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Full text of "La guerra del Pacifico"

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LA  GU&RRA 
DEL  PaCÍHCO 


POR 

CMARLES  DE  VARiQnY 


Santiago  de  Chila 

IMPRENTA  CERVANTES 

Moneda,  1170 

1922 


o JRA  EDITADA  EN  CASTELLANO 

por 

ALEJANDRO  WALKER  VALDES 

Oficial  de  la  ®rden  del   Imperio  Británico. 

Oficial  de   Instrucción  Pública  de  Francia. 

Caballero  de  la  Orden  de   S.  M.   Leopoldo 

de  Bélgica. 

OBRAS  DEL  MISMO  AUTOR 

HISTORIA  Y   geografía 

1. — El  Periodismo  en  Estados  Unidos. 

2. — La   invasión  china  y  el   socialismo  en   E.   E,   U.   U. 

3.— La  Doctrina   Monroe  y  el   Canadá. 

4.— Una  campana  electoral  en   E.   E.   U.   U. 

5. — Un  socialista  chino  en   el  siglo  XI. 

6. — Francia  en  el   Océano  Pacíñco:  Tahiti, 

7.— La  Guerra  del  Pacífico. 

8. — Emma,   reina  de  las   Islas   Haway. 


NOVELAS 


1. — Kiana. 

2. — Parley  Pratt. 

3.— Ella  Wilson. 

4. — Las  ruinas  da   Uxural. 


PROLOGO 

La  historia  de  la  Guerra  del  Pacífico  del  escri- 
tor francés  D.  Carlos  de  Varigny  que  ahora  extrae- 
mos de  la  ''Revue  des  Deux  Mondes"  de  los  años 
1881  y  1882,  es  una  novedad  entre  nosotros.  Po- 
cos la  han  conocido,  y  ha  permanecido  en  el  olvido, 
escondida  en  el  silencio  de  las  bibliotecas,  como  un 
buen  vino  en  la  bodega.  Al  traducirla  cuarenta 
años  después  de  escrita — a  cuatro  mil  millas  del 
teatro  de  la  guerra — recobra  toda  su  vitalidad, 
porque  es  el  mejor  relato  sintético  de  la  guerra, 
de  sus  causas,  su  desarrollo  y  consecuencias.  Es 
la  mirada  imparcial  de  un  extranjero  instruido 
por  periódicos,  libros  y  publicaciones,  de  las  nacio- 
nes en  lucha,  sin  que  ninguna  especial  simpatía 
indique  su  juicio,  acaso  sin  conocer  los  países  tra- 
bados en  guerra. 

Sin  duda  los  chilenos  que  en  su  tiempo  la  leye- 
ron, inflamados  por  el  patriótico  orgullo  de  vence- 
dores, encontraron  fría  la  historia  de  Varigny,  acaso 
cargada  de  simpatía  hacia  las  naciones  vencidas 
y  en  parte  injusta  o  excesivamente  severa  con  el 
vencedor:  que  siempre  el  caido  arrastro  las  simpa- 
tías de  todo  corazón  bien  puesto  — ¡Y  la  dejaron 
en  olvido! 


VI 


Olvidáronla  también  porque,  convencidos  de  la 
justicia  de  la  causa  chilena,  no  cuidaron  nunca  la 
debida  demostración  de  ella  ante  el  criterio  extran- 
jero. 

Raza  chilena  fría  y  desinteresada,  habitante  de 
país  montañoso,  en  lucha  pertinaz  con  la  natura- 
leza y  aislada  en  sus  fatigas,  conserva  ese  carácter 
heredado  de  España,  de  ser  más  capaz  de  realizar 
hazañas  que  de  coartarlas;  y  he  aquí  por  qué  si 
hemos  tenido  historiadores  caudalosos,  tan  enamo- 
rados del  pasado  como  desdeñosos  del  presente, 
no  hemos  tenido  propagandistas  y  hasta  carece- 
mos de  las  facultades  propias  a  la  difusión  de  nues- 
tra historia,  que  tiene  páginas  que  justificarían 
para  Chile  el  dictado  honroso  del  Quijote  de 
América. 

No  hubiera  Varigny  trepidado  en  dárselo  si 
hubiera  tenido  presente  que  las  tropas  chilenas 
que  en  1880  entraron  en  Lima  en  correcta  formación 
y  a  paso  de  vencedoras  habían  estado  dos  veces 
en  la  ciudad  de  los  virreyes,  no  en  guerra  con  el 
Perú,  sino  en  guerra  con  los  enemigos  del  Perú, 
en  expediciones  libertadoras;  y  que  la  única  ocasión 
en  que  Valparaíso  ha  recibido  las  balas  enemigas 
fué  por  haber  Chile  declarado  la  guerra  a  España, 
cuando  ésta  quiso  volver  a  reconquistar  su  perdi- 
do virreinato  del  Pacífico.  Esas  tres  guerras,  las 
únicas  que  hemos  tenido  fuera  de  la  de  1879,  fue- 
ron el  sacrificio  heroico  de  un  pueblo  en  aras  del 
idealismo  de  la  fraternidad  americana,  bautismo 
en  sangre  y  fuego  en  Sud  América  de  la  incruenta 


Vil 

doctrina  Monroe  formulada  por  los  americanos  del 
Norte. 

Por  ese  carácter  de  orgullosa  entereza  no  se  ha 
hecho  una  debida  difusión  de  nuestra  historia  y 
de  la  causa  y  desarrollo  de  nuestro  conflicto  con 
Perú  y  Bolivia  y  sus  actuales  consecuencias.  El 
Gobierno  ha  sido  censurado  muchas  veces  por  ello. 

Ese  descuido  de  la  opinión  ajena,  fundado  en 
la  propia  estimación,  ha  sido  parte  principal  en 
que  las  quejas  sentimentales  del  Perú  hayan  po- 
dido hacer  creer  a  muchos  que  nuestro  juicio  del 
norte  sea  semejante  al  de  Alsacia  y  Lorena,  hoy 
recobradas  por  el  heroísmo  francés. 

No  lo  es,  ni  en  el  origen  de  la  guerra  de  1879, 
ni  en  las  condiciones  de  la  retención  condicional 
de  Tacna  bajo  la  soberanía  chilena.  La  guerra  del 
79  fué  tramada  por  el  Perú  y  Bolivia  por  el  tratado 
secreto  de  1873  solo  conocido  en  Chile  en  víspe- 
ras de  estallar  la  guerra;  y  la  retención  de  la  provin- 
cia no  depende  sino  de  la  voluntad  de  sus  propios 
habitantes.  Adelantándose  Chile  a  los  tiempos  es- 
tatuyó el  plebiscito  como  fuente  de  la  soberanía 
y  principio  de  la  nacionalidad  mucho  antes  que  lo 
consagrara  el  Tratado  de  Versalles;  como  en  el 
arreglo  posterior  de  sus  pleitos  de  límites  con  la 
República  Argentina  estatuyó  el  arbitraje  y  la 
limitación  de  armamentos  veinte  años  antes  que 
lo  establecieran  la  Liga  de  las  Naciones  y  la  Confe- 
rencia del  desarme  de  Washington.  Estos  hechos 
hablan  más  alto  que  las  quejumbres  de  despojo 


VIII 


con  que  el  Perú  ha  removido  los  ecos  en  todos  los 
ángulos  del  mundo. 

No  ha  perdonado  el  Perú,  hábil  en  explotar  los 
sentimientos,  medio  de  obtener  la  gracia  de  los 
grandes  países  del  orbe.  Durante  la  guerra  europea, 
mientras  Chile  mantuvo  ima  decorosa  neutralidad, 
él  declaró  la  guerra  a  los  imperios  centrales  y  se 
manifestó  en  favor  de  los  aliados  cuando  el  triunfo 
ya  no  era  dudoso,  pero  ni  un  soldado,  ni  un  cañón, 
ni  un  óbolo  salió  de  su  territorio  para  demostrar 
la  sinceridad  de  la  causa  de  que  se  hacía  defensor; 
en  cambio  pretendió  que  en  virtud  de  la  sangre 
aliada  vertida  en  Europa  se  le  devolvieran  Tacna 
y  Arica,  sin  consultar  la  voluntad  de  sus  habitantes! 

Si  Chile  hubiera  creído  de  su  deber  hacer  causa 
común  con  los  aliados,  habría  participado  en  la 
guerra.  No  está  en  su  carácter  hacer  alardes  de  amis- 
tad sin  cumplir  como  amigo.  Si  el  año  66  declaró 
la  guerra  a  España,  en  nombre  de  la  independencia 
de  América,  cuando  España  reclamaba  al  Perú 
las  islas  Chinchas,  tomó  las  armas  para  sostener 
su  actitud  y  sufrió  las  consecuencias  de  la  guerra 
con  el  bombardeo  de  Valparaíso  por  la  escuadra 
española. 

Chile,  neutral,  tuvo  no  obstante  muchos  de  sus 
hijos  en  las  filas  aliadas  y  su  sangre  se  mezcló  con 
la  francesa  en  los  holocaustos  a  la  patria;  y  conclui- 
da la  gran  guerra,  ayudó  a  la  reconstrucción  de  los 
territorio  devastados.  Un  caserío  en  el  norte  de 
Francia  muestra  la  adhesión  chilena  a  los  sufri- 
mientos de  ese  gran  país. 


IX 


Si  durante  las  exaltaciones  patrióticas  en  el  ar- 
dor de  la  lucha  pudo  parecer  a  los  aliados  toda  neu- 
tralidad sospechosa  de  parcialidad;  y  algún  diario 
francés,  estimulado  por  la  propaganda  peruana, 
pudo  decir  que  nos  inclinábamos  hacia  Alemania, 
hoy,  pasado  el  himno  de  los  combates,  se  ve  claro 
la  correcta  y  discreta  actitud  de  Chile,  su  neutrali- 
dad vigilante  y  sus  simpatías  por  una  paz  fundada 
en  cordialidad  entre  naciones.  El  testimonio  de 
esos  países  lo  certifica. 

Si  entonces  hubiéramos  expuesto  con  tesón  has- 
ta llegar  al  convencimiento  público,  el  origen  y 
situación  de  nuestras  diferencias  con  el  Perú,  más 
equitativos  sentimientos  habrían  dominado  en  el 
mundo  en  guerra  hacia  el  lejano  país  que  ha  sido 
el  primero  en  levantar  la  bandera  del  arbitraje 
en  los  diferendos  internacionales,  el  primero  en  reco- 
nocer el  principio  de  las  nacionalidades  y  ha  busca- 
do el  plebiscito  como  medio  de  establecer  y  respe- 
tar la  libertad  y  la  voluntad  humanas. 

* 
*  * 

Habría  bastado  para  llevar  ese  convencimiento 
a  la  opinión  universal,  reproducir  y  difundir  la  his- 
toria de  ia  guerra  de  1879  entre  Chile  y  el  Perú  y 
Bolivia,  de  Carlos  de  Varigny. 

Ningún  testimonio  habría  parecido  más  imparcial. 
Los  antecedentes  de  este  historiador  y  geógrafo, 
que  escribe  a  cuatro  mil  millas  del  teatro  de  los  su- 
cesos la  historia  de  un  conflicto  entre  países  que  solo 
conoce  por  los  libros,  y  que  ha  distribuido  censuras 


y  alabanzas,  según  su  leal  entender,  a  los  beligeran- 
tes, no  podía  entonces  y  menos  ahora,  ser  sospe- 
choso siquiera  de  simpatías.  Nosotros  sentimos,  al 
leerlo  hoy,  que  sus  simpatías  humanitarias  se  caen 
más  bien  del  lado  del  Perú. 

Pero  la  exactitud  de  los  datos  que  ha  recogido, 
la  abundancia  de  detalles,  la  visión  del  campo  que 
recorren  los  ejércitos  en  lucha,  el  certero  criterio  de 
historiador  con  que  discierne  la  importancia  de  los 
hechos  y  penetra  en  los  móviles  que  los  inspiran, 
todo  en  él  revela  al  escritor  que  se  ha  documentado 
prolijamente,  que  ha  estudiado  a  conciencia  su 
tema,  y  al  escritor  que  sabe  agrupar  los  datos,  dis- 
tribuirlos y  presentarlos  con  tal  arte,  que  añade  al 
interés  del  asunto  el  agrado  de  la  lectura. 

M.  de  Varigny  fué  im  hábil  escritor,  y  un  alto 
funcionario  francés.  Había  nacido  en  1829.  Cono- 
ció la  costa  del  Pacífico  en  sus  viajes:  fué  cónsul 
de  Francia  en  San  Francisco  de  California  y  en  las 
islas  Haway  donde  llegó  a  ser  Jefe  Político. 

La  historia  de  su  gobierno  en  Haway  es  parti- 
cularmente interesante,  y  revela  todo  su  carácter 
de  francés. 

Las  islas  Haway,  en  el  Pacífico,  están  a  la  altura 
de  la  costa  norte-americana  y  por  esta  situación 
constituyen  una  importante  estación  estratégica. 
Estados  Unidos  deseaba  ganarlas  para  sí. 

Pobladas  de  individuos  de  raza  amarilla,  de  ori- 
ge  polinesio,  como  las  demás  islas  sus  vecinas, 
formaban  un  país  independiente,  gobernadas  por 
reyesuelos   hereditarios.   Las   descubrieron   los   es- 


XI 


pañoles  en  sus  frecuentes  correrías  marítimas  en 
busca  de  tierras  que  agregar  a  la  corona  peninsular. 
A  la  población  indígena  se  han  unido  colonias  de 
chinos,  japoneses  y  norte-americanos,  que  han  lle- 
vado a  ellas  su  comercio  e  industrias. 

Estados  Unidos  mantuvo  siempre  misioneros 
protestantes  que  iban  difundiendo  el  amor  a  Esta- 
dos Unidos,  prólogo  de  la  futura  incorporación  al 
territorio  yanqui. 

Ello  estuvo  a  punto  de  ocurrir  en  1851.  Gober- 
naba entonces  el  rey  Kamehameha  Ill.ggrande  amigo 
de  los  norte-americanos.  Estaba  dispuesto  a  reali- 
zar una  expedición  política  por  el  archipiélago 
para  obtener  su  propósito,  cuando  lo  sorprendió 
la  muerte.  Pero  Kamehameha  IV  ys|u  sucesor,  el  V 
de  su  dinastía,  no  fueron  amigos  de  los  norte-ame- 
ricanos y  sí  partidarios  de  la  independencia  nacional. 

Kamehameha  V  tuvo  de  amigo  íntimo  al  cónsul 
francés,  M.  de  Varigny,  y  conociendo  sus  maravi- 
llosas facultades  quiso  aprovecharlas,  en  el  gobier- 
no de  las  islas,  especialmente  para  poner  un  dique 
a  la  creciente  influencia  norte-americana. 

Carlos  de  Varigny  fué  nombrado  Ministro  de 
Hacienda  primero;  luego  Ministro  del  Orden  (In- 
terior) y  finalmente.  Primer  Ministro  de  las  islas. 

La  política  de  Varigny  tuvo  dos  caracteres  de- 
finidos: fué  anti-yanqui  y  civilizadora.  Para  des- 
truir el  predominio  norte-americano,  servido  por 
sus  misioneros  y  los  ingenios  de  azúcar,  cuyos  tra- 
bajadores debían  votar  como  querían  sus  amos, 
concedió    amplia  libertad   religiosa   y  estimuló  el 


XII 


celo  de  los  católicos;  y  propuso  una  reforma  a  la 
Constitución,  para  que  solo  fueran  electores  los 
propietarios  de  un  bien  raíz. 

La  reforma  levantó  polvaredas,  mítines,  asonadas 
y  tiros;  y  fué  aprobada  con  el  aplauso  de  los  mismos 
a  quienes  privaba  del  voto,  que  preferían  carecer 
de  ese  derecho  a  usarlo  forzados. 

La  reforma  se  impuso  en  1864. 

Otro  de  sus  grandes  afanes  fué  la  instrucción 
pública,  hasta  llegar  a  obtener  para  las  islas  el  75 
por  ciento  de  alfabetos.  Y  es  de  notar  que  el  25  por 
ciento  de  analfabetos,  las  dos  terceras  partes  eran 
de  extranjeros  inmigrantes. 

Estas  reformas  y  el  fomento  del  comercio  y  las 
industrias  fueron  el  principio  de  un  período  de  pro- 
greso. 

Pero  no  fué  eterno.  En  1872  murió  Kamehameha  V 
y  con  él  acabaron  en  Haway  el  poder  de  Varigny 
y  el  influjo  francés.  El  sucesor  del  rey  fué  amigo 
de  Estados  Unidos.  Gobernaba  allí  el  general  Grant, 
quien  propuso  el  amparo  de  Estados  Unidos  al  ar- 
chipiélago en  cambio  del  establecimiento  de  ima  base 
naval.  Y  desde  entonces  el  poder  de  Norte  América 
ha  crecido  y  hoy  domina  sin  contrapeso. 

M.  de  Varigny  fué  ante  todo  un  hombre  de  es- 
tudio y  observación,  y  escritor.  Luego  que  perdió 
su  poder  en  las  islas,  regresó  a  Francia  donde  entró 
a  colaborar  en  la  Revue  des  Deux  Mondes  hasta  su 
muerte  en  1899. 

La  labor  de  M.  de  Varigny  en  esta  revista  es 
extensa,  y  se  especializa  en  estudios  de  historia  y 


XIII 


geografía;  algunas  de  sus  obras  como  el  Estudio 
sobre  el  Océano  Pacífico,  fueron  coronados  por  la 
Academia  Francesa. 

*  * 

La  Revue  des  Deux  Mondes  en  que  M  de  Varigny 
publicó  sus  interesantes  estudios  y  novelas  es  la 
que  ha  sobrevivido  a  la  plétora  de  revistas  que  en 
Francia  se  publicó  a  fines  del  siglo  XVIII  y  princi- 
pio del  XIX. 

Se  recuerda  que  Inglaterra  fué  el  primer  país  en 
que  se  creó  la  revista,  el  libro  periódico  que  trata 
de  asuntos  de  actualidad.  En  1794  salió  a  luz  la 
Monthley  Revieu;  y  las  discusiones  que  en  ella  se 
empeñaron  sobre  el  significado  e  incdencias  de  la 
Revolución  Francesa  del  89,  despertó  en  Francia 
la  emulación.  Multitud  de  revistas  aparecieron, 
muchas  efímeras;  y  de  todas  ellas  quedó  la  de  Deux 
Mondes,  fundada  por  uiio  de  los  espíritus  más  in- 
quietos de  la  Francia  de  la  Restauración  borbónica, 
encadenada  ya  en  Santa  Elena  el  águila  napoleóni- 
ca. Fué  M.  Segur  Dupeyron,  en  1829. 

Un  año  apenas  corrido,  la  tomó  Mr.  Buloz,  quien 
fué  su  verdadero  fundador,  el  que  le  dio  forma  y 
carácter.  Gastó  en  ello  esfuerzos  considerables,  una 
tenacidad  envidiable  y  una  gran  fe  en  el  éxito. 
Por  tres  veces  en  el  espacio  de  veinte  años  cambió 
la  sociedad  propietaria  y  se  gastó  en  consolidarla 
im  capital  no  inferior  a  seiscientos  mil  francos  que 
entonces  representaban  muchísimo  mas  que  ahora. 

Fué  en  1848  el  eje  de  uno  de  los  partidos  de  la  re- 
volución de  Julio.   A  su  alrededor  se  agruparon 


XIV 


quienes  defendían  el  orden  social,  dentro  de  un  am- 
plio liberalismo  democrático.  Cimentado  el  segundo 
Imperio,  el  éxito  sonrió  a  la  revista,  después  de  trein- 
ta años  de  esfuerzos;  se  difundió  por  todo  el  mundo 
y  en  sus  páginas  colaboraban  los  más  distinguidos 
espíritus,  muchos  de  ellos  eminentes  .en  ciencias  y 
en  artes.  En  ella  se  instruían  y  deleitaban  la  juven- 
tud universitaria,  la  política  y  la  militar;  era  la 
voz  de  Francia  en  el  exterior. 

En  la  revista  hicieron  sus  primeras  armas  o  fue- 
ron consagrados  escritores  cuyos  nombres  han  da- 
do la  vuelta  a  mundo;  allí  escribieron,  Alejandro 
Dumas,  sus  novelas  históricas;  Teófilo  Gautier, 
sus  fantasías;  Guizot  sus  juicios  políticos;  Merimée, 
sus  novelas  hispanófilas;  Murger,  sus  recuerdos 
de  vida  bohemia;  Balzac,  escenas  de  su  comedia 
humana;  Taine,  sus  estudios  filosóficos  e  historias 
impregnadas  de  determinismo;  Renán,  sus  investi- 
gaciones orientales;  Jorge  Sand,  sus  novelas  revo- 
lucionarias y  pasionales;  Reclus  sus  estudios  geo- 
gráficos; Claudio  Bernard,  sus  investigaciones  bio- 
lógicas; Cousin,  sus  filosofías  panteísticas;  Saint 
Beuve,  sus  críticas  y  retratos;  Vigny,  sus  versos  im- 
pecables y  dolientes;  Musset  sus  quejas;  Saint 
Hilaire . . . 

Y  colaboran  hoy,  como  ayer,  los  más  notables  li- 
teratos franceses;  los  Mariscales  Foch  y  Fayolle, 
de  asuntos  militares;  Loti,  sus  fantasías  de  Oriente; 
Bourget,   Benoít,   Bordeaux,  Bazin,   novelas;  Goi- 
f  yau,  filosofía;  Lavedan,  política;  Poincaré,  el  ex- 
**  Presidente,  de  política  internacional,  cuyo  progra- 


XV 


ma  ha  conquistado  la  opinión  parlamentaría,  que 
lo  ha  impuesto  en  la  jefatura  del  Gabinete. 

Así,  siempre  selecta  y  prudente  en  los  avances, 
sin  contar  los  lazos  de  la  tradición,  La  Revue  des 
Deux  Mondes  es  llamada  hoy  la  Tout  Puissante  y 
es  la  consultora  de  todas  las  cancillerías. 

En  una  publicación  tan  importante  vio  la  luz 
la  historia  escrita  por  M.  de  Varigny  poco  tiempo 
después  de  los  sucesos,  que  debió  esparcir  la  noticia 
cierta  de  las  causas  y  desarrollo  de  esta  guerra; 
pero  tales  hazañas  de  países  desconocidos  y  lejanos 
se  olvidan  pronto  y  la  historia,  apesar  de  su  intrín- 
seco valor,  fué  olvidada. 

No  debemos  olvidarla  nosotros.  Era  al  menos  un 
testimonio  imparcial  y  lejano,  rendido  a  la  seriedad 
de  la  administración  chilena,  a  la  solidez  de  su  or- 
ganización política,  a  la  disciplina  y  cultura  de  los 
ejércitos,  a  la  dirección  técnica  de  sus  jefes. 

Porque  la  obra  de  Varigny  es  hija  de  estudios 
desapasionados  de  la  fuente  de  información  de  uno 
y  otro  de  los  beligerantes;  él  ha  estudiado  la  geogra- 
fía, los  recursos  y  capacidades  de  los  países  en  lucha, 
los  efectivos  de  sus  ejércitos,  sus  rutas,  sus  planes 
de  campaña  y  su  ejecución;  ha  escrito  las  batallas, 
perfilado  la  silueta  intelectual  y  moral  de  los  jefes 
y  sus  consejeros,  y  ha  penetrado  en  el  alma  de  los 
pueblos. 

Faltan,  sin  duda,  detalles;  hay  apreciaciones  de- 
fectuosas, incomprensión  de  la  importancia  de  al- 
gunos hechos  de  armas;  pero  tales  defectos  son  ex- 


XVI 

plicables  y  pequeños  en  relación  con  la  exactitud 
del  conjunto,  con  la  alta  imparcialidad  de  la  narra- 
ción y  con  el  arte  y  belleza  del  relato. 

Ninguna  obra  de  historia  escrita  en  Chile  puede 
alcanzar  la  comprensión  de  extraños  como  la  de 
M.  de  Varigny.  Es  desde  luego,  un  epítome  reducido 
a  los  hechos  principales,  en  el  cual  es  fácilmente 
comprensible  el  conjunto;  por  lo  mismo,  el  relato  es 
más  interesante,  se  presta  a  observaciones  genera- 
les, a  líneas  precisas,  a  bellezas  de  lenguaje.  La 
agrupación  de  hechos  importantes  en  que  se  ve  en  jue- 
go la  suerte  de  miles  de  hombres;  en  que  a  la  ca- 
beza de  sus  ejércitos  van  los  Presidentes  dé  Repú- 
blicas (Perú  y  Bolivia)  y  de  cuyas  acciones  depende 
la  salvación  o  la  ruina  de  su  autoridad  y  de  sus  pue- 
blos; las  luchas  de  primacía  entre  ellos,  sus  celos  y 
ambiciones  rompiendo  la  necesaria  unidad  del 
comando;  de  otro  lado,  un  ejército  menor  en  nú- 
mero pero  envalentonado  por  sus  triunfos,  disci- 
plinado e  impetuoso;  todo  en  avance  o  retroceso, 
buscando  posiciones  para  librar  las  batallas  deci- 
sivas, cuya  suerte  esperan  ansiosas  y  atribuladas 
poblaciones  importantes;  todo  se  agrupa,  pasiones 
nobles  y  plebeyas,  amor  de  sacrificio  y  egoísmo, 
anhelos  de  gloria  y  de  codicia,  fanfarronadas  y  se- 
renidad calculadora;  tal  pasa  en  las  vísperas  de  las 
batallas  de  Dolores  y  Tarapacá  y  entonces  el  re- 
lato adquiere  la  alteza  de  la  epopeya  y  el  historia- 
dor parece  un  noble  bardo  que  canta  pasadas  gran- 
dezas y  miserias  de  pueblos  en  lucha. 

Porque  es  preciso  reconocer  que  en  un  período 


XVII 


de  días  Chile  ha  vivido  una  epopeya.  De  Tacna  a 
Tarapacá,  el  cóndor  chileno,  como  las  águilas  de 
Napoleón  en  Italia,  vuela  de  campanario  en  campa- 
nario y  su  gorquera  blanca  es  como  un  signo  de  paz, 
y  de  gloria  sobre  los  campos  ensangrentados.  Al 
avance  victorioso  del  ejército  que  nada  resiste,  ya 
escale  de  frente  las  escarpas  del  Morro  de  Arica, 
ya  corra  por  los  arenales  de  Tarapacá,  dos  ejércitos 
son  deshechos  y  dos  jefes  de  pueblos.  Prado,  Pre- 
sidente del  Perú,  Daza  de  Bolivia,  huyen  del  cam- 
po y  de  sus  patrias,  salvando  sus  vidas  empañadas 
que  no  supieron  sacrificarse,  y  todo  el  Sur  del  Perú 
y  las  salidas  de  Bolivia  quedan  bajo  el  dominio 
chileno.  Ya  nada  podrá  detenerlo,  y  el  cóndor  vo- 
lará hasta  la  torre  del  palacio  de  los  Virreyes,  nido 
secular  de  leyendas  de  amores,  tiranías  y  sacrificios. 

M.  de  Varigny  elogia  con  calurosa  simpatía  el 
valor  peruano.  Acaso  tal  afirmación  nos  sorprenda, 
porque  el  roto  chileno  aprendió  por  exceso  de  en- 
vanecimiento, a  despreciar  su  endebles  y  poca  re- 
sistencia; pero  de  Varigny  prueba  con  el  número  de 
víctimas  en  las  batallas,  que  los  peruanos  resistie- 
ron con  heroica  decisión. 

Acusa  de  inútil  crueldad,  de  afán  de  amedrentar, 
las  destrucciones  que  el  Coronel  Lynch  efectuó 
en  el  Norte  del  Perú,  para  preparar  las  vías  al  ejér- 
cito que  venía  del  Sur  hacia  Lima;  pero  es  preciso 
tener  en  cuenta  que  era  necesario  precaverse  de 
amagos  del  Norte  para  asegurar  el  avance  chileno; 
que  desde  Chimbóte  al  Callao  tenía  Piérola,  ya 
Dictador  por  la  fuga  de  Prado,  sus  parciales  y  que 


XVIII 

el  Ejército  que  fuera  vencido  en  Lima  iría  a  recw:- 
ganizarse  en  el  Norte  y  que  convenía  a  vencedores  y 
vencidos  acortar  la  guerra  y  no  hacerla  indefinida 
transformando  ejércitos  regulares  en  montoneras 
que  vivieran  del  merodeo  de  poblaciones.  Fueron 
resoluciones  fríamente  tomadas,  no  hijas  de  arran- 
ques pasionales. 

La  disciplina  y  mesura  del  ejército  chileno  queda 
de  manifiesto  en  su  entrada  a  Lima,  después  de  las 
batallas  de  Chorrillos  y  Miraflores.  Violado  por 
una  parte  del  ejército  peruano  el  armisticio  de  -un 
día  después  de  Chorrillos,  atacado  imprevistamente, 
era  lógico  temer  que  en  su  favor  el  ejército  chileno 
hubiera  entrado  en  Lima  en  persecusión  de  los  fu- 
gitivos y  hubiera  convertido  la  ciudad  en  campo  de 
batallas  y  represalias. 

Sin  embargo,  no  fué  así.  Los  generales  contuvie- 
ron el  ímpetu  de  los  soldados,  que  quedaron  tran- 
quilos en  sus  campamentos.  Ahí  recibieron  las  pre- 
miosas felicitaciones  de  las  autoridades  de  Lima 
para  que  se  apresurara  a  tomar  la  ciudad  que  se  le 
rendía  incondicionalmente.  La  soldadesca  desmora- 
lizada y  no  desarmada  saqueaba  la  ciudad  en  la 
noche  del  16,  el  incendio  la  alumbraba  siniestra- 
mente y  el  espanto  reinaba  en  toda  ella. 

En  la  tarde  del  17  el  General  Baquedano  entró 
con  los  primeros  batallones,  en  correcta  formación. 
El  sordo  rumor  cadencioso  de  su  marcha,  sin  gritos 
ni  alardes,  llevó  la  confianza  al  vecindario.  La  ciu- 
dad vencida  se  asomó  a  sus  balcones  a  mirar  el  paso 
tranquilo  y  seguro  de  sus  vencedores. 


XIX 


Es  un  extranjero,  Vicente  Holguin  residente  en 
Lima,  hermano  de  dos  Presidentes  de  Colombia 
y  unido  en  matrimonio  a  una  distinguida  dama 
peruana,  quien  ha  relatado  minuciosamente  la  his- 
toria de  los  últimos  días  de  la  ciudad  virreynal, 
en  correspondencia  publicada  en  el  Repertorio 
Colombiano  de  Junio  de  1881. 

**E1  Ejército  de  Chile,  cuenta,  hizo  su  entrada 
con  una  moderación  que  ponía  de  manifiesto  la 
disciplina  de  los  soldados  y  la  sensatez  de  los  jefes, 
así  como  sus  triunfos  habían  atestiguado  su  bien 
dirigida  bravura.  Los  peruanos,  mal  de  su  grado, 
hubieron  de  sentir  la  superioridad  de  un  enemigo 
que  después  de  vencerlos  les  devolvía  la  seguridad 
de  sus  hogares,  sin  insultarlos  siquiera  con  la  risa 
burlona  o  la  mirada  compasiva  de  los  fatuos'*. 

No  es  nuestro  ánimo  refutar  o  aclarar  los  datos 
incompletamente  comprendidos  o  desarrollados,  las 
pequeñas  lagunas  o  los  errores  de  hecho  en  que  el 
historiador  francés  haya  incurrido;  son  pequeñas 
sombras  que  valorizan  la  luz  del  cuadro.  Ni  ello 
interesa  sino  al  investigador.  El  lector  que  solo  quie- 
re saber  lo  que  ha  pasado,  tiene  sobrada  materia 
en  que  nutrir  su  espíritu  y  en  que  deleitarlo. 

Es  un  feliz  hallazgo  el  de  esta  historia,  cuarenta 
años  después  de  escrita.  Tiene  la  serenidad  de  los 
años  que  ha  dormido  en  las  bibliotecas;  tiene  tam- 
bién su  respetabilidad  y  su  grandeza. 


Se  ha  dicho  que  es  Chile  el  único  país  de  América 


XX 


que  tiene  su  epopeya.  Los  araucanos  defendieron 
su  independencia  durante  tres  siglos;  los  batallones 
chilenos  combatieron  en  Chacabuco,  en  Maipú, 
en  Pichincha,  en  Junín,  y  en  Ayacucho.  Más  tarde 
restablecieron  el  equilibrio  sud-americano  pertur- 
bado por  la  ambición  del  Mariscal  Santa  Cruz  y 
triunfaron  en  Yungay.  En  1879  y  1881  escribieron 
sus  cronistas  la  mas  bella  historia  militar  del  Con- 
tinente. Las  banderas  de  Chile  han  flameado  tres 
veces  en  el  Palacio  de  los  Virreyes  de  Lima;  sus  sol- 
dados conocen  el  camino  de  la  capital  fundada 
por  Pizarro  yendo  desde  el  occidente,  por  el  Callao; 
desde  el  norte,  por  la  Portada  de  Guias,  y  desde  el 
Sur,  por  Chorrillos  y  Miraflores. 

Solamente  la  Gran  Colombia  con  Bolívar  y  Sucre 
puede  presentar,  narrar  semejante  epopeya;  estas 
glorias  producen  emulaciones  y  rivalidades  que  se 
traducen  en  alfilerazos  en  las  discusiones  diplo- 
máticas. 

¿Tiene  acaso  la  República  de  Chile  la  culpa  de 
que  sus  hijos  sean  valerosos  y  esforzados  y  sepan 
vencer  en  cada  una  de  las  ocasiones  en  que  han 
puesto  sus  pechos  en  frente  al  enemigo? 

¿Pueden  ser  culpados  de  altivez  o  de  conquistado- 
res sus  gobernantes  que  han  sabido  repeler  las  ame- 
nazas que  contra  su  independencia  significaban, 
en  1838,  la  Confederación  Perú-Boliviana;  y,  en 
1873,  el  Tratado  Secreto  de  1873? 

El  Editor. 


La  Gu&rra 
delPacípíco 


Cuando  desde  casi  medio  siglo  la  atención  del 
mundo  se  mostraba  indiferente  respecto  a  los  acon- 
tecimientos de  la  América  del  Sur,  se  ha  despertado 
ésta  súbitamente  por  los  memorables  combates  que 
han  ensangrentado  las  aguas  del  Mar  Pacífico,  por 
las  guerras  heroicas  del  Perú,  contra  Chile  y  por  la 
toma  de  Lima,  todo  lo  cual  ha  llegado  hasta  nosotros 
y  se  ha  escuchado  por  todos,  con  extraordinario 
interés. 

La  historia  ofrece  sus  sorpresas,  la  guerra  tie- 
ne sus  enseñanzas.  Puede  decirse  que  únicamente 
un  reducido  número  de  geógrafos  eruditos  o  de  co- 
merciantes aventureros,  eran  los  que  estaban  al 
corriente  del  estado  político  de  estas  repúblicas 
americanas. 

Una  generación  distinta  de  la  nuestra,  se  sintió 
apasionada  por  la  relación  de  los  combates  libra- 
dos por  estas  repúblicas  contra  España,  para  con- 
quistar su  independencia. 

Los  nombres  de  Bolívar,  San  Martín,  O'Higgins, 
no  evocaban  ya  sino  un  confuso  recuerdo.  A  los 
grandes  hechos  sucedieron  los  pequeños  aconteci- 
mientos, a  los  patrióticos  esfuerzos  la  anarquía 
militar  y  a  la  unión  que  hace  la  fuerza,  el  régimen 


_4-^ 

de  los  * 'pronunciamientos"  que  destruyen  hasta  el 
respeto  a  la  bandera. 

Un  presidente  derrocado  por  un  cuartelazo,  la 
insurrección  de  las  provincias  contra  la  capital, 
intrigas  mezquinas  más  grotescas  que  sangrientas, 
la  anarquía  permanente,  tal  era  para  la  inmensa 
mayoría  de  todo  el  mundo  el  triste  y  monótono 
espectáculo  que  ofrecían  la  mayor  parte  de  las  re- 
públicas hispano-americanas. 

La  guerra  de  México,  la  ejecución  de  Maximilia- 
no, la  restauración  de  Juárez,  los  desastres  económi- 
cos de  Honduras  los  enormes  capitales  inverticíos  en 
empresas  sospechosas,  no  eran,  en  verdad  asuntos 
adecuados  para  conquistarse  el  favor  del  público  y 
despertar  las  simpatías. 

Nadie  podía  tornearse  interés  por  estas  repúblicas 
del  Pacífico  y  apenas  si  se  prestaba  una  mediana 
atención  a  los  relatos  de  los  acontecimientos,  que 
les  afectaban. 

Pero  esta  situación  ha  concluido.  Los  grandes 
hechos  que  acaban  de  producirse,  se  imponen  a  la 
atención  universal.  Se  ha  revelado  la  existencia  de 
una  nueva  Potencia  que  cada  vez  más  se  consoli- 
da. En  el  espacio  de  año  y  medio  esta  nueva  poten- 
cia ha  dado  buena  cuenta  de  los  ejércitos  coaliga- 
dos de  Perú  y  Bolivia".  Victoriosa  en  el  mar.  ha 
llegado  con  sus  armas  triunfantes  hasta  las  mismas 
murallas  de  Lima,  que  se  ha  visto  obligada  a  ca- 
pitular,  no  obstante  su  heroica  resistencia. 

Chile  dicta  la  paz,  la  fortuna  sonríe  a  sus  esfuer- 
zos y  este  nuevo  Piamonte  encerrado  en  re  las  mo- 
les gigantes  de  los  Andes  el  mar  y  el  desierto,  ha 
entrevisto  también  la  posibilidad  de  dominar  por 
medio  de  la  fuerza  o  de  seducir  con  el  ejemplo  de 
sus  prosperidad  a  sus  vecinos  menos  hábiles,  menos 
afortunados  y  sobre  todo  menos  cuerdos. 


—  5  — 

Pero  estos  cambios  no  se  realizan  sin  luchas  y 
tales  luchas  exigen  persistentes  esfuerzos.  La  te- 
nacidad de  Chile  ha  superado  todos  los  obstáculos. 
Ha  dado  pruebas  de  una  fuerza  de  resistencia 
que  no  se  le  suponía  y  ha  demostrado  una  previsión 
sorprendente,   unida  a  una  singular  destreza. 

Chile  ha  triunfado  y  su  triunfo  es  merecido.  Fá- 
cilmente nos  lo  demostrará  el  estudio  de  esta  gue- 
rra, que  nos  pondrá  de  relieve  las  cualidades  a  las 
que  ha  debido  su  éxito,  la  heroica  defensa  de  sus 
enemigos  y  las  causas  de  su  derrota. 

A  la  luz  de  los  acontecimientos  que  acaban  de 
producirse,  tal  vez  nos  sea  dado  leer  aquellos  que  el 
porvenir  tiene  deparados  a  este  pueblo  esforzado, 
acontecimientos  que  pudieran  muy  bien,  en  tiempo 
no  remoto,  transformar  el  mapa  de  Sud-Amiérica 
y  abrir  a  'os  productos  y  a  la  emigración  de  Europa 
nuevos  campos  de  actividad,  reunir  en  un  haz^  co- 
mún fuerzas  que  hoy  se  obstruyen  y  se  neutralizan 
y  crear  en  las  riberas  del  Suj*  Pacífico  un  Estado 
próspero  y  rico. 

I 

Al  pie  de  la  inmensa  muralla  de  los  Andes,  cuyos 
enhiestos  contrafuertes  y  nevados  picachos  la  sepa- 
ran de  la  República  Argentina  y  que  levantan  sus 
cimas  gigantescas  a  través  de  una  extensión  de  1,800 
leguas  de  sur  a  norte,  bañada  al  oeste  por  el  Océano 
Pacífico,  Chile  presenta  el  aspecto  de  una  estrecha 
faja  de  terreno,  oprimida  entre  dos  barreras  in- 
franqueables y  desarrollándose  en  una  extensión 
de  500  leguas. 

Forma,  por  consiguiente,  un  largo  y  estrecho 
valle,  que  corre  de  norte  a  sur,  cortado,  a  su  vez  por 
valles  laterales  aún  más  estrechos  y  cuyo  suelo  se 


eleva  en  forma  de  terrazas  y  planicies  hasta  el  mismo 
pie  de  las  murallas  colosales  de  los  Andes. 

Al  sur,  la  cordillera  se  inclina  hacia  el  mar  el 
valle  se  estrecha  más,  formando  una  especie  de 
surco  entre  las  abruptas  rocosidades  de  las  monta- 
ñas, contra  las  que  se  estrellan  los  vientos,  y  las 
costas  rudas  y  severas,  incesantem.ente  azotadas 
por  las  olas  del  embravecido  mar  del  polo  antartico. 

Los  últimos  contrafuertes  de  los  Andes  se  achatan 
y  se  alargan,  formando  las  altas  llanuras  de  la  Pa- 
tagonia  que  ofrece  paso  al  Estrecho  de  Magalla- 
nes: después,  empinándose  de  nuevo,  como  en  un 
esfuerzo  supremo,  forman  la  llamada  Tierra  del 
Fuego  y  los  pujantes  macizos  del  Cabo  de  Hornos, 
especie  de  centinela  avanzado  y  perdido  en  el  últi- 
mo extremo  de  la  América. 

Más  allá,  la  región  de  las  tempestades,  los  parajes 
más  temidos  por  los  marinos,  el  polo  sur,  que  va 
agrandándose  cada  siglo  ganando  todo  lo  que  pierde 
el  polo  norte,  y  que  va  avanzando  cada  vez  más 
sus  bancos  de  hielo,  región  desconocida,  inexplora- 
da, amenazante  en  su  inabordable  soledad. 

A  veces,  a  lo  lejos,  en  tiempo  despejado  y  sereno, 
detrás  de  la  barrera  de  hielo  cruza  el  mar  un  fulgor 
estridente,  se  oyen  sordos  gruñidos,  hay  quebranta- 
miento de  las  enormes  masas  de  hielo:  es  que  se 
revela  la  existencia  del  Erebo  y  del  Terror,  volca- 
nes antarticos  aparecidos  un  siglo  atrás  y  objeto 
de  un  terror  supersticioso.  En  ninguna  otra  parte 
se  presenta  el  Océano  con  un  aspecto  más  espantoso. 

En  este  punto  extremo  del  mundo,  se  juntan  el 
Atlántico  y  el  Pacífico.  Y  se  confunden  lanzando 
el  uno  contra  el  otro  sus  olas  enormes  como  monta- 
ñas, impulsadas  por  fuerzas  contrarias,  impacientes 
porlfabrirse  paso  y  enfurecidas  por  los  impetuosos 
vientos  -deljpolo. 


7  — 


Por  el  norte,  cambia  radicalmente  la  escena.  La 
frontera  chilena  llega  a  los  24  grados  de  latitud,  lo 
que  en  el  hemisferio  norte  corresponde  a  la  latitud 
de  La  Habana,  de  Egipto  y  de  la  India. 

Allí,  en  una  superficie  de  100  leguas,  se  extienden 
las  arenosas  llanuras  del  desierto  de  Atacama, 
Blancas  placas  de  cristales  nitrosos  se  ven  alter- 
nando con  enormes  materias  de  lavas.    • 

Nada  de  vegetación.  El  sol  ardiente,  el  cielo  im- 
placable, la  costa  severa.  Falta  el  agua  en  todas 
partes.  La  vida  animal  concluye.  Los  riachuelos 
que  en  otros  tiempos  surcaban  este  territorio  se  han 
secado  por  completo.  El  suelo  onduloso  se  levanta 
y  se  hunde  en  montículos  de  arena  y  de  rocas  cor- 
tados por  masas  plutonianas  y  atravesados  por  nu- 
merosas líneas  de  color  som.brío.  Por  todas  partes 
una  desnudez  monótona.  De  cuando  en  cuando  se 
ven  surgir  del  seno  de  la  llanura  grandes  rocas 
de  formas  extrañas  que  evocan  las  ruinas  de  anti- 
guos edificios  con  sus  ventanas  y  sus  agujas  altas 
y  finas  que  contrastan  con  las  unidas  y  redondeadas 
formas  de  las  alturas.  Son  rocas  plutonianas,  corta- 
das, comidas  por  la  acción  permanente  del  sol  y 
cuyas  aristas  menos  resistentes  han  sido  reducidas 
a  polvo. 

El  desierto  de  Atacama  separa  a  Chile  del  Perú 
y  Bolivia.  Del  uno  al  otro  de  estos  puntos  extremos 
serpentea  Chile  entre  los  Andes  y  el  mar. 

Su  superficie  es  igual  a  vez  y  media  la  de  Ita- 
lia, de  todos  los  países  de  Europa  el  que  más  se  le 
asemeja  por  su  producción  y  su  clima.  Su  suelo  es 
rico  en  minas  de  plata,  cobre,  hulla,  plomo,  hierro, 
y  se  adapta  admirablemente  al  cultivo  de  los  cerea- 
les y  a  la  mantención  del  ganado.  A  lo  largo  de  su 
costa,  puertos  seguros  atraen  y  resguardan  infini- 
dad de  embarcaciones;  entre  estos  puertos,  están 


8  — 


Coquimbo,  Valparaíso,  el  mayor  puerto  comercial 
de  Sud-América:  Concepción,  Talcahuano,  Val- 
divia, Punta  Arenas,  el  más  meridional  de  los  puer- 
tos civilizados  del  globo.  Su  población  es  de  dos  mi- 
llones y  medio  de  habitantes,  más  o  menos,  con  un 
promedio  de  diez  habitantes  por  milla  cuadrada; 
pero  si  la  superficie  de  Chile  es  mucho  mayor  que 
la  de  Italia,  que  cuenta  con  248  habitantes  por  milla 
cuadrada,  hay  que  tener  en  cuenta,  sin  embargo, 
que  sólo  una  tercera  parte  del  suelo  italiano  es 
improductiva  y  que  apenas  si  está  cultivada  una 
cuarta  parte  del  suelo  chileno. 

Por  su  posición  geográfica,  'que  hemos  descrito 
brevemente,  Chile  es  necesariamente  un  país  ma- 
r'timo,  agrícola  y  comercial.  El  océano  ante  el  cual 
extiende  gran  partes  de  su  territorio  es  la  via  na- 
tural de  comunicación  de  un  punto  a  otro  de  su 
suelo.  El  océano  es,  además,  el  único  punto  por 
donde  se  le  puede  atacar. 

