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FILÍPÍNAS
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THE LIBRARY
OF
THE UNIVERSITY
OF CALIFORNIA
LOS ANGELES
iDA GUBl^HAI
v^ Sus s^ltesas lineales los
Perenísimos (T'af antes de iLspana
©on sJT^lfonso y ©on ^uis de
©rleáns y J3orb6n.
EL AUTOR
II 111111!
FILIPINAS
(memorias de un herido)
por
RICARDO BURGUETE
Jeí Gietcito oóLiauol
BARCELONA
Casa Editorial Maucci, Mallorca, 226 y 228
BUENOS AYRES || MÉXICO
Maucci Herms. Cuyo 1070 || Maucci Herms. 1 .^ Relox 1
1902
ES PROPIEDAD DE LA CASA EDITORIAL MAUCCI
L pasear aquella mañana
sobre cubierta alcancé á
ver en la lejanía el man-
chón que sobre la super-
ficie tersa del mar señalaba, por
nuestra banda de estribor, las is-
las Baleares.
Navegaba á la sazón el « Alfon-
so XIII» sobre un Mediterráneo
dormido y terso, al cual no estre-
mecía el más leve soplo. A núes
tra altura no llegaba el beso de
brisa de las costas ni el suspiro
bienhechor arrancado á los golfos, en sus discretos
rincones, por la audaz y laminera caricia de las aguas.
12S21t>;
8 RICARDO HURGUETE
Extendía el firmamento su limpidez azulada bajo
un sol esplendoroso, y servíale de reverbero la dila-
tada extensión de aquel mar que dormía, al presen-
te, sus veleidades tormentosas y sus borrascas de
Ótelo levantino en el enlazado trío de sus tres sulta-
nas: Francia á la cabecera, España é Italia pegadas
celosamente á sus costados.
Sobre sí, guarda aquel celoso, enlazando, en aque-
llos días, con dulce y cariñoso abrazo, las islas favo-
ritas de su serrallo: las Baleares, Córcega, Cerdeña,
Sicilia, Candía y más á los pies Chipre, que mal
avenida con los usos y costumbres de sus compañe-
ras, duerme en un rincón su somnolencia oriental.
Navegando en derechura del canal de Suez, sólo
alcanzamos á divisar las costas de Córcega y de Si-
cilia, á menos distancia la segunda que la primera.
Pero á las dos tan lejos las llevó de nuestros ojos la
honestidad y el recato., que de Sicilia sólo pudimos
divisar la preñez de sus montes, cuya enorme pan
za destacaba en el firmamento la silueta prominen
te del Etna.
Bandadas de gaviotas vinieron con interesada cor
tesía á saludarnos al avecinar las costas y, después de
cruzar el barco de uno á otro costado con curiosidad
indiscreta, iban á desaparecer con raudos y sucesi-
vos chapuzones en las aguas, allá lejos... en los con-
fines del horizonte, donde las velas latinas de las
innumerables lanchas pescadoras semejaban corree
¡la' guerra.!
ta fila de blancos avechuchos graves é inmóviles á
nuestro paso, y absortos con la serenidad absorta y
contagiosa del mar y del firmamento.
Caminábamos con un andar de catorce millas por
hora en demanda de Port Said para ganar el canal;
primera etapa de nuestra ruta á Filipinas.
No era posible distraer la vista en las lejanías de
la costa, cuya enorme distancia ante nosotros comía
el sonido, el color y la forma.
La superficie uniforme y lisa de las aguas man-
10 RICARDO BURGÜETE
chóse dos ó tres veces con las parduscas velas de al-
gún lanchón que la pesca aventuraba á milla ó mi
lia y media de nuestra altura.
Su presencia bastaba para apiñar por largo rato el
pasaje á una de las bandas.
Era un recurso de momento para matar el tedio
que comenzaba á nacer en las apacibles horas de
aquella travesía, y al que acrecentaba la enorme mu-
chedumbre del pasaje.
El vapor, con ser uno de los más capaces de nues-
tra Trasatlántica, llevaba abarrotadas las cámaras
de primera y segunda.
En todos los camarotes, para dar cabida á los in-
numerables pasajeros, se habían improvisado hteras
y de tal modo, en combinación con la puerta, roba
ban el espacio que les daba acceso, que era preciso
llevar riguroso turno para descolgarse ó subir á
aquellos estantes con honores de lecho.
Tan ceremoniosas fueron las relaciones con el mío
y con tan ruin mezquindad se opuso á mi desenvol
tura, que muy pronto dejé su incómodo servicio que
además me imponía de antemano reverentes ante.
salas y decidí acomodarme, para pasar las noches de
la navegación, sobre uno de los bancos de cubierta.
Ejemplo que tuvo imitadores en el resto de los via-
jeros, y muy en breve el buen humor nos dio un ca-
lificativo que el aburrimiento del pasaje acogió so-
¡LA guerra! 11
lazadamente y llevó de boca en boca: desde enton-
ces fuimos los golfos de á bordo.
Terciada la manta en uno de los hombros, y lie
vando en el brazo una almohada, nuestra aparición
nocturna ante las tertulias de cubierta era acogida
siempre con las mismas frases:
— ¡Ya suben los golfos!
Acabé por encontrar justísimo el calificativo de
nuestra bohemia nocharniega, y entre las chirigotas
de las tertulias que encontraba en el tránsito, iba
invariablemente á engolfarme con mis mantas en
un banco de listones que, á cambio de soportar sus
asperezas, daba á mis miembros libre espacio para
desenvolverse en toda suerte de extravagantes pos-
turas.
Sobre aquella cama improvisada en la cubierta,
al pie del puente del oficial de derrota, lugar sólo
accesible á los generales que componían la expedi-
ción, pasé las primeras noches de la travesía.
Noches melancólicas y suaves en que, abandona-
do el cuerpo á la pereza y á la laxitud del día, falta
la imaginación de impresiones cotidianas, revela el
pensamiento los recuerdos almacenados en la obscu-
ra cámara del olvido.
El numeroso pasaje velaba en diversos corros en-
tre las once y las doce, hora en que empezaba el
desfile del corro más nutrido: aquel que reclutaba en
sus filas todo el elemento femenino que, por su ex-
12 RICARDO BURGUETE
iguo número, había sentido, desde la'primera noche
la necesidad instintiva de agruparse.
Hasta mi yacente observatorio llegaban en oca-
sión las alegres carcajadas de las contertulias y el
murmullo del narrador que, al enmudecer de súbi-
to, arraucaba explosiones de alegría.
Adormecidos los sentidos en los recuerdos del
pasado ó en la trepidación cadenciosa de la hélice,
abría los ojos, y á la luz de las escasas bombillas
eléctricas, veía agitarse las rizosas cabezas femeni-
nas que ahogaban en los pañuelos las risotadas rui-
dosas que iban á morir entre encajes y batistas, con
rumor semejante al blando chasquear de las aguas
en los costados del buque.
Las noches extendían el firmamento tejido de
sombras, y en su fondo escintilaban las innumera-
bles estrellas con discretos parpadeos y guiños in-
teligentes. Testigos mudos de los amores de aquel
mar que, aun en su pereza somnolienta, abrazado á
sus islas favoritas, besaba insaciablemente los cuer-
pos enlazados de sus tres sultanas: Francia al Norte,
España é Italia acostadas celosamente á sus cos-
tados.
^(k^
II
Era el baldeo el principal enemigo de los golfos.
Apenas apuntaba la aurora como estrecha cinta
metálica por Oriente, cuando la tripulación de ser-
vicio dábase de mano y de escoba á barrer con furia
sin límites, y entre rabiosos chorros de agua, todos
los rincones de cubierta. Ni un solo escondrijo es-
capaba á la investigación meticulosa del agua ó de
la escoba.
Preciso era despertar en medio de las dulzuras de
14 RICARDO BURGUETE
un sueño firme, y dirigirse, con inseguro paso de
noctámbulo, en busca del saloncillo inmediato. Allí
volvíase á reanudar el sueño en medio de las voces
y de la infernal frotación de los baldeadores. Y tras
breve espacio de tiempo, el necesario para que el
carmín asomara en la faz sonriente de la aurora,
despertaba á todos bruscamente la campanilla
anunciando la primera misa del alba. Recogíamos
los improvisados petates y con los párpados morte-
cinos y cargados de sueño, que pronto se encarga-
ban de despavesar las frescas emanaciones de la
madera saturada de humedad, y las punzantes y
acres brisas matutinas, asistíamos á aquella misa
que madrugaba más que la devoción del pasaje. Mi-
sa de los golfos, á la que el lugar y el momento
prestaban misteriosa unción y virginal frescura, en
medio del encanto risueño del alba del día, que, en-
trando á chorros por las entreabiertas ventanas, ilu-
minaba y hacía resaltar de lleno la deslumbradora
blancura del alba del sacrificio.
Port-Said asomó á nuestros ojos en un bello ama-
necer, el quinto de la navegación. íbamos á entrar
en la cabecera del canal de Suez, obra magna, de
la que fueron inspiradores el insigne conquistador
Albuquerque y Duarte Galván, hasta que en nues-
tro siglo realizó el pensamiento Lesseps.
Asienta Port-Said junto á la antigua Pelusa. Su
aspecto, para el pasajero, es alegre y pintoresco, por-
¡LA guekraI 15
que contrasta notablemente con las tierras bajas y
areniscas, en que está enclavada la ciudad.
Entramos en la boca del canal, y tomamos pues-
to entre la larga fila de buques paralelos al muelle.
No había terminado la maniobra del amarre,
cuando atracó á uno de los costados del «vapor» un
inmenso lanchón, llevando, entre grandes pilas de
hulla, una muchedumbre vocinglera y heterogénea,
sucia, desarrapada y multicolor.
Con agilidad pasmosa y rapidez increíble, una
avalancha de etiopes, de bereberes, de egipcios, gri-
tando como en feroz abordaje, invadieron la cubier-
ta, abriendo las compuertas de los costados; coloca-
ron los andamiajes y dieron principio á la maniobra
del suministro del carbón.
La curiosidad de los pasajeros hizo corro á respe-
table distancia. Aquella invasión de harapientos
que sudaban pringue, y en cuyo feroz semblante las
negruras naturales de la piel ó las que el carbón
adosaba abiertas por el sudor en costrones resque-
brajados, hacían resaltar la blancura de los dien
tes descubiertos á cada instante, por la mímica
infatigable de los rostros y de las lenguas, que para
cada frase escupían un raudal de sílabas y de soni-
dos, amenazaba mancharlo todo; no ya con la
huella de la que dejaban muestras á su paso, sino
con el simple hedor que de pesado y fuerte no tar-
16 RICARDO BURGUETE
darían en condensar y convertir sus exhalaciones en
roña y grasa.
Me asomé con pulcritud á una de las bordas. En
el fondo del lanchón, un morazo, de barba apostóli-
ca y de aspecto venerable y patriarcal, dirigía la
maniobra. Cada vez que una faena exigía el con-
curso de muchos, aunábase el esfuerzo de los traba-
jadores con un canto cadencioso y jadeante que
acababa en un grito grave, impulsor del esfuerzo
mancomún. La operación de subir y bajar los hom-
bres sobre los tablones inclinados que unían el lan-
chón, se hacía con gran velocidad, y exigía prodi-
gios de equilibrio.
En medio de un finísimo polvo negro que empe-
zaba, á mascarse, aparecían doblados en el fondo de
la lancha, y dando de mano á las palas para raer el
carbón de los rincones, un enjambre de trabajadores
con los más extraños atavíos, y los más diversos as-
pectos: el jaique, el fez, el turbante, el sombrero, el
pañuelo, el zaraguey y sobre todas estas prendas el
distintivo común del andrajo.
La jota final de cada sílaba en la algarabía infer-
nal de las frases hacía que éstas se semejaran á in-
jurias; y de tal modo el manoteo de los locuaces
interlocutores daba visos de verdad á esta creencia
mía, que dos ó tres veces esperé ver acabar el tra-
bajo en medio de una brutal y sangrienta batalla
á paletazos.
¡LA guerraI 17
Entre los bereberes, egipcios y etiopes vi caras
europeas, caras nuestras, caras que juraría conocer,
y vino á mi imaginación, en tanto me decidía á ba-
jar á tierra, el cuento de los dos aragoneses que via-
jaban en ocasión semejante:
— Cbico, ¿de dónde será ese salvaje que está ahí
sacando carbón, y que lleva pañolico á la cabeza?
— Paisano, y de Rielaba servirá Vdes.,— contestó
complaciente y risueño el del lanchón, alzando la
cabeza por sobre las de un grupo de etiopes.
Tres son los barrios de la cosmopolita ciudad de
Port-Said: el Europeo, el Árabe y el Judío; pues el
indígena indistintamente habita y se mezcla con
ellos.
Fué preciso visitarlos á todo escape en coche,
porque á la natural curiosidad, aguijoneaba prime-
ro un enjambre de granujas, que hablando un origi-
nal volapuk y ofreciendo sus servicios de cicerone,
os cerraban el paso desde que desembarcabais, y
segundo porque en la principal avenida del barrio
Europeo, convertido en inmenso bazar, no era posi-
ble dar con sosiego un paso en las aceras, sin que
os saliera á él uno ó más dependientes de cada uno
de los establecimientos, obligándoos á examinar sus
mercancías.
Se os gritaba en francés, en español, en italiano,
en ruso, en turco y se os aullaba al fin si no acce-
FTLIPINAS— 2
18 RICARDO BURGUETE
díais de buen grato á visitar el colmo de chuche-
rías tan inútiles como costosas, que abarrotaban los
establecimientos é inundaban los escaparates, rebo-
sando por las puertas y acabando por herir la vista
con un derroche tal de luz y de color, bajo el ar-
diente sol de mediodía, que inundaba el desierto
circunvecino, que á poco firme que tuvierais la ca-
beza, entraba por los sentidos la borrachera de la
feria; pero de una feria de delirio aullada en len-
guas incomprensibles, y que exponía objetos sin
forma, abrasados en irresistibles y rutilantes lla-
mas.
Entré con varios combarcanos á refugiarme en
un café anunciado pomposamente y situado en la
planta principal de un vasto edificio.
En el fondo del salón desierto y ceremonioso, va-
rias de cuyas mesas fuimos á ocupar, una orquesta
femenina ejecutaba un alegre andante.
Europa entera tenía representación en el estrado
de la música. Rubias, trigueñas, morenas, altas, ba-
jas; inglesas, francesas, italianas, españolas, ale-
manas, rusas: cada una de las naciones vivía en
el fondo de los azules, de los negros, de los garzos
ojos de sus representantes; y la querida tierruca de-
jada para siempre al rapto de un huracán de mun-
dana borrasca, vivía en el fondo de los ojos, dentro
del marco de aquellas caras pintadas, de aquellos
cabellos teñidos á flor de la piel, de aquellas pupilas
[LA guerra! 19
que iluminaban los manchones de las ojeras violá-
ceas entre miradas de infinita tristeza y raudales
luminosos mojados en lágrimas.
Bebí no se qué. Una mujer lánguida y enfermiza,
apoyada en el brazo de una flacucha adolescente,
acercóse á recoger propina á las mesas, á tiempo que
la orquesta acometía una sonata tan sentimental,
tan infinitamente triste, y en la que de tal modo se
marcaban los sollozos y los balbuceos doloridos,
que á punto estuvo de hacernos caer á todos de
bruces y llorar en las mesas.
Huí de allí dispuesto á zafarme de la baraúnda
de la calle en el primer coche que topara.
Hice mi primera incursión por el barrio árabe.
La granujería del muelle voceaba y proseguía al
al pie de los coches, y fué preciso que por dos ve-
ces dos policemen negros, de majestuoso y estirado
continente, la emprendieran á trallazos con el des-
arrapado séquito.
El barrio Árabe, como el Hebreo, respira miseria
por dentro y por fuera. Pero en éste la higiene obli-
gaba á disimular á fuerza de agua, entre cuyo ba-
rro se esconden de momento las inmundicias. Pró-
ximamente creí atravesar un barrio de nuestros
arrabales de Madrid en día de procesión.
Como en éstos, abundaban las tabernas á cada
paso y dábanles distinto carácter los turbantes y jai-
ques de los consumidores que, en mesas también
2U RICARDO BURGUETE
mugrientas, voceaban animados ó se adormecían so-
litarios en los rincones fumando sus nargiléh.
A las puertas de las casas-tugurios, las comadres
de todas edades formaban sus corrillos animados y
ociosos, dejando al descubierto los ojos fisgones, y
destacándose, entre los velos que cubrían el sem-
blante, el anilloso canuto que oculta por completo
la nariz.
La curiosidad por nuestra visita suspendía un
punto las conversaciones y obligaba aún á las ma-
dres más aseadas á suspender la prolija y sangrien-
ta tarea de escachar piojos en las cabezas de su
prole.
Recorrimos varias calles, todas semejantes. En
una revuelta alcanzamos á divisar una esbelta mora
no exenta de elegancia y gallardía, que recogía co-
quetonamente sus faldas mostrándonos al descu-
bierto unas piernas finísimas aprisionadas en me-
dias negras, sujetas á la altura de las corvas por se-
dosas ligas y puntiHas, y rematando en los pies que
calzaban charolados zapatos bebé.
¡Chipre, la Chipre oriental contagiada por el lujo
coquetón de sus compañeras!
Cuando llegamos á visitar la mezquita, larga fila
de fieles vueltos á la Meca, saludaban con diversi-
dad de posturas y genuflexiones.
Para entrar en el templo, nos obligaron á calzar
unas enormes babuchas de esparto. Subimos la es-
¡LA guerraI 21
calinata que nos dio acceso á la mezquita. Nada tie-
ne ésta de particular. Las paredes son blancas y
adornadas con una franja de caprichosos azulejos.
Un libro enorme escrito con caracteres árabes, mu-
griento, roto y apoyado en un facistol, contiene, se-
gún nos dijo el guía, versículos del Koran que leían
los rieles. Esto último lo juzgué dudoso, porque los es-
casos creyentes que en aquellas horas contenía el
el templo, más estaban en actitud de roncar el al-
coholismo, que de leer el libróte. Y uno de ellos aca-
ba de dar pruebas fehacientes, dejando en su jai-
que y en el suelo una impresión que trascendía y
que estaba muy en pugna, en color y en espíritu,
22 RICARDO HURGUETE
con la impresión garabateada y sabia de los ver-
sículos mahometanos.
Recorrimos las calles principales. Salimos á los
arrabales, y por entre casuchas pintadas de un car-
mín tan rabioso como el que asomaba á las meji-
llas de sus moradoras, tristes Mesalinas del hambre
y del infortunio, fuimos á dar en los inmensos are-
nales de las afueras por donde á la razón discurrían
manadas de camellos que frotaban con bruscas pa-
taletas sus jorobas en la calcinada arena, ó iban á
refrescar en los charcos y en las fuentes sus tinosas
y apolilladas lanas.
^w
m
Dos veces varó el buque al abordar el callejón del
canal. Potente paletadas de la hélice nos sacaron del
atolladero, después de revolver en su fondo las he-
ces de un finísimo légamo que ennegreció las aguas.
Tiene el canal una anchura de sesenta metros por
una profundidad de ocho con cincuenta centíme-
tros.
Encendiéronse en el «Alfonso XIII» los proyec-
24 RICARDO BURGUETE
tores eléctricos de proa y deslizábase el barco con
andar suave y uniforme, en medio de la serenidad
de la noche y á lo largo de la ruta que en el canal
marcaban las boyas iluminadas con faroles verdes y
rojos.
A grandes trechos, y coincidiendo con las estacio-
nes del ferrocarril que por nuestra derecha bordea-
ba el canal en dirección de Suez, abríanse en ense
nadas, y entre las irradiaciones luminosas de poten-
tes focos eléctricos, los apartaderos, estaciones de
tránsito y de obligada espera que servían para re-
gular el servicio del canal, accesible para un solo
buque.
Acababa de tenderme en el banco de mi prefe-
rencia. Un dejo de abrasado ^hamsím subía de los de-
siertos arenales y hacía bochornosa la calma del es-
pacio, tejido de tinieblas.
Procuré dormir. Aquella visita á Port-Said, que
produjo en mis sentidos la impresión vertiginosa de
un kaleidoscopio, ahuyentaba el sueño que con es-
fuerzo inútil trataban de aprisionar mis párpados.
Los diversos corrillos de cubierta cambiaban im-
presiones del día y destacábase por su locuacidad
el de la asamblea femenina.
Entreabriendo los párpados, alcanzaba á ver los
rizos y las suaves facciones de las pasajeras, asolea-
das y teñidas de carmín por la agitación del día,
formando en el claro-obscuro de la luz y la penum-
I LA guerra! '25
bra un alegre y movido grupo de cabezas que las
bombillas eléctricas inundaban alternativamente,
haciendo resaltar destellos de oro, rizos de un negro
brillante ó retazos de cutis aterciopelado y suave.
El khamsim soplaba cálido, viniendo de las abra-
sadas arenas, y parecía avivar las diminutas ascuas
que chispeaban en el firmamento.
Llevé la imaginación muy lejos y la entretuve en
sacar de mi infancia recuerdos de retazos bíblicos.
Por aquellos mismos ardientes arenales que iban
á dilatarse hasta los confines de la sombra; bajo el
mismo cielo que parecía avivar su lumbre con el
soplo de los desiertos; en noches semejantes el pue-
blo de Israel, bajo la dirección augusta de Moisés,
vagó por espacio de largos días y de inacabables no-
ches en busca de la tierra de Promisión.
El hambre y la sed pudo extinguirlas, en aque-
llas jornadas errantes, la Providencia infinita, pues-
ta al servicio de la varilla mágica del profeta. Lo
que no pudo extinguir Moisés fueron los odios de
la bestia, los apetitos carnales, las pasiones exal-
tadas que hicieron presa en los amontonados cam-
pamentos en noches de bochorno semejantes á aque-
lla, cuando soplaba el khamsim y el estrellado firma-
mento inhalaba de fuego las tinieblas. Por eso dio
el decálogo en sus famosas tablas. Sabia ley cuyos
diez preceptos intenté recordar, batallando con la
somnolencia que me invadía.
"1 i RICARDO BURC4UETE
En el pugilato de mi mente, luchando con los
primeros deliquios del sueño, creo que fué el sexto
el que balbuceé entre dientes. Abrí sobresaltado los
párpados. En el corro más numeroso reían solamen-
te las rizosas cabezas, y me dormí dulcemente al
arrullo de aquella risa y de la otra discreta é inex-
tinguible que remedaban las aguas al rozar los cos-
tados del buque.
Muy entrado el día, avecinamos el límite del ca-
nal. Por ambas márgenes extendíanse los arenales
mas allá de los confines del horizonte. Míseros ca-
mellos y sucios conductores cruzaban los desiertos
bajo un sol de fuego, en busca de los lejanos adua-
res de tejas y de amarillo barro, enclavados en
aquellas inmensas y parduscas llanuras que respi-
raban la esterilidad y la muerte.
De la última estación de tránsito, un grupo de
granujas, desnudos y del color del barro asoleado,
nos siguió á lo largo del canal gritando desaforada-
mente y desdoblando para correr, con pataleo de
araña, unas piernas y unos brazos de una flaqueza
inverosímil.
Suez apareció á nuestros ojos con la frescura de
un oasis. Deslumbrante blancura ascendía por las
azoteas, por los altos minaretes y por las torres del
barrio árabe. Contrastaba todo el derroche de cal
con la severidad coquetona de los chalets y edificios
europeos que, entre anillos de parterres y vistosas
LA guerra! 27
plazoletas de multicolores jardines, daban asiento á
diminutos bosques de acacias y de higueras salva-
jes. Salpicaban la ciudad por todos sus costados la-
berintos de airosas y gallardas palmeras, cuyos
troncos se entrelazaban caprichosamente, formando
sus copas desmayados ramilletes en los que ama-
rilleaba el fruto.
Coincidiendo con nuestra llegada, perdíase á lo
lejos el ferrocarril del Cairo (Maweel Kahirah), que
humeaba en la vasta llanura, espantando á su paso
una manada suelta de camellos.
Cerraban por el frente las peladas estribaciones
de la cordillera arábiga que iba á mojar sus aride
ees calcáreas y el cuarzo de sus rocas en el mar
Rojo.
El cruce de este mar se hizo pesadísimo en medio
de la serenidad ambiente de la navegación. En un
principio la curiosidad evocó los sagrados recuerdos
del pasaje bíblico: las aguas, apartándose para de-
jar paso enjuto á los hijos de Israel. Pero á medida
que las costas fueron esfumándose lejanas, y tras
la distancia lleváronse los montes la silueta evoca-
dora del Sinaí, perdió la leyenda interés y volvió á
quedar sumida en las lejanías del olvido, sin que
accidente alguno volviera á evocarla en la insipidez
de aquellos días sin costas y sin etapas. El sol re-
coma á diario la suya con la inquebrantable uni-
formidad de su majestuosa indiferencia. Acostaba-
28 RICARDO BURGUETE
se -en África entre celajes de fuego para alzarse á
diario arrebolado y risueño entre blanquecinas nu-
bes de encajes, sobre las costas asiáticas: cuna in-
mortal y siempre llena del género humano.
La isla de Peris obstruye en parte, al final del
mar Rojo, la entrada en el golfo de Aden y le da
acceso á lo largo de un estrecho canal.
Duerme Aden al amparo de una rocosa cordillera,
y en el semáforo situado en una de sus estribacio-
nes ondea la bandera británica. La población, as-
cendiendo en gradería desde los bordes del mar, no
ofrece nada de notable, fuera de los enormes aljibes
que atesoran el agua para las grandes sequías, y la
línea rojiza de cuarteles situados en la parte alta de
la población y ocultos ó medio resguardados por
obras de fortificación, que se delatan en el color de
sus tierras removidas.
En medio de la bahía, bastante extensa, asoman
á flor de agua los restos de un buque náufrago. Pró-
ximos á él anclamos, y apenas terminó la maniobra,
rodeó al buque una flota de piraguas navegadas por
adolescentes salvajes semidesnudos y de diversas
cataduras,
— ¡Ehl ¡ehoé! ¡A la maire! ¡A la maire!
Sobre cubierta subieron algunos con pieles de ti-
gre y diversas mercancías.
Abundaban entre ellos los abisinios, y en su ma-
¡LA guerra! 29
yoria eran negros, ágiles y esbeltos, de complexión
menos atlética que los de las costas occidentales.
El pelo pasa y color de oro viejo, de un tono tan
nuevo, que maravilló á las pasajeras, lo obtienen,
según supe, adosándose á la cabeza por varios días
un emplasto de cal viva. En los que podían contar-
lo, la metamorfosis era perdurable, y el orgullo de
los poseedores de aquellas rojizas lanas que, á su jui-
cio, les asemejaban á las misses inglesas (y al nuestro
á los monos) no reconocía límites. Se les hizo bailar,
y al compás de un cadencioso palmoteo, bailotearon
con pequeños saltos que remataron en volteretas, ni
más ni menos que los clümpayicés, que por nuestras
calles pasean los bohemios.
Al pie del barco una gritería feroz, acompañada
de un continuo chascar del agua, con las paletas
remos, servía para llamar sobre sí la atención de las
piraguas.
— -Eh! ¡ehoé! ¡.i la mairel \á la malrel
— ¡Peseta á la maire!
La diversión era, idéntica á la de nuestras costas.
Se arrojaban unas monedas de plata y los negritos
iban en su busca.
Esta distracción llamó buen espacio de tiempo la
atención del pasaje, y la curiosidad del sexo feme-
nino, que, olvidando el pudor, no perdía la ocasión de
solazarse, echando en discreto olvido las desnudeces
de aquellos negros— algunos talludos — que entre
30 RICARDO BURGUETE
alegres carcajadas, que iban á terminar en feroz cas-
tañeteo de dientes, repetían:
— ¡Eh! ipeseta á la mairef ¡á la maire!
Por un momento quedó interrumpida la apuesta
de los nadadores. Cayó un peseta al agua y nadie se
aventuró á recogerla.
Los negritos miraban recelosos el fondo del mar,
á cuya superficie subieron rugosas ondas.
No se hizo esperar la explicación del recelo; un
enorme tiburón revolvió el lomo con vigoroso salto,
y á poco hizo zozobrar una de las canoas.
Como explicación señalaron todos á un negrito
que, inmóvil en el fondo de una lancha, mostraba el
muñón de una pierna atarazada tiempo antes y en
una ocasión análoga.
Confusa gritería, y el chocar de todos los remos
en el agua, precedió por breve espacio antes que
volvieran de nuevo los de las piraguas á lanzarse á
su sport.
Cuando abandonamos Aden para buscar la altura
del cabo de Guardafuí, veía alejarse y perderse en
lontananza las abruptas y resecas costas de fonolita,
roca eruptiva, terciaria, rebelde á toda vegetación,
bañadas en su aridez con reflejos llameantes, por los
rayos de un sol que no tardaría en trasponerse.
La lluvia benéfica negábase con obstinación á
aquellas tierras y en ellas se contaban por lustros
las horribles sequías.
|LA guerra! 31
Acudió á mi imaginación el cuento que llevó la
sed al colmo de la necesidad, y la galantería france-
sa al colmo del recurso:
En una de las grandes sequías, habitaba en Aden
un matrimonio inglés. El cónsul de Francia, recien-
temente nombrado, llevó de su país una visita para
el matrimonio, y después de ceremoniales ofreci-
mientos, quedó invitado para probar á las pocas no-
ches un exquisito té de caravana.
La inglesa no podía prescindir de sus baños co
tidianos, y como la escasez del agua era tanta, apro-
vechábase la del baño para los usos domésticos del
día. La noche de la invitación, sin previo aviso á la
doncella y agotada el agua correspondiente, aquélla
fué á recogerla para el té del depósito habitual.
Juzgue el lector el asombro de la inglesa (ésta era
rubia) cuando al revolver el cónsul el té en una finí-
sima porcelana de China, retiró entre sus dedos, de
la cucharilla, un pelo finísimo y retorcido color oro
viejo...
— ¿Qué es?— preguntó la inglesa. Y álos reflejos de
aquel hilito rizado, subió el sofoco á las mejillas
de la dama tan súbito como la explicación á su
buen sentido.
— Nada, señora, — repuso imperturbable el diplo-
mático. Un pelo de camella que trajo vuestro té de
caravana.
32
RICARDO BURGUETE
El «Alfonso XIII» entraba al caer de la tarde en
pleno dominio del mar índico, navegando en deman-
da de Colombo.
IV
La isla de Socotora, primero, y las Maldivas des-
pués, distrajeron momentáneamente la atención del
pasaje en las monótonas singladuras de travesía
que separan Aden de Colombo.
El calor y el aburrimiento prolongaron las tertu-
lias de las noches, pero á la animación del princi-
pio sucedió una languidez y una avaricia de frases
tal, que hacía de los corros agrupación de noctám-
FILIPINAS — 3
34 RICARDO BURGUETE
bulos que se revolvían en las perezosas con indo-
lentes posturas.
No eran los días más divertidos. Excepción hecha
del grupo obstinado y numeroso de los jugadores,
el resto de las gentes paseaba, codeando, la impa-
ciencia sobre cubierta, leía ó dormitaba ó agrupá-
base después de las comidas para disputar.
Comenzaron las prevenciones y las antipatías y
éstas incubaron los odios. Odios enconados, feroces:
odios salinos que tienen la rara virtud de evapo-
rarse al saltar á tierra como salpicaduras de agua.
Sorprendí disputas en los rincones; miradas de
odio cruzadas en el comedor, en los pasillos y hasta
en las dulzuras del sexo débil; de noche, en el gran
corro, creí notar síntomas de pasión idéntica en ri-
sitas impertinentes, en reticencias agudas y en son-
sonetes que subrayaban la intención de las frases.
El «Alfonso XIII» sereno y majestuoso, hendía las
aguas con rumor blando y daba al viento su pena-
cho de humo, que á borbotones cantaba en la alta
chimenea la rítmica canción que por la popa ento-
naba la hélice entre hirvientes espumas.
En un amanecer purpúreo y diáfano alcanzamos
á divisar el opaco costrón de Punta de Gales. Entre
diez y once de la mañana fondeó el buque en el
puerto de Colombo.
Colombo es el principaljpuerto de la Singhala de
LA guerra! 35
los indios, Trapobana de los antiguos y Ceilán de
los modernos.
ün sexto de milla escaso distábamos del muelle
y á él se nos permitió abordar después de la visita
ritual de la Sanidad.
Los remeros malabares que nos condujeron en la
lancha al embarcadero eran dos fornidos mocetones
de obscuro y barbudo semblante, cuyos varoniles
rasgos contrastaban con sus cabelleras recogidas en
rodete al rededor de la cabeza, y adornada ésta
con peinetas de concha. Cabellos y peinetas hacían
juego con las largas faldas con que cubrían las pier-
nas. Pero las barbas y la varonil estructura de sus
vigorosos cuerpos formaban feroz despropósito con
los adornos femeninos.
Después de almorzar en el hotel más inmediato
al puerto, decidí con varios compañeros recorrer la
población.
Varios vehículos nos salieron al paso para facilitar
nuestro deseo. Elegimos uno arrastrado por caballos
de poca más alzada que perros. Y á el subimos, des-
pués de abrirnos trabajosamente paso entre los in-
numerables cochecitos de un solo asiento, arrastra-
dos por indios trotones. Todas las diversas castas
de la India tienen representación en aquel oficio
duro é inhumano: el vedda, el síngales, el malayo y
el indio con su diversidad de trajes y de aspectos;
36 RICARDO BURGUETE
todos servíanse ordinariamente de un cinchuelo de
correas para arrastrar el coche.
