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Full text of "La guerra! Filipinas. (Memorias de un herido)"

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FILÍPÍNAS 


't¡m 


THE  LIBRARY 

OF 

THE  UNIVERSITY 

OF  CALIFORNIA 

LOS  ANGELES 


iDA  GUBl^HAI 


v^  Sus  s^ltesas  lineales  los 
Perenísimos  (T'af antes  de  iLspana 
©on  sJT^lfonso  y  ©on  ^uis  de 
©rleáns   y   J3orb6n. 


EL  AUTOR 


II  111111! 


FILIPINAS 


(memorias  de  un  herido) 

por 

RICARDO  BURGUETE 


Jeí  Gietcito   oóLiauol 


BARCELONA 

Casa  Editorial  Maucci,  Mallorca,  226  y  228 

BUENOS  AYRES         ||  MÉXICO 

Maucci  Herms.  Cuyo  1070  ||    Maucci  Herms.  1  .^  Relox  1 

1902 


ES  PROPIEDAD  DE  LA  CASA  EDITORIAL  MAUCCI 


L  pasear  aquella  mañana 
sobre  cubierta  alcancé  á 
ver  en  la  lejanía  el  man- 
chón que  sobre  la  super- 
ficie tersa  del  mar  señalaba,  por 
nuestra  banda  de  estribor,  las  is- 
las Baleares. 

Navegaba  á  la  sazón  el  « Alfon- 
so XIII»  sobre  un  Mediterráneo 
dormido  y  terso,  al  cual  no  estre- 
mecía el  más  leve  soplo.  A  núes 
tra  altura  no  llegaba  el  beso  de 
brisa  de  las  costas  ni  el  suspiro 
bienhechor  arrancado  á  los  golfos,  en  sus  discretos 
rincones,  por  la  audaz  y  laminera  caricia  de  las  aguas. 


12S21t>; 


8  RICARDO  HURGUETE 


Extendía  el  firmamento  su  limpidez  azulada  bajo 
un  sol  esplendoroso,  y  servíale  de  reverbero  la  dila- 
tada extensión  de  aquel  mar  que  dormía,  al  presen- 
te, sus  veleidades  tormentosas  y  sus  borrascas  de 
Ótelo  levantino  en  el  enlazado  trío  de  sus  tres  sulta- 
nas: Francia  á  la  cabecera,  España  é  Italia  pegadas 
celosamente  á  sus  costados. 

Sobre  sí,  guarda  aquel  celoso,  enlazando,  en  aque- 
llos días,  con  dulce  y  cariñoso  abrazo,  las  islas  favo- 
ritas de  su  serrallo:  las  Baleares,  Córcega,  Cerdeña, 
Sicilia,  Candía  y  más  á  los  pies  Chipre,  que  mal 
avenida  con  los  usos  y  costumbres  de  sus  compañe- 
ras, duerme  en  un  rincón  su  somnolencia  oriental. 

Navegando  en  derechura  del  canal  de  Suez,  sólo 
alcanzamos  á  divisar  las  costas  de  Córcega  y  de  Si- 
cilia, á  menos  distancia  la  segunda  que  la  primera. 
Pero  á  las  dos  tan  lejos  las  llevó  de  nuestros  ojos  la 
honestidad  y  el  recato.,  que  de  Sicilia  sólo  pudimos 
divisar  la  preñez  de  sus  montes,  cuya  enorme  pan 
za  destacaba  en  el  firmamento  la  silueta  prominen 
te  del  Etna. 

Bandadas  de  gaviotas  vinieron  con  interesada  cor 
tesía  á  saludarnos  al  avecinar  las  costas  y,  después  de 
cruzar  el  barco  de  uno  á  otro  costado  con  curiosidad 
indiscreta,  iban  á  desaparecer  con  raudos  y  sucesi- 
vos  chapuzones  en  las  aguas,  allá  lejos...  en  los  con- 
fines del  horizonte,  donde  las  velas  latinas  de  las 
innumerables  lanchas  pescadoras  semejaban  corree 


¡la'  guerra.! 


ta  fila  de  blancos  avechuchos  graves  é  inmóviles  á 
nuestro  paso,  y  absortos  con  la  serenidad  absorta  y 
contagiosa  del  mar  y  del  firmamento. 

Caminábamos  con  un  andar  de  catorce  millas  por 


hora  en  demanda  de  Port  Said  para  ganar  el  canal; 
primera  etapa  de  nuestra  ruta  á  Filipinas. 

No  era  posible  distraer  la  vista  en  las  lejanías  de 
la  costa,  cuya  enorme  distancia  ante  nosotros  comía 
el  sonido,  el  color  y  la  forma. 

La  superficie  uniforme  y  lisa  de  las  aguas  man- 


10  RICARDO  BURGÜETE 


chóse  dos  ó  tres  veces  con  las  parduscas  velas  de  al- 
gún lanchón  que  la  pesca  aventuraba  á  milla  ó  mi 
lia  y  media  de  nuestra  altura. 

Su  presencia  bastaba  para  apiñar  por  largo  rato  el 
pasaje  á  una  de  las  bandas. 

Era  un  recurso  de  momento  para  matar  el  tedio 
que  comenzaba  á  nacer  en  las  apacibles  horas  de 
aquella  travesía,  y  al  que  acrecentaba  la  enorme  mu- 
chedumbre del  pasaje. 

El  vapor,  con  ser  uno  de  los  más  capaces  de  nues- 
tra Trasatlántica,  llevaba  abarrotadas  las  cámaras 
de  primera  y  segunda. 

En  todos  los  camarotes,  para  dar  cabida  á  los  in- 
numerables pasajeros,  se  habían  improvisado  hteras 
y  de  tal  modo,  en  combinación  con  la  puerta,  roba 
ban  el  espacio  que  les  daba  acceso,  que  era  preciso 
llevar  riguroso  turno  para  descolgarse  ó  subir  á 
aquellos  estantes  con  honores  de  lecho. 

Tan  ceremoniosas  fueron  las  relaciones  con  el  mío 
y  con  tan  ruin  mezquindad  se  opuso  á  mi  desenvol 
tura,  que  muy  pronto  dejé  su  incómodo  servicio  que 
además  me  imponía  de  antemano  reverentes  ante. 
salas  y  decidí  acomodarme,  para  pasar  las  noches  de 
la  navegación,  sobre  uno  de  los  bancos  de  cubierta. 
Ejemplo  que  tuvo  imitadores  en  el  resto  de  los  via- 
jeros, y  muy  en  breve  el  buen  humor  nos  dio  un  ca- 
lificativo que  el  aburrimiento  del   pasaje  acogió  so- 


¡LA  guerra!  11 


lazadamente  y  llevó  de  boca  en  boca:  desde  enton- 
ces fuimos  los  golfos  de  á  bordo. 

Terciada  la  manta  en  uno  de  los  hombros,  y  lie 
vando  en  el  brazo  una  almohada,  nuestra  aparición 
nocturna  ante  las  tertulias  de  cubierta  era  acogida 
siempre  con  las  mismas  frases: 

— ¡Ya  suben  los  golfos! 

Acabé  por  encontrar  justísimo  el  calificativo  de 
nuestra  bohemia  nocharniega,  y  entre  las  chirigotas 
de  las  tertulias  que  encontraba  en  el  tránsito,  iba 
invariablemente  á  engolfarme  con  mis  mantas  en 
un  banco  de  listones  que,  á  cambio  de  soportar  sus 
asperezas,  daba  á  mis  miembros  libre  espacio  para 
desenvolverse  en  toda  suerte  de  extravagantes  pos- 
turas. 

Sobre  aquella  cama  improvisada  en  la  cubierta, 
al  pie  del  puente  del  oficial  de  derrota,  lugar  sólo 
accesible  á  los  generales  que  componían  la  expedi- 
ción, pasé  las  primeras  noches  de  la  travesía. 

Noches  melancólicas  y  suaves  en  que,  abandona- 
do el  cuerpo  á  la  pereza  y  á  la  laxitud  del  día,  falta 
la  imaginación  de  impresiones  cotidianas,  revela  el 
pensamiento  los  recuerdos  almacenados  en  la  obscu- 
ra cámara  del  olvido. 

El  numeroso  pasaje  velaba  en  diversos  corros  en- 
tre las  once  y  las  doce,  hora  en  que  empezaba  el 
desfile  del  corro  más  nutrido:  aquel  que  reclutaba  en 
sus  filas  todo  el  elemento   femenino  que,  por  su  ex- 


12  RICARDO  BURGUETE 


iguo  número,  había  sentido,  desde  la'primera  noche 
la  necesidad  instintiva  de  agruparse. 

Hasta  mi  yacente  observatorio  llegaban  en  oca- 
sión las  alegres  carcajadas  de  las  contertulias  y  el 
murmullo  del  narrador  que,  al  enmudecer  de  súbi- 
to, arraucaba  explosiones  de  alegría. 

Adormecidos  los  sentidos  en  los  recuerdos  del 
pasado  ó  en  la  trepidación  cadenciosa  de  la  hélice, 
abría  los  ojos,  y  á  la  luz  de  las  escasas  bombillas 
eléctricas,  veía  agitarse  las  rizosas  cabezas  femeni- 
nas que  ahogaban  en  los  pañuelos  las  risotadas  rui- 
dosas que  iban  á  morir  entre  encajes  y  batistas,  con 
rumor  semejante  al  blando  chasquear  de  las  aguas 
en  los  costados  del  buque. 

Las  noches  extendían  el  firmamento  tejido  de 
sombras,  y  en  su  fondo  escintilaban  las  innumera- 
bles estrellas  con  discretos  parpadeos  y  guiños  in- 
teligentes. Testigos  mudos  de  los  amores  de  aquel 
mar  que,  aun  en  su  pereza  somnolienta,  abrazado  á 
sus  islas  favoritas,  besaba  insaciablemente  los  cuer- 
pos enlazados  de  sus  tres  sultanas:  Francia  al  Norte, 
España  é  Italia  acostadas  celosamente  á  sus  cos- 
tados. 


^(k^ 


II 


Era  el  baldeo  el  principal  enemigo  de   los  golfos. 

Apenas  apuntaba  la  aurora  como  estrecha  cinta 
metálica  por  Oriente,  cuando  la  tripulación  de  ser- 
vicio dábase  de  mano  y  de  escoba  á  barrer  con  furia 
sin  límites,  y  entre  rabiosos  chorros  de  agua,  todos 
los  rincones  de  cubierta.  Ni  un  solo  escondrijo  es- 
capaba á  la  investigación  meticulosa  del  agua  ó  de 
la  escoba. 

Preciso  era  despertar  en  medio  de  las  dulzuras  de 


14  RICARDO  BURGUETE 


un  sueño  firme,  y  dirigirse,  con  inseguro  paso  de 
noctámbulo,  en  busca  del  saloncillo  inmediato.  Allí 
volvíase  á  reanudar  el  sueño  en  medio  de  las  voces 
y  de  la  infernal  frotación  de  los  baldeadores.  Y  tras 
breve  espacio  de  tiempo,  el  necesario  para  que  el 
carmín  asomara  en  la  faz  sonriente  de  la  aurora, 
despertaba  á  todos  bruscamente  la  campanilla 
anunciando  la  primera  misa  del  alba.  Recogíamos 
los  improvisados  petates  y  con  los  párpados  morte- 
cinos y  cargados  de  sueño,  que  pronto  se  encarga- 
ban de  despavesar  las  frescas  emanaciones  de  la 
madera  saturada  de  humedad,  y  las  punzantes  y 
acres  brisas  matutinas,  asistíamos  á  aquella  misa 
que  madrugaba  más  que  la  devoción  del  pasaje.  Mi- 
sa de  los  golfos,  á  la  que  el  lugar  y  el  momento 
prestaban  misteriosa  unción  y  virginal  frescura,  en 
medio  del  encanto  risueño  del  alba  del  día,  que,  en- 
trando á  chorros  por  las  entreabiertas  ventanas,  ilu- 
minaba y  hacía  resaltar  de  lleno  la  deslumbradora 
blancura  del  alba  del  sacrificio. 

Port-Said  asomó  á  nuestros  ojos  en  un  bello  ama- 
necer, el  quinto  de  la  navegación.  íbamos  á  entrar 
en  la  cabecera  del  canal  de  Suez,  obra  magna,  de 
la  que  fueron  inspiradores  el  insigne  conquistador 
Albuquerque  y  Duarte  Galván,  hasta  que  en  nues- 
tro siglo  realizó  el  pensamiento  Lesseps. 

Asienta  Port-Said  junto  á  la  antigua  Pelusa.  Su 
aspecto,  para  el  pasajero,  es  alegre  y  pintoresco,  por- 


¡LA  guekraI  15 


que  contrasta  notablemente  con  las  tierras  bajas  y 
areniscas,  en  que  está  enclavada  la  ciudad. 

Entramos  en  la  boca  del  canal,  y  tomamos  pues- 
to entre  la  larga  fila  de  buques  paralelos  al  muelle. 

No  había  terminado  la  maniobra  del  amarre, 
cuando  atracó  á  uno  de  los  costados  del  «vapor»  un 
inmenso  lanchón,  llevando,  entre  grandes  pilas  de 
hulla,  una  muchedumbre  vocinglera  y  heterogénea, 
sucia,  desarrapada  y  multicolor. 

Con  agilidad  pasmosa  y  rapidez  increíble,  una 
avalancha  de  etiopes,  de  bereberes,  de  egipcios,  gri- 
tando como  en  feroz  abordaje,  invadieron  la  cubier- 
ta, abriendo  las  compuertas  de  los  costados;  coloca- 
ron los  andamiajes  y  dieron  principio  á  la  maniobra 
del  suministro  del  carbón. 

La  curiosidad  de  los  pasajeros  hizo  corro  á  respe- 
table distancia.  Aquella  invasión  de  harapientos 
que  sudaban  pringue,  y  en  cuyo  feroz  semblante  las 
negruras  naturales  de  la  piel  ó  las  que  el  carbón 
adosaba  abiertas  por  el  sudor  en  costrones  resque- 
brajados, hacían  resaltar  la  blancura  de  los  dien 
tes  descubiertos  á  cada  instante,  por  la  mímica 
infatigable  de  los  rostros  y  de  las  lenguas,  que  para 
cada  frase  escupían  un  raudal  de  sílabas  y  de  soni- 
dos, amenazaba  mancharlo  todo;  no  ya  con  la 
huella  de  la  que  dejaban  muestras  á  su  paso,  sino 
con  el  simple  hedor  que  de  pesado  y  fuerte  no  tar- 


16  RICARDO  BURGUETE 


darían  en  condensar  y  convertir  sus  exhalaciones  en 
roña  y  grasa. 

Me  asomé  con  pulcritud  á  una  de  las  bordas.  En 
el  fondo  del  lanchón,  un  morazo,  de  barba  apostóli- 
ca y  de  aspecto  venerable  y  patriarcal,  dirigía  la 
maniobra.  Cada  vez  que  una  faena  exigía  el  con- 
curso de  muchos,  aunábase  el  esfuerzo  de  los  traba- 
jadores con  un  canto  cadencioso  y  jadeante  que 
acababa  en  un  grito  grave,  impulsor  del  esfuerzo 
mancomún.  La  operación  de  subir  y  bajar  los  hom- 
bres sobre  los  tablones  inclinados  que  unían  el  lan- 
chón, se  hacía  con  gran  velocidad,  y  exigía  prodi- 
gios de  equilibrio. 

En  medio  de  un  finísimo  polvo  negro  que  empe- 
zaba, á  mascarse,  aparecían  doblados  en  el  fondo  de 
la  lancha,  y  dando  de  mano  á  las  palas  para  raer  el 
carbón  de  los  rincones, un  enjambre  de  trabajadores 
con  los  más  extraños  atavíos,  y  los  más  diversos  as- 
pectos: el  jaique,  el  fez,  el  turbante,  el  sombrero,  el 
pañuelo,  el  zaraguey  y  sobre  todas  estas  prendas  el 
distintivo  común  del  andrajo. 

La  jota  final  de  cada  sílaba  en  la  algarabía  infer- 
nal de  las  frases  hacía  que  éstas  se  semejaran  á  in- 
jurias; y  de  tal  modo  el  manoteo  de  los  locuaces 
interlocutores  daba  visos  de  verdad  á  esta  creencia 
mía,  que  dos  ó  tres  veces  esperé  ver  acabar  el  tra- 
bajo en  medio  de  una  brutal  y  sangrienta  batalla 
á  paletazos. 


¡LA  guerraI  17 


Entre  los  bereberes,  egipcios  y  etiopes  vi  caras 
europeas,  caras  nuestras,  caras  que  juraría  conocer, 
y  vino  á  mi  imaginación,  en  tanto  me  decidía  á  ba- 
jar á  tierra,  el  cuento  de  los  dos  aragoneses  que  via- 
jaban en  ocasión  semejante: 

— Cbico,  ¿de  dónde  será  ese  salvaje  que  está  ahí 
sacando  carbón,  y  que  lleva  pañolico  á  la  cabeza? 

— Paisano,  y  de  Rielaba  servirá  Vdes.,— contestó 
complaciente  y  risueño  el  del  lanchón,  alzando  la 
cabeza  por  sobre  las  de  un  grupo  de  etiopes. 

Tres  son  los  barrios  de  la  cosmopolita  ciudad  de 
Port-Said:  el  Europeo,  el  Árabe  y  el  Judío;  pues  el 
indígena  indistintamente  habita  y  se  mezcla  con 
ellos. 

Fué  preciso  visitarlos  á  todo  escape  en  coche, 
porque  á  la  natural  curiosidad,  aguijoneaba  prime- 
ro un  enjambre  de  granujas,  que  hablando  un  origi- 
nal volapuk  y  ofreciendo  sus  servicios  de  cicerone, 
os  cerraban  el  paso  desde  que  desembarcabais,  y 
segundo  porque  en  la  principal  avenida  del  barrio 
Europeo,  convertido  en  inmenso  bazar,  no  era  posi- 
ble dar  con  sosiego  un  paso  en  las  aceras,  sin  que 
os  saliera  á  él  uno  ó  más  dependientes  de  cada  uno 
de  los  establecimientos,  obligándoos  á  examinar  sus 
mercancías. 

Se  os  gritaba  en  francés,  en  español,  en  italiano, 
en  ruso,  en  turco  y  se  os  aullaba  al  fin  si  no  acce- 

FTLIPINAS— 2 


18  RICARDO  BURGUETE 


díais  de  buen  grato  á  visitar  el  colmo  de  chuche- 
rías tan  inútiles  como  costosas,  que  abarrotaban  los 
establecimientos  é  inundaban  los  escaparates,  rebo- 
sando por  las  puertas  y  acabando  por  herir  la  vista 
con  un  derroche  tal  de  luz  y  de  color,  bajo  el  ar- 
diente sol  de  mediodía,  que  inundaba  el  desierto 
circunvecino,  que  á  poco  firme  que  tuvierais  la  ca- 
beza, entraba  por  los  sentidos  la  borrachera  de  la 
feria;  pero  de  una  feria  de  delirio  aullada  en  len- 
guas incomprensibles,  y  que  exponía  objetos  sin 
forma,  abrasados  en  irresistibles  y  rutilantes  lla- 
mas. 

Entré  con  varios  combarcanos  á  refugiarme  en 
un  café  anunciado  pomposamente  y  situado  en  la 
planta  principal  de  un  vasto  edificio. 

En  el  fondo  del  salón  desierto  y  ceremonioso,  va- 
rias de  cuyas  mesas  fuimos  á  ocupar,  una  orquesta 
femenina  ejecutaba  un  alegre  andante. 

Europa  entera  tenía  representación  en  el  estrado 
de  la  música.  Rubias,  trigueñas,  morenas,  altas,  ba- 
jas; inglesas,  francesas,  italianas,  españolas,  ale- 
manas, rusas:  cada  una  de  las  naciones  vivía  en 
el  fondo  de  los  azules,  de  los  negros,  de  los  garzos 
ojos  de  sus  representantes;  y  la  querida  tierruca  de- 
jada para  siempre  al  rapto  de  un  huracán  de  mun- 
dana borrasca,  vivía  en  el  fondo  de  los  ojos,  dentro 
del  marco  de  aquellas  caras  pintadas,  de  aquellos 
cabellos  teñidos  á  flor  de  la  piel,  de  aquellas  pupilas 


[LA  guerra!  19 


que  iluminaban  los  manchones  de  las  ojeras  violá- 
ceas entre  miradas  de  infinita  tristeza  y  raudales 
luminosos  mojados  en  lágrimas. 

Bebí  no  se  qué.  Una  mujer  lánguida  y  enfermiza, 
apoyada  en  el  brazo  de  una  flacucha  adolescente, 
acercóse  á  recoger  propina  á  las  mesas,  á  tiempo  que 
la  orquesta  acometía  una  sonata  tan  sentimental, 
tan  infinitamente  triste,  y  en  la  que  de  tal  modo  se 
marcaban  los  sollozos  y  los  balbuceos  doloridos, 
que  á  punto  estuvo  de  hacernos  caer  á  todos  de 
bruces  y  llorar  en  las  mesas. 

Huí  de  allí  dispuesto  á  zafarme  de  la  baraúnda 
de  la  calle  en  el  primer  coche  que  topara. 

Hice  mi  primera  incursión  por  el  barrio  árabe. 
La  granujería  del  muelle  voceaba  y  proseguía  al 
al  pie  de  los  coches,  y  fué  preciso  que  por  dos  ve- 
ces dos  policemen  negros,  de  majestuoso  y  estirado 
continente,  la  emprendieran  á  trallazos  con  el  des- 
arrapado séquito. 

El  barrio  Árabe,  como  el  Hebreo,  respira  miseria 
por  dentro  y  por  fuera.  Pero  en  éste  la  higiene  obli- 
gaba á  disimular  á  fuerza  de  agua,  entre  cuyo  ba- 
rro se  esconden  de  momento  las  inmundicias.  Pró- 
ximamente creí  atravesar  un  barrio  de  nuestros 
arrabales  de  Madrid  en  día  de  procesión. 

Como  en  éstos,  abundaban  las  tabernas  á  cada 
paso  y  dábanles  distinto  carácter  los  turbantes  y  jai- 
ques de  los  consumidores  que,  en  mesas  también 


2U  RICARDO  BURGUETE 


mugrientas,  voceaban  animados  ó  se  adormecían  so- 
litarios en  los  rincones  fumando  sus  nargiléh. 

A  las  puertas  de  las  casas-tugurios,  las  comadres 
de  todas  edades  formaban  sus  corrillos  animados  y 
ociosos,  dejando  al  descubierto  los  ojos  fisgones,  y 
destacándose,  entre  los  velos  que  cubrían  el  sem- 
blante, el  anilloso  canuto  que  oculta  por  completo 
la  nariz. 

La  curiosidad  por  nuestra  visita  suspendía  un 
punto  las  conversaciones  y  obligaba  aún  á  las  ma- 
dres más  aseadas  á  suspender  la  prolija  y  sangrien- 
ta tarea  de  escachar  piojos  en  las  cabezas  de  su 
prole. 

Recorrimos  varias  calles,  todas  semejantes.  En 
una  revuelta  alcanzamos  á  divisar  una  esbelta  mora 
no  exenta  de  elegancia  y  gallardía,  que  recogía  co- 
quetonamente  sus  faldas  mostrándonos  al  descu- 
bierto unas  piernas  finísimas  aprisionadas  en  me- 
dias negras,  sujetas  á  la  altura  de  las  corvas  por  se- 
dosas ligas  y  puntiHas,  y  rematando  en  los  pies  que 
calzaban  charolados  zapatos  bebé. 

¡Chipre,  la  Chipre  oriental  contagiada  por  el  lujo 
coquetón  de  sus  compañeras! 

Cuando  llegamos  á  visitar  la  mezquita,  larga  fila 
de  fieles  vueltos  á  la  Meca,  saludaban  con  diversi- 
dad de  posturas  y  genuflexiones. 

Para  entrar  en  el  templo,  nos  obligaron  á  calzar 
unas  enormes  babuchas  de  esparto.  Subimos  la  es- 


¡LA  guerraI  21 


calinata  que  nos  dio  acceso  á  la  mezquita.  Nada  tie- 
ne ésta  de  particular.  Las  paredes  son  blancas  y 
adornadas  con  una  franja  de  caprichosos  azulejos. 
Un  libro  enorme  escrito  con  caracteres  árabes,  mu- 
griento, roto  y  apoyado  en  un  facistol,  contiene,  se- 
gún nos  dijo  el  guía,  versículos  del  Koran  que  leían 


los  rieles.  Esto  último  lo  juzgué  dudoso,  porque  los  es- 
casos creyentes  que  en  aquellas  horas  contenía  el 
el  templo,  más  estaban  en  actitud  de  roncar  el  al- 
coholismo, que  de  leer  el  libróte.  Y  uno  de  ellos  aca- 
ba de  dar  pruebas  fehacientes,  dejando  en  su  jai- 
que y  en  el  suelo  una  impresión  que  trascendía  y 
que  estaba  muy  en  pugna,  en  color  y  en  espíritu, 


22  RICARDO  HURGUETE 


con  la  impresión  garabateada  y  sabia  de  los  ver- 
sículos mahometanos. 

Recorrimos  las  calles  principales.  Salimos  á  los 
arrabales,  y  por  entre  casuchas  pintadas  de  un  car- 
mín tan  rabioso  como  el  que  asomaba  á  las  meji- 
llas de  sus  moradoras,  tristes  Mesalinas  del  hambre 
y  del  infortunio,  fuimos  á  dar  en  los  inmensos  are- 
nales de  las  afueras  por  donde  á  la  razón  discurrían 
manadas  de  camellos  que  frotaban  con  bruscas  pa- 
taletas sus  jorobas  en  la  calcinada  arena,  ó  iban  á 
refrescar  en  los  charcos  y  en  las  fuentes  sus  tinosas 
y  apolilladas  lanas. 


^w 


m 


Dos  veces  varó  el  buque  al  abordar  el  callejón  del 
canal.  Potente  paletadas  de  la  hélice  nos  sacaron  del 
atolladero,  después  de  revolver  en  su  fondo  las  he- 
ces de  un  finísimo  légamo  que  ennegreció  las  aguas. 

Tiene  el  canal  una  anchura  de  sesenta  metros  por 
una  profundidad  de  ocho  con  cincuenta  centíme- 
tros. 

Encendiéronse  en  el  «Alfonso  XIII»  los  proyec- 


24  RICARDO  BURGUETE 


tores  eléctricos  de  proa  y  deslizábase  el  barco  con 
andar  suave  y  uniforme,  en  medio  de  la  serenidad 
de  la  noche  y  á  lo  largo  de  la  ruta  que  en  el  canal 
marcaban  las  boyas  iluminadas  con  faroles  verdes  y 
rojos. 

A  grandes  trechos,  y  coincidiendo  con  las  estacio- 
nes del  ferrocarril  que  por  nuestra  derecha  bordea- 
ba el  canal  en  dirección  de  Suez,  abríanse  en  ense 
nadas,  y  entre  las  irradiaciones  luminosas  de  poten- 
tes focos  eléctricos,  los  apartaderos,  estaciones  de 
tránsito  y  de  obligada  espera  que  servían  para  re- 
gular el  servicio  del  canal,  accesible  para  un  solo 
buque. 

Acababa  de  tenderme  en  el  banco  de  mi  prefe- 
rencia. Un  dejo  de  abrasado  ^hamsím  subía  de  los  de- 
siertos arenales  y  hacía  bochornosa  la  calma  del  es- 
pacio, tejido  de  tinieblas. 

Procuré  dormir.  Aquella  visita  á  Port-Said,  que 
produjo  en  mis  sentidos  la  impresión  vertiginosa  de 
un  kaleidoscopio,  ahuyentaba  el  sueño  que  con  es- 
fuerzo inútil  trataban  de   aprisionar  mis  párpados. 

Los  diversos  corrillos  de  cubierta  cambiaban  im- 
presiones del  día  y  destacábase  por  su  locuacidad 
el  de  la  asamblea  femenina. 

Entreabriendo  los  párpados,  alcanzaba  á  ver  los 
rizos  y  las  suaves  facciones  de  las  pasajeras,  asolea- 
das y  teñidas  de  carmín  por  la  agitación  del  día, 
formando  en  el  claro-obscuro  de  la  luz  y  la  penum- 


I  LA  guerra!  '25 


bra  un  alegre  y  movido  grupo  de  cabezas  que  las 
bombillas  eléctricas  inundaban  alternativamente, 
haciendo  resaltar  destellos  de  oro,  rizos  de  un  negro 
brillante  ó  retazos  de  cutis  aterciopelado  y  suave. 

El  khamsim  soplaba  cálido,  viniendo  de  las  abra- 
sadas arenas,  y  parecía  avivar  las  diminutas  ascuas 
que  chispeaban  en  el  firmamento. 

Llevé  la  imaginación  muy  lejos  y  la  entretuve  en 
sacar  de  mi  infancia  recuerdos  de   retazos  bíblicos. 

Por  aquellos  mismos  ardientes  arenales  que  iban 
á  dilatarse  hasta  los  confines  de  la  sombra;  bajo  el 
mismo  cielo  que  parecía  avivar  su  lumbre  con  el 
soplo  de  los  desiertos;  en  noches  semejantes  el  pue- 
blo de  Israel,  bajo  la  dirección  augusta  de  Moisés, 
vagó  por  espacio  de  largos  días  y  de  inacabables  no- 
ches en  busca  de  la  tierra  de  Promisión. 

El  hambre  y  la  sed  pudo  extinguirlas,  en  aque- 
llas jornadas  errantes,  la  Providencia  infinita,  pues- 
ta al  servicio  de  la  varilla  mágica  del  profeta.  Lo 
que  no  pudo  extinguir  Moisés  fueron  los  odios  de 
la  bestia,  los  apetitos  carnales,  las  pasiones  exal- 
tadas que  hicieron  presa  en  los  amontonados  cam- 
pamentos en  noches  de  bochorno  semejantes  á  aque- 
lla, cuando  soplaba  el  khamsim  y  el  estrellado  firma- 
mento inhalaba  de  fuego  las  tinieblas.  Por  eso  dio 
el  decálogo  en  sus  famosas  tablas.  Sabia  ley  cuyos 
diez  preceptos  intenté  recordar,  batallando  con  la 
somnolencia  que  me  invadía. 


"1  i  RICARDO  BURC4UETE 


En  el  pugilato  de  mi  mente,  luchando  con  los 
primeros  deliquios  del  sueño,  creo  que  fué  el  sexto 
el  que  balbuceé  entre  dientes.  Abrí  sobresaltado  los 
párpados.  En  el  corro  más  numeroso  reían  solamen- 
te las  rizosas  cabezas,  y  me  dormí  dulcemente  al 
arrullo  de  aquella  risa  y  de  la  otra  discreta  é  inex- 
tinguible que  remedaban  las  aguas  al  rozar  los  cos- 
tados del  buque. 

Muy  entrado  el  día,  avecinamos  el  límite  del  ca- 
nal. Por  ambas  márgenes  extendíanse  los  arenales 
mas  allá  de  los  confines  del  horizonte.  Míseros  ca- 
mellos y  sucios  conductores  cruzaban  los  desiertos 
bajo  un  sol  de  fuego,  en  busca  de  los  lejanos  adua- 
res de  tejas  y  de  amarillo  barro,  enclavados  en 
aquellas  inmensas  y  parduscas  llanuras  que  respi- 
raban la  esterilidad  y  la  muerte. 

De  la  última  estación  de  tránsito,  un  grupo  de 
granujas,  desnudos  y  del  color  del  barro  asoleado, 
nos  siguió  á  lo  largo  del  canal  gritando  desaforada- 
mente y  desdoblando  para  correr,  con  pataleo  de 
araña,  unas  piernas  y  unos  brazos  de  una  flaqueza 
inverosímil. 

Suez  apareció  á  nuestros  ojos  con  la  frescura  de 
un  oasis.  Deslumbrante  blancura  ascendía  por  las 
azoteas,  por  los  altos  minaretes  y  por  las  torres  del 
barrio  árabe.  Contrastaba  todo  el  derroche  de  cal 
con  la  severidad  coquetona  de  los  chalets  y  edificios 
europeos  que,  entre  anillos  de  parterres  y  vistosas 


LA  guerra!  27 


plazoletas  de  multicolores  jardines,  daban  asiento  á 
diminutos  bosques  de  acacias  y  de  higueras  salva- 
jes. Salpicaban  la  ciudad  por  todos  sus  costados  la- 
berintos de  airosas  y  gallardas  palmeras,  cuyos 
troncos  se  entrelazaban  caprichosamente,  formando 
sus  copas  desmayados  ramilletes  en  los  que  ama- 
rilleaba el  fruto. 

Coincidiendo  con  nuestra  llegada,  perdíase  á  lo 
lejos  el  ferrocarril  del  Cairo  (Maweel  Kahirah),  que 
humeaba  en  la  vasta  llanura,  espantando  á  su  paso 
una  manada  suelta  de  camellos. 

Cerraban  por  el  frente  las  peladas  estribaciones 
de  la  cordillera  arábiga  que  iba  á  mojar  sus  aride 
ees  calcáreas  y  el  cuarzo  de  sus  rocas  en  el  mar 
Rojo. 

El  cruce  de  este  mar  se  hizo  pesadísimo  en  medio 
de  la  serenidad  ambiente  de  la  navegación.  En  un 
principio  la  curiosidad  evocó  los  sagrados  recuerdos 
del  pasaje  bíblico:  las  aguas,  apartándose  para  de- 
jar paso  enjuto  á  los  hijos  de  Israel.  Pero  á  medida 
que  las  costas  fueron  esfumándose  lejanas,  y  tras 
la  distancia  lleváronse  los  montes  la  silueta  evoca- 
dora del  Sinaí,  perdió  la  leyenda  interés  y  volvió  á 
quedar  sumida  en  las  lejanías  del  olvido,  sin  que 
accidente  alguno  volviera  á  evocarla  en  la  insipidez 
de  aquellos  días  sin  costas  y  sin  etapas.  El  sol  re- 
coma á  diario  la  suya  con  la  inquebrantable  uni- 
formidad de  su  majestuosa  indiferencia.  Acostaba- 


28  RICARDO  BURGUETE 


se  -en  África  entre  celajes  de  fuego  para  alzarse  á 
diario  arrebolado  y  risueño  entre  blanquecinas  nu- 
bes de  encajes,  sobre  las  costas  asiáticas:  cuna  in- 
mortal y  siempre  llena  del  género  humano. 

La  isla  de  Peris  obstruye  en  parte,  al  final  del 
mar  Rojo,  la  entrada  en  el  golfo  de  Aden  y  le  da 
acceso  á  lo  largo  de  un  estrecho  canal. 

Duerme  Aden  al  amparo  de  una  rocosa  cordillera, 
y  en  el  semáforo  situado  en  una  de  sus  estribacio- 
nes ondea  la  bandera  británica.  La  población,  as- 
cendiendo en  gradería  desde  los  bordes  del  mar,  no 
ofrece  nada  de  notable,  fuera  de  los  enormes  aljibes 
que  atesoran  el  agua  para  las  grandes  sequías,  y  la 
línea  rojiza  de  cuarteles  situados  en  la  parte  alta  de 
la  población  y  ocultos  ó  medio  resguardados  por 
obras  de  fortificación,  que  se  delatan  en  el  color  de 
sus  tierras  removidas. 

En  medio  de  la  bahía,  bastante  extensa,  asoman 
á  flor  de  agua  los  restos  de  un  buque  náufrago.  Pró- 
ximos á  él  anclamos,  y  apenas  terminó  la  maniobra, 
rodeó  al  buque  una  flota  de  piraguas  navegadas  por 
adolescentes  salvajes  semidesnudos  y  de  diversas 
cataduras, 

— ¡Ehl  ¡ehoé!  ¡A  la  maire!  ¡A  la  maire! 

Sobre  cubierta  subieron  algunos  con  pieles  de  ti- 
gre y  diversas  mercancías. 

Abundaban  entre  ellos  los  abisinios,  y   en  su  ma- 


¡LA  guerra!  29 


yoria  eran  negros,  ágiles  y  esbeltos,  de  complexión 
menos  atlética  que  los  de  las  costas  occidentales. 

El  pelo  pasa  y  color  de  oro  viejo,  de  un  tono  tan 
nuevo,  que  maravilló  á  las  pasajeras,  lo  obtienen, 
según  supe,  adosándose  á  la  cabeza  por  varios  días 
un  emplasto  de  cal  viva.  En  los  que  podían  contar- 
lo, la  metamorfosis  era  perdurable,  y  el  orgullo  de 
los  poseedores  de  aquellas  rojizas  lanas  que,  á  su  jui- 
cio, les  asemejaban  á  las  misses  inglesas  (y  al  nuestro 
á  los  monos)  no  reconocía  límites.  Se  les  hizo  bailar, 
y  al  compás  de  un  cadencioso  palmoteo,  bailotearon 
con  pequeños  saltos  que  remataron  en  volteretas,  ni 
más  ni  menos  que  los  clümpayicés,  que  por  nuestras 
calles  pasean  los  bohemios. 

Al  pie  del  barco  una  gritería  feroz,  acompañada 
de  un  continuo  chascar  del  agua,  con  las  paletas 
remos,  servía  para  llamar  sobre  sí  la  atención  de  las 
piraguas. 

— -Eh!  ¡ehoé!  ¡.i  la  mairel  \á  la  malrel 

—  ¡Peseta  á  la  maire! 

La  diversión  era,  idéntica  á  la  de  nuestras  costas. 
Se  arrojaban  unas  monedas  de  plata  y  los  negritos 
iban  en  su  busca. 

Esta  distracción  llamó  buen  espacio  de  tiempo  la 
atención  del  pasaje,  y  la  curiosidad  del  sexo  feme- 
nino, que,  olvidando  el  pudor,  no  perdía  la  ocasión  de 
solazarse,  echando  en  discreto  olvido  las  desnudeces 
de   aquellos   negros— algunos  talludos  — que   entre 


30  RICARDO  BURGUETE 


alegres  carcajadas,  que  iban  á  terminar  en  feroz  cas- 
tañeteo de  dientes,  repetían: 

— ¡Eh!  ipeseta  á  la  mairef  ¡á  la  maire! 

Por  un  momento  quedó  interrumpida  la  apuesta 
de  los  nadadores.  Cayó  un  peseta  al  agua  y  nadie  se 
aventuró  á  recogerla. 

Los  negritos  miraban  recelosos  el  fondo  del  mar, 
á  cuya  superficie  subieron  rugosas  ondas. 

No  se  hizo  esperar  la  explicación  del  recelo;  un 
enorme  tiburón  revolvió  el  lomo  con  vigoroso  salto, 
y  á  poco  hizo  zozobrar  una  de  las  canoas. 

Como  explicación  señalaron  todos  á  un  negrito 
que,  inmóvil  en  el  fondo  de  una  lancha,  mostraba  el 
muñón  de  una  pierna  atarazada  tiempo  antes  y  en 
una  ocasión  análoga. 

Confusa  gritería,  y  el  chocar  de  todos  los  remos 
en  el  agua,  precedió  por  breve  espacio  antes  que 
volvieran  de  nuevo  los  de  las  piraguas  á  lanzarse  á 
su  sport. 

Cuando  abandonamos  Aden  para  buscar  la  altura 
del  cabo  de  Guardafuí,  veía  alejarse  y  perderse  en 
lontananza  las  abruptas  y  resecas  costas  de  fonolita, 
roca  eruptiva,  terciaria,  rebelde  á  toda  vegetación, 
bañadas  en  su  aridez  con  reflejos  llameantes,  por  los 
rayos  de  un  sol  que  no  tardaría  en  trasponerse. 

La  lluvia  benéfica  negábase  con  obstinación  á 
aquellas  tierras  y  en  ellas  se  contaban  por  lustros 
las  horribles  sequías. 


|LA  guerra!  31 


Acudió  á  mi  imaginación  el  cuento  que  llevó  la 
sed  al  colmo  de  la  necesidad,  y  la  galantería  france- 
sa al  colmo  del  recurso: 

En  una  de  las  grandes  sequías,  habitaba  en  Aden 
un  matrimonio  inglés.  El  cónsul  de  Francia,  recien- 
temente nombrado,  llevó  de  su  país  una  visita  para 
el  matrimonio,  y  después  de  ceremoniales  ofreci- 
mientos, quedó  invitado  para  probar  á  las  pocas  no- 
ches un  exquisito  té  de  caravana. 

La  inglesa  no  podía  prescindir  de  sus  baños  co 
tidianos,  y  como  la  escasez  del  agua  era  tanta,  apro- 
vechábase la  del  baño  para  los  usos  domésticos  del 
día.  La  noche  de  la  invitación,  sin  previo  aviso  á  la 
doncella  y  agotada  el  agua  correspondiente,  aquélla 
fué  á  recogerla  para  el  té  del  depósito  habitual. 

Juzgue  el  lector  el  asombro  de  la  inglesa  (ésta  era 
rubia)  cuando  al  revolver  el  cónsul  el  té  en  una  finí- 
sima porcelana  de  China,  retiró  entre  sus  dedos,  de 
la  cucharilla,  un  pelo  finísimo  y  retorcido  color  oro 
viejo... 

— ¿Qué  es?— preguntó  la  inglesa.  Y  álos  reflejos  de 
aquel  hilito  rizado,  subió  el  sofoco  á  las  mejillas 
de  la  dama  tan  súbito  como  la  explicación  á  su 
buen  sentido. 

— Nada,  señora, — repuso  imperturbable  el  diplo- 
mático. Un  pelo  de  camella  que  trajo  vuestro  té  de 
caravana. 


32 


RICARDO  BURGUETE 


El  «Alfonso  XIII»  entraba  al  caer  de  la  tarde  en 
pleno  dominio  del  mar  índico,  navegando  en  deman- 
da de  Colombo. 


IV 


La  isla  de  Socotora,  primero,  y  las  Maldivas  des- 
pués, distrajeron  momentáneamente  la  atención  del 
pasaje  en  las  monótonas  singladuras  de  travesía 
que  separan  Aden  de  Colombo. 

El  calor  y  el  aburrimiento  prolongaron  las  tertu- 
lias de  las  noches,  pero  á  la  animación  del  princi- 
pio sucedió  una  languidez  y  una  avaricia  de  frases 
tal,  que  hacía  de  los  corros   agrupación  de  noctám- 

FILIPINAS  — 3 


34  RICARDO  BURGUETE 


bulos  que  se  revolvían  en  las  perezosas  con  indo- 
lentes posturas. 

No  eran  los  días  más  divertidos.  Excepción  hecha 
del  grupo  obstinado  y  numeroso  de  los  jugadores, 
el  resto  de  las  gentes  paseaba,  codeando,  la  impa- 
ciencia sobre  cubierta,  leía  ó  dormitaba  ó  agrupá- 
base después  de  las  comidas  para  disputar. 

Comenzaron  las  prevenciones  y  las  antipatías  y 
éstas  incubaron  los  odios.  Odios  enconados,  feroces: 
odios  salinos  que  tienen  la  rara  virtud  de  evapo- 
rarse al  saltar  á  tierra  como  salpicaduras  de  agua. 

Sorprendí  disputas  en  los  rincones;  miradas  de 
odio  cruzadas  en  el  comedor,  en  los  pasillos  y  hasta 
en  las  dulzuras  del  sexo  débil;  de  noche,  en  el  gran 
corro,  creí  notar  síntomas  de  pasión  idéntica  en  ri- 
sitas impertinentes,  en  reticencias  agudas  y  en  son- 
sonetes que  subrayaban   la  intención  de  las  frases. 

El  «Alfonso  XIII»  sereno  y  majestuoso,  hendía  las 
aguas  con  rumor  blando  y  daba  al  viento  su  pena- 
cho de  humo,  que  á  borbotones  cantaba  en  la  alta 
chimenea  la  rítmica  canción  que  por  la  popa  ento- 
naba la  hélice  entre  hirvientes  espumas. 

En  un  amanecer  purpúreo  y  diáfano  alcanzamos 
á  divisar  el  opaco  costrón  de  Punta  de  Gales.  Entre 
diez  y  once  de  la  mañana  fondeó  el  buque  en  el 
puerto  de  Colombo. 

Colombo  es  el  principaljpuerto  de  la  Singhala  de 


LA  guerra!  35 


los  indios,  Trapobana  de  los  antiguos  y  Ceilán  de 
los  modernos. 

ün  sexto  de  milla  escaso  distábamos  del  muelle 
y  á  él  se  nos  permitió  abordar  después  de  la  visita 
ritual  de  la  Sanidad. 

Los  remeros  malabares  que  nos  condujeron  en  la 
lancha  al  embarcadero  eran  dos  fornidos  mocetones 
de  obscuro  y  barbudo  semblante,  cuyos  varoniles 
rasgos  contrastaban  con  sus  cabelleras  recogidas  en 
rodete  al  rededor  de  la  cabeza,  y  adornada  ésta 
con  peinetas  de  concha.  Cabellos  y  peinetas  hacían 
juego  con  las  largas  faldas  con  que  cubrían  las  pier- 
nas. Pero  las  barbas  y  la  varonil  estructura  de  sus 
vigorosos  cuerpos  formaban  feroz  despropósito  con 
los  adornos  femeninos. 

Después  de  almorzar  en  el  hotel  más  inmediato 
al  puerto,  decidí  con  varios  compañeros  recorrer  la 
población. 

Varios  vehículos  nos  salieron  al  paso  para  facilitar 
nuestro  deseo.  Elegimos  uno  arrastrado  por  caballos 
de  poca  más  alzada  que  perros.  Y  á  el  subimos,  des- 
pués de  abrirnos  trabajosamente  paso  entre  los  in- 
numerables cochecitos  de  un  solo  asiento,  arrastra- 
dos por  indios  trotones.  Todas  las  diversas  castas 
de  la  India  tienen  representación  en  aquel  oficio 
duro  é  inhumano:  el  vedda,  el  síngales,  el  malayo  y 
el  indio  con  su   diversidad  de   trajes  y  de  aspectos; 


36  RICARDO  BURGUETE 


todos  servíanse  ordinariamente  de  un  cinchuelo  de 
correas  para  arrastrar  el  coche. 

