomé  el  desprecio 
con  que  recibi  tu  carta  y  tus  insultos,  y  luego  sabrás,  por- 
que allá  en  el  patio  se  sabe  todo,  y  yo  se  lo  diré  a  Malenita, 
y  a  Paula,  y  a  Petra,  para  que  te  lo  digan,  que  soy  de  otro, 
que  amo  a  otro,  que  estoy  depositada  en  una  casa  muy  de- 
cente, y  que  me  voy  a  casar  con  Alberto.  Y  me  verás;  sí, 
me   verás  elegante,   lujosa,   muy  bien  vestida,   sin  que   me 
falte  nada,  dichosa,  feliz,  casada  con  un  hombre  igual  a  mi! 
Dicen   que   es   calavera,   que   es   un   perdido?    No   importa! 
Yo,  con  mi  cariño,  con  mi  ternura,  haré  que  sea  bueno  y  lo 
sjrá.  Dicen  que  el  que  no  la  corre  antes  la  corre  después. 
Pues,  mejor,  llevo  esa  ventaja.  Alberto  ño  vivirá  sino  p^a 
mi    '      Por  mi  dejará  a  sus  amigos:   a  ese  Pepe  Muérdago 
que  es  tan  repugnante,  y  a  Frisler,  y  a  Cortma  .     .   Ah,  Ga- 
briel, como  voy  a  vengarme  de  ti! 

Pero  a  poco  la  asaltaba  el  miedo;  le  parecía  que 
iban  a  sorprenderla  en  el  momento  de  salir,  que  daban  voces, 
V  oue  hasta  tocarían  la  campana,  pidiendo  auxilio.  Luego, 

304 


•1         J     .1  r>^cr.  nuc  d^ba    el  pesar  inmenso  que  causa- 
considerando  el  paso  que  c\^^d.i,  ^^  P  Fduardo 
1      /^         M  .,    ^  ^l/^fi-í  Mercedes  V  a  don  nauaiviu, 
rí-í  il  nadre  Gonzaie/,  a  dona  iNierctuc:»  y 

ca/L  resol.i,  .  decric  a  Ro,«.  Ve.  vete!  No  ™c  >o;. 

;t,»  "„:':;;<.:  .,:ScL,  c„ipan.n .  Aib.™ 

"  vc?A,cl;  pero  ,  ís.c  nada  le  importaría  eso.  ts  neo,  ,   a 

los  ricos  todo  se  les  perdona  ... 

Crci.^  ver  en  la  pl-r.a  baleos  que  estaban  en  acecho   <^ 

se  n^ovían,  que  se  alejaban,  que  luego  volvían.  No  ei..  na 

da-  los  vallados,  las  sombras.  Oía  ru.do  de  pasos.  .  .-Se.a 
pJ-pensaba,    escuchando    atenta.-No,    el    v.cnto,    algún 
anuní  que  atraviesa  corriendo  entre  las  escobd  as .  . 

Sonhba  un  viento  írío.  Cómo  se  oía  el  ru.do  del  bos- 
que   Un  tsurro  suave,  lejano,  que  se  ¡^a  acercando^ c.^- 
oendo    y  que  lueeo  se  alejaba  rumbo  a  Pluv.osil  a.  Cant 
elgali;,  y  después  todos  los  gallos  del  pueblo,  y  los  de  l..s 

casas  de  la  montaña.  ,  -       ,,  ,-„.,. 

-Estará  dormida  doña  Mercedes?-preguntose  ,  ■  u, 
quedo  se  acercó  a  la  puerta  y  puso  el  o.do  en  la  cc.auu- 
ri  Duerme  profundamente! 

•     Cuando  voIvkS  a  la  reja  oyó  que  allá  -"Y   ^^¿^^f^ 
Ins  oerros    Un  ladrido  tenaz,  furioso,  que  al  cabo  de   un 

"o'cesaba.  Por  que   tenia   tanto  -icdo>  Por   que   senu. 
que  el  corazón  le  palpitaba  de  un  modo  horrible?  No  ei.. 