Atravesamos las principales calles del barrio Eu-
ropeo, por cuyas rectas alineaciones se destacaban
á uno y otro costado suntuosos edificios y lujosos
bazares, separados entre sí por Jardines de una fron-
dosidad y belleza paradisíaca.
Las afueras de la población son de maravillosa y
espléndida hermosura. Hileras de plátanos, de co-
coteros, de naranjos y guayabos formaban la plana
menor, la talla mediana de aquella vegetación ex-
uberante en la que se destacan los bosques de ga-
llardas palmeras, de frondosos ébanos, de incorrup-
tibles teks (árbol del hierro), de lechosos sándalos,
de purpurinos agaleches y de gigantescos bambúes.
Surge la descomunal flora de entre un mar de
tupida y multicolor hojarasca. Deliciosos chalets ó
míseras chozas dejábamos á ambos lados del cami-
no; y el que á la sazón seguíamos estaba á aquellas
horas concurridísimo por innumerables cochecitos
portadores de correctos ingleses ó de irreprocha-
bles inglesitas que, con indiferente mirada, cruzaban
por entre las hileras de indios y de indias de bron-
ceada piel y de esbelto cuerpo, que al volver de su
trabajo sorteaban ceremoniosamente los coches am-
parándose en ambas cunetas del camino. Por uno
hondo que bordeaba un lago cuajado de nenúfares
y lotos bajo una bóveda de ramas y de hojas entre-
¡LA guerra! 37
lazadas, fuimos á dar en la Pagoda. Vasto edificio
reedificado sobre unas ruinas y en cuyas inmedia
clones yacen esparcidos por el suelo fragmentos de
gigantescas columnatas.
Prefería las bellezas del exterior á la contempla-
ción de las joyas y tapices que encerraba el recinto
de la Pagoda.
Un Budha de porcelana, abotagado y monstruoso,
resguardado en un enorme vitrina, mostraba al des-
nudo un descomunal ombligo que el síngales cice-
rone nos mostró con religioso y revererente ade-
mán.
Salí del templo ante la pesada explicación del
guía que, con palabras afiliadas á todos los idiomas,
tratábale explicar algunas sentencias de un enor-
me libro garabateado en pali y titulado «Mahawan-
só», según pude entender. Libro que trata de la
genealogía de los grandes, escrito seis siglos antes
de JC. y repleto de episodios épicos muy seme-
jantes á los que narró Homero.
Volvimos á desandar camino sin decidir alar-
garnos por el que conduce al famoso bosque de la
canela.
El calor era sofocante y los rayos del sol tropical
de las primeras horas de la tarde, filtrándose á tra-
vés de hojas y ramajes, quemaban con la sensación
de estrías de fuego.
De regreso contemplaba á nuestro paso la multi-
38 RICARDO PURGÚETE
tud de diversas razas nacidas sobre aquella tierra
fértil y fecundas todas ellas con la fecundidad po-
derosa del continuo cruce.
Bandas de rapaces seguían pegados á las chillo-
nas faldas de las esculturales indias que daban al
descubiertos la piel bronceada de sus esbeltas pier-
nas y ebúrneos brazos, ceñidos con ajorcas y braza-
letes de plata.
Los indios, cubierta la cabeza con descomunales
multicolores turbantes, marchaban con majestuoso
paso, dando al sol sus bronceadas espaldas, desnu-
dos de medio cuerpo arriba.
A medida que nos acercábamos á la población,
contemplábamos en nuestra marcha tipos originales
ó indefinidos, representantes de una variedad de ra-
zas ó de mezclas y procedencias enigmáticas: el
malabar, el síngales, el malayo, el indú; y éste
con sus múltiples variedades, el hil, el goml, el kol, el
korku, el2mliahj el redda. Todas las populosas cla-
sificaciones humanas que hacen de la India el país
más poblado del mundo después de China.
Bajo la abrasada caricia del sol de los trópicos en
las primeras horas de la tarde; en medio de aque-
lla tierra ardiente preñada de una vegetación luju-
riosa, viendo desfilar los variados ejemplares de
aquella raza de indús pictórica y vigorosa, llegué á
pensar á qué extremos de populación hubiese llega-
do aquel pueblo de doscientos cincuenta millones
¡LA guerra!
39
de habitantes, si sacudiendo su yugo y su miseria
hubiera logrado contrarrestar las grandes hambres
periódicas y las pestes endémicas que tributaban á
la muerte pueblos enteros y seres aislados por cente-
nares de miles.
Los cuatrocientos millones de budhistas reclu-
taban en el Indostán su mayor contingente.
Recordé el Budha de la vitrina, abotagado y
monstruoso, dando al desnudo su descomunal om-
bligo. Su ombligo simbólico: el nudo que encierra la
vida del triste ser parido. El nudo disforme que el
pobre síngales señalaba reverente y religioso y de
cuya misteriosa encarnación y pureza me habló al
salir del templo, con menos elocuencia que la que
ámis sentidos mostraba aquella fecunda tierra,
preñada de una vegetación lujuriosa y fértil, vivero
de todas las semillas.
Cuando volvimos á bordo, multitud de lanchas
y toscas piraguas bailoteaban sobre el mar á los
costados del buque.
—¡Eh! ¡ehóe! ¡peseta á la maire! ¡á la maire!
La diversión era idéntica que en Aden. Rapaces
de toda la diversidad de razas indostánicas moja-
ban su piel bronceada, su piel amarilla, su piel ro-
jiza, su piel de color de indefinida mezcla, zambu-
lléndose en el mar á chapuzones. Un grupo, el más
numeroso, alzábase á ratos y puesto de pie sobre os-
cilante y larga piragua entonaba un andante de
40 RICARDO BURGUETE
Folies Bergére, acompañado por el repetido y con-
tinuo sonar de los brazos doblados sobre el mojado
y desnudo cuerpo, con una agilidad acompasada y
una rapidez tal, que más que movimiento de brazos
parecían trémulas palpitaciones de ala.
A la caída de la tarde comenzó á desplazar el bu-
que, y con blando movimiento salimos en busca de
la boca del puerto. Al cruzar por las inmediaciones
de un trasatlántico francés que conducía tropas al
Tonkín, el pasaje y la tripulación de ambos expe-
dicionarios prorrumpieron en atronadores vivas, sa-
ludándose con gorras y pañuelos. Muy pronto que-
dó como una diminuta mancha por popa la bocana
del puerto y doblamos Punta de Gales.
Del lado de la costa esfumábase en el confuso
fondo del crepúsculo, que se extinguía por la ban-
da opuesta, el gigantesco pico de Adán.
íbamos á entrar en dominio del golfo de Benga-
la. La campana llamó para comer. Cuando salimos
á cubierta habíanse encendido á bordo las luces. El
pasaje que había sacudido en tierra odios y aspe-
rezas recobraba la charla de los días de buen hu-
mor, y cambiábanse impresiones de diversas co
rrerías y con los semblantes alborozados aspirábase
con fruición, en medio de la noche serena y tibia,
el ambiente salino y saturado de fuertes emanado
nes de brea y alquitrán. Las mismas emanaciones
que constantemente exhalaban los rincones del bu-
]LA guerra! 41
que y que en horas de aburrimiento revolvían la
irascibilidad, poniendo los nervios en tensión.
Por aquel entonces me sentaba invariablemente en
mi banco con los estudios históricos de Macaulay, y
era de todos, el de lord Olive mi más predilecto.
Mirando la red tupida de sombras que inunda-
ban el golfo de Bengala repasaba por mi imagina-
ción todas las hermosas páginas del colosal conquis-
tador de la India: el boh infantil atronando á sus
padres con sus juegos belicosos; después el triste
empleaducho de la compañía inglesa provocando un
duelo en circunstancias terribles para dar notorie-
dad á su apellido. Más adelante sus audaces empre-
sas; su ingreso en el ejército. Y por fin, las dotes
militares que en las primeras acciones de guerra
fueron nuncio de su excepcional talento y que le
abrieron crédito y fama para desenvolver sus facul-
tades y arriscarse con fortuna en la tarea de acabar
con todo el poderío francés de Pondichery y con-
quistar la India.
De la talla de Hernán Cortés y de Pizarro, lord
Olive dio á su patria un continente inmenso, y cuan-
do viejo y achacoso reposaba sus quebrantos entre
lauros y glorias, la más negra ingratitud alzó la
opinión en contra suya y tuvo la horrible suerte de
acabar sus días odiado de su pueblo, que luego, arre
pentido, trata de enmendar la injusta obra cuando
ya la muerte, más piadosa que los hombres^ había
42 RICARDO BURGUETE
recogido en su seno los despojos del héroe. ¡Misera
inconstancia humana!
Saltaba la brisa de tierra por la proa y á impul
sos de la arrancada vibraban melodiosas las jarcias
bajo el capuz de las sombras. El pasaje, contras-
tando con los pasados días, charlaba alborozado y
contento, amenazando no levantar la velada hasta
muy tarde.
Los días y las noches sucediéronse sin inciden-
tes.
Una tarde, muchas horas después de haber per-
dido de vista el pardusco manchón de las islas Ni-
cobar, un inesperado suceso llenó de emoción y
sobresalto á los pasajeros.
El buque fué perdiendo repentinamente la mar-
cha y en breves instantes paró en seco.
Al interrogar el horizonte alguien, desde cubierta,
señaló un punto negro sobre la tersa superficie del
mar.
— [Náufragos! ¡náufragos! — La emoción subió de
punto y agolpó el pasaje á una de las bandas. Es-
taba explicada la causa de la parada repentina y
cada cual se esforzó en investigar, con ayuda de los
gemelos, cuántos eran los supervivientes de aquel
horrible siniestro: del eterno drama que en el de-
sierto Océano representa el horrible infortunio de
un puñado de seres agarrados crispadamente á un
montón de tablones.
¡LA guerra! 48
A pesar del desusado movimiento de la tripula-
ción, no vimos poner mano á los botes ni efectuar
maniobra alguna preliminar del salvamento.
— Pero ¿qué hacen?— preguntaron angustiados los
más impacientes.
El sobrecargo, picado por nuestra curiosidad, vino
á sacarnos de dadas y deshizo risueño nuestra ilu-
sión de momento.
No había tales náufragos. Aquel punto negro
era un tejido de madera y broza arrancado á la
costa. La fantasía de uno y la sugestión de todos
hizo surgir el drama. El buque había parado por el
desarreglo de un tornillo en una de las bielas de la
máquina.
El calor, (-in la brisa de la arrancada, se hacía in-
soportable bajo un sol que refulgía en las aguas y
chorreaba fuego. Gozosos fuimos á refugiarnos bajo
los toldos riendo de buen grado nuestra impresio-
nabilidad fantástica.
Muy entrada la noche atravesamos el estrecho de
Malaca, por su parte angosta. El monte Ofir desta-
cábase opaco en el manchón sepia de la sombra.
Al ras del agua encendíase y parpadeaba, con san-
guinolenta pupila, el faro rojo de Salangore. A lo
largo de la costa y entre las tinieblas, corría desa-
ladamente una luz. Confusamente llegamos á distin-
guir la luminosa bruma de las luces de Malaca.
Sobre los innumerables arrecifes é islotes de la
derecha, multitud de faros parpadeaban á interva-
los en la sombra como vigías recelosos que escu-
driñaran las tinieblas.
46 RICARDO BURGUETE
Fué preciso, para entrar en Singapoore, aguardar
al día, y con él enfilamos el estrecho canal, cubier-
to de vegetación lozana, que da acceso á la pobla-
ción. Como en todas las posesiones inglesas, abun-
daban ios chalets y villages, por los alrededores de
la población. Y en tan encantadores retiros se alza-
ban los edificados en ambas márgenes del canal,
que no hubiera podido agrupar más bellezas en sus
contornos la mágica musa de un cuento de hadas.
No descendí al muelle donde atracó el buque,
porque iban á ser muy escasas las horas de estación.
Me contenté con ver, desde lejos, los hermosos edifi-
cios y los recortados jardines de la ciudad Euro-
pea, á cuyas espaldas se dilataba en gran extensión
la barriada indígena.
A lo largo del muelle negruzco y sucio, larga hi-
lera de vapores abastecíase de carbón como el nues-
tro. Resistí la suciedad de la maniobra, y por largo
rato estuve contemplando en una de las bordas un
enjambre de chinos ruines y amarillentos, que, como
mirladas de hormigas, subían incesantemente el
carbón en cestos, por las rampas que desde el mue-
lle daban acceso á los buques.
£1 repugnante aspecto de los trabajadores man-
chados de amarillo natural y de negro mugre, hacía
juego de pobreza con sus holgados y harapientos tra-
jes. Entre el ir y venir incesante de los cestos que
chafaban las coletas en las espaldas, elevábase una
¡LA guerra! 47
charla nasal y plañidera que trascendía á lamento y
sonaba á queja, é iba á naezclarse, allá á lo lejos, en
los confines del muelle, con el quejido de las res-
quebrajadas maderas de los barcos, al rozar en los
bloques de las apartaderas. Un grupo de cipayos de
arrogante presencia atravesó el muelle y subió á la
cubierta de un enorme y panzudo vapor inglés.
El comercio de todas las naciones fuertes de Eu
ropa tenía numerosa representación en aquel vasto
puerto comercial, y por unas horas nos abríamos
nosotros lugar entre asiduos y múltiples pabellones
de los pueblos fuertes y emprendedores.
Extramuros de la ciudad, la costa dilátase en
pendiente suave por la parte oriental. Todo el espa-
cio que alcanzaba á descubrir la vista poblábanlo m-
mensos y feroces bosques, que iban á perderse en
los confines del norte. En el fondo de estas espesas
y descomunales selvas, vivían los birmanos y las
tribus bravias del interior, que cuando se cansaban
de dar caza á las bestias carniceras que infestaban
los montes y los llanos, salían á realizar sangrientas
correrías, que los ingleses dominadores castigaban
con mano dura é implacable.
A media tarde abandonamos el puerto, para bus
car s^lida al mar de la China. Pasó el «Alfonso XIII»
muy cerca de la escuadra Rusa, á tiempo que ésta
saludaba á la plaza con su potentes cañones.
48 RICARDO BURGUETE
Volví la vista al lejano muelle. Sobre las innu-
merables arboladuras que sembraban el puerto, re-
petíanse en abundancia, flotando al viento, las ban-
deras de todas las naciones de Europa. La nuestra
plegada en popa y en su solitaria humildad,'' aban-
donada de momento por la brisa, tardó poco en
arriarse. Cayó sobre cubierta al plegarla, y palpitó
con aleteo de pájaro moribundo. Tristemente se
asoció á mi pensamiento el recuerdo de la patria
desangrada en Cuba, y que acababa de recibir nueva
herida en el costado de sus Indias orientales. Todo
eirsiglo defnuestro despedazamiento^interior y colo-
nial se evocó en mi mente. La grandeza británica me
recordó durante todo el viaje nuestra pasada gran-
deza; y el esplendor y el poderío comercial de to-
das las naciones exageró la miseria y el enflaqueci-
miento nuestro. Por aquellos mares, como por to-
dos, pasearon las tajantes espadas de nuestros
inmortales conquistadores, y en cada uno de los
viajes cortaron para la madre patria trozos de ex-
tensos y sazonados reinos. Pero la labor de la con-
quista abandonábase al simple esfuerzo de las ar-
mas, y de ella vivía apartada y recelosa la industria
y el comercio de nuestros hermanos. Ningún capi-
tal se aventuraba en las Indias; bastante era con
llevar á ella la sangre de los aventureros meneste-
rosos, y éstos llegaron á ser tantos como la codicia
¡LA guerraI 49
y el hambre hizo surgir del yermo y abandonado
suelo patrio.
No tardó en hacerse sentir la obra de tan funesto
sistema: cuando la patria quiso remediar sus males
interiores, el territorio de las colonias fertilizadas
para la guerra con la abundante sangre de aventu-
reros y conquistadores, sintió el abandono de la
metrópoli, y con él, juntamente al vigoroso anuncio
del comercio europeo, leyó nuestra pobreza, y ella
dio alas á un puñado de hijos, herederos de los
aventureros de otra época, para alzarse al grito de
Independencia con todo el ardor que en los sedi-
mentos de sus venas pusieron tres siglos de con-
quistas, violencias y aventuras. Ya era tarde, muy
tarde para reconquistar con la labor comercial del
progreso á aquellos olvidados territorios; y exhaus-
ta con el último esfuerzo de hombres que la na-
ción hizo, perdía España el más vasto imperio colo-
nial del mundo. Entre tanto otros pueblos, con una
labor modesta de conquista, bien secundados por el
comercio y la industria de sus hermanos, iban ad-
quiriendo extensos mercados; no cambiando sangre
por oro, sino economizando ambos productos y di-
latando la conquista con la próvida é incansable
tarea del trabajo y del común esfuerzo.
En ambas Indias ya sólo nos restaban dos merca-
dos del inmenso dominio colonial, y casi al mismo
FILIPINAS — 4
50 RICARDO BURGUETE
tiempo alzábanse en rebeldía los dos. Era preciso
hacer un esfuerzo, sujetarlos á la par; y allí irían, en
lo sucesivo, barcos y barcos cargados de tropas re-
clutadas en la miseria, y que con el sentimiento pa-
trio adormecido por las continuas luchas intestinas,
apenas si tenían conocimiento del problema comer-
cial de vida ó muerte que iban á resolver.
Perdióse el puerto en la lejanía, y la distancia
tragó el color y la forma de los múltiples pabello-
nes extranjeros y de las innumerables arboladuras.
A pocas millas de marcha, la campana del puen-
te anunció buque á la vista, y muy pronto se di-
vulgó la noticia de que el barco que con majestuo-
so andar se acercaba por la proa, era el «Colón» de
la misma compañía, y con el cual hice yo mi viaje
al regreso de Cuba.
Movióse la tripulación alborozada. Se prepararon
las banderas de saludo, y se subieron los cohetes de
señales. El pasaje puesto en pie, vibrante y emocio-
nado, aguardaba el paso de los compatriotas, que
iban de vuelta á la querida tierra en donde todos
habíamos dejado los seres queridos.
Al fin, después de veintiséis días de navegación, vi-
mos tremolar en otro barco la bandera roja y gualda.
Cruzaron muy cerca los dos buques, entre el ron-
co saludo de sus potentes sirenas, los estallidos de
las bengalas y el flamear de banderas y gallardetes.
La ansiedad y la emoción asomaban á los sem-
LA guerraI 51
blantes de los pasajeros subidos en las sillas. En la
cubierta del «Colón», agrupábase una muchedumbre
de soldados vestidos de rayadillo que saludaban
agitando sus sombreros de paja.
Un ronco gemido de sirena hendió los aires, y
fué seguido de un débil y trémulo ¡viva España!
venido á lo largo de las aguas. La explosión estalló
delirante en el «Alfonso XIII»; y entre vivas que
pugnaban con sollozos, una entusiasta salva de aplau-
sos saludó á los enfermos, á los heridos y á los in-
válidos, que la guerra devolvía al regazo de la pa-
tria y de la madre cariñosa.
Esfumado el «Colón» en el horizonte entre la nube
de humo que dejaba á su paso, arrióse la bande-
ra, que, después de tremolar con agotado esfuerzo,
cayó sobre cubierta con palpitante aleteo de pájaro
moribundo.
La travesía por el mar de la China, en los días
sucesivos, fué durísima, y sus crudezas mantuvieron
á la mayoría del pasaje encerrado en los camarotes.
A la puesta del sol, del cuarto día, se alcanzaron
las costas de Luzón, y fué la elevada cordillera de
Mariveles la primera tierra que se divisó del archi-
piélago magallánico.
El mar retiró aparentemente de su superficie la
borrascosa actitud; pero guardando sus rencores en
lo más íntimo, los dejaba sentir á ratos con lo que
los marinos llaman «mar de fondo».
52 RICARDO BURGUETE
La alegría de ver costa, y de tocar el térnaino del
viaje, hizo valientes aun á los más inseguros. Y
poco á poco las caras, de un verde alga, empezaron
á invadir la cubierta.
Trasponíase el sol por proa, entre carmines y mati-
ces rojos de color dulcísimo, cuando atravesábamos
el único canal viable que con Luzón forma para entrar
en la bahía de Manila, la pequeña isla del Corregidor.
Dejamos á la izquierda el puerto de Mariveles, y
doblando un promontorio de rocas, entramos de lle-
no en la dilatada bahía, cuya extensión le hace ase-
mejarse á un golfo.
Por la banda de babor, extiéndese hasta más allá
de los confines del horizonte visible, la profunda
ensenada de Bulacán y la Pampanga. Por estribor
la cordillera del Sungay descendía en suaves pen
dientes hasta la lejana y recortada costa. En ella
están Bacoor, Cavite, Imus, Noveleta: el teatro de
las últimas acciones, que, según noticias, estaba en
poder de los insurretos.
En el fondo y por la proa, se distinguía una linea
confusa de montes y de costas.
Cuando salvamos el espacio que nos separaba del
fondeadero, la noche había cerrado por completo.
Y dando vista á Manila, cuyas diminutas luces
chispeaban en una enorme extensión como disper-
so y mortecino rescoldo, paró el f Alfonso XIII» la
marcha, y quedamos á la socapa aguardando el día.
VI
Fui á alojarme en el hotel de Oriente, situado en
Tondo, nombre primitivo de Manila, y hoy de uno
de los arrabales más extensos de la ciudad.
Diéronme habitación espaciosa en la planta baja
y en el fondo de un largo y anchuroso pasillo, pavi-
mentado con ricas y suntuosas maderas.
La cama, que ocupaba el centro de la habitación,
en cuyo anchuroso espacio holgaban los muebles,
desaparecía bajo un doble y tupido mosquitero.
Me llamó desde luego extraordinariamente la
atención una tercera almohoda, que á lo largo del
54 RICARDO BURGUETE
lecho ocupaba el lugar de un cuerpo. A mis pregun-
tas replicó el bata (criado indio), que era para dor-
mir abrazado á ella. ¡Extraño uso y raro capricho!
Sacudiendo la indolencia del viaje y con activi-
dan impaciente, cambié de ropas y salí á la calle
decidido á hacer mis presentaciones oficiales en
aquel mismo día.
Seguí á lo largo de anchurosa plaza en que estaba
situado el hotel, buscando en la acera de la sombra
amparo á la abrasada caricia del sol que, sobre un
cielo de azul purísimo, caldeaba el ambiente lumi-
noso con hálito de fragua.
Pausados, soñolientos carabaos, doblando la cer-
viz al peso de su enorme cornamenta, arrastraban
largos carretones y guiados por indios hacían el trá-
fico por la calle en que abría el camino del puerto.
Me crucé al paso con infinidad de indios y de in-
dias que me hicieron el efecto de una sola pareja
repetida. Ellos con las almidonadas camisas por fue-
ra del pantalón y éste dejando al desnudo, desde la
rodilla pie y pierna. Cubrían la cabeza con sombre-
ros de paja ó con pañuelos de colores y quienes no,
llevaban al descubierto una maraña de pelo tan tu-
pido y crespo, que era bastante á protegerles el crá-
neo y casi á explicar la razón de la menos que me-
diana talla de los poseedores de aquellas cabezas de
achatado occipucio, de pómulos salientes y de nariz
roma, que bajo el tono quebrado y terroso de la piel,
[LA guerra! 55
casi desaparecían su color y rasgos con el manchón
retinto de cabellos que bajaban hasta invadir la
frente.
Ellas, con transparentes y vaporosas chambras
escotadas hasta dejar al descubierto uno de los hom-
bros, caminaban arrastrando en los pies pintadas ó
negras chancletas de suela de madera, dando rienda
suelta, á lo largo de la espalda, á la hermosa cabellera
y moviendo con gallardía, no exenta de gracia, los
brazos que á su impulso y aire hacían cimbrear ca-
denciosamente las caderas, ceñidas bajo la estirada
y obscura sobrefalda que, ajustada á la cintura y no
pasando de las rodillas, velaba lo que el pudor exi-
ge, dejando á la vaporosa tela de los bajos transpa-
rentar las piernas.
Con idénticas fisonomías, sólo la dulzura y suavi-
dad de los rasgados ojos distinguía los semblantes
de ambos sexos.
Crucé el barrio chino, inmediato á la plaza. Por la
calle principal y á través de los soportales que se
extendían en hilera sobre sus dos costados, vi á la
puerta de los tabucos lóbregos y de las mezquinas
tiendas, llenas de compradores, un numeroso pue-
blo chino de faz amarillenta, de aspecto enfermizo,
que fumaba opio sentado en indolentes posturas, ó
mascaba buyo (nuez de bonga, hoja de betel y cal).
El buyo, que yo había visto á mi paso en la boca
de indios y de indias tiñendo los labios y la encía
56 RICARDO BURGUETE
de un rojo subido que daba diversamente á los ros-
tros semblanzas de clown ó aspecto de ferocidad
canibalesca. Dejé la barriada china que trascendía
con emanaciones acres y picantes, y doblé la plaza
que conducía á la Escolta.
A lo largo de la calle de este nombre y ocupando
la planta de altos y suntuosos edificios, extendíase
el comercio europeo.
En aquella hora, era tal la concurrencia de com-
pradores que discurrían por las aceras, y de landos,
carromatas, quilers y toda suerte de coches que circu-
laban á lo largo de la calle para buscar la revuelta
del puente, que se hacía imposible la marcha, y tuve
necesidad de subir á un lando para que me condu-
jera á la ciudad murada.
Abría el puente de España, soberbia construcción
de piedra y hierro, en un ancho boquete, inunda-
do de luz viva, bajo una finísima nube de polvo
que chispeaba al sol y chorreaba abrasado fuego.
Kn ambos costados del estribo de entrada una pare-
ja de la guardia veterana, indios de robusto talle,
graves y circunspectos bajo el casco de fieltro, y es-
tirados dentro de sus azules uniformes que deja-
ban al desnudo pie y piernas, exigían riguroso tur-
no para la entrada y salida de carruajes.
Cruzamos al paso. De lo largo de la acera de am-
bos pretiles, iba y venía una muchedumbre vestida
con tonos claros y colores chillones: indios, indias,
¡LA. guerra! 57
soldados peninsulares, soldados indígenas, mestizos
y mestizas trajeados con dril blanco de deslumbra-
dora tiesura, á usanza de los empleados peninsula-
res. Marcando sonoramente el paso, circulaban los
carruajes por el centro llevando á los más perezosos
ó diligentes. El Pásig deslizábase mansamente á
nuestros pies y y sobre sus aguas corrían los vapor-
citos de arboladura rasa que hacen la travesía por
el rio ó deslizábanse pausadamente, y con ayuda de
tiquines (pértigas), convoyes de enormes lanchones
entoldados con rejillas de bejuco, y repletos y hun-
didos bajo el peso de amontonadas mercancías. Por
la derecha abríanse anchurosas las márgenes con-
vertidas en muelles y á ellas se amarraban multi-
tud de buques de escaso tonelaje, que sumergían
en el agua sus hinchadas panzas de colores grises,
dando al espacio con muelle bailoteo un enjambre
de jarcias y arboladuras, de las que colgaban tol-
dos, banderas, encerados gallardetes y pingos que
ora agitaba la brisa que ascendía por la inmediata
bocana del puerto ó flameaban al sol.
Por la izquierda, fuera del sombrajo que el puen-
te tendía sobre las aguas, bruñíanse éstas á la larga
con la reverberación solar. El río se encajonaba á
partir del puente colgante que divisé por la izquier-
da é iba á perderse en un recodo, llevando sus már-
genes festoneadas por gigantescos penachos de ver-
dura y salpicadas por innumerables chalets que, en-
58 RICARDO BURGUETE
tre ramilletes de follaje, escondían sus encantos de
maravillosa arquitectura.
Por el frente, un sistema radial de avenidas cu-
biertas de sombra y encajadas entre hileras de co-
pudos árboles, servía de cinturón á la ciudad amu-
rallada, que en el fondo, y al final de una rampa,
daba al espacio las agujas de sus torres y las aristas
de sus altos edificios mal resguardados por el bajo
y sombrío bastión de murallas que chorreaba hu-
medad y musgosa lepra, en medio del reseco y lu-
minoso ambiente de aquel cercano mediodía diáfa-
no y sereno.
Atravesando un puente levadizo, penetramos por
una de las puertas, cuyo rastrillo vigilaba una guar-
dia indígena.
La mayoría de los edificios de la ciudad antigua
son de mampostería y sus casas rectilíneas están
trazadas con arreglo al plan de su inmortal funda-
dor Legazpi.
La vida es menos activa que en los arrabales. Nu-
merosos conventos de soberbia y elegante construc-
ción crucé en la marcha del coche sobre el desigual
empedrado de la calle. La población desliza los es-
casos transeúntes á lo largo de las calles que inva-
riablemente dejan una acera en sombra; y entre
aquéllos abundan las parejas de frailes de todas las
comunidades: agustinos, recoletos, capuchinos, do-
minicos, bajo sus hábitos blancos, parduscos ó ne-
¡LA guerka! 59
gros, que, arrastrando perezosaroente las sandalias á
lo largo de las aceras hablan, en voz baja, y marchan
acompasadamente entre el cascado sonar de las cuen-
tas de sus largos rosarios.
Bruscas ráfagas de brisa aventan la parte alta de
la ciudad que mira al mar y enfilan las calles, im-
pregnándolas de húmeda y deUciosa frescura. Un
incesante repiqueteo de campanas de grandes y
agudos sones envuelve la vetusta Manila, que, den-
tro del circuito de sus leprosas murallas, duerme la
ausencia ó la pereza de sus moradores, bañada de
luz y de sol ardiente en la cima de sus altos edifi-
cios y mojadas en sombra y ahogadas en sepulcral
silencio las múltiples callejas.
Rueda el coche perturbando la paz augusta, la
serenidad claustral ungida de misterio y de sombra
que envuelve la ciudad, cuyo silencio se interrumpe
á intervalos por el taconeo de los escasos transeún-
tes, los golpes de las puertas al cerrarse, el andar
acompasado de las patrullas de servicio ó el blando
y silencioso roce de las sandalias de los misioneros.
Fuimos á desembocar en la plaza de la Catedral,
suntuoso templo edificado en 1879, de carácter
grave y severo, estilo bizantino, amasado en las im-
purezas del gusto moderno. Ocupa uno de los teste-
ros de una plaza cuadrangular, improvisada en ra-
quítico parterre, y en uno de cuyos costados se alza
la Capitanía general.
6U RICARDO HURGUETE
Por dentro y por fuera respira el edificio fingida
gentileza y majestad rococó. Un zaguanete de guardia,
armado de punta en blanco y de alabarda, destaca-
ba una pareja en los primeros peldaños de la mo-
numental escalinata que, á semejanza del artesona-
do, tiene de regio lo que escasamente le sobra de
teatral.
Cumplida mi misión ordenancista y cortés, volví
á los arrabales é hice alto para descansar en la taba-
quería de la calle de la Escolta.
Cariñosos saludos de innumerables combarcanos
y estrechos abrazos de antiguos compañeros de guar-
nición ó de colegio precedieron antes de que pudie-
ra tomar rincón en alguna de las repletas mesas.
Reuníase allí el elemento peninsular y sólo se ha-
blaba de guerra y de los últimos sucesos. Oficiales
apoyados en muletas ó llevando los brazos en ca-
bestrillo, convalecientes de sus heridas, contaban les
horrores del hospital ó daban detalles interesantes
de las últimas acciones. Enloquecido por las narra-
ciones, por las voces y por el humo pesado del taba-
co, salí á la calle, después de apurar un vaso de gi-
nebra, decidido á regresar á la fonda, donde debía
de aguardarme el almuerzo.
Crucé la Escolta entre la maraña de carruajes y
los apretujones de las gentes. Me interné en el ba-
rrio chino, cuyos comerciantes seguían impertur-
bables en las puertas fumando estrechas pipas que
¡LA guerra! 61
infestaban el aire que, caldeado por el sol, enloque-
cía los sentidos, y me dirigí á la plaza sorteando los
coches que desfilaban presurosos y los pausados ca-
rretones que los cornudos carabaos arrastraban con
soñoliento paso, siguiendo la huella de los con-
ductores, que rumiaban con fruición el buyo que
daba á sus labios rojizo jugo y ponía en sus sem-
blantes achatados siniestra catadura.
El comedor del hotel estaba situado en la planta
baja y cubierto por un toldo. Dábale acceso un pa
sillo adornado con vistosas macetas, y el aposento
de los comensales era un patio cuadrangular en cu-
yo fondo la dueña, tras de un mostrador, hacía las
veces de gran maitre, para que los indios sirviesen
por riguroso turno las múltiples mesas. Las plantas
del pasillo, enfilado por la puerta, y el toldo con-
tribuían á que allí se recibiese una impresión de
deliciosa frescura.
Ocupé una mesita en unión de varios compañe-
ros y esperé el servicio de los indios que, descalzos
y diligentes, corrían por las baldosas, solícitos á to-
dos y atentos á ellos mismos. Con la camisa por
fuera, bordada ó lisa, pero irreprochablemente plan-
chada, acudían á todas las llamadas y servían á su
capricho con aturrullado ademán, no exento de fin-
gimiento y de flema. Muy cerca de nosotros un ma-
trimonio peninsular ocupaba los extremos de una
mesa. Supe por los compañeros antiguos en la casa
62 RICARDO BURGUETE
que el marido era un gobernador de provincia, que
habiendo hecho regular fortuna, aguardaba ocasión
para volver á España con su... (Aquí la malicia puso
en cuarentena el sacramento).
