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Full text of "La epopeya de Artigas : historia de los tiempos heroicos de la república oriental del Uruguay"

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?  Zorrilla  de  San  Martin 


RTIGAS 


LA  EPOPEYA  DE  ARTIGAS 


ARTIGAS  EN  1810 
Ayudante  Mayor  del  Cuerpo  de  Caballería  de  Blandengues 
Frontera  de  Montevideo.  (Cuadro  de  Juan  Manuel  Blanes) 


TALLERES  GRÁFICOS  A.  BARREIRO  Y  RAMOS 

CALLE  BARTOLOMÉ  MITRE,   NÚM.  61 


ORIGEN  DE  ESTE  LIBRO 


Ministerio  de  Relaciones  Exteriores. 

Montevideo,  Mayo  10  de  1907. 
Considerando : 

l.o  Que  honrar  á  los  héroes  sirve,  á  un  tiempo,  de  premio,  de 
estímulo  y  de  ejemplo; 

2.o  Que  es  un  anhelo  del  alma  nacional  el  pensamiento  de  levantar 
una  estatua  al  General  Artigas,  libertador  y  mártir,  héroe  por  la 
abnegación,  por  el  denuedo  y  por  el  infortunio; 

3.o  Que  no  es  posible  retardar  por  más  tiempo  el  advenimiento 
del  día  en  que,  según  dijera  el  Doctor  Carlos  María  Ramírez  los 
niños,  el  ejército  y  el  pueblo  se  inclinarán  ante  la  estatua  del  gran 
calumniado  de  la  Historia  de  América,  del  héroe  infortunado  cuya 
postuma  glorificación  ha  de  ser  perdurable  estímulo  de  las  abnega- 
ciones patrióticas  que  sólo  reciben  de  sus  contemporáneos  la  ingra- 
titud, el  insulto  y  el  martirio; 

4.«  Lo  dispuesto  en  la  Ley  de  5  de  Julio  de  1883,  y  en  el  in- 
ciso E  del  artículo  l.o  de  la  Ley  de  23  de  Marzo  de  1906, 

El  Presidente  de  la  República 

DECRETA: 

Artículo  l.o  Eríjase  en  la  Plaza  de  la  Independencia  un  monu- 
mento á  la  inmortal  memoria  del  General  José  Artigas,  precursor 
de  la  nacionalidad  oriental,  procer  insigne  de  la  emancipación  ame- 
ricana; 

Artículo  2.o  Llámase  á  concurso  para  la  presentación  de  bocetos, 
al  que  podrán  concurrir  los  escultores  uruguayos  y  extranjeros  que 
lo  deseen,  instituyéndose  dos  premios  en  dinero,  el  primero  de  dosi 
mil  pesos,  y  el  segundo  de  mil.  Con  el  propósito  de  asegurar  la  con- 


ORIGEN    DE   ESTE    LIBKO 


currencia  de  escultores  de  fama  mundial,  se  pedirán  bocetos  á  cuatro 
grandes  artistas,  abonándoseles  por  cada  uno  de  ellos,  embalado  en 
el  taller,  la  suma  de  mil  doscientos  pesos; 

Artículo  S.o  Cuando  todos  los  bocetos  se  encuentren  en  Montevideo, 
se  nombrará  un  Jurado,  compuesto  de  personas  competentes,  encar- 
gado de  determinar  cuál  deberá  aceptarse; 

Artículo  4.o  Desígnase  al  Doctor  Juan  Zorrilla  de  San  Martín 
para  que,  de  acuerdo  con  las  instrucciones  del  Gobierno,  prepare 
una  Memoria  sobre  la  personalidad  del  Generar  Artigas,  y  los 
datos  documentarlos  y  gráficos  que  puedan  necesitar  los  artistas ; 

Artículo  5.o  Solicítese  por  el  Ministerio  de  Relaciones  Exte- 
riores el  concurso  de  los  escultores,  formúlense  las  bases  corres- 
pondientes, hágase  saber  á  quienes  corresponda  y  publíquese. 

WILLIMAN. 

Alvaro  Guillot.  —  Jacobo  Várela  Acevedo. 


Ministerio  de  Eelaciones  Exteriores. 

Montevideo,  Mayo  16  de  1907: 

Remito  á  usted  copia  del  Decreto  por  el  cual  el  Gobierno  resuelve 
erigir  una  estatua  al  General  Artigas,  y  lo  designa  á  usted  para 
preparar  una  Memoria  sobre  dicha  personalidad,  y  los  datos  docu- 
méntanos y  gráficos  que  puedan  necesitar  los  escultores. 

Confiando  en  que  usted  prestará  al  Gobierno,  y  al  País,  el  con- 
curso de  su  notorio  buen  gusto  y  preparación  en  historia  y  en  artes, 
aceptando  la  honrosa  distinción  de  que  se  le  ha  hecho  objeto,  apro- 
vecha la  oportunidad  para  saludarlo  atentamente. 

Jacobo  Várela  Acevedo. 

Al  doctor  don  Juan  Zorrilla  de  San  Martín. 


ORIGEN   DE   ESTE   LIBRO 


Montevideo,  27  ele  Mayo  de  1907. 

Excmo.  señor  Ministro  de  Relaciones  Exteriores,  doctor  don  Jacobo 
Várela  Acevedo. 

Señor  Ministro: 

Con  satisfacción  sólo  comparable  al  temor  que  me  infunde  la  des- 
proporción entre  mis  fuerzas  y  la  magnitud  de  la  honrosa  tarea  que 
se  me  confía,  acepto  agradecido  la  de  dar  á  los  artistas,  de  acuerdo 
con  las  instrucciones  del  Gobierno,  el  canon  del  monumento  que  se 
levantará,  por  fin,  en  Montevideo,  á  nuestro  grande  Artigas. 

Quiera  V.  E.  hacerse  intérprete  de  mi  gratitud  ante  el  señor  Pre- 
sidente de  la  República,  por  el  que  considero  el  más  alto  honor  que 
pudiera  discernírseme  como  ciudadano,  y  dígnese  aceptar  también 
V.  E.,  personalmente,  las  protestas  de  ese  mi  cordial  reconocimiento, 
con  las  muy  afectuosas  de  mi  grande  estimación. 

Juan  Zorrilla  de  San  Martín. 


CARTA  CONFIDENCIAL 


Al  Señor  Ministro  de  Relaciones  Exteriores. 
Mi  estimado  señor  Ministro : 

Tras  largo  pensar  en  la  mejor  forma  y  más  adecuada  de 
preparar  la  Memoria  sobre  la  personalidad  de  Artigas,  y 
ofrecer  á  los  escultores  los  datos  gráficos,  á  que  se  refiere  el 
decreto  de  10  de  Mayo  de  1907,  llegué  á  persuadirme  de  que, 
en  vez  de  redactar  un  cuaderno  de  informaciones,  un  libro 
documentado,  ó  cosa  por  ese  estilo,  era  mejor  que  yo  hablase 
directamente  con  los  artistas  á  quienes  debo  instruir,  y,  sobre 
todo,  inspirar. 

El  signo  escrito,  así  fuere  el  más  expresivo,  nunca  lo  es 
tanto  como  la  viva  voz.  Ésta  consiente  una  discreta  familia- 
ridad, que  juzgo  muy  propicia  á  la  transmisión  de  la  ense- 
ñanza, pues  se  compadece  con  alguna  difusión,  ó  insisten- 
cia en  los  conceptos  esenciales,  que,  si  grave  defecto  en  lo 
escrito,  no  lo  es  tanto,  me  parece,  y  hasta  puede  constituir 
una  cualidad  en  lo  hablado.  Por  otra  parte,  la  afectuosa 
conversación,  bien  que  fácil  y  sencilla,  es  susceptible  de  aque- 
lla dignidad  que,  según  Emerson,  pertenece  á  los  objetos 
naturales,  y  que  no  se  halla  en  los  artificiales ;  mantiene  la 
atención  sobre   los  asuntos  más  serios  y  difíciles,  y,  con  el 


CARTA    CONFIDENCIAL 


calor  del  aliento  personal,  transmite,  como  ningún  otro  signo 
humano,  la  emoción  estética. 

Si  Vd.  comparte  mi  opinión,  le  ruego  quiera  recorrer  estos 
apuntes,  que  pongo  en  sus  manos  en  cumplimiento  de  la 
tarea  que  sobre  mí  he  tomado.  Eso  es,  palabra  más,  palabra 
menos,  lo  que  yo  diré  á  los  artistas,  si  Vd.  juzga  que  es  eso 
lo  que  más  conviene  inculcarles  ó  sugerirles. 

He  cuidado,  ante  todo  y  sobre  todo,  como  Vd.  lo  advertirá, 
de  decir  la  verdad  histórica  más  auténtica  y  depurada  ;  pero, 
no  echando  en  olvido  el  objeto  que  debo  perseguir,  he  procu- 
rado que  la  verdad  no  permanezca  inerte,  como  materia 
amorfa,  en  el  entendimiento  de  mis  oyentes,  sino  que,  pene- 
trando en  la  interna  sensibilidad,  se  transforme  en  imagen? 
y,  llegando  con  ésta  hasta  el  corazón,  despierte  en  él  senti- 
mientos ó  emociones.  Que  son  éstas  las  que  reciben  forma  ó 
expresión,  en  el  proceso  psicológico,  que  todos  conocemos,  de  la 
creación  artística. 

No  creo  que  deba  preocuparme  más  de  lo  justo  el  temor 
de  que,  por  ello,  me  moteje  alguno  de  poeta,  y,  por  ende,  ca- 
lifique esta  mi  obra  de  mera  fábula  ó  ficción.  Nada  fuera 
más  hacedero  que  conjurar  ese  peligro :  con  no  hacer  uso  sino 
de  los  vocablos  y  frases  impersonales  y  de  una  sola  pieza  del 
dialecto  ó  argot  profesional,  sin  omitir  algunos  apéndi- 
ces con  documentos,  mi  obra  residtaría  verdaderamente  vene- 
rable y  seria,  porque  nadie  la  leería,  si  ya  no  fuese  algún 
investigador  paciente. 

Pero  yo  he  debido  despojarme  de  todo  respeto  humano,  y,  al 
darme  á  mí  mismo  la  libertad,  dar  á  los  otros  lo  que  más 
tienen  derecho  á  exigirme  en  este  caso,  y  es  lo  más  serio  y  res- 
petable que  hay  en  el  mundo :  la  sinceridad. 

Todos  ó  casi  todos  sabemos  que  no  es  cierto   que  la  verdad 


OARTA    CONFIDENCIAL 


muera  ó  se  destruya  por  ser  colocada  en  el  corazón  de  los 
hombres,  bien  asi  como  no  se  aniquila  la  semilla  por  ser  de- 
positada en  el  de  la  tierra.  Precisamente  es  ese,  y  no  otro,  el 
destino  de  ambas,  el  de  la  verdad  y  el  de  la  simiente:  trans- 
formarse en  su  entrañable  abrazo  con  el  alma  ó  con  la  tierra  ; 
dar  jlores  y  frutos  en  ésta;  despertar  pasiones  y  prácticas 
virtudes  en  aquélla. 

Por  ley  de  nuestra  humana  naturaleza,  la  percepción  de 
la  verdad  va  siempre  acompañada  del  deseo  (tanto  más 
vivo,  cuanto  aquella  percepción  es  más  intensa  y  clara) 
de  hacerla  prevalecer.  Y  hacer  prevalecer  la  verdad  no  es 
otra  cosa,  si  bien  se  mira,  que  convertirla,  no  tanto  en  sim- 
ple noticia  ó  término  de  conocimiento,  cuanto  en  objeto  de 
amoi;  en  motor  de  la  humana  voluntad. 

En  estos,  y  otros  análogos  razonamientos,  se  fúndanlos 
que  sostienen  que  la  finalidad  primordial  de  la  histwia  de 
los  pueblos  no  es  otra  que  la  formación  del  patriotismo,  es 
decir,  del  sentimiento  racional  de  amor  á  la  Patria,  y  el 
adto  de  sus  héroes.  Es  sabido  cómo  y  en  qué  precisos  tér- 
minos está  consagrada  esa  doctrina  en  el  Plan  de  Ense- 
ñanza de  Prusia  de  los  últimos  decenios,  y  la  influencia 
que  ella  ha  ejercido  en  la  formación  de  la  moderna  Ger- 
mania. 

Y  si  ese  debe  ser  el  objeto  práctico  de  la  historia  en 
general,,  ¿  qué  mucho  que  lo  persiga  la  que  narra  y  comenta 
los  pasados  hechos,  para  mover  ¡yrecisamente  la  facultad, 
r rendara  de  un  artista,  y  sugerirle  un  patríótico  monumento? 

Ahora  bien:  sólo  hay  un  recurso,  según  se  me  alcanza, 
para  llegar,  con  la  verdad  triunfante,  hasta  la  fantasía  ó 
el  corazón  de  los  humanos:  el  celeste  poder  de  la  belleza. 
Vis   superba  foutam. 


CARTA   CONFIDENCIAL 


¡La  Belleza!  ¡La  divina  Harmonía!  Yo  la  he  llamado  en 
mi  auxilio,  y  ojalá  que  no  en  vano,  al  escribir  estas  lec- 
ciones. Hube  de  buscarla,  inconscientemente  primero,  al  solo 
predisponer  mi  espíritu  al  estudio,  por  aquello  de  que  quien 
vio  una  vez  á  Helena  no  puede  vivir  sin  ella;  pero  he  re- 
currido también,  y  muy  especialmente,  al  amparo  de  la 
potente  diosa,  para  no  defraudar  la  esperanza  de  los  que 
han  creído  que  yo  podría  transmitir,  á  otros  corazones,  la 
pasión  de  la  Patria,  reflejada  en  el  mío,  con  respecto  al 
héroe  cuyo  monumento  vamos  á  erigir. 

Porque  debo  manifestar  aquí  esa  ingenua  convicción.  Vd. 
me  dice,  en  su  comunicación  oficial,  que  he  sido  designado 
para  la  tarea  que  sobre  mí  he  tomado,  á  causa  de  una  pre- 
paración en  historia  y  en  artes  que  generosamente  me  atri- 
buye. Va  á  permitirme  un  cuasi  desacato.  Nó,  no  es  esa 
la  causa  principal,  ó  mucho  me  equivoco,  de  la  ventura  que 
me  ha  cabido  en  suerte:  nuestra  historia  está  escrita,  y  bien 
escrita  y  documentada;  en  cuanto  á  la  preparación  en  ar- 
tes, debemos  suponer  que  los  artistas  la  tienen  tanto  ó  más 
que  yo. 

Lo  que  acaso  faltaba,  para  inspirar  á  éstos  el  monumen- 
to, era  una  fórmida,  no  sólo  veraz,  sino  imaginativa  y 
pasional,  de  nuestra  fe  cívica;  la  expresión,  no  tanto  de  lo 
que  sabemos  ó  conocemos,  cuanto  de  lo  que  sentimos  y 
amamos  los  orientales  en  nuestra  historia. 

Me  parece  que  fué  la  esperanza  de  que  pudiera  ser  yo 
el  rapsoda  de  aquella  fe,  el  móvil  del  artículo  4.°  del  de- 
creto de  10  de  Mayo  de  1907.  Se  me  ha  elegido  porque 
he  creído;  porque  mi  vida  entera  ha  sido  una  constante 
comunión,  instintiva  al  principio,  reflexiva  y  científica  des- 
pués, con  los  fieles  del  triunfante  dogma  cívico  que,  en  ese 


CARTA    CONFIDENCIAL 


hombre  Artigas,  á  quien    Vd.  llama,  y  no  sin  mucha  causa, 

el   GRAN    CALUMNIADO    DE    LA    HISTORIA    AMERICANA,  ha  visto 

el  hombre  orbital  de  nuestro  tiempo  heroico.  Se  ha  esperado 
hallar  en  mi  una  de  tantas  almas  sonoras,  capaces  de  con- 
densar, más  ó  menos  integramente,  el  alma  colectiva  de  este 
pueblo:  la  tradición  nacional,  el  conjunto  de  imágenes  ama- 
das, y  de  emociones  sentidas,  y  de  nombres  pronunciados,  y 
de  lineas,  y  colores,  y  expresiones  preferidos,  cuya  comunidad 
constituye,  más  aún  que  el  territorio,  y  hasta  más  que  la 
raza  y  la  lengua,  la  entidad  moi'al  que  el  hombre  llama 
Patria. 

He  dicho  más  ó  menos  íntegramente,  y  podria  agregar 
más  ó  menos  fielmente,  porque  no  es  posible  coincidir  en 
absoluto,  y  en  todos  los  detalles,  con  todos  y  cada  uno  de  nues- 
tros hermanos,  en  el  comentario  de  la  patria  historia.  Ese 
rejlejo  integral  del  espíritu  del  pasado,  que  se  refunde  en  ab- 
soluto con  el  del  presente,  y  se  p'oyecta  sobre  el  del  futuro  de 
una  nación;  esa  reencarnación  del  alma  de  los  hechos  pre- 
téritos, en  un  organismo  literario,  fuerte  y  perfecto,  que  es  lo 
que  constituye  la  suprema  y  veraz  historia,  eso  no  ha  podido 
esperarse,  ni  se  ha  esperado  de  mi,  porque  esa  es  obra  de  Ge- 
nio. Y  todos  sabemos  que  yo  no  lo  soy,  ni  mucho  menos. 

A  falta  de  Genio,  se  recurre  en  estos  casos,  y  se  ha  recurrido 
en  el  actual,  al  creyente  sencillo  y  comunicativo,  que  es  quien 
más  puede  aproximarse  á  la  fiel  y  sentida  expresión  de  lo  que 
es  esencial,  invulnerable,  en  la  tradición  nacional;  de  lo  que 
es  necesario  conservar  incólume,  para  que  la  Patria  exista. 

Respetuoso  de  mí  mismo;  depositario  de  una  misión  que 
me  ha  parecido  casi  sagrada,  he  procurado  dar  lo  que  he 
juzgado  que  de  mi  se  esperaba :  hacer  desaparecer  mi  propio 
yo,  hasta  donde  puede  ser  compatible  con  la  sinceridad,  á  fin 


CARTA    CONFIDENCIAL 


de  que  la  Patria  toda  entera  piense  y  sienta  en  mí,  se  escu- 
che á  si  misma,  se  reconozca  en  mis  palabras,  y  las  halle 
dignas  de  vincular  su  pasado  con  su  presente,  y  de  animar 
el  bronce  que  legaremos  á  los  futuros  hombres. 

Se  me  ocurre  que  alguien  podrá  decir  que  estas  lecciones- 
son  demasiado  largas  para  su  objeto,  más  extensas  de  lo  que 
los  artistas  escultores  pueden  soportar.  No  puedo  tener  por 
hombre  avisado  á  quien  tal  piense,  y  me  guardaré  muy  mu- 
cho de  compartir  ese  dictamen.  Ningún  artista,  que  se  respete 
á  si  mismo,  se  aventuraría  á  emprender  el  monumento  de  Ar- 
tigas, con  una  preparación  menoi*  que  la  de  estas  conferen- 
cias, si  ya  no  fuese  que  apareciera  un  vidente  extraordina- 
rio, á  quien  nada  habría  que  enseñar.  Bien  es  verdad  que  tal 
pudiera  presentarse  entre  los  escidtores,  que,  con  la  simple  lec- 
tura de  una  cartilla  ó  ligera  información,  se  juzgara  habili- 
tado para  poner  manos  á  la  obra,  y  aun  para  darle  cima; 
pero  no  sería  yo  quien  calificara  de  artista,  ni  siquiera  de 
hombre  de  bien,  á  quien  de  tal  suerte  procediera.  Las  obras 
así  realizadas,  más  son  objeto  de  granjeria  que  de  culto;  y  el 
arte  es  cosa  seria  y  casi  sagrada.  El  pueblo  oriental  reclama, 
y,  sin  pasarse  de  exigente,  puede  reclamar  del  artista  que  ha 
de  ser  su  elegido,  algo  más  que  un  producto  suntuario  6  de- 
corativo de  sus  manos  expertas  ;  le  reclama  conocimiento  per- 
fecto, imagen  luminosa,  inspiración  honrada.  Yo  he  hablado 
lo  que  he  juzgado  necesario,  para  dar  eso  á  los  artistas;  ni 
más  ni  menos.  Y,  sin  presumir  haber  salido  con  mi  inten- 
ción, no  desespero  de  llegar  á  producir,  en  quien  con  pureza 
de  alma  me  escuchare,  la  vibración  inicial,  siquiera,  de  una 
noble  armonía  y  perdurable. 

El  decreto  á  que  obedezco,  en  que  se  llama  á  concurso 
á  los  artistas,  no  limita  el  número  de  los  que  pueden  acudir 


CARTA    CONFIDENCIAL 


al  llamado;  éstos,  los  que  han  de  escucharme,  pueden  ser 
muchos,  infinitos,  todos  los  hombres  capaces  de  interesarse 
por  los  bellos  espectáculos.  Esos  son,  en  resumidas  cuentas, 
los  artistas  con  quienes  hablo. 

Y  he  aquí  cómo  y  por  qué,  de  estas  históricas  conferencias, 
tan  ingenuas  y  tan  fáciles,  puede  llegar  á  formarse  un 
libro  sano  en  su  moralidad,  amable  acaso  en  su  estructura 
estética,  y  plazca  al  Cielo  que  no  del  todo  fugaz  ó  incon- 
sistente. 


Juan  Zorrilla  de  San  Martín. 


CONFERENCIA  I 


INTRODUCCIÓN 


Origen  y  carácter  de  estas  conferencias.  —  El  dios  interior.  —  La 
ciudad  de  Is.  —  El  pasado  ante  el  presente.  —  El  gran  calum- 
niado de  la  historia  americana.  —  La  misión  de  los  rapsodas.  — 
El  atractivo  de  la  frivolidad. 


Amigos  artistas : 

El  gobierno  de  la  república  ha  querido  que  hable  en  su 
nombre  con  vosotros,  los  que  os  disponéis  á  satisfacer  la 
necesidad  que  experimenta  el  pueblo  oriental,  de  dar  forma 
artística  perdurable  al  más  alto  exponente  de  su  vida  y  de 
su  gloria.  Tengo  que  haceros  conocer  y  sentir,  sentir  sobre 
todo,  por  medio  de  palabras  musicales,  el  personaje  que 
debéis  interpretar. 

Debo  reunirme,  pues,  con  vosotros,  no  tanto  para  inves- 
tigar sucesos  ni  controvertir  problemas  históricos,  cuanto 
para  suministraros  datos,  elementos  gráficos,  síntesis  cro- 
nológicas, y,  sobre  todo,  para  hablar  de  nuestra  historia, 
de  modo  que  mis  palabras  penetren  vivas  en  vuestras 
almas,  dejen  en  ellas  impresiones  sinfónicas,  despierten 
imágenes  visibles,  evoquen  personas  reales,  y  hagan  sur- 

í-  Artigas.  —  i. 


gir  en  vuestra  imaginación  un  monumento  habitado  por 
un  espíritu. 

Bueno  será  que  establezcamos,  pues,  la  naturaleza  y  ei 
carácter  que  van  á  tener  nuestras  conversaciones.  Al  habla- 
ros de  un  héroe,  yo  no  podré  menos  de  sentir,  lo  confieso, 
la  influencia  de  Carlyle,  el  intenso  pensador  inglés,  que  es 
quien  más  sinceramente,  me  parece,  nos  ha  hablado  de  los 
tales  héroes. 

Y  dice  ese  insigne  maestro:  " Aquel  que,  de  cualquier 
manera,  nos  hace  ver,  mejor  de  lo  que  antes  sabíamos,  la 
hermosura  de  un  lirio  de  los  campos,  ¿no  nos  lo  presenta 
como  un  efluvio  de  la  fuente  de  toda  belleza,  ó  como  la 
escritura  visible  del  Gran  Hacedor  del  Universo?  Él  ha 
cantado  para  nosotros,  y  nos  ha  hecho  cantar  con  él,  un 
versículo  de  un  sagrado  salmo.  |  Cuánto  más  no  hará  el  que 
canta,  el  que  cuenta  ó  el  que  inocula  en  nuestros  corazones 
los  nobles  hechos,  los  sentimientos,  los  dolores  y  las  grandes 
hazañas  de  uno  de  nuestros  humanos!  " 

Creo  que,  pues  tratamos  de  la  erección  de  un  altar  cívico, 
es  esa  mi  misión  para  con  vosotros;  tal  es,  cuando  menos, 
la  que  me  propongo  desempeñar. 

No  es  tanto  la  de  mostraros  el  lirio  de  los  campos,  cuanto 
la  de  haceros  notar  y  sentir  intensamente  su  expresión  esté- 
tica ;  no  tanto  haceros  conocer  de  cerca,  y  con  la  más  escru- 
pulosa verdad,  á  Artigas,  cuanto  haceros  advertir  su  forma 
homérica,  la  revelación  de  un  principio  espiritual  que  hay 
en  su  carne  de  hombre,  y  la  virtud  en  grado  heroico  que 
lo  hace  objeto  de  nuestro  culto  nacional. 

Os  veo,  pues,  á  todos  á  mi  lado,  atentos,  dispuestos  á 
recoger  las  ideas  é  inspiraciones  que  puedan  encenderse  en 
mi  boca ;  os  miro  y  os  hablo  como  á  amigos  íntimos,  como  á 
hermanos  indentificados  conmigo  y  con  mi  tierra  en  un 
común  sentimiento  de  amor  á  un  ideal  de  verdad  y  de  be- 


INTRODUCCIÓN 


lleza  que  forma  el  culto  cívico  de  una  nación  amable,  y  que 
busca  forma  en  mis  palabras  primero,  y  la  buscará  en  el 
mármol  ó  en  el  bronce  en  que  vais  á  inocular  vuestro  espí- 
ritu, después. 

¿  Y  cómo  realizar  esa  identificación,  si  os  miro  á  los  ojos, 
y  sólo  reconozco  á  algunos  de  vosotros,  á  los  que  son  mis 
hermanos  en  la  patria,  y  que,  como  yo,  aman  y  sienten  la 
tradición  materna  americana,  y,  dentro  de  ésta,  con  mayor 
intensidad,  la  fe  tradicional  de  la  nación  uruguaya? 

Sois  europeos  la  mayor  parte  de  vosotros,  los  grandes, 
los  indiscutidos ;  estáis  compenetrados  de  vuestra  historia 
secular;  sentís  el  tipo  heroico  de  vuestras  patrias  respec- 
tivas; también,  por  vuestra  educación  clásica,  os  es  cono- 
cido el  ambiente  romano,  y  el  griego,  y  el  egipcio,  y  el 
caldeo,  y  el  árabe;  veis  los  héroes  de  hierro  de  la  recon- 
quista española,  las  armaduras  de  plata  de  los  Nibelungos, 
los  blancos  alquiceles  ó  albornoces  sobre  el  fondo  de  los 
arcos  de  herradura,  ó  sobre  el  ocre  del  desierto;  vuestra 
formación  estética  os  hace  familiares  los  héroes  de  Homero, 
y  las  visiones  de  Dante,  y  los  hombres  vivos  de  Shakspeare, 
y  los  guerreros  muertos  de  Ossian.  Pero  nuestra  América, 
sus  tradiciones,  sus  héroes,  sus  leyendas,  con  ser  como  son 
tan  recientes,  y  acaso  por  eso  mismo,  son  para  vosotros  algo 
exótico,  que  miráis  quizá  con  indiferencia,  (iba  á  decir  con 
desdén)  y  que  no  despierta  en  vuestras  almas  el  dios  inte- 
rior que  emerge  de  la  sombra  en  las  entrañas  del  artista, 
cuando  éste  siente  moverse  en  ellas  el  nuevo  ser  engendrado 
en  el  misterio  de  la  vida  por  el  pensamiento  germinal. 

Y  sin  embargo,  es  preciso  que  ese  dios  aparezca  en  vos- 
otros, si  habéis  de  realizar  una  obra  digna  de  vosotros  mis- 
mos, y  del  pueblo  que  ha  contado  con  vuestro  ingenio.  Esa 
es  mi  misión :  evocarlo  con  palabras  que  sean  soplo  de  espí- 
ritu,  ráfagas  de  vientos  sonoros  y  sagrados,   saturados 


del  polen  de  desconocidos  estambres.  Y  sólo  así  realizaréis 
obra  sincera,  obra  de  fe.  Y  el  espíritu  no  se  retirará  jamás 
de  vuestro  bronce,  ni  convertirá  vuestro  monumento  en 
idolátrico  emblema.  Tengo  la  esperanza  de  haceros  creyen- 
tes, hombres  de  fe  milagrosa;  confío  en  lograr  despertar 
vuestra  triunfante  visión  interna,  cualquiera  sea  el  nombre 
de  vuestra  patria,  cualesquiera  vuestros  dioses  y  vuestros 
mitológicos  altares.  Tengo  fe  absoluta  en  la  intensidad  del 
tipo  que  se  ofrece  á  vuestra  creación,  en  su  carácter  ori- 
ginal, en  sus  proyecciones,  en  su  obra,  en  el  nimbo  de  luz 
que  lo  envuelve  y  compenetra.  Vais  á  estar  en  presencia 
de  un  héroe:  un  creador,  un  mensajero.  Con  sólo  mostrá- 
roslo, yo  removeré  en  vosotros  la  idea  absoluta  de  patria ; 
y  ésta  es  la  misma  en  todas  las  regiones  y  en  todos  los 
hombres,  sea  cual  sea  la  forma  de  que  se  revista.  Vais  á 
ver  cómo  nace  una  patria  entre  los  cortinajes  de  nubes  tem- 
pestuosas que  envuelven  su  cuna.  Y  recordaréis  la  frase  de 
Job,  el  viejo  enorme,  dirigida  á  Dios:  "Tú  envolviste  la 
tierra  en  sus  nieblas,  como  se  envuelve  un  niño  en  sus 
pañales."  Vais  á  verla  nacer,  como  el  árbol  de  su  simiente 
casi  imperceptible,  con  el  solo  concurso  del  cielo  y  de  la 
tierra,  aire,  sol,  humus,  fuerza  ó  ley  misteriosa  de  universal 
germinación.  Voy  á  mostraros  á  Artigas,  que  se  proyecta 
como  un  mito  sobre  el  fondo  oscuro  de  nuestros  tiempos 
heroicos;  á  haceros  conocer  su  época  y  su  ambiente,  con 
la  mayor  plasticidad  posible;  su  significado,  la  enorme 
proyección  de  su  sombra  en  el  cuadro  espléndido  de  la 
revolución  americana,  y  su  perpetua  palpitación  subte- 
rránea bajo  el  suelo  sagrado  que  los  orientales  pisamos,  y 
amamos,  y  sentimos  latir  en  nosotros  mismos. 

"El  mármol  tiembla  ante  mí"  decía  el  escultor  Puget. 
Yo  tiemblo  ante  el  mármol,  al  pretender  desempeñar  mi 
misión;  miro  de  alto  abajo  la  figura  monolítica  del  héroe 
del  Uruguay,  y  entro  en  un  temeroso  recogimiento. 


INTRODUCCIÓN 


II 


"Cada  botón,  dice  Amiel,  no  florece  más  que  una  vez,  y 
cada  flor  no  tiene  mas  que  un  minuto  de  perfecta  belleza. 
Así.  en  el  huerto  del  alma,  cada  sentimiento  tiene  su  mo- 
mento floreal."  Yo  quisiera,  mis  queridos  artistas,  poneros 
en  contacto  con  mi  espíritu,  sólo  en  los  momentos  zenitales, 
en  que,  como  todo  espíritu  de  hombre,  tiene  relámpagos  de 
faro;  pero  esos  momentos  brillan  y  pasan;  entre  la  espe- 
ranza y  el  recuerdo  no  hay  casi  nada,  no  hay  nada.  Ni 
siquiera  podemos  esperar  el  paso  de  esos  frágiles  instantes 
No  hay  tiempo  de  esperar.  Hablemos,  pues. 

Kecuerdo  que,  hace  pocos  años,  me  cupo  también  el 
honor  de  dar  el  canon  de  la  estatua  de  Lavalleja,  que,  mo- 
delada por  nuestro  pujante  artista  nacional  Juan  Ferrari, 
que  me  escucha  ahora  entre  vosotros,  se  levanta  hoy  en  la 
plaza  de  la  ciudad  de  Minas. 

Yo  os  aseguro  que  no  sentí  entonces  lo  que  hoy ;  mi  tarea 
fué  muy  sencilla;  no  vacilé  un  momento:  un  rato  de  in- 
trospección, media  hora  de  conversación  con  el  artista,  una 
docena  de  páginas  escritas,  fueron  bastante.  Lavalleja  fué 
un  soldado,  un  soldado  instintivo,  temerario,  heroico,  al 
que  los  sucesos  arrastraban  á  la  gloria;  Lavalleja  es  un 
grito  de  batalla.  Montadnos  á  caballo  un  héroe,  artista 
amigo;  aquí  tenéis  su  uniforme  y  su  figura  física;  mon- 
tádnoslo en  un  caballo  nutrido  del  trébol  y  de  la  gramilld 
de  la  patria,  nervudo,  inteligente,  sofrenado  por  un  brazo 
de  hierro;  poned  ese  jinete  en  medio  del  combate  por  la 
tierra  nativa;  hacedlo  alzar  la  cabeza,  para  que  se  le  vea 
bien  una  luz  que  lleva  en  la  frente,  como  una  cicatriz ; 
hacedle  salir  de  los  labios  de  bronce  un  grito  perdurable,  y 
habréis  creado  á  Lavalleja. 


6 


Hoy  tengo  que  dar  el  canon  de  Artigas. 

¡  Oh !  Artigas  es  otra  cosa.  Os  equivocaríais  si  vierais 
en  él  un  soldado,  una  batalla,  un  grito,  un  ejecutor.  Ar- 
tigas, oh  hermanos,  ha  sido  un  enigma ;  fué  un  silencio,  un 
enorme  silencio.  Se  ha  dicho  que  el  silencio  y  el  reposo  son 
el  estado  divino,  porque  toda  palabra  y  todo  gesto  son 
pasajeros. 

Los  orientales  creemos  poseer,  en  ese  hombre  Artigas,  no 
sólo  al  héroe  de  la  patria,  sino  al  de  la  América  Española 
independiente ;  al  del  Río  de  la  Plata  sobre  todo.  Él  es  la 
personificación  más  alta  y  más  genuina  del  nacer  tempes- 
tuoso del  continente  que  descubrió  Colón,  á  la  vida  de  la 
independencia  política,  y,  sobre  todo,  á  la  de  la  democracia 
triunfante,  la  verdadera  independencia :  la  fe  en  el  pueblo ; 
el  predominio  de  su  voluntad  en  la  formación  de  sí  mismo, 
como  persona  colectiva,  en  la  gran  sociedad  internacional 
primero,  y  en  su  propia  organización  después;  la  interven- 
ción predominante  de  los  hombres  en  la  designación  de  la 
autoridad :  el  gobierno  de  los  mejores  y  los  más  aptos,  decla- 
rados tales  por  el  conjunto  social,  como  la  forma  más  racio- 
nal, más  acorde  con  el  orden  de  la  naturaleza. 

Artigas  está  sentado  entre  un  sepulcro  y  una  cuna;  en- 
tre el  morir  de  la  soberanía  del  hombre  sobre  el  pueblo,  y 
el  nacer  de  la  soberanía  del  pueblo  sobre  el  hombre ;  él  en- 
carna en  absoluto  lo  segundo.  Veréis,  en  torno  y  al  lado 
suyo,  figuras  encendidas  pero  crepusculares,  mezcla  de  luz 
y  sombra,  con  vestigios  del  pasado  y  reflejos  del  porvenir, 
con  ideas  monárquicas  y  anhelos  de  independencia,  es  decir, 
la  apariencia,  la  no  entidad.  Artigas  es  el  héroe  autóctono, 
la  realidad :  en  él  no  hay  crepúsculo ;  el  sol  naciente  le  da 
en  la  cara,  y  dibuja  con  fuego  sus  contornos  rígidos.  Veréis, 
pues,  en  él,  los  rasgos  propios  del  mensajero,  del  héroe :  la 
soledad,  la  visión  profética,  la  revelación  del  mensaje  di- 


INTRODUCCIÓN 


vino,  el  secreto  manifiesto,  que  acaban  todos  por  entender ; 
Aeréis,  por  consiguiente,  al  lado  de  la  admiración  rayana 
en  culto,  el  desconocimiento,  la  contradicción,  la  persecu- 
ción, el  odio;  la  corona,  por  fin,  que,  como  la  de  todos  los 
héroes,  será  de  espinas. 


[II 


El  monumento  que  vais  á  crear,  hermanos  artistas,  se 
erigirá  en  Montevideo,  en  un  alto  promontorio ;  será  el  altar 
cívico  de  la  patria  uruguaya.  Pero,  además  de  eso.  él  va  á 
representar  una  sideral  aparición  en  nuestra  América,  que 
aun  no  ha  fijado  bien  las  estrellas  polares  en  su  celeste 
planisferio  histórico. 

Por  causas  que  os  haré  conocer,  una  leyenda  venenosa, 
una  fatal  conspiración  histórica  ha  pesado,  hasta  no  hace 
mucho  tiempo,  sobre  la  memoria  de  nuestro  Artigas,  y 
sobre  el  corazón  de  la  patria  oriental,  por  consiguiente; 
una  maligna  conspiración  de  irracionales  odios,  y  de 
rencores  injustos.  La  historia  americana  ha  sido  un  se- 
pulcro, más  que  un  sepulcro,  un  infernal  cercó  dantesco 
para  ese  altivo  desdeñoso  de  la  gloria.  No  sin  mucha 
razón,  el  gobierno  de  mi  país,  en  el  elocuente  decreto  en 
que  me  encarga  que  os  instruya  de  su  intención,  llama  á 
Artigas  el  gran  calumniado  de  la  historia  americana. 

Acaso  recordaréis  la  leyenda  de  aquella  Ciudad  de  Is,  de 
que  nos  habla  Renán  en  sus  Recuerdos  de  Infancia  y  Ju- 
ventud; aquella  ingenua  historia  de  una  villa  tragada  por 
el  mar,  que  nos  narran  los  pescadores  de  la  comarca  bre- 
tona. Éstos  aseguran  que,  en  los  días  de  tempestad,  se  ven 
las  puntas  de  los  campanarios  de  la  villa  sumergida,  en  el 
hueco  de  las  olas.  Y,  en  los  días  de  calma,  sube  desde  el 
abismo,  y  se  oye  vagamente,  el  lejano  son  de  sus  campanas 
melodiosas. 


8  ARTIGAS 


Así  ha  estado  resonando,  para  muchos  americanos,  mis 
amigos  artistas,  el  nombre  de  este  Artigas,  en  medio  de  las 
sombras  y  de  las  olas  que  amontonaron  sobre  él,  cometiendo 
un  grande  error,  los  que  hablaron  primero,  y  en  voz  más 
alta,  de  la  historia  de  los  tiempos  heroicos  del  Río  de  la 
Plata. 

"El  error  más  odioso,  dice  Renán,  al  contarnos  la  le- 
yenda bretona,  es  creer  que  se  sirve  á  la  patria  calum- 
niando á  los  que  la  han  fundado.  Todos  los  siglos  de  una 
nación  son  las  hojas  de  un  mismo  libro.  Los  verdaderos 
hombres  de  progreso  son  aquellos  que  tienen,  como  punto 
de  partida,  un  profundo  respeto  hacia  el  pasado.  Todo 
cuanto  hacemos,  todo  cuanto  somos  es  el  resultado  de  un 
trabajo  secular.  En  cuanto  á  mí,  jamás  me  siento  más  fir- 
me en  mi  fe  liberal,  que  cuando  pienso  en  los  milagros  de  la 
antigua  fe,  ni  más  ardiente  en  el  trabajo  del  porvenir,  que 
cuando  paso  las  horas  escuchando  las  campanas  de  la 
Ciudad  de  Is." 

Ese  pensamiento  predispone  á  la  magna  inspiración, 
como  el  otro  de  Carlyle,  según  el  cual  los  bárbaros  viejos 
reyes  del  mar  de  la  leyenda  heroica  inglesa,  que  desafiaban 
al  océano  embravecido,  y  á  todos  sus  monstruos,  son  los 
abuelos  de  Nelson,  y  tienen  parte  en  el  gobierno  de  la  In- 
glaterra actual.  ¡Cuánto  más  cerca  está  Artigas  de  nos- 
otros, que  lo  están  esos  abuelos  de  Nelson  de  los  ingleses 
contemporáneos ! 

Lo  que  seamos  nosotros  para  el  pasado,  mis  amigos,  eso 
será  para  nosotros  el  porvenir.  Cuanto  mayor  sea  nuestra 
nobleza  para  juzgar  á  nuestros  padres,  tanto  más  noble 
será  la  disposición  que  legaremos  á  nuestros  hijos  para  ser 
juzgados  por  ellos.  Y  esa  será  la  grandeza  de  la  patria. 
Que  las  patrias,  más  aún  que  de  sus  hijos  vivos,  se  forman 
del  conjunto  de  sus  grandes  hijos  muertos. 


INTRODUCCIÓN  9 


El  odioso  error  de  que  habla  Renán,  va  pasando  en 
nuestra  América,  que  ha  incurrido  en  él  más  de  una  vez; 
por  todas  partes  están  surgiendo,  como  las  puntas  de  sono- 
ras torres  sumergidas,  las  lanzas  de  caudillos  desterrados, 
y  se  echan  á  volar  sus  voces,  como  las  de  musicales  cam- 
panas que  aparecen  en  el  aire  sonando  á  gloria. 

Ninguno  puede  resurgir,  sin  embargo,  á  la  faz  de  Amé- 
rica, con  el  altivo  gesto  marmóreo  de  este  Artigas,  á  que 
vais  á  dar  vida  perdurable. 

Vamos  á  crearlo  precisamente  en  el  momento  propicio, 
en  su  verdadero  día:  en  el  centenario  de  la  revolución 
de  Mayo. 

Yo  tomo  sobre  mí  el  haceros  comprender,  sentir  inten- 
samente sobre  todo,  cómo  Artigas  es  el  hombre  que  perso- 
nifica la  revolución  de  1810;  cómo  es  él  quien,  desde  su 
promontorio  oriental,  verá  salir  el  sol  del  mes  de  Mayo 
sin  que  su  luz  le  ofenda  los  ojos. 


IV 


Escuchadme  con  alguna  atención,  buenos  amigos  míos ; 
leeremos  el  menor  número  posible  de  documentos  compro- 
bantes; pero  conoceremos  los  indispensables  y  los  más 
sugestivos.  No  en  ellos,  sin  embargo,  sino  en  nosotros  mis- 
mos veremos  á  la  verdad,  hija  luminosa  de  la  niebla ;  ella 
brotará,  en  marmórea  desnudez,  sin  saber  cómo  ni  cuándo, 
del  fondo  del  agua  removida  por  nuestro  espíritu,  como  el 
ángel  de  la  piscina  probática. 

Concretemos,  pues,  de  nuevo,  nuestro  propósito.  No  nos 
reunimos  á  hacer  historia,  sino  á  hablar  sobre  ella,  y  á  con- 
densar, en  forma  plástica,  su  aliento  melodioso.  Si  la  mú- 
sica es  el  vapor  del  arte,  según  Víctor  Hugo,  la  poesía  y  la 


10 


tradición  legendaria  son,  en  cierto  modo,  el  vapor  de  la 
historia,  dice  Joaquín  González,  brioso  artista.  Creo  que 
eso  está  bien  dicho.  Y  es  eso  lo  que  vamos  á  hacer  nosotros : 
condensar,  cristalizar  en  divina  forma  ese  melodioso  vapor. 

Pero  como  yo  no  debo  presumir  en  todos  vosotros,  con 
ser  quienes  sois,  el  conocimiento  de  los  hechos,  así  sean  los 
más  notorios  y  sencillos,  he  aquí  que  me  veré  en  el  caso  de 
hacer  algo  que  sirva  hasta  de  lectura  para  los  niños,  (el 
hombre  es  un  niño  de  cuatro  mil  años)  una  especie  de 
historia  gráfica,  algo  de  aquello  que  decía  Rene  Doumet, 
cuando  habla  de  l'art  de  préter  aux  idees  sérieuses  VaUrait 
de  la  frivolité.  Eso  es  lo  que  hacía  á  maravilla  aquel  griego, 
niño  por  lo  semibárbaro,  que  llamamos  Homero,  sin  conocer 
á  ciencia  cierta  su  nombre ;  y  algo  de  eso  tiene  también,  á 
lo  que  yo  entiendo,  en  sus  cuentos  ó  historias  vivas,  el  otro 
bárbaro  de  Shakespeare,  el  inglés,  al  que  podríamos  agre- 
gar el  italiano  que  hizo  la  historia  infernal  y  divina,  llena 
de  verdades  seculares,  que  llamó  Divina  Comedia.  ¡  Come- 
dia !  Creo  que  más  comediante  era  el  otro  insigne  contador 
de  historias  esenciales,  el  español  que  nos  contó  la  vida  de 
don  Quijote.  Un  verdadero  caballero,  por  cierto,  este  don 
Quijote,  lo  que  se  llama  un  caballero. 

Pero  esos  épicos  historiadores  son  escasos  indudable- 
mente. Si  no  lo  fueran  tanto,  estoy  completamente  seguro 
de  que  este  Artigas  de  que  voy  á  hablaros  tendría  el  suyo. 

Lo  tendrá,  en  corriendo  que  corra  su  ciclo  histórico; 
pero  entretanto,  fuerza  nos  será  contentarnos  con  ser  muy 
sinceros  y  verídicos. 

Que,  no  pocas  veces,  en  la  sincera  verdad  llega  á  encon- 
trarse la  suprema  belleza. 

Escuchadme,  pues,  oh  hermanos  artistas,  con  fértil  aten- 
ción; yo  os  diré  la  verdad  estética,  la  suprema;  yo  he 
leído  en  alguna  parte  que  Sócrates  decía  que  sólo  los  artis- 


INTRODUCCIÓN  11 


tas  son  verdaderamente  sabios.  Os  hablaré  á  los  ojos 
y  á  los  oídos;  las  luces  más  expresivas,  los  colores  más 
armoniosos,  los  sonidos  más  sustanciales  y  vivientes  que 
encuentre  en  mi  memoria,  para  vosotros  serán ;  para  trans- 
mitir por  simpatía  á  vuestro  organismo  la  pasión  ó  con- 
moción orgánica  más  noble  y  más  intensa  de  la  patria 
que  espera  vuestra  obra.  Y  haré  que  améis  á  Artigas, 
como  nosotros  lo  amamos,  para  que  podáis  comprenderlo. 

Os  confieso  que  me  siento  ufano  y  feliz  con  esta  misión, 
que  me  ha  cabido  en  suerte,  de  profetizaros  el  pasado,  y 
daros  el  ritual  de  nuestro  culto  cívico ;  la  de  ser  el  rapsoda 
que  recitaba  al  pueblo  griego  los  poemas  homéricos,  me- 
diante el  salario  de  un  cordero. 

Puedan  mis  palabras,  amigos  míos,  que  quisiera  llenar  de 
sol  y  de  ritmos  ágiles,  alumbraros  la  senda,  haceros  amable 
y  fácil  el  camino,  y  conduciros  al  amor  y  á  la  posesión  de 
la  belleza  inviolada. 


CONFERENCIA  II 


EL  TEATRO 


Origen  de  los  pueblos  de  América.  —  El  continente  americano.  — 
Su  estructura. — Su  reparto  entre  España,  Portugal  é  Inglaterra. 
—  La  línea  de  Alejandro  VI.  —  La  América  del  Sur.  —  El 
mundo  atlántico  y  el  mundo  andino.  —  El  lote  de  España  y  el 
de  Portugal.  —  La  cuenca  del  Amazonas.  —  La  del  Plata  y  sus 
tributarios.  —  La  región  andina.  —  La  atlántica  tropical.  —  La 
atlántica  subtropical. — Buenos  Aires  y  Río  de  Janeiro. — Monte- 
video. —  La  tierra  de  Artigas.  —  Su  carácter.  —  Descripción 
de  su  territorio.  —  Geología,  etnología,  fauna,  flora. — Sus 
límites  naturales. 


Amigos  artistas: 

Hemos  hablado  de  Artigas  como  del  héroe  de  la  indepen- 
dencia americana.  Es  preciso,  pues,  que  hablemos  algo  so- 
bre los  pueblos  de  América,  sobre  su  origen,  y  sobre  su 
emancipación  de  las  metrópolis  ó  naciones  europeas  que 
descubrieron  el  continente,  lo  conquistaron  de  sus  primi- 
tivos habitadores,  y  lo  repoblaron  y  colonizaron.  Es  indis- 
pensable que  hablemos  hoy  especialmente  de  eso,  siquiera 
sea  en  somera  forma. 

Me  habéis  de  perdonar  si  yo  os  considero,  oh  mis  herma- 
nos artistas  europeos,  más  ajenos  acaso  de  lo  que  realmente 


14 


estáis  á  las  cosas  de  este  mundo  nuevo.  Quizá  sin  merecerlo, 
tenéis  que  pagar  vosotros  la  ignorancia,  muy  parecida  al 
desdén,  que  advertimos  los  ibero-americanos  en  hombres  y 
publicaciones  europeas,  cuando  tratan  de  nuestra  geografía 
y  de  nuestra  historia.  Mal  de  vuestro  grado,  habéis  de  es- 
cucharme, pues,  con  resignación,  así  os  diga  las  cosas  más 
corrientes  y  vulgares ;  mi  deber  es  procurar  que  no  sólo  las 
conozcáis,  sino  que  también  las  sintáis  y  las  améis.  Yo  es- 
pero poder  sugeriros  algunas  ideas  grandes,  dignas  de  la 
forma  perdurable,  si  predisponéis  vuestro  espíritu  á  la 
resonancia  musical.  La  palabra  arrojada  al  oído  del  alma, 
he  dicho  yo  en  alguna  parte,  tiene  el  sonido  de  la  piedra 
arrojada  al  abismo:  toman  ambas  las  proporciones  de  la 
capacidad  en  que  sus  ecos  se  difunden.  Ensanchad,  pues, 
la  noche  atenta  de  vuestro  espíritu,  y  entre  mis  palabras  se 
harán  algunos  silencios  armoniosos  y  fecundos. 


Conozcamos,  ante  todo,  el  teatro  en  que  va  á  desarrollarse 
la  acción;  tomemos  una  carta  geográfica,  y  miremos  un 
rato  nuestro  continente  americano.  Hagamos  uso  de  la  carta 
más  sencilla,  de  la  que  más  nos  aleje  del  concepto  científico, 
y  mejor  nos  vigorice  el  concepto  estético;  esa,  que  nos  da 
la  silueta  de  nuestro  continente,  sus  grandes  sistemas  oro- 
gráficos  é  hidrográficos,  montañas  y  ríos,  y  nos  indica  las 
simples  latitudes  y  longitudes :  los  polos  arriba  y  abajo,  la 
línea  del  Ecuador  en  el  centro,  los  trópicos  ó  paralelos  equi- 
distantes del  Ecuador,  al  Norte  y  al  Sud,  correspondientes 
á  los  puntos  solsticiales,  y  distantes  cada  uno  de  ellos  26 
grados  y  minutos  de  la  línea  ecuatorial  Más  de  52  grados 
geográficos  entre  ambos.  Ahí  tenéis  los  dos  trópicos :  el  de 
Cáncer,  al  Norte  del  Ecuador,  en  el  hemisferio  boreal ;  el  de 
Capricornio,  al  Sur,  en  el  austral ;  la  región  del  calor,  cuyo 


EL   TEATRO  15 


centro  es  el  Ecuador,  entre  ambos  trópicos;  la  de  los  fríos 
que  van  hacia  los  polos,  al  Norte  y  al  Sur  de  esa  gran 
franja  caliente  que  circunda  la  tierra. 

Este  nuestro  continente,  como  lo  veis,  ocupa  la  tercera 
parte  del  planeta  que  habitamos ;  caben  en  él  todos  los  cli- 
mas, todos  los  hombres  de  la  tierra,  todos  los  productos; 
se  extiende  de  polo  á  polo;  toca  allá  arriba  los  hielos  del 
polo  ártico;  adelanta  hacia  la  línea  del  Ecuador,  la  cruza, 
y  se  aleja  de  nuevo  hacia  el  Sur,  para  hundirse  allá  en  los 
otros  fríos,  en  los  hielos  del  polo  antartico ;  tiene  casi  cua- 
renta millones  de  kilómetros  cuadrados,  sin  contar  las 
tierras  árticas. 

Su  silueta  es  simplicísima,  sin  embargo :  son  dos  enormes 
triángulos  unidos.  Pero  observad  algo  fundamental  por  lo 
que  dice  á  mi  propósito:  el  del  Norte  apoya  su  dilatada 
base  allá  en  el  polo  boreal ;  toma  su  mayor  ensanche,  entre 
el  Atlántico  y  el  Pacífico,  en  la  zona  fría  y  templada,  al 
norte  del  trópico  de  Cáncer,  ahí,  donde  leéis  Canadá,  Es- 
tados Unidos,  y  se  va  adelgazando  á  medida  que  se  acerca 
al  Ecuador,  ahí,  donde  leemos  Méjico,  Centro  América, 
Antillas,  hasta  hundir  su  vértice,  adelgazado  por  la  rotura 
del  Golfo  de  Méjico,  en  las  proximidades  ecuatoriales,  en 
el  istmo  de  Panamá.  El  triángulo  del  Sur,  por  el  contrario, 
apoya  su  base  en  el  Ecuador ;  cobra  su  mayor  amplitud  en 
la  zona  cálida,  al  norte  del  trópico  de  Capricornio,  ahí  don- 
de se  lee  Brasil,  Venezuela,  Colombia,  Ecuador,  Perú,  Bo- 
livia,  Paraguay ;  y,  á  medida  que  se  aleja  del  trópico,  se  va 
estrechando,  Uruguay,  Argentina,  Chile,  hasta  aproximar 
su  vértice  patagónico  al  polo  austral,  en  el  Cabo  de  Hornos. 
Las  tres  partes  de  esta  América  del  Sur,  14  millones  de 
kilómetros,  están  en  la  zona  tórrida ;  sólo  una  cuarta  parte, 
algo  más  de  cuatro  millones,  vive  en  la  templada. 

Este  mundo  nuevo,   ignorado  del  antiguo  hasta  hace 


16  ARTIGAS 


•uatro  siglos,  ayer  no  más,  como  quien  dice,  y  habitado 
por  hombres  y  por  razas  sin  historia,  fué  descubierto  y  re- 
poblado por  la  raza  europea  al  rayar  el  siglo  xvi.  Y  os 
digo  repoblado,  porque  es  preciso  observar  que  la  conquista 
de  Europa  en  el  Nuevo  Mundo  no  fué  lo  que  la  de  Roma, 
pongo  por  caso,  en  el  antiguo,  en  que  cada  región  conservó 
su  raza,  sus  costumbres  y  su  tipo,  y  formó  su  lengua.  — 
La  conquista  europea  fué  una  repoblación,  una  sustitución 
de  un  pueblo  por  otro  pueblo,  de  una  raza  por  otra,  como 
base  sociológica.  Los  aborígenes  de  América  han  subsistido 
y  subsistirán  hasta  que  se  consume  la  definitiva  evolución 
de  la  estirpe  americana;  ya  los  veremos  dar  su  sangre  á 
nuestra  independencia,  como  da  el  sándalo  su  perfume  al 
hacha  que  lo  hiere,  regar  con  ella  un  árbol  de  cuyos  frutos 
no  comerán ;  entonces  les  atribuiremos  su  significado  esté- 
tico. Pero  los  indios  sólo  existieron  como  entidades  huma- 
nas, no  como  entidades  sociológicas;  la  civilización  del 
Nuevo  Mundo  es,  desde  su  origen,  la  civilización  europea, 
la  cristiana ;  no  la  azteca,  ni  la  incásica,  ni  la  guaranítica. 
En  América  continuó,  pues,  la  historia,  no  de  los  aborí- 
genes descubiertos,  que  casi  no  la  tenían,  sino  la  de  los  euro- 
peos descubridores ;  allí  debían  servir  de  piedra  angular  á 
las  nuevas  sociedades  las  ideas  cristianas,  depuradas,  en  la 
lenta  evolución  progresiva  del  linaje  humano,  de  las  esco- 
rias que  á  ellas  se  adhieren,  desfigurándolas,  y  ofreciendo 
como  sustancias  los  simples  accidentes. 


II 


Pues  bien,  hermanos  artistas :  ese  gran  hallazgo  del  genio 
navegante;  ese  nuevo  mundo  que  salió  al  paso  de  Colón, 
que  descubrió  Colón  cuando  éste  corría  en  sus  carabelas, 


EL   TEATRO  17 


al  final  del  siglo  xv,  en  busca  del  Oriente  asiático,  tocó  en 
suerte,  en  resumidas  cuentas,  á  tres  pueblos  europeos,  que 
se  lo  dividieron :  España,  Portugal  é  Inglaterra.  Cada  uno 
de  esos  pueblos  llevó  á  su  pedazo  de  mundo  su  sangre  mate- 
rial; pero,  más  que  eso,  llevó  lo  que  constituye  su  vida 
íntima:  su  lengua,  como  base  de  la  civilización  que  allí  es- 
tablecía. Vosotros  sabéis  que  la  lengua  es,  para  un  pueblo, 
lo  que  la  sangre  para  un  organismo.  Como  éstas  determina 
la  constitución  del  hombre,  aquélla  establece  el  tempera- 
mento dé  una  nación,  su  idiosincrasia,  su  carácter.  El  len- 
guaje, producto  vivo  del  hombre  interior,  como  dice  Schle- 
gel,  es  una  perpetua  sugestión ;  la  misma  asimilación  de  las 
ideas  extrañas  tiene  que  hacerse  previa  traducción  de  ellas 
á  la  lengua  del  que  las  absorbe,  y  la  traducción  es,  en  sí 
misma,  una  transformación  en  sustancia  propia,  una  adap- 
tación á  nuestro  modo  de  ser. 

Se  distribuyeron,  pues,  el  continente,  no  varias  razas, 
como  ha  solido  decirse,  (no  hay  tal  raza  latina  ni  tal 
raza  anglo-sajona)  sino  tres  pueblos,  de  la  misma  raza 
caucásica  ó  europea,  pero  de  lenguas  diferentes:  english 
spoking  folk,  dicen  los  británicos,  "pueblos  de  lengua 
inglesa."  Hubo,  pues,  tres  Américas:  la  de  lengua  espa- 
ñola, la  de  lengua  portuguesa  y  la  de  lengua  inglesa. 

España,  con  Colón  y  sus  sucesores,  tomó  posesión,  á  con- 
tar del  año  1492,  del  núcleo  de  su  lote  en  las  Antillas,  á  17 
grados  de  latitud  Norte,  precisamente  sobre  el  trópico  de 
Cáncer.  Algo  se  dilató  más  tarde  hacia  arriba,  hacia  el 
frío,  pero  no  mucho;  su  expansión  se  realizó  hacia  abajo, 
hacia  el  Ecuador.  La  primera  tierra  continental  en  que  pisó 
fué  la  embocadura  del  Orinoco:  ahí  tenéis  su  delta  á  10 
grados  del  Ecuador,  sobre  el  mar  de  las  Antillas. 

Portugal  que,  después  de  doblar,  con  Vasco  de  Gama,  el 
Cabo  de  Buena  Esperanza,,  insiste  en  circundar  el  Asia 


Artigas.  —  i. 


1S 


hacia  la  India,  es  llevado,  con  Alvarez  Cabraí.  el  año  1500, 
á  la  punta  más  oriental  del  continente,  al  Brasil,  en  el 
grado  17  de  latitud  austral,  sobre  el  trópico  de  Capri- 
cornio. Precisamente  á  la  misma  distancia  del  Ecuador, 
ocupada  por  España  en  el  otro  hemisferio. 

Inglaterra,  que  había  sido  la  primera  en  reconocer  las 
costas  de  la  América  del  Norte,  pasa  casi  un  siglo  sin  reser- 
varse en  ella  su  parte. 

Sin  contar  las  primeras  expediciones  de  Gilbert  y  Ra- 
leigh  en  1578  y  1581,  es  sólo  en  1606,  un  siglo  después  de 
España  y  Portugal,  cuando  el  Rey  Jacobo  I  celebra  acto 
de  estable  soberanía  sobre  su  lote,  que  divide  en  dos  partes 
iguales  de  costa  y  tierra,  entre  los  grados  34  y  45  de  latitud 
Norte. 

Esa  circunstancia  ha  hecho  decir  últimamente  al  Presi- 
dente de  Estados  Unidos,  Roosevelt,  algo  que  revela  su  ten- 
dencia á  penetrar  en  el  fondo  de  las  cosas,  y  á  revelar  nove- 
dades viejas. 

Al  colocar  en  Washington,  en  Mayo  de  1908,  la  piedra 
fundamental  del  Palacio  de  las  Repúblicas  Americanas,  en 
el  que  se  levantará  la  estatua  de  Artigas,  decía  á  las  de 
origen  ibérico  en  nombre  de  la  grande  de  cepa  inglesa  que 
él  representaba:  "Vosotras  sois,  en  cierto  sentido,  nuestras 
hermanas  mayores,  pues  representáis  civilización  más  anti- 
gua en  este  continente ;  nosotros  somos  los  jóvenes.  —  Vues- 
tros padres,  los  exploradores  españoles  y  portugueses,  con- 
quistadores, legisladores  y  arquitectos  de  repúblicas,  habían 
conseguido  una  civilización  floreciente  en  los  trópicos  y  en 
la  zona  templada  del  Sud,  mientras  que  toda  la  América, 
al  norte  del  Río  Grande,  permanecía  todavía  sin  delinear 
y  en  estado  primitivo. ' ' 


EL   TEATRO  19 


Fijaos  ahora,  hermanos  artistas,  en  la  forma  en  que 
se  reparten  el  nuevo  mundo  sus  descubridores.  Notad 
primeramente  el  lote  del  inglés:  es  la  parte  más  amplia 
del  continente ;  está  en  él  mismo  hemisferio  y  en  la  misma 
latitud  de  Europa,  en  plena  zona  supertropical ;  es  la  región 
americana  más  próxima  á  las  costas  europeas ;  se  extiende 
de  océano  á  océano,  del  Atlántico  al  Pacífico,  cinco  mil 
kilómetros,  una  superficie  de  nueve  millones  de  kilómetros. 
Creo  que  es  esa,  y  no  otra,  la  razón  principal  por  qué  la 
América  anglo  sajona  se  ha  adelantado  á  la  ibérica  en  la 
conquista  del  bienestar.  En  ese  mundo  se  hablará  inglés 
por  los  siglos  de  los  siglos. 

Inglaterra  y  España  se  dividen,  pues,  la  América  del 
Norte ;  pero  la  parten  á  lo  ancho,  de  Oriente  á  Occidente ; 
la  porción  supertropical  amplísima,  la  más  cercana  á 
Europa,  para  Inglaterra;  la  parte  inferior,  más  estrecha, 
más  apartada  del  mundo  antiguo,  para  España. 

La  América  del  Sur,  que  es  la  que  debemos  estudiar  es- 
pecialmente, se  reparte  entre  España  y  Portugal ;  pero  no  á 
lo  ancho,  como  la  del  Norte,  sino  á  lo  largo.  El  Papa  Ale- 
jandro VI,  encargado  por  ambos  pueblos  de  designar  el 
lote  que  á  cada  uno  debe  corresponder,  traza  con  su  báculo 
la  línea  divisoria.  Esa  línea  cortó  el  continente  de  arriba 
abajo  en  dos  partes :  la  de  la  derecha,  bañada  por  el  Atlán- 
tico, y  que  tiene  por  núcleo  geológico  el  gran  macizo  oro- 
gráfico  del  Brasil,  y  por  cuenca  hidrográfica  la  enorme 
del  Amazonas,  pertenecerá  á  Portugal ;  la  de  la  izquierda, 
que  se  recorta  sobre  el  Pacífico,  y  tiene  por  núcleo  la  for- 
mación andina,  á  España. 

Observemos,  por  fin,  una  circunstancia  más,  la  funda- 
mental, la  que  más  dice  á  nuestro  propósito,  y  en  la  que 
deseo  fijéis  vuestra  atención  toda  entera. 

Como  hemos  advertido,  la  espléndida  herencia  de  Por- 


20 


tugal  tiene  por  cuenca  la  del  innumerable  Amazonas ;  pero 
notad  que  éste  corre  de  Occidente  á  Oriente ;  sigue  el  mismo 
paralelo,  el  del  Ecuador;  atraviesa,  por  consiguiente,  la 
misma  tierra,  con  el  mismo  clima,  idénticos  productos, 
café,  algodón,  azúcar,  cacao,  selvas  tropicales.  El  Amazonas 
es  un  enorme  río  interior. 

Pero  observad,  mas  al  mediodía,  esa  otra  formación  hidro- 
gráfica, que,  arrancando  del  Brasil,  casi  confundiendo  sus 
fuentes  con  las  de  los  tributarios  meridionales  del  Ama- 
zonas, en  la  zona  tórrida,  corre  hacia  el  Sur :  son  los  ríos 
Paraná,  Paraguay  y  Uruguay,  que  van  á  perderse  allá  en 
el  Río  de  la  Plata,  á  los  35  grados,  en  la  zona  templada. 
Esos  ríos  corren  de  Norte  á  Sur,  atraviesan  diferentes  lati- 
tudes, distintos  climas ;  en  sus  fuentes  crecen  los  naranjos, 
los  algodoneros,  los  bananos,  el  café ;  en  su  desembocadura, 
el  trigo,  el  maíz,  las  gramíneas ;  recorren  20  grados  geográ- 
ficos. Y  observad  esto  sobre  todo:  ellos  parten  en  dos,  de 
norte  á  sur,  el  continente  sudamericano,  determinan  la 
línea  de  separación,  el  tajo  —  digámoslo  así  —  entre  la 
formación  geológica  atlántica  y  la  andina.  Esos  dos  maci- 
zos orográficosi,  el  del  Atlántico  y  el  del  Pacífico,  no  son, 
como  se  ha  dicho,  ramificaciones  de  los  Andes,  ni  cosa  que 
se  le  parezca:  son  dos  mundos  distintos.  El  primero,  com- 
pletamente apagado,  sin  un  solo  volcán,  es  millares  de 
años  anterior  al  segundo,  que  está  en  perpetua  ignición, 
que  es  un  rosario  de  volcanes  en  actividad  como  no  hay 
otro  en  el  planeta.  Los  Cíclopes  trabajan  aún  en  esas  fra- 
guas subterráneas,  y  quitan  más  de  una  vez  él  sueño  á  los 
hombres  de  la  costra  terrestre,  con  sus  fuelles  endiablados, 
y  sus  estentóreos  martillazos.  Los  que  trabajaron  en  el 
subterráneo  atlántico  nos  dejan  vivir  en  paz  hace  diez  ó 
quince  mil  años,  felizmente. 

Seguidme  con  alguna  atención,  amigos  artistas,  para 


EL   TEATRO  21 


fijar  esta  idea  con  el  mayor  cuidado ;  tomemos  una  vez  más 
la  carta  geográfica  que  nos  sirve  de  guía.  Seguid  esa  línea 
trazada  aproximadamente  por  el  báculo  de  Alejandro  VI 
de  Norte  á  Sur,  y  veréis  cómo  ella,  partiendo  de  las  proxi- 
midades del  Orinoco,  allá  en  el  Norte,  á  10  grados  del 
Ecuador,  cruza  el  continente  siguiendo  la  cuenca  de  los 
ríos  que  lo  parten  en  dos,  y  se  pierde  en  el  océano,  allá  á 
los  30  grados  de  latitud  Sur. 

No  se  imaginaba  el  Pontífice,  seguramente,  que  la  línea 
que  él  marcaba  sobre  un  planisferio  equivocado,  si  bien  no 
se  identificaba  con  la  que  traza  la  ciencia  geológica  mo- 
derna en  las  profundidades  de  la  costa  terrestre,  se  apro- 
ximaba bastante  á  ella.  La  América  del  Sur  está  formada 
por  una  enorme  llanada  entre  la  cordillera  de  los  Andes 
y  la  del  Brasil.  Si  bien  existen  dos  cordilleras  atravesadas, 
la  transversal,  en  el  centro,  que  separa  la  cuenca  del  Plata 
de  la  del  Amazonas,  y  la  de  Tarima,  allá  en  el  Norte,  que 
divide  la  del  Amazonas  de  la  del  Orinoco,  esas  son  acci- 
dentes. Tan  lo  son,  que  esos  tres  grandes  ríos  se  unen  en 
sus  fuentes.  Un  día  vendrá  en  que  un  barco,  entrando 
por  el  Orinoco,  en  el  mar  de  las  Antillas,  saldrá  al  Atlán- 
tico por  el  Plata.  Ese  barco  navegará  por  el  fondo,  entre 
dos  verdaderos  continentes. 

Pues  bien :  yo  creo,  con  una  luminosa  hipótesis  científica, 
que  la  cuenca  del  Amazonas,  y  sobre  todo  la  del  Plata,  es- 
tuvieron, en  un  día  sin  historia,  ocupadas  por  el  océano. 
El  Brasil  era  una  isla  colosal  en  el  Atlántico,  un  verdadero 
continente,  si  ya  no  es  que  formaba  parte  del  que  engra- 
naba en  África,  quizá  en  Europa.  ¿  Qué  se  yo  ?  Sea  de  ello  lo 
que  fuere,  me  parece  evidente  que  el  Brasil  era  un  mundo 
distinto  del  que  tenía  por  núcleo  la  cordillera  de  los  Andes. 

No  importa  que  nos  engolfemos  un  poco  en  estas  obser- 
vaciones científicas,  mis  amigos  artistas;  yo  quiero  que  os 


22 


deis  cuenta  de  lo  que  significa  esa  enorme  grieta  inferior 
de  la  América  del  Sur  por  donde  sale  al  mar  el  Río  de 
la  Plata,  y  á  donde  vienen  á  parar  el  Paraguay,  el  Paraná  y 
el  Uruguay.  La  hipótesis  que  os  ofrezco  no  es  nueva.  Ya  en 
1832,  Carlos  Darwin,  calculando  la  edad  de  los  restos  fósi- 
les de  los  terrenos  pampeanos,  vio  en  el  Plata  un  gran  brazo 
de  mar  que,  en  época  remotísima,  cubría  la  provincia  de 
Entre  Ríos.  Esas  conchas  que  allí  se  ven  sólo  viven  en  el 
mar.  D  'Orbigny  confirmó  y  amplió  esa  hipótesis  diez  años 
después:  hizo  llegar  el  océano  hasta  el  medio  Paraná.  Her- 
bert  Smith,  recientemente,  en  1886,  con  su  imaginación 
científica,  vio  al  Atlántico  penetrar  á  inundar  las  pam- 
pas hasta  el  extremo  septentrional  de  Corrientes,  y  recibir 
las  aguas  del  Paraguay,  del  Paraná  y  del  Uruguay,  que  allí 
desembocaban,  separados  por  centenares  de  kilómetros.  Es- 
tos tres  ríos  emprendieron  la  obra  muchas  veces  secular  de 
expulsar  al  océano,  y  terraplenar  esa  cortadura  inmensa, 
acarreando  á  ella,  disueltas  en  sus  aguas,  las  mesetas  del 
Brasil  central  y  del  bajo  Perú  oriental.  Aun  hoy,  esos  ríos 
depositan  en  el  estuario  80  millones  de  metros  cúbicos  de 
aluvión  por  año.  Se  formaron  las  primeras  bandas  arenosas, 
aparecieron  las  primeras  sirtes,  las  primitivas  dunas;  las 
marejadas  de  casquijos  se  amontonaban,  se  esparcían  ó  se 
disolvían  á  merced  de  los  vientos,  hasta  formarse  las  islas, 
los  archipiélagos  más  ó  menos  adheridos  á  las  puntas  de  las 
costas  recién  nacidas ;  se  levantaban  por  un  lado  los  territo- 
rios, mientras  que,  por  otro,  se  abrían  profundísimas  hon- 
duras que  llenaba  el  mar,  y  de  que  aun  son  testimonio  las 
lagunas  saladas  de  Córdoba  y  la  Rioja. . .  En  resumen: 
todo  aquello  fué  cubierto  por  la  gran  planicie  fluvial  que 
ocupa  la  hondonada  arrebatada  al  Atlántico. 

Según  eso,  el  límite  inferior  de  los  dominios  portugue- 
ses, si  éstos  habían  de  obedecer  á  la  ley  geológica,  hubiera 


EL    TEATRO  23 


debido  ser  esa  gran  cortadura  primitiva:  el  Río  de  la  Plata 
y  los  grandes  ríos  Paraná,  Paraguay  y  Uruguay  que  en  él 
desaguan,  y  que  son  los  que,  en  esa  latitud,  determinan  la 
separación  entre  la  formación  andina  y  la  atlántica.  Con 
esos  límites,  Portugal,  partiendo  de  sus  dominios  tropica- 
les, en  que  coloca  el  núcleo  sociológico  de  su  conquista 
atlántica,  que  será  Río  Janeiro,  hubiese  penetrado  con  su 
lengua  en  la  zona  sub-tropical,  en  la  tierra  del  trigo,  del 
maíz,  de  las  gramíneas;  su  límite  arcifinio  hubiera  sido 
el  río  de  la  Plata  y  alguno  de  sus  tributarios  que  vienen 
de  las  entrañas  mismas  del  Brasil;  el  río  Uruguay  segura- 
mente, porque  me  parece  indudable  que  son  las  costas 
orientales  del  Uruguay  y  del  Plata,  de  formación  más  an- 
tigua  y  más  firme  que  los  declives  de  la  margen  occiden- 
tal, las  que  trazan  el  borde  inferior  del  gran  macizo  bra- 
silero. Ese  fué  el  sueño  secular  de  Portugal  y  del  Brasil: 
llevar  sus  dominios  hasta  el  Plata  y  el  Uruguay. 

Pero  no  fué  así.  En  ambas  márgenes  del  estuario  había 
de  hablarse  español  por  los  siglos  de  los  siglos ;  la  línea  de 
Alejandro  VI.  que  limitó  el  dominio  portugués,  pasa  más 
al  Norte  de  la  embocadura  del  Plata.  Ese  macizo  atlántico 
no  iba  á  pertenecer  todo  él  á  Portugal;  debía  ser  partido  á 
lo  ancho,  allá  en  las  latitudes  subtropicales,  entre  Portugal 
y  España.  En  su  extremo  inferior,  en  el  otro  extremo  del 
ocupado  por  Río  Janeiro,  puerto  suntuoso  del  trópico, 
debía,  fundarse  una  ciudad  española,  Montevideo,  puerto 
luminoso  de  la  zona  templada,  que  había  de  impedir  la 
llegada  hasta  el  Plata  de  la  influencia  sociológica  de  la 
ciudad  portuguesa  del  Norte.  Montevideo  debía  arrastrar 
á  su  órbita  de  rotación  el  ángulo  inferior  del  gran  macizo 
del  Brasil. 


24 


Al  llegar  aquí,  se  me  ocurre  que  acaso  pudiera  ser  opor- 
tuno el  deciros  el  por  qué  os  estoy  dando  todos  estos  datos. 
Pero  no  quiero  detenerme  demasiado  en  esta  idea.  Bien 
comprendéis  que,  en  estos  repartos  entre  las  metrópolis 
europeas,  están  los  fundamentos  de  las  que  serán  distintas 
naciones  americanas.  Os  estoy  dando,  por  consiguiente,  la 
genealogía  de  éstas. 

Quedaba,  pues,  una  región  atlántica,  precisamente  la  que 
se  desarrolla  en  el  comienzo  de  la  zona  subtropical  y  ter- 
mina en  la  curva  que  forma  la  entrada  del  gran  estuario, 
que  debía  pertenecer  á  la  numerosa  familia  hispánica,  pero 
sin  perder  su  carácter  étnico  diferencial. 

A  España,  descubridora  del  Río  de  la  Plata,  le  estaba 
reservado  todo  el  lote  subtropical  de  la  América  del  Sur, 
toda  la  región  equivalente  á  la  que  cupo  en  suerte  á  In- 
glaterra en  la  América  del  Norte,  si  bien  incomparable- 
mente menor  que  ésta,  por  la  estructura  del  continente 
austral,  que  se  adelgaza  á  medida  que  penetra  en  la  zona 
subtropical. 

De  esa  manera,  en  la  región  austral  de  la  América  del 
Sur  se  formaron  tres  grandes  lotes  bien  definidos:  uno  an- 
dino, perteneciente  á  España,  con  su  núcleo  en  Buenos 
Aires  de  un  lado  de  los  Andes,  y  con  Santiago  de  Chile 
del  otro.  Y  dos  atlánticos :  el  del  norte,  con  su  núcleo  socio- 
lógico en  Río  Janeiro,  para  Portugal;  el  del  sur,  con  su 
centro  en  Montevideo,  para  España. 

La  metrópoli  española  no  comprendió  entonces  lo  que 
significaba  esa  su  propiedad  en  ambas  márgenes  del  es- 
tuario meridional. 

El  Río  de  la  Plata  no  tenía  oro ;  el  oro  estaba  allá  arriba, 
en  los  Andes,  en,  las  altiplanicies  del  Perú.  Vale  un  Perú, 
vale  un  Potosí,  se  decía  para  expresar  riqueza,  riqueza 
rápida,  de  aventurero. 


KL   TEATRO  25 


La  metrópoli  española  desdeñó  el  territorio  oriental  del 
Plata.  Pero  allí  dejó  su  lengua ;  con  su  lengua  su  espíritu ; 
y  con  éste,  unido  á  las  fuerzas  de  las  leyes  geológicas  y 
étnicas,  el  germen  de  un  pueblo  independiente  por  natu- 
raleza de  los  demás  hispano-americanos :  el  pueblo  oriental. 
Éste,  separado  del  occidental  andino  por  razones  geológicas 
y  geográficas,  que  neutralizaban  las  sociológicas  que  á  él 
lo  uníau,  está  también  separado  del  septentrional  atlántico 
por  causas  sociológicas  y  climatéricas,  que  neutralizaban 
las  geológicas  y  etnológicas  que  á  él  lo  hubieran  vinculado. 

Si  bien  lo  meditáis,  encontraréis  en  eso  la  causa  máe 
remota,  pero  no  la  menos  profunda,  de  la  formación  de 
nuestra  patria  oriental,  independiente  de  la  argentina  y 
de  la  brasileña.  No  es  obra  de  los  hombres;  es  ley  de  la 
Baturaleza ;  ley  de  Dios. 


III 


Dueña  del  Norte  de  la  región  occidental  de  la  América 
meridional,  España  cruzó  con  Balboa  el  istmo  de  Panamá, 
descubrió  el  Mar  Pacífico,  siguió  hacia  el  Sur,  descubriendo 
y  conquistando  las  costas  andinas,  el  imperio  de  los  incas, 
la  región  de  los  araucanos;  pasó  el  Cayambé,  el  Chimbo- 
razo  ;  llegó  al  Aconcagua  que  arde  sobre  los  Andes.  Había, 
pues,  cruzado  el  trópico  de  Capricornio,  y  tomado  pose- 
sión de  Chile,  en  la  zona  templada,  pero  haciendo  centro 
de  sus  conquistas  al  viejo  imperio  del  Perú,  la  región  de  los 
hijos  del  sol,  de  los  incas,  la  del  oro.  Allí  pondrá  el 
puerto,  el  único  puerto  de  América :  en  Panamá,  en  Puerto 
Bello.  Sólo  por  allí  tendrá  entrada  el  mundo  viejo  á  la 
nueva  Hispania. 

Pero  al  mismo  tiempo,  por  el  lado  del  Atlántico,  España 
navegaba  hacia  el  Sur,  hacia  la  zona  tropical,  en  busca 


26  ARTIGAS 


del  estrecho  que  debía  unir  el  Atlántico  con  el  mar  de 
Balboa ;  cruzaba,  con  Juan  Díaz  de  Solís,  á  lo  largo  de  las 
costas  del  Brasil ;  atravesaba  el  trópico  de  Capricornio,  na- 
vegaba 2,000  leguas,  y,  tomando  entonces  rumbo  de  Este  á 
Oeste,  llegaba  al  Río  de  la  Plata,  del  que  tomaba  posesión. 

Pero,  escuchadlo  bien :  España  cree  que  su  pedazo  de 
mundo  americano  no  tiene  por  núcleo  la  formación  atlán- 
tica sino  la  andina;  será  dueña  pues  del  continente  que, 
en  tiempo  remotísimo,  estuvo  separado  por  el  mar  del  que 
ha  tocado  en  suerte  á  Portugal.  Funda  la  Asunción  prime- 
ramente, y,  sobre  todo,  Buenos  Aires,  que  será  la  cabeza 
de  su  dominio  en  el  Sur.  Pero  hace  todo  eso  con  intención 
de  incorporar  el  Río  de  la  Plata  á  su  lote  andino,  cuyo 
núcleo  principal  es  el  Perú,  con  Lima,  la  ciudad  de  los 
reyes,  por  capital. 

Su  afán  es  el  de  poner  en  contacto  á  los  conquistadores 
del  Plata  con  los  del  Perú,  á  los  del  Atlántico  con  los  del 
Pacífico ;  hacer  un  gran  block  de  todo  eso,  con  entrada  por 
el  Norte.  Mientras  los  conquistadores  del  Perú  bajan  por 
los  contrafuertes  de  los  Andes  en  busca  de  los  del  Plata,  y 
fundan  á  Tucumán,  éstos  suben  hacia  el  Norte  y  el  Oeste, 
y,  por  allí,  se  encuentran. 

Así  va  España  tomando  posesión  de  este  mundo,  y  plan- 
tando en  él  sus  jalones,  que  son  ciudades.  Pizarro  funda  á 
Lima  en  1535;  en  el  mismo  año,  don  Pedro  de  Mendoza 
abre  los  cimientos  de  Buenos  Aires,  que  don  Juan  de  G-aray 
radica  definitivamente  en  1580;  Quesada  funda  á  Santa 
Fé  de  Bogotá  en  1538;  Valdivia  se  fija  en  Santiago  en 
1547 ;  Lozada  funda  á  Caracas  en  1567 ;  Ayolas  á  la  Asun- 
ción en  1534. 

Todos  piensan  en  la  región  que  se  extiende  entre  el  Plata 
y  el  Pacífico,  con  los  Andes  por  columna  vertebral.  En 
cuanto  á  ese  otro  pedazo  de  tierra  entre  el  Plata  y  el  Atlán- 


EL   TEATRO  27 


tico,  apenas  si  se  alzan  las  murallas  de  la  Colonia,  sin  más 
propósito  que  el  de  conservar  la.  posesión ;  se  le  considera 
otra  cosa  distinta. 


Miremos  nosotros,  oh  amigos  artistas,  con  mayor  inten- 
sidad que  sus  descubridores,  ese  pedazo  de  América  que, 
determinado  hacia  el  Sur  por  la  curva  que  traza  el  Plata 
al  derramarse  en  el  Océano,  llega  hacia  el  Norte,  por  el 
Atlántico,  hasta  la  línea  divisoria  de  los  dominios  españoles 
y  portugueses ;  ese  que  no  pertenece  á  la  formación  andina 
sino  á  la  atlántica,  al  levantamiento  del  Brasil,  pero  que  se 
desarrolla  en  la  zona  templada,  en  la  que  corresponde,  en 
los  Estados  Unidos  del  Norte,  á  la  Georgia,  á  la  Carolina 
del  Norte  y  del  Sur;  ese  que,  casi  olvidado  por  España, 
oece  al  macizo  geológico  dei  Brasil,  al  lote  de  Por- 
tugal, pero  habla  español.  Forma  una  unidad  geográfica 
perfectamente  definida;  constituye  una  entidad  étnica  y 
sociológica  imposible  de  confundir.  Para  fijaros  más  asa 
idea,  os  quiero  hacer  advertir  desde  ahora  una  circuns- 
tancia fundamental,  que  mas  tarde  examinaremos  más: 
todos  los  dominios  españoles  que  formaron  el  virreinato 
del  Plata,  el  mundo  andino,  dependían  de  un  solo  puerto 
de  salida  al  que  convergía  toda  la  región:  Buenos  Aires. 
Sólo  ese  pedazo  ultraplatense  era  independiente  de  Buenos 
Aires  en  ese  sentido,  independiente  por  naturaleza;  sólo 
él  tenía  salida  propia,  comunicación  amplia  y  libre  con  el 
mundo,  puertos  en  el  Plata  y  el  Atlántico,  incomparable- 
mente superiores  al  de  la  capital  del  virreinato :  la  Colonia, 
Montevideo,  Maldonado,  Coronilla,  toda  la  profundísima 
cost;i  atlántica,  la  más  cercana  á  Europa,  la  más  accesible, 
la  verdadera  puerta  de  entrada  y  de  salida  para  toda  la 
región  subtropical  del  continente. 


28, 


Veréis  cómo  más  tarde  ese  territorio  no  será  brasilero  ni 
será  argentino,  porque  ni  Buenos  Aires,  ni  Río  Janeiro 
pueden  ser  su  cabeza.  Lo  veréis  desprenderse  independiente 
como  un  desgarrón  de  la  tierra,  teniendo  por  núcleo  el 
puerto  de  Montevideo.  España  casi  no  pensará  en  él:  du- 
rante más  de  un  siglo,  los  habitantes  de  Buenos  Aires  van 
allí  á  cazar  vacas ;  los  faeneros  cruzan  el  Plata,  acampan  á 
orillas  de  algún  arroyo,  matan  animales,  los  desuellan,  secan 
al  sol  sus  cueros,  y  regresan  al  mundo  habitado,  al  virrei- 
nato, dejando  la  carne  á  merced  de  las  fieras  salvajes.  Ese 
territorio  será  sólo,  como  dice  Mitre,  una  servidumbre  de 
Buenos  Aires ;  la  vaquería  de  Buenos  Aires  se  le  llamó. 

Será  preciso  que  los  portugueses  pretendan,  por  repe- 
tidas veces,  pasar  la  línea  divisoria  de  Alejandro  VI,  para 
que  España  se  acuerde  de  que  allí  se  habla  y  debe  hablarse 
su  lengua;  será  necesario  que  surja,  por  fin,  allá  en  1727, 
dos  siglos  después  de  fundado  Buenos  Aires,  un  goberna- 
dor español,  don  Bruno  Mauricio  de  Zabala,  que  se  dé 
cuenta  del  problema  y  funde  á  Montevideo,  para  que  to- 
dos los  elementos  sociológicos  embrionarios  de  esa  tierra 
característica  se  agrupen,  y  comienzen  á  tomar  cohesión, 
á  ser  un  organismo,  á  sentir,  á  pensar,  en  torno  de  una 
ciudad  nueva,  distinta  de  las  demás  metrópolis  hispánicas, 
hasta  por  sus  pequeños  monumentos  arquitectónicos  colo- 
niales, que  son  de  la  restauración,  mientras  los  otros  son 
de  la  decadencia. 


IV 


Ahora  bien,  mis  amigos :  ese  trozo  de  América,  el  único 
que  había  tocado  á  España  en  la  región  atlántica  del  sur. 
era  "el  pedazo  más  envidiable,  dice  el  sabio  Martín  de 
Moussy,  el  rincón  más  admirable  del  nuevo  mundo,  por  su 


EL   TEATRO  29 


topografía,  por  su  clima,  por  su  hidrografía  y  su  ferti- 
lidad." 

Tomad  de  nuevo  un  momento  la  carta  geográfica  para 
mirarlo,  mis  bravos  artistas,  porque  es  preciso  que  lo  obser- 
vemos un  buen  rato.  Yo  quiero  que  vivamos  juntos  en  él 
algunas  horas.  Seguid  el  relieve  de  esas  costas  oceánicas 
en  que  se  estrella  el  Atlántico;  ved  en  seguida,  del  otro 
lado,  el  inmenso  caudal  de  agua  que  viene  de  los  ríos  Pa- 
raná, Paraguay  y  Uruguay,  que  se  derraman  en  ese 
océano  por  intermedio  del  Plata,  cuyas  aguas,  de  un  verde 
esmeralda,  se  diluyen  en  el  azul  del  mar.  Pero  advertid, 
sobre  todo,  los  perfiles  de  las  costas  del  océano. 

El  navegante  deja  allá  en  el  Norte  los  puertos  tropicales, 
cuyo  tipo  excelso  es  la  bahía  de  Río  Janeiro,  sin  igual  en  e] 
mundo,  y  costea  en  seguida  el  continente,  sin  hallar,  en  un 
trayecto  de  doscientas  leguas,  un  solo  puerto  de  acceso  fácil. 
El  primero  que  se  encuentra  es  el  profundísimo  de  Coro- 
nilla en  el  territorio  oriental ;  el  de  Maldonado  después ;  el 
de  Montevideo  por  fin;  las  verdaderas,  las  solas  entradas 
de  la  América  atlántica  subtropical. 

Miremos  ahora  el  territorio  encerrado  en  ese  marco.  Todo 
en  él  es  homogéneo,  armónico  y  expresivo ;  parece  modelado 
por  un  artista  con  la  quinta  esencia  del  humus  fecundo  ó 
del  limo  plástico  de  nuestra  América.  A  diferencia  de  la 
región  que  se  extiende  en  la  misma  latitud,  del  otro  lado 
de  la  cuenca  fluvial,  que  es  plana,  de  terrenos  blandos  de 
aluvión,  con  grandes  pampas  ó  con  bosques  mediterráneos, 
la  región  oriental  está  formada  de  una  serie  de  graníticas 
colinas,  en  que  la  espesa  alfombra  de  vegetación  herbácea, 
formada  de  más  de  quinientas  especies  de  gramíneas, 
abriga  el  cuerpo  de  la  tierra,  como  la  piel  de  un  animal 
sobre  la  que  pasan  estremecimientos  vitales. 

Por  la  superficie,  corre  también  la  vida  por  una  red 


30 


circulatoria  de  arterias  hidrográficas,  que  dan  á  esas  co- 
linas el  aspecto  de  los  lóbulos  de  un  cerebro  irrigado  por 
sangre  copiosa.  Las  tres  grandes  vertientes  que  van,  ya 
hacia  el  Uruguay,  ya  hacia  el  Plata  ó  el  Atlántico,  for- 
man la  cuenca  del  río  Negro,  que  atraviesa  el  país  de 
parte  á  parte,  como  el  centro  del  estremecimiento  arterial, 
y  abren  el  lecho  de  catorce  ríos,  de  centenares  de  arroyos 
caudalosos,  y  de  millares  de  pequeñas  corrientes  que  se 
mueven  y  dan  la  nota  de  la  vida  carminosa  en  todas  las 
hondonadas,  en  cuyo  fondo  se  encuentra  siempre  el  re- 
flejo del  árbol  sobre  el  agua:  en  el  remanso  quieto,  ó  en 
la  corriente  rumorosa  y  ágil. 

Sus  mayores  alturas  no  llegan  á  seiscientos  metros;  y 
aun  en  ellas,  la  espiga  del  trigo  puede  germinar  hasta  en 
las  cumbres.  Son  sólo  ondulaciones  más  altas  de  una  si- 
nuosa superficie  intacta.  En  algunas  parcelas  del  territorio, 
la  osamentación  granítica^  rompe  la  piel  que  la  recubre,  y 
asoma  en  grandes  bloques  pétreos  heteroformes,  que  son 
largas  sierras  ó  cerros  aislados  como  bloques  erráticos,  y 
que  cobran  formas  arquitectónicas,  semejantes  á  torreones 
cilindricos  ó  á  edificios  ciclópeos  derrumbados.  Esos  blo- 
ques parecen  más  bien  caídos  de  lo  alto  que  brotados  de  la 
tierra;  no  matan,  por  consiguiente,  la  rica  vegetación  que 
los  circunda,  y  trepa  por  sus  grietas,  y  forma,  en  las  hondu- 
ras, lujuriantes  manchones  de  vegetación  arbórea,  en  me- 
dio á  los  tupidos  matorrales.  Si  se  penetra  en  esas  zonas 
ásperas  excepcionales ;  si  se  cruza  por  el  fondo  de  la  sierra 
ó  se  trepa  el  cerro,  se  experimenta  la  sensación  estética  de 
lo  grandioso,  del  paisaje  de  montaña,  con  tanta  intensidad 
como  en  las  excelsas  cordilleras :  la  eminencia  y  la  sima,  el 
peñón  abrupto  cortado  á  pico,  la  mole  granítica  suspen- 
dida en  el  vacío,  el  precipicio,  el  largo  desfiladero  inacce- 
sible, el  breñal-madriguera  en  las  honduras,  el  árbol  tor* 


EL   TEATRO  31 


tuoso  agarrado  á  la  roca  con  sus  tentáculos  de  piedra,  en 
las  cumbres  almenadas,  el  nacer  y  el  morir  del  sol  tras  la 
mole  fantasma,  la  proyección  de  la  montaña  en  la  llanura. 

Pero  allí  lo  grandioso  es  sólo  efecto  de  la  relatividad  en 
la  sensación ;  la  sierra  aparece  grande  porque  las  largas  co- 
linas en  que  se  levanta  de  improviso  son  pequeñas ;  lo  gran- 
dioso está  en  nosotros,  aunque  sugerido  por  la  expresión 
del  mundo  exterior. 

Ese  paisaje  no  imprime  carácter  al  territorio;  la  mon- 
taña no  cierra  ni  recorta  sus  dilatados  horizontes  sin  ori- 
llas ;  la  vegetación  arbórea  natural  es  escasa.  La  región  de 
los  árboles  gigantes  americanos,  como  la  de  la  montaña  ex- 
celsa, está  más  arriba  de  la  línea  divisoria  entre  España  y 
Portugal,  en  la  región  que  se  acerca  al  trópico,  en  la  zona 
brasilera,  en  que  crecen  los  palmares  y  los  bananeros  reso- 
nantes, y  se  produce  el  café  y  el  algodón  y  el  añil.  En  la 
tierra  que  observamos,  la  colina  granítica,  envuelta  en  su 
mantillo  vegetal,  produce  el  trigo  y  el  maíz  como  en  región 
alguna  del  mundo ;  las  flores  del  peral  y  del  manzano  y  del 
durazno,  importados  de  Europa,  anuncian  sus  primaveras 
llenas  de  sol  fresco  y  coloreado  con  vigor.  La  flora  indí- 
gena es  escasa:  árboles  y  arbustos  tortuosos  y  de  frutos 
agrios  en  su  mayor  parte,  que  no  cobran  las  proporcio- 
nes de  los  tropicales.  Ellos  bastan,  sin  embargo,  para  for- 
mar, con  los  matorrales  y  las  enredaderas  salvajes,  lar- 
gos bosques  impenetrables,  sobre  cuyos  árboles  pequeños 
emergen  de  trecho  en  trecho  algunos  colosales,  en  que  ani- 
dan águilas.  Pero  esos  bosques  crecen  siempre  á  lo  largo  de 
los  arroyos  y  los  ríos,  y  se  extienden  más  ó  menos  en  sus 
márgenes  y  en  sus  confluencias,  según  es  más  ó  menos  rá- 
pido el  declive  de  las  colinas  en  cuya  convergencia  corre  el 
agua  entre  los  árboles  y  marañas.  Si  hay  allí  una  llanura, 
las  aguas  que  permanecen  forman  el  bañado,  el  extenso 


82 


pantano  cubierto  de  juncos  y  plantas  acuáticas,  en  que 
anidan  los  patos  innumerables,  se  levantan  las  bandas  de 
garzas  blancas  como  nubes  del  poniente,  pasean  las  cigüe- 
ñas, nadan  las  nutrias,  y  lanzan  los  chajás  sus  gritos  estri- 
dentes. Fuera  de  esos  bajos  en  que  se  deposita  el  humus 
arrastrado  por  las  lluvias  al  borde  de  las  corrientes,  no 
existen  arbolados  naturales ;  las  colinas  y  los  valles  son  el 
dominio  exclusivo  de  la  gramínea  rastrera  é  invasora,  sal- 
picada de  trecho  en  trecho  por  el  cardal  de  flores  azules, 
ó  por  el  matorral  de  chircas  verdes.  Alguno  que  otro  ombú 
solitario  se  levanta  en  la  cumbre  de  las  lomas ;  manchones 
de  palmares,  copiosos  y  agrupados  los  unos,  ralos  y  disper- 
sos los  otros,  dan  su  nota  original  en  las  costas  atlánticas, 
ó  á  orillas  del  Uruguay.  Pero  todo  eso  es  accidente:  el 
perpetuo  ondular  de  la  colina,  de  un  vermellón  verde  ca- 
racterístico, es  lo  que  imprime  su  sello  á  la  tierra ;  los  ho- 
rizontes se  ensanchan  y  se  renuevan,  modificando  la  línea 
curva  de  las  lomas  elásticas  que  se  reproducen  sin  cesar; 
aparecen  y  se  levantan  las  nuevas  en  la  convergencia  de 
las  que  descienden  en  primer  término,  suben  y  bajan, 
ondulan  en  el  espacio,  como  enormes  turgencias  de  senos 
nubiles  que  respiran  dormidos.  Muchas  de  estas  feraces 
colinas,  las  más  extensas,  son  achatadas :  una  larga  meseta 
ó  llanura  se  ofrece  á  la  vista,  una  vez  escalada  la  pendiente ; 
una  llanura  granítica  exuberante  de  vida  vegetal ;  un  lago 
verde  de  brillante  inmovilidad  fecunda. 

El  insigne  botánico  Auguste  de  Saint  Hilaire,  que  re- 
corrió estos  campos  en  1821,  me  salva  del  peligro  de  tras- 
mitiros, como  verdad  objetiva,  lo  que  pudiera  ser  solo 
impresión  subjetiva  con  relación  á  mi  tierra.  Saint  Hi- 
laire se  expresa  así  sobre  ella :  "  Aunque  poco  variado,  el  as- 
pecto de  estos  campos  no  fatiga  como  el  de  los  inmensos 
desiertos  de  Goyaz  y  de  Minas.  El  aire  de  alegría  que 


EL   TEATRO  33 


reina  en  todo  este  país  depende  acaso  de  la  idea  de  ri- 
queza y  de  abundancia  que  dan  estos  tan  excelentes  pas- 
tos ;  pero  más  todavía  del  color  del  cielo,  de  un  azul  tierno, 
en  extremo  agradable  á  la  vista,  y  de  la  luz  que,  sin  des- 
lumbrar  como  en  los  trópicos,  tiene  una  vivacidad  y  una 
fulguración  desconocidas  en  el  norte  de  Europa." 

La  fauna  indígena  no  era  mas  rica  que  la  ñora  arbórea. 
Los  seres  cálidos  que  habitan  innumerables  las  regiones 
tropicales ;  las  fieras ;  los  reptiles  deformes ;  los  habitantes 
de  la  misteriosa  selva  mediterránea,  en  que  cuelgan  los  raci- 
mos enormes  que  destilan  los  azúcares  hipnóticos,  en  que  se 
enrosca  el  boa,  y  cantan  los  suntuosos  pájaros  extáticos  sus 
himnos  al  sol,  no  hallan  en  esta  región  su  ambiente  pro- 
picio. Aquí  la  calandria  y  el  zorzal  cantan  á  la  aurora ;  el 
águila  traza  en  el  aire  su  espiral  silenciosa;  el  teru-tero 
lanza  gritos  de  guerra  ó  de  sorpresa;  el  venado,  de  pie 
sobre  la  loma,  recorta  su  silueta,  delicada  sobre  los  amplios 
horizontes  de  larguísimos  crepúsculos  anaranjados;  el 
avestruz  recorre  las  llanuras;  el  carpincho  sale  del  río  á 
pastar  en  la  orilla ;  la  perdiz  llena  el  viento  de  los  temblo- 
res musicales  de  sus  alas. 

Tales  eran  las  notas  características  de  la  vida  animal 
de  esa  región,  que,  no  ofreciendo  asilo  propicio  á  las  semi- 
llas ni  á  los  seres  animados  que  vienen  del  trópico,  y  que 
se  detienen  en  sus  fronteras,  parecía  estar  á  la  espera  de 
sus  verdaderos  dueños  en  el  reino  animal.  Cuando  estos 
llegaron  con  la  colonización  europea,  la  nota  de  la  vida  pro- 
pia, esperada  por  la  gramínea  exuberante,  dio  su  carácter 
definitivo  á  la  comarca :  el  toro  y  el  caballo,  al  pisar  aquella 
tierra  intacta,  dura ;  al  sentir  el  olor  de  la  vida  en  la  de  sus 
pastos  azoados ;  al  ver  aquellas  colinas  ilimitadas,  abiertas 
al  fogoso  correr  de  la  yeguada  y  al  pastar  de  la  vaca  y  del 
rebaño  innumerable,  sintieron  la  alegría  y  la  pujanza  del 

3.  Artigas.  —  I. 


34 


vivir;  vivieron  y  se  reprodujeron  en  forma  tal,  que,  en  muy 
pocos  años,  los  animales  vacunos  y  caballares  llegaron  á 
tomar  las  proporciones  que  en  otros  países  toman  las  pla- 
gas ;  llenaban  las  colinas  del  Sur,  y  subían  hacia  el  Norte, 
hasta  encontrar  la  línea  en  que  se  detenían  los  seres  vivos 
que  venían  del  trópico. 

El  caballo,  sobre  todo,  transformó  el  aspecto  de  la  tierra. 
y  las  costumbres  de  su  habitador.  El  indio  nómade  no  tenía 
caballo,  andaba  á  pie;  no  poseía  pues  la  tierra.  Al  llegar 
ese  animal,  como  si  se  fundieran  los  dos  seres,  apareció  el 
centauro,  el  ser  habilitado  para  ser  dueño  y  señor  de  aque- 
llas colinas  ilimitadas,  que,  con  sus  pastos  y  sus  ganados, 
nutrían  al  hombre  nuevo:  al  hombre  á  caballo. 

¡  Qué  vinculada  está  la  historia  de  los  animales  á  la  his- 
toria de  los  hombres ! 

Cuando  se  buscan  símbolos  de  la  independencia  de  Amé- 
rica, se  recuerdan  aquellos  doce  potros  maravillosos  de  la 
Iliada,  que  galopaban  sobre  las  espigas  sin  doblarles  los 
tallos,  y  sobre  las  aguas  sin  mojarse  los  cascos;  se  piensa 
en  Poseidóñ  que,  golpeando  la  roca  con  su  tridente,  ve 
surgir  el  caballo,  nacido  de  una  grande  ola  marina,  y  do- 
tado del  cuello  ondulante  y  de  la  blanca  espuma  de  la  ola. 
En  la  mitología  americana,  el  caballo  hubiera  sido  el  ani- 
mal sagrado. 

Con  esos  elementos,  amigos  artistas,  tenéis  el  ambiente 
de  que  ha  de  estar  compenetrado  el  héroe  oriental :  colinas 
ilimitadas  y  solitarias,  bajo  un  cielo  de  esplendente  azul, 
bosques  en  las  corrientes,  ganados  innumerables  en  las 
laderas  verdes,  inmensas  yeguadas  que  recorren  las  si- 
nuosas llanuras,  rebaños  de  ovejas,  y,  á  través  de  todo, 
el  hombre  á  caballo,  señor  de  la  extensión. 

Os  he  descrito  todo  esto,  porque  yo  creo  que  la  creación 
escultórica,  aun  la  estatua  personal  aislada,  tiene  un  fondo 


EL   TEATRO  35 


invisible  poblado  de  infinitos  seres,  un  ambiente  amplísimo 
que  la  compenetra,  y  que  irradia  de  sus  propias  líneas 
expresivas  y  sonoras.  En  una  actitud  se  refleja  una 
montaña  y  una  puesta  de  sol  y  hasta  una  tempestad.  Yo 
debo,  no  sólo  haceros  conocer,  sino  haceros  ver,  y  sentir  y 
amar.  Es  preciso  que,  llegado  el  caso,  no  os  limitéis  á  saber 
lo  que  hicieron  Artigas  y  sus  soldados;  es  fuerza  que  los 
veáis  cruzar  esas  colinas  que  os  he  descrito,  jinetes  en  sus 
potros  desnudos  sin  domar,  descender  á  los  bajos  ó  bañados 
montuosos,  en  busca  del  vado  escondido  entre  los  árboles, 
cruzar  á  nado  las  corrientes,  refugiarse  en  la  sierra  abrupta 
6  en  el  bosque  impenetrable,  proyectarse  sobre  el  horizonte 
anaranjado  por  el  sol  poniente. 


Si  aun  quisierais  daros  cuenta  de  dónde  comienza  y 
adonde  termina  esa  tierra  como  entidad  geográfica,  de 
límites  geológicos  inconfundibles,  podéis  advertir  que  ella 
es  la  punta  subtropical  del  gran  macizo  orográfico  cunei- 
forme del  Brasil,  el  vértice  inferior  del  dilatado  triángulo 
formado  por  la  línea  horizontal  del  Amazonas,  y  por  las  dos 
líneas  convergentes  de  las  costas  atlánticas  y  de  los  ríos 
que  vienen  del  norte  á  unirse  en  el  estuario  del  Plata.  En 
ese  vértice  inferior  está  Montevideo ;  de  este  núcleo  socio- 
lógico, como  de  un  centro  luminoso,  cuyo  chorro  de  luz  se 
va  ensanchando  y  debilitando  á  medida  que  se  aleja  del 
foco  hasta  fundirse  en  la  oscuridad,  subía  hacia  el  norte  el 
espíritu  de  la  nación  española.  Algo  así  como  lo  que  pasa 
en  el  fenómeno  físico,  ocurría  en  el  étnico  y  sociológico 
con  respecto  á  los  límites  naturales  de  la  Banda  Oriental ; 
éstos  eran  precisos,  inconfundibles,  en  el  ángulo  inferior: 
el  mar  y  el  fondo  de  los  ríos  son  sus  lados,  imposibles  de 
borrar.   Pero  la  línea  superior,   como  la   que   divide   la 


36 


luz  de  la  sombra  en  el  extremo  del  foco  luminoso,  era  difu- 
sa, indeterminada.  Como  se  diluyen  la  luz  y  las  tinieblas,  se 
fundían  allí  el  límite  superior  español  y  el  inferior  portu- 
gués, el  radio  de  acción  que  desciende  de  Río  Janeiro  y  el 
que  sube  de  Montevideo.  Era  pues  preciso  trazar  conven- 
cionalmente  esa  línea,  y  eso  dio  origen  á  la  guerra  tres 
veces  secular  entre  España  y  Portugal,  que  trasladó  á 
América  el  divorcio  que  existía,  y  existe  aún  en  Europa, 
entre  los  dos  pueblos  ibéricos. 

Las  metrópolis  trazaron  varias  veces  aquella  línea,  y  la 
escribieron  en  sus  tratados  de  paz,  que  eran  la  sentencia 
de  sus  enconadas  guerras.  Entonces  era  más  fuerte  España, 
y  la  luz  del  foco  hispánico  subía  hasta  muy  arriba.  Alvar 
Núñez  Cabeza  de  Vaca  atravesó  de  Santa  Catalina  á  la 
Asunción  por  territorio  español;  las  misiones  se  fundaron 
á  esa  altura.  Esa  era  la  línea  indicada  por  la  naturaleza, 
la  que  hemos  visto  distinguir  á  los  seres  animales  y  vege- 
tales en  su  marcha  migratoria,  y  que  el  homo  sapiens  suele 
percibir  menos  claramente  que  la  planta  y  que  el  bruto. 
Veréis  que  esa  fué  la  que  tuvo  Artigas  trazada  en  su  pensa- 
miento; la  que  hubiera  trazado  en  la  realidad,  salvando 
todo  el  lote  hispánico  para  la  nación  atlántica  española,  á 
no  haber  sido  hostilizado  por  su  propia  estirpe. 

Pero,  pasado  el  período  colonial,  cuando  los  hijos  se 
emanciparon  de  los  padres,  hispánicos  y  lusitanos  volvieron 
á  luchar  por  el  trazado  de  esa  frontera  artificial.  El  hijo 
atlántico  de  España  era  entonces  el  más  débil  de  la  fami- 
lia hispánica;  había  sido  abandonado  por  sus  hermanos; 
era,  en  ese  momento,  menos  fuerte  que  el  hijo  de  Portugal. 
Y  fué  éste  quien  impuso  la  frontera.  Una  gran  parte  de  la 
región  subtropical  atlántica,  que  fué  española,  quedó  incor- 
porada á  la  opulenta  herencia  portuguesa.  Pero  no  importa ; 
esas  líneas  más  ó  menos  arbitrarias,  que  trazan  los  hom- 


EL   TEATRO  37 


bres  por  la  fuerza  en  la  superficie  de  la  tierra  jamás  po- 
drán borrar  las  que  están  trazadas  por  la  naturaleza  en 
sus  entrañas.  Ellas  adelantarán  más  ó  menos,  por  otra 
parte,  en  la  zona  indefinida,  achicarán  más  ó  menos  la 
esfera  de  acción  política  del  núcleo  inconfundible,  pero 
jamás  apagarán  á  éste. 

Se  achicó,  sin  duda  alguna,  la  del  núcleo  hispánico;  se 
le  achicó  todo  cuanto  fué  posible  arrebatar  á  la  debilidad 
del  heredero  de  España ;  pero  no  tanto  que  se  le  quitasen 
los  elementos  de  vida;  no  tanto  que  se  arrancara  la  raíz 
al  vigoroso  retoño  atlántico  del  árbol  español. 

Se  ha  dicho  que  lo  que  quedó  es  pequeño.  ¡Pequeño! 
Jamás  tendré  por  hombre  de  buen  sentido  á  quien  tome  en 
cuenta  esa  circunstancia  para  juzgar  de  la  razón  de  ser 
de  un  pueblo,  de  la  vida  de  un  organismo:  su  territorio. 
Ese  territorio  no  es  pequeño:  tiene  doscientos  mil  kiló- 
metros cuadrados;  cuatro  ó  cinco  naciones  europeas  caben 
en  él;  puede  contener  veinte  millones  de  habitantes  con 
menos  densidad  que  Bélgica.  Pero  no  creo  que  valga  la 
pena  hablar  de  eso.  Lo  que  interesa  es  que  os  deis  cuenta, 
mis  buenos  amigos,  de  la  conservación  de  esa  región,  inde- 
pendiente por  naturaleza,  como  la  sede  de  un  pueblo  nece- 
sariamente distinto  de  los  demás  pueblos,  chicos  ó  gran- 
des, que  lo  rodean.  Acaso  lo  que  perdió  en  extensión  hacia 
el  norte,  lo  ganó  en  intensidad  en  su  núcleo  meridional. 

Se  ha  quedado  con  lo  más  homogéneo,  con  lo  indiscutible, 
con  lo  inconmovible.  Si  el  mapa  de  la  América  del  Sur  no 
fuera  aún  definitivo,  ese  núcleo  inmóvil  será  centro  de 
atracción,  núcleo  de  rotación,  jamás  satélite. 

Y  llegamos,  por  fin,  á  nuestro  propósito.  En  esa  región, 
en  la  margen  oriental  del  Plata,  nació  Artigas,  de  un  hidal- 
go español;  nació  en  su  núcleo  urbano,  en  Montevideo,  y 
casi  con  éste :  cuarenta  años  después  de  su  fundación.  Ar- 


88 


tigas  es  la  encarnación  de  todas  esas  leyes  de  que  os  he 
hablado;  él  es  la  transformación  de  esos  elementos  vitales 
en  forma  humana  inteligente,  en  visión  imperiosa,  en  dina- 
mismo heroico,  en  núcleo  de  rotación  espiral  que  envuelve 
la  nebulosa  generatriz  de  un  cuerpo  luminoso,  de  luz  pro- 
pia, centro  de  días  y  de  noches. 


CONFERENCIA  III 


EN  LA  REGIÓN  DE   LAS   MADRES 


La  geología  y  la  historia.  —  L¡i  entelequía  ó  el  alma  de  las  nacio- 
nes. —  La  ciudad.  —  Las  ciudades  americanas  como  núcleos  de 
estados  independientes.  ■ —  Buenos  Aires,  Montevideo  y  Río 
Janeiro. 


Amigos  artistas: 

En  mi  conferencia  anterior  yo  pretendí,  como  os  lo  decía, 
haceros  penetrar  hasta  las  visceras  de  la  patria  oriental, 
llevándoos  —  como  es  llevado  Fausto  á  la  silente  región  de 
las  madres  ó  de  las  causas  —  hasta  las  entrañas  de  la  tierra, 
y  hasta  las  más  profundas  quizá  de  los  problemas  socioló- 
gicos, en  busca  de  la  más  remota  razón  de  ser  de  la  patria 
evocada  por  Artigas.  En  esa  subterránea  región,  según 
Paul  de  Saint  Victor,  la  antigüedad  reverenciaba  las  raíces 
sagradas  de  todas  las  cosas :  tesoros  de  metales  y  de  piedras 
preciosas,  frutos  y  plantas  en  germen,  cultivos  y  sepulturas, 
efluvios  de  antros  y  de  trípodes  proféticos,  leyes  inmuta- 
bles que  desenvuelven  el  mundo  y  le  sirven  de  bases  sus- 
tentadoras. Confieso  que  eso  es  demasiado  horadar ;  meterse 
acaso  en  demasiadas  honduras.  Quizá  encontremos  en  ellas, 


40 


sin  embargo,  alguna  línea,  y  hasta  algún  lampo  de  color 
para  vosotros. 

Pero  si  bien  yo  quisiera  haceros  extraer  de  las  mismas 
entrañas  ígneas  de  la  tierra  americana  el  hierro  y  el  cobre 
de  que  formaréis  el  bronce  de  vuestra  estatua,  no  pretendo 
con  ello  presentaros  las  influencias  geológicas  y  étnicas  y 
climatéricas,  como  el  único  factor  determinante  de  la  for- 
mación de  los  estados;  ni  siquiera  me  atrevo  á  clasificar, 
por  orden  de  importancia  relativa,  los  múltiples  agentes, 
sociológicos,  históricos,  geográficos,  térmicos,  que  concu- 
rren á  conglomerar  las  células  ó  unidades  primitivas  de 
las  naciones. 

Federico  Amiel,  el  melancólico  ginebrino  de  alma  germá- 
nica ó  germanizada,  hubiera  dado,  me  parece,  una  impor- 
tancia muy  grande,  en  nuestro  caso,  al  factor  geológico  que 
yo  os  indico.  "  Juzgar  nuestra  época,  dice  en  su  Diario 
Intimo,  desde  el  punto  de  vista  de  la  historia  universal ;  la 
historia,  desde  el  punto  de  vista  geológico,  y  la  geología 
desde  el  punto  de  vista  de  la  astronomía,  es  una  emancipa- 
ción del  pensamiento."  Yo  no  llegaré  á  tanto.  Esas  teorías 
de  conjunto,  á  que  se  adhiere  tan  firmemente  el  pensa- 
miento del  norte;  esos  métodos  comprensivos,  de  donde 
han  salido,  según  la  opinión  de  Bourget,  tantos  sistemas, 
desde  el  de  Schelling  hasta  el  de  Hartmann,  pasando  por 
Hegel  y  Schopenhauer ;  esta  tendencia  á  salir  de  la  reali- 
dad sensible,  para  vivir  sólo  en  la  abstracción,  en  lo  abso- 
luto, cuando  estamos  rodeados  por  todas  partes  de  lo  con- 
tingente, no  se  compadece  con  nuestra  naturaleza  heleno- 
latina,  imaginativa  y  pasional.  Pero,  sin  afirmar  que  ello 
sea  indispensable  para  que  nuestro  pensamiento  se  eman- 
cipe, yo  creo  que  la  influencia  de  los  factores  externos. 
la  constitución  geológica  del  suelo,  la  temperatura,  la 
fauna,  la  flora,  sobre  los  factores  internos,  caracteres  físi- 


EN    LA    REGIÓN    DE   LAS   MADRES  41 


eos,  morales  é  intelectuales  de  los  hombres  que  constituyen 
una  sociedad  política,  es  un  factor  de  importancia  capital 
en  el  estudio  de  los  orígenes  de  un  pueblo;  y  lo  es  en  el 
de  los  del  pueblo  oriental  del  Uruguay. 


Acabo  de  leer  un  interesante  estudio  de  don  Miguel  de 
Unamuno,  insigne  amigo  mío,  y  para  conmigo  siempre  ge- 
neroso, á  pesar  de  nuestras  fundamentales  disidencias,  en 
que  ese  ilustre  escritor  examina  el  problema  de  que  ahora 
tratamos :  el  por  qué,  una  vez  desmembrada  naturalmente 
la  América  española  de  su  metrópoli,  se  formaron  en  ella 
diversos  estados  independientes  entre  sí;  por  qué  fueron 
estos  dieciséis,  y  no  veintiséis,  ó  catorce,  ó  siete. 

Unamuno  toma  en  consideración  un  discurso  que  yo  pro- 
nuncié al  inaugurarse  la  estatua  de  Lavalleja  de  que  hemos 
hablado.  Enuncié  yo  allí,  efectivamente,  con  la  fugacidad 
exigida  por  la  oración  popular  esparcida  á  voces  en  el  vien- 
to, algo  de  lo  que  ahora  estoy  diciendo:  el  porqué  de  la 
emancipación  necesaria  del  Uruguay,  no  sólo  de  España, 
sino  también  de  los  otros  pueblos  americanos;  el  agente 
dinámico,  por  consiguiente,  que  estaba  en  la  subconsciencia 
de  Artigas. 

Unamuno,  que,  rara  avis,  sabe  lo  que  escribe  cuando  lo 
hace  en  la  prensa  periódica  europea  sobre  cosas  de  América, 
después  de  afirmar  que  yo  sostengo  en  mi  discurso  que  el 
Uruguay  tuvo  que  ser  una  nación  independiente  por  consti- 
tuir una  unidad  geográfica  subtropical  y  atlántica,  se 
aparta  de  esa  opinión,  como  disiente  de  la  que,  siguiendo  á 
Carlyle,  designa  á  los  héroes  como  núcleo  de  conglomeración 
sociológica.  Él  cree  y  sostiene  que  lo  que  ha  constituido 
principalmente  esos  centros  de  rotación  en  la  América  es- 
pañola, cuya  conquista  hemos  esbozado,  han  sido  las  ciuda- 


42 


des  que  se  fundaron.  El  sentimiento  de  patria,  de  persona 
internacional,  es  de  origen  ciudadano,  dice;  civilización 
deriva  de  Civis,  de  donde  también  viene  ciudad,  Civitas. 
Montevideo  hizo  al  Uruguay,  como  Buenos  Aires  á  la 
Argentina,  y  lima,  Bogotá,  Caracas,  Quito,  hicieron  á 
los  estados  de  que  son  capital.  Güemes  ó  López,  caudillos 
argentinos,  hubieran  hecho  lo  que  Artigas,  á  haber  existido, 
en  las  regiones  que  acaudillaron,  ciudades  con  las  condi- 
ciones requeridas. 

Juzgo  de  gran  interés  el  estudio  de  ese  punto:  el  signi- 
ficado de  las  ciudades  americanas,  el  de  Montevideo  espe- 
cialmente, en  la  formación  de  los  estados. 

Como  lo  veis,  el  erudito  pensador  español  no  niega  en 
absoluto  la  influencia  étnica;  discute  sólo  en  cuanto  á  su 
importancia  relativa.  Yo  le  atribuyo,  es  verdad,  alguna 
mayor  importancia  que  él  en  la  formación  de  la  naciona- 
lidad uruguaya,  sin  desconocer  el  influjo  de  las  ciudades. 

La  ciudad  es,  efectivamente,  el  núcleo  de  civilización; 
pero  no  de  vida;  como  no  lo  es  la  cabeza  en  el  organismo 
humano,  por  más  que  en  ella  resida  especialmente  el  pensa- 
miento. No  es  causa;  es  tajmbién  efecto.  Yo  creo  que,  al 
revés  de  lo  que  pasa  en  lo  inanimado,  en  que  las  partes 
preceden  al  todo  y  lo  determinan  siguiendo  un  orden  mecá- 
nico, en  el  ser  vivo  (y  imanación  lo  es  á  su  manera)  el  todo 
parece  preceder  á  las  partes,  y  determinarlas  según  una  ley 
progresiva  de  finalidad.  Es  un  fin  que  crea  sus  medios. 
Existe,  ó  mucho  me  equivoco,  un  principio  interior  cuya 
actividad  precede  á  la  manifestación  del  ser  social  vivo, 
mantiene  su  unidad,  su  identidad  permanente  al  través  de 
las  transformaciones  perpetuas,  y  dirige  su  evolución,  se- 
gún el  tipo  que  debe  realizarse,  sin  obstar  á  la  libertad  de 
la  persona  humana,  cuyo  destino  es  el  fin  de  la  sociedad. 
Todo  concurre  á  la  formación  de  los  estados :  el  agente  de 


EN    LA    REGIÓN    DE    LAS    MADRES  43 


vida  forma  la  capital  conjuntamente  con  el  pueblo  á  que 
ha  de  servir  de  núcleo  inteligente,  como  se  forma  el  cerebro 
y  el  corazón  al  par  de  los  últimos  filamentos  nerviosos  en 
el  organismo  sensible. 


No  creo  que  sea  intempestivo  el  profundizar  un  poco 
más,  aunque  sea  muy  poco,  este  interesante  problema.  Ha- 
gámoslo, mis  queridos  amigos,  siquiera  sea  por  esta  vez.  Yo 
os  prometo  corregirme,  en  adelante,  de  estas  vagas  ideolo- 
gías. No  puedo  resistir  á  la  tentación  de  haceros  compartir 
mi  visión  clara  sobre  la  aparición  de  la  patria  de  Artigas, 
de  Artigas  mismo,  como  el  cumplimiento  de  leyes  ó  el  pro- 
ducto de  fuerzas  providenciales,  incontrastables,  más  fuer- 
tes que  el  libre  querer  de  los  hombres  que  edifican  ciuda- 
des. Sin  esa.  convicción,  jamás  percibiríais  en  todo  su  carác- 
ter y  magnitud  al  hombre  que  es  el  agente  heroico  de  aque- 
llas fuerzas,  y  que  es  arrebatado  por  ellas,  como  el  profeta 
por  el  espíritu  del  fuego. 

Hipólito  Taine,  el  orfebre  del  diáfano  estilo,  en  su  Filo- 
sofía del  Arte,  pronunció,  para  juzgar  de  la  civilización 
helénica,  la  palabra  entéléchie,  que  él  escribe  en  caracteres 
griegos  que  no  conozco  desgraciadamente.  Nosotros  diremos 
entelequía,  si  os  parece.  La  palabra  es  lo  de  menos ;  vamos 
al  concepto.  Entelequía,  en  la  lengua  de  Aristóteles,  es,  en 
un  ser  vivo,  el  principio  de  su  organización,  de  su  unidad  y 
de  su  vida;  es  su  forma,  su  principio  informador,  por 
oposición  á  su  materia. 

Ese  concepto  del  filósofo  griego  fué  visto  por  Leibnitz, 
que  consideró  esa  llamada  entelequía  como  el  principio 
dinámico  de  los  mónadas  ó  seres  primitivos.  La  misma 
doctrina  moderna  de  la  evolución  cuenta  con  esa  entidad 
empírica,  que  me  parece  muy  interesante.    El  plan  ar- 


44 


quitectónico  que  sigue  cada  individualidad  orgánica,  se- 
gún la  ley  llamada  de  unidad  de  composición,  obliga  á  reco- 
nocer un  principio  interno,  director  de  las  transmutaciones 
que  estudia  la  morfología  moderna.  Según  eso,  la  doctrina 
aristotélica  de  la  entelequía  se  parece  mucho  á  lo  que 
Claudio  Bernard  llama  idea  directiva  de  la  vida,  y  mucho 
más  todavía  á  la  idea-fuerza  de  que  habla  de  Fouillé,  en 
su  Evolucionismo  de  las  Ideas- fuerzas.  Llámesele  como  se 
quiera,  yo  creo  que  existe  un  principio  ordenador  y  regu- 
lador de  todas  las  energías,  que  se  reúnen  en  un  centro, 
para  formar  la  individualidad  viva  concreta. 

De  ese  concepto  saca  Aristóteles  su  definición  del  alma, 
del  alma  en  general,  en  todos  los  seres  animados :  "la  ente- 
lequía de  un  cuerpo  natural  orgánico." 

Taine  se  apasiona  por  esa  definición;  "ella  hubiera  po- 
dido ser  escrita,  dice,  por  todos  los  escultores  griegos;  es 
la  idea  madre  de  la  civilización  helénica."  Aceptadla  vos- 
otros, si  ella  os  inspira,  mis  amigos  artistas.  Pero  Taine  la 
aplica  especialmente  al  alma  humana,  y  de  ahí  deduce, 
como  es  obvio,  que  el  ser  moral  no  es  sino  el  término  y  como 
la  flor  del  animal  físico.  En  eso  se  equivoca,  como  yerra 
también  al  atribuir  tal  aplicación  á  Aristóteles.  Éste,  lo 
mismo  que  los  filósofos  cristianos,  aunque  ve  en  el  alma 
del  hombre  la  entelequía  de  su  cuerpo,  el  principio  de  su 
organización,  de  su  unidad,  de  su  vida,  (su  forma  sustan- 
cial, dicen  los  escolásticos)  también  descubre  en  ella,  y 
sobre  todo,  un  orden  de  funciones  hiperorgánicas.  Las  ope- 
raciones del  pensamiento  y  de  la  virtud  son  algo  más  que  la 
flor  terminal  del  cuerpo  humano.  Aristóteles  las  atribuye 
al  alma,  que  es  sustancia,  que  es  en  sí  y  se  concibe  por  sí, 
que  sobrevive  á  la  destrucción  del  cuerpo,  y  que  es 
simple,  indisoluble,  inmortal. 

Pero  si  ese  concepto  de  entelequía,  ó  como  queráis  lia- 


EN    LA   REGIÓN    DE    LAS   MADRES  45 

marle,  no  es  aplicable  al  organismo  del  hombre,  se  me  ocu- 
rre que  lo  es,  en  cierto  modo,  al  social  y  político  que  llama- 
mos estado  ó  nación,  como  lo  es  á  los  organismos  puramente 
sensitivos.  A  mí  me  sirve,  cuando  menos,  á  maravilla,  para 
dar  forma  musical  á  mi  concepto  de  patria.  Tomadlo  si- 
quiera, mis  amigos,  como  una  sonora  imagen,  cualquier  sea 
vuestro  criterio  filosófico.  Existe,  me  parece,  un  principio 
de  organización,  de  unidad,  de  vida,  constituido  por  múlti- 
ples elementos,  geológicos,  étnicos,  biológicos,  climatéricos, 
históricos,  que  informa  los  organismos  colectivos,  y  que, 
no  teniendo  más  misión  que  la  de  informarlos,  desaparece 
con  ellos.  Las  patrias  concretas  no  son  inmortales;  viven 
en  el  tiempo ;  éste  las  transforma  y  hasta  las  aniquila.  Pero 
esas  patrias  en  tanto  viven,  en  cuanto  conservan  el  princi- 
pio informador  que  constituye  su  yo  permanente,  que  les 
da  carácter,  unidad,  vida  orgánica.  Y  ese  principio  ó  ente- 
lequía  es  tanto  más  enérgico  y  persistente,  tanto  más  in- 
mortal, si  me  permitís  la  paradoja,  cuanto  más  se  identifica 
con  el  orden  ó  divina  ley  del  universo,  y  es  una  nota  de  su 
recóndita  armonía.  O  mucho  me  equivoco,  ó  el  patriotismo 
no  es  otra  cosa  que  la  fe  en  ese  principio  con  relación  á  la 
propia  tierra;  es  la  creencia  en  la  relativa  inmortalidad 
de  ésta,  basada  en  la  identificación  del  principio  que  la 
informa  con  las  leyes  más  enérgicas  é  inmutables. 

Por  eso  yo  os  he  hecho  conocer,  mis  amigos,  los  agentes 
geológicos  que  hacían  de  la  región  oriental  del  Plata  un 
territorio  capaz  de  imprimir  diferencias  étnicas  á  los  seres 
humanos  que  en  él  constituyeron  un  pueblo;  por  eso  no 
puedo  pensar,  con  Unamuno,  que  la  entelequía,  el  prin- 
cipio vital  de  la  patria  oriental,  haya  sido  sólo  la  ciudad 
de  Montevideo;  tampoco  la  aparición  de  un  héroe,  sea 
personal  ó  colectivo. 

Veréis  cómo  no  nació  el  Uruguay  porque  existía  Monte- 


46 


video ;  sino  que  existió  Montevideo,  y  se  desarrollo,  con  las 
condiciones  requeridas  para  ser  núcleo  de  civilización,  por 
que  existía  el  Uruguay,  porque  el  principio  vital,  com- 
plejo, indescifrable,  hijo  de  la  madre  naturaleza,  preexis- 
tía  en  aquella  región  atlántica  subtropical,  cuyos  habi- 
tantes, desde  los  aborígenes  hasta  nosotros,  han  estado  y 
están  bajo  el  influjo  misterioso  de  la  tierra,  del  factor 
étnico. 

Era  ese  principio  vital  el  que  animaba  á  Artigas,  el  que 
creó  su  figura  heroica,  con  su  carácter  y  su  visión  ó  men- 
saje. No  sólo  no  consagró  éste,  al  crear  la  patria,  el  predo- 
minio absoluto  de  la  ciudad,  sino  que  impuso  á  ésta  el  de 
toda  la  región.  Artigas  no  se  radicó  jamás  en  Montevideo. 
Veréis  cómo  la  primera  capital  de  esta  nuestra  república 
oriental  fué  Purificación,  el  caserío  primitivo,  no  Montevi- 
deo. Desde  allí  Artigas  dirigió  toda  la  patria,  Montevideo 
inclusive,  y  aun  la  región  occidental  que  vio  en  él  al  héroe ; 
desde  allí,  desde  la  soledad  de  su  pensamiento  genial.  Mon- 
tevideo no  hubiera  hecho  al  Uruguay;  todo  lo  contrario. 
Ya  veréis  cómo  si  la  idea  de  patria  sufrió  quebrantos,  éstos 
los  sufrió  en  Montevideo.  Sólo  vivió  íntegra  en  el  pensa- 
miento de  Artigas,  que  concentraba  el  espíritu  de  su  tierra 
germinal. 

Oportunamente  hemos  de  medir  la  distancia  inconmen- 
surable que  hay  entre  el  héroe  del  Uruguay,  y  Güemes,  y 
López,  y  otros  agentes,  más  ó  menos  enérgicos  pero  secun- 
darios, de  la  independencia  americana,  que  obedecían  á 
aquél;  la  hay  mayor  acaso  entre  Artigas  y  San  Martín  ó 
Belgrano,  por  ejemplo.  Son  cosas  muy  distintas,  comple- 
tamente distintas.  Difícilmente  se  dará,  como  lo  veremos 
en  nuestras  conversaciones,  un  cúmulo  de  circunstancias 
más  adversas  á  la  conquista  de  la  independencia  que  las 
que  rodearon  el  nacer  del  Uruguay;  nadie  hubiera  visto 


JEN    L,V    REGIÓN    DK   LAS   MADRES  47 


en  aquel  pedazo  de  América  atlántica,  con  una  población 
total  de  cuarenta  ó  cincuenta  mil  habitantes,  la  región  de 
un  pueblo  independiente,  distinto  de  los  demás,  y  mucho 
menos  el  eje  de  la  revolución  democrática.  Pero  ese  trozo 
del  continente  era  casi  toda  la  región  atlántica  subtropical 
de  la  América  del  Sur,  fuera  de  la  costa  patagónica;  su 
equivalente  en  la  del  Norte,  á  igual  latitud,  tiene  dos 
milones  de  kilómetros.  Y  allí  había  una  alma,  la  entelequía 
de  un  pueblo. 


II 


Pero  existe  un  error,  radicalmente  contrario  al  de  Una- 
muno,  y  en  él  incurriríamos,  con  gran  menoscabo  de  nues- 
tra preparación  para  la  comprensión  de  Artigas,  si  no  atri- 
buyéramos á  esa  ciudad  de  Montevideo  la  influencia  que 
le  corresponde  en  la  formación  de  la  patria  de  que  hoy  es 
capital.  Sí,  la  tiene  y  grande.  Artigas,  el  héroe  de  esa 
patria,  nació  en  Montevideo,  como  hemos  dicho;  en  Mon- 
tevideo recibió  las  primeras  indelebles  impresiones  de  su 
vida,  y  su  primera  educación.  Y,  sin  entrar  á  profundizar 
demasiado  el  problema  de  las  influencias  recíprocas  entre 
el  hombre,  primer  factor  de  progreso,  y  la  sociedad  en 
que  vive,  no  es  posible  negar  la  existencia  de  ese  doble 
influjo.  El  hombre  es  más  hijo  de  su  tiempo  que  de  su 
madre. 