/  j     ^  K,   1  rnnvrrsar  con  el  ebanista, 

as    cuando  salía  a  con\cisai  ^^^n 

_Qué  hará  a  estas  horas  Gabriel?-Y  lanzo  un  suspiro 
^vieron  a  oírse  los  ladridos,  ya  mas  arcano  Al  ^n  o 
'.  \  ñoco  fueron  ya  menos  distantes;  pcio  esta  ^ez  s- 
"oTonearo'n  -  cho  tiempo,  y  al  fin  cesaron,  poco  a  poco, 
como  ;!  loTcanes  se  fueran  aquietando.  El  viento  siguió  so- 
Indo  más  V  más  fuerte.  La  joven  tuvo  necesidad  de  abu- 
sarse; tomó  el  rebozo,  y  se  cubrió. 
^     En  la  cómoda,  en  un  vaso,  la  vara  de  naidos  de  Ma, 

305 


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cela  abría  sus  postreras  flores,  llenando  la  estancia  con  si: 
penetrante  aroma. 

Una  sombra  cruzó  por  la  plaza.  Sí,  era  un  hombre,  un 
hombre  en  traje  de  charro,  envuelto  en  un  poncho.  Se  acer- 
caba cautelosamente,  muy  despacio.  Oíase,  apenas  percep- 
tible, el  sonido  metálico  de  las  espuelas,  como  si  el  que  venii 
caminara  de  puntillas.  Era  ell  Carmen  se  estremeció. 

— Alberto 

— ¿Estás  lista?    .  .  ^  '     '• 

—Sí ... 

— Sal;  no  hay  que  perder  tiempo      .   La  ronda  2n¿^  por 
allá  arriba. 

— Tengo  miedo    .  . 

— Miedo?  De  que?  A  quién} 

— No  sé  .  .  .   pero  tengo  miedo    .  .   Esrov  temblando!  ,  .  ., 

— Tontuela      .    Tienes  algo  que  darme  .^ 

— Sí,  pero  oye.  ,  .    )'  .si  nos  sorprenden? 

— No  temas. 

— Habla  quedo!  por  Dios!  que  en  la  orra  pieza  due:-^ 
doña  Mercedes ... 

— No  tardes,  Carmelita. 

— Espera,  un  instante      .    0\'e. 

—Di. 

— Me  ofreces  hacerme  tu  esposa? 

— Antes  de  ahora  te  lo  he  prometido  nnicha.^  veeev 
Dudas  de  mí? 

— Me  lo  ofreces  por  lo  que  más  quieres?  Me  das  :;:  ':^:. 
labra  de  honor  de  que  te  casarás  conmigo? 

La  muchacha  sentía  ganas  de  llorar.  Sentía  un  nirdo  :.-: 
la  ^ar^anta. 

— Te  lo  juro!  No  tardes 

Voy.  .  . — y  dióle  un  paquete  que  a  dur;-  penas  cu.v^- 
por  entre  las  barras  de  la  reía. 

— Hija:  este  bulto  es  www  grartde      .    pero  no  imrcrr;.! 

— Habla   quedo,   poi*  Dios!    habla    quedo.    Da    L:    vuelti,. 
}'  aguárdame  en  la  nueiTa  aue  e>:a  detrás  .le  "^  .^^^:^  v -,v 


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DELGADO 


— No  tardes.  •     j     t 

Ciimcn  cenó  la  ventana,  y  vacilante,  conteniendo  I.i 
respiración,  abrió  poquito  a  poquito  la  pucrtecilla  del  cuar- 
to conti-uo,  V  le  atravesó  sin  volver  el  rostro  hacia  la  ca- 
ma hasta  que  estuvo  en  el  otro  aposento.  De  la  sala  paso  al 
comedor.  Cómo  olían  las  frutas  que  había  en  la  mesa!  An- 
-cl  que  dormía  en  el  cuartlto  cercano,  roncaba.^. 
*     La  joven  tropezó  en  una  silla,  pero  el  chiquillo  no  des- 

^     La  pesada  puerta  del  patio  no  hizo  el  menor  ruido.  El 
,.  porro  reconoció  a  Carmen  y  vino  a  su  encuentro,  haciéndole 

'   fiestas.  .  ,     , 

El  ciclo  comenzaba  a  despejarse;  los  vientos  de  la  ma- 

-    drugada  barrían  las  nubes  hacia  el  Sud;  la  creciente  luna 
alumbraba  el  jardín  con  pálida  y  triste  claridad. 