Lucía la graciosa compañera dos riquísimas dor-
milonas, hermanas de la hermosura gentil de su
portadora; y entre frase y frase, arrancada á la indi-
ferencia de una benévola conversación sostenida con
su compañero, escudriñaba discretamente á cada
uno de los recién llegados, segura de atraer una nue-
va mirada de admiración en la numerosa asamblea
masculina que con disimulados cambios de postura
agitábase en las sillas, sorteando las pantallas que á
la avidez de los ojos llevaba momentáneamente el
numeroso servicio.
Segura del efecto, erguía junto al borde de la mesa
su esbelto busto, y sofocada con la borrachera feme-
nina de la vanidad que asomaba á las mejillas de su
nacarado semblante, enmarañado por dorados rizos,
velaba los párpados para con más disimulo enfocar
sus discretas miradas y al trémulo parpadear de ca-
da uno fingía atender á su compañero con exagera-
das muestras de absorta atención y de suspenso re-
cato.
Terminado el almuerzo, que nos entretuvo en lar-
gas disertaciones sobre la guerra, me retiré á mi ha-
bitación dispuesto á escribir varias cartas y á con-
signar en mi diario notas del viaje.
jLA guerra! 63
En esta tarea me sorprendió la media tarde y con
ella la visita inesperada de un compañero de la in-
fancia, empleado hacía algunos años en Filipinas y
que al saber mi arribo vino á abrazarme con senti-
da efusión, y á ofrecerme de paso su coche y sus co-
nocimientos para visitar los alrededores de Manila.
G o arde mis notas, y después de entregar la llave
de la habitación al bata, cruzamos el ancho pasillo,
en cuyo final una inesperada emoción nos detuvo
anhelantes y suspensos... Por una indiscreta abertu-
ra de puerta que abría sobre el fondo de un largo
espejo, destacaba el blanco y nacarado busto de la
exgobernadora, desnudo de cintura para arriba, lu-
ciendo las dormilonas en sus diminutas orejas me-
dio ocultas entre blondas de la rizosa cabellera. Ce-
ñida la sábana en múltiples pliegues, caía hasta sus
pies entre la confusión blanquecina y revuelta de
toallas y espumas de un baño inmediato, en el que
sobrenadaban esponjas.
Apoyábase la gentil moza en el borde de la cama
dando frente al espejo, suelto el frágil y diminuto
pecho, en cuyo fondo coloreaban los botones rosa
de un tono más subido que el que á lo largo de la
tersa y humeante piel, dejaba la huella de la mano-
pla, movida con prolijidad minuciosa por la cria-
da...
Un ligero grito seguido de un portazo y de áspe-
ras reprensiones para la doncella, nos llevó al co-
64 RICARDO BURGUETE
che que esperaba en la puerta, y con él, doblando
el puente de Tondo, dimos principio á la excursión-
Toda ella fué de una hermosura sin fin y tan múlti-
ple, que escasamente puedo hoy recordar bellezas de
luz, de color y de forma. Atravesamos la calzada del
Iris; las inmediaciones del barrio de Binondo; la
calzada de Paco y entre una sucesión de anchas
avenidas sembradas en sus márgenes por gigantes-
cos árboles que entrevelaban pintados y diminutos
jardines, celosos guardianes de primorosas casas de
bambú y ñipa, edificadas entre ramilletes de pal-
meras, penachos de caña brava, y guedejas de des-
mayados plátanos.
Con los aires violentos del brioso tronco que arras-
traba el coche, cruzamos á lo largo de primorosas y
variadas edificaciones de artificio oriental y de gus-
to inspirado en los deliquios de la fantasía ó en las
las realidades arrancadas á la nigromancia de un
vaporoso cuento de hadas.
Toda la flora tropical desbordábase á trozos con
variedad infinita.
Cruzamos calles y más calles de una belleza ori-
ginal y variada.
Tocaba el sol en el ocaso, y al húmedo beso de la
noche cercana dilataban sus poros, abrasados de sol
y sedientos de rocío, el ilangilang, la sampaga, el ca-
lechuchi, el sahiqui, la pasionaria y las infinitas plan-
tas aromáticas.
ILA guerra! 65
Entramos á la hora dulcísima del crepúsculo en
la embalsamada avenida de Malacañang. La entre-
lazada bóveda de las hojas dejaba ver á retazos el
cielo asalmonado de Occidente. Las suntuosas y ele-
gantes ñncas de derecha é izquierda del camino, al-
zábanse gallardas sobre sus pilastras de bambúes y
dejaban entrever al paso, en el fondo de sus abiertas
ventanas y á la luz de farolillos venecianos ó de
enormes bombas de cristal azul ó rojo, toda la dis-
creta riqueza de sus habitaciones, ornadas con gus-
to japonés, cuyo risueño y juguetón estilo armoni-
zaba con los grupos caprichosos y pintorescos de
lomhoys, de guayahos, de naranjos, de cajeles y guaná-
banos, que entre mechones de palmeras esbeltas y
de cañas rizadas que la brisa mecía quejumbrosas,
ornaban el suelo y las paredes divisorias tapizadas
de un musgo finísimo y de un verde entretejido por
multicolores hojas.
Cerró la noche, y encendidos los faroles del tílbu-
ri, rodaba veloz bajo los trechos alumbrados por ar-
cos voltaicos, que se sucedían de espacio en espacio,
y el vigoroso tronco sacudiendo hasta nosotros, á
impulsos de la brisa, la blanca espuma que cubría
sus guarniciones, nos arrebató con carrera vertigi-
nosa hacia la anchurosa calzada que conduce al pa-
seo de la Luneta.
FILIPINAS— 5
66 RICARDO BURGUETE
Al paso abordamos el Malecón y tomamos lugar
en la larga hilera de coches, cuyas luces, formando
á lo lejos graciosa curva, entraban en la fila parale-
la de regreso.
Aquel era el paseo y la vuelta obligada de los co-
ches á lo largo de la plaza, lamida por las olas, an-
tes de entrar en la pista de la Luneta.
Cuando á ella nos llevó el turno, pude examinar
á mi sabor aquella pista de hipódromo, paseo único
y obligado, en cuyo fondo se alzaba un kiosco para
la música diurna, y á cuyo alrededor, en un elevado
y arenoso macizo, paseaba la gente á lo largo de una
hilera de sillas, de seis á ocho.
En aquellas horas eran escasos los frailes que,
arrellanados en el coche con hábitos blancos, hacían
de lejos á la visualidad insegura confundir sus to-
cas con las toilettes claras y vaporosas de las damas*
Éstas, descubierta la cabeza, pasaban reclinadas
indolentemente, saludando á los grupos que ocupa-
ban las sillas con ligeras inclinaciones y discretos
ademanes.
En un lado del paseo y próximo al Malecón, bajé
á refrescar con mi amigo, en un puesto rodeado de
mesas, al raso y alumbrado con farolillos que le da-
ban aspecto de feria.
Poco rato después nos aventuramos por el paseo
en el que se destacaba el blanco y negro de los tra-
]LA guerra! 67
jes, salpicado en los diversos grupos por numerosos
uniformes.
Se hablaba de la guerra; discreteaban entre idíli-
cas miradas los jovenzuelos de ambos sexos; y se
mataba el rato en medio de un polvo finísimos que
alzaban los pies y que no bastaba á aventar la brisa
cargada de humedad venida del rumoroso y ente-
nebrecido mar, alumbrado por el Este con las múl-
tiples luces de los barcos anclados en el fondeadero
y por el Oeste con los lejanos faros y fogatas encen-
didos en territorio enemigo.
Volvimos al hotel. El puente de España abríase
de noche bajo el chorro de luz cruda de los arcos
voltaicos.
La ciudad murada destacaba sus masas confusa-
mente en las tinieblas, y á derecha é izquierda del
río las luces de los villages y de los barcos flotaban
entre las densas sombras, chispeando á la par del
rumoroso y acompasado chasquido de las aguas.
Cené con mi compañero, recordando las bellezas
de la excursión. La pareja del almuerzo ocupaba su
turno en una rinconada, y en el fondo de los azules
ojos de la rubia, creí notar un tono de severidad ira-
cunda al pasear la discreta y vanidosa mirada por
los ámbitos del comedor.
Rendido del trajín del día, me despedí de mi
buen amigo después de larga sobremesa, y me reti-
ré á mi habitación decidido á acostarme.
68
RICARDO BURGUETE
Tendido en el lecho, la voz de la exgobernadora
sonó en el pasillo pidiendo el coche.
Cerré los ojos á la aventura de la tarde, y con
brusca ira tiré al suelo la tercera almohada por con-
siderarla capricho raro y artefacto sofocante é
inútil.
VII
En los días sucesivos mis costumbres se amolda-
ron á las horas, y éstas al empleo habitual de la co-
lonia Peninsular.
El Katipunan era el tema más socorrido de las
conversaciones. Llegué á ponerme al corriente de
los siniestros y espeluznantes detalles de aquella
vasta conjura, que, al fracasar en las logias, había
huido á los campos y en la reseca de los añejos
odios y de las espinosas iras empezaba á prender
con la llama devastadora de la guerra.
El incendio, á fuer de voraz, había invadido casi
70 RICARDO BURGUETE
todas las provincias, y amenazaba devorar todo el
territorio de Luzón.
Los últimos encuentros en Imus y en Noveleta,
al intentar invadir por el mar la provincia de Cavi-
te, habían sido desastrosos para nuestras armas, y
de tan fatales consecuencias que, de no poner pronto
enmienda al desastre, las frecuentes deserciones de
la tropa indígena dejarían los regimientos en cuadro.
El complot katipunesco todavía espeluznaba á
los narradores que escaparon, gracias á la milagrosa
delación de una vieja.
El sobresalto se pintaba en los semblantes al me-
nor accidente callejero: los frailes iban cuando me-
nos por parejas y armados de gruesos bastones. El
elemento peninsular que no formaba parte de las
guerrillas ó de los batallones d3 voluntarios, hacía
del revólver una prenda inseparable del pantalón.
Una mañana, en la Escolta, empezaron á contar-
me la conjura, y quedé emplazado para alargarnos
en el paseo habitual de la tarde, á recorrer algunos
lugares de la acción.
Los riesgos mortales, milagrosamente orillados,
depositaron en la imaginación de mis narradores
todas las vaporizaciones de la fantasía; y al simple
contacto del recuerdo, la tensión fantástica inflaba
la narración con detalles sombríos y horrorosos, cu-
ya realidad escueta y pálida bastaba para poner pa-
vor en el ánimo.
¡LA guerra!
El siniestro Katipunan había reclutado los secua-
ces entre la población indígena, sin distinción de
edad ni sexo: una simple incisión en un brazo bas-
taba á aquellos fanáticos para sellar con su sangre
el juramento; y los afiliados creíanse, desde aquel
momento, desligados de los lazos de la gratitud ili-
mitada y aun del parentesco consanguíneo. El fue-
go sacro de la independencia purificaría los mayo-
res crímenes, y serviría en lo sucesivo para fundir
el cariño, la gratitud, el amor, viejos pretextos, que,
á juicio de los sectarios, servían para soldar los es-
labones de la pasada cadena de esclavitud.
Para todos los casos hallaban ejemplos mis na-
rradores; y para todas las horribles inhumanidades
de la bestia, sacudida por el instinto de la libertad,
tenían casos concretos: ya era un indio que al ser-
vicio de una casa desde su más tierna edad, des-
pués de disfrutar al cabo de muchos años las pros-
peridades de sus dueños, había jurado, ante la afi-
liación, el exterminio de la familia; ya era un rapazue-
lo hecho hombre con la ayuda de un Peninsular, y
al cual á fuerza de favores é indulgencias profesaba
un cariño filial, acaso no ajeno á la fuerza de la
sangre. La madre de los hijos buscaba la ocasión de
vengarse en el progenitor de los suyos. Nadie podía
escapar á las exigencias del Katipunan, y acaso na-
die escaparía de la horrible matanza de peninsula-
res concertada para un día dado. Hombres, muje-
'2 RICARDO BURGUETE
res, niños, todos hubieran sucumbido al puñal, al
veneno ó á la violencia del número, bajo el poder
de una raza que hacía sus adictos por miles y que,
por una simple incisión, purgaba del cuerpo las
afecciones más intimas.
Atravesábamos con el coche, al caer de la tarde,
la calzada de Bilibid para dirigirnos á la de Paco. Los
horrores que entre cara y gesto ponían mis compa-
ñeros en la narración, perdíanse tras de la nubécula
de polvo que atravesaba el lando, en medio de la
apacible y dulce serenidad de la tarde, que entre
carmines y vivos tonos de carne asoleada y oriental
iba á acostarse por Occidente entre nubéculas y en-
cajes rosas bajo el espacio saturado de aromas de
ilang ilang y sampaga.
Veía discurrir, ó asomar á las puertas por las
calles multitud de indios y de indias en humilde
actitud y de mezquina talla, que bajo la crespa ma-
raña de sus cabelleras y sobre el tono multicolor de
sus atavíos, me miraban con semblante bonachón y
respetuoso.
¿Era verdad que, entre aquellas gentes de bonda-
doso y humilde aspecto y bajo aquel cielo de un
azul lánguido y voluptuoso, hubiese sido posible
pensar tantos horrores?
Mis amigos señalaron— en respuesta — las míseras
barriadas de indígenas que, como un mar de seca
broza, se extendían á lo lejos bloqueando Manila.
¡LA guerra! 7o
Aquel era el principal refuerzo; el ejército de reser-
va escogido del asalto, no á impulsos de Katipu-
nan, sino de cuatro siglos de miseria y de hambre
que no habían podido endulzar las abundosas pági-
nas del catecismo dominador.
A la tarde siguiente tomé el tren para incorpo-
rarme á mi destino en San Fernando de la Pam-
panga. Atravesando los barrios de las afueras, con-
templé, desde la ventanilla del coche, por largo
espacio, la oleada de chozas de caña y ñipa, cuyo
pavimento se levantaba sobre el suelo, precaviéndose
del terreno fangoso. Aquellos eran los arrabales de
fidelidad sospechosa y de temida fuerza. Hasta las
inmediaciones de la vía férrea llegaban desparra-
madas las chozas, y en sus ventanas, que formaban
corrido hueco en los cuatro frentes, asomaban fami-
lias de numerosa progenie como múltiples rebaños
que daban al viento y á las moscas sus carnes des-
nudas y achocolotadas.
La miseria de los bajáis (chozas), desprovistos de
ajuar, contrastaba con los grupos de plátanos, de
palmeras y de vegetación riquísima y vistosa que
servía de cintura á aquellas casuchas de aspecto
lacustre que se desparramaban á lo largo de la vía,
separadas entre sí por trozos de terrenos sembrados
de betel y limitados por empalizadas.
Empezamos á atravesar las inmensas llanuras de
aspecto árido y de amarillento tono al tomar el del
74 RICARDO BURGUETE
tallo reseco del palai, segado recientemente á flor
de tierra.
Por nuestra derecha alzábase la línea de montes
de San Mateo, y al frente, salpicando la inmensa
llanura, empenachadas cañas formaban caprichosos
hosquetos ó sinuosas líneas que iban á perderse en
los confines d^l amarillento llano.
Por todas las estaciones formaba, á nuestro arri-
bo, en el andén, el destacamento encargado de cus-
todiar el pueblo afecto y de vigilar la vía.
Sobre las agrupaciones de chozas de los poblados
que dejábamos al paso, erguíase suntuoso el indis-
pensable convento, é inmediato á él alzábase gallar-
da la torre de la iglesia, que daba al vuelo sus cam-
panas, ó permanecía muda y silenciosa invadida
por el solemne estupor de la vasta llanura.
E*n un apeadero, poco antes de atravesar el río
grande de la Pampanga, subió á nuestro tren una
fuerza destacada de la columna que por aquellos
días operaba en San Miguel de Mayumo.
Pude observar que la presencia del soldado, con
traer pegada á la ropa la tierra de aquellas polvo-
rientas llanuras y el sudor hervido al sol durante
fatigosas jornadas, no tenía, ni con mucho, el as-
pecto astroso y agotado que en Cuba.
Perdióse el río de la Pampanga como cinta de
bruñido acero tendida en medio de la aridez de los
llanos. Las vintas veleras manchaban como puntos
¡LA guerra!
75
obscuros la franja refulgente de las aguas, que iba
estrechando á la vista, camino de la desemboca-
dura.
El paisaje, más risueño que en un principio, cre-
cía en vegetación y largas manchas de verdura dul-
cificaban la aridez de las sementeras del palaí.
Anochecido se empezó á divisar por el Norte la
inmensa mole de las estribaciones del Caraballo.
Pasamos muy inmediatamente á un pinac (albu-
fera) del que se alzaron aves patudas, de bajo y pe
sado vuelo. Y muy entrada la noche, y á lo largo de
una alameda de corpulentos y gigantescos árboles,
que la locomotora alumbró dos ó tres veces con la
respiración llameante de la chimenea, ' di arribo al
lugar de mi destino.
VIII
Hice noche en San Fernando de la Pampanga,
y tras largas horas empleadas en preparativos de
marcha que me robaron el descanso, salí á la maña-
na siguiente con mi compañía formando parte de
una columna encargada de operar por la provnicia
de Bataán.
Me tocó llevar la vanguardia y con ella forme al
romper el día en las afueras del pueblo. Seguimos á
lo largo de la carretera de Bacolor, cabecera de la
78 RICARDO BURGUETE
Pampanga. Todo el camino discurrre por entre ba-
rriadas (barmigays), cuyas hileras de casas bordean
los dos costados de la carretera.
Nuestro viaje á lo largo de la polvorienta calzada
fué una marcha triunfal que me hizo por momen-
tos olvidar las funciones de guerra para creerme
transportado á una cabalgata.
A las puertas y á las ventanas de los bajáis, en-
galanados con banderas y banderines, una muche-
dumbre de indios dando al viento los almidonados
faldones de las camisas, descalzos y cubierta la ca-
beza con sombreros de reluciente fieltro, prorrum-
pían á nuestro paso en estruendosos «¡Viva Espa-
ña!», que coreaban un enjambre de mujeres y chi-
cos vestidos con las más chillonas galas de los días
festivos.
La fidelidad ó el miedo dábanse, por igual, á
aullar desaforadamente los vivas.
Muy cerca de Bacolor y á lo largo de aquella sar-
ta de chozas, salía á recibirnos al camino la música
del pueblo.
Dieron en el convento al vuelo las campanas y
la efervescencia de los agasajos llegó al colmo en
aquella población de diecisiete mil almas.
En la plaza que ostenta un sencillo monumento á
la memoria de Anda Salazar, se dio descanso á la
tropa, y los oficiales, después de saludar al goberna-
dor instalado en uno de los tres únicos edificios de
¡LA GUERRA
! 79
manipostería que tiene el pueblo, bajaron á orde-
nar la gente para proseguir la marcha.
Atravesamos el río Betis por un puente de made-
ra y caña y proseguimos la jornada hasta Lubao,
acompañados por la música y seguidos de las ince-
santes aclamaciones de los indios á lo largo de las
barriadas del camino.
En Lubao se alojó la fuerza en el convento y en
él se le sirvió un rancho espléndido, obsequio de
los Padres Dominicos.
Los oficiales y la plana mayor de la columna co-
mimos en el refectorio agasajados cumplidamente
por los padres.
En el amplio comedor invadido por solemnidad
claustral y saturado por las inhalaciones de savia y
sombra que la brisa arrancaba de los copudos ár-
boles del patio y hacía ascender por las altas ven-
tanas, había unido la comunidad varias mesas y en
derredor de ellas fueron tomando poñesión de sus
puestos los comensales y poco después la numerosa
servidumbre india se dio de mano á relevar cere-
moniosamente platos y vinos de una comida abun-
dosa y suculenta.
Recayó la conversación en los sucesos de la gue-
rra. Para los buenos padres sería empresa de pocos
meses la pacificación de aquella campaña, que ellos
contaban vencer con la inconsecuencia y religiosi-
80 RICARDO BURGUETE
dad del indio. Nos dieron detalles de los últimos
movimientos. La insurrección no se había atrevido
á pisar la Pampanga porque temía la fidelidad y la
fiereza de sus moradores, feligreses sumisos, fervo-
rosos cristianos y entusiastas que habían empezado
á adorar la enseña de la patria á fuerza de verla
empleada como dosel en los altares de Cristo.
Las campanas del inmediato templo repicaban
solemnes y graves en lo alto de la torre, y sus vibra-
ciones ensordecían por intervalos la algarada de
voces y músicas con que la muchedumbre indígena
festejaba en la plaza á los soldados.
Alegría majestuosa y reposada que las ráfagas
del viento hacían ascender hasta nosotros con el
estruendo ceremonioso y grave de una fiesta ma-
yor.
No desatendían los padres los honores de la me-
sa y la conversación animada con los buenos vinos
recaía sin desmayo sobre el tema inacabable de la
guerra.
Las únicas partidas que se habían arriscado por
aquellos contornos no se atrevieron á atravesar el
río de la Pampanga inmediato á Florida- Blanca,
punto de descanso de nuestra etapa, á lo que en-
tendí en el jefe de la columna.
Terminada la comida, pasamos á tomar café en
el salón profusamente provisto de sillas de madera
iT>A guerra! 81
enormes, verdaderos sitiales de largos brazos, que
á la usanza del país permitían descansar en ellos
las piernas.
Muy entrada la tarde y despedidos hasta las
afuerae del pueblo con cariñosa afabilidad por los
religiosos, volvimos á emprender la marcha á lo
largo de un camino polvoriento, que bajo una ala
meda de árboles extendía de trecho en trecho man-
chones circulares de sombra.
La digestión en aquella horas robadas á la siesta
entorpeció la marcha de la columna durante los
primeros kilómetros de jornada. A medida que el
sol fué bajando en su carrera empezó á alborear la
brisa venida de las lejanías del horizonte, cerrado
de bosques y teñido en lo alto de carmín. El viento
fué aventando el polvo del camino y sacudiendo
los cuerpos sudorosos avivó la energía del paso de
la columna á través de copiosos maizales, de caña-
verales inmensos salpicados por trapiches (1), segui-
dos de pequeños bosquecillos de bambú, en grupos
alternados por fangosos prados en los que pacían
carabaos, toros y caballejos con mezcla querenciosa,
de poca más alzada que perros.
Noctivaga la columna al perderse en el firma-
mento los últimos reflejos del crepúsculo, prosiguió
• 1) Ingenios primitivos de azúcar.
FILIPINAS— 6
RICARDO BURGUETE
la marcha de un solo tirón y sin descanso hasta
divisar las luces de Florida-Blanca y atravesar las
primeras hileras de chozas vecinas del pueblo.
fí^r^^í
IX
Me tocó en suerte alojar mi compañía en las in-
mediaciones de la finca que eligió el general; y el
dueño de ella reservó habitaciones para mí y mis
oficiales. Llamábase N... era peninsular y llevaba
muchos años de laboriosa residencia en el país; y en
aquel pueblo, los suficientes para haber logrado con
84 RICARDO BURGUETE
la ayuda del trabajo y de la suerte afincarse con
desahogo rayano en la esplendidez.
Su casa construida y ornamentada al estilo de los
chalets lacustres de Manila era un delicioso nido, que
aparecía á nuestros ojos bajo un borrón de ramaje.
Entre la densa sombra de la noche, que los copudos
árboles de la plazoleta en que asentaba el edificio
hacían más espesa, aparecíala casita deslumbradora
y mágica bajo el derroche luminoso de todas sus
abiertas ventanas inundadas de luz artificial y
blanquecina que contrastaba con los pintados refle-
jos de los innumerables farolillos á la veneciana
que, pendientes de la recortada cornisa ó enclavados
en los vanos, formaban caprichosa guirnalda de
multicolores abalorios, cuyos destellos escalonados
con graciosas curvas, á lo largo de las paredes, aca-
baban por formar dos líneas de puntos de suave y
luminoso carmín que bajaban en pendiente por las
balaustradas de la escalinata principal.
En el peristilo, el señor N,.. nos presentó sus
cuatro hijas. De tal modo pesaba en mi cabeza el
sol de la jornada y de tan brusca manera hirió mis
pupilas aquel derroche de luz en medio de las tinie-
blas circunvecinas, que sentí un deslumbramiento
súbito y las hijas del señor N..., ceremoniosas y rí-
gidas bajo la blanca espuma de blondas y encajes
de sus ropas, aparecieron á mis ojos como figuras de
una apoteosis teatral.
¡LA guerra! 85
Muy de madrugada volvimos á emprender la
marcha y en sus primeras horas recordaba las es-
cenas de la noche anterior: la aparición fantástica
de las hijas del señor N..., que á mí se me antojó
ver de primer golpe entre nubes de irisadas benga-
las; el señor N..., con su semblante severo y tacitur-
no, dando á sus palabras, durante la cena y en el
rato de tertulia del jardín, un vigor y una energía
que eran á cada paso vencidas por el desaliento.
Rehice el contraste de aquel nido coquetón engala-
nado espléndidamente á nuestra llegada, risueño
marco del cortés y esforzado alborozo de sus mo-
radores, que aun en aquella noche de fiesta des-
pués de cumplir con sus huéspedes los deberes de
cortesía, lloraron sus pesadumbres entre sorbos de
té, en un rincón del jardín, con la risueña y festiva
luz de las guirnaldas de farolillos multicolores.
El señor N.., viudo hacía dos años, arrastraba una
penosa afección cardiaca, contrarrestada hasta el
presente por la misericordia divina y por los efu-
sivos cuidados de sus hijas. No se forjaba ilusiones
respecto á la insurrección. El amargo pesimismo
de su enfermedad crónica llevábalo á los sucesos
presentes. La devastación de dos de sus fincas por
las partidas, había servido para revelarle con golpe
cruel el próximo desastre de su vida primero y de
su hacienda más tarde. No se hacía ilusiones: lleva-
86 RICARDO HURGUETE
ba muchos años de país; la insurrección sería for-
midable V encontraría á España desangrada. El no
acabaría de ver el desastre, seguiría pronto á su
mujer, muerta y cobijada después de mil afanes
en aquella ingrata tierra; pero sus hijas sin parien-
tes, sin deudos, sin amigos, expulsada España
de aquella colonia feraz, verían el despojo de sus
propiedades y el reparto de aquellos terrenos que
espigó el afán y el desvelo de sus padres. ¡Quien sa-
be hasta dónde llegarían las violencias y las repre
salías de los vencedores!
Animosas las hijas y estremecidas bajo sus tra-
jes ceremoniosos con el sombrío presagio, trataron
como otras veces de esperanzar á su padre.
Fué abriendo el día á medida que avanzábamos
en la marcha, y á poco de cruzar el río, después de
atravesar un extenso cañaveral, apareció á nuestros
ojos el terreno devastado por la última incursión
de las partidas.
Un dilatado mar de ceniza que el viento aventa-
ba en espirales cubría el terreno en que asentaron
los dilatados cañaverales. Aquellas llanuras de un
gris uniforme tenían la lividez siniestra que yo vi
a la mañana en el rostro del señor N... No quiso
rebasar las afueras del pueblo cuando salió á des-
pedir la columna. No quería — según nos dijo — vol-
ver á contemplar la horrible devastación de sus
LA guerra! 87
campos. Por él poco le importaba; al fin sus días es-
taban contados, pero quería disputar toda emoción
dolorosa á sus buenas hijas.
Recordé la despedida en las primeras horas del
alba al pie del peristilo, donde la noche anterior
aparecieron las cuatro muchachas ante mis ojos
como imágenes de una radiante apoteosis teatral.
Modestas, sencillas, llevando en las cabezas las al-
borotadas marañas de rizos del peinado esmeradí-
simo de la noche anterior, salieron á despedirnos
risueñas y para todos tuvieron el encargo de que no
dejáramos pasar al pobre padre de las afueras del
pueblo.
La vista de aquella inmensa extensión de campo
abrasada por la guerra; el contraste de las galas
que vistieron en la noche y el desaliño matutino de
las cuatro huérfanas dio fuerza en mi razón al tris-
te presagio del pobre viejo.
¡Quién sabe sino estaría lejano el día en que
aquellas animosas criaturas, perdida la guerra por
España, vistieran su absoluta orfandad con guiña-
pos de miseria!
El el fondo de la llanura se alzaban manchones
de carcomidas chozas y derruidos trapiches. Por la
derecha las estribaciones del Caraballo erguían su
dentada silueta., cubierta de feraz vegetación.
Muy próximos á una sombría cañada en la que
88
RICARDO HURGUETE
abundaban rastros indicadores de la presencia del
enemigo, la columna hizo alto para refrescar la gen-
te y poco después se volvió á emprender la jornada
extremando las precauciones de marcha.
La columna de operaciones, después de internar-
se en la provincia de Bataán, y tras de algunos días
de persecución infructuosa, hubo de fraccionarse
por compañías para operar en zonas y limpiarlas de
los pequeños núcleos enemigos.
Me tocó de cabecera y centros de operaciones Di-
nalupijan, pueblo estratégicamente colocado y pe-
queño Nijni Novgorod de las provincias de Bataán.
Zambales, Pampanga y Bulacán.
No conservo diario completo de las operaciones
9() RICARDO HURGUETE
realizadas en los tres meses de permanencia en el
poblado; pero viven muy presentes en mi memoria
las fatigas arrostradas á través de los bosques en la
vertiente occidental de la cordillera que corre á lo
largo de la provincia.
El fraccionamiento y la agilidad del enemigo lle-
vábanos, como en Cuba, á perseguirle sin tregua
ni descanso en las aguadas del llano y en las mara-
ñas de la sierra.
Sucedíanse perennes los días y las noches á caza
de un enemigo invisible; y en cada una de las jor-
nadas, tras de marchas penosísimas, bajo el abrasa-
do sol que caldeaba las amarillentas sementeras del
palai recién segado; ó tras de penosas ascensiones
por intrincados dédalos de montañas cubiertas de
vegetación majestuosa y espesa, que nos obligaba á
abandonar las faldas y laderas para buscar paso á lo
largo de ríos pedregosos ó de arroyuelos despeñados
por entre profundos tajos de piedra, íbamos inva-
riablemente á sentar el campamento á la hora en
que lo exigían las imperiosas sombras que gravita-
ban espesándose desde lo alto de los picachos, ó en
que la naturaleza, con ayuda de vegetación laberín-
tica y crespa ó auxiliada por antiquísimos despren-
dimientos de enormes bloques, cerraba el paso con
obstrucción inquebrantable.
Llegamos á fuerza de fatigas sin cuento á plantar
los campamentos en sitios inexplorados. Con gran
¡LA ({UEKRa! 91
asombro de los indios auxiliares (hantaijs), que con-
ducían las raciones de la fuerza, atravesamos para-
jes y caminos del dominio de los negros aetas y para
ellos desconocidos en absoluto á pesar de la vecin
dad.
A la clara luz de los días serenos, en las noches
de luna clara, bajo el sol de los mediodías ardien-
tes, al brillo argentado de la luna reflejada en la
frondosa hojarasca cuajada de rocío, tuve ocasión de
ver, con diversidad de tono de luz y de matices, to-
das las recónditas bellezas que atesoran las laberín-
ticas estribaciones de la sierra de Bataán.
La selva crece gigante sobre las capas de tierra
que recubren las rocas, y su poderosa savia va á fe-
cundar en las entrañas del cuarzo ó del granito las
grietas recubiertas de limus vegetal, depositado por
los baguios;.
Es una rigorosa irrupción de vida que en el vis-
coso derrame de su savia avasalladora va á fecundar
los despojos de la muerte misma. Sobre enormes
troncos abatidos al peso de los siglos, roídos por el
fermento corrosivo de' la descomposición y la muer-
te, asoma una vigorosa plantación de tallos y nuevos
arbustos, esplendorosa y lozana.
La fecundidad poderosa que germina en la muer-
te, á falta de terreno, salpica sus infinitos gérmenes
por doquier, y á través de la honesta corteza, fecun-
da las entrañas de los vivos.
9 ¿5 KICARDO BURGÜETE
Sobre el mangostán, el molave, el camagón é in-
finita variedad de árboles vistosos y gallardos, tre-
pa una tupida red de enredaderas y parásitos que
se enlazan y mezclan á las ba3^as de los euforbios,
arecas y strychnos que, en descomunales y vistosas
arracadas, penden de las frondosas copas de los ár-
boles hasta perderse en la marejada que al ras del
suelo forman las campanillas, los narcisos y toda la
revuelta confusión de plantas vagabundas y rastre-
ras.
La vida vegetal rebosa en las entrañas de la tie-
rra y rezumando por sus poros impregaa el ambien-
te con ese f aerte y penetrante olor de plantas fer-
mentadas que exhala Q las selvas tropicales, bajo la
ardiente caricia del sol ó entre el húmedo aliento de
la noche.
Sucedíanse los días y perennemente seguimos el
itinerario que nos marcaba el rastro del enemigo, y
en su defecto el que nos dictaba la inspiración.
Ora acampábamos en las márgenes de un torren-
te, escondidos tras una revuelta de peñascos; ya en
el remanso de un río, aprovechando la clara de al-
guno de los bosques que bordeaban las orillas.
Siempre, para estar al acecho y poder establecer
con éxito el servicio de emboscadas, procurábamos
desenfilarnos del camino y aun de las vistas. En las
noches obscuras, las hogueras de los ranchos se en-
cendían muy distanciadas del vivac.