Atravesamos  las  principales  calles  del  barrio  Eu- 
ropeo, por  cuyas  rectas  alineaciones  se  destacaban 
á  uno  y  otro  costado  suntuosos  edificios  y  lujosos 
bazares,  separados  entre  sí  por  Jardines  de  una  fron- 
dosidad y  belleza  paradisíaca. 

Las  afueras  de  la  población  son  de  maravillosa  y 
espléndida  hermosura.  Hileras  de  plátanos,  de  co- 
coteros, de  naranjos  y  guayabos  formaban  la  plana 
menor,  la  talla  mediana  de  aquella  vegetación  ex- 
uberante en  la  que  se  destacan  los  bosques  de  ga- 
llardas palmeras,  de  frondosos  ébanos,  de  incorrup- 
tibles teks  (árbol  del  hierro),  de  lechosos  sándalos, 
de  purpurinos  agaleches  y  de  gigantescos  bambúes. 

Surge  la  descomunal  flora  de  entre  un  mar  de 
tupida  y  multicolor  hojarasca.  Deliciosos  chalets  ó 
míseras  chozas  dejábamos  á  ambos  lados  del  cami- 
no; y  el  que  á  la  sazón  seguíamos  estaba  á  aquellas 
horas  concurridísimo  por  innumerables  cochecitos 
portadores  de  correctos  ingleses  ó  de  irreprocha- 
bles inglesitas  que,  con  indiferente  mirada,  cruzaban 
por  entre  las  hileras  de  indios  y  de  indias  de  bron- 
ceada piel  y  de  esbelto  cuerpo,  que  al  volver  de  su 
trabajo  sorteaban  ceremoniosamente  los  coches  am- 
parándose en  ambas  cunetas  del  camino.  Por  uno 
hondo  que  bordeaba  un  lago  cuajado  de  nenúfares 
y  lotos  bajo  una  bóveda  de  ramas  y  de  hojas  entre- 


¡LA  guerra!  37 


lazadas,  fuimos  á  dar  en  la  Pagoda.  Vasto  edificio 
reedificado  sobre  unas  ruinas  y  en  cuyas  inmedia 
clones  yacen  esparcidos  por  el  suelo  fragmentos  de 
gigantescas  columnatas. 

Prefería  las  bellezas  del  exterior  á  la  contempla- 
ción de  las  joyas  y  tapices  que  encerraba  el  recinto 
de  la  Pagoda. 

Un  Budha  de  porcelana,  abotagado  y  monstruoso, 
resguardado  en  un  enorme  vitrina,  mostraba  al  des- 
nudo un  descomunal  ombligo  que  el  síngales  cice- 
rone nos  mostró  con  religioso  y  revererente  ade- 
mán. 

Salí  del  templo  ante  la  pesada  explicación  del 
guía  que,  con  palabras  afiliadas  á  todos  los  idiomas, 
tratábale  explicar  algunas  sentencias  de  un  enor- 
me libro  garabateado  en  pali  y  titulado  «Mahawan- 
só»,  según  pude  entender.  Libro  que  trata  de  la 
genealogía  de  los  grandes,  escrito  seis  siglos  antes 
de  JC.  y  repleto  de  episodios  épicos  muy  seme- 
jantes á  los  que  narró  Homero. 

Volvimos  á  desandar  camino  sin  decidir  alar- 
garnos por  el  que  conduce  al  famoso  bosque  de  la 
canela. 

El  calor  era  sofocante  y  los  rayos  del  sol  tropical 
de  las  primeras  horas  de  la  tarde,  filtrándose  á  tra- 
vés de  hojas  y  ramajes,  quemaban  con  la  sensación 
de  estrías  de  fuego. 

De  regreso  contemplaba  á  nuestro  paso  la   multi- 


38  RICARDO  PURGÚETE 


tud  de  diversas  razas  nacidas  sobre  aquella  tierra 
fértil  y  fecundas  todas  ellas  con  la  fecundidad  po- 
derosa del  continuo  cruce. 

Bandas  de  rapaces  seguían  pegados  á  las  chillo- 
nas faldas  de  las  esculturales  indias  que  daban  al 
descubiertos  la  piel  bronceada  de  sus  esbeltas  pier- 
nas y  ebúrneos  brazos,  ceñidos  con  ajorcas  y  braza- 
letes de  plata. 

Los  indios,  cubierta  la  cabeza  con  descomunales 
multicolores  turbantes,  marchaban  con  majestuoso 
paso,  dando  al  sol  sus  bronceadas  espaldas,  desnu- 
dos de  medio  cuerpo  arriba. 

A  medida  que  nos  acercábamos  á  la  población, 
contemplábamos  en  nuestra  marcha  tipos  originales 
ó  indefinidos,  representantes  de  una  variedad  de  ra- 
zas ó  de  mezclas  y  procedencias  enigmáticas:  el 
malabar,  el  síngales,  el  malayo,  el  indú;  y  éste 
con  sus  múltiples  variedades,  el  hil,  el  goml,  el  kol,  el 
korku,  el2mliahj  el  redda.  Todas  las  populosas  cla- 
sificaciones humanas  que  hacen  de  la  India  el  país 
más  poblado  del  mundo  después  de  China. 

Bajo  la  abrasada  caricia  del  sol  de  los  trópicos  en 
las  primeras  horas  de  la  tarde;  en  medio  de  aque- 
lla tierra  ardiente  preñada  de  una  vegetación  luju- 
riosa, viendo  desfilar  los  variados  ejemplares  de 
aquella  raza  de  indús  pictórica  y  vigorosa,  llegué  á 
pensar  á  qué  extremos  de  populación  hubiese  llega- 
do aquel  pueblo  de  doscientos   cincuenta   millones 


¡LA  guerra! 


39 


de  habitantes,  si  sacudiendo  su  yugo  y  su  miseria 
hubiera  logrado  contrarrestar  las  grandes  hambres 
periódicas  y  las  pestes  endémicas  que  tributaban  á 
la  muerte  pueblos  enteros  y  seres  aislados  por  cente- 
nares de  miles. 

Los  cuatrocientos  millones  de  budhistas  reclu- 
taban  en  el  Indostán  su  mayor  contingente. 

Recordé  el  Budha  de  la  vitrina,  abotagado  y 
monstruoso,  dando  al  desnudo  su  descomunal  om- 
bligo. Su  ombligo  simbólico:  el  nudo  que  encierra  la 
vida  del  triste  ser  parido.  El  nudo  disforme  que  el 
pobre  síngales  señalaba  reverente  y  religioso  y  de 
cuya  misteriosa  encarnación  y  pureza  me  habló  al 
salir  del  templo,  con  menos  elocuencia  que  la  que 
ámis  sentidos  mostraba  aquella  fecunda  tierra, 
preñada  de  una  vegetación  lujuriosa  y  fértil,  vivero 
de  todas  las  semillas. 

Cuando  volvimos  á  bordo,  multitud  de  lanchas 
y  toscas  piraguas  bailoteaban  sobre  el  mar  á  los 
costados  del  buque. 

—¡Eh!  ¡ehóe!  ¡peseta  á  la  maire!  ¡á  la  maire! 
La  diversión  era  idéntica  que  en  Aden.  Rapaces 
de  toda  la  diversidad  de  razas  indostánicas  moja- 
ban su  piel  bronceada,  su  piel  amarilla,  su  piel  ro- 
jiza, su  piel  de  color  de  indefinida  mezcla,  zambu- 
lléndose en  el  mar  á  chapuzones.  Un  grupo,  el  más 
numeroso,  alzábase  á  ratos  y  puesto  de  pie  sobre  os- 
cilante y  larga  piragua  entonaba  un  andante  de 


40  RICARDO  BURGUETE 


Folies  Bergére,  acompañado  por  el  repetido  y  con- 
tinuo sonar  de  los  brazos  doblados  sobre  el  mojado 
y  desnudo  cuerpo,  con  una  agilidad  acompasada  y 
una  rapidez  tal,  que  más  que  movimiento  de  brazos 
parecían  trémulas  palpitaciones  de  ala. 

A  la  caída  de  la  tarde  comenzó  á  desplazar  el  bu- 
que, y  con  blando  movimiento  salimos  en  busca  de 
la  boca  del  puerto.  Al  cruzar  por  las  inmediaciones 
de  un  trasatlántico  francés  que  conducía  tropas  al 
Tonkín,  el  pasaje  y  la  tripulación  de  ambos  expe- 
dicionarios prorrumpieron  en  atronadores  vivas,  sa- 
ludándose con  gorras  y  pañuelos.  Muy  pronto  que- 
dó como  una  diminuta  mancha  por  popa  la  bocana 
del  puerto  y  doblamos  Punta  de  Gales. 

Del  lado  de  la  costa  esfumábase  en  el  confuso 
fondo  del  crepúsculo,  que  se  extinguía  por  la  ban- 
da opuesta,  el  gigantesco  pico  de  Adán. 

íbamos  á  entrar  en  dominio  del  golfo  de  Benga- 
la. La  campana  llamó  para  comer.  Cuando  salimos 
á  cubierta  habíanse  encendido  á  bordo  las  luces.  El 
pasaje  que  había  sacudido  en  tierra  odios  y  aspe- 
rezas recobraba  la  charla  de  los  días  de  buen  hu- 
mor, y  cambiábanse  impresiones  de  diversas  co 
rrerías  y  con  los  semblantes  alborozados  aspirábase 
con  fruición,  en  medio  de  la  noche  serena  y  tibia, 
el  ambiente  salino  y  saturado  de  fuertes  emanado 
nes  de  brea  y  alquitrán.  Las  mismas  emanaciones 
que  constantemente  exhalaban  los  rincones  del  bu- 


]LA  guerra!  41 


que  y  que   en  horas  de   aburrimiento  revolvían   la 
irascibilidad,  poniendo  los  nervios  en  tensión. 

Por  aquel  entonces  me  sentaba  invariablemente  en 
mi  banco  con  los  estudios  históricos  de  Macaulay,  y 
era  de  todos,  el  de  lord  Olive  mi  más  predilecto. 

Mirando  la  red  tupida  de  sombras  que  inunda- 
ban el  golfo  de  Bengala  repasaba  por  mi  imagina- 
ción todas  las  hermosas  páginas  del  colosal  conquis- 
tador de  la  India:  el  boh  infantil  atronando  á  sus 
padres  con  sus  juegos  belicosos;  después  el  triste 
empleaducho  de  la  compañía  inglesa  provocando  un 
duelo  en  circunstancias  terribles  para  dar  notorie- 
dad á  su  apellido.  Más  adelante  sus  audaces  empre- 
sas; su  ingreso  en  el  ejército.  Y  por  fin,  las  dotes 
militares  que  en  las  primeras  acciones  de  guerra 
fueron  nuncio  de  su  excepcional  talento  y  que  le 
abrieron  crédito  y  fama  para  desenvolver  sus  facul- 
tades y  arriscarse  con  fortuna  en  la  tarea  de  acabar 
con  todo  el  poderío  francés  de  Pondichery  y  con- 
quistar la  India. 

De  la  talla  de  Hernán  Cortés  y  de  Pizarro,  lord 
Olive  dio  á  su  patria  un  continente  inmenso,  y  cuan- 
do viejo  y  achacoso  reposaba  sus  quebrantos  entre 
lauros  y  glorias,  la  más  negra  ingratitud  alzó  la 
opinión  en  contra  suya  y  tuvo  la  horrible  suerte  de 
acabar  sus  días  odiado  de  su  pueblo,  que  luego,  arre 
pentido,  trata  de  enmendar  la  injusta  obra  cuando 
ya  la  muerte,  más  piadosa  que  los  hombres^  había 


42  RICARDO  BURGUETE 


recogido  en  su  seno  los  despojos  del  héroe.  ¡Misera 
inconstancia  humana! 

Saltaba  la  brisa  de  tierra  por  la  proa  y  á  impul 
sos  de  la  arrancada  vibraban  melodiosas  las  jarcias 
bajo  el  capuz  de  las  sombras.  El  pasaje,  contras- 
tando con  los  pasados  días,  charlaba  alborozado  y 
contento,  amenazando  no  levantar  la  velada  hasta 
muy  tarde. 

Los  días  y  las  noches  sucediéronse  sin  inciden- 
tes. 

Una  tarde,  muchas  horas  después  de  haber  per- 
dido de  vista  el  pardusco  manchón  de  las  islas  Ni- 
cobar,  un  inesperado  suceso  llenó  de  emoción  y 
sobresalto  á  los  pasajeros. 

El  buque  fué  perdiendo  repentinamente  la  mar- 
cha y  en  breves  instantes  paró  en  seco. 

Al  interrogar  el  horizonte  alguien, desde  cubierta, 
señaló  un  punto  negro  sobre  la  tersa  superficie  del 
mar. 

— [Náufragos!  ¡náufragos! — La  emoción  subió  de 
punto  y  agolpó  el  pasaje  á  una  de  las  bandas.  Es- 
taba explicada  la  causa  de  la  parada  repentina  y 
cada  cual  se  esforzó  en  investigar,  con  ayuda  de  los 
gemelos,  cuántos  eran  los  supervivientes  de  aquel 
horrible  siniestro:  del  eterno  drama  que  en  el  de- 
sierto Océano  representa  el  horrible  infortunio  de 
un  puñado  de  seres  agarrados  crispadamente  á  un 
montón  de  tablones. 


¡LA  guerra!  48 


A  pesar  del  desusado  movimiento  de  la  tripula- 
ción, no  vimos  poner  mano  á  los  botes  ni  efectuar 
maniobra  alguna  preliminar  del  salvamento. 

— Pero  ¿qué  hacen?— preguntaron  angustiados  los 
más  impacientes. 

El  sobrecargo,  picado  por  nuestra  curiosidad,  vino 
á  sacarnos  de  dadas  y  deshizo  risueño  nuestra  ilu- 
sión de  momento. 

No  había  tales  náufragos.  Aquel  punto  negro 
era  un  tejido  de  madera  y  broza  arrancado  á  la 
costa.  La  fantasía  de  uno  y  la  sugestión  de  todos 
hizo  surgir  el  drama.  El  buque  había  parado  por  el 
desarreglo  de  un  tornillo  en  una  de  las  bielas  de  la 
máquina. 

El  calor,  (-in  la  brisa  de  la  arrancada,  se  hacía  in- 
soportable bajo  un  sol  que  refulgía  en  las  aguas  y 
chorreaba  fuego.  Gozosos  fuimos  á  refugiarnos  bajo 
los  toldos  riendo  de  buen  grado  nuestra  impresio- 
nabilidad fantástica. 


Muy  entrada  la  noche  atravesamos  el  estrecho  de 
Malaca,  por  su  parte  angosta.  El  monte  Ofir  desta- 
cábase opaco  en  el  manchón  sepia  de  la  sombra. 
Al  ras  del  agua  encendíase  y  parpadeaba,  con  san- 
guinolenta pupila,  el  faro  rojo  de  Salangore.  A  lo 
largo  de  la  costa  y  entre  las  tinieblas,  corría  desa- 
ladamente una  luz.  Confusamente  llegamos  á  distin- 
guir la  luminosa  bruma  de  las  luces  de  Malaca. 

Sobre  los  innumerables  arrecifes  é  islotes  de  la 
derecha,  multitud  de  faros  parpadeaban  á  interva- 
los en  la  sombra  como  vigías  recelosos  que  escu- 
driñaran las  tinieblas. 


46  RICARDO  BURGUETE 


Fué  preciso,  para  entrar  en  Singapoore,  aguardar 
al  día,  y  con  él  enfilamos  el  estrecho  canal,  cubier- 
to de  vegetación  lozana,  que  da  acceso  á  la  pobla- 
ción. Como  en  todas  las  posesiones  inglesas,  abun- 
daban ios  chalets  y  villages,  por  los  alrededores  de 
la  población.  Y  en  tan  encantadores  retiros  se  alza- 
ban los  edificados  en  ambas  márgenes  del  canal, 
que  no  hubiera  podido  agrupar  más  bellezas  en  sus 
contornos  la  mágica  musa  de  un  cuento  de  hadas. 

No  descendí  al  muelle  donde  atracó  el  buque, 
porque  iban  á  ser  muy  escasas  las  horas  de  estación. 
Me  contenté  con  ver,  desde  lejos,  los  hermosos  edifi- 
cios y  los  recortados  jardines  de  la  ciudad  Euro- 
pea, á  cuyas  espaldas  se  dilataba  en  gran  extensión 
la  barriada  indígena. 

A  lo  largo  del  muelle  negruzco  y  sucio,  larga  hi- 
lera de  vapores  abastecíase  de  carbón  como  el  nues- 
tro. Resistí  la  suciedad  de  la  maniobra,  y  por  largo 
rato  estuve  contemplando  en  una  de  las  bordas  un 
enjambre  de  chinos  ruines  y  amarillentos,  que,  como 
mirladas  de  hormigas,  subían  incesantemente  el 
carbón  en  cestos,  por  las  rampas  que  desde  el  mue- 
lle daban  acceso  á  los  buques. 

£1  repugnante  aspecto  de  los  trabajadores  man- 
chados de  amarillo  natural  y  de  negro  mugre,  hacía 
juego  de  pobreza  con  sus  holgados  y  harapientos  tra- 
jes. Entre  el  ir  y  venir  incesante  de  los  cestos  que 
chafaban  las  coletas  en  las  espaldas,  elevábase  una 


¡LA  guerra!  47 


charla  nasal  y  plañidera  que  trascendía  á  lamento  y 
sonaba  á  queja,  é  iba  á  naezclarse,  allá  á  lo  lejos,  en 
los  confines  del  muelle,  con  el  quejido  de  las  res- 
quebrajadas maderas  de  los  barcos,  al  rozar  en  los 
bloques  de  las  apartaderas.  Un  grupo  de  cipayos  de 
arrogante  presencia  atravesó  el  muelle  y  subió  á  la 
cubierta  de  un  enorme  y  panzudo  vapor  inglés. 

El  comercio  de  todas  las  naciones  fuertes  de  Eu 
ropa  tenía  numerosa  representación  en  aquel  vasto 
puerto  comercial,  y  por  unas  horas  nos  abríamos 
nosotros  lugar  entre  asiduos  y  múltiples  pabellones 
de  los  pueblos  fuertes  y  emprendedores. 

Extramuros  de  la  ciudad,  la  costa  dilátase  en 
pendiente  suave  por  la  parte  oriental.  Todo  el  espa- 
cio que  alcanzaba  á  descubrir  la  vista  poblábanlo  m- 
mensos  y  feroces  bosques,  que  iban  á  perderse  en 
los  confines  del  norte.  En  el  fondo  de  estas  espesas 
y  descomunales  selvas,  vivían  los  birmanos  y  las 
tribus  bravias  del  interior,  que  cuando  se  cansaban 
de  dar  caza  á  las  bestias  carniceras  que  infestaban 
los  montes  y  los  llanos,  salían  á  realizar  sangrientas 
correrías,  que  los  ingleses  dominadores  castigaban 
con  mano  dura  é  implacable. 

A  media  tarde  abandonamos  el  puerto,  para  bus 
car  s^lida  al  mar  de  la  China.  Pasó  el  «Alfonso  XIII» 
muy  cerca  de  la  escuadra  Rusa,  á  tiempo  que  ésta 
saludaba  á  la  plaza  con  su  potentes  cañones. 


48  RICARDO  BURGUETE 

Volví  la  vista  al  lejano  muelle.  Sobre  las  innu- 
merables arboladuras  que  sembraban  el  puerto,  re- 
petíanse en  abundancia,  flotando  al  viento,  las  ban- 
deras de  todas  las  naciones  de  Europa.  La  nuestra 
plegada  en  popa  y  en  su  solitaria  humildad,'' aban- 
donada de  momento  por  la  brisa,  tardó  poco  en 
arriarse.  Cayó  sobre  cubierta  al  plegarla,  y  palpitó 
con  aleteo  de  pájaro  moribundo.  Tristemente  se 
asoció  á  mi  pensamiento  el  recuerdo  de  la  patria 
desangrada  en  Cuba,  y  que  acababa  de  recibir  nueva 
herida  en  el  costado  de  sus  Indias  orientales.  Todo 
eirsiglo  defnuestro  despedazamiento^interior  y  colo- 
nial se  evocó  en  mi  mente.  La  grandeza  británica  me 
recordó  durante  todo  el  viaje  nuestra  pasada  gran- 
deza; y  el  esplendor  y  el  poderío  comercial  de  to- 
das las  naciones  exageró  la  miseria  y  el  enflaqueci- 
miento nuestro.  Por  aquellos  mares,  como  por  to- 
dos, pasearon  las  tajantes  espadas  de  nuestros 
inmortales  conquistadores,  y  en  cada  uno  de  los 
viajes  cortaron  para  la  madre  patria  trozos  de  ex- 
tensos y  sazonados  reinos.  Pero  la  labor  de  la  con- 
quista abandonábase  al  simple  esfuerzo  de  las  ar- 
mas, y  de  ella  vivía  apartada  y  recelosa  la  industria 
y  el  comercio  de  nuestros  hermanos.  Ningún  capi- 
tal se  aventuraba  en  las  Indias;  bastante  era  con 
llevar  á  ella  la  sangre  de  los  aventureros  meneste- 
rosos, y  éstos  llegaron  á  ser  tantos  como  la  codicia 


¡LA  guerraI  49 


y  el  hambre  hizo  surgir  del  yermo  y  abandonado 
suelo  patrio. 

No  tardó  en  hacerse  sentir  la  obra  de  tan  funesto 
sistema:  cuando  la  patria  quiso  remediar  sus  males 
interiores,  el  territorio  de  las  colonias  fertilizadas 
para  la  guerra  con  la  abundante  sangre  de  aventu- 
reros y  conquistadores,  sintió  el  abandono  de  la 
metrópoli,  y  con  él,  juntamente  al  vigoroso  anuncio 
del  comercio  europeo,  leyó  nuestra  pobreza,  y  ella 
dio  alas  á  un  puñado  de  hijos,  herederos  de  los 
aventureros  de  otra  época,  para  alzarse  al  grito  de 
Independencia  con  todo  el  ardor  que  en  los  sedi- 
mentos de  sus  venas  pusieron  tres  siglos  de  con- 
quistas, violencias  y  aventuras.  Ya  era  tarde,  muy 
tarde  para  reconquistar  con  la  labor  comercial  del 
progreso  á  aquellos  olvidados  territorios;  y  exhaus- 
ta con  el  último  esfuerzo  de  hombres  que  la  na- 
ción hizo,  perdía  España  el  más  vasto  imperio  colo- 
nial del  mundo.  Entre  tanto  otros  pueblos,  con  una 
labor  modesta  de  conquista,  bien  secundados  por  el 
comercio  y  la  industria  de  sus  hermanos,  iban  ad- 
quiriendo extensos  mercados;  no  cambiando  sangre 
por  oro,  sino  economizando  ambos  productos  y  di- 
latando la  conquista  con  la  próvida  é  incansable 
tarea  del  trabajo  y  del  común  esfuerzo. 

En  ambas  Indias  ya  sólo  nos  restaban  dos  merca- 
dos del  inmenso  dominio  colonial,  y  casi  al   mismo 

FILIPINAS — 4 


50  RICARDO  BURGUETE 


tiempo  alzábanse  en  rebeldía  los  dos.  Era  preciso 
hacer  un  esfuerzo,  sujetarlos  á  la  par;  y  allí  irían,  en 
lo  sucesivo,  barcos  y  barcos  cargados  de  tropas  re- 
clutadas  en  la  miseria,  y  que  con  el  sentimiento  pa- 
trio adormecido  por  las  continuas  luchas  intestinas, 
apenas  si  tenían  conocimiento  del  problema  comer- 
cial de  vida  ó  muerte  que  iban  á  resolver. 

Perdióse  el  puerto  en  la  lejanía,  y  la  distancia 
tragó  el  color  y  la  forma  de  los  múltiples  pabello- 
nes extranjeros  y  de  las  innumerables  arboladuras. 

A  pocas  millas  de  marcha,  la  campana  del  puen- 
te anunció  buque  á  la  vista,  y  muy  pronto  se  di- 
vulgó la  noticia  de  que  el  barco  que  con  majestuo- 
so andar  se  acercaba  por  la  proa,  era  el  «Colón»  de 
la  misma  compañía,  y  con  el  cual  hice  yo  mi  viaje 
al  regreso  de  Cuba. 

Movióse  la  tripulación  alborozada.  Se  prepararon 
las  banderas  de  saludo,  y  se  subieron  los  cohetes  de 
señales.  El  pasaje  puesto  en  pie,  vibrante  y  emocio- 
nado, aguardaba  el  paso  de  los  compatriotas,  que 
iban  de  vuelta  á  la  querida  tierra  en  donde  todos 
habíamos  dejado  los  seres  queridos. 

Al  fin,  después  de  veintiséis  días  de  navegación,  vi- 
mos tremolar  en  otro  barco  la  bandera  roja  y  gualda. 

Cruzaron  muy  cerca  los  dos  buques,  entre  el  ron- 
co saludo  de  sus  potentes  sirenas,  los  estallidos  de 
las  bengalas  y  el  flamear  de  banderas  y  gallardetes. 

La  ansiedad  y  la  emoción  asomaban  á  los  sem- 


LA  guerraI  51 


blantes  de  los  pasajeros  subidos  en  las  sillas.  En  la 
cubierta  del  «Colón»,  agrupábase  una  muchedumbre 
de  soldados  vestidos  de  rayadillo  que  saludaban 
agitando  sus  sombreros  de  paja. 

Un  ronco  gemido  de  sirena  hendió  los  aires,  y 
fué  seguido  de  un  débil  y  trémulo  ¡viva  España! 
venido  á  lo  largo  de  las  aguas.  La  explosión  estalló 
delirante  en  el  «Alfonso  XIII»;  y  entre  vivas  que 
pugnaban  con  sollozos,  una  entusiasta  salva  de  aplau- 
sos saludó  á  los  enfermos,  á  los  heridos  y  á  los  in- 
válidos, que  la  guerra  devolvía  al  regazo  de  la  pa- 
tria y  de  la  madre  cariñosa. 

Esfumado  el  «Colón»  en  el  horizonte  entre  la  nube 
de  humo  que  dejaba  á  su  paso,  arrióse  la  bande- 
ra, que,  después  de  tremolar  con  agotado  esfuerzo, 
cayó  sobre  cubierta  con  palpitante  aleteo  de  pájaro 
moribundo. 

La  travesía  por  el  mar  de  la  China,  en  los  días 
sucesivos,  fué  durísima,  y  sus  crudezas  mantuvieron 
á  la  mayoría  del  pasaje  encerrado  en  los  camarotes. 

A  la  puesta  del  sol,  del  cuarto  día,  se  alcanzaron 
las  costas  de  Luzón,  y  fué  la  elevada  cordillera  de 
Mariveles  la  primera  tierra  que  se  divisó  del  archi- 
piélago magallánico. 

El  mar  retiró  aparentemente  de  su  superficie  la 
borrascosa  actitud;  pero  guardando  sus  rencores  en 
lo  más  íntimo,  los  dejaba  sentir  á  ratos  con  lo  que 
los  marinos  llaman  «mar  de  fondo». 


52  RICARDO  BURGUETE 


La  alegría  de  ver  costa,  y  de  tocar  el  térnaino  del 
viaje,  hizo  valientes  aun  á  los  más  inseguros.  Y 
poco  á  poco  las  caras,  de  un  verde  alga,  empezaron 
á  invadir  la  cubierta. 

Trasponíase  el  sol  por  proa,  entre  carmines  y  mati- 
ces rojos  de  color  dulcísimo,  cuando  atravesábamos 
el  único  canal  viable  que  con  Luzón  forma  para  entrar 
en  la  bahía  de  Manila,  la  pequeña  isla  del  Corregidor. 

Dejamos  á  la  izquierda  el  puerto  de  Mariveles,  y 
doblando  un  promontorio  de  rocas,  entramos  de  lle- 
no en  la  dilatada  bahía,  cuya  extensión  le  hace  ase- 
mejarse á  un  golfo. 

Por  la  banda  de  babor,  extiéndese  hasta  más  allá 
de  los  confines  del  horizonte  visible,  la  profunda 
ensenada  de  Bulacán  y  la  Pampanga.  Por  estribor 
la  cordillera  del  Sungay  descendía  en  suaves  pen 
dientes  hasta  la  lejana  y  recortada  costa.  En  ella 
están  Bacoor,  Cavite,  Imus,  Noveleta:  el  teatro  de 
las  últimas  acciones,  que,  según  noticias,  estaba  en 
poder  de  los  insurretos. 

En  el  fondo  y  por  la  proa,  se  distinguía  una  linea 
confusa  de  montes  y  de  costas. 

Cuando  salvamos  el  espacio  que  nos  separaba  del 
fondeadero,  la  noche  había  cerrado  por  completo. 
Y  dando  vista  á  Manila,  cuyas  diminutas  luces 
chispeaban  en  una  enorme  extensión  como  disper- 
so y  mortecino  rescoldo,  paró  el  f  Alfonso  XIII»  la 
marcha,  y  quedamos  á  la  socapa  aguardando  el  día. 


VI 


Fui  á  alojarme  en  el  hotel  de  Oriente,  situado  en 
Tondo,  nombre  primitivo  de  Manila,  y  hoy  de  uno 
de  los  arrabales  más  extensos  de  la  ciudad. 

Diéronme  habitación  espaciosa  en  la  planta  baja 
y  en  el  fondo  de  un  largo  y  anchuroso  pasillo,  pavi- 
mentado con  ricas  y  suntuosas  maderas. 

La  cama,  que  ocupaba  el  centro  de  la  habitación, 
en  cuyo  anchuroso  espacio  holgaban  los  muebles, 
desaparecía  bajo  un  doble  y  tupido  mosquitero. 

Me  llamó  desde  luego  extraordinariamente  la 
atención  una  tercera  almohoda,  que  á  lo  largo  del 


54  RICARDO  BURGUETE 


lecho  ocupaba  el  lugar  de  un  cuerpo.  A  mis  pregun- 
tas replicó  el  bata  (criado  indio),  que  era  para  dor- 
mir abrazado  á  ella.  ¡Extraño  uso  y  raro  capricho! 

Sacudiendo  la  indolencia  del  viaje  y  con  activi- 
dan  impaciente,  cambié  de  ropas  y  salí  á  la  calle 
decidido  á  hacer  mis  presentaciones  oficiales  en 
aquel  mismo  día. 

Seguí  á  lo  largo  de  anchurosa  plaza  en  que  estaba 
situado  el  hotel,  buscando  en  la  acera  de  la  sombra 
amparo  á  la  abrasada  caricia  del  sol  que,  sobre  un 
cielo  de  azul  purísimo,  caldeaba  el  ambiente  lumi- 
noso con  hálito  de  fragua. 

Pausados,  soñolientos  carabaos,  doblando  la  cer- 
viz al  peso  de  su  enorme  cornamenta,  arrastraban 
largos  carretones  y  guiados  por  indios  hacían  el  trá- 
fico por  la  calle  en  que  abría  el  camino  del  puerto. 

Me  crucé  al  paso  con  infinidad  de  indios  y  de  in- 
dias que  me  hicieron  el  efecto  de  una  sola  pareja 
repetida.  Ellos  con  las  almidonadas  camisas  por  fue- 
ra del  pantalón  y  éste  dejando  al  desnudo,  desde  la 
rodilla  pie  y  pierna.  Cubrían  la  cabeza  con  sombre- 
ros de  paja  ó  con  pañuelos  de  colores  y  quienes  no, 
llevaban  al  descubierto  una  maraña  de  pelo  tan  tu- 
pido y  crespo,  que  era  bastante  á  protegerles  el  crá- 
neo y  casi  á  explicar  la  razón  de  la  menos  que  me- 
diana talla  de  los  poseedores  de  aquellas  cabezas  de 
achatado  occipucio,  de  pómulos  salientes  y  de  nariz 
roma,  que  bajo  el  tono  quebrado  y  terroso  de  la  piel, 


[LA  guerra!  55 


casi  desaparecían  su  color  y  rasgos  con  el  manchón 
retinto  de  cabellos  que  bajaban  hasta  invadir  la 
frente. 

Ellas,  con  transparentes  y  vaporosas  chambras 
escotadas  hasta  dejar  al  descubierto  uno  de  los  hom- 
bros, caminaban  arrastrando  en  los  pies  pintadas  ó 
negras  chancletas  de  suela  de  madera,  dando  rienda 
suelta,  á  lo  largo  de  la  espalda,  á  la  hermosa  cabellera 
y  moviendo  con  gallardía,  no  exenta  de  gracia,  los 
brazos  que  á  su  impulso  y  aire  hacían  cimbrear  ca- 
denciosamente las  caderas,  ceñidas  bajo  la  estirada 
y  obscura  sobrefalda  que,  ajustada  á  la  cintura  y  no 
pasando  de  las  rodillas,  velaba  lo  que  el  pudor  exi- 
ge, dejando  á  la  vaporosa  tela  de  los  bajos  transpa- 
rentar las  piernas. 

Con  idénticas  fisonomías,  sólo  la  dulzura  y  suavi- 
dad de  los  rasgados  ojos  distinguía  los  semblantes 
de  ambos  sexos. 

Crucé  el  barrio  chino,  inmediato  á  la  plaza.  Por  la 
calle  principal  y  á  través  de  los  soportales  que  se 
extendían  en  hilera  sobre  sus  dos  costados,  vi  á  la 
puerta  de  los  tabucos  lóbregos  y  de  las  mezquinas 
tiendas,  llenas  de  compradores,  un  numeroso  pue- 
blo chino  de  faz  amarillenta,  de  aspecto  enfermizo, 
que  fumaba  opio  sentado  en  indolentes  posturas,  ó 
mascaba  buyo  (nuez  de  bonga,  hoja  de  betel  y  cal). 
El  buyo,  que  yo  había  visto  á  mi  paso  en  la  boca 
de  indios  y  de  indias  tiñendo  los  labios  y  la  encía 


56  RICARDO  BURGUETE 


de  un  rojo  subido  que  daba  diversamente  á  los  ros- 
tros semblanzas  de  clown  ó  aspecto  de  ferocidad 
canibalesca.  Dejé  la  barriada  china  que  trascendía 
con  emanaciones  acres  y  picantes,  y  doblé  la  plaza 
que  conducía  á  la  Escolta. 

A  lo  largo  de  la  calle  de  este  nombre  y  ocupando 
la  planta  de  altos  y  suntuosos  edificios,  extendíase 
el  comercio  europeo. 

En  aquella  hora,  era  tal  la  concurrencia  de  com- 
pradores que  discurrían  por  las  aceras,  y  de  landos, 
carromatas,  quilers  y  toda  suerte  de  coches  que  circu- 
laban á  lo  largo  de  la  calle  para  buscar  la  revuelta 
del  puente,  que  se  hacía  imposible  la  marcha,  y  tuve 
necesidad  de  subir  á  un  lando  para  que  me  condu- 
jera á  la  ciudad  murada. 

Abría  el  puente  de  España,  soberbia  construcción 
de  piedra  y  hierro,  en  un  ancho  boquete,  inunda- 
do de  luz  viva,  bajo  una  finísima  nube  de  polvo 
que  chispeaba  al  sol  y  chorreaba  abrasado  fuego. 
Kn  ambos  costados  del  estribo  de  entrada  una  pare- 
ja de  la  guardia  veterana,  indios  de  robusto  talle, 
graves  y  circunspectos  bajo  el  casco  de  fieltro,  y  es- 
tirados dentro  de  sus  azules  uniformes  que  deja- 
ban al  desnudo  pie  y  piernas,  exigían  riguroso  tur- 
no para  la  entrada  y  salida  de  carruajes. 

Cruzamos  al  paso.  De  lo  largo  de  la  acera  de  am- 
bos pretiles,  iba  y  venía  una  muchedumbre  vestida 
con  tonos  claros  y  colores  chillones:  indios,  indias, 


¡LA.  guerra!  57 


soldados  peninsulares,  soldados  indígenas,  mestizos 
y  mestizas  trajeados  con  dril  blanco  de  deslumbra- 
dora tiesura,  á  usanza  de  los  empleados  peninsula- 
res. Marcando  sonoramente  el  paso,  circulaban  los 
carruajes  por  el  centro  llevando  á  los  más  perezosos 
ó  diligentes.  El  Pásig  deslizábase  mansamente  á 
nuestros  pies  y  y  sobre  sus  aguas  corrían  los  vapor- 
citos  de  arboladura  rasa  que  hacen  la  travesía  por 
el  rio  ó  deslizábanse  pausadamente,  y  con  ayuda  de 
tiquines  (pértigas),  convoyes  de  enormes  lanchones 
entoldados  con  rejillas  de  bejuco,  y  repletos  y  hun- 
didos bajo  el  peso  de  amontonadas  mercancías.  Por 
la  derecha  abríanse  anchurosas  las  márgenes  con- 
vertidas en  muelles  y  á  ellas  se  amarraban  multi- 
tud de  buques  de  escaso  tonelaje,  que  sumergían 
en  el  agua  sus  hinchadas  panzas  de  colores  grises, 
dando  al  espacio  con  muelle  bailoteo  un  enjambre 
de  jarcias  y  arboladuras,  de  las  que  colgaban  tol- 
dos, banderas,  encerados  gallardetes  y  pingos  que 
ora  agitaba  la  brisa  que  ascendía  por  la  inmediata 
bocana  del  puerto  ó  flameaban  al  sol. 

Por  la  izquierda,  fuera  del  sombrajo  que  el  puen- 
te tendía  sobre  las  aguas,  bruñíanse  éstas  á  la  larga 
con  la  reverberación  solar.  El  río  se  encajonaba  á 
partir  del  puente  colgante  que  divisé  por  la  izquier- 
da é  iba  á  perderse  en  un  recodo,  llevando  sus  már- 
genes festoneadas  por  gigantescos  penachos  de  ver- 
dura y  salpicadas  por  innumerables  chalets  que,  en- 


58  RICARDO  BURGUETE 


tre  ramilletes  de  follaje,  escondían  sus  encantos  de 
maravillosa  arquitectura. 

Por  el  frente,  un  sistema  radial  de  avenidas  cu- 
biertas de  sombra  y  encajadas  entre  hileras  de  co- 
pudos árboles,  servía  de  cinturón  á  la  ciudad  amu- 
rallada, que  en  el  fondo,  y  al  final  de  una  rampa, 
daba  al  espacio  las  agujas  de  sus  torres  y  las  aristas 
de  sus  altos  edificios  mal  resguardados  por  el  bajo 
y  sombrío  bastión  de  murallas  que  chorreaba  hu- 
medad y  musgosa  lepra,  en  medio  del  reseco  y  lu- 
minoso ambiente  de  aquel  cercano  mediodía  diáfa- 
no y  sereno. 

Atravesando  un  puente  levadizo,  penetramos  por 
una  de  las  puertas,  cuyo  rastrillo  vigilaba  una  guar- 
dia indígena. 

La  mayoría  de  los  edificios  de  la  ciudad  antigua 
son  de  mampostería  y  sus  casas  rectilíneas  están 
trazadas  con  arreglo  al  plan  de  su  inmortal  funda- 
dor Legazpi. 

La  vida  es  menos  activa  que  en  los  arrabales.  Nu- 
merosos conventos  de  soberbia  y  elegante  construc- 
ción crucé  en  la  marcha  del  coche  sobre  el  desigual 
empedrado  de  la  calle.  La  población  desliza  los  es- 
casos transeúntes  á  lo  largo  de  las  calles  que  inva- 
riablemente dejan  una  acera  en  sombra;  y  entre 
aquéllos  abundan  las  parejas  de  frailes  de  todas  las 
comunidades:  agustinos,  recoletos,  capuchinos,  do- 
minicos, bajo  sus  hábitos  blancos,  parduscos  ó  ne- 


¡LA  guerka!  59 


gros,  que,  arrastrando  perezosaroente  las  sandalias  á 
lo  largo  de  las  aceras  hablan,  en  voz  baja,  y  marchan 
acompasadamente  entre  el  cascado  sonar  de  las  cuen- 
tas de  sus  largos  rosarios. 

Bruscas  ráfagas  de  brisa  aventan  la  parte  alta  de 
la  ciudad  que  mira  al  mar  y  enfilan  las  calles,  im- 
pregnándolas de  húmeda  y  deUciosa  frescura.  Un 
incesante  repiqueteo  de  campanas  de  grandes  y 
agudos  sones  envuelve  la  vetusta  Manila,  que,  den- 
tro del  circuito  de  sus  leprosas  murallas,  duerme  la 
ausencia  ó  la  pereza  de  sus  moradores,  bañada  de 
luz  y  de  sol  ardiente  en  la  cima  de  sus  altos  edifi- 
cios y  mojadas  en  sombra  y  ahogadas  en  sepulcral 
silencio  las  múltiples  callejas. 

Rueda  el  coche  perturbando  la  paz  augusta,  la 
serenidad  claustral  ungida  de  misterio  y  de  sombra 
que  envuelve  la  ciudad,  cuyo  silencio  se  interrumpe 
á  intervalos  por  el  taconeo  de  los  escasos  transeún- 
tes, los  golpes  de  las  puertas  al  cerrarse,  el  andar 
acompasado  de  las  patrullas  de  servicio  ó  el  blando 
y  silencioso  roce  de  las   sandalias  de  los  misioneros. 

Fuimos  á  desembocar  en  la  plaza  de  la  Catedral, 
suntuoso  templo  edificado  en  1879,  de  carácter 
grave  y  severo,  estilo  bizantino,  amasado  en  las  im- 
purezas del  gusto  moderno.  Ocupa  uno  de  los  teste- 
ros de  una  plaza  cuadrangular,  improvisada  en  ra- 
quítico parterre,  y  en  uno  de  cuyos  costados  se  alza 
la  Capitanía  general. 


6U  RICARDO  HURGUETE 


Por  dentro  y  por  fuera  respira  el  edificio  fingida 
gentileza  y  majestad  rococó.  Un  zaguanete  de  guardia, 
armado  de  punta  en  blanco  y  de  alabarda,  destaca- 
ba una  pareja  en  los  primeros  peldaños  de  la  mo- 
numental escalinata  que,  á  semejanza  del  artesona- 
do,  tiene  de  regio  lo  que  escasamente  le  sobra  de 
teatral. 

Cumplida  mi  misión  ordenancista  y  cortés,  volví 
á  los  arrabales  é  hice  alto  para  descansar  en  la  taba- 
quería de  la  calle  de  la  Escolta. 

Cariñosos  saludos  de  innumerables  combarcanos 
y  estrechos  abrazos  de  antiguos  compañeros  de  guar- 
nición ó  de  colegio  precedieron  antes  de  que  pudie- 
ra tomar  rincón  en  alguna  de  las  repletas  mesas. 
Reuníase  allí  el  elemento  peninsular  y  sólo  se  ha- 
blaba de  guerra  y  de  los  últimos  sucesos.  Oficiales 
apoyados  en  muletas  ó  llevando  los  brazos  en  ca- 
bestrillo, convalecientes  de  sus  heridas,  contaban  les 
horrores  del  hospital  ó  daban  detalles  interesantes 
de  las  últimas  acciones.  Enloquecido  por  las  narra- 
ciones, por  las  voces  y  por  el  humo  pesado  del  taba- 
co, salí  á  la  calle,  después  de  apurar  un  vaso  de  gi- 
nebra, decidido  á  regresar  á  la  fonda,  donde  debía 
de  aguardarme  el  almuerzo. 

Crucé  la  Escolta  entre  la  maraña  de  carruajes  y 
los  apretujones  de  las  gentes.  Me  interné  en  el  ba- 
rrio chino,  cuyos  comerciantes  seguían  impertur- 
bables en  las  puertas  fumando  estrechas  pipas  que 


¡LA  guerra!  61 


infestaban  el  aire  que,  caldeado  por  el  sol,  enloque- 
cía los  sentidos,  y  me  dirigí  á  la  plaza  sorteando  los 
coches  que  desfilaban  presurosos  y  los  pausados  ca- 
rretones que  los  cornudos  carabaos  arrastraban  con 
soñoliento  paso,  siguiendo  la  huella  de  los  con- 
ductores, que  rumiaban  con  fruición  el  buyo  que 
daba  á  sus  labios  rojizo  jugo  y  ponía  en  sus  sem- 
blantes achatados  siniestra  catadura. 

El  comedor  del  hotel  estaba  situado  en  la  planta 
baja  y  cubierto  por  un  toldo.  Dábale  acceso  un  pa 
sillo  adornado  con  vistosas  macetas,  y  el  aposento 
de  los  comensales  era  un  patio  cuadrangular  en  cu- 
yo fondo  la  dueña,  tras  de  un  mostrador,  hacía  las 
veces  de  gran  maitre,  para  que  los  indios  sirviesen 
por  riguroso  turno  las  múltiples  mesas.  Las  plantas 
del  pasillo,  enfilado  por  la  puerta,  y  el  toldo  con- 
tribuían á  que  allí  se  recibiese  una  impresión  de 
deliciosa  frescura. 

Ocupé  una  mesita  en  unión  de  varios  compañe- 
ros y  esperé  el  servicio  de  los  indios  que,  descalzos 
y  diligentes,  corrían  por  las  baldosas,  solícitos  á  to- 
dos y  atentos  á  ellos  mismos.  Con  la  camisa  por 
fuera,  bordada  ó  lisa,  pero  irreprochablemente  plan- 
chada, acudían  á  todas  las  llamadas  y  servían  á  su 
capricho  con  aturrullado  ademán,  no  exento  de  fin- 
gimiento y  de  flema.  Muy  cerca  de  nosotros  un  ma- 
trimonio peninsular  ocupaba  los  extremos  de  una 
mesa.  Supe  por  los  compañeros  antiguos  en  la  casa 


62  RICARDO  BURGUETE 


que  el  marido  era  un  gobernador  de  provincia,  que 
habiendo  hecho  regular  fortuna,  aguardaba  ocasión 
para  volver  á  España  con  su...  (Aquí  la  malicia  puso 
en  cuarentena  el  sacramento). 