'    Al  atravesar  el  traspatio,  los  ánades  se  movieron  y  graz- 
naron alarmados,  alargando  los  cuellos. 

La  fugitiva  quitó  la  tranca  y  abrió. 

—Tengo    miedo!— murmuró,   abrazándose   de   Alberto. 
Iste  la  estrechó  y  le  dio  un  beso  en  la  frente. 

—Vamos,  apóyate  en  mi  brazo.     .    Tiemblas  como  un 
í.zogado.  No  tengas  miedo,  que  vas  conmigo! 

La  joven  sonrió,  y  levantando  los  pliegues  del  poncho 
buscó  el  brazo  de  su  amante. 

Cerca  de  allí  estaban  los  caballos. 

—Quién  es  e^e  hombre?— preguntó,  deteniéndose  al  ver 

'il  criado. 

—No  tengas  cuidado,  chiquita...  es  el  caballeran- 
go un  buen  muchacho.  .  .  .i 
"     Poco  después  llegaban  a  los  Alamos,  y  seguían  por  el 

crimino  de  Pluviosilla. 


V 


a  salir. 


307 


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RAFAEL 


DELGADO 


XLIV 


EL  carruaje  estaba  a  la  puerta. 

Don  Eduardo  y  el  clérigo  departían  en  el  despacho, 
aguardando  a  la  hermosa  y  elegante  señorita  que  ya  tardaba 
demasiado  en  el  tocador,  y  que  a  la  sazón  engalanaba  su 
hnda  cabeza  rubia  con  im  sombrerillo  de  paja  coronado  de 
llores  silvestres. 

— Así  era  de  esperarse! — exclamaba  el  Cura. — Recuerda 
usred  que  repetidas  veces  le  dije  que  la  señorita  Lola  acce- 
dería con  gusto? 

— Sm  embargo,  amigo  mío,  fue  duro  el  paso:  se  encen- 
dió, bajó  el  rostro  entristecida,  y  dos  gruesas  lágrimas  ro- 
daron por  sus  mejillas.  Dos  lágrimas  que  sentí  caer  en  mi 
c-jvi/ón  como  dos  gotas  de  plomo  derretido! 

— Era  natural .  .  . 

—Pero  luego,  un  instante  después,  vino  hacia  mí,  son- 
rionro  y  cariñosa,  y  me  abrazó  diciendo:  "Con  mucho  gus- 
to, papacito!  Por  qué  no?  No  es  también  hija  tuya?  No  es 
hermana  mía?  Si  quieres  vamos  por  ella.  .  ."  Y  desde  ano- 
che no  piensa  en  otra  cosa,  y  hace  mil  proyectos  para  lo 
futuro  con  respecto  a  Carmen.  Temprano  puso  a  la  servi- 
dumbre en  movimiento,  y  dispuesta,  queda  una  elegante  al- 
coba al  lado  de  Li  suya.  Estoy  contento  de  mi  hija!  Así  era 
la  madre         generosa  hasta  el  sacrificio! 

— Siempre  una  obra   buena   trae  consigo  la  recompen- 

^       —Ya  era  tiempo  de  dar  este  paso,  amigo  mío!  Cuánto 
se  a^M:ide/Cü  a  usted  su  empeño! 

—A  mi.''  No,  don  Eduardo.  .  .    Esto  y  todo  se  merece 
e>.i   joven! 

Un  criado  avisó  desde  la  puerta  que  un  individuo,  que 

3  OS 


decía  llamarse  Antonio,  y  que  \enÍA  de  Xochiapan,   pre- 
guntaba por  el  padre  González. 

— Que  pase! — dijo  el  capitahsta. 

El  sacristán  entró  en  el  despacho. 

— Qué  se  ofrece?  está  enferma  la  señora? 