¡LA GUERRA
93
Consumidas las raciones, bajábamos invariable-
mente al pueblo para descansar una noche y con
nuevo suministro volver á salir.
El resultado infructuoso que obtuvimos con la
columna grande, se obtuvo por escasa diferencia
con el fraccionamiento por compañías.
Una noche alcanzamos á un negrito de una ran-
chería de aetaSy y por sus declaraciones, vinimos á
sospechar que el enemigo debiera de haber cruzado
á la otra vertiente de la sierra.
XI
La vertiente occidental gana por su escabrosidad
en bellezas á la opuesta.
Ya te dije, lector, que no conservo diario de ope-
raciones; así pues sólo podré darte notas de color,
que habrán perdido el brillo con la reseca del
tiempo.
Una noche recibimos orden de atravesar la sierra
por el puerto de Malinta, y al cabo de tres días de
penosísimas marchas por entre despeñaderos y can-
96 RICARDO BURGUETE
tiles; empujados al principio por la gigantesca ma-
leza que obstruía los resbaladizos senderos abier-
tos en la roca; acampando cada noche á lo largo de
las grietas abiertas por los impetuosos torrentes; sa-
liendo á la mañana al rasgarse las nubes cenicien-
tas que envolvían los altos picachos, llegamos á di-
visar las casas de Olangopo y un trozo de bahía.
Al fin se calmó nuestra ansiedad. No se había
realizado el constante temor de perder el sendero en
cada una de las jornadas.
Al dejar la brusca pendiente y la gigantesca selva
del acantilado monte, pasamos á una calzada que,
á través de un inmenso manglar, daba acceso al
pueblo. Ninguna alma viviente nos salió al paso
en la marcha de aquellos tres días. Los negri-
tos aetas abandonaban á nuestra aproximación
las rancherías, y el silencio en las imponentes
soledades de la sierra sólo venían á turbarlo de
noche las alimañas que rastreaban en la maleza
ó el vuelo de enormes aves que dispertaban azora-
das en las copas de los árboles, al humo y á la lum-
bre de las chispeantes hogueras de los ranchos.
En la entrada de Olangopo, que tiene una soberbia
bahía y un proyecto de astillero, nos recibió la esca-
sa guarnición con todo género de precauciones por
ignorar nuestra llegada y porque aquel día se ha-
bían recibido detalles de las fechorías realizadas por
las partidas y por los pueblos de la vertiente Este,
ILA guerraI 97
que habían hecho en masa causa común con los in-
surrectos.
Aquella misma noche embarcamos en el vapor
«Alerta», que hacía la travesía entre Manila y Oían
gopo. De reducidas dimensiones hubo que apiñar la
gente sobre cubierta para pasar las horas de mar
que nos distanciaban del costero pueblo de Morón.
Cabeza de la insurrección y testigo solazado del de-
güello de frailes y del saqueo del convento, cuyos
feligreses habían tomado la principal parte.
El desembarque fué penosísimo. El vapor atracó
á la playa á la distancia que le impusieron la sonda
y los riesgos de la noche entenebrecida. Fué preciso
valerse de un lanchón que habíamos llevado á re
molque y que exigió hacer parcial la operación.
Llegados á la altura de Morón, que el piloto seña-
ló por tanteos, y con la ayuda de la silueta de mon-
tes que manchaba la sombra, para desembarcar
hubo necesidad de bajar la gente á la gabarra y des
de allí, después de avanzar con ayuda de tiquines,
se lanzaban los soldados al agaa y con ella al pecho
esperaban el arribo de los diversos grupos en cada
uno de los viajes de la barcaza.
El frío aun en aquella latitud era penetrante al
contacto con el agua. La espera de uno de los viajes
se hizo interminable, y acabó el desembarco cuando
á lo largo de la fila en que se alineaban los soldados
FILIPINAS— 7
98 RICARDO BURGUETE
se oía sin interrupción el castañeteo de los dientes.
Con anticipación se habían apagado las luces del
barco y se procuró desde aquel instante amortiguar
todos los ruidos. Ni una sola luz indicaba en la cos-
te la presencia del poblado.
La playa inmediata adivinábase por el chasquido
de las olas que, rebasando nuestros pechos hasta la
altura del sobaco y alzando en vilo á la fila, iban á
morir en las arenas, arrancando entre la densa som-
bra prolongado y bienhechor suspiro.
Después que descendió de la gabarra el último
hombre, se avanzó en demanda de terreno seco. Al
salir de las aguas, fué más intensa la impresión de
frío, porque una ligera brisa pegó las ropas á nues-
tros cuerpos. Fué acostándose la gente á lo largo
del arenal en espera del primer piquete de recono-
cimiento que se aventuró en las sombras.
No tardó en regresar la patrulla conduciendo un
indio corpulento, casi en completo estado de desnu-
dez, que según testimonio de todos, salió á entre-
garse á la fuerza. Dijo llamarse el capitán Domingo,
exgobernadorcillo de Morón, y escapado sin ropas y
tras de soberana paliza de manos de los insurrectos
que nos aguardaban en el pueblo, sabedores á lo
que él colegía de nuestra llegada, á juzgar por los
rumores y movimientos que por el lado del río oyó
en su escondrijo.
Se comprometió, con acento de sinceridad y mas-
¡LA guerra! 99
callando sollozos, á enseñarnos las entradas del pue-
blo. Luego nos hablaría de su desgracia.
Explicada la topografía del lugar, se ordenó á la
columna en dos mitades: una que amenazase al pue-
blo por frente á los vados del arroyuelo que le ser-
vía de foso, y otra que embistiese con decisión el
puente de madera, que á juicio del confidente esta-
ba intacto.
Todo sigilo fué inútil. Apenas se recorrió un cen-
tenar de metros, tuvieron que desplegar las colum-
nas bajo la repentina traca de fogonazos que, entre
las tinieblas, encendieron los diversos enemigos
apostados en la margen opuesta.
Dos descargas cerradas de la columna de la iz-
quierda debilitaron simultáneamente la gritería y
la resistencia de los que defendían el puente. Un
hahai, inmediato á la línea de los defensores,
alumbró sus siluetas al arder con voracidad intensa
en medio del estruendo de los disparos.
El accideiite, casual ó intencionado, obligó áocul
tarstí á los defensores de primera línea, y á este re
flujo de gente que hizo vacilar la defensa, siguió e
ataque impetuoso de nuestras fuerzas que, enarde
cidas por los toques de ataque de las cornetas, rom
pieron en tumulto á través del puente y de los va
dos.
Se persiguió á los fugitivos á favor de los escasos
100 KICARDO BURGUETE
fogonazos que alumbraban las encrucijadas de las
calles. Dueños del pueblo y acabados en sus casas los
menos diligentes, se ordenó la gente en las inmedia-
ciones del convento, y recogidos nuestros escasos
heridos, se registró la mole conventual que, en me-
dio de la plaza, se alzaba entre las sombras eriza-
da de defensas que le daban aspecto de imponente
ciudadela.
Para facilitar el embarque, dimos fuego al pueblo,
que, en el silencio que sucedió al combate, ardió con
bruscas llamaradas entre el reseco chasquido de la
caña y ñipa de sus viviendas. Alzábanse las llamas
con la rapidez y voraz combustión que puede pres-
tarles la estopa. A la luz de la inmensa hoguera, que
alumbraba un trozo de plaza, reflejaba bruñida fran-
ja de mar, en cuyo cono de luz se iluminó la silue-
ta del Alerta.
Se procedió al embarque de los varios heridos
conducidos en brazo ^ hasta la gabarra. Y la luz del
incendio se pasó á recoger un soldado muerto que
cayó desde un estribo del puente al arroyo.
¡Triste ceremonia! Chorreando fango y sangre, fué
preciso sacarle del fondo del río, y envuelto en una
manta, se le depositó en la orilla de la playa.
Sin picos ni palas para poderle enterrar en el ce-
menterio del poblado, fué preciso que los mismos
soldados abrieran con las manos una excavación en
LA guerra! 101
la arena al ras de las aguas, y se eligió como señal
un grueso madero empotrado á raíz de algún ñau
fragio.
¡Náufragos los dos de una borrasca de la suerte,
desde aquella noche iban á dormir juntos con inerte
é idéntica inmovilidad!
Chorreando sangre y barro, descansó el desmade-
jado cuerpo en el fondo de la fosa, y antes de darle
tierra, ordené arrodillar la compañía para que orase
por el cuerpo del camarada que se iba á abandonar
para siempre.
El voraz inceadio del pueblo aumentaba en ráfa-
gas los reflejos, y á su incremento chirriaba el com-
bustible entre desmayos de troncos y quejidos de
muerte de la madera verde.
En medio de un estruendo horroroso de chozas
calcinadas y al grito de «¡Viva España!» acabó la
fuerza sus preces, y agitando emocionada los som-
breros, cubrió las desnudas cabezas para dar prin-
cipio al embarque.
Cayeron sobre la fosa arañada con las manos los
últimos puñados de arena, y se procedió á embar-
car la gente al mortecino resplandor de las brasas
del incendio, en tanto que por el horizonte de las
aguas clareaba el primer fulgor del naciente día, y
á medida que las rumorosas olas, avanzando con la
marea, besaban el madero inseparable del muerto,
102
RICARDO BURGUETE
trocando el que antes nos semejara suspiro de hu-
milde satisfacción por rumor semejante al de dolien-
te sollozo.
XII
A media mañana abordamos^la bahía de Bagac,
desenfilada de la plaza de Morón por un espolón
rocoso. La mencionada bahía se abre al pie de la
encrespada sierra de Mariveles, uno de cuyos estri-
bos oculta el pueblo á la vista de los navegantes
que internan sus naves por aquel rincón de aguas
tranquilas y verdosas, con el verdor de estanque que
le prestan los reflejos de verdura desbordante que
batalla y atosiga á las peñas en el abrupto y angos
to callejón de costa.
104 RICARDO HURGUETE
Se efectuó el desembarque por el procedimiento
penoso seguido en la noche anterior. En el desierto
arenal de la playa tardaron poco en aparecer gru-
pos de gente con banderas y en actitud pacífica.
Por ellas supimos que el pueblo había huido en
masa al conocer los sucesos de Morón y que su hui-
da la inspiró el temor, refractario á toda idea de re-
beldía.
Fuimos á alojarnos en el convento. El buen pa-
dre había perecido en la matanza de Morón y, según
supe por las principalías de aquel municipio, los
del pueblo estaban animados de deseos de vengan-
za, porque jamás perdonarían la injuria inferida
por los vecinos.
¡Si le hubieran asesinado ellos! — creí leer en la
malévola expresión de aquellos rasgados ojos.—
¡Pero unos extraños! Jamás, jamás se asociarían
aquellos fidelísimos indios al movimiento.
Aquel pueblo, escondido en un anfiteatro de mon-
tes, limpio, coquetón, con las calles anchas y sem-
bradas de árboles, á estilo de boulevard, nos sirvió
de centro de operaciones.
La fuerza se alojaba en la plaza: parte en la al-
caldía y otra en el convento del infortunado padre
Dominico, que, al saHr para siempre de sus habita-
ciones, había dejado en ellas un sello de beatitud y
de orden semejante al de celda impregnada de mo-
nacal pureza.
i LA gup:rra! 1U5
Todas las fuerzas de Bataán concurrieron á ope
rar combinadas por los contornos del pueblo y por
las inmediaciones de Morón.
Durante un mes pusimos á prueba, en las penosas
operaciones de transporte auxiliares de la columna,
la fidelidad ó el tesón de los indios del poblado.
Con frialdad cuando combatíamos con las primiti-
vas partidas, todos ellos rivalizaban en ardor cuan-
do el encuentro era con sus vecinos.
Por Morón, que reapareció á nuestra vista, en una
de las primeras marchas, reducido á un montón de
escombros y carbones, nos sirvió de excelente prác
tico y de fiel confidente el indio de elevada talla
que hizo su presentación en cueros la noche del
desembarco.
Llamábase el capitán Domingo, por haber ejerci-
do este cargo, equivalente al de alcalde, en el pueblo
derruido, y la amargura de su historia garantizaba
la virtud de sus servicios.
La noche que estalló la insurrección, y después
de presenciar los asesinatos, tuvo que huir de su
casa, acusado por su mujer de españolismo. Él era
español, es verdad; pero siempre estaba dispuesto á
obedecer al que mandara, y hubiera obedecido á los
asesinos. Mas la historia de españolismo la resucita-
ron ante las turbas su mujer y el nuevo alcalde, que
harto de afrentarle con su escandaloso adulterio y
acabando por servirle de estorbo para sus locuras su
lOB RICARDO BURGUETE
mísera resignación, decidieron quitarle de en medio,
y él tuvo que salir sin ropas por una ventana y bus-
car refugio en el bosque.
— ¡Ah! — decía con cara entre iracunda y com-
pungida;—yo matapan (valiente), siempre huir sin
aquel traje para tapar vergüenzas. Tu hahaij... (mu-
jer) huir con Topa.,halutari (cofre) y dalagas (soltera-S),
para tapar la tuya.
El infortunado cábezay Domingo, armado de un
fusil, rivalizaba en coraje y en ardor con los explo-
radores. Por aquellos contornos tenía el olfato de un
sabueso, y á lo largo de los ríos y entre los barriza-
les de las profundas aguadas de la sierra, sabía hil-
vanar los rastros aun cuando fueran á borrarse por la
corriente de las aguas.
Una noche acampábamos en una de las márge-
nes del Alibau y frente á uno de sus vados en pa-
raje próximo á la desembocadura. La corriente del
río, deslizándose mansa, batallaba con la invasión
de la marea. Las márgenes, cubiertas de espesa ve-
getación y salpicadas por pequeñas calvas de prado,
iban estrechándose hacia el fondo hasta perderse en-
tre un laberinto de estrechas gargantas que forma-
ban los tupidos farallones de la sierra. En el fondo
de aquellos boquetes sumidos en un tinte sombrío
y en una paz siniestra, habíamos reñido en la últi-
ma jornada uno de los combates más sangrientos.
Acababan de encenderse las hogueras de los ran-
¡LA guerra! 107
chos que el viento aventaba y hacía oscilar á la vez
que los altos bambús, y manchaban con lumbre ro-
jiza al ras del suelo el espacio iluminado por una
clarísima luna que, alumbrando desde el firmamen-
to la calva de pradera fronteriza al vado, iba á rie-
lar una larga extensión de río, abrillantando en am-
bas orillas rebaños de hojarasca bañados de relente.
La tropa, empapada eM barro y agua, dormía sus
rudos quebrantos en el duro suelo, dentro del cir-
cuito establecido por los centinelas. Junto á un res-
coldo, los heridos aguardaban, desazonados y que-
jumbrosos, el turno de cura que había forzosamen-
te de hacer yo, á falta de médico. Más lejos, y ocul-
tos por el ramaje, asomaban bajo una manta los
miembros lívidos ó ensangrentados de los muertos,
que por última vez dormían aquella noche á la vera
de sus compañeros. Próximos á ellos, trabados de
pies y manos, con los centinelas de vista, esperaban
los prisioneros, mudos y resignados, la luz del alba,
que había de facilitar la aplicación de la justa y du
ra ley de represalias.
El capitán Domingo, herido levemente en un
brazo, lamentábase á mi lado por no haber podido
sacar una palabra consoladora de la terca obstina-
ción de los presos.
Ninguno quiso darle noticias de su mujer y de
sus hijas. Y sin embargo, era indudable que las co-
nocían. En el campamento asaltado se había reco-
108 RICARDO BURGUETJí
gido una falda, manchada de sangre, que el pobre
práctico reconoció como del uso de una de sus hi-
jas 3^ que no abandonó de la mano, haciéndola pa-
sear ante sus ojos como bandera de su desespera-
ción.
Cinco ó seis veces acudió al grupo silencioso de
los prisioneros, y al cabo habló uno de ellos para
escupir á la cara dolorosa de Domingo estas pala-
bras:
«Tú llevar castila y él matar tu hija. Pero yo no
sabe. La sangre de aquel ropa te dice todo: ó está
herida ó empezó el camino de la madre». Aulló de
dolor Domingo, arrojándose sobre el tao (indio) y
despertó á los soldados más próximos, que ayuda-
ron á los centinelas á separarle de la cuerda de pri
sioneros, donde quería dar fin de todos ellos.
En la noche serena y clara, las aguas crecientes
de la marea murmuraban entre la broza colgada
en las orillas del río.
La brisa, cargada de sales y de emanaciones de
fango, removía, con vaivén quejumbroso, los ergui-
dos y empenachados bambús, y arrancaba á ratos,
del fondo de las selvas, aromas de ilang-ilang, que
en el discurso de la noohe lavaban dulcemente en
el olfato el tufillo de descomposición y de muerte,
que la humedad corrosiva provocaba bajo la manta
en los cuerpos ensangrentados y rígidos.
La cura de los heridos duró por la escasez de me-
¡LA guerra! 109
dios hasta hora muy avanzada. La del alba sería
cuando la columna enderezó la marcha hacia la
playa, llevando entre sus filas el triste y doloroso
convoy de muertos y heridos, colocados indistinta-
mente en mantas y hamacas.
En el pueblo, desierto y calcinado todavía, chi-
rriaban los maderos á su pesadumbre y á nuestro
paso cayeron con estrépito algunos, levantando nu-
bes de ceniza.
La playa se dilataba á nuestros ojos y en larga
extensión chispeaba bajo los rayos solares, con el
infinito reflejo de conchas y espejuelos de sus are
ñas. El enorme madero, recubierto de algas por su
extremo más avanzado á las aguas, servia con su
hinchazón de resguardo á la arena removida de la
primera fosa, y en su inmovilidad absoluta parecía
enclavado allí para resguardar y defender de todas
las borrascas del mar y de la vida á los tristes
náufragos del infortunio. ¡Oh, quién sabe á través
de los años y aun de los siglos, combatido constante-
mente por las olas, de qué triste aventura era único
y exclusivo testimonio!
Se volvió á la fúnebre ceremonia que en días an-
teriores había dejado compañeros en la costa de Ba-
gac á Olangopo, y sobre la arena removida de los se-
pulcros un tiroteo seco y simultáneo hizo volar, co-
mo trozos de cartón, los cráneos de los prisioneros.
Abandonamos la playa para proseguir las opera-
lio RICARDO BURGUETE
'i
ciones é internarnos en el bosque. Los buitres, que
nos habían seguido en la marcha, cerníanse con
vuelo circular sobre el grupo recientemente fusilado,
que manchaba el tono uniforme de la costa, bañada
de sol é inundada de múltiples reflejos arrancados
á las conchas y piedras que al ras de las aguas, y á
impulso de la marea, entrechocaban rumorosas,
cantando bajo las espumas un himno levantisco y
solazado.
XIII
Volvimos á Dinalupiján, cabecera de nuestra zo-
na, y próximos á la entrada del pueblo salió á reci-
birnos el destacamento de los pequeños blockhaus que
dejamos para defender las entradas; y con la fuerza
salió á la carretera el público y una comisión de las
principaUas. La noticia de la pacificación de la ver
tiente opuesta se divulgó antes de que llegáramos,
contribuyendo el éxito á fomentar nuestra autori
dad, que fué recibida entre aclamaciones, banderas
músicas y otros excesos.
112 RICARDO BURGUETE
Duraron las fiestas y los agasajos el tiempo de
descanso que necesitó la desnuda tropa antes de re-
ponerse para salir á batir de nuevo los núcleos dis-
persos del otro lado de la sierra.
Se permitió el juego del panguinguí (juego de
cartas), se alzaron en la plaza cucañas, y al son de
la música, que erró incansable por las calles, se
hartó la plebe de bailar el gubli, el cutang-cutmig, el
osé, el estejarro y aun el culitangán y el moro-moro,
importados de Joló.
Las principalías vinieron á servir nuestra mesa
en el alojamiento, y para festejar á los suyos, al día
siguiente de nuestro arribo, se dispusieron en la
plaza buen número de carejais (cazuelas) y canas,
repletas de morísqutfa (arroz) con leche de caraballa
y dmuguan. Bazofia que, después de hacerse fiambre,
sirvió indistintamente, al cabo del día, á las gentes
y á los perros.
En el convento, que nos servía de cuartel por es-
tar ausente el cura indígena, organizamos un baile,
al que asistieron las hijas de los cahezay (tenientes
alcaldes): Totay (Carlota), Wena (Eugenia), Guicay
(Francisca), Charin (Rosario), Pelan (Rafaela), Chate
(Manuela), Asón (Consolación). Todo lo más selecto
de las dalagas (solteras), dando á la espalda la suelta
cabellera engarzada de abalorios y espejuelos y en
jaezadas con los más vistosos colores en ropas y
chapines (chinelas).
LA guerra! 113
Muy complacidas de nuestro agasajo, salieron á
altas horas de la noche dalagas y matandás (doncellas
y viejas).
Terminada la fiesta, disuelta la música y contem-
plando el desfile desde una de las obscuras venta-
nas del convento, vi que las mujeres, formando fila
y dando espalda al edificio, se remangaban con una
mano el delantero y con la otra alzaban levemente
la cola del vestido... Un repentino chaparrón me
hizo retirar del observatorio recelando lluvia y mi
rar al firmamento, que, estrellado y sereno, fulguraba
con guiños luminosos viendo la erguida guerrilla fe-
menina satisfacer una necesidad con violencia de
turbonada, y del modo más antiusual y caprichoso
que puede imaginarse el burlesco lector.
FILIPINAS— 8
XIV
Cuando al cabo de algunos días de reposo, nos
disponíamos á emprender nuevas operaciones, tele-
gramas de Manila nos llamaron á la capital, para
coadyuvar á la invasión de la provincia de Cavite,
dando por pacificada la nuestra.
Despedidos por el pueblo, volvíamos al cabo de
tres meses á desandar camino; y á lo largo del pol-
voriento que nos guió á la llegada, emprendimos la
marcha guarecidos del sol por el celaje de una ma-
ñana cenicienta y nebulosa.
116 RICARDO BURGUETE
Al final de la jornada, y próximos al río grande
de la Pampanga, se extendieron por nuestro frente
los cañaverales arrasados y las chozas carbonizadas
de la lejanía. Cielo y firmamento tenían un color
uniforme, desolado y triste. Volví los ojos á la co-
lumna que caminaba con paso rápido, y á la vista
de las crespas sierras de Bataán que cerraban entre
brumas el horizonte, me paré invadido de tristeza
á recontar el número de los que, en los hospitales ó
aprisionados para siempre en las arenas de la playa,
faltaban de regreso á lo largo de aquel camino pol-
voriento.
Fueron apareciendo á nuestros ojos las primeras
casas de Florida Blanca, y después de atravesar
una hilera de chozas, se destacó la coquetona casita
del Sr. N... ¡Qué triste! ¡qué distinta!... En el peristi-
lo, tres de las hijas, vestidas de riguroso luto, nos
llevaron á la habitación, donde el padre convalecía
del último ataque cardíaco... En aquel corto espa-
cio de tres meses, la implacable muerte se había
llevado á la menor de las hermanas, y de refilón
dejó, con el disgusto, la parálisis en las piernas del
pobre viejo.
Las esperanzas abrasadas aparecían en el sem-
blante del anciano con el mismo tono ceniza que
cubría los restos del cañaveral, un día lozano.
Habló con esfuerzo de su desgracia, y los pláce-
mes por nuestra campaña acabaron con un ahogo
¡LA guerra! 117
que le hizo caer en profundo desaliento, del que sa-
lió entre pausas con tristes profecías:
— Nos íbamos para no volvernos á ver... La gue
rra quedaba encendida abajo, y las pequeñas parti-
das que dimos por sofocadas, serían diminutas chis-
pas encargadas de propalar á sus anchas el incendio.
La sumisión del indio sería el mejor combustible...
Pasaría igual en Cavite, y después en todos los pun-
tos del archipiélago... España tendría fuerzas para
apagar las llamaradas de la hoguera, pero dejaría
que sobre el rescoldo alentasen los odios de tres si-
glos de abandono y de injusticia... No tendría la
suerte de ver acabar á los suyos en medio de una
catástrofe general... El se iría, y las huérfanas, mina-
das por las enfermedades y asechanzas de aquel
país pérfido, sobrevivirían para quemar tal vez sus
virtudes en el desastre...
Salimos de la casa con el corazón oprimido, y
empujados por la orden apremiante que nos llama
ba á Manila.
Las nubes chorimingaban finísima lluvia, que, sal-
picando el polvo, comenzaba á embadurnar el ca-
mino.
Volví la vista al chalet, y en lo alto de la escale-
ra, vi las enlutadas siluetas de las huérfanas que
lloraban silenciosas, saludándonos á través de la
cortina de llanto implacable que bajaba espesando
desde el firmamento, y empezaba á anegar los cam-
lis RICARDO BURGUETÉ
pos á derecha é izquierda del enlodado firme de la
carretera.
Se arrebujó la tropa en las mantas, y después
de atravesar un platanar cuyas anchas hojas tirita-
ban lacias y encogidas bajo la lluvia, seguimos bor-
deando el pueblo, á lo largo de la calzada, que ame-
nazaba convertirse en canal, bajo el pertinaz llori-
queo del cielo ceniciento.
En aquella triste etapa nebulosa, echando á un
lado molestias del cuerpo, recordó con insistencia
mi apenado espíritu los versos de un querido amigo:
«Ciertos días de lluvia producen
tristeza en mi alma,
y es, sin duda, que hay nubes que tienen
vapores de lágrimas».
-.^ai^^l^
XV
Los sucesos de la guerra y la actividad en los pre
parativos de la campaña que iba á emprenderse en
Cavile, había impreso en el ánimo de las gentes, y
aun en la vida regular de Manila, un estado de fe-
bril impaciencia y de actividad desusada.
La aglomeración de batallones peninsulares en
la capital, desbordó, durante unos días, las tropas
ociosas á lo largo de las calles y paseos.
120 RICARDO BURGUETE
La nota dominante era el soldado peninsular ó
indígena; aquél en grupos de camaradas á quienes
el hábito hacía marchar en guerrilla, paseando una
curiosidad perezosa; el indígena siempre solo, de es-
casa talla, ágil y diligente, vestido con rayadillo á la
usanza del europeo y diferenciándose de éste en el
arremangado pantalón, que por junto á la rodilla
dejaba al desnudo piernas y pies descalzos.
Los ejercicios de las tropas de á pie, de las fuer-
zas montadas ó de las baterías que acababan de or-
ganizarse, paseando su estruendo en los constantes
desfiles, á lo largo de las calles de la ciudad mura-
da ó de los arrabales, daban á la población junta-
mente con los batallones de voluntarios y las innu-
merables guerrillas reclutadas por casinos y gremios,
un aspecto de campamento que enardecía los áni-
mos, y que llevaba las conversaciones como necesi-
dad ambiente al tema exclusivo de la guerra.
Por mi buen amigo Arguelles, me puse al tanto
de los sucesos pasados: Bulacán, la Laguna, los mon-
tes de San Mateo y todos los grandes núcleos de la
insurrección estaban casi pacificados, excepción he-
cha de la provincia de Cavite, que permanecía in-
tacta y fortificada en poder de los insurrectos, que
habían acumulado en ella todo género de recursos,
y á juicio de los confidentes, habían engrosado las
filas de defensores con las partidas dispersas de las
¡LA guerra! 121
t)tras provincias. No andaba la insurrección escasa
de ánimos, pues días antes se habian atrevido con
su generalísimo Aguinaldo á llegar á las puertas
de Manila y, rechazados, todavía intentaron cruzar
el Pásig, para invadir el norte de Luzón.
Cacarong de Siler, el combate de las Lomas de
San Mateo, y otros muchos victoriosos para nuestras
armas, no habían servido para escarmentarles, pero
sí para sembrar el luto en la población mestiza é
indígena de la capital.
Noté la observación de mi amigo. Vi en efecto
que eran innumerables en las mujeres las tocas ne-
gras, y que desde mi salida había aumentado con-
siderablemente, en los brazos de los señoritos mala-
yos, el número de gasas con que era uso marcar el
luto.
En el hotel de Oriente, la guerra había impreso su
asolador trastorno, y con él había desaparecido
aquella pulcritud y serena paz de los primeros días.
A lo largo de los anchos pasillos pavimentados con
suntuosas maderas, y por algunas entreabiertas
puertas, se exhalaba un olor fuerte á iodoformo y
gasa fénica. Supe que eran muchos los oficiales he-
ridos, para quienes la estancia en el hospital su-
ponía una cruel tortura, y que al cabo de súplicas
habían obtenido habitaciones en la fonda.
La linda exgobernadora, de vuelta á España, no
122 RICARDO BURGUETE
tuvo ocasión de presenciar estos horrores, y por
aquel mismo entreabierto cuarto que con su ausencia
dejó vacante, vi, á la sazón, la puerta sin cerrar, y á la
semiclaridad de un hilito de luz que desde la ven-
tana entornada iba á iluminar el espejo, vi la mis-
ma cama; y á sus pies, esparcidos por el suelo, grue-
sos burujones de algodón en rama de algún pacien-
te herido, cuyas quejas creí á mi paso entreoír en el
fondo sombrío de la habitación.
Los sucesos de la guerra y los preparativos de la
campaña no habían turbado la paz ambiente y la
serenidad luminosa del firmamento que, entre lla-
maradas de fuego ó múltiples y diminutas brasas,
envolvía á Manila en la reposada sucesión de los
días y las noches.
La principal agitación y concurrencia vivía en
las calles céntricas de los arrabales, ó á lo largo del
puente de España. La ciudad antigua, dentro del
cinturón leproso de sus murallas y la mole de los
conventos, daba al espacio sus torres, que con el in-
cesante y monótono clamoreo de sus campanas
adormecían la somnolencia canónica de aquellas ca-
lles vetustas del Manila viejo, invadidas á toda hora
de unción y de sombra.
Los chalets de los alrededores, y las fincas pin-
torescas de las margenes del río, fué despoblándo-
las el miedo: y abandonadas por sus moradores las
iLA guerra! 123
pintorescas casitas, parecían, á lo largo de las calza-
das, coquetonas y compungidas en su aspecto de-
sierto y desolado, llorar su abandono entre el des-
mayo de p'átanos y palmas atosigadas por el abrazo
de una vegetación trepadora y anárquica que, con
fuerte olor de selva, robaba al espacio el aroma dul-
císimo del üang-ilang y la sampaga.
Una noche, en el paseo de la Luneta, me llevaron
al rincón donde se habían efectuado los últimos fu-
silamientos. El paseo estaba concurridísimo, y sobre
las gentes flotaba una ligerísima gasa de polvo que
brillaba á luz, y que en vano intentaba aventar la
brisa de las aguas, que con rumorosas olas iban á
morir al pie del paseo de los coches.
Sobre la tierra seca que había recibido de golpe
los cuerpos sangrientos de los ajusticiados, me con-
taron detalles del drama que mantuvo con sereni-
dad estoica á los más animosos, en tanto que á otros
hubo necesidad de conducirlos como fardos, y quien
de entre ellos— el nombre no hace al caso— fué for-
zoso transportarle al lugar de la ejecución en una
espuerta.
En alas del viento, vino hasta nosotros un chapa-
rrón de notas de una alegre sonata que la música
acometía en el kiosco del inmediato y polvoriento
paseo. Desde el fondo de éste, arrancaba la costa
que iba á perderse á lo lejos en territorio enemigo;
124
RICARDO HURGUETE
cuya presencia denotamos por el resplandor de in-
numerables hogueras, que en los confines de la
sombra y por la cara del mar fulguraban alternati-
vamente con parpadeo iracundo y amenazador.
!sasífe^^5:s?f:*ií^?3,
XVI
Empezó á desembarazar-
se de tropas la capital. A lo
largo de la margen izquier-
da del Pásig, fueron toman-
do puesto los batallones y
las brigadas que habían de
formar las columnas inva-
soras de Cavite. Con arreglo
al plan del general en jefe,
una brigada amagaría la línea del Zapote, en tanto
que la división del flanco izquierdo (dos brigadas),
iría á ganar las estribaciones del Sungay, y siguien-
do el declive del terreno, envolvería el mencionado
12 ó RICARDO BURGUETE
río, atacando de revés y por el flanco los obstáculos
del terreno y las obras de fortificación levantadas
por el enemigo.
La campaña preparada en los meses anteriores
había de producir maravillosos efectos.
A juzgar por los resultados de los trabajos prepa
ratorios de gabinete, la terrible ecuación de la gue
rra se solventaría á favor nuestro. Contra todos los
elementos auxiliares de la insurrección, se iban á
acumular tropas y medios organizados con labor
pacientísima y previsora:
¿Se aplicaría con toda su plenitud el coeficiente
del esfuerzo humano, individual y colectivo, para
que el plan de nuestras tropas surtiese efectos ven-
turosos?
He aquí la incógnita que lleva en la guerra la in-
certidumbre á las más sublimes concepciones del
arte. Basta un desgaste del útil ó una mala aplica-
ción en su empleo, por momentánea que sea, para
desbaratar la obra mejor concebida del artista.
A lo largo del río, á pocas millas de Manila, y
ocupando las barricadas y los espacios despoblados
de una extensa superficie que alcanzaba hasta Pate-
ros, acampaban ó vivaqueaban los batallones penin-
sulares ó indígenas, y mezclados con ellos, en barra-
cas y corralones, las fuerzas de caballería y las bate-
rías recientemente organizadas esperaban junta-
mente con los servicios de ingenieros, ambulancia
[LA CtUERRAI 127
y administración militar, á que estuviese concen-
trado todo el material indispensable para el avance.