En  el  error  á  que  antes  me  he  referido  incurre  Mitre, 
por  ejemplo,  un  ilustre  historiador  argentino,  al  sostener 
precisamente  todo  lo  contrario  de  Unamuno.  Para  Mitre, 
el  Uruguay  no  tenía  una  ciudad  que  pudiera  servir  de 
núcleo  á  una  nación.  En  el  Plata  no  había  más  que  Buenos 
Aires.  "La  insurrección  de  la  Banda  Oriental,  dice,  nacida 
en  las  campiñas,  sin  un  centro  urbano  que  le  sirviese  de 


4S 


núcleo,  privada  así  de  toda  cohesión  y  de  todo  elemento  de 
gobierno  regular,  fué  el  patrimonio  de  multitudes  desagre- 
gadas, emancipadas  de  toda  ley,  que  al  fin  la  hicieron  polí- 
tica y  militarmente  ingobernable,  entregándola  desorga- 
nizada al  arbitrio  del  caudillaje  local,  que,  convirtiéndola 
en  insurrección  contra  la  sociabilidad  argentina,  le  inoculó 
ese  principio  disolvente." 

Este  principio  disolvente,  hijo  sólo,  como  lo  veis,  no  de  la 
ciudad  sino  de  la  muchedumbre,  del  pueblo  entregado  á  la 
dirección  de  su  caudillo,  fué,  según  Mitre,  el  que  hizo 
imposible  la  unión  de  la  región  oriental  con  la  occidental 
del  Plata,  es  decir,  el  que  determinó  la  independencia  de 
la  primera  con  relación  á  la  segunda.  Sea.  Mitre  dice,  en 
parte  al  menos,  la  verdad ;  él  la  execra,  aunque  sin  razón, 
como  puede  execrar  un  español  el  principio  disolvente  que 
separó  la  América  de  España ;  como  puede  odiar  un  brasi- 
leño el  que  arrebató  á  su  madre  patria  portuguesa  el  mejor 
pedazo  de  la  América  atlántica^  para  conservarlo  á  la 
familia  hispánica.  Pero  los  orientales  la  amamos  y  la  pro- 
clamamos hoy,  como  en  la  época  de  Artigas,  y  la  encar- 
namos en  éste  como  en  su  forma  heroica. 

El  historiador  argentino  tampoco  tiene  razón,  sin  em- 
bargo, al  afirmar  que  Montevideo  no  era  un  centro  urbano 
que  sirviese  de  núcleo,  al  rayar  la  era  de  la  independencia 
americana.  No  sólo  era  eso,  sino  que,  desde  su  fundación, 
fué,  no  una  de  tantas  ciudades  coloniales  secundarias  con 
tendencias  autonómicas,  sino  una  metrópoli  importante, 
característica,  y  rival  de  Buenos  Aires.  En  el  curso  de 
nuestras  conversaciones  veréis  la  importancia  política  y  so- 
cial que  él  adquirió,  los  hombres  que  en  él  descollaron  y 
fueron  colaboradores  de  Artigas,  y  lo  que  era  su  población 
cuando  llegó  el  momento  de  la  independencia.  El  Briga- 
dier  don    Cornelio   Saavedra,   primer   presidente   de   la 


EN*    LA    REGIÓN    DE    LAS   MADRES  49 


junta  revolucionaria  formada  en  Buenos  Aires  el  25  de 
Mayo  de  1810,  vio  mejor  que  Mitre  lo  que  era  Montevi- 
deo. Leed  este  fragmento  de  sus  memorias  postumas:  "To- 
dos saben  cuánto  se  trabajó,  á  fin  de  que  Montevideo  se 
uniformase  al  nuevo  sistema  adoptado;  más  bastaba  que 
Buenos  Aires  hubiese  tenido  la  iniciativa  en  aquella  em- 
presa, para  que  aquel  pueblo  se  opusiese  y  lo  contradijese ; 
él  fué  siempre  para  Buenos  Aires  lo  que  Roma  para  Car- 
tago.''  El  parangón  es  ingenuo,  no  hay  duda;  pero  no  deja 
de  ser  sugestivo.  No  fueron,  pues,  las  campañas  orientales, 
no  las  solas  multitudes,  las  que  obedecieron  al  principio 
disolvente ;  éste  partió  de  Montevideo,  de  su  ingénita  riva- 
lidad con  Buenos  Aires.  Ese  fenómeno,  que  es  cierto,  y  que 
ha  sido  permanente,  no  puede  ser  efecto  del  capricho  de 
un  hombre  ni  de  varios  hombres ;  y,  sin  el  conocimiento  de 
sus  verdaderas  causas,  jamás  podríamos  comprender  el 
alto  significado  de  Artigas.  Es  preciso  que  las  examinemos, 
mis  amigas  artistas. 


Montevideo  no  fué  el  principio  vital,  hondo,  complejo, 
de  nuestra  patria;  pero  fué,  no  hay  lugar  á  duda,  uno  de 
sus  productos,  acaso  el  más  importante.  Esa  su  rivalidad 
con  Buenos  Aires,  que  advierte  ingenuamente  Saavedra, 
tenía  raíces  que  el  esclarecido  patricio  no  pudo  percibir, 
pero  que  vosotros  comprenderéis  ahora,  y  profundizaréis 
mucho  más,  á  medida  que  adelantemos  el  curso  de  nuestras 
amables  conversaciones.  Buenos  Aires  se  opuso  á  la  funda- 
ción de  Montevideo;  miró  con  ojeriza  el  nacimiento  del 
hermano  legitimario  que  iba  á  dar  núcleo  urbano  á  lo  que 
era  servidumbre  ó  vaquería  de  Buenos  Aires,  y  á  arreba- 
tar á  éste  el  monopolio  del  comercio  del  Plata  como  puerto 

4.  Artigas.  —  i. 


50 


único.  Una  vez  fundada  la  ciudad,  entorpeció  cuanto  pudo 
su  prosperidad,  se  opuso  al  reparto  de  tierras  en  la  región 
oriental,  al  establecimiento  de  un  faro  en  Montevideo,  á  la 
habilitación  de  su  puerto,  y,  después  de  habilitado,  á  sus 
mejoras,  á  la  construcción  de  recobas  en  la  plaza,  etc.  Todo 
eso  era,  natural :  aquella  ciudad  recién  nacida  al  otro  lado 
del  Plata,  con  puerto  propio  superior  á  Buenos  Aires,  con 
territorio  separado  del  virreinato,  no  era  Córdoba  ni  Tu- 
cumán  que,  si  bien  tuvieron  su  espíritu  local  y  su  auto- 
nomía, eran  miembros  del  gran  cuerpo  geográfico  de  que 
Buenos  Aires  tenía  que  ser  puerto  y  cabeza.  Montevideo 
era  núcleo  de  otra  región,  cabeza  de  otro  organismo,  pro- 
ducto de  otra  vida,  materia  de  otra  forma  sustancial,  de 
otra  enielequía,  si  no  os  ha  molestado  demasiado  la  palabra 
griega.  Por  eso  la  nueva  ciudad  pugnó  á  su  vez  por  su 
emancipación  de  Buenos  Aires  desde  muy  poco  después 
de  su  fundación.  Esa  tendencia  ingénita  cobró  forma  radi- 
cal con  ocasión  de  la  reconquista  de  la  capital  del  virrei- 
nato contra  los  ingleses,  que  la  conquistan  en  1805.  En- 
tonces, el  Cabildo  y  el  Comercio  de  Montevideo,  que  han 
iniciado  con  el  Gobernador  la  reconquista,  envían  directa- 
mente á  Madrid  á  don  Nicdlás  de  Herrera,  con  la  misión 
de  reclamar  para  su  ciudad,  en  pugna  con  la  trasplatina. 
la  gloria  de  aquella  hazaña,  gloria  que  obtiene,  por  fin,  y 
que  se  consigna  en  su  escudo  colonial,  y  en  su  título  de 
reconquistadora.  Pero  Herrera  lleva  muy  especialmente  el 
encargue  de  obtener  de  España  "la  independencia  de  esta 
Gobernación  del  virreinato  de  Buenos  Aires;"  pide  en 
consecuencia,  "la  creación  de  un  consulado  ó  tribunal  en 
Montevideo,  en  virtud  de  la  rivalidad  y  de  las  tendencias 
opresoras  del  de  Buenos  Aires." 

Todo  eso,  y  mucho  más  que  no  cabe  en  la  índole  de 
nuestras  conversaciones,  os  convencerá  de  que  no  puede 


KN    LA    REGIÓN    DE   LAS   MADRES  51 

afirmarse  que  Montevideo  no  fuera  un  centro  urbano  que 
sirviese  de  núcleo  á  la  región  oriental  del  Plata. 


Pero  lo  que  sí  puede  y  debe  afirmarse,  porque  consti- 
tuye, mucho  más  que  los  intereses  materiales,  la  causa  de 
la  rivalidad  de  ambas  ciudades,  y  explica  el  carácter  y  la 
acción  de  Artigas,  el  hijo  por  excelencia  de  Montevideo, 
es  que  la  ciudad  oriental,  fundada  dos  siglos  después  de 
Buenos  Aires,  tuvo  un  carácter,  si  no  antagónico,  muy  dis- 
tinto del  de  su  hermana  occidental.  Montevideo  fué  una 
plaza  fuerte,  un  bastión ;  era  una  ciudad  menos  señorial, 
menos  suntuosa  que  su  hermana  ultraplatense ;  sintió  menos 
el  influjo  del  abolengo;  no  tuvo  el  carácter  de  semi  corte 
colonial  de  otras  ciudades  más  antiguas ;  fué  la  sede  de  una 
especie  de  democracia  foral  ingénita,  en  contraposición  de 
las  aristocracias  reflejas  de  que  fué  asiento  Buenos  Aires, 
y  que  allí  engendraron  esas  tendencias  opresoras  á  que  se 
refiere  Herrera,  y  que  veremos  después  confirmadas. 

Y  como  la  independencia  americana,  de  que  ya  es  tiempo 
que  comencemos  á  hablar,  no  será  otra  cosa  que  el  espíritu 
surgente  de  la  democracia  en  el  Nuevo  Mundo,  he  ahí  cómo 
y  por  qué  Montevideo,  más  aún  que  Buenos  Aires,  está 
llamado  á  ser  el  núcleo  urbano,  no  sólo  de  la  región  orien- 
tal, sino  de  todos  los  pueblos  del  Plata.  Y  por  qué  Artigas, 
hijo  de  la  plaza  fuerte  oriental,  será  el  indiscutido  caudillo 
popular.  Si  don  Cornelio  Saavedra  hubiera  pensado  en  eso, 
acaso  se  hubiera  percatado  de  por  qué  Montevideo  fué 
la  Cartago  de  la  Roma  occidental,  en  la  lucha,  que  vamos 
á  ver,  de  la  independencia  americana. 


52 


III 


Y  bien,  ya  es  tiempo,  mis  amigos  artistas,  de  que  comen- 
cemos á  hablar  algo  de  eso:  de  la  independencia  de  este 
continente.  Os  creo  ya,  gracias  á  vuestra  amable  paciencia, 
más  que  debidamente  preparados. 

Hemos  visto  cómo  se  dividió  la  América  entre  Inglaterra, 
España  y  Portugal,  y  cómo,  en  esos  repartos  de  los  coloni- 
zadores europeos,  se  echaron  los  cimientos  de  los  futuros 
estados  americanos,  la  del  estado  Oriental  del  Plata  y  del 
Uruguay  especialmente.  Ha  llegado,  pues,  el  momento  de 
ver  á  éstos  nacer. 

Finaliza  el  siglo  xvm  y  comienza  el  xix. 

Dos  siglos  ha  durado  la  dominación  inglesa  en  América ; 
tres  la  española  y  la  portuguesa.  Creo  que  pensaréis  con- 
migo que  es  bastante,  para  dominación  de  estados  sobre 
continentes,  al  través  del  océano  atlántico,  con  todas  sus 
aguas.  Eso  no  podía  ser  eterno;  tenía  que  tener  un  tér- 
mino, como  todas  las  cosas  de  este  mundo-,  las  contrarias 
á  la  naturaleza,  sobre  todo. 

Para  justificar  la  independencia  de  la  América  española 
se  ha  levantado  muchas  veces  el  proceso  de  la  colonización 
de  España.  No  hay  para  tanto,  me  parece;  basta  el  sen- 
tido común,  de  que  era  intérprete  Montesquieu,  cuando 
profetizaba  la  emancipación  de  América,  diciendo  en  el 
Espíritu  de  las  Leyes:  "Las  indias  son  lo  principal;  la 
España  es  lo  accesorio.  Es  en  vano  que  la  política  quiera 
someter  lo  principal  á  lo  accesorio."  El  juicio  contra  el 
sistema  colonial  de  España  es  serio,  no  hay  duda  alguna ; 
pero  yo  os  haré  gracia  de  él.  Creo  que,  para  glorificar 
nuestra  independencia,  ese  proceso  huelga  por  completo. 

La  colonización  española  no  fué  ni  podía  ser  buena,  sin 


EN   LA    REGIÓN   DE    LAS   MADRES  53 

por  eso  afirmar  que  fuese  peor  que  cualquier  otra  en  aque- 
lla época.  Creo  que  fué  menos  mala  que  muchas  otras,  sin 
excluir  algunas  de  las  modernísimas.  Si  la  hubiéramos  de 
juzgar  por  las  Leyes  de  Indias,  tendríamos  que  califi- 
carla de  perfecta.  Esas  ordenanzas  son  un  monumento  de 
gloria  para  España;  el  testamento  de  Isabel  la  Católica 
es  una  página  conmovedora.  No  fueron  las  leyes,  sino  su 
infracción  por  los  hombres  que  aquí  vinieron,  lo  que  fué 
malo.  Pero  así  hubieran  venido  á  este  Nuevo  Mundo  colo- 
nias de  arcángeles  ó  serafines,  en  vez  de  aventureros,  sol- 
dados y  funcionarios  de  la  corona,  no  por  eso  hubiera  sido 
menos  justificada  la  emancipación  de  los  hombres  de  este 
continente  de  los  del  otro.  Los  llamados  derechos  de  Es- 
paña sobre  América  tenían  mucho  de  feudales.  Y  la  deca- 
dencia de  un  derecho  feudal,  dice  Melchior  de  Vogué,  co- 
mienza el  día  en  que  sus  abusos  sobrepasan  á  sus  servicios. 

Y  eso  era  lo  que  acontecía  á  principios  del  siglo  xix. 

A  < juellos  hidalgos  y  soldados  españoles  que,  al  quedar 
sin  empleo  por  la  terminación  de  la  guerra  secular  contra 
los  moros,  vinieron  á  la  conquista  de  América  en  busca  de 
aventuras,  de  gloria  y  de  riquezas,  de  riquezas  sobre  todo, 
fueron  hombres  animosos,  heroicos;  las  fabulosas  hazañas 
de  Hércules  y  de  Teseo  no  superan  á  la  realidad  de  sus 
proezas.  Nosotros  mismos  las  recordamos  con  orgullo,  como 
gloria  de  nuestra  estirpe.  Aquellos  héroes  fueron  nuestros 
padres.  Jos  nuestros  precisamente,  no  los  de  los  españoles 
que  han  vivido  y  viven  en  Europa.  De  ellos  arranca,  por 
otra  parte,  nuestra  nacional  genealogía;  ellos  fueron  los 
primeros  arquitectos  de  estas  nuestras  patrias  america- 
nas. Cuando  los  legisladores  de  este  mi  país  independiente 
mandaron  que  se  alzase  la  estatua  de  Artigas  que  vais  á 
modelar,  ordenaron  al  mismo  tiempo,  y  ordenaron  bien, 
aue  se  levantara  la  de  don  Bruno  Mauricio  de  Zabala,  el 


;,4 


hidalgo  español  que  fundó  á  Montevideo.  ¡  Gran  caballero, 
insigne  capitán,  incólume  magistrado  este  don  Bruno 
Mauricio  de  Zabala !  Levantaremos,  sí,  su  estatua,  en  Mon- 
tevideo, cerca  de  la  de  Artigas.  Y  don  Juan  Díaz  de  Solís, 
descubridor  del  Río  de  la  Plata,  es  progenitor  soberbio  de 
esta  tierra.  Y  lo  es  Garay  de  la  Argentina,  y  Valdivia  de  la 
Chilena . . .  ¡  Oh,  los  bravos,  los  buenos  arquitectos  vestidos 
de  hierro !  ¡  Las  tres  veces  heroica  España,  madre  de  estir- 
pes, la  más  noble  de  las  madres ! 

Siempre  recordaré  que  fui  yo,  como  representante  de 
mi  país,  quien  interpretó  este  sentimiento  de  América, 
con  aplauso  de  todos  sus  representantes,  cuando  nos  reu- 
nimos, en  1892,  á  conmemorar,  en  torno  del  convento 
de  la  Rábida,  el  cuarto  centenario  del  descubrimiento. 
Y  dije  allí: 

"El  descubrimiento  de  América,  su  conquista,  su  coloni- 
zación, fueron  un  desgarrón  de  las  entrañas  de  España; 
por  esa  herida  enorme  se  derramó  su  sangre  sobre  el  otro 
mundo . . .  Hoy  hace  cuatro  siglos,  ganó  la  raza  hispánica ; 
pero  perdió  la  nación  española;  y  lo  que  ella  perdió  fué 
nuestra  vida,  fué  nuestra  herencia. ' ' 

"No  seremos  nosotros,  los  americanos,  los  que  le  re- 
prochemos la  genial  locura  que  nos  engendró:  la  deca- 
dencia es  gloria  en  estos  casos,  como  lo  es  la  sangre  per- 
dida en  la  batalla,  las  cicatrices  en  el  pecho,  la  santa  pa- 
lidez de  la  mujer  convalesciente,  después  de  haber  sido 
madre  dolorosa  de  un  hombre,  que  es  también  un  mundo." 


Pero  una  vez  realizada  la  obra  magna  de  fundar  estas 
nuevas  sociedades  cristianas,  que  tanto  enaltece  á  España, 
se  ofreció  el  problema  más  natural  del  mundo:  ¿para 
quién  fueron  fundadas? 


EN    LA    IÍEGIÓN    DE    LAS   MADRES  55 


Pues,  ¿para  quién  habían  de  serlo  sino  para  sus  pro- 
pios miembros?  ¿Puede  tener  acaso  la  sociedad  civilizada 
otro  objeto  que  el  bien  de  sus  propios  miembros? 

Ahora  bien,  mis  amigos :  aquellos  soldados  de  hierro,  y 
funcionarios  de  la  corona,  que  aquí  venían  á  hacer  la  vo- 
luntad del  rey,  ó  la  propia,  porque  el  rey  estaba  lejos; 
aquella  servidumbre  del  pueblo,  y  sobre  todo  del  indio,  que 
en  vano  procuraba  defender  el  misionero  y  aun  el  mismí- 
simo rey ;  aquel  orgullo  sobre  todo,  aquel  desdén  del  es- 
pañol que  venía  de  ultramar,  hacia  el  nativo  ó  criollo, 
que,  yo  no  sé  por  qué,  consideraba  de  especie  inferior, 
aunque  fuera  su  propio  hijo;  aquel  monopolio  comercial 
de  la  metrópoli;  aquella  prohibición  en  América  de  toda 
industria  ó  cultivo  que  pudieran  hacer  competencia  á 
los  de  la  península ;  aquel  aislamiento  de  las  colonias  entre 
sí,  y  con  lo  demás  del  mundo  que  no  fuera  España... 
en  fin,  creo  que  no  es  necesario  demostrar  la  existencia  de 
la  noche  á  media  noche.  Bien  sabemos  que  todo  eso  era 
defecto  de  la  época,  no  sólo  de  España ;  pero  es  indudable 
que  eso  no  podía  ser.  Estas  sociedades  coloniales  no  te- 
nían por  objeto  único,  ni  siquiera  predominante,  el  bien 
<!<>  sí  mismas,  de  sus  habitadores.  El  hombre  era  para  la 
autoridad  que  se  le  remitía  desde  el  otro  hemisferio,  no 
la  autoridad  para  el  hombre;  el  bien  particular,  que  no 
deja  de  ser  tal  por  llamarse  quien  lo  disfruta  rey  de  Es- 
paña ó  Corte  de  España,  estaba  sobrepuesto  al  bien  co- 
mún, sobre  todo  al  de  las  clases  que  deben  ser  preferidas, 
las  más  humildes  é  indefensas;  las  colonias  eran  conside- 
radas cosas,  propiedades,  medios  de  que  disponía  la  me- 
trópoli para  sus  fines:  no  personas,  sociedades  instituidas 
en  orden  á  la  felicidad  de  su  pueblo . . .  Hemos  dado,  al 
fin,  mis  amigos,  con  lo  esencial,  en  todo  esto:  el  pueblo, 
el  pueblo  americano.  Todo  lo  demás  es  accidental. 


56 


En  esos  tres  siglos  de  coloniaje,  imperceptiblemente, 
como  el  capullo  del  gusano  de  seda  tejido  de  invisibles 
hebras  de  sustancia  vital,  se  había  formado  de  este  lado 
del  Atlántico  esa  entidad:  el  pueblo  americano.  El  pueblo 
americano,  entendedlo  bien :  no  el  pueblo  español  residente 
en  la  tierra  que  conquistó.  El  hombre  no  es  un  accidente  de 
la  tierra,  ni  puede  ser  materia  de  conquista.  Aquí,  en  la 
América  española,  mucho  más  que  en  la  inglesa,  pese  á  lo 
dicho  en  contrario,  y  dicho  sea  en  honor  de  España,  había 
nacido  esa  entidad  personal,  mezcla  de  persistencias  y 
transformaciones,  substractum  de  progreso  evolutivo:  una 
masa  nativa,  autóctona  en  cierto  sentido,  no  importada: 
el  pueblo  americano  civilizado,  una  verdadera  persona.  Y 
vosotros  bien  sabéis  lo  que  es  eso,  una  persona,  en  contra- 
posición á  una  cosa :  algo  que  es  fin  de  sí  mismo,  no  medio 
para  que  otros  realicen  ó  consigan  el  suyo. 

Pues  bien :  el  que  más  crea  en  la  existencia  de  esa  enti- 
dad colectiva,  pueblo  americano;  el  que  dé  conciencia  per- 
sonal y  orientación  humana  á  esa  transformación,  hija 
de  las  fuerzas  misteriosas  y  constantes  de  la  vida  univer- 
sal, ese  será  el  héroe  de  la  independencia  de  América.  Yo 
os  prometo  demostraros  que  ese  hombre  fué  Artigas. 


Excusado  me  parece  decir  que  el  régimen  monárquico 
absoluto,  que  había  sido  la  base  de  las  naciones  modernas 
europeas,  lo  fué  del  gobierno  de  sus  colonias.  El  poder  real 
había  sido  un  progreso,  sin  duda  alguna,  sobre  el  feudal: 
las  unidades  nacionales  se  conglomeraron,  en  la  Europa 
occidental,  en  torno  del  rey  absoluto,  feudal  de  los  feuda- 
les, y  señor  de  los  señores.  Este  apareció  entonces,  á  los 
ojos  de  los  pueblos,  no  como  una  entidad  terrestre  que 
ascendía,  sino  como  algo  celeste  que  había  bajado  á  la 


EN    LA    REGIÓN    DE    LAS   MADRES  57 


tierra,  con  su  corona  en  la  cabeza  y  su  cetro  en  la  mano. 
No  se  vio  en  él  una  entidad  que  surgía  de  la  masa  social, 
y  se  elevaba  sobre  ella  por  sus  servicios  reconocidos,  y 
que  debía  ser  acatada  porque  servía  y  mientras  servía, 
sino  una  entidad  celestial,  un  hombre  sagrado  mejor  di- 
cho, que  deba  ser  venerado  con  prescindencia  de  sus  actos, 
así  fueran  éstos  los  más  opuestos  al  bien  común.  Ese  feti- 
r  himno  tomó  en  España  forma  legal  en  la  ley  de  Partidas, 
según  la  cual  "el  pueblo  debe  ver  e  conocer  como  el  nome 
del  Rey  es  el  de  Dios  e  tiene  su  lugar  en  la  tierra,  para 
facer  justicia  e  derecho  e  merced;  y  ningún  orne  non  po- 
dría amar  á  Dios  cumplidamente  sinon  amase  á  su  Rey.*' 

De  ahí  que  el  monarca  era  considerado  "  como  el  Vicario 
de  Dios  sobre  la  tierra,  y  como  el  propietario  de  todos  los 
países  sujetos  á  su  cetro." 

No  era,  pues,  la  autoridad,  la  que  tenía  su  origen  en  Dios ; 
era  el  primogénito  de  la  familia  A  ó  B ;  no  era  la  esencia 
del  poder  público  la  que  brotaba  de  fuente  divina;  era  el 
accidente,  la  forma  en  que  ese  poder  se  ejercía:  el  Rey 
Nuestro  Señor  de  carne  y  hueso,  elefante  blanco  hecho  na- 
cer expresamente  por  los  dioses  inmortales  para  represen- 
tarlos. Hoy  miramos  esa  creencia  como  se  mira  una  intere- 
santísma  vetusta  ruina. 

La  sustitución  de  ella  por  la  racional  que  establece  que 
el  hombre-autoridad  no  es  una  cosa  distinta  por  natura- 
leza de  los  demás  hombres,  sino  el  primero  entre  los  igua- 
les, y  que  el  dueño  de  los  países  no  es  el  que  ejerce  la 
autoridad,  así  tenga  un  cetro  en  la  mano  ó  deje  de  te- 
nerlo, así  se  llame  rey  ó  presidente  ó  como  quiera  lla- 
mársele, sino  el  país  mismo  compuesto  de  gobernantes 
y  gobernados,  es  decir,  el  pueblo  constituido  en  orga- 
nismo vivo,  que  crea  sus  propios  medios  de  transforma- 
ción espontánea ;  la  aparición  de  esa  entidad  pueblo,  per- 


58 


sona  colectiva  formada  de  personas  humanas  con  todos  los 
atributos  esenciales  de  la  persona,  igualdad  de  especie, 
libertad,  propiedad,  dignidad,  fe  en  sí  mismo,  aptitud 
natural,  ingénita,  para  imprimir  á  su  organismo  la  estruc- 
tura política  más  conducente  á  su  fin,  y  todo  lo  demás  que 
conocemos;  el  nacer,  pues,  de  la  democracia  congénita, 
del  orden  civil  en  que  todas  las  fuerzas  jurídicas  y  econó- 
micas cooperan  proporcionalmente  al  bien,  no  de  un  hom- 
bre ó  de  una  familia  ó  clase  privilegiadas,  sino  á  la  felici- 
dad común,  y  tienden,  en  último  resultado,  al  bien  pre- 
ponderante de  las  elases  inferiores;  la  aparición,  en  una 
palabra,  del  pueblo  americano  viable,  dueño  de  sí  mismo, 
eso  y  sólo  eso  es  lo  que  va  á  determinar  el  desgarrón  san- 
griento de  las  entrañas  ibéricas,  producido  por  el  despren- 
dimiento de  la  América  libre. 

Bien  comprendéis,  por  consiguiente,  que  independencia 
y  caducidad  de  la  monarquía  serán,  en  América,  la  misma 
cosa. 


Todo  esto  os  parecerá  sin  duda  muy  claro  y  sencillo ;  lo 
es  hoy  indudablemente.  Pero  al  estallar  la  revolución  no  lo 
era  tanto.  Eran  pocos  los  que  veían  eso  tan  claro  como  hoy 
se  ve.  La  vieja  doctrina,  que  ataba  con  vínculo  sagrado 
las  colonias  á  su  rey  y  señor,  dominaba  entonces  en  mu- 
chas almas,  y  tenía  tanto  más  arraigo  en  éstas,  y  en  los 
sentimientos  y  costumbres  de  las  ciudades  ó  núcleos  (Je 
sociabildad,  cuanto  más  antiguas  y  más  señoriales  fueran 
esas  ciudades. 

Buenos  Aires,  dos  siglos  mayor  que  Montevideo,  estaba 
más  compenetrado  de  ella,  como  Méjico  ó  Lima ;  sus  hom- 
bres más  descollantes,  formados  muchos  de  ellos  en  la 
Europa  monárquica,  la  sentían  circular  en  sus  arterias. 


EN    LA    REGIÓN    DE    LAS   MADRES  59 


Como  liemos  dicho  antes.  España  concentró  todo  su  in- 
terés en  su  gran  virreinato  andino,  cuyos  centros  fueron 
al  Norte,  Lima,  la  ciudad  que  fué  llamada  de  los  reyes,  y, 
¡i  1  Sur,  sobre  la  margen  occidental  del  Plata.  Buenos  Aires, 
dependiente  del  virrey  de  Lima  hasta  el  año  1776,  en  que, 
organizado  el  virreinato  del  Plata,  y  transformada  la  ciudad 
en  residencia  de  virreyes,  comienza  á  sentirse  con  algo  de 
reina.  A  las  viejas  poblaciones  de  esos  virreinatos  andinos 
lleva  España  sus  elementos  sociológicos;  en  ellas  forma 
sus  hombres,  sus  aristocracias  tributarias;  en  ellas,  en 
Lima,  en  Chuquisaca,  en  Córdoba,  en  Buenos  Aires,  funda 
las  universidades  reales,  en  que  se  educan  los  togados 
coloniales,  los  sacerdotes  regalistas,  que  custodiarán  el 
fuego  sacro  de  la  doctrina  real;  los  veréis  sostenerla  por 
instinto,  aun  en  medio  de  las  luchas  del  pueblo  por  su 
independencia  democrática.  La  primera  idea  que  tiene 
Belgrano  en  Buenos  Aires,  y  con  él  muchos  otros,  al  vis- 
lumbrar la  independencia,  es  ofrecer  el  trono  del  Plata 
á  la  princesa  Carlota,  hermana  de  Fernando  VII. 

Tres  clases  de  elementos  ve  José  Manuel  Estrada  en  la 
revolución  argentina:  "el  gaucho,  hijo  de  la  encomienda; 
la  muchedumbre  urbana,  condenada  á  la  miseria,  y  la  aris- 
tocracia criolla,  conocedora  de  las  cuestiones  sociales,  pero 
impregnada  con  los  ejemplos  de  arrogancia  en  que  había 
sido  educada." 

"Las  aspiraciones  de  la  masa  á  la  soberanía,  agrega  el 
pensador  bonaerense,  se  estrelló  contra  la  impotencia  de  la 
sociedad  para  establecer  la  democracia  bajo  formas  re- 
gulares, porque  la  colonización  de  España  traía  estos  dos 
grandes  caracteres:  la  idolatría  realista;  la  desigualdad 
<  ¡ril." 

En  todo  eso  hay  mucho  de  verdad. 


80 


Pero  existía  esa  región  oriental,  separada  de  los  virrei- 
natos por  el  Río  de  la  Plata,  y,  muy  especialmente,  esa 
nueva  ciudad  de  Montevideo,  sin  mas  brillo  que  el  del 
bronce  de  sus  cañones,  adonde  no  llegaron,  ó  llegaron  muy 
atenuadas,  las  grandezas,  y  donde,  al  lado  de  algunos  pocos 
patricios  análogos  á  los  de  Buenos  Aires,  puede  distin- 
guirse con  mucha  claridad,  un  elemento  que  le  imprime 
todo  su  carácter:  una  selección  criolla  intelectual,  á  la 
que  pertenece  Artigas,  y  que  se  identifica  con  la  masa 
popular.  La  idolatría  realista  venía  á  Montevideo  en  los 
españoles;  pero  no  contaminaba  á  los  nativos;  de  éstos 
no  procedían  los  ejemplos  de  arrogancia. 

La  aristocracia  criolla  fué  desconocida  en  este  lado  del 
Plata;  sus  pobladores  fueron  todos  hombres  de  trabajo; 
no  hubo  marqueses  orientales,  como  los  hubo  en  otras 
regiones. 

Montevideo  no  tuvo  universidad  real,  ni  claustros  rega- 
listas.  Una  aula  de  latinidad  dirigida  por  los  padres  fran- 
ciscanos, que  se  hacen  cargo  de  ella  desde  la  expulsión,  en 
1768,  de  la  Compañía  de  Jesús,  y  que,  en  1787,  establecen 
el  primer  curso  de  filosofía  y  teología,  es  todo  su  núcleo 
intelectual.  Ese  convento  será  el  foco  revolucionario;  esos 
frailes  franciscanos,  los  solos  maestros,  no  han  venido  de 
España;  son  nativos,  orientales  en  su  mayor  parte;  entre 
ellos  está  Monterroso,  que  será  el  precursor  y  secretario  de 
Artigas;  Lamas,  que  será  su  capellán.  Y  todos  esos  serán 
expulsados  en  masa  de  Montevideo  por  los  españoles  como 
amigos  de  los  matreros,  en  cuanto  estalle  la  revolución. 
De  esas  aulas  saldrán  Pérez  Castellano  y  Larrañaga  y 
Rondeau  y  el  mismo  Artigas.  Los  hombres  de  pensamiento 
en  la  tierra  oriental  emanan  de  la  masa  popular,  son  el 
mismo  pueblo  que  piensa. 

El  ambiente  de  Buenos  Aires,  con  sus  sesenta  ó  setenta 


EN    LA   REGIÓN   DE   LAS   MADRES  61 


mil  habitantes,  y  su  corte,  y  su  audiencia,  y  su  junta  su- 
perior de  hacienda,  y  su  intendente,  y  su  virrey,  su  virrey 
sobre  todo,  y  sus  ejemplos  de  arrogancia,  no  podía  menos 
de  producir  la  aristocracia  criolla  de  que  habla  Estrada.  Y 
la  majestad  sagrada  del  rey.  alma  de  toda  aristocracia, 
tendrá  que  aparecer,  como  un  Mefistófeles  blanco,  en  el 
pensamiento  de  los  grandes  hombres  bonaerenses,  cuando 
éstos  sientan  moverse  en  sus  entrañas,  como  la  palpitación 
de  una  hija  de  peeado,  la  idea  de  independencia.  El  blanco 
espíritu  enervará  nacientes  energías,  y  separará  á  sus  poseí- 
dos de  la  masa  popular.  Y  esta  será  llamada  la  barbarie,  la 
legión  infernal.  Y  genio  infernal,  su  caudillo  heroico. 

Creo,  mis  amigos  artistas,  que,  sin  dar  por  agotado  esto 
tema,  de  suyo  inagotable  por  lo  complejo,  ya  estáis  pasa- 
blemente iniciados  en  el  carácter  y  la  misión  de  las  dos 
márgenes  del  Plata,  y,  en  especial,  de  las  ciudades  tan 
candorosamente  llamadas  Roma  y  Cartago  por  el  bravo 
y  noble  patricio  don  Cornelio  de  Saavedra. 

Este  hizo  ese  ingenuo  parangón  á  falta  de  uno  mejor; 
pero  bien  comprendemos  lo  que  quiso  decir.  Era  una 
verdad. 


CONFERENCIA  IV 


WASHINGTON 


La  independencia  de  América.  —  La  América  inglesa.  —  El  indio. 

—  Washington  y  Artigas.  —  Washington,  Franklin  y    Lafayette. 

—  El  apoyo  de  Francia.  —  Los  Estados  Unidos  de  América.  — 
El  primero  en  la  paz  y  en  la  guerra  y  en  el  corazón  de  sus 
conciudadanos. 


¿  Cómo  ofreceros,  oh  amigos  artistas,  en  forma  marmórea, 
el  cuadro  trágico,  que  debo  haceros  sentir,  de  un  mundo 
nubil,  vestido  de  hierro,  que  se  arranca  de  los  brazos  de  su 
madre,  para  acogerse  á  los  de  una  joven  diosa  que  brota 
desnuda,  ceñida  de  su  casco  de  oro,  y  con  su  tirso  de 
laureles  ? 

Dejarás  á  tu  padre  y  á  tu  madre,  y  seguirás  á  tu  amada, 
oh  espíritu  del  mundo  americano,  oh  valiente  espíritu ! . . . 
Y  tu  beso  será  fecundo  como  el  amor  del  sol  que  baja  del 
cielo.  Y,  como  los  retoños  en  torno  del  olivo,  crecerán  tus 
hijos  numerosos,  hijos  de  diosa,  que  serán  inmortales. 

Las  madres  resistirán,  se  aferrarán  á  sus  hijos,  y  sus 
manos  se  convertirán  en  garras,  que  se  hundirán  en  las 
carnes.  Y  correrá  mezclada  la  sangre  de  los  padres  y  los 
hijos. 

¡  Amor  de  fiera ! . . .  ¡La  hembra  del  león,  encelada  ante 


64 


la  pubertad  de  sus  cachorros,  que  han  sentido  la  revelación 
de  la  vida! 

Escuchad,  oh  amigos  artistas,  el  rugir  de  la  indepen- 
dencia de  nuestra  América;  ese  rugido  tiene  que  hacerse 
sustancia  musical  en  vuestro  bronce  sonoro ;  tiene  que  bro- 
tar de  abajo,  de  las  hondas  armonías,  y  elevarse,  y  subir 
hasta  la  frente  de  vuestro  Artigas  pensativo. 

Yo  debo  imponeros  de  las  dos  fases  del  suceso:  el  des- 
prendimiento total  del  mundo  americano  del  europeo,  y  los 
desgarrones  parciales  que  en  aquel  se  hicieron ;  sobre  todo 
el  de  la  región  que  yo  os  he  presentado  casi  desprendida 
del  conjunto:  la  que  baña  el  Plata  y  el  Atlántico  en  la¿ 
zonas  subtropicales:  la  tierra  de  Artigas. 


Si  recordáis  el  reparto  del  nuevo  continente,  que  os  na- 
rré en  una  de  nuestras  conferencias  anteriores;  si  tenéis 
presente  el  lote  adjudicado  al  descubridor  británico  allá 
en  el  Norte  de  las  latitudes  super-tropicales,  las  más  pró- 
ximas á  Europa ;  si  conocéis,  por  fin,  el  origen  libre,  y  n» 
oficial,  de  la  colonización  inglesa,  y  el  camino  que  en  In- 
glaterra habían  hecho  los  principios  que  han  de  servir 
de  base  á  la  democracia  americana,  bien  comprenderéis 
cómo  y  por  qué  la  primer  frase  de  amor  dirigida  á  la  vi- 
sión surgente  de  la  luz  había  de  ser  pronunciada  en  in- 
glés, y  por  qué  ha  de  ser  un  inglés  quien  ha  de  hablar 
las  primeras  palabras  germinales.  Es  este  un  varón  del 
que  tendremos  mucho  que  hablar  al  hablar  de  Artigas. 
Tenemos  que  mirarlo,  aunque  sea  de  paso:  es  preciso 
que  miremos  á  Washington. 

Las  colonias  inglesas  comienzan  á  sentir  su  pubertad,  y 
á  realizar  obra  de  varón,  como  lo  hacen  más  tarde  las  espa- 
ñolas, en  defensa  de  su  propia  metrópoli,  en  la  de  su  pro- 


WASHINGTON  65 


pía  lengua.  La  independencia  anglo-americana  comienza 
en  la  guerra  colonial  contra  los  franceses,  que  se  creen 
dueños  del  curso  del  Misisipí,  y  que  pretenden  cortar  el 
continente  del  norte  como  se  cortó  el  del  sur  —  de  arriba 
á  abajo  —  para  darle  dos  dueños.  Nó:  toda  la  zona  super- 
tropical  de  aquella  América  hablará  inglés. 

En  esa  guerra,  que  comienza  en  1752,  y  termina  por 
la  toma  de  Quebec  en  1759,  y  por  el  tratado  de  París  de 
1763,  que  incorpora  el  Canadá  al  dominio  de  la  Gran  Bre- 
taña, ya  figura  y  descuella,  en  defensa  del  pabellón  britá- 
nico, ese  joven  militar  de  Virginia  llamado  Jorge  Was- 
hington. 

Así  veréis  surgir  á  nuestro  Artigas  en  defensa  de  su 
lengua,  cuando,  cincuenta  años  más  tarde,  la  Inglaterra 
ataque  los  dominios  españoles  en  el  Plata.  También  él  es 
un  militar  español ;  Montevideo,  la  ciudad  natal  del  héroe 
que  encarna  su  espíritu,  será  la  que  más  esfuerzos  haga  por 
expulsar  al  inglés,  y  defender  la  zona  de  acción  del  do- 
minio de  su  lengua. 

Pero  el  espíritu  americano  que  encarna  Washington  al 
defender  la  lengua  inglesa  contra  el  francés,  como  el  que 
encarnará  más  tarde  Artigas  en  el  Sur,  al  defender  la  es- 
pañola contra  el  inglés,  no  era  ni  podía  ser  el  de  conservar 
eternamente  aquella  región  para  la  corona  ó  la  dinastía  de 
Inglaterra.  Algo  más  que  eso  se  había  incubado  en  el  tiem- 
po ;  para  algo  más  grande  había  de  hacer  el  pueblo  ameri- 
cano su  gran  revolución:  iba  á  realizarla  para  hacerse 
dueño  de  sí  mismo,  no  para  conservar  sus  anteriores  due- 
ños, ó  para  cambiarlos  por  otros. 

Algunos  creyeron  esto  último,  sin  embargo,  en  la  Amé- 
rica Inglesa ;  muchos  en  la  Española.  Hubo  monarquistas 
aquí  y  allá. 

Washington  no  lo  creyó  así;  Artigas  no  lo  creyó  así. 

5.  Artigas.  — i. 


66 


Ambos  eran  hijos  de  su  tierra;  brotaron  de  ella.  Y  creye- 
ron en  la  pubertad  del  pueblo  americano. 

Ni  un  momento  solo  de  vacilación  en  Washington;  ni 
uno  solo  en  Artigas. 

Tanto  sobre  el  uno  como  sobre  el  otro  se  ejercía  la  in- 
fluencia de  las  tradiciones  coloniales,  más  libres,  sin  duda 
alguna,  en  el  norte  que  el  sur;  pero  esas  tradiciones  no 
fueron  las  que  infundieron  en  esas  dos  almas  el  mismo 
pensamiento:  fué  la  visión  genial,  cuyo  origen  es  com- 
plejo y  misterioso. 

La  América  de  Washington  proclama  su  independencia 
el  4  de  Julio  de  1776,  treinta  y  tantos  años  antes  que 
la  América  Española  tropical  de  Bolívar,  y  que  la  sub- 
tropical de  Artigas ;  pero  el  espíritu  que  engendrará  en  la 
libertad,  el  espíritu  creador,  era  llevado  sobre  las  aguas, 
en  la  América  inglesa,  cien  años  antes  de  encarnarse.  Ese 
espíritu  era  distinto,  sin  embargo,  en  ambos  mundos,  y 
nada  puede  caracterizar  más  enérgicamente  al  héroe  del 
Uruguay  que  el  parangón  entre  esos  espíritus:  Was- 
hington, es  el  primero;  Artigas,  el  segundo. 

Los  anglo-americanos  eran  ingleses  nacidos  ó  residentes 
en  América.  Al  principio  de  la  revolución,  formaban  una 
población  de  dos  millones;  una  quinta  parte  era  formada 
de  negros  esclavos  de  las  colonias  del  Sur ;  el  resto,  de  ciu- 
dadanos ingleses.  Éstos  no  mezclaron  su  sangre  con  la 
del  indio,  como  lo  hicieron  los  españoles ;  los  colonizadores 
ingleses  importaban  mujeres  de  la  metrópoli,  mujeres 
anglosajonas  de  pura  sangre ;  las  luchas  religiosas  y  polí- 
ticas arrojaban  también  familias  enteras  al  otro  lado 
del  mar.  Los  indios  aborígenes,  los  hijos  primitivos  de 
la  tierra,  no  formaban  parte  de  la  población;  la  coloni- 
zación británica  los  extinguía;  fué  con  ellos  más  cruel 
que  la  española  y  la  portuguesa,  pese  á  todo  cuanto  se  ha 


WASHINGTON  67 


dicho.  Hubo  gobernadores  ingleses  que  pagaban  algunos 
dollars  por  cada  cabeza  de  indio,  como  se  paga  la  de  un 
lobo.  Si  alguien  utiliza  más  tarde  al  indio  salvaje  en  la 
guerra,  como  podría  utilizar  un  rebaño  de  fieras  para  lan- 
zarlo sobre  el  enemigo,  será  el  inglés  contra  el  anglo-ameri- 
c-ano.  Este  no  pedirá  al  indio  su  sangre  para  hacerse  inde- 
pendiente: Washington  mandó  soldados  ingleses,  mandó 
también  franceses;  no  mandó  indios.  La  América  inglesa 
no  los  necesitaba  para  su  independencia,  que,  á  pesar  de 
lo  dicho  en  contrario,  fué,  más  aún  que  la  independencia 
hispánica,  un  gran  episodio  de  la  evolución  política 
europea. 

La  América  Española  sí  necesitaba  del  pueblo,  de  todo 
el  pueblo,  del  indígena  especialmente;  sin  él  no  hubiera 
habido  independencia;  con  sólo  combinaciones  políticas, 
por  más  sutiles  é  ingeniosas  que  fueran,  la  América  Espa- 
ñola no  hubiera  sido  libre,  mucho  menos  republicana.  El 
pobre  indio,  el  pobre  hombre  americano  amó  á  Artigas.  Y 
Artigas  lo  amó  también ;  lo  creyó  hombre,  lo  hizo  soldado. 


11 


La  América  inglesa,  al  llegar  su  separación  de  la  me- 
trópoli, era  ya  independiente  de  ésta;  era  democrática  y 
republicana.  "En  el  carácter  de  los  americanos  —  escribió 
el  inglés  Burke  en  1775  —  el  amor  á  la  libertad  es  rasgo 
predominante.  Este  espíritu  de  libertad  es  probablemente 
más  poderoso  en  las  colonias  inglesas  que  en  ninguna  otra 
parte  de  la  tierra."  El  pueblo  tenía  allí  una  conciencia 
colectiva  que  flotaba,  no  sólo  en  sus  masas  populares  cam- 
pesinas, sino,  sobre  todo,  en  la  de  las  ciudades;  tenía  sus 
asambleas  provinciales  elegidas  por  él ;  tenía  la  conciencia 


68  ARTIGAS 

de  que  el  rey  de  Inglaterra  no  era  ni  podía  ser  el  dueño 
de  América;  ésta  pertenecía  á  los  americanos,  que  acep- 
taban su  autoridad  de  gobernante  mientras  él  aceptara 
la  dignidad  y  los  derechos  de  sus  gobernados.  Y  si 
non,  non. 

"Las  cartas  dadas  por  los  soberanos  á  las  colonias,  dice 
Stevens,  eran  cartas  de  corporaciones  comerciales.  Por  otra 
parte,  los  artículos  de  dichas  cartas,  en  lo  referente  al  go- 
bierno de  las  colonias,  seguían  de  muy  cerca  las  líneas  del 
gobierno  inglés,  lo  que  ayudó  poderosamente  á  las  colonias 
á  establecer  en  su  seno  las  instituciones  sajonas.  Los  colo- 
nos no  se  limitaron  á  los  artículos  de  dichas  captas;  ellos 
llenaron  los  vacíos  que  encontraron,  copiando  textualmente 
las  instituciones  inglesas  originales ;  y  el  resultado  fué  que, 
por  iniciativa  del  pueblo  mismo,  cada  gobierno  colonial 
fué  mía  reproducción  fiel  del  gobierno  de  la  metrópoli . . . 
Las  asambleas  legislativas  no  fueron  creadas  desde  luego; 
pero  tomaron  nacimiento  ellas  mismas,  porque  estaba  en 
la  naturaleza  de  los  ingleses  reunirse  en  asambleas." 

Es  de  Lincoln  esta  frase  lapidaria :  "  Los  Estados  Unidos 
fueron  concebidos  en  libertad." 

Entre  los  derechos  que  los  anglo-americanos  proclama- 
ban estaba,  sobre  todo,  el  que  es  base  de  toda  democracia : 
es  el  pueblo  quien  paga  los  impuestos,  y  es  él  quien  debe 
votarlos ;  ese  dinero  es  dinero  que  sale  del  pueblo  para  vol- 
ver al  pueblo  en  forma  de  servicio  al  bien  común,  incluido 
en  éste  el  mismo  sostenimiento  de  la  autoridad,  así  se 
llame  autoridad  real.  ¿La  colonia  no  tenía  representantes 
en  el  Parlamento  Inglés  ?  —  Pues  entonces,  el  Parlamento 
Inglés  no  podía  votar  impuestos  en  las  colonias. 

Ese  principio  era  claro  é  inconcuso  para  el  anglo-ameri- 
cano ;  su  negación  era  la  tiranía.  Y  la  tiranía  era  la  cadu- 
cidad de  la  autoridad.  Y  caducada  ésta,  ¿quién  ha  de 


WASHINGTON  69 


tomar  posesión  de  esa  entidad  moral  res  nullius,  la  auto- 
ridad, sino  el  pueblo  mismo?  Esa  es  la  base  de  toda  la 
revolución  americana,  base  angular. 

¡  El  rey !  La  majestad  real  estaba  ya  muy  quebrantada, 
por  muchas  causas,  en  el  mundo  inglés  de  América.  Ya  en 
1765,  con  motivo  de  un  impuesto  no  consentido  por  el 
pueblo,  suenan  en  la  asamblea  provincial  de  Virginia, 
como  un  toque  de  llamada,  las  palabras  de  Patricio 
Henry:  "  César  tuvo  un  Bruto;  Carlos  I  un  Cronwell, 
y  Jorge  III. . .  " 

Ese  delito  de  lesa  majestad  no  hubiera  sido  cometido  en 
las  grandes  ciudades  de  la  América  Española.  Esta  hizo 
su  independencia  al  grito  de  —  ¡  Viva  Fernando  VII ! . . . 
Fué  Artigas,  solo  el  bárbaro  Artigas,  quien,  antes  que 
nadie  soñara  en  articularlas,  pronunció  palabras  seme- 
jantes á  las  de  Patricio  Henry. 


La  metrópoli  inglesa  quiere  imponer  una  nueva  contri- 
bución, y  el  pueblo  americano  dice  que  nó,  que  no  quiere. 
Recurre  la  primera  á  la  fuerza^  y  á  la  fuerza  recurre  el 
segundo.  Los  primeros  choques  entre  los  ciudadanos  y  las 
tropas  ocurren  en  1770;  corre  la  primera  sangre  inglesa. 
Todas  las  clases  sociales  resisten  el  impuesto,  todas,  las 
altas  y  las  bajas.  Los  prácticos  se  rehusan  á  conducir  al 
puerto  á  los  buques  conductores  de  té.  que  es  el  artículo 
gravado;  el  pueblo  impide  su  venta,  ataca  por  fin,  en  el 
puerto  de  Boston,  á  los  barcos  que  lo  conducen,  y  arroja 
al  agua  la  mercancía. 

"Nadie  debe  vacilar  en  emplear  las  armas  para  defender 
intereses  tan  preciosos  "  escribe  Washington. 

¿  Qué  intereses  ?  —  No  era  ciertamente  el  puñado  de  té 
arrojado  al  agua.  Nó;  Washington  no  podía  defender  un 


70 


puñado  ni  muchos  puñados  de  té.  Aquel  té  era  símbolo  de 
la  opresión  del  hombre  sobre  el  hombre,  del  menoscabo  de 
un  atributo  esencial  de  la  personalidad  humana,  ó  de  la 
colectiva  de  un  pueblo:  de  su  derecho  á  ser  dueño  de  sí 
mismo,  y  de  las  cosas  en  que,  con  su  trabajo,  inocula  su 
personalidad  inalienable.  Eso  se  llama  derecho  de  pro- 
piedad, y  es  lo  que  hace  intolerable  el  impuesto  arbitrario, 
porque  es  la  aplicación  de  un  hombre  ó  de  un  pueblo  á 
la  consecución  del  destino  de  otro  pueblo  ó  de  otro  hom- 
bre. Y  eso  era  lo  que  Washington  calificaba  de  precioso 
interés. 

Un  Congreso  General,  al  que  concurren  todas  las  Pro- 
vincias, reconocidas  como  autónomas  é  iguales,  reunido  en 
Filadelfia  (1774)  ;  una  primera  batalla  campal  en  Le- 
xington ;  un  nuevo  Congreso  en  la  misma  ciudad  en  1775, 
que  se  dirige  al  rey  y  al  pueblo  de  la  Gran  Bretaña,  y 
anuncia  al  mundo  las  razones  que  tiene  para  apelar  á  las 
armas,  que  emite  moneda,  que  ordena  la  formación  de  un 
ejército  de  veinte  mil  hombres,  y  nuevas  y  sangrientas 
batallas  en  que  corre  la  sangre  inglesa,  todo  eso  es  la 
revolución  americana,  Pero  es  todo  eso . . .  y  Jorge  Was- 
hington. Este  es  elegido  general  en  jefe  de  los  ejércitos 
americanos.  Los  conducirá  hasta  el  fin,  hasta  dejar  á  su 
patria  hecha  en  su  torno,  condensada  en  él,  refundida  en 
él  con  todas  sus  grandes  obras,  con  todas  sus  vitales  ideas. 

"Las  cosas  han  llegado  á  tal  punto,  que  nada  tenemos 
que  esperar  de  la  justicia  de  la  Gran  Bretaña, ' '  dice  Was- 
hington. 

Y  la  pluma  de  Tomás  Jefferson  traza  sin  vacilar  las 
cifras  del  evangelio  cívico  americano,  proclamado  el  4  de 
Julio  de  1776  en  la  cumbre  de  un  Sinaí :  "Nosotros,  reuni- 
dos en  Congreso  Gene'ral,  después  de  haber  invocado  al 
Juez  Supremo  de  los  hombres,  en  testimonio  de  la  rectitud 


WASHINGTON  71 


de  nuestras  intenciones,  declaramos  solemnemente  que  estas 
Colonias  Unidas  tienen  el  derecho  de  llamarse  Estados  li- 
bres é  independientes/' 

No  cabe,  oh  amigos  artistas,  en  los  límites  de  estas  con- 
versaciones, el  trazaros  ni  siquiera  las  líneas  fundamen- 
tales del  hombre  Washington;  yo  he  buscado  sólo  la  oca- 
si  ('n  de  nombrároslo:  su  solo  nombre  es  luminosa  suges- 
tión. Él  es  el  caudillo,  en  la  grande,  en  la  verdadera  acep- 
ción de  la  palabra;  él  es  el  núcleo  que  arrastra  su  cauda 
luminosa;  él  es  pensamiento,  es  fe,  sobre  todo,  fe  en  la 
pubertad  de  América,  al  par  que  nervio  y  acción. 

Al  lado  de  esa  figura  de  oro,  mis  amigos  artistas,  yo 
voy  á  ofreceros,  sin  envidia  y  sin  temor,  la  de  hierro  de 
nuestro  caudillo,  de  nuestro  profeta.  Vosotros,  que  veis  la 
luz  interior  que  circula  en  el  mármol,  al  parecer  opaco  y 
muerto;  vosotros,  que  arrancáis  esa  lumbre  secreta  de  la 
médula  del  bloc  informe  y  mudo,  y  hacéis  que  circule, 
como  sangre  difundida,  por  la  superficie  que  se  encierra 
en  la  línea  melodiosa,  vosotros  aceptaréis  el  parangón,  que 
no  comprenderán  los  que  sólo  viven  en  las  apariencias  de 
las  cosas.  Vosotros  sentiréis,  para  interpretarla,  la  recón- 
dita analogía  que  existe  entre  la  luz  solar  meridiana  que 
envuelve  la  forma  del  suntuoso  héroe  del  Norte,  y  la'  luz 
de  aurora,  hija  del  mismo  sol,  que  compenetra  la  sombra 
pálida  y  luminosa  que  vais  á  condensar  en  la  piedra  que 
espera  vuestro  cincel :  la  del  héroe  pobre  del  Uruguay. 


La  revolución  de  la  independencia  anglo-americana  es. 
como  antes  os  lo  he  dicho,  el  desarrollo  natural  en  Amé- 
rica del  principio  democrático;  pero  su  estallido  puede 
considerarse  como  un  gran  episodio  de  la  política  inter- 
nacional europea ;  allí  no  lucha  sólo  el  mundo  nuevo  contra 


72 


el  viejo:  éste  libra  también  sus  batallas  intestinas,  y  todo 
se  funde,  y  casi  se  confunde,  en  un  solo  problema  político. 

Después  de  los  primeros  triunfos  de  Washington,  Fran- 
klin  es  enviado  á  Francia  á  buscar  la  alianza  de  ésta,  ene- 
miga á  la  sazón  de  Inglaterra. 

Fijaos  bien,  mis  amigos,  en  la  figura  de  este  hombre 
Franklin,  que  es  lo  que  yo  llamo  un  hombre,  una  persona, 
un  pensamiento,  un  carácter.  Él  habla  con  los  reyes  abso- 
lutos como  tal  persona,  es  decir,  como  la  persona  de  los  Es- 
tados Unidos.  Y  no  ha  de  hablar  de  arreglos  y  concesiones 
que  comiencen  por  poner  en  duda  los  atributos  esenciales 
de  la  persona  de  su  patria.  El  Rey  Luis  XVI  vacila  al 
principio ;  no  se  atreve  á  arrostrar  la  empresa ;  no  reconoce 
al  enviado  en  carácter  oficial.  Pero  el  pueblo  lo  reconoce 
bien;  varios  señores  franceses  se  declaran  en  favor  de  la 
independencia  americana,  y  uno  de  ellos,  el  Marqués  de 
Lafayette,  carga  un  buque  de  armas  y  pertrechos,  y  se 
embarca  á  ofrecer  su  espada  al  pueblo  americano. 

El  Congreso  de  Estados  Unidos  lo  nombra  Mayor  Ge- 
neral (1777). 

De  eso  al  reconocimiento  oficial  hay  sólo  un  paso,  y  éste 
se  dá  meses  después,  tras  nuevos  triunfos  de  la  causa  ame- 
ricana. Francia  reconoce  la  independencia  de  los  Estados 
Unidos  en  un  tratado  con  Franklin.  Es  ese  un  tratado  de 
alianza,  que  hace  estallar  la  guerra  entre  Francia  é  Ingla- 
terra, arrastrando  á  la  Europa  casi  entera.  Inglaterra  tiene 
en  su  contra  á  Francia;  tiene  también  á  España,  que  ha 
aceptado  la  alianza  francesa;  tiene  á  Holanda;  tiene,  por 
fin,  la  liga  de  la  neutralidad  armada:  Rusia,  Suecia,  Di- 
namarca. 

¡  No  importa ! . . .  El  fiero  leopardo  inglés,  que  pareció 
inclinado  á  reconocer  la  independencia  de  Estados  Unidos 
para  evitar  una  guerra  europea,  se  sintió  herido  en  su  or- 


WASHINGTON  73 


güilo,  y  se  rebeló.  Nó,  no  había  de  ser  indigno  de  sus  ca- 
chorros americanos.  Sus  zarpazos  atruenan  la  tierra,  levan- 
tan espuma  en  los  mares,  sobre  todo.  Una  escuadra  fran- 
cesa, al  cargo  del  Almirante  d'Estaing  ha  partido  para 
América;  setenta  navios  aliados  amenazan  las  costas  in- 
glesas ;  los  corsarios  hostilizan,  en  los  mares  de  América  y 
de  Europa,  el  comercio  de  Inglaterra.  Ésta  defiende  sus 
costas,  arrebata  á  los  franceses  sus  colonias  de  las  Antillas, 
aferra  con  las  garras  crispadas  á  Gibraltar,  amenazado  por 
los  esfuerzos  combinados  de  Francia  y  España,  y  lucha 
con  tales  bríos  en  el  territorio  americano,  que  sólo  la  en- 
tereza de  Washington  sostiene  la  causa.  Washington  se 
agiganta  al  proyectarse  sobre  el  fondo  pálido  de  los  desfa- 
llecimientos de  su  pueblo.  Hay  momentos  en  que  se  queda 
casi  solo;  los  soldados  reclaman  sus  sueldos,  desertan  de 
las  filas;  los  enganches  no  dan  resultado;  faltan  tiendas 
de  campaña,  y  ese  es  un  grave  inconveniente.  Washington 
es  desconocido,  es  tratado  de  inepto,  de  bárbaro  y  aun  de 
ladrón  y  facineroso,  como  lo  será  Artigas. 

Pero  permanece,  es. 

Lafayette  ha  pasado  á  Francia,  á  pedir  auxilio  al  rey. 
Luis  XVI  nombra  á  Washington  Teniente  General  de  sus 
ejércitos,  y  pone  á  sus  órdenes  un  cuerpo  de  seis  mil  fran- 
ceses. Una  nueva  escuadra  cruza  el  mar,  y  la  guerra  con- 
tinúa encarnizada  y  heroica :  luchas,  batallas,  campañas 
con  suerte  varia,  traiciones,  desfallecimientos  y.  sobre 
todo,  el  pensamiento  de  Washington,  que  flota  sobre  las 
aguas,  la  espada  de  Washington  que,  al  salir  de  la  vaina, 
brilla  como  un  meteoro  sobre  el  fondo  de  un  cielo  sin  es- 
trellas. 

El  leopardo  inglés  se  echa  por  fin  en  la  arena,  ensan- 
grentado y  jadeante,  pero  sin  perder  su  actitud  de  noble 
fiereza.  No  está  rendido,  pero  está  cansado;  comprende, 


por  otra  parte,  sin  duda,  que  la  que  lo  ha  vencido  es  su 
propia  sangre.  Mira  á  Washington,  y  ruge  sin  odio. 

Inglaterra  trata,  por  fin.  El  3  de  Setiembre  de  1783  los 
agentes  de  los  Estados  Unidos  y  de  la  Gran  Bretaña  fir- 
man el  tratado  de  Versailles,  en  que  se  reconoce  la  inde- 
pendencia del  mundo  anglo-americano. 

La  gran  nación  del  nuevo  mundo  ha  surgido,  y  va  á  em- 
prender su  marcha  triunfante  hacia  el  porvenir. 

Pero  también  hay  allí  incrédulos,  como  los  veremos  más 
adelante  en  los  émulos  de  nuestro  Artigas. 

Sólo  la  monarquía,  dijeron  algunos,  puede  consolidar 
á  la  patria  recién  nacida.  Eso  lo  dijeron  muchos  oficiales 
del  ejército ;  y  uno  de  ellos,  en  nombre  de  sus  compañeros, 
se  dirigió  á  Washington  exponiéndole  la  ventaja  de  la 
coronación  de  un  rey. 

En  caso  de  haber  rey,  ¿quién  sino  Washington  había 
de  serlo  ? . . .  El  hombre  Washington  no  tuvo  un  momento 
de  vértigo;  era  un  inmune.  Y  escribió:  "Ningún  suceso 
en  el  transcurso  de  esta  guerra  me  ha  afligido  tanto  como 
saber  que  tales  ideas  circulan  en  el  ejército.  Busco  en  vano 
en  mi  conducta  qué  es  lo  que  ha  podido  alentaros  á  hacerme 
una  proposición  semejante,  que  me  parece  preñada  de  las 
mayores  desgracias  que  puedan  caer  sobre  mi  país." 

Después,  al  rechazar  una  tercera  elección  de  Presidente 
de  la  República,  se  retiró  á  Mont  Vernon,  y  allí  murió  sim- 
ple ciudadano  de  un  pueblo  dueño  de  sí  mismo:  First  in 
War  First  in  Peace  and  First  in  the  Heart  of  his  Coun- 
trymen. 

Eso  fué  el  hombre  Washington :  una  fe,  y  una  virtud. 

Busquemos  á  su  hermano,  mis  amigos  artistas,  en  la 
historia  de  la  independencia  ibérica;  busquemos  al  cre- 
yente en  el  pueblo  americano;  al  primero  en  la  paz, 
al  primero  en  la  guerra  y  al  primero  en  el  corazón  de 
sus  conciudadanos. 


CONFERENCIA  V 


MIL     OCHOCIENTOS     DIEZ 


La  América  española.  —  Los  Estados  Unidos  Hispánicos  no  eran 
posibles.  —  La  desmembración  total  de  la  metrópoli  y  las  des- 
membraciones parciales.  —  La  región  oriental  del  Plata.  —  La 
doble  lucha  con  España  y  Portugal.  —  España  ante  la  emanci- 
pación de  sus  hijos.  —  Sus  títulos  y  sus  pretensiones.  < —  Su  dere- 
cho imprescriptible.  —  Napoleón.  —  El  rey  prisionero.  —  La  inde- 
pendencia española.  —  La  independencia  americana. —  1810.— 
Los  dos  núcleos. —  Venezuela.  —  Bolívar.  —  El  Eío  de  la  Plata. 
—  El  25  de  Mayo  de  1810.  — El  espíritu  de  Mayo. 


Amigos  artistas : 

Allá  queda  en  el  Norte,  constituida  en  torno  de  Was- 
hington, la  gran  federación  anglo-americana,  con  medio 
continente  por  territorio:  de  los  30  á  los  60  grados  geo- 
gráficos de  latitud. 

Queda  el  resto  de  América  bajo  la  dominación  española 
y  portuguesa,  que  se  la  dividen  á  lo  largo. 

¿Permanecerá  todo  eso  español? 

Había  quien  así  lo  creía  muy  seriamente.  Debía  ser  de 
España  por  los  siglos  de  los  siglos.  Los  títulos  de  esa  pro- 


76 


piedad  eran  imprescriptibles,  por  lo  sagrados ;  el  descubri- 
miento, una  guerra  justa,  la  Bula  de  Alejandro  VI.  Hasta 
la  palabra  divina,  la  del  profeta  Isaías,  según  Solórzano, 
aseguraba  el  dominio  de  España  sobre  América  para  siem- 
pre jamás.  Esa  palabra  decía:  "Palomas  con  tan  arre- 
batado vuelo  como  cuando  van  á  su  palomar;  las  ya  sal- 
vadas arrojarán  saetas  á  su  predicación,  á  Italia,  á  la 
Grecia  y  á  las  islas  más  apartadas,  y  le  traerán  en  retorno 
su  oro  y  su  plata  juntamente  con  ellos."  ¿Puede  darse 
nada  más  claro?  Isaías  hablaba  de  América,  sin  duda  al- 
guna. Esas  palomas  (columba)  no  son  otras  que  Colón 
(Colombo)  el  descubridor.  Mientras  exista,  pues,  un  solo 
español,  allá  ó  aquí,  aquende  ó  allende  el  Atlántico,  ese 
y  nadie  más  que  ese,  será,  por  derecho  divino  y  humano, 
el  dueño  de  América  con  todos  sus  hombres,  en  represen- 
tación del  rey,  supremo  dueño. 

No  es  necesario  desvanecer  todo  eso,  me  parece. 

¿  Se  formarán  entonces  los  Estados  Unidos  de  la  lengua 
española,  como  se  formaron  en  el  Norte  los  de  la  lengua 
inglesa  ? . . . 

Advertid  muy  mucho,  mis  amigos,  la  siguiente  circuns- 
tancia que  se  tiene  muy  poco  en  cuenta:  los  Estados  Uni- 
dos se  hicieron  independientes,  en  1776,  con  13  estados  li- 
mitados por  el  Misisipí:  con  la  tercera  parte  del  terri- 
torio que  hoy  poseen;  ahí  se  formó  en  sentimiento  de 
nacionalidad.  En  1803,  compraron  á  los  franceses  la 
Luisiania,  que  les  duplicó  el  territorio;  en  1848,  com- 
pensaron á  Méjico  por  la  conquista  de  Tejas,  Nuevo  Mé- 
jico y  California,  que  lo  triplicó.  Así  se  formó  la  enorme 
plataforma  de  la  nación  americana,  de  nueve  ó  diez  mi- 
llones de  kilómetros  cuadrados,  y  extendida  de  océano 
á  océano.  Pero  advertid,  mis  amigos,  que  ese  enorme  te- 
rritorio, que  se  dilata  entre  los  70  y  los  130  grados  de 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  77 

longitud;  que  tiene  cincuenta  grados  geográficos  de  an- 
cho, de  Este  ó  Oeste,  de  océano  á  océano,  sólo  tiene 
treinta  de  largo  de  Norte  á  Sur,  entre  los  30  y  los  60 
grados  de  latitud,  en  la  misma  latitud  de  Europa,  de  Es- 
paña, Francia,  Austria,  Italia.  Aquello  es  un  continente 
concentrado.  Fijaos  bien  en  vuestra  carta  geográfica.  Aun 
así.  la  tendencia  á  la  desmembración  sacó  la  cabeza  en  la 
guerra  de  secesión;  pero  no  tuvo  suficiente  energía:  el 
enorme  block  supertropical  no  perdió  su  cohesión. 

Notad  ahora  lo  extenso  de  la  América  española;  tomad 
vuestra  carta.  Tiene  30  grados  geográficos  de  largo  en 
el  hemisferio  Norte,  y  55  en  el  Sur:  85  grados  de  largo, 
con  un  ancho  medio  que  no  alcanzará  á  20  grados:  lo 
ancho  ahí  es  el  mundo  portugués  tropical;  el  Brasil.  El 
español  es  una  enorme  serpiente  que  ondula  en  el  mar, 
y  cuya  espina  dorsal  son  los  Andes;  comienza  en  el 
trópico  de  Cáncer,  en  la  América  del  Norte,  allá  en  el  he- 
mi  ferio  boreal,  cruza  el  Ecuador,  atraviesa  el  trópico  de 
Capricornio,  penetra  en  la  zona  subtropical,  hunde  su  vér- 
tice, por  fin,  allá  en  las  profundidades  del  polo  antartico. 
Los  montes,  los  ríos,  el  clima,  la  estructura,  la  extensión,  la 
extensión  sobre  todo,  son  barreras  naturales  insuperables. 
En  ese  mundo,  por  otra  parte,  las  diversas  inmigraciones 
formaron  distintos  núcleos  de  sociabilidad  absolutamente 
incomunicados ;  la  lengua  común  no  les  servía  de  vínculo, 
porque  no  se  hablaban,  ni  se  cambiaban  productos,  ni 
ideas,  ni  nada;  las  regiones  que  ocupaban,  de  clima  y  de 
estructura  diferentes,  creaban  costumbres,  intereses  y  ten- 
dencias discrepantes. 

No  es,  pues,  posible  concebir  Estados  Unidos  contra  esa 
desunión,  hija  de  la  geología,  de  los  elementos  étnicos,  del 
clima,  de  la  distancia  enorme,  de  las  costumbres  é  intereses 
diferentes. 


78 


No  se  formarán,  pues,  los  Estados  Unidos  Hispano- Ame- 
ricanos ;  sólo  nacerá  oportunamente  una  solidaridad  de  cau- 
sa y  de  acción,  una  federación  más  ó  menos  informe  é  instin- 
tiva, pero  transitoria,  contra  el  enemigo  común,  y  cuya 
base  sine  qua  non  tendrá  que  ser  el  respeto  mutuo  de  las 
soberanías  parciales,  más  ó  menos  embrionarias,  como  lo 
era  toda  la  sociabilidad  de  América,  sin  excluir  la  misma 
anglo- americana. 

Comprender  eso  era  comprender  la  revolución  de  inde- 
pendencia; desconocerlo  era  violentarla,  aniquilarla. 

Dos  problemas,  pues,  ofrecerá  la  independencia  de  la 
gente  ibérica  del  continente:  la  desmembración  inevitable 
de  todo  éste,  y  la  formación,  no  menos  inevitable,  de  los 
diversos  estados  soberanos,  á  que  ella  dará  ocasión.  Para 
lo  primero,  todos  los  estados  hispano-americanos  tendrán 
que  luchar  con  una  metrópoli,  la  española;  para  lo  se- 
gundo, la  lucha  intestina  no  podrá  evitarse. 

Pero  había  uno,  el  Estado  Oriental  del  Uruguay,  cuya 
posición  os  he  precisado  en  mis  conferencias  anteriores,  que 
tenía  un  carácter  especial.  Esa  comarca,  que  hablaba  es- 
pañol, y  que,  como  el  Paraguay  y  Bolivia,  estaba  unida  en 
cierto  modo  al  virreinato  español  del  Plata,  como  Buenos 
Aires  y  Chile  lo  estaban  anteriormente  al  del  Perú,  y 
Ecuador  y  Venezuela  al  de  Nueva  Granada;  esa  comarca, 
digo,  tendrá  que  luchar  también  con  la  madre  patria  espa- 
ñola en  unión  de  sus  hermanos ;  pero  eso  no  le  será  bastante 
para  hacerse  independiente  con  su  lengua  y  sus  costum- 
bres, si  no  combate  también  con  la  metrópoli  portuguesa, 
que,  si  no  la  posee,  la  amenaza  desde  dos  siglos  atrás,  y 
cuya  pretensión  secular  es  traspasar  la  línea  divisoria  entre 
los  dominios  portugueses  y  españoles,  penetrar  en  la  zona 
subtropical,  y  dar  por  límite  á  su  vasto  territorio  la  mar- 
gen oriental  del  Plata  y  del  Uruguay,  la  cuenca  de  los 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ  79 


ríos  que  parten  de  Norte  á  Sur  la  América  subtropical. 
En  las  regiones  que  van  á  nacer,  desde  Panamá  hasta 
Patagonia,  veréis  establecerse,  en  general,  como  fronte- 
ras, las  que  dividen  los  dominios  españoles  de  los  portu- 
gueses, y  los  designados  por  España  á  sus  virreinatos, 
presidencias  ó  capitanías;  pero  las  leyes  geológicas,  étni- 
cas y  sociológicas  rectificarán  esas  fronteras,  más  ó  menos 
arbitrarias,  y  se  impondrá  la  voluntad  de  los  hombres. 


li 


España,  como  hemos  visto  en  nuestra  anterior  confe- 
rencia, fué  aliada  de  los  Estados  Unidos;  coadyuvó  á  su 
esfuerzo  contra  la  metrópoli  inglesa ;  reconoció  sin  vacilar 
su  independencia.  Proclamó,  pues,  el  derecho  del  mundo 
inglés  en  América  á  dejar  á  su  padre  y  á  su  madre,  y  á 
seguir  su  visión  de  libertad. 

¿  Había  de  reconocer  otro  tanto  en  su  propio  mundo  ? . . . 

¡Ah,  nó!  La  madre  España  no  reconoció  desgraciada- 
mente tal  derecho  en  sus  hijos;  no  concedió  á  sus  entra- 
ñas bastante  fuerza  para  haber  terminado,  en  tres  siglos, 
lo  que  la  madre  inglesa  había  terminado  en  dos ;  no  creyó 
haber  concebido  varones.  Y,  para  su  honor,  los  había  con- 
cebido, y  los  parirá  con  dolor,  con  desgarramiento  de  sus 
visceras.  Es  la  ley  de  la  vida  universal. 

Como  las  bellezas  marchitas,  que  se  juzgan  incólumes  al 
mirarse  en  el  espejo,  sin  darse  cuenta  de  que  sólo  se  ven  los 
ojos  llenos  de  recuerdos,  la  España,  con  el  pensamiento 
fijo  en  sus  pasadas  glorias,  no  podía  convencerse  de  que 
estaba  muy  quebrantada  al  rayar  el  siglo  xix. 

Vosotros  conocéis  mejor  que  yo,  amigos  artistas,  el  ca- 
mino que  se  ha  seguido  para  llegar  á  esa  declinación.  Las 


80 


naciones  tienen  sus  ciclos.  La  España  del  siglo  xvi,  la  del 
descubrimiento  y  conquista  de  América,  estaba  ya  muy 
lejos.  Bien  sabéis  que  en  el  siglo  xvu  desapareció  su  hege- 
monía, y  surgió  la  de  Francia  con  Luis  XIV,  le  Roi  Soleil. 
Francia  era  entonces  la  reina  del  mundo,  moral  y  mate- 
rialmente; su  rival  ya  no  será  España,  sino  Inglaterra, 
que  ha  realizado  su  gran  revolución  en  1688.  Luis  XIV 
coloca  en  el  trono  de  Recaredo  á  su  nieto  Felipe  V;  sus- 
tituye la  dinastía  de  los  austrias,  que  de  Carlos  V  y  Fe- 
lipe II  ha  venido  á  parar  en  el  infeliz  Carlos  II,  por  la  de 
los  Borbones.  Este  Borbón,  con  que  se  inicia  el  siglo  xviii, 
es  el  predecesor  del  pobre  Carlos  IV,  con  que  vamos  á  en- 
contrarnos al  finalizar  ese  siglo  y  comenzar  el  xix. 

El  siglo  xviii  de  España,  está,  pues,  como  estrujado 
entre  Luis  XIV  y  Napoleón  Bonaparte.  Lo  han  llenado 
los  reinados,  llenos  de  intrigas  palaciegas,  de  Felipe  V  y 
de  sus  hijos  y  nieto,  Fernando  VI,  Carlos  III  y  Car- 
los IV,  mientras  que,  en  Francia,  se  ha  pasado  de 
Luis  XIV  á  la  Revolución  Francesa  y  á  Napoleón,  al 
través  de  Luis  XV  y  Luis  XVI.  España  ha  tenido  que 
someterse  á  las  exigencias  de  las  combinaciones  conti- 
nentales, hasta  figurar  sus  reyes  como  aliados  de  la  re- 
volución. Y  he  aquí  á  Bonaparte  que.  surgido  de  esa 
revolución,  viene  también  á  España  por  la  corona  del 
nieto  de  Luis  XIV. 

Confesemos  que  la  patria  de  Carlos  V  está  muy  lejos. 

Pero  España  se  mira  en  sus  glorias  pasadas;  no  puede 
convencerse  de  que  es  madre ;  rechaza  la  idea  de  una  eman- 
cipación amistosa  de  sus  hijos  americanos,  que  algún  grave 
pensador  insinúa,  como  fenómeno  inevitable,  en  tiempo  de 
Carlos  III.  ¡  Nó . . .  jamás !  La  América  ha  de  permanecer 
sometida,  perpetuamente  sometida;  jamás  será  persona. 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  81 


A  los  primeros  síntomas  de  emancipación  en  América, 
la  España  sintió  un  espasmo  de  fiera;  su  zarpazo  fué  te- 
rrible, su  rugido  espantoso.  Un  indio,  Tupac-Amarú,  pre- 
tendió alzarse  en  el  Perú,  en  1780,  precisamente  cuando 
los  angloamericanos,  con  la  protección  de  España,  se  alza- 
ban contra  la  madre  Inglaterra. 

Después  de  ver  matar  en  su  presencia,  y  entre  suplicios, 
á  su  mujer,  á  sus  hijos  y  á  sus  parientes  más  cercanos, 
cuatro  caballos,  atados  á  las  cuatro  extremidades  del  re- 
belde, tiraron  hacia  los  cuatro  vientos;  tiraron  mucho 
rato,  porque  el  cuerpo  era  muy  duro;  pero  éste  al  fin 
estalló  como  un  odre  de  sangre.  Sus  pedazos  fueron  re- 
partidos, para  servir  de  escarmiento. 

Pero  muy  pronto,  otro  síntoma  de  gravísimo  pronóstico 
aparece.  Ya  no  es  un  indio,  ni  nada  que  se  le  parezca, 
quien  pretende  alzarse  con  la  América,  arrebatándola  á 
su  dueña;  es  Inglaterra,  que,  no  perdonando  á  España 
sus  forzados  contubernios  con  los  enemigos  de  la  Gran 
Bretaña,  con  Luis  XVI  primeramente,  y  con  la  revolu- 
ción y  Bonaparte  después,  quiere  desquitarse  de  la  pér- 
dida de  su  América  del  Norte,  con  la  conquista  de  toda 
la  española. 

Inglaterra  rompe  con  España  en  1804.  Acude  ésta, 
en  mala  hora,  á  Napoleón,  y,  en  esa  peligrosa  compañía, 
va,  con  su  aun  poderosa  escuadra,  á  Trafalgar.  Bien  sabe 
el  mundo  cómo  cayó  España,  el  21  de  Octubre  de  1805, 
en  aquella  jornada.  No  en  vano  se  creía  sin  quebranto  en 
su  belleza  heroica  al  mirarse  los  ojos.  La  raza  no  ha  de- 
clinado . . .  Trafalgar  es  hermana  de  Lepante 

Pero  allí  se  sumergió  el  poder  naval  de  España. 

Inglaterra,  vencedora,  se  lanza  sobre  América ;  los  ma- 
res son  suyos;  en  sus  innumerables  barcos  aun  humean 
las  mechas  de  los  cañones  de  Trafalgar.  Y  con  ellas  en- 

6.  Artigas.— I. 


82 


cendidas  penetra,  segura  de  sí  misma,  en  el  Río  de  la 
Plata,  puerta  principal,  sin  duda  alguna,  de  los  domi- 
nios españoles  en  América.  Allí  están,  á  ambos  lados  de 
esa  puerta,  Montevideo,  en  la  margen  izquierda  meridio- 
nal, y  Buenos  Aires,  en  la  derecha  del  grande  estuario, 
con  sus  banderas  españolas  enarboladas. 

La  escuadra  del  Comodoro  Popham,  con  tropas  de  des- 
embarco, al  mando  de  Berresford,  mira  de  lejos  los  caño- 
nes de  las  fortalezas  de  Montevideo,  y  pasa  de  largo,  á  ve- 
las desplegadas.  Cruza  el  inmenso  río ;  desembarca  en  las 
inmediaciones  de  Buenos  Aires.  Suenan  en  tierra  sus  cla- 
rines; baten  las  alas  rojas  en  el  aire  sus  banderas  de 
rapiña. 

Y  de  un  vuelo,  de  un  solo  vuelo  atrevido,  van  á  posarse 
como  dueñas  en  el  alcázar  de  la  capital  del  virreinato, 
que  ve  sustituir  asombrada  el  pabellón  español  por  el 
inglés. 

El  Marqués  de  Sobremonte,  el  virrey  español,  ante  el 
amago  de  la  invasión,  ni  siquiera  pensó  en  la  defensa; 
huyó  hacia  el  interior,  y  dejó  abandonada  la  capital. 
Unos  dicen  que  fué  cobarde;  otros  que  nó;  que  se  retiró 
al  interior  en  procura  de  más  eficaz  defensa.  Pero  eso 
no  hace  al  caso.  El  hecho  es  que  Buenos  Aires  despierta 
asombrado,  al  verse  inglés  de  la  noche  á  la  mañana. 
Aquello  es  un  sueño  de  oprobio;  la  vieja  sangre  espa- 
ñola hierve  en  sus  venas;  es  preciso  volver  por  el  honor 
de  la  estirpe.  Liniers  y  Pueyrredón  son  el  núcleo;  Li- 
niers,  sobre  todo.  Piensan  en  la  reconquista. 

Y  entonces  aparece  la  otra  metrópoli  del  Plata :  Monte- 
video. Su  gobernador,  don  Pascual  Ruiz  de  Huidobro, 
es  todo  un  bravo  caballero  español. 

La  convulsión  heroica  que  entonces  se  apoderó  de  la 
población  oriental  fué  una  revelación  estupenda.  Todas 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ  83 

las  fuerzas  vitales  de  aquel  organismo  se  condensaron  en 
un  esfuerzo  inverosímil.  Se  organiza  una  expedición  re- 
conquistadora;  se  la  coloca  al  mando  de  Liniers,  que  ha 
venido  de  Buenos  Aires  en  busca  de  apoyo;  el  pueblo  ar- 
mado cruza  el  río  en  barcas,  en  botes,  por  el  aire,  yo  no 
sé  cómo;  toma  tierra  en  la  otra  margen;  recoge  los  ele- 
mentos occidentales  que  allí  lo  esperaban  anhelantes; 
corre  hacia  la  plaza  de  Buenos  Aires  como  un  enjambre 
irritado;  rodea  el  baluarte  inglés;  lo  expugna  hasta  con 
el  pecho  de  los  caballos,  que  se  estrellan  en  él;  arranca 
el  pabellón  extraño;  repone  el  español.  Os  aseguro,  mis 
amigos,  que  aquella  fué  realmente  una  gran  mañana. 

El  memorable  suceso  se  consumó  el  12  de  Agosto  de 
1806.  Los  ingleses  se  han  ido  sin  banderas;  éstas  quedan 
cautivas,  como  recuerdo  perpetuo. 

Caro  tenía  que  costar  á  Montevideo  esa  su  fogosa  re- 
conquista de  Buenos  Aires.  He  ahí  á  Inglaterra,  que 
vuelve  por  su  honor.  Una  nueva  y  formidable  escuadra 
inglesa  al  mando  de  Auchmuty,  penetra  en  el  Plata,  y 
se  une  á  la  del  Comodoro  Popham  que  ha  ocupado  Mal- 
donado.  Esta  vez  es  Montevideo  el  blanco  primero  de  las 
iras  británicas;  iras  temibles,  si  las  hay. 

Montevideo  se  apresta  á  la  defensa,  al  sacrificio.  El  in- 
glés desembarca  en  el  Buceo:  100  cañones  y  5.700  hom- 
bres rodean  la  ciudad.  Sobremonte,  que,  expulsado  de  Bue- 
nos Aires,  se  ha  reñigiado  en  Montevideo,  inicia  una  re- 
sistencia en  las  afueras,  pero  pronto  se  retira.  No  así  los 
vecinos  de  la  ciudad;  éstos  salen  al  campo,  y  una  batalla 
encarnizada  se  libra  en  el  Cardal,  el  20  de  Enero  de  1807. 
El  inglés  avanza ;  la  escuadra  dirige  sus  fuegos  sobre  la 
ciudad;  ésta  es  batida  por  mar  y  tierra;  un  círculo  de 
fuego  la  envuelve;  sus  cañones  rugen. 

Se  abre,  por  fin,  una  brecha  en  las  murallas,  que  los 


84  ARTIGAS 


defensores  cierran  con  todo  cuanto  encuentran:  fardos 
de  cuero,  bolsas,  muebles,  con  sus  propios  cuerpos  sobre 
todo;   allí   luchan   y  mueren. 

Llenos  están  nuestros  recuerdos  de  la  defensa  de  esa 
brecha  dantesca;  aquí  encuentro,  entre  mis  papeles  de  fa- 
milia, el  recuerdo  del  abuelo  de  mis  hijos,  de  Juan  Benito 
Blanco,  joven  de  quince  años,  que  cae  mortalmente  herido 
en  esa  brecha. 

Los  ingleses,  pasando  por  sobre  400  cadáveres  de  mon- 
tevideanos, se  hacen  dueños,  por  fin,  de  la  ciudad  orien- 
tal,  el  3  de  Febrero  de  1807. 

Y  van  á  reconquistar  Buenos  Aires:  son  12.000  hom- 
bres, al  mando  de  Whitelocke,  que  ha  llegado  con  impo- 
nentes refuerzos. 

Pero  ya  no  es  posible;  Buenos  Aires  se  ha  hecho  sol- 
dado, y  está  de  pie.  Liniers,  nombrado  popularmente  go- 
bernador en  reemplazo  de  Sobremonte,  les  sale  al  encuen- 
tro, pero  es  rechazado ;  los  ingleses  siguen  tras  él,  y  atacan 
la  ciudad  el  5  de  Julio.  Alzaga  organiza  la  defensa;  el 
choque  formidable  se  produce,  y  el  inglés  queda  vencido 
por  el  animoso  pueblo  bonaerense.  Whitelocke  ha  capi- 
tulado el  día  6;  ha  pactado  con  Liniers  la  evacuación 
completa  del  Río  de  la  Plata ;  la  de  Montevideo  inclusive. 

Es  bastante,  amigos  artistas,  para  que  os  deis  cuenta 
de  esas  invasiones  inglesas,  Huelga  el  comentario.  El 
pueblo  se  ha  dado  cuenta  de  que  es  varón. 

Sólo  os  haré  notar  dos  detalles  sugestivos. 

Recordaréis  que,  en  la  lucha  colonial  de  Inglaterra  con 
Francia,  que  precedió  á  la  independencia  de  Estados  Uni- 
dos, comenzó  á  figurar,  en  defensa  de  su  metrópoli,  un 
joven  capitán  llamado  Jorge  Washington.  También  en  es- 
tas invasiones  inglesas  al  Río  de  la  Plata  nos  encontramos 
con  un  capitán  ó  Ayudante  Mayor,  José  Artigas,  quien, 


MIL   OCHOCIENTOS    DIEZ  85 

hallándose  enfermo,  al  ver  que  su  regimiento  se  queda  de 
guarnición  en  Montevideo  cuando  sus  camaradas  han  par- 
tido á  la  reconquista,  ruega  al  Gobernador  Huidobro  que 
le  permita  incorporarse  á  la  gloriosa  cruzada.  Huidobro. 
accede;  le  da  un  pliego  para  Liniers.  Artigas  cruza  solo 
el  río;  alcanza  la  expedición  cuando  ésta  va  á  expugnar 
á  Buenos  Aires;  pelea  en  los  Corrales  de  Miserere,  en  el 
Retiro,  en  la  Plaza  Victoria.  Rendido  el  inglés,  es  él  quien 
se  presenta  á  Huidobro  en  Montevideo  con  el  parte  de  la 
victoria ;  ha  repasado  el  río  en  una  barca ;  ésta  ha  naufra- 
gado, y  el  animoso  tripulante,  como  el  heraldo  de  Mara- 
tón, ha  ganado  la  orilla  á  nado  con  la  feliz  noticia. 

Corre  con  su  escuadrón  á  defender  á  Maldonado  de  la 
agresión  inglesa;  vuelve  á  Montevideo,  y,  con  las  tropas 
de  Sobremonte.  se  opone  al  desembarco  del  enemigo  en  el 
Buceo;  Sobremonte  huye,  pero  él  se  repliega  á  la  plaza 
amenazada;  lucha  en  el  Cardal  "con  el  mayor  enardeci- 
miento, sin  perdonar  instante  ni  fatiga."  Asaltada  y  to- 
mada la  ciudad,  él  no  se  rinde ;  se  embarca  para  el  Cerro, 
y  hostiliza  sin  cesar  á  los  ingleses  durante  los  seis  meses 
de  su  primer  dominio . . .  Barbagelata  nos  ha  narrado  todo 
esto  muy  bien ;  con  muchos  documentos  comprobantes. 

Otro  detalle  final,  y  pasaremos  á  otra  cosa. 

Las  dos  ciudades  del  Plata  han  quedado,  y  con  razón, 
igualmente  orgullosas  de  sí  mismas,  con  la  expulsión  de 
los  ingleses;  pero  se  miran  con  celo.  Buenos  Aires  agra- 
dece oficialmente  á  Montevideo  su  concurso;  pero  va  á 
España  á  reclamar  para  sí  la  gloria  de  la  reconquista. 
La  ciudad  oriental  no  lo  consiente :  la  reconquistadora  es 
ella,  y  sólo  ella ;  suya,  y  de  nadie  más,  es  la  gloria.  Invoca 
en  España  su  derecho  á  los  laureles;  cuenta  allí  la  his- 
toria; discute  con  Buenos  Aires;  exhibe  sus  pruebas; 
triunfa,  por  fin.  El  rey  de  España  concede  á  Montevideo 


86 


"el  título  de  Muy  Fiel  y  Reconquistadora,  con  la  facul- 
tad de  agregar  á  su  escudo  las  banderas  que  apresó  en 
dicha  reconquista,  con  una  corona  de  oro  sobre  el  Cerro, 
atravesada  con  otra  de  las  reales  armas,  palma  y  espada." 

Está  bien.  Coronas  de  oro,  palmas,  reales  armas . . . 
abalorios  que  valen  por  su  significado  histórico;  valen 
indudablemente.  Pero  esos  pueblos  han  ganado,  me  pa- 
rece, algo  más  que  una  palma  simbólica  y  una  espada 
pintada.  ¿No  se  pensará,  siquiera,  en  su  derecho  á  un 
principio  de  emancipación? 

Eso,  jamás:  la  América  debía  continuar  como  propie- 
dad de  su  madre,  mientras  ésta  se  conservase  dueña  de  sí 
misma.  Mientras  exista  un  español,  éste  debe  mandar 
en  América.  Y  aun  más :  como  el  pueblo  portugués  á  Doña 
Inés  de  Castro,  según  la  leyenda,  el  americano  debe  per- 
manecer fiel,  no  sólo  á  España,  sino  á  la  monarquía  espa- 
ñola, besar  la  mano  á  su  esqueleto,  y  acatar  su  sombra 
cadavérica. 

Comprenderéis,  mis  amigos,  que  eso  no  pudo  ser.  La 
América  española,  desde  Méjico  hasta  Patagonia,  ha  sen- 
tido el  estremecimiento  de  su  pujante  pubertad.  Ese  re- 
chazo de  las  invasiones  inglesas  que  hemos  visto  no  ha  sido 
una  causa,  ni  siquiera  una  ocasión  de  la  independencia ;  ha 
sido  un  efecto,  ó  si  queréis  mejor,  un  signo  de  vitalidad. 

Ved  cómo  esta  se  manifiesta,  por  fin,  en  su  plenitud. 

Napoleón,  que,  á  principios  del  siglo  pasado,  recorre 
triunfante  la  Europa,  y  traza  con  su  espada  nuevas  fron- 
teras arbitrarias  en  el  antiguo  continente,  y  regala  coro- 
nas reales  á  sus  deudos  y  capitanes,  resuelve  apoderarse 
de  la  península  ibérica  y  de  los  reyes  nuestros  señores. 
España  es  aliada  de  Napoleón,  como  lo  eran  entonces  los 
aliados:  estaba  amarrada  á  él.  Portugal  lo  es  de  Ingla- 
terra; es  enemigo  del  César,  por  consiguiente.  Éste,  á 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  87 

pretexto  de  pasar  sus  tropas  á  Portugal  —  cuyo  rey  huye 
al  Brasil  ante  el  amago,  y  establece  su  corte  en  Río  Ja- 
neiro —  las  hace  penetrar  en  España,  con  anuencia  del 
rey  Carlos  IV,  su  aliado,  que.  temeroso  del  partido  polí- 
tico que  se  ha  formado  en  torno  de  su  hijo  Fernando, 
cree  hallar  apoyo  para  su  corona  en  Bonaparte.  Aquella 
corte  española  es  una  miseria,  una  verdadera  miseria; 
aquellas  majestades  de  todo  tenían,  menos  de  majestuosas, 
preciso  es  confesarlo.  Y  de  sagrado,  ó  divino,  mucho  menos. 
El  pueblo  español,  grande  á  pesar  de  sus  reyes,  se 
alarma  ante  la  invasión  francesa;  el  partido  de  Fernando 
asalta  la  casa  del  Ministro  Godoy,  y  obliga  á  Carlos  á 
abdicar  la  corona  en  su  hijo.  Pero  Napoleón,  á  título  de 
arreglar  las  rencillas  de  la  familia  real  española,  la  invita 
á  pasar  á  Bayona,  donde,  tratados  los  infelices  monarcas 
como  entidades  despreciables,  son  obligados  á  poner  la 
férrea  corona  de  España  en  manos  de  Bonaparte,  que  así 
tendrá  una  más  de  qué  disponer.  El  pueblo  se  levanta 
airado  y  heroico;  el  de  Madrid  se  hace  fusilar  en  las  ca- 
lles, el  2  de  Mayo  de  1808,  lo  que  da  por  resultado  el  co- 
ronamiento de  José  Bonaparte  como  rey  de  España.  En 
seguida,  el  pueblo  todo,  como  un  solo  corazón  de  león, 
se  revuelve  contra  el  usurpador  de  su  propia  soberanía. 
En  ejercicio  de  ésta,  instintivamente,  prueba  que  es  un 
organismo  vivo,  capaz  de  crear  sus  propios  medios  de 
existencia;  elige  Juntas  Provinciales  primeramente,  que 
acaudillan  la  resistencia  de  la  nación;  un  Consejo  de  Re- 
gencia después,  y  reconquista,  en  lucha  homérica,  su  inde- 
pendencia, agregando  al  catálogo  de  sus  glorias  seculares 
los  nombres  de  Bailen,  de  Zaragoza  y  de  Gerona. 


III 

¿Y  América?  ¿Qué  hará  América  mientras  en  España 
el  rey  está  prisionero  y  el  pueblo  —  sólo  el  pueblo  espa- 
ñol, no  sus  reyes  ni  sus  consejos  reales,  —  combate  por  su 
independencia? 

¿Aguardar,  impasible  y  resignada,  á  que  en  Europa  se 
resuelva  de  sus  destinos,  y  se  le  haga  saber  cuál  es  ei 
dueño,  nuevo  ó  viejo,  que  en  definitiva  le  ha  tocado  en 
suerte,  y  si  ha  de  hablar  en  francés  ó  en  español  ó  en 
inglés  ? 

Eso  es  lo  digno  y  lo  justo,  en  el  concepto  de  la  metró- 
poli, y  de  sus  agentes  en  América;  eso  es  lealtad. 

Pero  el  pueblo  americano  ya  no  puede  hacer  tal  cosa ; 
sería  indigno  de  su  propia  madre.  Él  también  luchará 
por  su  vida,  por  su  independencia,  como  el  español; 
con  el  mismo  título,  con  el  mismo  brío. 

¿En  España,  está  el  rey  Fernando  VII  prisionero,  y 
las  Juntas,  emanadas  del  pueblo  español,  lo  represen- 
tan?. . .  Pues  los  virreyes  de  Fernando  en  América  de- 
ben considerarse  también  prisioneros,  y  dejar  su  puesto 
á  juntas  emanadas  del  pueblo  americano. 

¿  Las  juntas  españolas  conservan  la  soberanía  para  el  so- 
berano, es  decir,  para  el  rey  prisionero  Fernando  VII,  el 
legítimo,  el  sagrado,  el  dueño?...  Pues  otro  tanto  harán  las 
americanas  para  el  soberano  de  América,  prisionero  á  su 
vez  hace  mucho  tiempo ;  también  lucharán  por  esa  causa, 
con  el  mismo  heroísmo  con  que  lucha  el  pueblo  español. 

Pero ...  he  aquí  que  se  nos  ofrece  el  problema,  todo  el 
problema:  el  soberano  prisionero  ya  no  es  en  América, 
aunque  lo  parezca,  Fernando  VII ;  eso  es  lo  que  hay  aquí 
de  más  grave  y  serio.  Cuando  debelado  Napoleón  en  Wa 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ 


terloo,  vuelva  Fernando  á  su  trono  de  Madrid  después  de 
su  cautiverio,  ya  habrá  nacido  en  esta  América,  por  la 
ley  de  la  universal  germinación,  por  la  de  la  constante 
renovación  de  la  vida,  otro  soberano  legítimo,  más  legí- 
timo que  el  prisionero  de  Bonaparte. 

El  nacimiento  en  estas  tierras  de  ese  príncipe  heredero 
de  los  reyes  presos,  de  todos  los  reyes  caducos,  no  ha  sido 
notificado,  es  verdad,  á  las  naciones,  con  la  solemnidad 
del  ceremonial  sagrado:  no  ha  sido  presentado  un  niño 
á  la  corte  en  una  bandeja  de  oro ;  pero  ciego  hubiera  sido 
quien  no  se  hubiera  dado  cuenta  de  su  venida  al  mundo. 
Fué  él,  precisamente,  quien  expulsó  á  los  ingleses  con- 
quistadores, hace  dos  años.  Sin  él.  ¿qué  hubiera  sido  del 
dominio,  no  sólo  de  la  nación,  pero  aun  de  la  lengua  espa- 
ñola en  el  Plata? 

Y  los  virreyes,  y  sus  delegados,  y  sus  cortes  coloniales 
no  eran  ciegos;  tampoco  lo  eran  los  españoles  residentes 
en  las  colonias.  Bien  veían  que  el  heredero  de  Fernando 
estaba  ya  en  la  tierra  americana,  y  que  ese  tal  heredero 
no  era  ni  podía  ser  un  rey  español.  El  derecho  impres- 
criptible que  creían  poseer  en  su  propia  sangre  les  impe- 
día, sin  embargo,  reconocer  al  nuevo  soberano  recién 
nacido ;  tenían  que  estrangular  á  ese  bastardo  en  su 
cuna;  no  podía  haber  más  rey  que  el  rey. 

Y  la  cuna  eran  las  juntas,  que,  emanadas  del  pueblo,  de 
que  eran  núcleo  los  cabildos,  y  con  prescindencia  de  virre- 
yes y  gobernadores  y  capitanes  generales,  se  disponen  á 
reconocer  y  conservar  y  defender  los  derechos  del  soberano 
legítimo  contra  el  usurpador. 

¿El  soberano  legítimo  se  llamaba  entonces  Fernando 
VII,  y  Napoleón  I  el  intruso  ? . . .  Pues  las  Juntas  ameri- 
canas se  constituirán  al  grito  de  ¡  Viva  Fernando  VII ! . . . 
El  nombre  es  lo  de  menos. 


90 


Los  virreyes  y  gobernadores  y  peninsulares  residentes 
en  América  vieron  en  ese  grito,  un  grito  subversivo,  un 
ciamor  de  rebelión.  Y  vieron  bien  la  realidad  oculta  en 
las  apariencias.  Y  los  unos  se  lanzaron  contra  los  otros, 
é  iniciaron  una  lucha  que  duró  quince  años,  al  final  de 
los  cuales  se  verá  que  el  soberano  legítimo,  llamado  Fer- 
nando VII  por  los  americanos,  no  era  ni  podía  ser  el 
fruto  concebido  por  el  tiempo  en  la  antigua  monarquía, 
sino  el  que  palpitaba  en  las  entrañas  del  pueblo  ameri- 
cano, que,  como  todo  organismo  vivo,  tenía  que  formar 
de  su  propia  sustancia,  y  no  de  elementos  ajenos,  su 
cabeza,  al  par  que  su  corazón  y  su  brazo. 


IV 


Eso  es  lo  que  significa,  mis  queridos  artistas,  el  25  de 
Mayo  de  1810  en  el  Río  de  la  Plata,  y  el  grito  de  Dolores 
y  la  Junta  de  Zitácuaro  en  Méjico,  y  el  19  de  Abril  en  Ca- 
racas, y  el  10  de  Agosto  en  Quito,  y  el  18  de  Setiembre  en 
Chile,  y  todas  las  demás  efemérides  americanas. 

Esas  regiones  constituían  las  subdivisiones,  más  ó  me- 
nos arbitrarias,  del  dominio  español,  al  iniciarse  la  inde- 
pendencia. Allá  en  la  América  del  Norte,  estaba  el  virrei- 
nato de  Méjico  ó  Nueva  España,  el  mundo  de  los  aztecas, 
entre  uno  y  otro  océano,  y  al  rededor  del  golfo  enorme, 
con  la  Capitanía  General  ó  Provincia  de  Guatemala;  en 
la  América  meridional,  que  es  la  que  vamos  á  examinar 
especialmente,  se  encontraba  el  virreinato  de  Nueva  Gra- 
nada, allá  en  el  Norte,  arrancando  del  Istmo  de  Panamá, 
y  con  su  sede  en  Santa  Fé  de  Bogotá;  y  la  presidencia 
de  Quito,  más  al  Sur,  sobre  el  Pacífico;  y  allá,  á  la  de- 
recha, sobre  el  mar  de  las  Antillas,  la  capitanía  general 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  91 

de  Venezuela.  El  virreinato  del  Perú,  que  había  compren- 
dido todas  las  posesiones  españolas  de  la  América  del 
Sur  hasta  Santiago  de  Chile,  hasta  Buenos  Aires  y  Mon- 
tevideo, estaba  allá,  con  su  remedo  de  opulenta  sede  en 
Lima,  la  gran  ciudad  colonial;  de  él  se  había  desprendido. 
y  formaba  una  capitanía  general,  Chile,  la  tierra  de  los 
araucanos,  tendida  á  lo  largo  de  los  estrechos  contra- 
fuertes de  los  Andes,  con  su  centro  sociológico  en  la 
ciudad  de  Santiago.  Y  por  fin,  desprendido  también 
del  Perú  en  los  últimos  tiempos  de  la  colonia,  estaba 
el  Virreinato  de  Buenos  Aires,  que  había  arrastrado 
consigo  hacia  el  Atlántico,  hacia  el  Plata,  un  territorio 
de  más  de  la  mitad  de  Europa:  todo  el  que  se  extiende 
entre  los  Andes  y  la  cordillera  del  Brasil,  desde  las  alti- 
planicies del  Perú  meridional.  Este  virreinato  compren- 
día la  actual  Bolivia,  con  su  ciudad  de  Charcas  y  su 
cerro  de  Potosí;  las  actuales  Provincias  Argentinas; 
el  Paraguay  con  su  vieja  Asunción,  dormida  en  sus 
bosques  de  naranjos;  y,  por  fin,  del  otro  lado  de  la 
gran  cuenca,  con  los  caracteres  originales  que  os  he  des- 
crito, la  gobernación  oriental,  con  la  plaza  fuerte  de  Monte- 
video, sobre  la  margen  izquierda  del  Plata,  como  núcleo 
sociológico. 

Como  bien  lo  comprendéis,  mis  amigos  artistas,  esas 
agrupaciones  arbitrarias,  de  territorios  heterogéneos,  te- 
nían que  disolverse  ó  rectificarse  con  la  disolución  del 
régimen  colonial ;  en  ellas  nó  se  tenían  para  nada  en 
cuenta  los  intereses,  y  mucho  menos  los  derechos,  de  los 
distintos  pueblos  esparcidos  en  ese  inmenso  territorio, 
sino,  como  lo  hemos  dicho  antes,  las  conveniencias  de  la 
dueña  y  señora  de  todos  ellos.  Abrir  el  juicio  testamen- 
tario de  la  madre  común  significaba,  por  consiguiente, 
iniciar,  ipso  jacto,  la  partición  de  su  herencia  entre  sus 


92 


distintos  hijos  varones,  herederos  todos  ellos  al  mismo 
título,  los  menores  lo  mismo  que  los  mayores,  Chile  y  el 
Uruguay  y  el  Paraguay  lo  mismo  que  el  Perú  ó  Buenos 
Aires.  Las  divisiones  del  coloniaje  no  daban  ni  quitaban 
derechos ;  no  los  constituían,  sobre  todo,  superiores  á  las 
leyes  étnicas,  geográficas,  sociológicas,  biológicas,  si  que- 
réis, que  determinan  la  voluntad  de  los  pueblos,  y  que 
forman  las  distintas  personas  colectivas. 


En  1810  se  creyó  en  América  que  España  iba  á  caer  por 
fin,  toda  entera,  en  poder  de  los  franceses  de  Napoleón ;  el 
ejército  invasor  había  pasado  Sierra  Morena ;  la  Junta  Cen- 
tral se  había  refugiado  en  la  isla  de  León ;  habíase  formado 
un  Consejo  de  Regencia.  La  autoridad  de  los  virreyes  había 
caducado,  por  ende,  en  América.  Sin  rey,  ¿  cómo  concebir  al 
virrey?  La  autoridad  era  aquí,  por  consiguiente,  res 
nullius,  cosa  de  nadie.  Pertenece,  en  tales  casos,  al  pri- 
mer ocupante,  y  éste  puede  serlo  el  pueblo  entero,  que 
se  erige  en  fuente  inmediata  de  soberanía,  y  consagra, 
con  su  designación  ó  su  aceptación,  al  hombre  ó  á  los 
hombres  en  que  debe  residir.  Ese  es  el  origen  de  la  de- 
mocracia republicana.  Y  ese  el  espíritu  autóctono, 
creador  de  la  revolución  de  América.  Ese  espíritu  es  el 
orden,  la  divina   armonía. 

Llegó,  pues,  el  momento :  toda  la  América  se  levantó  de 
una  vez  á  gobernarse  á  sí  propia.  El  fuego  central  es  el 
mismo  en  todo  el  continente ;  los  cráteres  que  se  abren  son 
varios.  Allá  en  el  Norte,  después  de  Quito,  se  abre  el  vol- 
cán principal  en  Caracas,  en  la  Capitanía  General  de  Ve- 
nezuela, Virreinato  de  Nueva  Granada.  En  el  Sur,  tras  la 


MIL    OOHOOIENTOS   DIEZ  93 

gran  conmoción  de  Cochabamba  y  La  Paz,  ahogadas 
en  sangre,  estalla  el  nuevo  fuego  en  Santiago  de  Chile; 
pero  sobre  todo,  y  como  núcleo  principal,  en  Buenos 
Aires.  Entre  ambas  zonas  incandescentes  hay  una  in- 
mune: el  Perú.  Lima,  su  gran  capital,  será  el  último 
baluarte  español. 

Era  el  mes  de  Mayo  de  1810.  El  pueblo  de  Buenos 
Aires,  á  quien  el  mismo  virrey  había  revelado  franca- 
mente, el  día  18,  la  desastrosa  situación  de  España,  hervía 
en  la  Plaza  Mayor;  quería  Junta  como  en  la  metrópoli, 
Junta  que  gobernase  en  ausencia  del  rey.  Pero  aquella 
gente  quería  más:  clamaba  por  la  deposición  inmediata 
del  virrey.  ¡  Una  barbaridad !  Aquel  organismo  estaba  con 
fiebre;  elaboraba  ó  reponía  instintivamente  un  miembro 
que  le  faltaba.  Y  era  nada  menos  que  la  cabeza. 

Era  virrey  entonces  don  Baltasar  Hidalgo  de  Cisneros, 
quien,  designado  tal  por  la  Junta  de  España  en  sustitu- 
ción de  Liniers,  el  héroe  de  la  reconquista,  levantado  por 
el  pueblo  y  apoyado  por  las  tropas,  había  ocupado  su 
puesto  en  Julio  de  1809.  El  1.°  de  Enero  de  ese  año  no- 
veno, Liniers  había  tenido  que  sofocar,  con  el  apoyo  de 
las  milicias,  una  conspiración  fraguada  contra  él  por  el 
español  Alzaga,  alentado  por  Elío,  gobernador  de  Monte- 
video. Pero  otra  conspiración  estuvo  por  producirse  en 
cambio,  en  favor  de  Liniers,  cuando  Cisneros  llegó  poco 
después,  de  España,  á  sustituirlo:  se  intentaba  rechazar 
al  virrey  enviado  por  la  metrópoli.  Pero  la  lealtad  de 
Liniers,  y  la  indecisión  de  las  tropas,  retardaron  la  hora 
magna,  y  abrieron  el  camino  al  último  virrey,  que  ocupó 
su  puesto  el  30  de  Julio  de  1809.  Todo  anunciaba,  sin 
embargo,  que  esa  hora  estaba  á  punto  de  sonar;  una  he- 
roica sublevación,  que  fué  ahogada  en  sangre,  estalló, 


94 


después  de  la  llegada  de  Cisneros,  en  Cochabamba  y 
La  Paz;  en  Buenos  Aires  y  Montevideo  se  formaban 
núcleos  de  conspiradores,  cuyos  trabajos  secretos  se 
sentían  en  el  aire.  Una  diferencia  fundamental  había 
entre  estos  trabajos,  sin  embargo :  en  Buenos  Aires,  el 
espíritu  se  concentraba  en  la  ciudad ;  los  jefes  de  fuer- 
zas militares  formaban  parte  de  los  conspiradores;  don 
Cornelio  Saavedra,  jefe  del  Batallón  de  Patricios,  era 
su  principal  exponente,  y  presidirá  la  primera  Junta. 
En  Montevideo,  por  el  contrario,  el  espíritu  aparece 
difundido  en  todo  el  pueblo  de  la  Banda  Oriental;  los 
conspiradores  se  reúnen,  generalmente,  fuera  de  los 
muros;  no  esperan  nada  de  las  tropas;  se  alejan  de  ellas. 
Artigas,  que  será  el  hombre,  comenzará  por  abandonar 
los  viejos  soldados  que  manda,  para  acaudillar  la  masa 
popular  de  la  que  saldrán  los  nuevos,  y  que,  como  lo 
veréis,  es,  en  ambas  márgenes  del  Plata,  la  verdadera 
autora  de  la  revolución  de  Mayo. 

Es  indudable  que  Cisneros,  mejor  que  nadie,  sin  excluir 
el  Ayuntamiento  ó  Cabildo  de  Buenos  Aires,  y  aun  los  pa- 
tricios conspiradores,  se  dio  cuenta  de  que  su  autoridad 
estaba  allí  como  un  medio  en  la  puerta  de  una  escuela, 
según  suele  decirse.  Bajo  la  presión  popular,  y  ante  la  ac- 
titud de  los  jefes  militares,  que  salieron  garantes  de  la 
seguridad  pública,  hubo  de  autorizar  la  convocación,  por 
el  Ayuntamiento,  de  una  asamblea  ó  Cabildo  abierto,  que 
determinase  la  voluntad  del  pueblo  sobre  lo  que  debía, 
hacerse,  en  caso  de  una  pérdida  total  de  la  península. 
Bien  es  verdad  que  el  virrey  autorizaba  eso  "á  condición 
de  que  nada  se  haga  que  no  sea  en  obsequio  del  amado 
soberano  Fernando  VII,  ó  no  respete  la  integridad  de  sus 
dominios,  pues  la  monarquía  es  una  é  indivisble";  pero 
bien  comprendéis,  amigos  artistas,  que  lo  que  el  pueblo 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ  95 

quería,  pese  á  todo  cuanto  hicieran  y  dijeran  los  cabildos 
ó  asambleas,  no  era  propiamente  eso,  ni  cosa  parecida. 

El  Cabildo  abierto  se  reunió  el  22  de  Mayo;  sus  miem- 
bros fueron  elegidos  por  el  Ayuntamiento,  y  convocados 
personalmente  por  esquelas. 

Ese  acto  fué  el  decisivo  de  la  revolución,  por  más  que 
allí,  según  dice  Groussac,  no  había  nadie  con  la  visión,  ni 
siquiera  confusa,  del  edificio  futuro.  No  importa :  ya  apa- 
recerá quien  la  tenga. 

Se  sentaron  en  la  sala,  presididos  por  el  Cabildo,  249 
de  las  450  personas  que  habían  sido  convocadas ;  votaron 
224.  Allí  estaban  los  representantes  del  clero  y  la  milicia, 
alcaldes,  empleados,  abogados,  escribanos,  comercian- 
tes, catedráticos,  vecinos.  Era  una  asamblea  de  privi- 
legiados; no  había  delegados  directos  del  pueblo.  Pero 
tampoco  eso  importa  gran  cosa;  también  el  pueblo  apa- 
recerá cuando  llegue  el  caso.  El  Cabildo,  que  se  decía 
su  representante,  no  lo  era,  ni  por  su  origen  ni  por 
sus  ideas:  recomendó  á  la  asamblea  que  evitase  toda 
innovación  ó  mudanza,  por  peligrosas;  la  amenazó  con 
las  miras  absorbentes  de  Portugal;  le  advirtió  que  sus 
resoluciones  tenían  que  nacer  de  la  ley  ó  del  consen- 
timiento de  todos  los  pueblos  ó  provincias  interio- 
res del  reino ....  En  fin :  se  ve  claro  que  el  propósito 
esencial  de  aquel  Cabildo  era  uno  ante  todo:  que  no  se 
tocase  al  virrey.  Y  era  lo  contrario,  precisamente,  lo  que 
el  pueblo  quería:  quería  tocarlo;  deshacerse  del  virrey, 
como  primera  providencia. 

Me  parece  excusado  detallaros  los  votos  de  ese  célebre 
Congreso ;  los  hubo  innumerables.  Desde  el  que  quería  la 
continuación  del  virrey,  tal  cual  estaba,  ó  asociado  á  otras 
entidades;  desde  el  que  optaba  por  que  el  Cabildo  gober- 
nase, mientras  no  se  organizara  un  Gobierno  emanado  de 


96 


España,  hasta  el  que  proponía  la  creación  de  un  Gobierno 
emanado  de  la  nación ;  desde  la  doctrina  del  derecho  ingé- 
nito radicado  en  la  persona  del  monarca,  hasta  la  más  ex- 
trema que  consagra  el  derecho  popular,  todos  los  pareceres 
tuvieron  allí  su  intérprete.  De  todo  aquello  surgió,  por  fin, 
la  resolución  siguiente :  ' '  Consultando  la  salud  del  pueblo, 
y,  en  atención  á  las  actuales  circunstancias,  debe  subro- 
garse el  mando  superior  en  el  Excmo.  Cabildo  de  esta  ca- 
pital, con  voto  decisivo  del  señor  Síndico  Procurador  Ge- 
neral, Ínterin  se  constituye,  en  el  modo  y  forma  que  se 
estime  por  el  Excmo.  Cabildo,  la  corporación  ó  Junta 
que  debe  ejercerlo,  y  sin  que  quede  duda  de  que  es  el 
pueblo  quien  confiere  la  autoridad." 

Bien  cabía,  como  se  ve,  dentro  de  esa  resolución,  el 
vuelco  reclamado  por  el  pueblo;  pero  todo  dependía  de  la 
ejecución  de  lo  resuelto,  y  ésta  quedaba,  según  hemos 
visto,  al  arbitrio  del  Cabildo.  El  Cabildo  no  sólo  no  la  eje- 
cutó, sino  que  la  desfiguró  por  su  cuenta  y  riesgo; 
acordó,  al  día  siguiente,  que  el  virrey  había  cesado  en 
el  mando;  pero  que  no  por  eso  quedaba  separado  de  él 
en  absoluto,  sino  que  se  le  nombrarían  asociados  en  el 
ejercicio  de  sus  funciones,  hasta  que  se  convocara  la 
Junta  General,  que  debía  proceder  de  todo  el  virreinato. 

En  esa  resolución  se  modificaban  dos  puntos  esencia- 
les de  la  del  22 :  se  suprimía  la  última  cláusula,  que  con- 
sagraba el  origen  popular  de  la  autoridad,  y  se  apelaba  á 
los  demás  pueblos  del  virreinato,  no  por  respeto  á  éstos 
ciertamente,  sino  porque  de  las  provincias  se  esperaba  la 
reacción  contra  lo  resuelto  en  la  capital. 

El  virrey  aceptó  lo  acordado,  como  era  de  esperarse ; 
pero  indicó  la  conveniencia  de  consultar  á  los  coman- 
dantes de  la  guarnición.  Éstos  dijeron  que  lo  que  el 
pueblo  quería  era  la  cesación  del  virrey  en  el  mando. 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ  97 

Muy  bien:  el  Cabildo  no  se  desorientó:  creó  entonces 
una  Junta  provisoria  de  cinco  miembros,  entre  los  que 
figuraban  dos  promotores  patriotas,  Castelli  y  Saavedra; 
pero  esa  Junta  estaba  presidida  por  Cisueros.  El  virrey 
no  era  virrey ;  pero  era  presidente  de  la  Junta ;  no  podía 
dar  orden  eficaz  sin  la  rúbrica  de  los  otros;  pero  conser- 
vaba su  dignidad.  Y  así  se  esperaba  lo  que  dijeran  las 
provincias  interiores. 

Eso  fué  aceptado  por  los  patriotas :  por  los  comandan- 
tes militares,  por  los  patricios.  Los  miembros  de  la  nueva 
Junta,  Castelli  y  Saavedra  entre  ellos,  prestaron  juramento 
solemne  el  día  24  de  Mayo ;  juraron  conservar  estos  domi- 
nios para  Fernando,  y  acatar  en  un  todo  las  leyes  del 
reino.  Desfilaron  solemnemente  entre  el  pueblo  silencioso, 
y  tomaron  posesión  de  sus  puestos  en  la  fortaleza. 

La  revolución  estaba,  pues,  terminada;  se  había  desva- 
necido. En  ese  día,  dice  Groussac,  en  ese  24,  los  conduc- 
tores del  movimiento  de  Mayo  habían  abdicado. 

Pero,  entre  el  24  y  el  25,  apareció  la  otra  entidad,  la 
que  vamos  á  ver  aparecer  muy  á  menudo  en  esta  his- 
toria; la  que  hallará  en  Artigas  su  cabeza  genial  y  su 
conciencia  personal :  el  pueblo  anónimo.  Éste  no  rati- 
ficó lo  hecho  por  los  patricios  y  letrados.  El  hervor 
de  la  muchedumbre  llegó  hasta  la  nueva  Junta.  Ésta 
juraba  el  día  24,  á  las  tres  de  la  tarde,  y,  á  las  nueve 
de  la  noche,  instigada  por  Saavedra  y  Castelli  arre- 
pentidos, devolvía  al  Cabildo,  en  lacónica  comunica- 
ción, el  poder  que  de  él  había  recibido,  y  que  le  que- 
maba las  manos.  Es  preciso  nombrar  otra  Junta,  le  de- 
cía, para  calmar  la  efervescencia  popular. 

En  ese  estado  de  cosas  rayó  el  día  25  de  Mayo  de  1810. 
El  Cabildo  no  se  daba  por  vencido.  Se  reunió  en  las  pri- 

7-  Artigas.  — i. 


meras  horas  de  ese  día,  é  intentó  rechazar  la  renuncia  de  la 
Junta,  y  conminarla  á  sostener  su  autoridad  por  la 
fuerza.  El  populacho,  la  barbarie,  invadió  entonces  la 
casa  capitular;  algunos  individuos  anónimos  gritaron, 
en  nombre  de  esos  bárbaros,  protestando  contra  el  nom- 
bramiento de  Cisneros,  é  increpando  al  Cabildo  por 
haber  violado  lo  resuelto  el  22.  ¡  Si  hubiera  sido  posible 
castigar  el  desacato !  El  Cabildo  convocó  á  los  jefes  mili- 
tares con  ese  objeto,  y  éstos  declararon  que  ellos  mis- 
mos no  se  consideraban  seguros  contra  el  pueblo.  Éste, 
mientras  ellos  hablaban,  golpeaba  las  puertas  de  la 
sala  capitular,  y  daba  voces  endiabladas. 

¡  Pues  que  el  Diablo  cargue  con  él !  se  dijo  el  Cabildo. 
Y  envió  una  diputación  al  virrey,  indicándole  la  conve- 
niencia de  su  renuncia.  Ésta  no  se  hizo  esperar ;  llegó  ver- 
balmente. 

Todavía  se  pensaba  en  una  nueva  componenda.  Cas- 
telli  y  Saavedra  proyectaban  el  mantenimiento  de  la 
Junta  con  el  simple  cambio  de  presidente,  cuando  un 
grupo  tumultuario  penetró  hasta  la  sala  del  Ayunta- 
miento, y  declaró  á  su  modo  que  el  pueblo  reasumía 
la  autoridad,  destituía  la  Junta  nombrada,  y  procla- 
maba una  nueva.  Ésta  se  había  formado,  no  se  sabe 
dónde  á  ciencia  cierta,  ni  importa  nada  el  saberlo;  el 
pueblo  anónimo  la  hacía  propia,  y  la  imponía  porque  sí: 
Presidente:  Saavedra,  el  jefe  del  Batallón  de  Patricios; 
Vocales:  Castelli,  Belgrano,  Azcuénaga,  Alberti,  Ma- 
theu  y  Larrea;  Moreno  y  Paso,  secretarios. 

El  Cabildo,  desde  los  balcones  de  la  Casa  Consistorial, 
pactó  con  el  pueblo  que,  en  escaso  número,  estaba  reunido 
en  la  plaza.  ¿Dónde  está  el  pueblo?  preguntó.  Sonad  la 
campana  y  aparecerá,  le  fué  respondido. 

El  Cabildo  no  sonó  la  campana :  pactó  con  aquel  grupo. 


MIL    OOHOOIENTOS    DIEZ 


en  el  que  no  se  veía  á  ninguno  de  los  promotores  del  mo- 
tín, y  reconoció  el  nuevo  Gobierno:  el  que  estaba  escrito 
en  la  lista  anónima. 

Poco  después,  tronaban  los  cañones  en  sus  troneras 
antiguas;  se  estremecían  las  campanas  en  las  altas  to- 
rres venerables,  y  daban  gritos;  flotaban  en  el  aire, 
como  pájaros  recién  nacidos,  las  escarapelas  bicolores 
que  llevaban  los  hombres  á  guisa  de  distintivo,  y  éstos 
se  abrazaban,  como  quien  celebra  la  llegada  de  un  via- 
jero que  se  esperaba,  y  que,  al  fin,  estaba  allí. 

Eso  es,  reseñado  ligeramente,  el  25  de  Mayo  y  sus  equi- 
valentes en  América,  mis  buenos  amigos:  la  mañana  de 
un  largo  día  de  la  historia.  Una  espléndida  mañana. 


VI 


Trátase  ahora,  mis  amigos  artistas,  de  designar  el  hé- 
roe de  esa  gran  revolución  que  se  inicia :  del  25  de  Mayo 
y  sus  consecuencias. 

¿Quién  había  realizado  aquello  en  Buenos  Aires?  ¿Ha- 
bía allí  un  hombre  ?  O  mejor  dicho :  ¿  estaba  allí  el  hombre, 
la  conciencia  humana  depositaría  del  pensamiento  funda- 
mental de  la  persona  colectiva  que  allí  nacía?  "El  Ca- 
bildo abierto  del  22  de  Mayo,  dice  Groussac,  señala  el 
acto  decisivo  de  la  revolución  argentina.  A  él  concu- 
rrieron, para  combinarse  ó  combatirse,  las  fuerzas  va- 
rias, afines  ó  refractarias,  que,  de  años  atrás,  venían 
trabajando  el  complejo  organismo ....  En  todos  estaba 
la  conciencia  de  un  cambio  necesario ;  pero  en  nadie 
la  visión,  siquiera  confusa,  del  edificio  futuro  que  de 
los  escombros  coloniales  podía  y  debía  surgir." 

. .  .  ."Todo  monumento  con  inscripciones  nominativas 


100  ARTIGAS 


en  que  se  consagre  "k  los  autores"  de  la  revolución  de 
Mayo,  tiene  que  cometer  la  enorme  injusticia  de  desco- 
nocer á  sus  verdaderos  héroes,  que  son  anónimos." 
Aquel  movimiento  no  tuvo  caudillo,  dice  el  maestro  don 
José  Manuel  Estrada.  En  el  Río  de  la  Plata,  la  revolu- 
ción se  desarrolló  por  la  coincidencia  de  todas  las  pa- 
siones populares;  y  sabéis  que  el  populacho  de  Buenos 
Aires,  llamado  en  horas  de  desaliento,  salvó  la  naciente 
nacionalidad,  y  puso  sobre  las  cumbres  de  la  historia 
su  ídolo  y  su  lámpara." 

Y  dice  otro  maestro,  don  Domingo  F.  Sarmiento,  en  su 
Facundo:  " Buenos  Aires,  en  medio  de  todos  estos  vaive- 
nes, muestra  la  fibra  revolucionaria  de  que  está  dotada. 
En  Venezuela,  Bolívar  es  todo.  Venezuela  es  la  peana  de 
esa  colosal  figura:  Buenos  Aires  es  una  ciudad  entera  de 
revolucionarios:  Belgrano,  RondeaU,  San  Martín,  Alvear 
y  los  cien  generales  que  mandan  sus  ejércitos,  son  sus 
instrumentos,  su  brazo;  no  son  su  cabeza  ni  su  cuerpo. 
En  la  República  Argentina  no  puede  decirse  ''el  general 
tal,  libertó  al  país"  sino  "la  Junta,  el  Directorio,  el  Con- 
greso, el  Gobierno  de  tal  ó  cual  época  mandó  al  general 
tal,  que  hiciese  tal  cosa." 

Para  que  os  deis  cuenta,  mis  amigos,  de  lo  que  significa 
eso  que  dice  Sarmiento,  es  menester  que  sepáis  quién  es 
ese  Bolívar  de  que  nos  habla,  porque,  efectivamente,  es 
una  figura  colosal. 

Y,  antes  que  á  Bolívar,  bueno  es  que  conozcamos  al 
mismo  Sarmiento,  porque  es  un  voto  de  calidad  cuando 
se  trata  de  Artigas.  Sarmiento  fué  su  detractor  encarni- 
zado ;  pero  tiene  mucho  de  aquel  profeta  Balaam  que 
bendecía  al  pueblo  de  Israel,  cuando,  montado  el  buen 
vidente  en  una  burra,  iba  con  el  propósito  bien  delibe- 
rado de  echar  maldiciones  y  conjuros  contra  ese  pueblo. 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  101 

Lo  indeliberado  era  en  él  la  profecía;  lo  indeliberado  es 
en  Sarmiento  la  verdad.  Hombre  de  lucha,  escritor  in- 
signe, diplomático,  general,  y  hasta,  á  ratos  perdidos, 
presidente  de  la  República  Argentina,  este  Sarmiento 
fué  un  varón  insigne  por  muchos  conceptos;  pero  lo 
fué,  sobre  todo,  porque  vio  más  de  una  vez  verdades 
intrínsecas  que  no  se  veían,  y  las  habló  con  sinceridad 
casi  infantil.  No  era  papelófilo;  no  se  sometía  más 
de  lo  justo  á  la  tiranía  de  los  documentos,  ni  rendía 
gran  culto  á  los  manuscritos  viejos  ni  á  los  nuevos ;  pero 
leía  dentro  de  sí  mismo  con  claridad,  y  decía  cosas  reales 
casi  inconscientes.  Por  eso  hubo  quien  lo  llamó  loco,  y 
por  eso  hoy  le  llaman  genio,  y  no  sin  causa.  En  Buenos 
Aires  le  han  erigido  una  bella  estatua  marmórea.  Se  le 
erigirán  otras  probablemente. 

Y,  conocido  Sarmiento,  pasemos  á  Bolívar. 


VII 


Ya  hemos  dicho  que  el  movimiento  revolucionario  se  pro- 
dujo al  mismo  tiempo  en  toda  América;  por  todas  partes 
se  abrieron  cráteres. 

En  Caracas,  lo  mismo  que  en  Bogotá  y  en  Quito,  la  inva- 
sión de  Napoleón  y  la  prisión  de  Fernando  VII  determinan 
algo  semejante  á  lo  que  hemos  visto  en  Buenos  Aires.  Tam- 
bién es  el  pueblo  quien  allí  se  levanta:  depone  al  virrey 
ó  gobernador,  crea  una  Junta  de  Gobierno,  aclama  á  Fer- 
nando VII,  etc.,  etc.  Y  se  empeña  en  una  lucha  homérica. 
Allí,  lo  mismo  que  en  Chuquisaca  la  mártir,  y  al  revés 
de  Buenos  Aires  donde  no  se  oyó  un  tiro  español,  la  re- 
presión es  inmediata  y  espantosa.  Venezuela  es  la  tierra 
de  la  guerra  á  muerte,  la  más  sangrienta  de  la  revolu- 


102 


ción  americana.  Pero  de  en  medio  á  aquellos  populachos, 
tan  briosos  como  el  de  Buenos  Aires,  surge  un  caudillo, 
(tiene  razón  Sarmiento),  que,  más  aún  que  por  su  genio 
militar,  por  su  arraigo  en  el  pueblo,  puede  ofrecerse 
como  el  espíritu  de  aquellas  multitudes,  inflamado  en 
una  conciencia  de  hombre. 

Es  el  mismo  Sarmiento  el  que  precisa  el  carácter  de  ese 
hombre  Bolívar.  Dice,  criticando  una  biografía  que  sobre 
él  se  escribió:  "En  esa  biografía,  como  en  todas  las  otras 
que  de  él  se  han  escrito,  he  visto  al  general  europeo,  á  los 
mariscales  del  imperio,  á  un  Napoleón  menos  colosal ;  pero 
no  he  visto  al  caudillo  americano,  al  jefe  de  un  levanta- 
miento de  las  masas;  veo  un  remedo  de  la  Europa;  nada 
que  me  revele  la  América." 

"Colombia  tiene  llanos,  vida  pastoril,  vida  bárbara, 
americana  pura,  y  de  ahí  partió  el  gran  Bolívar;  de 
aquel  barro  hizo  su  grandioso  edificio . . . .  " 

"La  manera  de  tratar  la  historia  de  Bolívar  de  los  es- 
critores europeos  y  americanos  conviene  á  San  Martín  y  á 
otros  de  su  clase.  San  Martín  no  fué  caudillo  popular ;  era 
realmente  un  general.  Habíase  educado  en  Europa,  y  llegó 
á  América,  donde  el  gobierno  era  revolucionario,  y  pudo 
formar  á  sus  anchas  el  ejército  europeo,  disciplinarlo,  y  dar 
batallas  regulares  según  las  reglas  de  la  ciencia.  Su  expe- 
dición sobre  Chile  es  una  conquista  en  regla,  como  la  de 
Italia  por  Napoleón.  Pero  si  San  Martín  hubiese  tenido  que 
encabezar  montoneras,  ser  vencido  aquí  para  ir  á  reunir 
un  grupo  de  llaneros  por  allá,  lo  hubieran  colgado  á  la  se- 
gunda tentativa." 