Los  Andes,  con  sus  estrechos  desfiladeros,  sus 
gargantas  inaccesibles,  lo  protegen  y  defienden  de  to- 
do ataque  por  tierra.  Por  el  norte  y  el  sur  es  ina- 
bordable. 

El  mar  es  su  dominio  natural,  por  él  exporta  sus 
productos  y  por  él  importa  lo  que  necesita,  por  él 
está  en  comunicación  con  el  mundo,  por  él  es  sola- 
mente accesible  y  vulnerable,  y  es  por  este  motivo 
por  el  que  necesita  concentrar  sus  esfuerzos  en  sus 
costas  crear  una  marina  mercante  para  las  necesi- 
dades de  su  comercio,  una  marina  de  guerra  para  su 
defensa  y  para  fortificar  sus  puertos. 

Un  país  que  tiene  sus  fronteras  naturales,  sus 
accidentes  de  terreno,  sus  montañas,  llanuras  y 
valles,  ríos,  suelo,  clima  y  productos  propios  es  el 
molde  en  que  una  nación  se  engrandece  o  se  debilita, 
prospera  o  fenece,  según  que  se  establezca  o  que  se 


—  9  — 

rompa  la  armonía  entre  su  genio  propio  y  el  medio 
en  que  se  halla  y  en  el  que  actúa.  Un  pueblo  es  más 
o  menos  colonizador,  según  que  se  adapte  con  ma- 
yor o  menor  facilidad  a  las  condiciones  geográficas 
y  climatológicas  de  otros  países  distintos  al  suyo. 
La  raza  española  que  pobló  la  América  del  Sur 
y  cuyos  descendientes  gozan  aún  como  señores  del 
suelo  conquistado  por  sus  antepasados  hace  ya  tres 
sfglos,  merece  figurar  a  la  cabeza  de  las  razas 
esencialmente  colonizadoras. 

Sobrio,  valiente,  duro  para  la  fatiga,  el  español 
ha  sufrido  sin  perder  ninguna  de  las  características 
de  su  raza,  la  transplantación  a  un  nuevo  continen- 
te. Tal  como  se  nos  mostraba  en  Europa  lo  volve- 
mos a  encontrar  en  América.  Allí  donde  lo  llevó  el 
genio  aventurero  de  sus  navegantes  ha  echado 
raíces  con  una  firmeza  verdaderamente  asombrosa. 
La  poderosa  República  de  Estados  Unidos  no  ha 
podido  arrebatarle  la  Florida,  sino  a  fuerza  de  di- 
nero, y  Texas  y  California  a  costa  de  innumerables 
esfuerzos.  En  México  sigue  aún  resistiendo  a  todas 
las  agresiones.  (1)  Ni  ^a  guerra  civil,  ni  la  guerra 
extranjera,  ni  la  incuria  de  la  administración,  ni 
el  desbarajuste  de  la  Hacienda  han  sido  capaces 
de  despojarla  de  este  vasto  imperio.  En  la  América 
Central,  bajo  el  clima  más  abrasador,  aún  retiene 
en  su  poder  lo  que  conquistó;  la  América  meridional 
le  pertenece  toda  entera  y  Cuba  continúa  siendo 
española  a  pesar  de  todos  y  de  todo,  a  pesar  de  las 
faltas  de  la  metrópoli  y  a  pesar  de  la  inmoderada 
codicia  de  los  Estados' Unidos. 

Independizado  sólo  cincuenta  años  ha  del  yugo 
español.  Chile  ha  pasado  como  todos  los  países  en 


(*)  Nota  del  traductor, — Téngase  en  cuenta  que    este  estudio 
de  M.  Varigny*  se  publicó  en  el  año  1881, 


—  ló- 
seme jante  caso  ese  período  turbulento  inevitable 
de  discusiones  y  de  luchas  intestinas  que  sucede  in- 
variablemente a  todo  supremo  esfuerzo  nacional. 
Unidas  durante  la  lucha,  vencedoras  precisamente 
por  esta  unión,  aparecen  después  las  ambiciones; 
al  día  siguiente  de  la  victoria  salen  a  luz  y  se  acen- 
túan las  tendencias  diferentes.  Período  crítico  en  que 
más  de  un  pueblo  heroico  ha  visto  obscurecerse  su 
fortuna  y  sucumbir  su  independencia.  Para  Chile 
este  período  fué  breve.  Un  Gobierno  regular,  acep- 
tado por  todos,  restableció  el  orden  en  las  finanzas, 
en  la  administración  y  en  el  ejército.  El  mismo 
día  después  de  su  victoria  sobre  España.  Chile 
enviaba  sus  soldados  a  combatir  por  la  libertad 
del  Perú,  dejaba  exhausto  su  tesoro  para  crear  una 
flota,  reclutar  un  ejéricto  y  librar  en  Ayacucho 
una  nueva  y  sangrienta  batalla  en  favor  de  la  inde- 
pendencia de  la  América  del  Sur.  En  paz  con  sus 
vecinos,  separado  de  ellos  por  sus  barreras  naturales. 
Chile  pudo  consagrarse  al  trabajo,  cultivar  su  suelo, 
desarrollar  sus  riquezas  y  durante  los  últimos  trein- 
ta años,  gozar  de  una  prosperidad  y  de  una  tranquili- 
dad desconocidas  para  las  otras  repúblicas  hispano- 
americanas. 

El  descubrimiento  de  California,  la  gran  corrien- 
te de  emigración  que  se  dirigió  hacia  la  costa  nor- 
te del  Océano  Pacífico,  dieron  al  comercio  de  Chile 
un  impulso  vigoroso  y  contribuyeron  a  modificar 
notablemente  su  situación  económica. 

La  emigración  europea,  que  iba  hacia  las  minas 
de  oro  de  California,  se  efectuó  en  un  principio  por 
el  Cabo  de  Hornos.  Valparaíso  se  convirtió  muy 
pronto  en  un  centro  importante  por  ser  el  punto 
obligado  de  fondeadero  para  los  barcos  que  aca- 
baban de  afrontar  las  tempestades  del  Cabo  de 


—  11  — 


Hornos,  y  que  forzosamente  tenían  que  repararse 
y  aprovisionarse  en  este  puerto. 

De  1848  a  1852,  se  duplicó  el  movimiento  comer- 
cial de  Valparaíso  a  consecuencia  de  este  continuo 
tránsito  de  barcos.  La  exportación  contribuyo  a 
engrandecerlo  más  aún.  California  no  producía  mas 
que  oro.  Los  emigrantes  llegaban  por  millares.  Todo 
faltaba  allí  y  lo  que  hacía  falta  sólo  Chile  podía 
proporcionarlo  por  entonces.  Durante  muchos  anos 
tuvo  Chile  el  monopolio  en  el  suministro  de  ha- 
rinas y  provisiones  de  todo  género.  Valparaíso  Val- 
divia'' y  Concepción  se  enriquecieron.  El  oro  de 
California  afluía  a  Chile,  ^os  viajes  marítimos  le 
proporcionaban  no  pocos  emigrantes  descorazona- 
dos, su  población  aumentaba  de  hecho  de  una  ma- 
nera rápida  por  estas  corrientes  de  emigrantes  de 
las  que  siempre  se  quedaba  con  una  parte 

Este  movimiento  duró  sólo  un  tiempo.  La  cons- 
trucción del  ferrocarril  de  Panamá  y  el  estableci- 
miento de  líneas  de  vapores  de  Europa  a  Estados 
Unidos  y  de  Estados  Uniños  a  Aspmwall,  hicieron 
desviar  su  ruta  a  las  emigraciones,  abriéndoseles 
una  nueva  vía  mucho  más  rápida  y  mucho  menos 
peligrosa.  Por  último,  más  tarde,  la  construcción 
del  gran  ferrocarril  del  Pacífico  estableció  comuni- 
caciones seguras  y  rápidas  y  fué  causa  de  que 
los  viajeros  al  menos,  abandonasen  el  paso  por 
Panamá.  ^  ,  ,   . 

Chile  supo  aprovecharse  hábilmente  de  su  bri- 
llante, aunque  efímera  prosperidad. 

Su  comercio  marítimo,  notablemente  acrecenta- 
do había  ya  formado  a  sus  marinos;  la  audacia  vi- 
no acompañada  con  el  éxito;  hubo  armadores,  la- 
bradores enriquecidos,  que  vislumbraron  un  por- 
venir seguro.  Circunstancias  imprevistas  habían 
hecho  de  Valparaíso  el  puerto  comercial  más  impor- 


—  12  — 

tante  del  Pacífico.  Durante  .muchos  años  habían 
visitado  este  puerto  todos  los  marinos  de  la  tierra, 
originando  allí  una  animación  extraordinaria  y  una 
prosperidad  sin  ejemplo.  Después  bruscamente, 
la  corriente  se  desvió  y  tomó  rumbo  en  dirección  al 
norte.  Se  hablaba  de  la  apertura  del  Itsmo  de  Pa- 
namá El  día  en  que  esta  nueva  vía  quedase  abierta 
el  comercio  marítimo  dejaría  definitivamente  la  vía 
del  Cabo  de  Hornos ;  si  no  los  pasajeros  las  mercade- 
rías continuarían  sin  embargo  usando  esta  vía  des- 
pués de  todo  más  económica  a  pesar  de  ser  más  larga 
y  más  peligrosa.  El  oro  sembrado  en  Chile  había 
dado  sus  frutos;  la  agricultura  había  recibido  un 
gran  impulso,  se  explotaban  las  minas  y  por  cierto 
con  gran  rendimiento ;  estaban  en  estado  florecien- 
te las  finanzas,  todo  alentaba  para  las  grandes  espe- 
ranzas y  las  grandes  ambiciones.  Veinticinco  años 
de  paz,  una  marina  considerable,  un  ejército  bien 
disciplinado,  un  crédito  firme  y  amplio,  permitían 
seguramente  realizar  grandes  cosas. 

Chile  se  sentía  oprimido  y  estrecho  dentro  de 
sus  límites  actuales:  al  este  los  Andes,  a  sur  el 
Mar  Pacífico,  al  oeste  el  Océano.  Sólo  por  el  norte 
podía  extenderse.  Además,  yendo  hacia  el  norte, 
se  acercaba  al  Itsmo,  al  movimiento  europeo.  El 
norte  le  atraía  con  la  fuerza  que  el  imán  atrae  al 
hierro  Las  naciones,  lo  mismo  que  los  individuos, 
sufren  estas  influencias  exteriores,  que  son  para 
ellas  el  resultado  de  su  situación  geográfica  y  eco- 
nómica. 

Hace  un  siglo  que  los  Estados  Unidos  van  cami- 
nando hacia  el  oeste;  no  han  detenido  su  marcha 
sino  cuando  han  llegado  a  las  costas  del  Pacífico . . . 
y  aún. 

Más  allá,  en  el  remoto  confín  del  océano  entre 
brumas,  divisan  ellos  las  soleadas  costas  de  'as  is- 


—  is- 
las Sandwich,  en  las  que  sueñan  ellos  construir 
su  base  naval,  el  lugar  de  recreo  de  sus  millonarios 
de  California,  y  su  estación  invernal,  la  Niza  tro- 
pical  de  aquellos  Estados  donde  impera  el  oro. 

Precisamente,  en  este  mismo  momento,  por  una 
singular  coincidencia,  las  barreras  naturales  que 
parecían  destinadas  a  impedir  la  salida  de  Chile 
hacia  el  norte,  se  derrumban  por  sí  mismas.  El 
desierto  de  Atacama  dejó  de  ser  un  obstáculo  y  pasó 
a  ser  el  blanco  de  la  codicia.  Aquel  suelo  árido  y 
arenoso,  rebelde  a  todo  cultivo,  encerraba  en  su 
seno  depósitos  inmensos  de  salitre.  Bajo  la  corteza 
terrestre,  cuyo  espesor  varía  en  algimos  centímetros, 
se  encuentra  una  tierra  de  color  claro,  compacta, 
compuesta  en  gran  parte  de  gypsa  y  de  piedrecitas 
que  los  buscadores  de  salitre  designan  con  el  nom- 
bres de  * 'costras".  El  espesor  de  este  terreno  es  de 
dos  a  cuatro  centímetros,  y  bajo  esta  capa  se  en- 
cuentra el  salitre.  Este  se  presenta  en  capas  muy 
irregulares,  cuyo  espesor  varía  desde  uno  o  dos 
centímetros  hasta  dos  y  mas  metros.  ¿De  dónde 
proviene?  La  presencia  del  cloruro  de  sodio  o  sal  co- 
mún en  los  terrenos  salitreros,  sugirió  en  un  prin- 
cipio la  idea  de  que  estos  eran  antiguas  formaciones 
marinas,  pero  al  observarlos  con  mayor  detenimien- 
to, se  pudo  constatar  la  falta  absoluta  de  forma- 
ciones calcáreas  y  de  rocas  estratificadas ;  en  ningu- 
no de  estos  depósitos  de  salitre  se  han  podido  en- 
contrar vestigios  de  conchas  marinas.  Y,  por  último, 
a  veces,  en  lugar  de  ocupar  las  partes  bajas  del  te- 
rreno, se  encuentra  ei  salitre  amontonado  en  pe- 
queñas colinas  y  hasta  en  alturas  considerables, 
como  en  las  minas  de  Paposo  y  hasta  en  la  cumbre 
de  la  .cordillera  de  Maricunga.  Por  consiguiente  es 
evidente  que  su  origen  es  local  y  que  el  salitre  se 
ha  formado  allí  donde  se  encuentra.  La  hipótesis  más 


—  14  — 

admisibles  es  la  de  que  el  salitre  proviene  de  la 
descomposición  de  rocas  feldespáticas  sumamente 
abundantes  en  toda  esa  región,  y  cuyos  elementos 
constitutivos  bajo  la  influencia  del  aire  se  convier- 
ten en  nitrato. 

La  explotación  del  salitre,  emprendida  en  los 
confines  del  desierto  de  Atacama,  había  dado  exce- 
lentes resultados.  El  descubrimiento  de  los  yacimien- 
tos de  Antofagasta,  determinó,  hace  algunos  años, 
una  verdadera  fiebre  minera. 

Antofagasta  está  situada  en  el  desierto  de  Ata- 
cama,  que  separa  el  norte  de  Chile  de  las  provincias 
del  sur  del  Perú  y  de  Bolivia.  En  los  momentos  de 
formarse  las  Repúblicas  chilena  y  boliviana,  este 
territorio  inculto  y  sin  valor,  servía  de  frontera 
natural  entre  los  dos  países,  frontera  vaga  e  indecisa, 
a  la  que  ni  uno  ni  otro  Estado  concedieron  durante 
mucho  tiempo  ninguna  importancia,  hasta  el  día  en 
que  exploradores  afortunadas  descubrieron  los  ya- 
cimientos de  salitre  y  de  guano. 

Diez  años  duraron  las  negociaciones  diplí)máticas 
entabladas  en  1856.  Chile  exhibía  títulos  de  posesión, 
que  demostraban  que  su  jurisdicción  se  extendía 
hasta  el  grado  22  de  latitud  sur.  Bolivia  reclamaba 
hasta  el  25  grado.  Un  peligro  común  trajo  consigo 
una  ''entente".  En  1866,  a  la  terminación  de  la  gue- 
rra sostenida  conjuntamente  por  Chile,  Bolivia  y 
Perú,  contra  España,  se  hicieron  de  una  y  otra 
parte  mutuas  concesiones,  y  en  un  tratado  firmado 
en  aquel  mismo  año,  se  fijo  en  el  grado  24  de  lati- 
tud sur  la  frontera  de  los  dos  Estados.  Quedó,  sin 
embargo,  estipulado  que  explotarían  en  común  y 
compartirían  por  iguales  partes  lo  que  se  recau- 
dase por  derechos  de  explotación  de  las  minas  y  los 
yacimientos  situados  entre  los  grados  23  y  25.  En 
estos  límite  se  encuentra  Antofagasta,  a  diez  leguas 


—  15  — 

al  norte  del  grado  24,  y  por  consiguiente,  en  terri- 
torio boliviano.  Fué,  por  tanto,  el  Gobierno  de  Bo- 
livia  quien,  de  acuerdo  con  el  Tratado  de  1866, 
otorgó  a  las  compañías  chilenas  las  concesiones  ne- 
cesarias. 

Relegada  toda  ella  al  interior  del  continente, 
donde  ocupa  una  superficie  doble  de  la  de  Francia, 
Bolivia  no  posee  otra  salida  al  mar  que  esta  estre- 
cha faja  de  terreno  de  alrededor  de  40  leguas,  li- 
mítrofe de  Chile.  Al  norte  obstruye  el  acceso  al 
mar  la  provincia  peruana  de  Arequipa,  de  manera 
que  el  comercio  boliviano  se  ejerce  en  gran  parte 
por  los  puertos  del  Perú.  Después  del  tratado  de 
1866,  la  emigración  chilena,  atraída  por  el  afán  de 
la  ganancia,  fué  remontando  poco  a  poco  la  costa 
e  invadió  el  desierto,  que  exploró  en  todas  direccio- 
nes; entonces  hizo  nuevos  descubrimientos  de  ya- 
cimientos. En  las  costas,  sobre  todo,  se  formaron 
nuevos  centros  de  población.  Puertos  pequeños, 
desconocidos  poco  antes,  adquirieron  una  gran 
importancia;  los  depósitos  de  salitre,  en  vista  de  la 
dificultad  de  comunicaciones,  no  podían  ser  explo- 
tados eficientemente,  sino  cuando  estaban  situados 
a  poca  distancia  de  la  costa. 

Descubiertos  por  los  chilenos  los  importantes 
yacimientos  de  Antofagasta,  fueron  explotados  por 
una  compañía  chilena  que  disponía  de  capitales 
considerables. 

Nadie  puso  en  discusión  el  derecho  de  propiedad 
de  Bolivia;  la  compañía  chilena  lo  reconoció  de  la 
manera  más  explícita,  conformándose  a  las  leyes  y 
reglamentos  bolivianos  relativos  a  la  explotación 
de  minas.  En  pocos  años  Antofagasta  adquirió 
un  enorme  desarrollo  y  enriqueció  a  los  accionistas 
de  sus  minas. 

Estos  resultados  debidos  a  la  actividad,  al  es- 


—  16  — 

píritu  de  empresa  y  a  la  iniciativa  de  los  chilenos, 
despertaron  la  envidia  primero  y  la  inquietud  des- 
pués, de  Boiivia.  Surgieron  dificultades  La  vaga 
cláusula  del  Tratado  de  1866,  que  estipulaba  el 
disfrute  de  común  de  las  minas  entre  los  grados 
23  y  25,  se  prestaba  a  muy  diversas  interpretaciones. 
A  instancias  de  sus  nacionales  y  deseoso  de  no  arries- 
gar sus  capitales  en  una  empresa  de  tanta  importan- 
cia, sino  después  de  una  entente  previa  con  Boii- 
via, el  Gobierno  chileno  volvió  a  entablar  negociacio- 
nes que  concluyeron  en  1874,  con  las  siguientes  de- 
claraciones: Chile  se  comprometía  a  renunciar  a  su 
parte  correspondiente  en  los  derechos  que  debía 
percibir  sobre  los  guanos  y  las  minas,  en  virtud  del 
Tratado  de  1866,  y,  por  su  parte,  el  Gobierno  de 
Boiivia  declaraba  que  los  derechos  de  exportación 
en  la  zona  común  no  se  elevarían  sobre  los  que  re- 
gían en  aquel  entonces;  que  las  personas,  las  indus- 
trias y  capitales  chilenos  no  serían  sometidos  a  nin- 
guna otra  contribución  que  las  actualmente  existen- 
tes. Esta  cláusula  del  Tratado  debería  regir  por  es- 
pacio de  25  años. 

Boiivia  no  preveía  entonces  que  en  un  plazo  no 
lejano,  bajo  el  régimen  de  una  legislación  minera 
sumamente  liberal,  Antofagasta  se  había  de  convertir 
en  una  colonia  chilena,  que  contaba  con  cerca  de 
20,000  obreros,  dueños  en  realidad  de  un  territorio 
sobre  el  que  el  Gobierno  de  Boiivia  no  ejercía  más 
que  soberanía  nominal.  A  Boiivia  no  se  le  ocurrió 
ni  en  sueños  distraer  un  ejército,  construir  fortale- 
zas, ocupai-  militarmente  una  región  absolutamente 
estéril,  en  la  que  faltaba  por  completo  todo  lo  más 
necesario  e  indispensable  para  la  vida  del  hombre, 
donde  no  podía  conseguirse  un  poco  de  agua  potable 
siquiera,  sino  merced  a  aparatos  de  destilación  ins- 
talados en  la  playa,  donde  escaseaba  el  combustible 


hasta  el  punto  de  que  sus  habitantes  no  podían 
cocer  sus  ahmentos,  sino  después  que  sus  an  males 
de  carga  habían  digerido  los  suyos  y  el  sol  abrasa- 
dor del  desierto  había  secado  sus  excrementos. 

Protegida  con  su  tratado  con  Bolivia,  la  emigra- 
ción chilena  avanzaba  con  paso  lento,  pero  seguro. 
En  muchas  circunstancias  surgieron  dificultades 
con  las  autoridades  locales,  impotentes  para  hacer 
respetar  sus  resoluciones  y  afirmar  su  autoridad. 

En  La  Paz,  sede  del  Gobierno  boliviano,  la  opi- 
nión pública  inquieta,  cormiovida,  reprochaba  al 
Presidente  su  excesiva  condescendencia  para  Chile 
y  le  acusaba  de  sacrificar  los  intereses  nacionales. 
No  estaba  lejos  la  hora,  decían,  en  que  Bolivia  de- 
jaría de  ser  una  nación  independiente,  y  no  tendría 
más  remedio  que  someterse  a  la  dominación  chilena. 
Esa  hora,  llegaría  cuando, .  privada  de  toda  salida 
al  mar,  encerrada  por  todas  partes,  Bolivia  se  viese 
obligada  a  exportar  sus  productos  y  a  importar  sus 
artículos  por  los  puertos  de  su-  rival. 

Pero  estas  alarmas  no  eran  sólo  de  Bolivia.  Por 
razones  diversas,  el  Perú  seguía  con  mirada  recelosa 
esta  invasión  pacífica  de  Chile.  El  desierto  de  Ata- 
cama  separaba  sus  provincias  meridionales  del  nor- 
te* de  Chile  y  el  desierto  se  poblaba  rápidamente. 
Por  otra  parte,  el  Perú  estaba  lleno  de  deudas,  su 
Hacienda  mal  administrada,  le  obligaba  a  acudir 
al  crédito  y  el  crédito  se  agotaba. 

A  pesar  de  disponer  de  infinidad  de  recursos  natu- 
rales, iba  a  la  bancarrota;  las  islas  Chinchas,  esos 
yacimientos  enormes  de  guano,  eran  para  el  Perú 
lo  que  el  Perú  mismo  con  sus  prodigiosas  minas  de 
oro,  había  sido  para  España:  una  fuente  de  fáciles 
r  quezas,  al  parecer  inagotables,  y  en  realidad  mo- 
tivo de  incuria,  de  miseria,  y  en  último  término, 
de  ruina. 

G.  del  Pacífico— 2 


Se  gastaba  sin  tasa  ni  medida,  vendiendo,  hipo- 
tecando las  ganancias  del  porvenir.  Los  depósitos 
de  guano  debían  proveer  a  todo,  permitirlo  todo  y 
excusarlo  todo.  Pero  estos  depósitos  se  agotaron 
también.  Se  les  pidió  demasiado,  adelantos  enormes, 
intereses  exorbitantes.  El  Perú,  urgido,  se  apresu- 
ró a  reparar  su  déficit,  cargando  con  un  subido  im- 
puesto la  exportación  de  sus  salitres.  En  su  territo- 
rio había  inmensos  yacimientos.  Pero  estos  elevados 
impuestos  producían  poco,  y  no  dieron  otro  resulta- 
do que  el  de  constituir  una  pr  ma  en  favor  del  sali- 
tre chileno,  activar  su  producción  y  estimular  su 
exportación.  Los  barcos  europeos  abandonaron  los 
puertos  del  Perú  y  vinieron  a  cargar  a  Mejillones 
y  Antofagasta  el  salitre  que  las  compañías  chilenas 
vendían  a  más  bajo  precio,  no  teniendo  que  pagar, 
en  virtud  del  Tratado  de  1874,  sino  derechos  muy 
moderados. 

Para  impedir  esta  competencia  tan  desastrosa,  no 
había  más  que  un  medio:  persuadir  al  Gobierno 
boliviano  que  impusiese  a  sus  salitreras  contribu- 
ciones más  subidas.  Oponíase  a  ello  el  Tratado  de 
1874,  pero  Bolivia  estaba  también  empobrecida,  la 
opinión  pública  era  contraria  a  la  explotación  chi- 
lena. Esta  medida  tenía  por  tanto,  para  ella  la  sim- 
patía de  su  Gobierno  y  la  de  su  pueblo.  En  realidad 
podía  ser  causa  de  una  guerra,  pero  no  se  creía  en 
ella.  Chile  no  se  atrevería,  pensaron  ellos,  a  aventu- 
rarse en  una  guerra  con  Bolivia,  en  una  lucha  larga 
y  costosa,  en  la  que  tendría  que  transportar  a  tra- 
vés del  desierto  un  ejército  con  todos  sus  aprovisio- 
namientos, franquear  enormes  distancias  de  terre- 
no estéril,  la  cordillera  de  los  Andes  y  emprender 
una  marcha  peligrosa  sobre  La  Paz.  Chile  vacilaría 
aún  más  si  Bolivia,  firmando  un  tratado  de  alianza 
ofensiva  y  defensiva  con  el  Perú,  podía  poner  sobre 


-19- 

las  armas  los  efectivos  militares  y  las  fuerzas  na- 
vales de  esta  nación.  Un  tratado  de  esta  naturaleza 
fué  precisamente  la  condición  que  puso  Boliyia  para 
aceptar  la  aventura  que  el  Perú  le  proponía. 

Se  iniciaron  negociaciones  y  quedó  firmado  el 
Tratado,  que  se  convino  en  mantener  secreto,  con 
el  fin  de  proporcionar  al  Perú  la  ocasión  de  ofrecer 
su  mediación,  no  revelándolo  sino  en  caso  de  que 
Chüe  rechazase  esta  mediación  y  declarase  la  gue- 
rra. 

El  11  de  Febrero  de  1878  el  Congreso  Nacional  de 
Bolivia,  aprobó  el  siguiente  decreto: 

''Artículo  único.— Se  aprueba  la  transacción  he- 
cha por  el  Poder  Ejecutivo  el  27  de  Noviembre  de 
1873,  con  la  compañía  de  salitre  y  del  ferrocarril  de 
Antofagasta,  "con  la  condición  de  que  se  haga  efec- 
tivo un  impuesto  de  diez  centavos  por  quintal 
de  salitre  exportado". 

El  Congreso  se  excedía  en  sus  facultades.  La  ley 
de  22  de  Noviembre  de  1872,  había  concedido  al 
Presidente  y  a  su  Gabinete  autorización  para  arre- 
glar de  una  manera  definitiva  todas  las  cuestiones 
suscitadas  sobre  la  validez  de  las  concesiones. 
Esta  ley  aprobaba  por  tanto  el  convenio  celebrado 
el  27  de  Noviembre  con  la  Compañía  de  Antofagas- 
ta y  no  era  necesaria  una  sanción  legislativa  posterior. 
Tal  había  sido  en  efecto  la  opinión  de  los  Congresos 
Nacionales  de  1874,  1875,  1876  y  1877.  Ellos  ha- 
bían consagrado  con  su  silencio  y  su  aprobación 
implícita  la  validez  de  una  transacción  sobre  la  que 
el  Congreso  de  1878  no  estaba  llamado  a  interve- 
nir. 

Por  otra  parte,  este  decreto  constituía  una  vio- 
lación formal  del  artículo  4."  del  Tratado  de  1874, 
por  el  que  el  Gobierno  boliviano  se  comprometía 


^  no  establecer  nuevos  impuestos  sobre  la  explota- 
ción chilena  durante  un  período  de  25  años. 

Chile  protestó  contra  esta  violación  de  un  pacto 
internacional. 

Su  Ministro  en  La  Paz  pidió  al  Gobierno  bolivia- 
no la  reconsideración  de  este  decreto.  Entabláronse 
negociaciones,  que  duraron  todo  el  año  1878.  Bolivia 
trataba  de  aplazar  la  discusión.  Necesitaba  tiempo 
para  hacer  sus  preparativos  militares  y  dejar  al 
Perú  que  organizase  sus  fuerzas  para  impedir  con 
un  imponente  despliegue  de  fuerzas  de  los  dos  ejér- 
citos aliados  la  entrada  en  campaña  del  ejército 
chileno. 

El  Gabinete  de  Santiago,  irritado  con  los  aplaza- 
mientos de  la  cuestión,  exigió  una  respuesta  inmedia- 
ta y  definitiva,  declarando  que  sólo  la  derogación 
del  decreto  podía  satisfacerlo.  Acorralado,  el  Go- 
bierno de  Bolivia,  sostuvo  la  tesis  singular  de  que  el 
Congreso  Nacional  tenía  el  derecho  de  poder  ex- 
pedir decretos  en  contraposición  con  leyes  anteriores 
y  pactos  internacionales.  Por  fin,  el  18  de  Septiembre 
de  1878  informó  al  Ministro  de  Chile  que  mantenía 
en  todas  sus  partes  el  decreto  y  que  se  habían  dado 
órdenes  terminantes  a  las  autoridades  de  la  costa 
para  la  percepción  del  impuesto  prescrito  por  el  de- 
creto de  Febrero.  El  Gobierno  boliviano  exigía, 
además,  el  pago  de  una  suma  de  450  mil  pesos  que 
se  le  adeudaba,  según  él  por  los  impuestos  anteriores 
y  alegaba  que,  como  consecuencia  de  la  concesión 
hecha  por  él  a  la  compañía  constructora  del  ferro- 
carril destinado  a  unir  las  minas  con  el  mar,  se  creía 
en  el  derecho  de  exigir  una  compensación  propor- 
cional a  la  garantía  financiera  aceptada  por  él  en 
interés  de  la  explotación. 

En  Chile  fué  enorme  la  sorpresa.  Chile  se  sentía 


—  21- 

amenazado,  pero  se  encontraba  listo.  El  Gobierno 
llamó  a  su  Ministro  en  La  Paz  y  decretó  la  movili- 
zación del  ejército,  poniendo  en  pie  de  guerra  20 
mil  hombres  y  movilizando  su  escuadra 

El  Gobierno  boliviano  no  esperaba  tan  enérgicas 
medidas;  invocando,  a  su  vez,  el  texto  del  Tratado 
de  1874,  recordó  a  Chile  que  uno  de  los  artículos 
de  este  Tratado  estipulaba,  en  caso  de  divergencias, 
el  recurso  de  mediación  de  un  país  neutral,  y  ofre- 
ció la  mediación  del  Perú.  El  golpe  era  hábil  y  magis- 
tral. Si  Chile  aceptaba,  ganaba  la  causa  Bolivia; 
si  rehusaba,  se  ponía  en  evidencia  y  ofrecía  al  Perú 
un  pretexto  para  intervenir.  Junto  con  esta  propo- 
sición de  arbitraje,  llegaba  a  Santiago  un  Plenipo- 
tenciario peruano  con  la  misión  de  ofrecer  a  Chile 
su  amistosa  mediación. 

Ciertas  indiscreciones,  intencionadas,  dejaron 
comprender  que,  en  caso  que  Chile  rehusase  su  ofre- 
cimiento, el  Perú,  muy  a  pesar  suyo,  se  vería  en  la 
obligación  de  entrar  en  guerra  y  defender  la  causa 
de  Bolivia.  En  tales  condiciones  y  bajo  tales  reservas, 
no  podía  ser  escuchada  la  proposición  de  arbitraje. 
Chile,  sin  entrar  siquiera  en  discusiones,  contestó 
declarando  que  la  violación  por  parte  de  Bolivia 
del  Tratado  de  1874,  retrotraía  la  cuestión  al  estado 
en  que  se  hallaba  antes  de  la  firma  del  Tratado; 
que  en  aquella  época  él  tenía  establecidos  sus  derechos 
sobre  el  territorio  situado  entre  los  grados  23  y  25 
de  latitud  sur  y  que  solamente  había  consentido  en 
limitar  su  soberanía  al  grado  24  con  la  precisa  con- 
dición de  disfrutar  en  común  la  parte  del  desierto 
de  At acama,  comprendida  entre  el  grado  24  y  25 
y  que  quebrantado  este  acuerdo  por  parte  de  Bo- 
livia, Chile  tomaba  posesión  de  lo  que  le  pertenecía, 


—  22  — 

II 

Era  la  guerra.  Bolivia  creyó  evitarla  o  al  menos 
retardarla,  revocando  el  decreto  expedido,  pero 
declarando  que  se  consideraba  desligada  de  sus  úl- 
timas concesiones,  y  en  consecuencia  retiraba  los 
previlegios  otorgados  a  la  Compañía  de  Antofagasta. 
Desprovista  de  las  fórmulas  diplomáticas,  aquella 
declaración  equivalía  a  ésta:  Bolivia  revocaba  un 
decreto  que  imponía  una  contribución  de  450  mil 
francos,  pero  confiscaba  o  arruinaba  una  propie- 
dad que  valía  más  de  veinte  millones. 

El  12  de  Febrero  de  1879,  Santiago  celebraba  el 
aniversario  de  la  batalla  de  Chacabuco,  fecha  ins- 
crita en  los  fastos  históricos  de  Chile.  Aquel  mismo 
día  el  Ministro  del  Interior  recibía  el  siguiente  des- 
pacho mandado  desde  Antofagasta,  el  que  inmedia- 
tamente fué  publicado  y  pegado  en  todas  las  esquinas 
de  las  calles  de  la  capital:  "El  Gobierno  de  Bolivia, 
a  despecho  de  nuestras  reclamaciones  ha  decretado 
la  confiscación  de  la  propiedad  de  nuestros  conciuda- 
danos y  ha  tomado  posesión  de  los  depósitos  de 
salitre,  sin  dignarse  siquiera  dar  una  explicación". 

Una  explosión  de  cólera  acogió  esta  noticia. 
Sobreexcitada  la  opinión  pública,  obligó  al  Gabinete 
a  proceder.  Este  estaba  pronto.  Los  obreros  chilenos 
empleados  en  las  faenas  mineras  recibieron  por 
telégrafo  la  orden  de  resistir;  reforzados  con  un  gru- 
po de  tropas  regulares,  se  apoderaron  de  Antofa- 
gasta, Mejillones  y  de  Caracoles.  Un  acorazado 
chileno  bloqueaba  el  puerto  de  Cobija,  donde  se 
habían  refugiado  las  autoridades  bolivianas  arroja- 
das de  los  distritos  mineros.  El  ejército  se  ponía  en 
acción  y  nuevos  transportes  cargados  de  tropas 
llegaban  con  toda  rapidez  a  las  costas  de  Bolivia 
con  inayore§  refuerzos. 


El  Gobierno  de  Santiago  no  se  hacía  ilusiones 
sobre  la  gravedad  de  las  resoluciones  adoptadas. 
Chile  se  encontraba  entonces  en  una  de  esas  situa- 
ciones en  que  se  impone  la  audacia  y  en  que  la  for- 
tuna prodiga  sus  favores  según  el  grado  de  vitalidad 
de  un  pueblo,  la  habilidad  de  su  Gobierno  y  el  co- 
raje de  sus  soldados.  No  tenía  solamente  que  temer 
la  coalición  del  Perú  con  Bolivia,  tenía  que  temer 
también  a  la  República  Argentina,  con  la  que  sus 
relaciones  diplomáticas  eran  cada  día  más  tirantes, 
a  causa  de  una  profunda  desinteligencia  y  que  po- 
día, aprovechando  la  ocasión,  venirse  en  contra 
de  Chile,  crear  una  situación  difícil  o  por  lo  menos 
hacer  pagar  su  neutralidad  a  un  precio  muy  subido. 

Como  ya  hemos  manifestado,  la  Cordillera  de 
los  Andes  separa  a  Chile  de  la  República  Argentina, 
cuya  capital  es  Buenos  Aires.  Estos  montes,  difíciles 
de  franquear,  fáciles  para  defenderse  de  una  y  otra 
parte,  previenen  todo  conflicto;  pero  por  el  sur  de 
los  Andes  se  achatan  alargándose  y  formando  las 
altas  llanuras  de  la  Patagonia,  sobre  las  que  ambas 
Repúblicas  reclaman  el  derecho  de  soberanía.  La 
posesión  de  la  Patagonia  asegura  el  control  del  Es- 
trecho de  Magallanes,  línea  directa  de  los  vapores 
que  van  con  rumbo  al  Pacífico.  Dueña  de  este  te- 
rritorio, la  República  Argentina  tendría  entre  sus 
manos  una  parte  del  comercio  de  Chile,  que  recibe 
sobre  todo  la  vía  del  Estrecho.  Quedaría,  es  verdad, 
el  paso  libre  por  el  Cabo  de  Hornos,  pero  este  paso 
es  uno  de  los  más  largos,  más  penosos  y  más  peli- 
grosos que  existen.  Los  barcos  que  vienen  del  Atlán- 
tico al  Pacífico  encuentran  ahí  corrientes  contrarias, 
vientos  de  arriba  que  les  obligan  las  más  de  las  ve- 
ces a  permanecer  durante  semanas  enteras  en  medio 
de  tormentas  y  tempestades,  expuestos  a  chocar 
con  los  bancos  de  arena  y  expuestos  a  las  furias  del 


—  24  — 

mar.  Chile  mantiene  con  Europa  un  comercio  de 
intercambio  de  productos  de  los  más  importantes; 
no  posee  puerto  ninguno  en  el  Atlántico,  el  estable- 
cimiento de  una  vía  férrea  proyectada  entre  él  y 
la  República  Argentina,  a  través  de  uno  de  los  des- 
filaderos de  los  Andes,  facilitaría  grandemente 
su  comercio ;  pero  ese  comercio  quedaría  siempre 
sujeto  a  la  buena  voluntad  de  sus  vecinos,  los  que,  si 
por  otra  parte  eran  además  dueños  del  Estrecho,  que- 
daba el  comercio  chileno  como  tributario  suyo. 

La  perforación  del  Itsmo  de  Panamá  salvaría 
estas  dificultades,  pero  la  vía  del  canal,  aún  siendo 
más  corta  y  más  segura,  será  siempre  la  m.ás  costosa, 
y  para  todos  aquellos  productos  que  estorban  y 
son  de  escaso  valor,  será  siempre  el  Estrecho  de 
Magallanes  la  ruta  más  utilizada. 

En  1877  había  abierto  el  Gobierno  chileno  nego- 
ciaciones con  la  República  Argentina  para  solucio- 
nar amigablemente  sus  dificultades  tocante  a  sus 
respectivas  pretensiones  sobre  la  Patagonia.  Dichas 
negociaciones  eran  de  carácter  secreto,  a  instancias 
de  la  Cancillería  de  Chile.  Ya  en  1873  había  logrado 
el  Gobierno  peruano  que  fracasasen  las  negociaciones 
emprendidas  por  Chile.  A  fines  de  1877  los  pleni- 
potenciarios se  pusieron  de  acuerdo  y  convinieron 
en  que  el  tratado,  resultado  de  sus  deliberaciones, 
se  sometería  a  un  mismo  tiempo  a  la  aprobación, 
de  las  asambleas  legislativas  de  ambos  países.  La 
Cámara  Legislativa  chilena  rechazó  el  tratado  des- 
pués de  una  viva  discusión,  por  no  ofrecer  las  garan- 
tías necesarias.  De  esto  se  dio  aviso  oficial  al  Ga- 
binete de  Buenos  Aires,  el  que  contestó  por  un  men- 
saje del  Presidente  a  las  Cámaras,  en  el  que  decla- 
raba que,  en  vista  del  rechazo  chileno  del  pacto 
llevado  a  cabo  por  su  plenipotenciario,  estimaba 
que  la  República  Argentina  debía  atenerse  al  **uti 


—  25  — 

possidetis,  de  1810.  Terminaba  el  mensaje  con  es- 
tas significativas  palabras:  ''Entre  tanto,  nuestro 
deber  es  encarar  friamente  la  situación  que  se  nos 
ha  creado.  Se  han  roto  las  negociaciones,  pero  no 
por  culpa  nuestra,  Tengamos  calma,  pero  estemos 
resueltos  a  mantener  nuestros  derechos.  Sabremos 
defenderlos  y  esperamos  aún  que  sabias  inspira- 
ciones animen  a  Chile  y  nos  permitan  llegar  por  m.e- 
dios  pacíficos  a  una  solución  que  hace  mucho  tiem.- 
po  debía  haberse    alcanzado. 

Este  mensaje  del  Presidente  tuvo  una  favorable 
acogida.  En  la  Cámara  de  Diputados,  en  la  prensa 
y  en  las  reuniones  públicas  se  acentuó  más  aún  la 
nota  belicosa,  se  reclamó  y  se  Consiguió  el  envío 
de  buques  de  guerra  a  las  costas  de  la  Patagonia; 
se  hicieron  bajo  cuerda  negociaciones  con  el  Perú 
y  Bolivia,  cuyo  concurso  estaba  asegurado  por  una 
acción  común  en  contra  de  Chile.  Por  su  parte,  este 
último  enviaba  a  Río  de  Janeiro  un  hábil  diplo- 
mático para  sondear  al  Gabinete  brasilero  y  des- 
pertar el  recuerdo  de  antiguas  rencillas  que 
subsistían  entre  el  Imperio  del  Brasil  y  la 
República  Argentina,  y  que  databan  nada  menos 
que  de  1870.  En  esta  época,  estas  dos  potencias, 
aliadas  entonces  contra  el  Paraguay,  habían  im- 
puesto a  éste  por  la  fuerza  un  tratado  de  cesión 
territorial  y  la  libre  navegación  del  Paraná  y  del 
Paraguay  superior;  pero  estas  concesiones  obteni- 
das habían  llegado  a  convertirse  en  causas  de  dis- 
cordia, pues  cada  uno  de  los  dos  países  opinaba 
que  era  el  otro  el  que  únicamente  se  aprovechaba 
de  las  ventajas  conseguidas. 

Al  Perú  y  Bolivia  no  cabía  la  menor  duda  que  la 
República  Argentina  se  aprovecharía  de  la  compro- 
metida situación  de  Chile  para  hacer  valer  sus  pre- 
tensiones. Se  creían,  por  lo  tanto,  con  derecho  para 


—  26-. 

contar  con  una  poderosa  ayuda  por  el  sur;  pero  aún 
en  el  caso  de  que  ésta  les  fallace,  no  por  eso  se  juz- 
gaban menos  seguros  del  éxito. 

En  cuanto  a  Chile,  sentía  instintivamente  que  el 
nudo  de  todas  sus  dificultades  estaba  en  el  norte, 
que  un  éxito  al  principio  haría  vacilar  al  Gabinete 
de  Buenos  Aires  y  que  una  victoria  sobre  el  Perú 
y  Bolivia  le  garantizaría  la    neutralidad  por  el  sur. 

Las  fuerzas  que  sus  enemigos  podían  poner  en 
pie  de  guerra  eran  numéricam^ente  superiores  a  las 
suyas,  Bolivia  y  el  Perú  juntos  contaban  con  cerca 
de  cinco  millones  de  habitantes,  el  doble  de  la  pobla- 
ción de  Chile. 

Cierto  es  que  Bolivia  no  poseía  marina  militar, 
pero  el  efectivo  de  su  ejército  de  tierra  era  bastan- 
te considerable,  y  en  un  país  en  que  todo  el  mundo 
es  soldado  y  está  habituado  al  manejo  de  las  armas, 
nada  m.ás  fácil  que  organizar  grandes  levas.  El  sol- 
dado boliviano  es  por  naturaleza  bravo,  sobrio, 
resistente.  Vestido  con  un  capote  de  tosco  género, 
pantalones  largos  y  calzado  de  ojotas,  especie  de 
sandalia  de  cuero  que  él  mismo  se  fabrica,  resiste 
las  marchas  más  rudas  y  opone  a  las  privaciones, 
una  obediencia  ciega  a  sus  jefes  y  una  paciencia  a  to- 
da prueba,  cualidades  que  compensan  la  falta  de  ar- 
dor guerrero  y  de  patriótico  entusiasmo.  Firme 
ante  el  fuego,  muere,  pero  no  retrocede.  Habituado 
a  recorrer  montañas  y  desiertos  arenosos,  franquea 
sin  vacilar  grandes  distancias,  se  alimenta  poco  y 
es  ingenioso  para  subvenir  a  sus  necesidades,  muy 
limitadas  por  otra  parte.  Menos  numeroso,  pero 
más  entusiasta,  el  ejército  peruano  se  compone  de 
elementos  diferentes.  Su  instrucción  es  superior. 
Las  continuas  revoluciones  han  militarizado  su 
población.  Jinetes  excelentes  y  buenos  infantes, 
de  un  valor  brillante,  los  oficiales  y  soldados  pe- 


—  27  — 

ruanos  no  ponían  en  duda  su  buen  éxito.  Veían  en 
la  guerra  entablada  una  especie  de  paseo  militar, 
destinado  a  humillar  la  arrogancia  de  Chile,  por 
cuyo  espíritu  mercantil  sentían  un  profundo  despre- 
cio, y  cuyo  ejército  no  era  para  ellos  motivo  de  m.ayor 
estimación.  Al  cabo  de  25  años  de  una  paz  no  in- 
terrumpida no  había  tenido  Chile  ocasión  para  ague- 
rrirse y  poco  a  poco  había  ido  haciendo  en  su  ejér- 
cito reducciones  sucesivas.  Pero  en  cambio  impera- 
ban en  sus  tropas  la  disciplina,  la  moralidad  y  la 
instrucción  técnica;  sus  efectivos  eran  buenos  y  no 
faltaban  los  hombres  de  quienes  servirse  eficiente- 
mente. 

Por  todas  las  razones  que  acabamos  de  exponer, 
los  esfuerzos  de  Chile  se  habían  dirigido  preferen- 
temente hacia  el  mar.  Contaba,  pues  con  una  res- 
petable marina  compuesta  de  dos  fragatas  acora- 
zadas, el '  Blanco  Encalada"  y  el  ''Almirante  Cochra- 
ne",  con  seis  cañones  de  SOO  cada  uno,  cuatro  cor- 
betas, una  cañonera,  la  ''Magallanes  dos  pontones 
y  diez  transportes. 