Lucía  la  graciosa  compañera  dos  riquísimas  dor- 
milonas, hermanas  de  la  hermosura  gentil  de  su 
portadora;  y  entre  frase  y  frase,  arrancada  á  la  indi- 
ferencia de  una  benévola  conversación  sostenida  con 
su  compañero,  escudriñaba  discretamente  á  cada 
uno  de  los  recién  llegados,  segura  de  atraer  una  nue- 
va mirada  de  admiración  en  la  numerosa  asamblea 
masculina  que  con  disimulados  cambios  de  postura 
agitábase  en  las  sillas,  sorteando  las  pantallas  que  á 
la  avidez  de  los  ojos  llevaba  momentáneamente  el 
numeroso  servicio. 

Segura  del  efecto,  erguía  junto  al  borde  de  la  mesa 
su  esbelto  busto,  y  sofocada  con  la  borrachera  feme- 
nina de  la  vanidad  que  asomaba  á  las  mejillas  de  su 
nacarado  semblante,  enmarañado  por  dorados  rizos, 
velaba  los  párpados  para  con  más  disimulo  enfocar 
sus  discretas  miradas  y  al  trémulo  parpadear  de  ca- 
da uno  fingía  atender  á  su  compañero  con  exagera- 
das muestras  de  absorta  atención  y  de  suspenso  re- 
cato. 

Terminado  el  almuerzo,  que  nos  entretuvo  en  lar- 
gas disertaciones  sobre  la  guerra,  me  retiré  á  mi  ha- 
bitación dispuesto  á  escribir  varias  cartas  y  á  con- 
signar en  mi  diario  notas  del  viaje. 


jLA  guerra!  63 


En  esta  tarea  me  sorprendió  la  media  tarde  y  con 
ella  la  visita  inesperada  de  un  compañero  de  la  in- 
fancia, empleado  hacía  algunos  años  en  Filipinas  y 
que  al  saber  mi  arribo  vino  á  abrazarme  con  senti- 
da efusión,  y  á  ofrecerme  de  paso  su  coche  y  sus  co- 
nocimientos para  visitar  los  alrededores  de  Manila. 

G  o  arde  mis  notas,  y  después  de  entregar  la  llave 
de  la  habitación  al  bata,  cruzamos  el  ancho  pasillo, 
en  cuyo  final  una  inesperada  emoción  nos  detuvo 
anhelantes  y  suspensos...  Por  una  indiscreta  abertu- 
ra de  puerta  que  abría  sobre  el  fondo  de  un  largo 
espejo,  destacaba  el  blanco  y  nacarado  busto  de  la 
exgobernadora,  desnudo  de  cintura  para  arriba,  lu- 
ciendo las  dormilonas  en  sus  diminutas  orejas  me- 
dio ocultas  entre  blondas  de  la  rizosa  cabellera.  Ce- 
ñida la  sábana  en  múltiples  pliegues,  caía  hasta  sus 
pies  entre  la  confusión  blanquecina  y  revuelta  de 
toallas  y  espumas  de  un  baño  inmediato,  en  el  que 
sobrenadaban  esponjas. 

Apoyábase  la  gentil  moza  en  el  borde  de  la  cama 
dando  frente  al  espejo,  suelto  el  frágil  y  diminuto 
pecho,  en  cuyo  fondo  coloreaban  los  botones  rosa 
de  un  tono  más  subido  que  el  que  á  lo  largo  de  la 
tersa  y  humeante  piel,  dejaba  la  huella  de  la  mano- 
pla, movida  con  prolijidad  minuciosa  por  la  cria- 
da... 

Un  ligero  grito  seguido  de  un  portazo  y  de  áspe- 
ras reprensiones  para  la  doncella,  nos  llevó  al  co- 


64  RICARDO  BURGUETE 


che  que  esperaba  en  la  puerta,  y  con  él,  doblando 
el  puente  de  Tondo,  dimos  principio  á  la  excursión- 
Toda  ella  fué  de  una  hermosura  sin  fin  y  tan  múlti- 
ple, que  escasamente  puedo  hoy  recordar  bellezas  de 
luz,  de  color  y  de  forma.  Atravesamos  la  calzada  del 
Iris;  las  inmediaciones  del  barrio  de  Binondo;  la 
calzada  de  Paco  y  entre  una  sucesión  de  anchas 
avenidas  sembradas  en  sus  márgenes  por  gigantes- 
cos árboles  que  entrevelaban  pintados  y  diminutos 
jardines,  celosos  guardianes  de  primorosas  casas  de 
bambú  y  ñipa,  edificadas  entre  ramilletes  de  pal- 
meras, penachos  de  caña  brava,  y  guedejas  de  des- 
mayados plátanos. 

Con  los  aires  violentos  del  brioso  tronco  que  arras- 
traba el  coche,  cruzamos  á  lo  largo  de  primorosas  y 
variadas  edificaciones  de  artificio  oriental  y  de  gus- 
to inspirado  en  los  deliquios  de  la  fantasía  ó  en  las 
las  realidades  arrancadas  á  la  nigromancia  de  un 
vaporoso  cuento  de  hadas. 

Toda  la  flora  tropical  desbordábase  á  trozos  con 
variedad  infinita. 

Cruzamos  calles  y  más  calles  de  una  belleza  ori- 
ginal y  variada. 

Tocaba  el  sol  en  el  ocaso,  y  al  húmedo  beso  de  la 
noche  cercana  dilataban  sus  poros,  abrasados  de  sol 
y  sedientos  de  rocío,  el  ilangilang,  la  sampaga,  el  ca- 
lechuchi,  el  sahiqui,  la  pasionaria  y  las  infinitas  plan- 
tas aromáticas. 


ILA  guerra!  65 


Entramos  á  la  hora  dulcísima  del  crepúsculo  en 
la  embalsamada  avenida  de  Malacañang.  La  entre- 
lazada bóveda  de  las  hojas  dejaba  ver  á  retazos  el 
cielo  asalmonado  de  Occidente.  Las  suntuosas  y  ele- 
gantes ñncas  de  derecha  é  izquierda  del  camino,  al- 
zábanse gallardas  sobre  sus  pilastras  de  bambúes  y 
dejaban  entrever  al  paso,  en  el  fondo  de  sus  abiertas 
ventanas  y  á  la  luz  de  farolillos  venecianos  ó  de 
enormes  bombas  de  cristal  azul  ó  rojo,  toda  la  dis- 
creta riqueza  de  sus  habitaciones,  ornadas  con  gus- 
to japonés,  cuyo  risueño  y  juguetón  estilo  armoni- 
zaba con  los  grupos  caprichosos  y  pintorescos  de 
lomhoys,  de  guayahos,  de  naranjos,  de  cajeles  y  guaná- 
banos, que  entre  mechones  de  palmeras  esbeltas  y 
de  cañas  rizadas  que  la  brisa  mecía  quejumbrosas, 
ornaban  el  suelo  y  las  paredes  divisorias  tapizadas 
de  un  musgo  finísimo  y  de  un  verde  entretejido  por 
multicolores  hojas. 

Cerró  la  noche,  y  encendidos  los  faroles  del  tílbu- 
ri,  rodaba  veloz  bajo  los  trechos  alumbrados  por  ar- 
cos voltaicos,  que  se  sucedían  de  espacio  en  espacio, 
y  el  vigoroso  tronco  sacudiendo  hasta  nosotros,  á 
impulsos  de  la  brisa,  la  blanca  espuma  que  cubría 
sus  guarniciones,  nos  arrebató  con  carrera  vertigi- 
nosa hacia  la  anchurosa  calzada  que  conduce  al  pa- 
seo de  la  Luneta. 

FILIPINAS— 5 


66  RICARDO  BURGUETE 


Al  paso  abordamos  el  Malecón  y  tomamos  lugar 
en  la  larga  hilera  de  coches,  cuyas  luces,  formando 
á  lo  lejos  graciosa  curva,  entraban  en  la  fila  parale- 
la de  regreso. 

Aquel  era  el  paseo  y  la  vuelta  obligada  de  los  co- 
ches á  lo  largo  de  la  plaza,  lamida  por  las  olas,  an- 
tes de  entrar  en  la  pista  de  la  Luneta. 

Cuando  á  ella  nos  llevó  el  turno,  pude  examinar 
á  mi  sabor  aquella  pista  de  hipódromo,  paseo  único 
y  obligado,  en  cuyo  fondo  se  alzaba  un  kiosco  para 
la  música  diurna,  y  á  cuyo  alrededor,  en  un  elevado 
y  arenoso  macizo,  paseaba  la  gente  á  lo  largo  de  una 
hilera  de  sillas,  de  seis  á  ocho. 

En  aquellas  horas  eran  escasos  los  frailes  que, 
arrellanados  en  el  coche  con  hábitos  blancos,  hacían 
de  lejos  á  la  visualidad  insegura  confundir  sus  to- 
cas con  las  toilettes  claras  y  vaporosas  de  las  damas* 

Éstas,  descubierta  la  cabeza,  pasaban  reclinadas 
indolentemente,  saludando  á  los  grupos  que  ocupa- 
ban las  sillas  con  ligeras  inclinaciones  y  discretos 
ademanes. 

En  un  lado  del  paseo  y  próximo  al  Malecón,  bajé 
á  refrescar  con  mi  amigo,  en  un  puesto  rodeado  de 
mesas,  al  raso  y  alumbrado  con  farolillos  que  le  da- 
ban aspecto  de  feria. 

Poco  rato  después  nos  aventuramos  por  el  paseo 
en  el  que  se  destacaba  el  blanco  y  negro  de  los  tra- 


]LA  guerra!  67 


jes,  salpicado  en  los  diversos  grupos  por  numerosos 
uniformes. 

Se  hablaba  de  la  guerra;  discreteaban  entre  idíli- 
cas miradas  los  jovenzuelos  de  ambos  sexos;  y  se 
mataba  el  rato  en  medio  de  un  polvo  finísimos  que 
alzaban  los  pies  y  que  no  bastaba  á  aventar  la  brisa 
cargada  de  humedad  venida  del  rumoroso  y  ente- 
nebrecido mar,  alumbrado  por  el  Este  con  las  múl- 
tiples luces  de  los  barcos  anclados  en  el  fondeadero 
y  por  el  Oeste  con  los  lejanos  faros  y  fogatas  encen- 
didos en  territorio  enemigo. 

Volvimos  al  hotel.  El  puente  de  España  abríase 
de  noche  bajo  el  chorro  de  luz  cruda  de  los  arcos 
voltaicos. 

La  ciudad  murada  destacaba  sus  masas  confusa- 
mente en  las  tinieblas,  y  á  derecha  é  izquierda  del 
río  las  luces  de  los  villages  y  de  los  barcos  flotaban 
entre  las  densas  sombras,  chispeando  á  la  par  del 
rumoroso  y  acompasado  chasquido  de  las  aguas. 

Cené  con  mi  compañero,  recordando  las  bellezas 
de  la  excursión.  La  pareja  del  almuerzo  ocupaba  su 
turno  en  una  rinconada,  y  en  el  fondo  de  los  azules 
ojos  de  la  rubia,  creí  notar  un  tono  de  severidad  ira- 
cunda al  pasear  la  discreta  y  vanidosa  mirada  por 
los  ámbitos  del  comedor. 

Rendido  del  trajín  del  día,  me  despedí  de  mi 
buen  amigo  después  de  larga  sobremesa,  y  me  reti- 
ré á  mi  habitación  decidido  á  acostarme. 


68 


RICARDO  BURGUETE 


Tendido  en  el  lecho,  la  voz  de  la  exgobernadora 
sonó  en  el  pasillo  pidiendo  el  coche. 

Cerré  los  ojos  á  la  aventura  de  la  tarde,  y  con 
brusca  ira  tiré  al  suelo  la  tercera  almohada  por  con- 
siderarla capricho  raro  y  artefacto  sofocante  é 
inútil. 


VII 


En  los  días  sucesivos  mis  costumbres  se  amolda- 
ron á  las  horas,  y  éstas  al  empleo  habitual  de  la  co- 
lonia Peninsular. 

El  Katipunan  era  el  tema  más  socorrido  de  las 
conversaciones.  Llegué  á  ponerme  al  corriente  de 
los  siniestros  y  espeluznantes  detalles  de  aquella 
vasta  conjura,  que,  al  fracasar  en  las  logias,  había 
huido  á  los  campos  y  en  la  reseca  de  los  añejos 
odios  y  de  las  espinosas  iras  empezaba  á  prender 
con  la  llama  devastadora  de  la  guerra. 

El  incendio,  á  fuer  de  voraz,  había  invadido  casi 


70  RICARDO  BURGUETE 


todas  las  provincias,  y  amenazaba  devorar  todo  el 
territorio  de  Luzón. 

Los  últimos  encuentros  en  Imus  y  en  Noveleta, 
al  intentar  invadir  por  el  mar  la  provincia  de  Cavi- 
te,  habían  sido  desastrosos  para  nuestras  armas,  y 
de  tan  fatales  consecuencias  que,  de  no  poner  pronto 
enmienda  al  desastre,  las  frecuentes  deserciones  de 
la  tropa  indígena  dejarían  los  regimientos  en  cuadro. 

El  complot  katipunesco  todavía  espeluznaba  á 
los  narradores  que  escaparon,  gracias  á  la  milagrosa 
delación  de  una  vieja. 

El  sobresalto  se  pintaba  en  los  semblantes  al  me- 
nor accidente  callejero:  los  frailes  iban  cuando  me- 
nos por  parejas  y  armados  de  gruesos  bastones.  El 
elemento  peninsular  que  no  formaba  parte  de  las 
guerrillas  ó  de  los  batallones  d3  voluntarios,  hacía 
del  revólver  una  prenda  inseparable  del  pantalón. 

Una  mañana,  en  la  Escolta,  empezaron  á  contar- 
me la  conjura,  y  quedé  emplazado  para  alargarnos 
en  el  paseo  habitual  de  la  tarde,  á  recorrer  algunos 
lugares  de  la  acción. 

Los  riesgos  mortales,  milagrosamente  orillados, 
depositaron  en  la  imaginación  de  mis  narradores 
todas  las  vaporizaciones  de  la  fantasía;  y  al  simple 
contacto  del  recuerdo,  la  tensión  fantástica  inflaba 
la  narración  con  detalles  sombríos  y  horrorosos,  cu- 
ya realidad  escueta  y  pálida  bastaba  para  poner  pa- 
vor en  el  ánimo. 


¡LA  guerra! 


El  siniestro  Katipunan  había  reclutado  los  secua- 
ces entre  la  población  indígena,  sin  distinción  de 
edad  ni  sexo:  una  simple  incisión  en  un  brazo  bas- 
taba á  aquellos  fanáticos  para  sellar  con  su  sangre 
el  juramento;  y  los  afiliados  creíanse,  desde  aquel 
momento,  desligados  de  los  lazos  de  la  gratitud  ili- 
mitada y  aun  del  parentesco  consanguíneo.  El  fue- 
go sacro  de  la  independencia  purificaría  los  mayo- 
res crímenes,  y  serviría  en  lo  sucesivo  para  fundir 
el  cariño,  la  gratitud,  el  amor,  viejos  pretextos,  que, 
á  juicio  de  los  sectarios,  servían  para  soldar  los  es- 
labones de  la  pasada  cadena  de  esclavitud. 

Para  todos  los  casos  hallaban  ejemplos  mis  na- 
rradores; y  para  todas  las  horribles  inhumanidades 
de  la  bestia,  sacudida  por  el  instinto  de  la  libertad, 
tenían  casos  concretos:  ya  era  un  indio  que  al  ser- 
vicio de  una  casa  desde  su  más  tierna  edad,  des- 
pués de  disfrutar  al  cabo  de  muchos  años  las  pros- 
peridades de  sus  dueños,  había  jurado,  ante  la  afi- 
liación, el  exterminio  de  la  familia;  ya  era  un  rapazue- 
lo  hecho  hombre  con  la  ayuda  de  un  Peninsular,  y 
al  cual  á  fuerza  de  favores  é  indulgencias  profesaba 
un  cariño  filial,  acaso  no  ajeno  á  la  fuerza  de  la 
sangre.  La  madre  de  los  hijos  buscaba  la  ocasión  de 
vengarse  en  el  progenitor  de  los  suyos.  Nadie  podía 
escapar  á  las  exigencias  del  Katipunan,  y  acaso  na- 
die escaparía  de  la  horrible  matanza  de  peninsula- 
res concertada  para  un  día  dado.  Hombres,  muje- 


'2  RICARDO  BURGUETE 


res,  niños,  todos  hubieran  sucumbido  al  puñal,  al 
veneno  ó  á  la  violencia  del  número,  bajo  el  poder 
de  una  raza  que  hacía  sus  adictos  por  miles  y  que, 
por  una  simple  incisión,  purgaba  del  cuerpo  las 
afecciones  más  intimas. 

Atravesábamos  con  el  coche,  al  caer  de  la  tarde, 
la  calzada  de  Bilibid  para  dirigirnos  á  la  de  Paco.  Los 
horrores  que  entre  cara  y  gesto  ponían  mis  compa- 
ñeros en  la  narración,  perdíanse  tras  de  la  nubécula 
de  polvo  que  atravesaba  el  lando,  en  medio  de  la 
apacible  y  dulce  serenidad  de  la  tarde,  que  entre 
carmines  y  vivos  tonos  de  carne  asoleada  y  oriental 
iba  á  acostarse  por  Occidente  entre  nubéculas  y  en- 
cajes rosas  bajo  el  espacio  saturado  de  aromas  de 
ilang  ilang  y  sampaga. 

Veía  discurrir,  ó  asomar  á  las  puertas  por  las 
calles  multitud  de  indios  y  de  indias  en  humilde 
actitud  y  de  mezquina  talla,  que  bajo  la  crespa  ma- 
raña de  sus  cabelleras  y  sobre  el  tono  multicolor  de 
sus  atavíos,  me  miraban  con  semblante  bonachón  y 
respetuoso. 

¿Era  verdad  que,  entre  aquellas  gentes  de  bonda- 
doso y  humilde  aspecto  y  bajo  aquel  cielo  de  un 
azul  lánguido  y  voluptuoso,  hubiese  sido  posible 
pensar  tantos  horrores? 

Mis  amigos  señalaron— en  respuesta — las  míseras 
barriadas  de  indígenas  que,  como  un  mar  de  seca 
broza,  se  extendían  á  lo  lejos  bloqueando  Manila. 


¡LA  guerra!  7o 


Aquel  era  el  principal  refuerzo;  el  ejército  de  reser- 
va escogido  del  asalto,  no  á  impulsos  de  Katipu- 
nan,  sino  de  cuatro  siglos  de  miseria  y  de  hambre 
que  no  habían  podido  endulzar  las  abundosas  pági- 
nas del  catecismo  dominador. 

A  la  tarde  siguiente  tomé  el  tren  para  incorpo- 
rarme á  mi  destino  en  San  Fernando  de  la  Pam- 
panga.  Atravesando  los  barrios  de  las  afueras,  con- 
templé, desde  la  ventanilla  del  coche,  por  largo 
espacio,  la  oleada  de  chozas  de  caña  y  ñipa,  cuyo 
pavimento  se  levantaba  sobre  el  suelo,  precaviéndose 
del  terreno  fangoso.  Aquellos  eran  los  arrabales  de 
fidelidad  sospechosa  y  de  temida  fuerza.  Hasta  las 
inmediaciones  de  la  vía  férrea  llegaban  desparra- 
madas las  chozas,  y  en  sus  ventanas,  que  formaban 
corrido  hueco  en  los  cuatro  frentes,  asomaban  fami- 
lias de  numerosa  progenie  como  múltiples  rebaños 
que  daban  al  viento  y  á  las  moscas  sus  carnes  des- 
nudas y  achocolotadas. 

La  miseria  de  los  bajáis  (chozas),  desprovistos  de 
ajuar,  contrastaba  con  los  grupos  de  plátanos,  de 
palmeras  y  de  vegetación  riquísima  y  vistosa  que 
servía  de  cintura  á  aquellas  casuchas  de  aspecto 
lacustre  que  se  desparramaban  á  lo  largo  de  la  vía, 
separadas  entre  sí  por  trozos  de  terrenos  sembrados 
de  betel  y  limitados  por  empalizadas. 

Empezamos  á  atravesar  las  inmensas  llanuras  de 
aspecto  árido  y  de  amarillento  tono  al  tomar  el  del 


74  RICARDO  BURGUETE 


tallo  reseco  del  palai,  segado  recientemente  á  flor 
de  tierra. 

Por  nuestra  derecha  alzábase  la  línea  de  montes 
de  San  Mateo,  y  al  frente,  salpicando  la  inmensa 
llanura,  empenachadas  cañas  formaban  caprichosos 
hosquetos  ó  sinuosas  líneas  que  iban  á  perderse  en 
los  confines  d^l  amarillento  llano. 

Por  todas  las  estaciones  formaba,  á  nuestro  arri- 
bo, en  el  andén,  el  destacamento  encargado  de  cus- 
todiar el  pueblo  afecto  y  de  vigilar  la  vía. 

Sobre  las  agrupaciones  de  chozas  de  los  poblados 
que  dejábamos  al  paso,  erguíase  suntuoso  el  indis- 
pensable convento,  é  inmediato  á  él  alzábase  gallar- 
da la  torre  de  la  iglesia,  que  daba  al  vuelo  sus  cam- 
panas, ó  permanecía  muda  y  silenciosa  invadida 
por  el  solemne  estupor  de  la  vasta  llanura. 

E*n  un  apeadero,  poco  antes  de  atravesar  el  río 
grande  de  la  Pampanga,  subió  á  nuestro  tren  una 
fuerza  destacada  de  la  columna  que  por  aquellos 
días  operaba  en  San  Miguel  de  Mayumo. 

Pude  observar  que  la  presencia  del  soldado,  con 
traer  pegada  á  la  ropa  la  tierra  de  aquellas  polvo- 
rientas llanuras  y  el  sudor  hervido  al  sol  durante 
fatigosas  jornadas,  no  tenía,  ni  con  mucho,  el  as- 
pecto astroso  y  agotado  que  en  Cuba. 

Perdióse  el  río  de  la  Pampanga  como  cinta  de 
bruñido  acero  tendida  en  medio  de  la  aridez  de  los 
llanos.  Las  vintas  veleras  manchaban  como  puntos 


¡LA  guerra! 


75 


obscuros  la  franja  refulgente  de  las  aguas,  que  iba 
estrechando  á  la  vista,  camino  de  la  desemboca- 
dura. 

El  paisaje,  más  risueño  que  en  un  principio,  cre- 
cía en  vegetación  y  largas  manchas  de  verdura  dul- 
cificaban la  aridez  de  las  sementeras  del  palaí. 

Anochecido  se  empezó  á  divisar  por  el  Norte  la 
inmensa  mole  de  las  estribaciones  del  Caraballo. 

Pasamos  muy  inmediatamente  á  un  pinac  (albu- 
fera) del  que  se  alzaron  aves  patudas,  de  bajo  y  pe 
sado  vuelo.  Y  muy  entrada  la  noche,  y  á  lo  largo  de 
una  alameda  de  corpulentos  y  gigantescos  árboles, 
que  la  locomotora  alumbró  dos  ó  tres  veces  con  la 
respiración  llameante  de  la  chimenea, '  di  arribo  al 
lugar  de  mi  destino. 


VIII 


Hice  noche  en  San  Fernando  de  la  Pampanga, 
y  tras  largas  horas  empleadas  en  preparativos  de 
marcha  que  me  robaron  el  descanso,  salí  á  la  maña- 
na siguiente  con  mi  compañía  formando  parte  de 
una  columna  encargada  de  operar  por  la  provnicia 

de  Bataán. 

Me  tocó  llevar  la  vanguardia  y  con  ella  forme  al 
romper  el  día  en  las  afueras  del  pueblo.  Seguimos  á 
lo  largo  de  la  carretera  de  Bacolor,  cabecera  de  la 


78  RICARDO  BURGUETE 


Pampanga.  Todo  el  camino  discurrre  por  entre  ba- 
rriadas (barmigays),  cuyas  hileras  de  casas  bordean 
los  dos  costados  de  la  carretera. 

Nuestro  viaje  á  lo  largo  de  la  polvorienta  calzada 
fué  una  marcha  triunfal  que  me  hizo  por  momen- 
tos olvidar  las  funciones  de  guerra  para  creerme 
transportado  á  una  cabalgata. 

A  las  puertas  y  á  las  ventanas  de  los  bajáis,  en- 
galanados con  banderas  y  banderines,  una  muche- 
dumbre de  indios  dando  al  viento  los  almidonados 
faldones  de  las  camisas,  descalzos  y  cubierta  la  ca- 
beza con  sombreros  de  reluciente  fieltro,  prorrum- 
pían á  nuestro  paso  en  estruendosos  «¡Viva  Espa- 
ña!», que  coreaban  un  enjambre  de  mujeres  y  chi- 
cos vestidos  con  las  más  chillonas  galas  de  los  días 
festivos. 

La  fidelidad  ó  el  miedo  dábanse,  por  igual,  á 
aullar  desaforadamente  los  vivas. 

Muy  cerca  de  Bacolor  y  á  lo  largo  de  aquella  sar- 
ta de  chozas,  salía  á  recibirnos  al  camino  la  música 
del  pueblo. 

Dieron  en  el  convento  al  vuelo  las  campanas  y 
la  efervescencia  de  los  agasajos  llegó  al  colmo  en 
aquella  población  de  diecisiete  mil  almas. 

En  la  plaza  que  ostenta  un  sencillo  monumento  á 
la  memoria  de  Anda  Salazar,  se  dio  descanso  á  la 
tropa,  y  los  oficiales,  después  de  saludar  al  goberna- 
dor instalado  en  uno  de  los  tres  únicos  edificios  de 


¡LA  GUERRA 


!  79 


manipostería  que  tiene  el  pueblo,  bajaron  á  orde- 
nar la  gente  para  proseguir  la  marcha. 

Atravesamos  el  río  Betis  por  un  puente  de  made- 
ra y  caña  y  proseguimos  la  jornada  hasta  Lubao, 
acompañados  por  la  música  y  seguidos  de  las  ince- 
santes aclamaciones  de  los  indios  á  lo  largo  de  las 
barriadas  del  camino. 

En  Lubao  se  alojó  la  fuerza  en  el  convento  y  en 
él  se  le  sirvió  un  rancho  espléndido,  obsequio  de 
los  Padres  Dominicos. 

Los  oficiales  y  la  plana  mayor  de  la  columna  co- 
mimos en  el  refectorio  agasajados  cumplidamente 
por  los  padres. 

En  el  amplio  comedor  invadido  por  solemnidad 
claustral  y  saturado  por  las  inhalaciones  de  savia  y 
sombra  que  la  brisa  arrancaba  de  los  copudos  ár- 
boles del  patio  y  hacía  ascender  por  las  altas  ven- 
tanas, había  unido  la  comunidad  varias  mesas  y  en 
derredor  de  ellas  fueron  tomando  poñesión  de  sus 
puestos  los  comensales  y  poco  después  la  numerosa 
servidumbre  india  se  dio  de  mano  á  relevar  cere- 
moniosamente platos  y  vinos  de  una  comida  abun- 
dosa y  suculenta. 

Recayó  la  conversación  en  los  sucesos  de  la  gue- 
rra. Para  los  buenos  padres  sería  empresa  de  pocos 
meses  la  pacificación  de  aquella  campaña,  que  ellos 
contaban  vencer  con  la  inconsecuencia  y  religiosi- 


80  RICARDO  BURGUETE 


dad  del  indio.  Nos  dieron  detalles  de  los  últimos 
movimientos.  La  insurrección  no  se  había  atrevido 
á  pisar  la  Pampanga  porque  temía  la  fidelidad  y  la 
fiereza  de  sus  moradores,  feligreses  sumisos,  fervo- 
rosos cristianos  y  entusiastas  que  habían  empezado 
á  adorar  la  enseña  de  la  patria  á  fuerza  de  verla 
empleada  como  dosel  en  los  altares  de  Cristo. 

Las  campanas  del  inmediato  templo  repicaban 
solemnes  y  graves  en  lo  alto  de  la  torre,  y  sus  vibra- 
ciones ensordecían  por  intervalos  la  algarada  de 
voces  y  músicas  con  que  la  muchedumbre  indígena 
festejaba  en  la  plaza  á  los  soldados. 

Alegría  majestuosa  y  reposada  que  las  ráfagas 
del  viento  hacían  ascender  hasta  nosotros  con  el 
estruendo  ceremonioso  y  grave  de  una  fiesta  ma- 
yor. 

No  desatendían  los  padres  los  honores  de  la  me- 
sa y  la  conversación  animada  con  los  buenos  vinos 
recaía  sin  desmayo  sobre  el  tema  inacabable  de  la 
guerra. 

Las  únicas  partidas  que  se  habían  arriscado  por 
aquellos  contornos  no  se  atrevieron  á  atravesar  el 
río  de  la  Pampanga  inmediato  á  Florida- Blanca, 
punto  de  descanso  de  nuestra  etapa,  á  lo  que  en- 
tendí en  el  jefe  de  la  columna. 

Terminada  la  comida,  pasamos  á  tomar  café  en 
el  salón  profusamente  provisto  de  sillas   de  madera 


iT>A  guerra!  81 


enormes,  verdaderos  sitiales  de  largos  brazos,  que 
á  la  usanza  del  país  permitían  descansar  en  ellos 
las  piernas. 

Muy  entrada  la  tarde  y  despedidos  hasta  las 
afuerae  del  pueblo  con  cariñosa  afabilidad  por  los 
religiosos,  volvimos  á  emprender  la  marcha  á  lo 
largo  de  un  camino  polvoriento,  que  bajo  una  ala 
meda  de  árboles  extendía  de  trecho  en  trecho  man- 
chones circulares  de  sombra. 

La  digestión  en  aquella  horas  robadas  á  la  siesta 
entorpeció  la  marcha  de  la  columna  durante  los 
primeros  kilómetros  de  jornada.  A  medida  que  el 
sol  fué  bajando  en  su  carrera  empezó  á  alborear  la 
brisa  venida  de  las  lejanías  del  horizonte,  cerrado 
de  bosques  y  teñido  en  lo  alto  de  carmín.  El  viento 
fué  aventando  el  polvo  del  camino  y  sacudiendo 
los  cuerpos  sudorosos  avivó  la  energía  del  paso  de 
la  columna  á  través  de  copiosos  maizales,  de  caña- 
verales inmensos  salpicados  por  trapiches  (1),  segui- 
dos de  pequeños  bosquecillos  de  bambú,  en  grupos 
alternados  por  fangosos  prados  en  los  que  pacían 
carabaos,  toros  y  caballejos  con  mezcla  querenciosa, 
de  poca  más  alzada  que  perros. 

Noctivaga  la  columna  al  perderse  en  el  firma- 
mento los  últimos  reflejos  del  crepúsculo,  prosiguió 


•  1)    Ingenios  primitivos  de  azúcar. 

FILIPINAS— 6 


RICARDO  BURGUETE 


la  marcha  de  un  solo  tirón  y  sin  descanso  hasta 
divisar  las  luces  de  Florida-Blanca  y  atravesar  las 
primeras  hileras  de  chozas  vecinas  del  pueblo. 


fí^r^^í 


IX 


Me  tocó  en  suerte  alojar  mi  compañía  en  las  in- 
mediaciones de  la  finca  que  eligió  el  general;  y  el 
dueño  de  ella  reservó  habitaciones  para  mí  y  mis 
oficiales.  Llamábase  N...  era  peninsular  y  llevaba 
muchos  años  de  laboriosa  residencia  en  el  país;  y  en 
aquel  pueblo,  los  suficientes  para  haber  logrado  con 


84  RICARDO  BURGUETE 


la  ayuda  del  trabajo  y  de  la  suerte  afincarse  con 
desahogo  rayano  en  la  esplendidez. 

Su  casa  construida  y  ornamentada  al  estilo  de  los 
chalets  lacustres  de  Manila  era  un  delicioso  nido,  que 
aparecía  á  nuestros  ojos  bajo  un  borrón  de  ramaje. 
Entre  la  densa  sombra  de  la  noche,  que  los  copudos 
árboles  de  la  plazoleta  en  que  asentaba  el  edificio 
hacían  más  espesa,  aparecíala  casita  deslumbradora 
y  mágica  bajo  el  derroche  luminoso  de  todas  sus 
abiertas  ventanas  inundadas  de  luz  artificial  y 
blanquecina  que  contrastaba  con  los  pintados  refle- 
jos de  los  innumerables  farolillos  á  la  veneciana 
que,  pendientes  de  la  recortada  cornisa  ó  enclavados 
en  los  vanos,  formaban  caprichosa  guirnalda  de 
multicolores  abalorios,  cuyos  destellos  escalonados 
con  graciosas  curvas,  á  lo  largo  de  las  paredes,  aca- 
baban por  formar  dos  líneas  de  puntos  de  suave  y 
luminoso  carmín  que  bajaban  en  pendiente  por  las 
balaustradas  de  la  escalinata  principal. 

En  el  peristilo,  el  señor  N,..  nos  presentó  sus 
cuatro  hijas.  De  tal  modo  pesaba  en  mi  cabeza  el 
sol  de  la  jornada  y  de  tan  brusca  manera  hirió  mis 
pupilas  aquel  derroche  de  luz  en  medio  de  las  tinie- 
blas circunvecinas,  que  sentí  un  deslumbramiento 
súbito  y  las  hijas  del  señor  N...,  ceremoniosas  y  rí- 
gidas bajo  la  blanca  espuma  de  blondas  y  encajes 
de  sus  ropas,  aparecieron  á  mis  ojos  como  figuras  de 
una  apoteosis  teatral. 


¡LA  guerra!  85 


Muy  de  madrugada  volvimos  á  emprender  la 
marcha  y  en  sus  primeras  horas  recordaba  las  es- 
cenas de  la  noche  anterior:  la  aparición  fantástica 
de  las  hijas  del  señor  N...,  que  á  mí  se  me  antojó 
ver  de  primer  golpe  entre  nubes  de  irisadas  benga- 
las; el  señor  N...,  con  su  semblante  severo  y  tacitur- 
no, dando  á  sus  palabras,  durante  la  cena  y  en  el 
rato  de  tertulia  del  jardín,  un  vigor  y  una  energía 
que  eran  á  cada  paso  vencidas  por  el  desaliento. 
Rehice  el  contraste  de  aquel  nido  coquetón  engala- 
nado espléndidamente  á  nuestra  llegada,  risueño 
marco  del  cortés  y  esforzado  alborozo  de  sus  mo- 
radores, que  aun  en  aquella  noche  de  fiesta  des- 
pués de  cumplir  con  sus  huéspedes  los  deberes  de 
cortesía,  lloraron  sus  pesadumbres  entre  sorbos  de 
té,  en  un  rincón  del  jardín,  con  la  risueña  y  festiva 
luz  de  las  guirnaldas  de  farolillos  multicolores. 

El  señor  N..,  viudo  hacía  dos  años,  arrastraba  una 
penosa  afección  cardiaca,  contrarrestada  hasta  el 
presente  por  la  misericordia  divina  y  por  los  efu- 
sivos cuidados  de  sus  hijas.  No  se  forjaba  ilusiones 
respecto  á  la  insurrección.  El  amargo  pesimismo 
de  su  enfermedad  crónica  llevábalo  á  los  sucesos 
presentes.  La  devastación  de  dos  de  sus  fincas  por 
las  partidas,  había  servido  para  revelarle  con  golpe 
cruel  el  próximo  desastre  de  su  vida  primero  y  de 
su  hacienda  más  tarde.  No  se  hacía  ilusiones:  lleva- 


86  RICARDO  HURGUETE 


ba  muchos  años  de  país;  la  insurrección  sería  for- 
midable V  encontraría  á  España  desangrada.  El  no 
acabaría  de  ver  el  desastre,  seguiría  pronto  á  su 
mujer,  muerta  y  cobijada  después  de  mil  afanes 
en  aquella  ingrata  tierra;  pero  sus  hijas  sin  parien- 
tes, sin  deudos,  sin  amigos,  expulsada  España 
de  aquella  colonia  feraz,  verían  el  despojo  de  sus 
propiedades  y  el  reparto  de  aquellos  terrenos  que 
espigó  el  afán  y  el  desvelo  de  sus  padres.  ¡Quien  sa- 
be hasta  dónde  llegarían  las  violencias  y  las  repre 
salías  de  los  vencedores! 

Animosas  las  hijas  y  estremecidas  bajo  sus  tra- 
jes ceremoniosos  con  el  sombrío  presagio,  trataron 
como  otras  veces  de  esperanzar  á  su  padre. 

Fué  abriendo  el  día  á  medida  que  avanzábamos 
en  la  marcha,  y  á  poco  de  cruzar  el  río,  después  de 
atravesar  un  extenso  cañaveral,  apareció  á  nuestros 
ojos  el  terreno  devastado  por  la  última  incursión 
de  las  partidas. 

Un  dilatado  mar  de  ceniza  que  el  viento  aventa- 
ba en  espirales  cubría  el  terreno  en  que  asentaron 
los  dilatados  cañaverales.  Aquellas  llanuras  de  un 
gris  uniforme  tenían  la  lividez  siniestra  que  yo  vi 
a  la  mañana  en  el  rostro  del  señor  N...  No  quiso 
rebasar  las  afueras  del  pueblo  cuando  salió  á  des- 
pedir la  columna.  No  quería — según  nos  dijo — vol- 
ver á   contemplar  la  horrible   devastación  de  sus 


LA  guerra!  87 


campos.  Por  él  poco  le  importaba;  al  fin  sus  días  es- 
taban contados,  pero  quería  disputar  toda  emoción 
dolorosa  á  sus  buenas  hijas. 

Recordé  la  despedida  en  las  primeras  horas  del 
alba  al  pie  del  peristilo,  donde  la  noche  anterior 
aparecieron  las  cuatro  muchachas  ante  mis  ojos 
como  imágenes  de  una  radiante  apoteosis  teatral. 
Modestas,  sencillas,  llevando  en  las  cabezas  las  al- 
borotadas marañas  de  rizos  del  peinado  esmeradí- 
simo de  la  noche  anterior,  salieron  á  despedirnos 
risueñas  y  para  todos  tuvieron  el  encargo  de  que  no 
dejáramos  pasar  al  pobre  padre  de  las  afueras  del 
pueblo. 

La  vista  de  aquella  inmensa  extensión  de  campo 
abrasada  por  la  guerra;  el  contraste  de  las  galas 
que  vistieron  en  la  noche  y  el  desaliño  matutino  de 
las  cuatro  huérfanas  dio  fuerza  en  mi  razón  al  tris- 
te presagio  del  pobre  viejo. 

¡Quién  sabe  sino  estaría  lejano  el  día  en  que 
aquellas  animosas  criaturas,  perdida  la  guerra  por 
España,  vistieran  su  absoluta  orfandad  con  guiña- 
pos de  miseria! 

El  el  fondo  de  la  llanura  se  alzaban  manchones 
de  carcomidas  chozas  y  derruidos  trapiches.  Por  la 
derecha  las  estribaciones  del  Caraballo  erguían  su 
dentada  silueta.,  cubierta  de  feraz  vegetación. 

Muy  próximos  á  una  sombría  cañada  en  la  que 


88 


RICARDO  HURGUETE 


abundaban  rastros  indicadores  de  la  presencia  del 
enemigo,  la  columna  hizo  alto  para  refrescar  la  gen- 
te y  poco  después  se  volvió  á  emprender  la  jornada 
extremando  las  precauciones  de  marcha. 


La  columna  de  operaciones,  después  de  internar- 
se en  la  provincia  de  Bataán,  y  tras  de  algunos  días 
de  persecución  infructuosa,  hubo  de  fraccionarse 
por  compañías  para  operar  en  zonas  y  limpiarlas  de 
los  pequeños  núcleos  enemigos. 

Me  tocó  de  cabecera  y  centros  de  operaciones  Di- 
nalupijan,  pueblo  estratégicamente  colocado  y  pe- 
queño Nijni  Novgorod  de  las  provincias  de  Bataán. 
Zambales,  Pampanga  y  Bulacán. 

No  conservo  diario  completo  de  las  operaciones 


9()  RICARDO  HURGUETE 


realizadas  en  los  tres  meses  de  permanencia  en  el 
poblado;  pero  viven  muy  presentes  en  mi  memoria 
las  fatigas  arrostradas  á  través  de  los  bosques  en  la 
vertiente  occidental  de  la  cordillera  que  corre  á  lo 
largo  de  la  provincia. 

El  fraccionamiento  y  la  agilidad  del  enemigo  lle- 
vábanos, como  en  Cuba,  á  perseguirle  sin  tregua 
ni  descanso  en  las  aguadas  del  llano  y  en  las  mara- 
ñas de  la  sierra. 

Sucedíanse  perennes  los  días  y  las  noches  á  caza 
de  un  enemigo  invisible;  y  en  cada  una  de  las  jor- 
nadas, tras  de  marchas  penosísimas,  bajo  el  abrasa- 
do sol  que  caldeaba  las  amarillentas  sementeras  del 
palai  recién  segado;  ó  tras  de  penosas  ascensiones 
por  intrincados  dédalos  de  montañas  cubiertas  de 
vegetación  majestuosa  y  espesa,  que  nos  obligaba  á 
abandonar  las  faldas  y  laderas  para  buscar  paso  á  lo 
largo  de  ríos  pedregosos  ó  de  arroyuelos  despeñados 
por  entre  profundos  tajos  de  piedra,  íbamos  inva- 
riablemente á  sentar  el  campamento  á  la  hora  en 
que  lo  exigían  las  imperiosas  sombras  que  gravita- 
ban espesándose  desde  lo  alto  de  los  picachos,  ó  en 
que  la  naturaleza,  con  ayuda  de  vegetación  laberín- 
tica y  crespa  ó  auxiliada  por  antiquísimos  despren- 
dimientos de  enormes  bloques,  cerraba  el  paso  con 
obstrucción  inquebrantable. 

Llegamos  á  fuerza  de  fatigas  sin  cuento  á  plantar 
los  campamentos  en  sitios  inexplorados.  Con  gran 


¡LA  ({UEKRa!  91 


asombro  de  los  indios  auxiliares  (hantaijs),  que  con- 
ducían las  raciones  de  la  fuerza,  atravesamos  para- 
jes y  caminos  del  dominio  de  los  negros  aetas  y  para 
ellos  desconocidos  en  absoluto  á  pesar  de  la  vecin 
dad. 

A  la  clara  luz  de  los  días  serenos,  en  las  noches 
de  luna  clara,  bajo  el  sol  de  los  mediodías  ardien- 
tes, al  brillo  argentado  de  la  luna  reflejada  en  la 
frondosa  hojarasca  cuajada  de  rocío,  tuve  ocasión  de 
ver,  con  diversidad  de  tono  de  luz  y  de  matices,  to- 
das las  recónditas  bellezas  que  atesoran  las  laberín- 
ticas estribaciones  de  la  sierra  de  Bataán. 

La  selva  crece  gigante  sobre  las  capas  de  tierra 
que  recubren  las  rocas,  y  su  poderosa  savia  va  á  fe- 
cundar en  las  entrañas  del  cuarzo  ó  del  granito  las 
grietas  recubiertas  de  limus  vegetal,  depositado  por 
los  baguios;. 

Es  una  rigorosa  irrupción  de  vida  que  en  el  vis- 
coso derrame  de  su  savia  avasalladora  va  á  fecundar 
los  despojos  de  la  muerte  misma.  Sobre  enormes 
troncos  abatidos  al  peso  de  los  siglos,  roídos  por  el 
fermento  corrosivo  de'  la  descomposición  y  la  muer- 
te, asoma  una  vigorosa  plantación  de  tallos  y  nuevos 
arbustos,  esplendorosa  y  lozana. 

La  fecundidad  poderosa  que  germina  en  la  muer- 
te, á  falta  de  terreno,  salpica  sus  infinitos  gérmenes 
por  doquier,  y  á  través  de  la  honesta  corteza,  fecun- 
da las  entrañas  de  los  vivos. 


9  ¿5  KICARDO  BURGÜETE 


Sobre  el  mangostán,  el  molave,  el  camagón  é  in- 
finita variedad  de  árboles  vistosos  y  gallardos,  tre- 
pa una  tupida  red  de  enredaderas  y  parásitos  que 
se  enlazan  y  mezclan  á  las  ba3^as  de  los  euforbios, 
arecas  y  strychnos  que,  en  descomunales  y  vistosas 
arracadas,  penden  de  las  frondosas  copas  de  los  ár- 
boles hasta  perderse  en  la  marejada  que  al  ras  del 
suelo  forman  las  campanillas,  los  narcisos  y  toda  la 
revuelta  confusión  de  plantas  vagabundas  y  rastre- 
ras. 

La  vida  vegetal  rebosa  en  las  entrañas  de  la  tie- 
rra y  rezumando  por  sus  poros  impregaa  el  ambien- 
te con  ese  f aerte  y  penetrante  olor  de  plantas  fer- 
mentadas que  exhala  Q  las  selvas  tropicales,  bajo  la 
ardiente  caricia  del  sol  ó  entre  el  húmedo  aliento  de 
la  noche. 

Sucedíanse  los  días  y  perennemente  seguimos  el 
itinerario  que  nos  marcaba  el  rastro  del  enemigo,  y 
en  su  defecto  el  que  nos  dictaba  la  inspiración. 

Ora  acampábamos  en  las  márgenes  de  un  torren- 
te, escondidos  tras  una  revuelta  de  peñascos;  ya  en 
el  remanso  de  un  río,  aprovechando  la  clara  de  al- 
guno de  los  bosques  que  bordeaban  las  orillas. 

Siempre,  para  estar  al  acecho  y  poder  establecer 
con  éxito  el  servicio  de  emboscadas,  procurábamos 
desenfilarnos  del  camino  y  aun  de  las  vistas.  En  las 
noches  obscuras,  las  hogueras  de  los  ranchos  se  en- 
cendían muy  distanciadas  del  vivac. 


¡LA  GUERRA 


93 


Consumidas  las  raciones,  bajábamos  invariable- 
mente al  pueblo  para  descansar  una  noche  y  con 
nuevo  suministro  volver  á  salir. 

El  resultado  infructuoso  que  obtuvimos  con  la 
columna  grande,  se  obtuvo  por  escasa  diferencia 
con  el  fraccionamiento  por  compañías. 