A la vera del río, de márgenes festoneadas por
arbustos y brozas, entre erguidos mechones de bam-
bús que iban á sumergir algunas filachosas cañas en
la blanda corriente del ancho cauce, los vendedores
ambulantes habían establecido, de antemano, innu-
merables puestos que daban al campamento aspec-
to de romería.
Discurrían los soldados ó formaban corrillos en
que se mezclaban los cuerpos, institutos y Jas armas
auxiliares.
Por las ventanas de los bahais asomaban camarillas
de tropa ó tertulias de oficiales, improvisadas junto
á un velador en sus alojamientos.
La marcha por la alineación rectilínea del camino
que seguía paralelo al río, se hacía embarazosa por
los grupos que rodeaban los puestos; por el ir y ve-
nir de los soldados y por el sinnúmero de carrico-
ches que, portadores de voluntarios ó curiosos, se-
guían de reata á los furgones, á las acémilas y á
toda la balumba de transportes que, aforados á gue-
rra, iban á servir para organizar el convoy de su-
ministros. Carros y gente se apartaban á intervalos
del camino para dar paso á pelotones de fuerza
montada que pasaban envueltos en una tromba de
polvo. Por el lado del río los vaporcillos que hacían
la travesía á la Laguna, subían y bajaban con regu-
128 RICARDO BURGUETE
laridad, conduciendo los ascendentes todo el mate-
rial que iba á necesitar la división del Sungay. En-
tre roncos y prolongados silbidos de sirena, acogi-
dos con aplausos y gritos entusiastas por las solda-
dos, de la orilla, deslizábanse veloces cortando la
mansa corriente los vapores de arboladura rasa,
llevando sobre cubierta, alternativamente, pelotones
de tropa, que saludaban con los sombreros; ó mate-
rial de guerra, por entre cuyos armones, cureñas,
cajas y morteros asomaban en apretado montón, y es-
tirando los pescuezos por encima de las bordas, mu-
las y caballos, cuyas orejas enderezaba el recelo, que
á la par hacía abrir desmesuradamente los ojos de las
pobres bestias que veían azoradas el rápido y múlti-
ple cruce de las desfilachadas cañas de las orillas.
No cesó en todo el día el cruce de vapores que
iban á perderse en un recodo del río entre penachos
de humo y sacudiendo en popa, con la trepidación
de la arrancada, la bandera española desplegada al
viento con rumorosa ufanía.
Sobre el camino, en que flotaba el polvo sacudido
por el ir y venir incesante, habíanse engrosado los
grupos de los puestos de vendedores. El sol, que cho-
rreaba fuego, caía á plomo sobre la cabeza de los
soldados, abrillantando el enjambre de los sombre-
ros de paja. El humo de los ranchos encendidos en
cada uno de los campamentos á lo largo del camino ,
[LA guerra! 129
venía á impulsos del viento á sofocar la abrasada at-
mósfera.
Todas las conversaciones versaban, entre soldados
y oficiales, sobre el mismo tema: las operaciones pa-
sadas; los riesgos corridos; las fatigas y las penalida-
des de la zona que acababan de dejar.
Para todos los trabajos de sus batallones y aun los
personales de cada narrador, excedían á los de los
oyentes; y enardecidos por las disputas y las apues-
tas bajo aquella atmósfera enrarecida por el polvo y
el humo, en medio de la infernal algarabía de gritos,
órdenes y voces, los corros se animaban y bastaban
unas gotas de alcohol para caldear aquellas cabezas
aprisionadas en los paveros de yarey, que chispeaban
lumbre al reflejo solar.
Oí á mi paso hacer pactos y apostar atrocidades.
Nadie ponía en duda el éxito de la campaña, y para
aseverarse cada uno en medio del ardor del entusias-
mo y de la discusión, le bastaba contar con su pro-
pio esfuerzo.
Los soldados indígenas discurrían descalzos y si-
lenciosos ó en grupos lavaban sus ropas ó bañaban
el cuerpo en las márgenes del río.
El ir y venir de coches y de patrullas montadas
siguió incesante, apartando los grupos del camino;
el silbato de las sirenas hendiendo los aires del lado
del río, hacía juego á ratos con los clarines y corne-
FTLTPINAS— 9
130 RICARDO BURGUETE
tas que llamaban á facción ó servicio á cada uno de
los cuerpos é institutos.
A la caída de la tarde, y entre nubes de fuego que
iban á colorear las aguas del Pásig, pasó por delante
de mi alojamiento la brigada auxiliar china que lle-
vaba á hombros, y chorreando sangre, los despojos
de una ganadería descuartizada. Fué distribuyéndo-
se la carne á los cuerpos, y por largo espacio peso
sobre el ambiente que coloreaba el rojizo crepúsculo
un olor nauseabundo á carne desollada y á matanza.
Sobre un corralón que se extendía á mi vista, re-
frotábase y piafaba impaciente el ganado de la arti-
llería; y más lejos cuatro piezas de bronce, cuyos tu-
bos centelleaban con siniestra oriflama, alineábanse
correctas custodiadas por dos centinelas.
La tarde iba decreciendo y por el camino, recien-
temente ensangrentado, con el chorreo del convoy
de carne descuartizada, los grupos renovábanse de
nuevo y renovaban el ardor de las conversaciones.
A la vista del suelo manchado de sangre que em-
pezaron á barrer los pies en medio de la soflamación
del espacio lleno de voces, de agudas notas de corne-
tas y de destemplados sonidos de clarín; respirando
el aire polvoriento impregnado de tufillo carnicero,
sentí la soflama de un ardor idéntico al de los gru
pos subir desde el fondo de mi ser y el sedimento
de la bestia primitiva, la levadura del norso prendió
¡LA guerra! 131
en mi sangre que palpitó en las arterias, impulsán-
dome á destruir, á gritar, á hacer locuras.
¿Tendría éxito la campaña? Sí. No había duda. El
ardor de la ejecución sacaría triunfante el plan me-
ditado.
Las primeras sombras de la noche disiparon las
de mis dudas; y mi fe se encendió en la viva clari-
dad con que á lo lejos brillaban las hogueras de los
ranchos.
¡Ah, qué distinto aquel estruendo de guerra enar-
decedora y preparada, del lento, silencioso y estéril
sacrificio de Cuba! La muerte se cerniría igual sobre
los dos campos, ¡pero qué distinto morir á la vuel-
ta de un recodo, de bruces en la bajada de un arro-
yo, á caer á la vista de todos, sobrepasando el esfuer-
zo común, en el estrépito del combate y llevando en
la cabeza la borrachera de la vanidad consagrada á
enardecer el valor del guerrero!
Evoqué otros tiempos, otras edades. El vasto cam-
pamento, con las múltiples luces de los coches y los
farolillos de los puestos, trajo á mi mente la ima-
gen de una tribu guerrera que acampaba en el ca-
mino para proceder á una invasión sangrienta y ex-
terminadora. Entre el lusco y fusco de la noche estre-
llada y de los innumerables farolillos, las sombras
Be agigantaron; y á lo largo de los penachos de bam-
bú que ornaban el camino; en medio de de la infer-
nal gritería, creí adivinar un trozo de selva norman-
132 RICARDO BURGUETE
da acaparada por una legión de guerreros del Norte:
el norsoy el bárbaro, que nuestra civilización detes-
ta, vivía allí porque vivirá allí por desdicha entre
nosotros todo lo que viva este mísero caparazón hu-
mano.
La soberbia nos hacía detestar la guerra para su-
frir con más crueldad la imposición de sus tormen-
tos: el norso tuvo un Thor é hizo de la guerra una
religión; aquella religión, ruda, grave, pero sincera,
que produce austera impresión, pero consagración
del valor — dice Carlyle— bastó para aquellos viejos
y valientes norsos.
Pero esta misma guerra que la civilización mal-
dice, para caer en ella á su despecho, no tiene entre
sus reügiones el consuelo del paganismo semibárba-
ro que hacía justa toda causa puesta al servicio del
valor y del esfuerzo, y servíase de las walkirias para
entresacar de entre los montones de muertos y con-
ducir á mejor vida á los que se sacrificaron al he-
roísmo.
La sirena de un vapor que cruzaba el río, retum-
bó como enorme caracol de guerra é hizo aletear en
el tejado de mi alojamiento una bandada de buitres
que, en espera de nuestras operaciones, iban á su
vez tomando alojamiento á nuestra vera.
Cornetas y clarines llamaron á lista de retreta y
el camino fué quedando despejado.
V^lví á la realidad, olvidando la leyenda de las
LA guerra!
133
walkirias: la civilización humanitaria y piadosa
deshizo la fantasía pagana, pero, sin poder deshacer
la guerra, enseñó que sólo los buitres y los cuervos
— que á la sazón esponjaban sus plumas en el teja-
do de mi alojamiento— tenían la virtud de visitar
los muertos en el combate para sacarles de los mon-
tones y picotear indistintamente los vidriados ojos
de los violáceos y ensangrentados cuerpos.
XVII
Fué necesario dar desarrollo y cülocación á las
fuerzas, y al quedar aislada la brigada del Zapote,
fuimos formando parte de ella á alojarnos en Culi-
Culi.
Muy cerca del poblado, improvisamos una choza
con pencas de palmera y hojas de plátano que re-
novábamos á diario con el auxilio del inmediato pla-
tanar.
Nuestra situación, á vanguardia de la línea gene-
ral de la brigada, exigió un penoso servicio en los
días que precedieron á las operaciones.
De noche, singularmente, era preciso establecer
l36 RICARDO BURGUETE
emboscadas y servicio de escuchas á lo largo de los
caminos, y por este procedimiento, logramos dar
caza á los numerosos confidentes y espías que del
lado del enemigo se aventuraban con mensajes á
atravesar las líneas.
La maniobra era por extremo pesada y exigía in-
terminables noches de espera, en que por ahogar
todos los ruidos, al menor estremecimiento del bos-
que, sofocábamos la respiración contra el suelo ó
entre puñados de broza. Rastreaban los reptiles
por entre la hierba y su paso hacíanos vibrar de
emoción y agolpab i los latidos de la sangre en las
paredes del pecho. Fueron varios los espías que, al
caer en nuestro poder, pagaron con la vida, sobre la
hierba reseca de las carnadas improvisadas por una
noche de acecho en los rincones del bosque, su
arriesgada empresa. No era posible hacerles confe-
sar su misión, y con juicio rápido y previo iban á
tragarse la vida y el secreto en una encrucijada de
la selva, al romper el día.
Una mañana, tras los preparativos de la víspera,
nos tocó emprender la marcha flanqueando el resto
de la brigada que había salido de Pateros. íbamos á
emprender Ja marcha á través del desierto limitado
á nuestro frente por la laguna de Bay y por el río
Zapote. A prevención se hizo que la tropa cortase
en el bosque bombones de caña para conducir el
agua, que no encontraríamos en toda la jornada.
jLA guerraI 187
Forman el desierto una sucesión de altillanos de
tierra agrietada y arenisca que aprisiona los pies y
embaraza la marcha. Algunos mechones de vegeta-
ción escueta y reseca manchan la vasta superficie
de aquel amarillento mar, surcado por lomos y de-
presiones que semejan gigantescas oleadas de are-
na. El polvo arenisco que movían los pies en su
marcha y que el sol caldeaba antes de adherirse al
sudor del cuerpo ó de entrar en cada aspiración,
por narices y bocas, consumió en las primeras horas
de jornada el agua de las cañas y pronto la sed, en
la reseca del ambiente que aspiraban los pulmones
jadeantes, se hizo sentir á lo largo de las fuerzas del
flanqueo.
La columna principal, lejos de nuestra vista, ple-
gaba y desplegaba sinuosamente el lomo, como un
largo gusano de brillantes escamas. Dos ó tres veces,
en lo alto de un repecho, alcanzamos á ver la artille-
ría y la impedimenta que como enorme panza del
reptil brillaba al sol con el resplandor lustroso de
múltiples espejuelos.
La caballería se destacó en largos cordones que
tremolaban husmeando á modo de antenas. Fué pre-
ciso al medio día dar un descanso á la tropa y se
concedió en lo alto de un cerrito desde el cual, para
mayor tortura de la sed, alcanzamos á divisar en la
lejanía la enorme extensión de la laguna rizada en
ondas y cerrada por una borrosa línea de montes:
138 RICARDO BURGUETE
— ¡Agual ¡agua! —se oyó exclamar en la columna,
y la imagen de aquella azulada superficie que bañó
ligeramente de humedad las primeras bocanadas de
brisa que nos refrescaron en el montículo, sirvió
para encender é irritar el deseo.
Vana esperanza de tocar los bordes del lago. La
marcha volvió á emprenderse torciendo á la dere-
cha, para no abandonar la divisoria en que era de
presumir alcanzaríamos las primeras resistencias del
enemigo.
Creció el tormento á la vista de las aguas distan-
tes, y las brisas ligeramente mojadas endulzaban de
momento el paladar, dejando á su paso en la gar-
ganta una impresión de fuego.
Abrasaba el sol las cabezas y la imaginación cal-
deada y expansiva tornaba los ojos al lago y se tor-
turaba con deleites que no saciaban el deseo.
Durante la marcha, sintiendo vacilar las piernas
á cada tropezón del terreno resquebrajado, traté de
cerrar los ojos á la vista de las aguas; ¡inútil empe-
ño! la imaginación saboreaba delicias que acaba-
ron por abrasarme el paladar y me encendieron la
lengua con tan reseca picazón, que tuve necesidad
de aspirar con la boca abierta las tenues emanacio-
nes de fresca brisa que el sol secaba por instantes.
Acabé por dejar á los sentidos y á la mente libre
desenvoltura, y con ficciones de sonámbulo, andaba
largo trecho: la imaginación bebía en la laguna;
¡LA guerra! 139
primero humedecía los labios; después á pequeños
sorbos, y por fin, no saciándose con sendos tragos del
agua dulzona y cristalina, bebía oleadas enteras y
acababa por secar el cauce para beber barro. Co
menzaron á zumbarme los oídos y noté en las amíg-
dalas agudas punzadas que subieron hasta el fon-
do del pabellón de las orejas.
Un tiroteo seco y lejano nos llevó la vista hasta
las fuerzas montadas, que se destacaban en el fondo
azul del horizonte entre nubecillas de humo. La co-
lumna aproximándose se había hecho más percep-
tible, y las escamas brillantes del reptil fueron á
nuestros ojos el reflejo de armas y marmitas de la
tropa.
Pronto íbamos á entrar en la demarcación de Al-
mansa: punto fortificado del enemigo y final de
nuestra etapa si lográbamos su asalto. Sobre una de
las eminencias de la divisoria que seguíamos, eché
un vistazo al paisaje: por el frente el Sungay se ele-
vaba sobre la línea de montes que cerraban la la-
guna; á modo de foso se extendía á la derecha la
línea de vegetación del Zapote y, formando una sar-
ta á ]o largo de nuestro flanco derecho, los blancos
paredones de los pueblos de Parañaque, las Pinas y
Cavite escondíanse á lo lejos en una línea sinuosa
de verdura confinante con el mar.
A la puesta del sol alcanzamos la carretera y se-
guimos la huella de la columna principal, cuya van-
1 4U RICARDO HURGUETE
guardia acababa de entrar en las chozas de Alman-
sa sin resistencia alguna. Un polvo rojizo cuyo tono
aumentaba el reflejo del sol poniente cubría el
firme del camino, y por él pisamos como sobre una
alfombra consoladora, hechos los pies á los terrenos
y resquebrajaduras del desierto.
A nuestra izquierda y distantes, para mayor cruel
dad, un tiro de fusil, ondeaban las aguas de la la-
guna. El último trozo de la jornada lo hice cami-
nando como un autómata, atormentado por fortísi-
mo dolor de cabeza y abriendo 3^ cerrando los ojos
entre visiones de lumbre.
Muy cerca de las trincheras abandonadas de Al-
mansa, una charca verde y viscosa que vigilaba
un cordón de centinelas impidiendo acercarse á la
tropa, cruzamos al paso, y en las márgenes del ba-
rrizal fui á hundir piernas y brazos abrasado por la
ñebre.
Sin las horas de aquella noche nunca hubiera te-
nido la percepción del tiempo eterno. Acampamos
en uno de los fuertes más inmediatos á la charca
viscosa, que servía exclusivamente para bañar cara-
baos. Con las primeras sombras de la noche me
acosté sobre paja de una choza, acometido de un in
tenso frío febril. No había esperanzas de beber una
gota de agua; la tropa no pudo hacer rancho y co-
mió en seco carne de carabao asada á la lumbre de
las hogueras.
iLA guerra! 141
Conservo como un borroso delirio la impresión
de la noche aquella. Vino á verme el médico del
cuerpo, y después de pulsarme ordenó se me dieran
unas pinceladas de iodo para bajar la inflamación
de la garganta.
Fueron horriblemente crueles las primeras horas;
la quemazón del iodo, la sed de la fiebre y la horri-
ble reseca de la garganta cuya hinchazón me impi-
dió tragar saliva, estuvieron á punto de enloque-
cerme:
—¿Por qué era aquello? ¿Por qué acampábamos
sin agua? No lo supe entonces, ni lo sé ahora, pero
sí supe aquella noche por qué grados pasa la razón
para llegar al desvarío. Sacudido por el frío intenso
de la fiebre, me creí transportado en medio del fan-
gal y en él, á cada esfuerzo para inclinarme á beber
el verdoso líquido, me hundía en un pozo sin fin, cuya
profundidad aumentando con cada uno de mis es-
fuerzos acababa por robarme el aire. Otros ratos me
atormentaba la visión de la laguna: á ella había po-
dido llegar sigilosamente y á rastras burlando el
cordón de centinelas. Pero ¡inútil afán! ¡vano em-
peño! No podía beber las aguas porque los bordes
del lago eran de tierra abrasada que quemaba las
palmas de mis manos. Volvía desesperado á la ca
minata de regreso. Mi imaginación calenturienta me
deparaba en el delirio un escondido pozo, en cuyo
fondo brillaba el agua. Bajaba quebrantándome los
142 RICARDO BURGUETE
huesos de pies y manos con mil trabajos y el des-
engaño borraba la mentida ilusión: mi mano sólo
alcanzaba puñados de negruzco barro, en cuyo fondo
el fulgor de una estrella fingía el mentido reflejo del
agua.
Recordé la sed bíblica; la sed de los desiertos; la
horrible sed de las caravanas, que después de agotar
la sangre de los camellos disputa la de los hom-
bres: al cabo yo bebía sangre también y notaba en
el paladar el gusto tibio y nauseabundo de la sangre
¿de la sangre de quién?...
Quedó adormecida la imaginación y el deseo, irrita-
do hasta el paroxismo, agotó la sensibilidad: ahora
me rodeaba el agua por todas partes y refrescaba
mi paladar sin poder deslizarse á través de la gar-
ganta obstruida: perdí por un momento la sensa-
ción de la sed y subió á mi boca la repugnancia y
la hartura del mismo sorbo bebido por la mañana:
así, con esta repugnancia, reflejo de la sensibilidad
agotada, logré descansar algunas horas hasta la en-
trada del nuevo día.
Sobre el caballo, que me cedió un compañero,
dormí al regreso la modorra de la fiebre... Recuerdo
que, á pocos pasos del malhadado campamento, se
encontraron unas fuentes que sirvieron para saciar
la sed rabiosa de los soldados y la mía y llenar de
nuevo los bombones.
La marcha de regreso á Parañaque ñié para mí
|i>A guerraI 143
penosísima. Las tierras, los campos, los montes re
corridos el día anterior, daban vueltas en torno de
mi cabeza, y ésta amenazaba estallar apretada por la
fiebre y cocida por el sudor que borboteaba al sol.
En la última hora de jornada, el enemigo, que ha-
bía prendido la retama reseca de extenso campo, es-
tuvo á punto de dar fin de la retaguardia que contó
por docenas los casos de asfixia fulminante.
#-5-^*^"'
\ \^
XVIII
A Parañaque llegó una mañana el cuartel gene-
ral.
Todavía en mi cuerpo y en mi espíritu vivía can-
dente la impresión de la pasada marcha.
La sed, la horrible sed soportada había servido
á juicio de los técnicos para economizar sangre en
la toma y posesión de Almansa. Pero ¡ay! que estos
cálculos de gabinete fallaron á última hora, por no
FILIPINAS — 10
146 RICARDO HURGUETE
darle al factor de la resistencia humana el valor
limitado que tiene. La asfixia en el regreso consu-
mió más hombres de los que hubiera podido con-
sumir la resistencia del destacamento encargado de
guardar al pueblo. Sólo en la brigada de chinos en-
cargada de transportes se cebó la muerte en mon-
tón:
— ¡Opio! ¡opio! señolía, — y tomando repentina-
mente la amarillez del ámbar quedaban rígidos en
el campo, y había que cargarlos sobre las acémilas
retirándolos de la candela que el enemigo acababa
de prender.
Muerte sin gloria, sin sacrificio, sin otro esfuerzo
que el de la vida al escapar á chorros por los poros
al no poder hallar salida por la respiración sofo-
cada. No irían seguramente las walkirias á entre-
sacar los más gloriosos de aquellos prosaicos muer-
tos: ni aun los buitres ni los cuervos que nos siguie-
ron en la marcha se atrevieron á aventurarse en la
densa capa de humo que nos envolvía.
Siguieron los preparativos en el cuartel general
para dar el asalto á Pamplona. Dueños de este otro
punto, lo éramos de la línea paralela que amagaría
el Zapote.
La noche anterior á la salida se distribuyeron las
fuerzas, y á los que nos tocó formar parte de la van-
guardia acudimos á recibir instrucciones directas
del Estado Mayor General.
¡LA guerra! 147
Al salir del convento que alojaba al general en
jefe, cruzamos un patio, en cuyo fondo se destaca-
ban las enormes piezas del tren de sitio, que pocos
días antes habíase acarreado con trabajos inauditos
desde Manila.
Los compañeros que aguardaban á la puerta nos
salieron al paso, y acosándonos á preguntas, decidi-
mos todos pasar la noche en alegre francachela.
Recorrimos casi todos los alojamientos y fué
forzoso beber en todos algo. Mascullando brindis
y llevando en la cabeza á Odino y el Paganismo
bárbaro, fui á tenderme breve espacio, acompaña-
do por los oficiales, en un petate cerca de los solda-
dos de nuestra compañía que roncaban á pierna
suelta desde las primeras horas de la noche.
Llegaron las del alba, á mi juicio, en un abrir y
cerrar de ojos, y el toque de diana me hizo incorpo-
rar con- un quebrantamiento general de huesos. Sa-
lió silenciosa y adormecida la tropa de los aloja-
mientos, y formando á lo largo de la calle, se dis-
tribuyó el café á la escasa luz de la hoguera que
había servido para su cocción. Las primeras brisas
de la mañana acabaron por despabilarme con una
aguda sensación de frío. Tomé una taza de café del
de la tropa y, en tanto aguardaba órdenes, recapacité
en las que me comunicaron la noche anterior:
«En Pamplona había acumulado el enemigo el
núcleo principal de sus defensas, y era preciso apo-
148 RICARDO BURGUETE
derarse de ellas á toda costa. El trabajo de la van-
guardia debía ser de tanteo y esperar, caso de ser
insuperable el esfuerzo de la defensa, á que la bri-
gada desplegase toda».
Cinco batallones, tres baterías y fuerza montada
componían el total de la columna. Volví á recons-
tituir en la imaginación el diseño mental que me
hicieron del terreno. Y tras de innumerables cálcu-
los, asomaba siempre la pregunta de la cruel incer-
tidumbre que había de resolverse á las pocas horas:
—¿Servirá el esfuerzo?
Roto el día, salimos del pueblo á través de unas
sementeras, y á un kilómetro escaso atravesamos los
puentes de caña india que nos facilitaron el paso
sobre un estero. Marchaba silenciosa la columna
y brillaban á lo lejos las armas como espejuelos con
los primeros rayos del sol de la mañana. Todo el
camino era semeritera, agrietada y terrosa. A lo le-
jos los bosques de bambúes cortaban caprichosa-
mente el horizonte.
La impaciencia y el sobresalto hizo á toda la van-
guardia enmudecer y apretar el paso á medida que
se avanzaba. Se desplegaron los primeros pelotones
para husmear en la marcha los bosques y los ba-
rrancos.
Risueño abría el día y un sol alegre bañaba la
dilatada extensión de las sementeras: cruzamos un
pequeño pinac sobre un puente de caña y fuimos á
¡LA guerra! l49
dar en las merindades de un barranco surcado de
unos hilitos de agua y erizado de vegetación. Al
salir de él, hirió mi mente el diseño de Pamplona y
con honda emoción comuniqué mis impresiones al
comandante de la vanguardia...
Por el frente apenas era perceptible una línea de
bahais y frente á ella una cinta de terreno de color
distinto que acusaba tierra removida. Seguimos
avanzando y á medida que la columna transponía,
alargándose, la cresta del barranco, fueron hacién-
dose más perceptibles las chozas y destacándose
más la línea de las fortificaciones. Desplegaron las
dos primeras compañías, y quedando la primera de
reserva, enfilé con la gente, cerrando la distancia el
flanco izquierdo de la fuerza desplegada.
Se daban las órdenes en voz baja y sólo gritaban
roncos los tacos y los juramentos. Sobre el campo
pesaban un silencio solemne y una calma siniestra
y retadora.
En la sementera bañada de luz, y á la izquierda,
un apretado haz de bambús, impulsado por la brisa,
movía sus enhiestos penachos, por modo trágico, á
nuestro paso, con signos negativos y con rumoroso
estremecimiento que contrastaba con la calma del
espacio.
Se hizo más distinta la línea de las fortificacio-
nes, y al poco tiempo apareció la cresta de los para-
petos dibujada en el espacio azul por una repen-
150 RICARDO BÜRGUÉTE
tina sucesión de nubéculas de humo, que mandó
sobre nuestras cabezas una rociada simultánea con
un rasgado traqueteo de disparos lejanos. Fué pre-
ciso acelerar el paso y la tropa, bajando las cabezas
al chaparrón, avivó la marcha. Pronto el fuego cu-
brió de una gasa densa y uniforme las trincheras
enemigas. No era posible avanzar sin contestar al
fuego y las fuerzas desplegadas, hincando rodilla
en tierra, rompieron un violento tiroteo sobre la trin-
chera.
De un achuchón que abrió claros en las filas, é
hizo rodar gentes por el suelo, ganamos cien metros
y con nuestro empuje avivó el tiroteo rabioso de la
defensa. Nos fué preciso desplegar por la izquierda
y acometer por nuestro frente un reducto, que, des-
tacado de la línea general de trincheras, encerraba
una nube de cabezas vistas á través de las claras del
humo. No distaríamos más de seiscientos metros: y
á esa distancia era preciso avanzar sin interrup-
ción: avanzamos á pequeños saltos en medio de
una agitación creciente y anhelosa y del estruendo
de los disparos que no dejaba percibir las voces. En
cada uno de los avances se abrían brechas en las
filas y rodaban hombres como tacos, dejando claros
que muy pronto cerraba el instinto defensivo de la
agrupación:
— ¡Arriba! ¡arribal
Era preciso cerrar la distancia sobre el contrario:
¡LA guerra! 151
y se golpeaba, se aullaba con voces jadeantes, con
esfuerzo extraordinario como si se tratase de salvar
una cuesta insuperable. ¡Se salva la cuesta más es-
pinosa para el hombre: la cuesta de la muerte!
— ¡Arriba! ¡arriba!
La ira y el azoramiento ponían en los semblantes
densamente pálidos, extrañas muecas. Aullaban
desaforadamente los heridos y se pegaba indistinta-
mente á todo el que puesto en pie retrocedía:
— ¡Arriba! ¡arriba!
Era preciso avanzar, tragar la muerte; ir á bus-
carla y sorberla con la respiración jadeante.
El reducto vomitaba un incendio. Los sombreros
de los defensores ó las desnudas cabezas asomaban
entre los zurcidos del humo:
— ¡Arriba! ¡arriba!
La tropa disparaba enloquecida con ansia mortal,
y con trémula avidez se sacaban cartuchos de las
cartucheras y se avanzaba sin cesar, desperdigando
municiones, cayendo jadeantes aquí y acullá con
el fusil entre las crispadas manos y mordiendo, en
las caídas, los terruños y el polvo con la boca:
— ¡Arriba! ¡arriba!
Lamentábase el esfuerzo físico agotado, ó la mo-
ral perdida entre las salpicaduras de sangre de los
compañeros muertos ó heridos:
— ¡Arriba! ¡arriba!
Sonaban sin compasión los garrotazos, los golpes,
152 RICARDO HURGUETE
las imprecaciones que sacudían los cuerpos y sanea-
ban las debilidades del espíritu ó las flaquezas del
miedo:
— ¡Arriba! ¡arriba!
Con el avance crecía la defensa; y á su vista, la
ansiedad y el agotamiento amenazaban desbaratar el
pecho:
— ¡Arriba! ¡arriba!
Gritaban los más animosos, haciendo coro al
mando... De pronto una brusca explosión simultá-
nea, enorme, que vomitó candela hasta nosotros,
sembró una tromba de hierro sacudiendo entre
polvo á nuestros pies en las entrañas de la tierra.
Siguió otra... y otra. Las lantacas y cañones del re-
ducto barrían el paso, y en un momento la guerrilla
retrocedió arremolinada como guiñapo que arrolla
el viento, ó como vela que el huracán sacude y re-
tuerce:
— ¡Arriba! ¡arriba!
Fué preciso el esfuerzo supremo: se pisaron los
caídos y el mando enderezó á palos la muchedum-
bre, volviendo á desplegar la tropa como flamante
bandera.
¡Arriba! ¡arriba, muchachos! Metí el pelotón de
tiradores bajo un chaparro á ciento cincuenta me-
tros del parapeto. Nueva tromba de la artillería hizo
leña del árbol que se abatía sobre nuestras cabe-
zas...
ILA C4UERRa! 153
Ya sólo faltaba un esfuerzo supremo... ¡El últi-
mo!... Tocaron las cornetas paso de ataque... brilla-
ron los sables por cima de los sombreros y
¡Arriba, arriba! En medio de una gritería infer-
nal, entre resoplidos de ira y de sofoco, la línea toda,
dando al espacio el erizado peine de las bayonetas,
se lanzó tras de mis tiradores al asalto de reductos
y parapetos.
Caímos revueltos con los menos diligentes y los
heridos del contrario. Los cuchillos del maüser, al
hundirse en los cuerpos caídos, sonaban como si
despanzurraran odres.
Fué preciso tomar aliento para emprender la per-
secución, pero la ira y el deseo de venganza fueron
llevándose la gente tras de los fugitivos.
Extendíase el pueblo formando una agrupación
de bahais acribillados, y por entre ellos huía un en-
jambre de mujeres y chicos mezclados entre los
más animosos defensores, que todavía disparaban
en su huida.
Con un oficial, los tiradores y un pelotón de tropa
seguí á lo largo de una sementera, acosando con el
fuego á un pelotón de fugitivos.
En un bosque inmediato á un barranco, al otro
lado del pueblo, di descanso á mis fuerzas y á las de
mi mando.
El triunfo hacía radiar los ojos y animaba los
semblantes todavía demudados. En aquel rincón
154 RICARDO BURGUETE
del bosque, aspiramos todos la vida entre bocanadas
de aire y con una sensación de bienestar inexplica-
ble. Por nuestra derecha seguía el tiroteo de las
fuerzas de la columna que, á mi juicio, habían ido
á interceptar á los dispersos el paso del río.
Proseguimos la marcha y, guiados por una india
que alcanzamos, fuimos á salir á una sementera para
cazar fugitivos.
Nos rompieron el fuego desde la orilla opuesta,
y entre el matorral de una espesa selva, desorienta-
do un momento por la marcha, creí que se trataba
de algún pelotón disperso y lancé la gente á salvar
el espacio que nos separaba
Caímos en pleno barrizal del Zapote, en medio
de una ensenada, y nuestra presencia fué recibida
con un nutrido fuego casi circular, que nos abrieron
desde la línea de fortificaciones de la orilla opuesta.
Fué preciso que nos desenfiláramos del recodo, y
bajo una rociada más espesa que el granizo, fuimos
á ampararnos de los troncos de la selva...
En aquella marcha de flanco, un golpe seco, bru-
tal, que sofocó mi aliento, haciéndome vibrar al do
lor todo el cuerpo y que contrajo seguidamente mis
músculos obligándome con fuerza á entornar mis
párpados, á cuyo través creí notar encendidas y di-
minutas chispas, me obligó á detener la marcha de
la sección.
Quedé rígido, clavado en el sitio y con la pier-
¡LA guerra! 155
na izquierda adormecida al dolor del golpe brutal.
Por un roto del pantatón, poco más abajo de la in-
gle, asomaba una piltrafa de los bordes de la herida,
y por ella salía á borbotones un hilito de sangre
que hormigueaba templada á lo largo de mi pierna
dormida. Procuré aplicar el pañuelo y, á su contacto
con la carne desgarrada, sentí la impresión de una
yesca encendida. Tuve en aquel momento el con-
vencimiento de que me habían roto la pierna y que
permanecía erguida porque le restaba una astilla
de hueso. Era preciso hacer un esfuerzo, probar á
andar y salir de nuestra situación comprometida en
el río buscando contacto con la columna. Por nues-
tra derecha menudeaba el fuego de fusil y de ca-
ñón, y á nuestro frente los defensores de la otra
orilla enfilaban sus disparos á través del bosque.
Hice un esfuerzo y, ahogando el dolor con gritos
descompuestos, saqué el revólver, temeroso de no
poder seguir la marcha y ordené el avance á lo largo
del río y en dirección de los disparos de artillería.