El  Perú  disponía  por  su  parte,  de  una  escuadra 
a  lo  menos  igual;  cuatro  buques  acorazados:  la 
fragata  "Independencia",  el  monitor  "Huáscar" 
y  las  baterías  flotantes  "Atahualpa"  y  "Manco- 
Capac";  dos  fragatas,  la  "Unión"  y  el  "Apurimac"; 
una  goleta,  la  "Pilcomayo"  dos  pontones  y  seis 
transportes.  Por  una  y  otra  parte  las  tripulaciones 
eran  sólidas  y  bien  instruidas,  y  los  oficiales  esta- 
ban a  la  altura  de  su  cometido.  Pero  Chile  tenía 
en  cambio  a  su  favor  una  organización  administra- 
tiva superior  a  la  del  Perú  y  una  excelente  situación 
financiera.  La  del  Perú  era  deplorable,  su  tesoro 
estaba  vacío  y  su  crédito  exhausto.  La  renta  perua- 
na, cuya  emisión  se  había  heclio  en  Londres  a  74, 
ya  había  bajado  dos  años  antes  de  la  guerra  a  14. 


—  28  — 

Una  legión  de  funcionarios  esquilmaba  el  país. 
Víctimas  de  revoluciones  incesantes,  se  apresuraban 
a  enriquecerse  durante  su  corto  período  adminis- 
trativo, y  reemplazados  en  seguida  por  otros  no 
menos  ávidos  de  hacer  su  agosto,  se  retiraban  para 
pasar  el  resto  de  sus  días  a  expensas  del  Fisco. 
Sus  viudas  y  sus  hijos  tenían  derecho  a  pensiones. 
Una  parte  de  la  población  vivía  de  las  rentas  que 
el  Estado  les  proporcionaba,  y  el  Estado  empobre- 
cido sin  cesar,  veía  cada  año  disminuir  sus  recursos 
y  aumentarse  sus  cargas. 

III 

La  noticia  de  la  ocupación  de  Antofagasta  por  las 
tropas  chilenas,  causó  en  el  Perú  una  emoción  aún 
más  viva  que  en  Bolivia.  Toda  la  población  peruana 
hacía  votos  por  la  guerra:  la  prensa,  incitando  a 
ella,  no  era  más  que  el  eco  de  la  opinión  pública 
sobreexcitada  y  esperanzada  en  el  éxito.  En  vano 
trataron  de  levantarse  algunas  voces  moderadas 
en  defensa  de  la  neutralidad;  sus  prudentes  consejos 
fueron  ahogados  por  los  belicosos  clamores  de  los 
que  veían  en  una  entrada  en  campaña  contra  Chile 
grandes  victorias,  anexiones  territoriales,  la  con- 
quista de  Atacama,  el  monopolio  del  salitre  y  la  so- 
lución de  las  dificultades  financieras  en  que  se  veía 
envuelto  el  Perú. 

Don  Mariano  Ignacio  Prado,  Presidente  del 
Perú,  era  considerado  como  persona  de  simpatías 
hacia  Chile.  Derribado  del  poder  en  1867  por  una 
de  tantas  revoluciones  de  cuartel  como  se  producen 
frecuentemente  en  las  Repúblicas  hispano-america- 
nas,  se  había  refugiado  en  Santiago,  donde  residió 
durante  ocho  años;  en  1875  un  cambio  de  opinión 
política  lo  había  vuelto  de  nuevo  al  poder.  De  su 


-S9- 

prolongada  estada  en  Chile,  don  Mariano  Ignacio 
Prado  había  llevado  ideas  no  tan  superficiales  como 
las  de  la  mayor  parte  de  sus  conciudadanos  acerca 
de  los  recursos  y  potencia  de  Chile. 

No  creía  él  que  el  solo  anuncio  de  una  alianza 
del  Perú  con  Bolivia  había  de  llenar  de  terror  a 
Chile,  según  lo  presagiaban  los  diarios,  y  había 
de  obligarlo  a  pedir  humildemente  la  paz.  Pero, 
por  otra  parte,  Prado  no  tenía  ni  la  firmeza  de  ca- 
rácter ni  la  autoridad  necesaria  para  ponerse  resuel- 
tamente en  contra  de  la  corriente  de  la  opinión. 
La  zozobra  por  su  popularidad  tan  trabajosamente 
conquistada,  la  amarga  experiencia  del  destierro 
y  los  cambios  bruscos  que  desde  el  poder  supremo 
lo  habían  lanzado  a  la  obscuridad,  la  indolencia 
natural  de  su  espíritu  que  le  hacía  encontrar  más 
fácil  de  seguir,  y  al  parecer  de  dirigir,  una  corriente 
nacional  contra  la  cual  no  se  sentía  con  fuerzas 
para  nadar,  el  temor  de  los  ataques  de  la  prensa, 
todo  le  impulsaba  a  constituirse  en  abogado  y  el 
más  ardoroso  en  apariencia,  de  una  guerra  sobre 
cuyo  éxito  no  abrigaba  la  menor  ilusión. 

Creyó,  sin  embargo  de  su  deber,  como  jefe  su- 
premo del  Estado,  tratar  de  conjurar  la  tormenta. 
''Yo  respondo  de  la  paz,  dijo,  si  Chile  evacúa  An- 
tofagasta".  Esta  débil  manifestación  de  resistencia 
no  podía  dar  resultado,  como  no  lo  había  dado  la 
oferta  de  mediación  hecha  a  Chile  y  a  la  que  el 
Gobierno  de  Santiago  respondió  urgiendo  a  don 
Antonio  Lavalle,  plenipotenciario  del  Perú,  a  de- 
clarar si  el  Perú  estaba  o  no  ligado  a  Bolivia  por 
algún  tratado  secreto.  En  vano  don  Antonio  elu- 
día la  cuestión,  declarando  que  ''él  no  tenía  conoci- 
miento de  este  tratado,  que  creía  que  no  existía, 
pero  que  habiendo  oído  en  Chile  rumores  a  este  res- 
pecto, había  pedido  a  Lima  los  informes  del  caso". 


El  Gobierno  de  Chile  redobló  sus  instancias  exigien- 
do una  respuesta  categórica  y  requiriendo  al  Perú 
para  que  se  declarase  neutral. 

El  día  21  de  Marzo  hacía  saber  por  fin  el  Perú 
que  no  era  posible  declararse  neutral,  en  vista  de  la 
existencia  de  un  tratado  secreto  de  alianza  firma- 
do con  Bolivia  en  1873.  El  2  de  Abril  el  Ministro 
de  Relaciones  Exteriores  de  Chile  dirigía  al  pleni- 
potenciario peruano  la  siguiente  nota: 

«Santiago  2  de  Abril  de  1879. — Señor: — La  de- 
claración hecha  por  vuestro  Gobierno  en  estos  úl- 
timos días  al  Ministro  de  Chile  en  Lima,  en  la  que 
expone  que  no  puede  declararse  neutral  en  nuestro 
conflicto  con  Bolivia,  a  causa  de  un  pacto  firmado 
con  Bolivia  de  alianza  defensiva,  y  que  es  el  mismo 
que  usted  me  leyó  en  nuestra  conferencia  de  31 
de  Marzo,  ha  dado  a  comprender  a  mi  Gobierno 
que  no  podía  seguir  manteniendo  relaciones  de  amis- 
tad con  el  Perú.  En  consecuencia  a  la  respuesta 
que  usted  me  dio  en  nuestra  primera  conferencia 
de  17  de  Marzo,  relativa  a  nuestra  pregunta  acer- 
ca de  la  existencia  de  dicho  tratado,  que  US.  creía 
que  no  existía,  alegando  en  prueba  de  su  aserto 
que  tal  acuerdo  no  había  sido  aprobado  por  el  Con- 
greso peruano  de  1873,  y  menos  aún  por  los  Congre- 
sos sucesivos,  durante  los  cuales  US.  formaba  parte 
de  la  comisión  diplomática,  en  consecuencia  de  esta 
respuesta,  repito,  mi  Gobierno  ha  visto  que  el  vues- 
tro, al  ocultaros  ese  tratado  a  US.  y  a  nosotros, 
se  ha  colocado  en  una  posición  irregular. 

«Mi  Gobierno  se  ha  sorprendido  al  saber  que  el 
del  Perú  proyectaba  y  firmaba  este  tratado  en  los 
precisos  momentos  en  que  manifestaba  a  Chile  sus 
sentimientos  de  la  más  cordial  amistad. 

«A  este  acto  misterioso,  sobre  el  que  se  ha  guar- 
dado el  silencio  más  absoluto,  el  Gobierno  de  Chile 


-3i- 

ha  respondido  con  una  franqueza  insuperable» 
que  quedaban  rotas  sus  relaciones  con  el  Perú  y 
que  se  consideraba  a  éste  como  país  beligerante 
en  virtud  de  la  autorización  que  a  este  respecto  y 
con  fecha  de  ese  día  había  recibido  de  los  altos  por 
deres  del  Estado. 

''Al  devolver  a  US.  sus  pasaportes,  creo  un  deber 
asegurarle  que  se  han  tomado  todas  las  medidas 
para  ofrecerle  tanto  a  US.  como  al  personal  de  su 
Legación  todas  las  facilidades  y  consideraciones 
que  les  son  debidas. 

"Reitero  a  US.  con  los  sentimientos  de  mi  más 
distinguida  consideración  las  expresiones  de  la  alta 
estimación  con  que  soy  de  V.  E.  obsecuente  servi- 
dor.— Alejandro  Fierro.— A.  S.  E.  don  José  Antonio 
de  Lavalle    Enviado  Extraordinario  del  Perú". 

Quedaba  declarada  la  guerra  con  el  Perú,  y  en  el 
terreno  diplomático  Chile  conservaba  las  ventajas 
conseguidas  en  el  terreno  militar.  Nada  había  que 
contestar  a  esta  nota  firme  y  mioderada  que  ponía 
fin  a  una  negociación  condenada  desde  un  principio 
al  fracaso.  La  opinión  pública  aprobó  en  todas  sus 
partes  la  actitud  de  sus  gobernantes,  explicada  en 
un  memorándum  que  se  dio  a  la  publicidad  el  5  de 
Abril  en  el  Diario  Oficial  de  Santiago,  y  que  termi- 
naba con  estas  palabras: 

'  Chile  estará  a  la  altura  de  la  gran  obra  que  se  ha 
impuesto.  El  Gobierno  se  siente  fuerte  en  presencia 
de  la  actitud  enérgica  y  resuelta  del  país.  En  estas 
condiciones  el  éxito  es  indudable. 

'Esta  nación  honrada,  pacífica  y  laboriosa,  que 
hace  tantos  años  sólo  emplea  el  hierro  en  sus  traba- 
jos agrícolas  y  en  el  transporte  de  sus  productos, 
pone  sus  destinos  en  manos  de  la  Providencia  y  en 
ella  confía  como  en  el  valor,  la  energía  y  la  infa- 
tigable constancia  de  sus  hijos". 


-32- 

Estos  sucesos  modificaron  la  situación.  Cambiaba 
el  terreno  de  la  lucha  y  el  Perú  se  convertía  en  el 
principal  adversario,  siendo  por  tanto  el  primero 
contra  el  que  había  que  ponerse  en  guardia  y  di- 
rigir los  primeros  ataques.  La  campaña  contra  Boli- 
via  exigía  tiempo.  Separado  Chile  y  Bolivia  por 
vastos  desiertos,  lo  mismo  podía  Chile  dirigir  sus 
tropas  contra  La  Paz,  que  podía  Eolivia  invadir 
el  suelo  chileno  antes  de  reunir  un  material  consi- 
derable y  haber  asegurado  la  subsistecia  de  sus  tro- 
pas y  el  transporte  de  su  artillería.  La  ocupación 
del  litoral  boliviano  era  cosa  fácil  para  Chile,  país 
dueño  del  mar;  pero  esto  en  nada  impedía  la  unión 
de  las  fuerzas  del  Perú  y  Bolivia;  además,  iba  a 
entrar  en  batalla  la  escuadra  peruana.  Mientras 
Chile  no  tuviese  delante  más  que  a  Eolivia,  la  lu- 
cha quedaba  necesariamente  circunscrita.  Y  como 
Bolivia  no  contaba  con  marina  militar,  nada  tenía 
Chile  que  temer  por  la  enorme  extensión  de  sus  cos- 
tas. 

Pero  la  cosa  era  distinta.  Existía  la  flota  peruana, 
que  era  ciertamente  temible  y  que  se  sabía  estaba 
lista  para  darse  al  mar.  El  bloqueo  de  los  puertos 
bolivianos  se  hacía  peligroso,  los  barcos  que  en 
ellos  había  cargados  podían  de  repente  ser  asaltados 
por  fuerzas  enemigas  superiores  y  destruidos  por 
completo.  Un  encuentro  naval  entre  ambas  escua- 
dras, en  el  que  Chile  estuviese  en  inferioridad,  po- 
día asestar  a  éste  un  golpe  m.ortal  y  exponer  sus  puer- 
tos al  bombardeo,  a  Valparaíso  a  la  ruina  de  su  comer 
cío,  y,  en  una  palabra,  a  todo  el  país  a  una  invasión 
por  tierra  apoyada  por  una  flota  victoriosa.  Era 
por  tanto  necesario,  ante  todo,  andar  con  prudencia 
en  el  mar  y  dii'igir  a  este  punto  todos  los  esfuerzos 
y  todos  los  recursos  de  que  se  podía  disponer. 

La  ocupación  de  Antofagasta  y  del  litoral  boli- 


-33- 

viano  había  dado  por  resultado  arrojar  hacia  el 
norte  los  débiles  destacamentos  que  Bolivia  mante- 
nía en  estos  parajes.  Estos  se  habían  replegado 
sobre  Calama  a  poca  distancia  de  la  costa,  donde 
esperaban  repuestos  para  emprender  al  momento 
la  ofensiva.  A  su  frente  se  había  puesto  un  abogado 
boliviano,  Ladislao  Cabrera.  Hombre  emprendedor 
y  resuelto,  había  logrado  restablecer  la  disciplina 
y  levantar  la  moral  de  sus  tropas,  y  se  encontraba 
en  disposición  de  oponer  una  seria  resistencia, 
o  de  intentar  una  marcha  ofensiva.  Situado  en  los 
l'mites  del  Loa,  Calam^a  es  una  especie  de  oasis  en 
el  desierto  de  Atacama,  el  punto  de  aprovisiona- 
miento de  las  caravanas  que  van  de  Potosí  al  lito- 
ral Abundaban  allí  los  víveres  y  las  municiones. 
El  punto  estaba,  pues,  bien  escogido  para  una  con- 
centración. Por  otra  parte,  desde  Calama  se  ame- 
nazaba a  las  minas  de  Caracoles;  al  cabo  de  una 
buena  marcha  se  podía  llegar  hasta  Cobija  y  espe- 
rar allí  en  condiciones  favorables  la  vanguardia 
del  ejército  boliviano,  con  la  que  se  estaba  en  co- 
municación. 

Importaba  mucho  a  Chile  prevenii*  esta  última 
eventualidad,  de  tal  naturaleza  que  comprometía 
los  resultados  del  atrevido  golpe  de  mano  por  me- 
dio del  cual  se  había  apoderado  del  territorio  dispu- 
tado. 

Cuatro  buques  de  la  escuadra  vinieron  a  bloquear 
a  Cobija,  la  que  ocupó  sin  derramamiento  de  san- 
gre un  cuerpo  de  desembarque,  mientras  el  coronel 
Sotomayor,  saliendo  de  Antofagasta,  tomaba  po- 
sesión de  Caracoles,  donde  era  entusiastamente 
acogido  por  los  mineros  chilenos.  Echados  sucesiva- 
mente de  estos  dos  puntos,  se  replegaron  sobre 
Calama  los  destacamentos  iDolivianos,  engrosando 
los  efectivos  de  Cabrera. 

G.  del  Pacífico— 3 


-34-^ 

Preocupado  con  este  peligro,  el  coronel  Sotoma- 
yor  decidió  caer  sobre  Calama  antes  de  que  la  lle- 
gada, de  refuerzos  permitiese  a  Cabrera  tomar  la 
ofensiva.  Dividiendo  sus  tropas  en  dos  facciones, 
dejó  un  destacamento  en  Caracoles  escogió  500 
hombres  de  los  más  robustos  y  marchó  hacia  el 
norte,  marcha  ruda  y  difícil  por  un  país  árido  en 
que  al  abrasador  calor  del  día  suceden  los  fríos  in- 
tensos de  la  noche,  donde  en  el  espacio  de  24  horas 
hay  en  el  termómetro  una  variación  de  30  grados. 
Había  que  transportarlo  todo  consigo  víveres,  agua 
fon*aje,  a  través  de  llanuras  arenosas  y  de  quebra- 
das escarpadas.  El  23  de  Marzo  por  la  mañana  lle- 
gaba el  coronel  chileno  a  la  vista  de  Calama.  Insta- 
do a  rendirse.  Cabrera  respondió  con  una  enérgica 
negativa.  Esperaba  ser  atacado  y  había  tomado 
todas  las  precauciones  necesarias  para  la  resistencia. 
Abandonar  Calama  era  entregar  la  llave  de  Ataca- 
ma.  Hábilmente  dispuestos  a  lo  largo  del  río  Loa, 
detrás  de  espesos  matorrales  que  les  servían  de  abri- 
go, los  soldados  bolivianos  abrieron  un  fuego  nu- 
trido contra  las  fuerzas  chilenas,  que  combatían  al 
descubierto  contra  un  enemigo  invisible.  En  estas 
condiciones  desfavorables,  sufrieron  los  chilenos 
pérdidas  considerables;  pero  tanto  los  oficiales 
como  los  soldados  no  se  hacían  ilusiones  sobre  la 
imposibilidad  de  una  retirada.  Detrás  de  ellos  es- 
taba el  desierto,  que  acababan  de  atravesar  con  tan- 
tas dificultades;  delante,  el  enemigo,  pero  también 
la  salvación,  el  agua,  los  víveres  que  ya  estaban 
próximos  a  faltarles.  Vencidos,  caerían  todos  ya 
bajo  el  fuego  del  enemigo  que  les  perseguiría,  ya 
de  hambre  y  de  sed  en  aquellas  inmensas  soledades. 
A  las  órdenes  del  coronel  Sotomayor  siguieron 
avanzando,  incendiando  los  matorrales  tras  de  los 
que  se  escondía  el  enemigo.  El  humo  del  incendio 


-35  — 

arremolinado  por  el  viento  envolvía  a  los  soldados 
bolivianos,  que  se  veían  obligados  a  retirarse.  Una 
carga  vigorosa  de  los  chilenos  dio  termino  a  su  de- 
rrota. Cabrera  congregó  a  los  fugitivos  y  lentamente, 
sin  ser  perseguido,  emprendió  el  camino  de  Potosí, 
dejando  en  manos  de  los  chilenos  a  Calama,  sus  heri- 
dos y  sólo  una  treintena  de  prisioneros,  entre  los  cua- 
les había  un  coronel  y  dos  oficiales. 

En  Chile  fué  recibida  con  enorme  entusiasmo  la 
nueva  de  esta  victoria.  La  toma  de  Calama  descar- 
taba por  un  tiempo  toda  preocupación  y  todo  te- 
mor de  un  ataque  por  tierra,  permitiendo  al  Gobier- 
no chileno  concentrar  su  atención  y  sus  esfuerzos 
en  las  operaciones  navales.  La  escuadra  chilena  re- 
cibió orden  de  darse  al  mar;  cuatro  navios  cargados 
de  tropas  de  desembarque  ocuparon  sin  resistencia 
los  puertos  bolivianos  de  Cobija  y  de  Tocopilla, 
mientras  los  acorazados  chilenos  bloqueaban  el 
puerto  peruano  de  Iquique,  centro  de  comercio  im- 
portante, defendido  por  una  guarnición  de  3,000 
hombres. 

En  la  interesante  obra  que  sobre  la  guerra  del 
Pacífico  acaba  de  publicar  un  distinguido  escritor, 
que  es  al  propio  tiempo  uno  de  los  más  autoriza- 
dos estadistas  de  Chile,  don  Diego  Barros  Arana, 
leemos  que  la  escuadra  chilena  pudo  entonces, 
cayendo  sobre  el  Callao,  apoderarse  por  un  vigo- 
roso golpe  de  mano  de  este  puerto,  derrotar  en  él  a 
la  flota  peruana  y  asegurarse  así  las  ventajas  que 
sólo  consiguió  más  tarde  al  precio  de  enormes  sa- 
crificios y  de  desesperados  combates.  El  Gobierno 
chileno  cometió  el  error,  a  lo  que  parece,  de  tom.ar 
demasiado  en  serio  las  fanfarronadas  de  los  perua- 
nos y  de  dar  demasiada  importancia  a  su  potencia 
naval  y  a  sus  medios  de  resistencia.  Es  posible,  en 
efecto,  que  en  los  primeros  momentos  de  la  lucha 


^36- 

hubiese  tenido  éxito  semejante  tentativa,  pero  nun- 
ca había  seguridades  de  ello.  El  Callao  estaba  en 
situación  de  defenderse.  Los  acorazados  peruanos 
poseían  una  artillería  formidable.  Resguardados 
en  el  puerto,  se  duplicaba  su  fuerza  de  resistencia 
con  sus  baterías  de  tierra ;  las  tropas  de  desembarque 
de  Chile  no  constituían  aún  más  que  un  efectivo 
insuficiente,  y  un  fracaso  ante  el  Callao,  al  princi- 
pio de  la  campaña,  habría  comprometido  grande- 
mente la  situación.  Si  el  Gobierno  chileno  concibió 
este  arriesgado  proyecto,  es  seguro  que  renunció  a 
él  después  de  un  maduro  examen,  y  nosotros  no 
podemos  m.enos  de  alabar  su  prudencia. 

Desde  el  7  de  Abril,  en  efecto,  estaba  la  escuadra 
peruana   suficientemente  aprontada  para   que  los 
buques  "La  Unión"  y  el  'Tilcomayo"  se  hicieran 
a  la  mar  bajo  las  órdenes  del  comandante  García 
y  García.  Al  norte  de  Antofagasta,  en  la  frontera 
mism.a  del  Perú  y  Bolivia,  se  encuentra  el  puerte- 
cito  de  Loa,  en  la  embocadura  del  río  de  su  nombre. 
Aquí  fué  donde  tuvo  lugar  el  primer  encuentro  en- 
tre las  fuerzas  del  Perú  y  de  Chile,  La  cañonera  chi- 
lena "Magallanes",  destacada  de  la  escuadra  para 
reconocer  esta  parte  de  la  costa  y  escoltar  un  convoy, 
se  encontró  de  pronto  frente  a  los  buques  del  Perú. 
Demasiado   avanzada   para   retroceder,    tuvo   que 
aceptar  un  combate  en  el  que  la  superioridad  de 
su  tiro  compensó  la  inferioridad  de  su  armiamento. 
A  las  precipitadas  descargas  de  los  buques  peruanos, 
contestaba  la  "Magallanes"  con  un  fuego  más  lento 
y  más  metódico,  pero  también  más  eficaz.  La  "Unión 
bastante  averiada,  y  el  "Pilcomayo",  que  se  mantu- 
vo a  considerable  distancia,  tuvieron  que  dejar  el 
campo  libre  a  la  cañonera  chilena,  que  se  incorporó 
a  su  escuadra  sin  mayores  averías. 
Alentado  con  este  primer  éxito,  el  almirante  chi- 


—  37- 

leno  Williams  Rebolledo,  que  bloqueaba  Iquique, 
resolvió  dirigirse  hacia  el  Callao  y  presentar  combate 
a  la  escuadra  peruana.  El  mantenimiento  del  bloqueo 
de  Iquique  quedó  confiado  a  dos  buques  chilenos, 
el  * 'Esmeralda"  y  la  ''Covadonga",  a  los  que  la  len- 
titud de  su  marcha  y  su  estado  de  vetustez  hacían 
inútiles  para  la  expedición  que  se  proyectaba.  Su 
misión  debía  limitarse  a  impedir  el  acceso  y  :a  sa- 
lida del  puerto  de  Iquique  a  los  navios  de  comercio. 

Subiendo  hacia  el  norte,  el  almirante  chileno  re- 
corrió la  costa,  bombardeando  ^sucesivamicnte  los 
puertos  de  Moliendo  y  Pisagua.  Toda  esta  parte 
de  la  costa  estaba  enteramente  desprovista  de  ve- 
getación y  falta  de  agua.  Hubo  necesidad,  como  en 
Iquique,  de  recurrir  a  los  condensadores  y  destilar 
el  agua  del  mar.  El  18  de  Abril  fué  bombardeado 
Pisagua,  y  destruido  todo  el  material  de  explotación 
del  guano.  En  500,000  soles,  más  de  dos  millones  de 
francos,  se  calculan  los  daños  causados  por  el  fuego 
de  la  artillería  chilena.  Lo  mismo  en  Pisagua  que 
en  Moliendo,  tomados  al  descuido  los  peruanos, 
no  habían  tenido  tiempo  de  preparar  sus  baterías. 
Sólo  Arica  estaba  en  condiciones  de  defenderse. 

Inmovilizada  en  el  puerto  del  Callao,  la  flota 
peruana  no  daba  señales  de  vida  y  dejaba  que  sus 
costas  fuesen  devastadas  impunemente.  El  almi- 
rante chileno  lo  sabía  y  por  eso  iba  derecho  a  su 
objeto.  En  Lima  y  eh  el  Callao,  la  opinión  pública 
sobreexcitada  exigía  medidas  enérgicas  y  anuncia- 
ba la  próxima  partida  de  uno  de  los  buques  de  gue- 
rra, no  para  proteger  las  costas  del  sur  sino  para 
subir  hacia  el  norte  y  para  ir  a  esperar  a  Panamá  el 
material  de  guerra  que  se  esperaba  de  Europa. 
Estos  rumores,  puestos  hábilmente  en  circulación, 
no  tenían  otro  objeto  que  engañar  a  la  escuadra  chi- 
lena, arrastrarla  hacia  el  norte  y  dar  un  golpe  de 


—  as- 
mano  sobre  el  puerto  de  Iquique.  Asegurado  por 
esta  inacción  y  por  los  avisos  que  le  llegaban,  el 
almirante   Rebolledo  dirigió  su     proa     rumbo  al 
Callao. 

El  16  de  Mayo,  el  monitor  "Huáscar"  y  la  fra- 
gata acorazada  "Independencia",  abandonaban  fur- 
tivamente este  puerto,  y  en  la  madrugada  del  21 
llegaban  a  la  rada  de  Iquique. 

La  "Independencia",  revestida  de  una  coraza, 
de  4  pulgadas  y  media,  contaba  con  22  cañones 
Armstrong,  dos  de  ellos  giratorios  y  un  espolón 
de  12  pies  de  largo.  El  "Huáscar",  monitor  de 
torrecillas,  estaba  armado  de  cinco  cañones  Arms- 
trong y  de  tal  manera  construido  que  podía  bajar 
su  borda  superior  y  no  presentar  al  enemigo  más 
que  una  borda  plana  de  diez  pulgadas  sobre  la 
línea  de  flotación.  Contra  estos  dos  temibles  adver- 
sarios estaban  lejos  de  poder  combatir  la  "Cova- 
donga"  y  la  "Esmeralda";  pero  sus  comandantes, 
jóvenes  activos,  y  resueltos,  decidieron  pelear  has- 
ta el  fin  y  hundirse  antes  de  entregarse.  Intimado 
a  rendición  por  el  "Huáscar",  el  "Esmeralda"  con- 
testó con  una  andanada  de  artillería.  Dos  veces  se 
lanzó  sobre  él  el  "Huáscar"  para  atravesarlo  con 
su  poderoso  espolón  y  dos  veces  la  corbeta  chilena 
logró  evadir  el  golpe,  manteniendo  siempre  su  fue- 
go. Al  tercer  ataque,  el  "Huáscar"  la  atravesó.  En 
el  momento  de  hundirse,  su  comandante  Arturo 
Prat  llegó  hasta  el  puente  del  "Huáscar"  con  un 
puñado  de  sus  hombres,  entablándose  una  lucha 
desigual,  en  la  que  pereció  aquél  y  todos  sus  com- 
pañeros. El  "Esmeralda"  desapareció  entre  las  olas 
no  sin  antes  herir  al  buque  enemigo  en  el  puente,  con 
una  última  abordada.  De  los  ciento  ochenta  hombres 
de  que  se  componía  la  tripulación  del  buque  chileno 
sólo  se  salvaron  60. 


—  39  — 

Durante  este  tiempo,  la  fragata  acorazada  pe- 
ruana 'Independencia",  perseguía  a  la  **Covadonga" 
Su  comandante  contestó  con  indomable  energía  al 
fuego  del  peruano.  Sus  dos  únicos  cañones,  admira- 
blemente apuntados,  atravesaron  el  puente  del 
buque  peruano  pero  no  podía  morder  en  la  dura 
coraza  de  hierro.  Aprovechándose  de  su  poco  cala- 
do y  de  su  perfecto  conocimiento  de  la  costa,  el 
comandante  Condell  puso  rumbo  con  toda  audacia 
hacia  los  arrecifes  llevando  tras  de  sí  en  su  persecu- 
ción a  la  'Independencia",  que  encalló  en  un  ban- 
co de  arena.  Aún  cuando  la  "Covadonga"  hacía 
agua  por  toda  partes,  acribillada  como  estaba  por 
la  poderosa  artillería  del  adversario,  siguió  dispa- 
rando sobre  el  acorazado  peruano  y  no  lo  abandonó 
hasta  no  ver  completada  su  obra  de  destrucción. 
Sólo  entonces  se  resigna,  no  sin  pena,  a  reimirse 
a  su  escuadra  en  Antofagasta. 

Este  combate  de  Iquique  fué  desastroso  para  el 
Perú.  No  solo  le  costó  uno  de  sus  más  formidables 
buques  de  guerra,  sin  lograr  infligir  a  sus  adver- 
sarios más  que  una  pérdida  fácil  de  rem.ediar,  sino 
que  despertó  en  Chile  un  entusiasmo  delirante; 
Chile  había  comprendido  lo  que  podía  esperar  de 
su  flota  y  de  la  energía  de  sus  marinos. 

De  una  y  otra  parte  se  habían  dado  pruebas  de 
valor  y  nada  se  podría  reprochar  a  ios  oficiales 
peruanos  sino  un  exceso  de  ardor  para  sacar  partido 
de  las  ventajas  de  una  táctica  hábil. 

Burlando  la  vigilancia  del  almirante  chileno  y 
marchando  en  fuerzas  muy  superiores  sobre  Iqui- 
que, la  escuadra  peruana  sacaba  provecho  de  la 
falta  cometida.  Traicionada  por  la  fortuna  y  por 
su  impaciencia,  salía  de  este  encuentro  considera- 
blemente debilitada,  pero  temible  aún.  Mandaba 
^1  "Huáscar  el  capitán  Grau;  hábil  marino,  oficial 


—  40  — 

intrépido,  debía  más  tarde  dar  lustre  a  su  nombre 
y  despertar  la  admiración  de  sus  enemigos.  Reduci- 
do a  sus  solas  fuerzas,  no  podía,  después  de  la  pér- 
dida de  la  ''Independencia",  volver  a  Antofagasta. 
El  almirante  Rebolledo  acababa  de  imponerse  en 
el  Callao  de  la  súbita  partida  de  los  buques  peruanos 
hacia  el  sur.  Allá  llegó  a  todo  vapor.  El  comandan- 
te del  ''Huáscar"  volvió  a  tomar  rumbo  al  Callao 
perseguido  de  cerca  por  la  escuadra  chilena,  de  la 
que  no  pudo  escapar  sino  gracias  a  su  superioridad 
en  el  andar  y  a  su  sangre  fría.  El  7  de  Junio  se  reu- 
nió a  la  escuadra  en  el  Callao,  donde  la  población 
lo  acogió  con  verdadero  transporte.  Saludado  con 
el  nombre  de  primer  salvador  ilustre  del  Perú,  el 
comandante  Grau  no  soñó  más  que  en  tomarse  el 
desquite  del   infortunado  combate   de   Iquique. 

Mientras  por  el  mar  tenían  lugar  estos  aconteci- 
mientos, el  Perú  y  Solivia  se  apresuraban  a  concen- 
trar sus  fuerzas  militares.  Las  tres  primeras  divisio- 
nes del  ejercito  boliviano,  o  sea  alrededor  de  seis 
mil  hombres,  habían  hecho  su  entrada  en  Tacna 
por  la  provincia  de  Arequipa,  a  las  órdenes  del 
general  Daza,  Presidente  de  Bolivia;  pero  Tacna 
estaba  aún  a  175  leguas  de  la  frontera  de  Chile,  de 
donde  la  separaba  el  desierto  de  Atacama^  Para 
franquear  esta  distancia  había  que  recorrer  la  costa 
apoyados  por  una  escuadra  de  aprovisionamiento 
o  embarcar  el  ejército  en  el  puerto  de  Arica.  Para 
llevar  a  efecto  cualquiera  de  estas  operaciones  ha- 
bía que  contar  con  la  libre  posesión  del  mar,  a 
menos  por  un  tiempo.fPara  conseguir  este  resultado 
se  contaba  con  la^campaña  del  "Huáscar"  y  del 
"Independencia".^?^ 

Las  fuerzas  peruanas,  bajo  el  comando  del  gene- 
ral Prado,^  Presidente  del  Perú,  ocupaban  Arica, 
donde  debía  efectuarse  la  unión  de  los  dos  ejércitos. 


—  41  — 

El  Congreso  peruano,  al  dar  al  Presidente  Pra- 
do plenos  poderes  para  aumentar  las  fuerzas  de  mar 
y  tierra,  le  había  autorizado  para  hacer  una  emisión 
de  125  millones  de  francos  en  papel  mioneda,  y  con- 
tratar en  Europa  la  compra  de  armas  y  municiones. 

El  ejército  de  Tarapacá  era  comandado  por  el 
general  J.  Buendía.  El  20  de  Mayo  realizaban  los 
presidentes  Prado  y  Daza  en  Arica  la  unión  de  los 
dos  ejércitos.  Fué  aquél  un  día  de  fiesta.  Se  había 
temido  hasta  entonces  un  ataque  y  un  desembarque 
de  tropas  chilenas  en  este  punto  estratégico:  pero 
las  fuerzas  considerables  con  que  se  contaba  ya, 
ahuyentaban  este  peligro.  Se  sabía  además  la  afor- 
tunada salida  del  puerto  del  Callao  del  ''Huáscar" 
y  del  'Ir^dependencia",  y  se  esperaba  momento 
por  momento  la  nueva  del  levantamiento  del  blo- 
queo del  puerto  de  Iquique,  de  la  reconquista  de 
Antofagasta  y  de  la  destrucción  de  una  parte  de 
la  escuadra  chilena. 

Al  día  siguiente  se  supo  ya  a  qué  atenerse.  El 
éxito  no  había  respondido  a  las  esperanzas.  Sin 
embargo,  sin  desalentarse,  se  dio  principio  a  los 
trabajos  de  defensa  del  puerto  de  Arica,  de  la  que 
se  hizo  una  plaza  de  guerra  formidable.  Iquique 
recibió  una  guarnición  considerable  y  se  levantaron 
allí  fortificaciones  guarnecidas  de  cañones  de  grue- 
so calibre. 

Pisagua,  fuertemente  ocupada  por  un  cuerpo 
peruano  y  boliviano,  quedó  resguardada  de  un  re- 
pentino golpe  de  mano. 

Al  mismo  tiempo  se  proseguían  activamente  en 
la  República  Argentina  negociaciones  para  llegar 
a  una^alianza  ofensiva  contra  Chile;  se  propuso  a 
esta  nación  cederle,  en  pago  de  su  coopera- 
ción en  la  campaña  emprendida,  60  leguas  de 
costa  en  el  Pacífico,  que  se  arrebatarían  a  Chile, 


42 


desde  el  grado  24  hasta  el  27.  Bolivia  decretaba  por 
otra  parte  que  se  hicieran  señalar  todos  los  barcos, 
de  cualquiera  nacionalidad  que  fuesen,  que  comer- 
ciasen con  los  puertos  chilenos.  Faltaba  dinero. 
Bolivia  confiscó  las  propiedades  de  los  ciudadanos 
chilenos  en  las  minas  de  Coro-Coro  y  de  Huancha- 
cha,  y  votó  un  empréstito  forzado  de  cinco  millo- 
nes de  francos,  de  los  que  no  se  pudo  cubrir  m_ás 
que  una  parte  insignificante.  Por  último,  una  ley 
de  amnistía  general,  medida  afortunada  por  cierto, 
cuyo  honor  .e  cupo  al  Presidente  Daza,  dio  por 
resultado  reunirse  al  Gobierno  y  alistarse  bajo  las 
banderas  gran  número  de  descontentos,  que  depu- 
sieron sus  rencillas  particulares  ante  el  peligro  co- 
mún. 

Por  su  parte,  el  Gobierno  de  Chile,  envalentonado 
con  sus  primeros  éxitos,  apresuraba  con  toda  ac- 
tividad el  armamento  de  sus  tropas.  Los  mineros 
arrojados  del  territorio  peruano  constituyeron  ex- 
celentes reclutas.  Resistentes  ante  la  fatiga  y  exas- 
perados por  las  medidas  de  rigor  tomadas  en  su 
contra,  perfectos  conocedores  del  país,  habituados 
a  las  marchas  y  a  la  vida  del  desierto,  se  alistaron 
'en  masa  y  formaron  en  pocas  semanas  un  contin- 
gente de  cinco  regimientos,  cuya  instrucción  mili- 
tar, valor  y  disciplina  no  dejaba  nada  que  desear. 
La  organización  de  una  guardia  nacional  local  per- 
mitió a  Chile  disponer  de  tropas  regulares,  que  for- 
maban cuadros  excelentes.  Se  trajeron  de  Europa 
las  municiones  y  el  equipo  necesario;  todas  las  com- 
pras se  efectuaron  al  contado,  y  el  servicio  de  la 
deuda  pública  no  por  eso  se  vio  obstaculizado. 
Chile  mantenía  su  crédito,  pero  atravesaba  también 
una  crisis  económica  aguda,  resultado  de  tres  años 
de  malas  cosechas  y  de  gastos  considerables  hechos 
para  grandes  obras  públicas.  Se  suspendieron  estas 


—  43  — 

últimas,  se  introdujo  en  la  administración  una  severa 
economía  y  se  recurrió  por  fin  a  una  emisión  de  pa- 
pel moneda  de  curso  forzoso,  pero  que,  gracias  a 
las  sabias  medidas  tomadas  y  al  prudente  tempe- 
ramento adoptado  en  esta  emisión,  sufrió  una  de- 
preciación el  papel  de  corta  duración  y  que  no  ex- 
cedió tampoco  del  25  por  ciento. 

Después  del  bloqueo  de  Iquique,  la  escuadra  pe- 
ruana se  preparó  para  el  combate. 

Si  el  bloqueo  de  Iquique  paralizaba  el  comercio 
peruano  e  impedía  la  exportación  de  nitrato,  tam- 
bién paralizaba  una  parte  de  la  escuadra  chilena, 
dejaba  por  otra  parte  libres  los  puertos  de  Pisagua 
y  de  Arica,  situados  más  al  norte  y  por  los  cuales 
hacía  entrar  y  salir  el  Gobierno  peruano  todo  lo  que 
necesitaba  para  sus  ejércitos:  facilitaba  además 
un  atrevido  golpe  de  mano,  la  experiencia  lo  había 
ya  probado,  y  obligaba  al  ateirante  chileno  a  una 
incesante  vigilancia,  difícil  de  ejercer  en  una  tan 
considerable  extensión  de  la  costa.  Fué  así  como  la 
goleta  peruana  «Pilcomayo»  logró  burlar  la  vigi- 
lancia de  la  escuadra  chilena  de  bloqueo  y  desem- 
barcar en  Arica  un  importante  cargamento,  des- 
pués de  sorpresa  en  el  puerto  de  Tocopilla,  ocupado 
por  los  chilenos,  echar  a  pique  un  navio  transporte 
y  varios  pontones  y  barcas  y  escapar  después  con 
habilidad  y  astucia  a  la  persecución  del  enemigo. 
Esta  aventura,  que  con  todo  éxito  acababa  de  rea- 
lizarse por  el  «Pilcomayo»,  fué  la  base  de  las  que  el 
comandante  Grau  se  propuso  realizar  en  mayor 
escala  con  el  «Huáscar».  Avezado  por  la  experiencia 
había  hecho  renovar  y  cambiar  una  parte  de  su  ar- 
mamento, reparar  sus  máquinas,  completar  su  tri- 
pulación, alistando  en  ella  marineros  expertos; 
el  6  de  Julio  se  hacía  a  la  mar  y  comenzaba  una 


—  44  — 

campaña  heroica  que  debía  inmortalizar  su  nombre 
y  dar  gloria  a  su  país. 

Se  había  podido  ya  ver  por  el  ejemplo  del  Ala- 
bama  en  la  época  de  la  guerra  de  secesión  de  los 
Estados  Unidos,  los  grandes  perjuicios  que  se  podían 
acarrear  a  un  enemigo  superior  en  número  y  en 
fuerzas  con  un  solo  navio  de  rápido  andar  y  mane- 
jado con  habilidad,  un  navio  que  disimulase  sus 
movimientos,  que  apareciese  de  repente  en  los  pun- 
tos en  que  menos  se  le  esperaba,  siempre  amena- 
zando, no  aceptando  nunca  el  combate  sino  ante 
la  seguridad  de  la  victoria  y  esquivando  siempre 
la  presencia  de  los  buques  enemigos  que  podían 
imponer    terror. 

Esta  fué  la  táctica  en  que  se  inspiró  el  capitán 
Grau,  promovido  al  cargo  de  almirante.  Del  Callao 
tomó  rumbo  a  Arica,  comunicó  sus  planes  al  Presi- 
dente Prado,  que  le  dio  plena  autorización  para 
obrar  a  su  gusto,  y  de  allí  se  dirigió  a  Iquique, 
bloqueado  por  la  escuadra  chilena.  Sabía  Grau  que 
a  la  caída  de  la  tarde  los  barcos  chilenos  se  largaban 
a  alta  mar  para  evitar  los  torpedos  que  pudieran 
lanzar  en  contra  de  ellos  los  bloqueados. 

El  9  de  Julio  a  media  noche  penetró  en  el  puerto 
de  Iquique  el  Huáscar;»  el  almirante  conferenció 
con  las  autoridades  peruanas  y  obtuvo  de  ellas  las 
informaciones  que  necesitaba,  y  antes  del  alba  se 
volvió  a  dar  a  la  mar.  Prevenido  de  la  proximidad 
del  «Matías  Cousiño»,  vapor  chileno  que  aprovi- 
sionaba de  carbón  a  la  escuadra  de  bloqueó,  le  salió 
al  encuentro,  sorprendiéndole  a  poca  distancia  del 
puerto  y  le  intimó  la  rendición.  Como  quiera  que  el 
«Matías  Cousiíío»  no  estaba  en  condiciones  de  sos- 
tener combate  con  el  « Huáscar  s  iba  ya  este  buque 
chileno  a  arriar  el  pabellón,  cuando  aparece  la  ca- 
ñonera chilena  «Magallanes»,  comandada  por  don 


José  Latorre,  la  que  venía  valerosamente  a  dis- 
putar su  presa  al  buque  peruano.  Sorprendido  Grau 
de  tanta  audacia  y  engañado  por  la  noche  y  la  dis- 
distancia, creyéndose  atacado  por  la  fragata  acora- 
zada «Cochrane»,  muy  superior  en  fuerza  al  moni- 
tor, se  preparaba  a  evitar  la  lucha  cuando  reconoció 
su  error. 

Vuelve  entonces  a  todo  vapor  el  «Huáscar»  y  se 
lanza  sobre  la  cañonera  chilena  para  dividirla  en 
dos,  pero  el  comandante  Latorre  esquiva  el  golpe 
y  constesta  con  una  andanada  de  artillería.  El 
«Huáscar»  abre  también  el  fuego,  venciendo  en 
celeridad  a  su  adversario,  cuya  pérdida  parecía  ya 
segura,  cuando  aparece  en  el  horizonte  el  acorazdo 
«Cochrane»,  atraído  por  el  estruendo  de  la  arti- 
llería. El  «Huáscar»  tuvo  entonces  que  abandonar 
su  persecución  y  acogerse  al  abrigo  de  las  baterías 
de   Arica. 

Allí  encontró  a  la  corbeta  peruana  «Unión», 
barco  de  gran  andar  y  de  evolución  rápida.  El  al- 
mirante Grau  la  tomó  bajo  sus  órdenes,  considerán- 
dola a  propósito  para  la  guerra  de  sorpresas  que  se 
proponía  emprender,  y  se  dirigió  con  sus  dos  barcos 
sobre  Antofagasta.  Durante  la  ruta  capturó  dos  trans- 
portes chilenos,  que  mandó  al  Callao;  siguiendo 
después  por  la  costa,  destruyó  varios  pontones  chi- 
lenos en  Cachanassa,  Huasco  y  Carrizal,  y  virando 
de  bordo,  se  dirigió  al  norte.  A  la  vista  de  Antofa- 
gasta se  encontró  el  «Huáscar»  con  un  gran  trans- 
porte chileno,  el  «Rimac»,  cargado  de  víveres  y  mu- 
niciones, que  conducía  además  doscientos  cincuenta 
hombres  de  caballería  con  sus  caballos.  El  «Rimac» 
fué  tomado  y  enviado  a  Arica.  A  bordo  se  encontra- 
ba la  correspondencia  oficial  del  Gobierno  de  Chile. 
Por  ella  se  supo  que  se  estaban  esperando  dos  carga- 


--46- 

mentos  de  armas  que  venían  de  Europa,  destinados 
al  equipo  del  ejército  de  Antofagasta. 

Convencido  por  el  tenor  de  estos  despachos  de 
que  el  ejército  de  Antofagasta  estaba  muy  lejos  de 
poder  tomar  la  ofensiva  mientras  no  llegasen  los  con- 
voyes que  se  esperaban,  el  almirante  Grau  dio  orden 
al  comandante  de  la  «Unión»  de  salir  a  su 
encuentro  y  apoderarse  de  ellos.  Según  todas  las 
probabilidades,  debía  encontrarlos  en  el  Estrecho 
de  Magallanes.  Si  tenía  éxito  este  golpe  de 
ano,  se  impedía  por  largo  tiempo  el  avan- 
ce de  las  tropas  chilenas;  el  comandante  Gar- 
cía tomó  rumbo  inmediatamente  hacia  el  sur. 
Acosado  por  grandes  temporales,  logró  por  fin,  no 
sin  muchas  dificultades,  penetrar  en  el  Estrecho 
de  Magallanes;  pero  entró  precisamente  en  el  mis- 
mo momento  en  que  salía  de  él  el  primer  vapor  que, 
dándose  a  alta  mar,  se  dirigió  a  Valparaíso.  Poco 
después  la  «Unión»  llebaga  a  la  vista  de  Punta  Are- 
mnas,  estación  chilena  en  el  Estrecho  de  Magalla- 
nes. El  comandante  García  se  apoderó  del  puerto, 
pero  engañado  por  las  indiscreciones  del  comandante 
chileno  creyó  que  los  dos  navios  que  buscaba  ha- 
bían franqueado  ya  el  Estrecho  y  se  puso  en  su  per- 
secución. 