Dios  nos  libre!  Afligida,  acongojada,  sin  saber  lo  que 

hará.  Me  dio  esta  carta  para  usted. 

— Qué  ha  sucedido? 

Antonio  no  respondió.  Don  Eduardo  no  acertaba  a  ex- 
plicarse la  reserva  del  mensajero. 

El  Cura,  ya  más  tranquilo,  abrió  la  carta. 

— Con  permiso  de  usted .  .  . 

— Usted  !o  tiene! 

E!  padre  González  conforme  leía  se  iba  demudando.  El 
capitaHsta  alarmado  no  pudo  menos  que  preguntarle: 

— Alguna  desgracia  de  famiha? 

El  ciérigo  no  contestó.  En  aquel  momento  leía  una 
tarjeta  que  Venía  dentro  de  la  carta.  Sonrió  tristemente  y 
con  un  movimiento  de  cabeza  hizo  salir  al  sacristán. 

Sí;  una  desgracia  de  familia,  porque  como  de  la  nues- 
tra hemos  visto  siempre  a  Carmelita!  Lea  usted. 

Levó  Ortiz  la  carta  y  la  tarjeta,  sereno,  inmutable,  co- 
mo si  se  tratara  de  un  asunto  insignificante. 

Rosas! — prorrumpió   en    todo   despreciativo. — Me   lo 

temía!  El  fue  ^in  duda,  el  autor  del  suelto.  .  .    ' 

Xo    puedo    explicarme    cómo    ha    sido    esto...     Qué 

piensa  usted  hacer."  * 

—Nada. 

— Nada? 

Padre:    hnv    co-as   que  no   tienen   remedio...    y   ésta 


es  ima  de  tantas. 

— Pero 

Cada  uno  .ibre  a  sus  pies  el  abismo  de  su  propia  des- 
gracia .  .  .  Carmen  no  ha  sido  la  excepción  de  la  regla.  .  . 
Para   mí...    como   si   hubiera   muerto! 

En  vano  tratab.t  el  capitahsta  de  ocultar  su  vergüenza 
y   su   dolor;    lucho   por   conseguirlo,   lucho   enérgicamente, 

309 


/- 


RAFAEL  DELGADO 


A 


CAL 


N      D      R      1      A 


y 


pero  fueron  inútiles  sus  esfuerzos.  El  padre  González  ob- 
servó que  los  ojos  de  su  amigo  estaban  llenos  de  lágrimas. 

— Padre, — dijo  al  fin,  después  de  \m\o%  segundos  de  si- 
lencio,— esto  parece  un  castigo  de  Dios 

Disponíase  a  contestar  el  sacerdote,  cuando  alegre,  fes- 
tiva, bulliciosa,  calzándose  los  guantes  e  inundando  de  aro- 
mas el  aoosento,  entró  Lolita. 

— Cuando  ustedes  gusten .  .  . 

El  Cura  se  había  levantado.  Don  Eduardo  con  mirada 
dolorida  contemplaba  a  su  hija. 

— Cuando  gustes,  papá. 

— Hija  mía.  .  — r-respondió,  acercándose  a  la  joven  y 
abrazándola, — vuelve  a  tus  habitaciones      . 

— Pues  qué  no  vamos? 

No,  hija  mía. 

— Señor.  — tornó  a  preguntar,  dirigiéndose  al  clérigo, 
— qué  ya  no  vamos.'^ 

— No,  señorita. 

— Por  qué? 

— Ya  lo  sabrás — contestó  don  Eduardo,  acariciando  2  su 
hija  que  sonreía  satisfecha  y  feliz. 


K?". 
Ü^''' 


XLV 


HACIA  cuatro  meses  que  no  le  veía.  La  última  vez 
fué  el  7  de  junio.  Llegó  a  media  noche,  con  Muérdago,  en 
tal  estado  de  embriaguez  que  no  podía  tenerse.  Se  acostó  y 
no  dio  cuenta  de  su  persona  hasta  el  día  siguiente. 

Muérdago  era  un  mal  amigo.  Ya  ella  le  había  despedido 
varias  veces.  Esa  noche,  Carmen  estuvo  a  punto  de  dar  vo- 
ces y  de  llamar  al  sereno  para  librarse  de  él. 