Una  noche  alcanzamos  á  un  negrito  de  una  ran- 
chería de  aetaSy  y  por  sus  declaraciones,  vinimos  á 
sospechar  que  el  enemigo  debiera  de  haber  cruzado 
á  la  otra  vertiente  de  la  sierra. 


XI 


La  vertiente  occidental  gana  por  su  escabrosidad 
en  bellezas  á  la  opuesta. 

Ya  te  dije,  lector,  que  no  conservo  diario  de  ope- 
raciones; así  pues  sólo  podré  darte  notas  de  color, 
que  habrán  perdido  el  brillo  con  la  reseca  del 
tiempo. 

Una  noche  recibimos  orden  de  atravesar  la  sierra 
por  el  puerto  de  Malinta,  y  al  cabo  de  tres  días  de 
penosísimas  marchas  por  entre  despeñaderos  y  can- 


96  RICARDO  BURGUETE 


tiles;  empujados  al  principio  por  la  gigantesca  ma- 
leza que  obstruía  los  resbaladizos  senderos  abier- 
tos en  la  roca;  acampando  cada  noche  á  lo  largo  de 
las  grietas  abiertas  por  los  impetuosos  torrentes;  sa- 
liendo á  la  mañana  al  rasgarse  las  nubes  cenicien- 
tas que  envolvían  los  altos  picachos,  llegamos  á  di- 
visar las  casas  de  Olangopo  y  un  trozo  de  bahía. 

Al  fin  se  calmó  nuestra  ansiedad.  No  se  había 
realizado  el  constante  temor  de  perder  el  sendero  en 
cada  una  de  las  jornadas. 

Al  dejar  la  brusca  pendiente  y  la  gigantesca  selva 
del  acantilado  monte,  pasamos  á  una  calzada  que, 
á  través  de  un  inmenso  manglar,  daba  acceso  al 
pueblo.  Ninguna  alma  viviente  nos  salió  al  paso 
en  la  marcha  de  aquellos  tres  días.  Los  negri- 
tos aetas  abandonaban  á  nuestra  aproximación 
las  rancherías,  y  el  silencio  en  las  imponentes 
soledades  de  la  sierra  sólo  venían  á  turbarlo  de 
noche  las  alimañas  que  rastreaban  en  la  maleza 
ó  el  vuelo  de  enormes  aves  que  dispertaban  azora- 
das en  las  copas  de  los  árboles,  al  humo  y  á  la  lum- 
bre de  las  chispeantes  hogueras  de  los  ranchos. 

En  la  entrada  de  Olangopo,  que  tiene  una  soberbia 
bahía  y  un  proyecto  de  astillero,  nos  recibió  la  esca- 
sa guarnición  con  todo  género  de  precauciones  por 
ignorar  nuestra  llegada  y  porque  aquel  día  se  ha- 
bían recibido  detalles  de  las  fechorías  realizadas  por 
las  partidas  y  por  los  pueblos  de  la  vertiente  Este, 


ILA  guerraI  97 


que  habían  hecho  en  masa  causa  común  con  los  in- 
surrectos. 

Aquella  misma  noche  embarcamos  en  el  vapor 
«Alerta»,  que  hacía  la  travesía  entre  Manila  y  Oían 
gopo.  De  reducidas  dimensiones  hubo  que  apiñar  la 
gente  sobre  cubierta  para  pasar  las  horas  de  mar 
que  nos  distanciaban  del  costero  pueblo  de  Morón. 
Cabeza  de  la  insurrección  y  testigo  solazado  del  de- 
güello de  frailes  y  del  saqueo  del  convento,  cuyos 
feligreses  habían  tomado  la  principal  parte. 

El  desembarque  fué  penosísimo.  El  vapor  atracó 
á  la  playa  á  la  distancia  que  le  impusieron  la  sonda 
y  los  riesgos  de  la  noche  entenebrecida.  Fué  preciso 
valerse  de  un  lanchón  que  habíamos  llevado  á  re 
molque  y  que  exigió  hacer  parcial  la  operación. 

Llegados  á  la  altura  de  Morón,  que  el  piloto  seña- 
ló por  tanteos,  y  con  la  ayuda  de  la  silueta  de  mon- 
tes que  manchaba  la  sombra,  para  desembarcar 
hubo  necesidad  de  bajar  la  gente  á  la  gabarra  y  des 
de  allí,  después  de  avanzar  con  ayuda  de  tiquines, 
se  lanzaban  los  soldados  al  agaa  y  con  ella  al  pecho 
esperaban  el  arribo  de  los  diversos  grupos  en  cada 
uno  de  los  viajes  de  la  barcaza. 

El  frío  aun  en  aquella  latitud  era  penetrante  al 
contacto  con  el  agua.  La  espera  de  uno  de  los  viajes 
se  hizo  interminable,  y  acabó  el  desembarco  cuando 
á  lo  largo  de  la  fila  en  que  se  alineaban  los  soldados 

FILIPINAS— 7 


98  RICARDO  BURGUETE 


se  oía  sin  interrupción  el  castañeteo  de  los  dientes. 

Con  anticipación  se  habían  apagado  las  luces  del 
barco  y  se  procuró  desde  aquel  instante  amortiguar 
todos  los  ruidos.  Ni  una  sola  luz  indicaba  en  la  cos- 
te la  presencia  del  poblado. 

La  playa  inmediata  adivinábase  por  el  chasquido 
de  las  olas  que,  rebasando  nuestros  pechos  hasta  la 
altura  del  sobaco  y  alzando  en  vilo  á  la  fila,  iban  á 
morir  en  las  arenas,  arrancando  entre  la  densa  som- 
bra prolongado  y  bienhechor  suspiro. 

Después  que  descendió  de  la  gabarra  el  último 
hombre,  se  avanzó  en  demanda  de  terreno  seco.  Al 
salir  de  las  aguas,  fué  más  intensa  la  impresión  de 
frío,  porque  una  ligera  brisa  pegó  las  ropas  á  nues- 
tros cuerpos.  Fué  acostándose  la  gente  á  lo  largo 
del  arenal  en  espera  del  primer  piquete  de  recono- 
cimiento que  se  aventuró  en  las  sombras. 

No  tardó  en  regresar  la  patrulla  conduciendo  un 
indio  corpulento,  casi  en  completo  estado  de  desnu- 
dez, que  según  testimonio  de  todos,  salió  á  entre- 
garse á  la  fuerza.  Dijo  llamarse  el  capitán  Domingo, 
exgobernadorcillo  de  Morón,  y  escapado  sin  ropas  y 
tras  de  soberana  paliza  de  manos  de  los  insurrectos 
que  nos  aguardaban  en  el  pueblo,  sabedores  á  lo 
que  él  colegía  de  nuestra  llegada,  á  juzgar  por  los 
rumores  y  movimientos  que  por  el  lado  del  río  oyó 
en  su  escondrijo. 

Se  comprometió,  con  acento  de  sinceridad  y  mas- 


¡LA  guerra!  99 


callando  sollozos,  á  enseñarnos  las  entradas  del  pue- 
blo. Luego  nos  hablaría  de  su  desgracia. 

Explicada  la  topografía  del  lugar,  se  ordenó  á  la 
columna  en  dos  mitades:  una  que  amenazase  al  pue- 
blo por  frente  á  los  vados  del  arroyuelo  que  le  ser- 
vía de  foso,  y  otra  que  embistiese  con  decisión  el 
puente  de  madera,  que  á  juicio  del  confidente  esta- 
ba intacto. 

Todo  sigilo  fué  inútil.  Apenas  se  recorrió  un  cen- 
tenar de  metros,  tuvieron  que  desplegar  las  colum- 
nas bajo  la  repentina  traca  de  fogonazos  que,  entre 
las  tinieblas,  encendieron  los  diversos  enemigos 
apostados  en  la  margen  opuesta. 

Dos  descargas  cerradas  de  la  columna  de  la  iz- 
quierda debilitaron  simultáneamente  la  gritería  y 
la  resistencia  de  los  que  defendían  el  puente.  Un 
hahai,  inmediato  á  la  línea  de  los  defensores, 
alumbró  sus  siluetas  al  arder  con  voracidad  intensa 
en  medio  del  estruendo  de  los  disparos. 

El  accideiite,  casual  ó  intencionado,  obligó  áocul 
tarstí  á  los  defensores  de  primera  línea,  y  á  este  re 
flujo  de  gente  que  hizo  vacilar  la  defensa,  siguió  e 
ataque  impetuoso  de  nuestras  fuerzas  que,  enarde 
cidas  por  los  toques  de  ataque  de  las  cornetas,  rom 
pieron  en  tumulto  á  través  del  puente  y  de  los  va 
dos. 

Se  persiguió  á  los  fugitivos  á  favor  de  los  escasos 


100  KICARDO  BURGUETE 


fogonazos  que  alumbraban  las  encrucijadas  de  las 
calles.  Dueños  del  pueblo  y  acabados  en  sus  casas  los 
menos  diligentes,  se  ordenó  la  gente  en  las  inmedia- 
ciones del  convento,  y  recogidos  nuestros  escasos 
heridos,  se  registró  la  mole  conventual  que,  en  me- 
dio de  la  plaza,  se  alzaba  entre  las  sombras  eriza- 
da de  defensas  que  le  daban  aspecto  de  imponente 
ciudadela. 

Para  facilitar  el  embarque,  dimos  fuego  al  pueblo, 
que,  en  el  silencio  que  sucedió  al  combate,  ardió  con 
bruscas  llamaradas  entre  el  reseco  chasquido  de  la 
caña  y  ñipa  de  sus  viviendas.  Alzábanse  las  llamas 
con  la  rapidez  y  voraz  combustión  que  puede  pres- 
tarles la  estopa.  A  la  luz  de  la  inmensa  hoguera,  que 
alumbraba  un  trozo  de  plaza,  reflejaba  bruñida  fran- 
ja de  mar,  en  cuyo  cono  de  luz  se  iluminó  la  silue- 
ta del  Alerta. 

Se  procedió  al  embarque  de  los  varios  heridos 
conducidos  en  brazo  ^  hasta  la  gabarra.  Y  la  luz  del 
incendio  se  pasó  á  recoger  un  soldado  muerto  que 
cayó  desde  un  estribo  del  puente  al  arroyo. 

¡Triste  ceremonia!  Chorreando  fango  y  sangre,  fué 
preciso  sacarle  del  fondo  del  río,  y  envuelto  en  una 
manta,  se  le  depositó  en  la  orilla  de  la  playa. 

Sin  picos  ni  palas  para  poderle  enterrar  en  el  ce- 
menterio del  poblado,  fué  preciso  que  los  mismos 
soldados  abrieran  con  las  manos  una  excavación  en 


LA  guerra!  101 


la  arena  al  ras  de  las  aguas,  y  se  eligió  como  señal 
un  grueso  madero  empotrado  á  raíz  de  algún  ñau 
fragio. 

¡Náufragos  los  dos  de  una  borrasca  de  la  suerte, 
desde  aquella  noche  iban  á  dormir  juntos  con  inerte 
é  idéntica  inmovilidad! 

Chorreando  sangre  y  barro,  descansó  el  desmade- 
jado cuerpo  en  el  fondo  de  la  fosa,  y  antes  de  darle 
tierra,  ordené  arrodillar  la  compañía  para  que  orase 
por  el  cuerpo  del  camarada  que  se  iba  á  abandonar 
para  siempre. 

El  voraz  inceadio  del  pueblo  aumentaba  en  ráfa- 
gas los  reflejos,  y  á  su  incremento  chirriaba  el  com- 
bustible entre  desmayos  de  troncos  y  quejidos  de 
muerte  de  la  madera  verde. 

En  medio  de  un  estruendo  horroroso  de  chozas 
calcinadas  y  al  grito  de  «¡Viva  España!»  acabó  la 
fuerza  sus  preces,  y  agitando  emocionada  los  som- 
breros, cubrió  las  desnudas  cabezas  para  dar  prin- 
cipio al  embarque. 

Cayeron  sobre  la  fosa  arañada  con  las  manos  los 
últimos  puñados  de  arena,  y  se  procedió  á  embar- 
car la  gente  al  mortecino  resplandor  de  las  brasas 
del  incendio,  en  tanto  que  por  el  horizonte  de  las 
aguas  clareaba  el  primer  fulgor  del  naciente  día,  y 
á  medida  que  las  rumorosas  olas,  avanzando  con  la 
marea,  besaban  el  madero  inseparable  del  muerto, 


102 


RICARDO  BURGUETE 


trocando  el  que  antes  nos  semejara  suspiro  de  hu- 
milde satisfacción  por  rumor  semejante  al  de  dolien- 
te sollozo. 


XII 


A  media  mañana  abordamos^la  bahía  de  Bagac, 
desenfilada  de  la  plaza  de  Morón  por  un  espolón 
rocoso.  La  mencionada  bahía  se  abre  al  pie  de  la 
encrespada  sierra  de  Mariveles,  uno  de  cuyos  estri- 
bos oculta  el  pueblo  á  la  vista  de  los  navegantes 
que  internan  sus  naves  por  aquel  rincón  de  aguas 
tranquilas  y  verdosas,  con  el  verdor  de  estanque  que 
le  prestan  los  reflejos  de  verdura  desbordante  que 
batalla  y  atosiga  á  las  peñas  en  el  abrupto  y  angos 
to  callejón  de  costa. 


104  RICARDO  HURGUETE 


Se  efectuó  el  desembarque  por  el  procedimiento 
penoso  seguido  en  la  noche  anterior.  En  el  desierto 
arenal  de  la  playa  tardaron  poco  en  aparecer  gru- 
pos de  gente  con  banderas  y  en  actitud  pacífica. 

Por  ellas  supimos  que  el  pueblo  había  huido  en 
masa  al  conocer  los  sucesos  de  Morón  y  que  su  hui- 
da la  inspiró  el  temor,  refractario  á  toda  idea  de  re- 
beldía. 

Fuimos  á  alojarnos  en  el  convento.  El  buen  pa- 
dre había  perecido  en  la  matanza  de  Morón  y,  según 
supe  por  las  principalías  de  aquel  municipio,  los 
del  pueblo  estaban  animados  de  deseos  de  vengan- 
za, porque  jamás  perdonarían  la  injuria  inferida 
por  los  vecinos. 

¡Si  le  hubieran  asesinado  ellos! — creí  leer  en  la 
malévola  expresión  de  aquellos  rasgados  ojos.— 
¡Pero  unos  extraños!  Jamás,  jamás  se  asociarían 
aquellos  fidelísimos  indios  al  movimiento. 

Aquel  pueblo,  escondido  en  un  anfiteatro  de  mon- 
tes, limpio,  coquetón,  con  las  calles  anchas  y  sem- 
bradas de  árboles,  á  estilo  de  boulevard,  nos  sirvió 
de  centro  de  operaciones. 

La  fuerza  se  alojaba  en  la  plaza:  parte  en  la  al- 
caldía y  otra  en  el  convento  del  infortunado  padre 
Dominico,  que,  al  saHr  para  siempre  de  sus  habita- 
ciones, había  dejado  en  ellas  un  sello  de  beatitud  y 
de  orden  semejante  al  de  celda  impregnada  de  mo- 
nacal pureza. 


i  LA  gup:rra!  1U5 


Todas  las  fuerzas  de  Bataán  concurrieron  á  ope 
rar  combinadas  por  los  contornos  del  pueblo  y  por 
las  inmediaciones  de  Morón. 

Durante  un  mes  pusimos  á  prueba,  en  las  penosas 
operaciones  de  transporte  auxiliares  de  la  columna, 
la  fidelidad  ó  el  tesón  de  los  indios  del  poblado. 
Con  frialdad  cuando  combatíamos  con  las  primiti- 
vas partidas,  todos  ellos  rivalizaban  en  ardor  cuan- 
do el  encuentro  era  con  sus  vecinos. 

Por  Morón,  que  reapareció  á  nuestra  vista,  en  una 
de  las  primeras  marchas,  reducido  á  un  montón  de 
escombros  y  carbones,  nos  sirvió  de  excelente  prác 
tico  y  de  fiel  confidente  el  indio  de  elevada  talla 
que  hizo  su  presentación  en  cueros  la  noche  del 
desembarco. 

Llamábase  el  capitán  Domingo,  por  haber  ejerci- 
do este  cargo,  equivalente  al  de  alcalde,  en  el  pueblo 
derruido,  y  la  amargura  de  su  historia  garantizaba 
la  virtud  de  sus  servicios. 

La  noche  que  estalló  la  insurrección,  y  después 
de  presenciar  los  asesinatos,  tuvo  que  huir  de  su 
casa,  acusado  por  su  mujer  de  españolismo.  Él  era 
español,  es  verdad;  pero  siempre  estaba  dispuesto  á 
obedecer  al  que  mandara,  y  hubiera  obedecido  á  los 
asesinos.  Mas  la  historia  de  españolismo  la  resucita- 
ron ante  las  turbas  su  mujer  y  el  nuevo  alcalde,  que 
harto  de  afrentarle  con  su  escandaloso  adulterio  y 
acabando  por  servirle  de  estorbo  para  sus  locuras  su 


lOB  RICARDO  BURGUETE 


mísera  resignación,  decidieron  quitarle  de  en  medio, 
y  él  tuvo  que  salir  sin  ropas  por  una  ventana  y  bus- 
car refugio  en  el  bosque. 

—  ¡Ah!  — decía  con  cara  entre  iracunda  y  com- 
pungida;—yo  matapan  (valiente),  siempre  huir  sin 
aquel  traje  para  tapar  vergüenzas.  Tu  hahaij...  (mu- 
jer) huir  con  Topa.,halutari  (cofre) y  dalagas (soltera-S), 
para  tapar  la  tuya. 

El  infortunado  cábezay  Domingo,  armado  de  un 
fusil,  rivalizaba  en  coraje  y  en  ardor  con  los  explo- 
radores. Por  aquellos  contornos  tenía  el  olfato  de  un 
sabueso,  y  á  lo  largo  de  los  ríos  y  entre  los  barriza- 
les de  las  profundas  aguadas  de  la  sierra,  sabía  hil- 
vanar los  rastros  aun  cuando  fueran  á  borrarse  por  la 
corriente  de  las  aguas. 

Una  noche  acampábamos  en  una  de  las  márge- 
nes del  Alibau  y  frente  á  uno  de  sus  vados  en  pa- 
raje próximo  á  la  desembocadura.  La  corriente  del 
río,  deslizándose  mansa,  batallaba  con  la  invasión 
de  la  marea.  Las  márgenes,  cubiertas  de  espesa  ve- 
getación y  salpicadas  por  pequeñas  calvas  de  prado, 
iban  estrechándose  hacia  el  fondo  hasta  perderse  en- 
tre un  laberinto  de  estrechas  gargantas  que  forma- 
ban los  tupidos  farallones  de  la  sierra.  En  el  fondo 
de  aquellos  boquetes  sumidos  en  un  tinte  sombrío 
y  en  una  paz  siniestra,  habíamos  reñido  en  la  últi- 
ma jornada  uno  de  los  combates  más  sangrientos. 
Acababan  de  encenderse  las  hogueras  de  los  ran- 


¡LA  guerra!  107 


chos  que  el  viento  aventaba  y  hacía  oscilar  á  la  vez 
que  los  altos  bambús,  y  manchaban  con  lumbre  ro- 
jiza al  ras  del  suelo  el  espacio  iluminado  por  una 
clarísima  luna  que,  alumbrando  desde  el  firmamen- 
to la  calva  de  pradera  fronteriza  al  vado,  iba  á  rie- 
lar una  larga  extensión  de  río,  abrillantando  en  am- 
bas orillas  rebaños  de  hojarasca  bañados  de  relente. 
La  tropa,  empapada  eM  barro  y  agua,  dormía  sus 
rudos  quebrantos  en  el  duro  suelo,  dentro  del  cir- 
cuito establecido  por  los  centinelas.  Junto  á  un  res- 
coldo, los  heridos  aguardaban,  desazonados  y  que- 
jumbrosos, el  turno  de  cura  que  había  forzosamen- 
te de  hacer  yo,  á  falta  de  médico.  Más  lejos,  y  ocul- 
tos por  el  ramaje,  asomaban  bajo  una  manta  los 
miembros  lívidos  ó  ensangrentados  de  los  muertos, 
que  por  última  vez  dormían  aquella  noche  á  la  vera 
de  sus  compañeros.  Próximos  á  ellos,  trabados  de 
pies  y  manos,  con  los  centinelas  de  vista,  esperaban 
los  prisioneros,  mudos  y  resignados,  la  luz  del  alba, 
que  había  de  facilitar  la  aplicación  de  la  justa  y  du 
ra  ley  de  represalias. 

El  capitán  Domingo,  herido  levemente  en  un 
brazo,  lamentábase  á  mi  lado  por  no  haber  podido 
sacar  una  palabra  consoladora  de  la  terca  obstina- 
ción de  los  presos. 

Ninguno  quiso  darle  noticias  de  su  mujer  y  de 
sus  hijas.  Y  sin  embargo,  era  indudable  que  las  co- 
nocían. En  el  campamento  asaltado  se   había  reco- 


108  RICARDO  BURGUETJí 


gido  una  falda,  manchada  de  sangre,  que  el  pobre 
práctico  reconoció  como  del  uso  de  una  de  sus  hi- 
jas 3^  que  no  abandonó  de  la  mano,  haciéndola  pa- 
sear ante  sus  ojos  como  bandera  de  su  desespera- 
ción. 

Cinco  ó  seis  veces  acudió  al  grupo  silencioso  de 
los  prisioneros,  y  al  cabo  habló  uno  de  ellos  para 
escupir  á  la  cara  dolorosa  de  Domingo  estas  pala- 
bras: 

«Tú  llevar  castila  y  él  matar  tu  hija.  Pero  yo  no 
sabe.  La  sangre  de  aquel  ropa  te  dice  todo:  ó  está 
herida  ó  empezó  el  camino  de  la  madre».  Aulló  de 
dolor  Domingo,  arrojándose  sobre  el  tao  (indio)  y 
despertó  á  los  soldados  más  próximos,  que  ayuda- 
ron á  los  centinelas  á  separarle  de  la  cuerda  de  pri 
sioneros,  donde  quería  dar  fin  de  todos  ellos. 

En  la  noche  serena  y  clara,  las  aguas  crecientes 
de  la  marea  murmuraban  entre  la  broza  colgada 
en  las  orillas  del  río. 

La  brisa,  cargada  de  sales  y  de  emanaciones  de 
fango,  removía,  con  vaivén  quejumbroso,  los  ergui- 
dos y  empenachados  bambús,  y  arrancaba  á  ratos, 
del  fondo  de  las  selvas,  aromas  de  ilang-ilang,  que 
en  el  discurso  de  la  noohe  lavaban  dulcemente  en 
el  olfato  el  tufillo  de  descomposición  y  de  muerte, 
que  la  humedad  corrosiva  provocaba  bajo  la  manta 
en  los  cuerpos  ensangrentados  y  rígidos. 

La  cura  de  los  heridos  duró  por  la  escasez  de  me- 


¡LA  guerra!  109 


dios  hasta  hora  muy  avanzada.  La  del  alba  sería 
cuando  la  columna  enderezó  la  marcha  hacia  la 
playa,  llevando  entre  sus  filas  el  triste  y  doloroso 
convoy  de  muertos  y  heridos,  colocados  indistinta- 
mente en  mantas  y  hamacas. 

En  el  pueblo,  desierto  y  calcinado  todavía,  chi- 
rriaban los  maderos  á  su  pesadumbre  y  á  nuestro 
paso  cayeron  con  estrépito  algunos,  levantando  nu- 
bes de  ceniza. 

La  playa  se  dilataba  á  nuestros  ojos  y  en  larga 
extensión  chispeaba  bajo  los  rayos  solares,  con  el 
infinito  reflejo  de  conchas  y  espejuelos  de  sus  are 
ñas.  El  enorme  madero,  recubierto  de  algas  por  su 
extremo  más  avanzado  á  las  aguas,  servia  con  su 
hinchazón  de  resguardo  á  la  arena  removida  de  la 
primera  fosa,  y  en  su  inmovilidad  absoluta  parecía 
enclavado  allí  para  resguardar  y  defender  de  todas 
las  borrascas  del  mar  y  de  la  vida  á  los  tristes 
náufragos  del  infortunio.  ¡Oh,  quién  sabe  á  través 
de  los  años  y  aun  de  los  siglos,  combatido  constante- 
mente por  las  olas,  de  qué  triste  aventura  era  único 
y  exclusivo  testimonio! 

Se  volvió  á  la  fúnebre  ceremonia  que  en  días  an- 
teriores había  dejado  compañeros  en  la  costa  de  Ba- 
gac  á  Olangopo,  y  sobre  la  arena  removida  de  los  se- 
pulcros un  tiroteo  seco  y  simultáneo  hizo  volar,  co- 
mo trozos  de  cartón,  los  cráneos  de  los  prisioneros. 

Abandonamos  la  playa  para  proseguir  las  opera- 


lio  RICARDO  BURGUETE 

'i 

ciones  é  internarnos  en  el  bosque.  Los  buitres,  que 
nos  habían  seguido  en  la  marcha,  cerníanse  con 
vuelo  circular  sobre  el  grupo  recientemente  fusilado, 
que  manchaba  el  tono  uniforme  de  la  costa,  bañada 
de  sol  é  inundada  de  múltiples  reflejos  arrancados 
á  las  conchas  y  piedras  que  al  ras  de  las  aguas,  y  á 
impulso  de  la  marea,  entrechocaban  rumorosas, 
cantando  bajo  las  espumas  un  himno  levantisco  y 
solazado. 


XIII 


Volvimos  á  Dinalupiján,  cabecera  de  nuestra  zo- 
na, y  próximos  á  la  entrada  del  pueblo  salió  á  reci- 
birnos el  destacamento  de  los  pequeños  blockhaus  que 
dejamos  para  defender  las  entradas;  y  con  la  fuerza 
salió  á  la  carretera  el  público  y  una  comisión  de  las 
principaUas.  La  noticia  de  la  pacificación  de  la  ver 
tiente  opuesta  se  divulgó  antes  de  que  llegáramos, 
contribuyendo  el  éxito  á  fomentar  nuestra  autori 
dad,  que  fué  recibida  entre  aclamaciones,  banderas 
músicas  y  otros  excesos. 


112  RICARDO  BURGUETE 


Duraron  las  fiestas  y  los  agasajos  el  tiempo  de 
descanso  que  necesitó  la  desnuda  tropa  antes  de  re- 
ponerse para  salir  á  batir  de  nuevo  los  núcleos  dis- 
persos del  otro  lado  de  la  sierra. 

Se  permitió  el  juego  del  panguinguí  (juego  de 
cartas),  se  alzaron  en  la  plaza  cucañas,  y  al  son  de 
la  música,  que  erró  incansable  por  las  calles,  se 
hartó  la  plebe  de  bailar  el  gubli,  el  cutang-cutmig,  el 
osé,  el  estejarro  y  aun  el  culitangán  y  el  moro-moro, 
importados  de  Joló. 

Las  principalías  vinieron  á  servir  nuestra  mesa 
en  el  alojamiento,  y  para  festejar  á  los  suyos,  al  día 
siguiente  de  nuestro  arribo,  se  dispusieron  en  la 
plaza  buen  número  de  carejais  (cazuelas)  y  canas, 
repletas  de  morísqutfa  (arroz)  con  leche  de  caraballa 
y  dmuguan.  Bazofia  que,  después  de  hacerse  fiambre, 
sirvió  indistintamente,  al  cabo  del  día,  á  las  gentes 
y  á  los  perros. 

En  el  convento,  que  nos  servía  de  cuartel  por  es- 
tar ausente  el  cura  indígena,  organizamos  un  baile, 
al  que  asistieron  las  hijas  de  los  cahezay  (tenientes 
alcaldes):  Totay  (Carlota),  Wena  (Eugenia),  Guicay 
(Francisca),  Charin  (Rosario),  Pelan  (Rafaela),  Chate 
(Manuela),  Asón  (Consolación).  Todo  lo  más  selecto 
de  las  dalagas  (solteras),  dando  á  la  espalda  la  suelta 
cabellera  engarzada  de  abalorios  y  espejuelos  y  en 
jaezadas  con  los  más  vistosos  colores  en  ropas  y 
chapines  (chinelas). 


LA  guerra!  113 


Muy  complacidas  de  nuestro  agasajo,  salieron  á 
altas  horas  de  la  noche  dalagas  y  matandás  (doncellas 
y  viejas). 

Terminada  la  fiesta,  disuelta  la  música  y  contem- 
plando el  desfile  desde  una  de  las  obscuras  venta- 
nas del  convento,  vi  que  las  mujeres,  formando  fila 
y  dando  espalda  al  edificio,  se  remangaban  con  una 
mano  el  delantero  y  con  la  otra  alzaban  levemente 
la  cola  del  vestido...  Un  repentino  chaparrón  me 
hizo  retirar  del  observatorio  recelando  lluvia  y  mi 
rar  al  firmamento,  que,  estrellado  y  sereno,  fulguraba 
con  guiños  luminosos  viendo  la  erguida  guerrilla  fe- 
menina satisfacer  una  necesidad  con  violencia  de 
turbonada,  y  del  modo  más  antiusual  y  caprichoso 
que  puede  imaginarse  el  burlesco  lector. 


FILIPINAS— 8 


XIV 


Cuando  al  cabo  de  algunos  días  de  reposo,  nos 
disponíamos  á  emprender  nuevas  operaciones,  tele- 
gramas de  Manila  nos  llamaron  á  la  capital,  para 
coadyuvar  á  la  invasión  de  la  provincia  de  Cavite, 
dando  por  pacificada  la  nuestra. 

Despedidos  por  el  pueblo,  volvíamos  al  cabo  de 
tres  meses  á  desandar  camino;  y  á  lo  largo  del  pol- 
voriento que  nos  guió  á  la  llegada,  emprendimos  la 
marcha  guarecidos  del  sol  por  el  celaje  de  una  ma- 
ñana cenicienta  y  nebulosa. 


116  RICARDO  BURGUETE 


Al  final  de  la  jornada,  y  próximos  al  río  grande 
de  la  Pampanga,  se  extendieron  por  nuestro  frente 
los  cañaverales  arrasados  y  las  chozas  carbonizadas 
de  la  lejanía.  Cielo  y  firmamento  tenían  un  color 
uniforme,  desolado  y  triste.  Volví  los  ojos  á  la  co- 
lumna que  caminaba  con  paso  rápido,  y  á  la  vista 
de  las  crespas  sierras  de  Bataán  que  cerraban  entre 
brumas  el  horizonte,  me  paré  invadido  de  tristeza 
á  recontar  el  número  de  los  que,  en  los  hospitales  ó 
aprisionados  para  siempre  en  las  arenas  de  la  playa, 
faltaban  de  regreso  á  lo  largo  de  aquel  camino  pol- 
voriento. 

Fueron  apareciendo  á  nuestros  ojos  las  primeras 
casas  de  Florida  Blanca,  y  después  de  atravesar 
una  hilera  de  chozas,  se  destacó  la  coquetona  casita 
del  Sr.  N...  ¡Qué  triste!  ¡qué  distinta!...  En  el  peristi- 
lo, tres  de  las  hijas,  vestidas  de  riguroso  luto,  nos 
llevaron  á  la  habitación,  donde  el  padre  convalecía 
del  último  ataque  cardíaco...  En  aquel  corto  espa- 
cio de  tres  meses,  la  implacable  muerte  se  había 
llevado  á  la  menor  de  las  hermanas,  y  de  refilón 
dejó,  con  el  disgusto,  la  parálisis  en  las  piernas  del 
pobre  viejo. 

Las  esperanzas  abrasadas  aparecían  en  el  sem- 
blante del  anciano  con  el  mismo  tono  ceniza  que 
cubría  los  restos  del  cañaveral,  un  día  lozano. 

Habló  con  esfuerzo  de  su  desgracia,  y  los  pláce- 
mes por  nuestra  campaña  acabaron  con  un  ahogo 


¡LA  guerra!  117 


que  le  hizo  caer  en  profundo  desaliento,  del  que  sa- 
lió entre  pausas  con  tristes  profecías: 

—  Nos  íbamos  para  no  volvernos  á  ver...  La  gue 
rra  quedaba  encendida  abajo,  y  las  pequeñas  parti- 
das que  dimos  por  sofocadas,  serían  diminutas  chis- 
pas encargadas  de  propalar  á  sus  anchas  el  incendio. 
La  sumisión  del  indio  sería  el  mejor  combustible... 
Pasaría  igual  en  Cavite,  y  después  en  todos  los  pun- 
tos del  archipiélago...  España  tendría  fuerzas  para 
apagar  las  llamaradas  de  la  hoguera,  pero  dejaría 
que  sobre  el  rescoldo  alentasen  los  odios  de  tres  si- 
glos de  abandono  y  de  injusticia...  No  tendría  la 
suerte  de  ver  acabar  á  los  suyos  en  medio  de  una 
catástrofe  general...  El  se  iría,  y  las  huérfanas,  mina- 
das por  las  enfermedades  y  asechanzas  de  aquel 
país  pérfido,  sobrevivirían  para  quemar  tal  vez  sus 
virtudes  en  el  desastre... 

Salimos  de  la  casa  con  el  corazón  oprimido,  y 
empujados  por  la  orden  apremiante  que  nos  llama 
ba  á  Manila. 

Las  nubes  chorimingaban  finísima  lluvia,  que,  sal- 
picando el  polvo,  comenzaba  á  embadurnar  el  ca- 
mino. 

Volví  la  vista  al  chalet,  y  en  lo  alto  de  la  escale- 
ra, vi  las  enlutadas  siluetas  de  las  huérfanas  que 
lloraban  silenciosas,  saludándonos  á  través  de  la 
cortina  de  llanto  implacable  que  bajaba  espesando 
desde  el  firmamento,  y  empezaba  á  anegar  los  cam- 


lis  RICARDO  BURGUETÉ 


pos  á  derecha  é  izquierda  del  enlodado  firme  de  la 
carretera. 

Se  arrebujó  la  tropa  en  las  mantas,  y  después 
de  atravesar  un  platanar  cuyas  anchas  hojas  tirita- 
ban lacias  y  encogidas  bajo  la  lluvia,  seguimos  bor- 
deando el  pueblo,  á  lo  largo  de  la  calzada,  que  ame- 
nazaba convertirse  en  canal,  bajo  el  pertinaz  llori- 
queo del  cielo  ceniciento. 

En  aquella  triste  etapa  nebulosa,  echando  á  un 
lado  molestias  del  cuerpo,  recordó  con  insistencia 
mi  apenado  espíritu  los  versos  de  un  querido  amigo: 

«Ciertos  días  de  lluvia  producen 
tristeza  en  mi  alma, 

y  es,  sin  duda,  que  hay  nubes  que  tienen 
vapores  de  lágrimas». 


-.^ai^^l^ 


XV 


Los  sucesos  de  la  guerra  y  la  actividad  en  los  pre 
parativos  de  la  campaña  que  iba  á  emprenderse  en 
Cavile,  había  impreso  en  el  ánimo  de  las  gentes,  y 
aun  en  la  vida  regular  de  Manila,  un  estado  de  fe- 
bril impaciencia  y  de  actividad  desusada. 

La  aglomeración  de  batallones  peninsulares  en 
la  capital,  desbordó,  durante  unos  días,  las  tropas 
ociosas  á  lo  largo  de  las  calles  y  paseos. 


120  RICARDO  BURGUETE 


La  nota  dominante  era  el  soldado  peninsular  ó 
indígena;  aquél  en  grupos  de  camaradas  á  quienes 
el  hábito  hacía  marchar  en  guerrilla,  paseando  una 
curiosidad  perezosa;  el  indígena  siempre  solo,  de  es- 
casa talla,  ágil  y  diligente,  vestido  con  rayadillo  á  la 
usanza  del  europeo  y  diferenciándose  de  éste  en  el 
arremangado  pantalón,  que  por  junto  á  la  rodilla 
dejaba  al  desnudo  piernas  y  pies  descalzos. 

Los  ejercicios  de  las  tropas  de  á  pie,  de  las  fuer- 
zas montadas  ó  de  las  baterías  que  acababan  de  or- 
ganizarse, paseando  su  estruendo  en  los  constantes 
desfiles,  á  lo  largo  de  las  calles  de  la  ciudad  mura- 
da ó  de  los  arrabales,  daban  á  la  población  junta- 
mente con  los  batallones  de  voluntarios  y  las  innu- 
merables guerrillas  reclutadas  por  casinos  y  gremios, 
un  aspecto  de  campamento  que  enardecía  los  áni- 
mos, y  que  llevaba  las  conversaciones  como  necesi- 
dad ambiente  al  tema  exclusivo  de  la  guerra. 

Por  mi  buen  amigo  Arguelles,  me  puse  al  tanto 
de  los  sucesos  pasados:  Bulacán,  la  Laguna,  los  mon- 
tes de  San  Mateo  y  todos  los  grandes  núcleos  de  la 
insurrección  estaban  casi  pacificados,  excepción  he- 
cha de  la  provincia  de  Cavite,  que  permanecía  in- 
tacta y  fortificada  en  poder  de  los  insurrectos,  que 
habían  acumulado  en  ella  todo  género  de  recursos, 
y  á  juicio  de  los  confidentes,  habían  engrosado  las 
filas  de  defensores  con  las  partidas  dispersas  de  las 


¡LA  guerra!  121 


t)tras  provincias.  No  andaba  la  insurrección  escasa 
de  ánimos,  pues  días  antes  se  habian  atrevido  con 
su  generalísimo  Aguinaldo  á  llegar  á  las  puertas 
de  Manila  y,  rechazados,  todavía  intentaron  cruzar 
el  Pásig,  para  invadir  el  norte  de  Luzón. 

Cacarong  de  Siler,  el  combate  de  las  Lomas  de 
San  Mateo,  y  otros  muchos  victoriosos  para  nuestras 
armas,  no  habían  servido  para  escarmentarles,  pero 
sí  para  sembrar  el  luto  en  la  población  mestiza  é 
indígena  de  la  capital. 

Noté  la  observación  de  mi  amigo.  Vi  en  efecto 
que  eran  innumerables  en  las  mujeres  las  tocas  ne- 
gras, y  que  desde  mi  salida  había  aumentado  con- 
siderablemente, en  los  brazos  de  los  señoritos  mala- 
yos, el  número  de  gasas  con  que  era  uso  marcar  el 
luto. 

En  el  hotel  de  Oriente,  la  guerra  había  impreso  su 
asolador  trastorno,  y  con  él  había  desaparecido 
aquella  pulcritud  y  serena  paz  de  los  primeros  días. 
A  lo  largo  de  los  anchos  pasillos  pavimentados  con 
suntuosas  maderas,  y  por  algunas  entreabiertas 
puertas,  se  exhalaba  un  olor  fuerte  á  iodoformo  y 
gasa  fénica.  Supe  que  eran  muchos  los  oficiales  he- 
ridos, para  quienes  la  estancia  en  el  hospital  su- 
ponía una  cruel  tortura,  y  que  al  cabo  de  súplicas 
habían  obtenido  habitaciones  en  la  fonda. 

La  linda  exgobernadora,  de  vuelta  á  España,  no 


122  RICARDO  BURGUETE 


tuvo  ocasión  de  presenciar  estos  horrores,  y  por 
aquel  mismo  entreabierto  cuarto  que  con  su  ausencia 
dejó  vacante,  vi,  á  la  sazón,  la  puerta  sin  cerrar,  y  á  la 
semiclaridad  de  un  hilito  de  luz  que  desde  la  ven- 
tana entornada  iba  á  iluminar  el  espejo,  vi  la  mis- 
ma cama;  y  á  sus  pies,  esparcidos  por  el  suelo,  grue- 
sos burujones  de  algodón  en  rama  de  algún  pacien- 
te herido,  cuyas  quejas  creí  á  mi  paso  entreoír  en  el 
fondo  sombrío  de  la  habitación. 

Los  sucesos  de  la  guerra  y  los  preparativos  de  la 
campaña  no  habían  turbado  la  paz  ambiente  y  la 
serenidad  luminosa  del  firmamento  que,  entre  lla- 
maradas de  fuego  ó  múltiples  y  diminutas  brasas, 
envolvía  á  Manila  en  la  reposada  sucesión  de  los 
días  y  las  noches. 

La  principal  agitación  y  concurrencia  vivía  en 
las  calles  céntricas  de  los  arrabales,  ó  á  lo  largo  del 
puente  de  España.  La  ciudad  antigua,  dentro  del 
cinturón  leproso  de  sus  murallas  y  la  mole  de  los 
conventos,  daba  al  espacio  sus  torres,  que  con  el  in- 
cesante y  monótono  clamoreo  de  sus  campanas 
adormecían  la  somnolencia  canónica  de  aquellas  ca- 
lles vetustas  del  Manila  viejo,  invadidas  á  toda  hora 
de  unción  y  de  sombra. 

Los  chalets  de  los  alrededores,  y  las  fincas  pin- 
torescas de  las  margenes  del  río,  fué  despoblándo- 
las el  miedo:  y  abandonadas  por  sus  moradores  las 


iLA  guerra!  123 


pintorescas  casitas,  parecían,  á  lo  largo  de  las  calza- 
das, coquetonas  y  compungidas  en  su  aspecto  de- 
sierto y  desolado,  llorar  su  abandono  entre  el  des- 
mayo de  p'átanos  y  palmas  atosigadas  por  el  abrazo 
de  una  vegetación  trepadora  y  anárquica  que,  con 
fuerte  olor  de  selva,  robaba  al  espacio  el  aroma  dul- 
císimo del  üang-ilang  y  la  sampaga. 

Una  noche,  en  el  paseo  de  la  Luneta,  me  llevaron 
al  rincón  donde  se  habían  efectuado  los  últimos  fu- 
silamientos. El  paseo  estaba  concurridísimo,  y  sobre 
las  gentes  flotaba  una  ligerísima  gasa  de  polvo  que 
brillaba  á  luz,  y  que  en  vano  intentaba  aventar  la 
brisa  de  las  aguas,  que  con  rumorosas  olas  iban  á 
morir  al  pie  del  paseo  de  los  coches. 

Sobre  la  tierra  seca  que  había  recibido  de  golpe 
los  cuerpos  sangrientos  de  los  ajusticiados,  me  con- 
taron detalles  del  drama  que  mantuvo  con  sereni- 
dad estoica  á  los  más  animosos,  en  tanto  que  á  otros 
hubo  necesidad  de  conducirlos  como  fardos,  y  quien 
de  entre  ellos— el  nombre  no  hace  al  caso— fué  for- 
zoso transportarle  al  lugar  de  la  ejecución  en  una 
espuerta. 

En  alas  del  viento,  vino  hasta  nosotros  un  chapa- 
rrón de  notas  de  una  alegre  sonata  que  la  música 
acometía  en  el  kiosco  del  inmediato  y  polvoriento 
paseo.  Desde  el  fondo  de  éste,  arrancaba  la  costa 
que  iba  á  perderse  á  lo  lejos  en  territorio  enemigo; 


124 


RICARDO  HURGUETE 


cuya  presencia  denotamos  por  el  resplandor  de  in- 
numerables hogueras,  que  en  los  confines  de  la 
sombra  y  por  la  cara  del  mar  fulguraban  alternati- 
vamente con  parpadeo  iracundo  y  amenazador. 


!sasífe^^5:s?f:*ií^?3, 


XVI 


Empezó  á  desembarazar- 
se de  tropas  la  capital.  A  lo 
largo  de  la  margen  izquier- 
da del  Pásig,  fueron  toman- 
do puesto  los  batallones  y 
las  brigadas  que  habían  de 
formar  las  columnas  inva- 
soras  de  Cavite.  Con  arreglo 
al  plan  del  general  en  jefe, 

una  brigada  amagaría  la  línea  del  Zapote,  en  tanto 
que  la  división  del  flanco  izquierdo  (dos  brigadas), 
iría  á  ganar  las  estribaciones  del  Sungay,  y  siguien- 
do el  declive  del  terreno,  envolvería  el  mencionado 


12 ó  RICARDO  BURGUETE 


río,  atacando  de  revés  y  por  el  flanco  los  obstáculos 
del  terreno  y  las  obras  de  fortificación  levantadas 
por  el  enemigo. 

La  campaña  preparada  en  los  meses  anteriores 
había  de  producir  maravillosos  efectos. 

A  juzgar  por  los  resultados  de  los  trabajos  prepa 
ratorios  de  gabinete,  la  terrible  ecuación  de  la  gue 
rra  se  solventaría  á  favor  nuestro.  Contra  todos  los 
elementos  auxiliares  de  la  insurrección,  se  iban  á 
acumular  tropas  y  medios  organizados  con  labor 
pacientísima  y  previsora: 

¿Se  aplicaría  con  toda  su  plenitud  el  coeficiente 
del  esfuerzo  humano,  individual  y  colectivo,  para 
que  el  plan  de  nuestras  tropas  surtiese  efectos  ven- 
turosos? 

He  aquí  la  incógnita  que  lleva  en  la  guerra  la  in- 
certidumbre  á  las  más  sublimes  concepciones  del 
arte.  Basta  un  desgaste  del  útil  ó  una  mala  aplica- 
ción en  su  empleo,  por  momentánea  que  sea,  para 
desbaratar  la  obra  mejor  concebida  del  artista. 

A  lo  largo  del  río,  á  pocas  millas  de  Manila,  y 
ocupando  las  barricadas  y  los  espacios  despoblados 
de  una  extensa  superficie  que  alcanzaba  hasta  Pate- 
ros, acampaban  ó  vivaqueaban  los  batallones  penin- 
sulares ó  indígenas,  y  mezclados  con  ellos,  en  barra- 
cas y  corralones,  las  fuerzas  de  caballería  y  las  bate- 
rías recientemente  organizadas  esperaban  junta- 
mente con  los  servicios  de  ingenieros,  ambulancia 


[LA  CtUERRAI  127 


y  administración  militar,  á  que  estuviese  concen- 
trado todo  el  material  indispensable  para  el  avance. 

A  la  vera  del  río,  de  márgenes  festoneadas  por 
arbustos  y  brozas,  entre  erguidos  mechones  de  bam- 
bús  que  iban  á  sumergir  algunas  filachosas  cañas  en 
la  blanda  corriente  del  ancho  cauce,  los  vendedores 
ambulantes  habían  establecido,  de  antemano,  innu- 
merables puestos  que  daban  al  campamento  aspec- 
to de  romería. 