Había  fallado  el  objetivo  de  la  expedición,  pero 
la  ocupación  de  Punta  Arenas,  la  audacia  de  que  ha- 
bía dado  pruebas  el  comandante  García  al  penetrar 
impunemente  en  el  Estrecho  y  burlar  la  activa 
vigilancia  de  los  acorazados  chilenos,  la  captura 
del  «Rimac »  y  de  los  soldados  que  iban  a  bordo,  la 
divulgación  de  los  despachos  del  Gabinete  de  San- 
tiago, habían  sobreeexitado  y  alarmado  la  opinión 
pública  de  Chile.  Se  sentían  en  presencia  de  adver- 
sarios activos,  resueltos,  cuyos  tiros  daban  en  el 
blanco  y  cuyos  golpes  se  repetían.  Se  reprochó  al 


—  47  — 

Gobierno  por  no  imprimir  a  las  operaciones  navales 
una  acción  más  enérgica.  Indudablemente  qíie  Chile 
no  había  sufrido  en  ninguna  parte  una  derrota 
importante,  pero  toda  una  serie  de  desgracias  y 
de  contratiempos  había  despertado  la  inquietud  y 
y  había   herido   el   patriotismo. 

Se  creyó  en  el  Perú  que  estos  síntomas  de  descon- 
tentos darían  margen  a  una  insurrección  y  a  un  de- 
rrocamiento del  Presidente.  No  hubo  nada  de  eso.  El 
Gobierno  chileno,  inspirándose  en  los  deseos  de  la 
opinión  pública  y  aconsejándose  de  los  aconteci- 
mientos modificó  su  plan  de  campaña.  Se  levantó 
el  bloqueo  de  Iquique  y  se  repararon  y  aprovisio- 
naron los  barcos  reunidos  en  Valparaíso.  El  almi- 
rante Williams  Rebolledo,  fatigado  y  enfermo, 
fué  sustituido  por  el  capitán  de  navio  Riveros, 
marino  ya  de  alguna  edad,  pero  lleno  de  energía 
y  de  resolución.  El  tomó  el  mando  de  una  de  las 
fragatas  acorazadas,  el  «Blanco  Encalada»,  confió 
el  mando  del  «Cochrane»  al  capitán  don  José  La- 
torre,  que  acababa  de  dar  pruebas  de  su  valor  dis- 
putando y  arrancando  al  «Huáscar»  su  presa  ante 
la  rada  de  Iquique,  y  se  preparó  para  emprender,  de 
acuerdo  con  él,  una  enérgica  campaña  contra  el 
«Huáscar». 

Este  continuaba  sin  interrupción  el  éxito  de  sus 
correrías.  El  7  de  Agosto  se  presentaba  inopinada- 
mente ante  el  puerto  chileno  de  Taltal,  el  que  bom- 
bardeó. Esquivando  toda  persecución,  reapareció 
bruscam.ente  en  Antofagasta,  donde  se  encontraba 
la  cañonera  chilena  «Magallanes»  y  el  «Abtao». 
Antofagasta  sufrió  un  nuevo  bombardeo  y  el  «Ab- 
tao» experimentó  serias  averías,  pero  una  bala  de 
300  atravesó  las  chimeneas  del  monitor  peruano, 
estalló  sobre  el  puente  y  le  mató  no  pocos  hombres, 

El.  1.°  de  Octubre  se  hacía  a  la  mar  la  escuadra 


-^48  — 

chilena,  bajo  el  mando  del  capitán  Riveros,  que 
iba  decidido  a  concluir  con  el  «Huáscar»  y  a  arries- 
garlo todo  para  conseguir  este  resultado.  Además 
del  «Blanco  Encalada»  y  del  «Cocharne-,  tenía  a 
sus  órdenes  la  corbeta  «O'Higgins»  y  la  goleta  «Co- 
vadonga». 

La  escuadra  se  dirigió  hacia  Arica;  el  «Huáscar» 
ya  no  estaba  allí,  pero  el  almirante  chileno  supo 
por  unos  pescadores  que  el  «Unión»  estaba  ahora 
también  a  las  órdenes  directas  del  almirante  Grau, 
y  que  este  buque  en  unión  del  «Huáscar»,  había  to- 
mado rumbo  hacia  el  sur.  En  Mejillones  supo, 
por  comunicaciones  telegráficas  de  Santiago,  que 
los  dos  navios  que  perseguía,  después  de  recorrer 
toda  la  costa  destruyendo  todos  los  barcos  que  ha- 
bía encontrado  a  su  paso,  habían  vuelto  al  puerto 
de  Arica.  Bajo  las  órdenes  del  comandante  Riveros, 
pasaron  la  noche  ala  vista  de  Mejillones  el  «Co- 
chrane»,  el  «O'Higgins»  y  uno  de  los  transportes 
mientras  el  resto  de  la  escuadra  cruzaba  un  poco 
más  al  sur  a  lo  largo  de  Antofagasta.  Si  como 
todo  parecía  indicarlo,  el  almirante  Grau  se  diri- 
gía hacia  el  sur,  debía  forzosamente  encontrarse 
con  una  de  las  divisiones  chilenas. 

El  8  de  Octubre,  antes  de  clarear  el  día,  un  ofi- 
cial de  cuarto  a  bordo  del  «Blanco  Encalada»,  se- 
ñaló cerca  del  Cabo  de  Angamos  el  humo  de  dos 
barcos  de  vapor.  Eran  el  «Huáscar»  y  el  «Unión», 
que  seguían  de  cerca  la  costa  y  habían  pasado  mer- 
ced a  la  obscuridad,  sin  ser  vistos  por  la  división 
apostada  más  al  norte.  Inmediatamente  el  coman- 
dante Riveros  se  puso  en  persecución  del  «Huás- 
car», que  al  verse  descubierto,  viró  de  bordo  y  puso 
proa  al  norte.  El  «Huáscar»,  de  más  rápido  an- 
dar, sacaba  gran  ventaja  de  su  adversario,  y  ya  se 
creía  fuera  de  peligro  cuando  vio  delante  de  sí  tres 


—  49  — 

buques  que^  maniobraban  de  modo  que  le  quedase 
obstruido  el  paso.  Era  la  escuadra  chilena  del  nor- 
te que  al  mando  del  comandante  Latorre  le  presen- 
taba combate.  Por  segunda  vez,  después  del  com- 
bate de  Iquique,  se  encontraban  uno  frente  a 
otro:  Latorre  y  Grau.  Pero  ahora  con  armas  iguales 
hierro  contra  hierro,  coraza  contra  coraza. 

La  situación  del  almirante  Grau  era  de  las  más 
críticas.  Detrás  de  él  avanzaba  el  comandante 
Riveros  a  todo  vapor:  delante,  Latorre,  que  le  es- 
torbaba el  paso.  H^bía,  pues,  que  forzar  el  paso 
sin  esperar  al  «Blanco  Encalada» . . .  Pero  el  coman- 
dante del  «Huáscar»  no  era  hombre  que  desesperase 
de  la  fortuna;  tenía  fe  en  su  estrella;  su  tripulación 
aguerrida,  compuesta  de  marineros  intrépidos,  le 
inspiraba  una  confianza  absoluta  y  la  audacia 
podía  proporcionarle  la  ayuda  que  necesitaba. 
Inquieto,  sin  embargo,  por  la  suerte  de  la  « Unión  >, 
cuyo  casco  de  madera  hacía  ilusorio  tratar  de  oponer- 
se a  la  formidable  artillería  chilena,  le  telegrafió  para 
que  se  diese  a  alta  mar  y  rehuyese  el  combate.  Gracias 
a  lo  rápido  de  su  marcha,  la  «Unión»  pudo  evadirse 
y  emprender  la  huida,  seguida  por  la  corbeta  « O'Hig- 
gins,  que  el  comandante  Latorre  mandó  en  su  per- 
secución. 

Una  vez  solo,  el  «Huáscar»  se  dirigió  hacia  el 
norte  forzando  sus  máquinas,  disminuyendo  la  dis- 
tancia que  lo  separaba  del  «Cochrane». 

A  tres  kilómetros  de  distancia  abrió  el  fuego,  que 
su  adversario  sufrió  silenciosamente;  después,  lle- 
gado a  corta  distancia,  se  lanzó  por  medio  de  una 
^iesgada  maniobra  sobre  el  acorazado  chileno, 
intentando  despedazarlo  con  su  enorme  espolón. 
Gracias  a  su  doble  hélice,  pudo  el  «Cochrane> 
evitar  el  choque  y  los  dos  navios  se  deslizaron  uno 
al  costado  del  otro  a  pocos  metros  de    distancia 

G.delP.— 4 


—  50  — 

cambiando  terribles  andanadas.  Volviendo  sobre 
sus  pasos,  el  <  Huáscar»  se  acercó  a  su  adversario 
decidido  a  ponerle  fuera  de  combate  antes  de  la 
llegada  del  «Blanco  Encalada»,  que  corría  a  toda 
prisa  en  su  socorro. 

En  menos  de  una  hora,  hizo  el  ''Huáscar"  25 
descargas  de  su  pesada  artillería  de  300,  sobre  el 
*'Cochrane",  que  respondía  con  energía,  impi- 
diéndole decididamente  el  paso.  A  las  11  entraba 
en  batalla  el  "Blanco  Encalada"  y  abría  el  fuego 
contra  el  "Huáscar".  A  proa  hacían  poco  efecto 
los  proyectiles;  era  a  popa  donde  estaba  la  parte 
vulnerable  del  "Huáscar".  El  almirante  chilena 
concentró  sobre  este  punto  el  fuego  de  sus  piezas 
de  400  y  logró  estropearle  el  gobernalle.  En  vana 
trató  la  tripulación  del  "Huáscar"  de  reparar  la 
avería.  Los  marinos  chilenos  apostados  en  las  cofa& 
acribillaban  el  puente  con  incesantes  descargas 
de  mosquetería.  El  monitor  peruano  estaba  ya  sin 
gobierno;  juguete  de  las  olas  seguía  sin  embargo 
combatiendo.  A  todas  las  intimaciones  de  rendirse 
y  de  arriar  el  pabellón  contestaba  con  el  fuego  de 
su  torrecilla  blindada.  Acorralado  en  esta  forma 
tan  peligrosa,  el  almirante  Grau  sostenía  una  lucha 
desesperada.  A  una  orden  del  almirante  chileno 
los  dos  acorazados  empezaron  a  dirigir  su  fuego 
contra  la  torrecilla  blindada.  Un  obús  acabó  por 
atravesarla  y  el  almirante  Grau  sucumbió  al  dis- 
paro. 

Muerto  el  almirante,  parecía  inútil  toda  resis- 
tencia, pero  la  tripulación  del  "Huáscar"  estaba 
resuelta  a  perecer  antes  de  entregarse.  Tomó  el 
mando  del  buque  el  capitán  Elias  Aguirre  y  se  ins- 
taló en  la  torre  blindada. 

Engolfados  en  la  lucha,  exasperados  por  el  com- 
bate, los  adversarios  cambiaban  mortíferos  dispa- 


—  SI- 
TOS a  una  distancia  de  300  metros.  El  "Blanco 
Encalada",  a  una  orden  del  comandante  Latorre, 
consigue  aproximarse  hasta  una  distancia  de  diez 
metros,  mientras  que  se  cargaba  en  el  mterior  una 
de  las  piezas  del  "Huáscar".  En  la  abierta  tronera 
cayó  un  obús  de  300  libras,  que  explotó  en  la  to- 
rrecilla, mató  al  capitán  Aguirre  y  a  los  sirvientes 
de  piezas  v  desmontó  uno  de  los  cañones  del 
"Huáscar".'  No  quedaba  más  que  uno  en  estado  de 
servicio.  Era  suficiente  para  proseguir  la  lucha. 

Dirige  ahora  ésta  el  capitán  Carvajal.  Nuevos 
tripulantes  entran  con  él  en  la  torrecilla,  continúa 
el  fuego  más  lento,  pero  sostenido,  hasta  el  mo- 
mento en  que  un  obús  del  "Cochrane"  penetra 
por  la  abierta  brecha  y  hace  estallar  el  blindaje, 
hiere  a  Carvajal  y  mata  a  los  sirvientes. 

Eran  las  11;  hacía  dos  horas  que  se  combatía. 
El  puente  del  "Huáscar",  inundado  de  sangre,  la 
torrecilla  sembrada  de  cadáveres,  atestiguaban  el 
heroísmo  de  la  lucha.  Los  masteleros  rotos  no  per- 
mitían utiHzar  las  ametralladoras  de  las  cofas; 
por  lo  tanto,  el  "Huáscar"  combatía  con  su  única 
pieza  de  artillería  y  el  teniente  José  Rodríguez 
sostenía  el  ardor  de  los  combatientes.  Una  descar- 
ga de  fusilería  hecha  desde  las  cofas  del  "Cochrane", 
derribó  al  teniente  sobre  el  puente. 

El  "Huáscar",  desamparado,  flotaba  al  azar;  sus 
artilleros  habían  muerto;  los  marineros  que  inten- 
taban reemplazarlos,  caían  bajo  el  fuego  de  la  ar- 
tillería enemiga;  los  obús  habían  hecho  desplomar-^ 
se  la  techumbre  de  la  torrecilla.  Sobre  el  puente 
ensangrentado,  atravesado  continuamente  por  las 
descargas  enemigas,  era  imposible  mantenerse.  A  pe- 
sar de  todo,  toma  el  mando  del  "Huáscar"  el  teniente 
don  Pedro  Hareson.  En  vano  el  almirante  chileno  ha- 
ce cesar  el  fuego  y  bota  al  agua  las  chalupas  para  lan- 


—  52  — 

zar  sus  hombres  al  abordaje.  Los  últimos  defensores 
del  * 'Huáscar"  los  reciben  a  hachazo  limpio  y  a  tiros 
de  revólver  y  los  arrojan  al  agua.  Era  su  último  es- 
fuerzo. Una  segunda  tentativa  de  abordaje  produjo 
mejor  resultado.  Los  chilenos  quedaban  dueños  del 
"Huáscar",  pero  los  sobrevivientes  han  abierto  las 
válvulas  y  el  "Huáscar"  amenaza  irse  a  fondo;  apenas 
si  los  chilenos  tienen  tiempo  de  cerrar  las  válvulas 
y  mantener  el  buque  a  flote.  Este  combate  de  Ali- 
gamos aseguró  la  supremacía  naval  de  Chile.  Aún 
cuando  fué  glorioso  para  él,  no  lo  fué  menos  para  el 
Perú.  De  la  tripulación  del  "Huáscar"  murieron 
61  hombres  y  entre  ellos  los  cinco  oficiales  de  mayor 
grado;  otros  siete  quedaron  en  estado  agónico. 

Durante  el  combate  trabado  a  la  vista  de  Meji- 
llones, el  telégrafo  de  este  puerto  informaba  a  las 
autoridades  chilenas  de  las  incidencias  de  la  lucha. 
El  resultado  fué  acogido  en  todo  Chile  con  un  júbi- 
lo indescriptible.  Sin  embargo,  los  vencedores  rin- 
dieron a  los  vencidos  el  homenaje  debido  al  valor 
y  en  un  comunicado  oficial,  el  almirante  chileno 
hablaba  en  términos  emocionantes  de  la  intrepidez 
y  del  heroísmo  del  almirante  Grau,  al  que  llamaba 
un  gran  marino. 

Y  lo  fué,  en  efecto.  Con  él  desapareció  el  mas 
hábil  y  el  más  arriesgado  de  los  oficiales  de  la  mari- 
na peruana.  Sus  compatriotas  no  se  engañaron. 
El  Senado  peruano  votó,  en  medio  de  las  aclama- 
ciones del  pueblo,  el  siguiente  decreto:  "Al  ser  lla- 
mado por  lista,  a  bordo  de  la  flota  nacional,  Miguel 
Grau,  contestará  el  oficial  de  más  alta  graduación 
a  bordo:  "Presente  en  la  mansión  de  los  héroes". 

Dueño  indisputado  del  mar,  podía  en  adelante 
el  Gobierno  chileno  imprimir  un  enérgico  impulso 
a  las  operaciones  de  tierra  y  tentar  la  invasión 
del  Perú.  Lo  que  la  intrepidez  de  sus  marinos  ha- 


—  sa- 
bía  comenzado,    debían   concluirlo   sus   generales. 
Sigámosles  en  este  nuevo  terreno  donde  veremos 
desarrollarse  los  últimos  incidentes  de  la  Guerra 
del  Pacífico. 

II 

Ocupación  de  Pisagua. — Batalla  de  Dolores. — 
Combate  de  Tarapacá. — Caída  de  los  Pre- 
sidentes Prado  y  Daza. — Combate  de  Los 
Angeles. — Batalla  de  Tacna. 

La  fortuna  había  traicionado  en  el  mar  las  esperan- 
zas de  los  defensores  del  Perú.  La  audacia  que  la  sedu- 
ce, la  tenacidad  que  la  avasalla,  la  intrepidez  que  la 
subyuga,  ninguna  de  estas  cualidades  había  faltado  al 
almirante  Grau  y  a  sus  heroicos  compañeros.  En  cual- 
quiera otra  época  éstas  les  habrían  proporcionado  la 
victoria  o  por  lo  menos,  habrían  mantenido  el  fiel 
de  la  balanza  y  la  suerte  hubiera  sido  indecisa 
entre  las  dos  potencias  rivales.  La  campaña  del 
* 'Huáscar"  ha  quedado,  sin  duda,  entre  los  hombres 
de  mar  como  el  tipo  acabado  de  las  operaciones 
navales  modernas.  En  Iquique  vimos  a  este  buque 
acorazado  en  su  combate  con  la  ''Esmeralda", 
recurrir  con  éxito  a  la  maniobra  del  espolón  y  echar 
a  pique  a  su  adversario;  más  tarde,  gracias  a  su  ve- 
locidad y  a  su  excesiva  movilidad,  le  vemos  esqui- 
varse al  "Blanco  Encalada";  en  Antofagasta  tra- 
ba combate  con  dos  navios  enemigos  y  las  baterías 
de  la  costa,  evolucionando  con  una  precisión  ad- 
mirable, manteniéndose  fuera  del  alcance  de  los 
proyectibles  enemigos,  hiriendo  a  distancia  y  a  gol- 
pe seguro.  En  su  última  lucha,  en  fin,  hubo  nece- 
sidad de  que  se  uniera  toda  la  flota  chilena  para 
someterle. 


—  54  — 

Merced  a  la  velocidad  de  su  marcha,  desconcertó 
durante  largo  tiempo  las  combinaciones  estratégicas 
de  su  adversario,  pudo  herir  en  el  momento  oportu- 
no con  golpes  inesperados,  inquietar  al  enemigo, 
burlar  su  vigilancia,  compensando  con  su  movilidad 
la  desproporción  de  fuerzas.  Arma  a  un  mismo 
tiempo  ofensiva  y  defensiva;  su  velocidad  le  permi- 
te llevar  a  los  puntos  vulnerables  su  poderosa  ar- 
tillería. Ya  en  la  guerra  de  separación  en  Estados 
Unidos,  había  quedado  de  manifiesto,  con  el  **Ala- 
bama",  que  era  absolutamente  necesario  unir  a 
las  cualidades  requeridas  en  todo  crucero,  la  velocidad 
la  rapidez  de  evolución  y  una  grande  potencia  de 
la  artillería.  El  almirante  Grau  supo  sacar  de  estas 
cualidades  del  ''Huáscar",  todo  el  partido  posible; 
supo  asimismo,  emplear  con  éxito  el  ataque  del  es- 
polón y  dio  pruebas  de  una  rara  habilidad  en  el 
difícil  manejo  de  esta  máquina  de  guerra. 

Por  el  otro  lado,  es  conveniente  señalar  a  la  aten- 
ción de  los  entendidos,  las  ventajas  que  los  chile- 
nos supieron  sacar  del  empleo  de  sus  ametrallado- 
ras ligeras  y  cañones-revólvers  instalados  en  las 
cofas,  transportables  de  babor  a  estribor  y  capaces 
de  seguir  con  su  tiro  las  evoluciones  del  navio.  Con 
la  ayuda  de  esta  artillería,  acribillaron  material- 
mente los  chilenos  a  balazos  el  puente  del  "Huás- 
car", dieron  cima  a  la  destrucción  de  su  torrecilla 
e  hicieron  caer  sobre  sus  últimos  defensores,  una 
lluvia  de  proyectiles,  que  paralizó  su  último  esfuer- 
zo. Hasta  ahora  había  sido  considerado  como  el 
tipo  naval  moderno  el  combate  de  Lissa. 
El  combate  de  Punta  Angamos  nos  muestra  los 
progresos  alcanzados  hasta  hoy  y  los  que  se  pueden 
esperar.  Este  combate  ejercerá  necesariamente  una 
gran  influencia  sobre  los  planes  de  los  ingenieros  y 


—  55  — 

constructores  navales  y  sobre  las  operaciones  de 
los  tácticos.  ^  ^      , 

Vencedor  en  el  mar  y  desembarazado  de  su  te- 
rrible adversario,  el  Gobierno  chileno  dirigió  to- 
da su  atención  a  las  operaciones  de  tierra. 

El  cuerpo  de  ejército  de  Antofagasta  fue  reforza- 
do hasta  contar  con  16  mil  hombres,  bajo  las  orde- 
nes del  general  Erasmo  Escala.  Bien  vestidos,  bien 
■equipados  y  provistos  de  todo  lo  necesario,  se  formo 
un  destacamento  de  diez  mil  hombres  que  se  em- 
barcaron en  la  escuadra. 

Marinos,  oficiales  y  soldados  ignoraban  el  punto 
donde  iban  a  desembarcar.  Sólo  el  alimirante  que 
comandaba  la  escuadra,  el  general  en  jefe  y  el  Mi- 
nistro de  la  Guerra  señor  Rafael  Sotomayor,  sabían 
que  la  división  se  dirigía  a  Pisagua. 

El  acceso  al  puerto  era  difícil,  pero  su  ocupación 
por  el  ejército  chileno  debía  dar  por  resultado  di- 
vidir en  dos  partes  las  fuerzas  de  la  coalición,  par- 
te de  las  cuales  estaban  concentradas  en  Iquique, 
al  sur,  V  otra  parte  en  Arica,  al  norte.  Pisagua  se 
-encontraba  casi  a  igual  distancia  de  estos  dos  pun- 
tos. El  2  de  Noviembre  de  1879,  se  presentaba  la 
escuadra  a  través  de  Pisagua,  recorriendo  la  costa 
y  eliminando  con  todo  cuidado  los  obstáculos  que 
la  naturaleza  y  sus  enemigos  hubieran  podido  opo- 
nerles.   Estos    obstáculos    eran    terribles,    mucho 
más  aún  de  lo  que  los  mismos  jefes  chilenos  podían 
pensar.  Dos  baterías  a  flor  de  agua  defendían  la 
entrada  al  puerto;  por  detrás,  las  colinas  que  domi- 
naban la  ciudad  no  presentaban  más  que  picachos 
escarpados  en  cuyas  crestas  se  habían  atrincherado 
las  tropas  bolivianas.  En  tercera  línea,  al  fin,  y 
lo  mismo  que  las  anteriores,  paralela  al  mar,  la  vía 
férrea  que  unía  a  Pisaeua  al  interior  y  que  se  la 


—  56  — 

había  convertido  en  punto  de  resguardo  para  las 
reservas  y  para  proteger  sus  piezas  de  artillería. 

Se  decidió  el  ataque  sin  vacilaciones.  Los  buques 
de  guerra  recibieron  la  orden  de  abrir  el  fuego  con- 
tra las  baterías  de  tierra,  al  paso  que  dos  fuertes 
destacamentos  chilenos  intentaban  desembarcar  por 
el  norte  de  la  ciudad,  para  tomarla  por  retaguardia. 
A  las  7  de  la  mañana  comenzó  el  fuego.  El  **Cochra- 
ne''  cañoneaba  el  puerto  y  el  fuerte  del  sur;  el  **Co- 
vadonga"  y  el  * 'Magallanes"  atacaban  el  fuerte  del 
norte  y  el  ''O'Higgins"  cubría  de  proyectiles  los 
puntos  por  donde  debía  verificarse  el  desembarco. . . 

En  menos  de  una  hora  consiguió  la  escuadra  chi- 
lena extinguir  las  baterías  enemigas  y  se  lanzaron 
al  ataque  los  destacamentos  bajo  un  fuego  de  fu- 
silería vigoroso  y  sostenido.  Protegidas  por  las  ro- 
cas, las  casas,  la  estación  del  ferrocarril,  los  vagones, 
los  sacos  de  carbón  y  de  salitre  acumulados,  las 
tropas  bolivianas  resistían  y  herían  a  sus  enemigos 
al  descubierto,  que  en  las  chalupas  de  desembar- 
que eran  juguete  de  las  olas  y  avanzaban  lentamen- 
te por  las  aguas  de  un  mar  embravecido.  Envalen- 
tonados por  esta  resistencia,  los  artilleros  peruanos 
recobraron  valor  y  corrieron  a  sus  piezas.  Sólo  una 
columna  chilena  había  puesto  pie  en  tierra  pero 
sus  municiones  se  agotaban  y  los  buques  de  la  es- 
cuadra no  podían  defenderlos  del  fuego  enemigo 
ni  exponerse  a  ser  alcanzados  por  los  disparos  de 
la  artillería  peruana.  Hubo  un  momento  en  que 
pareció  inevitable  la  derrota  de  los  chilenos,  pero 
con  una  hábil  maniobra,  el  "0"Higgins"  avanzó, 
cubrió  con  sus  proyectiles  las  alturas  y  permitió 
que  la  columna  chilena,  ya  agotada,  se  pusiese  al 
abrigo  bajo  las  rocas,  en  cuya  cumbre  se  guarecían 
sus  enemigos  y  tomase  nuevo  aliento.  Después, 
animados  por  sus  jefes  y  no  viendo  salvación,  más. 


—  57  — 

haciendo  un  esfuerzo  supremo,  los  chilenos  se  lan- 
zaron al  asalto  de  aquellas  escarpadas  pendientes, 
franquearon  los  parapetos  bajo  los  cuales  por  fin  la 
escuadra,  silenciando  sus  fuegos,  vino  a  izar  su  ban- 
dera. 

La  lucha  había  durado  cinco  horas.  Las  pendientes 
estaban  cubiertas  de  muertos  y  heridos.  La  columna 
de  ataque  compuesta  de  diez  mil  hombres,  había 
perdido  trescientos  cincuenta  de  éstos.  Los  peruanos 
y  bolivianos  contaban  mayor  número  de  muertos, 
heridos  y  prisioneros.  La  escuadra  se  hizo  cargo 
de  estos  últimos,  fueron  transportados  a  Valparaíso 
y  volvió  con  tropas  de  refresco  para  cubrir  las  bajas 
habidas  en  sus  filas. 

Si  los  desastres  sufridos  por  la  marina  peruana 
no  le  permitieron  oponerse  a  las  operaciones  navales 
de  Chile,  ni  impedir  el  paso  a  sus  acorazados,  había, 
sin  embargo,  aún  algunos  cruceros  peruanos  en  el 
mar  y  los  buques  de  transporte  chilenos,  pesadamente 
cargados,  no  podían  hacerse  a  la  mar  sino  escoltados 
por  los  navios  de  guerra.  '*La  Unión",  el  'Tilcoma- 
yo"  y  el  * 'Chalaco"  recorrían  las  costas,  evitando 
todo  encuentro  con  fuerzas  superiores,  pero  dando 
cuenta  de  los  barcos  aislados.  El  contraalmirante 
Riveros  recibió  orden  de  darles  caza,  y  tomó  el 
mando  del  ''Blanco  Encalada".  El  17  de  Noviembre 
partía  de  Pisagua;  el  18,  delante  de  Moliendo,  divi- 
saba en  el  horizonte  tres  columnas  de  humo  y  for- 
zando la  velocidad  reconocía  los  tres  buques  peruanos. 
La  indiscutible  superioridad  de  marcha  de  "La 
Unión",  no  permitía  al  almirante  Riveros  pensar 
en  darle  caza;  bien  pronto  desapareció  en  el  hori- 
zonte. El  "Blanco  Encalada"  emprendió  la  perse^ 
cución  del  "Pilcomayo".  El  buque  peruano  huía 
a  todo  vapor;  su  adversario  forzaba  la  máquina. 
Durante  cinco  horas  recorriendo  una  distancia  de 


—  58  — 

sesenta  millas  los  dos  buques  lucharon  en  velocidad. 
El  acorazado  chileno  iba  ganando  lentamente. 
A  las  2  de  la  tarde  solo  estaban  uno  de  otro  a  cinco 
kilómetros  de  distancia  y  el  'Tilcomayo",  abrió 
el  fuego.  Sus  disparos  bien  dirigidos  dieron  varias 
veces  al  "Blanco  Encalada"  en  pleno  flanco,  pero 
gracias  a  la  solidez  de  su  coraza,  los  proyectiles  res- 
balaban sin  causarle  averías.  El  almirante  Riveros 
no  contestó.  Empeñado  en  la  persecusión,  no  tenía 
mas  afán  que  el  de  acortar  la  distancia  que  media- 
ba entre  los  dos  navios.  Al  cabo  de  tres  horas  ésta 
era  sólo  de  4,300  metros.  Se  dio  orden  de  hacer 
fuego  y  el  primer  proyectil  chileno  rompió  el  extre- 
mo del  palo  mayor  del  buque  enemigo  y  estalló 
en  su  proa,  donde  se  declaró  el  incendio.  El  *Til- 
comayo"  tuvo  que  detenerse.  Lanzándose  a  todo 
vapor,  el  * 'Blanco  Encalada"  se  acercó  tanto  al 
buque  peruano,  que  pudo  mandarle  una  andanada 
con  sus  grandes  cañones,  los  cañones  de  menor 
calibre  del  puente  y  las  ametralladoras  de  las  cofas. 
Gravemente  afectado,  el  *Tilcomayo"  no  trató 
ya  de  resistir.  El  incendio  redobló  su  actividad  a 
bordo  y  a  una  orden  del  comandante  Carlos  Ferrei- 
ro,  los  marinos  peruanos  abordaron  su  navio  para 
impedir  que  cayera  en  manos  del  enemigo.  De  un 
momento  a  otro  podía  el  fuego  alcanzar  a  la  San- 
ta Bárbara.  Sin  tomar  en  cuenta  el  peligro,  el  al- 
mirante Riveros  colocó  su  fragata  costado  con 
costado  con  el  'Tilcomayo"  e  hizo  trasladar  al 
''Blanco  Encalada"  a  los  oñciales  y  marinos  perua- 
nos; después  a  la  cabeza  de  su  tripulación,  se  pu- 
so a  extinguir  el  incendio.  Gracias  a  las  poderosas 
bombas  del  acorazado  y  al  empleo  de  hachas,  se 
logró  dominar  el  fuego,  pero  el  navio  se  iba  a  fon- 
do y  el  agua  invadía  el  barco  por  las  válvulas  abier- 
tas. Los  buzos  de  la  fragata  chilena  consiguieron 


—  59  — 

por  fin  tapar  la  vía  de  agua,  y  el  "Pilcomayo", 
remolcado  por  su  vencedor,  fué  conducido  a  Val- 
paraíso, donde  convenientemente  reparado,  se  le 
puso  de  nuevo  a  flote  y  fué  a  engrosar  el  efectivo 
de  la  marina  chilena.  Esta  nueva  captura  redujo 
la  flota  peruana  en  sus  navios  de  guerra,  a  la  cor- 
beta de  madera  la  ''Unión"  y  a  las  baterías  flotantes 
«Manco-Capac»  y  ''Atahualpa",  ancladas  la  una 
en  Arica  y  la  otra  en  el  Callao,  completamente 
inmovilizadas. 

No  era  ya  por  tanto  por  el  mar  por  donde  Perú 
y  Bolivia  comprendían  que  habían  de  hacer  coali- 
gados la  guerra  a  Chile.  Conocían  su  inferioridad 
naval  aún  considerándola  transitoria.  Se  compra- 
rían buques  en  Europa:  cuestión  de  tiempo;  podía 
confiarse  en  el  valor  y  la  audacia  de  los  marinos 
peruanos;  en  algunos  meses  podía  reemplazarse 
la  flota  perdida;  con  las  lecciones  de  la  experiencia 
se  armarían  buques  de  rápido  andar  y  se  disputaría 
de  nuevo  a  Chile  la  posesión  del  Océano.  Pero  en 
tierra  el  Perú  y  Bolivia  se  consideraban  superiores. 
El  combate  de  Pisagua  no  sólo  no  significaba  na- 
da sino  que  había  puesto  a  las  fuerzas  chilenas, 
según  ellos,  entre  dos  fuegos. 

Tanto  en  La  Paz  como  en  Lima  se  tenía  por  cosa 
cierta  que  el  triunfo  estaba  cerca. 

Y,  efectivamente,  si  el  atrevido  golpe  de  mano 
intentado  por  Chile  contra  Pisagua  había  dado 
resultado,  no  se  podía,  sin  embargo,  ocultar  que  el 
cuerpo  de  desembarque  chileno,  aislado  en  este 
punto  de  la  costa,  podía  ser  desalojado  por  medio 
de  un  ataque  bien  combinado  y  empujado  hacia 
el  mar.  Pisagua  se  encontraba  entre  Iquique,  fuer- 
temente ocupado  por  las  tropas  peruanas,  y  Arica, 
donde  acampaba  la  vanguardia  del  ejército  bolivia- 
no. Un  poco  al  norte  de  Arica,  en  Tacna,  se  encon- 


—  60  — 

traba  el  grueso  de  las  fuerzas  bolivianas.  Como 
líneas  de  retirada,  no  tenían  los  chilenos  más  que  el 
mar.  Desde  Iquique  podían  los  aliados  mandar 
catorce  mil  hombres  al  norte  sobre  Pisagua.  Desde 
Arica  se  podía  lanzar  una  colimina  casi  igual  en 
fuerzas  y  obligar  al  cuerpo  chileno  a  rendir  las  ar- 
mas o  a  embarcarse  en  la  escuadra,  operación  di- 
fícil en  presencia  de  un  enemigo  superior  en  fuerzas. 
Los  Presidentes  del  Perú  y  Bolivia  se  encontraban 
en  Tacna  y  Arica;  se  convocó  un  consejo  de  guerra  y 
se  dispuso  el  plan  de  campaña. 

Se  resolvió  que  ambos  ejércitos,  en  lugar  de  mar- 
char directamente  sobre  Pisagua,  uno  desde  el  norte 
y  el  otro  desde  el  sur,  se  uniesen  en  Dolores,  situado 
entre  Iquique  y  Pisagua,  y  juntos  atacasen  esta 
ciudad.  Este  plan  tenía  el  inconveniente  de  imponer 
a  las  tropas  que  partieran  desde  Arica  y  desde  Tac- 
na una  fatiga  inútil.  Para  llegar  a  Dolores,  tenían 
que  dar  la  vuelta  por  Pisagua,  la  que  quedaba  a  su 
derecha,  bajar  hasta  Dolores  y  volviendo  después 
sobre  sus  pasos,  subir  hacia  el  norte  para  presentar 
la  batalla.  Durante  esta  marcha  se  exponían  a  un 
ataque  de  flanco,  peligro  que  se  correría  inútilmen- 
te. El  objetivo  de  los  generales  aliados  era  aplastar 
de  un  golpe,  por  medio  de  masas  considerables  a 
los  defensores  de  Pisagua.  El  mismo  resultado  po- 
día conseguirse  dirigiéndose  a  Pisagua  por  el  norte 
y  por  el  sur  y  constituyendo  el  blanco  de  su  ataque 
el  punto  de  reunión  de  sus  fuerzas,  con  la  condición, 
sin  embargo,  de  calcular  las  distancias  y  las  etapas 
con  una  rigurosa  exactitud  y  abrir  el  fuego  simul- 
táneamente. 

Una  vez  convenido  su  plan  de  campaña,  los  jefes 
aliados,  dueños  del  interior  del  país  y  del  telégrafo, 
transmitieron  a  Arica  las  órdenes  necesarias,  pero 
se   olvidaron   de   ocupar   los   puestos   telegráficos. 


—  61-- 

En  Pisagua  no  se  ocultaba  al  comandante  chileno 
la  gravedad  de  su  posición.  No  conocía  los  planes 
enemigos,  pero  sí  sabía  que  en  Iquique  había  una 
numerosa  guarnición  peruana,  que  el  puerto  esta- 
ba suficientemente  fortificado  para  resistir  un  ata- 
que por  mar,  y  que  de  un  momento  a  otro  podía 
lanzarse  contra  él  la  casi  totalidad  de  los  efectivos 
que  ocupaban  Iquique.  Sabía  también  que  las  fuer- 
zas bolivianas  concentradas  en  Arica  y  Tacna, 
podían  acometerle  por  el  norte  y  cogerle  entre  dos 
fuegos. 

El  ataque  más  inminente  era  el  que  le  amenazaba 
por  la  costa  de  Iquique.  Decidió,  pues,  no  esperarle 
y  marchar  directamente  hacia  el  sur  de  esta  ciudad. 
Pero  antes  de  emprender  esta  marcha  tan  peligrosa 
que  debían  hacer  tan  penoso  los  arenosos  terrenos 
de  Tarapacá  para  sus  tropas,  destacó  una  columna 
con  orden  de  ir  a  observar  al  norte  los  movimientos 
del  enemigo.  Maniobrando  con  rapidez  y  habilidad 
consiguió  esta  columna  sorprender  un  puesto  de 
telégrafo  y  apoderarse  de  las  comunicaciones  de  los 
aliados.  Se  pudo  averiguar  así  en  todos  sus  detalles 
el  plan  de  campaña  de  sus  ejércitos  y  su  concentra- 
ción inminente  en  Dolores. 

Al  quedar  mucho  más  cerca  de  Iquique  que  de 
Arica,  las  fuerzas  que  partieran  de  Iquique  debían 
ocupar  primero  Dolores.  Había  orden  de  que  se 
acercasen  allí  los  contingentes  bolivianos  que  se  les 
agregarían  pocos  días  más  tarde.  Al  saber  estas  no- 
ticias los  generales  chilenos  modificaron  sus  planes 
y  resolvieron  anticiparse  a  sus  adversarios,  ocupar 
las  alturas  de  Dolores,  fortificarse  allí  y  atacar  de- 
cididamente la  columna  que  venía  de  Iquique  y 
arrojarla  sobre  esta  ciudad  antes  de  que  llegasen  las 
tropas  bolivianas  dándoles  así  una  superioridad 
numérica   muy  considerable;  después  subirían  ha- 


—  62  — 

cia  el  norte  al  encuentro  de  los  bolivianos  y  los  repe- 
lerían hacia  Arica.  Este  plan  era  atrevido,  pero  se 
imponía.  Era  preciso  ponerlo  en  práctica  o  reembar- 
carse, abandonando  Pisagua  y  dejando  al  enemigo 
en  libertad  para  efectuar  su  unión. 

Bajo  las  órdenes  del  coronel  Sotomayor,  se  di- 
rigieron sobre  Dolores  seis  mil  hombres  y  se  apode^ 
raron  de  sus  picachos.  El  agua  era  abundante,  ven- 
taja considerable  en  estas  regiones.  Al  pie  de  las 
alturas  ocupadas  por  los  chilenos  pasaba  la  vía 
férrea  que  ponía  en  comunicación  Dolores  con  Pi- 
sagua.  De  esta  vía  se  hizo  uso  para  transportar 
la  artillería  y  todo  el  material  necesario.  Avanza- 
dos los  trabajos  con  una  actividad  febril,  se  pudo 
al  poco  tiempo  construir  una  especie  de  campo- 
atrincherado,  a  cuyo  abrigo  podían  las  fuerzas  chi- 
lenas sostener  el  choque  de  un  enemigo  con  fuerzas 
superiores.  Pero  aunque  suficientes  para  mantener- 
se a  la  defensiva,  estas  medidas  no  lo  eran  para  to- 
mar la  ofensiva  y  atacar  resueltamente  al  ejército^ 
peruano.  Este  último  avanzaba  a  marchas  forza- 
das. 

El  18  de  Noviembre  los  exploradores  chilenos 
señalaban  la  presencia  de  su  vanguardia  a  pocos 
kilómetros  de  Dolores.  Inmediatamente,  prevenido 
por  el  coronel  Sotomayor,  el  general  Escala  decidió 
mandar  sobre  Dolores  todo  el  resto  de  fuerzas  de 
que  disponía  en  Pisagua.  El  material  de  vía  férrea, 
muy  insuficiente,  no  permitía  transportar  estas 
tropas;  debían,  por  lo  tanto,  llegar  a  Dolores  a 
marchas  forzadas.  Por  efecto  de  estas  medidas,. 
Pisagua  se  encontraría  virtualmente  evacuada.  La 
débil  guarnición  que  la  ocupaba  no  estaba  en  con- 
diciones de  resistir  un  ataque  serio  de  las  fuerzas 
enemigas.  Si  en  este  momento  las  tropas  bolivianas 
que  avanzaban  por  el  norte  hubieran  marchado- 


63 


sobre  Pisagua,  la  habrían  tomado  sin  un  solo  dis- 
paro; el  ejército  chileno  acampado  en  Dolores, 
lejos  de  la  costa,  separado  de  la  escuadra  que  le 
aprovisionaba,  se  habría  visto  cercado  y  obliga- 
do a  capitular,  falto  de  víveres  y  municiones.  Al 
general  Escala  no  se  le  ocultaba  ciertamente  el 
peligro  en  que  se  exponía;  pero  bien  informado  por 
sus  exploradores,  no  ignoraba  que  las  tropas  boli- 
vianas avanzaban  por  un  camino  difícil  y  espera- 
ba poder  llegar  a  Pisagua  a  tiempo  para  hacer 
frente  a  este  nuevo  enemigo. 

El  dia  19  por  la  mañana  el  General  Escala  aban- 
donó Pisagua  al  frente  de  una  fuerte  División.  El 
mismo  día  y  a  la  misma  hora  se  desplegaba  en  línea 
el  ejército  peruano  ante  las  alturas  de  Dolores, 
y  el  general  Buendía,  que  le  comandaba,  reunía 
a  sus  principales  oficiales  en  consejo  de  guerra. 
Todos  fueron  de  opinión  de  que  los  chilenos  estaban 
perdidos;  el  ejército  peruano  contaba  con  doce  mil 
hombres;  el  coronel  Sotomayor  sólo  tenía  cinco 
mil.  Sin  embargo,  se  resolvió  esperar  el  día  siguiente 
para  iniciar  la  lucha.  Se  tenía  por  cierto  que  por  la 
noche  llegaría  el  general  Daza  con  los  contingentes 
peruanos,  y  que  el  ejército  chileno,  cercado  por 
todas  partes,  se  rendiría  o  perecería  todo  entero. 
Ni  siquiera  se  llegó  a  sospechar  en  el  Estado  Mayor 
que  el  general  Escala  se  dirigía  hacia  allí  a  marchas 
forzadas. 

La  resolución  tomada  por  los  jefes  del  ejército  pe- 
ruano aseguraban  la  reunión  de  las  fuerzas  de  Es- 
cala y  de  Sotomayor.  La  columna  que  partiera  de 
Pisagua  por  la  mañana  debía  llegar  a  Dolores  en 
horas,  pero  el  caso  es  que  el  coronel  Sotomayor, 
fuera  por  ignorar  los  movimientos  de  su  jefe,  fue- 
ra por  el  deseo  de  ligar  su  nombre  a  una  memorable 
batalla,  fuera,  en  fin,  por  el  temor  de  verse  atacado 


—  64  — 

por  la  espalda  por  la  vanguardia  boliviana,  deci- 
dió presentar  combate  sin  esperar  los  refuerzos  del 
general  Escala.  Seguro  de  sus  tropas  y  confiando 
en  la  ventajosa  situación  que  ocupaba,  tomó  to- 
das las  medidas  para  atacar  bruscamente.  A  las 
tres  de  la  tarde,  en  los  momentos  en  que  una  colum- 
na peruana  maniobraba  para  cambiar  de  posición, 
abría  el  fuego  contra  ella  una  batería  de  montaña 
colocada  en  el  centro  de  la  línea  chilena.  Contraria- 
mente a  las  órdenes  de  sus  jefes,  la  columna  peruana 
contestó  con  un  fuego  de  artillería  y  de  fusilería, 
que  en  pocos  momentos  hicieron  general  la  acción. 
La  artillería  peruana  concentró  sus  disparos  sobre 
las  alturas,  pero  las  piezas  chilenas,  bien  servidas 
y  mejor  apuntadas,  respondían  vigorosamente.  Ba- 
jo las  órdenes  del  general  Buendía  se  formó  una  po- 
derosa columna  de  ataque.  Escondida  tras  un  re- 
pliegue del  terreno,  debía  a  una  señal  dada,  fran- 
quear rápidamente  el  espacio  descubierto  que  la  se- 
paraba del  pie  de  las  montañas;  una  vez  allí,  tomar 
aliento  y  lanzarse  al  asalto  de  las  posiciones  enemi- 
gas. El  movimiento  se  ejecutó  con  precisión.  La 
artillería  peruana  redobló  su  violencia;  después  re- 
pentinamente cesó  el  fuego.  Las  tropas  peruanas 
recorrieron  apresuradamente  el  espacio  descubierto 
y  resguardadas  momentáneamente  de  los  proyec- 
tiles chilenos,  se  ordenaron  en  columna  de  asalto. 
Rápidamente  escalaron  las  pendientes  entre  una 
lluvia  de  fuego  graneado  que  aniquilaba  sus  filas 
pero  no  detenía  su  marcha.  Ya  estaban  a  punto  de 
alcanzar  las  baterías;  otro  esfuerzo  y  quedaban 
en  posesión  del  campo  chileno.  A  tan  pequeña  dis- 
tancia de  nada  servía  la  artillería;  se  luchaba  cuer- 
po a  cuerpo.  En  este  momento  hace  avanzar  el 
coronel  Sotomayor  su  última  reserva,  los  batallones 
de  Copiapó  y  de  Coquimbo,  reclutados  entre  los 


—  65  — 

mineros  de  estas  localidades,  hombres  sólidos  y 
vigorosos,  enardecidos  en  la  fatiga,  habituados  a 
luchar  contra  los  indios  y  no  contar  el  número  de 
sus  enemigos.  Sin  disparar  un  solo  tiro,  avanzaron 
con  la  bayoneta  calada  y  rechazaron  a  los  asaltan- 
tes por  las  pendientes,  siguiendo  ellos  detrás  llenos 
de  un  loco  entusiasmo  y  de  un  impulso  irresistible 
y  yendo  a  caer  sobre  las  mismas  masas  del  ejército 
peruano.  Obligados  tres  veces  a  retroceder,  otras 
tres  vuelven  con  nuevos  bríos  al  ataque.  La  arti- 
llería peruana  abre  el  fuego  para  contenerles,  pero 
en  esta  horrible  confusión  los  disparos  hacen  más 
víctimas  entre  las  propias  tropas  que  entre  los  chi- 
lenos. Asaltados  en  su  frente  por  los  batallones  de 
Coquimbo  y  Copiapó,  que  se  esforzaban  en  abrirse 
paso,  atacados  por  retaguardia  por  un  fuego  de  ar- 
tillería desconcertante,  los  batallones  peruanos  va- 
cilan. El  coronel  Sotomayor  dirige  contra  ellos  un 
fuego  nutrido  y  viene  en  seguida  una  nueva  carga  a 
la  bayoneta. 