— Bien  se  conoce  que  está  usted  acostumbrado  a  tratar 
con  gente  perdida! — le  dijo— Es  usted  un  insolente!  Se 
conduce  usted  así  porque  me  ve  sola.  .  .  Si  Alberto  no  es- 
tuviera en  ese  miserable  estado,  se  guardaría  usted  de  ello.  . 

Pepe  contestaba  a  todo  riendo  a  carcajadas.  Al  fin  se 
fué.  A  los  pocos  días  volvió;  no  venía  borracho,  pero  si 
más  desvergonzado  y  atrevido  que  nunca.  Se  detuvo  en  la 
ventana,  pero  Carmen,  para  que  no  entrara,  cerró  la  puer- 
ta y  !c  dejó  con  la  palabra  en  la  boca. 

Aquello  no  era  vivir.  .  .  Encerrada  entre  cuatro  pare- 
des, con  nadie  trataba,  a  nadie  veía,  y  no  iba  a  ninguna 
parte.  ¿Para  qué?  Para  que  todos  la  despreciaran  y  la  vieran 
con  mirada  recelosa  y  ofensiva,  como  reprochándole  su  con- 
ducta? ^,  ■ 

Cuando  pasaba  salían  a  la  puerta  todas  las  vecinas,  a 

verla  y  a  murmurar  de  ella: 

— Quién   es? 

— La  Calandria! ...  La  que  ahora  tiene  don  Alberto  Ro- 
sas..  .    Vaya!  No  la  conoce  usted? 

— Muchacha  m.ás  tonta! 
'     — Tan  bien  que  estaba  en  la  casa  del  padre  Gonzálezl 

— En  qué  vendrá  a  parar?.  .  .  El  ¿'\x  menos  pensado  la 
deja  ese  señor  y .  •  . 

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— Parará  en  lo  que  todas.  .  .  ya  usted  sabe! 

Era  preferible  no  salir.  Y  ni  en  la  casa  estaba  tranquila: 
a  media  noche  veían  a  llamar  en  su  puerta,  diciéndole,  en- 
tre risas  y  desvergüenzas: 

Abre!  Abrel  Ahora  que  no  está  Rosas         abre! 

Ella  callaba  temblando  de  miedo  y      .   de  cólera. 

— Abre! — repetían,  y  sonaban  dinero,  hasta  que,  can- 
sados de  porfiar,  se  iban,  insultándole  y  diciéndole  apodos. 

Dos  otros  veces  tuvo  necesidad  de  echar  de  allí  a  una 
vieja  que,  bajo  pretexto  de  vender  alhajas  y  vestidos  usa- 
dos, le  hizo  proposiciones  de  esas  que  ofenden  horriblemente 
a  una  mujer  que  se  estima.  Y  no  fué  la  única:  con  otras 
tuvo  que  hacer  lo  mismo.  Aquello  no  se  podía  sufrir. 

Alberto  no  venía.  No  estaba  enfermo,  ni  ausente,  no, 
porque  ella  le  había  visto  pasar  a  caballo.  Le  escribió;  Ro- 
sas no  se  dignó  contestar;  volvió  a  escribirle,  y  ni  siquiera 
quiso  recibir  la  carta. 

Los  recursos  se  iban  agotando.  Fué  preciso  empeñar  la 
ropa:  hoy  esto,  mañana  aquello,  así  todo.  Trabajaba,  cosía, 
lavaba,  tejía;  pero  poco.  Nadie  le  daba  quehacer  porque 
desconfiaban  de  ella.  Apeló  a  sus  amigas,  y  en  vano.  Magda- 
lena se  hizo  la  desconocida;  Paula  y  Petrita  perdieron  la 
ca!le  por  no  hablarle.  La  única  que  solía  visitarla  era  Car- 
lotita  Marín,  y  eso  de  cuando  en  cuando;  le  daba  costuras 
y  le  prestaba  dinero  .  .  Enrique  López  no  había  variado; 
pero  luego  que  ella  le  dijo  que  Alberto  era  raro  y  celoso 
no  volvió. 