Discurrían  los  soldados  ó  formaban  corrillos  en 
que  se  mezclaban  los  cuerpos,  institutos  y  Jas  armas 
auxiliares. 

Por  las  ventanas  de  los  bahais  asomaban  camarillas 
de  tropa  ó  tertulias  de  oficiales,  improvisadas  junto 
á  un  velador  en  sus  alojamientos. 

La  marcha  por  la  alineación  rectilínea  del  camino 
que  seguía  paralelo  al  río,  se  hacía  embarazosa  por 
los  grupos  que  rodeaban  los  puestos;  por  el  ir  y  ve- 
nir de  los  soldados  y  por  el  sinnúmero  de  carrico- 
ches que,  portadores  de  voluntarios  ó  curiosos,  se- 
guían de  reata  á  los  furgones,  á  las  acémilas  y  á 
toda  la  balumba  de  transportes  que,  aforados  á  gue- 
rra, iban  á  servir  para  organizar  el  convoy  de  su- 
ministros. Carros  y  gente  se  apartaban  á  intervalos 
del  camino  para  dar  paso  á  pelotones  de  fuerza 
montada  que  pasaban  envueltos  en  una  tromba  de 
polvo.  Por  el  lado  del  río  los  vaporcillos  que  hacían 
la  travesía  á  la  Laguna,  subían  y  bajaban  con  regu- 


128  RICARDO  BURGUETE 


laridad,  conduciendo  los  ascendentes  todo  el  mate- 
rial que  iba  á  necesitar  la  división  del  Sungay.  En- 
tre roncos  y  prolongados  silbidos  de  sirena,  acogi- 
dos con  aplausos  y  gritos  entusiastas  por  las  solda- 
dos, de  la  orilla,  deslizábanse  veloces  cortando  la 
mansa  corriente  los  vapores  de  arboladura  rasa, 
llevando  sobre  cubierta,  alternativamente,  pelotones 
de  tropa,  que  saludaban  con  los  sombreros;  ó  mate- 
rial de  guerra,  por  entre  cuyos  armones,  cureñas, 
cajas  y  morteros  asomaban  en  apretado  montón,  y  es- 
tirando los  pescuezos  por  encima  de  las  bordas,  mu- 
las  y  caballos,  cuyas  orejas  enderezaba  el  recelo,  que 
á  la  par  hacía  abrir  desmesuradamente  los  ojos  de  las 
pobres  bestias  que  veían  azoradas  el  rápido  y  múlti- 
ple cruce  de  las  desfilachadas  cañas  de  las  orillas. 

No  cesó  en  todo  el  día  el  cruce  de  vapores  que 
iban  á  perderse  en  un  recodo  del  río  entre  penachos 
de  humo  y  sacudiendo  en  popa,  con  la  trepidación 
de  la  arrancada,  la  bandera  española  desplegada  al 
viento  con  rumorosa  ufanía. 

Sobre  el  camino,  en  que  flotaba  el  polvo  sacudido 
por  el  ir  y  venir  incesante,  habíanse  engrosado  los 
grupos  de  los  puestos  de  vendedores.  El  sol,  que  cho- 
rreaba fuego,  caía  á  plomo  sobre  la  cabeza  de  los 
soldados,  abrillantando  el  enjambre  de  los  sombre- 
ros de  paja.  El  humo  de  los  ranchos  encendidos  en 
cada  uno  de  los  campamentos  á  lo  largo  del  camino , 


[LA  guerra!  129 


venía  á  impulsos  del  viento  á  sofocar  la  abrasada  at- 
mósfera. 

Todas  las  conversaciones  versaban,  entre  soldados 
y  oficiales,  sobre  el  mismo  tema:  las  operaciones  pa- 
sadas; los  riesgos  corridos;  las  fatigas  y  las  penalida- 
des de  la  zona  que  acababan  de  dejar. 

Para  todos  los  trabajos  de  sus  batallones  y  aun  los 
personales  de  cada  narrador,  excedían  á  los  de  los 
oyentes;  y  enardecidos  por  las  disputas  y  las  apues- 
tas bajo  aquella  atmósfera  enrarecida  por  el  polvo  y 
el  humo,  en  medio  de  la  infernal  algarabía  de  gritos, 
órdenes  y  voces,  los  corros  se  animaban  y  bastaban 
unas  gotas  de  alcohol  para  caldear  aquellas  cabezas 
aprisionadas  en  los  paveros  de  yarey,  que  chispeaban 
lumbre  al  reflejo  solar. 

Oí  á  mi  paso  hacer  pactos  y  apostar  atrocidades. 
Nadie  ponía  en  duda  el  éxito  de  la  campaña,  y  para 
aseverarse  cada  uno  en  medio  del  ardor  del  entusias- 
mo y  de  la  discusión,  le  bastaba  contar  con  su  pro- 
pio esfuerzo. 

Los  soldados  indígenas  discurrían  descalzos  y  si- 
lenciosos ó  en  grupos  lavaban  sus  ropas  ó  bañaban 
el  cuerpo  en  las  márgenes  del  río. 

El  ir  y  venir  de  coches  y  de  patrullas  montadas 
siguió  incesante,  apartando  los  grupos  del  camino; 
el  silbato  de  las  sirenas  hendiendo  los  aires  del  lado 
del  río,  hacía  juego  á  ratos  con  los  clarines  y  corne- 

FTLTPINAS— 9 


130  RICARDO  BURGUETE 


tas  que  llamaban  á  facción  ó  servicio  á  cada  uno  de 
los  cuerpos  é  institutos. 

A  la  caída  de  la  tarde,  y  entre  nubes  de  fuego  que 
iban  á  colorear  las  aguas  del  Pásig,  pasó  por  delante 
de  mi  alojamiento  la  brigada  auxiliar  china  que  lle- 
vaba á  hombros,  y  chorreando  sangre,  los  despojos 
de  una  ganadería  descuartizada.  Fué  distribuyéndo- 
se la  carne  á  los  cuerpos,  y  por  largo  espacio  peso 
sobre  el  ambiente  que  coloreaba  el  rojizo  crepúsculo 
un  olor  nauseabundo  á  carne  desollada  y  á  matanza. 
Sobre  un  corralón  que  se  extendía  á  mi  vista,  re- 
frotábase  y  piafaba  impaciente  el  ganado  de  la  arti- 
llería; y  más  lejos  cuatro  piezas  de  bronce,  cuyos  tu- 
bos centelleaban  con  siniestra  oriflama,  alineábanse 
correctas  custodiadas  por  dos  centinelas. 

La  tarde  iba  decreciendo  y  por  el  camino,  recien- 
temente ensangrentado,  con  el  chorreo  del  convoy 
de  carne  descuartizada,  los  grupos  renovábanse  de 
nuevo  y  renovaban  el  ardor  de   las  conversaciones. 

A  la  vista  del  suelo  manchado  de  sangre  que  em- 
pezaron á  barrer  los  pies  en  medio  de  la  soflamación 
del  espacio  lleno  de  voces,  de  agudas  notas  de  corne- 
tas y  de  destemplados  sonidos  de  clarín;  respirando 
el  aire  polvoriento  impregnado  de  tufillo  carnicero, 
sentí  la  soflama  de  un  ardor  idéntico  al  de  los  gru 
pos  subir  desde  el  fondo  de  mi  ser  y  el  sedimento 
de  la  bestia  primitiva,  la  levadura  del  norso  prendió 


¡LA  guerra!  131 


en  mi  sangre  que  palpitó  en  las  arterias,  impulsán- 
dome á  destruir,  á  gritar,  á  hacer  locuras. 

¿Tendría  éxito  la  campaña?  Sí.  No  había  duda.  El 
ardor  de  la  ejecución  sacaría  triunfante  el  plan  me- 
ditado. 

Las  primeras  sombras  de  la  noche  disiparon  las 
de  mis  dudas;  y  mi  fe  se  encendió  en  la  viva  clari- 
dad con  que  á  lo  lejos  brillaban  las  hogueras  de  los 
ranchos. 

¡Ah,  qué  distinto  aquel  estruendo  de  guerra  enar- 
decedora  y  preparada,  del  lento,  silencioso  y  estéril 
sacrificio  de  Cuba!  La  muerte  se  cerniría  igual  sobre 
los  dos  campos,  ¡pero  qué  distinto  morir  á  la  vuel- 
ta de  un  recodo,  de  bruces  en  la  bajada  de  un  arro- 
yo, á  caer  á  la  vista  de  todos,  sobrepasando  el  esfuer- 
zo común,  en  el  estrépito  del  combate  y  llevando  en 
la  cabeza  la  borrachera  de  la  vanidad  consagrada  á 
enardecer  el  valor  del  guerrero! 

Evoqué  otros  tiempos,  otras  edades.  El  vasto  cam- 
pamento, con  las  múltiples  luces  de  los  coches  y  los 
farolillos  de  los  puestos,  trajo  á  mi  mente  la  ima- 
gen de  una  tribu  guerrera  que  acampaba  en  el  ca- 
mino para  proceder  á  una  invasión  sangrienta  y  ex- 
terminadora.  Entre  el  lusco  y  fusco  de  la  noche  estre- 
llada y  de  los  innumerables  farolillos,  las  sombras 
Be  agigantaron;  y  á  lo  largo  de  los  penachos  de  bam- 
bú que  ornaban  el  camino;  en  medio  de  de  la  infer- 
nal gritería,  creí  adivinar  un  trozo  de  selva  norman- 


132  RICARDO  BURGUETE 


da  acaparada  por  una  legión  de  guerreros  del  Norte: 
el  norsoy  el  bárbaro,  que  nuestra  civilización  detes- 
ta, vivía  allí  porque  vivirá  allí  por  desdicha  entre 
nosotros  todo  lo  que  viva  este  mísero  caparazón  hu- 
mano. 

La  soberbia  nos  hacía  detestar  la  guerra  para  su- 
frir con  más  crueldad  la  imposición  de  sus  tormen- 
tos: el  norso  tuvo  un  Thor  é  hizo  de  la  guerra  una 
religión;  aquella  religión,  ruda,  grave,  pero  sincera, 
que  produce  austera  impresión,  pero  consagración 
del  valor — dice  Carlyle— bastó  para  aquellos  viejos 
y  valientes  norsos. 

Pero  esta  misma  guerra  que  la  civilización  mal- 
dice, para  caer  en  ella  á  su  despecho,  no  tiene  entre 
sus  reügiones  el  consuelo  del  paganismo  semibárba- 
ro que  hacía  justa  toda  causa  puesta  al  servicio  del 
valor  y  del  esfuerzo,  y  servíase  de  las  walkirias  para 
entresacar  de  entre  los  montones  de  muertos  y  con- 
ducir á  mejor  vida  á  los  que  se  sacrificaron  al  he- 
roísmo. 

La  sirena  de  un  vapor  que  cruzaba  el  río,  retum- 
bó como  enorme  caracol  de  guerra  é  hizo  aletear  en 
el  tejado  de  mi  alojamiento  una  bandada  de  buitres 
que,  en  espera  de  nuestras  operaciones,  iban  á  su 
vez  tomando  alojamiento  á  nuestra  vera. 

Cornetas  y  clarines  llamaron  á  lista  de  retreta  y 
el  camino  fué  quedando  despejado. 

V^lví  á  la  realidad,  olvidando  la  leyenda   de  las 


LA  guerra! 


133 


walkirias:  la  civilización  humanitaria  y  piadosa 
deshizo  la  fantasía  pagana,  pero, sin  poder  deshacer 
la  guerra,  enseñó  que  sólo  los  buitres  y  los  cuervos 
— que  á  la  sazón  esponjaban  sus  plumas  en  el  teja- 
do de  mi  alojamiento— tenían  la  virtud  de  visitar 
los  muertos  en  el  combate  para  sacarles  de  los  mon- 
tones y  picotear  indistintamente  los  vidriados  ojos 
de  los  violáceos  y  ensangrentados  cuerpos. 


XVII 


Fué  necesario  dar  desarrollo  y  cülocación  á  las 
fuerzas,  y  al  quedar  aislada  la  brigada  del  Zapote, 
fuimos  formando  parte  de  ella  á  alojarnos  en  Culi- 
Culi. 

Muy  cerca  del  poblado,  improvisamos  una  choza 
con  pencas  de  palmera  y  hojas  de  plátano  que  re- 
novábamos á  diario  con  el  auxilio  del  inmediato  pla- 
tanar. 

Nuestra  situación,  á  vanguardia  de  la  línea  gene- 
ral de  la  brigada,  exigió  un  penoso  servicio  en  los 
días  que  precedieron  á  las  operaciones. 

De  noche,  singularmente,   era  preciso  establecer 


l36  RICARDO  BURGUETE 


emboscadas  y  servicio  de  escuchas  á  lo  largo  de  los 
caminos,  y  por  este  procedimiento,  logramos  dar 
caza  á  los  numerosos  confidentes  y  espías  que  del 
lado  del  enemigo  se  aventuraban  con  mensajes  á 
atravesar  las  líneas. 

La  maniobra  era  por  extremo  pesada  y  exigía  in- 
terminables noches  de  espera,  en  que  por  ahogar 
todos  los  ruidos,  al  menor  estremecimiento  del  bos- 
que, sofocábamos  la  respiración  contra  el  suelo  ó 
entre  puñados  de  broza.  Rastreaban  los  reptiles 
por  entre  la  hierba  y  su  paso  hacíanos  vibrar  de 
emoción  y  agolpab  i  los  latidos  de  la  sangre  en  las 
paredes  del  pecho.  Fueron  varios  los  espías  que,  al 
caer  en  nuestro  poder,  pagaron  con  la  vida,  sobre  la 
hierba  reseca  de  las  carnadas  improvisadas  por  una 
noche  de  acecho  en  los  rincones  del  bosque,  su 
arriesgada  empresa.  No  era  posible  hacerles  confe- 
sar su  misión,  y  con  juicio  rápido  y  previo  iban  á 
tragarse  la  vida  y  el  secreto  en  una  encrucijada  de 
la  selva,  al  romper  el  día. 

Una  mañana,  tras  los  preparativos  de  la  víspera, 
nos  tocó  emprender  la  marcha  flanqueando  el  resto 
de  la  brigada  que  había  salido  de  Pateros.  íbamos  á 
emprender  Ja  marcha  á  través  del  desierto  limitado 
á  nuestro  frente  por  la  laguna  de  Bay  y  por  el  río 
Zapote.  A  prevención  se  hizo  que  la  tropa  cortase 
en  el  bosque  bombones  de  caña  para  conducir  el 
agua,  que  no  encontraríamos  en  toda  la  jornada. 


jLA  guerraI  187 


Forman  el  desierto  una  sucesión  de  altillanos  de 
tierra  agrietada  y  arenisca  que  aprisiona  los  pies  y 
embaraza  la  marcha.  Algunos  mechones  de  vegeta- 
ción escueta  y  reseca  manchan  la  vasta  superficie 
de  aquel  amarillento  mar,  surcado  por  lomos  y  de- 
presiones que  semejan  gigantescas  oleadas  de  are- 
na. El  polvo  arenisco  que  movían  los  pies  en  su 
marcha  y  que  el  sol  caldeaba  antes  de  adherirse  al 
sudor  del  cuerpo  ó  de  entrar  en  cada  aspiración, 
por  narices  y  bocas,  consumió  en  las  primeras  horas 
de  jornada  el  agua  de  las  cañas  y  pronto  la  sed,  en 
la  reseca  del  ambiente  que  aspiraban  los  pulmones 
jadeantes,  se  hizo  sentir  á  lo  largo  de  las  fuerzas  del 
flanqueo. 

La  columna  principal,  lejos  de  nuestra  vista,  ple- 
gaba y  desplegaba  sinuosamente  el  lomo,  como  un 
largo  gusano  de  brillantes  escamas.  Dos  ó  tres  veces, 
en  lo  alto  de  un  repecho,  alcanzamos  á  ver  la  artille- 
ría y  la  impedimenta  que  como  enorme  panza  del 
reptil  brillaba  al  sol  con  el  resplandor  lustroso  de 
múltiples  espejuelos. 

La  caballería  se  destacó  en  largos  cordones  que 
tremolaban  husmeando  á  modo  de  antenas.  Fué  pre- 
ciso al  medio  día  dar  un  descanso  á  la  tropa  y  se 
concedió  en  lo  alto  de  un  cerrito  desde  el  cual,  para 
mayor  tortura  de  la  sed,  alcanzamos  á  divisar  en  la 
lejanía  la  enorme  extensión  de  la  laguna  rizada  en 
ondas  y  cerrada  por  una  borrosa  línea  de  montes: 


138  RICARDO  BURGUETE 


— ¡Agual  ¡agua! —se  oyó  exclamar  en  la  columna, 
y  la  imagen  de  aquella  azulada  superficie  que  bañó 
ligeramente  de  humedad  las  primeras  bocanadas  de 
brisa  que  nos  refrescaron  en  el  montículo,  sirvió 
para  encender  é  irritar  el  deseo. 

Vana  esperanza  de  tocar  los  bordes  del  lago.  La 
marcha  volvió  á  emprenderse  torciendo  á  la  dere- 
cha, para  no  abandonar  la  divisoria  en  que  era  de 
presumir  alcanzaríamos  las  primeras  resistencias  del 
enemigo. 

Creció  el  tormento  á  la  vista  de  las  aguas  distan- 
tes, y  las  brisas  ligeramente  mojadas  endulzaban  de 
momento  el  paladar,  dejando  á  su  paso  en  la  gar- 
ganta una  impresión  de  fuego. 

Abrasaba  el  sol  las  cabezas  y  la  imaginación  cal- 
deada y  expansiva  tornaba  los  ojos  al  lago  y  se  tor- 
turaba con  deleites  que  no  saciaban  el  deseo. 

Durante  la  marcha,  sintiendo  vacilar  las  piernas 
á  cada  tropezón  del  terreno  resquebrajado,  traté  de 
cerrar  los  ojos  á  la  vista  de  las  aguas;  ¡inútil  empe- 
ño! la  imaginación  saboreaba  delicias  que  acaba- 
ron por  abrasarme  el  paladar  y  me  encendieron  la 
lengua  con  tan  reseca  picazón,  que  tuve  necesidad 
de  aspirar  con  la  boca  abierta  las  tenues  emanacio- 
nes de  fresca  brisa  que  el  sol  secaba  por  instantes. 
Acabé  por  dejar  á  los  sentidos  y  á  la  mente  libre 
desenvoltura,  y  con  ficciones  de  sonámbulo,  andaba 
largo   trecho:  la  imaginación  bebía  en  la  laguna; 


¡LA  guerra!  139 


primero  humedecía  los  labios;  después  á  pequeños 
sorbos,  y  por  fin,  no  saciándose  con  sendos  tragos  del 
agua  dulzona  y  cristalina,  bebía  oleadas  enteras  y 
acababa  por  secar  el  cauce  para  beber  barro.  Co 
menzaron  á  zumbarme  los  oídos  y  noté  en  las  amíg- 
dalas agudas  punzadas  que  subieron  hasta  el  fon- 
do del  pabellón  de  las  orejas. 

Un  tiroteo  seco  y  lejano  nos  llevó  la  vista  hasta 
las  fuerzas  montadas,  que  se  destacaban  en  el  fondo 
azul  del  horizonte  entre  nubecillas  de  humo.  La  co- 
lumna aproximándose  se  había  hecho  más  percep- 
tible, y  las  escamas  brillantes  del  reptil  fueron  á 
nuestros  ojos  el  reflejo  de  armas  y  marmitas  de  la 
tropa. 

Pronto  íbamos  á  entrar  en  la  demarcación  de  Al- 
mansa:  punto  fortificado  del  enemigo  y  final  de 
nuestra  etapa  si  lográbamos  su  asalto.  Sobre  una  de 
las  eminencias  de  la  divisoria  que  seguíamos,  eché 
un  vistazo  al  paisaje:  por  el  frente  el  Sungay  se  ele- 
vaba sobre  la  línea  de  montes  que  cerraban  la  la- 
guna; á  modo  de  foso  se  extendía  á  la  derecha  la 
línea  de  vegetación  del  Zapote  y,  formando  una  sar- 
ta á  ]o  largo  de  nuestro  flanco  derecho,  los  blancos 
paredones  de  los  pueblos  de  Parañaque,  las  Pinas  y 
Cavite  escondíanse  á  lo  lejos  en  una  línea  sinuosa 
de  verdura  confinante  con  el  mar. 

A  la  puesta  del  sol  alcanzamos  la  carretera  y  se- 
guimos la  huella  de  la  columna  principal,  cuya  van- 


1 4U  RICARDO  HURGUETE 


guardia  acababa  de  entrar  en  las  chozas  de  Alman- 
sa  sin  resistencia  alguna.  Un  polvo  rojizo  cuyo  tono 
aumentaba  el  reflejo  del  sol  poniente  cubría  el 
firme  del  camino,  y  por  él  pisamos  como  sobre  una 
alfombra  consoladora,  hechos  los  pies  á  los  terrenos 
y  resquebrajaduras  del  desierto. 

A  nuestra  izquierda  y  distantes,  para  mayor  cruel 
dad,  un  tiro  de  fusil,  ondeaban  las  aguas  de  la  la- 
guna. El  último  trozo  de  la  jornada  lo  hice  cami- 
nando como  un  autómata,  atormentado  por  fortísi- 
mo  dolor  de  cabeza  y  abriendo  3^  cerrando  los  ojos 
entre  visiones  de  lumbre. 

Muy  cerca  de  las  trincheras  abandonadas  de  Al- 
mansa,  una  charca  verde  y  viscosa  que  vigilaba 
un  cordón  de  centinelas  impidiendo  acercarse  á  la 
tropa,  cruzamos  al  paso,  y  en  las  márgenes  del  ba- 
rrizal fui  á  hundir  piernas  y  brazos  abrasado  por  la 
ñebre. 

Sin  las  horas  de  aquella  noche  nunca  hubiera  te- 
nido la  percepción  del  tiempo  eterno.  Acampamos 
en  uno  de  los  fuertes  más  inmediatos  á  la  charca 
viscosa,  que  servía  exclusivamente  para  bañar  cara- 
baos. Con  las  primeras  sombras  de  la  noche  me 
acosté  sobre  paja  de  una  choza,  acometido  de  un  in 
tenso  frío  febril.  No  había  esperanzas  de  beber  una 
gota  de  agua;  la  tropa  no  pudo  hacer  rancho  y  co- 
mió en  seco  carne  de  carabao  asada  á  la  lumbre  de 
las  hogueras. 


iLA  guerra!  141 


Conservo  como  un  borroso  delirio  la  impresión 
de  la  noche  aquella.  Vino  á  verme  el  médico  del 
cuerpo,  y  después  de  pulsarme  ordenó  se  me  dieran 
unas  pinceladas  de  iodo  para  bajar  la  inflamación 
de  la  garganta. 

Fueron  horriblemente  crueles  las  primeras  horas; 
la  quemazón  del  iodo,  la  sed  de  la  fiebre  y  la  horri- 
ble reseca  de  la  garganta  cuya  hinchazón  me  impi- 
dió tragar  saliva,  estuvieron  á  punto  de  enloque- 
cerme: 

—¿Por  qué  era  aquello?  ¿Por  qué  acampábamos 
sin  agua?  No  lo  supe  entonces,  ni  lo  sé  ahora,  pero 
sí  supe  aquella  noche  por  qué  grados  pasa  la  razón 
para  llegar  al  desvarío.  Sacudido  por  el  frío  intenso 
de  la  fiebre,  me  creí  transportado  en  medio  del  fan- 
gal y  en  él,  á  cada  esfuerzo  para  inclinarme  á  beber 
el  verdoso  líquido,  me  hundía  en  un  pozo  sin  fin,  cuya 
profundidad  aumentando  con  cada  uno  de  mis  es- 
fuerzos acababa  por  robarme  el  aire.  Otros  ratos  me 
atormentaba  la  visión  de  la  laguna:  á  ella  había  po- 
dido llegar  sigilosamente  y  á  rastras  burlando  el 
cordón  de  centinelas.  Pero  ¡inútil  afán!  ¡vano  em- 
peño! No  podía  beber  las  aguas  porque  los  bordes 
del  lago  eran  de  tierra  abrasada  que  quemaba  las 
palmas  de  mis  manos.  Volvía  desesperado  á  la  ca 
minata  de  regreso.  Mi  imaginación  calenturienta  me 
deparaba  en  el  delirio  un  escondido  pozo,  en  cuyo 
fondo  brillaba  el  agua.  Bajaba  quebrantándome  los 


142  RICARDO  BURGUETE 


huesos  de  pies  y  manos  con  mil  trabajos  y  el  des- 
engaño borraba  la  mentida  ilusión:  mi  mano  sólo 
alcanzaba  puñados  de  negruzco  barro,  en  cuyo  fondo 
el  fulgor  de  una  estrella  fingía  el  mentido  reflejo  del 
agua. 

Recordé  la  sed  bíblica;  la  sed  de  los  desiertos;  la 
horrible  sed  de  las  caravanas,  que  después  de  agotar 
la  sangre  de  los  camellos  disputa  la  de  los  hom- 
bres: al  cabo  yo  bebía  sangre  también  y  notaba  en 
el  paladar  el  gusto  tibio  y  nauseabundo  de  la  sangre 
¿de  la  sangre  de  quién?... 

Quedó  adormecida  la  imaginación  y  el  deseo,  irrita- 
do hasta  el  paroxismo,  agotó  la  sensibilidad:  ahora 
me  rodeaba  el  agua  por  todas  partes  y  refrescaba 
mi  paladar  sin  poder  deslizarse  á  través  de  la  gar- 
ganta obstruida:  perdí  por  un  momento  la  sensa- 
ción de  la  sed  y  subió  á  mi  boca  la  repugnancia  y 
la  hartura  del  mismo  sorbo  bebido  por  la  mañana: 
así,  con  esta  repugnancia,  reflejo  de  la  sensibilidad 
agotada,  logré  descansar  algunas  horas  hasta  la  en- 
trada del  nuevo  día. 

Sobre  el  caballo,  que  me  cedió  un  compañero, 
dormí  al  regreso  la  modorra  de  la  fiebre...  Recuerdo 
que,  á  pocos  pasos  del  malhadado  campamento,  se 
encontraron  unas  fuentes  que  sirvieron  para  saciar 
la  sed  rabiosa  de  los  soldados  y  la  mía  y  llenar  de 
nuevo  los  bombones. 

La  marcha  de  regreso  á  Parañaque  ñié  para  mí 


|i>A  guerraI  143 


penosísima.  Las  tierras,  los  campos,  los  montes  re 
corridos  el  día  anterior,  daban  vueltas  en  torno  de 
mi  cabeza,  y  ésta  amenazaba  estallar  apretada  por  la 
fiebre  y  cocida  por  el  sudor  que  borboteaba  al  sol. 
En  la  última  hora  de  jornada,  el  enemigo,  que  ha- 
bía prendido  la  retama  reseca  de  extenso  campo,  es- 
tuvo á  punto  de  dar  fin  de  la  retaguardia  que  contó 
por  docenas  los  casos  de  asfixia  fulminante. 


#-5-^*^"' 


\  \^ 


XVIII 


A  Parañaque  llegó  una  mañana  el  cuartel  gene- 
ral. 

Todavía  en  mi  cuerpo  y  en  mi  espíritu  vivía  can- 
dente la  impresión  de  la  pasada  marcha. 

La  sed,  la  horrible  sed  soportada  había  servido 
á  juicio  de  los  técnicos  para  economizar  sangre  en 
la  toma  y  posesión  de  Almansa.  Pero  ¡ay!  que  estos 
cálculos  de  gabinete  fallaron  á  última  hora,  por  no 

FILIPINAS — 10 


146  RICARDO  HURGUETE 


darle  al  factor  de  la  resistencia  humana  el  valor 
limitado  que  tiene.  La  asfixia  en  el  regreso  consu- 
mió más  hombres  de  los  que  hubiera  podido  con- 
sumir la  resistencia  del  destacamento  encargado  de 
guardar  al  pueblo.  Sólo  en  la  brigada  de  chinos  en- 
cargada de  transportes  se  cebó  la  muerte  en  mon- 
tón: 

— ¡Opio!  ¡opio!  señolía,  —  y  tomando  repentina- 
mente la  amarillez  del  ámbar  quedaban  rígidos  en 
el  campo,  y  había  que  cargarlos  sobre  las  acémilas 
retirándolos  de  la  candela  que  el  enemigo  acababa 
de  prender. 

Muerte  sin  gloria,  sin  sacrificio,  sin  otro  esfuerzo 
que  el  de  la  vida  al  escapar  á  chorros  por  los  poros 
al  no  poder  hallar  salida  por  la  respiración  sofo- 
cada. No  irían  seguramente  las  walkirias  á  entre- 
sacar los  más  gloriosos  de  aquellos  prosaicos  muer- 
tos: ni  aun  los  buitres  ni  los  cuervos  que  nos  siguie- 
ron en  la  marcha  se  atrevieron  á  aventurarse  en  la 
densa  capa  de  humo  que  nos  envolvía. 

Siguieron  los  preparativos  en  el  cuartel  general 
para  dar  el  asalto  á  Pamplona.  Dueños  de  este  otro 
punto,  lo  éramos  de  la  línea  paralela  que  amagaría 
el  Zapote. 

La  noche  anterior  á  la  salida  se  distribuyeron  las 
fuerzas,  y  á  los  que  nos  tocó  formar  parte  de  la  van- 
guardia acudimos  á  recibir  instrucciones  directas 
del  Estado  Mayor  General. 


¡LA  guerra!  147 


Al  salir  del  convento  que  alojaba  al  general  en 
jefe,  cruzamos  un  patio,  en  cuyo  fondo  se  destaca- 
ban las  enormes  piezas  del  tren  de  sitio,  que  pocos 
días  antes  habíase  acarreado  con  trabajos  inauditos 
desde  Manila. 

Los  compañeros  que  aguardaban  á  la  puerta  nos 
salieron  al  paso,  y  acosándonos  á  preguntas,  decidi- 
mos todos  pasar  la  noche  en  alegre  francachela. 

Recorrimos  casi  todos  los  alojamientos  y  fué 
forzoso  beber  en  todos  algo.  Mascullando  brindis 
y  llevando  en  la  cabeza  á  Odino  y  el  Paganismo 
bárbaro,  fui  á  tenderme  breve  espacio,  acompaña- 
do por  los  oficiales,  en  un  petate  cerca  de  los  solda- 
dos de  nuestra  compañía  que  roncaban  á  pierna 
suelta  desde  las  primeras  horas  de  la  noche. 

Llegaron  las  del  alba,  á  mi  juicio,  en  un  abrir  y 
cerrar  de  ojos,  y  el  toque  de  diana  me  hizo  incorpo- 
rar con-  un  quebrantamiento  general  de  huesos.  Sa- 
lió silenciosa  y  adormecida  la  tropa  de  los  aloja- 
mientos, y  formando  á  lo  largo  de  la  calle,  se  dis- 
tribuyó el  café  á  la  escasa  luz  de  la  hoguera  que 
había  servido  para  su  cocción.  Las  primeras  brisas 
de  la  mañana  acabaron  por  despabilarme  con  una 
aguda  sensación  de  frío.  Tomé  una  taza  de  café  del 
de  la  tropa  y,  en  tanto  aguardaba  órdenes,  recapacité 
en  las  que  me  comunicaron  la  noche  anterior: 

«En  Pamplona  había  acumulado  el  enemigo  el 
núcleo  principal  de  sus  defensas,  y  era  preciso  apo- 


148  RICARDO  BURGUETE 


derarse  de  ellas  á  toda  costa.  El  trabajo  de  la  van- 
guardia debía  ser  de  tanteo  y  esperar,  caso  de  ser 
insuperable  el  esfuerzo  de  la  defensa,  á  que  la  bri- 
gada desplegase  toda». 

Cinco  batallones,  tres  baterías  y  fuerza  montada 
componían  el  total  de  la  columna.  Volví  á  recons- 
tituir en  la  imaginación  el  diseño  mental  que  me 
hicieron  del  terreno.  Y  tras  de  innumerables  cálcu- 
los, asomaba  siempre  la  pregunta  de  la  cruel  incer- 
tidumbre  que  había  de  resolverse  á  las  pocas  horas: 

—¿Servirá  el  esfuerzo? 

Roto  el  día,  salimos  del  pueblo  á  través  de  unas 
sementeras,  y  á  un  kilómetro  escaso  atravesamos  los 
puentes  de  caña  india  que  nos  facilitaron  el  paso 
sobre  un  estero.  Marchaba  silenciosa  la  columna 
y  brillaban  á  lo  lejos  las  armas  como  espejuelos  con 
los  primeros  rayos  del  sol  de  la  mañana.  Todo  el 
camino  era  semeritera,  agrietada  y  terrosa.  A  lo  le- 
jos los  bosques  de  bambúes  cortaban  caprichosa- 
mente el  horizonte. 

La  impaciencia  y  el  sobresalto  hizo  á  toda  la  van- 
guardia enmudecer  y  apretar  el  paso  á  medida  que 
se  avanzaba.  Se  desplegaron  los  primeros  pelotones 
para  husmear  en  la  marcha  los  bosques  y  los  ba- 
rrancos. 

Risueño  abría  el  día  y  un  sol  alegre  bañaba  la 
dilatada  extensión  de  las  sementeras:  cruzamos  un 
pequeño  pinac  sobre  un  puente  de  caña  y  fuimos  á 


¡LA  guerra!  l49 


dar  en  las  merindades  de  un  barranco  surcado  de 
unos  hilitos  de  agua  y  erizado  de  vegetación.  Al 
salir  de  él,  hirió  mi  mente  el  diseño  de  Pamplona  y 
con  honda  emoción  comuniqué  mis  impresiones  al 
comandante  de  la  vanguardia... 

Por  el  frente  apenas  era  perceptible  una  línea  de 
bahais  y  frente  á  ella  una  cinta  de  terreno  de  color 
distinto  que  acusaba  tierra  removida.  Seguimos 
avanzando  y  á  medida  que  la  columna  transponía, 
alargándose,  la  cresta  del  barranco,  fueron  hacién- 
dose más  perceptibles  las  chozas  y  destacándose 
más  la  línea  de  las  fortificaciones.  Desplegaron  las 
dos  primeras  compañías,  y  quedando  la  primera  de 
reserva,  enfilé  con  la  gente,  cerrando  la  distancia  el 
flanco  izquierdo  de  la  fuerza  desplegada. 

Se  daban  las  órdenes  en  voz  baja  y  sólo  gritaban 
roncos  los  tacos  y  los  juramentos.  Sobre  el  campo 
pesaban  un  silencio  solemne  y  una  calma  siniestra 
y  retadora. 

En  la  sementera  bañada  de  luz,  y  á  la  izquierda, 
un  apretado  haz  de  bambús,  impulsado  por  la  brisa, 
movía  sus  enhiestos  penachos,  por  modo  trágico,  á 
nuestro  paso,  con  signos  negativos  y  con  rumoroso 
estremecimiento  que  contrastaba  con  la  calma  del 
espacio. 

Se  hizo  más  distinta  la  línea  de  las  fortificacio- 
nes, y  al  poco  tiempo  apareció  la  cresta  de  los  para- 
petos dibujada  en   el  espacio  azul  por  una  repen- 


150  RICARDO  BÜRGUÉTE 


tina  sucesión  de  nubéculas  de  humo,  que  mandó 
sobre  nuestras  cabezas  una  rociada  simultánea  con 
un  rasgado  traqueteo  de  disparos  lejanos.  Fué  pre- 
ciso acelerar  el  paso  y  la  tropa,  bajando  las  cabezas 
al  chaparrón,  avivó  la  marcha.  Pronto  el  fuego  cu- 
brió de  una  gasa  densa  y  uniforme  las  trincheras 
enemigas.  No  era  posible  avanzar  sin  contestar  al 
fuego  y  las  fuerzas  desplegadas,  hincando  rodilla 
en  tierra,  rompieron  un  violento  tiroteo  sobre  la  trin- 
chera. 

De  un  achuchón  que  abrió  claros  en  las  filas,  é 
hizo  rodar  gentes  por  el  suelo,  ganamos  cien  metros 
y  con  nuestro  empuje  avivó  el  tiroteo  rabioso  de  la 
defensa.  Nos  fué  preciso  desplegar  por  la  izquierda 
y  acometer  por  nuestro  frente  un  reducto,  que,  des- 
tacado de  la  línea  general  de  trincheras,  encerraba 
una  nube  de  cabezas  vistas  á  través  de  las  claras  del 
humo.  No  distaríamos  más  de  seiscientos  metros:  y 
á  esa  distancia  era  preciso  avanzar  sin  interrup- 
ción: avanzamos  á  pequeños  saltos  en  medio  de 
una  agitación  creciente  y  anhelosa  y  del  estruendo 
de  los  disparos  que  no  dejaba  percibir  las  voces.  En 
cada  uno  de  los  avances  se  abrían  brechas  en  las 
filas  y  rodaban  hombres  como  tacos,  dejando  claros 
que  muy  pronto  cerraba  el  instinto  defensivo  de  la 
agrupación: 

— ¡Arriba!  ¡arribal 

Era  preciso  cerrar  la  distancia  sobre  el  contrario: 


¡LA  guerra!  151 


y  se  golpeaba,  se  aullaba  con  voces  jadeantes,  con 
esfuerzo  extraordinario  como  si  se  tratase  de  salvar 
una  cuesta  insuperable.  ¡Se  salva  la  cuesta  más  es- 
pinosa para  el  hombre:  la  cuesta  de  la  muerte! 

—  ¡Arriba!  ¡arriba! 

La  ira  y  el  azoramiento  ponían  en  los  semblantes 
densamente  pálidos,  extrañas  muecas.  Aullaban 
desaforadamente  los  heridos  y  se  pegaba  indistinta- 
mente á  todo  el  que  puesto  en  pie  retrocedía: 

— ¡Arriba!  ¡arriba! 

Era  preciso  avanzar,  tragar  la  muerte;  ir  á  bus- 
carla y  sorberla  con  la  respiración  jadeante. 

El  reducto  vomitaba  un  incendio.  Los  sombreros 
de  los  defensores  ó  las  desnudas  cabezas  asomaban 
entre  los  zurcidos  del  humo: 

— ¡Arriba!  ¡arriba! 

La  tropa  disparaba  enloquecida  con  ansia  mortal, 
y  con  trémula  avidez  se  sacaban  cartuchos  de  las 
cartucheras  y  se  avanzaba  sin  cesar,  desperdigando 
municiones,  cayendo  jadeantes  aquí  y  acullá  con 
el  fusil  entre  las  crispadas  manos  y  mordiendo,  en 
las  caídas,  los  terruños  y  el  polvo  con  la  boca: 

— ¡Arriba!  ¡arriba! 

Lamentábase  el  esfuerzo  físico  agotado,  ó  la  mo- 
ral perdida  entre  las  salpicaduras  de  sangre  de  los 
compañeros  muertos  ó  heridos: 

— ¡Arriba!  ¡arriba! 

Sonaban  sin  compasión  los  garrotazos,  los  golpes, 


152  RICARDO  HURGUETE 


las  imprecaciones  que  sacudían  los  cuerpos  y  sanea- 
ban las  debilidades  del  espíritu  ó  las  flaquezas  del 
miedo: 

— ¡Arriba!  ¡arriba! 

Con  el  avance  crecía  la  defensa;  y  á  su  vista,  la 
ansiedad  y  el  agotamiento  amenazaban  desbaratar  el 
pecho: 

— ¡Arriba!  ¡arriba! 

Gritaban  los  más  animosos,  haciendo  coro  al 
mando...  De  pronto  una  brusca  explosión  simultá- 
nea, enorme,  que  vomitó  candela  hasta  nosotros, 
sembró  una  tromba  de  hierro  sacudiendo  entre 
polvo  á  nuestros  pies  en  las  entrañas  de  la  tierra. 
Siguió  otra...  y  otra.  Las  lantacas  y  cañones  del  re- 
ducto barrían  el  paso,  y  en  un  momento  la  guerrilla 
retrocedió  arremolinada  como  guiñapo  que  arrolla 
el  viento,  ó  como  vela  que  el  huracán  sacude  y  re- 
tuerce: 

— ¡Arriba!  ¡arriba! 

Fué  preciso  el  esfuerzo  supremo:  se  pisaron  los 
caídos  y  el  mando  enderezó  á  palos  la  muchedum- 
bre, volviendo  á  desplegar  la  tropa  como  flamante 
bandera. 

¡Arriba!  ¡arriba,  muchachos!  Metí  el  pelotón  de 
tiradores  bajo  un  chaparro  á  ciento  cincuenta  me- 
tros del  parapeto.  Nueva  tromba  de  la  artillería  hizo 
leña  del  árbol  que  se  abatía  sobre  nuestras  cabe- 
zas... 


ILA  C4UERRa!  153 


Ya  sólo  faltaba  un  esfuerzo  supremo...  ¡El  últi- 
mo!... Tocaron  las  cornetas  paso  de  ataque...  brilla- 
ron los  sables  por  cima  de  los  sombreros  y 

¡Arriba,  arriba!  En  medio  de  una  gritería  infer- 
nal, entre  resoplidos  de  ira  y  de  sofoco,  la  línea  toda, 
dando  al  espacio  el  erizado  peine  de  las  bayonetas, 
se  lanzó  tras  de  mis  tiradores  al  asalto  de  reductos 
y  parapetos. 

Caímos  revueltos  con  los  menos  diligentes  y  los 
heridos  del  contrario.  Los  cuchillos  del  maüser,  al 
hundirse  en  los  cuerpos  caídos,  sonaban  como  si 
despanzurraran  odres. 

Fué  preciso  tomar  aliento  para  emprender  la  per- 
secución, pero  la  ira  y  el  deseo  de  venganza  fueron 
llevándose  la  gente  tras  de  los  fugitivos. 

Extendíase  el  pueblo  formando  una  agrupación 
de  bahais  acribillados,  y  por  entre  ellos  huía  un  en- 
jambre de  mujeres  y  chicos  mezclados  entre  los 
más  animosos  defensores,  que  todavía  disparaban 
en  su  huida. 

Con  un  oficial,  los  tiradores  y  un  pelotón  de  tropa 
seguí  á  lo  largo  de  una  sementera,  acosando  con  el 
fuego  á  un  pelotón  de  fugitivos. 

En  un  bosque  inmediato  á  un  barranco,  al  otro 
lado  del  pueblo,  di  descanso  á  mis  fuerzas  y  á  las  de 
mi  mando. 

El  triunfo  hacía  radiar  los  ojos  y  animaba  los 
semblantes  todavía  demudados.  En  aquel  rincón 


154  RICARDO  BURGUETE 


del  bosque,  aspiramos  todos  la  vida  entre  bocanadas 
de  aire  y  con  una  sensación  de  bienestar  inexplica- 
ble. Por  nuestra  derecha  seguía  el  tiroteo  de  las 
fuerzas  de  la  columna  que,  á  mi  juicio,  habían  ido 
á  interceptar  á  los  dispersos  el  paso  del  río. 

Proseguimos  la  marcha  y,  guiados  por  una  india 
que  alcanzamos,  fuimos  á  salir  á  una  sementera  para 
cazar  fugitivos. 

Nos  rompieron  el  fuego  desde  la  orilla  opuesta, 
y  entre  el  matorral  de  una  espesa  selva,  desorienta- 
do un  momento  por  la  marcha,  creí  que  se  trataba 
de  algún  pelotón  disperso  y  lancé  la  gente  á  salvar 
el  espacio  que  nos  separaba 

Caímos  en  pleno  barrizal  del  Zapote,  en  medio 
de  una  ensenada,  y  nuestra  presencia  fué  recibida 
con  un  nutrido  fuego  casi  circular,  que  nos  abrieron 
desde  la  línea  de  fortificaciones  de  la  orilla  opuesta. 
Fué  preciso  que  nos  desenfiláramos  del  recodo,  y 
bajo  una  rociada  más  espesa  que  el  granizo,  fuimos 
á  ampararnos  de  los  troncos  de  la  selva... 

En  aquella  marcha  de  flanco,  un  golpe  seco,  bru- 
tal, que  sofocó  mi  aliento,  haciéndome  vibrar  al  do 
lor  todo  el  cuerpo  y  que  contrajo  seguidamente  mis 
músculos  obligándome  con  fuerza  á  entornar  mis 
párpados,  á  cuyo  través  creí  notar  encendidas  y  di- 
minutas chispas,  me  obligó  á  detener  la  marcha  de 
la  sección. 

Quedé  rígido,  clavado   en   el  sitio  y  con  la  pier- 


¡LA  guerra!  155 


na  izquierda  adormecida  al  dolor  del  golpe  brutal. 
Por  un  roto  del  pantatón,  poco  más  abajo  de  la  in- 
gle, asomaba  una  piltrafa  de  los  bordes  de  la  herida, 
y  por  ella  salía  á  borbotones  un  hilito  de  sangre 
que  hormigueaba  templada  á  lo  largo  de  mi  pierna 
dormida.  Procuré  aplicar  el  pañuelo  y,  á  su  contacto 
con  la  carne  desgarrada,  sentí  la  impresión  de  una 
yesca  encendida.  Tuve  en  aquel  momento  el  con- 
vencimiento de  que  me  habían  roto  la  pierna  y  que 
permanecía  erguida  porque  le  restaba  una  astilla 
de  hueso.  Era  preciso  hacer  un  esfuerzo,  probar  á 
andar  y  salir  de  nuestra  situación  comprometida  en 
el  río  buscando  contacto  con  la  columna.  Por  nues- 
tra derecha  menudeaba  el  fuego  de  fusil  y  de  ca- 
ñón, y  á  nuestro  frente  los  defensores  de  la  otra 
orilla  enfilaban  sus  disparos  á  través  del  bosque. 
Hice  un  esfuerzo  y,  ahogando  el  dolor  con  gritos 
descompuestos,  saqué  el  revólver,  temeroso  de  no 
poder  seguir  la  marcha  y  ordené  el  avance  á  lo  largo 
del  río  y  en  dirección  de  los  disparos  de  artillería. 