Al  ver  comprometida  la  suerte  de  la  batalla,  el 
general  Buendía  llama  a  si  a  su  ala  derecha.  Conteni- 
da por  una  batería  de  cañones  Krupp  apostada 
en  la  altura,  esta  ala  no  había  podido  tomar  parte 
en  el  asalto.  El  general  peruano  dio  orden  de  que 
pasase  a  la  izquierda  y  resistiese  el  choque  de  los 
batallones  de  Copiapó  y  de  Coquimbo.  La  llegada 
de  estas  tropas  de  refresco  podía  comprometer  la 
victoria.  El  coronel  Sotomayor  no  vaciló  ante  este 
nuevo  peligro.  Desguarneciendo  las  pendientes  que 
amenazaban  el  ala  derecha  de  Buendía,  hizo  transpor- 
tar a  toda  prisa  su  batería  Krupp  al  punto  amagado 
y  cubrió  con  sus  disparos  a  las  columnas  peruanas, 
que  retrocedieron  y  a  las  que  los  batallones  de  Co- 
piapó y  Coquimbo  acabaron  de  desbaratar.  La  de^ 
rrota  era  completa.  A  las  5  de  la  tarde,  el  ejército 

G.delR— 5 


—  66  —  / 

peruano  estaba  en  plena  retirada.  La  retirada  se- 
efectuaba  con  cierto  orden,  a  pesar  del  fuego  de 
la  artillería  chilena  y  la  persecución  organizada  por 
algunos  cuerpos  de  tiradores  desplegados  en  guerri- 
lla. 

Pero  a  las  cinco  de  la  tarde  sobrevino  un  fenóme- 
no bastante  conocido  en  estas  regiones  y  designado 
con  el  nombre  de  camanchaca,  y  la  retirada  se  hizo 
a  la  desbandada.  Una  niebla  intensa  y  repentina 
ocultaba  a  los  fugitivos  hasta  la  vista  del  suelo  por 
donde  caminaban.  Errantes  y  perdidos  entre  la 
niebla,  las  compañías  chocaban  unas  con  otras, 
sin  saber  la  dirección  que  seguían,  tomando  sus 
mismos  confusos  clamores,  el  estrépido  sordo  de  la 
artillería,  el  piafar  de  sus  caballos,  los  mil  rum.ores. 
de  un  ejército  en  retirada,  por  los  movimientos 
de  un  enemigo  empeñado  en  su  persecusión. 

Agotados  y  exhaustos,  sin  descanso  desde  la 
víspera,  lejos  de  sus  aprovisionamientos,  los  solda- 
dos huían  al  azar,  abandonaban  a  sus  heridos,  su 
artillería  desmontada,  sus  armas  y  un  material  de 
guerra  considerable. 

En  aquel  mismo  momento  llegaba  a  Dolores  la 
avanzada  del  general  Escala,  después  de  una  mar- 
cha forzada  de  doce  horas.  Los  refuerzos  que  éste 
llevaba  podían  acabar  de  aniquilar  el  ejército  pe- 
ruano, pero  el  general  chileno  no  se  atrevía  a  creer 
en  una  victoria  tan  completa.  Le  parecía  imposible 
que  doce  mil  hombres  de  excelentes  tropas  hubiesen 
sido  completamente  derrotados  por  una  división 
inferior  en  más  de  la  mitad.  Para  él,  el  ejército  pe- 
ruano no  había  sido  deshecho,  sino  que  reunido  a 
poca  distancia  se  prepararía  seguramente  a  reanu- 
dar la  ofensiva  al  despuntar  el  día.  Por  lo  tanto, 
no  accediendo  a  las  instancias  del  coronel  Sotomayor,^ 
se  negó  a  lanzar  sus  tropas  en  persecusión  de  los^. 


—  67^ 

fugitivos.  Por  otra  parte,  extenuadas  aquéllas  por 
una  marcha  excesiva,  tenían  necesidad  de  una  no- 
che de  descanso  para  hacer  frente  a  la  lucha  que  el 
general  Escala  preveía  para  el  día  siguiente. 

Llegó  el  día  y  el  enemigo  no  apareció.  Los  pri- 
meros destacamentos  enviados  en  reconocimiento 
trajeron  consigo  gran  número  de  fugitivos  y  heridos. 
Por  ellos  se  supo  la  magnitud  del  desastre  del  ejér- 
cito peruano.  El  suelo  sembrado  de  armas,  de  fur- 
gones, de  municiones,  atestiguaban  la  huida  a  la 
desbandada.  En  ninguna  parte  se  encontró  un  desta- 
camento en  estado  de  resistir  a  un  simple  reconoci- 
miento. La  caballería  se  había  dispersado  completa- 
mente, la  artillería  había  abandonado  cañones. 
Todo  el  material  quedó  en  manos  del  ejército  chi- 
lenos, al  que  no  costó  aquella  victoria  más  de  250 
hombres. 

¿Qué  hacía,  entre  tanto,  el  general  Daza  a  la  ca- 
beza de  los  contingentes  bolivianos?  Había  partido 
el  11  de  Noviembre  de  Arica  en  medio  del  entusias- 
mo general  de  sus  habitantes,  y  debía  llegar  a  Do- 
lores y  juntarse  allí  con  el  ejército  peruano  el  día 
17.  El  20,  día  en  que  se  dio  la  batalla,  no  había 
llegado  todavía.  Ni  él  ni  sus  oficiales  habían  previs- 
to el  cúmulo  de  dificultades  de  la  marcha  por  eí 
desierto,  donde  faltaba  el  agua,  donde  no  había, 
caminos  marcados  y  donde  los  carros  de  la  artille- 
ría se  hundían  en  un  terreno  arenoso  y  alcalino 
cuyo  polvo  cegaba  a  los  animales.  El  16  de  Noviem- 
bre se  encontraba  solamente  un  poco  al  sur  del  río 
Camarones,  a  18  leguas  al  norte  'de  Dolores,  de  donde 
le  separaba  un  desierto  parecido  a  los  que  acababa 
de  atravesar.  El  general  Daza  calculó  que  no  le 
sería  posible  llegar  el  día  fijado.  Descorazonado 
y  vencido  por  las  dificultades  de  la  marcha,  dudan- 
do del  éxito,  hizo  alto.  No  se  le  ocultaba  que  si  era 


—  68- 

derrotado  había  llegado  el  término  de  su  poder  pre- 
sidencial. Sabía  que  en  La  Paz,  la  capital  de  Bolivia, 
sus  competidores  y  enemigos  esperaban  solamente 
una  ocasión  favorable  para  derrocarle  y  que  saca- 
rían partido  de  su  ausencia  para  conspirara  en 
contra  suya.  Por  otra  parte  estaba  disgustado  por  la 
arrogancia  y  jactancia  de  los  oficiales  peruanos 
que  en  el  momento  de  su  partida  de  Arica  decían 
a  voz  en  cuello  que  bastaba  el  general  Buendía  pa- 
ra derrotar  al  ejército  chileno.  Entre  el  poder  su- 
premo y  el  éxito  de  la  campaña,  Daza  no  vaciló. 
Dio  orden  a  su  cuerpo  de  ejército  de  acampar  y  tele- 
grafió al  general  Prado,  Presidente  del  Perú,  noti- 
ficándole las  dificultades  que  experimentaba  para 
proseguir  avanzando. 

El  general  Prado  que  se  había  quedado  en  Arica, 
compartía  todas  las  ilusiones  de  su  Estado  Mayor. 
No  dudaba  que  Buendía,  a  la  cabeza  de  sus  doce 
mil  hombres,  de  tropas  excelentes,  daría  fácilmente 
cuenta  de  los  cinco  mil  chilenos.  Poco  interesado  en 
compartir  con  su  colega  boliviano  la  gloria  de  un 
triunfo  asegurado,  le  contestó  que  aprobaba  que 
no  se  prosiguiese  adelante  el  avance  de  las  tropas 
bolivianas  y  que  por  lo  de  más  él,  en  su  carácter 
de  jefe  supremo  de  los  ejércitos  aliados  había  da- 
do órdenes  a  Buendía  para  que  presentase  combate 
sin  esperar  la  llegada  del  general  Daza.  Le  invitaba 
por  tanto  a  dejar  descansar  sus  tropas  y  a  hacer 
en  adelante  solamente  algunos  reconocimientos 
para  estar  al  tanto  de  la  retirada  de  las  tropas  chi- 
lenas a  las  que  podría  estorbar  el  paso  y  cuya  de- 
rrota concluiría.  Estas  instrucciones  se  conforma- 
ban en  un  todo  con  los  deseos  del  general  Daza, 
que  no  se  había  atrevido  a  poner  en  práctica,  pero 
cuando  sus  tropas  comprendieron  el  papel  que  se 
les  había  reservado  cundió  entre  sus  filas  el  más 


—  69  — 

vivo  descontento.  Se  llegó  a  hablar  hasta  de  des- 
tituir al  general  Daza  y  de  fusilarlo  acusado  del  de- 
lito de  alta  traición  a  la  patria.  Daza  logró  dominar 
el  descontento.  Salió  de  su  campamento  en  avanza- 
da, a  la  cabeza  de  algunos  cuerpos  dé  caballería 
ligera  y  el  día  20  pudo  oir  a  distancia  el  estruendo 
de  la  artillería  peruana  que  abría  el  fuego  contra 
los  chilenos  atrincherados  en  las  alturas  de  Dolores. 
Por  algunos  heridos  se  enteró  de  la  derrota  sufrida, 
y  a  toda  prisa,  se  replegó  con  sus  tropas  sobre  Arica. 

Los  primeros  fugitivos  que  llegaron  a  Iquique 
con  las  noticias  del  combate  de  Dolores  fueron  aco- 
gidos con  una  incredulidad  general. 

Su  número  iba  aumentando  por  momentos  y 
todos  concordaban  en  sus  declaraciones.  Un  des- 
pacho del  general  Buendía  vino  a  confirmar  la  mag- 
nitud del  desastre.  En  él  anunciaba  que  se  replega- 
ba sobre  Tarapacá  donde  esperaba  reorganizar 
los  restos  de  sus  columnas  y  pedía  el  envío  inmediato 
de  todas  las  fuerzas  que  aun  ocupaban  a  Iquique. 
Era  la  evacuación  de  la  plaza,  pero  se  hacía  inevita- 
ble. Bloqueada  por  la  escuadra  chilena,  a  punto 
de  ser  tomada  por  detrás  por  el  enemigo  victorioso, 
Iquique  no  podía  resistir.  Valía  más  acudir  al  lla- 
mado de  Buendía  y  tentar  en  Tarapacá  una  resis- 
tencia desesperada  que  capitular  sin  combatir  en  una 
plaza  sin  salida.  Mohínas  y  cabizbajas  desfilaron 
las  tropas  en  columnas  cerradas  mientras  las  com- 
pañías de  desembarque  de  los  buques  de  guerra  chi- 
lenos tomaban  tranquilamente  posesión  de  la  ciu- 
dad abandonada. 

Buendía  había  logrado  no  sin  dificultades  llegar 
a  Tarapacá,  pequeña  ciudad  de  1,200  habitantes 
situada  a  una  distancia  aproximada  de  10  leguas 
de  la  ciudad  de  Dolores,  a  las  orillas  de  un  río  y  al 
fondo  de  un  estrecho  valle  que  descendiendo  de  la 


—  70  — 

cordillera  termina  en  el  desierto.  Encerrado  entre 
dos  cadenas  de  montañas,  con  una  extensión  a  lo 
más  de  un  kilómetro,  no  presentaba  el  valle  otra 
salida  que  las  'llanuras  arenosas  que  la  separan  de 
Dolores  y  en  las  que  andaban,  errantes  los  restos 
del  ejército  peruano.  Buendía  tenía  en  su  compañía 
al  jefe  de  su  Estado  Mayor  el  coronel  Belisario 
Suárez,  soldado  valiente,  de  una  energía  indomable, 
dotado  de  una  fuerza  de  resistencia  extraordinaria, 
que  consiguió  levantar  un  poco  el  valor  de  su  jefe 
y  la  moral  de  las  tropas  que  le  acompañaban.  Tan 
pronto  como  llegó  a  Tarapacá  mandó  mensajeros 
en  todas  direcciones  para  reunir  a  los  fugitivos. 
Muertos  de  hambre  y  de  sed,  acudieron  todos  al 
llamado  del  coronel  y  se  encontraron  en  Tarapacá 
con  agua,  víveres,  descanso  y  un  principio  de  orga- 
nización. En  pocos  días  habían  entrado  en  Tarapa- 
cá más  de  dos  mil  hombres;  el  26  de  Noviembre 
llegaban  también  las  columnas  que  habían  salido 
de  Iquique  con  un  convoy  de  víveres  y  municiones. 
Traían  estas  columnas  un  espírtu  nuevo,  el  ardiente 
deseo  del  desquite,  la  convicción  de  que  no  podían 
contar  más  que  consigo  mismos,  que  vencidos  es- 
taban perdidos,  y  la  fría  resolución  de  vender  ca- 
ras sus  vidas.  El  ejército  chileno  les  estorbaría 
indudablemente  el  camino  de  retirada  en  dirección 
de  Arica,  pero  era  de  todo  punto  necesario  for- 
zar el  paso.  Para  despejar  el  camino,  el  general 
Buendía  mandó  una  columna  de  1.500  hombres 
con  orden  de  asegurar  que  estaba  libre  la  entrada 
del  valle.  El  debía  seguir  a  esta  columna  con  el 
grueso  de  sus  tropas  a  las  que  todavía  era  indispen- 
sable una  noche  de  descanso.  En  la  oscuridad  flan- 
queó esta  columna,  sin  verla,  la  vanguardia  chilena 
e  hizo  alto  a  tres  leguas  de  Tarapacá. 

Después  de  la  batalla  de  Dolores,  ya  vimos  que 


—  71  — 

'en  vano  el  coronel  Sotomayor  quiso  persuadir 
al  general  Escala  para  que  mandase  una  parte  de  los 
refuerzos  que  llegaban  en  persecución  del  fugitivo 
ejército  peruano.  Fué  solo  al  día  siguiente  cuando 
el  general  autorizó  al  coronel  chileno  para  abando- 
nar a  Dolores  y  entrar  en  campaña.  Informado  de' 
la  marcha  de  Buendía,  Sotomayor  ocupaba  la  entra- 
da del  valle  en  el  mismo  momento  en  que  la  vanguar- 
dia peruana  acababa  de  atravesarla.  Acometido 
por  la  espalda,  privado  de  la  m.ejor  parte  de  sus  tro- 
pas, sorprendido  además  repentinamente,  Buendía 
iba  a  verse  obligado  a  aceptar  el  combate  en  las 
condiciones  más  desfavorables.  Parecía  fatalmente 
perdido  y  tanto  a  él  como  a  sus  soldados  no  les 
quedaba  otro  recurso  que  luchar  a  la  desesperada. 
A  las  ocho  de  la  mañana,  asegurado  de  la  suerte 
de  su  vanguardia  que  no  había  encontrado  al  ene- 
migo, se  preparaba  Buendía  a  levantar  el  campamento 
de  Tarapacá  y  dar  la  orden  de  marchar,  cuando  se 
señaló  la  presencia  de  una  columna  chilena.  Esta, 
comandada  por  el  teniente  Vergara  había  durante 
la  noche  tomado  posesión  de  las  alturas  que  dominan 
el  valle  de  Tarapacá  por  el  norte.  Parapetada  en 
sus  cimas  la  columna  chilena  se  disponía  a  apo- 
derarse de  las  del  sur,  más  elevadas,  y  a  encerrar , 
a  los  peruanos  en  un  círculo  de  fuego.  Para  apode- 
rarse de  los  picachos  del  sur  la  columna  chilena 
tenía  que  descender  por  el  barranco  y  trepar  por 
las  pendientes  opuestas.  Otras  de  las  columnas 
desembocaron  igualmente  en  Tarapacá,  siguiendo 
la  dirección  del  valle,  cuya  entrada  cerraron.  Sor- 
prendido por  este  ataque  imprevisto,  Buendía  man- 
dó a  toda  prisa  un  mensajero  con  la  orden  de  obligar 
a  su  vanguardia  a  volver  a  marchas  forzadas  so- 
bre Tarapacá.  Escoltado  por  el  coronel  Suárez 
xecorrió  las  filas  de  sus  tropas  para  animarlas  a  la 


—  72  — 

resistencia;  su  actitud  revelaba  una  fría  resolución, 
la  conciencia  del  peligro,  el  ansia  de  venir  a  las  ma- 
nos y  vengar  en  el  enemigo  los  reveses  de  la  fortuna. 
El  primer  choque  fué  terrible.  Los  batallones  perua- 
nos se  lanzaron  sobre  la  columna  chilena  que  va- 
ciló y  retrocedió.  Avanzan  entonces  para  sostener- 
la las  otras  dos  columnas,  pero  su  artillería  no  puede 
entrar  en  línea  y  se  arma  la  lucha  cuerpo  a  cuerpo. 
Los  cañones  chilenos  tomados  y  vueltos  a  reconquis- 
tar son  desmontados,  las  muías  de  tiro  muertas. 
A  la  una  de  la  tarde  los  peruanos  iban  ganando. 
Una  carga  de  la  caballería  chilena  permite  a  la  in- 
fantería tomar  aliento;  se  reorganizan  las  filas, 
vuelve  a  comenzar  el  combate.  No  hay  nadie  que 
se  entregue  de  una  ni  otra  parte.  Las  tropas  de 
Buendía  comienzan  a  replegarse  y  se  da  la  orden 
de  batirse  en  retirada ;  pero  en  este  mismo  momento 
la  cabeza  de  su  columna  de  vanguardia  desemboca- 
ba en  el  campo  de  batalla. 

En  vista  de  los  nuevos  refuerzos  que  llegan,  los 
peruanos  se  vuelven  de  frente  y  atacan  de  nuevo 
al  enemigo,  sorprendido  por  esta  brusca  ofensiva. 
Rechazados  sobre  la  ciudad,  los  chilenos  se  emboscan 
en  las  casas,  detrás  de  las  cercas  y  vallados.  Sienten 
que  se  les  escapa  la  victoria,  pero  siguen  comba- 
tiendo con  toda  energía.  Para  concluir  con  su 
resistencia  incendian  los  peruanos  los  techos  de 
totora  que  caen  incendiados  sobre  los  combatien- 
tes extenuados  de  fatiga,  de  hambre  y  de  sed.  A 
las  cinco  de  la  tarde,  el  ejéricto  peruano  queda 
dueño  del  campo  de  batalla;  las  columnas  chilenas 
se  baten  en  retirada  dejando  sobre  el  terreno  49 
oficiales,  más  de  una  tercera  parte  de  sus  efectivos, 
cuatro  cañones  y  cincuenta  y  seis  prisioneros  sola- 
mente. Esta  última  cifra  indica  el  encarnizamiento 
de  la  lucha;  de  una  y  otra  parte  se  había  dado 


~  73  — 

muerte  a  todo  el  que  ofrecía  resistencia.  Agota- 
dos por  esta  lucha  sangrienta  los  vencedores  no 
quedaron  en  condiciones  de  seguir  tras  sus  enemigos, 
Buendía  temiendo  la  llegada  de  nuevos  contingen- 
tes chilenos  no  dejó  a  sus  hombres  más  que  seis 
horas  de  descanso.  A  las  once  de  la  noche  se  pone 
en  marcha  el  ejército  peruano,  se  dejan  en  el  cam- 
po los  muertos,  los  moribundos  y  los  heridos  y  las 
llamas  del  incendio  alumbran  a  lo  lejos  la  marcha 
de  los  dos  ejércitos  que  se  pierden  en  el  desierto. 
Tarapacá  queda  desocupado.  Al  día  siguiente  un 
cuerpo  de  ejército  chileno  compuesto  de  cinco 
mil  hombres  procedentes  de  Dolores  viene  a  ocupar 
la  ciudad  justificando  de  este  modo  los  presenti- 
mientos del  general  Buendía. 

Esta  sangrienta  victoria  tan  caramente  conquis- 
tada fué  debida  a  la  heroica  tenacidad  de  las  tropas 
peruanas.  Tanto  vencedores  como  vencidos  habían 
luchado  con  la  energía  de  la  desesperación,  pero 
este  combate  más  encarnizado  que  el  de  Dolores 
no  podía  tener  los  mismos  resultados.  Se  había 
salvado  el  honor  pero  no  se  conquistaría  con  él  la 
fortuna.  La  retirada  de  Buendía  no  fué  ni  menos 
difícil  ni  menos  dolorosa  que  la  del  ejército  chileno. 
Sus  tropas  extenuadas  tardaron  veinte  días  en 
franquear  las  40  leguas  que  las  separaban  de  Arica. 
Obligadas  a  rodear  las  abruptas  pendientes  de  la 
cordillera  para  no  encontrarse  con  los  chilenos  due- 
ños de  la  llanura,  caminando  durante  la  noche  con 
un  frío  intenso  y  acampando  en  el  día  sin  abrigo 
a  los  rayos  de  un  sol  implacable,  encontrando  muy 
raras  veces  una  fuente  donde  apagar  su  sed,  reduci- 
dos a  beber  de  ordinario  el  agua  estancada  e  in- 
fecta de  las  lagunas  marinas,  y  atravesando  de  tar- 
de en  tarde  aldeas  destruidas  cuyos  habitantes 
habían  huido,  llevando  solamente  sus  pocas  vitua- 


—  74  -- 

Has,  llegaron  a  Arica  estas  columnas  en  un  estado 
deplorable.  La  mitad  había  quedado  en  el  camino. 
Para  librarse  de  tan  insufribles  padecimientos  unos 
se  habían  matado,  el  hambre,  la  sed,  las  enferme- 
dades habían  suicidado  a  los  otros.  A  pesar  del  san- 
griento combate  de  Tarapacá,  el  desierto  de  Atacama, 
los  puertos  de  Antofagasta,  Cobija,  Iquique  y  Pisagua, 
120  leguas  de  costa  en  una  palabra  estaban  aún  en 
poder  de  los  chileños. 

Inmóvil  en  Arica  donde  le  retenía  según  él  decía, 
el  mal  estado  de  su  salud,  el  general  Prado,  Presidente 
del  Perú  se  iba  informando  paso  a  paso  de  la  toma  de 
Pisagua,  la  pérdida  de  la  batalla  de  Dolores,  la  eva- 
cuación de  Iquique,  la  inútil  victoria  de  Tarapacá, 
la  retirada  de  las  tropas  aliadas  cuyos  restos  iban 
llegando  a  Arica  en  desorden.  Sin  compartir  ente- 
ramente en  un  principio  la  ciega  confianza  de  sus 
compatriotas  en  su  superioridad  militar,  el  Pre- 
sidente del  Perú  no  había  ni  previsto  ni  tomado  las 
medidas  necesarias  para  evitar  tan  enormes  desas- 
tres. En  la  confusión  que  tales  nuevas  le  produjeron, 
acogió  sin  reflexionar  las  acusaciones  que  a  su  alre- 
dedor se  hacían  contra  las  tropas  bolivianas  y  el 
general  Buendía.  A  juzgar  por  estas  acusaciones  las 
derrotas  sufridas  se  debían  a  la  falta  de  ayuda  de 
los  bolivianos,  a  los  que  el  mismo  general  Prado 
había  dado  orden  de  hacer  alto  en  las  riberas  del 
Camarones  y  esperar  allí  el  resultado  de  la  batalla 
de  Dolores.  Al  general  Buendía  se  le  reprochó  su 
incapacidad  y  su  imprevisión.  Olvidando  su  heroica 
resistencia  de  Tarapacá  y  su  difícil  retirada,  el  ge- 
neral Prado  le  quitó  el  comando  y  se  lo  entregó  al 
almirante  Montero,  hombre  inquieto  y  aventurero, 
comprometido  en  diversas  tentativas  de  revolución. 
Buendía  y  su  estado  mayor  fueron  por  otra  parte 
sometidos  a  consejo  de  guerra. 


75 


Rehusando  tomar  él  mismo  el  mando  del  ejército 
alegando  para  quedarse  en  Arica  el  mal  estado  de 
su  salud,  el  Presidente  del  Perú  había  obedecido 
a  consideraciones  personales,  al  temor  de  compro- 
'  meter  su  poder  que  veía  estaba  a  merced  del  desca- 
labro militar.  Sabía  por  una  experiencia  a  mucha 
costa  adquirida  cómo  se  hacen  y  se  derriban  los 
presidentes  en  el  Perú.  Una  insurrección  le  había 
llevado  al  poder  y  otra  insurrección  podía  arre- 
batárselo. Atento  siempre  el  oído  a  los  rumores  que 
llegaban  de  Lima,  pudo  enterarse  que  estos  eran 
de  descontento.  Los  partidos  hostiles  se  agitaban 
y  le  reprochaban  en  alto  su  inacción;  excitado  vio- 
lentamente el  orgullo  nacional  se  le  atribuía  to- 
da la  responsabilidad  de  los  acontecimientos  y  no 
faltaban  revoltosos  audaces  que  sacaban  partido 
de  la  circunstancia  para  levantar  las  masas. 

Entre  ellos  y  en  primera  fila  figuraba  don  Nicolás 
Piérola,  antiguo  Ministro  de  Hacienda,  adversa- 
rio encarnizado  del  general  Prado.  Sometido  a  un 
proceso  en  1872  por  dilapidación  de  los  caudales 
públicos  se  le  acusó  pero  sin  pruebas  de  haber  si- 
do uno  de  los  instigadores  del  asesinato  de  Pardo, 
antecesor  de  Prado  en  el  sillón  presidencial.  Refu- 
giado en  Chile,  Piérola  había  seguido  con  atención 
los  acontecimientos  que  trajeron  consigo  la  guerra. 
Obedeciendo,  decía  él,  a  su  patriotismo,  que  no  le 
permitía  asistir  impasible  a  una  lucha  de  la  que 
dependía  la  suerte  del  Perú,  había  vuelto  a  Lima; 
su  prestigio  de  conspirador  y  su  audacia  sobrada- 
mente conocida  le  proporcionaron  una  entusiasta 
acogida  entre  los  adversarios  del  presidente  Prado. 
El  populacho  de  Lima  veía  en  él  un  caudillo  resuel- 
to, el  único  hombre  capaz,  decían,  de  vencer  a 
Chile.  Nombrado  coronel  de  la  guardia  nacional, 
disponía  a  su  antojo  de  esta  fuerza  militar,  dueña 


—  76  — 

de  la  ciudad  desde  la  partida  de  una  parte  del  ejér- 
cito para  el  sur. 

Mejor  informado  por  sus  partidarios  de  lo  que 
pasaba  en  Lima  que  lo  había  estado  por  sus  generales 
de  las  operaciones  del  ejército  chileno,  el  general 
Prado  resolvió  dejar  Arica  y  volver  a  Lima,  donde 
su  presencia  podría  talvez  salvar  su  poder  amena- 
zado. Sólo  algunos  amigos  fueron  confidencialmen- 
te informados  de  esta  resolución;  en  Lima  nada 
se  supo  hasta  el  momento  de  desembarcar  en  el 
Callao.  Esta  vuelta  repentina  no  tenía  otro  objeto 
que  desbaratar  los  planes  de  sus  adversarios  en  caso 
que  ella  coincidiese  con  la  nueva  de  una  victoria 
conseguida,  pero  el  barco  que  conducía  al  Presiden- 
te Prado  llevaba  también  los  detalles  de  los  reveses 
sufridos.  Desconcertados  en  el  primer  momento, 
pronto  se  rehicieron  y  cobraron  valor  los  conspi- 
radores. Por  otra  parte  Piérola  no  era  hombre  de 
dejarse  fácilmente  abatir.  Con  su  experiencia  de 
los  movimientos  insurreccionales  del  Perú,  Prado 
se  dio  cuenta  desde  el  primer  día  de  su  llegada, 
de  la  gravedad  de  la  situación.  Acogido  en  la  capi- 
tal con  un  mohíno  silencio,  veía  alejarse  de  su  lado 
a  sus  antiguos  partidarios  y  hacía  en  vano  un  lla- 
mamiento a  todos  ante  la  necesidad  de  unirse  en 
un  esfuerzo  supremo  para  resistir  al  enemigo  ex- 
terior. Llegó  hasta  llamar  a  su  presencia  a  Piérola 
y  ofrecerle  una  cartera.  Piérola  rehusó  brutalmente, 
con  el  desdén  de  un  hombre  que  se  siente  sostenido 
por  la  opinión  pública. 

Prado  se  vio  perdido.  A  cada  momento  podía 
estallar  en  las  calles  de  la  ciudad  la  revolución 
triunfante;  él  sería  la  primera  víctima.  En  el  puntO' 
a  que  habían  llegado  las  cosas  Prado  no  pensó  más 
que  en  salvar  su  vida.  El  18  de  Diciembrelpresidió 
su  Consejo  con  la  calma  más  aparente,  despacho 


—  77  — 

los  asuntos  corrientes  y  anunció  que  visitaría  des- 
pués de  medio  día  los  fuertes  del  Callao  para  asegu- 
rarse por  si  mismo  de  su  aprovisionamiento.  En 
-efecto,  a  las  tres  de  la  tarde,  tomaba  el  tren  para  el 
Callao  y  dos  horas  más  tarde  se  leía  en  las  murallas 
de  Lima  la  siguiente  proclama: 

— "El  Presidente  constitucional  de  la  república 
a  la  nación  y  al  ejército" — Conciudadanos.  Los 
suprem.os  intereses  de  la  patria  me  obligan  a  salir 
para  el  extranjero.  Me  alejo  de  vosotros  temporal- 
mente. Hay  razones  poderosas  para  esta  resolución 
que  tomo  en  los  momentos  en  que  mi  presencia 
aquí  puede  parecer  necesaria.  Los  motivos  que  me 
deciden  son  en  efecto  muy  graves  y  muy  poderosos. 
Respetad  mi  resolución.  Tengo  el  derecho  de  pe- 
díroslo después  de  todos  los  servicios  que  he  prestado 
al  Estado. 

Soldados.  Si  nuestras  armas  han  experimentado  al- 
gunos descalabros  en  los  primeros  días  de  noviembre, 
el  día  27  del  mismo  mes  se  han  cubierto  de  gloria 
en  Tarapacá.  Cualesquiera  que  sean  las  circuns- 
tancias yo  sé  que  imitaréis  el  ejemplo  que  os  dieron 
vuestros  hermanos  del  Sur.  Tened  confianza  en 
vuestro  conciudadano  y  amigo. — M.  J.  Prado". 

Seguía  a  estas  proclamas  un  decreto  que  confia- 
ba el  poder  en  manos  del  vice-presidente. 

Prado  lo  tenía  todo  preparado  para  su  fuga. 
Se  embarcó  secretamente  a  bordo  del  "Paita", 
vapor  de  la  compañía  inglesa  del  Pacífico  que  iba 
con  destino  a  Panamá.  Prado  se  dirigía,  según  de- 
cía a  Europa  y  Estados  Unidos  para  comprar 
allí  barcos  de  guerra,  armas  y  municiones.  Desde 
Guayaquil  dirigió  a  sus  amigos  de  Lima  una  larga 
carta  para  justificar  su  partida:  "Volveré  pronto, 
decía;  yo  aseguraré  al  Perú  una  brillante  victoria 
o  quedaré   sepultado   entre   las   olas". 


—  78  — 

La  partida  de  Prado  dejaba  el  campo  libre  a 
todos'  los  ambiciosos;  la  cólera  y  la  indignación 
del  pueblo  favorecían  estas  ambiciones.  El  Vice- 
presidente, general  La  Puerta,  no  estaba,  según 
decían,  en  condiciones  de  llevar  sobre  sus  hombros 
la  pesada  carga  del  poder  en  tan  críticas  circuns- 
tancias, debido  a  su  edad  y  a  sus  enfermedades. 
Los  partidarios  de  Piérola  reclamaban  a  gritos  su 
nombramiento  como  dictador.  Solamente  un  dic- 
tador podía  salvar  al  Perú  ¿Debía  darse  el  comando 
del  ejército  peruano  al  general  Daza,  Presidente 
de  Bolivia,  como  lo  pedían  algunos,  y  consagrar 
de  este  modo  la  humillación  del  Perú? 

El  gobierno  resistía.  El  ministro  de  la  guerra, 
señor  La  Gotera,  a  la  cabeza  de  algunos  batalla- 
nes  fieles,  contenía  al  populacho;  pero  el  desconten- 
to iba  cundiendo  entre  las  tropas.  Solicitadas  por 
los  partidarios  de  Piérola,  indignados  por  la  huida 
de  Prado,  las  tropas  vacilaban.  En  la  noche  del  21 
de  Diciembre  estalló  por  fin  el  movimiento.  Un  ba- 
tallón tomó  las  armas  y  se  declaró  en  favor  de 
Piérola.  Instado  a  cumplir  con  su  deber  por  el  ge- 
neral La  Gotera,  rehusó  y  ocupó  militarmente  su 
cuartel.  La  Gotera  emprendió  resueltamente  el 
combate.  Sostenido  por  cuatro  piezas  de  artillería 
atacó  el  cuartel  y  estaba  ya  a  punto  de  tomarle, 
cuando  recibió  aviso  de  que  una  banda  de  insurgen- 
tes quería  apoderarse  del  palacio  de  Gobierno. 
Piérola,  a  la  cabeza  de  su  batallón  ocupaba  las  sa- 
lidas. La  Gotera  se  lanzó  a  su  encuentro,  entablán- 
dose una  lucha  desesperada  en  la  plaza  y  calles 
vecinas.  La  disciplina  de  las  tropas,  que  habían  per- 
manecido fieles  a  La  Gotera  y  la  energía  desplegada 
por  éste  ganaron  la  partida;  los  insurgentes  per- 
dieron más  de  trescientos  hombres  y  el  combate 
quedó  suspendido  en  la  noche.  Pero  Piérola  no  era 


—  79  — 

hombre  de  dejarse  ganar  la  partida.  Temiendo 
que  una  lucha  demiasiado  prolongada  restase  en- 
tusiasmo a  sus  partidarios  abandonó  de  repente 
Lima  a  la  cabeza  de  éstos,  llevándose  consigo  al 
populacho  sublevado,  y  se  dirigió  al  Callao,  puerto 
militar  y  almacén  de  Lima.  En  la  plaza  contaba 
con  importantes  partidarios;  los  fuertes  y  el  arsenal 
le  abrieron  sus  puertas.  Dueño  del  Callao,  tenía  en 
su  poder  la  llave  de  la  capital,  donde  el  Gobierno 
se  mantenía  con  dificultad  en  medio  de  la  irrita- 
ción popular.  Acantonado  en  los  fuertes  podía 
desafiar  las  fuerzas  de  La  Cotera,  quien  no  intentó 
seguir   en   su   persecución. 

Lima  ofrecía  entonces  el  espectáculo  de  una  ciu- 
dad en  plena  revolución.  Se  había  suspendido  to- 
do el  comercio.  De  cuando  en  cuando  interrumpían 
el  silencio  de  las  calles  gritos  violentos,  el  paso  ca- 
dencioso de  los  soldados  y  el  rodar  de  la  artillería. 
Turbas  y  grupos  armados  amenazaban  los  edifi- 
cios principales  y  se  dispersaban  a  la  vista  de  las 
tropas,  para  volver  a  reunirse  y  reforzarse  más 
tarde.  Instado  a  renunciar  al  poder  en  favor  de 
Piérola,  el  Vice-presidente  se  negó  y  rehusó  todo 
compromiso.  A  una  orden  de  éste,  La  Cotera  debía 
marchar  contra  Piérola  y  tratar  de  arrojarle  del 
Callao.  Recibido  desde  el  m.omento  de  su  salida 
de  la  capital  por  un  continuo  fuego  de  fusilería, 
ante  la  vacilación  de  sus  tropas,  cuyo  número  dis- 
minuía por  momentos.  La  Cotera  comprendió 
que  iba  a  un  desastre  evidente.  Vuelve  entonces, 
a  Lima  y  da  cuenta  al  Vice-presidente  de  la  impo- 
sibilidad en  que  se  encuentra  de  ejecutar  sus  órde- 
nes. La  Puerta  presenta  su  dimisión  y  el  23  de  Di- 
ciembre por  la  mañana  Piérola  entraba  triunfan- 
te, en  Lima  saludado  por  las  aclamaciones  del  po- 
pulacho como  jefe  supremo  del  Estado.  Concentran- 


—  80  - 

do  en  su  mano  todos  los  poderes,  agregó  al  título 
de  Presidente  el  de  ''Protector  de  la  raza  indígena" 
para  asegurarse  de  esta  manera  el  concurso  de  los 
indios  y  del  bajo  pueblo,  y  se  ocupó  al  momento 
de  organizar  su  gobierno.  Los  jefes  del  ejército  del 
Sur  y  el  mismo  Montero,  enemigo  y  rival  de  Piérola, 
reconocieron  sin  dificultad  su  autoridad;  tenían 
que  hacerse  perdonar  sus  reveses,  y  a  la  distancia 
en  que  se  encontraban  sus  tropas  agotadas,  estaban 
lejos  de  poder  intentar  un  movimiento  insurreccional. 

Mientras  en  Lima  se  llevaba  a  cabo  una  revolu- 
ción, el  almirante  Montero  comandante  en  jefe 
del  ejército  peruano,  recibía  en  Arica  los  batallo- 
nes exhaustos  que  el  general  Buendía  traía  de  Ta- 
rapacá.  A  pesar  de  su  gloriosa  resistencia  y  de  su 
inútil  victoria,  Buendía  supo,  al  llegar  a  Arica, 
que  se  le  había  relevado  del  mando  y  se  le  iba  a 
formar  consejo  de  guerra.  El  almirante  Montero 
no  le  permitió  siquiera  entrar  en  la  ciudad  a  la  ca- 
beza de  sus  tropas.  Tenía  ansia  de  afirmar  su  su- 
premacía. 

En  virtud  del  tratado  de  alianza  realizado  al 
principio  de  la  guerra  entre  el  Perú  y  Bolivia,  el 
comando  en  jefe  de  los  ejércitos  aliados  correspon- 
día al  Presidente  de  Bolivia;  toda  vez  que  había 
huido  el  Presidente  Prado  y,  estaba  retenido  en 
Lima  el  nuevo  Presidente  Piérola. 

Pero  el  almirante  Montero  estaba  poco  dispuesto 
a  reconocer  la  autoridad  suprema  del  Presidente 
Daza.  Retirado  en  Tacna,  a  algunas  leguas  de  Arica, 
a  la  cabeza  de  los  contingentes  bolivianos,  el  general 
Daza  presentía  también  que  su  autoridad  presi- 
dencial estaba  en  peligro. 

En  La  Paz,  capital  de  Bolivia,  se  señalaban  al- 
gimos  intentos  de  revueltas  y  se  reprochaba  a  Daza 
su  inacción,  que  era  calificada  de  cobardía  y  de  trai- 


—  81  — 

ción.  Los  oficiales  y  soldados  peruanos  exajeraban 
aún  estas  acusaciones.  Acusaban  a  Daza  de  haberles 
dejado  toda  la  carga  de  la  guerra,  de  haberse  mante- 
nido siempre  lejos  del  peligro  y  de  no  haber  tomado 
parte  alguna  en  los  combates^de  Pisagua,  de  Doloresjy 
de  Tarapacá.  La  alianza  estaba  gravemente  compro- 
metida; Daza,  en  perpetuo  conflicto  con  su  colega  pe- 
ruano, abandonó  Arica.  Acampado  en  Tacna,  en  el  ca- 
mino de  su  capital,  no_^aspiraba  más  que  a  volver  allí 
para  reafirmar  su  autoridad  amenazada,  contra- 
rrestar los  proyectos  de  sus  adversarios  y  esquivar 
la  suerte  de  Prado;  pero  le  era  muy  difícil,  en  las 
actuales  circunstancias,  batirse  completamente  en 
retirada  y  demostrar  la  sinrazón  de  las  acusaciones 
de  sus  adversarios  y  aliados.  Buscaba  un  pretexto 
para  conciliario  todo. 

Ofrecióselo  un  consejo  de^fguerra  convocado|en 
Arica  para  disponer  un  plan'  de  campaña.  Acudió 
al  llamado  del  almirante  Montero,  y  el  27  de  Di- 
ciempre  se  abrieron  las  deliberaciones  entre  los 
generales  peruanos  y  bolivianos.  El  Presidente  Da- 
za expuso  su  plan.  Proponía  volver  a  Bolivia  para 
reforzar  su  ejército;  después,  siguiendo  la  línea 
de  la  Cordillera,  la  franquearía  al  sur  para  atacar 
por  la  espalda  al  ejército  chileno,  que  sería  atacado 
de  frente  por  las  tropas  peruanas. 

Este  plan,  impracticable,  difícilmente  disimula- 
ba las  preocupaciones  personales  del  Presidente 
de  Bolivia;  fué  por  lo  tanto  acogido  con  muestras 
del  mayor  desagrado  por  los  oficiales  peruanos  y 
por  los  mismos  oficiales  bolivianos.  Estos  últimos, 
exasperados  por  los  reproches  de  sus  aliados  y  por 
su  propia  inacción,  soportaban  con  pena  desde  ha- 
cía mucho  la  impericia  y  la  jactancia  de  su  general 
en  jefe.  Sabían  ellos  que  en  La  Paz  la  opinión  es- 
taba cada  día  más  en  contra  de  Daza.  Su  actitud 

G.delP.— 6 


—  82  — 

en  el  Consejo  de  guerra,  lo  absurdo  de  su  plan  de 
campaña,  el  vergonzoso  papel  a  que  se  veían  con- 
denados si  su  plan  prevalecía,  los  decidió  a  termi- 
nar de  una  vez  y  destituir  a  Daza.  El  almirante 
Montero  les  envalentonaba  bajo  cuerda.  Inmedia- 
tamente se  mandaron  al  campamento  de  Tacna 
avisos  desde  la  sala  m.isma  del  Consejo,  donde  la 
discusión  se  prolongó  todo  el  día;  el  almirante 
Montero,  que  estaba  al  corriente  de  cuanto  se  pre- 
paraba, trataba  de  alargar  la  discusión  ya  presen- 
tando objeciones  que  Daza  se  encargaba  de  refutar, 
ya  aparentando  concordar  con  su  opinión.  A  las 
cuatro  se  levantó  sin  haberse  llegado  a  ninguna  con- 
clusión, pero  también  sin  ruptura  aparente,  y  el 
almirante  Montero  acompañaba  a  la  estación  al 
Presidente  de  Bolivia  cuando  en  el  mismo  momento 
de  subir  al  tren,  recibió  éste  un  despacho  que  le 
llenó  de  estupor. 

Se  le  anunciaba  que  el  campamento  de  Tacna 
estaba  en  plena  insurrección  y  que  sus  oficiales  y 
soldados  acababan  de  proclamar  su  caída  y  reem- 
plazarlo por  el  coronel  Camacho. 

Lo  que  el  despacho  no  decía  era  que  un  pelotón 
de  ejecución  esperaba  en  Tacna  la  llegada  del  tren 
en  que  debía  ir  el  Presidente  Daza,  para  pasarlo 
por  las  armas.  Fuera  que  él  sospechase  el  peligro, 
fuera  más  probablemente  que  él  se  hiciera  aún  ilu- 
siones sobre  la  importancia  de  su  papel  y  la  mag- 
nitud de  su  poder,  el  caso  es  que  Daza  se  quedó 
en  Arica  y  pidió  al  almirante  Montero  que  mandase 
inmediatamente  sus  tropas  sobre  Tacna  para  cas- 
tigar a  los  revoltosos  y  ponerle  de  nuevo  en  posesión 
de  su  comando.  Instigador  y  cómplice  del  movi- 
miento. Montero  le  respondió  con  la  mayor 
sangre  fría  que  él  no  podía  obrar  sin  órdenes  de 
su  gobierno  ni  arriesgarse  a  una  batalla  entre  los  dos 


—  83  — 

ejércitos  aliados  para  imponerlo  a  sus  tropas  in- 
surgentes y  a  la  capital  también  levantada.  Aban- 
donado de  todos,  el  Presidente  Daza  se  embarcó  para 
Inglaterra. 

Con  pocos  días  de  intervalo  habían  desaparecido 
de  la  escena  política  y  del  teatro  de  las  operaciones 
militares  los  dos  Presidentes  del  Perú  y  Bolivia. 
Ambos  habían  si  no  querido,  aceptado  al  menos  la 
guerra  desastrosa  que  les  imponía  un  partido  tur- 
bulento; ambos  habían  sacrificado  en  aras  de  su 
popularidad  y  de  la  conservación  de  su  poder, 
sus  convicciones  personales  y  el  bien  del  Estado; 
ambos  caían  al  mismo  tiempo  víctimas  de  los  reve- 
ses que  ellos  no  habían  sabido  ni  conjurar  ni  prever. 