"A  Bolívar,  al  verdadero  Bolívar  no  lo  conoce 

aún  el  mundo;  y  es  muy  probable  que,  cuando  lo  tra- 
duzcan á  su  idioma  natal,  aparezca  más  sorprendente 
y  más  grande  aún." 


MIL    OCHOCIENTOS    DIEZ  103 

Todo  eso  tiene  mucho  de  verdad.  Vosotros  debéis  tenerlo 
muy  en  cuenta  cuando  tracéis  la  figura  de  Artigas,  porque 
le  es  muy  aplicable.  Pero  acaso  no  es  toda  la  verdad. 

Es  preciso  que  conozcamos  á  Bolívar,  como  hemos  cono- 
cido á  Washington,  para  llegar  á  Artigas. 


Bolívar  fué  grande,  efectivamente,  por  eso  que  dice  Sar- 
miento: 'porque  de  aquel  barro,  del  pueblo  americano,  hizo 
su  grandioso  edificio.  Aparece  en  la  historia,  muy  joven 
aún.  cuando  se  constituyen  las  primeras  juntas  en  Caracas; 
e»  enviado  en  una  comisión  á  Inglaterra,  y  regresa  cuando 
está  empeñada  la  lucha;  llega  á  Nueva  Granada,  y  de  allí 
pasa  á  Venezuela,  su  patria,  como  libertador;  da  batallas ; 
eae  en  la  primera  jornada;  emprende  una  nueva,  y  triun- 
fa ;  pasa  los  Andes  septentrionales,  y  se  abre  camino,  con 
victorias  colosales,  hasta  Bogotá;  de  la  fusión  de  Vene- 
zuela y  Nueva  Granada  constituye  la  primera  patria  colom- 
biana, la  uran  Colombia;  refunde  en  ésta  la  provincia  de 
Quito;  triunfante  en  el  Norte,  desciende,  en  busca  del  ba- 
luarte español,  al  bajo  Perú,  y  lo  domina ;  se  encuentra  en 
el  camino  con  San  Martín,  excelso  capitán  rioplatense  que 
sube  triunfante  del  Sur,  y  San  Martín  se  desvanece  á  su 
c( intacto,  como  luz  que  en  luz  mayor  se  disipa;  persigue  al 
enemigo  hasta  el  Perú  alto;  acaba  con  él  en  Junín,  en 
Ayscueho.  Después  trata  de  organizar  y  gobernar  la  enorme 
patria  que  ha  acaudillado  en  la  guerra ;  pero  en  las  batallas 
del  pensanrento  es  menos  heroico:  vacila,  tiene  vértigos  y 
tinieblas. 

Para  que  os  deis  cuenta  de  lo  que  eso  significa, 
como  empresa  militar,  básteos  saber  que  Bolívar  di- 
rigió  como  jefe  treinta  y  seis  batallas,  de  las  que  ganó 
diez  y  ocho;  fué  derrotado  en  seis  y  se  retiró  en  doce. 


104 


La  guerra  que  él  sostuvo  fué  la  más  encarnizada  de 
América;  guerra  á  muerte,  sin  cuartel,  llena  de  ho-> 
rrores  y  de  martirios.  Mientras  al  golpe  de  su  espada 
hace  brotar  la  patria  de  la  roca,  Bolívar  procura  en- 
cauzarla hacia  un  porvenir  que  él  ha  soñado,  y  que  no 
se  ve  con  claridad :  una  federación  americana  ó  algo  así. 
Que  os  baste  saber,  para  daros  cuenta  de  esto,  que,  de  los 
veinte  años  que  duró  su  vida  pública,  fué,  durante  diez  y 
ocho,  jefe  supremo,  presidente  ó  dictador  de  la  compleja 
nación  primitiva  que  surgía  de  su  cabeza  volcánica,  y  que 
lo  aclamaba  como  á  un  dios. 

Pero  más  que  la  historia,  yo  quiero  que  conozcáis  el 
carácter,  el  significado  de  esa  especie  de  meteoro.  Bolí- 
var no  es  Washington ;  es  mucho  más  grande  y  mucho  más 
chico  que  Washington ;  es  su  contraste.  Veréis  como  no  es 
tampoco  Artigas:  el  contraste  con  éste  es  todavía  mayor, 
si  cabe. 

Bolívar  es  un  vastago  de  sangre  azul;  es  hijo  de  noble, 
sobrino  de  marqueses.  Es  un  hombre  de  letras;  ha  estu- 
diado, viajado  por  Europa,  donde  ha  estado  en  contacto 
con  príncipes;  jugó  con  el  mismo  Fernando  VII.  Ha  for- 
mado parte  de  los  núcleos  revolucionarios  constituidos  por 
Miranda  en  Inglaterra  para  envolver  la  independencia 
americana  en  los  problemas  políticos  europeos,  y  hacerla 
brotar  de  ellos,  aunque  sea  entregándola  á  Inglaterra. 
Ha  presenciado  las  convulsiones  internas  de  la  Europa 
revolucionaria;  las  ideas  flotantes  en  el  aire  europeo  re- 
suenan en  su  cabeza,  sin  llegar  á  formar  una  armonía. 

Pero  su  enérgica  personalidad  no  es  arrastrada  por  esas 
formidables  influencias;  se  sobrepone  á  ellas:  es  original, 
completamente  original.  Hay  momentos  en  que  Bolívar  es 
el  tipo  del  montonero  americano,  un  criollo  de  alma  y  cuer- 
po; piensa  y  obra  como  caudillo  heroico;  es  un  átomo  de 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  105 

la  masa  que  va  en  él.  Hay  otros,  en  que  no  se  distingue  en 
él  ail  hombre  de  esta  tierra,  ni  siquiera  al  de  tierra  alguna ; 
vive  en  los  vapores  ó  en  el  fuego,  como  la  salamandra; 
sube  y  baja,  como  llama  vibrátil  y  policroma  en  forma  de 
lagarto.  Pero  no  por  eso  se  ve  al  hombre  europeo;  es 
Bolívar.  Es  escritor,  verdadero  escritor,  inspirado,  grandi- 
locuente. Es  poeta,  orador,  habitante  del  país  de  ensueño ; 
es  estadista  empírico,  filósofo  intermitente ;  sus  proclamas 
y  arengas  son  batallas ;  son  poemas  sus  combates.  Es  gran- 
dioso; no  teatral,  porque  es  sincero.  La  ambición  de 
gloria,  de  poder,  de  mando  militar,  son  el  motor  inme- 
diato de  aquel  espléndido  instrumento  formado  para 
las  triunfales  sinfonías.  Quería  refundir  en  su  propia 
persona  á  Washington  y  á  Napoleón;  no  quería  ni  po- 
día ser  ninguno  de  los  dos. 

Pero  en  él,  al  lado  de  las  visiones  que  flotan  aladas  en 
el  alma  y  la  libertan,  vivían  rampantes  las  pasiones  que 
hormiguean  en  la  carne,  el  gusano  brutal  del  espíritu.  ¡  Las 
pasiones  de  Bolívar !  Nadie  las  ha  sentido  más  altas,  ni  más 
bajas.  Era  impetuoso,  irritable ;  las  palabras  se  derramaban 
de  su  boca  como  la  sangre  de  una  herida.  El  movimiento, 
la  perpetua  transición,  la  satisfacción  inmediata  y  rápida 
de  sus  apetitos  eran  su  vida.  El  reposo  en  un  sitio  ó  en  un 
afecto  era  para  él  la  muerte,  como  lo  es  el  agua  dulce 
para  los  peces  del  mar.  Amaba  con  los  sentidos,  es 
decir,  no  amaba.  El  incienso  de  la  adulación  y  de  la  lisonja 
cortesana,  que  lo  envolvieron  como  á  nadie;  la  garra  de 
los  deleites  voluptuosos ;  los  hombres  y  las  mujeres  tenían 
poder  sobre  él,  y.  como  ráfagas  de  viento  sobre  una  ho- 
guera, hacían  intermitente  la  luz  de  aquel  genio,  que  pa- 
saba de  las  grandes  llamaradas  á  las  tinieblas  sin  orillas. 
La  fiebre,  que  lo  agotaba,  y  le  conservaba  al  mismo  tiempo 
la  vida  y  el  genio,  lo  mató  por  fin  en  la  plenitud  de  sus 


106 


años.  Y  de  su  obra  quedó  sólo  la  realidad  intrínseca ;  los 
sueños  se  diluyeron  en  la  aureola  dorada  que  circunda 
su  cabeza. 

Y  la  realidad  intrínseca  de  Bolívar,  la  permanente  al 
través  de  las  variaciones,  era  eso  que  dice  Sarmiento: 
la  fe  en  el  pueblo,  en  el  barro;  la  parte  que  él  tenía 
de  común  con  ese  mismo  barro  germinal;  lo  que  tenía 
de  común  precisamente  con  Washington  y  con  Arti- 
gas, en  medio  de  las  enormes  distancias  aparentes  de 
esos  tres  hombres.  Bolívar  tuvo  fe  en  América,  y  tuvo 
fé  en  sí  mismo;  se  sentía  las  alas,  y  las  juzgaba  de 
fuerza  ilimitada.  No  existen  de  esas  alas  en  el  mundo. 

Bolívar  creyó  sinceramente  en  la  existencia  orgánica 
del  pueblo  americano  recién  nacido ;  se  refundió  en  él, 
se  identificó  con  él,  con  sus  grandezas  y  sus  miserias. 
Quiso  ser  su  cabeza,  es  cierto ;  pero  cabeza  articulada, 
irrigada  por  la  misma  sangre  de  todo  el  organismo. 
Después  de  realizada  la  independencia,  pensó  en  orga- 
nizar aquello,  y  se  sintió  confundido ;  y  con  razón .  La 
república  no  es  una  semilla:  es  un  fruto.  Aquello,  allá 
como  acá,  era  una  materia  cósmica  caótica.  Aunque 
su  ideal  era  la  democracia  republicana,  pensó  en  la 
monocracia.  en  el  gobierno  del  hombre  necesario,  en 
senados  vitalicios  y  aun  hereditarios,  en  cualquier  cosa 
que  conjurara  el  peligro  de  disgregación  de  aquellas 
moléculas  hirvientes.  Pero  todo  eso,  y  todo  lo  demás 
que  quiera  atribuírsele  con  ese  objeto,  hasta  su  propia 
tiranía,  había  de  salir  del  pueblo  mismo,  del  organismo 
americano,  cuyo  definitivo  desprendimiento  de  la  me- 
trópoli era  el  alma  de  su  pensamiento  ó  visión  profé- 
ticos.  Él  vio  lo  grosero,  lo  primitivo  de  aquel  barro; 
pero  no  renunció  á  él  como  materia  prima  de  la  obra 
que  su   genio  entreveía;  llegó   á  hablar  hasta  de  una 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ  107 

nueva  casta  americana,  formada  de  la  fusión  de  todas 
nuestras  razas,  en  que  se  fundía  su  propia  sangre  hi- 
dalga con  la  del  indio,  con  la  del  negro.  Todo,  menos 
volver  á  la  antigua  servidumbre.  "Venezuela  no  ha 
solicitado  ni  solicitará  jamás  su  incorporación  á  la  na- 
ción española,  ni  la  mediación  de  potencias;  no  tratará 
jamás  con  España  sino  de  igual  á  igual,  en  paz  y  en 
guerra"  dice  en  el  congreso  de  Angostura. 

Allí  se  pensó  en  una  monarquía ;  pero,  como  en  Estados 
Unidos,  el  monarca  había  de  ser  el  héroe,  Bolívar.  Santan- 
der, uno  de  sus  generales,  escribe  á  éste  una  carta  en  que 
le  dice  que  aceptaría  la  monarquía  si  el  monarca  fuese 
él,  el  Libertador.  Éste  rechaza.  El  general  Paez  le  pro- 
pone la  corona,  encargándole  el  secreto.  Bolívar  con- 
testa con  estas  palabras:  "A  la  sombra  del  misterio  no 
trabaja  sino  el  crimen." 

Eso  es,  y  no  sus  condiciones  intelectuales,  lo  que  hace  de 
Bolívar  el  glorioso  exponente  de  la  revolución  americana 
del  Norte.  Sus  otras  condiciones,  educación,  elocuencia, 
imaginación,  teorías  empíricas,  genio  militar,  son  simples 
accidentes,  que  sólo  toman  ser  unidos  á  la  sustancia ;  ceros 
gloriosos  que  parecen  nimbos  triunfales,  pero  que  son 
aureolas  de  humo  sin  la  unidad  que  los  preside. 


VIII 


La  revolución  americana  tuvo,  pues,  mis  amigos  artis- 
tas, un  héroe,  allá  en  el  Norte,  lo  que  se  llama  un  héroe, 
es  decir,  un  grande  hombre,  una  conciencia  humana  depo- 
sitaría de  su  pensamiento  integral:  fe  en  el  pueblo,  inde- 
pendencia democrática. 

¿No  existirá  algo  semejante  en  esta  América  subtropi- 


108  ARTIGAS 


cal?  ¿No  vivirá  el  héroe  de  Carlyle,  el  hombre  de  carne 
y  hueso,  no  una  fórmula,  una  abstracción,  ya  que,  según 
Víctor  Hugo,  la  multitud  tiene  demasiados  ojos  para  te- 
ner una  mirada,  y  demasiadas  cabezas  para  tener  un  pen- 
samiento ? 

Como  hemos  visto,  Groussac  no  encuentra  á  nadie  con 
la  visión,  siquiera  confusa,  del  edificio  futuro,  entre  los 
hombres  del  25  de  Mayo  de  1810;  Estrada  está  en  el 
mismo  caso;  Sarmiento  dice  que  tampoco  lo  ve  allí,  ni 
lo  reconoce  en  ninguno  de  los  cien  generales,  San  Martín, 
Belgrano,  Rondeau,  Alvear,  que  mandaron  ejércitos  ar- 
gentinos. 

El  héroe  de  la  revolución  de  Mayo  existía,  sin  embargo, 
mis  amigos  artistas ;  existía  felizmente,  y  por  eso  triunfó  el 
pueblo,  á  despecho  y  pesar  de  todos  los  hombres  de  poca 
fe,  y  de  las  multitudes  incapaces  de  pensar.  Nosotros  lo 
vamos  á  encontrar,  lo  vamos  á  reconocer  entre  mil.  sin 
que  pueda  confundírsele  con  hombre  alguno. 

Pero  demos  á  cada  uno  lo  suyo.  Fué  ese  extravagante 
de  Sarmiento  quien,  antes  que  nosotros,  á  despecho  de 
lo  que  él  mismo  afirmó,  y  pese  á  las  tinieblas  de  sus  pre- 
ocupaciones, entrevio  la  realidad  y  pronunció  su  nombre, 
cuando  nadie  lo  pronunciaba;  es  él  quien,  al  hablar  de 
Bolívar  lo  que  hemos  leído,  nos  dice  en  su  Facundo,  el  año 
3840:  "Si  los  españoles  hubieran  penetrado  en  la  'Repú- 
blica Argentina  el  año  xn,  acaso  nuestro  Bolívar  hubiera 
sido  Artigas,  si  este  caudillo  hubiera  sido,  como  aquél, 
tan  pródigamente  dotado  por  la  naturaleza  y  la  educa- 
ción." 

¡Nuestro  Bolívar  hubiera  sido  Artigas!  ;Oh  profeta 
Balaam ! 

¿Por  qué  Artigas,  y  no  alguno  de  los  otros  bravos  cau- 
dillos de  esta  tierra,  ingenuo  Sarmiento,  siendo  así  que 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ  109 

los  hubo  tan  heroicos?  ¿Por  qué  nó  San  Martín  ó  Puey- 
rredón  ó  Güemes? 

¿  Y  qué  tenía  de  común  el  caudillo  oriental  con  el  vene- 
zolano, (ya  que  algo  de  común,  y  muy  esencial,  había  de 
tener  para  poder  ser  su  equivalente),  no  siendo,  como  no 
lo  eran,  ni  los  estudios  en  Europa,  ni  la  naturaleza,  ni  la 
educación,  ni  el  aparato  exterior? 

Eso  es  lo  que  no  podía  percibir  Sarmiento  con  claridad, 
y  es  eso  lo  que  voy  á  haceros  ver  yo,  mis  amigos  artistas  r 
lo  que  hay  de  común  entre  Artigas  y  los  pocos  videntes  de 
la  independencia  americana;  lo  que  hay  en  él  de  idéntico 
con  el  genio,  que,  en  la  región  de  los  iguales,  aparece  con 
su  visión,  y  que,  como  el  Proteo  poliforme  de  la  fábula,  se 
viste  con  la  túnica  de  Moisés  ó  con  la  armadura  de  Juana 
de  Arco;  se  envuelve  en  la  clámide  de  César  ó  en  el  ca- 
puchón de  Dante;  se  pone  el  uniforme  de  Washington, 
ó  la  chaquetilla  de  capitán  de  blandengues. 

Y  eso  es  lo  que  debemos  convertir  en  bronce  sonoro, 
amigos  míos. 

¡Acaso  nuestro  Bolívar  hubiera  sido  Artigas! 

¡  Oh  viejo  Sarmiento,  hombre  de  bien !  ¿  Mirabas  por  el 
ojo  de  la  cerradura? 

Sí,  era  eso  lo  que  estaba  allí  dentro :  Artigas  fué  el  Bolí- 
var del  Sur,  como  éste,  con  ser  la  antítesis  de  Washington, 
fué  el  Washington  del  Norte ;  era  un  Bolívar  menos  ígneo 
ó  fulgurante  que  el  otro,  como  que  nació  en  una  tierra  fría 
y  sin  volcanes;  menos  tentado  de  exóticas  apariciones,  como 
que,  encerrado  en  su  pobre  tierra  americana,  no  se  codeó 
con  príncipes,  ni  conoció  grandezas  señoriales,  ni  pudo 
pensar  en  emular  á  Bonaparte,  ni  á  ningún  César  coro- 
nado; menos  poeta,  menos  elocuente,  como  que  su  visión 
era  silenciosa,  de  ojos  de  sibila,  inaccesible  al  carnal  deleite. 
Pero  fué  más  autóctono,  incomparablemente  más  autóctono 


110 


que  Bolívar,  más  creyente  en  el  pueblo  americano,  más 
carne  de  nuestra  carne,  y  hueso  de  nuestros  huesos,  más 
atento  y  obediente  á  la  voz  de  su  dios  interior. 

Por  él,  y  sólo  por  él,  mis  amigos,  podemos  afirmar  que 
la  revolución  en  el  Río  de  la  Plata  tuvo  un  pensamiento, 
y  fué,  desde  su  origen,  una  verdadera  revolución,  tan  de- 
mocrática, más  democrática  aún,  más  republicana  que  la 
del  Orinoco.  El  es,  pues,  el  hombre  del  25  de  Mayo  de 
1810,  si  establecemos  esa  cifra  como  el  primer  día  de  la 
patria  que  hoy  existe  en  este  mundo  austral  americano. 


IX 


Porque  eso  es  lo  que  debemos  dejar  establecido,  y  con 
mucha  precisión,  una  vez  por  todas,  en  nuestra  conversa- 
ción de  hoy,  mis  amigos:  si  el  rey  que  se  aclamaba  en  la 
plaza  de  Buenos  Aires  el  25  de  Mayo  con  el  nombre  de 
Fernando  VII,  era  realmente  el  Fernando  VII  de  carne 
y  hueso,  ludibrio  á  la  sazón  de  Bonaparte,  ó  era  el  nuevo 
rey,  el  pueblo  americano;  si  el  movimiento  de  1810  era 
una  simple  evolución  sociológica,  es  decir,  la  aparición  de 
una  fuerza  progresiva  que,  combinada  con  la  conservadora 
existente,  dará  una  resultante  política  intermedia,  ó  si 
era,  como  hoy  se  proclama  á  grito  herido,  y  se  canta  en 
los  himnos  patrios,  el  estallido  de  una  revolución;  si 
se  trata,  en  una  palabra,  de  la  reforma  del  coloniaje, 
ó  de  su  abolición;  si  el  camino  que  había  de  empren- 
derse, por  consiguiente,  era  el  de  la  línea  curva,  suave 
y  armoniosa,  cuya  dirección  está  indicada  en  cada  ins- 
tante por  la  del  momento  que  lo  precede,  ó  el  de  la  línea 
recta,  rígida  y  dura,  brutal  si  queréis,  que  no  cambia 
de  rumbo  sin  estallar  y  romperse. 


MIL   OCHOCIENTOS   DIEZ  111 

Hoy  parece  todo  eso  muy  sencillo,  tan  sencillo  como  la 
existencia  de  América  antes  de  Colón.  Para  quien  sólo  co- 
nociera la  historia  por  los  cantos  y  los  mármoles,  sería  una 
verdad  inconcusa  que  todos  y  cada  uno  de  los  proceres  de 
Mayo  creyeron  lo  primero,  y  no  pudieron  creer  otra  cosa : 
que  nuestra  América,  libre  y  republicana,  nació  real- 
mente en  1810. 

Pero  eso,  como  la  existencia  de  América,  era  el  secreto 
manifiesto  revelado  al  genio,  mis  amigos;  eso  lo  creyó  Ar- 
tigas; sólo  él  lo  creyó,  cuando  menos,  con  la  obstinación 
del  poseído  de  un  dios.  El  fué  el  bárbaro,  en  el  sentido 
clásico  de  la  palabra :  extraneus,  el  distinto  de  los  demás, 
el  extraño. 

Los  patricios  de  la  revolución  de  Mayo,  sometidos  á  las 
leyes  biológicas  que  antes  hemos  estudiado,  fueron  grandes 
y  gloriosos ;  pero  no  podían  abrigar  aquella  fe  de  los  inge- 
nuos, transportadora  de  montañas;  no  la  abrigaron. 

Se  estudian  esos  varones  ilustres,  uno  á  uno,  Belgrano, 
Pueyrredón,  Moreno,  Castelli,  Rivadavia,  García,  para  en- 
contrar al  hombre  de  suprema  sinceridad,  ó,  lo  que  es  lo 
mismo,  de  convicción  clara  y  propósito  fijo,  y  yo  os  ase- 
guro, mis  amigos,  que  tienen  razón  los  que  dicen  que  no 
se  le  encuentra  en  la  plaza  de  Buenos  Aires.  Se  busca  en- 
tonces al  hombre  de  ciencia  eminente  que  pueda  suplir, 
con  una  convicción  muy  arraigada,  la  falta  de  inspira- 
ción creadora,  y  tampoco  se  da  con  él. 

Si  alguno  de  entre  ellos  pudiera  reclamar  la  primacía, 
ese  no  sería  otro,  me  parece,  que  el  joven  secretario  de  la 
Junta,  don  Mariano  Moreno,  al  que  se  designa  general- 
mente con  el  predicado  de  Numen  de  la  Revolución.  Él 
era,  no  hay  que  dudarlo,  el  alma  mater,  el  maestro  de 
aquella  Junta,  que  lo  reconocía  "  como  el  solo  capaz, 
por  sus  vastos  conocimientos  y  talentos  '*  de  trazarle  su 
nimbo. 


112  ARTIGAS 


Bueno  será  que  conozcamos,  siquiera  sea  someramente, 
á  ese  joven  héroe;  hoy  podemos  penetrar  hasta  el  fondo 
de  su  pensamiento,  á  la  luz  de  sus  escritos  que  poseemos. 
Moreno  fué  el  fundador  y  director  de  La  Gaceta  de  Bue- 
nos Aires,  órgano  de  la  revolución;  el  redactor  de  los 
manifiestos,  decretos,  comunicaciones  de  entonces;  el  en- 
cargado por  la  Junta,  de  la  redacción  de  un  Plan  de  las 
Operaciones  que  el  Gobierno  Provisional  debe  poner  en 
práctica  para  consolidar  la  Grande  Obra  de  nuestra  liber- 
tad é  independencia.  Se  lee  todo  eso,  y  mucho  más,  y  uno 
se  convence  de  que,  si  bien  el  joven  revolucionario  era 
una  altiva  figura,  descollante  en  su  medio,  no  era  el  hom- 
bre nuevo  de  América,  ni  tampoco  un  estadista  de  gran 
preparación  científica.  Abogado  formado  en  la  Universi- 
dad colonial  de  Chuquisaca,  ejercía  Moreno  su  profesión 
en  Buenos  Aires.  Poco  antes  de  estallar  la  revolución,  ha- 
bía defendido,  en  una  exposición  memorable,  las  buenas 
doctrinas  sobre  libertad  de  comercio  de  las  colonias.  No 
era,  sin  embargo,  un  economista;  sus  conocimientos  eran 
mucho  menos  vastos,  menos  profundos  sobre  todo,  de  lo 
que  juzgaban  sus  compañeros;  sus  ideas  económicas  rudi- 
mentarias, frágiles  y  vacilantes.  No  lo  eran  menos  las 
políticas :  casi  no  tenía  noticia  exacta  de  la  revolución  in- 
glesa ni  de  la  anglo-americana ;  le  era  desconocida  la  cons- 
titución de  Estados  Unidos,  que  había  de  ser  el  modelo  de 
la  de  su  patria.  Había  estudiado  algunos  de  los  enciclopedis- 
tas francesas;  su  oráculo  era  Rousseau.  Pero  si  bien  Mo- 
reno sintió  que  los  principios  en  que  se  había  formado 
se  conmovían  al  nocivo  influjo  del  filósofo  ginebrino, 
no  se  dejó  dominar  por  él  en  absoluto;  quiso  conciliar 
lo  inconciliable;  divulgó  el  Contrato  Social,  pero  supri- 
miendo el  capítulo  en  que  se  atacan  las  doctrinas  reli- 
giosas que  el  procer  profesaba,  y  conservó  incólumes.  El 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  113 

año  1810  lo  encontró  en  ese  momento  de  crisis:  nada  es- 
taba maduro  en  él. 

Leamos  algunos  párrafos,  siquiera,  del  interesante  es- 
tudio de  Paul  Groussac,  apologista  de  Moreno,  sobre  la 
preparación  científica  de  éste.  Me  parece  que  Groussac 
acierta  en  su  semblanza. 

"Mariano  Moreno,  dice,  estaba  imbuido  en  algunos  es- 
critores del  siglo  xvm,  especialmente  filósofos  y  enciclope- 
distas ;  á  éstos  los  sabía  de  memoria,  puede  decirse,  entre- 
tanto que  parece  ignorar  á  los  demás,  y,  entre  ellos,  al 
más  grande  é  ilustre  de  todos . . .  El  Espíritu  de  las  Leyes, 
la  magna  obra  política  del  siglo,  la  sola  que  contuviera 
algo  más  que  peligrosas  utopías,  hipótesis  inverificables  ó 
apasionadas  declamaciones,  no  se  encuentra  citada  en  los 
escritos  de  Moreno,  ni  parece  que  le  pida  nada,  á  no  ser 
lo  que  se  le  alcanzaría  por  el  reflejo  de  Filangieri." 

"Este  brillante  y  especioso  napolitano,  discípulo  de 
Montesquieu,  y  sublevado  algo  ridiculamente  contra  su 
maestro,  sí  que  ejerció,  junto  con  Jovellanos,  una  mar- 
cada influencia  sobre  Moreno " 

1 '  Pero  éste  muy  pronto . . .  deja  correr  su  verbo  torren- 
toso, que  arrastra  en  su  carrera,  mezclados  con  ideas  y 
frases  propias,  detritus  y  astillas  innumerables  de  Mably, 
Volney,  Rousseau;  sobre  todo  de  Raynal,  el  fogoso  y  des- 
melenado historiador  del  Comercio  europeo  en  ambas 
Indias ..." 

'*  Villemain  ha  señalado  esta  preponderancia  y  presen- 
cia visible  del  Contrato  Social  en  los  debates  de  la  Amé- 
rica latina,  siendo  así  que  casi  nunca  se  le  cita  en  las 
asambleas  de  los  Estados  Unidos." 

11  Para  Moreno,  no  existe  nada  entre  la  Asamblea  Na- 
cional y  el  Imperio:  las  leyes,  las  constituciones,  los  De- 
rechos del  hombre,  las  arengas  de  los  Girondinos  y  Ja- 

8.  Artigas.— i. 


114 


cobinos,  son  letra  muerta  para  el  revolucionario  argentino. 
¡Ninguna  experiencia  ni  enseñanza  pueden  extraerse  de 
los  triunfos  y  catástrofes,  de  las  conquistas  y  excesos  de 
la  Convención!  El  caso  es  tan  extraordinario,  que  señalo 
este  nuevo  punto  de  vista  á  los  historiadores  futuros.  Sin 
reparar  para  nada  en  que,  de  las  tempestades  y  cataclis- 
mos contemporáneos,  ha  surgido  á  la  historia  un  mundo 
nuevo,  como  una  Atlántida  del  seno  del  Océano,  el  pensa- 
dor colonial  continúa  extractando,  de  Rousseau  y  Mably 
sus  abundantes  referencias  á  las  constituciones  de  Es- 
parta y  Atenas,  y  suministrando  copiosos  ejemplos  de 
Minos  y  Licurgo  á  los  diputados  de  Santiago,  Jujuy, 
Tarija  y  demás  provincias,  que  ya  se  ponen  en  camino 
para  derrocarle." 

Creo  que  con  esto  tenemos  bastante  para  comprender 
que  el  Numen,  el  verdadero  Numen  de  la  revolución  de 
Mayo  no  había  aparecido  en  Mariano  Moreno,  sin  por  eso 
negar  que  había  algo  en  aquella  noble  cabeza  de  treinta 
años,  y  mucho  en  aquel  ígneo  corazón  atormentado.  Su 
pensamiento  integral,  en  cuanto  al  fin  de  la  revolución 
americana  y  á  los  medios  que  debían  emplearse  para  su 
triunfo,  están  consignados  en  ese  Plan  de  Operaciones, 
de  que  os  he  hablado.  Este  largo  documento  era  descono- 
cido hasta  hace  muy  poco;  su  aparición  produjo  un  es- 
tupor parecido  al  pánico:  los  principios  en  él  adoptados, 
el  despotismo  sobre  todo,  son  contrarios  á  la  revolución 
de  Mayo;  los  medios,  proclamación  engañosa  de  Fer- 
nando VII,  crueldad,  terror,  exterminio,  doblez,  traicio- 
nes, son  contrarios  á  la  naturaleza.  Hasta  se  aconseja 
allí  la  cesión  de  la  isla  de  Martín  García  á  Inglaterra,  en 
cambio  de  su  protección;  hasta  se  proyecta  la  conquista 
del  Brasil. . .   Ilusiones  ó  atrocidades. 

Groussac  ha  hecho  inteligentes  esfuerzos  por  demostrar 


MIL   OCHOCIENTOS    DIEZ  115 

que  ese  estupendo  documento  es  apócrifo.  No  vacilo  en 
afirmar,  tras  detenido  estudio,  que  Groussac  tiene  razón: 
ese  documento  no  es  de  Moreno;  ha  sido  escrito  con  pos- 
terioridad á  su  fecha,  y  por  un  detractor  de  la  revolución 
de  Mayo.  Pero  este  ignorado  autor  ha  impreso  tal  vero- 
similitud á  su  obra,  que  el  Ateneo  de  Buenos  Aires,  que 
es  quien  la  ha  divulgado  últimamente,  lo  ha  hecho  cre- 
yéndola perfectamente  auténtica.  Si  se  estudian,  efecti- 
vamente, los  actos  y  decretos  de  la  Junta  de  Mayo,  ins- 
pirada por  Moreno,  se  concluye  en  que,  si  bien  esos  actos 
no  se  ajustaron  al  documento  apócrifo,  éste  se  ajusta  de 
tal  manera  á  aquellos  actos,  que  sólo  una  mirada  muy 
experta  puede  percibir  el  engaño.  Veremos  cómo  se  re- 
currió al  terror  y  á  muchos  otros  de  los  medios  que  ese 
documento  dice  aconsejados  por  Moreno;  en  cuanto  á  la 
proclamación,  sincera  ó  engañosa  del  rey,  la  Junta  decía, 
en  un  manifiesto  de  Agosto  de  1810,  redactado  por 
su  ilustre  secretario,  que  "la  Capital  había  jurado  so- 
lemnemente fidelidad  á  su  amado  monarca  Fernando  VII, 
y  la  guarda  constante  de  sus  derechos;  y  desafiaba  al 
mundo  entero  á  que  descubriera  en  su  conducta  un  solo 
acto  capaz  de  comprometer  la  pureza  de  su  fidelidad." 
La  biografía  de  Moreno  escrita  por  su  hermano  Manuel, 
confirma  también  ese  concepto. 

No  quiero  hablaros  demasiado,  mis  amigos,  de  ese  Plan 
de  Operaciones;  ni  siquiera  os  aconsejo  que  lo  leáis..  . 
por  si  es  realmente  apócrifo.  Fijémonos,  sin  embargo,  en 
la  contestación  que  en  él  da  Moreno,  ó  quien  quiera  que 
sea,  cuando  se  le  consulta  sobre  los  medios  de  adherir  la 
Banda  Oriental  á  la  revolución,  sometiendo  su  capital, 
Montevideo,  que,  como  lo  veréis,  fué  necesario  arrebatar 
por  la  fuerza  al  dominio  extranjero.  "Sería  muy  del 
caso,  contesta,  atraerse  á  dos  sujetos,  por  cualquier  in- 


116  ARTIGAS 


teres  y  promesas,  así  por  sus  conocimientos,  que  nos 
consta  son  muy  extensos  en  la  campaña,  como  por 
sus  talentos,  opinión,  concepto  y  respeto:  son  el  capi- 
tán de  dragones,  don  José  Rondeau,  y  el  capitán  de 
Blandengues,  don  José  Artigas,  quienes,  puesta  la  cam- 
paña en  este  tono,  y  concediéndoles  facultades  amplias, 
concesiones  gracias  y  prerrogativas,  liarían  en  poco 
tiempo  progresos  tan  rápidos,  que  antes  de  seis  meses 
podría  tratarse  de  formalizar  el  sitio  de  la  plaza." 

Esa  visión  atribuida  á  Moreno  sobre  Artigas  nos  daría 
mucho  que  pensar,  amigos  míos,  mucho,  sin  duda  alguna; 
y  mucho  que  hablar.  Moreno  fué  el  hombre,  de  la  revo- 
lución argentina,  que  hubiera  podido,  acaso,  comprender 
y  aun  secundar  á  Artigas;  él  fué  quien  más  participó 
de  su  visión  democrática,  aunque  sólo  la  percibía  al  tra- 
vés de  exóticos  preconceptos  que  la  desfiguraban.  Pero 
si  no  hemos  de  perder  el  sentido  de  la  proporción  en 
nuestras  conferencias,  es  menester  que  nos  limitemos  á 
lo  dicho  sobre  este  punto. 

El  doctor  Moreno  fué  un  relámpago;  brilló  y  se  apagó 
en  el  mar.  A  fines  de  1810  se  vio  extrañado  de  su  patria, 
y  murió  en  el  viaje. 

Que  tanta  agua  era  necesaria  para  apagar  tanto  fuego, 
dijo  Saavedra,  al  saber  la  muerte  del  luminoso  joven  en 
el  Océano. 


j  Quién  puede  ofrecerse  á  nuestro  examen  como  su  sus- 
tituto en  Buenos  Aires?  ¿Quién  como  el  hombre  repre- 
sentativo, que  queda  allí,  del  pensamiento  de  Mayo,  y 
que,  por  su  sinceridad,  tenga  derecho,  lo  que  se  llama 
derecho,  á  ser  creído  y  obedecido  por  los  demás  hombres? 

Allí  estaba  don  Manuel  J.  García,  persona  de  talento  y 


MIL    OCHOCIENTOS   DIEZ  117 

de  vasta  ilustración ;  pero  de  éste,  no  hay  que  hablar,  por 
ahora;  él  será  el  agente  de  restauración  monárquica  más 
apasionado  del  Plata.  ¿Hablaremos  de  don  Bernardo  de 
Monteagudo,  el  Marat  de  la  revolución  americana,  que 
termina  también  renegando  del  principio  republicano? 
Nó,  no  es  posible  vacilar:  el  gran  personaje  que  descuella 
en  Buenos  Aires  es  don  Bernardino  Rivadavia.  Este  sí 
que  era  un  hombre  de  estado;  sus  ideas  eran  firmes  y 
maduras.  Tócanos  averiguar  cuáles  eran  esas  ideas  sobre 
la  revolución  de  Mayo. 

A  juzgar  por  sus  primeros  actos,  se  hubiera  dicho  que 
este  Rivadavia  era  realmente  el  hombre  de  la  nueva  fe, 
el  bárbaro,  el  numen,  ya  que  en  ese  orden  de  simbólico  len- 
guaje hemos  entrado.  Entre  otros  gestos  expresivos,  pode- 
mos observar  uno,  que  lo  es  mucho,  de  este  rígido  perso- 
naje. 

Asistía  á  un  banquete  que,  á  fines  de  1812,  se  ofrecía 
á  San  Martín,  llegado  recientemente  de  Europa,  y  que  era 
Coronel  de  los  Granaderos  á  Caballo.  San  Martín  brindó 
por  el  establecimiento  de  una  monarquía  en  el  Plata.  En 
mala  hora  lo  hizo.  Rivadavia  se  alzó  como  una  furia;  es- 
taba poseído  de  tal  indignación,  al  parecer  republicana, 
que  amenazó  á  San  Martín  con  una  botella.  Y  se  la  hu- 
biera arrojado  á  la  cabeza,  dice  el  testigo  ocular  que  el  in- 
cidente nos  narra,  sin  la  interposición  del  brazo  de  Alvear. 

Convengamos  en  que  fué  muy  oportuna  y  feliz  la  in- 
terposición del  capitán  Alvear.  Y  lo  fué,  mis  amigos,  no 
sólo  porque  salvó  la  cabeza  de  San  Martín,  preciosa  cabeza 
por  cierto,  del  aleve  golpe  del  fiero  Rivadavia,  sino  por 
que  éste  no  iba  á  tardar  mucho  tiempo  en  ser  más  realista 
que  San  Martín  y  que  Alvear  y  que  todos  los  demás  miem- 
bros de  la  Junta  de  Mayo,  pues  iba  á  serlo  más  que  el 
mismo  Fernando  VII. 


118 


Debo  adelantaros  aquí,  por  muy  conveniente  á  la  forma- 
ción de  vuestro  criterio,  el  conocimiento  de  la  opinión  de 
este  Rivadavia  sobre  la  revolución  de  Mayo.  Está  consig- 
nada en  la  exposición  que  él,  en  compañía  del  no  menos 
insigne  don  Manuel  Belgrano,  presenta  al  rey  destronado 
don  Carlos  IV,  padre  de  Fernando  VII,  en  16  de  Mayo 
de  1815.  Eivadavia  y  Belgrano,  como  Diputados  y  Pleni- 
potenciarios del  Gobierno  de  las  Provincias  del  Plata,  van 
á  pedir  á  Carlos  IV,  al  infeliz  Carlos  IV,  "que  ceda  en 
favor  de  su  hijo,  don  Francisco  de  Paula,  (otra  innocua 
persona)  el  dominio  y  señorío  natural  de  aquellos  pue- 
blos, constituyéndole  rey." 

Es  muy  original  el  fundamento  de  esa  actitud,  y  es  eso 
lo  que  yo  quiero  haceros  notar  especialmente.  Según  esos 
plenipotenciarios,  la  revolución  del  25  de  Mayo,  si  bien 
aclamó  y  seguía  aclamando  y  jurando  á  Fernando  VII,  en 
todo  pensaba,  menos  en  sostener  los  derechos  de  éste,  por 
la  sencilla  razón  de  que  Fernando  no  los  tenía  ni  por 
pienso.  Quien  los  tenía,  según  Rivadavia  en  1815,  era  Car- 
los IV.  Éste  era  el  rey  legítimo  de  América,  pues  su  de- 
rrocamiento por  Fernando  VII  había  sido  una  verdadera 
iniquidad,  que  sólo  apoyaban  los  españoles  residentes  en 
América,  pero  no  los  americanos.  Éstos  habían  permane- 
cido y  permanecían  fieles,  como  debían,  á  su  amado  rey 
don  Carlos  IV,  á  quien  Dios  guarde. 

Rivadavia  y  Belgrano  establecen,  entonces,  en  nombre 
de  América,  los  tres  principios  siguientes:  1.°  A  aquellos 
pueblos  no  es  adaptable  otro  Gobierno  que  el  monárquico. 
2.°  Ningún  príncipe  extranjero  prometía  la  seguridad  y 
las  ventajas  de  uno  de  la  familia  de  Vuestra  Majestad. 
3.°  En  caso  de  no  poderse  conseguir  ésta  que  se  ha  tenido 
siempre  por  la  mayor  ventaja,  debía  preferirse  la  inte- 
gridad de  la  monarquía. 


MIL    OCHOCIENTOS    DIEZ  119 

No  entraré,  mis  amigos,  en  las  intenciones  ó  reservas 
mentales  de  esos  hombres,  cuando  tales  cosas  hacían  y  de- 
cían ;  pero  yo  os  aseguro  que,  si  en  aquel  tiempo  no  hu- 
biera habido  algo  más  que  eso  que  vemos  en  Buenos  Ai- 
res; si  no  hubiera  existido  el  pueblo  argentino,  oriental  y 
occidental,  y,  sobre  todo,  el  hombre  plenamente  sincero 
en  obras  y  palabras,  y  con  derecho,  lo  que  se  llama  dere- 
cho, á  ser  obedecido,  poco  ó  nada  hubiera  sido  la  revolu- 
ción de  Mayo. 

Aquellos  ilustres  proceres  tuvieron  la  gloria  de  des- 
pertar al  pueblo ;  ello  basta  para  que  los  llamemos  gran- 
des. Pero  lo  despertaron  en  la  prudente  esperanza  de  lle- 
varlo más  ó  menos  lejos  según  las  circunstancias.  Cuando 
se  dieron  cuenta  de  que  lo  que  habían  iniciado  era  una 
colosal  revolución,  no  supieron  qué  hacer  con  ella,  y 
quisieron  volver  atrás;  cuando  advirtieron  que  lo  que 
habían  concitado  contra  el  león  hispánico  era  un  ca- 
chorro de  león,  que  sentía  en  las  entrañas  el  salto  fisio- 
lógico de  la  pubertad,  y  el  estallar  de  sensaciones  igno- 
tas, no  se  sintieron  de  su  especie ;  comprendieron  que,  lejos 
de  arrastrarlo,  tenían  que  ser  arrastrados  por  él ;  pensaron 
en  prevenirse  contra  sus  zarpazos,  en  domesticarlo  cuando 
menos ...  y  hasta  en  matarlo  en  último  caso. 

No  era  posible.  Alea  jacta  est. 

No  se  vencen  leones  sino  con  leones.  Y  no  se  les  acau- 
dilla sin  serlo. 

No  es  exacto,  felizmente,  que  ese  león  caudillo  no  hu- 
biera nacido  en  nuestro  Río  de  la  Plata,  aunque  no  se  le 
haya  visto  en  la  plaza  de  Buenos  Aires:  él  estaba  entre 
nosotros,  os  aseguro  que  estaba  entre  nosotros. 


CONFERENCIA   VI 


LA  FECHA  INICIAL 


La  revolución  de  Mayo  en  Montevideo.  —  El  enviado  de  Buenos 
Aires  ante  el  Cabildo  de  Montevideo.  —  Las  expediciones  auxi- 
liares.—  Al  Alto  Peni. —  Al  Paraguay.  —  A  la  Banda  Oriental. — 
Suipacha.  —  Don  Gaspar  Eodríguez  de  Francia.  —  La  revolución 
de  Mayo  en  la  Asunción.  — El  doctor  Francia  en  su  guarida.  — 
Independencia  del  Paraguay.  —  El  despertar  de  la  Banda 
Oriental.  —  El  pueblo  matinal. 


Amigos  artistas: 

El  25  de  Mayo  de  1810  ha  sido  consagrado,  y  no  sin 
verdadera  causa,  como  la  cifra  inicial  de  independencia 
en  nuestra  América  austral.  El  sol  de  nuestra  bandera  es 
el  de  ese  día,  el  de  Mayo,  el  mismo  que  alumbra  á  la  ar- 
gentina. 

Bien  es  verdad  que  no  ha  faltado  quien  quiera  reivin- 
dicar para  Montevideo  la  gloria  de  haber  proclamado  antes 
que  nadie,  en  1808,  la  fórmula  de  independencia;  pero  creo 
que  es  ese  un  detalle  sin  gran  importancia. 

No  falta  razón,  sin  embargo,  para  fundar  esa  acción 
reivindicatoría,  que,  cuando  menos,  serviría  para  confir- 


122 


mar  lo  que  dijimos  antes  sobre  la  importancia  de  Monte- 
video como  centro  urbano. 

El  movimiento  del  25  de  Mayo  de  1810,  en  Buenos 
Aires,  fué  precedido,  efectivamente,  de  uno  muy  análogo, 
que  tuvo  lugar  dos  años  antes,  el  21  de  Setiembre  de  1808, 
en  Montevideo.  Gobernaba  entonces  en  Buenos  Aires,  como 
virrey,  don  Santiago  Liniers,  el  héroe  de  la  reconquista, 
que  vamos  á  ver  fusilado,  en  defensa  de  su  rey,  por  la 
expedición  auxiliar  dirigida  al  Alto  Perú.  Mandaba  en 
Montevideo,  como  gobernador,  el  general  don  Francisco 
Javier  de  Elío,  noble  y  empecinada  persona.  Acaecida 
la  invasión  de  Napoleón  en  España,  Elío  cree  que  Liniers. 
por  su  origen  francés,  no  ofrece  garantías  á  la  defensa 
de  la  patria  española  contra  Bonaparte;  le  pide,  en  nota 
oficial,  que  renuncie  el  mando;  se  resiste  á  secundar  sus 
órdenes,  y  Liniers  decreta  su  separación,  enviándole  como 
sustituto  al  capitán  Michelena,  "que  tenía  fama  de  va- 
lentón y  aire  de  matamoros",  con  orden  de  reducirlo  á 
prisión.  Elío  rechaza  á  Michelena,  "después  de  haber 
enarbolado  el  uno  una  pistola  y  recurrido  el  otro  á  los 
puños,  en  la  primera  entrevista."  El  pueblo  de  Monte- 
video, unido  á  los  jefes  militares,  se  alza  en  rebelión: 
rodea,  sostiene  y  aclama  á  Elío;  se  reúne  en  tumultuoso 
plesbiscito;  celebra  el  clamoroso  Cabildo  Abierto  de  21 
de  Setiembre,  formado  de  cincuenta  y  cuatro  miembros, 
entre  los  cuales  hay  20  delegados  directos  del  pueblo: 
expulsa  á  Michelena;  proclama  á  Fernando  VII,  y,  rom- 
piendo sus  vínculos  con  Buenos  Aires,  y  aún  con  el  go- 
bierno de  la  metrópoli,  se  separa  del  virreinato,  y  forma 
una  Junta  de  Gobierno  independiente,  para  custodiar  los 
derechos  del  rey  prisionero.  Todo  se  hizo,  según  las  actas 
capitulares,  "por  ser  ese  el  voto  del  pueblo."  Esto  es  muy 
análogo,  casi  idéntico,  como  lo  veis,  á  lo  hecho  el  25  de 


LA   FECHA    INICIAL  123 


Mayo  de  1810  en  Buenos  Aires;  el  derecho  del  pueblo 
á  organizarse  sin  intervención  de  la  metrópoli,  y  la  au- 
tonomía regional,  basada  en  la  igualdad  de  los  pueblos, 
quedaron  allí  consagrados.  El  Presbítero  doctor  Pérez 
Castellano,  miembro  de  la  Junta,  decía  entonces  á  su 
obispo:  "Los  españoles  americanos  somos  hermanos  de 
los  españoles  de  Europa Los  de  allá,  viéndose  priva- 
dos de  nuestro  muy  amado  rey,  han  tenido  facultades 
para  proveer  á  su  seguridad  común,  creando  Juntas,  y 
creándolas  casi  al  mismo  tiempo,  y  como  por  inspiración 
divina.  Lo  mismo  podemos  hacer  sin  duda  nosotros,  pues 
somos  igualmente  libres . . . .  " 

"Si  se  tiene  á  mal  que  Montevideo  haya  sido  la  primera 
ciudad  de  América  que  manifestase  el  noble  y  enérgico 
sentimiento  de  igualarse  con  las  ciudades  de  su  madre 
patria. ....  la  obligaron  á  ello  circunstancias  notorias. 
También  fué  la  primera  ciudad  que  despertó  el  valor 
dormido  de  los  americanos." 

Esa  es  la  fórmula,  como  lo  veis,  de  la  revolución  de 
Mayo. 

Mitre,  López,  Florencio  Várela,  el  Deán  Funes,  his- 
toriadores argentinos,  son  los  que  han  atribuido  á  ese 
suceso  carácter  fundamental.  "La  Junta  de  Montevideo, 
dice  Mitre,  es  un  punto  hacia  al  cual  convergen  las  lí- 
neas de  la  historia,  y  de  que  parten  todos  los  que  de  él 
se  han  ocupado,  sea  que  lo  hayan  interpretado  del  punto 
de  vista  jurídico,  ó  en  sus  relaciones  con  el  desenvolvi- 
miento futuro  de  la  revolución  que  él  contenía  en  ger- 
men, y  que  debía  producir  la  descomposición  del  go- 
bierno colonial,  como  acertadamente  lo  establece  el  señor 
López,  al  asignarle  su  importancia  causal  en  el  momento 
preciso  en  que  se  produjo." 

"La  creación   de  la  Junta  de  Montevideo  en  1808, 


124  ARTIGAS 


agrega  Mitre,  á  imitación  de  las  que  se  habían  formado 
en  España fué  la  primera  repercusión  de  la  revolu- 
ción de  la  metrópoli  sobre  su  colonia,  que  sugirió  la  teo- 
ría y  dio  el  tipo  de  la  revolución  que  debía  producirse 
más  tarde." 

"Instrumento  de  intereses  extraños,  movido  promis- 
cuamente por  pasiones  propias  y  ajenas,  Montevideo,  sin 
embargo,  fué  el  primer  teatro  en  que  se  exhibieron  en 
el  Río  de  la  Plata  las  dos  grandes  escenas  democráticas 
que  constituyen  el  drama  revolucionario :  el  Cabildo 
abierto,  y  la  constitución  de  una  Junta  de  propio  gobierno 
nombrada  popularmente. ' ' 

"Este  suceso  tuvo  gran  repercusión  en  América,  y  su 
alcance  no  se  ocultó  á  la  observación  de  los  espíritus 
perspicaces,  que  presentían  la  revolución  y  la  indepen- 
dencia. ' ' 

"La  Junta  del  25  de  Mayo  de  1810  sería,  con  otros 
elementos  y  tendencias,  la  repetición  de  la  de  1808  en 
Montevideo,  y  la  abortada  en  Buenos  Aires  en  1809 " 

En  nuestra  conferencia  anterior  os  hice  conocer  la  ex- 
posición de  Belgrano  y  Eivadavia  á  Carlos  IV.  En  ella, 
esos  diputados  y  plenipotenciarios  del  Gobierno  de  las 
Provincias  del  Plata,  presentan  al  gobernador  Elío,  de 
que  ahora  hablamos,  como  el  verdadero  y  único  revolu- 
cionario contra  la  metrópoli;  es  él,  según  ellos,  quien, 
con  los  españoles  residentes  en  el  Plata,  ha  conspirado 
contra  el  único  legitimo  soberano  y  rey  de  la  monarquía 
española,  que  no  es  otro,  según  aquellos  plenipotencia- 
rios, sino  don  Carlos  IV,  que  Dios  guarde ;  es  Elío,  quien 
ha  apoyado  á  Fernando  VII,  contra  la  lealtad  del  pue- 
blo americano  hacia  su  rey.  Recordando  entonces  Bel- 
grano y  Eivadavia  el  momento  en  que  Elío  se  revela  con- 
tra Liniers,  y  tiene  lugar  el  Cabildo  Abierto  de  Monte- 


LA   FECHA   INICIAL  125 


video  de  que  estamos  hablando,  dicen  lo  siguiente :  '  \  Pero 
don  Javier  Elío  se  separó  entonces  de  la  obediencia  de 
todas  las  autoridades  de  la  Capital,  y  formó  un  Gobierno 
independiente,  en  una  Junta  que  fué  la  primera  de  toda 
la  América." 

En  esas  razones,  muy  dignas  de  consideración,  por 
cierto,  se  apoyan  los  que  reclaman  para  Montevideo  el 
título  de  cuna  de  la  revolución  en  la  América  austral. 
Pero  yo  atribuyo  á  todo  eso,  con  ser  tan  importante, 
una  mínima  importancia;  recordemos  que  también  se 
ha  reclamado  para  los  normandos,  para  los  irlandeses,  y 
hasta  para  los  chinos,  la  gloria  del  descubrimiento  de 
América. 

Nó;  el  que  inventó  la  América  no  era  chino  ni  nor- 
mando :  fué  Cristóbal  Colón,  el  genovés  que  todos  conoce- 
mos. Y  fué  Buenos  Aires,  la  gran  ciudad  ríoplatense,  ca- 
pital del  antiguo  virreinato,  fué  su  valeroso  pueblo,  quien 
pudo  marcar  y  marcó  con  eficacia,  el  25  de  Mayo  de  1810. 
.  la  hora  prima  de  nuestra  vida  independiente.  Allí  estaba 
el  virrey,  y  sólo  allí  tenía  que  ser  depuesto  como  lo  fué. 
Aun  suponiendo  que  Montevideo  hubiese  llegado  hasta  des- 
tituir á  su  gobernador  español,  lo  que  no  sucedió  ni  se  pre- 
tendió, ese  acto  no  hubiera  tenido  la  transcendencia  de  la 
destitución  del  virrey  en  Buenos  Aires.  ¿  Quién  puede  du- 
darlo? Aquel  golpe  audaz  fué  decisivo  desde  el  primer 
momento;  fué  el  disparo  certero  que  rompe  el  ala  iz- 
quierda, la  del  corazón,  al  pájaro  de  osamenta  férrea. 
Toda  la  lucha  que  seguirá  á  ese  golpe,  tendrá  por  objeto 
la  ya  imposible  reconquista  de  Buenos  Aires  por  parte 
de  España;  su  conservación  por  parte  de  América.  Allí 
debía,  pues,  radicarse  el  pensamiento  de  la  revolución 
general;  esa  ciudad  era  el  depósito  de  los  recursos,  el 
centro  de  operaciones,  por  otra  parte. 


126 


Buenos  Aires  tuvo  la  gloria  de  ser  el  heraldo  de  la 
libertad;  pero,  por  eso  mismo,  desde  ese  momento,  dejó 
de  pertenecerse  á  sí  misma,  para  pertenecer  á  la  revolu- 
ción que  provocaba.  Era  preciso  que  no  volviese  allí  el 
virrey,  y  mucho  menos  el  rey;  pensar  en  restaurarlo,  era 
delito  de  lesa  América.  Buenos  Aires  mismo  no  podía 
hacerlo  ya.  El  propósito  de  ratificar,  de  perpetuar  lo 
hecho  en  su  plaza  pública  el  25  de  Mayo  de  1810,  es  el 
alma  de  guerra  de  independencia  que  allí  se  inicia.  De 
una  parte  estará  el  pueblo  americano;  de  la  otra  todos 
cuantos  pretendan  volver  un  paso  atrás  de  la  deposición 
del  virrey  de  España  en  .Buenos  Aires,  aunque  quien  lo 
pretenda  sea  Buenos  Aires  mismo.  Eso  es  lo  que  se  llama 
Revolución  de  Mayo. 

Desgraciadamente  la  idea  contraria  anidó  en  los  hom- 
bres dirigentes,  ya  que  no  en  el  pueblo,  de  la  ciudad  ini- 
ciadora. 

No  era  Buenos  Aires,  según  aquellos  hombres,  quien 
debía  pertenecer  á  los  pueblos  que  la  defendían ;  eran  los 
pueblos  quienes  debían  pertenecer  á  Buenos  Aires.  He 
aquí  el  grande  y  funesto  error. 

La  idea  de  que  esa  capital  continuaba  siendo  la  sede 
nata  de  toda  soberanía  y  autoridad,  por  el  sólo  hecho  de 
haberlo  sido  como  sede  colonial,  y  por  voluntad  del  Rey 
Nuestro  Señor;  el  concepto  de  que  todo  debía  someterse 
al  arbitrio  y  dirección,  no  ya  del  pueblo  ríoplatense,  sino 
dé  los  hombres  que  en  Buenos  Aires  ocuparan  el  poder, 
y  dispusieran,  pública  ó  secretamente,  secretamente  sobre 
todo,  de  los  destinos  del  pueblo  americano,  se  hizo  carne 
en  los  hombres  de  Mayo. 

Tu  miedo  aumenta  el  número  de  mis  enemigos,  dice 
Macbet.  Esa  idea  aumentaba  e"l  número  de  los  enemigos 
de  América,  y  con  ellos  morirá. 


LA    FECHA    INICIAL  127 


Pero  no  por  eso  el  25  de  Mayo  de  1810  deja  de  ser  la 
cifra  inicial  de  gran  revolución,  ni  la  ciudad  de  Buenos 
Aires  su  capital  gloriosa. 


11 


Una  de  las  resoluciones  adoptadas  el  25  de  Mayo, 
además  de  la  convocación  de  todos  los  pueblos  del  virrei- 
nato para  que  enviaran  representantes  á  fin  de  resolver 
libremente  de  sus  destinos,  y  después  de  reconocer  la 
Junta  provisional  de  Gobierno  constituida  en  Buenos 
Aires,  fué  la  formación  y  el  envió  inmediato  de  ejér- 
citos, que  difundieran  la  revolución  por  todo  el  terri- 
torio de  la  nación,  y  sofocaran  las  resistencias  que  á  sus 
propósitos  se  opusieran.  Esas  expediciones  se  llamaban 
auxiliares,  es  decir,  colaboradoras  ó  centro  de  apoyo  de 
los  elementos  populares  que  se  adhirieran  al  movimiento 
de  emancipación. 

Una  de  ellas  se  dirigió  hacia  el  Noroeste,  hacia  la  pro- 
vincia del  Alto  Perú,  que  será  más  tarde  una  nación 
independiente ;  esa  expedición  debía  cruzar,  en  línea  diago- 
nal, el  territorio  argentino.  La  otra,  bajo  las  órdenes  de 
Belgrano,  se  dirigió  hacia  el  Nordeste,  á  la  provincia  del 
Paraguay,  que  también  formará  un  estado  soberano.  Más 
tarde  se  dirigirá  otra  hacia  el  Sur,  hacia  el  otro  lado  del 
Uruguay  y  el  Plata,  hacia  la  provincia  Oriental,  que,  como 
el  Alto  Perú  y  el  Paraguay,  será  también  nación,  y  cuya 
capital,  Montevideo,  es  el  núcleo  principal  de  resisten- 
cia á  lo  iniciado  el  25  de  Mayo  en  la  Capital  del  virreinato. 


Mucho  nos  convendrá  saber,  antes  que  todo,  y  aun- 
que sea  á  la  ligera,  quién  resiste  en  Montevideo  y  por 


128  ARTIGAS 


qué  resiste.  Veamos  lo  que  es  el  25  de  Mayo  de  1810  en 
la  futura  capital  del  Uruguay.  El  punto  es  tan  intere- 
sante como  complejo,  y  reclamo  para  él  vuestra  atención 
toda  entera. 

Montevideo,  como  todo  el  pueblo  oriental  de  que  es  ca- 
beza, no  sólo  adherirá  entusiasta,  dentro  de  ocho  meses, 
á  la  iniciativa  de  Mayo,  sino  que,  conducido  por  Artigas, 
le  imprimirá  su  verdadero  significado  —  independencia  — 
le  dará  sus  primeras  glorias,  y  conservará  su  espíritu, 
cuando  los  mismos  iniciadores  renieguen  de  él  ó  pierdan 
su  fe.  Resiste,  sin  embargo,  en  los  primeros  momentos,  la 
iniciativa  de  Buenos  Aires.  Y  es  muy  de  notar  que  la  resis- 
tencia es  unánime;  no  son  sólo  los  españoles,  que  han  de 
sostener  empecinados  la  causa  del  rey,  quienes  se  oponen  al 
movimiento;  son  también  los  nacionales,  que,  mañana  no 
más,  serán  sus  más  obstinados  sostenedores. 

¿  La  causa  de  ese  fenómeno  ? . . .  Fijaos  bien  en  esto, 
amigos  artistas,  porque  mucho  se  vincula  con  lo  que  he- 
mos hablado,  y  con  lo  que  vamos  á  hablar. 

Los  españoles  de  Montevideo  resisten  el  movimiento 
de  Buenos  Aires  porque  dudan,  y  no  sin  mucha  causa, 
de  la  fidelidad  al  rey  que  sus  iniciadores  proclaman. 
Los  orientales,  porque  dudan,  también  con  fundamento, 
de  la  fidelidad  y  del  respeto  á  los  pueblos  que  aquel 
debe  entrañar. 

Los  españoles  temen  ver  sustituido  el  virrey,  y  el  rey 
por  consiguiente,  por  el  pueblo  americano.  Los  orienta- 
les temen  ver  sustituido  un  virrey  por  otro  virrey,  el 
español  por  el  bonaerense. 

Producido  el  movimiento  de  Mayo,  Montevideo  no 
permanece  impasible,  ni  mucho  menos;  se  conmueve 
profundamente,  observa  lo  que  pasa  en  Buenos  Aires, 
y  se  dispone,  no  á  obedecer  la  autoridad  de  la  capital, 


LA   FECHA    INICIAL  129 


así  se  llame  Junta  ó  virrey,  pues  no  reconoce  más  auto- 
ridad que  la  del  rey,  sino  á  adoptar  una  resolución  pro- 
pia, libre  y  consciente. 

Tanto  el  virrey  Cisneros  como  la  Junta,  que  conocen 
bien  el  carácter  de  aquel  pueblo,  le  envían  sus  repre- 
sentantes. 

El  virrey,  antes  de  su  caída,  y  al  sentirla  inminente, 
le  pide  adhesión  y  apoyo,  por  intermedio  de  su  secre- 
tario, que  llega  fugitivo  á  Montevideo  el  24  de  Mayo. 
La  Junta,  una  vez  depuesto  el  virrey,  le  reclama  el  reco- 
nocimiento, y  el  envío  de  un  diputado;  pero  no  lo  hace 
por  simple  comunicación  escrita,  como  á  los  demás  pue- 
blos del  virreinato,  sino  enviándole  un  comisionado  es- 
pecial, el  capitán  don  Martín  Galaín,  que  llega  á  la  ciu- 
dad oriental,  el  31  de  Mayo,  con  toda  clase  de  expli- 
caciones. 

Al  enviado  de  Cisneros,  de  cuyos  actos  no  quiere  ha- 
cerse solidario  antes  de  conocerlos  y  juzgarlos,  contesta 
Montevideo,  después  de  larga  deliberación:  "que  está 
dispuesto  á  tomar  todas  las  medidas  conducentes  á  la 
conservación  del  orden  y  de  los  derechos  sagrados  de 
Fernando  VII ' ' ;  pero  le  ordena  que  salga  inmediatamente 
de  Montevideo.  Al  enviado  de  la  Junta  ¿qué  le  contes- 
tará? El  caso  es  arduo.  Montevideo  no  tenía  por  qué  sor- 
prenderse ante  lo  hecho,  pues  la  Junta  de  Mayo  en  Bue- 
nos Aires  no  era  sino  la  repetición,  como  hemos  visto, 
de  la  de  Setiembre  en  Montevideo.  El  Cabildo  delibera, 
y  no  se  cree  habilitado  para  resolver  el  punto.  Convoca 
al  pueblo,  llama  á  Cabildo  abierto,  es  decir,  se  integra 
con  los  principales  vecinos.  El  Cabildo  se  realiza  el  1.°  de 
Junio,  bajo  la  presidencia  del  gobernador  Soria.  En  él  se 
discute  larga  y  acaloradamente;  los  ánimos  están  muy 
agitados;  hay  allí  muchas  reservas  mentales.  Se  llega,  por 

9.  Artigas.— i. 


130 


fin,  á  una  solución  por  simple  mayoría,  con  grande  opo- 
sición: la  Junta  de  Buenos  Aires  será  reconocida,  pero 
condicionalmente,  con  ciertas-  limitaciones;  éstas  serán  fi- 
jadas por  una  comisión  especial,  que  les  dará  forma,  y  las 
someterá  de  nuevo  á  la  aprobación  del  Cabildo. 

Pero  en  esos  precisos  momentos,  el  2  de  Junio,  llega  á 
Montevideo  un  buque,  el  bergantín  "Filipino",  con  la 
noticia  de  haberse  instalado  en  Cádiz,  en  reemplazo  de 
las  Juntas,  un  Consejo  de  Regencia,  y  con  comunica- 
ciones de  éste.  Era  lo  que  deseaba  el  gobierno,  el  ca- 
bildo, el  pueblo  montevideanos:  una  ocasión  cualquiera, 
así  fuera  la  más  inconsistente,  para  proceder  por  sí 
mismos,  y  para  no  verse  obligados  á  consagrar  el  dere- 
cho que  parecía  arrogarse  Buenos  Aires  de  someter  á 
su  autoridad  á  Montevideo,  no  teniendo  la  delegación 
directa  del  rey.  De  rey  abajo  ninguno.  No  se  vacila ; 
se  lee  en  voz  alta,  en  la  plaza  mayor,  la  proclama  de 
las  autoridades  españolas,  que  invitan  al  pueblo  ameri- 
cano á  reconocerlas;  se  las  reconoce  sin  pérdida  de 
tiempo,  y  se  aclama  el  Consejo  de  Regencia.  Salvas  de 
artillería,  repiques  de  campanas,  juramento  solemne  de 
las  tropas,  aclamaciones  del  pueblo.  Y  siempre,  eso  sí. 
¡viva  Fernando  VII! 

Es  claro  que  la  contestación  á  la  Junta  de  Buenos 
Aires  se  imponía,  y  el  Cabildo  la  acuerda  el  2  de  Junio : 
que  Buenos  Aires  reconozca  ante  todo,  como  Montevi- 
deo, el  Consejo  de  Regencia;  que  se  declare,  á  la  par  de 
Montevideo,  vasallo  del  rey,  sin  pretender  sustituirlo, 
y  entonces  se  hablará  del  envío  de  diputados,  etc. 

El  Cabildo  resolvió,  pues,  suspender  su  deliberación, 
hasta  conocer  la  actitud  de  la  Junta  de  Mayo  y  del  pue- 
blo de  Buenos  Aires  ante  los  nuevos  sucesos  de  España. 

La  Junta  de  Buenos  Aires  insiste  premiosamente,  y  en 


LA   FECHA    INICIAL  131 


la  forma  que  cree  más  eficaz.  No  sólo  contesta  en  una 
larga  y  bien  fundada  comunicación,  sino  que  desprende 
de  su  seno  á  su  propio  secretario,  el  doctor  don  Juan 
José  Paso,  uno  de  los  varones  más  conspicuos  del  movi- 
miento de  Mayo,  y  lo  envía  á  convencer  á  Montevideo 
con  su  influjo  y  la  elocuencia  de  su  palabra.  El  Cabildo 
resuelve  darle  audiencia  inmediatamente,  el  mismo  día. 
El  mensajero  habla  con  pasión  y  grande  elocuencia; 
relata  los  sucesos  ocurridos  en  Buenos  Aires,  da  las 
razones  por  las  cuales  no  se  ha  reconocido  el  Consejo 
de  Regencia  que  en  Montevideo  ha  sido  proclamado. 
El  Cabildo,  después  de  oirlo,  le  intima  se  retire  á  su  alo- 
jamiento de  extramuros,  y  resuelve  que,  "desde  que  la 
diputación  venía  al  pueblo,  debía  convocarse  á  éste,  en 
la  parte  más  respetable  del  vecindario,  para  que,  ins- 
truido por  el  diputado,  delibere  lo  que  estime  justo." 
El  Cabildo  abierto  tiene  lugar  el  15  de  Junio.  Allí 
está  todo  el  pueblo.  Las  personas  más  caracterizadas 
se  sientan  al  lado  del  gobernador  y  de  los  cabildantes: 
allí  están  Soria  el  gobernador,  y  don  José  de  Salazar, 
jefe  de  la  marina,  y  las  autoridades  eclesiásticas,  La- 
rrañaga  y  Pérez  Castellano,  y  don  Nicolás  de  Herrera, 
ministro  de  la  Real  Audiencia,  y  Elias,  tesorero  de  Go- 
bierno, y  los  miembros  del  Cabildo:  Salvañach,  Aram- 
burú,  Vidal,  Illa,  Ortega,  Más  de  Ayala,  de  la  Peña, 
Pérez,  Vidal  y  Benavídez;  y  los  ciudadanos  Lucas  José 
Obes,  y  Mateo  Magariños,  y  Juan  J.  Duran,  y  Acevedo, 
y  de  las  Carreras,  y  Costa,  y  Gómez  Neira,  Méndez,  etc., 
etc.  Es  realmente  un  senado  de  gran  respetabilidad; 
tiene  personalidades  como  las  más  ilustres  del  movi- 
miento de  Mayo :  Herrera,  Obes,  Larrañaga,  Pérez  Cas- 
tellano, Magariños....  El  diputado  de  Buenos  Aires 
exhibe  sus  credenciales,  en  que  la  Junta  le  da  plenos 


132 


poderes,  y  lo  presenta,  por  su  inteligencia  y  su  pureza 
de  intenciones,  como  la  mejor  prueba  de  su  vivo  an- 
helo porque  la  unión  de  ambos  pueblos  se  realice; 
porque  pueda  la  patria  "presenciar  el  tierno  espectáculo 
que  prepara  Buenos  Aires  á  la  entrada  del  represen- 
tante de  Montevideo  en  compañía  del  de  la  Junta." 

Paso  hace  briosos  esfuerzos  por  arrastrar  el  Cabildo  á 
su  opinión ;  sus  razones  son  las  mismas  que  ha  consignado 
la  Junta  en  su  notable  comunicación,  redactada  por  su 
secretario  Moreno,  pero  realzadas  por  el  brío  del  orador. 
Y  son  razones  poderosísimas,  irrefutables.  La  Junta  orga- 
nizada el  25  de  Mayo  no  ve,  en  las  noticias  recién  llega- 
das, en  la  formación  del  Consejo  de  Regencia,  nada  que 
pueda  conmover  los  fundamentos  en  que  descansa.  El 
fundamento  principal  de  su  existencia  es  la  carencia,  en 
España,  de  una  entidad  que  sea  representante  genuina 
del  rey  prisionero.  Si  las  Juntas  no  lo  eran  ¿cómo  ha  de 
serlo  el  Consejo  que  de  ellas  procede? 

¿Pero  Montevideo  cree  que  ese  Consejo  de  Regencia  re- 
presenta efectivamente  al  rey? 

Sea,  contesta  Buenos  Aires.  Eso  no  debe  obstar  á  nues- 
tra unión.  Nosotros  también  lo  hemos  acatado  tácitamente, 
y  lo  proclamaremos  desde  el  momento  en  que  estemos  segu- 
ros de  que  ese  Consejo  entraña  la  voluntad  del  rey  que 
hemos  jurado,  y  cuyos  derechos  defenderemos  hasta  mo- 
rir. "Lo  sustancial,  agrega  Buenos  Aires,  es  que  todos 
permanezcamos  fieles  vasallos  de  nuestro  augusto  monarca 
don  Fernando  VII,  indiscutible  para  todos;  que  cumpla- 
mos nuestro  juramento  de  reconocer  al  gobierno  de  Es- 
paña legítimamente  constituido,  y  que,  entre  tanto,  es- 
trechemos nuestra  unión  para  socorrer  á  la  metrópoli, 
defender  su  causa,  observar  sus  leyes,  celebrar  sus  triun- 
fos, llorar  sus  desgracias."    Con  ese  motivo,  el  orador 


LA   FECHA    INICIAL  133 


habló  de  los  peligros  que  corrían  los  pueblos  del  virrei- 
nato si  no  se  unían  reconociendo  la  Junta  de  Buenos  Ai- 
res. Dijo  que  esa  alianza  era  necesaria  para  precaverse 
de  posibles  ataques  de  la  corte  portuguesa,  etc.,  etc. 

Todo  eso,  y  mucho  más,  decía  Buenos  Aires  en  su  nota, 
y  expresó,  con  grande  elocuencia,  su  ilustre  representante 
ante  el  Cabildo  de  Montevideo. 

Y  todo  eso  era  de  lo  más  concluyente  que  puede  ima- 
ginarse; nada  mejor  fundado,  nada  más  lógico. 

¿Pero  conocéis  algo  más  inconsistente  que  la  lógica 
en  ciertas  ocasiones,  mis  amigos  artistas?  ¡La  lógica  de 
las  palabras!  La  palabra  es  un  huevo,  de  donde  puede 
salir  lo  mismo  un  caimán  que  una  paloma.  ¡La  fidelidad 
al  rey!  ¿Quién  es  el  rey?  Los  españoles  de  Montevideo 
■creían  que  era  uno;  los  americanos  que  era  otro.  Pero 
españoles  y  americanos  estaban  absolutamente  confor- 
mes en  una  cosa :  en  que  el  rey  no  debía  ser  Buenos  Aires. 
Eso  era  allí  lo  esencial;  lo  demás  se  resolvería  entre 
españoles  y  americanos  de  Montevideo.  Y  eso  fué  lo 
que  allí  predominó,  teniendo  por  órgano  principal  á  don 
Mateo  Magariños,  que  llevó  al  Cabildo  el  eco  del  pueblo 
de  Montevideo,  que,  como  el  de  Buenos  Aires  el  25  de 
Mayo,  se  agitaba  frenético  en  la  plaza,  mientras  el  Ca- 
bildo deliberaba.  Magariños,  españolista  radical  dominó 
el  Cabildo  "con  su  elocuencia  tempestuosa. "  El  pueblo 
sostiene,  decía  Magariños,  "que  no  se  debe  aceptar  la 
Junta  de  Mayo,  porque  ella  pretende  ejercer  su  poder 
como  sucesora  de  los  derechos  del  virrey,  y  Montevideo, 
en  esa  solución,  no  reconoce  sino  sus  propias  y  legítimas 
autoridades. ' ' 

El  comisionado  de  la  Junta  del  25  de  Mayo  fué  recha- 
zado. El  Cabildo  abierto  resolvió:  "que,  entre  tanto  la 
Junta  no  reconociese  la  soberanía  del  Consejo  de  Re- 


134 


gencia  que  había  jurado  el  pueblo  de  Montevideo,  éste 
no  podía  ni  debía  reconocer  la  autoridad  de  la  Junta  de 
Buenos  Aires,  ni  admitir  pacto  alguno  de  concordia  ó 
unidad.  " 

Ahí  tenéis,  mis  amigos,  lo  que  fué  el  25  de  Mayo  de  1810 
en  Montevideo:  algo  así  como  la  repetición  del  Cabildo 
abierto  de  1808. 

Después  de  eso,  los  españoles  se  aprestaron  á  defender 
por  sí  mismos  á  su  rey,  y  los  orientales  á  hacer  lo  propio 
con  el  suyo,  que  no  era  el  mismo,  por  más  que  ambos 
llevaban  el  nombre  de  Fernando  VII.  La  misma  cascara, 
el  mismo  huevo,  al  parecer ;  pero  del  uno  saldrán  los  empe- 
cinados españoles;  del  otro. . .  del  otro  saldrá  Artigas,  el 
hombre  absolutamente  sincero,  el  héroe. 


III 


Entre  tanto,  sigamos  las  expediciones  auxiliares  que 
la  Junta  de  Buenos  Aires  ha  enviado  para  difundir  el 
movimiento  de  Mayo:  la  que  se  dirige  al  Norte,  hacia  el 
Alto  Perú,  la  que  va  al  Paraguay,  y,  por  fin,  la  que  vendrá 
á  la  Banda  Oriental. 

La  primera  expedición  emprende  su  marcha.  En  el  ca- 
mino, tropieza  con  una  conspiración  en  pro  de  la  reac- 
ción puramente  española,  encabezada  por  Liniers  en  Cór- 
doba, y  la  ahoga  en  la  sangre  de  la  primera  tragedia  que 
mancha  el  territorio.  Las  instrucciones  de  Moreno,  las  del 
apócrifo  Plan  de  Operaciones  de  que  hemos  hablado,  co- 
mienzan á  ponerse  en  práctica:  los  ilustres  conspiradores 
son  fusilados  por  orden  expresa  de  la  Junta  Central  de 
Buenos  Aires,  que,  inspirada  por  el  espíritu  funesto,  se 
presenta  implacable  ante  el  clamor  social  que  pide  cle- 
mencia. No  hubo  clemencia. 


LA   FKÜHA    INICIAL  135. 


El  ejército  sigue  su  marcha  hacia  el  Norte,  pues  del 
Perú,  de  la  gran  capital  del  dominio  español,  tiene  que 
venir  el  enemigo.  Y  es  preciso  cerrarle  el  paso  hacia 
Buenos  Aires.  El  ejército  sigue  bajo  las  órdenes  de  Bal- 
caree  y  de  Castelli,  sucesores  de  Ocampo  y  de  Vieites, 
que  resistieron  la  ejecución  de  Liniers  y  sus  compañeros. 

El  ejército  auxiliar  cruza  por  territorio  indiferente.  El 
sol  del  25  de  Mayo  no  aparecía  por  aquellas  soledades.  La 
noche  era  profunda  y  sin  estrellas ;  la  aurora  estaba  lejos. 
La  expedición  no  era,  pues,  auxiliar  de  nadie ;  era  conquis- 
tadora del  desierto. 

Sólo  al  llegar  á  Salta,  allá  en  el  Norte,  encuentra  el 
concurso  popular;  allí  vive  un  caudillo  local,  Martín  Güe- 
mes,  que  ha  reunido  milicias,  y  caballos  y  ganados,  con 
los  que  acrece,  por  intermedio  del  gobernador  intendente, 
los  elementos  del  ejército  conductor  del  mensaje  de  liber- 
tad. Esa  expedición  sigue  hacia  el  Norte;  penetra  en  el 
Alto  Perú ;  llega  á  Cotagaita,  y  allí  choca  con  el  ejército 
español,  al  mando  del  general  Córdoba,  que  rechaza  al  de 
Buenos  Aires.   (27  de  Octubre). 

Se  rehace  éste  con  algunos  contingentes  recibidos  de 
Jujuy,  y  los  dos  ejércitos  vuelven  á  encontrarse  de  nuevo, 
algunos  días  después,  el  7  de  Noviembre,  en  los  campos  de 
Suipacha.  Solo  media  hora  de  lucha  hubo  en  esta  acción 
campal  de  las  armas  argentinas,  que  obtuvieron  allí  la 
primer  resonante  victoria.  Cuarenta  muertos,  ciento  cin- 
cuenta prisioneros,  toda  la  artillería  enemiga,  una  ban- 
dera y  los  bagajes,  quedan  en  poder  del  vencedor. 

Este  no  fué  generoso.  Tampoco  fué  aquí  clemente,  por 
desgracia.  El  intendente  de  Potosí  y  los  generales  venci- 
dos, Córdoba  y  Nieto,  fueron  fusilados  en  la  plaza  de 
aquella  ciudad.  ¡Maldito  espíritu  infernal  que  entene- 
brece la  gloria!  Tampoco  fué  grato  el  recuerdo  que  dejó 


136 


el  vencedor  en  la  sociedad  del  Alto  Perú;  no  fué  popu- 
lar. Ese  recuerdo  había  de  reforzar  el  germen  de  inevi- 
table desmembración  de  esa  región  andina,  que  allí  no 
podía  menos  de  existir  por  leyes  naturales.  Esa  provincia 
formará  la  provincia  de  Bolívar,  Bolivia.  Su  libertad  no 
vendrá,  pues,  á  ella  de  Buenos  Aires;  vendrá  del  Norte. 
Bolívar,  Sucre,  serán  sus  héroes. 

Como  consecuencia  de  la  batalla  de  Suipacha,  el  domi- 
nio de  la  Junta  se  extendió  hasta  el  Desaguadero,  límite 
de  los  verreinatos  del  Perú  y  Buenos  Aires.  Las  cuatro 
intendencias  del  Alto  Perú  se  declararon  por  la  revolu- 
ción. Pero  la  posesión  fué  fugaz;  seis  meses  después,  los 
ejércitos  libertadores  serán  deshechos  por  los  españoles 
en  los  campos  de  Huaqui. 


IV 


La  segunda  expedición,  la  dirigida  hacia  la  provincia 
del  Paraguay,  á  las  órdenes  de  Belgrano,  penetró  tam- 
bién allí  en  territorio  enemigo ;  pero  de  un  enemigo  capaz 
de  desorientar  al  mismo  diablo,  cuanto  más  á  Belgrano,  que 
allí  debía  encontrarse  con  el  caso  más  extraordinario  de 
patología  social  que  presenta  la  historia  americana:  un 
pueblo  vigoroso,  conducido  como  un  autómata  por  un 
monstruo  extraño,  mezcla  de  arcángel  y  de  gato  furioso, 
de  mirada  suave  y  siniestra,  llena  de  fuego  frío,  de  luz 
obscura,  del  eterno  contraste,  de  la  eterna  negación-,  una 
mezcla  de  Ariel  y  Calibán.  ¡  Qué  extraño  personaje  este  que 
vamos  á  conocer !  Tenía  alas  —  debemos  creeerlo  —  alas  de 
piel  membranosa ;  pero  tenía  también  una  zarpa  escondida 
en  la  piel,  llena  de  escalofríos,  y  blanda  como  una  caricia 
mortal.  No  fué  el  enemigo  español;  fué  ese  extravagante 


LA    FECHA    INICIAL  137 


troglodita  paraguayo,  con  el  pueblo  en  las  garras,  quien, 
al  sentir  el  paso  de  Belgrano,  sacó  la  cabeza  de  entre  la 
cálida  selva,  y  salió  al  encuentro  del  ejército  auxiliar, 
para  destrozarlo  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos.  Se  llamaba 
don  Gaspar  Rodríguez  de  Francia. 

No  es  tarea  fácil,  antes  la  creo  en  extremo  difícil,  si  no 
imposible,  averiguar  de  qué  procedía,  cuándo  y  cómo  ha- 
bía sido  engendrado  tan  extraño  y  contradictorio  ser  en 
aquella  región  apartada,  con  la  que  nada  tenía  de  común ; 
pero  de  lo  que  os  narre  y  diga,  mis  amigos  artistas,  seca- 
réis vosotros  las  consecuencias  que  os  parezcan  más  ra- 
zonables. Sobre  este  don  Gaspar  Rodríguez  de  Francia, 
que  es  preciso  conozcáis  para  el  contraste,  se  ha  escrito 
mucho,  como  no  podía  menos,  y  cada  cuafl.  ha  pensado 
según  su  leal  saber  y  entender.  Carlyle  se  extasiaba  ante 
el  fenómeno  éste,  que  apenas  entrevio  al  través  de  infor- 
maciones deficientes,  y  en  el  que  quería  ver  algo  de  su 
Cronwell.  A  mí  me  recuerda  quizá  aquellas  marmóreas 
esfinges  descritas  por  Gautier,  que  afilan  sus  garras  en 
el  ángulo  de  sus  pedestales,  que  nos  miran  con  los  ojos  en 
blanco,  con  una  intensidad  que  asusta,  y  sobre  cuyos  lomos 
leonados  se  ven  como  estremecimientos;  su  cuello  de 
mujer  palpita,  como  si  allí  latiese  un  corazón. 


Resumamos  los  hechos ;  Belgrano  y  su  ejército  de  1.000 
hombres,  entre  los  cuales  descolló  por  su  heroísmo  un 
primo  hermano  de  Artigas,  que  pronto  morirá  por  la  pa- 
tria, fué  inmediatamente  destrozado  por  el  ejército  ene- 
migo en  Paraguarí,  el  19  de  Enero  de  1811.  Se  fortificó 
aquél  60  leguas  más  abajo,  en  la  margen  izquierda  del 
Tacuarí  y  allí  sufrió  el  descalabro  definitivo:  capituló, 
prometió  retirarse  al  otro  lado  del  Paraná,  y  se  retiró 
para  siempre  de  aquella  tierra  intangible. 


138 


¿Quién  lo  había  hecho  pedazos?  Se  dice  en  las  histo- 
rias generales  de  América,  malas  como  toda  enciclope- 
dia, que  el  ejército  que  venció  era  el  de  don  Bernardo 
de  Velazco,  gobernador  español  del  Paraguay.  Eso  es 
no  ver  sino  las  apariencias,  y  repetir  lo  que  dijo  el  pri- 
mero que  habló  de  historia  paraguaya  sin  conocerla,  ó 
poniéndola  al  servicio  de  otras  historias. 

No  hubo  tal :  Velazco  abandonó  el  campo ;  allí  concluyó 
su  autoridad.  Quien  venció  á  Belgrano  fué  el  Paraguay, 
el  ejército  paraguayo,  conducido,  en  primer  término,  por 
el  coronel  don  Manuel  Anastasio  Cabanas.  Al  lado  de 
éste,  lucharon  también  allí,  como  jefes  bizarros,  Gamarra, 
Juan  Antonio  Caballero,  Pascual  Urdapilleta,  Fulgencio 
Yegros,  Luis  Caballero  y  muchos  otros,  todos  bravos  pa- 
raguayos, que  figurarán  en  su  tierra. 

Pero  todos  esos  combatientes  obraban  ya  dentro  del 
círculo  mágico  de  la  esfinge,  ó  dragón,  ó  como  queráis 
imaginarlo,  que  todo  sirve  en  el  caso.  Fué  el  aliento  de 
fuego  de  esa  esfinge  ó  dragón  quien  allí  venció  á  todo 
el  mundo :  á  españoles,  á  argentinos,  y  á  los  mismos  para- 
guayos: fué  don  Gaspar  Rodríguez  de  Francia. 

Es  menester  que  aclaremos  esto. 

Recordad,  mis  amigos,  la  repercusión  del  25  de  Mayo 
en  Montevideo;  la  resistencia  de  esta  ciudad  á  someterse 
á  Buenos  Aires,  etc.,  etc.  El  mismo  sentimiento  de  los 
orientales  hacia  la  capital  del  virreinato,  y  por  causas 
análogas,  existía  en  el  Paraguay.  Éste  se  sentía  persona 
distinta  de  las  demás,  y  no  sin  razón,  por  cierto.  El  Pa- 
raguay, lo  mismo  que  la  Banda  Oriental,  no  fué  jamás, 
como  se  ha  dicho,  provincia  argentina;  fué  una  goberna- 
ción dependiente  del  virrey  del  Río  de  la  Plata  en  los  úl- 
timos tiempos  del  virreinato.  Así  como  la  Banda  Oriental 


LA    FECHA    INICIAL  139 


vivió  abandonada  y  siendo  la  vaquería  de  Buenos  Aires 
durante  el  coloniaje,  el  Paraguay  vivió  casi  aislado  de 
las  demás  provincias,  cuyas  influencias  sobre  él  fueron 
nulas.  Por  otra  parte,  el  paraguayo  se  consideraba  de  un 
origen  étnico  distinto  del  argentino ;  hasta  la  conservación 
del  idioma  guaraní  en  el  pueblo,  pues  allí  no  se  enseñó 
el  castellano,  constituía  una  barrera  fundamental. 

No  queriendo,  pues,  sustituir  un  gobernador  extranjero 
por  otro  tan  extranjero  como  él,  no  vio  en  la  expedición 
de  Belgrano  sino  el  espíritu  de  conquista  de  Buenos 
Aires,  y  rechazó  esa  expedición,  con  el  propósito  de  con- 
quistar por  sí  mismo,  y  para  sí  mismo,  la  independencia. 
Pero  ese  espíritu,  que  en  la  Provincia  Oriental  animaba 
á  muchas  almas,  en  el  Paraguay,  bien  que  difundido  en 
el  pueblo  inconsciente,  estaba  concentrado  en  las  sole- 
dades negras  de  un  alma  sola,  y  de  un  alma  que  de  tal 
manera  absorbía  á  todas  las  demás,  que  se  las  devoró  á 
todas,  y  se  llevó  la  causa  de  la  independencia  á  sus  pro- 
fundidades psicológicas,  guarida  llena  de  noche  glacial, 
y  habitada  por  varias  familias  de  serpientes. 

Vais  á  ver,  mis  amigos,  cómo  los  esfuerzos  de  Artigas 
por  evitar  el  injusto  predominio  de  la  oligarquía  ó  co- 
muna de  Buenos  Aires  en  su  patria  oriental,  lejos  de  lle- 
varlo á  matar  el  nervio  popular  con  la  tiranía,  ó  á  separar 
á  su  pueblo  de  la  defensa  común,  lo  induce  á  ser  el  primer 
capitán  de  esa  defensa,  á  buscar  alianzas  con  todos  los 
pueblos  libres,  incluso  el  de  Buenos  Aires,  á  ponerlos 
por  testigos  y  jueces  de  la  santidad  de  su  causa,  á  des- 
pertar en  ellos  el  sentimiento  de  su  propio  ser  y  del  res- 
peto mutuo,  á  luchar  animoso  por  la  causa  de  todos  los 
americanos,  que  considera  una  sola  nación,  á  difundir,  á 
la  faz  del  mundo,  los  más  amplios  principios  de  libertad, 
de  democracia,  de  gobierno  propio. 


140  ARTIGAS 


Don  Gaspar  Rodríguez  de  Francia  es  todo  lo  contrario : 
él  proclama  el  principio  vital ;  hace  la  independencia  del 
Paraguay;  es  preciso  reconocerlo.  Pero  no  sólo  separa  á 
éste  de  España,  y  de  Buenos  Aires,  y  de  los  orientales, 
y  de  los  argentinos,  sino  del  mundo  entero ;  se  lo  lleva  en 
las  garras;  lo  secuestra  del  contacto  de  los  vivientes,  po- 
niéndole por  muralla  la  distancia,  el  desierto,  y  la  misma 
guerra  sostenida  por  Artigas  en  defensa  del  derecho  de 
todos.  Nada  sería  eso,  si  se  lo  llevara  para  hacerlo  feliz 
en  alguna  manera,  mientras  evitaba,  por  medio  del  aisla- 
miento, los  ataques  posibles  á  su  independencia.  Pero  nó: 
lo  encierra  en  la  obscuridad  de  su  tiranía  inverosímil,  y 
allí  se  entretiene,  durante  treinta  años,  en  matar  en  él, 
con  deleite  felino,  todo  germen  de  vida :  hombres  y  prin- 
cipios de  civilización,  relaciones  exteriores  é  interiores. 


Así  como  os  dije  lo  que  fue  el  25  de  Mayo  en  Monte- 
video, es  preciso  que  os  haga  saber  lo  que  fué  en  la 
Asunción,  capital  del  Paraguay.  Aquí,  como  allá,  el  go- 
bernador español  Velazco,  al  recibir  la  comunicación  de 
la  Junta  Revolucionaria  de  Buenos  Aires,  convocó  una 
asamblea  popular;  pero  esa  asamblea  no  era  como  la  de 
Montevideo:  estaba  constituida  por  más  de  200  hom- 
bres. . .  y  don  Gaspar  Rodríguez  de  Francia. 

Ahí  lo  tenéis  sentado,  con  su  figura  tenue  y  distinguida, 
con  su  cara  caucásica,  pálida  y  aquilina,  con  sus  cabellos 
que  empiezan  á  blanquear,  pues  tiene  45  años,  sus  labios 
muy  finos,  sus  manos  de  dedos  muy  afilados,  su  actitud 
de  perpetuo  acecho,  y  sus  ojos,  sobre  todo,  sus  ojos  cla- 
ros, policromos,  sin  patria  ni  sexo,  cuyas  miradas  brillan  y 


LA   FECHA    INICIAL  141 


se  apagan,  se  van  á  las  profundidades  del  alma  á  recoger 
algo,  y  vuelven  de  ella  derrepente,  transformadas  en  un 
relámpago  mortal,  que  se  hunde  en  los  otros  ojos  huma- 
nos y  los  hace  cerrar.  Había  nacido  en  la  Asunción;  pero 
fué  á  estudiar  á  Córdoba  del  Tucumán.  De  allí  volvió 
con  los  grados  de  maestro  en  filosofía  y  doctor  en  Sa- 
grada Teología;  se  aplicó  especialmente  al  estudio  del 
derecho;  fué,  en  el  Seminario  de  la  Asunción,  profesor 
de  latinidad  y  de  teología;  llevaba  traje  talar,  y  leía  y 
estudiaba  los  enciclopedistas  franceses,  Rousseau  espe- 
cialmente, la  historia  de  Roma  de  Rollin.  Aquel  hombre, 
en  la  Asunción  del  Paraguay,  era  un  exótico;  su  supe- 
rioridad en  inteligencia,  en  ilustración  y  en  carácter,  en 
carácter  sobre  todo,  era  allí  aplastadora.  Allí  no  había 
contrapeso  posible;  ese  hombre  no  tenía  raíces  de  ningún 
género  en  aquel  pueblo  americano,  indígena  en  sus  siete 
octavas  partes,  que  hablaba  en  guaraní. 

Ahí  lo  tenéis  sentado  en  la  asamblea  convocada  por 
Velazco,  para  apreciar  el  25  de  Mayo  de  1810.  Él  lo  hace 
todo,  y  lo  seguirá  haciendo  todo  hasta  dentro  de  treinta 
años,  en  que  el  pueblo  paraguayo,  al  oir  decir  que  Francia 
ha  muerto  solo  y  encerrado,  á  los  84  años  de  edad,  no  se 
atreverá  á  escuchar  la  noticia,  menos  á  darle  crédito,  y 
menos  aún,  á  penetrar  á  ver  el  cadáver,  por  temor  de  que 
abra  los  ojos,  y  derrame  su  mirada,  más  llena  de  muerte 
que  cuando  estaba  viva. 

En  esa  asamblea  de  que  hablamos,  celebrada  el  24  de 
Julio,  ya  sugirió  Francia  la  idea  de  la  caducidad  del  po- 
der español,  y  la  independencia  absoluta  del  Paraguay; 
pero,  eso  no  obstante,  se  resolvió  "guardar  fidelidad  al 
Consejo  español  de  Regencia,  como  en  Montevideo,  y 
conservar  amistad  con  la  Junta  de  Buenos  Aires,  pero  sin 
reconocerle  superioridad." 


142 


Llega  entonces  la  expedición  de  Belgrano,  y  es  destro- 
zada por  los  paraguayos.  El  gobernador  Velazco  puede 
darse  por  caducado,  como  el  virrey  Cisneros  en  Buenos 
Aires.  En  la  noche  del  14  de  Mayo  de  1811,  una  conspi- 
ración, encabezada  por  don  Pedro  Juan  Caballero,  pero 
hecha  por  Francia,  depone  al  gobernador  Velazco,  y  lo 
sustituye  por  don  Valeriano  Zeballos  y  el  doctor  Rodrí- 
guez de  Francia.  Imaginaos  quién  mandaría  allí.  Los  que 
realizaron  el  movimiento,  todos  los  prohombres  del  Para- 
guay, Yegros,  Caballero,  Estigarribia,  etc.,  etc.,  declara- 
ban que  su  propósito  era  unirse  á  Buenos  Aires;  pero 
Francia  pensaba  de  otro  modo.  Convocó  un  Congreso  de 
la  Provincia,  que  presidió  él  y  Zeballos;  pronunció  en  él 
un  discurso  empírico,  empapado  en  las  doctrinas  de  Rous- 
seau. El  Congreso  acordó  crear  una  Junta  de  Gobierno, 
de  cinco  miembros,  y  formar  con  Buenos  Aires  una  so- 
ciedad fundada  en  principios  de  igualdad.  Pero  el  doctor 
Francia  no  quería  eso,  y  como  formaba  parte  de  la 
Junta  de  Gobierno  nombrada,  aniquiló  con  una  de  sus 
miradas  á  sus  compañeros,  y,  contra  la  resolución  del 
Congreso,  se  dirigió  á  Buenos  Aires  en  una  nota  célebre, 
de  20  de  Julio,  firmada  por  los  cinco  gobernantes,  en  que 
le  notificaba  la  absoluta  independencia  del  Paraguay.  En 
ella  establecía  la  doctrina  que  hubiera  debido  unirlo  con 
Artigas  y  los  pueblos  que  éste  va  á  acaudillar;  pero  esa 
doctrina,  al  abrigarse  en  su  espíritu,  como  si  se  muriera 
en  él  de  terror  y  de  frío,  pierde  toda  su  virtud.  Allí  decía 
Francia  que  el  Paraguay  había  resistido  la  expedición  de 
Belgrano  buscando  su  natural  defensa;  que,  caducado  el 
poder  supremo,  éste  recae  en  la  nación;  que  la  confede- 
ración de  la  Provincia  del  Paraguay  con  las  demás  de  nues- 
tra América  era  natural  y  conveniente ;  pero  que  las  des- 
graciadas circunstancias  ocurridas  entre  Buenos  Aires  y 


LA    FECHA    INICIAL  143 


la  Asunción  la  habían  dificultado;  que,  en  consecuencia, 
había  sido  preciso  que  la  Provincia  recobrara  sus  dere- 
chos usurpados,  para  salir  de  la  antigua  opresión,  y  po- 
nerse á  cubierto  de  una  nueva  esclavitud  de  que  se  sentía 
amenazada.  "Se  engañaría,  concluye,  quien  imaginase 
que  la  intención  de  la  Provincia  del  Paraguay  había  sido 
entregarse  al  arbitrio  ajeno,  y  hacer  dependiente  su 
suerte  de  otra  voluntad.  En  tal  caso  nada  habría  adelan- 
tado, ni  reportado  otro  fruto  de  su  sacrificio  que  el  cam- 
biar una  cadena  por  otra,  y  cambiar  de  amo." 

Con  ser  esto  tan  claro,  Buenos  Aires  no  acabó  de  com- 
prenderlo :  la  conciencia  de  su  derecho  virreinal  heredi- 
tario, tan  irracional  y  funesto,  y  la  ilusión  de  que  en  el 
Paraguay  existía  otra  persona  además  de  Francia,  lo  in- 
dujeron á  sustituir  la  conquista  por  la  diplomacia,  para 
dominar  el  Paraguay.  ¿No  existía  allí  un  Congreso  con 
tendencias  á  la  unión?  Envió,  pues,  una  misión  diplomá- 
tica, formada  de  los  doctores  Belgrano  y  Echeverría;  dos 
conspicuos  personajes. 

"¿Leoncitos  á  mí?  ¿A  mí  leoncitos  y  á  tales  horas? 
Pues  por  Dios  que  han  de  ver  esos  señores  que  acá  los 
envían,  si  soy  yo  hombre  que  se  espanta  de  leones."  Así 
hablaba  el  Caballero  de  la  Triste  Figura. 

Buenos  Aires  no  sabía,  indudablemente,  con  quién  se 
tomaba.  Francia  encerró  á  sus  diplomáticos  en  un  círculo 
mágico;  no  vieron  otra  cosa  que  él;  fueron  muy  agasa- 
jados. Aquél  los  visitaba  durante  la  noche;  ellos  le  pa- 
gaban sus  visitas  en  su  estudio,  donde  lo  encontraban  ro- 
deado de  libros,  y  frente  al  retrato  de  Franklin,  que  allí 
tenía ;  pasaron  por  todo  cuanto  él  quiso :  reconocieron,  en 
un  tratado,  la  independencia  de  la  Provincia  del  Paraguay 
de  la  de  Buenos  Aires,  sin  perjuicio  de  consignar  el  deseo 
de  estrechar  los  vínculos  que  unen  y  deben  unir  ambas 


344 


provincias  en  una  federación  y  alianza  indisoluble,  que  las 
obliga  á  auxiliarse  mutuamente  contra  cualquier  ene- 
migo de  la  común  libertad. 

¿  Queréis  creer,  mis  amigos,  que,  después  de  esto,  toda- 
vía tentó  Buenos  Aires  un  nuevo  esfuerzo  de  conquista 
diplomática  en  aquella  tierra,  con  ocasión  del  Congreso 
que,  en  1813,  dos  años  después,  fabricaba  Francia  para 
sus  fines  propios  ?  ¡  Todavía  mandó  al  doctor  don  Nicolás 
Herrera,  un  nuevo  leoncito,  con  el  objeto  de  obtener  el 
envío  del  representante  paraguayo  al  Congreso  General 
de  las  Provincias  unidas !  ¡  Representante  paraguayo !  Lo 
que  allí  se  hizo  fué :  confirmar  la  declaratoria  de  indepen- 
dencia; romper  la  alianza  celebrada  con  Buenos  Aires; 
cambiar  el  título  de  Provincia  del  Paraguay  por  el  de 
República  del  Paraguay;  adoptar  armas  y  colores  nacio- 
nales y poner  todo  eso  en  manos  de  su  autor  y  dueño. 

Se  creó,  como  gobierno,  un  Consulado  de  dos  miembros: 
Francia  y  Yegros.  Como  el  de  Bonaparte  y  Siéyes.  Fran- 
cia se  desembarazó  de  su  compañero  cónsul,  y,  al  año 
siguiente,  1814,  se  hizo  aclamar  dictador  temporal  prime- 
ramente, y  vitalicio,  perpetuo,  eterno,  después. 

Y  se  llevó  el  Paraguay  á  su  guarida.  Y  allí  lo  tuvo  au- 
sente de  la  tierra  durante  treinta  años.  El  mundo  sólo 
sabía  de  él,  por  los  lamentos  que,  de  vez  en  cuando,  se 
oían  salir  de  allí;  ejecuciones  precedidas  de  suplicios; 
espantos  pálidos  en  el  aire.  La  gente  no  podía  mirar  al 
dictador  cuando  pasaba,  rodeado  de  su  escolta,  por  las 
calles  solitarias;  ponía  la  cara  contra  la  pared. 

Veréis,  mis  amigos,  cómo  sólo  un  hombre  en  el  mundo 
hubiera  podido  ponerse  enfrente  de  don  Gaspar  Rodrí- 
guez de  Francia,  salvar  al  pueblo  paraguayo,  incorporarlo 
á  la  gloria  del  común  esfuerzo,  sirviéndole  de  núcleo  he- 
roico como  sirvió  á  otros :  Artigas ...   ¡No  pudo  ser ! 


LA    FECHA    INICIAL  145 


Eso  fué,  mis  amigos,  la  expedición  enviada  por  la 
Junta  de  Mayo  al  Paraguay,  á  las  órdenes  de  Belgrano. 


VI 


Quédanos  por  conocer  la  otra  expedición  auxiliadora, 
enviada  por  esa  Junta  de  Mayo :  la  que,  formada  de  los 
restos  del  ejército  del  Paraguay,  unidos  á  regimientos 
destacados  en  Entre  Ríos,  fué  destinada  á  prestar  au- 
xilio á  la  región  oriental  del  Uruguay  y  el  Plata,  bajo 
el  mando  del  mismo  Belgrano. 

Al  fin  hemos  llegado  al  núcleo  popular,  vivo,  de  inde- 
pendencia republicana. 

Penetrad  en  esa  región,  amigos  artistas,  y  allí  veréis 
otro  mundo.  Allí  sí  que  la  expedición  pudo  llamarse  con 
propiedad  auxiliadora,  aliada  de  un  pueblo  lleno  de  sol, 
movido  en  sus  propias  entrañas  por  el  espíritu  de  Mayo 
directamente.  Allí  iba  á  encontrar  una  nación  homogé- 
nea, característica,  nutrida  de  libertad:  el  pueblo  y  la 
región  que  os  he  hecho  mirar  con  tanta  intensidad  en 
todas  mis  conferencias,  á  fin  de  que  los  reconocierais  en 
este  momento  histórico. 

Allí  encontraréis,  por  fin,  á  la  cabeza  de  ese  pueblo,  no  á 
don  Gaspar  Rodríguez  de  Francia,  hosco,  sombrío,  exó- 
tico, encerrado  en  sí  mismo,  sino  al  hombre  más  directa- 
mente iluminado  por  el  sol  meridiano,  al  personaje  re- 
presentativo de  todos  los  pueblos  platenses,  incluso  aquel 
anónimo  que,  el  25  de  Mayo  de  1810,  se  presentó  en  la 
plaza  de  Buenos  Aires  á  deshacer  lo  que  habían  hecho 
los  proceres:  Artigas. 

¡  Artigas  y  Rodríguez  de  Francia ! 

El  supremo  contraste. 

Arfig  es.—  i. 


146 


Belgrano  mismo  manifestaba  su  entusiasmo  ante  el 
espectáculo  del  levantamiento  en  masa  del  pueblo  orien- 
tal. "Siendo  Montevideo  la  raíz  del  árbol,  decía,  debe- 
mos ir  á  sacarla ;  añadiéndose  que,  para  ir  allá,  tenemos 
todo  el  camino  por  país  amigo,  cuando  aquí,  en  el  Para- 
guay, todos  son  enemigos.  Para  esta  empresa  necesitamos 
fuerzas  de  consideración  y  los  auxilios  prontos;  y  aun 
cuando  no  se  consiga  más  que  desviar  á  Elío  de  todas  sus 
ideas  en  contra  de  la  capital,  habremos  hecho  una  grande 
obra.  " 

En  esa  ingenua  frase  del  gran  Belgrano,  amigos  artis- 
tas, está  condensada  la  historia  política  de  nuestra  inde- 
pendencia con  relación  á  la  argentina.  ¡Oh,  no!  Ya  sabrá 
el  pueblo  oriental  hacer  algo  más  que  salvar  la  capital 
del  virreinato;  está  dispuesto  á  salvarse  á  sí  mismo  ante 
todo.  Y  bien  sabe  que  es  él  mismo  quien  tiene  que  sal- 
varse. Al  llegar  Belgrano,  el  pueblo  oriental  está  ya  le- 
vantado en  masa  al  grito  de  libertad;  en  su  cielo  ha  lu- 
cido, á  la  par  que  en  Buenos  Aires,  y  acaso  antes,  el  sol 
del  mes  de  Mayo.  Ese  pueblo,  y  no  la  expedición  auxi- 
liadora, será  el  que,  conducido  por  un  hombre  que  tiene 
la  visión  del  porvenir,  librará  las  batallas  campales  de 
la  independencia,  dominará  con  la  rapidez  del  relám- 
pago todo  el  territorio  de  la  patria,  y  dará  á  la  causa 
del  25  de  Mayo  su  más  resonante  victoria.  Ésta  levan- 
tará su  espíritu,  que  empieza  á  desfallecer,  y  encerrará 
el  dominio  español,  como  en  un  calabozo  de  hierro,  en 
su  propia  formidable  ciudadela. 

Ese  pueblo  es  el  que  os  he  ido  describiendo  hasta  en 
sus  raíces,  amigos  artistas,  y  el  que  os  pide  forma  para 
su  alma  heroica;  ese  hombre  que  concentra  su  espíritu, 
es  Artigas,  nuestro  férreo  Artigas.  ¡Oh!  ¡Si  yo  consi- 
guiera que  lo  amarais,  para  que  pudierais  comprenderlo ! 


LA    FECHA    INICIAL  147 


¡  Que  lo  vierais  pasar  siquiera,  en  el  fondo  de  mis  pala- 
bras, como  una  visión  de  lo  invisible! 

Artigas,  como  os  he  dicho,  ha  sido  muy  calumniado, 
muy  duramente  injuriado.  Se  aprovechó  el  desamparo  en 
que  quedó  su  recuerdo,  y  contra  él  se  envenenaron  las 
fuentes  de  la  historia.  En  él  se  nos  ha  ofendido  á  nosotros 
mismos,  á  los  orientales.  Y  sentimos  una  sed  muy  grande 
de  agua  de  montaña,  de  vindicación  y  desagravio. 

Vuestro  mármol  tiene  que  ser  vengador  y  resonante ; 
más  resonante  que  medio  siglo  de  palabras  insensatas,  más 
que  el  coloso  aquel  de  Mennon,  que  cantaba  al  ser  herido 
por  el  sol.  Tiene  que  disipar  la  noche  con  su  blancura 
luminosa. 

Es  preciso  que  ese  mármol  haga  el  día. 

El  día  es  la  proximidad  de  una  estrella. 


CONFERENCIA  VII 


ARTIGAS 


Su  origen.  —  Su  carrera.  —  Semblanza  de  Artigas.  —  La  tradición 
doméstica.  —  El  Deán  Funes. ' —  El  capitán  de  blandengues.  — 
Las  invasiones  inglesas.  —  La  reconquista  de  Buenos  Aires.  — 
Artigas  ante  el  movimiento  de  Mayo.  —  Su  adhesión  á  la  revo- 
lución de  Mayo.  —  Los  enemigos  del  Uruguay.  —  España  y  Por- 
tugal. —  Buenos  Aires. 


Mis  amigos  artistas : 

Artigas,  á  quien  ya  habéis  visto  aparecer  un  momento 
en  las  invasiones  inglesas  de  1806  y  1807,  tiene  46  años 
en  el  momento  en  que  os  lo  muestro ;  comienza  á  encanecer. 
Ha  nacido  en  la  ciudad  de  Montevideo,  y  casi  con  ella,  el 
19  de  Junio  de  1764:  menos  de  cuarenta  años  después 
de  su  fundación.  Ahí  está  la  casa  solar  en  que  nació;  es 
solar  verdaderamente,  si  las  hay.  El  abuelo  del  héroe,  don 
Juan  Antonio  Artigas,  hidalgo  de  Zaragoza,  viene  de  Es- 
paña á  Buenos  Aires,  en  1716,  después  de  larga  y  honrosa 
carrera  militar,  tradicional  en  su  familia.  Según  Menén- 
dez  y  Pelayo,  la  voz  artiga  significa  adoctrinado.  Quizá 
no  sea  del  todo  aventurado  suponer,  según  eso,  que  la  fa- 


150  ARTIGAS 


milia  de  Artigas  procede  de  árabes  ó  moros  convertidos. 
Este  dato  nuevo  puede  tener  algún  interés. 

Don  Juan  Antonio  Artigas,  que  forma  parte  de  la  Com- 
pañía de  Caballos  Corazas  del  capitán  don  Martín  José 
de  Echauri,  es  uno  de  los  fundadores  de  Montevideo.  Lo 
vemos  figurar  entre  sus  primeros  vecinos,  declarados  de 
casa  y  solar  conocido;  se  le  adjudica  una  de  las  treinta 
manzanas  que  forman  la  planta  de  la  ciudad  recién  nacida. 

Pero  aun  antes  de  fundada  ésta  oficialmente,  ya  estaba 
allí  avecindado  el  abuelo  de  Artigas,  con  su  esposa  y  sus 
cuatro  hijos ;  esa  familia  es  la  primera  agrupación  de  hom- 
bres civilizados  que  se  fija  en  Montevideo.  Aquí  viven, 
"con  casa  de  firme,  con  edificios  de  piedra  cubiertos 
de  teja  y  otras  oficinas,  con  plantíos  y  arbolados,  y  con 
estancia  de  ganados  mayores  en  los  campos",  las  fami- 
lias de  Artigas,  Carrasco,  Burgués  y  Callo,  que  son  una 
misma,  (la  esposa  de  Artigas  era  Carrasco)  y  que  allí 
estaban  cuando  los  otros  pobladores  llegaron  á  fundar 
la  ciudad,  en  1724.  Con  ellas  residían,  desde  1723,  dos 
misioneros  de  la  Compañía  de  Jesús,  que  evangelizaban 
á  los  indios  tapes. 

Fué,  pues,  la  familia  de  Artigas,  la  primera  que  en- 
cendió hogar  estable  en  Montevideo;  ella  es,  en  ese  sen- 
tido, la  fundadora  de  la  ciudad,  como  lo  será  de  la  na- 
ción el  nieto  del  hidalgo  soldado  de  coraceros,  natural 
de  Zaragoza.  Éste  forma  parte,  como  alcalde,  del  primer 
Cabildo  ó  gobierno  municipal  constituido  por  Zabala  en 
1730;  y  tanto  él,  como  su  hijo  mayor,  don  Martín  José, 
padre  del  fundador  de  la  patria,  prestan  grandes  servi- 
cios militares  á  la  colonia,  dejan  honroso  vestigio  de  su 
paso  por  los  más  encumbrados  puestos  de  nuestra  vida 
cívica  incipiente,  y  son  miembros  conspicuos  del  primi- 
tivo patriciado  oriental. 


151 


Es  bueno  que  conozcáis,  por  razones  que  yo  me  sé,  y 
que  ahora  me  reservo,  ese  abolengo  de  Artigas. 

Os  lo  presento  en  1811,  al  adherirse  á  la  revolución  de 
Mayo,  ocho  meses  después  de  iniciada  en  Buenos  Aires. 

Es  capitán  de  caballería;  Ayudante  Mayor  del  Regi- 
miento de  Blandengues ;  el  grado  más  alto  á  que  pueden 
aspirar  los  criollos  en  el  ejército  colonial. 

Ha  ingresado  en  la  milicia  á  los  32  años,  en  1797.  Muy 
bueno  será  que  precisemos  esta  fecha,  porque  ella  nos 
permite  dividir  su  historia  en  tres  épocas  características: 
su  vida  piivada,  desde  su  nacimiento  en  1764,  hasta  ese 
año  1797 ;  sus  14  años  de  carrera  militar,  que  terminan  en 
1811;  y.  por  fin,  su  grande  historia. 

Las  viejas  patrañas,  en  que  se  ha  presentado  á  Artigas 
como  un  ente  mitológico  desde  la  infancia,  se  han  desva- 
necido. No  hay  tales  aventuras  extraordinarias.  Artigas 
no  fué  velado  por  águilas  en  su  cuna,  ni  amamantado  por 
ninguna  loba.  Su  buena  madre,  doña  Francisca  Antonia 
Arnal,  le  dio  su  leche.  Su  padre,  don  Martín  José,  es  tam- 
bién militar;  ha  prestado  grandes  servicios;  pero  tiene 
el  pecado  original:  es  criollo,  y,  como  su  hijo,  no  ha  po- 
dido ascender  sino  á  lo  que  éste  ascendió:  á  capitán  de 
caballería.  Bueno  es  que  advirtamos  eso:  que  Artigas  es 
segunda  generación  de  americanos.  La  posición  de  su 
padre  es  holgada  y  decorosa,  gracias  á  su  trabajo:  tiene 
su  casa  en  la  ciudad,  una  barraca  ó  depósito  de  frutos, 
campos  y  ganados;  posee  tierras  heredadas  de  su  padre 
en  Chamiza,  otras  denunciadas  por  él  en  Casupá,  y  las 
de  su  esposa  en  el  Sauce.  Puede  dar  á  sus  hijos,  en  el 
convento  de  los  franciscanos,  la  mejor  instrucción  que 
entonces  se  adquiría,  y  que,  si  no  era  grande,  era  la 
que  entonces  constituía  un  hombre  culto.  La  que  recibe 
el  cuarto  de  sus  hijos,  el  que  á  nosotros  nos  interesa, 


152 


es  más  esmerada  que  la  de  sus  hermanos.  Éstos  se  con- 
sagran muy  pronto  al  trabajo  de  campo ;  aquél  perma- 
nece en  la  ciudad,  y  es  compañero  de  estudios  de  Nicolás 
de  Vedia,  Melchor  de  Viana  y  otros. 

Os  ofrezco  el  manuscrito  más  auténtico  que  he  encon- 
trado, para  que  deduzcáis  la  primera  educación  de  Artigas 
por  el  carácter  de  su  letra,  mucho  más  correcta,  como  lo 
veis,  que  la  de  muchos  proceres  civiles,  cuanto  más  mili- 
tares, de  entonces.  En  ese  documento  veréis  también  la 
firma  de  Manuel  Francisco,  el  mayor  de  los  hermanos. 

Su  abuelo  > materno,  don  Antonio  Arnal,  ha  advertido 
sin  duda  esas  tendencias  literarias  de  su  nieto  predilecto,, 
é  instituye  una  capellanía  en  su  favor,  creyendo  ver  en  él 
un  futuro  sacerdote ;  un  prelado  acaso.  En  cuanto  al  con- 
cepto que  de  él  tuvo  siempre  su  padre,  baste  decir  que  le 
donó  en  vida  el  usufructo  de  un  solar,  en  que  Artigas 
construyó  su  casa,  y  lo  designó  después  albacea  en  su 
testamento. 


Artigas  tiene  veinte  años ;  ha  de  pensar  en  su  porvenir. 
No  son  amplios,  por  cierto,  los  horizontes  que  se  abren 
ante  él.  Los  puestos  de  la  administración  pertenecen  á 
los  españoles;  la  iglesia  y  la  milicia  son  las  dos  únicas 
carreras.  Artigas  no  se  siente  inclinado  á  la  carrera  ecle- 
siástica ;  no  utiliza  la  capellanía  instituida  por  su  abuelo. 
Nada  más  visible  que  su  vocación  y  sus  aptitudes  milita- 
res ;  pero ....  el  militar  no  se  hace  en  América ;  pertenece 
al  rey.  se  forma  á  su  lado,  viene  armado  y  galoneado  de 
ultramar.  Uno  se  imagina  lo  que  hubiera  llegado  á  ser 
Artigas  si,  dejando  su  pobre  tierra,  se  hubiera  incorpo- 
rado á  los  ejércitos  de  Europa,  como  lo  hicieron  otros  ame- 
ricanos que  allí  se  educaron.  No  la  dejó,  felizmente :  no 
dejó  su  tierra ....  Y  á  eso  debemos  el  haber  tenido  en  él 


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AUTÓGRAFO  DE  ARTIGAS 
Oopla  fotográfica  de  un  expediente  que  existe  en  la  Escribanía  de  Gobierno  y  Hacienda  de  Montevideo 


ARTIGAS  153 


algo  más  que  un  gran  general,  recamado  de  oro  y  gana- 
dor de  batallas. 

Aquí  quedó,  encerrado  en  la  plaza  fuerte  de  Monte- 
video, aprisionada  á  su  vez  en  su  granítico  cinturón  de 
murallas  y  cubos  artillados,  con  su  formidable  ciudadela 
por  broche,  y  erizado  de  las  púas  de  sus  trescientos  caño- 
nes ó  más.  La  vida,  de  portones  adentro,  era  sencilla  y 
monótona :  funciones  religiosas,  corridas  de  toros,  revistas 
militares;  saraos  de  vez  en  cuando,  honrados  por  la  pre- 
sencia del  Gobernador,  don  Joaquín  del  Pino,  futuro  vi- 
rrey del  Plata;  paseos  por  las  murallas  ó  las  costas.  Las 
puertas  de  la  ciudad  se  cerraban  al  anochecer,  y  nadie 
entraba  ni  salía.  Sabemos  de  la  vida  del  joven  Artigas 
en  esa  época;  de  sus  aficiones  y  costumbres.  Era  afable, 
y  atencioso;  muy  dado  á  la  sociedad;  vestía  con  esmero, 
á  lo  cabildante,  como  entonces  se  decía,  con  su  coleta,  y 
su  casaca  bordada  ó  su  chaquetilla  de  alamares  ó  trenci- 
lla fina  en  el  pecho,  y  su  pino  en  la  espalda. 

Pero  lo  que  constituía  el  lujo  de  los  jóvenes  de  enton- 
ces, y  les  ofrecía  ocasión  de  ostentar  elegancia  y  bizarría, 
era  el  caballo.  Poseer  y  montar  caballos  briosos,  casi  indó- 
mitos y  bien  enjaezados ;  salir  al  campo,  en  alegres  cabal 
gatas,  y  entrar  de  regreso  por  el  portón  de  San  Pedro 
con  aventuras  que  contar,  devolviendo  con  arrogancia  el 
saludo  de  ojos  amables,  era  el  triunfo  de  los  elegantes 
criollos,  que  estaban  convencidos  de  su  innata  superio- 
ridad como  jinetes  sobre  los  europeos  ó  chapetones,  y  lo 
juzgaban  rasgo  distintivo  del  americano. 

Artigas  iba  á  menudo  á  los  campos  de  sus  hermanos  y 
parientes;  compartía  sus  faenas  como  deporte  atlético- 
se  adiestró  en  ellas;  desarrolló  su  fuerte  organismo,  se 
hizo  gran  jinete:  domaba  un  potro;  enlazaba  un  toro 
salvaje;  boleaba  un  avestruz. 


154 


Se  resolvió,  por  fin,  á  consagrarse  seriamente  á  los  tra- 
bajos de  campo,  convencido  de  que  la  carrera  de  las  ar- 
mas, á  la  que  se  sentía  inclinado,  era  inaccesible  para  él. 

En  esos  trabajos  invirtió  diez  ó  doce  años :  de  los  veinte 
á  los  treinta  y  dos  de  su  vida.  Su  actividad  fué  extraordi- 
naria; trabajó  y  negoció  en  Misiones,  en  el  Arapey  y 
Queguay,  en  Soriano  especialmente;  recorrió  y  dominó 
todo  el  territorio  de  la  provincia ;  conoció  bien  su  tierra : 
hombres  y  cosas;  formó  entonces  esa  imaginación  topo- 
gráfica que  será  su  rasgo  característico ;  fué  pastor,  caza- 
dor, más  bien,  de  animales  bravios,  y  conductor  de  hom- 
bres, más  fieros  aún.  Esas  faenas  de  campo,  en  aquel 
tiempo,  eran  una  conquista  del  desierto,  una  constante  y 
peligrosa  aventura.  Artigas  adquirió,  por  su  honradez, 
su  inteligencia  y  su  valor,  la  autoridad,  el  prestigio,  la 
nombradía,  que  serán  el  fruto  verdadero  de  esos  sus  diez 
años  de  labor  y  de  prueba. 

En  cuanto  á  los  productos  que  acopiaba,  cueros,  astas, 
grasa,  crin,  eran  remitidos  por  él  á  su  padre,  que  los  de- 
positaba y  negociaba  en  su  barraca;  muchas  veces  eran 
llevados  por  él  mismo  á  Montevideo,  donde  descansaba 
algún  tiempo,  cultivaba  sus  amistades,  y,  sobre  todo, 
sentía  renacer  su  vocación  á  las  armas. 

Se  encuentra  precisamente  en  Montevideo,  en  1797. 
cuando  se  crea  un  nuevo  regimiento,  llamado  Cuerpo  Ve- 
terano de  Blandengues,  destinado  principalmente  á  de- 
fender las  fronteras  contra  los  portugueses  y  los  con- 
trabandistas, y  á  proteger,  contra  los  salvajes  y  malhe- 
chores, los  vecindarios  de  los  campos  que  reclamaban 
amparo.  Artigas,  estimulado  por  hombres  influyentes, 
se  resuelve,  por  fin,  á  seguir  su  vocación:  ingresa  en  el 
nuevo  regimiento  como  simple  soldado  meritorio,  ó  ca- 
dete. El  10  de  Marzo  de  1797,  en  que  tal  sucede,  es  el 
día  inicial  de  su  nueva  vida. 


155 


Se  ha  dicho  que  ingresó  al  ejército  con  el  grado  de  capi- 
tán. Nada  más  inexacto.  Fué  simple  soldado  distinguido. 
Se  le  confiaron,  es  cierto,  las  funciones  de  teniente,  pues 
ya  gozaba  de  un  'alto  concepto;  pero  el  grado  no  se  le 
otorgó  sino  un  año  después,  en  1798.  En  cuanto  al  de 
capitán,  con  que  lo  encontramos  al  iniciarse  la  revolución, 
trece  años  de  labor  y  de  méritos  le  fueron  necesarios  para 
obtenerlo.  Fué  capitán  el  5  de  Setiembre  de  1810.  No  ne- 
cesitó Artigas  más  experiencia  que  la  propia,  para  com- 
prender que,  sin  patria  independiente,  no  había  ni  podía 
haber  patria  para  los  americanos. 

Los  méritos  contraídos  por  él  en  su  carrera  militar  es- 
tán amplísimamente  documentados.  Lo  vemos  en  todas 
partes  desempeñando  las  comisiones  más  laboriosas,  im- 
portantes y  difíciles :  en  los  dos  solos  primeros  años  de  ser- 
vicio, recluta,  por  sus  prestigios,  doscientos  hombres  para 
su  regimiento;  persigue  contrabandistas  y  malhechores, 
guarnece  las  fronteras  contra  las  invasiones  portuguesas; 
su  presencia  es  orden,,  autoridad,  garantía.  Leemos  en 
un  proceso  auténtico:  El  teniente  Artigas  recibe  orden 
de  prender  á  un  sargento ;  éste  se  resiste ;  se  atrinchera 
en  una  casa.  Artigas  no  pasa  adelante;  da  cuenta  del 
caso  al  Gobernador;  le  dice  que  sólo  dando  muerte  á 
aquel  hombre  será  posible  arrestarlo,  y  pide  autoriza- 
ción expresa  para  ello.  No  fué  necesario:  el  rebelde  se 
rindió  por  persuasión  al  noble  teniente.  En  1803,  la 
Comisión  representativa  de  los  hacendados  del  país  pide 
al  virrey  Sobremonte  que  se  sirva  enviar  al  teniente  de 
Blandengues  José  Artigas,  y  sólo  á  él,  en  protección  de 
los  campos.  "Éste  se  ha  portado,  dicen  los  hacendados, 
con  tal  celo  y  eficacia,  que,  en  breve  tiempo,  experimen- 
tamos los  buenos  efectos  á  que  aspirábamos,  viendo  susti- 
tuido el  temor  y  sobresalto  por  la  tranquilidad  de  espí- 
ritu v  seguridad  de  nuestras  haciendas."  Los  hacendados 


156 


se  comprometen  á  abonar  de  su  propio  peculio  los  sueldos 
de  Artigas,  y,  algún  tiempo  después,  "en  manifestación 
de  su  justo  reconocimiento"  le  acuerdan  espontánea- 
mente un  donativo  ó  gratificación  extraordinaria  de  qui- 
nientos pesos. 


Recordaréis,  mis  amigos,  lo  que  hemos  dicho  sobre  las 
tendencias  y  empresas  de  Portugal  en  la  frontera  del 
Norte.  Si  no  se  pone  remedio  inmediato  á  sus  avances, 
la  región  oriental  será  arrebatada  á  España.  Don  Félix 
de  Azara,  el  ilustre  sabio,  que  se  da  cuenta  del  problema, 
propone,  el  año  1800,  como  remedio,  un  vasto  plan  de 
fundación  de  pueblos  en  esa  amenazada  frontera.  El  vi- 
rrey lo  aprueba;  nombra  al  mismo  Azara  Comandante 
General  de  la  Campaña,  y  pone  á  sus  órdenes  al  teniente 
Rafael  Gascón,  y,  por  pedido  del  mismo  Azara,  al  Ayu- 
dante José  Artigas  "en  quienes,  dice,  concurren  las  cua- 
lidades que  al  efecto  se  requieren."  Azara  pensó  en  levan- 
tar el  mapa  de  la  región  fronteriza ;  pero,  á  fin  de  evitar 
demoras,  confió  á  Artigas  la  tarea  de  dirigir  el  reparto 
de  tierras,  asistido  del  agrimensor  ó  piloto  de  la  Real  Ar- 
mada, Francisco  Más  y  Corucla. 

Yo  atribuyo  grande  importancia  á  ese  contacto  de  Ar- 
tigas con  Azara;  á  la  activa  participación  de  aquél,  sobre 
todo,  en  la  obra  y  el  alto  pensamiento  de  éste.  Estoy  per- 
suadido, sin  embargo,  de  que  el  problema,  en  toda  su  ex- 
tensión, era  dominado  con  mayor  intensidad  por  Artigas 
que  por  el  mismo  Azara. 

Artigas  tenía  en  la  imaginación  el  mapa  de  una  patria 
futura;  es  fuera  de  duda;  lo  estaba  trazando,  al  realizar 
el  plan  del  ilustre  sabio.  La  visión  del  que  sería  fundador 
de  esa  patria  se  transparenta  en  la  pasión  con  que  lucha 
entonces  contra  los  avances  del  portugués,  y  aún  contra 


ARTIGAS  157 


la  desidia  ó  indiferencia  de  sus  propios  jefes  españoles, 
en  la  defensa  del  territorio;  esa  desidia,  que  en  algunos 
llegaba  al  pacto  venal  con  el  enemigo,  lo  desespera,  lo 
desalienta,  pone  la  imprecación  en  su  boca.  La  actividad  y 
la  pasión  que  vemos  entonces  en  Artigas  se  explican.  ¿  Qué 
podía  importar  á  los  españoles  un  pedazo  más  ó  menos 
de  territorio  colonial  en  estas  Américas?  Ellos  tenían  su 
tierra,  su  verdadera  tierra  del  otro  lado  del  Atlántico. 
Una  plaza  fuerte  en  Europa  compensaba  con  creces  la  ce- 
sión de  un  millón  de  kilómetros  de  desierto  americano. 

Artigas  es  otra  cosa;  él  no  tiene  más  tierra  que  ésta 
que  defiende:  este  germen  de  su  futura  patria  indepen- 
diente es  todo  para  él.  Se  vé  claramente  que  él  ya  no  es, 
desde  ese  período  de  su  vida,  el  simple  ejecutor  del  pen- 
samiento español,  que  trata  y  contrata  en  Europa  sobre 
el  destino  de  estas  regiones;  que  cede  las  Misiones  orien- 
tales, con  todos  sus  hombres  y  contra  la  voluntad  de  éstos, 
al  portugués,  como  se  cede  una  jaula  de  pájaros  salvajes, 
y  que  le  hubiera  cedido  todo,  sin  excluir  Montevideo,  si 
así  lo  hubiera  exigido  la  política  europea.  Es  evidente, 
de  toda  evidencia,  que  la  defensa  eficaz  de  esa  región 
oriental,  limítrofe  del  portugués,  no  puede  venir  del  otro 
lado  del  Atlántico,  ni  siquiera  del  otro  lado  del  Plata. 
O  la  defienden  los  orientales,  ó  desaparece  fundida  en  el 
dominio  portugués.  Ya  veremos  eso  con  gran  claridad. 

Artigas  ha  pensado  mucho  en  ello ;  ha  aprendido,  en  la 
observación  de  hombres  y  cosas,  en  la  honda  comunicación 
consigo  mismo,  lo  que  no  se  aprende  en  libros,  lo  que  no 
hubiera  sabido,  si,  formado  en  Europa,  hubiera  regresado 
con  entorchados  y  condecoraciones  reales. 

Nos  encontramos,  en  este  momento,  con  una  crisis  en 
la  vida  del  héroe.  El  10  de  Marzo  de  1803,  está  éste  en 


158 


Montevideo,  y  gestiona  su  retiro  del  ejército ;  pide,  en  una 
larga  y  fundada  exposición,  ser  agregado  á  la  plaza,  con 
sueldo  de  retirado.  Invoca  sus  servicios,  que  enumera,  y 
el  estado  de  su  salud.  El  rey  le  niega  el  retiro,  porque 
no  quiere  privarse  de  su  concurso.  El  bizarro  teniente, 
(pues  sus  servicios  no  lo  han  hecho  ascender  en  su  ca- 
rrera), vuelve  á  campaña,  como  ayudante  del  coronel  don 
Francisco  Javier  de  Viana,  hijo  del  antiguo  gobernador, 
honesto  caballero,  que  lo  distingue  especialmente;  pero, 
en  Marzo  de  1805,  desde  su  campamento  de  Tacuarembó, 
á  cien  leguas  de  la  Capital,  reitera  su  pedido  de  retiro. 
Lo  obtiene,  por  fin.  Vuelve  á  Montevideo,  donde  el  gober- 
nador Huidobro  lo  nombra  oficial  del  Resguardo,  con 
jurisdicción  del  Cordón  al  Peñarol. 

¿Qué  es  eso?  ¿Abandona  Artigas  la  carrera  militar? 
¿  Estaba  realmente  enfermo  ? 

Lorenzo  Barbagelata,  en  un  precioso  estudio  que  le  de- 
bemos, nos  ha  revelado  la  causa  de  esa  crisis.  El  31  de 
Diciembre  de  ese  año  1805,  Artigas,  á  los  41  años,  con- 
trae matrimonio  con  su  hermosa  prima  Rafaela  Villagrán, 
á  quien  amaba  con  pasión.  El  teniente  retirado  soñaba  en 
la  dicha  doméstica.  No  pudo  ser.  La  felicidad  no  era  para 
él,  porque  no  es  compañera  de  la  gloria.  Un  año  después, 
al  nacer  su  hijo  único,  la  joven  madre,  atacada  de  enaje- 
nación puerperal,  es  arrebatada  para  siempre  de  los  bra- 
zos de  su  esposo. 