La  pierna  dormida  vaciló  sin  ceder  y  entre  can- 
dentes punzadas  aumentó  con  la  marcha  la  hemo- 
rragia. Comprendí  que  me  iba  á  ser  imposible  se- 
guir en  pie  algunas  horas  y  ordené  la  retirada  para 
buscar,  atajando,  contacto  con  la  columna. 

¡Dolorosa  marchal...  Rezagado  en  ella,  á  nadie 
quise  dar  cuenta  de  mi  herida,  y  con  la  garganta 
reseca  fui  aguantando  el  agudo  dolor,  que  á  fuerza 


156  RICARDO  HURGUETE 


de  íntimo  é  intenso  llegaba  á  sacudirme  las  entrañas. 
Próximos  á  la  columna,  enloquecido  por  los  do- 
lores y  debilitado  durante  la  marcha  por  la  crecien- 
te pérdida  de  sangre,  sentí  vacilar  las  piernas,  y 
asaltado  por  el  temor  de  que  fuera  la  completa  frac- 
tura del  hueso,  mandé  hacer  alto  y  me  así  á  los 
hombros  de  uno  de  los  tiradores,  en  el  preciso  mo- 
mento en  que,  acometido  por  un  zumbido  que  pare- 
cía hervir  la  sangre  en  mis  arterias  é  inundado  por 
frío  sudor  de  congoja,  me  faltó  á  los  ojos  el  espacio 
y  la  luz. 


XIX 


En  el  hospital  de  sangre  improvisado  en  el  pue- 
blo y  en  el  piso  bajo  de  un  bahai,  me  llevaron  á  des- 
cansar y  me  acostaron  sobre  un  montón  de  paja,  en 
tanto  se  buscaba  una  camilla. 

Mis  dos  asistentes,  sentados  junto  al  morral  que 
me  servía  de  cabecera,  no  se  cansaban  un  punto 
de  limpiarme  el  sudor  con  sus  mugrientos  pañuelos; 
de  sacudir  las  moscas  ó  improvisar  con  hojas  de  plá- 
tano pantallas  con  que  cubrirme  del  sol. 

Enfriado  el  golpe,  fui  sintiendo  con  más  intensi- 


158  RICARDO  BURGUETE 


dad  las  agudezas  del  dolor;  pero  decidido  á  disimu- 
lar en  lo  posible,  contestaba  á  la  invariable  pregun- 
ta de  mis  compañeros:  «¿Sufres?»,  conun«jNo!»,  tan 
contundente  como  las  punzadas. 

Vino  al  cabo  uno  de  los  médicos,  y  dispuesto  á 
reconocerme  la  herida,  se  arremangó  la  guerrera  por 
los  brazos  y  con  resolución  y  ademán  que  no  daba 
lugar  á  réplica,  sacó  del  estuche  unas  largas  tijeras 
y  procedió  á  cortarme  pantalón  y  calzoncillo  con  ti- 
jeretazos circulares,  que  produjeron  en  la  ardorosa 
piel  inmediata  á  la  herida  una  sensación  de  frío  es- 
peluznante. 

Terminada  la  maniobra,  el  buen  galeno,  después 
de  recomendarme  con  cara  sonriente  «que  aguanta- 
ra», introdujo  sus  dedos  índices  por  ambos  boque- 
tes de  la  herida;  y  sacudido  involuntariamente 
por  el  dolor,  creí  que  la  investigación  de  las  uñas 
del  médico  llegaba  punzante  á  mi  cerebro: 

— No  es  nada:  un  ojal.  Varios  días  de  cama  y  fue- 
ra,—dijo  el  buen  doctor,  apartándose  de  mi  lado 
para  curar  los  nuevos  heridos  que  entraban  en  bra- 
zos. 

Tendido  en  la  camilla  y  arrebujado  entre  mantas, 
sentí  tras  la  investigación  un  bienestar  relativo  y 
con  él  se  apoderó  de  mi  garganta  una  sed,  recuerdo 
de  la  de  pasados  días.  Me  dieron  á  beber  cognac;  y, 
algo  confortado,  acepté  una  lata  de  escabeche  que 


jLA  guerraI  159 


devoré,  mezclando  los  migotes  de  pan  á  las  espinas. 
Me  sentí  aliviar  por  instantes  y  hasta  creí  en  el 
adormecimiento  del  dolor.  Una  laxitud  empezó  á  in- 
vadirme á  lo  largo  del  cuerpo  y  tras  de  ella  un  sú- 
bito calor  abrasó  mis  sienes  y  mejillas,  estirando  po- 
co á  poco,  á  lo  largo  del  cuerpo,  la  piel  estremecida 
poco  antes  en  una  sensación  de  frío.  Subí  con  es- 
fuerzo las  mantas  por  encima  de  los  hombros,  y 
mandando  quitar  las  pantallas  que  me  resguarda- 
ban la  cabeza,  dejé  que  el  sol,  el  sol  esplendoroso  de 
aquel  día  ardiente,  que  cantaba  salud  y  fuerza,  me 
inundase  de  lleno. 

Límpida  y  azulada  se  extendía  la  bóveda  celeste. 
Desde  mi  tendido  observatorio  alcanzaba  á  ver  el 
desmoronado  parapeto  por  donde  dimos  horas  antes 
el  asalto.  Boca  arriba,  despedazados  y  en  extrañas 
posturas,  hombres,  cañones  y  lantacas  salpicaban  el 
suelo,  encharcado  y  removido.  A  mis  oídos  llegaba 
el  ensordecedor  estampido  de  los  cañones,  ahogando 
por  momentos  el  incesante  traqueteo  de  la  fusilería. 
Seguían  batiéndose  allá  abajo,  y  cada  vez  nuevos 
heridos  iban  á  tomar  puesto  en  el  suelo  ó  en  cami- 
llas. El  dolor  ajeno  dulcifica  el  propio;  y  la  sensa- 
ción aliviadora  que  subía  por  mi  cuerpo  de  los  ti- 
bios pliegues  de  la  manta,  aumentaba  á  la  vista  de 
los  horrores  de  los  nuevos  heridos;  brazos  fractura- 
dos por  la  articulación,  tibias  rotas,  cabezas  con  por- 


160  RICARDO  BURGUETE 


tillos  en  el  casco,  pechos  hundidos  en  un  plastón  de 
barro  y  sangre.  El  sol  besaba  por  igual  en  el  suelo 
todos  los  infortunios,  y  á  la  vera  de  aquel  hospital 
improvisado  comenzaron  á  acarrear  los  muertos. 

Con  ellos  se  empezó  á  formar  una  pila,  de  la  que 
colgaban  brazos  y  piernas  rematados  en  afilados  de- 
dos y  amarillentas  uñas  por  los  que  corrían  goteras 
de  sangre  que  empezaban  á  encharcar  el  suelo.  No 
correspondían  las  cabezas  á  las  posturas,  y  aquellos 
muertos,  de  vidriados  é  interrogativos  ojos,  de  nucas 
amarillas  ó  sangrientas,  formaban  un  desconcertado 
pelotón  de  carne  y  ropas  húmedas,  hendidas  y  tra- 
badas por  la  acción  del  peso. 

Poco  á  poco  fué  cediendo  el  ruido  ensordecedor 
de  los  disparos.  Se  oía  claramente  á  las  cornetas  y 
clarines  tocar  alto  el  fuego  y  retirada. 

A  medida  que  las  fuerzas  volvían  de  primera  lí- 
nea, entraban  á  examinar  la  pila  de  muertos  y  la 
hilera  de  heridos.  Frases  de  consuelo  y  palabras  de 
pena  se  escapaban  de  los  labios  de  los  compañeros, 
trémulos  y  vibrantes  todavía,  bajo  la  sensación  del 
pasado  riesgo. 

— ¡Bien  por  el  'óM  ¡Bien  por  el  5.»!  ¡Bien  por  Es- 
paña! gritaban  de  alegría  los  ilesos,  dando  al  aire 
sus  sombreros. 

¡España!  ¡España!  Recordé  el  tremolar  de  la  ban 
dera  palpitando  á  bordo  con  aleteo  de  pájaro  mori- 


¡LA  guerra!  161 


bundo,  y  ufana  y  gallarda,  empenachando  días  pa- 
sados las  popas  de  los  barcos  del  río  que  iban  á  su 
ministrar  á  la  otra  columna.  Pasé  revista  á  los  suce- 
sos de  la  jornada.  Más  allá  de  la  pila  de  nuestros 
muertos,  el  boquete  del  reducto  cubría  con  sus  des- 
moronadas arenas  los  cuerpos  destrozados  de  los  de- 
fensores. 

Acababan  de  apagarse  los  fuegos  del  enemigo.  Las 
cornetas,  con  las  contraseñas  de  los  batallones,  toca- 
ban llamada;  y  antes  de  formar,  en  el  camino  toda- 
vía, alcancé  una  irrupción  de  soldados  que  llegaron 
á  nosotros  chorreando  agua  del  río  y  dando  vivas: 

¡Vivan  los  heridos!  ¡Viva  España!;  y  una  bocana- 
da de  entusiasmo,  ¡la  postrera!,  pasó  sobre  las  blu- 
sas del  montón  de  muertos,  entre  ráfagas  de  viento 
agitadas  por  los  sombreros,  manchados  de  amarillo 
y  sangre,  que  los  vivos  sacudían  en  los  crispados 
puños,  dando,  á  falta  de  mejor  emblema,  los  colores 
rojo  y  gualdo  del  pabellón  patrio. 

—¡Viva  España!  ¡Bendita  mil  veces  la  nación  cu- 
yos hijos,  chorreando  fango  y  agua,  que  hacía  hu- 
mear los  recalentados  fusiles,  volvían  del  combate 
trémulos  de  ardor  á  orear  con  sus  alientos  de  entu- 
siasmo la  pila  desmadejada  de  los  muertos  y  á  re- 
frescar las  sienes  ardorosas  de  los  heridos! 

Las  cornetas  repetían  llamada  y  á  la  carrera,  y  la 
tropa  desapareció  agitando  en  lo  alto  los  sombreros 

FILIPINAS  — 11 


162  RICARDO  BURGUETE 


salpicados  de  sangre  y  amarillo  con  los  colores  de 
la  bandera. 

La  brigada  china  se  encargó  de  transportar  en 
mantas  y  camillas  los  heridos. 

Quedaron  fuerzas  de  ocupación  en  Pamplona,  y 
regresamos  á  Parañaque  pasando  por  las  Pinas.  Muy 
cerca  de  este  punto,  el  enemigo,  apostado  en  el  puen- 
te del  Zapote,  sacudió  la  retaguardia  y  con  especia- 
lidad el  convoy  de  camillas.  Temí  por  un  momento 
que  me  cazaran  como  á  tiro  de  pichón,  y  mi  zozobra 
pasó  bien  pronto  ante  el  agudísimo  dolor  que  me 
produjo  el  pasitrote  desigual  de  los  azorados  chinos. 

Sobre  el  convoy,  que  destilaba  sangre  á  lo  largo 
del  camino,  pesaba  con  el  revuelto  traqueteo  un 
olor  de  carne  despedazada  y  palpitante,  menos  fuer- 
te, ipero  parejo  (1)  del  que  en  pasadas  tardes  cruzó  á 
la  vera  del  río  y  en  hombros  de  la  misma  brigada. 

Sobre  las  copas  de  los  árboles  venían  en  nuestra 
marcha  á  posarse  los  buitres,  y  con  ademán  impa- 
ciente esponjaban  sus  plumas  con  amarilla  y  afila- 
da garra,  mirando  desde  el  fondo  de  sus  gachones  y 
atravesados  ojos  los  envoltorios  sangrientos  de  las 
camillas. 

Después  de  un  descanso  y  una  cura  que  se  nos 


1     Igual,  dicen  los  indios. 


¡LA  guerraI  163 


practicó  en  el  camino,  seguimos  hasta  Parafmque, 
donde  á  la  caída  de  la  noche  salió  á  recibirnos  el 
general  en  jefe. 

Fuimos  transportados  á  una  balsa  de  caña,  y  tras 
largas  horas  de  angustia,  de  dolor  y  de  espera, 
vino  á  remolcarnos  la  lancha  de  vapor  de  una  gue- 
rrilla que,  á  poco  de  internarnos  en  el  mar  para 
conducirnos  á  bahía,  estuvo  á  punto  de  dar  fondo 
contra  un  corral  de  pesca,  con  todo  el  dolorido  ba- 
gaje. 

La  terrible  sacudida  arrancó  en  todos  alaridos  de 
sufrimiento  y  protestas  é  imprecaciones  de  los  sa- 
nos. 

Mi  buen  amigo  Arguelles,  sentado  en  la  balsa  en- 
tre dos  camillas,  procuraba  distraer  mi  quebranto  y 
hablaba  sin  cesar  de  hechos  y  cosas  nimias  con  bor- 
botones de  palabras  que  yo  confundía,  en  mi  anona- 
damiento doloroso,  con  el  rumor  de  las  ondas  espu- 
mosas al  resbalar  por  los  costados  de  la  balsa. 

La  noche  era  serena  y  tibia,  pero  la  humedad  de 
la  bahía  y  el  primer  anuncio  de  fiebre  llevaban  á 
mis  huesos  un  frío  intenso. 

Despabilado  á  ratos  por  la  calma  fugaz  del  dolor 
escuchaba  las  palabras  de  mi  buen  amigo,  las  que 
jas  cavernosas  de  los  más  graves,  que  iban  á  con 
fundirse  con  el  ronquido  quejumbroso  del  remolca 
dor;  y  tendido  é  inmóvil  á  lo   largo  de  la  camilla 


164 


RICARDO  BURGUETE 


veía  el  firmamento  tachonado  de  estrellas  que  ful- 
guraban en  la  serena  noche  con  guiño  compasivo  y 
doliente. 


XX 


Desde  la  balsa,  siguiendo  primero  á  lo  largo  del 
río  en  el  que  oscilaban  los  farolillos  de  los  barcos,  y 
atravesando  á  altas  horas  de  la  noche  la  población 
amurallada  que  á  la  sazón  dormía,  fuimos  transpor- 
tados al  hospital. 

Mi  camilla  la  condujeron  en  hombros  cuatro  ami- 
gos cariñosos;  y  trastornado  por  el  vaivén  que,  á  pe- 
sar de  ser  dulce,  me  arrancaba  agudos  dolores,  atra- 
vesamos el  paseo  que  sigue  á  lo  largo  de  la  muralla, 
y  entre  lloronas  frondas  de  ilang-ilang  que  abrían  á 
la  noche  las  aromosas  entrañas  de  sus  lacias  hojas, 


166  RICARDO  BURGUETE 


entramos  en  la  calzada  de  Arroceros  y  á  poco  en  el 
hospital. 

Corros  de  guardias,  sanitarios  y  enfermeros  acom- 
pañaron las  camillas,  alumbrándose  con  faroles  por 
un  patio-parterre  para  conducirnos  á  una  sala  cua- 
drada y  obscura,  en  cuyas  cuatro  frentes  se  alinea- 
ban las  camas  con  colgaduras  mosquiteros. 

Era  la  sala  general  destinada  á  oficiales  y  á  la  sa- 
zón vacía.  Empezó  á  llenarse  con  los  ensangrenta- 
dos cuerpos  de  mis  compañeros  de  infortunio. 

Fuimos  transportados  por  turno  y  entre  alaridos 
de  dolor  que  se  cambiaban,  al  descansar  entre  las 
sábanas  de  los  reposados  lechos,  en  hondos  suspi- 
ros de  satisfacción. 

Dormí  unas  horas,  desasosegado  por  las  emociones 
del  día.  Y  clareaban  sus  primeras  luces  entrando 
lívidas  á  través  de  los  cristales  deslustrados  de  puer- 
tas y  ventanas,  cuando  una  aguda  sensación  de  do- 
lor arrojó  por  mis  entornados  párpados  el  sueño. 

Mi  buen  amigo  Arguelles  permanecía  á  mi  lado 
sin  haberse  separado  un  punto  de  la  cabecera  del 
lecho. 

En  medio  de  la  sala,  dos  hermanas  de  la  Caridad 
con  los  almidonados  plastones  de  sus  tocas  y  vesti- 
das de  azul  sacudían  en  cada  movimiento  la  larga 
sarta  de  sus  rosarios  y  solícitas  arreglaban,  alrededor 
de  una  mesa,  los  caldos,  las  botellas  de  jerez,  las  ta- 
zas y  los  sifones. 


|LA  guerra!  167 


La  que  me  pareció  más  joven  se  acercó  una  por 
una  á  las  camas,  y  con  acento  de  plañidera  dulzura, 
respirando  mimosa  complacencia  en  su  semblante 
no  exento  de  gracia,  fué  ofreciendo  una  lista  de  des- 
ayunos á  cada  uno  de  los  heridos. 

Para  todos  tuvo  frases  de  consuelo,  y  cambiando 
en  firme  y  resuelta  la  mirada  bondadosa  y  compa- 
siva de  sus  azules  ojos,  consiguió  reanimar  á  los  más 
abatidos. 

Se  llamaba  sor  Joaquina.  Acudía  solícita  á  todos 
nuestros  mandatos,  pero  era  preciso  que  antes  reco 
nociéramos  en  ella  jerarquía  de  general  en  jefe  y 
que  todos  le  ofreciéramos  la  más  sumisa  obedien 
cia. 

Desapareció  con  sor  Ana,  su  compañera,  por  una 
de  las  puertas  de  cristales  y  la  sala  quedó  sumida 
en  un  silencio  dolorido  y  consternado,  que  sólo  tur- 
baba la  ahogada  queja  de  los  dolientes  ó  el  zumbido 
de  las  moscas  que  aleteando  en  el  espacio  saltaban 
de  mosquitero  en  mosquitero. 

En  la  vasta  sala  pintada  de  azul  oscuro,  se  desta- 
caban las  blancas  colgaduras  herméticamente  cerra- 
das en  los  lechos  vacíos  y  descorridas  en  los  ocupa- 
dos por  cuerpos  desasosegados  ó  inmóviles,  que  de- 
jaban entrever  cabezas  vendadas  y  densamente 
pálidas  ó  pies  y  manos  arrebujados  en  guatas,  por 
los  que  asomaban  trozos  de  carne  de  una  lividez  ca- 
davérica. 


168  RICARDO  BURGUETE 


La  necesidad  de  distraer  el  dolor  físico  rompió  el 
silencio,  y  con  palabras  entrecortadas  se  fueron  cru- 
zando preguntas  de  una  cama  á  otra: 

«¿Dónde  fué,  compañero?  ¿Tocó  hueso?» 

El  dolor  con  sus  ráfagas  de  simpatía  agarrotaba  á 
uno  para  hacer  enmudecer  á  todos,  y  volvía  á  pesar 
sobre  la  habitación  un  silencio  turbado  sólo  por  el 
zumbido  de  las  moscas  asediando  los  mosquiteros. 

Mi  buen  amigo  me  distraía  hablando  en  voz  baja, 
con  siseo  de  confesor,  y  yo  cuando  el  dolor  me  lo 
permitía  despegaba  los  apretados  dientes  de  los  la- 
bios y  seguía  la  conversación  á  retazos. 

Cuando  volvieron  las  hermanas  con  el  encargo  de 
repartir  los  desayunos,  se  reanudaron  las  preguntas 
y  tras  de  ellas  vinieron  detalles  del  asalto  y  de  la 
persecución. 

La  herida  en  frío  dolía  extraordinariamente  más 
que  bajo  la  presión  inmediata  del  golpe. 

Convinimos  todos  en  que  á  todo  dolor  excede  el 
de  la  primera  cura,  y  al  recuerdo  de  que  no  tardaría 
el  médico  de  la  sala  en  venir  á  practicarnos  nuevo 
reconocimiento,  saltó  de  cama  en  cama  una  sensa 
ción  desagradable  que  nos  obligó  á  enmudecer. 

Las  buenas  hermanas  repartían  diligentes  bizco- 
chos, copas  de  jerez  y  tazas  de  caldo.  Sor  Joaquina 
con  animosa  charla  volvía  á  reanimar  la  desmayada 
conversación,  cuando  á  poco  una  campana  anunció 
la  visita  de  sala.  Por  la  puerta  de  cristales  entraron 


¡LA  guerra!  169 

los  sanitarios  una  mesa  de  tijera  y,  adosada  á  la  del 
centro  de  la  sala  fueron  colocando  sobre  estuches 
repletos  de  instrumentos  fenicados  que  brillaban  á 
nuestros  aterrados  ojos  con  fulgor  que  abrasaba  la 
imaginación  y  las  carnes.  Por  orden  fueron  ponien- 
do á  su  lado  frascos,  irrigadores,  tablillas  en  forma 
de  mano,  de  pie,  de  pierna,  de  brazo,  y  en  un  rincón 
de  la  mesa  grandes  paquetes  azules  de  algodón  hi- 
drófilo que  apestaron  la  habitación  con  ese  olor  ca- 
racterístico de  los  gases  fénicos,  que  tan  bien  con- 
cierta en  la  imaginación  con  la  idea  del  sufrimiento: 
empezaba  á  oler  la  sala  á  desdicha. 

Tardó  poco  en  aparecer  el  doctor,  asistido  de  sus 
discípulos;  de  regular  estatura,  quebrado  semblante 
y  ojos  negros  de  audaz  é  inquieta  mirada,  se  plantó 
con  ademán  desenvuelto  y  firme  continente  en  me- 
dio de  la  sala: 

— Señores,  buenos  días,— dijo,  revolviendo  sus  in- 
quietos y  penetrantes  ojos  á  lo  largo  de  las  camas. 

La  afectuosidad  obligada  nos  hizo  á  todos  salu- 
darle de  un  modo  casi  simultáneo. 

—¡Buenos  días,  doctor!— y  apretando  los  dientes 
en  espera  de  conmover  las  piadosas  manos  del  mé 
dico,  cada  cual  redujo  su  insignificancia  apretando 
el  cuerpo  entre  las  ropas  del  lecho. 

Con  arrogancia  profesional  se  despojó  el  galeno 
de  su  blanca  americana  y,  arrebujándose  las  mangas 
de  la  camisa,  puso  en  actividad  á  los  sanitarios  y  fué 


1  7»  I  RICARDO  HURGUETE 


á  sumergir  sus  brazos  en  la  disolución  preparada  en 
una  jofaina. 

Vaciló  un  momento,  mirando  indeciso  por  qué 
cabecera  empezar... 

Se  abogó  la  respiración  de  los  dolientes  y  los  cuer- 
pos se  apretujaron  inmóviles  basta  desaparecer  á  la 
mirada  del  médico  entre  las  ropas  del  lecbo. 

Se  decidió  el  buen  doctor  por  la  más  inmediata  á 
mi  cama. 

Los  discípulos  y  los  enfermeros  formaron  una 
muralla  impenetrable  para  la  vista. 

Quedaron  sumidas  las  camas  en  un  silencio  se- 
pulcral... La  palabra  rápida  y  animosa  del  médico 
ge  interrumpió  á  intervalos  para  engolfarse  en  la  ta- 
rea... y  entonces  era  de  oir  la  respiración  jadeante  y 
emocionada  del  enfermo  que  aullaba  sofocado...  ¡Por 
Dios,  doctor!...  ¡ay!  madre... 

— Ya  pasó,  ya  pasó... — se  oía  exclamar  al  animoso 
médico,  que  disimulaba  su  emoción  pidiendo  á  gri- 
tos los  pelotones  de  gasa  fénica  y  de  algodón  que 
los  sanitarios  tardaban  en  alargarle,  suspensos  y  en- 
tontecidos. 

Siguió  la  revista  de  varias  camas  y  el  grupo  auxi- 
liar, trasladando  hules  y  jofainas,  iba  á  desaparecer 
rodeando  las  colgaduras. 

A  mi  vez  me  tocó  el  turno,  y  en  medio  de  un  tem- 
blor convulsivo  que  estremeció  el  esfuerzo  risueño  de 
mis  labios,  sentí  que  sacudieron  las  ropas  de  mi  cama. 


¡LA  guerra!  171 


La  mirada  animosa  y  noble  del  médico  me  en- 
volvió en  efluvio  bienhechor  y  sentí  reanimarse  mi 
espíritu,  á  pesar  del  contacto  del  hule  que  extendie- 
ron los  sanitarios  sobre  las  sábanas  enfriando  mis 
carnes. 

—Milagroso  balazo,  hijo,— decía  risueño  el  doctor, 
arrollando  en  su  mano  derecha  la  venda  ensangren- 
tada que  cubría  mi  muslo. 

-  Inmediato  á  la  femoral,— dijo  volviéndose  á  los 
discípulos,  y  con  rápido  movimiento  tomó  dos  son- 
das de  níkel  de  uno  de  los  estuches...  Arañé  el  hule 
en  una  sacudida  que  crispó  mi  cuerpo...  y  después 
de  oler  la  sonda,  el  doctor  se  volvió  á  los  enfermeros 
para  recomendarme  dieta.  Acto  continuo  procedió  á 
desinfectar  la  herida  y  al  contacto  de  la  cánula  del 
irrigador  apreté  los  dientes  hasta  atarazar  el  pañue- 
lo; y  abusé  del  re...  del  re...  en  todas  las  claves 
imaginables.  Acabó  la  cura  no  sin  hilvanar  una 
gasa  por  entrambos  boquetes,  y  después  de  apretar 
el  médico  mi  brazo  con  presión  cariñosa,  pasó  á  otra 
cama  sin  olvidar  de  repetir  su  recomendación  de 
dieta  absoluta,  y  sin  dejar  de  sonreirme  con  mirada 
compasiva  para  exclamar  á  modo  de  despedida:  — 
¡Un  mes  á  lo  sumol 

Siguió  la  cura  en  medio  de  los  débiles  quejidos 
de  los  operados  y  del  silencio  medroso  de  los  que 
aguardaban  turno. 

Las  buenas  hermanas  servían  bizcochos  y  jerez, 


172  RICARDO  BURGUETE 


endulzando  con  sonrisas  y  frases  la  impresión  de  las 
manos  del  médico. 

Ante  el  dolor  ajeno  cedía  por  un  fenómeno  del 
egoísmo  la  impresión  del  dolor  propio. 

Tocó  el  turno  de  la  cura  á  un  herido,  del  cual  no 
habíamos  conseguido  oir  su  voz  desde  su  entrada. 

Trató  de  reanimarle  el  médico  con  palabras,  y  an- 
te la  inutilidad  de  su  esfuerzo  hizo  se  alzaran  las 
colgaduras  y  ordenó  administrarle  una  poción,  que 
á  poco  dejó  oir  la  voz  del  herido  entre  las  frases  ca- 
riñosas del  médico  que  acabó  por  sentarse  en  los 
bordes  de  la  cama.  ^ 

— Vamos,  hijo:  ¡ya  hemos  oído  su  vozl 

— ¡Ay!  doctor.  Por  su  madre  de  V...  mañana.  .  De- 
jarme descansar,  ¡Dios  mío! ..  Volvióse  á  cerrar  el 
grupo  de  cabezas  alrededor  del  lecho...  se  oyeron  sú- 
plicas desgarradoras...  sollozos  mascullados  ..  lamen- 
tos que  llevaban  al  espacio  la  dolorosa  vibración  de 
las  entrañas...  ¡Ahí  no!  ¡ahí  no.  Dios  mío!...  ¡dejarme 
un  poco!...  y  tras  de  agudo  y  desgarrador  grito  que 
rebotó  en  los  ángulos  de  la  sala  sucedió  un  estertor 
ronco  y  seco,  que  abrió  el  circuito  de  enfermeros  y 
llevó  al  médico  á  buscar  en  la  mesa  la  botella  del 
calmante... 

Se  hizo  el  silencio  solemne,  callaron  todos  los  do- 
lores y  las  hermanas  de  la  Caridad  se  acercaron  cons- 
ternadas al  grupo...  Volvió  el  doliente  á  articular 
quejidos  y  tras  de  ellos  frases. .  Amenazaba  acabar 


[LA.  guerra!  173 


desmayada  la  voz  del  paciente  y  reanimábale  el  mé- 
dico, entre  gritos  é  imprecaciones  de  mentida  so- 
flama. 

— ¡Es  preciso  ser  hombrel  ¡El  valor  no  es  sólo  pa- 
ra el  fuego!  ¡Es  para  aquí! — Seguía  un  murmullo 
cavernoso,  animábase  con  los  gritos  el  doliente  ala- 
rido, y  entre  la  revuelta  lucha  del  lecho  que  crujía 
sacudido  por  los  nervios  del  operado,  se  oía  el  es- 
fuerzo de  dos  respiraciones: 

— ¡Animo!  ¡ánimo! 

— ¡Pero  V.  es  cruel,  doctor!...  ¡Doctor,  qué  hace! 
¡Basta!  ¡basta! 

-  ¡Ay!  ¡ya  está,  hijo  mío!  Cayeron  unos  huesos  so- 
bre una  jofaina,  y  entre  hondo  suspiro  de  satisfac- 
ción se  vio  al  médico  abrir  por  entre  la  fila  de  dis- 
cípulos y  sanitarios,  llevando  las  manos  ensangren- 
tadas y  sacudiendo  tristemente  la  cabeza. 

Se  trataba  de  un  balazo  bestial,  que  había  hecho 
astillas  y  polvo  la  articulación  de  la  rodilla. 

Se  procedió  al  vendaje  del  herido,  y  en  tanto  se 
siguieron  las  sucesivas  curas,  pesó  sobre  aquella  ca- 
ma de  dolor  y  de  infortunio  una  congoja  de  entre- 
cortados sollozos  que  á  falta  de  frases  de  consuelo 
hicieron  barbotear  las  plegarias  y  los  rosarios  de  sor 
Joaquina  y  sor  Ana. 

Acabada  la  cura  de  la  sala,  limpió  el  doctor  furti- 
vamente sus  espejuelos  y,  jadeante  y  risueño,  des- 
pués de  embrazar  atropelladamente  su  americana. 


174  RICARDO  BURGUETE 


saludó  á  todos,  y  mandando  retirar  la  mesa  y  las  jo- 
fainas sanguinolentas,  desapareció  compasivo  y  or- 
gulloso por  la  puerta  de  cristales  deslustrados. 

Quedó  la  sala  sumida  en  doloroso  silencio,  roto  á 
intervalos  por  entrecortadas  quejas  ó  por  suspiros 
hondos.  Del  lecho  del  operado,  junto  á  cuya  cabecera 
permanecían  enclavadas  las  hermanas,  elevábase  un 
susurro  doliente  de  rezo  ó  de  congoja. 

Sobre  el  ambiente,  clareado  á  través  de  los  crista- 
les con  el  fulgor  radiante. del  día,  pesaba  una  atmós- 
fera de  antisepsia  y  un  fuerte  olor  á  éter  que  ador- 
mecía los  sentidos  obligando  al  enjambre  de  moscas 
á  refugiarse  en  el  techo  y  en  las  paredes  inmediatas 
á  las  puertas  de  salida. 

Sucediéronse  en  toda  la  mañana  lentas  y  graves 
las  campanadas  que  anunciaron  la  visita  de  otros 
departamentos.  Vinieron  amigos  á  visitarnos  y  alter- 
naban sus  entradas  y  salidas  con  los  de  los  asisten- 
tes, que,  sigilosos,  entreabrían  las  puertas  para  llevar 
ó  traer  recados  á  sus  amos  ó  irse  por  fin  á  instalar  á 
las  cabeceras  de  las  camas.  Faera,  y  al  entreabrirse 
la  puerta,  chorreaba  la  luz  de  un  día  alegre  de  firma- 
mento sereno  y  saneado. 

Transcurrieron  las  horas  de  aquel  día  en  medio  de 
una  somnolencia  que  inmovilizó  los  cuerpos  bajo 
las  colgaduras  de  las  camas.  A  la  hora  de  la  comida, 
las  hermanas  retiraron  los  platos  intactos  y  media 
tarde  de  modorra  roncó  entre  desasosegadas  quejas. 


LA  guerra!  176 


Volvió  al  tufillo  de  cocina  el  mortificante  zumbido 
de  las  moscas  que  ahora  contrastaba,  en  el  silencio 
de  la  sala,  con  el  hilito  que  gota  á  gota  caía  desde 
un  aparato  ad  hoc  sobre  la  articulación  destrozada 
del  herido  en  la  rodilla. 

No  me  fué  posible  conciliar  el  sueño.  Cerraba  los 
ojos,  y  despiertos  los  sentidos  á  un  dolor  tan  agudo 
que  sofocaba  á  ratos  mi  respiración,  esforzábame  en 
dormir  sin  conseguirlo. 

El  zumbido  de  las  moscas,  el  gotear  del  aparato 
y  los  agudos  quejidos  del  doliente  poblaban  de  fan- 
tasmas mi  imaginación  al  cerrar  los  ojos.  Ora  era 
un  estruendo  formidable  de  combate  sostenido  en 
medio  de  las  abrasadas  llamas  de  una  extensión 
prendida  por  el  contrario,  y  que  calcinaba  los  cuer- 
pos de  muertos  y  heridos  que  no  era  posible  recoger; 
ora  era  el  asalto  sobre  un  combustible  que  ardía  á 
la  presión  de  nuestros  pies  y  sumergía  las  piernas 
entre  ascuas  obligándonos  á  andar  á  gatas.  Tras  de 
sacrificios  sin  límite  nos  veíamos  obligados  á  retro- 
ceder y,  sobre  el  terreno  pisado,  se  alzaban  al  regreso 
las  llamas  abrasándonos  pechos  y  espaldas.  Veía  los 
incidentes  de  la  acción.  Más  á  la  derecha  se  exten- 
día el  río  y  las  abrasadas  tropas  iban  á  sumergirse 
en  el  bajo  un  fuego  horroroso.  Volvían  los  soldados 
chorreando  agua  y  encendidos  en  llamas  del  lado 
del  río  y,  como  cruce  de  meteoros,  perdíanse  á  lo  le- 
jos vitoreando  la  pila  de  calcinados  muertos  y  de 


176  RICARDO  HURGUETE 


chamuscados  heridos.  Subió  la  sed  á  mi  garganta,  y 
en  los  ratos  en  que  mi  buen  amigo  Arguelles  pudo 
llevarme  á  la  realidad,  noté  mis  carnes  abrasadas  por 
la  fiebre  y  sentí  perennes  las  agudeces  que  me  pro- 
dujo el  dolor  de  la  sonda. 

Entre  modorra  y  modorra  llegó  la  tarde  á  su  tér- 
mino, y  con  ella  la  sed  insaciable  y  el  dolor  que  lle- 
vo á  mi  mente  la  imagen  caótica  del  paroxismo. 
Rodeábame  la  sombra  y  encendidos  dardos  cente- 
lleaban en  ella  por  instantes  para  irse  á  clavar  tré- 
mulos en  los  poros  de  mis  piernas.  Venían  de  lejos, 
de  muy  lejos  y  mandábalos  un  tic-tac  imperceptible 
semejante  al  de  la  caída  de  una  gota  de  agua.  Noche 
cerrada,  vino  á  verme  el  médico  de  uno  de  los  bata- 
llones que  acababan  de  llegar  á  Manila,  procedentes 
del  norte  de  Luzón.  Antiguo  amigo  mío,  procedió  á 
reanimarme  con  su  conversación  y  decidido,  con  mis 
súplicas,  á  calmar  el  dolor  de  mi  herida,  encargó 
para  mí  una  poción  de  morfina. 

Sucedieron  unos  instantes  mortales  antes  de  que 
volviese  mi  asistente  con  el  frasco  de  la  pócima... 
Tomé  primero  una...  y  hasta  tres  cucharadas  de 
morfina  en  disolución.  A  la  tercera  me  sentí  inva- 
dir de  una  laxitud  que  adormeció  el  dolor  y  segui- 
damente resbaló  á  lo  largo  de  mis  miembros  una 
hinchazón  de  voluptuosidad  que,  haciendo  hormi- 
guear la  sangre  en  mi  cuerpo,  llevó  á  los  sentidos 
inefable  y  embriagador  arrobo  y  me  adormecí  entre 


¡LA  guerra!  177 


aromas  inexplicables,  en  medio  de  cadenciosas  mú- 
sicas, bajo  los  iris  de  una  luz  suave  y  somnolienta 
que  cerraba  mis  párpados. 

Desperté  muy  cerca  de  la  madrugada.  El  muslo 
operado  hacíame  la  sensación  de  un  aditamento  ex- 
traño. Me  creía  poseedor  de  una  pierna  de  corcho. 

Al  volver  en  mí,  en  la  sala  alumbrada  por  la  débil 
claridad  de  una  lamparilla  colgada  en  el  centro,  des- 
tacábanse las  blancas  colgaduras  de  las  camas,  y  á 
través  de  ellas  dolíase  la  reseca  respiración  de  los 
alientos  y  goteaba  distintamente  el  aparato  destila- 
dor sobre  la  cama  del  operado.  Sonaba  con  volteo 
impaciente  la  campana  de  la  puerta  del  hospital  que 
daba  al  río.  Las  hermanas  atravesaron  la  sala  silen- 
ciosas, entre  el  chaparrear  de  los  rosarios,  y  fueron  á 
despertar  á  los  enfermeros  dormidos  de  bruces  sobre 
la  mesa  central. 

—  Heridos  que  vienen...  heridos  de  Silam. 

Era  la  otra  columna  que  pagaba  tributo  á  la  in- 
surrección. 

Entraron  á  poco  los  bultos  de  las  camillas  entre 
quejas  inarticuladas.  Traían  los  heridos  dos  días  de 
penosa  marcha  de  innumerables  horas  á  lo  largo  de 
la  laguna  y  del  río.  Castañeteaban  los  dientes  de  los 
cuerpos  ateridos  al  sacarlos  de  las  camillas,  y  la 
invasión  no  sólo  repletó  las  camas,  sino  que  hubo 
necesidad  de  repartirlos  en  colchones  por  el  suelo. 

FILIPINAS  — 12 


178  RICARDO  BURGUETE 


Cesó  la  campana  de  voltear,  y  la  sala,  sumida  en 
la  penumbra  que  no  bastaba  á  disipar  la  lamparilla 
del  centro,  quedó  de  momento  alterada  por  las  que- 
jas de  los  transportados,  que,  al  sentir  el  reposo,  fue- 
ron debilitando  en  la  sombra  suspiros  y  lamentos. 

Volvió  á  mis  ojos  el  sueño  poblado  de  imágenes; 
despejáronse  mis  sentidos  al  ambiente  real  y  entre 
el  tufillo  de  la  nueva  carne  despedazada  y  sangrien- 
ta me  dormí  con  la  visión  de  los  míos,  de  los  seres 
queridos,  que,  allá  lejos,  tras  de  remotos  mares,  me 
aguardaban  henchidos  de  salud  y  de  esperanza  para 
comunicarme  amorosos  la  vida  del  cuerpo  y  la  quie- 
tud sazonada  del  espíritu,  en  medio  del  beso  de  brisa 
de  la  tierruca. 


XXI 


A  la  mañana  siguiente  anticipó  el  médico  la  hora 
de  su  visita... 

A  la  lívida  luz  que  por  los  cristales  deslustrados 
invadía  la  sala,  revolvíanse  impacientes  en  los  le- 
chos los  últimos  heridos. 

Volvieron  los  ayudantes  á  colocar  en  el  centro  la 
mesa  de  tijera  del  día  anterior,  los  estuches,  los  irri- 
gadores y  los  paquetes  azules  de  algodón  hidrófilo. 
El  doctor,  seguido  de  discípulos  y  sanitarios,  volvió 
á  formar  penosos  grupos,  rodeando  las  camas,  de 
las  que  se  escapaban  las  quejas  de  los  pacientes. 


180  RICARDO  BURGUETE 


Las  hermanas  volvieron  á  la  tarea  de  reanimar  á  los 
operados. 

Cuando  tocó  el  turno  á  los  que  pudiéramos  lla- 
marnos antiguos,  era  muy  entrado  el  día.  Sobre  la 
cama  del  operado  en  el  anterior,  retocaron  el  apara- 
to encargado  de  destilar  agua,  y  tras  de  frases  ani- 
mosas, volvió  el  médico  el  semblante  con  torcido 
gesto. 

Para  nosotros  no  hubo  cura.  De  cama  en  cama 
fué  el  doctor,  risueño  y  ufano,  observando  los  aposi- 
tos y  cambiando  con  los  pacientes  animosas  frases. 

Examinó  mis  vendas  y  ordenó  que  me  cambiaran 
de  sala  aquel  mismo  día,  en  unión  del  de  la  ró- 
tula fracturada.  Dispuso  el  jefe  de  clínica  que  aqué- 
lla sirviera  en  lo  sucesivo  para  hacer  las  curas  y  á 
ella  fueran  entrando  los  oficiales  convalecientes  que 
todavía  necesitaban  asistencia  facultativa:  heridos 
en  la  cabeza,  figuras  densamente  pálidas  y  encorva- 
das que  escondían  entre  guatas  cicatrices  del  pecho, 
brazos  en  cabestrillo,  piernas  que  oscilaban  como 
péndulos  entre  muletas.  Todo  desfiló  á  la  clara  luz 
de  un  chorro  de  sol,  que  el  médico  dejó  entrar  por 
una  de  las  puertas  de  cristales. 

Cerrábase  el  corro  de  discípulos  en  cada  una  de 
las  curas  para  mí  desatendidas,  por  cuidar  del  dolor 
que  en  el  fondo  de  mis  vendas  supuradas  dejaron 
las  manos  del  galeno. 

Una  de  las  veces,  la  voz  de  éste  pidió  impaciente 


¡LA  guerra!  181 


la  sierra  y  le  alargaron  de  la  mesa  un  serrucho  ni- 
quelado. Vi  entre  una  clara  del  corro  extender  un 
brazo  vendado  desde  el  fondo  de  un  charolado  ca- 
bestrillo y  á  poco  sentí  refregar  los  dientes  de  la 
sierra  sobre  un  cuerpo  duro. 

Me  estremecí  y  olvidé  mi  dolor  para  pensar  en 
el  ajeno: 

—  ¿Qué  hacían?  ¿Serrar  un  brazo  en  seco?. 

Mi  amigo  Arguelles  calmó  mi  sobresalto:  quita- 
ban simplemente  la  cascarilla  de  yeso  que  envolvía 
una  fractura.  Cayeron  sobre  el  suelo  los  cascotes  y 
oí  distintamente  exclamar  al  médico: 

— Esto  está  bueno.  Este  brazo  es  mío  y  ya  fun- 
ciona. 

Al  despedirse  la  visita,  dio  el  doctor  á  las  herma- 
nas órdenes  en  voz  baja;  la  sala  volvió  á  quedar  en- 
vuelta en  el  silencio,  roto  á  intervalos  por  la  respi- 
ración entrecortada  y  doliente  de  los  operados. 

Mi  amigo  Arguelles,  antiguo  compañero  de  mi 
infancia,  distraíame  contando  las  vicisitudes  de  sus 
primeros  años  de  empleado  en  el  Archipiélago.  Casi 
á  ellos  se  redujo  su  vida  desde  que  nos  separamos. 
Desembarcó  en  Manila  con  una  credencial,  siendo 
un  niño,  y,  á  la  vuelta  de  muchos  años,  volvíamos 
á  encontrarnos,  él  enfermo  y  sin  esperanzas  en  el 
porvenir,  yo  —  según  decía— con  una  vida  risueña 
capaz  de  soportar  al  presente  todos  los  dolores. 

Adolecía  mi  buen  amigo  del  pesimismo  del  Sr.  N. 


182  UlCAHho  RUUailIíTK 


áo  la  PaTn])nii^M..  A  juicio  Huyo,  Im  c.jinipnña  Hanprien- 
ta  y  (lolorosM.  lograría.  apac.igUMrwti  do  inoindiito  para 
resucitar  itiíVh  tardo  y  acabar  con  nuoHtro  donniiio. 
No  tenia  oKporanza  do  volver  A  JÍHpana.  Salió 
Blondo  muy  niño,  y  on  Ioh  ;vñoH  do  ronidoncia  en  ol 
paÍH,  que  le  hicieron  liomhní,  aprendi(')  i\.  WwrAíi  do 
amargura  íi  leer  en  lú  libro  d(!l  dentino.  Llegó  á  to 
mar  eajino  á  aípiella  hu  negunda  tierra.;  y  éste  le 
])erd¡ó  al  cabo  tras  de  hucosívoh  HinnaboreH.  Veía  el 
porvenir  muy  negro  para  hí  y  para  aíjuellas  inlas. 
KxpulnadoB  un  día  del  territorio,  volverían  pobres, 
nu\H  ])()breH  {\\w  Halieron,  á  la.  madre  ])airia  los  qu(í 
habían  dejado  en  aquella  tierra  sus  mejores  años. 
No.  El  país,  A  buen  seguro,  no  era  hijo  ingrato  que 
buM(íaba  su  enianíMpacióti  al  cumplir  su  mayor  edad. 
K\  país  s(í  a|)a.rtaba  de  la  madre,  l'alto  do  calor  niater 
nal,  y  la.  madre  revolvía  sus  disciplinas.  No  era  un 
año.  Ni  (ira  un  lustro.  Ni  una  (M>nturia.  lOran  tn^s  si- 
glos de  dom¡iiaci(')n,  de  [)roliijaníiento,  y  en  los  tres 
siglos  no  se  había  av(ínlura.do  (Mi  a.(|uellas  tierras  mi 
solo  capital  d(í  la  iiK^rópoli.  i^a.  industria  y  el  co 
merino  miraban  á  aipiellos  [)aís(ís  como  comprome- 
tedores de  su  crédito  de  aldeano.  Kl  gobierno  nocui- 
daba  do  favorecer  el  terruño  con  sus  tarifas,  y  las 
esíMisas  relacion(íS  comerciales  llevaban  á  aíiuellas 
tierras  la  imposición  brutal  de  la  ley.  Por  si  esto  era 
poco  para  distanciarnos  de  la  metrópoli, — proseguía 
con  ardor  mi  amigo  Arguelles,— eran  mayores  los  es- 


¡LA  GUERRAÍ  183 


tragos  que  la  política  causaba  en  aquellas  tierras. 
Se  cansaba  el  Parlamento  de  llamar  dulcísimamente 
hijo  al  Archipiélago,  y  tras  los  discursos  encamina- 
dos á  buscar  prebendas  para  altos  funcionarios  en- 
cargados de  explotar,  á  medias  con  gobiernos  y  opo- 
siciones, los  puestos  lucrativos  que  esterilizaban  los 
veneros  de  riqueza  de  aquel  desdichado  hijastro,  se 
abusaba  del  lirismo  y,  á  la  postre,  tras  de  infinitas 
credenciales  ínfimas  que  iban  á  cobrarse  en  anemia 
la  laboriosidad  y  el  trabajo,  sucedíanse  los  puestos 
elevados  y  el  cáncer  de  la  codicia,  clavándose  en  la 
entraña  de  la  tierra,  amenazaba  acabar  con  ella  y 
pagaba  en  oro  de  buena  ley  los  derroches  del  liris- 
mo parlamentario. 