El  pronunciamiento  militar  que  derrocó  al 
general  Daza  y  puso  en  lugar  de  éste  a  la  cabeza 
del  ejército  boliviano  al  coronel  Camacho,  se  había 
preparado  en  La  Paz,  donde  la  noticia  fué  acogida 
no  solamente  sin  sorpresa  sino  antes  bien  con  en- 
tusiasmo. El  general  Narciso  Campero,  hombre 
enérgico  y  capaz,  fué  llamado  a  la  Presidencia. 
Su  elevación  era  vivamente  deseada  por  el  pueblo. 
Unido  al  coronel  Camacho  por  los  lazos  de  una  es- 
trecha amistad  y  de  una  mutua  confianza,  su  primer 
acto  fué-  el  de  confirmar  la  elección  hecha  por  el 
ejército  boliviano  y  dar  el  comando  general  de  éste  a 
aquel  a  cuyo  golpe  de  mano  sfe  debía  la  desaparición 
de  su  enemigo  y  su  encumbramiento  al  poder. 
Seguro  de  no  ser  atajado  en  sus  planes,  el  coronel 
Camacho  procedió  a  la  reorganización  del  ejército 
boliviano.  Querido  de  sus  soldados,  supo  hacerse 
obedecer  de  estos  y  reanimar  su  valor.  Campero 
le  mandó  refuerzos  de  hombres  y  material,  y  al 
poco  tiempo  el  ejército  boliviano  estaba  en  condi- 
ciones de  entrar  en  campaña.  Pero  entre  Camacho 
y  Montero  reinaba  ima  sorda  hostilidad.  La  jactan- 


—  84  — 

cia,  la  aparatosa  agitación  del  comandante  peruano 
inquietaba  y  desagradaban  a  su  colega,  que  esta- 
ba, al  menos  nominalmente,  bajo  sus  órdenes. 
Por  lo,  tanto  Camacho  apremiaba  al  general  Campe- 
ro para  que  cuanto  antes  viniese  a  hacerse  cargo 
del  comando  en  jefe  de  los  ejércitos  aliados,  a  lo 
que  tenía  derecho  por  su  título  de  Presidente  de 
la  República  de  Bolivia. 

Por  su  parte,  el  ejército  chileno  no  estaba  inac- 
tivo. Un  atrevido  reconocimiento  intentado  por  la 
escuadra  había  dado  por  resultado  un  desembarque 
en  la  costa  peruana,  en  el  puertecito  de  lio,  que 
llevó  a  cabo  un  destacamento  de  quinientos  hombres. 
Su  jefe  se  había  apoderado,  sin  disparar  un  solo 
tiro,  del  puerto  y  de  la  línea  férrea  que  desde  lio 
se  dirige  al  interior  hacia  Moquegua.  Cortadas  in- 
mediatamente las  líneas  telegráficas  por  los  chi- 
lenos, no  se  pudo  poner  en  conocimiento  de  Arica 
ni  de  Tacna  el  desembarque  efectuado.  El  desta- 
camento chileno  había  llevado  consigo  maquinis- 
tas y  mecánicos.  Se  cargó  la  artillería  y  las  tropas 
en  los  vagones  y  el  tren  partió  para  Moquegua,  don- 
de llegó  de  improviso.  Sorprendida  la  guarnición 
peruana,  no  intentó  siquiera  defenderse.  Los  chile- 
nos se  apoderaron  de  los  víveres  y  del  material,  y 
se  volvieron  a  lio  sin  perder  un  solo  hombre,  y 
después  de  haber  reconocido  la  parte  del  territorio 
que  el  comandante  chileno  se  proponía  invadir. 

Su  plan  era  cortar  las  comunicaciones  entre  La 
Paz  y  Lima  por  una  parte  y  entre  Tacna  y  Arica 
por  otra.  Los  aliados  ocupaban  estos  dos  últimos 
puntos,  situados  al  sur  de  lio.  Una  ocupación  de  la 
línea  de  lio  a  Moquegua  encerraba  al  ejército  alia- 
do entre  las  fuerzas  chilenas  dueñas  de  Pisagua  y 
el  cuerpo  de  ejército  que,  al  ocupar  lio,  cerraría  la 


—  85  — 

línea  de  retirada  hacia  el  norte  y  estorbaría  el  ca- 
mino para  los  refuerzos  que  se  pudieran  mandar. 
El  25  de  Febrero  de  1880  ocuparon  catorce  mil 
chilenos  el  puerto  de  lio  y  el  vecino  de  Pacocha  al 
mismo  tiempo  que  todo  el  valle  de  Moquegua. 
Al  imponerse  de  esta  noticia  el  almirante  Montero 
telegrafió  desde  Arica  al  Presidente  Piérola,  quien 
lejos  de  ver  con  recelo  este  movimiento  del  ejér- 
cito chileno,  no  se  cansaba  de  felicitarse  de  que 
''este  ejército  fuese  a  encontrar  su  tumba  en  el  va- 
lle de  Moquegua". 

En  realidad  estaba  cercado  por  todas  partes; 
pero  su  natural  presunción  y  su  incapacidad  mili- 
tar, por  una  parte  no  le  permitían  apreciar  debida- 
mente la  situación  y  por  otra  parte  contaba  con  las 
fuerzas  de  que  disponía  el  coronel  Gamarra,  fuerte- 
mente acantonado  en  Moquegua:y'al  que  se  habían 
mandado  inmediatamente  poderosos  refuerzos,  en 
cuanto  se  supo  el  reconocimiento  efectuado  por  las 
tropas  chilenas,  algunas  semanas  atrás.  Moquegua, 
estaba  efectivamente  en  estado  de  defenderse.  De- 
trás de  la  ciudad  se  encontraba  la  garganta  de)  los 
Angeles,  conocida  con  el  sobrenombre  de  las  Termo- 
pilas peruanas. 

En  1823  se  había  encontrado  en  este  punto  una 
débil  columna  española  con  el  ejército  de  la  indepen- 
dencia; más  tarde,  en  1874,  don  Nicolás  Piérola, 
el  actual  dictador  del  Perú,  había  rechazado  allí  el 
ataque  de  las  fuerzas  del  gobierno.  Quinientos  hom- 
bres, decía  él,  podían,  estando  en  posesión  de  este 
desfiladero,  resistir  el  empuje  de  diez  mil  asaltan- 
tes. Gamarra  se  había  fortificado  allí  y  Piérola  en 
Lima,  lo  mismo  que  Montero  en  Arica,  considera- 
ban su  posición  inexpugnable.  Todo  el  esfuerzo  del 
ejército  chileno,  pensaban,  debía  estrellarse  contra 
esta  barrera  y  Montero  no  tendría  más  que  perse- 


—  se- 
guir los  restos  de  sus  columnas  y  empujarlos  hacia 
el  mar. 

Una  vez  dueños  de  Moquegua,  podían  los  chi- 
lenos, sin  hacer  caso  del  campo  atrincherado  de 
Gamarra,  marchar  hacia  el  sur  y  obligar  a  Montero 
a  presentar  una  batalla  decisiva;  pero  era  una  im- 
prudencia dejar  tras  de  sí  un  enemigo  fortificado, 
que  disponía  de  fuerzas  considerables  suficientes 
para  atacar  por  la  espalda  o  cerrarles  la  retirada 
en  caso  de  un  desastre. 

El  estado  mayor  chileno  no  dejaba  al  azar  más 
que  la  parte  inevitable  que  siempre  hay,  y  que 
no   existe   prudencia   humana   capaz   de   conjurar. 

Sus  procedimientos  metódicos  habían  hasta  la 
fecha  dado  cuenta  del  valor  impetuoso  de  sus  ad- 
versarios. Persistía  en  una  táctica  a  la  que  debía 
todo  el  éxito.  El  general  Martínez,  comandante  de 
Ingenieros,  recibió  orden  de  estudiar  el  terreno  y 
combinar  un  plan  de  ataque. 

Acampados  en  las  cumbres  de  Los  Angeles,  los 
soldados  peruanos  dominaban  el  estrecho  desfi- 
ladero a  cuyo  fondo  pasaba  el  camino  de  Moquegua 
a  Tarata.  A  su  derecha  se  levantaban  las  abruptas 
montañas  reputadas  corneo  inaccesibles;  a  la  izquierda 
las  colinas  no  eran  abordables  sino  por  medio  de 
una  marcha  de  flanco  de  muchos  kilómetros  y  por 
un  sendero  en  zig-zag.  ¿Era  posible  arriegarse  a  es- 
calar las  montañas  por  la  derecha?  El  batallón 
de  Copiapó  se  ofreció  para  intentarlo.  Ya  había  he- 
cho sus  pruebas  en  Dolores  y  los  arriesgados  mi- 
neros que  lo  componían  estaban  ya  de  largo  tiempo 
acostumbrados  a  la  vida  de  las  m.ontañas  y  a  las  ru- 
das caminatas  del  desierto.  Por  otra  parte  se  resol- 
vió que  una  columna  escalaría  durante  la  noche  las 
cumbres  de  la  izquierda.  Esta  marcha  peligrosa 
exigía  ciertamente  una  gran  prudencia.  La  más  mí- 


—  87  — 

nima  señal  de  alarma  que  se  diera  a  los  peruanos 
exponía  a  la  columna  a  ser  dividida  en  dos,  arrojada 
en  desorden  sobre  Moquegua  y  paralizaría  el  ataque 
intentado  por  la  derecha.  El  21  de  Marzo  en  la  no- 
che se  efectuó  el  movimiento  y,  al  despuntar  el 
día,  el  batallón  Copiapó,  escalando  las  cim.as,  abría 
el  fuego  contra  los  destacamentos  peruanos.  A  la 
izquierda,  la  columna,  retardada  su  marcha,  no  pudo 
entrar  en  línea  de  fuego  sino  miás  tarde,  pero  "con 
el  éxito  más  completo.  Atacados  por  sus  flancos, 
abordados  de  frente,  los  peruanos  se  vieron  precisa- 
dos a  ceder,  A  medio  día  todo  había  terminado  y 
el  ejército  chileno  ocupaba  los  desfiladeros  a  través 
ue  los  cuales  huían  en  desorden  los  soldados  de  Ga- 
marra. 

Esta  derrota  fué  recibida  en  el  Perú  con  gritos  de 
rabia  y  de  cólera.  Al  principio  no  se  creyó,  pero  cuan- 
do fué  necesario  rendirse  a  la  evidencia,  se  la  atri- 
buyó a  cobardía  y  a  traición.  No  se  podía  admitir 
que  este  punto,  tenido  por  inexpugnable,  se  hubiera 
podido  tomar  en  un  com.bate  de  pocas  horas;  el  co- 
ronel Gamarra  fué  arrestado  y  conducido  ante  un 
Consejo  de  guerra.  Y  sin  embargo  no  era  culpable 
de  otro  delito  que  el  de  haber  comipartido  el  error 
común  y  el  de  haber  creído  sus  flancos  suficientemen- 
te protegidos  y  no  haber  previsto  el  arriesgado  es- 
calamiento que  le  puso  bajo  el  graneado  fuego  del 
enemigo.  Tanto  él  como  sus  tropas  se  habían  batido 
valientem^ente,  pero  una  vez  más  la  negligencia  del 
combando  y  su  imprevisión  habían  comprometido 
el  éxito  de  la  jornada.  Los  ejércitos  aliados  del  sur 
estaban  definitivam.ente  cercados.  Dueños  de  Mo- 
quegua y  de  los  desfiladeros  de  los  Angeles,  los  chi- 
lenos estorbaban  el  camino  a  los  refuerzos  que  se 
pudieran  m.andar  al  norte. 

Concentrados   los   aliados    en   Arica   y   Tacna, 


—  88  — 

tenían  que  verse  obligados  a  aceptar  batalla  el  día 
y  hora  que  se  les  antojase  a  sus  enemigos  y  de  este 
encuentro  decisivo,  dependería  desde  aquel  momento 
la^ suerte  de  la  campaña. 

Se  imponía  una  concentración  de  fuerzas  aliadas. 
Esta'  se  efectuó  en  Tacna,  más  fácil  de  defender 
que  Arica,  accesible  por  mar.  Este  forzoso  acerca- 
miento tuvo  por  resultado  acentuar  más  aún  la  de- 
sinteligencia que  existía  entre  Camacho,  comandan- 
te del  ejército  boliviano,  y  el  almirante  Montero, 
jefe  del  ejército  peruano.  El  tratado  de  alianza  con- 
cluido entre  Bolivia  y  el  Perú  estipulaba  que  el 
comando  en  jefe  correspondería  a  aquel  de  los  dos 
Presidentes  en  cuyo  territorio  se  efectuasen  las 
operaciones,  pero  no  se  había  previsto  el  caso  en 
que  ni  uno  ni  otro  estuviesen  presentes.  En  virtud 
de  su  grado  superior,  el  almirante  Montero  recla- 
maba la  dirección  de  las  operaciones. 

El  coronel  Camacho  se  oponía  y  apremiaba  a 
Campero,  Presidente  de  Bolivia,  para  quel  viniese 
a  ponerse  al  frente  de  sus  tropas.  La  impericia  y 
la  arrogancia  de  Montero  le  aterraban.  Sin  popu- 
laridad en  el  ejército  el  almirante  era  hasta  objeto 
de  burla  entre  sus  propios  oficiales.  Cuando  la  fuga 
de  Prado  y  la  revolución  triunfante  llevaron  a  Pié- 
rola  a  la  presidencia  del  Perú,  Montero  se  había 
apresurado  a  hacer  acto  de  sumisión  y  de  adhesión 
al  nuevo  Gobierno,  pero  nadie  ignoraba  ni  en  el 
ejército  ni  en  Lima  su  pasada  rivalidad  con  Pié- 
rola  y  la  aversión  que  tenía  a  su  afortunado  com- 
petidor. El  estado  mayor  peruano  no  dudaba  de 
que  en  caso  de  tener  un  éxito  militar,  Montero  re- 
curriendo a  un  pronunciamiento  trataría  de  sublevar 
el  ejército  y  proclamar  la  caída  de  Piérola  y  su  pro- 
pia dictadura.  La  arrogancia  de  su  actitud  y  las 
imprudencias  de  su  lenguaje  daban  pie  para  todas 


89 


las  suposiciones  y  desde  Lima  el  presidente  Piérola 
vigilaba  con  ojo  avizor  las  operaciones  de  su  lu- 
gar-teniente. 

Reunidas  las  fuerzas  aliadas  en  Tacna,  llegaron 
a  formar  un  número  de  40.000  hombres  de  buenas 
tropas,  de  los  cuales  4.000  eran  bolivianos.  Arica 
estaba  ocupada  por  un  cuerpo  de  2,000  hombres. 

Dos  planes  de  campaña  había  a  la  vista.  El 
almirante  Montero  era  de  opinión  de  mantenerse 
a  la  defensiva,  fortificarse  en  las  alturas  arenosas 
que  dominan  a  Tacna  y  esperar  allí  el  ataque  áe\ 
ejército  chileno.  Camacho,  por  el  contrario,  pensa- 
ba que  se  debía  salir  al  encuentro  del  ejército  chi- 
leno, esperarle  a  la  salida  del  desierto,  aprovechar 
la  fatiga  y  el  agotamiento  causados  por  los  pro- 
longados días  de  marcha  por  un  país  árido  y  deso- 
lado, y  obligarles  a  presentar  batalla,  antes  de  que 
hubiesen  podido  descansar  sus  hombres  y  la  caba- 
llería. La  discusión  se  agriaba,  hasta  que  la  llegada 
del  Presidente  de  Bolivia  al  campamento  vino  a 
restablecer  el  orden  y  la  unidad  de  acción.  Cediendo 
a  las  instancias  de  Camacho,  su  lugarteniente  y  su 
amigo,  Campero,  dándose  plena  cuenta  de  la  si- 
tuación, había  dejado  La  Paz.  Su  llegada  fué  salu- 
dada por  las  aclamaciones  entusiastas  del  ejército. 
Este  tenía  toda  su  confianza  en  la  capacidad  mili- 
tar y  en  la  energía  de  Campero.  Y  en  verdad  que 
esta  confianza  era  merecida.  Antiguo  alumno  de  la 
Escuela  de  Minas  en  París,  había  estudiado  mucho. 
La  rectitud  y  nobleza  de  su  carácter  le  habían 
conquistado  numerosos  amigos  y  los  mismos  ofi- 
ciales peruanos  reconocían  su  superioridad  y  se  con- 
sideraban felices  de  tenerlo  a  su  cabeza. 

El  ejército  chileno  avanzaba,  venciendo  poco  a 
poco  los  obstáculos  que  la  naturaleza  más  aún 
que  el  enemigo,  le  presentaba.  De  Moquegua  a  Tac- 


—  Do- 
na no  había  trazado  ningún  camino;  un  desierto  de 
arenas  movibles,  accidentado  de  colinas  arenosas  sin 
la  menor  vegetación,  cortadas  por  estrechos  valles 
que  rara  vez  atravesaban  riachuelos  originados  por 
el  desbordamiento  de  las  lluvias  y  que  en  verano 
exhalan  miasmas  pestilentes,   separaba  Moquegua 
de  Tacna.  Por  esta  época  del  año  asolaban  aquella 
región  las  fiebres  intermitentes.  El  transporte  de  la 
artillería  ofrecía  dificultades  casi  insalvables.   Los 
cañones  se  hundían  en  aquel  suelo  movedizo  hasta 
la  mitad  de  las  ruedas.  Era  preciso  llevarlo  con- 
sigo todo,  y  el  agua  especialmente;  el  ejercito  chi- 
leno llevaba  una  buena  provisión  calculada  para  un 
consumo  de  40,000  litros  diarios.  La  fatiga  excesiva, 
el  intenso  calor  del  día,  los  terribles  fríos  de  la  no- 
che  iban   llenando   las  ambulancias   de   enfermos, 
entre  los  que  hacia  estragos  espantosos  la  fiebre. 
De  la  mejor  manera  que  se  podía  se  les  iba  mandando 
a  los  hospitales  de  Iquique  y  de     Pisagua.  Bajo 
la  enérgica  dirección  del  general  Baquedano,  soste- 
nido por  la  presencia  y  la  autoridad  del  ministro  de 
la  guerra,  don  Rafael  Sotomayor,  que  desde  el  prin- 
cipio de  la  campaña  presidía  todas  las  operaciones, 
el  ejército  proseguía  obstinadamente  su  marcha  a 
través  del  desierto,  los  precipicios  y  las  hondonadas, 
abriéndose  camino  por  las  arenas  y  demorando  cer- 
ca de  un  mes  en  franquear  las  30  leguas  que  lo  separa- 
ban de  Tacna.  Durante  este  tiempo,  la  caballería 
chilena,  haciendo  activos  reconocimientos,     explo- 
raba el  camino  y  rechazaba  delante  de  ella  los  pues- 
tos avanzados  del  ejército  aliado.  El  diez  de  mayo, 
salía  por  fin  del  desierto  el  ejército  chileno  y  se  con- 
centraba en  Buena  Vista  a  algunas  leguas  de  Tacna, 
en  número  de  13.372  combatientes  sostenidos  por 
40  cañones  Krupp  servidos  por  550  artilleros;  la 
caballería,  admirablemente  montada,   constaba  de 


—  91  — 

1,200  hombres.  Por  otra  parte  una  división  de 
2,000  hombres  ocupaba,  a  la  espalda,  los  puestos 
de  Hospicio  y  de  Pacocha. 

Los  chilenos  acamparon  por  algunos  días^  en  Bue- 
na Vista  para  reponerse  de  sus  fatigas;  allí  el  agua 
era  buena  y  abundaba  el  forraje  y  había  aire  salu- 
dable. Se  dio  fin  a  los  últimos  preparativos  y  el  es- 
tado mayor  dispuso  su  plan  de  ataque.  Fué  preci- 
samente en  medio  de  estos  trabajos  cuando  un 
ataque  de  aplopegía  fulminante  derribó  al  ministro 
de  la  guerra.  Agotado  por  las  fatigas  y  las  inquie- 
tudes de  aquella  peligrosa  marcha,  don  Rafael  So- 
tomayor  murió  en  el  momento  mismo  en  que  se  iba 
a  decidir  la  suerte  de  la  campaña.  El  la  había  pre- 
parado cuidadosamente;  gracias  a  su  enérgico  im- 
pulso y  a  su  inquebrantable  energía  había  triunfado 
el  ejército  chileno  de  las  dificultades  que  le  oponía 
la  naturaleza;  concentrado  en  Buena  Vista  iba  a 
medirse  con  el  enemigo  y  a  librar  en  Tacna  una  ba- 
talla decisiva.  La  muerte  le  arrebató  en  el  momen- 
to en  que  iba  a  coger  el  fruto  de  sus  esfuerzos. 

Por  su  parte,  el  general  Campero  no  estaba  inac- 
tivo. Desde  el  siguiente  día  de  su  llegada  al  campa- 
mento de  Tacna,  había  sido  convocado  el  consejo 
de  guerra  aliado.  Camacho  y  Montero  expusieron 
sus  planes.  Como  podía  preverse,  el  general  en  jefe 
dio  su  asentimiento  al  de  Camacho.  Este  consistía 
en  salir  al  encuentro  del  ejército  chileno,  esperarle 
a  la  salida  d.el  desierto,  aprovechar  el  desorden  que 
la  ruda  marcha  habría  introducido  en  sus  filas,  el 
agotamiento  de  sus  hombres  y  su  caballería,  y 
rechazarlo  de  nuevo  al  desierto  donde,  vencido, 
sucumbiría    íntegro. 

Este  plan  era  arriesgado,  pero  ofrecía  en  cambio 
ventajas  considerables.  Para  que  resultase,  había 
que  llevar  el  ejército  aliado  a  Buena  \^ista,  ocupar- 


—  92  — 

la  y  fortificarse  allí  antes  de  que  llegasen  los  chi- 
lenos, a  los  que  se  atacaría  en  el  momento  en  que, 
ya  a  la  vista  de  Buena  Vista,  creyesen  ellos  habían 
terminado  sus  penurias.  Después  de  una  marcha 
de  varios  días  por  el  desierto,  los  hombres  y  los  ani- 
males excitados  apresuraron  el  paso  para  apagar 
su  sed  y  descansar.  Fué  una  especie  de  desbandada 
que  los  oficiales  fueron  impotentes  para  reprimir. 
Cada  uno  se  apresuraba  para  llegar  primero  al 
oasis.  Atacado  vigorosamente  en  estas  condiciones 
por  tropas  de  refresco  y  descansadas,  el  ejército  chi- 
leno podía  ser  rechazado  al  desierto  en  completo 
desorden  y  allí,  agotadas  sus  provisiones  de  agua, 
se   vería   impotente   para    sostenerse. 

Campero  dio  orden  al  ejército  aliado  de  avanzar; 
pero  había  sido  tal  la  impericia  del  comando  en  jefe 
que  no  se  pudo  avanzar  más  que  una  sola  jornada 
de  marcha  desde  Tacna.  Todo  hacía  falta,  furgones, 
animales,  material.  A  legua  y  media  de  Tacna  hubo 
que  hacer  alto.  «Estamos,  decía  el  general  Campero, 
en  su  comunicado  oficial,  desprovistos  de  todos 
los  medios  de  transporte,  debido  a  la  negligencia 
de  una  mala  administración.  No  hemos  podido  traer 
con  nosotros  los  víveres  y  el  agua  indispensable  para 
la  subsistencia  de  un  ejército  en  el  desierto  en  que 
todo  falta.  La  misma  artillería  no  pudo  salir  de  Tac- 
na. Me  he  convencido,  pues,  plenamente  de  que  el 
ejército  aliado  está  condenado  a  esperar  al  enemigo 
en  sus  posiciones,  sin  poder  salir  a  su  encuentro». 

El  ejército  tuvo  que  entrar  en  su  campamento 
de  Tacna  y  Campero  se  preparó  a  recibir  el  ataque 
de  los  chilenos. 

El  terreno  era  favorable  para  la  defensa.  Tacna 
está  rodeada  de  colinas  áridas  cuyo  suelo  movedi- 
zo y  arenoso  hace  sumamente  difícil  la  ascensión 
a  la  ciudad  desde  cuyas  alturas  se  podian  desafiar 


—  os- 
las cargas  de  la  caballería  chilena,  cuya  superioridad 
bien  conocían  los  aliados.  El  general  Campero  escogió 
para  instalar  su  campamento  una  planicie  elevada  que 
dominaba  la  llanura.  ''Una  vez  allí,  dice  él  en  su 
parte  oñcial  sobre  la  batalla  de  Tacna,  yo  me  con- 
sideré seguro,  convencido  de  que  ocupaba  un  punto 
estratégico  de  primer  orden,  una  planicie  rodeada 
por  ima  especie  de  reborde  que  bajaba  hasta  la  lla- 
nura en  forma  de  glacis.  Por  detrás,  la  configuración 
del  terreno  era  la  misma.  Por  ambos  costados  do- 
minábamos la  llanura.  Nuestros  flancos  estaban  pro- 
tegidos por  repliegues  del  terreno  que  cercaban 
la  planicie.  Nuestro  campamento  cubría  Tacna, 
cuya  ocupación  defendía.  El  único  inconveniente 
grave  de  la  posición  escogida  era  la  falta  de  agua  y 
de  víveres,  pero  salvé  esta  dificultad  haciendo  traer 
a  toda  costa  desde  Tacna  todo  cuanto  era  necesa- 
rio para  el  ejército:  agua,  víveres,  carbón,  etc.,  y 
esperé  al  enemigo". 

Este  iba  acercándose.  El  22  de  Mayo  un  serio  re- 
conocimiiento  chileno  llegó  hasta  ponerse  al  alcance 
de  los  cañones  del  campamento  aliado.  El  coronel 
Velázquez,  jefe  del  Estado  Mayor  chileno,  iba  al 
frente  de  esta  columna  de  reconocimiento.  Con  un 
cuidado  extremado  examinó  las  posiciones  del  cam- 
pamento y  se  trabó  en  un  simulacro  de  combate 
para  cerciorarse  del  alcance  de  tiro  de  la  artillería 
peruana.  Se  volvió  después  en  el  convencimiento 
de  que  los  aliados  se  mantendrían  a  la  defensiva. 
El  25  de  Mayo  amenazaba  al  ejército  chileno  un 
movimiento  de  avanzada,  a  dos  leguas  de  Tacna; 
rechazados  sus  exploradores  en  todas  direcciones, 
fueron  a  chocar  con  los  puestos  de  avanzada  perua- 
nos, que  se  replegaron  sobre  el  campamento.  El  día 
26  por  la  mañana  se  desplegaban  las  columnas  chi- 
lenas llegando  al  límite  extremo  de  tiro  de  las  ba- 


-.94  — 

terías  peruanas,  descubierto  por  el  coronel  Veláz- 
quez. 

El  general  Baquedano  había  resuelto  atacar  de 
frente.  Contaba  para  el  caso  con  la  superioridad 
de  su  artillería,  pero  los  rebordes  de  arenosos  le  ocul- 
taban las  líneas  y  la  artillería  enemiga;  sus  obuses 
describían  una  curva  e  iban  a  estallar  detrás  del 
campamento.  "Una  onza  de  oro  perdida",  excla- 
maba a  cada  disparo  el  general  boliviano  Pérez, 
aludiendo  al  precio  que  costaba  cada  carga  de  un 
obús. 

Viendo  la  inutilidad  de  su  artillería,  ordenó  el 
general  Baquedano  hacer  más  lento  el  fuego  y  deci- 
dió mandar  sus  *^  tropas  al  asalto.  Tres  divisiones 
de  2,000  hombres  cada  una  avanzaron;  otra  divi- 
sión, que  quedaba  a  la  retaguardia,  constituía  la 
primera  reserva  y  debía  dirigirse  al  punto  en  que. 
fuese  más  necesario  su  concurso;  esta  división  de 
reserva  estaba  a  su  vez  apoyada  por  una  segunda 
reserva  que  se  utilizaría  en  último  recurso. 

A  mediodía  se  esparramaron  las  columnas  y  se 
abrió  el  fuego  en  toda  la  línea.  Fué  tal  la  impetuo- 
sidad del  ataque  chileno  que  las  primeras  líneas 
aliadas,  no  pudiendo  resistir  el  empuje,  se  reple- 
plegaron  en  desorden  y  el  pánico  comenzó  a  esta- 
llar  entre   sus   filas. 

Campero  ordenó  a  los  batallones  que  estaban  a 
la  retaguradia  que  hiciesen  fuego  sobre  los  fugitivos. 
En  seguida,  poniéndose  a  su  cabeza,  les  obligó  a  avan- 
zar de  nuevo,  rechazó  el  empuje  de  las  columnas 
chilenas  y  las  obligó  a  retroceder  al  glacis.  En  vano 
trataron  de  reunir  a  los  fugitivos  dos  batallones 
chilenos  que  les  seguían;  anonadados  estos  tam- 
bién por  el  fuego  del  enemigo,  que  coronaba  las 
crestas,  se  replegaron  y  retrocedieron.  Baquedano  se 
dio  inmediatamente  cuenta  del  peligro  e  hizo  avan- 


i 


—  95  — 

zar  su  primera  reserva  que  escaló  las  pendientes 
a  paso  de  carga.  Trabóse  la  lucha  cuerpo  a  cuerpo, 
se  acercaron  los  cañones  y  las  ametralladoras,  ha- 
ciendo descargas  cerradas  a  corta  distancia.  Cam- 
pero sostenía  vigorosamente  este  nuevo  ataque  en 
que  se  disputaba  el  terreno  palmo  a  palmo,  pero 
la  tenacidad  de  los  chilenos  se  iba  apoderando  del 
campo.  Poco  a  poco  rechazan  a  sus  adversarios,  que 
combaten  al  descubierto  y  que  destruyen  las  ba- 
terías lírupp  extinguiendo  el  fuego  de  su  artillería. 
A  las  dos  de  la  tarde  cedía  ya  el  ejército  aliado,  y 
la  infantería  chilena  se  apoderaba  de  las  alturas. 
Baquedano  hace  avanzar  su  segunda  reserva,  cuya 
sola  presencia  siembra  el  desaliento  en  los  últimos 
combatientes,  reunidos  en  torno  a  Campero.  A  las 
tres,  vencido  ya  el  ejército  aliado,  se  repliega  so- 
bre Tacna ;  Campero  quiere  tentar  el  último  esfuerzo 
desde  allí,  pero  este  esfuerzo  sobrepuja  las  fuerzas 
de  sus  tropas.  Los  peruanos  se  baten  en  retirada 
bajo  las  órdenes  de  Montero  y  se  dirigen  sobre  Pu- 
no. Campero,  a  la  cabeza  de  los  restos  del  ejército 
boliviano,  toma  el  camino  de  La  Paz. 

La  batalla  de  Tacna  costó  a  los  aliados  2.800  hom- 
bres de  sus  mejores  tropas  y  2,500  prisioneros,  en- 
tre ellos  un  general,  diez  coroneles,  y  un  número 
considerable  de  oficiales.  Los  chilenos  dejaban  so- 
bre el  campo  la  cuarta  parte  de  sus  efectivos  que  ha- 
bían tomado  parte  en  el  combate,  o  sea  2,128  hom- 
bres, entre  ellos  23  oficiales  muertos.  Al  día  siguien- 
te, el  ejército  chileno,  victorioso,  ocupaba  Tacna. 
Estaba  en  su  poder  todo  el  sur  del  Perú  desde  Mo- 
quegua.  Arica,  amenazado;-no  podía  resistir  el  ata- 
que combinado  de  la  armada  y  del  ejército.  El  7 
de  Junio  capitulaba.  Chile,  vencedor  en  tierra  y  en 
el  mar,  iba  a  dirigir  sobre  Lima  sus  batallones  vic- 
toriosos, tratando  esta  vez  de  asestar  a  su  enemi- 
go un  golpe  en  pleno  corazón. 


—  96 


III 


Bloqueo  del  Callao. — Expedición  de  Lynch. — 
Campaña  de  Lima. — Batalla  de  Chorrillos. 
— Batalla  de  Miraflores. — Caída  de  Lima. 
— Incendio  de  la  flota  peruana. — Negocia- 
ciones de  paz. 

Victorioso  por  mar  y  por  tierra,  dueño  de  Iquique 
y  del  Océano,  Chile  acababa  de  aplastar  en  Tacna 
y  Arica  al  ejército  peruano,  cuyos  restos  se  reple- 
gaban en  desorden  sobre  Arequipa.  En  Lima  no 
encontró  la  primera  nueva  de  estos  desastres  más 
que  incrédulos.  No  podía  admitirse  que  un  ejérci- 
to atrincherado  en  una  posición  aparentemente 
inexpugnable,  parapetado  detrás  de  fortificaciones 
herizadas  de  artillería,  hubiese  caído  al  choque 
de  tropas  agotadas  por  una  marcha  de  más  de 
tres  meses  por  desiertos  arenosos,  diezmadas  por 
las  fiebres,  obligadas  a  transportar  sus  víveres  y 
el  agua  y  a  arrastrar  ella  misma  su  artillería.  No 
se  creía  ni  en  tanta  audacia  ni  en  tanta  fortuna. 
Pero  fué  necesario  ceder  a  la  evidencia. 

La  opinión  pública,  confiada  en  los  éxitos  que  anun- 
ciaba la  prensa,  dócil  instrumento  del  dictador 
Piérola,  se  mostraba  tanto  más  irritada  cuanto 
mayor  había  sido  el  engaño.  El  gobierno  se  esforza- 
ba por  desviar  las  iras  populares  hacia  el  almirante 
Montero  al  que  declaraba  responsable  de  los  desas- 
tres sufridos.  Era  preciso  buscar  un  culpable  de 
las  faltas  de  unos,  la  impericia  de  otros  y  la  cegue- 
dad de  todos.  Y  se  lanzó  al  populacho  el  nombre 
del  almirante.  Montero.  Por  sus  relaciones  y  por  su 
familia,  pertenecía  a  las  clases  aristocráticas  y  aun 
cuando  el  mando  supremo  del  ejército  de  operacio- 


—  97  — 

nes  estaba  en  manos  del  generaal  boliviano  Campero 
y  aunque  Montero  había  cumplido  con  su  deber, 
a  la  cabeza  de  las  tropas  peruanas,  se  le  denimció 
abiertamente  a  la  vindicta  pública.  Impresionados 
por  el  peligro  que  le  amenazaba,  y  amenazados 
ellos  mismos  con  él,  sus  amigos  y  partidarios  pro- 
testaron de  estas  acusaciones,  echando  la  respon- 
sabilidad de  las  faltas  cometidas  sobre  el  gobierno 
y  reclamando  una  encuesta.  Piérola  comprendió 
que  había  ido  demasiado  lejos,  que  los  partidarios 
de  Montero  podían  en  un  momento  dado  agregarse 
a  sus  propios  enemigos  y  precipitar  su  caída; 
que  Montero  tenía  todavía  en  el  país  y  en  el  ejército 
una  influencia  con  la  que  había  necesariamente  que 
contar.  La  prensa  de  que  disponía  el  dictador  cesó 
de  repente  de  atacar  a  Montero  y  el  dictador  publi- 
có una  proclama  en  la  que  atribuía  los  reveses  su- 
fridos a  la  impaciente  bravura  de  los  ejércitos  alia- 
dos, la  que  no  les  había  permitido  esperar,  decía  él, 
al  abrigo  de  sus  atrincheramientos  el  ataque  de 
los  chilenos,  y  les  había  impulsado  a  presentar  com- 
bate en  condiciones  desfavorables. 

A  juzgar  por  lo  que  aseveraba  Piérola,  estos  éxi- 
tos estériles  no  podían  conducir  al  ejército  chileno 
sino  a  su  pérdida,  viéndose  en  país  enemigo,  impo- 
tentes para  llenar  los  huecos  que  las  enfermedades 
y  las  batallas  hacían  en  sus  filas.  ''En  cuanto  a 
nosotros,  agregaba,  estamos  más  fuertes  y  más 
resueltos  que  nimca.  Mi  deber  es  mantener  nues- 
tros derechos  sin  vacilaciones  y  sin  desfallecimientos 
y  sabré  cumplir  con  él.  Seis  millones  de  hombres 
me  sostienen». 

La  impresión  y  la  situación  en  Bolivia  era  muy 
distinta.  Desde  el  29  de  Mayo  había  llegado  a  La 
Paz  el  rumor  de  que  los  ejércitos  aliados  de  Bolivia 
y  el  Perú  habían  sido  derrotados  en  Tacna.  Al  día 

G.  del  P.— 7 


98 


siguiente  se  recibió  el  parte  oficial  del  general  Cam- 
pero. No  contenía  más  que  breves  palabras  escritas 
apresuradamente  en  un  campamento  improvisado 
y    en    medio    de    las    tropas    desbandadas. 

**Ayer,  decía,  a  dos  leguas  de  Tacna  ha  sido  de- 
rrotado el  ejército  aliado  puesto  bajo  mis  órdenes, 
después  de  un  encarnizado  combate  de  más  de  tres 
horas".  Terminaba  aceptando  la  responsabilidad 
de  sus  actos  y  declarando  que  se  sometía  al  juicio 
de  la  convención  nacional.  Esta  se  mantuvo  a  la 
altura  de  los  acontecimientos  y  de  su  cometido. 
Reunida  el  mismo  día,  escuchó  en  silencio  la  lec- 
tura del  despacho,  confirmó  por  cuarenta  y  seis 
votos  de  sesenta  y  cuatro  al  general  vencido  en  su 
cargo  de  Presidente  de  la  República  de  Bolivia  y 
despachó  una  comisión  de  tres  miembros  para  que 
lo  pusiera  en  su  conocimiento  y  le  invitase  a  volver 
a  La  Paz. 

El  diez  de  Junio  entró^Campero  en  la  capital, 
donde  se  acogió  con  respeto  al  general  vencido  y 
a  los  restos  de  su  ejército. 

Ni  Campero,  desengañado  por  su  derrota,  ni  los 
estadistas  bolivianos  se  hacían  ilusiones  acerca  de 
los  brillantes  desquites  que  el  Perú  esperaba  tomar, 
ni  cerca  de  las  interesadas  excitaciones  que  les  lle- 
gaban de  Lima.  Veían  bien  que  Bolivia  estaba 
agotada,  al  cabo,  de  sus  fuerzas  y  sus  sacrificios. 
País  pobre  como  era,  no  podía  seguir  en  la  lucha 
que  la  impericia  de  Daza  había  suscitado.  Por  otra 
parte,  se  corría  el  riesgo  de  que  se  sublevase  el  po- 
pulacho y  de  exponerse  a  la  hostilidad  del  gobierno 
peruano  negociando  con  Chile,  bajo  el  golpe  de  las 
humillantes  derrotas  sufridas,  una  paz  separada. 
Campero  y  sus  ministros  acordaron  el  plan  siguiente : 
mantenerse  a  la  expectativa  y  remonciar  a  la  defen- 
jsa  del  litoral  ocupado  por  los  ejércitos  victoriosos 


—  99  — 

de  Chile;  en  caso  de  invasión,  transportar  la  sede 
del  gobierno  al  interior  de  las  sierras  por.  donde  el 
enemigo  no  podría  avanzar  sino  alejándose  de  sus 
naves  de  guerra,  su  base  de  aprovisionamiento, 
y  exponiéndose  a  ver  cortada  su  retirada  en  el  de- 
sierto. 

Esto  era,  por  lo  que  tocaba  a  Bolivia,  el  fin  de  la 
guerra.  Quedaba  sólo  el  Perú  para  sostenerla. 

En  Chile,  fué  acogida  la  nueva  de  las  victorias 
de  Tacna  y  Arica  con  un  entusiasmo  tanto  mayor 
cuanto  que  sucesos  tan  descollantes  hacían  presa- 
giar una  paz  próxima  y  gloriosa.  No  se  podía  creer 
que.  el  Perú  persistiese  en  una  lucha  desastrosa; 
no  se  daban  cuenta  exacta  de  la  situación  y  de  la 
sobreexcitación  de  los  espíritus  en  Lima,  de  la  nece- 
sidad en  que  estaba  Piérola  de  proseguir  la  guerra 
o  de  abdicar  el  poder,  de  la  repugnancia  de  un  pue- 
blo va;liente  a  confesarse  impotente  y  a  aceptar  una 
paz   después  de  aplastantes  derrotas. 

La  proclamación  del  dictador  peruano,  las  me- 
didas tomadas  por  éste  en  vista  de  una  guerra  for- 
zosa, su  repulsión  a  negociar,  disiparon  bien  pronto 
las  dudas,  al  respecto.  Era  a  Lima  a  la  que  había 
que  imponer  la  paz;  era  Lima  contra  la  que  había 
que  marchar.  Se  entraba  en  una  nueva  fase  de  la 
guerra.  La  muerte  de  don  Rafael  Sotomayor,  mi- 
nistro de  la  guerra,  dejaba  una  plaza  vacante  en  el 
consejo.  El  consejo  mismo  estaba  dividido;  algunos 
de  sus  miembros  afirmaban  que  ya  se  había  hecho 
bastante  y  que  era  prudente  no  tentar  la  fortuna 
y  no  exigir  al  país  nuevos  sacrificios  de  hombres  y 
dinero.  Se  había  conquistado  todo  el  sur  del  Perú. 
Chile  era  dueño  del  desierto  de  Atacama,  de  los 
territorios  disputados;  el  éxito  sobrepujaba  sus  es- 
peranzas. Apoderarse  del  Callao,  considerado  inex- 
pugnable, tomar  a  Lima  en  un  asalto,  afrontar  una 


—  100  — 

campaña  larga  y  difícil  y  exponerse  a  un  choque 
que  pudiera  convertirse  en  desastre  y  desbaratar 
los  resultados  adquiridos,  no  era,  según  ellos,  la 
obra  de  una  política  sabia  ni  de  una  hábil  estrate- 
gia. 

Los  otros  por  el  contrario  estimaban  que  nada  se 
había  hecho  mientras  quedase  algo  por  hacer,  y 
que  si  los  éxitos  de  Chile  bastaban  para  su  gloria, 
ni  eran  suñcientes  para  asegurar  sus  conquistas 
por  el  presente  ni  su  consolidación  en  el  porvenir. 
Negándose  el  Perú  a  tratar  la  paz,  no  cabía  otro 
medio  de  dominarlo  que  obligándole  a  sostener  la 
lucha,  abatiendo  su  orgullo  y  consagrando  con  un 
supremo  esfuerzo  los  resultados  obtenidos. 

En  el  parlamento,  en  la  prensa,  en  las  reuniones 
púb  icas  se  pronunciaba  la  opinión  en  este  sentido 
con  tal  energía  que  el  Presidente  Pinto  no  dudó 
mxás.  El  gabinete  entero  había  presentado  su  dimi- 
sión para  dejar  al  Presidente  en  libertad  de  rodearse 
de  hombres  nuevos.  Don  José  Francisco  Vergara, 
partidario  decidido  de  una  marcha  sobre  Lima,  fué 
nombrado  ministro  de  la  guerra;  don  Manuel  Ba- 
quedano,  general  de  división,  fué  encargado  del 
comando  supremo  del  ejército. 

El  ejército  había  experimentado  grandes  pérdi- 
das; más  de  doce  mil  hombres  habían  sucumbido 
sobre  el  campo  de  batalla;  se  cubrieron  las  bajas 
de  las  filas  en  los  regimientos  de  línea  suprimiendo 
las  guarniciones  de  los  puestos  fronterizos  de  la 
Araucanía  y  se  crearon  nuevos  batallones  de  la 
guardia  nacional  movilizada  y  de  voluntarios  re- 
clutados.  Las  tropas  quedaron  escalonadas  en  tal 
fomia  que  quedasen  al  norte  las  más  aguerridas  y 
las  más  novicias  ocupasen  los  puertos  del  litoral. 
La  marina  recibió  un  complemento  de  hombres  y 
armamento  con  la  compra  de  nuevos  transportes. 


—  101  — 

Cada  navio  de  los  que  la  componían  pasaba  al 
dique  flotante  de  Valparaíso  para  limpiar  allí  su 
carena  y  sufrir  las  reparaciones  necesarias. 

No  se  podía  en  efecto  pensar  en  apoderarse  de 
Lima  sin  bloquear  el  Callao.  Este  puerto  militar, 
el  primero  del  Pacífico,  cuenta  con  una  población 
de  cerca  de  cuarenta  mil  habitantes  y  forma  uno 
de  los  barrios  de  Lima,  a  la  que  está  ligado  por  dos 
caminos  de  hierro.  La  naturaleza  ha  construido 
aquí  una  fortaleza  natural  a  la  que  los  reyes  de  Es- 
paña habían  agregado  a  fuerza  de  costosísimos 
gastos  fortificaciones  formidables. 

Herizado  de  baterías  modernas  abundantemente 
provistas  de  municiones,  el  puerto  del  Callao  abri- 
gaba además  dentro  de  sí  los  restos  de  la  flota  pe- 
ruana y  podía  desafiar  los  esfuerzos  de  toda  la  es- 
cuadra chilena.  No  se  podía  pensar  en  apoderarse 
del  Callao  sino  tras  una  terrible  lucha  y  para  apo- 
derarse de  Lima  era  preciso  antes  apoderarse  del 
Callao.  Había  pues,  que  atacar  por  detrás  y  por  el 
interior  esta  posición  tanto  más  temible  cuanto  que 
las  dos  plazas  se  prestaban  mutuo  apoyo  y  que 
del  Callao  se  podía  transportar  a  Lima  en  veinte 
minutos  la  artillería,  las  municiones,  y  los  hombres 
necesarios  para  repeler  un  ataque  y  duplicar  el  es- 
fuerzo de  la  defensa. 

Mientras  el  puerto  del  Callao  permaneciese  abier- 
to, el  Perú  podía  aprovisionarse  del  exterior.  A 
una  orden  del  gobierno  chileno,  el  contraalmirante 
Riveros,  a  la  cabeza  de  una  división  compuesta  de 
la  fragata  acorazada  ''Blanco  Encalada",  del  mo- 
nitor ''Huáscar",  de  la  corbeta  "O'Higgins",  de 
dos  cruceros  y  de  diez  torpederas,  estableció  el 
bloqueo  y  fué  a  invitar  a  los  barcos  neutrales  a  aban- 
donar el  puerto.  Sus  instrucciones  eran  evitar  to- 
do encuentro  serio  con  los  fuertes,  cortar  las  comu- 


—  102  — 

nicaciones  por  mar  y  aprovechar  todas  las  ocasio- 
nes favorables  para  el  tiro  de  sus  cañones  de  largo 
alcance.  Abrió  el  fuego  el  22  de  Abril  y^  pudo  con- 
vencerse que  sus  balas  alcanzaban  la  dársena  del 
Callao  sin  que  sus  barcos  estuviesen  en  peligro. 
Logró  hasta  bombardear  la  vía  férrea  que  une  el 
Callao  a  Lima  y  en  un  corto  trecho  sigue  la  línea 
de  la  playa  antes  de  alejarse  hacia  el  Este. 