Éste  vuelve  á  la  vida  de  soldado  con  esa  herida  en  el 
alma.  Herida  incurable.  La  soledad  será  su  compañía ;  la 
patria  su  solo  amor  fecundo.  Ya  hablaremos,  si  la  ocasión 
se  presenta,  que  sí  se  presentará,  de  esas  tristezas  del 
héroe. 


159 


Así  lo  encontraron  las  invasiones  inglesas  de  que  hemos 
hablado:  vestido  de  teniente  de  Blandengues. 

Cuando,  en  Noviembre  de  1805,  se  supo  en  Montevideo 
que  un  convoy  inglés  andaba  por  las  costas  brasileñas,  se 
tomaron  precauciones;  se  formó  un  nuevo  escuadrón  de 
caballería.  El  gobernador  Huidobro  lo  puso  á  las  órde- 
nes de  Artigas. 

Ese  convoy  precursor  atravesó  el  Atlántico,  y  cayó  so- 
bre el  Cabo  de  Buena  Esperanza,  que  fué  arrebatado  á 
los  holandeses;  pero  ya  sabéis  cómo,  al  año  siguiente,  en 
1806,  el  nublado  descargó  también  sobre  el  Río  de  la  Plata, 
y  cómo  se  proyectó  sobre  sus  relámpagos  la  figura  bizarra 
del  teniente  Artigas;  lo  vimos  en  la  reconquista  de  Bue- 
nos Aires,  en  el  Cardal,  en  la  brecha  de  Montevideo. 

Nada  menos  aventurado  que  afirmar,  mis  amigos  ar- 
tistas, que,  en  el  momento  en  que  nos  encontramos,  el  de 
la  revolución  de  Mayo,  José  Artigas  es  el  oficial  más  bi- 
zarro y  mejor  conceptuado  del  ejército  colonial.  Ya  tuvi- 
mos ocasión  de  conocer  el  concepto  que  de  él  tenía  Ma- 
riano Moreno.  Don  Rafael  Zufriategui,  que,  en  1811,  in- 
formaba, como  diputado  de  América  en  las  Cortes  de  Cá- 
diz, sobre  la  situación  del  Río  de  la  Plata,  relataba  la 
angustia  causada  en  Montevideo  al  saberse  que  Artigas 
y  Rondeau  habían  abrazado  la  causa  americana:  "Es- 
tos dos  sujetos,  decía  con  ese  motivo,  en  todos  tiempos 
habían  merecido  la  mayor  confianza  y  estimación  de  todo 
el  pueblo  y  jefes  en  general,  por  su  exactísimo  desempeño 
en  toda  clase  de  servicios ;  pero  muy  particularmente  don 
José  Artigas,  para  comisiones  en  la  campaña,  por  sus  di- 
latados conocimientos  en  la  persecución  de  vagos,  ladro- 
nes, contrabandistas  é  indios  charrúas,  que  causan  males 
irreparables,  é  igualmente  para  contener  á  los  portugueses 
que,  en  tiempo  de  paz,  acostumbran  usurpar  nuestros  ga- 


160 


nados,  y  avanzar  impunemente  dentro  de  nuestra  línea." 
El  año  1818,  el  mariscal  de  campo  don  Gregorio  La- 
guna proyecta  y  presenta  al  rey,  que  lo  aprueba,  un  plan 
de  reconquista  del  Plata  insurreccionado,  y  dice  en  sus 
instrucciones:  "Será  uno  de  los  primeros  cuidados  del 
general  atraerse  á  su  partido  al  guerrillero  don  José  Ar- 
tigas . . .  Este  Artigas  era,  el  día  de  la  revolución,  ayu- 
dante mayor  de  un  regimiento  de  caballería,  y  tomó  el 
partido  de  los  insurgentes;  después  el  rey,  conociendo  el 
mérito  de  ese  oficial,  lo  indultó  y  ascendió  al  grado  de 
brigadier ...  He  aquí  uno  de  los  puntos  más  esenciales 
para  la  reconquista,  y  en  el  que  el  general  debe  emplear 
todo  su  talento  para  ganárselo . . .  colmarlo  de  beneficios, 
graduaciones  y  mando,  pues  haciéndolo  así,  no  solamente 
le  sobrará  todo  á  nuestro  ejército,  sino  que,  con  su  ayuda, 
se  conseguirá  la  destrucción  de  todos  los  rebeldes  de  aquel 
hemisferio." 

Hé  ahí  un  mariscal  español  que  coincide  con  Sarmiento, 
el  americano,  cuando  éste  afirma  que  Artigas  hubiera  sido 
el  Bolívar  del  Plata,  si  los  españoles  llegan  á  él. 


II 


Eso  era,  pues,  José  Artigas,  mis  hermanos  artistas, 
en  el  momento  en  que  os  lo  tengo  que  hacer  conocer  per- 
sonalmente. 

Ahora  os  debo  su  retrato,  es  decir,  el  alma  de  ese  ca- 
pitán, hecha  visible  en  un  cuerpo.  Que,  ó  yo  sé  poco,  ó  es 
eso  lo  que  debe  entenderse  por  un  retrato :  luz  interior  limi- 
tada por  una  forma;  revelación  de  lo  superior  en  lo  infe- 
rior, de  lo  grande  en  lo  pequeño;  transparencia,  carácter, 
expresión ;  lo  invisible  percibido  por  los  ojos ;  el  silencio 


21  DE  HATO  DE  1811 

Artigas  frente  á  Montevideo  después  de  1-as  Piedras 
Cuadro  de  Carlos  María  Herrera    |  Club  Oriental  de  Buenos  Aires 


161 


hecho  sensible  al  oído . . .  Creo  que  por  ahí,  más  ó  menos, 
se  va  á  la  inaccesible  noción  de  forma  estética,  ó  arte,  ó 
belleza  concreta,  ó  como  se  llame. 

Vosotros  necesitáis  algo  del  cuerpo  de  Artigas,  para  en- 
cerrar en  él  á  Artigas.  Toda  la  iconografía  que  poseemos 
se  reduce  al  apunte  de  viajero,  que  generalmente  se  atri- 
buye al  sabio  francés  Bompland,  y  que  figura  en  el  atlas 
de  la  obra  de  Demersay  El  Paraguay.  Es  á  éste  á  quien 
debe  atribuirse,  pues.  Os  ofrezco  ese  recuerdo  gráfico 
del  héroe  casi  nonagenario,  que,  como  lo  veis,  no  es 
más  que  la  silueta  de  una  ruina.  Juan  Manuel  Bla- 
nes,  nuestro  insigne  artista  nacional,  la  ha  restaurado  con 
inteligente  penetración,  y  nos  ha  legado  el  gran  retrato, 
que  también  os  ofrezco,  fidelísimo  en  su  indumentaria. 
Tras  é]  han  venido  otros  artistas,  más  ó  menos  afortuna- 
dos: Juan  Luis  Blanes  siguió  de  cerca  á  su  padre  en  el 
lienzo  inconcluso  de  la  Batalla  de  las  Piedras  que  existe 
en  nuestro  museo,  y  que  también  os  muestro;  Diógenes 
Hequet  ha  evocado  al  héroe,  con  amor  y  discreción,  en 
sus  numerosos  cuadros;  pero  es  Carlos  María  Herrera 
quien  me  parece  haber  sentido  con  mayor  intensidad  la 
persona  de  Artigas  en  el  valiente  cuadro  que  también  os 
presento.  Podéis  mirar  también,  si  os  place,  el  busto 
modelado  por  mi  hijo  José  Luis.  Es  obra  de  niño;  pero 
algo  expresa,  me  parece,  en  su  balbuciente  ingenuidad. 

Vosotros,  mis  amigos,  nos  debéis  ahora  vuestro  Artigas, 
el  vuestro,  la  revelación,  en  un  hombre  de  hierro,  del  hom- 
bre vivo  que  se  levante  en  vosotros  al  llamado  de  mis  pa- 
labras, si  éstas  tienen  el  poder  de  llamar.  Espero  que  me 
creeréis,  si  os  digo  que  yo  he  visto  á  Artigas  en  alguna 
parte,  y  aún  en  más  de  una;  bien  sabéis  con  cuánta  pre- 
cisión se  ven  esas  cosas:  lo  invisible  convertido  en  visión. 

Artigas  me  ha  mirado,  se  ha  movido  en  mi  presencia, 

11.  Artigas.— i. 


162 


me  ha  revelado  su  carácter,  sus  actitudes,  y  hasta  el  co- 
lor de  sus  ojos,  en  lo  mucho  que  escribió.  Por  lo  que  os 
dije  de  su  educación,  comprenderéis  que  ese  alumno  de  los 
Padres  Franciscanos  no  era  un  literato.  Es  evidente,  sin 
embargo,  que  el  gran  caudal  de  documentos  que  poseemos 
con  su  firma  han  sido  redactados  por  él  personalmente. 
Eso  no  lo  confunde  el  hombre  medianamente  experto  en 
achaques  de  hermenéutica  literaria.  Esos  documentos  son 
suyos,  exclusivamente  suyos;  no  se  les  puede  confundir 
con  los  emanados  de  los  que  lo  rodean.  En  ellos  se  le  ve  lu- 
char con  la  falta  de  técnica ;  pero,  en  medio  de  sus  énfasis 
y  redundancias,  propias  de  la  época,  por  otra  parte;  al 
través  de  lo  que  Carlyle  llamaría  su  dialecto,  aparecen  su 
fisonomía  y  su  carácter  permanentes  con  nitidez  perfecta. 

Pero,  para  ver  bien  á  Artigas,  contamos,  además,  con 
las  descripciones  que  de  él  nos  han  hecho  los  que  lo  vieron. 
Todos,  Larrañaga,  Cáceres,  Díaz.  Funes,  Robertson,  todos 
los  que  lo  trataron,  se  sintieron  movidos  á  ensayar  el 
retrato  de  aquel  hombre  singular. 

El  sabio  Larrañaga,  que  amaba  al  héroe,  nos  dice  que 
"era  hombre  de  estatura  regular  y  robusto,  de  color  bas- 
tante blanco,  de  muy  buenas  facciones,  con  nariz  aguileña, 
pelo  negro,  y  con  pocas  canas." 

Don  Vicente  Fidel  López,  que  odiaba  á  Artigas  con 
miedo  cerval,  dice  que  ' '  el  óvalo  de  su  cara  era  perfecto, 
tirando  á  ser  agudo,  aunque  no  mucho;  pero  lo  bastante 
para  ser  pronunciado.  Su  cabeza  muy  regular,  bastante 
desenvuelta,  y  enteramente  conforme  al  mejor  tipo  de  la 
raza  caucásica ;  su  perfil  era  sumamente  acentuado  y  clá- 
sico. . .  "  Todo  eso  y  nada,  me  parece  que  es  la  misma 
cosa.  Es  ese  un  pobre  retrato  impersonal. 

Artigas  era  de  estatura  mediana;  no  tenía  contextura 
atlética,  ni  siquiera  robusta;  su  aspecto  era  más  bien  de- 


ARTIGAS  163 


licado;  su  cuerpo  era  más  encorvado  que  erguido;  sus 
modales,  actitudes  y  movimientos  muy  reposados.  Tenía 
la  cara  ovalada,  aguileña  la  nariz,  los  ojos  grandes  y  cla- 
ros, pardos  azulados;  era  fina  la  comisura  de  sus  labios, 
pero  el  superior  muy  amplio ;  la  tez  pálida,  linfática ;  poco 
poblada  la  barba;  el  cabello  escaso  y  fino,  ligeramente  on- 
dulado, y  de  un  color  castaño  claro,  rubio  dicen  algunos ; 
la  calvicie  precoz  le  dilató  la  frente,  amplia  de  suyo,  de 
parietales  deprimidos. 

Veamos  de  penetrar  en  lo  interior. 

"Su  conversación,  nos  dice  Larrañaga,  tiene  atracti- 
vos; habla  quedo  y  pausado;  no  es  fácil  sorprenderlo 
en  largos  razonamientos,  pues  reduce  la  dificultad  á 
pocas  palabras,  y,  lleno  de  mucha  experiencia,  tiene  una 
previsión  y  un  tino  extraordinarios." 

Cuando  yo  leía  esa  auténtica  descripción,  sentía  mo- 
verse en  mi  memoria  la  magna  página  en  que  Carlyle 
nos  retrata  su  Mahoma. 

"Sus  compañeros  le  llamaban  el  Ami/n,  el  creyente, 
un  hombre  de  verdad  y  fidelidad;  verdadero  en  todo 
cuanto  hacía,  en  todo  cuanto  hablaba  y  pensaba.  También 
notaban  que,  en  todo  lo  que  decía,  daba  siempre  á  enten- 
der alguna  cosa.  Hombre  más  bien  taciturno,  y,  cuando 
nada  tenía  que  decir,  silencioso;  pero  oportuno,  discreto, 
sincero  cuando  hablaba,  y  siempre  esclareciendo  la  cues- 
tión :  único  modo  digno  del  discurso.  Carácter  grave  y 
franco;  pero  al  mismo  tiempo  cordial,  amable  y  hasta  jo- 
eoso  y  amigo  de  la  risa  de  vez  en  cuando." 

Salvo  lo  de  taciturno,  yo  veo  mucho  de  Artigas  en  ese 
árabe  Mahoma,  conocido  de  Carlyle.  No  me  gusta  lo  de 
taciturno,  porque  nos  desvía  del  carácter  que  buscamos; 
nos  sugiere  la  idea  de  sombrío,  ceñudo;  la  de  impasible, 
sobre  todo. 


164 


Y  no  es  eso  lo  que  vio  en  Artigas  el  inglés  Robertson, 
por  ejemplo.  "  Pienso,  dice,  que  si  los  negocios  del  mundo 
entero  hubieran  pesado,  sobre  sus  hombros,  hubiera  proce- 
dido de  igual  manera.  Parecía  un  hombre  abstraído  del 
bullicio,  y  era,  bajo  ese  punto  de  vista,  semejante  al  más 
grande  de  los  generales  de  nuestra  época,  si  se  me  permite 
la  alusión." 

Eso  ya  es  otra  cosa:  abstraído,  pensativo,  en  comunica- 
ción constante  consigo  mismo.  Eso  sí:  eso  es  perfecta- 
mente suyo :  era  un  ambulante,  un  viajero  silencioso  de 
soledades  psíquicas. 

Pero  no  era  un  impasible;  nada  más  ajeno  al  carácter 
de  este  hombre  estoico.  Me  han  llamado  mucho  la  aten- 
ción las  persistentes  referencias  á  su  sensibilidad,  que 
hallamos  en  los  que  lo  vieron.  Artigas  reía  poco;  sólo  de 
vez  en  cuando,  y  moderadamente,  sin  carcajada;  he  no- 
tado, en  cambio,  que  los  observadores  de  su  vida  afectiva 
nos  hablan  con  frecuencia  de  su  llanto.  Yo  encuentro  muy 
interesante  el  llanto  en  ese  solitario  intrépido  y  fuerte. 
Don  Joaquín  Suárez,  por  ejemplo,  al  hablarnos  de  su  hon- 
radez, y  de  que  jamás  faltó  á  su  palabra,  nos  dice  que  era 
muy  sensible  con  los  desgraciados ;  el  Deán  Punes  advierte 
su  extrema  sensibilidad;  el  general  Díaz  nos  lo  pinta  con- 
movido en  alto  grado.  Pero,  más  que  todo  eso,  me  ha 
interesado  lo  que  dice  el  coronel  Cáceres  en  sus  Memo- 
rias: "Se  acordaba,  con  lágrimas  en  los  ojos,  de  Valde- 
negro  y  Ventura  Vázquez;  decía  que  eran  hombres  que 
hubieran  sido  muy  útiles  al  país,  si  no  hubieran  sido  ve- 
nales y  ambiciosos." 

Juzgo  que  hallaréis  en  todo  esto  motivo  de  meditación. 

Venales  y  ambiciosos. .  . 

Cuando  sepáis  que  Artigas  vivió  y  murió  en  la  mayor 
pobreza,  como  un  anacoreta;  cuando  lo  veáis  preferir  el 


ARTIGAS  EN  181 
Estudio  al  carbón  de  Juan  Mi 


ARTIGA8  165 


honor  á  los  honores,  desdeñar  el  renombre  y  la  gloria  per- 
sonales, y  hasta  impedir  que  se  levantaran  las  calumnias 
que  contra  él  forjaban  sus  enemigos,  no  podréis  menos 
de  convenceros  de  que  estáis  en  presencia  de  una  alma  so- 
litaria, original  y  compleja  si  las  hay.  En  ese  odio  á  todo 
lo  que  es  ambición  y  venalidad  que  arranca  lágrimas  á 
Artigas;  en  ese  desprendimiento  de  todo  interés  humano, 
veréis  la  fuente  de  una  fortaleza  y  de  una  tenacidad  en  el 
propósito  y  la  acción,  que  sólo  los  insensatos  confundirán 
con  la  estúpida  soberbia,  ó  con  la  vanidad  de  los  prepo- 
tentes. 

Artigas  no  fué  un  soberbio ;  no  había  en  él  ni  un  átomo 
de  lo  que  puede  constituir  un  tirano  ó  un  déspota.  Fué 
enemigo  de  las  apariencias  ostentosas;  si  bien  siempre 
vistió  con  decencia,  nunca  usó  insignias  ni  entorchados; 
el  deleite  del  predominio,  el  abuso  de  autoridad,  la  inso- 
lencia, el  placer  de  menospreciar  á  los  hombres  eran  tan 
ajenos  á  su  carácter  como  el  servilismo  ó  la  humillación 
ante  quien  pretendía  erigirse  en  autoridad  sin  derecho. 
Nadie  ha  sido  más  respetuoso  y  sumiso  que  él  de  toda  su- 
perioridad real  y  verdadera;  pero  nadie  más  altivo  ante 
las  falsas  grandezas. 

Y  yo  os  aseguro,  mis  amigos,  que,  si  no  fué  el  orgullo 
el  móvil  de  su  vida,  mucho  menos  lo  fué  el  deleite  sen- 
sual. Sus  costumbres  fueron  morigeradas  y  sencillas;  era 
muy  sobrio  en  la  mesa:  no  bebía  vino:  no  se  le  conoce 
drama  alguno  pasional:  ni  siquiera  afecciones  vehementes 
ó  privanzas. 


Yo  no  sé  si  con  estos  elementos  he  conseguido  evocar 
en  vosotros  un  hombre  real,  un  carácter ;  pero,  por  sí  ó 
por  nó,  quiero,  como  complemento,  y  como  comprobación 


166 


al  mismo  tiempo,  de  lo  que  os  he  dicho,  que  leáis  conmigo 
esta  encantadora  tradición  doméstica  que  debemos  á  una 
anciana  sobrina  de  Artigas,  doña  Josefa  Ravía,  que  to- 
davía llamaba  tio  Pepe  al  héroe  de  las  Piedras,  y  que,  á 
los  93  años  de  edad,  dictaba  sus  recuerdos  en  la  forma 
ingenua  que  veréis,  y  es  preciso  conservar.  Tengamos  pre- 
sentes esas  páginas,  transparentes  como  el  agua  que  corre. 

"Por  relaciones  de  familia  — *dice  la  anciana  —  sé  que, 
en  sus  primeros  tiempos,  tío  Pepe  se  ocupaba  en  sus  es- 
tudios aquí  en  Montevideo;  sus  hermanos,  don  Manuel 
y  tío  Cucho,  (don  Cirilo),  se  ocupaban  en  las  estancias 
I  de  su  padre,  don  Martín  Artigas,  que  se  sentía  cada  vez 
I  más  achacoso,  y  había  confiado  los  quehaceres  de  campo 
|á  esos  sus  hijos." 

' '  Tío  Pepe  iba  á  las  estancias  por  vía  de  paseo ;  en  ellas 
adquirió  relaciones  de  familia  con  los  Latorre,  de  Santa 
Lucía,  y  los  Pérez,  del  valle  del  Aiguá.  Repitió  esas  visi- 
tas al  campo,  y  fué  tomando  afición  á  sus  faenas;  pero 
como  no  tuviera  en  las  estancias  de  su  padre  una  colo- 
cación estable,  se  ponía  de  acuerdo  con  los  Latorre  y  los 
Torgueses,  con  don  Domingo  Lema  y  don  Francisco  Ra- 
vía, y  salían  á  los  campos  de  don  Melchor  de  Viana,  con 
autorización  de  éste  y  del  gobernador  de  Montevideo,  á 
hacer  cuereadas,  utilizando  también  las  gorduras  y  las 
astas. ' ' 

"También  tenía  autorización  del  gobernador  para  sa- 

/   car  de  Montevideo  medias-lunas  (cuchillos  curvos)  con 

que  desgarretaban  los  animales,  pues  los  paisanos  no 

estaban  avezados  á  desgarretar  con  los  cuchillos,  y  el  que 

lo  hacía  era  muy  aplaudido  por  los  compañeros." 

1 '  Las  medias  -  lunas  eran  hechas  por  el  herrero  don 
Francisco  Antuña ;  y  como  hacía  muchas  más  de  las  que 
tenía  autorización  para  llevar  al  campo,  las  pasaba  clan- 


167 


destinamente  don  Francisco  Ravía  por  el  Portón.  Tío 
Pepe  decía  que  esas  medias-lunas  eran  para  armar  á  los 
paisanos  y  defender  á  la  patria.  Con  ese  mismo  fin,  sa- 
caban continuamente  para  el  campo  cuchillos  de  marca 
mayor." 

Suspendo  un  momento  la  lectura,  caros  artistas,  para 
haceros  notar  que  esas  medias-lunas  y  cuchillos  de  marca 
mayor,  enhastados  en  cañas,  serán  las  lanzas  de  las  caba- 
llerías orientales  en  las  primeras  batallas  de  la  indepen- 
dencia, las  vencedoras  en  San  José  y  las  Piedras.  Tened 
en  cuenta  que  Artigas  preparaba  este  parque  primitivo, 
mucho  antes  de  la  revolución  de  Mayo.  Es  muy  útil  que 
lo  tengáis  en  cuenta. 

"En  cuanto  al  carácter  personal  —  continúa  la  an- 
ciana —  lo  tengo  muy  presente,  porque  desde  niña  he 
estado  oyendo  grandes  diálogos  de  tía  Martina  Artigas, 
hermana  de  tío  Pepe,  con  mi  tía  Josefa  Ravía,  sobre  el 
carácter,  hechos  y  costumbres  de  aquél,  hasta  la  época 
que  voy  refiriendo.  Todos  decían  que  tío  Pepe  era  muy 
paseandero,  y  muy  amigo  de  sociedad  y  de  visitas,  así 
como  de  vestirse  bien,  á  lo  cabildante,  y  que  se  atraía 
la  voluntad  de  las  personas  por  su  modo  afable  y  ca- 
riñoso." 

"Su  traje  era  análogo  al  de  cabildante;  su  fisonomía 
abierta,  franca  y  hasta  jovial.  Era  de  estatura  regular  y 
de  cuerpo  delgado ;  usaba  buen  pantalón  y  buena  bota ; 
nunca  quiso  usar  espuelas  grandes,  que  eran  las  de  moda 
entre  los  mozos  de  campo,  ni  llevar  el  cuchillo  á  la  cin- 
tura, pues  fué  de  los  primeros  que  lo  usaron  entre  ca- 
ronas" (piezas  de  la  montura  del  caballo).  "Usaba  el 
sombrero  sobre  el  redondel  de  la  cabeza;  pero  cuando 
galopaba  á  caballo  ó  entraba  en  las  lidias  de  campo,  se 
lo  echaba  á  la  nuca.  Su  fisonomía  era  simpática,  y  ya 


168 


en  esa  época,  y  ocupado  en  los  labores  referidos,  las  jó- 
venes de  Montevideo  se  disputaban  su  persona.  Tío  Pepe 
y  tío  Martín  eran  muy  blancos,  y  tenían  el  cabello  cas- 
taño ;  tío  Cucho  y  tío  Manuel  eran  morenos. ' ' 

"Sus  antecedentes  en  la  familia  eran  excelentes,  hasta 
el  punto  de  que  todos  los  parientes  lo  consideraban  como 
el  jefe  de  ella." 

"La  casa  de  don  Martín  Artigas  era  visitada  por  todos 
los  parientes,  y  estaba  situada  en  la  calle  Washington, 
inmediata  á  la  plaza  de  toros,  en  que  aquel  tenía  un 
sitio  de  preferencia  y  concurría  con  su  familia." 

"Como  una  prueba  de  la  vida  holgada  que  en  aquella 
época  tenía  la  familia  de  Artigas,  está  el  gran  número 
de  ganados  mansos  que  poseía  antes  de  la  guerra  de  la 
patria,  y  las  grandes  ventas  que  hacía  don  Manuel,  su 
hijo  mayor,  quien  entregaba  á  su  padre  fuertes  cantida- 
des de  onzas  de  oro,  que  contaba  hasta  en  presencia  de 
las  visitas." 

"En  cuanto  á  la  afirmación  que  se  ha  hecho  de  que 
tío  Pepe  haya  abandonado  la  casa  paterna  contra  la 
voluntad  de  su  padre,  que  lo  quería  á  su  lado  en  Monte- 
video, para  entregarse  á  los  trabajos  de  campo,  baste 
saber  que  don  Martín  Artigas  era  el  que  recibía  en  Mon- 
tevideo las  carretas  de  cueros  que  mandaba  tío  Pepe  del 
campo.  Eran  conductores  de  ellas,  don  Francisco  Ravía, 
don  Domingo  Lema  y  don  Manuel  Latorre  con  sus  es- 
clavos. Don  Martín  vendía  la  carga,  la  metalizaba,  y  re- 
partía su  importe." 

"He  citado  el  traje  habitual  y  el  modo  de  vivir  hon- 
rado de  tío  Pepe  Artigas.  Ahora  hablaré  del  traje  que 
usaba  desde  que  fué  nombrado  oficial  del  regimiento  de 
Blandengues.  Parece  que  hubiera  tenido  de  antemano 
vocación  por  la  carrera  militar,  pues  desde  el  primer  día 


ARTIGAS 


que  se  puso  la  casaquilla  de  blandengue  no  se  le  vio  otro 
traje  en  Montevideo,  pues  además  de  la  que  había  reci- 
bido en  su  regimiento,  se  había  mandado  hacer  otras 
iguales,  una  que  guardaba  en  el  Cordón,  en  las  casas  que 
hoy  llaman  de  Lomba,  y  que  entonces  se  llamaban  de 
Artigas,  y  otra  que  guardaba  en  la  Aguada,  para  mudarse 
á  cada  paso,  é  ir  á  los  bailes  con  su  compañero  insepa- 
rable, el  buen  patriota  don  Manuel  Pérez,  á  cuya  esposa, 
tía  María  del  Carmen  Gomar,  acostumbraba  Artigas  dar 
bromas  por  esos  bailes,  por  más  que  don  Manuel  era  un 
excelente  y  fiel  esposo,  aunque  de  genio  jovial  y  amigo 
de  diversiones." 

"Don  José  Artigas,  en  la  época  en  que  fué  oficial  de 
Blandengues  y  comisario  de  la  Unión  y  de  la  Aguada, 
por  el  año  1806,  vestía  lo  mejor  posible;  usaba  lujosa 
camisa  de  hilo  de  Holanda,  chaleco  de  raso,  y  ricos  pa- 
ñuelos de  seda  de  bolsillo,  muy  en  uso  entonces." 
v  La  anciana  que  nos  da  estos  ingenuos  y  preciosos  re- 
cursos para  la  evocación  del  héroe  oriental,  vivo  y  bien 
visible,  dice  también  "que  recuerda  haber  visto  los  fracs 
con  que  su  tío  Pepe  concurría  á  los  bailes,  y  que,  otras 
veces,  el  traje  que  llevaba,  como  el  de  todos  los  jóvenes 
decentes  de  su  tiempo,  era,  cuando  no  usaba  casaca 
larga,  una  chaquetilla  ajustada  al  cuerpo,  con  más  ó 
menos  bordados  de  trencilla  fina  en  el  pecho,  y  un  gran 
pino  bordado  en  la  espalda;  pantalón  ajustado  sobre 
la  caña  de  la  bota,  rico  chaleco  de  raso  y  corbata." 

Demos  gracias,  amigos  artistas,  á  la  buena  nonage- 
naria que  nos  ha  dejado  el  tesoro  de  esos  sus  áureos  re- 
cuerdos, que  nos  permiten  ver  tan  de  cerca  al  gentil 
capitán  de  Blandengues,  que  algunos  amables  historia 
dores  han  presentado  como  un  salvaje  troglodita. 

Pero  es  preciso  que  os  lo  haga  ver  mejor  todavía,  para 


170 


terminar.  Busquemos  á  alguien  que  lo  haya  mirado  con 
mayor  intensidad  que  la  buena  anciana.  Encontramos  al 
célebre  Deán  Funes,  procer  de  la  independencia  argen- 
tina, doctor  de  la  Universidad  de  Córdoba,  é  historiador 
de  autoridad  única  acaso  en  su  época,  que  parece  haber 
visto  algo  en  el  fondo  de  los  ojos  claros  del  libertador 
oriental.  El  retrato  que  de  éste  nos  hace  es  magistral  en 
su  intensa  sobriedad  de  tonos  fundamentales.  "Artigas 
—  dice  —  es  un  hombre  singular,  que  reúne  una  sensibi- 
lidad extrema  á  una  indiferencia  al  parecer  fría;  una 
sencillez  insinuante  á  una  gravedad  respetuosa;  un  len- 
guaje siempre  de  paz,  á  una  inclinación  innata  á  la  gue- 
rra; un  amor  vivo,  en  fin,  por  la  independencia  de  la 
patria,  á  un  extravío  de  su  verdadera  dirección." 

No  hay  duda,  amigos  artistas:  Artigas  era  un  hombre 
singular,  un  hombre  extraño.  El  historiador  argentino 
vio  su  rasgo  heroico:  era  un  solitario;  tenía  un  extravío 
clásico,  con  relación  al  Deán  Funes  y  á  los  togados  colo- 
niales que  con  él  sentían  y  pensaban,  respecto  de  la  inde- 
pendencia. Fué  un  enigma  para  su  época,  como  lo  son 
todos  los  hombres  sin  época,  absolutos;  pero  ya  no  lo  es; 
ya  no  es  enigma;  está  descifrado. 


III 


Ese  es  el  hombre  que  estaba  formado  en  la  Banda  Orien- 
tal, cuando,  en  el  mes  de  Mayo  de  1810,  el  virrey  Cisneros 
fué  depuesto  en  Buenos  Aires.  Vigodet,  el  gobernador 
de  Montevideo,  primero,  y  Elío,  el  virrey  enviado  á  su- 
ceder á  Cisneros,  después,  repudiaron  á  la  Junta  de  Mayo, 
como  sabemos,  é  hicieron  de  la  ciudad  oriental  el  centro 
de  resistencia  monárquica  absoluta. 


CABEZA  DE  ARTIGAS 
Busto  en  bronce  de  José  Luis  Zorrilla  de  San  Martín 


171 


Artigas,  por  su  parte,  clavó  los  ojos  en  el  movimiento 
de  Buenos  Aires,  y,  si  bien  se  sintió  arrastrado  á  él,  no 
renoeió  del  todo  su  visión  en  las  declaraciones  del  25  de 
Mayo.  Nó:  la  libertad  por  él  soñada,  y  para  cuya  con- 
quista formaba  su  arsenal  de  lanzas  primitivas,  no  se  lla- 
maba Fernando  VII ;  el  objeto  de  la  revolución  no  era  ni 
podía  ser  el  "conservar  esta  parte  de  América  á  su  Au- 
gusto Soberano  el  señor  don  Fernando  y  sus  legítimos  su- 
cesores" como  lo  decía  el  juramento  á  que  se  habían  ligado 
los  primaces  de  la  revolución,  y  era  la  fórmula,  más  ó 
menos  sincera,  adoptada  en  toda  América.  Él,  que  era 
un  hombre  real,  sentía  gran  repugnancia  hacia  todo  lo 
que  no  era  verdad.  Y  no  era  tal  el  mensaje  del  dios  inte- 
rior de  que  era  depositario,  y  que  sonaba  en  su  oído  al 
dar  todas  las  horas.  Desfigurarlo  le  parecía  una  profana- 
ción. Por  eso  Artigas  siempre  calló;  fué  un  silencio.  No 
hay  en  toda  su  vida  de  libertador  una  sola  palabra  de 
reconocimiento  al  rey;  ni  una  sola.  Y  él  es  el  primero  que 
desconoce  tal  entidad  expresamente,  bárbaramente ;  el  pri- 
mero, como  lo  hemos  dicho,  que  pronunció  las  palabras 
de  Henry:  César  tuvo  un  Bruto;  Carlos  I  un  CronwelL 
y  Jorge  III . . . 

Por  otra  parte,  en  el  movimiento  iniciado  por  Buenos 
Aires  él  no  veía  perfectamente  garantido  lo  que  cons- 
tituía la  esencia  de  su  pensamiento:  la  autonomía  del 
pueblo  oriental;  la  supresión,  y  no  el  cambio  de  dueño 
para  la  patria.  Él  veía  con  toda  nitidez  en  ésta  un  estado, 
una  provincia,  como  entonces  se  llamaba  á  tales  estados; 
(Provincia  de  Chile,  Presidencia  de  Quito,  Gobernación  de 
Caracas,  etc.,  etc.),  un  organismo  íntegro,  una  persona 
colectiva,  con  todos  los  atributos  esenciales  de  la  persona : 
con  libertad,  con  propiedad,  con  dignidad,  con  destino 
propio  y  no  supeditado  á  otros  destinos,  fin  de  sí  misma, 


172 


y  no  medio  para  que  otros  consiguieran  el  suyo.  En  ese 
concepto,  la  provincia  oriental  era  exactamente  lo  mismo 
que  la  provincia  occidental  ó  la  provincia  de  Chile:  her- 
manas que  se  emancipaban. 

Nadie  mejor  que  Artigas  conocía  y  sentía,  sin  em- 
bargo, la  incompatibilidad  de  caracteres  entre  las  dos 
hermanas  del  Plata,  fundada  en  las  causas  profundas 
que  os  he  hecho  notar  en  mis  anteriores  conferencias :  es- 
tructura étnica  y  geológica,  edad,  tradiciones,  educación, 
fortuna,  intereses,  relaciones  con  la  madre  común.  Él  sen- 
tía la  tendencia  de  Buenos  Aires  á  considerar  como  de- 
pendencia suya  á  Montevideo ;  á  mirar  á  su  hermana  con 
cierto  altivo  desdén  que  la  ofendía;  á  arrebatarle  sus  glo- 
rias privativas,  y  hasta  á  perjudicar  sus  intereses,  favo- 
reciendo el  puerto  de  Buenos  Aires,  puerto  único,  á  expen- 
sas del  de  Montevideo,  simple  plaza  fuerte. 

Nadie  mejor  que  Artigas  conocía,  pues,  la  resistencia 
del  pueblo  oriental,  desde  la  capital  hasta  el  último  con- 
fín del  territorio,  á  compartir  con  su  opulenta  y  altiva 
hermana  occidental  la  casa  común,  y  á  no  tener  la  propia, 
por  más  modesta  que  fuera.  Puede  afirmarse  que  la  resis- 
tencia de  Montevideo  hacia  Buenos  Aires  no  era  inferior 
á  la  que  le  inspiraba  España  misma.  El  pueblo  no  hu- 
biera sacudido  el  yugo  de  ésta  para  cambiarlo  por  el  de 
aquélla ;  no  sé  si  hubiera  preferido  ser  español.  ' '  Sería  muy 
ridículo,  dice  Artigas,  que  el  Estado  Oriental,  no  mirando 
ahora  por  sí,  prodigara  su  sangre  frente  á  Montevideo, 
y  mañana  ofreciera  á  un  nuevo  cetro  de  hierro  el  laurel 
mismo  que  va  á  tomar  sobre  sus  murallas.  La  Provincia 
Oriental  no  pelea  por  el  restablecimiento  de  la  tiranía 
en  Buenos  Aires." 

He  ahí.  mis  amigos  artistas,  el  problema  planteado,  no 


ARTIGAS  173 

por  Artigas  ciertamente,  sino  por  la  misma  naturaleza 
de  las  cosas. 

¿Debía  Artigas,  á  pesar  de  todo  eso,  despertar  á  su 
pueblo  para  adherirlo  al  movimiento  del  25  de  Mayo? 
¿O  debía  hacer  lo  que  el  doctor  Rodríguez  de  Francia  en 
el  Paraguay? 

Artigas  no  vaciló:  debió  hacer  lo  primero,  y  lo  hizo. 
Él  vio,  desde  el  primer  momento,  una  garantía  que 
le  permitía  prometer  la  libertad  á  su  pueblo  sin  engañarlo ; 
la  vio,  con  toda  precisión,  en  la  analogía  de  costumbres, 
de  ideales,  de  estructura  sociológica  entre  los  diferentes 
pueblos  argentinos,  con  excepción  de  los  magnates  de  Bue- 
nos Aires,  y  el  oriental.  Ese  vínculo  entre  los  pueblos 
argentinos  y  el  oriental  era  mucho  mayor  que  el  que  exis- 
tía entre  aquéllos  y  la  capital  del  virreinato.  Si  bien  en 
aquéllos  no  se  reunían  las  condiciones  necesarias,  como 
en  Chile  ó  en  Bolivia  ó  en  el  Uruguay,  para  formarse  es- 
tados independientes;  si  bien  formaban  con  Buenos  Aires 
una  entidad  geográfica  casi  imposible  de  disgregar,  pues 
era  Buenos  Aires  el  puerto  único  de  aquella  inmensa  re- 
gión, había  en  ellos  energías  bastantes  para  rechazar  toda 
imposición  de  la  capital  que  significara  la  sustitución  del 
despotismo.  El  fenómeno  que  existía  en  el  Uruguay,  exis- 
tía también  en  las  provincias  argentinas:  no  rechazaban 
éstas  menos  el  yugo  de  Buenos  Aires  que  el  de  España. 
Era  preciso,  sin  embargo,  empezar  por  sacudir  éste,  y, 
para  ello,  la  unión  se  imponía  por  la  ley  natural;  pero 
el  único  vínculo  posible  de  unión  era  la  federación,  ó, 
para  que  las  palabras  no  nos  sugestionen,  el  respeto  mu- 
tuo entre  las  unidades  sociológicas,  más  ó  menos  embrio- 
narias, pero  vitales,  que  ellí  existían. 


174 


En  esa  idea,  pues,  de  federación  ó  autonomía  provin- 
cial, estaba  la  garantía  de  la  independencia  oriental,  si 
ella  llegara  á  peligrar  por  obra  de  la  capital  del  antiguo 
virreinato.  No  era  imposible  que  ésta,  dándose  cuenta 
clara  de  la  esencia  de  la  revolución,  supiera  conciliar 
el  esfuerzo  común  con  la  autonomía  regional  y  con  la 
democracia;  pero  si  así  no  fuera,  y  Buenos  Aires,  como 
no  era  tampoco  imposible,  llegara  á  pretender  susti- 
tuirse á  los  odiosos  virreyes,  ó  á  traicionar  la  causa 
de  la  independencia,  Artigas  siempre  tendría  apela- 
ción para  ante  aquellos  pueblos,  que  acudirían  á  él, 
y  al  pueblo  oriental,  movidos  por  afinidades  natura- 
les, en  defensa  de  sus  derechos.  Artigas  y  su  pueblo 
serían  entonces,  y  no  Buenos  Aires,  el  verdadero  nú- 
cleo de  la  revolución  de  Mayo.  Lo  fueron. 

No  entregaba,  pues,  á  su  pueblo  completamente  desar- 
mado á  su  rival;  cuando  menos,  estaba  firmemente  re- 
suelto á  no  entregarlo:  le  juró  fidelidad  en  el  fondo  de 
su  alma,  y  no  fué  perjuro. 


IV 


Pero  no  era  eso  todo :  otro  peligro,  otro  enemigo  iba  á 
caer  sobre  su  patria  al  rebelarse  contra  España  y  des- 
prenderse de  ésta :  el  enemigo  secular,  mucho  más  odioso 
para  el  pueblo  oriental  que  España  misma,  mucho  más 
odioso :  Portugal. 

Portugal,  durante  dos  siglos,  no  había  cesado,  como 
hemos  dicho,  de  hacer  tentativas  para  pasar  la  maldita 
frontera  de  la  línea  divisoria,  y  dar  á  sus  dominios  por  lí- 
mite arcifinio  el  Uruguay  y  el  Plata.  Su  centro  de  cul- 
tura estaba  muy  lejos,  allá  en  Río  Janeiro.  Al  Uruguay  He- 


175 


gabán  sólo  las  incursiones  de  sus  paulistas  bandoleros  y  de 
sus  contrabandistas,  que  habían  hecho  abominable  al  ene- 
migo portugués.  Artigas  precisamente,  con  sus  milicia- 
nos orientales,  había  sido,  como  lo  sabéis,  el  defensor 
de  vidas  y  haciendas  contra  esos  invasores. 

Y  Portugal,  que  sólo  esperaba  su  hora  para  repetir 
sus  tentativas,  creyó  que  el  alzamiento  de  las  provincias 
platenses  contra  España,  había  marcado  esa  hora.  El  rey 
don  Juan  VI,  regente  entonces  del  reino,  por  incapaci- 
dad de  su  madre  doña  María  de  Braganza,  y  perseguido 
por  Napoleón,  había  establecido  su  corte  en  Río  Janeiro ; 
era  aliado  de  Inglaterra,  que  tenía  acreditado  en  la  corte 
á  lord  Strangfort  como  agente  diplomático.  La  mujer  del 
rey  portugués,  la  princesa  Carlota,  persona  muy  poco  reco- 
mendable, dicho  sea  de  paso,  era  hermana  de  Fernando  VII. 
Había,  pues,  aquí  en  América,  una  más  que  mediana 
propiedad  de  la  sangre  real,  disponible  para  esos  monar- 
cas: las  tierras  platenses,  que  parecían  escapar  al  domi- 
nio español,  y  sus  accesorios:  hombres,  pueblos,  tierras  y 


Ambos  príncipes  pensaron  en  hacerla  propia :  don  Juan 
y  su  esposa;  cada  uno  por  su  lado.  La  princesa  Carlota, 
á  título  de  ir  á  "conservar  aquellos  dominios  para  su 
augusto  hermano",  pensó  en  hacer  un  reino  para  sí 
misma  en  la  región  platense,  recordando  acaso  que  ese 
había  sido  el  primer  pensamiento  de  Belgrano  y  otros. 
Para  ello  envió  emisarios  al  Uruguay,  proponiendo  su 
regia  instalación  en  Montevideo,  y  su  apoyo  contra  Bue- 
nos Aires;  mandó  sus  propias  joyas,  para  que  fueran 
vendidas;  regaló  la  primer  imprenta  que  llegó  al  país, 
con  el  objeto  de  defender  los  derechos  del  rey,  su  augusto 
hermano,  y  secundar  sus  propósitos. 

El  rey  Don  Juan,  por  su  parte,  ofreció  también  su  con- 


176 


curso,  sus  armas  portuguesas,  para  defender,  por  supues- 
to, los  derechos  de  España,  los  sagrados  intereses  de  Fer- 
nando. Las  armas  estaban  prontas;  un  ejército  se  acer- 
caba ya  á  la  frontera  uruguaya.  Defendería  así  todo  el 
virreinato,  pero  recogería,  como  gaje  de  la  victoria,  el 
territorio  oriental,  su  ensueño.  La  bandera  portuguesa 
sustituiría  á  la  española  en  la  ceñuda  ciudadela  de  Mon- 
tevideo ;  España,  en  cambio,  conservaría  la  suya  en  las  for- 
talezas del  Callao,  y  en  los  alcázares  de  Buenos  Aires. 


Artigas,  el  capitán  de  Blandengues,  el  compañero  de 
Azara,  en  la  defensa  de  la  frontera  española,  contra  las 
irrupciones  portuguesas,  sentía  todo  eso  con  más  in- 
tensidad que  nadie.  El  Uruguay  estaba  amenazado  de  ser 
portugués;  lo  hubiera  sido,  sin  duda  alguna,  en  definitiva, 
como  lo  fué  transitoriamente,  si  allí  no  hubiera  estado 
ese  bárbaro  de  Artigas;  si  éste  no  hubiera  sustituido  la 
línea  imaginaria  de  Alejandro  VI  por  un  foso  de  sangre 
de  su  pueblo,  inmolado  á  la  patria. 

Y  no  había  tiempo  que  perder;  era  urgente  la  resolu- 
ción de  adherirse  ó  nó  á  la  iniciativa  de  Mayo ;  el  movi- 
miento insurreccional  contra  la  metrópoli  española  pal- 
pitaba, en  Montevideo  y  en  los  campos:  la  simiente 
esparcida  por  el  mismo  Artigas  brotaba  ya  de  la  tierra. 

El  gobernador  de  Montevideo,  Vigodet,  había  sido  sus- 
tituido por  Elío,  bravo  caballero  sin  miedo  y  sin  tacha, 
que  llegó  de  España  en  Enero  de  1811,  nombrado  virrey 
por  la  Junta  de  la  Península,  y  estableció  su  sede  en  Mon- 
tevideo. De  aquí  se  dirigió  á  la  Junta  de  Buenos  Aires 
reclamando  su  obediencia.  —  La  Junta  no  lo  reconoció.  Y 
estalló  la  guerra. 

El  elemento  nacional,  con  todos  los  síntomas  de  la  fie- 


177 


bre  americana,  se  agitaba  de  tiempo  atrás  en  Monte- 
video; pero  con  el  carácter  diferencial  del  de  Buenos 
Aires  que  notamos  oportunamente.  El  principio  de  ac- 
ción ó  agente  dinámico  esencial  en  el  movimiento  de 
Buenos  Aires  fueron  los  jefes  militares.  El  pueblo  los 
secunda;  pero  aparece  en  segundo  término.  En  Monte- 
video las  cosas  pasan  al  revés :  el  pueblo  está  en  primer 
término;  son  los  hombres  doctrinarios  los  que  han  de 
secundarlo.  En  la  banda  occidental  del  Plata,  es  la  ciu- 
dad la  que  conquista  los  campos;  en  la  oriental  son  los 
campos  los  que  expugnan  y  recuperan  la  ciudad. 

Hubo  un  momento  en  que  se  creyó  poder  hacer  en  Mon- 
tevideo lo  que  en  Buenos  Aires:  un  motín  militar  mane- 
jado por  los  proceres  civiles,  y  tras  el  cual  se  levantara 
el  pueblo.  Se  creyó  encontrar  el  equivalente  de  don  Cor- 
nelio  Saavedra  en  los  comandantes  de  dos  cuerpos  de  in- 
fantería, don  Prudencio  Murgiondo  y  don  Balbín  Va- 
Uejo,  que,  instigados  por  los  hombres  de  Mayo,  fraguaron, 
en  Julio  de  1§10,  la  conspiración  de  que  habla  Mariano 
Moreno  en  su  Plan  de  Operaciones  que  conocéis;  pero 
no  pudo  ser:  el  gobernador  Soria  descubrió  esa  tenta- 
tiva de  motín ;  sus  jefes  fueron  desterrados,  y  el  agente 
instigador  huyó  á  Buenos  Aires. 

El  elemento  nacional  ó  patriota  existía  en  la  Banda 
Oriental  como  en  Buenos  Aires;  pero  no  concentrado  en 
la  cabeza,  sino  difundido,  como  la  sangre,  por  todo  el  or- 
ganismo. Desde  que  en  1809  había  sido  disuelta  la  Junta 
que  nació  del  Cabildo  Abierto  de  1808,  y  sustituida  por 
el  Gobernador  delegado  de  España,  el  elemento  nacional 
se  había  organizado:  sus  primeros  directores  habían  sido 
don  Joaquín  Suárez,  don  Pedro  Celestino  Bauza,  don 
Santiago  Figueredo,  Cura  de  la  Florida,  y  don  Francisco 
Meló.  Pero  eso  no  se  concentraba  en  Montevideo,  ni  con- 

12.  Artigas.— i. 


178 


taba  con  sus  fuerzas  organizadas;  unidos  á  los  Barreiro, 
Larrañaga,  Araucho,  y  á  los  frailes  franciscanos  de  Mon- 
tevideo, se  movían  los  García  Zúñiga,  en  Canelones ;  y  los 
Bustamante  y  Pérez  Pimienta  y  Aguilar,  en  Maldonado; 
y  los  Escalada,  Haedo,  Gadea,  Almirón,  en  el  litoral  del 
Uruguay;  y  los  Curas  Párrocos  de  Colonia,  Paysandú, 
Canelones,  San  José,  etc.,  en  sus  regiones  respectivas.  Y, 
en  todas  partes  los  Artigas :  Manuel  Francisco,  Manuel . . . 
y  el  otro,  el  capitán  de  Blandengues. 

Era  eso,  y  no  los  batallones,  lo  que  era  preciso  mover  y 
organizar:  y  para  ello  era  menester  una  cabeza;  pero  ca- 
beza viva,  parte  integrante  del  organismo,  irrigada  por  su 
sangre. 

Fué  pues,  un  error,  suponer,  como  se  supuso  un  mo- 
mento, que  esa  cabeza  había  aparecido  en  la  persona  del 
doctor  don  Lucas  Obes,  asesor  letrado  del  Cabildo,  joven 
brioso  y  elocuente,  entidad  muy  análoga  á  los  promotores 
del  movimiento  de  Mayo.  Precisamente  por  eso,  el  doctor 
Obes  estaba  contraindicado ;  él  era  una  entidad  genérica ; 
una  parte  de  un  todo ;  no  el  todo  mismo,  el  depositario  de 
un  mensaje,  el  héroe. 

El  virrey  Elío  no  vio  eso;  ni  siquiera  lo  sospechó,  me 
parece.  Creyó  que  don  Lucas  Obes  era  el  peligroso;  lo 
encerró  en  la  fortaleza,  y  lo  desterró  á  la  Habana. 

Los  patriotas  que  quedaban  eran  vigilados  y  persegui- 
dos; Larrañaga,  Suárez,  Lamas,  sólo  vivían  á  fuerza  de 
precauciones.  Muchos  de  ellos  acudían  á  la  protección 
del  bien  conceptuado  capitán  de  Blandengues  José  Ar- 
tigas, que  intercedió  por  algunos;  pero  se  hizo  sospe- 
choso. 

¡El  capitán  Artigas! 

Todas  las  miradas  se  dirigen  á  él,  las  recelosas  de  los 
españoles,  y  las  anhelantes  de  los  patriotas.  Los  primeros 


179 


no  quieren  manifestar  sus  recelos  por  no  precipitarlo; 
los  segundos  ocultan  sus  esperanzas,  por  no  comprome- 
terlo. ¿  Cómo  piensa  ? . . .  ¿  Qué  hará  ? . . .  Desde  los  hom- 
bres de  letras  que  han  sido  sus  compañeros  de  estudios 
y  amigos  de  infancia;  desde  los  oficiales  de  la  guarnición 
y  los  jóvenes  de  la  sociedad  culta,  hasta  los  habitantes  casi 
nómades  de  los  campos,  todos  sienten  que  Artigas  es  el 
hombre.  Pero  él  permanece  impenetrable,  sólo  con  su  dios 
interior. 

Con  él  va  á  la  Colonia  de  guarnición  con  sus  Blanden- 
gues, á  las  órdenes  del  coronel  Muesas.  De  allí  dará  su 
contestación,  acordada  en  la  comunicación  consigo  mismo ; 
la  que  esperan  de  Montevideo.  La  forma  en  que  contestará 
estará  de  acuerdo  con  el  carácter  que  os  he  descrito,  y  con 
el  que  reveló  toda  su  vida :  el  que  distingue  á  los  hombres 
intensos  que  llamamos  héroes,  á  los  depositarios  de  la  rea- 
lidad que  está  en  el  fondo  de  todas  las  apariencias.  La 
acción  y  la  palabra  coexisten  en  esos  hombres ;  el  verbo  es 
carne. 


Una  noticia,  que  fué  un  trueno,  cayó  derrepente  en 
Montevideo,  y  se  difundió  por  los  campos:  Artigas  había 
fugado  de  la  Colonia;  se  había  adherido  á  la  revolución 
de  Mayo.  La  del  Uruguay  tiene,  pues,  su  cabeza. 

Ya  os  hice  saber,  por  los  informes  de  Zufriategui  en 
las  Cortes  de  Cádiz,  y  por  las  del  mariscal  Laguna,  entre 
otros,  la  impresión  que  produjo  en  la  causa  española  la 
defección  de  aquel  simple  Ayudante  Mayor  de  Blan- 
dengues. 

Veremos  después  los  esfuerzos  que  se  harán  para  recu- 
perar al  desertor;  pero  bueno  es  que  conozcáis,  desde 
ahora,  la  contestación  de  Artigas  á  la  primera  tentativa 


180 


que  hace  Elío  para  reconquistarlo,  no  bien  regresa  de 
Buenos  Aires,  como  conductor  de  su  pueblo:  "Vuestra 
Merced  sabe  muy  bien,  contesta  Artigas,  cuánto  me  he 
sacrificado  en  el  servicio  de  su  Majestad;  que  los  bienes 
de  todos  los  hacendados  de  la  campaña  me  deben  la  ma- 
yor parte  de  su  seguridad.  ¿Cuál  ha  sido  el  premio  de 
mis  fatigas?  El  que  siempre  ha  sido  destinado  para  nos- 
otros. Así,  pues,  desprecie  Vuestra  Merced  la  vil  idea  que 
ha  concebido,  seguro  de  que  el  premio  de  mayor  conside- 
ración, jamás  será  suficiente  á  doblar  mi  conducta,  ni 
hacerme  incurrir  en  el  horrendo  crimen  de  desertar  de 
mi  causa." 

He  ahí,  mis  amigos,  el  temple  de  la  resolución  que  mueve 
á  ese  capitán  que  se  fuga  de  la  Colonia.  En  esa  frase 
"el  premio  que  siempre  ha  sido  destinado  para  nosotros'' 
están  sus  agravios;  no  los  personales,  sino  los  de  nosotros. 
Personalmente  puede  obtenerlo  todo;  todo  se  le  ofrece,  y 
se  le  ofrecerá;  pero  los  derechos  del  pueblo  americano  no 
serán  reconocidos.  Como  Washington,  cuando  dijo  "nada 
puede  esperarse  de  la  justicia  de  la  Gran  Bretaña,"  Ar- 
tigas está  convencido  de  que  nada  hay  que  esperar  para 
nosotros,  de  la  de  la  metrópoli  española,  nada.  Por  eso 
ha  tomado  su  resolución.  Y  ésta  será  inquebrantable. 


El  Ayudante  Mayor  Artigas  había  llegado  á  la  Colo- 
nia procedente  de  Paysandú.  Al  llegar,  comprendió  que 
su  situación  era  ya  insostenible ;  sus  pasos  eran  segui- 
dos; el  virrey  Elío  había  declarado  la  guerra  á  Buenos 
Aires  el  8  de  Febrero. 

De  acuerdo  con  el  cura  de  la  Colonia,  doctor  Enrique 
Peña,  su  amigo  y  confidente,  y  con  el  teniente  Horti- 
guera,  su  compañero  de  armas,  resolvió  lanzarse  á  la 


ARTIGAS  181 


empresa.  Hablan  las  historias  de  una  disputa  entre  Mue- 
sas  y  Artigas ;  afirman  otros  que  el  libertador  fué  preso 
y  se  evadió.  No  lo  creo,  porque  la  firma  de  Artigas  fi- 
gura, el  mismo  día  de  su  defección,  en  la  lista  de  su 
regimiento. 

Ese  día  fué  el  15  de  Febrero;  no  el  2  como  también 
se  ha  dicho.  Acompañado  del  doctor  Peña  y  de  un  negro 
esclavo  de  éste,  tío  Peña,  abandonó  la  Colonia;  recorrió 
nueve  leguas,  y  fué  á  refugiarse  en  un  bosque  cercano 
al  Cerro  de  las  Armas,  sobre  el  Arroyo  de  San  Juan. 
De  allí,  por  intermedio  del  cura,  se  dirigió  al  rico  pro- 
pietario de  aquellos  campos,  don  Teodosio  de  la  Quintana, 
quien  le  proporcionó  un  baqueano.  Chamorro,  puso  á  sus 
órdenes  algunos  hombres,  á  cuya  cabeza  iban  dos  de 
sus  propios  hijos,  y  le  regaló  una  tropilla  de  excelentes 
caballos. 

El  capitán  de  Blandengues,  transformado  en  Liber- 
tador del  Uruguay,  emprende  su  primera  marcha  con  el 
primer  ejército  de  la  patria,  un  puñado  de  negros  lan- 
ceros; se  dirige  hacia  el  Norte,  hacia  el  río  Negro;  atra- 
viesa éste  por  el  paso  de  Tres  Arboles,  y  busca  la  costa 
del  Uruguay.  En  el  trayecto,  anuncia  á  sus  amigos  la 
buena  nueva:  su  próximo  regreso;  les  da  la  cita  de  la 
patria.  Cruza  el  departamento  de  Soriano ;  pasa  por  Mer- 
cedes y  por  Paysandú,  y  deja  allí  á  Ramón  Fernández 
la  orden  del  inmediato  levantamiento.  Esa  orden  es  cum- 
plida á  los  pocos  días,  pues,  como  lo  veréis,  ocho  ó  diez 
después  de  pasar  por  allí  el  Libertador,  tiene  lugar  el 
Grito  de  Asensio,  dirigido  por  Fernández,  que  acababa 
de  recibir  la  consigna,  y  que  comunicó  inmediatamente  el 
suceso  al  caudillo. 

Artigas  cruza  entonces  el  río  Uruguay,  y  pisa  territo- 
rio occidental ;  llega  á  Nogoyá.  desde  donde  envía  ochenta 


182 


soldados  á  los  hombres  que  han  cumplido  sus  instruccio- 
nes en  Asensio,  y  de  allí  se  dirige  á  Buenos  Aires,  donde 
anuncia  á  la  Junta  su  presencia,  y  el  levantamiento  en 
masa  de  su  pueblo,  del  pueblo  oriental  que,  para  ser  dueño 
de  sí  mismo,  ofrece  su  alianza  al  occidental,  su  hermano, 
por  intermedio  del  que  será  el  hombre  de  nuestra  América 
atlántica,  la  forma  personal  de  la  revolución  de  Mayo. 


CONFERENCIA  VIII 


L     HOMBRE     Y     LOS     HOMBRE 


Artigas  ante  la  Junta  de  Buenos  Aires.  —  En  busca  de  la  inde- 
pendencia republicana.  —  ¡Jefe  de  los  orientalesl — Estado  de 
la  Junta  de  Mayo.  —  Las  discordias.  —  La  extinción  del  espí- 
ritu de  Majo.  —  Doscientos  pesos  y  ciento  cincuenta  soldados. 
—  Teniente  coronel.—  El  libertador. —  En  el  suelo  de  su  patria. 
— La  Calera  de  las  Huérfanas. 


Mis  amigos  artistas: 

Creo  que  estáis  habilitados  para  apreciar,  en  toda  su 
intensidad,  la  escena  en  que  el  protagonista  de  este  dra- 
ma se  presenta  ante  la  Junta  de  Buenos  Aires,  y  le  ofrece 
su  espada.  Es  un  cuadro  lleno  de  color  y  de  movimiento ; 
un  acto  de  exposición,  en  que  las  figuras  cobran  su  tono 
relativo,  su  significado  y  su  interés.  Confesemos  que  la  de 
Artigas,  que  vemos  en  el  primer  plano,  se  nos  ofrece  muy 
llena  de  carácter  en  su  simplicidad  épica. 

Bien  se  ve  que  quien  ha  entrado  en  el  salón  de  sesio- 
nes es  un  héroe,  es  decir,  un  sincero,  un  ingenuo.  Él 
ofrece  "llevar  el  estandarte  de  la  libertad  hasta  los  mu- 
ros de  Montevideo"  y  pide  auxilio  de  municiones  y  di- 


184 


ñero  para  sus  compatriotas.  Pero  desde  el  primer  mo- 
mento se  advierte  que  aquel  hombre  de  la  región  oriental 
es  un  extraviado  clásico,  como  lo  dijo  el  Deán  Funes; 
un  elemento  extravagante.  Un  héroe  tiene  siempre  algo 
de  un  bárbaro,  indudablemente. 

Todos  los  miembros  de  la  Junta,  patricios  puros,  figu- 
ras consulares,  clavan  los  ojos  en  los  ojos  claros,  llenos 
de  pensamientos  impenetrables,  de  aquel  altivo  y  sereno 
capitán  de  Blandengues,  mezcla  de  hijodalgo  y  de  pe- 
chero, de  patricio  y  de  centauro  americano.  Dice  que 
busca  la  independencia  de  su  patria.  Pero  eso  dice 
poco....  ó  dice  demasiado.  ¡La  independencia!  Tam- 
bién dijo  el  Deán  Funes  que  Artigas  tenía  un  amor 
vivo  por  la  independencia,  pero  con  un  extravío  clá- 
sico de  su  verdadera  dirección." 

¿Cuál  era  la  verdadera? 

He  ahí  el  gran  problema  que,  lejos  de  ser  claro,  se 
presentaba  más  que  medianamente  oscuro. 

Nadie  menos  que  la  Junta,  cuyos  miembros  miraban 
al  recién  llegado,  podía  resolverlo,  porque  en  ella  no 
había  un  pensamiento,  ni  sobre  el  modo  de  obtener  la 
independencia,  ni  aun  sobre  la  independencia  misma.  Ya 
hemos  estudiado  eso  con  detenimiento.  Ya  sabemos  que 
allí  no  estaba  el  hombre. 

Y  Artigas  se  presentaba  lleno  de  entusiasmo,  como  si  se 
tratara  de  la  cosa  más  sencilla  del  mundo.  La  voz  entu- 
siasmo viene  de  en  theos,  un  dios  interior.  "El  hombre 
puede  embriagarse  de  su  propia  alma,  dice  Víctor  Hugo; 
y  esa  borrachera  se  llama  heroísmo."  Víctor  Hugo  suele 
ser  un  poco  enfático  en  sus  imágenes;  pero  creo  que  ésta, 
con  no  carecer  de  énfasis,  no  deja  de  tener  su  intensa 
verdad.  Hay  una  embriaguez  de  alma  en  la  idea  fija,  en 
la  obsesión  del  hombre  inspirado,  héroe,  genio,  poeta,  vate 


EL  HOMBRE  Y  LOS  HOMBRES  185 


ó  como  queráis  llamarle,  que  todo  es  uno.  Artigas  no  podía 
darse  cuenta  de  que  se  presentaba  en  un  momento  inopor- 
tuno; allí  no  había  nada  que  se  pareciera  á  embriaguez 
de  alma. 

Precisamente  en  el  momento  en  que  aquél  ofrecía  su  es- 
fuerzo heroico,  y  el  de  su  pueblo,  el  espíritu  revoluciona- 
rio sufría  congojas  en  Buenos  Aires,  y  quebrantos  de 
muerte. 

El  Mefistófeles  blanco,  de  que  os  hablé  días  pasados, 
soplaba  en  los  oídos  de  los  proceres:  éstos  comenzaban  á 
creer  que  acaso  aquella  rebelión,  iniciada  sin  orden  expresa 
del  Rey  Nuestro  Señor,  era  sugestión  diabólica,  ó  cosa 
parecida.  La  idea  de  un  acomodamiento  en  cualquier 
forma  ganaba  terreno.  La  fe  en  el  pueblo,,  de  que  Arti- 
gas estaba  poseído ;  la  esperanza  de  hacer  de  él  la  base 
de  una  nueva  nación ;  el  pensamiento  del  25  de  Mayo, 
en  una  palabra,  si  es  que  25  de  Mayo  significa  indepen- 
dencia democrática,  era  una  llama  que  allí  moría,  so- 
plada por  el  pálido  espíritu. 

Eso  sólo  vivía  y  vivirá,  para  siempre  jamás,  en  la  mirada 
tranquila  de  aquel  extraño  capitán  de  Blandengues,  ebrio 
de  alma,  que  busca  ingenuamente  la  independencia  de  la 
patria  republicana.  Y  nada  más. 

Es,  pues,  un  hombre  peligroso,  un  alucinado  quizá. 

Aquel  hombre  se  llama  Jefe  de  los  Orientales. 

¡Jefe  de  los  orientales!  ¿Es  decir,  Jefe  de  una  provin- 
cia argentina,  que  debe  someterse  al  destino  de  las  de- 
más, de  Córdoba,  de  Cuyo  ó  de  Entre  Ríos,  y  recibir,  por 
consiguiente,  la  libertad  que  Buenos  Aires  quiera  darle, 
ó  someterse  á  perderla  si  éste  no  se  la  otorga?  Sólo  así 
podría  aceptarse  á  ese  Jefe  de  los  Orientales. 

Pero  Buenos  Aires  no  se  equivocaba  al  mirarlo  á  los 
ojos.  Ese  capitán  de  Blandengues  no  parece  convencido 


186 


de  eso;  viene  resuelto,  y  resuelto  á  todo,  con  una  con- 
vicción madura,  que  parece  inquebrantable.  Jefe  de  los 
Orientales  quiere  decir,  para  él,  conductor  de  un  pueblo 
de  varones,  que  se  desprende,  no  de  otro  pueblo  americano, 
sino  de  la  madre  europea,  y  que,  para  la  consecución  del 
propósito  común,  ofrece  su  alianza  á  un  hermano,  que  ha 
proclamado  el  primero,  animosamente,  aquel  propósito, 
y  que  ya  no  puede  volver  atrás. 


II 


¿Y  á  cuál  de  las  tendencias  de  la  Junta  hubiera  debido 
someter  sus  intenciones  ese  Jefe  de  los  Orientales,  para 
ser  persona  grata? 

Esa  Junta  ya  había  decretado  la  destitución  del  Ca- 
bildo de  Buenos  Aires,  y  el  destierro  de  sus  miembros  y 
la  confiscación  de  sus  bienes,  y  hasta  la  pena  de  muerte 
contra  los  que  contrariaran  sus  propósitos.  Allí  estaba  la 
fracción  de  Saavedra,  que  éste  presidía,  y  tenía  sus  par- 
tidarios. Allí  la  de  Moreno,  su  ilustre  secretario,  que  ha- 
biendo combatido  á  Saavedra,  por  atribuirle  tendencias 
á  rodearse  de  la  majestad  real,  había  sido  vencido  en  la 
pugna,  y  acababa  de  ser  extrañado  del  país,  pero  dejando 
en  Buenos  Aires  sus  parciales. 

¿Debía  ser  Artigas  de  los  saavedristas  ó  de  los  more- 
nistas,  que  serán  más  tarde  federales  y  unitarios?  Bel- 
grano,  miembro  insigne  de  la  primera  Junta,  había 
aceptado  el  mando  de  la  expedición  al  Paraguay,  para 
huir,  según  su  propia  confesión,  de  las  irremediables  di- 
sensiones del  cuerpo  de  que  formaba  parte.  Pero  esas 
disensiones  lo  siguieron:  el  5  de  Abril  de  1811,  antes  de 
cumplirse  un  año  de  la  revolución  de  Mayo,  una  revo- 


EL  HOMBRE.  Y  LOS  HOMBRES  187 

lución  intestina,  ó  asonada,  ó  motín  militar,  estallaba  en 
Buenos  Aires,  y  se  imponía  á  la  Junta  de  Gobierno.  Los 
vencedores,  entre  otras  imposiciones,  llamaban  á  Belgra- 
no  á  juicio  de  responsabilidad,  le  arrebataban  el  despa- 
chó de  brigadier  general  con  que  había  sido  honrado,  y 
dejaban  acéfala  la  expedición  destinada  á  prestar  auxilio 
á  la  región  oriental. 

Para  que  os  deis  cuenta,  hermanos  artistas,  de  la  na- 
turaleza del  núcleo  dirigente  ante  el  cual  Artigas  ofrece 
su  espada  á  la  patria,  buscando  independencia  para  ella, 
dejadme  leeros  siquiera  esta  página  de  la  Historia  de 
Belgrano,  del  general  Mitre.  Así  veréis  la  realidad  de 
Artigas,  que  ha  sido  tachado  de  anárquico.  "Apenas  ha- 
bía transcurrido  un  año,  y  ya  la  arena  revolucionaria  se 
veía  abandonada  por  sus  más  esforzados  atletas.  Moreno, 
el  numen  de  la  revolución,  había  expirado  en  la  soledad 
del  mar.  Alberti,  miembro  de  la  Comisión  de  Mayo,  había 
muerto  antes  de  ver  consolidada  su  obra.  Berruti  y 
French,  los  dos  tribunos  del  25  de  Mayo,  estaban  expa- 
triados como  unos  criminales.  Rodríguez  Peña,  el  nervio 
de  la  prédica  patriótica  en  los  días  que  precedieron  la  re- 
volución ;  Azcuénaga,  que  tan  eficazmente  había  coope- 
rado á  su  triunfo;  Vieytes,  el  infatigable  compañero  de 
Belgrano  en  los  trabajos  que  prepararon  el  cambio  del 
año  10,  todos  ellos  eran  ignominiosamente  perseguidos, 
y  calificados,  por  sus  antiguos  amigos,  con  los  epítetos  de 
fanáticos,  frenéticos,  demócratas  furiosos,  desnaturaliza- 
dos, inmorales,  sedientos  de  sangre  y  de  pillaje,  infames, 
traidores,  facciosos,  almas  bajas,  cínicos,  revoltosos,  in- 
surgentes, hidras  ponzoñosas  y  corruptores  del  pueblo.  ' 

Esa  pugna  continuará  sin  cesar,  encarnizada,  implaca- 
ble, mis  amigos  artistas ;  allí  no  aparecerá  el  hombre  hasta 
que  no  surja  el  tirano;  las  revoluciones,  los  motines,  las 


188 


asonadas,  las  conspiraciones  políticas,  se  seguirán  sin 
interrupción  en  el  seno  de  aquel  núcleo,  en  el  que  subi- 
rán y  bajarán  los  caudillos  políticos,  gracias  muchas  ve- 
ces á  la  intriga,  y  con  prescindencia  de  los  altos  intereses 
de  la  causa  americana. 

No  es,  pues,  posible  que  el  capitán  de  Blandengues 
que  os  estoy  haciendo  ver  en  presencia  de  la  Junta  de 
Buenos  Aires,  tome  partido  en  ella,  ni  jure  allí  la  sumi- 
sión incondicional  de  su  pueblo  á  ninguna  de  esas  frac- 
ciones. El  es  el  orden :  viene  á  pedir  recursos  para  liber- 
tar á  su  patria,  y  aceptará  los  que  le  den  y  de  quien  se 
los  dé,  pues  está  dispuesto  á  libertarla  con  esos  hombres, 
sin  esos  hombres,  y  contra  esos  hombres;  él  es  el  hombre. 


III 


Se  acepta,  por  fin,  su  ofrecimiento;  le  dan  doscientos 
pesos  y  ciento  cincuenta  soldados.  No  es  munificiente  el 
socorro,  fuerza  es  confesarlo ;  pero  Artigas  toma  los  sol- 
dados y  el  dinero.  Le  dan  el  grado  de  teniente  coronel. 
No  es  muy  excelsa  la  graduación,  que  digamos ;  él  es  mucho 
más  en  el  ejército  español,  y  pronto  podrá  ser  lo  que 
quiera.  Pero  acepta  el  grado ;  también  Washington  aceptó 
el  de  general  francés,  sin  dejar  por  eso  de  ser  Washington, 
el  americano.  Lo  ponen  á  las  órdenes  de  Belgrano,  á  quien 
confían  la  expedición  á  la  Provincia  Oriental,  dándole  por 
segundo  á  Rondeau ;  y  á  las  órdenes  de  Belgrano  se  coloca 
Artigas  sin  reservas  mentales.  No  será  él,  por  cierto,  quien 
inicie  las  disensiones.  Estalla  en  Buenos  Aires  la  revolu- 
ción de  Abril,  de  que  acabo  de  hablaros,  la  primera  sub- 
versión, que  obliga  á  Belgrano  á  dejar  el  ejército,  para 
responder  en  Buenos  Aires  de  sus  actos  en  el  Paraguay; 


EL  HOMBRE  Y  LOS  HOMBKES  189 

se  nombra  en  su  reemplazo,  para  mandar  la  expedición  á 
la  Banda  Oriental,  á  Rondeau,  camarada  de  Artigas,  y 
nombrado,  como  él,  teniente  coronel,  pero  más  moderno, 
con  menos  servicios,  y  sin  arraigo  ni  prestigio  alguno  en 

el  pueblo  uruguayo No  importa ;  Artigas  acepta  eso 

sin  observación,  por  tal  de  acudir  donde  la  patria  lo  es- 
pera. Todo  lo  acepta,  todo  lo  obedece,  y  parte  para  Entre 
Ríos  á  situarse  en  la  costa  del  Uruguay,  dispuesto  á  cru- 
zarlo en  cuanto  reúna  los  elementos  necesarios  para  pisar 
el  suelo  de  la  patria.  Eso  es  lo  que  él  quiere ;  él  está  sin- 
tiendo, como  el  ruido  de  la  marea,  el  rumor  del  pueblo 
oriental  que  se  está  levantando  á  su  voz,  y  que  cuenta  con 
él.  Y  es  preciso  que  vaya  á  ponerse  á  su  cabeza. 

El  7  de  Abril  de  1811,  cruza  Artigas  el  río,  burlando 
los  cruceros  españoles,  y  pisa  el  suelo  que  busca.  Desem- 
barca, por  fin,  en  la  Calera  de  las  Huérfanas. 

La  independencia  de  la  República  del  Uruguay  ha  co- 
menzado, amigos  artistas.  La  revolución  de  Mayo  no  puede 
ya  volver  atrás;  su  pensamiento  integral  habita  la  con- 
ciencia de  un  soldado  caballero. 


CONFERENCIA  IX 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL 


Mil  ochocientos  once.  —  El  Grito  de  Asensio.  —  El  levantamiento 
en  masa.  —  En  torno  de  Artigas.  —  El  Colla.  —  San  José.  — 
La  victoria  de  Las  Piedras.  —  En  las  puertas  de  Montevideo.  — 
El  primer  sitio.  —  Negociado  con  Portugal  en  Río  Janeiro.  — 
El  plan  monárquico.  —  Artigas,  el  sólo  inmune.  —  Tentativas 
de  seducción.  —  El  auxilio  de  Portugal  á  España.  —  La  invasión 
primera.  —  Tratados.  —  El  armisticio.  —  Abandono  del  pueblo 
oriental. — Fernando  VII  restaurado.  —  El  pueblo  en  torno  de 
Artigas.  —  Con  la  patria  á  cuestas.  —  El  éxodo  del  pueblo  orien- 
tal. —  Esquema  demográfico.  —  Horda  de  confesores  y  de 
mártires.  —  El  gaucho.  —  El  campamento  del  Ayuí.  —  Arti- 
gas mira  al  Paraguay.  —  Los  pueblos  occidentales  ven  de 
cerca  al  hombre  oriental,  y  reconocen  á  su  caudillo. 


Amigos  artistas: 

El  momento  en  que  Artigas  pisa  de  nuevo  tierra  del 
Uruguay,  en  la  Calera  de  las  Huérfanas,  es  un  momento 
solemne  de  nuestra  historia.  El  año  1811  es  el  año  clá- 
sico de  la  patria  oriental.  El  levantamiento  en  masa,  el 
grito  de  Asensio,  San  José,  Las  Piedras,  el  primer  sitio 


192 


de  Montevideo,  el  abandono  del  pueblo  al  enemigo,  su 
emigración  en  pos  de  su  profeta,  que  va  envuelto  en  su 
nube. . .  Tomad  todas  esas  cifras,  oh  amigos  artistas, 
porque  tenéis  que  hacerlas  pasar  por  el  fuego  lustral  en 
que  se  funda  el  hierro  de  las  entrañas  de  América;  de 
ellas  tiene  que  brotar  el  pujante  acorde  inicial  del  himno 
que  cantará  vuestro  mármol  sonoro ;  de  ellas  la  línea  pal- 
pitante, el  movimiento  y  la  expresión  heroicos. 

Al  desembarcar  el  libertador  en  la  Calera  de  las  Huér- 
fanas, el  pueblo  oriental  afluye  á  él,  como  acuden  las  mo- 
léculas hacia  el  centro  que  debe  darles  cohesión,  y  distri- 
bución, y  funciones  orgánicas:  vida. 

Al  converger  á  Artigas,  la  multitud  se  le  presenta  ar- 
mada ya,  y  con  sus  primeras  obras  realizadas:  obras  de 
varón. 

La  partida  del  Jefe  de  los  Orientales  para  Buenos  Aires 
había  dado  la  señal  del  levantamiento  espontáneo.  El  hé- 
roe partió  el  15  de  Febrero.  El  28,  su  espíritu  animaba  un 
grupo  de  algo  más  de  un  centenar  de  hombres,  acaudi- 
llados por  dos  campesinos,  Pedro  Viera  y  Venancio  Be- 
navídez,  quienes,  incitados  por  don  Ramón  Fernández, 
gobernador  militar  de  la  región,  y  que  acababa  de  reci- 
bir las  órdenes  de  Artigas,  se  congregaron  á  orillas  del 
arroyo  de  Asensio,  allá  en  la  costa  del  Uruguay,  y,  entre 
gritos  de  entusiasmo,  y  agitar  de  lanzas  primitivas,  pro- 
clamaron la  independencia  de  la  patria. 

El  comandante  militar,  don  Ramón  Fernández,  adhiere 
con  sus  fuerzas  al  Grito  de  Asensio;  el  grupo  armado  se 
mueve  hacia  la  villa  de  Mercedes,  engrosado  con  la  ad- 
hesión de  todos  los  hombres  válidos  que  se  le  pliegan  en 
el  camino  armados  de  sus  lanzas,  y  toma  la  población  ¡ 
depone  la  autoridad  local,  y  la  sustituye  por  una  inde- 
pendiente. 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL   PUEBLO  ORIENTAL      193 

En  ocho  días,  Viera  y  Benavídez  se  encuentran  al 
frente  de  un  ejército  de  más  de  quinientos  hombres,  brota- 
dos de  la  tierra,  que  sigue  aumentando  de  día  en  día.  Viera 
se  dirige  al  Norte ;  Benavídez  al  Sur,  hacia  la  Colonia,  que 
tomará  más  tarde.  En  Paysandú  se  realiza  una  reunión 
revolucionaria  que  es  sorprendida  y  deshecha ;  Maldonado 
se  subleva  allá  en  el  Sur,  sobre  el  río  de  la  Plata,  casi  en  el 
Atlántico ;  los  sublevados,  entre  los  que  figuran  don  Ma- 
nuel Francisco  Artigas  —  hermano  del  libertador  —  y 
don  Juan  Antonio  Lavalleja,  toman  por  asalto  la  plaza, 
rinden  la  guarnición,  capturan  á  su  jefe  que  ponen  luego 
en  libertad.  A  las  puertas  de  Montevideo,  á  cuarenta  qui- 
lómetros de  la  ciúdadela,  se  alza  en  armas  Canelones;  y 
allí  cerca,  Casupá  y  Santa  Lucía.  Aquí  preside  el  pue- 
blo otro  Artigas,  don  Manuel;  otro  procer:  don  Joa- 
quín Suárez.  Durazno,  en  el  centro  del  país ;  Tacuarembó 
más  arriba ;  Cerro  Largo  allá  en  el  Norte  oriental,  sobre 
la  frontera  portuguesa;  el  Pantanoso  junto  á  Montevideo, 
á  cuyas  puertas  llegan  los  rebeldes  con  Otorgues;  las 
Misiones  allá  en  el  otro  extremo  del  Norte  occidental. 
Todo  se  alza  sacudido  por  una  ráfaga  de  viento:  es  un 
espíritu. 

Y  todo  eso  se  realiza  en  menos  tiempo  del  que  yo  em- 
pleo en  narrarlo. 

Y  por  todas  partes  surgen  capitanes,  caudillos,  con- 
ductores. Los  unos,  son  gérmenes  de  futuros  proceres  de 
la  patria;  los  otros,  formas  inconsistentes  y  fugaces.  Son 
los  Artigas,  Lavalleja,  Rivera,  Larrañaga,  Oribe,  Suárez, 
Barreiro,  Escalada,  Otorgues,  Bicudo,  Baltavargas,  Ra- 
mírez, cien  y  cien  nombres  que  se  encienden,  y  que  repre- 
sentan la  larga  escala  de  todos  los  elementos  de  aquel 
país,  desde  el  procer  caballero,  vestido  del  frac  colonial; 
desde  el  sacerdote,  revestido  de  su  túnica  sagrada,  hasta 

13.  Artigas— I. 


194 


el  indio  semirdesnudo ;  desde  el  militar  identificado  con 
su  uniforme  y  devoto  de  la  disciplina,  hasta  el  cabecilla 
ó  caudillejo  montaraz  é  indómito ;  desde  el  artillero  que 
vive  con  el  alma  de  su  cañón,  hasta  el  gaucho  armado 
del  lazo  y  de  la  boleadora  de  piedra,  ó  de  la  lanza  entonces 
más  usual :  un  cuchillo  ó  una  rama  de  tijera  de  esquilar, 
aquellas  medias  lunas  ó  cuchillos  de  marca  mayor  que 
Artigas  sacaba  de  Montevideo,  enhastados  en  una  caña 
de  tacuara. 

Pero  en  todo  ese  fermento  heterogéneo  hay  una  homo- 
geneidad casi  absoluta  de  pensamiento ;  allí  está  pura 
la  idea  de  la  igualdad  de  los  hombres,  de  la  aptitud  na- 
tural del  pueblo  para  darse  sus  mejores  gobernantes, 
aptitud  que  se  identifica  con  el  instinto  social,  ingénito 
en  el  hombre ;  la  idea  republicana  nativa,  sin  influencia 
extraña,  hija  legítima  de  la  naturaleza  humana  no  con- 
taminada. Hay  también  otro  sentimiento  instintivo,  in- 
deliberado, en  esa  multitud:  el  primado  indiscutible  del 
Conductor  que  se  esperaba,  y  que  es  aclamado  al  llegar : 
Artigas. 


II 


Artigas,  al  desembarcar  en  las  Huérfanas,  mira  todo 
eso  que  lo  rodea,  desde  lo  alto  de  su  caballo  de  batalla,  y 
con  la  cabeza  sobre  el  pecho.  Mira  también  largamente 
su  propio  pensamiento . . . 

La  llegada  del  héroe,  reconocido  por  todos,  dio  nuevo 
empuje  á  las  operaciones  del  pueblo  armado.  El  20  de 
Abril,  Benavídez,  al  frente  de  su  división,  rinde  un  des- 
tacamento español  de  ciento  treinta  soldados  en  el  Colla, 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   195 

y  toma  prisionero  á  su  jefe.  Su  triunfo  resuena  en  el  aire 
como  un  grito. 

Una  fuerza  española  de  ciento  veinte  hombres,  con  un 
cañón,  se  encuentra  en  el  Paso  del  Rey,  cerca  del  pueblo 
de  San  José,  á  las  órdenes  del  teniente  coronel  Busta- 
mante.  Era  el  núcleo  formado  por  el  virrey  Elío  para 
impedir,  desde  un  punto  céntrico,  la  incorporación  de  los 
patriotas.  Artigas  conoce  el  hecho,  y  ordena,  desde  Mer- 
cedes, á  su  primo  hermano  don  Manuel,  que,  uniendo  á 
sus  fuerzas  todas  las  partidas  de  los  distritos  inmediatos, 
vaya  á  ocupar  San  José. 

Don  Manuel  va  á  buscar  allí  su  doble  victoria:  el 
triunfo  y  la  muerte. 

Reúne  sus  tropas  á  las  de  Baltavargas,  y  ataca  á  Bus- 
tamante.  La  lucha  es  encarnizada  y  tenaz  por  ambas 
partes. 

Los  españoles  ceden,  y  huyen  á  atrincherarse  en  el  pue- 
blo de  San  José,  donde  reciben  refuerzo,  hasta  formar 
una  división  bien  armada  y  municionada.  También  Ma- 
nuel Artigas  ha  recibido  el  contingente  de  Venancio  Be- 
navídez,  y  ambos  se  preparan  á  tomar  el  pueblo  por 
asalto.  Lo  asaltan  en  la  mañana  del  25  de  Abril. 

El  fragor  de  ese  combate  resonó  en  todo  el  Plata 
como  una  aclamación;  aún  resuena  en  las  estrofas  del 
himno  que  cantan  los  argentinos  á  su  patria.  Allí  corrió 
la  primera  sangre  de  Artigas:  el  bravo  don  Manuel  cayó 
herido  sobre  las  trincheras  enemigas;  murió  por  la  pa- 
tria. Buenos  Aires  decretó  que  su  nombre  fuera  escrito 
en  la  Pirámide  de  Mayo,  erigida  en  su  plaza  principal. 
Allí  está  escrito. 

Cuatro  horas  duró  la  encarnizada  lucha.  Bravos  eran 
los  veteranos  españoles,  y  veteranos  parecían  los  bisónos 
soldados  del  Uruguay.  Éstos  triunfaron  por  fin :  penetra- 


196 


ron  en  el  pueblo,  desalojando  al  enemigo  de  sus  posicio- 
nes avanzadas  en  que  resistía  bizarramente;  se  apodera- 
ron de  las  trincheras;  pusieron  en  derrota  al  enemigo. 
Cien  prisioneros,  dos  piezas  de  artillería,  gran  cantidad 
de  armas  y  municiones  quedaron  en  poder  del  vencedor. 
¡San  José! 

Artigas  sentía  todo  aquello  á  su  alrededor,  y,  con  la 
cabeza  sobre  el  pecho,  marchaba,  a)  paso  de  su  caballo,  en 
línea  recta  hacia  el  Sur,  en  que  clavaba  de  vez  en  cuando 
los  ojos.  Allá,  en  la  falda  de  su  cerro,  estaba  Monte- 
video, su  ciudad  natal,  ceñida  de  su  cintura  de  cañones. 
Artigas  veía  su  granítica  ciudadela  en  que  flameaba  el 
pabellón  español,  sus  cubos,  su  larga  muralla,  sus  fuer- 
tes destacados,  su  foso  profundo.  Era  un  modelo  de  ar- 
quitectura militar  aquella  ciudadela,  uno  de  los  baluartes 
principales  del  dominio  colonial  de  América. 

Artigas  marchaba  tranquilo  á  cumplir  su  promesa: 
arriar  ese  pabellón  de  la  ciudadela  de  Montevideo.  Cami- 
naba en  línea  recta,  seguro  de  sí  mismo. 

Sólo  450  soldados  lo  seguían;  el  resto  de  las  milicias 
orientales,  que  ascendía  á  más  de  2.000  hombres,  estaba 
diseminado  por  el  país.  Era  necesario,  sim  embargo,  que 
él  personalmente  entrara  en  batalla. 

El  español  le  ofreció  la  ocasión  que  buscaba ;  salió  de 
las  murallas  de  Montevideo,  y  se  atravesó  al  paso  del  jefe 
de  los  orientales. 

El  capitán  de  fragata  don  José  Posadas,  con  un  ejér- 
cito de  1.230  soldados,  con  buenas  armas  y  abundantes 
municiones,  y  con  cinco  piezas  de  artillería,  se  había 
acuartelado  y  fortificado  en  Las  Piedras,  pequeña  po- 
blación situada  á  tres  ó  cuatro  leguas  de  Montevideo. 

Artigas  pide  á  Rondeau,  que  ha  pasado  de  Buenos  Aires 
con  el  ejército  auxiliar,  dos  compañías  de  infantería  para 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL   PUEBLO  ORIENTAL      197 

librar  un  combate.  Rondeau  le  envía  las  dos  compañías: 
250  hombres  del  batallón  llamado  de  Patricios. 

Artigas  acampa  en  Canelones,  el  12  de  Mayo,  con  700 
hombres  y  dos  piezas  de  artillería.  Con  fuerzas  tan  infe- 
riores no  debe  jugar  la  suerte  de  sus  armas,  empeñando  la 
batalla,  y  ordena  á  su  hermano  Manuel  Francisco,  desta- 
cado en  Maldonado,  y  en  camino  de  Pando,  se  le  incorpore 
á  marchas  forzadas,  con  300  jinetes  que  lo  siguen. 

Inútiles  fueron  los  esfuerzos  de  Posadas  por  evitar  la 
incorporación,  aunque  tuvo  por  aliada  una  copiosa  lluvia 
que  empezó  á  caer  desde  la  noche  del  12  hasta  la  mañana 
del  16 ;  la  junción  de  los  dos  Artigas  se  realizó  el  17  á  la 
tarde,  y  el  día  18  de  Mayo,  casi  en  el  primer  aniversario 
del  movimiento  de  Buenos  Aires,  salió  el  sol  de  la  batalla 
de  Las  Piedras,  sol  de  Mayo  en  su  plenitud. 


No  os  describiré  la  batalla,  mis  amigos  artistas,  con  el 
tecnicismo  militar;  eso  anda  en  los  libros,  y  yo  no  escribo 
un  libro.  El  terreno  es  allí  ondulado;  el  que  ya  conocéis 
como  característico  del  Uruguay:  pequeñas  colinas;  los 
horizontes  abiertos;  el  cielo  azul.  El  arroyo  de  Las  Pie- 
dras, festoneado  de  bosques,  aparece  y  desaparece  en  el 
fondo  de  las  colinas  como  una  cinta  verde.  Los  orientales 
miramos  ese  campo,  mis  bravos  artistas,  como  cosa  de  sim- 
plicidad homérica;  cuando  lo  recorremos  con  infantil  so- 
berbia, creemos  en  nosotros  mismos. 

Artigas  triunfó  en  Las  Piedras ;  dio  á  la  revolución  su 
primera  victoria  en  el  Plata,  muy  superior,  por  sus  pro- 
porciones y  trascendencia,  á  la  brillantísima  que  hemos 
visto  obtener  por  el  ejército  auxiliar  hace  pocos  días  en 
Suipacha,  allá  en  el  Alto  Perú. 

En  Suipacha  se  luchó  media  hora.  Todo  el  día  se  comba- 


198  AKTIGAS 

tió  en  Las  Piedras ;  hasta  la  puesta  del  sol.  Artigas  reveló 
en  esa  función  de  guerra  las  condiciones  de  un  gran  ca- 
pitán, como  las  reveló  en  el  resto  de  sus  campañas.  Pero 
yo  tengo  empeño,  mis  bravos  artistas,  en  no  haceros  ver  en 
él  al  general.  Hay  muchos  generales.  Y  Artigas  es  Artigas. 

Nó :  no  pongáis  á  nuestro  héroe  en  la  batalla  como  en  su 
principal  teatro  de  acción ;  no  lo  pongáis  ni  aún  en  el  mo- 
mento en  que,  muerto  su  caballo  por  un  casco  de  granada, 
y  siendo  el  blanco  exclusivo  de  toda  la  infantería  enemiga, 
avanza  á  pie,  para  mostrar  á  sus  soldados  la  inmunidad 
que  comunica  el  valor,  y  señalando  con  su  espada  el  sitio 
desde  donde  lo  mira  intensamente  con  sus  ojos  negros  la 
victoria. 

Artigas  no  mandó  muchas  batallas:  eso  es  un  accidente 
de  su  persona.  No  era  un  lancero.  Su  gran  valor  era  pro- 
verbial; pero  todo  hombre,  por  el  hecho  de  serlo,  tiene  el 
deber  de  ser  valiente.  Artigas  tenía  un  deber  muy  supe- 
rior á  ese :  el  de  revelar  á  los  hombres  su  mensaje. 

¿  Queréis,  sin  embargo,  verlo  un  instante  en  el  campo  de 
batalla,  una  vez  por  todas  siquiera,  aquí  en  Las  Piedras? 
Miradlo  en  el  momento  en  que,  ya  entrada  la  tarde,  Posa- 
das, el  jefe  enemigo,  que  ve  á  su  alrededor  97  de  sus  sol- 
dados muertos  y  61  heridos ;  que  se  encuentra  envuelto  por 
todas  partes  por  los  patriotas  triunfantes,  y  se  siente  des- 
moralizado, hace  levantar  bandera  de  parlamento.  Tan  es- 
trechado estaba,  que  es  Artigas  personalmente  quien,  en- 
vainando su  espada,  le  intima  á  voces  que  se  rinda  á  dis- 
creción, prometiéndole  su  vida  y  la  de  todos.  Así  lo  hizo  el 
bizarro  jefe  español.  Pero  Artigas  no  recogió  personal- 
mente la  buena  espada  de  aquel  hombre  de  bien,  leal  á  su 
patria  y  á  su  rey.  Como  tributo  de  hidalgo  respeto,  envió 
á  un  sacerdote,  al  capellán  don  Valentín  Gómez,  á  recoger 
como  objeto  sacro  aquella  espada. 


HOMENAJE  AL  VENCIDO 

Artigas  en  Las  Piedras  —  Detalle  del  cuadro  de  Juan  Luis  Manes 

(Museo  Nacional  de  Montevideo) 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PCEBLO  ORIENTAL   199 


Posadas  se  entregó  á  discreción,  con  22  oficiales  y  342 
individuos  de  tropa.  Del  resto  de  su  ejército,  una  parte 
quedaba  postrada  en  el  campo;  la  otra  se  dispersó.  Las 
pérdidas  de  los  patriotas  fueron  11  muertos  y  23  heridos. 
En  poder  de  Artigas  quedan  462  prisioneros,  con  sus  jefes 
y  oficiales,  y  cinco  piezas  de  artillería,  armas,  municiones 
y  bagajes. 

Para  juzgar  de  esas  cifras,  mis  queridos  artistas,  es  ne- 
cesario que  las  consideréis  con  relación  al  teatro  de  la 
acción.  Son  muy  grandes.  La  batalla  de  San  Lorenzo,  pri- 
mera resonante  victoria  de  San  Martín,  el  gran  capitán 
americano,  se  libró  entre  200  ó  300  hombres  por  ambas 
partes.  Y  es  un  fasto  glorioso  de  la  revolución  de 
América. 

Notemos  un  rasgo  final  en  este  combate,  que  consuela 
las  congojas  provocadas  en  el  espíritu  por  la  ejecución  de 
Liniers  y  la  de  los  vencidos  en  Suipacha :  ni  una  gota  de 
sangre  manchó  las  manos  del  vencedor  de  Las  Piedras. 
Artigas  personalmente  defendió  á  los  fugitivos,  é  hizo 
de  ello  siempre  un  título  de  honor;  lo  consigna  expre- 
samente en  el  parte  de  la  victoria.  Después  de  la  ba- 
talla, se  verificó  el  canje  de  los  prisioneros,  el  primero 
realizado  en  América,  de  acuerdo  con  las  leyes  de  la 
humanidad,  y  de  la  guerra.  La  humanidad,  mis  queri- 
dos artistas,  fué  el  rasgo  característico  de  ese  hombre 
de  bien.  Nadie  lo  superó  en  esa  virtud;  muy  pocos  lo 
alcanzaron.  En  esta  acción  de  guerra,  como  en  todas, 
sin  una  sola  excepción,  el  héroe  oriental  pudo  incluir 
su  victoria  entre  sus  buenas  acciones. 


200 


III 


La  batalla  de  Las  Piedras  retempló  en  toda  América 
el  espíritu  de  la  revolución.  La  Junta  de  Buenos  Aires 
se  sintió  reconfortada  de  los  desastres  de  Belgrano  en 
el  Paraguay;  confirió  al  vencedor  el  grado  de  coronel, 
y  le  decretó  una  espada  de  honor;  el  nombre  de  su  vic- 
toria, como  la  del  otro  Artigas  en  San  José,  suena, 
junto  con  los  de  San  Lorenzo  y  Suipacha  y  Tucumán, 
en  las  estrofas  del  himno  (pie  hoy  canta  el  pueblo  ar- 
gentino, y  enseña  á  cantar  á  sus  niños  al  recordar  sus 
efemérides  de  gloria.  Pero,  como  vamos  á  verlo,  la  Junta 
de  Buenos  Aires  gestionaba  ya  un  arreglo  con  las  cortes ; 
quería  volver  atrás.  Y  aquel  vencedor  de  Las  Piedras 
parecía  querer  ir  solo  adelante.  Era  una  pieza  extraña 
al  tablero  en  que  Buenos  Aires  jugaba  su  partida,  una 
pieza  de  hierro  demasiado  pesada.  Aquel  hombre  comen- 
zaba ya  á  estorbar,  indudablemente ;  una  autoridad  que 
no  emanaba  de  Buenos  Aires  radicaba  en  su  persona, 
y  era  de  presumir  que  la  espada  de  honor  que  se  le 
había  regalado,  y  el  grado  de  coronel,  no  fueran  bas- 
tantes para  imprimirle  la  docilidad  necesaria. 

Y  así  era,  efectivamente :  Artigas  reclamaba  otro  pre- 
mio para  el  animoso  esfuerzo  de  su  pueblo.  El  precio 
de  la  batalla  de  Las  Piedras  debían  ser  las  llaves  de 
Montevideo,  y  fué  inmediatamente  por  ellas.  El  21  de 
Mayo,  tres  días  después  de  la  victoria,  hace  acampar 
su  ejército  en  el  Cerrito,  colina  inmediata  á  la  plaza, 
y  él  golpea  con  el  puño  de  su  espada  la  puerta  hermé- 
ticamente cerrada  de  la  ciudadela,  cuyos  cañones  sacan 
la  cabeza  de  los  agujeros  de  sus  troneras,  y  miran  silen- 


LAS  PIEDRAS  Y  KL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   201 

ciosos  y  asombrados  aquel  hombre  audaz,  que  así  inte- 
rrumpe el  sueño  secular  de  sus  bronces  taciturnos .... 

Artigas  tiene  la  persuasión  de  que  la  caída  de  la  plaza 
es  inevitable ;  nadie  mejor  que  él  conoce  sus  fortificaciones, 
sus  elementos  de  resistencia,  el  modo  eficaz  de  expugnarla ; 
mil  veces,  desde  su  primera  infancia,  ha  cruzado  aquel 
puente  levadizo,  recorrido  aquellas  murallas,  oído  tronar 
aquellos  310  cañones  que  ahora,  echados  en  las  almenas, 
con  las  fauces  abiertas  hacia  el  campo,  lo  miran  silen- 
ciosos. Se  sentía  seguro  del  éxito ;  allí  debía  terminar 
el  dominio  español  en  el  Uruguay.  El  pueblo  oriental, 
dueño  de  sus  destinos  por  su  propio  esfuerzo,  será  el 
más  poderoso  aliado  de  su  hermano  occidental,  el  nú- 
cleo de  independencia  en  el  extremo  austral  del  con- 
tinente. 

Se  dirigió,  pues,  á  Rondeau,  pidiéndole,  á  fin  de  aprove- 
char la  desmoralización  del  enemigo  y  los  elementos  con 
que  éste  contaba,  —  sólo  500  hombres  y  las  dotaciones  indis- 
pensables para  la  artillería  —  apurara  su  marcha,  ó  le 
enviara  refuerzos,  armas  y  municiones  sobre  todo,  para 
asaltar  la  plaza.  Artigas  está  seguro  del  triunfo;  lo 
manifiesta  en  una  nota  memorable;  completamente  se- 
guro. Una  lucha  terrible  se  libraba  en  su  espíritu;  sen- 
tía impulsos  de  proceder  por  sí  solo;  ya  comenzaba  á 
recelar  de  los  propósitos  secretos  de  su  aliado  occiden- 
tal ;  pero  no  debía  romper  con  éste ;  la  alianza  le  era 
necesaria. 

Rondeau  rechazó  la  idea  del  asalto,  aunque  5000  volun- 
tarios orientales  acompañaban  su  ejército,  y  los  patriotas 
de  la  plaza  reclamaban  el  golpe.  El  jefe  del  ejército  auxi- 
liar llegó  al  Cerrito,  y  tomó  el  mando  de  las  fuerzas  sitia- 
doras, dejando  al  jefe  de  los  orientales  en  segundo  tér- 
mino, y  con  escasos  elementos;  lo  más  escasos  posible. 


202 


Ya  os  explicaré  ampliamente,  mis  queridos  artistas, 
la  razón  de  ésta  y  de  muchas  otras  postergaciones  de 
Artigas,  por  más  que  ya  las  habéis  penetrado.  Rondeau 
era  un  patriota,  era  un  animoso  capitán;  pero  era  un 
conductor  de  soldados,  no  un  conductor  de  hombres. 
Si  tuvierais  que  modelar  su  estatua,  os  bastaría  con 
plasmar  la  de  un  bizarro  jefe  impersonal,  la  de  un  noble 
uniforme.  Era  Rondeau  de  carácter  apacible ;  había  cur- 
sado la  carrera  de  letras,  y  estado  en  España,  donde 
obtuvo  el  grado  ele  capitán  español.  Ahora  es  un  nú- 
mero brillante  del  ejército  argentino ;  será  en  Buenos 
Aires  personaje  político;  será  todo,  menos  caudillo  po- 
pular. 

Artigas  comprendía  que  era  Rondeau,  y  no  él,  quién 
debía  mandar  el  ejército  sitiador.  La  tierra  y  el  puebio 
que  él  conducía,  á  pesar  de  las  causas  que  os  he  hecho 
tocar  hasta  en  las  entrañas  de  aquélla,  no  eran  recono- 
cidos por  el  dueño  del  ejército  auxiliar. 

Y  eso  era  natural.  El  patriciado  predominante  en 
Buenos  Aires,  no  podía  reconocer  á  Artigas;  le  falta- 
ban atributos,  apariencias,  y  le  sobraban  realidades. 
"El  escéptico,  dice  Garlyle,  no  es  capaz  de  reconocer 
un  héroe,  aunque  lo  vea  y  lo  toque;  el  doméstico  espera 
ver  en  él  carrozas,  mantos  de  púrpura,  cetros  de  oro, 
cuerpos  de  alabarderos,  séquito  de  magnates,  y  banda 
correspondiente  de  trompas  y  chirimías.  En  el  fondo, 
tanto  el  doméstico  como  el  escéptico  esperan  lo  mismo : 
la  pasamanería  y  las  chirinolas  de  algún  vastago  de 
reconocida  realeza.  El  rey  que  se  les  presente  sencilla- 
mente, y  de  ruda  y  no  fantástica  manera,  que  llame  á 
otra  puerta:  no  será  rey." 

Artigas  se  sometió,  pues:  á  las  órdenes  de  Rondeau. 
formó  con  su  pueblo  en  la  línea  sitiadora  de  Montevi- 


IX   HERIDO  ESPAÑOL 

Detalle  de  la  Batalla  de  las  Piedras  de  Juan  Lula  Blanes 

I  Museo  Nacional  de  Montevideo  | 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO   DEL  PUEBLO  ORIENTAL      203 

deo,  viendo  desvanecerse  en  el  aire  la  visión  de  gloria 
que  lo  llamaba  desde  lo  alto  de  las  murallas  artilladas. 

Lejos  de  mí,  oh  amigos  artistas,  el  deprimir  á  los  proce- 
res de  Mayo,  porque  no  fueron  sino  hombres.  Su  conjunto 
debe  animar  el  bronce;  pero  sólo  su  conjunto.  El  hierro, 
al  fundirse  para  ellos,  podrá  cobrar  la  forma  heroica; 
pero  no  la  forma  humana  personal.  Sólo  Artigas  puede 
resistir  la  prueba  del  hierro  fundido;  sólo  esa  forma  hu- 
mana puede  salir  incólume  del  baño  lustral,  y  solidificarse 
para  la  inmortalidad  en  la  inmersión  del  fuego. 

Buenos  Aires  y  Artigas  eran  dos  rivales  desgraciada- 
mente ;  éste  era  la  independencia  republicana,  la  idea  fija, 
el  propósito  genial  inquebrantable,  la  realidad  futura; 
aquél  era  el  tanteo,  la  desconfianza  en  el  propio  pueblo 
argentino,  siempre  heroico,  y  que,  como  lo  veréis  más 
tarde,  no  haUó  más  jefe  que  el  mismo  Artigas.  Buenos 
Aires  era  el  simple  cambio  de  dueño,  la  idea  negativa: 
la  expulsión  de  España,  si  las  circunstancias  lo  permi- 
tían,  para  sustituirla  por  una  monarquía  más  ó  menos 
tributaria,  por  un  príncipe  cualquiera  de  reconocida  rea- 
leza, como  dice  Carlyle.  Artigas  era  la  idea  positiva:  la 
independencia  absoluta,  la  coronación  del  verdadero  rey 
prisionero:  el  pueblo  americano. 

Es  preciso  decir,  oh  amigos  artistas,  en  cuál  de  esas  dos 
entidades  está  la  reaMdad  de  la  revolución  de  América;  á 
cuál  de  ellas  conmemora  la  cifra  del  25  de  Mayo. 

Pero  la  tierra  oriental  no  era  considerada  persona  por 
los  proceres  de  la  occidental;  sus  destinos  tenían  que  so- 
meterse al  de  los  demás,  y  no  había  de  tomar  interven- 
ción en  ellos  sino  por  la  fuerza. 


204 


IV 


En  esos  momentos  precisamente  se  estaban  jugando  esos 
destinos  en  la  corte  de  Río  Janeiro,  donde  la  Junta  de 
Buenos  Aires  tenía  acreditado,  como  agente,  á  don  Manuel 
de  Sarratea,  el  más  escéptico  de  todos  sus  miembros. 

Allá  en  la  corte  estaba  el  Rey  de  Portugal,  don  Juan  VI, 
vastago  de  reconocida  realeza,  con  la  ambición  secular,  que 
conocemos,  de  esa  su  realeza,  en  el  alma:  llevar  al  Plata 
la  frontera  portuguesa.  Allí  estaba  la  princesa  Carlota,  la 
hermana  de  Fernando  VII,  con  su  ambición  personal  de 
formarse  un  reino  para  sí  en  el  Río  de  la  Plata.  Allí  estaba 
el  marqués  de  Casa  Irujo,  personaje  innocuo,  represen- 
tante de  las  Juntas  Españolas.  Allí  estaba,  sobre  todo,  Lord 
Strangfort,  agente  diplomático  de  Inglaterra,  aliada  de 
España  contra  Napoleón,  y  que  allí  velaba  por  los  inte- 
reses políticos  y  comerciales  de  su  patria:  conservación, 
por  ahora  al  menos,  del  dominio  español  en  América,  y 
ventajas  comerciales  en  ésta  para  Inglaterra.  Lo  único  que 
allí  no  estaba  eran  los  pueblos  que  derramaban  su  sangre 
por  la  libertad,  el  pueblo  oriental,  sobre  todo.  Y  es  preci- 
samente de  los  destinos  de  éste  de  lo  que  allí  se  trata,  en 
primer  término,  pues  es  éste  el  que  se  ha  levantado  en 
masa,  y  jugado  el  todo  por  el  todo:  la  vida  por  la  li- 
bertad. 

La  Junta  de  Buenos  Aires,  desde  el  mes  de  Abril,  antes 
de  la  bataPa  de  Las  Piedras,  negociaba  un  arreglo  con 
Portugal,  tendiente  á  sacudir  el  yugo  español,  pero  echán- 
dose en  brazos  de  doña  Carlota  de  Borbón,  que  presidiría 
en  «1  Plata  un  gobierno  monárquico  constitucional.  Es 
claro  que,  en  ese  caso,  el  Uruguay  sería  portugués. 

Para    realizar    ese    plan,    se    había    nombrado,    como 


LAS  PKDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   205 


agente,  á  ese  don  Manuel  de  Sarratea,  caballero  corte- 
sano de  alcurnia,  anheloso  de  hacer  figura  entro  los 
grandes,  que  presentó  sus  credenciales  el  22  de  Abril, 
y  llevaba  instrucciones  dobles:  ó  pedir  la  mediación 
de  Inglaterra  y  Portugal  para  el  cese  inmediato  de  la 
guerra  civil,  admitiendo  la  Junta  la  obligación  de  ha- 
cer propuestas  para  reincorporar  á  la  monarquía  es- 
pañola las  provincias  revueltas,  ó  negociar  con  Portu- 
gal la  erección  de  una  monarquía  bajo  el  cetro  de  Doña 
Carlota,  que  resignaría  la  corona  en  su  hijo  de  13  años, 
don  Pedro  de  Braganza,  el  futuro  emperador  del  Brasil 
independiente. 

Portugal  entrevio  una  vez  más,  en  esta  última  gestión, 
la  realización  de  su  ensueño:  el  Río  déla  Plata  como  fron- 
tera; estimuló  (¡cómo  nó!)  la  negociación.  Pero  allí  estaba 
el  embajador  inglés,  que  discutió  con  Buenos  Aires,  y  con 
Portugal,  y  con  el  mismo  representante  de  las  Juntas  Es- 
pañolas, que  no  veía  el  caballo  de  Troya  que  Portugal 
quería  introducir  en  el  Uruguay  con  su  ejército.  Strangfort 
se  opuso  imperiosamente,  en  defensa  de  España,  su  aliada, 
á  los  planes  de  Portugal.  Éste,  vencido  por  la  diplomacia  in- 
glesa, comunicó  á  Buenos  Aires  que,  á  menos  de  someterse 
á  España,  debía  perder  toda  esperanza  de  protección  por- 
tuguesa. Sarratea  se  adhirió  entonces  á  la  tendencia  ingle- 
sa, en  manos  de  cuyo  embajador  puso  su  representación, 
é  hizo  saber  á  todos  que  la  Junta  estaba  dispuesta  á  cele- 
brar un  armisticio,  sobre  la  base  del  reconocimiento  de 
Fernando  VII. 

La  Gran  Bretaña  triunfaba,  pues,  en  defensa  de  Es- 
paña, aunque  no  por  amor  á  ella;  triunfaba  de  Portugal, 
de  Carlota,  de  Buenos  Aires,  del  mismo  atolondrado  repre- 
sentante español. 


206  ARTIGAS 


Pero  alguien  había  de  quien  no  se  había  triunfado: 
Artigas,  el  pueblo  oriental,  á  quien  nadie  representaba 
en  Río  Janeiro. 

Artigas  estaba  allá,  en  el  extremo  Sur,  con  ese  pueblo 
oriental,  palpitante  como  un  corazón.  Y  aquello  era  algo, 
¡vaya  si  era  algo!  Aquello  era  todo  en  ese  momento.  El 
héroe  libraba  la  batalla  de  Las  Piedras,  y  daba  grandes 
golpes  con  el  pomo  de  su  espada  en  las  puertas  de  Monte- 
video, que  vacilaban  en  sus  quicios,  y  resonaban  como  un 
grande  escudo.  Renunció  al  asalto  de  la  plaza,  como  he- 
mos visto ;  pero  no  á  su  propósito  de  libertad.  Era  el 
rebelde,  el  pensativo  rebelde,  que  amontonaba  piedras 
para  escalar  el  Olimpo;  rebelde  á  España,  á  Inglaterra, 
á  Portugal,  á  Carlota,  á  Buenos  Aires,  al  mundo  entero. 

¡  Rebelde ! . . .  Sí,  lo  será  toda  su  vida ;  pero  rebelde  sin 
ira,  reflexivo.  Era  la  realidad  rebelada  contra  la  aparien- 
cia; la  verdad  alzada  contra  la  mentira;  era  el  rebelado 
olímpico,  encadenado  por  ladrón  del  fuego  sacro.  Las 
ondinas  bajarán  del  cielo  á  acompañar  su  divina  soledad. 

El  virrey  Elío,  que  veía  las  cosas  de  más  cerca,  quiso 
vencerlo  también  á  él,  y  acudió  al  recurso  satánico,  á  la 
tentación.  Envió  á  Artigas,  nombrado  coronel  por  Buenos 
Aires  después  de  Las  Piedras,  dos  comisionados  que  le 
hicieron  las  ofertas  que  ya  conocemos:  el  grado  efectivo 
de  general,  el  gobierno  militar  de  toda  la  campaña  uru- 
guaya, todos  los  honores  del  caso,  una  gruesa  suma  de  di- 
nero, etc.  Artigas  contestó  "que  consideraba  aquello 
como  un  insulto  hecho  á  su  persona,  tan  indigno  de  quien 
lo  hacía  como  de  ser  contestado."  Y  envió  el  comisio- 
nado á  ser  juzgado  en  Buenos  Aires.  Él  no  sabía  de  las 
gestiones  que  Buenos  Aires  tenía  pendientes. 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   207 

La  situación  de  Elío  en  Montevideo  se  tornaba  cada  vez 
más  premiosa.  Vigodet  había  sido  desalojado  de  la  Colo- 
nia, caída  en  poder  de  Benavídez  que  la  sitiaba. 

Toda  la  esperanza  de  Elío  se  cifraba  entonces  en  la  pro- 
tección que  había  demandado  y  esperaba  de  Río  Janeiro. 
La  princesa  Carlota  había  acudido  á  su  demanda,  y  obte- 
nido del  rey  una  orden  para  que  el  capitán  general  de  Río 
Grande,  don  Diego  de  Souza,  invadiera  sin  demora  el 
territorio  del  Uruguay  ''en  defensa  de  los  derechos  de 
su  augusto  hermano",  según  decía.  Souza  llevaba,  ade- 
más, el  cometido  de  invitar  á  la  Junta  de  Buenos  Aires 
á  aceptar  la  mediación  negociada  por  Sarratea,  á  fin  de 
hacer  cesar  las  desavenencias  con  España.  Es  claro  que, 
estando  allí  Lord  Strangfort,  el  objeto  ostensible  era  de- 
fender al  amado  Fernando  VII;  pero  Portugal  decía  re- 
servadamente, por  otra  parte,  á  Buenos  Aires  "que  estos 
dominios  no  volverían  al  yugo  español,  aunque  Fernando 
recuperara  el  trono  de  sus  padres." 

Era  lo  que  en  ese  momento  deseaba  Buenos  Aires:  un 
vasallaje  que  sustituyera  al  de  España. 

Souza,  agente  apasionado  de  la  política  de  Carlota,  ene- 
migo de  España  y  de  Buenos  Aires  y  de  Artigas  y  de  la 
revolución  americana,  invadió  el  territorio  del  Uruguay 
con  su  ejercito  pacificador,  que  constaba  de  3.000  hom- 
bres, y  dos  baterías  montadas,  el  17  de  Julio  de  1811. 

Los  sitiadores  de  Montevideo,  ignorantes  de  ios  manejos 
de  la  Junta  y  del  desaliento  que  en  ella  acababa  de  causar 
el  desastre  de  Huaqui,  pensaban  en  oponerse  al  paso  del 
portugués,  y  en  apresurar  la  toma  de  la  plaza ;  pedían  re- 
cursos á  Buenos  Aires ;  éste  prometía,  pero  los  recursos  no 
llegaban.  Y  el  portugués  avanzaba,  devastando  el  país.  Las 
poblaciones  huían  ante  el  invasor  odiado,  incendiaban  sus 


208 


viviendas,  arreaban  sus  ganados,  hacían  el  vacío  al  conquis- 
tador. Comenzaba  el  éxodo  del  pueblo  oriental. 

Y  Elío  perfeccionaba  las  fortificaciones,  y  retemplaba 
á  los  suyos,  y  enviaba  una  escuadrilla  á  bombardear  á  Bue- 
nos Aires. 

El  Directorio  mandó  entonces  comisiones  que  tratasen 
con  Elío;  que  le  revelasen,  sobre  todo,  el  objeto  verdadero 
de  la  invasión  portuguesa,  Pero  en  esos  momentos  llegó  á 
Montevideo  la  noticia  de  haber  sido  derrotada  en  Huaqui, 
en  el  Alto  Perú,  la  expedición  que  había  vencido  en  Sui- 
pacha,  y  todo  arreglo  fué  rechazado.  Vino,  poco  después, 
la  noticia  de  que  las  autoridades  realistas  habían  sido  de- 
rrocadas en  el  Paraguay,  donde  se  había  formado  un  go- 
bierno propio,  dispuesto,  al  parecer,  á  entenderse  con 
Buenos  Aires,  y  esa  noticia  quebrantó  de  nuevo  los  bríos 
de  los  realistas  montevideanos.  Por  fin  apareció  resuelto 
el  embajador  inglés  en  Río  Janeiro :  éste  formuló  un  ulti- 
mátum; era  necesario  concluir  con  aquel  tejemaneje:  in- 
trigas de  doña  Carlota,  tanteos  de  Buenos  Aires,  invasio- 
nes de  Portugal.  Y  todo  terminó.  Retiro  inmediato  de  los 
ejércitos  portugués  y  argentino  que  ocupaban  la  Banda 
Oriental ;  cesación  del  bloqueo  de  Buenos  Aires ;  abandono 
en  manos  de  Elío  de  todo  el  territorio  oriental,  y  aun  de 
una  parte  del  occidental;  suspensión  completa  de  hostili- 
dades. Eso  quería  el  inglés.  Y  eso  se  hizo.  Elío  se  dispuso 
á  ejecutarlo. 


Lo  único  en  que  no  se  había  pensado  fué  en  el  modo  de 
deshacerse  de  ese  extravagante  Artigas,  que  allí  estaba 
con  su  mensaje  en  el  alma,  con  su  fe  de  niño  bárbaro. 
¡Y  vaya  si  era  el  caso  de  pensar  en  eso! 


LAS  PIEDRAS  Y  EL   ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL      209 

El  pueblo  oriental  había  salido  al  encuentro  del  por- 
tugués invasor,  al  que  tenía  la  convicción  de  poder  repeler. 
Pero  también  en  esa  resistencia,  Artigas  se  vio  maniatado 
por  la  necesidad  de  conservar  sus  buenas  relaciones  con 
Buenos  Aires :  libraba  sus  batallas  en  todas  partes ;  las  fa- 
milias seguían  huyendo  ante  aquél;  el  país  se  despoblaba. 
En  esa  situación,  el  centro  directivo  de  Buenos  Aires,  que 
desde  el  25  de  Mayo  de  1810  había  ya  sufrido  dos  modifi- 
caciones, reveladoras  de  su  anarquía  y  de  su  impotencia, 
dejó  el  puesto  á  un  triunvirato.  El  25  de  Setiembre  se 
formó  éste,  y  en  él  estaba  Sarratea,  que  volvía  de  Río 
Janeiro:  mandaba  allí,  por  consiguiente,  la  influencia  de 
Strangford.  Se  envió  á  Montevideo,  sin  demora,  una  comi- 
sión, encabezada  por  don  José  Julián  Pérez,  para  a  justar 
con  Elío  el  armisticio  convenido  en  Río  Janeiro;  se  im- 
partieron órdenes  á  Rondeau,  para  prepararse  á  retirar 
inmediatamente  las  tropas  sitiadoras.  Elío  recibió  con 
gran  deferencia  al  comisionado;  Rondeau  se  preparó  in- 
mediatamente á  obedecer. . . 

Pero  entonces  apareció  la  entidad  con  que  no  se  había 
contado:  el  pueblo  oriental.  Entonces  se  vio  que  no  era 
posible  restituir  á  sus  hogares,  bajo  la  protección  del  vi- 
rrey español,  á  aquel  pueblo,  que  había  vencido  en  San 
José  y  Las  Piedras;  que,  buscando  sinceramente  su  liber- 
tad, se  había  levantado  en  masa  y  estaba  resuelto  á  morir 
si  no  vencía.  Entonces  tocó  Buenos  Aires  el  error  de  haber 
creído  que  aquel  territorio  que  estaba  al  otro  lado  del 
Plata  y  del  Uruguay,  era  una  provincia  sojuzgada  por  sus 
armas,  cuando  no  era  eso,  sino  el  núcleo  providencial  in- 
contaminado de  libertad  que  os  he  descrito  en  mis  con- 
ferencias anteriores.  Y  lo  vais  á  ver,  oh  amigos  artistas, 
en  su  momento  eterno.  Buscaréis  mármol  para  detener 

14.  Artiga».— i. 


210 


ese  instante  en  la  forma  heroica,  y  no  lo  hallaréis  bas- 
tante perdurable. 

En  cuanto  supo  que  de  lo  que  se  trataba  era  de  su  aban- 
dono á  la  tiranía  española  y  portuguesa,  un  escalofrío  reco- 
rrió las  carnes  de  aquel  pueblo.  Se  crisparon  sus  nervios ; 
se  hincharon  sus  arterias;  sintió  zumbar  en  sus  oídos  la 
voz  del  vacío,  y  sus  ojos  abiertos,  y  encendidos  en  una 
enorme  interrogación,  se  clavaron  en  Artigas.  Este  bajó 
los  suyos,  y  dejó  caer  la  cabeza  sobre  el  pecho.  Ya  había 
hablado  con  el  agente  de  Buenos  Aires,  y  le  había  dicho 
"que  él  se  negaba  absolutamente  á  intervenir  en  aquellos 
tratados,  que  consideraba  inconciliables  con  las  fatigas 
del  pueblo  oriental." 

Y  quedó  silencioso . .  . 

Pero  el  pueblo  nó.  ¡  Clamor  del  mar,  viento  del  Sur  que 
sopla  el  trópico ! .  . . 

El  pueblo  pidió  ser  oído,  y  fué  oído ;  no  podía  menos  de 
ser  oído.  Rondeau  convocó  á  una  asamblea  popular,  á  la 
que  concurrió  Pérez,  y  Artigas  también. 

Y  el  pueblo  clamaba :  aquellos  tratados  no  eran  suyos ;  no 
los  quería.  ¡  No  los  quería ! . . .  Si  era  su  destino  el  quedar 
abandonado  á  la  tiranía  de  Elío  y  los  portugueses,  acep- 
taba el  abandono,  pero  no  la  tiranía.  Quedaba  otro  tér- 
mino hábil  para  aquel  pueblo :  la  muerte. 

El  delegado  de  Buenos  Aires  vio  una  verdad  encendida 
como  una  brasa  de  fuego  en  el  fondo  de  los  ojos  de  aque- 
llos hombres;  aquel  fuego  no  mentía.  Manifestó  enton- 
ces que  la  situación  del  ejército  sitiador  era  comprome- 
tida   que  se  hallaba  entre  dos  enemigos ,  que  se 

esperase  la  resolución  de  Buenos  Aires que  se  en- 
viarían toda  clase  de  socorros.  . . . 

¿  Es  entonces  una  medida  estratégica . . .  ?  dijo  el  pueblo 
oriental  respirando,  y  queriendo  acaso  engañarse  á  sí  mis- 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   211 

mo.  ¿  Se  trata  sólo  de  luchar  por  la  patria  en  otra  parte . . . 
lejos  de  las  murallas. . .  ? 

i  Pues  sea !  gritó.  Que  se  levante  el  sitio.  Que  el  ejército 
auxiliar  se  vuelva  á  su  capital,  á  Buenos  Aires,  pues  así  se 
le  ordena.  Pero  el  pueblo  oriental  se  queda,  se  queda 
armado  aquí,  en  el  campo,  aunque  se  levante  el  sitio 
de  la  ciudad ;  se  queda  aquí,  agarrado  á  su  tierra,  abra- 
zado á  su  tierra,  como  á  su  madre,  que  le  tiende  los 
brazos. 

Y  la  gente  miró  á  Artigas.  Y  Artigas,  alzando  al  fin  la 
cabeza,  dijo  serenamente  que  sí,  que  él  también  se  quedaba, 
que  él  no  podía  ni  quería  abandonar  á  sus  hermanos. 

Y  el  pueblo,  proclamando  en  aquel  acto  á  Artigas  Jefe 
de  los  Orientales,  protestó  "no  dejar  la  guerra  en  la 
Banda  Oriental  hasta  extinguir  á  sus  opresores,  ó  morir 
dando  con  su  sangre  el  mayor  triunfo  á  la  libertad." 

El  delegado  de  Buenos  Aires,  convencido  de  que  aquello 
era  realmente  una  voluntad,  determinó  tratar  el  asunto  en 
una  conferencia  con  Artigas.  En  ella  le  prometió  el  con- 
curso del  gobierno  central  para  el  logro  del  propósito  de 
los  orientales;  le  ofreció  toda  clase  de  socorros  para  llevar 
adelante  la  guerra;  le  protestó  la  admiración  del  gobierno 
hacia  su  pueblo. 


VI 


El  sitio  de  Montevideo  se  levantó ;  se  levantó  cuando  la 
plaza  sólo  tenía  víveres  frescos  para  quince  días,  y  dos- 
cientos pesos  en  las  arcas  públicas. 

El  ejército  sitiador  emprendió  su  marcha  hacia  San 
José.  Artigas  y  los  tres  mil  orientales  que  lo  seguían  mar- 
chaban resueltos;  solos  ó  acompañados  iban  á  combatir; 
iban,  pues,  á  vencer ;  creían  ver  despuntar  de  nuevo  en  el 


212  ARTIGAS 


horizonte  el  sol  de  Las  Piedras ;  el  armisticio  no  sería  rati- 
ficado en  Buenos  Aires . .  . 

Pero  lo  fué;  lo  fué  inmediatamente,  en  Montevideo  y 
en  Buenos  Aires.  Ese  23  de  Octubre  de  1811,  en  que  se  rati- 
ficó el  tratado,  es  recordado  por  Artigas  como  un  día  ne- 
fasto, que  él  contrapone  al  28  de  Febrero,  en  que  se  dio  el 
Grito  de  Asensio,  calificado  por  él  mismo  de  "memorable 
día  de  la  Providencia,  que  no  puede  ser  recordado  sin 
emoción."  Los  tratados  lo  contenían  todo,  todo  lo  triste: 
reconocimiento  pleno  de  Fernando  VII  y  su  descenden- 
cia legítima;  desocupación  completa  de  la  Banda  Orien- 
tal, hasta  el  Uruguay;  restablecimiento  exclusivo  de 
la  autoridad  de  Elío. . .  y  todo  lo  demás.  Y,  para  mayor 
garantía,  esa  autoridad  de  Elío  salvaba  el  río  Uruguay :  la 
provincia  de  Entre  Ríos,  Arroyo  de  la  China,  Ghialeguay  y 
Gualeguaychú,  entraban  también  en  su  dominio. 

Al  saber  eso  en  San  José,  la  indignación  del  pueblo 
oriental  cobró  un  carácter  sombrío ;  vio  al  ejército  auxiliar 
levantar  el  campo,  y  dirigirse  silencioso  con  Rondeau  á 
la  Colonia,  donde  se  embarcó  para  Buenos  Aires.  Se  fue- 
ron con  él  los  fugitivos  orientales  que  pudieron  hacerlo, 
los  más  pudientes,  los  más  afortunados:  trescientas  per- 
sonas. 

Se  fueron,  y  el  pueblo  oriental,  que  no  podía  ni  quería 
dispersarse,  se  quedó  solo  en  torno  de  Artigas.  Éste  no  se 
fué,  oh.  éste  no  se  fué.  ¡  Qué  se  había  de  ir ! . . . 

( Y  qué  debía  hacer,  entonces  ? . . . 

{ Dirigirse,  cubierta  la  cabeza  de  ceniza,  á  las  puertas  de 
Montevideo  —  que  ayer  no  más  hacía  resonar  con  los  gol- 
pes de  su  espada  vencedora  en  Las  Piedras  —  á  pedir  á 
Elío,  el  dueño  y  señor,  alguna  compasión  para  con  aquel 
gentío  indigente  y  abandonado?. . .  ¿Aconsejar  á  éste  que 
fuera  á  reconstruir,  bajo  la  protección  del  enemigo,  sus 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   213 

miserables  casas  incendiadas,   y  á  recoger  sus  ganados 
if. 


¡Santa  memoria  de  Artigas!. . . 

Yo,  que  os  lo  he  hecho  mirar  sólo  de  paso  en  el  campo 
de  la  batalla  gloriosa,  amigos  artistas,  quiero  que  miréis 
ahora  largamente  á  ese  hombre  angular.  Aquí  especial- 
mente comienza  á  tomar  el  carácter  original  y  grande 
que  lo  distingue  de  todas  las  otras  figuras  coetáneas: 
el  de  portador  de  una  revelación  ó  mensaje  casi  sa- 
grado:  el  de  fundador  de  pueblos. 

Cuando  el  pueblo  sintió  el  frío  de  su  abandono,  una 
idea,  como  un  inmenso  latido,  se  movió  en  todos  los  cora- 
zones, y  subió  de  ellos  en  un  acorde  de  cuerdas  vivas.  No 
consta  que  haya  sido  una  idea  personal  de  Artigas  ni  de 
nadie;  fué  de  otra  persona  que  estaba  en  la  multitud; 
de  la  misma  que,  el  25  de  Mayo  de  1810,  apareció  con 
su  revelación  en  la  plaza  de  Buenos  Aires. 

Y  la  idea  palpitaba,  viva  como  un  astro:  todo,  menos 
volver  á  la  esclavitud. 

Se  resolvió  abandonar  el  suelo  de  la  patria,  para  vol- 
ver por  él. 

Y  Artigas  tomó  entonces  á  su  pueblo,  á  todo  su  pueblo, 
y  lo  cargó  en  sus  hombros  de  gigante.  Y  dijo  ¡vamos! 

Y  se  lo  llevó  á  cuestas  al  través  de  la  patria  oriental. 
Y  al  través  de  los  enemigos  que  la  invadían.  Y  que 
segían  avanzando  hacia  Montevideo,  mientras  las  fami- 
lias campesinas  inermes  huían  ante  el  invasor,  como  un 
rebaño,  y  afluían  á  la  sombra  del  profeta. 

Y  Artigas  cruzó  con  su  preciosa  carga  el  patrio  río 
Uruguay. 

Y  la  banda  migratoria  de  los  héroes  fué  á  posarse  allá, 
del  otro  lado  del  caudaloso  río,  en  el  arroyo  del  Ayuí, 
en  la  provincia  de  Entre  Ríos. 


214 


Y  los  héroes  eran  mujeres,  y  eran  niños,  y  eran  viejos, 
muy  viejos  algunos.  Y  eran  soldados,  y  eran  familias,  la 
misma  familia  de  Artigas,  sus  ancianos  padres,  su  her- 
mana primogénita  doña  Martina. 

Y  eran  indios  semi-salvajes,  y  eran  proceres,  Suárez, 
Barreiro,  Bauza,  Monterroso.  Y  eran  los  franciscanos  ex- 
pulsados de  Montevideo  por  amigos  de  los  matreros .... 
y  era  Artigas. 

La  población  del  Uruguay  quedó  reducida  á  la  tercera 
parte ;  á  menos  de  la  quinta  parte  de  sus  moradores,  decía 
el  gobernador  español. 

Porque  es  preciso  saber  que  el  gobernador  de  Montevideo, 
como  represalia  de  la  batalla  de  Las  Piedras,  ordenó,  una 
vez  establecido  el  asedio  por  el  vencedor,  que  fueran  arro- 
jadas de  la  ciudad  sitiada  las  familias  de  todos  los  pa- 
triotas en  armas.  Y  fueron  arrancadas  de  sus  casas,  y 
echadas  al  campo,  y  dejadas  en  una  noche  gélida  de  in- 
vierno, junto  al  foso  de  las  murallas,  sin  llevar  otra  cosa 
que  lo  puesto:  ni  ropas,  ni  abrigos,  ni  enseres,  ni  recurso 
alguno.  Vanas  fueron  las  reclamaciones  de  Artigas,  en 
nombre  de  la  humanidad.  La  larga  procesión  de  señoras 
y  niños  y  viejos  traspuso,  volviendo  atemorizada  la  ca- 
beza, las  puertas  de  la  ciudadela,  que  se  cerraron  tras  ella, 
y  cruzó  el  campo  desierto,  y  se  acogió  al  campamento  de 
los  sitiadores. 

Y  ahí  van  ahora  esas  familias,  incorporadas  á  la  grande 
caravana. 