— No  quiero  que  tengas  disgustos  por  causa  mía.  No 
tengas  cuidado,  no  volveré! 

Y  lo  cumplió.  Carmen  quiso  preguntarle  por  Gabriel, 
pero  no  se  atrevió.  La  criada  le  contó  que  no  era  cierto, 
como  decían,  que  iba  a  casarse  con  Chole  Sierra.  El  novio 
era  Ramón  Pérez,  y  el  día  de  la  boda  estaba  próximo,  por- 
que ya  el  modisto  de  la  calle  de  la  Sauceda  estaba  haciendo 
las  donas. 

Una  noche  vino  Muérdago,  con  Arturito  el  poeta. 
Cuando  ella   los  vio  ya  habían  entrado.   Carmen  los   trató 

312 


í 


RAFAEL 


DELGADO 


con  mucha  seriedad  v  les  conversó  de  cosas  indiferentes. 
Sánchez  se  retiró,  y  quedóse  Pepe.  Luego  que  se  vio  solo 
con  ella  hizo  ademán  de  abrazarla.  Muérdago,  al  ver  la 
manera  despreciativa  con  que  la  joven  le  trató,  le  dijo,  tu- 
teándola: 

— Todavía  estás  pensando  en  Alberto?  No  esperes  que 
venga,  siéntate,  y  aguárdalo  sentada .  .  .  Ese  anda  ahora 
por  otra  parte  .     . 

Y  no  mentía.  Ya  Carmen  tenía  noticia  de  ello;  pero 
quiso  desengañarse  por  sus  propios  oj<os.  Una  noche  salió 
con  la  criada  y  fué  a  espiarle;  le  halló  en  casa  de  la  Curra, 
una  española  muy  bonita,  que  vestía  con  mucho  lujo. 

Carmen  volvió  llorando  a  su  casa,  resuelta  a  todo.  Qué 
esperanzas  le  quedaban?  Ya  lo  había  pensado  muchas  veces: 
en  Xochiapan,  aquella  noche,  cuando  volviendo  de  la  casa 
de  Antonio,  pasaron  por  el  cam.posanto;  en  Pluviosilla 
también,  pero  siempre  tuvo  miedo;  ahora  ya  estaba  cansa- 
da de  padecer. 

Ese  día,  antes  de  ir  a  cerciorarse  de  lo  que  le  habían 
contado,  leyó  en  E!  Contemporizador  la  historia  de  una  jo- 
ven de  Chihuahua,  que  así  lo  hizo.  Sería  una  infeliz  como 
ella,  sin  ilusiones  y  sin  esperanzas,  abandonada,  y  prefirió 
morí]'.  Carmen  leyó  el  periódico  otra  vez. 

— Pobre  muchacha!  Qué  simpática!  Tuvo  razón.  .  .  era 
preferible  morir  .  .  El  periódico  dice  que  tomó  el  veneno 
en  c.ifé  con  aiiuardiente .  .  .   Así  no  sabrá  tan  mal.  .  . 


y 


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A      N      D      R      I      A 


XLVI 


CUANDO  Li  ci-Kuli  vino  la  puerta  estaba  cerraaa. 
De  fijo  que  la  joven  dormía. 

Stí  desvelaría,  como  todas  las  noches.  Mejor,  así  ten- 
dré tiempo  de  hacer  lo  que  me  encargó.  La  cajita  en  la  car- 
pmtería  de  don  Pepe  Sierra.  .  .  y  la  llave^  .  aquí  está, 
vaya!    Lsa    cartita   para   don   Alberto:    esta   otra   para   don 

Lduardo  Ortiz 

A  las  ocho  volvió.  Carmen  no  se  había  levantado  aun. 

Se  le  pegarían  las  sábanas.  .  .   pobre!  La  pobrecíta  no 

loí;ra  dormir  nunca  hasta  la  madrugada      . 

Sin   embargo   fué   preciso   llamar.   Golpeó   fuertemente, 
pero  en  vano;  no  contestaba.  La  llave  estaba  en  la  cerradura, 
■y  por  un  agujero  de  la  madera  vio  que  la  puerta  del  patio 
tenía  puesta  la  tranca.  En  la  recámara  había  luz. 