La pierna dormida vaciló sin ceder y entre can-
dentes punzadas aumentó con la marcha la hemo-
rragia. Comprendí que me iba á ser imposible se-
guir en pie algunas horas y ordené la retirada para
buscar, atajando, contacto con la columna.
¡Dolorosa marchal... Rezagado en ella, á nadie
quise dar cuenta de mi herida, y con la garganta
reseca fui aguantando el agudo dolor, que á fuerza
156 RICARDO HURGUETE
de íntimo é intenso llegaba á sacudirme las entrañas.
Próximos á la columna, enloquecido por los do-
lores y debilitado durante la marcha por la crecien-
te pérdida de sangre, sentí vacilar las piernas, y
asaltado por el temor de que fuera la completa frac-
tura del hueso, mandé hacer alto y me así á los
hombros de uno de los tiradores, en el preciso mo-
mento en que, acometido por un zumbido que pare-
cía hervir la sangre en mis arterias é inundado por
frío sudor de congoja, me faltó á los ojos el espacio
y la luz.
XIX
En el hospital de sangre improvisado en el pue-
blo y en el piso bajo de un bahai, me llevaron á des-
cansar y me acostaron sobre un montón de paja, en
tanto se buscaba una camilla.
Mis dos asistentes, sentados junto al morral que
me servía de cabecera, no se cansaban un punto
de limpiarme el sudor con sus mugrientos pañuelos;
de sacudir las moscas ó improvisar con hojas de plá-
tano pantallas con que cubrirme del sol.
Enfriado el golpe, fui sintiendo con más intensi-
158 RICARDO BURGUETE
dad las agudezas del dolor; pero decidido á disimu-
lar en lo posible, contestaba á la invariable pregun-
ta de mis compañeros: «¿Sufres?», conun«jNo!», tan
contundente como las punzadas.
Vino al cabo uno de los médicos, y dispuesto á
reconocerme la herida, se arremangó la guerrera por
los brazos y con resolución y ademán que no daba
lugar á réplica, sacó del estuche unas largas tijeras
y procedió á cortarme pantalón y calzoncillo con ti-
jeretazos circulares, que produjeron en la ardorosa
piel inmediata á la herida una sensación de frío es-
peluznante.
Terminada la maniobra, el buen galeno, después
de recomendarme con cara sonriente «que aguanta-
ra», introdujo sus dedos índices por ambos boque-
tes de la herida; y sacudido involuntariamente
por el dolor, creí que la investigación de las uñas
del médico llegaba punzante á mi cerebro:
— No es nada: un ojal. Varios días de cama y fue-
ra,—dijo el buen doctor, apartándose de mi lado
para curar los nuevos heridos que entraban en bra-
zos.
Tendido en la camilla y arrebujado entre mantas,
sentí tras la investigación un bienestar relativo y
con él se apoderó de mi garganta una sed, recuerdo
de la de pasados días. Me dieron á beber cognac; y,
algo confortado, acepté una lata de escabeche que
jLA guerraI 159
devoré, mezclando los migotes de pan á las espinas.
Me sentí aliviar por instantes y hasta creí en el
adormecimiento del dolor. Una laxitud empezó á in-
vadirme á lo largo del cuerpo y tras de ella un sú-
bito calor abrasó mis sienes y mejillas, estirando po-
co á poco, á lo largo del cuerpo, la piel estremecida
poco antes en una sensación de frío. Subí con es-
fuerzo las mantas por encima de los hombros, y
mandando quitar las pantallas que me resguarda-
ban la cabeza, dejé que el sol, el sol esplendoroso de
aquel día ardiente, que cantaba salud y fuerza, me
inundase de lleno.
Límpida y azulada se extendía la bóveda celeste.
Desde mi tendido observatorio alcanzaba á ver el
desmoronado parapeto por donde dimos horas antes
el asalto. Boca arriba, despedazados y en extrañas
posturas, hombres, cañones y lantacas salpicaban el
suelo, encharcado y removido. A mis oídos llegaba
el ensordecedor estampido de los cañones, ahogando
por momentos el incesante traqueteo de la fusilería.
Seguían batiéndose allá abajo, y cada vez nuevos
heridos iban á tomar puesto en el suelo ó en cami-
llas. El dolor ajeno dulcifica el propio; y la sensa-
ción aliviadora que subía por mi cuerpo de los ti-
bios pliegues de la manta, aumentaba á la vista de
los horrores de los nuevos heridos; brazos fractura-
dos por la articulación, tibias rotas, cabezas con por-
160 RICARDO BURGUETE
tillos en el casco, pechos hundidos en un plastón de
barro y sangre. El sol besaba por igual en el suelo
todos los infortunios, y á la vera de aquel hospital
improvisado comenzaron á acarrear los muertos.
Con ellos se empezó á formar una pila, de la que
colgaban brazos y piernas rematados en afilados de-
dos y amarillentas uñas por los que corrían goteras
de sangre que empezaban á encharcar el suelo. No
correspondían las cabezas á las posturas, y aquellos
muertos, de vidriados é interrogativos ojos, de nucas
amarillas ó sangrientas, formaban un desconcertado
pelotón de carne y ropas húmedas, hendidas y tra-
badas por la acción del peso.
Poco á poco fué cediendo el ruido ensordecedor
de los disparos. Se oía claramente á las cornetas y
clarines tocar alto el fuego y retirada.
A medida que las fuerzas volvían de primera lí-
nea, entraban á examinar la pila de muertos y la
hilera de heridos. Frases de consuelo y palabras de
pena se escapaban de los labios de los compañeros,
trémulos y vibrantes todavía, bajo la sensación del
pasado riesgo.
— ¡Bien por el 'óM ¡Bien por el 5.»! ¡Bien por Es-
paña! gritaban de alegría los ilesos, dando al aire
sus sombreros.
¡España! ¡España! Recordé el tremolar de la ban
dera palpitando á bordo con aleteo de pájaro mori-
¡LA guerra! 161
bundo, y ufana y gallarda, empenachando días pa-
sados las popas de los barcos del río que iban á su
ministrar á la otra columna. Pasé revista á los suce-
sos de la jornada. Más allá de la pila de nuestros
muertos, el boquete del reducto cubría con sus des-
moronadas arenas los cuerpos destrozados de los de-
fensores.
Acababan de apagarse los fuegos del enemigo. Las
cornetas, con las contraseñas de los batallones, toca-
ban llamada; y antes de formar, en el camino toda-
vía, alcancé una irrupción de soldados que llegaron
á nosotros chorreando agua del río y dando vivas:
¡Vivan los heridos! ¡Viva España!; y una bocana-
da de entusiasmo, ¡la postrera!, pasó sobre las blu-
sas del montón de muertos, entre ráfagas de viento
agitadas por los sombreros, manchados de amarillo
y sangre, que los vivos sacudían en los crispados
puños, dando, á falta de mejor emblema, los colores
rojo y gualdo del pabellón patrio.
—¡Viva España! ¡Bendita mil veces la nación cu-
yos hijos, chorreando fango y agua, que hacía hu-
mear los recalentados fusiles, volvían del combate
trémulos de ardor á orear con sus alientos de entu-
siasmo la pila desmadejada de los muertos y á re-
frescar las sienes ardorosas de los heridos!
Las cornetas repetían llamada y á la carrera, y la
tropa desapareció agitando en lo alto los sombreros
FILIPINAS — 11
162 RICARDO BURGUETE
salpicados de sangre y amarillo con los colores de
la bandera.
La brigada china se encargó de transportar en
mantas y camillas los heridos.
Quedaron fuerzas de ocupación en Pamplona, y
regresamos á Parañaque pasando por las Pinas. Muy
cerca de este punto, el enemigo, apostado en el puen-
te del Zapote, sacudió la retaguardia y con especia-
lidad el convoy de camillas. Temí por un momento
que me cazaran como á tiro de pichón, y mi zozobra
pasó bien pronto ante el agudísimo dolor que me
produjo el pasitrote desigual de los azorados chinos.
Sobre el convoy, que destilaba sangre á lo largo
del camino, pesaba con el revuelto traqueteo un
olor de carne despedazada y palpitante, menos fuer-
te, ipero parejo (1) del que en pasadas tardes cruzó á
la vera del río y en hombros de la misma brigada.
Sobre las copas de los árboles venían en nuestra
marcha á posarse los buitres, y con ademán impa-
ciente esponjaban sus plumas con amarilla y afila-
da garra, mirando desde el fondo de sus gachones y
atravesados ojos los envoltorios sangrientos de las
camillas.
Después de un descanso y una cura que se nos
1 Igual, dicen los indios.
¡LA guerraI 163
practicó en el camino, seguimos hasta Parafmque,
donde á la caída de la noche salió á recibirnos el
general en jefe.
Fuimos transportados á una balsa de caña, y tras
largas horas de angustia, de dolor y de espera,
vino á remolcarnos la lancha de vapor de una gue-
rrilla que, á poco de internarnos en el mar para
conducirnos á bahía, estuvo á punto de dar fondo
contra un corral de pesca, con todo el dolorido ba-
gaje.
La terrible sacudida arrancó en todos alaridos de
sufrimiento y protestas é imprecaciones de los sa-
nos.
Mi buen amigo Arguelles, sentado en la balsa en-
tre dos camillas, procuraba distraer mi quebranto y
hablaba sin cesar de hechos y cosas nimias con bor-
botones de palabras que yo confundía, en mi anona-
damiento doloroso, con el rumor de las ondas espu-
mosas al resbalar por los costados de la balsa.
La noche era serena y tibia, pero la humedad de
la bahía y el primer anuncio de fiebre llevaban á
mis huesos un frío intenso.
Despabilado á ratos por la calma fugaz del dolor
escuchaba las palabras de mi buen amigo, las que
jas cavernosas de los más graves, que iban á con
fundirse con el ronquido quejumbroso del remolca
dor; y tendido é inmóvil á lo largo de la camilla
164
RICARDO BURGUETE
veía el firmamento tachonado de estrellas que ful-
guraban en la serena noche con guiño compasivo y
doliente.
XX
Desde la balsa, siguiendo primero á lo largo del
río en el que oscilaban los farolillos de los barcos, y
atravesando á altas horas de la noche la población
amurallada que á la sazón dormía, fuimos transpor-
tados al hospital.
Mi camilla la condujeron en hombros cuatro ami-
gos cariñosos; y trastornado por el vaivén que, á pe-
sar de ser dulce, me arrancaba agudos dolores, atra-
vesamos el paseo que sigue á lo largo de la muralla,
y entre lloronas frondas de ilang-ilang que abrían á
la noche las aromosas entrañas de sus lacias hojas,
166 RICARDO BURGUETE
entramos en la calzada de Arroceros y á poco en el
hospital.
Corros de guardias, sanitarios y enfermeros acom-
pañaron las camillas, alumbrándose con faroles por
un patio-parterre para conducirnos á una sala cua-
drada y obscura, en cuyas cuatro frentes se alinea-
ban las camas con colgaduras mosquiteros.
Era la sala general destinada á oficiales y á la sa-
zón vacía. Empezó á llenarse con los ensangrenta-
dos cuerpos de mis compañeros de infortunio.
Fuimos transportados por turno y entre alaridos
de dolor que se cambiaban, al descansar entre las
sábanas de los reposados lechos, en hondos suspi-
ros de satisfacción.
Dormí unas horas, desasosegado por las emociones
del día. Y clareaban sus primeras luces entrando
lívidas á través de los cristales deslustrados de puer-
tas y ventanas, cuando una aguda sensación de do-
lor arrojó por mis entornados párpados el sueño.
Mi buen amigo Arguelles permanecía á mi lado
sin haberse separado un punto de la cabecera del
lecho.
En medio de la sala, dos hermanas de la Caridad
con los almidonados plastones de sus tocas y vesti-
das de azul sacudían en cada movimiento la larga
sarta de sus rosarios y solícitas arreglaban, alrededor
de una mesa, los caldos, las botellas de jerez, las ta-
zas y los sifones.
|LA guerra! 167
La que me pareció más joven se acercó una por
una á las camas, y con acento de plañidera dulzura,
respirando mimosa complacencia en su semblante
no exento de gracia, fué ofreciendo una lista de des-
ayunos á cada uno de los heridos.
Para todos tuvo frases de consuelo, y cambiando
en firme y resuelta la mirada bondadosa y compa-
siva de sus azules ojos, consiguió reanimar á los más
abatidos.
Se llamaba sor Joaquina. Acudía solícita á todos
nuestros mandatos, pero era preciso que antes reco
nociéramos en ella jerarquía de general en jefe y
que todos le ofreciéramos la más sumisa obedien
cia.
Desapareció con sor Ana, su compañera, por una
de las puertas de cristales y la sala quedó sumida
en un silencio dolorido y consternado, que sólo tur-
baba la ahogada queja de los dolientes ó el zumbido
de las moscas que aleteando en el espacio saltaban
de mosquitero en mosquitero.
En la vasta sala pintada de azul oscuro, se desta-
caban las blancas colgaduras herméticamente cerra-
das en los lechos vacíos y descorridas en los ocupa-
dos por cuerpos desasosegados ó inmóviles, que de-
jaban entrever cabezas vendadas y densamente
pálidas ó pies y manos arrebujados en guatas, por
los que asomaban trozos de carne de una lividez ca-
davérica.
168 RICARDO BURGUETE
La necesidad de distraer el dolor físico rompió el
silencio, y con palabras entrecortadas se fueron cru-
zando preguntas de una cama á otra:
«¿Dónde fué, compañero? ¿Tocó hueso?»
El dolor con sus ráfagas de simpatía agarrotaba á
uno para hacer enmudecer á todos, y volvía á pesar
sobre la habitación un silencio turbado sólo por el
zumbido de las moscas asediando los mosquiteros.
Mi buen amigo me distraía hablando en voz baja,
con siseo de confesor, y yo cuando el dolor me lo
permitía despegaba los apretados dientes de los la-
bios y seguía la conversación á retazos.
Cuando volvieron las hermanas con el encargo de
repartir los desayunos, se reanudaron las preguntas
y tras de ellas vinieron detalles del asalto y de la
persecución.
La herida en frío dolía extraordinariamente más
que bajo la presión inmediata del golpe.
Convinimos todos en que á todo dolor excede el
de la primera cura, y al recuerdo de que no tardaría
el médico de la sala en venir á practicarnos nuevo
reconocimiento, saltó de cama en cama una sensa
ción desagradable que nos obligó á enmudecer.
Las buenas hermanas repartían diligentes bizco-
chos, copas de jerez y tazas de caldo. Sor Joaquina
con animosa charla volvía á reanimar la desmayada
conversación, cuando á poco una campana anunció
la visita de sala. Por la puerta de cristales entraron
¡LA guerra! 169
los sanitarios una mesa de tijera y, adosada á la del
centro de la sala fueron colocando sobre estuches
repletos de instrumentos fenicados que brillaban á
nuestros aterrados ojos con fulgor que abrasaba la
imaginación y las carnes. Por orden fueron ponien-
do á su lado frascos, irrigadores, tablillas en forma
de mano, de pie, de pierna, de brazo, y en un rincón
de la mesa grandes paquetes azules de algodón hi-
drófilo que apestaron la habitación con ese olor ca-
racterístico de los gases fénicos, que tan bien con-
cierta en la imaginación con la idea del sufrimiento:
empezaba á oler la sala á desdicha.
Tardó poco en aparecer el doctor, asistido de sus
discípulos; de regular estatura, quebrado semblante
y ojos negros de audaz é inquieta mirada, se plantó
con ademán desenvuelto y firme continente en me-
dio de la sala:
— Señores, buenos días,— dijo, revolviendo sus in-
quietos y penetrantes ojos á lo largo de las camas.
La afectuosidad obligada nos hizo á todos salu-
darle de un modo casi simultáneo.
—¡Buenos días, doctor!— y apretando los dientes
en espera de conmover las piadosas manos del mé
dico, cada cual redujo su insignificancia apretando
el cuerpo entre las ropas del lecho.
Con arrogancia profesional se despojó el galeno
de su blanca americana y, arrebujándose las mangas
de la camisa, puso en actividad á los sanitarios y fué
1 7» I RICARDO HURGUETE
á sumergir sus brazos en la disolución preparada en
una jofaina.
Vaciló un momento, mirando indeciso por qué
cabecera empezar...
Se abogó la respiración de los dolientes y los cuer-
pos se apretujaron inmóviles basta desaparecer á la
mirada del médico entre las ropas del lecbo.
Se decidió el buen doctor por la más inmediata á
mi cama.
Los discípulos y los enfermeros formaron una
muralla impenetrable para la vista.
Quedaron sumidas las camas en un silencio se-
pulcral... La palabra rápida y animosa del médico
ge interrumpió á intervalos para engolfarse en la ta-
rea... y entonces era de oir la respiración jadeante y
emocionada del enfermo que aullaba sofocado... ¡Por
Dios, doctor!... ¡ay! madre...
— Ya pasó, ya pasó... — se oía exclamar al animoso
médico, que disimulaba su emoción pidiendo á gri-
tos los pelotones de gasa fénica y de algodón que
los sanitarios tardaban en alargarle, suspensos y en-
tontecidos.
Siguió la revista de varias camas y el grupo auxi-
liar, trasladando hules y jofainas, iba á desaparecer
rodeando las colgaduras.
A mi vez me tocó el turno, y en medio de un tem-
blor convulsivo que estremeció el esfuerzo risueño de
mis labios, sentí que sacudieron las ropas de mi cama.
¡LA guerra! 171
La mirada animosa y noble del médico me en-
volvió en efluvio bienhechor y sentí reanimarse mi
espíritu, á pesar del contacto del hule que extendie-
ron los sanitarios sobre las sábanas enfriando mis
carnes.
—Milagroso balazo, hijo,— decía risueño el doctor,
arrollando en su mano derecha la venda ensangren-
tada que cubría mi muslo.
- Inmediato á la femoral,— dijo volviéndose á los
discípulos, y con rápido movimiento tomó dos son-
das de níkel de uno de los estuches... Arañé el hule
en una sacudida que crispó mi cuerpo... y después
de oler la sonda, el doctor se volvió á los enfermeros
para recomendarme dieta. Acto continuo procedió á
desinfectar la herida y al contacto de la cánula del
irrigador apreté los dientes hasta atarazar el pañue-
lo; y abusé del re... del re... en todas las claves
imaginables. Acabó la cura no sin hilvanar una
gasa por entrambos boquetes, y después de apretar
el médico mi brazo con presión cariñosa, pasó á otra
cama sin olvidar de repetir su recomendación de
dieta absoluta, y sin dejar de sonreirme con mirada
compasiva para exclamar á modo de despedida: —
¡Un mes á lo sumol
Siguió la cura en medio de los débiles quejidos
de los operados y del silencio medroso de los que
aguardaban turno.
Las buenas hermanas servían bizcochos y jerez,
172 RICARDO BURGUETE
endulzando con sonrisas y frases la impresión de las
manos del médico.
Ante el dolor ajeno cedía por un fenómeno del
egoísmo la impresión del dolor propio.
Tocó el turno de la cura á un herido, del cual no
habíamos conseguido oir su voz desde su entrada.
Trató de reanimarle el médico con palabras, y an-
te la inutilidad de su esfuerzo hizo se alzaran las
colgaduras y ordenó administrarle una poción, que
á poco dejó oir la voz del herido entre las frases ca-
riñosas del médico que acabó por sentarse en los
bordes de la cama. ^
— Vamos, hijo: ¡ya hemos oído su vozl
— ¡Ay! doctor. Por su madre de V... mañana. . De-
jarme descansar, ¡Dios mío! .. Volvióse á cerrar el
grupo de cabezas alrededor del lecho... se oyeron sú-
plicas desgarradoras... sollozos mascullados .. lamen-
tos que llevaban al espacio la dolorosa vibración de
las entrañas... ¡Ahí no! ¡ahí no. Dios mío!... ¡dejarme
un poco!... y tras de agudo y desgarrador grito que
rebotó en los ángulos de la sala sucedió un estertor
ronco y seco, que abrió el circuito de enfermeros y
llevó al médico á buscar en la mesa la botella del
calmante...
Se hizo el silencio solemne, callaron todos los do-
lores y las hermanas de la Caridad se acercaron cons-
ternadas al grupo... Volvió el doliente á articular
quejidos y tras de ellos frases. . Amenazaba acabar
[LA. guerra! 173
desmayada la voz del paciente y reanimábale el mé-
dico, entre gritos é imprecaciones de mentida so-
flama.
— ¡Es preciso ser hombrel ¡El valor no es sólo pa-
ra el fuego! ¡Es para aquí! — Seguía un murmullo
cavernoso, animábase con los gritos el doliente ala-
rido, y entre la revuelta lucha del lecho que crujía
sacudido por los nervios del operado, se oía el es-
fuerzo de dos respiraciones:
— ¡Animo! ¡ánimo!
— ¡Pero V. es cruel, doctor!... ¡Doctor, qué hace!
¡Basta! ¡basta!
- ¡Ay! ¡ya está, hijo mío! Cayeron unos huesos so-
bre una jofaina, y entre hondo suspiro de satisfac-
ción se vio al médico abrir por entre la fila de dis-
cípulos y sanitarios, llevando las manos ensangren-
tadas y sacudiendo tristemente la cabeza.
Se trataba de un balazo bestial, que había hecho
astillas y polvo la articulación de la rodilla.
Se procedió al vendaje del herido, y en tanto se
siguieron las sucesivas curas, pesó sobre aquella ca-
ma de dolor y de infortunio una congoja de entre-
cortados sollozos que á falta de frases de consuelo
hicieron barbotear las plegarias y los rosarios de sor
Joaquina y sor Ana.
Acabada la cura de la sala, limpió el doctor furti-
vamente sus espejuelos y, jadeante y risueño, des-
pués de embrazar atropelladamente su americana.
174 RICARDO BURGUETE
saludó á todos, y mandando retirar la mesa y las jo-
fainas sanguinolentas, desapareció compasivo y or-
gulloso por la puerta de cristales deslustrados.
Quedó la sala sumida en doloroso silencio, roto á
intervalos por entrecortadas quejas ó por suspiros
hondos. Del lecho del operado, junto á cuya cabecera
permanecían enclavadas las hermanas, elevábase un
susurro doliente de rezo ó de congoja.
Sobre el ambiente, clareado á través de los crista-
les con el fulgor radiante. del día, pesaba una atmós-
fera de antisepsia y un fuerte olor á éter que ador-
mecía los sentidos obligando al enjambre de moscas
á refugiarse en el techo y en las paredes inmediatas
á las puertas de salida.
Sucediéronse en toda la mañana lentas y graves
las campanadas que anunciaron la visita de otros
departamentos. Vinieron amigos á visitarnos y alter-
naban sus entradas y salidas con los de los asisten-
tes, que, sigilosos, entreabrían las puertas para llevar
ó traer recados á sus amos ó irse por fin á instalar á
las cabeceras de las camas. Faera, y al entreabrirse
la puerta, chorreaba la luz de un día alegre de firma-
mento sereno y saneado.
Transcurrieron las horas de aquel día en medio de
una somnolencia que inmovilizó los cuerpos bajo
las colgaduras de las camas. A la hora de la comida,
las hermanas retiraron los platos intactos y media
tarde de modorra roncó entre desasosegadas quejas.
LA guerra! 176
Volvió al tufillo de cocina el mortificante zumbido
de las moscas que ahora contrastaba, en el silencio
de la sala, con el hilito que gota á gota caía desde
un aparato ad hoc sobre la articulación destrozada
del herido en la rodilla.
No me fué posible conciliar el sueño. Cerraba los
ojos, y despiertos los sentidos á un dolor tan agudo
que sofocaba á ratos mi respiración, esforzábame en
dormir sin conseguirlo.
El zumbido de las moscas, el gotear del aparato
y los agudos quejidos del doliente poblaban de fan-
tasmas mi imaginación al cerrar los ojos. Ora era
un estruendo formidable de combate sostenido en
medio de las abrasadas llamas de una extensión
prendida por el contrario, y que calcinaba los cuer-
pos de muertos y heridos que no era posible recoger;
ora era el asalto sobre un combustible que ardía á
la presión de nuestros pies y sumergía las piernas
entre ascuas obligándonos á andar á gatas. Tras de
sacrificios sin límite nos veíamos obligados á retro-
ceder y, sobre el terreno pisado, se alzaban al regreso
las llamas abrasándonos pechos y espaldas. Veía los
incidentes de la acción. Más á la derecha se exten-
día el río y las abrasadas tropas iban á sumergirse
en el bajo un fuego horroroso. Volvían los soldados
chorreando agua y encendidos en llamas del lado
del río y, como cruce de meteoros, perdíanse á lo le-
jos vitoreando la pila de calcinados muertos y de
176 RICARDO HURGUETE
chamuscados heridos. Subió la sed á mi garganta, y
en los ratos en que mi buen amigo Arguelles pudo
llevarme á la realidad, noté mis carnes abrasadas por
la fiebre y sentí perennes las agudeces que me pro-
dujo el dolor de la sonda.
Entre modorra y modorra llegó la tarde á su tér-
mino, y con ella la sed insaciable y el dolor que lle-
vo á mi mente la imagen caótica del paroxismo.
Rodeábame la sombra y encendidos dardos cente-
lleaban en ella por instantes para irse á clavar tré-
mulos en los poros de mis piernas. Venían de lejos,
de muy lejos y mandábalos un tic-tac imperceptible
semejante al de la caída de una gota de agua. Noche
cerrada, vino á verme el médico de uno de los bata-
llones que acababan de llegar á Manila, procedentes
del norte de Luzón. Antiguo amigo mío, procedió á
reanimarme con su conversación y decidido, con mis
súplicas, á calmar el dolor de mi herida, encargó
para mí una poción de morfina.
Sucedieron unos instantes mortales antes de que
volviese mi asistente con el frasco de la pócima...
Tomé primero una... y hasta tres cucharadas de
morfina en disolución. A la tercera me sentí inva-
dir de una laxitud que adormeció el dolor y segui-
damente resbaló á lo largo de mis miembros una
hinchazón de voluptuosidad que, haciendo hormi-
guear la sangre en mi cuerpo, llevó á los sentidos
inefable y embriagador arrobo y me adormecí entre
¡LA guerra! 177
aromas inexplicables, en medio de cadenciosas mú-
sicas, bajo los iris de una luz suave y somnolienta
que cerraba mis párpados.
Desperté muy cerca de la madrugada. El muslo
operado hacíame la sensación de un aditamento ex-
traño. Me creía poseedor de una pierna de corcho.
Al volver en mí, en la sala alumbrada por la débil
claridad de una lamparilla colgada en el centro, des-
tacábanse las blancas colgaduras de las camas, y á
través de ellas dolíase la reseca respiración de los
alientos y goteaba distintamente el aparato destila-
dor sobre la cama del operado. Sonaba con volteo
impaciente la campana de la puerta del hospital que
daba al río. Las hermanas atravesaron la sala silen-
ciosas, entre el chaparrear de los rosarios, y fueron á
despertar á los enfermeros dormidos de bruces sobre
la mesa central.
— Heridos que vienen... heridos de Silam.
Era la otra columna que pagaba tributo á la in-
surrección.
Entraron á poco los bultos de las camillas entre
quejas inarticuladas. Traían los heridos dos días de
penosa marcha de innumerables horas á lo largo de
la laguna y del río. Castañeteaban los dientes de los
cuerpos ateridos al sacarlos de las camillas, y la
invasión no sólo repletó las camas, sino que hubo
necesidad de repartirlos en colchones por el suelo.
FILIPINAS — 12
178 RICARDO BURGUETE
Cesó la campana de voltear, y la sala, sumida en
la penumbra que no bastaba á disipar la lamparilla
del centro, quedó de momento alterada por las que-
jas de los transportados, que, al sentir el reposo, fue-
ron debilitando en la sombra suspiros y lamentos.
Volvió á mis ojos el sueño poblado de imágenes;
despejáronse mis sentidos al ambiente real y entre
el tufillo de la nueva carne despedazada y sangrien-
ta me dormí con la visión de los míos, de los seres
queridos, que, allá lejos, tras de remotos mares, me
aguardaban henchidos de salud y de esperanza para
comunicarme amorosos la vida del cuerpo y la quie-
tud sazonada del espíritu, en medio del beso de brisa
de la tierruca.
XXI
A la mañana siguiente anticipó el médico la hora
de su visita...
A la lívida luz que por los cristales deslustrados
invadía la sala, revolvíanse impacientes en los le-
chos los últimos heridos.
Volvieron los ayudantes á colocar en el centro la
mesa de tijera del día anterior, los estuches, los irri-
gadores y los paquetes azules de algodón hidrófilo.
El doctor, seguido de discípulos y sanitarios, volvió
á formar penosos grupos, rodeando las camas, de
las que se escapaban las quejas de los pacientes.
180 RICARDO BURGUETE
Las hermanas volvieron á la tarea de reanimar á los
operados.
Cuando tocó el turno á los que pudiéramos lla-
marnos antiguos, era muy entrado el día. Sobre la
cama del operado en el anterior, retocaron el apara-
to encargado de destilar agua, y tras de frases ani-
mosas, volvió el médico el semblante con torcido
gesto.
Para nosotros no hubo cura. De cama en cama
fué el doctor, risueño y ufano, observando los aposi-
tos y cambiando con los pacientes animosas frases.
Examinó mis vendas y ordenó que me cambiaran
de sala aquel mismo día, en unión del de la ró-
tula fracturada. Dispuso el jefe de clínica que aqué-
lla sirviera en lo sucesivo para hacer las curas y á
ella fueran entrando los oficiales convalecientes que
todavía necesitaban asistencia facultativa: heridos
en la cabeza, figuras densamente pálidas y encorva-
das que escondían entre guatas cicatrices del pecho,
brazos en cabestrillo, piernas que oscilaban como
péndulos entre muletas. Todo desfiló á la clara luz
de un chorro de sol, que el médico dejó entrar por
una de las puertas de cristales.
Cerrábase el corro de discípulos en cada una de
las curas para mí desatendidas, por cuidar del dolor
que en el fondo de mis vendas supuradas dejaron
las manos del galeno.
Una de las veces, la voz de éste pidió impaciente
¡LA guerra! 181
la sierra y le alargaron de la mesa un serrucho ni-
quelado. Vi entre una clara del corro extender un
brazo vendado desde el fondo de un charolado ca-
bestrillo y á poco sentí refregar los dientes de la
sierra sobre un cuerpo duro.
Me estremecí y olvidé mi dolor para pensar en
el ajeno:
— ¿Qué hacían? ¿Serrar un brazo en seco?.
Mi amigo Arguelles calmó mi sobresalto: quita-
ban simplemente la cascarilla de yeso que envolvía
una fractura. Cayeron sobre el suelo los cascotes y
oí distintamente exclamar al médico:
— Esto está bueno. Este brazo es mío y ya fun-
ciona.
Al despedirse la visita, dio el doctor á las herma-
nas órdenes en voz baja; la sala volvió á quedar en-
vuelta en el silencio, roto á intervalos por la respi-
ración entrecortada y doliente de los operados.
Mi amigo Arguelles, antiguo compañero de mi
infancia, distraíame contando las vicisitudes de sus
primeros años de empleado en el Archipiélago. Casi
á ellos se redujo su vida desde que nos separamos.
Desembarcó en Manila con una credencial, siendo
un niño, y, á la vuelta de muchos años, volvíamos
á encontrarnos, él enfermo y sin esperanzas en el
porvenir, yo — según decía— con una vida risueña
capaz de soportar al presente todos los dolores.
Adolecía mi buen amigo del pesimismo del Sr. N.
182 UlCAHho RUUailIíTK
áo la PaTn])nii^M.. A juicio Huyo, Im c.jinipnña Hanprien-
ta y (lolorosM. lograría. apac.igUMrwti do inoindiito para
resucitar itiíVh tardo y acabar con nuoHtro donniiio.
No tenia oKporanza do volver A JÍHpana. Salió
Blondo muy niño, y on Ioh ;vñoH do ronidoncia en ol
paÍH, que le hicieron liomhní, aprendi(') i\. WwrAíi do
amargura íi leer en lú libro d(!l dentino. Llegó á to
mar eajino á aípiella hu negunda tierra.; y éste le
])erd¡ó al cabo tras de hucosívoh HinnaboreH. Veía el
porvenir muy negro para hí y para aíjuellas inlas.
KxpulnadoB un día del territorio, volverían pobres,
nu\H ])()breH {\\w Halieron, á la. madre ])airia los qu(í
habían dejado en aquella tierra sus mejores años.
No. El país, A buen seguro, no era hijo ingrato que
buM(íaba su enianíMpacióti al cumplir su mayor edad.
K\ país s(í a|)a.rtaba de la madre, l'alto do calor niater
nal, y la. madre revolvía sus disciplinas. No era un
año. Ni (ira un lustro. Ni una (M>nturia. lOran tn^s si-
glos de dom¡iiaci(')n, de [)roliijaníiento, y en los tres
siglos no se había av(ínlura.do (Mi a.(|uellas tierras mi
solo capital d(í la iiK^rópoli. i^a. industria y el co
merino miraban á aipiellos [)aís(ís como comprome-
tedores de su crédito de aldeano. Kl gobierno nocui-
daba do favorecer el terruño con sus tarifas, y las
esíMisas relacion(íS comerciales llevaban á aíiuellas
tierras la imposición brutal de la ley. Por si esto era
poco para distanciarnos de la metrópoli, — proseguía
con ardor mi amigo Arguelles,— eran mayores los es-
¡LA GUERRAÍ 183
tragos que la política causaba en aquellas tierras.