Las  gentes  de  los  campos  que  huían  desde  el  Sur  ante 
el  invasor  portugués,  que  todo  lo  arrasaba,  se  incorporaban 
al  núcleo  caminante.  Y  lo  engrosaban  las  que  venían  del 
Norte  y  del  Oeste.  Y  como  los  arroyos  van  al  río,  y  el  río 
va  hacia  el  mar,  por  todos  los  caminos  se  veían  venir  las 
pobres  caravanas:  una  carreta  conducida  por  una  mujer. 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   215 

cubierta  con  un  poncho,  que  allí  lleva  el  grupo  de  sus  hijos 
desnudos,  todo  cuanto  le  quedaba  en  el  mundo-,  un  viejo 
que,  montado  en  su  caballo  transido,  golpea  en  vano  con 
los  talones  los  hi jares  del  animal ;  un  grupo  de  gente  sobre- 
saltada que  camina  á  pie,  que  cruza  anhelante  y  exhausta 
los  campos  sin  sendas,  que  busca  rumbo  mirando  las  leja- 
nías impasibles  y  mudas ;  una  tropa  de  ganado  arreada  por 
sus  dueños ;  y  otra  tropa  más  allá ;  y  un  rebaño  de  ovejas 
conducido  por  un  muchacho;  y  otra  carreta  destechada, 
seguida  de  un  grupo  de  perros,  los  fieles  amigos  de  los 
niños  fugitivos ;  y  otro  de  jinetes,  que  miran  los  horizontes 
sobre  las  colinas  solitarias,  por  ver  si  se  aproxima  el  in- 
vasor  

Todos  se  acogen  á  Artigas;  todos  quieren  ir  á  su  lado, 
seguirlo   adonde   quiera   que  vaya. 

T  en  las  lomas,  ó  allá  en  los  bajos,  humeaban  de  trecho  en 
trecho,  á  largas  distancias,  las  viviendas  abandonadas,  el 
rancho  de  barro  y  paja  incendiado  por  sus  dueños,  ó  las 
sementeras,  que  nadie  recogerá.  El  sol  alumbraba  la  sole- 
dad; las  noches  parecían  dobles  al  envolver  el  suelo  del 
Uruguay.  El  ombú,  el  guardián  solitario  de  las  ruinas, 
quedaba  pensativo  sobre  las  cumbres ;  los  ganados  innume- 
rables, yeguadas,  millares  de  vacas  multicolores,  ovejas 
blancas,  manchaban  los  declives  de  las  colinas,  las  orillas  de 
los  arroyos;  el  terutero  gritaba  en  los  aires;  el  avestruz  y 
el  venado  dominaban  la  tierra;  la  cigüeña  se  alzaba  del 
juncal,  y  era  señora  del  cielo  azul. . . .  Sólo  faltaba  el 
hombre. 

Mirad  un  cuadro  auténtico  entre  mil :  el  general  portu- 
gués invasor  comunica  su  impresión  al  ministro  en  Río 
Janeiro.  "Llegué  á  la  villa  de  Paysandú.  dice;  sólo  en- 
contré allí  dos  indios  viejos.  Todo  este  pueblo  es  de  Ar- 
tigas. ' '  Imaginaos,  amigos  artistas,  esos  dos  indios  viejos 


216  ARTIGAS 


sentados  en  la  soledad.  El  cuadro  es  sencillo,  pero  intenso : 
hace  inclinar  la  cabeza.  No  sé  si  tiene  cierta  paradógica 
analogía  con  el  de  aquellos  augures  de  barba  blanca  que 
estaban  sentados,  inmóviles,  en  los  pórticos  de  Roma  aban- 
donada; los  bárbaros  invasores  los  creyeron  estatuas,  sím- 
bolos; se  apearon  de  sus  potros,  se  acercaron;  tocaron  las 
barbas  de  los  viejos.  Los  augures,  irritados  por  aquella 
profanación,  golpearon  á  los  bárbaros  con  los  báculos.  Los 
invasores  no  se  atrevieron  á  matarlos.  ¡  Esos  dos  indios 
viejos  de  Paysandú!  ¿No  les  halláis  algo  de  pájaros  augú- 
rales, lechuzas  ó  ratones,  ó  lagartos  de  sepulcro? 

El  cuerpo  de  la  patria  oriental  ha  quedado  inmóvil, 
como  el  de  una  muerta  desnuda;  sus  ojos  no  brillan,  su 
pulso  no  late.  Pero  su  alma  no  ha  dejado  la  tierra.  ¡  Oh 
viejo  augur,  pensativo  Artigas,  alma  peregrinante  de  la 
muerta ! 


El  Gobierno  de  Buenos  Aires,  al  suscribir  el  tratado  de 
Octubre,  se  dio  cuenta  de  la  responsabilidad  en  que  incu- 
rría al  abandonar  aquel  pueblo,  después  de  haberlo  inci- 
tado al  levantamiento  heroico;  pero  nunca  se  imaginó  lo 
que  iba  á  suceder;  estaba  asombrado  al  verlo.  Nombró  á 
Artigas  —  como  si  ya  no  lo  fuera  —  jefe  principal  del 
ejército  en  armas,  y  de  las  familias  que  abandonaban  el 
país;  dejó  á  sus  órdenes  el  cuerpo  veterano  de  Blanden- 
gues y  ocho  piezas  de  artillería;  lo  designó  Gobernador 
del  territorio  de  Misiones,  con  residencia  en  Yapeyú ;  en 
todas  sus  comunicaciones  comenzó  á  llamarlo  espontánea- 
mente General  Artigas;  lanzó  un  manifiesto  de  admira- 
ción hacia  el  pueblo  que  lo  seguía. 

' '  Pueblo  y  conciudadanos  de  la  Banda  Oriental  ' '  — 
decía  la  Junta  al  publicar  el  tratado  con  Elío  —  "  la  Pa- 
tria os  es  deudora  de  los  días  de  gloria  que  más  la  honran. 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   217 

Sacrificios  de  toda  especie,  y  una  constancia  á  toda 
prueba,  harán  vuestro  elogio  eterno.  La  Patria  exige  en 
estos  momentos  el  sacrificio  de  vuestros  deseos . . . .  " 


VII 

¡El  pueblo,  y  los  ciudadanos  de  la  Banda  Oriental! 

Ningún  momento  más  oportuno  que  el  actual,  mis  ami- 
gos artistas,  para  que  conozcáis  y  veáis  lo  que  es  eso,  el 
pueblo  de  la  Banda  Oriental,  de  quien  tan  deudora  se  re- 
conoce, y  no  sin  causa,  por  cierto,  la  Patria  toda  argen- 
tina. Nada  más  propicio,  para  formar  su  esquema  demo- 
gráfico, que  sorprender  y  fijar  con  energía  la  mancha  de 
color  que  nos  ofrece  la  multitud  que  camina  en  pos  de  Ar- 
tigas. Ahí  va  todo:  tipos,  indumentaria,  enseres;  razas, 
caracteres,  costumbres,  estado  social;  familias,  soldados, 
proceres,  muchedumbres  anónimas,  animales;  líneas,  colo- 
res, expresión,  movimiento,  vida  colectiva;  toda  la  gama, 
toda  la  lira.  Con  verlo,  sabréis  más  que  estudiando  mu- 
chos libros  de  estadística. 

Distinguid  las  tres  razas  que  formaban  nuestra  escasa 
población ;  ahí  van.  La  blanca  ó  europea,  la  superior,  des- 
tinada á  prevalecer,  tiene  su  exponente  en  Artigas  mismo, 
en  sus  padres  y  hermanos,  en  sus  acompañantes  inmedia- 
tos. Suárez,  Barreiro,  Lamas,  Monterroso,  Anaya,  Rivera, 
Lavalleja,  Otorgues,  Bauza;  en  las  familias  salidas  de 
Montevideo,  en  los  campesinos  altivos,  de  barbas  y  cabe- 
llos negros  ó  rubios,  de  ojos  horizontales,  de  tez  curtida 
por  el  sol,  pero  irrigada  por  limpia  sangre  caucásica,  que 
se  ven  en  la  multitud,  mezclados  á  otros  tipos  lampiños, 
color  de  cobre,  de  pómulos  salientes  y  frente  estrecha,  de 
ojos  pequeños  y  casi  oblicuos,  de  cabellos  rígidos  y  ne- 
gros, de  mirar  hosco,  huraño 


218 


Aquellos  son  los  hijos  de  los  hidalgos  conquistadores, 
los  criollos.  Los  otros  denuncian  la  segunda  raza;  son  los 
indios  aborígenes  conquistados,  la  desgraciada  estirpe 
extinguida  que  fué  dueña  de  esta  tierra. 

Esas  dos  razas  no  se  odiaron  aquí  á  muerte,  como  en  la 
América  inglesa;  muchos  indios  permanecieron  salvajes 
y  fueron  devorados  por  el  desierto;  pero  no  pocos  se  re- 
dujeron á  la  civilización.  Y  la  mujer  indígena  fué  la  com- 
pañera del  hombre  blanco;  encendió  el  fuego  del  hogar 
campesino.  Y  ahí  van  los  mestizos  que  nacieron  al  calor 
de  ese  fogón.  En  unos  predominan  los  rasgos  antropoló- 
gicos europeos ;  en  la  mayor  parte  los  americanos :  la  ma- 
terna sangre  indígena  enciende  miradas  negras  aun  en  el 
fondo  de  ojos  azules ;  el  medio  es  el  -aliado  de  la  raza  que 
él  mismo  forma,  y  conforma,  y  defiende  por  regresión 
atávica. 

Observad,  por  fin,  mis  amigos,  los  tipos  de  la  tercera 
estirpe,  de  la  etiópica;  ved  esos  pobres  negros  que  pasan 
mezclados  á  los  demás  jinetes,  ó  como  servidores  de  las 
familias;  el  blanco  de  los  ojos  y  el  marfil  de  los  dientes 
brillan  en  la  piel  negra  y  en  las  bocas  pulposas ;  el  apre- 
tado y  crespo  vellón  de  los  cabellos  redondea  las  cabezas 
de  hierro  forjado ;  en  la  masa  oscura  de  la  carne,  clarean 
las  palmas  casi  blancas  de  las  manos.  Esos  no  son  hom- 
bres de  esta  tierra;  fueron  arrancados  á  su  sol  africano, 
é  importados  como  esclavos.  Se  les  pudo  robar  la  libertad : 
pero  no  el  privilegio  de  ser  hombres,  y  también  héroes, 
seres  de  nuestra  especie,  hermanos  de  los  ladrones  que 
los  trajeron.  Y  padres  ó  madres  de  los  hijos  de  éstos ;  tam- 
bién padres  y  madres.  La  sangre  africana  se  fundió  con  la 
europea  y  con  la  americana.  Todos  los  matices  del  hibri- 
dismo  antropológico,  van,  pues,  en  esa  masa  que  con  el 
nombre  de  pueblo  oriental,  camina  en  torno  de  Artigas. 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   219 

Y  todos  ellos  reclaman  su  puesto  en  la  apoteosis  del 
ciclo  heroico. 

Bien  es  verdad  que  ese  cuadro  se  ha  borrado  en  el 
tiempo;  la  gota  aquella  de  sangre  indígena  ó  africana, 
mucho  más  escasa  en  el  Uruguay  que  en  los  otros  pue- 
blos americanos,  se  ha  diluido  ya,  y  casi  perdido,  en  el 
aluvión  de  sangre  caucásica  que  ha  inundado  nuestra  tie- 
rra; pero  el  pasado  no  obra  menos  que  el  porvenir  sobre 
el  presente;  lo  que  fué,  es;  como  es  lo  que  será.  ¡El 
pasado !  ¿  Acaso  es  otra  cosa  que  un  presente  que  está 
en  segundo  término?  El  pasado  no  está  detrás  de  nos- 
otros, como  suele  creerse,  sino  delante ;  lo  que  ha  muerto 
nos  precede,  no  nos  sigue. 

La  gloria,  de  quien  sois  sacerdotes,  amigos  artistas,  es 
la  dominadora  del  tiempo,  el  eterno  presente.  Mirad,  pues, 
con  intensidad,  ese  pueblo  que  va  pasando  al  través  de 
los  caminos,  cruzando  ríos,  atravesando  bosques.  Lo  ve- 
réis envuelto  en  una  nube  enorme  de  polvo,  llena  de  rui- 
dos, que  pasa  al  ras  del  suelo,  siguiendo  lentamente  las 
ondulaciones  de  las  colinas;  la  punta  ó  la  cabeza  pene- 
tra en  el  monte  que  franjea  el  río ;  reaparece  del  otro 
lado,  sobre  la  loma  opuesta,  mientras  la  multitud  se 
arremolina  en  el  vado,  y  la  larga  cola  va  descendiendo 
á  él,  desde  el  lejano  horizonte  en  que  se  pierde. 

Y  tramonta  nuevas  colinas,  y  atraviesa  nuevas  selvas, 
y  vadea  nuevos  ríos. 

La  marcha  es  penosa  y  lenta,  por  lo  complejo  de  los 
órganos  locomotivos;  unos  van  á  caballo,  otros  á  pie,  los 
otros  en  vehículos  más  ó  menos  groseros :  carros  destecha- 
dos ó  cubiertos  de  cuero,  rastras  tiradas  por  caballos,  acé- 
milas cargadas.  Una  estridente  sinfonía  de  voces  y  ruidos 
sale  de  aquello:  la  carreta  primitiva  se  mueve  oscilante, 
dando  tumbos  y  crugiendo;  parece  que,  con  sus  ejes  de' 


220 


madera,  y  sus  ruedas  macizas,  se  queja  dolorida,  larga- 
mente, de  la  dura  tracción  de  los  bueyes.  En  sus  convul- 
siones, sacude  todo  cuanto  lleva  dentro,  hombres  y  cosas; 
en  ellas  van  los  mejor  parados:  las  familias  expulsadas 
de  Montevideo,  los  viejos  y  los  niños,  los  rendidos  por 
el  cansancio,  los  enfermos.  Los  conductores  á  caballo 
clavan  sus  largas  picanas  en  los  lomos  de  las  bestias, 
cuatro,  seis,  ocho  bueyes,  y  las  azuzan  con  gritos.  Los 
pelotones  de  ganado  salvaje,  novillos,  vacas,  caballos, 
carneros,  que  mugen,  balan,  entrechocan  los  cuernos  con 
ruido  de  granizo,  ó  hacen  retemblar  el  suelo  bajo  el 
martillo  de  los  cascos  innumerables,  pasan  arreados 
por  jinetes  que  galopan,  que  cierran  la  huida  á  los  que 
amagan  dispersión,  reincorporan  á  los  dispersos,  empu- 
jan hacia  un  paso  difícil  á  los  que  se  resisten  y  arremo- 
linan. Los  perros  acosan  al  ganado,  ladrando.  Los  mucha- 
chos, negros,  blancos,  cobrizos,  alternan  con  los  hombres 
y  con  los  perros  en  la  faena;  se  ven  jinetes  de  diez  años, 
y  aún  de  menos,  casi  tan  desnudos  como  el  potro  que  mon- 
tan y  rigen  con  destreza;  cachorros  de  centauro  alado. 
Van  también  mujeres  á  caballo  con  sus  hijos  en  brazos ;  y 
mujeres  armadas  de  lanza,  con  sombrero  en  la  cabeza  y  cu- 
biertas con  el  poncho  ó  capa  americana:  una  tela  con  un 
agujero  en  el  centro,  que  se  introduce  por  la  cabeza,  y  cae 
en  largos  y  graciosos  pliegues,  desde  los  hombros  hasta  el 
anca  del  caballo.  Los  hombres  visten  como  pueden ;  se  cu- 
bren á  medias:  una  vincha  ó  lienzo  blanco  atado  á  la 
frente,  les  retiene  los  cabellos  como  un  vendaje,  que  les 
da  un  aspecto  de  fieros  convalescientes ;  una  camisa  de 
lienzo  les  cubre  el  cuerpo;  un  pedazo  de  jerga  ó  de  ba- 
yeta de  color,  ceñido  á  la  cintura,  el  chiripá,  les  en- 
vuelve los  muslos,  dejando  libres  las  piernas,  desnudas, 
ó  defendidas  por  una  especie  de  guante  de  piel  de  ca- 


LAS  PIEDKAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   221 

bailo  sobada,  la  bota  de  potro,  que  no  envuelva  los  dedos 
agarrados  al  estribo;  en  la  cintura  llevan  ceñidas  las 
boleadoras,  y  atravesado  á  la  espalda  el  cuchillo.  Un 
viejo  con  un  niño  en  brazos  y  una  mujer  á  la  grupa ;  jine- 
tes con  el  caballo  de  tiro  ó  de  repuesto;  cargueros  ó  ani- 
males en  cuyos  lomos  se  amontonan  los  utensilios  que  se 
han  podido  salvar :  ropas,  monturas,  trevejos ;  destacamen- 
tos de  gente  armada  de  lanzas,  de  sables  ó  trabucos,  ó  fu- 
siles de  formas  varias;  los  escuadrones  de  Blandengues; 
las  8  piezas  de  artillería;  nuevas  carretas,  tambaleantes  y 
quejumbrosas...  todo  camina  lentamente,  camina  hacia 
el  Norte.  Los  días  caniculares,  con  su  viento  soplado  por 
el  trópico,  tostaron  los  átomos  de  aquella  sofocante  pol- 
vareda ;  las  noches  tempestuosas,  llenas  de  pánicos  flotan- 
tes, se  aparecieron  en  el  camino;  las  lluvias  torrenciales 
de  Noviembre  y  Diciembre  inundaron  la  caravana  sin  am- 
paro, empaparon  las  ropas,  los  enseres,  desbordaron  los 
ríos  que  se  presentaban  invadeables,  campo  afuera.  Se 
esperaba  entonces  á  que  las  aguas  bajaran  lo  suficiente 
para  dar  paso.  Y  caía  la  multitud  al  vado:  un  declive 
cenagoso  entre  los  árboles;  una  corriente  profunda;  una 
barranca  salvaje  del  otro  lado.  Descendían  las  carretas 
por  la  pendiente  resbaladiza  y  áspera,  sostenidas  por  lar- 
gos maneadores  ó  cuerdas  de  cuero  trenzado,  para  evitar 
el  derrumbe,  y  tiradas,  desde  la  orilla  opuesta,  por  otros 
jinetes,  en  previsión  de  un  estancamiento  de  los  bueyes 
en  medio  de  la  corriente.  Y  la  carreta  descendía,  se  hun- 
día en  el  fango,  en  el  agua,  se  tumbaba  ó  nó,  trepaba 
por  fin  tambaleante  la  barranca,  entre  los  gritos  de 
los  arrieros  y  los  clamores  de  las  mujeres. 

Las  penurias  de  aquellas  jornadas  fueron  muy  grandes. 
Muchos  murieron  por  el  camino ;  las  cruces  que  quedaban 
solitarias  detrás  de  la  caravana,  marcaban  la  sepultura 


222 


de  los  rezagados  para  siempre;  también  nacieron  niños 
en  las  carretas  ambulantes  ó  debajo  de  ellas,  y  comenzaron 
á  mamar  á  caballo.  Pero  la  muerte  y  el  dolor  no  engendra- 
ban desaliento;  la  tradición  nos  ha  transmitido  fielmente 
el  espíritu  que,  como  el  dios  propicio  en  los  poemas  homé- 
ricos, descendía  sobre  aquella  multitud,  la  fe  en  Artigas, 
que  era  en  ella  entusiasmo  y  fortaleza.  ¡  Oh,  la  buena  pri- 
mera patria  peregrinante!  Se  la  ve  hacer  alto,  tras  los 
días  de  fatiga  y  sufrimiento,  en  la  margen  montuosa  de 
algún  arroyo,  y  se  piensa  en  los  cantos  de  Ossian,  en  los 
sacrificios  de  Ulises  ó  Eneas  á  los  dioses  inmortales,  ó  á 
las  divinidades  tutelares  de  la  raza. 

El  cuadro   es  homérico. 

Se  han  desuncido  los  bueyes,  desensillado  los  caballos, 
que  pastan  atados  en  estacas  ó  en  las  matas  de  flechilla 
bien  arraigadas ;  se .  han  enlazado  y  abatido  los  novillos 
que  han  de  comerse,  encendido  los  fogones.  Estos  llamean 
entre  el  humo,  bajo  los  árboles,  junto  á  las  carretas,  en 
la  orilla  del  arroyo,  en  una  extensión  de  dos  leguas:  loa 
costillares  de  la  res  salvaje  ó  los  trozos  de  carne  extraídos 
con  el  cuero,  se  asan  á  fuego  lento,  ensartados  en  los  asa- 
dores de  hierro  ó  en  ramas  aguzadas,  y  clavados  en  el 
suelo;  en  las  calderas  hierve  el  agua;  las  familias,  servi- 
das por  negrillos  ó  indiecitos  ó  chinas,  toman  mate,  la  in- 
fusión de  yerba  que  suministra  todo  el  alimento  vegetal; 
los  hombres  cortan  con  los  cuchillos  los  trozos  de  carne 
que  primero  se  asan ;  los  bueyes  rumian  lentamente,  echa- 
dos en  la  loma;  las  caballadas  pacen  dispersas;  los  teru- 
teros gritan  en  el  aire;  el  olor  del  zorrino,  mezclado  al 
humo  de  los  fogones  flota  en  el  ambiente ;  del  suelo  sube  el 
fresco  olor  de  los  pastos  húmedos.  La  multitud  siente  el 
consuelo  de  la  tarde  declinante,  y  ve  encenderse  las  es- 
trellas, entre  los  copos  de  pequeñas  nubes  ó  en  las  solé- 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   223 

dades  celestes,  de  las  que  descienden,  como  lluvias,  los 
silencios.  Y  en  algunos  fogones  se  oyen  punteos  de  gui- 
tarra ...  y  algún  canto  de  voz  humana,  triste  como  un 
quejido.  Y  todo  se  duerme,  por  fin.  Yo  miro,  mis  artistas. 
á  esa  patria  peregrinante,  dormida  á  la  luz  de  las  conste- 
laciones amigas.  El  cuadro  es  sagrado ;  la  Cruz  del  Sud 
resplandece  amable  en  un  extremo  del  cielo;  el  alfa  del 
Centauro,  Sirius  y  Canope  y  Orion,  con  sus  Tres  Marías, 
en  el  cénit;  Venus  declina,  como  un  cirio  bendito,  en  el 
horizonte  del  Norte,  sobre  la  última  colina. 

Algunos  hombres  rondan  el  ganado,  custodian  las  ca- 
balladas en  previsión  de  alguno  de  esos  pánicos  nocturnos 
de  las  bestias,  que  las  convierten  en  avalanchas  espanto- 
sas. En  el  remanso  del  río,  iluminado  por  la  luna,  los  ji- 
netes que  pasan  detienen  sus  caballos  para  que  beban; 
uno  que  otro  pájaro  nocturno  grita,  de  vez  en  cuando,  en 
el  silencio  del  bosque  lleno  de  sombras;  los  centinelas  ve- 
lan, esperando  la  aurora,  con  el  caballo  de  la  rienda, 
ó  con  los  brazos  sobre  el  recado  y  la  cabeza  entre  los 
brazos .... 

Pero  el  que  vela  día  y  noche,  y  está  en  todas  partes,  es 
Artigas.  Todos  lo  ven,  todos  lo  oyen.  Artigas  casi  no 
duerme;  es  el  espíritu  de  las  horas.  Aparece  casi  impen- 
sadamente en  todas  partes:  en  medio  á  las  faenas,  en  el 
vivac  de  los  soldados,  en  el  rodeo,  en  el  fogón  de  las  fa- 
milias; tiene  para  el  campesino  una  fiera  palabra  criolla 
de  aliento,  una  amable  de  consuelo  para  las  señoras  ame- 
drentadas, para  los  enfermos;  ofrece  un  pedazo  del  chu- 
rrasco 6  carne  asada  que  él  come,  á  los  que  van  á  verlo 
á  su  tienda  de  ramas;  acepta  el  mate  que  le  ofrecen  en 
los  diferentes  fogones  á  que  llega.  Todos  le  llaman  "  mi 
General  *'.  El  está  á  caballo  antes  de  brillar  el  lucero; 
antes  de  que  suenen  los  clarines  el  toque  de  aurora ;  antes 


224 


de  que  el  crugir  de  las  carretas,  y  las  voces  del  rodeo,  y 
el  grito  de  los  teruteros,  y  el  canto  de  los  venteveos  y  las 
calandrias,  despierten  la  multitud  para  reemprender  la 
jornada. 

Él  era  el  baqueano,  el  conocedor  del  terreno  y  del  rumbo, 
al  mismo  tiempo  que  el  pensador;  sabía  cómo  debía  un- 
cirse una  carreta,  evitarse  el  peligro  en  un  paso  difícil, 
enfrenarse  un  potro,  enlazarse  ó  desgarretarse  un  novillo, 
repararse  la  cureña  de  un  cañón;  él  era,  por  fin,  quien 
primero  trepaba  las  colinas  más  lejanas,  y,  desde  la  al- 
tura, observaba  los  horizontes,  como  rastreando  al  ene- 
migo con  la  mirada. 

Porque  es  preciso  no  olvidar  que  los  portugueses,  que 
habían  invadido  el  territorio  oriental,  so  pretexto  de  au- 
xiliar á  los  españoles,  lejos  de  acatar  el  armisticio  de  que 
hablamos,  celebrado  con  Buenos  Aires,  continuaban  en  la 
posesión  de  la  tierra,  y  salían  al  paso  de  aquel  pueblo  que, 
como  una  selva  que  arrastra  sus  raíces,  se  ponía  en  salvo 
con  Artigas,  llevando  el  Arca  de  la  Alianza,  la  ley  del 
Sinaí,  el  maná  sagrado.  El  caudillo  formaba  el  cuadro 
protector  con  sus  soldados  veteranos,  con  sus  blandengues, 
su  artillería.  Y  lanzaba  contra  el  agresor  injusto,  por  su 
frente,  por  sus  flancos,  por  su  retaguardia,  sus  pelotones 
de  gauchos,  que,  luchando  y  muriendo,  despejaban  el  ca- 
mino, arrojando  al  portugués;  lo  desalojaron  de  Merce- 
des, Concepción,  Salto,  Belén,  Curuzú  Cuatiá,  Mandisoví. 


¡  Los  gauchos !  He  aquí,  mis  amigos  artistas,  que  se  nos 
presenta  el  hombre  representativo :  el  gaucho.  Os  debo 
hacer  sentir  con  grande  intensidad  esa  figura,  porque  es 
nuestro  tipo  homérico. 

El  gaucho  fué,  con  los  potros,  y  los  toros,  y  los  aves 


na 

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f   ü 

LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   225 

troces,  el  habitador  de  nuestros  campos  ilimitados,  sin 
más  fruto  que  el  espontáneo  de  esos  ganados  innumera- 
bles, ni  más  vivienda  humana  que  el  rancho  aislado  en 
el  desierto.  No  es  la  raza  lo  que  lo  distingue :  lo  mismo  es 
el  hombre  caucásico  de  barba  negra,  que  el  hijo  engen- 
drado por  él  en  la  mujer  india  que  comparte  la  soledad 
de  su  choza  de  tierra  y  techo  pajizo.  Tampoco  es  la  posi- 
ción social;  si  bien  es  pobre,  se  le  concibe  propietario  de 
campos  y  ganados,  sin  perder  por  eso  su  carácter.  Lo  que 
imprime  al  gaucho  su  sello  es  el  medio,  el  momento  histó- 
rico, el  método  de  vida.  Es  el  hombre  andante,  el  que, 
como  personero  nuestro,  tomó  posesión  real  de  nuestra 
tierra;  es  el  cazador  de  ganados  en  los  campos  abiertos, 
sin  más  arma  que  las  boleadoras,  serpiente  alada  de  tres 
cabezas,  que  se  agarra  como  un  grillo  á  las  patas  del  ani- 
mal. Caza  caballos  salvajes,  que  monta  á  medio  domar; 
sobre  el  lomo  de  éste,  caza  el  toro  montaraz,  la  vaca  y  el 
novillo,  á  los  que  detiene  de  los  cuernos  con  su  lazo,  y 
abate  y  desuella  y  despedaza  con  su  cuchillo.  El  acto  de 
apropiación  del  ganado  por  el  hombre  se  reduce  á  traerlo 
á  rodeo,  es  decir,  á  rodear  al  galope  trozos  de  millares 
de  reses,  á  fin  de  separarlas  de  la  gran  masa  sin  dueño, 
é  impedir  su  dispersión  en  la  extensión  ilimitada,  ó  su 
refugio  en  el  bosque. 

El  gaucho  pertenece  á  la  tierra  por  intermedio  de  su  ca- 
ballo, que  modifica  hasta  la  estructura  de  sus  órganos: 
le  levanta  los  hombros,  le  encorva  las  espaldas,  le  arquea 
las  piernas,  le  regula  los  movimientos.  Como  se  ven  las 
alas  en  el  pájaro  que  camina,  se  percibe  el  caballo  en  el 
gancho  que  anda  á  pie.  La  nómade  faena  determina,  por 
otra  parte,  la  índole  de  sus  ideas,  las  imágenes  de  su  fan- 
tasía, su  vocabulario,  los  giros  de  su  lengua,  los  temas 
únicos  de  su  conversación;  le  imprime  el  instinto  de  li- 

15.  Artigas.— r. 


226 


bertad,  le  limita  las  necesidades,  le  determina  la  indus- 
tria. Ésta  se  reduce  á  levantar  y  quinchar  ó  techar  con 
paja  el  rancho  de  tierra  cruda,  á  fabricar  los  aperos  ó 
arneses  rústicos  del  caballo,  á  estaquear  ó  estirar  las  pie- 
les secadas  al  sol,  á  trenzar  las  largas  túrdigas  de  cuero 
del  lazo,  ó  las  cuerdas  de  las  boleadoras,  á  coser  con  tien- 
tos la  vaina  del  cuchillo,  á  cortar  las  caronas  de  suela,  ó 
sobar  las  pieles  de  carnero  ó  cojinillos  que  cubrirán  la 
montura,  ó  las  de  yegua  que  le  envolverán  las  piernas. 

Cuando  el  gaucho  no  está  á  caballo,  no  hace  nada,  gene- 
ralmente. ¿Y  qué  ha  de  hacer?  Toma  mate,  junto  al  fogón, 
toca  la  guitarra,  juega  á  la  taba,  el  dado  primitivo,  for- 
mado por  una  choquezuela  de  vaca,  que  da  ó  quita  la  suerte 
según  caiga  en  un  sentido  ó  en  otro. 

Con  esos  elementos,  fácil  es  determinar  la  pasión  domi- 
nante ó  el  motor  de  esa  ambulante  vida.  El  hombre  se  une 
á  la  mujer  por  amor,  sólo  por  amor;  conquista  su  corazón 
con  la  ostentación  de  su  destreza,  de  su  valor,  de  su  capa- 
cidad para  grandes  hazañas.  Os  imaginaréis  los  trágicos 
idilios  de  esos  amores  nómades.  Se  oyen  punteos  de  gui- 
tarra y  choques  de  puñal.  El  hogar  así  formado  no  rete- 
nía al  hombre ;  éste  lo  arrastraba,  más  bien,  consigo, 
como  lo  vemos  en  el  éxodo.  La  mujer  sigue  al  soldado 
cuando  es  posible ;  es  la  cantinera  gaucha,  y  llega  tam- 
bién á  ser  combatiente :  ya  la  hemos  visto  armada  entre 
la  muchedumbre.  Cuando  no  puede  seguir,  se  queda 
con  sus  hijos  en  el  rancho  abandonado,  á  la  luz  de  las 
estrellas;  muere  con  ellos  de  miseria,  mientras  el  padre 
muere  voluntario  por  la  patria. 

¡  El  pobre  gaucho ! 

En  el  cuadro  heroico  que  estamos  trazando,  en  el  éxodo 
del  Pueblo  Oriental,  ese  hombre  es  todo:  él  es  el  que 
arrea  y  carnea  los  ganados,  y  asa  la  carne,  y  la  distribuye 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   227 

á  la  muchedumbre  hambrienta;  es  el  que  conduce  las  ca- 
balladas, y  se  arroja  á  nado  en  los  pasos  profundos,  y 
construye  las  chozas  ó  enramadas  con  las  horquetas  del 
monte,  para  que  en  ellas  se  asile  el  grupo  de  las  familias 
patricias,  nuestras  abuelas,  que  vieron  en  ese  hombre,  en 
el  buen  gaucho,  en  el  buen  paisano,  al  amigo,  al  pode- 
roso amigo;  es  el  que  queda  aplastado  bajo  el  potro  que 
rueda;  el  que  cae  atravesado  por  la  lanza  enemiga,  y 
degollado  al  caer ;  el  que  muere,  luchando  con  el  cuchillo, 
dentro  del  cuadro  enemigo  en  que  cayó  desmontado  en 

la  carga  homérica,  como  un  pájaro  herido  en  las  alas 

Todos  esos  que  veis  en  el  éxodo,  mis  amigos,  todos  esos 
van  á  morir  así;  morirán  por  la  patria  que  no  verán,  y 
á  la  que  nada  pedirán  por  su  sangre 

"Si  Esparta  hubiera  combatido  en  Maratón,  dice  Paul 
de  Saint  Víctor,  hubiera  entregado  á  los  cuervos  los  cuer- 
pos de  los  ilotas  muertos  en  sus  filas.  La  noble  Atenas 
concedió  una  tumba  de  honor  á  los  esclavos  que  perecieron 
por  su  libertad." 

El  gaucho  americano,  amigos  míos,  tendrá  su  tumba, 
más  grande  que  la  de  Atenas,  ó  no  merecemos  tenerla 
nosotros. 

Él  no  fué  la  civilización,  es  cierto;  pero  jamás  recono- 
ceré como  hombre  de  juicio  á  quien  no  vea  en  él  otra  cosa 
que  la  barbarie.  Oh,  nó :  nuestro  gaucho  no  es  el  bárbaro, 
el  destructor  exótico ;  mucho  menos  el  ilota,  la  carne  para 
cuervos.  Él  es  nuestro  hombre,  el  hombre  nuevo,  el  ger- 
men de  la  nueva  patria  americana,  que,  si  tiene  un  rasgo 
diferencial,  es  ese  precisamente :  el  no  haber  tenido,  por 
fundamento  sociológico,  ni .  el  bárbaro,  ni  el  siervo,  sino 
el  gaucho  libre,  la  célula  de  su  democracia  ingénita. 

Ese  hijo  de  la  naturaleza,  con  ser  un  primitivo,  un  in- 
consciente, no  fué  la  plebe  antigua,  el  siervo  de  la  gleba 


poseído  por  la  tierra ;  no  fué  el  vasallo  que  debía  tributo 
á  su  señor.  Sus  defectos,  porque  no  pudo  menos  de  tener- 
los, fueron  los  inherentes  á  su  excelsa  cualidad.  Seguirá 
al  caudillo ;  pero  no  como  la  mesnada  á  los  ricos-hombres 
ó  señores  feudales;  no  porque  le  da  pan,  ó  librea  con  es- 
cudo señorial,  sino  porque  ofrece  un  empleo  á  su  prurito 
de  libertad,  y  hasta  le  hace  sentir  la  dignidad  de  una 
vaga  misión  surgente  en  su  nebulosa  subconciencia.  Y 
es  en  esta  subconciencia  de  los  pueblos,  donde,  como  las 
semillas  en  el  misterio  de  la  tierra,  germinan  las  apa- 
riciones de  la  historia. 

El  gaucho  vio  en  Artigas  un  ser  superior,  pero  de  su 
especie,  carne  de  su  carne;  él  bien  comprendió  que  Arti- 
gas lo  amaba  sinceramente;  sintió  la  diferencia  entre  ese 
hombre  y  los  que,  no  teniendo  con  el  campesino  americano 
otro  vínculo  que  el  del  menosprecio,  lo  reniegan,  para  no 
contaminarse,  después  de  utilizarlo.  Ese  y  no  otro  es  el 
secreto  del  culto  profesado  á  Artigas  por  el  gaucho:  el 
vínculo  de  amor,  alma  de  todo  lo  que  se  engendra,  espí- 
ritu del  universo.  En  los  tiempos  primitivos  lo  hubieran 
adorado  como  á  un  dios.  Los  Prometeo,  los  Odino,  los 
semidioses  del  Norte,  no  fueron  otra  cosa:  benefactores 
del  hombre,  raptores  del  fuego  de  Zeus  para  los  morta- 
les; genios  ó  divinidades  protectoras  de  la  estirpe  des- 
amparada. 

Os  lo  repito,  amigos:  todos  esos  que  veis,  todos  esos 
esforzados  gauchos,  van  á  quedar  muertos  en  el  campo. 

Pero  sus  cuerpos  no  serán  alimento  de  los  cuervos ;  ten- 
drán tumba  en  esta  patria,  y  no  de  esclavos. 

No  otra  cosa  es  el  monumento  de  Artigas,  que  os  manda 
alzar  la  patria  de  aquellos  gauchos.  Ser  un  homérida, 
aunque  sea  el  último,  es  bella  cosa,  dice  Goethe  en  un 
verso  célebre.  Nosotros  lo  seremos  de  esa  legión  de  com- 


EL   (iRITO  DE  ASEXSIO 


Er.  TÍKK..E  Imi'kks.-na!,        Estatua  dé)  lioceto  de  Felipe  Mental!. 
Proyecto  de  monumento  para  la  lindad  de  Mercedes 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   229 

batientes  que  camina  con  el  profeta ;  ella  fué  la  primera 
guardia  noble  de  la  patria  recién  nacida;  ella  acompañó 
sus  primeros  desamparos ;  le  dio  á  mamar  su  sangre,  como 
la  hembra  del  tigre  da  su  leche ;  ella,  la  pobre  turba  cam- 
pesina, ha  continuado  esa  lactancia  de  fiera  hasta  ago- 
tarse; se  va  hundiendo  en  la  nada,  sustituida  por  otros 
hombres,  mientras  la  patria  crece  nutrida  de  anónimos 
heroísmos,  de  heroísmos  gauchos. 

Hoy,  al  ascender  Artigas  en  la  historia  heroica,  sale 
con  él,  por  la  puerta  de  las  visiones  estéticas,  esa  su  pri- 
mitiva guardia  noble,  vestida  de  sus  harapos.  Glorificado 
y  transfigurado  por  la  muerte,  aparece  aquel  hijo  ambu- 
lante y  sin  codicias  de  la  soledad  y  del  desierto,  pan  ácimo 
de  sangre  que  comió  nuestra  victoria,  y  vino  nuevo  que 
bebió  para  ser  diosa;  soldado,  holocausto,  caballero,  des- 
nudo y  altivo  cortesano  del  rey  futuro. 

Yo  quiero  que  sintáis,  y  que  améis,  y  que  saludéis  con- 
migo, mis  bravos  artistas,  á  ese  pobre  gaucho  de  mi  tierra. 
Si  es  cierto  que  se  va;  si  ya  se  ha  ido  para  siempre,  que 
los  últimos  que  queden  contemplen  la  resurrección  en 
bronce  de  su  raza.  Que  escuchen  mi  despedida;  que  me 
oigan  á  mí,  el  rapsoda,  el  homérida,  que  quiero  inocu- 
laros, amigos  míos,  todo  mi  amor  á  esa  figura  de  otros 
tiempos;  á  mí,  pobre  soldado  de  la  aurora,  que  rinde 
el  tributo  de  la  Patria  á  aquel  héroe  misterioso  de  la 
sombra. 

Aloi,  soldat  de  l' aurore, 
A  ioi,  héros  de  Vomore. 


230  ARTIGAS 


VIII 


El  tratado  de  Octubre  había  sido  celebrado  de  mala  fe 
por  todos:  españoles,  portugueses,  bonaerenses;  por  to- 
dos. Ni  los  españoles  de  Montevideo,  realistas  empecina- 
dos, estaban  dispuestos  á  dejar  de  considerar  como  reos 
de  lesa  majestad  á  los  americanos,  ni  doña  Carlota,  que 
protestaba  contra  el  armisticio,  abandonaba  su  ilusión  de 
ser  reina  del  Plata,  ni  Portugal  renunciaba  á  su  ensueño 
secular,  ni  Buenos  Aires  decía  verdad  ni  mentira  al  pro- 
clamar á  Fernando  VII,  ó  á  Carlos  IV,  si  era  Carlos  IV, 
como  decía  Kivadavia,  y  no  Fernando  VII,  como  decían 
los  otros,  el  rey  legítimo  proclamado. 

Lo  único  que  allí  había  de  sinceridad  plena  era  aquel 
hombre  que,  buscando  libertad,  cruzaba  con  su  indigente 
pueblo  las  colinas  de  su  tierra.  Él,  y  su  errante  caravana, 
eran  la  sola  intrínseca  realidad,  la  sola  simiente  viva. 

La  caravana  llegó,  por  fin,  al  sitio  en  que  debía  cru- 
zarse la  anchura  del  Uruguay,  para  dejar  la  patria.  Y  allí 
lo  cruzaron  lentamente;  los  hombres  á  nado  ó  agarrados 
á  la  crin  ó  á  la  cola  de  los  caballos ;  las  familias  en  hom- 
bros, ó  en  balsas  ó  en  pelotas  de  cuero.  Se  echaron  al  agua 
las  caballadas,  los  ganados;  se  pasó  todo  cuanto  se  pudo; 
el  resto  quedó  amontonado  de  este  lado  del  río.  Cruzaron 
el  cauce  las  familias  primeramente;  las  tropas  después, 
Artigas,  por  fin,  con  su  estado  mayor.  Muchos  años  des- 
pués, el  sabio  Saint  Hilaire,  pasaba  por  aquellos  parajes. 
Los  habitantes  de  la  comarca  le  señalaban  el  sitio  por  donde 
Artigas  había  cruzado  el  Uruguay  con  su  pueblo;  se  lo 
mostraban  como  un  lugar  sagrado.  ¡Por  aquí  pasó!  le 
decían  los  pocos  habitadores  de  la  comarca  desierta. 

De  allí,  antes  del  paso,  se  dirigió  Artigas  al  gobierno 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   231 

del  Paraguay;  le  narró  todo  lo  acaecido  en  una  nota  me- 
morable: el  nacer  de  la  patria  oriental,  el  levantamiento 
espontáneo  del  pueblo,  sus  abnegaciones  y  heroísmos;  le 
mostró  al  enemigo  portugués,  como  el  peligro  común  á 
orientales  y  paraguayos;  le  propuso  la  alianza  de  ambos 
pueblos. 

Esa  nota,  del  7  de  Diciembre  de  1811,  mis  amigos,  es 
nuestro  primer  rescripto  de  emancipación;  todo  el  pro- 
f  ético  pensamiento  de  Artigas  está  consignado  en  ella; 
caducidad  de  toda  dinastía,  de  toda  corona;  independen- 
cia democrática  de  todo  el  virreinato;  y,  dentro  de  ella, 
independencia  de  la  Provincia  Oriental,  aliada  ó  confe- 
derada con  sus  hermanas;  expulsión  de  todo  poder  ex- 
tranjero. 

''Cuando  las  revoluciones  políticas,  dice  Artigas  en  esa 
memorable  nota,  han  reanimado  los  espíritus  abatidos  por 
el  poder  arbitrario,  temerosos  los  ciudadanos  de  caer  de 
nuevo  en  la  tiranía,  aspiran  á  concentrar  la  fuerza  y  la 
razón  en  un  gobierno  inmediato,  que  pueda,  con  menos 
dificultades,  conservar  ilesos  sus  derechos." 

"La  sabia  naturaleza  ha  señalado  los  límites  de  los 
estados.  La  Banda  Oriental  tiene  los  suyos.  Ésta  es  la 
aliada,  la  hermana  de  Buenos  Aires.  Los  orientales  han 
jurado  un  odio  irreconciliable  á  toda  clase  de  tiranía ;  han 
jurado  no  dejar  sus  armas,  mientras  todo  extranjero  no 
evacué  el  país " 

Esa  es  la  primera  Declaratoria  de  Independencia  del 
Río  de  la  Plata ;  la  primera  de  la  Independencia  Oriental 
al  mismo  tiempo.  Cuando  conozcáis,  mis  amigos,  la  histo- 
ria del  Plata;  los  escepticismos,  los  desfallecimientos, 
las  negaciones  de  los  hombres;  cuando  sepáis  que,  diez 
años  después  de  esto,  los  primaces  de  la  revolución,  toda- 
vía negarán  al  pueblo  americano  todo  poder  para  ser 


232 


germen  de  vida  nueva,  y  trabajarán  por  la  monarquía 
europea,  entonces  os  daréis  cuenta  de  lo  que  es  esta 
Visión  del  porvenir,  que  conduce  á  Artigas  de  la  mano. 
Todo  cuanto  hagamos  en  adelante,  en  sentido  de  inde- 
pendencia, no  será  otra  cosa  que  la  reproducción,  la  soli- 
dificación en  el  caos,  de  esa  primera  y  última  palabra  de 
este  vidente  obstinado. 

Y  dice  Jehovah  al  profeta  bíblico:  Tibi  dabo  frontem 
duriorem  frontibus  eorum. 

Y  te  daré  una  frente  más  dura  que  sus  frentes. 


IX 


Artigas,  poseído  por  el  espíritu,  está,  por  fin,  del  otro 
lado  del  Uruguay,  entre  las  palmeras,  algarrobos  y  que- 
brachos de  los  bosques  de  Concordia:  en  el  Campamento 
del  Ayuí.  El  patriarca  y  su  pueblo  permanecerán  allí  ca- 
torce meses,  después  de  los  cuales  regresarán  á  la  patria 
por  el  mismo  camino  que  llevaron,  y  conducidos  por  la 
misma  visión. 

El  cuadro  que  ofrecía  ese  Campamento  del  Ayuí,  espe- 
cie de  enjambre  volador  posado  en  un  árbol  del  camino, 
no  puede  menos  de  llamar  la  atención.  Pensad,  primera- 
mente, en  que  diez  y  seis  mil  personas  era  mucha  gente  en 
aquella  época;  mucha  gente,  os  lo  aseguro.  Meditad 
especialmente  en  el  carácter  sociológico  de  esa  muche- 
dumbre. 

El  agente  confidencial  que  el  gobierno  del  Paraguay 
envía  entonces  á  Artigas  describe  aquello  en  cuatro  pala- 
bras: "Toda  la  costa  del  Uruguay,  dice,  está  poblada 
de  familias  que  salieron  de  Montevideo,  unas  bajo  las  ca- 
rretas, otras  bajo  los  árboles,  y  todos  á  la  inclemencia 


LAS  PIEDRAS  T  EL   ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL      233 

del  tiempo;  pero  con  tanta  conformidad  y  gusto,  que 
causa  admiración  y  da  ejemplo." 

Con  los  elementos  que  ya  poseéis,  podéis  desarrollar  ese 
cuadro.  Allí  se  permaneció  todo  el  verano  de  1811,  el 
crudo  invierno  de  1812,  y  el  nuevo  verano  que  precedió 
á  1813.  Todo  lo  que  hemos  visto  en  el  viaje  se  ofrece  aquí 
en  una  nueva  interesantísima  actitud.  Las  familias  ocu- 
paban el  primer  plano;  los  soldados  tenían  sus  cuarteles, 
y  hacían  ejercicios  militares;  como  escaseaban  las  armas, 
los  soldados  de  infantería  se  adiestraban  con  palos  á 
guisa  de  fusiles;  los  de  caballería  fabricaban  sus  lanzas. 
Todos  obedecían  á  sus  jefes,  Rivera,  Lavalleja,  Manuel 
Francisco  Artigas,  Otorgues,  Blas  Basualdo,  Ojeda.  Los 
indios  acampaban  á  lo  lejos  en  sus  aduares. 

Aquel  campamento,  colonia,  colmena,  ó  como  queráis 
llamarle,  ocupaba  una  extensión  de  varias  leguas;  bajo 
los  árboles,  en  las  carretas,  en  chozas  de  paja  y  barro,  vi- 
vía el  pueblo  oriental.  Una  choza,  mayor  que  las  demás, 
era  el  templo,  en  que  los  sacerdotes  celebraban  los  divi- 
nos oficios  ante  la  multitud;  delante  de  ella,  se  alzaba 
una  horqueta  de  madera  de  la  que  colgaba  una  campana, 
cuyas  voces  se  unían  á  las  lejanas  de  los  clarines,  en  la 
aurora,  á  medio  día,  al  caer  la  tarde.  El  Ángelus  aquél 
tenía  también  su  melodía,  su  original  melodía.  Yo,  por 
mi  parte,  le  encuentro  insuperable  belleza.  La  vida  fué 
de  labor,  de  angustias,  de  miserias;  faltaba  abrigo  en  in- 
vierno; escaseaban  los  alimentos;  hubo  allí  hambre,  des- 
nudez, desamparo.  Pero  un  principio  ordenador  circu- 
laba por  aquel  organismo  de  nueva  especie,  y  le  conservó, 
sin  el  más  mínimo  quebranto,  su  cohesión  vital  y  el  ca- 
rácter de  sociedad  civilizada.  Allí  se  protegía  el  derecho ; 
se  administraba  justicia;  se  hacía  caridad. 

Para  daros  una  idea  del  orden  que  allí  supo  inocular 


234 


Artigas,  quiero  que  conozcáis  el  bando  que  pregonó,  al 
aplicar  la  pena  de  muerte  á  dos  delincuentes  debidamente 
juzgados,  en  el  comienzo  de  aquella  emigración. 

Dice  así: 

"Si  aún  queda  alguno  mezclado  entre  vosotros  que  no 
abrigue  sentimientos  de  honor,  patriotismo  y  humanidad, 
que  huya  lejos  del  ejército  que  deshonra,  y  en  el  que  será, 
de  hoy  más,  escrupulosamente  perseguido.  Que  tiemblen, 
pues,  los  malvados,  y  que  estén  todos  persuadidos  de  que 
la  inflexible  vara  de  la  justicia,  puesta  en  mi  mano,  cas- 
tigará los  excesos  en  la  persona  en  que  se  encuentren. 
Nadie  será  exceptuado,  y  en  cualquiera,  sin  distinción 
alguna,  se  repetirá  la  triste  escena  que  se  va  á  presentar 
al  pueblo,  para  temible  escarmiento  y  vergüenza  de  los 
malvados,  satisfacción  de  la  justicia,  y  seguridad  de  los 
buenos  militares  y  beneméritos  ciudadanos." 


Los  orientales  dejaron  una  huella  bien  profunda  de  su 
paso  en  aquel  pedazo  de  tierra  argentina.  En  ésta  veían 
reproducida  la  propia;  una  nota  característica  entre  va- 
rias, y  al  parecer  insignificante,  les  denunciaba,  sin  em- 
bargo, que  no  estaban  en  su  tierra. 

Quiero  detenerme  á  haceros  notar,  especialmente,  esta 
nota  pintoresca  que  se  presenta  á  mi  imaginación,  y  que 
parece  cosa  de  risa.  No  lo  es  del  todo;  ella  os  recordará 
cosas  serias  de  que  hablamos  al  principio.  Los  orientales 
peregrinantes,  los  niños  sobre  todo,  miraban  con  curio- 
sidad, en  aquella  tierra,  un  habitante  que  les  era  desco- 
nocido :  la  vizcacha.  Es  éste  un  animal,  un  extraño  roedor, 
algo  mayor  que  un  conejo,  que  vive  en  la  banda  occiden- 
tal del  Uruguay.  Y  aquí  está  lo  interesante  del  caso :  ni 
uno  solo  cruza  el  río. 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   235 

En  la  tierra  occidental,  en  la  andina,  esa  vizcacha  os 
una  plaga ;  sus  excavaciones  invaden  el  suelo  por  todas 
partes,  y  todo  lo  destruyen ;  en  la  oriental  es  extranjera ; 
no  se  ha  conocido  una  sola  que  haya  sentido  el  instinto 
de  ir  á  taladrar  con  sus  diabólicos  dientes  la  tierra  que 
se  extiende  del  Uruguay  al  Atlántico.  Salen  las  vizcachas 
de  su  cueva  al  caer  la  tarde ;  se  posan  en  los  bordes  de  su 
excavación,  esperando  la  luna;  se  ríen  con  ésta  cuando 
aparece,  mostrándole  sus  incisivos  blancos;  caminan  len- 
tamente, silenciosas,  á  pequeños  saltos;  parecen  visiones 
grises  y  negras,  brujas  sardónicas.  La  lechuza  llamada 
vizcachera  las  suele  acompañar,  y  grazna  ó  chilla,  como 
un  demonio  de  ojos  amarillos,  en  la  puerta  de  las  cuevas, 
posada  en  el  montón  de  tierra  de  la  excavación.  Esa  fi- 
gura de  animal  extranjero,  la  vizcacha,  parecía  estar  allí 
para  recordar  á  los  orientales,  á  los  niños  especialmente, 
que  aquella  tierra,  si  bien  amiga  hospitalaria,  no  era  su 
tierra;  que  eran  allí  viajeros,  peregrinantes,  desterrados; 
les  hacía  advertir  que  el  olor  de  los  pastos  no  era  allí 
exactamente  el  mismo  que  el  del  otro  lado,  ni  la  lengua 
en  que  se  hablaban  los  árboles,  uno  con  otro,  ni  las  can- 
ciones que  cantaban  los  pájaros  al  sol. 

Y  los  punteos  de  las  guitarras  pensaban  en  la  otra  pa- 
tria, y  sonaban,  entre  las  notas  de  la  gran  naturaleza,  fie- 
ramente nostálgicos,  y  anunciando  el  regreso  libertador. 

Yo  siento  en  eso  un  gran  motivo  sinfónico,  un  original 
Nocturno  del  Ayuí,  que  el  arte  recogerá.  Me  guardaría 
bien  de  decir  estas  cosas  nimias,  si  no  hablara  con  artistas ; 
pero  vosotros  sois  bien  capaces  de  comprender  que  ese 
motivo  sinfónico  no  es  menos  interesante,  ni  menos  serio, 
que  el  sociológico  que  voy  á  exponeros.  Dejemos,  pues,  las 
niñerías,  y  hablemos  de  lo  que  todo  el  mundo  entiende, 
porque  es  más  grosero. 


236 


El  Gobierno  de  Buenos  Aires  envió  su  agente,  como  el 
del  Paraguay,  á  ver  el  campamento  de  Artigas.  El  comi- 
sionado, que  lo  fué  don  Nicolás  de  Vedia,  cuenta,  lleno 
de  asombro,  lo  que  allí  vio,  y  describe  el  mismo  cuadro 
que  el  enviado  paraguayo.  "Allí  está  toda  la  Banda 
Oriental",  dice  en  su  informe.  Y,  notando  los  efectos 
de  éste,  nos  dice:  "La  viveza  con  qué  pinté  al  gobierno 
las  buenas  disposiciones  que  yo  había  notado  en  Artigas, 
y  en  la  multitud  que  lo  circundaba,  fué  oída  con  som- 
bría atención.  Después  supe  que  el  Gobierno  no  gustaba 
que  se  hablara  en  favor  del  caudillo  oriental." 

¿Por  qué  no  querrá  Buenos  Aires  que  se  hable  bien  de 
ese  esforzado  capitán  que  venció  en  Las  Piedras,  y  fué 
condecorado  con  una  espada  de  honor  por  la  Junta  de 
Gobierno  ? 

Es  preciso  que  penetréis  bien  la  razón,  que  me  parece 
muy  clara,  de  ese  ceño  sombrío  de  Buenos  Aires,  ante 
las  buenas  disposiciones  de  Artigas,  y  del  disgusto  en  oír 
hablar  bien  de  su  persona.  Con  penetrar  bien  en  eso,  ha- 
bréis comprendido  todo,  mis  amigos,  todo  lo  que  otros  no 
han  querido  comprender. 

Artigas,  desde  su  sede  del  Ayuí,  se  pone  en  comunica- 
ción con  el  gobierno  del  Paraguay;  recibe  subsidios  de 
éste :  tabaco,  yerba  mate,  telas,  que  cambia  por  elementos 
bélicos.  El  Paraguay  lo  trata  como  á  jefe  de  un  estado 
amigo. 

También  recibe  auxilios  de  Buenos  Aires,  y  se  apresura 
á  retribuirlos  con  expresivas  manifestaciones  de  amistad, 
de  cortesía,  de  gratitud.  No  sólo  eso:  hace  todo  cuanto  es 


LAS  PIEDRAS  Y  EL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL   237 

humanamente  posible  por  estrechar  su  alianza  sincera  con 
la  vieja  capital.  Cuando  ésta  envía  á  su  campamento  á 
Ventura  Vázquez  con  algunos  auxilios.  Artigas  le  da  el 
mando  de  su  mejor  regimiento  de  blandengues;  cuando 
las  convulsiones  de  la  ciudad  erigen  nuevos  directores  ó 
primaces,  él,  ajeno  á  la  política  interna  del  otro  estado, 
se  apresura  á  reconocer  el  hecho.  Promete  acudir  al  se- 
gundo sitio  de  Montevideo,  bajo  las  órdenes  de  quien  Bue- 
nos Aires  designe ;  está  dispuesto  á  secundar  todo  esfuerzo 
de  su  aliado;  procede  con  discreción  admirable;  quiere 
hacerse  amable  á  aquellos  hombres,  hacerse  perdonar  el 
delito  de  tener  un  pensamiento. 

Todo  es  inútil;  el  ceño  sombrío  no  se  desarruga  para 
con  él.  Es  que  Artigas  lo  da  todo . . .  menos  lo  que  no 
puede  dar:  la  personalidad  de  su  pueblo. 

Y  eso  es,  precisamente,  y  no  otra  cosa,  lo  que  quieren 
los  hombres  que  predominan  en  Buenos  Aires:  lo  demás 
les  importa  poco.  Ellos  creen,  ó  quieren  creer,  que  eso 
que  lleva  Artigas,  ese  pueblo  oriental,  es  nada  ó  menos 
que  nada:  una  cantidad  negativa,  el  obstáculo,  y  no  la 
base,  de  la  obra  emprendida.  Gauchos,  indios,  pobres .... 
Nó,  eso  sólo  puede  servir  para  morir,  y  ser  comido  de 
los  cuervos  después  de  Maratón. 

Comprenderéis  que  eso  era  un  error,  mis  amigos,  un 
deplorable  error.  Nadie  en  el  orbe  terráqueo,  nadie,  yo 
os  lo  aseguro,  hubiera  hecho  mayores  esfuerzos  que  los 
que  hizo  Artigas  por  evitarlo.  Él  quería  conciliar,  bus- 
car la  resultante  de  todas  las  fuerzas  vivas ;  creía,  como 
Bolívar,  en  la  vitalidad  del  pueblo,  en  su  fuerza,  en  su 
capacidad  orgánica  para  crear  sus  propios  medios.  Todo 
fué  inútil:  aquellos  hombres  no  creían  en  nada  de  eso; 
sin  monarquía  no  había  patria  posible;  ellos  no  podían 
reconocer  un  rey  en  el  pueblo  menesteroso  del  Ayuí.  Fal- 


238 


taba  en  Artigas  lo  que  dice  Carlyle:  alabarderos,  banda 
de  trompas  y  chirimías,  sangre  real. 

Pero  los  pueblos  argentinos,  sin  excluir  el  mismo  de 
Buenos  Aires;  los  de  las  provincias  de  Entre  Ríos  y  Co- 
rrientes; los  de  Santa  Fé  y  Córdoba,  del  otro  lado  del 
Paraná;  y  los  del  centro  de  la  gran  planicie;  y  los  que 
vivían  en  la  falda  de  los  Andes,  todos  miraban  aquello 
del  Ayui,  y  sentían  como  una  misteriosa  revelación :  creye- 
ron en  sí  mismos  por  obra  de  Artigas. 

El  fenómeno  sociológico  del  nacer  de  la  autoridad  por 
acto  indeliberado,  libre  pero  necesario  al  mismo  tiempo. 

del  pueblo,  se  realizó  allí.  Artigas  era  la  autoridad 

porque  era;  lo  obedecerán,  porque  lo  obedecerán.  Los 
pueblos  occidentales,  al  ver  de  cerca  á  ese  hombre  inspi- 
rado, creyeron  oir  voces  dentro  de  sí  mismos.  El  légamo 
sagrado,  que  dice  Esquilo,  sintió  el  soplo  de  vida,  y  pal- 
pitó en  la  primitiva  oscuridad,  en  que  pasan  los  misterios 
de  la  generación. 


CONFERENCIA  X 


FRENTE    A    MONTEVIDEO 


La  federación  y  el  unitarismo.  —  Origen  de  la  federación  interna 
en  la  Argentina.  —  La  federación  de  Artigas.  —  San  Martín  y 
Alvear.  —  La  Logia  Lautaro.  —  Ruptura  del  armisticio.  —  Las 
campañas  sobre  los  Andes.  —  Belgrano.  —  Tucumán  y  Salta.  — 
Artigas  en  el  Ayuí.  —  El  triunvirato  y  Artigas.  —  El  delito  de 
Artigas.  —  La  guerra  de  Buenos  Aires  contra  él  y  su  pueblo. 
—  Sarratea.  —  Rondean. —  Batalla  del  Cerríto.  —  Artigas  y  Ron- 
deau  en  la  cumbre  del  Cerrito.  —  El  segundo  sitio  de  Mon- 
tevideo. 


Hermanos  artistas: 

Si  es  intensa  la  mirada  de  los  pueblos  occidentales  sobre 
Artigas  y  su  nación,  peregrinantes  en  el  Ayuí,  no  lo  es 
menos,  bien  que  de  diferente  naturaleza,  la  que  tienen  en 
él  clavada,  los  iniciadores  de  la  revolución  residentes  en 
Buenos  Aires. 

Ese  enorme  factor,  el  conductor  de  enjambres  populares, 
no  entraba  en  los  planes  de  esos  hombres;  los  perturba, 
los  desbarata.  No  hay  que  hacer  con  él;  es  una  pieza  de- 
masiado grande,  como  hemos  dicho. 


240  ARTIGAS 


En  Buenos  Aires,  donde  se  espera  todo  de  las  combina- 
ciones políticas  secretas  y  no  del  esfuerzo  popular,  se  cree 
que  el  medio  racional  de  llevar  adelante  la  tentativa  ini- 
ciada en  Mayo  no  puede  ser  otro  que  la  completa  pasi- 
vidad de  las  masas,  inclusos  sus  inmediatos  conductores, 
y  su  juiciosa  sumisión  á  las  decisiones  de  quienes  predo- 
minen, por  la  revuelta  interna,  en  la  comuna  de  Buenos 
Aires.  Debía  inocularse  en  el  pueblo  la  fiebre  revolucio- 
naria, el  furor  de  los  combates,  que  dice  Esquilo;  desper- 
tarse en  él  la  fiera  heroica;  pero  ésta  tenía  que  ser  una 
fiera  virtuosa,  continente,  amable,  dispuesta  á  dar  su  san- 
gre y  obedecer.  Eso  era  lo  justo,  lo  racional,  y  lo  sólo 
eficaz:  domesticar  la  tempestad,  y  atar  los  vientos  en  el 
establo. 

Aquellos  hombres  partían,  por  otra,  parte,  del  supuesto 
de  que  todo  el  antiguo  virreinato  del  Plata  era.  y  debía  ser 
para  siempre,  una  sola  nación,  y  un  solo  compacto  estado, 
dependiente  de  Buenos  Aires,  desde  el  Alto  Perú  y  el 
Paraguay,  hasta  la  Banda  Oriental.  Todo  lo  que  no  fuera 
ese  concepto  empírico  era  desorden,  anarquía  y  hasta  trai- 
ción, crimen  digno  de  muerte. 

No  es  del  caso  apreciar  ahora  si  eso  hubiera  sido  ó  nó  lo 
más  conveniente,  ni  lo  que  de  eso  hubiera  salido.  Lo  vere- 
mos después.  Pero  sí  es  el  momento  de  adquirir  la  per- 
suasión de  que  la  realidad  no  era  esa.  No  había  tal  na- 
ción, ni  mucho  menos  tal  estado,  en  estos  países. 

Creo  que  hemos  visto  con  bastante  claridad,  hasta  en  las 
entrañas  de  la  tierra,  cómo  la  Banda  Oriental  era  una 
nación  tan  distinta  de  la  occidental  trasplatense  como  lo 
era  ésta  de  la  trasandina,  Chile  ó  Bolivia,  ó  como  aquélla 
lo  era  de  la  tropical  portuguesa. 

No  insistamos  más  en  esto;  vosotros  estáis  ya  conven- 
cidos de  que  lo  que  es  entre  la  región  oriental  y  la  occi- 


FRENTE   Á   MONTEVIDEO  241 

dental  del  Plata  no  había  tal  unidad  sociológica,  y  mucho 
menos  política,  dependiente  de  Buenos  Aires. 


¿Pero  existía  en  la  otra  banda,  entendiéndose  por  tal 
Ja  inmensa  región  situada  entre  los  Andes  y  el  Plata? 
;  Kx istia  la  unidad  social  y  política  en  lo  que  es  hoy  re- 
pública federal  argentina?  Eso  es  lo  que  nos  conviene 
precisar  ahora. 

Convengamos  en  que  allí  no  concurrían  las  causas  pro- 
fundas que  obraban  la  separac;ón  de  los  dos  pueblos  ribe- 
reños del  estuario.  Dice  Ramos  Mejía:  "La  nacionalidad 
argentina  resulta  así  un  hecho  que  tiene  el  fatalismo  y  la 
estabilidad  de  la  causa  física,  de  donde  en  parte  procede. 
Sin  abusar  de  la  metáfora,  puede  decirse  que  es  un  orga- 
nismo con  esqueleto  de  montañas,  y  en  cuyas  venas  circula 
sangre  caliente  de  volcanes."  Creo  que  tiene  razón  el 
escritor  argentino:  sangre  de  volcanes  andinos.  Es  la 
misma  causa  física  que  yo  os  he  indicado  como  base  de  la 
nacionalidad  oriental.  Sí:  allí  existía  una  enorme  unidad 
geográfica,  cuando  menos,  con  su  puerto  necesario  en  Bue- 
nos Aires ;  éste,  si  bien  menos  importante  que  el  de  Monte- 
video, lo  era  en  sumo  grado  para  aquella  enorme  región 
mediterránea.  Por  eso  sus  habitantes  fueron  y  aun  son 
llamados  porteños,  los  del  puerto,  los  de  la  sola  puerta  de 
salida. 

Pero  si  allí  existía  una  unidad  geográfica  y,  si  queréis, 
geológica,  con  sangre  de  volcanes,  nada  estaba  más  lejos 
de  la  realidad  que  la  unidad  sociológica,  y  mucho  menos 
política,  con  su  núcleo  natural  de  cohesión  en  Buenos  Ai- 
res, que  querían  ver  aquellos  hombres  del  puerto  ó 
porteños. 

Dado,  pues,  aunque  no  concedido,  que  éstos,  los  por- 

16.  Artigas.— i. 


242  ARTIGAS 


teños,  hubieran  sido  realmente  los  incólumes  depositarios 
de  la  idea  madre  democrático-republicana ;  supuesto,  si- 
quiera por  un  momento,  que  allí  residieran  efectivamente 
la  gran  visión  del  porvenir,  el  héroe  colectivo,  la  unidad  de 
pensamiento  y  de  acción,  el  espíritu  de  orden  y  de  respeto 
á  la  autoridad,  la  virtud  y  la  ciencia  y  la  civilización  ejem- 
plares, el  hecho  es  que  los  distintos  pueblos  argentinos  sólo 
concebían  la  acción  común,  conciliada  con  la  propia  auto- 
nomía ;  sin  ésta  no  entendían  la  independencia  ni  podían 
amarla. 

¿Acontecía  eso  porque  los  tales  pueblos  eran  bárbaros? 

No  ha  faltado  quien  lo  haya  afirmado ;  la  federación  en 
el  Plata  no  tuvo  otra  madre  según  ellos:  la  barbarie,  la 
ignorancia.  Mucho  decir  es  eso,  me  parece. 

Ha  habido  historiadores  argentinos,  y  no  de  los  menos 
afamados,  por  cierto,  que  han  dicho  gravemente,  y  para 
deprimir  al  hombre  oriental,  que  ese  concepto  de  fede- 
ración en  el  Río  de  la  Plata  fué  sólo  una  invención  de  Ar- 
tigas. Vosotros  pensaréis  lo  que  os  parezca  sobre  el  respeto 
que  merecen  esos  graves  autores.  Yo  los  considero,  en  este 
caso,  unas  pobrísimas  personas. 

Convengamos,  ante  todo,  que  si  tal  concepto  hubiera 
sido  realmente  una  invención  de  aquel  conductor  de  pue- 
blos, él  sería,  por  ese  solo  hecho,  un  hombre  extraordina- 
rio, lo  que  se  llama  un  genio  ó  cosa  parecida. 

Pero  bien  sabemos  que  eso  no  se  inventa.  Artigas  no 
inventó  semejante  concepto,  si  ya  no  es  que  tomemos  el 
término  invención  en  el  sentido  de  descubrimiento  ó  en- 
cuentro de  la  realidad  oculta  ó  confusa.  En  ese  sentido. 
Cristóbal  Colón  es  el  inventor  de  las  indias  orientales. 

Pero  bien  comprendéis  que  no  es  esa  la  acepción  del 
título  de  inventor  atribuido  á  Artigas,  sino  el  de  propa- 
lador  de  embustes,  y  perturbador  ó  enemigo  del  orden  na- 


FRENTE   Á   MONTEVIDEO  243 

tural  de  las  cosas.  Pues  bien :  en  ese  sentido,  los  verdaderos 
inventores  6  perturbadores  de  la  natural  armonía  no  fueron 
otros,  yo  os  lo  aseguro,  sino  los  que  quisieron  imponer  como 
realidad  lo  que  sólo  era  ente  de  razón,  como  dicen  los  esco- 
lásticos, hijo  inconsistente  ó  de  la  ilusión  ó  de  la  soberbia 
ensimismada :  la  unidad  social  y  política  de  aquella  tierra. 

El  inmenso  territorio,  mayor  que  la  mitad  de  Europa, 
que  se  extiende  entre  las  altiplanicies  del  Perú  y  el  Cabo 
de  Hornos  por  un  lado,  y  entre  los  Andes  y  el  Plata  por 
otro,  no  constituyó,  ni  pudo  constituir  semejante  unidad. 
Es  conveniente  que  sepáis,  mis  amigos,  el  verdadero  ori- 
gen de  la  federación  argentina,  y  que  os  iniciéis  siquiera 
en  el  génesis  de  su  formación  social  y  política. 

Hemos  visto  que  ese  magnífico  territorio,  que  hoy  forma 
el  suntuoso  y  bien  ganado  patrimonio  de  nuestra  nobilísima 
hermana  ultraplatense,  fué  inventado,  y  colonizado,  tanto 
por  los  descubridores  del  Río  de  la  Plata  que  subían  hacia 
el  Perú,  cuanto  por  los  que,  viniendo  del  Pacífico,  y  tra- 
montando los  Andes,  bajaban  por  sus  contrafuertes  orien- 
tales al  encuentro  de  aquellos,  en  busca  de  una  salida  por 
el  Mar  del  Norte,  como  se  llamaba  entonces  al  Atlántico. 
Esos  animosos  descubridores  españoles  repartían  las  tie- 
rras que  iban  descubriendo,  fundaban  ciudades,  la  Asun- 
ción, Santa  Fe,  en  el  litoral;  Córdoba  del  Tucumán  en 
el  Centro;  Mendoza  en  la  falda  de  los  Andes,  etc.,  etc.: 
levantaban  fuertes,  creaban  los  cabildos,  nombraban  jefes 
y  alcaldes,  los  unos  con  independencia  de  los  otros.  Esas 
gobernaciones  que  allí  existieron.  Paraguay,  Tucumán, 
Cuyo  y  Buenos  Aires,  estaban  separadas,  no  sólo  por  el 
desierto  y  la  enorme  distancia,  casi  infranqueable  enton- 
ces, sino  por  intereses  locales,  por  inclinaciones  y  necesi- 
dades diversas.  Se  gobernaban  por  sí  mismas;  aun  dentro 
de  cada  gobernación,  los  Cabildos  ó  Municipos,  sin  per- 


244 


juicio  de  reconocer  al  virrey,  como  representante  del 
dueño  y  señor  de  todo  aquello,  obraban  con  autonomía, 
se  dirigían  directamente  al  rey  cuando  lo  estimaban  opor- 
tuno, se  prestaban  mutuo  auxilio  en  las  guerras  contra 
los  salvajes,  se  cambiaban  recursos;  pero  defendían  celo- 
samente sus  franquicias,  sus  privilegios,  su  persona  co- 
lectiva. La  defensa  del  territorio  estaba  á  cargo  de  jefes 
militares  nombrados  por  el  Cabildo;  éste  compraba  las 
armas  y  municiones  á  otras  provincias  cuando  no  exis- 
tían en  la  propia. 

Todos  custodiaban  su  propia  jurisdicción,  hasta  el 
punto  de  prohibir  la  extracción,  sin  permiso  de  la  auto- 
ridad local,  de  criminales  refugiados;  creaban  impues- 
tos, señalaban  el  valor  de  las  monedas.  Las  mismas  dis- 
posiciones reales  eran  resistidas,  cuando  menoscababan 
las  facultades  de  la  ciudad;  ésta  formaba  una  especie 
de  código  propio  de  las  reales  cédulas  que  le  acordaban 
privilegios  ó  franquicias. 

Había  allí  mucho  del  régimen  foral  de  las  provincias 
españolas,  y,  si  queréis,  mucho  de  las  ciudades-repúblicas 
antiguas  ó  medioevales. 

Esas  ciudades  mediterráneas  argentinas  no  tenían,  fuera 
está  de  duda,  la  importancia  del  puerto;  más  alejadas  del 
mundo  europeo,  no  contaban  con  los  recursos  de  que  aquel 
disponía  para  su  progreso  material ;  pero  eso  mismo  hizo 
que,  concentradas  en  su  región,  cobrasen  un  carácter  in- 
teresantísimo, que  aun  hoy  es  el  verdadero  fermento  de 
la  nacionalidad.  Hasta  la  misma  lengua  común  española, 
que  era  el  vínculo  más  enérgico  que  las  unía,  tomaba 
caracteres  varios,  por  la  cadencia  ó  acento  musical  con 
que  era  pronunciada  en  una  ú  otra  provincia,  y  que  aun 
hoy,  dentro  de  la  unidad  nacional,  distingue  á  los  dife- 
rentes estados  de  la  federación  argentina.  No  tenían 


FRENTE    Á   MONTEVIDEO  245 

esas  ciudades  la  relativa  opulencia,  sólo  muy  relativa 
por  cierto,  y  muy  circunscrita  al  recinto  urbano,  de  la 
ciudad  de  Buenos  Aires;  pero  no  por  eso  carecían  de  tin 
respetable  patrie  iado  local,  ni  de  tradiciones  seculares,  ni 
de  servicios  y  glorias  propias  como  agentes  de  civiliza- 
ción. La  familia  santafecina,  la  cordobesa,  la  tucumana, 
la  salteña,  y  todas  las  demás,  eran  tipo  de  virtudes, 
santuario  de  tradiciones,  fermento  verdadero  de  patria. 
La  grandeza  de  Buenos  Aires,  sus  patricios,  sus  togados, 
lejos  de  inspirarles  el  sentimiento  de  sumisión,  les  desper- 
taba el  de  nativa  altivez  del  hidalgo  pobre,  pero  de  limpia 
estirpe,  doblemente  altivo  ante  el  desdén  ó  el  injusto  agra- 
vio del  hermano  mayor  ó  legitimario.  Aun  en  el  día  de 
hoy,  las  provincias  argentinas,  sin  menoscabar  su  senti- 
miento nacional,  escriben  su  propia  historia,  recuerdan 
su  origen  y  sus  glorias  locales,  sin  excluir  las  colonia- 
les, se  enorgullecen  de  sus  héroes,  se  precian  de  su  anti- 
gua cultura  social,  de  sus  grandes  virtudes  domésticas, 
de  sus  costumbres  patriarcales  llenas  de  poético  colorido. 

Y  tienen  razón. 

He  ahí,  mis  amigos,  el  verdadero  origen  de  la  fede- 
ración argentina. 

Lejos  de  mí  el  afirmar,  que,  dados  tales  antecedentes,  la 
organización  política  federal  es  su  consecuencia  necesaria 
ó  fatal;  bien  pueden  concebirse,  y  en  el  hecho  existen,  es- 
tados unitarios  en  tales  circunstancias.  Pero  nadie  podrá 
afirmar,  reclamando  respeto,  que  el  federalismo  en  tal  caso 
es  una  invención  ó  embuste,  y  mucho  menos  que  lo  razo- 
nable y  bueno  es  imponer,  per  fas  aut  nefas,  la  unidad 
política.  Para  imponer  el  Corán  por  la  cimitarra  son  ne- 
cesarios un  Mahoma  y  un  pueblo  nómade,  aislado  del  uni- 
verso, adorador  de  las  estrellas  y  agrupado  en  aduares. 

Y  ni  en  Buenos  Aires  apareció  el  profeta,  ni  las  ciudades 


246 


mediterráneas  eran  aduares,  ni  el  pueblo  argentino,  pese 
á  todas  sus  imperfecciones,  era  en  absoluto,  al  rayar  la 
independencia,  la  masa  idólatra  de  los  desiertos  árabes. 

Si  recordáis  que  Mitre,  intérprete  fiel  del  sentir  y  pensar 
del  patriciado  de  Buenos  Aires,  no  considera  que  Monte- 
video fuese  un  núcleo  urbano  capaz  de  dar  cohesión  á  la 
población  de  la  Banda  Oriental,  fácil  os  será  daros  cuenta 
del  concepto  en  que  serían  tenidas  las  ciudades  mediterrá- 
neas argentinas.  Y  más  fácil  aún  el  comprender  cómo  y 
por  qué  ese  hombre  Artigas,  que  cae  en  la  banda  occiden- 
tal con  su  pueblo  á  cuestas,  y  acampa  en  el  Ayuí,  es  ob- 
jeto de  grande  atención  primero,  y  de  acatamiento  des- 
pués, por  parte  de  esos  núcleos  autónomos  argentinos. 
Éstos  acabarán  por  aclamarlo  su  gran  caudillo  con  el 
título  de  Protector  de  los  Pueblos  Libres,  y  por  someterse 
espontáneamente  á  su  autoridad;  espontáneamente,  y,  si 
queréis  un  término  más  propio,  digamos  instintivamente, 
indeliberadam.ente,  en  modo  irresistible. 

Nó;  eso,  que  es  el  verdadero  germen  de  la  federación 
argentina,  de  la  patria  argentina,  no  fué  invención  de 
nadie ;  no  era  Artigas  quien  dictaba  aquella  ley  de  bio- 
logía social.  El  héroe  oriental  no  hizo  sino  leerla  en  la 
esencia  de  las  cosas,  y  obedecerla,  y  promulgarla,  y  de- 
fenderla, y  hacerla  prevalecer  como  base  de  indepen- 
dencia absoluta  en  la  Banda  Oriental  atlántica,  y  de 
independencia  republicana,  y  organización  federal  in- 
terna, en  la  occidental  andina. 

Se  ha  dicho  también  que  Artigas,  al  dar  á  los  pueblos 
occidentales  la  protección  que  le  pedían,  buscó  la  hege- 
monía de  la  Banda  Oriental  ó  de  Montevideo  en  el  Plata. 
Eso  de  hegemonía  me  tiene  muy  sin  cuidado.  Yo  desdeño 
las  palabras  deshabitadas,  y  os  confieso  que  aún  estoy  por 
saber,  á  ciencia  cierta,  el  sentido  de  ese  vocablo  genérico: 


FRENTE   Á   MONTEVIDEO  247 

hegemonía.  Os  he  expuesto  fielmente  el  fenómeno;  podéis 
llamarle  equis  ó  jota,  6  como  mejor  os  parezca.  Lo  que  hay- 
de  cierto  es  que  Artigas  fué  el  depositario,  el  héroe  del 
pensamiento  angular,  que  es  hoy  la  base  de  la  federación 
argentina ;  y  lo  fué,  porque  todas  esas  leyes  de  biología 
social  que  os  he  sugerido  hallaron  habitación,  y  forma  per- 
sonal, y  fuerza  eficiente,  en  ese  nieto  del  fundador  de 
Montevideo,  la  ciudad  democrática;  él  fué  caudillo  en- 
tre los  pensadores,,  y  pensador  entre  los  caudillos;  fué 
el  hombre  autóctono,  sincero,  el  hombre  tipo  de  la  raza 
caucásica,  arraigada,  como  un  árbol  vivo,  en  suelo  ame- 
ricano. 

Yo  os  prometo  haceros  ver  eso,  mis  amigos,  como  estáis 
viendo  ahora  estas  mis  manos,  y  yo  veo  las  vuestras.  Veréis 
entonces  cómo  lejos  de  ser  Buenos  Aires  quien,  como  se  ha 
dicho  candorosamente,  dio  independencia  á  la  Banda 
Oriental,  fué  ésta  la  que,  sin  dar  ni  quitar  nada  á  nadie, 
porque  no  se  da  la  libertad  á  quien  no  la  tiene,  consti- 
tuyó el  núcleo  verdadero  de  la  común  independencia, 
al  serlo  de  la  resistencia  contra  el  escepticismo  de  los 
hombres,  y  al  custodiar  la  fe  en  sí  mismos  de  los  robustos 
pueblos  argentinos. 

Esta  es  la  gran  verdad  que  debéis  encender  en  los  ojos 
de  vuestra  estatua. 


II 


Para  fijar  el  tono  de  esa  idea,  que  es  fundamental,,  yo 
quiero  haceros  ver  bien,  amigos  artistas,  dos  personajes 
que  acaban  de  desembarcar  en  Buenos  Aires,  en  el  mo- 
mento en  que  nos  encontramos;  mientras  Artigas  está  en 
el  Ayuí:  principios  de  1812.  Esos  dos  hombres,  que  vienen 


248  ARTIGAS 


de  Europa  y  serán  famosos,  son  el  teniente  coronel  don 
José  de  San  Martín,  y  el  capitán  don  Carlos  de  Alvear. 

El  primero,  que  tiene  34  años,  no  será  ciertamente  aquel 
hombre  Washington,  la  plenitud  del  hombre,  el  hermano 
de  Artigas,  que  hemos  visto  allá  en  el  Norte,  y  cuya  espada 
pensaba  como  un  espíritu  de  acero;  no  será  tampoco  esc 
frenético  Bolíva,r,  que  os  he  hecho  conocer;  pero  será  un 
gran  capitán,  un  excelso  capitán  hispano-americano. 

El  segundo,  es  un  joven  oficial  de  22  años,  gallarda  y 
exótica  persona. 

San  Martín  era  hijo  de  un  coronel  español,  gobernador 
militar  de  las  Misiones,  y  de  una  noble  porteña,  según 
la  sugestiva  frase  de  López.  Nació  allí  en  1778 ;  pero  á 
los  ocho  años  de  edad,  se  fué  con  sus  padres  á  España, 
para  no  volver  hasta  el  momento  actual,  en  que,  sin  más 
vínculo  con  el  país  americano  que  su  residencia,  pisa  de 
nuevo  la  tierra  en  que  accidentalmente  nació.  Se  educó 
en  el  Colegio  de  Nobles  de  Madrid;  allí  formó  su  espí- 
ritu; recogió  las  impresiones  perdurables  que  siguen  al 
hombre  en  la  vida,  y  forman  su  carácter  y  sus  anhelos. 
A  los  25  años,  pasó  á  Cádiz,  como  ayudante  del  gobernador 
de  esa  plaza.  Éste  fué  encargado  de  una  operación  militar 
sobre  Portugal,  y  el  joven  oficial  San  Martín  lo  acompañó 
en  esa  empresa,  donde  reveló  sus  dotes  relevantes.  En  Se- 
villa se  incorporó  al  ejército  del  general  Castaños;  fué 
infante  ligero  en  el  Regimiento  ele  Murcia,  y  en  el  de 
Campo  Mayor ;  comandante  de  caballería  en  el  de  Drago- 
nes de  Numancia ;  estuvo  á  bordo  de  la  real  fragata  Doro- 
tea, donde  se  halló  en  el  sangriento  encuentro  de  ésta 
con  el  navio  inglés  León.  Fueron  sus  generales  los  mas 
grandes  de  España:  Castaños,  el  Marqués  de  Compigny. 
el  Marqués  de  la  Romana;  asistió  á  la  batalla  de  Bailón, 
donde  su  conducta  le  conquistó  una  mención  honrosa ; 


FRENTE   Á   MONTEVIDEO  249 

en  el  campo  de  batalla  de  Albuera  alcanzó,  por  su  bi- 
zarría, el  grado  de  comandante  efectivo.  Era  reservado 
y  taciturno;  su  carne  era  fría:  el  alma  no  se  transpa- 
rentaba en  ella,  acaso  porque  el  cuerpo  era  opaco,  acaso 
porque  el  alma  no  era  luminosa;  era  un  militar  de  raza, 
un  técnico  inspirado ;  pero  no  era  una  grande  inteligencia. 
No  era  elocuente.  Fué  toda  su  vida,  —  como  no  podía 
menos,  —  monárquico ;  creyó  siempre,  como  brillante  saté- 
lite, en  el  resplandor  del  rey.  nuestro  señor. 

Libertador  del  Pacífico,  ofrece  lealmente  al  virrey  la 
solución  del  conflicto  sobre  la  base  de  un  príncipe  de  la 
sangre,  que  se  pediría  á  España,  para;  ocupar  el  trono  del 
Perú ;  él  mismo  se  ofrece  á  ir  á  Europa  en  su  busca.  Ese 
hubiera  sido  el  desenlace  del  esfuerzo  americano,  si  los 
jefes  del  ejército  español  no  hubieran  rechazado  la  pro- 
puesta. Él  se  retiró  de  Lima,  manifestando  que  estaba 
cansado  de  oir  decir  que  quería  coronarse.  Nó:  nada  más 
lejos  de  su  espíritu ;  él  era  un  hombre  leal,  un  hombre  hon- 
rado; creía  sinceramente,  con  devoción,  en  el  mito  de  la 
realeza  de  la  sangre,  y  él  no  la  sentía  en  sus  arterias;  se 
consideraba  un  hombre,  no  un  rey. 

Sarmiento  vio  bien  á  San  Martín,  en  el  parangón  que 
hace  de  éste  con  Bolívar  y  con  Artigas,  y  que  os  hice  co- 
nocer anteriormente.  No  era  un  caudillo  americano. 


Alvear  era  otra  cosa  muy  distinta ;  éste  joven  se  sentía 
todo:  astro,  cielo  azul,  armonía.  Hubiera  aceptado  la  co- 
rona de  rey,  y  también  la  de  emperador,  como  la  cosa  más 
natural  del  mundo.  Había  nacido  en  1789.  también  en  las 
Misiones,  en  la  Eeducción  del  Santo  Ángel  Custodio;  pero 
no  era  un  misionero.  Su  padre,  don  Diego  de  Alvear  y 
Ponce  de  León,  de  nobilísima  alcurnia,  con  rico  mayo- 


250  ARTIGAS 


razgo  en  Andalucía,  contiguo  al  de  la  marquesa  de  Mon- 
tijo,  madre  de  la  Emperatriz  de  los  Franceses.  Coronel 
de  Ingenieros  de  su  Majestad,  vino  al  Plata  de  Comisa- 
rio Real  y  Astrónomo,  en  la  demarcación  de  límites  entre 
España  y  Portugal,  hecha  según  el  tratado  de  1777.  Des- 
empeñó su  comisión,  y  volvió  inmediatamente  á  Europa, 
donde  su  hijo  Carlos  se  educó  desde  su  infancia  en  la  corte, 
en  contacto  con  los  grandes.  Era  todavía  un  niño,  tenía  17 
años,  y  ya  su  alta  posición  y  su  bizarría  lo  hacían  brillar 
en  las  batallas,  y  ganar  el  grado  de  alférez  de  Carabineros 
Reales,  cuerpo  de  gran  distinción,  después  de  tomar  parte 
en  los  combates  de  Talavera,  de  Sevenes  y  de  Ciudad  Real. 
Cuando  vuelve  á  la  tierra  americana,  en  que  nació  por 
accidente,  á  los  22  años,  parece  un  joven  dios,  un  bello 
Marte  adolescente;  los  dorados  de  su  uniforme  centellean, 
y  lo  envuelven  en  luz;  tiene  los  ojos  amables  y  la  tez  fina; 
es  verboso,  y  sus  palabras  tienen  el  desdén  trascendente  del 
Olimpo;  ama  á  la  gloria  con  amor  voluptuoso;  anhela  la 
inmediata  posesión  de  su  belleza  helénica;  quiere  arras- 
trarla á  sus  brazos,  besarla  en  los  ojos  y  en  la  boca,  antes 
de  merecer  la  caricia  de  su  alma,  Tiene  la  convicción  de 
que,  como  el  rey  su  carácter  sagrado,  lleva  él  en  su  sangre 
su  propio  triunfo  en  América :  es  un  conquistador. 

Excusado  decir  que  sólo  la  idea  monárquica  podía  ser 
digna  de  tan  alta  persona.  Y  así  lo  fué:  buscó  la  real  y 
áurea  corona  como  la  mariposa  á  la  luz.  Cuando  predominó 
en  Buenos  Aires,  rogó  á  Inglaterra  que  viniera  por  la  co- 
rona del  Plata.  Él  hubiera  sido,  á  no  dudarlo,  un  Lord 
ejemplar.  Jamás  cabeza  alguna  hubiera  llevado  la  peluca 
inglesa  con  más  elegancia;  hubiera  sido  un  marqués,  y 
hasta   un   príncipe   como   muy   pocos.    ¡Oh   Apolo,   real 


arquero 


En  Buenos  Aires  había  ambiente  propicio  para  ese  hom- 


FRENTE    Á   MONTEVIDEO  251 


bre.  Ya  os  he  descrito  el  carácter  de  ese  remedo  de  corte  en 
América.  Si  no  todo  lo  que  acababa  de  dejar  al  lado  de 
los  infantes  reales  en  Madrid,  algo  podía  hallar  ese  joven 
efebo  en  Buenos  Aires,  que  satisficiera  sus  monárquicas 
nostalgias;  algo  de  lo  que,  en  concepto  de  tales  hombres, 
constituye  la  sola  base  de  una  nación:  los  chirimbolos 
de  que  habla  Carlyle. 

Pero  fuera  de  la  capital,  ¿qué  había  de  ver  ese  joven 
principe  en  estos  países  ?  ¿  Qué  había  de  ver  sobre  todo  en 
ese  pobre  Artigas,  hijo  legítimo  de  la  tierra  americana, 
simple  hombre  honrado,  que  jamás  había  visto  un  príncipe 
en  carne  mortal,  y  que  cruzaba  las  colinas  de  su  patria  con 
su  pueblo  indigente  en  hombros,  todo  manchado  de  san- 
gre? ¿Había  de  reconocer  un  rey  en  ese  pueblo,  ni  en 
pueblo  alguno? 

Comparad,  artistas  amigos,  esas  figuras,  y  no  tendré  que 
esforzarme  mucho  en  demostraros  las  causas  de  la  lucha 
que  vais  á  presenciar  entre  ellas. 

Ya  os  creo  felizmente  habilitados,  después  de  nuestras 
largas  conversaciones,  para  contestarme  sin  vacilar  la  seria 
pregunta :  ¿  en  cuál  de  esas  entidades  antagónicas  veis  vos- 
otros el  verdadero  espíritu  de  la  independencia  americana 
iniciada  el  25  de  Mayo  de  1810?  ¿En  cuál  de  ellas  hay  luz 
de  astro  nuevo,  si  es  que  el  sol  de  Mayo  lo  és? 

Es  preciso,  oh  artistas  amigos,  que,  al  oir  la  pregunta, 
sintáis  moverse  en  vuestras  entrañas  la  respuesta,  como  un 
ser  vivo  tocado  por  un  aguijón ;  si  la  sentís  alzarse  como 
un  canto,  como  un  grito  musical  en  el  silencio  de  vuestro 
espíritu,  el  dios  interior  que  debe  hablaros  ha  despertado 
en  él ;  escuchadlo :  tenéis  á  vuestro  Artigas.  Herid  la  pie- 
dra, fundid  el  bronce;  la  forma  heroica  descenderá  de  la 
región  de  las  madres,  y  será  genio  en  el  fuego  y  beso  de 
amor  en  el  cincel. 


252 


III 


Voy  á  daros  un  elemento  más  de  juicio,  para  vigorizaros 
en  la  respuesta :  es  preciso  que  lo  tengáis. 

Becordaréis,  quizá,  la  frase  de  Bolívar:  "A  la  sombra 
del  secreto  no  trabaja  sino  el  crimen." 

Los  militares  recién  venidos  á  Buenos  Aires,  adoptan, 
para  comenzar  su  acción,  el  procedimiento  tenebroso :  fun- 
dan una  especie  de  logia  política  secreta,  cuyos  miembros 
son  reclutados  principalmente  en  el  partido  que  domina  la 
acción  popular :  se  llama  la  Logia  Lautaro.  En  sus  miste- 
rios se  resolverán  los  destinos  de  los  hombres  americanos; 
los  pueblos  estarán  sometidos  á  magistrados  más  lejanos 
que  los  de  España,  á  los  que  nunca  han  visto.  Es  claro  que 
el  pobre  Artigas  no  tendrá  entrada  en  ese  Consejo  miste- 
rioso. Ni  Artigas,  ni  los  pueblos. 

La  logia  será  monárquica;  tiene  iniciación,  neófitos  so- 
metidos á  un  ritual,  grados  de  revelación  política,  en  que  el 
secreto  va  rasgando  paulatinamente  sus  velos,  hasta  descu- 
briré en  su  plena  desnudez  al  llegarse  á  la  logia  matriz. 
Si  un  hermano  asciende  al  gobierno  de  un  estado,  no  podrá 
tíomar  resoluciones  graves  sin  consulta  de  la  logia ;  no  podrá 
nombrar  diplomáticos,  ni  generales,  ni  gobernadores  de 
provincias,  ni  jueces,  ni  funcionarios  eclesiásticos,  ni  jefes 
de  cuerpos  militares.  Un  hermano  que  llega  á  general  de 
ejército  ó  gobernador  de  provincia  tiene  la  facultad  de 
crear  logias  dependientes,  compuestas  de  menor  número 
de  miembros.  El  auxilio  mutuo  es  de  regla;  la  revelación 
del  secreto  de  la  existencia  de  la  logia,  por  palabras  ó  por 
señales,  tiene  "pena  de  muerte  por  los  medios  que  se 
hallen  convenientes. ' ' 

Aquellos  Cabildos,  me  refiero  sólo  á  los  Cabildos  Abier- 


FKENTE    Á    MONTEVIDEO  253 

tos,  bullentes  plebiscitos  que  fueron  el  germen  de  la  revo- 
tación de  Mayo  y  de  la  de  toda  América,  se  han  transfor- 
mado en  conciliábulos  secretos;  los  hombres  más  conspi- 
cuos de  la  patria  occidental  argentina  se  afiliarán  á  la 
logia;  los  de  la  oriental  le  serán  extraños.  Los  clubs  y  las 
tertulias  políticas  de  Buenos  Aires,  donde  se  formaba  la 
opinión  por  la  discusión  pública,  se  refundirán  en  la  logia; 
la  juventud  bonaerense,  sobre  todo,  caerá  en  sus  fauces. 

El  primer  presidente  de  ese  sanhedrín  es  el  joven  Al- 
vear;  San  Martín  va  detrás,  es  vicepresidente;  el  alférez 
Zapiola,  venido  de  Europa  con  los  dos,  es  el  secretario. 

Es  el  viejo  espíritu,  el  del  viejo  soberano,  que  viene  á 
ahogar  al  nuevo  recién  nacido. 

"San  Martín,  —  dice  Mitre,  —  creyó  haber  encontrado 
en  la  logia  el  punto  de  apoyo  que  necesitaba  la  política. 
Alvear,  con  su  talento  de  intrigas  y  sus  ambiciones  impa- 
cientes, se  lisonjeó  de  tener  en  su  mano  el  instrumento 
poderoso  que  necesitaba  para  elevarse  con  rapidez." 

¡Pobre  Artigas,  el  americano! 


IV 


Y  volvamos  ahora  á  la  historia.  El  armisticio  de  Octubre 
Jll,  que  levantó  el  sitio  de  Montevideo,  y  provocó  el 
éxodo  del  pueblo  oriental,  se  rompió  muy  pronto.  El  sitio 
Be  reanudó  en  1812. 

¿Por  qué  se  rompió  el  armisticio?. . .  Es  pueril  buscar 
musas  en  detalle:  se  rompió  porque,  como  antes  os  lo  he 
dicho,  ninguno  de  los  signatarios  obró  allí  sinceramente; 
había  nacido  roto.  Para  juzgar  la  historia,  es  necesario  con- 
siderar las  grandes  masas  de  sucesos,  y  éstos  se  presentan 
muy  claros  en  este  caso.  España  y  Portugal  eran  aliados 


254  ARTIGAS 


naturales,  como  lo  comprendéis;  defendían  su  monarquía 
y  sus  colonias. 

España  tenía  que  reconquistar  su  acervo  andino,  y,  para 
recuperar  el  virreinato  del  Plata,  debía  seguir  y  siguió  el 
camino  trazado  por  sus  descubridores  para  conquistarlo: 
salir  del  Perú,  bajar  del  Norte,  por  los  contrafuertes  de  los 
Andes,  á  las  llanuras  argentinas,  cruzar  éstas,  y  llegar  á 
Buenos  Aires,  para  reponer  su  virrey. 

Salir  de  Buenos  Aires,  trepar  los  Andes,  y  llegar  á  Lima, 
era  el  camino  contrario  que  tenía  que  hacer  la  patria 
americana. 

En  la  época  del  descubrimiento,  los  conquistadores  par- 
tían de  los  Andes  y  del  Plata,  los  unos  al  encuentro  de  los 
otros,  para  abrirse  mutuamente  el  camino.  En  la  indepen- 
dencia, también  españoles  y  americanos  marchaban  los 
unos  al  encuentro  de  los  otros,  pero  para  cerrarse  mutua- 
mente el  paso. 

En  esos  choques  está  el  núcleo  de  las  insuperables  glo- 
rias argentinas.  La  gran  patria  occidental  se  abrirá  camino 
hasta  la  sede  del  virreinato  del  Perú;  trazará  esa  senda 
con  un  reguero  de  sangre  de  héroes.  Ya  habéis  visto  á  sus 
ejércitos,  después  de  la  revolución  de  Mayo,  luchar  y  ven- 
cer en  Suipacha,  allá  en  el  borde  del  alto  Perú ;  los  habéis 
visto  después  caer  víctima,  de  una  traición  en  Huaquí,  y 
dejar  de  nuevo  abierto  el  camino  hacia  el  Plata  al  invasor. 
Pero  éste  encontrará  cerrada  la  senda  en  Tucumán,  (Se- 
tiembre de  1812)  y  después  en  Salta,  (Febrero  de  1813) 
donde  Belgrano,  uno  de  los  más  amables  corazones  de  Amé- 
rica, dará  á  su  Patria;  plenitudes  de  gloria,  y  abrirá  otra 
vez  el  paso  á  sus  armas  hacia  el  último  baluarte  andino. 

Es  muy  grande  ese  flujo  y  reflujo  de  la  llanura  argen- 
tina, que  va  á  escalar  la  cordillera,  y  choca  en  ella,  y  retro- 
cede, y  vuelve  á  chocar,  haciendo  espuma  de  sangre.  Vilca- 


FRENTE   Á   MONTEVIDEO  255 

pugio  (Octubre  de  1813)  y  Ayohuma  (Noviembre  de  1813) 
allá  en  el  alto  Perú,  y  Sipe-sipe  después  (1815),  serán 
rocas  en  que  se  deshará  dos  ó  tres  veces  más  la  onda  do 
libertad,  dejando  penetrar  de  nuevo,  hasta  Jujuy  y  hasta 
Salta,  el  torrente  español  que  baja  de  la  montaña.  Los 
caudillos  argentinos,  cuyo  arquetipo  es  el  formidable  .Mar- 
tín Güemes,  formarán  entonces  un  baluarte  de  arena. 

Y  lucirá  la  estrella  de  San  Martín,  austral  estrella. 
Él  desviará  la  marea  ascendente  de  su  cauce  oblicuo  ha- 
cia la  meseta  central  del  Perú,  y  la  encauzará  en  línea 
perpendicular  al  eje  de  los  Andes,  que  partirá  con  su 
espada.  La  espada  de  San  Martín  y  la  cordillera,  formarán 
la  cruz  del  sur  sobre  la  tierra  americana. 

Y  por  esa  abra  de  mueva  creación,  pasará  el  torrente  á 
Chile;  y  caerá  en  Chacabuco;  é  inundará  á  Santiago  de 
libertad. 

Y  allí  se  arrojará  en  el  mar.  Y,  como  los  grandes  ríos 
que  adelantan  en  el  océano  sin  confundirse  con  él,  el  alu- 
vión argentino,  en  el  que  irán  muchos  soldados  orientales, 
de  que  Pagóla  el  animoso  será  el  tipo,  fundido  con  el  chi- 
leno, irá  en  el  mar,  y  asaltará  triunfante  el  último  peñón 
del  dominio  español  en  el  Perú. 


.  Todo  esto  no  era  posible,  sin  embargo,  dejando  detrás 
al  Montevideo  español,  aliado  á  Portugal,  y  dueño  del 
mar  y  de  los  ríos.  Montevideo  era  el  punto  de  mira  de 
los  enemigos  que  venían  del  Norte  andino:  su  conserva- 
ción era  su  estímulo;  su  caída  debía  ser  y  fué  su  que- 
branto. La  toma  de  Montevideo,  que  vais  á  ver  muy 
pronto,  repercutirá  en  el  Norte,  y  el  enemigo  retroce- 


256  ARTIGAS 


derá;  resonará  en  el  Perú,  y  determinará  la  insurrec- 
ción de  Cuzco,  (Agosto  de  1814)  que,  si  bien  fugaz  y 
degraciada,  es  el  primer  acto  de  la  independencia  peruana. 

Pero  Buenos  Aires  miraba  á  Montevideo  como  un  de- 
talle, como  un  medio  para  realizar  su  fin ;  sacrificará  esa 
ciudad,  y  su  región  oriental,  como  se  sacrifica  un  batallón 
en  el  plan  general  de  una  batalla,  en  caso  de  ser  ello  con- 
veniente ó  necesario  á  sus  propósitos. 

Artigas  era  lo  contrario:  Montevideo  y  su  región  eran 
su  patria,  toda  su  patria:  éste  era  el  fin  supremo  de  su 
esfuerzo.  Y  hubiera  dejado  de  ser  un  héroe  benéfico,  para 
convertirse  en  un  traidor,  si,  como  base  de  toda  acción 
oonjunta,  no  hubiera  asegurado,  ante  todo  y  sobre  todo, 
la  vida  y  la  libertad  del  pueblo  que  en  él  depositaba  su  fe. 

He  ahí  el  problema. 

Ese  indigente  pueblo  oriental,  tendido  en  el  Ayuí,  es  el 
punto  de  apoyo,  el  contrafuerte  indispensable,  en  la  bóveda 
enorme  que  levantan  los  obreros  de  la  independencia  ame- 
ricana. Era,  pues,  necesario  debelar  á  Montevideo;  era 
menester  reanudar  el  sitio.  Y,  para  ello,  era  indispensable 
recurrir  á  Artigas,  reconocer  á  Artigas ...  ó  deshacerse 
de  él. 

Fué  ese  un  momento  de  sombría  indecisión  para  el 
triunvirato  de  Buenos  Aires.  Allí,  en  la  costa  occidental, 
estaba  ese  Jefe  de  los  Orientales,  el  vencedor  de  "  Las 
Piedras  ",  á  quien  se  había  decretado  una  espada  de  ho- 
nor; que  había  sido  nombrado  gobernador  de  Misiones, 
y  auxiliado  con  algunos  elementos,  para  conducir  á  su 
pueblo;  allí  estaba  el  general  Artigas,  como  lo  llamaba 
el  mismo  triunvirato,  al  defenderlo  contra  españoles  y  por- 
tugueses del  cargo  que  éstos  le  hacían,  presentándolo 
como  causa  de  la  violación  de  un  armisticio  que  todos 
querían  violar.   El  triunvirato  se  encontraba  ante   una 


FRENTE   Á   MONTEVIDEO  257 

alternativa  de  hierro:  ó  reconocía  á  Artigas  y  á  su 
pueblo  como  entidad  aliada  pero  soberana,  ó  destruía  á 
arabos  como  enemigos;  ó  enviaba  al  Uruguay  elementos 
auxiliares  del  pueblo  oriental,  reconocido  siquiera  como  lo 
había  sido  el  paraguayo,  y  como  los  enviará  al  pueblo 
chileno  ó  peruano,  ó  lanzaba  sobre  él  soldados  conquis- 
tadores. 

El  triunvirato  vaciló,  sin  embargo.  Comenzó  por  remitir 
algunos  auxilios  al  Jefe  de  los  Orientales.  Éste  los  aceptó 
con  el  alma  abierta;  dio,  como  hemos  visto,  al  comisionado 
que  los  condujo  de  Buenos  Aires,  don  Ventura  Vázquez, 
el  mando  de  su  mejor  escuadrón  de  Blandengues,  y  pro- 
metió marchar  al  sitio  de  Montevideo,  en  unión  con  el 
ejército  auxiliar,  y  sometido  al  general  que  se  designase. 

Envió  en  seguida  el  triunvirato  un  comisionado,  don 
Nicolás  de  Vedia,  al  campamento  del  Ayuí,  para  explorar 
la  disposición  del  Jefe  de  los  Orientales,  é  informar  exac- 
tamente sobre  sus  elementos  de  guerra,  y  sobre  qué  era 
aquello  que  estaba  en  el  Ayuí. 

Ya  hemos  visto  que,  según  lo  dice  Vedia,  la  viveza  con 
que  éste  pintó  la  buena  disposición  de  Artigas,  y  de  la 
multitud  que  lo  circundaba,  fué  oída  con  sombría  atención 
por  el  Gobierno.  Éste  no  gustaba  que  se  hablara  en  favor 
de  aquel  hombre  ni  de  aquella  multitud. 

Una  circunstancia  más  preocupaba  al  triunvirato.  El 
gobierno  independiente  del  Paraguay,  en  que  comenzaba  el 
predominio  del  doctor  Francia,  había  estado  en  comunica- 
ción con  Artigas  en  el  Ayuí;  le  había  enviado  al  capitán 
Laguardia,  para  que  combinase  con  él  un  plan  de  opera- 
ciones, que  asegurase  la  frontera  del  Uruguay  y  del  Para- 
ná contra  los  portugueses;  le  había  remit'do  algunos  auxi- 
lios para  su  pueblo,  tabaco,  yerba,  etc.  Artigas  había  co- 
rrespondido, remitiendo  algunos  elementos  bélicos,  y,  sobre 

17.  Artigas'.— x. 


258 


todo,  reiterando  sus  grandes  y  cordiales  protestas  de  afecto 
al  pueblo  paraguayo. 

El  pensamiento  de  Artigas,  que  éste  no  trataba  de  ocul- 
tar, se  revelaba,  pues,  con  toda  claridad.  El  capitán  La- 
guardia  comunicaba  así  á  su  Gobierno  los  detalles  de  su 
recepción : 

"Fué  tain  general  la  complacencia  del  ejército  con  la 
unión  del  Paraguay,  y  el  General  tan  obsequioso  y  adicto 
á  la  provincia,  que  me  tributó  los  mayores  honores,  que 
por  ningún  título  yo  merecía.  A  distancia  de  diez  leguas 
del  campamento,  mandó  tres  capitanes  y  á  su  secretario  á 
recibirme  y  acompañarme;  á  las  dos  leguas,  el  mayor 
general  y  tres  tenientes  coroneles ;  y  luego  el  General,  con 
toda  la  oficialidad  y  la  música,  á  distancia  de  dos  cuadras, 
á  pie,  recibiéndome  con  un  abrazo  al  encontrarnos." 

Sarratea,  que  era  presidente  del  triunvirato  que  man- 
daba en  Buenos  Aires,  se  había  dirigido  á  Francia  con  ese 
motivo,  diciéndole:  "La  generosidad  con  que  V.  S.  ha 
auxiliado  á  nuestro  ejército  del  Norte,  que  tan  acertada- 
mente dirige  el  general  don  José  Artigas,  ocupa  nuestra 

gratitud ;  pero "  en  ese  pero  estaba  el  espíritu  oculto. 

El  triunvirato  prescribía  á  Francia  que  se  comunicase 
directamente  con  el  gobierno  central,  no  con  el  general 
Artigas,  á  fin  de  alejar  las  ocasiones  de  dar  pábulo  á  la 
intriga  y  la  mordacidad.  Francia  contestó  diciendo  que, 
en  adelante,  se  excusarían  tales  comisiones,  para  alejar 
toda  sospecha.  Pero  un  nuevo  emisario  paraguayo,  don 
Martín  Bazán,  fué  enviado  á  Artigas,  y  el  emisario  fué  se- 
cuestrado y  registrado  en  Buenos  Aires,  cuyo  gobierno 
reclamó  del  del  Paraguay.  Francia  contestó  diciendo  que 
el  Paraguay  ejercía  un  derecho  al  enviar  sus  misiones  á 
Artigas  "pues  una  provincia  libre  é  independiente  puede 
hacer  alianza  y  concluir  tratados,  sin  estar  obligada  á  dar 


FRENTE   Á   MONTEVIDEO  259 

cuenta  á  nadie  de  sus  operaciones  y  pactos  con  las  otras 
aliadas.  Que  ningún  pueblo  tiene  el  derecho  de  mezclarse 
en  el  gobierno  de  otro,  porque  sería  hacer  injuria  á  su 
independencia  el  ingerirse  á  ser  juez  de  su  administra- 
ción." 

No  es  difícil  imaginar  el  efecto  producido  en  la  oligar- 
quía de  Buenos  Aires  por  esa  doctrina,  que  será,  sin 
embargo,  el  fundamento  de  las  naciones  que  hoy  existen, 
y  todos  glorifican  en  el  Río  de  la  Plata. 

Fué  un  triste  momento,  amigos  artistas,  aquel  en  que  el 
triunvirato,  en  la  alternativa  de  reconocer  ó  destruir  á 
Artigas,  que  lealmente  deseaba  la  unión,  concillada  con  la 
vida  de  su  patria,  optó  por  lo  segundo;  fué  un  triste 
momento.  Se  condensó  el  error  sociológico  incubado  de 
tiempo  atrás  en  las  metrópolis  coloniales:  la  falta  de  fe 
en  el  pueblo,  y  la  convicción  de  que  los  gobiernos  de  esas 
metrópolis  eran  los  herederos  de  los  virreyes;  virreyes 
sin  rey.  El  triunvirato  no  creía  posible  la  formación  de 
una  nación  sin  rey.  Artigas  lo  creía  posible;  era  precisa- 
mente su  visión.  Y  ese  fué  el  delito  que  le  trajo  el  odio  y 
la  injusta  guerra  de  Buenos  Aires. 


La  resolución  de  destruir  á  Artigas  y  al  pueblo  oriental, 
considerados  como  un  obstáculo,  fué,  pues,  inevitable;  sus 
raíces  eran  muy  hondas.  El  triunvirato  nombró  con  ese 
objeto  á  su  propio  presidente,  al  señor  don  Manuel  Sarra- 
tea,  como  general  del  ejército  que  debía  reanudar  el  sitio 
de  Montevideo.  Sarratea  era  una  malísima  persona.  Los 
historiadores  de  su  país  lo  tratan  con  gran  desprecio.  Ni 
era  general,  ni  era  nada ;  sólo  era  el  enemigo  de  Artigas,  y 
él  depositario  de  la  política  predominante  en  la  capital. 

Artigas,  grande  como  siempre  en  ese  momento,  reconoció. 


260  ARTIGAS 


sin  embargo,  á  Sarratea,  como  había  reconocido  á  Belgrano 
y  á  Kondeau.  Y  esperó  sus  órdenes,  dispuesto  á  cumplirlas. 
Él  sólo  quería  la  libertad  de  su  patria,  y  estaba  pronto  á 
darlo  todo  por  ella;  todo,  menos  la  patria  misma.  Bien 
sabía  el  libertador  oriental  que  Sarratea  no  era  su  amigo ; 
pero  jamás  imaginó  que  en  sus  propósitos  estaba,  no  sólo 
el  de  desbaratar  su  ejército,  sino  el  de  deshacerse  de  él 
por  cualquier  medio,  sin  excluir  el  de  atentar  contra  su 
vida. 

Lo  que  menos  preocupaba  á  Sarratea,  era  la  reanudación 
del  sitio  de  Montevideo.  Acampado  en  el  arroyo  de  la  Chi- 
na, en  la  costa  occidental,  pasaba  sus  días  y  sus  noches  en 
grandes  fiestas  y  diversiones,  que  contrastaban  con  las 
miserias  del  Ayuí. 

¡  Grandes  fiestas !  Se  divertía  como  el  rey.  La  política 
interna  de  Buenos  Aires,  donde  Alvear  y  San  Martín  echa- 
ban por  tierra  al  triunvirato  en  una  asonada,  era  su  prin- 
cipal preocupación.  Pensó  primeramente  en  abandonar  la 
empresa  del  sitio  de  Montevideo,  y  acudir  á  Buenos  Aires, 
para  evitar  el  motín  que  se  preparaba ;  pero  producido  éste, 
fué  al  sitio. 

No  lo  hizo,  sin  embargo,  sin  tentar  antes  la  destrucción 
de  Artigas,  enemigo  peor  que  Alvear  y  que  San  Martín,  y 
aun  que  Vigodet. 

Por  medio  de  intrigas,  de  dádivas  y  seducciones,  le  anar- 
quizó el  ejérc'to  que  había  formado  con  tantos  esfuerzos 
y  sacrificios,  el  ejército  oriental;  provocó  la  defección  de 
varios  de  sus  jefes  ¡  le  arrebató  lo  mejor  de  sus  tropas,  el 
cuerpo  de  Blandengues,  que  Artigas  había  confiado  á  Ven- 
tura Vázquez,  y  que  fué  declarado  nacional,  la  división 
de  Viera,  de  ochocientos  hombres,  y  varias  otras.  El  resul- 
tado fué  feliz,  pero  no  completo.  Artigas  reclamó  en  vano. 
Pero  quedaba  aún  con  un  núcleo  poderoso  de  fieles :  Otor- 


FRENTE   A    MONTEVIDEO  261 

gués,  Rivera,  Lavalleja.  Manuel  Francisco  Artigas,  Ojeda, 
Basualdo,  permanecían  á  su  lado. 

Pensó  entonces  Sarratea  en  cumplir  hasta  el  extremo  las 
instrucciones  que  traía :  apoderarse  de  Artigas,  y,  si  eso  no 
era  fácil,  matarlo.  Llegó  hasta  insinuar  á  Otorgues  la  idea 
de  ser  el  ejecutor  de  las  justicias  que  venían  de  Buenos 
Aires. 

i  Pobre  pequeña  gente !  ¿  A  qué  matar  á  Artigas  ?  ¿  A  qué 
romper  el  vaso  que  contiene  el  nuevo  espíritu,  si  no  hacéis 
otra  cosa  que  sembrar  éste  en  el  viento,  que  es  inmortal  por 
lo  impalpable.  ¡  Matar  apariciones ! 

La  figura  serena  del  hombre  Artigas  se  engrandece 
más,  cuando  se  ven  las  sombras  rondar  agazapadas  en  su 
torno. 

Xo  pudieron  matar  á  Artigas;  no  se  atrevieron.  Tenían 
más  miedo  de  matarlo  que  él  de  morir.  Decid  á  Roma  que 
habéis  visto  á  Mario  sentado  sobre  las  ruinas  de  Cartago. 
No  se  atrevieron. 

El  general  Artigas  lo  supo  todo,  absolutamente  todo; 
nada  nuevo  para  él.  Devolvió  á  Sarratea,  con  oficio,  los 
despachos  de  coronel  que  había  recibido  de  Buenos  Aires. 
Se  reservó  sólo  el  otro  carácter,  el  de  origen  más  alto.  Pero 
no  por  eso  sacrificó  la  causa  de  su  patria  oriental;  su 
alianza  con  la  occidental  era  necesaria.  Se  limitó  á  separar 
á  Sarratea  del  mando  del  ejército  aliado,  en  la  forma  que 
veréis  más  adelante.  Fué  su  primer  acto  de  Presidente  de 
la  República  del  Uruguay.  ¿Qué  menos  podía  hacer  por 
ahora?  Después  hará  el  resto.  El  éxito  de  toda  empresa 
depende  de  saber  el  tiempo  que  es  necesario  para  realizarla. 


262 


VI 


Rondeau  había  sido  enviado  por  Sarratea.  como  van- 
guardia del  Ejército  Auxiliar,  á  poner  sitio  á  Montevideo. 
Llegó  á  la  plaza  el  20  de  Octubre  de  1812,  y  allí  encontró 
ya  á  Culta,  uno  de  los  caudillos  de  Artigas,  que,  con  un 
puñado  de  gauchos,  la  asediaba. 

Allí  se  dio  inmediatamente,  dos  meses  después,  la  segun- 
da gran  batalla  del  Río  de  la  Plata,  la  del  Cerrito,  hermana 
de  la  de  Las  Piedras. 

Es  preciso  que  hablemos  un  rato  de  esa  batalla  del 
Cerrito. 

Iba  á  decir,  amigos  artistas,  que  lo  que  allí  triunfó  fué 
la  ausencia  de  Artigas.  Pero  nó:  allí  triunfó  Rondeau; 
suya  es  la  gloria.  ¡El  bravo  Rondeau,  el  buen  Rondeau! 
Era  casi  un  grande  hombre;  en  el  Cerrito  fué  un  gran 
capitán,  un  bravo  soldado  de  la  patria. 

Los  españoles  sitiados,  notaron  la  ausencia  de  Art;gas 
entre  los  sitiadores.  Rondeau  estaba  solo,  y  lo  creían  es- 
caso de  elementos.  Lo  suponían  también,  y  no  sin  funda- 
mento, desprevenido,  en  la  noche  del  30  de  Diciembre 
de  1812.  Y  en  la  mañana  del  31,  abrieron  las  poternas  de 
la  fortaleza,  y  salieron  resueltamente,  con  las  banderas 
desplegadas,  y  formando  tres  legiones.  Eran  1600  soldados 
y  ocho  piezas  de  artillería.  ¡Los  valientes  tercios  espa- 
ñoles ! . . . . 

Aun  no  había  salido  el  sol.  Los  sitiadores  dormían;  al- 
gunos centinelas  tomaban  mate.  Los  animosos  sitiados  sor- 
prendieron y  arrollaron  las  avanzadas  orientales;  apresa- 
ron en  ellas  á  Baltavargas ;  deshicieron  el  batallón  número 
6,  núcleo  principal  de  la  vanguardia,  en  la  misma  falda  del 
Cerrito ;  barrieron  con  todo  cuanto  se  opuso  á  su  paso  de 


FRENTE    Á   MONTEVIDEO  263 


vencedores,  y  escalaron  la  cumbre  de  la  abrupta  colina,  en 
la  que  clavaron  el  pabellón  español  triunfante. 

Las  campanas  de  Montevideo,  cuyos  habitantes  presen- 
ciaban la  acción  desde  las  blancas  terrazas  ó  azoteas,  co- 
menzaron á  cantar  victoria;  las  salvas  de  la  ciudadela  y 
del  cerro  saludaron  al  pabellón  vencedor,  que  se  proyec- 
taba á  lo  lejos  sobre  el  cielo.  Pero  la  canción  de  hierro 
cesó  pronto;  los  colores  españoles  se  vieron  sustituidos 
por  los  de  la  patria  en  la  cumbre  del  Cerrito.  Ron- 
deau  que,. enardecido  y  hermoso  como  un  ágil  espíritu  del 
fuego,  había  conseguido  rehacer  los  batallones  dispersos, 
llevó  personalmente  una  carga  á  la  bayoneta;  escaló  la 
cumbre  con  su  bandera.  Volvió  á  ser  desalojado  por  el 
bravo  Vigodet,  y  volvieron  las  campanas  de  la  ciudad  á 
cantar  su  aleluya;  pero  de  nuevo  enmudecieron,  para  no 
volver  á  cantar. 

Los  veteranos  españoles  conservaron  su  posición  largo 
tiempo;  pero  los  fuegos  de  la  infantería  patriota,  y  las 
cargas  inverosímiles,  absurdas,  de  las  caballerías,  que  vola- 
ban como  bandadas  de  pájaros  irritados  en  torno  de  la 
colina,  los  obligaron  á  desalojar  ésta,  y  á  emprender,  á 
las  10  de  la  mañana,  una  desastrosa  retirada  hacia  la 
plaza,  cuyas  puertas  se  cerraron  tras  ellos  con  estrépito. 
Muchos  caídos  quedaron  en  el  campo,  muchos;  entre 
ellos  estaba  Muesas,  el  bizarro  brigadier  español.  ¡Gloria 
rirfis! 


El  26  de  Febrero,  dos  meses  después  de  la  batalla,  lle- 
gaba Artigas  con  sus  orientales  á  la  línea  sitiadora.  Arti- 
gas y  Rondeau  se  abrazaron  en  la  cumbre  del  Cerrito,  en- 
tre el  alborozo  de  la  multitud.  Eran  el  pueblo  oriental, 
de  regreso  en  la  patria,  después  de  su  bíblica  emigra- 


264 


ción,  y  el  occidental,  de  vuelta  á  su  puesto  de  honor  y 
sacrificio  en  pro  de  la  causa  americana. 

Montevideo,  con  los  codos  sobre  sus  ya  tambaleantes  mu- 
rallas, con  la  cabeza  entre  las  manos,  y  con  los  ojos  de  sus 
trescientos  cañones,  mudos  y  atónitos,  clavados  en  las  va- 
gas lejanías  azules,  miraba  aquellos  dos  hombres  que  se 
abrazaban  á  lo  lejos:  el  inexpugnable  Artigas;  el  buen 
Eondeau. 

Y  el  Montevideo  español,  sin  perder  el  brío  que  tiene 
en  la  sangre,  y  que  ha  de  manifestar  en  veinte  meses  de 
asedio  riguroso,  ve  desvanecerse  en  el  aire  su  esperanza, 
como  la  última  estrella,  muerta  por  sumersión  en  la  luz. 

¡Las  Piedras  y  el  Cerrito! 


CONFERENCIA  XI 


EL   PENSAMIENTO   DE   ARTIGA 


Artigas  regresa  á  la  patria  con  su  pueblo.  —  Separación  de  Sa- 
rratea.  —  Nueva  tentativa  de  seducción.  —  Artigas  emprende 
la  organización  del  Estado  oriental.  —  La  Asamblea  Constitu- 
yente de  Buenos  Aires.  —  Los  diputados  orientales.  —  Las  for- 
mas de  su  elección.  —  El  Congreso  del  Peñarol.  —  Discurso  de 
Artigas.  —  Declinación  del  sol  de  Mayo  en  América.' — Las 
memorables  instrucciones  de  1813.  —  La  visión  de  Artigas.. — 
Eechazo  de  los  diputados  orientales  en  el  Congreso.  —  Se 
ordena  levantar  el  segundo  sitio  de  Montevideo.  —  Segundo 
Congreso  en  la  Capilla  de  Maciel.  —  Artigas  se  retira  de  la 
línea  sitiadora.  —  Salva  la  democracia.  —  El  Quijote  siniestro 
—  La  sentencia  de  muerte  contra  el  héroe  y  su  pueblo.  — 
Segnj  d' immensa  invidia... 


Amigos  artistas: 

El  segundo  sitio  de  Montevideo  va  á  durar  veinte  me- 
ses: del  20  de  Octubre  de  1812,  al  25  de  Junio  de  1814, 
en  que  la  plaza  caerá  en  poder  de  los  sitiadores.  Artigas 
lo  sostendrá  hasta  el  21  de  Enero,  cinco  meses  antes  de 
la  capitulación. 

Ya  os  he  hecho  mirar  especialmente  á  vuestro  modelo, 
amigos  artistas,  en  sus  actitudes  marmóreas ;  he  procurado 


2GG 


haceros  aprovechar  los  momentos  en  que  adquiere  todo  su 
carácter,  su  expresión  intensa,  su  movimiento  estético. 

En  este  año  1813,  desde  el  momento  en  que  se  incorpora 
al  segundo  sitio,  hasta  el  en  que  se  retira  de  él  con  su 
pueblo,  cobra  Artigas  todas  sus  proporciones;  su  pensa- 
miento solar  brota  ya  conglomerado  de  la  sombra  caótica, 
y,  separando  las  tinieblas  de  la  luz,  empieza  á  regular  los 
días  y  las  noches  de  ía  patria  oriental  organizada. 

Artigas,  al  repasar  el  Uruguay  con  su  ejército,  viene 
con  dos  propósitos  bien  definidos:  primero,  desalojar  de 
Montevideo  al  usurpador  de  la  soberanía  oriental;  se- 
gundo, hacer  respetar  ésta,  y  darle  su  organización  demo- 
crática. 

No  se  trataba,  pues,  de  sustituir  un  dueño  por  otro.  Era 
necesario  que  el  pueblo  oriental  no  se  viera  obligado  otra 
vez  á  abandonar  su  tierra,  y  ya  hemos  visto  que,  para 
ello,  no  podía  contar  sino  condicionalmente  con  Buenos 
Aires.  Ese  pueblo  debía  tomar  lo  que  era  suyo,  y  arran- 
carlo de  manos  de  cualquier  detentador  injusto.  Y,  sobre 
todo,  valerse  por  sí  mismo,  no  quedar  en  absoluto  á  mer- 
ced de  otro. 

El  primer  acto  que  realizó  Artigas,  en  el  ejercicio  de 
su  autoridad  en  el  Uruguay,  fué,  y  no  podía  menos  de 
ser,  la  separación  de  Sarratea.  Ya  sabéis  que  Artigas  y 
Sarratea  son  incompatibles :  el  uno  ó  el  otro ;  el  pueblo 
oriental,  ó  la  otra  cosa. 

Sarratea  se  dirigió  á  Montevideo,  seguido  por  Artigas  de 
cerca;  llegó  el  primero  al  Cerrito,  y  el  segundo  acampó  á 
alguna  distancia.  El  ejército  oriental,  casi  aniquilado  en  el 
Ayuí,  había  renacido  más  vigoroso  que  nunca,  en  torno  de 
su  núcleo  de  rotación :  tenía  4.700  hombres.  El  buen  Sa- 
rratea  creyó  que  Artigas  iba  á  ponerlo  á  su  disposición,  en 
territorio  oriental,  como  lo  había  hecho  en  el  occidental. 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  267 


Cuando  menos,  ese  era  el  deber  de  Artigas,  desde  que  el 
buen  Sarratea  traía  sus  papeles  en  forma  de  Buenos  Ai- 
res. . . .  No,,  no  creáis,  amigos  artistas,  que  os  hablo  en 
broma:  ese  ha  sido  el  criterio  de  más  de  un  historiador 
para  juzgar  á  Artigas.  Sarratea  era  el  legítimo ;  los 
triunviratos  y  directorios  de  Buenos  Aires,  que  subían 
y  bajaban  y  se  devoraban  los  unos  á  los  otros,  eran  los 
legítimos;  la  Logia  Lautaro  era  la  legítima:  todos  esos 
señores  eran  los  legítimos  sucesores  de  Fernando  VII 
ó  de  Carlos  IV.  Artigas,  que  nada  quería  con  Carlos  ni 
con  Fernando,  era  el  ilegítimo,  el  usurpador,  el  mal- 
vado; debió  poner  su  cuello  y  el  de  su  pueblo  á  la  sa- 
grada cuchilla  de  la  legitimidad  y  de  sus  sagrados  re- 
presentantes: Sarratea,  Alvear,  la  logia  y  demás. 

Pero  Artigas  no  pensaba  así ;  él  no  creía  más  en  la  legiti- 
midad originaria  de  Buenos  Aires  que  en  la  sagrada  de 
Fernando  VII ;  él  no  creía  en  más  legitimidad  americana 
■  pie  la  emanada  del  pueblo.  Vosotros  diréis  quién  tenía 
razón ;  quién  encarnaba,  sobre  todo,  la  revolución  de  1810. 
Hizo  saber  á  Rondeau,  que  iba  á  incorporarse  á  las  fuerzas 
sitiadoras  de  su  ciudad  natal;  pero  previa  destitución  de 
Sarratea,  cuyo  auxilio  no  era  necesario.  Rondeau  compren- 
dió que  era  preciso  obedecer  á  Artigas,  porque  tenía  razón, 
y,  además,  quia  nominar  leo.  Porque  Artigas  había  comen- 
zado á  demostrar  que  podía  dar  sanción  á  sus  actos  de  jefe 
del  estado:  había  comenzado  por  hostilizar  á  Sarratea  en 
su  marcha,  y  por  demostrarle  la  conveniencia,  la  necesidad 
de  su  retiro.  Éste  lo  había  prometido :  era  un  sagaz  diplo- 
mático, j  Las  diplomacias  que  rodearon  á  Artigas !  Se  ini- 
ciaron negociaciones,  pero  fueron  falaces.  Al  llegar  al  Ce- 
rrito,  el  triunviro  bonaerense,  viendo  fracasadas  sus 
diplomacias,  anatematizó  á  Artigas,  hasta  dictar  un 
bando  que  lo  declaraba  traidor  y  fuera  de  la  ley.  Éste 


268 


apretó  algo  más:  arrebató  al  ejército  sitiador  sus  caba- 
lladas, é  impidió  la  llegada  á  él  de  nuevos  refuerzos; 
probó,  con  el  menor  perjuicio  posible,  que  tenía  ele- 
mentos para  sancionar  sus  órdenes. 

Todo  eso  no  era  una  declaración  de  guerra  á  Buenos  Al- 
res;  eran  simples  represalias,  actos  de  jurisdicción  y  de 
imperio,  realizados  por  quien  era  depositario  de  la  auto- 
ridad nacional. 


Vigodet,  el  gobernador  español  de  Montevideo,  impuesto 
de  las  disidencias  entre  Artigas  y  Buenos  Aires,  recurrió 
de  nuevo  á  la  tentación.  Envió  comisionados  al  primero, 
llamándole  su  fiel  amigo;  todo  se  le  proponía,  todo  se  le 
ofrecía :  amistad,  los  grados  militares  que  deseara,  el  carác- 
ter de  único  general  de  la  región  oriental,  con  facultades 
de  formar  cuerpos,  despachos  en  blanco  para  que  designara 
cuantos  oficiales  fueran  de  su  agrado,  recursos  de  todo  gé- 
nero :  dinero,  gente,  armas,  municiones,  vestuarios . . .  amis- 
tad sobre  todo,  unión  con  sus  hermanos  los  orientales  de 
Montevideo,  y  en  contra  de  Buenos  Aires.  ¡  Qué  no  hu- 
biera dado  España  por  recuperar  su  antiguo  capitán  de 
blandengues ! 

Artigas  despachó  agriamente  al  portador  de  la  nota. 
"¿Qué  me  importa  —  dijo  —  el  carácter  de  comandante 
general  de  la  campaña,  si  el  voto  unánime  de  sus  habitantes 
me  señala  más  altos  destinos?"  Escribió,  sin  embargo,  en 
el  margen  de  la  nota  en  que  contestaba  la  propuesta  de 
soborno:  "Sirva  para  la  vindicación  del  Jefe  de  los 
Orientales,  que  rechazó  esto  en  las  circunstancias  más 
apuradas." 

Y  volvió  á  pensar  en  la  organización  de  su  pueblo. 

Rondeau  obedeció  al  jefe  de  los  orientales :  encabezó  una 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  269 

conspiración  en  el  ejército;  hizo  saber  á  Sarratea  que, 
siendo  su  presencia  un  obstáculo  para  la  incorporación  de 
Artigas,  y  ésta  indispensable  para  el  éxito  de  la  campaña, 
haría  bien  en  abandonar  el  ejército,  y  designar  un  susti- 
tuto. Sarratea  comprendió  su  situación:  se  fué,  y  designó 
como  sustituto  á  Rondeau.  Artigas  acató  á  Rondeau  en 
ese  carácter. 

Voy  á  violar,  amigos  artistas,  mi  propósito  de  no  mo- 
lestaros más  de  lo  justo  con  documentos ;  quiero  haceros 
conocer  el  siguiente,  que  poseo  original,  y  que  es  nuevo 
en  la  historia.  Leámoslo,  porque  es  sugestivo.  Es  una 
nota  dirigida  Al  Comandante  General  don  José  Artigas, 
y  firmada,  como  lo  veis,  por  el  triunvirato  de  Buenos 
Aires:  Juan  José  Paso,  Nicolás  Rodríguez  Peña  y  An- 
tonio Alvarez  Jonte.  La  suscribe  Tomás  Guido  como 
secretario. 