Había  aún  más.  Aquellos  países,  conquistados 
con  la  cruz  y  con  la  espada,  acabaron  por  someterse 
á  aquellas  y  por  orgullo  sectario  se  hizo  creer  á  la 
nación  que  sólo  el  poder  religioso  bastaba  para  so- 
meter aquellas  islas.  Fué  bien  la  empresa  hasta  tan- 
to que  el  poderío  masónico  de  principios  de  siglo 
disputó  en  la  metrópoli  el  predominio  á  las  órdenes 
religiosas.  Vencidas  éstas  en  la  Península,  buscaron 
su  expansión  allende  los  mares:  y  bien  asentado  su 
influjo,  desafiaron  el  poder  de  la  masonería,  y  en  su 
consecuencia,  desconfiaron  del  ejército.  Cristo  divi 
no  bastaba  para  vencer  en  aquellas  tierras.  Y  habría 
bastado,  si  la  escena  santa  del  maestro  al  arrojar  por 
una  vez  á  los  mercaderes  del  templo  no  se  hubiera 


184  RICARDO  BURGUETE 


repetido  hasta  hacer  parábola  del  vergajo  y  sacudir  á 
diario  á  los  humildes  y  menesterosos.  La  masonería 
no  descuidó  su  labor,  y  sujeta  á  vivir  del  despojo, 
perdidas  las  Américas,  se  encargó  de  cebarse  en  las 
devastaciones  del  cáncer  político.  Vivió  como  el 
cuervo,  y  á  su  semejanza,  devoró  los  ojos  que  el 
moribundo  abría  á  la  fe. 

La  colonia,  alejada  del  capital,  de  la  industria, 
del  comercio,  siendo  por  largo  tiempo  el  vertedero 
de  la  escoria  peninsular  ó  el  desahogo  de  las  concu- 
piscencias políticas  que  albergaba  el  corazón  de  la 
madre,  viviendo  entre  los  opuestos  sentimientos  de 
los  sectarios,  estalló  al  fin  y  revolvióse  airada  para 
buscar  pureza... 

Aquí  de  las  disciplinas.  Y  unánimemente  el  co- 
mercio raquítico  acudía  á  la  política,  y  ésta,  viendo 
amenazado  su  venero,  hizo  caso  de  las  órdenes  reli- 
giosas que  al  lado  de  la  cruz  reclamaban  el  auxilio 
de  la  espada. 

El  directorio  de  la  nación  veía  la  necesidad  de 
emplear  la  fuerza  para  someter  al  hijo  ingrato,  y 
por  eso  mandaba  barcos  y  más  barcos  cargados  de 
tropas;  pero  todo  obedecía  á  un  pensamiento  de  la 
cabeza  alejado  del  sentimiento  nacional.  Los  barcos 
iban  reclutados  en  la  miseria  ó  abanderados  por  el 
sentimiento  del  deber.  Ni  oficiales  ni  soldados  lle- 
vaban el  conocimiento  exacto  del  problema  que 
iban  á  resolver.  A  juicio  de  todos,  aquellas  lejanas 


¡LA  guerra!  185 


tierras  eran  una  prebenda  de  la  política  donde  iban 
á  engrandecerse  los  malos  y  á  perecer  los  buenos. 
Nada  tenía  que  ver  el  problema  con  la  meseta  cen- 
tral á  la  cual  no  llegaban  los  indianos;  sin  embargo, 
como  en  Cuba,  de  la  meseta  central  se  reclutaban 
los  soldados,  porque  la  recluta  se  hacía  en  progre- 
sión de  la  pobreza... 

Al  llegar  á  este  punto,  la  indignación  agrandaba 
los  ojos  de  mi  buen  amigo  y  su  cutis  nacarado  y 
pecoso  encendíase  con  la  sangre  agolpada  en  el  ros- 
tro... 

¡Horrible!  A  su  juicio  no  había  nada  más  horrible 
que  emprender  una  guerra  sin  entusiasmo.  Y  aque- 
llas gentes  que  entraban  á  bandadas  en  el  hospital 
no  podían  sentir  el  entusiasmo  necesario  para  una 
campaña  larga.  Sentirían,  sí,  el  ardor  patrio  resuci- 
tado en  el  combate  por  los  colores  de  la  bandera: 
pero  ¡ay!  que  esto  era  poco  sin  llevar  otro  sentimien- 
to en  el  corazón.  La  bandera,  á  lo  largo  salpicada  y 
enrojecida  en  los  asaltos,  tomaría  el  color  uniforme 
de  la  sangre.  Y  á  la  vista  de  la  sangre  el  amarillo 
sólo  sería  color  de  esterilidad.  ¿Para  qué  aquella  lu- 
cha? ¿Qué  se  salvaba?  ¿qué  se  prometía  á  la  larga?  .. 
Amarillez  y  sangre.  El  color  de  los  muertos  era  el 
color  de  la  bandera,  y  la  bandera  representaba  á 
maravilla  la  causa.  ¡Horrible!  ¡horrible!  En  medio 
de  la  inutihdad  del  esfuerzo,  cabíale  el  orgullo  á  él, 
que  acababa  de  alistarse  en  un  batallón  de  volunta- 


186  RICARDO  BURGUETE 


rios,  de  ver  que  los  soldados  se  batían  con  el  entu- 
siasmo de  otras  époías.  Evocaba  la  imagen  que  le 
hice  de  las  tropas  saliendo  encharcadas  del  río  para 
ir  á  saludar  á  los  heridos  y  orear,  entre  vivas,  con 
el  viento  de  los  sombreros,  las  pilas  de  los  muertos. 

¡Horrible!  ¡horrible!  Todo  aquel  esfuerzo,  sirvien- 
do á  una  industria  ruin,  á  un  comercio  raquítico  y 
á  una  causa  política  desastrosa,  acabaría  por  aho- 
garse en  sangre.  Ya  entraba  en  el  hospital  á  rauda- 
les- 
Calló  mi  buen  amigo,  y  á  poco  la  campana  de  la 
puerta  que  daba  al  río  anunció  nuevas  barcazas  con 
heridos. 

Las  hermanas  pusieron  en  movimienío  á  los  en- 
fermeros y  por  ellos  supimos  que  se  había  librado 
aquella  mañana  una  acción  sangrienta  en  el  Zapote 
y  que  entre  los  heridos  de  tropa  y  oficiales  venía  el 
cadáver  del  heroico  coronel  Albert... 

Consternó  la  noticia  á  la  sala.  La  figura  del  bi- 
zarro coronel  pasó  por  la  imaginación  de  todos.  Su- 
cedió un  silencio  solemne  y  el  gotear  incesante  que 
caía  sobre  la  cama  del  herido  en  la  rótula  se  alteró 
por  el  movimiento  desasosegado  de  éste,  que  mur- 
muró entre  dientes: 

—¡Albert!  ¡Albert! 

Fué  preciso  estrechar  más  las  distancias  y  entre 
ellas  colocar  nuevas  camas. 

La  larga  perorata  de  mi  amigo  y  sus  razones  pro- 


¡LA  guerra!  187 


dujeron  hondo  desasosiego  en  mi  espíritu,  junta- 
mente con  la  noticia  de  la  muerte  de  Albert. 

De  mi  cama  y  de  la  del  operado  en  la  rodilla  sa- 
lía por  igual  un  olor  que  yo  tomé  por  de  mal 
agüero. 

Sor  Joaquina  vino  cariñosa  y  risueña  á  decirnos 
que  nos  iban  á  trasladar  para  dejar  espacio  libre  y 
para  que,  aislados  en  otros  cuartos,  lográsemos  des 
cansar.  Me  asaltó  la  revelación  de  la  gangrena  y  á pe- 
sar de  las  frases  tranquilizadoras  del  buen  Arguelles, 
cuando  llegó  la  hora  del  traslado  y  elevaron  los  en- 
fermeros mi  cama  en  hombros,  me  bastó  ver  el  sa- 
ludo penoso  de  los  compañeros  para  aseverar  en  mi 
revelación. 

Ante  mí  quitaron  cuidadosamente  el  aparato  del 
operado  y  tras  de  su  cama  se  llevaron  la  mía,  ha- 
ciéndonos cruzar  á  lo  largo  del  patio  de  palmeras 
que  vi  inundado  de  sombras  á  la  llegada. 

Aspiré  con  ansia  las  primeras  emanaciones  de  sol 
y  de  ambiente  al  bajar  la  escalinata,  y  sobre  mi  ca- 
becera se  cerró  la  puerta  de  cristales  deslustrados 
que  guardaba  la  sala  general,  repleta  de  camas  y 
camillas. 

A  nuestro  paso  por  el  patio -parterre,  sintiendo  en 
mi  rostro  la  caricia  del  ambiente  caldeado,  alcancé 
á  ver  por  el  frente  opuesto  innumerables  parihuelas 
que  transportaban  á  las  salas  de  tropa  los  heridos 
de  las  gabarras: 


188 


RICARDO  BURGUETE 


— Llegan  muchos  heridos  de  la  compañía,  seño- 
rito,—me  dijo  al  lado  el  asistente,  que  venía  de  cu- 
riosear. 

—  ¿De  la  compañía?  .. 

Recordé  las  frases  de  Arguelles,  el  entusiasmo  de 
mi  tropa  y  el  tributo  pagado  en  el  primer  asalto. 
No  bastaba  un  esfuerzo.  Eran  preciso  muchos  y  el 
tiempo  ahogaría  en  sangre  el  entusiasmo,  llevando 
á  todas  las  cabezas  la  explicación  enervadora  y 
aplastante  de  los  colores  rojo  y  gualdo  de  la  bande 
ra:  el  rojo,  el  color  de  la  sangre;  y  el  amarillo,  el  in- 
sípido color  de  la  esterilidad. 


j.vV*-^W,     i 


XXII 


A  lo  largo  de  un  pasillo  cuyas  habitaciones 
abrían  á  derecha  é  izquierda,  me  trasladaron  y  tomó 
mi  cama  puesto  en  un  cuartucho  de  reducido  espa- 
cio. Separaban  las  alcobas  delgados  tabiques  que  vi- 
braban con  las  toses  y  á  cuyo  través  se  oían  las  res- 
piraciones. 

No  fué  apresión  mía  el  temor  de  gangrena.  El 
malestar  y  desasosiego  de  la  primera  noche  de  mi 
traslado  y  la  dolorosa  cura  á  que  el  día  siguiente  me 
sujetó  el  doctor,  dieron  á  mi  razón  pruebas  materia- 
les. Mi  convecino  se  hallaba  en  un  estado  lastimoso, 
y  á  juicio  de  la  consulta  de  médicos,  había  necesi- 


190  RICARDO  BURGUETE 


dad  de  amputarle  la  pierna  aquella  misma  tarde. 

Revolvíame  desasosegado  en  el  lecho,  que  emba- 
razaba el  cuartucho  caldeado  á  las  horas  del  medio- 
día y  de  la  siesta  por  una  atmósfera  de  horno.  Por 
la  única  ventana  entornada  chorreaba  el  sol,  ha- 
ciendo resudar  la  resina  y  encendiendo  los  nudos  de 
las  maderas.  Fuerte  tufillo  de  cocina  subía  del  fondo 
del  pasillo,  é  invadiendo  los  cuartos  llevaba  á  ellos 
un  enjambre  de  moscas  que,  pringosas  y  pesadas, 
revoloteaban  por  los  flecos  del  mosquitero. 

Sor  Teresa,  la  nueva  hermana,  rezaba  sus  oracio- 
nes en  una  habitación  desalojada  é  inmediata  á  la 
mía. 

Mi  amigo  Arguelles,  ausente  por  unas  horas,  no 
tardaría  en  volver  y  colgado  á  los  pies  de  mi  cama, 
le  aguardaba  la  gorrilla  y  camiseta  china  de  enfer- 
mero,—como  él  decía... 

Empezaba  á  distraer  mis  agudos  dolores  y  la  sole- 
dad, en  la  rebusca  de  recuerdos  lejanos.  Y  subyu- 
gado, entre  duros  calambres,  por  el  poder  hipnóti- 
co del  pasado,  adormecía  mis  nervios  á  fuerza  de 
arrobar  los  sentidos  en  el  recuerdo,  cuando  un  des- 
usado movimiento  me  llamó  la  atención  del  lado 
del  pasillo.  Vino  á  decirme  mi  asistente  que  iban  á 
á  llevar  á  mi  convecino  á  la  sala  de  amputaciones  y 
que  de  antemano  llegaban  los  médicos  á  clorofor- 
mizarle. Oí  distintamente  el  murmullo  de  muchas 
voces  que  hablaban  con  tonos   enérgicos  y  convin- 


¡LA  guerra!  191 


centes;  después  siguieron  á  ellas  súplicas,  sollozos 
y  tras  de  una  respiración  jadeante  de  cuerpo  que 
lucha  revolviéndose  en  el  lecho,  se  oyeron  frases 
inarticuladas,  gritos  ahogados,  y  por  fin  órdenes 
enérgicas  comunicadas  en  voz  baja.  No  tardó  en 
oirse,  á  lo  largo  del  pasillo,  un  arrastre  de  pies  y  el 
frotar  que  en  las  paredes  producían  l(>s  brazos  de 
unas  parihuelas  conducidas  en  alto.  Por  la  puerta 
entreabierta  alcancé  á  ver  el  grupo  que,  seguido  de 
los  doctores,  conducía  entre  mantas  el  cuerpo  inmó- 
vil del  cloroformizado. 

Media  hora  escasa  tardó  en  aparecer  un  enferme- 
ro, llevando  en  un  cubo  una  pierna,  de  un  amarillo 
de  cera  y  que  chorreaba  sangre  en  el  envoltorio  de 
un  trozo  de  sábana. 

La  llegada  de  mi  amigo  Arguelles  coincidió  con 
la  vuelta  de  las  parihuelas  que  obligaban  á  refrotar 
los  cuerpos  de  los  conductores  á  lo  largo  del  pasillo. 
Traían,  según  me  dijeron,  el  cuerpo  de  aquel  infor- 
tunado, que  sin  volver  del  letargo,  acababa  de  su- 
frir una  amputación  por  muy  arriba  del  muslo,  casi 
á  cercén  del  tronco. 

No  pude  en  aquella  noche  conciliar  el  sueño,  ni 
aun  abusando  de  los  tragos  de  bromuro. 

En  las  primeras  horas  del  alba,  volvió  en  sí  dan- 
do gritos  desgarradores  el  amputado. 

Pusiéronse  en  conmoción  los  enfermeros  de  guar- 
dia, y  en  unión  de  la  hermana,  le  suministraron 


192  RICARDO  BURGUETE 


una  dosis  de  calmante  que  adormeció  las  explo- 
siones agudas  del  dolor,  para  dar  paso  á  una  queja 
sollozante  y  débil,  que  escupía  á  ratos  blasfemias  y 
súplicas,  revolviéndose  no  ya  contra  el  destino  sino 
contra  el  dolor  implacable: 

—  Pero  ¡Dios  mío!  ¿qué  es  esto?  si  me  duele  el  pie; 
el  pie  izquierdo,  ¡el  pie  que  no  tengo! — 

Recordé  las  torturas  que  narra  Silvio  Pellico.  De 
un  modo  semejante  se  quejaba  aquel  desdichado,  y 
se  revolvía  suplicante  contra  la  pobre  naturaleza 
que  mísera  y  doliente  sufría  en  la  carne  desgajada. 

Pasó  por  mis  ojos  la  vista  de  aquel  cubo  y  de 
aquel  pedazo  de  pierna  amarillenta;  carne  muerta 
é  insensible  que,  á  la  sazón  enterrada  ó  arrojada  al 
río,  mortificaba,  por  un  fenómeno  muy  común,  el 
cuerpo  abandonado  del  vivo. 


XXIII 


Sucediéronse  los  días  y  las  noches  y  conllevé'el 
tiempo  auxiliado  por  mi  buen  amigo  que,  sujeto  á 
la  cabecera  de  mi  cama,  separábase  de  ella  para  re- 
tirarse á  descansar  de  noche  ó  para  asuntos  peren 
torios  del  día. 

Fué  aproximándose  el  de  mi  mejoría,  pero,  entre- 
tanto, á  los  dolores  del  cuerpo  sucedieron  mil  emo- 
ciones del  espíritu. 

FILIPINAS — 13 


194  RICARDO  BURGUETE 


Los  cuartos  vecinos  del  largo  pasillo  fueron  lle- 
nándose á  medida  que  avanzaban  las  operaciones 
de  la  columna  del  Sungay,  y  por  las  frecuentes  al- 
tas de  hospital,  estábamos  al  tanto  de  los  combates. 

No  dejó  un  momento  de  sonar  la  campana  anun- 
ciadora de  las  gabarras  ensangrentadas  del  río. 

A  diario  llegaban  nuevas  vítimas  y  á  diario  suce- 
díanse los  asaltos. 

Cada  convoy  de  carne  suponía  una  jornada;  y  só- 
lo en  esta  forma  ganábase  el  camino  y  sosteníase 
enhiesta  la  bandera  que  tremolaba  á  impulsos  del 
avance. 

¡España!  ¡España!  Durante  las  horas  del  día,  com- 
pañeros venidos  de  las  Pinas  y  de  las  avanzadas  del 
Zapote  traían,  con  el  recuento  de  las  últimas  opera- 
ciones, ráfagas  de  entusiasmo  y  ambientes  de  salud 
y  riesgo  que  vivificaban  la  atmósfera  de  los  lechos 
cargada  de  iodoformo,  de  pesadumbre  y  desdicha. 

Al  cerrar  la  noche  y  en  el  silencio  de  ella,  salía 
por  igual  la  imaginación  de  los  enloquecedores  deli- 
rios ó  de  las  pesadas  vigilias  con  la  frase  entusiasta: 
¡España!  ¡España!  que,  ora  débil  ó  robusta,  respon- 
día al  ¡quién  vive!  de  los  centinelas  apostados  en  la 
margen  del  río. 

Una  tarde  y  una  noche  faltó  mi  amigo  Arguelles, 
y  coincidiendo  con  las  horas  de  su  habitual  llegada, 
un  movimiento  desusado  puso  en  conmoción  las  fuer- 
zas de  sanitarios  y  enfermeros,  y  tras  de  ellos  vinie- 


¡LA  guerra!  195 


ron  á  nombre  del  oficial  de  guardia  en  demanda  de 
mis  asistentes,  para  que  armados  fueran  á  reforzar 
Jas  patrullas  encargadas  de  defender  el  edificio. 

Por  el  sargento  encargado  de  comunicarme  la  pe- 
tición supe  que  aquella  misoaa  mañana  acababa 
de  sublevarse  una  fuerza  indígena  de  carabineros  y 
que  secundaban  el  movimiento  en  los  barrios  extre- 
mos numerosos  afiliados  al  Katipunan.  Por  dela- 
ción acababan  de  hacerse  prisiones  entre  el  servicio 
del  hospital,  y  hasta  aquella  hora  no  se  tenían  noti- 
cias del  movimiento  de  insurrección,  porque  volunta- 
rios y  tropa  batíanse  contra  los  sublevados  en  la  calle. 

Quedé  solo^  completamente  solo,  en  mi  cuarto - 
celda,  y  por  el  cristal  de  la  entornada  ventana  des- 
filó un  atardecer  somnoliento  y  triste,  alterado  por 
el  paso  de  las  patrullas  que  iban  á  reforzar  el  cor- 
dón del  río  ó  las  puertas  avanzadas  del  exterior. 

Sumido  en  la  soledad  del  cuarto  y  de  mi  abando- 
no, creí  percibir  anochecido  ecos  de  descargas  leja- 
nas, que  zumbaron  en  mi  almohada  con  rumor  más 
distinto  del  que  á  cada  cambio  de  postura  llegaba 
á  mis  débiles  oídos... 

La  noche  cerró  sin  que  sor  Ana,  con  su  habitual 
dispUcencia,  calmara  con  palabras  mis  incertidum- 
bres. 

Era  bien  corrida  la  media  noche  cuando  el  relevo 
devolvió  mis  asistentes,  y  por  ellos  supe  noticias 
comunicadas  en  la  avanzada. 


196  RICARDO  BURGUETE 


Se  había  vencido  la  insurrección  en  las  calles,  pe- 
ro con  muchas  bajas  de  una  y  otra  parte. 

La  mitad  de  los  enfermeros  é  internos  indígenas 
de  la  facultad  de  Medicina,  estaban  presos  por  ha 
berse  comprobado  que  fraguaban  un  complot  para 
rematar  á  los  heridos  y  prender  fuego  al  hospital  al 
estallar  el  movimiento  subversivo. 

Toda  la  mañana  repitióse  el  cruce  de  las  patru- 
llas por  debajo  de  mi  ventana,  y  alternándose  con 
ellas,  S9  sucedían  los  «alertas»  de  los  centinelas  que 
aseguraban  el  exterior  del  edificio. 

A  los  pies  de  la  cama  aguardaba  á  mi  buen  ami- 
go sa  ropa  de  enfermero;  y  pensé  que,  afiliado  á 
una  guerrilla  de  voluntarios,  acaso  á  aquellas  horas 
estaría  batiéndose  con  los  restos  dispersos  de  los 
sublevados. 

Muy  de  madrugada,  logré  conciliar  el  sueño  por 
breve  espacio,  y  me  sacó  de  él  el  trajín  de  la  diaria 
visita  médica. 

Llegó  á  la  cama  el  buen  doctor,  y  pulsándome  en 
tanto  buscaban  mis  ojos  á  mi  buen  amigo,  ordenó 
me  suministrasen  una  poción  de  bromuro. 

No  reconoció  aquel  día  los  vendajes,  y  sentando 
se  á  los  pies  de  mi  cama,  dijo  con  inflexiones  de 
voz  trémula  y  cariñosa: 

— Creo  no  necesitar  entereza  para  comunicarle 
una  mala  noticia:  su  amigo  Arguelles  quedó  grave- 


¡LA  guerhaI  19/" 


mente  herido  en  el  combate  contra  los  sublevados  y 
no  hay  esperanza  de  salvarle. 

La  desgracia,  fatal  é  irreparable,  llevó  con  toda  su 
gravedad  la  emoción  á  mis  ojos: 

—¿Muerto? 

—Muerto,  sí.  Un  balazo  en  la  cabeza.  Pero  hay  que 
sobreponerse,  ¡ea!  Usted  debe  de  estar  hecho  á  forta- 
lecer el  ánimo... 

Tragué  la  amarga  noticia.  Toda  la  abnegación  de 
mi  buen  amigo,  de  mi  buen  enfermero,  durante  mi 
estancia  en  el  hospital,  pasó  por  mi  memoria  y  á  la 
par  acudió  á  mis  ojos  su  figura  fraternal  y  cariñosa 
que  yo  veía  entonces  en  el  fondo  de  aquellas  ropas 
que,  colgadas  á  los  pies  de  mi  cama,  aguardaban  el 
calor  de  su  dueño. 

Resbaló  la  chaqueta  al  suelo  al  rozarla  un  sanita- 
rio, y  pensé  en  la  caída  de  mi  buen  amigo,  descol- 
gado de  la  vida  como  guiñapo  ensangrentado,  en  las 
aceras  de  una  calle. 

—Es  preciso  ser  fuerte,  volvía  á  repetir  el  doctor. 
No  basta  el  esfuerzo  físico,  hace  falta  el  moral:  y  con 
él  sobreponerse  á  todo;  yo  lucho  también,  hijo;  y 
tengo  mis  quebrantos  de  cuerpo  y  alma.  Quisiera 
tener  cien  vidas  para  cuidar  á  mis  enfermos  y  cien 
manos  para  asistirles...  Lucho  con  la  muerte  á  brazo 
partido...  á  cambio  de  mi  salud  disputo  la  ajena;  y 
sin  embargo,  la  muerte,  batallando,  aniquila  mis 
fuerzas  y  se  lleva  los  enfermos.  No  se  puede  luchar 


198  RICARDO*  BURGUETE 


con  el  destino  y  hay  que  sucumbir  á  sus  exigen- 
cias... Menos  mal  cuando  viene  de  golpe  y  se  lleva 
una  vida,  pero  ¡qué  cruel  cuando  da  esperanza;  cuan- 
do da  aliento  para  la  lucha  y  reta  con  un  asomo  de 
asidero,  de  tíaqueza!  ..  Estoy  hecho  á  luchar  y  acabo 
por  declararme  vencido  sin  capitular  nunca.  Usted 
conoce  mis  esfuerzos  con  el  último  amputado;  pues 
bien,  al  cabo  se  murió  y  de  aquí  se  le  sacó  sigilosa- 
mente. Luché  con  él  lo  indecible,  acudí  á  horas  ex- 
traordinarias, combatí  sin  descanso  la  muerte  y  la 
muerte  vino.  Anoche  se  me  murió  en  la  sala  general 
otro  en  quien  saqué,  á  fuerza  de  cuidados,  un  aside- 
ro de  esperanza.  Vano  empeño  en  los  dos...  Pero 
no  desmayo,  tengo  otros  aun,  y  á  fuerza  de  salud  y 
vida  reanimaré  las  suyas.  Empero  es  preciso  sobre- 
ponerse á  la  desgracia  y  ser  fuerte.  Ustedes  tienen 
su  heroísmo  allá  bajo,  frente  á  trincheras;  yo  lo  ten- 
go aquí  junto  á  las  camas,  y  es  por  igual  gloriosa  la 
misión.  Ustedes  á  salvar  honras,  yo  á  salvar  vidas. 
Heroísmo  hay  allí  y  heroísmo  aquí:  heroico  es  todo 
sacrificio  de  vida  por  el  bien  ajeno. 

Escuché  al  doctor,  y  consolado  y  más  conforme 
eché  de  ver  en  su  semblante  los  estragos  de  la  vida 
activa.  Su  abnegación  y  su  trabajo  excitaba  vivísi- 
mo reconocimiento  y  gratitud  en  sus  clientes. 

Desde  el  día  de  la  primera  visita,  notábase  en  el 
semblante  del  médico  la  palidez  terrosa  de  la  fati- 
ga, y  al  través  de  los  lentes  una  orla  violácea  rodea- 


¡LA  guerra!  199 


ba  los  negros  vivarachos  ojos  de...  (á  punto  estuve 
de  ser  indiscreto). 

Se  despidió  de  mí  con  un  efusivo  apretón  de  ma 
nos  y  le  oí  exclamar  á  lo  largo  del  pasillo: 

— Hoy  no  hay  cura. 

De  todos  los  cuartos  salieron  alegres  saludos  para 
el  doctor  y  suspiros  de  satisfacción  que,  ante  la  idea 
del  descanso,  exhalaba  la  carne  dolorida... 

Terminada  la  visita,  volví  apesadumbrado  al  re. 
cuerdo  de  mi  pobre  amigo,  que  con  un  «hasta  lue- 
go» habitual  se  despidió  de  mí  la  tarde  anterior. 
Recordé  sus  pesimismos  y  vi  empezaban  á  cumplirse 
sus  profecías:  la  insurrección  iba  en  aumento  y 
amenazando  prender  en  toda  la  población  del  Archi- 
piélago... El  no  tenía  esperanza  de  volver  á  España^ 
ni  aun  casi  de  ver  la  esterilidad  de  los  esfuerzos  de 
la  guerra. 

Vino  á  mi  pensamiento  el  recuerdo  do  Ja  tarde 
que,  paseando  en  coche  á  lo  largo  de  las  calzadas, 
me  señaló  la  balumba  de  bahais  de  los  barrios  exte 
riores:  allí,  allí  anidaba  el  foco  y  de  allí  vendría  la 
oleada  formidable. 

La  muerte  de  mi  amigo  en  una  encrucijada  de 
aquellos  mismos  lugares,  por  él  señalados,  ponía  un 
sello  de  triste  garantía  al  resto  de  sus  aseveraciones. 

Toda  la  mañana  estuvieron  entrando  en  el  hospi- 
tal heridos  de  la  tarde  anterior.  Al  mediodía  un  tris- 
te y  acompasado  campanilleo,  seguido  de   un  lento 


200  RICARDO  BURGUETE 


arrastre  de  pies,  para  mí  conocido,  cruzó  por  el  pa- 
tio, recordándome  que  iban  á  administrar  el  viático 
á  los  más  graves. 

Se  iluminó  por  un  momento  con  un  hilito  de  luz 
artificial  la  juntura  cuadrangular  de  la  ventana,  y 
sus  maderas,  herméticamente  cerradas  y  expuestas 
al  sol,  empezaron  á  sudar  durante  la  tarde  lagrimo- 
nes de  resina  á  través  de  los  nudos  que  diéronse  á 
mirarme  fijos  como  pupilas  sangrientas. 


|XXIV 


Un  día,  el  cabo  de  mes  y  medio  •  de  inmovilidad 
y  de  cama,  me  concedió  el  médico  autorización  para 
levantarme.  Trajéronme  unas  flamantes  muletas 
que  supe  había  encargado  á  prevención  aquel  solí- 
cito y  cariñoso  amigo, — perdido  para  siempre,  —  con 
el  afán  de  verme  levantado  pronto  y  de  poder  reali- 
zar nuestros  proyectos  de  feliz  y  tranquila  convale- 
cencia en  el  retiro  de  una  quinta  alquilada  por  él. 

Colgado  de  los  palitroques  sin  acertar  á  dar  un 
paso,  salí  con  el  apoyo  de  mis  asistentes,  al  patio 
central,  donde  á  la  sazón  otros  heridos  y  enfermos 
respiraban  el  aire  embalsamado  de  la  mañana. 

Me  tendieron  en  una  dormilona  (silla  larga)  de 


202  RICARDO  BURGUETE 


mimbre,  y  apoyado  entre  almohadas,  ordené  que  de- 
jasen las  irresistibles  muletas  junto  á  la  cabecera. 

Respiré  con  fuerzay  fruición  el  aire  inhalado  de  sol 
y  de  emanaciones  de  aromáticas  plantas  del  parterre. 

El  hospital  de  una  sola  planta  componíanlo  un 
sistema  radial  de  galerías  y  salas  que  iban  á  rema- 
tar en  escalinatas  resguardadas  por  cobertizos  de 
madera  y  zinc.  Sobre  la  plazoleta  central  enarenada 
á  lo  largo  de  los  laberínticos  macizos  de  tierra  er- 
guíanse esbeltas  palmeras,  coquetones  arbustos,  y 
multicolores  plantas. 

Tendido  en  la  perezosa  y  alzando  poco  más  de 
una  cuarta  del  embaldosado  suelo,  veía  un  retazo 
de  firmamento  de  un  azul  limpio  y  sereno  que  á  lo 
lejos  recortaba  airosas  las  siluetas  de  los  árboles,  cu- 
yas hojas  estremecidas  por  la  brisa  cantaban  albo- 
rozadas, bajo  los  efluvios  de  dulzura  emanados  del 
celaje  diáfano  y  azulado. 

Contesté  á  las  preguntas  de  mis  compañeros  y 
entré  en  la  conversación  general  de  los  contertulios 
que,  formando  corro  y  en  caprichosas  posturas,  cui- 
daban solícitos  de  salvar  de  roces  y  de  trasladar  á 
lo  largo  de  la  silla  con  esmero  la  parte  dolorida  del 
cuerpo. 

Espaldas  y  pechos  enguatados  formando  jorobas 
de  vendajes:  cabezas  y  caras  escondidas  entre  tur- 
bantes de  algodón  en  rama;  brazos  enfundados  en 
cabestrillos  de  charol;  manos  y  pies  entablillados  so- 


¡LA  guerra!  203 


bre  plantillas  de  madera  que  asomaban  bajo  apelo- 
tonados envoltorios:  be  aquí  el  bosquejo  del  corro 
de  oficiales  que  challaban. 

En  el  frente  opuesto  del  parterre  y  en  el  ala  del 
edificio  destinado  á  la  enfermería  de  tropa,  los  con- 
valecientes vestidos  con  batines  de  enfermo  discu- 
rrían en  corros  ó  paseaban  apoyados  en  brazos  de 
enfermeros  ó  colgados  de  muleta?. 

Mucbo  rato  me  entretuve  en  ver  á  un  soldado 
amputado  de  una  pierna  hacer  los  primeros  pinitos 
y  dar  solo  algunos  pasos  con  muletas  á  lo  largo 
de  las  revueltas  y  enarenadas  avenidas  del  jardín. 

Creí  aquella  soltura  hija  de  una  habilidad  prodi 
giosa. 

Hasta  entonces  no  había  parado  el  pensamiento 
á  considerar  la  difícil  maniobra  de  acostumbrarse  á 
guardar  el  equilibrio  colgado  el  cuerpo  de  las  muletas. 

¡Ah!  ¡hasta  que  yo  aprendiesel 


Logré  con  tesón,  al  cabo  de 
algunos  días,  tras  arriesgados 
"^      "  ensayos  servirme  de  las  mulé-  / 

tas,  y  cuando  una  tarde  embalsamada  y  melancólica  ' 
logré  atravesar  el  parterre,  sentí  un  estremecimiento 
de  dicba  y  una  súbita  emoción  me  hizo  detener  jun- 
to á  un  macizo  de  palmeras  y  ocultar  el  rostro  baña 
do  en  lágrimas. 

Largo  rato  estuve  sin  poder  sofocar  los  sollozos.  No 
supe  entonces,  ni  sé  ahora  por  qué  lloré.  Pero  sin  sa 
ber  la  causa,  el  llanto  corría  abundante  por  mis  me- 


206  RICARDO  BURGUETE 


jillas  y  estremecía  mi  cuerpo  con  una  sensación  in- 
efable de  alivio. 

Lloraba  al  retorno  de  la  movilidad...  Lloraba  mi 
histerismo  traumático, — según  me  dijo  el  médico. 
Pero  no.  No  me  basta.  Lloraba  algo  más  que  eso,  y 
sentía  desfallecer  mi  cuerpo  en  un  abandono  de 
ternura  que  estuvo  á  punto  de  dar  conmigo  en  el 
suelo,  en  medio  del  blando  y  dulce  ambiente  de  la 
tarde  embalsamada  y  melancólica. 

Pasada  la  crisis  enderecé  el  cuerpo  y  proseguí  la 
marcha  en  demanda  de  la  escalinata  que  daba  ac- 
ceso á  la  sala  general  de  heridos  de  tropa.  Muy 
cerca  de  mí  pasó  el  furgón  amarillo  y  negro  que  á 
diario  conducía  los  muertos  del  depósito  ó  del  anfi- 
teatro. 

Subí  la  escalerilla  del  brazo  de  los  enfermeros  y 
fui  á  lo  largo  de  las  dos  hileras  de  camas  de  la  sala 
buscando  rostros  de  soldados  conocidos. 

Incorporados  entre  almohadas  algunos;  tendidos 
como  cuerpos  exánimes  ó  revolcándose  entre  sábanas 
á  los  sacudimientos  del  dolor  otros.  Todas  las  caras 
délos  enfermos,  de  un  amarillo  de  cera,  contrastaban 
con  los  semblantes  sanos  de  los  enfermeros  y  sani- 
tarios, que  daban  pociones  á  los  heridos,  acudían  á 
sus  llamamientos,  ó  formaban  caprichosos  grupos 
ayudando  á  vestir  ó  asistiendo  en  los  primeros  pasos 
á  los  convalecientes. 

Sobre  algunas  camas  vacías  que  acababan  de  re- 


¡LA  guerra!  207 


cogerse,  la  tablilla  «fallecido»  sustituía  á  la  planche- 
ta del  número  y  daba  al  montón  de  jergones  y  al- 
mohadas recogidas  en  el  testero  un  aspecto  de  sen- 
sación heladora,  de  humedad,  de  frío. 

Fui  saludando  y  recibiendo  las  cariñosas  felicita- 
ciones de  algunos  de  mis  soldados  Sobre  una  de 
las  camas,  el  blanco  lienzo  de  una  sábana  cubríalas 
rigideces  de  un  cuerpo  que  acababa  de  expirar.  En 
la  cama  inmediata,  un  herido  volvía  los  ojos  con  ex- 
presión de  angustia  infinita,  y  paseaba  sin  cesar  la 
mirada  por  los  pliegues  de  la  sábana  que  denotaban 
la  rigidez  de  los  salientes  del  cuerpo  lívido  y  helado. 

Volví  sobre  mis  pasos,  después  de  reanimar  con 
esperanzas  de  pronta  cura  á  los  soldados  de  mi 
compañía.  Muy  cerca  de  la  puerta  inundada  por  la 
luz  mortecina  del  crepúsculo,  y  oreada  por  ráfagas 
balsámicas  que  ventilaban  el  pesado  olor  de  iodo- 
formo  y  gasa  fénica,  un  enfermero  se  me  acercó 
guiando  á  un  soldado  ciego  que  extendiendo  anhe- 
loso los  brazos  en  el  vacío  me  llamó  indistintamente: 

— ¡Mi  capitán!  ¡mi  capitán! 

Reparé  en  el  infeUz  y  recordé  que  el  día  del  asal- 
to recibió  un  balazo  de  sien  á  sien  que  le  dejó  mi- 
lagrosamente con  vida,  vaciándole  los  ojos... 

Le  así  cariñosamente  de  un  brazo  y  á  mi  voz  le 
sentí  estremecer  y  parpadear  penosamente  con  el 
semblante  compungido: 


208  RICARDO  BURGUETE 


— Yo  no  veo,  mi  capitán:  no  veo,  pero  oigo  su  voz: 
está  bueno  ya.  Sé  que  lleva  V.  muletas  porque  las 
oigo.  Qué  pena,  mi  capitán,  no  poder  ver  ya  las  ca- 
ras conocidas  de  otras  veces.  ¿Curará  V.  bien? 

—Sí,  hijo,  sí,  que  Dios  te  bendiga,  ya  volveré  á 
verte...  Y  salí  de  allí  con  el  corazón  angustiado  por 
el  interés  del  pobre  ciego. 

A  la  mañana  siguiente,  se  supo  en  el  hospital  la 
noticia  de  un  nuevo  y  reñidísimo  combate  de  la  co- 
lumna del  Sungay. 

Cuando  llegó  el  médico  á  pasar  la  visita,  me  anun- 
ció que  al  día  siguiente  sería  trasladado  al  convento 
de  Padres  jesuítas.  Supe  que  las  diversas  comunida- 
des se  repartirían  los  convalecientes  para  dejar  libres 
las  habitaciones  á  las  nuevas  remesas  de  heridos. 

Abandoné  el  hospital  después  de  visitar  muy  de 
madrugada  la  sala  general  de  oficiales,  la  de  tropa, 
y  de  saludar  á  las  hermanas. 

Di  un  adiós  de  despedida  á  aquella  cama  mía  y 
al  cuartucho,  y  salí  para  tomar  el  coche  que  había  de 
conducirme  al  convento.  Bajé  las  escaleras  solo,  apo- 
yado en  los  palitroques  y  sintiendo  oscilar  la  pierna 
como  un  péndulo. 

Cuando  salía  el  vehículo  de  las  puertas  del  hospi 
tal  á  las  que  di  emocionado  un  cariñoso  adiós,  la 
campana  de  la  puerta  volteaba  anunciando  la  pre- 
sencia 'de  las  gabarras  del  río. 

Con  el  caballo  al  paso  y  en  una  mañana  espíen- 


¡LA  guerra!  209 


dida  atravesó  el  coche  la  calzada  de  Arroceros  y  si- 
guió á  lo  largo  del  río  dejando  á  la  derecha  el  puen- 
te de  España,  para  entrar  por  una  de  las  puertas  de 
la  ciudad  murada.  Entre  bocanadas  de  viento  pare- 
cían mis  pulmones  aspirar  un  algo  dichoso  que  ha- 
cía hormiguear  la  sangre  en  mis  venas  y  trajo  á  mi 
semblante  un  ligero  ardor. 

Me  pareció  que  salía  á  otro  mundo.  Al  mundo  de 
los  dichosos,  y,  complacido,  veía  discurrir  la  gente  á 
derecha  é  izquierda  lozana  y  ágil. 

Un  lando  que  llevaba  un  ramillete  de  lindas  eu- 
ropeas pasó  á  la  carrera  por  mi  lado,  y  fué  á  perder- 
se á  lo  lejos  con  el  toldo  de  pintadas  sombrillas  y 
entre  nubes  de  polvo  que  entrevelaban  una  desbor- 
dante espuma  de  blondas  y  encajes. 

Aspiré  con  fuerza  el  olor  á  carne  rosada  y  sana,  y 
estremecido  entré  en  la  vetusta  Manila,  bajo  el 
repiqueteo  de  campanas  que  á  mí  se  me  antojó  ri- 
sueño nuncio,  invitador  de  albergue  tranquilo  y  so- 
segado. 


FILIPINAS— 14 


XXVI 


Me  alojaron  en  el  convento  en  una  buena  celda 
cuyas  ventanas  abrían  á  una  calleja. 

De  blanco  armiño  que  respiraba  pureza  era  el  co- 
lor dominante  en  el  lecho  que  me  destinaron,  cuya 
estrechez  extremada  asociando  de  continuo  al  cuer- 
po y  al  espíritu  la  idea  de  la  castidad  y  el  celibato 
hacía  imposible  todo  sueño  pecaminoso  en  el  an- 
gosto espacio  del  catre,  que  apenas  si  dejaba  libres 
los  brazos  para  que,  apoyándose  en  los  bordes  de  la 
cama,  permitieran  revolver  el  cuerpo. 

Una  mesa  con  devocionarios;  sillas  de  baqueta, 
una  perezosa  á  un  lado  y  cuadritos  de  bíblicas  y  mi- 


(LA  guerra!  211 


lagrosas  leyendas,  completaban  el  ajuar  del  cuarto 
que,  exento  de  todo  lujo,  respiraba  quietud  bendita, 
recogimiento  solemne  y  misteriosa  unción. 

Los  buenos  padres  interesados  por  mi  comodidad 
y  mis  deseos,  acudían  frecuentemente  á  interrogar 
mis  gustos  y  sostenían  animosas  pláticas  sobre  la 
guerra,  facilitándome  de  continuo  cuantos  periódi- 
cos y  noticias  venían  á  dar  cuenta  de  las  operaciones. 

El  severo  reglamento  de  la  comunidad  daba  al 
ocio  de  los  padres  y  hermanos  escasas  horas;  y  en 
ellas  acudíamos  los  convalecientes  á  la  sala  de  visi- 
tas, inmediata  á  un  vasto  corredor  asoleado  que  daba 
al  mar  y  desde  el  cual  se  divisaban  las  costas  de  Ca- 
vite. 

Con  fervoroso  interés,  y  ayudados  por  potentes  an- 
teojos terrestres  que  los  religiosos  hicieron  llevar  del 
observatorio,  seguíanse  á  diario  las  operaciones  de 
la  columna  del  Sungay.  Gozábase  la  comunidad  con 
cada  uno  de  los  triunfos  de  nuestras  armas;  y  con  el 
ondear  de  las  banderas  después  de  nuestros  asal- 
tos sobre  las  torres  de  los  pueblos  enemigos,  visi- 
bles á  través  de  los  potentes  anteojos,  llegaba  al  con- 
vento la  noticia  de  cada  triunfo  casi  á  la  par  que  á 
los  centros  oficiales. 

Establecieron  un  hermano  de  guardia  permanen- 
te para  avisar  las  nuevas,  y  éstas  interrumpían  á 
toque  de  campana  las  pláticas  religiosas,  en  ocasio- 
nes, apenas  comenzadas. 


212  RICARDO  BURGUETE 


Fuera  de  estas  oportunidades  ó  del  rato  de  solaz 
délas  tardes,  la  comunidad  desaparecía  para  acudir 
á  las  cátedras  de  los  numerosos  discípulos  ó  para 
encerrarse  en  las  celdas  abiertas  en  los  anchos  pasi- 
llos, pavimentados  con  maderas  suntuosas.  El  palacio 
conventual  alzábase  en  cuatro  acodados  cuerpos  de 
edificio  que  rodeaban  un  patio  destinado  para  gim- 
nasio y  solaz  de  los  alumnos  internos. 

Alumnos,  clases,  bibliotecas,  gabinetes  y  museos, 
ocupaban  dos  alas  del  convento  y  las  otras  dos  que- 
daban para  uso  de  los  padres,  entre  cuyas  celdas,— 
eligiendo  las  mejores,— se  colocaron  los  enfermos. 

No  comíamos  en  el  refectorio  general.  Servíannos 
dos  hermanos  en  un  cuarto  asoleado  que  daba  á  la 
calle  y  hasta  el  cual  subía  de  continuo  el  rumor 
mundano  del  exterior. 

Vinos  generosos  y  abundante  y  sazonada  comida 
presentaban  en  la  mesa,  no  exenta  de  distinción  y 
adornada  á  diario  con  aromosos  centros  de  flores. 

Los  buenos  hermanos,  con  discreta  distracción, 
pasaban  inadvertidos  por  los  retazos  sueltos  de  nues- 
tra conversación  que  á  veces  excedía  del  tono  rosa, 
ó  alternaban  con  calor  en  nuestras  discusiones  de  la 
guerra,  cuando  dejando  reposar  el  opoponax  y  la  en- 
carnación tibia  de  Eva,  volvíamos  al  tema  inacaba- 
ble de  la  profesión  y  de  la  guerra. 

El  prior  y  los  padres,  al  salir  del  refectorio,  ve- 
nían á  mezclarse  en  nuestras  conversaciones  de  so- 


[LA  guerra!  213 


bremesa  y  á  preguntar  consecuentemente:  «Cómo  ha- 
bían comido  sus  enfermos». 