Impotentes  para  mantener  a  distancia  la  escua- 
dra por  el  tiro  de  sus  baterías,  los  peruanos  recurrie- 
ron a  sus  torpederas.  El  seis  de  Julio  el  crucero 
chileno  'Toa"  abordó  dentro  de  la  bahía  una  cha- 
lupa cargada  de  víveres  la  que  remolcó  cerca  de 
su  bordo.  Mientras  se  procedía  a  descargarla,  se 
oyó  una  explosión  formidable  y  la  chalupa  estalló 
en  mil  pedazos  y  el  «Loa»  con  una  gran 
abertura  en  sus  flancos,  se  fué  a  pique  hun- 
diendo consigo  a  la  tripulación.  Perecieron  el  co- 
mandante, tres  oficiales  y  más  de  cien  marineros. 
La  chalupa  contenía  una  caja  de  dinamita  oculta 
entre  las  provisiones,  cuyo  peso  m^antenía  en  ten- 
sión el  resorte  de  percusión.  EL  13  de  Septiembre 
la  corbeta  Covadonga  daba  caza  en  Chancay, 
a  30  kilómetros  al  norte  del  Callao,  a  dos  embarca- 
ciones peruanas.  Una  de  ellas,  tocada  por  una  bala, 
acababa  de  zozobrar;  sólo  flotaba  una  pequeña 
canoa.  Antes  de  apoderarse  de  ella  mandó  el  co- 
mandante a  registrarla;  im  examen  meticuloso  no 
revela  nada  de  particular.  La  canoa  es  remolcada 
cerca  d,e  la  corbeta  y  se  da  la  orden  de  izarla  a 
bordo.  Se  aprestan  los  aparejos,  "a  canoa  se  eleva 
lentamente,  cuando  de  repente  un  choque  espan- 
toso se  lleva  la  proa  de  la  corbeta  que  naufraga. 
En  esta  catástrofe  perecieron  treinta  y  cinco  hom- 
bres. 

Exasperados  por    estas  pérdidas  los  navios  chi- 


i 


—  103  — 

leños,  impotentes  para  causar  serios  perjuicios  al 
Callao,  bombardearon  sucesivamente  Chorrillos,  An- 
cón y  Chancay,  pequeños  puertos  vecinos  al  Callao, 
balnearios  frecuentados  en  el  verano  por  ricos  co- 
merciantes de  Lima,  pero  estas  represalias  no  po- 
dían dar  resultados  serios.  Excitaban  sin  embargo 
la  opinión  pública  de  Lima,  donde  el  dictador  Piérola 
decretaba  la  organización  de  un  ejército  de  reserva, 
la  leva  en  masa  de  la  población  y  anunciaba  en  en- 
fáticas y  apasionadas  proclamas  que  los  chilenos 
encontrarían  su  tumba  en  los  muros  de  la  capital. 
El  entusiasmo  era  tal  que  el  arzobispo  de  Lima  puso 
a  disposición  del  gobierno  los  tesoros  de  sus  iglesias, 
e  invitaba  a  las  damas  peruanas  a  despojarse  de 
sus  joyas  por  la  defensa -de  la  patria 

Inactivas  hasta  entonces  las  potencias  neutrales, 
comenzaban  a  preocuparse  de  la  prolongación  de 
una  lucha  que  ponía  en  peligíp  grandes  intereses, 
comerciales  para  unos,  políticos  para  otros.  Si  los 
gobiernos  inglés  y  francés  se  inquietaban  ^por  los 
riesgos  que  corrían  sus  connacionales  establecidos 
en  el  Perú,  el  gobierno  de  Estados  Unidos  veía  con 
cierta  aprensión  los  éxitos  de  Chile,  la  conquista 
de'  sur  del  Perú  y  la  extensión  en  la  Am.érica  del 
Sur  de  una  potencia  marítim.a  y  militar  que  se  reve- 
laba de  repente  con  éxitos  aplastantes  y  podía  as- 
pirar un  día  a  agrupar  en  tomo  de  ella  o  a  someter 
a  sus  leyes  otras  repúblicas  independientes,  dividi- 
das entre  ellas  e  inconscientes  de  la  fuerza  que  les 
daría  la  unión.  Lo  que  no  habían  podido  conseguir 
el  ejército  y  la  armada  peruanos,  detener  la  marcha 
victoriosa  y  la  suerte  temible  de  Chile,  talvez  lo 
conseguiría  la  diplomacia;  al  menos  había  que  in- 
tentarlo. Una  intervención  colectiva  de  las  potencias 
neutrales  requería  conversaciones,  tiempo,  y  no 
había  que  perderlo  en  el  estado  en  que  estaban  las 


—  104  — 

cosas.  Al  principio  de  la  guerra,  Gran  Bretaña 
había  ofrecido  su  mediación  al  Perú,  que  confiando 
en  el  éxito,  la  había  desechado.  El  gabinete  de  Wa- 
shington se  decidió  por  lo  tanto  a  obrar  solo,  y  por 
intermedio  de  Mr.  Thomas  Osbom,  ministro  ple- 
nipotenciario en  Chile,  hizo  ofrecimientos  en  Val- 
paraíso, en  Lima  y  en  Bolivia  para  negociar  la  paz. 

Se  aceptó  este  ofrecimiento.  Por  una  y  otra  parte 
se  quería  congratularse  con  la  opinión  pública  y 
la  buena  voluntad  de  las  potencias  neutrales,  so- 
bre todo  la  de  Estados  Unidos;  pero  Chile,  victorio- 
so entendió  que  no  debía  abandonar  sus  pretensio- 
nes y  el  Perú,  excitado  y  confiando  en  un  éxito  pró- 
ximo, estaban  resueltos  a  no  firmar  un  tratado  de 
paz  que  habría  consagrado  su  fracaso.  En  estas 
condiciones  desfavorables  se  abrieron  las  conferen- 
cias a  bordo  de  la  corbeta  de  los  Estados  Unidos 
"Lackawana"  en  la  rada  de  Arica  el  22  de  octubre 
de  1880. 

El  Perú  estaba  representado  por  don  Aurelio 
García  y  García  y  don  Antonio  Arenas;  Chile  por 
su  ministro  de  la  guerra  el  señor  Vergara,  el  señor 
Altamirano  y  don  Ensebio  Lillo;  Bolivia  por  don 
Mariano  Baptista  y  don  Juan  Carrillo.  El  mi- 
nistro de  los  Estados  Unidos  Mr.  Osbom  presi- 
día la  conferencia.  Los  plenipotenciarios  chilenos 
expusieron  las  exigencias  de  su  Gobierno  y  las  con- 
diciones en  que  estaban  autorizados  para  negociar 
la  paz.  Chile  reclamaba:  L°  La  cesión  del  territorio 
peruano  y  boliviano  hasta  el  grado  19  norte  (cien 
leguas  de  costa);  una  indemnización  de  guerra  de 
20  millones  de  piastras  (100  millones  de  francos); 
3.°  La  restitución  de  las  propiedades  confiscadas 
a  los  chilenos;  4.°  La  restitución  del  *'Rimac"  apre- 
sado en  el  mar  por  el  ''Huáscar";  5.°  La  anulación 
de  la  alianza  ofensivo-defensiva  del  Perú  y  Bolivia; 


—  105  — 

6.°  La  ocupación  por  las  fuerzas  chilenas  de  Moque- 
gua,  Tacna  y  Arica  hasta  la  completa  ejecución  del 
tratado  propuesto,  y  7°  La  destrucción  de  las  for- 
tificaciones de  Arica  con  el  compromiso  de  no  vol- 
verlas a  erigir. 

Los  p  enipotenciarios  peruanos  dijeron  que  ellos 
no  podían  entablar  ninguna  negociación  sobre  la 
base  de  cesiones  territoriales  y  que  su  gobierno 
prefería  correr  e  albur  de  la  guerra.  Se  separaron 
para   proseguir   las   negociaciones   posteriormente. 

En  Chile  como  en  el  Perú  se  sentía  que  había  so- 
nado la  hora  decisiva.  Al  llegar  las  noticias  de  la 
ruptura  de  las  conferencias,  se  decidió  la  marcha 
sobre  Lima;  no  había  por  qué  retroceder,  se  preparó 
con  actividad  sin  dejar  por  eso  de  comprender  las 
dificultades  que  presentaría.  Transportar  hasta  el 
pie  de  los  muros  de  Lim.a,  a  través  de  un  país  ene- 
migo, un  ejército  de  25  a  30  mil  hombres  bien  ar- 
mados y  equipados,  provistos  de  una  numerosa 
artillería;  ocupar  con  fuertes  contingentes  Tacna, 
Arica  y  Tarapacá,  crear  un  segundo  ejército  de 
reserva  para  cubrir  las  bajas  inevitables;  mantener  el 
bloqueo  del  Callao  y  tener  con  este  objeto  inmobiliza- 
da  una  parte  de  la  escuadra  tan  necesaria  para  los  in- 
mensos transportes  de  toda  naturaleza  que  se  necesi- 
taban en  esta  campaña  difícil,  he  aquí  el  problema 
que  se  impusieron  el  Estado  Mayor  chileno  y  el  minis- 
tro de  la  guerra.  Este  último,  establecido  en  Tacna,  re- 
cibía las  tropas  que  los  buques  prestados,  comprados  y 
fletados  conducían  incesantemente  de  Valparaíso  y 
desembarcaban  en  Arica,  donde  era  tal  el  embara- 
zo que  amenazaban  faltar  los  víveres  frescos  fyf el 
forraje. 

Tacna,  donde  se  había  ganado  la  última  batalla 
por  el  ejército  chileno,  está  situada  más  de  300  le- 
guas al  norte  de  Valparaíso,  a  cerca  de  200  del 


—  106-« 

Callao  y  a  escasa  distancia  del  pueblo  de  Arica 
El  agua  es  allí  abundante,  las  llanuras  fértiles  y 
bien  cultivadas,  el  país  rico.  El  gobierno  chileno  es- 
tableció aquí  su  base  de  operaciones  para  la  campaña 
que  preparaba.  Su  plan  era  intentar  un  desembarque 
al  sur  del  Callao  molestando  continuamente  al  ejér- 
cito peruano  con  una  desviación  al  norte  de  esta 
ciudad.  Con  este  designio  se  resolvió  ocupar  prime- 
ro Pisco,  sobre  la  costa,  alrededor  de  cincuenta 
leguas  de  Lima  al  sur;  había  la  seguridad  de  encontrar 
allí  buenos  recursos  y  un  acantonamiento  confortable, 
El  15  de  Noviembre  de  1880  se  embarcaba  en  Arica 
una  primera  división  de  8.400  hombres  y  el  19  por 
la  mañana  entraba,  sin  disparar  un  solo  tiro,  en 
Pisco.  El  30  llegaba  la  primera  brigada  de  la  segunda 
división . 

Excelente  como  punto  de  aprovisionamiento  sobre 
estas  costas  en  que  tanto  escasea  el  agua  potable  y 
donde  las  zonas  arenosas  sólo  tienen  a  largas  dis- 
tancias algunos  raros  pozos  y  oasis  de  verdura  y 
de  cultivo,  Pisco  estaba  aún  demasiado  lejos  de 
Lima  para  servir  de  punto  de  partida  a  un  ataque 
por  tierra.  Había  que  acercarse.  El  puerto  de  Ancón 
a  35  kilómtros  al  norte  del  Callao  o  el  de  Chilca  a 
70  kilómetros  al  sur,  ofrecían  buenas  condiciones 
para  acampar.  Se  resolvió  ocupar  este  último. 
Sin  embargo  para  distraer  la  atención  de  los  perua- 
nos del  verdadero  objetivo  del  Estado  Mayor  chi- 
leno y  para  hacerles  creer  que  el  ejército  chileno  se 
proponía  ocupar  las  provincias  al  norte  de  Lima, 
intentando  por  esta  parte  el  ataque  de  la  capital, 
el  general  en  jefe  decidió  el  embarque  de  una  colum- 
na expedicionaria  bajo  las  órdenes  del  coronel 
Linch  con  destino  a  Chimbóte. 

Llevaba  instrucciones  de  ocupar  Chimbóte  de 
modo  que  hiciera  suponer  un  desembarque  inmi- 


—  107  — 

nente  del  ejército,  del  que  la  columna  de  Lynch 
no  sería  más  que  la  avanzada,  marchar  desde  allí 
sobre  las  ricas  provincias  de  Libertad,  Ancachs  y 
Lambayeque  y  dispersar  los  cuerpos  en  formación 
reclutados  en  estas  provincias  para  reforzar  el  ejer- 
cito de  defensa  de  Lima.  De  origen  irlandés,  entra- 
do muy  joven  al  servicio  de  Chile,  el  coronel  Lynch 
había  ya  servido  en  la  campaña  de  1838  contra  la 
confederación  del  Perú  y  Bolivia.  Después  y  bajo 
los  auspicios  de  su  país  de  adopción,  había  comple- 
tado su  educación  militar  en  la  marina  inglesa, 
había  tomado  parte  en  la  guerra  contra  China  y 
había  llegado  a  Chile  después  de  conquistar  honro- 
samente el  grado  de  teniente  de  navio  de  la  marma 
británica.  Oficial  distinguido,  de  un  valor  incon- 
trastable junto  con  una  sangre  fría  y  una  gran 
firmeza  de  carácter,  había  jugado  un  papel  impor- 
tante en  la  guerra  actual.  Gobernador  de  Iquique 
después  de  la  capitulación  de  esta  importante  plaza, 
se  le  había  dado  después  el  mando  de  la  primera 
brigada.  La  expedición  que  se  le    había    confiado 
podía    encontrar    dificultades    serias;    obligado    a 
operar  aisladamente,  su  responsabilidad  era  enorme, 
pero  se  le  dejó  en  plena  libertad  de  acción. 

La  columna  a  sus  órdenes  constaba  de  1,900  hom- 
bres de  infantería,  400  de  caballería,  la  artillería 
de  montaña,  una  sección  del  cuerpo  de  ingenieros 
y  una  ambulancia  completa:  en  total  2,500  hombres^ 
El  4  de  Septiembre  salió  de  Arica  la  expedición 
a  bordo  de  dos  grandes  transportes  escoltados  por 
la  corbeta  de  guerra  "Chacabuco"  apoyada  por  la 
corbeta  "O'Higgins",  y  el  día  10  desembarcaba 
el  convoy  en  la  rada  de  Chimbóte,  a  50  leguas  al 
norte  del  Callao.  La  plaza  ocupada  por  una  débil 
guarnición  peruana  no  intentó  resistir;  sm  un  solo 
disparo  se  apoderaron  los  chilenos  de  la  vía  férrea 


—  108  — 

y  del  telégrafo  y  para  no  dejar  a  la  guarnición  en 
fuga  el  tiempo  de  agregarse  a  algún  cuerpo  en  for- 
mación o  de  sembrar  la  alarma,  el  coronel  Lynch, 
a  la  cabeza  de  400  hombres,  se  dirigió  hacia  el  inte- 
rior de  las  tierras  llegando  hasta  los  ricos  dominios 
del  Puente  y  de  Palo  Seco.  Estas  dos  magníficas 
plantaciones  de  caña  de  azúcar  pertenecían  a  don 
Dionisio  Derteano,  rico  propietario,  amago  personal 
del  dictador  Piérola.  Requerido  el  pago  inmediato 
de  una  contribución  de  guerra  de  cien  mil  piastras 
(500,000  francos)  el  director  de  las  plantaciones 
pidió  tres  días  para  consultar  a  Lima  y  procurarse 
el  dinero.  El  coronel  Lynch  consintió,  pero  agregó 
que  en  caso  de  rehusar,  destruiría  las  usinas.  A  la 
terminación  del  plazo,  el  director  le  comunicó  im 
decreto  del  dictador  Piérola,  manifestando  que  to- 
do pago  de  dinero  hecho  al  enemigo  sería  conside- 
rado y  castigado  como  acto  de  alta  traición  y  que 
todo  dominio  cuyo  propietario  hubiese  cedido  a  las 
imposiciones  de  los  invasores,  sería  confiscado  en 
beneficio  del  Estado. 

Al  recibo  de  esta  comunicación,  el  coronel  Lynch, 
decidido  a  romper  toda  resistencia,  y  a  imponerse 
por  el  terror,  dio  orden  de  proceder  a  la  obra  de 
destrucción.  Con  ayuda  de  la  pólvora  y  de  la  dina- 
mita hizo  saltar  las  construcciones,  fué  destruida 
la  vía  férrea,  incendiadas  las  cosechas,  talados  los 
árboles  frutales;  se  confiscaron  los  caballos  y  las 
muías  y  se  embarcó  a  bordo  de  los  transportes  todo 
aquello  que  se  pudo  encontrar  de  arroz,  azúcar  y 
víveres.  Estas  hermosas  propiedades,  cuyo  valor 
pasaba  de  10  millones  de  francos,  fueron  devastadas 
y  los  chinos  que  las  cultivaban  tuvieron  que  servir 
en  el  ejército  chileno  como  guías  y  portadores. 

De  vuelta  a  Chimbóte,  el  coronel  Lynch  hizo 
incendiar  la  aduana,  la  estación  del  ferrocarril  y  el 


—  109  — 

muelle,  y  se  hizo  a  la  vela  para  el  puerto  de  Supe, 
donde  se  le  había  dicho  que  se  habían  desembarca- 
do armas  y  municiones.  Allí  confiscó,  en  efecto, 
trescientas  cajas  de  cartuchos,  que  hizo  saltar  por 
carecer  de  medios  de  transportes,  destruyó  las  plan- 
taciones de  los  alrededores  y  se  volvió  a  hacer  a  la 
mar  para  apresar  un  vapor,  cuyo  arribo  anunciaban 
ios  despachos  interceptados  en  Chimbóte,  con  un 
im.portante  cargamento  para  el  gobierno  peruano. 
En  efecto,  el  vapor  llegaba  el  18  de  Septiem.bre, 
abordaba  y  capturaba  el  vapor  ''Islay"  que  venía 
de  Panam.á  y  traía  a  bordo  7.200,000  piastras  en 
papel  moneda  del  Perú.  Después  de  esta  importante 
captura,  el  coronel  Lynch,  subiendo  hacia  el  norte, 
desembarcó  en  Paita,  a  la  que  impuso  una  fuerte 
contribución  de  guerra.  Ante  la  negativa  para  efec- 
tuarla, prendió  fuego  a  la  aduana  y  a  los  edificios 
públicos.  El  26  de  septiembre  corrió  la  misma  suer- 
te Etén. 

Estos  actos  de  terror  paralizaron  toda  resistencia. 
Los  destacamentos  recorrieron  sucesivamente  la 
provincia  de  Lambayeque  y  la  de  Libertad  recibien- 
do en  ellas  sin  ninguna  dificultad  las  contribuciones 
de  guerra  impuestas  por  el  comandante  de  la  colum- 
na expedicionaria. 

El  1.°  de  Noviembre  atracaba  en  el  puerto  de 
Quilca  el  coronel  Lynch  y  poco  después  en  Pisco, 
donde  estaba  concentrado  el  ejército  chileno. 

En  menos  de  dos  meses  había  recorrido,  sin  en- 
contrar resistencia  seria,  cerca  de  cien  leguas  de 
costa  y  había  invadido  las  más  ricas  provincias  del 
Perú  sembrando  por  todas  partes  el  terror  y  la  rui- 
na; se  llevó,  en  carácter  de  contribución  de  guerra, 
cerca  de  un  millón  de  francos  en  m^oneda  y  más 
de  35  millones  en  papel  moneda,  grandes  aprovi- 


—  lio— 

sionamientos  de  azúcar,  arroz  y  algodón,  y  todo  esto 
sin  haber  perdido  más  de  tres  hombres. 

Esta  expedición  sin  resultados  reales  desde  el 
punto  de  vista  estratégico,  colmó  la  rabia  y  la  exas- 
peración del  Perú.  Aquellas  destrucciones  sistemá- 
ticas y  crueles  provocaron  las  reclamaciones  de  los 
neutrales. 

Buen  número  de  las  plantaciones  saqueadas  es- 
taban en  efecto  regentadas  o  pertenecían  a  extran- 
jeros. La  falta  de  resistencia  a  mano  armada  daba, 
a  las  medidas  tomadas  un  carácter  de  exacción 
financiera  lamentable. 

La  guerra  tiene  sus  necesidades  crueles  que  la 
lucha  excusa  y  que  la  victoria  hace  olvidar  frecuen- 
temente; pero  que  la  opinión  pública  primero  y  la 
historia  después  juzgan  con  merecida  severidad. 
La  campaña  del  coronel  Lynch  en  la  región  norte 
del  Perú  no  agregó  nada  a  la  gloria  de  Chile.  Ante 
ciertos  actos  la  humanidad  se  siente  solidaria  con 
los  vencidos  y  los  oprimidos. 

A  fines  de  Noviembre,  estaba  reunido  en  Pisco 
todo  el  ejército  chileno.  Estaba  decidido  el  embar- 
que para  Chilca,  pero  podía  ser  peligroso  dejar 
tras  de  sí,  en  manos  del  enemigo,  25  leguas  de  costa. 
Se  aseguró  que  entre  Pisco  y  Chilca  sostenían  la 
campaña  varios  cuerpos  expedicionarios  peruanos. 
Había  pues  que  rechazarlos  hacia  el  norte  o  disper- 
sarles al  menos,  para  no  verse  expuestos  a  ser  to- 
mados por  la  espalda. 

El  comandante  en  jefe  dio  orden  a  la  brigada 
Lynch,  compuesta  de  tropas  avezadas  y  endurecidas 
por  marchas  rápidas,  de  seguir  por  tierra  la  distan- 
cia que  la  armada  iba  a  recorrer  por  mar  y  de  tras- 
ladarse rápidamente  de  Pisco  a  Chilca,  despejando 
el  terreno  a  su  paso. 

El  13  de  Diciembre  comenzaba  esta  brigada  su 


—  111  — 

marcha  de  avance,  marcha  ruda  y  penosa  a  través 
del  desierto,  donde  los  hombres  y  las  caballerías  se 
enterraban  en  la  arena,  sin  ruta  trazada,  y  donde 
no  se  encontró  más  que  una  aguada,  a  medio  ca- 
mino, a  la  sombra  de  una  sola  palmera. 

Al  mismo  tiempo  se  embarcaba  en  Arica  el  grueso 
del  ejército  y  tomaba  el  comando  del  convoy  el  Ai- 
rante Riveros.  Se  componía  de  28  grandes  barcos 
escoltados  por  los  acorazodos  "Cochrane"  y  ''Blan- 
co Encalada".  La  corbeta  ''Magallanes"  explora- 
ba la  ruta  y  cerraba  la  marcha  el  "Abtao".  El  con- 
voy se  extendía  en  un  largo  de  10  millas  y  una 
anchura  de  4,  navegando  a  una  velocidad  regular 
de  cinco  millas  por  hora.  Llevaba  16,000  hombres 
de  tropa,  las  muías,  la  artillería,  los  víveres,  el  ma- 
terial y  las  municiones  necesarias.  El  21  de  Diciem- 
bre atracaba  convoy  en  el  puerto  de  Chilca  cuidado- 
samente dragado  por  las  cañoneras  chilenas  para 
asegurarse  de  que  no  había  torpedos.  Un  destaca- 
mento de  caballería,  desembarcado,  exploró  el  puerto 
y  sus  alrededores;  por  ninguna  parte  se  encontraron 
rastros  de  enemigos.  Por  su  parte  el  almirante,  reco- 
rriendo la  costa  a  bordo  del  "Blanco  Encalada",  bus- 
có y  encontró  cinco  millas  al  norte  de  Chilca  la  dár- 
sena   de    Carayaco    donde    resolvió    desembarcar. 

Cuatro  días  duró  la  operación,  que  se  efectuó  sin 
contratiempos.  Estaban  a  un  día.  de  marcha  de 
Lurín  donde  se  encontraban  las  avanzadas  del  ejér- 
cito peruano  que  guarnecían  a  Lima.  El  22  de  Di- 
ciembre salían  en  reconocimiento  100  soldados  de 
caballería  y  se  informaban  de  la  presencia  en  Lurín 
de  los  destacamentos  enemigos.  No  había  que  de- 
jar a  los  peruanos  tiempo  para  concentrar  sus 
fuerzas  más  considerables  sobre  este  punto  impor- 
tante. Lurín  no  es  más  que  un  villorrio,  pero  el  ria- 
chuelo que  pasa  por  él  era  indispensable  al  ejérci- 


—  112  — 

to  chileno.  En  este  país  es'tan  difícil  encontrar  agua, 
que  el  arroyuelo  más  insignificante  tiene  una  im- 
portancia excepcional  estratégicamente  hablando. 
En  este  preciso  momento  la  brigada  mandada  por 
el  coronel  Lynch,  que  debía  llegar  a  Chilca,  había 
sido  detenida  en  su  marcha  por  un  enemigo  invisi- 
ble que  la  hostilizaba  incesantemente  sin  presentar 
nunca  combate,  pero  más  aún  por  la  necesidad  de 
aumentar  la  provisión  de  agua,  ya  que  era  tal  la 
escasez  que  hombres  y  bestias  se  disputaban  fre- 
cuentemente unas  gotas  de  pozas  salobres.  Los 
aparatos  destiladores  a  bordo  funcionaban  sin  cesar, 
pero  estaban  lejos  de  dar  abasto  a  las  necesidades 
de  todo  un  ejército  y  si  las  tropas  chilenas  hubieran 
encontrado  en  Lurín  una  resistencia  seria  su  situa- 
ción se  habría  hecho  sumamente  crítica.  Pero  nada 
sucedió  y  el  ejército  chileno,  rechazando  as  avanza- 
das peruanas  ocupó  Lurín  sin  combatir,  con  gran 
júbilo  del  campamento  en  el  que  soldados  y  oficia- 
les estaban  con  el  temor  de  que  faltase  el  agua. 

El  25  y  el  26  llegó  la  brigada  de  Lynch  después 
de  una  ruda  prueba,  habiendo  caminado  180  ki- 
lómetros por  la  arena  y  el  polvo.  A  cada  hora  había 
sido  preciso  dar  un  cuarto  de  hora  de  descanso  a 
las  tropas  rendidas  de  cansancio;  la  marcha  se  había 
efectuado  de  noche.  La  brigada  había  perdido  po- 
cos hombres  en  los  combates  que  había  tenido  que 
librar,  pero  la  mayor  parte  de  los  soldados  camina- 
ban a  pie  desnudo  y  hacían  llevar  sus  armas  por  un 
millar  de  chinos,  fugitivos  de  las  plantaciones,  que 
seguían  al  ejército  con  la  esperanza  de  saquear  a 
Lima  y  ganarse  algunos  pesos  prestando  sus  ser- 
vicios. 

El  ejército  reunido  en  Lurín  se  componía  de  un 
efectivo  de  24  mil  combatientes,  sin  contar  los  equi- 
pos de  tren,  las  ambulancias  y  los  chinos  auxilia- 


—  lia- 
res, cuyo  número  aumentaba  por  momentos  y  a  los 
que  se  empleaba  en  trabajos  de  campamento  para 
aliviar  a  los  soldados.  La  primera  división  estaba 

las  órdenes  del  general  Lynch.  La  segimda  estaba 
al  mando  del  coronel  de  ingenieros  señor  Gana, 
que  había  tenido  una  actuación  importante  en 
las  operaciones  militares  desde  el  principio  de  la 
guerra,  de  igual  suerte  que  el  coronel  Pedro  Lagos, 
jefe  de  la  tercera  brigada.  La  reserva  estaba  al 
mando  de  Martínez.  Comandaba  en  jefe  don  Manuel 
Baquedano,  en  unión  del  ministro  de  la  guerra  don 
José  Francisco  Vergara.  La  artillería,  a  las  órdenes 
del  general  Velásquez,  se  componía  de  cincuenta 
cañones  de  campaña  y  27  de  montaña  cada  uno 
con  atalaje  de  8  caballos. 

Acampado  detrás  de  Lurín,  el  ejército  chileno 
estaba  frente  a  Lima,  situada  a  30  kilómetros  al 
noroeste;  el  ala  izquierda  se  inclinaba  hacia  el  mar 
y  estaba  apoyada  por  la  brigada  Barboza,  acampa- 
da cerca  del  viejo  templo  de  Pachacamac;  las  avan- 
zadas instaladas  al  otro  lado  del  río  se  encontraban 
a  6  kilómetros  de  la  población.  A  la  derecha  se  ex- 
tendían vastas  llanuras  arenosas,  desprovistas  de 
vegetación,  sembradas  por  todas  partes  de  colinas 
arenosas,  de  forma  redondeada,  llamadas  cerros. 
A  la  izquierda  la  playa  costeaba  la  mar  bravia, 
golfo  de  enormes  olas  levantadas  por  el  huracán  y 
que  azotando  sin  cesar  la  costa  abrupta,  habían 
corroído  el  suelo  y  formado  profundos  barrancos 
cerca  de  los  cuales  se  levantaba  la  bonita  ciudad 
de  Chorrillos.  Más  allá  el  suelo  formaba  una  pen- 
diente hasta  la  rica  llanura  del  Rimac  y  la  bahía  del 
Callao.  Al  centro  de  esta  llanura,  Lima,  situada  a 
caballo  sobre  el  Rimac,  unida  al  mar  por  la  plaza 
fuerte  del  Callao,  extendía  sobre  las  dos  orillas  sus 

G.delP.— 8 


~1U- 

suntuosos  edificios,  sus  jardines,  sus  plazas  públi- 
cas y  sus  monumentos. 

Defendía  el  acceso  a  Lima  una  doble  línea  de  de- 
fensas. La  primera  a  12  kilómetros  delante  de  la 
ciudad  partía  de  Chorrillos  y  coronaba  una  cadena 
de  cerros  de  los  que  el  más  elevado  era  el  Morro 
Solar.  Estas  colinas  enlazadas  entre  sí  por  un  pa- 
rapeto de  tierra  estaban  además  protegidas  por 
largos  fosos  y  defensas  delante  de  los  cuales  se  habían 
cavado  minas  y  sembrado  bombas  automáticas. 
Coronaban  las  alturas  ciento  veinte  piezas  de  ar- 
tillería, cuyo  fuego  barría  la  llanura  y  las  pendientes 
de  acceso.  Las  murallas  que  rodeaban  los  jardines 
de  los  alrededores,  las  cercas,  todo  aquello  que  po- 
día prestar  refugio  al  enemigo  había  sido  nivelado. 
Esta  primera  línea  de  trincheras  no  medía  menos  de 
13  kilómetros,  estaba  ocupada  por  22  mil  comba- 
tientes y  describía  un  semicírculo  que  permitía  lle- 
var fácilmente  las  tropas  del  centro  al  punto  prin- 
cipal de  ataque. 

A  6  kilómetros  detrás  de  esta  primera  línea  y  por 
consecuencia  a  medio  camino  entre  ésta  y  Lima, 
se  levantaba,  cerca  de  Miraflores,  la  segunda  línea 
de  defensa,  que  medía  alrededor  de  siete  kilómetros 
de  largo.  Se  la  había  utilizado  para  establecer  mu- 
rallas de  cerco  de  gran  espesor,  que  separaban  unas 
de  otras  las  provincias  rurales. 

Estas  murallas  almenadas  servían  de  refugio  a 
la  infantería.  Su  acceso  estaba  defendido  por  lar- 
gos fosos  llenos  de  agua  y  por  reductos  armados  de 
setenta  piezas  de  artillería.  El  ejército  de  reserva, 
compuesto  de  10  mil  hombres  ocupaba  este  campo 
atrincherado,  listo,  según  las  circunstancias  o  a 
avanzar  para  defender  las  líneas  de  Chorrillos  o  a 
rehacer  los  batallones  vencidos,  en  caso  de  derrota, 


i 


—  115  — 

y  librar  detrás  de  estas  barreras  una  segunda  ba- 
talla. 

En  Lima  la  confianza  era  insuperable;  no  se  ima- 
ginaba nadie  que  el  ejército  chileno  pudiese  atacar 
de  frente  posiciones  tan  terribles,  exponiéndose  a 
la  descubierta  a  un  fuego  formidable.  En  semejantes 
circunstancias  parecía  una  empresa  imposible  apo- 
derarse de  Lima.  ''Lima,  se  repetía  constantemente, 
será  la  tumba  de  los  chilenos".  El  9  de  Diciembre 
inauguró  el  dictador  Piérola  la  ciudadela  construida 
sobre  el  monte  Cristóbal,  en  una  gran  fiesta  militar 
en  que  el  clero  bendijo  los  estandartes  del  ejército 
y  la  espada  del  Presidente.  Piérola  pronunció  en  esta 
ocasión  un  discurso  que  entusiasmó  hasta  el  delirio 
al  pueblo  y  al  ejército.  ''Chile  está  loco,  decía. 
Sueña  ocupar  la  ciudad  de  Pizarro,  la  ciudad  de 
los  Titanes,  para  dictar  desde  aquí  leyes  al  Perú  y 
a  la  América  del  Sur.  Quiere  llegar  a  Lima;  que  ven- 
ga, que  aquí  recibirá  el  terrible  castigo  que  merece 
su  audacia". 

La  confianza  de  los  defensores  de  Lima  parecía 
justificada  y  en  el  campamento  había  una  com- 
pleta confianza  sobre  el  resultado  de  la  campaña. 
En  el  Estado  mayor  chileno  estaban  divididas  las  opi- 
niones. Atacar  de  frente  y  en  descubierta  las  líneas  de 
Chorrillos  y  Miraf lores  era,  en  concepto  de  algunos 
de  los  jefes,  una  empresa  peligrosa.  En  caso  de  fra- 
caso, no  se  podría  retener  a  Lurín,  habría  que  re- 
embarcarse, y  un  embarque  bajo  el  fuego  del  ene- 
migo vencedor  era  cosa  de  temer  verdaderamente. 
Aconsejaban  estos  diejar  a  la  izquierda,  sin  atacarlas, 
las  defensas  de  Chorrillos,  llegar  por  la  derecha  has- 
ta la  llanura  del  Rimac  y  atacar  por  retaguardia 
las  líneas  de  defensa  y  la  ciudad  de  Lima.  Pero  para 
esto  era  preciso  franquear,  en  una  marcha  en  que  se 
corría  el  riesgo  de  ser  atacados  de  flanco,  extensas 


—  116  — 

llanuras  arenosas  por  las  cuales  no  avanzaba  la 

artillería  sino  con  enormes  dificultades;  se  prescin- 
día además  del  concurso  de  ios  buques  de  guerra, 
cuyas  baterías  cubrían  el  ala  izquierda  del  ejército 
y  si  es  cierto  que  se  evitaban  las  líneas  de  Chorrillos 
se  daba  en  cambio  contra  las  fortalezas  de  San  Bar- 
tolomé y  de  San  Cristóbal,  que  cruzaban  sus  fuegos 
con  las  de  Miraflores.  Después  de  una  viva  discu- 
sión, el  ministro  de  la  guerra  se  decidió  por  el  se- 
gundo plan,  mientras  el  general  en  jefe  se  declaraba 
en  favor  de  un  ataque  de  frente  sobre  las  líneas  de 
Chorrillos,  resultando  por  fin  que  este  plan  quedó 
adoptado  por  mayoría  de  votos. 

Al  hacer  prevalecer  sus  ideas,  no  se  le  ocultaba  al 
general  Baquedano  que  su  plan  de  ataque,  mucho 
más  difícil,  no  se  podría  llevar  a  efecto  sin  grandes 
pérdidas,  pero  contaba  con  el  empuje  de  sus  tropas, 
su  impaciencia  por  terminar  la  campaña  y  abando- 
nar un  campamento  agotado  para  encontrar  en 
Lima  el  término  de  todas  sus  fatigas,  los  placeres  y 
el  botín  de  la  victoria.  Lima  se  les  aparecía  como  la 
tierra  prometida.  En  el  campamento  no  se  hablaba 
más  que  de  sus  riquezas  inmensas,  de  su  lujo,  de 
sus  palacios. 

Hacía  meses  que  aquellos  batallones,  reclutados 
en  su  mayor  parte  entre  los  puntos  fronterizos  de 
la  Araucanía,  habituados  a  luchas  sangrientas 
contra  enemigos  miserables,  recorrían  a  marchas 
forzadas  los  desiertos  del  sur  dei  Perú  o  bien,  amon- 
tonados a  bordo  de  sus  navios,  atracaban  a  playas 
áridas  en  que  todo  faltaba.  Hoy  se  desenvolvían 
ante  ellos  las  ricas  llanuras  del  Rimac,  los  inmensos 
naranjales,  las  villas  elegantes,  los  campos  hermosos, 
y  finahnente  Lima,  la  ciudad  de  Pizarro,  la  antigua 
ciudad  de  los  Incas,  donde  mañana  entrarían  talvez 
ellos  como  señores  y  saciarían  al  mismo  tiempo  que 


—  117  — 

su  cólera,  todos  los  apetitos  brutales  sobreexcitados 
por  dos  meses  de  privaciones  y  de  codicias  impacien- 
tes. Estando  tan  cerca  del  fin,  nada  les  importaba  el 
peligro  y  solo  aspiraban  a  entablar  la  lucha  suprema. 

El  12  de  Enero  de  1881,  a  medio  día,  el  general 
Baquedano  pasó  por  última  vez  vez  revista  a  sus  tro- 
pas. ''Están  a  punto  de  concluir,  les  dijo,  vuestras 
duras  fatigas.  Constreñidos  hace  dos  años  a  la  ruda 
disciplina  de  los  campamentos,  habéis  sostenido  la 
lucha,  soportando  las  privaciones,  las  penosas  mar- 
chas en  que  os  torturaba  la  sed.  Endurecidos  en  la 
fatiga,  ya  estáis  prontos  para  la  victoria . . .  Aquí 
estáis  bajo  los  muros  de  la  capital  del  Perú.  Os  fal- 
ta el  último  golpe.  Soldados  victoriosos  de  Pisagua, 
de  Tarapacá,  de  los  Angeles,  de  Arica  y  de  Tacna, 
adelante! . . .  Detrás  de  esas  trincheras  encontraréis 
la  victoria  y  el  descanso  y  allá  abajo,  en  Chile,  os 
esperan  la  gloria  y  las  aclamaciones  de  vuestros 
conciudadanos . . .  Mañana,  al  alba,  atacaréis  al 
enemigo.  Colocaréis  vuestras  bandera  sobre  las  trin- 
cheras conquistadas,  marcharéis  a  las  órdenes  de 
vuestro  general  en  jefe,  orgulloso  de  vosotros  y  que 
envía  a  la  patria  ausente  el  saludo  del  triunfo  repi- 
tiendo con  vosotros:  "Viva  Chile!!". 

En  aquellos  momentos  en  Lima  se  hacían  las  más 
extrañas  ilusiones.  Corría  el  rumor  de  que  el  ejérci- 
to chileno  descorazonado,  levantado  contra  sus  je- 
fes impotentes  para  conducirlo  al  ataque  de  las 
líneas  de  Chorrillos,  huía  a  la  desbandada  y  se  apo- 
deraba de  los  barcos  para  volver  a  Chile.  Se  citaba 
la  opinión  de  un  oficial  extranjero,  que  después  de 
recorrer  las  líneas  de  defensa,  declaraba  que  para 
apoderarse  de  Lima  se  necesitarían  al  menos  80 
mil  hombres  de  las  mejoras  tropas  europeas.  Se 
afirmaba,  en  fin,  que  dos  divisiones  chilenas,  en 
plena  retirada,  huían    hacia  el  sur.  Lima  acogía  con 


—  118  — 

avidez  estas  noticias  que  tanto  confirmaban  sus 
esperanzas  y  los  oficiales  peruanos  se  irritaban  por 
esta  retirada  ilusoria  que  les  privaba  de  una  victoria 
segura. 

A  las  cuatro  y  media  de  la  mañana,  maniobran- 
do con  una  táctica  perfecta,  se  desplegaba  el  ejér- 
cito chileno  en  columnas,  sobre  las  orillas  de  Lurín. 
A  las  cinco,  la  divisón  de  Lynch,  de  7  mil  hombres, 
se  desparramaba  por  la  línea  de  la  playa  y  se  di- 
rigía hacia  Villa,  una  legua  de  Chorrillos.  Formaba 
ésta  el  ala  izquierda  y  se  apoyaba  en  el  mar.  La  se- 
gunda división,  a  las  órdenes  del  general  Sotomayor, 
siguió  a  lo  largo  de  las  arenosas  llanuras  de  Manchay 
y  se  dirigió  hacia  la  alta  meseta  de  Mesa  Tablada, 
situada  al  sureste  de  las  trincheras  enemigas  a 
tiro  de  cañón.  Entre  las  dos  alas  avanzaba  la  ter- 
cera división  al  mando  del  general  Lagos.  Tenía 
ésta  órdenes  de  sostener  la  derecha  de  la  segunda 
división  y  de  detener  al  norte  el  ataque  del  ala  iz- 
quierda peruana.  La  reserva  y  la  caballería  seguían 
a  distancia.  Se  hacía  la  marcha  de  las  columnas  es- 
paciada para  evitar  a  las  tropas  las  molestias  de  las 
nubes  de  polvo  que  levantaban  a  su  paso.  Antes 
de  levantar  el  campo  y  para  mejor  demostrar  su 
resolución  de  no  volver  paso  atrás,  los  soldados  pren- 
dieron fuego  a  las  chozas  de  follaje  que  por  varias 
semanas  les  habían  dado  abrigo;  por  millares  ex- 
plotaban los  cartuchos  abandonados,  cubría  la  lla- 
nura un  humo  espeso  y  el  fuego  prendía  en  la  yer- 
ba seca  de  los  campos.  Las  mujeres  que  seguían  al 
ejército,  los  enfermos  y  los  equipajes,  quedaron  reu- 
nidos en  la  ribera  custodiados  por  dos  compañías. 
A  las  dos  de  la  tarde  no  quedaba  en  las  devastadas 
orillas  de  Lurín  ni  un  resto  del  campamento;  el 
ejército  prosiguió  su  marcha  silenciosa  a  través  de  las 


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llanuras  arenosas  iluminadas  por  los  pálidos  rayos 
de  la  luna. 

A  media  noche  ocupaba  el  ejército  las  posiciones 
de  ataque  que  le  habían  sido  señaladas.  Se  acampó 
en  lugar  preciso.  Después  de  una  distribución  de 
pan  y  agua,  los  soldados  se  acostaron  sobre  la  arena 
en  espera  de  la  aurora  y  del  combate.  A  las  tres  y 
media  estaba  el  ejército  en  pie,  pero  una  espesa  nie- 
bla le  ocultaba  las  líneas  enemigas  de  las  que  sólo 
le  sepraban  cuatro  kilómetros. 

A  las  cinco  se  había  franqueado  esta  distancia; 
se  disipa  la  niebla  y  las  baterías  peruanas  de  Villa 
cibrcn  el  fuego  contra  la  primera  división  chilena, 
que  avanza  en  línea  de  batalla  detrás  de  sus  tirado- 
res. El  general  Lynch  da  orden  de  hacer  alto  el  fue- 
go y  de  no  comenzar  a  disparar  hasta  un  alcance 
de  40  metros.  Los  chilenos  atacan  resueltamente,  es- 
calan las  alturas,  franquean  los  fosos  y  rechazan  a 
los  peruanos;  pero  estos  no  tardan  en  rehacerse. 
Detrás  de  estas  colinas  se  levantaban  otras  cuyo 
fuego  nutrido  detenía  el  esfuerzo  de  los  asaltantes. 
La  segunda  división  chilena  que  debía  atacar  el 
centro  del  ejército  peruano,  detenida  por  las  dificul- 
tades de  su  marcha,  tarda  en  entrar  en  línea  de 
combate.  Piérola  destaca  una  brigada  del  centro 
y  la  manda  a  sostener  el  esfuerzo  de  su  ala  izquierda. 
Queda  detenido  el  empuje  de  la  división  Lynch, 
que  apenas  con  grandes  dificultades  se  mantiene 
en  las  primeras  posiciones  conquistadas,  pero  no 
puede  avanzar.  Su  situación  es  comprometida.  El 
general  la  hace  apoyar  con  la  reserva  y  manda  a 
apresurar  la  llegada  de  la  segunda  división  coman- 
dada por  el  teniente  coronel  don  Arístides  Martí- 
nez; lanzada  la  reserva  a  paso  de  carga  llega  a  en- 
grosar las  filas  de  los  asaltantes ;  los  chilenos  vuel- 
ven entonces  a  tomar  la  ofensiva;  por  un  esfuerzo 


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lento  y  sostenido  logran  avanzar  haciendo  retroce- 
der al  enemigo,  en  una  lucha  cuerpo  a  cuerpo. 
En  dos  horas  de  combate  llegan  a  la  cumbre  de  las 
alturas  en  los  momentos  en  que  su  segunda  división 
entra  al  fin  en  línea  bajo  las  órdenes  de  don  Francis- 
co Gana,  arrolla  a  los  peruanos,  cerca  el  ala  izquierda 
y  envolviendo  con  una  penosa  marcha  por  un  suelo 
cargado  de  bombas  automáticas,  los  batallones 
enemigos,  se  une  con  los  soldados  victoriosos  de 
Lynch. 

El  ala  izquierda  y  el  centro  del  ejército  peruano 
habían  sido  derrotados;  sus  restos  se  replegaban  sin 
embargo  en  buen  orden  sobre  Chorrillos.  El  general 
chileno  lanza  sobre  ellos  su  caballería,  cuyo  irresisti- 
ble empuje  acaba  de  dispersarlos  y  los  sablea  sin 
descanso.  Bajo  el  galope  de  los  caballos,  bajo  los 
pies  de  los  fugitivos  explotan  las  bombas  automá- 
ticas disimuladas  a  ras  del  suelo,  y  al  explotar  oca- 
sionan tantas  pérdidas  a  los  peruanos  como  a  los 
chilenos;  pero  no  se  reprime  por  esto  el  ímpetu  de 
la  caballería,  por  el  contrario,  se  acrecienta  su  co- 
raje y  se  evita  el  tomar  prisioneros.  Los  peruanos 
huyen  en  desorden  hacia  Chorrillos  a  donde  llegan 
por  fin  protegidos  por  el  fuego  de  las  baterías  del 
Morro  Solar  que  detiene  la  persecución  de  los  chi- 
lenos. 