Notad  que  es  del  momento  en  que  nos  hallamos :  17  de 
Febrero  de  1813.  Y  dice  así: 

"  Habiendo  resuelto  el  Superior  Gobierno,  de  acuerdo 
con  la  Soberana  Asamblea,  dar  una  nueva  dirección  á 
las  fuerzas  sitiadoras  de  la  Capital,  por  reclamarlo  así 
los  sagrados  intereses  del  país,  ha  comunicado  con  esta 
fecha  la  orden  consiguiente  al  General  don  Manuel  de 
Sarratea,  para  que,  con  la  brevedad  posible,  mueva  sus 
tropas  en  retirada,  y  retroceda  hasta  el  punto  que  se  le 
indica.  Más  como  sería  muy  sensible  que  los  enemigos 
dejasen  de  sentir  las  privaciones  y  miserias  á  que  los 
había  reducido  el  sitio,  es  de  absoluta  necesidad  el  que 
V.  S.,  sin  pérdida  de  momentos,  pase  á  ocupar  los  pun- 
tos que  hoy  cubren  las  fuerzas  de  la  Capital.  Y  para  que 
V.  S.  pueda  obrar  con  el  lleno  de  facultades  análogas  á 
ese  nuevo  empeño,  ha  tenido  á  bien  este  Gobierno  nom- 
brarlo Comandante  General  de  los  Orientales." 


270  ARTIGAS 


"Es  pues  llegado  el  tiempo  de  que  V.  S.,  rindiendo 
cuantos  sacrificios  reclama  la  causa  santa  de  la  libertad, 
haga  conocer  á  Montevideo  la  importancia  de  los  es- 
fuerzos de  las  tropas  de  V.  S.  y  la  inutilidad  de  su  re- 
sistencia. ..." 

"Con  motivo  de  haber  resuelto  la  Soberana  Asamblea 
la  misión  de  uno  de  sus  miembros,  plenamente  autori- 
zado, para  transar  las  dificultades  que  agitan  esa  Banda, 
se  espera  el  resultado  de  su  diputación. ...  y,  entretanto, 
se  lisonjea  el  Superior  Gobierno  de  que  V.  S.  proporcio- 
nará al  referido  Sarratea  los  auxilios  de  caballada  y 
boyada  que  hubiere  á  su  alcance,  para  que,  con  pronti- 
tud, se  emprenda  la  retirada,  contando  V.  S.,  y  las  tro- 
pas de  su  mando,  con  toda  la  protección  y  amparo  que 
le  dispensarán  este  Gobierno  y  los  habitantes  de  la 
Capital. ' ' 

"Dios  guarde  á  V.  S.  muchos  años." 

Creo  que  esa  nota  os  revelará  el  carácter  y  represen- 
tación de  Artigas.  Éste  accedió  á  todo:  dio  caballos,  y 
bueyes,  y  todo  cuanto  necesitó  Sarratea  para  retirarse. 
Y  él  ocupó  su  puesto  de  sacrificio  en  pro  de  la  causa 
de  la  libertad,  como  jefe  de  su  pueblo,  reconocido  al  fin 
por  Buenos  Aires,  como  lo  veis. 

Ya  hemos  visto  á  los  vencedores  de  Las  Piedras  y  del 
Cerrito  abrazarse  frente  á  los  muros  de  Montevideo,  entre 
las  aclamaciones  de  los  dos  ejércitos  aliados,  y  del  pueblo 
oriental. 


II 


Sarratea,  lleno  de  rencor  exacerbado  contra  el  héroe, 
se  fué  á  Buenos  Aires,  donde  se  incorporó,  como  miem- 
bro influyente,  á  una  comisión  allí  formada  con  el  ob- 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  271 

jeto  de  convocar  y  animar  la  Asamblea  General  Cons- 
tituyente, que  debía  llamar  á  todos  los  pueblos  del  Plata, 
para  darse  su  organización  política. 

Es  el  caso,  pues,  de  pensar  en  esa  Asamblea  General 
Constituyente.  Artigas  la  deseaba  con  sinceridad.  No  de- 
seaba otra  cosa :  un  sitio  elevado,  visible  de  todas  partes, 
en  qué  encender  la  lámpara  de  su  pensamiento:  inde- 
pendencia; reconocimiento  de  la  personalidad  y  de  las 
energías  de  los  pueblos  para  obtenerla.  Toda  la  verdal; 
todo  el  porvenir. 

Inútil  pensamiento.  En  Buenos  Aires  está  el  espíritu  de 
su  enemigo,  que  es  legión.  No  es  sólo  Sarratea  el  que  allí 
espera  á  Artigas  en  la  asamblea  constituyente:  allí  está, 
como  arbitro  supremo,  aquel  joven  teniente  Alvear,  venido 
de  Europa  el  año  anterior,  cuyo  carácter  y  significado  os 
he  hecho  conocer ;  es  el  presidente  de  la  Logia  Lautaro,  el 
derrocador  del  gobierno,  el  áureo  portador  de  las  grandezas 
señoriales  europeas,  el  que,  dos  años  más  tarde,  colocado  por 
la  Logia  en  el  puesto  de  Director  Supremo,  ofrecerá  las 
Provincias  Unidas  á  Inglaterra,  suplicándole  que  las  tome ; 
allí  está  don  Bernardo  de  Monteagudo,  tribuno  de  grandes 
palabras  sin  habitante,  organizador  de  la  Logia,  que  es 
ahora  un  demagogo,  y  será  mañana  un  monárquico  apa- 
sionado; allí  está  don  Vicente  López,  y  Vieites,  y  Bel- 
grano,  y  Rivadavia,  que,  dentro  de  un  año,  irán  á  Europa 
á  rogar  á  Carlos  IV  que  venga  á  América  por  su  pro- 
piedad; y  Posadas,  que  por  nada  quiere  república  sino 
monarquía,  pues  no  concibe  la  autoridad  ejercida  por 
hombre  con  quien  se  esté  familiarizado ;  allí  están  muchos 
de  los  que,  tres  años  más  tarde,  constituirán  el  Congreso 
de  Tucumán,  que  será  monárquico.  Todo  eso  está  allí. 

¿Pero  dónde  está  el  espíritu  del  25  de  Mayo  de  1810?. . . 

Como  bien  lo  comprendéis,  amigos  míos,  allí  no  puede 


272 


tener  representación  el  pueblo  oriental  de  Artigas.  Artigas, 
en  aquel  eentru,  está  condenado  de  antemano ;  su  sentencia 
está  escrita,  sentencia  implacable,  irrevocable.  Si  el  pueblo 
oriental  ha  de  tener  representación  en  esa  asamblea  consti- 
tuyente, será  necesario  buscar  otro  pueblo  oriental,  no  el  de 
Artigas,  es  decir,  la  no  realidad.  Ya  habéis  visto  que,  como 
decía  Vedia  en  su  informe,  el  pueblo  oriental  estaba  todo 
entero  en  el  Ayuí,  en  torno  de  su  profétieo  conductor. 

No  es,  pues,  necesario  preguntar  qué  destino  espera  á  los 
diputados  orientales,  cuando  se  presenten  en  Buenos  Ai- 
res, con  toda  sinceridad,  á  cooperar  á  la  organización  ge- 
neral: están  rechazados  de  antemano.  Lo  fueron.  ¿Sabéis 

por  qué  ? Por  defectos  en  la  forma  de  su  elección : 

porque  Artigas  había  influido  en  ella.  ¿Y  sabéis  lo  que 
son  formas,  amigos  artistas  ?  Meditad  un  poco  en  eso : 
formas.  Ya  sabéis  cómo  andaban  esas  pobres  formas  en 
Buenos  Aires,  donde,  según  decía  Posadas,  y  era  ver- 
dad, todo  se  hacía  por  medio  de  asonadas  tumultuosas. 

Nó:  el  defecto  de  los  diputados  orientales  no  estaba  en 
ellas:  estaba  en  los  fondos,  en  las  profundidades.  Allí  no 
había  sinceridad,  no  había  realidad ;  los  historiadores  que 
han  tomado  eso  á  lo  serio,  eso  de  formas,  pragmáticas,  etc., 
no  han  sido  tampoco  sinceros;  digámoslo  en  honor  de  su 
buen  sentido. 

Yo  no  sé,  mis  buenos  amigos,  si  Artigas,  en  esos  momen- 
tos históricos,  creyó  ó  nó  en  la  sinceridad  del  llamado  hecho 
por  Buenos  Aires  á  los  pueblos,  para  que  se  constituyeran 
libremente.  Era,  sin  embargo,  muy  capaz  de  creer  en  ella. 
El  era,  ante  todo,  una  fe,  y  pudo  creer  en  la  aparición  de 
un  hombre  de  fe  en  la  asamblea  que  se  proyectaba  en  Bue- 
nos Aires. 

Sea  de  ello  lo  que  fuere,  el  Comandante  General  de  los 
Orientales  comunicó  á  Rondeau  su  propósito  de  convocar 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  273 

un  congreso,  no  sólo  para  que  el  envío  de  diputados  pu- 
diera realizarse,  sino  para  que  ese  congreso  representara 
á  la  Provincia  Oriental,  y  designara  sus  autoridades, 
una  vez  que  la  desalojaran  totalmente  los  españoles, 
como  tenía  que  suceder  muy  pronto.  Sólo  esa  entidad 
podía,  por  otra  parte,  reconocer  la  asamblea  constitu- 
yente de  Buenos  Aires,  enviar  á  ella  los  representantes 
que  se  pedían,  y  someter  el  pueblo  oriental  á  sus  leyes. 
Hizo,  pues,  la  convocatoria  en  forma  tal,  que  no  es  po- 
sible dudar  de  la  intención,  ni  de  la  esperanza  que 
abrigaba. 

Pero  Buenos  Aires  no  quería  eso,  ya  lo  sabéis,  sino 
la  sumisión  lisa  y  llana  de  Artigas,  considerado  simple 
agente,  en  su  propia  tierra,  de  quien  mandara  en  la  ciudad 
occidental;  mero  ejecutor  de  sus  órdenes.  Lo  contrario,  la 
formación  de  un  organismo  oriental,  era  acto  de  rebe- 
lión contra  la  legitimidad. 


III 


Los  diputados  elegidos  por  los  pueblos  de  la  Banda 
Oriental  llegaron  al  campo  de  Artigas,  en  el  Peñarol, 
el  3  de  Abril  de  1813.  El  4  se  reunieron  para  oir  las  ex- 
plicaciones del  procer. 

Y  es  en  este  momento  en  el  que  quiero  que  veáis  á  este 
hombre  extraordinario,  amigos  artistas.  Va  á  dar  forma 
al  mensaje  divino  de  que  es  depositario,  y  tiene  que  re- 
velar y  cumplir. 

Artigas  abre  y  preside  nuestro  primer  senado.  Está  en 
un  modestísimo  salón,  rodeado  de  los  hombres  de  pensa- 
miento de  la  patria :  Larrañaga,  Barreiro,  Suárez,  Duran. 

18.  Artigas—  i. 


274 


Méndez,  Vidal,  etc.  Una  asamblea  bien  respetable,  por 
cierto. 

Ese  primer  senado  uruguayo,  amigos  artistas,  es  propicio 
al  relieve  luminoso;  pero  yo  me  empeño  en  no  distraer 
vuestra  mira¡da  en  el  conjunto,  para  que  la  concentréis  en 
vuestro  hombre.  Hay  una  gran  diferencia  entre  esos  patri- 
cios que  constituyen  la  asamblea,  y  ese  hombre  Artigas  que 
los  preside.  Aquéllos,  como  sus  equivalentes  de  la  Asam- 
blea de  Buenos  Aires,  son  un  pensamiento  elevado,  una 
doctrina  adelantada,  una  lección  aprendida  en  buenos  li- 
bros ;  éste  es  una  fe,  una  visión  brotada  del  conocimiento 
de  los  hombres  y  las  cosas ;  aquellos  son  traductores ;  éste 
es  conductor  de  un  mensaje  interno,  recibido  en  la  comu- 
nicación consigo  mismo,  con  la  vida,  con  el  dios  interior 
de  que  os  he  hablado  tantas  veces;  aquéllos  eran  idea, 
pero  idea  muerta,  árbol  sin  raíces;  éste  era  idea  viva, 
arraigada  en  el  alma,  idea  y  acción  compenetradas,  pa- 
sión, lo  que  se  llama  pasión;  aquéllos  podían  cambiar 
de  pensamiento,  discrepar  de  él  en  la  acción,  vivir  sin 
él;  Artigas  nó,  porque  vida  y  pensamiento  son  en  él  la 
misma  cosa ;  vivirá  con  su  pensamiento  como  con  su  sangre ; 
obrará  según  él,  por  la  misma  razón  porque  respira,  según 
aquella  sangre  sale  del  corazón  y  regresa  á  él  transformada 
por  la  combustión  vital.  Eso  y  no  otra  cosa  es  lo  que  se 
lla¡ma  genio.  El  pensamiento  del  grande  hombre  emana  de 
las  profundidades  de  su  ser,  como  e'l  árbol  de  las  profun- 
didades de  la  tierra.  Así  como  éste  no  muestra  sus  raíces, 
sino  su  ramaje,  su  flor,  su  fruto,  para  probar  su  comunión 
con  la  tierra,  con  la  vida  universal,  el  héroe  ofrece  su  vida 
en  acción,  en  flor,  en  fruto,  como  prueba  de  su  armonía 
con  la  armonía  de  los  orbes.  Sus  razones,  las  raíces  de 
sus  ideas,  no  son  accesibles  muchas  veces  en  el  presente : 


EL    PENSAMIENTO    DE    ARTIGAS 


sólo  el  tiempo  escarba  la  tierra,  y  las  pone  al  ñu  de  ma- 
nifíesto,  en  el  momento  floreal  de  las  memorias. 


El  íntimo  pensamiento  de  Artigas  es  palabra  en  su  boca 
y  luz  en  sus  ojos,  cuando,  al  inaugurar  el  congreso,  dice  á 
aquellos  hombres  que  lo  rodean:  "Mi  autoridad  emana 
de  vosotros,  y  ella  cesa  por  vuestra  presencia  soberana. 
Vosotros  estáis  en  el  pleno  goce  de  vuestros  derechos:  he 
ahí  el  fruto  de  mis  ansias  y  desvelos ;  he  ahí  también  todo 
el  premio  de  mi  afán.  Por  desgracia,  agrega,  va  á  contar 
tres  años  nuestra  revolución  y  aún  falta  una  salvaguardia 
del  derecho  popular.  Estamos  aún  bajo  la  fe  de  los  hom- 
Invs.  Toda  clase  de  precauciones  deben  prodigarse  cuando 
se  trata  de  fijar  nuestro  destino.  Es  muy  veleidosa  la  pro-, 
bulad  de  los  humanos." 

En  ese  memorable  congreso  se  acordó  reconocer  la  asam- 
•onstituyente  de  Buenos  Aires,  é  incorporarse  á  ella. 
Ese  reconocimiento  descansaba  en  el  concepto  incontrover- 
tible de  que  aquella  asamblea  era,  y  no  podía  menos  de  ser, 
la  ejecutora  del  pensamiento  esencial  de  la  revolución  de 
Mayo,  y,  en  especial,  la  garantía  de  la  autonomía  oriental, 
que  los  orientales  no  podían  poner  en  discusión.  Pero 
por  más  que  eso  podía  considerarse  tácitamente  incluido 
en  la  declaración  del  Congreso  del  Peñarol,  éste  quiso  ha- 
cerlo  expresamente.  Además  de  exigir  la  continuación  del 
asedio  riguroso  de  Montevideo  con  Rondeau,  y  la  devolu- 
ción de  elementos  bélicos,  dijo:  "Será  reconocida  y  garan- 
tí !a  la  confederación  ofensiva  y  defensiva  de  esta  Banda 
con  el  resto  de  las  provincias  unidas,  renunciando  cual- 
quiera de  ellas  la  subyugación  á  que  se  ha  dado  lugar  por 
la  conducta  del  anterior  gobierno.  En  consecuencia  de  di- 


276 


cha  confederación,  se  dejará  á  esta  Banda  Oriental  en  La 
plena  libertad  que  ha  adquirido  como  provincia  compuesta 
de  pueblos  libres ;  pero  queda  desde  ahora  sujeta  á  la  cons- 
titución que  emane  y  resulte  del  Soberano  Congreso  Gene- 
ral de  la  Nación,  y  á  sus  disposiciones  consiguientes,  te- 
niendo por  base  la  libertad." 

Se  aclamó  á  Artigas  como  el  jefe  indiscutible  del  Estado; 
se  organizó  éste  con  todos  sus  resortes.  Rondeau  reconoció 
el  hecho  consumado. 


Pero  se  redactaron,  además,  las  instrucciones  que  debían 
regir,  en  la  asamblea  de  Buenos  Aires,  la  conducta  de  los 
representantes  del  pueblo  oriental. 

¡Las  instrucciones  del  año  xm!  Ellas  son,  mis  amigos 
artistas,  el  milagro  de  aquel  momento  histórico.  Una  con- 
juración, de  las  cosas  más  que  de  los  hombres,  las  ha  tenido 
ocultas  hasta  ayer  no  más,  á  pesar  de  la  gran  difusión  que 
en  su  tiempo  recibieron.  Fueron  halladas  en  los  archivos 
de  la  Asunción,  en  copia  refrendada  por  el  mismo  Artigas, 
hacia  el  año  1867 ;  se  publicaron  por  primera  vez  en  1878. 
Los  historiadores,  amigos  ó  enemigos  de  su  autor,  han  es- 
crito sin  conocerlas.  Advertid,  sin  embargo,  la  claridad  que 
proyectan  sobre  la  misteriosa  figura  de  ese  hombre  sin- 
gular, ó,  más  bien,  la  luz  de  pensamiento  que  encienden 
en  el  núcleo  de  su  sombra,  que  aparece  así  como  una  nube 
iluminada. 

Recordad  que  estamos  á  principios  del  año  1813.  Si  tu- 
viéramos tiempo  de  recorrer  las  distintas  regiones  de  Amé- 
rica en  ese  momento,  y  darnos  cuenta  del  estado  de  ia 
revolución,  ese  estudio  nos  sería  verdaderamente  útil.  El  sol 
de  Mayo  se  ponía  en  todas  partes ;  el  triunvirato  de  Buenos 
Aires,  sin  pensamiento  ni  propósito  fijo,  andaba  á  tientas. 


EL   PENSAMIENTO    DE    ARTIGAS  277 


tropezando  en  las  tinieblas,  buscando  ó  esperando  al  hom- 
bre que  no  aparecía.  En  la  Asamblea  Constituyente  bri- 
llarán resplandores  inconsistentes  y  fugaces.  Don  Ber- 
nardo Monteagudo,  por  ejemplo,  que  allí  aparece  como  el 
genio  del  nuevo  espíritu  y  sucesor  de  Moreno,  acabará 
renegando  del  principio  republicano ;  esa  asamblea  consti- 
tuyente  no  constituirá  nada,  porque  no  tiene  fe  firme; 
no  declarará  la  independencia,  ni  mucho  menos;  está  atada 
á  la  antigua  metrópoli  por  el  espíritu  tradicional  monár- 
quico; no  quemará  las  naves;  las  calafateará  para  el  pro- 
bable regreso  al  puerto  de  salida;  hará  reformas  impor- 
tantes, pero  reformas  en  el  organismo  español.  No  hay 
que  hacerle  cargos  por  eso ;  era  lo  natural,  lo  humano.  El 
genio  autóctono  no  estaba  allí;  allí  no  había  más  que 
reflejos  de  espíritus  remotos. 

Artigas,  más  vidente  que  sabio,  dicta  entonces  sus  ins- 
trucciones; traza  en  ellas,  con  la  misma  seguridad  que 
Jefferson  y  Washington,  las  cifras  del  evangelio  repu- 
blicano. No  son  ellas  una  opinión;  son  una  evidencia,  un 
grito  imperioso,  una  intimación  de  luz  que  vibra  en  las 
tinieblas.  Son  el  porvenir,  armado  de  todas  armas,  que 
aparece  en  el  presente,  como  una  sombra  iluminada  que  es 
preciso  obedecr. 

Esas  instrucciones  son  la  primera  y  la  última  palabra 
del  hombre  de  Mayo ;  en  ellas  está  su  visión :  la  visión  que 
veréis  siempre  á  su  lado,  llevándolo  de  la  mano. 

Comienzan  por  establecer  que  los  diputados  orientales 
deben  pedir  "la  inmediata  declaración  de  la  independen- 
cia absoluta  de  estas  colonias,  las  cuales  quedarán  absuel- 
tas  de  toda  obligación  de  fidelidad  á  la  corona  de  España 
y  familia  de  los  Borbones.  Y  que  toda  conexión  política 
entre  aquéllas  y  el  estado  de  España  es  y  debe  ser  total- 
mente disuelta.  Xo  aceptarán,  en  sustitución  del  régimen 


278 


abolido,  más  forma  ele  gobierno  que  la  republicana,  ni  más 
sistema  que  el  de  confederación  de  los  distintos  estados 
soberanos  del  Plata." 

Eso  está  muy  pronto  dicho.  Hoy  nos  parece  la  cosa  más 
natural  del  mundo,  desde  que  es  eso  lo  que  ha  sucedido,  y 
debía  suceder.  Pero  en  1813,  eso  era  un  desgarrón  audaz 
del  velo  del  porvenir,  era  el  secreto  manifiesto  que  todos 
miran,  y  sólo  los  iluminados  ven.  En  ninguna  región  de  la 
América  austral  se  había  hecho  una  declaración  igua!  ni 
parecida.  Sólo  en  la  región  de  Bolívar,  allá  muy  lejos, 
se  moría  por  esa  fe.  Fernando  VII  seguía  reinando  mo- 
ralmente  entre  nosotros.  Belgrano  y  Kivadavia  irán  á 
Europa  antes  de  un  año  á  reconocer  á  Carlos  IV.  Des- 
ahuciados en  Europa,  Belgrano  pensará  en  coronar  un 
descendiente  de  los  reyes  incásicos.  Lo  esensial  es  que 
sea  rey.  Me  extendería  demasiado  si  os  recordara  los 
casos  concretos ;  pero  bástenos  recordar  que  la  declaración 
de  independencia  de  las  Provincias  Unidas  del  Plata  será 
hecha  sólo  tres  años  después,  el  9  de  Julio  de  1816.  por 
el  Congreso  que  se  reunirá  en  Tucumán.  Esa  fecha  es  la 
cifra  gloriosa  de  la  República  Argentina. 

La  declaración  de  Tucumán  se  hizo,  sin  embargo,  tras 
largas  vacilaciones  y  temores;  y  los  mismos  proceres  que 
la  formularon,  lejos  de  declarar,  como  Artigas,  la  susti- 
tución del  régimen  colonial  por  la  forma  republicana,  pug- 
naron, entonces  y  después,  por  el  establecimiento  de  una 
dinastía  europea  en  el  Plata.  Ellos,  que  hoy  son,  y  no  sin 
causa,  glorificados  en  su  patria,  no  creían,  sin  embargo, 
en  el  pueblo,  como  fuente  posible  de  soberanía  y  de  orga- 
nización. 

Eso  ha  dado  ocasión  á  que,  comparándose  la  historia 
del  Plata,  con  la  del  Orinoco,  donde  Bolívar  abrigó  siem- 
pre la  nueva  fe,  se  haya  afirmado  que  es  allá,  en  el  Norte, 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  279 

y  no  entre  nosotros,  donde  se  encuentra  el  núcleo  de  la 
independencia  americana.  Convengamos  en  que  eso  pu- 
diera afirmarse  si  se  estudia  nuestra  historia  del  Plata  sin 
Artigas.  Pero  la  historia  del  Plata  sin  Artigas,  amigos 
míos,  no  es  la  historia  del  Plata ;  está  mutilada,  y  también 
calumniada.  Esa  brecha  que  algunos  han  creído  ver  en 
nuestros  fastos  ríoplatenses  es  sólo  aparente.  El  pensa- 
miento de  Artigas,  no  el  de  sus  enemigos,  fué  la  pasión 
de  los  pueblos  todos  argentinos,  el  motor  de  su  acción 
heroica.  Este  Artigas  fué  el  inspirado  conductor  de  todos 
ellos,  el  mensajero.  Estas  sus  Instrucciones,  que  estamos 
estudiando,  son  el  verbo  de  esos  pueblos.  Y  fué  por  eso 
por  lo  que  Sarmiento,  sin  darse  cuenta  del  problema,  reco- 
noció en  ese  hombre,  que  él  no  miró  bien,  el  Bolívar  de 
nuestras  tierras  platenses;  fué  por  eso,  no  por  otra  cosa. 
Artigas  es  y  será  el  héroe ;  él  vio  la  verdad  intrínseca  de 
nuestra  vida,  la  suprema  realidad  permanente. 

Y  la  vio  con  tal  precisión,  que  la  República  Argentina, 
después  de  cuarenta  años  de  luchas  y  tiranías,  provocadas 
por  el  antagonismo  entre  la  capital  y  las  provincias,  sólo 
ha  podido  darse  su  organización  definitiva  con  su  consti- 
tución de  1853.  Y  esa  constitución,  amigos  artistas,  es,  en 
sus  líneas  fundamentales,  la  reproducción  de  las  ins- 
trucciones que  dio  Artigas,  como  Presidente  del  memo- 
rable Congreso  del  Peñarol,  á  los  diputados  orientales,  el 
año  1813. 


En  éstas  se  consignaba,  además  de  la  declaración  funda- 
mental, lo  siguiente :  No  se  admitirá  más  sistema  que  el  de 
confederación,  para  el  pacto  recíproco  de  las  provinc'as 
que  formen  el  estado.  Se  promoverá  la  libertad  civil  y 
religiosa  en  toda  la  extensión  imaginable.  Como  el  objeto 


280 


del  gobierno  debe  ser  conservar  la  igualdad,  libertad  y 
seguridad  de  los  ciudadanos  y  de  los  pueblos,  cada  pro 
vincia  formará  su  gobierno  bajo  esas  bases,  además  del 
gobierno  supremo  de  la  nación.  Así  éste  como  aquél,  se 
dividirán  en  poder  legislativo,  ejecutivo  y  judicial,  que 
siempre  serán  independientes.  El  gobierno  supremo  en- 
tenderá sólo  en  los  negocios  generales  del  estado.  El  resto 
es  peculiar  del  gobierno  de  cada  provincia.  Quedan  abo- 
lidas las  aduanas  interprovinciales.  El  despotismo  militar 
será  aniquilado  para  asegurar  la  soberanía  de  los  pueblos. 
La  capital  se  establecerá  fuera  de  Buenos  Aires. 

Todo  esto  ss  refiere,  como  lo  veis,  á  la  estructura  del  con- 
junto de  los  estados  confederados ;  pero  Artigas  estableció 
la  del  estado  oriental  de  una  manera  especial  y  precisa.  En 
esas  admirables  instrucciones,  comenzó  por  trazar  las  fron- 
teras de  su  Patria,  que  él  veía  arraigadas  en  las  entrañas 
de  la  tierra.  El  territorio,  dijo,  que  ocupan  estos  pueblos 
de  la  costa  oriental  del  Uruguay,  se  extiende  desde  los  siete 
pueblos  de  Misiones,  que  hoy  ocupan  injustamente  los  por- 
tugueses, y  que  á  su  tiempo  deberán  reclamarse,  hasta  la 
fortaleza  de  Santa  Teresa.  Ese  será,  en  todo  tiempo,  el  te- 
rritorio de  este  estado. 

¡Hoy  no  lo  es,  amigos  artistas,  hoy  no  lo  es!  Ya  veréis 
más  adelante  por  qué  los  orientales  no  poseemos  íntegra 
la  legítima  herencia  del  padre  Artigas. 

La  Provincia  Oriental,  continuaban  las  instrucciones, 
entra  en  una  firme  liga  de  amistad  con  cada  una  de  las 
otras,  para  la  defensa  común,  para  su  libertad,  para  la 
mutua  y  general  felicidad;  pero  retiene  su  soberanía,  su 
libertad  é  independenc;a ;  retiene  todo  poder,  jurisdicción 
y  derecho  que  no  sean  expresamente  delegados  al  conjunto 
de  las  provincias,  unidas  á  su  congreso.  El  estado  oriental 
tendrá  su  constitución  territorial,  y  sancionará  la  general 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  281 

de  las  provincias  unidas  que  forme  la  Asamblea  Constitu- 
yente. Podrá  levantar  los  regimientos  que  necesite,  nom- 
brar sus  jefes,  organizar  sus  fuerzas. 

Por  fin,  se  establece  que  la  constitución  general  asegu- 
rará á  las  provincias  la  forma  republicana  de  gobierno,  y 
garantirá  á  todas  y  cada  una  de  ellas  sus  derechos,  su  se- 
guridad, su  soberanía. 

Ahí  tenéis,  amigos  míos,  el  pensamiento  de  Artigas.  No 
me  parece  indispensable  á  mi  propósito  el  establecer,  de 
acuerdo  con  el  tecnicismo  jurídico,  si  en  ese  pensamiento 
estaba  el  concepto  de  un  gran  estado  federal  ó  el  de 
una  confederación  de  estados.  Héctor  Miranda  ha  escrito 
sobre  eso,  y  sobre  las  memorables  Instrucciones  en  general, 
un  libro  lleno  de  sólida  erudición  y  de  mérito.  Pero  eso  es 
accidental  para  nosotros.  A  nosotros  nos  basta  con  saber 
que,  en  aquel  pensamiento,  estaba  la  independencia  repu- 
blicana de  todos  estos  estados  desprendidos  de  la  metró- 
poli española;  lo  mismo  la  del  Uruguay  que  la  de  la 
Argentina;  lo  mismo  la  de  Bolivia  que  la  del  Paraguay. 
La  unión  ó  separación  de  esos  estados,  en  una  forma  ó  en 
otra,  será  obra  accidental  de  los  sucesos.  Lo  esencial  aquí 
es  la  personalidad,  la  vida  de  todas  y  cada  una  de  esas 
entidades  sociológicas.  Y  eso  era  lo  que  estaba,  sin  duda 
alguna,  compenetrado  de  evidencia,  en  la  visión  profética 
del  héroe. 


IV 


Se  ha  dicho  que  no  fué  Artigas  quien  trazó  las  instruc- 
ciones de  1813.  ¡  Cómo  si  todos  los  grandes  hombres  lo  hu- 
bieran hecho  todo  por  su  mano ! 

Pero  bien  ;  si  no  fué  Artigas  el  que  abrigó,  y  dio  forma  y 


282 


custodió  ese  pensamiento,  debe  haber  existido,  en  la  Banda 
Oriental,  otra  persona  á  quien  debamos  atribuirlo,  pues 
no  se  concibe  un  pensamiento  que  no  radique  en  una  per- 
sona, en  una  conciencia.  Dígase,  pues,  quién  es  ese  otro, 
y  lo  proclamaremos  el  héroe.  Pero  el  hecho  es  que  ese  tal 
estada  allí,  sólo  allí,  en  el  congreso  oriental  de  1813,  y  es 
preciso  encontrarlo;  el  hecho  es  que  iba  con  Artigas,  en 
Artigas  era  conciencia  permanente,  y  verbo,  y  acción . . . 
¿Dónde  está,  pues,  ese  otro  hombre  superior,  que  se  es- 
conde en  Artigas?  ¿Cómo  se  llama? 

Ninguno  de  los  estadistas,  más  ó  menos  preparados,  de 
Buenos  Aires,  indicó,  ni  remotamente,  esa  doctrina,  cuyo 
origen  es  hoy  bien  conocido:  bien  sabemos  que  ella  no  es 
otra  que  la  constitución  de  Estados  Unidos.  Y  mal  podían 
aquellos  indicarla,  porque  no  la  conocían.  Rivadavia,  el 
más  ilustrado  de  todos  ellos,  era,  como  lo  dice  don  Andrés 
Lamas,  un  discípulo  de  los  filósofos  y  revolucionarios  fran- 
ceses; no  concebía  ni  conocía  más  sistema  de  gobierno 
que  el  unitario,  el  centralismo  absoluto:  monárquico  pri- 
meramente; republicano,  por  fin,  cuando  no  se  pudo 
menos.  Se  ha  pretendido  atribuir  á  Mariano  Moreno 
el  conocimiento,  y  hasta  la  adopción  del  pensamiento 
de  Artigas;  para  ello,  se  ha  llegado  hasta  á  intercalar 
en  sus  escritos  un  párrafo  que  no  figura  en  La  Gaceta 
de  Buenos  Aires  de  que  fueron  tomados.  Pero  nó :  hoy  la 
luz  es  meridiana.  Héctor  Miranda,  en  el  libro  que  os  he 
citado,  examina  los  hombres  que  hubieran  podido  ser  los 
autores  de  esas  instrucciones.  ¿Fué  Larrañaga?  ¿Ba- 
rreiro  ?  ¿  Monterroso  ?  Ninguno  de  ellos  pudo  ser ;  creo  que 
la  demostración  de  Miranda  es  concluyente  al  respecto. 
Y,  en  ese  caso,  la  consecuencia  se  impone.  No  solamente 
fué  Artigas,  y  solo  él,  quien  proclamó  el  vital  principio, 
ignorado  de  los  demás,  sino  que,  por  proclamarlo  y  de- 


EL  PENSAMIENTO  DE  ARTIGAS  283 

fenderlo,  fué  objeto  de  persecución  y  de  odio.  Artigas  y 
la  Banda  Oriental  fueron  el  holocausto  ofrecido  al  triunfo 
de  esos  principios,  alma  mater  de  la  república  triunfante. 


La  visión  del  hombre  oriental,  para  los  hombres  de  Bue- 
nos Aires,  era  una  proterva  visión,  una  Dulcinea  del  To- 
boso, pero  fatídica ;  una  emperatriz  de  la  Mancha,  pero  no 
como  la  primera,  inocente  labradora  sin  pasiones,  sino  vo- 
luptuosa y  palpitante,  capaz  de  arrastrar  al  pueblo  á  sus 
brazos,  y  estrangularlo  en  ellos  como  una  hermosa  fiera. 
Era  la  anarquía.  El  caballero  que  la  amara,  no  sería  el  ino- 
cente andante  de  la  Mancha,  símbolo  de  toda  abnegación 
generosa,  destinado  á  ser  la  burla  de  arrieros  y  venteros 
y  Sanchos  Panzas;  no  debía  ser  tratado  por  los  duques 
opulentos  como  objeto  de  regocijadas  parodias  caballeres- 
cas, sino  considerado  criminal  y  peligroso,  reo  de  lesa  pa- 
tria americana,  y  condenado  á  muerte. 

Artigas  era  el  caballero,  el  Quijote  siniestro.  Reo  será 
de  muerte. 

Inútiles  fueron  sus  esfuerzos  por  que  los  diputados  orien- 
tales se  incorporaran  á  la  asamblea  constituyente  á  hacer 
oir  al  menos  la  voz  sincera.  Ya  os  he  hecho  saber  quiénes 
son  lo  que  esperan  en  Buenos  Aires  á  los  diputados  orien- 
tales: ya  sabéis  pues,  lo  que  allí  va  á  acontecer.  Se  pre- 
sentaron por  primera  vez.  y  fueron  rechazados:  había 
defectos  de  forma  en  la  elección.  Artigas  convocó  al  pue- 
blo por  segunda  vez.  para  que  ratificara  los  poderes  de 
sus  diputados.  El  pueblo  los  ratificó.  Por  segunda  vez  fue- 
ron rechazados. 

Buenos  Aires,  como  antes  lo  hemos  visto,  no  quería  eso, 
sino  la  otra  cosa.  Y  no  pudiendo  obtenerla,  y  á  pretexto 
de  que  se  anunciaba  la  llegada  k  Montevideo  de  refuerzos 


284  ARTIGAS 


de  España,  resolvió  por  segunda  vez  levantar  el  sitio, 
abandonar  de  nuevo  la  provincia  oriental  á  su  propio  des- 
tino. 

En  el  mes  de  Mayo,  se  ordenó  á  Rondeau  el  retiro  inme- 
diato del  ejército  auxiliar.  Rondeau  logró  paralizar  la  eje- 
cución de  esa  inconsiderada  medida;  pero  la  orden  fué  rei- 
terada y  confirmada,  aún  antes  de  recibirse  el  parte  ofi- 
cial de  la  llegada  de  los  refuerzos  españoles. 

Se  ordenó  á  Rondeau  terminantemente  que  levantara  el 
asedio,  y  se  embarcara  con  el  ejército  en  la  Colonia,  donde 
ya  estaban  prontos  los  transportes  necesarios.  Rondeau  in- 
sistió, demostró,  triunfó.  No  pudo  resistírsele ;  el  sitio  con- 
tinuó. 

Es  verdad  que  el  gobierno  de  Buenos  Aires  quería  des- 
tinar las  tropas  del  asedio  de  Montevideo  á  reforzar  las 
que,  allá  en  el  Norte,  resistían  la  invasión  del  español  que 
venía  del  Perú;  pero  eso  demuestra,  una  vez  más,  lo  que 
antes  os  he  hecho  ver  con  claridad,  amigos  artistas :  que  la 
provincia  oriental  no  era  necesaria  para  la  integración  del 
gran  virreinato  español-andino;  que  éste  era  lo  principal 
y  aquélla  lo  accesorio ;  que  la  región  oriental  sería  siempre 
abandonada,  si  así  lo  exigían  los  intereses  de  la  occidental; 
que  eso  era  lo  que  se  pretendía  de  Artigas  ante  todo :  el  sa- 
crificio de  la  patria  oriental,  siempre  y  cuando  así  lo  re- 
clamara la  existencia  de  la  occidental.  Y  Artigas  no  debía 
querer,  ni  quiso  jamás  tal  cosa.  Él  es,  ante  todo  y  sobre 
todo,  el  jefe  de  los  orientales;  ese  fué  su  crimen.  Esta 
patria  que  hoy  tenemos,  mis  buenos  artistas,  ésta  y  no  otra 
alguna  en  el  mundo,  fué  la  que  palpitó  en  sus  entrañas  de 
héroe,  la  que  él  parió  con  dolor,  la  que  él  defendió  con  alma 
de  leona.  ¡  Sacrificarla  porque  así  lo  exigía  la  guerra  que  se 
hacía  en  el  Norte ! . . . 

¡  Artigas,  padre  Artigas ! . . .  Habrá  patria  para  todos,  ó 


EL   PENSAMIENTO    DE    ARTIGAS  285 

no  habrá  patria ...  ¡La  habrá  para  todos !  Y  la  habrá,  pre- 
cisamente porque  la  hay  para  los  orientales. 


Buenos  Aires  consintió,  por  fin,  en  que  el  sitio  de  Mon- 
tevideo continuase.  Pero  era  necesario  entonces  que  la 
condición  sine  qua  non  se  cumpliese:  ordenó  á  Rondeau 
que  enviase  representantes  á  la  asamblea  constituyente; 
pero  que  fuera  él,  y  nadie  más  que  él,  quien  presidiese 
la  elección  según  sus  instrucciones. 

Artigas  hizo  entonces  el  último  esfuerzo. 

¿Vivía  aún  en  su  alma  fuerte  la  esperanza  de  conciliar 
la  soberanía  oriental  y  la  soñada  patria  republicana  con  el 
núcleo  dirigente  de  Buenos  Aires,  con  el  buen  Sarratea. 
con  el  espléndido  joven  Alvear? 

Cuesta  creerlo;  pero  el  hecho  es  que,  invitado  por  Ron- 
deau, accedió  á  suscribir  con  éste  la  nueva  convocatoria  al 
pueblo  oriental. 

¡  Inútiles  tentativas !  Rondeau,  de  acuerdo  con  sus  ins- 
trucciones, hizo  de  aquella  asamblea,  que  reunió  en  la 
Capilla  de  Maciel,  y  no  en  el  campo  de  Artigas,  como  es- 
taba convenido,  y  que  presidió  personalmente,  el  más  po- 
deroso recurso  para  aniquilar  á  aquél,  presentándolo 
ante  sus  mismos  compatriotas  como  un  espíritu  díscolo  é 
irreductible.  El  carácter  de  ese  Congreso  de  la  Capilla 
de  Maciel  está  trazado  por  el  ilustre  Pérez  Castellano, 
actor  en  él.  "En  la  puerta  del  salón,  dice,  estaba  de  fac- 
ción un  ayudante  que.  á  la  menor  señal,  podía  llamar  ocho 
ó  diez  dragones,  que  no  hubieran  dejado  títere  con  ca- 
beza ..."  "En  la  elección  de  diputados  no  se  tuvo  por 
objeto  el  bien  de  la  provincia  oriental,  sino  presentar  un 
documento  de  subordinación  al  gobierno  de  Buenos  Ai- 
res." Y  concluye  diciendo  que  "en  el  seno  de  la  asam- 


>86 


blea  se  echaba  bien  de  ver,  por  el  general  silencio  que  se 
hacía  en  torno  de  las  cuestiones  importantes,  que  entre 
los  concurrentes  no  había  la  libertad  necesaria  para  tales 
casos,  y  que  sólo  enmudecían  de  terror  y  espanto." 

Rondeau  procedía  con  sinceridad,  sin  embargo:  él  creía 
en  la  soberanía  de  Buenos  Aires.  Ya  sabéis  que  él  no 
veía  sino  las  apariencias ;  nadie  hablaba  dentro  de  él ;  todo 
le  venía  de  afuera.  Sólo  más  tarde,  cuando  los  hechos  le 
hagan  tocar  con  la  mano  la  realidad  que  ve  Artigas,  se  re- 
belará contra  Alvear;  pero  en  este  momento  —  y  nada 
tiene  de  extraño  —  no  cree  en  Artigas.  En  este  momento 
rompe  con  él,  y  llega  á  decirle  en  una  de  sus  comunica- 
ciones: "Son  muy  dignas  de  V.  S.  las  reflexiones  que  me 
hace.  Ojalá  que  bastaran  á  acallar  pretensiones,  si  no  injus- 
tas, intempestivas  é  inoportunas,  cuando  menos,  y  que 
ellas  tuvieran  poder  para  refrenar  la  imprudente  licencia 
con  que  algunos  díscolos,  llenos  del  espíritu  de  discordia 
que  los  anima,  se  complacen  en  sembrar  imposturas,  con 
la  idea  de  fomentar  la  desconfianza  y  la  división,  teniendo 
el  descaro  de  zaherir  los  respetos  de  un  gobierno  que  los 
llena  de  beneficios,  gobierno  del  que  dependemos,  y  sin  el 
cual  ni  aún  respirar  podemos." 

Este  bravo  de  Rondeau  era  un  hombre  ingenuo,  indu- 
dablemente. Pero  cuidemos  mucho  de  no  tener  ahora  ni 
un  pensamiento  que  no  sea  de  glorificación  para  el  hom- 
bre honrado  que  venció  en  el  Cerrito. 

Sí,  bravo  amigo,  candoroso  amigo;  el  pueblo  oriental 
puede  respirar  también  sin  el  gobierno  de  Buenos  Aires. 
Prescindirá  de  éste,  y  buscará  directamente  al  pueblo 
occidental,  al  pueblo  argentino,  su  hermano,  su  aliado, 
que  lo  llama  y  le  pide  protección  contra  la  comuna  de 
la  capital.  Éste  sí  que  reconoce  á  Artigas;  lo  reconoció 
en  Las  Piedras;  y  lo  vio  de  cerca  y  lo  reconoció  en  el 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  287 


Ayní.  Y  ahora,  sobre  todo,  ahora  que  ha  visto  su  pensa- 
miento escrito  en  sus  instrucciones,  reconoce  y  aclama  en 
él  al  sólo  intérprete  de  la  revolución  de  Mayo,  al  sólo 
conductor  que  lleva  á  la  nueva  patria,  á  la  tierra  pro- 
metida. 


Artigas  ha  agotado  los  recursos  para  conservar  los  inter- 
mediarios  entre  el  pueblo  oriental  y  el  occidental  argen- 
tino. Ha  llegado,  pues,  el  momento  de  recurrir  directa- 
mente á  éste.  Va  á  tomar  de  nuevo  en  hombros  á  su  patria ; 
de  nuevo  va  á  hacerla  cruzar  el  Uruguay;  pero  ya  no 
para  pedir  protección,  sino  para  darla. 

En  Enero  de  1814,  el  sitio  de  Montevideo  puede  darse 
por  terminado.  Artigas  sabe  que  la  plaza  caerá  en  manos 
de  los  sitiadores :  cayó,  efectivamente,  cinco  meses  después. 

Está  convencido,  por  otra  parte,  de  que,  entrando  él 
como  uno  de  tantos  números  del  ejército  vencedor,  los  ca- 
labozos de  la  ciudadela  lo  esperan  con  sus  mandíbulas  muy 
abiertas.  ¡  Si  antes  de  entrar,  su  propia  vida  está  en  peli- 
gro ! . . .  ¡  Si  en  esos  momentos  está  Sarratea  en  Río  Ja- 
neiro, gestionando  con  lord  Strangfort  un  nuevo  armis- 
ticio para  entregar  el  Uruguay  al  dominio  español,  y  una 
alianza  para  aniquilar  á  Artigas,  cuya  resistencia  á  tal 
entrega  será  segura ! . . . 

¿Debe  el  jefe  de  los  orientales  reconocer  y  acatar  in- 
condicionalmente  la  oligarquía  de  Buenos  Aires,  y  librarse 
inerme  á  sus  enemigos,  con  su  ejército,  en  su  propia  tierra, 
entrando  con  ellos  á  Montevideo?. . . 

¿Debe  romper  las  hostilidades  con  Rondeau,  exponién- 
dose á  que  éste  cumpla  la  amenaza  que  le  ha  hecho  de 


288 


levantar,  una  vez  más,  el  sitio  de  la  plaza,  si  no  se  somete  ? 

Los  dos  extremos  serían  funestos. 

Adopta  entonces  una  de  sus  resoluciones  geniales,  más 
en  la  realidad  de  las  cosas  que  la  del  éxodo,  más  todavía  .- 
en  la  noche  del  20  de  Enero  de  1814,  se  retira  de  la  línea 
sitiadora  de  Montevideo.  Él  sabía,  y  lo  sabe  hoy  la  histo- 
ria, que  su  presencia  no  era  ya  indispensable  para  debelar 
la  plaza,  que  estaba  agotada. 

Sale  solo,  disfrazado  de  gaucho ;  pero  en  cuanto  sus  lea- 
les notan  su  ausencia,  lo  buscan,  lo  siguen,  lo  encuentran, 
lo  rodean.  Los  orientales  todos,  incluso  los  Blandengues, 
dejan  el  sitio,  y  van  á  donde  está  el  alma  de  la  patria. 

En  ese  momento,  grande  para  Artigas,  éste  salvó,  una 
vez  más,  la  democracia  en  el  Río  de  la  Plata,  junto  con  la 
independencia  oriental. 

Ese  retiro  con  su  ejército  del  sitio  de  Montevideo  tiene 
mucha  analogía  con  el  que  realizó  con  su  pueblo  en  el 
éxodo.  Allí  salvó  al  pueblo  entero ;  aquí  salva  al  ejército. 
Hoy  se  ve  eso  con  claridad  meridiana.  Vais  á  ver,  amigos 
míos,  cómo  quien  entrará  á  Montevideo,  dentro  de  cinco 
meses,  no  será  Eondeau,  el  vencedor  del  Cerrito,  sino  Al- 
vear,  el  joven  príncipe,  con  su  armadura  de  plata,  con 
su  nimbo  de  estrellas  áureas.  Se  presentará  á  recoger  las 
llaves  de  hierro  de  la  patria  ciudadela.,  expugnada  por 
los  hombres  de  Las  Piedras  y  el  Cerrito ;  despojará  á  Mon- 
tevideo de  todo  elemento  de  fuerza,  lo  tratará  como  ene- 
migo, lo  dejará  sojuzgado,  y  volverá  á  Buenos  Aires  á 
recoger  aclamaciones.  Allí  soñará  con  arrebatar  á  San 
Martín  su  visión  de  gloria :  su  expedición  al  otro  lado  de 
los  Andes.  Y  correrá  á  la  empresa,  y  fracasará  en  ella,  por- 
que el  ejército,  á  las  órdenes  de  Rondeau  precisamente, 
lo  rechazará.  Y  volverá  de  nuevo  á  Buenos  Aires,  donde 
se  constituirá  en  un  dictador  de  28  años.  Entonces  ofre- 


EL   PENSAMIENTO   DE    ARTIGAS 


cera  á  Inglaterra  el  cetro  del  Plata,  como  solución  del  25 
de  Mayo  de  1810. 

Si  Artigas  hubiera  permanecido  hasta  el  fin  del  asedio 
en  la  línea  sitiadora ;  si  se  hubiera  resignado  á  penetrar 
en  Montevideo,  caballero  en  un  cisne,  entre  la  nivea  escol- 
ta y  el  suntuoso  séquito  de  Alvear;  si  no  hubiera  salvado, 
en  su  persona  y  en  su  idea  y  en  el  ejército  de  orientales 
que  lo  han  seguido,  la  idea  y  el  núcleo  de  resistencia  del 
pueblo  oriental  contra  el  espíritu  escéptico  de  Buenos 
Aires,  es  evidente,  de  toda  evidencia,  que  ni  la  república 
hubiera  nacido  entonces  en  el  Plata,  ni  hoy  existiría,  como 
pueblo  independiente,  esta  nuestra  patria  oriental:  sería- 
mos portugueses. 

Se  concibe,  amigos  artistas,  que,  en  aquella  época,  hubie- 
ra quienes  no  pudieran  penetrar  en  el  pensamiento  de  Ar- 
tigas; dejaría  éste  de  ser  hombre  superior,  si  todos  sus 
pensamientos  hubieran  estado  al  alcance  de  todos ;  no  sería 
árbol  vivo  si  mostrara  sus  raíces.  Pero  que  hoy,  después  de 
abiertas  las  entrañas  de  la  historia,  haya  quien  no  vea  la 
llama  que  arde  sobre  la  cabeza  del  héroe  cuando  se  retira 
del  segundo  sitio  de  Montevideo,  entre  las  sombras  de  la 
noche,  es  algo  que  maravilla  al  sociólogo. 


Al  saber  la  separación  de  Artigas,  el  gobernador  español 
cree  llegada,  por  fin,  la  coyuntura  de  sobornarlo,  y  recurre 
de  nuevo  á  la  tentación.  Expide  una  proclama  invitando  á 
los  orientales  á  unirse  como  hermanos :  promete  premios  á 
todos,  y  manda  proposiciones  escritas  á  Artigas,  asegurán- 
dole grandes  ventajas  personales  y  políticas.  La  plaza 
sitiada  cifra  todas  sus  esperanzas  en  la  misión  enviada 
al  gran  caudillo;  dice  Figueroa  que  los  mismos  españoles 
empecinados  le  llamaban  héroe  y  santo,  cuando  esperaron 

19,  Artigas.—  i. 


290 


que  aceptase  las  amplias  propuestas  que  se  le  hacían . . . 
Todo  fué  inútil.  Una  vez  más,  Artigas  y  el  pueblo  recha- 
zan la  sugestión. 

El  criminal  Quijote  lleva  á  la  grupa  de  su  cabalgadura 
á  la  princesa  heredera  de  Fernando  VII;  es  la  adorable 
bastarda  de  sangre  real  en  el  sentido  de  realidad,  la  de 
ojos  hondos,  llenos  de  miradas  negras :  la  democracia  ame- 
ricana. Hay  ojos  que  piden  y  ojos  que  toman.  La  heredera 
secuestrada  y  salvada  por  Artigas  tiene  de  los  segundos; 
su  belleza  morena,  llena  de  sol  de  Mayo,  no  figurará  en  el 
séquito  del  vencedor  de  Montevideo :  ó  entrará  como  reina, 
ó  no  entrará ;  ella  es  la  sola  vencedora. 


VI 


Era,  pues,  necesario  condenar  á  muerte  al  seductor.  Se 
formó  en  Buenos  Aires  el  tribunal  que  debía  dictar  la 
sentencia.  En  esos  momentos,  precisamente,  la  colectividad 
que  allí  gobernaba,  y  que,  como  sabéis,  no  pudo  hallar  su 
propia  cohesión,  resolvió  abandonar  la  forma  colectiva, 
y  adoptar  la  unipersonal.  Era  preciso  buscar  un  hombre 
que  gobernara;  aquello  no  marchaba. 

Pero . . .  |  dónde  estaba  ese  hombre  ? 

La  logia  Lautaro,  sometida  á  la  influencia  del  joven 
Alvear,  se  encargó  de  hacerlo  aparecer.  Lo  halló,  feliz- 
mente, en  la  persona  de  un  tío  de  éste,  don  Gervasio  An- 
tonio de  Posadas,  que  fué  elegido,  por  la  asamblea,  Su- 
premo Director  de  las  Provincias  Unidas. 

Para  conocer  á  este  Primer  Director  Supremo  que  en- 
gendra, por  fin,  en  Buenos  Aires,  la  revolución  de  Mayo, 
tenemos  sus  Memorias,  que  acaban  de  publicarse,  y  que 
son  un  tesoro.  Este  señor  Posadas  fué  una  víctima,  ana 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  201 

verdadera  víctima.  Con  su  cara  plácida  y  bonachona,  llena 
de  candores,  y  sus  ojos  amables  y  pacientes,  y  su  levita 
negra  de  solapas  coloniales,  y  su  amplia  corbata  blanca, 
era  uno  de  esos  hombres  que  parecen  nacidos  para  abuelos. 

En  todo  había  pensado  este  excelente  caballero,  menos 
en  ser  Gobierno,  y  mucho  menos  revolucionario;  y  mu- 
chísimo menos  republicano.  Notario  mayor  de  la  Curia 
Eclesiástica,  desde  hacía  más  de  veinte  años,  fué  sacado  de 
entre  sus  legajos  amigos,  para  llevarlo  de  diputado  por 
Córdoba  á  la  Asamblea,  á  pesar  de  que  él  pedía  á  gritos 
"que  nombrasen  otro  individuo  desocupado  é  idóneo, 
pues  él  estaba  impedido  por  su  oficio  de  notario."  No 
hubo  más  remedio  que  ceder,  agrega;  "parece  que  había 
un  formal  empeño  en  incomodarme,  en  meterme  y  com- 
prometerme en  la  revolución,  y  en  sacarme  de  mi  casa 
y  atenciones."  Anduvo  en  volandas,  como  un  genio  del 
aire.  A  los  seis  meses,  era  presidente  de  la  asamblea;  al 
mes  inmediato,  vocal  del  Poder  Ejecutivo;  á  los  cinco 
meses,  Supremo  Director. 

Sus  Memorias  no  son  otra  cosa  que  una  constante  la- 
mentación sobre  las  pellejerías  que  le  ocasionó  el  malha- 
dado gobierno  de  esta  ínsula  platense,  que  duró  sólo  un 
año,  el  1814,  en  que  pasó  las  de  Caín.  Las  memorias  em- 
piezan así:  "No  tuve  la  menor  idea,  ni  noticia  previa.  Yo 
vivía  tranquilo  en  mi  casa,  con  mi  dilatada  familia,  dis- 
frutando de  una  mediana  fortuna,  y  ejerciendo  el  oficio 
de  Notario  Mayor  de  este  obispado  desde  el  año  1789.  Me 
hallaba  ocupado  y  entretenido  en  las  actas  del  concurso  á 
la  vacante  silla  magistral  de  esta  Santa  Iglesia  Catedral  en 
el  mes  de  Mayo  de  1810,  cuando  recibí  esquela  de  convite 

á  un  Cabildo  Abierto (Era  el  mes  de  Mayo  de  1810). 

No  concurrí  por  hallarme  legítimamente  ocupado." 


292 


"Después  supe,  etc.,  etc.". . . .  Así  ingresa  en  la  revo- 
lución de  Mayo  el  Primer  Director  Supremo  de  las  Pro- 
vincias Unidas.  Él  declara  francamente  que  dijo  que  aque- 
llo nada  le  gustaba,  pues  allí  no  había  plan  ni  combina- 
ción alguna;  en  aquella  celebérrima  Junta,  son  sus  pala- 
bras, los  gobernadores  no  se  entendían. 

Y  tiene  razón  que  le  sobra  el  señor  Posadas  para  no 
hablar  bien,  como  no  habla,  de  aquel  toletole  político  en 
que  se  veía,  por  obra  de  birlibirloque.  Él  era  un  hombre 
de  bien,  y  prestó  servicios,  que  le  fueron  pagados  con  pe- 
rrerías. Lo  dice  con  encantadora  ingenuidad  en  sus  Me- 
morias: "Yo  no  era  un  genio;  no  tenía  los  talentos  nece- 
sarios para  el  caso ;  pero  dormía  muy  poco,  algo  discurría, 
y  consultaba  lo  que  ignoraba." 

Fué  tratado,  sin  embargo,  con  una  crueldad  inaudita 
una  vez  caído  del  poder.  La  relación  que  nos  hace  de  sus 
penurias  es  realmente  conmovedora . . .  Pero  él,  á  los  ocho 
días  de  subir  al  gobierno,  firmó  la  ya  preparada  senten- 
cia de  muerte  contra  Artigas,  y  éste  no  se  ha  quejado,  ni 
poco  ni  mucho,  que  yo  sepa,  á  pesar  de  haber  dormido 
menos  quizá  que  el  señor  Posadas. 

Todo  puede  ser  perdonado  á  éste,  sin  embargo,  en  ob- 
sequio á  la  ingenuidad  con  que  nos  revela  lo  que  allí  pa- 
saba. Artigas  se  retiró  del  sitio  de  Montevideo;  pero  los 
que  no  se  retiraron  asediaban  de  tal  manera  al  pobre 
Director  Supremo  con  sus  exigencias  y  sus  discordias  y 
sus  ambiciones,  que  ellos,  sin  retirarse  del  sitio,  eran  los 
verdaderos  rebeldes.  Posadas  los  considera  tales,  cuando 
menos.  Después  de  narrar  los  dolores  de  cabeza  que  le  daban 
las  disensiones  en  el  ejército  del  Norte,  dice :  "No  eran  me- 
nores los  disgustos  que  me  causaba  el  ejército  sitiador  de 
Montevideo,  cuando  lo  mandaba  Rondeau.  Don  José  Arti- 
gas abandonó  el  sitio  con  la  división  de  su  mando ;  los  de- 


KL   PENSAMIENTO    DE    ANTIGÁS  293 


más  jefes  renunciaban  sus  empleos,  y  nada  bastaba  á 
aquietarlos. . . " 

Posadas  se  daba  á  todos  los  diablos;  escribía  á  San  Mar- 
tín, á  French,  á  Rondeau,  á  Soler,  por  ver  de  satisfacer 
sus  ambiciones  y  apaciguarlos.  "Mi  amado  hermano,  es- 
cribe á  French,  acabo  de  recibir  su  apreciable  del  4. . . . 
Seguramente  usted  ha  olvidado  que  yo  estoy  aquí  sentado 
contra  los  sentimientos  de  mi  corazón,  y  lo  mismo  se  ha 
olvidado  Rondeau,  á  quien  ya  he  escrito  sobre  su  infernal 
renuncia.  Soler  también  renuncia  de  oficio.  Con  que,  n  á 
ustedes  les  parece,  admitiré  las  tres  renuncias,  y  me  iré  á 
mandar  los  tres  regimientos." 

Pero  entre  todas  las  comunicaciones  de  Posadas,  todas 
ellas  llenas  de  la  luz  que  yo  difundo  en  lo  que  os  digo, 
ninguna  más  expresiva  que  la  dirigida  al  coronel  don  Mi- 
guel Estanislao  Soler.  "Mi  amigo  del  alma,  le  dice,  ya 
no  sé  con  qué  palabras  he  de  hablar  á  los  hombres.  Algún 
demonio  se  ha  metido  en  esta  casa.  Rondeau  renuncia; 
French  y  usted  renuncian;  Artigas  renunció  y  nos  des- 
trozó 500  hombres.  Los  oficiales  que  ha  hecho  prisioneros 
me  escriben  que  los  he  sacrificado  estérilmente,  porque 
la  causa  de  Artigas  es  justa.  Belgrano  renunció,  y  está 
enojado.  San  Martín  dice  que  á  su  mayor  enemigo  no  le 
desea  aquel  puesto.  Díaz  Vélez  ha  renunciado  y  está  eno- 
jado. ¿No  es  esto  cosa  de  locos?  ¿Se  puede  así  marchar  á 
ninguna  empresa?  " 

¡Los  oficiales  prisioneros  proclaman  que  la  causa  do 
Artigas  es  justa!  Convengamos  en  que  esta  declaración 
no  carece  de  interés,  por  más  que  sepamos,  mejor  que  los 
oficiales  prisioneros,  lo  que  es  la  causa  de  Artigas. 

A  pesar  de  todo  esto,  Posadas  tuvo  que  ser  el  aérente 
de  ese  demonio  que  él  sospechaba  alojado  en  la  Casa  de 
Gobierno  de  Ruónos  Aires. 


294 


El  fué  el  encargado  de  dictar  la  sentencia  de  muerte 
contra  ios  vencedores  de  Las  Piedras,  raptores  del  fuego 
sacro;  contra  ese  Artigas,  cuya  causa  era  justa.  La  sen- 
tencia es  hermosa  por  lo  implacable,  sentencia  de  vam- 
piro. Aunque  todas  las  olas  del  mar,  convertidas  en  san- 
gre, corrieran  por  las  arterias  de  Artigas,  no  tendría  éste 
sangre  bastante  para  aplacar  la  sed  de  esa  sentencia. 

Vosotros  sabéis,  mis  queridos  artistas,  que  la  magnitud 
de  un  hombre  se  juzga,  tanto  por  los  que  lo  aman,  como 
por  los  que  lo  aborrecen:  juzgad  del  tamaño  de  Artigas 
por  el  odio  de  su  sentencia  de  muerte. 

Comienza  ésta  por  un  largo  preámbulo,  en  que  la  adul- 
teración de  los  hechos  notorios  llega  á  un  grado  tal  de 
candor,  que  hace  pensar  en  la  cólera  de  un  niño  felino. 

¿Recordáis,  amigos  míos,  aquel  sereno  capitán  de  Blan- 
dengues, grado  equivalente  al  de  general  en  el  gobierno 
colonial,  que  os  hice  conocer  al  principio  y  que  había  sido 
indicado  por  Moreno  como  el  hombre  necesario,  por  sus 
talentos  y  prestigios,  para  levantar  el  pueblo  oriental  y 
adherirlo  á  la  revolución  de  Mayo?  ¿Lo  recordáis  en 
la  Calera  de  las  Huérfanas  y  en  la  batalla  de  Las  Pie- 
dras, en  que  salvó  á  Buenos  Aires  y  á  la  revolución?  Pues 
ese  capitán,  jefe  de  los  orientales,  es,  en  ese  preámbulo,  un 
' '  humilde  y  prófugo  teniente,  que  vino  á  implorar  el  so- 
corro de  Buenos  Aires  en  los  comienzos  de  la  revolución  "; 
él  es  un  injusto  agresor  de  los  portugueses,  cuando  defen- 
día contra  éstos  á  su  pueblo,  y  Buenos  Aires,  llamándolo 
General  Artigas,  apoyaba  su  conducta;  él  es  un  desobe- 
diente á  Sarratea,  al  buen  Sarratea.  cuando,  unido  á  Hon- 
dean, lo  obligó  á  separarse  del  sitio;  es,  por  fin,  un  sospe- 
choso de  connivencias  con  el  gobierno  español 

Y  por  todo  eso,  el  señor  Posadas  decreta : 


KL   PENSAMIENTO   DE   ARTIGAS  295 

"1.°  Se  declara  á  don  José  Artigas  infame,  privado  de 
sus  empleos,  fuera  de  la  ley  y  enemigo  de  la  patria. 

'  '2.°  Como  traidor  á  la  patria,  será  perseguido  y  muerto 
en  caso  de  resistencia. 

"3.°  Es  un  deber  de  todos  los  pueblos  y  las  justicias,  de 
los  comandantes  militares  y  de  los  ciudadanos  de  las  pro- 
vincias unidas,  el  perseguir  al  traidor  por  todos  los  medios 
posibles.  Cualquier  auxilio  que  se  le  dé  voluntariamente 
será  considerado  como  crimen  de  alta  traición.  Se  recom- 
pensará con  seis  mil  pesos  al  que  entregue  la  persona  de 
don  José  Artigas,  vivo  ó  muerto. 

"4.°  Los  comandantes,  oficiales,  sargentos  y  soldados 
que  sigan  al  traidor  Artigas,  conservarán  sus  empleos  y 
optarán  á  los  ascensos  y  sueldos  vencidos,  toda  vez  que  se 
presenten  al  general  del  ejército  sitiador  ó  á  los  coman- 
dantes y  justicias  de  las  dependencias  de  mi  mando,  en  el 
término  de  40  días,  contados  desde  la  publicación  del  pre- 
sente decreto. 

'  '5.°  Los  que  continúen  en  su  obstinación  y  rebeldía  des- 
pués del  término  fijado,  son  declarados  traidores  y  enemi- 
gos de  la  patria.  De  consiguiente,  los  que  sean  aprehendi- 
dos con  armas,  serán  juzgados  por  una  comisión  militar,  y 
fusilados  dentro  de  las  24  horas." 

Todo  eso  está  firmado  por  el  muy  bonachón  del  señor 
Posadas;  pero  éste  no  fué  su  autor;  él  así  lo  dice,  y  yo 
se  lo  creo  á  pie  juntillas. 

Imagínese  todo  el  rencor  y  el  odio  comprimido  que  es- 
taba depositado  contra  el  héroe  oriental  y  su  pueblo,  en  el 
fondo  de  las  almas  que  dictaron  eso,  y  el  destino  que  le 
hubiera  cabido  si  penetra  con  Alvear  en  Montevideo,  dis- 
persando su  ejército.  No  podía  ser  ese  un  odio  reciente; 
los  cachorros  no  rugen  así ;  era  un  odio  y  un  rencor  muy 


296  ARTIGAS 


viejos,  muy  profundos:  rugido  de  fiera  anciana;  de  tigre 
octogenario,  muchas  veces  secular  quizá,  y  que  ruge  en 
lengua  extranjera.  Los  tigres  americanos  no  tienen  tam- 
poco esa  voz. 


Artigas  es,  pues,  un  ajusticiado,  privado  del  agua  y  del 
fuego ;  su  cabeza  puesta  está  á  precio.  El  pueblo  oriental 
queda  emplazado  por  cuarenta  días.  Si  en  este  término  no 
se  presenta  desarmado  ante  su  severo  protector,  será  fusi- 
lado á  las  24  horas.  Será  recompensado  si  se  presenta :  se 
le  dará  un  buen  premio,  empleos,  ascensos  y  sueldos  de- 
vengados. 

¡Los  sueldos  de  los  soldados  orientales,  que,  muriendo, 
nos  dieron  patria! 

¡  Oh  amigos,  amigos  artistas !  No  os  imagináis  lo  que  me 
conmueve  pensar  en  eso.  ¡  Si  sintierais  lo  que  yo,  al  pensar 
en  los  sueldos  de  esos  pobres  ajusticiados  que  siguen  á 
Artigas ! 

Son  ahora  tres  mil  hombres;  después  serán  ocho  mil,  y 
todos  morirán  por  la  patria. 

¡  Sus  sueldos !  ¿,  Recordáis  aquel  ataúd,  descomunal  por 
lo  grande,  que  quería  Enrique  Heine  para  enterrar  su 
amor  y  sus  infortunios?  Imaginad  ahora  vosotros  el  mo- 
numento que  tendríais  que  fundir,  si  tuvierais  que  em- 
plear en  él  todo  el  oro  que  no  pagamos  á  los  soldados  de 
Artigas ! 

Esos  soldados  no  tenían  sueldo  como  los  tenían  los  sol- 
dados de  Washington;  ya  lo  veréis  más  adelante.  Artigas 
no  tuvo  sueldos;  vivió  muy  pobre;  murió  muy  pobre;  lo 
enterraron  de  limosna. 

Nó:  el  pueblo  oriental  no  fué  á  buscar  sus  sueldos  á 
Buenos  Aires.  Amó  más  que  nunca  á  Artigas;  su  amor 


EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS  297 


se  transformo  en  culto,  y  se  resolvió  á  morir  con  él.  Nadie 
lia  sido  más  odiado  ni  más  amado  que  ese  hombre. 

Para  él  está  escrita,  amigos  artistas  italianos,  no  para 
Bonaparte,  la  estrofa  marmórea  de  vuestro  Manzoni: 

Segno  d'inmensa  invidia, 
E  di  pietá  profonda; 
D'inestinguibil  odio, 
E  d'indomato  amor. 


CONFERENCIA  XII 


EL  TRIUNFADOR  EN  MONTEVIDEO 


La  revolución  en  Chile.  —  José  Miguel  Carrera  y  Juan  Martínez 
de  Rosas.  —  O'Higgins  y  Macke&a.  —  Los  tratados  de  Lircny.  — 
Carrera  y  O'Higgins.  —  Caída  de  Chile  en  Rancagaa.  —  San 
Martín.  —  Chaeabuco.  —  Carrera  errante  por  el  mundo.  ■ —  La 
continuación  del  sitio  de  Montevideo.  —  Brown.  —  Montevideo 
estrangulado.  —  Capitulación  de  la  plaza.  —  Aparición  de  Al- 
vear  como  libertador.  —  ¿Artigas  en  el  séquito  de  Alvear? 


Amigos: 

Tengo  mucho  interés,  ahora  más  que  nunca,  en  que  os 
deis  cuenta  bien  exacta  de  la  existencia  de  estas  dos  na- 
ciones de  lengua  española,  que  han  nacido  á  ambos  lados 
de  la  profunda  cuenca  del  Uruguay  y  el  Plata:  la  occi- 
dental y  la  oriental;  la  inmensa  región  andina  que  se 
extiende  de  los  Andes  hasta  aquella  gran  cuenca  hidro- 
gráfica, y  la  nación  atlántica,  mucho  menor  que  aquella 
territorialmente,  que  va  del  lecho  de  los  grandes  ríos  al 
océano. 

Ambas  tienen  sus  metrópolis  como  sabemos :  Montevideo 
y  Buenos  Aires. 


300 


Buenos  Aires  está  en  poder  de  su  dueño,  si  bien  á  nom- 
bre de  Fernando  VII,  desde  el  25  de  Mayo  de  1810 ;  Mon- 
tevideo va  á  estarlo,  por  fin,  á  nombre  propio,  muy  pronto. 

Artigas,  el  ajusticiado,  tomará  en  breve  posesión  de 
la  plaza,  y  coronará  en  ella  á  la  heredera  legítima  que 
lia  robado;  á  la  sola  soberana  que  él  ha  reconocido  y 
salvado:  la  democracia  americana  independiente. 

Ambas  tendrán  que  continuar  la  'lucha  por  la  indepen- 
dencia, sin  embargo ;  Buenos  Aires  contra  el  español,  que 
insiste  en  decirse  su  señor  natural,  y  que,  partiendo  de 
Lima,  su  gran  sede  colonial,  bajará  por  los  contrafuertes 
de  los  Andes  en  dirección  al  Plata ;  Montevideo,  una  vez 
desalojado  el  español,  tendrá  que  luchar  contra  el  portu- 
gués, que  también  se  cree  su  dueño,  y  que  vendrá  de 
Río  Janeiro,  su  sede  real  en  la  región  atlántica. 

El  pueblo  argentino  occidental  se  cubrirá  de  gloria  en 
el  Norte,  á  pesar  de  los  desastres  que  acaba  de  experimen- 
tar en  Vilcapugio  y  Ayohuma,  y  del  que  sufrirá  en  Sipe- 
Sipe ;  cruzará  los  Andes,  y  pasará  á  Chile  con  San  Martín ; 
recogerá  los  laureles  de  Maipú,  y,  coronado  con  ellos,  dará 
cima,  á  la  campaña  del  Perú,  donde  se  encontrarán  los  dos 
héroes  andinos:  San  Martín  y  Bolívar. 

El  pueblo  argentino  oriental  emulará  esas  glorias  del 
occidental  en  su  lucha  con  el  portugués.  Pero  no  encontrará 
á  Bolívar :  luchará  solo,  y  caerá  sacrificado  á  la  traición  y 
el  número;  pero  salvando  el  germen  de  la  futura  patria. 

Dentro  de  esa  guerra  contra  el  enemigo  exterior,  es- 
pañol el  uno,  portugués  el  otro,  va  á  empeñarse  la  lucha 
entre  el  gobierno  de  Buenos  Aires  y  toda  la  Provincia 
Oriental,  lucha  provocada  no  tanto  por  la  estupenda  con- 
denación á  muerte  de  Artigas  y  de  todo  su  pueblo,  cuanto 
por  el  antagonismo  fundamental  que  representan  Artigas 
y  el  Directorio  de  Buenos  Aires :  es  la  lucha  de  la  fe  contra 


EL   TRIUNFADOR    EN   MONTEVIDEO  301 

el  escepticismo,  la  de  la  democracia  republicana,  la  verda- 
dera independencia,  contra  la  monarquía. 

Artigas  acudirá  en  apoyo  del  pueblo  argentino  occi- 
dental, que  es  también  víctima  del  gobierno  que  manda  en 
su  metrópoli.  Éste  llamará  en  su  auxilio,  contra  Artigas. 
al  enemigo  portugués,  al  que  estimulará  á  la  conquista  del 
Uruguay,  haciéndolo  ejecutor  de  la  sentencia  de  muerte 
dictada  contra  el  pueblo  oriental,  que  él  no  puede  ejecutar. 

Esc  es  el  problema  que  vais  á  ver  planteado,  amigos 
míos. 

Ya  estáis  vosotros  plenamente  aleccionados  para  no  con- 
fundir, como  otros  lo  han  hecho,  esa  lucha  por  la  vida 
propia  y  por  la  democracia  argentina,  que  empeña  el  pue- 
blo oriental  contra  el  Directorio  de  Buenos  Aires,  con 
otras  luchas  que  estallaron  en  el  seno  de  la  revolución 
americana,  y  que  son  guerras  intestinas. 

Quiero  haceros  conocer  someramente,  sin  embargo,  para 
que  veáis  íntegro  el  cuadro  de  la  revolución  de  América, 
y  porque  se  vincula  á  la  vida  de  Artigas,  la  independencia 
y  la  lucha  interna  de  Chile. 


La  revolución  tiene  allí  el  mismo  origen  que  en  Bue- 
nos Aires:  formación  de  Juntas  de  Gobierno  para  cus- 
todiar los  derechos  de  Fernando  VII.  Como  en  Buenos 
Aires,  se  desata  allí  la  guerra  interna,  provocada  por  las 
ambiciones  de  los  hombres:  José  Miguel  Carrera  lucha 
con  Juan  Martínez  de  Rosas,  proceres  ambos  chilenos. 
El  primero  predomina  al  fin,  y  dirige  la  guerra  contra 
España,  que,  de.ide  el  Perú,  envía  sus  ejércitos  por  el 
océano  Pacífico,  y  los  desembarca  en  el  Sur  del  territorio 
chileno,  de  donde  emprenden  su  marcha  hacia  Santiago. 

Carrera,  después  de  breve  resistencia,  es  depuesto  por 


302 


sus  compatriotas,  y  tomado  prisionero  por  las  españoles. 
Lo  suceden  O'Higgins  y  Mackena  en  el  mando  del  ejér- 
cito; pero  éstos,  cuando  esperan  la  victoria  de  sus  armas 
sobre  Gainza,  el  jefe  español,  reciben  orden  de  cesar  en 
las  hostilidades.  Se  han  celebrado  los  tratados  de  Lircay, 
(Mayo  de  1814)  en  que  Chile,  bajo  ciertas  condiciones, 
reconoce  su  dependencia  del  rey  de  España.  —  Aquí  tam- 
bién interviene  el  representante  inglés,  Hillyar. 

José  Miguel  Carrera,  fugado  de  su  prisión,  reaparece 
de  nuevo  en  Santiago,  y  promueve  allí  otra  revolución; 
depone  al  gobierno,  y  él  mismo  se  coloca  á  su  cabeza: 
es  la  guerra  civil.  El  bando  caído  llama  á  O'Higgins. — 
Éste  combate  con  Carrera  y  es  vencido.  Cuando  se  pre- 
para á  renovar  la  batalla,  sabe  que  España  desaprueba 
los  tratados  de  Lircay,  y  envía  un  nuevo  ejército  al  mando 
de  Osorio,  para  restablecer  su  autoridad  sin  condiciones. 
Carrera  y  O'Higgins  marchan  entonces  unidos  contra  el 
enemigo  común,  á  las  órdenes  del  primero.  Pero  la  recon- 
ciliación no  es  sincera  por  ambas  partes.  O'Higgins,  si- 
tiado en  Rancagua,  hace  una  resistencia  homérica.  Es- 
pera á  Carrera,  que  debe  venir  en  su  auxilio;  lo  ve  acer- 
carse por  el  Norte ;  pero  luego  advierte,  con  asombro,  que 
Carrera  se  retira,  y  que  deja  caer  muerta  á  Rancagua. 

Muerta,  sobre  el  glorioso  escudo.  De  su  dos  mil  defen- 
sores, sólo  quedan  trescientos,  que  se  abren  paso  con  el  filo 
de  sus  sables  entre  las  compactas  líneas  sitiadoras,  con 
O'Higgins  resplandeciente  á  la  cabeza. 

Chile  cae  de  nuevo  en  poder  de  España  (Octubre 
de  1814). 

Dos  años  después,  (Enero  de  1817)  descenderá  San 
Martín  de  los  Andes,  precedido  por  los  guerrilleros  chi- 
lenos, de  que  es  tipo  y  ejemplar  el  bizarro  Manuel  Ro- 
dríguez, y  comenzará  en   Chacabuco  la  libertad  definí- 


EL   TRIUNFADOR   EN    MONTEVIDEO  303 

tiva  de  aquel  heroico  pueblo Pero  estamos  hablaudo 

de  la  guerra  intestina. 

José  Miguel  Carrera  no  tomará  parte  en  el  acto  final 
de  la  libertad  de  su  patria:  O'Higgins,  el  compañero  de 
San  Martín,  el  soldado  de  Chacabuco  y  de  Maipú,  pre- 
dominará allí  á  título  de  gloria. 

Aquél,  después  de  abandonar  á  su  rival  en  Rancagua, 
traspuso,  fugitivo  como  él,  la  cordillera  de  los  Andes,  y 
se  embarcó  en  Buenos  Aires  para  los  Estados  Unidos, 
en  busca  de  recursos  con  que  volver  como  libertador  á 
su  tierra.  Los  obtuvo,  y  llegó  con  ellos  á  Buenos  Aires, 
donde  esperaba  completarlos  con  los  emigrados  chile- 
nos, sus  parciales,  que  allí  lo  esperaban.  Entre  éstos  esta- 
ban sus  dos  hermanos,  Juan  José  y  Luis.  Esos  recursos, 
unidos  á  los  de  San  Martín,  hubieran  sido  fecundos ;  pero 
ni  Carrera  quería  ofrecer  á  San  Martín  la  gloria  de  liber- 
tar á  su  patria,  ni  Buenos  Aires  á  Carrera  la  ocasión  de 
entrar  en  ella,  donde  podía  reanudar  la  lucha  civil.  El 
gobierno  de  Buenos  Aires  desbarató  con  toda  energía  la 
expedición  de  Carrera:  fueron  San  Martín  y  O'Hig- 
gins quienes  vencieron  en  Chacabuco,  y  quienes  pene- 
traron vencedores  en  Santiago. 

Los  Carreras  se  sintieron  heridos  en  el  corazón.  Los 
dos  hermanos  de  José  Miguel  parten  entonces  de  incóg- 
nito para  Chile,  con  el  ánimo  de  derrocar  el  gobierno 
de  los  vencedores.  Son  apresados  en  Mendoza,  y  fusilados 
el  8  de  Abril  de  1818.  Primer  acto  de  una  tragedia  llem 
de  noche. 

Un  mes  más  tarde,  estalla  en  Santiago  un  motín  popu- 
lar contra.  O'Higgins,  para  provocar  un  cambio  de  go- 
bierno. Lo  acaudilla,  entre  otros,  Manuel  Rodríguez,  el 
animoso  precursor  inmediato  de  San  Martín.  El  motín 
es  sofocado;  preso  el  impertérrito  Rodríguez,  es  asesinado 


304 


por  sus  guardias  en  Tiltil,  al  ser  conducido  de  Santiago 
á  Quillota. 

Quedaba  don  José  Miguel  confinado  en  Montevideo 
por  Buenos  Aires.  Convencido  de  que  la  muerte  de  sus 
hermanos  es  la  obra  de  la  logia  Lautaro,  la  misma  que 
ha  condenado  á  muerte  á  Artigas,  cobra  todo  el  aspecto 
de  un  arcángel  vengador. 

Porque  Carrera  era,  sin  duda,  de  los  seres  ígneos,  de 
agilidad  fulgurante:  era  legión.  Cree  que  Artigas  es  su 
hermano;  busca  su  alianza.  No  le  había  mirado  á  los 
ojos,  sin  duda  alguna;  Artigas  no  es  venganza,  no  es 
impulso  determinado  por  causas  exteriores;  es  un  silen- 
cio grande,  el  único  grande,  ya  os  lo  dije  al  principio. 

Artigas  no  tiene  por  qué  ni  para  qué  acudir  al  grito 
de  aquel  inflamado  dragón  'alado,  que  pasa  por  el  aire 
como  un  meteoro :  nada  tiene  de  común  con  él. 

Pues  si  no  es  su  hermano,  será  su  enemigo.  Carrera 
concita  contra  Artigas  á  los  caudillos  argentinos  que  lo 
aclamaban  y  obedecían;  pero  después  de  contribuir  á 
la  caída  del  héroe  oriental,  no  consigue  que  aquéllos  lo 
sigan:  el  arcángel  se  queda  sólo,  siniestro,  envuelto  en 
sus  alas  membranosas  crepusculares,  sentado  en  el  de- 
sierto, en  la  Pampa.  La  desesperación  se  sienta  á  su  lado. 
Allí  se  le  aparecen  los  indios  salvajes,  y  él  los  llama  con 
el  dictado  de  hermanos,  con  el  nombre  de  esperanza.  Co- 
mienza, con  ese  concurso,  una  guerra  caótica,  buscándose 
paso  hasta  Chile.  Es  vencido  por  el  gobernador  de  Men- 
doza. Es  fusilado  en  el  mismo  sitio  en  que,  tres  años  an- 
tes, lo  habían  sido  sus  hermanos.  Es  un  trágico  personaje 
este  hombre.  Tiene  hoy  su  estatua  de  bronce  en  Santiago. 
O  'Higgins  ha  sido  el  matador  de  Carrera  y  sus  hermanos. 
San  Martín,  coautor  de  esa  tragedia,  que  reviste  caracteres 
siniestros.  O 'Higgins  hace  pagar  al  anciano  padre  de  los 


EL   TRIUNFADOR    EN   MONTEVIDEO  305 

Carreras  las  balas  con  que  han  sido  fusilados  sus  hijos; 
el  anciano  paga  y  muere  en  seguida;  las  familias  de  los 
muertos  son  perseguidas.  ¡  Sombras  peregrinantes  en  la 
noche  de  la  historia! 

O'Higgins  gobierna  en  Chile  durante  seis  años;  pero 
al  fin,  una  nueva  revolución  se  alza  contra  él.  La  acau- 
dilla Freiré,  el  general  más  glorioso  de  su  tierra,  des- 
pués de  O'Higgins.  Éste  abdica.  Su  abdicación  es  el  oro 
de  su  gloria. 

En  la  capital  de  Chile,  mis  amigos  artistas,  tiene  hoy 
O'Higgins  su  monumento  de  granito  y  bronce:  el  héroe, 
á  caballo,  salta  las  murallas  de  Rancagua.  Muy  cerca  de 
éste,  se  levanta  el  de  Freiré,  sereno  y  noble.  Cerca  de 
ambos  está  José  Miguel  Carrera,  cubierto  con  su  dólman 
de  húsar,  que,  como  un  ala  rota,  le  cuelga  del  hombro; 
José  Miguel  Carrera,  el  fusilado  en  Mendoza.  Ahora  acaba 
de  levantarse  la  estatua  de  Manuel  Rodríguez,  el  asesinado 
en  Tiltil. 

Por  todas  partes  la  apoteosis  de  los  ajusticiados. 

Todos  esos  fueron  chilenos,  que  lucharon  entre  sí,  sin 
dejar  de  luchar  por  la  patria  común. 

¡José  Miguel  Carrera!...  Su  delito  podía  acaso  defi- 
nirse: quería,  en  primer  lugar,  la  libertad  de  Chile  bajo 
su  dominio ;  y,  en  segundo  lugar,  la  libertad  de  Chile. 

Os  he  narrado  esos  hechos,  porque  quiero  haceros  medi- 
tar, amigos  artistas,  sobre  la  diferencia  fundamental  y  la 
distancia  inconmensurable  que  media^  entre  esas  guerras 
intestinas  —  análogas  á  muchas  otras  de  la  independen- 
cia americana  —  y  la  que  acaba  de  declarar  Buenos 
Aires  al  Jefe  de  los  Orientales. 

Allá,  en  Chile,  no  luchaba  ningún  chileno  contra  San 
Martín  en  defensa  de  la  persona  de  la  patria ;  tampoco 

20.  Artigas.— I. 


306 


batalló  nadie  contra  él,  en  defensa  del  pueblo  chileno 
al  darse  su  forma  de  gobierno:  San  Martín  fué  un  con- 
quistador de  Chile  contra  los  españoles,  no  contra  los 
chilenos.  Hoy  San  Martín  tiene  también  su  estatua  en 
Santiago. 

El  general  argentino  sintió,  al  cruzar  las  altas  cum- 
bres de  los  Andes,  que  allí  atravesaba  una  frontera;  no 
pretendió  borrarla  con  su  espada.  No  lo  hubiera  conse- 
guido tampoco,  porque  los  chilenos,  como  los  orientales, 
tenían  también  la  suya.  Es  O'Higgins,  jefe  de  los  chi- 
lenos, pero  incomparablemente  menos  representativo  que 
Artigas,  como  jefe  de  los  orientales,  es  O'Higgins  el  que 
queda  designado  como  director  supremo  del  estado,  tras 
la  expulsión  de  España.  San  Martín  hará  otro  tanto  en 
el  Perú,  aunque  no  encuentre  allí  un  indiseutido  jefe  do 
los  peruanos. 

Cuando,  acompañado  del  almirante  Cochrane  y  del 
szeneral  Las  Heras,  desembarque  en  el  Perú,  á  la  cabeza 
del  ejército  libertador,  se  dirigirá  á  sus  soldados  y  les 
dirá:  "Ya  hemos  llegado  al  lugar  de  nuestro  destino,  y 
sólo  falta  que  el  valor  consume  la  obra  de  la  constancia. 
Pero  acordaos  de  que  vuestro  deber  es  consolar  á  Amé- 
rica, y  que  no  venimos  á  hacer  conquistas,  sino  á  libertar 
á  los  pueblos  que  han  gemido  trescientos  años  bajo  tan 
bárbaro  derecho.  Los  peruanos  son  nuestros  hermanos  y 
amigos;  abrazadlos  como  tales;  respetad  sus  derechos, 
como  respetasteis  los  de  los  chilenos  después  de  la  ba- 
talla de  Chacabuco." 

¿Por  qué  no  se  procedió  así  con  los  orientales  y  con 
Artigas,  el  del  levantamiento-  en  masa,  el  del  éxodo,  el  de 
Las  Piedras?  La  cuenca  del  Uruguay  y  el  Plata  no  es, 
como  lo  sabéis,  una  divisoria  menos  profunda  que  la  del 
divortium  aquarum  de  los  Andes;  esas  honduras  hidro- 


EL   TRIUNFADOR   EN    MONTEVIDEO  307 

grá ticas  son  montañas  invertidas.  El  pueblo  oriental,  por 
otra  parte,  no  había  hecho  menos  esfuerzos  que  el  de 
Chile  ó  el  del  Perú  por  su  propia  libertad.  La  patria  os 
68  deudora  de  las  glorias  que  más  la  honran,  había  dicho 
Buenos  Aires  á  ese  pueblo  después  de  Las  Piedras.  No  le 
¡c  reconoció,  sin  embargo,  el  derecho  á  ser  persona;  tenía 
que  someterse  ó  morir. 

¿Sentís,  amigos  artistas,  la  enorme  diferencia  entre  Ar- 
tigas por  un  lado,  y  Carrera.  O'IIiggins.  Freiré,  Manuel 
Rodríguez  I 

Jamás  tendré  por  hombre  discreto  á  quien  llame  lucha 
intestina,  y  no  rechazo  de  un  opresor  injusto,  la  que  Ar- 
tigas sostendrá  contra  Buenos  Aires. 

Vamos  á  ella,  que  ya  nos  urge. 


II 


Las  tentativas  de  arreglo  intentadas  por  Vigodet  con 
Artigas  y  Otorgues  han  fracasado.  El  español  se  ha  con- 
vencido de  que  lo  que  conduce  á  Artigas  no  es  la  ambición 
de  mando,  ni  de  riquezas,  ni  de  honores.  En  la  última  de 
<-sas  tentativas,  Artigas  propuso  un  arreglo  con  la  plaza, 
p  ro  sobre  la  base  siguiente,  que,  como  es  de  presumirse, 
escandalizó  á  los  realistas:  renuncia  á  la  sumisión  al  rey; 
formación  de  un  Congreso  independiente,  separado  le 
España  y  de  Buenos  Aires. 

Pero  Montevideo  conserva  aún  el  dominio  del  mar  y 
de  los  ríos.  Es  preciso  arrebatarle  ese  último  recurso.  El 
Qobierno  de  Buenos  Aires  arma  una  escuadrilla;  monta 
»m  ella  el  viejo  Brown,  <']  marino  irlandés  don  Gui- 
llermo Brown,  un  nobilísimo  caballero  del  mar,  un  her- 
mano del  viento  que  sopla  las  olas.  Es  capaz  de  arrancar 


ARTIGAS 


con  los  dientes  la  espoleta  inflamada  de  una  bomba  na- 
vegante, el  torpedo  primitivo,  que  llevaba  la  corriente. 
Creo  que  alguna  vez  hizo  algo  parecido  ese  impertérrito 
domador  de  olas  y  de  fuego.  Apuntaba  los  cañones  con  la 
pipa  en  la  boca,  y  encendía  la  mecha,  Sus  maniobras  eran 
simple  preparación  del  abordaje.  Después  de  su  gran 
victoria,  del  Buceo,  escribía  á  su  gobierno,  sonriendo  con 
su  flema  irlandesa,  que  "como  los  españoles  se  habían 
propuesto  cortar  el  pescuezo,  nada  menos,  á  todos  los  que 
estaban  en  la  escuadra,  la  tripulación  había  sido  armada 
con  largos  cuchillos."  Si  Brown  no  hubiera  nacido  irlan- 
dés, hubiera  sido  gaucho  marítimo.  Las  balas  enemigas 
le  rompieron  una  pierna,  y  él  no  dejó  caer  la  pipa  de  la 
boca,  y  siguió  mandando  el  combate,  tendido  en  el 
puente  del  "  Hércules  ",  sobre  un  colchón. 

Era  mucho  hombre  aquel  viejo  almirante,  hermano  de 
Nelson.  Porque  Brown  era  todo  un  almirante,  un  marino 
genial,  con  su  cara  mofletuda,  sus  cabellos  rojos,  sus 
labios  finos  y  sus  pequeños  ojos  encendidos  y  penetran- 
tes. Era  mucho  hombre  aquel  viejo  lobo  marino.  Cuando 
algunos  años  después,  durante  la  guerra  civil,  sitia  con 
su  escuadra  á  Montevideo,  sabe  que  en  la  plaza  sitiada 
ha  muerto  el  general  Martín  Rodríguez,  procer  de  la 
independencia,  y  hace  poner  á  media  asta  la  bandera  de 
los  buques,  para  que  lloren  la  muerte  de  su  glorioso  ad- 
versario. 


La  escuadra  española  fué  destruida  por  Brown,  com- 
pletamente destruida. 

Montevideo,  que  había  sufrido  penurias  indecibles,  ham- 
bre, peste,  angustias  mortales,  quedó  estrangulado:  la 
tierra  y  el  mar  se  daban  las  manos,  se  ceñían  á  su  lomo 


EL   TRIUNFADOR   EN    MONTEVIDEO  309 

de  granito,  y  le  hacían  erugir  los  huesos.  Los  ojos  se  le 
saltaban  de  las  órbitas  como  á  un  ahorcado. 

Rondeau,  el  general  sitiador,  el  vencedor  del  Cerrito, 
iba,  pues,  á  recoger  solo  la  gloria  de  la  jornada,  iba  á 
entrar  en  la  plaza  sin  el  vencedor  de  Las  Piedras,  sin  el 
pueblo  oriental,  que  estaba  condenado  á  muerte.  La  vic- 
toria definitiva  de  Brown  frente  á  Montevideo  tuvo 
lugar  el  14  de  Mayo  de  1814;  el  18,  el  almirante  vence- 
dor recibía  de  Vigodet  la  proposición  de  un  armisticio, 
que  aquél  transmitía  á  Buenos  Aires. 

Y  el  mismo  día  18,  como  caído  de  las  nubes,  aparecía 
en  aquel  teatro,  con  un  ejército  de  1.500  hombres,  el 
conquistador  que  ya  os  he  anunciado,  el  joven  coronel 
don  Carlos  M.  de  Alvear.  Venía  á  reforzar  el  asedio,  y  á, 
sustituir  á  Rondeau.  Lo  enviaba  el  señor  de  Posadas,  di- 
rector supremo  del  Estado,  á  recoger  los  laureles  del  largo 
sitio.  Rondeau  fué  destinado  al  ejército  del  Perú. 

Un  mes  después,  el  21  de  Junio,  capitulaba  Monte- 
video, y  se  entregaba  al  coronel  Alvear  que,  por  ese 
tiempo,  era  promovido  á  brigadier,  y  declarado  con  los 
suyos  "Benemérito  de  la  patria  en  grado  heroico."  — 
Así  decía  la  medalla  acuñada  al  efecto. 

i  Cuántas  cosas  raras  se  hace  decir  al  bronce! 

No  sólo  eso  tenía  reservado  el  señor  Posadas  para  su 
sobrino ;  le  quedaba  aún  el  poder  supremo,  y  éste  era  tam- 
bién para  el  afortunado  joven.  Seis  meses  después,  el  9  de 
Enero  de  1815.  se  lo  entregó.  Alvear,  después  de  su  en- 
trada en  Montevideo,  se  hizo  nombrar  de  nuevo  sustituto 
de  Rondeau  en  el  mando  del  ejército  del  Perú.  Fué  á 
buscar  su  nuevo  cargo,  en  el  que  creía  disputar  á  San 
Martín  su  futura  gloria.  Pero  Rondeau  ya  estaba  conven- 
cido de  que  Artigas  había  tenido  razón,  como  ya  lo  está 
el   mismo  Posadas.  Rondeau  y  su  ejército  se  rebelaron 


310  ARTIGAS 


contra  el  gobierno,  rechazaron  á  Alvear,  y  éste  tuvo  que 
volverse  á  Buenos  Aires.  Fué  entonces  cuando,  por  in- 
fluencias de  la  logia  Lautaro,  subió  el  brigadier  Alvear 
á  la  cumbre  del  poder  supremo.  Quince  días  después  de 
su  elevación,  firmaba,  con  la  mayoría  de  su  Consejo  de 
Estado,  dos  notas  en  que  ponía  las  Provincias  Unidas  del 
Río  de  la  Plata  á  disposición  del  gobierno  inglés,  pidién- 
dole que  las  salvara,  á  pesar  suyo,  de  la  perdición  á  que 
marchaban.  En  esas  notas,  dirigidas  al  Ministro  de  la 
Gran  Bretaña,  Alvear  declaraba  á  las  Provincias  Unidas 
inhábiles  para  gobernarse  por  sí  mismas.  "Estas  Provin- 
cias, decía  el  conquistador  de  Montevideo,  el  rival  reful- 
gente del  traidor  Artigas,  desean  pertenecer  á  la  Gran 
Bretaña,  recibir  sus  leyes,  obedecer  su  gobierno.  Ellas 
se  abandonan,  sin  condición  alguna,  á  la  generosidad  y 
buena  fe  del  pueblo  inglés,  y  yo,  estoy  resuelto  á  sostener 
tan  justa  solicitud."  Más  adelante  recordaba  á  Ingla- 
terra, que  ella,  la  protectora  de  la  libertad  de  los  negros 
de  África,  no  debía  dejar  entregados  á  su  propia  suerte 
á  los  pueblos  del  Plata,  que  se  arrojaban  en  sus  brazos 
generosos.  Y  terminaba  diciendo:  "Es  necesario  que  se 
aprovechen  los  momentos;  que  vengan  tropas  para  impo- 
nerse á  los  genios  díscolos,  y  un  jefe  plenamente  autori- 
zado, que  dé  al  país  las  fórmulas  que  sean  del  beneplá- 
cito del  rey  y  de  la  nación." 

¡  Oh,  Washington!  ¡Bolívar!  ¡Oh.  Artigas,  bárbaro  Ar- 
tigas! 

Al  mismo  tiempo.  Rivadavia  y  Belgrano  y  Sarratea. 
vagaban  por  Europa,  enviados  por  Buenos  Aires,  en 
busca  de  un  príncipe  para  el  Río  de  la  Plata.  Carlos  IV, 
padre  de  Fernando  VII,  debía  ser.  como  sabéis,  el  rey 
de  la  monarquía  platense  y  del  Perú  y  Chile;  después 
había  de  ser  don  Francisco  de  Paula,  hermano  de  Fer- 


EL   TRIUNFADOR    EN   MONTEVIDEO  311 

nanclo;  después  otros,  y  otros  más;  cualquiera  que  fuese 
de  sangre  real.  Si  vierais,  amigos  artistas,  que  triste  fué 
la  odisea  diplomática  de  esos  proceres  del  25  de  Mayo 
de  1810!...  Todo  fué  inútil:  corrían  los  años  14  y  15; 
Napoleón  había  caído  en  Waterloo.  Inglaterra  y  España 
eran  amigas;  el  Congreso  de  Viena  restauraba  la  legiti- 
midad ;  Fernando  VII  era  el  único  dueño  de  América, 
á  justo  título;  la  Santa  Alianza 

No  hablemos  más  de  eso  por  ahora ;  es  muy  largo  y  de- 
plorable; miradlo  y  pasad,  amigos  míos.  Y  si  quisierais 
imponeros  de  algo  más,  sabed,  si  es  que  ya  no  lo  sabéis 
por  presunción,  que,  entre  las  instrucciones  dadas  por 
Alvear  á  García,  su  embajador  en  Río  Janeiro,  estaba  la 
de  gestionar  allí  la  ocupación  de  la  Banda  oriental  por 
los  portugueses,  á  fin  de  deshacerse  de  Artigas  y  de  los 
orientales,  que  eran  el  gran  obstáculo  á  la  realización  de 
aquellos  planes,  los  genios  díscolos  contra  los  que  se  pe- 
dían tropas  inglesas. 

Tal  era  el  libertador  que,  como  San  Martín  en  San- 
tiago después  de  Chacabuco,  entraba  vencedor  en  Mon- 
tevideo después  del  sitio  de  veinte  meses  sostenido  por 
Artigas  y  Rondeau,  los  vencedores  de  Las  Piedras  y  el 
Cerrito. 

¡Y  ha  habido,  amigos  artistas,  quien  no  ha  compren- 
dido la  causa  ni  los  efectos  de  la  separación  de  Artigas  de 
la  línea  sitiadora  de  Montevideo !  ¡  Quien  ha  creído  que  el 
héroe  oriental  debió  entrar  en  la  plaza,  caballero  en  un 
cisne  blanco,  confundido  entre  el  séquito  de  Alvear! 


CONFERENCIA  XIII 


EL     CARÁCTER    DE     ARTIGAS 


La  dominación  porteña.  —  Violación  de  la  capitulación.  —  En  país 
conquistado.  —  Nueva  tentativa  de  seducción  de  Artigas  por  el 
virrey  de  Lima.  —  "Yo  no  defiendo  á  su  rey". —  El  caudillo 
de  los  caudillos.  —  Pensamiento  y  carácter  de  Artigas.  —  Psi- 
cología del  hombre.  —  Su  ambición.  —  Su  fe  y  su  visión  pro- 
féticas.  —  Acción  constante  y  resistencia.  —  El  protectorado  so- 
bre las  provincias.  —  Derogación  de  la  sentencia  de  muerte. — 
Buen  servidor  de  la  patria.  —  Tentativas  falaces  de  arreglo.  — 
Celadas  traidoras. 


Comprenderéis,  amigos  míos,  que  la  dominación  ex- 
tranjera no  terminaba  en  el  Uruguay,  por  más  que  ter- 
minara la  española,  con  la  entrada  de  Alvear  en  Monte- 
video. Era  triste,  más  bien,  arrojar  á  la  madre,  madre  al 
fin.  para  ver  los  propios  derechos  arrebatados  por  un 
hermano.  Si  hubiera  sido  posible  que  Montevideo  de- 
seara volver  á  ser  español,  en  ese  momento  hubiera  abri- 
gado tal  deseo. 

Dice  Mitre,  en  su  Historia  de  San  Martín,  que  los  direc- 
torios de  Buenos  Aires  "al  dar  la  señal  de  la  guerra  ofen- 
siva en  1817,  y  reconquistar  á  Chile,  impusieron  á  su  gene- 
ral por  regla  de  conducta  infundir  á  los  pueblos,  liber- 


314  ARTIGAS 


taclos  por  sus  armas,  que  ninguna  idea  de  opresión  ó  de 
conquista,  ni  intento  de  conservar  la  posesión  del  país 
auxiliado,  la  llevaba  fuera  de  su  territorio."  Así  lo  hizo 
San  Martín  también  en  el  Perú,  según  lo  hemos  visto. 

Desgraciadamente  no  se  pensó  aplicar  esa  doctrina  á 
los  orientales . . .  ¡  Por  qué  no  se  hizo,  Dios  mío ! 

Alvear  se  condujo  muy  mal,  oh,  muy  mal.  con  la  madre 
expulsada,  en  primer  término. 

Los  bizarros  españoles  defensores  del  rey  en  Monte- 
video eran  dignos  de  otra  despedida:  Artigas  no  hubiera 
hecho  eso.  La  plaza  fué  entregada  á  Alvear  bajo  capitu- 
lación formal.  Según  ésta,  el  gobierno  de  Buenos  Aires 
recibía  á  Montevideo  en  depósito,  y  reconocía  la  integri- 
dad de  la  monarquía  española  y  á  su  legítimo  rey  el  señor 
Fernando  VII;  enviaría  diputados  á  España  para  un 
ajuste  definitivo.  La  guarnición  de  la  plaza  se  retiraría  con 
los  honores  de  la  guerra ;  no  se  sacaría  ni  armas  ni  muni- 
ciones ni  pertrechos,  ni  se  enarbolaría  más  bandera  que  la 
española,  etc.,  etc. 

Todo  eso  fué  violado  por  el  vencedor,  una  vez  dueño 
de  la  ciudad :  se  enarboló  el  pabellón  argentino ;  se  arrestó 
á  Vigodet  y  se  le  envió  á  Río  Janeiro,  donde  formuló 
una  enérgica  protesta;  se  trataron  como  prisioneros  de 
guerra  los  soldados  españoles,  á  quienes  se  quitó  las 
armas  y  banderas,  y  se  les  enroló  en  los  cuerpos  de  Al- 
vear; se  enviaron  á  Buenos  Aires  los  jefes  y  oficiales  y 
trofeos,  etc.,  etc. 

Pero  los  orientales,  cuya  expulsión  no  era  menos  nece- 
saria que  la  de  España  para  el  gobierno  de  Buenos  Aires, 
no  fueron  tratados  con  mayor  lealtad;  nó,  no  fueron  tra- 
tados como  hermanos  y  amigos  desgraciadamente. 

Como  Artigas  había  evitado  caer  en  Montevideo.  Al- 
vear había  escrito  á  Otorgues,  capitán  de  aquél,  invi- 


EL   CARÁCTER    DE   ARTIGAS  315 

tándolo  á  intervenir  en  la  capitulación,  y  á  recibirse  de 
la  ciudad  en  nombre  de  los  orientales.  Le  protestaba, 
por  lo  más  sagrado  que  hay  en  el  cielo  y  en  la  tierra,  la 
sinceridad  de  sus  sentimientos.  "Mi  estimado  paisano  y 
amigo,  le  dice  en  nota  de  7  de  Junio  de  1814,  "nada  me 
será  más  lisonjero  y  satisfactorio  que  ver  la  plaza  de 
Montevideo  en  poder  de  mis  paisanos,  y  no  de  los  godos. 
á  quienes  haré  eternamente  la  guerra." 

''  Mándeme  dos  diputados  que  vengan  á  tratar  con  los 
de  Montevideo.'* 

11  Yo,  por  mi  parte,  me  obligo  solemnemente  á  su  cum- 
plimiento, protestándole  por  lo  más  sagrado  que  hay  en 
el  cielo  y  la  tierra,  de  la  sinceridad  de  mis  sentimientos." 

"  Crea  que  la  franqueza  de  mi  alma  y  la  delicadeza 
de  mi  honor,  no  me  permiten  contraerme  á  nimiedades. 
Que  vengan  luego,  luego,  los  diputados,  para  concluir 
esta  obra." 

¿A  qué  tanto  juramento,  diréis  vosotros,  mis  amigos, 
á  qué  tanto  juramento,  por  el  cielo  y  la  tierra? 

Otorgues  se  aproximó  á  Montevideo,  y  así  lo  hizo  saber 
á  Alvear.  Éste  entretuvo  con  parlamentos  al  jefe  oriental, 
y,  llegada  la  noche,  cayó  sobre  él  y  lo  hizo  pedazos. 

Volvió  entonces  vencedor  á  la  plaza,  y  la  trató  como 
ciudad  conquistada:  se  la  llevó  á  Buenos  Aires.  Se  apoderó 
de  cuanto  en  ella  existía;  arrebató  á  los  particulares  sus 
armas  finas  que  destinó  á  sus  oficiales;  envió  á  Buenos 
Aires  ocho  mil  doscientos  fusiles,  trescientos  treinta  y 
cinco  cañones,  las  cañoneras  de  la  flotilla  y  otros  ele- 
mentos de  guerra,  avaluados  en  la  suma  de  cinco  millones 
y  medio  de  pesos.  Hasta  la  imprenta  que  existía  en  Mon- 
tevideo, fué  enviada  á  la  capital  del  virreinato.  "Con  la 
adquisición  de  Montevideo,  dice  el  director  Posadas  en 
sus  memorias,  nos  hicimos  de  un  soberbio  armamento  de 


316 


que  carecíamos,  y  de  una  considerable  porción  de  dinero, 
que  tanto  ha  contribuido  á  aumentar  los  fondos  del  estado, 
pasándose  además  á  esta  capital  muchos  pertrechos  de 
guerra,  de  que  estaban  llenos  aquellos  almacenes."  Se  hizo 
cesar  al  gobernador  intendente  de  Montevideo,  y  se  envió 
uno  de  Buenos  Aires,  don  Nicolás  Rodríguez  Peña.  Éste 
destituyó  á  todos  los  miembros  del  Cabildo,  y  los  sustituyó 
por  otros  de  su  agrado,  que  nombraron  á  Alvear  Regidor 
Perpetuo  de  Montevideo.  Hasta  los  porteros  fueron  re- 
emplazados. Se  impusieron  contribuciones,  exacciones  de 
todo  género  al  vecindario ....  ¿  Con  qué  se  defenderán 
ahora  Montevideo  y  la  Banda  Oriental,  en  caso  de  ser 
atacados  por  el  extranjero? 

¡  Oh !  Ya  los  defenderá  Alvear,  ó  los  que  triunfen  en 
Buenos  Aires,  si  juzgan  conveniente  defenderlos. 

Artigas  está  condenado  á  muerte,  por  haber  juzgado 
que  no  debía  entregar  su  ejército  y  su  pueblo  á  esos  her- 
manos libertadores ....  No  hablemos  de  eso  con  demasiada 
extensión,  amigos  míos;  es  penoso. 


II 


Vamos  á  hablar,  en  cambio,  de  algo  más  grato;  vamos 
á  ver  á  Artigas  en  otra  noble  actitud. 

Ninguna  coyuntura  más  propicia  para  que  el  español 
tentara  de  nuevo  al  Jefe  de  los  Orientales.  Entre  la  con- 
quista bonaerense  y  la  dominación  española;  entre  el 
tiránico  hermano  y  la  vieja  madre,  ¿no  podría  Artigas 
quedarse  con  ésta? 

El  virrey  de  Lima,  que  no  podía  sospechar  ni  remota- 
mente lo  que  había  en  el  alma  fuerte  del  héroe  oriental, 
lo  creyó  así,  é  hizo  que  el  general  Pezuela,  jefe  del  ejér- 


EL    CARÁCTER    DE    ARTIGAS  317 

cito  del  Perú,  le  escribiera  invitándole  á  la  unión.  Un 
comisionado,  munido  de  credenciales,  entregó  á  Artigas 
un  oficio  que  decía:  "Estoy  impuesto  de  que  usted,  fiel 
6  su  monarca,  ha  sostenido  sus  derechos  combatiendo 
contra  la  facción;  cuente  usted,  lo  mismo  que  sus  ofi- 
ciales y  tropa,  con  los  premios  á  que  se  han  hecho  acree- 
dores, y,  por  lo  tanto,  con  los  auxilios  y  cuanto  puedan 
necesitar.  Para  todo  acompaño  las  instrucciones  á  que 
se  servirá  contestar". 

Un  poderoso  aliado  se  ofrecía,  pues,  á  Artigas  contra 
el  Directorio  que  lo  había  condenado  á  muerte  con  su 
pueblo,  y  que  los  condenará  siempre;  estaba  cuando 
menos  en  situación  de  iniciar,  directamente  con  España, 
las  negociaciones  que  Buenos  Aires  ansiaba  realizar  para 
coronar  un  príncipe  en  el  Plata,  como  solución  dé  la 
revolución  de  Mayo.  Él,  con  los  pueblos  que  lo  obede- 
cían, y  no  Buenos  Aires,  hubiera  podido  realizar  esa 
solución. 

Si  se  piensa  en  lo  que  hubiera  sucedido  si  Artigas  hu- 
biese aceptado  esa  alianza  que  le  ofrece  reiteradamente 
España;  si  uno  se  imagina  al  caudillo  oriental  y  su 
enorme  prestigio  en  el  Plata  puestos  al  servicio  de  la  causa 
española,  entonces  parece  que  cobra  mayor  relieve  su  fi- 
gura incorruptible  de  libertador  republicano.  Recordaréis 
lo  que  decía  al  respecto  el  mariscal  español  don  Gregorio 
Laguna:  "  Con  la  ayuda  de  Artigas  se  conseguirá  la 
destrucción  de  todos  los  rebeldes  de  aquel  hemisferio." 

Yo  os  pido  que  meditéis  un  poco,  amigos  artistas,  sobre 
lo  que  pasaba  en  el  alma  de  Artigas  en  esta  ocasión,  y 
en  todas  las  otras,  que  son  muchas,  en  que  se  le  presen- 
taba la  tentación.  Advertid  bien  toda  la  fe  que  ha  sido 
necesaria  en  el  héroe  para  rechazarla,  y  para  no  trai- 
cionar jamás,  ni  aún  en  las  circunstancias  más  difíciles. 


318 


la  causa  del  pueblo.  Pensad  en  eso.  Artigas  no  confunde 
el  directorio  de  Buenos  Aires  con  el  pueblo  argentino 
occidental;  éste  es  su  aliado,  su  único  aliado  contra 
aquél.  No  bien  aparece  la  seducción  extraña,  su  visión 
interna  se  le  aparece  y  lo  mira  intensamente.  Nó,  Artigas, 
á  pesar  de  su  difícil  situación,  no  vaciló  ante  las  proposi- 
ciones de  Pezuela.  Ved  su  memorable  contestación: 

"  Han  engañado  á  U.  S.,  contestó,  han  engañado  á 
U.  S.  y  ofendido  mi  carácter,  cuando  le  han  informado 
que  yo  defiendo  á  su  rey . . .  Yo  no  soy  vendible,  ni  quiero 
más  premio  por  mi  empeño  que  ver  libre  á  mi  nación  del 
poderío  español;  sólo  cuando  mis  días  terminen,  dejará 
mi  brazo  la  espada  que  empuñó  para  defender  la  pa- 
tria  " 

"  Vuelve  el  enviado  de  U.  S.,  prevenido  de  no  cometer 
otro  atentado  como  el  cometido  con  su  visita." 

Notad  bien  eso,  si  os  parece,  amigos  artistas :  ' '  Han 
engañado  á  TJ.  S.,  y  ofendido  mi  carácter,  cuando  le  han 
informado  que  yo  defiendo  á  su  rey." 

Artigas  no  reconoció  jamás  á  Fernando  VII.  Vos- 
otros ya  conocéis  su  pensamiento:  él  había  dicho  en  otra 
ocasión:  con  los  porteños  podré  entenderme;  con  los 
españoles,  nó. 

Él  no  recurrirá  jamás  á  los  enemigos  exteriores  para 
combatir  al  interior  americano.  Para  luchar  con  el  Di- 
rectorio estaban  los  mismos  americanos,  los  hermanos 
occidentales,  que  eran  víctimas  del  mismo  enemigo  que 
Artigas,  y  que,  aunque  con  menos  intensidad  que  éste, 
sentían  que.  en  la  absorción  por  Buenos  Aires  de  su  pro- 
pia autonomía,  estaba,  no  sólo  la  pérdida  de  esa  auto- 
nomía, sino  el  fracaso  de  la  revolución  de  Mayo. 


EL   CARÁCTER   DE   ARTIGAS  319 

En  ese  caso  estaban,  en  primer  término,  las  provincias 
occidentales  de  Entre  Ríos  y  Corrientes,  Santa  Fe  y  Cór- 
doba. Todas  ellas  sentían  la  necesidad  de  resistir  á  Buenos 
Aires;  pero  ninguna  de  ellas  tenía  el  hombre  que  debía 
conducirlas.  Todas  conocían  en  cambio  á  Artigas :  lo  habían 
visto  en  el  Ayní,  cuando  se  acogió  con  todo  su  pueblo  á 
la  tierra  occidental;  habían  visto  las  instrucciones  que 
dio  á  sus  diputados,  y  en  ellas  reconocieron  su  propio 
espíritu.  Artigas  era,  pues,  el  rcx,  en  el  amplio  sentido 
de  que  habla  el  pensador  inglés,  en  sentido  de  realidad: 
el  jefe,  el  capitán,  el  que  está  por  encima  de  los  otros  hom- 
bres ;  aquel  á  cuya  voluntad  debe  estar  subordinada  nues- 
tra voluntad ;  el  hombre  hábil,  idóneo,  que  nos  provee  de 
práctica  y  constante  enseñanza,  y  nos  dice,  al  día  y  á  la 
hora,  lo  que  debemos  hacer. 

;  Quién  no  ve  la  gravitación  natural  de  las  cosas  en 
esa  afluencia  de  todas  esas  moléculas  homogéneas  en 
torno  de  ese  núcleo  de  atracción? 

Artigas  aceptó,  y  no  podía  menos  de  aceptar,  la  pro- 
tección que  le  pedían  aquellos  pueblos  contra  el  espíritu 
absolutista,  que  ora  triunfaba,  ora  era  derrotado  en 
Buenos  Aires  mismo.  ¿Cómo  no  había  de  aceptar,  si  esa 
su  autoridad  sobre  las  provincias  occidentales  era  pre- 
cisamente la  garantía  de  la  independencia  oriental,  y  la 
salvaguardia  de  toda  la  revolución  de  Mayo? 

Artigas  era,  pues,  el  hombre  de  todos  los  argentinos 
orientales  ó  atlánticos,  y  el  hombre  de  las  cuatro  quintas 
partes  de  los  argentinos  occidentales  ó  andinos,  es  de- 
cir, de  todos  los  occidentales,  con  excepción  de  los  hom- 
bres formados  en  las  universidades  coloniales,  ó  en  las 
cortes  europeas,  ó  en  contacto  con  las  realezas  pasadas. 

Se  han  confundido  los  caudillos  ó  jefes  locales  de  las 
provincias  argentinas  que  aceptaron  la  protección  de  Ar- 


320 


tigas,  con  Artigas  mismo,  y  se  ha  llamado  á  éste  cau- 
dillo, y  caudillaje  á  su  pensamiento  genial.  No  se  ha  que- 
rido confundir,  sin  embargo,  á  los  caudillos  argentinos 
que  secundaban  al  directorio  con  el  directorio  mismo.  Éste 
no  era  caudillo,  aunque  disponía  de  algunos  caudillos,  y 
hubiera  querido  disponer  de  todos  los  existentes  para  lle- 
varlos sin  resistencia  al  pie  del  trono  inglés,  español  ó  por- 
tugués. 

Es  que  Buenos  Aires  se  sentía  herido  en  su  dignidad 
de  sede  ó  corte  colonial,  con  virreyes,  universidades,  au- 
diencias y  grandezas  señoriales,  ante  la  idea  de  que  aquel 
pobre  hombre  oriental  fuera  el  depositario  del  porvenir. 
Esa  idea  lo  sublevaba  hasta  el  paroxismo.  Eso  no  era, 
porque  no  podía  ser.  Y  sin  embargo,  esa  era  la  realidad, 
la  verdad  intrínseca  que  ya  se  ha  abierto  camino  en  la 
historia;  todo  lo  demás  era  apariencia,  forma  deshabi- 
tada, vanidad  de  vanidades. 


III 


Artigas  era  el  pensamiento  y  el  carácter.  Cómo  y  de  qué 
elementos  se  formó  en  ese  hombre  extraordinario  ese  pen- 
samiento y  ese  carácter,  es  una  cuestión  que  me  parece 
insoluble.  Los  que  han  pretendido  resolverla  han  dicho 
más  de  una  necedad.  Hay  quienes  han  visto  en  él  un 
ignorante,  un  analfabeto,  porque  no  le  ven  la  toga,  el 
título  académico,  los  chirimbolos;  los  otros  se  han  empe- 
ñado en  presentarlo  con  suficiente  ilustración  y  prepara- 
ción intelectual  para  haber  concebido  una  doctrina  polí- 
tica, un  plan  de  acción  y  organización ;  éstos  se  empeñan 
en  averiguar  qué  libros  pudo  haber  leído.  ¡Libros!  "Lo 
que  se  sabe  mejor,  dice   Chamfort,   que  leo  citado  por 


EL   CARÁCTER    DE   ARTIGAS  321 

Morley,  es:  primero,  lo  que  se  ha  adivinado;  segundo, 
lo  que  se  ha  aprendido  por  la  experiencia  de  los  hom- 
bres y  de  las  cosas;  tercero,  lo  que  se  ha  aprendido  no 
en  libros,  sino  por  libros,  es  decir,  por  las  reflexiones 
que  ellos  nos  hacen  hacer ;  cuarto,  —  y  es  el  grado  más 
bajo  de  conocimiento  —  lo  que  se  ha  aprendido  en  los 
libros  ó  con  maestros."  Las  formas,  en  los  documentos 
de  Artigas  que  leemos,  son  accidentales,  son  diferentes, 
según  sean  de  uno  ú  otro  de  sus  secretarios  ó  conseje- 
rus,  ó  del  mismo  Artigas,  cuyo  estilo  personal  se  dis- 
tingue perfectamente,  como  hemos  dicho,  en  la  inmensa 
mayoría  de  los  numerosos  papeles  que  han  llegado  hasta 
nosotros ;  pero,  al  través  de  todas  las  formas,  se  ve  siem- 
pre él  pensamiento  invariable,  el  espíritu,  el  carácter, 
la  acción  de  Artigas,  en  todo  ese  fárrago  de  escritos. 

No  ha  faltado,  por  fin,  antes  ha  sobrado,  quien  sólo 
ha  visto  en  el  héroe  oriental  un  ambicioso,  un  impostor 
sin  conciencia,  y  sin  más  móvil  que  el  anhelo  salvaje,  ó 
poco  menos,  de  predominio  personal. 

¡La  ambición!  Jamás  tendré  por  hombre  mediana- 
mente discreto  al  que  ¡no  sepa  distinguir  entre  el  simple 
deleite  de  ser  más  que  los  demás,  y  que.  siendo  relativo, 
es  ruin  é  infecundo,  y  la  tendencia  imperiosa  á  desen- 
volverse según  la  magnitud  de  las  dotes  que  el  ser  humano 
siente  en  su  propia  naturaleza,  aunque  esas  dotes  sean 
superiores  á  las  de  los  otros  hombres.  Si  no  es  esta  última 
la  misión  que  el  hombre  tiene  sobre  la  tierra,  ¿cuál  es 
entonces  ? 

Y  eso,  el  anhelo  de  llenar  la  propia  misión  en  el  mundo, 
no  es  raquítico  sino  muy  grande ;  es  la  suma  de  los  deberes 
del  hombre.  El  deleite  que  ello  proporciona  no  es  sensual; 
es  todo  lo  contrario  del  sensualismo. 

21.  Artigas.— i. 


322 


Atribuir  ambición  á  Bolívar,  pongo  por  caso,  que  muere 
soñando  en  la  restauración  de  su  poder,  puede  expli- 
carse; pero  atribuírsela  á  este  Artigas,  á  quien  habéis 
visto  rechazar  los  halagos  del  virrey,  y  vais  á  ver  morir, 
como  un  anacoreta,  en  un  destierro  voluntario,  pobre, 
desdeñoso  de  toda  gloria  y  de  todo  bienestar,  eso  me  pa- 
rece, cuando  menos,  una  grandísima  simpleza. 

Descartado,  pues,  por  innocuo,  ese  cargo  de  ambicioso 
atribuido  á  Artigas,  ¿dónde  encontraremos  el  gran  mo- 
tor de  su  vida? 

Si  no  nos  es  fácil  analizar,  para  hallar  sus  elemen- 
tos componentes,  el  pensamiento  y  la  creencia  de  un  hom- 
bre vulgar,  ni  aun  nuestro  propio  .pensamiento,  ¿cómo 
pretender  hacerlo  con  los  del  hombre  superior? 

Tanto  valdría  querer  averiguar  los  átomos  de  la  tierra 
de  que  parten;  todos  y  cada  uno  de  los  elementos  que  for- 
man la  nube  en  que  el  vapor  terrestre  se  condensa,  y  que 
vuelve  á  caer  en  forma  de  lluvia ;  cuáles  las  flores  en  que 
bebió  la  abeja  el  azúcar  de  que  formó  su  miel,  y  cuáles  las 
sustancias  impalpables  que  formaron  el  perfume  de  la 
flor,  que  es  como  el  armonioso  pensamiento  del  árbol. 
Para  Carlyle,  la  creencia  no  es  otra  cosa  que  el  ejercicio 
saludable,  la  acción  vigorosa  de  la  inteligencia  humana; 
para  llegar  á  creer  se  sigue  un  procedimiento  misterioso, 
indescriptible,  según  él.  Se  nos  ha  dado  inteligencia  — 
dice — no  para  que  cavilemos  y  argumentemos  solamente, 
sino  para  que  veamos  y  estudiemos  las  cosas,  con  el  fin 
de  obtener  algunos  conocimientos  precisos  sobre  las  mis- 
mas, de  manera  que  podamos  desde  luego  comenzar  á 
obrar  con  el  asentimiento  de  nuestra  conciencia. 

Yo  creo,  mis  amigos,  que,  en  la  creencia,  aun  en  lo 
relativo  al  orden  puramente  natural,  hay  algo  más  que 
la  acción  vigorosa  de  nuestra  inteligencia,  por  más  que 


EL   CARÁCTER    DE   ARTIGAS  323 

ésta  sea  el  único  medio  de  conocimiento.  Es  preciso  creer 
en  la  existencia  de  la  inspiración  genial,  de  ese  dios  inte- 
rior de  que  tanto  os  he  hablado.  "Haz  un  sitio  para  el 
misterio,  dice  el  misterioso  Amiel;  no  te  ares  entero  con 
la  reja  del  examen,  sino  deja  en  tu  corazón  un  pequeño 
ángulo  en  barbecho  para  las  simientes  que  aportan  los 
vientos;  roba  un  rinconcito  sombrío  para  las  aves  del 
cielo  que  pasen ;  ten  en  tu  alma  un  lugar  para  el  huésped 
que  no  esperas,  y  un  altar  para  el  dios  desconocido." 

Si  Artigas  creyó,  con  incomparablemente  mayor  ener- 
gía que  todos  los  proceres  del  Plata,  en  el  poder  eficiente 
del  pueblo  para  formar  una  nación,  la  oriental  especial- 
mente; si  él  vio  con  intensidad  lo  que  los  demás  no  vie- 
ron, y  amó  con  pasión  lo  que  los  demás  odiaron,  y  ordenó 
lo  que  los  demás  querían  destruir,  no  fué  sólo  porque 
caviló  y  argumentó;  los  demás  habían  cavilado  tanto  ó 
más  que  él.  Fué  porque  vio  la  aparición  que  brotó  en  su 
alma  de  la  simiente  que  cayó  en  ella  desde  el  viento  que 
utre  las  nubes:  la  patria  democrática.  Y  los  compo- 
nentes de  esa  visión,  y  el  proceso  seguido  para  arraigar 
y  crecer  en  la  conciencia,  son  realmente,  como  dice  el 
inglés,  misteriosos,  indescriptibles.  Yo  os  he  indicado  antes 
algunas  ele  las  causas  sociológicas  por  las  cuales  parece 
natural  que  fuera  en  Montevideo,  la  ciudad  desheredada, 
la  ingénitamente  democrática,  y  no  en  Buenos  Aires,  la 
ciudad  señorial,  donde  naciera  el  hombre  con  la  visión 
do  la  independencia  americana,. 

Pero  no  es  necesario  que  analicemos  demasiado  el  fenó- 
meno, para  dar  fe  de  su  existencia.  El  hecho  es  que  el 
hombro  predestinado  apareció  allí.  Poned  la  mano  sobre 
la  cabeza  de  todas  las  patrias  americanas,  y  sentiréis  en 
todas  ellas  el  calor  del  pensamiento  y  del  carácter  de  Ár- 
ticas. Alsrnien  —  no  me  acuerdo  quién — ha  dicho  que  la 


324  ARTIGAS 


historia  es  una  mezcla  de  necesidad  y  de  libertad.  Creo 
que  tiene  razón. 


Han  engañado  á  Usía  —  dice  Artigas  á  Pezuela  —  y 
ofendido  mi  carácter,  cuando  le  han  dicho  que  "  yo  de- 
fiendo á  su  rey." 

¡  El  carácter !  Pensad  un  poco  en  eso,  amigos  míos :  el 
carácter.  Artigas  es,  sin  duda  alguna,  el  de  la  persona- 
lidad americana,  formado  por  las  influencias  complejas 
del  medio  ambiente. 

Si  lo  observamos  bien,  -el  carácter  no  es  otra  cosa 
que  la  manera  constante  de  pensar^  de  sentir  y  de  obrar 
de  una  persona.  El  carácter  es,  para  el  alma,  lo  que  es 
para  el  cuerpo  la  fisonomía,  las  actitudes,  los  movimien- 
tos, el  aire  de  familia.  Y  todo  esto  depende  de  un 
gran  cúmulo  de  circunstancias:  influencias  étnicas;  he- 
rencia ;  organización  fisiológica ;  medio  ambiente  físico, 
orgánico,  doméstico,  social ;  educación ;  cultura.  Pero  el 
carácter  en  el  hombre  depende,  además  de  todo  eso,  de 
la  propia  y  espontánea  actividad  voluntaria;  es  ésta  la 
que  experimenta  la  influencia  de  los  factores  antedichos, 
pero  sin  ser  absorbida  por  ellos.  Al  través  de  todas 
esas  influencias  persiste  el  hombre,  la  conciencia  indivi- 
dual depositaría  de  la  revelación.  El  carácter  es,  por 
consiguiente,  la  garantía  de  encontrar,  en  los  momentos 
de  prueba,  un  pensamiento,  una  acción,  un  hombre  que 
ajuste  sus  actos  á  su  conciencia,  á  su  razón,  á  su  visión, 
sin  ser  agente  pasivo  de  las  circunstancias,  ó  de  la  ajena 
libertad.  El  carácter  es  acción  constante  y  resistencia: 
opera  según  el  propio  pensamiento,  según  la  propia  mi- 
sión en  la  tierra ;  rechaza  los  motivos  determinantes  de 


EL   CARÁCTER   DE    ARTIGAS  325 

índole  inferior,  que  contrarían  ó  enervan  los  de  razón,  de 
justicia,  de  consecuencia  con  el  propio  destino. 

Artigas  era  un  carácter,  una  fisonomía  moral  imposible 
do  confundir  con  otra  alguna.  Siempre  lo  veréis,  igual  á 
sí  mismo,  con  el  pensamiento  fijo  en  su  misión,  desdeñoso 
de  todo  lo  que  no  concurre  á  su  desempeño.  La  constancia, 
la  resistencia,  se  revelarán  hasta  en  sus  últimos  días.  No 
morirá  trágicamente:  morirá  durante  treinta  años,  que 
serán  una  permanente  renovación  de  su  prof ético  holo- 
causto. 


IV 


Las  provincias  argentinas  podían  reconocer  á  Artigas; 
el  patriciado  de  Buenos  Aires,  nó.  Pero  el  hecho  se  im- 
ponía :  Artigas  triunfaba ;  era  dueño  de  las  Provincias 
de  Corrientes.  Entre  Ríos  y  Santa  Fe,  cuyos  conductores 
se  habían  puesto  bajo  su  protección.  El  Directorio  de  Bue- 
nos Aires  había  mandado  contra  él  á  Holemberg;  y 
Otorgues,  enviado  por  Artigas  á  su  encuentro,  lo  había 
derrotado  en  Entre  Ríos,  lo  había  hecho  prisionero,  y  en- 
viado, con  buen  número  de  oficiales,  al  campamento  del 
Jefe  de  los  Orientales,  que,  consecuente  con  su  nobilísimo 
carácter,  puso  á  todos  ellos  en  libertad. 

Si  no  se  destruía  aquel  hombre,  todos  los  planes  del 
Directorio  de  Buenos  Aires,  monarquía  inglesa,  prín- 
cipe español,  reyes  incásicos,  etc.,  etc..  todo  fracasaría; 
vendría  el  caos  republicano,  la  independencia  absoluta, 
es  decir,  la  muerte.  Era,  pues,  necesario  aniquilar  á  Ar- 
tigas por  cualquier  medio;  sofocar  en  él  al  dragón  demo- 
crático. 


326 


Se  pensó  en  vencerlo  por  engaño.  Una  vez  tomado 
Montevideo,  se  le  invitó  á  la  paz.  Para  ello  se  comenzó 
por  una  insinceridad  grotesca:  el  Director  Supremo,  no 
solo  derogó  su  decreto  de  seis  meses  antes,  en  que  decla- 
raba á  Artigas  traidor,  infame,  etc.,  etc.,  y  que  ponía  á 
precio  su  cabeza  como  la  de  un  lobo,  sino  que  dictó 
uno  nuevo,  en  que  se  reconocía  como  un  error  lamentable 
é  injusto  lo  que  antes  se  había  dicho  y  hecho ;  se  declaraba 
al  Jefe  de  los  Orientales  buen  servidor,  de  la  patria,  y  se 
le  reconocía  en  su  grado,  con  más  el  título  de  comandante 
general  de  la  campaña  de  Montevideo. 

Ya  veréis  repetirse,  con  deplorable  frecuencia,  esas  tris- 
tes palinodias  en  Buenos  Aires,  con  relación  al  héroe 
oriental.  Eso  da  pena,  francamente.  Pero  es  un  signo  de 
la  ausencia  allí  de  todo  carácter ;  imprime  un  gran  relieve 
á  la  figura  de  Artigas.  Todo  da  vueltas  en  torno  suyo :  él 
está  inmóvil,  sigue  su  órbita. 