Alarmada  la  pobre  mujer  llamó  a  un  vecino. 

—Vea  usted,  no  ha  salido,  porque  la  llave  está  pega- 
da .  .  Y  la  puerta  de  la  cocina  mire  usted  por 
aquí         ve  usted  la  tranca?.  .  .  Algo  le  ha  sucedido. 

— Pues  qué  se  quedó  sola? 

Sí;  yo,  con  licencia  suya,  me  fui  ayer,  a  las  cuatro 

de  la  tarde,  a  mi  casa.  '' Vayase,  me  dijo,  yo  me  arreglaré 
aquí  como  pueda.  .      Para  lo  que  hay  que  hacer!" 

— Tooue  usted  fuerte! 

— Si  ya  me  canso  de  tocar! 

El  vecino  cogió  una  piedra.  Dio  tremendos  golpes.  No 

respondía.  c-  i     t, 

Vea  usted.  .  .  la  lámpara  está  ardiendo.  .  .  Si  le  ha- 
brá pasado  algo! 

—Pues   llamaremos   a   un   herrero,  o   a   un   carpintero, 

para  que  abra. 

314 


B.     A     F    A     E     L 


DELGADO 


— Y  quien  le  pnga  el  trabajo? 

— Ya  veremos,  por  eso  no  se  apure  usted.  Lo  que  impor- 
ta es  entrar.  Quién  sabe  si  estará  con  un  ataque,  y  ni  ha- 
blar podrá  .  .  Vamos  a  dejarla  morir  como  un  perro,  sin 
confesión  ni  nada?  Vaya  usted  a  llamar  un  carpintero.  .  . 
Aiíuárdese  usted,  voy  vo! 

El  servicial  vecino  regresó  a  poco  acompañado  de  Ga- 
briel. El  mancebo  venía  inquieto  y  desconcertado. 

— Qué  ha  sucedido? — preguntó. — No  responde? 

— No. 

— Usted   fué   la   que   dejó  en   la   carpintería   una   cajita 

para  mi? 

— Sí;  como  usted  estaba  adentro  se  la  di  a  don  Pepe, 

— No  hay  más  que  romper  la  puerta.  .  . — dijo  el  vecino 
con  insistencia. — Abra   usted! 

— Si  yo  lo  he  sabido  traigo  los  fierros    .  . 

— Iré  por  ellos.  Iba  yo  a  llamar  a  un  carpintero  cuando 
me  encontré  con  usted  .  .  . 

— No;  estas  chapas  son  de  pacota.  .  .  no  resisten  un  en- 
vión. Va  usted  a  ver  cómo  la  rompo    .  .  ' 

El  ebanista  empujó  la  puerta  dos  o  tres  veces,  haciendo 
crujir  la  madera.  A  la  cuarta  oyóse  el  ruido  de  la  cerradura 
que  cedía  al  impulso  del  vigoroso  mancebo.  Repitió  el  es- 
fuerzo y  la  puerta  se  abrió. 

— Ya! — dijo,  dando  un  puntapié  a  la  hoja. 

— Gracias  a  I^io'^! — murmuró  la  criada. 

— Cómo  huele  a  petróleo  quemado! — observó  el  vecino. 

— Qué  hace  usted  que  no  entra,  señora? — dijo  impa- 
ciente el  ebanista  temeroso,  sobresaltado,  como  si  esperara 
una  gran  desgracia. 

La  buena  mujer  no  tardó  en  salir,  azorada,  con  espanto 
patente  en  los  ojos. 

— Está  muerta! 

—  Muerta? — exclamó  Gabriel,  apoyándose  en  el  muro. 
— Eso  no  es  posible! 

— Sí!  Y  tirada  al  pie  de  la  cama,  y  ya  fría! 

Entraron.   La   criada   abrió  la   ventana.   El   sol   iluminó 


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CAL 


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N      D       R      I      A 


con  sus  rayos  de  oro  el  cadáver  de  la  infeliz  muchacha.  Las 
coberturas  estaban  en  el  suelo.  Sin  duda,  ya  con  las  ansias 
de  la  muerte,  quiso  levantarse  y  pedir  socorro,  y  al  asentar 
el  pie  cavó  para  siempre. 