Se cansaba el Parlamento de llamar dulcísimamente
hijo al Archipiélago, y tras los discursos encamina-
dos á buscar prebendas para altos funcionarios en-
cargados de explotar, á medias con gobiernos y opo-
siciones, los puestos lucrativos que esterilizaban los
veneros de riqueza de aquel desdichado hijastro, se
abusaba del lirismo y, á la postre, tras de infinitas
credenciales ínfimas que iban á cobrarse en anemia
la laboriosidad y el trabajo, sucedíanse los puestos
elevados y el cáncer de la codicia, clavándose en la
entraña de la tierra, amenazaba acabar con ella y
pagaba en oro de buena ley los derroches del liris-
mo parlamentario.
Había aún más. Aquellos países, conquistados
con la cruz y con la espada, acabaron por someterse
á aquellas y por orgullo sectario se hizo creer á la
nación que sólo el poder religioso bastaba para so-
meter aquellas islas. Fué bien la empresa hasta tan-
to que el poderío masónico de principios de siglo
disputó en la metrópoli el predominio á las órdenes
religiosas. Vencidas éstas en la Península, buscaron
su expansión allende los mares: y bien asentado su
influjo, desafiaron el poder de la masonería, y en su
consecuencia, desconfiaron del ejército. Cristo divi
no bastaba para vencer en aquellas tierras. Y habría
bastado, si la escena santa del maestro al arrojar por
una vez á los mercaderes del templo no se hubiera
184 RICARDO BURGUETE
repetido hasta hacer parábola del vergajo y sacudir á
diario á los humildes y menesterosos. La masonería
no descuidó su labor, y sujeta á vivir del despojo,
perdidas las Américas, se encargó de cebarse en las
devastaciones del cáncer político. Vivió como el
cuervo, y á su semejanza, devoró los ojos que el
moribundo abría á la fe.
La colonia, alejada del capital, de la industria,
del comercio, siendo por largo tiempo el vertedero
de la escoria peninsular ó el desahogo de las concu-
piscencias políticas que albergaba el corazón de la
madre, viviendo entre los opuestos sentimientos de
los sectarios, estalló al fin y revolvióse airada para
buscar pureza...
Aquí de las disciplinas. Y unánimemente el co-
mercio raquítico acudía á la política, y ésta, viendo
amenazado su venero, hizo caso de las órdenes reli-
giosas que al lado de la cruz reclamaban el auxilio
de la espada.
El directorio de la nación veía la necesidad de
emplear la fuerza para someter al hijo ingrato, y
por eso mandaba barcos y más barcos cargados de
tropas; pero todo obedecía á un pensamiento de la
cabeza alejado del sentimiento nacional. Los barcos
iban reclutados en la miseria ó abanderados por el
sentimiento del deber. Ni oficiales ni soldados lle-
vaban el conocimiento exacto del problema que
iban á resolver. A juicio de todos, aquellas lejanas
¡LA guerra! 185
tierras eran una prebenda de la política donde iban
á engrandecerse los malos y á perecer los buenos.
Nada tenía que ver el problema con la meseta cen-
tral á la cual no llegaban los indianos; sin embargo,
como en Cuba, de la meseta central se reclutaban
los soldados, porque la recluta se hacía en progre-
sión de la pobreza...
Al llegar á este punto, la indignación agrandaba
los ojos de mi buen amigo y su cutis nacarado y
pecoso encendíase con la sangre agolpada en el ros-
tro...
¡Horrible! A su juicio no había nada más horrible
que emprender una guerra sin entusiasmo. Y aque-
llas gentes que entraban á bandadas en el hospital
no podían sentir el entusiasmo necesario para una
campaña larga. Sentirían, sí, el ardor patrio resuci-
tado en el combate por los colores de la bandera:
pero ¡ay! que esto era poco sin llevar otro sentimien-
to en el corazón. La bandera, á lo largo salpicada y
enrojecida en los asaltos, tomaría el color uniforme
de la sangre. Y á la vista de la sangre el amarillo
sólo sería color de esterilidad. ¿Para qué aquella lu-
cha? ¿Qué se salvaba? ¿qué se prometía á la larga? ..
Amarillez y sangre. El color de los muertos era el
color de la bandera, y la bandera representaba á
maravilla la causa. ¡Horrible! ¡horrible! En medio
de la inutihdad del esfuerzo, cabíale el orgullo á él,
que acababa de alistarse en un batallón de volunta-
186 RICARDO BURGUETE
rios, de ver que los soldados se batían con el entu-
siasmo de otras époías. Evocaba la imagen que le
hice de las tropas saliendo encharcadas del río para
ir á saludar á los heridos y orear, entre vivas, con
el viento de los sombreros, las pilas de los muertos.
¡Horrible! ¡horrible! Todo aquel esfuerzo, sirvien-
do á una industria ruin, á un comercio raquítico y
á una causa política desastrosa, acabaría por aho-
garse en sangre. Ya entraba en el hospital á rauda-
les-
Calló mi buen amigo, y á poco la campana de la
puerta que daba al río anunció nuevas barcazas con
heridos.
Las hermanas pusieron en movimienío á los en-
fermeros y por ellos supimos que se había librado
aquella mañana una acción sangrienta en el Zapote
y que entre los heridos de tropa y oficiales venía el
cadáver del heroico coronel Albert...
Consternó la noticia á la sala. La figura del bi-
zarro coronel pasó por la imaginación de todos. Su-
cedió un silencio solemne y el gotear incesante que
caía sobre la cama del herido en la rótula se alteró
por el movimiento desasosegado de éste, que mur-
muró entre dientes:
—¡Albert! ¡Albert!
Fué preciso estrechar más las distancias y entre
ellas colocar nuevas camas.
La larga perorata de mi amigo y sus razones pro-
¡LA guerra! 187
dujeron hondo desasosiego en mi espíritu, junta-
mente con la noticia de la muerte de Albert.
De mi cama y de la del operado en la rodilla sa-
lía por igual un olor que yo tomé por de mal
agüero.
Sor Joaquina vino cariñosa y risueña á decirnos
que nos iban á trasladar para dejar espacio libre y
para que, aislados en otros cuartos, lográsemos des
cansar. Me asaltó la revelación de la gangrena y á pe-
sar de las frases tranquilizadoras del buen Arguelles,
cuando llegó la hora del traslado y elevaron los en-
fermeros mi cama en hombros, me bastó ver el sa-
ludo penoso de los compañeros para aseverar en mi
revelación.
Ante mí quitaron cuidadosamente el aparato del
operado y tras de su cama se llevaron la mía, ha-
ciéndonos cruzar á lo largo del patio de palmeras
que vi inundado de sombras á la llegada.
Aspiré con ansia las primeras emanaciones de sol
y de ambiente al bajar la escalinata, y sobre mi ca-
becera se cerró la puerta de cristales deslustrados
que guardaba la sala general, repleta de camas y
camillas.
A nuestro paso por el patio -parterre, sintiendo en
mi rostro la caricia del ambiente caldeado, alcancé
á ver por el frente opuesto innumerables parihuelas
que transportaban á las salas de tropa los heridos
de las gabarras:
188
RICARDO BURGUETE
— Llegan muchos heridos de la compañía, seño-
rito,—me dijo al lado el asistente, que venía de cu-
riosear.
— ¿De la compañía? ..
Recordé las frases de Arguelles, el entusiasmo de
mi tropa y el tributo pagado en el primer asalto.
No bastaba un esfuerzo. Eran preciso muchos y el
tiempo ahogaría en sangre el entusiasmo, llevando
á todas las cabezas la explicación enervadora y
aplastante de los colores rojo y gualdo de la bande
ra: el rojo, el color de la sangre; y el amarillo, el in-
sípido color de la esterilidad.
j.vV*-^W, i
XXII
A lo largo de un pasillo cuyas habitaciones
abrían á derecha é izquierda, me trasladaron y tomó
mi cama puesto en un cuartucho de reducido espa-
cio. Separaban las alcobas delgados tabiques que vi-
braban con las toses y á cuyo través se oían las res-
piraciones.
No fué apresión mía el temor de gangrena. El
malestar y desasosiego de la primera noche de mi
traslado y la dolorosa cura á que el día siguiente me
sujetó el doctor, dieron á mi razón pruebas materia-
les. Mi convecino se hallaba en un estado lastimoso,
y á juicio de la consulta de médicos, había necesi-
190 RICARDO BURGUETE
dad de amputarle la pierna aquella misma tarde.
Revolvíame desasosegado en el lecho, que emba-
razaba el cuartucho caldeado á las horas del medio-
día y de la siesta por una atmósfera de horno. Por
la única ventana entornada chorreaba el sol, ha-
ciendo resudar la resina y encendiendo los nudos de
las maderas. Fuerte tufillo de cocina subía del fondo
del pasillo, é invadiendo los cuartos llevaba á ellos
un enjambre de moscas que, pringosas y pesadas,
revoloteaban por los flecos del mosquitero.
Sor Teresa, la nueva hermana, rezaba sus oracio-
nes en una habitación desalojada é inmediata á la
mía.
Mi amigo Arguelles, ausente por unas horas, no
tardaría en volver y colgado á los pies de mi cama,
le aguardaba la gorrilla y camiseta china de enfer-
mero,—como él decía...
Empezaba á distraer mis agudos dolores y la sole-
dad, en la rebusca de recuerdos lejanos. Y subyu-
gado, entre duros calambres, por el poder hipnóti-
co del pasado, adormecía mis nervios á fuerza de
arrobar los sentidos en el recuerdo, cuando un des-
usado movimiento me llamó la atención del lado
del pasillo. Vino á decirme mi asistente que iban á
á llevar á mi convecino á la sala de amputaciones y
que de antemano llegaban los médicos á clorofor-
mizarle. Oí distintamente el murmullo de muchas
voces que hablaban con tonos enérgicos y convin-
¡LA guerra! 191
centes; después siguieron á ellas súplicas, sollozos
y tras de una respiración jadeante de cuerpo que
lucha revolviéndose en el lecho, se oyeron frases
inarticuladas, gritos ahogados, y por fin órdenes
enérgicas comunicadas en voz baja. No tardó en
oirse, á lo largo del pasillo, un arrastre de pies y el
frotar que en las paredes producían l(>s brazos de
unas parihuelas conducidas en alto. Por la puerta
entreabierta alcancé á ver el grupo que, seguido de
los doctores, conducía entre mantas el cuerpo inmó-
vil del cloroformizado.
Media hora escasa tardó en aparecer un enferme-
ro, llevando en un cubo una pierna, de un amarillo
de cera y que chorreaba sangre en el envoltorio de
un trozo de sábana.
La llegada de mi amigo Arguelles coincidió con
la vuelta de las parihuelas que obligaban á refrotar
los cuerpos de los conductores á lo largo del pasillo.
Traían, según me dijeron, el cuerpo de aquel infor-
tunado, que sin volver del letargo, acababa de su-
frir una amputación por muy arriba del muslo, casi
á cercén del tronco.
No pude en aquella noche conciliar el sueño, ni
aun abusando de los tragos de bromuro.
En las primeras horas del alba, volvió en sí dan-
do gritos desgarradores el amputado.
Pusiéronse en conmoción los enfermeros de guar-
dia, y en unión de la hermana, le suministraron
192 RICARDO BURGUETE
una dosis de calmante que adormeció las explo-
siones agudas del dolor, para dar paso á una queja
sollozante y débil, que escupía á ratos blasfemias y
súplicas, revolviéndose no ya contra el destino sino
contra el dolor implacable:
— Pero ¡Dios mío! ¿qué es esto? si me duele el pie;
el pie izquierdo, ¡el pie que no tengo! —
Recordé las torturas que narra Silvio Pellico. De
un modo semejante se quejaba aquel desdichado, y
se revolvía suplicante contra la pobre naturaleza
que mísera y doliente sufría en la carne desgajada.
Pasó por mis ojos la vista de aquel cubo y de
aquel pedazo de pierna amarillenta; carne muerta
é insensible que, á la sazón enterrada ó arrojada al
río, mortificaba, por un fenómeno muy común, el
cuerpo abandonado del vivo.
XXIII
Sucediéronse los días y las noches y conllevé'el
tiempo auxiliado por mi buen amigo que, sujeto á
la cabecera de mi cama, separábase de ella para re-
tirarse á descansar de noche ó para asuntos peren
torios del día.
Fué aproximándose el de mi mejoría, pero, entre-
tanto, á los dolores del cuerpo sucedieron mil emo-
ciones del espíritu.
FILIPINAS — 13
194 RICARDO BURGUETE
Los cuartos vecinos del largo pasillo fueron lle-
nándose á medida que avanzaban las operaciones
de la columna del Sungay, y por las frecuentes al-
tas de hospital, estábamos al tanto de los combates.
No dejó un momento de sonar la campana anun-
ciadora de las gabarras ensangrentadas del río.
A diario llegaban nuevas vítimas y á diario suce-
díanse los asaltos.
Cada convoy de carne suponía una jornada; y só-
lo en esta forma ganábase el camino y sosteníase
enhiesta la bandera que tremolaba á impulsos del
avance.
¡España! ¡España! Durante las horas del día, com-
pañeros venidos de las Pinas y de las avanzadas del
Zapote traían, con el recuento de las últimas opera-
ciones, ráfagas de entusiasmo y ambientes de salud
y riesgo que vivificaban la atmósfera de los lechos
cargada de iodoformo, de pesadumbre y desdicha.
Al cerrar la noche y en el silencio de ella, salía
por igual la imaginación de los enloquecedores deli-
rios ó de las pesadas vigilias con la frase entusiasta:
¡España! ¡España! que, ora débil ó robusta, respon-
día al ¡quién vive! de los centinelas apostados en la
margen del río.
Una tarde y una noche faltó mi amigo Arguelles,
y coincidiendo con las horas de su habitual llegada,
un movimiento desusado puso en conmoción las fuer-
zas de sanitarios y enfermeros, y tras de ellos vinie-
¡LA guerra! 195
ron á nombre del oficial de guardia en demanda de
mis asistentes, para que armados fueran á reforzar
Jas patrullas encargadas de defender el edificio.
Por el sargento encargado de comunicarme la pe-
tición supe que aquella misoaa mañana acababa
de sublevarse una fuerza indígena de carabineros y
que secundaban el movimiento en los barrios extre-
mos numerosos afiliados al Katipunan. Por dela-
ción acababan de hacerse prisiones entre el servicio
del hospital, y hasta aquella hora no se tenían noti-
cias del movimiento de insurrección, porque volunta-
rios y tropa batíanse contra los sublevados en la calle.
Quedé solo^ completamente solo, en mi cuarto -
celda, y por el cristal de la entornada ventana des-
filó un atardecer somnoliento y triste, alterado por
el paso de las patrullas que iban á reforzar el cor-
dón del río ó las puertas avanzadas del exterior.
Sumido en la soledad del cuarto y de mi abando-
no, creí percibir anochecido ecos de descargas leja-
nas, que zumbaron en mi almohada con rumor más
distinto del que á cada cambio de postura llegaba
á mis débiles oídos...
La noche cerró sin que sor Ana, con su habitual
dispUcencia, calmara con palabras mis incertidum-
bres.
Era bien corrida la media noche cuando el relevo
devolvió mis asistentes, y por ellos supe noticias
comunicadas en la avanzada.
196 RICARDO BURGUETE
Se había vencido la insurrección en las calles, pe-
ro con muchas bajas de una y otra parte.
La mitad de los enfermeros é internos indígenas
de la facultad de Medicina, estaban presos por ha
berse comprobado que fraguaban un complot para
rematar á los heridos y prender fuego al hospital al
estallar el movimiento subversivo.
Toda la mañana repitióse el cruce de las patru-
llas por debajo de mi ventana, y alternándose con
ellas, S9 sucedían los «alertas» de los centinelas que
aseguraban el exterior del edificio.
A los pies de la cama aguardaba á mi buen ami-
go sa ropa de enfermero; y pensé que, afiliado á
una guerrilla de voluntarios, acaso á aquellas horas
estaría batiéndose con los restos dispersos de los
sublevados.
Muy de madrugada, logré conciliar el sueño por
breve espacio, y me sacó de él el trajín de la diaria
visita médica.
Llegó á la cama el buen doctor, y pulsándome en
tanto buscaban mis ojos á mi buen amigo, ordenó
me suministrasen una poción de bromuro.
No reconoció aquel día los vendajes, y sentando
se á los pies de mi cama, dijo con inflexiones de
voz trémula y cariñosa:
— Creo no necesitar entereza para comunicarle
una mala noticia: su amigo Arguelles quedó grave-
¡LA guerhaI 19/"
mente herido en el combate contra los sublevados y
no hay esperanza de salvarle.
La desgracia, fatal é irreparable, llevó con toda su
gravedad la emoción á mis ojos:
—¿Muerto?
—Muerto, sí. Un balazo en la cabeza. Pero hay que
sobreponerse, ¡ea! Usted debe de estar hecho á forta-
lecer el ánimo...
Tragué la amarga noticia. Toda la abnegación de
mi buen amigo, de mi buen enfermero, durante mi
estancia en el hospital, pasó por mi memoria y á la
par acudió á mis ojos su figura fraternal y cariñosa
que yo veía entonces en el fondo de aquellas ropas
que, colgadas á los pies de mi cama, aguardaban el
calor de su dueño.
Resbaló la chaqueta al suelo al rozarla un sanita-
rio, y pensé en la caída de mi buen amigo, descol-
gado de la vida como guiñapo ensangrentado, en las
aceras de una calle.
—Es preciso ser fuerte, volvía á repetir el doctor.
No basta el esfuerzo físico, hace falta el moral: y con
él sobreponerse á todo; yo lucho también, hijo; y
tengo mis quebrantos de cuerpo y alma. Quisiera
tener cien vidas para cuidar á mis enfermos y cien
manos para asistirles... Lucho con la muerte á brazo
partido... á cambio de mi salud disputo la ajena; y
sin embargo, la muerte, batallando, aniquila mis
fuerzas y se lleva los enfermos. No se puede luchar
198 RICARDO* BURGUETE
con el destino y hay que sucumbir á sus exigen-
cias... Menos mal cuando viene de golpe y se lleva
una vida, pero ¡qué cruel cuando da esperanza; cuan-
do da aliento para la lucha y reta con un asomo de
asidero, de tíaqueza! .. Estoy hecho á luchar y acabo
por declararme vencido sin capitular nunca. Usted
conoce mis esfuerzos con el último amputado; pues
bien, al cabo se murió y de aquí se le sacó sigilosa-
mente. Luché con él lo indecible, acudí á horas ex-
traordinarias, combatí sin descanso la muerte y la
muerte vino. Anoche se me murió en la sala general
otro en quien saqué, á fuerza de cuidados, un aside-
ro de esperanza. Vano empeño en los dos... Pero
no desmayo, tengo otros aun, y á fuerza de salud y
vida reanimaré las suyas. Empero es preciso sobre-
ponerse á la desgracia y ser fuerte. Ustedes tienen
su heroísmo allá bajo, frente á trincheras; yo lo ten-
go aquí junto á las camas, y es por igual gloriosa la
misión. Ustedes á salvar honras, yo á salvar vidas.
Heroísmo hay allí y heroísmo aquí: heroico es todo
sacrificio de vida por el bien ajeno.
Escuché al doctor, y consolado y más conforme
eché de ver en su semblante los estragos de la vida
activa. Su abnegación y su trabajo excitaba vivísi-
mo reconocimiento y gratitud en sus clientes.
Desde el día de la primera visita, notábase en el
semblante del médico la palidez terrosa de la fati-
ga, y al través de los lentes una orla violácea rodea-
¡LA guerra! 199
ba los negros vivarachos ojos de... (á punto estuve
de ser indiscreto).
Se despidió de mí con un efusivo apretón de ma
nos y le oí exclamar á lo largo del pasillo:
— Hoy no hay cura.
De todos los cuartos salieron alegres saludos para
el doctor y suspiros de satisfacción que, ante la idea
del descanso, exhalaba la carne dolorida...
Terminada la visita, volví apesadumbrado al re.
cuerdo de mi pobre amigo, que con un «hasta lue-
go» habitual se despidió de mí la tarde anterior.
Recordé sus pesimismos y vi empezaban á cumplirse
sus profecías: la insurrección iba en aumento y
amenazando prender en toda la población del Archi-
piélago... El no tenía esperanza de volver á España^
ni aun casi de ver la esterilidad de los esfuerzos de
la guerra.
Vino á mi pensamiento el recuerdo do Ja tarde
que, paseando en coche á lo largo de las calzadas,
me señaló la balumba de bahais de los barrios exte
riores: allí, allí anidaba el foco y de allí vendría la
oleada formidable.
La muerte de mi amigo en una encrucijada de
aquellos mismos lugares, por él señalados, ponía un
sello de triste garantía al resto de sus aseveraciones.
Toda la mañana estuvieron entrando en el hospi-
tal heridos de la tarde anterior. Al mediodía un tris-
te y acompasado campanilleo, seguido de un lento
200 RICARDO BURGUETE
arrastre de pies, para mí conocido, cruzó por el pa-
tio, recordándome que iban á administrar el viático
á los más graves.
Se iluminó por un momento con un hilito de luz
artificial la juntura cuadrangular de la ventana, y
sus maderas, herméticamente cerradas y expuestas
al sol, empezaron á sudar durante la tarde lagrimo-
nes de resina á través de los nudos que diéronse á
mirarme fijos como pupilas sangrientas.
|XXIV
Un día, el cabo de mes y medio • de inmovilidad
y de cama, me concedió el médico autorización para
levantarme. Trajéronme unas flamantes muletas
que supe había encargado á prevención aquel solí-
cito y cariñoso amigo, — perdido para siempre, — con
el afán de verme levantado pronto y de poder reali-
zar nuestros proyectos de feliz y tranquila convale-
cencia en el retiro de una quinta alquilada por él.
Colgado de los palitroques sin acertar á dar un
paso, salí con el apoyo de mis asistentes, al patio
central, donde á la sazón otros heridos y enfermos
respiraban el aire embalsamado de la mañana.
Me tendieron en una dormilona (silla larga) de
202 RICARDO BURGUETE
mimbre, y apoyado entre almohadas, ordené que de-
jasen las irresistibles muletas junto á la cabecera.
Respiré con fuerzay fruición el aire inhalado de sol
y de emanaciones de aromáticas plantas del parterre.
El hospital de una sola planta componíanlo un
sistema radial de galerías y salas que iban á rema-
tar en escalinatas resguardadas por cobertizos de
madera y zinc. Sobre la plazoleta central enarenada
á lo largo de los laberínticos macizos de tierra er-
guíanse esbeltas palmeras, coquetones arbustos, y
multicolores plantas.
Tendido en la perezosa y alzando poco más de
una cuarta del embaldosado suelo, veía un retazo
de firmamento de un azul limpio y sereno que á lo
lejos recortaba airosas las siluetas de los árboles, cu-
yas hojas estremecidas por la brisa cantaban albo-
rozadas, bajo los efluvios de dulzura emanados del
celaje diáfano y azulado.
Contesté á las preguntas de mis compañeros y
entré en la conversación general de los contertulios
que, formando corro y en caprichosas posturas, cui-
daban solícitos de salvar de roces y de trasladar á
lo largo de la silla con esmero la parte dolorida del
cuerpo.
Espaldas y pechos enguatados formando jorobas
de vendajes: cabezas y caras escondidas entre tur-
bantes de algodón en rama; brazos enfundados en
cabestrillos de charol; manos y pies entablillados so-
¡LA guerra! 203
bre plantillas de madera que asomaban bajo apelo-
tonados envoltorios: be aquí el bosquejo del corro
de oficiales que challaban.
En el frente opuesto del parterre y en el ala del
edificio destinado á la enfermería de tropa, los con-
valecientes vestidos con batines de enfermo discu-
rrían en corros ó paseaban apoyados en brazos de
enfermeros ó colgados de muleta?.
Mucbo rato me entretuve en ver á un soldado
amputado de una pierna hacer los primeros pinitos
y dar solo algunos pasos con muletas á lo largo
de las revueltas y enarenadas avenidas del jardín.
Creí aquella soltura hija de una habilidad prodi
giosa.
Hasta entonces no había parado el pensamiento
á considerar la difícil maniobra de acostumbrarse á
guardar el equilibrio colgado el cuerpo de las muletas.
¡Ah! ¡hasta que yo aprendiesel
Logré con tesón, al cabo de
algunos días, tras arriesgados
"^ " ensayos servirme de las mulé- /
tas, y cuando una tarde embalsamada y melancólica '
logré atravesar el parterre, sentí un estremecimiento
de dicba y una súbita emoción me hizo detener jun-
to á un macizo de palmeras y ocultar el rostro baña
do en lágrimas.
Largo rato estuve sin poder sofocar los sollozos. No
supe entonces, ni sé ahora por qué lloré. Pero sin sa
ber la causa, el llanto corría abundante por mis me-
206 RICARDO BURGUETE
jillas y estremecía mi cuerpo con una sensación in-
efable de alivio.
Lloraba al retorno de la movilidad... Lloraba mi
histerismo traumático, — según me dijo el médico.
Pero no. No me basta. Lloraba algo más que eso, y
sentía desfallecer mi cuerpo en un abandono de
ternura que estuvo á punto de dar conmigo en el
suelo, en medio del blando y dulce ambiente de la
tarde embalsamada y melancólica.
Pasada la crisis enderecé el cuerpo y proseguí la
marcha en demanda de la escalinata que daba ac-
ceso á la sala general de heridos de tropa. Muy
cerca de mí pasó el furgón amarillo y negro que á
diario conducía los muertos del depósito ó del anfi-
teatro.
Subí la escalerilla del brazo de los enfermeros y
fui á lo largo de las dos hileras de camas de la sala
buscando rostros de soldados conocidos.
Incorporados entre almohadas algunos; tendidos
como cuerpos exánimes ó revolcándose entre sábanas
á los sacudimientos del dolor otros. Todas las caras
délos enfermos, de un amarillo de cera, contrastaban
con los semblantes sanos de los enfermeros y sani-
tarios, que daban pociones á los heridos, acudían á
sus llamamientos, ó formaban caprichosos grupos
ayudando á vestir ó asistiendo en los primeros pasos
á los convalecientes.
Sobre algunas camas vacías que acababan de re-
¡LA guerra! 207
cogerse, la tablilla «fallecido» sustituía á la planche-
ta del número y daba al montón de jergones y al-
mohadas recogidas en el testero un aspecto de sen-
sación heladora, de humedad, de frío.
Fui saludando y recibiendo las cariñosas felicita-
ciones de algunos de mis soldados Sobre una de
las camas, el blanco lienzo de una sábana cubríalas
rigideces de un cuerpo que acababa de expirar. En
la cama inmediata, un herido volvía los ojos con ex-
presión de angustia infinita, y paseaba sin cesar la
mirada por los pliegues de la sábana que denotaban
la rigidez de los salientes del cuerpo lívido y helado.
Volví sobre mis pasos, después de reanimar con
esperanzas de pronta cura á los soldados de mi
compañía. Muy cerca de la puerta inundada por la
luz mortecina del crepúsculo, y oreada por ráfagas
balsámicas que ventilaban el pesado olor de iodo-
formo y gasa fénica, un enfermero se me acercó
guiando á un soldado ciego que extendiendo anhe-
loso los brazos en el vacío me llamó indistintamente:
— ¡Mi capitán! ¡mi capitán!
Reparé en el infeUz y recordé que el día del asal-
to recibió un balazo de sien á sien que le dejó mi-
lagrosamente con vida, vaciándole los ojos...
Le así cariñosamente de un brazo y á mi voz le
sentí estremecer y parpadear penosamente con el
semblante compungido:
208 RICARDO BURGUETE
— Yo no veo, mi capitán: no veo, pero oigo su voz:
está bueno ya. Sé que lleva V. muletas porque las
oigo. Qué pena, mi capitán, no poder ver ya las ca-
ras conocidas de otras veces. ¿Curará V. bien?
—Sí, hijo, sí, que Dios te bendiga, ya volveré á
verte... Y salí de allí con el corazón angustiado por
el interés del pobre ciego.
A la mañana siguiente, se supo en el hospital la
noticia de un nuevo y reñidísimo combate de la co-
lumna del Sungay.
Cuando llegó el médico á pasar la visita, me anun-
ció que al día siguiente sería trasladado al convento
de Padres jesuítas. Supe que las diversas comunida-
des se repartirían los convalecientes para dejar libres
las habitaciones á las nuevas remesas de heridos.
Abandoné el hospital después de visitar muy de
madrugada la sala general de oficiales, la de tropa,
y de saludar á las hermanas.
Di un adiós de despedida á aquella cama mía y
al cuartucho, y salí para tomar el coche que había de
conducirme al convento. Bajé las escaleras solo, apo-
yado en los palitroques y sintiendo oscilar la pierna
como un péndulo.
Cuando salía el vehículo de las puertas del hospi
tal á las que di emocionado un cariñoso adiós, la
campana de la puerta volteaba anunciando la pre-
sencia 'de las gabarras del río.
Con el caballo al paso y en una mañana espíen-
¡LA guerra! 209
dida atravesó el coche la calzada de Arroceros y si-
guió á lo largo del río dejando á la derecha el puen-
te de España, para entrar por una de las puertas de
la ciudad murada. Entre bocanadas de viento pare-
cían mis pulmones aspirar un algo dichoso que ha-
cía hormiguear la sangre en mis venas y trajo á mi
semblante un ligero ardor.
Me pareció que salía á otro mundo. Al mundo de
los dichosos, y, complacido, veía discurrir la gente á
derecha é izquierda lozana y ágil.
Un lando que llevaba un ramillete de lindas eu-
ropeas pasó á la carrera por mi lado, y fué á perder-
se á lo lejos con el toldo de pintadas sombrillas y
entre nubes de polvo que entrevelaban una desbor-
dante espuma de blondas y encajes.
Aspiré con fuerza el olor á carne rosada y sana, y
estremecido entré en la vetusta Manila, bajo el
repiqueteo de campanas que á mí se me antojó ri-
sueño nuncio, invitador de albergue tranquilo y so-
segado.
FILIPINAS— 14
XXVI
Me alojaron en el convento en una buena celda
cuyas ventanas abrían á una calleja.
De blanco armiño que respiraba pureza era el co-
lor dominante en el lecho que me destinaron, cuya
estrechez extremada asociando de continuo al cuer-
po y al espíritu la idea de la castidad y el celibato
hacía imposible todo sueño pecaminoso en el an-
gosto espacio del catre, que apenas si dejaba libres
los brazos para que, apoyándose en los bordes de la
cama, permitieran revolver el cuerpo.
Una mesa con devocionarios; sillas de baqueta,
una perezosa á un lado y cuadritos de bíblicas y mi-
(LA guerra! 211
lagrosas leyendas, completaban el ajuar del cuarto
que, exento de todo lujo, respiraba quietud bendita,
recogimiento solemne y misteriosa unción.
Los buenos padres interesados por mi comodidad
y mis deseos, acudían frecuentemente á interrogar
mis gustos y sostenían animosas pláticas sobre la
guerra, facilitándome de continuo cuantos periódi-
cos y noticias venían á dar cuenta de las operaciones.
El severo reglamento de la comunidad daba al
ocio de los padres y hermanos escasas horas; y en
ellas acudíamos los convalecientes á la sala de visi-
tas, inmediata á un vasto corredor asoleado que daba
al mar y desde el cual se divisaban las costas de Ca-
vite.
Con fervoroso interés, y ayudados por potentes an-
teojos terrestres que los religiosos hicieron llevar del
observatorio, seguíanse á diario las operaciones de
la columna del Sungay. Gozábase la comunidad con
cada uno de los triunfos de nuestras armas; y con el
ondear de las banderas después de nuestros asal-
tos sobre las torres de los pueblos enemigos, visi-
bles á través de los potentes anteojos, llegaba al con-
vento la noticia de cada triunfo casi á la par que á
los centros oficiales.
Establecieron un hermano de guardia permanen-
te para avisar las nuevas, y éstas interrumpían á
toque de campana las pláticas religiosas, en ocasio-
nes, apenas comenzadas.
212 RICARDO BURGUETE
Fuera de estas oportunidades ó del rato de solaz
délas tardes, la comunidad desaparecía para acudir
á las cátedras de los numerosos discípulos ó para
encerrarse en las celdas abiertas en los anchos pasi-
llos, pavimentados con maderas suntuosas. El palacio
conventual alzábase en cuatro acodados cuerpos de
edificio que rodeaban un patio destinado para gim-
nasio y solaz de los alumnos internos.
Alumnos, clases, bibliotecas, gabinetes y museos,
ocupaban dos alas del convento y las otras dos que-
daban para uso de los padres, entre cuyas celdas,—
eligiendo las mejores,— se colocaron los enfermos.
No comíamos en el refectorio general. Servíannos
dos hermanos en un cuarto asoleado que daba á la
calle y hasta el cual subía de continuo el rumor
mundano del exterior.
Vinos generosos y abundante y sazonada comida
presentaban en la mesa, no exenta de distinción y
adornada á diario con aromosos centros de flores.
Los buenos hermanos, con discreta distracción,
pasaban inadvertidos por los retazos sueltos de nues-
tra conversación que á veces excedía del tono rosa,
ó alternaban con calor en nuestras discusiones de la
guerra, cuando dejando reposar el opoponax y la en-
carnación tibia de Eva, volvíamos al tema inacaba-
ble de la profesión y de la guerra.