No  juzgo  necesario  deciros,  amigos  artistas,  que  todo 
eso  no  tenía  consistencia  alguna.  Nosotros  no  lo  cree- 
mos. ¿  Lo  creyó  Artigas  ?  —  Yo  supongo  que,  si  no  lo 
creyó  firmemente,  llegó  una  vez  más  á  concebir  alguna 
esperanza  de  realizar,  con  todos  los  hermanos  occidenta- 
les, su  inviolable  ideal.  Eso  estaba  muy  en  su  carácter. 
Los  grandes  hombres  tienen  de  esas  ingenuidades  á  cada 
paso:  el  genio  no  tiene  edad,  porque  no  crece;  es  un 
niño  de  larga  barba  nevada.  Bien  es  verdad  que,  en  ese 
momento.  Artigas  no  sabía  á  ciencia  cierta  de  la  misión 
de  Belgrano  y  Rivadavia  á  Europa,  con  el  objeto  de 
coronar  un  rey  del  Plata,  y  menos  aún  de  la  de  García 
á  Río  Janeiro,  para  entregar  el  Uruguay  á  Portugal. 

El  hecho  es  que  envió  á  Alvear  tres  comisionados,  para 
arreglar  pacíficamente  la  contienda.  Eran  tres  proceres: 
don  Tomás  García  Zúñiga.  don  Manuel  Barreyro  y  don 


EL   CARÁCTER    DE   ARTIGAS  327 

Manuel  Calleros.  Alvear  los  recibió  con  los  brazos  abier- 
tos...  ¡Oh  amable  persona! 

El  joven  príncipe  americano  se  disponía  á  burlarse  de 
aquéllos,  para  él,  pobres  hombres.  Les  habló  de  la  nece- 
sidad de  la  paz  entre  hermanos;  les  prometió  villas  y 
castillos ;  les  protestó  su  amor  á  Artigas,  el  grande  hombre, 
el  gran  patriota;  aceptó  todas  las  bases  de  pacificación  por 
ellos  propuestas;  les  manifestó  su  firme  propósito  de 
retirarse  inmediatamente  de  Montevideo,  para  dejar  á 
éste  en  poder  de  sus  dueños  naturales,  y  hasta  les  hizo 
presenciar  el  comienzo  del  embarque  de  sus  tropas  con 
destino  á  Buenos  Aires. 

¡  Cuánto  se  habrá  divertido  el  joven  magnate  con  la  pa- 
rodia que  entonces  organizó! 

Las  tropas  bonaerenses  salieron,  efectivamente ;  se  em- 
barcaron en  presencia  de  los  delegados  de  Artigas ;  pero, 
mientras  éstos  creían  que  zarpaban  para  Buenos  Aires, 
aquéllas  desembarcaron  por  otro  lado,  en  el  mismo  terri- 
torio oriental,  en  la  Colonia.  Como  las  comparsas  de 
teatro. 

De  allí,  de  la  Colonia,  Alvear.  en  combinación  con  el 
coronel  Dorrego,  que  había  ido  á  situarse  en  el  centro  del 
territorio,  se  lanzó  á  destruir  el  campamento  de  Otor- 
gues, que  confiaba  en  los  arreglos  pendientes.  Dorrego 
cayó  sobre  él.  lo  sorprendió,  lo  hizo  pedazos,  le  apresó 
artillería  y  bagajes,  tomó  entre  los  prisioneros  á  la  misma 
familia  de  Otorgues,  que  fué  tratada  indecorosamente,  y 
volvió  vencedor  á  la  Colonia,  donde  celebró,  con  no  me- 
nos falta  de  decoro,  su  fácil  victoria.  Aquellas  fiestas  han 
dejado  recuerdo  perdurable.  No  me  parece  conveniente 
recordar  ahora  sus  detalles,  que  hacen  sangrar  el  corazón. 
Aquí  tenéis  que  leer  sólo  en  el  timbre  de  mi  voz,  amigos 
míos.  ¡La  pobre  familia  de  Otorgues!  Yo  os  hablaré  de 


328  ARTIGAS 


eso  lo  menos  posible;  sólo  lo  indispensable  para  reivindi- 
car la  memoria  de  Artigas,  del  héroe  más  humano,  más 
honesto,  y  más  caballeresco  de  América,  cuando  la  calum- 
nia acose  demasiado  su  figura  inmune. 

Esa  era  la  realidad,  la  sola  realidad.  Ya  lo  veis,  mis 
amigos  artistas;  la  guerra  es  inevitable.  ¿Quién  podrá 
decir  que  es  provocada  por  Artigas? 

Vamos  á  ella,  pues;  á  la  segunda  independencia  de  la 
patria  oriental. 


CONFERENCIA  XIV 


LA   SEGUNDA   INDEPENDENCIA 


La  campaña  de  Guayabos.  —  La  guerra  á  muerte  de  Buenos  Aires 
contra  Artigas.  —  Los  orientales  tratados  como  asesinos  é  in- 
cendiarios. —  Campaña  de  exterminio.  —  El  pueblo  oriental  se 
defiende  en  masa.  —  Soler  y  Dorrego.  —  Otorgues.  —  Eivera  y 
Lavalleja.  —  Los  dos  vastagos  de  Artigas.  —  La  campaña.  — 
Carácter  de  la  guerra. ■ —  La  batalla  de  Guayabos.  —  La  derrota 
de  Dorrego.  —  Entrega  de  Montevideo.  —  Retirada  del  hermano 
conquistador.  —  Despojo  y  explosión.  —  La  patria  libre  por  fin. 
—  Su  pabellón  y  su  escudo  en  la  ciudadela  de  Montevideo.  — 
Con  libertad  ni  ofendo  ni  temo. 


Mis  amigos: 

Desde  el  momento  en  que  penetra  Alvear  en  Monte- 
video, ha  terminado  la  primer  campaña  de  Artigas,  la 
empeñada  contra  la  metrópoli  española.  Hemos  visto  cómo 
ha  comenzado  la  segunda,  la  inevitable  contra  Buenos 
Aires.  Esta  campaña,  que  llamaremos  de  Guayabos,  por 
la  gloriosa  batalla  que  le  puso  término,  duró  sólo  ocho 
meses:  Alvear  entró  en  Montevideo  en  Junio  de  1814; 
la  batalla  se  librará  en  Enero  de  1815.  Pero  esa  empresa 
de  guerra  no  cede,  en  transcendencia  y  en  gloria,  á  nin- 
guna de  las  que  constituyen  la  personalidad  del  héroe. 


330  ARTIGAS 


Imaginaos  por  un  momento  á  Artigas  muerto  ó  ven- 
cido en  esta  campaña  con  su  pueblo;  suponed  á  las  pro- 
vincias argentinas  faltas  en  ese  momento  histórico  del 
núcleo  de  cohesión  y  de  acción  formado  por  el  héroe  y  el 
pueblo  oriental.  Es  evidente,  de  toda  evidencia,  que,  sojuz- 
gadas las  provincias  por  la  comuna  de  Buenos  Aires,  y 
triunfante  el  espíritu  de  ésta,  la  República  Argentina  no 
hubiera  nacido  entonces ;  la  Oriental  hubiera  sido  provin- 
cia portuguesa. 

Esa  verdad,  mis  queridos  artistas,  como  las  cosas  que 
van  saliendo  de  la  neblina  cuando  ésta  se  disipa,  ha  ido 
surgiendo  de  la  historia,  cada  día  más  clara:  estábamos 
al  lado  de  ella,  y  no  la  veíamos;  oíamos  su  voz,  y  no  la 
reconocíamos. 

La  nación  argentina,  por  iniciativa  de  Buenos  Aires,  va 
á  reunir  el  memorable  Congreso  de  Tucumán,  memorable 
porque  en  él  se  declarará  (9  de  Julio  de  1816)  la  indepen- 
dencia de  las  Provincias  Unidas.  En  ese  Congreso  estallará 
la  pugna  entre  las  tendencias  federalistas  de  las  provin- 
cias, y  las  centralistas  de  los  patricios  de  Buenos  Aires. 
Allí  se  verá,  con  toda  evidencia,  que  el  espíritu  de  Artigas 
es  el  de  toda  la  nación  argentina;  allí  se  manifestará  y 
estallará  la  antipatía  de  las  provincias  contra  la  comuna 
bonaerense.  Ésta  representa  en  ese  Congreso  el  espíritu 
monárquico ;  Belgrano  y  San  Martín  son  sus  sostenedores 
más  gloriosos.  El  grande,  el  honrado  Belgrano,  se  estre- 
mece ante  la  idea  de  que  pueda  ser  proclamada  la  repú- 
blica en  el  Congreso  de  Tucumán;  para  él,  la  república 
significaba  la  ruina  de  la  patria,  la  pérdida  de  toda  inde- 
pendencia. El  Congreso  comparte  esa  idea;  uno  sólo  de 
sus  miembros,  fray  Justo  de  Santa  María  de  Oro.  la 
rechaza. 

Sólo  el  instinto  popular  salvó  entonces  la  democracia  re- 


LA    SEGUNDA   INDEPENDENCIA  331 

publicaría;  pero  es  indudable  que  sólo  Artigas  salvó  al 
instinto  popular.  Éste  estaba  disperso,  difuso,  incoherente, 
en  la  masa  argentina  inorgánica;  hubiera  sido  aniquilado 
por  el  organismo  político  de  Buenos  Aires,  cuyo  espíritu 
triunfó  en  el  Congreso,  si  otrai  entidad,  también  orgá- 
nica, viva,  no  hubiera  existido  frente  á  él.  Esa  entidad 
viviente  era  el  pueblo  oriental,  que  circulaba  en  las  arte- 
rias de  Artigas,  y  que,  en  la  campaña  de  Guayabos,  sim- 
ple contienda  local  al  parecer,  contrapesaba  y  vencía  al 
Directorio  de  Buenos  Aires,  y  á  Belgrano,  y  á  San  Mar- 
tín, y  al  Congreso  de  Tucumán,  y  salvaba  el  fundamento 
de  lo  que  al  fin  ha  predominado  y  llamamos  patria. 

Veamos,  pues,  esa  Campaña  de  Guayabos,  6  del  Gua- 
yabo, como  otros  la  apellidan. 


II 


Alvear,  vuelto  de  Montevideo,  en  que  queda  de  gober- 
nador el  coronel  Soler,  estaba  en  Buenos  Aires  desde 
Octubre  de  1814.  Allí  predominaba  en  absoluto  en  la 
asamblea  constituyente,  é  inspiraba  al  director  Posadas, 
á  quien  pronto  sucederá.  Bien  comprendía  éste,  que  en 
ese  mismo  tiempo  redactaba  las  instrucciones  con  que  Bel- 
grano y  Rivadavia  iban  á  Europa  en  busca  de  un  rey, 
bien  comprendía^  que  la  campaña  que  iba  á  iniciarse 
contra  Artigas  y  sus  orientales  era  la  decisiva.  "Es 
Deeerario,"  —  oficiaba,  al  coronel  don  Miguel  Estanislao 
Soler,  nombrado  capitán  general  del  ejército  y  gober- 
nador intendente  de  Montevideo,  "que  todos  los  elementos 
se  concentren,  y  que  esa  campaña  se  concluya  en  tres 
meses.  Los  orientales  deben  ser  tratados  como  asesino^ 
é  incendiarios Todos  los  oficiales,  sargentos,   cabos 


332 


y  jefes  de  partida  que  se  aprehendan  con  las  armas 
en  la  mano,  serán  fusilados,  y  los  demás  (es  decir,  el 
pueblo  oriental)  remitidos  con  toda  seguridad  á  esta 
parte  del  Paraná,  para  que  sean  útiles  á  la  patria  en 
otros  destinos." 

Creo  que  nada  puede  darse  de  más  categórico  como  pro- 
grama, de  exterminio. 

Soler  comunicó  á  sus  subalternos  la  decisión  superior, 
y  dictó  medidas  complementarias  para  su  fiel  ejecución : 
muerte,  á  las  cuatro  horas  de  ser  aprehendido,  á  todo  el 
que,  directa  ó  indirectamente,  auxiliara  al  enemigo;  á 
los  que  no  comunicaran  á  la  autoridad  su  proximidad;  á 
los  que  condujeran  pliegos  de  los  sublevados.  Confisca- 
ción y  destierro  á  los  que  tuvieran  correspondencia  de 
palabra  ó  por  escrito  con  Artigas,  á  los  que  ocultasen 
caballos,  etc.,  etc.  Si  el  reo  era  una  mujer,  se  le  enviaría 
á  Buenos  Aires,  para  ser  encerrada  allí  en  un  hospital. 

Era  la  guerra  á  muerte  declarada  al  pobre  hermano 
demócrata,  y  éste  comprendió  que  tenía  que  luchar  por 
la  vida. 

El  odio  a'l  nombre  de  Buenos  Aires  y  á  su  ejército 
levantó  de  nuevo  en  masa  al  pueblo  oriental;  los  veci- 
nos que  no  estaban  en  armas,  huían  á  los  montes  á  la 
aproximación  del  ejército  enemigo,  arreaban  el  ganado, 
incendiaban  los  campos  para  privar  de  alimentos  y  forrajes 
á  los  porteños  y  dificultar  sus  marchas. 

Todo  el  mundo,  incluso  las  mujeres,  era  auxiliar  de 
Artigas,  y  enemigo  del  invasor,  al  que  desorientaban  y 
extraviaban  hasta  los  niños:  se  repetía  la  resistencia  al 
portugués  en  el  éxodo.  Soler  escribía  al  director:  "Nada 
podemos  contra  un  enemigo  protegido  por  toda  la  po- 
blación, que  mira  á  nuestra  tropa  como  extranjera." 
Desertaban  los  soldados  y  los  oficiales,  tenientes,  capita- 


LA    SEGUNDA    INDEPENDENCIA  333 


nes,  sargentos  mayores;  las  partidas  exploradoras  no 
volvían;  las  tropas  se  pasaban  á  Artigas  en  el  momento 
del  combate;  los  mismos  españoles  que  formaban  en  las 
filas  de  Buenos  Aires,  dejaban  éstas,  y  se  amparaban  á 
las  orientales. 

Observad  esto,  amigos  artistas,  y  no  lo  confundiréis 
con  una  guerra  civil :  esto  tiene  todo  el  carácter  de  una 
guerra  de  independencia.  Confundirlo  con  las  tendencias 
puramente  federativas  de  las  otras  provincias  argenti- 
nas, es  no  ver  sino  la  superficie,  las  apariencias  vacías. 
Aquí  es  el  caso  de  que  recordéis  todo  lo  que  hemos 
visto  en  el  fondo  subterráneo  de  nuestra  América.  Los 
historiadores  argentinos  superficiales  han  ensalzado  á  los 
caudillos  argentinos,  y  hasta  los  han  sobrepuesto  al  pro- 
cer oriental,  porque  aquéllos,  cuando  menos  —  dicen  — 
si  bien  odiaban  el  centralismo  de  Buenos  Aires,  no  ten- 
dían á  la  separación  definitiva.  Pero  precisamente  esa 
es  la  gloria  de  Artigas,  eso  es  lo  que  hace  de  éste  una 
entidad  distinta  de  aquéllos:  el  fundador  de  una  patria 
destinada  á  llenar  una  misión  propia  en  la  historia  de  los 
pueblos.  Vosotros  ya  sabéis  por  qué  Artigas  no  es  ni  Güe- 
mes,  el  caudillo  local,  ni  Alvear,  el  príneipe  excéntrico ;  él 
es  la  realidad  futura :  la  patria  argentina  democrática ; 
la  patria  oriental  independiente. 

Ya  hemos  estudiado  por  qué  Córdoba  ó  Mendoza  no 
podían  ser  naciones,  y  el  Uruguay  debía  serlo.  Va,  pues, 
á  jugarse,  en  la  campaña  de  Guayabos,  la  suerte  de  la 
patria  oriental,  y  la  de  la  democracia  platense.  Artigas, 
en  ese  período  de  nuestra  historia,  toma  un  carácter  de 
serenidad  maravillosa.  No  hay  en  él  rencor;  hay  sólo 
una  triste  amargura,  porque  él  ama,  como  nadie  lo  ha 
amado  más  que  él,  ni  tanto  como  él,  al  pueblo  argentino. 
Cuando  toma  oficiales  enemigos  prisioneros,  los  mira  sin 


334 


odio;  les  hace  leer  en  su  presencia  el  decreto  de  guerra 
á  muerte  de  Posadas,  y  los  pone  en  seguida  en  libertad. 
No  derrama  una  sola  gota  de  sangre,  ni  una  sola,  fuera 
del  campo  de  batalla. 

El  héroe  oriental  se  ha  colocado,  para  dirigir  la  cam- 
paña, en  el  Norte,  sobre  la  costa  del  Uruguay.  Desde 
allí,  ve  la  región  occidental  al  otro  lado  del  río,  donde  sus 
legiones  se  dirigen  á  Buenos  Aires,  y  la  oriental,  en  que 
sus  hombres  tienen  en  vista  á  Montevideo. 

Las  fuerzas  del  Directorio  están  bajo  el  mando  supremo 
del  coronel  don  Miguel  Estanislao  Soler.  El  coronel  Do- 
rrego,  uno  de  los  militares  más  brillantes  y  animosos  del 
ejército  argentino',  debe  ser  el  principal  ejecutor  de  su 
plan  de  campaña;  el  coronel  Hortiguera  lo  secundará. 
Las  huestes  de  Artigas  son  mandadas  por  Rivera,  La- 
valleja,  Otorgues,  Bauza 

Es  preciso  que  miréis,  amigos  artistas,  á  los  dos  pri- 
meros de  esos  hombres,  siquiera  sea  de  paso,  pero,  con 
mucha  intensidad. 

Otorgues,  deudo  cercano  de  Artigas,  aunque  fué  el 
primer  gobernador  de  Montevideo,  y  acaso  por  eso  mis- 
mo, porque  no  debió  serlo,  está  aún  en  nuestra  historia 
como  una  estrella  humeante:  no  brilla;  parece  querer 
hundirse  en  la  sombra  que  brota  de  ella  misma.  Si  Artigas 
fué  deprimido,  ¿qué  mucho  que  lo  haya  sido,  con  impla- 
cable saña,  este  bravo  de  Otorgues  ?  El  porvenir  hará  lucir 
su  memoria,  sin  embargo.  Los  orientales  no  olvidarán  ja- 
más que  el  tosco  caudillo,  aunque  incapaz  de  penetrar  en 
toda  su  extensión  el  hondo  pensamiento  de  Artigas,  estuvo 
siempre  al  lado  de  éste,  y  luchó  mucho  por  la  patria  y 
sufrió  mucho  por  ella:  todo  cuanto  puede  lucharse,  todo 
cuanto  puede  sufrirse. 


LA    SEGUNDA    INDEPENDENCIA  335 


.Miremos  ahora,  con  mucho  amor,  á  esos  dos  jóvenes 
soldados,  Lavalleja  y  Rivera,  los  más  amables  capitanes 
del  profeta.  ¡  Oh,  los  bravos  héroes !  ¡  Hombres  de  bien ! 
Ellos,  como  Artigas,  brotaron  de  las  profundidades  étni- 
caa  y  sociológicas  de  nuestra  tierra;  son  la  expresión  ge- 
uuina  de  nuestra  vida.  Lavalleja  es  hijo  del  fundador 
de  la  villa  de  la  Concepción  de  Minas,  como  Artigas  lo 
fué  del  de  Montevideo;  tenía  28  años  cuando,  á  las  órde- 
nes del  hermano  de  Artigas,  se  incorporó  al  levantamiento 
de  1811. 

Rivera  es  lo  mismo.  Ambos  comenzaron  juntos,  en  ei 
mismo  escuadrón,  con  el  mismo  espíritu,  á  servir  á  la 
patria;  los  dos  han  entrevisto  la  visión  de  Artigas;  la 
sienten  en  las  venas,  en  los  glóbulos  rojos  de  su  san- 
gre; son  almas  hermanas  de  la  del  profeta,  son  de  su 
raza.  Ellos  condensan,  en  sus  nombres,  en  sus  caracteres, 
en  sus  esfuerzos,  todo  el  carácter  y  el  esfuerzo  y  el  res- 
plandor reflejo  de  todos  y  cada  uno  de  los  que,  en  torno 
de  Artigas,  forman  nuestra  legión  heroica  primitiva. 
Los  estoy  viendo  á  todos  en  mi  imaginación;  siento  el 
impulso  de  mostrároslos  uno  por  uno;  pero  la  difusión 
es  la  enemiga  del  mármol  que  engendra  la  línea  expre- 
siva. Mirad  sólo  á  Lavalleja  y  á  Rivera;  en  ellos  están 
todos  los  buenos  y  todos  los  bravos. 

Desde  que  comenzaron  su  rotación,  han  girado  sin  cesar, 
como  asteroides  ígneos,  en  torno  del  astro;  se  han  empa- 
pado en  su  luz,  y  la  conservarán  cuando  aquel  se  ponga 
en  su  horizonte. 

Y  en  ellos,  como  en  el  Josué  de  los  hebreos,  volverá  á 
lucir  el  recóndito  pensamiento  de  Moisés.  Y  según  se 
acerquen  ó  se  alejen  de  él,  sus  figuras  históricas  serán 
más  ó  menos  resplandecientes  ó  apagadas.  Pero  pasarán  al 
través  de  los  eclipses,  y  realizarán  el  pensamiento  del  hom- 


bre  oriental.  Y  quedarán  por  fin  encendidas  en  el  cielo  de 
la  patria:  estrellas  fijas,  astros  polares. 


III 


La  campaña  de  Guayabos,  que  ha  estudiado  notable- 
mente Lorenzo  Barbagelata,  y  que  yo  quiero  trazaros  en 
una  línea  lo  más  nítida  posible,  es  el  tipo  de  la  guerra  ame- 
ricana, en  que  el  caballo  es  el  verdadero  proyectil,  más  rá- 
pido que  el  plomo ;  guerra  de  audacias,  de  marchas  y  con- 
tramarchas inverosímiles,  de  sorpresas  temerarias,  de  irrup- 
ciones torrenciales.  Lo  que  la  distingue  es  la  carga  del  pelo- 
tón de  caballería,  semejante  á  un  vuelo  sesgo  de  pájaros. 
La  masa  de  lanceros,  como  un  cañaveral  que  lleva  el 
viento,  se  acerca  en  línea  recta,  crece,  cobra  formas  va- 
rias, se  detalla,  va  á  estrellarse  contra  el  enemigo ;  pero  de 
repente,  como  la  golondrina  que  roza  el  suelo,  tuerce  el 
rumbo  en  una  curva  tangente  á  la  línea  contraria,  se  aleja, 
casi  se  pierde  en  el  horizonte,  para  reaparecer  de  improviso 
por  otro  lado,  sin  perder  el  impulso  que  llevaba,  y  acer- 
carse, y  agrandarse  de  nuevo,  y  chocar  por  fin  cuando 
halla  entrada  propicia,  y  derramarse  como  una  ola  sobre 
el  enemigo,  para  destrozarlo  ó  destrozarse  á  sí  misma,  y 
desparecer  pulverizada.  Es  el  Sabbat  militar  fantástico, 
en  que  las  brujas,  que  cabalgaban  sus  palos  de  escoba  ó 
sus  esqueletos  de  corceles  difuntos,  son  sustituidas  por  el 
hombre  semidesnudo,  inclinado  sobre  el  cuello  del  caballo 
sin  domar,  de  largas  crines,  de  ojos  espantados  resplande- 
cientes, y  de  nariz  humeante;  por  el  flotar  del  poncho  y 
el  tremar  de  la  lanza  primitiva;  por  el  enjambre  sonoro 
y  casi  aéreo  de  hombres  que  gritan  con  alaridos,  de  caba- 
llos que  bufan,  de  lanzas  que  se  entrechocan. 


LA   SEGUNDA    INDEPENDENCIA  337 

Dorrego  y  Rivera,  protagonistas  en  esa  justa  homérica, 
son  dignos  el  uno  del  otro;  son  dos  bravos.  Ambos  son 
audaces  y  astutos,  ágiles,  sobre  todo;  tienen  el  vuelo  del 
halcón,  aparecen  y  desaparecen,  caen  del  aire  sobre  su 
presa. 

Artigas,  situado  en  la  costa  norte  del  Uruguay,  atiende 
el  desarrollo  de  las  operaciones  encomendadas  á  Blas  Ba- 
sualdo,  Ramírez,  y  otros  jefes,  sobre  la  Banda  occidental ; 
y,  al  mismo  tiempo,  y  ante  todo,  dirige  las  que  se  desarro- 
llan en  el  territorio  oriental.  Rivera  está  situado  en  el 
centro  de  éste;  frente  á  él,  en  la  capilla  del  Durazno, 
acampa  Dorrego ;  Otorgues  opera  en  el  Sur,  amenaza  á 
Montevideo ;  el  comandante  Gadea  en  el  Oeste,  á  lo  largo 
del  Uruguay;  otros  capitanes  secundarios  recorren  el  te- 
rritorio. 

Artigas  ha  ordenado  á  Rivera  que  ataque  á  Dorrego,  y 
busque  en  el  sur  la  incorporación  de  Otorgues.  El  río 
Negro,  caudaloso  y  profundo,  separa  al  capitán  occidental 
del  oriental ;  una  lluvia  copiosa  lo  ha  desbordado ;  sólo  aso- 
man las  copas  de  los  árboles  del  bosque,  sumergidos  en  su 
margen ;  el  agua  invade  la  llanura  detrás  de  él ;  está  campo 
afuera,  invadeable  paria  quien  no  tenga  alas.  Pero  eso  es 
precisamente  lo  que  da  carácter  á  esta  clase  de  guerra :  las 
alas,  los  caballos  y  los  jinetes  aéreos. 

Dorrego  se  echa  sigilosamente  al  río  con  toda  su  divi- 
sión; lo  atraviesa  á  nado  en  seis  horas;  pisa  la  ribera 
opuesta,  con  la  firme  persuasión  de  sorprender  á  Rivera, 
que  está  en  un  cardal,  frente  al  paso  de  las  Piedras;  cae 
sobre  Rivera.  Pero  éste,  que  oye  el  paso  del  enemigo  en  el 
aire,  lo  ha  sentido  con  el  tiempo  apenas  suficiente  para 
evitar  el  desastre ;  salta  á  caballo,  y  se  retira  en  orden  ha- 
cia el  Norte,  librando  encarnizados  combates  parciales  en 
todos  los  vados,  en  Tres  Árboles,  en  los  brazos  del  Salsi- 

22.  Artigas.  —  i. 


338 


puedes.  Este  nombre  es  una  sugestión.  Lavalleja,  cuyo 
valor  temerario  fué  clásico  en  aquellas  luchas,  conduce  las 
guerrillas  de  retaguardia,  en  contacto  con  las  avanzadas 
enemigas.  Es  él  el  que  cierra  los  pasos,  mientras  el  grueso 
de  la  división  es  salvada  por  Rivera. 

Dorrego  ha  errado  el  golpe.  Después  de  una  persecución 
de  doce  leguas,  sus  hombres  están  rendidos,  sus  caballos 
extenuados.  Rivera  no  se  ha  fatigado,  no  se  fatiga  nunca: 
ha  continuado  su  retirada  en  medio  de  la  noche.  Al  ama- 
necer está  yia  muy  lejos.  Desensilla  su  caballo  sudoroso  y 
jadeante  á  orillas  del  Queguay,  allá  muy  al  Norte,  cerca 
del  campamento  de  Artigas. 

Los  centauros,  empapados  y  semi  desnudos,  han  encen- 
dido sus  fogones  á  orillas  del  monte  de  talas  y  espinillos; 
la  carne  de  la  res  salvaje  se  asa  en  el  suelo ;  los  soldados 
toman  mate  y  cantan  al  son  de  la  guitarra  los  cantos  im- 
pregnados de  las  tristes  victorias  de  la  Patria ;  las  estrellas 
estivales  de  Noviembre  se  desvanecen  en  luz  de  aurora. 
Homero  y  Ossian  oyen  el  canto,  desde  el  borde  de  sus 
nubes,  y  reconocen,  en  la  voz  de  los  gauchos  orientales, 
el  inconfundible  tono  de  los  rapsodas  ó  de  los  bardos 
sinceros  que  anuncian  las  nuevas  patrias. 

Dorrego  advierte  que  ha  avanzado  más  de  lo  conveniente ; 
recurre  á  Entre  Ríos  en  busca  de  refuerzos,  y  no  los  consi- 
gue; no  puede  seguir  adelante  sin  dejar  abandonado  su 
flanco  izquierdo  y  su  retaguardia;  no  debe  aventurar  una 
acción,  pues  sabe  que  el  enemigo  ha  sido  reforzado.  Retro- 
cede entonces,  y  el  perseguido  se  convierte  en  perseguidor. 
Rivera,  que  ha  recibido  de  Artigas  300  hombres,  entre  ellos 
200  blandengues,  lo  mejor  de  las  tropas  orientales,  una 
pieza  de  artillería  y  las  milicias  de  Gadea,  vuela  en  pos  del 
enemigo,  que  ha  retrogradado  hasta  el  río  Negro.  Las  gue- 
rrillas perseguidoras,  conducidas  por  Lavalleja  y  Bauza, 


LA    SEGUNDA    INDEPENDENCIA  339 

doblan  las  avanzadas  de  Dorrego,  y  las  empujan  hacia 
Mercedes;  Dorrego  abandona  la  villa  precipitadamente,  y 
se  refugia  en  Soriano.  para  agrupar  sus  elementos  disper- 
sos. No  es  posible :  el  ágil  enemigo  no  le  da  un  momento  de 
reposo;  está  ya  cerca,  y  lo  obliga  á  continuar  su  huida 
hacia  el  sur;  en  ella,  en  un  pequeño  entrevero,  Dorrego 
está  á  punto  de  caer  prisionero  al  vadear  el  Bizcocho. 
Tampoco  puede  sostenerse  en  San  Salvador,  como  espe- 
raba ¡  se  corre  á  las  Vacas,  más  al  Sur,  donde  disputa  el 
paso  al  enemigo  durante  tres  horas  de  porfiada  lucha.  Es 
desalojado,  y  sigue,  sigue  hacia  el  Sur.  Se  encierra,  por 
fin,  tras  los  muros  de  la  Colonia,  sobre  el  Río  de  la  Plata. 
Durante  su  retirada,  ha  perdido  400  hombres,  entre  muer- 
tos, heridos  y  dispersos,  é  inutilizado  sus  caballadas.  El 
primer  acto  de  este  drama  clásico  está  terminado. 


Rivera  deja  á  Lavalleja,  con  200  hombres,  en  obser- 
vación de  Dorrego,  y  regresa  al  Norte,  á  buscar  á  Ar- 
tigas. 

Soler,  el  Comandante  Militar,  que  se  había  dirigido  á 
la  Florida  á  observar  el  desarrollo  de  las  operaciones  de 
Dorrego  y  prestarle  auxilio  en  caso  necesario,  recibe,  el 
8  de  Diciembre  de  1814,  el  oficio  en  que  éste  le  comunica 
su  desastrosa  retirada;  acumula  á  las  suyas  todas  las 
fuerzas  de  que  puede  disponer  —  230  hombres  de  Horti- 
guera,  270  fusileros  á  caballo,  160  granaderos  de  infan- 
tería, 60  soldados  del  número  10,  y  50  artilleros  que  se  le 
envían  de  Montevideo  —  y,  reunidos  con  Dorrego  en  San 
José,  acuerda,  en  consejo  de  jefes,  un  nuevo  plan  de 
campaña. 

Dorrego  recibe  orden  de  buscar  y  atacar  á  Artigas 
donde  quiera  que  lo  encuentre.  Éste- se  halla  en  el  norte, 


340 


atraída  su  atención  por  los  acontecimientos  de  la  Banda 
Occidental  del  Uruguay,  donde  Perugorría,  caudillo  de 
la  Provincia  de  Corrientes,  ha  desconocido  su  autoridad. 
y  Valdenegro,  enviado  por  Buenos  Aires  como  gobernador 
de  la  provincia,  ha  derrotado  á  Blas  Basualdo,  capitán 
de  Artigas,  y  amenaza  caer  sobre  éste  por  la  espalda.  Ar- 
tigas sube  hacia  el  Norte,  envía  recursos  é  instrucciones 
á  Basualdo,  y  éste,  después  de  derrotar  y  hacer  prisionero 
al  caudillo  rebelde,  restablece  en  Corrientes  el  predominio 
de  Artigas.  Perugorría  fué  condenado  á  muerte,  previo 
consejo  de  guerra. 

Artigas  vuelve  de  nuevo  la  vista  hacia  la  Banda  Orien- 
tal. Dorrego  avanza  en  su  busca;  ha  cruzado  el  río  Negro 
forzando  los  pasos,  después  de  librar  combates  con  éxito 
vario. 

Ha  subido  hasta  el  Queguay,  donde  recibe  refuerzos  de 
artillería  de  Valdenegro;  ha  acampado,  por  fin,  en  las 
caídas  del  Arroyo  Arerunguá,  á  media  legua  del  Paso  de 
Guayabos  ó  del  Guayabo,  y  cerca  del  cerro  del  Arbolito, 
que  domina  el  campo. 


Al  día  siguiente,  en  la  mañana  del  10  de  Enero  de  1815, 
sus  descubridores  le  anuncian  que  una  partida  enemiga 
está  en  el  paso  del  arroyo.  Dorrego  cruza  éste  tras  la  par- 
tida, que  se  repliega  sin  hacer  resistencia,  pues  su  propó- 
sito es  el  de  atraerlo.  Y  del  otro  lado,  á  400  metros  del 
arroyo,  halla  formado  al  enemigo,  que  lo  espera,  que 
anhela  el  combate  decisivo. 

Artigas  ha  enviado  allí  todos  los  elementos  de  que  ha 
podido  disponer,  y  que  están  al  mando  de  Rivera.  Mil 
doscientos  hombres  de  cada  parte  van  á  librar  la  acción. 

Rivera  estaba  en  orden  de  batalla:  la  infantería  en  el 


LA    SEGUNDA    INDEPENDENCIA  341 

centro,  en  ala;  detrás,  una  pieza  de  artillería,  servida  por 
60  hombres;  en  los  flancos  la  caballería;  en  el  izquierdo 
los  blandengues  mandados  por  Bauza,  y  algunas  milicias 
apoyadas  en  una  zanja,  y  protegidas  por  un  corral  de 
piedra;  en  el  derecho  las  milicias  de  Soriano,  Mercedes 
y  Paysandú,  y  el  escuadrón  de  Lavalleja. 

Dorrego  tendió  rápidamente  su  línea  de  combate:  á  la 
derecha  los  granaderos  á  caballo,  en  el  centro  el  número 
3,  una  pieza  de  artillería  y  los  granaderos  de  infantería; 
en  el  costado  izquierdo  los  dragones ;  50  hombres  á  caballo 
constituían  la  reserva. 

Lavalleja  inicia  el  combate  á  las  12  del  día,  rompiendo 
el  fuego  con  vigor,  amagando  cargas  y  simulando  reti- 
radas, para  atraer  al  enemigo  hacia  una  hondanada  en  que 
están  los  blandengues  de  Bauza.  Los  orientales,  protegi- 
dos por  el  corral  de  piedra,  son  desalojados,  y  en  vano 
intentan  repetidas  veces  recuperar  la  posición,  conser- 
vada por  los  granaderos  á  caballo.  Dorrego  avanza  hacia 
allí  con  toda  su  línea,  y  se  empeña  un  combate  de  fusi- 
lería que  dura  varias  horas.  Un  grupo  de  europeos,  en- 
cabezados por  un  sargento,  se  pasa  en  ese  momento  á 
las  filas  orientales.  Rivera  amaga  entonces  una  carga  con- 
tra la  caballería  enemiga,  y  simula,  como  Lavalleja,  una 
huida  para  atraerla,  como  la  atrae,  por  fin,  al  sitio  en  que 
está  Bauza  con  sus  blandengues.  Éste  secunda  bizarra- 
mente el  propósito  de  Rivera.  Los  blandengues  reciben  al 
enemigo  con  nutridas  descargas,  que  lo  hacen  volver  grupa, 
con  la  intención  de  rehacerse  en  la  altura;  pero  aquéllos, 
saltando  á  caballo,  cargan,  sablean  y  deshacen  los  escua- 
drones enemigos,  que  Dorrego  intenta,  pero  no  consigue, 
reanimar.  En  ese  momento,  la  caballería  oriental  lleva 
una  carga  pujante  contra  la  infantería  enemiga  que  ha 
quedado  en  descubierto;  penetra  por  su  flanco,  arrollan- 


342 


dolo  todo;  la  empuja  en  dispersión  sobre  los  escuadrones 
deshechos  por  Bauza,  y  que  en  vano  pretende  reorganizar 
Dorrego.  Todo  es  arrollado  por  las  lanzas  de  Rivera  y 
Lavalleja,  incluso  las  reservas,  que  han  llegado  á  detener 
y  proteger  á  los  batallones  destrozados.  El  desbande  se 
hace  general;  los  enemigos  huyen  aterrorizados  hacia  el 
paso.  "En  el  momento  en  que  nuestras  tropas  dieron 
vuelta,  dice  Dorrego,  los  enemigos  se  mezclaron  en  nues- 
tras filas,  y  como  por  lo  general  venían  desnudos,  la  tropa 
los  conceptuaba  indios,  habiendo  cobrado  sin  motivo  un 
gran  temor." 

Inútiles  fueron  los  esfuerzos  del  jefe  occidental  para 
iniciar  una  retirada  en  orden.  El  pánico,  "que  desbarata 
las  cohortes  y  precipita  las  derrotas"  iba  detrás  de  sus 
soldados;  éstos  descargaban  sus  armas  contra  los  oficiales 
que  pretendían  contenerlos  y  reorganizarlos.  "Era  tal  el 
pavor  que  se  había  apoderado  de  la  tropa  —  dice  Dorrego 
—  que  huía  de  sólo  la  algazara  del  enemigo.  Yo  mismo  he 
visto  cerca  de  60  hombres  corridos  por  sólo  cinco  que 
los  acuchillaban,  sin  que  siquiera  se  defendieran." 

Las  pérdidas  del  ejército  vencido  fueron  grandes:  200 
muertos  y  heridos,  400  prisioneros  y  dispersos,  2  carros 
de  municiones,  un  cañón;  hasta  el  manuscrito  del  diario 
de  Dorrego  cayó  en  manos  del  vencedor.  Dorrego  repasó 
el  Uruguay  con  sólo  20  hombres.  Soler,  que  recibió  en 
Mercedes  la  noticia  de  la  derrota,  emprendió  una  marcha 
desastrosa  hacia  Montevideo. 

La  segunda  independencia  del  Uruguay  está  consu- 
mada. 


LA    SEGUNDA   INDEPENDENCIA  343 


IV 


El  hermano  trasplatino  ha  sido  desalojado,  con  el 
mismo  título  con  que  lo  fué  la  madre  trasatlántica. 
Buenos  Aires,  desgraciadamente,  no  acaba  de  conven- 
cerse, sin  embargo,  de  la  verdad  intrínseca  cuyo  reco- 
nocimiento hubiera  sido,  en  el  Plata,  lo  que  en  el  Pa- 
cífico el  de  la  personalidad  de  Chile  ó  del  Perú;  no  se 
convence  de  que  la  provincia  oriental  es  una  persona 
idéntica  á  la  occidental.  Lo  único  de  que  se  persuade 
es  de  que  la  conservación  de  la  conquista  de  Montevi- 
deo es  imposible,  y  se  resuelve  á  abandonarla. 

En  el  mismo  momento  en  que  se  libraba  el  combate  de 
Guayabos,  el  joven  Alvear  tomaba  posesión,  en  Buenos  Ai- 
res, del  cargo  de  Director  Supremo  de  las  Provincias  Uni- 
das, que  el  director  Posadas  había  abandonado  el  día  an- 
terior, para  "retirarse  —  decía  —  al  silencio  de  su  casa, 
á  meditar  en  la  nada  del  hombre,  y  dejar  á  sus  hijos 
consejos  por  herencia."  Era  la  fórmula  del  desaliento. 

Es,  pues,  Alvear  quien  tiene  que  entregar  á  Artigas  las 
llaves  de  Montevideo.  La  elevación  al  poder,  en  Buenos 
Aires,  de  ese  joven  dictador  es  precaria;  sólo  consigue 
conservarse  en  él  á  fuerza  de  despóticas  violencias,  y 
sosteniendo  una  lucha  intestina  en  la  que  caerá  dentro 
de  tres  meses,  al  pretender  buscar  el  desquite  de  Gua- 
yabos. Se  somete,  pues,  á  tratar  con  Artigas,  y  le  envía 
comisionados  á  ofrecerle  la  paz,  la  unión.  ¡La  unión 
de  Alvear  y  de  Artigas  para  la  consecución  de  un  ideal 
común ! 

El  Jefe  de  los  Orientales  acepta  los  parlamentarios. 
Exige  el  retiro  de  las  tropas  de  Montevideo  y  de  Entre 
Ríos  para  cesar  en  las  hostilidades.  Alvear  se  persuade  de 
que  nada  es  posible  hacer  con  aquel  hombre  inconmo- 


344 


vible.  Con  él  no  hay  protectorado  posible  de  Inglate- 
rra ni  de  potencia  alguna  civilizada.  Se  resuelve,  pues, 
á  entregar  á  los  orientales  su  tierra:  ordena  la  inme- 
diata evacuación  de  Montevideo.  Las  tropas  de  Buenos 
Aires  se  van;  pero  se  van  llevándose  todo  cuanto  les 
es  posible  arrebatar  de  lo  que  allí  ha  quedado:  artille- 
ría, armas,  municiones.  Es  preciso  desarmarlo,  aniqui- 
larlo todo,  en  aquel  foco  de  infección  republicana;  hasta 
los  archivos  son  entregados  al  populacho,  que  los  dis- 
persa y  destruye. 

Los  jefes  han  recibido  orden  de  echar  al  agua  todo  ele- 
mento de  guerra  que  no  sea  posible  transportar.  En  ese 
caso  está  la  gran  cantidad  de  pólvora  depositada  en  unas 
robustas  construcciones  de  piedra  llamadas  bóvedas,  cuyas 
ventanas  se  miran  en  la  bahía.  Una  catástrofe  espantosa 
tiene  lugar:-  los  soldados,  provistos  de  palas,  arrojan 
precipitadamente  la  pólvora  al  mar,  por  las  ventanas 
de  los  depósitos;  choca  una  pala  en  la  piedra  del  muro, 
salta  una  chispa,  y  una  explosión  formidable,  que  sa- 
cude los  cimientos  de  la  ciudad,  anuncia  á  sus  habitan- 
tes consternados,  el  fin  de  la  dominación  porteña  en  el 
Uruguay.  Tres  polvorines  han  volado ;  el  humo,  como 
una  maldición  de  las  noches  subterráneas,  sube  al  cielo 
y  envuelve  la  ciudad:  120  cadáveres  han  quedado  se- 
pultados bajo  las  ruinas. 

Las  tropas  de  Buenos  Aires  se  van  silenciosas,  al  son 
de  sus  lúgubres  tambores,  dejando  el  recuerdo  de  una 
dominación  mucho  más  angustiosa  que  la  de  España. 
Se  van  el  25  de  Febrero  de  1815.  El  26,  los  soldados 
uruguayos,  mandados  por  Otorgues,  que  ha  recibido  de 
Artigas  el  nombramiento  de  gobernador  militar  de  la 
ciudad,  toman  posesión  de  la  metrópoli  oriental. 

Los  orientales,  dueños  por  fin  de  su  tierra,  recogen  lo 


LA    SEGUNDA    INDEPENDENCIA  845 

que  ha  quedado  de  la  ciudad  reconquistada:  lo  que  la 
hermana  conquistadora  no  ha  podido  arrebatar  ó  des- 
truir. Ha  quedado  bastante,,  sin  embargo ;  basta  y  sobra 
para  enarbolar  la  bandera. 


En  la  ciudadela  de  Montevideo  se  levanta  solemne- 
mente, al  fin,  el  primer  pabellón  de  la  patria:  la  ban- 
dera de  Artigas.  Es  preciso  que  os  deis  cuenta,  amigos 
artistas,  de  lo  que  esa  bandera  significa;  es  menester 
que  os  la  deis  muy  exacta,  y  sin  dejaros  llevar  de  las 
fipariencias.  Esa  bandera,  en  la  fortaleza  de  Montevi- 
deo, representa,  notadlo  bien,  el  primer  acto  de  plena 
soberanía  de  la  revolución  de  Mayo;  su  primera  apari- 
ción ante  el  mundo.  En  la  Banda  Occidental,  encabezada 
por  Buenos  Aires,  no  ha  sido  aún  declarada  la  indepen- 
dencia, y  mucho  menos  la  república.  La  primera,  se  de- 
clarará en  Julio  de  1816;  la  segunda,  la  república,  no 
será  adoptada  francamente  tampoco  entonces.  En  Bue- 
nos Aires  se  gobierna  todavía,  con  más  ó  menos  since- 
ridad, pero  expresamente,  á  nombre  de  Fernando  VII. 
Eso  es  lo  que  hasta  ahora  representa,  pues,  ante  los  de- 
más pueblos  de  la  tierra,  como  se  declarará  en  Estados 
Unidos,  el  pabellón  creado  por  Belgrano,  que  allí  se 
ostenta:  la  monarquía.  Belgrano  es,  y  será  monárquico. 
Artigas  ha  desalojado  de  Montevideo  ese  pabellón,  lo 
mismo  que  el  español,  para  hacer  flotar  el  suyo,  el  que 
simboliza  su  declaración  de  independencia  absoluta,  y 
el  principio  republicano,  proclamados  por  él  y  por  su 
pueblo  en  1813.  Es  Montevideo,  por  consiguiente,  la  pri- 
mera capital  emancipada,  sai  jaris,  en  el  Río  de  la  Plata ; 
la  primera  metrópoli  republicana  que  se  gobierna  á 
nombre  propio,  sin  reserva  mental  alguna.  Esa  bandera 


346 


que  allí  se  enarbola  es  la  primera  absolutamente  libre, 
lo  que  se  llama  libre,  de  la  América  austral. 

Sobre  la  clave  de  la  fortaleza  española,  el  escudo  real 
de  castillos  y  leones  y  flores  de  lis,  cederá  su  puesto  al 
coronado  por  la  cimera  de  plumas  de  avestruz  ameri- 
cano, y  cortado  en  dos  cuarteles:  en  el  jefe  ó  cuartel 
superior,  un  sol  naciente  brota  del  mar;  en  el  inferior, 
un  brazo  desnudo  sostiene  una  balanza  que  se  proyecta 
en  campo  blanco.  ¡Día  nuevo  de  libertad  y  de  justicia! 
En  la  orla  roja,  el  pensamiento,  todo  el  genial  pensa- 
miento de  Artigas  ha  tomado  la  forma  heráldica  en  este 
lema  ó  divisa  luminosa: 

Con  libertad  ni  ofendo  ni  temo 

Aquí  tenéis,  amigos  artistas,  un  dibujo  de  ese  escudo 
nuevo,  concebido  por  Artigas. 

Y  también  la  bandera,  la  que  se  alzó  en  la  antigua 
ciudadela:  tres  bandas  horizontales:  de  azur,  como  dice 
el  arte  antiguo,  la  alta  y  la  baja;  blanca  la  central; 
tronchadas  todas  tres  por  una  roja  diagonal,  del  ángulo 
superior  diestro  al  inferior  siniestro :  barra  de  gules, 
diría,  en  su  lengua,  el  viejo  heraldo  del  blasón. 

Es  preciso  que  miremos  largamente  ese  estandarte, 
amigos  míos;  hablaremos  de  él,  quieras  que  nó. 

Si  advirtierais  en  mí  un  si  es  no  es  de  emoción  can- 
dorosa al  hablaros  de  él,  es  preciso  que  me  miréis  con 
piadoso  corazón.  Yo  bien  me  sé  que,  al  detenerme  en 
estas  pequeneces,  corro  el  peligro  de  rayar  en  el  énfasis 
ingenuo.  Y  eso  es  de  mal  gusto  para  algunos;  bien  lo 
sé.  ¡Qué  le  hemos  de  hacer! 

Yo  debo  ser  sincero  con  vosotros;  de  algo  me  ha  de 
servir,  alguna  que  otra,  vez,  estar  conversando  con  ar- 


LA    SEGUNDA    INDEPENDENCIA  347 

tistas,  y  no  con  luguleyos,  mercaderes,  retóricos  ó  con- 
tadores patentados. 

Vosotros  conocéis  tanto  como  yo,  y  acaso  más  que  yo, 
el  ignoto  poder  de  las  banderas  sobre  las  almas  senci- 
llas. Y  la  mía  lo  es ;  confieso  que  lo  es. 

Pues  bien:  nosotros,  los  orientales,  poseemos  hoy  nues- 
tra bandera  nacional,  la  que  simboliza  la  patria,  y  es 
conocida  de  todo  el  mundo.  Es  ésta,  que  aquí  tenéis, 
listada  de  azul  y  blanco :  cuatro  barras  de  azur  en  campo 
de  armiño;  nueve  franjas  bicolores,  con  el  sol  de  oro 
cenital  en  el  ángulo  diestro  superior.  Convengamos  en 
que  es  hermosa.  No  hay  nada  más  amable  entre  las  no- 
bles criaturas  que  diluyen  sus  colores  en  el  aire.  Esta 
encantadora  bandera,  que  aman  y  conocen  los  niños  y 
los  ancianos,  y  las  tierras  y  los  mares  remotos,  es  el  sím- 
bolo, pujante  y  laborioso,  de  la  patria  soberana,  defini- 
tiva, constituida ;  es  la  bandera  viva.  Bendita  sea. 

¡Pero  esta  vieja  de  Artigas,  que  desprendo  conmovido 
de  la  antigua  ciudadela  para  ponerla  en  vuestras  manos! 
¡Esta  que  beso  en  vuestra  presencia,  amigos  míos,  por- 
que sois  mis  hermanos  en  la  belleza, ....  esta  es  nuestra 
bandera  muerta.  Esa  larga  y  roja  cicatriz,  que  atraviesa 
sus  tres  bandas,  es  la  herida  de  gloria  que  la  mató.  Murió 
de  libertad.  La  historia  que  os  estoy  enseñando  no  es 
otra  que  la  de  esa  bandera,  amigos  míos;  la  de  su  vida 
y  la  de  su  martirio. 

¡Muerta!  Pues  bien,  nó.  Yo  os  aseguro  que  no  lo  está: 
vive  la  vida  de  los  dioses  inmortales,  la  subterránea  del 
mito  heroico,  la  interminable,  la  insondable  del  silencio, 
que,  como  lo  digimos  otra  vez,  es  el  estado  divino,  el 
eterno,  porque  todo  ruido  es  limitado  y  pasajero. 

¡Nuestra  bandera  de  Artigas! 

El  pabellón  listado,   que  hoy  enarbolamos  para  dis- 


348 


tinguirnos,  es  la  patria  que  nos  protege,  la  pujante,  la 
llena  de  sol;  es  objeto  de  amor  y  elemento  también  de 
trabajo,  de  progreso  y  bienestar.  Pero  la  otra,  la  que 
sangra  por  su  grieta  diagonal,  esta  de  Artigas  que  os 
estoy  mostrando,  esta  es  inútil,  no  sirve  para  nada.  Y 
por  eso  es  lo  que  es:  sólo  amor,  gloria,  belleza.  Es  ob- 
jeto de  contemplación,  tesoro,  culto,  abolengo,  signo  de 
fiera  estirpe,  de  noble  raza. 

Esa  es  también  nuestra,  amigos  míos;  lo  será  siempre. 
En  nuestros  días  de  recuerdos  nacionales  esa  vieja  ban- 
dera reaparece  en  nuestros  aires,  pasa  por  ellos  goteando 
recuerdos  de  su  herida,  y  se  vuelve,  cuando  el  sol  se 
pone,  á  su  inmortal  silencio. . . . 

Si  esta  patria  llegara  á  peligrar  algún  día,  oh  amigos, 
entonces  se  vería  bien  como  la  bandera  de  Artigas  no 
está  muerta.  Será  para  los  orientales,  lo  que  el  viejo  cru- 
cifijo, recogido  de  las  manos  de  la  madre  yacente:  no  se 
mira  á  menudo ;  sirve  poco  ó  nada  en  la  vida  cotidiana .... 
pero  sirve  para  morir. 

Algo  de  eso  está  escrito  me  parece,  en  la  divisa  miste- 
riosa que  grabó  Artigas  en  su  escudo : 

Con  libertad  ni  ofendo  ni  temo 

O  yo  sé  poco,  ó  es  ese  el  lema  más  perpetuo  que  pue- 
blo libre  pudo  adoptar. 

¿Cómo  formó  nuestro  Artigas  esa  frase  inconsútil? 
¿Dónde  y  cuándo  se  le  apareció? 


Bien Bien Pasemos   á   otra   cosa,    á   asuntos 

de  más  peso.  Bastante  tiempo  hemos  perdido,  para  los 
hombres  sabios,  filósofos,  personas  ocupadas,  diligentes 
rebuscadores  de  documentos,   etcétera,  en  hablar  de  es- 


LA    SEGUNDA    INDEPENDENCIA  349 

tas  cosas  que  parecen  niñerías :  escudos banderas 

Casi  no  me  explico  como  yo,  hombre  serio,  me  he  sen- 
tido conmovido  al  daros  el  escudo  y  el  olvidado  pabe- 
llón de  Artigas.  Y  hasta  he  llegado  á  creer  que  podía 
provocar  en  vuestro  organismo,  por  simpatía  fisiológica, 
la  misteriosa  vibración  del  mío. 

Pasemos,  pues,  á  lo  muy  serio pero  sin  dejar  de 

convenir,  una  vez  más,  en  que  la  divisa  es  noble. 

Y  es  serena  y  fuerte,  como  el  mar  sin  límites: 

Con  libertad  ni  ofendo  ni  temo 


CONFERENCIA  XV 


EL    GOBIERNO    DEL    HÉROE 


El  Hervidero.  —La  Meseta  de  Artigas.  —  Purificación. —  Artigas, 
arquitecto  de  patrias.  —  Religión  de  Artigas.  —  Las  tristezas 
íntimas  del  héroe.  —  La  esposa  enferma.  —  El  hijo.  —  El  templo 
y  la  escuela.  —  Anécdotas. — Gobierno  de  Artigas.  —  La  vida 
social  en  Montevideo.  —  Artigas  y  Larrañaga.  —  La  Biblio- 
teca.—  El  Protector  en  su  despacho.  —  Títulos  y  tratamien- 
tos.—  Desinterés  del  héroe.  —  Los  honorarios  del  Libertador. 


Artistas  amigos: 

El  26  de  Febrero  de  1815  se  enarbola,  en  la  ciudadela 
de  Montevideo,  el  pabellón  de  la  primera  patria  ríopla- 
tense  independiente,  de  la  patria  de  Artigas. 

El  20  de  Enero  de  1817,  apenas  dos  años  después,  esa 
bandera  será  arrancada  de  allí,  y  sustituida  por  otra. 

¿Volverá  á  flotar  en  ese  muro  la  de  oro  y  llama  de  la 
metrópoli  española? 

Ese  fué  el  ensueño  de  los  españoles  residentes  en  Mon- 
tevideo, que,  día  á  día,  esperaron,  por  largo  tiempo,  la  lle- 
gada de  una  escuadra  que  había  de  venir,  que  no  podía 
menos  que  venir:  los  buques  fantasmas.  Eran  entes  de 


352 


razón;  no  llegaron  nunca.  Nó:  la  gran  señora  Hispania 
no  volverá  más,  como  dueña,  al  hogar  emancipado  de 
sus  buenos  hijos  uruguayos,  que  la  despidieron  con  vi- 
gor, pero  sin  odio ;  no  volverá  más  como  dueña,  sin  por 
eso  perder  el  carácter  de  madre.  Artigas  no  la  odió  ja- 
más por  ser  España,  y  mucho  menos  por  ser  madre, 
sino  por  negarse  á  serlo  de  un  hijo  digno  de  su  sangre. 
Que  fué  América  quien,  al  desprenderse  de  España, 
hizo  á  ésta  madre  verdadera  de  nobles  seres  de  su  es- 
pecie. 

Tampoco  la  bandera  inglesa  volverá  á  flotar  en  el  ba- 
luarte uruguayo,  ni  tiene  por  qué  ni  para  qué,  la  muy 
exótica;  no  volverá,  yo  os  lo  aseguro,  á  pesar  de  que, 
como  lo  sabéis,  el  director  Alvear  la  está  llamando,  no 
sólo  á  Montevideo,  sino  también  á  Buenos  Aires  y  á  todo 
el  virreinato. 

¿Será  entonces  la  blanca  y  azul  de  Belgrano,  la  del 
estado  occidental  ? 

Nó,  mis  amigos ;  ahora  menos  que  nunca.  Si  eso  hubiera 
sido  posible,  la  campaña  de  Guayabos,  tan  injustamente 
provocada,  hubiera  roto  todo  vínculo  político  entre  los 
hermanos  de  ambas  márgenes  del  Plata,  por  más  que. 
como  España  madre,  no  han  dejado  ellos  de  ser  herma- 
nos, ni  dejarán  de  serlo.  Pero  no  era  posible.  Recordad 
lo  que  os  dije  cuando  os  expuse  la  situación  especialí- 
sima  de  este  territorio  atlántico  subtropical;  no  lo  de- 
béis perder  de  vista  ni  un  instante,  si  queréis  permane- 
cer en  la  región  de  las  causas,  obscura  y  silenciosa,  en 
que  se  engendra  la  historia. 


El  pabellón  que  va  á  venir  no  puede  ser  otro  que  el 
portugués.  Vosotros  lo  sabéis,  y  sabéis  el  por  qué. 


EL    GOBIERNO    DEL   HÉROE  353 

Esta  tierra  oriental  forma  parte  geológicamente  de  la 
enorme  isla  ó  continente  del  Brasil,  del  levantamiento 
atlántico,  distinto  del  gran  macizo  andino;  ya  os  lo  dije  al 
principio.  Recordad  que  el  instintivo  ensueño  de  Portugal 
es  hacer  suyo  todo  ese  continente,  dando  por  límite  á  sus 
dominios  el  Río  de  la  Plata,  que  lo  recorta  por  el  sur,  y 
lo  separa  del  continente  occidental. 

El  portugués  cuenta  con  ese  factor  geológico  que  atrae 
á  su  seno  la  provincia  oriental ;  pero  prescinde  de  los  otros 
factores  que  la  separan  con  doble  energía :  el  climatérico, 
el  sociológico,  y  el  histórico,  el  histórico  sobre  todo,  que 
son  la  sugestión  inmediata,  determinante  de  la  acción 
en  los  pueblos. 

Portugal  esperaba  su  hora,  y  ésta  no  podía  ser  otra  que 
aquella  en  que  la  provincia  oriental  se  desprendiera  de  la 
unión  con  las  demás  provincias  españolas  de  la  región 
occidental,  sus  hermanas;  la  hora  en  que  aquella  se  en- 
contrara sola,  abandonada,  entregada  acaso  por  sus  afines. 
Ahora  la  cree  sola,  la  considera,  y  no  sin  causa,  abando- 
nada, y  va  á  lanzarse  sobre  ella. 

Pensad  bien  en  esto,  yo  os  'lo  ruego,  mis  amigos  artistas ; 
pensaid  bien  en  esto,  que  es  de  capitalísima  importancia. 

Sólo  así  comprenderéis  lo  que  aquí  podría  llamarse  el 
secreto  manifiesto  de  Goethe,  —  manifiesto  á  todo  el 
mundo,  y  visto  sólo  por  los  héroes,  según  el  sociólogo 
inglés  —  y  que  no  es  otra  cosa  que  el  huevo  de  Colón 
de  nuestra  tradición  española.  Sólo  así  comprenderéis 
por  qué  Artigas,  el  vidente,  después  de  hacer  al  Estado 
Oriental  dueño  de  sí  mismo,  no  aceptará  su  desmem- 
bración absoluta  é  inmediata  de  los  demás  estados  río- 
platenses,  sino  que,  por  el  contrario,  luchará  por  la  au- 
tonomía dentro  de  la  alianza  ó  federación;  pugnará  por 
imponer  ésta,  en  nombre,  no  sólo  del  pueblo  oriental, 

Artigas.— l. 


354 


sino  también  del  argentino,  á  los  que  pretendan  prescin- 
dir de  la  voluntad  de  éste  en  la  solución  del  gran  pro- 
blema. 

La  desmembración  absoluta,  la  soledad  de  la  provincia 
oriental,  entrañaba  su  caída  en  poder  del  extranjero, 
como  la  soledad  de  todos  los  otros  estados  americanos,  ó 
de  cualquiera  de  ellos,  significaba  la  caída  en  poder  de 
España  del  que  se  encontrara  solo  primeramente,  y  de 
todos  los  demás  después.  La  unión,  el  mutuo  auxilio, 
la  federación  ó  como  queráis  llamarle,  era  ley  intrín- 
seca de  la  revolución  americana,  constituía  su  propia 
esencia.  Hablo  de  la  federación  internacional,  que  no 
debe  confundirse,  según  ya  os  lo  he  dicho,  con  la 
forma  de  organización  política  interna  de  los  distin- 
tos estados;  hablo  de  la  federación  transitoria,  for- 
mada por  el  común  esfuerzo  contra  los  enemigos  co- 
munes de  la  independencia,  y  que  el  genio  visionario 
de  Bolívar  llegó  á  creer  posible  como  organización  per- 
manente del  continente  americano;  hablo  quizá  de  la  fede- 
ración del  porvenir,  que  acaso  vinculará  á  todos  los  pue- 
blos ibéricos  en  un  propósito  solidario,  sin  que  pierdan 
por  eso  su  personalidad. 

El  estado  occidental  argentino,  con  su  cabeza  en  Buenos 
Aires,  y  con  su  vasto  organismo  extendido  desde  los  Andes 
hasta  la  cuenca  de  los  grandes  ríos  que  desaguan  en  el 
Plata,  tendrá  sus  cuestiones  de  organización  interna,  que 
resolverá  en  forma  de  federación  entre  sus  distintas  pro- 
vincias; pero  no  hay  que  confundir  esa  federación  con  la 
federación  de  que  hablo,  la  de  Artigas,  formada  por  las 
distintas  naciones  americanas  en  defensa  de  la  indepen- 
dencia común;  no  hay  que  incluir,  entre  esas  provincias 
del  estado  occidenal,  al  estado  oriental  argentino,  cuya 
cabeza  es  Montevideo,  y  cuyo  territorio  se  extiende  entre 


EL   GOBIERNO   DEL   HÉROE  355 

aquella  cuenca  de  los  grandes  ríos  y  el  Océano  Atlántico. 

Xo  tengo  por  profundo  conocedor  de  la  historia  al 
que  dice,  pongo  por  caso,  que  San  Martín  con  los  ar- 
gentinos, incluidos  entre  éstos  los  de  la  región  orien- 
tal dieron  libertad  á  Chile,  ó  que  éste  y  los  ríopla 
tenses  la  dieron  al  Perú.  No  es  tampoco  muy  digna 
de  respeto  la  afirmación  según  la  cual  Bolívar,  el  hé- 
roe venezolano,  dio  libertad  á  cinco  repúblicas,  y  todo 
lo  demás  que  ha  solido  decirse  por  ahí.  Lo  que  todos  hicie- 
ron fué  dar  libertad  á  la  América  hispánica,  darse  la  liber- 
tad á  sí  mismos,  combatiendo  el  incendio  ó  extirpando  el 
hormiguero,  no  sólo  en  casa  ó  campo  propio,  sino  también 
en  la  casa  ó  en  el  campo  del  vecino,  de  donde  había  de 
propagarse  de  nuevo.  No  era,  pues,  un  servicio  el  que  pres- 
taban los  libertadores  al  cruzar  fronteras  y  respetarlas 
después:  era  un  deber  de  solidaridad  americana  el  que 
cumplían. 

En  ese  deber  estaban  los  estados  occidentales  del  Plata, 
Buenos  Aires  especialmene,  con  relación  al  oriental,  su 
hermano;  residía,  pues,  en  éste,  un  derecho  perfecto,  co- 
rrelativo de  aquel  deber.  Y  era  ese  derecho  el  que  ejercía 
Artigas,  al  acaudillar  las  provincias  occidentales  de  Entre 
Ríos,  Santa  Fe,  Córdoba,  etc.,  y  aun  la  de  Buenos  Aires; 
al  fomentar  y  difundir  en  ellas  el  espíritu  de  autono- 
mía, germen  de  la  futura  federación  interna,  y  al  im- 
poner con  ellas,  á  la  oligarquía  gobernante  en  Buenos 
Aires,  el  cumplimiento  del  deber  de  mutuo  auxilio,  que 
estaba  en  las  mismas  entrañas  de  la  revolución  de 
América.  Eran  los  pueblos  argentinos,  que  casi  uná- 
nimemente seguían  á  Artigas,  y  no  la  oligarquía  de  la 
comuna  porteña,  los  que  entrañaban  el  alma  de  la  re- 
volución de  1810.  Eso  me  parece  evidente;  es  el  se- 
creto  manifiesto. 


35ti 


Desgraciadamente,  Buenos  Aires  era  el  centro  de  los 
recursos,  y,  sobre  todo,  el  de  la  política  secreta,  el  de  la 
diplomacia  ignorada  de  los  pueblos.  Y  ésta  será  la  que. 
en  un  momento  dado,  triunfará. 

Con  esa  llave,  mis  queridos  artistas,  seguiréis  abriendo 
la  puerta  de  la  historia  argentina,  que  es  necesario  abrir 
de  par  en  par.  Ha  estado  cerrada  mucho  tiempo  á  los 
profanos. 


II 


Desalojados  del  Estado  Oriental  todos  los  extraños,  el 
fundador  de  la  patria  no  entra,  sin  embargo,  en  Montevi- 
deo, á  vestirse  de  los  atributos  exteriores  de  la  realeza,  ó  del 
poder,  y  á  ser  aclamado  y  proclamado  Presidente,  ó 
Gobernador,  ó  Director  Supremo,  ó  cualquier  otra  cosa 
por  ese  estilo.  Cuando  el  General  San  Martín  dominó 
en  el  Perú  y  penetró  en  Lima,  creyó  honradamente  que 
sólo  con  una  monarquía  podría  consolidarse  la  nueva 
patria,  y  recurrió  él  mismo  á  la  ostentación  propia  del 
régimen  monárquico;  á  los  accidentes  ó  abalorios. 

' '  No  obstante  su  sencillez  espartana,  dice  Mitre,  acusó, 
en  su  representación  externa,  esa  influencia  enfermiza.  Su 
retrato  reemplazó  al  de  Fernando  VII  en  el  Salón  de  Go- 
bierno. Para  presentarse  ante  la  multitud  con  no  menos 
pompa  que  los  antiguos  virreyes,  se  dejaba  arrastrar  en 
una  carroza  tirada  por  seis  caballos,  rodeada  de  una 
Guardia  regia;  y  su  severo  uniforme  de  granadero  á  ca- 
ballo se  recamó  profusamente  de  palmas  de  oro." 

Artigas  es  la  antítesis  de  todo  eso.  Él  distingue  bien 
los  accidentes  de  las  sustancias ;  vive  en  la  plena  realidad 
de  las  cosas,  y  sabe  que  la  conservación  y  el  afianzamiento 
de  la  independencia  oriental  no  está  en  la  apariencia,  en 


EL   GOBIERNO    DEL   HÉROE  357 

'os  títulos  ó  chirimbolos  de  que  se  rodee  el  hombre  que  la 
ha  creado  y  la  custodia,  sino  que  está  en  otra  parte.  Toda 
illa  estriba  en  el  triunfo  del  principio  democrático,  iden- 
tificado con  la  autonomía  regional  de  las  provincias  occi- 
dentales, y  en  la  derrota  de  la  tendencia  absorbente  de 
Rueños  Aires,  que  es  la  monarquía  española,  ó  inglesa,  ó 
cualquier  otra  más  ó  menos  transitoria,  en  las  provincias 
argentinas.  Y.  como  su  consecuencia,  la  monarquía  portu- 
guesa en  la  oriental,  es  decir,  la  muerte. 

Artigas  vio  eso  con  intensísima  claridad.  Él,  que  no 
tenía  participación  ninguna  en  los  secretos  de  la  Santa 
Alianza  ríoplatense,  no  sabía  á  ciencia  cierta,  como 
lo  sabemos  hoy  nosotros,  que  el  director  Alvear,  de 
acuerdo  con  su  consejo,  gestionaba  en  esos  momentos 
la  entrega  incondicional  de  estos  países  á  Inglaterra. 
Tampoco  sabía  de  las  gestiones  que  se  hacían  enton- 
ces por  Sarratea,  Rivadavia  y  Belgrano,  que  ya  cono- 
céis, ni  de  los  sanhedrines  que  se  realizaban  en  Río  Ja- 
neiro para  entregar  'la  Banda  Oriental  á  Portugal.  Pero 
él  veía  todo  eso ;  lo  veía  dentro  de  sí  mismo  por  intuición 
profética,  por  revelación  de  su  dios  interior.  Él  no  debía 
entrar  ahora  en  Montevideo,  como  no  debió  entrar  con  el 
séquito  de  Alvear.  Su  puesto,  hoy  como  entonces,  estaba 
en  otra  parte.  No  debía  aceptar  gobiernos  ni  preeminen- 
cias civiles ;  tenía  otra  cosa  que  hacer :  defender  la  inde- 
pendencia de  su  patria  en  las  provincias  occidentales,  y 
cumplir  para  con  éstas  el  deber  de  mutuo  auxilio  contra 
los  enemigos,  así  fueran  interiores  ó  exteriores,  de  la  de- 
mocracia americana,  sinónimo  de  independencia ;  acau- 
dillar esas  provincias,  que  lo  han  aclamado,  y  prestarles 
el  apoyo  oriental,  en  la  lucha  que  sostienen  con  la  oli- 
garquía. 

En  esas  provincias,  Artigas  ha  triunfado;  este  es  el 


358 


momento  ele  su  apogeo.  Corrientes,  Entre  Ríos  y  Santa 
Fe  lo  obedecen,  y  le  dan  el  título  de  Protector  de  los 
Pueblos  Libres;  Córdoba  sigue  el  ejemplo:  lo  aclama  su 
libertador,  y  escribe  ese  título  en  la  hoja  de  la  espada  de 
honor  que  le  consagra.  Si  quisierais  ver  esa  espada  por 
curiosidad,  ella  existe  en  nuestro  Museo  Nacional. 

Artigas  deja  en  Montevideo  el  gobierno  en  las  manos 
de  Otorgues,  como  gobernador  militar,  y  en  las  del  Ca- 
bildo, como  representación  del  pueblo,  y  él  va  á  colocarse 
allá  en  el  Norte,  en  la  costa  del  Uruguay,  entre  las  actua- 
les ciudades  de  Paysandú  y  el  Salto,  treinta  leguas  al 
norte  de  la  primera  y  seis  al  sur  de  la  segunda,  en  el  sitio 
donde  el  río  toma  el  nombre  de  Hervidero,  á  causa  de 
los  espumantes  remolinos  ó  rompientes  que  forma  la  co- 
rriente en  las  asperezas  de  su  cauce.  Allí,  en  la  costa  orien- 
tal, está  la  que  se  llama  Meseta  de  Artigas,  abrupto  pro- 
montorio saliente,  en  forma  de  pirámide  trunca,  de  45 
metros  de  altura,  que  recorta  á  pico  sobre  el  río  sus  pode- 
rosos bancos  horizontales  de  arenisca  colorada,  cimentados 
en  tosca  consistente  y  dura.  Desde  la  cumbre  de  ese 
torreón  natural,  además  de  dominarse  los  canales  del  río 
hasta  tiro  de  cañón,  y  más  allá,  se  ven  las  tierras  de 
ambas  márgenes:  las  altas  barrancas  acantiladas  y  las 
verdes  colinas  orientales,  de  este  lado;  las  costas  depri- 
midas y  las  fértiles  llanuras  entrerrianas,  del  lado 
opuesto. 

Al  norte  de  esa  atalaya  estratégica,  corre  el  arroyo  del 
Hervidero,  que  se  derrama  en  el  Uruguay;  y,  entre  el 
arroyo  y  la  meseta,  estableció  Artigas  su  cuartel  gene- 
ral, y  fundó,  á  mediados  de  Mayo  de  1815,  con  el  nombre 
de  Purificación,  la  que  puede  considerarse  primera  capi- 
tal de  la  República,  como  residencia  que  fué  de  su  pri- 
mer mandatario  supremo.  Aquél  será  el  centro  de  sus  ope- 
raciones en  ambas  márgenes  del  Uruguay ;  centro  estraté- 


EL   GOBIERNO   DEL   HÉROE  359 

gico,  sobre  todo  si  se  tiene  en  cuenta  que,  como  lo  esta- 
bleció Artigas  en  sus  instrucciones  del  año  1813,  los 
límites  del  Uruguay  eran,  por  el  norte,  la  línea  divisoria 
de  los  dominios  españoles  y  portugueses.  El  estado  com- 
prendía, por  consiguiente,  las  misiones  orientales :  toda  la 
región  atlántica  subtropical  de  que  tanto  hemos  hablado. 


Es  preciso  que  nos  detengamos,  mis  bravos  artistas,  á 
mirar  en  este  momento  al  fundador  de  la  patria  oriental, 
ya  que  estamos  en  el  caso  de  fijarnos  especialmente  en 
sus  actitudes  estéticas.  Nada  más  mitológico  que  esta  pá- 
gina de  nuestra  historia. 

Artigas,  al  trazar  el  circuito  de  Purificación,  tiene  un 
carácter  homérico,  que  lo  aleja  del  presente,  y  lo  coloca 
entre  aquellos  fundadores  de  pueblos  que  iniciaban  su 
empresa  cavando  y  defendiendo  los  fosos  de  la  ciudad 
primitiva,  y  cerrando  con  un  muro  el  sagrado  recinto, 
que  la  leyenda  poblará  de  sus  superaciones  heroicas.  Puri- 
ficación es  la  ciudad  uruguaya;  no  es  hija  de  conquis- 
tadores; es  la  primogénita.  Allí  no  flameará  más  pabe- 
llón que  el  de  la  patria,  y  desaparecerá  con  él,  como 
un  pájaro  que  se  posó  una  tarde  al  pasar.  Hoy  apenas  se 
ven  en  aquellos  lugares  algunas  piedras  y  cimientos  de 
murallas,  de  construcciones  primitivas :  depósitos  de  muni- 
ciones, capilla,  cementerio.  La  hierba  crece  sobre  esos 
vestigios ;  la  soledad  los  rodea.  Y  los  ganados  pacen  por 
aquellas  colinas.  Con  el  andar  del  tiempo,  esa  ciudad  ha 
de  retoñar  en  sus  gloriosos  escombros. 

En  los  tiempos  remotos,  en  que  el  aire  estaba  lleno  de 
dioses,  como  dice  Homero,  la  ninfa  Egeria  hubiera  descen- 
dido á  la  cumbre  del  pequeño  promontorio  del  Uruguay ; 
Artigas  habría  desaparecido  en  una  nube.  Vosotros,  los 


360 


artistas,  los  rapsodas  de  la  línea,  podéis  creerlo  así  cou 
sinceridad,  si  queréis.  No  es  una  mentira;  es  la  forma 
estética,  es  decir,  ajena  á  la  vida  práctica,  objeto  de  simple 
contemplación,  de  una  verdad  ó  de  una  realidad  intrín- 
secas. 

El  trazado  de  la  villa,  comprendida  en  él  la  meseta,  es- 
taba protegido,  al  norte,  por  el  arroyo  Hervidero,  al  oes- 
te, por  el  Uruguay,  al  sur  y  al  este,  por  fosos  profundos,  y 
por  baterías  colocadas  en  los  ángulos  aparentes.  Era  la 
Eoma  cuadrada  de  la  patria  oriental.  Al  pie  del  promon- 
torio, y  defendidas  por  éste,  como  las  primitivas  poblacio- 
nes medioevales  por  el  castillo  feudal  del  picacho  inac- 
cesible, se  extendían  las  viviendas  de  barro  sin  cocer  y 
paja,  en  su  mayor  parte,  de  Purificación.  Una  construc- 
ción poco  más  sólida  que  las  demás,  de  tres  ó  cuatro  habi- 
taciones, era  la  residencia  del  Jefe  de  los  Orientales,  cuya 
vida,  entonces  como  siempre,  fué  de  una  sobriedad  espar- 
tana. Los  habitantes  de  Purificación  lo  veían  cruzar  solita- 
rio las  callejuelas  del  pueblo,  determinadas  por  estacadas 
de  postes  desiguales  y  toscos  que  cerraban  sus  parcelas,  y 
dirigirse  á  la  Meseta,  al  paso  de  su  caballo.  Iba  vestido  de 
su  chaquetilla  de  blandengue,  y  cubierto  por  su  poncho 
de  campaña,  de  color  claro.  Lo  veían  subir  lentamente  hasta 
la  cumbre,  cuando  el  sol  se  ponía  en  las  pampas  argentinas ; 
allí  permanecía  largas  horas  solitario,  á  la  sombra  de 
los  pequeños  arbustos  que  coronan  la  meseta.  Miraba  la 
corriente  del  Uruguay,  en  que  se  enfriaban  las  sombras 
trémulas  de  la  barranca,  las  azules  lejanías  occidentales ; 
las  verdes  colinas  de  la  patria.  Miraba  sobre  todo,  en 
su  propio  pensamiento,  el  reflejo  melancólico  de  un  por- 
venir incierto.  Su  fe  triunfaba  en  él,  sin  embargo,  la  fe 
que  lo  acompañó  hasta  el  fin. 

Nada  más  peregrino  que  el  carácter  de  aquella  pobla- 


EL   GOBIERNO    DEL   HÉROE  36] 

ción,  que  vivió  y  desapareció  para  siempre  con  su  fun- 
dador. Mezcla  de  colonia  y  reducción  de  indios,  de  campa- 
mento fortificado  y  de  parque  ó  maestranza,  de  prisión 
política  y  de  residencia  de  altas  personalidades,  ese  centro 
original  de  sociabilidad  refleja  lo  más  intenso  del  pensa- 
miento del  héroe. 

Artigas  reúne  allí  una  multitud  de  indios  guaycurús. 
que  ha  reducido  á  la  civilización,  y  que  lo  siguen  como  á 
un  dios,  con  la  fe  del  hombre  primitivo,  tan  inclinado 
á  divinizar  las  fuerzas  naturales,  el  sol,  las  estrellas, 
el  viento;  la  superioridad  de  su  propio  semejante  sobre 
todo.  Aumenta  ese  plantel  con  400  indios  abipones  que, 
acaudillados  por  sus  cuatro  caciques,  se  acogen  á  él; 
pone  á  todos  ellos  á  labrar  la  tierra;  los  estimula  al 
trabajo;  hace  de  esas  gentes  y  sus  familias  el  núcleo 
de  una  ciudad,  y,  de  esa  obra,  el  título  para  él  de 
supremo  honor  y  patriotismo.  Así  se  lo  dice  el  Cabildo 
de  Montevideo,  al  que  se  dirige  en  una  hermosa  nota,  de 
22  de  Julio  de  1816,  pidiéndole  la  remisión  de  útiles  de 
labranza,  arados,  picos  y  palas  "para  que  empiecen  estos 
infelices  —  decía  —  á  formar  sus  poblaciones  y  empren- 
der sus  tareas.  Y  es  preciso  también  —  agregaba  —  que 
U.  S.  me  remita  semillas  de  todos  los  granos  que  se  crean 
útiles  y  necesarios  para  su  subsistencia." 

Yo  quisiera  haceros  conocer  ese  documento,  al  menos 
ese.  entre  mil  que  poseemos,  y  en  que  se  reconoce  el  estilo 
personalísimo  de  Artigas,  para  que  percibierais  lo  que 
hay  en  éste  de  realmente  grande  y  original.  En  esa  nota, 
del  22  de  Julio,  el  héroe  insiste  en  lo  que  constituye  la 
obsesión  de  su  espíritu:  el  problema  de  la  población.  Sus 
doctrinas,  dignas  de  un  sociólogo,  sorprenden  á  quien  mira 
algo  más  que  las  apariencias.  Para  Artigas,  un  estado  es, 
auto  todo  y  sobre  todo,  un  conjunto  de  hombres,  ó,  más 


362 


bien,  de  familias,  con  un  rasgo  común  diferencial.  Y  como 
disiente  de  los  que  juzgan  que  ese  elemento  ' '  hombre ' '  debe 
importarse  de  Europa  para  que  sirva  de  base  á  la  nueva 
patria  americana,  no  concibe  la  formación  de  ésta,  sino 
por  medio  de  la  conservación  de  los  hombres  y  familias 
que  la  pueblan.  A  ninguno  desdeña ;  en  todo  ser  humano 
ve  la  unidad  sociológica  de  la  patria  que  está  formando. 
Quiere  arrancar  al  indio  á  su  vida  nómade,  y  agruparlo, 
y  hacerlo  cristiano;  desea  educar,  educar  todo  cuanto  sea 
posible,  á  sus  coterráneos;  quiere  "  que  sean  los  orienta- 
les tan  ilustrados  como  valientes  ' ' ;  desea,  como  Bolívar, 
pero  con  más  insistente  energía  que  Bolívar,  ver  formarse 
una  fuerte  raza  americana,  que  sirva  de  tronco  á  los  in- 
gertos futuros,  y  á  las  futuras  transformaciones  progre- 
sivas. 

Ese  su  pensamiento  no  se  limita  á  la  patria  oriental; 
abarca  toda  la  argentina,  las  provincias  que  creen  en  él, 
sobre  todo,  y  cuyos  futuros  destinos  son,  tanto  como  los 
de  aquella,  el  objeto  de  sus  anhelos. 

Él  es  el  verdadero  arquitecto  ó  constructor  de  pa- 
trias, que  utiliza,  como  precioso  elemento,  lo  que  los 
otros  desechan  ó  destruyen;  no  forma  sólo  soldados  para 
la  muerte;  quiere  economizar  hombres  para  la  vida. 

¿Dónde  aprendió  Artigas  esas  altas  doctrinas?  Debe- 
mos suponer  que  fueron  despertadas  en  él  por  el  ilustre 
sabio  don  Félix  de  Azara,  quien,  en  1800,  planteó  al  vi- 
rrey el  problema  de  la  población,  lo  convenció  de  su  im- 
portancia, y,  comisionado  para  resolverlo,  se  consagró  con 
pasión  á  la  empresa.  Recordaréis  que  Azara  tuvo  en  Arti- 
gas su  principal  colaborador ;  le  confió  la  tarea  de  repartir 
tierras,  entregar  su  lote  á  cada  poblador,  preparar  los  tí- 
tulos, etc.,  etc.  La  influencia  del  insigne  historiador  y 
naturalista  ha  perdurado,  sin  duda  alguna,  en  el  gran 


EL   GOBIERNO    DEL   HÉROE  363 


caudillo;  pero  no  es  menos  evidente  que  éste  obraba,  sobre 
todo,  por  inspiración  propia,  recogida  en  la  vida,  en  el 
estudio  del  supremo  libro. 

Muy  poco  estudiado  ha  sido  Artigas  bajo  ese  concepto; 
cuando  lo  sea,  y  lo  será  plenamente,  su  figura  cobrará 
proporciones  desconocidas.  Vosotros,  mis  bravos  artistas, 
podéis  adelantaros  al  porvenir.  Yo  os  aconsejo  que  os 
detengáis  á  mirar  un  buen  rato  á  ese  hombre  original, 
rodeado  de  sus  familias  indias  en  el  Uruguay,  poniendo  el 
arado  en  manos  de  los  salvajes,  y  dándoles  semillas  que  sem- 
brar. Es  la  raza  que  poblaba  América,  la  raza  agonizante ; 
muy  pocos  la  quieren,  muchos  la  execran  ó  la  desdeñan,  aún 
cuando  le  piden  su  sangre.  Ya  os  hice  ver  cómo  Was- 
hington no  mandó  indios;  cómo  fueron  exterminados  por 
allá.  Por  todas  partes  se  extinguía  la  pobre  estirpe  indí- 
gena. Muchos  no  creían  hombres  á  esos  indios.  Artigas  sí ; 
los  creyó  hombres  y  los  amó;  hasta  habló  su  lengua:  Ar- 
tigas se  expresaba  con  facilidad  en  guaraní.  Ellos,  en 
cambio,  lo  juzgaron  un  semidiós,  le  dieron  toda  la  san- 
gre que  les  pidió.  Y  él  hizo  de  ellos  soldados. 

Porque  es  preciso  tener  en  cuenta  que  hizo  soldados 
de  los  pobres  indios ;  tenían  su  disciplina,  obedecían  á  su 
jefe,  no  eran  salvajes  en  las  filas. 

Ya  veréis  cómo,  cuando  Artigas,  vencido  y  abandonado 
de  todos,  se  hunda  en  la  sombra  paraguaya,  los  indios  de 
las  Misiones,  los  últimos  amigos,  saldrán  á  su  encuentro 
y  le  pedirán  la  bendición,  como  si  vieran  en  él  al  gran 
sacerdote  de  un  dios,  ó  al  dios  mismo;  la  revelación  de 
lo  divino  en  la  carne. 

Refiere  Saint  Hilaire,  en  la  narración  de  su  viaje  á 
Río  Grande,  que  vio  allí  un  niño  indio  del  Uruguay,  que, 
caído  prisionero  en  la  guerra  contra  Artigas,  servía  de 
paje  al  gobernador  portugués.  El  indio  estaba  bien  ves- 


364 


tido,  bien  tratado;  tenía  su  bonita  librea  azul  con  botones 
dorados.  El  viajero  francés  le  preguntó  si  estaba  contento. 
El  niño  bajó  la  cabeza. 

— ¿Deseas  algo?  le  dijo. 

—Sí. 

— ¿  Y  qué  es  lo  que  más  desearías  ? 

— Irme  con  Artigas,  contestó  el  niño,  irme  con  Artigas ! 


III 


Pero  los  tiempos  de  Artigas  no  eran  los  de  las  mito- 
logías norsas.  Él  no  se  convierte  en  Odino.  Estamos  en 
tiempos  cristianos,  y  Artigas  es  un  cristiano. 

Al  daros  este  dato,  advierto  que  nada  hemos  hablado 
hasta  ahora  sobre  ese  punto  interesantísimo:  la  religión 
de  Artigas.  Y,  si  mi  información  no  ha  de  ser  deficiente, 
es  menester  que  os  ofrezca  ese  elemento  de  juicio. 

Carlyle  juzga  que  la  religión  es  el  hecho  más  impor- 
tante para  juzgar  de  un  héroe.  Bien  es  verdad  que  él 
no  entiende  por  religión  el  credo  eclesiástico  ó  los  artículos 
de  fe  religiosa  suscritos  por  aquél,  sino  la  creencia  prác- 
tica, ó  el  sentimiento  íntimo,  determinante  de  todos  sus 
actos,  sobre  sus  relaciones  con  el  misterioso  universo  de 
que  forma  parte.  "  Esa  es  su  religión,  dice,  ó,  tal  vez, 
su  escepticismo  ó  no  religión;  la  manera  en  que  él  se 
siente  espiritualmente  relacionado  con  el  mundo  invisi- 
ble ó  no  mundo." 

Yo  me  explico  por  qué  no  se  me  ha  presentado  hasta 
ahora  la  ocasión  de  ofreceros  tan  importante  factor  para 
la  resolución  del  problema  psicológico  del  héroe  que  estu- 
diamos :  es  que  lo  he  creído  implícitamente  dicho,  al  habla- 
ros de  su  educación  y  de  su  vida.  Hubiera  dejado  de  ser  la 


Eu   G0BIEKXO    DEL    BÉBOE  365 

entidad  humana  que  os  he  presentado  como  brotada  de  las 
profundidades  de  su  tierra,  si  no  hubiera  tenido  arraigada 
en  las  de  su  espíritu  la  religión  católica,  tradicional  en  su 
país.  Ella  era  la  base  de  la  sociedad  y  de  la  familia  his- 
pano-americanas ;  modelaba  las  costumbres,  y  compene- 
traba la  educación  y  la  instrucción  que  entonces  se  recibía. 
En  los  archivos  de  la  Orden  Tercera  de  San  Francisco 
de  Montevideo,  he  leído  la  profesión  en  esa  orden  de  los 
padres  de  Artigas,  la  de  su  hermano  y  su  esposa,  doña 
Rafaela  Villagrán.  No  he  hallado  la  suya;  pero  sus  vin- 
culaciones con  la  comunidad  franciscana,  en  cuyo  colegio 
se  educó,  y  la  adhesión  de  ésta  á  su  persona  y  á  su  causa 
son  notorias,  como  lo  es  el  concurso  que  le  prestó  el  clero 
secular  unánime;  los  curas  sobre  todo. 

No  ha  faltado  quien,  en  presencia  de  ese  hecho,  haya 
querido  presentar  á  Artigas  como  inspirado,  si  no  sojuz- 
gado, por  frailes  apóstatas  y  malvados.  Los  nombres  de 
los  virtuosos  sacerdotes  que  lo  acompañaron,  Peña,  La- 
rrañaga,  Lamas,  Ortiz,  Figueredo,  Monterroso,  Barreiro. 
Gómez,  y  los  de  todos  los  curas  párrocos  del  país  sin  ex- 
cepción, que  fueron  sus  entusiastas  auxiliares,  protestan 
contra  esa  inconsistente  invención.  Nadie  ejerció  ni  pre- 
tendió ejercer  influencia  predominante  sobre  el  espíritu 
de  Artigas,  por  otra  parte.  En  aquella  época,  las  doctri- 
nas regalistas,  emanación  de  las  antiguas  monarquías, 
eran  corrientes  aun  en  el  clero ;  si  fuera  el  caso  de  buscar 
doctrinas  al  respecto  en  Artigas,  esas  doctrinas  reiralis- 
tas  serían,  más  que  otras,  las  que  en  él  encontraríamos 
como  vestigio  de  su  educación  colonial.  Pero  ellas  no 
tenían  nada  que  ver  con  el  sentimiento  religioso  que 
analizamos  en  Artigas;  ese  sentimiento  no  era  en  él  un 
producto  de  lo  que  Carlyle  llama  la  parte  argumentativa 
ó  externa  de  su  espíritu,  sino  que  brotaba  unido  á  todos 


866 


sus  demás  afectos,  y  de  la  misma  fuente  psíquica.  Sus 
actos  de  religión  no  eran  actos  de  controversia  ni  pro- 
fesiones de  fe :  eran  emanaciones  espontáneas  de  su  vida 
íntima. 

En  los  estados  del  Norte,  en  los  de  Bolívar,  las  profe- 
siones de  fe  religiosa,  la  proclamación  expresa  de  deter- 
minados dogmas  de  la  Iglesia,  que  se  escribían  en  las  cons- 
tituciones, presumían  la  contradicción;  más  que  testi- 
monio de  piedad,  parecen  proclamaciones  de  principios 
sociales,  ó  protestas  contra  los  que  querían  presentar  la 
revolución  americana  como  obra  herética  ó  infernal. 

En  el  Río  de  la  Plata,  la  fe  católica  me  parece  menos 
argumentativa,  más  ajena  á  la  idea  de  combate.  Su  más 
ferviente  adicto  es  el  general  Belgrano;  éste  la  proclama 
á  cada  paso  con  fervor  de  apóstol,  declara  á  la  Virgen 
de  las  Mercedes  patrona  de  su  ejército,  atribuye  á  su  in- 
tercesión las  victorias  de  la  patria,  inclina  ante  ella 
solemnemente  sus  banderas. 

San  Martín  no  tiene  la  religiosidad  de  Belgrano ;  pero, 
inducido  expresamente  por  éste,  rinde  su  tributo  á  la  fe 
popular;  también  él  pone  su  bastón  de  general  á  los  pies 
de  la  Virgen  del  Carmen,  declarada  patrona  de  su  ejér- 
cito como  del  chileno. 

Yo  creo  que  también  en  religión,  aun  en  la  más  sincera, 
puede  existir  algo  que  pudiera  llamarse  el  énfasis  teatral ; 
existe  la  vanidad  ó  el  orgullo  espiritual. 

Artigas  no  ofreció  esas  solemnes  manifestaciones  de  re- 
ligiosidad ;  menos  ferviente  que  Belgrano,  y  más  sincero, 
mucho  más,  que  San  Martín,  sus  actos  de  religión  no  te- 
nían el  carácter  de  acciones  extraordinarias,  ni  menos  el 
de  recursos  resonantes. 

Eran  en  él  tan  naturales  y  espontáneos,  como  los  que  res- 
pondían á  los  afectos  domésticos,  con  los  que  se  confundían. 


EL    GOBIERNO    DEL   HÉROE  367 

El  más  amable  y  fiel  cronista  de  nuestras  tradiciones, 
don  Isidoro  de  María,  afirma  que  Artigas  "era  devoto  de 
la  Virgen  del  Carmen."  Ese  dato,  recogido  de  la  fuente 
doméstica,  y  que  parece  de  escasa  significación,  no  lo  es 
para  el  sociólogo ;  por  él  se  penetra  en  las  intimidades  de 
aquel  espíritu.  Esas  devociones  ó  formas  del  culto,  aparte 
de  su  significado  religioso,  tienen  uno  psicológico,  y  aun 
sociológico,  que  el  historiador  no  puede  desdeñar.  Ellas  son 
tradición  doméstica,  persistencia  de  un  oculto  sentimiento 
delicado,  caliente  de  hogar,  al  través  de  los  hechos  de  la 
vida,  unidad  de  carácter,  de  eso  que  llama  Carlyle  "  con- 
ciencia de  la  relación  del  hombre  con  el  no  mundo.''  Es, 
por  consiguiente,  en  esos  afectos  domésticos,  más  aun  que 
en  sus  actos  públicos,  donde  encontramos  las  profesiones 
más  sinceras  de  fe  en  Artigas,  por  más  que  también  las 
hallemos  en  aquéllos. 


Os  ofrezco,  por  ejemplo,  esta  carta,  que  debo  original 
á  Lorenzo  Barbagelata,  dirigida  por  el  gran  caudillo  á 
su  madre  política,  doña  Francisca  Artigas,  desde  este  ca- 
serío de  Purificación  en  que  estamos,  precisamente.  Está 
fechada  en  1.°  de  Mayo  de  1816.  En  ella  dice: 

"  De  Rafaela  (la  esposa  enferma),  sé  que  sigue  lo 
mismo.  ¡Cómo  ha  de  ser!  Cuando  Dios  manda  los  traba- 
jos, no  viene  uno  solo;  Él  lo  ha  dispuesto  así),  y  así  me 
convendrá.  Yo  me  consuelo  con  que  esté  á  su  lado,  porque 
si  Vd.  me  faltase,  serían  mayores  mis  trabajos.  Y  así,  el 
Señor  le  conserve  á  Vd.  la  salud. ' ' 

No  creo  que  disuene,  amigos  míos,  esa  nota  melancó- 
lica, en  medio  á  nuestra  narración  homérica;  antes  la 
juz<ro  necesaria  á  su  estructura  orgánica.  Ella  nos  da  el 
acorde  en  tono  menor,  que  diría  un  músico,  de  la  he- 


roica  sinfonía  que  se  va  desarrollando  en  mis  palabras, 
y  que  debéis  escuchar  íntegra.  Sólo  así  sentiréis  con 
claridad  los  pasos  de  un  hombre  de  carne  y  hueso  que 
camina  sobre  la  tierra,  y  que  lleva  un  corazón. 

Esa  carta  que  hemos  leído,  nos  conduce  á  recordar  con- 
gojas íntimas  del  héroe ;  aquellas  de  que  os  hablé  al  prin- 
cipio, al  haceros  saber  el  matrimonio  de  Artigas  con  su 
prima  Rafaela  Villagrán.  Artigas  soñó  entonces  en  la  feli- 
cidad ;  una  fugaz  hora  de  sol  brilló  en  su  vida  tormentosa. 

Os  dije  que  su  joven  esposa,  al  ser  madre,  un  año  des- 
pués, le  fué  arrebatada  para  siempre,  por  esa  enfermedad 
que  llaman  locura  ó  delirio  puerperal,  y  cuyo  germen  mor- 
boso se  ignora  aún.  Se  pierde  la  conciencia  del  yo;  el  es- 
panto relampaguea  en  el  cerebro,  y  alumbra  apariciones; 
se  hiela  la  vida  inteligente  y  la  afectiva,  la  afectiva  sobre 
todo ;  muere  el  amor ;  el  alma  se  sumerge  en  esa  noche  con 
intermitencias ;  entra  en  sus  tinieblas  y  sale  de  ellas,  como 
la  luna  al  través  de  las  nubes.  Cuando  reaparece,  comienza 
por  desconocerse  á  sí  misma  y  á  los  seres  que  más  amó; 
se  esfuerza  por  penetrar  en  sus  propias  tinieblas,  y  el  es- 
fuerzo la  postra,  y  reabre  la  herida  misteriosa  del  cerebro. 
Ocurre  una  mejoría;  el  día  se  va  haciendo  lentamente; 
raya  una  aurora  pálida  de  inteligencia  y  de  amor;  se 
cree  en  la  proximidad  del  día  psíquico ;  pero  la  noche  cae 
de  nuevo,  con  sus  relámpagos  y  sus  apariciones  negras. 
Y  el  alma  huye  espantada,  y  la  herida  del  cerebro  se  hace 
mortal . . . 

Artigas  había  perdido  para  siempre  á  su  esposa;  pero 
no  la  esperanza  de  recobrarla.  Y  ésta  no  hacía  otra  cosa 
que  diluir  en  los  años  el  dolor  de  las  horas  aciagas.  Las 
horas  nos  quedan  para  llorar  los  instantes. 

¡La  esperanza  de  la  tierra!  ¿Es  realmente  una  fuente 
de  felicidad?  ¡Oh  hombre,  dice  Isaías,  el  profeta  de  las 


EL    GOBIERNO    DEL    HÉROE  369 

siderales  estrofas ;  oh  hombre !  Desde  que  te  destete  tu 
nodriza;  desde  que  te  aparten  del  pecho  que  te  nutre, 
aguarda  tribulación  sobre  tribulación . . .  aguarda  también 
esperanza  sobre  esperanza! 

Esa  esperanza  atribulada  acompañó  á  Artigas.  Quien 
lo  sigue  como  yo  lo  he  seguido,  siente,  de  vez  en  cuando, 
cómo  gotea,  en  ciertas  horas  de  su  vida,  la  negra  sangre 
de  esa  herida  que  lleva  consigo.  Obligado  á  alejarse  de 
la  mujer  que  amó,  vuelve  primeramente  á  su  faena  de 
blandengue ;  recorre  los  campos  desiertos ;  acaudilla  des- 
pués á  su  pueblo;  libra  las  batallas  de  la  patria;  pero 
su  pensamiento  insiste  en  su  perdida  felicidad,  que  no 
cree  desvanecida  para  siempre. 

Leamos  esta  carta  que,  desde  el  Paso  de  Polanco,  es- 
cribe á  su  madre  política,  el  16  de  Agosto  de  1809 : 

"Mi  más  venerada  señora:  Aquí  estamos  pasando 
trabajos;  siempre  á  caballo,  para  garantir  á  los  veci- 
nos de  los  malévolos.  Siento  en  el  alma  el  estado  de  mi 
querida  Rafaela.  Venda  Vd.  cuanto  tengamos  para  asis- 
tirla, que  es  lo  primero,  y  atender  á  mi  José  María, 
que   para  eso  he  trabajado." 

Ese  José  María  es  su  hijo,  cuya  educación  recomienda 
y  encarece  constantemente  en  sus  cartas;  en  todas  éstas, 
aun  en  medio  á  los  azares  de  su  vida,  se  reflejan  sus  horas 
de  melancólicos  recuerdos.  Aquí  tenemos  una,  entre  mu- 
chas, dirigida  á  don  Antonio  Pereyra,  después  de  la  cam- 
paña de  Guayabos.  ¿Qué  ha  sido  de  mi  desgraciada  fami- 
lia? pregunta  ante  todo.  He  aquí  otra  llena  de  carácter. 
Es  de  1818.  Artigas,  en  el  fragor  de  la  lucha  suprema, 
escribe  á  su  familia,  y  envía  de  regalo  á  su  hijo,  con  ex- 
presiones de  cariño,  un  pequeño  tití  ó  mono  salvaje  que  ha 
conseguido  allá  en  el  Norte ;  remite  algunos  modestos 
obsequios  á  su  familia,  yerba  mate,  frutas.  Esas  cartas 

24.  Artigas.  —  I. 


170  ARTIGAS 


domésticas  me  hacen  conocer  á  Artigas,  yo  os  lo  aseguro, 
mucho  más  que  las  pragmáticas  y  documentos  oficiales. 
En  ellas  se  ve  como  su  espíritu  fluctúa  entre  la  ilusión  y 
el  desencanto.  Recibe  en  1815,  una  noticia  favorable  so- 
bre la  salud  de  su  esposa,  y  escribe  con  jovialidad  á  su 
madre :  ' '  Expresiones  á  Rafaela ;  dígale  que  no  sea  tan 
ingrata,  y  que  tenga  ésta  por  suya."  Le  llega,  en  1816,  la 
noticia  de  la  reaparición  del  mal  que  se  creía  vencido,  y 
entonces  escribe  esa  doliente,  pero  resignada  carta,  digna 
de  un  asceta  cristiano:  ''Dios  lo  ha  dispuesto  así,  y  así 
me  convendrá." 

Artigas,  en  su  misión  de  constructor  de  pueblos,  proce- 
dió de  acuerdo  con  esos  sus  hondos  sentimientos. 

En  Purificación  levanta,  como  núcleo  de  sociabilidad, 
el  primer  templo  erigido  por  la  patria  independiente.  Ya 
os  imaginaréis,  mis  bravos  artistas,  que  esa  construcción 
no  era  una  maravilla  de  arquitectura ;  pero  era  un  templo ; 
allí  se  adoraba  al  Solo  Dios.  Su  fundador  pide  á  Monte- 
video la  inmediata  remisión  de  una  imagen  de  la  Concep- 
ción, y  los  ornamentos  y  paramentos  sacerdotales  necesarios 
para  el  culto.  Con  su  asistencia,  se  celebra  allí,  en  Octu- 
bre de  1815,  la  primera  misa,  á  la  que  concurren  las  tropas 
y  el  pueblo;  oficiaba  fray  José  Benito  Lamas,  que  había 
llegado  el  30  de  Setiembre,  con  el  carácter  de  capellán 
del  General  don  José  Artigas,  en  compañía  del  presbí- 
tero Otazú,  y  que  será  más  tarde  vicario  apostólico  de 
la  República.  Lamas  era  uno  de  los  franciscanos  expul- 
sados de  Montevideo  por  el  gobernador  español.  Las 
tropas  continúan  asistiendo  á  misa  todos  los  días  fes- 
tivos. Allí  aprende  el  pueblo  á  luchar  pro  aris  et  focis. 

Junto  al  templo,  el  procer  oriental  erige  la  escuela, 
para  la  que  el  Cabildo  le  remite  textos  y  útiles  de  ense- 
ñanza, y  que  está  á  cargo  del  mismo  fray  José  Benito 


EL    GOBIERNO   DEL   HÉROE  371 

Lamas.  Los  vecinos  pobres  de  la  región,  atraídos  por  aquel 
núcleo,  se  van  replegando  á  él  con  sus  familias.  La  villa 
crece  de  día  en  día. 


Pero  la  original  población  del  Hervidero  no  es  sólo 
cuartel  general,  campamento  fortificado,  colonia  y  resi- 
dencia del  primer  magistrado  oriental.  Es  también  una 
especie  de  cárcel  correccional,  que  suple  la  falta  de  la  que 
debiera  existir  en  Montevideo,  y,  muy  especialmente,  lugar 
de  destierro  ó  confinamiento  de  los  enemigos  de  la  patria. 
Artigas  quiere  tener  allí,  bajo  su  vigilancia  inmediata, 
á  los  que  pueden  ser  elementos  de  destrucción  de  su  obra, 
ya  como  agentes  de  reacción  española,  ya  como  pertur- 
badores del  orden  político  interno;  exige  premiosamente 
del  Cabildo  de  Montevideo  que  le  sean  remitidos  los  cul- 
pables, y  le  reprocha  más  de  una  vez  su  poco  celo  en 
observar  su  mandato.  Eso  dio  ocasión  á  que  los  enemigos 
del  héroe  forjaran  una  leyenda,  en  que  Artigas  figuraba 
eonsnmando  crueldades  con  sus  prisioneros.  Esa  leyenda 
insidiosa  aparecía  verosímil,  en  Buenos  Aires  sobre  todo, 
donde  las  ejecuciones  de  Liniers  y  de  Alzaga,  y  las  ven- 
ganzas políticas  sangrientas,  ya  de  Alvear,  ya  de  sus 
vencedores,  llenaban  la  imaginación  popular.  Pero  nó: 
Purificación  era  el  reverso  de  la  vieja  Capital  colonial: 
allí  no  se  derramó  una  sola  gota  de  sangre,  ni  una  éola', 
un  se  cita  el  nombre  de  una  sola  víctima.  Algunos  ciuda- 
danos fueron  reducidos  á  prisión,  y  puestos  después  en 
libertad;  muchos  estaban  allí  sólo  confinados,  y  hasta  se 
les  permitía  ir  á  Montevideo  en  busca  de  sus  familias,  y 
regresar  con  ellas  dentro  de  un  plazo  determinado. 

X;ida  como  la  tradición  anecdótica  para  darnos  idea 
del  carácter  de  esa  población.  La  tradición  es  copiosa,  y 


372 


nos  ha  sido  conservada,  con  todo  su  color,  por  el  ina- 
preciable don  Isidoro  De  María. 

Nos  encontramos  con  un  talabartero  español,  Castro, 
que,  con  la  cabeza  alborotada  por  el  vino,  se  echa  en  Mon- 
tevideo á  la  calle  dando  gritos  de  ¡Viva  España!  ¡Viva 
Fernando  VII !  Barreiro  lo  remite  á  Purificación.  No  es 
eso  lo  que  Artigas  quiere  ver  á  su  lado  principalmente. 
Encuentra  al  pobre  hombre,  y  le  pregunta  la  causa  de  su 
prisión. 

Señor,  le  dice  Castro,  yo  estaba  borracho,  y  di  un  viva 
á  España  y  al  Rey. 

Pues  mire  usted,  amigo,  le  dice  Artigas  sonriendo,  aquí, 
hasta  los  borrachos  gritan  Viva  la  Patria;  pero  á  usted 
lo  autorizo  á  gritar  ¡  Viva  España !  porque  también  tengo 
por  aquí  algunos  godos,  y,  como  están  bien  seguros,  no 
hay  para  qué  disgustarlos. 

—  No,  señor,  también  yo  gritaré  Viva  la  Patria . . . 

Bien,  bien. . .  Está  usted  en  libertad;  voy  á  mandarlo 
á  su  casa ;  pero  lo  malo  no  es  lo  que  usted  grita,  sino  lo 
que  usted  bebe . . .  Vayase  en  paz,  y  no  vuelva  á  alegrarse 
con  exceso. 

Muy  distinto  es  el  carácter  de  otro  preso  con  quien 
nos  hallamos  en  Purificación  ;  allí  está  el  doctor  don  Lucas 
Obes,  llamado  por  Artigas  para  dar  cuenta  de  su  admi- 
nistración en  el  período  de  Otorgues.  Según  referencias 
de  don  José  Benito  Lamas,  que  acaso  le  sugirió  la  idea, 
el  doctor  Obes  aprovechó  el  día  de  San  José,  onomástico 
de  Artigas,  y  dedicó  á  éste  algunos  versos.  Convengamos 
en  que  el  recurso  empleado  no  es  de  los  que  denuncian 
mucho  temor.  El  doctor  Obes  fué  puesto  en  libertad,  y 
restituido  á  Montevideo. 

La  anécdota  es  varia.  El  buen  sastre  Reventós,  enviado 
también,  como  Castro,  y  por  causas  análogas,  decía   á 


EL   GOBIERNO    DEL   HÉROE  873 

De  María:  Estaba  mejor  en  Purificación  que  en  Mon- 
tevideo con  Otorgues;  el  General  Artigas  me  destinó 
de  ranchero,  con  la  sola  obligación  de  ir  á  misa  de  tropa 
todos  los  domingos.  Estuve  ahí  un  mes,  y  luego  me 
mandó  libre  á  la  ciudad. 

si  con  eso  tenéis  bastante,  como  yo  lo  creo,  de  anéc- 
dota colorida,  pasaremos  á  otra  cosa  más  importante. 


IV 


Desde  esa  primera  capital  de  la  República,  Artigas  go- 
bierna el  nuevo  Estado,  informe  aún.  Su  principal  em- 
peño es  apresurar  el  momento  de  darle  forma  política 
definitiva. 

Ese  momento  no  llegó;  todos  los  malignos  elementos  se 
conjuraron  para  no  dejarlo  en  su  tierra;  la  invasión  por- 
tuguesa, incitada  por  Buenos  Aires,  cayó  inmediatamente 
sobre  él,  como  lo  veréis.  Pero  ese  fugaz  período  de  go- 
bierno y  administración  nos  permite  entrever  lo  que  ha- 
lúa  en  aquel  espíritu  extraordinario;  lo  que  hubiera  hecho 
ese  hombre  en  otro  ambiente.  No  tuvo  ni  elementos,  ni 
tiempo,  ni  reposo;  "tuvo  que  modelar  su  obra  en  barro, 
en  vez  de  cincelarla  en  mármol;  le  faltó  la  materia;  pero 
no  la  inspiración." 

Como  os  lo  he  dicho,  fué  Otorgues  el  designado  por 
Artigas  para  tomar  posesión  de  Montevideo,  y  gobernar 
allí  en  su  nombre.  Nadie  ignora  lo  que  es,  en  cualquier 
parte  del  mundo,  una  soldadesca  vencedora;  la  de  Otor- 
gues no  era,  por  cierto,  ni  podía  ser  una  excepción.  Mon- 
tevideo tuvo  que  ser  víctima,  por  consiguiente,  en  los  pri- 
meros momentos,  de  las  brutalidades  de  aquella  gente, 
cuyo  jefe,  aunque  de  origen  urbano,  y  pariente  cercano 


374  ARTIGAS 


de  Artigas,  era  un  hombre  rústico,  que,  contra  lo  que  su 
jefe  esperaba,  fué  incapaz,  porque  no  lo  quiso  ó  no  lo  pudo, 
de  reprimir  las  torpezas  de  sus  muchachos.  No  faltaron 
gentes,  por  otra  parte,  y  no  de  los  gauchos,  por  cierto, 
que  creyeron  poder  continuar,  en  provecho  propio,  y  en 
nombre  de  la  Patria,  los  abusos  de  la  administración  por- 
teña:  se  sacaba  dinero  del  vecindario,  del  español  sobre 
todo,  y  no  se  rendían  cuentas  claras,  ni  mucho  menos. 
Aquello  fué  un  desbarajuste. 

Lo  que  eso  ha  servido  á  los  enemigos  de  la  causa  orien- 
tal para  deprimir  á  Artigas,  no  es  para  narrado ;  las  tro- 
pelías de  la  soldadesca  de  Otorgues,  sobre  todo,  han  sido 
pintadas  con  los  más  vivos  colores,  con  un  celo  virtuoso 
implacable:  se  le  ha  quitado  al  Diablo  para  ponerle  á  él. 
Cualquiera  diría  que  en  Montevideo  se  vio  lo  que  en  parte 
alguna  se  ha  visto,  y  que  ese  período  de  gobierno  fué  una 
larga  tiranía  de  Artigas. 

Nada  de  eso  es  verdad.  Lo  es,  sin  duda,  que  la  solda- 
desca cometió  depredaciones;  hubo  soldados  que  entraron 
en  las  tabernas,  bebieron,  y  se  fueron  sin  pagar,  diciendo : 
"la  Patria  paga";  las  familias  vivían  encerradas,  para  no 
exponerse  á  sus  groseras  tropelías ;  pero  allí  no  hubo  tira- 
nía. En  primer  lugar,  no  se  quitó  la  vida  á  nadie,  ni  cose 
parecida;  pero  sobre  todo,  aquella  angustiosa  situación 
duró  solo  cuatro  ó  seis  meses,  el  tiempo  necesario  para  que 
los  abusos  llegasen,  fidedignos,  á  conocimiento  de  Artigas. 
Si  de  algo  sirven,  por  ende,  en  nuestra  historia,  esos  cuatro 
ó  seis  meses  de  desorden,  es  precisamente  para  poner  de 
relieve  la  autoridad  y  los  propósitos  del  gran  caudillo. 

No  bien  llegó  á  su  noticia  lo  que  ocurría  en  Montevideo, 
destituyó  á  Otorgues,  su  deudo,  su  primer  jefe,  en  térmi- 
nos que  se  pasaron  de  severos;  envió  en  su  reemplazo,  de 
comandante  militar,  al  honesto  Fructuoso  Rivera,  y  de- 


EL   GOBIERNO   DEL   HÉROE  375 

signó,  como  delegado  civil,  á  don  Miguel  Barreiro,  caba- 
llero sin  tacha  y  magistrado  integérrimo,  cuya  adminis- 
tración fué  ejemplar.  Hizo  más:  llamó  á  juicio  á  los  que 
habían  administrado  dineros  públicos,  y,  cuando  sus  cuen- 
tas no  fueron  claras,  los  castigó  con  no  menos  severidad 
que  á  Otorgues.  Bueno  será  que  leamos,  porque  lo  merece, 
la  comunicación  que  dirige  Artigas  á  Barreiro,  al  reves- 
tirlo de  su  representación.  Es  una  especie  de  programa  de 
gobierno  que  os  conviene  conocer. 

"Señor  Delegado  don  Miguel  Barreiro:" 

"Los  sucesos  ocasionados  por  ios  reiterados  desórdenes 
de  que  ha  sido  víctima  esa  ciudad  por  los  desaciertos  del 
jefe  que  burló  mis  disposiciones,  y  mi  permanencia  nece- 
saria en  campaña  para  repeler  al  enemigo,  me  han  puesto 
en  el  caso  de  separarlo  inmediatamente,  fijándome  en  la 
persona  de  Vd.  para  reemplazarlo  en  su  empleo." 

"Y  aunque  tengo  plena  confianza  en  su  honorabilidad 
y  rectitud,  creyendo,  como  creo,  que  Vd.  desempeñará  la 
delegación  del  gobierno  con  toda  aquella  moderación  que 
debe  existir  en  el  carácter  del  funcionario  público,  sin  em- 
bargo debo  recomendarle,  muy  encarecidamente,  que  ponga 
Vd.  todo  su  especial  cuidado,  y  toda  su  atención,  en  ofre- 
cer y  poner  en  práctica  todas  aquellas  garantías  necesarias 
para  que  renazca  y  se  asegure  la  confianza  pública,  que  se 
respeten  los  derechos  individuales,  y  que  no  se  moleste  ni 
se  persiga  ó'  nadie  por  sus  opiniones  privadas,  siempre  que 
los  que  profesan  diferentes  ideas  á  las  nuestras  no  intenten 
perturbar  el  orden  y  envolvernos  en  nuevas  revoluciones." 

"Aunque  verbalmente  he  suministrado  á  Vd.  todas 
mis  órdenes,  he  creído,  no  obstante,  conveniente  reiterar 
lo  más  esencial  por  medio  de  esta  nota,  para  que  tenga 
Vd.  siempre  presentes  mis  deseos  de  proporcionar  la  tran- 


376  ARTIGAS 


quilidad  á  los  ánimos  de  los  vecinos,  que  han  sufrido 
tanto  con  las  peripecias  de  la  revolución. ' ' 

"Así  es  que,  en  ese  camino,  sea  Vd.  inexorable,  y  no 
condescienda  en  manera  alguna  con  todo  aquello  que  no 
se  ajuste  á  la  justicia  y  á  la  razón;  y  castigue  Vd.  seve- 
ramente, y  sin  miramientos,  á  todos  los  que  cometan 
actos  de  pillaje,  ó  atenten  á  la  seguridad  ó  á  la  fortuna 
de  cualquiera  de  los  habitantes  de  esa  ciudad." 

"Esperando  que  sabrá  Vd.  interpretar  bien  estos  de- 
seos, aprovecho  la  oportunidad  para  asegurarle  mi  con- 
fianza en  sus  medidas  al  respecto,  congratulándome,  con 
este  motivo,  en  saludarlo  y  repetirme  affmo  amigo, 

José  Artigas." 

Algunos  han  dicho  que  Artigas  gobernaba  arbitraria- 
mente, y  hasta  le  han  llamado  tirano,  porque  se  reser- 
vaba intervenir,  en  última  instancia,  en  las  resolucio- 
nes de  los  Cabildos.  Según  las  leyes  españolas,  los 
capitanes  generales  tenían  hasta  atribuciones  judicia- 
les. Durante  300  años  no  existió,  con  atribuciones  efec- 
tivas, sino  el  ejecutivo  del  virrey  ó  del  gobernador, 
dice  un  escritor  entre  otros  muchos.  Ellos  se  ocupaban,  en 
efecto,  exclusivamente  en  hacer  cumplir  los  estatutos  y 
decretos  que,  sobre  las  más  triviales  materias  de  adminis- 
tración, dictaba  el  Consejo  de  Indias  y  los  reyes  de  Es- 
paña. Aquel  poder  fué  el  único  omnímodo,  y  giraba  soli- 
tario en  la  órbita  de  los  atributos  indecisos  del  gobierno 
colonial ;  porque,  en  efecto,  las  leyes  de  Indias  eran  ' '  una 
extraña  amalgama  de  disposiciones  incongruentes  y  á 
veces  contradictorias  "  ejercidas  caprichosamente,  lejos 
de  todo  contralor  superior. 

¡Aplicar  á  Artigas  los  preceptos  constitucionales  de 


EL   GOBIERNO    DEL    HÉROE  377 

hoy!  ¡Investigar  si,  en  la  patria  aquella  recién  nacida, 
los  poderes  ejecutivo,  legislativo  y  judicial  estaban  debi- 
damente separados  y  garantidos  en  su  independencia! 
Creo  que  es  exigir  algo  más  de  lo  justo. 

Me  parece  que  os  he  citado  alguna  vez  la  opinión  de 
Sarmiento,  según  la  cual  "la  autoridad  se  funda  en  el 
asentimiento  indeliberado,  que  una  nación  da  á  un  hecho 
permanente." 

Ningún  hecho  permanente  más  natural  é  indiscutible 
qne  la  supremacía  de  Artigas,  y  el  asentimiento  indeli- 
berado de  su  nación. 

Él  había  dicho,  sin  embargo,  á  los  representantes  del 
pueblo,  en  el  congreso  del  año  1813:  "Mi  autoridad  ema- 
na de  vosotros,  y  cesa  por  vuestra  presencia  soberana." 

Lo  había  dicho  con  plena  sinceridad:  Artigas  era,  ante 
todo  y  sobre  todo,  un  hombre  sincero.  Hacer  una  verdad 
orgánica  de  aquella  declaración  es  su  ideal.  Cuando  se  es- 
tudia, amigos  artistas,  esa  época  del  gobierno  clásico  del 
héroe,  tal  como  lo  estudia  Carlyle,  se  vé,  con  toda  cía 
ridad,  que  el  supremo  anhelo  del  fundador  de  la  patria, 
después  de  asegurar  su  independencia,  no  es  otro  que 
el  de  formar  y  organizar  la  entidad  en  cuyas  manos 
debe  y  quiere  colocar  la  autoridad  que  está  en  las  suyas 
por  la  fuerza  incontrastable  de  las  cosas,  y  por  el  asen- 
timiento indeliberado  del  pueblo. 

Su  autoridad  es  tan  indispensable  como  indiscutible ; 
desaparecer  Artigas  y  desaparecer  la  patria  oriental  en 
ese  momento,  es  la  misma  cosa.  Pero  Artigas  no  hace  un 
gobierno  absoluto;  todo  lo  contrario.  Conserva  la  auto- 
ridad y  el  influjo  necesarios  para  dar  un  núcleo  de  uni- 
dad, de  cohesión  y  de  vida  á  aquel  organismo  inarticu- 
lado é  incipiente;  hace  sentir  ese  influjo  cada  vez  que  la 
disolución  lo  amenaza;  pero  no  ahoga  en  él  la  vida  es- 


378  ARTIGAS 


pontánea ;  la  estimula,  la  tonifica,  y,  sobre  todo,  procura 
inocularle  el  espíritu  democrático  que  ha  de  ser  su  alma  • 
quiere  el  gobierno  propio,  el  de  los  más  aptos,  de  los 
más  honestos,  designados  libremente  por  el  pueblo.  Para 
eso  procura  dar  á  los  Cabildos  de  toda  la  República,  al 
de  Montevideo  especialmente,  con  el  que  sustituye  al  go- 
bernador intendente  que  fracasó  con  el  gobierno  de  Otor- 
gues, el  mayor  número  de  atribuciones ;  los  incita  á  des- 
empeñarlas con  libertad,  se  dirige  á  ellos  en  términos  de 
respeto,  y  hasta  de  acatamiento ;  les  pide  recursos,  jamás 
dispone  de  éstos  por  sí  mismo ;  les  recomienda  las  obras 
de  progreso,  la  protección  del  pueblo,  la  de  los  deshereda- 
dos principalmente,  la  escrupulosidad  en  la  administra- 
ción, la  conservación,  sobre  todo,  de  la  idea  y  del  senti- 
miento de  patria,  y  del  deber  de  defenderla  hasta  el  sa- 
crificio. 

El  Cabildo  de  Montevideo  es  elegido  por  todos  los  de- 
más cabildos  del  país,  unidos  á  electores  de  la  ciudad; 
éstos  son  uno  por  cada  cuartel  de  la  capital  y  extramu- 
ros. Artigas  no  cesa  de  encarecer  el  respeto  á  la  libertad 
de  sufragio,  y  de  estimular  su  ejercicio.  El  pueblo  co- 
menzaba así  á  ejercitarse  en  la  vida  institucional,  y  se 
ve  con  toda  claridad  que  Artigas  no  desea  otra  cosa: 
crear  y  vigorizar  la  entidad  que  debe  sustituirlo  en  el 
mando  político;  no  ser  él  necesario  á  la  vida  de  la  na- 
ción que  creaba. 

Es  de  ver,  por  otra  parte,  la  vida  nacional  y  social  que. 
en  ese  fugaz  período  de  existencia  de  la  primera  patria, 
se  desarrolla  en  Montevideo.  Aquella  sociedad,  de  una 
cultura  tan  elevada  como  la  de  una  capital  moderna, 
ofrece  un  espectáculo  interesantísimo:  parece  una  vieja 
sociedad  libre. 


EL    GOBIERNO    DEL   HÉROE  379 


Aquí  me  encuentro,  entre  mis  tradiciones  y  documentos 
domésticos,  á  don  Juan  Benito  Blanco,  que  hace  bordar 
por  manos  amables,  que  no  cobran  su  labor,  el  primer 
escudo,  el  coronado  por  la  cimera  de  plumas,  para  el 
morrión  de  sus  granaderos.  Las  familias  del  país  se  reú- 
nen á  celebrar  los  triunfos  de  la  patria,  mientras  los 
españoles  se  congregan  por  las  tardes,  en  la  muralla 
que  da  sobre  el  mar,  á  ver  si  aparece,  en  el  horizonte, 
la  escuadra  reconquistadora  que  esperan,  y  que  no  puede 
tardar,  con  su  bandera  española  al  tope.  Esos  son  los 
que  Artigas  quiere  tener  en  Purificación.  El  pabellón 
de  Artigas,  el  de  la  banda  roja  diagonal,  es  aclamado 
por  el  pueblo.  Se  celebran  fiestas  sociales,  saraos 
animadísimos  y  llenos  de  cortesía,  en  obsequio  del  pa- 
triarca libertador,  ausente  en  el  Hervidero;  en  ellos  bailan 
los  rigodones  de  honor  los  caballeros  y  las  damas  cuyos 
apellidos  son  el  sedimento  de  la  nación:  Pereyra,  Rivera, 
Larrañaga.  Ellauri,  Maturana,  Chopitea,  Lapido,  Trápani, 

Lamas,  Aldecoa.  Bauza Ya  han  aparecido  los  bardos 

de  la  nueva  patria:  Araucho  é  Hidalgo,  soldados  poetas, 
son  su  verbo  musical;  el  primero  representa  personalmente, 
en  la  Casa  de  Comedias,  el  25  de  Mayo  de  1816,  su  drama 
Sratimientos  de  un  Patriota;  el  segundo  da  á  las  tablas  su 
monólogo  en  verso,  Filian.  La  sociedad  los  aplaude.  Sus 
inspiraciones  patrióticas  balbucientes  son  el  tema  que 
anima  las  tertulias  de  la  tarde  en  el  Paseo  de  la  Alameda. 

Artigas  que,  como  sabéis,  era  un  caballero  por  su  origen, 
por  su  educación  y  por  sus  relaciones  de  familia  y  de  in- 
í'aneia.  no  va  á  la  capital  colonial;  só>lo  desea  ver  nacer  y 
tener  ocasión  de  secundar  las  iniciativas  cultas  y  progre- 
sistas de  Montevideo.  El  sabio  Larrañaga  va  á  visitarlo  en- 
tonces en  Purificación.  La  descripción  que  de  él  nos  hace 
está  llena  de  carácter.  Es  recibido  por  el  procer,  é  invitado 


380 


á  comer  por  él,  en  una  pobre  habitación:  una  mesa,  unas 
cuantas  sillas,  una  vajilla  de  loza,  cucharas  de  hierro 
estañado,  constituyen  todo  el  ajuar  del  fundador  de  la 
patria.  Pero  Larrañaga  observa  su  corrección  en  el  ves- 
tir, y,  sobre  todo,  la  afable  dignidad  de  sus  maneras, 
la  elevación  de  sus  ideas,  y  el  alto  reposo  y  la  pondera- 
ción de  su  carácter. 

íPor  qué  la  tenacidad  de  Artigas  en  no  presentarse  en 
Montevideo? 

Una  anécdota,  que  nos  ha  conservado  la  tradición,  os 
dará  la  clave  de  eso,  y  de  mucho  más. 

El  hecho  tenía  lugar  en  las  Piedras.  Artigas  se  había  sen- 
tado á  la  mesa,  en  compañía  de  sus  más  cultos  oficiales, 
y  de  algunas  personas  civiles,  cuando  se  le  anunció  la 
llegada  de  uno  de  sus  caudillos  campesinos,  portador 
de  un  parte  verbal.  El  que  llegaba  era  un  gaucho  bravio; 
había  recorrido  treinta  y  cinco  leguas  en  veinticuatro 
horas,  y  venía  transido,  jadeante  y  sin  comer.  Artigas 
se  separó  de  sus  comensales;  tomó  un  trozo  de  carne 
asada,  que  se  puso  á  comer  con  su  cuchillo  de  campo, 
y  entonces  hizo  entrar  al  gaucho  mensajero.  Le  ofreció  un 
pedazo  del  asado  que  comía.  El  gaucho  sacó  su  cuchillo, 
y  comió,  en  compañía  de  Artigas,  y  mientras  desempeñaba 
.su  comisión,  de  aquella  simbólica  carne  asada. 

Creo  que  el  cuadro  es  homérico.  El  gaucho  ríopla- 
tense  vio  siempre,  en  aquel  hombre,  un  ser  superior, 
pero  un  ser  de  su  especie,  digno  de  amor,  al  par  que 
de  respeto.  Eso  es  lo  que  el  héroe  quería:  no  humillar 
al  pueblo;  estar  en  él;  ser  considerado  un  semejante 
por  los  más  desgraciados;  ser  la  forma  personal,  amable 
para  todos,  para  esos  desgraciados  especialmente,  de  la 
Patria  por  que  morían. 


EL   GOBIERNO    DEL    HÉROE  381 

La  comida  que  Artigas  ofreció  á  Larrañaga,  en  Puri- 
ficación, tenía  un  carácter  muy  distinto  de  la  que  ofreció 
al  gaucho  hambriento. 

Allí,  entre  otros  pensamientos,  le  indicó  el  insigne  sabio 
oriental  la  conveniencia  de  fundar  en  Montevideo  una 
biblioteca  pública.  Artigas  acogió  la  idea  con  entusiasmo. 
lo  incitó  á  realizarla  sin  pérdida  de  tiempo,  á  ponerse  para 
ello  de  acuerdo  con  su  delegado  Barreiro.  La  biblioteca  se 
inauguró  el  25  de  Mayo  de  1816,  y  su  inauguración  formó 
parte  de  grandes  festejos  populares  y  sociales  que  se 
realizaron,  en  los  días  24,  25  y  26,  en  conmemoración  de 
la  fecha  inicial  de  la  revolución.  Larrañaga  hizo  allí,  en 
un  discurso  memorable,  la  apología  del  Jefe  de  los  Orien- 
tales. Éste,  por  su  parte,  para  incorporarse  en  espíritu  al 
acto  realizado  en  Montevideo,  dispuso  que,  en  ese  día,  el 
santo  y  seña  del  ejército  fuera  el  siguiente:  "Sean  lot 
orientales   tan  ilustrados  como   valientes.'' 

Yo  quisiera  que  pudierais  conocer,  mis  amigos,  la  co- 
rrespondencia, que  poseemos,  de  Artigas  con  Larrañaga; 
en  ella  nos  ha  quedado  la  huella  de  la  inteligencia  y  de 
los  anhelos  de  progreso  moral  y  material  alimentados 
por  "el  hombre  más  extraordinario,  después  de  Francia, 
según  dice  Robertson,  entre  todos  los  que  figuran  en 
los  anales  del  Río  de  la  Plata." 

Y  pues  el  nombre  de  Robertson  acude  á  mi  memoria, 
recuerdo  que  nadie  nos  ha  descrito  como  él,  en  sus 
Letters  on  Paraguay,  la  figura  de  Artigas  en  Purifi- 
cación. 

Los  hermanos  Robertson,  emprendedores  comerciantes 
ingleses,  se  establecieron,  en  1815,  en  las  Provincias  Uni- 
das: en  Entre  Ríos.  Corrientes,  Paraguay,  etc.  La  empresa 
era  audaz  y  arriesgada,  allí  como  en  cualquier  parte  del 
mundo  que  se  hallara  en  circunstancias  análogas.  Uno 


382 


de  los  Robertson  remontaba  el  río  Paraná,  en  un  barco 
cargado  de  mercaderías,  cuando  éste  fué  detenido  y  se- 
cuestrado por  partidas  artiguistas.  El  Comandante  de  la 
escuadrilla  británica  en  el  Río  de  la  Plata,  Jocelin  Percy, 
reclamó  ante  Artigas,  y  éste  satisfizo  plenamente  la  recla- 
mación. Quedaron,  sin  embargo,  algunos  perjuicios  por 
indemnizar.  Quiso  entonces  Robertson  conocer  y  ponerse 
en  relación  directa  con  Artigas,  "con  un  hombre,  dice, 
que  se  había  elevado  á  tan  singular  altura  de  celebridad, 
y  cuya  palabra  era  ley,  en  ese  momento,  en  todo  el  ancho 
y  en  todo  el  largo  del  antiguo  virreinato  de  Buenos  Ai- 
res."  Fué,  pues,  personalmente  á  Purificación,  con  una 
carta  del  capitán  Percy,  y  otra  de  un  amigo  personal  del 
gran  caudillo. 

Llegó,  por  fin,  al  Hervidero,  y  grande  fué  su  sorpresa 
al  hallarse,  en  la  amplia  y  rústica  tienda  de  campaña 
del  héroe,  con  la  escena  siguiente:  "El  Protector,  dice, 
estaba  dictando  á  dos  secretarios,  que  ocupaban,  en  torno 
de  una  mesa  de  pino,  las  dos  únicas  sillas  que  había  en 
toda  la  choza,  y  esas  mismas  con  el  asiento  de  esterilla 
roto. ' ' 

"Para  completar  la  singular  incongruencia,  el  piso  de 
la  choza  (que  era  grande  y  hermosa)  en  que  estaban 
reunidos  el  General,  su  estado  mayor  y  sus  secretarios,  se 
veía  sembrado  de  ostentosos  sobres  de  comunicaciones 
procedentes  de  todas  las  provincias,  (distantes  algunas 
de  ellas  1500  millas  de  ese  centro  de  operaciones)  y  di- 
rigidas á  Su  Excelencia  el  Protector." 

"En  la  puerta  estaban  los  caballos  jadeantes  de  los 
correos,  que  llegaban  cada  media  hora,  y  los  caballos  de 
refresco  de  los  que  salían  con  igual  frecuencia." 