El  joven,  trémulo,  erizado  el  cabello,  mudo  por  el  es- 
panto, contempló  a  la  que  fué  la  más  dulce  esperanza  de 
su  vida,  a  la  que  tanto  amó,  a  la  que  murió  pensando  en 
cK  pidiéndole  perdón. 

Que  poco  quedaba  de  tanta  belleza!  Estaba  amarilla, 
con  manchas  rojas  y  amoratadas.  Eos  ojos  tenían  un  cerco 
violáceo,  casi  ne^M'o.  Ea  boca,  contraida  horriblemente,  pa- 
recía quj  dc)aba  escapar  un  grito  de  desesperación.  Una  li- 
gera espuma  escurría  de  los  labios. 

Vean; — dijo  el  vecino,  señalando  ia   mesa. — Yo  creo 

que  se  enveneno,   como  la   muchacha   e^a   de   que   habla   el 

perioiiico .  .  . 

En  la  mesa  había  una  taza  con  cafe  y  una  botella  de 
ai;uardiente,  \  en  el  suelo,  y  en  un  plato,  fósio.os,  muchos 
los loros 

Puede  sc'v  .  — respondió  el  ebanista,  que  apenas  po- 
día hablar — pero  cállenselo  para  no  tener  que  andar  con 
?\o  lo  dn.^ui. — Sería  mayor  la  vergüenza  para  su 


jueces .  .  , 
lamilla 
estar  a^í! 


Wimos    a   levantar   el   cadáver  cómo 


ha    de 


316 


RAFAEL 


DELGADO 


XLVII 


EAS  vecinas  del  pafif)  de  San  Cristóbal,  luego  que  tu- 
vieron noticia  del  suceso^  acudieron  a  prestar  sus  servicios. 
Con  don  Eduardo  no  se  ,'*udo  contar  porque  hacia  ocho  me- 
ses que  estaba  en  México;  pero  aquellas  buenas  gentes  lo 
arreglaron  todo.  Malenita  se  portó  con  la  generosidad  acos- 
tumbrada: oí  recio  pagar  el  entierro,  el  carro  fúnebre  y  los 
tranvías.  Al  fin  no  hizo  más  gasto  que  el  de  cuatro  car- 
gadores. A  pesar  de  las  recomendaciones  del  ebanista  inter- 
vino en  el  asunto  el  Juez  de  E-  Instancia,  prohibió  la  inhu- 
mación solemne,  y  orden(í)  que  el  cadáver  fuera  llevado  al 
hospital.  Allí,  después  de  analizar  las  materias  contenidas  en 
el  estómago,  conlirmaron  los  médicos  las  sospechas  del  ve- 
cino, y  estudiaron  en  el  destrozado  cuerpo  de  la  infeliz 
muchacha  no  sé  cuántas  cosas,  por  las  cuales  un  practi- 
cante charlatán,  amigo  de  Jurado,  explicaba  aquel  suicidio 
coiTio  la  cosa  más   n.atural  del  mundo. 

Muérdago  y  Rosas  almorzaron  juntos  ese  día.  Disputa- 
ban acerca  de  quién  había  ganado  la  apuesta.  Cortina,  cons- 
tituido en  arbitro,  decretó  que  uno  pagaría  el  almuerzo  y 
otro  el  champagne. 

Después  de  la  ionuvnta,  en  la  cual  Pepe  bebió  del  cspn- 
vioso  hasta  no  poder  más,  Alberto  fué  a  pasar  la  noche  en 
los  salones  del  Círculo  Mcvcaniil. 

Mientras  el  seductor  gozaba  allí  de  los  encantos  de  bri- 
llante íiesta,  en  el  taller  de  don  Pepe  Sierra,  torturado  por 
el  dolor  y  entenebrecido  de  espíritu,  labraba  el  carpintera 
el  ataúd  de  la  Calandria. 


Orizaba,  Enero-Agosto  de  1890. 


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