El prior y los padres, al salir del refectorio, ve-
nían á mezclarse en nuestras conversaciones de so-
[LA guerra! 213
bremesa y á preguntar consecuentemente: «Cómo ha-
bían comido sus enfermos».
A la hora de los postres reinaba en el comedor la
franca alegría de los cuerpos que, convalecientes,
iban tomando vida en medio de la paz claustral.
La animación de los semblantes de los padres que
respiraban salud y fuerza, parecía contagiarnos en
medio del ambiente de recogimiento y paz que lle-
naba los pasillos y habitaciones del convento.
La noticia de la última heroicidad realizada en
los asaltos diarios, era el tema obligado de la con-
versación final... A los padres les encantaban los hé-
roes, y ellos también los tenían en sus huestes y á
su vez nos señalaban los cuadros del comedor...
No eran del todo malas las pinturas. Un cuadro
representaba un naufragio; la tripulación acababa
de replegarse en las lanchas como última esperanza,
y un padre de la Compañía desaparecía arrodillado
en la cubierta, embestida por oleadas gigantescas,
negándose á seguir á todos, para que sus últimas
oraciones y sacrificio sirvieran de redención que sal-
vase á los náufragos apiñados en los botes. Más allá,
otro cuadro representaba el martirio de un padre
vestido de fakir indio, entre tribus implacables y
feroces. Acullá, preparábase un festín canibalesco y
una tribu de negros disponíase á tostar vivo á un
anciano, cuyos brazos, trabados por la espalda, de-
jaban á las manos libre espacio para poder llevar á
214 RICARDO BURGÚETE
los labios un crucifijo, besado entre plegaria y ple-
garia... Se llamaban fray Domenech... fray Juan. No
recuerdo bien los nombres, ni creo que la comuni-
dad los conocía con certeza. Eran héroes anónimos,
cuyo sacrificio ejemplar se enseñaba á todos y se
repetía de unos á otros agrandado por la aureola de
la innotoriedad. Murieron en un día, en una hora,
no importa la fecha ni el momento, y en la obscuri-
dad de su sacrificio iban á vivir en aquellos cuadros
vida postuma y gloriosa, llenando las paredes de
aquel comedor asoleado, único cuarto de la casa al
que llegaba distinto el rodar alegre y mundano de
la vida exterior.
Recogíase la comunidad en las primeras horas de
la noche y alzábase con las del alba entre alegre to-
que de maitines, al que seguía á poco el repiqueteo
de la primer misa que iban á oir los religiosos en la
iglesia inmediata, que comunicaba con el palacio
conventual.
Fui haciéndome en los días sucesivos á la quietud
ambiente que calmaba el cuerpo y el espíritu, mejor
que las dosis de bromuro.
Bajo chorros de sol, filtrados á través de las ver
des persianas de mi cuarto, despertaba invariable-
mente entrado el día, entre alegre repiqueteo de
campanas y oyendo el sonar plañidero y aflautado
de los órganos de la iglesia, que iban á estremecer
mis carnes con efluvios de vida reposada y lozana.
¡LA guerra! 215
Avanzaba la cicatrización de mi herida. El buen
doctor no nos abandonó ni un solo día, y cada vez
acentuábase más en su pálido semblante el color
aceitunado de las ojeras pisadas por el cansancio y
la fatiga.
A lo largo de los pasillos, y haciendo prodigios
con las muletas, discurría con el resto de mis com-
pañeros ó iba á distraerme en la sala de visitas mi-
rando la dilatada extensión del mar ó el frondoso
bosque de la lejana costa enemiga.
Cruzaban los padres silenciosos á lo largo de los
pasillos, llevando recogidas entre las manos las cuen-
tes de rosario y un libro de oraciones é iban á des-
aparecer con sus hábitos negros, después de saludar-
nos con inclinaciones de cabeza, sobre los boquetes
del muro en que se abrían las celdas.
Una mañana se alteraron las costumbres del con-
vento por todo el día. Fué aquel en que las opera-
ciones marcaban la toma de Imus.
Imus era para todos la llave de la insurrección, y
tales defensas tenía desde largo tiempo acumuladas
el enemigo y tales esperanzas, que, de arrollarlas, po-
día darse por concluida la guerra. Desde muy tem-
prano nos instalamos en la sala de visitas, alternan-
do en mirar por los anteojos que enfilaban la cúpu-
la y la torre del pueblo enemigo.
El bosque cubría la casa del poblado y extendía-
se como un mar, ocultando la marcha de la colum-
216 RICARDO BURGUETE
na. A media mañana, una nubécula de humo que
avanzaba por encima de la copa de los árboles y
que nosotros conocíamos como indicadora del fue-
go, por los asaltos anteriores, fué á estacionarse por
las inmediaciones del pueblo. No avanzó resuelta la
nubecilla como otras veces. Se mantuvo estancada, é
irritando nuestra impaciencia durante muchas ho-
ras de observación, nos cogió á todos el toque de
campana del medio día.
Lanchas de vapor cruzaban sin cesar por la tersa
superficie del mar, llevando y comunicando órde-
nes á la escuadra que, anclada en las costas de Cavi-
te, rompía el fuego sobre los pueblos enemigos in-
mediatos á la costa.
Durante la comida, no hablamos de otra cosa que
del resultado del combate.
La incertidumbre, siempre temerosa, exageraba
las defensas insuperables del enemigo. Y el temor
á un descalabro, después de la rápida serie de triun-
fos, se pintó en todos los semblantes é hizo al final
exclamar á los animosos padres: «Es raro que el hu-
mo no avance como otras veces».
Volvimos á las ventanas que nos servían de ob-
servatorio, y la aprensión barrió la esperanza y nos
hizo creer que el círculo de humo se alejaba cada
vez más del circuito del pueblo. Pasó la tarde y en
medio de la transparencia del ambiente veíamos cla-
ro, con ansiedad anhelosa, cerrar ó distanciarse la
¡LA guerra! 217
columna de humo. Por fin cesó el flujo y reflujo, y
empezó á alejarse como barrida por el viento, pri-
mero un trecho, luego otro, hasta desaparecer á lo
lejos en los confines del bosque. Pasó por todos los
espíritus marcado desaliento, y los atónitos ojos, mi-
rando desmesuradamente abiertos la lejanía, no po-
dían hallar pretexto para engañar la realidad. Se
iba, se iba el humo. Era indudable que retrocedían.
¿Y á qué costa? ¿qué horrible desastre arrollaba
nuestras fuerzas como barridas por un viento de tem-
pestad? No había esperanza. Se dejaron los anteojos
que inmóviles enfilaban silenciosos la torre de Imus,
próxima á quedar arrebujada en las sombras de la
tarde, que para todos empezaba á trasponerse en
medio de un silencio trágico.
El hermano de guardia movió el anteojo y contes-
tó á nuestras miradas con signos negativos: «El hu-
mo se alejaba».
Una de las veces limpió el retículo con la sotana
y gritó alborozado: «¡La bandera, la bandera' >
Fué la conmoción tan violenta para todos, que
nos precipitamos á los anteojos y, á la aseveración
del segundo observador, estalló una unánime salva
de aplausos. ¡España! ¡España! Era verdad. En lo
alto de la torre tremolaba gallarda al viento la ban-
dera de la patria roja y gualda. Roja con la sangre
vertida por sus hijos para salvarla, amarilla con la
amarillez oriflama de la gloria. Permanecí largo
218 RiCAUDO BÜKGUETE
rato pegado al catalejo, cuyo cristal acababa de em-
pañarse al vaho lacrimoso del entusiasmo. Al fin era
nuestro el triunfo y la enseña gloriosa, apuntando á
Occidente sacudida por una fuerte brisa, que aventó
poco antes las nubes de humo, vibraba trémula al
espacio salpicada de sangre y oro.
Coincidiendo con la realidad y nuestra alegría,
lanzáronse inopinadamente al vuelo todas las cam-
panas de las parroquias. La noticia habíase comuni-
cado por igual á todos; y á poco rasgaron el espacio
estallidos de cohetes y bengalas, rompiendo el silen-
cio trágico del día que, á su vez, nos pareció verle
acostar risueño entre sombras, allá lejos, en la vasta
superficie del mar.
En las primeras horas de la noche vinieron emi-
sarios á comunicar nuevas al convento. Manila se
engalanaba con colgaduras. Cohetes y bengalas cho-
rreaban fuego en el espacio, y las músicas tenían
orden de recorrer los arrabales céntricos para ani-
mar y hacer general el regocijo.
Habíamos vencido la llave de la insurrección,
pero entre raudales de sangre. Las primeras noticias
hacían ascender de nuevecientos á mil el número de
nuestras bajas.
Cerró la noche por completo. Después de cenar y
tras animados brindis de sobremesa, me retiré á
mis habitaciones, rendido por las emociones del día
que hacían hormiguear las cicatrices de mi herida.
¡LA Guerra! 219
A través de la entreabierta ventana llegaban el ale-
gre voltear de las campanas y los estallidos de tra-
cas y cohetes, mezclados en lejanas ráfagas de mú-
sicas y gritos. Un «¡viva España!» trémulo, débil y
rumoroso, á semejanza del que oí en el viaje á lo lar-
go de las aguas, llegó á mis oídos. Recordé la bande-
ra plegada en el Alfonso XIII con exangües palpita-
ciones de moribundo; henchida luego en la popa
de los barcos, la tarde de la primera concentración
de tropas á lo largo del Pasig; y por fin, erguida y
flamante en el anochecer de aquel día para nosotros
de ansiedad y de zozobra.
¡España! ¡España! Sólo la imbecilidad egoísta que
no entiende el sacrificio, puede desconocer el entu-
siasmo y la melancolía que á mi mente llevó en
aquella noche el apagado grito venido de la lejanía.
Reconté la lista de los sacrificados y mi imagina-
ción se transportó á las pilas de muertos que, en
aquella noche, dormirían el sueño eterno bajo el ful-
gor de aquellas mismas estrellas que yo miraba bri-
llar por entre las persianas de mi cuarto. ¡España!
¡España!: recordé el alerta del cordón de centinelas
que á la derecha del río aguardarían el paso de las
gabarras atestadas de heridos. Volvió á mi imagina-
ción el recuerdo de tanto infortunio como atestaría
las salas del hospital. Creí percibir el estertor de los
moribundos oído durante tantas noches; el arrastrar
del furgón de muertos; el paseo lento del Viático, las
220 RICARDO BURGUETE
quejas dolorosas de los amputados y el descuartizar
de miembros que palpitando llevaríanse á enterrar
en las orillas del río.
Más distintos y vecinos llegaron hasta mí los acor-
des de música y los vivas de entusiasmo: «¡España!
¡España» la muchedumbre coreaba junto al gobier-
no general. ¡Ah! benditos mil veces los penosos sa-
crificios por la patria. La madre besaría bienhecho-
ra y calmaría con gratitud las torturas de sus hijos.
Para algo había sido el esfuerzo. Y el esfuerzo había
conseguido que tremolara en la torre de Imus el
escudo noble, y blasonado de todos. Volví á verle,
como en la tarde, tremolar sacudido por la brisa;
apuntando á Occidente; al camino de la tierra ben
dita. Y pensé que en aquel paño mandaban los hi-
jos á la madre un beso empapado á flor de labio en
la sangre bendita del sacrificio.
M.
XXVII
Vencida la resistencia en Imus, se forzó el paso
del Zapote, y combinadas las fuerzas de una y otra
orilla, fueron apoderándose de Bacoor, No veleta, Ca-
vite, y siguió el avance empujando al batido enemi-
go sobre la costa y la cordillera del Sungay.
En los días que tardaron las fuerzas para desarro-
llar su plan, servíanos á maravilla el observatorio
improvisado en la sala de visitas del convento. De
día en día denotaba el avance de la columna, la
marcha y progreso de nuestra acción ofensiva.
Al final de cada jornada, el pabellón español on-
deaba glorioso en la torre del pueblo conquistado.
A cada conquista la población se engalanaba fes-
tejando el suceso con músicas y cohetes. Hasta la
austeridad del convento pareció llegar el regocijo y
22 ¿ RICARDO BURGUETE
en los risueños semblantes de los padres y en las
frecuentes visitas á la sal a- observatorio, crei ver
romperse la severidad solemne que llenaba los pasi-
llos en los primeros días. Una alegría discreta y mun-
dana venía de la calle y alborozaba á todos con las
frecuentes visitas de los mensajeros diarios de sucesos.
En el comedor abundaron profusas las flores, y
desde aquel día, á iniciativa nuestra no faltó un rami-
to para colgar al pie de los cuadros que representa-
ban el más sublime de los heroísmos: ¡Aquel que
con el sacrificio y la vida entierra la notoriedad!
El aroma de las flores embalsamaba en el alegre
comedor la vida postuma de aquellos santos, naci-
dos para acabar en el martirio, hartos de cosechar
espinas. El padre náufrago; el misionero vestido de
fakir; el venerable anciano atenazado en el fuego:
todos vivían en aquellas pinturas y todos recibían
el balsámico agasajó, tributo de nuestra admiración
despertada por otro heroísmo análogo, por el de
aquellos que á diario sucumbían allá abajo entre
raudales de sangre para alzar en las torres un sím-
bolo, una enseña: la más grande después de la sa-
crosanta de la Cruz.
. Un día llegó al convento la noticia de que acaba-
ban de suspenderse las operaciones, porque el gene-
ral en jefe iba á regresar á la Península en el pri-
mer correo.
La noticia fué cierta; desde entonces se paraliza-
¡LA guerra! 223
ron los trabajos de avance, y se supo que era un
hecho el regreso del general.
Por consejo del doctor, yo debía regresar en aquel
correo, porque la curación completa de mi herida
sería larga y exigía el uso de aguas termales. Me
autorizó el médico para salir á la calle. Y desde la
tarde de la autorización procedí á activar los prepa-
rativos del viaje.
Quise dar antes un adiós á los alrededores de Ma-
nila, en las tardes que me dejaban libre las ocupa-
ciones preparatorias de marcha. Volví solo á reco
rrer en coche las aromáticas calzadas orilladas por
chalets y verjeles encantadores. Bajé al hospital
emocionado un mediodía, crucé todas las salas don-
de el dolor y la interminable vigilia de días y no-
ches revolvía desasosegados los cuerpos. Volví á mi
antiguo cuartucho amparador de renovadas desdi-
chas. Observé que dormía sudoroso y jadeante el
nuevo enfermo y me retiré sin hacer ruido, viendo
los nudos rojizos de las maderas de la ventana que,
al igual que á mí, miraban al dormido herido como
pupilas implacables y sangrientas que, sin pestañear,
lloraban lagrimones de resina.
Al anochecer volvía invariablemente á lo largo
del Malecón, y siguiendo en turno la hilera de los
coches entraba en el paseo y veía pasar los sem-
blantes animosos de la excesiva concurrencia de
uno á otro extremo del macizo central, entretanto
224
RICAEDO BURGUETE
que en el kiosco la música tocaba alegres sonatas.
Destacábanse en el puerto como estrellas de colosal
magnitud los farolillos de los barcos. Allí estaba el
«León XIII > que nos había de conducir, y entre las
densas sombras apenas si se dibujaba como enorme
y confusa masa un escorzo del transatlántico.
Ni una hoguera alumbraba como otras veces las
costas de Cavite, y dando la vuelta al paseo, sobre
la plazoleta donde se habían efectuado los fusila-
mientos, pesaba un silencio de contrición indesci-
frable y misterioso.
Vuelto al convento, de noche nos reuníamos en
torno de la mesa y, complacidos los hermanos con
nuestro apetito y buen humor, esforzábanse con ale-
gres ojos por aparecer severos cuando la conversación
abusaba del opoponax y de la tibia y rosada carne
de Eva.
W^^K
XVIII
w'í^
Muy temprano oí una maña-
na misa en el templo, y me
despedí de los buenos padres,
del infatigable doctor y de los
compañeros del convento.
Reía el sol en la fachada del
palacio y en las ventanas de
mi cuarto, cuando me volví
desde la calle á decir adiós á
aquellas vetustas paredes que
me despedían vibrando con la
salmodia aflautada y melodiosa que entonaban las
voces del órgano dentro de la iglesia. Sentí enterne-
cida gratitud al recuerdo de aquella voz familiar y
conocida que, en mis mañanas de convaleciente, so-
plaba en mis oídos inefables y despertadoras caricias.
FILIPINAS— 15
226 RICARDO BURGUETE
Sobre la cubierta del «León XIII», que enfilaba
su proa á la salida, fui á tenderme en una silla de
mimbres y desde ella contemplé por una banda el
arribo de generales, plana mayor y soldados enfer-
mos y heridos que iban á componer la totalidad del
pasaje.
Recordé mi regreso de Cuba. En aquel viaje tam-
bién llevábamos un rosario de infortunados mori-
bundos. ¡Dios sabe las cuentas y sartas que dejaría-
mos en el camino!
A media tarde zarpó el buque. Eché un vistazo
último á Manila. ¡Cuántos sucesos en poco más de
medio año!
La población amurallada daba al espacio las to-
rres y las cúpulas de las iglesias. Más á la izquierda,
el fulgor de la techumbre de zinc del hospital hirió
mi vista, y el resplandor de fuego de su techo me
pareció reflejo del infortunio que en aquellas horas
abrasaría á los cuerpos ensangrentados de los heri
dos. Más lejos y á la derecha, las blancas tapias del
cementerio de Paco trajeron á mi memoria el re-
cuerdo de mi buen amigo Arguelles, dormido en el
fondo de un nicho, frente por frente á la ruta de
correos de la patria que nunca tuvo esperanza de
volver á pisar.
Atravesaba el barco la bahía y á la vista de los
lugares conocidos se evocaban los sucesos. Ya no
era perceptible Manila. Ahora dejábamos á nuestra
ILA GUERRA.1 227
derecha la ensenada de la Pampanga. Recordé la
casita del señor N... su enfermedad, sus presagios,
y se me aparecieron las figuras llorosas y enlutadas
de las huérfanas. ¿Qué habría sido de ellas?
La cordillera de Bataán surgió á mi vista. Recor-
dé mis primeras jornadas á lo largo y á través de
aquella sierra abrupta.
Cuando anochecido doblamos la punta de Mari-
veles dejando á la izquierda la isla del Corregidor,
me incorporé para dar un adiós á la la playa occi-
dental que se dilataba hasta perderse de vista. Ba-
gac, Morón eran puntos apenas perceptibles á los
sentidos, pero el recuerdo los descubre claros en la
imaginación. Acudió á mi pensamiento la visión
del madero, empotrado en las arenas y besado por
las olas, que guardaba los cuerpos de los soldados
muertos de mi compañía. Náufragos de la vida, to-
dos, protector y protegidos, dormían en apretado
haz el sueño eterno y recibían con las intermiten-
cias de la marea el beso consecuente é inolvidable
de las piadosas aguas.
Como en Cuba, todo el Archipiélago lo salpicaban
tumbas que tampoco tenían en la patria un monu-
mento de recuerdo. El olvido de las víctimas glorio-
sas que encerraban Joló, Mindanao y todo el Archi-
piélago desde su conquista, pesaría por igual sobre
los sacrificados en la presente campaña.
El viento y las aguas besarían en adelante las
228 RICARDO BURGUETE
tumbas removidas en la tierra de los bosques y en
las arenas de las playas.
Quedó esfumada la costa. Entrábamos en pleno
mar de la China, y el «León XIII» cruzaba soberbio
el mar ligeramente ondulado y hendía entre espu-
mas las olas indolentes y desidiosas.
XXIX
Toda la navegación fué para mí triste y penosa.
Imposibilitado de bajar, sin riesgo, á los puntos de
escala, distraje mi soledad con los recuerdos en las
largas paradas que el barco hizo en los puertos para
proveerse de carbón.
Las tres últimas semanas de navegación las hice su-
mergiendo alternativamente mis miradas de triste-
za en el mar y el espacio. Durante tres noches vino
á mortificarme un mismo sueño que acabó por
atormentar mi imaginación durante el día.
Soñé la primera vez, después de asistir una noche
2a0 RICARDO BURGUETE
á la triste ceremonia de lanzar al agua á un pobre
empleado que había muerto devorado por las fie-
bres y la anemia contraídas en el país , tras lardos
años de trabajos.
Entre sueños veía á mi amigo Arguelles y al
Sr. N... que por igual me mostraban la realidad de
sus profecías, que yo motejé de pesimismos.
Todos los esfuerzos habían sido inútiles y estéril
toda la sangre vertida. La metrópoli se engañó á sí
misma; apagó los resplandores de la guerra aparen-
temente y por desidia dejó un rescoldo, que soplado
por extraños vientos, propagó el incendio á todas
las islas. Ya no era nuestro el Archipiélago. La na-
ción, viendo vecina la catástrofe, abandonó su sobe-
ranía y con un «sálvese quien pueda» abandonó á
sus hijos.
Pocos habían logrado escapar y la mayoría, olvi-
dados de la nación, arrastraban en poder de los in-
dios una vida miserable, de esclavitud cambiada, á
diario, en muchos por la muerte. Veía entre sueños
la casita del Sr. N... reducida á cenizas. El pobre
viejo medio moribundo sentábase entre los calci-
nados leños... Sus hijas... ¡Oh! sus hijas se las lle-
varon las partidas y no había vuelto á saber de
ellas. En alas del sueño recorría todos los lugares por
mí frecuentados... Era otro país para mí, otra tierra
sobre la que restos de un ejército harapiento, abando-
nado y vencido trabajaban sin descanso, sometidos
¡LA guerra! 231
al palo del vencedor que les exigía reconstituir las
rainas. Sobre las torres, donde otras veces se alzó
ufana y gloriosa la bandera patria, flotaba al aire la
del Katipunan, izada entre lágrimas y golpes por
aquellos mismos temblorosos cuerpos de esqueleto
que un día, por alzar la enseña de España, die-
ran gustosos al pie de aquellas mismas torres la
sangre de sus venas. Sobre las abiertas cicatrices
marcábanse los cardenales de los golpes con que
los verdugos sacudían la extenuación ó la resisten-
cia de aquellos pelotones astrosos en que se mez-
claban por igual jefes, oficiales y soldados... No ba-
bía redención posible ni esperanza. La crueldad de
los verdugos aumentaba al saber el abandono en
que la nación dejaba á aquellos infelices. Cuando
su patria los abandonaba, ¡sabe Dios en qué forma
los había reclutado! ¡Abajo aquella horda! A exter-
minar aquellos montones de carne abandonados por
los suyos...
Invariablemente me despertaba del sueño una
aguda indignación. ¡España! ¡España! recordaba el
grito entusiasta de las tropas, volviendo del comba-
te á orear las pilas de los muertos y las sienes ardo-
rosas de los heridos. No era posible. Pero á fuerza
de soñar durante tres noches consecutivas, despier-
to, tuvo para mí la horrible historia fuerza y fijeza
de presagio. No, no era posible. Pasaban por mi
imaginación los esfuerzos hechos por España para
232 RICARDO BURGUETE
conquistar al cabo de cuatro siglos el Archipiélago.
Recordaba todas las expediciones: la de Magallanes,
la segunda de Loaisa, la de Saavedra dispuesta para
salvar el puñado de españoles supervivientes de la
anterior expedición, que en un fortín de la costa de-
fendían heroicamente sus vidas. Seguía á éstas la
expedición de Villalobos, después la de Legazpi
hasta la dominación, y tal esfuerzo ponía España
en la conquista y de tal manera se reclutaban hom-
bres y dineros para ir á salvar á los hermanos per-
didos en los viajes, que las expediciones llegaron á
tener carácter de cruzada. No empujaba sólo la co-
dicia, el medro ni el negocio: la noble idea de resca-
tar á hermanos cautivos abanderaba á aquellas
tropas de expedicionarios, que, á poder aunar los
medios con el deseo, hubieran reclutado soldados
de las más ínfimas aldeas y villorrios de la penín-
sula.
No, no era posible. Y en mis ratos de tristeza, re-
volviéndome contra el asedio del sueño, iba á su-
mergir mi mirada angustiada en el piélago inson-
dable de las aguas ó en el azul diáfano del clemente
cielo.
No, no era posible. Bastaba con el abandono de
los muertos de Cuba dormidos en el fondo de las
ciénagas, en la orilla de los caminos, en la vera de
los bosques, con los que recientemente abandoná-
bamos en aquellas costas del Archipiélago, y con
¡LA guerra! 233
los que al final de la campaña sembraríamos en el
mar como sarta de rosario que uniese la metrópoli
con la colonia de Oriente.
¿Abandonar los vivos? Jamás, jamás. El país le-
gendario de las cruzadas, el que dio siglo tras siglo
sangre para rescatar cautivos, ¿qué esfuerzo colosal
no haría para rescatar hermanos?
La lógica y la razón borraban los deliquios del
sueño y en los últimos días del viaje próximo á las
costas de España, aspirando lejanas brisas saturadas
en el regazo aromoso de la tierra, pensé en los feli-
ces resultados de la campaña Iba esperanzado en
el próximo triunfo, y decidido á sacudir sueños y
delirios de enfermo, así mis muletas y una .tarde, á
la vista de Cerdeña, haciendo equilibrios y pinitos
me lancé... por primera vez, á pasear sobre cubierta.
XXX
Consummatum est
Ha transcurrido, para mí, el tiempo, ora breve ó
largo, desde la fecha aquella en que acaecieron los
sucesos y ésta en que los transcribo.
La catástrofe entrevista á través de las brumas de
mis ensueños, vino al cabo. Desde la casita de cam-
po enclavada en la gradería de montañas de los al-
rededores de Barcelona, pergeño los recuerdos y
van al papel requemados tal vez por la hoguera
candente de la indignación y el entusiasmo.
Asomado á la blanca azotea de mi casa, comple-
tamente curado y restablecido de mis heridas, no
hay una sola tarde que, al contemplar la vasta ex-
tensión de Barcelona tendida á mis pies y al llevar
luego la vista al puerto erizado de mástiles y
á la dilatada extensión del mar que cierra el hori-
zonte, no piense en la tarde feliz de mi salida para
¡LA guerra! 235
el Archipiélago magallánico y en aquella otra ventu-
rosa también de mi arribo.
Ha transcurrido para mí el tiempo, alternativa-
mente breve ó largo, pero en la larga sucesión de
días jamás faltó en mi pensamiento uno solo que
no dedicara á la memoria de los compañeros que, á
través de aquel mismo puerto que descubren mis
ojos, por la tarde, salieron ufanos y gozosos á de-
fender los derechos de una madre que tuvo la avi-
lantez de vivir después de abandonarles.
Allá abajo, quedaron unos; acullá, otros; en las
Indias orientales y en las occidentales; ya no era un
mar: dos mares, el de Oriente y Occidente, guarda-
ban en las profundidades de su albergue misericor-
dioso, como sartas de un rosario, la cuenta de los
muertos.
¡Españal ¡Españal:
El grito placentero que al retorno de Cuba reani-
ma a los moribundos; el grito que en el Océano ín-
dico hizo restallar las arterias de entusiasmo; el grito
que al retorno del combate, en boca de los soldados
enardecidos, iba á besar la pila ensangrentada de
los muertos y las sienes ardorosas de los heridos:
¡Españal ¡España!
El grito mental de los moribundos: al pie de los
parapetos; á lo largo de las ciénagas; en el fondo de
los bosques; en la sentina de los buques:
¡España! ¡España!
236 RICARDO BURGUETE
El grito que calmaba los infortunios del^hospital;
los de la sed; los del hambre; los de la justicia. El
grito aquel, para mí, un día, delirante, un día heroi-
co, ahora acude á mis oídos con una melancoKa in-
finita, con un dejo de amargura y de tristeza... ¡Es-
paña!... ¡España!...
Aun es tiempo. Algo le queda que hacer al país.
Lo consigno en un trabajo que copio, y que conden-
so en esta frase:
¡GLORIA A LOS MUERTOS!
«Toda la prensa extranjera se hizo eco de la hermo-
sa ceremonia que en el campo de Saint-Privat presidió
el emperador Guillermo, al inaugurar la estatua glorio-
sa y conmemorativa del jd-imer regimiento de la (juar-
ám.
«Conmovedora y elocuente fué la fiesta, y no desme-
reció un punto de ella el discurso de Guillermo II,
«Sobre el mismo polvo que l)el)ió la sangre de los pa-
sados camaradas del regimiento, el primero de la Guar-
dia alcanzó el lionoi* de desfilar en caljeza; y entre los
¡/lurras! de las tropas y el estruendo de los ciento once
disparos de las baterías, las gloriosas linderas del 70
y 71, al desfilar por delante de la estatua que represen-
ta al arcángel San Miguel, Ijajaron las moharras hasta
besar el suelo. ¡Suelo que hizo sacrosanto la sangre
bendita del heroísmo!
«Digno tributo y glorioso homenaje rendido á los
muertos, sin distinción de amigos ó enemigos. El em-
perador acababa de decirlo en el final de su soberbio
discurso:
«...Yo quiero que esta estatua, dedicada al regimien-
to-escuela de los Holienzollern, alcance una significa-
ción general. Sobre esta tierra empapada en sangre se
alza este bronce para conmemorar la muerte de todos
iLA guerra! 237
los bravos que sucumbieron en el combate, así soldados
franceses como nuestros. La muerte cubre por igual de
gloria al vencedor y al vencido. Y cuando nuestras
banderas se inclinen y saluden desplegadas al bronce
conmemorativo, flotando melancólicamente sobre las
tumbas de nuestros antepasados gloriosos, saludarán y
se inclinarán también ante las de nuestros adversarios,
porque este homenaje se rinde por igual á todos los
bravos que sucumbieron en la lucha».
«¡Hermoso discurso! Conmovedora ceremonia que
liizo subir la emoción á los semblantes y que secó brus-
camente una atronadora ráfaga de disparos de cañón
que apagaron por un momento los viriles y potentes
¡liurrasl de las tropas.
«Leyendo este relato ha venido forzosamente á mi
imaginación el recuerdo de nuestras recientes desdi-
chas, y como era lógico, con ellas ha salido eslabonada
la larga sarta de todo el siglo.
«Nuestros desastres van pasando á la Historia; los
muertos al olvido. Y como si la muerte no ciñera de
laurel las sienes de los muertos en el campo de batalla,
vencedores ó vencidos, así nosotros, al querer correr
un velo sobre los desastres, tan tupido lo forja el egoís-
mo, que con él cubrimos la memoria de aquellos her-
manos que, en aras del deber ó del entusiasmo, é iri'es-
ponsables de la mala dirección ó desdichadas condicio-
nes del combate, pagaron en el campo de batalla el
más sublime tributo que paga el hombi-e.
«No hay, desde la campaña de Santo Domingo hasta
el presente, un solo monumento que conmemore en
España el sacrificio de los que sucumbieron en nues-
tras guerras civiles ó coloniales.
«Sucederá igual al presente.
«Los gobiernos que alardean de programas regene-
radores, no consignan en los suyos la labor de glorifi-
car en lo sucesivo la memoria de los soldados muertos.
No merece entre nosotros un instante de atención esta
238 RICARDO BURGUETE
labor, con tanto ahinco emprendida por el jete de otros
Estados.
«Francia conmemora en monumentos cada una de
sus derrotas; y allí donde no alcanza el laurel, sirve el
crespón de tributo y de recuerdo.
))Volveremos en España al olvido. A lo largo de las
ciénagas, en el fondo de los bosques, á la vera de los ca-
minos, dormirán eternamente los restos de los que su-
cumbieron al combate; y de ellos no habrá en esta na-
ción otro recuerdo, ni se les rendirá otro tributo que
el que la piedad familiar rinde aisladamente, no al sol-
dado, al ser querido.
))Si hemos de empezar la regeneración, démosla prin-
cipio glorificando á los muertos y erigiendo un simple
túmulo de perpetua memoria.
»Acuda en la nación la piedad á enmendar el olvido
de un gobierno; que acometa alguien esta obra pía or-
ganizando una suscripción. Y si la rudeza de los recien-
tes golpes tiene adormecida á la sensibilidad nacional,
emprenda el ejército solo esta tarea, porque sobrados
medios tiene, y encabece esta suscripci()n, dejando un
dia de haber de todas las cruces pensionadas, para con
él poder glorificar la memoria de los que, perdiendo
con la vida todo derecho á recompensa, sólo pueden
lograr, como única y justa, vivir perpetuamente en el
recuerdo de los vivos».
Cumpla cada cual con su deber en esta tarea de
arrepentimiento y enmienda...
Yo he cumplido con el mío y hágole cumplir á mis
hijos. A falta de monumento donde rezar y rendir
tributo, hoy, mañana y siempre, por tradición,— si
alcanzo á transmitir la tradición á los nietos, — reza
mi prole al pie de un crucifijo de redención, orlado
[LA guerra! 239
con un jirón de bandera de la patria... Rezan por
los «manes» de los gloriosos muertos: por mi her-
mano, por mis compañeros, por mis soldados... por
España, al fin... Y el grito que una tarde enardeció
á mis soldados y erizó la raíz de mis cabellos al dar
sepultura bajo un sendero á los primeros muertos,
en aquella lejana y sacrosanta playa, electriza á mis
pequeños y les hace prorrumpir al pie de su Cristo,
de su Rey y su Bandera, en el primer nombre que
aprendieron á l^albucear:
— [España! ¡España!
Barcelona, Septiembre de 1900.
DEL MISMO AUTOR
itiM. m'wmmMMi
(diario de un testigo)
Uq tomo de más de 200 páginas, ilustrado con
profusión de hermosos grabados.
■(Dy¡^-
Universíty of California
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