El  comerciante  inglés  se  sorprende  de  la  calma  y  segu- 
ridad con  que  Artigas,  en  medio  de  aquel  ambiente,  des- 


EL   GOBIERNO    DEL   HÉROE  383 

pachaba  sus  asuntos.  "Pienso,  dice,  que  si  los  negocios 
del  mundo  entero  hubieran  pesado  sobre  sus  hombros, 
habría  procedido  de  igual  manera.  Parecía  un  hombre 
abstraído  del  bullicio,  y  era,  de  este  solo  punto  de  vista, 
si  me  es  permitida  la  alusión,  semejante  al  más  grande 
de  los  generales  de  nuestros  tiempos." 

Y  Robertson  continúa: 

"Al  leer  mi  carta  de  introducción,  (la  particular)  Su 
Excelencia  se  levantó  de  su  asiento,  y  me  recibió,  no  sólo 
con  cordialidad,  sino  también,  lo  que  me  sorprendió  más. 
con  los  modales  de  un  caballero,  y  de  un  hombre  real- 
mente bien  educado. ' ' 

"Iniciada  mi  conversación,  la  interrumpió  la  llegada 
de  un  gaucho;  y,  antes  de  transcurrir  cinco  minutos,  ya 
el  General  Artigas  estaba  nuevamente  dictando  á  sus 
secretarios,  engolfado  en  un  mundo  de  negocios,  al  mismo 
tiempo  que  me  presentaba  excusas  por  lo  que  había  ocu- 
rrido en  la  Bajada,  y  condenaba  á  sus  autores." 

i  las  aun  que  el  cuadro  gráfico,  con  ser  tan  lleno  de 
color,  considero  preciosa  esa  descripción  de  la  actividad 
intelectual  del  héroe,  que  nos  ofrece  el  señor  Robertson. 
Como  lo  veis,  es  su  pensamiento  personalísimo,  su  inspi- 
ración directa,  lo  que  poseemos  en  sus  numerosos  docu- 
mentos. Yo  quisiera  haceros  conocer  algunos  de  estos 
para  haceros  penetrar  en  ese  espíritu. 

Leed,  por  ejemplo,  esta  comunicación  dirigida  al  Ca- 
bildo de  Montevideo;  recordad  que  el  Jefe  de  los  Orien- 
tales es  reconocido,  como  Protector,  por  las  provincias 
argentinas  occidentales:  "Sería  benéfico,  escribe  al  Ca- 
bildo, la  multiplicación  de  la  vacuna,  tanto  en  nuestra 
provincia  como  en  Entre  Ríos,  Corrientes  y  Misiones, 
donde  la  viruela  hace  fatales  estragos.  Espero  con  bre- 
vedad todos  los  virus  que  V.  S.  pueda  mandarme,  para 


384  ARTIGAS 


repartirlos  en  estos  pueblos  y  en  todo  el  Entremos, 
debiendo  cuidarse  de  su  seguridad  en  el  acomodo." 

"Espero  igualmente  los  dos  tomos,  que  V.  S.  me  ofrece, 
referentes  al  descubrimiento  de  Norte  América,  su  revo- 
lución, sus  varios  contrastes  y  sus  progresos  hasta  el  año 
1807.  Yo  celebraría  que  ese  libro  tan  interesante  lo  tuviese 
cada  uno  de  los  orientales." 

¡Extraños  anhelos  los  de  este  hombre  Artigas!  ¡La  His- 
toria de  Estados  Unidos  en  manos  de  todos  sus  compa- 
triotas! ¡Original  idea!  En  cuanto  á  eso  de  la  vacuna, 
yo  os  aseguro  que  sólo  Artigas  pensaba  en  preservar 
de  la  viruela  á  los  pobres  de  las  provincias  occidenta- 
les, lo  mismo  que  á  los  de  la  oriental. 


Pero  notemos  una  iniciativa  de  Montevideo,  que  Artigas 
no  secunda.  El  Cabildo  acuerda  por  unanimidad,  siguien- 
do el  ejemplo  de  las  provincias  occidentales  que  han  acla- 
mado al  héroe  oriental,  dar  á  éste  y  reconocerle  la  repre- 
sentación, jurisdicción  y  tratamiento  de  Capitán  General, 
con  el  título  de  Protector  y  Patrono  de  la  libertad  de  los 
pueblos.  Algún  tiempo  después,  aquella  corporación  pidió 
para  sí  misma  el  título  de  Excelencia,  que  le  correspondía 
desde  la  reconquista  de  Buenos  Aires.  ¡El  título  español! 
Es  indudable  que  el  fundador  de  la  patria  fué  muy  poco 
comprendido  por  sus  contemporáneos,  y  no  es  extraño.  Con- 
viene que,  en  este  caso,  al  menos,  conozcáis  los  términos  tex- 
tuales en  que  contesta  Artigas;  quisiera  que  los  leyerais 
dos  veces,  cuando  menos:  "Es  superfino  —  dice  al  Ca- 
bildo —  que  empleemos  lo  precioso  del  tiempo  en  cues- 
tiones inútiles ;  los  títulos  son  los  fantasmas  de  los  esta- 
dos, y  sobra  á  esa  ilustre  corporación  tener  la  gloria 
de  sostener  su  libertad,  sobre  la  base  de  su  derecho. 


EL    GOBIERNO    DEL   HÉROE  385 

El  Cielo  quiera  proteger  nuestros  votos,  y,  mientras 
se  acerca  tan  feliz  momento,  es  mi  parecer  que  II.  S. 
ajuste  su  tratamiento  al  que  hoy  conservan  los  demás 
cabildos.  Por  lo  mismo  he  conservado  yo  hasta  el 
presente  el  título  de  simple  ciudadano,  sin  aceptar  la 
honra  con  que  me  distinguió  el  Cabildo  que  U.  S.  re- 
presenta. ' ' 

Bueno  es  que  recordemos  que  otro  tanto  hizo  Artigas 
con  el  título  de  Protector  de  los  Pueblos  Libres,  que  le 
acordaron  las  provincias  occidentales.  Jamás  lo  usó  en 
los  actos  realizados  en  nombre  y  representación  de  esas 
provincias;  se  limitó  á  expresar  que  éstas  estaban  bajo  la 
protección  de  la  Provincia  Oriental,  y  se  atribuyó  sólo  la 
dirección  de  su  política. 

¿Veis  bien  al  hombre,  amigos  artistas?  ¿Sentís  un  ca- 
rácter, un  carácter  marmóreo? 

Para  sentirlo  en  toda  su  virtud,  nos  sería  muy  útil 
recordar  hasta  qué  punto  estaba  arraigado  el  tradicional 
formulismo  colonial  español  en  América.  Esa  ponderación 
de  criterio,  que  concilia  los  atributos  esenciales  de  la  auto- 
ridad eficaz  con  el  desdén  hacia  los  aparatos  exteriores, 
sólo  se  ve  en  este  hombre  Artigas.  Ya  hemos  recordado  el 
proceder  de  San  Martín  al  respecto,  cuando  sustituye 
el  retrato  del  rey  por  el  suyo,  y  adopta  la  carroza  do- 
rada. El  primer  presidente  de  la  Junta  de  Buenos  Ai- 
res, don  Cornelio  Saavedra,  fué  acusado  de  rodearse 
de  los  atributos  de  la  dignidad  real;  don  Gervasio  Po- 
sadas, nombrado  primer  Director  Supremo,  júzgase  poco 
acatado  por  algunos  empleados  que  no  cumplen  la  fór- 
mula del  besamano  y  la  salutación,  y  tira  un  decreto 
en  que  les  increpa  el  atentado,  y  fija  una  audiencia 
"á  la  una  de  la  tarde,  para  que  se  apersonen,  con  todos 

25.  Artigas.— I. 


386  ARTIGAS 


sus  oficiales,  en  la  sala  principal  de  este  palacio,  á  llenar 
sus  deberes." 

Y  pasemos  á  otro  aspecto  de  la  figura  que  estudiamos. 


El  Cabildo  indica  á  Artigas  un  ciudadano,  don  Pedro 
Elizondo,  como  el  más  apto  para  el  desempeño  de  un 
puesto  administrativo;  pero  le  hace  saber  que  no  le  es 
adicto.  ' '  Si  halla  U.  S.  en  ese  ciudadano,  contesta  Artigas, 
las  cualidades  precisas  para  la  administración  de  fondos 
públicos,  es  indiferente  la  adhesión  á  mi  persona.  Pón- 
galo U.  S.  en  posesión  de  tan  importante  ministerio,  y  á 
U.  S.  toca  velar  sobre  la  delicadeza  de  ese  manejo.  Es 
tiempo  de  probar  la  honradez,  y  de  que  los  americanos 
florezcan  en  virtud.  Ojalá  que  todos  se  penetrasen  de  esos 
mis  grandes  deseos  por  la  felicidad  común." 

Para  comprender,  mis  amigos  artistas,  el  fenómeno 
que  entraña  esa  escrupulosidad  de  Artigas  en  la  admi- 
nistración, sería  necesario  que  hiciéramos  un  estudio  de 
las  corrupciones  coloniales,  y  de  las  que  se  siguieron  en 
las  administraciones  patrias.  Eso  está  escrito;  pero  no 
cabe  en  nuestras  conversaciones,  ni  es  grato  recordano. 

La  situación  de  Artigas  le  hubiera  permitido  ser  uno 
de  tantos  señores  de  vidas  y  haciendas;  hubiera  podido 
imponer  contribuciones  sin  responder  de  su  inversión,  ó 
rindiendo  cuentas  de  gran  capitán.  Excusado  es  decir  que 
os  podría  recordar  casos  por  docenas  de  docenas  en  la 
revolución  americana,  como  en  todas  las  habidas  y  por 
haber.  Artigas  no  hace  eso ;  no  lo  hizo  jamás.  Vivía  en  la 
pobreza;  pedía  recursos  al  Cabildo,  pero  le  recomendaba 
la  mayor  economía,  y,  sobre  todo,  la  más  extrema  parsi- 
monia en  imponer  gravámenes  al  pueblo.  "El  sólo  nombre 
de  contribución,  decía,  me  inspira  aversión  irresistible." 


EL    GOBIERNO    DEL    HÉROE  387 


¿Os  parece  esto  una  leyenda?  Lo  parece,  sin  duda  al- 
guna. Y  es  una  verdad.  Artigas  vivió  y  murió  pobre ;  sus 
manos,  que  no  tuvieron  una  mancha  de  sangre,  tampoco 
estuvieron  manchadas  de  oro. 

Tengo  llenas  las  mías  de  esos  elementos  de  juicio  so- 
bre el  carácter  del  héroe  que  debéis  interpretar,  amigos 
artistas;  sólo  vacilo  en  la  elección,  para  vosotros,  de  los 
más  sugestivos.  Tomad  uno  al  azar.  Artigas  contesta  la 
carta  en  que  uno  de  sus  fieles  se  duele  de  las  calumnias 
que  fraguan  contra  el  héroe  oriental  algunos  de  sus  ene- 
migos. Esas  calumnias  llovían  sin  cesar,  implacables. 
"  Deje  usted  que  hablen  y  prediquen  contra  mí,  le  con- 
testa ;  eso  ya  sabe  usted  que  sucedía  aún  entre  los  que  me 
conocían,  cuanto  más  entre  los  que  no  me  conocen.  Mis 
obras  son  más  poderosas  que  sus  palabras,  y,  á  pesar  de 
suponerme  el  ser  más  criminal,  yo  no  haré  más  que  pro- 
porcionar á  los  hombres  los  medios  de  su  felicidad,  y 
desterrar  de  ellos  aquella  ignorancia  que  les  hace  sufrir 
el  yugo  de  la  tiranía.  Seamos  libres,  y  seremos  felices." 

Artigas,  preocupado  sólo  de  defender  la  patria,  nunca 
se  ocupó  en  defenderse  á  sí  mismo;  estando,  por  otra 
parte,  la  prensa  monopolizada  por  sus  enemigos,  apenas 
pudo  levantar  los  cargos  que  oficialmente  se  le  hicieron. 
Siempre  despreció  los  demás.  "No  necesito,  escribió  una 
vez,  vindicarme  en  el  concepto  público;  y  mucho  menos 
asalariar  apologistas.1' 


Yo  quisiera,  mis  amigos,  haceros  conocer  personal- 
mente á  ese  hombre  de  bien;  haceros  oir  el  timbre  de 
su  voz,  ver  el  color  de  su  mirada,  sentir  el  contacto  de 


388 


su  mano,  que  os  tiende  muy  abierta,  con  la  franca  in- 
genuidad del  hombre  sincero. 

En  la  plenitud  de  su  predominio,  vive  frugalmente ; 
sólo  conserva  cierta  corrección  en  el  vestir,  desde  aque- 
lla época  de  su  juventud  en  que  nos  lo  describía  su  an- 
ciana sobrina.  Eso  daba  á  su  porte  un  aire  de  distinción 
que,  como  lo  habéis  visto,  hacen  notar  todos  los  que  lo 
visitaron  en  esa  época.  Era  modesto  y  afable,  pero  ene- 
migo de  todo  desaliño,  refractario  á  toda  familiaridad 
grosera,  que  engendra  menosprecio ;  la  carcajada,  el  grito 
desapacible,  la  explosión  ruidosa  de  la  pasión  eran  aje- 
nos á  su  carácter  ponderado,  armonioso  y  sobrio. 

Es  pobre,  tan  pobre  como  todos  los  suyos.  Su  anciano 
padre,  don  Martín  José  Artigas,  de  rico  estanciero  que 
fué  hasta  el  momento  en  que  acompañó  á  su  hijo  liber- 
tador en  la  bíblica  emigración  del  pueblo  oriental,  se  ha 
convertido  en  un  vecino  indigente;  la  viuda  de  su  primo 
hermano  don  Manuel,  caído  en  la  batalla  de  San  José, 
aquel  cuyo  nombre  está  inscripto  en  la  pirámide  de  Mayo 
de  Buenos  Aires,  vive  en  el  mayor  desamparo;  la  misma 
familia  del  héroe,  su  esposa  enferma,  su  hijo  pequeño, 
su  suegra,  habitan  un  pueblo  de  campo,  en  la  escasez. 
Ninguno  de  ellos  se  juzga  acreedor  de  la  Patria;  todos 
callan ;  sobre  todo  Artigas. 

El  cabildo  de  Montevideo  determina,  por  fin,  espontá- 
neamente, invitar  á  la  esposa  del  procer  á  residir  en  la 
capital,  y  le  señala  una  pensión  de  cien  pesos  mensuales, 
á  más  de  amueblarle  la  casa,  y  costearle  la  educación  de 
su  hijo. 

Artigas  no  se  juzga  con  derecho  á  tanto.  Él  ha  recha- 
zado las  ofertas  reiteradas  del  opulento  virrey  español, 
riquezas,  grados,  predominio ;  pero  acepta,  para  su  mujer 
y  su  hijo,  la  protección  de  la  patria,  y,  al  recibir  la  co- 


BL    GOBIERNO    DEL    HÉROE  389 

municación  del  Cabildo,  contesta:  "Ordeno  con  esta 
fecha  á  mi  mujer  y  suegra  que  admitan  solamente  la 
educación  que  Usía  proporciona  á  mi  hijo;  que  ellas 
pasen  á  vivir  en  su  casa,  y  que  reciban  de  Usía  sólo  cin- 
cuenta pesos  para  su  subsistencia.  Aun  esta  erogación 
—  créalo  Usía  —  la  hubiera  ahorrado  á  nuestro  estado 
naciente,  si  mis  facultades  bastasen  para  sostener  aque- 
lla obligación;  pero  no  ignora  Usía  mi  indigencia,  y, 
en  obsequio  de  mi  patria,  ella  me  obliga  á  ser  generoso, 
al  par  que  agradecido." 

La  viuda  de  Manuel  Artigas,  el  héroe  caído  en  San 
José,  recibe  treinta  pesos  mensuales,  y  el  derecho  de 
ocupar  una  casa  del  estado. 

En  cuanto  al  anciano  padre  de  Artigas,  es  éste  quien 
indica  la  remuneración  de  sus  sacrificios  por  la  patria: 
pide  al  Cabildo  que,  si  no  hay  inconveniente,  lo  auxilie, 
como  á  los  demás  que  están  en  su  caso,  con  cuatrocientas 
ó  quinientas  reses  de  las  destinadas  á  repartirse  entre  los 
estancieros  patriotas,  "pues  le  era  doloroso  oir  los  la- 
mentos de  su  padre,  á  quien  amaba  y  veneraba,  y  no  se 
atrevía  á  proceder  por  sí  mismo  en  el  asunto,  temiendo 
se  atribuyera  á  parcialidad  lo  que  era  obra  de  la  razón.'" 

V  dejemos  esto;  me  parece  que  es  bastante 


CONFERENCIA  XVI 


EL     CORAZÓN     DEL     HÉROE 


El  apogeo  de  Artigas.  —  Tentativa  de  incorporar  el  Paraguay  á  su 
influencia.  —  Francia  y  Artigas.  —  Sobre  Buenos  Aires.  —  Caída 
de  Alvear  en  Fontezuelas.  —  Los  vencedores  y  el  vencedor.  — 
Homenajes  á  éste.  —  Las  venganzas.  —  Los  crímenes  de  la 
gloria.  —  Venganza  de  Artigas.  —  No  soy  el  verdugo  de  Buenos 
Aires.  —  Bases  de  paz.  —  Derechos  basados  en  el  antiguo  régi- 
men.— "El  año  1816  será  el  año  feliz  de  los  orientales.  "—La 
franja  roja  diagonal  de  la  bandera. 


Creo,  mis  amigos  artistas,  que  hemos  dejado  bien  clara- 
mente establecido  el  carácter  del  primer  presidente,  ó  jefe 
supremo,  ó  soberano  legítimo,  ó  como  queráis  llamarle,  de 
ese  estado  oriental  del  Uruguay  y  el  Plata  que  habéis 
visto  nacer  de  la  madre  democracia. 

Afirmemos  que  Artigas  es  el  primer  magistrado  repu- 
blicano de  esta  parte  de  América.  Su  nombre  es  lo  de 
menos.  Carlyle  le  llamaría  rex,  en  el  sentido  de  rector,  re- 
gente, conductor ;  del  más  apto,  del  que  nos  marca  la  con- 
ducta. No  es  menos  accidental  la  primera  forma  provisio- 
nal de  su  gobierno ;  la  forma  definitiva,  en  éste  como  en 
todos  los  casos,  y  como  todas  las  formas,  brotará  espontá- 


392 


neamente  de  la  esencia;  y  la  esencia,  en  el  gobierno  do 
Artigas,  es  la  democracia.  La  forma  espontánea  será, 
pues,  la  república,  como  la  natural  en  la  oligarquía  pre- 
dominante en  Buenos  Aires  tenía  que  ser  la  monarquía 
constitucional,  y  el  despotismo  en  el  doctor  Francia  del 
Paraguay.  Ya  hemos  visto,  desde  nuestra  primera  con- 
versación, el  cómo  y  el  por  qué  de  esas  ingénitas  tenden- 
cias, al  examinar  la  estructura,  sociológica  de  Buenos 
Aires  y  Montevideo  y  la  Asunción. 

Artigas  se  preocupó  inmediatamente  de  realizar  aquella 
forma  en  toda  la  región  sometida  á  su  influjo.  Ésta  no  se 
limitaba  á  su  patria  oriental ;  el  predominio  del  héroe  sobre 
las  provincias  occidentales  se  consumó  como  el  cumpli- 
miento de  una  ley  natural.  No  sólo  había  aquél  dominado 
la  mesopotamia  argentina,  comprendida  entre  los  ríos  Uru- 
guay y  Paraná,  sino  que,  salvando  este  último,  y  mucho  más 
allá,  regía  los  destinos  de  Santa  Fe  y  de  Córdoba.  Esos  es- 
tados ó  provincias,  Entre  Ríos,  Corrientes,  Santa  Fe  y  Cór- 
doba, se  habían  acogido  expresamente  á  su  protección,  y  lo 
aclamaban  como  el  sólo  capaz  de  arrebatarlas  á  la  ab- 
sorción de  las  logias  secretas  de  Buenos  Aires,  que,  por 
colectivo  instinto,  rechazaban.  Las  demás  provincias, 
hasta  la  falda  de  los  Andes,  se  sentían  misteriosamente 
atraídas  á  la  órbita  lejana  de  aquel  ígneo  capitán,  y 
sentían  su  influjo,  como  el  de  una  mole  en  rotación. 

Vosotros,  mis  amigos  artistas,  que  conocéis  las  tendencias 
de  los  consejos  de  Buenos  Aires,  ya  habéis  echado  de  ver. 
á  buen  seguro,  la  causa  subconsciente  de  ese  receloso  sen- 
tido popular  argentino,  que,  temeroso  de  lo  que  en  Buenos 
Aires  se  esconde,  busca  á  Artigas,  se  acoge  á  él,  se  refugia 
en  él,  y  á  su  suprema  dirección  se  entrega. 

Artigas  había  realizado  su  vasto  plan  político:  las  pro- 
vincias, bajo  su  protección,  habían  vencido  á  Buenos  Aires, 


EL   CORAZÓN    DEL    HÉROE  393 


y  conservado  su  derecho  á  disponer  de  sí  mismas.  Las 
multitudes  aclamaban  al  hombre  oriental;  los  goberna- 
dores, sostenidos  por  él,  lo  obedecían  y  confiaban  en  él, 
y  esperaban  sus  órdenes. 

El  campo  abierto  á  la  actividad  del  héroe  se  extendía. 
pues,  desde  el  Plata  hasta  los  Andes;  era  enorme.  Como 
lo  dice  Robertson.  su  palabra  era  ley  en  todo  el  largo 
y  todo  el  ancho  del  antiguo  virreinato.  Pero  lejos  de 
sobrecogerse  al  verse  solo  en  tan  magna  empresa,  quiso 
realizar  un  pensamiento  que  revela  la  amplitud  y  clari- 
dad de  su  visión  genial,  y  la  fortaleza  de  su  ánimo.  En  el 
concierto  de  aquellos  pueblos,  que  serán,  en  Artigas  y  por 
Artigas,  el  núcleo  de  la  independencia  democrática  argen- 
tina, faltaba  uno,  que  entraba  como  elemento  esencialí- 
simo  en  el  vasto  plan  del  héroe:  el  Paraguay. 

El  Paraguay  estaba  encerrado  en  su  caverna :  el  doctor 
Francia,  con  los  ojos  amarillos  encendidos  bajo  los  pár- 
pados, asomaba  la  cabeza  en  la  sombra.  Nadie  se  atrevía  á 
provocarlo. 

Y  la  alianza  con  el  Paraguay  era  necesaria,  tanto  para  el 
mismo  Paraguay,  cuanto  para  la  Banda  Oriental.  El  Pa- 
raguay es  la  provincia  septentrional,  la  que  toca,  allá  en  el 
Norte,  con  las  fronteras  naturales  de  la  patria  de  Arti- 
gas. A  ésta  pertenecían,  como  sabéis,  las  Misiones  Orien- 
tales, territorio  español  detentado  por  Portugal.  Esa 
provincia  del  Paraguay  tiene,  por  consiguiente,  con  la 
oriental,  un  vínculo  de  especial  solidaridad :  un  enemigo 
común  que  las  atisba:  el  portugués.  Son  aliadas,  tienen 
que  serlo.  Artigas  ve  eso  con  claridad  meridiana.  Allá. 
en  la  frontera  paraguaya,  está  su  futuro  ineviiable 
campo  de  batalla,  en  que  orientales  y  paraguayos  deben 
luchar  por  la  vida.  El  Paraguay  tiene,  pues,  que  vivir, 
que   incorporarse   á  la   acción   gloriosa  de   los  pueblos 


394 


presididos  por  Artigas.  Éste  no  deja  un  momento  de 
pensar  en  él;  esa  idea  es  una  obsesión  de  su  espíritu. 

Recordad,  mis  bravos  artistas,  que  nos  encontramos  en  el 
año  1815.  Sólo  Artigas  hubiera  podido  arrancar  el  Para- 
guay á  su  tirano,  pues  allí,  el  hombre  no  había  aparecido. 

Bien  será  que  recordemos  también  ahora  las  misiones 
diplomáticas  enviadas  al  Paraguay  por  Buenos  Aires  en 
1811  y  en  1813,  con  el  objeto  de  arrebatar  al  monstruo  su 
presa  por  medio  de  halagos.  Todavía  en  estos  momentos  en 
que  estamos,  el  20  de  Enero  de  1815,  el  Director  Alvear, 
al  mismo  tiempo  que  ofrecía  á  la  corona  de  Inglaterra  la 
propiedad  del  Plata,  se  dirigía  respetuosamente  al  dicta- 
dor del  Paraguay  (mucho  más  respetuosamente  que  á 
Artigas,  por  cierto)  describiéndole  una  situación  llena 
de  peligros,  zozobras  y  amenazas  para  la  América  es- 
pañola, y  suplicándole  enviara  á  territorio  argentino 
toda  la  fuerza  efectiva  que  pudiera,  y  también  socorros  de 
armas  y  efectos  del  país,  para  ayudar  á  los  enormes  gastos 
que  eran  precisos  para  rechazar  la  invasión  española  que 
amenazaba.  Francia,  en  contestación  á  tales  pedidos,  tapió 
más  herméticamente  su  guarida,  y  se  hizo  conferir  la  dicta- 
dura perpetua.  Era  un  gran  original  ese  caballero  Francia. 

Fué  entonces  cuando  Artigas,  que  sabía  muy  poco  de 
súplicas,  resolvió  penetrar  personalmente  en  el  Paraguay, 
y  salvarlo  de  la  tiranía.  Inició  una  conspiración  contra  el 
dictador.  Invitó  á  los  caudillos  paraguayos  á  vivir. 

Yo  quiero  imaginar,  mis  amigos  artistas,  cuan  distinta 
hubiera  sido  la  historia  de  ese  esforzado  pueblo  paraguayo, 
que  vivió  cincuenta  años  bajo  el  yugo  de  tres  despotismos 
consecutivos,  si,  en  el  momento  histórico  que  os  narro,  Ar- 
tigas hubiera  logrado  incorporarlo  á  la  acción  heroica  po- 
pular, desligando  los  brazos  á  sus  hipnotizados  caudillos. 
Sil:  el  Paraguay  hubiera  tenido  caudillos,  es  decir,  palpi- 


EL    CORAZÓN   DEL   HÉROE  395 

tac  ion  de  vida.  No  los  tuvo;  no  tuvo  turbulencias.  Fué  la 
inmovilidad  sepulcral. 

Yo  os  haré  ver,  por  otra  parte,  mis  amigos,  cuan  distinta 
hubiera  sido  la  acción  del  mismo  Artigas,  y  el  destino  de 
su  tierra,  y  el  lote  territorial  de  la  América  española,  si,  al 
descargar  sobre  la  banda  oriental  el  nublado  de  la  invasión 
portuguesa,  que  Artigas  veía  en  el  horizonte,  hubiera 
éste  eontado  con  la  alianza  de  esa  nación  paraguaya. 
de  valor  insuperable.  ¡Oh!  Las  fronteras  de  las  herma- 
nas hispánicas  serían  hoy  muy  distintas  de  lo  que  son: 
las  de  todo  el  mundo  hispánico. 

Y  que  el  pueblo  paraguayo,  á  no  ser  la  fascinación  de 
Francia,  hubiera  secundado,  al  par  de  las  provincias  occi- 
dentales argentinas  la  acción  de  Artigas,  es  algo  de  que 
no  puede  dudarse.  Bien  sentía  ese  pueblo  que  el  Jefe  de 
los  Orientales  no  abrigaba  el  propósito  de  conquistarlo,  y 
bien  se  le  alcanzaba  que  una  era  la  causa  de  orientales  y 
paraguayos.  Artigas  no  hubiera  sido  rechazado  cierta- 
mente, como  lo  fué  Belgrano,  en  aquella  tierra.  Con  solo 
presentarse;  con  solo  mirar  intensamente  á  los  ojos  de 
aquellos  hombres,  y  decirles  su  mensaje,  pueblo  y  cau- 
dillo hubieran  formado  un  héroe  solo. 

No  pudo  ser.  Artigas  no  pudo  atravesar  la  frontera 
paraguaya. 

Mejor  que  narraros  el  hecho,  quiero  comunicaros  un 
pintoresco  documento,  casi  nuevo  en  la  historia,  y  que  os 
impondrá  del  asunto,  más  y  mejor  de  lo  que  yo  pudiera 
hacerlo.  Es  el  proceso  inédito,  que  llega  ahora  á  mis 
manos,  levantado  por  Francia  contra  don  Manuel  Ata- 
nasio  Cabanas,  primer  campeón  militar  del  Paraguay, 
vencedor,  como  recordaréis,  en  la  batalla  de  Tacnarí. 
El  proceso  se  inicia  en  1822,  y  la  sentencia  que  en  él 
recae  está  fechada  en  Agosto  de  1833,  es  decir,  después 


396 


de  muerto  el  procesado.  Es  de  notar  que  Artigas  estaba  ya 
en  poder  de  Francia,  pues  se  había  refugiado  en  el  Pa- 
raguay. 

Puesto  que  oportunamente  os  hice  conocer  la  sentencia 
del  Director  Posadas,  en  que  se  ponía  á  precio  la  ca- 
beza del  Jefe  de  los  Orientales,  bueno  es  que  conozcáis 
esta  del  Dictador  Francia,  hermana  de  aquella,  y  no 
menos  llena  de  color  y  de  estética  expresión.  No  me 
digáis  que  es  larga  y  chabacana.  Es  una  pieza  intensa, 
que  debéis  conocer,  quieras  que  nó.  Artigas  lo  necesita. 

Y  dice  así: 


Asunción  y  Agosto  tres  de  mil  ochocientos  treinta  y  tres. 

''  Resultando  que  Manuel  Atanasio  Cabanas,  muerto  sin 
herederos,  ha  sido  un  traidor  á  la  Patria  y  al  Gobierno 
por  haber  mantenido  correspondencia  con  el  malvado  cau- 
dillo de  bandidos  y  perturbador  de  la  pública  tranquilidad 
José  Artigas,  y  haberse  encargado  de  reunir  y  aprontarle 
gente  de  auxilio  para  cuando  viniese,  según  sus  ridículos 
ofrecimientos,  á  tomar  la  República,  llevarse  la  cabeza  del 
Dictador,  y  ponerlo  á  él  y  á  otros  en  el  gobierno;  cuya 
nueva  infamia  y  ruindad  cometió  el  citado  Cabanas  des- 
pués que  no  quiso  tomar  parte  alguna  en  la  revolución  que 
aquí  se  hizo  para  extinguir  el  mando  de  España,  cuando 
avisado  del  cuartel  en  que  se  habían  reunido  los  patricios 
para  que  viniese  á  incorporarse  con  ellos,  no  sólo  se  enfadó 
con  el  portador  del  recado,  sino  que,  con  descarada  vileza, 
respondió  que  vendría  en  siendo  llamado  por  el  Goberna- 
dor, que  era  el  europeo  Velazco;  no  obstante  lo  cual,  el  pre- 
sente gobierno  por  exceso  de  bondad  le  dio  los  daspachos 
de  Coronel,  aun  sin  mérito,  sin  servicio  ni  suficiencia,  com- 


EL    CORAZÓN    DEL    HÉKOE 


probándose  con  tan  infames  procedimientos  que  era  un 
verdadero  enemigo  de  la  Patria  y  que,  resuelto  á  auxiliar 
al  Caporal  de  ladrones  y  salteadores  Artigas,  estaba  dis- 
puesto á  quedarle  vilmente  subordinado  y  tenerle  sometida 
la  República,  como  era  consiguiente,  á  fin  de  que  después 
no  le  despojase  de  su  soñado  Gobierno,  en  que  él  y  otros 
atolondrados  con  quien  igualmente  estaba  en  correspon- 
dencia, como  también  consta  de  autos,  creían  en  su  delirio 
y  necedad  que  pondría  á  unos  y  engrandecería  á  otros  sin 
reflexionar  por  su  inepcia  que  lo  que  intentaba  era  ver  si, 
al  abrigo  de  algunos  simples  infatuados  y  embaucados  con 
el  aliciente  y  engaños  de  varias  y  disparatadas  ofertas, 
lograba  introducir  sin  peligro  al  Paraguay  sus  cuadrillas 
de  miserables  bandoleros  y  facinerosos,  á  robar  y  saqaear 
cuanto  pudiesen  para  remediar  sus  miserias,  su  pobreza  y 
sus  extremas  necesidades  como  hacían  en  otras  partes,  vi- 
niendo últimamente,  después  de  tanto  ruido,  alboroto  y 
afectada  valentía  ó  fanfarronada,  cuando  se  vio  arruinado 
y  perseguido  de  muerte  aún  de  los  suyos  por  consecuencia 
y  efecto  natural  de  sus  desórdenes,  locuras  y  desatinados 
procedimientos,  á  implorar  la  clemencia  y  amparo  del 
mismo  dictador,  cuya  cabeza  había  ofrecido  llevar,  el  cual 
reventando  de  generosidad,  sin  embargo  de  que  el  alevoso 
y  bárbaro  malévolo  no  era  acreedor  á  la  compasión,  no 
solamente  lo  admitió  sino  que  ha  gastado  liberalmente  cen- 
tenares de  pesos  en  socorrerlo,  mantenerlo  y  vestirlo,  ha- 
biendo venido  desnudo,  sin  más  vestuario  ni  equipaje  que 
una  chaqueta  colorada  y  una.  alforja,  sin  que  los  ruines, 
aturdidos  y  revoltosos  que  fundaban  en  él  las  mayores  espe- 
ranzas de  gobierno,  ventajas  y  adelantamientos,  le  hubiesen 
hecho  la  menor  limosna  ó  socorrido  en  agradecimiento  de 
sus  grandiosos  ó  graciosos  ofrecimientos,  viéndolo  en  tal 
angustia  y  fatalidad  que  acaso  la  Providencia  ha  permitido 


para  que  los  ilusos  ó  deslumbrados,  los  facciosos,  los  depra- 
vados encubiertos  y  los  deseosos  de  trastornos  políticos 
abran  los  ojos  y  entiendan  que  las  gentes  de  otros  países, 
envidiando  y  odiando  al  Paraguay  por  no  haberse  sometido 
á  sus  ideas  de  logro  predominio  y  conveniencia,  lo  que 
desean  y  buscan  es  la  ocasión  de  entrar  á  apoderarse  del 
estado  engañando  á  los  incautos  y  simples,  subyugar  é 
imponer  leyes  á  los  paraguayos,  extraer  y  sacar  riquezas 
caudales  y  la  plata  que  solo  aquí  corre  todavía,  y  final- 
mente llevar  gente  para  sus  empresas  y  servicios,  para  des- 
pués reírse  del  Paraguay  y  mofar  orgullosamente  á  las 
paraguayas : 

En  virtud  de  todo,  se  declaran  confiscados  y  aplicados  á 
gastos  públicos  y  servicio  del  estado  todos  los  bienes  que 
aparecieran  corresponder  al  citado  Manuel  Cabanas  ó  ser 
de  su  pertenencia  en  su  fallecimiento;  y  á  ese  efecto, 
se  expedirán  las  providencias  convenientes,  rompiéndose 
igualmente  el  insinuado  título  de  Coronel  de  que  se  ha 
mostrado  indigno  y  sin  honor  para  obtener  semejante 
<>rado  cuya  denominación  tampoco  se  le  ha  de  poder 
dar  en  lo  sucesivo." 

FRANCIA. 

Policarpo  Patino, 

Actuario  del  Superior  Gobierno. 

No  diréis,  mis  amigos  artistas,  que  hemos  perdido  el 
tiempo  al  leer  ese  documento  precioso,  con  ser  él  tan  des- 
hilvanado, y  exigir  tan  largo  aliento  para  ser  leído  de  un 
tirón. 

Según  el  expediente,  la  correspondencia  sostenida  por 
Cabanas  con  Artigas,  y  las  gestiones  de  éste  para  preparar 
su  entrada  al  Paraguay,  tenían  lugar  en  el  momento  en 
que  nos  encontramos  de  esta  historia  precisamente :  el 


HL   CORAZÓN   DEL   HÉROE  399 

año  1815.  Artigas,  desde  la  provincia  de  Santa  Fe  y 
Entre  Ríos,  gobernada  á  la  sazón  por  Candiotti,  bus- 
caba el  hombre  paraguayo  á  quien  poder  trasmitir  su 
mensaje  de  libertad,  y  armarlo  caballero  de  su  patria: 
Cabanas,  Caballero,  Yegros . . .  cualquiera  de  los  bravos 
de  1811. 

No  pudo  ser :  la.  mirada  de  Francia  estaba  en  todas  par- 
tas y  helaba  la  sangre.  Nadie  se  atrevió  á  secundar  á 
Artigas;  éste  no  pasará  la  frontera  del  Paraguay,  sino 
para  buscar  en  él  su  sepulcro;  se  refugiará  en  las  garras 
de  Francia.  Veréis  entonces  el  más  extraño  fenómeno: 
Francia,  que  habrá  hecho  correr  la  sangre  de  los  pro- 
ceres paraguayos,  al  saber  que  Artigas,  el  facineroso, 
el  caudillo  de  bandidos,  el  que  buscaba  su  cabeza,  es 
su  prisionero,  ni  siquiera  lo  mirará  á  los  ojos. . .  ;  reven- 
tará de  generosidad,  y  no  atentará  contra  la  vida  de  aquel 
foragido ;  lo  respetará  como  á  cosa  sagrada. 

II 

Artigas  tuvo  que  desistir,  en  ese  momento  cuando 
menos,  de  la  libertad  del  Paraguay.  Su  obra  principal 
estaba  en  Buenos  Aires.  Tenía  que  incorporar  esa  pro- 
vincia, la  más  importante  de  todas,  al  conjunto  de  las 
provincias  hermanas;  hacer  prevalecer  allí,  en  el  centro 
vital  del  organismo,  el  espíritu  americano,  y  derrocar, 
por  consiguiente,  á  Alvear,  que,  como  sabéis,  pensaba 
ii  ese  momento  en  entregar  el  Río  de  la  Plata  á  In- 
glaterra, y  era  la  encarnación  más  genuina  del  escep- 
ticismo oligárquico. 

Pero  era  menester  que  Alvear  fuese  vencido,  en  la 
capital,  como  lo  habían  sido  sus  agentes  en  las  provin- 
cias, y  como  Artigas  quería  lo  fuese  el  doctor  Francia 


400 


en  el  Paraguay:  por  el  mismo  pueblo  de  Buenos  Aires. 

Y  eso  fué  lo  que  acaeció.  El  joven  director,  presa  de  un 
frenesí  patológico,  ejerce  una  dictadura  sangrienta;  pero 
no  puede  sostenerse.  El  cadáver  del  oficial  Ubeda  ama- 
neció un  día  colgado  en  los  balcones  del  cabildo.  Ese 
cuadro  es  intenso,  y  lo  dice  todo:  era  un  Sábado  de 
Gloria,  día  en  que,  según  vieja  costumbre,  se  colgaban 
unos  muñecos  ó  mamarrachos  de  paja,  llamados  Jadas, 
en  odio  al  Iscariote,  que  traicionó  al  Divino  Maestro. 

Los  primeros  transeúntes  de  Buenos  Aires  que,  por 
la  mañana,  vieron,  en  el  balcón  del  Cabildo,  el  cadáver 
de  Ubeda,  que  se  balanceaba  en  el  vacío,  lo  creyeron  un 
judas  admirablemente  bien  hecho.  Cuando  la  espantosa 
realidad  se  difundió,  el  pueblo  de  Buenos  Aires  desfiló 
silencioso  bajo  los  pies  del  muerto  colgado;  pero,  lejos 
de  intimidarse,  se  exacerbó.  Uno  se  imagina  lo  que 
hubieran  dicho  de  Artigas  los  historiadores,  si  éste  hu- 
biera sido  capaz  de  hacer  algo  parecido  á  ese  siniestro 
Judas  ó  á  otros  de  su  especie. 

Alvear  se  ha  hecho  odioso,  tanto  en  la  capital  como 
en  Entre  Ríos,  y  Santa  Fe,  y  Córdoba,  y  en  todas  las 
provincias.  El  espíritu  democrático  circulaba  en  Bue- 
nos Aires,  difuso  en  el  pueblo,  con  tanta  energía  como 
en  los  demás  estados;  allí  existirá  siempre  una  oposi- 
ción, animada  del  espíritu  de  Artigas.  Pero  no  se  for- 
mará el  núcleo  vital;  el  centro  democrático  popular 
será  siempre  una  nebulosa  no  espiral;  el  ambiente  de 
Buenos  Aires  no  había  producido,  ni  podía  producir, 
como  personaje  reinante,  un  Artigas;  su  naturaleza 
cósmica,  y  su  fuerza  centrífuga,  tienden  naturalmente  á 
otra  forma.  Artigas  tiene  que  ser  odiado  allí,  no  por  el 
pueblo,  pero  sí  por  la  oligarquía  que  allí  se  conglomere. 
Vais  á  tocar  ese  fenómeno  sociológico  con  la  mano,  amigos 


EL   CORAZÓN    DEL   HÉROE  401 

artistas.  Alvear  caerá ;  caerá  por  obra  de  Artigas,  que  el 
pueblo  de  Buenos  Aires  ha  llamado  en  su  protección  por 
órgano  de  su  cabildo;  pero  no  por  eso  los  sucesores  de  la 
dictadura  se  refundirán  en  el  héroe  oriental,  ni  compren- 
derán su  carácter,  ni  su  pensamiento,  ni  su  mensaje. 

Tracemos  rápidamente  los  hechos,  el  cuerpo  de  la  his- 
toria, que  es  lo  accidental,  á  fin  de  conocer  su  alma,  que 
os  lo  que  debe  hallar  forma  en  vuestra  creación  estética. 


III 


Alvear,  que  ve  su  situación  insostenible,  va  á  jugar 
la  partida  donde  debe  jugarla.  Envía  sus  tropas  al  en- 
cuentro de  Artigas,  que,  acudiendo  al  llamado  del  pue- 
blo de  Buenos  Aires,  como  ha  acudido  al  de  los  demás 
argentinos,  ha  cruzado  el  Paraná.  Después  de  ocupar 
Santa  Fe,  emprende  su  marcha  victoriosa  sobre  la  capi- 
tal. El  ejército  de  Alvear  va  á  su  encuentro,  al  mando 
de  los  coroneles  Alvarez  Thomas  y  Valdenegro ;  pero 
éstos  que,  al  par  del  cabildo,  están  en  connivencia  con 
Artigas,  confraternizan  con  éste,  se  sublevan  en  Fonte- 
zuclas,  al  Norte  de  la  Provincia  de  Buenos  Aires,  el  día 
13  de  Abril,  é  intiman  á  Alvear  el  inmediato  abandono 
de  su  cargo.  El  cabildo  de  Buenos  Aires  encabeza  el  15 
un  movimiento  popular,  al  que  se  adhieren  las  tropas, 
proclamando  la  caída  de  la  dictadura,  y  la  disolución 
de  la  Asamblea.  Alvear,  rechazado  por  los  pueblos, 
abandonado  por  su  ejército,  sin  opinión  ni  fuerza,  huye 
á  refugiarse  en  un  buque  inglés;  huye  sólo  con  su  fami- 
lia, abandonando  á  los  suyos.  El  Cabildo  se  erige  en 
gobernador;  se  designa,  como  Director  Supremo,  á  Ron- 
deau,  que  manda  el  ejército  del  Alto  Perú,  y,  en  su  ausen- 

26.  Artigas.— i. 


402 


cia,  á  Alvarez  Thomás,  cabeza  del  pronunciamiento.  El 
mismo  San  Martín,  el  antiguo  compañero  de  Alvear  y 
futuro  general  de  los  Andes,  ha  adherido  á  la  sublevación 
de  Fontezuelas. 

El  cuadro  de  ese  momento  histórico  es  muy  interesante. 
Una  convulsión  de  alegría  epiléptica,  con  mucho  de  infan- 
til y  nb  poco  de  siniestro,  pues  las  venganzas  de  los  vence- 
dores son  terribles,  recorre  todo  el  territorio  platense,  desde 
Buenos  Aires  hasta  el  Alto  Perú.  En  torno  del  derrumbe 
de  la  situación  de  Alvear  se  forma  una  especie  de  sahbat 
fantástico:  fiestas  cívicas  y  religiosas,  demostraciones  mi- 
litares y  del  pueblo,  gritos,  algarada,  cruce  de  comunica- 
ciones bombásticas.  Ese  cuadro  hubiera  sido  cómico,  si  no 
hubiera  tenido  tanto  de  trágico.  El  vencedor  se  entrega  en 
Buenos  Aires  á  toda  clase  de  venganzas  con  los  vencidos: 
encarcela,  saquea,  fusila,  deporta.  Todos  se  apresuran  á 
protestar  su  adhesión  al  nuevo  gobierno,  y  al  ausente  Li- 
bertador Artigas:  los  caudillos,  los  cabildos  de  las  pro- 
vincias, los  generalas  de  los  ejércitos.  El  gobernador  de  la 
remota  provincia  andina  de  San  Luis  dice  al  cabildo  de 
Buenos  Aires,  que  es  tal  el  contento  de  aquel  pueblo,  que 
"por  algún  momento  la  razón  no  fué  dueña  de  sí  misma." 
El  de  Córdoba  le  hace  saber  que,  después  de  respirar  esa 
provincia  el  aire  de  la  libertad,  á  la  sombra  del  generoso 
y  valiente  Jefe  de  los  Orientales,  no  faltaba  otra  cosa 
á  su  felicidad  que  ver  al  pueblo  de  Buenos  Aires  libre 
del  peso  que  lo  oprimía.  El  cabildo  afirma  que  las  almas 
de  los  ciudadanos  se  han  elevado  al  colmo  de  la  alegría ; 
que  la  provincia  obraba  con  independencia  de  las  com- 
binaciones del  gobierno  caído,  gracias  al  sostén  de  las 
armas  orientales,  que,  sin  manchar  su  libertad,  dejaron 
al  pueblo  dueño  de  sí  mismo,  sin  más  deber  que  el  de 
sostener  el  sistema  de  nuestra  libertad;  pero  que,  con 


EL    CORAZÓN    DEL   HÉROE  403 

la  nueva  situación,  la  unión  de  todos  en  ese  propósito 
•eré  una  verdad. 

El  mismo  Gobernador  de  Montevideo.  Otorgues,  y  el  ca- 
bildo, envían  á  Buenos  Aires  sus  plácemes  y  manifesta- 
ciones de  júbilo. 

Bd  medio  de  todas  esas  explosiones  frenéticas,  sólo  una 
entidad  permanece  serena,  casi  impasible  como  una  es- 
finge, dueña  absoluta  de  sí  misma,  con  los  ojos  fijos  en 
su  visión  interna:  Artigas.  Él  era,  sin  duda  alguna,  el 
derrocador  de  Alvear;  su  espíritu  triunfaba.  Pero  esa 
era  sólo  la  mitad  de  su  obra,  la  negativa;  faltaba  la  otra 
mitad,  la  más  importante,  que  él  no  verá  realizada :  ele- 
var en  Buenos  Aires  al  hombre  de  pensamiento  y  de 
carácter,  capaz  de  realizar  allí  la  idea  de  la  revolución 
de  Mayo:  la  libre  intervención  de  los  pueblos  en  la  so- 
lución de  sus  destinos;  la  democracia. 

Para  daros  cuenta  de  esa  claridad  de  visión  del  hom- 
bre oriental,  es  conveniente,  mis  amigos,  que  conozcáis 
la  forma  en  que  hace  conocer  la  caída  de  Alvear  al 
cabildo  de  Montevideo.  Él,  personalmente,  puede  estar 
muy  satisfecho ;  ha  sido  objeto  de  manifestaciones  de 
apasionada  adhesión  por  parte  de  Buenos  Aires;  el 
rabudo,  que,  días  antes,  el  5  de  Abril,  había  sido  for- 
zado por  Alvear,  so  pena  de  mandar  fusilar  300  per- 
sonas si  su  orden  no  se  cumplía,  á  dictar  un  bando  infa- 
mante contra  Artigas,  hizo  quemar  el  inocente  bando 
en  la  plaza  <ie  la  Victoria  por  manos  del  verdugo.  Fué 
una  escena  muy  curiosa,  sin  duda  alguna:  dio  fe  del 
acto  el  alguacil  mayor  y  el  escribano;  las  tropas  t'or- 
maron  cuadro  en  torno  de  la  hoguera  vindicadora;  el 
Director  Supremo  solemnizaba  el  auto  de  fe  desde  las 
galerías   del    cabildo.   Fué  cosa  'real ni eii  te   interesante: 


404 


algo  así  como  lo  que  había  hecho  Posadas  con  la  sen- 
tencia de  muerte  de  Artigas,  que,  como  lo  recordaréis, 
también  en  estupenda  forma  revocó.  El  Cabildo  encargó 
á  Londres  una  cincelada  espada  para  obsequiar  al  Jefe 
de  los  Orientales;  el  bando  difamatorio  de  Alvear  se 
sustituyó  por  uno  nuevo,  largo,  bombástico,  insípido. 
—  "Ciudadanos,  decía  al  pueblo  de  Buenos  Aires:  libres 
vuestros  representantes  del  duro  despotismo  que  tan 
gloriosamente  acaba  de  destronar,  es  un  deber  suyo 
reparar  los  excesos  á  que  lo  arrastró  su  escandalosa 
opresión.  Empeñada  la  tiranía  en  alarmar  al  pueblo 
contra  el  que  inicuamente  suponía  invasor  injusto  de 
nuestras  provincias,  precisó  con  amenazas  á  esta  cor 
poración  á  autorizar  con  su  firma  la  infame  proclama 
del  5  del  corriente.  Ella  no  es  más  que  un  tejido  de 
imputaciones  las  más  execrables  contra  el  ilustre  y  bene- 
mérito Jefe  de  los  Orientales  don  José  Artigas.  Sólo  vues- 
tros representantes  saben  con  cuánto  pesar  dieron  un  paso 
que  tanto  ultraja  el  mérito  de  aquel  héroe,  y  la  pureza 
de  sus  intenciones." 

Así  sigue  la  proclama,  y  termina :  ' '  Ciudadanos :  depo- 
ned vuestros  recelos;  vuestros  verdaderos  intereses  son  el 
objeto  de  los  desvelos  de  vuestro  ayuntamiento,  y,  para 
afianzarlos,  procede  de  acuerdo  con  el  Jefe  de  los  Orien- 
tales; la  rectitud  de  intención  de  este  invicto  general  es 
tan  notoria,  y  la  ha  acreditado  de  una  manera  tal,  que  no 
puede  dudar  de  ella;"  etc.,  etc. 

¡Invicto  General,  ilustre  y  benemérito  Jefe,  héroe 
purísimo Palabras,  palabras,  palabras,  que  nos  tie- 
nen muy  sin  cuidado ! 

Convengamos,  mis  amigos,  en  que  todo  esto  es  triste;  no 
os  lo  cito,  por  cierto,  para  gloria  de  Artigas,  pues  él  era 
el  primero  en  desdeñarlo,  como  todo  lo  de  su  especie. 


EL   CORAZÓN    DEL   HÉROE  405 


Mirad,  pues,  en  qué  términos  comunica  éste  el  suceso 
al  cabildo  de  Montevideo:  "Me  es  muy  satisfactorio 
comunicar  á  Usía,  que  los  opresores  de  Buenos  lires 
han  sido  derribados.  La  pretendida  Asamblea  General 
Constituyente  fué  disuelta  por  sí  misma,  y  el  General  Al- 
vear  destinado  á  bordo  de  una  fragata  de  su  Majestad 
Británica,  heridos  todos  por  la  indignación  del  pueblo.  En 
la  Municipalidad  se  halla  refundido  el  Gobierno  de  aque- 
lla provincia.  Usía  hallará  en  tan  afortunado  suceso  el 
triunfo  de  la  justicia  pública,  y  el  resultado  de  nuestros 
constantes  esfuerzos  por  conservarla  inviolable.  Mis  com- 
binaciones han  tenido  una  ejecución  acertadísima,  y  espero 
que  el  restablecimiento  de  la  tranquilidad  general  apare- 
cerá muy  pronto.  Yo  ya  he  repasado  el  Paraná,  y  circulado 
las  órdenes  precisas  para  que  hagan  lo  mismo  las  fuerzas 
que  había  hecho  avanzar  desde  la  ribera  occidental.  Sin  em- 
bargo, por  ahora  es  preciso  limitarnos  á  eso  sólo,  por  cuanto 
aún  no  se  ha  formalizado  tratado  alguno  que  fije  la  paz; 
yo  no  perderé  instante  en  comunicar  á  Usía  cuando  llegue 
el  momento  de  sellarla;  y  mientras  tanto,  tenga  Usía  la 
dignación  de  acompañar  mis  votos,  reuniendo  á  esos  dignos 
ciudadanos  en  torno  del  santuario,  á  consagrar  el  presente 
suceso,  que  agrega  un  laurel  más  á  la,  brillante  corona  de 
nuestros  afanes  y  desvelos." 

Notemos  bien  eso,  amigos,  notémoslo  bien:  "aún  no  se 
ha  formalizado  tratado  alguno  que  fije  la  paz,"  es  decir, 
nada  hemos  hecho,  mientras  no  se  haga  una  verdad  del 
evangelio  republicano  del  año  13 :  la  autonomía  del  estado 
Oriental,  y  la  alianza  de  éste,  en  pro  del  común  propósito, 
con  los  demás  estados  hermanos,  Buenos  Aires  inclusivo. 

¿Comprenderán  eso  Alvarez  Thomás  y  las  hombres  polí- 
ticos que  con  él  predominan?  ¿Lo  aceptarán,  sobre  todo? 


406 


¡  Vana  ilusión  ! .  . .  Todos  aquellos  hombres,  cuál  más 
cuál  menos,  son  la  ingénita  negación  de  Artigas.  Alvares 
Thomás  es  tan  enemigo  de  éste  como  Alvear  y  Posadas  y 
los  otros ;  es,  como  todos  éstos,  el  reverso  de  la  medalla  de 
a,quél.  En  Buenos  Aires  se  ha  realizado  una  revolución 
política,  pero  no  una  transformación  social ;  ha  habido  allí 
sólo  un  cambio  de  hombres  dentro  del  elemento  exótico,  que 
así  puede  aceptar  la  posibilidad  de  hacer  del  pueblo 
argentino  una  nueva  nación  republicana,  como  creer  en 
los  milagros  de  Mahoma.  No  hay  más  hogar  para  esa  fe 
germinal  que  la  mente  profética  de  Artigas. 

Hasta  el  Coronel  don  Nicolás  de  Vedia,  el  condiscí- 
pulo de  Artigas  y  detractor  de  éste,  es  el  Fiscal  Militar 
que  allí  aconseja  las  persecuciones.  Ya  veréis  todo  esto 
detallado  más  adelante. 

Por  lo  pronto, .  úrgeme  mucho  haceros  conocer  el  con- 
cepto que  del  Jefe  de  los  Orientales  se  han  formado 
sus  actuales  aliados  bonaerenses. 

¿Sabéis  lo  que  ofrecen  á  ese  hombre  Artigas,  que  vais 
á  conocer  como  el  más  generoso  y  más  humano  de  los  héroes 
que  labraron  la  independencia  americana,  para  congra- 
ciarse con  él,  y  demostrarle  que  conocen  y  aprecian  su 
carácter?  No  'lo  podréis  conjeturar,  si  yo  no  os  lo  digo.  Le 
dan  parte  en  las  venganzas  de  que  ellos  gozan;  le  envían, 
cargados  de  grillos,  y  con  el  proseso  preparado,  á  siete  de 
los  jefes  vencidos,  escogidos  entre  los  que  más  se  han  seña- 
lado como  enemigos  de  Artigas:  siete  hombres  vivos.  Han 
elegido  bien.  El  envío,  pongo  por  caso,  del  coronel  don 
Ventura]  Vázquez,  que  va  entre  los  siete  engrillados,  es 
inteligente.  Este  Vázquez  no  es  otro  que  el  patricio  aquel 
que,  traicionando  una  vieja  é  íntima  amistad,  había  de- 
sertado de  las  filas  de  Artigas,  con  el  escuadrón  que 
éste  había  confiado  á  su  lealtad. 


EL    CORAZÓN    DEL   HÉROE  407 

Ahora  veamos  lo  que  proponen  al  libertador,  como  base 
de  pacificación,  y  para  demostrarle  que  penetran  su  recón- 
dito pensamiento  y  sus  ambiciones.  Le  ofrecen  el  recono- 
cimiento, por  Buenos  Aires,  de  la  absoluta  independen- 
cia de  la  Provincia  Oriental,  de  que  él  es  jefe  indiscu- 
tido;  la  ruptura,  por  consiguiente,  de  su  alianza  natu- 
i;il.  necesaria,  con  los  demás  estados,  es  decir,  la  sole- 
dad ;  lo  que  hubiera  causado  la  pérdida  de  todas  las 
naciones  de  América,  de  Chile,  del  Perú,  de  Colombia : 
lo  que  espera  Portugal,  precisamente,  para  caer  sobre 
el  territorio  que  ambiciona  en  el  Plata. 

¡  Y  no  ha  faltado  quien  haya  creído  que  esa  base  de  paci- 
ficación, pudo,  y  hasta  debió,  ser  aceptada  en  aquel  mo- 
mento !  Artigas  debió  encerrarse  en  su  tierra,  gozar  de 
su  triunfo,  por  el  tiempo  que  éste  pudiera  prolongarse, 
y  abandonar  los  demás  pueblos  argentinos  al  predomi- 
nio absoluto  de  Buenos  Aires. 

Yo  me  imagino,  amigos  míos,  la  amargura  de  aquel  hom- 
bre Artigas,  al  ver  así  desconocido  su  magnánimo  carácter, 
y,  sobre  todo,  al  ver  que  su  pensamiento  era  hasta  ese 
punto  inaccesible  á  los  demás  hombres.  Nó;  Artigas  no 
tuvo  el  ofrecimiento  á  gran  favor,  ni  mucho  menos. 

Quiero  que  os  detengáis  á  mirarlo  un  rato,  en  ese 
instante  de  melancólica  tristeza;  es  también  un  mo- 
mento marmóreo.  Artigas  se  nos  ofrece,  como  el  Moi- 
sés de  Alfredo  de  Vigny,  envuelto  en  su  nube,  solo .... 

"  Triste  et  seul  dans  ma  gloire  " 

No  lo  comprenden,  ni  lo  comprenderán;  Artigas  jamás 
buscó  riqueza  ni  predominio  personal;  mucho  menos  ven- 
ganzas. 

Quiero  que  nos  detengamos,  un  rato  al  menos,  mis  ami- 


408 


gos,  en  este  rasgo,  el  más  amable  acaso,  de  su  carácter :  en 
su  vida  afectiva,  en  su  humanidad. 


IV 


No  existe,  en  la  historia  de  la  guerra,  un  soldado  más 
cabailleresco,  ni  un  vencedor  más  clemente  que  el  fundador 
del  Uruguay. 

Un  varón  ilustre,  que  tenemos  en .  nuestra  historia 
como  tipo  de  honestidad,  y  que  conoceréis  más  ade 
lante,  don  Joaquín  Suárez,  nos  ha  dicho  en  sus  apuntes 
autobiográficos:  "El  General  Artigas  ha  sido  el  primer 
patriota  oriental;  fué  un  amigo  á  quien  hice  mis  obser- 
vaciones; puedo  decir  que  he  sido  el  único  á  quien  él 
ha  oído.  Si  cometió  algunos  errores,  no  ha  sido  por 
ambición  miserable,  sino  por  llegar  á  ver  á  su  patria 
independiente.  En  ese  sentido,  ha  obrado  siempre  como 
hombre  honrado.  Jamás  faltó  á  su  palabra.  No  era  san- 
guinario, y  sí  muy  sensible  con  los  desgraciados." 

Eso  que  dice  Joaquín  Suárez,  con  su  ingenuidad  de 
hombre  limpio  de  corazón,  es,  para  nosotros,  la  verdad, 
por  el  solo  hecho  de  decirlo  él.  Suárez  nunca  dijo  sino 
la  verdad.  Y  nadie  mejor  que  él  conoció  á  Artigas.  Y 
el  retrato  de  Artigas  era  el  único  que  decoraba  los  mu- 
ros de  su  dormitorio  cuando  murió.  Nada  es,  sin  em- 
bargo, su  testimonio,  y  el  de  muchos  otros  concordantes. 
Guerra,  Larrañaga,  Cáceres,  etc.,  sobre  la  humanidad 
del  esforzado  caudillo,  al  lado  de  la  convicción  que  uno 
mismo  se  forma,  en  el  estudio  de  su  vida  y  de  su  muerte, 
de  su  carácter  y  de  sus  hechos.  Sorprende,  yo  os  lo 
aseguro,  la  imposibilidad  en  que  se  han  visto  los  de- 
tractores de  ese  hombre  bueno,  cuando  han  querido  ha- 


KL   CORAZÓN   DEL    HÉROE  409 

llar  un  caso  concreto,  uno  solo,  de  crueldad,  que  echarle 
en  cara.  Lo  natural  hubiera  sido  hallarlos,  sin  embargo. 
Qae  no  es  frecuente  la  coexistencia  del  valor  guerrero 
y  la  piedad. 

Lo  sabe  todo  el  mundo:  las  entrañas  de  la  guerra,  si  es 
que  las  tiene,  son  demasiado  frías  para  engendrar  cora- 
zones abrigados;  su  símbolo  es  la  Palas  Atenea,  ceñida 
de  su  casco  de  oro,  y  con  la  cabeza  cortada  de  la  Gor- 
goxia  en  el  centro  del  escudo.  No  tiene  sexo;  concibe 
sin  amor;  pare  sin  dolor.  Su  hija  primogénita  es  de 
mármol;  diosa  inmortal.  Se  llama  Gloria.  Y  es  hermana 
de  la  muerte. 

El  je  marche  effaré  des  crimes  de  la  Gloire,  dice  Víctor 
Hugo. 

Los  crímenes  no  dejan  de  ser  crímenes  por  ser  la 
gloria  quien  los  comete ;  la  humanidad,  deslumbrada  al 
principio,  los  calla;  pero  no  los  absuelve.  Y,  tarde  ó 
temprano,  también  la  joven  marmórea  diosa  comparece, 
despojada  de  su  casco  de  oro,  ante  la  justicia. 

"Jamáis  rodear  des  morts  n'attire  les  lions" 

Sí.  mis  amigos;  nada  de  extraordinario  hubiera  sido 
hallar  manchas  de  sangre  en  la  memoria  de  Artigas. 
La  «ruerra  americana  no  fué,  ni  pudo  ser,  una  excep- 
ción en  la  historia  de  la  guerra.  En  la  región  del  Norte, 
sobre  todo,  en  la  de  Bolívar,  las  inmolaciones  sangrien- 
tas hacen  volver  la  cabeza.  Los  generales  españoles  juz- 
gan que  sólo  hay  un  medio  de  triunfar  de  los  rebeldes: 
el  exterminio,  la  repoblación.  Los  nombres  de  Boves, 
de  Monte  verde,  de  Yáñez,  deben  incluirse  entre  los  de 
la  fauna  carnicera. 

Siniestras  fueron  las  represalias  de  Bolívar.  Declaró 


410  ARTIGAS 


la  Guerra  á  muerte.  ¡Esos  ochocientos  rehenes  fusilados 
en  una  hora ! . . . . 

Uno,  dos,  diez  centenares  de  mujeres,  y  de  viejos,  y  de 
niños,  son  inmolados  una  y  diez  veces. 

Oid  este  toque  lúgubre  de  campana  mortal.  Es  una 
proclama  del  gran  libertador,  exacerbado  por  una  inmo- 
lación de  sus  hombres  y  de  sus  viejos  y  de  sus  mujeres, 
de  todo  su  pueblo,  consumada  por  el  enemigo.  "Espa- 
ñoles! Contad  con  la  muerte  aun  siendo  indiferentes. 
Americanos!  Contad  con  la  vida  aun  cuando  seáis  cul- 
pables." 

Creo  que  con  eso  tenéis  bastante  para  juzgar  de  aquellos 
lívidos  espantos.  Pasemos  rápidamente  sobre  esos  recuer- 
dos. 

La  guerra  no  fué  de  esa  ferocidad  en  el  Río  de  la  Plata. 
Las  circunstancias  fueron  menos  premiosas ;  Buenos  Aires 
no  oyó  jamás  un  tiro  español.  No  fué  allí,  sin  embargo, 
donde  halló  Artigas  el  ejemplo  de  sus  clemencias.  Conocéis 
el  Plan  de  operaciones  aconsejado  por  Mariano  Moreno  á 
la  primera  Junta,  y,  lo  que  es  más  auténtico,  lo  habéis 
visto  llevado  á  la  práctica;  sabéis  bien  cómo  fueron  sa- 
crificados Liniers  y  sus  compañeros,  al  iniciarse  la  revo- 
lución de  Mayo.  La  primera  victoria  de  la  patria  argen- 
tina, Suipaclia,  tiene  el  estigma  doloroso  de  la  sangre 
de  los  jefes  vencidos,  que  habéis  visto  fusilar,  de  acuerdo 
con  instrucciones  expresas  de  la  Junta,  en  Potosí.  En 
1812,  un  terror  espantoso  recorre  las  carnes  de  Buenos 
Aires:  el  español  don  Martín  de  Alzaga  ha  fraguado 
una  inicua  conspiración;  los  conjurados  pagan  con  la 
vida  la  frustrada  tentativa;  durante  muchos  días  sus 
cadáveres  cuelgan  en  las  plazas  públicas;  los  procesos 
cabalgan  en  las  furias  aladas;  el  terror  es  tal,  que  los 
españoles  se  apresuran  á  vincularse  por  matrimonio  á  fa- 


EL    CORAZÓN    DEL    HÉROE  411 

ínilias  del  país,  para  hacer  olvidar  el  delito  de  serlo.  Riva- 
davia,  que  muy  pronto  gestionará  la  reconciliación  con 
España,  preside  todo  eso.  Si  queréis  recordar  ahora  la 
sentencia  de  Posadas,  que  paga  seis  mil  pesos  por  la 
cabeza  de  Artigas,  y  sus  instrucciones  para  la  campaña 
de  Guayabos,  podéis  hacerlo,  pues  las  conocéis,  y  el  re- 
cuerdo es  oportuno.  Y  cuando  conozcáis  en  sus  detalles 
la  muerte  en  Mendoza  de  José  Miguel  Carrera  y  sus 
hermanos,  veréis  sangre  de  héroes  salpicar  las  manos 
de  otros  héroes,  cuyos  nombres  no  pronunciaremos  aquí. 
Y  si  os  narraran  la  muerte,  en  las  calles  ó  en  el  patí- 
bulo, de  los  prisioneros  españoles  confinados  en  San 
Luis,  Carretero,  Ordóñez,  Primo  de  Rivera,  Morgado, 
Berganza,  etc.,  que  son  sorprendidos  en  una  imprudente 
y  criminal  tentativa  de  evasión,  sentiríais  inevitable 
escalofrío,  ante  la  sangre  de  aquellos  héroes.  La  figura 
dolorosa,  sobre  todo,  de  un  oficial  adolescente,  casi  un 
niño,  que,  loco  de  terror,  es  obligado  á  renegar  de  su 
nombre  y  de  su  patria,  á  trueque  de  conservar  la  vida, 
inspira  gran  piedad.  Y  en  la  cara  frígida,  siniestra,  de 
don  Bernardo  de  Monteagudo,  especie  de  Robespierre 
ó  de  Marat  patriota,  que  incita  y  precipita  esa  inmola- 
ción y  muchas  otras,  veríais  la  máscara  trágica  impla- 
cable, que  hace  su  mueca  horrible  tras  la  noble  cabeza 
de  la  gloria  americana. 

¡Et  je  marche  effaré  des  crhnes  de  la  gloiret 

Bien  es  verdad,  amigos  míos,  apresurémonos  á  decirlo, 
que  esos  horrores  fueron,  en  general,  provocados  por  los 
del  enemigo ;  no  lo  es  menos  que  la  dureza  de  los  tiempos, 
<Hic  hacen  el  deber  oscuro,  y  las  necesidades  de  la  guerra, 
los  explican  ó  atenúan.  Pero  es  glorioso  para  América 
poder  proyectar,  sobre  esas  oscuridades,  la  figura  de  un 


412 


héroe  inmune.  Y  ese  no  es  otro  que  Artigas,  el  hombre 
genuinamente  americano,  el  corazón  autóctono.  La  Amé- 
rica entera  ha  de  reclamarlo  para  sí;  ha  de  reclamar 
su  corazón. 

Lo  habéis  visto,  al  revés  de  lo  acaecido  en  Suipacha, 
respetar  y  hasta  rendir  su  homenaje  al  vencido,  tras  la 
batalla  de  las  Piedras;  canjear  los  prisioneros,  defender 
personalmente  á  los  bravos  caídos  del  enemigo.  Leed 
siquiera  estas  palabras  del  parte  oficial  de  la  batalla; 
"La  tropa  enardecida  hubiera  pronto  descargado  su 
furor  sobre  las  vidas  enemigas,  para  vengar  la  sangre 
de  sus  hermanos;  pero,  participando  de  la  generosidad 
que  distingue  á  gente  americana,  cedió  á  los  impulsos 
de  nuestros  oficiales,  empeñados  en  salvar  á  los  ren- 
didos." El  coronel  Hollemberg  y  quince  oficiales,  pri- 
sioneros de  Artigas,  son  puestos  en  libertad  sin  condi- 
ciones; ya  conocéis  la  carta  de  esos  oficiales  á  Posadas, 
el  Director  Supremo,  en  que  le  dicen  que  los  ha  sacri- 
ficado sin  razón,  porque  la  causa  de  Artigas  era  justa ;  el 
general  Viamont,  y  veintiséis  subalternos,  caen  en  po- 
der de  Artigas,  y  recobran  su  libertad  sin  ser  tocados 
en  un  cabello....  Y  volverán  á  combatir  contra  él.. 
Los  episodios  son  numerosos,  la  anécdota  colorida  y 
expresiva.  Pero  no  debemos  alejarnos  demasiado  de 
nuestra  narración  histórica,  y  nada  más  conducente  á 
ver  de  cerca  el  corazón  de  Artigas,  que  el  momento  en 
que  nos  encontramos:  el  en  que  el  partido  bonaerense 
vencedor  de  Alvear  envía  engrillados  al  caudillo  orien 
tal,  siete  de  los  jefes  vencidos,  sus  encarnizados  ene- 
migos. 

Tengo  aquí,  en  mis  manos,  un  capítulo  de  las  memorias 
inéditas  del  Teniente  General  don  Antonio  Díaz,  Sargento 


EL   CORAZÓN    DEL    HÉROE  413 

Mayor  entonces,  Comandante  de  los  Guías  del  ejército  de 
Alvear,  y  que  llego  á  ser  general  de  la  república.  Era  es- 
pañol, y  sirvió  á  la  patria  americana ;  fué  un  hombre  de 
bien  y  de  valía.  Nadie  mejor  que  él  puede  darnos  cuenta 
del  caso ;  él,  como  enemigo  de  Artigas,  fué  uno  de  los  elegi- 
dos para  formar  parte  del  presente  remitido  á  éste;  uno 
de  los  engrillados.  El  capítulo  es  largo,  y  lleno  de  in- 
genua belleza;  siento  de  veras  que  no  quepa  su  lectura 
íntegra  en  nuestra  conversación,  que  prolongaríamos 
demasiado ;  pero  es  fuerza  que  os  lo  extracte,  y  os  lea 
siquiera  algunos  fragmentos  sugestivos ;  los  que  os  su- 
ministren líneas  y  colores.  Que  tal  es  mi  misión:  hace- 
ros ver  y  oir  al  hombre  Artigas. 

Comienza  el  General  Díaz  á  dar  cuenta  de  la  impresión 
causada  en  Alvear  por  el  pronunciamiento  de  Fontezudas; 
de  su  capitulación ;  de  su  huida  bajo  la  garantía  del  cónsul 
inglés,  dejando  á  todos  los  suyos  á  merced  del  bando  ven- 
cedor. Nos  presenta  á  éste  entregado  á  sus  venganzas :  en- 
grilla á  las  personas  más  notables  de  la  situación  caída: 
ministros,  miembros  de  la  asamblea,  empleados  civiles, 
jefes  del  ejército.  Se  piensa  en  fusilar,  sin  forma  de  pro- 
ceso, á  diez  de  los  presos  por  delito  de  facción;  se  levan- 
tan los  banquillos;  pero  al  fin,  sólo  se  fusila  á  un  pobre 
teniente  coronel,  don  Enrique  Pallardel,  el  más  desvalido 
y  falto  de  apoyo,  y  se  pone  á  precio  de  dinero  el  rescate 
de  la  vida  de  los  demás,  sin  perjuicio  de  aplicarles  la 
pena  de  destierro  perpetuo.  Don  Gervasio  Antonio  de 
Posadas,  el  Primer  Director  Supremo  que  ya  conocéis, 
nos  da  en  sus  memorias,  de  que  os  hablé  en  otra  oca- 
sión, muchos  detalles  sobre  estas  persecuciones.  Él 
es  uno  de  los  caídos  con  el  bando  de  su  sucesor.  Lo 
arrancan  de  su  casa,  donde  vivía  retirado  y  enfermo ;  lo 
arrastran  de  cárcel  en  cárcel;  le  embargan  los  bienes:  !e 


414 


remachan  una  barra  de  grillos  en  la  cama  en  que  está 
postrado.  "Yo  no  pude  conseguir,  dice,  un  médico,  ni 
medicamento  alguno...  me  introdujeron  un  sacerdote 
franciscano  que  vivamente  solicitaba  confesarme,  y  usa- 
ron de  todo  el  aparato  conveniente  á  hacerme  entender 
que  se  trataba,  como  efectivamente  se  trató,  de  quitarme 
la  vida,  á  mí  y  á  otros  muchos  que  habían  engrillado ... 
No  pudiendo  matarnos,  trataron  de  robarnos,  y  una  noche 
se  entró  al  cuarto  de  mi  prisión  un  hombre  extraño.  .  . 
Vino  á  pedirme  sesenta  mil  pesos  si  quería  libertar  mi 
vida,  etc.,  etc." 

Dejemos  las  memorias  de  Posadas,  por  interesantes  que 
ellas  sean,  y  volvamos  á  las  de  Díaz.  Las  escenas  que 
éste  nos  describe,  acaecidas  en  las  horas  en  que,  encerrados 
los  presos  durante  muchos  días  en  un  calabozo,  sin  luz 
alguna,  oyen  el  oleaje  que  ruge  fuera,  son  dignas  de 
Silvio  Pellico.  Esperan  la  muerte  que  flota  sobre  sus 
cabezas;  casi  la  desean,  desde  el  fondo  de  aquella  oscu- 
ridad, sobre  todo  cuando  saben  la  de  su  infortunado  com- 
pañero Pallardel.  Se  embargan  y  se  saquean  los  bienes 
de  los  vencidos;  y,  por  más  que  —  según  lo  afirma  el 
mismo  Díaz  —  los  hombres  de  la  revolución  no  eran  menos 
enemigos  de  Artigas  que  los  anteriores  gobernantes,  se  da 
parte  á  aquel  en  el  festín,  enviándole  á  sus  enemigos, 
cargados  de  cadenas. 

Entre  éstos  estaba  yo,  dice  Díaz.  Habíamos  sido  con- 
denados á  muerte  primeramente;  nuestras  vidas  habían 
sido  sorteadas  con  dados ;  la  suerte  cayó  sobre  nuestro , 
compañero  y  amigo  Enrique  Pallardel  que,  aunque  tan 
inocente  como  nosotros,  sufrió  el  suplicio ;  se  nos  conmutó 
la  pena  por  la  de  destierro;  se  cambió  ésta,  por  fin,  en  la 
de  remisión  á  disposición  de  Artigas,  á  quien  habíamos 
hecho  la  guerra  por  orden  del  gobierno. 


EL   CORAZÓN   DEL   HÉROE  415 

"  El  General  Artigas,  dice  Díaz,  asombrado  de  un  pro- 
Ceder  tan  indigno,  rechazó  el  horrible  presente,  declarando 
que  no  tenía  motivo  alguno  para  quitarnos  la  vida,  pues 
como  militares,  habíamos  cumplido  con  nuestro  deber  ha- 
ciéndole la  guerra,  siendo  el  gobierno  el  único  responsable 
de  ella  y  de  los  medios  inicuos  de  que  se  había  valido  para 
aniquilarlo;  y,  finalmente,  que  si  aquellos  jefes  habían 
dado  algún  motivo  á  los  que  gobernaban  en  Buenos  Aires 
para  matarlos,  que  él  no  era  verdugo  de  los  porteños.  Este 
rasgo,  agrega  Díaz,  de  un  caudillo  reputado  sangriento  por 
esos  mismos  hombres  que  querían  hacerlo  instrumento  de 
su  odio,  merece  que  demos  un  paso  restrospectivo,  á  fin  de 
detallar  este  hecho  con  todos  sus  episodios,  en  el  cual  se 
destaca,  á  grandes  rasgos,  el  proceder  del  Jefe  de  los 
Orientales." 

También  yo  tengo  que  detenerme  en  esto,  mis  amigos 
artistas.  No  extrañéis  que  lo  haya  hecho  y  lo  haga.  La 
calumnia  cometida  por  historiadores  que  pasan  por  hon- 
rados, ha  sido  implacable  contra  Artigas,  y  éste  reclama 
vindicación  luminosa.  Un  siglo,  que  ha  permanecido  si- 
lencioso, quiere  cobrar  voz  en  estas  palabras  que  os 
hablo,  amigos  artistas;  un  siglo  sordo-mudo,  quiere  rom- 
per á  hablar  en  mi  boca.  ¡Oh,  la  palabra!  Es  más  dura 
que  el  mármol  que  vosotros  golpeáis  con  el  martillo. 
Derramemos,  pues,  en  nuestro  cuadro,  toda  la  luz  y 
toda  la  sombra.  Yo  tengo  que  ofrecer  al  héroe  calum- 
niado, como  holocausto  propiciatorio,  la  pena  que  á  mí 
mismo  me  causa  el  narraros  estas  miserias,  para  ofre- 
ceros  el  enorme  contraste. 

Loa  prisioneros  son  arrojados  en  el  fondo  de  la  bodega 
de  un  barco  que  parte.  No  saben  adonde  los  llevan. 

Durante  el  viaje  conocen  su  destino:  van  á  manos  de 


416 


Artigas.  Vamos  á  estar,  por  fin,  en  presencia  de  éste. 
Miradlo  bien,  mis  amigos  artistas,  que  es  un  enemigo  suyo 
quien  os  lo  muestra ;  completad  los  informes  de  éste  con  el 
conocimiento  que  ya  tenéis  del  hombre ;  recordad  su  figura 
enigmática,  sus  movimientos  graves  y  personales,  su  fina 
cabeza  caucásica,  sus  ojos  claros,  pensativos,  su  palabra 
franca  y  reposada.  Nunca  lo  podréis  ver  más  de  cerca  que 
en  este  momento. 

La  descripción  de  Díaz  es  insuperable  en  su  ingenua 
sencillez,  y  este  momento  de  Artigas  tiene  una  gran  melan- 
colía. 

Los  presos  han  llegado  á  su  destino,  en  la  costa  oriental 
del  Uruguay;  están  en  el  rancho  que  les  sirve  de  cárcel. 
Uno  de  los  centinelas  avisa,  por  fin,  que  viene  el  general. 

Leamos  el  texto  de  Díaz:  " Después  de  saludarnos  — 
dice  —  permaneció  algunos  momentos  en  silencio,  fiján- 
dose detenidamente  en  cada  uno  de  nosotros.  El  coronel 
Vázquez  estaba  en  un  extremo,  y  el  general  pasó  rápida- 
mente por  aquél,  con  quien  tenía  el  motivo  de  rensenti- 
miento  que  antes  hemos  hecho  conocer,  fijándose  des- 
pués, con  alguna  atención,  en  los  otros  cinco  que  no 
conocía." 

Va  á  hablar,  amigos  míos,  el  gaucho  selvático  que  nos 
describen  las  historias  americanas  corrientes. 

"Tenía  un  papel  en  la  mano.  Luego  tomó  la  palabra,  y 
dijo :  Siento,  señores,  ver  con  esos  grillos  á  hombres  que 
han  peleado  y  pasado  trabajos  por  la  causa  de  la  patria. 
El  gobierno  de  Buenos  Aires  me  los  manda  á  ustedes  para 
que  los  fusile;  pero  yo  no  veo  los  motivos.  Aquí  me  dice 
(señalando  el  papel  que  tenía  en  la  mano)  que  ustedes  me 
han  hecho  la  guerra ;  pero  yo  sé  que  no  son  ustedes  quienes 
tienen  la  culpa,  sino  los  que  me  la  han  declarado,  y  me 
llaman  traidor  y  asesino  en  los  bandos  x  en  las  gacetas. 


EL    CORAZÓN   DEL   HÉROE  417 

porque  defiendo  los  derechos  de  los  Orientales,  y  los  de  las 
otras  provincias  que  me  han  pedido  protección." 

"Si  es  que  ustedes  me  han  hecho  la  guerra,  otro  tanto 
hacen  mis  jefes  y  oficiales;  éstos  obedecen  lo  que  yo  les 
mando,  como  ustedes  habrán  obedecido  lo  que  sus  supe- 
riores les  ordenaron ....  Y  si  hay  otras  causas,  yo  no 
tengo  nada  que  ver  con  eso. ..." 

"No  soy  verdugo  del  gobierno  de  Buenos  Aires." 

"Luego  preguntó  á  cada  uno  de  los  jefes  que  no  co- 
nocía, que  eran  cinco,  por  sus  nombres  y  empleos.  To- 
dos, al  satisfacer  su  pregunta,  agregaron  que  no  se 
habían  hallado  en  ninguna  campaña  contra  él.  Aunque 
el  General  Artigas  sabía  muy  bien  que  yo  no  me  hallaba 
en  ese  caso,  cuando  me  tocó  contestar,  le  dije  que  había 
hecho  la  campaña  contra  él.  El  General  Artigas  contestó 
solamente:  "Ya  lo  sé;  es  lo  mismo." 

"Animados  por  la  favorable  disposición  que  anunciaba 
su  modo  de  expresarse,  le  hicimos  una  breve  relación  de  los 
acontecimientos  del  15  de  Abril,  y  del  espíritu  de  venganza 
que  caracterizaba  todos  los  actos  de  los  nuevos  gobernantes, 
respecto  de  los  jefes  y  demás  empleados  de  la  anterior 
administración." 

"Después  de  algunos  momentos  de  silencio,  el  General 

Artigas  dijo:  Sí quien  hace  eso....   y  volviéndose 

luego  hacia  mí,  me  dijo:  En  el  pueblo  de  la  Bajada  se 
dijo  que  usted  y  otros  jefes,  hasta  diez,  habían  sido  fusi- 
lados, cuando  la  caída  del  general  Alvear." 

"Y  después  de  otro  intervalo  de  silencio,  prosiguió: 
¿Ha  visto  usted  el  pago  que  han  dado  los  porteños  á  nues- 
tro amigo  don  Ventura?. ..." 

"El  Coronel  Vázquez,  á  quien  se  hacía  aquella  alusión 
por  la  deserción  con  su  regimiento,  quiso  hablar  algunas 
palabras,  para  explicar  ó  disculpar  su  conducta;  pero  el 

27.  Artiga».— i. 


418 


General  le  interrumpió  diciendo:  Eso  ha  pasado  ya." 

"Y,  fijándose  con  prontitud  en  el  anciano  coronel  Bal- 
bastro,  le  preguntó  cuántos  años  tenía,  y  en  qué  ejército 
había  servido.  Contestó  éste  expresando  su  edad,  y  la  cam- 
paña del  Perú  y  batallas  en  que  se  había  encontrado  des- 
de 1810." 

"El  General  Artigas  permaneció  algunos  momentos 
callado  y  como  pensativo,  y  dijo,  acompañando  la  si- 
guiente exclamación,  con  una  sonrisa  de  desprecio: 
¡Vaya! Ni  entre  infieles  se  verá  una  cosa  igual! . ..." 

"Nos  preguntó  en  seguida  si  teníamos  algún  sirviente. 
y,  con  ese  motivo,  el  coronel  Fernández  le  expresó,  en 
pocas  palabras,  el  tratamiento  que  habíamos  recibido,  y 
el  coronel  Balbastro  le  manifestó  el  disgusto  que  le  cau- 
saba estar  encerrado,  avanzándose  hasta  significarle  la 
mortificación  que  le  causaban  los  grillos  á  su  edad,  y 
en  el  estado  de  su  salud,  y  el  deseo  de  que  nos  los  man- 
dara sacar." 

"La  indicación,  poco  discreta,  á  la  verdad,  en  tales 
circunstancias,  causó  al  General  Artigas  algún  emba- 
razo, y  francamente,  nos  dijo  entonces,  que  si  estuviera 
en  sus  manos,  habría  mandado  que  se  nos  quitasen  los 
grillos  desde  que  bajamos  á  tierra ;  pero  que  eso  depen- 
día de  los  diputados  del  congreso  de  Buenos  Aires,  á 
cuya  disposición,  y  no  á  la  de  él,  nos  hallábamos.  Por 
fin  añadió :  Veremos  si  podemos  arreglarnos  con  las 
proposiciones  de  paz  de  que  vienen  encargados." 

"Se  despidió  en  seguida,  diciendo  que  daría  orden  para 
que  se  nos  proporcionaran  las  comodidades  que  fueran 
conciliables  con  las  circunstancias  que  había  indicado,  y 
exhortó  con  especialidad  al  anciano  Coronel  Balbastro  á 
tener  conformidad  y  paciencia." 

"De  ahí  á  un  cuarto  de  hora,  entró  el  comandante 


EL   CORAZÓN    DEL   HÉROE  41!» 

de  la  guardia  con  dos  soldados,  y  nos  dijo  que,  de  orden 
del  General,  ponía  éstos  á  nuestra  disposición,  como 
asistentes.  —  Que  la  puerta  quedaba  abierta,  por  orden 
también  del  General,  pudiendo  nosotros  mismos  entor- 
narla después  de  las  8  de  la  noche.  Como  era  uno  de  los 
Ineses  más  rigurosos  de  invierno,  y  estábamos  con  poco 
abrigo,  pedimos,  y  se  nos  concedió,  tener  fuego,  agre- 
gando á  esa  condescendencia  la  de  permitirnos  salir  ú 
tomar  el  sol." 

"La  paz  entre  el  General  Artigas  y  los  revoluciona- 
rios de  Buenos  Aires  era  el  fundamento  de  las  espe- 
ranzas que  nos  había  hecho  concebir  aquel  jefe;  su 
intención,  en  ese  caso,  era  la  de  quedarse  con  nosotros, 
y  ponernos  en  libertad,  según  más  adelante  nos  lo  in- 
dicó él  mismo;  pero  la  paz  no  pudo  ajustarse,  y  fuimos 
devueltos  á  Buenos  Aires." 

"A  los  doce  días  de  nuestro  arribo  á  Paysandú  (el  18  de 
Junio  de  1815)  vino  á  nuestra  prisión,  á  las  nueve  de  la 
mañana,  un  ayudante  del  General  Artigas,  para  anun- 
ciarnos que  un  bote  estaba  junto  á  la  orilla  del  río  para 
conducirnos  á  bordo,  y  luego  nos  pusimos  en  marcha 
haeia  aquel  paraje." 

"El  General  Artigas  se  nos  acercó  en  la  mitad  del 
eamino,  con  varios  jefes  y  oficiales  que  le  acompaña- 
ban, y  dio  solícitamente  su  brazo  como  apoyo  al  corone] 
Baibastro.  que  estaba  algo  enfermo." 

" Aprovechamos  aquella  ocasión  para  expresa!1  al  Ge- 
neral nuestra  gratitud  por  su  generoso  procedimiento 
haeia  nosotros,  de  lo  que  pareció  quedar  muy  pene- 
irado.  Nos  dijo  entonces  que,  si  hubiera  podido  t^ner 
fogar  la  paz.  no  habría  tenido  inconveniente  en  poner- 
nos  en    libertad;   pero    que   los   diputados   porteños   no 


420  ARTIGAS 


habían  querido  avenirse  con  las  proposiciones  que  les 
había  hecho." 

Ahí  tenéis  á  Artigas,  mis  amigos  artistas ;  ese  es  el  hom- 
bre; creo  que  lo  habéis  visto  bien  de  cerca.  Los  virtuosos 
de  Buenos  Aires,  lo  mismo  que  el  amable  dictador  Ro- 
dríguez de  Francia,  lo  han  tratado  de  inculto,  de  bárbaro 
y  sanguinario ....  y  hasta  de  facineroso.  Y  como  tal  ha 
ingresado  en  la  historia  americana.  Creo  que  ya  hemos 
encendido  la  luz  suficiente  para  ahuyentar,  para  siempre 
jamás,  esas  rampantes  tinieblas  exteriores. 

Los  jefes  devueltos  por  el  Jefe  de  los  Orientales  pasaron 
por  Buenos  Aires,  y,  si  bien  salvaron  la  vida,  fueron  in- 
mediatamente deportados,  con  plazo  de  48  horas,  y  con 
la  prevención  de  que  sería  fusilado  cualquiera  que  se 
atreviese  á  volver  al  territorio  de  las  provincias  unidas. 


Ahora  es  el  caso  de  saber  por  qué  no  pudo  concer- 
tarse la  paz  entre  Artigas  y  Buenos  Aires,  con  ser  el 
primero,  como  lo  sabéis,  el  factor  del  nuevo  gobierno 

Artigas,  hermanos  artistas,  no  pudo  aceptar  las  bases 
de  paz  de  Buenos  Aires,  por  la  misma  razón  porque  no 
pudo  aceptar  su  presente  siniestro ;  por  la  misma  razón : 
porque  éste  era  el  desconocimiento  brutal  de  su  corazón,  y 
aquéMas  el  de  su  pensamiento  genial.  Y  todo  lo  era  el  de  su 
carácter  y  de  su  misión  profética.  Buenos  Aires  no  podía 
aceptar  tampoco  las  bases  de  Artigas  en  1815,  por  lo 
mismo  que  no  aceptó  sus  instrucciones  en  1813;  porque 
eran  la  encarnación  de  un  pensamiento  radicalmente 
antagónico  al  que  representaba  su  oligarquía :  la  sobe- 
ranía popular. 


EL    CORAZÓN    DEL   HÉROE  421 

Veamos,  pues,  al  procer  oriental  tornar  en  consideración 
el  segundo  testimonio  de  amistad  que  le  envía  Buenos  Ai- 
res; la  base  que  le  propone  para  cimentar  la  paz  entre  el 
estado  occidental  y  el  oriental. 

Das  comisionados  de  Alvarez  Thomás  —  Pico  y  Riva- 
rola  —  han  llegado  al  campo  de  Artigas,  como  lo  dijo  éste 
á  sus  prisioneros.  El  jefe  de  los  orientales,  para  con- 
certar las  bases  de  arreglo,  comienza  por  plantear  su  idea 
madre ;  por  colocar  su  piedra  angular.  Todo  lo  demás 
es  accidental.  El  primer  artículo  de  su  proyecto  decía: 
"Será  reconocida  la  convención  de  la  Provincia  Orien- 
tal establecida  en  el  acta  del  Congreso  del  5  de  Abril 
de  1813,  del  tenor  siguiente:  La  Banda  Oriental  del 
Uruguay  entra  en  el  rol  para  formar  el  estado  denomi- 
nado Provincias  Unidas  del  Río  de  la  Plata.  Su  pacto  con 
las  demás  Provincias  es  el  de  una  alianza  ofensiva  y  defen- 
siva. Toda  Provincia  tiene  igual  dignidad  é  iguales  privi- 
legios y  derechos,  y  cada  una  renuncia  al  proyecto  de  sub- 
yugar á  la  otra.  La  Banda  Oriental  del  Uruguay  está  en  el 
pleno  goce  de  su  libertad  y  derechos;  pero  queda  sujeta 
desde  ahora  á  la  constitución  que  sancione  el  Consejo  Ge- 
neral del  Estado  legalmente  reunido,  teniendo  por  base  la 
libertad." 

Como  lo  veis,  mis  amigos,  esa  base  de  pacificación  es  la 
idea  fundamental  de  Mayo ;  la  independencia,  y  la  forma 
representativa  republicana. 

Artigas  llegó  quizá  á  esperar  —  aunque  ya  hemos  visto 
que  con  poco  vigor  —  que  la  caída  de  Alvear,  producida 
por  él  en  Buenos  Aires,  lo  había  aproximado,  cuando 
menos,  á  la  realización  de  su  ideal. 

¡  Vana  esperanza !  Lo  que  ha  triunfado  en  Buenos  Aires 
no  es  eso,  ni  nada  que  á  eso  se  parezca  ni  aproxime.  Allí 
está  la  sede  del  espíritu  exótico,  el  núcleo  de  las  combina- 


422 


eiones  políticas  secretas,  y  de  las  diplomáticas,  más  secretas 
aún;  la  negación  del  pueblo,  es  decir,  todo  lo  contrario, 
absolutamente  lo  contrario  de  lo  que  Artigas  representa. 
Alvarez  Thomás,  sociológicamente  considerado,  es  el  su- 
cesor legítimo  de  Alvear  á  quien  ha  derrocado,  y  de  Po- 
sadas, y  de  Sarratea,  como  será  el  antecesor  legítimo  de 
Balcarce,  y  de  los  hombres  que  van  á  reunirse  en  el  Con- 
greso de  Tucumán,  que  serán  monarquistas,  enemigos  de 
la  soberanía  del  pueblo,  y  de  Pueyrredón,  que  será  el  ele- 
gido por  ese  Congreso  para  regir  á  las  provincias  unidas. 

En  el  otro  círculo  de  acción,  en  el  otro  mundo,  está 
Artigas. 

Al  rededor  de  Alvarez  Thomás  se  ven  los  mismos 
hombres  dirigentes  que  rodearon  á  Posadas  y  á  Sarra- 
tea. Ya  hemos  dicho  que  don  Nicolás  de  Vedia,  el  ene- 
migo de  Artigas  que  conocemos,  es  el  Fiscal  Militar  que 
aconseja  los  atropellos.  Y,  sobre  todo,  está  todavía  en 
Río  Janeiro,  y  permanecerá  allí,  el  mismo  agente  diplo- 
mático enviado  por  Alvear  á  entregar  las  provincias  del 
Plata  á  Inglaterra,  el  mismo  que  continuará,  como  re- 
presentante de  Alvarez  Thomás.  y  de  su  sucesor  Bal- 
carce, y  del  sucesor  de  éste,  Pueyrredón,  gestionando 
la  misma  entrega  á  España,  á  Portugal  ó  á  cualquier 
otro.  Y  Rivadavia  y  Belgrano  están  en  Europa,  gol- 
peando las  puertas  de  Fernando  VII,  y  de  Carlos  IV, 
y  de  la  Santa  Alianza,  en  busca  de  un  señor  para  estos 
pueblos.  ¿Cómo  conciliar  eso  con  el  bárbaro  Artigas? 

La  aceptación  de  las  bases  de  paz  propuestas  por  éste 
significaría,  por  consiguiente,  un  cambio  radical,  no 
sólo  político  sino  sociológico;  y  no  hay  efecto  sin  causa. 
La  antigua  capital  señorial  del  virreinato  no  ha  podido 
convertirse,  por  obra  de  birlibirloque,  en  núcleo  demo- 
crático; no  ha  podido  ver  quebrantada,  ele  la  noche  á 


EL   CORAZÓN   DEL   HÉROE  423 

la  mañana,  la  convicción  que  abriga  de  que  Buenos 
Aires  no  es  una  de  las  provincias  ó  estados  de  la  uuión, 
sino  que  es,  y  debe  ser,  el  único  núcleo  de  la  nueva 
patria,  la  única  entidad  deliberante.  Su  puerto,  tiene 
que  tener  el  absoluto  predominio  económico,  como  en  la 
época  colonial ;  su  gobierno,  el  absoluto  predominio  polí- 
tico :  debe  ser  el  único  pensamiento.  Todo  lo  demás  ha  de 
ser  acción  y  obediencia  á  su  supremo  impulso.  Ya  veréis 
á  Buenos  Aires  pretender  disponer,  en  sus  combinaciones 
diplomáticas,  no  sólo  de  la  suerte  de  las  provincias  del 
Plata,  sino  aún  de  la  de  Chile,  sin  anuencia  del  pueblo 
chileno ;  de  la  del  Perú,  sin  la  del  peruano ;  de  la  de  toda 
América.  Resistirse  á  eso.  es  anarquía,  es  crimen.  Es  el 
crimen  de  Artigas. 


A  la  proposición  de  éste,  contestan  inmediatamente  los 
delegados  de  Buenos  Aires  con  la  siguiente  estupenda  base 
primera,  que  no  era  improvisada  por  ellos,  como  lo  com- 
prenderéis :  Buenos  Aires  reconoce  la  independencia  de  la 
Banda  Oriental  del  Uruguay,  renunciando  á  los  derechos 
que  por  el  antiguo  régimen  le  pertenecían. 

Se  comprometía,  además,  á  cooperar,  con  todos  los 
elementos  que  fueran  de  su  resorte,  para  que  la  Orien- 
tal llevara  adelante  la  guerra  contra  los  españoles,  fijé- 
monos bien,  contra  los  españoles,  contando  con  la  reci- 
procidad. 

¡Renunciando  á  los  derechos  que,  por  el  antiguo  régimen, 
pertenecían  á  Buenos  Aires  sobre  Montevideo,  sobre  la 
Provincia  ó  Estado  Oriental ! . . . .  Bien  será  que  penséis, 
mis  amigos,  en  esos  derechos  de  Buenos  Aires,  basados  en 
el  antiguo  régimen,  y  que  recordéis  las  razones  que  tuvo 
Montevideo,  cuando  se  inició  la  revolución  de  Mayo,  para 


424  ARTIGAS 


rechazar  al  enviado  de  la  Junta  de  Buenos  Aires,  y  que  no 
fueron  otros  que  la  tendencia  que  imputaron  á  Buenos 
Aires  de  sustituirse  á  los  virreyes,  de  tener  derechos,  basa- 
dos en  el  antiguo  régimen,  sobre  Montevideo.  Esos  malha- 
dados derechos  de  un  hermano  sobre  otro  hermano,  al 
emanciparse  ambos  de  la  madre  común,  que  se  atri- 
buye Buenos  Aires,  nos  dieron  muchísimo  que  hacer. 

"El  Paraguay,  dice  Juan  Bautista  Alberdi,  argentino 
ilustre,  se  levantó  como  se  levantó  Buenos  Aires,  y 
Chile,  y  toda  la  América:  sección  por  sección.  No  por 
impulsión  de  Buenos  Aires,  (esto  es  pueril)  sino  por- 
que, para  toda  América,  surgió  la  independencia  del 
mero  hecho  de  caducar  España,  su  dominador  común." 

No  será  tampoco  incongruente  que  meditéis  un  momento 
en  ese  reconocimiento  de  la  independencia  de  la  Banda 
Oriental,  que  ofrece  Buenos  Aires  á  Artigas,  como  base 
de  paz. 

Y  la  independencia  del  mismo  Buenos  Aires,  ¿quién  la 
reconoce  ?  ¿  Quién  puede  reconocerla,  si  aun  no  ha  sido  pro- 
clamada, pues  sólo  Artigas  ha  pedido  la  declaración  de  in- 
dependencia en  sus  instrucciones  del  año  13,  y  Buenos 
Aires,  no  sólo  ha  continuado  gobernando  á  nombre  de  Fer- 
nando VII,  sino  que  tiene  en  esos  momentos  á  Belgrano  y 
Rivadavia  gestionando  la  vuelta  de  América  al  dominio 
monárquico  europeo  ? 

¡  Reconocimiento  de  la  independencia  de  la  Banda  Orien- 
tal!.. .  Eso,  como  lo  veis,  y  como  lo  veréis  más  claro  des- 
pués, tiene  todo  el  carácter  de  un  sarcasmo.  Esa  indepen- 
dencia de  sus  hermanos  no  es  tal  independencia  para  la 
Banda  Oriental;  es,  en  ese  momento,  el  abandono  de  ese 
estado  á  su  propio  destino,  la  soledad  de  que  antes  os  he 
hablado  como  contraria  á  la  esencia  misma  de  la  revolución 
americana,  pues  ésta  imponía  la  unión,  la  solidaridad,  no 


EL   CORAZÓN    DEL    HÉROE  425 

romo  una  concesión  gratuita  de  uno  á  otro  estado,  sino 
como  un  deber  mutuo  continental. 

Artigas  no  sabía  en  ese  momento,  á  ciencia  cierta,  que 
él  Directorio  de  Buenos  Aires  estaba  gestionando  en  Río 
Janeiro  la  entrega  de  la  provincia  oriental  á  Portugal; 
pero  lo  presentía.  Y  al  rechazar  el  presente  griego  de  la  in- 
dependencia que  se  le  ofrecía,  lejos  de  renunciar  á  la  inde- 
pendencia verdadera  de  su  patria,  pugnaba  por  poner  en 
acción  el  único  medio  de  obtenerla  y  conservarla,  y  que 
allí,  como  en  todos  los  demás  estados  de  la  América 
hispánica,  no  era  otro  que  la  unión,  la  confederación, 
el  mutuo  auxilio,  la  solidaridad  ó  como  queráis  lla- 
marla, de  todos  los  pueblos  americanos,  unidos  en  un 
propósito   común   de  independencia  y   democracia. 

Aunque  me  tachéis  de  antiestético,  mis  amigos  artistas, 
yo  quiero  haceros  meditar  en  esto,  en  este  rechazo  de  la 
independencia  oriental.  Algún  espíritu  frágil  ó  perezoso 
ha  creído  ver  en  eso  la  disolución  de  Artigas  como  padre 
de  la  patria  uruguaya.  Es  preciso  que  nos  demos  cuenta 
de  lo  que  significa  esa  palabra  federación,  empleada  en 
este  caso  por  Artigas,  para  dar  forma  á  su  visión  genial. 

Que  no  sea  yo  quien  os  lo  explique;  cambiaremos  de 
estilo,  para  dar  mayor  nervio  á  la  atención.  Es  Sar- 
miento, en  el  Facundo,  el  que  habla.  "Cuando  la  auto- 
ridad, dice,  es  sacada  de  su  centro,  para  fundarla  en 
otra  parte,  pasa  mucho  tiempo  antes  de  echar  raíces. . .  " 

"  La  autoridad  se  funda  en  el  asentimento  indeliberado 
que  una  nación  da  á  un  hecho  permanente.  Donde  hay  deli- 
beración y  voluntad  no  hay  autoridad.  Aquel  estado  de 
transición  se  llama  federalismo,  y,  después  de  toda  revo- 
lución y  cambio  consiguiente  de  autoridad,  todas  las  na- 
ciones tienen  sus  días  y  sus  intentos  de  federación." 

"Me  explicaré.  Arrebatado  á  la  España  Fernando  VII, 


42ü 


la  autoridad,  aquel  hecho  permanente,  deja  de  ser,  y  la 
España  se  reúne  en  Juntas  Provinciales,  que  niegan  La 
autoridad  á  los  que  gobiernan  en  nombre  del  rey.  Eso  es 
federación  de  la  España.  Llega  la  noticia  á  América,  y  se 
desprende  de  la  España,  separándose  en  varias  secciones: 
federación  de  la  América." 

*  •  Del  virreinato  de  Buenos  Aires  salen,  al  fin  de  la  lucha, 
cuatro  estados:  Bolivia,  Paraguay,  Banda  Oriental  y  Re- 
pública Argentina :  federación  del  virreinato .  . . .  "  Deten- 
gámonos aquí  un  momento.  Sarmiento  olvida  que,  algunas 
páginas  antes,  ha  dicho.,  en  el  mismo  libro,  que  el  territorio 
del  virreinato  del  Plata  ó  Provincias  Unidas,  era  el  que  se 
extendía  de  los  Andes  al  Plata  y  el  Uruguay,  y  tenía  por 
límite  septentrional  el  Paraguay  y  Bolivia.  Éstos  y  el 
Uruguay  estaban,  pues,  en  la  federación  de  América,  como 
Chile  ó  el  Perú  ó  Venezuela,  no  en  la  del  virreinato. 

Y  sigamos  leyendo.  "La  República  Argentina  se  di- 
vide en  provincias,  no  por  las  antiguas  intendencias, 
sino  por  ciudades:  federación  de  las  ciudades." 

"No  es  que  la  palabra  federación  signifique  separa- 
ción, sino  que,  dada  la  separación  previa,  expresa  la 
unión  de  partes  distintas." 

Me  parece  que  Sarmiento  ve  bastante  claramente,  y  lo 
dice  bien.  Esa  era  pues,  la  federación,  la  unión  en  el  pro- 
pósito común  de  independencia  proclamada  por  Artigas. 
Lejos  de  negar  con  ella  la  independencia  ó  personali- 
dad de  las  partes  que  tenían  las  condiciones  de  per- 
sona internacional,  presumía  esa  personalidad  indepen- 
diente. Y  no  tenía  por  qué  hacerla  volver  á  nacer,  pa- 
rida sin  dolor,  por  quién  no  era  ni  podía  ser  su  madre. 

Y  eso  es  precisamente  lo  que  no  quiere  Buenos  Aires: 
no  quiere  reconocer  la  unión  de  personas  distintas.  La 
democracia,  sobre  todo,  es,  para  la  comuna  bonaerense, 
una  aspiración  anárquica. 


EL    CORAZÓN    DEL    HÉROE  427 

Los  comisionados  de  Alvarez  Thomás  se  retiran.  No 
hay  paz  posible  con  Artigas.  Es  preciso  aniquilarlo,  á  él 
y  á  su  patria,  para  salvar  el  resto  de  la  América  espa- 
ñola, por  medio  de  la  monarquía. 

El  procer  oriental  se  queda  solo  una  vez  más  con  su 
visión.  ¿Será  realmente  un  fantasma,  un  ensueño?  ¿O  es 
quizá  un  genio  infernal,  hijo  del  pasado  y  de  la  noche,  y 
no  del  porvenir  y  de  la  aurora,  que  lo  atrae  á  sus  tinieblas? 
¿Es  un  imposible,  acaso  un  crimen,  pensar  en  dar  á  estos 
pneblos  americanos  una  intervención  eficiente  en  la  crea- 
ción de  las  nuevas  nacionalidades,  y  deben  ser  éstas  sólo 
fruto  de  arreglos  diplomáticos  de  los  señores  que  tienen 
su  sede  en  Buenos  Aires,  y  que  negocian  ante  las  cortes 
europeas  ? . . . 

Artigas  no  vacila ;  su  fe  no  se  quebranta.  Cree  en  las 
palabras  que  su  visión  le  dice  al  oído;  sigue  creyendo  en 
el  espíritu  de  la  revolución  de  Mayo.  Es  un  obstinado,  un 
bárbaro. 

Realiza,  sin  embargo,  una  nueva  tentativa  de  pacifica- 
ción; él  no  quiere  la  guerra  con  sus  hermanos.  Convoca, 
en  la  Concepción  del  Uruguay,  mi  congreso  de  represen- 
tantes de  las  provincias  que  obedecen  á  su  influencia  — 
Santa  Fe.  Entre  Ríos,  Corrientes.  Córdoba.  Y  ese  con- 
greso envía  á  Buenos  Aires  cuatro  diputados,  á  acotar 
los  recursos  para  evitar  la  guerra.  En  Buenos  Aires  se 
repite  la  escena  de  la  recepción  de  Alvear  á  los  comi- 
sionados Orientales  en  Montevideo.  Puesto  que  esos  di 
putados  no  traen  la  sumisión  incondicional  de  sus  comi- 
tentes á  lo  que  se  resuelva  en  Buenos  Aires,  no  son  dig- 
nos de  respeto. 

Tuvieron  que  retirarse.  Nos  retiramos  en  paz,  dijeron  á 
Alvarez  Thomás.  Yo  quedo  con  ella,  contestó  irónicamente 
el  Director  Supremo,  que  se  juzgaba  perfectamente  se- 
pnro  en  su  puesto. 


428  ARTIGAS 


VI 


Alvarez  Thomás  y  sus  hombres  tenían  motivos  para 
hablar  á  Artigas  con  sangrienta  ironía  en  ese  momento,  y 
para  esperar  tranquilos  las  resoluciones  que  éste  adop- 
tara con  sus  orientales.  ¡Tenían  motivos!  Todo  estaba 
preparado  para  no  temer  á  Artigas. 

Yo  quisiera,  mis  amigos,  no  tener  que  hablaros  de  esto. 
Llego  á  esta  hora  de  tinieblas  con  gran  tristeza;  quisiera 
(pie  no  sonara  en  el  tiempo.  Pero  esas  tinieblas  son  nece- 
sarias para  que,  sobre  su  fondo  obscuro,  se  proyecte  la 
forma  luminosa  del  héroe  oriental,  y  se  ofrezca  á  vuestros 
ojos  con  su  nimbo  histórico. 

El  gobierno  de  Buenos  Aires  reanuda  la  campaña  de 
Alvear  contra  el  hombre  oriental,  interrumpida  por  la 
.sublevación  de  Fontezuelas;  envía,  como  antes,  sus  ejér- 
citos á  las  provincias  protegidas  por  aquél.  Pero  esos 
ejércitos,  que  se  hacen  odiosos  por  sus  abusos  é  inso- 
lencias, "por  sus  excesos  horrorosos",  como  decía  el 
general  Belgrano,  son  vencidos.  El  General  Viamont, 
que  manda  uno  de  ellos,  es  tomado  prisionero  y  enviado 
con  veinte  oficiales  al  campamento  de  Purificación  que 
ya  conocéis;  allí  está  preso  algún  tiempo,  y  es  puesto 
después  en  libertad,  según  el  proceder  constante  del 
héroe. 

No  hay,  pues,  fuerza  humana,  capaz  de  arrancar  de 
esas  provincias  el  alma  de  Artigas.  Éste  mira,  con  la 
frente  levantada,  el  campo  de  su  influencia  sobre  los 
pueblos  que  se  extienden  desde  las  Misiones  hasta  el 
Plata,  y  desde  el  Paraná  hasta  el  Atlántico ;  cree  firme- 
mente que  aquel  potente  núcleo  de  democracia  se  exten- 


EL    CORAZÓN    DEL   HÉROE  429 


derá,  hasta  comprender  todas  las  provincias  unidas  que 
arden  de  su  espíritu ;  no  excluye,  por  cierto,  de  esa 
unión,  á  Buenos  Aires,  donde  su  pensamiento  sigue  fer- 
mentando, y  es  el  alma  de  un  partido  poderoso,  que 
puede  vencer.  Su  ensueño  se  proyecta  en  el  porvenir. 

Según  ese  ensueño,  los  pueblos  soberanos  del  Plata,  fuer- 
tes en  esa  unión,  rechazarán  victoriosos  toda  tentativa  de 
restauración  monárquica  europea ;  la  presunción  de  Sar- 
miento se  realizará:  si  los  españoles  vuelven  al  Plata. 
nuestro  Bolívar  será  Artigas.  El  Plata,  así  unido  y 
compacto  en  la  idea  republicana,  alma  mater  de  la,  inde- 
pendencia, realizará,  después  de  hecha  su  organización 
interna,  la  alianza  con  los  demás  estados  americanos.  Una 
vez  terminada  esa  obra  común,  se  desprenderán  los  distin- 
tos estados,  según  la  voluntad  de  los  pueblos,  determinada 
por  leyes  étnicas,  geográficas,  sociológicas:  Colombia,  lo 
mismo  que  Chile,  el  Uruguay  lo  mismo  que  el  Ecuador  ó 
el  Perú.  Artigas,  mis  amigos,  ha  soñado  la  obra  de  San 
Martín ;  pero  más  aún  la  de  Bolívar  su  hermano,  y  más 
todavía  la  de  Washington ;  en  su  ensueño,  él  ha  cruzado. 
como  San  Martín,  los  Andes;  ha  ido.  desde  el  Sur,  en  busca 
de  Bolívar,  que  bajaba  desde  el  Xorte.  Y  Bolívar  y  Artigas 
se  han  encontrado.  Pero  no  se  han  separado,  como  Bolívar 
de  San  Martín;  se  han  reconocido,  y  se  han  llamado  her- 
manos, hermanos  en  la  creencia  de  que  el  pueblo  ame- 
ricano es  germen  suficiente  de  nuevas  patrias,  sin  nece- 
sidad de  dinastías  importadas.  Ese  es  el  ensueño  de 
Artigas,  amigos  míos,  ensueño  vago,  inconsistente,  pero 
luminoso,  que  se  trasparenta  en  todos  los  documentos 
que  entonces  se  escribían. 

Ved  lo  que.  al  rayar  el  año  1816,  escribe,  de  su  cuartel 
general,  al  muy  ilustre  Cabildo  Gobernador  de  Monte- 
video: "II»'  recibido  los  dos  partes  que  Usía  me  incluye. 


490  ARTIGAS 

relativos  á  las  noticias  últimas  adquiridas  de  las  potencias 
extranjeras." 

"Celebro  que  Usía  convenga  conmigo  en  que  es  difícil 
que  ningún  extranjero  nos  incomode,  y  en  que  de  nuestro 
sosiego  resultará  necesariamente  el  orden  y  adelanto  de 
nuestro  sistema." 

"Acaso  la  fortuna  no  nos  desampare,  y  el  año  1816  sea 
la  época  feliz  de  los  orientales." 

¡La  época  feliz  de  los  Orientales!  ¡  El  año  1816 !  Leed  de 
nuevo  esas  palabras,  mis  amigos ;  tienen  la  luz  más  trans- 
parente del  alma  de  Artigas.  Yo  veo  en  el  fondo  de  ellas, 
como  en  ningunas  otras,  proyectada  toda  la  grandeza 
de  ese  espíritu.  Porque  en  ellas  está  el  rasgo  clásico  del. 
genio:  la  sinceridad,  iba  á  decir  la  inocencia,  que  acom- 
paña á  la  visión.  Artigas  no  podía  creer  aquello  de  que 
no  había  elemento  alguno  en  su  propia  alma.  En  ese 
momento,  en  que  afirma  que  no  ve,  á  pesar  de  ver  todos 
los  horizontes,  la  posibilidad  de  que  el  extranjero  inco- 
mode á  la  patria,  una  invasión  extranjera,  armada  de 
todas  armas,  formidable,  incontrastable,  va  á  caer  sobre 
la  patria  oriental  recién  nacida,  que  se  encontrará  sola 
ante  el  invasor. 

¡  Sola  ! 

Sí.  sola,  independiente  para  morir;  será  la  única  pa- 
tria sola  en  el  mundo  hispánico  de  la  América  del  Sur. 
Artigas  tendrá,  mal  de  su  grado,  la  independencia  que 
le  ofrecía  Buenos  Aires,  como  prenda  de  amistad. 

■„  Y  las  demás  hermanas  de  América  ? 

Amigos :  esa  formidable  invasión  es  la  portuguesa,  Y  ella 
viene  de  acuerdo  con  el  directorio  de  Buenos  Aires;  es  su 
aliada  monárquica  contra  Artigas,  el  rebelde,  el  inque- 
brantable rebelde,  el  raptor  de  la  princesa  heredera  de 
Fernando  VII:  la  democracia  americana. 


EL    CORAZÓN    DEL   HÉROE  431 


Mientras  Artigas  luchaba  á  la  luz  del  sol,  sus  enemigos 
le  minaban  la  tierra  que  pisaba.  Alvear  y  Alvarez  Thomás 
seguían  una  negociación  en  Río  Janeiro,  tendente  á  en- 
tregar á  Portugal  la  BanCla  Oriental,  á  trueque  de  que 
aniquilara  á  Artigas.  Fué  larga  y  laboriosa  la  empresa ; 
pero  al  rayar  el  año  16,  ella  estaba  terminada.  Ya  podía 
Artigas  tentar  sus  fuerzas:  le  habían  cortado  el  cabello 
mientras  dormía. 

Nó  creáis,  mis  amigos,  que  voy  á  clamar,  con  este  motivo, 
á  la  traición. 

Os  voy  á  exponer  los  hechos;  pero  os  voy  á  indicar 
causas  más  profundas  que  la  voluntad  ó  la  deslealtad 
de  los  hombres,  en  esta  entrega  de  la  Banda  Oriental 
al  portugués,  consumada  por  algunos  hermanos.  Ella 
tenía  por  causa  algo  más  que  el  escepticismo,  el  des- 
aliento ó  la  felonía  de  algunos  hombres.  Éstos  no  se  da- 
ban cuenta  de  ello ;  no  se  la  ha  dado  hasta  ahora  la 
historia;  pero  esa  causa  existía  y  vosotros  ya  la  cono- 
céis. Ya  os  he  dicho,  mis  amigos,  que  la  Banda  Oriental, 
el  estado  atlántico  subtropical,  si  pertenece  sociológi- 
camente al  mundo  andino  hispano-americano.  geológi- 
camente, étnicamente,  pertenece  al  mundo  atlántico,  al 
que  cupo  á  Portugal.  Puede  pues  ser  abandonado  al 
portugués,  sin  que  aquel  pierda  su  integridad  geoló- 
gica. Su  incorporación  á  la  familia  hispánica,  ó  su  se- 
paración de  ella,  es  accidental  para  la  capital  del  virrei- 
nato. Ésta  estará  dispuesta  á  proteger  su  incorporación  á 
la  familia  hispánica;  pero  sólo  con  el  saldo  de  sus  fuerzas, 
después  de  terminada  su  propia  obra,  después  de  todo. 
Entonces  pensará,  no  en  cooperar  á  la  libertad  de  esa 
Banda  Oriental  atlántica,  sino  en  incorporarla  á  la  heren- 
cia argentina  como  por  añadidura. 

Portugal,  por  su  parte,  lo  único  que  deseaba  era  ver  á  la 


432  ARTIGAS 


Provincia  Oriental  desprendida  de  las  demás,  para  caer 
sobre  ella.  Kecordad  la  proposición  de  paz  hecha  á  Artigas 
por  Alvarez  Thomás :  reconocimiento  de  la  independencia 
del  Estado  Oriental,  es  decir,  lo  que  esperaba  el  Por- 
tugal, con  quien  el  Directorio  de  Buenos  Aires  seguía 
las  gestiones  tendientes  á  traer  la  invasión  portuguesa 
contra  Artigas;  reconocimiento  de  la  independencia,  y 
auxilio  para  luchar  contra  España.  Eso  era  lo  que  ofre- 
cía Buenos  Aires. 

Es  preciso,  sin  embargo,  que,  en  este  momento,  os 
inculque  una  vez  más,  con  toda  la  energía  de  que  soy 
capaz,  lo  que  ya  os  he  dicho,  mis  amigos:  no  confun- 
dáis los  directorios  políticos,  las  logias  secretas,  las  oli- 
garquías exóticas  que  rigen  las  cosas  en  Buenos  Aires, 
con  el  pueblo  argentino. 

Éste  es  también  el  pueblo  de  Artigas,  siente  unáni- 
memente que  el  vínculo  sociológico  que  lo  liga  con  los 
orientales  es  superior  á  la  frontera  geológica,  como  lo 
es  el  que  lo  liga  con  Chile  y  el  Perú,  á  pesar  de  los 
Andes. 

El  pueblo  argentino  luchará,  por  esa  causa,  contra 
sus  directorios,  mientras  Artigas  saldrá  al  encuentro 
del  Portugués. 

El  héroe  oriental  no  se  equivocaba:  el  año  16  será  la 
época  feliz  de  los  orientales:  el  ciclo  de  sus  mártires. 

Vais  á  ver  cómo  sangra  la  franja  diagonal  de  su  ban- 
dera. 


Fin  del  Tomo  I 


índice  del  tomo  i 


Pag. 
Origen  de  bste    libro y 

Cauta    CONFIDENCIA] XI 

CONFERENCIA    T 
INTRODUCCIÓN 

Objeto  y  carácter  de  estas  conferencias.  —  El  dios  interior.  —  La 
ciudad  de  Is. —  El  pasado  ante  el  presente. —  El  gran  ca- 
lumniado de  la  historia  americana.  — La  misión  de  los  rap- 
sodas. —  El  atractivo  de  la  frivolidad 1 

CONFERENCIA  II 

EL  TEATRO 

Origen  de  los  pueblos  de  América.  — El  continente  americano. 
—  Su  estructura.  Su  reparto  entre  España,  Portugal  é  In- 
glaterra.—  La  línea  de  Alejandro  VI. — La  América  del 
Sur.  —  El  mundo  atlántico  y  el  mundo  andino.  —  El  lote  de 
España  y  el  de  Portugal.—  La  cuenca  del  Amazonas.  —  La 
del  Plata  y  sus  tributarios.  — La  región  andina.  La  atlán- 
tica tropical.  —  La  atlántica  subtropical. —  Buenos  Aires  y 
Río  de  Janeiro.  —  Montevideo.  —  La  tierra  de  Artigas.  —  Su 
carácter.  Descripción  de  BU  territorio.  —  Geología,  etnolo- 
gía, fauna,  flora.       Sus  límites  naturales 18 

CONFERENCIA  III 

KN    LA    REGIÓN    DE    LAS    MADRES 

La  geología  y  la  historia.  — La  mtelequia  ó  el  alma  de  las  na- 
ciones.—  La  ciudad.  —  Las  ciudades  americanas  como  nú- 
cleos de  estados  independientes.  —  Buenos  Aires,  Montevideo 

y  Río  Janeiro ,     39 

28.  Artigas.—  i. 


434  índice 


Pág. 
CONFERENCIA  IV 

WASHINGTON 

La  independencia  de  América.  —  La  América  inglesa.  —  El 
indio.  —  Washington  y  Artigas.  —  Washington,  Franklin  y 
Lafayette.  —  El  apoyo  de  Francia.  —  Los  Estados  Unidos 
de  América.  —  El  primero  en  la  paz  y  en  la  guerra  y  en  el 
corazón  de  sus  conciudadanos 63 

CONFERENCIA  V 

MIL     OCHOCIENTOS     DIEZ 

La  América  española.  —  Los  Estados  Unidos  Hispánicos  no 
eran  posibles. —  La  desmembración  total  de  la  metrópoli  y 
las  desmembraciones  parciales.  —  La  región  oriental  del 
Plata.  —  La  doble  lucha  con  España  y  Portugal.  —  España 
ante  la  emancipación  de  sus  hijos.  —  Sus  títulos  y  sus  pre- 
tensiones.—  Su  derecho  imprescriptible. —  Napoleón.  —  El 
rey  prisionero.  —  La  independencia  española.  -  La  indepen- 
dencia americana.  — 1810.  —  Los  dos  núcleos. —  Venezuela. 

—  Bolívar.  —  El  Río  de  la  Plata,  — El  25  de  Mayo  de  1810. 

—  El  espíritu  de  Mayo 75 

CONFERENCIA    VI 

LA   FECHA    INICIAL 

La  revolución  de  Mayo  en  Montevideo.  —  El  enviado  de  Buenos 
Aires  ante  el  Cabildo  de  Montevideo.  —  Las  expediciones 
auxiliares.  —  Al  Alto  Perú.  —  Al  Paraguay.  —  A  la  Banda 
Oriental.  —  Suipacha.  —  Don  Gaspar  Rodríguez  de  Francia. 

—  La  revolución  de  Mayo  en  la  Asunción.  —  El  doctor  Fran- 
cia en  su  guarida.  —  Independencia  del  Paraguay.  —  El  des- 
pertar de  la  Banda  Oriental.  —  El  pueblo  matinal 121 


ÍNDICE  435 


PAg. 

CONFERENCIA   VII 

ARTIGAS 

Su  origen.  —  Su  carrera.  —  Semblanza  de  Artigas.  —  La  tradi- 
ción doméstica.  — El  Deán  Funes. —  El  capitán  de  blanden- 
gues. —  Las  invasiones  inglesas.  —  La  reconquista  de  Buenos 
Aires. —  Artigas  ante  el  movimiento  de  Mayo. —  Su  adhe- 
sión ¡V  la  revolución  de  Mayo. —  Los  enemigos  del  Uruguay. 
España  y  Portugal.  —  Buenos   Aires 149 

CONFERENCIA  VIII 

BL   BOMBBB    Y    Los   HOMBBB8 

Artigas  ante  la  Junta  de  Buenos  Aires.  En  busca  de  la  inde- 
pendencia republicana.  ¡.lefedelos  orientales!  —  Estado 
de  la  Junta  de  Mayo.—  Las  discordias.  La  extinción  del 
espíritu  de  Mayo.  —  Doscientos  pesos  y  ciento  cincuenta 
soldados.  —  Teniente  coronel.  —  El  libertador.  —  En  el  suelo 
de  su  patria.    -  La    (.'alera  de  las  Huérfanas 188 

CONFERENCIA  IX 

LAS  PIBDRAS  Y  BL  ÉXODO  DEL  PUEBLO  ORIENTAL 

Mil  ochocientos  once.  — El  Grito  de  Asensio,       El  levantamien- 
to en  masa.  — En  tomo  de  Artigas.  — El  Colla.  —  San  José. 
1  a  victoria  de  Leu  Piedras.  —  En  las  puertas  de  Monte- 
video.—  El  primer    sitio. — Negociado  con  Portugal  en  Río 
Janeiro.  —  El   plan  monárquico. —  Artigas,  el    sólo  inmune. 

—  Tentativas  de  seducción.  —  El  auxilio  de  Portugal  á  Es- 
paña. —  La  invasión  primera. —Tratados.  —  El  armisticio. — 
Abandono  del  pueblo  oriental.  —  Fernando  VII  restaurado. 

—  El  pueblo  en  torno  de  Artigas.   -  Con  la  patria  á  cuestas. 

—  El  éxodo  del  pueblo  oriental.  —  Esquema  demográfico.  — 
Horda  de  confesores  y  de  mártires. —  El  gaucho.  —  El 
campamento  del  Ayuí. — Artigas  mira  al  Paraguay. — Los 
pueblos  occidentales  ven  de  cerca  al  hombre  oriental,  y  re- 
conocen á  su  caudillo 191 


436  ÍNDICK 


P4g. 

CONFERENCIA  X 

URENTE     Á     MONTEVIDEO 

La  federación  y  el  unitarismo.  —  Origen  de  la  federación  in- 
terna en  la  Argentina.  —  La  federación  de  Artigas.  — San 
Martín  y  Alvear.  —  La  Logia  Lautaro.  —  Ruptura  del  armis- 
ticio. —  Las  campañas  sobre  los  Andes.  —  Belgrano.  —  Tucu- 
mán  y  Salte.  —  Artigas  en  el  Ayuí.  —  El  triunvirato  y  Arti- 
gas. —  El  delito  de  Artigas.  —  La  guerra  de  Buenos  Aires 
contra  él  y  su  pueblo.  —  Sarratea.  —  Rondeau.  —  Batalla  del 
Cerríto.  —  Artigas  y  Rondeau  en  la  cumbre  del  Cerrito.  — 
El  segundo  sitio  de  Montevideo 239 

CONFERENCIA  XT 

EL   PENSAMIENTO    DE   ARTIGAS 

Artigas  regresa  á  la  patria  con  su  pueblo.  Separación  de  Sa- 
rratea.—  Nueva  tentativa  de  seducción. — Artigas  emprende 
la  organización  del  Estado  oriental. —  La  Asamblea  Consti- 
tuyente de  Buenos  Aires.  —  Los  diputados  orientales.  —  Las 
formas  de  su  elección.  —  El  Congreso  del  Peñarol.  —  Discur- 
so de  Artigas.  —  Declinación  del  sol  de  Mayo  en   América. 

—  Las  memorables  instrucciones  de  1813. — La  visión  de 
Artigas.  —  Rechazo  de  los  diputados  orientales  en  el  Con- 
greso.—  Se  ordena  levantar  el  segundo  sitio  de  Montevideo. 

—  Segundo  Congreso  en  la  Capilla  de  Maciel.  —  Artigas  Be 
retira  de  la  línea  sitiadora.  —  Salva  la  democracia.  —  El  Qui- 
jote siniestro.  —  La  sentencia  de  muerte  contra  el  héroe  y  su 
pueblo.  —  Segno  d?  immensa  itwidia 265 

CONFERENCIA   XII 

EL  TRIUNFADOR   EN   MONTEVIDEO 

La  revolución  en  Chile.  —  José  Miguel  Carrera  y  Juan  Martí- 
nez de  Rosas.  —  O'Higgins  y  Mackena.  —  Los  tratados  de 
Lircay.  —  Carrera  y  O'Higgins.  —  Caída  de  Chile  en  Ranea- 


ÍNDICE  437 


Páir. 

ipni.  San  Martin.  (' haca  buco.  —  Carrera  errante  por  el 
inundo.  —  La  continuación  del  sitio  de  Montevideo.  —  Brown. 
—  Montevideo  estrangulado.  —  Capitulación  déla  plaza. — 
Aparición  de  Alvcar  como  libertador. —  ¿Artigas  en  el  sé- 
quito de  Alvcar? 299 

CONFERENCIA  Mil 

BL     DABÁCTHR      OBI     AliTHlAS 

La  dominación  porteña.  Violación  de  la  capitulación.-  En 
país  conquistado.  Nueva  tentativa  de  seducción  de  Arti- 
gas por  el  virrey  de  Lima.  ■-"■  Yo  no  duendo  ñ  mt  rey". — 

El  caudillo  délos  caudillos.  —  Pensamiento  y  carácter  de 
Artigas.  Psicología  del  hombre.  Su  ambición.  —  Su  fe  y 
su  visión  proféticas. — Acción  constante  y  resistencia.  —  El 
protectorado  sobre  las  provincias.  -Derogación  (lela  sen- 
tencia de  muerte.  Buen  servidor  de  la  patria.-  Tentativas 
falaces  de  arreglo.      ( 'ciadas  traidoras 313 

CONFERENCIA  XI Y 

LA      SKdlNDA      IM)KI'KM>i;\(  IA 

La  campaña  de  Guayabos,  La  guerra  á  muerte  de  Buenos 
Aires  contra  Artigas.  —  Los  orientales  tratados  como  asesi- 
nos é  incendiarios. —  Campaña  de  exterminio.  El  pueblo 
oriental  se  defiende  en  masa.  Soler  y  DorregO.—  Otorgues. 
Rivera  y  Lavalleja. — Los  dos  vastagos  de  Artigas.  La 
campaña.  Carácter  de  la  guerra.  La  batalla  de  Guaya- 
bos.—  La  derrota  de  Dorrego.  —  Entrega  de  Montevideo. — 
Retirada  del  hermano  conquistador.  —Despojo  y  explosión. 
La  patria  libre  por  fin.— Su  pabellón  y  su  escudo  en* 
la  cindadela  de  Montevideo.  Can  libertad  m  ofendo  ni 
trino 328 


438  ÍNDICE 


Pág. 

CONFERENCIA   XV 

EL     GOBIERNO     DEL     HÉROE 

El  Hervidero.  —  La  Meseta  de  Artigas.  —  Purificación.  —  Arti- 
gas, arquitecto  de  patrias.  —  Religión  de  Artigas.  —  Las  tris- 
tezas íntimas  del  héroe.  —  La  esposa  enferma.  —  El  hijo.  — 
El  templo  y  la  escuela.  —  Anécdotas.  —  Gobierno  de  Artigas. 

—  La  vida  social  en  Montevideo.  —  Artigas  y  Larrañaga.  — 
La  Biblioteca.  —  El  Protector  en  su  despacho.  —  Títulos  y 
tratamientos.  —  Desinterés  del  héroe.  —  Los  honorarios  del 
Libertador 351 

CONFERENCIA  XVI 

EL     CORAZÓN     DEL    HÉROE 

El  apogeo  de  Artigas.  —  Tentativa  de  incorporar  el  Paraguay 
á  su  influencia.  —  Francia  y  Artigas.  —  Sobre  Buenos  Aires. 

—  Caída  de  Alvear  en  Fontezuelas.  —  Los  vencedores  y  el 
vencedor.  —  Homenajes  á  éste.  —  Las  venganzas.  —  Los  crí- 
menes de  la  gloria.  —  Venganza  de  Artigas.  —  No  soy  el 
verdugo  de  Buenos  Aires. — Bases  de  paz.  —  Derechos  basa- 
dos en  el   antiguo  régimen.  —  "  El  año  1816  será  el  año  feliz 

de  los  orientales.  "—La  franja  roja  diagonal  de  la  bandera.  391 


F  2725  .A7  Z67  1910  v.l 
Zorri lia  de  San  Martin, 
La  epopeya  de  Artigas 
47087894 


SMC 
Juan 


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