A  la  hora  de  los  postres  reinaba  en  el  comedor  la 
franca  alegría  de  los  cuerpos  que,  convalecientes, 
iban  tomando  vida  en  medio  de  la  paz  claustral. 

La  animación  de  los  semblantes  de  los  padres  que 
respiraban  salud  y  fuerza,  parecía  contagiarnos  en 
medio  del  ambiente  de  recogimiento  y  paz  que  lle- 
naba los  pasillos  y  habitaciones  del  convento. 

La  noticia  de  la  última  heroicidad  realizada  en 
los  asaltos  diarios,  era  el  tema  obligado  de  la  con- 
versación final...  A  los  padres  les  encantaban  los  hé- 
roes, y  ellos  también  los  tenían  en  sus  huestes  y  á 
su  vez  nos  señalaban  los  cuadros  del  comedor... 

No  eran  del  todo  malas  las  pinturas.  Un  cuadro 
representaba  un  naufragio;  la  tripulación  acababa 
de  replegarse  en  las  lanchas  como  última  esperanza, 
y  un  padre  de  la  Compañía  desaparecía  arrodillado 
en  la  cubierta,  embestida  por  oleadas  gigantescas, 
negándose  á  seguir  á  todos,  para  que  sus  últimas 
oraciones  y  sacrificio  sirvieran  de  redención  que  sal- 
vase á  los  náufragos  apiñados  en  los  botes.  Más  allá, 
otro  cuadro  representaba  el  martirio  de  un  padre 
vestido  de  fakir  indio,  entre  tribus  implacables  y 
feroces.  Acullá,  preparábase  un  festín  canibalesco  y 
una  tribu  de  negros  disponíase  á  tostar  vivo  á  un 
anciano,  cuyos  brazos,  trabados  por  la  espalda,  de- 
jaban á  las  manos  libre  espacio  para  poder  llevar  á 


214  RICARDO  BURGÚETE 


los  labios  un  crucifijo,  besado  entre  plegaria  y  ple- 
garia... Se  llamaban  fray  Domenech...  fray  Juan.  No 
recuerdo  bien  los  nombres,  ni  creo  que  la  comuni- 
dad los  conocía  con  certeza.  Eran  héroes  anónimos, 
cuyo  sacrificio  ejemplar  se  enseñaba  á  todos  y  se 
repetía  de  unos  á  otros  agrandado  por  la  aureola  de 
la  innotoriedad.  Murieron  en  un  día,  en  una  hora, 
no  importa  la  fecha  ni  el  momento,  y  en  la  obscuri- 
dad de  su  sacrificio  iban  á  vivir  en  aquellos  cuadros 
vida  postuma  y  gloriosa,  llenando  las  paredes  de 
aquel  comedor  asoleado,  único  cuarto  de  la  casa  al 
que  llegaba  distinto  el  rodar  alegre  y  mundano  de 
la  vida  exterior. 

Recogíase  la  comunidad  en  las  primeras  horas  de 
la  noche  y  alzábase  con  las  del  alba  entre  alegre  to- 
que de  maitines,  al  que  seguía  á  poco  el  repiqueteo 
de  la  primer  misa  que  iban  á  oir  los  religiosos  en  la 
iglesia  inmediata,  que  comunicaba  con  el  palacio 
conventual. 

Fui  haciéndome  en  los  días  sucesivos  á  la  quietud 
ambiente  que  calmaba  el  cuerpo  y  el  espíritu,  mejor 
que  las  dosis  de  bromuro. 

Bajo  chorros  de  sol,  filtrados  á  través  de  las  ver 
des  persianas  de  mi  cuarto,  despertaba  invariable- 
mente entrado  el  día,  entre  alegre  repiqueteo  de 
campanas  y  oyendo  el  sonar  plañidero  y  aflautado 
de  los  órganos  de  la  iglesia,  que  iban  á  estremecer 
mis  carnes  con  efluvios  de  vida  reposada  y  lozana. 


¡LA  guerra!  215 


Avanzaba  la  cicatrización  de  mi  herida.  El   buen 
doctor  no  nos  abandonó  ni  un  solo  día,  y  cada  vez 
acentuábase  más  en  su  pálido  semblante  el   color 
aceitunado  de  las  ojeras  pisadas  por  el  cansancio  y 
la  fatiga. 

A  lo  largo  de  los  pasillos,  y  haciendo  prodigios 
con  las  muletas,  discurría  con  el  resto  de  mis  com- 
pañeros ó  iba  á  distraerme  en  la  sala  de  visitas  mi- 
rando la  dilatada  extensión  del  mar  ó  el  frondoso 
bosque  de  la  lejana  costa  enemiga. 

Cruzaban  los  padres  silenciosos  á  lo  largo  de  los 
pasillos,  llevando  recogidas  entre  las  manos  las  cuen- 
tes de  rosario  y  un  libro  de  oraciones  é  iban  á  des- 
aparecer con  sus  hábitos  negros,  después  de  saludar- 
nos con  inclinaciones  de  cabeza,  sobre  los  boquetes 
del  muro  en  que  se  abrían  las  celdas. 

Una  mañana  se  alteraron  las  costumbres  del  con- 
vento por  todo  el  día.  Fué  aquel  en  que  las  opera- 
ciones marcaban  la  toma  de  Imus. 

Imus  era  para  todos  la  llave  de  la  insurrección,  y 
tales  defensas  tenía  desde  largo  tiempo  acumuladas 
el  enemigo  y  tales  esperanzas,  que,  de  arrollarlas,  po- 
día darse  por  concluida  la  guerra.  Desde  muy  tem- 
prano nos  instalamos  en  la  sala  de  visitas,  alternan- 
do en  mirar  por  los  anteojos  que  enfilaban  la  cúpu- 
la y  la  torre  del  pueblo  enemigo. 

El  bosque  cubría  la  casa  del  poblado  y  extendía- 
se como  un  mar,  ocultando  la  marcha  de  la  colum- 


216  RICARDO  BURGUETE 


na.  A  media  mañana,  una  nubécula  de  humo  que 
avanzaba  por  encima  de  la  copa  de  los  árboles  y 
que  nosotros  conocíamos  como  indicadora  del  fue- 
go, por  los  asaltos  anteriores,  fué  á  estacionarse  por 
las  inmediaciones  del  pueblo.  No  avanzó  resuelta  la 
nubecilla  como  otras  veces.  Se  mantuvo  estancada,  é 
irritando  nuestra  impaciencia  durante  muchas  ho- 
ras de  observación,  nos  cogió  á  todos  el  toque  de 
campana  del  medio  día. 

Lanchas  de  vapor  cruzaban  sin  cesar  por  la  tersa 
superficie  del  mar,  llevando  y  comunicando  órde- 
nes á  la  escuadra  que,  anclada  en  las  costas  de  Cavi- 
te,  rompía  el  fuego  sobre  los  pueblos  enemigos  in- 
mediatos á  la  costa. 

Durante  la  comida,  no  hablamos  de  otra  cosa  que 
del  resultado  del  combate. 

La  incertidumbre,  siempre  temerosa,  exageraba 
las  defensas  insuperables  del  enemigo.  Y  el  temor 
á  un  descalabro,  después  de  la  rápida  serie  de  triun- 
fos, se  pintó  en  todos  los  semblantes  é  hizo  al  final 
exclamar  á  los  animosos  padres:  «Es  raro  que  el  hu- 
mo no  avance  como  otras  veces». 

Volvimos  á  las  ventanas  que  nos  servían  de  ob- 
servatorio, y  la  aprensión  barrió  la  esperanza  y  nos 
hizo  creer  que  el  círculo  de  humo  se  alejaba  cada 
vez  más  del  circuito  del  pueblo.  Pasó  la  tarde  y  en 
medio  de  la  transparencia  del  ambiente  veíamos  cla- 
ro, con  ansiedad  anhelosa,  cerrar  ó  distanciarse  la 


¡LA  guerra!  217 


columna  de  humo.  Por  fin  cesó  el  flujo  y  reflujo,  y 
empezó  á  alejarse  como  barrida  por  el  viento,  pri- 
mero un  trecho,  luego  otro,  hasta  desaparecer  á  lo 
lejos  en  los  confines  del  bosque.  Pasó  por  todos  los 
espíritus  marcado  desaliento,  y  los  atónitos  ojos,  mi- 
rando desmesuradamente  abiertos  la  lejanía,  no  po- 
dían hallar  pretexto  para  engañar  la  realidad.  Se 
iba,  se  iba  el  humo.  Era  indudable  que  retrocedían. 
¿Y  á  qué  costa?  ¿qué  horrible  desastre  arrollaba 
nuestras  fuerzas  como  barridas  por  un  viento  de  tem- 
pestad? No  había  esperanza.  Se  dejaron  los  anteojos 
que  inmóviles  enfilaban  silenciosos  la  torre  de  Imus, 
próxima  á  quedar  arrebujada  en  las  sombras  de  la 
tarde,  que  para  todos  empezaba  á  trasponerse  en 
medio  de  un  silencio  trágico. 

El  hermano  de  guardia  movió  el  anteojo  y  contes- 
tó á  nuestras  miradas  con  signos  negativos:  «El  hu- 
mo se  alejaba». 

Una  de  las  veces  limpió  el  retículo  con  la  sotana 
y  gritó  alborozado:  «¡La  bandera,  la  bandera' > 

Fué  la  conmoción  tan  violenta  para  todos,  que 
nos  precipitamos  á  los  anteojos  y,  á  la  aseveración 
del  segundo  observador,  estalló  una  unánime  salva 
de  aplausos.  ¡España!  ¡España!  Era  verdad.  En  lo 
alto  de  la  torre  tremolaba  gallarda  al  viento  la  ban- 
dera de  la  patria  roja  y  gualda.  Roja  con  la  sangre 
vertida  por  sus  hijos  para  salvarla,  amarilla  con  la 
amarillez  oriflama  de  la  gloria.   Permanecí  largo 


218  RiCAUDO  BÜKGUETE 


rato  pegado  al  catalejo,  cuyo  cristal  acababa  de  em- 
pañarse al  vaho  lacrimoso  del  entusiasmo.  Al  fin  era 
nuestro  el  triunfo  y  la  enseña  gloriosa,  apuntando  á 
Occidente  sacudida  por  una  fuerte  brisa,  que  aventó 
poco  antes  las  nubes  de  humo,  vibraba  trémula  al 
espacio  salpicada  de  sangre  y  oro. 

Coincidiendo  con  la  realidad  y  nuestra  alegría, 
lanzáronse  inopinadamente  al  vuelo  todas  las  cam- 
panas de  las  parroquias.  La  noticia  habíase  comuni- 
cado por  igual  á  todos;  y  á  poco  rasgaron  el  espacio 
estallidos  de  cohetes  y  bengalas,  rompiendo  el  silen- 
cio trágico  del  día  que,  á  su  vez,  nos  pareció  verle 
acostar  risueño  entre  sombras,  allá  lejos,  en  la  vasta 
superficie  del  mar. 

En  las  primeras  horas  de  la  noche  vinieron  emi- 
sarios á  comunicar  nuevas  al  convento.  Manila  se 
engalanaba  con  colgaduras.  Cohetes  y  bengalas  cho- 
rreaban fuego  en  el  espacio,  y  las  músicas  tenían 
orden  de  recorrer  los  arrabales  céntricos  para  ani- 
mar y  hacer  general  el  regocijo. 

Habíamos  vencido  la  llave  de  la  insurrección, 
pero  entre  raudales  de  sangre.  Las  primeras  noticias 
hacían  ascender  de  nuevecientos  á  mil  el  número  de 
nuestras  bajas. 

Cerró  la  noche  por  completo.  Después  de  cenar  y 
tras  animados  brindis  de  sobremesa,  me  retiré  á 
mis  habitaciones,  rendido  por  las  emociones  del  día 
que  hacían  hormiguear  las  cicatrices  de  mi  herida. 


¡LA  Guerra!  219 


A  través  de  la  entreabierta  ventana  llegaban  el  ale- 
gre voltear  de  las  campanas  y  los  estallidos  de  tra- 
cas y  cohetes,  mezclados  en  lejanas  ráfagas  de  mú- 
sicas y  gritos.  Un  «¡viva  España!»  trémulo,  débil  y 
rumoroso,  á  semejanza  del  que  oí  en  el  viaje  á  lo  lar- 
go de  las  aguas,  llegó  á  mis  oídos.  Recordé  la  bande- 
ra  plegada  en  el  Alfonso  XIII  con  exangües  palpita- 
ciones de  moribundo;  henchida  luego  en  la  popa 
de  los  barcos,  la  tarde  de  la  primera  concentración 
de  tropas  á  lo  largo  del  Pasig;  y  por  fin,  erguida  y 
flamante  en  el  anochecer  de  aquel  día  para  nosotros 
de  ansiedad  y  de  zozobra. 

¡España!  ¡España!  Sólo  la  imbecilidad  egoísta  que 
no  entiende  el  sacrificio,  puede  desconocer  el  entu- 
siasmo y  la  melancolía  que  á  mi  mente  llevó  en 
aquella  noche  el  apagado  grito  venido  de  la  lejanía. 
Reconté  la  lista  de  los  sacrificados  y  mi  imagina- 
ción se  transportó  á  las  pilas  de  muertos  que,  en 
aquella  noche,  dormirían  el  sueño  eterno  bajo  el  ful- 
gor de  aquellas  mismas  estrellas  que  yo  miraba  bri- 
llar por  entre  las  persianas  de  mi  cuarto.  ¡España! 
¡España!:  recordé  el  alerta  del  cordón  de  centinelas 
que  á  la  derecha  del  río  aguardarían  el  paso  de  las 
gabarras  atestadas  de  heridos.  Volvió  á  mi  imagina- 
ción el  recuerdo  de  tanto  infortunio  como  atestaría 
las  salas  del  hospital.  Creí  percibir  el  estertor  de  los 
moribundos  oído  durante  tantas  noches;  el  arrastrar 
del  furgón  de  muertos;  el  paseo  lento  del  Viático,  las 


220  RICARDO  BURGUETE 


quejas  dolorosas  de  los  amputados  y  el  descuartizar 
de  miembros  que  palpitando  llevaríanse  á  enterrar 
en  las  orillas  del  río. 

Más  distintos  y  vecinos  llegaron  hasta  mí  los  acor- 
des de  música  y  los  vivas  de  entusiasmo:  «¡España! 
¡España»  la  muchedumbre  coreaba  junto  al  gobier- 
no general.  ¡Ah!  benditos  mil  veces  los  penosos  sa- 
crificios por  la  patria.  La  madre  besaría  bienhecho- 
ra y  calmaría  con  gratitud  las  torturas  de  sus  hijos. 
Para  algo  había  sido  el  esfuerzo.  Y  el  esfuerzo  había 
conseguido  que  tremolara  en  la  torre  de  Imus  el 
escudo  noble,  y  blasonado  de  todos.  Volví  á  verle, 
como  en  la  tarde,  tremolar  sacudido  por  la  brisa; 
apuntando  á  Occidente;  al  camino  de  la  tierra  ben 
dita.  Y  pensé  que  en  aquel  paño  mandaban  los  hi- 
jos á  la  madre  un  beso  empapado  á  flor  de  labio  en 
la  sangre  bendita  del  sacrificio. 


M. 


XXVII 


Vencida  la  resistencia  en  Imus,  se  forzó  el  paso 
del  Zapote,  y  combinadas  las  fuerzas  de  una  y  otra 
orilla,  fueron  apoderándose  de  Bacoor,  No  veleta,  Ca- 
vite,  y  siguió  el  avance  empujando  al  batido  enemi- 
go sobre  la  costa  y  la  cordillera  del  Sungay. 

En  los  días  que  tardaron  las  fuerzas  para  desarro- 
llar su  plan,  servíanos  á  maravilla  el  observatorio 
improvisado  en  la  sala  de  visitas  del  convento.  De 
día  en  día  denotaba  el  avance  de  la  columna,  la 
marcha  y  progreso  de  nuestra  acción  ofensiva. 

Al  final  de  cada  jornada,  el  pabellón  español  on- 
deaba glorioso  en  la  torre  del  pueblo  conquistado. 

A  cada  conquista  la  población  se  engalanaba  fes- 
tejando el  suceso  con  músicas  y  cohetes.  Hasta  la 
austeridad  del  convento  pareció  llegar  el  regocijo  y 


22  ¿  RICARDO  BURGUETE 


en  los  risueños  semblantes  de  los  padres  y  en  las 
frecuentes  visitas  á  la  sal  a- observatorio,  crei  ver 
romperse  la  severidad  solemne  que  llenaba  los  pasi- 
llos en  los  primeros  días.  Una  alegría  discreta  y  mun- 
dana venía  de  la  calle  y  alborozaba  á  todos  con  las 
frecuentes  visitas  de  los  mensajeros  diarios  de  sucesos. 

En  el  comedor  abundaron  profusas  las  flores,  y 
desde  aquel  día,  á  iniciativa  nuestra  no  faltó  un  rami- 
to  para  colgar  al  pie  de  los  cuadros  que  representa- 
ban el  más  sublime  de  los  heroísmos:  ¡Aquel  que 
con  el  sacrificio  y  la  vida  entierra  la  notoriedad! 

El  aroma  de  las  flores  embalsamaba  en  el  alegre 
comedor  la  vida  postuma  de  aquellos  santos,  naci- 
dos para  acabar  en  el  martirio,  hartos  de  cosechar 
espinas.  El  padre  náufrago;  el  misionero  vestido  de 
fakir;  el  venerable  anciano  atenazado  en  el  fuego: 
todos  vivían  en  aquellas  pinturas  y  todos  recibían 
el  balsámico  agasajó,  tributo  de  nuestra  admiración 
despertada  por  otro  heroísmo  análogo,  por  el  de 
aquellos  que  á  diario  sucumbían  allá  abajo  entre 
raudales  de  sangre  para  alzar  en  las  torres  un  sím- 
bolo, una  enseña:  la  más  grande  después  de  la  sa- 
crosanta de  la  Cruz. 

.  Un  día  llegó  al  convento  la  noticia  de  que  acaba- 
ban de  suspenderse  las  operaciones,  porque  el  gene- 
ral en  jefe  iba  á  regresar  á  la  Península  en  el  pri- 
mer correo. 

La  noticia  fué  cierta;  desde  entonces  se  paraliza- 


¡LA  guerra!  223 


ron  los  trabajos  de  avance,  y  se  supo  que  era  un 
hecho  el  regreso  del  general. 

Por  consejo  del  doctor,  yo  debía  regresar  en  aquel 
correo,  porque  la  curación  completa  de  mi  herida 
sería  larga  y  exigía  el  uso  de  aguas  termales.  Me 
autorizó  el  médico  para  salir  á  la  calle.  Y  desde  la 
tarde  de  la  autorización  procedí  á  activar  los  prepa- 
rativos del  viaje. 

Quise  dar  antes  un  adiós  á  los  alrededores  de  Ma- 
nila, en  las  tardes  que  me  dejaban  libre  las  ocupa- 
ciones preparatorias  de  marcha.  Volví  solo  á  reco 
rrer  en  coche  las  aromáticas  calzadas  orilladas  por 
chalets  y  verjeles  encantadores.  Bajé  al  hospital 
emocionado  un  mediodía,  crucé  todas  las  salas  don- 
de el  dolor  y  la  interminable  vigilia  de  días  y  no- 
ches revolvía  desasosegados  los  cuerpos.  Volví  á  mi 
antiguo  cuartucho  amparador  de  renovadas  desdi- 
chas. Observé  que  dormía  sudoroso  y  jadeante  el 
nuevo  enfermo  y  me  retiré  sin  hacer  ruido,  viendo 
los  nudos  rojizos  de  las  maderas  de  la  ventana  que, 
al  igual  que  á  mí,  miraban  al  dormido  herido  como 
pupilas  implacables  y  sangrientas  que,  sin  pestañear, 
lloraban  lagrimones  de  resina. 

Al  anochecer  volvía  invariablemente  á  lo  largo 
del  Malecón,  y  siguiendo  en  turno  la  hilera  de  los 
coches  entraba  en  el  paseo  y  veía  pasar  los  sem- 
blantes animosos  de  la  excesiva  concurrencia  de 
uno  á  otro  extremo  del  macizo  central,  entretanto 


224 


RICAEDO  BURGUETE 


que  en  el  kiosco  la  música  tocaba  alegres  sonatas. 
Destacábanse  en  el  puerto  como  estrellas  de  colosal 
magnitud  los  farolillos  de  los  barcos.  Allí  estaba  el 
«León  XIII >  que  nos  había  de  conducir,  y  entre  las 
densas  sombras  apenas  si  se  dibujaba  como  enorme 
y  confusa  masa  un  escorzo  del  transatlántico. 

Ni  una  hoguera  alumbraba  como  otras  veces  las 
costas  de  Cavite,  y  dando  la  vuelta  al  paseo,  sobre 
la  plazoleta  donde  se  habían  efectuado  los  fusila- 
mientos, pesaba  un  silencio  de  contrición  indesci- 
frable y  misterioso. 

Vuelto  al  convento,  de  noche  nos  reuníamos  en 
torno  de  la  mesa  y,  complacidos  los  hermanos  con 
nuestro  apetito  y  buen  humor,  esforzábanse  con  ale- 
gres ojos  por  aparecer  severos  cuando  la  conversación 
abusaba  del  opoponax  y  de  la  tibia  y  rosada  carne 
de  Eva. 


W^^K 


XVIII 


w'í^ 


Muy  temprano  oí  una  maña- 
na misa  en  el  templo,  y  me 
despedí  de  los  buenos  padres, 
del  infatigable  doctor  y  de  los 
compañeros  del  convento. 

Reía  el  sol  en  la  fachada  del 
palacio  y  en  las  ventanas  de 
mi  cuarto,  cuando  me  volví 
desde  la  calle  á  decir  adiós  á 
aquellas  vetustas  paredes  que 
me  despedían  vibrando  con  la 
salmodia  aflautada  y  melodiosa  que  entonaban  las 
voces  del  órgano  dentro  de  la  iglesia.  Sentí  enterne- 
cida gratitud  al  recuerdo  de  aquella  voz  familiar  y 
conocida  que,  en  mis  mañanas  de  convaleciente,  so- 
plaba en  mis  oídos  inefables  y  despertadoras  caricias. 

FILIPINAS— 15 


226  RICARDO  BURGUETE 

Sobre  la  cubierta  del  «León  XIII»,  que  enfilaba 
su  proa  á  la  salida,  fui  á  tenderme  en  una  silla  de 
mimbres  y  desde  ella  contemplé  por  una  banda  el 
arribo  de  generales,  plana  mayor  y  soldados  enfer- 
mos y  heridos  que  iban  á  componer  la  totalidad  del 
pasaje. 

Recordé  mi  regreso  de  Cuba.  En  aquel  viaje  tam- 
bién llevábamos  un  rosario  de  infortunados  mori- 
bundos. ¡Dios  sabe  las  cuentas  y  sartas  que  dejaría- 
mos en  el  camino! 

A  media  tarde  zarpó  el  buque.  Eché  un  vistazo 
último  á  Manila.  ¡Cuántos  sucesos  en  poco  más  de 
medio  año! 

La  población  amurallada  daba  al  espacio  las  to- 
rres y  las  cúpulas  de  las  iglesias.  Más  á  la  izquierda, 
el  fulgor  de  la  techumbre  de  zinc  del  hospital  hirió 
mi  vista,  y  el  resplandor  de  fuego  de  su  techo  me 
pareció  reflejo  del  infortunio  que  en  aquellas  horas 
abrasaría  á  los  cuerpos  ensangrentados  de  los  heri 
dos.  Más  lejos  y  á  la  derecha,  las  blancas  tapias  del 
cementerio  de  Paco  trajeron  á  mi  memoria  el  re- 
cuerdo de  mi  buen  amigo  Arguelles,  dormido  en  el 
fondo  de  un  nicho,  frente  por  frente  á  la  ruta  de 
correos  de  la  patria  que  nunca  tuvo  esperanza  de 
volver  á  pisar. 

Atravesaba  el  barco  la  bahía  y  á  la  vista  de  los 
lugares  conocidos  se  evocaban  los  sucesos.  Ya  no 
era  perceptible  Manila.  Ahora  dejábamos  á  nuestra 


ILA  GUERRA.1  227 


derecha  la  ensenada  de  la  Pampanga.  Recordé  la 
casita  del  señor  N...  su  enfermedad,  sus  presagios, 
y  se  me  aparecieron  las  figuras  llorosas  y  enlutadas 
de  las  huérfanas.  ¿Qué  habría  sido  de  ellas? 

La  cordillera  de  Bataán  surgió  á  mi  vista.  Recor- 
dé mis  primeras  jornadas  á  lo  largo  y  á  través  de 
aquella  sierra  abrupta. 

Cuando  anochecido  doblamos  la  punta  de  Mari- 
veles  dejando  á  la  izquierda  la  isla  del  Corregidor, 
me  incorporé  para  dar  un  adiós  á  la  la  playa  occi- 
dental que  se  dilataba  hasta  perderse  de  vista.  Ba- 
gac,  Morón  eran  puntos  apenas  perceptibles  á  los 
sentidos,  pero  el  recuerdo  los  descubre  claros  en  la 
imaginación.  Acudió  á  mi  pensamiento  la  visión 
del  madero,  empotrado  en  las  arenas  y  besado  por 
las  olas,  que  guardaba  los  cuerpos  de  los  soldados 
muertos  de  mi  compañía.  Náufragos  de  la  vida,  to- 
dos, protector  y  protegidos,  dormían  en  apretado 
haz  el  sueño  eterno  y  recibían  con  las  intermiten- 
cias de  la  marea  el  beso  consecuente  é  inolvidable 
de  las  piadosas  aguas. 

Como  en  Cuba,  todo  el  Archipiélago  lo  salpicaban 
tumbas  que  tampoco  tenían  en  la  patria  un  monu- 
mento de  recuerdo.  El  olvido  de  las  víctimas  glorio- 
sas que  encerraban  Joló,  Mindanao  y  todo  el  Archi- 
piélago desde  su  conquista,  pesaría  por  igual  sobre 
los  sacrificados  en  la  presente  campaña. 

El  viento  y  las  aguas  besarían  en  adelante  las 


228  RICARDO  BURGUETE 


tumbas  removidas  en  la  tierra  de  los  bosques  y  en 
las  arenas  de  las  playas. 

Quedó  esfumada  la  costa.  Entrábamos  en  pleno 
mar  de  la  China,  y  el  «León  XIII»  cruzaba  soberbio 
el  mar  ligeramente  ondulado  y  hendía  entre  espu- 
mas las  olas  indolentes  y  desidiosas. 


XXIX 


Toda  la  navegación  fué  para  mí  triste  y  penosa. 
Imposibilitado  de  bajar,  sin  riesgo,  á  los  puntos  de 
escala,  distraje  mi  soledad  con  los  recuerdos  en  las 
largas  paradas  que  el  barco  hizo  en  los  puertos  para 
proveerse  de  carbón. 

Las  tres  últimas  semanas  de  navegación  las  hice  su- 
mergiendo alternativamente  mis  miradas  de  triste- 
za en  el  mar  y  el  espacio.  Durante  tres  noches  vino 
á  mortificarme  un  mismo  sueño  que  acabó  por 
atormentar  mi  imaginación  durante  el  día. 

Soñé  la  primera  vez,  después  de  asistir  una  noche 


2a0  RICARDO  BURGUETE 


á  la  triste  ceremonia  de  lanzar  al  agua  á  un  pobre 
empleado  que  había  muerto  devorado  por  las  fie- 
bres y  la  anemia  contraídas  en  el  país  ,  tras  lardos 
años  de  trabajos. 

Entre  sueños  veía  á  mi  amigo  Arguelles  y  al 
Sr.  N...  que  por  igual  me  mostraban  la  realidad  de 
sus  profecías,  que  yo  motejé  de  pesimismos. 

Todos  los  esfuerzos  habían  sido  inútiles  y  estéril 
toda  la  sangre  vertida.  La  metrópoli  se  engañó  á  sí 
misma;  apagó  los  resplandores  de  la  guerra  aparen- 
temente y  por  desidia  dejó  un  rescoldo,  que  soplado 
por  extraños  vientos,  propagó  el  incendio  á  todas 
las  islas.  Ya  no  era  nuestro  el  Archipiélago.  La  na- 
ción, viendo  vecina  la  catástrofe,  abandonó  su  sobe- 
ranía y  con  un  «sálvese  quien  pueda»  abandonó  á 
sus  hijos. 

Pocos  habían  logrado  escapar  y  la  mayoría,  olvi- 
dados de  la  nación,  arrastraban  en  poder  de  los  in- 
dios una  vida  miserable,  de  esclavitud  cambiada,  á 
diario,  en  muchos  por  la  muerte.  Veía  entre  sueños 
la  casita  del  Sr.  N...  reducida  á  cenizas.  El  pobre 
viejo  medio  moribundo  sentábase  entre  los  calci- 
nados leños...  Sus  hijas...  ¡Oh!  sus  hijas  se  las  lle- 
varon las  partidas  y  no  había  vuelto  á  saber  de 
ellas.  En  alas  del  sueño  recorría  todos  los  lugares  por 
mí  frecuentados...  Era  otro  país  para  mí,  otra  tierra 
sobre  la  que  restos  de  un  ejército  harapiento,  abando- 
nado y  vencido  trabajaban  sin  descanso,  sometidos 


¡LA  guerra!  231 


al  palo  del  vencedor  que  les  exigía  reconstituir  las 
rainas.  Sobre  las  torres,  donde  otras  veces  se  alzó 
ufana  y  gloriosa  la  bandera  patria,  flotaba  al  aire  la 
del  Katipunan,  izada  entre  lágrimas  y  golpes  por 
aquellos  mismos  temblorosos  cuerpos  de  esqueleto 
que  un  día,  por  alzar  la  enseña  de  España,  die- 
ran gustosos  al  pie  de  aquellas  mismas  torres  la 
sangre  de  sus  venas.  Sobre  las  abiertas  cicatrices 
marcábanse  los  cardenales  de  los  golpes  con  que 
los  verdugos  sacudían  la  extenuación  ó  la  resisten- 
cia de  aquellos  pelotones  astrosos  en  que  se  mez- 
claban por  igual  jefes,  oficiales  y  soldados...  No  ba- 
bía  redención  posible  ni  esperanza.  La  crueldad  de 
los  verdugos  aumentaba  al  saber  el  abandono  en 
que  la  nación  dejaba  á  aquellos  infelices.  Cuando 
su  patria  los  abandonaba,  ¡sabe  Dios  en  qué  forma 
los  había  reclutado!  ¡Abajo  aquella  horda!  A  exter- 
minar aquellos  montones  de  carne  abandonados  por 
los  suyos... 

Invariablemente  me  despertaba  del  sueño  una 
aguda  indignación.  ¡España!  ¡España!  recordaba  el 
grito  entusiasta  de  las  tropas,  volviendo  del  comba- 
te á  orear  las  pilas  de  los  muertos  y  las  sienes  ardo- 
rosas de  los  heridos.  No  era  posible.  Pero  á  fuerza 
de  soñar  durante  tres  noches  consecutivas,  despier- 
to, tuvo  para  mí  la  horrible  historia  fuerza  y  fijeza 
de  presagio.  No,  no  era  posible.  Pasaban  por  mi 
imaginación  los  esfuerzos  hechos  por  España  para 


232  RICARDO  BURGUETE 


conquistar  al  cabo  de  cuatro  siglos  el  Archipiélago. 
Recordaba  todas  las  expediciones:  la  de  Magallanes, 
la  segunda  de  Loaisa,  la  de  Saavedra  dispuesta  para 
salvar  el  puñado  de  españoles  supervivientes  de  la 
anterior  expedición,  que  en  un  fortín  de  la  costa  de- 
fendían heroicamente  sus  vidas.  Seguía  á  éstas  la 
expedición  de  Villalobos,  después  la  de  Legazpi 
hasta  la  dominación,  y  tal  esfuerzo  ponía  España 
en  la  conquista  y  de  tal  manera  se  reclutaban  hom- 
bres y  dineros  para  ir  á  salvar  á  los  hermanos  per- 
didos en  los  viajes,  que  las  expediciones  llegaron  á 
tener  carácter  de  cruzada.  No  empujaba  sólo  la  co- 
dicia, el  medro  ni  el  negocio:  la  noble  idea  de  resca- 
tar á  hermanos  cautivos  abanderaba  á  aquellas 
tropas  de  expedicionarios,  que,  á  poder  aunar  los 
medios  con  el  deseo,  hubieran  reclutado  soldados 
de  las  más  ínfimas  aldeas  y  villorrios  de  la  penín- 
sula. 

No,  no  era  posible.  Y  en  mis  ratos  de  tristeza,  re- 
volviéndome contra  el  asedio  del  sueño,  iba  á  su- 
mergir mi  mirada  angustiada  en  el  piélago  inson- 
dable de  las  aguas  ó  en  el  azul  diáfano  del  clemente 
cielo. 

No,  no  era  posible.  Bastaba  con  el  abandono  de 
los  muertos  de  Cuba  dormidos  en  el  fondo  de  las 
ciénagas,  en  la  orilla  de  los  caminos,  en  la  vera  de 
los  bosques,  con  los  que  recientemente  abandoná- 
bamos en  aquellas  costas  del  Archipiélago,  y  con 


¡LA  guerra!  233 


los  que  al  final  de  la  campaña  sembraríamos  en  el 
mar  como  sarta  de  rosario  que  uniese  la  metrópoli 
con  la  colonia  de  Oriente. 

¿Abandonar  los  vivos?  Jamás,  jamás.  El  país  le- 
gendario de  las  cruzadas,  el  que  dio  siglo  tras  siglo 
sangre  para  rescatar  cautivos,  ¿qué  esfuerzo  colosal 
no  haría  para  rescatar  hermanos? 

La  lógica  y  la  razón  borraban  los  deliquios  del 
sueño  y  en  los  últimos  días  del  viaje  próximo  á  las 
costas  de  España,  aspirando  lejanas  brisas  saturadas 
en  el  regazo  aromoso  de  la  tierra,  pensé  en  los  feli- 
ces resultados  de  la  campaña  Iba  esperanzado  en 
el  próximo  triunfo,  y  decidido  á  sacudir  sueños  y 
delirios  de  enfermo,  así  mis  muletas  y  una  .tarde,  á 
la  vista  de  Cerdeña,  haciendo  equilibrios  y  pinitos 
me  lancé...  por  primera  vez,  á  pasear  sobre  cubierta. 


XXX 

Consummatum  est 


Ha  transcurrido,  para  mí,  el  tiempo,  ora  breve  ó 
largo,  desde  la  fecha  aquella  en  que  acaecieron  los 
sucesos  y  ésta  en  que  los  transcribo. 

La  catástrofe  entrevista  á  través  de  las  brumas  de 
mis  ensueños,  vino  al  cabo.  Desde  la  casita  de  cam- 
po enclavada  en  la  gradería  de  montañas  de  los  al- 
rededores de  Barcelona,  pergeño  los  recuerdos  y 
van  al  papel  requemados  tal  vez  por  la  hoguera 
candente  de  la  indignación  y  el  entusiasmo. 

Asomado  á  la  blanca  azotea  de  mi  casa,  comple- 
tamente curado  y  restablecido  de  mis  heridas,  no 
hay  una  sola  tarde  que,  al  contemplar  la  vasta  ex- 
tensión de  Barcelona  tendida  á  mis  pies  y  al  llevar 
luego  la  vista  al  puerto  erizado  de  mástiles  y 
á  la  dilatada  extensión  del  mar  que  cierra  el  hori- 
zonte, no  piense  en  la  tarde  feliz  de  mi  salida  para 


¡LA  guerra!  235 


el  Archipiélago  magallánico  y  en  aquella  otra  ventu- 
rosa también  de  mi  arribo. 

Ha  transcurrido  para  mí  el  tiempo,  alternativa- 
mente breve  ó  largo,  pero  en  la  larga  sucesión  de 
días  jamás  faltó  en  mi  pensamiento  uno  solo  que 
no  dedicara  á  la  memoria  de  los  compañeros  que,  á 
través  de  aquel  mismo  puerto  que  descubren  mis 
ojos,  por  la  tarde,  salieron  ufanos  y  gozosos  á  de- 
fender los  derechos  de  una  madre  que  tuvo  la  avi- 
lantez de  vivir  después  de  abandonarles. 

Allá  abajo,  quedaron  unos;  acullá,  otros;  en  las 
Indias  orientales  y  en  las  occidentales;  ya  no  era  un 
mar:  dos  mares,  el  de  Oriente  y  Occidente,  guarda- 
ban en  las  profundidades  de  su  albergue  misericor- 
dioso, como  sartas  de  un  rosario,  la  cuenta  de  los 
muertos. 

¡Españal  ¡Españal: 

El  grito  placentero  que  al  retorno  de  Cuba  reani- 
ma a  los  moribundos;  el  grito  que  en  el  Océano  ín- 
dico hizo  restallar  las  arterias  de  entusiasmo;  el  grito 
que  al  retorno  del  combate,  en  boca  de  los  soldados 
enardecidos,  iba  á  besar  la  pila  ensangrentada  de 
los  muertos  y  las  sienes  ardorosas  de  los  heridos: 

¡Españal  ¡España! 

El  grito  mental  de  los  moribundos:  al  pie  de  los 
parapetos;  á  lo  largo  de  las  ciénagas;  en  el  fondo  de 
los  bosques;  en  la  sentina  de  los  buques: 

¡España!  ¡España! 


236  RICARDO  BURGUETE 


El  grito  que  calmaba  los  infortunios  del^hospital; 
los  de  la  sed;  los  del  hambre;  los  de  la  justicia.  El 
grito  aquel,  para  mí,  un  día,  delirante,  un  día  heroi- 
co, ahora  acude  á  mis  oídos  con  una  melancoKa  in- 
finita, con  un  dejo  de  amargura  y  de  tristeza...  ¡Es- 
paña!... ¡España!... 

Aun  es  tiempo.  Algo  le  queda  que  hacer  al  país. 
Lo  consigno  en  un  trabajo  que  copio,  y  que  conden- 
so en  esta  frase: 

¡GLORIA  A  LOS  MUERTOS! 

«Toda  la  prensa  extranjera  se  hizo  eco  de  la  hermo- 
sa ceremonia  que  en  el  campo  de  Saint-Privat  presidió 
el  emperador  Guillermo,  al  inaugurar  la  estatua  glorio- 
sa y  conmemorativa  del  jd-imer  regimiento  de  la  (juar- 
ám. 

«Conmovedora  y  elocuente  fué  la  fiesta,  y  no  desme- 
reció un  punto  de  ella  el  discurso  de  Guillermo  II, 

«Sobre  el  mismo  polvo  que  l)el)ió  la  sangre  de  los  pa- 
sados camaradas  del  regimiento,  el  primero  de  la  Guar- 
dia alcanzó  el  lionoi*  de  desfilar  en  caljeza;  y  entre  los 
¡/lurras!  de  las  tropas  y  el  estruendo  de  los  ciento  once 
disparos  de  las  baterías,  las  gloriosas  linderas  del  70 
y  71,  al  desfilar  por  delante  de  la  estatua  que  represen- 
ta al  arcángel  San  Miguel,  Ijajaron  las  moharras  hasta 
besar  el  suelo.  ¡Suelo  que  hizo  sacrosanto  la  sangre 
bendita  del  heroísmo! 

«Digno  tributo  y  glorioso  homenaje  rendido  á  los 
muertos,  sin  distinción  de  amigos  ó  enemigos.  El  em- 
perador acababa  de  decirlo  en  el  final  de  su  soberbio 
discurso: 

«...Yo  quiero  que  esta  estatua,  dedicada  al  regimien- 
to-escuela de  los  Holienzollern,  alcance  una  significa- 
ción general.  Sobre  esta  tierra  empapada  en  sangre  se 
alza  este  bronce  para  conmemorar  la   muerte  de  todos 


iLA  guerra!  237 


los  bravos  que  sucumbieron  en  el  combate,  así  soldados 
franceses  como  nuestros.  La  muerte  cubre  por  igual  de 
gloria  al  vencedor  y  al  vencido.  Y  cuando  nuestras 
banderas  se  inclinen  y  saluden  desplegadas  al  bronce 
conmemorativo,  flotando  melancólicamente  sobre  las 
tumbas  de  nuestros  antepasados  gloriosos,  saludarán  y 
se  inclinarán  también  ante  las  de  nuestros  adversarios, 
porque  este  homenaje  se  rinde  por  igual  á  todos  los 
bravos  que  sucumbieron  en  la  lucha». 


«¡Hermoso  discurso!  Conmovedora  ceremonia  que 
liizo  subir  la  emoción  á  los  semblantes  y  que  secó  brus- 
camente una  atronadora  ráfaga  de  disparos  de  cañón 
que  apagaron  por  un  momento  los  viriles  y  potentes 
¡liurrasl  de  las  tropas. 

«Leyendo  este  relato  ha  venido  forzosamente  á  mi 
imaginación  el  recuerdo  de  nuestras  recientes  desdi- 
chas, y  como  era  lógico,  con  ellas  ha  salido  eslabonada 
la  larga  sarta  de  todo  el  siglo. 

«Nuestros  desastres  van  pasando  á  la  Historia;  los 
muertos  al  olvido.  Y  como  si  la  muerte  no  ciñera  de 
laurel  las  sienes  de  los  muertos  en  el  campo  de  batalla, 
vencedores  ó  vencidos,  así  nosotros,  al  querer  correr 
un  velo  sobre  los  desastres,  tan  tupido  lo  forja  el  egoís- 
mo, que  con  él  cubrimos  la  memoria  de  aquellos  her- 
manos que,  en  aras  del  deber  ó  del  entusiasmo,  é  iri'es- 
ponsables  de  la  mala  dirección  ó  desdichadas  condicio- 
nes del  combate,  pagaron  en  el  campo  de  batalla  el 
más  sublime  tributo  que  paga  el  hombi-e. 

«No  hay,  desde  la  campaña  de  Santo  Domingo  hasta 
el  presente,  un  solo  monumento  que  conmemore  en 
España  el  sacrificio  de  los  que  sucumbieron  en  nues- 
tras guerras  civiles  ó  coloniales. 

«Sucederá  igual  al  presente. 

«Los  gobiernos  que  alardean  de  programas  regene- 
radores, no  consignan  en  los  suyos  la  labor  de  glorifi- 
car en  lo  sucesivo  la  memoria  de  los  soldados  muertos. 
No  merece  entre  nosotros  un  instante  de  atención  esta 


238  RICARDO  BURGUETE 


labor,  con  tanto  ahinco  emprendida  por  el  jete  de  otros 
Estados. 

«Francia  conmemora  en  monumentos  cada  una  de 
sus  derrotas;  y  allí  donde  no  alcanza  el  laurel,  sirve  el 
crespón  de  tributo  y  de  recuerdo. 

))Volveremos  en  España  al  olvido.  A  lo  largo  de  las 
ciénagas,  en  el  fondo  de  los  bosques,  á  la  vera  de  los  ca- 
minos, dormirán  eternamente  los  restos  de  los  que  su- 
cumbieron al  combate;  y  de  ellos  no  habrá  en  esta  na- 
ción otro  recuerdo,  ni  se  les  rendirá  otro  tributo  que 
el  que  la  piedad  familiar  rinde  aisladamente,  no  al  sol- 
dado, al  ser  querido. 

))Si  hemos  de  empezar  la  regeneración,  démosla  prin- 
cipio glorificando  á  los  muertos  y  erigiendo  un  simple 
túmulo  de  perpetua  memoria. 

»Acuda  en  la  nación  la  piedad  á  enmendar  el  olvido 
de  un  gobierno;  que  acometa  alguien  esta  obra  pía  or- 
ganizando una  suscripción.  Y  si  la  rudeza  de  los  recien- 
tes golpes  tiene  adormecida  á  la  sensibilidad  nacional, 
emprenda  el  ejército  solo  esta  tarea,  porque  sobrados 
medios  tiene,  y  encabece  esta  suscripci()n,  dejando  un 
dia  de  haber  de  todas  las  cruces  pensionadas,  para  con 
él  poder  glorificar  la  memoria  de  los  que,  perdiendo 
con  la  vida  todo  derecho  á  recompensa,  sólo  pueden 
lograr,  como  única  y  justa,  vivir  perpetuamente  en  el 
recuerdo  de  los  vivos». 


Cumpla  cada  cual  con  su  deber  en  esta  tarea  de 
arrepentimiento  y  enmienda... 

Yo  he  cumplido  con  el  mío  y  hágole  cumplir  á  mis 
hijos.  A  falta  de  monumento  donde  rezar  y  rendir 
tributo,  hoy,  mañana  y  siempre,  por  tradición,— si 
alcanzo  á  transmitir  la  tradición  á  los  nietos, — reza 
mi  prole  al  pie  de  un  crucifijo  de  redención,  orlado 


[LA  guerra!  239 


con  un  jirón  de  bandera  de  la  patria...  Rezan  por 
los  «manes»  de  los  gloriosos  muertos:  por  mi  her- 
mano, por  mis  compañeros,  por  mis  soldados...  por 
España,  al  fin...  Y  el  grito  que  una  tarde  enardeció 
á  mis  soldados  y  erizó  la  raíz  de  mis  cabellos  al  dar 
sepultura  bajo  un  sendero  á  los  primeros  muertos, 
en  aquella  lejana  y  sacrosanta  playa,  electriza  á  mis 
pequeños  y  les  hace  prorrumpir  al  pie  de  su  Cristo, 
de  su  Rey  y  su  Bandera,  en  el  primer  nombre  que 
aprendieron  á  l^albucear: 
— [España!  ¡España! 

Barcelona,  Septiembre  de  1900. 


DEL  MISMO  AUTOR 


itiM.  m'wmmMMi 


(diario  de  un  testigo) 

Uq  tomo  de  más  de  200  páginas,  ilustrado  con 
profusión  de  hermosos  grabados. 


■(Dy¡^- 


Universíty  of  California 

SOUTHERN  REGIONAL  LIBRARY  FACILITY 

405  Hilgard  Avenue,  Los  Angeles,  CA  90024-1388 

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