A  las  nueve  de  la  mañana,  ocupaba  el  ejército  chi- 
leno toda  el  ala  izquierda  de  las  trincheras  peruanas; 
pero  una  división  peruana  a  la  derecha  resistía  to- 
dos sus  ataques.  Bajo  las  órdenes  del  ministro  de  la 
guerra  señor  Iglesias  esta  división  ocupaba  Chorri- 
llos y  el  Morro -Solar.  Situada  cerca  de  la  playa, 
la  pequeña  ciudad  de  Chorrillos  está  unida  con  el 
Morro  Solar,  colina  escarpada  de  270  metros  de 
altura,  por  una  cadena  de  cerros  arenosos  de  difícil 
acceso.  Coronaban  las  cimas  cinco  reductos  heriza- 


—  121  — 

dos  de  artillería.  Reforzada  por  tropas  frescas 
mandadas  de  Lima  y  por  los  restos  de  las  columnas 
peruanas  rechazadas  de  San  Juan  y  de  Villa,  esta 
división  desafiaba  el  ataque  de  los  asaltantes.  De- 
trás de  ella  la  ciudad  de  Chorrillos,  fuertemente 
ocupada,  había  sido  convertida  en  plaza  fuerte. 

Las  bonitas  villas  de  este  lugar  de  recreo  de  sólidas 
construcciones  de  piedra  rodeadas  de  jardines,  ha- 
bían sido  almenadas  y  fortificadas  lo  mismo  que 
las  estrechas  calles  de  la  ciudad.  Los  balcones  y 
azoteas  defendidos  con  sacos  de  tierra  y  colchones, 
repletos  de  tiradores  hacían  de  cada  casa  una  espe- 
cie de  plaza  fuerte;  las  escaleras  cortadas,  estorba- 
ban el  acceso  a  los  pisos  superiores.  Además,  para 
llegar  a  Chorrillos  había  que  apoderarse  del  Morro 
Solar  cuyo  nutrido  fuego  dominaba  la  llanura  y  la 
ciudad. 

Llevada  de  su  empuje  victorioso,  la  divisón  Lynch, 
dueña  de  las  líneas  de  San  Juan  vino  a  estrellarse 
contra  estos  obstáculos,  pero  la  primera  tentativa 
para  apoderarse  de  ellos  fracasó.  Agotadas  las  tro- 
pas por  una  noche  de  marcha,  y  una  lucha  encarni- 
zada de  cuatro  horas,  apenas  si  podían  mantenerse 
en  las  posiciones  conquistadas.  El  general  Iglesias 
esperaba  el  ataque  a  pie  firme.  Dejó  a  los  chilenos 
avanzar  hasta  que  estuvieran  al  alcance  de  su  bate- 
rías, que  permanecían  en  silencio  después  de  haber 
contenido  el  empuje  de  la  caballería  chilena;  a  una 
orden  suya  las  cimas  del  Morro-Solar  brillaron  con 
el  fuego  de  su  artillería.  Las  granadas  y  las  balas 
de  las  ametralladores  caían  en  medio  de  las  filas  chi- 
lenas. La  división  Lynch  vacila  y  se  repliega.  Los 
peruanos  se  dan  cuenta  de  esta  vacilación  y  empren- 
den de  nuevo  la  ofensiva  rechazando  hacia  as  pen- 
dientes cubiertas  de  muertos  y  heridos  al  cuarto 
de  línea  y  al  regimiento  de  Atacama.  El  segundo 


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de  línea  se  ve  obligado  a  retroceder.  En  vano  se  es- 
fuerzan el  general  Lynch  y  su  jefe  de  Estado  Mayor 
en  reunir  sus  tropas.  A  despecho  de  sus  esfuerzos 
sobrehumanos  hay  que  ceder.   Lynch  manda  un 
aviso  al  general  en  jefe  y  pide  refuerzos,  retroce- 
diendo entonces  con  sus  tropas  diezmadas,   para 
hacerles  tomar  un  descanso  bien  caramente  conquis- 
tado. Los  soldados  agotados,  se  tumban  sobre  la 
arena  sin  soltar  sus  armas  y  preparándose  a  un  es- 
fuerzo supremo.  El  general  chileno  estaba    resuelto 
a  tentarlo.  Sólo  una  victoria  decisiva  podía  justi- 
ficar los  enormes  sacrificios  de  hombres  que  costaba 
a  Chile  esta  lucha  gloriosa,  pero  indecisa  todavía. 
Por  medio  de  un  difícil  movimiento,  hace  retroce- 
der su  derecha  y  su  centro  victoriosos;  los  batallo- 
nes de  su  primera  división  rehechos  y  concentrados 
han  sido  además  reforzados  por  la  reserva  bajo 
las  órdenes  de  Martínez.   El  coronel  don   Pedro 
Lagos  recibe  orden  de  poner  también  en  línea  su 
brigada  y  llega  inmediatamente.  Lanzando  resuel- 
tamente esta  masa  de  combatientes  que  se  une  a  la 
brigada  Lynch,  al  asalto  de  las  pendientes  fortifica- 
das, da  la  orden  de  apoderarse  de  las  cimas  y  de 
Chorrillos.  Las  columnas  chilenas  se  abren  en  per- 
fecto orden,    franquean   rápidamente   la   distancia 
que  las  separa  del  pie  de  las  colinas  y  comienzan 
a  escalar  las  cuestas.  La  artillería  peruana  redobla 
sus    fuegos    acribillando   los   batallones     chilenos, 
sembrando  las  pendientes  de  muertos  y  heridos; 
pero  los  chilenos  avanzan  hasta  llegar  a  la  cumbre. 
Se  enreda  la  lucha  cuerpo  a  cuerpo;  bajo  el  irresis- 
tible empuje  y  tenacidad  del  enemigo  los  peruanos  se 
ven  obligados  a  retroceder.  Expulsados  de  trinche- 
ra en  trinchera  se  repliegan  sobre  Chorrillos.  La 
división  peruana  del  general  Iglesias  espera  sin  em- 
bargo a  pie  firme;  pero  a  medio  día,  rodeada  por 


-123  — 


todas  partes  por  un  enemigo  victorioso,  diezmada  y 
agotada,  tiene  que  ceder  también  esta  división  y 
replegarse  sobre  Chorrillos. 

Dueñas  de  las  alturas  las  divisiones  chilenas  des- 
cienden a  paso  de  carga  sobre  Chorrillos,  pero  ape- 
nas se  vieron  en  sus  estrechas  calles  fueron  recibi- 
das por  una  lluvia  de  balas  que  contuvo  su  empuje. 
Las  ventanas,  las  terrazas,  las  azoteas  repletas  de 
tiradores  hacen  de  cada  casa  una  cindadela  que  es 
preciso  tomar  por  asalto,  y  sus  defensores,  una  vez 
agotadas  las  municiones,  luchan  todavía  a  la  bayo- 
neta mientras  los  asaltantes  hacen  explotar  sobre  el 
suelo  de  cada  casa,  para  forzar  la  entrada,  bombas 
automáticas.  Es  tal  el  encarnizamiento  de  la  lucha 
que  ni  de  una  ni  de  otra  parte  se  hacen  prisioneros. 
El  oficial  peruano  Recabarren  conduce  paso  a  paso 
esta  resistencia  obstinada;  su  teniente  Caceres  reú- 
ne dos  mil  de  los  soldados  fugitivos  y  los  lleva  a 
engrosar  las  filas  de  los  defensores  de  Chorrillos. 
Ante  lo  inseguro  del  éxito,  decidido  a  concluir  a 
cualquier  precio,  y  viendo  sus  tropas  diezmadas,  el 
general  Baquedano  hace  avanzar  la  artillería  chi- 
lena hasta  una  distancia  de  tiro  de  mosquete;  es- 
tallan sobre  la  ciudad  las  bombas  y  los  obuses, 
estalla  el  incendio,  lo  avivan  los  chilenos,  las  llamas 
.  envuelven  los  edificios  que  se  derrumban,  arrastran- 
do entre  sus  escombros  a  sus  defensores.  A  las  tres 
de  la  tarde  la  lucha  había  terminado  completamente. 

En  Lima  se  esperaban  con  impaciencia  las  nuevas 
de  la  victoria  anunciada.  Remitimos  a  nuestros  lec- 
tores a  la  excelente  obra  que  don  Diego  Barros 
Arana  publicó  en  París  titulada  **La  Guerra  del 
Pacífico",  en  la  que  se  ve  el  relato  de  un  ayudante 
peruano  en  Lima.  Con  evidente  sinceridad  nos  pin- 
ta mejor  que  nadie  el  emocionante  cuadro  de  lo  que 


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pasaba  en  aquellas  trágicas  horas  en  la  capital 
amenazada. 

*'Amanecia  apenas  el  día  13  de  enero,  dice,  cuan- 
do el  tendido  galope  de  los  caballos,  el  paso  preci- 
pitado de  los  transeúntes,  las  carretas  que  se  ale- 
jaban, y  los  gritos  nos  despertaron  bruscamente. 

"Un  rumor  sordo  nos  zumbaba  al  oído,  a  veces 
interrumpido  por  un  ruido  mas  pronunciado — jla 
batalla  ha  comenzado!  gritamos  todos.  En  un  mi- 
nuto estuvimos  vestidos.  Eran  las  cinco  y  media  de 
la  mañana.  Recorrimos  los  cuatro  reductos.  Todos 
hacían  preparativos  para  la  marcha,  la  manta 
repleta  de  cartuchos,  los  oficiales  revólver  a  la  cin- 
tura, algunas  carretas  con  municiones  en  movimien- 
to. No  se  oían  sino  los  gritos  de  ¡viva  el  Perú!  ¡vi- 
va el  comandante  general!  a  Surco!  gritaban  los 
oficiales,  y  repetían  mil  frenéticas  voces.  Esperá- 
bamos la  orden  para  emprender  la  marcha.  Pero 
la  orden  no  llegaba  y  eran  las  siete  y  media  de  la 
mañana.  El  fuego  del  lado  de  San  Juan  se  hacía 
mas  violento  cada  vez. 

"Sobre  todo  en  la  izquierda  de  nuestra  línea, 
dos  baterías  se  hacían  un  fuego  de  los  mas  nutridos. 
La  una  cede,  sin  embargo;  al  presente  el  combate 
arrecia  en  la  derecha.  De  pronto,  a  nuestro  frente, 
como  a  una  legua,  vemos  levantarse  la  columna 
de  un  humo  denso  y  negro:  San  Juan  estaba  en 
llamas.  No  se  disputan  ya  sino  a  Chorrillos,  pensa- 
mos todos  a  un  mismo  tiempo.  En  efecto,  los  cuer- 
pos de  Dávila,  Cáceres  y  parte  del  de  Suárez  ha- 
bían cedido  el  terreno.  Iglesias,  abandonado,  se 
sostiene  heroicamente  en  las  posiciones  de  Cho- 
rrillos. 

"El  primer  fugitivo  que  encontramos  en  el  pue- 
blo de  Miraflores  fué  un  soldado  raso;  "vamos 
bien",  nos  contestó  con  voz  desfalleciente,  cuando 


—  125  — 

le  pedimos  noticias  del  combate.  Tres  o  cuatro 
heridos  llegaron  después.  No  tardamos  en  conocer 
ia  triste  realidad.  El  camino  estaba  sembrado  de 
dispersos  que  huían  en  el  mas  espantoso  desorden, 
unos  heridos  arrastrándose,  otros  pidiendo  auxilio; 
unos  con  armas,  otros  sin  ellas,  llenos  de  sangre  y 
la  ropa  hecha  pedazos,  presentando  el  espectáculo 
mas  desgarrador. 

'Tor  el  terraplén  de  la  vía^férreaj^avanzaba  un 
largo  cordón  de  gente;  por  ei  medio  de  los  potre- 
ros corrían  soldados  en  grupos.  Se  les  llamaba, 
pero  no  hacían  caso;  no  respetaban  las  amenazas, 
bino  los  balazos.  No  era  esa  la  actitud  de  un  ejér- 
cito victorioso.  Un  amargo  desaliento  se  apoderó 
de  nosotros.  Varias  compañías  de  los  batallones  se 
desplegaron  en  guerrilla  y  pequeñas  fuerzas  de  caba- 
llería se  escalonaron  para  cortar  el  camino  de  Lima 
a  ios  fugitivos. 

*'Pero,  a  medida  que  el  tiempo  transcurría,  se 
hacía  mas  doloroso  el  cuadro  de  esa  multitud  que 
huía  despavorida  por  todas  partes;  la  caballería 
llegaba  a  bandadas,  las  muías  cargadas  de  cajas 
de  mun  clones,  los  cañones  y  ametralladoras  ro- 
dados; caballos  sin  jinetes  a  galope  tendido;  arti- 
lleros, coroneles,  jefes  de  toda  graduación  inunda- 
ban las  avenidas  del  ferrocarril,  formando  una  es- 
pantosa confusión.  No  era  una  división  desbanda- 
da, como  habíamos  oído  decir;  era  todo  un  ejérci- 
to en  fuga.  Algunos  batallones  entraron  íntegros  en 
nuestra  línea,  y  gran  parte  de  una  división  quedó 
formada  a  la  izquierda  de  la  línea  férrea. 

"Serían  las  diez  de  la  mañana  cuando  llegó  Pié- 
rola  con  un  reducido  estado  mayor,  en  ei  que  se 
notaba  a  los  generales  Buendía  y  Segura  y  al  co- 
ronel Suárez.  Pasó  a  caballo  por  en  medio  de  los 
batallones  que  lo  vivaban   frenéticamente.   Man- 


—  126  — 

do  que  desfilaran  hacia  los  reductos  y  se  parape- 
tasen detrás  de  la  tapias  intermediarias  entre 
cada  uno  de  ellos.  Estos  refuerzos  vinieron  a  au- 
mentar considerablemente  nuestra  línea.  Mas  de 
cinco  mil  dispersos  habían  sido  recogidos  a  las  do- 
ce del  día  ya  por  la  caballería,  ya  por  los  batallones 
de  la  reserva,  otros  se  habían  presentado  volunta- 
riamente. Veíase,  sin  embargo,  muchos  que  se  es- 
capaban. Se  les  hacía  tiros  de  rifle,  pero  se  escon- 
dían en  las  zanjas  y  seguían  huyendo. 

''Atravesaba  Piérola  los  rieles  del  tren  cuando  un 
soldado,  que  suponemos  ebrio,  se  adelantó  hacia 
él  y  prorrumpió  en  imprecaciones  contra  los  jefes. 
''No  me  formen  barullos",  se  limitó  a  contestar 
Piérola.  Y  se  alejó  apresuradamente". 

Esta  terrible  jornada  costó  al  ejército  chileno  la 
pérdida  de  3,309  hombres  y  al  ejército  peruano  más 
de  8,000.  Los  chilenos  no  hicieron  más  que  diecisiete 
prisioneros. 

El  14  por  la  mañana  el  general  Baquedano  en- 
viaba a  Lima  al  secretario  del  ministro  de  la  guerra 
señor  Errázuriz  con  orden  de  declarar  que  después 
de  una  lucha  tan  sangrienta  había  quedado  a  salvo 
el  honor  del  Perú  y  que  el  primer  deber  de  su  go- 
bierno era  evitar  a  Lima  la  suerte  de  Chorrillos; 
ofreció  un  armisticio  para  tratar  la  paz.  El  general 
Piérola  contestó  que  él  no  recibía  más  que  a  un  emi- 
sario investido  de  plenos  poderes  para  negociar. 
Ante  esta  disimulada  negativa  para  entablar  nego- 
ciaciones el  general  chileno  hizo  avanzar  inmediata- 
mente su  primera  división  apoyada  sobre  la  se- 
gunda, mientras  la  tercera,  ocupando  Barranco, 
amenazaba  Miraflores  y  la  última  línea  de  las  de- 
fensas peruanas.  Estos  movimientos  se  ejecutaban 
en  la  noche  del  14  al  15  y  todo  estaba  listo  en  el 
campamento  chileno  para  tomar  la  ofensiva  al  ama- 


hecer.  Antes  del  alba  se  presentaron  ante  el  general 
Baquedano  dos  oficiales  neutrales,  portadores  de 
una  carta  colectiva  del  cuerpo  diplomático  residen- 
te en  Lima,  en  la  que  se  le  pedía  una  conferencia. 
A  las  siete  de  la  mañana  los  ministros  de  Francia 
e  Inglaterra  en  unión  del  decano  del  cuerpo  diplo- 
mático, el  ministro  de  San  Salvador,  llegaban  al 
campamento  en  un  tren  especial.  A  petición  de  es- 
tos el  general  Baquedano  tuvo  que  conceder  un  ar- 
misticio bajo  las  bases  siguientes:  se  pondría  en 
sus  manos  el  puerto  militar  del  Callao  y  la  flota 
peruana;  mientras  esperaba  su  respuesta  consen- 
tía en  suspender  las  hostilidades  hasta  la  media 
noche,  dejando  estipulado  que  durante  este  tiempo 
los  dos  ejércitos  beligerantes  tendrían  libertad  para 
efectuar  los  movimientos  de  posición  que  les  con- 
viniesen manteniéndose  fuera  del  alcance  de  los 
disparos  y  sin  abrir  el  fuego. 

De  regreso  a  Miraflores,  donde  se  encontraba  el 
dxtador  Piérola,  los  Ministros  extranjeros  le  comu- 
nicaron la  respuesta  del  general  chileno  y  le  urgieron 
para  que  iniciase  negociaciones  de  paz,  insistiendo 
en  la  necesidad  de  evitar  a  Lima  la  suerte  de  Cho- 
rrillos; le  representaron  que  las  numerosas  casas  co- 
merciales extranjeras  de  la  capital  corrían  grave 
riesgo,  que  el  populacho,  sumamente  excitado, 
amenazaba  ya  con  el  pillaje  en  caso  de  derrota,  y 
que  su  deber  tanto  de  jefe  militar  como  político  de 
la  república  era  entrar  en  negociaciones  antes  que 
la  capital  cayese  en  manos  de  los  enemigos  o  de  ima 
insurrección  victoriosa.  Los  almirantea  inglés  y 
francés  unieron  sus  instancias  a  las  del  cuerpo  di- 
plomático. 

Piérola  vacilaba.  Tenía  en  línea,  detrás  de  los  re- 
ductos de  Miraflores,  quince  mil  hombres  de  exce- 
lentes tropas,  que  se  reforzaban  de  hora  en  hora 


—  128  — 

por  los  contingentes  del  Ca  lao  y  de  Lima,  por  vo- 
luntarios decididos  a  luchar  hasta  el  último  extre- 
mo para  defender  la  ciudad.  Disponía  además  de 
una  poderosa  artillería  y  de  las  municiones  del  puer- 
to militar  del  Callao;  sabía  que  el  ejército  chileno 
había  sido  muy  castigado  en  los  combates  del  día 
anterior  y  no  podía  cubrir  sus  bajas;  en  suma,  él 
creía  de  su  deber  llegar  hasta  el  fin  y  tentar  un  úl- 
timo esfuerzo. 

Habiéndose  prolongado  la  discusión  hasta  las 
dos  de  la  tarde,  retuvo  a  su  lado  a  los  ministros  y 
almirantes  extranjeros  a  quienes  invitó  a  almor- 
zar. Acababan  de  sentarse  a  la  mesa  cuando  de  re- 
pente, se  dejó  oir  el  estruendo  de  la  artillería  seguido 
de  las  descargas  de  la  infantería  y  de  los  gritos  de 
las  tropas.  He  aquí  lo  que  había  sucedido. 

Prevenido  el  general  chileno  de  que  desde  la  ma- 
ñana numerosos  trenes  de  Lima  y  del  Callao  lleva- 
ban a  las  líneas  de  Miraflores  refuerzos  considera- 
bles, quiso  darse  cuenta  por  sí  mismo  de  las  posi- 
ciones ocupadas  por  el  ejército  peruano.  Escoltado 
de  un  numeroso  estado  mayor  pasó  en  primer  lu- 
gar revista  a  su  frente  de  bandera  y  llegó  en  su  reco- 
nocimiento muy  cerca  de  las  líneas  enemigas.  Es- 
taba observando  las  posiciones  uno  de  sus  oficiales 
cuando  de  las  avanzadas  peruanas  partieron  al- 
gunos disparos  de  fusil  que  le  obligaron  a  retroceder. 
Contestaron  los  chilenos  y  bien  pronto  se  hizo  ge- 
neral el  fuego  en  toda  la  línea.  En  vano  trató  el 
general  Baquedano  de  detenerlo;  la  artillería  abrió 
el  fuego;  de  una  y  otra  parte  había  la  convicción 
de  que  el  ataque  había  sido  premeditado;  en  los  dos 
campos  se  creía  en  una  traición;  se  enardecía  la 
lucha,  nadie  podía  ya  detenerla. 

Piérola,  seguido  de  su  Estado  Mayor,  monta  a 
caballo  para  tomar  la  dirección  de  sus  tropas.  Los 


—  129  — 

ministros  y  los  almirantes,  exponiéndose  a  los  ma- 
yores peligros,  atraviesan  a  pie  la  campiña  y  llegan 
a  Lima  donde  esperan  los  acontecimientos.  A  las 
dos  y  media  comenzaba  la  batalla  en  toda  la  línea. 
La  división  chilena  comandada  por  el  coronel  don 
Pedro  Lagos  ataca  la  primera  los  reductos  peruanos, 
pero  recibida  con  im  fuego  asesino,  se  ve  en  la  impo- 
sibilidad de  avanzar.  Los  peruanos  salen  de  sus  trin- 
cheras y  atacan  a  la  bayoneta.  Los  chilenos  se  replie- 
gan la  división  Lagos  se  ve  comprometida  y  cede  po- 
co a  poco  bajo  al  empuje  del  enemigo,  Baquedano 
manda  para  sostenerla  un  regimiento  de  caballería 
con  orden  de  resistir  hasta  la  llegada  de  la  reserva. 
A  pesar  de  su  esfuerzo,  a  pesar  de  su  resistencia  he- 
roica, la  división  chilena  es  arrollada,  entra  el  de- 
sorden en  sus  filas  diezmadas  por  la  artillería  y 
amenazadas  de  flanco,  cuando  de  repente  se  dejan 
oir  penetrantes  gritos  y  clamores.  Era  la  división 
Lynch  que  llegaba  desde  Chorrillos  a  paso  ligero,  se- 
guida de  la  reserva,  al  mando  del  coronel  Martínez. 
Los  soldados  de  Lynch  penetran  como  una  bala  en- 
tre los  batallones  peruanos,  los  rechazan  en  desor- 
den hasta  las  trincheras,  reúnen  consigo  las  tropas 
de  Lagos  y  se  lanzan  con  ellas  al  asalto  de  las  forti- 
ficaciones enemigas.  La  escuadra  chilena  cubre 
con  sus  fuegos  las  alturas.  Las  líneas  peruanas  caen 
en  poder  de  los  chilenos  por  el  lado  de  Miraflores. 
Y  suponiendo  una  defensa  enérgica  de  la  ciudad  y 
una  lucha  parecida  a  la  que  habían  sostenido  en 
Chorrillos  la  víspera,  los  chilenos  incendian  Mira- 
flores  y  oblicuando  sobre  el  centro  de  las  líneas  pe- 
ruanas, las  toman  de  flanco  mientras  que  la  primera 
división  las  ataca  de  frente. 

El  empuje  irresistible  de  la  división  Lynch  arro- 
lla todos  los  obstáculos.  Los  peruanos  huyen  a  la 
desbandada,   perseguidos  por  dos  regimientos  de 

G.delP.— 9 


—  130  — 

caballería  que  el  general  Baquedano  lanza  en  su 
persecusión.  A  las  seis  de  la  tarde  la  lucha  había 
terminado;  los  chilenos  vencedores  ocupaban  los 
reductos  de  Miraflores  y  la  última  línea  de  defensa 
de  Lima.  Esta  victoria  les  costaba  3,124  hombres 
entre  muertos  y  heridos  y  la  muerte  del  coronel 
Martínez  que  cayó  a  la  cabeza  de  sus  tropas.  Los 
peruanos  dejaron  sobre  el  campo  de  batalla  setenta 
cañones  con  su  material,  diez  mil  muertos,  tres  ge- 
nerales y  numerosos  prisioneros. 

A  las  siete  de  la  tarde  Piérola  entraba  en  Lima 
llevando  consigo  los  restos  de  sus  tropas  y  no  soñan- 
do aún  más  que  en  la  continuación  de  una  lucha 
imposible.  Quería  encerrarse  en  el  Callao,  volver 
contra  Lima  las  baterías  del  puerto  y  hacer  de  este 
modo  imposible  el  acceso  a  la  capital  a  las  fuerzas 
chilenas;  pero  el  desconcierto  y  el  desaliento  que 
reinaban  en  torno  de  él  no  le  permitieron  poner  en 
práctica  sus  proyectos.  A  las  once  abandonaba  Lima, 
acompañado  de  un  pequeño  estado  mayor  y  busca- 
ba un  refugio  en  las  montañas.  Lima  y  el  Callao  es- 
taban abandonadas  a  merced  de  un  populacho  ex- 
citado y  de  bandas  de  soldados  irritados  por  su 
derrota,  borrachos  de  pólvora  y  de  vino. 

En  ausencia  de  toda  autoridad  constituida,  dis- 
puestos a  tratar  de  la  rendición  de  la  ciudad,  el 
cuerpo  diplomático  pidió  en  la  noche  al  general  chi- 
leno una  entrevista  para  el  siguiente  día.  Esta  se 
celebró,  en  efecto,  el  15  en  el  cuartel  general  de 
Baquedano,  donde  fué  firmada  el  acta  de  capitu- 
lación de  Lima  en  los  términos  siguientes: 

Cuartel  General  chileno  de  Chorrillos 

**En  16  de  Enero  de  1881,  a  las  dos  de  la  tarde, 
se  presentaron  don  Rufino  Torrico,  de  la  alcaldía 


—  131  — 

de  Lima;  el  Excmo.  Sr.  de  Vorges,  Ministro  Pleni- 
potenciario de  Francia,  Excmo.  Sr.  Spencer  Sain 
John,  Ministro  residente  de  S.  M.  Británica;  Mr. 
Stirling,  Almirante  inglés;  M.  de  Petit-Thouars, 
almirante  francés  y  M.  Sabrano,  comandante  de 
las  fuerzas  navales  italianas. 

'*E1  señor  Torrico  expuso  que  el  pueblo  de  Lima, 
convencido  de  la  imposibilidad  de  defender  la  ciu- 
dad, le  ha  comisionado  para  entenderse  con  el  ge- 
neral en  jefe  del  ejército  chileno  respecto  a  la  ren- 
dición de  la  capital. 

"El  general  Baquedano  hace  notar  que  esta  ren- 
dición debe  efectuarse  sin  condiciones,  en  el  término 
de  24  horas  pedido  por  el  señor  Torrico  para  desar- 
mar las  fuerzas  que  quedan  aún  organizadas.  Agre- 
ga que  la  ciudad  será  ocupada  por  las  tropas  chile- 
nas   para    mantener    el    orden". 

Las  idas  y  venidas  del  cuerpo  diplomático  y  la 
conferencia  de  Chorrillos  no  dejaban  lugar  a  dudas 
sobre  lo  que  sucedía.  La  población  de  Lima  enfure- 
cida por  la  derrota,  excitada  por  las  proclamas  que 
desde  hacía  ocho  días  le  anunciaban  una  victoria 
segura  que  se  había  convertido  en  una  irremediable 
derrota,  espaldeada  por  los  restos  del  ejército  que 
acusaba  de  traición  a  sus  jefes,  no  estando  conteni- 
da por  ninguna  autoridad  ni  policía,  se  negaba  a 
entregar  las  armas  y  acusaba  a  la  clase  pudiente  de 
la  población,  a  los  extranjeros  y  a  los  chinos,  a  los 
que  odiaba,  de  propiciar  la  entrada  del  ejército  chi- 
leno en  la  ciudad.  Se  multiplicaban  las  amenazas 
de  pillaje  y  de  venganza.  De  una  relación  publica- 
da en  Lima  titulada  "La  campaña  del  ejército  chi- 
leno en  Lima"  tomamos  los  siguientes  párrafos  que 
describen  el  estado  en  que  se  encontraba  la  ciudad 
durante  las  horas  que  precedieron  a  la  entrada  de 
las  tropas  chilenas. 


—  132  — 

"Desde  el  16  de  Enero  a  la  caída  de  la  tarde  se 
podía  prever  la  tempestad  que  se  iba  a  desencadenar 
sobre  Lima.  Grupos  de  aspecto  siniestro  recorrían 
las  calles  de  la  ciudad  amenazando  a  los  transeún- 
tes y  recordando  los  sacrificios  que  ellos  habían  he- 
cho por  el  país ...  So  pretexto  que  no  se  les  habían 
distribuido  víveres,  se  dejaron  caer  sobre  los  alma- 
cenes de  los  chinos  desarmados,  forzaron  las  puer- 
tas a  culatazos  de  carabina  o  a  hachazos,  saquea- 
ron las  casas  y  las  incendiaron. 

"Atacaron  enseguida  los  ricos  almacenes  de  joyas, 
telas  y  objetos  de  arte,  los  saquearon  y  prendieron 
fuego.  Del  gran  comercio  que  los  chinos  tenían  en 
Lima  no  quedó  más  que  un  montón  de  ruinas, 
ensangrentados  e  incendiadas.  Se  estima  en  un  nú- 
mero de  trescientos  por  lo  menos  el  de  los  comer- 
ciantos  chinos  asesinados  bien  en  sus  casas  o  bien 
en  las  calles.  Uno  de  ellos  al  ver  incendiar  sus  al- 
macenes hizo  .depositar  sus  libros  en  la  Legación 
inglesa.  De  su  examen  resultó  que  la  pérdida  ex- 
perimentada por  él  se  elevaba  a  140,000  libras  es- 
terlinas. 

"Las  calles  de  Bodegones,  Melcharmalo,  Palacio, 
Polvos,  Azules,  Zavala,  Capón,  Albaquitas,  Hoyos, 
fueron  saquedas.  La  calle  Palacio  estaba  sembra- 
da de  cadáveres ...  En  vano  los  bomberos  trataban 
de  detener  el  incendio;  se  dirigía  sobre  ellos  un  fuego 
graneado  que  se  vieron  obligados  a  retirarse ...  El 
día  17  se  armaban  en  fin  las  columnas  extranjeras 
y  con  su  actitud  enérgica  pusieron  a  raya  a  los  des- 
vandados  cuyo  ardor  iba  ya  cediendo  a  causa  de  la 
fatiga   y   de   la   borrachera . . . 

Esa  noche  costó  a  Lima  más  de  5  millones  de 
francos  por  las  casas  y  edificios  incendiados  y  más 
de  25  millones  por  las  casas  de  comercio  saqueadas 
e  incendiadas. 


—  133  — 

Prevenido  de  los  desórdenes  de  que  era  teatro  la 
ciudad,  el  general  Baquedano  aceleró  la  ocupación. 
El  día  17  a  las  cuatro  de  la  tarde  hacía  su  entrada 
en  Lima  un  división  de  cuatro  mil  hombres  bajo 
las  órdenes  del  Inspector  general  del  ejército  chi- 
leno don  Cornelio  Saavedra  y  ocupaba  sin  dila- 
ción los  principales  puntos  estratégicos  de  la  ciudad 
mientras  las  otras  divisiones  chilenas  acampaban 
a  sus  puertas. 

Las  mismas  escenas  de  desorden  que  habían  en- 
sangrentado las  calles  de  Lima  se  habían  producido 
en  el  Callao.  El  populacho  destruyó  los  cañones, 
hizo  saltar  las  minas  y  trató  de  incendiar  los  fuer- 
tes. Los  comercios  y  almacenes  fueron  forzados  y 
saqueados.  La  rabia  del  populacho  se  volvió  ense- 
guida contra  la  armada  a  la  que  prendió  fuego.  En 
aquella  noche  acabó  de  destruir  el  incendio  lo  que 
quedaba  de  la  flota  peruana.  Por  todas  partes  es- 
tallaban en  el  puerto  los  obuses,  las  bombas  y  los 
torpedos.  Para  salvar  su  buque,  el  comandante 
de  la  "Unión"  intentó  una  salida  desesperada  pero 
vino  a  estrellarse  con  la  costa.  El  monitor  "Atahual- 
pa"  fué  desmantelado  y  echado  a  pique;  los  trans-r 
portes,  ardiendo,  zozobraron  en  el  puerto.  El  "Ri- 
mac",  el  "Chalaco"  y  el  "Talismán"  saltaron  con 
su  artillería  a  bordo.  Toda  la  noche  del  16  y  el  día 
y  la  noche  del  17  el  Callao  ardiendo,  presentaba  el 
triste  espectáculo  de  un  puerto  militar  dominado 
por  la  locura  del  suicidio  y  de  un  populacho  que 
acababa  con  sus  propias  manos  la  obra  de  destruc- 
ción de  sus  fuerzas  navales.  El  18,  el  coronel  Lynch, 
a  la  cabeza  de  su  división  ocupaba  la  ciudad  y  el 
puerto  donde  concluían  de  arder  las  últimas  chalu- 
pas peruanas. 

El  general  Baquedano  podía  sin  ser  tildado  de 
orgulloso,  terminar  con  estas  líneas  el  parte  oficial 


—  134  — 

sobre  las  operaciones  que  tan  hábilmente  había 
dirigido: 

*'E1  éxito  es  completo.  Nada  queda  ya  del  gran 
ejército  peruano.  Ha  perdido  más  de  12,000  hombres 
y  el  resto  está  en  fuga  o  ha  entregado  las  armas. 

"Ha  dejado  en  nuestro  poder  im  inmenso  mate- 
rial de  guerra,  222  cañones,  124  piezas  de  campaña, 
15  mil  fusiles,  más  de  4  millones  de  cartuchos  y 
grandes  aprovisionamientos  de  pólvora  y  dinamita. 

"Agregaré  que  las  fuerzas  navales  del  Perú  han 
sido  aniquiladas  a  tal  punto  que  no  habría  un  solo 
barco  que  se  pudiese  dar  a  la  mar". 

En  estas  condiciones  no  quedaba  más  que  tratar 
de  la  paz.  Pero  con  quién? 

Piérola,  en  fuga,  se  había  ocultado  en  los  Andes, 
desesperado  de  sus  derrotas,  pero  listo  aún  para 
tentar  la  fortuna,  acusando  a  los  chilenos  de  trai- 
ción por  el  ataque  de  las  líneas  de  Miraflores,  cre- 
yendo o  temiendo  creer  que  con  el  lazo  de  un  ar- 
misticio engañoso,  había  sido  vencido  por  sorpresa; 
encarnando  en  sí  el  odio  al  invasor  y  la  idea  de  re- 
sistencia; soñando  reunir  en  su  retiro  de  Ayacucho 
los  restos  de  sus  batallones  dispersos;  corrigiendo  al 
fin  con  su  tenacidad  en  la  desgracia  los  errores  de 
sus  proclamas  enfáticas  y  sus  presuntuosas  asevera- 
ciones. A  las  primeras  propuestas  de  negociacio- 
nes que  le  fueron  hechas  por  conducto  del  ministro 
de  los  Estados  Unidos,  respondió  con  un  rechazo 
altanero  que  no  trataría  sobre  la  base  de  ninguna 
cesión  territorial.  Su  plan  era  atraer  en  su  persecu- 
ción al  ejército  chileno,  cansarle  con  una  lucha  de 
guerrillas,  disputarle  una  a  una  las  regiones  de  las 
llanuras  al  pie  de  los  Andes,  donde  un  puñado  de 
hombres  decididos  podía  tener  en  jaque  un  ejército, 
hostilizarle  sin  tregua  ni  descanso,  sublevar  contra 
el  enemigo  nacional  a  los  descendientes  de  los  in- 


—  135  — 

dios  Huancas,  cuyo  valor  había  resistido  todo  el 
empuje  de  Pizarro,  y  llegar  si  era  preciso  hasta 
Bolivia  para  arrastrar  a  esta  república  a  la  guerra 
que  proyectaba. 

Para  contrarrestar  todos  estos  proyectos,  los  jefes 
chilenos  provocaron  en  Lima  la  organización  de 
un  nuevo  gobierno  con  el  que  le  fuese  posible  ne- 
gociar. El  coronel  Lynch,  llamado  del  Callao,  fué 
nombrado  gobernador  militar  de  la  capital.  Bajo 
su  enérgica  dirección  se  restableció  el  orden,  pero  la 
ocupación  chilena  pesaba  enormemente  sobre  las 
finanzas  de  esta  desventurada  ciudad,  donde  la 
clase  pudiente  e  ilustrada  no  aspiraba  más  que  a  una 
paz  que  le  permitiese  cicatrizar  las  heridas  de  la 
guerra.  Cediendo  a  instancias  de  los  ciudadanos  más 
influyentes,  consintió  en  aceptar  las  delicadas  fun- 
ciones de  la  presidentcia  del  Perú  don  Francisco 
García  Calderón,  célebre  jurisconsulto  de  Lima, 
hombre  rico  y  probo,  que  se  rodeó  de  consejeros 
respetables  y  que  con  la  autorización  del  general 
chileno,  convocó  al  Congreso  en  Chorrillos.  El  Con- 
greso, compuesto  en  su  mayoría  de  partidarios  de 
Piérola,  se  reunió  el  23  de  Agosto  de  1881  pero  rehu- 
só al  nuevo  Presidente  los  poderes  para  tratar  sobre 
la  base  de  cualquiera  cesión  territorial. 

El  improvisado  gobierno,  fuese  cual  fuese  el  mé- 
rito personal  de  los  ministros  que  lo  componían,  no 
tenía  ya  razón  de  s&c.  Impotente  para  negociar  la 
paz,  equivocadamente  considerado  como  impuesto 
o  patrocinado  por  el  enemigo  vencedor,  tuvo  que 
dimitir  el  28  de  Septiembre. 

Dos  meses  más  tarde,  el  28  de  Noviembre  de  1882, 
Piérola  convencido  al  fin  de  la  imposibilidad  de 
sublevar  al  pueblo  para  recomenzar  la  lucha,  desa- 
lojado sucesivamente  por  las  columnas  chilenas 
de  Cauta  y  de  Cerro  de  Pasco  donde  había  estable- 


—  136  — 

cido  su  cuartel  general,  renunciaba  a  sus  funciones 
de  jefe  supremo  de  la  resistencia,  y  presentaba  la 
dimisión  de  la  presidencia  del  Perú,  un  poder  más 
nominal  que  real  desde  la  caída  de  Lima,  abando- 
nando el  país. 

Le  sucedió  el  almirante  Montero  en  calidad  de 
vice-presidente  y  organizó  en  Arequipa  un  simulacro 
de  Gobierno  alrededor  del  cual  consiguió  reunir 
cerca  de  cinco  mil  hombres  de  tropa.  Pero  no  podía 
soñar  en  tomar  la  ofensiva.  El  general  Iglesias,  mi- 
nistro de  la  guerra  de  Piérola,  ilustre  por  su  heroica 
de/ensa  del  Morro-Solar,  se  mantenía  aún  en  las 
provincias  del  norte  merced  a  prodigios  de  actividad 
y  rechazaba  en  Septiembre  de  1882  el  ataque  de  una 
columna  chilena,  que  derrotó  en  San  Pablo  y  recha- 
zó en  desorden  sobre  Pacasmayo;  pero  un  hecho 
aislado  que  el  exiguo  número  de  sus  soldados  le 
impidió  proseguir,  no  era  suficiente  para  conquis- 
tar la  fortuna  y  torcer  el  curso  de  los  acontecimien- 
tos. El  país  agotado,  cansado  por  una  guerra  de 
tres  años,  sin  dinero  y  agotados  todos  sus  recursos 
no  podía  ya  tentar  un  esfuerzo  tan  desesperado. 
El  general  Iglesias  lo  sabía,  pero  sabía  también 
que  un  pueblo  vencido  se  vuelve  instintivamente 
hacia  aquellos  que  no  han  desesperado  de  salvar- 
le y  que  no  pudiendo  darle  la  victoria  han  enno- 
blecido su  derrota  y  se  han  impuesto  al  respeto 
de  los  vencedores. 

La  retirada  de  Piérola,  la  caída  de  Calderón,  la 
impotencia  de  Montero  ponían  de  manifiesto  re- 
lieve la  personalidad  de  Iglesias.  El  Perú  veía  en 
él  su  último  defensor  y  Chile  al  único  hombre  capaz 
de  constituir  un  gobierno,  aun  de  carácter  proviso- 
rio, con  el  que  se  pudiera  negociar.  Iglesias  acogió 
favorablemente  las  proposiciones  que  se  le  hicieron; 
empezaron  las  conferencias  y  el  19  de  Octubre  se 


—  137  — 

firmó  un  tratado  provisional  que  Iglesias  se  com- 
prometió a  presentar  al  Congreso.  Por  su  parte 
los  jefes  chilenos  le  reconocían  como  Presidente  del 
Perú. 

El  20  de  Octubre  evacuaba  Lima  y  el  Callao  el 
ejército  chileno,  retirándose  a  Chorrillos  y  a  Ba- 
rranco; el  24  entraba  Iglesias  en  la  enlutada  capital, 
sobre  la  que  mandó  izar  nuevamente  el  pabellón 
nacional. 

La  guerra  ha  terminado.  Por  mar  y  por  tierra 
Chile  ha  afirmado  la  superioridad  de  sus  armas. 
La  solidez  de  sus  tropas,  su  disciplina,  la  táctica 
de  sus  generales  han  triunfado  del  valor  caballeres- 
co y  brillante  de  sus  adversarios.  Sus  finanzas  bien 
administradas  le  han  permitido  llevar  a  feliz  tér- 
mino una  campaña  al  parecer  puramente  comercial, 
la  guerra  le  ha  hecho  dueño  de  los  ricos  depósitos 
de  nitrato  de  la  provincia  de  Atacama  y  de  más  de 
cien  leguas  de  costa  del  sur  del  Perú.  Rechazada  al 
interior  del  continente,  Bolivia  ha  perdido  el  acceso 
al  Océano  Pacífico  y  el  Perú  ha  visto  su  capital  ocu- 
pada por  un  ejército  enemigo.  Chile  ha  hecho  el 
ensayo  de  sus  fuerzas  y  la  fortuna  se  ha  mostrado 
a  la  altura  de  sus  esperanzas  y  de  su  audacia. 

Transplantada  desde  hace  tres  siglos  en  el  Nuevo 
Mundo,  la  raza  española  no  ha  perdido  nada  de 
aquellas  virtudes  militares  a  las  que  debió  su  su- 
premacía en  Europa  durante  tantos  años.  Sus  cua- 
lidades como  sus  defectos  han  sufrido  pocas  modi- 
ficaciones en  aquel  lejano  ambiente.  En  América 
como  en  Europa  se  ha  mostrado  sobria  y  dura  para 
la  fatiga,  tenaz  y  resistente  en  la  adversidad,  intré- 
pida y  valiente  en  la  lucha.  Los  marinos  del  * 'Huás- 
car" son  ni  más  ni  menos  los  legítimos  descendientes 
de  los  audaces  compañeros  de  Cortés,  y  los  soldados 
de  Tacna,  de  Arequipa  y  de  Lima  han  dado  pruebas 


—  138  — 

tanto  en  un  bando  como  en  otro  del  heroísmo  de  los 
viejos  soldados  de  Pizarro. 

Pero  el  mismo  espíritu  separatista  que  ha  hecho 
durante  tanto  tiempo  la  desgracia  de  España  y  ha 
armado  unas  contra  otras  las  valientes  poblaciones 
de  sus  provincias,  vascos  contra  aragoneses,  nava- 
rros contra  castellanos,  Murcia  contra  Granada,  y 
que  puso  más  de  una  vez  este  vasto  imperio  a  las 
puertas  de  su  perdición,  ese  mismo  espíritu  se  en- 
cuentra aún  en  los  inmensos  territorios  apenas  pobla- 
dos de  la  América  meridional.  Nosotros  vemos  allí 
una  raza  idéntica,  una  misma  fe  religiosa;  la  lengua, 
las  costumbres,  el  origen,  son  los  mismos,  las  mismas 
son  sus  cualidades  y  sus  defectos,  el  orguíllo  y  el  va- 
lor, la  misma,  en  fin,  su  organización  política  y  la  for- 
ma de  gobierno.  En  estas  condiciones  la  guerra  es 
verdaderamente  una  guerra  civil  y  de  una  y  otra 
parte  se  comienzan  a  dar  cuenta  de  ello.  Al  calor  de 
la  lucha  sucede  una  tranquilidad  relativa  que  per- 
mite medir  las  pérdidas  sufridas,  los  resultados  ob- 
tenidos, y  penetrar  en  las  causas  del  éxito  de  Chile 
y  de  la  derrota  del  Perú. 

Estas  enseñanzas  de  la  historia  no  deberían  que- 
dar perdidas.  Pero  hay  algo  que  se  impone  al  es- 
píritu mismo  de  los  más  prevenidos  y  avisados  y  es 
que  las  cuestiones  que  dividen  a  las  repúblicas  his- 
pano-americanas  pueden  ser  solucionadas  sin  re- 
currir a  la  guerra  y  que  estas  repúblicas  tienen  algo 
mejor  que  hacer  y  algo  mejor  en  que  invertir  sus 
esfuerzos  y  su  sangre.  Triunfar  de  los  obstáculos  que 
les  opone  la  naturaleza,  sacar  producto  de  las  inmen- 
sas riquezas  de  su  suelo  y  de  su  clima,  conquistar 
para  la  civilización  las  vastas  soledades  con  que  li- 
mitan, y  una  tarea  más  útil  y  más  gloriosa  que  la  de 
medirse  en  los  campos  de  batalla,  glorificados  ya 


139 


por  la  lucha  común  sostenida  por  sus  antepasados 
para  conquistar  una  independencia  ya  asegurada. 

Si  sacando  provecho  del  legítimo  ascendiente 
que  le  han  dado  sus  victorias,  Chile  logra  atraerse 
por  medio  de  una  paz  honrosa,  a  sus  enemigos  de 
ayer  y  convertirlos  en  sus  aliados,  si  concentra  sus 
fuerzas,  hasta  aquí  divididas,  en  un  haz  común 
para  aplicarlas  a  las  conquistas  de  la  paz,  habrá  he- 
cho más  por  su  gloria  y  por  su  fortuna  que  triunfan- 
do de  la  coalición  del  Perú  y  Bolivia.  Habrá  echado 
los  cimientos  de  un  rico  y  poderoso  estado  cuya  pros- 
peridad podrá  igualar  un  día  a  la  de  la  gran  república 
americana. 

En  ese  vasto  continente  descubierto  por  los  viejos 
conquistadores,  se  habrá  creado  un  nuevo  Imperio 
y  se  habrá  añrmado  la  vitalidad  de  esa  potente 
raza  española  que  tan  importante  papel  ha  jugado 
en  nuestra  vieja  Europa  y  sobre  cuyos  dominios 
nunca  se  ponía  el  sol. 

C.    DE    VARIGNY. 


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